Mckenna, Megan - Dejala Mujeres en La Escritura

September 30, 2017 | Author: Marcela Lapalma | Category: Resurrection, Mary, Mother Of Jesus, Judas Iscariot, Jesus, Gospels
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Descripción: Teologia biblica...

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(Juan 12,7) Mujeres en la Escritura

Megan McKenna

«Déjala» (Juan 12,7) Mujeres en la Escritura

Editorial SAL TERRAE Santander

^fPSTIGOS»

índice

INTRODUCCIÓN

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1. «DÉJALA»

El mensaje de Juan

Título del original en inglés: Leave Her Alone © 2000 by Megan McKenna Published by Orbis Books Maryknoll, New York (U.S.A.) Traducción: Milagros Amado Mier © 2001 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: [email protected] www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1415-6 Dep. Legal: BI-1616-01 Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuademación: Grafo, S.A.— Bilbao

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2. ANA

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3. LA MUJER ENCORVADA DURANTE DIECIOCHO AÑOS . . .

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4. HUAS DE LA SABIDURÍA

Una mujer temerosa de Dios y una mujer que mostró mucho amor

87

5. HUAS

La hija única de Jairo; la «hija» de Jesús; y Sara, la hija única de Ragüel

110

6. REINAS

EsteryVastí 7 . UNA JUEZ, UNA ESCLAVA Y TRES VIUDAS

139 159

8. ESPOSAS Y GUERRERAS

Rebeca, Seforá, la esposa del profeta Isaías y Judit

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9. HERMANAS

Lía y Raquel, Marta y María

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10. ABUELAS ANCESTRALES

Eva y María Bibliografía

250 277

«Las mujeres representan algo especial en mi vida...» Mujeres maravillosas: Lynn, Kate, Eileen, Marguerite, Phyllis y Barbara, Maureen, Mary, Connie, Sandy, Andrea, Annemarie y Lillian, Pat, Barb y Kathy, Annick, Sue, Beth, Dianne, Colleen y Diane, Maura y Rita, Henrietta, Pat, Eva, Rosemary, Priscella, Erlinda, Louise, Pat, Celeste y María y hermanas; mis hermanas: Norene, Francine, Mimi, Alice, Jane, Mary y Leanne, Katy, Christi y Shannon, Eilish, Eileen, Rose, De, Dot; las carmelitas de Liverpool, Ruth, Patti, Sue, Melissa y Bernadette, Ely y Yoko, Mary, Vivian, Moira, Juanella y Leanore y Nena

Introducción

«Todas y cada una de las letras de la Tora tienen el poder de revivir a los muertos. Creedlo. Por un alma..., por un corazón..., renuncio a todo». Rabino Shlomo Carlebach «Qué se necesita para ocultar el sol? Con que te pongas el dedo sobre el ojo, no podrás ver nada en absoluto». Baal Shem Tov Estas dos afirmaciones nos ponen frente a los dos extremos del espectro de aproximaciones a la Escritura: con una reverencia abierta de par en par al misterioso poder que oculta tanto como revela, o con la sospecha nacida de una visión individual y atrofiada. Las reflexiones de este libro parten de la primera actitud, dando por supuesto que el texto está inspirado por Dios y que contiene una llave capaz de abrir pasos subterráneos y liberar un poder sin parangón en nuestra vida. Por lo tanto, este libro rechaza la segunda actitud -la interpretación individualista- por reduccionista y distorsionadora. Únicamente cuando el texto se ve y se reverencia en un contexto, en una comunidad de creyentes que lucha con su sentido y con su propia vida, puede ser verdadera la visión. Entre el texto y la comunidad debe haber reciprocidad. De vez en cuando hay necesidad de saber lo que significó un relato en la época en que fue escrito, pero es más importante saber lo que ese relato puede significar aquí y ahora. Los relatos de la Escritura no son meros textos acerca de unos personajes o de la historia, sino que sirven para inspirarnos, a fin de hacer algo con nuestra vida como individuos y, lo que es aún más importante, como comunidad de creyentes. Una de las reglas operativas del estudio de la Escritura en muchos lugares ajenos al mundo occidental es que, cuando hay más de una interpretación verdadera de la Escritura (y siempre hay más de una interpretación de los pasajes escriturísticos), la interpretación más auténtica es la que nos

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«DÉJALA» (JUAN 12,7)

llama a una transformación y una conversión más radicales. En conexión con ello hay otro principio: que el texto es una buena nueva; por lo tanto, la interpretación debe fundamentarse en la esperanza y en la posibilidad de una realidad más agraciada y liberadora para quienes más la necesitan. Deberíamos leer los textos a través de, pongamos por caso, un velo; un velo que filtrase las intenciones egoístas, los planes personales o cualquier cosa que posibilite los proyectos dominantes y opresivos. El velo es el del sufrimiento y la gracia, nacido del recuerdo del siervo sufriente, el crucificado resucitado de su sepulcro por un Dios fiel a la vida. Del mismo modo que los profetas oían y proclamaban la Palabra de Dios a través de la experiencia y los ojos de aquellos que más sufrían y que carecían de justicia, así también los textos deben recordarnos que los leamos -y desafiarnos a hacerlo- a través de las masas de personas que no conocen la vida como buena nueva ni la presencia del Dios de la justicia, la verdad y la vida en medio de nosotros. Tal lectura proporcionará consuelo y paz, aliento y entereza, pero también crisis y conflicto, confrontación y duros recuerdos de haber vendido nuestra primogenitura como hijos de Dios y elegidos a cambio del poder y las promesas de nuestra cultura. Todos los textos deben ser leídos con la brillante sombra de la resurrección cubriéndonos. Esta realidad debe proyectar su aterrador y santo poder sobre nuestra vida, del mismo modo que en el pasado el atisbo de Yahvé provocó el terror en las líneas del ejército egipcio, del mismo modo que, según se nos cuenta, afectó a Miriam, que alzó su voz con el canto de victoria del pueblo. Por lo tanto, esta introducción se fijará en varios relatos de esa piedra angular de nuestra fe y nuestra vida, tal como aparecen en el primer evangelio, el de Marcos. Comenzaremos con el tema de este libro: una acusación que nos confronta con nuestra ceguera, nuestro miedo, nuestra vacilación, nuestra ignorancia, nuestra falta de comprensión o nuestra débil fe. Son palabras de Jesús a sus discípulos: «Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Me 16,14).

INTRODUCCIÓN

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Esta aparición es la última de Jesús en el evangelio de Marcos y está precedida por otras tres. La primera, la más larga, es el anuncio por parte de un ángel (¿un joven con una túnica blanca?) a las tres mujeres que iban a la tumba una vez transcurrido el sábado: María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé. El ángel anuncia que Jesús no está en la tumba, sino que los precederá a Galilea. Y se les ordena: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis como os dijo» (Me 16,7). El relato de la segunda aparición es mucho más corto y se refiere específicamente a María Magdalena. Se distingue por ser la primera aparición del propio Jesús, y el texto dice que María obedeció el mandato de contar lo que había visto y oído, pero que «ellos» no lo creyeron (o no la creyeron) (Me 16,911). Se considera que es una versión resumida del relato de Juan 20,11, en el que María está llorando junto al sepulcro y no reconoce a Jesús cuando se le aproxima, hasta que la llama por su nombre. Y además, en el más corto de los textos de las apariciones, Jesús se aparece, «bajo otra figura, a dos de ellos [sin nombres] cuando iban de camino a una aldea» (Me 16,12). Se especula respecto de si esto es una alusión a la aparición a los dos hombres en el camino de Emaús, que se recoge con gran detalle en los relatos de la resurrección de Lucas. En el primer relato de Lucas, las mujeres que vuelven de la tumba y afirman que Jesús está vivo son acogidas del mismo modo que en el texto de Marcos: «Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían» (Le 24,9-10). Los relatos son confusos en lo que respecta a los nombres, acontecimientos y secuencia de los mismos. Pero está claro que se nombra al menos a cuatro mujeres, dos de las cuales aparecen en ambos: María Magdalena y María la madre de Santiago. Esta María de Magdala no es María de Betania, la hermana de Marta, ni tampoco es la mujer que ungió a Jesús y de la que hablan los evangelios. ¿Es María, la madre de Santiago, la madre de uno de los discípulos, Santiago el menor (no la madre de Santiago y Juan)?

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estado allí desde el principio, al servicio de Jesús, del reino y de la Palabra. Ella había sido la líder que mantenía al grupo unido, atendiendo a las necesidades de Jesús y de los demás. Y, según parece, mantuvo unidas a las mujeres que habían estado doliéndose y luchando por permanecer hasta el final, y después, tan cerca de Jesús como fuera posible. De modo que María ve a Jesús y va donde estaban reunidos los discípulos, «tristes y llorosos», pero no la creyeron, porque era algo que no podían ni imaginar y que no se encontraba en su memoria ni en su fe. Jesús les echó en cara a los Once, que estaban ocultos, «su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado». El suceso se cuenta una y otra vez, pero la fe sigue bloqueada, como la tumba con la gran piedra que sella la entrada. Tres, cuatro, cinco mujeres cuentan la historia; sin embargo, los que afirmaban ser amigos de Jesús se niegan a creerlas. Se aferran obstinadamente a su incredulidad y se niegan a admitir que a otra persona le haya sido concedido algo de lo que ellos habían huido. Los dos discípulos que iban a un pueblo - a uno de los cuales posteriormente se le llama Cleofás, mientras del otro muchos opinan que era su esposa- les cuentan la historia, pero ellos se resisten tenazmente a esas palabras de esperanza. En cierto modo, da lo mismo quien cuente la historia, el caso es que es contada una y otra vez, hasta que comienza a filtrarse en sus corazones de piedra y a caldearlos de nuevo. Aunque esos relatos parecen tener que ver con mujeres, en realidad se refieren a seres humanos, a todos los que necesitan la historia de la resurrección, la vida y la verdad, y a quienes precisan personas que crean en ella y la pongan en práctica. La lección de los relatos no tiene tanto la intención de ser acusatoria cuanto de incitar a la conversión. Están dirigidos no a dividir, sino a atraer a la comunión. Los poderes de los relatos están orientados al diálogo, entre nosotros y el texto, y entre nosotros mismos. Nuestro deber no consiste en denostar el texto, el pasado o a otra persona, ni siquiera en esperar respuestas cuando leemos los relatos. Debemos comenzar la lectura y la reflexión con respeto y reverencia por el texto, amándolo y desarrollando una relación con él y con los demás, especialmente con quienes están en desacuerdo con nuestras ideas acerca de su sentido. Como el joven Samuel, que está en la cama cuando oye la voz de Yahvé, pero no

INTRODUCCIÓN

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la reconoce, debemos decir: «Aquí estoy, Señor» cuando nos ponemos ante el texto. Y si permanecemos en silencio «conservando cuidadosamente todas las cosas en el corazón», como María, entonces quizá demos al texto, al Espíritu, la oportunidad de hablarnos. Ésta debe ser nuestra actitud. Uno de los métodos empleados en este libro es el del midrash, término hebreo procedente de la palabra judía lidrosh, que significa investigar, preguntar, explicar, extraer, ampliar la información... Es una técnica que investiga las lagunas, los espacios, los sueños, lo no expresado y olvidado; ésas son las puertas de entrada al texto y al ámbito del Espíritu. El texto suele ser insufriblemente conciso. Pero las palabras son más que su definición o su significado estricto. Son un sonido en la boca cuando se pronuncian. Portan el recuerdo de quienes nos han precedido, confiaron en ellas y apostaron su vida, a veces arriesgándola, por ellas. El texto es como una masa que debe ser trabajada, enharinada, amasada, extendida, enrollada, combinada con otros ingredientes tales como la oración y la vida, el rito y la justicia, y cocida al horno, antes de poder ser comida y compartida. El texto, en la técnica del midrash, habla a cuantos lo escuchan. Y no se trata de un diálogo unilateral por nuestra parte, sino que es, en cierto sentido, como un retiro espiritual, un viaje en el que encontramos el camino de vuelta en los relatos y los textos, siguiendo una espiral de antiguas conchas y fósiles, hallando en los vestigios dejados detrás un rastro que nos retrotrae y nos hace descender y profundizar. Un amigo mío tiene una antigua alfombra tejida a mano que es una posesión muy preciada, un regalo de su abuela. La tiene colgada en la pared de su estudio y quiere ser enterrado en ella, según la costumbre de su pueblo. La alfombra tiene más de cien años, y está deshilachada y raída en algunas partes, pero el dibujo sigue aún bien definido en su textura. Hay que mirarla muy de cerca e incluso saber dónde mirar para encontrar la línea del Espíritu, un lugar en el que el dibujo esté inacabado y abierto, que es tanto el camino de revelación del Espíritu como el camino de entrar uno en la alfombra. El texto es análogo; hay que conocerlo íntimamente para encontrar la entrada en él y el lugar en el que el Espíritu se filtra para buscarnos. Quizá nuestra actitud tenga que ser la misma: tenemos que querer ser enterrados en su misterio y creer que su pleno sentido se encuentra más allá de nuestra vida.

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La escritora contemporánea Eudora Welty dice: «Lo leo todo... simplemente para percibir que la palabra que está entrando en el alma aviva algo». La Palabra de Dios quiere, obviamente, hacer lo mismo: avivar algo en nosotros, suscitar antiguas esperanzas y dar a los sueños ensombrecidos un designio más vital. La comunidad judía cree en un sentido del texto, la Palabra del Señor, casi ilimitado. Está escrito: «¿No es así mi palabra, como el fuego, y como un martillo golpea la piedra? (Jr 23,29). Como el martillo tritura la roca en muchos fragmentos, también un versículo de la Escritura posee muchos significados»1. Por ejemplo, al final del evangelio de Marcos leemos que Jesús, «después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios». A continuación viene lo que ahora es la última frase del evangelio: «Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Me 16,20). Ésa es la última línea del libro tal como lo tenemos actualmente, pero es evidente que originalmente hubo otras «últimas líneas». Está ampliamente aceptado que el final original estaba en Marcos 16,8, donde dice: «Las mujeres salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo». ¿Dicen la verdad ambos finales o es uno más verdadero que el otro? Ahondemos un poco. Sabemos que las mujeres finalmente superaron el miedo y les contaron lo ocurrido a los Once, que no las creyeron. Se les había dicho que volvieran a Galilea, que está a una distancia aproximada de ciento cuarenta y cinco kilómetros del emplazamiento de la tumba vacía en Jerusalén. Y las tres mujeres, todos los demás que habían subido con Jesús a Jerusalén y los Once retornaron a sus casas. ¿De qué hablaron durante aquel trayecto de ciento cuarenta y cinco kilómetros?; ¿qué se contaron?; ¿qué recuerdos compartieron?; ¿se remontaron al principio, a su primer encuentro con Jesús en Galilea, y expusieron su conversión, su 1.

Sanhedrin 34A, citado en Nahum N. GEATZER (ed.), Hammer on the Rock: A Short Midrash Reader, Schocken Books, New York 1948, frontispicio.

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curación, el perdón, las dudas y las luchas para continuar siguiéndole? En medio de la comunidad, obscurecidos por la realidad de la resurrección y por la presencia del Espíritu de Jesús entre ellos, ¿se preguntaron si habían oído o entendido algo de lo que él había dicho? ¿Gira el texto mismo en espiral, remontándose al principio para nosotros, a fin de que podamos releer, repensar, reevaluar y reinterpretar aquello de lo que en otro tiempo estábamos tan seguros a la luz de lo sucedido a Jesús: su crucifixión, su muerte y su resurrección?; ¿nos dice el propio texto que el sentido de todas esas cosas es para nosotros distinto ahora que hemos experimentado la crucifixión, la muerte y la resurrección en nuestro bautismo y en nuestra confesión de fe como seguidores suyos?; ¿qué debemos hacer ahora?; ¿qué hay en Galilea? Volvamos al principio: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: "Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas"» (Me 1,1-3). ¿Somos ahora nosotros los mensajeros enviados por delante para preparar el camino del Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios? El último de los finales añadidos dice que los Once se pusieron -¡por fin!- en marcha, después de la partida de Jesús. ¿Acaso la persona del Señor, sentado ya a la derecha de Dios, les dio valor para superar su miedo; o quizá se lo diese el ejemplo de las mujeres, que los habían precedido y cuyas palabras habían sido confirmadas nada menos que por Jesús de Nazaret, el crucificado que había sido resucitado de entre los muertos? ¿Lograron por fin introducirse en el asunto o, por cambiar de metáfora, se unieron finalmente al baile? Una conocida canción titulada «El Señor de la Danza» describe a Jesús danzando en el mundo, doblado por el peso del mal, pero sin dejar de saltar bien alto, no cejando nunca. Todos nosotros -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, judíos y gentiles, no creyentes, creyentes indiferentes, creyentes a veces y creyentes firmes y seguros- somos invitados

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una y otra vez a unirnos a los danzantes de todos los tiempos y lugares. Unos cuantos pensamientos finales pueden quizá servir de preludio a la lectura de los textos analizados en este libro. El primero procede de una antigua historia judía titulada «The Walking Book», que reúne muchas imágenes que aparecen en las siguientes páginas: «Erase una vez un hasid que vivía en un pueblecito. No tenía ningún libro en absoluto, excepto un tratado del Talmud, el Hagigah, [1], que estudiaba devotamente todos los días. Vivió una vida muy larga, y al final, antes de su muerte, el tratado asumió forma de mujer. [2] Después, tras su muerte, caminó delante de él, mostrándole el camino hacia el Paraíso. [3]». Aquí es aplicable únicamente la segunda referencia, cuyo comentario dice:

INTRODUCCIÓN

manecer en silencio. Y así lo hizo algunas veces, aunque no otras. Merton escribió lo siguiente: «El mundo y el tiempo son la danza del Señor en el vacío. El silencio de las esferas celestes es la música de una fiesta nupcial... Nosotros estamos verdaderamente en medio de ello, y ello en medio de nosotros, porque late en nuestra misma sangre, lo queramos o no. Sin embargo, sigue en pie el hecho de que somos invitados a olvidarnos de nosotros mismos a propósito, lanzar al viento nuestra tremenda solemnidad y unirnos a la danza»4. Ven, deja a un lado algunas de tus ideas, temores, prejuicios, recuerdos distorsionados y planes, y danza. Déjala, déjale, déjalos. Permíteles danzar. Aunque no siempre podamos oír la música, ello no significa que no suene.

«[2] La personificación femenina del tratado es apropiada como objeto del amor del hasid; también podría ser un reflejo del género femenino de la palabra hebrea "tora"2». Otra cita nos recuerda por qué leemos, ahondamos en el texto, estudiamos y tratamos de reformar nuestra vida y el mundo: «Hay una antigua enseñanza del Talmud que dice que todos los niños nacen con un mensaje que transmitir a la raza humana: unas cuantas palabras, quizá una obra de arte, puede que un banquillo que deberá construir o incluso algo que diga y que complete la explicación de por qué estamos aquí»1. La última cita es de Thomas Merton, hombre que amaba las palabras, la Escritura y a Dios, a su modo, en su tiempo y adelantándose a nuestro tiempo. Solía ser censurado, sus artículos prohibidos y severamente mutilados, y frecuentemente se le ordenó per2. 3.

De Aryeh NINEMAN (ed.), Beyond Appearances: Stories from the Kabbalistic Ethical Writings, Jewish Publication Society, New York 1998, p. 17. Sam LEVENSON, citado en Children in China, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1998, p. 20.

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4.

Citado en el Maryknoll Magazine (octubre 1998).

1 «Déjala» El mensaje de Juan

«El respeto por la vulnerabilidad de los seres humanos es una parte necesaria de la exposición de la verdad, porque de una visión o un trato insensibles no se sacará verdad alguna». Anaís Nin «Déjala» es lo que Jesús dice en respuesta al comentario de Judas sobre la unción de sus pies realizada por María con un perfume muy caro, tras de lo cual se los secó con sus cabellos. Se trata de una orden que el Maestro da al discípulo que ha perdido el rumbo y cuyas palabras reflejan malicia, ignorancia o ceguera. Incluso al margen del contexto del pasaje, la palabra pronunciada por Jesús refleja libertad y no interferencia. Y de ella se infiere alabanza e indulgencia con respecto a María y a su comportamiento e intenciones. La palabra anuncia que María ha sido reconocida y aceptada, y por ello defendida y protegida. Yo suelo utilizar la frase «el sentido se encuentra en la escucha» y, particularmente en el contexto del evangelio de Juan, la escucha revela matices de significado y comprensión. La palabra es un correctivo. Puede incluso ser una reprimenda a un fariseísmo que defiende sus propios planes y, por lo tanto, corta las conexiones con el otro y le condena. La orden de «dejarla» detiene bruscamente ese proceso y conlleva un juicio positivo en oposición. Es una exigencia de desistir, dirigida personalmente a ti y colectivamente a nosotros. Déjala. Déjala ser. Déjala hacer su trabajo. No se lo impidas ni interfieras. No la ridiculices ni la humilles. ¡Déjala conmigo! Ella está unida a mí, tú no. Déjala. Como la máxima médica, «No cau-

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sar daño», éste es también un imperativo moral. Es un pronunciamiento sobre quién ve realmente, quién comprende profundamente, quién detecta la verdad, quién obra con honestidad, e incluso quién puede aprender de quién. Más aún, es una confesión, un pronunciamiento sobre al lado de quién esta el Santo, por quién toma partido Jesús, a quién privilegia en cercanía, quién sabe y ha vislumbrado la santidad, la integridad, y quiere aproximarse a ella; sobre quien está, por tanto, en relación con Dios y más cerca de él. Pero esa palabra es también una confrontación con lo que no es verdad, con lo malo, lo falso y lo pecaminoso. Déjala. El sentido de la palabra es el eje del pasaje, y el pasaje habla de reacciones: a las personas, a las relaciones, a lo que Jesús hizo resucitando a Lázaro. El sonido de la palabra es totalmente humano y revela comunión con otra persona, con una persona que, como Jesús, es una marginada. La palabra vincula a Jesús y a María. Una de las definiciones de religión es religar, reunir, vincular de raíz; por eso este pasaje trata de la religión en su raíz y nos interroga acerca de a qué nos vinculamos nosotros y por qué. Esa identificación con el otro revela nuestra identidad, nuestro conocimiento de nosotros mismos. Analizaremos este pasaje de María ungiendo los pies de Jesús mientras Marta, la hermana mayor de María, sirve la mesa. Examinaremos qué suscita el juicio de Judas, así como el juicio de Jesús en respuesta y su defensa y afirmación de la persona tan cruelmente señalada. Las palabras de Jesús suenan a correctivo; sin embargo, también expresan que ha comprendido que su presencia y su poder han suscitado ansiedad, gratitud y confusión en María, la hermana de Lázaro, a quien resucitó de entre los muertos. Este acto ha destruido su identidad, su visión de la vida y la muerte. La presencia y los actos de Jesús son una intrusión en su vida, en su alma; una intrusión bienvenida, pero sobrecogedora e incluso desconcertante, que desencadena emociones y reacciones que parecen anormales, fuera de lugar, sin sentido e incluso de mal gusto. No se trata de una mujer relacionándose con un hombre, sino de una mujer que está en el filo del descubrimiento, el filo de la fe, el filo de la transformación. Se encuentra en el filo de la conciencia de lo que es y lo que no es, de la pecaminosidad, de la carencia y la incapacidad de expresar lo que está brotando en su inte-

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rior. Es la historia de una mujer que está percibiendo y empezando a creer que ese hombre es más que un hombre: que es santo, distinto, que está poderosamente ligado a la vida y la muerte, en estrecha relación con los momentos definitorios de la vida de formas que ninguno de nosotros ha conocido nunca. Y eso es lo que le hace singular, único en medio de sus amigos: María, Marta, Lázaro y los discípulos. El acto de María es el gesto de extender la mano para tocar, para enraizarse de nuevo en la realidad. Se está preguntando: ¿es humano este hombre?; ¿es amigo mío?; ¿es un hombre de Dios?; ¿está unido a mí?; ¿va a morir?; ¿es este poder, este ser humano, peligroso, atractivo, capaz de cambiar el mundo, terrible, liberador...? Si ha resucitado a mi hermano de la muerte, ¿qué será capaz de hacer con mi vida y con la de los demás? Empezaremos con este pasaje y después recorreremos otros relatos testamentarios y los pasajes de Jesús con otras personas que necesitaban ser defendidas y protegidas de palabra y de obra. Nos fijaremos en sus palabras y en quienes, en última instancia, se revelan como defendidos y aceptados por Dios y en por qué merecen tal atención por parte del Santo. Y finalmente nos fijaremos en ejemplos de cómo ese mérito se recuerda y repite hoy, o debería ser imitado hoy en nuestro mundo. El tema subyacente será el mismo en todos los casos: ¡Déjala!, con el corolario implícito: Si no lo haces, ¡tendrás que vértelas conmigo! Y ese «conmigo» implica con la persona y la Palabra de Dios y con aquellos que son sus amigos. Leamos ahora el pasaje de Juan y prestemos atención a su sentido, recordando que el sentido se encuentra en la escucha y que la lectura en voz alta revela lo que no puede ser percibido o conocido únicamente por la mente: «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este perfume por tres-

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cientos denarios y se ha dado a los pobres?". Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: "Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis". Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,1-11). El primer párrafo y el último enmarcan el pasaje, proporcionándole un entorno y situándolo en una perspectiva de resurrección (la vida devuelta a Lázaro) y muerte (la intención de matar no sólo a Jesús, sino también a Lázaro, porque, resucitado de entre los muertos, es la causa de que otros crean y sigan con mayor empeño a Jesús). Se nos dice que esto sucede seis días antes de la Pascua, lo que significa que la ciudad está repleta de peregrinos y de judíos de la diáspora que, desperdigados por numerosas naciones, vuelven al templo de Jerusalén en espera una vez más de su liberación. En el evangelio de Juan, la Pascua cae en viernes, por tanto, nos encontramos en sábado. El último sábado que Jesús cena con sus amigos y discípulos antes de su muerte. En el capítulo anterior se nos dice que las autoridades civiles y religiosas hierven de animosidad e intrigan en secreto preparando la detención de Jesús, en espera únicamente del momento oportuno en medio de la confusión de personas y actividades que marcaba la festividad. El texto dice literalmente: «Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado la orden de que, si alguno sabía dónde estaba, lo notificara para detenerle» (Jn 11,57). Este incidente -tan personal y tan íntimo, en la casa de unos amigos- tiene lugar mientras algunos están conspirando para matar a Jesús. El tiempo se está acabando. Jesús tiene seis días antes de que la conspiración se cierna sobre él y sea traicionado y asesinado. La resurrección de Lázaro ha complicado las cosas: ahora parece mejor matarlos a ambos. La asociación con aquel hombre, Jesús, se está convirtiendo en una amenaza para la propia vida, porque las autoridades ven a Jesús como un desestabilizador de la religión organizada y de las

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prácticas aceptables, como el culto en el templo, los sacrificios y la oración. Y en medio de todo ello se nos dice simplemente: «Le dieron allí una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa» (12,2). Se trata de la cena del sábado, un rito celebrado en todas las casas judías, un tiempo de bendición, oración y participación en los sueños y esperanzas de liberación. Dado que éste es el último sábado antes de la Pascua, la cena y las oraciones tienen significado y fuerza añadidos. Esta comunidad se reúne en torno a Jesús, mientras los poderosos planean su muerte. Esta comunidad es, pues, una protesta contra la muerte, el odio y cualquier práctica religiosa que excuse la destrucción de los seres humanos. Como la comunidad de Sojourners de Washington, DC diría hoy: «Celebrar la vida cuando la muerte es la norma es ser una comunidad de resistentes». Para Abraham Heschel, el sábado es «un tesoro del reservorio divino. Su nombre es "sábado". Es un tiempo para la vida». Ritualmente, el sábado es cuando la Shekiná -el Espíritu de Dios que espera en el exilio con el pueblo de Dios hasta la llegada del Mesías- va a visitar y permanece con los judíos piadosos que se reúnen a celebrar el sábado, para recordar las promesas y relatar de nuevo las historias de la compasión y la justicia de Dios. Durante toda la duración del sábado, la Shekiná -la hija de la luz, la hija del Rey, que a veces es llamada también «Tora», Palabra de Dios, la verdad en el amor- está con ellos a la mesa, en las oraciones y en su presencia. La pequeña comunidad formada por los doce discípulos de Jesús y sus tres amigos íntimos cantaría los salmos, leería el fragmento de la Tora y celebraría las promesas de Dios, mientras bebían vino y comían sentados a la mesa. Lázaro, según se nos dice, se sentó a la mesa con Jesús, en un lugar privilegiado, a su lado, al lado del huésped de honor, en intimidad con aquel que le había resucitado de la muerte. Estaba cerca de la presencia que le había llamado de la tumba, cerca de la voz que había quebrado la barrera de la muerte y la putrefacción y le había ordenado: «Sal fuera», a la vida, a la luz de nuevo. Él había reconocido aquella voz como la voz de su amigo, y se quedaba suspendido de cada palabra que Jesús pronunciaba. En suma, adoraba a aquel hombre que tenía poder sobre la vida y la muerte, sobre sus propias vida y muerte y

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sobre las ajenas. El banquete había hervido de energía, con la huella del miedo y de descabelladas expectativas. ¿Qué haría Jesús a continuación? El texto nos dice claramente que «Marta servía». Marta, cabeza del grupo familiar, la mayor de los tres amigos de Jesús, había obviamente prescindido de los sirvientes y agasajaba a Jesús sirviendo en persona a él y a sus discípulos. Aquél era su modo de expresar su gratitud, su alegría por la vuelta a la vida de su hermano. Había, cortésmente, cambiado su relación con Jesús; había pasado de ser la anfitriona a ser quien servía la mesa. Se humillaba ante Jesús y ante aquellos que él había llevado a su casa, no servilmente, sino con verdadero amor y devoción. Ella era así. Seguramente fue quien encendió las velas, convocando la presencia de la Shekiná y comenzando así la celebración ritual de la comida del sábado. Se trata de un tiempo fuera del tiempo, de un tiempo santificado por Dios, de un tiempo para que las visiones y los sueños de Israel ocupen el lugar debido en las mentes y los corazones de la comunidad. Es sábado, y es el último sábado de Jesús con sus amigos. Muchas de las palabras del rito de la Pascua ocuparían un lugar destacado en su memoria, y las palabras de la Tora, los comentarios y el Midrash resonarían en sus corazones. Después de la experiencia de la resurrección de Lázaro de entre los muertos, ¿a qué daría lugar aquel sábado? Un midrash de Isaías 2,4, aunque compuesto mucho más tarde en la historia de Israel, revela y esconde ocultos misterios de esperanza y los designios de liberación de Dios. Habla de lo que son el sábado y la Pascua, de cuál ha sido siempre la intención de Dios respecto de Israel y de todos nosotros. Constituye el telón de fondo de este pasaje en lenguaje teológico y ahora lo comparten la comunidad judía y los cristianos: «No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra». «Ko amar Ha-Rachaman, así dice el Compasivo: "Como dividí las aguas del Mar Rojo para que pudierais reemerger de mi seno, ahora sois vosotros los que debéis ensanchar los pasos estrechos para que puedan renacer la justicia y la gracia. No temáis amados míos. Adentraos en la noche y convertios en la

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luz y el brazo extendido. Y el día en que el mundo entero se ajuste al ritmo de mi pandereta, la opresión y la violencia serán desterradas. Y me conoceréis a mí, El Que Hace Sagrada La Vida»1. Y entonces entra María. Lleva una libra de perfume, increíblemente caro, hecho de nardo puro. Avanza hacia Jesús que está a la mesa y unge sus pies, que después seca con sus cabellos. «Y la casa se llenó del olor del perfume» (12,3). Cuando los invitados entran en una casa, se quitan las sandalias antes de ponerse a la mesa reclinados en largos divanes o bancos. Se apoyan sobre un costado, con la cabeza orientada hacia la mesa y los pies hacia fuera. Es obvio que María disponía de riquezas. En otras traducciones leemos que el perfume costaba el equivalente al salario de trescientos sesenta y cinco días. Y María se empobrece por Jesús, del mismo modo que su hermana se convierte en sirvienta por él, en agradecimiento por lo que Jesús había hecho por su querido hermano Lázaro. Cambian de papel en respuesta a la transmutación de la vida y la muerte que ha tenido lugar entre ellos. La palabra que se utiliza es importante: unge los pies de Jesús con el perfume y enjuga el exceso con su cabello. Su cabello está suelto. No era de esperar que en su propia casa cubriera su cabello con un velo o un manto. Y, como era costumbre, su cabello era largo, sin cortar durante muchos años, su «corona de gloria», como suele decirse en las culturas de Oriente medio. Se inclinaría a los pies de Jesús, con el cabello colgando hacia adelante. Realiza un acto de obediencia, de devoción, de respeto, un acto apasionado basado en la gratitud. Su respuesta nace de algo inexpresable. En la sociedad hebrea eran ungidos los sacerdotes, los profetas y los reyes. María reconoce y confiesa ritualmente que Jesús es profeta, rey y sacerdote de Israel. Los profetas Elias y Eliseo habían hecho volver a algunas personas de la muerte, los reyes tenían poder sobre la vida y la muerte, y los sacerdotes eran los mediadores entre Dios y su pueblo. Jesús, para María, era todo ello y más. Honra su casa con su presencia y los llama amigos a ella y a sus hermanos Marta y Lázaro. María sabe que Jesús la quiere, que los quiere a todos, y que ha puesto su vida en riesgo con la 1.

Gilla GEVIRTZ, citado en Cross Currents (winter 1997/98).

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resurrección de Lázaro. Al dar la vida a Lázaro, ha puesto en peligro la suya. Los tres hermanos vivían a unos tres kilómetros de Jerusalén, y su casa era visitada por muchas personas, curiosas unas y verdaderamente interesadas otras. Y María había oído los rumores y conocía la creciente hostilidad en la ciudad, centrada en torno a Jesús y agravada por la resurrección de Lázaro. A ojos inconscientes y ciegos, María actúa sin reflexión ni prudencia, malgastando -como Judas dirá- un perfume que podría haberse vendido a un valor de mercado de trescientas monedas de plata. Posteriormente, como sabemos, Judas venderá a Jesús por tan sólo treinta monedas de plata. Y Judas se indigna ante tan extravagante desperdicio de recursos. En un principio su razonamiento parece inocente e incluso bastante justo: el perfume podría haberse vendido y haber dado el dinero a los pobres. La acotación del texto evangélico nos informa, sin embargo, de que Judas no se preocupaba en exceso por los pobres y nos dice que era un ladrón que robaba de la bolsa común, del dinero que les daban para los pobres; en suma, robaba a la comunidad, a los pobres y a Dios, porque la limosna es parte del rito de expiación judío. Esta descripción de Judas arroja luz sobre su acusación por el acto de María; revela avaricia y una mezquindad que trata de avergonzar públicamente a otra persona por un acto bueno. Y en este punto se nos dice que Jesús habló. Da la sensación de que Jesús no va a permitir que aquella frase quede sin respuesta. Y habla elevando la voz, a fin de que todos los que están en la habitación, piensen lo que piensen, sepan exactamente lo que él opina de la situación y de los actos de María. No es tan sólo el invitado de honor en una comida celebrada en la casa de Marta, María y Lázaro, sino que es el Maestro de los discípulos y el Señor. Su respuesta reivindica la intención, el comportamiento y la relación con él de María, pero también establece un precedente y toma lo que parece una respuesta muy personal y singular a su persona y le añade una realidad teológica y sociológica: Jesús hace una afirmación acerca de futuros juicios sobre el dinero, los excedentes y los actos fronterizos con el culto e inusuales en la comunidad. Sus palabras son centrales respecto de su propia persona y de cómo debemos amarle, de cómo debemos responder a su presencia y su ausencia entre nosotros.

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«Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis» (Jn 12,7-8). Son unas líneas repletas de sentido y han sido empleadas de los modos más extraños para defender farisaicamente comportamientos que Jesús nunca habría refrendado. Han sido citadas para decir que, como siempre tendremos pobres entre nosotros, no podemos hacer nada, revelando falta de fe, egoísmo e inhibición de las necesidades de los pobres. Han sido utilizadas para convalidar el gasto de enormes cantidades de dinero en lugares de culto y accesorios extravagantes, mientras los pobres están hambrientos. Sin embargo, los exegetas y los biblistas suelen ver esa cita de Juan como una interpretación de las famosas líneas del capítulo 25 de Mateo, la parábola de las ovejas y los cabritos: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis... Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». Gran parte de lo que Jesús dice en los evangelios se encuentra en forma de semilla en los libros de la Biblia que constituyen la base de la alianza y la Tora, la ley de la comunidad judía; libros como el Éxodo, el Levítico y el Deuteronomio. El libro del Deuteronomio da la siguiente orden a los israelitas para el año sabático, que tiene lugar cada siete años: «Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahvé tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia. Cuida de no abrigar en tu corazón estos perversos pensamientos: "Ya pronto llega el año séptimo, el año de la remisión", para mirar con malos ojos a tu hermano pobre y no darle nada; él apelaría a Yahvé contra ti y te cargarías con un pecado. Cuando le des algo, se lo has de dar de buena gana, que por esta acción te bendecirá Yahvé, tu Dios, en todas tus obras y en todas tus empresas. Pues no faltarán pobres en esta tierra; por eso te doy este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15,7-11).

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La cursiva es mía. En otras traducciones se lee: «Pobres siempre tendréis con vosotros», las mismas palabras que Jesús dice a Judas, a sus discípulos y a los amigos presentes en la comida del sábado anterior a su muerte. «Pero a mí no siempre me tendréis»: trata de decirles lo que María probablemente sospecha, que su muerte es inminente, que su presencia les será cruel y violentamente arrebatada antes de que la semana finalice, traicionado por uno de sus seguidores y abandonado por todos. Jesús está agradeciendo el regalo de María, su generoso, magnánimo y sincero don ungiéndole para su sepultura. Los ricos tenían nardo, ungüentos aromáticos, mirra y aloe para su muerte y sus cámaras funerarias. María lleva lo que conserva para la muerte y le honra en vida. Le unge no sólo para la muerte, sino también para el sacerdocio, la profecía y la realeza ante los ojos de Dios. El supremo acto de misericordia, el acto corporal de misericordia más meritorio en la comunidad judía era la unción para el enterramiento, porque hacía impuros a los que realizaban el rito, porque, al haber tocado la muerte, se volvían ritualmente impuros y tenían que permanecer aparte de la comunidad mientras realizaban el rito de purificación. María, inconsciente o medio conscientemente, se había alineado con alguien que ya había sido condenado a muerte, un peligroso criminal religiosa y políticamente hablando, el más pobre de los pobres a ojos de la comunidad judía. Jesús está afirmando para sus seguidores, para su comunidad, que lo que hacemos por los pobres, que siempre estarán con nosotros, lo hacemos por Jesús, que ahora también estará siempre con nosotros, por su encarnación, sufrimiento y muerte en los pobres que hay en medio de nosotros. Ahora ya siempre tendremos a Jesús en los pobres. Lo que apasionadamente deseamos hacer por Jesús, por Dios, en adoración, obediencia y devoción, podemos hacerlo apasionada y devotamente subviniendo a las necesidades de los pobres y honrándoles en su carne. Debió de haber sido un momento incómodo en el banquete, un incidente en la celebración ritual de la comida sabática. Supondría una escisión entre quienes permanecerían con Jesús cuando fuera detenido, condenado a muerte y crucificado y quienes se negaban a creer que tal cosa iba a suceder, por no hablar de los que le traicionarían, de palabra o de obra, y, aterrados y confusos, huirían para salvarse. El trasfondo del empeño homicida, la conspiración

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y la traición había entrado en la casa y se palpaba entre los amigos y discípulos. La cuestión tenía que ver con el culto, el sacrificio y los pobres, el nuevo templo de Dios que ahora es el Cuerpo de Cristo entre nosotros: los pobres, cuantos sufren y mueren, cuantos son asesinados y traicionados por aquellos que hacen profesión externa de preocupación por el honor de Dios y el culto. La descripción del efecto del acto de reverencia hacia la persona de Jesús por parte de María es contundente: «Y la casa se llenó del olor tiel perfume». Con ello se sugiere el efecto del incienso llenando un lugar de culto, las oleadas de humo ascendiendo y el canto diciendo: «Que nuestras oraciones suban como el incienso a tus ojos, oh Señor» (de las Vísperas, oración vespertina de la Iglesia). Jesús dijo: «Déjala». María está con él, y él con ella. Ahora se nos plantea la opción a nosotros: ¿dónde estamos?; ¿al lado de quién? Cuando celebramos el sábado, el día del Hijo, ¿de qué nos sustentamos?; ¿qué palabra nos emociona?; ¿a quién defendemos en público?; ¿qué hacemos con nuestra riqueza y nuestros excedentes?... Las cuestiones de conciencia son aparentemente infinitas. El pasaje cambia en cada ocasión y es subversivo. ¿Cómo responder a la resurrección?; ¿cómo poner en práctica la movilidad descendente, como Marta y María, convirtiéndose en sirviente y haciéndose pobre en agradecimiento, empleando la riqueza, las posesiones y los ahorros atesorados, en quienes están hoy en necesidad? Y hay cuestiones incluso más fundamentales acerca del rito, del culto en nuestros sábados: los domingos. Jesús habla claramente en los evangelios, defendiendo, reprendiendo y estando en la brecha entre grupos de la comunidad y diciéndonos que debemos elegir al lado de quién estar. ¿Estamos en este episodio junto a quienes se encuentran bajo la sombra de la muerte o al lado de los que controlan el dinero y las instituciones y son respetables en nuestra comunidad?; ¿qué palabras escuchamos en nuestras asambleas? Un sacerdote de una parroquia bastante pobre citó en cierta ocasión una frase mía pronunciada en un taller realizado en su vicaría, y aquella frase se vio seguida por el silencio, un silencio embarazoso y airado. Yo había dicho que si una parroquia rica con un gran edificio eclesial tenía miles de dólares, por no decir de cientos de miles, en su cuenta bancaria y no los empleaba en los pobres que se encontraban a tan sólo unos cuantos kilómetros,

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aquello era pecado, y estaba en cuestión el culto que se rendía en su iglesia. Nuestro culto a Dios, al Cuerpo de Cristo, roto y entregado al Padre en el poder del Espíritu, sólo es culto si el rito de ofrecimiento está respaldado por una vida que honra el Cuerpo quebrantado y moribundo de Cristo en el mundo actual. Ambos aspectos son inseparables. El rito del pan y el vino de nuestras liturgias se ve precedido por el rito de la Palabra proclamada entre nosotros. Un relato del Zohar, transcrito por Daniel Chaan Matt, nos recuerda la palabra que escuchamos, la palabra que nos alimenta y la palabra que estamos llamados a poner en práctica: «El alimento que procede de lo alto es muy bueno, dado que proviene de la esfera en la que se encuentra el Juicio. Es el alimento que comió Israel cuando salió de Egipto; el alimento que Israel encontró durante aquel período en el desierto, procedente de la alta esfera llamada "Cielo". Es un alimento mejor incluso, que penetra en lo profundo de nuestra alma, separada del cuerpo, llamado "pan de los ángeles". El alimento supremo es el de los Compañeros, los que practican la Tora. Porque ellos comen el alimento del espíritu y el alimento del alma; no toman ningún alimento corporal, sino el proveniente de una alta esfera, precioso por encima de todo: la Sabiduría». Sabiduría son las palabras de Jesús. Sabiduría es dar culto a Dios y expresar nuestro apasionado amor por el Señor empleando el salario de un año, tan duramente ganado, en reverenciar los cuerpos de los pobres que necesitan el dinero. Sabiduría es defender y hablar en nombre de quienes se arriesgan por los sentenciados a muerte. Sabiduría es alinearnos junto a los que sufren, junto a los traicionados tanto por las instituciones como por sus amigos. Sabiduría es intentar expresar lo imposible, en acción de gracias por la vida de la resurrección y por un asiento a la mesa del Señor. Sabiduría es saber que la verdadera identidad del sacerdote, profeta y rey se basa en un modo de vida que realice actos que conec-

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ten a Dios y a los seres humanos. Sabiduría es escuchar la Palabra del Señor y vivir consciente de estar siempre en su presencia, y en especial cuando estamos entre los pobres de la tierra. Esta comida es ocasión de una celebración gozosa. María y Marta proporcionan una fiesta a Jesús y a sus amigos, porque su casa y su familia están de nuevo completas. Jesús ha devuelto a Lázaro, su querido hermano, a la vida. La liturgia tiene que ver con cómo lograr el gozo y habitar en su morada, donde la Sabiduría, la Palabra, se sienta a la puerta, esperando dar la bienvenida a los que entren. Pero ¿cómo adquirir gozo y poseerlo sin darle mucha importancia? Un relato de la tradición oriental imita la respuesta de María y Marta a lo que sabían de la oración de Jesús y el don de vida que les concedió: «Un hombre y una mujer le preguntaron en cierta ocasión a la madre Macrina cómo podían conseguir gozo, y ella respondió: "No es posible conseguirlo como si se pudiera comprar o intercambiar ni merecerlo por las acciones que se realizan. Sólo hay un modo de conocer el gozo... ¡encontrarlo!". Y de inmediato hicieron la siguiente pregunta: "¿Dónde y cómo podemos encontrarlo?". "Bueno -les dijo sonriente mirándolos de hito en hito-, la verdad es que es muy sencillo... Sólo hay una forma. Debéis perder vuestro yo... Debéis entregar vuestro ser, vuestro corazón y todas vuestras posesiones"»2. María y Marta han empezado con entusiasmo su donación, su pérdida de sí mismas, su renuncia a sus posesiones y su entrega de su corazón y su vida a Jesús, al servicio de la palabra y el reino de Jesús como discípulas. La frase «Marta servía» revela que se había convertido, con su servicio en la mesa, en una diaconisa, es decir, en quien realiza los deberes de la mesa litúrgica en la comunidad de Juan. Este relato hace evidente que los papeles propios de la práctica litúrgica en la comunidad brotaban de la práctica de su sentido subyacente en la vida de la comunidad de los pobres. Jesús toma la palabra, defiende y se pone de parte de aquellos (como, por 2.

Irma ZALESKI, Stories ofMother Macrina, una versión de la cual se encuentra en Parabala (summer 1998).

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ejemplo, María) que se arriesgan públicamente a la humillación, la censura y un agrio rechazo de sus obras corporales de misericordia por parte de aquellos (como, por ejemplo, Judas) miembros de la comunidad que juzgan desde la perspectiva del lucro, la estabilidad, la práctica aceptable y la propiedad. Éste es el papel de la Iglesia, del sacerdote, del predicador y de quien dirige la oración en el rito y en la vida de la comunidad. Esa actitud de hablar en nombre de otros la describió elocuentemente Óscar Romero, arzobispo de El Salvador, que habló, como Jesús, en nombre de los pobres y fue silenciado violentamente, pero en vano. Decía monseñor Romero: «Una Iglesia que no provoca crisis, un evangelio que no desestabiliza, una palabra de Dios que no se mete bajo la piel, una palabra de Dios que no toca el pecado real de la sociedad en que es proclamada, ¿qué evangelio es ése? Unas consideraciones agradables y piadosas que no molestan a nadie, así les gustaría a muchos que fuese la predicación. Los predicadores que evitan todas las cuestiones espinosas para no ser perseguidos, para no tener conflictos ni dificultades, no iluminan el mundo en que viven. No tienen el valor de Pedro, que dijo a la multitud donde seguían estando las manos manchadas de sangre que habían asesinado a Cristo: "¡Vosotros le matasteis!". Aunque la acusación le costó la vida también a él, la hizo. El evangelio es valeroso; es la buena nueva de aquel que vino a quitar los pecados del mundo»3. 3.

Óscar ROMERO, The Violence ofLove (ed. por James R. Brockman), Plough Publishing House, Farmington (Pa.) 1998.

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María sabe cuándo ser despilfarradora, sabe que el novio no estará mucho tiempo con ellos y sabe que pronto llegará el día en que no podrán expresar tan personalmente su amor por el Señor de la vida que mora entre ellos. Todos nosotros, que estamos en la Iglesia actualmente, dos mil años después, somos llamados a expresar nuestro amor al Señor de la vida en el Cuerpo de Cristo de los pobres. El poeta Kabir nos recuerda: «¿Quién es santo? El que es consciente del sufrimiento ajeno». Nuestra capacidad de ser conscientes, de responder y de compartir es lo que nos hace humanos y santos. En el plano económico debemos preguntar a nuestra sociedad respecto del bienestar, los vales para alimentos y las enormes desigualdades entre los ricos y los pobres, primero en el nivel inmediato de la satisfacción regular de las necesidades básicas y después en el plano teórico e institucional, que regula el sistema de mercado, el bancario y el del bienestar. ¿Cómo debería ser una economía que se tomara en serio ante todo las necesidades de la gente -en especial las de los niños, los pobres, las mujeres, los ancianos, los débiles y los marginados- y de la propia tierra, una economía que se basara en compartir, en la igualdad y en el bien común de la mayoría, que no está constituida por los ricos? Nuestro rito del pan y el vino, de la comida compartida hospitalariamente, de la devoción al Cuerpo sufriente de Cristo que se encuentra en medio de nosotros, exige que estemos social y económicamente informados y practiquemos una economía de respeto constante por las personas, por el bien común y por la tierra misma. Puede que en el plano individual haya llegado la hora de volver a ayunar antes de recibir la Eucaristía; mejor aún, quizá deberíamos desprendernos de lo que nos sobra y de lo que hemos ahorrado para el futuro, antes de sentarnos a la mesa con el crucificado y resucitado, que nos alimenta con sabiduría y con el pan de una vida de resurrección. En nuestro relato, la vida de Jesús está a punto de serle arrebatada. Fue un acto deliberado, calculado por los poderosos, y los discípulos y amigos de Jesús estaban desprevenidos. Muchos huyeron; muchos se escondieron temiendo por su propia vida; muchos olvidaron sus palabras y su amistad, su presencia y su poder entre ellos; muchos volvieron a su antigua forma de vida; muchos se desesperanzaron. Y muchos de nosotros hacemos lo mismo en

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mayor o menor medida. Cuando nos vemos frente a las estadísticas globales, nuestros ojos se ponen vidriosos y nuestros corazones se entumecen. El uno por ciento más rico de la población mundial dispone del ochenta por ciento de los recursos y la riqueza del mundo, y el quince por ciento más pobre de la población vive con alrededor del uno por ciento de los recursos. Pero, como dice Rubén Alves, «la abrumadora brutalidad de los hechos no es la última palabra». Efectivamente, para los que hemos conocido a Jesús el Cristo, que resucitó a Lázaro de entre los muertos, fue resucitado por el Padre y sigue viviendo entre nosotros por el poder del Espíritu, la última palabra es «¡resurrección!», la última palabra es «¡Déjala! Deja a quienes comparten, a quienes se arriesgan, a quienes hacen las obras físicas de misericordia, a quienes son proféticos con su silencio, con sus palabras y acciones... ¡déjalos!». Porque ahí es donde radica la esperanza. Ellos son los que se aproximan al cuerpo de Jesús y se inclinan sobre él para ungirlo antes de su muerte; ellos, cuya íntima relación con el Señor de la Vida no les permitirá sentarse y contemplar, sino que los impulsará a moverse y tender la mano para tocar con óleo, con nardo, con el bálsamo de la paz sanadora, con el suave perfume de la compasión... Anne Wilson Schaef dice: «Como sociedad respondemos [a la disfunción global] no con la acción, sino con una enfermedad generalizada. El mercado de los antidepresivos no ha estado nunca mejor. La apatía y la depresión se han convertido en sinónimos de ajuste. En lugar de buscar modos de cambiar, de salvarnos, nos estamos volviendo más conservadores, más satisfechos de nosotros mismos, más partidarios del status quo... Decir que la sociedad es un sistema adictivo no es condenarla, del mismo modo que la intervención en la vida de un alcohólico no le condena. Lo más compasivo que puede hacerse no es aceptar la negación, sino afrontar la enfermedad»4.

4.

Anne WILSON SCHAEF, When Society Becomes an Addict, Harper and Row, San Francisco 1986.

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Eso es lo que Jesús hace en este episodio. Interviene. Afronta. Alaba y defiende a los que resisten, a los que tratan de hacer algo distinto, cambiar, transformarse a sí mismos y su pequeño entorno. En un libro titulado Tales of the Heart: Affective Approaches to Global Education, Ton Hampson y Loretta Whalen enumeran algunas de las características adictivas de la vida de nuestro país, tanto para los individuos como para los grupos y las instituciones. Los términos podrían ser utilizados para describir comportamientos y actitudes practicados por muchos en este relato del evangelio de Juan. Son los siguientes: «egocentrismo, falsa ilusión de control, miedo, negativismo, falta de honradez, actitud defensiva, confusión, culpabilización, negación, estrechez de miras, frialdad de sentimientos, indiferencia y deterioro ético»5. La comunidad de quienes practican la resurrección debe resistirse a esos comportamientos y actitudes y ofrecer alternativas a ellos, comenzando por hablar en nombre de los que ya han tratado de poner en práctica, aunque vacilante y torpemente, algo nuevo, rebosante de gracia, humano y redimido. ¿Cómo hacerlo? En primer lugar, recordando, retrotrayéndonos a nuestra tradición y nuestra historia, reconstruyendo de nuevo lo que fue y lo que pudo haber sido, exaltando a los que lucharon por ser humanos en medio del sufrimiento, la persecución y la muerte. No hace mucho se publicó un libro digno de mención cuyo título es: In Memory's Kitchen: A Legacy from the Women of Terezín, editado por Cara De Silva, que reelaboró un cuaderno cosido a mano escrito por las mujeres encerradas en un campo de concentración checoslovaco llamado Terezín o Theresienstadt. La historia de cómo el cuaderno sobrevivió y llegó a ser publicado es en sí misma milagrosa. Una de las principales autoras del libro de cocina fue Mina Pachter, que tenía setenta años cuando el libro se escribió. Justo antes de morir de inanición en el Yom Kippur de 1944, entregó el cuaderno a un amigo del campo y le pidió que, si sobrevivía, lo hiciera llegar a su hija Anny, que se encontraba en Palestina. Dicho amigo conservó el manuscrito durante veinticinco años. Anny se había trasladado a Nueva York y, cierto día, des-

5.

Tom HAMPSON y Loretta WHALEN, Tales ofthe Heart: Affective Approaches to Global Education, Frienship Press, New York 1991, p. 33.

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pues de una serie de coincidencias, le fue entregado el cuaderno. Anny decía: «Cuando abrí por primera vez el cuaderno y vi la escritura de mi madre, tuve que cerrarlo. Lo dejé guardado y tardé bastante tiempo en reunir valor para leerlo. Mi marido y yo estábamos sobrecogidos, porque nos parecía en cierta medida sagrado. Después de todos aquellos años era como si mi madre tendiera su mano hacia mí desde muy lejos... Al publicar estas recetas estoy honrando la creencia de mi madre y de las demás mujeres de que en algún lugar y de alguna manera debe de haber un mundo mejor donde vivir»6. ¿Por qué encuentra eco en nosotros esta historia del libro de cocina? Quizá porque todos estamos hambrientos. Todos necesitamos comer de manera periódica, y el alimento nos conecta, nos une y nos aproxima como seres humanos, proporcionándonos comunicación, placer, coparticipación y sustento en la mesa. Michael Berenbaum, director de investigación del Museo conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos, dice en el prólogo del libro: «Este libro de cocina... debe ser visto como una manifestación más de resistencia, de rebelión espiritual contra la dureza de las condiciones de vida... Recordar recetas era un acto de disciplina que les exigía reprimir su hambre y pensar en el mundo normal fuera del campo, e incluso quizá atreverse a soñar con un mundo después del campo»7. Aquellas mujeres no sobrevivieron, pero sí sus poemas, cartas y recetas, sus palabras y su imaginación. Lo importante es heredar y poner en práctica la esperanza, la resistencia y la unión que aquellas mujeres pusieron en práctica. Aprendemos no tanto de los que tienen cuanto de los que han perdido, de aquellos a los que se les ha arrebatado lo que tanto querían. Las notas de la Biblia de la 6. 7.

Citado en la introducción de Cara DE SILVA (ed.), In Memory's Kitchen: A Legacy from the Women ofTerezín, Jason Aronson, Northvale (NJ) 1996, pp. xxvi-xxvü. Michael BERENBAUM, prólogo a In Memory 's Kitchen, op. cit., pp. xv-xvi.

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Comunidad Cristiana dicen a propósito de nuestro pasaje en Marcos: «Solemos hablar como Judas de dárselo a los pobres. Sin embargo el mandamiento del Señor no es dar, sino amar. Amar a los pobres es revelarles que son llamados por Dios y ayudarlos a madurar como personas, a superar sus debilidades y divisiones y cumplir la misión que Dios les ha confiado. Los pobres serán los que vivirán el Evangelio y darán testimonio de ello ante el mundo. Si no nos contamos entre ellos, necesitamos conversión a la verdadera pobreza para descubrir con ellos el Reino. ¿Cómo podemos amar verdaderamente a los pobres sin un amor apasionado por Jesús? Cuando no los amamos, preferimos hablar de "dar a los pobres", sea cual sea el pasaje bíblico que estemos comentando». En todos los países, grupos y religiones se encuentran pobres. Ellos son quienes nos recuerdan umversalmente aquello de lo que carece nuestro amor y nuestra vida religiosa, y somos llamados a aprender de ellos y a ser convertidos por ellos a una vida basada en el amor, la justicia y una economía de coparticipación, hospitalidad y gratitud. Del mismo modo que el cuerpo del crucificado nos condena, también nos condenan los cuerpos de los pobres y nos recuerdan lo que necesitamos si queremos amar y ser llamados «hijos de Dios». En nuestras liturgias resuenan las siguientes palabras: «¡Haced esto en memoria mía!». Haced esto: tomad todo lo que os sobra y dádselo a los pobres. Haced esto: renunciad a vuestra posición en vuestro entorno familiar y vuestra categoría económica y haceos servidores. Haced esto: hablad en nombre de aquellos que apoyan a los que son perseguidos o asesinados lentamente por los sistemas o abiertamente por las instituciones que legal pero injustamente aplican la pena de muerte. Haced esto: haced frente a los que utilizan la teología y los sentimientos religiosos para menospreciar los actos y las manifestaciones de aquellos a los que no respetan. Haced todo esto (y más) y, como María, Marta y Lázaro, conoceréis la resurrección y el gozo de participar en el banquete del Señor de la vida. Haced esto, y otros podrán llegar a creer en Jesús. Hay muchas tradiciones e historias de personas que han hecho estas cosas. Una de ellas procede de la tradición budista y es u n relato muy conocido acerca de Rengetsu, una monja que pasó l a

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mayor parte de su vida peregrinando, como Buda, buscando la iluminación y practicando la compasión respecto de todos los seres, viviendo con sencillez y compartiendo con los pobres incluso lo que obtenía mendigando. «Una noche iba camino de su casa después de años de peregrinación y estaba desaliñada, cansada y helada. Era casi primavera. Los días iban siendo más cálidos, pero por la noche seguía haciendo el duro frío del invierno. Llegó a un pueblo y fue puerta a puerta buscando refugio, comida, una bebida caliente, una manta; en suma, algo sobrante para pasar la noche; pero nadie le dejó ni le dio nada. Un vistazo les bastaba para hacerles pensar que no era ni monja ni merecedora de atención. Finalmente, exhausta, subió a una colina a las afueras del pueblo y, como se estaba rápidamente haciendo de noche y cada vez hacía más frío, se envolvió en su fino y gastado manto y se acurrucó para dormir. Y durmió, abandonadamente, bajo un cerezo, en mitad de un huerto de cerezos. En medio de la noche se despertó por el agudo frío y la dureza del suelo. Era una noche de luna llena, y el cielo estaba lleno de luz. Se quedó extasiada y poco a poco fue cayendo en la cuenta de que el árbol bajo el cual se había dormido había florecido por la noche, bajo la luz de la nivea luna. Aquel árbol estaba lleno de flores, y el frío aire nocturno estaba impregnado de su sobrecogedor aroma. Aquello le cortó el aliento, caldeó su corazón y le hizo levantarse. En pie bajo el árbol, se volvió hacia aquel pueblo tan poco hospitalario y se inclinó lenta y reverentemente ante todas aquellas personas que dormían en su cama, ignorantes del misterio que a ella la cubría. Y oró en voz alta con este poema-oración de acción de gracias: Gracias a su amabilidad negándome alojamiento me he encontrado bajo las hermosas flores en la noche de la calinosa luna».

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Esta historia me la contó un jesuíta que había estado más de cuarenta y siete años en Japón, y añadió que, aunque los corazones de la gente habían sido «duros como el granito», la monja estaba dispuesta a ser pobre y no los excluía de la hospitalidad del reino de la dignidad humana y la vida eterna. Aquella mujer sabía que las puertas de su corazón lleno de gratitud se les abrirían. Me viene a la memoria otra historia universal. O'Henry escribió una versión titulada: «The Last Leaf», pero el relato que a mí más me gusta es de una mujer llamada Flora Sasson, que vive en un pueblo del norte del Líbano llamado Hamadin. No le ha puesto título alguno, que yo sepa, y así es como yo lo cuento: «Érase una vez una viuda y su hija única que vivían juntas. Su vida era sencilla pero buena, porque tenían cuanto necesitaban y además su amor recíproco. Pero la joven se puso enferma, muy enferma, y pasó muchas semanas postrada en cama. Poco a poco se iba dejando ir, mirando por la ventana un árbol que dejaba caer sus hojas y se iba quedando desnudo. El otoño se adelantó y era casi desapacible, aunque luminosamente brillante en su cambio de colores. La joven adoraba aquel árbol, que era su tabla de salvación. Estaba muy apegada a él y conocía cada una de sus ramas y brotes, cada hoja y cada sonido cuando se movía en el viento. Cierto día en que se sentía muy mal, su madre se sentó a su lado, y la hija le dijo: "Madre, mira mi árbol. Está perdiendo todas las hojas. Cuando la última de ellas caiga, también yo me dejaré ir. Estoy cansada y quiero morir". La madre se quedó desconsolada y miraba el árbol con horror, viendo también como su hija se le escapaba lentamente de las manos. Aquella madre estaba desesperada. No podía dormir preguntándose qué podía hacer para impedir la muerte de su hija. No tenía la posibilidad de detener la rueda de las estaciones, así que no le era posible impedir que las hojas cayeran. Una noche se despertó de un sueño agotador en medio de una terrible tormenta. ¡El árbol! ¡Las hojas! Sabía lo que debía hacer. Hacía frío; el viento era desagradable y penetrante; el aire estaba impregnado de la humedad de la helada. Pero ella no reparó en el tiempo ni en como corroía su piel y sus pulmones. Enfrente del árbol había un muro bajo en el que pintó

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una hoja en un vastago de una rama. Y eran tan grandes su amor y su necesidad que la hoja resultó casi real: era una hojita un poco ajada, con un agujerito y de aspecto un poco mohoso. Llegó, pues, el día en que la hija contó las últimas hojas y sólo quedaba una, precisamente la que su madre había pintado en el muro. La joven la observó esperando su caída, pero estaba firme, se negaba a caer. Permanecía aferrada a la rama, y la joven se encontró aferrándose también a la vida, con esperanza de pervivir. Le llevó tiempo. Durante todo el invierno la hoja se agarró con fuerza, y la joven luchó por recuperarse. Pero durante aquel mismo invierno la madre enfermó. Se había enfriado aquella gélida noche en que había pintado la hoja. Se fue debilitando, porque la tuberculosis avanzaba, y era cada vez menos capaz de ir a ver a su hija. Finalmente la madre murió. La hija la lloró y después fue a ver más de cerca su árbol, tratando de entender la tenacidad de aquella última hoja. Entonces comprendió la sabiduría de su madre, su imaginación y su apasionada devoción por la vida de su hija. El don que le había entregado la última hoja había sido el don de la fuerza de su madre. Entonces lloró por el amor de su madre que le había devuelto la vida a costa de la suya». María percibe de alguna manera que ése es el don de Jesús no sólo para su hermano Lázaro, sino también para ella, para su hermana Marta y para todo el mundo. Ella ha sido testigo de la resurrección y cree que ya nada volverá a ser igual, que la vida puede ahora alcanzar su plenitud incluso a través de la muerte, de la falta de hospitalidad y la corrupción, a través del asesinato y el odio. Jesús y su Padre están ahora detrás de su vida y de las vidas de todos los demás seres humanos. ¡Déjala! María se siente verdaderamente a gusto por primera vez en la vida. Y por un momento, mientras ella le unge los pies y los enjuga con sus cabellos, inclinada sobre su cuerpo, Jesús también se siente verdaderamente a gusto. Dios ha sido acogido en los corazones y el hogar de aquellos tres amigos, María, Marta y Lázaro. Todo lo demás no cuenta.

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La historia de Ana se encuentra en el primer libro de Samuel (1,1-2,10). Samuel fue el primogénito de Ana, el hijo por el que pidió a Dios que abriera su seno. La relación de Ana con su hijo es muy parecida a la de María con Jesús, y hay muchos momentos en que las historias se solapan. Ambas mujeres gestaron hijos profetas y ambas son también profetas por su propio derecho. La historia de Ana trata de la decisión, la oración, las peticiones legítimas a Dios, las relaciones maduras en una sociedad aún inmadura y de cómo ser humano y persona por derecho propio en una cultura en la que a los hombres se les permitía tener más de una mujer y en la que a las mujeres se las mantenía al margen de la religión ritual. También es una historia acerca de por quién se interesa Dios en tal sociedad y de cómo actúa Dios en la historia a pesar del mal y de que las lealtades estén divididas. La historia tiene lugar en un tiempo en que los israelitas -después de haber sido nómadas en el desierto- piden un rey como otras naciones. Las tribus están desperdigadas y sienten necesidad de una autoridad unificadora y de una estructura que puedan controlar mejor que a los jueces inspirados. Samuel es el último de los jueces y el primero de los profetas en suscitar un rey en Israel, que será Saúl. Y su madre, Ana, es un vínculo entre familias y tribus, así como entre los individuos que luchan por cambiar y entrar en la alianza que Yahvé, el Santo, ha establecido con su pueblo. La historia comienza en la montaña de Efraím, con un hombre llamado Elcaná, hijo de Yeroján, del clan de Suf. Las identificaciones del clan y la tribu se dan para subrayar que lo que está a punto de suceder es de gran importancia, no sólo para los individuos implicados, sino para el pueblo de Israel. La situación es antigua, aceptable en pasadas sociedades y aun en la actualidad en algunos lugares: «[Elcaná] tenía dos mujeres: una se llamaba Ana

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y la otra Penniná; Penniná tenía hijos, pero Ana no los tenía» (1 Sam 1,2). La situación es, pues, paladinamente simple: una mujer tiene status en la familia y en la comunidad, mientras la otra no lo tiene. Una mujer tiene valor; la otra no. Una mujer tiene autoridad en su ámbito, aunque sea limitada; mientras que a la otra meramente se la tolera y se le permite estar. Pero la situación es peor incluso de lo que se deduce de esta descripción preliminar: «Este hombre [Elcaná] subía de año en año desde su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a Yahvé Sebaot en Silo, donde estaban Jofní y Pinjas, los dos hijos de Eli, sacerdotes de Yahvé. El día en que Elcaná sacrificaba, daba sendas porciones a su mujer Peninná y a cada uno de sus hijos e hijas, pero a Ana le daba solamente una porción especial, pues, aunque era su preferida, Yahvé había cerrado su seno. Su rival la zahería y vejaba de continuo, porque Yahvé la había hecho estéril. Así sucedía año tras año; cuando subían al templo de Yahvé, la mortificaba. Ana lloraba de continuo y no quería comer. Elcaná su marido le decía: "Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos?"» (1 Sam 1,3-8). Esto aclara el sentido de la vieja frase: «El insulto se suma a la injuria». Ana debe soportar las burlas diarias y el condescendiente desdén de la otra esposa, así como ser tratada como una niña por su marido, que la quiere pero no ve su dolor, su tristeza ni su exclusión de la vida familiar. No se da cuenta de que el trato preferencial que le dispensa, con golosinas y las mejores porciones, no hace sino incrementar la sensación de inutilidad de Ana y reforzar su relación infantil con su marido. Elcaná olvida que cualquier mujer en Israel únicamente es conceptuada como deseable y valiosa si tiene hijos. Ana no tiene ninguno, y su marido, con sus mimos, la trata más como a una hija que como a una esposa. Y esto lleva años ocurriendo, y cada vez la carga es más pesada y las crueles burlas de Peninná más destructivas. De manera que Ana se siente tan extenuada por los ultrajes de su familia que no puede comer y llora constantemente. Está desesperada, y esa desesperación la lleva a orar públicamente en la casa de Yahvé en Silo:

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45 «Después que hubieron comido en la habitación, se levantó Ana y se puso ante Yahvé. El sacerdote Eli estaba sentado en su silla, contra la jamba de la puerta del santuario de Yahvé. Estaba ella llena de amargura y oró a Yahvé llorando sin consuelo, e hizo este voto: "¡Oh Yahvé Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahvé por todos los días de su vida, y la navaja no tocará su cabeza"» (1 Sam 1,9-11).

Su oración es desgarradora. Una traducción más literal del texto dice: «Su espíritu sentía un inmenso dolor... y lloraba amargamente... y oró: "¡Oh Dios de los Ejércitos, si te dignas mirar la desgracia de tu sierva, si no te olvidas de tu sierva, sino que le das un hijo, lo consagraré a Dios por todos los días de su vida"». La repetición de su identidad como sierva de Yahvé revela tanto un conocimiento de sí misma, como el malestar que experimenta por ser estéril y la angustia nacida de la falta de comprensión. Su marido no la comprende, y Peninná no la compadece ni entiende su desgracia. Y la incomprensión se extiende al sacerdote Eli, que es testigo de su oración sin la más mínima apariencia de respeto por ella y dando por supuesto lo peor acerca de su estado: «Como ella prolongase su oración ante Yahvé, Eli observaba sus labios. Ana oraba para sí; se movían sus labios, pero no se oía su voz, y Eli creyó que estaba ebria, y le dijo: "¿Hasta cuándo va a durar tu embriaguez? ¡Echa el vino que llevas!". Pero Ana le respondió: "No, señor; soy una mujer acongojada; no he bebido vino ni cosa embriagante, sino que desahogo mi alma ante Yahvé. No juzgues a tu sierva como una mala mujer; hasta ahora sólo por pena y pesadumbre he hablado". Eli le respondió: "Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido". Ella dijo: "Que tu sierva halle gracia a tus ojos". Se fue la mujer por su camino, comió y no pareció ya la misma» (1 Sam 1,12-18). Sabe quién es: una mujer angustiada. Se mantiene firme a la entrada del templo y ante el sacerdote en Silo. Sabe que su súpli-

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ca a Dios es una oración bien vista en todo Israel. Y su oración es un flujo continuo, una oración del Espíritu. Su oración es la petición a Dios de que le dé un hijo varón, y ella, a su vez, le entregará su hijo a Dios por todos los días de su vida. Por su mediación, el niño entrará al servicio del Santo de Israel. Ana no tiene ninguna pretensión con respecto a él, y su amor por el niño estará vinculado a su amor por Dios. Es una mujer fiel de Israel, más fiel que muchos otros. Y se nos dice que: «Yahvé tuvo compasión de ella y quedó encinta» (1 Sam 1,19-20). En otras traducciones, Yahvé se acuerda de ella o la favorece, y ella llama a su hijo Samuel (Shemu'el), porque se lo había pedido (she'iltiv) a Dios. La identidad del niño está vinculada a la identidad de la madre y a la relación con Dios. Será su único hijo, entregado, sacrificado a Yahvé más definitivamente que los animales que su marido sacrificaba cada año en Silo. Al año siguiente, cuando Elcaná volvió a Silo a ofrecer el sacrificio, Ana no fue con él, sino que se quedó con su hijo hasta que fuera destetado. Esto significa que Ana pudo haberse quedado con su hijo hasta los tres o incluso los cuatro o cinco años. Y entonces Ana fue en peregrinación a Silo sola, con sus propias ofrendas para el sacrificio: un novillo de tres años, una medida de harina, un odre de vino y su hijo. Y se nos dice que el niño era «todavía muy pequeño» (1 Sam 1,24). Se lo entrega a Eli, el sacerdote, diciéndole quién es y que Yahvé, que ha querido que ella tuviera aquel hijo, ahora quiere al niño que ella le suplicó. La versión hebrea hace evidente el cambio radical en la relación de Ana con Yahvé: «Ana cedió a Samuel a Dios, porque Dios había, como si dijéramos, prestado oído a su voz y le había concedido lo que pedía». Ana es ahora tan benevolente y generosa con Dios como Dios lo ha sido con ella. Están de acuerdo mutuamente, y ahora Ana puede, como una creyente madura, enseñar a la comunidad de Israel lo que ha aprendido de su oración a Dios. Rainer Maria Rilke tiene una frase que resume perfectamente la vida de Ana hasta ese momento: «Permite que mi llanto oculto florezca». Y Ana entona un canto a Yahvé. Este canto en respuesta a una vida tanto gozosa y exultante como angustiada y atribulada es una tradición en Israel, antes incluso de que David, el rey-poeta, escribiera los Salmos. El Espíritu de Dios desciende sobre los individuos, invadiéndolos y haciéndo-

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les cantar, alabar y honrar a Dios, y profetizar y enseñar al pueblo los modos de obrar el Señor en su vida. Los cantos nos dicen que el Dios de Israel siente ternura por las repudiadas, por los rechazados por el pueblo. En Isaías tenemos el siguiente canto: «Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores; que son más los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada, dice Yahvé... No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes que no quedarás confundida, . pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás, y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahvé Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama. Porque como a mujer abandonada y de contristado espíritu, te llamó Yahvé; y la mujer de la juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahvé tu Redentor» (Is 54,1-2; 4-8). Ana es profeta de su nación, a la que ofrece un himno que será sumamente valorado en Israel; un himno que María, de la montañosa Judea, se sabrá de memoria. Lucas pondrá frases del mismo en labios de María cuando alabe a Dios por lo que su Redentor ha hecho por ella y lo que reserva a Israel y al mundo entero. Ana, que en otro tiempo estuvo en silencio, ha encontrado la voz, y es audaz y certera. En otros momentos oró privadamente, pero esta vez quiere que todos escuchen lo que ha aprendido de Dios. (Una diferencia digna de mención entre Ana y María: Ana entona su canto cuando su hijo ya ha nacido y lo ha llevado a Silo para servir a Dios; María, por su parte, entona su canto mientras su hijo está aún en su seno).

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En otra ocasión Ana estuvo en el umbral, invadida por la tristeza. Ahora tenemos la sensación de que está orgullosa y públicamente en el santuario del templo de Silo y se pone a cantar y alabar a Dios en un lugar en que las voces femeninas no solían ni escucharse ni tolerarse. Pero ahora Ana es profeta y sacerdote. Deja que su voz llene el santuario de Silo y pronuncia su oración tan profundamente sentida. Así es como siempre ha orado, y ahora instruye al pueblo y a los sacerdotes. Fue insultada cuando oraba en silencio; ahora da la sensación de ser respetada. Los rabinos de la tradición judía atribuyen a Ana muchos cambios y progresos en el modo de orar de la comunidad. El Talmud babilonio afirma que ella fue quien introdujo la oración de petición, argumentando e implorando a Dios a la manera de los primeros patriarcas, Abraham y Moisés. «De hecho, el Talmud compara la resolución, o casi insolencia, de su modo de orar con los de Elias y Moisés. De todos ellos, incluida Ana, se juzgaba que sus argumentaciones y su tono estaban justificados»1. En su petición a Yahvé, llama a Dios «Señor de los Ejércitos» (Sebaot), y el Talmud asigna a Ana la atribución a Dios de ese nombre. Leila Leah Bronner, en el capítulo sobre Ana de su libro From Eve to Esther: Rabbinic Reconstructions ofBiblical Women, expone las conexiones entre el significado del nombre «Ana» y su vida y oración:

Es digno de destacarse que el judaismo rabínico propone a esta mujer como modelo de oración y legítima defensa, incluso en su oración silenciosa y su explicación de sus actos al sacerdote Eli. Marcia Falk dice: «Su acto es absolutamente extraordinario porque, sin lugar a duda, es la primera mujer -de hecho, la primera persona "normal"- en orar en un santuario hasta ese momento, antes de que la oración institucionalizada reemplazase al sacrificio como medio de culto público. Al actuar de ese modo, Ana se pone en disposición de convertirse en un símbolo del judaismo rabínico, proporcionando a los primeros rabinos -los amoraim- un modelo de oración auténtica o, lo que es lo mismo, de «oración del corazón», aunque lo único que Ana pretendía era manifestar lo que había en su corazón y ser escuchada. Podemos considerar que sus intenciones son espirituales, pero el resultado de su acto es tanto espiritual como político. Ana descubre su propia voz y la legitima»3. Y Falk tiene cosas aún más asombrosas que decir de Ana: «Ana siente respeto por sí misma y tiene la intención de ser escuchada. Su protesta -no hay que condenar a una persona hasta haberse puesto en su lugar, hasta estar seguro de que es culpable- es un acto político, del que posteriormente los rabinos inferirán la norma de que no hay que dejar sin enmendar una falsa acusación contra uno mismo, sino que hay que defenderse y no ser indiferente a lo que los demás piensen» {Talmud de Babilonia, Tratado Berakhot 31b). Los rabinos estaban tan impresionados por la oración de Ana y por su defensa de la misma ante Eli que interpolaron las siguientes palabras en el relato bíblico: "Ana le dijo [a Eli]: Tú no tienes autoridad en esta materia, y el Espíritu de Santidad no está sobre ti, dado que sospechas de mí"; y más adelante: "No eres una persona de autoridad ni está contigo el Espíritu de Santidad, porque me has supuesto culpable en lugar de inocente. ¿No te das cuenta de que soy una mujer angustiada?" (Talmud de Babilonia, Tratado Berakhot 31b)»4.

«Los rabinos también le atribuyen la cualidad de la gracia, que encaja con el significado primario de su nombre: "mostrar favor" o "agraciar". Al desarrollar esta etimología, los significados secundarios de su nombre -"ansiar", "anhelar", "ser misericordioso", "ser compasivo", "ser favorable", "inclinarse hacia", "buscar o implorar favor"- sugieren todos el fenómeno de la oración. Algunos significados, como "ansiar", expresan la postura del suplicante; otros, la actitud que cabe esperar de la deidad. El significado "anhelar" encaja también exactamente con los largos años que Ana pasó anhelando un hijo: impulso de su prodigioso acto de oración»2.

1. 2.

Leila Leah BRONNER, From Eve to Esther: Rabbinic Reconstructions of Biblical Women, Westminster / John Knox Press, Louisville, 1994, p. 97. Ibidem.

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3. 4.

Marcia FALK, «Reflections on Hannah Prayer»: Tikkun 9/4, 63. Citado en ibid., 64.

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Los rabinos -sorprendentemente- basan la autoridad en su conexión íntima con la comprensión de la angustia interior ajena. Sin embargo, aunque hablan de la singular autoridad de Ana con Yahvé, como dice Marcia Falk, "se niegan a dar a las hijas de Ana -las mujeres de Israel- un lugar en ella». Del mismo modo que Eli perdió la ocasión de vivir la experiencia de conocer esa «oración del corazón», gran parte del judaismo y del cristianismo también la han perdido. El hijo de Ana, Samuel, sin embargo, aprende mucho de su madre, aunque sólo está con ella un breve tiempo. En el capítulo 2 del Primer Libro de Samuel se nos dice que Samuel escucha, aun siendo un niño, y está bien sintonizado con el Espíritu y con la voz de Yahvé. Pero no muchos israelitas ni cristianos han escuchado ni dejado que las hijas de Ana les enseñen la oración del corazón.

Needy to Be Independent). En suahili imani significa «fe». He aquí el caso:

Walter Brueggemann dice: «La crítica real comienza en la capacidad de dolerse, porque ésa es la declaración más visceral de que las cosas no van bien. Sólo bajo un "imperio" se nos presiona, urge e invita a aparentar que las cosas van bien, ya sea en la vicaría, en nuestro matrimonio o en la habitación del hospital. Y en la medida en que el "imperio" pueda mantener vivas las apariencias de que las cosas van bien, no habrá dolor real ni crítica seria».

Yo estaba empezando a irritarme. Finalmente le dije que se tenía que ir, pero ella se negó y me respondió sin ambages que no pensaba moverse hasta que la ayudase. Nos dimos un compás de espera. Yo fingí que trabajaba con mis papeles, echándole vistazos de vez en cuando para ver si se cansaba. Pero Sarah siguió sentada allí inmóvil, como una roca. ¿Qué podía hacer yo? Había revisado todos nuestros programas y no encajaba en ninguno. Su caso era rechazado, y teníamos todo un archivo de casos rechazados. ¿Por qué aquella mujer no lo aceptaba?

En suma, necesitamos aprender a practicar el método de Ana de la oración del corazón doliente. Elie Wiesel habla elocuentemente del dolor en relación con el sufrimiento del pueblo judío en el Holocausto: «Frente al sufrimiento no se tiene derecho a darse la vuelta, a no ver. Frente a la injusticia, no se puede mirar hacia otro lado. Cuando alguien sufre y no se trata de ti, esa persona es lo primero; su sufrimiento le otorga prioridad... Cuidar de un hombre que sufre es un deber más urgente que pensar en Dios». El religioso marianista Peter Danio, que ha pasado largos años en África, fue entrevistado en Kenia a propósito de lo que había aprendido de las mujeres, especialmente de aquellas que había conocido y con las que había trabajado en el este de África, y dijo lo siguiente respecto de una mujer llamada Sarah. El relato apareció en el Catholic Telegraph y se cita también en un folleto de IMANI (acrónimo de Incentive from the Marianists to Assist the

«Sarah, una pobre de los suburbios, entró cierto día en nuestra sede y se puso a contarme su vida. Escuché sus problemas y peticiones e hice una rápida revisión mental de las diferentes categorías de asistencia que nuestra organización proporciona. Me di cuenta de que su petición no encajaba en ninguna de nuestras categorías o programas, de modo que le dije que no podíamos proporcionarle lo que pedía y le sugerí otras organizaciones. Pero Sarah no representó su papel. Debería haber dado las gracias y haberse marchado; pero, por el contrario, se quedó sentada. Tamborileé con los dedos en el escritorio y carraspeé, pero siguió allí sentada. Me puse en pie, le estreché la mano y le señalé la puerta, pero siguió sin moverse.

Aquel día me di cuenta de que incluso nuestra maravillosa organización para los pobres era una criatura caída, como otras instituciones. Lo magnífico de Sarah era que se negó a aceptar nuestra fácil categorización de su persona. No aceptaba el status de caso rechazado. De hecho, finalmente agarró una escoba, se puso a barrer y consiguió ser contratada como limpiadora de la organización. Debido a su innata autoestima, se negó en redondo a ser etiquetada por mí. Yo, que soy marianista, suelo necesitar que me recuerden el propósito para el que fuimos fundados. Imani es una palabra suajili que significa "fe". Queremos enseñar a la gente a tener fe en sí mismos. Nuestro lema es: "Creer en el Dios que cree en mí"».

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Sarah y Ana se habrían entendido a las mil maravillas, aunque Peter era mucho más humilde y estaba más abierto a aprender de Sarah que Eli, Elcaná o incluso Peninná respecto de Ana. ¿Hasta qué punto estamos abiertos nosotros, los hombres y mujeres de la Iglesia del siglo xxi, a aprender de las Anas y las Sarahs de nuestra sociedad? Marcia Falk enuncia la cuestión del modo siguiente: «Podríamos asumir la responsabilidad de tomar el relevo de los rabinos. Podríamos comenzar preguntándonos lo que podría significar para nosotros -como individuos y como comunidades- escuchar la voz de Ana hoy. También podríamos preguntarnos qué supondría crear una comunidad empática en la que se diera voz al dolor silencioso. ¿Qué supondría verdaderamente tener una comunidad espiritual auténticamente inclusiva, una comunidad de iguales en la que todos pudiéramos orar juntos en el lenguaje del corazón? ¿Cómo sonaría una oración comunitaria que incluyese la voz de todos?»5. La tristeza había dilatado el corazón de Ana. Su primera oración de pesar, que se suele llamar mará, en su grito silencioso le ha llevado a orar por la liberación de todo su pueblo. Ese dolor silencioso que rezuma de toda la persona es «el grito de los pobres» con tanta certeza como cualquier grito que aplasta y sofoca el habla inconsecuente en nuestros oídos. Aquella mujer vilipendiada y a la que se creyó borracha, tratada como una niña sin deseos adultos, canta ahora como un profeta. Por utilizar una frase contemporánea, canta a un nuevo orden mundial, y se convierte en la portavoz de todos los que han sido despreciados, ridiculizados en su esperanza y humillados por las personas religiosas que, con su fe superficial y en sus seguras posiciones, miran por encima del hombro a los demás. Veamos y escuchemos lo que tiene ahora que decir: «Mi corazón exulta en Yahvé, mi fuerza se apoya en Dios, mi boca se dilata contra mis enemigos, porque me he gozado en tu socorro.

5.

Marcia FALK, art. cit., 64.

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No hay santo como Yahvé, (porque nadie fuera de ti), ni roca como nuestro Dios. No multipliquéis palabras altaneras. No salga de vuestra boca la arrogancia. Dios de sabiduría es Yahvé, suyo es juzgar las acciones» (1 Sam 2,1-3). Ana exulta de gozo, como quien ha sido humillado y reducido al mutismo, y sus palabras son seguras en su descripción de Yahvé como Roca que comparte su fuerza con ella y le da su poder para reírse de quienes la perseguían con arrogancia e insensibilidad. Ahora sabe hacia quién se inclina ese Dios, a quién escucha y a quién concede protección y consuelo: «El arco de los fuertes se ha quebrado, los que se tambalean se ciñen de fuerza. Los hartos se contratan por pan, los hambrientos dejan su trabajo. La estéril da a luz siete veces, la de muchos hijos se marchita. Yahvé da muerte y vida, hace bajar al seol y retornar. Yahvé enriquece y despoja, abate y ensalza. Levanta del polvo al humilde, alza del muladar al indigente para hacerle sentar junto a los nobles, y darle en heredad trono de gloria» (1 Sam 2,4-8). Ana ha experimentado una conmoción y un cambio total en su vida porque Yahvé presto oídos a su dolor, y ahora ella es la voz de muchos israelitas y habitantes del mundo entero cuya única experiencia es ser marginados, condenados, considerados deficientes, pecadores o culpables de su debilidad personal. Su canto refleja los cambios de papeles universales, generalizados e institucionales en la sociedad; cambio de papeles entre los fuertes y los débiles, los saciados y los hambrientos, los que no trabajan por lo que tienen y los que hacen esfuerzos denodados y consiguen poco o nada, los que tienen seguridad en sus hijos, su futuro y su ancia-

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nidad y los que se encuentran solos, los que conocen la vida y los que conocen la muerte. Ana sabe de estos cambios de papel en su propia vida y alienta a los que siguen esperando en que Dios les haga experimentar su poder. Y prosigue: «Pues de Yahvé los pilares de la tierra y sobre ellos ha sentado el universo. Guarda los pasos de sus fieles, y los malos perecen en tinieblas, (pues que no por la fuerza triunfa el hombre). Yahvé, ¡quebrantados sus rivales! el Altísimo truena desde el cielo. Yahvé juzga los confines de la tierra, suscitará su propio rey, exalta el poder de su Ungido» (1 Sam 2,8-10). Ahora su oración profética, nacida de la angustia de su corazón, supera las fronteras de su nación y se difunde por el mundo. Su Dios tiene poder y autoridad sobre toda la creación, la historia entera y los dos únicos grupos de personas y naciones realmente definitivos: los malvados y los fieles. Los cambios totales y la rehabilitación lo abarcan absolutamente todo. Y Ana habla del problema histórico del momento en Israel: el nombramiento de un rey, y proclama que Yahvé «suscitará su propio rey, exalta el poder de su Ungido». La erección de un rey será tarea de su hijo Samuel. Ana ha orientado la historia de Israel hacia el futuro, poniendo al propio Israel frente a Yahvé, su Dios, de manera más madura y expandiendo el horizonte del pueblo. Tan particulares y universales son los temas de la oración de Ana que actualmente forma parte de las lecturas del haftarah en la celebración religiosa de Año Nuevo. La tradición reconoce que dos de las características de Dios son el cambio total de fortuna y la solicitud providente con respecto a quienes se encuentran en los márgenes de la sociedad. La oración del corazón de Ana pasa a su hijo, Samuel, y a los profetas que vinieron después, que conocerán la agonía de la infidelidad de la nación entera y el dolor de los pobres dejados de lado por la alianza, lo que constituye un insulto y una injuria al corazón mismo de Dios.

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Éste es el momento de Ana, su punto de inflexión, y su don a Israel en el momento de desprenderse del liderazgo de los jueces, para poder madurar como un pueblo más unificado bajo la guía de los profetas y los reyes. Tenemos noticias de Ana sólo una vez más; se nos dice que acompañaba a Elcaná, Peninná y su familia en la peregrinación anual, llevando consigo ropas para su hijo, que ahora está al servicio de Dios, en cumplimiento del voto de su madre. Ahora es Eli quien ora pidiendo más hijos para Ana, «a cambio del préstamo que ella ha cedido a Yahvé» (1 Sam 2,20). Ana tendrá cinco hijos más, tres varones y dos mujeres, mientras «el niño Samuel iba creciendo y haciéndose grato tanto a Yahvé como a los hombres». Da la sensación de que el resto de la vida de Ana, así como la vida de su pueblo, Israel, estará vinculado al hijo que la liberó de ser estéril en medio de su familia. Ana recurrió al Espíritu de Dios, suplicando el poder de Yahvé en su vida personal, y ahora esa porción de Espíritu está avanzando hacia la madurez en el mundo en la persona de su hijo Samuel. Su oración ha asumido su carne por la ternura de Yahvé, su Dios. ¿Y qué hay de nosotros hoy, los que leemos la historia de Ana y escuchamos su oración? Puede que un relato oriente nuestro corazón hacia una percepción más profunda del poder de Ana para nosotros hoy. Es un relato de la Norteamérica nativa, en concreto, de la comunidad india de los Salish, situada originalmente en el noroeste de los Estados Unidos y en el sudoeste de Canadá, extendiéndose hacia el océano Pacífico. Estoy en deuda con Joseph Bruchac por su recopilación de relatos de los nativos norteamericanos acerca de los asentamientos indígenas de Norteamérica. Yo lo cuento como viene a continuación. El título se encuentra al final de la historia. Es una historia que se cuenta para preparar a la gente para el invierno, para la dura tarea de la supervivencia: «Érase una vez una anciana que tenía muchos hijos y aún muchos más nietos. Y los quería a todos, como también quería a toda su tribu. Había visto muchos cambios de estación y muchos inviernos, pero aquel invierno parecía el peor de los numerosos que recordaba. Las primeras nieves habían llegado pronto y se habían repetido sin descanso una y otra vez. Los cazadores no podían salir a cazar. Los almacenes estaban escasos de provisiones, porque la primavera había sido dura y la

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cosecha escasa. De manera que todo el mundo estaba hambriento: de los niños a los ancianos; incluso las manos de los cazadores, que empuñaban el arco, temblaban de debilidad... Todos necesitaban alimento. Finalmente las nieves pararon, y la tierra comenzó a deshelarse. Todos los habitantes de la aldea suspiraron aliviados. Pero las nieves volvieron con fuertes vientos y un frío helador. Todo quedó sólidamente cubierto de hielo. Los exhaustos aldeanos trataron en vano de perforar el hielo y el duro suelo. Y el pueblo empezó a morir: los viejos, los niños, todos... La anciana ya no podía aguantar más viendo morir de hambre a sus propios nietos y a los demás jóvenes. Decidió, pues, que le había llegado el momento de morir. Dijo adiós a todos sus familiares y a su clan, dejó a cuantos amaba y partió. Siguiendo la tradición de sus antepasados, fue a un lugar que siempre le había gustado, un sitio maravilloso en primavera. Se trataba de un pequeño riachuelo cercano a la aldea. Llegó, se arrodilló junto al helado manantial y empezó a cantar su canto de muerte. Y lloró, por sus hijos y nietos, por todos los demás y por su pueblo, por la aldea entera que tan hambrienta estaba y tanto sufría. Mientras sus lágrimas caían sobre la tierra, la anciana gritó: "Gran Espíritu, oye mi oración. No es justo que los niños mueran con sus madres y abuelas, con sus mayores. No es justo que tantos estén hambrientos mientras tan pocos se preocupan por los demás". Y el Gran Espíritu oyó su oración y tuvo misericordia del pueblo. Envió a la mujer su espíritu auxiliar: un ave de un resplandeciente color rojo que bajó en picado y aterrizó en una rama que se encontraba sobre la cabeza de la anciana. Y cantó a pleno pulmón, dirigiéndose a ella que, al alzar la cabeza, se quedó asombrada por el brillante color rojo contra el sombrío gris del cielo y la oscuridad de las ramas muertas. Y el ave le habló: "El Gran Espíritu ha oído tu oración, ha percibido la compasión que sientes por tu pueblo y ha visto tus lágrimas derramadas sobre esta dura tierra. Tus lágrimas han creado una nueva planta que florecerá justamente frente a ti. Tendrá unos pétalos rojos que se abrirán bajo la reluciente luz del sol. Será roja, como mis plumas y mi pecho, y tendrá estrías plateadas,

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57 como tu cabello, cuyo gris ha nacido de la sabiduría y la persistencia". La anciana dijo al ave: "No he visto nunca esa planta. ¿Qué debemos hacer con ella?; ¿cómo hay que prepararla y comerla?". Y el ave replicó: "Desenterradla de raíz. Podéis comerla entera. Cocerla, estofarla, cocinarla de la manera que queráis. Su sabor es amargo, pero mantendrá viva tu aldea hasta que las demás plantas empiecen a brotar cuando llegue el deshielo. Llamadla como deseéis. Florecerá únicamente hasta que las nieves hayan pasado y paren los vientos helados. Bastará para alimentar a los cazadores y sustentaros hasta que podáis encontrar alimento en primavera". Y la anciana las recogió extrayéndolas de raíz. Desde aquel día la planta se llama "raíz amarga". El arroyo en el que se arrodilló se llama "río de la raíz amarga", y el valle, "valle de la raíz amarga". Las flores sólo florecen desde el primer sol de febrero o marzo hasta finales de abril, cuando los vientos helados del norte cesan. El pueblo la desentierra y la come, y recuerdan el sabor de la amargura, el dolor y la angustia de aquella anciana, pero es un recuerdo que resulta dulce en su corazón. Saben que la planta nació de la angustia y el pesar de un corazón, y del canto de muerte de una mujer. Y así ocurre siempre: lo que alimenta el futuro es la angustia del canto de muerte de las ancianas. La raíz amarga».

Esta historia, como la de Ana, trata de un orden mundial injusto. Lo que se concede en la historia de la mujer india nace de su dolor, que revela el dolor de la aldea entera y de su pueblo. Incluso el don concedido -la planta alimenticia- lleva la amargura del momento y la experiencia del pueblo. Llega como don cuando la mujer se encamina libremente a la muerte. La flor es alimento nacido de sus lágrimas. Se trata de un símbolo universal, porque nosotros, los cristianos, hablamos de las lágrimas de los pobres y de aquellos que luchan por la justicia, de las lágrimas y el sudor de los obreros y campesinos, y del pan de justicia que es la Eucaristía, dulce por fin en nuestros paladares. La anciana, como Ana, se pone ante Dios para orar con dignidad, poniendo su angustia y la de su pueblo ante el Gran Espíritu.

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Conoce sus necesidades inmediatas y las de su pueblo, pero sabe también, por su larga experiencia, que la nieve y el hielo, la dura primavera del año anterior y la debilidad de los cazadores están interconectados de muchas maneras, y que el plan del Gran Espíritu es un todo indivisible. Se relaciona con el Gran Espíritu como miembro de su pueblo, no ante todo como un mero individuo. Es abuela, y su experiencia, la experiencia de su pueblo, es trágica; sin embargo, lo aborda todo en la vida, incluido ese duro tiempo, con reverencia. Y son su oración y sus lágrimas las que dan lugar al alimento, a algo nuevo, una planta que llevará a su pueblo al futuro en los tiempos duros, entre las últimas rachas feroces del invierno y los lentos comienzos de la primavera. Ambos relatos pueden llevarnos a hacernos a nosotros mismos y a los demás tres preguntas. La primera es la siguiente: ¿cuál es la mayor angustia de tu vida?, o, en otros términos: ¿cuál es la raíz amarga de tu vida? Debe ser algo consistente, continuo y que no desaparece. Para Ana es su carencia; su esterilidad, el vacío de vivir sin conexiones con una familia, con el futuro, con las esperanzas del pueblo, con la alianza con Yahvé. Para la anciana es la falta de alimento y de tiempo para los jóvenes. Nosotros respondemos con otras cosas: inseguridad, impotencia, miedo a abandonarnos, conciencia de la superficialidad y la arbitrariedad de nuestros compromisos... Estas son las cosas que nosotros -como Ana y la anciana india- debemos llevar ante Dios y el Gran Espíritu. Del mismo modo que la petición de Ana fue aceptada por Yahvé y transformada en su hijo; del mismo modo que las lágrimas de la anciana india fueron aceptadas por el Gran Espíritu y transformadas en alimento, así también Dios escuchará nuestro dolor y le dará sentido no sólo para nosotros, sino también para los demás. La segunda pregunta es la siguiente: ¿qué es lo que entregamos a Dios?; o, lo que es lo mismo, ¿cómo le devolvemos el favor? Ana entrega a Yahvé lo que más valora en la vida, lo que Yahvé le concede en respuesta a su aflicción, su hijo. La anciana entrega al Gran Espíritu su compasión y sus lágrimas, y a cambio recibe una planta, alimento para su pueblo. En ambos casos se trata de dones concedidos que, una vez devueltos a Dios, son compartidos con el pueblo. La respuesta a la pregunta es, pues, que debemos devolver a Dios lo que más valoramos. Después de que lo hayamos hecho,

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Dios tomará nuestro don y lo transformará en alimento -una «raíz amarga»- para muchos. La tercera pregunta tiene repercusiones tanto personales como políticas. ¿A quién juzgamos más duramente? Con frecuencia a las personas e instituciones que muestran características y comportamientos que no podemos tolerar: arrogancia, egocentrismo, envanecimiento, violencia, maledicencia, falta de honradez... Es frecuente que nuestro concepto de lo que está mal esté conectado a lo que pensamos es lo peor que podríamos hacer o que podrían hacernos a nosotros. Algunas veces juzgamos con dureza a quienes están próximos a nosotros, a quienes hacen lo que nosotros hacemos sólo que de manera distinta o mejor, hiriendo nuestro sentido del yo. Y podemos juzgar no sólo con palabras y actos, sino también ignorando a la gente y haciendo como si sencillamente no existieran, como, por ejemplo: los vagabundos, los enfermos, los que hablan otra lengua, aquellos cuya opinión difiere de la nuestra, los pobres, etcétera. Eli, Elcaná y Peninná juzgaron duramente a Ana, y dentro de cada uno de nosotros vive un Eli, Elcaná y Peninná. Para contrarrestarlo, necesitamos desarrollar un espíritu como el de Ana. Porque el espíritu de Ana no era orgulloso ni mezquino, no era vengativo ni destructivo, ni siquiera estaba indignado ni enfurecido. Estaba afligido. Era mal entendido e ignorado. Pero persistió, reunió fuerzas y, finalmente, prorrumpió en canto. Pasó por un proceso de maduración, de ser una mujer que quiere un hijo y ser aceptada a ser una mujer que es profeta de su pueblo. La oración de Ana comienza como una necesidad instintiva, y madura tomando conciencia de la necesidad del pueblo, de su más profunda necesidad: la conexión con Dios. El canto de Ana muestra que conoce a Dios y que sólo a él teme. Pero su temor es el profundo temor religioso de Dios que es la raíz de la sabiduría. Uno de los padres ortodoxos, Teófano el Recluso, nos dice acerca de este temor de Dios que es resultado de la oración. Se refiere específicamente a la Oración de Jesús, breve y directa: «Señor Jesucristo, Hijo del Dios Vivo, ten misericordia de mí, que soy un pecador», y comenta: «Nuestra tarea es el arte de la Oración de Jesús. Debemos tratar de pronunciarla de manera muy sencilla, con la atención en

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el corazón, teniendo a Dios siempre presente en el recuerdo. Ello aporta por sí mismo su propio fruto natural: recogimiento mental, devoción y temor de Dios, recuerdo de la muerte, sosiego de pensamiento y un cierto calor del corazón... Deberíamos aferramos siempre con fuerza al temor de Dios, porque es la raíz de todo conocimiento espiritual y de todo acto justo. Cuando el temor de Dios impera en el alma, todo va bien, tanto en el interior como en el exterior. Trata de reavivar esa sensación de temor en tu corazón cada mañana, antes de hacer nada. Después seguirá marchando por sí misma, a la manera de un péndulo... El recuerdo de Dios es el constante compañero del estado de gracia. Este recuerdo nunca es inútil, sino que invariablemente nos lleva a meditar sobre la perfección de Dios y su bondad, verdad, creación, providencia, redención, juicio y recompensa. Todo ello comprende conjuntamente el universo de Dios o ámbito del espíritu. Quien es celoso vive siempre en ese ámbito»6. Ana aprende ese temor de Dios de la aflicción que purifica y orienta a orar con todo el corazón. Es una disciplina a la que se somete, más que elegirla por decisión propia. Los pobres y cuantos están terriblemente afligidos, quienes tienen alguna carencia y los que son despreciados por los demás suelen saber de esta oración del corazón. Y actualmente hay muchas Anas, sin hijos, estériles, y aún peor: hambrientas, condenadas a vivir como obreras o jornaleras del campo, analfabetas y que, además, son las primeras víctimas de la guerra y la represión. Unas cuantas estadísticas ayudan a ilustrar lo que acabo de decir: del 60 al 70% de los pobres del mundo son mujeres; dos tercios de los analfabetos del mundo son mujeres; y de un 70 a un 80% de los refugiados del mundo son mujeres y niños7. Si las mujeres van a luchar por salir de esas situaciones, deben, como Ana, hablar explícitamente con confianza. Deben contar su 6. 7.

Thimothy WARE, ed., The Art ofPrayer: An Orthodox Anthology, Faber and Faber, London 1966, pp. 125 y 130-131. Véase Challenge: Faith and Action in the Americas 5/3 (Washington, DC, fall 1995).

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caso y escuchar los ajenos. William Stringfellow lo expone del siguiente modo: «Cada uno de nosotros es una parábola. La exploración teológica de la biografía es congruente con el pensamiento y la enseñanza categórica del Nuevo Testamento: la Encarnación. La escucha es un raro acontecimiento entre los seres humanos. Es un acto primitivo de amor en el que una persona se entrega a la palabra ajena, haciéndose accesible y vulnerable a esa palabra». Una de las palabras cruciales de esta cita es «biografía», no «autobiografía». Es frecuente que en un clima de individualismo se ponga énfasis en la propia historia, en lugar de en la ajena. Nuestra historia particular no es sino una palabra, un signo de puntuación, en la historia general que debemos compartir y escribir. Viene muy a propósito la famosa cita de Muriel Rukeyser: «El universo está hecho de historias, no de átomos». Pero esas historias deben ser conjunciones, vínculos con otras historias y redes, como la historia de Ana la catapulta a las historias de los pobres, los débiles, los marginados de la alianza y de su nación. Martin Luther King lo expresó sucintamente: «La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes. Estamos inmersos en una ineludible red de reciprocidad, vinculados en un único tejido del destino». Todas nuestras historias se resumen en una tarea o cuestión: ¿cómo aliviar el sufrimiento? Otro modo de expresarlo procede del ámbito de la ciencia: «Hay una tendencia a que las cosas vivas se unan, establezcan vínculos, vivan unas dentro de las otras, vuelvan al orden primigenio, se lleven bien siempre que sea posible. Así es el mundo» (Lewis Thomas). La historia de Ana es una biografía que vale la pena contar. En algunos aspectos es la historia de Ana superando la falta de amabilidad. Elcaná y Eli no habían sido lo suficientemente amables como para atender a su dolor. Peninná, una mujer con poder, recursos y aceptación en la sociedad, se negó a mostrar amabilidad respecto de Ana y su aflicción. (El Dalai Lama tiene un credo sencillo y universal para todos los practicantes de cualquier religión: «Mi religión es la amabilidad»). Sin embargo, Ana se negó a ser negada por esa falta de amabilidad. Ana persistió.

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Hay un ejemplo sencillo e histórico de lo que puede suceder en ese plano personal. La cita siguiente me fue entregada por un amante de la literatura: «Había una vez un joven matrimonio compuesto por Sophia y Nathaniel. Trabajaban duro, pero apenas lograban llegar a fin de mes. Nathaniel tenía un trabajo, aunque lo detestaba: trabajaba en la aduana. Sophia trabajaba también como costurera cuando podía. Nathaniel solía quejarse de que su trabajo era un callejón sin salida, porque no había posibilidad de promoción ni un lugar en el que emplear su verdadero talento, que era el manejo de ideas y palabras. Sophia le escuchaba y le alentaba siempre. Hasta que un día Nathaniel llegó a casa temprano, porque había sido despedido de su poco interesante empleo. Estaba desesperado. Ahora no tendrían prácticamente ingresos. ¿De qué iban a vivir? Pero Sophia le escuchó y después habló con claridad mostrando una obvia excitación y alegría. "Ahora puedes escribir", le dijo. "No cabe duda de que sí -le respondió su marido-, pero ¿de qué viviremos? Voy a estar preocupado constantemente por la comida, la renta, el dinero para carbón, y por que tú tengas todo lo necesario, y no podré concentrarme" Sophia salió un momento y volvió enseguida del dormitorio con un pañuelo que envolvía una sustancial cantidad de dinero. "La última vez que lo conté -dijo a su marido- había bastante para que viviéramos un año..., o puede incluso que algo más". Nathaniel miró a su mujer atónito. "¿Cómo lo has conseguido?" Ella sonrió diciendo: "Escuchándote cada noche cuando volvías a casa y, cuando me dabas dinero para la casa y nuestros gastos, apartando un poco. Hemos estado viviendo cada vez con menos, a fin de poder ahorrar cada vez más. Ahora -dijo encantada y resplandeciente- puedes dedicarte a escribir"». Y eso es lo que hizo. En el plazo de un año, Nathaniel Hawthorne terminó La letra escarlata, y Sophia y él, aunque nunca fueron ricos, tampoco volvieron a ser pobres. Y todo porque

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una persona escuchaba y actuaba. Sophia escuchaba, no las quejas, sino el corazón de aquel a quien amaba, y creía en los sueños de aquel corazón. Yahvé escuchó a Ana y escucha los corazones de cuantos oran, e incluso de los que no oran, de aquellos a los que no les quedan palabras ni corazón. Cuánta más sabiduría de la escucha de Dios aprendamos, tanto más imaginativo y creativo será el mundo. Cuánto más escuchemos no sólo nuestro propio corazón, sino el ajeno, tantas más posibilidades habrá de comunidad, igualdad y justicia para todos, empezando por la simple amabilidad humana. Pero ese proyecto de escucha debe darse también en el nivel comunitario, nacional y global, del mismo modo que el pesar de Ana sintonizó sus oídos con el grito del pueblo olvidado de Yahvé. En un taller de ecología de una cooperativa agrícola de El Salvador, una mujer tomó la palabra y anunció: «Somos las raíces de las que todo el pueblo se sustenta y crece». Se refería a quienes cultivan, realizan la recolección y la llevan al mercado, a quienes literalmente alimentan al pueblo de toda la nación. Pero hablaba de los que se encuentran en el peldaño más bajo de la escala, de quienes no tienen esperanza de movilidad ascendente, de quienes viven en el ámbito de la supervivencia día a día por culpa de los sistemas injustos nacionales y globales. Los problemas son enormes; la perspectiva, sombría; el futuro inmediato, amenazador para muchos; las posibilidades a largo plazo, oscuras. Pero la historia de Ana proclama esperanza, estímulo y dependencia de Dios. Ana aprendió de primera mano que «Dios guarda los pasos de sus fieles... y los humildes son recogidos del polvo de la tierra, y los orgullosos serán dejados solos». Esto es lo que nuestra oración debe enseñarnos, lo que nuestra escucha debe hacernos madurar y lo que debe estar en la raíz de nuestros actos. Ana la profeta nos llama a través de los siglos y proclama que la aflicción es la raíz amarga que florece convirtiéndose en un árbol perfecto: un orden concebido por Dios a partir de los gritos, las oraciones y las lágrimas de los pobres y los débiles del mundo. Ana, que «hizo una promesa» en su corazón y que conocía la oración que sólo se da en la aflicción, puede enseñarnos y transmitirnos una parte de ese espíritu que entregó a su hijo Samuel y, por tanto, a Dios. Como el tiempo de Ana, el actual es también un

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tiempo para que las oraciones de los siervos de Dios se alcen y para que la historia experimente una apertura que suscite hombres y mujeres cuyos espíritus estén sintonizados con el dolor ajeno y que hablen en nombre de los numerosos seres del mundo cuya miseria humana es mucho mayor que nuestros pequeños pesares personales. Es tiempo de pasar al nuevo orden mundial del Santo. Y nuestros corazones conocerán la fuerza y exultarán en nuestro Dios.

3 La mujer encorvada durante dieciocho años

Es posible que otro título adecuado para este pasaje fuera el que el mismo Jesús utilizó para describir a esta mujer: «hija de Abraham». No sabemos su nombre, como ocurre con tantas mujeres anónimas y con la mayoría de los seres humanos. Sin embargo, Jesús la alaba como hija de Abraham. Abraham recibió las promesas de Yahvé para el pueblo que aún tenía que nacer. Abraham fue considerado amigo de Dios, y utilizó esa condición para interceder, incluso en nombre de ciudades que eran notorias por su falta de hospitalidad, su libertinaje y su mala utilización de los seres humanos. Después de que Abraham se esforzara por obedecer la orden de sacrificar a Isaac, el hijo al que verdaderamente amaba, el ángel de Yahvé le dijo lo que Dios haría por él y por sus verdaderos descendientes: «Por mí mismo juro, oráculo de Yahvé, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz» (Gn 22,16-18). Abraham es, pues, el padre de la fidelidad, cuya historia arraiga en las antiguas promesas de una tierra, un pueblo y un modo de vida para cuantos le sigan. La mujer de nuestro pasaje es una hija de esta esperanza. Es hija y nieta de Abraham y, por tanto, de Isaac, el sacrificado, atado al altar, y de José, vendido como esclavo en Egipto. Es hija de ese pueblo del que se dijo:

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«Tomemos precauciones contra él... Les impusieron, pues, [los egipcios] capataces para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos... Y redujeron a cruel servidumbre a los israelitas, les amargaron la vida con rudos trabajos de arcilla y ladrillos, con toda suerte de labores del campo y toda clase de servidumbre que les imponían por crueldad» (Ex 1,10-14). Y aquella mujer, en su propia época, es una más de la miríada de personas sin nombre que viven en territorio ocupado, un pueblo cuya tierra ha sido conquistada y que está compuesto por trabajadores prescindibles, que soportan la carga de la injusticia y la pobreza. Sin embargo, es una hija de Abraham y, por tanto, también ella en su tiempo vive las promesas del Mesías, el salvador que la liberará junto con su nación. Es de la raza del pueblo creyente y largo tiempo sufriente, tan incontable como las estrellas del cielo y las arenas de la playa, que conoce las historias del pasado y apuesta su vida día a día por su verdad venidera, que puede incluso llegar durante su propia vida. Aquella mujer habría escuchado las lecturas en la sinagoga, una de ellas del Éxodo: «Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos, y acordóse Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos [e hijas] de Israel y se reveló a ellos» (Ex 2,23-25). Por tanto, cuando escuchemos el pasaje, debemos hacerlo como perteneciente a una larga secuencia de recuerdos, para percibir lo que sucede cuando Jesús, un predicador itinerante, se puso en pie en la sinagoga un sábado para recordar al pueblo de Israel la alianza que su Dios inició con ellos y sigue intentando completar con su aquiescencia y obediencia. Escuchemos: «Estaba un sábado enseñando en una sinagoga, y había una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada, y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla Jesús, la llamó y le dijo: "Mujer, has sido liberada de tu enfermedad". Y le impuso las manos. Y al instante se enderezó, y glorificaba a Dios» (Le 13,10-13).

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El caso se expone en tan sólo cuatro frases, y en esas cuatro frases el mundo es puesto patas arriba. La mujer encorvada durante dieciocho años es enderezada, ya puede ponerse derecha, mirar a los ojos al mundo y a su comunidad y erguir su cabeza con dignidad. La Escritura dice que había sido un espíritu maligno el que la había mantenido encorvada durante tanto tiempo. ¿De qué espíritu maligno se trataba? Muchos suponen que era una enfermedad invalidante. Pero quizá no fuese en absoluto una enfermedad, sino un estado propiciado por su modo de vida, por un trabajo agotador, por haber tenido que inclinarse tantas horas al día que finalmente su cuerpo se rebeló y ya no pudo enderezarse. ¿Habría sido acaso poco más que una esclava, una jornalera, una bestia de carga? Recuerdo claramente la primera vez que fui a Nicaragua a principios de los ochenta y me quedé en lo que, para los criterios norteamericanos, era un pobre suburbio de Managua, pero en realidad estaba bien ordenado y meticulosamente organizado en pequeños grupos que se reunían para estudiar la Escritura, celebrar liturgias, distribuir alimentos y tomar decisiones comunitariamente. Una tarde a la semana acudían campesinos a vender sus productos hortícolas y artesanales, intercambiar información, analizar estrategias para resistirse al gobierno y hacer partícipes a los demás de su modo de lograr sobrevivir. Y llegaban inclinados, encorvados, aplastados por enormes pesos en sus hombros y espaldas, cargando todos ellos, hombres, mujeres y niños, con sus productos, sus alimentos, sus libros, ladrillos, leña y ropas. Y cuando hice con ellos el camino de vuelta a sus campos y montañas, supe por primera vez en mi vida lo que significaba estar «sobrecargada». Y de nuevo, más recientemente, en mi primer viaje a Japón, me fijé en ancianos y ancianas tan encorvados que no podían enderezarse. Se les dejaban asientos en los trenes y las personas de mediana edad los trataban con respeto. Pero hasta que no viajé por las zonas rurales no caí en la cuenta de que eran granjeros que habían crecido en los arrozales, inclinados sembrando, desherbando y cosechando a mano el arroz. Habían pasado la vida en campos inundados, cultivando el alimento básico de una nación superpoblada. En la propia Norteamérica, los que realizan el agotador trabajo de recoger la uva, la lechuga y otros productos son jóvenes,

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mujeres y las personas más necesitadas de trabajo. Trabajan largas horas por salarios muy bajos, sufriendo las malas condiciones debidas al tiempo, la malnutrición, los pesticidas y la falta de alojamiento y atención sanitaria decentes. Constituyen la casta inferior que proporciona su base de sustentación a una sociedad opulenta que depende de ellos, aunque los ignora y oprime. Aquella mujer llevaba dieciocho años encorvada. En la historia de Israel, un período de dieciocho años tiene especial significado en dos circunstancias. En Jueces 3,14 leemos que, después de dieciocho años de opresión moabita, Israel fue finalmente liberado. Tras ello hubo un tiempo de paz en Israel que duró ochenta años. Y en Jueces 10,6 se nos dice que los Israelitas... «...volvieron a hacer lo que desagradaba a Yahvé. Sirvieron a los Baales y a las Astartés, a los dioses de Aram y Sidón, a los dioses de Moab, a los de los ammonitas y los filisteos. Abandonaron a Yahvé y ya no le servían... [Los filisteos y los ammonitas] molestaron y oprimieron a los israelitas... durante dieciocho años, a todos los israelitas que vivían en Transjordania... Y [los israelitas] retiraron de en medio de ellos a los dioses extranjeros y sirvieron a Yahvé. Y Yahvé no pudo soportar el sufrimiento de Israel» (Je 10,6-18). Después de dieciocho años fueron rescatados de los ammonitas. Más pertinente aún en el aspecto teológico es que la palabra hebrea chai (vida) tiene como valor numérico dieciocho. De modo que este relato tiene como tema la vida, la liberación, el hecho de que Dios ya no es capaz de soportar el sufrimiento de aquellos que son fieles a la alianza y rinden culto al verdadero Dios de la vida. La mujer encorvada había soportado su padecimiento con fe y esperanza, y ello, por sí mismo, clama a Dios, que no puede soportar el sufrimiento de su pueblo. La venida de Jesús al mundo está cargada de urgencia, en especial para los que han esperado la llegada de la esperanza en medio de ellos. Esta mujer encorvada está en la tradición del resto de Israel, el resto que responde a la presencia de Jesús siempre con alabanzas. Al principio del evangelio de Lucas, cuando María y José llevan al niño Jesús al templo para consagrarle al servicio del Señor, ofrecer el sacrificio y cumplir las exigencias de la ley, se encuen-

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tran con Simeón y con Ana, poseídos ambos por el Espíritu Santo cuando ven al niño. Se nos dice que Ana, que era profetisa, había estado continuamente sirviendo en el templo, ayunando y orando, y que tenía ochenta y cuatro años. «Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Le 2,36-38). Esta mujer encorvada pertenece al resto que ha permanecido fiel a las enseñanzas de la ley y los profetas y cuya vida se ve en relación con las promesas de Dios. ¡Viven literalmente de su esperanza! Jesús, según nos dice el evangelio, estaba enseñando en la sinagoga. Su enseñanza es explicitada por Lucas en el capítulo 4, cuando Jesús se pone un sábado en pie en la sinagoga de su pueblo natal, Nazaret, y declara abiertamente que su presencia ha inaugurado una nueva armonía en el mundo: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4,18-19). Las palabras, la voz y la presencia de Jesús están imbuidas del poder del Espíritu, un poder que conlleva autoridad y verdad y que suele verse acompañado de curación, perdón y liberación para los que experimentan el aprisionamiento por parte de la enfermedad y los prejuicios. Es vital subrayar que en la cita que Jesús hace de Isaías 61 inserta una nueva frase: «dar la libertad a los oprimidos», extraída de Isaías 58, texto en el que el profeta denuncia la injusticia en su tierra mientras el pueblo afirma practicar el rito del ayuno. Dice Isaías: «¿Acaso es éste el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? ¿Había que doblegar como junco la cabeza, en sayal y ceniza estarse echado? ¿A eso llamáis ayuno y día grato a Yahvé? ¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los oprimidos y arrancar todo yugo?» (Is 58,5-6).

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Cuando Jesús está enseñando, «ve» a la mujer. En cuanto la ve, Jesús deja de hablar, la llama y le dice: «Mujer, has sido liberada de tu enfermedad». El mensaje de Jesús a aquella mujer es precisamente lo que acaba de exponer como mensaje de Dios para todo el pueblo. Y ella no será únicamente una muestra de sus palabras, sino la encarnación -viva, enderezada y totalmente liberada- de la Buena Nueva para los pobres. Jesús le arranca su yugo, el yugo que la ha encorvado todos aquellos años. Después «le impuso las manos. Y al instante se enderezó y glorificaba a Dios». Puede que sintiera el contacto con Jesús antes de ser consciente de que era a ella a quien él hablaba, antes de levantar la cabeza para poder verle. Su primera visión al alzarse debió de ser el rostro de Jesús. Y prorrumpió en alabanzas a Dios, en cantos y salmos que todos oyeron. En muchas sinagogas, hombres y mujeres estaban juntos, aunque en zonas separadas de la planta baja, especialmente si la sinagoga era pobre. Jesús debió de verla cuando miró a su alrededor para ver a los que escuchaban sus palabras, pero tuvo que aproximarse a ella para imponerle las manos. ¿Fue el peso de sus manos sobre los hombros de aquella mujer lo que acabó con el peso del largo sufrimiento y con su sensación de no valer nada en absoluto? Para la mentalidad judía, cualquier enfermedad estaba vinculada al pecado y el castigo, a una pena exigida por no haber obedecido la ley o por alguna transgresión. Desgraciadamente, la ley solía ser utilizada por los que tenían poder en la comunidad para quebrantar incluso los espíritus de quienes habían sido ya sobrecargados con la pobreza, la enfermedad o la incapacidad de pagar los impuestos. Y algunas veces los pobres desobedecían la ley y sufrían las penas por ignorancia o impotencia. La ley, cuya misión era liberar el espíritu, se utilizaba por parte de algunos para reforzar su prepotencia mientras se rebajaba a los demás. ¿Fueron las manos de Jesús impuestas sobre ella las que enderezaron a aquella mujer, alzaron su cabeza y tocaron ese fundamento de su alma que le había servido de esperanza y de razón de vivir? Fuera como fuese, el gesto de Jesús conectando con ella tan íntima y públicamente en medio del rito de la sinagoga debió de interrumpir éste, y todo el mundo debió de reaccionar incluso verbalmente. Después, la mujer comenzó a alabar a Dios, probablemente en voz alta. Un maravilloso poema de Denise Levertov, titu-

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lado paradójicamente «Un hombre», puede quizá describir lo que aconteció: «"Una vida vivida": la belleza de los profundos surcos excavados en tus mejillas. Los años acumulados de siete en siete para moldearte. Son ciegos, pero tú no estás ciego. Resuenan sus golpes, son sordas, esas laboriosas hijas de las Parcas. Pero tú no estás sordo, tú distingues tu canto entre la algarabía línea a línea, y, por lo menos, echas hacia atrás la cabeza y lo cantas». Lo más probable es que durante un rato hubiera una algarabía. Sabemos que la reacción del jefe de la sinagoga fue inmediata y furibunda: «Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiese hecho una curación en sábado, decía a la gente: "Hay seis días en que se puede trabajar; venid, pues, esos días a curaros, y no en día de sábado"» (Le 13,14). Entonces empieza la controversia. Inicialmente respecto de la división entre trabajo y culto. La mujer había acudido a la sinagoga en sábado para dar culto. Lo sabemos porque el verbo utilizado para describir su alabanza o glorificación de Dios en respuesta a la liberación de su cuerpo está en una forma que connota la continuación de una acción ya comenzada. Su alabanza en voz alta la había desencadenado la curación por Jesús, pero es continuación de lo que hacía en silencio cuando estaba encorvada. Incluso las palabras de Jesús a la mujer («Has sido liberada» [apolelysai]) tienen el sentido de que el hecho ya había quedado establecido antes

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de que Jesús interviniera para hacerlo percibible en su persona. Jesús lo anunció, y el hecho se manifestó plenamente. Pero el jefe de la sinagoga, por cuya boca se expresan los líderes religiosos que se oponían a Jesús, plantea su indignación en términos de incumplimiento del mandato de no «trabajar» en sábado, sino «descansar» el séptimo día. El jefe de la sinagoga era habitualmente el maestro de la comunidad, y su actitud aquí consiste en restaurar la unidad del grupo, recuperar el control de la situación y utilizar el momento para impartir una enseñanza en concordancia con la interpretación usual de la norma sabática. Es muy posible que el jefe de la sinagoga tuviera presente el mandamiento del descanso sabático. Incluso podría haberlo recitado en ese momento para bien del pueblo. El mandamiento se encuentra en el Decálogo: «Guardarás el día del sábado para santificarlo, como te lo ha mandado Yahvé tu Dios. Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso para Yahvé tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de modo que puedan descansar, como tú, tu siervo y tu sierva» (Dt 5,12-14). Lo más probable es que no hubiera añadido la parte de la exhortación que explica la conexión entre la obediencia a la ley y el recuerdo que el pueblo guarda y la gratitud que siente por lo que Dios ha hecho por ellos. Es el texto que viene justamente a continuación: «Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que Yahvé tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso Yahvé tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt5,15). Esta conexión entre el recuerdo de la esclavitud de Israel y el descanso -un descanso que debe extenderse a todos los que habitan en esa tierra- constituye el fundamento del mandamiento del sábado. El sábado, el recuerdo de la liberación debe tener preferencia sobre cualquier otra cosa, y esa liberación es la razón de la alabanza a Dios. El impresionante hecho de que Dios se inclinase hacia la tierra y escuchase el grito de los oprimidos, enviase a Moisés a guiar al pueblo en su nombre, y los atrajera hacia él

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como su protector es la razón de que puedan trabajar y descansar, y, por lo tanto, honrar al verdadero líder de Israel. Pero al parecer el jefe de la sinagoga está preocupado por la mera letra de la ley, no por su sentido y su poder liberador. El jefe de la sinagoga ignora a la mujer y la poderosa manifestación de liberación que acaba de tener lugar. Lo único que le preocupa es exponer al pueblo las exigencias de la ley y la teología correcta. Y es Jesús quien ahora se indigna y responde con la justa rabia de un profeta: «Replicóle el Señor: "¡Hipócritas! ¿No desatáis del pesebre todos vosotros en sábado a vuestro buey o vuestro asno para llevarlos a abrevar? Y a ésta, que es hija de Abraham, a la que ató Satanás hace ya dieciocho años, ¿no estaba bien desatarla de esta ligadura en día de sábado?". Y cuando decía estas cosas, sus adversarios quedaban confundidos, mientras que toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía» (Le 13,15-16). Jesús va al centro de la cuestión: la liberación es el alma de la ley, del sábado y de la comunidad. Es una cualidad de la vida que corresponde por derecho a todo ser humano, e incluso a los animales. Jesús, pues, ha realizado el único trabajo apropiado para el sábado, el trabajo que constituye el verdadero culto a Dios: ha liberado a un ser humano para que pueda descansar y honrar a Dios con su cuerpo, su mente y su corazón. Esto es una buena nueva para los pobres. Jesús es claro: su papel consiste en romper el yugo de la esclavitud, la pobreza, la enfermedad y los prejuicios. Sus palabras y sus manos acaban con las fronteras que separan a un ser humano de otro, a un grupo de seres humanos de otros, ya sean las fronteras del género, la raza, la religión, la clase o la cultura. En respuesta a ese trabajo sabático de Jesús, la mujer alaba a Dios. Quizá cantase la alabanza a Dios del Salmo 72 (71): «Él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará. De la opresión, de la violencia, rescatará su alma. su sangre será preciosa ante sus ojos...

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¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, el único que hace maravillas! ¡Bendito sea su nombre glorioso para siempre, toda la tierra se llene de su gloria! ¡Amén! ¡Amén!» (Sal 72 [71],12-14.18-19).

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pasaje le siguen inmediatamente dos de las parábolas breves de Jesús, que tratan de describir a sus propios seguidores la comunidad que será un antídoto de la religión que separa la vida del culto, la justicia de la oración y a las personas no aceptables de las que poseen un poder institucional.

Este salmo, llamado de «El rey prometido», está al final de las oraciones de David. Es una especie de sueño, una muestra de esperanza de que, después de mucha intolerancia, asesinatos, odios e injusticias, llegará alguien cuya presencia en el mundo hará justicia a los humildes y reunirá a cuantos desean la paz. Las notas de la Biblia de la Comunidad Cristiana explican lo que este salmo canta:

«Decía, pues: "¿A qué es semejante el Reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo puso en su jardín, y creció hasta hacerse árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas". Dijo también: "¿A qué compararé el Reino de Dios? Es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo"» (Le 13,18-21).

«El rey prometido trae la buena nueva a los pobres (Le 4,18). Defiende los derechos de los humildes. Proclama una nueva era en la que Dios reconciliará a la humanidad; los débiles tienen derecho a vivir y hay alimentos para todos. Nuestro mundo dista mucho de ser plenamente consciente del carácter universal de los derechos humanos, y nosotros no debemos esperar pasivamente este reino. Dios es tan considerado con la humanidad, creada a su imagen, que desea que los seres humanos se asocien a todas sus obras, incluida la realización de la ciudad eterna. Esto será, evidentemente, un don de Dios, pero no un simple don como lo fue la aparición del universo. Será la coronación de lo que los seres humanos han comenzado a hacer en la tierra».

Y esto es realmente lo que Jesús ha hecho. Ha plantado una semilla en el corazón de su jardín, su pueblo reunido en la sinagoga en sábado. Es la semilla de la esperanza, una semilla que crecerá y se transformará en la comunidad de los que estuvieron encorvados y fueron quebrantados y humillados. Esta comunidad será el árbol que proporciona refugio, que ofrece hospitalidad a las aves del cielo, y en especial a los privados de hogar, de amor, de reconocimiento y de valía personal. El fruto de una semilla de mostaza es, de hecho, no un árbol, sino un arbusto silvestre que puede apoderarse de campos, jardines e incluso crecer en caminos polvorientos. Es increíble lo rápidamente que crece, y es fuerte y capaz de expulsar a otras plantas. Las aves lo invaden verdaderamente, ocultándose en su robusta espesura. Es frecuente que se pueda oír a los pájaros piando y llamándose unos a otros dentro de sus matorrales. Las bandadas salen de ellos en busca de comida y vuelven multitudinariamente cuando cae la noche. No es exactamente una planta bienvenida por los campesinos y los jardineros, pero sí por los amantes de las aves y por cuantos se dedican a observarlas. Y éste es el reino de Jesús. Las personas a las que él ha sanado, liberado y encomiado a lo largo de su camino forman un conjunto variopinto y un tanto dispar. Él los ha acogido y protegido de las duras realidades de su vida. La segunda imagen es doméstica: una mujer en la tarea de hacer el pan de cada día de su familia y sus vecinos. Toma, pues, levadura y la introduce en tres medidas de harina, como los pájaros se ocultan en las gruesas y abundantes ramas de la planta de la

Las antiguas oraciones y promesas son claras en cuanto a que ni persona ni grupo alguno debe ser tratado como inferior o relegado a una vida de segunda clase. Ése es el núcleo de la buena nueva, y es lo que Jesús proclama en la sinagoga liberando a aquella mujer de su aflicción. La reacción dentro de la sinagoga se expone con claridad en el pasaje: «Cuando decía estas cosas, sus adversarios quedaban confundidos, mientras que toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía» (Le 13,17). El ministerio de Jesús avanza yendo de batalla en batalla. Por ahora sus oponentes han fracasado, han sido desanimados e incluso avergonzados en público, mientras el pueblo se regocijaba. Y al

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mostaza. Pero ella la trabaja amasándola y pasándola el rodillo hasta que desaparece por completo, para que no sea posible detectarla. Y es la levadura la que hará hispir y expandirse al pan y adquirir la forma que las manos de la mujer le darán antes de hornearlo. Se trata de trabajo, de un trabajo duro, como el trabajo de liberar, de dar esperanza, de levantar cargas. Es un trabajo de transformación, de unificación y de nutrición de los demás. El reino de Jesús tiene, pues, que ver con la alimentación con el pan de la justicia y la inclusión. Jesús ha singularizado a una mujer oculta en la comunidad de la sinagoga y la ha alzado, liberándola para alabar a Dios. Ella es la levadura en la comunidad, ahora activa y movilizando al grupo. Jesús ha tomado la masa y la ha estado amasando y haciendo pan con sus curaciones y su contacto, con su intervención haciendo alzarse. Ahora el reino y la Iglesia serán el ámbito en que esas personas ocultas de la sociedad podrán hacer impacto en los demás. De hecho, quienes en otro tiempo se consideraron «impuros» y, ciertamente, indeseables son ahora los que impregnan al grupo entero y le hacen crecer superando fronteras y límites. Ésta es la experiencia de la comunidad de Lucas tal como se describe en los Hechos. No sólo están entrando en la Iglesia los gentiles, sino también los que solían ser considerados negligentes en cuanto al cumplimiento de la ley, porque eran judíos de la diáspora que vivían lejos de Jerusalén, así como pobres, esclavos o personas definidas como pecadoras. Pero la imagen aún expresa más. Se nos dice claramente que la mujer oculta la levadura en la harina. La imagen había sido ya utilizada, en Génesis 18,1-10, donde Abraham le dice a Sara que tome tres medidas de harina y haga unas tortas para sus visitantes, que les dieron la buena nueva del nacimiento de un hijo de su ancianidad. Los visitantes ocultan su verdadera identidad a Abraham y Sara. El verbo «ocultar» (krypto) aparece en algunas parábolas de Mateo, las relativas al tesoro oculto en un campo y cuando Jesús proclama a sus discípulos que se les ha dado acceso a lo que estaba oculto desde la fundación del mundo. Dicho verbo aparece también en Lucas 10,21: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,

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porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito"» (Le 10,21). Más adelante en el evangelio, cuando Jesús se lamenta por Jerusalén y por la nación entera, dice: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos» (Le 19,42). Y cuando trata de hablar a sus discípulos del misterio de su pasión, lo que el evangelio dice es: «estas palabras les quedaban ocultas» (Le 18,34). El ocultamiento de la levadura en la masa, el ocultamiento del reino entre los pobres, los insignificantes y los perdidos en sus comunidades, es parte del misterio de Dios. Y sorprendentemente este conjunto de imágenes también sugiere que este Dios que oculta, este Dios con las manos enharinadas, es... ¡una mujer!1 El evangelio nos dice que «[Jesús] atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén» (Le 13,22). Ése es el objetivo de Jesús: Jerusalén. Incluso antes de que este capítulo de Lucas termine, Jesús expresará su angustia respecto de su pueblo y su obstinada negativa a aceptar la buena nueva de la liberación y la misericordia para todos. Clama Jesús: «¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día en que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Le 13,34-35). Jesús, como profeta, declara que no podrá los pies en la ciudad ni en el templo hasta que le llegue la hora de entrar en Jerusalén para afrontar su muerte a manos de los poderosos. En el párrafo previo revela cuál es su cometido: «Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado» (Le 13,32). Es el mensaje que envía a «ese zorro» (Herodes), de-

1.

Para otras ideas relativas a esta imagen, véase Barbara E. REÍD, «A Woman Mixing Dough», en Choosing the BetterPart: Women in the Gospel ofLuke, Liturgical Press, Collegeville (Minn.) 1996, pp. 169-178.

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clarando que muchos en Israel que se han considerado justos ante Dios por su cuidadosa observancia de la ley, serán dejados fuera del reino de Dios, excluidos de la mesa por no haber observado las necesidades de su prójimo sufriente con la misma devoción que las exigencias y detalles de la ley. Incluso en la cruz será Jesús ultrajado: «Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido". También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!"» (Le 23,35-37).

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fica ser libre. El pueblo Mandan, que era en cierto grado nómada, estaba unido a los pastizales y las praderas, y obtenía sus alimentos de la tierra. El agobiante trabajo cotidiano era fundamentalmente tarea de las mujeres, y había que realizarlo en cualquier estación y tanto con buen como con mal tiempo. La supervivencia lo exigía. Una versión de esta fábula, titulada «El primer cesto», aparece en un libro de narraciones de los nativos norteamericanos recopiladas por Joseph Bruchac y Michael Canuto2. Yo he oído varias versiones de otros pueblos e incluyo algunos detalles, pero básicamente reproduzco la narración de la antología de Bruchac y Canuto: «Érase una vez, hace mucho tiempo, cuando la vida era dura, pero también dulce, un tiempo en que la mera búsqueda del alimento parecía una pesada carga. Y la carga recaía en las mujeres, que partían de sus aldeas por la mañana temprano, cuando aún no había luz suficiente, para buscar alimentos, ya fueran raíces, bayas, hierbas o plantas que se pudieran cocinar y comer. Cavaban en busca de raíces, recogían bayas y recolectaban frutos secos y plantas, hojas y tallos, pero siempre era difícil volver a sus tiendas con la carga de todo lo que habían encontrado, probaron con hojas grandes, piezas de tela, sus faldas formando un hatillo, trozos de corteza de los árboles, pero ninguna de estas cosas resultaba lo suficientemente práctica. Un día, una mujer, cansada de tanto caminar y recolectar, se sentó a descansar bajo un gran cedro. Se quedó adormilada y la despertó el sonido de las aves. Levantó la vista y, sobre ella, en las ramas, vio dos aves construyendo un nido con ramitas, hojas, cuerdas y musgo. La mujer sonrió mientras miraba a las aves trabajar. Estaba aún medio dormida, pero se dio cuenta de que el árbol en el que estaba apoyada, que estaba aliviando su dolorida y cansada espalda, le estaba hablando. Le decía: observa a los pájaros. Construyen nidos, que son pequeñas moradas para sus crías. Eso es lo que tú debes hacer: construir nidos para transportar lo que recolectas en tu búsqueda de

Esta es la religión de Jesús: liberar a los que han sido atados o esclavizados por otros. Tal religión es un acto de profundo valor; el valor de la mujer encorvada cuyos ojos puede que estuvieran puestos en el suelo que se encontraba bajo sus pies y en los pies de quienes tenía a su alrededor, pero cuyo corazón estaba puesto en la bondad de Dios y en la salvación venidera. Gaham Greene dijo en cierta ocasión: «La gente habla del valor de los condenados que caminan hacia el cadalso. A veces se necesita mucho valor para caminar con cualquier padecimiento hacia el infortunio habitual de otra persona». Éste es el valor de los fieles a la buena nueva, a la que ayudan lenta y dificultosamente a convertirse en la levadura de la sociedad y en un árbol que acoge a los necesitados de refugio. El poeta y sacerdote asiático Un-chi, al ser preguntado por su religión y su filosofía, respondió de manera muy simple: «No tengo una doctrina que dar a la gente: me limito a curar enfermedades y a quitar grilletes». Ésta es también la tarea de Jesús. De hecho, la mujer a la que cura, aquella verdadera hija de Abraham, tiene mucho que enseñarnos en su enfermedad: su digno aguante, su fiel espera y su respuesta a la carga de su vida y a su liberación. Nos enseña a superar la servidumbre y el aplastante y penoso trabajo de cada día. Hay una maravillosa leyenda de un pueblo nativo norteamericano llamado Mandan que entrelaza los temas del trabajo duro, los árboles y las aves, la supervivencia compartida y un canto de alabanza; la leyenda habla también de la liberación de cuantos rodean a una persona que aprende lo que realmente signi-

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2.

Joseph BRUCHAC y Michael CANUTO, Keepers ofLife, Fulcrum Publishing, Golden (Coló.) 1994, pp. 149-150.

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alimentos. Yo te ayudaré. Toma tu pico, ve donde se encuentra el límite de mis ramas y cava. Encontrarás raíces fuertes y resistentes, pero también finas y flexibles. Entretéjelas como hacen las aves cuando construyen su nido. Mis raíces te ayudarán a llevar tu carga e incluso la harán más ligera. La mujer estaba ya completamente despierta y sé dio cuenta de que la idea era buena. Así que cavó, encontró las finas y fuertes raíces y las entrelazó, trenzándolas como su cabello, tal como había visto en su sueño, dándoles la forma de un nido. Cayó en la cuenta de que debía agradecer aquella idea tan buena, de modo que tomó maíz y un mechón de su cabello y los enterró, cubriendo el hoyo y bendiciendo al cedro por haberle dado en sueños la idea del cesto. Y era un cesto perfecto, ligero y fuerte. Cargaría con muchos frutos secos, semillas, raíces y plantas. Así pues, se puso a recolectar raíces, hierbas, bellotas y semillas, de modo que el cesto enseguida estuvo repleto. Se inclinó para levantarlo y vio que pesaba mucho. Gimió bajo su peso y pronto lloró de frustración y agotamiento. Esta vez fue el cesto de cedro el que le habló: no llores mujer, ¿no te dijo mi madre que te facilitaría el trabajo y que sería de gran ayuda? Recoge el cesto y apóyalo en el hombro. Si cantas mientras cargas con él, yo, el cesto, llevaré la carga por ti. El sonido de tu canto me recordará la felicidad de los pájaros y soportaré la carga por ti. La mujer obedeció, alzó el cesto y comenzó a cantar. ¡Y el cesto era más ligero! Se puso, pues, bien derecha y volvió a la aldea cantando. Las otras mujeres oyeron su canto desde bastante lejos y acudieron a ver quién cantaba y qué significaba aquella nueva canción. Porque, la verdad sea dicha, no recordaban a ninguna mujer que hubiera vuelto cantando después de trabajar todo el día en la pradera. Vieron a la mujer y aquella nueva cosa extraña: el cesto. En respuesta a sus preguntas, la mujer les contó el sueño del cedro y cómo había estado observando a las aves; también les contó que el árbol le había enseñado a hacer el cesto con sus raíces y cómo el propio cesto le había dicho que, si cantaba, él recordaría su antiguo hogar y llevaría la carga mientras ella caminaba. Todas las mujeres le pidieron que les enseñara a hacer

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aquel artilugio, y pronto todas tenían sus propios cestos, de diferente tamaño, forma y profundidad, cada uno de ellos con su propio sello y estilo, aunque todos con forma de nidos de aves, tejidos de raíces y ahora también de cañas y fuertes tallos. Así que, cuando volvían de trabajar durante todo el día, parecía que recorrían la pradera a grandes y poderosas zancadas. Todas cantaban al volver a casa con su carga, que ya era ligera: alimento para sus familias y sus vecinos. Y todas dieron las gracias en sus tiendas por el maravilloso don del cedro. Pero cierto día, una mujer que estaba en busca de comida, dio con un escondite donde el pueblo Mouse almacenaba alimentos para los duros meses venideros. La suerte que había tenido le parecía increíble, aunque de hecho su reacción fue un acto de codicia, porque robó a los Mouse todo lo que habían recolectado para sus familias, todas sus semillas, habas, frutos secos y plantas. No les dejó nada, y se volvió muy alegre con su carga de comida. Pero había roto la alianza tácita entre el pueblo Mandan y el pueblo Mouse: estaba permitido tomar parte del alimento del pueblo Mouse, pero no todo, porque se morirían de hambre, y no es justo que otras personas, que además están emparentadas contigo, sufran por tu codicia y vagancia. Pero aquella mujer no había dejado nada. Entre los altos y florecientes pastos del otoño, el pueblo Mouse lloraba. Su granero había sido descubierto, invadido y saqueado. Iban a morir de hambre. Todo su duro trabajo había sido destruido por una mujer codiciosa. Pero la mujer ni siquiera reparó en ellos. Partió alegremente pensando en lo que haría con todo aquel almacén de comida. La mujer había ido pensando en qué hacer con su cesto lleno, y se olvidó de cantar mientras llevaba el cesto sobre sus hombros. Cuando el cesto se volvió muy pesado, trató de cantar, pero vio que no podía recordar la canción que le ayudaría a llevar la carga y haría que el cesto fuera el que cargase con el peso. Agotada, bajó el cesto, y entonces se dio cuenta de que ya no podía volver a alzarlo, porque pesaba demasiado. Intentó recordar el canto, se sentó para pensar, pero no le venía a la memoria. Entonces se impacientó y, enfadada, dio una patada al cesto, pero éste no se movió ni la ayudó a levantarlo y a lie-

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var la carga. La mujer maldijo al cesto, pero éste continuó sin moverse y sin hablar. Había olvidado la canción. Aquella mujer había olvidado el don del cedro y cómo había cedido parte de sí mismo para ayudar a las mujeres a llevar su carga. La mujer había robado y añadido la carga de otras personas que habían trabajado muy duramente. El cesto no estaba dispuesto a tomar parte en el robo a personas más débiles que ella. Finalmente, la mujer tuvo que ir vaciando el cesto, hasta que quedó menos de la mitad de su contenido. Entonces ya pudo levantarlo. Todavía estaba indignada por haber tenido que dejar atrás las semillas y los frutos secos, toda aquella magnífica comida. Y pensaba: quizá pueda marcar el sitio y volver mañana con el cesto. Pero el pueblo Mouse descubrió enseguida sus alimentos y los escondieron bien, para que no fuera posible robarlos de nuevo. Cuando la mujer volvió, no había ni rastro de la comida. Y desde aquel momento todos los cestos se han negado a ayudar a las personas. La canción ha sido olvidada, y, desgraciadamente, ahora la gente tiene que llevar su carga sin ayuda de los cestos. ¡Qué gran pérdida por la codicia de una sola persona!». Jesús es muy similar al cedro, ofrece a la mujer encorvada por su muchos trabajos y sufrimientos una visión, una esperanza. Jesús decide inclinarse ante ella, ante una mujer, y esto era un acto radical en aquel tiempo, un acto que rompía con los hábitos y las normas de comportamiento aceptadas en la sinagoga y en la sociedad. Como las ramas de un árbol que nos abriga, se inclina hacia quien necesita de descanso, de sábado, de refrigerio. Se inclina hacia quien ha llevado la carga de la injusticia de la sociedad, hacia quien es prescindible, anónimo, hacia quien no cuenta para nada. La mujer encorvada había llevado su cruz durante dieciocho años; años de fidelidad y escucha atenta de la palabra de Dios que le había sido dada al pueblo; escucha atenta de la tradición, aunque estaba hecha añicos y no era ni la sombra de lo que en otro tiempo había sido; escucha atenta para creer en un Dios que escucha, que oye los gritos de los afligidos y que envió a Jesús para enderezarla y darle un motivo para cantar. Como a aquella mujer, a nosotros se nos ha transmitido la buena nueva de la liberación: «Mujer [y hombre], has sido libera-

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da de tu enfermedad». Es el madero de la cruz, el acto de inclinarse Dios ante nosotros, lo que nos ha liberado. Nos preguntamos qué hizo aquella mujer, una vez liberada, con los siguientes dieciocho años de su vida. Y nos preguntamos acerca de nosotros mismos: ¿qué vamos a hacer con los próximos dieciocho años de nuestra vida? ¿Qué ocurre con los hombres, mujeres y niños encorvados de nuestro mundo, que siguen esperando que nuestras palabras y nuestra presencia en su vida anuncien la realidad de su liberación? ¿Estamos preparados para interferir en la vida de una sociedad que se niega a reconocer que muchos de nosotros no somos libres, no nos erguimos ni cantamos nuestra alegría porque la gloria de Dios nos haya visitado? Dado que hemos estado hablando de plantas y malas hierbas, de semillas de mostaza y de aquellos que trabajan en los campos, puede que venga muy a propósito que finalicemos con otra imagen de la naturaleza, la de la flor llamada «anémona». Con el principio de la primavera en la costa oeste del norte de California llega un viento feroz que aulla y acaba con cuanto encuentra a su paso. Resulta estimulante, pero después de un tiempo es agotador. La costa del Pacífico desmiente su nombre por su causa. Wendy Johnson, que se ocupa de los jardines de la Green Gulch Farm de California -montaña para retiros, centro de meditación y monasterio zen-, ha escrito acerca de las anémonas: «"Sólo los vientos primaverales -decía Plinio el Viejo en el siglo i- pueden abrir la anémona". En la simplicidad de sus pétalos duerme un antiguo misterio. Las flores de la anémona son llamadas "hijas del viento". Como crecen en la fría sombra de los bosques azotados por el viento, desde tiempo inmemorial han sido asociadas al duelo y la muerte. Una leyenda griega describe al dios Adonis agonizante en un lecho de anémonas, tornando el pálido blanco de las flores en un rojo sangriento. En el simbolismo cristiano primitivo, la anémona está unida a la crucifixión de Cristo, y en los mosaicos bizantinos Jesús aparece en pie en un campo barrido por el viento rodeado por macizos de anémonas. Las anémonas se han cultivado desde la antigüedad, pero son unas flores efímeras. Desarrolladas a partir de una masa de raíces negruzca y con forma de garra plantada a finales del

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otoño, las raíces de la anémona penetran en el fondo del jardín, en lo profundo, donde la muerte gime bajo las raíces cultivadas. Invictas, las anémonas absorben muerte y se alzan de entre el detritus de sus propios tallos. Los engalanados pétalos de la flor rodean una corona interior de estambres oscuros. Única entre las plantas, la anémona florece con sorprendentes nubes de polen azul»3. La Biblia se refiere en ocasiones a las anémonas como «lirios del campo». Jesús nos dice que, como las aves del cielo, las flores silvestres nos sirven de recordatorios de que Dios cuida de todas sus criaturas y que «si... así las viste, ¡cuanto más a vosotros, hombres de poca fe!» (Le 12,27ss). No debemos preocuparnos, debemos buscar prioritariamente el reino de Dios, y todo lo demás se nos dará por añadidura. Dice Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Le 12,32-34). ¿Están nuestros corazones arraigados en el reino de la libertad para todos?; ¿están nuestros corazones, como las raíces de la anémona, enraizados «en lo profundo, donde la muerte gime»?; ¿estamos comprometidos, como Jesús, con el resto de los habitantes de la tierra? En su predicación, Jesús solía citar o aludir a un texto de Isaías; texto que expone con claridad nuestra opción: «Si apartas de ti todo yugo, no apuntas con el dedo y no hablas maldad, repartes al hambriento tu pan, y al alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como mediodía. 3.

Véase la columna de Wendy (spring 1997) 90-91.

JOHNSON

en Tricycle, A Buddhist Review

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Te guiará Yahvé de continuo, hartará en los sequedales tu alma, dará vigor a tus huesos, y serás como huerto regado, o como manantial cuyas aguas nunca faltan. Reedificarán, de ti, tus ruinas antiguas, levantarás los cimientos de pasadas generaciones, se te llamará Reparador de brechas, y Restaurador de senderos frecuentados. Si apartas del sábado tu pie, de hacer tu negocio en el día santo, y llamas al sábado "Delicia", al día santo de Yahvé "Honorable", y lo honras evitando tus viajes, no buscando tu interés ni tratando asuntos, entonces te deleitarás en Yahvé, y yo te haré cabalgar sobre los altozanos de la tierra» (Is 58,9b-14). Este pasaje es fundamental. El sábado fue hecho para los seres humanos. Ninguna ley -por santa que se considere y por tradicional que sea su práctica- puede ser aplicada de forma opresiva para un ser humano. Este es el pilar de la ley de Dios y el pilar del reino de compasión y verdad de Jesús. Toda ley ha de ser quebrantada, invertida y moldeada para que sirva a los más necesitados del bien común y de la justicia legal. En este caso, la hija fiel de la alianza debe ser liberada de la esclavitud en sábado, para que pueda alabar verdaderamente a Dios y observar el mandamiento de descansar, de no trabajar, y bendecir a Dios por su liberación y por la oportunidad de vivir sin opresión ni vergüenza, sin exclusión ni sufrimiento, si ello se encuentra dentro del ámbito de lo posible y de la gracia. Esto es fundamental para cualquier rito o tradición cultual. Éste es, de hecho, el culto que Dios encuentra más santo y aceptable: enderezar a los encorvados y poner derechas las espaldas dobladas y, si no podemos, inclinarnos con ellos, compartir su carga, tomar su cruz y llevarla un rato, para que pueden caminar con mayor facilidad y dignidad. En el evangelio de Lucas, cuando

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Jesús sale cargando con la cruz, hay otra persona que levanta la carga por él: «Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús» (Le 23,26). Tenemos que llevar las cargas ajenas, reaprender los cantos que aligeran el peso y ayudan a los demás a soportar su aflicción y su dolor. Y debemos hacerlo con gracia duradera, durante dieciocho años o más, y además ¡tenemos que hacerlo cantando! Finalicemos con una oración «Profecía de una mujer asiática», basada en el canto de liberación de otra mujer, el Magníficat. Fue un regalo que me hizo una religiosa japonesa: «Todos los corazones rotos se regocijarán: cuantos están sobrecargados, cuyos ojos están cansados y no ven, serán elevados para encontrarse con el Sanador Maternal. Las almas y los cuerpos maltratados serán sanados; los hambrientos serán saciados; los presos serán liberados; todos los hijos de la tierra recobrarán la alegría en el reino del justo y amante que viene para ti y para mí, en este tiempo, en este mundo. Amén». Ojalá que en nuestra presencia sobre la tierra reconozcan lo que acabamos de decir cuantos habitan en ella, porque hemos sido liberados y ahora vivimos en la libertad de los hijos de Dios. Somos los marcados por el signo de la cruz, marcados por el viento del Espíritu y marcados porque nos inclinamos los unos ante los otros con devoción y reverencia, para que todos puedan alzarse, estar en presencia de Dios y cantar.

4 Hijas de la sabiduría Una mujer temerosa de Dios y una mujer que mostró mucho amor

Puede que resulte extraño que exponga juntos estos dos pasajes, el de Susana, una mujer temerosa de Dios cuya historia aparece en el libro de Daniel, y el de una mujer originalmente anónima en casa de Simón, a la que Jesús describe como una mujer que mostró mucho amor. Pero ambos casos y ambas mujeres presentan muchas similitudes. El trasfondo de ambos episodios tiene que ver con la presencia y el poder de un profeta en medio del pueblo. Susana es acusada injustamente por los ancianos de su comunidad y es condenada a muerte. Apela a Dios, su último recurso, y es respondida cuando el joven profeta Daniel se niega a tomar parte en su muerte y utiliza un sencillo interrogatorio para exponer las mentiras y la maldad de los ancianos y reivindicar la veracidad y temor de Dios de Susana. Y en el relato de Lucas, todo el capítulo se centra en Jesús como profeta que ve verdaderamente como ve Dios. En este pasaje situado en casa de Simón, Jesús empleará una parábola -sencilla y directa en su estructura y sus preguntas- para exponer lo que son la hospitalidad, el pecado, el perdón y el amor, defendiendo a la mujer a la que los demás miraban con desdén. Ambas historias conllevan la inversión de una situación, llevada a cabo por intervención de Dios y por la revelación del poder de la verdad y la justicia inherentes ya al pueblo; la exposición de la maldad y la manifestación de lo que está profundamente oculto pero es, no obstante, la verdad; y una división, una separación, con Dios tomando partido inequívoco. En ambos casos se hace justicia, se expone la verdad, hay esperanza de futuro y hay conciencia de que Dios está presente en la situación. En ambos, la presencia

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del profeta de Dios altera el resultado y es una fuerza con la que hay que contar, porque revela un ámbito del universo en el que la gracia, la misericordia y el perdón se hacen presentes y transforman la realidad. Una de las diferencias es que, mientras Daniel es un joven profeta y ésa es una de sus primeras apariciones en Israel, Jesús es el profeta de Dios, la plenitud de la verdad que ve con los ojos de Dios y cuya mera presencia anuncia la buena nueva del perdón y la misericordia como norma en la sociedad.

Susana La historia de Susana comienza con una descripción de su persona. La Biblia nos dice que «vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín. Se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jilquías, que era muy bella y temerosa de Dios; sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés» (Dn 13,1-3). Se trata, pues, de la historia de unos exiliados en Babilonia que, en espera de volver a Israel, se esfuerzan por vivir fielmente la alianza en un entorno hostil a su fe, su cultura, sus tradiciones e incluso a su supervivencia. Pero la línea siguiente nos dice que Joaquín, el marido de Susana, es muy rico y sumamente respetado, y que su casa y su jardín son lugares en los que los ancianos se reúnen a debatir puntos de la ley. El exilio en Babilonia fue largo, y algunos israelitas alcanzaron puestos de poder e influencia, viviendo bien y adaptándose al modo de vida babilónico y a su cultura, aunque sin perder la esperanza de volver a su tierra natal y sin desobedecer sus costumbres religiosas. La historia se envilece enseguida, con la descripción de los dos jueces: «Aquel año habían sido nombrados jueces dos ancianos, escogidos entre el pueblo, de aquellos de quienes dijo el Señor: "La iniquidad salió en Babilonia de los ancianos y jueces que se hacían guías del pueblo"» (v. 5). Son conocidos de Susana, por sus visitas al jardín de su marido. Y ya habían caído muy bajo: «Los dos ancianos, que la veían [a Susana] entrar a pasear todos los días [por el jardín] empezaron a desearla. Perdieron la cabeza dejando de mirar hacia el cielo y olvidando sus justos juicios. Estaban, pues, los dos apasionados por ella» (vv. 8-10a). Ambos se regode-

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aban en su lujuria, poseídos los dos por la misma pasión. Les avergonzaba su deseo, pero seguían espiándola. Ambos tramaron, cada uno por su lado, un plan para estar a solas con ella, pero coincidieron en el mismo sitio y se confesaron mutuamente su lujurioso deseo. Se les describe como tan degenerados que deciden abordarla juntos y tratar de poseerla. Aguardan el momento y saben exactamente lo que van a decir. Empiezan con una amenaza: «Nosotros te deseamos; consiente, pues, y entrégate a nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que estaba contigo un joven y que por eso habías despachado a tus doncellas» (vv. 20b-21). El montaje está bien calculado. Susana está atrapada. Susana sabe que se encuentra en un callejón sin salida y sabe también que el rechazo de aquellos hombres significa su muerte. Ve claramente lo que está en juego, pero replica: «Es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (v. 23). A continuación hay gritos, personas que llegan, acusaciones y consternación. La Biblia nos dice que los criados se sintieron «muy confundidos» por las acusaciones de los ancianos, porque jamás se había dicho cosa semejante sobre Susana. Los acontecimientos se precipitan. Al día siguiente hay una reunión en la casa, y los dos ancianos están «llenos de pensamientos inicuos contra Susana para hacerla morir». La mandan a buscar, y llega con su marido, sus padres, sus hijos, sus familiares y sus vecinos. Va cubierta por el velo, pero los ancianos ordenan que se lo quite y después tienen el cinismo de poner las manos sobre la cabeza de Susana. Pero el pasaje nos dice que ella, «llorando, levantó los ojos al cielo, porque su corazón tenía puesta su confianza en Dios». Los dos hombres cuentan la falsedad de que la han visto con un joven y entonces dieron la alarma y trataron de apresarlo, pero se les escapó, de modo que atraparon a Susana y le preguntaron quién era, pero se negó a responder. Y finalizan diciendo: «De todo esto somos testigos» (v. 41). La asamblea cree en su palabra, y Susana es condenada a muerte. Ésta es la ley, una prolongación de una sociedad en la que la palabra de un hombre, especialmente de un anciano, tiene preferencia sobre la de una mujer. Susana no tiene recurso posible según la ley, de modo que se vuelve hacia Dios, su último y único recurso, y ora en voz alta: «Susana gritó fuertemente: "Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que

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suceda, tú sabes que éstos han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí"» (vv. 42-43). Ésta es su oración, en la que Susana recuerda a Abraham cuando trata de interceder por los habitantes de Sodoma y Gomorra. Abraham ora: «¿Así que vas a borrar al justo con el malvado?... Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia?» (Gn 18,23.25). Ésta es la tradición: Dios no permite que los habitantes de la tierra practiquen la injusticia con impunidad. Este Dios justo, nos dice el pasaje, oye la oración de Susana: el grito del pobre, del inocente injustamente acusado, del perseguido por su honestidad. Y en el camino hacia el lugar de la ejecución, aparece Daniel, que se niega en voz bien alta a participar en su muerte. Daniel es una cuña introducida en el proceso de la muerte, y habla audazmente al pueblo: «De pie en medio de ellos, dijo: "¿Tan necios sois, hijos de Israel, para condenar sin investigación y sin evidencia a una hija de Israel? ¡Volved al tribunal, porque es falso el testimonio que éstos han levantado contra ella!"» (vv. 48-49). En respuesta, el pueblo volvió con Daniel al tribunal. Separaron a los ancianos, para que Daniel pudiera interrogarlos y descubrir sus mentiras. La estratagema de Daniel es absolutamente simple: «Si la viste, dinos bajo qué árbol los viste juntos». El primero responde: «Bajo una acacia», y el segundo: «Bajo una encina». Sus propias palabras los han traicionado y han revelado una discrepancia en sus testimonios. Daniel ha prologado cada interrogatorio con una condena de su comportamiento, de sus mentiras y de aquello en lo que se habían convertido ya antes de abordar a Susana. En ambos casos, Daniel habla en nombre de Susana, describiéndola como una mujer inocente y justa que no debe ser ejecutada y como una hija de Judá que no estaba dispuesta a tolerar la maldad de los ancianos. La comunidad se vuelve entonces contra los ancianos, y son condenados a muerte, convictos por las palabras de su propia boca (v. 61). «Para cumplir la ley de Moisés, les aplicaron la misma pena que ellos habían querido infligir a su prójimo: les dieron muerte» (v. 62). En cierto sentido, esto es el epítome de la justicia judía, tal como se recoge en la Tora: «ojo por ojo». Defiende al justo, pero no es vengativa. Y el relato parece finalizar felizmente:

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«Aquel día se salvó una sangre inocente. Jilquías y su mujer dieron gracias a Dios por su hija Susana, así como Joaquín su marido y todos sus parientes, por el hecho de que nada indigno se había encontrado en ella. Y desde aquel día en adelante Daniel fue grande a los ojos del pueblo» (vv. 62b-64). Tanto Susana como Daniel son, pues, modelos de vida para el pueblo en el exilio. Son maestros: una mujer y un hombre que exhiben las características y virtudes necesarias para la supervivencia en un medio extraño y que transmiten su fe a sus hijos y a las generaciones posteriores. A Susana se la conoce y recuerda por su resistencia al mal, por su inconmovible confianza en Dios frente a la persecución y por su oración al Dios de la justicia, que oye el grito del inocente y del pobre. Es santa según la alianza y su comunidad; es la Tora viva en la comunidad y porta en su persona la tradición oral y escrita. Su presencia recuerda al pueblo la fidelidad de Dios y su promesa de futuro. Susana refrenda la fe del pueblo. Daniel es su respaldo, el testimonio de Dios a su testimonio de vida. Es Susana quien ha juzgado correctamente, ella, que es la anciana en la fe, debe ser vista, honrada y respetada como una verdadera creyente. Es una hija de Israel fiel al Dios de la alianza. Y Daniel es el profeta de Dios que la defiende y enseña al pueblo cómo resistir al mal imitando a Susana en su comportamiento, su oración y su temor de Dios. El profeta se preocupa por tres cosas: el honor de Dios, el advenimiento de la justicia y la atención a los pobres. En realidad los tres problemas son uno: el verdadero culto y la auténtica obediencia a Dios. Ello implica amar tan sólo al único y verdadero Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar a los demás de la misma manera. Esto es amar mucho. Y Susana, su familia, sus parientes y sus amigos están agradecidos a Dios por acordarse de ellos y mantenerlos en su justicia. Susana y su relación con el Santo son el centro de la historia. Ella, que teme a Dios, ama mucho. Susana ha aprendido lo que Hildegarda de Bingen cantará muchos siglos más tarde al escribir a propósito de Dios: «Yo, Dios, estoy en medio de ti. Quien me conoce jamás podrá caer.

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Ni en lo alto, ni en lo profundo, ni en lo ancho. Porque yo soy amor, un amor que la larga mano del mal jamás podrá silenciar». Una mujer que mostró mucho amor Pasemos ahora al evangelio de Lucas y al caso de una mujer acusada de «pecadora» por un hombre con autoridad. Jesús defiende su honor y su comportamiento, de modo que, por su acto, resulta ser una persona a la que imitar y de la que aprender. Los pasajes anteriores del capítulo son cruciales, porque es el último de un grupo de episodios. El capítulo comienza con unos ancianos de la comunidad de Cafamaúm que acuden a interceder ante Jesús por un extranjero que ha sido bueno con ellos. El hombre en cuestión era un centurión romano que les había edificado una sinagoga y al que se describe como una persona que ama al pueblo (Le 7,5). Jesús responde al amor de aquel hombre por el pueblo sanando a su siervo a distancia y proclama públicamente su admiración por la profundidad de la fe y la obediencia del centurión: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande» (Le 7,9). Jesús prosigue su camino de Cafamaúm a Naím, y a las puertas de la ciudad siente una profunda compasión por una viuda cuyo único hijo llevan a enterrar. Resucita, pues, al muchacho y se lo entrega a su madre; episodio que tiene paralelismos con la resurrección que efectuó el profeta Elias del hijo de la mujer que le acogió y alimentó en su exilio. En 1 Reyes 17 se cuenta la historia de cómo Dios escucha las súplicas de Elias y devuelve el aliento al niño: «Tomó Elias al niño, lo bajó de la habitación de arriba de la casa y se lo dio a su madre. Dijo Elias: "Mira, tu hijo vive"». La respuesta de la mujer confirma la identidad y la misión de Elias, puesto que replica: «Ahora sí que he conocido bien que eres un hombre de Dios y que es verdad en tu boca la palabra de Yahvé» (1 R 17,23-24). También este episodio tiene que ver con una extranjera cuya fe es mayor que la de los israelitas. Y la viuda de Naím, por su parte, es un cero a la izquierda, una viuda más de Israel a la que se concede una prolongación de su vida en la vida de su único hijo. Según la ley, a un hijo único se le exige hasta los treinta años cui-

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dar de su madre viuda. Sin él, la mujer se quedaría sin parientes próximos, sin un lugar seguro y sin respeto en la comunidad. Tendría que arreglárselas por sí sola, y lo más probable es que fuera vendida como esclava o que muriera mendigando entre las tumbas si nadie la acogía en su casa. Al resucitar a su hijo, Jesús da vida a ambos. Cuando la gente ve lo que Jesús ha hecho, reaccionan reconociendo la presencia de un profeta en Israel: «El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios diciendo: "Un gran profeta se ha levantado entre nosotros", y "Dios ha visitado a su pueblo"» (Le 7,16). No se describe al pueblo como temeroso de Dios por los hechos de Jesús. Susana, sin embargo, sí es descrita como temerosa de Dios, y esta característica es central en ella, no una circunstancia momentánea por un hecho específico. El pueblo de Israel experimenta ese temor de Dios cuando la estratagema de Daniel evita la ejecución y se vuelven las tornas para los malvados ancianos. Tal temor es una mezcla de reverencia, asombro e incertidumbre, y hace que se suscite la cuestión de quién es aquel hombre. Los seguidores de Juan el Bautista, que está en la cárcel, acuden a Jesús con la siguiente pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Le 9,19). Juan es el heraldo de la llegada del profeta, el Mesías, pero Jesús no se comporta en muchos aspectos según la tradición de los profetas anteriores. Y, sin embargo, la respuesta de Jesús a Juan reproduce las palabras del profeta Isaías: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!» (Le 9,22-23). Palabras que traen a la memoria las que Simeón el profeta dijo a María acerca de su hijo Jesús cuando llevaron al niño al templo de Jerusalén para cumplir la ley. La profecía decía: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Le 2,34-35). Jesús es ese signo de contradicción, de cuestionamiento y de desorientación en la nación; es una interferencia, una visita de Dios. Es un profeta.

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Este tema de los profetas y de su relación con la sabiduría surge en la frase anterior a nuestro episodio. Dice Jesús: «Pero los hijos de la Sabiduría siempre reconocen su obra» (Le 7,35). Jesús alaba a los que se arrepienten y acuden a escuchar sus palabras -las palabras de un profeta- como hijos de la Sabiduría. El libro de la Sabiduría tiene todo él como tema a los justos y la manera adecuada de ver la realidad y vivir en la justicia de Dios a la hora de afrontar la persecución. El libro comienza con estas palabras: «Amad la justicia, los que juzgáis la tierra, pensad rectamente del Señor y con sencillez de corazón buscadle. Porque se deja hallar de los que no le tientan, se manifiesta a los que no desconfían de él» (Sb 1,1-2). Los sabios y los hijos de la Sabiduría se ponen en contraste con los malvados e impíos, cuyo pensamiento es desalmadamente perverso y ruin. Se les describe con horror: «Que todo el mundo tome parte en nuestra orgía, dejemos por doquier constancia de nuestro regocijo; que nuestra parte es ésta, ésta es nuestra herencia. Oprimamos al justo pobre, no perdonemos a la viuda, no respetemos las canas llenas de años del anciano. Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de nada sirve. Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un reproche a nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene por bastardos, se aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama dichosa la suerte final de los justos y se ufana de tener a Dios por padre» (Sb 2,9-16).

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El texto prosigue describiendo la pretensión de los malvados de torturar, humillar e infligir dolor en quien cree y permanece firme, para cerciorarse de si Dios está con él. Podría perfectamente ser una descripción de Susana y sus perseguidores, los dos ancianos impíos en sus designios y sus actos. Y, por supuesto, es una descripción de lo que los dirigentes de su nación harán a Jesús cuando busquen falsos testigos contra él y le condenen a muerte en connivencia con Roma. El capítulo siguiente continúa alentando a los justos que mueren: «Los que en él confían entenderán la verdad, y los que son fieles permanecerán junto a él en el amor, porque la gracia y la misericordia son para sus santos, y su visita para sus elegidos» (Sb 3,9). Este texto describe también a Susana y a cuantos imitan su vida y, como veremos, es una maravillosa descripción de la mujer que acude al banquete de la casa de Simón sin haber sido invitada, con intención de expresar su gratitud a Jesús, el profeta. Los profetas representan el cambio; cambio que no es opcional, sino absolutamente esencial y necesario. Su aparición misma anuncia que las cosas deben cambiar, que a Dios le resultan intolerables y que la vida del pueblo de Dios ha alcanzado un nivel en que la falta de integridad constituye un insulto al Dios de la justicia y la verdad. Los profetas son, por regla general, tenaces y categóricos, están seguros de sí mismos y son claros y directos con sus palabras y en sus intentos de hacer que los ciegos al pecado lo vean y adviertan también sus efectos en los demás. Los profetas no perciben la realidad como el resto, y ciertamente no la perciben como los investidos de autoridad o poder, sino desde el punto de vista y desde el corazón de Dios, que es la sabiduría. Su preocupación primaria es la voluntad de Dios y que ésta sea obedecida, y la voluntad de Dios es muy concreta: su gloria, la solicitud respecto de los pobres y que se implante la justicia. Un relato judío, un cuento hasídico titulado «El juicio del Mesías», reúne muchas de estas ideas y trata de hacernos ver de manera distinta de la habitual. Es un atisbo del modo de ver de Daniel y una profunda mirada al modo de ver de Jesús: «Érase una vez un joven en edad casadera al que le encantaba estudiar la Tora. Había dejado su casa a temprana edad y había

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estudiado con el Gran Maggid, volcándose en la palabra, los comentarios, el Midrash, y sumiéndose en la conversación y la compañía de aquellos cuya vida era la asimilación de la palabra de Dios. Ésa era su vida, y no tenía demasiado interés en casarse, pero era lo habitual, e incluso lo exigido, de modo que comenzó el proceso para concertar el matrimonio y se prometió con una mujer de su ciudad. Se hizo ante testigos, y hubo gran regocijo en ambas familias. El joven dio su palabra de que la honraría, permanecería en su hogar y sería un buen marido. Fue pasando el tiempo, y el amor por la Tora triunfó de nuevo. Pasaba cada vez más tiempo estudiando, buscando libros y acorralando a la gente para hablar de la Escritura. Finalmente, abandonó su hogar, dejando sola a su mujer, pero fue encontrado en el centro de estudios y devuelto a su esposa. En esta ocasión fue su suegro, no su padre, quien le aleccionó acerca de la ley y de sus responsabilidades con respecto a su mujer y a su futura familia. Él prometió de nuevo que permanecería en su casa. Y así lo hizo, durante un tiempo, y fue teniendo hijos. Trabajaba mucho, pero pasaba las noches orando y estudiando, de modo que se quedaba dormido de agotamiento durante el día. Su auténtica vida era su amor por la Tora. Finalmente, su mujer, desesperada, acudió al juez y pidió el divorcio. No tenía cubiertas las necesidades básicas de la vida. Su marido pasaba demasiado tiempo estudiando, en lugar de trabajar en aquellos duros tiempos. Su primer deber era para con su familia, y no se podía confiar en sus promesas. De modo que se concedió el divorcio de acuerdo a la ley. Esto dejó al pobre hombre sin nada: ni familia, ni casa, ni tierras, ni cosechas, ni ahorros, ni nada de nada. Y la mujer se casó de nuevo, prosiguiendo su propia vida. Pero el hombre no tenía medio de vivir: carecía de alimentos y de alojamiento. Era invierno, y pronto murió de hambre y frío. Ahora la historia dice que, cuando venga el Mesías, ¡se hará justicia! Y este hombre que amaba la palabra y la sabiduría del Señor pedirá que esa justicia se haga con su padre, su suegro, su mujer, el juez y los habitantes de la ciudad, que le dejaron morir. Y el Mesías los reunirá a todos y les dirá que

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defiendan un comportamiento que llevó a aquel hombre al sufrimiento y la muerte. El padre utilizará la Escritura para defenderse: un hombre debe dejar a su familia, unirse a su mujer, y deberán ser fecundos y multiplicarse en obediencia a la voluntad de Dios. Y será absuelto. Entonces se defenderá el suegro con la tradición de la comunidad, que exhorta a la familia política a intervenir y hacer todo lo posible para que una familia permanezca unida, incluso amenazando o sobornando al negligente respecto de sus deberes. Y será absuelto. Entonces la mujer llegará ante el Señor y se defenderá poniendo a Dios por testigo de que ella era responsable del bienestar de sus hijos y diciendo que la necesidad de proveer a las necesidades de los niños exigía que se divorciara. Y será absuelta. Entonces será llamado el juez a exponer sus razones, y apelará a las palabras de un rabino, que citará las palabras de la ley y los comentarios a la misma. Y será absuelto. Entonces los habitantes de la ciudad llegarán ante el Juez de toda la Tierra y se les preguntará por qué no fueron generosos y compartieron sus recursos para mantener vivo a aquel hombre, y ellos apelarán a las necesidades de sus familias en unos tiempos muy duros y al hecho de haber sido generosos con otras personas en situaciones desesperadas. Y serán absueltos. Y, finalmente, el hombre mismo será llevado a defenderse ante el Señor y ante el pueblo entero, y se le preguntará por qué dio repetidamente su palabra y no la cumplió, marchándose una y otra vez para volver a estudiar la Tora. Y no tendrá defensa, ni a quien apelar, ni nadie que respalde las razones de su comportamiento. Al principio repetirá sin descanso: "No lo comprendéis. Tenía que hacerlo. No tenía otra opción. Tenía que estudiar la Tora. Sencillamente, debía estudiarla". Y después se callará y se echará a llorar. Entonces el Señor del Universo emitirá su juicio sobre ese comportamiento. Todos quedarán justificados por sus palabras, su defensa, la ley, la palabra de otros con mayor autoridad, las necesidades de la comunidad e incluso por lo cabía esperar y era un bien común. Pero el hombre que rompió su promesa no tendrá justificación. Pero el Señor del Universo verá como el Mesías irá hacia el hombre, le abrazará cálidamente y abogará por él diciendo para que todos lo oigan: "¡Para esto he venido yo! He venido

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para los que no tienen defensa ni nadie a quien apelar ni justificación. ¡Yo soy su esperanza, su salvador y su defensor!" Y verdaderamente habrá venido el Mesías». Ésta es la imagen de Jesús que se pone de manifiesto antes del episodio que tiene lugar en casa de Simón. Y la parábola anterior, que nos pilla desprevenidos, no es nada comparada con las palabras, los actos y la misma presencia de Jesús, que constituyen la parábola del perdón, la liberación y la misericordia de Dios. Jesús ha hecho realidad sus afirmaciones: ha sanado, ha resucitado muertos, ha predicado la buena nueva, ha dado vista a los ciegos a la presencia de Dios en medio de ellos y ha devuelto al abrazo de la comunidad a los que habían sido exiliados por el pecado y por su modo de vida. Ahora Jesús, la parábola de Dios, utilizará una parábola para tratar de abrir los ojos de Simón el fariseo. El escenario es un banquete. Jesús ha sido invitado a casa de Simón para participar en una comida y está reclinado en un diván mientras come. Muchos de los pasajes de Lucas acerca del perdón, la curación y la esperanza están situados en banquetes, y todos están vinculados íntimamente a la celebración del perdón, la Eucaristía, el banquete de la misericordia. Se trata de una comida pública, lo que no es inusual. Los ricos solían invitar a comer a los predicadores o a las personas relevantes para tener la oportunidad de conversar, hacer preguntas y ser vistos en su compañía. Podría tratarse de un encuentro cortés, de una comprometedora justa o de una trampa. Por la discusión subsiguiente entre Jesús y Simón, parece que el encuentro es un intento por parte de Simón de observar a Jesús más de cerca para poder decidir por sí mismo quién es y si merece la pena escucharle. Como Barbara Reid comenta acerca de la escena: «El problema es cómo evaluar lo que se ve y se oye respecto de Jesús: ¿suscita la fe en él o resulta ofensivo?»1. La historia se desarrolla con rapidez: «Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y ponién1.

Barbara E. REÍD, Choosing the Better Part: Women in the Gospel ofLuke, Liturgical Press, Collegeville (Minn.) 1996, p. 109.

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dose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume» (Le 7,36-38). Una persona no invitada interrumpe la comida. Pero, de nuevo, esto tampoco es inusual. Los ricos solían hacer un hueco a los no invitados a sus banquetes públicos. Los alimentos y la zona de la comida formal seguramente se encontraban en el patio interior de una casa grande, y alrededor de la mesa habría espacio para que mirones y curiosos, discípulos y oponentes, escucharan y después dieran buena cuenta de los restos de la comida. Posiblemente sería de público conocimiento que Jesús había sido invitado, y muchas personas querrían ver a aquel maestro-profeta, para observar lo que hacía y también qué hacía, a su vez, Simón. La mujer entra y va directamente donde encuentra Jesús, tiene un único propósito y está totalmente resuelta a hacerlo realidad. Ha oído que Jesús está allí y sabe de él. De hecho, da la sensación de haberse encontrado con él anteriormente. No se preocupa de lo que la gente pueda pensar de ella ni de su acto. Simplemente ve a Jesús y va directa hacia él. Es rica y ha comprado un frasco de perfume para utilizarlo en los pies de Jesús. Pero cuando se encuentra junto a él, a sus pies, se echa a llorar. A continuación inclina la cabeza sobre los pies de Jesús y seca las lágrimas con sus largos cabellos. Besa sus pies, mojándolos de nuevo, y vierte el ungüento sobre ellos, dejando que se seque sobre la piel y perfume el patio entero y las habitaciones de la casa que dan a él. Debieron de ser un par de minutos incómodos, con la gente mirándola sin dar crédito a sus ojos, horrorizados, dispuestos a criticarla de inmediato, murmurando y haciendo gestos de rechazo, pero sorprendidos e incluso quizá admirados de su audacia. El evangelio no nos dice la reacción de Jesús. Continúa reclinado en el diván y deja a la mujer llorar, secarle los pies con el cabello y ungírselos con el perfume. No hace el más mínimo gesto que indique que se siente ofendido, así como tampoco de rechazo o desagrado. Pero una cosa sabemos con certeza: que posó la vista en ella, que la miró con intensidad y aceptación. Lo sabemos por lo que sigue y por las palabras que emplea para hablar de ella a Simón.

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Y la reacción es inmediata. Al comienzo mismo, el evangelio nos dice que la mujer era una «pecadora pública». En otras traducciones se dice de ella que era una mujer pecadora de la ciudad, o que era conocida como pecadora; pero todas las expresiones están cargadas de insinuaciones. Mas adelante Jesús dice de ella que tenía muchos pecados, y por tal motivo era conocida en la ciudad. Es preciso recordar que Jesús había sido acusado de confraternizar con pecadores públicos y su comportamiento había sido considerado licencioso y excesivo, como las acciones de la mujer en aquel momento. El centro del problema se encuentra en la mente y el corazón de Simón. Sus pensamientos, que se guarda para sí mismo, debieron de reflejársele en el rostro: «Al verlo, el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora"». El juicio de Simón es sumarísimo: utiliza la presencia y el comportamiento de la mujer y la aparente aceptación por parte de Jesús de su contacto y su expresión de reverencia para negarse a reconocer el más mínimo valor en ninguno de los dos. Está siendo testigo del encuentro entre una pecadora y un falso profeta o maestro. Lo que dicen los rumores es verdad: Jesús confraterniza con los pecadores públicos y es amigo suyo, come y bebe en su compañía desdeñando la ley. El razonamiento de Simón sigue este esquema: ve a la pecadora, da por sentado el pecado, juzga a la pecadora, la proscribe, así como a cualquiera que se asocie con ella, los condena y se distancia con repugnancia, y trata de mantenerse puro evitando el contacto con ellos. Hace bien en ser cauteloso, en cumplir únicamente con las mínimas normas de cortesía. Se aparta, pues, de ambos y tiene buenas razones para denigrar a Jesús. La mujer ha resultado sumamente útil, porque ha mostrado lo que Jesús realmente es. Pero hay dos cosas que merece la pena mencionar acerca de la mujer, porque pueden hacernos repensar lo que podría ser. Barbara Reíd dice algo verdaderamente crucial acerca de la condición pecadora de la mujer: «El versículo 37 deja claro que la mujer era pecadora, pero el verbo imperfecto en tiene la connotación de «había sido»; ya no es lo que fue en el pasado. Que había sido perdonada antes

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del banquete es evidente por lo que dice el versículo 47. Lo que no se dice es cómo o cuándo fueron perdonados los pecados de la mujer. En el versículo 47, el tiempo perfecto del verbo apheontai, «te han sido perdonados», expresa una acción pasada cuyos efectos perduran en el presente»2. Los actos de la mujer siguen a su perdón; son una respuesta a lo que ya ha experimentado de Jesús. En suma, son una manifestación de agradecimiento, de abrumadora gratitud por lo que se le ha dado y lo que ya ha conocido de Jesús. Ha sido perdonada, ha sido cambiada radicalmente, y ya no es lo que fue, sino una persona completamente nueva. El modo de aproximarse a Jesús muestra que le reverencia como una persona merecedora del máximo respeto y honor. En muchas culturas actuales es aceptable besarse, especialmente en situaciones rituales o cuando se llega a una casa, incluso aunque no se conozca bien al anfitrión. El beso se da en la mejilla o en ambas mejillas. Pero besar las manos de alguien es más elocuente. Es un signo de humildad, de respeto, y de la autoridad, el poder e incluso la santidad de la otra persona, así como de la aceptación de tal poder y de la relación que se mantiene con él. Y besar los pies de alguien, en ciertas culturas es la forma más expresiva de ofrecer honores y reverencia. Es un rito de sumisión, de aceptación, de pertenencia en cierto modo a esa persona o a lo que esa persona representa y simboliza. Nunca olvidaré mi colaboración con una parroquia pobre de un valle californiano durante una Semana Santa. La parroquia estaba constituida fundamentalmente de familias de inmigrantes, todos ilegales, que eran perseguidos por el servicio de inmigración y naturalización y explotados por otros grupos. Pero eran personas devotas, amables y generosas que trataban de trabajar para mantener a su familia y vivir con honradez y dignidad. Yo era una extraña, y durante toda la semana de celebraciones, charlas y oraciones fui muy consciente de ser una invitada, aunque era quien impartía las charlas, daba cohesión a las oraciones y los ritos y solía dirigir las plegarias. Muchas de aquellas personas estaban recién llegadas a los Estados Unidos y no estaban familiarizadas con nuestras 2.

Ibid., p. 113.

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liturgias de la Semana Santa, en concreto, con la liturgia del lavatorio de los pies del Jueves Santo. Después de muchas reuniones, decidimos hacer la versión mexicana tradicional del via crucis por las calles de la ciudad, regresando a la iglesia para la celebración de la Palabra y la adoración de la cruz, como siempre lo habían hecho. Pero haríamos la celebración del Jueves Santo del modo habitual en las parroquias de California, tanto anglosajonas como hispanas. De modo que fueron elegidos doce miembros de la comunidad para lavarles los pies. Elegir a las personas fue la parte fácil. Era obvio quiénes eran los líderes, empezando por una anciana llamada, por increíble que parezca, Sophia. Tenía noventa y un años y había preparado la iglesia para todas las celebraciones desde su llegada a los Estados Unidos seis años antes. Conseguir que Sophia aceptase que le lavaran los pies resultó una tarea casi imposible. Finalmente, decidimos que el único modo de convencerla era que el párroco se lo ordenase, abriendo el camino a los demás para que siguieran sus pasos. Por fin accedió, aunque no gustándole nada eso de estar en el presbiterio durante la liturgia ni que le lavasen los pies. El párroco la conocía bien y lo llevo a cabo con mucha delicadeza, inclinándose incluso a besarle los pies como muestra de respeto y agradecimiento por todo lo que hacía por la parroquia. Sophia aceptó estoicamente que le lavase, le secase y le besase los pies, no moviendo ni un músculo del rostro. El resto de la celebración alternó las tradiciones mexicanas y norteamericanas, mezclando el lenguaje y los símbolos. Y finalmente llegamos a la conclusión de la Vigilia Pascual. Habíamos dejado el beso de paz para el final, después de la comunión, cuando los recién bautizados podían ser acogidos por la comunidad. El párroco pronunció las palabras invitando a la gente a darse mutuamente el beso de paz y, después de abrazar a los diáconos, bajó los escalones y fue hacia Sophia, situada en el primer banco, que esta vez estaba resplandeciente. Le tomó las manos y las besó, y ella inmediatamente tomó las manos del sacerdote en sus nudosas manos oscuras y se inclinó a besárselas. Después se volvió hacia mí, que estaba a su lado, y hubo un largo y embarazoso momento en el que todo el mundo nos miraba para ver que iba a suceder a

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continuación. Lo que Sophia hiciera decidiría el comportamiento de la comunidad entera. No lo vi venir. Las lágrimas empezaron a deslizarse por su rostro y, antes de que yo pudiera evitarlo, Sophia se había arrodillado y besaba mis pies murmurando su gratitud en medio del llanto. Cuando la levanté, las dos estábamos llorando. Era menuda, delgada, delicada, pero fuerte. A continuación, cuando estuvo de nuevo en pie, me tomó de la mano y me llevó donde cada uno de los líderes de la comunidad para que besara sus manos, mientras todos los que estaban en la iglesia aplaudían. En nuestra larga charla posterior resultó que lo más sobresaliente había sido el poder que había tenido el hecho de que el sacerdote le hubiera besado los pies. No había sido tanto el lavatorio cuanto el contacto de los labios con la piel de sus cansados pies lo que había destruido, según nos dijo, toda la resistencia que había en ella y había desencadenado una oleada de gratitud ante la grandeza de Dios, que se inclina ante sus amigos. Esto es lo que la mujer que había sido pecadora hace con Jesús. Y esto es lo que Jesús ve, en oposición a lo que Simón piensa que ve. Simón está ciego a la gratitud, la reverencia y glorificación de Jesús por parte de aquella mujer. Simón ve su gesto como vil, deshonroso y de mal gusto. El otro aspecto importante relativo al pasado de la mujer tiene que ver con lo que se consideraba pecaminoso de acuerdo con las leyes de Israel. En primer lugar, cualquier contacto prolongado con los extraños, con los gentiles y con cualquiera que no fuese judío era considerado pecaminoso. Si el trabajo de alguien exigía tal contacto, lo más probable es que fuera marginado por pecador. Los deberes de las comadronas, los tejedores, los tintoreros, los fabricantes de tiendas, los músicos y cualesquiera otros que conllevasen un contacto económico o profesional con los gentiles hacían que dichas personas fueran conocidas como pecadoras, es decir, como continuamente negligentes en cuanto a la obediencia a la ley. Israel era un territorio ocupado duramente oprimido por los invasores romanos, que despreciaban a los israelitas en su conjunto y únicamente se relacionaban con individuos que normalmente trataban de ganarse su favor y eran considerados traidores por su pueblo. Muchos de los considerados pecadores eran meros pobres,

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indigentes o personas atrapadas en las estructuras opresivas, como la esclavitud o la prostitución, que no eran situaciones elegidas, sino a las que grandes grupos de personas situadas en lo más bajo de la escala social se veían forzadas a someterse para sobrevivir u obligadas de manera violenta. Una teóloga brasileña ha escrito a propósito de este pasaje del evangelio de Lucas un artículo titulado «Jesús, the Penitent Woman, and the Pharisee» que ha llegado a mis manos, pero, desgraciadamente, arrancado de la publicación en la que apareció. El nombre de la teóloga es Teresa Cavalcanti, y su artículo aborda el caso de esta mujer de un modo fascinante. Afirma Cavalcanti que la prostitución de la antigüedad solía ser resultado de factores políticos y sociológicos. Las prostitutas podían ser esclavas, hijas vendidas o alquiladas por sus padres, esposas alquiladas por su maridos, mujeres pobres o divorciadas o viudas, madres solteras, prisioneras de guerra, víctimas de los piratas, mujeres compradas por los soldados, etcétera. Ellas y otras personas oprimidas eran precisamente quienes escuchaban la buena nueva y, al ser pobres, se entusiasmaban más que las personas acomodadas, que la encontraban más desconcertante que liberadora. Jesús proclama que los puestos en el reino se darán en orden de llegada, y que esas personas oprimidas precederán a los sacerdotes y los fariseos (Mt 21,31). De manera que si la mujer ha sido «de esa clase», ya no lo es, y Jesús la ve y ve también tal como son su corazón y su gratitud hacia él, y no la juzga. La mujer sigue allí mientras Jesús se vuelve a hablar con Simón. Y ella se convierte en el contexto, el paréntesis en torno a las palabras que Jesús dirige a Simón: «"Simón, tengo algo que decirte". Él dijo: "Di, maestro". "Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?"» (Le 7,40-42). Puede parecer extraño que contase una historia sobre deudas, dinero, deudores y que al mismo tiempo preguntase acerca del amor. Pero esos precisamente son los términos del pensamiento de Simón. El pecado es una deuda que es perdonada, en términos monetarios y de acuerdo con la ley, mediante el sacrificio, el diezmo y la limosna. Jesús sabe bien cómo hablar a Simón, y Simón

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va derecho a la trampa y responde correctamente la pregunta de Jesús, tal como éste esperaba: «Respondió Simón: "Supongo que aquel a quien perdonó más". El le dijo: "Has juzgado bien", y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que le han sido perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra"» (Le 7,43-47). Jesús dio entonces la espalda a Simón y se dirigió a la mujer mientras preguntaba de nuevo a Simón: «¿Ves a esta mujer?». No le da tiempo a responder, porque la respuesta es «no»; Simón no la ve. Ve lo que siempre ha visto, lo que quiere ver, lo mismo que le ocurre respecto de Jesús, de la religión, de la ley y de Dios. Simón da por sentado el pecado de aquella mujer. Y entonces Jesús enumera con toda sinceridad los pecados de Simón: ni agua, ni beso, ni aceite, ni hospitalidad, ni sinceridad, ni interés por su bienestar, ni respeto por su persona. Incluso en la sociedad judía esto constituía una grave infracción de la costumbre y de lo que cabía esperar de un anfitrión, especialmente de un fariseo. La mujer ha compensado generosamente las omisiones de Simón, ella ha pagado la deuda del fariseo originada por su incumplimiento de las leyes. La mujer es, pues, el modelo en el que él debe fijarse e imitar, y quizá pueda también adoctrinarle acerca del amor, la gratitud y cómo cambiar. La mujer ha dejado atrás sus pecados y ahora está detrás de Jesús y a sus pies. Es su discípula, proclama públicamente su adhesión y su alegría por haber sido llamada a cambiar y arrepentirse. Su deuda era grande, y ahora también son grandes su gratitud y su amor. También la deuda de Simón es grande, pero no puede verlo, porque no queda espacio en él para la misericordia, el perdón o la sabiduría. Jesús ha hecho ya un llamamiento a Simón. Ahora le corresponde a él decidir si ve, si se arrepiente, si reconoce su propia

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deuda y si abre un espacio en su interior en el que pueda penetrar la bondad de Dios. Jesús está ahora frente a la mujer, que sigue besándole los pies, y se dirige únicamente a ella diciéndole: «"Tus pecados han sido perdonados". Los comensales comenzaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz"». En su libro sobre las parábolas, Joachim Jeremías dice que besar los pies de una persona era reconocer que esa persona te había salvado de la muerte, de la servidumbre y la opresión, que, literalmente, había salvado tu vida. Y eso es lo que Jesús ha hecho por la mujer. Ha sido perdonada, y responde con amor. Las palabras de Jesús producen un «shock» en todos los que se encuentran a su alrededor, incluido Simón el fariseo. Volvemos de nuevo al tema de este capítulo de Lucas: ¿Quién es este hombre?; ¿es un profeta?; ¿ha visitado Dios a su pueblo?; ¿son verdaderas sus palabras?; ¿puede realmente perdonar pecados y resucitar muertos?... Jesús dice a la mujer que se vaya en paz. En algunas traducciones está mejor expresado: «Levántate y vete en paz». La mujer ha experimentado el poder de la presencia y la gracia de Jesús, ha sido aceptada en su comunidad; ahora vive, en palabras litúrgicas, «ya no únicamente por sí misma, sino oculta con Cristo en Dios», y debe vivir su vida en la fe y en paz. Jesús le ha respondido con una misericordia tan generosamente entregada como el perfume de la mujer había sido derrochado sobre él. Han intercambiado sus dones. En las historias de los profetas, la misericordia (hesed en hebreo) es una sobrecogedora característica de Dios, que oye y ve el sufrimiento de los que han sido condenados en la tierra por otros seres humanos. Dios es un Dios de justicia para los verdaderos pecadores: las personas saturadas del mal y encastilladas en su pecado, que se mienten a sí mismos, a los demás e incluso a Dios y hacen daño a los otros, especialmente si se consideran religiosos. Pero Dios es un Dios de misericordia y ternura para los que fueron pecadores, pero ahora están perdonados, se ha arrepentido y han sido sanados. Simón es invitado a mostrar misericordia, como Dios, con respecto a la mujer. Jesús trata de abrirle los ojos a la realidad de la compasión, del interés por el dolor y la lucha ajenos, de la solidaridad con quien ha sido herido, pero es merecedor de respeto y digno de ser mirado con amor. Este es el año de gracia

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de Jesús, el año de la misericordia del Señor. Jesús dice a Simón que mire a la mujer para que éste pueda tener un atisbo de esa misericordia y esa gracia y de cómo se plasman en los actos ajenos. La mujer es una hija de la sabiduría. Ve y conoce a Jesús como Jesús la ve y la conoce a ella. Es una discípula, una creyente en su palabra. Esto es importante. Jesús le dice que se vaya en paz, con una bendición para su nueva vida. Lo que sigue en las líneas que vienen a continuación es la descripción de las mujeres que seguían a Jesús y su respuesta a la presencia de Jesús en el mundo: «[Jesús] iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes» (Le 8,1-3). Este texto constituye un testimonio de las discípulas que viajaban con Jesús y proveían a sus necesidades, así como a las de los otros discípulos varones. Las mujeres se habían convertido a la buena nueva y ponían sus recursos al servicio de la predicación del evangelio. De las tres mujeres que son mencionadas en este texto, una es asociada a una ciudad, Magdala, y descrita como curada de siete demonios. Siete es un número total, utilizado para describir la enormidad o la profundidad. En este contexto puede significar que había sido curada de una enfermedad tremendamente seria y también puede significar que ahora está siete veces convertida y que su respuesta al llamamiento de Jesús se ha septuplicado. Cusa, el marido de Juana, es descrito como administrador de Herodes, lo que nos dice que Juana es rica o tiene acceso a una gran cantidad de dinero, influencia y poder. Susana, en contraste, no está conectada con nadie; presumiblemente es soltera o una viuda que ya no está en contacto con su pasado. Es frecuente en los textos literarios que la última persona mencionada en una serie sea a la que se ha hecho referencia en el texto inmediato anterior. Puede, pues, que esta Susana sea la mujer que

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estuvo en casa de Simón, la mujer liberada de su pasado, de sus conexiones e incluso de su pecado. Es posible que ahora viva con la comunidad de Jesús, siguiéndole y sirviéndole cotidianamente. También ella es una hija de la Sabiduría que ve y reconoce la justicia y la misericordia de Dios que han venido al mundo en el profeta Jesús. Después de todo, Jesús dijo a Simón que siguiera su ejemplo y que ella podía enseñarle mucho acerca de la hospitalidad, la amabilidad y la gratitud. Puede que en su nueva vida, ella dé continuidad a esa hospitalidad que Jesús extendió a su persona, porque ella mora ya en la misericordia. Esta mujer entendería muy bien a Teresa de Lisieux, que dijo en cierta ocasión: «Después del exilio terreno, espero ir a la patria celestial y gozar de ti, pero no quiero acumular méritos para ir al cielo, sino trabajar únicamente por tu amor. En el ocaso de la vida me presentaré ante ti con las manos vacías, porque yo no te pediré, Señor, que cuentes mis obras. Toda justicia nuestra es imperfección a tus ojos. Deseo, pues, revestirme de tu justicia y recibir de tu amor la posesión eterna de ti»3. La Susana de Daniel 13 y la Susana del evangelio de Lucas son unas hijas de la Sabiduría temerosas de Dios, que caminan con él y están familiarizadas con su misericordia y su justicia. Ambas son testigos de la Palabra de Dios. Ambas son fieles y han conocido la intervención de Dios en su vida. Ambas merecen ser propuestas como discípulas y modelos de vida, por haberse negado a pecar frente a la persecución y la mentira y por haber sido liberadas del pecado para vivir una vida de libertad y servicio. Dios ejerció su providencia con estas mujeres, y ellas, a su vez, trataron de devolver el favor de la presencia graciosa de Dios en su vida proveyendo a las necesidades de las personas que siguen buscando la intervención de Dios en su vida. Las preguntas siguen siendo las mismas: ¿ves a esta mujer?; ¿ves a este profeta?; ¿ves lo que es verdadero y justo?; ¿ves lo que es realmente pecado e ingratitud?; ¿ves únicamente lo que quieres 3.

Citado en America (28 de marzo de 1998).

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ver?; ¿ves como ve Dios?; ¿ves tu pecado, que te ciega a la bondad ajena y a la bondad de Dios? Finalicemos con una oración de Sheila Cassidy, una doctora que fue encarcelada y torturada por haberse ocupado de unos heridos que eran considerados peligrosos por la ley chilena en los años setenta. Ora del modo siguiente: «Señor, enséñanos a perdonar; a mirar en lo profundo de los corazones de quienes nos hieren, para poder atisbar, en esa agua oscura e inmóvil, no sólo el reflejo de nuestro rostro, sino también del tuyo. Amén». Porque todos somos y hemos sido pecadores y, sin embargo, hemos sido tocados por el perdón de Dios en la persona de Jesús, que ha visitado la tierra en la encarnación. Y ahora todos somos invitados a la fiesta del perdón y al banquete de la misericordia. Sigue ocurriendo que «los hijos de la Sabiduría siempre reconocen su obra», y estas mujeres son hijas de la Sabiduría, ven auténticamente y moran en el ámbito de la misericordia de Dios.

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5 Hijas La hija única de Jairo; la «hija» de Jesús; y Sara, la hija única de Ragüel

La hija de Jairo y la «hija» de Jesús El episodio de la hija de Jairo aparece en los tres sinópticos: en Mateo 9,18-26, Lucas 8,40-56 y Marcos 5,21-43. En Lucas viene inmediatamente después de la descripción de la familia de Jesús como «aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Le 8,19-21): eso es tener un verdadero parentesco con Jesús. Sigue también a la tempestad calmada por Jesús en el lago, cuando los discípulos se preguntaban «¿quién es éste, que impera a los vientos y al agua, y le obedecen?» (Le 8,25). Se habían visto zarandeados por fuertes vientos y habían tenido miedo. Pero Jesús, dormido en la barca y despertado por el pánico de los discípulos, se había sentido más preocupado por su falta de fe. Le habían dicho que se estaban hundiendo, pero las palabras de Jesús en respuesta habían sido: «¿Dónde está vuestra fe?» (8,25). Todo el capítulo tiene como tema el verdadero seguimiento y la auténtica escucha y comprensión en la fe de su palabra. Este capítulo incluye también una descripción de las mujeres que seguían a Jesús y el relato de la desgarradora curación del hombre denominado «endemoniado de Gerasa». El poder de Jesús de corregir la insania infunde miedo en los testigos del acontecimiento, que quieren que se vaya. Y Jesús así lo hace. Vuelve al otro lado del lago, pero no antes de decir al hombre al que le ha sido devuelta la cordura y la vida que recuerde «todo lo que Dios ha hecho con él» y que vuelva a su pueblo como testigo de las obras de Jesús. Y él da testimonio del poder de Jesús en su cuerpo y su mente.

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Antes de realizar esta curación y de calmar la tempestad, Jesús ha narrado la parábola del sembrador que siembra sus semillas en diversas clases de terreno. Y a continuación afirma: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelera, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto» (Le 8,16-17). Jesús intenta, aunque parece que en vano, hacer a la gente consciente de que el reino de poder, paz y curación que él anuncia está ya en medio de ellos. A causa de su presencia en el mundo, nada es lo que parece. Todas las reglas han cambiado, y todas las cosas -el mar, el viento y la tierra misma- ahora le obedecen. Pero sus discípulos, en su mayor parte, no comprenden en absoluto lo que la palabra y la presencia de Jesús implican y las amplias ramificaciones que tienen. Aun cuando ya se les había dicho que a ellos se les habían «dado a conocer los misterios del Reino de Dios», les pasa lo que a sus contemporáneos que «viendo, no ven, y, oyendo, no entienden» (cf. Le 8,10). La parábola había terminado con el imperativo: «El que tenga oídos para oír, que oiga» (Le 8,8); pero ellos no estaban escuchando con el corazón y la mente abiertos, sino con las expectativas personales habituales, así como con las esperanzas acariciadas por su nación. Sin embargo, el resto del capítulo deja claro que algunos sí escuchan y empiezan a comprender que se ha producido un cambio en la historia, que Jesús podría ser la respuesta tanto tiempo esperada. Las dos personas implicadas en nuestro relato -Jairo, jefe de la sinagoga, y una mujer que llevaba muchos años afligida por una enfermedad que le causaba problemas físicos, además de provocar su ostracismo- están desesperadas. Jairo está sumamente angustiado por la muerte inminente de su hija única, y la mujer está al límite de su esperanza y de sus recursos. En las situaciones de este tipo es en las que la presencia de Jesús es más susceptible de producir fruto con creces. Quizá lo que el evangelista quiere decirnos es que la fe comienza en el límite mismo de la desesperación y el terror y en el filo mellado de la navaja de la muerte. En el evangelio de Mateo, el episodio aparece en un capítulo en el que Jesús cura a un paralítico que es llevado ante él por sus

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amigos, pero no le sana hasta después de decirle públicamente: «¡Ánimo!, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2). Después Jesús llama a Mateo, el recaudador de impuestos, para que sea discípulo suyo, y, sorprendentemente, Mateo lo deja todo y le obedece. Renuncia a su trabajo, su carrera, sus ahorros y sus pecados, y responde de inmediato a la invitación de Jesús, que le ha «visto». Mateo entonces organiza una fiesta para Jesús e invita a todos sus viejos amigos: otros recaudadores de impuestos y pecadores, conocidos por su negligencia a la hora de obedecer la ley y seguir los comportamientos aceptados por los creyentes cumplidores. La respuesta de Jesús a tales personas y la asociación con ellas es cuestionada, y tanto sus motivos como su persona son desacreditados. Jesús replica con palabras de asombrosa claridad, que recuerdan las de los profetas: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: "Misericordia quiero, que no sacrificio". Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,12-13). La principal diferencia entre los relatos de Lucas y de Mateo es que, en Lucas, la hija de Jairo está próxima a la muerte cuando Jairo acude a Jesús, mientras que en Mateo no se nombra al jefe de la sinagoga, y su hija está ya muerta. En este último, el jefe de la sinagoga expresa a Jesús la siguiente petición: «ven, impon tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18). La diferencia es, por supuesto, importante: una cosa es curar a alguien que está próximo a morir, y otra muy distinta resucitar a alguien de la muerte. El pasaje de la mujer que se acerca por detrás a Jesús para tocar su manto mientras va camino de la casa del jefe de la sinagoga se redacta con sencillez, sin ninguno de los detalles que aparecen en Lucas o Marcos. Y lo mismo puede decirse en cuanto a la resurrección de la niña. Ambos parecen experiencias rutinarias, con Jesús yendo a realizar su trabajo de curación como una segunda naturaleza. Y le preocupa que otros se unan a su tarea, porque la mies es mucha; pero los demás no se apresuran a unirse a él en el trabajo que le había sido confiado por el dueño de la mies, Dios (Mt 9,35-37). En Marcos, el episodio aparece muy al principio del ministerio de Jesús. Una vez más, sigue al anuncio de que la verdadera familia de Jesús es quién cumpla la voluntad de Dios: «ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Me 3,35). Entonces Jesús

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cuenta la parábola del sembrador, la de la lámpara y la de la semilla que, una vez plantada, crece por sí sola. La siguiente parábola habla de la pequeña semilla de la mostaza, que crece y se convierte en un gran arbusto que da cobijo a las aves. A continuación están los pasajes en que Jesús calma la tempestad del lago y el del hombre de Gerasa, al que Jesús libera de sus cadenas y le ordena volver a su casa, con su gente, y contar lo que Dios ha hecho por él. En todos los relatos evangélicos, Jesús llega en medio de la desesperación a un mundo endurecido y habituado al sufrimiento, a un mundo desprovisto de piedad y carente de esperanza, a un mundo que aisla a los que sufren y los condena como víctimas de su propio pecado o del de sus familiares. Incluso entre las personas religiosas hay dureza de corazón e insensibilidad hacia los que están quebrantados en su cuerpo y sufren enfermedades que destruyen la carne. Un cuento musulmán describe la condición humana en la que entra Jesús por su encarnación: «Érase una vez una mendiga que llegó con su platillo para las limosnas ante un gran rey y le pidió dinero, alimentos o lo que quisiera darle. El rey hizo un gesto a uno de sus consejeros, y el platillo de la mendiga fue llenado de grano. Pero, para consternación del consejero, por mucho grano que echase en el platillo, éste seguía vacío, como si no tuviera fondo. El rey repitió su orden, y el hombre trató de llenar el platillo una y otra vez. Finalmente, desesperado, el consejero gritó al rey que aquel platillo parecía tragarse todo lo que se le daba. El rey miró entonces a la mendiga con otros ojos, intentando entender. La mujer estaba en pie, con su platillo vacío que extendía pacientemente en espera de lo ofrecido. Ambos se quedaron mirándose, y finalmente el rey preguntó: "¿Quién eres y por qué has venido a mi reino?". La mendiga miró al rey y, extendiendo su platillo, respondió: "Éste es el platillo de las necesidades humanas. Es imposible llenarlo, pero el trabajo de todo el que cree en Alá, el inmensamente Compasivo, consiste en intentarlo. ¿Es ésta la tarea de tu reinado?". La mendiga dejó entonces el platillo en el suelo, en medio del gran salón regio, y se marchó».

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Ése sigue siendo nuestro mundo, el mundo al que Jesús vino. Jesús es el más compasivo de los hijos de Dios y vino con la misión de asegurarse de que, aunque el platillo no se llene, la mano de quien lo sostenga sea estrechada por otra mano con ternura y fuerza. Estos antecedentes son importantes para los episodios de las dos mujeres llamadas ambas «hijas», que están a punto de dejar a su familia, su tierra y su existencia previa y ser iniciadas en la familia de Jesús. Veremos el pasaje tal como se relata en Marcos, por sus detalles, su humanidad y porque en Marcos las experiencias de las mujeres se solapan más claramente que en otros relatos. Al narrar ambos casos, Marcos utiliza imágenes de Isaías para describir al profeta Jesús. En Isaías, en el primer canto del siervo sufriente de Yahvé, el siervo es descrito como aquel que será aceptado y escuchado por una minoría, mientras la mayor parte del pueblo endurecerá su corazón y se negará en redondo a ver y reconocer el poder de Dios que ha llegado a ellos de manera inesperada. Este canto nos presenta una imagen de Dios entre nosotros que revela a Jesús como el elegido y respaldado por Dios: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará. Lealmente hará justicia... Yo, Yahvé, te he llamado en justicia, sostuve tu mano para darte firmeza, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas» (Is 42,1-3; 6-7).

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En otras traducciones, el versículo 6 dice: «Te así de la mano» y «He sido llamado en pro de la justicia». Ésta es la misión de Jesús: tomar de la mano a los que se le acercan y aferrarlos con fuerza en pro de la justicia, de la santidad y de todo lo equitativo y bueno que hay sobre la tierra. El otro texto de Isaías que tiene que ver con Marcos y con estos pasajes en particular se encuentra en Isaías 61: «Con gozo me gozaré en Yahvé, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto como el esposo se pone una diadema, como la novia se adorna con aderezos. Porque, como una tierra hace germinar plantas y como un huerto produce su simiente, así el Señor Yahvé hace germinar la justicia y la alabanza en presencia de todas las naciones» (Is 61,10-11). Este texto viene a continuación de las famosas líneas que Jesús citará en la sinagoga de Nazaret cuando proclame que él anuncia el tiempo venidero y que el día presente es el tiempo de la visita de Dios. Estos cantos del Siervo describen a Jesús tendiendo la mano y tomando físicamente la de las personas, aferrándolas la mano. Pero también describen el manto o vestidura que le oculta ante los ojos que no quieren ver y ante las personas que no quieren que sus vidas se vean afectadas o alteradas por su presencia en medio de ellas. Al principio mismo del evangelio de Marcos, Jesús acude a casa de Simón, donde su suegra está enferma en la cama con fiebre. Leemos que Jesús «se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó, y ella se puso a servirles» (Me 1,31). De manera que se describe a la suegra de Simón sirviendo en el reino, como discípula de Jesús. En Marcos, Jesús aparece siempre tendiendo la mano o pidiendo a otros que tiendan sus manos hacia él en obediencia, para poder ser sanados y liberados de lo que los aprisiona. Otros ejemplos son la curación del leproso (Me 1,41), la curación del paralítico que es bajado a través del techo para poner-

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le ante Jesús (Me 2,4) y la curación del hombre de la mano paralizada, al que Jesús ordena que extienda la mano (Me 3,3-5). De hecho, Jesús es la mano que Dios nos tiende a nosotros para aferramos con fuerza hasta que la justicia y la verdad estén implantadas en nuestro corazón y en la tierra entera. Esto es la salvación. Esto es la gloria de Dios hecha patente. Y esto es lo que sucede cuando Jesús tiene contacto con la mujer que ha sufrido hemorragias durante doce años. La mujer tiene una profunda necesidad de la presencia física sanadora de Jesús. De acuerdo con la costumbre y la ley de aquel tiempo, era impura a causa de su enfermedad. De hecho, todo lo que tenía que ver con la muerte, con el cuerpo de un enfermo o con el cuerpo de un muerto era aislado ritualmente. En el caso de alguien enfermo, ese aislamiento impuesto se debía en parte al miedo al contagio, pero también era un elemento de una sanción religiosa que condenaba tanto el comportamiento como a la persona afligida. Era equivalente al anuncio de que Dios había abandonado a esa persona por su pecado. Se partía de la base de que la enfermedad era una manifestación externa del incumplimiento de la ley, del pecado o de la condición impía de la persona ante Dios, el Santo. Secciones enteras del código de pureza tenían que ver con la enfermedad, el liquen, el parto, los leprosos, la matanza y la ingestión de animales puras e impuras, y la presencia de excrecencias corporales. Respecto de la mujer que llevaba doce años sufriendo una severa pérdida de sangre, la ley era terrible y se añadía al dolor causado por su condición física. La ley la habría apartado literalmente de la comunidad, de cualquier tipo de vida normal y de todo sentido de la autoestima. Estaba maldita, y era humillada y evitada como si cualquier contacto con ella contaminase. La ley dice brutalmente: «La mujer que tiene flujo, el flujo de sangre de su cuerpo, permanecerá en su impureza por espacio de siete días. Y quien la toque será impuro hasta la tarde. Todo aquello sobre lo que se acueste durante su impureza quedará impuro; y todo aquello sobre lo que se siente quedará impuro. Quien toque su lecho lavará los vestidos, se bañará en agua y permanecerá impuro hasta la tarde. Quien toque un mueble cualquiera sobre el que ella se haya sentado lavará sus vesti-

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dos, se bañará en agua y quedará impuro hasta la tarde. Quien toque algo que esté puesto sobre el lecho o sobre el mueble donde ella se sienta quedará impuro hasta la tarde... Cuando una mujer tenga flujo de sangre durante muchos días, fuera del tiempo de sus reglas o cuando sus reglas se prolonguen, quedará impura mientras dure el flujo de su impureza como en los días del flujo menstrual... Una vez que ella sane de su flujo, contará siete días, quedando después pura. Al octavo días tomará para sí dos tórtolas o dos pichones y los presentará al sacerdote a la entrada de la Tienda del Encuentro. El sacerdote los ofrecerá uno como sacrificio por el pecado, el otro como holocausto; y hará expiación por ella ante Yahvé por la impureza de su flujo» (Lv 15,19-23.25; 28-30). La vida de la mujer de nuestro pasaje debió de ser una constante acusación, un infierno interminable, una vida sin sentido, sin contacto humano, sin la mera compañía humana. Debió de ser vista como contaminada y contaminadora, como abominable para Dios. Su único destino era la desdicha y la desesperación. La suya es una historia dentro de otra: la historia de una mujer redimida y devuelta a la vida después de doce años, dentro del contexto de la historia de una niña de tan sólo doce años que es devuelta a la vida. La niña había vivido el mismo tiempo que la mujer llevaba torturada por su enfermedad y su aislamiento. «Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a él mucha gente; él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: "Mi hija está a punto de morir; ven, impon tus manos sobre ella, para que se salve y viva". Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía» (Me 5,21-24). El relato empieza en medio de la desesperación de un padre por miedo a perder a su hija, de la angustia de un hombre que está dispuesto a sacrificar su posición en la comunidad y su reputación por el bien de su hija. Está decidido a suplicar de rodillas públicamente la ayuda que tanto desea de aquel maestro, de aquel predi-

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cador itinerante. Se arroja a los pies de Jesús en medio de la multitud, humillándose ante aquel hombre que podría ser capaz de ayudar a su hija. El amor le impulsa hacia Jesús, y suplica en nombre de otro: su hija, que está a las puertas de la muerte, y él está dispuesto a intentar cualquier cosa, absolutamente todo lo que pueda sanarla. Y acto seguido, Jesús, según el evangelio nos dice, se fue con él. Normalmente los episodios de este tipo tienen que ver con los hijos varones, pero en este caso se trata de una hija, y en este punto pasamos a la historia de Sara, relatada en Tobías 3.

Sara La historia de Sara es la única que tiene que ver con una hija en todo el Antiguo Testamento. Sara, hija única de Ragüel, está maldita por la muerte de siete maridos la noche de bodas. Su desgracia es similar a la de las dos hijas del pasaje de Marcos. Sara es denigrada por su sirvienta, que la vitupera y le dice que vaya a reunirse con sus maridos en la muerte. E incluso es maldecida: «¡Qué nunca veamos hijo ni hija tuyos!» (Tb 3,7-9). Sara se siente tan angustiada que piensa incluso en ahorcarse para escapar de los horribles insultos y la mezquindad de sus propios sirvientes. Lo que le impide hacerlo es pensar en su padre y en lo que tendría que soportar si ella hiciera algo tan deshonroso. De modo que suplica la muerte: «Reflexionando pensó: "Acaso esto sirva para que injurien a mi padre y le digan: 'Tenías una hija única, amada y se ha ahorcado porque se sentía desgraciada'. No puedo consentir que mi padre, en su ancianidad, baje con tristeza a la mansión de los muertos. Es mejor que, en vez de ahorcarme, suplique al Señor que me envíe la muerte para no tener que oír injurias durante mi vida"» (Tb 3,10). Y prosigue con una oración que la une a la mujer que se abre paso a duras penas entre la multitud para, en su desesperación, tocar el manto de Jesús: «En aquel momento, extendiendo las manos hacia la ventana, oró así: "Bendito seas tú, Dios de misericordias, y bendito sea

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tu Nombre por los siglos, y que todas tus obras te bendigan por siempre. Vuelvo ahora mi rostro y alzo mis ojos hacia ti. Manda que yo sea librada de la tierra, para no escuchar ultrajes. Tú sabes, Señor, que yo estoy pura de todo contacto de varón; que no he mancillado mi nombre ni el nombre de mi padre en la tierra de la cautividad. Soy la única hija de mi padre; no tiene otros hijos que le hereden, no tiene junto a sí ningún hermano ni pariente a quien me deba por mujer. Ya perdí siete maridos: ¿para qué quiero la vida? Si no te place, Señor, darme la muerte, ¡mírame con compasión! y no tenga yo que escuchar injurias"» (Tb 3,11-15). Y la Biblia nos dice que el Dios de la Gloria oyó su oración y la oración de Tobit, el padre de Tobías, que también había orado en su desesperación. El ángel Rafael es enviado a sanar a ambos, Tobit y Sara. Sus oraciones están separadas por la distancia y no parecen estar en absoluto conectadas; sin embargo, están unidas a oídos de Dios, y ambos serán sanados y posteriormente unidos de modos misteriosos. Muchas cosas saldrán de las oraciones de dos personas distintas terriblemente doloridas y aisladas. Prosigue diciendo el texto: «Fue oída en aquel instante, en la Gloria de Dios, la plegaria de ambos y fue enviado Rafael a curar a los dos: a Tobit, para que se le quitaran las manchas blancas de los ojos y pudiera con sus mismos ojos ver la luz de Dios; y a Sara la de Ragüel, para entregarla por mujer a Tobías, hijo de Tobit, y librarla de Asmodeo, el demonio malvado» (Tb 3,16-17). Las oraciones de ambos, las vidas de ambos, estarán íntimamente entrelazadas por la intervención de Rafael, enviado por Dios a sanar, a encadenar al demonio que mata y causa sufrimiento, y a poner en marcha un futuro ni siquiera soñado para aquellas personas tan angustiadas. Las familias se unirán porque Dios ha prestado atención a su dolor, y el Señor unificará la gran historia de su pueblo utilizando ese dolor y su dependencia y su fe constante. La maravillosa obra de Dios se revelará en la vida de quienes se vuelvan a él. Éste es el significado de la historia de Tobit, Sara y Tobías. Una vez más, las vidas de las gentes se unirán por

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el poder de la respuesta de Dios a sus plegarias. La comunión, la comunidad, será un don añadido a las peticiones más inmediatas y apremiantes.

La verdadera familia de Jesús Este tipo de interferencia -iniciada por fe, respondida por Dios y que culmina en la unión de las personas en comunión- está también en el núcleo de nuestro episodio de Marcos. Después de la súplica de Jairo, Jesús parte con él, y la multitud les sigue: «Una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: "Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré". Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal» (Me 5,25-29). El pasaje nos dice muchas cosas acerca de aquella mujer anónima. Es intocable. Lleva tanto tiempo viviendo esa vida que apenas recuerda haber vivido otra. No sólo está torturada por una misteriosa enfermedad, sino que, además, está a merced de los médicos, que la hacen sufrir con sus impotentes intentos de curarla y su voracidad para apoderarse de su dinero. Sabemos, pues, que ha sido rica, aunque en ese momento está casi sin recursos. Pero ha oído hablar de Jesús. Esta frase es crucial. ¿Qué ha oído decir?; ¿ha oído la historia del hombre que vivía entre las tumbas?; ¿ha oído los rumores acerca de que Jesús controla el tiempo atmosférico?; ¿ha oído otras historias acerca de curaciones?; ¿ha oído que Jesús quebranta las normas de pureza asociándose con gentiles y pecadores y otras personas condenadas, como ella, por la traición de su cuerpo? Está decidida y quiebra el código de pureza abriéndose paso a través de la multitud para acercarse a Jesús. Únicamente quiere acercarse lo bastante como para poder tocar sus ropas, el borde de su manto. Y la mujer, que probablemente es una experta en hacerse invisible, en pasar desapercibida, consigue

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acercarse. Extiende la mano y toca el manto de Jesús. Y en el momento en que el tejido y los dedos entran en contacto, percibe claramente, siente en lo más profundo de su interior, sabe que está sana de nuevo. El cambio, ya fuera sutil, ya repentino y fuerte, es visceral. ¿Fue un estremecimiento como el que la luz del sol puede provocar en la piel fría?; ¿fue como una descarga eléctrica, como una corriente que la atravesara?; ¿fue más como un murmullo de consuelo, como si su cuerpo suspirase de alivio?; ¿fue como si un hálito de vida atravesase sus huesos devolviéndola a la vida y a la consciencia de lo que había a su alrededor?; ¿o fue, como dice el espiritual negro, «Un bálsamo en Gilead»? ¡Y lo único que ha hecho ha sido tocar su manto! Pero ese manto, esa parte de la vestimenta, tiene historia en Israel, una historia de oración y de cercanía a Dios, de intimidad con Dios cuando el hombre se aproxima al Santo. Cuando los creyentes de Israel van a orar, se envuelven en un tallit, un chai para la oración; y cuando ponen dicha tela alrededor de su cabeza y sus hombros, pronuncian la bendición tradicional: «Me envuelvo en el chai oracional de flecos para cumplir el mandato de mi creador». Esta bendición y el hecho de envolverse en el chai indican la intención de orar, de concentrarse únicamente en la persona de Dios y unirse al Santo. Tal oración es un acto increíblemente privado, pero la preparación es más pública y tiene lugar en la comunidad. El rito es una antigua tradición que conecta con la gran comunidad de Israel, con sus oraciones y con el culto al Único Santo. La palabra hebrea para tradición es masoret, que significa «pasar, transmitir, entregar a otro lo que se ha recibido». En este caso, se entrega a Dios lo que se ha recibido de los antepasados en la fe y la oración, y se entrega también la propia persona, que es la base de cualquier oración. Al hacerlo, a la persona se le devuelve la plenitud, y la comunidad se vuelve a vincular, a integrarse en una unidad. Durante siglos, el tallit ha sido una vestidura destinada únicamente a revestirse con ella para orar; pero en un pasado más remoto, durante muchas generaciones, los pobres no podían permitirse un manto extra, de manera que el manto de todos los días era el mismo que se llevaba para la oración. El manto iba ribeteado con

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un fleco. ¿Era así en el caso de Jesús?; ¿era el manto que Jesús llevaba cuando andaba entre el pueblo el mismo con el que se envolvía cuando se ponía ante Dios para orar? El manto que toca la mujer es, ciertamente, oracional y está impregnado de santidad. Jesús sabe que alguna persona de aquella multitud que se estrecha a su alrededor le conoce y le ha tocado en la fuente de su persona: «Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía: "¿Quién me ha tocado los vestidos?". Sus discípulos le contestaron: "Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: '¿Quién me ha tocado?'. Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él y le contó toda la verdad» (Me 5,30-33). Una vez más estamos ante mucho más de lo que se ve a primera vista. Los discípulos no tienen la clave de que algo ha pasado, lo que revela un tremendo distanciamiento entre ellos y Jesús. Están siempre con él, se sienten cómodos en contacto con él, comen con él, duermen en los campos con él e incluso oran con él en ocasiones; sin embargo, no suelen tocarle ni conocerle como acaba de hacer esa mujer, simplemente tendiendo la mano a su manto. La determinación, la devoción, la necesidad, la esperanza y el dolor de esa mujer le han abierto la puerta al interior profundo de Jesús, y él sabe de inmediato que alguien ha tocado su espíritu, su poder, su alma. Y está decidido a averiguar quién está ahora más estrechamente vinculado a él que sus discípulos, por su resuelta determinación de aproximarse a él. La mujer comprende la inmensidad de lo que ha sucedido, y su cuerpo empieza a reaccionar temblando. Está curada. Los doce años han desaparecido en un instante. Sea quien sea este maestro, tiene el poder de curar sin ver a quién, sin dirigir conscientemente su atención a la persona necesitada. Y se aproxima a él, se pone ante él, como haría en la oración, y «se postra ante él y le cuenta toda la verdad». Sus palabras tienen un sentido de confesión, de una expresión de sentimientos que combina emociones, pensamientos y la consciencia que la ha inundado súbitamente, junto con la desaparición de su enfermedad. El flujo de sangre destruc-

tivo y amenazador ha cesado, y en su lugar hay una oleada de vida que recorre su cuerpo, su mente y su alma. Esto es lo que ella dice desahogándose: quién es; cómo ha tenido que soportar el dolor, la humillación, la vergüenza y la desesperación; sus oraciones; el hecho de que nadie la ayudara ni apaciguara su angustia; su gran necesidad de Dios, de ser tocada y aceptada; y su quebrantamiento de la ley para llegar a Jesús. Y expondría toda una confusa mezcla: confesión de su pecado, culpa, miedo, temor reverencial, agradecimiento, gozo, liberación y alabanza; sus palabras saldrían atropelladamente. Es probable que sonaran un tanto enloquecidas, y también que mezclase la risa con las lágrimas, como suele suceder cuando no sabemos cómo explicar lo que ha sucedido. La mujer está arrodillada ante Jesús y rodeada por la multitud. Pero en aquel momento no están más que ellos dos: «Entonces Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad"» (Me 5,34). La llama «hija», un término cariñoso, que da idea de intimidad y relación. En los capítulos 3 y 6, los pasajes tienen que ver con la verdadera familia de Jesús y con quién le pertenece a él y a su comunidad. Para Jesús, la familia está vinculada no por los lazos de sangre, linaje o matrimonio; no, la verdadera familia de Jesús está unida por la fe, por la escucha de su Palabra y el cumplimiento de la misma, por el discipulado y el bautismo, por el deseo y por su sangre en la cruz. Estos son los nuevos lazos, las nuevas líneas de parentesco, las nuevas relaciones y los nuevos modos de alcanzar la intimidad con Dios. Y esa mujer ha sido introducida en la familia de Jesús por haber tendido la mano en la fe. De modo que él le llama «hija», dando a entender una estrecha asociación con él. Del mismo modo que él es hijo del Padre, ella es hija. Y le dice que es su fe la que la ha salvado. Está libre de la enfermedad y de la asociación con el pecado. Ahora es libre para ir en paz, porque es libre para vivir en santidad, en salud y en la comunidad de creyentes en Jesús. Ahora es una discípula. Cabe pensar que ella se pegaría a él y le seguiría tan de cerca como pudiera, cuando se ven sorprendidos por la llegada de los sirvientes de Jairo, que le anuncian la muerte de la niña. Y el relato prosigue: «Mientras Jesús estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: "Tu hija ha muerto; ¿a qué moles-

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tar ya al Maestro?". Jesús, que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: "No temas; solamente ten fe". Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago» (Me 5,35-37). Las palabras de Jesús a Jairo son una orden: «No temas; solamente ten fe». Se trata de la misma clase de fe que había tenido la mujer que temblaba ante él. Ahora Jairo debe aferrarse a esa forma de fe, y lo mismo deben hacer los discípulos de Jesús. Porque ahora hay que luchar con la muerte y con una falta de fe que es incluso más mortífera que la realidad física. La muerte irrumpe, y Jesús dirige su atención únicamente a lo que tiene ante sí, aunque los demás dicen que un maestro es ahora inútil, puesto que se encuentran ante la muerte. Mire donde mire Jesús hay falta de fe, pero el grupo, aquella pequeña comunidad, se encamina hacia la casa de Jairo: «Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: "¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida". Y se burlaban de él. Pero él, después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: "Talitá kum", que quiere decir: "Muchacha, a ti te digo, levántate". La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer» (Me 5,38-43). Jesús sabe lo que afronta: no sólo la muerte, sino también el ridículo y el escepticismo. Pero del mismo modo que ordena al viento y a las olas que se calmen, se acerca a la niña que yace dormida y ordena que vuelva la vida, que el espíritu de la niña -aún cercano, en proximidad física- retorne a su cuerpo. Extiende la mano y, tomando la de la niña, la levanta. En respuesta a la fe, la necesidad y el amor de su padre y su madre, extiende la mano, aferra el espíritu de la niña y lo hace volver. Las palabras que dirige a la niña: «Muchacha, levántate» se traducen también como «Álzate». Y el espíritu le obedece: la niña se incorporó y se puso

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a andar. Es probable que estuviera desorientada, estupefacta, que no fuera consciente de lo que ocurría, que volviera lentamente a la vida y la conciencia, como cuando uno despierta de un sueño. Y los demás estarían asombrados, sobrecogidos, probablemente incapaces de decir palabra y paralizados, simplemente en pie o sentados junto a la cama, mirando cómo la niña, con la mano en la de Jesús, se ponía en pie y caminaba viva. Jesús, sosteniendo su mano, la introducía de nuevo en la danza de la vida, guiando sus pasos de retorno a su familia, a su nueva familia extensa. Y Pedro, Santiago y Juan son ahora testigos de la resurrección de entre los muertos. Jesús aplica un tratamiento de «shock» al inánime estado de la fe de sus propios discípulos. Este episodio es, pues, un pasaje acerca de los seguidores de Jesús, acerca de quienes están dormidos a su verdadera naturaleza y acerca de su despertar a ella. Por eso, compartir el alimento es el acto que sigue de inmediato a la proclamación de la resurrección y la presencia de Jesús vivo en la comunidad. A la niña se le da pan para alimentarla, pero seguramente se trató de una comida compartida con su madre y su padre, Pedro, Santiago, Juan y Jesús, como otras comidas compartidas por los seguidores de Jesús, como la compartida por María, Marta, Lázaro y los discípulos con Jesús, como relata el evangelio de Juan. Esto es la Eucaristía, la comida de acción de gracias por la vida, por la transformación incluso de la muerte merced a la presencia de Jesús en medio de los que creen en él. En el pasaje siguiente, Jesús será rechazado en su tierra natal, por sus propios vecinos y parientes, y, debido a su falta de fe, habrá pocos milagros o curaciones. Jesús no puede realizar el trabajo del reino, la tarea de suscitar vida, por su estrechez de miras y su insistencia en que saben quién es él: el hijo del carpintero. Sólo los creyentes saben realmente quién es Jesús: el que tiene poder sobre todas las cosas y las lleva a la plenitud de vida; el que es capaz de romper las cadenas de la muerte y perdonar los pecados; el que puede calmar las tempestades de la tierra y las que azotan violentamente los corazones y cuerpos de la gente. Imagino a la mujer que había pasado los últimos doce años de su vida aislada y sufriendo encontrándose con la niña a punto de convertirse en mujer a los doce años de edad. Ésta es la edad tradicional de la ceremonia del «bar mitzaph» y, más recientemente,

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del «bat mitzaph» para una jovencita. Ambas mujeres compartirían sus historias acerca de Jesús con sus familias y con cuantos se regocijasen por su nueva vida. La comunidad de Jesús está tendiendo sus manos y expandiéndose por nuevos lugares, traspasando las fronteras económicas y de clase, rompiendo barreras para establecer una comunidad auténtica y uniendo a aquellos a los que ha llegado el perdón, la curación y la salud. Ésta es la nueva familia de Jesús, y él está intentando incorporar a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a esa nueva comunidad de creyentes, como ha incorporado ya a Jairo, su esposa y su hija, y a la mujer que tocó a Jesús en la calle. Aquí y allá, Jesús va recogiendo a estos variopintos seguidores e incorporándolos a su iglesia. Y éstas son las personas a las que Jesús, a su vez, enviará a proseguir su tarea. Es interesante poner de relieve las siguientes palabras: «Jesús recorría los pueblos del contorno enseñando. Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos... Expulsaban muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Me 6,6b-7.13). Los Doce van de dos en dos. Estos doce son sus discípulos, como lo son la mujer a la que curó, Jairo, su esposa y su hija. La iglesia primitiva haría lo que les había sido ordenado a los discípulos: compartir el poder de Jesús, llamar a la gente a arrepentirse, sanar y unir a cuantos oían la buena nueva y creían. El primer par que Jesús envió fue el formado por estas dos mujeres anónimas. Pero, lo que es incluso más importante, son descritas por su relación con Jesús: ambas son hijas, hijas de la esperanza, nacidas de la ira y el coraje. Éste pasaje trata de cómo la fe de una persona se relaciona con la de otra; Jairo, después de todo, necesita ver y experimentar la fe de la mujer que lleva sangrando más de una década. Y la fe de Jairo, a su vez, salva a su hija, que llega a la fe en Jesús, que la resucita. La fe se comparte como se comparte la comida, la Eucaristía, dándonos mutuamente el alimento que nos mantiene despiertos, vivos en la fe y caminando en la fe. Pero la falta de fe está también presente en el relato. Están presentes tanto la fuerza como la debilidad, recordándonos que, o estamos vivos ante las necesidades ajenas, o estamos moribundos o muertos; o somos compañeros de Jesús, o estamos atrapados entre la multitud que se agolpa en el escenario de la muerte; o somos hijas e hijos, discípulos enviados de dos en dos, o estamos gimiendo y llorando en la gran conmo-

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ción que rodea la muerte. En contacto con nosotros, los que se encuentran en necesidad sienten, o una descarga de vida, o el frío de la muerte. Jesús dice sin rodeos a Jairo: «No temas; solamente ten fe» (Me 5,36). Tiene que ignorar lo que dicen los demás. Y nosotros tenemos que hacer lo mismo: no debemos tener miedo, sino simplemente creer. ¿Y qué es la fe? En cierta ocasión, hace años, observaba yo cómo una de mis sobrinas aprendía a andar. Gateaba a toda velocidad, deslizándose bajo todo tipo de muebles. Pero un día que yo estaba sentada en una silla al otro lado de la habitación, se aferró a la mesita del café y se levantó. Se tambaleaba y vacilaba, pero se mantenía en pie. Me miró, captó la expresión de mi rostro y se rió encantada. Yo le tendí los brazos y, sin pensárselo, se soltó de la mesita y, con los brazos extendidos, dio unos cuantos pasitos apresurados hacia mí, cayéndose de bruces. Pero me miró de nuevo y, como yo estaba sonriendo, ella también sonrió. Lo intentó otra vez de inmediato, y en esa ocasión, cuando estaba a punto de caerse, yo la tomé en mis brazos. Y cada vez lo hacía mejor. ¡Eso es la fe! La fe es mirar a Dios, en Jesús, desde el corazón de la familia de Jesús; es mirar a alguien con quien ya se tiene una relación y, tendiendo los brazos hacia él, caminar, caerse y confiar en que él también tiende sus brazos hacia ti. Esto es lo que, de dos en dos, se nos envía a hacer los unos por los otros. De manera que este episodio trata también de la formación de una familia, de la reunión de personas separadas por estructuras, leyes, costumbres, clases económicas, enfermedades...; trata de cómo hacer de los extraños en medio de la multitud, unidos tan sólo por la necesidad y el sufrimiento, una familia, una iglesia, un nuevo pueblo nacido del Espíritu de Jesús. Es un relato acerca del contacto, del poder y de cómo se utiliza y se experimenta. Es un pasaje acerca de los cambios básicos en las relaciones respecto de la intimidad y el conocimiento. Es un episodio acerca de las mujeres y los hombres que están unidos en la fe y la necesidad desesperada de un nuevo parentesco. Es un texto sobre la formación de una iglesia. Estos relatos revelan características compartidas por los miembros de la verdadera familia de Jesús. El endemoniado de Gerasa que, después de haber sido curado, estaba «vestido y en su sano

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juicio» (Me 5,15), quería acompañar a Jesús, pero fue enviado a su casa para hacer patente ante la gente que la misericordia de Dios se había hecho realidad en él. Como él, los miembros de la verdadera familia de Jesús son quienes han sido bautizados, revestidos con la vestidura de la resurrección y les han sido concedidos una mente y un juicio sanos. Y después se les ha confiado una misión: tienen que proclamar en todas las ciudades vecinas las maravillas de Dios. Son quienes saben que el miedo es inútil y que sólo la fe es válida. Como la mujer que tocó el borde del manto de Jesús y fue curada, los miembros de la familia de Jesús son los que han escuchado la Palabra y hacen en la tierra, como Jesús, la voluntad del Padre. Han tocado el borde del manto de Jesús, el manto sin costuras de la vida, el manto de la justicia, y saben que la curación sale de su borde para llegar a los que están en necesidad. Saben que el poder del Espíritu en medio de ellos actúa con mayor fuerza cuando viven en la comunidad y cuando una mano humana establece contacto con la mano de una persona angustiada, rechazada y que sufre corporalmente. Los miembros de la familia de Jesús se encuentran, pues, en los márgenes, ignorando el miedo de la sociedad al contagio e insistiendo en que los considerados inaceptables son precisamente aquellos a los que Dios busca y toca. Es a estos marginales a los que Jesús «da a luz los primeros» en la resurrección. Los verdaderos miembros de la familia de Jesús están decididos. No hace demasiado tiempo que leí una maravillosa entrevista con dos mujeres: Denise Curry, una religiosa de Notre Dame de Namur, y Debbie Polhemus, que, junto con Denise, dirige un programa denominado: «Educación española para mujeres» en Guadalajara (México). Fueron entrevistadas en Washington, DC, que es donde se encuentra la sede del programa mencionado. Debbie ha escrito un libro titulado: Cuando una está decidida en el que dice: «El título procede de los relatos que un grupo de mujeres de Lima (Perú) elaboraron como una suerte de libro de auto-ayuda para las mujeres que van con sus carromatos a vender comida a los trabajadores durante los descansos. La frase completa dice: "Cuando una está decidida, no hay nada que pueda frenarte"»1. La familia 1.

«The Gifts of Tongues» (entrevista con Denise Curry y Debbie Polhemus): America 12 (1998) 13-14.

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de Jesús está decidida -ante la dura realidad de la enfermedad, el paro, el hambre y la falta de recursos- a tender sus manos, incluso a los márgenes y los límites de la esperanza, en pro de la transformación y la liberación, como la mujer decidida a tocar el manto de Jesús. Y hay un relato de la anglicana Josephine Butler, que trabajó incansablemente por modificar la actitud ante las prostitutas y su vida de mujeres marginadas. Hace más de cien años que aquella mujer enfermiza se embarcó en una cruzada contra un mal social -imperante hoy- que causa dolor, enfermedad, muerte y hace llevar una vida humillante de malos tratos, exclusión y condena. La teóloga británica Mary Grey ha dicho lo siguiente acerca de Josephine Butler: «Fue una luchadora incansable a favor de las mujeres y las adolescentes forzadas a dedicarse a la prostitución en Inglaterra, Francia y Bélgica... Era una mujer que estaba felizmente casada y con hijos; era una cristiana profundamente comprometida, sensible y mística en cuanto a su espiritualidad y, sin embargo, apasionadamente envuelta en la acción social. Pero yo quiero verla desde la perspectiva de la filosofía de la interrelación. Josephine Butler pertenecía a una familia inglesa de clase alta y gozó de todas las oportunidades de una apacible vida cultural y social, no afectada por las injusticias sociales y la opresión de las mujeres de su época. Pero impulsada inicialmente a relacionarse con la desdicha de otras mujeres por su congoja por la muerte de su hija, se interesó por la degradación de las mujeres y las adolescentes forzadas a dedicarse a la prostitución por la pobreza más abyecta. Al principio reaccionó en el plano personal del esfuerzo individual: las llevó a vivir y morir con ella; posteriormente, fundó otras casas y se dedicó a visitar los puertos y a abogar por ellas ante los marineros. Pero después prosiguió la lucha a nivel institucional, tanto nacional como internacional, con gran riesgo personal. En cierta ocasión, Josephine Butler fue sacada de un hotel justo antes de ser quemado hasta los cimientos. La opinión convencional afirmaba con indignación que, en primer lugar, una mujer decente no debía nunca hablar de la prostitución, y, en

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segundo, no debía tratar de desestabilizar una institución que, según se afirmaba, protegía de hecho la salud del matrimonio institucional. Lo que yo quiero poner de relieve es, ante todo, su capacidad de asimilar la interconexión entre la desdicha de todas las mujeres sufrientes y su propia situación, oponiéndose a la ética de la separación, que decía que una "mujer decente" no tiene nada que ver con una prostituta; en segundo lugar, Josephine Butler se vio facultada para obrar de esa manera por una fe que se negaba a separar la espiritualidad de la acción política y que encontraba su inspiración en el acontecimiento de Cristo»2. Los individuos afectados por la muerte y la desgracia personal, pero con fe en la resurrección, son enviados -como miembros de la familia de Jesús- a tender la mano a otras personas, atrapadas por la censura social, que añade otro nivel de sufrimiento a su ya desesperada desdicha. Los hombres y las mujeres atrapados en la prostitución, los afligidos por el SIDA y las dolencias relacionadas con el VIH y los que soportan enfermedades contagiosas e incapacitantes son especialmente vulnerables en las sociedades que ya discriminan en cuanto a la atención sanitaria y los servicios médicos. Mary Grey cita a la propia Josephine Butler, que escribió: «Buscando en el evangelio y observando la conducta de Jesús con respecto a las mujeres se descubre que la palabra liberación expresa mejor que ninguna otra el acto que cambió la vida entera, la naturaleza y la posición de las mujeres, y que debería haber cambiado en lo sucesivo la naturaleza del trato que los hombres dan a las mujeres». En una nota a este texto, Mary Grey comenta: «Josephine Butler estaba igualmente convencida de que esa liberación, esa ruptura explosiva de los límites legales, se había visto totalmente obscurecida en la posterior historia cristiana». Y el texto de Butler prosigue diciendo: 2.

Mary GREY, Weaving New Connections: The Promise of Feminist Process Thoughtfor Christian Theology, Universidad Católica de Nijmegen, pp. 2324. El cuadernillo es el texto de una conferencia dada en la mencionada universidad.

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«Cuando alguien me dice que la Iglesia cristiana enseña tal o cual cosa respecto de las mujeres y su posición social, recurro a las palabras de Aquel al que se reconoce como cabeza de la Iglesia y creador del cristianismo, y suelo encontrar muy escasa semejanza entre su enseñanza... y los puntos de vista que, propuestos por concilios, Padres o decretos, han tenido tanta influencia en la historia de los hombres, las mujeres y las naciones desde que Cristo vino a la tierra»3. Tanto Mary Grey como Josephine Butler se refieren en concreto a la situación interna de la iglesia, pero fuera de ella -en el duro y amplio mundo-, se debe abogar ante todo por la mayoría de los seres humanos, respecto de la atención sanitaria y la supervivencia, especialmente en el área de las enfermedades contagiosas. Y después, y más aún, se debe abogar en favor de dos grupos de mujeres: las adolescentes y las ancianas. En la primavera de 1998, Amnistía Internacional promovió acciones para suscitar una conciencia mundial de los derechos de los niños, especialmente de las niñas y, concretamente, en el sur de Asia. Los textos subrayaban, sin embargo, que la experiencia de esos 539 millones de niños cuya edad es inferior a los dieciocho años (1,2 mil millones de personas) constituían los problemas de los niños del mundo en general. Habitualmente, los gobiernos de la zona -Bangladesh, Afghanistán, India, Nepal, Pakistán y Sri Lanka- están de acuerdo con la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas y la han ratificado, pero «frente a esta promesa, los niños del sur de Asia siguen estando sometidos a una larga lista de violaciones de los derechos humanos por parte de los organismos estatales y los grupos opositores armados, así como a los malos tratos que se dan en el ámbito privado de la comunidad y la familia»4. Todos los problemas de género, etnia, casta y trasfondo económico y religioso pueden exacerbar esas situaciones de los niños. Las niñas sufren especialmente el desplazamiento, la discontinui3. 4.

Josephine BUTLER, Women's Work and Women's Culture, Liverpool 1869, citado en Mary GREY, op. cit., p. 24. Véase «Niños en el sur de Asia: asegurar sus derechos»: Amnesty Action (summer 1998) 3; disponible también en http://www.amnesty.org.

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dad en la educación y la esclavitud, al mismo tiempo que comparten los mismos horrores que el resto de los niños pobres de la zona: el riesgo de las minas antipersona, así como verse forzados a ser testigos de actos terroristas brutales y «desaparecer». Mientras los niños son buscados para ser reclutados como combatientes y sufrir mutilaciones, las niñas son objeto de abusos sexuales, acoso y violación. Todos padecen la explotación económica, el trabajo en la infancia y una perspectiva de vida sin futuro, sin dignidad, sin atención sanitaria, sin educación y sin unas condiciones de vida decentes. El trabajo infantil lleva inevitablemente a la más absoluta pobreza, los malos tratos, la prostitución, la mala salud y la falta de educación. Y peor aún es otra forma de explotación: «el tráfico de niños y la esclavitud sexual que se dan en todo el sur de Asia. Alrededor de 9.000 niñas son trasladadas al año de Nepal a India y de Bangladesh a Pakistán. El número de adolescentes con que se trafica puede incrementarse, por la preferencia por las vírgenes debido al miedo al SIDA»5. Aunque este informe hace más hincapié en las niñas del sur de Asia, las condiciones son válidas para el sufrimiento de las niñas en África, América Central, Sudamérica, China y parte de los países del Primer Mundo, donde el desfase entre las clases sociales, raciales y económicas se está haciendo más profundo. En el otro extremo del espectro de edad se encuentran las ancianas necesitadas de atención sanitaria. Los debates en torno a la atención sanitaria de las mujeres y los temas de justicia social suelen centrarse en la sexualidad y la reproducción de las mujeres en edad fértil, ignorando los problemas que afrontan las mujeres de edad avanzada. El Departamento del Censo estadounidense afirma que una de cada cinco mujeres de los Estados Unidos tiene actualmente más de sesenta y cinco años, y que para el año 2030 habrán pasado a ser una de cada cuatro. Y por otro lado se encuentra el grupo de población verdaderamente anciano, que supera los ochenta y cinco años de edad. Este grupo concreto es enorme en los Estados Unidos y en el mundo en su conjunto. M. Cathleen Kaveny afirma: «Alrededor de dos tercios de la población estadounidense que supera los sesenta y cinco años de edad son muje-

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res. El porcentaje se eleva a tres cuartos entre los mayores de ochenta y cinco años»6. La autora se fija específicamente en este problema a la luz de la tradición de la iglesia primitiva y de cómo los primeros cristianos se ocupaban unos de otros, celebrando e incluyendo a los mayores, muchos de los cuales eran mujeres que padecían enfermedades y cuyas capacidades estaban en declive. La mujer que tocó a Jesús y conoció su poder en su propia carne nos hace recordar tanto a las mujeres ancianas rechazadas del mundo como nuestra necesidad de avanzar temblando, caer de hinojos en adoración y decir toda la verdad. Somos llamados a confesar y expresar lo que Dios en Jesús y en el Cuerpo de Cristo ha hecho por nosotros, así como a exhortar al Cuerpo de Cristo a despertar, alzarse, extender los brazos a los márgenes y tender la mano a aquellos de los que el mundo menos se ocupa. La confesión es una parte vital del proceso de curación, liberación e incorporación a la verdadera familia de Jesús. La teóloga latinoamericana Elsa Tamez dice: «Confesar es hablar con franqueza con nosotros mismos y con Dios. La confesión nos deja en una situación de vulnerabilidad en la que estamos completamente expuestos. Esto es especialmente cierto cuando la confesión nace no del deseo de absolución, sino de la necesidad de decir la verdad, de romper el silencio»7. El artículo es la confesión de Elsa Tamez, nacida de la confusión en su pensamiento, ideas, luchas y de un intento de extraer sentido de las complejidades de la vida y de la violencia y la injusticia del mundo. Es su confesión personal; pero, como teóloga, incide también en el ámbito público, hablando por otros y con otros. Sabe que está ahondando en el misterio, en Dios, en las imágenes del ser humano y en la esencia de lo que unifica todo ello. Comienza diciendo: «Confieso que no podría vivir sin Ti, Dios mío, como tampoco podría hacerlo sin pan o sin amor. Los seres humanos necesitan pan y agua para sobrevivir. Debemos comer para vivir. Y vivimos más plenamente si nues6.

5.

Ibidem.

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7.

M. Cathleen KAVENY, «Older Women and Health Care»: America (12 de septiembre de 1998) 15-16. Elsa TAMEZ, «Confessions»: The Other Side (sept.-oct. 1998) 43.

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tro alimento se prepara con tiempo y cuidado, disfrutando al hacerlo y sin prisas. Cuando las alubias, las tortillas mexicanas, el maíz, el arroz, las verduras, la fruta y la carne (si hay) se transforman en una comida deliciosa, gozamos de la vida. Pero comer y beber no basta para sustentarnos. Necesitamos de los demás para compartir el alimento e intercambiar recetas. Necesitamos amor. No podemos vivir sin amar y ser amados, sin desear y ser deseados, sin tocar y ser tocados. Esto no significa que no haya momentos en los que amemos sin ser amados a cambio o en los que seamos amados sin desear amar a cambio. Podemos pasar por momentos en los que nos apartemos de alguien que ha extendido su abrazo a nosotros u otros momentos en los no haya nadie para abrazarnos. El temblor de nuestro cuerpo durante esos momentos de gran amor o gran decepción es signo de que vivimos la vida con sus alegrías y tristezas. No es posible separar la necesidad de amar de la necesidad de alimentarse. Ambas son experiencias corporales que se manifiestan no sólo en la carne, sino en el espíritu. El amor, como el pan, tiene sabor, que puede ser dulce o amargo. Del mismo modo que disfrutamos comiendo una buena comida, nuestro cuerpo siente placer en presencia del amado o dolor en su ausencia. Como Dios de toda vida, nuestro Dios es amor y pan. Confieso que no puedo vivir sin Dios, porque no puedo vivir sin amor o sin pan»8. Es una confesión maravillosa, bien pensada, bien construida, experimentada en la propia carne y con los demás. Habla de Dios, de los seres humanos, de relaciones y desuniones, de supervivencia y pérdida y de la pérdida definitiva: la falta de amor y la muerte. Y subyacentes a sus palabras acerca del pan y el amor están los ingredientes de ese pan: la veracidad, el perdón, el pecado, el sufrimiento, la muerte, la comunidad, la soledad, el mal y la justicia. Se preocupa por las imágenes de Dios, pero sus imágenes subyacentes e imperecederas son el amor y el pan. Y prosigue diciendo: 8.

Ibidem.

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«Las otras imágenes que a veces utilizamos para Dios -Creador, Juez, Padre, Madre, Liberador, Guerrero, Rey, Señor- son simples prolongaciones de esos nutrientes fundamentales de la vida: el amor y el pan. Por amor, el Creador proporciona pan a todas las criaturas. El Juez condena a los que quitan el pan y dejan a los demás sin él. La Madre y el Padre proporcionan pan a sus amados hijos e hijas. Por amor se libera, se gobierna con justicia, se genera vida, se es moldeado y se sufre como Cristo. El pan fundamenta ese amor en las realidades de la vida, asegurándose de que no se vuelva etéreo»9. Los episodios del capítulo 5 de Marcos finalizan con pan. Nos dice el evangelio: «[Jesús] insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer» (Me 5,43). La vida cercenada ha sido restablecida, sellada y afianzada sólidamente de nuevo. La vida no ha sido simplemente devuelta, sino que ha sido re-establecida, reafirmada y reconstituida, de modo que la niña y aquellos a los que se les ha dado vida junto con ella deben ser alimentados con un pan que sustente esa vida. Y Jesús les ordena que no le hablen de ello a nadie. Es ridículo. Nuestra respuesta inmediata es: ¿cómo evitar que todo el mundo se entere de lo sucedido? Y, sin embargo, la experiencia nos dice que la desilusión reina por doquier y que la incredulidad invade incluso las comunidades religiosas. La realidad del poder de Jesús sobre la misma muerte, sobre toda enfermedad, insania, violencia y pecado es algo sobre lo cual no es fácil hablar. Estas experiencias deben ser respetadas profundamente, por eso hay que escoger con mucho cuidado las palabras y hacer a otros partícipes de ellas antes de darles su forma definitiva y pronunciarlas ante los que no creen y no confesarán a Jesús ni se comprometerán en su seguimiento. La verdad plena no es fácil de conocer ni de expresar con rapidez. La tarea real de compartir el misterio de la presencia de Jesús, de la encarnación de lo Divino y Santo en la carne y la sangre humanas, debe ser incorporada a nuestra propia carne y sangre de manera personal y como familia, como Cuerpo de

9.

Ibidem.

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Cristo, es decir, como iglesia y como pueblo enviado al ancho mundo. Elsa Tamez lo sabe, y sabe también que vivir con fe en el mundo exige vigilancia y devoción. Finaliza, pues, su confesión del modo siguiente: «Confieso que he sentido muchas veces la necesidad de defender a Dios, de dar alguna explicación sobre cómo un Dios amante puede permitir la injusticia y el dolor que vemos en el mundo, la falta de pan y de amor. Hay ocasiones en las que siento que, si no tratara de defender a Dios, podría dejar de creer en él. Tengo que elaborar discursos y confesiones para dar razones de los silencios de Dios o de su oculta presencia cuando afrontamos las injusticias e impunidades en esta realidad de la desdicha. No creo que esas argumentaciones sean mendaces únicamente porque son elaboradas por esa razón. Creo que Dios inspira tal tarea y que dichos esfuerzos pueden ayudarnos a comprender el lado oscuro de Dios y de los seres humanos, los aspectos que parecen incomprensibles y contrarios a la luminosidad con la que estamos familiarizados. Creo que a Dios le gusta que yo haga teología de esta manera. No porque él sea "defendido", puesto que no necesita defensa alguna, sino que creo que a Dios le gusta que la gente trate de mantener la luz de la esperanza encendida día a día, aunque sea una luz débil, mientras vivimos en espera del tiempo en que la presencia de Dios se revele plenamente en el amor y el pan que se compartirán por todo el pueblo de Dios»10. El evangelio de Marcos es la confesión de su comunidad de Roma en los primeros tiempos de la iglesia, y su propósito era alimentar y dar vida a cuantos seguirían el sendero de la resurrección en los difíciles años siguientes. Han pasado casi dos mil años desde que se escribieron esas palabras y Jesús salvó a la mujer condenada a una muerte en vida por sus conciudadanos y por su comunidad religiosa, mientras se dirigía a salvar a una niña y a sus afligidos padres. Su historia de fe y esperanza, de valor decidido y de ira ante la muerte innecesaria son también nuestra historia. 10. Ibid., p. 45.

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Ellos encontraron palabras que compartir con los demás, palabras para alimentar las almas y los temblorosos pasos en la fe de otros, y nosotros somos llamados a ahondar en su historia y en nuestra propia vida para encontrar las palabras que confiesen la misericordia de Dios y la curación en nuestro propio tiempo e historia. A principios de la Edad Media, una mística inglesa, Juliana de Norwich, escribió: «El alma bienamada fue meticulosamente tejida por Dios en su confección, con un nudo tan sutil y fuerte que está unida en Dios. En esta unidad se hace eternamente santa. Y, lo que es más, Dios quiere que sepamos que todas las almas que se salvarán en el cielo sin fin están tejidas con ese nudo, unidas en esa unión y santificadas en esa santidad»11. Dios en Jesús está decidido a que logremos la salud, la vida y la liberación, sea cual sea nuestra edad, nuestro género o nuestro status en la sociedad. Si Dios tiene favoritos, son los marginados, los que se encuentran en la periferia de nuestro mundo, al otro lado de nuestras fronteras y límites. Finalizaremos con un cuento de Hans Christian Andersen, «La rana saltarina», que puede iluminar nuestros corazones y quizá también nuestros pasos a lo largo del camino e invitarnos a la danza de la vida resucitada, una vez que la veamos en los demás y sepamos que todos estamos invitados a ella: «Érase una vez un rey que tenía una única hija a la que quería con locura. Sucediera lo que sucediese en el reino, el rey pensaba en su hijita y en cómo le afectaría en su vida y su futuro. Cierto día hubo una discusión entre unos habitantes de su reino. El rey oyó casualmente a los tres argumentando e insistiendo en que cada uno de ellos era el mejor, el más hábil y el más importante. La rana, el grillo y la pulga afirmaban los tres ser capaces de saltar más alto que nadie. El rey los interrumpió y declaró: "Haremos un torneo para ver quién salta más alto, y el que gane será amigo de mi hijita para siempre". Y así se acordó. Se trazó un gran círculo en la arena y comenzó el torneo. La primera fue la pulga, que saltó 11. Juliana de NORWICH, Showings, Paulist Press, New York 1978, p. 284.

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tan alto que desapareció por completo y no volvió a ser vista. El rey la declaró "fuera de límites", descalificada y "pasada de rosca". El siguiente fue el grillo, que se frotó las patas, hizo unas cabriolas y a continuación dio su salto, cayendo justo en la cara del rey. Fue espantado, recibió un palmetazo y, por lo tanto, fue también descalificado. Y por último se presentó la rana, que miró a su alrededor a todo el público allí congregado, al rey, a su hijita y a todos los consejeros, e inmediatamente saltó al regazo de la niña. "¡Ah! -dijo el rey- ya tenemos ganadora". Y el rey confesó para que todos los presentes lo oyeran que, en su opinión, no había en todo su reino nadie más alto que su querida hijita. El cuento, como es natural, prosigue. La pulga se enfadó mucho por el giro que habían tomado los acontecimientos y declaró que las personas no eran justas y que se iba a vivir entre los animales, como ya sabemos que hizo. Si pasas mucho tiempo con gatos y perros, puede que encuentres a la pulga. El grillo, por su parte, tampoco estaba nada contento con el resultado, y decidió apartarse de todo e irse junto al riachuelo, entre los juncos y la yerba. Si alguna vez quieres apartarte de la gente y te encaminas a un riachuelo o un río, quizá, si escuchas y entiendes, el grillo te cuente este cuento». El cuento no es muy diferente del evangelio. Como le ocurre al rey con su hijita, Jesús nos dice que Dios considera que los menores de nuestro mundo son los más altos. Todos somos invitados a esa relación de familia donde no hay distinciones de clase, género, raza ni niveles económicos o sociales. Todos los pecadores son perdonados; todos los en otro tiempo poseídos están en su sano juicio; todos los enfermos y angustiados son curados y aliviados; y todos los muertos son devueltos de nuevo a la vida. En este reinado de Dios todos son hijas e hijos amados, alimentados con pan y amor, acogidos y tocados, asidos por la victoria de la justicia, y viven en paz, compartiendo la mano tendida del poder del Espíritu de Dios que mora ya entre nosotros. Y, naturalmente, cuando esto suceda, todo el mundo estará «enormemente asombrado».

6 Reinas Ester y Vastí

Un antiguo relato que aparece en muchas culturas constituye la base del más famoso cuento de la colección de Las mil y una noches. Es la historia de Sherezade, la mujer que entretejió cuentos durante mil y una noches para entretener al rey y añadir días a su vida, e incluso (en algunas versiones) crear una familia. Tendió cabos salvavidas hacia el futuro para sí misma y para otras, evitando la muerte que se había abatido sobre numerosas mujeres. Sherezade es un modelo de supervivencia en tiempos de opresión, pero es el cuento el que contiene el mensaje: «Érase una vez un rey casado con una mujer que le traicionó. Cuando su esposa escapó para vivir una nueva vida, el rey, amargado y enfurecido, juró no volver a casarse ni a confiar en nadie de nuevo. Pero decretó que cada noche le fuera enviada una joven virgen, que a la mañana siguiente era decapitada. Y la tarea de encontrar a las mujeres recayó en el principal de sus consejeros, so pena de ser el mismo ejecutado. Los días se contaban por los asesinatos, y la tierra misma vivía en medio del miedo y la desolación, haciendo duelo por las jóvenes que morían por decreto. Pronto, el rey fue odiado por todos, y las lamentaciones se escuchaban en el país entero. Aquella espantosa situación continuó hasta que sólo quedaron dos jóvenes en todo el país: las dos hijas del principal consejero. Cuando llegó el turno de que sus dos hijas murieran, fue cuando el consejero les confió lo que había estado haciendo y que ellas eran las siguientes mujeres a las que tocaba aquel abominable final. Ambas jóvenes escucharon a su padre y después se produjo un espeso silencio. Pero la hija mayor se puso a pensar y se

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le ocurrió un plan. Así que, aunque tenía miedo, se ofreció para ser entregada al rey, a fin de proteger a su hermana menor. Era inteligente, porque siempre había escuchado los cuentos y leyendas de su pueblo y conocía su historia y sus esperanzas; además, tenía una gran facilidad de palabra. Explicó a su padre su angustia por la muerte de tantas mujeres de su pueblo, así como por su futuro y por sus hijos, y que ella había estado pensando en cómo acabar con los asesinatos y con la crueldad que constituía su origen. Y declaró que ella los libraría a todos de la destrucción causada por el rey. Su padre estaba destrozado, pero ella no cejó en su empeño. Él la consideró orgullosa, insensata e inconsciente de la profundidad del peligro al que se encaminaría aquella noche, pero Sherezade estaba completamente decidida. Después habló con su hermana, Dunyazade, y le dijo: "Cuando esta noche se te ordene presentarte ante el rey, después de abrazarme, pídeme que te cuente un cuento para ayudarnos a pasar la noche antes de que yo sea decapitada". Y así Sherezade se entregó al rey, que disfrutó de su belleza, su risa y su libertad más de lo que nadie podía recordar. Pero cuando terminó con ella y quiso echarse a dormir, ella comenzó a llorar y gemir suavemente, como una niña pequeña. El rey se sintió movido a consolarla, y ella dijo simplemente: "Por favor, si voy a ser decapitada por la mañana, ¿podría pasar con mi hermana pequeña estas horas de la noche?". El rey envió a buscar a la hermana de Sherezade y, cuando ambas se abrazaron, Dunyazade le pidió que le contase algún cuento para poder recordarla, así como sus palabras, cuando hubiera muerto. Y Sherezade empezó su relato: "Érase una vez un mercader muy astuto en sus negociaciones y famoso por sus tratos y su riqueza. Solía viajar en busca de artículos y animales, y le encantaban sus viajes, los encuentros con desconocidos y la sabiduría que adquiría a lo largo del camino. A petición de un antiguo amigo, partió de nuevo. Era un viaje largo, por unas tierras tórridas y áridas, y cuando no pensaba más que en agua y una sombra, se encontró con un jardín. Parecía que había aparecido por milagro de la nada. El comerciante se pre-

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141 guntó si estaba en sus cabales, pero entró, se sentó bajo un nogal, sumergiéndose en su fresca brisa y saboreando la riqueza de un puñado de nueces. Entonces, de repente...".

El cuento captó pronto la atención del rey, que se quedó escuchando sentado, con los ojos fijos en Sherezade, fascinado por sus palabras, su rostro, el sonido de su voz e incluso la expresión de la cara de su hermana mientras escuchaba el desarrollo del relato. Pasaron ante ellos imágenes y sonidos, aromas y excitación, expectación, miedo y sorpresa, y el tiempo transcurrió volando. Finalmente, la luz se filtró a través de las cortinas del dormitorio. Cuando un rayo de luz llegó a la tela que cubría las rodillas de Sherezade, ésta se detuvo bruscamente. El rostro de Dunyazade se oscureció, y el rey se sintió contrariado. Sin pensar, le urgió: "Es un cuento estupendo. Nunca he oído nada igual, continúa". Pero Sherezade se volvió tristemente hacia él, señalando la luz de la ventana y diciendo: "Es verdad, es un cuento estupendo, y también su final, así como el cuento que podría contar esta noche, pero me ha llegado la hora de morir". El rey se sintió atrapado. Convocó a su consejero y le encargó cuidar de Sherezade y dejarla descansar, alimentarla bien y atender todos sus deseos. Porque quería escuchar otro cuento. Las dos hermanas y su padre se alegraron en extremo. Tendrían un día más de vida, que fue el primero de otros muchos más, porque Sherezade prolongó los cuentos, enseñando y estimulando al oyente hacia la esperanza, la libertad y el deseo, hacia la bondad y el amor. Pronto toda la ciudad y después el país entero supieron que el rey ya no mataba a las jóvenes vírgenes, porque había una que había detenido su mano. Lo que no sabían es que estaba moldeando su alma, cambiando su mente y ablandando su corazón. Y comenzaron a pasar las noches y los días. Sherezade incluso le dio tres hijos y así transcurrieron mil y una noches. Dunyazade hacía ya mucho que había dejado de acudir. Estaban solos el rey y su amada Sherezade, su maestra, su narradora de cuentos y poeta, su amiga. ¿Cuánto tiempo podía aquello durar? Fue Sherezade la que sacó el tema. Una mañana, mientras el sol salía, se volvió

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hacia el rey y le pidió un favor. Él se apresuró a responder: "Lo que quieras". Ella le pidió que le llevaran a sus hijos y, cuando llegaron, los abrazó y los acomodó con ellos en la cama. "Por favor, rey mío -suplicó- déjame vivir. Abóle tu decreto y permite que estos niños tengan una madre, una vida bendecida por la esperanza y un lugar seguro en el que poder crecer fuertes y libres, fieles a sus tradiciones ancestrales". El rey la miró largo rato sin decir nada. Después la tomó en sus brazos y declaró: "Sherezade, ¿no sabes que hace mucho tiempo que fuiste perdonada, antes incluso de concebir a nuestro primer hijo? Tus cuentos me hablaban de ti, de tu sinceridad, tu riesgo, tu amor por tu padre y tu hermana y también por tu pueblo. Tus cuentos me hablaban de guerras y sabiduría, odios y gran devoción a tus ideales, y tus cuentos me hablaban también de la autenticidad de mi maldad y de la posibilidad de la bondad. No quería que los cuentos terminasen, porque finalizaría nuestro tiempo juntos. ¿Te casarás conmigo y serás mi reina para que todo el pueblo pueda alegrarse con nosotros?". Y la versión islámica finaliza diciendo: "Quiera Alá, el sumamente compasivo, concedernos en sabiduría cuentos todos nuestros días, y, al final, una muerte que merezca la pena"».

belleza y su posición dentro de una sociedad oprimida en pro de la salvación de su pueblo de una muerte decretada. Es la heroína que utiliza sin tapujos su sexualidad para salvar vidas de judíos. Pero otros la consideran artera y llena de ardides, al ocultar su verdadera identidad, ser despiadada en sus demandas, no diferente del hombre al que sirve en su harén, puesto que emplea su poder para destruir en venganza a mujeres y niños. Para estos intérpretes, sus rasgos redentores son su valor al tratar de salvar a su pueblo y su dedicación a su raza. Otros la ven como una víctima atrapada en un harén, utilizada sexualmente por un rey cruel, utilizada también por su tío como un peón dentro de una intriga política para salvar a una nación. Desde este punto de vista, es una joven devota, aunque secuestrada, no consciente de su posición de poder hasta que es guiada a emplearlo en bien de su pueblo. Oculta su verdadera identidad no únicamente por miedo, sino porque sólo sirve secretamente al verdadero Dios de Israel. Para otros, «su comportamiento a lo largo de la historia es una obra maestra de habilidad femenina. De principio a fin, no da un paso en falso... Es un modelo de conducta adecuada en la vida del incierto mundo de la Diáspora»1. Sin embargo, otras estudiosas feministas la ven como el peor de los ejemplos para las mujeres:

Sherezade tocó la conciencia del rey de soslayo, utilizando las tradiciones y cuentos de su pueblo para mantenerse viva y, finalmente, convertir al tirano en un hombre al que poder amar por sus hijos y su futuro con ella, y así salvó a su pueblo y gobernó un reino desde detrás del trono. La historia de Ester participa de gran parte del objetivo y el esquema de la de Sherezade. Entre los judíos se debate si la historia de Ester debe o no formar parte del canon judío. El rollo de Ester es uno de los cinco rollos -El Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés (también llamado Qohélet) y Esterque están estrechamente asociados a las festividades del calendario litúrgico y la vida del pueblo judío. La historia de Ester sirve de base a la fiesta de los Purim. Los estudiosos contemporáneos interpretan la historia de Ester para revelar rasgos de carácter exageradamente contradictorios. Tradicionalmente, Ester es el modelo de mujer judía que usa su

«Soterrada en el carácter de Ester... hay una total sumisión al patriarcado. En contraste con Vastí, que se niega a ser un objeto sexual masculino y un juguete de su marido, Ester es el estereotipo de mujer en un mundo de hombres. Gana el favor por su belleza física y después por su habilidad para satisfacer sexualmente. Se centra en complacer a los que están en el poder, es decir, a los hombres»2. El episodio está basado más o menos en unos acontecimientos del tiempo de Asuero (llamado también Jerjes i), rey persa que reinó entre el 485 y el 464 A.c. Pero incluso esto está en discusión. 1. 2.

Sidnie Ann WHITE, «Esther: A Feminine Model for Jewish Diáspora», en (Peggy L. Day, ed.) Gender andDifference in Ancient Israel, Fortress Press, Philadelphia 1989. Alice L. LAFFEY, An Introduction to the Oíd Testament: A Feminist Perspective, Fortress Press, Philadelphia 1988.

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Y el texto tiene algunas peculiaridades. La versión original no menciona nunca el nombre de Dios, y en adiciones posteriores hay relatos de sueños, plegarias a Dios y un intento de explicar la brutal venganza de los judíos con respecto a sus enemigos. ¿Por qué está este texto incluido en el canon? Por ser una historia que tiene que ver con la sabiduría; estar basada en la historia de la opresión; y ser un episodio que expone audazmente el bien y el mal, exhortando a los judíos a recordar que, incluso cuando son esclavos y están en el exilio, Dios está oculto en su historia y en sus vidas cotidianas. El episodio apunta a la absoluta necesidad de obediencia a la alianza y de confianza en la comunidad para la supervivencia. Sin embargo, la historia de Ester nos presenta tantos problemas como ideas nos proporciona. En primer lugar, Ester, la judía oculta, es una reina-esclava en el harén de un déspota cruel. La historia comienza con lo que pretender ser una desagradable exhibición de derroche, inmoralidad y hedonismo. Kathryn Darr lo describe así: «Nuestra historia comienza con una opulenta muestra de falta de moderación. El escenario es Susa, capital del poderoso imperio persa, que abarca "de la India a Nubia". Después de agasajar a sus nobles y gobernadores durante ciento ochenta días de bacanales, el rey Asuero organizó una segunda celebración para todos los demás habitantes de la ciudad... El vino corría en abundancia. Fue, en suma, un despliegue asombroso. Mientras tanto, en unas estancias cercanas, la reina Vastí agasajaba a las mujeres invitadas»1. Al principio parece que también Vastí reina en su pequeño ámbito, siguiendo la costumbre de separar a los hombres y las mujeres para determinados festejos. Pero las cosas se van de las manos. En una muestra alcoholizada y tosca de poder y posesividad, el rey y sus invitados convocan a la reina para que se presente ante ellos. La reina se niega. Según parece, aunque pagana, posee un sentido de los límites de lo tolerable. Norma Rosen, en su libro Biblical Women Unbound: CounterTales, se refiere extensamente a Vastí y a lo que revela acerca de 3.

Kathryn DARR, Far More Precious Than Jewels: Perspectives on Biblical Women, Westminster / John Knox Press, Louisville 1991, p. 167.

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las mujeres, de la vida en la esclavitud y de lo que significa alcanzar un límite y resistir, aun sabiendo las consecuencias: «No he conocido a ninguna mujer a la que le guste la Megillah de Ester, porque demasiados aspectos de la historia nos hacen estremecer. En primer lugar, ¿qué hacer con Vastí? Parece una heroína de la insumisión, pero el texto no lo acepta. Es el genio de los rabinos midrásicos el que ha añadido la nota esencial que falta en la parte de Vastí en la historia. Cuando el rey envió a buscarla para que se presentase ante sus juerguistas invitados, un midrash de los Pirque de rabbi Eliezer dice que tenía que presentarse desnuda. Cada Purim tengo que volver sobre el texto para recordarme que este perspicaz detalle no está en el relato bíblico. Pero una vez que se conoce la versión midrásica, no se va de la cabeza, porque ha captado el texto y se ha hecho una parte legítima del mismo. Los rabinos no decían que Vastí era una heroína, sino que subrayaban nuestra sensación de lo que estaba en juego para ella. No era altiva y obstinada, sino que se respetaba a sí misma y era valiente. Sostuvo la sacralidad del aspecto humano, y por lo tanto divino, en una corte tan corrompida que cualquier mujer que entrara en ella se vería deshumanizada con toda certeza»4. El comportamiento de Vastí se percibe no como un mero acto de resistencia, sino que, al ser la reina, su manera de actuar puede tener consecuencias desastrosas para todo el reino. Su posición ha realzado y proyectado su persona más allá de sus opciones particulares. Se decreta, pues, su postergación, y su falta de respeto por los arbitrarios deseos del rey se inscribe en un decreto y se hace ley, a fin de proteger los derechos masculinos y de que «todas las mujeres [honren] a sus maridos, desde el mayor al más pequeño» (Est 1,13-20). Posteriormente, cuando la ira del rey se calme -y, probablemente, se encuentre sobrio-, recordará la desobediencia 4.

Norma ROSEN, Biblical Women Unbound: Counter-Tales, Jewish Publication Society, Philadelphia 1996, p. 170.

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de Vastí, pero también su relación con ella, aunque ya es demasiado tarde. Los cortesanos proponen al rey como solución que se le entreguen doncellas adecuadas para su placer, a fin de reemplazar a su, hasta hace poco, tan querida reina. Éstos son los prolegómenos de la historia de Ester, que se verá introducida en esta sórdida sociedad, como símbolo de la comunidad israelita subordinada a la nación persa. Muchas mujeres quieren hacer de Vastí la heroína de la historia, porque es más adecuada para nuestro tiempo: una mujer valiente que se defiende de su marido o de cualquier hombre que la posea como un objeto cualquiera y que acepta su postergación antes que obedecer una orden insultante. Sin embargo, aunque represente la resistencia individual a un poder ilícito, no es un modelo para la comunidad judía. Vastí no está conectada con una comunidad solidaria ni tampoco con un amplio sistema moral, legal y estructural. La nación judía está preocupada por su supervivencia en medio de la esclavitud, la opresión, el exilio y un clima de genocidio, no por el sentido de la afrenta de una persona individual en el plano de la indignidad sexual. El comportamiento de Vastí no carece de importancia, pero es la conducta de una persona en contacto con el poder. Su ejemplo es, pues, un punto muerto para una comunidad inquieta por vivir en medio del odio y la constante amenaza de aniquilación por parte de un gobierno hostil y unos individuos agresivos. Nuestro episodio tiene que ver con la salvación para un pueblo, no con los niveles individuales de tolerancia al abuso. Ahora aparece Ester, pero no sola. Desde el principio está acompañada por su tío Mardoqueo, que la había criado. Ester se había quedado huérfana, y Mardoqueo la había adoptado. Incluso en la cautividad, la familia y la nación deben mantenerse unidas y cuidar de sus miembros más débiles. La imagen de Ester es mixta: en una situación difícil, utiliza lo que la naturaleza le ha dado; al mismo tiempo, aprende de su tradición y su herencia a emplear su poder y sus recursos naturales en conjunción con el parecer de la comunidad. Y lo hace para fortalecer la alianza y la comunidad judía en un ambiente hostil. Es amparada por el encargado de las mujeres, que la toma a su cuidado:

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«Cuando se proclamó la orden y el edicto del rey, fueron reunidas muchísimas jóvenes en la ciudadela de Susa, bajo la vigilancia de Hegué; también Ester fue llevada al palacio real y puesta bajo la vigilancia de Hegué, encargado de las mujeres. La joven le agradó y ganó su favor, por lo que se apresuró a proporcionarle cuanto necesitaba para su adorno y mantenimiento; diole también siete doncellas elegidas de la casa del rey y la instaló, con sus doncellas, en el mejor departamento del harén» (Est 2,8-9). ¿Quién este encargado de las mujeres? Su nombre, Hegué, es judío, conectado con Mardoqueo. ¿Es parte de una vasta red de esclavos judíos en el mismo palacio real?; ¿mantiene, como Ester, en secreto su nacionalidad y su religión? Hegué sabe lo que le gusta al rey y se asegura de que Ester satisfaga esos gustos. Ambos trabajan juntos desde el principio, y pronto ella es la reina Ester. Por otro lado, Mardoqueo, en el proceso de mantener la vigilancia sobre la joven, oye a dos eunucos comentar un plan para asesinar al rey. Mardoqueo se lo dice a Ester, que se lo transmite al rey. Las conexiones se intensifican. Posteriormente, Mardoqueo se niega a cumplir una orden de Aman, que es el dignatario de mayor rango. Mardoqueo no se postra ante Aman. La razón de esta negativa es que Mardoqueo es judío. Aman se encoleriza, y su rabia se enardece no sólo contra Mardoqueo, sino contra todos los judíos. La amenaza cobra forma, y Aman posee los recursos y el poder para dar curso a su odio. Aman recibe el permiso real y se elabora un decreto «para exterminar, matar y aniquilar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, y para saquear sus bienes, en el espacio de un solo día, el trece del mes doce» (Est 3,12-13). El duelo en saco y ceniza se extiende por la comunidad judía, pero Ester es ajena a esta cadena de acontecimientos y tiene que enviar a uno de sus eunucos para averiguar lo que sucede. Entonces hay un intercambio de mensajes entre Mardoqueo y Ester a través de los eunucos y las esclavas. Mardoqueo pide a Ester que suplique al rey misericordia y que interceda por su pueblo. Ester, a su vez, envía el mensaje de que, si se presenta ante el rey sin ser llamada, será condenada a muerte, y que hacía treinta días que no había sido llamada. La apuesta inicial se incrementa; ahora deso-

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bedecer y presentarse ante el rey merece la muerte. Su acto de desobediencia es más peligroso que el de Vastí. Y ahora llegamos a lo esencial del episodio. Mardoqueo envía a Ester el siguiente mensaje: «No te imagines que por estar en la casa del rey, te vas a librar tú sola entre todos los judíos, porque, si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte vendrá el socorro de la liberación de los judíos, mientras que tú y la casa de tu padre pereceréis. ¡Quién sabe si precisamente para una ocasión semejante has llegado a ser reina!» (Est 4,13-15). Ester asume su papel como judía y como reina, y responde a Mardoqueo: «Vete a reunir a todos los judíos que hay en Susa y ayunad por mí. No comáis ni bebáis durante tres días y tres noches. También yo y mis siervas ayunaremos. Y así, a pesar de la ley, me presentaré ante el rey; y si tengo que morir, moriré» (Est 4,16). Ester acomete la desobediencia civil en nombre de su pueblo, con el respaldo del mismo que, en solidaridad, ayunará y orará con ella. Esta es la acción de un pueblo, una revolución que pondrá en marcha su posterior liberación y rehabilitación por parte de Dios. Aquí es donde el texto griego introduce las oraciones de Mardoqueo y Ester, del mismo modo que previamente han sido incorporados los sueños enviados a Mardoqueo acerca de lo que Dios ha pretendido hacer por su pueblo desde el principio. En el relato griego, la trama entera ha sido planificada desde el comienzo, del mismo modo que la estratagema de Sherezade para seducir al rey mediante sus cuentos. Ahora el rey será seducido no fundamentalmente mediante la belleza de Ester, aunque también desempeñará un papel, sino mediante la oración, el ayuno y la fe del pueblo judío en la providencia divina por peligrosa que sea su situación entre las naciones. Mardoqueo ora así: «¡Señor, Señor, Rey Omnipotente! Todo está sometido a tu poder, y no hay quien pueda resistir tu voluntad si has decidido salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y cuantas maravillas existen bajo el cielo. Eres Señor de todo, y nadie puede oponerse a ti, Señor...

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Y ahora, pues, Señor, Dios, Rey, Dios de Abraham, perdona a tu pueblo, porque andan mirando cómo destruirnos y han deseado exterminar la heredad que fue tuya desde siempre... Todo Israel clamaba con todas sus fuerzas, pues tenían la muerte ante los ojos» (Est 4,17b-17i). Y Ester ora también, sola aunque unida a su pueblo: «Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y mi vida está en peligro. Yo oí desde mi infancia, en mi tribu paterna, que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos y a nuestros padres de entre todos sus mayores para ser herencia tuya para siempre cumpliendo en tu favor cuanto dijiste. Ahora hemos pecado en tu presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus dioses. ¡Justo eres, Señor!... Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción; y dame a mí valor, rey de los dioses y señor de toda autoridad. Pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en presencia del león; vuelve el odio de su corazón contra el que nos combate para ruina suya y de los que piensan como él. Líbranos con tus manos y acude en mi socorro, que estoy sola y a nadie tengo, sino a ti, Señor... Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los desesperados, líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor» (Est 4,171-17z). Estas oraciones son importantes, porque revelan la fe de Israel y el servicio a Dios de Mardoqueo y Ester por encima de todo aquello a lo que se ven forzados en aquel envilecido reino. Son las oraciones desesperadas de un pueblo atrapado por las fuerzas del mal. Especialmente en determinados fragmentos de la oración de Ester percibimos su aversión a su vida, su servidumbre y su posición, así como a sus deberes para con el rey. Vive constantemente reprimida, quizá por oposición a Vastí, que disfrutó al menos de un limitado poder en el reino. La Biblia nos dice que Ester se presentó ante el rey sin ser anunciada, «resplandeciente» después de haber invocado al «que

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vela sobre todos y los salva». Lleva una máscara de alegría y amor y aparenta estar segura de sí misma, aunque su corazón está atenazado por el miedo y está vacilante por la falta de comida y bebida durante su ayuno. El ayuno ha intensificado su belleza y su poder, dejándola más débil y, por ello, más atractiva para el rey. El texto nos dice que... «...mudó entonces Dios el corazón del rey en dulzura, angustiado se precipitó del trono y la tomó en sus brazos y en tanto ella se recobraba, le dirigía dulces palabras, diciendo: "¿Qué ocurre, Ester? Yo soy tu hermano, ten confianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al común de las gentes. Acércate". Y tomando el rey el cetro de oro, lo puso sobre el cuello de Ester, y la besó, diciendo: "Habíame"» (Est 5,le-2). El episodio se desarrolla como una novela. Ester se desmaya después de alabar la apariencia y el poder del rey y comentar su amabilidad. Y ahora es el rey el que está angustiado. Sorprendentemente, Ester pide permiso para invitar a Aman a un banquete que ella ha organizado para aquel mismo día. Así se hace. Posteriormente, en el banquete, en medio de las libaciones, el rey ofrece a Ester la mitad de su reino si lo desea. Ella responde con una invitación a otro banquete, con Aman como invitado, al día siguiente. Aman está encantado. Deja el banquete y ve una vez más a Mardoqueo en la puerta. Mardoqueo se niega de nuevo a postrarse, y la ira de Aman se vuelve a enardecer, pero la oculta, se va a su casa y llama a sus amigos y a su esposa para alardear de su posición en la corte e incluso del favor de la reina Ester. Pero también está claro que nada de ello es bastante mientras Mardoqueo y los judíos sigan vivos. Su esposa y sus amigos le sugieren construir una horca para colgar a Mardoqueo, a fin de apaciguar temporalmente la ira de Aman. Ahora están todos implicados en la conspiración contra los judíos, del mismo modo que los judíos están implicados en su conspiración con Dios para salvarse. Aquella noche el rey no puede dormir y hace que le lean las crónicas del reino, de manera que refresca la memoria respecto de la historia de la denuncia que realizó Mardoqueo del intento de asesinato contra él, y descubre que Mardoqueo no fue recompensado. Al día siguiente, antes del banquete, cuando llega Aman, le

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pregunta que cómo él, el rey, debe honrar a alguien. Aman piensa que se refiere a él y sugiere vestiduras regias, un caballo y ser conducido por toda la ciudad haciendo su panegírico en presencia de todo el pueblo. Y el rey ordena de inmediato a Aman que haga eso con Mardoqueo. De manera que, en lugar de ahorcar a Mardoqueo en una de las nuevas horcas, Aman se ve forzado a honrarle y se encoleriza. De vuelta a su casa está sombrío y desmoralizado, y sus amigos empiezan a ver que su plan puede frustrarse. Aman es escoltado al banquete. Una vez más el rey ruega a Ester que exprese lo que desea, y en esta ocasión Ester habla y pide su vida y la de su pueblo, cuya masacre y extinción han sido determinadas (Est 7,3-4). En respuesta a la pregunta del rey sobre quién ha planeado tal acto, Ester se pone en pie y señala a Aman como el «miserable» «perseguidor y enemigo». El rey, encolerizado, sale al jardín, y Aman se aproxima a Ester para suplicar por su vida. Ha leído su suerte en el rostro del rey. En su miedo, se deja caer en el lecho en que Ester se reclina (que es lo acostumbrado en tales banquetes). Vuelve a entrar el rey y se enfurece, pensando que Aman está seduciendo a la reina. Otro de los siervos de Ester, otro eunuco, informa de que Aman ha construido una horca de cincuenta codos para Mardoqueo, que ha servido fielmente al rey. Este decreta que la horca es ahora para colgar a Aman, y así se apacigua la cólera regia. Este episodio trata del poder, el odio, las intrigas y los sistemas políticos, así como de las vidas personales en tales sistemas corruptos, al lado de una sociedad alternativa, con otro código, como la comunidad judía en la diáspora. Ester revela quién es con relación a Mardoqueo, y éste es honrado con el sello del rey. Ester entonces llora una vez más suplicando al rey que frustre la maquinación que Aman había puesto en marcha. Y el rey no sólo accede al deseo de Ester, sino que faculta a Mardoqueo para redactar decretos con respecto a los judíos bajo la autoridad real y en nombre del rey. Los edictos son sorprendentes, casi increíbles en cuanto a su alcance y fuerza: «En las cartas concedía el rey que los judíos de todas las ciudades pudieran reunirse para defender sus vidas, para exterminar, matar y aniquilar a las gentes de todo pueblo o provincia que los atacaran con las armas, junto con sus hijos y sus muje-

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res, y para saquear sus bienes, y esto en un mismo día, en todas las provincias del rey Asuero, el trece del mes doce, que es el mes de Adar» (Est 8,11-12). El pueblo se regocijó y se preparó para masacrar a sus enemigos en todas las ciudades y provincias. Nadie se les resistió, porque entonces todos temían a Mardoqueo, que había alcanzado tal nivel de poder en el reino. «Los judíos pasaron a filo de espada a todos sus enemigos» (Est 9,5). Cuando Ester es consultada de nuevo por el rey, pide que los diez hijos de Aman sean colgados, y le es concedido. Y el decimoquinto día los judíos descansaron, haciendo de él un día de fiesta y regocijo (Est 9,18). Así se instituyó oficialmente la fiesta de los Purim: «Mardoqueo... envió cartas a los judíos... ordenándoles que celebraran todos los años el día catorce y el día quince del mes de Adar, porque en tales días obtuvieron los judíos paz contra sus enemigos, y en este mes la aflicción se trocó en alegría y el llanto en festividad; que los convirtieran en días de alegres festines y mutuos regalos, y de donaciones a los pobres» (Est 9,20-22). El acto personal de desobediencia civil que realizó Ester tuvo como resultado la salvación de su pueblo, pero también se vio seguido por una orgía de asesinatos que hace palidecer la escena de apertura del libro -el banquete orgiástico del rey-. La fiesta de los Purim -que se celebra con representaciones teatrales y disfraces, festejando la muerte de Aman, de sus hijos y de cuantos eran considerados enemigos de los judíos- hace, desgraciadamente, que la escena inicial de embriaguez y ostentación de Vastí parezca casi civilizada en comparación. La fiesta huele a racismo, genocidio y tiranía. Ahora son Ester y Mardoqueo los que reinan, utilizando al rey para practicar su abuso del poder. Se cambian las tornas, con Dios del lado de los judíos. Los verdugos se convierten en víctimas, y las víctimas en unos verdugos aún peores. Es un terrible cambio de papeles que experimenta una escalada desembocando en una masacre de mujeres y niños inocentes que no han desempeñado papel alguno en las conjuras, sino que simplemente están relacionados con los percibidos como «enemigos», que se cifran en setenta y cinco mil en las provincias.

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Muchos eruditos judíos insisten en que el libro originalmente terminaba en el capítulo 8 versículo 17, con la promulgación del edicto y las celebraciones, cuando el pueblo se preparaba para desquitarse de sus enemigos: «Hubo entre los judíos alegría triunfal... Y muchos habitantes del país se hicieron judíos, pues el temor a los judíos se había apoderado de ellos». Estos estudiosos arguyen también que el frenesí asesino y la venganza desproporcionada no se dieron ni se alentaron nunca, y menos aún se utilizaron como fuente de regocijo, y que el texto registra simplemente el fin de la amenaza contra los judíos. Una vez expuesto el trasfondo, podemos volver a las dos mujeres: Vastí y Ester. Comencemos con Vastí. No es judía; de hecho, odiaba encarnizadamente a los judíos y era, según los rabinos, «hija del pérfido rey Baltasar, verdugo de Daniel, y nieta de Nabucodonosor [el odiado rey que destruyó el templo de Jerusalén y exilió al pueblo a Babilonia]»5. Además, había insistido en que Asuero pusiera fin a la reconstrucción del templo y había forzado a las mujeres judías a despojarse de sus ropas cada sábado y trabajar. Sin embargo, muchas mujeres contemporáneas consideran a Vastí la heroína del libro, olvidando sus antecedentes en la amenaza de genocidio del pueblo judío. Dichas mujeres afirman que Vastí fue preterida, no por su desobediencia, sino por los posibles efectos de su acción en otras mujeres sin su poder, que seguirían su ejemplo oponiéndose a sus maridos: «Si Vastí no era castigada, su decisión podría ser el inicio de una importante revolución. Otras mujeres podrían considerarla su modelo, y su ejemplo les daría alas para rebelarse contra la dominación de sus maridos. Fue apartada por ser una enorme amenaza al status quo patriarcal»6. Hay que preguntarse, sin embargo, si Vastí pensó que su desafío sería un acto que inspiraría a otras mujeres un comportamiento similar. Sus acciones revelan sin duda la dignidad de una persona que se resiste a ser violentada, aunque las consecuencias sean su apartamiento del sistema o la muerte misma. Pero su historia no 5. 6.

Kathryn DARR, Far More Precious Than Jewels, op. cit., p. 169. Alice L. LAFFEY, An Introduction to the Oíd Testament, op. cit., pp. 214-215.

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tiene que ver con una resistencia dirigida a inspirar las vidas ajenas. También Ester es producto de su raza, su cultura y, en este caso, su experiencia histórica de la esclavitud; experiencia que es también la de todo su pueblo. A veces es acusada de ser complaciente, servil y pasiva, así como de utilizar su sexualidad para prosperar. Pero el episodio de su vida tiene que ver con la supervivencia de una nación frente a la historia; una historia ligada a la infidelidad del pueblo por haber rendido culto a otros dioses y al poderío de otras naciones, en lugar de haberse fiado de la protección de su Dios con fidelidad y rectitud. Ester pertenece a un pueblo que vive en una situación precaria y peligrosa, y cualquier acto de un miembro de ese grupo puede poner en riesgo de perder la vida a los individuos y al pueblo entero Un tema subyacente es cuál de las dos mujeres obedeció y cuál desobedeció. Vastí desobedece la orden del rey por razones personales. En cierto sentido, muestra obediencia en primer lugar a sí misma. Ester, en contraste, primero obedece a Mardoqueo y las tradiciones de ayuno y oración de su pueblo, antes de desobedecer la orden del rey. Ester, por tanto, practica la desobediencia civil no violenta, respaldada por su pueblo. Utiliza su poder, su lugar en una sociedad brutal, para la vida, poniéndose ante Dios y confiando en que el poder divino cambie el corazón del rey. Y todo depende del momento clave en que su acto de desobediencia hace frente al rey, y Dios cambia la ira real en amabilidad. Éste es el sentido de la historia: que Dios interviene para proteger, defender y socorrer a su pueblo en medio del peligro y la desesperación, trabajando con el pueblo, que se ha arrepentido y ahora, en el exilio, es fiel. El episodio trata del poder de Dios en la historia y de cómo la gloria de Dios reside en su pueblo, que será salvado a pesar de lo que la historia intenta hacerle. Ester es dependiente no sólo de Mardoqueo, sino también de las esclavas del harén y de los que sirven al rey como mensajeros, protectores y maestros. Actúa en conjunción con su pueblo y se convierte en reina cuando acepta la posibilidad de morir por el bien de su pueblo. Es, pues, obediente a Dios y a sus exigencias, que surgen del sufrimiento de su pueblo. Su historia se vuelve problemática cuando vence y la maquinación de Aman es detenida e

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invertida. ¿Qué decir de la orgía asesina de los judíos?; ¿es eso justicia? Después de todo, una vez que la crisis ha pasado para Ester y su pueblo, no se comportan de manera distinta que los que previamente los habían esclavizado y amenazado. Su comportamiento no tiene que ver con la liberación, sino que es tiranía, sancionada ahora por un decreto religioso. Incluso la historia de Sherezade termina más humanamente. Judith Plaskow dice que ella ha experimentado el capítulo 9 del libro de Ester como sanguinario y atroz: «Este año, la tarde de los Purim, encendí la radio y escuché que Baruch Goldstein había utilizado la fiesta para segar treinta vidas de árabes que estaban orando en la mezquita de Hebrón. Caí en la cuenta de que la historia de los Purim en la Tora no ha condenado ni abordado el sustrato de ponzoñosa objetivación del Otro que contiene el capítulo 9»7. El capítulo 9 es un texto duro, tanto que muchos, si no la mayoría, no creen revele la verdad ni exprese los valores del pueblo judío. Plaskow dice sucintamente: «De la Tora aprendemos que hay grupos completos de seres humanos que son tan malvados, o tan distintos de nosotros, que marginarlos o destruirlos no sólo no es impensable, sino que está ordenado por la divinidad»8. Plaskow cree que no se puede encontrar una explicación convincente para el texto ni es posible relegarlo a un período histórico pasado, sino que la lectura de estos pasajes problemáticos puede utilizarse para transformarlos en «oportunidades de conversación y aprendizaje comunitarios». En este caso, pueden ser empleados para investigar las preocupantes actitudes de los judíos hacia los palestinos. Los textos problemáticos deberían incluso ser leídos de una manera -como una salmodia- que subrayase la inquietante naturaleza de los propios textos y las emociones y problemas morales que suscitan. Es verdad, dice Plaskow, que estos textos «han ayudado a sobrevivir a un pueblo perseguido». Pero también tienen otro sentido:

7. 8.

Judith PLASKOW, «Dealing with the Hard Stuff»: Tikkun 9/5, 57. Ibid., p. 58.

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«Quiero también lidiar en comunidad con los peligros de la historia de los Purim para un pueblo con poder, y con los usos criminales a los que este texto se ha aplicado, en parte en mi nombre. Continúo buscando modos de abordar una herencia compleja y contradictoria, y maneras de sacar vida y justicia incluso de sus aspectos más dificultosos»9. Un editorial de Tikkun, publicado dos años después de las manifestaciones de Plaskow, se refiere incluso más directamente a lo que significa debatirse con un texto difícil. Dice lo siguiente: «Reconozcamos durante los Días Santísimos de 5759 (del 20 al 30 de septiembre de 1998) que los judíos tenemos mucho que expiar en Israel. Durante treinta y un años, Israel ha tenido sometidas a dos millones de personas, negándoles el derecho tanto a participar en las elecciones israelíes como a crear su propio estado independiente. Este sometimiento se ha mantenido por la fuerza y la brutalidad, mediante violaciones de los derechos humanos documentadas (incluido el uso continuo de la tortura) y el hostigamiento continuo y la humillación del pueblo palestino... Las futuras generaciones de judíos preguntarán cómo ha podido aprobar nuestra generación tamaña depravación... Por tanto, en este período de los Días Santísimos, comprométamenos de nuevo a luchar por un mundo distinto, un mundo en el que podamos ver a Dios en los demás y tratarnos unos a otros con amabilidad y gentileza, así como regocijarnos con la belleza y las maravillas del universo»10. En un plano más personal, Ester puede seguir sirviendo de modelo de esperanza y revolución para los tiempos peligrosos. El escritor indio norteamericano Leslie Marmon Silko dice: «Lo. mejor de la vida es que alguien te cuente una historia». Y si esa historia es de esperanza, de resistencia al mal, de desobediencia no violenta compartida con otros, de justicia para todos y de humanidad de todos, entonces es una historia verdaderamente revolucionaria y capaz de salvarle a uno de la muerte. 0 Ibidetn. 10. Editorial de Tikkun 13/5 (1998).

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Otra Ester, Etty (Ester) Hillesum, trata algunos temas que arrojan luz sobre los actos de la Ester bíblica y las consecuencias de los mismos. En su autobiografía An Interrupted Life, dice Hillesum: «Con odio no iremos a ningún sitio. Tenemos tanto trabajo que hacer en nosotros mismos que no deberíamos pensar en odiar a los que llamamos "nuestros enemigos". Cada átomo de odio que añadimos a este mundo lo hace más inhóspito. Frente a cada nuevo ultraje y cada nuevo horror, debemos ofrecer una muestra más de amor y de bondad, sacando fuerzas de nuestro interior. Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir. Entonces es cuando dijiste: "Pero eso no es ni más ni menos que cristianismo". Y yo repliqué con bastante frialdad, divertida por tu confusión: "Sí. Cristianismo. ¿Y por qué no?"»11. Esta joven judía holandesa, que murió en Auschwitz, escribió en unas circunstancias más terribles y apremiantes que las de Ester. Dirigiéndose a Dios, dice: «¡Qué pena! No parece que Tú puedas hacer demasiado respecto de las circunstancias o de nuestras vidas. No es que yo te considere responsable. Tú no puedes ayudarnos, pero nosotros debemos ayudarte y defender hasta el final el ámbito en que Tú moras en nosotros»12. Y una de las últimas frases que escribió transmite la esencia de la liberación y la verdadera resistencia al mal: «Deberíamos estar dispuestos a ser un bálsamo para toda herida»13. Éste es el legado de una Ester más contemporánea, Etty Hillesum, nacida el 15 de enero de 1914 y asesinada el 30 de noviembre de 1943. Las historias de ambas Ester tratan, en definitiva, de la esperanza. Vaclav Havel dice: «La esperanza es una orientación del espíritu, una orientación del corazón. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, prescindiendo de cómo resulte».

11. Etty HILLESUM, An Interrupted Life, Penguin, New York 1991. 12. Ibid., p. 51. 13. Ibid., p. 196.

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Y por ello actuamos; obedecemos y desobedecemos; resistimos y obramos en pro de la justicia; no sólo por nosotros mismos y los nuestros, sino por todos, por esperanza, porque existe lo verdadero, lo humano y lo que es la voluntad del Santo, la chispa de la Divinidad en todos nosotros. Es en los tiempos en que la esperanza se encuentra amenazada, en los tiempos de Ester, en tiempos como los nuestros, cuando su historia -hasta que se orienta hacia la venganza- es una historia para todos los pueblos. Como Sherezade, la narradora de cuentos, necesitamos al menos mil y uno de esos cuentos para abolir el decreto de muerte y lentamente, siempre muy lentamente, transformar los corazones de todos en corazones hechos de bálsamo y felicidad, en tiempos merecedores de ser celebrados.

7 Una juez, una esclava y tres viudas

Hay un relato del Talmud que aparece en muchas otras tradiciones culturales. Se titula «La trinchadora inteligente», «Una mujer lista» o «La sabiduría consiste en saber ver». Es un buen modo de comenzar este capítulo por sus ideas y giros imprevistos en cuanto a cómo ver y utilizar el poder en beneficio de los demás, aunque muchos puedan no comprender por qué se usa el poder de ese modo concreto: «Érase una vez una familia que, inesperadamente, fue visitada por un príncipe que estaba de viaje y se había perdido. Al llegar a la casa, al margen del sendero marcado, le dieron alojamiento y hospitalidad. Eran pobres, pero, como era su costumbre, tomaron la única carne de la que aún disponían, el gallo, y lo prepararon como cena. Se sentaron en torno a la mesa, bendijeron los alimentos y todos esperaron ávidamente su ración. La hija mayor tomó los cubiertos para trinchar el ave y se dispuso a distribuirla. Para gran sorpresa de los padres, trinchó y repartió el gallo de manera muy extraña. La cabeza fue para el padre, el esqueleto del ave para la madre, toda la carne disponible para los niños y ella misma y las alas para el príncipe que estaba de visita. Nadie dijo nada, pero los padres se miraron perplejos. Los niños, sin embargo, estaban encantados y atacaron de inmediato la ración que tenían en sus platos. El príncipe, acostumbrado a la parte del león en cualquier comida, estaba atónito, pero tampoco dijo nada, limitándose a mirar con insistencia a la joven durante el resto de la comida. Los niños y el príncipe se prepararon para pasar la noche, y el padre y la madre, a la primera oportunidad, preguntaron a

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la hija por la forma en que había distribuido el gallo. La jovencita estaba muy segura respecto del reparto que había hecho y explicó: "Padre, a ti te serví el primero la cabeza del ave, porque tú eres el cabeza de familia. Madre, a ti te serví a continuación el esternón del ave con sus costillas, porque nos has llevado a todos en tu interior y sigues llevándonos como un barco en las peligrosas aguas de la vida. A los niños les di la carne del ave, porque son pequeños, están hambrientos y son el auténtico corazón de la familia. Y al príncipe, que se marchará mañana y no volverá a pensar en nosotros, le serví por ello las alas del ave. Si se ha ido hambriento a la cama esta noche, quizá ello le haga comprender que nosotros nos vamos hambrientos a la cama con más frecuencia que hartos, y ahora ni siquiera tenemos a nuestro gallo, por su inesperada visita". Y los padres se quedaron impresionados por el sentido común de su hija. El príncipe estaba escuchando la explicación y se sintió fascinado por la sencilla sabiduría y la profunda interpretación de la joven, que había combinado la necesidad de practicar la hospitalidad con las necesidades permanentes de su familia y la conciencia del comportamiento y el status vital de los demás. Por la mañana la miró de un modo nuevo con ojos abiertos y receptivos, y no le sorprendió descubrir que se había enamorado de ella». ¿Se trata de una jovencita inteligente o de una mujer joven más madura de lo que corresponde a su edad debido a la pobreza y la experiencia?; ¿posee grandes dosis de sentido común o un deseo de justicia y el valor de obrar de acuerdo con sus convicciones? Estas preguntas y algunas de las respuestas determinan el trasfondo de la época histórica de los jueces de Israel. Después de la muerte de Josué, los israelitas eran unas tribus y clanes desestructurados que intentaban asentarse en la tierra de Canaán, que era un territorio ya ocupado. En algunos ocasiones se reunían a conferenciar y hacían incursiones en los territorios ajenos, apoderándose de porciones de los mismos, aprendiendo a convivir, en los esporádicos períodos de paz, con los habitantes y, en otros momentos, luchando para retener el territorio adquirido. Por lo general, los israelitas se limitaban a sobrevivir, a merced de

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los nómadas errantes y de las tribus feroces, sometidos a incursiones y saqueos. Algunos grupos se reunían en torno a diversos líderes, que eran personas normales, pero poseían sentido común y una visión que recordaba a la vez la singular alianza de Israel con Yahvé en el monte Sinaí y percibía la mano de Dios en su historia contemporánea. Eran unos tiempos salvajes, y las batallas podían tener como resultado el hambre, la destrucción de las cosechas y la endogamia forzosa. Dichos líderes eran primitivos pero sabios en su propio marco histórico. Las notas introductorias al libro de los Jueces de la Biblia de la Comunidad Cristiana nos recuerdan lo que significaba la designación de «juez» en este contexto: «Estos hombres [y una mujer, Débora] son conocidos en la historia como los "shofetim", palabra que significa al mismo tiempo "jefes" y "jueces". Debemos recordar que en la cultura hebrea e incluso en el evangelio, la palabra "juzgar" significa también "gobernar" (Mt 19,28). Por esta razón, personas que no han sido nunca miembros de un tribunal son llamadas "jueces". Quizá debamos entender la palabra "jueces" de otro modo: esas personas eran instrumentos de la justicia de Dios. Los jueces no eran santos en el sentido que damos a esta palabra; no obstante, Israel veía en ellos al salvador que Dios, en su misericordia, les enviaba. Matar a un jefe enemigo o a los filisteos ya no es para nosotros un acto religioso; pero, si tenemos presente la época y el medio, esas personas tenían fe y eran valerosas en medio de una gran cobardía. Al despertar de la pasividad a sus hermanos y hermanas, se preparaban para una nueva fase de su historia». Y muy al principio del libro de los Jueces leemos que «Los israelitas hicieron lo que desagradaba a Yahvé. Se olvidaron de Yahvé su Dios y sirvieron a los Baales y a las Asheras. Se encendió la ira de Yahvé contra Israel y los dejó a merced de Kushán Riseatáyim, rey de Edom, y los israelitas sirvieron a Kushán Riseatáyim durante ocho años. Los israelitas clamaron a Yahvé, y Yahvé suscitó a los israelitas un libertador que los salvó: Otniel, hijo de Quenaz y hermano menor de Caleb» (Je 3,7-9).

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mían disputas y litigios y decidían sobre problemas sociales. Débora se sentaba bajo una palmera entre Betel y Rama para desempeñar este papel. En esta parte de Palestina hay escasas palmas, y la palmera que recibió su nombre por Débora, que se alza en la montaña de Efraím, era una rareza. Desde los días del paraíso, la palmera ha tenido un significado mítico y simbólico; es considerada el árbol de la vida, cuya hoja es perenne, símbolo de la vida eterna y signo de la esperanza y la victoria. Los hijos de Israel acudían a Débora -que se sentaba bajo la palmera- en busca de justicia. Incluso el nombre de Débora, que significa "abeja", es un antiguo símbolo de realeza y de la madre benéfica, que alimenta a su pueblo con "miel"»1.

Ésta será la pauta durante esta fase de la historia israelita. Conocerán un período de relativa estabilidad, empezarán a olvidar las exigencias de la alianza y la necesidad de mantenerse unidos cuando dan culto al Dios único al que pertenecen, y se entregarán a dar culto a otros dioses. Entonces serán dejados en manos del poder y los caprichos de las tribus y naciones más fuertes que ellos, hasta que empiecen a volverse de nuevo hacia Yahvé y clamen a él en su angustia. Finalmente, se les dará un salvador, una persona que los guíe en los tiempos duros, fortaleciendo su resolución e impulsándolos a confiar de nuevo en el poder de su gran protector, Yahvé, que siempre ha sido su líder. Y así llegamos a la historia de Débora, la mujer juez de Israel.

Débora Los israelitas llevan veinte años oprimidos por el rey de Canaán, de cuyo ejército es comandante Sisara. La Biblia nos dice que Débora... «...una profetisa, mujer de Lappidot, era juez en Israel. Se sentaba bajo la palmera de Débora, entre Rama y Betel, en la montaña de Efraím; y los israelitas subían donde ella en busca de justicia. Ésta mandó llamar a Baraq, hijo de Abinoam, de Quédesh de Neftalí, y le dijo: "¿Acaso no te ordena esto Yahvé, Dios de Israel: 'Vete, y en el monte Tabor recluta y toma contigo diez mil hombres de los hijos de Neftalí y de los hijos de Zabulón. Yo atraeré hacia ti al torrente Quishón a Sisara, jefe del ejército de Yabín, con sus carros y sus tropas, y los pondré en tus manos'?"» (Je 4,4-7). Es una profetisa, una persona que ve la mano de Dios en todos los acontecimientos, relaciones y circunstancias. Como mujer con penetración y capacidad de previsión, era honrada, y sus palabras obedecidas sin ser cuestionadas. Se sentaba bajo una palmera y establecía su tribunal. Dorothee Sólle, en un comentario sobre Débora, escribe: «Después de la conquista, la jurisdicción descansaba en los ancianos, que se sentaban "a las puertas" y aconsejaban, diri-

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Débora ordena a Baraq que reúna un ejército y se disponga a entrar en batalla, pero Baraq vacila y dice algo que sobresalta a Débora, dadas la época y la cultura de los israelitas, porque sus palabras son: «Si vienes tú conmigo, voy. Pero si no vienes conmigo, no voy». Débora responde: «Iré contigo, sólo que entonces no será tuya la gloria del camino que emprendes, porque Yahvé entregará a Sisara en manos de una mujer» (Je 4,8-9). ¿Cuestiona Baraq la autoridad de Débora? Lo más probable es que tenga miedo y necesite la presencia de Débora junto a él y los soldados como respaldo y seguridad. En su condición de profetisa y juez, Débora sería admirada, temida y conocida como portavoz de la palabra de Dios cuando amonestaba o invocaba el poder de Dios para que estuviera con ellos. Débora dice a Baraq: «Levántate, porque éste es el día en que Yahvé ha entregado a Sisara en tus manos. ¿No es cierto que Yahvé marcha delante de ti?» (Je 4,14). La batalla que sigue es feroz, aunque enseguida se inclina en favor de los israelitas, y Sisara tiene que salir huyendo, dejando su carro tras él. Pero la batalla no se plantea de una manera militarmente convencional. Jueces 5,20 nos dice que «desde los cielos lucharon las estrellas, desde sus órbitas lucharon contra Sisara. El torrente Quishón barriólos, ¡el viejo torrente, el torrente Quishón!

1.

Dorothee SOLLE, Great Women ofthe Bible in Art and Literature, Eerdmans, GrandRapids (Mich.) 1993, p. 118.

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¡Avanza alma mía con denuedo!». Sisara busca refugio en las tiendas de una aliada, Yael, esposa de Jéber, el quenita. Pero en realidad Yael no es ni amiga ni aliada. Le da la bienvenida, exhortándole a dejar a un lado sus temores, entrar y descansar, y le da de beber leche. Le reconforta, y Sisara se duerme. Entonces Yael actúa con una eficiencia brutal y con un martillo le hinca una clavija de la tienda en la sien. De modo que, cuando llega Baraq, las palabras de Débora se han cumplido: se ha logrado la victoria. Se dan dos situaciones dignas de mención: en primer lugar, la batalla se gana por la naturaleza misma, puesto que el cielo y la tierra obedecen y toman partido por los israelitas, de modo que ni siquiera tienen que luchar para derrotar al enemigo; en segundo lugar, el general es traicionado por una aliada, una mujer que «actúa como un hombre» y mata a sangre fría y con brutalidad, sin piedad alguna. Yael y Débora son los dos extremos del espectro del poder, pues despliegan los mejores y los peores rasgos de humanidad. En el canto de victoria de Débora, se dirá de Yael «bendita entre las mujeres... ¡bendita sea!» por sus actos. Y, sin embargo, se yuxtapone inmediatamente después la patética situación de la madre de Sisara, que espera el retorno de su hijo: «A la ventana se asoma y atisba / la madre de Sisara por las celosías: / "¿Por qué tarda en llegar su carro? / ¿Por qué se retrasa el galopar de su carroza?". / La más discreta de sus princesas le responde; / ella se lo repite a sí misma: / "¡Será que han cogido botín y lo reparten: / una doncella, dos doncellas para cada guerrero; / botín de paños de colores para Sisara, / botín de paños de colores; / un manto, dos mantos bordados para mi cuello!"» (Je 5,28-30). Desgraciadamente, no se pretende que sintamos compasión por la madre de Sisara. Se la describe anticipando el saqueo y el botín, la captura de prisioneros y de mujeres que serán esclavizadas y violadas. Las mujeres y los niños son siempre parte de los despojos y constituyen el mayor número de muertos y víctimas en cualquier guerra. Y, sin embargo, la lúgubre realidad es inevitable: la muerte y la guerra son precisamente eso: muerte y guerra. Ésta es la experiencia usual en la guerra, y no sólo de las mujeres, sino

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de todo el mundo: sentarse y esperar noticias y los nombres de los muertos, con sus vidas individuales atrapadas por la tiranía del ejército y por las facciones económicas y políticas enfrentadas. La brutal realidad es lo que les ocurre a todas las madres, esposas, hermanas e hijos de los muertos o mutilados en la batalla, tanto de Israel como del ejército de Sisara. Si se es víctima, ¿importa verdaderamente que lado vence? Hoy, desde el punto de vista religioso se considera que se trata de atrocidades, las cometa quien las cometa. Era un tiempo brutal y bárbaro de la historia de Israel. En su canto de victoria, Débora ensalza el poder y la gloria de Dios, finalizando con la oración: «¡Así perezcan todos tus enemigos, oh Yahvé! / ¡Y sean los que te aman como el salir del sol / con todo su fulgor!». Y parece que después todo marcha bien, porque la Biblia nos dice que «el país quedó tranquilo cuarenta años» (Je 5,31). Débora, pues, ha suscitado -con gran coste de vidas y sufrimiento- una transformación en Israel. Su canto de victoria dice pronto que «no había líderes en Israel / hasta que yo, Débora, / desperté y me alcé como madre de Israel» (cf. Je 5,7). Este verso es crucial: no había líderes ni visión ni futuro ni conexión con el pasado. Débora es la conexión con la opción de unas pobres tribus nómadas por ser un pueblo que lleve la antorcha de la fe a través de los períodos oscuros de la historia. Débora es una madre de Israel, una libertadora de su pueblo. Al inicio de la historia de los israelitas, cuando escaparon de la esclavitud en Egipto, Moisés y Miriam cantaron las alabanzas de Yahvé y guiaron al pueblo. Ahora el canto está en las bocas de Débora y Baraq, con los roles de género invertidos, puesto que Débora asume el papel de Moisés. La dominación masculina ha estado entretejida con la vida cotidiana de los israelitas, pero hay muchas historias, como la de Débora, que contradicen esta imagen monocroma. En todas las generaciones hay resquicios, fisuras en el tejido de la realidad dominante, y algunas veces la luz penetra a su través. Débora es una de esas luces. De hecho, esta imagen de la luz está conectada con un midrash sobre nuestro texto y el nombre de Débora. Así dice el midrash:

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«¿Qué era lo especial del carácter de Débora que la cualificaba para profetizar sobre Israel y para juzgar... En la escuela de Elias se enseñaba: convoco al cielo y a la tierra a dar testimonio de que, ya se trate de gentil o judío, hombre o mujer, siervo o sierva, el espíritu santo invadirá a esa persona de acuerdo con los méritos reflejados en sus actos. [¿Cuáles eran los hechos meritorios de Débora?] Se dice que el marido de Débora era iletrado [en la Tora]. Así que su mujer le dijo: "Haré pábilos para ti; ve a llevarlos al lugar sagrado de Silo. Allí tendrás parte con los hombres valiosos de Israel [que estudiarán a la luz de tus pábilos], y serás merecedor de la vida en el mundo venidero". Débora tuvo cuidado de hacer los pábilos gruesos, para que dieran mucha luz. Su marido llevó los pábilos al lugar sagrado [en Silo]. El Santo, que examina los corazones y las entrañas de la humanidad, dijo a Débora: "Puesto que has tenido el cuidado de que haya mucha luz para el estudio de mi Tora, yo haré que la luz de tu profecía sea abundante en presencia de las doce tribus de Israel"»2.

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autoridad de aquella mujer sabia del Israel primitivo. En los Proverbios se da una importante indicación del papel de la madre, donde la tora (o enseñanza) de la madre se sitúa en paralelo con la instrucción (musar) (cf. Pr 1,8) y el mandato (miswa) del padre (Pr 6,20). La autoridad que la función de criar al hijo confiere a las mujeres "no se califica en función de la 'suprema' autoridad del padre, sino que sitúa a la mujer en el mismo plano que su marido en al menos un área del comportamiento"»3. La comunidad judía del siglo i honraba a Débora como a otro Moisés, estableciendo paralelismos en todos los aspectos de su historia. La antología Antigüedades bíblicas del Pseudo-Filón relata una escena junto al lecho de muerte de Débora que recuerda otra descripción judía del siglo i de la escena junto al lecho de muerte de Moisés. Cheryl Anne Brown cita este último texto en el que un seguidor suplica a Moisés «Maestro, ahora vas a partir y ¿quién sustentará a este pueblo?; ¿quién tendrá compasión de él y será para él un líder en su camino?; ¿quién orará por él, no omitiendo ni un solo día, para que yo pueda guiarle a la tierra de sus antepasados?; ¿cómo, pues, puedo ser (guardián) de este pueblo, como un padre de su único hijo o una madre de su hija virgen (que) está siendo preparada para ser entregada a un marido, como una madre inquieta, protegiendo el cuerpo (de su hija) del sol y (vigilando) que los pies (de su hija) no estén descalzos?... ¿Puedo yo ser responsable de alimentarlos como desean y de darles de beber según su voluntad? (Assumption ofMoses 11,9-13).

Según parece, el espíritu descansa en alguien no por su género, ni siquiera por su raza o su religión, sino por sus actos. La justicia, la compasión e incluso la simple amabilidad humana merecen la efusión del espíritu cuando es necesario en Israel y, en consecuencia, en la iglesia y en el mundo en su conjunto. Dios hace grandes cosas por el pueblo mediante el liderazgo de Débora, que se alza como una madre de Israel. Este título honorífico indica que fue elegida para existir y actuar por el pueblo. Es una mujer sabia que libera a su pueblo de la opresión, le proporciona protección, asegura su bienestar, le da seguridad y paz en la tierra y le enseña con autoridad el camino de la Palabra de Dios.

Y Brown comenta a propósito del texto:

La religiosa de Maryknoll Helen Graham dice en una hoja informativa filipina:

«La mayor parte de estos papeles -vestir, alimentar y dar de beber- son típicamente femeninos. Según la Assumption of Moses, Moisés desempeña para su pueblo papeles masculinos y femeninos; y según las Antigüedades bíblicas, Débora de-

«La metáfora de la madre proporciona una clave respecto de la cuestión de cuál podría haber sido la fuente y el alcance de la 2.

Meir FRIEDMANN, ed., Seder Eliyyahu Rabbah, Wien 1902, p. 48; «Yalkut Shimoni: Judges 42», en (Hayim Nahman BIALIK y Yehoshua Hana RAVNITZKY, eds.), The Book ofLegends, Schocken Books, New York 1992.

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3.

De una hoja informativa de la Consulta Nacional sobre la Justicia, la Paz y los Derechos Humanos de la United Church of Christ en Filipinas; Graham cita el Catholic Biblical Quarterly 43 (1981) 17.

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sempeña muchos de los papeles más tradicionalmente masculinos (liderar, libertar, enseñar la Tora, proteger) atribuidos a Moisés, así como papeles más tradicionalmente femeninos. De nuevo vemos que es representada como la contrapartida de Moisés»4. En las Antigüedades bíblicas, al relato de la escena en el lecho de muerte de Débora le sigue un canto funerario que hace cuatro afirmaciones acerca de ella: es una «madre de Israel»; es santa, una profetisa que realiza milagros e intercede por su pueblo; es una líder; y «ha afirmado la cerca en torno a su generación». Esta última descripción puede hacer referencia a la realidad histórica del tiempo de Débora, cuando el pueblo vivía disperso y sin protección, sin cercas o muros en torno a sus campamentos. O la palabra «cerca» (tora) puede tener un sentido más metafórico y hacer referencia a la ley que mantenía al pueblo unido y al resto fuera, que impedía que otros profanaran o destruyeran la tienda o el rebaño que pertenecía únicamente a Yahvé. Débora era digna de ser recordada por las mujeres y los hombres del pasado y sigue siéndolo hoy. Dorothee Sólle incluye en su comentario sobre Débora un poema personal que establece estas conexiones: «Hablando de la Biblia Algo faltaba en nuestra hermosa tarde Nuestra risa ante la costumbre de los hombres corrientes de ser siempre superiores y Débora planeó la liberación y dirigió la campaña y Baraq, el general, no luchó hasta que ella se les unió Nuestra risa

y Yael recibe al ingenuo huésped da leche al que pidió agua y asesina al durmiente Nuestro miedo Algo faltaba, hermanas mías Nuestro silencio ¿seremos como Débora y nos mantendremos firmes frente al nuevo holocausto y nuestros fanáticos hijos? ¿seremos como Yael frente a la ley y los sentimientos? Nuestro silencio Algo faltaba en el largo camino hacia la fuerza y la debilidad»5. La historia de Yael y Débora y este poema preguntan a la mujer de hoy: ¿sigue faltando algo vital en el ejercicio de la autoridad, del liderazgo y de la profecía en la iglesia y en el mundo actuales? Quizá los dos relatos siguientes muestren con mayor profundidad las cualidades tan necesarias en todas las naciones y generaciones. Una esclava Comencemos con una sierva, una joven capturada y esclavizada por los soldados árameos. El pasaje se encuentra en 2 Reyes 5. El texto es fundamentalmente acerca de Naamán el leproso, pero nosotros analizaremos los acontecimientos desde el punto de vista del conquistado: la joven. El episodio empieza así:

Algo faltaba cuando charlábamos Nuestro miedo de vencer pero no ser diferentes de los vencedores anteriores 4.

Cheryl Anne BROWN, NO Longer Be Silent: First-Century Jewish Portraits ofBiblical Women, Westminster / John Knox Press, Louisville, pp. 68-69.

«Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, era hombre muy estimado y favorecido por su señor, porque por su medio había dado Yahvé la victoria a Aram. Este hombre era poderoso, pero tenía lepra. 5.

Dorothee SÓLLE, «Verruckt nach Licht», en Poems, Berlín 1984, p. 118; véase Dorothee SÓLLE, Great Women ofthe Bible, op. cit.

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Habiendo salido algunas bandas de árameos, trajeron de la tierra de Israel una muchachita que se quedó al servicio de la mujer de Naamán. Dijo ella a su señora: "Ah, si mi señor pudiera presentarse al profeta que hay en Samaría, pues le curaría de su lepra". Fue Naamán y se lo comunicó a su señor diciendo: "Esto y esto ha dicho la muchacha israelita". Dijo el rey de Aram: "Anda y vete; yo enviaré una carta al rey de Israel"» (2 R 5,1-4). Lo que esta mujer puso en marcha es digno de ser destacado. Es una esclava capturada, una sierva forzosa secuestrada en una incursión y ahora exiliada en territorio enemigo, lejos de su pueblo y de sus santuarios religiosos. Sin embargo, es lo bastante audaz como para proclamar su fe en el profeta de su pueblo, al que rinde homenaje como mantenedor de la Palabra del Señor, del poder y la presencia del Único Santo entre las demás naciones. Su sugerencia pasa de su ama, la esposa de Naamán, al general de las fuerzas enemigas y al rey, y después al rey de Israel, que lo ve como un ardid para iniciar una guerra entre los dos pueblos. Pero Eliseo, el profeta de Israel, sabe lo que Yahvé planea y envía recado al rey de Israel para que mande a Naamán acudir a él a fin de que sepa «que hay un profeta en Israel». Naamán llega ante Eliseo, y éste le dice que vaya al río Jordán, se sumerja siete veces en sus aguas y su carne quedará limpia. Naamán se enfurece. La orden le parece estúpida y sin sentido alguno. ¿Por qué en el río Jordán? ¿Por qué no en los ríos de su propio país? Él esperaba ser tocado, cauterizado con su poder, sanado de una manera espectacular, o al menos que Eliseo hubiera implorado a su Dios e invocado el poder del nombre del Señor: Yahvé. Y de nuevo son los siervos (¿otros cautivos israelitas?) quienes razonan con él diciéndole: «Padre mío; si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil, ¿es que no la habrías hecho? ¡Cuánto más habiéndote dicho: lávate y quedarás limpio!». ¿Le acompaña la sirvienta de su esposa?; ¿viaja con él como guía y le incita a obedecer? Naamán queda completamente curado y se lleva de vuelta a su país dos sacos de tierra de Israel, para construir un altar a fin de poder dar culto al verdadero Dios, Yahvé, en su propia nación. Ruega a Eliseo que le perdone, porque tendrá que seguir acompa-

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ñando a su rey cuando vaya a dar culto a su dios, y Eliseo le dice que vaya en paz. Naamán es generoso con sus dones y está seguro de su fe en el Dios de Israel, el único Dios. ¿Qué ocurre con la sierva? En su joven vida ya ha conocido el horror, el miedo y la soledad, y es muy probable que haya experimentado malos tratos físicos y abusos sexuales, sometida a las humillaciones y desprecios de los soldados. Sin embargo, finalmente es comprada o llevada a la casa de un hombre prominente, y su vida como cautiva debió de mejorar enormemente, aunque siguiera siendo una sierva, una exiliada alejada de su pueblo. Pero por encima de todo es una creyente en el poder y la presencia de su Dios y sabe que su Dios obra en todas las tierras y en todas las personas que obedecen sus mandatos cuando se expresan a través del profeta. Es una marginada que reconoce en Naamán, pese a todo su poder y su prestigio, a otro marginado por su lepra. Siente, pues, compasión por sus dueños. Dios actúa a través de ella, y ella es quien hace que Naamán sea enviado al profeta de Israel y experimente una curación plena. ¿Fue Naamán lo suficientemente generoso como para liberarla de la esclavitud y enviarla a su casa? Sabemos que Naamán suplicó perdón por tener que regresar a su mundo en el que sólo él y su casa adorarían a Yahvé. Pero no sabemos si liberaría a la sierva. La esclava no vuelve a ser mencionada. Perdemos su rastro, aunque sabemos que es una líder, un modelo de comportamiento en la persecución y la adversidad. Merece ser ensalzada. La verdadera autoridad no reside primariamente en los poderosos de la tierra, en los líderes de los ejércitos o en los más respetados entre los suyos, sino que la verdadera autoridad es más poderosa, más profunda y más auténtica que la de Débora; está más oculta, aunque es más penetrante, cruza las fronteras, sana y ofrece una esperanza que hace amigos e iguales de los conquistadores y los enemigos. Esta sirvienta conoce el poder de los pobres y la presencia de Dios en los que sufren, y vive con dignidad a pesar de lo que ha experimentado, predicando la Palabra de Dios en cualesquiera circunstancias. No está en la tradición ni de Débora ni de Yael, sino en la de Jesús, que ordena al hombre que ha nacido ciego ir a lavarse a la piscina de Siloé, y en la tradición de los llamados bienaventurados, porque son constructores de la paz, misericordiosos y ven a Dios en todas partes.

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Tres viudas Hay otra mujer anónima, una viuda a la que el propio Jesús señala como digna de ser imitada por sus discípulos, como modelo de comportamiento, de fe y de culto para su comunidad. Esta viuda contrasta con los líderes respetados y honrados en Israel, que en realidad son débiles, injustos y están muy pagados de sí mismos, por lo que dejan de lado tanto a Dios como a los demás seres humanos. Jesús advierte a sus seguidores al final de su ministerio público, justo antes de que se ponga en marcha la conspiración para capturarle y darle muerte: «Decía también en su instrucción: "Guardaos de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Ésos tendrán una sentencia más rigurosa"» (Me 12,38-40). Jesús es claro: estas personas -los ricos y poderosos- serán juzgadas y sentenciadas más severamente. No les preocupa la santidad, la justicia ni el honor de Dios, y mucho menos se preocupan por los pobres. Lo único que les interesa son las apariencias, la buena reputación, su status en la comunidad y utilizar su autoridad para su propio provecho y seguridad. Quienes se sientan en los tribunales y en los lugares de honor serán juzgados más rigurosamente que los que carecen de poder o no tienen acceso a la autoridad en la iglesia de Jesús y en el reino de su Padre sobre la tierra. Jesús contrapone el comportamiento de esos hipócritas con la fe verdadera, el culto puro y la obediencia de corazón de una mujer en la que nadie había reparado ni pensado en dirigirle una segunda mirada, una persona invisible que destaca en la memoria y la vista de Dios como merecedora de ser imitada y como alguien que posee la sabiduría del Espíritu: «Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: "Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los

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que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir"» (Me 12,41-44). Otras traducciones dicen que Jesús «observaba» a los que echaban dinero en el arca, del mismo modo que «observaba» a Simón y Andrés echar las redes en el mar en el primer capítulo del evangelio. Después de ese primer caso de observación, Jesús llamó a Simón y Andrés para ser seguidores suyos, llamándoles a dejar a su padre, su medio de vida, su familia y su futuro, y apostarlo todo por sus palabras y su presencia en el mundo (Me 1,16-20). La palabra «observaba» tiene la connotación de obedecer la ley, de someterse a la autoridad y el poder de otro, de alguien digno de ser seguido. Y ahora, avanzados ya su ministerio y su enseñanza, Jesús ha observado a una seguidora, a una discípula suya, una mujer pobre que practica su fe dando cuanto posee, incluso su medio de sustentarse. Esta mujer vive, en su pobreza, la vida a la que los discípulos han sido llamados. Es un modelo de comportamiento humilde, oculto y puro, en oposición a los que practican su religión para exhibirse, para ser elogiados por los demás, y desde un lugar prominente en la comunidad. Esta mujer sin recursos confía en Dios, da culto a Dios y es ignorada por los que menos deberían hacerlo: los discípulos, los que afirman ser seguidores del Dios de la justicia, la misericordia y la solidaridad con los que se encuentran en los márgenes de la sociedad. En su descripción de la mujer, Jesús la compara con él mismo, que lo da todo, hasta el punto de entregar su propia vida como testimonio y de decir la última palabra sobre cómo amar, cómo confiar y cómo honrar a Dios en la vida. Aquella mujer es la única que da a Dios lo que él merece: un sacrificio completo de sí misma. Ella es la única que da culto a Dios y le conoce. Su donativo honra a Dios más que todos los demás juntos. La suya es la porción elegida, el sacrificio aceptable que complace. Y ella es también la acusadora, el testigo contra aquellos que dan culto, pero tratan a los demás como a ella, injusta y cruelmente; el testigo contra los que viven sin integridad, relegando la religión a ser una práctica externa y pietista. Ella, por su mera presencia en la comunidad, los juzga.

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Esta mujer es una congénere de las viudas cuyas historias se cuentan en los libros de los Reyes: la que ayuda a Elias pese a su pobreza y angustia y la que suplica a Eliseo que la ayude con el acreedor de su difunto marido, que pretende vender a sus hijos como esclavos. En 1 Reyes 17 vemos a una viuda de Sarepta que se encuentra con Elias cuando éste entra por las puertas de la ciudad y obedece su contundente requerimiento de un poco de agua y de pan. Aunque la mujer esta hambrienta, al igual que su joven hijo, le proporciona el agua y obedece sus instrucciones de tomar lo poco que le queda de harina y aceite y alimentarlo, compartiendo su comida con él. Elias le dice que, a cambio de su obediencia y generosidad, habrá suficiente harina y aceite para los tres hasta que acabe la sequía. Sorprendentemente, la mujer obedece a Elias, aunque no es ni israelita ni creyente. Lo que sí cree, al parecer, es que Dios actúa por encima de las fronteras de su propia religión y que el Dios de Elias debe ser obedecido aun en la terrible situación en que ella se encuentra.

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terio de referencia, como indicador del juicio justo y de la implantación de la justicia. En el ejemplar del National Catholic Repórter del 1 de octubre de 1998, Dennis J. Coday publicó un artículo titulado «La religión combate a las altas finanzas» en el que ponía de relieve los efectos sobre los pobres de los modelos dominantes de toma de decisiones. El artículo se centraba especialmente en el colapso económico asiático. Coday describía una reunión que se había celebrado en Seúl para investigar las causas de la crisis y sus efectos en varios países. La explicación de las razones del colapso es meridianamente simple una vez que se comprende cómo operan las corporaciones multinacionales. Uno de los mecanismos se denomina «cortocircuitar la divisa», y Coday lo describe del modo siguiente: «Cortocircuitar la divisa es una estrategia de especulación en divisas en la que los especuladores obtienen préstamos masivos en moneda local y después comienzan a vender para comprar dólares, haciendo que la tasa de cambio caiga en picado. Cuando la tasa cae, pueden devolver los préstamos en moneda local por menos dólares y embolsarse la diferencia. Esto ha sucedido en Tailandia, Corea del Sur, Indonesia y Malasia. Cuando las monedas locales se van devaluando, las empresas asiáticas no pueden devolver los miles de millones de dólares que han obtenido como préstamo de fuentes extranjeras. La inversión en bienes inmuebles no proporciona beneficios, y los valores bursátiles se desploman. De modo que los prestamistas extranjeros sacan el dinero de la zona»7.

Rebecca Asedillo expone con claridad lo que este pasaje nos dice a nosotros hoy: «El eminente teólogo asiático D.T. Niles definió en cierta ocasión la evangelización en el contexto asiático como un mendigo diciendo a otro mendigo dónde pueden ambos encontrar comida. En nuestro relato, cuando el profeta, proveedor tradicional de consuelo para los afligidos y de aflicción para los acomodados, y la viuda tradicionalmente percibida como "indefensa" aunan sus recursos, son ambos alimentados. El profeta y la viuda son compañeros de lucha. Son inseparables»6. Estas viudas pobres, obedientes y generosas se dan en todos los países y en todos los grupos religiosos. Son supervivientes que sufren las calamidades de los acontecimientos históricos que ponen en peligro su misma existencia. Pero prácticamente nadie toma decisiones económicas, políticas o sociales pensando en cómo afectarán a las mujeres, los niños y los hombres pobres. Parece que únicamente Dios los observa de cerca, utilizándolos como cri6.

Rebecca ASEDILLO, Women of Faith: Bible Studies for Women's Groups, Institute of Religión and Culture, Manila 1996, p. 57.

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Se trata, naturalmente, de una práctica calculada y aceptable entre los inversores, las grandes corporaciones y los países que dominan los mercados mundiales y establecen los criterios y límites de los préstamos extranjeros. Según el artículo, todo ello se resume con la frase: «nepotismo y corrupción». Pero, en realidad, detrás de esta situación hay más que lo que la descripción técnica de lo sucedido deja entrever. Martin Khor, director de la Third 7.

Dennis J. CODAY, «Religión Battles High Finance»: National Catholic Repórter (1 de octubre de 1998) 3.

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World Network, con sede en Malasia, apunta la causa real al revelar una trama que se remonta a unas estructuras de pecado más profundas. Dice literalmente: «Es verdad que el causante de nuestros problemas es un capitalismo que practica el nepotismo, pero se trata del capitalismo nepótico internacional de Wall Street, que controla el Tesoro norteamericano, [que], a su vez, controla el FMI, que, a su vez, controla el mundo en desarrollo. Éste es el capitalismo nepótico»8. La primera tarea de la profecía consiste en desaprobar las condiciones de pecado existentes y desenmascarar el mal subyacente, llamando por su nombre al pecado y a su origen. Y para hacerlo hay que ver la situación con los ojos de los pobres, las víctimas, y de las innumerables personas anónimas, dando voz a quienes se ven más gravemente afectados por las estructuras que destruyen la vida de la gente a escala masiva. En la conferencia de Seúl, algunas mujeres realizaron precisamente esta tarea profética. Susanna Yoon Soon-nyo, presidenta de la Comunidad Coreana de Mujeres Católicas por un Nuevo Mundo, habló en nombre de otras mujeres también implicadas. Coday dice que... «...advirtió al forum que estaba cometiendo un gran error no escuchando con atención lo que las mujeres decían acerca de la crisis económica. Yoon citó el aumento de los casos de hombres parados que abandonaban a sus familias. "Las mujeres están asumiendo la plena responsabilidad de la familia, lo que ha ocurrido siempre en la historia [de Corea]. Durante las guerras y desde ellas, las mujeres siempre se han sacrificado para salvar a la familia", dijo Yoon». La declaración final de la conferencia incorporó estas ideas: «Las mujeres, especialmente a causa de su sufrimiento desde la crisis económica asiática, exacerbada por la discriminación de género, necesitan un canal oficial para expresar sus necesidades y participar en el diálogo para resolver la situación». Coday comenta, sin embargo, que «varias delegadas seguían descontentas y decían que anexar las preocupaciones de las mujeres al programa 8.

Ibid., p. 4.

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del grupo en su conjunto seguía suponiendo la marginación de las mujeres»9. En la visión que Dios tiene de la historia, tanto de Israel como de Jesús de Nazaret, se nos ordena comenzar por los marginados cuando analicemos las crisis económicas y políticas; se nos manda examinar las estructuras de injusticia y nuestra connivencia con el pecado, como iglesia y como creyentes. En nuestro episodio de la viuda, Jesús empieza por ella, por su situación, en contraste con la mayoría de nosotros, que tendemos a anexar tal perspectiva al final de nuestros pronunciamientos y decisiones. Debemos recordar que Elias se instaló en la casa de la viuda de Sarepta y de su hijo, viviendo de la ración que Dios proveía diariamente, y Jesús se alinea junto a la viuda que da a Dios lo que tiene para sustentarse. Ahí es dónde debe comenzar el liderazgo si quiere tener integridad y validez en la comunidad de los que creen en Dios. Un modelo de respuesta pragmática a estas situaciones se encuentra en el episodio de la viuda y Elíseo en 2 Reyes 4,1-7. El caso es muy simple: una viuda de un profeta que conocía a Elíseo es perseguida por el acreedor de su marido y no puede pagarle. El acreedor es despiadado, pero actúa de acuerdo con la ley. Quiere vender a los dos hijos como esclavos durante seis años para pagar la deuda. Ello no sólo se sumaría a la tristeza de la viuda, sino que, además, la privaría de su familia, la dejaría sin su apoyo y su cariño. Elíseo le hace una pregunta sencilla: «¿Qué puedo hacer por ti? Dime que tienes en casa» (1 R 4,2). La respuesta es elocuente: no le queda más que «una orza de aceite». Pero de ahí parte Elíseo, de la más mísera cantidad disponible. Le ordena explícitamente seguir sus instrucciones, y ella así lo hace: «"Anda y pide fuera vasijas a todas tus vecinas, vasijas vacías, no te quedes corta. Entra luego y cierra la puerta tras de ti y tras de tus hijos, y vierte el aceite sobre todas esas vasijas, y las pones aparte a medida que las vayas llenando". Se fue ella de su lado y cerró la puerta tras de sí y tras de sus hijos; éstos le acercaban las vasijas, y ella iba vertiendo. Cuando las vasijas se llenaron, dijo ella a su hijo: "Tráeme otra vasija". El dijo: "Ya no hay más". Y el aceite se detuvo. 9.

Ibid., p. 5.

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Fue ella a decírselo al hombre de Dios, que dijo: "Anda y vende el aceite y paga a tu acreedor, y tú y tus hijos viviréis de lo restante"» (2 R 4,3-7). El profeta, el líder, es visto como el más próximo a los pobres de la época, y el poder del líder se utiliza por los pobres, los desesperados y los desesperantemente atrapados en la red de la indiferencia y la injusticia social. El comienzo de una solución para el problema individual de la viuda radica en invertir lo poco que tiene, combinado con la ayuda de sus vecinos, que contribuyen generosamente, compartiendo sus recursos y su fe. Parece que el pueblo entero contribuyó a proporcionar vasijas para ayudar a la mujer. La cantidad de aceite que podía recibir dependía de lo que compartieran con ella sus vecinos; y todos juntos vencieron al sistema económico, que estaba listo para abalanzarse sobre la mujer y sus hijos. Este milagro comienza con interrelaciones. La viuda aborda al profeta, porque su marido había estado asociado con él y le conocía como «temeroso de Dios». Tenemos que ayudar y responder a las necesidades de aquellos con los que estamos relacionados a través del ministerio, la amistad y la lucha por la verdad y por el advenimiento de la justicia. El milagro comienza con una red de personas responsables de los demás cuando surge la necesidad. La responsabilidad primaria es la estabilidad económica que mantiene unidas a las familias cuando hacen frente a la muerte y la pérdida de uno de los progenitores o de quien provee a sus necesidades. El milagro comienza por lo mínimo, en casas y pequeñas cooperativas que comparten recursos y bienes humanos básicos necesarios para la supervivencia. El aceite se emplea para cocinar, hacer medicamentos, curar y calentar. Es la base de muchos otros productos, como la mirra, el nardo y las sales de baño. Y es un elemento básico en la alimentación del mundo entero. Se incrementa porque la comunidad crea una economía alternativa -al compartir las vasijas-, en respuesta a la tiranía económica. Los actos de la viuda y de sus vecinos pueden servir de modelo para que nosotros y la iglesia enfoquemos la injusticia económica. El núcleo del método son los pobres, los rechazados, las «viudas».

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M. Cathleen Kaveny, profesora asociada de derecho en la Facultad de Derecho de Notre Dame, ha escrito acerca de la institución de las viudas en la iglesia primitiva, asociación que expresaba la fe de la iglesia en la exhortación de Jesús a cuidar de los menores de entre ellos (Mt 25,35-40). La institución era también un exponente del reconocimiento de la iglesia a las viudas por su experiencia, su autoridad en cuestiones espirituales y su influencia en la comunidad de los creyentes. Kaveny dice: «Por utilizar el lenguaje de la doctrina social católica contemporánea, al crear la institución de las viudas, los primeros cristianos ejercían la virtud de la solidaridad de tres maneras. En primer lugar, al proporcionar a las viudas alimento, alojamiento y atención básica, los primeros cristianos reconocían su igualdad en dignidad como seres humanos. En segundo lugar, los miembros de la iglesia no se contentaban con satisfacer sus necesidades manteniéndose a una distancia segura, sino que, al incorporar a las viudas a la vida comunitaria, los primeros cristianos reconocían que compartían todos una identidad común como hermanos y hermanas en Cristo. Y en tercer lugar, no se quedaban satisfechos con la mera atención a las viudas (lo que, desde hacía mucho tiempo, era considerado un acto meritorio entre los israelitas), ni siquiera con considerarlas miembros de su comunidad, sino que iban más allá de la mera inclusión, llegando a la participación activa, discerniendo los modos en que las viudas podían hacer una contribución inestimable al bien común. Al obrar de este modo, la iglesia fraguaba una forma innovadora de unidad social 10 Esta tradición eclesial debe ser reactivada para que a las viudas y a cuantas se encuentren en la categoría abarcada por la palabra almanah -que significa «mujer que ha estado casada y no tiene medio de subsistencia»- se les otorguen dignidad, un trabajo que sea un servicio real a la comunidad, un medio de vida honorable y un lugar en la comunidad que las valore como amadas por Dios. En su ministerio y su vida, Jesús eligió con frecuencia a las viudas como merecedoras de su intervención y de su poder salvífico, 10. M. Cathleen KAVENY, «The Early Church's Order of Widows and the Virtue of Solidarity»: America (12 de septiembre de 1998) 17.

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como, por ejemplo, la viuda de Naím (Le 7,11-17) y la viuda que depositó su mísero óbolo en el tesoro del templo. Debemos incluir también en calidad de viuda a Ana, que ensalza a Jesús niño cuando María y José le llevan para ser ofrecido como primogénito y para ofrecer un sacrificio en honor de Dios. Jesús se ocupó de su madre María, viuda, hasta los treinta años de edad, y después confió su cuidado a Juan, el discípulo amado. Y la interpretación más llamativa de la parábola en que Jesús habla de la viuda y del juez injusto dice que el propio Dios es una viuda que nos hace una única petición: que reconozcamos el poder de Dios y obedezcamos las exigencias básicas de la ley y la alianza respecto de nuestra relación mutua. Este capítulo ha tratado de una juez llamada Débora, de una esclava raptada y vendida en un país extranjero y de varias viudas identificadas sólo por la ciudad o el pueblo en que residían. Ha tratado también del poder y la autoridad y de cómo se ejerce el verdadero liderazgo: influyendo en la comunidad para bien. Entre los creyentes en Dios, el liderazgo da testimonio ante todo del poder de Dios en la historia, en situaciones catastróficas y en las angustiosas experiencias de sufrimiento, guerra, esclavitud y muerte. Estos episodios nos han enseñado que un gesto, una decisión o un acto realizados en público pueden alterar drásticamente la historia para mejor si ello comienza en la realidad de los oprimidos o rechazados y llega hasta Dios en la esperanza. Tales actos son la tarea de los auténticos profetas y profetisas. Peter Danio, un amigo mío marianista, me contó un caso auténtico que sucedió en Ruanda y se publicó en el periódico Nation Kenya, narrado por el padre Renato Kizito. Se trata de una historia de liderazgo, profecía y juicio; trata de la fe en medio de un mundo enloquecido por la violencia, la insania y la matanza de inocentes. Es una historia profundamente triste, y las personas implicadas carecen, una vez más, de nombre: «El 29 de abril, veintidós personas, colegialas en su mayoría, murieron en un ataque a un colegio católico de Muramba, Ruanda, en la región de Gisenyi, cerca de la frontera del Zaire (ahora República Democrática del Congo). Según las noticias radiofónicas de Ruanda, un grupo de hombres armados irrumpió en el colegio, ordenando a las niñas dividirse en grupos

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según su etnia: las hutus a un lado, y las tutsis al otro. Las niñas se negaron, y los hombres abrieron fuego, matando a diecisiete e hiriendo a catorce. Una religiosa misionera belga, la hermana Margarita Bosman -de sesenta y dos años-, que trató de detener a los asesinos, fue también asesinada, al igual que otros cuatro laicos». Más avanzado el artículo, el periodista comenta: «La concisión de la información de las agencias informativas no menoscaba la valentía del acto de las adolescentes. Es fácil imaginar el miedo frente a las armas y las amenazas de los asesinos; sin embargo, optaron por dar testimonio de su hermandad [o humanidad común], muriendo abrazadas, en lugar de traicionarse unas a otras. Estas jóvenes hermanas... han juzgado nuestro mundo dividido por la ciega ferocidad del odio étnico; un juicio dictado por el amor y la inocencia, que sólo los jóvenes conocen. Eran adolescentes, con toda la vida por delante; sin embargo, al permanecer juntas abrazadas, esperando las balas, proclamaron que no les interesaba una sociedad en la que la mera diferencia de origen tribal no permite ser amigos, ser hermanos y hermanas. Su historia nos dice que debemos oponernos a la violencia... Estamos llamados a enfrentarnos a la injusticia en todas sus formas, incluida la violencia de las instituciones y el gobierno contra sus propios ciudadanos. Cuando nos oponemos a la violencia sin recurrir a ella, afirmamos la grandeza del espíritu humano». Y el artículo finaliza con una oración: «Jóvenes hermanas y hermanos de Muramba y Buta [donde un grupo de niños había sido masacrado], vosotros que os habéis negado a aceptar la locura de la violencia y el odio racial, perdonadnos a todos nosotros que permitimos que los prejuicios, la división, el odio y la violencia se extiendan por nuestro mundo». Esas niñas fueron profetisas, ejemplos de una resistencia no violenta al odio que debería penetrar hasta la médula de nuestros

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huesos. Su ejemplo -como el de todas las mujeres de nuestros episodios bíblicos- muestra que las obras de los pobres y de las víctimas pueden alzarse sobre la violencia y el odio, la codicia y el poder. El mensaje es obvio: hay que alinearse junto a las víctimas, los pobres, los no violentos, en todos los aspectos de la vida. Negarse a hacerlo, supone alinearse junto a los que traen la muerte al mundo. El general Ornar Bradley dijo en cierta ocasión: «Hemos llegado a entender el misterio del átomo y hemos rechazado el Sermón de la Montaña. El nuestro es un mundo de gigantes nucleares e infantes éticos. Sabemos más sobre la guerra que sobre la paz, más acerca de matar que acerca de vivir». Pero también podemos optar, tenemos la libertad de decidir actuar de otra manera. Como dice Adrienne Rich: «Tengo que apostar por los que, generación tras generación, porfiadamente, sin ningún poder extraordinario, reconstruyen el mundo». De esta pasta están hechos los auténticos jueces, ésta es la base del verdadero liderazgo y el núcleo de la libertad y el amor que, en última instancia, es el único sacrificio que nuestro Dios nos pide. Hace tiempo alguien me proporcionó un midrash judío de un libro infantil titulado La lección de Alexander, cuya única fuente de referencia era Tamid 32b. Es un bonito cuento para finalizar este capítulo sobre unas mujeres modelo de liderazgo y de juicio, unas profetisas que nos llaman a la integridad como seres humanos, dándonos una idea de lo que significará ser justo y santo en el futuro: «Érase una vez Alejandro Magno -conquistador de muchas tierras y amante del estudio y de la sabiduría de otras culturas y razas-, que oyó hablar del lejano continente africano y quiso visitarlo. Había oído rumores de enormes riquezas: diamantes, oro, grandes extensiones de tierra fértil y fantásticos animales. Y quería verlo todo por sí mismo, así como preguntar a los gobernantes sobre la justicia y las formas de juzgar. Pero sus consejeros se oponían, porque estaba muy lejos y habría que arrostrar muchas penalidades y peligros a lo largo del camino. Pero Alejandro estaba decidido a partir solo en busca de la sabiduría y la riqueza de África. Después de un arduo viaje, descubrió que África era una tierra populosa gobernada fundamentalmente por mujeres, y

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que era verdaderamente una tierra de gran riqueza, con excedentes de alimentos y una increíble variedad de extrañas criaturas. Una de las mujeres gobernantes había oído hablar de Alejandro y de su reino y, cuando le tuvo ante sí, le preguntó: "¿Piensas invadirnos o declararnos la guerra? Si nos atacas y nos conquistas, ¿qué honor obtendrás? Y si por casualidad eres derrotado, ¡qué terrible deshonor para ti ser conquistado por unas mujeres!". Alejandro no supo qué decir ante estas palabras y aseguró que era una visita pacífica y que no tenía intenciones invasoras. Había sido un viaje duro, y Alejandro pidió pan y algo que beber. Le sirvieron un pan entero. Cuando lo tomó en la mano, vio que pesaba mucho y se dio cuenta de que era una barra sólida de oro. Sorprendido preguntó: "¿Todo el mundo come aquí pan hecho de metales preciosos y joyas?". La respuesta de la mujer le hizo gran impacto: "No, pero si no querías más que pan, ¿por qué no te has limitado a quedarte en tu casa y en tu país? Seguro que dispones de comida y bebida más que suficientes para satisfacer tus necesidades". Alejandro estaba asombrado de que leyeran en su interior con tanta facilidad y replicó que había ido a observar, a ver sus tribunales y cómo juzgaban. Les informó sobre su gran interés por la justicia y la sabiduría y les dijo que había oído relatos fabulosos acerca de cómo se practicaba y se administraba la justicia en esa tierra africana. Fue invitado a sentarse y observar los tribunales en su actuación diaria. Cuando llegó el momento, fue conducido a una sala con una mesa redonda, cómodas sillas, libros, amplias vistas y luz. Al presentarse el primer caso, Alejandro no podía dar crédito a sus oídos. El primer hombre se aproximó y expuso su visión del problema: "Hace un año que compré un campo a ese hombre. Cuando lo estaba arando, descubrí una gran caja enterrada. Al abrirla, vi que contenía un tesoro e inmediatamente se lo llevé al hombre al que había comprado el campo, porque no soy ningún ladrón. Yo compré únicamente el campo y quería devolverle su legítima propiedad". A continuación expuso su versión el otro hombre: "No, no puedo quedarme con el tesoro que él ha encontrado. Yo le vendí la tierra y, lógicamente, cuanto hay en ella: basuras, rocas, árboles, y todo lo que se

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encuentra en el subsuelo. Tampoco yo soy ningún ladrón y no quiero quedarme con lo que él ha encontrado". La juez estuvo escuchando atenta y respetuosamente a ambos hombres, que habían recorrido un largo camino para exponer su caso y que ella lo enjuiciase con sabiduría. Miró a ambos y les preguntó si tenían hijos. Los dos asintieron; uno tenía un hijo, y el otro una hija. "Bien -dijo la juez sonriendo- Está decidido. Puede acordarse el matrimonio entre ambos, y así los dos os beneficiaréis del inesperado descubrimiento del tesoro". Ambos hombres quedaron complacidos por el juicio, pero Alejandro reaccionó descortésmente a sus palabras, puesto que intervino diciendo que, en su reino, el juicio habría sido totalmente distinto. Ella le preguntó qué habría él decidido. "En mi país habríamos, sencillamente, confiscado el tesoro para los cofres del reino y ejecutado a los dos hombres por obstinados y estúpidos". En la sala del tribunal se produjo un silencio tenso y embarazoso. Durante largo rato nadie dijo nada, y Alejandro se dio cuenta de que le miraban con compasión y preocupación, del mismo modo que mirarían a un niño que hubiera cometido una insensatez y hecho daño a otro. Finalmente, la juez se dirigió a él directamente y le hizo una sencilla pregunta: "¿Brilla en tu país el sol y cae la lluvia?". Alejandro se echó a reír y dijo: "Naturalmente". "¿Y tenéis animales que satisfacen vuestras necesidades: ovejas, cabras, ganado vacuno, aves y animales salvajes?". "Por supuesto que sí -respondió él-, no somos distintos de vosotros ni de vuestra tierra. Pero ¿qué tiene eso que ver?". La juez le miró con severidad y declaró: "En tu país, el sol brilla y la lluvia cae por el bien de las otras criaturas que moran en él. Ciertamente, tú y tu pueblo, tal como lo has descrito, no merecéis ni siquiera aire, luz del sol, agua ni vida. No sabéis nada de la justicia ni de la simple educación y, por tanto, debéis de saber muy poco o nada del amor y la vida". Alejandro se quedó atónito y mudo. El tribunal continuó juzgando otros casos, y él permaneció escuchando, sintiéndose poco a poco avergonzado y humilde ante lo que oía y veía. La gente era tratada con respeto. La ley servía al bien común, incluido el de los no nacidos. No se permitía a nadie ser irrespetuoso ni gritar, culpar a otros o tratar de hacer que tomaran

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partido. Había largos ratos de silencio y reflexión, de debate con los demás, de consulta en los libros y de búsqueda de precedentes. Todos marchaban contentos por haber sido escuchados y atendidos en su preocupación, y porque las decisiones habían sido cuidadosas con todos, y en especial con los que sufrían o se encontraban en extrema necesidad. Los casos se solapaban, y se establecían lazos entre personas que previamente no se conocían. La justicia se convertía en una manera de entrelazar estrechamente a todos, y la armonía constituía el telón de fondo de toda vida. Antes de retornar a Macedonia, Alejandro se detuvo a las puertas de la ciudad donde había sido testigo de la justicia africana, y sobre dichas puertas escribió esto para que todos lo vieran: "Yo, Alejandro de Macedonia, era un estúpido antes de visitar esta tierra donde las mujeres de África juzgan tan acertadamente y la sabiduría es de dominio público. He aprendido los principios de la sabiduría y recordaré cómo actuar. Éste es el tesoro que me llevo a mi país"». Si esto fue antaño una realidad o un recuerdo o incluso una mera esperanza, entonces hoy puede convertirse en una visión que cree lugares en los que las mujeres y los hombres se sienten bajo palmeras y escuchen a la gente clamar justicia, lugares en los que lo que se dictamine esté impregnado de las promesas de morar en una paz nacida de la justicia para los pobres y en la verdad de lo que significa ser seres humanos juntos en esta tierra. El arte de juzgar acertadamente puede aprenderse de unas fuentes que la mayoría ignoramos, como la viuda pobre, la esclava y los que se encuentran en el filo entre la vida y la muerte.

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8 Esposas y guerreras Rebeca, Seforá, la esposa del profeta Isaías y Judit

Cuando preguntaron a la esposa de Einstein si entendía la teoría de la relatividad de su marido, respondió: «No, pero conozco a mi marido y sé que se puede confiar en él». Aunque muchas personas pueden sonreírse ante esta anécdota, puede que otras no lo hagan, sino que se sientan molestas y repliquen que la frase limita o devalúa a las mujeres y sus capacidades. En el pasado reciente, algunas mujeres han sido criticadas por lo que se interpretaba como la tendencia de la Biblia y de la iglesia a recordar a las mujeres y referirse a ellas en el contexto de sus relaciones primarias con los demás, especialmente con los hombres presentes en su vida. Así, algunas mujeres contemporáneas creen que ser conocidas como la esposa, la madre, la hermana, la abuela, la tía o incluso la amiga de alguien desprestigia su persona. Las mujeres, en su opinión, deben ser vistas como individuos, independientemente de su relación con los hombres. Y, sin embargo, si no somos recordados por nuestros compromisos, amores, vínculos mutuos y nuestro lugar en relación con los demás, ¿por qué debemos ser recordados? Podría responderse que podemos ser elogiados por nuestros logros, nuestro trabajo o nuestro arte, pero si lo hacemos fundamentalmente por nuestro propio beneficio o para autoexpresarnos, ¿no revela ello la estrechez y limitación de nuestro mundo? Cierto día de san Valentín me enviaron una tarjeta con los personajes infantiles Winnie the Pooh y Piglet, y la he conservado por su profunda y sabia interpretación del amor. Es una breve conversación entre ambos: Piglet se acerca sigilosamente a Winnie por detrás. «Pooh» -susurra.

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«¿Sí, Piglet?». «Nada -dice Piglet, tomando la pata de Pooh-. Sólo quería asegurarme de que estabas ahí». Puede que en nuestros momentos más profundos y auténticos seamos vistos y reconocidos por quienes están seguros de nuestra presencia junto a ellos, y nosotros seguros de su presencia en nuestra vida. El Baal Shem Tov, gran narrador, místico y profeta judío de la Edad Media, escribió sobre el matrimonio, no sobre el matrimonio de conveniencia o acordado por razones de descendencia o herencia ni del sexo legalizado, ni siquiera del matrimonio basado en el amor romántico, sino que escribió sobre el matrimonio como algo intrínseco al alma y a la razón de ser de cada persona: «De cada ser humano brota una luz que va directa al cielo, y cuando dos almas que están destinadas a estar juntas se encuentran, sus rayos de luz se unen, y una única luz más brillante brota de su ser unificado». Otra descripción de esta realidad es la de una autora inglesa del siglo xvn, que añoraba terriblemente a su marido fallecido. Decía: «Mi amor por mi marido no era únicamente el amor matrimonial propio de marido y mujer, sino un amor natural, como el amor entre hermanos o entre padres e hijos; también era un amor comprensivo, como el amor entre amigos; y era, asimismo, un amor consuetudinario, como el amor entre conocidos; un amor leal, como el amor de un subdito; un amor obediente, como el amor a la virtud; un amor unificador, como el amor del alma y el cuerpo; y un amor piadoso, como el amor al cielo. Todos estos diversos amores se conjugaban y entremezclaban, formando una única masa de amor»1. El poeta español Antonio Machado también escribió sobre este lazo extraordinario: «Una noche de verano -estaba abierto el balcón 1. Citado en Alan MACFARLANE, «Marriage and Love in England: Modes of Reproduction 1300-1840», en One Mass ofLove, Basil Blackwell, London.

188 y la puerta de mi casala muerte en mi casa entró. Se fue acercando a su lecho -ni siquiera me miró-, con unos dedos muy finos algo muy tenue rompió. Silenciosa y sin mirarme, la muerte otra vez pasó delante de mí. ¿Qué has hecho? La muerte no respondió. Mi niña quedó tranquila, dolido mi corazón. ¡Ay, lo que la muerte ha roto era un hilo entre los dos!»2. Esta conexión, esta sensación de ser uno, más allá del apego consuetudinario, es una forma de amor alabada en muchas historias de los patriarcas, los profetas y sus esposas. Es un vínculo nacido de la fe, del padecimiento conjunto, del conocimiento y de la experiencia del poder del Santo en su vida común. En cierto sentido, no se pueden describir estas relaciones utilizando las categorías y los términos de los que hoy disponemos. En la Biblia, estas conexiones íntimas sólo suelen insinuarse en el relato público de los acontecimientos, al nombrar a los hijos de una pareja o en apartes insertados en el texto aparentemente al azar.

Rebeca Comencemos por Rebeca. En principio se la menciona en una genealogía, lo que, por sí mismo, es significativo. De hecho, es la primera hija mencionada en una genealogía bíblica. Dicha genealogía se encuentra inmediatamente después de la terrible escena en la que Abraham es probado por Dios con la exigencia de sacrificar a su hijo como ofrenda en el lugar que Yahvé elija. Abraham pasa la prueba. Isaac es liberado en el altar, y Dios otorga su bendición

2.

Antonio MACHADO, Poesías completas, Espasa Calpe, Madrid 197314.

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a Abraham, Isaac y sus descendientes, que serán tan numerosos como las estrellas del cielo y las arenas de la playa (Gn 22). Sigue después una breve genealogía que incluye una frase corta separada que presenta a Rebeca: «Betuel engendró a Rebeca» (Gn 22,23). Sus abuelos son Milká y Najor, por lo que es de la familia de Abraham, partícipe, pues, en la relación establecida por la alianza. Con Isaac, ella será el modo de que la bendición prosiga y venga al mundo. No se menciona el subsecuente matrimonio de Isaac, pero Rebeca aparece como parte de la gran esperanza de Dios respecto del pueblo ahora elegido y unido a él en alianza. «Rebeca» significa «paciencia», y de hecho vivirá el significado de su nombre muchas veces. Rebeca tiene la paciencia de dar agua a los diez camellos del siervo; espera veinte años para concebir hijos; y espera el doble de esos años para ver cómo su hijo menor, Jacob, recibe la bendición de su marido, Isaac, que ella ayuda a asegurar. Y esperará en vano el regreso de su amado hijo Jacob. La Biblia nos dice que Sara, la mujer de Abraham, vivió ciento veintisiete años y, cuando murió, Abraham compró una cueva y la enterró en Makpelá. Abraham está envejeciendo. La sombra de la muerte cae sobre el texto, y el centro de atención pasa a la siguiente generación y a la continuación de la bendición. Pero Isaac está soltero, y es el anciano quien dispone que hay que encontrar una esposa para su hijo. Confía, pues, al principal de sus siervos la tarea de regresar a su tierra natal, Aram -de la que había partido muchos años antes-, para encontrar una esposa a su hijo. Abraham informa a su siervo de que Yahvé «enviará su Ángel delante de ti, y tomarás de allí mujer para mi hijo. Si la mujer no quisiere seguirte, no responderás de este juramento que te tomo» (Gn 24,7b-8). Parece que Rebeca seguirá los pasos de Abraham y se le pedirá que deje la tierra en que ha nacido y vaya al encuentro de su futuro, apostando su vida por una fe ajena, hasta que ella elija esa fe por sí misma. Y ahora es el siervo quien, en su oración a Dios, establece una prueba: la primera joven que le ofrezca de beber y proporcione agua a todos sus camellos será la que Dios tiene destinada a casarse con Isaac. Casi no ha terminado su oración cuando aparece Rebeca llevando un cántaro al hombro. En dos frases se nos dice su linaje, sus lazos familiares, y que es hermosa y virgen en edad casadera. Inmediatamente ofrece de beber al siervo y, cuando ha

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terminado, le dice que dará agua a sus camellos hasta que queden hartos. ¡Y tiene para rato, porque son diez! En la Biblia, este tipo de encuentro con una mujer relacionada con el futuro suele tener lugar junto a un pozo. Posteriormente, Jacob conocerá a Raquel en un pozo (Gn 29,1-14), y Moisés encontrará a Seforá cuando vaya a dar agua al ganado (Ex 2,1521). Se trata de nómadas, y la ubicación del agua y de las tiendas es una de las realidades omnipresentes en sus vidas. Después, Rebeca ofrece hospitalidad al siervo, invitándole a las tiendas de su familia. A continuación, el siervo explica su misión al padre de Rebeca y a su hermano Labán, que se apresuran a responder: «De Yahvé ha salido este asunto. Nosotros no podemos decirte está mal o está bien. Ahí tienes delante a Rebeca: tómala y vete, y sea ella mujer del hijo de tu señor, como ha dicho Yahvé» (Gn 24,50-51). Se intercambian regalos, pero hasta la mañana siguiente no le preguntan a Rebeca si accede al matrimonio propuesto y a irse con el siervo. Su respuesta es muy simple: «Me voy». Parte, pues, con la bendición de los suyos: «¡Oh hermana nuestra, que llegues a convertirte en millares de miríadas, y conquiste tu descendencia la puerta de sus enemigos!» (Gn 24,60). No hay un relato del viaje, aunque hay narraciones midrásicas que hablan de cómo el siervo intentó explicar a Rebeca que el padre de Isaac trató en el pasado de sacrificar a su hijo a Dios. Después los otros siervos intentaron contárselo, pero no lo consiguieron, y finalmente su propia doncella, que había oído la historia, trató de contarla, pero en vano. Rebeca llega sin información sobre su prometido. Isaac es un hombre marcado por un destino, una historia latente en su carne y su memoria; sin embargo, no hay nada en el texto que hable de su reacción después del fracasado sacrificio. Ahora el relato se orienta hacia él y nos dice que tenía la costumbre de adentrarse en los campos por la tarde para meditar. Durante su oración, ve aproximarse una caravana. Rebeca se cubre con un velo, como era costumbre en las novias, y es entregada a Isaac. El primer encuentro deja al lector preguntándose qué ocurre entre ellos, porque lo único que el texto nos dice es que «Isaac introdujo a Rebeca en la tienda, tomó a Rebeca, que pasó a ser su mujer, y él la amó. Así se consoló Isaac por la pérdida de su madre» (Gn 24,67).

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Rebeca es una mujer valerosa, bella y trabajadora. Ocupa ahora el lugar de su suegra, Sara, como matriarca y mujer que decide su propio destino, dejando su hogar y trasladándose a un lugar lejano en respuesta a las esperanzas y la promesa de Abraham, Isaac y su Dios. Ha consentido en ser parte de la alianza y del futuro de Israel. Pero lo que sigue es la dura realidad de cualquier matrimonio, especialmente en una comunidad cuya supervivencia depende de la siguiente generación. Rebeca es estéril y durante veinte años no engendra hijo alguno. Una vez más, el midrash relata el enfrentamiento entre Isaac y Rebeca y la angustia y las quejas de ésta. Mientras tanto, Isaac le revela poco a poco su propia historia y cómo sus padres deseaban un heredero y la sirvienta de su madre, Agar, fue entregada a Abraham y engendró a Ismael, el hermano de Isaac. Vienen a continuación los relatos de la visita de los ángeles a la tienda de Sara y su embarazo a edad tardía. Isaac dice a Rebeca que una espera de veinte años no es nada. Y después, finalmente, le explica la historia de cómo Dios puso a prueba su fe y la de su padre, el trayecto y su horror y su miedo cuando comprendió lo que su padre pretendía hacer. Para terminar, leemos que Rebeca, la esposa, confidente y portadora de la promesa de Yahvé, se convierte en madre de mellizos y matriarca de la nación israelita: «Isaac suplicó a Yahvé en favor de su mujer, pues era estéril, y Yahvé le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: "Siendo así, ¿para qué vivir?". Y fue a consultar a Yahvé. Yahvé le dijo: "Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño". Cumpliéronsele los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero, rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se llamó Jacob. Isaac tenía sesenta años cuando los engendró. Crecieron los muchachos. Esaú llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre tranquilo, muy casero. Isaac quería a Esaú, porque le gustaba la caza, y Rebeca quería a Jacob» (Gn 25,21-28).

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El texto nos dice que Isaac ama a Rebeca y ora por ella, porque Rebeca desea tener hijos. Pero, cuando está embarazada, acude a consultar a Yahvé, tratando de hallar un respiro en su dolor y comprender en alguna medida lo que sucede en ella. Y únicamente a Rebeca se le concede un oráculo, el conocimiento del proyecto de Dios y del futuro. Ella sabe antes del nacimiento de los mellizos que el menor es el preferido a los ojos de Yahvé y que el mayor está destinado a servir a su hermano. Leemos en un antiguo midrash: «R. Levi enseñaba que en el versículo "Yahvé le dijo: Dos pueblos hay en tu vientre" (Gn 25,23), las palabras dirigidas a ella implican que el Señor decía a Rebeca: "Te revelaré un misterio: De ti saldrá [Israel], la primera de todas las naciones". Por ello [respecto de Isaac, al que este misterio no ha sido revelado], la Escritura dice: "Isaac quería a Esaú" (Gn 25,28), mientras de Rebeca dice el versículo: "Rebeca quería a Jacob" (Gn 25,28), porque sabía lo que el Único Santo, bendito sea, le había revelado»1. Aparentemente, es Rebeca quien impone nombre a los mellizos y, probablemente, la comadrona que la atiende. Casi se puede escuchar la conversación entre ambas mujeres. Cuando sale el primer niño, es descrito como rubicundo todo él, y por eso es llamado Esaú, juego de palabras con se'ar, término hebreo para pelo. Le sigue el segundo niño, con su mano apretando el talón de su hermano, y es llamado Jacob, juego de palabras con el término hebreo aqueb, que significa talón. Desde el comienzo mismo del libro del Génesis, nombrar es un poder que Dios comparte con los seres humanos. Es digno de destacarse el número de episodios del Antiguo Testamento en que las mujeres -no los hombres- imponen nombre a los hijos. De hecho, son mujeres las que nombran a sus hijos en veintisiete ocasiones en el Antiguo Testamento, mientras que son hombres los que imponen nombre únicamente en diecisiete. Hay dieciocho parlamentos de madres acerca de los nombres, mientras que sólo hay ocho de hombres. 3.

«The Midrash on Psalm 9,7», en The Midrash on Psalms, Yale University Press, New Haven 1959.

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También se da el caso de que la madre escoja al hijo menor para heredar los derechos preferentes por encima de la opción usual del padre por el primogénito. Las matriarcas y reinas de Israel tienen sus propios criterios, y su prerrogativa de nombrar suele ejercerse también respecto de quién liderará el clan y la nación en el futuro que Dios pretende para el pueblo. Las mujeres trabajan conjuntamente con Dios. Esta preferencia por uno sobre otro lleva al enfrentamiento. En la familia, los padres toman partido, eligiendo a quien favorecer: Rebeca por sus sentimientos y por la información del oráculo, e Isaac por su desconocimiento. Y hay más información. Los jóvenes son descritos como opuestos, uno en términos favorables, el otro en lenguaje vulgar. Sharon Pace Jeansonne escribe: «Aunque el narrador no expone explícitamente por qué Rebeca prefiere a Jacob (25,28), el uso de epítetos es sumamente significativo. Jacob es descrito como "un hombre tranquilo (tam), muy casero", en contraste con su hermano Esaú, "cazador experto y hombre montaraz" (25,27)»4. La palabra tam, que el texto traduce como «tranquilo», tiene otros significados. Según el Hebrew and English Lexicón of the Oíd Testament, también puede traducirse como «íntegro, firme, cabal»\ Procede de la raíz tmn, que significa «estar completo o concluido». A la luz de lo que sigue en el episodio de la bendición robada, estos significados adquieren mayor relevancia. Sabemos que entre los dos hermanos hay antagonismo y disensiones desde el principio. Jacob, astutamente, consigue un día que un hambriento Esaú le venda su primogenitura por un poco de pan y un guiso de lentejas. Y el texto comenta que «así desdeñó Esaú la primogenitura». La historia de Isaac y Rebeca está en muchos aspectos escrita estableciendo paralelismos con la de Abraham y Sara. Ahora se produce una interrupción en la historia de los mellizos. Se desencadena una hambruna, e Isaac y Rebeca se van a Guerar, la tierra 4.

Sharon Pace JEANSONNE, The Women of Génesis: From Sarah to Potiphar's Wife, Fortress Press, Minneapolis 1990, p. 63.

5.

BROWN, DRIVER y BRIGGS, Hebrew and English Lexicón of the Oíd

Testament, 1.070-1.071.

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de Abimélek, rey de los filisteos, como en otro tiempo Abraham y Sara viajaron a Egipto en busca de alimentos y grano. Isaac y Rebeca se instalan allí durante un tiempo. Isaac, como había hecho su padre, por miedo o por protegerse, trata de hacer pasar a su mujer por su hermana, porque teme que otros hombres se enfrenten a él por la belleza de Rebeca y traten de matarle. La sensación que da es que Isaac es frágil, vulnerable y no muy valiente. Es un superviviente, pero a un alto coste para él y para los demás. Hasta que Abimélek descubre que Isaac le ha mentido. En su comentario al episodio de Rebeca, Sharon Pace Jeansonne añade una información interesante que nos aclara mucho el carácter de Isaac: «Es sumamente llamativo en este contexto, por tanto, que Isaac esté dispuesto a poner a su mujer en peligro. No sólo demuestra poco juicio al poner a Rebeca en riesgo, sino que Isaac parece estúpido cuando juguetea con ella o la acaricia de manera que Abimélek puede deducir fácilmente que es su esposa (26,8). El texto lo subraya jugando con las palabras "Yishaq" (Isaac) y "mesaheq" (juguetear/acariciar), porque ambas proceden de la raíz hebrea "shq" (risa/reír). El miedo de Isaac parece, pues, falta de confianza en Dios»6. Este juego de palabras puede incluso sugerir que Abimélek ve a Isaac «isaaqueando» a su mujer. Pero lo que sigue revela la misericordia de Yahvé, puesto que Isaac y Rebeca están ahora protegidos por la palabra del rey y prosperan y se hacen extremadamente ricos en aquella morada temporal. Pero precisamente a causa de su prosperidad se les pide que partan. El vagabundeo que constituyó en el pasado la vida de Abraham y Sara constituye ahora la de Isaac y Rebeca. Se asientan en Guerar; pero, tras una querella a propósito de los derechos sobre el agua, se trasladan de nuevo. Finalmente, aunque se acuerda la paz entre ellos y los filisteos, se instalan en Bersheba. Entonces la Biblia nos dice, en una especie de aparte, que a los cuarenta años de edad Esaú se casó con Judit y con Basmat, hijas ambas de hititas, «las cuales fueron amargura para Isaac y Rebeca» (Gn 26,34-35). Las disensiones se extienden por la familia. 6.

Sharon Pace JEANSONNE, The Women of Génesis, op. cit., p. 64.

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Esaú ha traicionado la alianza y se ha casado fuera de la promesa. Isaac, sin embargo, está haciéndose viejo y ya no ve «por tener debilitados los ojos» (Gn 27,1), de modo que llama a su primogénito, Esaú, para transmitirle la bendición. Una vez más, las historias de Sara y de Rebeca se asemejan. La experiencia más definitoria de la vida de Sara es el anuncio y el nacimiento de su hijo de la promesa, Isaac. Primero oye hablar de ello cuando está escuchando a la entrada de la tienda, mientras los visitantes hablan a Abraham del designio de Dios. Ahora es Rebeca quien oye por casualidad a Isaac diciendo a Esaú que vaya de caza, le guise lo que obtenga, y él le otorgará la bendición de la primogenitura de la manera ritual. Pero Rebeca planea que Isaac bendiga a su querido hijo Jacob, en lugar de al primogénito. Su proyecto es a la vez un plan cuidadosamente ejecutado y el designio que Yahvé le dio a conocer mucho tiempo atrás, cuando ambos hijos estaban en su seno. Aunque engañoso y falso, puede servir a la continuidad de la bendición de Israel. De hecho, todas las cosas sirven finalmente a un sueño mayor que los proyectos de cualquier persona. Ahora es el momento decisivo en que el ingenio de Rebeca desempeña su papel. Dice a Jacob lo que pretende hacer Isaac, lo que ella proyecta y que debe obedecer sus órdenes al pie de la letra. Y él así lo hace. Rebeca prepara la comida que, como ella bien sabe, le gusta a Isaac. Mientras tanto, toma unas ropas de Esaú, cubre las manos y el cuello de Jacob con piel de cabra y le envía a su padre antes de la vuelta de Esaú. Lo que ocurre entre el anciano padre y su hijo menor es a la vez cómico y tremendamente triste. Jacob miente al responder las preguntas que le hace su padre. Su misma apariencia es una mentira destinada a confundir o embaucar al anciano, induciéndole a creer que se trata del hijo mayor. Pero a pesar de la discrepancia entre la voz de Jacob y el tacto y el olor de Esaú, Isaac imparte la bendición de la primogenitura al menor, como tanto Rebeca como, al parecer, Dios han pretendido siempre. Al igual que en una escena teatral, Jacob acaba de esfumarse cuando llega Esaú y se encuentra con que le han birlado tanto la primogenitura como la bendición. El conflicto se agrava. Y Esaú se consuela con la idea de matar a Jacob en cuanto Isaac muera. Pero la matriarca Rebeca, que sabe cuanto ocurre en las tiendas, se entera del propósito de su hijo mayor de asesinar a Jacob y

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comprende que debe poner a salvo a su hijo menor hasta que la ira de Esaú se calme. Su intención es enviar a Jacob a su familia, a las tiendas de su hermano Labán, y que de paso elija allí esposa, dado que Isaac le ha ordenado no casarse con una mujer de Canaán. Jacob, pues, partirá, y Rebeca se verá privada de su querido hijo y se sentirá sumamente incómoda por haber traicionado la confianza de su marido y haberse puesto en contra de Esaú. Y parece que Esaú empieza a caer en la cuenta de cómo ha desagradado a sus padres casándose con mujeres hititas, y se casa de nuevo, esta vez con una hija de Ismael, dentro de los confines del clan. Tenemos un atisbo de los sentimientos de Rebeca respecto de sus hijos y, ahora, de su propia vida: «"Ahora, pues, hijo mío, hazme caso: levántate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada, hasta que se calme la cólera de tu hermano; hasta que se calme la ira de tu hermano contra ti, y olvide lo que has hecho. Entonces enviaré yo a que te traigan de allí. ¿Por qué he de perderos a los dos en un mismo día?" Rebeca dijo a Isaac: "Me da asco vivir al lado de las hijas de Het. Si Jacob toma mujer de las hijas de Het como las que hay por aquí, ¿para qué seguir viviendo?"» (Gn 27,43-46). Esto es lo último que sabemos de Rebeca. Su ardid ha funcionado, y Jacob ha heredado la bendición. Le envía a Jarán para encontrar esposa y, según parece, para salvarle de los propósitos asesinos de Esaú. Rebeca es una creyente en Dios y en sus promesas, y ahora sabe que Jacob continuará el linaje, que ha recibido verdaderamente la bendición de su padre y de Dios. Ella ha realizado lo que se había propuesto, en conjunción con el designio de Dios. Pero es una mujer y una madre que ha perdido a su hijo querido, al que más amaba. Como Abraham, al que se le ordenó entregar a su primogénito de la alianza, Rebeca ha tenido que dejar partir a Jacob y verle abandonar sus tiendas y su vida. Dado que no es mencionada de nuevo, ni siquiera cuando Jacob regresa finalmente a su tierra para hacer frente a su hermano, se piensa que Rebeca no volvió a ver a Jacob y que murió antes de su retorno. Debe soportar la presencia en las tiendas de mujeres extranjeras que no comparten los sueños, creencias y esperanzas de su

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pueblo y de su propio corazón. Rebeca e Isaac están una vez más solos y juntos, como los primeros veinte años de su matrimonio. El texto nos dice que Rebeca fue enterrada con Isaac en la cueva de Makpelá, con Abraham y Sara, sus antepasados en la fe y en la historia de Israel (Gn 35,27). Pero un midrash contemporáneo de Rebeca cuenta una historia que habla largo y tendido de sus esperanzas y de la razón de sus actos. Se titula «Un matrimonio forjado en el cielo». La cita que viene a continuación es de su final, cuando Rebeca reflexiona sobre su vinculación no sólo a su marido o sus hijos, sino a los indestructibles sueños de Yahvé, vínculo que comenzó cuando ella dijo: «Me voy». Así es como finaliza la historia que podría subyacer al texto del Génesis: «A la misma hora di a luz a Esaú, similar a Ismael, y a Jacob, similar a Isaac. Entre ellos había de nuevo división, como entre mi marido y su hermano, miedo y temblor de una parte, cordialidad de la otra. Entonces juré alterar el equilibrio, dar la herencia a la audacia, no al valor. Isaac, que el pobre se autodespreciaba, ¡ansiaba perpetuarse gloriosamente a través de los genes de Esaú! Pero de las profundidades del pozo entre mis muslos, donde el destino esperaba dar a cada uno lo suyo, elegí al hijo que Isaac no había elegido (le gustara o no, como suele ocurrir en los matrimonios), aunque era el hijo más parecido a mi esposo. Tapé con pieles el brazo sin vello de Jacob y le conduje por el aro de la nariz, el amor materno, a engañar a su padre. Conté a mis hijos lo que Isaac sufrió a manos de su padre. No soy partidaria de ocultar cosas a los hijos. "Está bien obrar de este modo -dije-. Tu padre no sólo está ciego, sino que también hace oídos sordos a Dios por miedo a lo que su voz pueda decir. Y, sencillamente, no puede enterarse de por qué heredero le insta Dios a optar. Nos corresponde a nosotros hacer las interpretaciones. Siempre he querido que tú obtengas lo que te corresponde, que progreses. Recuerda que todo el mundo obtiene algo, ya sea más, ya sea menos. Espero sentirme orguUosa de ti y que seas comprensivo al respecto. Puesto que es obvio que somos actores en la obra de Dios, desempeñemos lo mejor posible nuestros papeles. Si hemos de llorar, hagamos-

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lo; si hemos de exultar, debemos hacerlo que todas nuestras fuerzas. Sobre todo, no dejemos de cumplir lo ordenado". Y así engañé al ciego y agonizante Isaac introduciéndole en la gloria, que consiste, al menos en parte, en ser inscrito en la historia adecuada. Después, acunando a mi anciano marido en mis brazos, le adormecí para que descansara con nuestra celestial canción. El pozo, la tienda, los mellizos, la bendición... canté. "Mira -insté a sus ciegos ojos-, observa a qué extremos llega el Santo por nosotros -nos guste o no"»7. Este midrash puede parecer demasiado moderno en algunos aspectos, inadmisible en otros, fantasioso o incluso nada serio o con excesiva tendencia a creer en un destino inevitable. Pero muestra a una mujer capaz de tomar decisiones y actuar en función de las mismas, y capaz también de llegar a querer a su marido y comprender la relación de éste con Dios, al mismo tiempo que tiene una relación de revelación con esa exigente divinidad. Ora y es escuchada, y el texto del Génesis revela claramente que algunas veces las mujeres saben mejor que los hombres quién es Dios y pueden trabajar junto con él por el futuro de su pueblo. Y cabe imaginar que Isaac más que sospechaba lo que ella pretendía en la historia de la bendición, y después la admiró por su valor y sus decisiones. Estaban separados en cuanto a su persona, pero unidos en su amor, su matrimonio, sus hijos y su relación con Yahvé. Ambos eran, ante todo, hijos de la promesa, y juntos transmitieron su herencia al futuro, a fin de que, miles de años después, podamos nosotros recibirla. ¡Bendito sea Dios por los siglos de los siglos! Seforá Pasemos ahora a Seforá, la esposa del profeta Moisés. Nos encontramos con ella, igual que Moisés, junto a un pozo. En su indignación, Moisés había matado a un egipcio y había sido exiliado de 7.

En Norma ROSEN, Biblical Women Unbound: Counter-Tales, Jewish Publication Society, Philadelphia 1996, pp. 76-77.

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Egipto por el faraón. Leemos que «se fue a vivir al país de Madián. [Y] se sentó junto a un pozo». El encuentro se recoge del siguiente modo: «Tenía un sacerdote de Madián siete hijas, que fueron a sacar agua y llenar los pilones para abrevar las ovejas de su padre. Pero vinieron los pastores y las echaron. Entonces, levantándose Moisés, salió en su defensa y les abrevó el rebaño. Al volver ellas a donde su padre Reuel, éste les dijo: "¿Cómo es que venís hoy tan pronto?". Respondieron: "Un egipcio nos libró de las manos de los pastores, y además sacó agua para nosotras y abrevó el rebaño". Preguntó entonces a sus hijas: "¿Y dónde está? ¿Cómo así habéis dejado a ese hombre? Llamadle para que coma". Aceptó Moisés morar con aquel hombre, que dio a Moisés su hija Seforá. Ésta dio a luz un hijo y llamóle Guershom, pues dijo: "Forastero soy en tierra extraña"» (Ex 2,16-22). Los papeles se han invertido. Como en otro tiempo Rebeca ofreció agua y abrevó el rebaño de camellos del siervo de Abraham, ahora es Moisés, el extranjero que huye de la ejecución en Egipto, quien da agua al ganado de las mujeres, sacándola de un pozo. Están presentes todos los elementos del encuentro ritual entre marido y mujer que engendrarán sus hijos y los futuros hijos de la nación: el pozo, la extracción de agua, el extranjero, la mujer, la hospitalidad y la invitación a las tiendas para comer juntos. Esta imagen de encuentro en las aguas se ha convertido, en los tratados espirituales, en una metáfora no sólo del vínculo matrimonial que se forja en el cielo, sino también, en palabras de Orígenes, de «la Escritura entera [que] concierne al matrimonio de los seres humanos con la palabra de Dios». Y prosigue Orígenes: «Todas estas cosas escritas son misterios. Cristo desea desposarte también con él, por eso te habla a través del profeta: "Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en amor y en compasión, y tú conocerás a Yahvé" (Os 2,21s). El núcleo más íntimo de la Escritura y de la verdadera religión es la unidad de los seres humanos y la Palabra. El siervo que media en el encuentro es la palabra profética del Antiguo Testamento. Cristo envía esta palabra por adelantado para pre-

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parar su llegada. Pero, como Rebeca, se necesita paciencia y práctica para sacar agua de las profundidades del pozo, y sacar incluso para los camellos, que son una imagen de las personas irracionales y perversas»8. Orígenes revela lo que el Espíritu puede querer decir a las comunidades que lean los textos muchas generaciones después. Más adelante en el comentario, escribe: «Observa cuántas cosas tienen lugar en las aguas, a fin de que también tú puedas ser invitado a acudir diariamente a las aguas de la Palabra de Dios»9. Cuando el texto se considera inspirado, ningún episodio deber verse, escucharse o leerse como un mero relato histórico. Todo episodio oculta un conocimiento del misterioso modo de relacionarse Dios con nosotros. De alguna manera, estos matrimonios no se limitan a unir a dos individuos o dos clanes o tribus, sino que unen a las personas en el contexto de la palabra de Dios, con el Espíritu de Dios, con el respaldo de la ley, en esta primera alianza. Después del incidente del pozo, encontramos a Seforá en una línea en la que se nos dice que su padre, Reuel, la entrega en matrimonio. El texto nos dice que Reuel es un sacerdote de Madián. También sabemos que Moisés es de la tribu de Leví, una familia sacerdotal. Ambos, marido y mujer, son sacerdotes en la interpretación antigua. Su hijo recibe como nombre, esta vez de Moisés, Guershom, que significa «residente temporal» y, como su padre, no está más que de visita durante algún tiempo en aquel lugar, y después regresará a Egipto con su padre y su madre. El segundo hijo es llamado Eliezer, que se traduce como «el Dios de mi padre es mi auxilio; él me ha rescatado de la espada del faraón». Ambos hijos cuentan la historia de su padre a las futuras generaciones. El clan de Seforá es de pastores. Las notas de la Biblia de la Comunidad Cristiana nos dicen: «Como pastor en el desierto, Moisés aprende lo que es la vida dura, pobre y libre, como la de Abraham. Vive entre los madianitas, que descienden del padre de los creyentes (Gn 25,2). Por 8. 9.

Citado en Theresia HEITHER, «Origen's Exegesis and Génesis 24»: Theology Digest 40/2 (summer 1993) 141-142. Ibid., p. 143.

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lo tanto, Moisés recibió de su suegro, Reuel, llamado también Jetró (3,1), las tradiciones acerca de Abraham y su fe en el único Dios». Ésta es para Moisés la época de aprendizaje de la fe y la historia de Dios con su pueblo y del arte de ser pastor, no sólo de ganado, sino también de personas y clanes. Podemos imaginar a Seforá transmitiéndole sus conocimientos sobre el agua, los lugares de pasto y los peligros que suponen otras tribus nómadas, los bandidos, los animales salvajes, la sequía... Es probable que ella también le iniciara en los largos períodos de soledad, en el aislamiento de la atención al rebaño, y en los cantos y oraciones de su pueblo. El desierto, su esposa y el Espíritu de Dios son sus maestros. Moisés apacienta las ovejas de su suegro, Jetró, como llegado el día apacentará a las ovejas pertenecientes a Yahvé. Un día llevará su rebaño más allá del desierto, a la base del Horeb, la montaña de Dios. Moisés se ha establecido y ha creado una familia con Seforá, pero su pueblo sigue esclavizado en Egipcio, clamando a Dios cuando su opresión empeora. En el monte Horeb, Moisés encuentra a Dios y recibe la orden de partir, de ir a Egipto y de sacar de allí a su pueblo y llevarlo a una tierra que mana leche y miel (Ex 3,16-17). Y Moisés obedece: «Moisés volvió y regresó a casa de Jetró, su suegro, y le dijo: "Con tu permiso, me vuelvo a ver a mis hermanos de Egipto para saber si viven todavía". Dijo Jetró a Moisés: "Vete en paz"... Tomó, pues, Moisés a su mujer y a su hijo y, montándolos sobre un asno, volvió a la tierra de Egipto. Tomó también Moisés el cayado de Dios en su mano... Y sucedió que en el camino le salió al encuentro un ángel de Yahvé en el lugar donde pasaba la noche y quiso darle muerte. Tomó entonces Seforá un cuchillo de pedernal y, cortando el prepucio de su hijo, tocó los pies de Moisés, diciendo: "Tú eres para mí esposo de sangre". Y el ángel de Yahvé le soltó; ella había dicho: "esposo de sangre", por la circuncisión» (Ex 4,18.20.24-26). Moisés vuelve con su familia para convertirse en el libertador de Israel, en el mayor profeta de la nación y en el más honrado y

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amado por Dios de la historia de Israel. Pero cuando trata de obedecer a Dios, se encuentra a un ángel del Señor que intenta matarlo. La tradición de la comunidad judía es que Moisés fue criado en el palacio del faraón como un egipcio y que nunca fue circuncidado, por lo que no tendría parte en la alianza con Dios, sino que estaría al margen del pueblo y, por lo tanto, de Yahvé. Todos los hombres que forman parte de la alianza llevan una marca, el signo de esa pertenencia, en su carne. Y en la tradición de Judá es preciso llevar ese signo de la circuncisión para participar en la liturgia de la Pascua. Abraham recibe ese rito de Yahvé (Gn 17,9-14), y, en lo sucesivo, todo recién nacido varón es circuncidado el octavo día, como signo de pertenencia a esa alianza con Dios. Moisés va a ser el líder de ese pueblo, pero sin ese rito está al margen de la alianza. La práctica de la circuncisión era habitual en la mayoría de las antiguas tribus del desierto, o bien como una iniciación en la edad adulta, o bien como preparación para el matrimonio. Sólo en Israel es el vínculo entre los creyentes en el único Dios verdadero. Así pues, es Seforá quien salva la vida de Moisés del ángel vengador. De hecho, la vida de Moisés es salvada por mujeres varias veces. Primero por las comadronas, después por su madre y su hermana, y posteriormente por la hija del faraón. Ahora, como adulto, su esposa le salva con un rito religioso. En toda la historia de la fe de Israel no hay otro caso en que una mujer circuncide a su hijo o a su marido. Irene Nowell ha resumido lo que supone esta mujer, Seforá, para Moisés y para el pueblo de Israel: «La acción de Seforá es única y redentora. Normalmente la circuncisión es realizada por el padre; no hay ningún otro episodio bíblico en que una mujer circuncide a nadie. Mediante su acto, Seforá salva la vida de Moisés. Libra a Moisés de la muerte, como Moisés liberará a los israelitas. Se interpone entre Moisés y un Dios airado. Dios le brinda el momento, y ella se convierte en mediadora, como hace Moisés cuando Dios amenaza con destruir al pueblo por culpa del becerro de oro (Ex 32,1-14)»'°.

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La ingeniosa Seforá actúa como sacerdote y creyente en relación con su marido y su hijo. Es mentora de Moisés e igual a él, con la única diferencia de que ella actúa en el ámbito privado, y él en el dominio público. Aunque Moisés suele ser descrito en el libro del Éxodo como aquel que camina con Dios, parece que primero camina con Seforá, su esposa y salvadora. Estas dos personas eran una, aunque cada cual fuera también una persona por su propio derecho. Este modelo de matrimonio y de alianza se convierte en una rara bendición para cuantos creen y se casan en la tradición de Israel. El Baal Shem Tov fue reverenciado como maestro, narrador y santo. Uno de sus seguidores escribe lo que hizo cuando su mujer murió: «Cuando la mujer del Baal Shem Tov murió, era obvio que él sufría mucho por su pérdida. No era propio del Baal Shem Tov estar preocupado por las cosas terrenales, y los miembros de su casa le preguntaron la razón de su angustia. El Baal Shem replicó que sufría, porque su vida mental tendría [que ser enterrada y] yacer en la tierra. Dijo: "Esperaba ansiosamente elevarme como una llama. Pero ahora [sin mi mujer], no soy más que medio cuerpo, y es imposible. Ésa es la razón de mi sufrimiento"»11. Estas relaciones entre feroces creyentes y siervos de Dios no pueden desestimarse ni criticarse según los criterios actuales. Su experiencia y su historia, para ser apreciadas y entendidas, deben leerse a través del filtro de la fe. Hay un relato propio de la ciudad de Weinsberg (Alemania). Cuando se hace una visita guiada a la urbe, se sube a lo alto de la ciudad, a una fortaleza que tiene más de un milenio de antigüedad. Allí, divisando la población, el guía cuenta lo que sucedió el siglo xv: «Hace mucho tiempo, la ciudad estuvo sitiada por hambre. Nadie entraba ni salía, excepto para ser enterrado. La enfermedad y prácticamente la inanición se generalizaron. Finalmente, el comandante de las tropas enemigas decidió lanzar un ataque definitivo y destruir la ciudad por completo. Pero sus asesores

10. Irene NOWELL, Women in the Oíd Testament, Liturgical Press, Collegeville (Minn.) 1997. 11. Dov Baer de Linitz (traducido al inglés por Aryeh Kaplan).

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le aconsejaron que tuviera piedad antes de atacar y permitiera la salida de todas las mujeres y los niños, porque, después de todo, ¿qué gloria proporcionaba la matanza de los indefensos? Se envió, pues, aviso a la ciudad, y hubo negociaciones entre ambas partes. Pero, antes de que la ciudad se aviniera a permitir que todas mujeres y los niños atravesaran inermes las líneas enemigas para ponerse a salvo, negociaron una cosa más: a cada mujer se le permitiría llevarse consigo una posesión personal, lo que conceptuara más valioso. Y así se acordó. Los soldados retrocedieron, y las puertas de la ciudad fueron abiertas. Los primeros en salir fueron los niños, bien aferrados a su posesión más preciada: muñecas, juguetes, canastos, mantas o dibujos, lo que se las arreglaban para llevar consigo. Tras ellos salieron las mujeres. Y el comandante de aquellas tropas que esperaban para atacar vio cómo cada mujer llevaba consigo su posesión más querida: su marido colgando sobre su hombro como un saco de patatas. Se dice, cuando se cuenta esta historia, que el comandante enemigo mantuvo su palabra y se retiró, pero no hasta después de entrevistarse con la mujer que dirigió las negociaciones en nombre de la ciudad, planificando la "batalla" entre bambalinas. Algunos afirman que se casó con ella, porque era viuda. Otros dicen que no; pero eso no es realmente parte de la historia». Como Seforá, las mujeres salvaron a sus maridos. La esposa del profeta Isaías En el capítulo 8 de Isaías conocemos a su mujer, cuyo nombre no se menciona. «Me acerqué a la profetisa, que concibió y dio a luz un hijo. Yahvé me dijo: "Llámale Maher Shalal Jash Baz, pues antes de que sepa el niño decir 'papá' y 'mamá', la riqueza de Damasco y el botín de Samaría serán llevados ante el rey de Asur"» (Is 8,3-4).

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En las traducciones hebreas no es descrita como su esposa, sino como la profetisa, porque la palabra empleada, nebiah, indica que era profetisa. Pero ¿qué decir de esta mujer, la profetisa esposa de Isaías, el relevante profeta y siervo sufriente de Yahvé, voz de los pobres y de los atribulados por los pecados ajenos?; ¿quién es y qué era para Isaías y para Dios? Se desvanece tras la impresionante presencia de su marido, y únicamente emerge en las sombras de los nombres de sus hijos, que revelan una relación continua, íntimamente unida a la suerte de Israel, así como a Dios en el vínculo de la alianza. Este vínculo y esta relación experimentan traumas y luchas, y son un tiempo preñado tanto de la paz de aquel cuya venida se ha prometido como de las guerras y la tortura de un mundo que rechaza los ríos sanadores y las aguas de Siloé, que tan delicadamente fluyen (Is 8,5). E Isaías proseguirá diciendo: «Aguardaré por Yahvé, el que vela su faz de la casa de Jacob, y esperaré por él. Aquí estamos yo y los hijos que me ha dado Yahvé, por señales y pruebas en Israel, en pro de la enseñanza y el testimonio de parte de Yahvé Sebaot, el que reside en el monte Sión» (Is 8,17-19). Yahvé oculta su rostro a su pueblo, y la mujer de Isaías oculta también su rostro, imagen adecuada del Dios amante, fiel, presente y solícito al que ambos sirven. Uno le sirve hablando, y la otra estando silenciosa y oculta, como las pausas y descansos entre palabras y notas de una partitura musical. Ambos son esenciales para el mensaje y la música que se realizan. Isaías soportará unos sufrimientos terribles, caminando durante tres años desnudo y descalzo, y aunque su origen es noble, acompañará a Israel en algunas de sus horas más oscuras. Se ignora su final, aunque se piensa que fue terrible, atormentado y sangriento, como atestiguan los cantos del siervo sufriente. Y esta mujer que le ama, sufre y ora con él en nombre de aquel pueblo obstinado. El midrash judío Ta'anit 23a-b recoge un relato acerca de un rabino y su mujer que oran juntos; este midrash está dentro de la tradición que habla de que Rebeca e Isaac oraban también juntos: «El rabino Hikiyah era nieto de Honi el Trazador de Círculos, y cuando el mundo necesitaba lluvia, los rabinos le enviaban un mensaje, y él oraba y la lluvia caía... Decía a su mujer: "Sé que los sabios han venido por causa de la lluvia; vayamos al

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tejado y oremos, quizá el Único Santo, Bendito sea, tenga misericordia, y la lluvia caiga"... Subían al tejado; él se ponía en una esquina y ella en otra; y las nubes aparecían primero en la esquina en que se encontraba su esposa... [Los sabios le preguntaron:] "¿Porqué aparecen primero las nubes en la esquina donde está tu esposa y después en la tuya?" [Él replicó:] "Porque mi esposa permanece en el hogar y da pan a los pobres, que lo pueden disfrutar de inmediato, mientras que yo les doy dinero, que no pueden disfrutar de inmediato. Ó quizá pueda tener que ver con ciertos ladrones de nuestro barrio; yo oré para que murieran, pero ella oró para que se arrepintieran"»12. Las oraciones de su mujer tenían precedencia por su conexión más estrecha con los pobres, con el perdón y la misericordia y con los actos de una vida compasiva. En la comunidad judía, algunas mujeres me han dicho que no quieren que los demás conozcan el efecto de sus oraciones ni sean testigos de su poder. Citan unas palabras atribuidas a Salomón: «El honor de Dios radica en lo oculto». Ellas prefieren honrar a Dios y ser conocidas y honradas por Dios antes que por sus vecinos o por extraños. Algunas cosas, en especial las que tienen que ver con el Santo, no son necesariamente para los ojos de todos, ni siquiera para la edificación ajena. Años después, el profeta Joel, haciéndose eco de las palabras de otros profetas, escribirá: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (Jl 3,1-2). La esencia del profeta o la profetisa es el sacrificio, el dolor que procede de la conciencia y que trata de hacer mella en la dureza de la conciencia ajena y nunca es amargo ni interesado. Su ira 12. Leila Leah BRONNER, From Eve to Esther: Rabbinic Reconstructions of Biblical Women, pp. 102-103.

Westminster / John Knox Press, Louisville

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se produce siempre en beneficio de otros, y quienes hablan aceptan también el dolor como una reacción inevitable a sus palabras, como un dolor infligido inmisericordemente por quienes se resisten a oír la verdad. La profecía tiene que ver con un desplazamiento respecto de la propia cultura, nación y norma, se encuentre donde se encuentre, porque invariablemente lleva a la destrucción de quienes «no hacen las cosas como es debido». Los profetas son llamados a salir de la vida normal y consagrarse a desafiar a la mayoría, a la vez que se alinean junto a aquellos que con su sola presencia gritan a nuestros sordos oídos que no somos honrados ni santos ni vivimos con integridad. Entre nosotros hay muchos profetas ocultos que constituyen la columna vertebral de quienes se mantienen firmes en primera línea. Como la joven Teresa de Lisieux, que murió a los veinticuatro años en un convento de clausura francés y es doctora de la iglesia, debemos aprender que hay otro orden además del dominante o el contemporáneo. Decía Teresa de Lisieux: «Cada mínima tarea de la vida cotidiana es parte de la armonía total del universo». La mujer de Isaías era profetisa. La profetisa o el profeta tienen que ver con la entrega del pan y de la palabra a los pobres. Existen para recordarnos lo que significa ser seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios. Sea cual sea su esencia, va más allá de la descripción en términos de lo masculino o lo femenino; es más básica que ser mujer u hombre. El arzobispo Desmond Tutu trata de hablar de ello desde su cultura: «Los africanos creen en algo que es difícil de expresar en otros idiomas. Lo llamamos ubuntu otho y hace referencia a la esencia del ser humano. Uno sabe cuándo está presente y cuándo no. Es algo que habla acerca de la humanidad, la amabilidad, la hospitalidad, la vulnerabilidad y la actuación en beneficio de los demás. Reconoce que mi humanidad está vinculada a la tuya, porque sólo podemos ser humanos juntos»13. Quizá los profetas y las profetisas puedan expresar esta esencia y llamen a la gente a adquirirla porque la han conocido primero en su propia carne y juntos en sus relaciones matrimoniales y con Dios.

1994,

13. Citado en el calendario de Amnistía Internacional.

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Judit El libro y el personaje de Judit no están incluidos en el canon judío, aunque la historia se considera edificante e incluso una narración que fomentó la resistencia nacional en el tiempo de la revuelta macabea. Sin embargo, dicho libro sí está incluido en el canon cristiano. El episodio, que en el pasado se pensó que era histórico, se considera actualmente una obra escrita para ayudar al pueblo judío a afrontar las amenazas exteriores a su vida y su fe. El libro y su heroína, Judit, cuyo nombre significa simplemente «los judíos», tratan de alentar y dar coraje a un pueblo aterrorizado por los acontecimientos históricos. Al Dios de Judit se le describe y se le ora como «Dios de los humildes, defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados» (Jdt 9,11). Una imagen poderosa que aparece en el libro es la de «la mano de Yahvé». Un ejemplo que se utiliza litúrgicamente durante las lecturas de la Vigilia Pascual es del canto de Miriam, cuando exclama: «Tu diestra, Yahvé, relumbra por su fuerza; tu diestra, Yahvé, aplasta al enemigo» (Ex 15,6). Helen Graham dice que esta metáfora de la mano tiene un matiz especial en el libro de Judit: «La mano de Judit se convierte aquí en agente de la mano de Yahvé para la salvación del pueblo judío. En su canto de victoria, que es la culminación de la celebración de su triunfo sobre Holofernes [el general enemigo], Judit proclama que "el Señor Omnipotente por mano de mujer los anuló"» (Jdt 16,5)14. Los exegetas piensan que el personaje de Judit es una mezcla de otras mujeres bíblicas, tales como Yael, Débora y Miriam. Al igual que Yael, Judit mata a un general: tras cortar la cabeza de Holofernes con la espada de éste, es colmada de bendiciones, del mismo modo que Yael y Débora son bendecidas por sus acciones en beneficio de Israel. Al igual que Débora y Miriam, Judit ento14. Helen GRAHAM, MM, «Hand of Yahweh: Hand of a Woman: A Study of the Song of Judith (Judith 16,lb-17)» (tesis doctoral), Loyola School of Theology, Quezon City, 1995, p. 75.

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na un canto de victoria. El período histórico de los acontecimientos del libro cubre alrededor de cinco siglos, durante los cuales Israel se vio constantemente amenazado con la guerra, asedios e invasiones por naciones más poderosas. Es probable que este libro fuera escrito durante el siglo n antes de Cristo, en torno a la época de la revuelta macabea (187 A.C). De hecho, Judit se parece y actúa en gran medida como el líder de dicha revuelta, Judas Macabeo. Incluso sus nombres son similares. Ambos oran antes de actuar. Y del mismo modo que Judas corta la cabeza y la mano derecha de Nicanor después de derrotar a su ejército y las expone en las murallas de la ciudad (1 M 7,47), también Judit corta la cabeza de Holofernes y la cuelga en la muralla de la ciudad (Jdt 14,1.11). La horripilante historia trata de unos pueblos primitivos y de la realidad de la guerra, el asesinato y el engaño, al mismo tiempo que enaltece a Judit como modelo de fidelidad, de confianza en Dios en unas circunstancias increíblemente difíciles, y de fe en la providencia divina para con el pueblo elegido. Holofernes es el arquetipo de un enemigo victorioso que asóla el territorio y masacra al pueblo con un ejército inmenso y brutal. Mata, destruye y no deja nada en pie, incluidos los santuarios y lugares de culto, declarando que el único dios al que se debe dar culto en adelante es el rey Nabucodonosor. El pueblo ha oído las terroríficas historias acerca de Holofernes, y éste está presto a atacarlos. Oran, ayunan en un frenesí de pánico, se visten de saco, cubren su cabeza de ceniza, suplican y claman a Dios para que acuda a salvarlos. Y Judit se presenta en respuesta a sus plegarias. El libro la describe como una viuda joven, increíblemente hermosa, piadosa y rica, una rareza en la sociedad israelita: «Judit llevaba ya tres años y cuatro meses viuda, viviendo en su casa. Se había hecho construir un aposento sobre el terrado de la casa, se había ceñido de sayal y se vestía vestidos de viuda; ayunaba durante toda su viudez, a excepción de los sábados y las vigilias de los sábados, los novilunios y sus vigilias, las solemnidades y los días de regocijo de la casa de Israel. Era muy bella y muy bien parecida. Su marido Manases le había dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y cam-

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ga coraje de sus actos y palabras. Ella es ahora la líder, y todos la elogiarán, comenzando por Ozías, el líder que habla de su sabiduría, su inteligencia y su bondad de corazón. Después le pide que ore pidiendo lluvia, porque el pueblo está desesperadamente necesitado de ella. Pero Judit les dice que va a hacer algo enteramente distinto:

pos, quedando ella como dueña, y no había nadie que pudiera decir de ella una palabra maliciosa, porque tenía un gran temor de Dios» (Jdt 8,4-8). En suma, es perfecta. Oye lo que ocurre en la ciudad, la angustia del pueblo y lo que los líderes planean hacer: rendirse en cinco días si Dios no interviene. Están poniendo a prueba al Dios de Israel, como hacían sus antepasados. Esta falta de fe por parte de los dirigentes y del pueblo es una traición a la alianza. Una vez más, el pueblo peca y debe ser rescatado por la misericordia y el poder de Dios que obra en medio de ellos a través de una persona elegida para ser la presencia de Dios con ellos. Judit es elegida y enviada. Se enfrenta con dureza a los ancianos, acusándoles de obrar mal con respecto a Dios. Sus palabras escuecen:

«Respondió Judit: "Escuchadme. Voy a hacer algo que se transmitirá de generación en generación entre los hijos de nuestra raza. Estad esta noche a las puertas de la ciudad. Yo saldré con mi sierva y antes del plazo que os habéis fijado para entregar la ciudad a nuestros enemigos, visitará el Señor a Israel por mi mano. No intentéis averiguar lo que quiero hacer, pues no lo diré hasta no haberlo cumplido". Ozías y los jefes le dijeron: "Vete en paz y que el Señor Dios te preceda para tomar venganza de nuestros enemigos"» (Jdt 8, 32-35).

«¿Quiénes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios entre los hombres? ¡Así tentáis al Señor Omnipotente, vosotros que nunca llegaréis a comprender, nada! Nunca llegaréis a sondear el fondo del corazón humano, ni podréis apoderaros de los pensamientos de su inteligencia, pues ¿cómo vais a escrutar a Dios que hizo todas las cosas, conocer su inteligencia y comprender sus pensamientos? No, hermanos, no provoquéis la cólera del Señor, Dios nuestro. Si no quiere socorrernos en el plazo de cinco días, tiene poder para protegernos en cualquier otro momento, como lo tiene para aniquilarnos en presencia de nuestros enemigos... Pidámosle más bien que nos socorra, mientras esperamos confiadamente que nos salve. Y él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo... Ahora, pues, hermanos, mostremos a nuestros hermanos que su vida depende de nosotros y que sobre nosotros se apoyan las cosas sagradas, el Templo y el altar. Por todo esto, debemos dar gracias al Señor nuestro Dios que ha querido probarnos como a nuestros padres... Como les puso a ellos en el crisol para sondear sus corazones, así el Señor nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a él, no para castigarnos, sino para amonestarnos» (Jdt 8,12-15.17.24-25.27).

Entonces Judit ora, «a la misma hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la Casa de Dios, el incienso de aquella tarde» (Jdt 9,1). Su oración comprende el capítulo entero. Empieza con vehemencia y con propósitos sanguinarios, recordando otros tiempos en que se emprendió batalla, y los israelitas salieron victoriosos a pesar de ser poco eficaces como ejército o como nación, pero dependían únicamente del poder de Dios para vencer. Es una recapitulación en detalle de una violación, con asesinato y sangre. Sitúa la perspectiva de esta batalla en el contexto de una afrenta al Dios de Israel y dice que Dios luchará con ellos, por ellos, por su honor, porque «tú, Señor, eres quien decide el desenlace de las guerras» (Jdt 9,8). Y después su oración se hace sumamente personal y extraña en cuanto a sus peticiones: «Mira su altivez, y suelta tu ira sobre sus cabezas; da a mi mano de viuda fuerza para lo que he proyectado. Hiere al esclavo con el jefe, y al jefe con su siervo, por la astucia de mis labios. Abate su soberbia por mano de mujer. No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados.

En principio amonesta, después enseña a los líderes cómo orar, como ponerse ante Dios y cómo unirse para que el pueblo obten-

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¡Sí, sí! Dios de mi padre y Dios de la herencia de Israel, Señor de los cielos y la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda tu creación, ¡escucha mi plegaria! Dame una palabra seductora para herir y matar a los que traman duras decisiones contra tu alianza, contra tu santa Casa y contra el monte Sión y la casa propiedad de tus hijos. Haz conocer a toda nación y toda tribu que tú eres Yahvé, Dios de todo poder y toda fuerza, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel» (Jdt 9,9-14). Ha elaborado su plan por sí misma, sin consultar con los ancianos ni con ninguna otra persona, y será una muestra de poder y fuerza, astucia y designio asesino por parte de una mujer sola, y todo por el honor y la gloria de Dios. Después de orar se pone en pie y se acicala, preparando sistemáticamente sus armas, como cualquier guerrero antes de entrar en batalla. «Realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen» (10,4b). Da a su sierva una alforja con provisiones: un cántaro de aceite, harina de cebada, tortas de higos y panes puros, todo cuidadosamente envuelto. Y parten juntas. Judit es quien engaña y mata a Holofernes, pero su sierva anónima la acompaña y está con ella de principio a fin. Salen, pues, de la ciudad, escoltadas por los líderes y los hombres jóvenes, que abren para ellas las puertas. Una patrulla asiría las encuentra y las escolta hasta la tienda de Holofernes. Judit pasa ante los soldados, dejando que se la coman con los ojos, pero manteniéndose regia y distante: «Se quedaban admirados de su belleza y, por ella, admiraban a los israelitas, diciéndose unos a otros: "¿Quién puede menospreciar a un pueblo que tiene mujeres como ésta? ¡Sería un error dejar con vida a uno solo de ellos, porque los que quedaran, serían capaces de engañar a toda la tierra!"» (10,19). Esta frase es irónica, y más verdadera de lo que ellos piensan. Se postra ante Holofernes y es alzada por los siervos. La intriga está en pleno desarrollo. Se asegura la protección de Holofernes y le responde, con la voz y los términos de una sierva a su amo, «ninguna falsedad diré esta noche a mi señor. Si te dignas seguir los consejos de tu sierva, Dios actuará contigo hasta el fin, y mi señor no fracasará en sus proyectos» (1 l,5b-6). Le halaga, le pone

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por las nubes, y después dice que su nación, Israel, nunca será conquistada, a no ser que su pueblo desobedezca a su Dios y peque, lo que ahora pretende hacer, para su horror, y por eso ella ha huido de su lado y acudido a él, porque ocurrirán grandes cosas. Se describe a sí misma como una mujer piadosa que permanecerá a su lado, dejándole únicamente de noche para ir al barranco con su sierva a orar. Así sabrá cuándo ha pecado su pueblo y le informará, a fin de que pueda lanzar la ofensiva en el momento preciso. Holofernes responde que él tiene el poder en sus manos y que Judit ha hecho bien en acudir a él, porque «la destrucción es el destino de quienes desprecian a mi señor [el rey Nabucodonosor]» (11,22). La trampa está lista; el cebo está dispuesto; y ha llegado el momento -el final del plazo es cinco días después- de que Holofernes pierda la cabeza, que ya está a punto de caer. Judit va a su tienda, pero, por miedo a pecar, no come sino sus propios alimentos. A Holofernes le preocupa que las provisiones de Judit se acaben, pero ella le tranquiliza diciéndole: «Por tu vida, mi señor; que, antes que tu sierva haya consumido lo que traje, cumplirá el Señor, por mi mano, sus designios» (12,4). Y permanece tres días en el campamento, yendo cada noche con su doncella al barranco a orar. El cuarto día, Holofernes no puede esperar más y prepara un banquete, pero sin invitar a ninguno de sus oficiales. Es para Judit únicamente. Cuando llega la invitación, Judit se deshace como la mantequilla y acepta con lisonjas una vez más. Durante la cena, Holofernes come y bebe en exceso, mientras que Judit y su sierva comen frugalmente de las provisiones que habían llevado. «Holofernes, que se hallaba bajo el influjo de su encanto, bebió vino tan copiosamente como jamás había bebido en todos los días de su vida» (12,20). El relato se asemeja a un cuento de harén árabe o indio, con una cobra fascinando a su víctima antes de asestar el ataque definitivo. Y así lo hace. Todo el mundo es enviado fuera para poder gozar de un poco de privacidad, y Judit manda a su sierva que se sitúe en la puerta como vigía. Entonces Judit se sitúa junto al lecho -Holofernes está completamente ebrio- y ora. Toma la espada del general enemigo, que cuelga de una columna del lecho, y seguidamente «agarra la cabeza de Holofernes por los cabellos y dice: "¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!"» (13,7). Y asestándole dos golpes, le corta la cabeza. Enrolla el cuerpo en las

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ropas de la cama, pone la cabeza en la alforja de las provisiones y sale para reunirse con su sirvienta, encaminándose hacia el barranco, como era su costumbre cada noche, confiando la alforja a su sierva. Juntas contornearon el barranco y regresaron a la ciudad. Ya está hecho. Una vez dentro de la ciudad, Judit proclama: «¡Alabad a Dios, alabadle! Alabad a Dios que no ha apartado su misericordia de la casa de Israel, sino que esta noche ha destrozado a nuestros enemigos por mi mano» (13,14). Y alzando su cabeza proclama triunfante lo que ha hecho con ayuda del Señor: «¡El Señor le ha herido por mano de mujer! ¡Vive el Señor!, el que me ha guardado en el camino que emprendí, que fue seducido, para perdición suya, por mi rostro, pero no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o deshonre» (13,15b-16). Y estalla el regocijo y se entonan los himnos de batalla. Judit es bendecida por Ozías en términos desmedidos: «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra!» (13,18), y el pueblo se une a la alabanza: «¡Amén, amén!». Ella les ordena que cuelguen la cabeza en las almenas de la muralla y que, al amanecer, los guerreros israelitas se apresten a la batalla, para que sus enemigos vayan a despertar a Holofernes y lo encuentren muerto. Entonces los israelitas podrán atacar a los asidos, confusos y desesperados, avergonzados por una mujer hebrea, y, cuando sus enemigos huyan, serán perseguidos y masacrados, y sus campamentos saqueados. Judit se quedará con la tienda de Holofernes y con cuanto contenga. Las mujeres de la ciudad formarán un coro en torno a ella, y todas se harán coronas de olivo y entrarán en la ciudad cantando, con Judit encabezando la danza de la victoria. Y después Judit entonará su canto. Bendice, Judit, a Dios por lo que ha hecho mediante su mano, cantando lo sucedido. Exalta: «La sandalia de ella le robó los ojos, su belleza cautivóle el alma... ¡y la cimitarra atravesó su cuello!» (16,9). Ésta es la primera parte del canto. La segunda se centra en Dios, que es invencible, asombrosamente fuerte, glorioso, y es misericordioso con los que le temen (16,13.15). Cuando Judit y cuantos la acompañan llegan a Jerusalén, ella ofrece como sacrificio todo el botín obtenido en la tienda de Holofernes y permanece tres meses regocijándose en el santuario salvado. Después regresa a su casa de Betulia, donde muere a los 105 años de edad. Antes de su muerte, «a su sierva le concedió la libertad» (16,23). Y el

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relato finaliza con las siguientes palabras: «Nadie ya atemorizó a los israelitas mientras vivió Judit, ni en mucho tiempo después de su muerte» (16,25). Ésta es Judit, reverenciada por su devoción al santuario, su celo permaneciendo viuda, su observancia de las leyes de cashrut (normas respecto de los alimentos), su ayuno y su oración, su nacionalismo y su valor, así como su firme confianza en Dios. Pero a muchas personas les resulta problemática, porque la consideran algo menos piadoso: asesina, mentirosa, seductora, presuntuosa por su belleza, irrespetuosa respecto de los muertos, arrogante y orgullosa; piensan, asimismo, que actúa por su cuenta, sin apoyo ni conocimiento por parte de la comunidad, y que llega incluso a dar por supuesto que su plan es el plan de Dios. El libro y el canto de victoria de Judit fluctúan: su mano, la mano de Dios; su gloria, la gloria de Dios. Ella es quien «anula» al enemigo (16,5), pero es Dios quien «quebranta las guerras» (16,2). En algunos aspectos se parece a Dalila (Jueces 18), porque ambas utilizan su sexualidad para seducir con la intención de matar. La única diferencia es que Dios está de parte de Judit, pero no de Dalila. Se pretende que Judit capte nuestras simpatías, mientras que Dalila, que toma los cabellos de Sansón y se los corta, despojándole de su fuerza, es una infame. Judit es sin duda alguna una figura ambigua. Tanto en el canto como en la oración de Judit aparece una frase sorprendente que puede llevarnos a una fecunda apropiación de los elementos de la historia de esta ambigua figura. La frase surge en 9,7, en la oración de Judit, y en 16,2 en el canto, y dice así: «tú eres el Señor, quebrantador de guerras». La traducción de la Biblia de la Comunidad Cristiana dice: «Tú, Señor, decides el desenlace de las guerras». Sin embargo, la frase se encuentra también en Isaías 42,13: «Yahvé como un bravo quebranta las guerras, su furor despierta como el de un guerrero; grita y vocifera, contra sus enemigos se muestra valeroso». Helen Graham añade: «Una frase similar aparece también en Oseas 2,20, donde dice lo siguiente: "Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco,

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espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro"»15. Helen Graham y otros teólogos tienen interés en que el significado de la narración de Judit pueda utilizarse íntegramente ahora, miles de años después, cuando cualquier guerra tiene tales capacidades destructivas que no puede verse ya como una opción viable - y menos aún como encomiable-. Judit ya no es una heroína cuyo comportamiento deba ser imitado, pero ¿contiene su canto semillas de verdad que pueden ser extraídas y plantadas en cualquier parte? Graham escribe sobre los pasajes que incluyen la sorprendente línea, «Yahvé hace cesar las guerras» o «Yahvé, el que quebranta las guerras»: «Ambos pasajes están conectados y sugieren que todo el libro puede leerse como literatura crítica con respecto a la guerra y a los ingenios bélicos de las naciones poderosas del mundo. En otras palabras, el relato de Judit puede leerse no sólo como una derrota del rey asirio Nabucodonosor y de su general Holofernes, sino como una derrota de la guerra misma»16. La imagen de Dios como guerrero divino se ha solido utilizar para legitimar el exterminio, el engaño y los ataques militares a los enemigos, todo en nombre del Señor y para su gloria. La imagen está muy presente en la religión israelita en el Antiguo Testamento, y ha dominado la mayor parte de la historia cristiana en los dos milenios transcurridos desde el advenimiento de Jesús, que exhortó a sus seguidores a «amar hasta la muerte» a todos los hombres y mujeres, como Dios ama a todos los seres humanos. Este «amor hasta la muerte» debía ponerse en práctica en el amor a los enemigos y en el rechazo de la venganza o de la posibilidad de hacer daño a los demás. Diversos grupos fundamentalistas se han apropiado de la imagen militarista para asegurarse la bendición religiosa de sus guerras, de los conflictos de alta y baja intensidad, del asesinato e incluso de los actos terroristas. Pero ¿qué ocurre si esta metáfora del militarismo y la violencia explícita está inserta en textos que hablan de la persistencia en la esperanza, la oración y el deseo ferviente de acabar con toda guerra? 15. Ibid., p. 74. 16. Ibid., p. 243.

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La sorprendente frase repetida en el canto y la oración de Judit está conectada con muchos otros pasajes del Antiguo Testamento que hablan del deseo de paz, de resistencia a la guerra y de la esperanza en que llegará un tiempo en que la guerra será abolida y la victoria auténtica tendrá lugar sobre la guerra. Graham enumera varios de dichos pasajes, y hay muchos más. Algunos de los más obvios son los siguientes: «¡Con nosotros Yahvé Sebaot, baluarte para nosotros el Dios de Jacob! Hace cesar las guerras hasta el extremo de la tierra; quiebra el arco, parte en dos la lanza, y prende fuego a los escudos. ¡Basta ya; sabed que yo soy Dios» (Sal 46,8.10-1 la). «¡Bendito sea el Señor día tras día! El carga con nosotros, Dios de nuestra salvación. Dios libertador es nuestro Dios; del Señor Yahvé son las salidas de la muerte... ¡Dispersa a los pueblos que fomentan la guerra!». (Sal 68,20-21.31b) El Salmo 68 menciona multitud de obras poderosas de Dios. Este Dios es el poder que está detrás de todo en la creación y de las fuerzas del universo, pero es también el padre de los huérfanos y el protector de las viudas, el que proporciona abrigo a los que carecen de hogar, el que libera a los presos y provee a las necesidades de los indigentes. Está también inmerso en la batalla, aplastando a los sanguinarios y sumiéndolos en su propia sangre. Pero lo que está también presente en el texto y es de máxima importancia para nosotros es el deseo de Dios de salvar y de dispersar a las naciones que se complacen en la guerra. En las visiones de Isaías se sueña con la destrucción de los instrumentos de la guerra y con la transformación de las lanzas en podaderas y las espadas en azadones: «Él juzgará entre pueblos numerosos, y corregirá a naciones poderosas; forjarán ellas sus espadas en azadones, y sus lanzas en podaderas. No blandirá más la espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra. Se sentará cada cual bajo

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su parra, y bajo su higuera, sin que nadie le inquiete, ¡la boca de Yahvé Sebaot ha hablado!» (Mi 4,3-4; Is 2,4). Al leer el libro de Judit, quizá no debamos fijarnos en cómo se fundamenta religiosamente el uso de su feminidad para asesinar al enemigo, sino ver el libro con los ojos del Espíritu de la Paz y observar cómo se ridiculiza la guerra y se hace mofa de ella. Si una mujer puede por sí sola derribar a todo un imperio, entonces ¿qué sentido tiene gastar ingentes cantidades de dinero en desarrollar armas y planear estrategias bélicas? La guerra se ve como ridicula e inútil, como un callejón sin salida, una vergüenza para los poderosos que hacen la guerra a los pobres y humildes, a quienes no pueden protegerse. La guerra se ve en oposición directa a la intención de Dios cuando creó la tierra y el cielo, se considera una afrenta a las aves, los animales terrestres, los peces, los árboles y la tierra, dado que la guerra lo destruye todo a su paso. La guerra se ve como reveladora de inhumanidad, como un incumplimiento de promesa de los seres humanos respecto de Dios y de otros seres humanos, un error ciego y colérico que es una insensatez autodestructiva. Es la injusticia extrema y un pecado contra Dios y su creación. Puede que los auténticos héroes y heroínas de nuestro tiempo sean los que buscan un rayo de esperanza, un atisbo de paz y de dignidad humana para todos los pueblos. Es lo que hacen teólogos como Helen Graham, al igual que las víctimas de la guerra en todo el mundo, al esforzarse por abolir la guerra, utilizando todos los medios a su alcance, incluidos, naturalmente, los textos e interpretaciones de la Escritura y la tradición. Con ellos como ejemplo, cada uno de nosotros debe adoptar un modo de vida que abomine de la guerra y la violencia, es decir, que sea no violento, tolerante con los demás y esté abierto a todos los hombres y mujeres como seres humanos que aman y valoran la vida igual que nosotros. En su libro Arctic Dreams, dice Barry López: «¿Cómo vivir una existencia moral y compasiva cuando se es plenamente consciente de la sangre y el horror inherentes a toda vida, cuando se encuentran las tinieblas no solo en la propia cultura, sino en uno mismo? Si hay un estadio en que la vida individual se haga verdaderamente adulta, debe ser aquel en que se percibe la ironía en su desarrollo y se acepta la res-

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ponsabilidad de una vida vivida en medio de tal paradoja. Se debe vivir en medio de la contradicción, porque si de repente se eliminase toda contradicción, la vida se colapsaría. Sencillamente, no existen respuestas para algunas de las grandes y apremiantes preguntas. Se continúa viviéndolas, haciendo de la vida una digna expresión de la tendencia hacia a la luz»17. Y entre tanto podemos contarnos mutuamente la siguiente leyenda popular yiddish. Se titula «¡Skotsl está aquí!». «Skotsl kumt» es un saludo en yiddish que se intercambian las mujeres cuando se encuentran, y en especial cuando van de visita a una casa: «Erase una vez un tiempo en que las mujeres empezaron a quejarse: todo lo bueno les corresponde a los hombres y únicamente ellos pueden divertirse. No es justo. Son los hombres los que leen la Tora y danzan con ella en las festividades, estrechándola contra su corazón. Es a los hombres a los que se les exige rezar; las mujeres no tienen por qué hacerlo. Es a los hombres a quienes se exhorta a hacer obras buenas para hacer acopio de méritos. No es justo. Se parte de la base de que las mujeres tienen que tener hijos, cuidar de ellos (y de los hombres) y proporcionarles alimentos, cobijo y ropas. No es justo. De modo que un día, se reunió una delegación de mujeres y decidieron que había llegado el momento de cambiar las cosas. Después de todo, en la medida en que podían deducirlo de la lectura de los textos, ¿no hizo el Único Santo, Bendito sea Su Nombre, iguales a hombres y mujeres y a semejanza suya? Así que había llegado el momento de enviar a alguien al Santo para conseguir que pusiera las cosas en orden sobre la tierra, porque se habían ido completamente de las manos, y ello había durado demasiado tiempo. Todas las mujeres estuvieron de acuerdo. Pero ¿cómo lograr que su delegada subiera al cielo para negociar con Dios? Iba a costar bastante, mucho trabajo y fuerza física, pero juntas podrían conseguirlo. Eligieron a la mujer con más facilidad de palabra, porque, después de todo, tendría que exponer el caso y la situación tal como se había desarrollado en la tie17. Barry LÓPEZ, Artic Dreams, Macmillan, New York 1986.

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rra, y tenía que conversar con el Único Santo, al que le gustaban mucho las palabras. Ahí está la Tora como prueba. De manera que fue elegida Skotsl por unanimidad. Entonces llegó la parte difícil: ¿cómo hacerla llegar allí arriba? Habían observado a los hombres, e incluso a los niños, construyendo cosas con bloques. Harían lo mismo, pero usarían sus cuerpos, unos sobre otros. Primero cavaron un hoyo, y la más fuerte se puso a cuatro patas en él, apuntalándose contra sus paredes. Después fueron subiéndose una tras otra, primero a gatas y después de rodillas, se fueron apilando cada vez más arriba; cada nueva mujer trepaba más alto y se arrodillaba, para que la siguiente pudiera seguirla. La pirámide de mujeres fue creciendo y creciendo. Las que estaban en la base temblaban bajo el peso, pero todas trataban de respirar al tiempo, canturreando para conservar las fuerzas. Todas pensaban en dar a luz, en esta ocasión no a un niño, sino un nuevo mundo, un nuevo orden de cosas en el que todos, hombres y mujeres, serían iguales, tal como había sido la intención primigenia. Finalmente, estaban casi en los cielos, y llegó el turno de Skotsl. Fue trepando y trepando cuidadosamente sobre los cuerpos de todas las demás mujeres, animándolas a agarrarse fuerte mientras ella ascendía lentamente. Cuando llegó a la cumbre, se puso en pie y alcanzó el cielo. ¡Había llegado! Pero, justo en ese momento, una pobre mujer que estaba encorvada por sus largos años de trabajo no pudo resistir más y se derrumbó bajo el peso. Y en un instante se desplomaron en medio de una tremenda confusión, magulladuras y dolor. Cuando finalmente pudieron salir de aquel montón informe de cuerpos, ¡Skotsl había desaparecido! No pudieron encontrar ni rastro de ella. Obviamente, estaba en presencia del Santo, así que, después de todo, no había sido un desastre total. ¿Debían intentarlo de nuevo?; ¿eran suficientes? Mientras discutían al respecto, las cosas permanecieron igual. Las mujeres seguían siendo consideradas inferiores a los hombres, y los hombres reclamaban para sí todo lo mejor, como la Tora y la Escritura, el estudio, la oración y la danza en los ritos religiosos. No era justo. Pero no había que perder las esperanzas. Todas las mujeres sabían que Skotsl había llegado ante la presencia de Dios. Estaban seguras. Y conocían bien a Skotsl.

ESPOSAS Y GUERRERAS

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Volvería. Regresaría y las cosas cambiarían. ¡Claro que cambiarían! Y por eso, cuando las mujeres se visitan en sus hogares, al abrirse la puerta, exclaman: «¡Skotsl kumt!» («¡Skotsl está aquí!»). Y quién sabe si algún día no lo estará... [¿Quién sabe? Puede que ya esté aquí, y la noticia se esté difundiendo. Éste es mi apéndice al relato y mi profunda esperanza]. Las esposas y guerreras que hemos visto en este capítulo eran como Skotsl: se esforzaban por llegar al Único Santo, ofreciendo valor y esperanza.

HERMANAS

9 Hermanas Lía y Raquel, Marta y María

Hermanas. Yo he tenido cinco: una hermana mayor, que murió con cuarenta y tantos años, y todas las demás más jóvenes, algunas hasta quince años menores. A algunas las conozco bien, porque soy madrina de sus hijos o porque tienen una edad parecida a la mía. A otras casi no las conozco, porque me marché de casa cuando ellas eran aún muy pequeñas. Los acontecimientos y las circunstancias cambian las relaciones que tuvimos y tenemos: la muerte de mis padres y de mi hermana mayor, los matrimonios, los trabajos, los traslados, los divorcios, los suicidios, las enfermedades... y el transcurso del tiempo. Cuando pregunto a las mujeres qué es lo que cambia más sus relaciones, invariablemente la respuesta es: «¡Los hombres!». Y después mencionan la edad, la vocación y el hecho de tener o no tener hijos, especialmente si una los ha tenido y otra no. Es algo que ocurre con todas las hermanas. Cuando se buscan tarjetas de felicitación para hermanas, se ve que la mayoría se refieren a cuando eran jóvenes y estaban creciendo, a los recuerdos y a una imaginaria infancia dichosa, a los momentos de ocio pasados juntas y a un mundo mágico de juegos que, por supuesto, rara vez han existido.

Lía y Raquel Raquel, la hermana menor, y Lía, la mayor, comparten muchas de esas realidades aún contemporáneas, aunque vivieran como israelitas hace miles de años, en una sociedad beduina matriarcal. Las estructuras externas de aquella sociedad eran patriarcales, pero la vida interna de la familia y las relaciones estaban controladas por

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las mujeres. Se era judío a través de la madre, y el status dentro de la comunidad estaba íntimamente ligado a los hijos, así como al futuro de la tribu, a la seguridad en el clan, a la propia identidad y a la supervivencia como grupo. Las mujeres y los hombres no se casaban por amor, sino por los hijos, por la vida y por el futuro de la tribu, por la herencia y por los israelitas, para transmitir la promesa de Yahvé en la alianza. Éste es el contexto en que conocemos primero a Raquel, y después a su hermana Lía. Jacob, para escapar de la ira de su hermano Esaú, despojado de sus derechos de nacimiento y de su bendición como primogénito, es enviado por su madre a su clan, bajo la autoridad de su tío Labán, para que encuentre esposa. La historia de Jacob, su identidad y su futuro se generaron con engaño y egoísmo, ayudado e instigado por el amor de su madre. Este tema del engaño, la argucia y la traición proseguirá en la historia como una fuerte corriente subterránea. Así pues, Jacob parte hacia la tierra natal de su madre. Junto a un pozo, habla con unos pastores y se entera de que las ovejas que pastorean pertenecen a Labán. Una mujer se aproxima al pozo, y le dicen que es Raquel, una de las hijas de Labán. El encuentro tiene todas las características de la escena típica del compromiso matrimonial: «Aún estaba él hablando con ellos [los pastores], cuando llegó Raquel con las ovejas de su padre, pues era pastora. En cuanto vio Jacob a Raquel, hija de Labán, el hermano de su madre, acercóse Jacob y revolvió la piedra de sobre la roca y abrevó las ovejas de Labán, el hermano de su madre. Jacob besó a Raquel y luego estalló en sollozos» (Gn 29,9-11). Se encuentran. Aunque esta vez es Jacob quien abreva las ovejas y hace el trabajo; se presenta como pariente, y le dan la bienvenida a la familia de Labán. Se trata de la historia de un amor a primera vista. Se queda allí un mes y empieza a trabajar para Labán, pero éste insiste en que Jacob reciba un salario por su trabajo. Entonces el texto nos presenta a las dos hermanas, Lía y Raquel: «Labán tenía dos hijas: la mayor, llamada Lía, y la pequeña, Raquel. Los ojos de Lía eran lánguidos. Raquel, en cambio, era de bella presencia y de buen ver. Jacob estaba enamorado de Raquel. Así pues, dijo: "Te serviré siete años por Raquel, tu

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hija pequeña". Dijo Labán: "Mejor es dártela a ti que dársela a otro. Quédate conmigo"» (Gn 29,16-19). Este texto es sumamente revelador. Nos dice que Jacob está acostumbrado a romper con las tradiciones y códigos y que actúa según sus deseos e iniciativas. En aquella época debía de resultar improcedente que un hombre pidiera a una hija menor no estando casada la mayor, pero Jacob siente pasión por Raquel y persigue agresivamente su propio futuro. Los siete años de trabajo como precio de su prometida revelan cuánto la valoraba. El texto nos dice que «se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba» (Gn 29,20b). La breve descripción de las hermanas es muy expresiva acerca de su vida en el clan. Lía tenía ojos lánguidos (es descrita por una debilidad, una carencia), mientras que a Raquel el texto la describe como hermosa y dotada de bonita figura (un festín para los ojos). Esto establece una tensión entre ambas con respecto a su valor y utilidad. Sin embargo, las tradiciones midrásicas de la época hablan de la ternura existente entre ambas. Hay un juego de palabras, porque ojos «lánguidos» puede significar también tiernos o «compasivos». Los relatos dicen también que Raquel aconsejaba a su hermana cuando tenía problemas, la protegía y era casi como una de hija para ella. Pero el engaño entra en la escena. Se nos quiere hacer creer que es Labán quien engaña a Jacob. El texto dice: «A la tarde [Labán] tomó a su hija Lía y la llevó a Jacob, y éste se unió a ella» (Gn 29,23). Cuando se despierta, al llegar la mañana, Jacob se queda consternado, porque ¡es Lía! Jacob, que anteriormente había engañado a Esaú, es ahora el engañado. Pero es obvio que Labán es rico y manipulador. Se da cuenta desde el principio de que Jacob, al haber mostrado claramente sus sentimientos, le permite asegurar el matrimonio de sus dos hijas, mientras le sigue teniendo trabajando a su servicio. Y Jacob no está en una situación que le permita discutir. Es un residente temporal en aquella tierra y no parece tener ni presentes que ofrecer ni ganado ni dinero, sino que lo único que puede utilizar como contrapartida es su trabajo.

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Hay que preguntarse, sin embargo, cómo es posible que Jacob pase toda la noche con Lía sin saber quién es. Después de todo, lleva siete años trabajando para Labán y ha tenido contacto diario con ambas hermanas. ¿Cómo no se ha dado cuenta? Es evidente que esto debió de ser un escollo para los rabinos desde el principio, y hay un midrash patético, triste y tierno que explica lo sucedido. El midrash se desarrolla en relación con un acontecimiento histórico ocurrido mucho más tarde en la historia de Israel: la destrucción del templo de Jerusalén como castigo por la infidelidad y los pecados del pueblo. Incluso Dios llora y dice al profeta Jeremías que saque a los patriarcas Abraham, Isaac, Jacob y Moisés de sus tumbas, para que todos puedan lamentarse y hacer duelo juntos. Raquel interrumpe a Dios y toma la palabra: «En ese momento, la matriarca Raquel tomó la palabra ante el Único Santo, bendito sea, y dijo: "Soberano del universo, se ha revelado ante Ti que Tu siervo Jacob me amaba con locura y trabajó duramente para mi padre durante siete años a fin de obtenerme. Cuando esos siete años se completaron, y llegó el momento de casarme con mi marido, mi padre planeó sustituirme y casar con mi marido a mi hermana, por el bien de ésta. Para mí fue muy duro, porque yo me enteré del plan y se lo revelé a mi marido, dándole una señal para que pudiera distinguir entre mi hermana y yo, a fin de que mi padre no pudiera llevar a cabo la sustitución. Después sentí compasión, suprimí mi deseo y me apiadé de mi hermana, que se vería expuesta a la vergüenza. Al caer la tarde, sustituyeron a mi hermana por mí con mi marido, y yo conté a mi hermana todas las señales que había acordado con mi marido para que pensase que ella era Raquel. Más aún, me metí bajo el lecho en que él estaba con mi hermana y, cuando él hablaba, ella permanecía en silencio, y yo respondía, a fin de que no reconociera la voz de mi hermana. Fui buena con ella, no sentí celos y no la expuse a la vergüenza. Y si yo, una criatura de carne y hueso, formada del polvo y la ceniza, no envidiaba a mi rival ni la expuse a la vergüenza y el oprobio, ¿por qué Tú, Rey que vives eternamente y eres misericordioso, tendrías que sentir celos de una idolatría que carece de fundamento y exiliar a mis hijos, permitiendo que sean masacrados por la espada y que sus enemigos hagan con ellos lo que quieran?".

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La misericordia del Único Santo, bendito sea, se suscitó de inmediato, y dijo: "Así dice el Señor: 'En Rama se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Es Raquel, que llora por sus hijos, que rehusa consolarse -por sus hijos-, porque no existen' (Jr31,15)'V. El relato muestra que el vínculo entre ambas hermanas es más fuerte que el compromiso matrimonial. Aunque Raquel ama a Jacob, hace más tiempo que quiere a su hermana, aunque de manera diferente, y le preocupa que sea humillada por su futuro marido. El texto bíblico recuerda sutilmente a Jacob -y a nosotros- el engaño en la familia, porque, en respuesta a las indignadas preguntas de éste, Labán dice: «No se usa en nuestro lugar dar a la menor antes que la primogénita» (Gn 29,26). La palabra «primogénita» es, en femenino, la misma que se utiliza para describir a Esaú y la bendición de la primogenitura que Jacob robó a su hermano. Para aplacar a Jacob, después de la semana nupcial, le es entregada Raquel como esposa, y durante los siguientes siete años seguirá trabajando por ella. Labán da a Raquel una esclava, Bilhá, que también tendrá hijos de Jacob, así como Zilpá, la esclava que da a Lía. Ya está creada la familia. Las relaciones entre las hermanas serán complicadas, a causa de los hijos y de los distintos grados de afecto mostrados por Jacob. El texto dice inmediatamente después: «Amó a Raquel más que a Lía» (Gn 29,30). Y, lo que es peor aún, en la siguiente línea nos dice: «Vio Yahvé que Lía no era amada y le dio hijos, mientras que Raquel era estéril» (Gn 29,31). De repente, Yahvé aparece en la historia como otro partícipe en todas aquellas componendas. Causa casi tanta sorpresa como la que sintió Jacob al encontrarse a Lía en su cama. La traducción de la Biblia de Jerusalén es mucho más reveladora de lo que sucede y de lo que tendrá lugar ahora que Dios participa más activamente en los acontecimientos. Dice: «Vio Yahvé que Lía era aborrecida y la hizo fecunda». El texto sugiere que Lía era aborrecida por Jacob, por Labán (que la había casado adecuadamente) e incluso por Raquel, que parece llegar a sentir resentimiento por lo poco que recibe su hermana. 1.

«Lamentations Rabbah, Proem 24», en (H. Freedman y Maurice Simón et al., eds.) The Midrash, Soncino Press, London 1951.

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Lía tiene cuatro hijos seguidos, cuyos nombres son muy reveladores de lo que ocurre entre Raquel y Lía en su relación con Jacob, así como en sus relaciones con el clan e incluso en su relación con Yahvé como mujeres individuales. Leemos: «Lía quedó encinta y dio a luz un hijo, al que llamó Rubén, pues dijo: "Yahvé ha reparado en mi cuita: ahora sí que me querrá mi marido". Concibió otra vez y dio a luz un hijo, y dijo: "Yahvé ha oído que yo era aborrecida y me ha dado también a éste". Y le llamó Simeón. Concibió otra vez y dio a luz un hijo, y dijo: "Ahora, esta vez, mi marido se aficionará a mí, ya que le he dado tres hijos". Por eso le llamó Leví. Concibió otra vez y dio a luz un hijo, y dijo: "Esta vez alabo a Yahvé». Por eso le llamó Judá, y dejó de dar a luz» (Gn 29,32-35). Por lo menos ahora, en la comunidad, Lía goza de honor y de status, así como del cariño de sus hijos, aunque su matrimonio carece de amor, porque el amor se da entre Raquel y Jacob. La experiencia de engendrar hijos cambia la visión que de sí misma tiene Lía, así como su relación tanto con Raquel como con Jacob. Los nombres que pone a sus hijos revelan el aumento de su autoestima y de su sentido de lo que es importante. Este episodio, en muchos aspectos, no sólo trata de los hijos y de cómo actúa el poder de Dios en las familias y las sociedades, sino también de cómo una mujer no amada consigue tener sentido de su propia dignidad y ser consciente de su conexión con Dios. Gracias a sus carencias -la falta de amor en torno a ella, sus frustraciones, su soledad y su desesperación-, madura como mujer que conoce a Dios por sí misma, no a través de su hermana o de su esposo. Estos primeros cuatro hijos nos dicen mucho acerca de ella. Primero, en Rubén, Dios «repara en su cuita». Después, en Simeón, «Yahvé ha oído». En Leví, Jacob «se aficionará a mí». Y en Judá, hay un portentoso cambio de enfoque: «Esta vez alabo a Yahvé». Para el nacimiento de su cuarto hijo, Lía se ha liberado de la necesidad de que su marido le otorgue validez. Ensalza el lugar y el poder de Dios en su vida, no el de Jacob. En cierto sentido, Yahvé es la comadrona de Lía, su compañero y amigo, proporcionándole igualdad de status en su comunidad y un sentido cada vez mayor de autoestima y de fuerza. Conoce la compasión de Dios en su propia carne y en la rutina de las tareas domésticas y de los debe-

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res conyugales, así como en las alegrías y tristezas de la crianza de los hijos y la aceptación de las necesidades ajenas en el día a día. Lía se entera de quién es en realidad. Ahora es Raquel la que empieza a tener problemas en su relación con Jacob, con su hermana y con Yahvé. Leemos lo siguiente: «Vio Raquel que no daba hijos a Jacob y, celosa de su hermana, dijo a Jacob: "Dame hijos o, si no, me muero". Jacob se enfadó con Raquel y dijo: "¿Estoy yo acaso en el lugar de Dios, que te ha negado el fruto del vientre?". Ella dijo: "Ahí tienes a mi criada Bilhá; únete a ella y que dé a luz sobre mis rodillas: así también yo ahijaré de ella". Diole, pues, a su esclava Bilhá por mujer; y Jacob se unió a ella. Concibió Bilhá y dio a Jacob un hijo. Y dijo Raquel: "Dios me ha hecho justicia, pues ha oído mi voz y me ha dado un hijo". Por eso le llamó Dan. Otra vez concibió Bilhá, la esclava de Raquel, y dio a Jacob un segundo hijo. Y dijo Raquel: "Me he trabado con mi hermana a brazo partido y la he podido"; y le llamó Neftalí» (Gn 30,1-8). Raquel se desespera. En su cultura, la falta de hijos significa falta de poder; y a medida que el tiempo va pasando, la pasión y el amor de Jacob no bastan para sustentar su vida personal u otorgarle un lugar en la comunidad. Su frase es exigente, desesperada, digna de compasión: «Dame hijos o, si no, me muero». La reacción de Jacob revela que, en cierto sentido, Raquel ha hecho de él su dios y espera que satisfaga todas sus necesidades, en lugar de mirarse a sí misma y recurrir a Dios para lo que únicamente él puede dar: hijos y ese tipo de relación profunda que revela el sentido personal y el lugar que se ocupa en el mundo. Y entonces, como Sara, que se vio en la misma situación, toma el asunto en sus manos y entrega a su esclava a Jacob, que tiene con ella dos hijos, los cuales, técnicamente y de acuerdo con la costumbre tribal, son hijos de Raquel. Se les llama Dan («Se me ha hecho justicia») y Neftalí («He luchado con gran fuerza»). El primer hijo le otorga influencia en su clan, y con el segundo hijo revela que su relación con Lía lleva mucho tiempo siendo de confrontación acerca del poder en su comunidad. Ahora se ve con un punto de apoyo y un lugar.

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A continuación, viendo Lía que no tiene más hijos, sigue el ejemplo de Raquel y entrega a su esclava Zilpá a Jacob, que tiene dos hijos con ella. «Lía dijo: "¡Enhorabuena!". Y le llamó Gad. Zilpá, la esclava de Lía, dio a Jacob un segundo hijo, y dijo Lía: "¡Feliz de mí! pues me felicitarán las demás". Y le llamó Aser» (Gn 30,9-13). La lucha prosigue, mostrando que entre ambas hermanas se da un enfrentamiento cotidiano lleno de odio. Rubén, el primer hijo de Lía, recoge mandragoras, planta que se consideraba favorecía la concepción, y Raquel pide unas cuantas. Lía responde: «¿Es poco haberte llevado a mi marido, que encima vas a llevarte las mandragoras de mi hijo?». Su relación se ha ido deteriorando y está repleta de mezquindad y de rencor. Raquel hace un trato con Lía: a cambio de las mandragoras, Lía podrá dormir con Jacob aquella noche. Así pues, como remedo de otra historia, Raquel vende el acceso al lecho de su marido por un puñado de mandragoras, de manera similar a como Esaú vendió su primogenitura a Jacob por un plato de lentejas. Aquella noche, Lía concibe de nuevo y llama a su hijo Isacar («Hizo una apuesta»), y al siguiente hijo, el sexto varón, le llama Zabulón («Me ha dado un hermoso hijo»). El séptimo hijo es su única hija, Dina, cuya historia es dolorosa y efímera, por la violencia y el engaño de sus hermanos. Después de haber tenido Lía siete hijos, el texto se centra en Raquel, como al principio del episodio: «Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y dijo: "Ha quitado Dios mi afrenta". Y le llamó José, como diciendo: "Añádame Yahvé otro hijo"» (Gn 30,22-24). Raquel, como Lía, ha conocido la vergüenza y la confusión, así como la esperanza y la alegría. Ya tiene un hijo propio, José, que será quien lleve adelante las esperanzas del pueblo, a pesar del odio y la envidia de sus propios hermanos. Al parecer, ella y Jacob prodigaron a José su afecto e hicieron de él su predilecto tan públicamente como Rebeca había hecho con Jacob. Y ello será causa de disensiones en la familia y hará que se desencadene una serie de acontecimientos y decisiones que apartarán a José de su familia durante muchos años. José es la vindicación de la larga esterilidad de su madre (como la de su abuela) y el impulsor del deseo que llevará a una oración pidiendo otro hijo, que será el último, el dúo-

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décimo, Benjamín («El hijo de mi derecho» o «El hijo de mi dolor»). La cuestión ahora es si Raquel y Lía aprenderán a sentir compasión mutua, como Dios ha tenido compasión de ambas en su momento. Las palabras hebreas para «compasión» y «seno» comparten la misma raíz. Ambas mujeres están en medio de los dolorosos esfuerzos por que su compasión se extienda, sus corazones se ensanchen y su conciencia se dilate para abarcar su vida y su relación recíproca, con Jacob, con sus madres subrogadas y con sus hijos. Renita Weems ha escrito acerca de los hijos de ambas y del legado que aportan a su propia vida futura: «[Lía había] pasado por la tristeza. (Rubén, «Aflicción», no supo ejercer su liderazgo y se culpó a sí mismo). Había pasado por la autoinculpación. (Simeón, el hermano digno de compasión, fue tomado como rehén por José y tuvo que asumir la culpa de lo que los demás hermanos habían hecho). Había pasado por la ira. (Leví, el hermano impulsivo e impetuoso, pasó inmisericordemente a cuchillo Siquem por la violación de Dina)». Pero, como muchos de nosotros sabemos, se necesita tiempo para desprenderse de los viejos recuerdos y las antiguas pautas de comportamiento. Es preciso deshacerse de muchas cosas»2. En algún momento a lo largo del camino, Lía se encontró con Dios, en medio de todo el lío de la crianza de los niños y el duro trabajo de cocinar, limpiar, cuidar de los siervos y los niños enfermos, acarrear agua y dirigir una familia nómada, escuchando rumores y murmuraciones. En efecto, con Judá dice: «No puedo seguir echando la culpa de mi infelicidad a todo el mundo (Labán, Jacob, Raquel, Dios). Debo tomar medidas para cambiar mi situación»3. Y empieza a ver con sus tiernos ojos la ternura de lo que Dios está tratando de hacer con ella en su vida y en su persona. Deja de esperar que los demás sean sus dioses. Y sigue teniendo 2. Renita WEEMS, «Leah's Epiphany»: The Other Side (mayo-junio 1996) 44-45. 3. Ibid., p. 45.

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hijos, pero sus nombres revelan que ahora es estimada por las demás mujeres y que no compite sistemáticamente con Raquel. ¿Qué aprende Raquel? El texto nos dice que Raquel empieza a sentir envidia de su hermana y de su capacidad de tener hijos. La palabra utilizada es «celosa», la misma que se empleará para describir los sentimientos de los hermanos de José hacia éste. Su angustiada petición a Jacob encubre una tremenda ironía. Raquel le implora: «Dame hijos o, si no, me muero». Y morirá dando a luz al menor, Benjamín. Es como muchas de las matriarcas y mujeres de Israel, que gritan en su carencia, su impotencia y su exilio a los márgenes de su sociedad, sobre la que no tienen poder. Pero, a diferencia de Rebeca, o posteriormente de Ana, no se vuelve hacia Dios, sino hacia su marido, su adorado Jacob, al que pone en la insostenible tesitura de ser dios. La respuesta de Jacob es comprensible. ¿Qué puede hacer? Ama a Raquel y tiene hijos con Lía. Tiene lo mejor de ambos mundos. Y quizá Raquel cambie su punto de mira, así como su mente y su corazón, en ese momento, porque, de un modo racional, no apasionado, decide entregar a su esclava a Jacob para obtener lo que quiere y necesita, lo que él no puede darle. Su mundo ya no dependerá enteramente de él, aunque tenemos la sensación de que sigue amándole. Su dolor por sus hijos no se disipa, pero su posición en la comunidad se ve modificada. Raquel, después de tener sus dos primeros hijos, se vuelve muy pragmática. Quiere las mandragoras que ha recogido el hijo de Lía y está dispuesta a cambiarlas por una noche «improvisada» con su marido. En las sociedades primitivas, las mandragoras se han considerado siempre un fármaco para la fertilidad o un afrodisíaco. La escena en su conjunto, que puede parecer banal o sin importancia, nos proporciona una información muy importante. Sharon Pace Jeansonne dice: «La respuesta de Lía trasluce su ira y su exasperación. En una contundente frase exclama: "¿Es poco haberte llevado a mi marido, que encima vas a llevarte las mandragoras de mi hijo?" (Gn 30,15). Esta frase indica que como segunda pero más amada esposa, Raquel ha usurpado la posición de privilegio de Lía como primera esposa y primogénita. E indica también que en algún momento del matrimonio Raquel ha obtenido el monopolio sexual de Jacob. Al revelar este hecho en el estalli-

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do de Lía contra Raquel, el narrador deja abierta la posibilidad de que Lía fuera ignorada por decisión de Jacob, más que por una conspiración de Raquel»4. Sea o no Jacob consciente de ello, su actividad sexual es controlada y manipulada por las dos mujeres y utilizada como herramienta en su lucha por un puesto en la familia. Pero, en definitiva, es únicamente Dios quien controla la vida y la muerte, los hijos y el futuro. El nombre del siguiente hijo de Lía confirma que ha aprendido acerca del poder de Dios en su vida. Raquel, sin embargo, a pesar de sus intentos por quedar embarazada utilizando las mandragoras, pasan tres años más sin que quede encinta. Raquel está, pues, aprendiendo, mediante un largo sufrimiento, que no dispone del poder para tener hijos, porque está reservado a Yahvé. La estructura del texto sugiere que el origen de la fertilidad de Raquel es Dios que la escucha. ¿Escuchó también Raquel finalmente el dolor y la humillación de su hermana y vio que ambas sufrían y que ella estaba agravando el dolor de su hermana? Nos lo preguntamos porque ahora las dos hermanas tienen que vérselas con los engaños de su padre, con la inteligencia de Jacob para hacerse rico en rebaños y con la animadversión que surge entre ambos hombres. Jacob declara que es Dios quien hace que aumenten sus corderos, ovejas y cabras. Posteriormente, Jacob se encuentra con Yahvé, que le dice que retorne a su propia tierra. Las mujeres se preparan para partir con Jacob y coinciden en cuanto a su pasado y su futuro y en lo que respecta a dejar a su padre. Leemos: «Respondieron Raquel y Lía y le dijeron: "¿Es que tenemos aún parte o herencia en la casa de nuestro padre? ¿No hemos sido consideradas como extrañas para él, puesto que nos vendió y, por comerse, incluso se comió nuestra plata? Así que toda la riqueza que ha quitado Dios a nuestro padre nuestra es y de nuestros hijos. Conque todo lo que te ha dicho Dios, hazlo"» (Gn 31,14-16). A pesar de sus problemas personales, sus lealtades son comunes. Y Jacob consulta a sus esposas antes de partir para su tierra 4.

Sharon Pace JEANSONNE, The Women of Génesis, op. cit., p. 77.

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natal. Esto marcará una nueva era en sus relaciones. Cuando Jacob estuvo listo para partir, Raquel se aprovechó de que «Labán había ido a esquilar sus ovejas... [y] robó los ídolos familiares que tenía su padre» (Gn 31,19). En este robo de los ídolos, Raquel actuó por su cuenta. Entonces ella y Jacob, obviamente con la ayuda de Lía, engañaron a Labán y huyeron con todo lo que pudieron llevarse. Tres días después, Labán se da cuenta de lo sucedido, sale en su busca y los alcanza. Cuando entra en la tienda de Raquel para buscar sus ídolos, ella los oculta en la albarda del camello y se sienta encima, excusando su falta de cortesía, al no ponerse en pie para saludar a su padre, con las siguientes palabras: «Estoy con las reglas» (31,35). La ira y los agravios que habían ido creciendo entre el padre y las hijas son sumamente claros. Lía y Raquel han sido perjudicadas y tratadas injustamente por su padre, y ahora Yahvé está con ellas. Ambas han sido traicionadas por su padre desde el principio y tratadas irrespetuosamente, como poco más que ganado. Ahora actúan con independencia de él y se aseguran su futuro con Jacob. Están desquitándose, igualando la partida. El episodio del robo de Raquel de lo que más importancia tenía para su padre -sus ídolosy del engaño con sus palabras no es el único caso en que una de las matriarcas actúa astuta y singularmente. Es obvio que las mujeres podían utilizar su poder cuando surgía la oportunidad, y así lo hacían. En este caso, el comportamiento de Raquel es aplaudido, porque los dioses de Labán no son los de ella ni los de Jacob. ¡Y se sienta encima! Ya estuviera ritualmente impura en aquel momento, o ya lo dijera simplemente para engañar a su padre, el hecho revela su desdén por los ídolos, así como por el comportamiento y los valores de su padre. Raquel se ha alineado junto al Dios de Jacob, Yahvé, y nada la disuadirá. Jacob, sus esposas y sus hijos viajan a la tierra natal de Jacob, donde éste planea la tan demorada reconciliación con su hermano Esaú. Antes de encontrarse con su hermano, separa a sus hijos, dejándolos con sus respectivas madres, y pone a todos a salvo. Pero las preferencias de Jacob siguen siendo claras: Raquel y sus hijos son situados en la retaguardia del campamento, lo más lejos posible de los soldados de Esaú. Lía y sus hijos son situados en el siguiente lugar más próximo a la retaguardia, y Zilpá y Bilhá y sus hijos son situados al frente.

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Después del encuentro entre Jacob y Esaú, el grupo se traslada a Betel y después a Efratá. En el camino, Raquel se pone de parto, y el nacimiento es doloroso y mortífero, pues Raquel fallece. La escena se bosqueja breve y conmovedoramente: «Raquel tuvo un mal parto. Sucedió que, en medio de los apuros del parto, le dijo la comadrona: "¡Ánimo, que también éste es hijo!". Entonces ella, al exhalar el alma, cuando moría, le llamó Ben Oní, pero su padre le llamó Benjamín. Murió Raquel y fue sepultada en el camino de Efratá, o sea, Belén. Jacob erigió una estela sobre su sepulcro: es la estela del sepulcro de Raquel hasta hoy» (Gn 35,16-20). Ambas mujeres, al final, afrontan los conflictos y problemas humanos que todas las mujeres deben afrontar: ser amada y elegida, o no ser amada y verse rechazada; la estima ajena y una fuente de la identidad personal que proceda del interior; la dependencia, la independencia y la interdependencia; y la opción por un Dios al que dar culto y en el que depositar las lealtades primarias, así como el uso correcto de la propia sexualidad. Dorothee Sólle escribe sobre las conexiones de ambas mujeres con las mujeres de hoy: «En el texto, la maternidad no está idealizada, sino que se observa de manera realista, como una cuestión de vida y muerte. Después de todo, Raquel comparte la suerte de millones de mujeres en el mundo pre-industrial y de la gran mayoría de las pobres actuales, que aún siguen sin los adecuados cuidados obstétricos o de salud. Y Raquel murió durante el doloroso nacimiento de su segundo hijo, Benjamín. Es probable que no haya nada que distinga más el mundo contemporáneo del bíblico que nuestra relativa falta de preocupación por la maternidad. En nuestro mundo opulento, con el paso del tiempo hemos ido aprendiendo a separar la maternidad de la sexualidad y a considerar la felicidad sexual como una parte indispensable de la vida, mientras que la maternidad es opcional. De acuerdo con el relato bíblico, desde el principio de la historia humana los hijos, y la continuidad de la vida a través de ellos, eran de la máxima importancia; pero para nosotros lo central no es la procreación, sino la intimidad

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sexual en la relación. Nuestros predecesores bíblicos no veían la vida como una propiedad de los individuos, de la que hay que "sacar" cuanto sea posible, sino como un préstamo de Dios que nos conecta con quienes nos han precedido y con quienes vendrán detrás de nosotros»5. Las mujeres se enfrentaron fuertemente con su padre, con Jacob, entre sí y con Yahvé. Cabe preguntarse si fue posible la reconciliación y la amistad entre Raquel y Lía. El mero hecho de que no aparezca en el texto no quiere decir que no sucediera. Y hay muchos relatos midrásicos en la comunidad judía de las mujeres conspirando para ayudarse mutuamente, relatos basados en pistas y fragmentos del propio texto. Un relato de las comunidades ortodoxas explica que Lía, como su suegra Rebeca, tuvo un sueño y supo que Jacob iba a tener doce hijos. Y cuando ella dejó de tener hijos, decidió que Jacob necesitaba más mujeres para tener más hijos. Entonces le envió a su sierva, y Raquel siguió su ejemplo. En estos relatos, las cuatro mujeres -las dos hijas de Labán y sus esclavas- colaboran para asegurar que Jacob tenga el número de hijos requerido para las tribus de Israel (tribus a las que se refiere como las doce tribus de Raquel). Más tarde, las cuatro mujeres ruegan juntas que Raquel se quede embarazada, y sus oraciones son escuchadas. Lía es la última mencionada en el episodio de Jacob y sus esposas, las dos hermanas. En Génesis 49,28-33 se nos dice que Jacob da instrucciones para ser enterrado en la cueva de Makpelá con Lía, donde fueron enterrados Abraham y Sara e Isaac y Rebeca. Lía descansa con Jacob, mientras que Raquel yace sola, en un enclave que se ha convertido en lugar de peregrinación para los exiliados necesitados de misericordia. Las vidas de Raquel y de Lía están más entrelazadas entre sí que las de Esaú y Jacob. Los hombres luchan y mienten y se reconcilian, y las mujeres luchan y lloran y se reconcilian, si no en el texto, sí en el futuro de sus respectivos hijos y en el silencio de lo no narrado. Quizá sea en estas historias no específicamente narradas en las que encontremos orientaciones para los caminos actua5.

Dorothee SÓLLE, Great Women ofthe Bible in Art and Literature, Eerdmans, Grand Rapids (Mich.), 1993, p. 79.

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les del Espíritu: en la necesidad de que las mujeres se reconcilien con su propia valía y se vinculen ante todo, no a los hombres ni a otras mujeres ni a sus hijos, sino a Dios. En su relación primaria con Dios, todas y cada una aprenden compasión, comunitariedad y visiones y sueños de amplio alcance para todos sus hijos y todos los pueblos. Incluso las siervas de las matriarcas -esclavas que dan a luz a un tercio de las tribus de Israel- son dignas de ser mencionadas y de ocupar su lugar en la tradición. Justo antes del relato de la muerte de parto de Raquel, hay una breve mención de otra sierva: «Débora, la nodriza de Rebeca, murió y fue sepultada en las inmediaciones de Betel, debajo de una encina; y él la llamó la Encina del Llanto» (Gn 35,8). ¡Tiene nombre! Se llama Débora, y si acompañó a Rebeca cuando ésta partió para encontrarse con Isaac, entonces debió de ser compañera de Rebeca durante sesenta y cinco o setenta años. Ahora bien, dado que parece que muere cuando Jacob y sus mujeres e hijos vuelven finalmente al hogar de sus padres, ¿la enviaría Rebeca a ayudar a cuidar a los hijos de sus nueras? En cualquier caso, se planta un árbol en su memoria, que también recibe un nombre: «la Encina del Llanto». ¿Llorarían Jacob, Raquel, Lía, sus siervas y todos los nietos de Rebeca la pérdida de aquella anciana niñera? Parece que los árboles y las mujeres están unidos en las tradiciones. Porque otra Débora del libro de los Jueces se sentará bajo una palmera y hará a su tribu partícipe de su sabiduría (Je 4,4-5). Da la impresión de que, en este pueblo que pertenece a Dios, un día todos serán uno, iguales y unidos por lazos más fuertes que el amor apasionado o romántico, la progenie, la familia, la casta o el status social; más fuertes que el pecado, el mal o las debilidades personales. Raquel y Lía no reciben visitantes angélicos ni tienen encuentros nocturnos con el Santo. Sus ámbitos de revelación son más mundanos: la atención a los hijos y su vida entre los sirvientes, los esclavos, los pastores, las niñeras y las comadronas. En sus tediosas labores, que debían de ser agotadoras, monótonas y francamente sucias, vivían sus percepciones de Dios y de la alianza e iban madurando, saliendo de su ensimismamiento y superando sus rivalidades. Estas matriarcas nos recuerdan de algún modo que llevar una casa, criar unos hijos y sobrevivir juntos es un trabajo sagrado y puede ser nutricio tanto para quienes prodigan los cui-

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dados como para quienes los reciben. Esta tradición de cuidar de los ancianos, los enfermos, los rechazados, los niños y los débiles es una tarea de la comunidad y de los individuos que nunca termina, y es el ámbito habitual en el que Dios nos enseña autoconocimiento, sabiduría y habilidades para la vida comunitaria, así como quién podría ser Dios para nosotros y con nosotros. Ahí es donde tienen lugar las epifanías de las mujeres. Esta vida, todo en nuestra vida, es ayuda y terreno para la revelación. Todo el pueblo de la alianza debe aprender a renunciar a las normas y los valores sociales, a contenerse en medio de la angustia, a no ser amado, a vivir unas relaciones tensas y a olvidar las rivalidades y las afrentas e injusticias del pasado. Pero ello lleva tiempo, toda una vida. Y muchas generaciones después, Raquel y Lía se unen. Hacia el final de la historia de Rut leemos una admirable bendición de los ancianos: «Somos testigos. Haga Yahvé que la mujer que entra en tu casa sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel» (Rt 4,11). Son, conjuntamente, madres de Israel, hermanas y amigas por fin. Un cuento asiático titulado «Una tonelada de arroz» pone de relieve muchos de los problemas de la vida de Raquel y de Lía y lo que deben aprender, lo que todos debemos aprender: «Érase una vez una mujer que quería sabiduría, paz, comprensión y conocimiento. Era una mujer sencilla, esposa, madre, ama de casa, con todas las tareas y trabajos que forman parte de la vida de tantas mujeres. Pero estaba decidida a conseguir lo que quería de la vida y a no dejar que su modo de vivir y su posición social interfirieran con sus más profundos anhelos. De manera que acudió al sabio Zang Zhu, le rindió homenaje y le pidió ser uno de sus alumnos, pero diciéndole sin ambages que tenía que aprender deprisa, porque no disponía de mucho tiempo. Si lograba alcanzar rápidamente la iluminación, entonces podría retornar con su marido y sus hijos, sus sirvientes y sus responsabilidades, tranquila y pacíficamente, así como con un gran poder del que todos se beneficiarían. Dijo al maestro que haría todo lo que le dijera y que obedecería sus palabras al pie de la letra. El maestro la miró afectuosamente y la bendijo diciendo: "Tu intención y tu devoción son buenas. De hecho, ese deseo

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es el primer requisito. Te encomendaré algunas prácticas concretas y te instruiré en la oración, el silencio y la meditación, de manera que, llegado el momento, estarás en paz, serás sabia en todos tus comportamientos y estarás llena de luz". La instruyó para que hiciera unos ejercicios iniciales y le informara en las pausas, y en esos breves períodos que pasaran juntos él la introduciría poco a poco en la santidad y la fortaleza. Pero la mujer estaba impaciente. "No -insistió ella-, no tengo tiempo. ¿Hay algo que pueda hacer de inmediato, en un par de meses, o a lo máximo un año o dos, y alcanzar la iluminación? Así podría regresar a mi vida, y mis relaciones serían más armoniosas y liberadoras". El maestro la miró y, bendiciéndola de nuevo, dijo: "Ese deseo tan intenso es bueno, pero también necesitas una infinita paciencia contigo misma, con los demás y con la vida". Entonces le preguntó: "¿Tienes hijos?". "Sí -respondió la mujer-, cuatro". "¡Ah, bien! Comen arroz a diario, ¿verdad?". "Sí -dijo la mujer-, les encanta. Pero ¿qué tiene eso que ver?". Y el maestro le explicó: "A lo largo de la vida de todos tus hijos, es probable que se coman una tonelada de arroz. ¿Qué sucedería si uno de ellos, o todos, tratasen de comérselo de una sola vez?". La mujer no supo qué decir. "Sí -dijo el maestro haciéndose eco de sus pensamientos-, se pondrían enfermos. Enseguida odiarían el arroz y se negarían a comerlo, lo que les perjudicaría gravemente. Pues eso es lo que ocurre con la sabiduría, el autoconocimiento y la iluminación: no pueden tener lugar de repente, sino paso a paso, día a día, durante toda la vida. Se necesita un deseo intenso y apasionado, pero también una gran paciencia perseverante. Recuerda: un gran deseo y ninguna prisa"». Raquel y Lía, hermanas que comparten el marido, crían juntas a sus hijos y luchan entre sí, con la vida y con Yahvé, tuvieron que aprender a tener un gran deseo y ninguna prisa. Y todos debemos hacer eso mismo: aprender a contemplar los sucesos cotidianos de nuestra vida en todos sus detalles, porque ése es el filón de la revelación, la fuente de la madurez y el ámbito en que todos aprendemos compasión y sabiduría.

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Marta y María Ahora damos un salto hasta el evangelio de Lucas y su retrato de otra pareja de hermanas, Marta y María, cuyo hermano es Lázaro. A diferencia de Lía y Raquel, ni Marta ni María están casadas, pero su encuentro con la sabiduría en la persona de Jesús es tan sutil, aparentemente competitivo y cargado de enfrentamiento como las relaciones de sus antecesoras en la fe. Su breve episodio viene a continuación del encuentro de Jesús con un maestro de la ley que acude a preguntarle: «¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?». Jesús argumenta con su propia pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley?», y el maestro responde correctamente con el núcleo de la ley de la alianza: «Está escrito: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo". Díjole entonces [Jesús]: "Bien has respondido. Haz eso y vivirás". Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: "¿Y quién es mi prójimo?"» (Le 10,27-29). Aparentemente, al legista no le plantea ningún problema amar a Dios entera y totalmente, sino sólo amar a la gente. Y quiere que Jesús concrete, para no tener que hacer más que lo estrictamente mínimo y básico respecto de los demás. En respuesta a la segunda pregunta del maestro de la ley, Jesús cuenta la parábola del buen samaritano. Jesús, como buen maestro, construye la historia de manera que el propio maestro de la ley deba responder quién de los tres personajes -el sacerdote, el levita o el samaritano- «fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores» (Le 10,36). Los samaritanos como grupo eran detestados por los judíos, y el aspecto que Jesús quiere resaltar es que hay que hacerse prójimo de todos, incluso de los enemigos y de los considerados inhumanos por el propio grupo social o religioso. El maestro de la ley se ve forzado a reconocer que el principio moral operativo básico es la compasión o misericordia con respecto a los demás, especialmente a cuantos se encuentran en una situación terrible, como el hombre que «cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto» (Le 10,30). Jesús tiene la última palabra, y es un manda-

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miento, una ley clara si se quiere experimentar la vida eterna: «Vete y haz tú lo mismo». Esta última línea podría ser una réplica exacta de otra línea anterior: «Haz eso y vivirás» (Le 10,28). Éste es el contexto en que Jesús, como el hombre que cayó en manos de los salteadores, va de camino y entra en el pueblo donde tiene lugar el encuentro con Marta y María. La parábola anterior era la narración de un encuentro entre Jesús y un maestro de la ley ajeno a su comunidad. Ahora entramos en la comunidad de los discípulos y amigos, en una casa en la que a Jesús -como la infortunada víctima que el samaritano llevó a una posada- se le ofrecerá hospitalidad, compañía y calor humano. Bajo esta luz leemos el pasaje: «Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude". Le respondió el Señor: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada"» (Le 10,38-42). El pasaje es breve, pero tiene una larga historia de interpretaciones erróneas, normalmente simplistas y fuera de contexto con respecto al resto del capítulo. Dichas interpretaciones nos proporcionan dicotomías excluyentes, en las que una hermana es puesta como modelo y la otra se ve empujada a la sombra. Jesús sigue siendo el maestro, pero ahora es honrado en una casa en la que se presta atención tanto a sus palabras como a sus necesidades humanas de alimento, bebida y un lugar en el que reposar la cabeza durante un rato. Hay un instructivo comentario del Talmud a este respecto: «La hospitalidad es una forma de culto». El acto -y el arte- de alimentar a los demás es tanto una forma de reverencia y de amor como un servicio prestado. Es tan experiencia de intimidad como puede serlo una conversación. A lo largo de la historia de la iglesia, especialmente en la Edad Media, este pasaje se ha interpretado para valorar el acto o la voca-

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ción de contemplación como superior a la acción en el mundo por el bien ajeno. A esta luz, la contemplación se veía como la «parte buena» de la vida cristiana. Sin embargo, es importante subrayar que en la vida de Jesús no hay tal oposición o distinción. Jesús ora íntimamente y durante largos ratos, principalmente de noche y a solas con su Padre, y después pasa el día en medio de una multitud de necesitados y asediado por ellos. Incluso parece interrumpir su oración cuando alguien necesita su ayuda, su consuelo o su perdón. Cuando se aleja para estar solo, después de enterarse del asesinato de Juan el Bautista, la multitud le hace volver. Su compasión se manifiesta a la vista de su abrumadora angustia y su necesidad de la orientación y los cuidados de un pastor. Raquel y Lía luchaban por asegurarse la atención y el amor de Jacob, su comunidad y sus hijos. Ahora son Marta y María las que parecen competir por la atención y el favor de Jesús, presentando, aparentemente, dos modos de relacionarse con él. Ésta ha sido la lectura más generalizada del texto, aunque en ocasiones se han elaborado y expuesto ideas radicalmente distintas. Dorothee Sólle arroja luz sobre algunos de esos otros modos de ahondar en este texto: «Esta espiritualizante y anti-judía tradición interpretativa en favor de María y en contra de Marta se vio contrarrestada, no por la Reforma, sino por un movimiento totalmente distinto: el de los místicos. El maestro Eckhart (ca. 1260-1328), en una interpretación radicalmente nueva (Sermón 28), situó a la aún inmadura María en el estadio inicial de la vida espiritual, y consideró a la madura y experimentada Marta más con los pies en la tierra. "Marta temía que su hermana se quedara estancada en la dulzura y el bienestar", observa Eckhart. Marta quiere que María sea como ella. Y el maestro Eckhart prosigue su interpretación cristianamente inspirada, pero no clerical, que refleja el espíritu del floreciente movimiento femenino de la baja Edad Media: "Por consiguiente, lo que Cristo pretendía decir era: Ten calma, Marta, también María ha elegido la parte buena. Esta parte la perderá, pero le será otorgado el sumo bien. Será bendecida como tú"»6. 6. Ibid., p. 272.

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¿Heterodoxa? A buen seguro, pero es la interpretación de una persona instruida y experimentada en la tradición contemplativa mística. No se trata de una disyuntiva ni de tener que optar entre las dos hermanas o las dos tradiciones de vida espiritual, sino que es cuestión de estadios, y María es la más joven e inexperta, mientras que Marta es, sorprendentemente, igual a Jesús como maestra por derecho propio. Otra mística, Teresa de Jesús, sigue esta tradición, abundando en el pensamiento de Eckhart. Sólle cita las siguientes palabras: «Creedme, Marta y María deben estar juntas para alojar al Señor y mantenerle a su lado para siempre; de lo contrario, será mal servido y se quedará sin comida. ¿Cómo habría podido María, que estaba siempre sentada a sus pies, haberle ofrecido comida si su hermana no hubiera estado al quite? Y el alimento del Señor son nuestras almas reunidas, para que puedan ser salvadas y le alaben en la eternidad». Y Sólle añade su propio comentario a las palabras de Teresa: «Sólo ambas hermanas juntas pueden "alojar" a Cristo para proporcionarle un lugar en el mundo. En nuestro opulento mundo hay un gran anhelo de espiritualidad, contemplación y misticismo. María puede ser el símbolo de esta espiritualidad incompleta e inmadura»7. Las personas que a lo largo de la historia han visto públicamente reconocida la profundidad de su espiritualidad, su oración y su percepción de Dios, tanto en sus almas como en el mundo, invierten por completo la interpretación más aceptada y generalizada. Pero ¿qué pretende enseñar Jesús a María, Marta y sus discípulos allí presentes?; ¿qué trata de enseñarnos a todos nosotros? Ninguna de las interpretaciones previas toma en consideración las primeras treinta y siete líneas del capítulo. Antes del encuentro con el maestro de la ley que trata de ponerle a prueba, Jesús ha enviado a sus discípulos de dos en dos como obreros a la mies. Les habla de las casas en que van a entrar y a morar, comiendo y bebiendo y aceptando su hospitalidad a cambio de hacer a sus 7.

Ibidem.

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habitantes partícipes de la buena nueva. Algunas ciudades y pueblos los acogerán bien, mientras que otros los rechazarán. Jesús les dice: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Le 10,1-16). Y después, cuando los setenta y dos discípulos regresan, gozosos por su poder sobre los demonios al utilizar el nombre de Jesús, les enseña cuáles deben ser sus prioridades. Dice Jesús: «"No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos". En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Volviéndose Jesús a los discípulos, les dijo aparte: "¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron"» (Le 10,20-24). El capítulo entero es una enseñanza acerca del gozo -de conocer a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo- y acerca de las personas a las que se concede dicho conocimiento. Trata de aquellos que son elegidos para conocer a Dios, de aquellos a quienes Jesús decide revelar al Padre: los pequeños. La expresión «los pequeños» es problemática en nuestra sociedad contemporánea, debido a nuestra manera de leer el texto: con los ojos y oídos de la psicología y la cultura, centrada en los niños. En el medio de Jesús, «los pequeños» eran los que carecían de derechos, los ignorados por los adultos; pero la frase tiene un significado más amplio y abarca grandes grupos sociales conceptuados como heréticos e ignorantes. Los esclavos, los siervos, los samaritanos y las mujeres eran, pues, vistos como «pequeños». Entonces Jesús cuenta la historia del maestro de la ley, experto en lo que atañe a la ley, a la sociedad dominante, a la cultura

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religiosa y al poder; persona conocedora de las respuestas, pero cuyo amor es superficial. El maestro mira por encima del hombro al samaritano, la misma persona de la que Jesús afirma que no sólo ama a su prójimo, sino que ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, porque pone en práctica ese amor empleando todos sus recursos y sin detenerse a preguntar quién es la persona necesitada o si es digna de atención y vida. Este samaritano conoce al Padre. Después vemos a Jesús con dos mujeres hospitalarias, acogedoras y preocupadas por sus necesidades. Marta abre las puertas de su casa a Jesús y a sus discípulos, les da de comer y les proporciona un lugar donde descansar y relajarse. María escucha a Jesús, cautivada por sus palabras, mirándole arrobada; está haciendo realidad las palabras que Jesús había dirigido anteriormente a sus discípulos. Es afortunada. Es dichosa por ver y oír lo que reyes y profetas quisieron ver y oír, pero no pudieron. Jesús ha decidido revelarse a aquellas dos mujeres, que pueden no ser sabias e inteligentes, pero que se encuentran en el honroso grupo de «los pequeños». Marta debía de escuchar con un oído y ver con un ojo, para poder atender con el otro a sus quehaceres, la preparación de la comida y las necesidades de sus invitados. María escuchaba las palabras de Jesús, pero no realizaba la tarea de atender a las necesidades ajenas, sanar o dar de comer a los hambrientos. Al principio del capítulo Jesús dice a los setenta y dos discípulos que ha enviado:

la mente, con todas las fuerzas y con todos los recursos, y al prójimo como a sí mismas. Están aprendiendo lo que es la vida eterna y sus efectos en el aquí y ahora. La pregunta de Marta revela su falta de paz: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?». Siguiendo su estilo de enseñar, Jesús no responde a la pregunta. ¡No es la oportuna! La presencia misma de Jesús en el mundo, en casa de Marta, trastoca el orden habitual de las cosas e introduce un nuevo modo de «servicio». Servir alimentos es necesario, pero la escucha atenta también es necesaria. Marta, como todos los seres humanos, es imperfecta, pero está aprendiendo. María, sin ser consciente de ello, ha entrado en la nueva relación que Jesús ofrece a quien la acepta, aunque olvidando servirle y atender a sus necesidades humanas.

«En la casa en que entréis, decid primero: "Paz a esta casa". Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa» (Le 10,5-7).

Desde otro enfoque, algunas expertas en el tema dicen que este pasaje refleja aspectos de las estructuras de la iglesia en el siglo i en el área de la diakonía. Esta palabra tenía la connotación de servir la mesa, incluida la mesa eucarística, la proclamación de la palabra, la predicación y el liderazgo dentro de los propios edificios eclesiales. En este pasaje, las funciones -el servicio a la mesa y el estudio, la enseñanza y la predicación de la palabra- están escindidas, aunque el pasaje presente a ambas mujeres en papeles positivos. Jesús está enseñando el núcleo interno de sus discípulos,

La presencia de Jesús -su bendición y su enseñanza- proporciona paz. Una paz que reposa sobre quienes le aceptan a él, sus palabras, su persona y el don que pretende otorgarles: conocer a su Padre. Y él permanece con ellos. Marta y María están aprendiendo, como los demás discípulos, cuáles son las prioridades debidas. Ambas están aprendiendo la interpretación de Jesús del significado de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda

En la Philippine Bible Study Guide, dice Rebecca Asedillo: «Alguien tiene que sembrar el grano, regar las plantas, cosechar el arroz, secarlo, molerlo, cocinarlo y servirlo. Habría sido verdaderamente poco coherente con el carácter de Jesús establecer una jerarquía de papeles y funciones en su movimiento. Aunque la mayoría de las instituciones terrenas, incluida la iglesia, tengan alguna forma de jerarquía, el propio Jesús dijo que los mayores en el reino de Dios son los que sirven (cf. Me 9,35; 10,43). En palabras de Leonardo Boff, si en la iglesia debe haber algún tipo de jerarquía, deberá ser siempre una "jerarquía de servicio"»8.

8.

Rebecca ASEDILLO, Women of Faith: Bible Studies for Women's Groups, Institute of Religión and Culture, Manila 1996, p. 90.

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y tanto Marta como María participan en esas actividades, ligadas tanto a propagar la palabra como a partir el pan. El verdadero escollo es la referencia de Jesús a la «parte buena». ¿Qué quiere decir?; ¿han elegido la parte buena los discípulos cuando, al principio del capítulo, van a predicar la buena nueva y a recoger la cosecha que Jesús había sembrado con sus palabras y obras?; ¿ha elegido el samaritano la parte buena al bajar a la zanja para salvar al hombre que había caído en manos de los salteadores y llevarle a una posada donde atiendan a sus necesidades?; ¿ha elegido el propio Jesús la parte buena al optar por revelar a su Padre a los marginados, ignorados y desdeñados por los demás, incluso por quienes se consideran personas religiosas y practicantes? ¿Se refieren las palabras de Jesús en este pasaje, no a los papeles o a los modos de vida o al lugar de Marta o María en la comunidad, sino a ese momento concreto y a sus propias necesidades?; ¿necesita Marta «oír» más del corazón de Jesús?; ¿necesita María levantarse en un determinado momento y hacer algo para manifestar que ha comprendido, para tratar no sólo de escuchar las palabras, sino de obedecerlas? Estas preguntas, por importantes que sean, están mal orientadas. Hemos centrado toda la atención en las dos mujeres, pero el núcleo del relato no lo constituyen ellas, sino Jesús, que ha sido también el verdadero centro de los textos precedentes. Jesús es Dios en carne humana que se inclina hacia nosotros, y pronto colgará de una cruz, humillado públicamente y ejecutado por decir la verdad, por obrar compasivamente y por su subversiva imagen de Dios y de lo que constituye el amor a Dios y, por consiguiente, el amor a los demás. ¿Está María sentada silenciosamente a los pies de la cruz, mientras Marta sigue a distancia? Barry López, en uno de sus cuentos para niños, titulado «El cuervo y la comadreja», dice que a veces las personas, para sobrevivir, necesitan las narraciones más que el alimento. ¿Tiene Jesús, para sobrevivir en ese momento, más necesidad de alguien que le escuche que de alimento?; ¿busca Jesús la intimidad, la aceptación y el amor de todos los presentes?; ¿qué pasa si el centro del pasaje no es ni Marta ni María, sino Jesús y aquello de lo que Jesús trata de hacerles partícipes: su conocimiento de Dios Padre, de su propia vida y su muerte inminente y del amor?

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Hay una antigua imagen celta de un nudo que entrelaza dos o más cabos para formar un todo. Los nudos tienden a ser inextricables, realizados de manera tan intrincada que es casi imposible seguir su trazado, porque se convierte en una especie de laberinto. Pero su inextricabilidad es lo que hace de ellos una hermosa obra de arte. Uno de los muchos significados simbólicos de esos nudos son las largas, tortuosas e imbricadas interconexiones de los humanos en su peregrinaje hacia la madurez espiritual. El nudo sugiere también un espíritu inquieto que cambia, retrocede, se enrosca y se ve transformado en el proceso, aunque siendo siempre uno y el mismo. En la vinculación de los dos o más cabos interconectados se revela una profunda comunión. Puede que Marta y María sean como los dos cabos, y que lo que Jesús quiera poner de relieve sea que los caminos de las dos mujeres se mezclan, aunque permanezcan separados. Juntos muestran una energía, una vida, que no puede experimentarse aislada. Quizá sea ésta la enseñanza de Jesús -con una alusión al misterio- acerca del conocimiento de Dios y de las manifestaciones que el amor puede adoptar en esa casa cuando Dios es más que un invitado, cuando Dios es un amigo. Decía san Ambrosio: «¿No ocurre acaso, cuando estamos meditando algún aspecto de la Escritura y no podemos hallar la explicación, que en nuestro cuestionamiento, en nuestra misma búsqueda, de repente aparecen ante nosotros los más excelsos misterios?». Si creemos verdaderamente que la Escritura está inspirada por Dios, entonces debemos luchar con el texto tan enconadamente como Jacob y Esaú, Raquel y Lía o María y Marta lucharon por comprender sus propias vidas y lo que Dios les decía a ellos y a sus comunidades. Como María, somos discípulos a los pies de Jesús en busca del conocimiento del Santo. Como Marta, somos siervos que buscan apoyo y afirmación. Como los demás discípulos, miramos y escuchamos y no entendemos. Como el maestro de la ley, tratamos de justificarnos. Como los setenta y dos discípulos a su retorno, nos regocijamos por el poder que Dios ha liberado en nuestra vida. Pero nuestras prioridades siguen todavía dejando mucho que desear. Puede que la «parte buena» cambie a medida que nos transformamos en los pequeños que llegan a conocer a Dios Padre

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cuando Jesús les revela ese misterio. Quizá la «parte buena» de este pasaje concierna no a la palabra o al servicio ritual en la comunidad, sino a la opción de vincularnos más estrechamente al crucificado, a la víctima de los ladrones, al despojado, golpeado y dado por muerto. Hay un relato indio que puede arrojar alguna luz sobre nuestro pasaje y sobre la realidad de la lucha tan intrincadamente unida a nuestra vida conjunta y a Dios: «Érase una vez un joven que buscaba a una mujer sabia, de la que algunos decían que era una santa. Su cabana estaba casi vacía, pues únicamente contenía las cosas más simples y necesarias y una o dos posesiones muy queridas. Cuando se sentaron juntos, la paz aquietó al visitante. Pasaron un tiempo en silencio juntos, y después él hizo la pregunta candente que su corazón albergaba: "¿Sabes dónde puedo encontrar a Dios?". La mujer le miró con interés y pasó un tiempo sin contestarle. Después le dijo: "No es una pregunta fácil. Tengo que pensar sobre ello para poder responderte con claridad. ¿Puedes venir mañana después de mi oración?". El joven asintió de inmediato. Entonces la anciana añadió: "¿Podrías traerme un vaso de leche cuando vengas?". La noche transcurría muy lentamente para el joven, y a la hora debida acudió de nuevo a la cabana con el vaso de leche que la anciana le había pedido. Ésta le dio la bienvenida, y una vez más se sentaron juntos en silencio. Mientras el joven esperaba, no con mucha paciencia, la anciana echó la leche en su cuenco para las limosnas. Después la revolvió con los dedos, formando remolinos y salpicando. Como es natural, la leche se deslizaba por sus dedos, y ella fruncía el ceño mientras caía de nuevo en el cuenco. Y repetía estas acciones una y otra vez, sin dirigir ni una sola mirada al joven. Él estaba impaciente y quería una respuesta. Miraba a la mujer preguntándose qué demonios hacía con la leche. Pero ella se limitaba a revolverla, levantando la mano impregnada en ella y mirando cómo se deslizaba por sus dedos para caer de nuevo en el cuenco. Finalmente, el joven no pudo aguantar más y le espetó: "¿Qué estás haciendo?, por favor; ¿qué pretendes?".

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La mujer le miró y le dijo: "Tengo entendido que en J^ leche hay mantequilla, y estoy buscándola, pero no consiga encontrarla". El joven casi estalló en carcajadas y la corriga diciéndole: "No, no; no es como tú piensas. No has entendido La mantequilla no está en la leche. No está separada de \^ leche, sino que hay que convertir ésta. Primero haces yogurt, y después lo bates para hacer surgir la mantequilla". La mujer le sonrió. "¡Muy bien! Has comprendido. Ya ti Sv nes la respuesta a tu pregunta". Él la miró en silencio, s ¿^ entender nada. La anciana se bebió la leche del cuenco y i dijo: "Creo que ha llegado el momento de que te vayas a t\i casa. Ve y bate la leche de tu vida, de tu corazón, tu alma y t Us relaciones, y encontrarás a Dios. Recuerda: no dejes de darl e vueltas, de removerla y transformarla. Dios está ahí, oculto en tu vida, no separado de ella ni de ti". Sólo en una ocasión he contado este cuento en voz alta, y mientras lo contaba caí en la cuenta de que todo consiste en el don que seamos capaces de hacer al otro y que el otro pueda hacer suyo. Ahí es donde se revelan la sabiduría y el conocimiento; ahí es donde somos salvados. Todo está en batir, en la lucha y en los momentos en que nuestra vida entra en contacto con la vida ajena. Y no hay una respuesta, sino tantas respuestas como personas. Pero todas se vinculan en la compasión y el sufrimiento inextricablemente entretejidos en el anudado don de la vida. Ésta es la parte buena.

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caos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo, los vivientes que se mueven sobre la tierra". Y dijo Dios: "Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz de la tierra; y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento; y a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra -a todo ser que respira- la hierba verde les servirá de alimento". Y así fue. Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,26-31).

Eva y María

Todos los cuentos comienzan con una u otra versión del «hace muchos años...» o «érase una vez...», en la tradición de lo ocurrido antes de ellos. Incluso los relatos de la creación comienzan de este modo, puesto que tratan de proporcionar multivariadas lecturas de cómo llegaron las cosas a ser, quién era el Hacedor de todo y por qué son las cosas como son en el mundo: tanto las buenas como las no tan buenas. Los relatos fundantes que nos conciernen se encuentran primordialmente en el libro del Génesis, aunque algunos otros están dispersos por todo el Antiguo Testamento. Con la encarnación hay otro comienzo total, pero éste sólo se percibe plenamente a la luz de los relatos de la resurrección. Esos pasajes modifican todos los relatos que los siguen y, en retrospectiva, leemos todos los relatos anteriores de manera distinta. Los pasajes de la creación y de la encarnación se iluminan, pues, mutuamente. Para verlo con claridad, vayamos al primero de los relatos de la creación.

Y así fue. El relato exulta de vida y de posibilidades. Se trata de la obertura de la creación de los seres humanos y de su lugar en el universo junto con Dios. De hecho, llevan la impronta de Dios tanto en la forma como en la sustancia misma de su ser. Y digo «ser», porque se trata de la creación genérica de los seres humanos, sin distinción entre macho y hembra. Esto es lo que constituye la humanidad: todos de una naturaleza, aún no singularizados o individualizados. Mary Phil Korsak explica: «En el sexto día, Elohim crea un humano, adam, distinto de las demás criaturas vivientes, que es descrito específicamente como "imagen" y "semejanza" de Elohim. Se menciona expresamente la naturaleza sexuada de ha-adam, "el humano", que es tachar u nequva, "macho y hembra". El macho y la hembra son potencialmente fértiles, pero en este estadio no aparecen como separados. Refiriéndose a la pareja humana, el texto cambia del "los" al "lo" y vuelve de nuevo al "los". Algunos comentaristas concluyen que ha-adam es andrógino. El humano, macho y hembra, es instruidos para ser fecundo, someter la tierra, gobernar a las demás criaturas y disfrutar de una dieta vegetariana. Hay aquí un primer atisbo de una futura Eva, el lado femenino de ha-adam»1.

Eva El primer relato nos es muy familiar, tanto que resulta sobrecogedor por la profundidad de la descripción y de las consecuencias. He aquí el final de dicho relato: «Y dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos, los reptiles de la tierra". Y creó Dios al hombre a su imagen: a imagen de Dios lo creó: hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: "Creced, multipli-

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Podríamos traducir ha-adam como «terreno». Un «terreno» que no recibe nombre -Adán- hasta tres capítulos después; en ese momento el «terreno» pierde su carácter neutro en el texto y ad1.

Mary Phil KORSAK, «Eve, Malignant or Maligned?»: Cross Currents (winter 1994-95), 455.

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quiere un pronombre personal. Y hasta el segundo capítulo, en el segundo relato de la creación, no hay diferenciación ni separación entre los dos seres, que a partir de ese momento dejan de ser meros «terrenos» y se convierten en macho y hembra, hombre y mujer. Y aquí hay un relato absolutamente distinto del primero. Utilizo la traducción de Korsak. Elohim hizo caer un profundo sueño sobre el "terreno", el cual se durmió. Tomó una de sus costillas y le cerró la carne. YHWH Elohim transformó la costilla que había tomado del "terreno" en una mujer y la llevó ante el "terreno". El "terreno" dijo «YHWH

"Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del hombre ha sido tomada"» (Gn 2,21-23). En el primer relato, ambos son creados a la vez; en el segundo, uno es creado del otro mientras el primero está dormido, desvanecido, ignorante de lo que le sucede. En el primer relato, las cosas son creadas a partir de sustancias compartidas y después separadas, como la luz fue separada de la oscuridad, y las aguas de debajo de las aguas de arriba. Hay movimiento, pero tiene más que ver con un reajuste de fuerzas y energías que con divisiones. Esto es aplicable también al segundo relato de nuestros orígenes como seres humanos. Korsak explica: «Como la pareja separada del capítulo 1, ish e ishah, el hombre y la mujer, son semejantes y diferentes. Como ellos, están próximos y, al mismo tiempo, distanciados, en una tensión que es característica de la vida en general y de la pareja humana en particular. En el plano del lenguaje, la semejanza de la pareja se expresa con la sílaba común ish, que se encuentra en ish e ishah,

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"hombre" y "mujer". La sílaba singular en ish-gh, "mujer", expresa la diferencia. "Mujer" se dice también negdo, "equivalente" a ha-adam (Gn 2,18.20). La raíz neged expresa proximidad y oposición. Aquí, en la forma diferenciada de una "mujer" frente a su compañero "hombre" hay un segundo atisbo de Eva. Gracias a su aparición, ish reconoce su propia identidad. Aunque la tradición haya solido decir lo contrario, antes de este momento no hay en el texto mención del "hombre" como ser humano potencialmente independiente»2. El segundo relato no es un relato más de la creación, sino una narración que se construye sobre la versión precedente, añadiendo más información acerca de los seres humanos y su significado, su esencia. Y esta esencia tiene que ver con la unidad: los humanos existen juntos; están desnudos (sin nada que los cubra); y no sienten vergüenza (Gn 2,25). Han sido creados el uno para el otro. El tercer relato, que figura en Génesis 3, no trata tanto acerca de la esencia de los seres humanos cuanto acerca de cómo las cosas llegaron a ser como son en el mundo actual. El texto nos presenta a la serpiente, que es descrita en la primera línea como «el más astuto de todos los animales del campo que Yahvé Dios había hecho». La serpiente inicia la conversación con la mujer, comenzando con una alteración deliberada del mandato que Yahvé había dado previamente («De cualquier árbol del jardín puedes comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio»: Gn 2,16). La mujer empieza corrigiendo a la serpiente y exponiendo el mandato con precisión. La mujer comienza ahora a tener una singularidad que es «como la de Dios», porque habla, ve, toca, come y comparte el fruto: toma decisiones. Y cuando lo ha hecho, se pone en marcha una miríada de cambios que ni la mujer ni el hombre podían haber imaginado ni previsto. Después de todo, no hay historia anterior. Aquí es donde todo comienza, en forma germinal, con el "terreno" y su mujer. Y en cuanto esta acción se completa, hay, en efecto, otro mundo distinto del mundo del jardín: «Oyeron la voz de YHWH Elohim, que caminaba por el jardín a la hora de la brisa. 2. Ibid., p. 457.

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El "terreno" y su mujer se ocultaron de YHWH Elohim por entre los árboles del jardín» (Gn 3,8)3. Ahora su mundo incluye la posibilidad de optar, la autoconciencia, la percepción de la diferencia y las sensaciones de vulnerabilidad, inseguridad y miedo. Se han convertido en más que "terrenos". Se han hecho de carne y hueso, mortales, por oposición a eternos. Y ambos se ocultan del Otro, al que se parecen, pero del que ahora también están separados. A continuación viene el juicio de su opción y la toma de decisión. Los tres personajes son transmutados. La serpiente pierde su capacidad de hablar y se convierte en otra especie salvaje más sobre la tierra. Ambos seres humanos entran en una nueva pauta de vida y muerte, en la que adam-hombre conoce el trabajo y el esfuerzo para sobrevivir y alimentarse, y la mujer conoce otra forma de dolor al dar a luz. Y éste es el momento en que la mujer recibe porfinun nombre: Eva. Ella pone en marcha la historia aquí, en la tierra, y ella, como su nombre atestigua, es quien está asociada primordialmente a la «vida»: «Lo principal del versículo 3,20 es la conexión de Eva con la Vida. Sólo de manera secundaria, aunque muy oportuna, puede ser considerada madre de la humanidad. De hecho, los apelativos Hawwa, madre de hay, conectan a Eva con el mundo simbólico del jardín, en el que la realidad central es el árbol plantado por YHWH Elohim entre "toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer". Dicho árbol es presentado en primer lugar como ets ha-hayim, el "árbol de la vida": "YHWH Elohim hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol de la ciencia del bien y del mal" (Gn 2,9).

Hawwa, hay, ha-hayim: la asonancia de estas palabras pone de relieve la relación mujeres/vida/árbol-de-la-vida»4. 3. 4.

Ibid., p. 458. Ibid., p. 459.

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En cierto modo, en el relato de la creación de la humanidad, y más concretamente en la creación de Eva, hay tres niveles. El primero es el de los seres humanos en sentido universal; el segundo tiene que ver con la separación de la mujer y el hombre; y el tercero con el devenir de la mujer, Eva. Eva inicia al ser humano en la vida, en todo aspecto de la vida: el bien, el mal, el conocimiento, la toma de decisiones y la donación de la vida a otros seres humanos que también morirán. El relato sale así del ámbito del mito y entra en el de la realidad de la vida tal como todos la conocemos y experimentamos, con el bien y el mal, la vida y la muerte, el sufrimiento y el deleite. Y sólo ahora la historia real de Eva, ser humano y mujer, adquiere individualidad, personalidad y singularidad. Su historia está repleta de tragedia, asombro, vida, muerte... y algo totalmente nuevo e ignorado hasta entonces: el asesinato, y concretamente una forma particular de asesinato, llamada «fratricidio». La pobre Eva es quien conoce las consecuencias de esta forma de asesinato, aunque no es ella quien lo realiza, sino su primogénito, Caín. Es curioso cómo nos centramos en la decisión de Eva de comer del árbol de la vida e ignoramos casi por completo el verdadero pecado, el auténtico horror del relato del Génesis: el asesinato de un ser humano por otro, su hermano. La auténtica historia de Eva consiste en dar la vida, sufrir y gozar, y dicha historia culmina en el conocimiento de la amargura, la separación y el horror. Ella es la madre y, con el paso del tiempo, la abuela de cuantos viven y también mueren. Ha llegado, pues, el momento de mirar a Eva sin culpabilizarla, sin hacer de ella un chivo expiatorio, sin decir algo tan cómodo como que «todo empezó con ella», y sin asociar a todas las mujeres con la «culpa» de Eva. Su historia tiene más que ver con «lo que sucedió en el mundo». Está dirigida a suscitar preguntas, a dar sentido, a proporcionar gozo y libertad. Su intención es hacernos ver más profundamente la naturaleza de nuestras opciones y la relación entre la muerte, el nacimiento y la vida. Joseph Campbell dice que un mito es una historia que nunca ha sucedido, porque está sucediendo. La historia de Eva trata de lo que todos los seres humanos experimentan en relación con su existencia en el universo: separados de los demás, pero con ellos; en relación con Dios, pero separados de él; capaces de optar por el bien o por

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el mal; capaces de decir la verdad y de mentir; conocedores del gozo y del dolor y la muerte. Esta narración no tiene tanto que ver con el primer pecado cuanto con la primera opción, con la primera confrontación con algo que se opone a los seres humanos; oposición que aparece bajo la forma de la serpiente. La palabra «pecado» procede de una raíz que puede traducirse como «perder la marca». Conlleva, pues, una carencia; implica intentar conseguir algo, pero no conseguirlo. Este es el significado de ser un ser humano, y esta narración nos habla de lo que significa encontrarse fuera del jardín debatiéndose con el conocimiento, las opciones, la vida, el sufrimiento y la muerte. Postula que todo lo creado está separado, pero dice también que todas las cosas tuvieron en algún momento una armonía original, incluidos los hombres y las mujeres e incluidos todos los seres humanos y Dios. El resto de la historia nos corresponde a nosotros, a todos los seres humanos. El relato contiene sugerencias tanto terroríficas como verdaderamente deliciosas. A nosotros nos toca ahora arriesgarnos a encontrarlas y retrotraerlas a la relación y la donación de vida y aliento a todas las cosas. Como dicen los narradores judíos, la recreación implica encontrar todas las centellas dispersas de Dios, soplar suavemente sobre ellas y convertirlas en una llama. Cuando todas las centellas sean una, el Prometido volverá de nuevo. El centro de la historia es el Hacedor, que nos instala en el jardín y nos expulsa; pero el jardín sigue existiendo, sigue estando ahí. La vida consiste en obedecer el mandato: crecer, multiplicarnos, dominar la tierra y hacer de ella de nuevo el jardín que fue al principio, pero ahora con nuestro conocimiento, nuestra lucha, nuestras opciones y relaciones, y con nuestro Dios. De esta «creación» del mundo y de cuanto hay en él se encuentran elementos en muchas otras tradiciones. Los indios cochiti de Nuevo México tienen una leyenda titulada «La dispersión de las estrellas»: «Hace muchos años, las cosas se desintegraron. Pero entonces hubo una intensa lluvia y se produjo una inundación que limpió el mundo. Todo comenzó a vivir de nuevo: árboles, plantas y flores silvestres, hierbas, legumbres, cereales, verduras... Los animales de cuatro patas y los que reptan o vuelan salieron de

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los lugares en que estaban ocultos, y también los cochiti lo hicieron, trasladándose del frío e inhóspito norte al sur. De vuelta a su casa, fueron guiados por su Madre, que les contaba cosas de antes de que las poderosas aguas lo anegasen todo y del porqué llegaron dichas aguas. El pueblo había olvidado; había olvidado que todos eran hermanos y hermanas: las aves y los animales que andaban a cuatro y a dos patas, la tierra y cuanto producía en cada estación, las aguas y el cielo. Olvidaron y trataron a las cosas con crueldad, como si no fueran todos uno, sino que estuvieran dispersos y no se conocieran. Y el pueblo caminaba hacia el sur, y se recordaban unos a otros que no era así como tenían que ser ahora las cosas. Viajaban juntos, pero no se dieron cuenta de que dejaban a una niña atrás. La niña se esforzaba por no rezagarse, pero sus cortas piernas no podían mantener el ritmo de los demás. La Madre se dio cuenta y retrocedió a buscarla. La llamó por su nombre, Kotcimanyako, y le dio una bolsa de algodón blanco fuertemente cerrada. "Aquí tienes -le dijo-. No la pierdas y, suceda lo que suceda, no la abras. Te mantendrá a salvo". La niña preguntó: "¿Qué contiene?". "Eso no importa -dijo la Madre-. Lo que debes tener presente es que te mantendrá a salvo y que no debes abrirla". La niña prometió que obedecería a la Madre, y ambas alcanzaron a los demás. Llegó la noche, y la niña estaba cansada. Durmió un poco y, cuando se despertó, hacía frío y estaba tan oscuro, tan tenebroso, y ella se sentía tan sola, que se aferró a la bolsa, acordándose de que la mantendría a salvo, pero... ¡tenía tantas ganas de saber lo que contenía...! Finalmente se decidió: abriría la bolsa. No tocaría ni sacaría nada de ella; se limitaría a mirar y a volver a atarla de nuevo. Desató, pues, cuidadosamente el cordel, que tenía muchos, muchísimos nudos. Cuando llegó al último, la bolsa estaba hinchada y se movía como si estuviera viva. Entonces pequeñas chispas y centellas de luz comenzaron a escapar y a volar alrededor como pajarillos, haciéndole sonreír. Sostuvo la bolsa con fuerza en sus manos. Eran preciosas, pero cada vez escapaban más y volaban cada vez más lejos y más alto. Estaba perdiéndolas a todas.

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Trató de atraparlas y devolverlas a la bolsa, pero era imposible. Había tantas fuera ya que, cuando conseguía cazar una, al abrir la bolsa salían muchísimas más. Entonces dejó caer la bolsa, que pareció explotar, y todas las chispas y centellas quedaron libres. Había miles y miles, más de las que era posible contar. La niña estaba asustada. ¿Qué había hecho? Pero la niña estaba también extasiada. Las chispas ascendían cada vez más y se dispersaban por todos los lugares del cielo. La oscuridad ya no era tan fría y tenebrosa, sino que estaba tachonada de luces titilantes, de chispas de fuego blanco. Era maravilloso, mucho mejor que antes. Ahora ya no estaba tan asustada y se acordó de que la Madre le había dicho que lo que había en la bolsa la mantendría a salvo. Y aún tenía unas cuantas luces, no muchas, únicamente un par de puñados, pero se aseguró de que estaban bien encerradas. Se levantó y se echó a andar a la luz de sus luces, y después de un rato encontró a su pueblo. La Madre los había dejado para hacer otras cosas, y el pueblo estaba aprendiendo a vivir en su nuevo hogar. Kotcimanyako les habló de las luces, y una noche muy fría dejó escapar a las que quedaban, porque todo el pueblo quería que así lo hiciese. La niña las liberó y las lanzó una por una a los cielos, situándolas donde ella quiso. Éstas son las estrellas que conocemos por su nombre y de las que sabemos qué son y cómo han llegado adonde están. Pero de todas las demás, desgraciadamente, no conocemos ni su nombre ni su historia. Tenemos las estrellas y su luz, pero lo que hemos perdido cuando Kotcimanyako las liberó ha sido su historia. La Madre dijo que nos mantendrían a salvo, y así es. Pero si conociéramos su historia, además de mantenernos a salvo, nos enseñarían muchas cosas. Ésa es la razón por la que algunas de las estrellas del cielo forman dibujos que nos recuerdan su historia, mientras que otras -infinidad de ellas- no tienen nombre, ni nosotros una historia por la que guiarnos». Ser humano conlleva optar y perder, así como recibir dones y aprender a estar a salvo y a vivir, sufrir y morir juntos. Todos nos esforzamos por hacer que nuestra vida, y la dificultad y la oscuridad, y la soledad y lo desconocido, tenga sentido. Esto es el mito: el sentido del relato del Génesis para todos los seres humanos. Y

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después, sólo después, viene la historia de Eva, la primera madre y, por lo tanto, abuela de todos los vivientes, que conocemos tanto el gozo como el dolor, el placer como el sufrimiento, la vida como la muerte. Su historia comienza con estas palabras: «Y el "terreno" conoció a Eva, su mujer (Gn 4,l)» 5 . Las consecuencias de ello son que Eva se quedó embarazada, y nació su primer hijo. «Le llamó Caín, porque dijo: "He conseguido un hombre con ayuda de Yahvé"» (Gn 4,1b). Eva tiene ya un nombre propio, pero no su marido, que sigue siendo simplemente ha-adam. Hasta el final del capítulo no se invierten los papeles; entonces el "terreno" tendrá nombre, y Eva se convertirá en «su mujer» (Gn 4,25 dice: «Adán conoció otra vez a su mujer»). La historia de Eva como mujer y como persona por derecho propio se encuentra aquí, en el cuarto capítulo del Génesis, el cuarto fragmento del relato de la creación. Es una historia plenamente humana, llena de pathos, tragedia, esperanza, vida y muerte, asesinato, exilio, placer, dolor, soledad, pesar y oración entretejida con el esfuerzo del trabajo, el alimento, el cultivo de los campos, la cría del ganado y el ofrecimiento de sacrificios. Sin embargo, Eva sólo es mencionada al principio y al final del capítulo. Llama a su primer hijo «Caín», nombre que suele traducirse como «adquisición», y ve su nacimiento como muestra de haber gozado del favor de Yahvé. Pasado el tiempo, «tuvo a Abel, su hermano. Fue Abel pastor de ovejas, y Caín labrador» (Gn 4,2). Esto es la vida, y el tiempo pasa. El relato se centra ahora en los hijos, en su vida y sus opciones. Abel ofrenda a Yahvé los primogénitos de su rebaño, y Caín, el hermano mayor, ofrenda los frutos de la tierra, pero el texto no dice que fueran las primicias. Y a Dios le complace el ofrecimiento de Abel, pero no el de Caín. No sabemos cómo manifiesta Yahvé su complacencia o su desagrado ante las ofrendas, pero a Dios se le presenta como conocedor de Caín, y éste habla con él, conversación que es de suma importancia: «Yahvé dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que, si obras bien, podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia y a quien tienes que dominar". 5. Ibid., p. 461.

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Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4,6-8). Al parecer, aunque Adán y Eva estaban exiliados del jardín, no lo estaban de la presencia o el conocimiento de Dios ni de la comunicación con él. En la conversación entre Caín y Dios se emplea por primera vez la palabra «pecado». Caín comete el primer pecado: hace algo que está mal, y lo hace conscientemente; sabe que el pecado está «a la puerta... acechando». Dios le advierte que el pecado intenta dominarlo, pero Caín no lo controla. La respuesta de Caín a Dios es también expresiva: «No sé». Miente acerca del asesinato. Y el juicio de Dios consistirá en separarlo de la tierra, porque la sangre de Abel clama desde ella, y Caín ya no tendrá conexión con la tierra en lugar alguno. Será apartado de los demás seres humanos, porque ha optado por la muerte; ha cometido el primer pecado: el asesinato. El texto nos dice que «Caín salió de la presencia de Yahvé y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén» (Gn 4,16). Caín es condenado, pero Yahvé, el Dios de la vida, no tendrá parte en la muerte. Marca a Caín para que nadie lo mate. Desde el principio mismo, según parece, Dios siente aversión por la pena capital, pese a la atrocidad del crimen. Pero ¿qué pasa con la pobre Eva? Ha conocido la intimidad con Adán, el placer, el dolor de dar a luz dos hijos y los gozos y pesares de la vida cotidiana. Pero ahora conoce íntimamente la muerte, muchas clases de muerte. Conoce el asesinato, el odio y el exilio de su hijo asesino. Conoce las consecuencias de la libertad. Debió de ser la primera que hizo duelo, que entonó un lamento fúnebre y lloró por otra persona, y la primera que dejó escapar un gemido, un grito de dolor y pérdida que tuvo eco al rebotar en las estrellas y permaneció en el aire. Posiblemente fue algo inaudito, inédito, inimaginado, primitivo y terrible. Lo más probable es que sus lamentos se mezclaran con lágrimas, sollozos ahogados y horror. Y esos lamentos, con el tiempo, se aquietaron, fueron profundizando e introduciéndose en sus huesos y en su mente, para arraigar en ellos. Eva y Adán aprendieron juntos el significado de no ser como Dios, de ser algo distinto. Y ese algo distinto es creación de los

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seres humanos. Cada opción y cada acto tienen consecuencias. ¿Cómo se reconfigura la vida ante la muerte, el asesinato y el exilio? Eva crea en su vida la clase de duelo y esperanza que llamamos «lamento». ¿Qué otras cosas creó Eva, la primera mujer, la primera esposa, la primera madre y abuela? Ahora conoce a Dios como nunca antes en el jardín. Ésta es la obra de Eva: aprender a vivir con la gracia y con la vida frente al sufrimiento y la muerte. En Génesis 4 aparece la última mención de Eva en todo el Antiguo Testamento: «Adán conoció otra vez a su mujer, y ella dio a luz a un hijo, al que puso por nombre Set, diciendo: "Dios me ha otorgado otro descendiente en lugar de Abel, porque lo mató Caín". También a Set le nació un hijo, al que puso por nombre Enós. Este fue el primero en invocar el nombre de Yahvé» (Gn 4,25-26). Una vez más, en el nombre del niño encontramos un cambio en la conciencia y el autoconocimiento de la mujer que le impone dicho nombre. Dios le ha otorgado otro hijo, un hijo al que debe amar como aprendió a amar a Abel. Ahora no ha «adquirido un varón con el favor de Yahvé», sino que es ella quien recibe vida de las manos de un Dios compasivo que ve, conoce y se apiada de su soledad, su vacío y su dolor. Este Dios escucha sus sollozos, sus gritos y su angustia y le otorga otra vida que engendrar y nutrir, otra vida que llene sus días. Se convierte también en abuela de un primer nieto llamado Enós. Las cosas están asentándose en nuevas pautas, y las personas comienzan a invocar en voz alta el nombre de Yahvé. Esta invocación del nombre de Yahvé parece haber nacido de las nuevas pautas cotidianas de vida y muerte. El retrato de Eva es un tanto impreciso, pero perfila una figura que puede completarse con otras historias y con los midrashim. Los rabinos tienen relatos acerca de Eva, muchos de las cuales están llenos de afecto, ternura e incluso gratitud, al ser conscientes de que fue un don tanto para Adán como para todos los vivientes. Hay narraciones en las que aparece Dios paseando con Eva por el jardín antes de que Yahvé se la entregase a Adán en matrimonio; en otros relatos, Dios peina, con suavidad y firmeza a la vez, el cabello de Eva en largas trenzas, para que aprenda a ser aún

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El discípulo realizaba su tarea con sumo cuidado, limpiando el polvo a cada libro, pero evitando la sección prohibida. Después de una semana, el maestro entró en la biblioteca y comprobó que ningún libro de la sección especial había sido tocado. Sonrió y felicitó a su discípulo. La verdad era que el maestro le observaba en secreto mientras quitaba el polvo, y sabía que no tocaba nada. Un día le anunció que iba a marcharse durante un mes, que a su vuelta lo inspeccionaría todo y que las normas seguían siendo las previamente establecidas. Partió, pues, el maestro y regresó el día señalado. Inspeccionó cuidadosamente la biblioteca y comprobó, gracias al polvo acumulado, que no había sido tocado ni un solo libro. El maestro se situó ante los libros prohibidos y estuvo reflexionando largo tiempo. Al día siguiente, reunió a todos los alumnos, puso a su discípulo favorito frente a ellos y le acusó, indignado, de haberle fallado por completo. "Me has obedecido, pero atolondradamente. Estaba seguro de que tomarías alguno de los libros, lo hojearías y aprenderías algo increíble. Pero lo grave es que yo había planeado algo aún mejor. Podría haberte puesto ante el grupo entero, haberte injuriado y reñido por desobedecerme, y habrías aprendido compasión y humildad en tus relaciones futuras con los demás. Te habrías, finalmente, convertido en un líder humano y sabio. Pero ha sido imposible, por tu falta de deseo de saber, tu obediencia servil y tu santurronería, al hacer única y precisamente lo que te mandé; has defraudado todas mis esperanzas y frustrado todos mis planes, y sigues sin compasión humana ni flexibilidad ni auténtico deseo de conocimiento y sabiduría. ¡Vete! ¡No quiero volver a verte!". Y concluyó preguntando: "¿Qué habría sucedido si Adán y Eva no hubieran comido la manzana?"»7.

más atractiva. Estos gestos de intimidad hacen a Dios descender al jardín y lo convierten en ese Yahvé tierno y solícito con quienes han sido hechos amorosamente a su imagen. Hay narraciones de condena y culpabilización, pero no las incluiré, por ser de sobra conocidas. Pero hay otras menos difundidas, como la siguiente del Talmud de Babilonia, Sanhedrin 39a, el Libro de las Leyendas: «Un cesar dijo en cierta ocasión a Rabban Gamliel: "Tu Dios es un ladrón, porque ha escrito: 'Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas' (Gn 2,21)". La hija de Rabban Gamliel dijo: "Déjamelo a mí, que yo le responderé". [Volviéndose hacia el cesar] dijo: "Envíame a un policía". "¿Para qué?", le preguntó él. Ella replicó: "Unos ladrones han venido durante la noche y se han llevado la jarra de plata, dejándonos oro en su lugar". "¡Ojalá venga a mi casa un ladrón de esos todos los días!", exclamó él. "Bien -dijo la joven-, ¿y acaso no benefició a Adán ser privado de una costilla y obtener una esposa que le sirviera?"»6. El texto del Génesis y lo que a él subyace puede admitir tantas lecturas como lectores, pero en el fondo fuerza a una lectura activa que llene los vacíos y genere nuevas historias. Carlos Vallejo recoge un sencillo relato, titulado «No comerás de estos árboles», que se hace eco de la narración del Génesis: «Erase una vez un maestro que decidió poner a prueba a su discípulo favorito y lo llevó a su biblioteca, donde las baldas de libros iban de pared a pared. Le mandó limpiar el polvo diariamente a todos y cada uno de los libros, diciéndole que tenía libertad para hojear y leer todos los libros que quisiera, excepto los de una determinada zona de la estantería. Señaló claramente de que sección se trataba y dijo: "De ahí no toques ni un libro, ni siquiera pases el polvo". Y el discípulo prometió seguir sus instrucciones. 6.

Citado por Naomi M. HYMAN, Biblical Women in the Midrash: A Sourcebook, Jason Aronson, Northvale (NJ) 1997; Hyman, a su vez, cita a Hayim Nahman BIALI y Yehoshua Hana RAVNITZKY, The Book of Legends, Schocken Books, New York 1992.

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En la interpretación de nuestros relatos somos demasiado rígidos, faltos de imaginación y pretenciosos. Nos contentamos con culpar a otros, en lugar de mirar el mundo a nuestro alrededor y caer en la cuenta de la historia que está sucediendo ahora. Nuestra 7.

Carlos VALLEJO, «Of These Trees Ye Shall Eat», en Tales ofthe City ofGod, Gujarat Sahitya Prakash, Anand (India) 1992, pp. 104-108.

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historia está abierta, porque tiene que ver con la opción y la libertad. Nuestro Dios omnisciente nos ama tanto que nos libera y nos permite de devolverle nuestro amor o no amarle en absoluto. ¿Quién conoce la Sabiduría proyectada desde el principio? En nuestra vigilia pascual, y con respecto a este «pecado» de nuestros antepasados, la liturgia proclama: "¡Oh feliz culpa!", proclamando que desde el principio Dios no sólo pretendió crear, sino también redimir. Además, en las tradiciones hay relatos acerca de si Dios debería habernos creado, y diálogos con los ángeles, que se inclinan por una u otra alternativa, hasta que Dios dice: «Es un asunto discutible, pero el caso es que ya lo he hecho. Ya los he creado». Y hay también relatos acerca del conocimiento de Dios de la encarnación, acerca de cómo Dios se hace humano como parte de la historia original, ocultando el hecho incluso a los ángeles y empleándolo como una prueba para ellos; prueba que algunos no pasan, mientras que otros la superan gloriosamente cuando reciben la orden de postrarse ante la imagen de los primeros seres humanos y servirlos, porque Dios se hará como ellos, un ser humano nacido de una mujer y sometido incluso a la muerte. Y esa muerte terrible será elegida y le será infligida por odio, miedo y fariseísmo. Y ahora entraremos en contacto con otro personaje de la larga historia, María, llamada algunas veces Ave, por oposición a la primera mujer, Eva. María La historia de María ha adolecido de una falta de imaginación casi tan grande como la de Eva. En su mayoría, las interpretaciones se han limitado a proyectar una imagen de María como la antítesis de todo lo que Eva fue o no fue. Sin embargo, acerca de María sabemos pocas cosas concretas. Los textos nos proporcionan unos datos geográficos y nos hablan de una remota aldea en una zona atrasada de un territorio ocupado, así como de una genealogía que pretende remontarse hasta los mismos orígenes (Mt 1). María es recordada como miembro del linaje de los reyes a través de su marido, José, y también como madre del esperado durante tanto tiempo. El texto dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo: el Ungido» (Mt 1,16).

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Las historias de María y de Eva parecen tratar tan sólo de cómo y por qué conciben, y de lo que habrán de ser sus hijos para el pueblo. Pero ese «cómo» es un tanto distinto: «Lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt l,20b-21). Todo ello sucede para que se cumplan las profecías hechas ochocientos o novecientos años antes. Esta información se le transmite a José en un sueño, y no hay «conocimiento» entre marido y mujer, sino que el conocimiento atañe a Dios y a una mujer. En la versión de la historia de Mateo, esto es todo lo que sabemos. Cuando esta mujer aparece en el texto, no dice ni palabra. No es ella quien impone el nombre a su hijo, como era costumbre. Es descrita siempre en relación a su hijo y como madre de éste. A continuación, tanto el hijo como la madre se ven en peligro de muerte por causa de Herodes, un hombre que ha ido haciéndose cada vez más inhumano. Su opción fundamental, como la de Caín, es el asesinato. Le dan miedo la vida de ese niño y las historias que hablan de esperanza y de promesa de liberación. Por eso decide matar al niño. Un ángel advierte a José, el padre, de la intención de Herodes, y la familia huye. En respuesta, Herodes «mandó matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo» (Mt 2,16). Como consecuencia, «un clamor se ha oído en Rama, mucho llanto y lamento: es Raquel, que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen» (Mt 2,18). Los hilos que conectan a Eva, Raquel y María están trenzados con sangre y claman por consuelo, justicia y vida. Cuando la muerte de Herodes deja prácticamente sin efecto la amenaza, José lleva de nuevo al niño y a su madre a Israel. Éste es uno de los relatos de María. Sabemos el final de la historia del niño: será asesinado a sangre fría. Su madre conoce el sufrimiento, la injusticia y la impotencia frente a las decisiones ajenas, la pérdida que no puede ser reemplazada, aunque en otro relato se le concede, como a Eva, otro hijo, un hijo al que adoptar como propio. Cuando su primogénito muere, se la entrega al cuidado de un hermano menor, Juan, y se convierten en una nueva clase de familia, una familia nacida de su relación con la palabra, la vida, la esperanza, el sufrimiento y la muerte.

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Hay otro relato lleno de ángeles, narrado desde el punto de vista de María, al menos vicariamente mediante la inspiración de Lucas. El pasaje posee más personalidad, más emoción, y da la sensación de una conciencia que crece y un conocimiento que se va adquiriendo. Hay una anunciación y una aceptación, una palabra de sometimiento y obediencia. María dice: «Que así sea, que se haga realidad. Que tus palabras tomen carne y que la historia sea narrada. Que se produzca el cambio y que en el mundo se libere un nuevo conocimiento». En esta ocasión le preguntan; María es necesaria para Dios, porque la historia se ha hecho mucho más larga y compleja. Tiene estratos de significado superpuestos y callejones sin salida. La historia sigue entretejida con la de otras mujeres, como Isabel, la mujer de Zacarías, que tienen hijos, pero el desarrollo tiene giros inesperados. Los hijos no nacen del conocimiento habitual, sino en circunstancias excepcionales. Nacen del Espíritu y de la Palabra de Dios, y son Dios haciéndose humano, haciéndose hombre, haciéndose vulnerable a la muerte. Y todo ello por amor. Al igual que Eva, también María opta, asume riesgos y camina hacia lo desconocido. Es joven, pero también Eva lo era. A diferencia de Eva, María tiene otra mujer, una amiga, a la que acudir en su necesidad y a la que hacer preguntas. Saluda a Isabel, y el aire está lleno de Espíritu, con niños danzando en sus respectivos senos, y con la liberación en ciernes. Hay reconocimiento y un canto de alabanza a Dios. La entrada en años, la estéril, el no nacido, la virgen, las mujeres, los niños y los dos hombres que no conocerán a sus mujeres del modo usual... están escribiendo una nueva historia junto con el Espíritu de Dios. Y merece la pena cantar por ello. Así pues, el canto, el pasaje, habla de almas y espíritus que se apoderan de una carne que exulta. Dice que los siervos, los humildes y los culpabilizados en el pasado ahora son bendecidos y vistos con deleite por los ojos de Dios. Y este Dios ha estado oculto y tratando de introducirse en cada coyuntura de la historia desde el principio, y siempre ha sido la misericordia la que se ha esforzado por entrar en quienes vivían en su presencia (a diferencia de Caín, que se alejó de la presencia de Yahvé). Y aún hay más. Los orgullosos, los poderosos, los sabios y los seguros van a ser humillados. Los ricos, los que poseen más que los demás, los que acumulan, los que adquieren y no dan lo mejor

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ni comparten, conocerán el vacío, y los hambrientos y anhelantes, los que sufren en la inanidad, conocerán las cosas buenas. ¡Qué trastocamiento en la historia tal como se ha contado hasta el momento! Naturalmente que siempre ha habido otras historias, ocultas y desperdigadas en fragmentos por la otra; pero ahora es la historia la que se está elevando y siendo recordada, haciéndose verdadera. Y es una historia de misericordia, una historia que trata de ser contada desde el principio. María se queda un tiempo con su amiga, que comprende y comparte parte de su asombro, y después regresa a su casa para vivir aparentemente como todo el mundo, hasta que llega el momento de que la historia nazca como ser humano. Y nace el niño lejos de su hogar, entre extraños que le proporcionan cobijo y con ángeles cantando y bailando como estrellas en el cielo. Y el texto nos dice que la mujer escucha el relato de los pastores cuando acuden a ver al niño, un relato que ellos oyeron procedente de los cielos. Entonces tenemos la narración acerca de María y José, con el niño acostado en un pesebre (Le 2,16). Es una historia asombrosa, y leemos: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Le 2,19). Posteriormente, María y José van a ofrecer el niño a Dios en obediencia a la ley, y encuentran a unos ancianos que les hablan de lo que ocurrirá gracias a ese niño y de cómo sus decisiones tendrán consecuencias especialmente en ella, pero también en cuantos se pongan en su presencia. El será la causa de la elevación o la caída de muchos, será un signo de contradicción de lo aceptable y conocido. Y a ella también le sucederá algo más: «Una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Le 2,35). Después regresarán a su casa, y transcurrirán los años mientras ellos viven juntos, sin suceder nada inusual hasta doce años después. Entonces es cuando María y José parten de Jerusalén sin saber dónde está el niño; y cuando regresan a buscarlo, descubren que no lo conocían, que no era lo que ellos pensaban, pues le dice a su madre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Y el texto dice: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio... Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Le 2,49-51).

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Excepto en el evangelio de Juan, ésta es la última vez que se habla de ella en los evangelios. Los Hechos de los Apóstoles la mencionan una vez, cuando estaba con los seguidores de Jesús después de la muerte de éste, y el Espíritu vino sobre ellos. Dice el texto: «Todos ellos perseveraban en la oración... en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allá donde aparece María en la extensa historia de la buena nueva acerca de su hijo Jesús, lo hace siempre en relación con el Espíritu. María conoce al Espíritu de Dios en su corazón y en su carne. Y aparece de nuevo en el evangelio de Juan, en un pasaje desgarrador y absolutamente humano. María es testigo de una ejecución pública: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27). Esta es la última voluntad de un hombre en su agonía, éste es su testamento: asegurarse de que aquellos a quienes ama gozarán de seguridad y de atenciones después de su muerte. Es una nueva forma de genealogía, una nueva manera de engendrar, de modo que la vida se transmita y tenga futuro. No está basada en lazos de sangre ni de nacimiento ni matrimoniales, sino en una relación compartida entre personas que se conocen mutuamente en el amor, en la persona de Jesús en carne y espíritu, y en la voluntad del Padre. El texto describe primero a María como la madre de Jesús que está junto a su hermana y otra mujer amiga de él, María Magdalena. Después se convierte en la «madre», cuando Jesús la ve junto al discípulo. María está en presencia de Jesús, consciente de que éste va a morir, pero él aún tiene trabajo que hacer. En medio de su dolor, se separa de ella como madre-hijo y hace a María madre de todos los discípulos. Ella será la madre de cuantos están con él en la muerte y la llevan a su casa como su madre. María se convierte en la madre de cuantos viven por ese ser humano, por la vida de ese hombre, por su muerte y por su pronta resu-

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rrección; se convierte en la madre y la abuela de la vida, que no puede ser indeleblemente dañada por el sufrimiento, ni siquiera por la muerte. Su silencioso lamento ha sido oído tan claramente como el gemido de dolor de Eva ante la realidad de la muerte elegida por un ser humano para otro: el asesinato. Y la compasión de Dios ha respondido de nuevo otorgando nuevas relaciones y nueva vida, más fuerte que la muerte, más fuerte que la generación biológica o los lazos familiares. Ahora hay otra familia, otra posibilidad para la historia, otra opción con libertad, imaginación y vida nunca soñadas, ni siquiera a lo largo de los tiempos de las antiguas historias. El sufrimiento y la muerte son tan intrínsecos a la vida como el gozo y la alegría. Quizá fue así como se pretendió desde el principio. Pero estas dos mujeres tienen mucho en común: ambas son madres de los vivientes; ambas son madres de todos los pesares; ambas son madres de cuantos optan, tanto por lo terrible como por lo bueno y santo; ambas cantan y se lamentan, conocen la vida y la muerte en su cuerpo y en su espíritu, conocen a Dios y conocen el amor y la intimidad, así como el aislamiento y la soledad, el vacío y el misterio. La única diferencia es que Eva no tenía historias por las que guiarse en su vida, sino que las iba construyendo a medida que ella misma iba viviendo y que otros vivían y morían a su alrededor. Pero María tenía muchas historias, cantos, poemas, lamentaciones y recuerdos en los que inspirarse a medida que vivía. Ambas conocían la noche oscura y la brillante aurora, pero en tiempos opuestos: Eva las conoció al comienzo de su vida; María al final de la suya. Nosotros conocemos las historias de ambas como propias, y por ellas nuestras vidas son una resplandeciente oscuridad y vida que conoce tanto la muerte como la resurrección. Pero ninguna de las dos historias es la historia completa; ni siquiera juntas nos lo dicen todo. En el Apocalipsis se encuentra una alusión al final de la historia: «Una voz fuerte... decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos, y ellos serán su pueblo, y él, Dios con ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado"» (Ap 21,3-4).

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Hasta entonces, el sufrimiento y la muerte constituirán una parte esencial de nuestra vida. Eva se vio ante la serpiente y optó. María se vio ante el ángel Gabriel y optó. Cada uno de nosotros se ve ante la serpiente y ante el Único Santo y debe optar. Como en el caso de Eva, de María y de Jesús, el sufrimiento y la muerte constituyen el contexto de unas opciones que pueden llevar a una nueva vida y un nuevo conocimiento. En una de las anotaciones de su diario, Thomas Merton dice: «Cuando el sufrimiento llega y pregunta: "¿Quién eres?", debemos ser capaces de responder con claridad y dar nuestro nombre. Lo que quiero decir con ello es que debemos expresar la verdadera profundidad de lo que somos, de lo que hemos deseado ser, de aquello en lo que nos hemos convertido... Y si nos hemos convertido en lo que estábamos destinados a ser, la interrogación del sufrimiento nos inspirará nuestro nombre y el nombre de Jesús». La historia que engloba a Eva y a María es una historia de cambios en los aspectos más profundos de la existencia humana: la vida y la muerte. Tanto demonizar a Eva, madre de todos los vivientes, como divinizar a la madre de Jesús, sirve únicamente para oscurecer la profundidad del sentido de la historia y aniquilar la creatividad, que es esencial si debemos vivir y morir como seres humanos dotados de gracia. La persona de Jesús, nacido de una mujer y del Espíritu, quiebra todas las antiguas sensibilidades, pensamientos, razonamientos y modelos. Seguir interpretando las historias del pasado como si Dios no se hubiera hecho humano en Jesús y no hubiera decidido morir con nosotros y ser resucitado por la voluntad del Padre y el favor del Espíritu, es traicionar nuestra humanidad de manera mucho peor que la atribuida a la primera mujer y el primer hombre. Todos tenemos que optar y aprender a asumir la responsabilidad del conocimiento, que es consecuencia de toda vida. No mostrar el respeto debido a todas las historias a la luz de la Palabra hecha carne, nacida de la primera mujer, Eva, madre de todos los vivientes, y de su tatara-tataranieta, María, supone negarse a creer en Aquel que ha hablado y ha dado el ser a todas las cosas; es no dejar que se trasluzcan las admirables posibilidades que el Único Santo puede tener aún en reserva para nosotros, para cuantos optan por la vida y por lo que es bueno, pero

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conocen también en su carne las consecuencias de optar por lo que no es bueno, por lo que no es ni humano ni divino. Hay un cuento que puede unir la historia de Eva y la de María para que se conviertan en nuestra historia. Esta versión se encuentra en la recopilación de Richard McLean Zen Fablesfor Today: «Érase una vez una princesa, hija menor de un gran y poderoso Señor. Encontrándose de viaje, llevada a hombros por sus servidores y acompañada por un séquito que obedecía sus más mínimos caprichos, al llegar a las puertas de la ciudad vio a una anciana acurrucada al lado del camino. Estaba andrajosa, enferma, hambrienta y próxima a la muerte por el frío, la inanición y la soledad. Sin pensárselo dos veces, la princesa dio orden de recoger a la mujer, introducirla en su litera y llevarla a su palacio, donde fue cuidada hasta que recobró las fuerzas. La princesa iba a visitarla a diario y veía cómo le iba, le daba de comer, le cantaba canciones, le contaba cuentos y se aseguraba de que fuera tratada con gran dignidad y respeto por su avanzada edad. La anciana se recuperó, y la princesa estaba encantada. Cuando les llegó el momento de separarse, la princesa regaló a la anciana un cálido chai que le había regalado a ella su madre, dinero para alimentos y una bolsa para llevarse sus pertenencias, es decir, los regalos que había recibido durante su permanencia en las estancias de la princesa. La pobre mujer estaba sumamente agradecida e hizo también un regalo a la princesa. Estaba cuidadosamente envuelto en los viejos andrajos, ahora bien limpios, pero desgastados y remendados. La princesa abrió aquel envoltorio y encontró un espejo sin adornos fijado a una vieja madera pulida. La anciana le dijo que había pertenecido a su madre, y antes a la madre de su madre. "Ha estado en la familia durante muchas generaciones. No es un simple espejo. Está lleno de misterio y sabiduría, repleto de conocimiento y maravillas. Cuando te mires en él, te revelará tu verdadero ser". La princesa aceptó el regalo; a continuación, se inclinaron respetuosamente la una ante la otra y se separaron. La princesa recibía muchos regalos que guardaba en su habitación. Fueron pasando las semanas y los meses, y olvidó completamente el regalo de la anciana. Pero llegó un día en

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que tenía que acudir a una de las ceremonias de la corte y se vistió con sus mejores galas. Planeó hacer una entrada espectacular, para que todos se fijasen en ella y el gran Señor que era su padre se sintiera complacido y se admirase ante su belleza y elegancia. Estaba vestida, pero no lograba encontrar su espejo. Entonces se acordó del regalo de la anciana y fue a buscarlo. Lo tomó en su mano y lo que vio la dejó de piedra. Lo que le devolvía la mirada desde el espejo, con sus orgullosos y regios ojos, era la imagen de un pavo real con la cola desplegada, llena de profundos y sensuales verdes y púrpuras extendidos por ella, y una cabeza altiva, desdeñosa y segura de sí misma. Casi se le cayó el espejo de las manos; entonces lo ocultó y trató de apartar de su mente la imagen del pavo real. Cuando, unos momentos después, caminaba en medio de exclamaciones y murmullos de admiración, en lo único en que lograba pensar era en un pavo real pavoneándose entre aquellas personas. Y sabía que ésa era la verdad. Después se sintió irritada. ¿No era ella más que un ave presumida?; ¿no le interesaban más que los vestidos y las joyas, que su pelo estuviera bien peinado y tener buena apariencia ante los demás?; ¿consistía su único interés en estar hermosa, como conespondía a sus privilegios y su status en la corte? Días después, tuvo que admitir que la respuesta a todas aquellas reflexiones era ciertamente un descorazonador "sí". ¡Qué espanto! Necesitó tiempo, pero decidió cambiar de vida, y antes de que hubiera transcurrido otro año se presentó ante su padre, el gran Señor, y le dijo que iba a dejar el palacio y a ingresar en un monasterio. Iba a convertirse en monja zen y a buscar y estudiar la verdad, tratando de aprender compasión y sabiduría. Su padre quedó consternado, pero ella se mantuvo firme. Y partió. Pasaron los años, y la princesa fue aplicada. Debido a sus talentos, su educación, su obediencia, su deseo y su pasado, destacó rápidamente en la comunidad, y en unos cuantos años fue elegida por las demás monjas para ser su abadesa. El día de su investidura amaneció gris y cubierto. La princesa se vistió con su hábito y pensó en el espejo, que era la única posesión que había llevado consigo de sus años pasados en palacio. Se preguntó cuánto habría cambiado y qué vería

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cuando se mirase ahora en el espejo. Lenta y cautelosamente, con un poco de miedo, tomó el espejo, se miró y no pudo evitar lanzar un grito al ver a una gran águila descendiendo en picado y remontándose a las alturas, sobre las montañas, distante de todo, incluidas todas las demás aves. ¿En eso se había convertido?; ¿era mejor que ser un pavo real? Y de nuevo escondió el espejo. Durante la ceremonia, no dejó de pensar en el águila. Fueron transcurriendo los años. Fue reelegida varias veces para desempeñar su puesto, y se cuestionaba implacablemente: ¿Me he limitado a cambiar una realidad externa por otra?; ¿no he aprendido en todo este tiempo nada acerca de la compasión, la iluminación ni la verdad? El espejo era una sombra que se cernía sobre todos sus días, aunque no volvió a mirarse en él. Finalmente, sus años como abadesa llegaron a su fin. Había pedido no volver a ser elegida, porque quería dejar el monasterio y su status, renunciar a su manera de vivir y probar a mendigar, a vivir con otras personas, a vivir con sencillez, como la mayoría tenía que hacerlo sin elección posible. Finalmente partió, encontró una pequeña cabana y plantó una huerta; tenía que acarrear agua desde una fuente y mendigaba. Era hospitalaria con cuantos acudían a ella. Meditaba y oraba. Trabajaba duro. Jugaba con los niños y se ocupaba de los enfermos, los que vivían solos y los ancianos. Y se olvidó del espejo. Aprendió a vivir día a día y momento a momento; aprendió compasión y amistad; aprendió a conocer a la gente, comprenderla y ser amable; aprendió humildad y obtuvo una gran sensación de libertad y de alegría. Se sentía feliz. Era, sin duda, pobre, solía carecer de casi todo, a veces pasaba hambre y estaba sola, pero sabía que aquello era la vida. Y sabía que era querida por muchas personas que habían acudido a ella. Pero también era consciente de que aún no sabía lo que era la iluminación. Transcurrieron los años, y tanto en el palacio como en el monasterio todo el mundo se olvidó de ella, que vivía únicamente el aquí y ahora. Cierta noche, una tremenda tormenta que se desencadenó sobre su pequeña cabana le arrancó el techo, y tuvo que agazaparse, empapada y tiritando, bajo unas tablas y ramas, hasta que la pasó. Excavó entonces entre los

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escombros y encontró muy pocas cosas recuperables y utilizables. Pero lo que sí encontró fue el espejo que había perdido y del que se había olvidado por completo. Sonrió y lo tomó en la mano, dándole la vuelta para poder verse reflejada en él. Y cuando se vio, sonrió de nuevo, porque ante ella había un iris silvestre purpúreo, plantado firmemente en el suelo y con las raíces bien hundidas en la tierra, llegando hasta el río subterráneo que pasaba bajo la montaña y desembocaba en el ancho mar, que se elevaba como vapor a los cielos y caía de nuevo como lluvia o se quedaba atrapado en las nubes que se empapaban de sol, flotaban hasta las estrellas y se perdían en el gran canto del universo, fluyendo suavemente entre los dedos de Buda en pacífico reposo. Sonrió y pensó en sí misma. Lo he logrado, casi he terminado. Me parece que ahora me voy a echar a dormir»8. Como la historia de Eva y la de María, ésta es una historia de opciones. Ninguna historia es un guión que seguir. Las historias de estas mujeres han esbozado opciones, establecido precedentes, y nos han apercibido acerca del conocimiento y sus consecuencias. Cada una de ellas es un espejo lleno de misterio y sabiduría, conocimiento y maravillas; un espejo que ayuda a revelar nuestro verdadero ser. Recientemente, mientras escribía este libro, he tenido una imagen recurrente. María muere y, cuando llega al cielo, Eva está observando el júbilo general a distancia. Pero María no siente interés en absoluto por la gloria, sino que está buscando a alguien. Espía a Eva en secreto, desde las sombras, y se dirige a ella ignorando a todos los demás. Llega a su lado, y se abrazan como viejas y queridas amigas que llevan mucho tiempo sin verse. Eva y María permanecen estrechamente abrazadas y lloran. Ambas han llorado a la luz del día y han hecho duelo a su pérdida. Ambas han llorado angustiadas por sus hijos. Ambas se han asombrado de los giros que podía dar la vida. Ambas han buscado nuevas palabras e imágenes para lo que han experimentado, con los demás y a solas, en la vida, el nacimiento, el sufrimiento, el gozo y la muerte. Ahora, 8.

Richard M C L E A N , Zen Fables for Today, Avon Books, New York 1998, pp. 106-107.

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juntas, tienen un canto que entonar, unas lágrimas que dejar correr libremente y unas risas en las que prorrumpir. El Único Santo las escucha y se siente muy complacido. Y, para sorpresa de todos, María y Eva se alejan juntas de la multitud. Tienen infinidad de cosas que contarse. Y siguen teniéndolas. Sorprendentemente, ahora todo tiene que ver con nosotros. Se cuentan nuestra vida, nuestras opciones y lo que hacemos con el universo y con nuestros hijos, así como nuestro sufrimiento y nuestra muerte. Abuelas... ¡Cómo les sigue gustando hablar de sus hijos...!

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