Max Weber El Político y El Científico

September 7, 2017 | Author: JorgeA.Peña | Category: Social Democratic Party Of Germany, Max Weber, Science, Germany, Knowledge
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Descripción: ensayo politico...

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MAX WEBER LA C I E N C I A COMO PROFESIÓN LA P O L I T I C A COMO PROFESIÓN Traducción y edición Joaquín Abellán Apéndice Luis Castro Nopjueira

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En L a c i e n c i a c o m o p r o f e s i ó n analiza Max W eber (1 8 6 4 -1 9 2 0 ), uno de los máximos pensadores del siglo xx, los caracteres de la ciencia co n tem poránea y la situación del científico profesional, y expone con total claridad su posición respecto a las funciones, sentido y lím ites de la ciencia para la vida del hom bre. W eber pone de m anifiesto la im posibilidad de fundam entar científicam ente las propias decisiones personales respecto a los valores últim os con que cada uno orienta su vida. L a p o l í t i c a c o m o p r o f e s i ó n ofrece, ju n to a algunos conceptos básicos del pensam iento político de W eber, un análisis de los distintos tipos de políticos profesionales y de la relación existente entre la actividad política y la ética. En este acertado análisis se distingue entre ética de la responsabilidad y ética de las convicciones (o de principios absolutos), el au to r cree, sin em bargo, que sólo la conjunción de ambas éticas puede form ar al hom bre con au téntica vocación para la política. La edición de Joaquín Abellán y el apéndice de Luis C astro N ogueira nos sitúan la vida y la obra de Max W eber en el contexto histórico de la Alemania de 1919.

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LA C I E N C I A COMO PROFESIÓN LA P O L Í T I C A COMO PROFESIÓN

Luis E. Madueño G. P O L iT u L O G O

C I E N C I A S / H U M A N I D A D ES

MAX W E B E R LA C I E N C I A COMO PROFESIÓN LA P O L Í T I C A COMO PROFESIÓN Traducción y edición Joaquín Abellán Apéndice Luis Castro Nogueira

COLECCIÓN AUSTRAL

Primera edición: 30-XI-1992 Segunda edición: 2-111-2001 Títulos originales: Winssenschaft als Beruf (1919) Politik als B eruf (1919) Espasa Calpe, S. A., 1992, 2001

Diseño de cubierta: Tasmanias Depósito legal: M. 124—2001 ISBN 84— 239— 1705—3

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, al­ macenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado - —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.—, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento editorial por correo electrónico: [email protected]

Impreso en España/Printed in Spain Impresión: UN1GRAF, S. L.

ESPASA Editorial Espasa Calpe, S. A. Carretera de Irán, km 12,200. 28049 Madrid

ÍNDICE de Joaquín A b ellán ........................

9

1.

Sobre la vida y obra de Max W eber.............

9

2.

Sobre el contexto histórico...........................

13

3.

La ciencia como profesión ...........................

20

4.

La política como profesión ...........................

31

B i b l i o g r a f í a ...........................................................................

41

........................

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I n t r o d u c c ió n

NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

LA CIENCIA COMO PROFESIÓN (1919) [Organización de la vida académica en Estados Unidos y en Alem ania]..................................... [La especialización, característica básica de la ciencia] ....................................................... [Ciencia y progreso: sentido del trabajo científico y sentido del progreso] ..................................... [Ciencia y «supuestos previos»: imposibilidad de fundamentarlos científicamente] ..................... [Aportaciones y limitaciones de la ciencia para la vida personal. Naturaleza y función del pro­ fesor] .................................................................

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8

ÍNDICE

LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN (1919) [Definición de política y de Estado] ................... [Tipos de autoridad legítima] ............................... [Medios administrativos de la autoridad] ........... [Nacimiento del Estado moderno] ...................... [El político profesional y el funcionario especiali­ zado ........................................,.......................... [Tipos históricos de políticos profesionales] ..... [Primeras formas de organización de los partidos: notables y diputados parlamentarios].............. [Organización moderna de los partidos en la de­ mocracia: líderes y aparato] ............................ [Cualidades del político profesional] .................. [Relación entre ética y política. «Ética de las con­ vicciones» y «ética de la responsabilidad»] .... [Vocación para la política] ...................................

93 95 98 100 101 113 123 128 145 149 160

G l o s a r io d e t é r m i n o s ..........................................

165

R e l a c i ó n d e n o m b r e s p r o p i o s ............................

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APÉNDICE, por Luis Castro Nogueira ..................... Introducción ...... ,.................................................. Bibliografía selecta .............................................. Cuadro cronológico.............................................. Taller de lectura.... ................................................ La ciencia como profesión............................... La política como profesión ..............................

177 179 204 207 213 213 231

INTRODUCCIÓN 1.

So b r e l a v id a y o b r a d e M a x W e b e r

Max Weber nació en Erfurt el 21 de abril de 1864. Su padre era abogado e hizo carrera política dentro del Par­ tido Liberal-Nacional, primero como diputado en la Cá­ mara de Diputados prusiana (1868-1897) y después de la unificación de Alemania en 1871 como diputado en el Parlamento Federal (Reichstag) desde 1872 a 1884. Max Weber estudió Derecho, Economía e Historia en las universidades de Heidelberg, Berlín y Góttingen, obte­ niendo el grado de doctor en 1889. Su carrera académica como profesor la comenzó en 1a. Universidad de Freiburg, donde desempeñó una cátedra de Economía entre 1894 y 1896. Su lección inaugural en Freiburg sobre «El Estado nacional y la política» (Der Nationalstaat und die Wirtschaftspolitik) tuvo un gran eco entre la intelectualidad alemana y en ella ponía ya de manifiesto sus planteamien­ tos críticos sobre la ciencia económica que se solía prac­ ticar en su época así como sus ideas sobre la significación política de la nación. De Freiburg pasó inmediatamente a la Universidad de Heidelberg, pero una profunda cri­ sis nerviosa le obligó a abandonar la docencia universi­ taria y toda actividad pública entre 1897 y 1903. A partir de este año comienza de nuevo su actividad investigado­ ra, pero no la docente, y participa intensamente en las actividades de la Asociación de Política Social y en la

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Sociedad Alemana de Sociología, de la que fue socio fundador. En los años anteriores a la primera guerra mundial realiza sus investigaciones sobre sociología de la religión (China, Japón, India, el judaismo y el islam) y varios importantes trabajos sobre teoría de la ciencia. En esta misma época tiene también terminada la parte principal de su colaboración para un libro colectivo, Grundriss der Sozialókonomie (Elementos de economía social), que se pu­ blicaría en 1922 bajo el título de Wirtschaft und Gesellschafl (Economía y sociedad) y que incluiría además otros escritos compuestos con posterioridad a aquella contribución. Durante la primera guerra mundial, Weber, como ofi­ cial de reserva, estuvo encargado de la administración de los hospitales en Heidelberg. Su posición ante la guerra estuvo caracterizada por un elevado patriotismo, que se diferenciaba con claridad, sin embargo, del generalizado chauvinismo de sus contemporáneos, lo cual le mereció de nuevo el respeto entre los estudiantes socialistas y los integrantes del movimiento juvenil, que buscaban por en­ tonces una persona de prestigio como su propio mentor y guía intelectual en su oposición a la sociedad burguesa y a la guerra. Algunos de estos estudiantes se acercaron a Weber solicitando su cooperación en unas reuniones cele­ bradas en el castillo Lauenstein, en Turingia, durante 1917, a las que asistieron también afamados profesores como Meinecke, Jaffé, Sombart y Tónnies. En esas reu­ niones Weber atacó fuertemente los defectos y deficien­ cias del régimen guillermino, pero no aceptó los plantea­ mientos pacifistas de los estudiantes ni su visión idealista de la actividad política. Durante el invierno de 1917-1918 Weber continuó en Heidelberg periódicamente estos con­ tactos con estudiantes y profesores en los que se discutían temas políticos de actualidad. Entre los estudiantes con los que Weber discutió el más eminente fue el dramaturgo y pacifista Ernst Toller, que durante la revolución de 1918-1919 en Alemania llegaría a ser comandante militar de la República de Baviera.

INTRODUCCIÓN

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El análisis de la situación política de su país le ocupó a Max Weber especialmente durante los años de guerra, publicando numerosos artículos en el periódico Frankfur­ ter Zeitung sobre la situación presente de Alemania y sobre su futuro tras la guerra. Una serie de esos artículos formó el libro Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada (Parlament und Regierung im neugeordneten Deutschland), publicado en 1918. En el semestre de primavera-verano de 1918 aceptó una cátedra de Economía en la Universidad de Viena, que no continuó después, pasan­ do a la Universidad de Munich al año siguiente. Después de la guerra Weber participó activamente en la reorganización política que tuvo lugar en Alemania a consecuencia de la caída del sistema político monárquico. Los viejos partidos políticos no estaban en condiciones de adaptarse a la nueva situación y se crearon otros nuevos o se transformaron los antiguos. Weber militó en el Parti­ do Demócrata (Deutsche Demokratische Partei, DDP), fundado en noviembre de 1918 y que era el partido que recogía el liberalismo de izquierda. Además de este parti­ do liberal existió efectivamente otro partido liberal de derechas, el Partido Popular (Deutsche Volkspartei, DVP), fundado asimismo en las últimas semanas de 1918. Estos dos partidos liberales, junto con el partido católico Zentrum, ocupaban el espacio político existente entre el par­ tido conservador (DNVP) y el partido socialista (SPD). Su compromiso con el partido DDP le llevó a desplegar una intensa actividad política durante la campaña para las elecciones generales a la Asamblea nacional constituyente, que habría de elaborar la nueva Constitución republicana de 1919 (Constitución de Weimar). Weber, que había colaborado estrechamente con el «padre» de la Constitu­ ción, Hugo Preuss, no logró salir diputado, pues las orga­ nizaciones regionales del partido lo colocaron en una lista y en un distrito con muy pocas probabilidades de éxito. Este comportamiento del partido y su fracaso electoral personal le produjo a Max Weber una honda decepción, que marcó su distanciamiento y su crítica al funcionamien­

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to de los partidos políticos. Sus reflexiones sobre la polí­ tica las plasmó en una célebre conferencia pronunciada ante miles de estudiantes en Munich, en enero de 1919, que llevaba por título «La política como profesión» (Politik ah Beruf). Aunque reconocía que la política era su amor secreto, decidió abandonar el partido político y vol­ ver a la docencia universitaria en la Universidad de Mu­ nich, pues se consideraba a sí mismo, antes que nada, como un científico. Y el científico y el político son dos tipos humanos distintos y aun contrapuestos. En abril de 1920 escribía en una carta: «el político debe y tiene que llevar a cabo compromisos. Pero yo soy por profesión un científico... El científico no puede celebrar ningún com­ promiso ni tampoco oculta los “disparates”» En la primavera de ese mismo año de 1919, Max Weber formó parte de la delegación alemana en las negociaciones de paz en Versalles. Viajó a París con el conde Montgelas, Hans Delbrück y Albrecht Mendelssohn-Bartholdy para redactar con ellos la respuesta alemana al escrito de las potencias vencedoras sobre la culpabilidad alemana en el estallido de la guerra12. A la vuelta comenzó sus clases en la Universidad de Munich —semestre de verano— sobre «las categorías más generales de la ciencia social». En el semestre de invierno 1919-1920 explicó historia social y económica («Abriss der universalen Sozial- und Wirtschaftsgeschichte») y en el semestre de verano de 1920 dedicó sus lecciones a la teoría general del Estado («Allgemeine Staatslehre und Politik» y al socialismo. En junio 1 Carta a Kar! Petersen, de 14 de abril de 1920, en W. J. Mommsen, Max Weber: sociedad, política e historia, trad. cast., Buenos Aires, 1981, pág. 209. 2 Según indicaciones de Marianne Weber (Lebensbild, pág. 668), Marx Weber redactó íntegramente la introducción al escrito, que está publicada como «Bemerkungen zum Bericht der Kommission der Alber­ ten und Assozierten Regierungen über die Verantwortlichkeit der Urhe­ ber des Krieges» (fechada en Versalles el 27 de mayo de 1919), en Max Weber, Gesammelte politische Schriften, 5.* ed., Tübingen, 1988, págs. 571-586.

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de 1920 cayó enfermo de pulmonía y murió el 14 de ese mismo mes. Después de su muerte se publicaron las colecciones de artículos sobre los distintos temas de que se había ocupa­ do. En 1921 se publicó el segundo volumen de Artículos sobre sociología de la religión (Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie). También en 1921 se publicaron los Escritos políticos (Gesammelte politische Schriften). En 1922 se publicaron los Artículos sobre teoría de la ciencia (Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre) y también Economía y sociedad (Wirtschaft und Gesellschaft), que es realmente una reunión de trabajos de distintos períodos, ordenados por Marianne Weber según su propio criterio. En ese mismo año se publicó asimismo, en la revista Preussische Jahrbücher, el artículo sobre «Los tres tipos puros de dominación legítima. Un estudio sociológico» (Die drei reinen Typen der legitimen Herrschaft. Eine sozio­ logische Studie). Finalmente, en 1924, Marianne Weber editó los Artículos sobre Sociología y Política social (Gesam­ melte Aufsätze zur Soziologie und Sozialpolitik) y los Ar­ tículos sobre historia social y económica (Gesammelte Auf­ sätze zur Sozial- und Wirtschaftsgeschichte).2

2.

So b r e e l c o n t e x t o h is t ó r ic o

Cuando en enero de 1919 Max Weber pronuncia las conferencias que se publican en el presente volumen, Ale­ mania se encuentra en una profunda transformación ge­ neral después de la guerra y del hundimiento del sistema político monárquico de Guillermo II. Estas dos conferen­ cias de Max Weber, que desarrollan temas y planteamientos de años anteriores, toman al mismo tiempo en considera­ ción estas circunstancias históricas. En ambas ocasiones son muy numerosas las referencias de Weber, explícitas o implícitas, a los acontecimientos de la época y a algu­ nas posiciones teóricas adoptadas por intelectuales y po­ líticos.

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En noviembre de 1918, en efecto, se puso fin a la guerra y a la monarquía de Guillermo II dentro de un estallido revolucionario que se extendió por toda Alemania. Antes de llegar a esa situación se habían introducido algunas reformas en la Constitución de 1871 que significaban la conversión del sistema político vigente en un sistema de gobierno parlamentario y Prusia había adoptado final­ mente el sufragio universal, igual y directo3. Pero la evo­ lución de los acontecimientos en el frente de guerra y el proceso de petición de paz formulada por el canciller alemán, el príncipe Max von Badén, al presidente norte­ americano Wilson en la noche del 13 al 14 de octubre, iba a mostrar muy pronto que la reforma del sistema de go­ bierno no era suficiente y que se estaba demandando realmente una nueva forma de Estado: la República. A los alemanes, efectivamente, les parecía incomprensible la derrota militar, pues la propaganda oficial no había deja­ do de anunciar la proximidad de la victoria. Cuando la opinión pública conoció la realidad, acusó a los dirigentes de haberla engañado y de haberles hecho forjar falsas esperanzas para que aceptara enormes sufrimientos y sin provecho alguno, en definitiva. El régimen imperial apa­ recía como culpable de la catástrofe y su eliminación pa­ recía una reivindicación evidente. El 9 de noviembre se proclamaba en Berlín la República, primero por Scheidemann, miembro del partido socialdemócrata (SPD) y po­ cas horas después por Karl Liebknecht, antiguo socialista escindido del partido y defensor de la revolución. El can­ ciller Max von Badén anunció ese mismo día la abdicación del emperador, dimitió él mismo y entregó el gobierno al socialista Friedrich Ebert, que pasó a ser canciller. Éste formó un gobierno de seis «delegados del pueblo», tres procedentes del partido socialdemócrata (SPD) y los otros tres de los socialistas independientes (USPD). Al día si3 La adopción del sufragio universal, igual y directo por Prusia, el mayor Estado del federal Deutsches Reich, tuvo lugar el 24 de octubre. La reforma constitucional del Reich se aprobó el 28 de octubre.

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guíente este gobierno fue confirmado por una asamblea de los Consejos de obreros y soldados de Berlín y sometido al control de un comité ejecutivo de los Consejos de obreros y soldados del Gran Berlín. Estos consejos, tan importan­ tes en los primeros meses después de la guerra, se habían ido formando de manera espontánea por toda Alemania y desde ellos se fueron formando los gobiernos en los dis­ tintos Länder4. Los Consejos de obreros y soldados no tenían, en reali­ dad, un programa político determinado. Se habían formado para llenar el vacío de poder que significó el hundimiento del régimen monárquico, pero las distintas orientaciones políticas los entendían de manera muy diferente. La extre­ ma izquierda, como el grupo Espartaco (Spartakusbund), aspiraba a una dictadura de los Consejos («todo el poder a los Consejos (soviets)»). La izquierda más moderada quería que los Consejos de obreros y soldados pudieran ser una alternativa a la democracia parlamentaria. Otros, sin embargo, querían que fuesen solamente un complemento de la democracia parlamentaria. En el partido de los so­ cialistas independientes (USPD) se enfrentaban estos dis­ tintos planteamientos, mientras que en el partido socialdemócrata (SPD), por el contrario, se optó decididamente por un sistema de democracia parlamentaria y por una rápida convocatoria de elecciones generales para formar una asamblea constituyente que redactara una nueva Constitución. La doble e independiente proclamación de la República manifestaba, sin embargo, ya desde un principio, la exis­ tencia de un duro enfrentamiento entre dos maneras de entender la nueva República y el futuro de Alemania, enfrentamiento que se solucionaría finalmente con la uti­ lización del ejército y a favor de la democracia parlamen­ taria. El gobierno de Ebert, opuesto a la revolución social 4 El primer Consejo de obreros y marineros se formó en Kiel el 3 de noviembre con el amotinamiento de la flota.

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y política, encontró los apoyos suficientes para frenar el movimiento revolucionario que protagonizaba la extrema izquierda. El mismo 10 de noviembre se aseguraba el apoyo del ejército, a cambio de renunciar a intervenir en su estructura de mando. También el funcionariado civil se sometió al gobierno de los «delegados del pueblo». Por su parte, los sindicatos llegaron a acuerdos con la patronal sobre la jornada de trabajo y el establecimiento de conve­ nios colectivos. Pero el apoyo mayor a la política del partido socialdemócrata le vino de los propios Consejos de obreros y soldados. Una asamblea de delegados de los Consejos de toda Alemania, reunida en Berlín a partir del 16 de diciembre de 1918, aprobó por 344 votos contra 98 la convocatoria de elecciones generales para un Parlamen­ to elegido por el pueblo y se decantó en contra de la extensión del sistema de los Consejos. El futuro de Alema­ nia debía discurrir, por tanto, por la vía parlamentaria y democrática y por el camino de las reformas y no a través de la revolución, si bien ese camino elegido no sería un camino fácil. La extrema izquierda primero, y a partir de 1920 la extrema derecha, manifestarían pública y violentamente en repetidas ocasiones su rechazo a la vía democráticoparlamentaria. A comienzos de enero de 1919 la extrema izquierda protagonizó el levantamiento espartaquista en Berlín (del 5 al 12), que sería aplastado por el ejército. Los líderes revolucionarios Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg serían asesinados el 15 de enero. Pero durante los meses de marzo y abril habría nuevos levantamientos co­ munistas y huelgas en varias partes de Alemania. Especial­ mente significativa fue la evolución de los acontecimientos en Munich, donde Weber hablaría ante los estudiantes en enero de 1919 y de cuya universidad sería profesor a partir del semestre de verano de ese mismo año. Aquí se había proclamado la República incluso antes que en Ber­ lín (el 7 de noviembre de 1918) y Kurt Eisner se había hecho cargo del gobierno, destronando a la dinastía de los

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Wittelsbach5. Eisner, presidente del partido de los socia­ listas independientes (USPD) en Baviera y bajo cuya di­ rección se formó el primer Consejo de obreros, soldados y campesinos de Munich, reconoció el carácter provisional de su gobierno hasta que se lograse una representación definitiva del pueblo. Las elecciones para el Parlamento bávaro (Landtag) se celebraron el 12 de enero y el partido de Eisner obtuvo tan sólo el 5 por 100 de los votos. Eisner, que iba a presentar su dimisión ante los diputados elegi­ dos, fue asesinado y los partidos de la izquierda (socialdemócratas, socialistas independientes y comunistas) forma­ ron un Consejo Central de la República Bávara, que asu­ mió inmediatamente plenos poderes legislativos y ejecuti­ vos. En los días siguientes se discutieron toda suerte de proyectos políticos hasta que se llegó a un acuerdo (Acuerdo de Nürenberg) por el que se reforzaban las funciones legislativas y ejecutivas del Parlamento y se reducía el papel de los Consejos de obreros y soldados. Así se pudo constituir un gobierno de coalición bajo la direc­ ción del partido socialdemócrata (18 de marzo), pero po­ cos días después, un denominado Consejo Revolucionario Provisional, dirigido por Ernst Toller, entre otros, procla­ maba la Räterepublik de Baviera (República de consejos). Esta Räterepublik conoció dos etapas en su efímera vida. La primera semana tras su proclamación tuvo una orien­ tación anarquista, bajo Toller y Niekisch, para pasar a continuación a estar dirigida por los comunistas. El 2 de mayo acabó este experimento político mediante la inter­ vención de los cuerpos de voluntarios, experimento que para muchos había significado la última oportunidad de erigir en Alemania una democracia de Consejos participativa en vez de la democracia parlamentaria. Precisamente s Para la posición de Eisner ante la política es muy ilustrativo su discurso de 3 de enero de 1919 sobre «La actitud del gobierno revolu­ cionario respecto al arte y a los artistas» (Die Stellung der revolutionären Regierung zur Kunst und zu den Künstlern), en Sozialismus als Aktion, Frankfurt a. M., 1975, págs. 113 y sigs.

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con uno de los líderes de la Räterepublik mencionados, el dramaturgo Ernst Toller, había tenido contacto Max We­ ber en Heidelberg y en el castillo Lauenstein en 1917. Estos políticos revolucionarios de Munich (Eisner, Toller, Landauer, Mühsam) eran una expresión clara de ese tipo de político guiado por una profunda idealización de la política, que Weber critica abiertamente en la conferencia LA POLITICA COMO PROFESIÓN.

Estos acontecimientos de Baviera se desarrollaban pa­ ralelamente a la evolución hacia un sistema parlamentario en Alemania apoyada por el gobierno central en Berlín. El 19 de enero de 1919 se habían celebrado las elecciones generales para la formación de la Asamblea Constituyen­ te, elecciones en las que pudieron votar tanto varones como mujeres mayores de veinte años. El resultado de las elecciones —en las que Weber participó por el partido demócrata (DDP)—dio una amplia representación al par­ tido socialdemócrata (SPD) y a los partidos del centro. El SPD consiguió, efectivamente, 165 escaños (de un total de 423); el partido católico Zentrum. 90; el partido democrá­ tico (DDP), 75; los socialistas independientes (USPD) ob­ tuvieron 22 escaños y los partidos de la derecha (partido popular, DVP, y partido popular nacional, DNVP) consi­ guieron 22 y 43 escaños, respectivamente. La Asamblea Cons­ tituyente comenzó sus sesiones el 6 de febrero en la ciudad de Weimar —pues era más segura que Berlín—y aprobó una Constitución que fue promulgada el 14 de agosto de 1919. Como primera medida la Asamblea había aprobado una ley sobre el gobierno provisional, eligiendo a Friedrich Ebert como presidente provisional el 11 de febrero. Mientras la Asamblea Constituyente elaboraba la nueva Constitución y la extrema izquierda todavía intentaba es­ tablecer otro sistema político basado en los Consejos de obreros y soldados, otro acontecimiento de trascendencia incalculable para Alemania estaba teniendo lugar en las afueras de París. Se trataba de la conferencia de paz que culminó, por lo que respecta a Alemania, con la firma del Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919. El desarrollo

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de las negociaciones y el resultado final afectó al propio desenvolvimiento de la Asamblea, pues una parte de los diputados no aceptaba las condiciones que los vencedores imponían a Alemania e hizo que se rompiera la coalición de gobierno, al salirse de él el partido demócrata en señal de protesta contra el Tratado de Versalles. Éste imponía a Alemania, entre otras cosas, la renuncia a sus colo­ nias en Africa, la limitación numérica de su ejército a 100.000 hombres, limitaciones en el armamento y la obliga­ ción de indemnizar a los vencedores con elevadas sumas. Además, el artículo 231 del Tratado hacía responsable a Alemania del inicio de la guerra, al haber forzado con su agresión a entrar en guerra a los otros. Aunque esta decla­ ración no era aceptada por muchos, la Asamblea Constitu­ yente ratificó el Tratado en Versalles el 9 de julio de 1919. Ante estos grandes acontecimientos de su época Max Weber tomó una clara y pública posición. Rechazó fron­ talmente la revolución, a la que calificó de «sangriento carnaval», no sólo por sí misma sino también por el hecho de que tenía lugar precisamente en el momento en que triunfaban los enemigos de Alemania. Para él, la revolu­ ción interna exponía gravemente a Alemania a quedar a disposición del poder extranjero. Su colaboración con la obra constitucional quedó reflejada en los escritos e infor­ mes que redactó con ese objetivo, ya que no pudo hacerla desde el Parlamento al no haber sido elegido6. Y, final­ mente, su posición ante la cuestión concreta de la respon­ sabilidad por el inicio de la guerra y ante la investigación de la misma la dejó asimismo recogida en varios textos7. 6 El 25 de febrero de 1919, por ejemplo, publicó un artículo sobre la figura del presidente de la República («Der Reichspräsident») en Berli­ ner Börsenzeitung; texto en Gesammelte politische Schriften, 1988, 5.’ ed., págs. 498-501). 7 Véase «Zum Thema der “Kriegsschuld”», publicado en el periódi­ co Frankfurter Zeitung el día 17 de enero de 1919, y «Die Untersuchung der Schuldfrage», publicado en el mismo periódico el 22 de marzo. Ambos escritos están en Gesammelte politische Schriften, 1988, 5.‘ ed., págs. 488-497 y 503-504, respectivamente.

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3.

L a c ie n c ia c o m o p r o f e s ió n

Invitado por una asociación de estudiantes de la Uni­ versidad de Munich (el Freistudentischer Bund), pronunció Max Weber una conferencia sobre L a CIENCIA COMO PRO­ FESIÓN en enero de 1919, la primera de una serie sobre el trabajo intelectual como profesión8. Max Weber expone en esa conferencia algunos de los caracteres básicos de la ciencia y del quehacer científico en su época, centrándose en el problema de la relación entre la ciencia y los valo­ res o creencias de los hombres con el fin de averiguar qué significación puede tener la ciencia como profesión para la vida y el comportamiento personal de los in­ dividuos. Al ocuparse de nuevo en esta conferencia de la relación entre la ciencia y los valores, Max Weber continúa el tratamiento de uno de los temas fundamentales de su «teoría de la ciencia». Con anterioridad a esta conferencia se había ocupado más ampliamente de esta cuestión en varios artículos, y de manera especial en La «objetividad» del conocimiento de las ciencias sociales y en la política social, de 19049, y en El sentido de la «ausencia de valores» en las ciencias sociales y económicas, de 1917l0. * «Wissenschaft als Beruf», en Geistige Arbeit als Beruf. Vier Vorträ­ ge vor dem Freistudentischen Bund, Erster Vortrag (Mit einem Nachwort von Immanuel Birnbaum), Munich y Leipzig, 1919. 9 Die «Objektivität» sozialwissenschaftlicher und sozialpolitischer Erkenntniss, en Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, 19 (1904), pägs. 22-87. Reeditado en Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wis­ senschaftslehre, 6."ed., Tübingen, 1985, pägs. 146-214. Existe trad. cast. en Max Weber, Sobre la teoria de las ciencias sociales, Barcelona, 1974, pägs. 5-91. 10 Der Sinn der «Wertfreiheit» der soziologischen und ökonomischen Wissenschaften, en Logos, Internationale Zeitschrift für Philosophie der Kultur, 1 (1917/18), pägs. 40-488. Reeditado en Max Weber, Gesammel­ te Aufsätze zur Wissenschaftslehre, 6.* ed., Tübingen, pägs. 489-540. Exis­ te trad. cast. en Max Weber, Sobre la teoria de las ciencias sociales, Barcelona, 1974, pägs. 93-161.

INTRODUCCIÓN

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El concepto de ciencia en la tradición neohumanista Este problema de la relación entre la ciencia y los valo­ res básicos por los que uno se orienta en su vida estaba preocupando a muchos profesores alemanes desde el cam­ bio de siglo, pues entre 1890 y 1920 se somete a una profunda discusión el concepto de ciencia que se había elaborado en Alemania a comienzos del siglo XIX y que había estado vigente a lo largo de todo el siglo. Este concepto tradicional de ciencia, acuñado por el neohumanismo y la filosofía idealista de las primeras décadas del siglo XIX, se había convertido asimismo en el principio rector de una nueva idea de la universidad, que había que­ dado plasmada en la creación y organización de la Univer­ sidad de Berlín en 1810 por Wilhelm von Humboldt. La ciencia, tal como la entienden Humboldt y el neohumanismo, va íntimamente unida a la Bildung del hombre, es decir, a su proceso de formación y desarrollo indivi­ dual. Es precisamente esta conexión con la Bildung del individuo lo que constituye el núcleo esencial de la ciencia para los neohumanistas e idealistas. El valor del conoci­ miento científico estriba en que es un conocimiento que el individuo ha ido encontrando y organizando por sí y des­ de sí mismo. Al hacer ciencia, al organizar los conocimien­ tos según un principio unitario, el hombre despliega su verdadera naturaleza. Ahí reside su valor formativo: «sólo la ciencia que brota del interior y puede arraigar en él transforma también el carácter» " . La transformación del carácter es, en definitiva, la meta de la ciencia para el neohumanismo idealista. Ni siquiera se busca el conoci­ miento por el conocimiento mismo, sino por la formación del individuo. En este planteamiento subyace la idea de que el saber no es algo fijo y establecido, que a lo más* " Wilhelm von Humboldt, «Über die innere und äussere Organisation der höheren wissenschaftlichen Anstalten in Berlin», en Gesammelte Schriften, Berlin, 1903-1936, vol. X, päg. 253.

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podría ser descubierto y recogido, sino que es una crea­ ción del sujeto que va estructurando por ese camino su conocimiento progresivo del mundo. La formación cientí­ fica se convierte así en una etapa de la formación general humana del individuo, en un elemento integrante de su proceso de autodesarrollo. La ciencia es, en definitiva, sabiduría. Y para que la ciencia cumpla estos objetivos, para que sea realmente sabiduría y forme el carácter del hombre, es preciso que no esté subordinada a utilidades o fines prácticos que la desviarían de aquellos objetivos. Esta «ciencia pura» no depende, por tanto, de sus posibi­ lidades de aplicación práctica n. Un correlato de este concepto de ciencia y de su fun­ ción para la formación del individuo es la íntima unión que se produce entre ciencia y «concepción del mundo». La ciencia debía generar una «concepción del mundo», unos determinados valores o convicciones que orientaran y guiaran la vida personal del individuo. La ciencia debía suministrar desde ella misma, desde su propia realización como ciencia, los valores con que dirigir la propia vida personal. Este principio, sin embargo, es el que se somete a discusión a final del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX a consecuencia del hecho de la especialización científica. Es este hecho de la creciente e imparable espe­ cialización de las ciencias el que lleva a poner en tela de juicio el concepto neohumanista de la ciencia pura como sabiduría. La mayor parte de los académicos alemanes de la época que transcurre entre 1890 y 1920 veían esta progresiva especialización de las ciencias como una ame­ naza no sólo contra la unidad de la ciencia como tal sino también como una amenaza contra esa integración tradi­ cional de ciencia y «concepción del mundo», de ciencia y vida, que permitía obtener de aquélla una guía y un senti­ do para la propia posición personal en el mundo. Este12 12 Véase Joaquín Abellán, El pensamiento político de Guillermo von Humboldt, Madrid, 1981, esp. págs. 238-249.

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hecho de la especialización situaba, en realidad, a los científicos y profesores alemanes ante un curioso dilema: por un lado, estaban participando de lleno en investigacio­ nes científicas especializadas que lograban un merecido renombre nacional e internacional; pero, por otro, no podían evitar la sensación de que estaban perdiendo algo vital, de que los ideales tradicionales respecto a la ciencia se estaban disociando de su práctica científica concreta. Esta situación les resultaba especialmente problemática, pues, a pesar de la evolución positivista seguida por am­ plios sectores científicos en las últimas décadas del si­ glo xix, había pervivido aquel viejo concepto de ciencia neohumanista e idealista. Estos académicos alemanes del cambio de siglo no sólo estaban experimentando en su quehacer profesional la fragmentación de los conocimien­ tos científicos sino también esa ruptura de la conexión entre la ciencia y los valores/convicciones existente ante­ riormente. En resumen, el antiguo concepto de la ciencia y de sus funciones entra en una profunda crisis: la visión de la «ciencia pura» no sometida a exigencias utilitaristas iba cediendo terreno irremisiblemente a la orientación instrumental y práctica del conocimiento científico y resul­ taba asimismo cada vez más problemático fundamentar científicamente las distintas opciones personales en cuan­ to a los valores supremos y básicos que actuaban como orientación para la vida personal '3. Esta evolución del quehacer científico y la conciencia de la pérdida de su papel orientador para la vida personal genera también en esos mismos años un decidido rechazo de la ciencia. En numerosos círculos de intelectuales se extiende la idea de que la ciencia está en bancarrota, de que es incapaz de llegar a lo auténticamente humano, de acceder a lo que verdaderamente interesa al hombre. La «filosofía de la vida» (Lebensphilosophie) que se cultiva en 1! Véase Fritz K. Ringer, «Dos culturas académicas: Francia y Ale­ mania en torno a 1900», Revista de Educación, número extraordinario 1989, págs. 135-156.

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esa época, normalmente fuera de los ambientes académi­ cos, y la proliferación de círculos como el creado en torno a Stephan George son muy ilustrativos de esta situación de desconfianza y repulsa ante la ciencia. Para muchos de estos intelectuales la ciencia no conduce a un conocimien­ to de la auténtica realidad humana y creen, por el contra­ rio, que para acceder a la auténtica verdad del mundo y del hombre hay que caminar por otros caminos: a través de la poesía, la mitología, la intuición y la vivencia interior. La posición de Weber La conferencia de Weber La CIENCIA COMO p r o f e s i ó n se hace eco de todos estos problemas que sin duda preo­ cupaban a muchos de los estudiantes que lo escuchaban, quienes estaban experimentando personalmente esa crisis de la idea tradicional de la ciencia como vehículo de for­ mación y desarrollo integral del individuo y que se resis­ tían a no seguir buscando, a pesar de todo, en la ciencia y en las instituciones científicas —en la universidad y en sus profesores— un fundamento sólido para sus creencias y convicciones en una época dominada por profundos en­ frentamientos entre diferentes orientaciones políticas y morales. La cuestión central que plantea Weber en la conferencia gira en torno precisamente a la relación que quepa esta­ blecer entre la ciencia y los valores últimos que actúan como guías de la vida del hombre. Weber quiere clarificar lo que la ciencia y la profesión científica puede ofrecer realmente a ese respecto para que nadie se forje vanas ilusiones y esperanzas respecto a ella ni respecto a quienes la practican y enseñan. A la pregunta de qué significa la profesión del científico en la vida del hombre responde Weber desde la consideración de dos hechos fundamenta­ les de su época. El primero de ellos es la creciente especialización de las ciencias y el segundo se refiere al hecho de que su época es una época caracterizada por la existen­ cia de distintos sistemas de valores enfrentados entre sí de

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una manera irreducible. Desde ambos datos conjuntamen­ te expone Weber las limitaciones y las aportaciones de la ciencia como profesión. La especialización de la ciencia es para Weber un dato de su situación histórica de la que uno no puede escapar. Esta especialización tiene como resultado que el trabajo del especialista no pueda lograr un conocimiento de la realidad total, no pueda obtener una visión del conjunto del hombre o del mundo. El trabajo científico especializa­ do está llamado, por su propia naturaleza, a ser superado constantemente. Ése es su destino y su meta: que los investigadores posteriores replanteen las cuestiones ante­ riores y avancen en el conocimiento. Pero precisamente por ello surge aquí la pregunta decisiva: ¿qué sentido tiene una ciencia así?, ¿por qué se hace algo que nunca llega al fin y que nunca puede llegar? Este progreso sin fin no da un sentido inmanente a la propia vida del hombre, pues su vida, como vida de hombre inmerso en la civilización, se halla en una corriente de progreso infinito, en un movi­ miento continuo que pasa por encima de él, que hace que la vida del hombre, cuando llega a la muerte, no haya podido llegar a su plenitud, pues nadie puede llegar a alcanzar la infinitud de ese proceso en el que se está inmerso y que no tiene fin. La muerte no es, por tanto, sinónimo de plenitud. Y si no se logra un sentido para la muerte tampoco lo hay para la propia vida civilizada que genera ese sinsentido de la muerte. Con este plantea­ miento, el novelista ruso Tolstoi, a quien~Weber se remite. varias veces a lo largo de la~contereñcia. concluye que la ciencia no tiene sentido, y no lo tiene porque no da res­ puesta a la umca pregunta importante para nosotros, la d¿ qué debemos hacer y cómo debemos vivir. Que la ciencia ncTda respuesta a esta pregunta basica y decisiva es tam­ bién para Weber algo realmente indiscutible, pero la cues­ tión está para él en saber en qué sentido no da ninguna respuesta y si, no obstante, podría aportar algo a quien se plantee adecuadamente la pregunta por el valor y sentido de la ciencia, es decir, si se busca en la ciencia lo que

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realmente puede dar sin esperar de ella, por el contrario, lo que ella no puede ofrecer. El segundo dato que toma en consideración Weber es el hecho de que su mundo contemporáneo es ya un mundo desmagificado, racionalizado. El proceso de racionaliza­ ción acontecido en Occidente, al explicar el mundo desde sí mismo, ha conducido finalmente a la afirmación de la existencia de distintas maneras de entender la vida y el mundo, distintos sistemas de valores en una situación de mutuo enfrentamiento y sin posibilidad racional alguna de superarlo. Hablando de manera metafórica, dice Weber que los numerosos dioses antiguos han salido de sus tum­ bas y que ahora, presentándose y actuando como poderes impersonales —no en la forma personal y mítica de los dioses antiguos—, entablan de nuevo una lucha eterna entre ellos: la vida «sólo conoce esta lucha entre aquellos dioses; o, dicho sin imágenes, sólo conoce la realidad de la incompatibilidad existente entre las distintas posiciones posibles acerca de la vida»l4. Esta oposición existente en­ tre los distintos valores supremos, entre los distintos «dio­ ses», y sin posibilidad de que se resuelva alguna vez ya había sido explicada por Nietzsche, al que Weber se remi­ te expresamente en La CIENCIA COMO PROFESIÓN. Desde Nietzsche y Baudelaire sabemos que algo puede ser bueno aunque no sea bello, e incluso algo puede ser bueno por no ser bello, o algo puede ser bello, no ya aunque no sea bueno, sino por no serlo. La verdad, la belleza, la bondad no sólo pueden no coincidTFenTa'réaliHad, sino que están enfrentadas normalmente entre sí. Y en esta realidad conmúitiples valores opuestos entre sí, con múltiples «dioses» en lucha continua entre sí, no es la ciencia quien domina sino el destino15, es decir, la ciencia no puede resolver esa lucha. ¿Qué puede ofrecer entonces la ciencia? La ciencia no puede suministrar el sentido y la orientación para la vida “ Véase La ciencia como profesión, pág. 83. Is Véase La ciencia como profesión, pág. 78.

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práctica, como sí ocurría en Platón o en el concepto neohumanista de Bildung. Tampoco suministra el camino haría lo verdadero, hacia la autentica naturalezao-hacía Dios, com oocurria en los artistas del Renacimiento o en algunos científicos de"ta Edad~Moderna. No ofrece tam­ poco el acceso ¿TaTéllCidád. T a Nietzsche —de nuevo se refiere expresamente Weber a Nietzsche— había lanzado su demoledora crítica contra el «último hombre» que ha­ bía encontrado la felicidad y estaba satisfecho consigo mismo; ese «último hombre» —después de él tendría que venir otro tipo de hombre, el superhombre— era el hom­ bre en quien se había extinguido ya la potencia creadora del ser humano, el hombre que ya no es una tarea para sí mismo y que ha perdido toda fuerza para trascenderse a sí mismo16. ¿Qué es lo que realmente puede ofrecer la ciencia al hombre? La ciencia, según Weber. anorta conocimientos sobre la técnica que, con su cálculo y posibilidades de previsión. domina la vida: anorta asimismo los métodos para pensar, pero sobre toao aporta ayuda y claridad a la hora de hacer el examen dé~conciencia sobre el sentido de nuestro pro-_ pió quehacer humano. La ciencia avuda a comprender cuáles son los valores o los «dioses» de un determinado sistema, avuda a saber que es necesario elegir entre los distintos sistemas de valores existentes y ayuda a clarificar la toma de posición personal frente a uno mismo y trente a lo que uno hace. Y Weber piensa que esto no es poco., realmente. Pero la ciencia, ciertamente —incluidas aquí la Historia, la Sociología, la bconomia política, la Teoría dgj Astado—, no da una respuesta a la cuestión basica de qué, debemos nacer y cómo debemos organizar nuestra vida? Esto seria tunción de un proteta o de un mesias, no ael 16 La exposición de Nietzsche sobre el «último hombre» se encuentra en el prólogo de Asi habló Zaratustra: «llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar» (Nietzsches Werke, ed. Kxóner, Grossoktav-Ausgabe, vol. VI, pág. 19).

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científico, no del profesor. La universidad, como institu­ ción de la ciencia, no es para Weber una institución que pueda ofrecer a sus estudiantes creencias y convicciones, posturas concretas ante la vida y el mundo. Ya en 1909 se había expresado Weber al respecto en los siguientes tér­ minos: «Las universidades no tienen que enseñar ni una concepción del mundo llcontrana al Estado” ni "a favor del Estado”, rio tienen que enseñar ninguna concepción del mundo. No son instituciones que tengan que dar una en­ señanza sobre las convicciones; analizan realidades v sus condiciones, susleyeT y situaciones v analizañconceptos 1 y sus contenidos y sus presupuestos- lógicos. Pero, sin embargo, no ensenan ni pueden enseñar lo que se debe hacer, pues esto es un asunto de los juicios de valor per­ sonales básicos, de la concepción del mundo, que no es algo que se pueda “demostrar” como un teorema científi­ co» n. Sobre los valores no existe un conocimiento objeti­ vo: existe, por el contrario, una continua lucha en torno a la igualdad y la desigualdad, en torno a la libertad y el orden, el bien común y la justicia o en torno al poder. Y % el sueño de algunos profesores de poder formular una tabla de valores derivada de la ciencia histórica o de una síntesis cultural le parece a Max Weber una mera ilusión. Le parece realmente una arrogancia el que la ciencia qui­ siera decidir la lucha existente en torno a esos valores supremos, esa «lucha entre los dioses». La ciencia n o puede establecer ni la validez ni la necesidad de losvalóres, No~puede determinar que esos valores sean valiosos ni necesarios u obligatorios: «El destino de una cultura que ha probado del árbol de la sabiduría es tener que saber que no podemos deducir el sentido del acontecer del mundo desde los resultados de la investigación del mundo, por muy completa que ésta sea. Por el contrario, debemos ser capaces de crearlo por nosotros mismos. También17 17 M. Weber, «Die Lehrfreiheit der Universitäten», Hochschul-Nachrichten, 19, 1909, pág. 90.

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tiene que saber que los “ideales” nunca pueden ser el producto de un saber empírico progresivo. Y por lo tanto, que los ideales supremos que más nos conmueven, sólo se manifiestan en todo tiempo gracias a la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados como los nuestros»1819. Esta lucha entre distintos sistemas de valores debe decPt dirse en la conciencia del individuo y en la práctica (en la práctica política, por ejemplo). El individuo tiene que elegir autónomamente los valores que acepta como valo­ res-guía supremos de su vida. El científico, el profesor, puede ayudar a mostrar que si se adoptan tales o cuales valores o principios habra que emplear tales y cuales me- / dios para realizarlos en la práctica. Y podra mostrar la necesidad de tener que elegir entre tal fin o tales mediosf pero más no puede hacer «en la medida en que quiera . seguir siendo un protesor v no un demagogo»..El científi­ co no puede decir a nadie hacia dónde tiene que orientar su~~vida, pero puede ayudarte o debe ayudarle á «hacer examen de conciencia sobre el sentido último de sus proias acciones» ‘f Si el protesoi* hace esto esta~sírviendo~al eber de crear claridad y sentido de la responsabilidad Junto a esta llamada al deber de honestidad intelectual —de clarificarse la propia posición y de ayudar a los otros en esa tarea—, Weber hace otra llamada al final de la conferencia La CIENCIA COMO p r o f e s i ó n para que no se añore y se espere pasivamente la venida de nuevos profe­ tas que ofrezcan una «concepción del mundo» que dé sentido y orientación a la vida y obra del hombre. Frente a esta espera pasiva cree Weber que hay que tener la fortaleza de espíritu de mirar de frente al rostro de nues­ tro tiempo, una época «sin profetas y ajena a Dios»; hay que estar a la altura de las circunstancias y de las exigen­ cias de esta nuestra época. Y para ello lo que cuenta es el

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“ M. Weber, La objetividad del conocimiento en las ciencias y la política sociales, en Max Weber, Sobre la teoría de las ciencias sociales, trad. cast., Barcelona, 1974, 2.' ed., págs. 15-16. 19 Véase La ciencia como profesión, pág. 83.

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«daimon», el espíritu creador de cada uno, que cada uno debe seguir. La objetividad de la ciencia, el postulado de una ciencia «libre de valores» no equivale a indiferencia moral, sino que constituye la base para la adopción de una decisión individual responsable, aunque no sea ésta una decisión científica. La ciencia y la política La_ ciencia no puede suministrar desde sí misma una. determinada posición política y no libera al hombre, p ó f fanto.l?é"5trobti?acion de elegir entre los distintos-v-muT tiples sistemas de valores existentes v opuestos c nlrc-sí. ¿Debe deducirse de aquí que la política sea puro decisionismo, que el conocimiento científico no aporte nada al político, al hombre de acción? f Para Weber está muy claro que la política no tiene cabida en las aulas académicas, pues una cosa es el análisis científico de la actividad política —del Estado y de los partidos—y otra diferente es la posición política concreta que un científico o profesor adopte. En la conferencia La / CIENCIA COMO PROFESIÓN afirma que a un profesor se le puede exigir la honestidad intelectual de ver que son dos cosas diferentes la constatación de hechos y el dar una respuesta a la pregunta por los valores o por cómo haya de actuar en el Estado y en la sociedad20. De estas últimas cuestiones habla el profeta y el demagogo, pero cuando un \. hombre de ciencia se presenta con sus propios juicios de valor sobre la realidad histórica o política deja, según Weber, de comprender adecuadamente su objeto de inves­ tigación21. El profesor, como se ha dicho más arriba, no 20 Véase La ciencia como profesión, pág. 76. 21 Weber no apreciaba la obra ni la postura del historiador Dieter Schäfer, pues consideraba que sus últimos trabajos no eran resultado de una investigación científica seria. Véase Roger Chickering, Max Weber und Dietrich Schäfer, en Wolfgang J. Mommsen/Wolfgang Schwentker (eds.), Max Weber und seine Zeitgenossen, Göttingen, 1988, págs. 462-475, esp. págs. 474-475.

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---> O_ puede ser un profeta o un mesías. La ciencia está cierta­ mente fuera de la política diaria y de la lucha por el poder, pero esto no significa para Weber una separación tajante entre ciencia y política ni la afirmación de una política puramente decisionista. La ciencia social, en la medida en ]ue investiga la realidad desde la perspectiva de su síyni5Í niícación para los hombres, puede anortar elementos imortantes para la propia conciencia social que el hombre eltcciófiTelI {TOlíflüó. podra aprovechar en su actividad profesional. Pero la opción por un sistema de valores, por una creencia que guie su vida, reside en otra esfera más' alliLdcl conocimiento científico. Sobre las características de la política v_ del político se ocupa Weber en la otra ¿onlerencia que se edita en el presente volumen.

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4.

L a p o l ít ic a c o m o p r o f e s i ó n

La segunda conferencia pronunciada por Max Weber ante los estudiantes de Munich, invitado por la asociación de estudiantes Freistudentischer Bund, se celebró el 28 de enero de 1919 y llevaba por título L a p o l ít ic a COMO PROFESIÓN. Weber reelaboró y amplió considerablemente su texto inicial para su posterior publicación en octubre de ese mismo año22. Cuando Weber pronunció esa conferencia la situación política de Alemania, y de Baviera en particular, era muy problemática, como hemos visto en el apartado 2. En su conferencia, sin embargo, Weber no se ocupa directamen­ te de los acontecimientos políticos del momento ni tampo­ co pretende indicarles a los estudiantes que le escuchaban qué línea política habría que seguir en esa coyuntura, sino que analiza el contenido y especificidad de la actividad política de modo que ese análisis pueda servir de elemento de juicio para determinar cuándo alguien tiene realmente 22 «Politik als Beruf», en Geistige Arbeit als Beruf. Vier Vorträge vor dem Freistudentischen Bund, Zweiter Vortrag, Munich y Leipzig, 1919.

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vocación para la política. Max Weber hace, efectivamente, una exposición sobre el político profesional —incluyendo amplias referencias a los modelos históricos de político profesional—con la intención de suministrar a sus oyentes la necesaria claridad para que éstos, a la vista de lo que la acción política es y de las cualidades que la profesión política requiere, puedan comprobar si efectivamente es­ tán llamados a la profesión de la política. El concepto de la política y del político que Weber desarrolla en la confe­ rencia constituye al mismo tiempo su respuesta a algunos planteamientos en torno al pacifismo y la revolución, fre­ cuentes en aquellos días y que partían, en el fondo, de una concepción idealizada de la política. Concepción del Estado y de la política Las reflexiones de Weber sobre la política como activi­ dad, y como actividad profesional, parten de una conside­ ración del Estado en la que éste viene definido desde un punto de vista sociológico, es decir, Weber no define al Estado por los fines a los que debería servir o por los contenidos concretos que tendría que realizar con su acti­ vidad, sino por el medio o instrumento específico que utiliza. Este medio específico del Estado es la fuerza, la violencia física, lo cual no quiere decir que sea el único medio que utilice el Estado o el medio normal, sino sola­ mente que es el medio característico y exclusivo del Estado. La cuestión de los fines que tendría que realizar el Estado no entra en las consideraciones de Weber. Si se pregunta por los fines o por los contenidos que el Estado tendría que realizar no se llega a aislar lo específico del Estado. Según Weber, no existe prácticamente ninguna tarea que no haya sido acometida por el Estado o por aquellas formas de asociación política que han sido sus antecesores históricos, y tampoco existe ninguna actividad que haya pertenecido de manera exclusiva al Estado, pues las actividades que ha realizado el Estado han sido reali­ zadas también en algún momento o lugar por otro tipo de

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asociación. Lo único que caracteriza con propiedad al Estado es el instrumento que utiliza para la realización de las distintas tareas o fines que pueda proponerse. Esta idea la expresa Weber en La política como profe­ sión 23, y está recogida asimismo en Economía y sociedad, donde dice Weber que «no es posible definir una agrupa­ ción política a través de la indicación del ñn de sus accio­ nes como agrupación... Por ello sólo se puede definir el carácter “político’* de una agrupación a través de los me­ dios ane no son únicamente propios de ella, pero que sí son específicos e imprescindibles para su ser: la fuerza (Gewaltsamkeit)»2*. Esta consideración del Estado a tra­ vés de su medio específico y exclusivo es la que se refleja en la conocida definición weberiana del Estado: «el Esta­ do es aquella comunidad humana que, dentro de un deter­ minado territorio, reclama para sí (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima. Pues lo específico de nuestro tiempo es que a todas las otras asociaciones o individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado, por su parte, lo permita: él es la única fuente del “derecho” a la violencia»25. Sólo es legí­ tima la violencia o fuerza ejercida por el Estado, no la ejercida por cualquier otro agente social, y al explicar esa legitimidad Weber lo hace explicando cómo los hombres obedecen, es decir, cómo aceptan y justifican internamen­ te ese sometimiento al Estado. Weber ofrece tres motivos diferentes de sometimiento y obediencia que dan origen a tres formas distintas de legitimar el poder o, lo que es lo mismo, a tres tipos de autoridad legítima26. 25 Véase La política como profesión, pág. 94. 24 Wirtschaft und Gesellschaft, ed. 1925, pág. 30. 25 La política como profesión, págs. 94, 101. Sobre la definición del Estado en Weber, véase Michael Zängle, Max Webers Staatstheorie im Kontext seines Werkes, Berlin, 1988, esp. págs. 11-27 y 221-249; Ignacio Sotelo, «La idea del Estado en Max Weber», Arbor, 539-540 (1990), págs. 29-50. 2t Véase Reinhard Bendix, Max Weber, trad. cast., Buenos Aires, 1970, págs. 273-427.

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Atendiendo a esa definición de la legitimidad, el Estado es para Weber básicamente una relación de poder o de dominación. Y desde aquí entiende la política como la lucha por el poder, como la lucha para participar en el poder o influir sobre la distribución del poder, sea entre distintos grupos dentro de un Estado o sea entre los dis­ tintos Estados21. La política no nuede ser para Weber la. realización de un «bien común» previamente establecido como el fin al que el Estado debiera tender, pues los fines del Estado no pueden establecerse con carácter determi­ nado, sino~que la política es una lucha oo^valoreso. intereses diferentes que se encuentran entre si en una situación de antagonismo v colisión, v cuva coexistencia en la realidad no se nuede eliminar n o ria vía de estable^ cerlos desde una base científica. Los valores y los fines del Estado no se pueden determinar científicamente. El con­ cepto weberiano de la política como lucha, con su impli­ cación de valores e intereses plurales y en conflicto entre sí, niega la legitimación de un solo grupo social a fijar y realizar lo correcto políticamente2728. s* Weber desarrolló esta idea de la política como lucha por el poder en el marco de su crítica al régimen burocrá­ tico del Imperio alemán, contraponiendo abiertamente la figura del político a la del funcionario29. El político requiA re unas cualidades para la lucha por el poder que no se le\ exigen al funcionario, y la selección de los políticos precisa | de unas instituciones que no tenía el régimen burocrático. I En «Parlamento y Gobierno en una Alemania reorganiza- / 27 La política como profesión, págs. 95, 102. Esta concepción de la política como lucha por el poder ha llevado a situar a Weber en las coordenadas del pensamiento de Hobbes (así, por ejemplo, A. Bergstrásser, «Max Webers Antrittsvorlesung in zeitgeschichtlicher Perspektive», Vierteljahreshefte fü r Zeitgeschichte, 5 (1957), págs. 209 y sigs ), mientras que Hennis, sin embargo, lo sitúa en las coordenadas de Maquiavelo, Rousseau, Tocqueville (Wilhelm Hennis, Max Webers Fragestellung, Tübingen, 1987, pág. 235). 29 Véase «Parlamento y Gobierno en una Alemania reorganizada» en Max Weber, Escritos políticos, Madrid, 1991, esp. cap. 3.

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da» (1918) exigía Weber la parlamentarización del sistema político para que un Parlamento fuerte, desde donde se formara el Gobierno, pudiera ser el lugar de selección de los líderes políticos. En La POLÍTICA COMO PROFESIÓN se refiere de nuevo a las cualidades del político y las detalla y hace hincapié en el dato fundamental de la política, es decir, la utilización de la violencia legítima, de donde se deriva la peculiaridad que presenta la relación entre la ética y la política. Tres son las cualidades que Weber considera decisivas para el político: en primer lugar, la pasión, en el sentido de entrega a las cosas, a una causa7La pasión es enemiga de la v a n id a d , q u e n n tonta en cuenta a las cosas sino que se recrea en el puro goce personal del noder en vez de poneflo al servicio de las cosas o de la «causa». Pero la pasión, la entrega apasionada a la lucha por el poder, tiene ue ir acompañada simultáneamente de una capacidad de istanciamiento respecto a las cosas v a las personas, de un ciérro ino sentido de la distancia, que le dará al político la tercera cualidad: el tomar en cuenta la realidad tal como es, el sentido de la responsabilidad, el ser consciente de las consecuencias de las propias acciones, aue dehe guiar toda la actividad política. La lucha por el poder, la ambi­ ción de poder, que para Weber constituye el medio inelu­ dible de la política, las entiende él volcadas hacia las cosas, \ hacia la «causa», hacia los demás. La peor deformación 1 de la lucha por el poder es para Weber la adoración del I poder como tal, la complacencia vanidosa en el sentimien- i to del poder30. Por otro lado, la lucha por el poder en el Estado implica la utilización de la violencia legítima; quien opera con el poder y con la violencia como sus instrumen­ tos de acción «firma un pacto con los poderes diabólicos» y sabe que de sus acciones pueden derivarse resultados que no quería o que no había previsto. Y es aquí donde se J0

V é a se L a p o lític a c o m o p r o fe s ió n , p á g s. 146-147.

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plantean las paradojas morales de la profesión política, de las que se ocupa Weber en la parte final de La POLÍTICA COMO PROFESIÓN.

La ética de la profesión política Uno de los problemas centrales de que se ocupa Weber en LA p o l í t i c a c o m o p r o f e s i ó n es precisamente el de la relación existente entre la política y la ética. Weber se pregunta si no tienen nada que ver entre sí o si existe una sola y misma ética que regule todas las distintas situacio­ nes personales y profesionales de los hombres o si, por el contrario, existe una ética específica para la actividad polí­ tica que tome en cuenta el hecho específico de que ésta opera con el poder y con la violencia que está detrás de él. En la exposición de este problema Weber distingue dos tipos de ética, una de las cuales será considerada por él como la específica del político, y concretamente del polí­ tico democrático. Estas dos éticas por las que puede orien­ tarse una acción son la «ética de las convicciones» (Gesinnungsethik) y la «ética de la responsabilidad» (Verantwortungsethik). La «etica de las convicciones» o ética de los principios mueve al individuo a realizar sus acciones^ en persecución de determinados valores o ideales de una manera absoluta, sin condiciones, con independencia de las posibilidades reales que tengan esos ideales de concretizarse en una situación social determinada e independien­ temente asimismo ae las tormas que tenga que revestir la. acción para intentar lograrlo. El actor se siente totalmente uJenuncacio con sus principios o ideales y plenamente convencido de ellos, y lo que pretende con sus acciones es prácticamente mostrar la validez absoluta que esos ideales tienen para él. La fe absoluta en estos ideales o valores 1? puede llevar, incluso, al sacrificio de su propia persona en aras de esos ideales. En LA POLÍTICA c o m o p r o f e s i ó n discute Weber varios ejemplos de acciones guiadas por este tipo de ética, que tienen siempre que ver con agentes revolucionarios o con pacifistas que se inspiran en la mo-

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ral del Evangelio. En un pasaje ilustra la «ética de las convicciones» con la referencia a un sindicalista tan abso­ lutamente convencido de sus ideales revolucionarios y tomado por ellos que realiza sus acciones sin tomar en consideración que los resultados de su misma acción pro­ ducirán con toda probabilidad un incremento de la reac­ ción política y el consiguiente empeoramiento de la situa­ ción de la clase obrera; si se producen estos resultados malos el sindicalista, según Weber, no se considerará res­ ponsable de ellos, sino que culpará de ellos al mundo o a la estupidez de los hombres. También en la defensa del pacifismo encuentra Weber un ejemplo de esta «ética de las convicciones» que no toma en cuenta los resultados de las propias acciones. La aplicación concreta a la realidad de esa «lógica del amor» del pacifismo tendría como con­ secuencia, piensa Weber, que los pueblos que estaban haciendo la guerra pensarían que la guerra toda ha sido absurda y que han estado haciendo algo para nada. La paz en esas condiciones sería para esas gentes una expresión de indignidad, es decir, algo que no sería buenamente aceptado, con lo que, al final, la que quedaría desacredi­ tada sería la paz y no precisamente la guerra. Ahí ve Weber un ejemplo concreto de cómo una acción guiada solamente por una fuerte convicción —eliminar la guerrapuede generar un resultado no sólo no querido sino total­ mente opuesto a lo pretendido. — La «ética de la resnonsabilidad», por el contrario, se basa"en la evaluación de las consecuencias de las propias á&róffésHET actor que se guie poTEStr-tifio de ética toma Ón con sideración los electos que previsiblemente van a tener susaccioneyEáiito los efrntns queridos como 1o s jiq _ queridos, siendo plenamenteconsciente de que no dad que del bien, de las buenas intenciones, sólo pueden, resultar cosas buenas? ’ " ^ Aunque ambos tipos de ética se encuentran entre sí en una contraposición irresoluble, no quiere decir esto que la «ética de las convicciones» signifique falta de responsabi­ lidad ni que la «ética de la responsabilidad» sea idéntica a

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falta de convicciones o principios. Es más, en un pasaje de L a p o l í t i c a c o m o p r o f e s i ó n , donde Weber se refiere directamente a la vocación para la política, ambos tipos de ética aparecen como complementarias31. El político profesional, a quien, según Weber, corresponde específi­ camente la «ética de la responsabilidad», opera también con ciertos elementos de la «ética de las convicciones» al lanzarse a la política y al presentar sus objetivos políticos a sus seguidores como algo imprescindible o incondicio­ nal. Pero las diferencias entre ambos tipos de ética le parecen totalmente claras a Weber. Quien actúa siguiendo sus convicciones absolutas sin tomar en consideración los resultados de sus acciones no está tolerando, en realidad, la irracionalidad ética del mundo, no quiere aceptar que en el mundo reinan muchos valores, muchos «dioses», y que la existencia de esa pluralidad de sistemas de valores constituye precisamente el destino de su época, como dice Weber en L a c i e n c i a c o m o p r o f e s i ó n . Quien se guíe por una ética de convicciones es un «racionalista» extramundañoljue no acepta la realidad del mundo, un mundo 3o minado p o ru ñ a pluralidad de valores o ideales', muy (listintos~los unos de los otros v en una continua lucha .entre sí. Quien quiera actuar en la vida política debe saber. poreT contrario, que la lucha por el poder implica la utilización de la violencia como su medio específico y que7 por tanto, está entregado a sus propias consecuencias. Algunas de las tareas que tiene que atender la política sólo se pueden cumplir con la violencia, y de esto debe ser consciente quien quiera hacer de la política su profesión. Hacer política, por tanto, es pactar con este medio y saber ser responsable de las consecuencias que la utilización de ese medio puede generar. La crítica de Weber a que la actividad política se guíe por una ética de convicciones está basada, por tanto, en la consideración, por un lado, de que la moral cristiana !l

V éa se L a p o lític a c o m o p r o fe s ió n , p á g s. 162-163.

INTRODUCCIÓN

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predica la no violencia y el poner la otra mejilla y de que esa moral es tajante en sus planteamientos; no cabe la violencia. O se es cristiano y no se utiliza la violencia o se usa la violencia. No cabe término medio. Y la política, por el contrario, implica la utilización de la fuerza. Por otro lado, ese rechazo de la ética de las convicciones en el desarrollo de la actividad política parte del hecho de que en ésta se producen a veces efectos no queridos, no pre­ tendidos. Weber se refiere en concreto a los casos ya mencionados del pacifismo y de la cuestión de la culpabi­ lidad en el desencadenamiento de la primera guerra mun­ dial. En esta última cuestión cree Weber que una investi­ gación no seria puede conducir a un descrédito de la propia nación y de su honor, obteniéndose así un resulta­ do muy distinto del pretendido. Por el mismo motivo rechaza Weber a los revolucionarioscle su época. A éstosT que utilizan la violencia para la consecución de sus fines, también los interpreta él como seguidores de una ética dé convicciones, núes quieren conseguir sus fmeslncondicio-' nalmente, sin medir tampoco las consecuencias de sus acciones. Weber piensa oue esos fines no pueden legitimar los medios utilizados. No se pueden determinar o estable­ c er fines absolutos ni se puede llegar a determinar si un fin, y cuándo, legitima los medios que se emplean para conseguirlo. Para Weber, es totalmente falso afirmar que de un fin bueno sólo puede salir algo bueno. Del bien ha salido el mal y del mal el bien; el mundo es irracional! desde el punto de vista moral. — La naturaleza de la política profesional tal como la dibuja Weber está en abierta tensión y contraposición con el ideal cristiano del amor y con los ideales del socialismo o del pacifismo internacional. Weber había hablado sobre este punto en numerosas ocasiones con estudiantes que defendían esas posiciones y que se veían impulsados a participar en la actividad política para realizar sus princi­ pios y convicciones más íntimas. Algunos de estos estu­ diantes, Toller, por ejemplo, se habían manifestado inclu­ so repetidas veces contra la necesidad de políticos pro-

JOAQUÍN ABELLÁN

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fesionales para la vida política y se habían declarado a favor de realizar una política en la que lo decisivo fueran las convicciones, los principios. Weber no sólo no alienta esos planteamientos sino que les muestra crudamente que la política es una lucha por el poder en un mundo en el que existe una pluralidad de sistemas de valores, plurali­ dad que no puede ser eliminada por ningún valor con pretensiones de ser absoluto, Weber insiste asimismo en la consideración de que el uso de la violencia implica realmente un pacto con sus poderes diabólicos e inexora­ bles, por lo que intentar realizar la actividad política con una étíca~de convicciones Püe'de conducir a que aquellos valores supremos que se quieren llevar a la práctica siF fran, paradójicamente, un daño y un descrédito irreplT rabie. ' ~ “ La crítica de Weber a la ética de las convicciones en el desarrollo de la acción política no pretende, sin embargo, una desmotivación para la política. Antes por el contrario, su exposición de la política como actividad profesional aspira a servir de piedra de toque para apreciar si uno tiene auténtica vocación política. Si, por un lado, Weber presenta una imagen de la profesión política alejada de cualquier idealización, por otro reconoce plenamente la necesidad de una fuerte convicción, de un ideal, para lanzarse a la acción a pesar de todo, aun con el riesgo de «no salvar el alma». La luterana afirmación «no puedo hacerlo de otra manera; aquí estoy yo», que Weber recoge en este contexto, ilustra con total claridad este propósito. Es precisamente en este punto donde se complementan para Weber los dos tipos de ética, la de las convicciones y la de la responsabilidad, pues la política, que se hace ciertamente con la cabeza, es algo más que cabeza32.

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V é a se L a p o lític a c o m o p r o fe s ió n , p á g s . 146, 162.

BIBLIOGRAFÍA O bras d e M ax W eb er

Desde 1984 se encuentra en curso la edición de las obras completas: Max Weber Gesamtausgabe, ed. por Horst Baier, M. Rainer Lepsius, Wolfgang J. Mommsen, Wolfgang Schluchter y Johannes Winckelmann, Tübin­ gen, 1984 y sigs. La edición consta de tres series: I, Schrif­ ten und Reden (Escritos y discursos); II, Briefe (Cartas); III, Vorlesungen (Lecciones). Las obras más importantes son las siguientes: Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie (1922), 4.a ed. preparada por J. Winckel­ mann, Tübingen, 1956. Existe trad. cast. Economía y Sociedad, México, FCE, 1964. Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, 3 vols., Tü­ bingen, 1920-1921. Existe trad. cast. Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, 1984, 1987, 1988. Gesammelte politische Schriften (1921), ed. de J. Winckel­ mann, Tübingen, 1985... Existe trad. cast. de algunos de los escritos contenidos en este volumen: — «El Estado nacional y la política económica», y

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BIBLIOGRAFÍA

— «Parlamento y Gobierno en una Alemania reorganiza­ da. Una crítica política de la burocracia y de los parti­ dos», en Max Weber, Escritos políticos, ed. J. Abellán, Madrid, Alianza, 1991, págs. 63-100 y 101-300, respec­ tivamente. — La edición de Max Weber, Escritos políticos, México, 1982, 2 vols., preparada por J. Aricó contiene varios de los escritos reunidos en la edición alemana. Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre (1922), ed. de Tübingen, 1985, 6.a ed. Existe trad. cast. de algunos de los doce trabajos que contiene el volumen: — «Roscher y Knies y los problemas lógicos de la escuela histórica de economía», en Max Weber, El problema de la irracionalidad en las ciencias sociales, Madrid, 1985, págs. 3-173. — «La objetividad del conocimiento en las ciencias y la política sociales», en Max Weber, Sobre la teoría de las ciencias sociales, Barcelona, 1974, 2.a ed., págs. 5-91. — «Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura», en Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, 1973, págs. 102-173. — «Teoría de la utilidad marginal y la “ley fundamental de la psicofísica”», en Max Weber, El problema de la irracionalidad en las ciencias sociales, Madrid, 1985, págs. 174-192. — «Sobre algunas categorías de la sociología comprensi­ va», y «El sentido de la “neutralidad valorativa” de las ciencias sociológicas y económicas», en Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, 1973, págs. 175-221 y 222-269, respectivamente. — «La ciencia como vocación», en Max Weber, El político y el científico, Madrid, 1972, 3.a ed., págs. 180-231. Gesammelte Aufsätze zur Soziologie und Sozialpolitik (1924), ed. Marianne Weber, Tübingen, 1924. Existe trad. cast. de los siguientes escritos contenidos en el volumen:

BIBLIOGRAFÍA

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— La bolsa: introducción al sistema bursátil, Barcelona, 1987. — «El socialismo», en Marx Weber, Escritos políticos, ed. J. Abellán, Madrid, 1991, págs. 301-349. (En preparación la trad. «Zur Psychophysik der industrie­ llen Arbeit» en Editorial Trotta, Madrid.) Gesammelte Aufsätze zur Sozial- und Wirtschaftsgeschich­ te, ed. Marianne Weber, Tübingen, 1924. Existe trad. cast. de los siguientes escritos: «La decadencia de la cultura antigua», Revista de Occiden­ te, 13 (1926), págs. 25-29. Existe trad. cast. de otras obras no mencionadas ante­ riormente: — Historia económica general, México, FCE, 1964. (Wirts­ chaftsgeschichte von Max Weber. Abriss der universalen Sozial- und Wirtschaftsgeschichte, Aus den nachgelass­ e n Vorlesungen, ed. por S. Hellmann y Dr. M. Palyi, Munich y Leipzig, 1923; 3.a ed. revisada y completada por J. Winckelmann, Berlin, 1958.) —«La situación de los trabajadores agrícolas de la Ale­ mania al este del Elba. Visión general», Revista Espa­ ñola de Investigaciones Sociológicas, 49 (1990), págs. 233-255. (Es un fragmento de «Die Verhältnisse der Landarbeiter im ostelbischen Deutschland», en Schriften des Vereins fü r Sozialpolitik, vol. 55 [Die Ver­ hältnisse der Landarbeiter in Deutschland], Leipzig, 1892.) So b r e su v id a y su c o n t e x t o in t e l e c t u a l

Marianne Weber, Max Weber. Ein Lebensbild (1926), Tü­ bingen, 1984, 3.a ed.; W. J. Mommsen/W. Schwentker (eds.), Max Weber und seine Zeitgenossen, Göttingen, 1984. En la ultima década ha cobrado especial impor­ tancia la investigación de las relaciones entre Weber y Nietzsche. Sobre este punto: Robert Eden, f° jf: ica Leadership and Nihilism: A Study o f Weber and le zs-

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El período histórico en el que surgen y se publican los escritos de Weber que se reúnen en este libro está marcado por el fin de la guerra, la revolución de no-

BIBLI 0 GR.4FÍA

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viembre de 1918 y el nacimiento de la República de Weimar. En la edición de fuentes para el estudio de la época destacan los volúmenes publicados por la Comi­ sión para la Historia del Parlamentarismo y de los Par­ tidos Políticos de Bonn (Kommission für Geschichte des Parlamentarismus und der Politischen Parteien). Dentro de la serie «Von der konstitutionellen Monar­ chie zur parlamentarischen Republik» se han publicado los siguientes volúmenes de fuentes: Die Regierung des Prinzen Max von Baden, preparada por Erich Matthias y Rudolf Morsey, Düsseldorf, 1962; Die Regierung der Volksbeauftragten 1918/19, con intr. de E. Matthias y preparada por Susanne Miller con la colaboración de Heinrich Potthoff, Düsseldorf, 1969; Die Regierung Eisner 1918/19. Ministerratsprotokolle und Dokumente, introd. y preparación de Franz J. Bauer, Düsseldorf, 1987. Estudios sobre la fase de fundación de la República de Weimar: Erich Matthias, Zwischen Räten und Geheim­ räten. Die deutsche Revolutionsregierung 1918/19, Düs­ seldorf, 1970; Eberhard Kolb, Die Arbeiterräte in der deutschen Innenpolitik 1918 bis 1919, Düsseldorf, 1962; E. Kolb (ed.), Vom Kaiserreiche zur Weimarer Republik, Köln, 1972; Peter von Oertzen, Betriebsräte in der Novemberrevotion, Düsseldorf, 1963; Ulrich Kluge, Solda­ tenräte und Revolution. Studien zur Militärpolitik in Deutschland 1918/19, Göttingen, 1975; Reinhard Rürup, Probleme der Revolution in Deutschland 1918/19, Wiesbaden, 1968; W. J. Mommsen, «Die deutsche Re­ volution 1918-1920», Geschichte und Gesellschaft, 4 (1978), págs. 362-391; Anthony Phellan (ed.), El dilema de Wiemar. Los intelectuales en la República de Weimar, trad. cast., Valencia, 1991. Sobre la revolución en Baviera: Allan Mitchell, Revolution in Bayern 1918/19. Die Eisner-Regierung und die Räte­ republik, Munich, 1967; Karl Bosl (ed.), Bayern im Um­ bruch. Die Revolution von 1918, ihre Voraussetzungen ihr Verlauf und ihre Folgen, Munich, 1969.

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NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN L a c i e n c i a COMO p r o f e s i ó n (Wissenschaft als Beruf) ha sido traducida del texto presentado en Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, ed. de Johan­ nes Winckelmann, Tübingen, 1975, 6.a ed., págs. 582-613. L a p o l í t i c a c o m o p r o f e s i ó n (Politik als Beruf ha sido traducida del texto presentado en Max Weber, Ge­ sammelte politische Schriften, ed. de Johannes Winckelmann, Tübingen, 1988, 5.a ed., págs. 505-560.

Los textos de ambas conferencias no presentan, en sus respectivas ediciones alemanas, ninguna subdivisión inter­ na. Nosotros, sin embargo, con el objeto de facilitar la lectura, hemos introducido algunas subdivisiones en el texto, colocando entre corchetes los títulos que les hemos dado.

LA CIENCIA COMO PROFESIÓN

Debo hablarles, de acuerdo con sus deseos, sobre «la ciencia como profesión». Hay una cierta pedantería por parte de nosotros los economistas, que me gustaría man­ tener hoy y es la de que siempre partimos de la situación externa de las cosas; pero en la cuestión de hoy, de cómo se organiza la ciencia como profesión en el sentido mate­ rial de la palabra, esto significa práctica y esencialmente cómo se organiza la situación de un estudiante que haya acabado la carrera y que esté decidido a dedicarse a la ciencia profesionalmente dentro de la vida académica. Para entender en dónde están las características especiales de nuestra situación alemana es razonable proceder por la vía de la comparación y tomar conciencia de cómo se presenta esa situación en el extranjero, en el país en el que existe, en esta perspectiva, un contraste mayor respecto a nosotros, es decir, en Estados Unidos. [O r g a n i z a c i ó n d e l a v i d a a c a d é m ic a E s t a d o s U n id o s y e n A l e m a n ia ]

en

Entre nosotros, como es sabido, la carrera de un joven que quiera dedicarse a la ciencia como profesión comien­ za normalmente como Privatdozent. Después de conversar y obtener la aprobación del representante de la especiali­ dad pertinente recibe la habilitación en una universidad en virtud de un libro que ha escrito y de un examen la mayo­ ría de las veces más formal ante la Facultad, y entonces da clases sobre materias que él mismo establece dentro de su

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venia legendi, sin una remuneración salarial, pagado sola­ mente por el dinero que se obtiene de la matrícula de sus estudiantes. En América la carrera académica comienza normalmente de otra manera totalmente diferente, con el puesto de assistant. Es una manera similar a lo que suele hacerse entre nosotros en los grandes institutos de las facultades de Medicina y de Ciencias Naturales, en donde sólo una parte de los Assistenten aspira a la habilitación formal como Privatdozent. Esta diferencia significa en la práctica que, entre nosotros, la carrera de un hombre de ciencia se construye sobre la base de la existencia de un patrimonio, pues es muy arriesgado para un joven intelec­ tual que no tenga patrimonio propio exponerse a las con­ diciones de la carrera académica. Tiene que poder aguan­ tar, por lo menos, una cierta cantidad de años sin saber si después de ello va a tener la posibilidad de obtener un puesto que le permita mantenerse. En Estados Unidos, sin embargo, existe un sistema burocrático. El joven recibe desde el comienzo un salario, modesto por supuesto. El salario no llega apenas, la mayoría de las veces, a la remuneración salarial de un obrero no totalmente no cua­ lificado. Pero aun así comienza con un puesto aparente­ mente seguro, pues tiene un salario fijo. Lo único que ocurre es que puede ser despedido, como nuestros Assis­ tenten, y esto es algo que tiene que esperar sin ningún tipo de consideración, si no responde a las expectativas puestas sobre él. Estas expectativas desaparecen si él tiene «lle­ nos». Esto no puede pasarle a un Privatdozent alemán. Se le tiene una vez, y ya no se le despedirá. No tiene lo que se dice «derechos», pero sí tiene la idea de que, habiendo trabajado durante varios años, tiene una especie de dere­ cho moral a que se le tome en cuenta, también cuando se trate de la eventual habilitación de otros Privatdozenten, y esto es con frecuencia importante. La cuestión de si hay que habilitar básicamente a todos los capacitados o si sólo hay que tomar en consideración las «necesidades docen­ tes», es decir, darles el monopolio de la enseñanza a los docentes existentes, es un penoso dilema que está en co­

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nexión con la doble cara de la profesión académica que vamos a mencionar en seguida. La mayor parte de las veces se toma la decisión a favor de la segunda opción. Pero esto significa un incremento del peligro de que el profesor ordinario correspondiente prefiera a sus propios discípulos, aun siendo él subjetivamente lo más concien­ zudo posible. Yo personalmente, por decirlo todo, he se­ guido el principio de que quien se haya doctorado conmi­ go tiene que habilitarse con otro profesor y en otra uni­ versidad, pero el resultado ha sido que uno de mis alum­ nos más capaces ha sido rechazado en otra universidad porque nadie le creía que el motivo de querer habilitarse allí había sido el mencionado. Otra diferencia respecto a América es que, entre noso­ tros, el Privatdozent, en general, tiene que ver con sus clases menos de lo que él desearía. Es cierto que él, según la ley, puede dar cualquier clase sobre su especialidad, pero esto sería visto como una desconsideración inaudita respecto a los docentes más' antiguos, y, por lo general, las «grandes» clases las imparte el representante de la espe­ cialidad y el docente se conforma con clases adicionales. La ventaja de esto es que tiene libertad en sus años jóvenes para el trabajo científico, aunque sea algo involuntaria­ mente. En América esto último está organizado según otros principios totalmente diferentes. El docente está sobrecar­ gado precisamente en sus años jóvenes porque está remu­ nerado. En un Departamento de Germanística, por ejem­ plo, el profesor ordinario dará como un curso de tres horas sobre Goethe y con eso le basta, mientras que el assistant más joven estará contento si, con doce horas a la semana, tiene que ocuparse, además de darles un tinte de lengua alemana, de poetas de la categoría de Uhland. Pues el plan de estudios lo fijan las autoridades académicas de la especialidad y el assistant está tan dependiente de él como el Assistent entre nosotros. Ahora podemos ver con claridad que la evolución mas reciente de nuestras universidades en amplios campos de

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la ciencia se mueve en la dirección de las universidades americanas. Los grandes institutos de Medicina y de Cien­ cias Naturales son empresas de «capitalismo de Estado». No pueden administrarse sin medios de la máxima enver­ gadura. Y se presenta en ellos la misma situación que en todas las partes en donde se introduce la empresa capita­ lista: la «separación del trabajador de los medios de pro­ ducción». El obrero, es decir, el Assistent, depende de los medios de trabajo que el Estado pone a su disposición. Por consiguiente, depende tanto del director del instituto como un empleado en una fábrica —pues el director se cree de total buena fe que el instituto es su instituto, y dispone a su capricho— y, con frecuencia, tiene una pre­ caria situación, similar a la que tiene toda existencia «proletaroide» y a la que tiene el assistant de la universidad americana. Nuestra vida universitaria alemana se americaniza en puntos muy importantes, como nuestra vida en general, y estoy convencido de que esta evolución irá abarcando también a aquellas especialidades donde, como ocurre en la mía en gran medida, el artesano mismo es propietario de sus medios de trabajo (básicamente, la biblioteca) de la misma manera que en el pasado el viejo artesano era el propietario dentro de su oficio. Esta evolución se encuen­ tra en plena marcha. Las ventajas técnicas de esta evolución son indudables, como en todas las empresas capitalistas y burocratizadas al mismo tiempo. Pero el «espíritu» que reina en ellas es distinto a la antigua atmósfera de las universidades alema­ nas. Existe un abismo extraordinariamente profundo, en sus aspectos internos y externos, entre el jefe de semejante gran empresa universitaria capitalista y el habitual profe­ sor ordinario de viejo cuño. También existe ese abismo en la actitud interior. No quisiera extenderme más sobre esto. La vieja organización de la universidad se ha hecho ficticia, en lo externo y en lo interno. Lo que ha permane­ cido y se ha intensificado enormemente es un elemento de la carrera universitaria, el de que es sencillamente un azar

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el que un Privatdozent o un Assistent logren alguna vez llegar al puesto de un profesor ordinario completo o de director de un instituto. Es cierto que no sólo reina la casualidad sino que reina en un grado inusualmente eleva­ do. Apenas conozco una carrera en el mundo en la que el azar juegue tal papel. Puedo decir esto tanto más cuanto que yo personalmente tengo que agradecer a algunas ca­ sualidades absolutas el que me nombraran muy joven pro­ fesor ordinario de una especialidad en la que otros colegas de mayor edad, en aquella época, tenían más méritos sin duda que yo. No obstante, en virtud de esta experiencia personal, me imagino que puedo ver mejor el inmerecido destino de muchos a los que la casualidad les ha jugado en sentido contrario y les sigue jugando todavía, y que, a pesar de todas sus cualidades, no consiguen el puesto que se merecerían dentro de este sistema de selección. El hecho de que el azar, y no la capacidad como tal, juegue un papel tan importante no es debido solamente ni de manera especial a las debilidades humanas, que afloran naturalmente en esta selección como en cualquier otra. No sería justo responsabilizar a las pocas cualidades del personal de las facultades y de los ministerios por esta situación de que tantos mediocres desempeñen un papel tan sobresaliente en las universidades. Ese hecho es debi­ do a las leyes de la cooperación entre los hombres en sí, especialmente de la cooperación entre varias corporacio­ nes, y en este caso concreto entre las facultades que pro­ ponen los nombramientos y el ministerio. Un ejemplo equivalente: podemos seguir los procesos de elección de los papas durante muchos siglos, que constituyen el ejem­ plo controlable más importante de una selección de per­ sonas similar. Sólo en raras ocasiones ha llegado a papa el cardenal de quien se decía que era el «favorito». Por regla general llega el candidato segundo o el tercero. Lo mismo ocurre con el presidente de los Estados Unidos: sólo excepcionalmente llega a la nomination de su partido y posteriormente a la campaña electoral el candidato pri­ mero, es decir, el más famoso, y la mayor parte de las

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veces llega el candidato segundo o el tercero. Los ameri­ canos han acuñado ya expresiones sociológicas técnicas para estos tipos y sería muy interesante investigar, de la mano de estos ejemplos, las leyes de la selección realizada por una voluntad colectiva. No lo vamos a hacer nosotros hoy, pero estas leyes valen también para la universidad y no hay que extrañarse de que con frecuencia se den erro­ res, sino de que el'número de nombramientos acertados sea, en términos relativos, a pesar de todo, muy significa­ tivo. Se puede estar seguro de que únicamente los medio­ cres acomodaticios o los arribistas son los que van a tener oportunidades allí donde intervengan, por motivos políti­ cos, el Parlamento —como en algunos países—, los monar­ cas —como entre nosotros— (ambos casos tienen unos efectos similares) o los revolucionarios en la actualidad. A ningún profesor universitario le gusta recordar las discusiones en torno a su nombramiento, pues rara vez son agradables. Y, sin embargo, puedo decir que, en los numerosos casos que yo he conocido, siempre, sin excep­ ción, ha estado presente la buena voluntad de que decidie­ sen motivos puramente objetivos. Hay que seguir poniendo en claro que el hecho de que la decisión sobre los destinos académicos sea en tan gran medida «azar» no se debe solamente a las insuficiencias de la selección realizada por una voluntad colectiva. Todo joven que se sienta llamado para la profesión académica debe tener claro, más bien, que el trabajo que le espera tiene una doble cara: no sólo tiene que tener muy buena formación intelectual sino que tiene que ser también un maestro. Y ambas cosas no coinciden al mismo tiempo. Alguien puede ser un sabio sobresaliente y ser un profesor terriblemente malo. Yo recuerdo la docencia de hombres como Helmholtz o Ranke, y éstos no son casos excepcio­ nales. Las cosas están ahora de tal manera que nuestras universidades, especialmente las pequeñas, se encuentran en una ridicula competición por el número de estudiantes. Los propietarios de viviendas de las ciudades universita­ rias festejan al estudiante número mil con una celebración,

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y al número dos mil prefieren festejarlo con un desfile de antorchas. Hay que confesar abiertamente que los ingre­ sos por matrículas quedan afectados cuando hay especia­ lidades vecinas cubiertas de un modo que «ejercen una fuerza de atracción» y, prescindiendo de eso, el número de oyentes es una acreditación palpable en cifras mientras que la calidad científica no es cuantificable y es discutible precisamente en los innovadores temerarios frecuente­ mente (y muy naturalmente). Por ello la mayor parte de las veces todo se encuentra bajo esta sugestión de que un número grande de oyentes es un valor y una bendición infinita. Cuando se dice de un docente que es un mal maestro, esto significa en la mayoría de los casos su sen­ tencia de muerte académica, aunque sea el más capacitado de todo el mundo. Pero a la pregunta de si uno es un buen o un mal profesor se responde con el número de asisten­ cias con que los señores estudiantes lo honran a uno. Es una realidad que el que los estudiantes afluyan a un pro­ fesor está determinado en un grado muy elevado por meros aspectos externos, como el temperamento o el tim­ bre de voz, y lo está en un grado que no se creería posible. Tras una amplia experiencia y una sobria reflexión yo tengo una profunda desconfianza respecto a las clases masivas, por muy inevitables que éstas sean ciertamente. La democracia tiene que estar en su propio ámbito. Pero el aprendizaje científico tal como tenemos que realizarlo en la universidad, según la tradición de las universidades alemanas, es un asunto de aristocracia intelectual, no nos engañemos. Por otra parte, es verdad que quizá la tarea pedagógica más difícil de todas sea la exposición de los problemas científicos de tal manera que los entienda una cabeza no formada, pero capaz, y que pueda llegar a un pensamiento independiente al respecto —lo único decisivo para nosotros—, Pero sobre esta cuestión de si esa tarea se ha cumplido no puede decidir el número de oyentes. Y, para volver a nuestro tema, este arte de enseñar es un don personal y no va en absoluto con la capacidad científica. Sin embargo, y a diferencia de Francia, no tenemos una

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corporación de «inmortales» de la ciencia, sino que las universidades, de acuerdo con nuestra tradición, tienen que cumplir la doble exigencia de la investigación y la enseñanza. Es una total casualidad el que ambas capacida­ des se den en una misma pers'ona. La vida académica, por tanto, es un puro azar. Cuando me vienen jóvenes académicos para pedirme consejo so­ bre la habilitación, casi no se puede aceptar la responsa­ bilidad de aconsejarles. Si es un judío, se le dice natural­ mente: «lasciate ogni speranza». Pero también a cualquier otro hay que preguntarle a su conciencia: «¿Cree usted que va a soportar que, año tras año, pasen por encima de usted mediocridades tras mediocridades sin amargarse in­ teriormente y sin echarse a perder?» Siempre se recibe la misma respuesta: «Naturalmente, yo sólo viviré para mi “profesión”», pero yo al menos he conocido a muy pocos que aguantaran sin que se hicieran un daño interior en ellos mismos. Todo esto he creído que tenía que decir sobre las con­ diciones externas de la profesión académica.

[L a e s p e c i a l i z a c i ó n , c a r a c t e r ís t ic a BÁSICA DE LA CIENCIA]

Pero yo creo que ustedes, en realidad, quieren escuchar algo distinto, quieren escuchar algo sobre la vocación in­ terior para la ciencia. En la actualidad, la disposición interior respecto a la actividad científica como profesión está condicionada, en primer lugar, por el hecho de que la ciencia ha entrado en una fase de especialización, des­ conocida anteriormente, y que continuará en el futuro. El asunto está no sólo externamente, no, sino interiormente de la siguiente manera: que, en el terreno científico, el individuo sólo puede lograr realizar algo completo dentro de una estricta especialización. Todos los trabajos que abarcan campos fronterizos, como los que hacemos noso­ tros ocasionalmente o como los que los sociólogos, por

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ejemplo, tienen necesariamente que hacer, se resignan conscientemente, a que el propio trabajo permanezca ine­ vitablemente muy incompleto, aunque se estén suminis­ trando en todo caso al especialista problemas útiles en los que éste no cae fácilmente desde su perspectiva especiali­ zada. El trabajador científico sólo puede hacer suyo, en realidad, ese sentimiento de plenitud de haber hecho algo que durará con una estricta especialización. En el presen­ te, un resultado importante y realmente definitivo es siem­ pre un resultado especializado, y quien no posea la capa­ cidad de ponerse, por así decir, anteojeras y de hacerse a la idea de que el destino de su alma depende de compro­ bar tal conjetura en un pasaje de un manuscrito, que permanezca alejado de la ciencia. Nunca llegará a experi­ mentar en sí mismo lo que puede denominarse la «viven­ cia» de la ciencia. Sin esta extraña embriaguez, ridicula para el que está fuera, sin esta pasión, sin este «milenios tuvieron que pasar antes de que tú entraras en la vida y otros milenios esperan en silencio» para ver si esa conje­ tura se resuelve contigo, uno no tiene vocación para la ciencia y que haga otra cosa, pues nada vale para el hombre en cuanto hombre lo que no pueda hacer con pasión. Pero la realidad es que por mucha pasión que haya y por muy auténtica y profunda que sea, no se puede forzar el resultado. Evidentemente es una condición previa del elemento decisivo, la «inspiración». Es verdad que actual­ mente está muy extendida entre círculos de jóvenes la idea de que la ciencia se ha convertido en un cálculo que se produce en los laboratorios o en los archivos estatales con el frío entendimiento nada más y no con toda el «alma», tal como se producen las cosas «en una fábrica». Pero en este punto hay que señalar que no existe ninguna claridad la mayoría de las veces sobre lo que ocurre en una fábrica ni sobre lo que ocurre en un laboratorio. Tanto aquí como allí, al hombre tiene que, ocurrírsele algo —lo correcto, precisamente— para producir algo valioso. Pero esta ocurrencia no se puede forzar; no tiene nada que ver con un cálculo frío. Es verdad que éste también es una condi­

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ción previa indispensable. Cualquier sociólogo, por ejem­ plo, no debe sentirse menos por hacer incluso siendo mayor, quizá durante meses, decenas de miles de opera­ ciones de cálculo en su cabeza. Si se quiere lograr algo, no se intentará impunemente cargar esto sobre los auxiliares, y lo que sale finalmente es, con frecuencia, muy poca cosa. Pero si no se le «ocurre» algo determinado sobre la direc­ ción de sus cálculos y si, durante los cálculos, no se le «ocurre» algo sobre el alcance de los resultados concretos que van apareciendo, ni siquiera se logra esa muy poca cosa. Sólo sobre el terreno de un trabajo muy duro surge normalmente la ocurrencia, aunque es cierto que no siem­ pre. La ocurrencia de un aficionado puede tener científi­ camente el mismo o mayor alcance que la del especialista. Muchos de nuestros mejores planteamientos y conoci­ mientos se los debemos precisamente a aficionados. El aficionado sólo se diferencia del especialista en el hecho de que le falta la firme seguridad del método de trabajo —como dijo Helmholtz sobre Robert Mayer— y en el de que no está en situación la mayoría de las veces de reali­ zar, valorar o controlar su ocurrencia. La ocurrencia no sustituye al trabajo. Y el trabajo, por su parte, no puede forzar o sustituir a la ocurrencia, como tampoco la susti­ tuye la pasión. Ambos, sobre todo ambos a la vez, la atraen, pero la ocurrencia viene cuando ella quiere, no cuando queremos nosotros. Es cierto, en realidad, que las mejores cosas no se le ocurren a uno cuando está buscan­ do y dándole vueltas a la cabeza sentado en su escritorio, sino que se le ocurren fumando un puro en el sofá, como dice Ihering, o dando un paseo por una calle que se empina lentamente, como dice de sí Helmholtz con preci­ sión científico-natural, o de otras maneras similares, pero, en todo caso, no cuando uno la está esperando. Por su­ puesto que a uno no le vendría una ocurrencia si no tuviera tras sí esa reflexión sentado en el escritorio y el haberse hecho algunas preguntas con pasión. Pero sea como sea, el trabajador científico tiene que contar con el azar, que tiene todo trabajo científico, de que venga la

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«inspiración» o de que no venga. Uno puede ser un exce­ lente trabajador sin haber tenido nunca una ocurrencia propia valiosa. Pero es un grave error pensar que esto ocurre sólo en la ciencia y que es distinto, por ejemplo, lo que ocurre en un negocio o lo que ocurre en un laborato­ rio. Un comerciante o un gran industrial sin «imaginación comercial», es decir, sin ocurrencias, sin ocurrencias ge­ niales, será toda su vida un hombre que, en el mejor de los casos, se quedará como un funcionario técnico o un em­ pleado: nunca creará nuevas formas de organización. La inspiración no juega un papel mayor en la ciencia que en la solución de los problemas de la vida práctica por parte de un empresario moderno —como se imagina el académi­ co—. Pero, por otra parte, no juega un papel menor que en el arte, lo que también se ignora frecuentemente. Es infantil pensar que un matemático llegaría a algún resul­ tado científicamente valioso sentado en su mesa con una regla de cálculo o con otros instrumentos mecánicos o máquinas calculadoras. Es evidente que la imaginación matemática de un Weierstrass tiene una orientación total­ mente distinta a la de un artista en cuanto a su sentido y a sus resultados y es cualitativamente muy diferente, pero no lo es en cuanto a su proceso psicológico. Ambos tipos de imaginación son embriaguez (en el sentido de la «ma­ nía» de Platón) e «inspiración». Ahora bien, el que alguien tenga inspiraciones científi­ cas depende de un destino que se nos esconde, pero tam­ bién de los «dones». Esta indudable verdad no es la última razón por la que se ha popularizado, comprensible entre los jóvenes, una actitud a favor de algunos ídolos, cuyo culto vemos que se extiende en todas las esquinas y en todas las revistas. Esos ídolos son la «personalidad» y el «erleben» (tener vivencias, experimentar). Ambas están estrechamente unidas y predomina la idea de que la segun­ da configura la «personalidad» y que pertenece a ésta. La gente se atormenta por tener vivencias —pues esto perte­ nece al modo de vida propio de una personalidad—y si no lo logran tienen que hacer, al menos, como si se tuviese

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este don. Antes, esta «vivencia» (Erlebnis) se decía en alemán «Sensation». Y creo que se tenía una idea más acertada de lo que era y significaba la «personalidad». ¡Distinguidos oyentes! En el campo de la ciencia sólo tiene «personalidad» quien está pura y simplemente al servicio de la propia ciencia. Y esto no es sólo así en la ciencia. No conocemos ningún gran artista que haya he­ cho otra cosa que estar al servicio de su arte y sólo de él. Incluso en una personalidad de la talla de Goethe, en cuanto se toma en cuenta su arte, se ve que éste se ha vengado por haberse tomado aquél la libertad de querer hacer de su «vida» una obra de arte. Aunque se ponga en duda esta afirmación, hay que ser un Goethe, en todo caso, para poder permitírselo, y cualquiera tendrá que reconocer al menos que, incluso en un hombre como él, que sólo aparece una vez en mil años, no ha quedado sin pagar por ello. En la política tampoco funciona de otra manera, pero de ello no vamos a hablar hoy. En el terreno de la ciencia es seguro que no tiene «personalidad» quien aparece en escena como empresario de la cosa a la que debería dedicarse y quisiera legitimarse mediante su «ex­ periencia» y se pregunta: «¿Cómo demuestro yo que soy algo distinto a un mero “especialista”?, ¿cómo hago para decir algo que, en su forma o contenido, no lo haya dicho nadie como yo?» Es este un fenómeno que se presenta hoy masivamente y que empequeñece y rebaja a quien hace la pregunta de esa manera, mientras que la entrega interior a una tarea y sólo a ella lo elevaría a las alturas y a la dignidad de la cosa a la que dice servir. Tampoco esto es distinto en el artista.

[C i e n c i a y p r o g r e s o : s e n t i d o d e l t r a b a j o CIENTIFICO Y SENTIDO DEL PROGRESO]

Pero frente a estas condiciones previas comunes a nues­ tro trabajo y al arte existe un destino que diferencia pro­ fundamente nuestro trabajo del trabajo artístico. El traba­

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jo científico está inserto en el curso del progreso. En el terreno del arte, por el contrario, no hay ningún progreso en ese sentido. No es verdad que la obra de arte de una época que haya aplicado nuevos medios técnicos o que haya aplicado, por ejemplo, las leyes de la perspectiva esté por ello, desde el punto de vista artístico, por encima de otra obra que no haya conocido ni esos medios ni esas leyes, si esta obra era adecuada a su forma y a su materia, es decir, si había elegido y formado su objeto como había que hacerlo de acuerdo con el arte sin la aplicación de esos otros medios y condiciones. Una obra de arte que tenga realmente «plenitud» (Erfüllung) no será nunca superada, no envejecerá nunca. El individuo podrá valorar personal­ mente de manera distinta su significación para él, pero nunca podrá decir nadie de una obra que tenga realmente «plenitud» que ha sido «superada» por otra que tenga también Erfüllung. Cada uno de nosotros, por el contra­ rio, sabe que lo que ha trabajado estará anticuado en diez, veinte o cincuenta años. Este es nuestro destino, este el sentido del trabajo científico, al cual está sometido y entre­ gado de un modo muy específico en relación a todos los demás elementos de la civilización (Kultur), para los que también vale ese sentido: todo «logro acabado» de la ciencia significa nuevas «cuestiones» y tiene voluntad de quedarse anticuado y de ser «superado». Con esta situa­ ción tiene que contar quien quiera servir a la ciencia. Es cierto que los trabajos científicos pueden conservar su importancia como «productos alimenticios de lujo» por su calidad artística, o como medios para el aprendizaje del trabajo. Pero hay que repetir que ser superados científica­ mente no es sólo el destino de todos nosotros sino la meta de todos nosotros. No podemos trabajar sin esperar que sigan viniendo otros detrás de nosotros. Por principio, este progreso avanza hacia lo infinito. Y con este plantea­ miento llegamos al problema del sentido de la ciencia, pues no es evidente ciertamente que algo que está some­ tido a semejante ley tenga su sentido y su comprensión en sí mismo. ¿Por qué se hace algo que, en realidad, no llega

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nunca a su fin y que no puede llegar? Por unos objetivos puramente prácticos, técnicos en el sentido amplio de la palabra; para poder basar nuestra acción práctica en las expectativas que nos pone a mano la experiencia científi­ ca. Bien, pero esto sólo significa algo para el práctico. ¿Pero cuál es la actitud interior del hombre de ciencia hacia su propia profesión?, si es que realmente aspira a tener alguna. Él dice que hace ciencia «por sí misma» y no sólo porque otros puedan obtener con ello resultados técnicos o sociales, para alimentarse mejor, vestirse, alum­ brarse o gobernarse. Pero ¿qué sentido puede proporcio­ nar con ello, con estas creaciones que están determinadas a quedar anticuadas?, ¿qué sentido tiene, por tanto, para que uno se meta en esta actividad especializada y que camina hacia el infinito? Esto requiere algunas considera­ ciones generales. El progreso científico es una parte, la más importante, por cierto, de ese proceso de racionalización en el que estamos desde hace milenios y respecto al cual hoy se suele tener una posición extraordinariamente negativa. Pongámonos en claro qué significa realmente en la práctica esta racionalización intelectual mediante la cien­ cia y mediante la técnica basada en la ciencia. ¿Significa, pongo por caso, que actualmente nosotros, cada uno de los que se sientan en esta sala, por ejemplo, tiene un mayor conocimiento de las condiciones de vida bajo las que vive que un indio o un hotentote? Difícilmente. Quien vaya de nosotros en tranvía, no tiene idea de cómo hace el tranvía para ponerse en movimiento, a no ser que sea un físico especializado. Y tampoco necesita saberlo. Le basta con poder «contar» con el comportamiento del tran­ vía y él se basa en ese comportamiento, pero sin saber nada de cómo hace un tranvía para que se pueda mover. Cuando nosotros gastamos dinero hoy, yo me apuesto a que casi nadie, incluso si hay colegas economistas en la sala, tendrá una respuesta para la pregunta de cómo hace el dinero para que se pueda comprar algo a cambio de él —unas veces mucho, otras poco—. El salvaje sabe lo que

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hacer para llegar a su alimentación diaria y qué instrumen­ tos le ayudan en esa función. La creciente racionalización e intelectualización no significa, por tanto, un mayor co­ nocimiento general de las condiciones de vida bajo las que se vive, sino que significa otra cosa totalmente diferente: significa el conocimiento o la fe de que, si se quisiera, se podrían conocer en todo momento esas condiciones; sig­ nifica, por tanto, el conocimiento o la fe de que, por principio, no existen poderes ocultos imprevisibles que estén interviniendo sino que, en principio, se pueden do­ minar más bien todas las cosas mediante el cálculo. Esto significa, sin embargo, la desmagificación del mundo. Ya no hay que acudir a medios mágicos para dominar o aplacar a los espíritus, como el salvaje para quien existían esos poderes. Esa dominación la proporcionan el cálculo y los medios técnicos. Esto es lo que significa ante todo la racionalización como tal. ¿Pero este proceso de desmagificación continuado a lo largo de milenios en la cultura occidental y este «progre­ so», al que pertenece la ciencia como una parte y como fuerza impulsora, tienen un sentido que vaya más allá de lo puramente técnico y práctico? Estas preguntas las en­ contrarán ustedes planteadas sobre todo en las obras de León Tolstoi. El llega a ellas de una manera curiosa. Todo el problema de sus cavilaciones giraba en torno a la pre­ gunta de si la muerte es un fenómeno con sentido o no. Y su respuesta es que para el hombre civilizado (Kulturmensch) no lo es, y no lo es precisamente porque la vida del individuo civilizado, metida en el «progreso», en lo infinito, no podía tener, de acuerdo con su propio sentido inmanente, un final ya que siempre hay un progreso con­ tinuo por delante del individuo que está metido en ese proceso. Ninguna persona que muere llega a la altura en la que está la infinitud. Abraham o cualquier campesino de los viejos tiempos moría «viejo y saciado de la vida» porque su vida estaba dentro del ciclo natural la vida, porque su vida le había traído, al final de sus días, de acuerdo con su sentido, todo lo que ella le podía ofrecer; porque no le

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quedaba ningún «enigma» que resolver y, por eso, podía tener «bastante» de la vida. Un hombre civilizado (Kulturmensch), sin embargo, puesto en el progreso de enriqueci­ miento progresivo de la civilización (Zivilisation) con pen­ samientos, conocimientos, problemas, puede llegar a estar «cansado de la vida», pero no saciado. Éste sólo pesca una mínima parte de lo que la vida del espíritu va alumbrando continuamente, y siempre es algo provisional, nada defi­ nitivo, y por eso la muerte es para él un acontecimiento sin sentido. Y porque la muerte no tiene sentido, no lo tiene tampoco la propia vida civilizada (Kulturleben) como tal, que es la que da a la muerte su carencia de sentido precisamente con su «progreso» sin sentido. En todas sus últimas novelas se encuentra esta idea como el tema bási­ co del arte tolstoiano. ¿Qué posición adoptar frente a esto? ¿Tiene el «progre­ so» como tal un sentido cognoscible que vaya más allá de lo técnico de modo que el servicio a él sea una profesión con sentido (sinvoll)? Hay que plantear esta cuestión. Ya no es sólo la cuestión de la vocación para la ciencia, es decir, el problema de qué significa la ciencia como profe­ sión para quien se dedica a ella, sino que la cuestión es otra: ¿qué es la profesión de la ciencia dentro de la vida global del hombre y cuál es su valor? La diferencia que existe en este punto sobre el pasado y el presente es enorme. Recuerden ustedes el maravilloso cuadro al comienzo del libro séptimo de la República de Platón: unos hombres encadenados en una caverna, con los rostros dirigidos a la pared del fondo y detrás de ellos hay una luz, que no pueden ver; sólo se entretienen con las sombras que la luz proyecta en la pared y tratan de averiguar la relación existente entre ellas. Uno de ellos logra, al fin, romper las cadenas, se gira y mira al sol. Cegado, se mueve a tientas y cuenta balbuciente lo que ha visto. Los otros dicen que está loco, pero poco a poco aprende a mirar la luz, y entonces su tarea es bajar hacia los hombres de la caverna y conducirlos a la luz. Él es el

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filósofo y el sol es la verdad de la ciencia, que no busca apariencias y sombras sino el verdadero ser. Sí, ¿pero quién está actualmente en esa actitud respecto a la ciencia? Actualmente, la sensación de los jóvenes es precisamente más bien la contraria: la imagen de la ciencia es la de un reino transmundano de abstracciones artificia­ les que tratan de apresar con sus secas manos la sangre y la savia de la vida real sin llegar a pescarlas. Y piensan que es aquí, en la vida, sin embargo, en lo que para Platón era el juego de las sombras en la pared, donde late la verda­ dera realidad y que todo lo demás no son sino fantasmas sin vida y separados de la realidad. ¿Cómo se ha operado esta transformación? La apasionada admiración de Platón en la República se explica en último término por el hecho de que se había descubierto por vez primera el sentido de uno de los grandes instrumentos de todo conocimiento científico, el del concepto. Éste había sido descubierto por Sócrates en todo su alcance, pero no por él únicamente en todo el mundo. En la India pueden encontrar ustedes planteamientos muy similares a los de la Lógica de Aris­ tóteles. Pero en ningún sitio los encontrarán con esta conciencia de su significación. Aquí apareció por vez pri­ mera como un instrumento con el que se podía poner a alguien en el tornillo de la lógica de modo que no pudiera salir sin tener que reconocer que o no sabía nada o que ésta y no otra era la verdad, la verdad eterna que nunca habría de pasar como sí pasan las acciones de los ciegos hombres. Esta fue la impresionante experiencia que tuvie­ ron los discípulos de Sócrates. Y de ahí parecía deducirse que cuando se hubiera encontrado el concepto verdadero de lo bello, de lo bueno, o de la valentía, del alma —y de lo que fuera— se podría captar entonces su verdadero ser, y esto parecía mostrar el camino para aprender y conocer cómo actuar rectamente en la vida, como ciudadano sobre todo. Pues esta cuestión era la más importante para el griego, el cual siempre pensaba en términos políticos. Por esta razón se hacía ciencia. Junto a este descubrimiento del espíritu helénico apare­

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ció, como hijo del Renacimiento, el segundo gran instru­ mento del trabajo científico: el experimento racional, que actúa como medio de una experiencia controlada de ma­ nera fiable, sin el que la ciencia empírica actual no sería posible. Ya con anterioridad se habían hecho experimen­ tos, experimentos fisiológicos, por ejemplo, en la India al servicio de la técnica ascética del yogui y en la antigüedad helénica se habían hecho experimentos matemáticos para la técnica de la guerra y en la Edad Media se habían hecho estos últimos para la minería. Pero haber elevado el expe­ rimento a principio de la investigación como tal es obra del Renacimiento. Y los pioneros de esto fueron los gran­ des innovadores en el terreno del arte: Leonardo y simila­ res, y de manera muy característica los músicos experi­ mentales en la música del siglo XVI con sus pianos de pruebas. Desde ellos, el experimento pasó a la ciencia con Galileo y en la teoría con Bacon. Y luego lo adoptaron las disciplinas exactas en las universidades del continente, en primer lugar las de Italia y los Países Bajos. ¿Qué significa la ciencia para estos hombres en el um­ bral de la época moderna? Para los experimentadores en el terreno del arte del estilo de Leonardo y para los inno­ vadores musicales significaba el camino hacia el arte ver­ dadero, y esto quería decir hacia la verdadera naturaleza. El arte tenía que ser elevado a la categoría de una ciencia, lo cual quería decir al mismo tiempo elevar al artista a la categoría de un doctor académico desde el punto de vista social y en cuanto al sentido de su vida. Esta es la ambi­ ción que subyace en el libro de pintura de Leonardo, por ejemplo. ¿Y hoy? «La ciencia como el camino hacia la naturaleza» les sonaría a los jóvenes como una blasfemia: hoy todo lo contrario: ¡liberarse del intelectualismo de la ciencia para regresar a nuestra propia naturaleza y de esa manera regresar a la naturaleza en general! ¿Como cami­ no para el arte? Eso no necesita ninguna crítica, pero en la época del nacimiento de las ciencias naturales exactas se esperaba de la ciencia algo más. Si recuerdan la afirma­ ción de Swammerdam «en la anatomía de un piojo les

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traigo una prueba de la providencia divina», verán que el trabajo científico de entonces, influido (indirectamente) por el protestantismo y el puritanismo, consideraba como su tarea propia ser el camino hacia Dios. Ese camino no se encontraba ya en los filósofos y en sus conceptos y deducciones. Y toda la teología pietista, Spener sobre todo, sabía que Dios no se podía encontrar por el camino por el que la Edad Media lo había buscado. Dios está escondido, sus caminos no son nuestros caminos, sus pensamientos no son nuestros pensamientos. Pero en las ciencias naturales exactas, en donde se podía captar físi­ camente la obra de Dios, se esperaba poder descubrir sus intenciones respecto al mundo. ¿Y hoy? ¿Quién cree ac­ tualmente, excepto algunos niños grandes, que se encuen­ tran precisamente en las ciencias naturales, que los cono­ cimientos de la astronomía o de la biología o de la física o de la química pueden enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o algo sobre por qué camino podría descubrir­ se semejante «sentido», si es que existe? ¡Si es que algo logran, esos conocimientos son apropiados para matar de raíz la fe en que exista algo así como un «sentido» del mundo! ¿Y la ciencia como camino «hacia Dios», ella que es un poder específicamente ajeno a Dios? Hoy nadie tendrá ninguna duda en su interior más profundo —se confiese o no— de que la ciencia es eso. La premisa fun­ damental de una vida en comunión con lo divino es libe­ rarse del racionalismo e intelectualismo de la ciencia: esto o algo similar es uno de los lemas básicos que con todo su sentimiento se oye de labios de nuestros jóvenes, marca­ dos por lo religioso o que aspiran a una vivencia religiosa. Y no sólo para lo religioso, no, sino para todas las viven­ cias en general. Lo extraño es solamente el camino que se ha tomado, el traer ahora a la conciencia y colocar bajo su lupa lo único que hasta ahora no había sido afectado por el intelectualismo, es decir, las esferas de lo irracional, pues a eso aboca en la práctica el moderno romanticismo intelectual de lo irracional. Este camino de liberarse del intelectualismo trae precisamente lo contrario de aquello

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que se imaginan como meta quienes andan ese camino. Después de la destructora crítica de Nietzsche a aquel «último hombre» que «ha encontrado la felicidad», puedo muy bien dejar a un lado el que se haya celebrado, con ingenuo optimismo, a la ciencia como el camino para la felicidad, es decir, a la técnica de dominar la vida basada en la ciencia. ¿Quién cree en eso, excepto algunos niños grandes en las cátedras y en las salas de redacción de los periódicos?

[C i e n c i a y «s u p u e s t o s p r e v i o s »: i m p o s i b i l i d a d DE FUNDAMENTARLOS CIENTÍFICAMENTE]

Volvamos atrás. ¿Cuál es el sentido de la ciencia como profesión bajo estas condiciones interiores, ya que se han hundido todas las ilusiones anteriores; «camino hacia el verdadero ser», «camino hacia el verdadero arte», «cami­ no hacia la verdadera naturaleza», «camino hacia el ver­ dadero Dios», «camino hacia la verdadera felicidad»? La respuesta más sencilla la ha dado Tolstoi con las siguientes palabras: «La ciencia no tiene sentido porque no da res­ puesta a la única pregunta importante para nosotros, la de qué debemos hacer y cómo debemos vivir.» El hecho de que la ciencia no da respuesta a esa pregunta es realmente indiscutible. La cuestión está solamente en qué sentido no da «ninguna» respuesta y si, en vez de dar una respuesta, no podría quizá proporcionarle algo a quien plantee la pregunta correctamente. Actualmente se suele hablar de una ciencia «sin supuestos previos». ¿Existe eso? Depende de lo que se entienda por supuestos previos. Todo trabajo científico presupone siempre la validez de las reglas de la lógica y de la metodología, que son los fundamentos ge­ nerales para orientarnos en el mundo. Pero estos supues­ tos son muy poco problemáticos, al menos para nuestra pregunta concreta. Pero en el trabajo científico también se presupone que su resultado es importante en el sentido

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de que «merece la pena conocerlo». Y ahí están evidente­ mente todos nuestros problemas, pues este mismo supues­ to no es demostrable, por su parte, con los medios de la ciencia; este supuesto sólo permite indicar su sentido bá­ sico, que habrá que aceptar o rechazar según las propias actitudes básicas respecto a la vida. El tipo de relación del trabajo científico con estos sus supuestos previos es, ade­ más, muy diferente según la estructura de aquél. Las cien­ cias naturales como la física, la química o la astronomía presuponen evidentemente que merecen ser conocidas las últimas leyes del acontecer cósmico, reconstruibles hasta donde llegue la ciencia, no sólo porque se pueden alcanzar resultados técnicos con estos conocimientos sino «por sí mismas», si esas ciencias han de ser una «profesión». Este supuesto no es en sí mismo demostrable. Tampoco es demostrable si merece la pena que exista este mundo que las ciencias describen, si tiene un «sentido» y si tiene un sentido vivir en él. Las ciencias no se plantean esas cues­ tiones. Tomen, por ejemplo, un arte práctico tan científi­ camente desarrollado como la medicina moderna. El «pre­ supuesto» general en que se basa la actividad médica es, expresado en términos usuales, la afirmación de que hay que conservar la vida como tal y disminuir al máximo posible el sufrimiento. Y esto es problemático: el médico mantiene con sus instrumentos a un enfermo mortal, aun cuando éste le suplique que lo libere de la vida, aun cuan­ do sus parientes deseen su muerte, o tengan que desearla —lo confiesen así o no—bien porque para ellos esa vida ya no tiene valor y quieren concederle esa liberación del sufrimiento o porque los costes del mantenimiento de esa vida sin valor les resulta insoportable —quizá se trate de un loco pobre—. Sólo ese supuesto previo de la medicina y el código penal le impiden al médico desviarse de esa conducta. Pero la medicina no se pregunta si la vida me­ rece la pena y cuándo. Todas las ciencias naturales nos dan una respuesta a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida. Pero dejan total­ mente a un lado las cuestiones de si queremos o debemos

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dominarla técnicamente o si, en último término, esto tiene propiamente algún sentido, o dan por supuestas esas cues­ tiones para sus propios objetivos. Tomen, por ejemplo, una disciplina como la ciencia del arte. El hecho de que existan obras de arte es algo previo a la Estética. Ésta intenta indagar bajo qué condiciones se da esa realidad, pero no se plantea la pregunta de si el reino del arte no es quizá un reino de diabólica hermosura, un reino de este mundo y por ello enemigo de Dios en su más profunda interioridad y enemigo de la fraternidad entre los hombres por su muy profundo sentido aristocrático. Es decir, la Estética no se pregunta si deben existir obras de arte. O tomen la jurisprudencia: ésta establece lo que es válido según las reglas del pensamiento jurídico, en parte estric­ tamente lógico y en parte vinculado por unos esquemas construidos convencionalmente, es decir, cuando se reco­ nocen como vinculantes determinadas reglas jurídicas y determinados métodos para interpretarlas. Pero no da ninguna respuesta a si tiene que haber derecho o si se tienen que establecer estas reglas, sino que sólo puede indicar que si se quiere conseguir un resultado, esas reglas jurídicas son los medios adecuados, según las normas de nuestro pensamiento jurídico, para alcanzarlo. O tomen las ciencias de la historia de la cultura. Éstas enseñan a comprender los fenómenos políticos, artísticos, literarios y sociales partiendo de las condiciones de su aparición, pero no dan ninguna respuesta a la pregunta de si merecía la pena, y si merece, que esos fenómenos existieran ni a la pregunta de si merece la pena conocerlos. Esas ciencias presuponen que existe un interés en participar en la co­ munidad de los «hombres civilizados» a través de ese conocimiento, pero no pueden demostrarle «científica­ mente» a nadie que eso sea así y el hecho de que ellas presupongan ese interés no demuestra de ninguna manera que sea evidente. No lo es, en realidad, en absoluto. Quedémonos ahora con las disciplinas que me son más próximas, es decir, con la Sociología, la Historia, la Eco­ nomía política y la Teoría del Estado y con esos tipos de

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Filosofía de la cultura que se proponen como su objeto propio la interpretación de aquéllas. Se dice, y yo lo sus­ cribo, que la política no tiene cabida en las aulas. No tiene cabida ahí por parte de los estudiantes. Yo criticaría, por ejemplo, igualmente a los estudiantes pacifistas que arma­ ron un escándalo en el aula de mi antiguo colega Dietrich Schäfer en Berlín como a los estudiantes antipacifistas que parece que se lo han armado al profesor Foerster, del que estoy tan alejado en muchas de mis ideas. Pero la política tampoco tiene cabida en el aula por parte de los docentes, y menos todavía si se ocupan de la política desde un punto de vista científico, pues la posición política propia y el análisis científico de los partidos y de las formaciones políticas son dos cosas diferentes. Si se habla sobre la democracia en una asamblea popular no se hace ningún secreto de las propias posiciones; su deber precisamente no es otro sino tomar partido con toda claridad. Las palabras que se utilizan allí no son instrumentos del aná­ lisis científico sino medios para ganarse políticamente la posición de los otros; no son rejas de arado para labrar el terreno del pensamiento contemplativo sino espadas con­ tra el enemigo, instrumentos de lucha. Utilizarlas en ese sentido en una clase sería, por el contrario, un desafuero. Si se habla en un aula de «democracia» se presentarán sus distintas formas, se analizará su funcionamiento, se deter­ minará qué consecuencias concretas tiene para la vida cada una de sus formas, luego se le contrapondrán las otras formas no democráticas de sistemas políticos y se intentará llegar lo más lejos posible para que el oyente esté en situación de encontrar el punto desde donde pueda tomar su propia posición partiendo de sus propios ideales básicos. Pero el auténtico maestro se cuidará muy mucho de imponerle desde la cátedra cualquier posición, sea ex­ presamente o sea a través de sugerencias, pues ésta es evidentemente la manera más desleal cuando «se deja hablar a los hechos». ¿Por qué no debemos hacer realmente esto? Les adelan­ to que algunos muy estimados colegas míos son de la

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opinión de que no se puede poner en práctica esta autolimitación y de que si se pudiera sería un capricho el evi­ tarla. No se puede demostrarle científicamente a nadie cuál es su deber como profesor. Sólo se le puede exigir la honestidad intelectual de que vea que son problemas to­ talmente diferentes, por una parte, la constatación de he­ chos, el establecimiento de contenidos lógicos o matemá­ ticos o de la estructura interna de los bienes de la civiliza­ ción (Kultur) y, por otra parte, la respuesta a la pregunta por el valor de la civilización (Kultur) y de sus contenidos concretos y de cómo hay que actuar dentro de la asocia­ ción política y dentro de la sociedad civilizada (Kulturgemeinschaft). Si alguien sigue preguntando por qué no hay que tratar ambas cuestiones en el aula, hay que responder­ le que el profeta y el demagogo no tienen su sitio en la cátedra. Tanto al profeta como al demagogo le ha sido dicho: «ve por las calles y habla públicamente». Esto quie­ re decir allí donde es posible la crítica. En el aula, donde uno está ante a sus oyentes, éstos tienen que callar y el profesor tiene que hablar, y yo considero una irresponsa­ bilidad aprovechar esta circunstancia de que los estudian­ tes tienen que asistir a las clases de un profesor para avanzar en sus estudios para marcarlos con sus opiniones políticas personales y no para serles útil con sus conoci­ mientos y experiencia científica, como es su función. Cier­ tamente, es posible que el individuo no logre satisfactoria­ mente prescindir de sus simpatías subjetivas, pero queda expuesto entonces a la crítica más dura de su propia conciencia. Este hecho no prueba nada, pues también son posibles otros errores realmente y no prueban nada contra el deber de buscar la verdad. Esa postura yo la rechazo además en beneficio de la propia ciencia. Yo me ofrezco a mostrar en las obras de nuestros historiadores que siem­ pre que un hombre de ciencia se presenta con sus propios juicios de valor cesa su plena comprensión de la realidad. Pero esta cuestión se sale del tema de la tarde de hoy y exigiría una larga discusión. Yo me pregunto cómo sería posible llevar a una misma

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valoración a un creyente católico y a un masón en una clase sobre historia de la religión o sobre los tipos de Estado y de Iglesia. Eso es imposible. Y, sin embargo, el profesor debe desear y debe exigirse a sí mismo el ser útil tanto al uno como al otro con sus conocimientos y méto­ dos. Ustedes dirán, con razón, que el creyente católico no aceptará nunca la opinión sobre las circunstancias del surgimiento del cristianismo que le exponga un profesor que no comparta sus presupuestos dogmáticos. ¡Es cierto! Pero la diferencia estriba en lo siguiente: la ciencia «sin supuestos previos», en el sentido de rechazar toda vincu­ lación religiosa, no conoce realmente los «milagros» ni la «revelación»; si lo hiciera sería infiel a sus propios «su­ puestos». El creyente conoce ambas cosas. Y aquella cien­ cia «sin supuestos previos» le exige nada menos —pero también nada más— la aceptación de que, si es posible explicar el nacimiento del cristianismo sin una interven­ ción sobrenatural, descartada ésta como causa en una explicación empírica, debe ser explicado tal como la cien­ cia lo intenta. Y esto lo puede aceptar él sin ser infiel a su fe. ¿Pero no tiene ningún sentido la aportación de la cien­ cia para alguien a quien le sean indiferentes los hechos en cuanto tales y a quien sólo le importe su toma de posición en la práctica? Tal vez sí, pero veamos una cosa primero. Si uno es un profesor práctico, su primera tarea será la de enseñar a sus discípulos a aceptar hechos incómodos, esos hechos, quiero decir, que resultan incómodos para las opiniones de aquéllos. Yo creo que si el profesor obliga a sus oyentes a acostumbrarse a esos hechos incómodos, les está dando algo más que una mera aportación intelectual; yo sería tan inmodesto como para calificar esa aportación que el profesor les ofrece como una «aportación moral», aunque pueda sonar, quizá, demasiado patética para una evidencia tan simple. Hasta ahora he hablado de razones prácticas para evitar la imposición de las propias posiciones personales. Pero no son éstas las únicas. La imposibilidad de defender

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«científicamente» las posturas prácticas brota de razones mucho más profundas -excepto en el caso de explicar los medios adecuados para conseguir un objetivo dado de antemano—. Esa defensa científica no tiene sentido, por principio, porque los distintos sistemas de valores del mundo se encuentran entre sí en una guerra irresoluble. El viejo Mili, cuya filosofía no suelo alabar, tiene razón en este punto, sin embargo: si se parte de la pura experiencia se llega al politeísmo. Está formulado de manera sencilla y suena paradójico, pero encierra la verdad. Si hay algo que hoy sepamos bien es que algo puede ser santo no sólo aunque no sea bello, sino por no serlo y en la medida en que no lo es. En el capítulo 53 del libro de Isaías y en el Salmo 22 pueden ustedes encontrar testimonios sobre esto. Y desde Nietzsche sabemos que algo puede ser bello no sólo aunque no sea bueno, sino en cuanto que no es bueno, y antes de Nietzsche lo encuentran ustedes formu­ lado en las Fleurs du Mal, título que dio Baudelaire a su libro de poemas. Y es de sabiduría popular el que algo puede ser verdadero aunque no sea bello ni santo ni bueno y precisamente en cuanto que no lo sea. Pero éstos no son sino los casos más elementales de esa lucha entre los dioses de los distintos valores y sistemas. Yo no sé cómo se puede hacer para decidir «científicamente» entre el valor de la cultura francesa y la cultura alemana. Aquí luchan también distintos dioses entre sí, y esto será así para siempre; es como en el viejo mundo, no desmagificado todavía de sus dioses y demonios, sólo que en otro sentido: de la misma manera que los griegos hacían sacri­ ficios primero a Afrodita y luego a Apolo y a cada uno de los dioses de su ciudad, así sigue sucediendo actualmente, de manera desmagificada y sin aquella forma mítica, pero internamente verdadera, que tenía aquel comportamiento. Y sobre estos dioses y en la lucha entre ellos domina el destino, pero no la «ciencia» con toda certeza. Lo único que puede comprenderse es qué sea lo divino para un sistema u otro o dentro de un sistema u otro, pero con ese punto se termina toda la explicación que pueda dar un

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profesor en un aula, aunque no se haya terminado con ello el enorme problema de la vida que ahí se encierra. En este problema son otros poderes distintos a la cátedra los que tienen la palabra. ¿Quién se atrevería a refutar «científica­ mente» la ética del Sermón de la Montaña, como por ejemplo la frase de «no opongas resistencia al mal» o la imagen de ofrecer ambas mejillas? Y, sin embargo, está claro que ahí se predica, vista desde un punto de vista mundano, una ética de la indignidad: hay que elegir entre la dignidad religiosa que trae esta ética o la dignidad varonil, que predica otra cosa totalmente distinta, «opón resistencia al mal, pues de lo contrario serás corresponsa­ ble de su violencia». Según la postura básica de cada individuo lo uno será el demonio y lo otro será Dios, y el individuo tiene que decidir cuál es para él Dios y cuál es el demonio. Y así sucede en todas las esferas de la vida. El grandioso racionalismo plasmado en el modo de vida de una ética metódica, que brota de toda profecía religio­ sa, destronó ese politeísmo en favor de lo «necesariamente único», y luego, a la vista de la realidad de la vida exterior e interior, se vio forzado a realizar esos compromisos y esas relativizaciones que todos conocemos por la historia del cristianismo. Y eso es hoy lo «normal»: los numerosos dioses antiguos, desmagificados y adoptando, por ello, la forma de poderes impersonales, salen de sus tumbas, as­ piran a tener poder sobre nuestras vidas y comienzan de nuevo la eterna lucha entre ellos. Pero estar a la altura de esta normalidad es precisamente lo que le resulta tan difí­ cil al hombre moderno y muy difícil a la generación joven. Toda esa búsqueda de la «vivencia» procede de esta debi­ lidad, pues debilidad es no poder mirar el rostro severo del destino de nuestro tiempo. El destino de nuestra civilización (Kultur), sin embargo, es que volvamos a ser conscientes con mayor claridad de este destino, después de no haberlo visto durante un mile­ nio por habernos guiado exclusivamente —supuesta o pre­ tendidamente— por el grandioso pathos de la ética cris­ tiana.

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[A p o r t a c i o n e s y l i m i t a c i o n e s d e l a c i e n c i a PARA LA VIDA PERSONAL. NATURALEZA Y FUNCIÓN DEL PROFESOR]

Pero basta ya de estas cuestiones que nos llevan muy lejos, pues el error que comete una parte de nuestra ju­ ventud, si contestara a todo esto con lo siguiente: «sí, pero nosotros venimos a clase para saber algo distinto a los meros análisis y constataciones de hechos», el error estri­ ba en buscar en el profesor algo diferente a lo que tienen delante de sí, en buscar un líder y no un maestro. Pero nosotros estamos en la cátedra sólo como maestros. Son dos cosas distintas y uno se puede convencer fácilmente de que esto es así. Permítanme que me refiera nuevamente a América, porque allí se pueden ver estas cosas frecuen­ temente en toda su naturalidad. El muchacho americano aprende infinitamente menos que el nuestro. A pesar de los muchos exámenes, el muchacho americano no se ha convertido todavía, atendiendo al sentido de su vida esco­ lar, en ese hombre de exámenes absolutamente en que se ha convertido el muchacho alemán, pues la burocracia, que exige el diploma de examen como billete de entrada al reino de los cargos, está allí sólo en sus comienzos. El joven americano no tiene respeto por nada ni por nadie, por ninguna tradición ni por ningún cargo, excepto por el propio éxito personal de la persona correspondiente. A esto lo denomina el americano «democracia». Por muy desfigurado que sea el comportamiento de la realidad respecto al sentido de ese concepto, el sentido es éste, y esto es lo que nos importa a nosotros ahora. Del maestro que tiene delante de él, el muchacho americano piensa que le vende sus conocimientos y sus métodos a cambio del dinero de su padre, de la misma manera que la verdulera le vende una col a su madre. Y eso es todo. Sin embargo, si el maestro es, pongamos por caso, un héroe del fútbol, entonces éste será su líder en este terreno. Pero si no lo es, o si no es algo similar en algún otro terreno deportivo.

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sólo será un maestro y nada más, y a ningún joven ameri­ cano se le ocurrirá pedirle que le venda una «concepción del mundo» o algunas normas para su modo de vida. Formuladas así las cosas las vamos a rechazar con toda seguridad, pero la pregunta es si no se esconde un algo de verdad en esta manera de ver las cosas, que yo intencio­ nadamente he exagerado. ¡Compañeros y compañeras! Ustedes vienen a nosotros en nuestras clases reclamándonos cualidades de líderes, sin saber antes que el noventa y nueve por ciento al menos de los profesores no sólo no pretenden ser héroes futbo­ lísticos de la vida sino tampoco pretenden ser «líderes» en los asuntos del modo de vida; no lo pretenden ni deben pretenderlo. Piensen ustedes que el valor del hombre no depende de si posee cualidades de líder. Y, en todo caso, las cualidades que le hacen a uno un profesor o un inte­ lectual excelente no son las mismas que le convierten a uno en un líder en el terreno de la vida práctica o, concre­ tamente, de la política. Es pura casualidad que alguien tenga también esas cualidades y es muy arriesgado que quien esté en una cátedra se encuentre ante la exigencia de tener que recurrir a ellas. Más arriesgado es todavía dejar a cada profesor que se pueda comportar en el aula como un líder, pues los que más se consideran a sí mismos como tales, son frecuentemente los menos líderes y la situación en la cátedra no ofrece ninguna posibilidad para acreditar si lo son o no lo son. El profesor que se sienta llamado a ser consejero de la juventud y que disfrute de su confianza, que se muestre valiente en el trato personal de hombre a hombre; y si se siente llamado a intervenir en la lucha entre las distintas concepciones del mundo y las distintas opiniones, que lo haga fuera, en el mercado de la vida, en la prensa, en las asambleas, en las asociaciones o donde quiera. Pero es realmente un poco demasiado có­ modo mostrar su celo proselitista allí donde los presentes, que quizá piensen de otra manera, están condenados a callar. Ustedes se preguntarán, por último: si esto es asi, ¿que

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aporta realmente entonces de positivo la ciencia para la «vida» práctica y personal? Y con esta pregunta nos en­ contramos de nuevo con el problema de la «profesión» científica. En primer lugar, lo que aporta son conocimien­ tos sobre la técnica que, mediante el cálculo, domina la vida, tanto las cosas externas como las acciones de los hombres; pero en este punto, dirán ustedes, sólo tenemos a la verdulera del muchacho americano. Yo también lo pienso así. En segundo lugar, aporta algo que la verdulera no ofrece, a pesar de todo: los métodos para pensar, sus instrumentos y su aprendizaje. Ustedes dirán, tal vez, que esto ya no son las verduras, pero que no son nada más que los medios para procurarse las verduras. Bueno, dejemos este tema hoy a un lado. Pero con estas aportaciones no hemos llegado, felizmente, al final, sino que estamos en situación de proporcionarles una tercera aportación: la claridad, suponiendo, naturalmente, que nosotros mismos la tengamos. En la medida en que éste sea el caso les podemos clarificar que, en relación al problema del valor de que se trate en cada caso, se puede adoptar en la práctica una posición u otra diferente; les ruego que, para simplificar, piensen, como ejemplo, en los fenómenos so­ ciales. Si se adopta tal postura, de acuerdo con la experien­ cia científica habrá que emplear tales medios para realizar­ la en la práctica. Esos medios quizá sean unos medios que, como tales, ustedes creen que tienen que rechazar. Enton­ ces habrá que elegir entre el fin y los medios inevitables para conseguirlo. ¿«Santifica» el fin estos medios o no? El profesor puede mostrarles a ustedes la necesidad de esta elección, más ya no puede hacer él, en la medida en que quiera seguir siendo profesor y no un demagogo. Él puede decirles también, por supuesto, que si ustedes quieren tal y tal fin tendrán que aceptar tales y tales resultados cola­ terales, que, según la experiencia, suelen producirse. Esta es la misma situación. De todos modos, éstos son proble­ mas que también se les presentan a los técnicos, que, en numerosos casos, tienen que decidir según el principio del mal menor o de lo relativamente mejor. Lo único que

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ocurre es que ellos suelen tener ya dado previamente lo más importante, el fin. Pero esto es precisamente lo que no ocurre en nuestro caso, en cuanto que se trata de problemas realmente «básicos». Y llegamos así a la última aportación que puede suministrar la ciencia como tal al servicio de la claridad, llegando también al mismo tiempo a sus límites: nosotros podemos decirles —y debemos de­ cirles—que tal postura práctica se puede derivar con lógi­ ca interna, y por consiguiente, con honradez de acuerdo con su propio sentido, de tal y tal concepción del mundo —puede ser de una sola o pueden ser varias—y no de tales y tales otras. Y podemos y debemos decirles; si os decidís por esta postura, estáis sirviendo a este dios —hablando en imágenes— y estáis ofendiendo a aquel otro, pues vais a llegar necesariamente, y lógicamente, a tales y tales con­ clusiones básicas, si permanecéis fieles a vosotros mismos. Esto es, en principio al menos, lo que se puede aportar. Y lo intentan aportar la filosofía como disciplina especial y las explicaciones de los principios filosóficos de las disci­ plinas particulares. Nosotros podemos obligar al indivi­ duo o, al menos ayudarle, si es que entendemos de lo nuestro —lo cual hay que dar aquí por supuesto—, a que haga examen de conciencia sobre el sentido último de sus propias acciones. Y esto me parece que no es poco, incluso para la vida personal. Si un profesor logra esto, yo estoy tentado de decir que ese profesor está sirviendo a un poder «moral», al deber de crear claridad y sentido de la responsabilidad, y creo que será más capaz para esta apor­ tación cuanto más a conciencia evite por su parte el querer imponerles o sugerirle a los oyentes una determinada pos­ tura. Esta hipótesis que les estoy exponiendo deriva, por supuesto, de un hecho fundamental, del hecho de que la vida, en la medida en que se entienda desde sí misma y descanse en sí misma, sólo conoce esta eterna lucha entre aquellos dioses; o dicho sin imágenes, el hecho de la in­ compatibilidad existente entre las distintas posiciones po­ sibles respecto a la vida, y por consiguiente, de la irreso-

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lubilidad del conflicto entre ellas, es decir, la necesidad de elegir entre ellas. Las preguntas de si, en esta situación, merece la pena que la ciencia se convierta en una «profe­ sión» para alguien o si la ciencia misma es una «pro­ fesión» con un contenido valioso, son de nuevo juicios de valor sobre los que no hay nada que decir en el aula, pues la respuesta afirmativa es un presupuesto de la propia enseñanza. Yo personalmente estoy dando una respuesta afirmativa a la pregunta con mi propio trabajo. Y también presupone una respuesta afirmativa precisamente esa po­ sición que odia al intelectualismo como al diablo más malo, tal como lo odia ahora la juventud o como en la mayoría de los casos se imagina que lo odia, pues para esa juventud tiene plena vigencia el dicho de «pensad que el diablo es viejo, así que haceros viejos para poder com­ prenderlo»; haceros viejos no en el sentido de la partida de nacimiento sino en el sentido de que no se debe huir de ese diablo, como gusta hacerse actualmente, si se quie­ re acabar con él para siempre, sino que hay que ver primero sus caminos hasta el final para ver su poder y sus límites. El hecho de que la ciencia sea actualmente una «profe­ sión» especializada al servicio del conocimiento de la rea­ lidad y de uno mismo y de que no sea ni un don de visionarios y de profetas que reparta salvación o revela­ ciones ni una parte integrante de la reflexión de los filóso­ fos y de los sabios sobre el sentido del mundo, este hecho es, por supuesto, un dato inevitable de nuestra situación histórica de la que no nos podemos escapar, si queremos permanecer fieles a nosotros mismos. Y si Tolstoi se levanta de nuevo dentro de ustedes y pregunta quién da respuesta, ya que la ciencia no la da, a las preguntas de qué debemos hacer y de cómo debemos organizar nuestra vida, o, en el lenguaje utilizado esta tarde aquí, a qué dios de entre los dioses en lucha debemos servir o si hemos de servir a otro dios totalmente distinto, y cuál sea éste, hay que decir que sólo puede dar respuesta un profeta o un mesías. Si éstos no están ahí o si ya no se

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cree en su mensaje, es totalmente cierto que ustedes no van a forzarles a que surjan sobre la tierra intentando que miles de profesores tomen el papel de ellos como peque­ ños profetas privilegiados o pagados por el Estado. Con eso sólo lograrán una única cosa, el que ustedes no cono­ cerán nunca en toda la fuerza de su significación el hecho de que ese profeta por el que suspiran tantos de nuestros jóvenes no existe. Creo que no se le presta ningún servicio al interés íntimo de un hombre con «sensibilidad» religio­ sa si se le está ocultando a él y a otros esta realidad fundamental de que su destino es vivir en un tiempo sin profetas y ajeno a dios con un sucedáneo como son todas esas profecías de cátedra. La honestidad de su sentido religioso, me parece a mí, tendría que rebelarse contra eso. Ustedes estarán tentados a decir: qué posición hay que tener entonces respecto al hecho de la existencia de la «teología» y de su pretensión de ser «ciencia». No evite­ mos la respuesta. «Teología» y «dogmas» no los hay en todos los sitios, pero los hay no sólo en el cristianismo, sino que (yendo hacia atrás en el tiempo) también los hay en una forma muy desarrollada en el islam, en el maniqueísmo, en la gnosis, en la religión órfica, en el parsismo, en el budismo, en las sectas hinduistas, en el taoísmo, en los upanishads y, naturalmente, en el judaismo, aunque con un nivel de desarrollo sistemático muy distinto. Y no es ninguna casualidad que el cristianismo occidental haya desarrollado la teología más sistemáticamente o aspire a ello —a diferencia de lo que el judaismo, por ejemplo, posee de teología—, sino que ha sido en el cristianismo occidental donde su desarrollo ha tenido una significación histórica más amplia. El espíritu helénico fue quien pro­ dujo esto, y todas las teologías del Occidente se remiten a él, como todas las teologías del Oriente se remiten (abier­ tamente) al pensamiento hindú: toda teología es una racio­ nalización intelectual de la posesión de la salvación religio­ sa. Ninguna ciencia carece absolutamente de supuestos previos y ninguna ciencia puede justificar su propio valor ante alguien que rechace estos supuestos. Y toda teología,

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sin embargo, añade para su trabajo y para la justificación de su propia existencia algunos supuestos previos especí­ ficos, en distinta cantidad y en distinto sentido. Para todas las teologías, también para la hindú, por ejemplo, rige el supuesto de que el mundo tiene que tener un sentido, y la pregunta que se hacen es cómo hay que interpretar ese sentido para que sea pensable, de la misma manera como la teoría del conocimiento de Kant parte del supuesto de que existe la «verdad científica y de que vale», preguntán­ dose luego bajo qué condiciones del pensamiento es posi­ ble (concebible). O lo mismo que ocurre en la Estética moderna, que parte (expresamente, como por ejemplo, G. v. Lukács, o de hecho) del supuesto de que «existen obras de arte» y se pregunta luego cómo es posible (con­ cebible) la obra de arte. No obstante, las teologías no se conforman, por lo general, con aquel presupuesto (básica­ mente de carácter filosófico-religioso), sino que parten de un supuesto mucho más lejano, el de que hay que creer determinadas revelaciones como hechos importantes para la salvación —como tales hechos, que permitirán, por tanto, un modo de vida con sentido— y que determinadas situacio­ nes y determinadas acciones son santas, es decir, que configuran un modo de vida con sentido desde el punto de vista religioso o una parte integrante de éste. La pre­ gunta de ustedes será ahora: ¿Cómo pueden interpretarse con sentido estos supuestos, que hay que aceptar tal cua­ les, dentro de la imagen global del mundo? Esos supuestos caen para la teología, en cuanto tales, fuera de lo que sea la «ciencia». No son un «conocimiento» en el sentido usual, sino un «tener». A quien no los «tenga» —quien no tenga la fe o las otras realidades salvíficas—, ninguna teo­ logía puede sustituírselos. Y mucho menos ninguna otra ciencia. Ocurre, por el contrario, que en toda teología «positiva» el creyente llega a un punto en el que tiene plena vigencia la frase de San Agustín de: «creo non quid, sed quia absurdum est». Esta capacidad para esa virtuo­ sista acción de «sacrificar la inteligencia» es la caracterís­ tica decisiva del hombre de una religión positiva. Y el que

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esta situación sea así para él muestra que la tensión exis­ tente entre la esfera de valores de la «ciencia» y la de la salvación religiosa es insalvable, a pesar de la teología que encubre aquella situación, o más bien a causa de la teo­ logía. Este «sacrificio de la inteligencia» lo hace el discípulo ante el profeta, el creyente ante la Iglesia, pero hasta ahora no ha surgido ninguna nueva profecía a través de la necesidad que tienen algunos intelectuales modernos de amueblarse sus almas con cosas viejas y con garantía de auténticas —repito deliberadamente esta imagen, que ha sido chocante para algunos—, acordándose entonces que la religión era una de esas cosas viejas, que ellos no tienen ya, pero para la que arreglan, como sustituto, una especie de capillita doméstica, adornada caprichosamente con cuadritos de santos traídos de todos los países o para la que crean un sucedáneo con todos los tipos de vivencias, a las que les adjudican una santidad mística y con lo que van al mercado editorial a vender sus baratijas. Esto es sencillamente un fraude o un autoengaño. No es ningún fraude, por el contrario, sino algo muy serio y verdadero, aunque a veces se malinterpreta a sí mismo, el que algunas de esas comunidades de jóvenes que han surgido en los últimos años le den a sus propias relaciones comunitarias una interpretación religiosa, mística o mundana. Tan ver­ dadero es que todo acto de auténtica fraternidad puede asociarse a la idea de que con él se está añadiendo algo imperecedero a un reino suprapersonal como dudoso me parece que se vaya a incrementar la dignidad de las sim­ ples comunidades humanas con esas interpretaciones re­ ligiosas. De todos modos, esto se sale de nuestro tema de hoy. Es el destino de nuestro tiempo, con su racionalización e intelectualización y, sobre todo, con su desmagificación del mundo, que los valores fundamentales y más sublimes se hayan retirado de la vida pública al reino transmundano de la vida mística o a la fraternidad de las relaciones inmediatas entre los individuos. No es casual que nuestro

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mejor arte sea un arte intimista y no monumentai ni tam­ poco lo es que actualmente sólo dentro de pequeños círculos sociales y en pianissimo de persona a persona vibre ese algo que corresponde a lo que antes recorría las grandes comunidades como un pneuma profètico, en for­ ma de tempestuoso fuego, y las fundía. Si intentamos «inventar» y forzar a que salga un espíritu artístico monu­ mental, surgen esas lamentables deformaciones, como ha ocurrido en muchos monumentos de los últimos veinte años. Si se intentan crear nuevas formaciones religiosas sin una nueva y auténtica profecía, surgirá interiormente algo similar que tendrá aún peores efectos. Las profecías de las cátedras sólo crearán sectas fanáticas, pero no una auténtica comunidad. A quien no pueda soportar viril­ mente este destino de nuestro tiempo hay que decirle que es mejor que regrese, simple y llanamente, a los brazos abiertos y misericordiosos de las viejas iglesias en silencio, sin la publicidad usual de los renegados. Ellas no se lo van a poner difícil. Él tendrá que hacer el «sacrificio de la inteligencia» de una u otra forma. Nosotros no le vamos a criticar por ello, si él lo quiere realmente, pues semejan­ te sacrificio de la inteligencia en favor de una entrega religiosa absoluta es moralmente, a pesar de todo, algo distinto a esa alusión del deber de honestidad intelectual que se produce cuando uno no tiene el valor de aclararse su propia postura fundamental y se aligera este deber con un relativismo facilón. Y para mí esa entrega religiosa tiene más valor que esas profecías de cátedra que no tienen claro que en las aulas no vale ninguna otra virtud sino la honestidad intelectual precisamente. Pero ésta nos obliga a constatar que la situación de todos esos, muchos, que esperan nuevos profetas y mesías es hoy la misma que resuena en la hermosa canción del centinela edomita de la época del exilio, recogida en el Oráculo de Isaías: «Llega un grito de Seir, en Edom: centinela, ¿cuánto tiempo du­ rará todavía la noche? El centinela dice: la mañana llegará, pero ahora es todavía noche. Si queréis preguntar otra vez, volved de nuevo.» El pueblo a quien se le dijo esto ha

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preguntado y esperado durante más de dos milenios y nosotros conocemos su estremecedor destino. Saquemos de aquí la conclusión de que sólo con añorar y esperar no es suficiente y hagamos otra cosa: vayamos a nuestro trabajo y estemos a la altura de las «exigencias actuales», tanto humana como profesionalmente. Estas exigencias son simples y sencillas si cada uno encuentra el espíritu (Dämon) que sostiene los hilos de su vida y le obedece.

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La conferencia, que, por deseo de ustedes, he de pro­ nunciar hoy, les defraudará por diversas razones. De un discurso sobre la política como profesión esperarán instin­ tivamente una toma de posición sobre los problemas ac­ tuales. Pero esto sólo lo haré al final de un modo pura­ mente formal y en relación a determinadas cuestiones sobre la significación de la actividad política dentro del conjunto de la conducta humana. En la conferencia de hoy, por el contrario, deben quedan excluidas todas las cuestiones que se refieran a qué política haya que hacer, es decir, qué contenidos haya que dar a la actividad políti­ ca. Pues estas cuestiones no tienen nada que ver con el problema general de qué es la política como profesión y qué puede significar. Vayamos, pues, a nuestro tema. [D e f i n i c i ó n d e p o l ít ic a y d e E s t a d o ]

¿Qué entendemos por política? El concepto es extraor­ dinariamente amplio y abarca todo tipo de actividad de dirección autónoma. Me habla de la política de divisas de los bancos, de la política de descuento del Reichsbank, de la política de un sindicato en una huelga, y se puede hablar de la política escolar de un municipio urbano o rural, de la política seguida por la presidencia de una asociación en la dirección de ésta, e incluso de la política de una mujer inteligente que trata de gobernar a su marido. Natural­ mente no es este concepto tan amplio el que está a la base de nuestras consideraciones en la tarde de hoy. Por poli-

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tica vamos a entender solamente la dirección o la influen­ cia sobre la dirección de una asociación política: en la actualidad, de un EsJáUu. Pero ¿qué es, desde el punto de vista de la considera­ ción sociológica, una asociación «política»? ¿Qué es un «Estado»? Tampoco el Estado puede definirse por el con­ tenido de su actividad. Apenas existe una tarea que no haya sido acometida por una asociación política aquí o allá y, por otra parte, tampoco existe una actividad de la que pueda decirse que haya pertenecido siempre y de manera total, de manera exclusiva, a esas asociaciones que se denominan políticas —hoy se denominan Estados— o que han sido los antecedentes históricos del Estado moderno. Desde el punto de vista sociológico, el Estatado moderno sólo se puede definir, más bien, en último término por el medio específico que, como toda asociación política, posee: la violencia física. «Todo Estado está fun­ dado en la violencia», dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Esto es realmente cierto. Si existieran solamente formaciones sociales que desconociesen el medio de la violencia, enton­ ces habría desaparecido el concepto de «Estado» y enton­ ces se habría instaurado lo que llamaríamos «anarquía» en el sentido específico de la palabra. La violencia no es, naturalmente, el medio normal ni único del Estado; no se trata de eso en absoluto, pero sí es su medio específico. Precisamente hoy es especialmente íntima la relación del Estado con la violencia. En el pasado, las más diversas asociaciones —empezando por la asociación familiar—han conocido la violencia física como un medio totalmente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que el Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territoricT^el «territorio» es- un elemento dlstintiw>~7ecláma para sí (con éxito) efmdñopoño de la bolencia jís i^ e z ílim a . Pueslo especificó de nuestro tierrT po es_qué a todasTas otras asociaciones o individuos sólo seles concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado, por su parteólo permita: efes la única fueñT5~den> a lá violencia?

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«Política» significaría para nosotros, por tanto, la as­ piración a participar en el poder o a influir en la distribu­ ción del poder entre distintos Estados o, dentro de un Es­ tado, entre los distintos grupos humanos que éste com­ prende. Esto se corresponde en lo esencial con la acepción habitual del término. Cuando se dice de una cuestión que es una cuestión «política» o cuando se dice de un ministro o de un funcionario que es un funcionario «político» o de una decisión que es una decisión «políticamente» condi­ cionada, se está diciendo que los intereses en torno a la distribución del poder o a su conservación o transferencia son decisivos para responder a aquella cuestión o están condicionando esa decisión o están determinando el cam­ po de actuación del funcionario en cuestión. Quien hace política, aspira al poder. Al poder como medio al servicio de otros fines (egoístas o idealistas) o al poder «por sí mismo», para gozar del sentimiento de prestigio que el poder da. El Estado es, así como las asociaciones políticas que lo han precedido históricamente, una relación de dominación de hombres sobre hombres, basada en el medio de la violencia legítima (es decir, de la violencia considerada como legítima). Para que exista, por tanto, los dominados deben someterse a la autoridad a que aspiran los que dominan en cada momento. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿En qué motivos de justificación interna y en qué medios externos se apoya esta dominación? [T ip o s d e a u t o r i d a d l e g í t i m a ]

En principio hay tres tipos de justificación interna, es decir, de fundamentos de la legitimidad de una autoridad —para empezar con ellos—. En primer lugar, la autoridad del «eterno ayer», de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la actitud habitual de respetarla: es la dominación «tradicional», como la que ejercían el

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patriarca y el príncipe patrimonial de viejo cuño. En se­ gundo lugar, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega enteramente personal y la confianza personal en las revelaciones, en el heroísmo o en otras cualidades de liderazgo de un individuo: domina­ ción «carismàtica», como la que ejercen el profeta o —en el terreno de lo político— el jefe guerrero elegido o el gobernante plebiscitario, el gran demagogo o los dirigen­ tes de partidos políticos. Por último, la dominación en virtud de la «legalidad», en virtud de la confianza en la validez de los preceptos legales y de la «competencia» objetiva fundada en reglas elaboradas racionalmente, es decir, en virtud de la actitud de obediencia en el cumpli­ miento de obligaciones legales: una dominación como la que ejercen el moderno «servidor del Estado» y todos aquellos titulares del poder, que, en ese sentido, se le asemejan. Está claro que, en la realidad, el sometimiento está condicionado por los muy poderosos motivos del temor y de la esperanza —temor a la venganza de poderes mágicos o del detentador del poder, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena— y por intereses de muy diversas clases. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando se pregunta por los fundamentos de «legiti­ midad» de este sometimiento, nos encontramos, sin em­ bargo, con estos tres tipos «puros». Y estas ideas de la legitimidad y de su fundamentación interna son de la mayor significación para la estructura de la dominación. Por supuesto que raramente se encuentran en la realidad los tipos puros, pero hoy no podemos abordar las muy intrincadas transformaciones, transiciones y combinacio­ nes de estos tipos puros. Todo esto pertenece a los proble­ mas de la «teoría general del Estado». Ahora nos interesa el segundo de estos tipos: la domi­ nación en virtud de la entrega del que obedece al «caris­ ma» puramente personal del «líder» (Führer), pues aquí arraiga en su más alta expresión la idea de la vocación. La entrega al carisma del profeta o del jefe en la guerra o del gran demagogo en la Ekklesia o en el Parlamento significa

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realmente que él personalmente figura como el guía de los hombres, «llamado» interiormente a eso, y que éstos se le someten no en virtud de una costumbre o de una ley, sino porque creen en él. Él mismo vive para ello, «mira por su obra», si es algo más que un vanidoso y mezquino adve­ nedizo del momento. Y es a su persona y a sus cualidades a quienes se dirige la entrega de sus seguidores: los discí­ pulos, el séquito, la militancia personal de un partido. El liderazgo se ha presentado en todos los lugares y épocas históricas bajo estas dos figuras más importantes del pa­ sado: la del mago o el profeta, por un lado, y la del príncipe guerrero elegido, jefe de banda o condottiero, por otro. Pero lo característico de Occidente es algo que nos afecta más de cerca: el liderazgo político en la figura, primero, del «demagogo» libre —desarrollado sobre el suelo de la ciudad-Estado, propia de Occidente y sobre todo de la cultura mediterránea—y, posteriormente, en la figura del «líder de un partido» parlamentario, surgido sobre el suelo del Estado constitucional, que sólo se ha asentado asimismo en Occidente. Estos políticos en virtud de la «vocación» en el sentido más propio de la palabra no son, sin embargo, en ningún sitio naturalmente las únicas figuras determinantes en esa actividad de la lucha por el poder político. Lo más decisi­ vo es, más bien, el tipo de medios auxiliares que estén a su disposición. ¿Cómo empiezan a afirmarse en su domi­ nación los poderes políticamente dominantes? Esta pre­ gunta es válida para todo tipo de autoridad, por tanto, también para la autoridad política en todas sus formas: vale tanto para la forma tradicional como la legal o la carismàtica. Todas las actividades de desempeño de autoridad, que necesiten una administración continuada, necesitan, por una parte, que las acciones humanas se organicen de acuerdo con la obediencia a aquellos señores que aspiran a ser los detentadores del poder legítimo y necesitan, por otra parte, poder disponer —gracias a esta obediencia—de aquellos bienes que sean necesarios en el caso concreto

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para la aplicación del poder físico: un equipo de personal administrativo y los medios materiales de la administra­ ción.

[M e d io s a d m in is t r a t iv o s d e l a a u t o r i d a d ]

El personal administrativo, que representa a la autori­ dad política en su presentación exterior como ocurre en cualquier otra empresa, no está obligado a la obediencia al detentador del poder por esa idea de legitimidad de la que hemos hablado, sino que lo está por dos medios que apelan a sus intereses personales: la retribución material y el honor social. El feudo de los vasallos, las prebendas de los funcionarios patrimoniales, el sueldo de los moder­ nos servidores del Estado y, por otra parte, el honor del caballero, los privilegios estamentales y el honor del fun­ cionario, constituyen la recompensa del personal adminis­ trativo, y el miedo a perderlos constituye el fundamento último y decisivo para su solidaridad con el detentador del poder. También para la dominación carismàtica vale esto: el botín y el honor guerrero para el séquito del guerrero; para el séquito del demagogo los spoils —la explotación de los dominados a través del monopolio de los cargos, de los beneficios logrados políticamente y de los premios para satisfacer la vanidad. Para la conservación de toda autoridad por la fuerza se requieren ciertos bienes materiales externos, lo mismo que sucede en una empresa económica. Todos los sistemas estatales pueden clasificarse según si descansan en el prin­ cipio de que el grupo de hombres con cuya obediencia debe poder contar el detentador del poder —funcionarios o lo que fueren— poseen en propiedad los medios de ad­ ministración —sean éstos dinero, edificios, material bélico, parque de transporte, caballos o cualquier otra cosa—o si el equipo administrativo está «separado» de los medios de administración, en el mismo sentido que hoy en día el empleado y el proletario en una empresa capitalista están

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«separados» de los medios materiales de la producción. Es decir, si el detentador del poder tiene la administración bajo su propia dirección, organizada por él, y la deja a los servidores personales o a los funcionarios empleados o a sus favoritos personales o a hombres de confianza, que no son propietarios, que no poseen por derecho propio los medios naturales de la empresa sino que son dirigidos por el señor, o si ocurre justamente lo contrario. Esta diferen­ cia se da a lo largo de todas las organizaciones adminis­ trativas del pasado. A la asociación política en la que los medios materiales de administración son propiedad, en todo o en parte, del cuadro administrativo dependiente, la vamos a llamar aso­ ciación estructurada estamentalmente. En la asociación feudal, por ejemplo, el vasallo paga de su propio bolsillo los gastos de administración y de justicia del territorio que le ha sido enfeudado, y se equipa y aprovisiona para la guerra él mismo; sus propios vasallos, a su vez, hacen lo mismo. Esta situación tenía consecuencias, naturalmente, para el poder del señor, el cual descansaba solamente en el vínculo de la lealtad personal y en el hecho de que la posesión del feudo y el honor social del vasallo derivaban su «legitimidad» del señor. Pero en todas partes, hasta en las formaciones políticas más antiguas, encontramos una dirección propia del se­ ñor: a través de gentes dependientes personalmente de él —esclavos, Hausbeamte, servidores, «favoritos» persona­ les o prebendados con bienes en especie o en dinero de sus propias reservas—el señor intenta llevar la administra­ ción a sus propias manos, sufraga los medios de su propio bolsillo y de los productos de su propio patrimonio, inten­ ta crear un ejército puramente personal que dependa de él, equipado y aprovisionado de sus graneros, almacenes y arsenales. Mientras que en la asociación «estamental» el señor gobierna con una «aristocracia» autónoma, es decir, con la que comparte el poder, aquí se apoya en servidores domésticos o en plebeyos, capas sociales sin propiedades y carentes de un honor social propio, que están por com­

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pleto ligadas a él desde el punto de vista material y no se apoyan en ningún tipo de poder propio que pueda ser concurrente con el del señor. Todas las formas de autori­ dad patriarcal y patrimonial, el despotismo de los sultanes y el sistema político burocrático pertenecen a este tipo; especialmente el sistema político burocrático, es decir, el sistema que, en su forma más racional, es característico precisamente del Estado moderno.

[N a c i m i e n t o d e l E s t a d o m o d e r n o ]

El desarrollo del Estado moderno comienza en todas partes cuando se inicia por parte del príncipe la expropia­ ción de los titulares del poder administrativo «privados», independientes, que existen junto a él: expropiación de los propietarios de los medios administrativos y de la guerra, de los medios financieros o de bienes de todo tipo utilizables políticamente. Todo el proceso ofrece un paralelismo completo con el desarrollo que se produce en la empresa capitalista mediante la expropiación paulatina de los pro­ ductores independientes. Al final vemos que, en el Estado moderno, la disposición sobre todos los medios políticos se acumula realmente en una única cabeza; ni un solo funcionario es ya propietario personal del dinero que gas­ ta ni de los edificios, recursos, medios o máquinas de guerra sobre los que dispone. En el «Estado» de hoy está realizada, por tanto, la «separación» entre el cuadro ad­ ministrativo —funcionarios y empleados administrativos— y los medios materiales de funcionamiento (y esa separa­ ción es esencial a su propio concepto). Aquí se inicia la evolución más reciente, que intenta realizar, ante nuestros propios ojos, la expropiación de este expropiador de los medios políticos, y, por consiguiente, del poder político. Esto lo ha conseguido la revolución, al menos en cuanto que han surgido líderes en el lugar de las autoridades establecidas que, por usurpación o por elección, se han hecho con el poder de disposición sobre el equipo humano

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político y sobre el aparato de los medios materiales y derivan su legitimidad de la voluntad de los dominados —no importa con cuánto derecho—. Cuestión distinta es si este éxito —al menos aparente— da pie para abrigar razo­ nadamente la esperanza de que también se vaya a realizar la expropiación en la empresa capitalista, cuya dirección, pese a las amplias analogías, se rige en lo más profundo por otras leyes totalmente diferentes a las de la adminis­ tración. Sobre este punto no vamos a pronunciarnos hoy. Para el hilo de nuestras consideraciones sólo afirmo algo puramente conceptual, que el Estado moderno es una aso­ ciación de dominación de carácter institucional, que ha intentado, con éxito, monopolizar la violencia física legíti­ ma dentro de un territorio como medio de dominación y que, para este fin, ha reunido todos los medios materiales de funcionamiento en manos de sus dirigentes, pero ex­ propiando a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de esos medios por derecho propio y poniendo a sus propios dirigentes en la cúspide en vez de aquéllos. [E l p o l í t i c o p r o f e s i o n a l y e l f u n c i o n a r i o ESPECIALIZADO]

Y en el transcurso de este proceso de expropiación política, que se ha dado en todos los países de la tierra con éxito variable, surgieron —al principio al servicio de los príncipes—las primeras categorías de «políticos profesio­ nales» en un segundo sentido, en el sentido de gentes que no querían ser ellos mismos jefes, como los líderes carismáticos, sino que entraban al servicio de los jefes. Se pusieron a disposición de los príncipes en esa lucha e hicieron del servicio a la política de éstos un medio de ganarse la vida, por una parte, y un ideal de vida, por otra. De nuevo, sólo en Occidente encontramos este tipo de políticos profesionales al servicio de otros poderes distin­ tos a los príncipes. En el pasado fueron el más importante instrumento de poder y de la expropiación política.

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Aclaremos inequívocamente desde todos los lados, an­ tes de abordar el tema más de cerca, lo que representa la existencia de estos «políticos profesionales». Se puede hacer «política» —es decir, intentar influir sobre la distri­ bución del poder entre los distintos cuerpos (Gebilde) po­ líticos y dentro de ellos— como político «ocasional» así como político profesional con la política como profesión principal o como político profesional con la política como profesión secundaria, exactamente como ocurre en la ac­ tividad económica. Políticos «ocasionales» somos todos nosotros cuando depositamos nuestro voto o cuando rea­ lizamos una expresión de voluntad similar —como cuando aplaudimos o protestamos en una asamblea «política»—, o cuando pronunciamos un discurso «político», etc., y para muchas personas a eso se reduce toda su relación con la política. «Políticos con la política como segunda profe­ sión» son hoy, por ejemplo, todos esos delegados y miem­ bros de las presidencias de las agrupaciones de los parti­ dos políticos, que, por regla general, sólo desempeñan esa actividad en caso de necesidad y no «hacen de ello su vida» principalmente, ni en sentido material ni ideal. Lo son también esos miembros de los Consejos de Estado y de cuerpos consultivos similares, que sólo entran en fun­ cionamiento cuando son requeridos. Pero también lo son amplios grupos de nuestros parlamentarios, que sólo ha­ cen política durante el tiempo de las sesiones parlamenta­ rias. En el pasado encontramos este tipo de políticos con­ cretamente entre los estamentos. Por «estamentos» hay que entender los propietarios por derecho propio de los medios militares o de los medios materiales de funciona­ miento de la administración o de los poderes señoriales personales. Una gran parte de ellos estaba muy lejos de poner su vida al servicio de la política, de ponerla por entero o de manera preferente o de manera que no fuera nada más que ocasional. Aprovechaban, más bien, su po­ der para la consecución de rentas o de beneficios y sólo fueron políticamente activos, al servicio de la asociación política, cuando el señor o los otros miembros del esta-

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mentó se lo pedían especialmente. No era distinta la situa­ ción de una parte de las fuerzas auxiliares que el príncipe se atrajo en su lucha por crear su propia empresa política, de la que sólo él pudiera disponer. Tenían este carácter los Räte von Haus aus (consejos áulicos) y, más lejos en el tiempo, una parte considerable de los consejeros integran­ tes de la «Curia» y de los otros cuerpos consultivos del príncipe. Pero el príncipe no tenía suficiente con estas fuerzas auxiliares de ocasión o que funcionaban como una segunda profesión. Él tenía que procurar hacerse un equi­ po de auxiliares dedicados por completo y exclusivamente a su servicio, es decir, que tuvieran en ese servicio su profesión principal. De la procedencia de ese equipo de­ pendió en una parte esencial la estructura de las formas políticas dinásticas nacientes, y no sólo ellas, sino todo el proceso de formación de la correspondiente cultura. A esa misma necesidad se vieron abocadas aquellas asociaciones políticas que, eliminando totalmente el poder del príncipe o limitándolo considerablemente, se constituyeron como comunidades políticamente (así llamadas) «libres»; «li­ bres» no en el sentido de no tener una autoridad violenta, sino en el sentido de no tener el poder del príncipe —legí­ timo en virtud de la tradición, y consagrado la mayoría de las veces por la religión— como única fuente de la autori­ dad. Estas comunidades tienen históricamente su cuna en Occidente, y su germen fue la ciudad como asociación política, que surgió por vez primera en el círculo cultural mediterráneo. ¿Qué rasgos tenían en todos estos casos los políticos «profesionales con la política como profesión principal»? Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive «para» la política o se vive «de» la política. La contraposición no es en absoluto excluyente. Por lo gene­ ral se hacen, más bien, las dos cosas, al menos desde el punto de vista ideal, pero también desde el punto de vista material la mayor parte de las veces. Quien vive «para» la política, hace «de ello su vida» en su sentido íntimo: o goza de la desnuda posesión del poder que ejerce, o alimenta

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su equilibrio interior y su autoestima con la conciencia de darle un sentido a su vida mediante el servicio a una «causa». En este sentido íntimo, todo hombre serio que viva para una causa vive ciertamente también de esa cau­ sa. La diferencia se refiere, por tanto, a un aspecto mucho más tosco de la situación, al aspecto económico. Vive «de» la política como profesión quien aspira a hacer de ello una fuente de ingresos permanente; vive «para» la política aquel en quien no ocurre eso. Para que alguien pueda vivir «para» la política en ese sentido económico, tienen que darse —en un sistema de propiedad privada— algunos presupuestos muy triviales, si ustedes quieren: ese alguien ha de ser —en condiciones normales—económica­ mente independiente de los ingresos que la política le pueda aportar. Esto quiere decir sencillamente que debe tener un patrimonio propio o estar en una posición priva­ da que le proporcione ingresos suficientes. Así está la cosa, al menos en situaciones normales. Claro que el sé­ quito de un jefe guerrero se preocupa tan poco como el séquito del héroe revolucionario de la calle por las condi­ ciones de una economía normal; ambos viven del botín, del robo, de las confiscaciones, de las contribuciones o de la imposición de medios de pago obligatorios sin valor alguno, procedimientos todos iguales en su naturaleza. Pero éstos son fenómenos necesariamente extraotdinarios; en la economía cotidiana sólo un patrimonio propio cumple ese servicio. Pero con ello no es suficiente: ese alguien ha de estar, además, «disponible» desde el punto de vista económico, es decir, que sus ingresos no depen­ dan de que él ponga personalmente y de manera perma­ nente su fuerza de trabajo y sus ideas —de manera total o en gran parte— para el logro de aquéllos. Disponible en este sentido es en términos más absolutos el rentista, es decir, aquel que obtiene unos ingresos sin trabajar en absoluto, sean procedentes de las rentas de la tierra —como el señor territorial del pasado o los terratenientes y los Standesherren (nobles) del presente—(en la Antigüe­ dad y en la Edad Media ingresos procedentes también de

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las rentas de esclavos y siervos), sean procedentes de va­ lores bursátiles u otras fuentes de renta modernas simila­ res. Ni el obrero ni el empresario —y esto hay que tenerlo muy en cuenta—, tampoco el gran empresario moderno y precisamente él, están disponibles en ese sentido. Pues precisamente el empresario está ligado a su empresa y no está disponible: el empresario industrial mucho más liga­ do que el agrícola por el carácter estacional de la agricul­ tura; la mayor parte de las veces le resulta muy difícil incluso hacerse representar temporalmente. Tampoco está disponible, por ejemplo, el médico, y cuanto más presti­ gioso y ocupado esté tanto menos. Más fácil lo tiene el abogado, por razones puramente técnicas, por lo que ha desempeñado como político profesional un papel mucho mayor y, con frecuencia, casi dominante. No vamos a continuar con esta casuística, sino que vamos a aclarar algunas consecuencias. La dirección del Estado o de un partido por gentes que vivan exclusivamente para la política y no de la política —en el sentido económico de la expresión—significa nece­ sariamente un reclutamiento «plutocrático» de los grupos de dirigentes políticos. Con esto no se está diciendo lo contrario, es decir, que semejante reclutamiento plutocrá­ tico signifique también, al mismo tiempo, que los dirigen­ tes políticos no aspiren también a vivir «de» la política, es decir, no suelan aprovechar su autoridad política para sus intereses económicos privados. No se trata de eso, natu­ ralmente. No ha habido ningún grupo que no lo haya hecho de alguna manera. Lo único que significa ese reclu­ tamiento plutocrático es lo siguiente: que los políticos profesionales no estén constreñidos a buscar directamente una remuneración por su trabajo político, como sí tiene que hacer realmente el que carezca de medios. No signi­ fica, por otra parte, que los políticos sin patrimonio pro­ pio sólo aspiren a atender su economía particular a través de la política —o que lo aspiren de manera principal— y que no piensen «en la causa», o no lo hagan de manera principal. Nada sería más inexacto. Para el hombre con un

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patrimonio propio, de acuerdo con la experiencia, la preo­ cupación por la «seguridad» económica de su existencia es un punto cardinal que orienta toda su vida —consciente o inconscientemente—. El idealismo político totalmente desinteresado e incondicionado se encuentra, no de mane­ ra exclusiva, pero sí se encuentra, al menos, en las capas sociales que están totalmente fuera de los círculos intere­ sados en el mantenimiento del sistema económico de una sociedad determinada, precisamente a consecuencia de su carencia de patrimonio. Esto es válido sobre todo en las épocas extraordinarias, es decir, revolucionarias. El reclu­ tamiento plutocrático significa que un reclutamiento no plutocrático de los políticos, de los líderes y de sus segui­ dores, está ligado al presupuesto evidente de que a estos interesados les afluirán unos ingresos regulares y seguros del funcionamiento de la política. La política puede hacer­ se «de forma honorífica» por «independientes» —como suele decirse—, es decir, por gentes con patrimonio pro­ pio, rentistas sobre todo, o puede darse acceso a la direc­ ción política a gentes que carezcan de patrimonio propio, debiendo ser remuneradas. El político profesional que vive de la política puede ser un puro «prebendado» o un «funcionario» a sueldo. Éste recibe entonces sus ingresos de tasas y derechos por los servicios que presta —las pro­ pinas y los cohechos sólo son una variante irregular y formalmente ilegal de este tipo de ingresos—o recibe una remuneración fija en dinero o en especie, o en ambas formas a la vez. Puede adoptar el carácter de un «empre­ sario», como el condottiero o el arrendatario o comprador de cargos del pasado o como el boss americano, que con­ sidera sus gastos como una inversión de capital a la que le hará producir un rendimiento utilizando sus influencias. O puede recibir un salario fijo, como un redactor o un secretario de partido o un ministro moderno o un funcio­ nario político. En el pasado, las recompensas típicas que los príncipes, los conquistadores triunfantes y los jefes de partido exitosos daban a sus seguidores eran los feudos, las donaciones de tierra, las prebendas de todo tipo; y con

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el desarrollo de la economía monetaria lo fue especialmen­ te el cobro por los servicios administrativos o judiciales. Hoy esas recompensas son los cargos de todo tipo en los partidos, en los periódicos, en las cooperativas, en las cajas del seguro de enfermedad, en los municipios y en el Estado, que son repartidos por los dirigentes de los parti­ dos como pago de servicios leales. Todas las luchas entre partidos no son solamente luchas por objetivos programá­ ticos, sino sobre todo por influir en el reparto de cargos entre sus seguidores. Todas las luchas entre las reivindica­ ciones centralistas o particularistas en Alemania giran so­ bre todo alrededor de qué poderes han de tener en sus manos la distribución de los cargos, si los de Berlín o los de Munich, los de Karlsruhe o los de Dresde. Los partidos políticos sienten más profundamente una reducción de su participación en los cargos que las acciones contra sus objetivos programáticos. En Francia, un cambio político de prefectos siempre ha producido más ruido y ha sido considerado como una transformación mayor que una modificación en el programa de gobierno, que tenía una significación casi puramente fraseológica. Algunos parti­ dos, por ejemplo los de América, desde la desaparición de la vieja controversia sobre la interpretación de la Consti­ tución son puros partidos cazadores de cargos, que van cambiando su programa según sus posibilidades de captar votos. En España, hasta estos últimos años, los dos gran­ des partidos se alternaban en un turno establecido conven­ cionalmente, bajo la fórmula de «elecciones» fabricadas desde arriba, para proveer con cargos a sus respectivos seguidores. En las colonias españolas, tanto en las llama­ das «elecciones» como en las llamadas «revoluciones», se trata siempre del pesebre del Estado, en el que los vence­ dores desean ser alimentados. En Suiza, los partidos se reparten pacíficamente los cargos de manera proporcio­ nal, y algunos de nuestros proyectos constitucionales «re­ volucionarios», por ejemplo el primer proyecto elaborado para Badén, quería extender este sistema a los cargos ministeriales, tratando así al Estado y sus cargos como

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una institución de distribución de prebendas. El partido Zentrum, sobre todo, estaba tan entusiasmado con el sis­ tema que hizo en Badén una distribución proporcional de los cargos según las confesiones, es decir, sin tomar en consideración los méritos (de los partidos), sin referencia siquiera a algún punto programático. Con el incremento del número de cargos a consecuencia de la burocratización general y de la apetencia general de ellos como una forma específica de una pensión segura, esta tendencia aumenta en todos los partidos y éstos se convierten para sus seguidores cada vez más en un medio para ese fin de ser asistidos de esa manera. Opuesta a esta situación está, sin embargo, la conver­ sión del funcionariado moderno en un conjunto de traba­ jadores intelectuales, altamente cualificados y especializa­ dos mediante una preparación de años, con un honor estamental muy desarrollado en beneficio de la integridad, sin el cual se cernería sobre nosotros como un destino el peligro de una terrible corrupción y de una brutal incom­ petencia e incluso estaría amenazado el rendimiento téc­ nico del aparato estatal, cuya significación para la econo­ mía ha estado aumentando continuamente y continuará haciéndolo, especialmente con el aumento de la socializa­ ción. La administración de aficionados en manos de los políticos de botín que en Estados Unidos hacía que cam­ biaran cientos de miles de funcionarios —hasta el reparti­ dor de correos— según resultaran las elecciones presiden­ ciales y que no conocía el funcionario profesional vitali­ cio, se ha debilitado hace tiempo gracias a la Civil Service Reform. Necesidades puramente técnicas e ineludibles ge­ neran esta evolución. En Europa, el funcionariado espe­ cializado según la división del trabajo ha ido surgiendo paulatinamente desde hace quinientos años. El comienzo lo marcaron las ciudades y signorias italianas. Entre las monarquías ese comienzo lo marcaron los Estados de los conquistadores normandos. El paso decisivo se dio en las finanzas de los príncipes. En las reformas administrativas del emperador Max puede verse con qué dificultad logra­

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ron los funcionarios, incluso bajo la presión de la extrema necesidad y de la dominación turca, desposeer a los prín­ cipes de su poder en ese terreno, que era evidentemente el que menos soportaba el amateurismo de un gobernante que era, en aquella época, un caballero. El desarrollo de la técnica bélica produjo al oficial especialista, el refina­ miento del procedimiento jurídico al jurista con prepara­ ción especializada. En estos tres campos, el funcionariado especializado triunfó en los Estados más desarrollados defi­ nitivamente en el siglo XVI. Con ello se había iniciado, al mismo tiempo que el ascenso del absolutismo del príncipe respecto a los Estamentos, una paulatina abdicación de la autocracia del príncipe en favor de los funcionarios especia­ lizados, que le posibilitaron su triunfo sobre los Estamentos. Simultáneamente al ascenso del funcionariado especia­ lizado se realizó la evolución de los «políticos dirigentes», aunque con un proceso de transformación mucho menos perceptible. Es evidente que, desde siempre y en todo el mundo, habían existido esos consejeros de los príncipes realmente decisivos. En Oriente, la necesidad de descargar lo más posible al sultán de la responsabilidad personal por los resultados de su gobierno, creó la típica figura del «gran visir». En Occidente, en la época de Carlos V —la época de Maquiavelo—, fue la diplomacia la primera en convertirse en un arte cultivado conscientemente bajo la influencia ante todo de los informes de los embajadores venecianos, que eran leídos con apasionado celo en los círculos diplomáticos. Los maestros de la diplomacia, en su mayor parte de formación humanista, se trataban entre sí como un grupo de iniciados especializado, de manera similar a los políticos humanistas chinos de la última épo­ ca de los Estados particulares. Pero la necesidad de que toda la política tuviera una dirección formalmente unifica­ da, incluyendo la política interior, en las manos de un único estadista dirigente sólo surgió de manera definitiva e imperiosa con el desarrollo constitucional. Hasta enton­ ces siempre habían existido, evidentemente, personalida­ des concretas como consejeros de los príncipes o, mas

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bien, como guías de éstos, si se atiende a la realidad. Pero la organización de las autoridades había seguido otros caminos, incluso en los Estados más avanzados. Habían surgido autoridades administrativas supremas colegiadas. En teoría, y cada vez menos en la práctica, se reunían bajo la presidencia personal del príncipe, que tomaba las deci­ siones. Con este sistema colegiado, que conducía necesa­ riamente a dictámenes, a contradictámenes y a votos mo­ tivados de la mayoría y de la minoría, y con la creación adicional, junto a las autoridades oficiales supremas, de un círculo de hombres de confianza —el «Gabinete»—, a través del cual daba sus decisiones sobre los acuerdos del Consejo de Estado —o como se llamara esta máxima auto­ ridad del Estado—, el príncipe, que había caído progresi­ vamente en la situación de un aficionado, trataba de esca­ par al peso inevitablemente creciente de la especialización de los funcionarios y de conservar en sus manos la direc­ ción suprema. Esta lucha latente entre el funcionariado especializado y la autocracia se dio en todas partes. La situación sólo se modificó respecto a los Parlamentos y a las aspiraciones de poder de los líderes de sus partidos. Condiciones muy distintas condujeron realmente al mis­ mo resultado externo; por supuesto, que con ciertas dife­ rencias. Allí donde las dinastías conservaron su poder —como, por ejemplo, en Alemania—, los intereses del prín­ cipe estuvieron solidariamente unidos a los del funciona­ riado en contra del Parlamento y de sus aspiraciones de poder. Los funcionarios tenían interés en que incluso los puestos directivos, es decir, los puestos de ministro, estu­ vieran cubiertos por gentes salidas de sus propias filas, siendo, por tanto, objeto del ascenso de los funcionarios. El monarca, por su parte, también tenía interés en poder nombrar a los ministros a su gusto, entre los funcionarios que lo respetaban. Y ambas partes estaban interesadas en que la dirección política se enfrentara al Parlamento de una manera unida y cerrada, es decir, estaban interesadas en que se sustituyera el sistema colegiado por un único jefe de Gabinete. El monarca necesitaba además, para

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sustraerse a la lucha partidista y a los ataques de los partidos, una persona concreta responsable que lo cubrie­ ra a él, es decir, una persona que hablase al Parlamento y que le hiciera frente y que negociara con los partidos. Todos estos intereses iban en la misma dirección: y surgió el ministro funcionario con funciones de dirección única. Hacia esta unificación condujo aún con mayor fuerza la evolución del poder del Parlamento allí donde logró im­ ponerse al monarca, como en Inglaterra. Aquí, el «Gabi­ nete» con el jefe parlamentario —el Leader— a su cabeza se desarrolló como una comisión del partido que se encon­ trara en posesión de la mayoría, poder ignorado por las leyes oficiales, pero el único poder político decisivo en la realidad. Los cuerpos colegiados oficiales no eran, como tales, órganos del poder realmente dominante —el parti­ do—, y, por tanto, no podían ser los detentadores del gobierno real. El partido dominante, para afirmar su po­ der en el interior y para poder hacer una gran política exterior, sólo necesitaba, más bien, un órgano contunden­ te, que estuviera integrado por sus hombres realmente dirigentes y que actuara de manera fiable: el Gabinete; pero frente a la opinión pública, especialmente frente a la opinión pública parlamentaria, necesitaba un líder respon­ sable de todas las decisiones: el jefe del Gabinete. Este sistema inglés se siguió luego en el continente bajo la forma de los gobiernos parlamentarios, y sólo en América y en las democracias que han sido influenciadas por ella se estableció otro sistema contrapuesto, en el que al líder del partido victorioso, elegido mediante elección popular directa, se le pone a la cabeza de un aparato funcionarial nombrado por él mismo y en el que sólo se le obliga a contar con la aprobación del Parlamento en la legislación y en el presupuesto. La transformación de la política en una «empresa» que requiere una preparación especializada en la lucha por el poder y en los métodos de ésta, tal como la han llevado a cabo los partidos modernos, ha determinado la separación de los funcionarios públicos en dos categorías, no distintas

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radicalmente pero claramente diferenciadas: funcionarios especializados, de una parte, y «funcionarios políticos», de otra. Los funcionarios «políticos», en el sentido propio del término, se pueden identificar externamente, por lo general, en que pueden ser trasladados o despedidos y «puestos en situación de disponibilidad» discrecionalmen­ te, como sucede con los prefectos franceses y con los funcionarios similares de otros países, en tajante oposi­ ción a la «independencia» de los funcionarios con funcio­ nes judiciales. En Inglaterra, son funcionarios políticos todos aquellos funcionarios que —según una convención firmemente establecida— cesan en sus cargos cuando se produce un cambio en la mayoría parlamentaria y, por consiguiente, en el Gabinete. Suelen contarse especial­ mente entre ellos los que se ocupan de la «administración interior»; y el elemento «político» de esa administración es la conservación del «sistema» en el país, es decir, de las relaciones de dominación existentes. En Prusia, según el Decreto Puttkamer, estos funcionarios políticos tenían la obligación de «representar la política del Gobierno», elu­ diendo las medidas disciplinarias, y fueron utilizados como aparato oficial para influir en las elecciones, como los prefectos lo eran en Francia. En el sistema alemán, la mayor parte de los funcionarios «políticos» comparten las cualificaciones de todos los otros —a diferencia de otros países—, en cuanto que la consecución de estos cargos está sujeta a la posesión de unos estudios universitarios, a la realización de pruebas de aptitud y a la realización de un determinado servicio previo de preparación. Entre noso­ tros sólo carecen de estas características concretas del funcionariado especializado moderno los jefes del aparato político: los ministros. Bajo el viejo régimen se podía ser ministro de Culto en Prusia sin haber pisado jamás un centro de enseñanza superior, mientras que sólo se podía ser Vortragender Raí en virtud de haber aprobado los exámenes prescritos. El Dezernent y el Vortragender Raí, con una preparación especializada, estaban infinitamente mucho mejor informados que su jefe sobre los problemas

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técnicos reales de su especialidad —por ejemplo, cuando Althoff era ministro de Instrucción en Prusia—. En Ingla­ terra no era distinta la situación; en consecuencia, el fun­ cionario especializado era quien tenía más poder para todas las necesidades cotidianas, lo cual no es en sí mismo ninguna insensatez. El ministro era evidentemente el re­ presentante del poder político, tenía que defender sus cri­ terios políticos guiándose por las propuestas de sus fun­ cionarios especializados subordinados o dándoles las correspondientes directrices de naturaleza política. Algo bastante similar ocurre en una empresa económi­ ca privada; el auténtico «soberano», la asamblea de accio­ nistas, tiene tan poca influencia sobre la dirección de la empresa como un «pueblo» gobernado por funcionarios especialistas, y las personas decisivas para la política de la empresa —el «consejo de administración», dominado por los bancos—sólo dan las directrices económicas y seleccio­ nan las personas para la administración, sin estar ellas mismas en situación de dirigir técnicamente la empresa. En este sentido, no significa ninguna innovación funda­ mental la estructura actual del Estado revolucionario, que pone el poder sobre la administración en manos de abso­ lutos aficionados, en virtud de que disponían de las ame­ tralladoras, y que sólo querría utilizar a los funccionarios con preparación especializada como mentes y brazos eje­ cutores. Los problemas de este sistema actual están en otra parte, pero no podemos abordarlos hoy. Vamos a preguntarnos, más bien, por las características típicas del político profesional, tanto del «líder» como de sus seguidores. Esas características han ido cambiando y son incluso muy diferentes en la actualidad. [T i p o s h i s t ó r i c o s d e p o l ít ic o s p r o f e s i o n a l e s ]

Los «políticos profesionales» se desarrollaron en el pa­ sado, como hemos visto, al servicio de los príncipes en su lucha contra los Estamentos. Veamos los tipos principales.

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[Clérigos.] En su lucha contra los Estamentos, el prín­ cipe se apoyó en grupos sociales utilizables políticamente, de carácter no estamental. A estos grupos pertenecían, en primer lugar, los clérigos: en las Indias Occidentales y en las Orientales, en la China budista y en Japón, y en la Mongolia de los lamas así como en los territorios cristia­ nos de la Edad Media. La razón técnica era que sabían escribir. La significación de los brahmanes, de los sacer­ dotes budistas, de los lamas y el empleo de los obispos y sacerdotes como consejeros políticos se hizo desde el pun­ to de vista de contar con administradores que supieran escribir y que pudieran ser empleados en la lucha del emperador o del príncipe o del khan contra la aristocracia. El clérigo, sobre todo el clérigo célibe, estaba fuera del juego de los intereses económicos y políticos normales y no caía en la tentación de procurar para sus descendientes un poder político propio frente a su señor, como hacía el feudatario. El clérigo estaba «separado» de los medios de funcionamiento de la administración del príncipe por sus propias características estamentales. [Humanistas.] Un segundo grupo lo formaron los es­ critores de formación humanista. Hubo un tiempo en el que se aprendía a hacer discursos latinos y versos griegos con el objetivo de ser consejero político y, sobre todo, escritor de memorándum políticos de un príncipe. Esta fue la época en la que florecieron las primeras escuelas humanistas, y en la que los príncipes crearon las cátedras de «poética»; una época que pasó muy rápida entre noso­ tros, pero que aun así y todo dejó una influencia duradera en nuestro sistema escolar, aunque desde el punto de vista político no tuviera ninguna consecuencia más profunda. Distinto fue lo ocurrido en Asia oriental. El mandarín chino es, o mejor, fue originariamente algo similar a lo que el humanista de nuestro Renacimiento: un escritor formado humanísticamente en los monumentos lingüísti­ cos del lejano pasado. Si ustedes leen los diarios de Li Hung Tshang, encontrarán que de lo que más orgulloso estaba era de hacer poemas y de ser un buen calígrafo.

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Este grupo, con sus convenciones desarrolladas según la antigüedad china, ha determinado el destino entero de China, y nuestro destino tal vez habría sido similar si los humanistas hubieran tenido en su época la más mínima oportunidad de imponerse con igual éxito. [Nobleza cortesana.] El tercer grupo fue la nobleza cortesana. Después de que los príncipes lograron despo­ seer a la nobleza de su poder político estamental, la atra­ jeron a la corte y la emplearon en el servicio político y diplomático. El cambio de orientación de nuestro sistema educativo en el siglo xvn estuvo determinado por el hecho de que entraron al servicio de los príncipes políticos pro­ fesionales de la nobleza cortesana, en vez de los escritores humanistas. [Gentry.] La cuarta categoría fue una figura específi­ camente inglesa: un patriciado, que agrupa a la pequeña nobleza y los rentistas de las ciudades, llamado técnica­ mente gentry. Es una capa social que el príncipe se atrajo originariamente en contra de los barones y a la que puso en posesión de los cargos del selfgovernment; esta capa social se mantuvo en posesión de todos los cargos de la administración local, asumiéndolos gratuitamente en be­ neficio de su propio poder social. La gentry ha preservado a Inglaterra de la burocratización, que fue el destino de todos los Estados del continente. [Abogados.] Un quinto grupo fue característico de Oc­ cidente, y sobre todo del continente europeo, siendo de una significación decisiva para toda su estructura política: los juristas de formación universitaria. En nada se ve más clara la poderosa influencia del Derecho romano, tal como lo había transformado el burocratizado Estado ro­ mano de la última época, que en el hecho de que fueron los juristas con una preparación especializada los que realizaron el cambio radical de la actividad política en el sentido de transformarla en un Estado racional. También lo realizaron en Inglaterra, aunque allí los grandes gre­ mios nacionales de juristas impidieron la recepción del Derecho romano. Y no se encuentra nada similar en nin­

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gún lugar de la tierra. Todos los intentos de un pensamien­ to jurídico racional en la escuela Mimamsa de la India y todo el pensamiento jurídico antiguo cultivado posterior­ mente en el islam no pudieron impedir que el pensamiento jurídico racional fuera sofocado por el pensamiento teo­ lógico. El procedimiento, sobre todo, no llegó a racionali­ zarse totalmente. Esto sólo lo logró la recepción por los juristas italianos de la antigua jurisprudencia romana, pro­ ducto ésta de una forma política muy particular en su ascensión de ciudad-Estado a un poder universal: el mus modernus de los pandectistas y canonistas de la Baja Edad Media y las teorías del Derecho natural, nacidas de un pensamiento jurídico cristiano y posteriormente seculari­ zadas. Este racionalismo jurídico tuvo sus grandes repre­ sentantes en el podestá italiano, en los juristas del rey en Francia —que crearon los medios formales para que el poder real pudiera minar la dominación de los señores—, en los canonistas y en los teólogos iusnaturalistas del conciliarismo, en los juristas cortesanos y en los instruidos jueces de los príncipes continentales, en los teóricos ius­ naturalistas de los Países Bajos y en los monarcómacos, en los juristas de la Corona y del Parlamento ingleses, en la noblesse de robe de los tribunales franceses y, finalmen­ te, en los abogados de la época de la Revolución. Sin este racionalismo no se puede pensar ni el surgimiento del Estado absoluto ni la Revolución. Si ustedes ojean las quejas de los tribunales franceses o los Cahiers de los Estados generales franceses desde el siglo xvi hasta 1789, encontrarán en todas partes el espíritu de los juristas. Y si examinan las profesiones de los miembros de la Conven­ ción francesa, encontrarán un único proletario —aunque la Convención fue elegida por sufragio igualitario—, muy pocos empresarios burgueses y, en cambio, una gran masa de juristas de todo tipo, sin los que sería totalmente im­ pensable ese espíritu específico que animó a esos intelec­ tuales radicales y a sus proyectos. Desde entonces, el abogado moderno y la democracia moderna van esencial­ mente unidos. Y abogados en nuestro sentido, como un

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estamento independiente, sólo existen, una vez más, en Occidente y desde la Edad Media, donde, a partir de la figura del fürsprech (intercesor) del formalista procedi­ miento germano, se desarrollaron bajo los efectos del pro­ ceso de racionalización. No es nada casual la significación de los abogados en la política occidental desde la llegada de los partidos. La actividad política llevada a cabo a través de partidos sig­ nifica precisamente una actividad de personas interesadas, y pronto veremos lo que eso significa. Dirigir eficiente­ mente un asunto para los interesados es la tarea de un abogado con preparación. En eso es superior a cualquier «funcionario»; esto nos lo ha podido enseñar la superiori­ dad de la propaganda enemiga. Es cierto que un abogado puede llevar un asunto apoyado en argumentos débiles desde el punto de vista lógico, es decir, puede llevar un asunto en ese sentido «malo», de una manera exitosa, es decir, «buena» técnicamente hablando. Pero también de­ fiende asuntos con argumentos lógicamente «fuertes» —un asunto «bueno» en ese sentido— de un modo exitoso, es decir, de un modo «bueno» en ese otro sentido. El funcio­ nario, actuando como político, convierte demasiado fre­ cuentemente un «buen» asunto en aquel sentido en uno «malo» cuando actúa bajo una dirección técnicamente mala. Y esto lo hemos conocido nosotros. Como la políti­ ca actual se hace en gran medida ante la opinión pública con los medios de la palabra hablada o escrita y como sopesar el efecto de la palabra es una de las funciones más peculiares del abogado, pero no del funcionario especiali­ zado en absoluto, quien según su naturaleza no es un demagogo ni debe serlo, cuando el funcionario intenta serlo, suele ser un pésimo demagogo. El funcionario auténtico, según su propia profesión, no debe hacer política, sino «administrar» imparcialmente —y esto es decisivo para juzgar nuestro régimen anterior—. Eso vale también para los llamados funcionarios «políti­ cos», oficialmente al menos en cuanto que no este en juego la «razón de Estado», es decir, los intereses vitales

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del sistema dominante. El funcionario debe desempeñar su cargo sine ira et studio, «sin cólera ni entusiasmo». No debe hacer, por tanto, precisamente lo que el político, tanto el líder como sus seguidores, sí debe hacer siempre y necesariamente: luchar. Pues la toma de partido, la lu­ cha, la pasión —ira et studium—constituyen el elemento del político, y sobre todo, del líder político. La actuación de éste está bajo un principio de responsabilidad totalmente distinto, contrapuesto realmente, a la responsabilidad del funcionario. Para el funcionario es un honor su capacidad para ejecutar a conciencia y con precisión una orden, poniendo toda la responsabilidad en quien se la manda, y para ejecutarla como si respondiera a sus propias convic­ ciones sí esa autoridad jerárquicamente superior —a pesar de las ideas del funcionario—le insistiera en esa orden que a éste le parece equivocada. Sin esa negación de sí mismo y sin esta disciplina moral en su más alto sentido se des­ moronaría todo el aparato. Por el contrario, el honor del líder político, es decir, del estadista dirigente, es precisa­ mente su propia y exclusiva responsabilidad de lo que haga, responsabilidad que no puede ni debe rechazar o cargar sobre otro. Funcionarios de muy elevada morali­ dad son malos políticos, sin responsabilidad propia —en el concepto político del término—, y, en este sentido, están moralmente muy abajo. Son ésos que hemos tenido, por desgracia, continuamente en los puestos directivos; esto es lo que llamamos «dominación burocrática» (Beamtenherrschaft). Y no se vierte ninguna mancha sobre nuestro funcionariado si ponemos en evidencia el error de este sistema desde el punto de vista político, es decir, valorán­ dolo desde el punto de vista de los resultados. Pero volva­ mos a los tipos de políticos. [Demagogos/Periodistas.] El «demagogo» es el tipo de político dirigente en Occidente desde la aparición del Es­ tado constitucional, y más completamente desde el esta­ blecimiento de la democracia. Las desagradables resonan­ cias de la palabra no deben hacer olvidar que no fue Cleón, sino Pericles, el primero en llevar este nombre. Sin

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cargo alguno o investido con el único cargo electivo exis­ tente, el de estratega supremo —a diferencia de los cargos de la antigua democracia, cubiertos mediante sorteo—, Pericles dirigía la asamblea (ekklesia) soberana del pueblo de Atenas. La demagogia moderna se sirve ciertamente del discurso, incluso en cantidades impresionantes, si se piensa en los discursos electorales que tiene que pronun­ ciar un candidato moderno. Pero se sirve incluso con mayor intensidad de la palabra escrita. El publicista polí­ tico y, sobre todo, el periodista, es actualmente el repre­ sentante más importante de la figura del demagogo. Sería totalmente imposible esbozar siquiera en esta con­ ferencia la sociología del periodismo político moderno, y constituiría desde todo punto de vista un capítulo aparte. Sólo algunos aspectos deben ser considerados necesaria­ mente ahora. El periodista tiene en común con todos los demagogos, y al menos también con el abogado (y con el artista) —por lo menos en el continente, a diferencia de la situación en Inglaterra e incluso de la situación al comien­ zo en Prusia—, el destino de carecer de una clasificación social firme. Pertenece a una especie de casta de parias, que siempre se juzga en la «sociedad» por aquellos de sus representantes que están moralmente en el punto más bajo. Por este motivo son corrientes las ideas más raras sobre los periodistas y sobre su trabajo. No todo el mundo es consciente de que un trabajo periodístico realmente bueno requiere tanto «espíritu», al menos, como cualquier otro trabajo intelectual, aunque las condiciones de crea­ ción sean, por supuesto, totalmente distintas, especialmen­ te como consecuencia de la necesidad de que su trabajo tiene que realizarse con rapidez, por encargo de alguien, y tiene que producir un efecto inmediato. Casi nunca se valora que el sentido de la responsabilidad de todo perio­ dista serio no es, por término medio, más bajo que el del intelectual, sino más alto, como ha mostrado la guerra; y no es valorado porque en la memoria se quedan precisa­ mente los trabajos periodísticos irresponsables, a causa de sus efectos frecuentemente terribles. Nadie cree que la

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discreción de los buenos periodistas sea, por término me­ dio, superior a la de otras gentes. Y, sin embargo, es así. Las tentaciones incomparablemente más fuertes que con­ lleva esta profesión y todas las demás condiciones del trabajo periodístico en la actualidad han producido esas consecuencias que han acostumbrado al público a mirar la prensa con una mezcla de desprecio y de miserable cobar­ día. No podemos hablar hoy de qué habría que hacer al respecto. A nosotros nos interesa ahora la cuestión del destino político de la profesión periodística, de sus posibi­ lidades de arribar a posiciones de liderazgo político. Hasta ahora esas condiciones sólo han sido favorables dentro del partido socialdemócrata. Pero dentro de ese partido los puestos de redactores han tenido mayormente el carácter de puestos de funcionarios y no han constituido la base para llegar a una posición de líder. En los partidos burgueses, las posibilidades de ascender al poder político por esta vía han empeorado más bien, en su conjunto, en comparación con la generación anterior. Naturalmente, todo político relevante necesitaba la in­ fluencia de la prensa y, por consiguiente, necesitaba tener relaciones con ella. Pero ha sido la excepción el que saliera un líder de partido de entre las filas de la prensa —y no había que esperarlo—. La razón de ello está en la «indis­ ponibilidad» creciente del periodista —sobre todo el perio­ dista sin patrimonio propio, ligado, por tanto, a su pro­ fesión—, indisponibilidad determinada por el enorme aumento de la intensidad e inmediatez de la actividad periodística. La necesidad de ganarse la vida con artículos diarios o semanales es para el político como un grillete en las piernas, y yo conozco ejemplos de personas con con­ diciones de líder que se han visto continuamente paraliza­ das por ese motivo en el camino hacia el poder, tanto desde fuera como interiormente. Que las relaciones de la prensa con los poderes dominantes en el Estado y en los partidos fueron muy nocivas para el periodismo bajo el régimen anterior forma un capítulo aparte. Estas relacio­ nes eran de otra manera en los países enemigos. Pero

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también para estos países y para todos los Estados moder­ nos vale la afirmación —así parece— de que el trabajador del periodismo tiene cada vez menos influencia política y que el magnate capitalista de la prensa tiene cada vez más (al estilo, por ejemplo, de Lord Northcliffe). Entre nosotros, sin embargo, los grandes consorcios capitalistas de prensa, que se han apoderado sobre todo de los periódicos con «pequeños anuncios», de los Generalanzeiger, han sido hasta ahora, por regla general, los típicos cultivadores de la indiferencia política, pues no iban a ganar nada con llevar una política independiente, sobre todo no se iban a ganar la benevolencia de los poderes políticos dominantes, que les sería útil desde el punto de vista económico. El negocio de los anuncios ha sido el camino por el que, durante la guerra, se ha inten­ tado ejercer una influencia política de gran calado sobre la prensa y, según parece, se le quiere continuar ahora. Aunque se puede esperar que la gran prensa se sustraiga a ese intento, la situación de los pequeños periódicos es, sin embargo, mucho más difícil. En todo caso, no obstan­ te, la carrera periodística no es entre nosotros, en la actua­ lidad, el camino normal para llegar a ser líder político, por mucho atractivo que, por lo demás, tenga y por mucha influencia, por muchas posibilidades de intervenir y, sobre todo, por mucha responsabilidad política que pueda apor­ tar. No es el camino normal, y tal vez habrá que esperar para saber si ya no lo es o si todavía no lo es. Resulta difícil decir si esta situación cambiaría si se abandonara el principio del anonimato, abandono que algunos periodis­ tas —no todos—consideran correcto. Las experiencias que hemos conocido en la prensa alemana durante la guerra, con la «dirección» de algunos periódicos confiada a escri­ tores cualificados conseguidos para ello y que siempre firmaban con sus propios nombres, ha mostrado en algu­ nos casos más conocidos, por desgracia, que este camino no era tan seguro para cultivar un elevado sentido de la responsabilidad como se podría creer. Fueron los periódi­ cos sensacionalistas notoriamente peores quienes, en par­

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te, y sin que hubiera diferencia ahí entre los partidos, pretendieron con esa eliminación del anonimato un au­ mento de las ventas, y lo lograron. Las personas afectadas, los editores y los periodistas sensacionalistas incrementa­ ron su patrimonio, pero no ciertamente su honor. Con todo esto no se está diciendo nada en contra del principio; la cuestión es muy complicada y ese fenómeno no tiene una validez general. Pero hasta ahora no ha sido el camino para llegar al auténtico liderazgo o a una actividad política responsable. Hay que esperar a ver cómo evoluciona la situación en el futuro. Pero, bajo cualquier circunstancia, la carrera periodística sigue siendo uno de los caminos más importantes para la actividad política profesional. Un camino no para todo el mundo, al menos no para carac­ teres débiles, especialmente no para aquellas personas que sólo puedan afirmar su equilibrio interior sobre la existen­ cia de una situación corporativa firme. Aunque la vida del científico joven también está expuesta al azar, en torno a éste, sin embargo, existe una serie de firmes convenciones de tipo corporativo que lo protegen de que se descarríe. La vida del periodista, sin embargo, es realmente azarosa desde todo punto de vista y se desenvuelve en unas condi­ ciones que ponen a prueba su seguridad interior de un modo que apenas lo hace cualquier otra situación,. Las experiencias, con frecuencia amargas, de su vida profesio­ nal no son, quizá, lo peor. Se presentan exigencias interio­ res muy difíciles, precisamente en los periodistas exitosos. No es una nimiedad alternar en los salones de los poten­ tados de la tierra, aparentemente en pie de igualdad y rodeado frecuentemente de halagos por todas partes por ser temido, y saber al mismo tiempo que, apenas haya salido por la puerta, el anfitrión tendrá quizá que justifi­ carse ante sus invitados por tener trato con los «pillos de la prensa». Tampoco es ciertamente una nimiedad tener que manifestarse rápida y convincentemente sobre todos los problemas pensables de la vida, sobre todo lo que reclame el «mercado», sin caer en la superficialidad o en la indignidad del exhibicionismo y de sus amargas conse­

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cuencias. Lo asombroso no es que haya muchos periodis­ tas humanamente descarriados o sin valor, sino que este grupo tenga, pese a todo, un número tan grande de hom­ bres auténticos y valiosos que no se puede imaginar fácil­ mente desde fuera. [Funcionario de partido.] Si el periodista como tipo de político profesional puede mirar hacia un pasado, así y todo, considerable, la figura del funcionario de partido es una. figura que, como tal, pertenece sólo a las últimas décadas y, en parte, sólo a los últimos años. Tenemos que hacer una consideración sobre los partidos políticos y sobre su organización para comprender esta figura en su evolución histórica.

[P r i m e r a s f o r m a s d e o r g a n i z a c i ó n DE LOS PARTIDOS: NOTABLES Y DIPUTADOS PARLAMENTARIOS]

En todas las asociaciones políticas que tengan eleccio­ nes periódicas de sus gobernantes y que sean hasta cierto punto grandes, es decir, que sobrepasen el territorio y las funciones de los pequeños cantones rurales, la actividad política es necesariamente una actividad de interesados. Esto quiere decir que un pequeño número de personas interesadas fundamentalmente en la vida política —en la participación en el poder político, por tanto—se hace con unos seguidores en una búsqueda libre, se presentan a sí mismos o a protegidos suyos como candidatos a las elec­ ciones, reúnen los medios económicos y van a la captación de los votos. Es inimaginable cómo iban a poder realizarse las elecciones en asociaciones grandes sin esta actividad. En la práctica, esta actividad política significa la división de los ciudadanos con derecho a voto en sujetos política­ mente activos y en sujetos políticamente pasivos, y como esta diferenciación está basada en la libre voluntad de los ciudadanos no puede eliminarse con ningún tipo de medi­ das como el voto obligatorio o la representación «corpo­

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rativa» u otras propuestas similares dirigidas expresa o realmente contra este hecho, dirigidas también, por tanto, contra los políticos profesionales. Líderes y seguidores son elementos vitales necesarios de todo partido, como elementos activos de esa búsqueda libre de seguidores y, a través de éstos, del electorado pasivo para la elección del líder. Pero la estructura de los partidos es diferente. Los «partidos», por ejemplo, de las ciudades medievales, como los güelfos y los gibelinos, eran séquitos puramente personales. Cuando se analiza el Statuto della parte Guelfa y se ve la confiscación de los bienes de los nobili (origina­ riamente, todas aquellas familias que vivían al modo caba­ lleresco, teniendo, por tanto, capacidad para recibir un feudo), la exclusión de éstos de los cargos y del derecho a voto, los comités del partido interlocales, sus rígidas orga­ nizaciones militares y sus premios para los delatores, uno se siente inclinado a recordar el bolchevismo con sus so­ viets, sus rígidas y seleccionadas organizaciones militares, con sus organizaciones de confidentes —sobre todo en Rusia—, con sus confiscaciones, con el desarme y priva­ ción de derechos políticos a los «burgueses», es decir, a los empresarios, comerciantes, rentistas, clérigos, descen­ dientes de la dinastía y agentes de policía. Y Ta analogía resulta todavía mucho llamativa si se ve, por una parte, que la organización militar de aquel partido era un puro ejército de caballeros que se formaba por inscripción y donde casi todos los puestos dirigentes estaban ocupados por nobles, y se ve, por otra parte, que los soviets han mantenido al empresario bien remunerado, el salario a destajo, el sistema taylorista, la disciplina militar y laboral o han tenido, más bien, que reintroducirlos y buscar capi­ tal extranjero, es decir, en una palabra, que han tenido que aceptar realmente todas las cosas que habían combatido como instituciones burguesas para poder conservar el Es­ tado y la economía en funcionamiento y que han aceptado de nuevo a los agentes de la vieja Okrana como instrumen­ to principal de poder de su Estado. Pero nosotros no tenemos que ver ahora con estas organizaciones de la

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violencia, sino con los políticos profesionales que inten­ tan conquistar el poder a través de la sobria y «pacífi­ ca» búsqueda que realiza el partido en el mercado elec­ toral. También estos partidos, en nuestro sentido habitual, fueron originariamente simples séquitos de la aristocracia, por ejemplo en Inglaterra. Cada vez que un par cambiaba de partido, por cualquier motivo, se cambiaban también igualmente al otro partido todos los que de él dependían. Hasta el Reformbill, las grandes familias de la nobleza, y el rey también, tuvieron en sus manos el reparto de cargos de una gran cantidad de distritos electorales. Próximos a estos partidos de la nobleza están los partidos de notables, que se desarrollaron en todas partes con el aumento del poder de la burguesía. Los círculos sociales de «educación y propiedad», bajo la dirección intelectual de los grupos de intelectuales típicos de Occidente, se dividieron en partidos, que ellos dirigieron según los intereses de su clase, según las tradiciones familiares o según razones puramente ideológicas. Clérigos, maestros, profesores, abogados, médicos, farmacéuticos, agricultores ricos, fa­ bricantes —todos esos grupos que en Inglaterra se inclu­ yen entre los genílemen— formaron primeramente asocia­ ciones ocasionales, en todo caso, clubs políticos locales; en épocas críticas dio señales de vida también la pequeña burguesía y, en ocasiones, incluso el proletariado, cuando le salieron líderes, que, por regla general, no procedían de sus propias filas. En esta fase no existen todavía partidos organizados a nivel supralocal como asociaciones perma­ nentes en el campo. La unión entre los distintos grupos locales sólo la realizan los parlamentarios; los notables locales son decisivos para la determinación de los candi­ datos. Los programas nacen, en parte, de las proclamas propagandísticas de los candidatos y, en parte, de los congresos de los notables o de las resoluciones tomadas por el partido en el Parlamento. La dirección de los clubs o, donde no hay clubs, la actividad política no organizada (como ocurría la mayoría de las veces) ocurre a cargo de

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los pocos interesados en esa actividad en los tiempos normales y se hace, como actividad ocasional, a título honorífico o como un trabajo adicional. Sólo el periodista es un político profesional pagado, y sólo la actividad pe­ riodística es una actividad política continuada. Además de ella, sólo están las sesiones del Parlamento. Los parlamen­ tarios y los jefes parlamentarios del partido saben a qué notables locales dirigirse cuando parece deseable una ac­ ción política. Pero sólo en las grandes ciudades existen agrupaciones permanentes de los partidos con cuotas mo­ deradas de sus miembros, con sus reuniones periódicas y con asambleas públicas para que el diputado presente sus informes. Vida hay solamente en la época de las elec­ ciones. Los impulsos para lograr una unión más fuerte del partido vienen del interés del diputado parlamentario en hacer posible el establecimiento de compromisos electora­ les entre los distintos grupos locales y de su interés en poder disponer de la fuerza que supone un programa unificado y reconocido por amplios círculos de todo el país y una movilización uniforme por todo el país. Pero aun cuando exista una red de agrupaciones locales del partido en las ciudades medianas y una red de «delega­ dos» en las zonas rurales, con los que esté en continuo contacto algún miembro del partido en el Parlamento, como director de la oficina central del partido, el aparato del partido continúa sin alterar, en principio, su carácter de una asociación de notables. Le siguen faltando todavía funcionarios pagados fuera de la oficina central; siguen siendo gentes «de prestigio» quienes dirigen las agrupa­ ciones locales por la estima de que disfrutan: son los «notables» extraparlamentarios, que ejercen su influencia junto al grupo de notables políticos que tienen un puesto en el Parlamento como diputados. El alimento intelectual para la prensa y para las asambleas locales lo suministra, no obstante, cada vez en mayor medida el material editado por el partido. Las cuotas regulares de los miembros se hacen imprescindibles; una parte de ellas sirve para aten­

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der los costos de la oficina central. En esta fase se encon­ traban hasta no hace mucho la mayor parte de los partidos alemanes. En Francia predominaba todavía parcialmente la primera fase, la de una unión muy lábil entre los dipu­ tados parlamentarios y la existencia fuera del Parlamento, en el país, de un pequeño número de notables locales, unos programas establecidos por los candidatos o estable­ cidos para ellos por sus protectores para cada caso con­ creto, aunque basándose más o menos en las resoluciones y en los programas de los parlamentarios. Este sistema sólo en parte se ha quebrantado. El número de políticos que tenía la política como actividad principal era pequeño y se componía en esencia de los diputados elegidos, de los pocos empleados de la oficina central, de periodistas y, en Francia, por lo demás, de aquellos cazacargos que ocupa­ ban un «puesto político» o lo iban buscando. Formalmen­ te la política era muy predominantemente una profesión adicional. El número de diputados «ministrables» era muy limitado, pero también lo era el número de candidatos a las elecciones debido al sistema de notables. Era, sin em­ bargo, muy grande el número de los interesados indirec­ tamente en la actividad política, sobre todo desde el punto de vista material, pues todas las medidas que adoptase un ministerio y, en especial, todas las soluciones dadas a problemas de personal tomaban en cuenta cómo afecta­ ban a las posibilidades electorales, y se procuraban reali­ zar todas las peticiones de cualquier tipo a través del diputado local, al que el ministro tenía que escuchar de mejor o peor gana, si aquél era de la mayoría de éste, algo a lo que todos aspiraban, por tanto. El diputado tenía en sus manos el reparto de los cargos y lo tenía en términos absolutos en todos los asuntos de su distrito electoral y, por su parte, mantenía contacto con los notables locales para ser reelegido.

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[O r g a n i z a c i ó n m o d e r n a d e l o s p a r t i d o s EN LA DEMOCRACIA: LÍDERES Y APARATO]

En profunda contraposición a esta idílica situación de la autoridad ejercida por los notables y, en especial, por los diputados parlamentarios, se encuentran las formas más modernas de organización de los partidos. Son éstas hijas de la democracia, del derecho a voto de las masas, de la necesidad de la publicidad masiva y de las organiza­ ciones de masas, del desarrollo de una dirección unificada al máximo y de una disciplina más rígida. Acaba la domi­ nación de los notables y la dirección de los parlamenta­ rios. Políticos que «tienen en la política su profesión prin­ cipal» y que están fuera del Parlamento toman en sus manos esta actividad; como «empresarios» (como eran en realidad el Boss americano y el Election agent inglés) o como funcionarios con sueldo fijo. Formalmente tiene lugar una amplia democratización. Ya no es el grupo parlamentario quien elabora los programas que establecen los criterios ni son los notables locales quienes tienen en sus manos la determinación de los candidatos, sino que son las asambleas de los miembros del partido quienes eligen los candidatos y envían delegados a las asambleas de nivel superior, de las que habrá posiblemente varias hasta llegar al «congreso general del partido». Pero el poder, en la realidad, está naturalmente en manos de aquellos que trabajan dentro del aparato de manera conti­ nuada o de aquellos de quienes éste depende en su funcio­ namiento, desde el punto de vista personal o económico, como, por ejemplo, los mecenas o los directores de poten­ tes clubs políticos (Tammany Hall). Lo decisivo es que todo este aparato humano —la «máquina», como se le llama significativamente en los países anglosajones— o, más bien, aquellas personas que lo dirigen dan jaque mate a los diputados parlamentarios y están en situación de imponerles en gran medida su propia voluntad. Y este hecho tiene una significación especial para la selección de

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la dirección del partido. Ahora se convierte en dirigente aquel a quien siga el aparato, pasando incluso por encima del Parlamento. La creación de tales aparatos significa, con otras palabras, la introducción de la democracia ple­ biscitaria. Los seguidores de un partido, especialmente los funcio­ narios del partido y los empresarios del partido, esperan de la victoria de su líder evidentemente una retribución personal: cargos u otras ventajas. Lo decisivo es que lo esperan de él y no lo esperan, o no sólo, de los parlamen­ tarios. Lo que esperan es, ante todo, que el efecto dema­ gógico de la personalidad de líder gane votos y escaños para el partido en la campaña electoral, ganando así poder y ampliando al máximo las posibilidades de sus seguidores de encontrar para ellos mismos la esperada retribución. Desde el punto de vista ideal constituye uno de los móviles importantes la satisfacción de trabajar para una persona, ofreciéndole una entrega personal confiada, y no para el programa abstracto de un partido compuesto de medio­ cridades: éste es el elemento «carismàtico» de todo lide­ razgo. Esta forma se ha ido imponiendo en niveles muy diver­ sos y en una continua lucha latente contra los notables locales y los diputados parlamentarios, que luchaban por tener su propia influencia. En los partidos burgueses se ha impuesto primero en Estados Unidos; luego en el partido socialdemócrata de Alemania. Se dan continuos retroce­ sos cada vez que no existe un líder reconocido con carác­ ter general y hay que hacer concesiones de todo tipo a la vanidad y a los intereses de los notables del partido aun cuando exista ese líder. Pero, sobre todo, el aparato puede caer bajo el poder de los funcionarios del partido, en cuyas manos está el trabajo regular. En opinión de algunos círculos socialdemócratas, su partido ha caído en esa «burocratización». No obstante, los «funcionarios» se some­ ten con relativa facilidad a un líder que actúe con fuertes rasgos demagógicos; sus intereses materiales e ideales es­ tán íntimamente unidos al éxito del poder del partido, que

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ellos esperan que se logre a través del líder, y trabajar para un líder es en sí mismo más satisfactorio interiormente. Mucho más difícil es el ascenso de líderes allí donde, junto a los funcionarios, existen «notables» con una influencia sobre el partido, como ocurre la mayor parte de las veces en los partidos burgueses, pues éstos «hacen su vida», idealmente, de los pequeños puestos de los comités o de las presidencias de los comités que ocupan. Su comporta­ miento viene determinado por su resentimiento contra el demagogo como homo novus, por su convicción de la superioridad de su «experiencia» en el partido político —que a veces tiene realmente una considerable importan­ cia— y por la preocupación ideológica por el quebranta­ miento de las viejas tradiciones del partido. Y en el seno del partido tienen todos los elementos de la tradición a su favor. El elector rural, sobre todo, pero también el elector pequeño-burgués sigue al nombre del notable con el que está familiarizado desde tiempo atrás y desconfía del des­ conocido, aunque, por supuesto, le seguirá inquebranta­ blemente si éste alcanza el éxito. Veamos algunos ejem­ plos importantes de esta lucha entre estas dos formas de organización y, en concreto, el ascenso de la forma plebis­ citaria estudiada por Ostrogorski. [Inglaterra. Creación del Caucas.] Empecemos por In­ glaterra. La organización de los partidos era allí, hasta 1868, una organización de notables casi pura. Los Tories se apoyaban, en el campo, en los párrocos anglicanos, además en los maestros de escuela —la mayor parte de las veces— y, sobre todo, en los terratenientes del respectivo county, mientras que los Whigs se apoyaban predominan­ temente en gentes como el predicador anglicano no con­ formista (donde lo había), el administrador de correos, el herrero, el sastre, el cordelero, es decir, todos aquellos artesanos de los que podía derivarse alguna influencia política, porque son las personas con las que más se puede hablar. En la ciudad, los partidos se dividían según las distintas opiniones económicas o religiosas o, sencillamen­ te, según la tradición familiar. Pero, siempre, eran los

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notables los actores de la política. En un nivel superior se movían el Parlamento y los partidos con el Gabinete y con el leader, que era presidente del Consejo de Ministros o jefe de la oposición. Este leader tenía junto a sí al político profesional más importante de la organización del parti­ do: el «fustigador» (whip). Éste tenía en sus manos el reparto de los cargos; a él tenían, por consiguiente, que dirigirse los cazadores de cargos y él era quien se entendía sobre estos asuntos con el diputado del distrito electoral. En estos «fustigadores» comenzó a desarrollarse lenta­ mente un grupo de políticos profesionales, al contar éstos con agentes locales que, en un primer momento, no fueron remunerados y que asumieron una posición similar a la de nuestros hombres de confianza. Pero, junto a esta figura del whip, se fue desarrollando en los distritos electorales la figura de un empresario capitalista, la del Election agent, cuya existencia se hizo inevitable con la nueva legis­ lación de Inglaterra, tendente a asegurar la pureza de las elecciones. Esta legislación intentaba controlar los costos electorales y hacer frente al poder del dinero obligando al candidato a indicar lo que le había costado la elección, pues el candidato, además de los trastornos sufridos por su voz, tenía el placer de aflojar el dinero —esto en unos niveles mayores que lo que sucedía antes también entre nosotros—. El Election agent cobraba del candidato una cantidad global de dinero, con lo que solía hacer un buen negocio. En la distribución del poder entre el leader y los notables, en el Parlamento y fuera de él, el leader había logrado desde siempre una posición muy importante por la convincente razón de que posibilitaba una política con­ tinuada y de gran calado. Pero, aun así, la influencia de los diputados parlamentarios y de los notables del partido continuó siendo considerable. Este aspecto tenía la vieja organización del partido, mitad sistema de notables mitad ya organización con sus empleados y empresarios. Pero, a partir de 1868, se de­ sarrolló el sistema de Caucas, primero para las elecciones locales de Birmingham y luego para todo el país. Este

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sistema lo crearon un párroco no conformista y Joseph Chamberlain. La ocasión para su creación fue la democra­ tización del sufragio. Para ganarse a las masas se hizo necesario crear un enorme aparato de asociaciones de aspecto democrático, formar en cada barrio de la ciudad una agrupación electoral, mantener todas estas activida­ des en movimiento y darle una rígida organización buro­ crática: formalmente, los sujetos activos de la política del partido son un número creciente de funcionarios pagados, principales mediadores con derecho de cooptación elegi­ dos por los comités electorales locales —en los que pronto quedaron organizados, en su conjunto, quizá el 10 por 100 de los electores—. La fuerza impulsora real eran los círcu­ los de interesados locales, especialmente los interesados en la política municipal, fuente ésta en todas partes de las posibilidades materiales más sustanciosas; esos círculos de interesados locales eran, además, los que hacían las prin­ cipales aportaciones económicas. Este naciente aparato, no dirigido ya por los diputados parlamentarios, tuvo muy pronto que sostener una lucha con quienes habían deten­ tado el poder hasta entonces, especialmente con el whip, pero el aparato apoyado en esos interesados locales triun­ fó en esta lucha con tal éxito que el whip tuvo que some­ terse y pactar con él. El resultado fue la centralización del poder en manos de unos pocos y finalmente en manos de uno solo, que estaba situado en la cúspide del partido. Pues todo este sistema se levantó, en el partido liberal, en conexión con el ascenso al poder de Gladstone. Lo que con tanta rapidez condujo al triunfo del aparato sobre los notables fue la fascinación que producía la «gran» demagogiade Gladstone, la firme fe de las masas en el conte­ nido ético de su política y, sobre todo, la fe en el carácter ético de su persona. Entraba así en la política un elemento cesarista-plebiscitario: el dictador del campo de batalla electoral. Esto se puso de manifiesto muy pronto. En 1877 se puso por vez primera en funcionamiento el Caucus en unas elecciones generales, y con un éxito brillante. El resultado fue la caída de Disraeli en medio de sus grandes

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éxitos. En 1886, el aparato ya estaba tan plenamente guia­ do por el carisma personal que, cuando se planteó la cuestión del Home-rule, el aparato entero, de arriba abajo, no se preguntó si tenía las mismas ideas que Gladstone, sino que, siguiendo la palabra de Gladstone, cambió su actitud junto con él y dijo: «nosotros le seguiremos haga lo que haga» y dejaron en la estacada al propio creador del aparato, Chamberlain. . Esta maquinaria requiere un considerable aparato de personal. Siempre son, cuando menos, unas dos mil per­ sonas en Inglaterra las que viven directamente de la polí­ tica de los partidos. Son muchas más, por supuesto, las que toman parte en la política, especialmente en la política municipal, como interesados o como cazadores de cargos. Para el político del Caucus, además de las posibilidades económicas, está la posibilidad de satisfacer su vanidad.Llegar a ser «J. P.» o «M. P.» es, naturalmente, la aspira­ ción de la ambición más elevada (normal) y se le concede a gentes que tenían que mostrar una buena educación, es decir, que eran gentlemen. Como ambición máxima ejer­ cía su atracción la dignidad de ser par, especialmente para los grandes mecenas económicos (las finanzas de los par­ tidos descansaban, quizá en un 50 por 100, en donativos anónimos). ¿Cuál ha sido el resultado de este sistema? El de que actualmente los diputados parlamentarios ingleses, a ex­ cepción de un par de miembros del Gabinete (y de algunos raros), son normalmente nada más que un rebaño de vo­ tantes muy bien disciplinado. Entre nosotros, al menos, en el Reichstag se solía aparentar que se estaba trabajando para el bien del país despachando la correspondencia pri­ vada desde la mesa del escaño. En Inglaterra no se exigen estos gestos. El diputado sólo tiene que votar y no traicio­ nar a su partido. Tiene que comparecer cuando lo convo­ que el whip y hacer lo que disponga el Gabinete o el jefe de la oposición, según el caso. Si hay un líder fuerte, el aparato del Caucus fuera del Parlamento, en el país, no tiene carácter propio y está totalmente en las manos del

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líder. Esto quiere decir que el dictador plebiscitario está de hecho por encima del Parlamento, dictador plebiscita­ rio que arrastra tras sí a las masas por medio del aparato y para quien los diputados parlamentarios son sólo pre­ bendados políticos que forman parte de sus seguidores. ¿Cómo tiene lugar la selección de estos líderes? ¿Y, en primer lugar, atendiendo a qué capacidades? Además de las cualidades de la voluntad, decisivas en todo el mundo, lo determinante, sobre todo, es naturalmente el poder del discurso demagógico. El estilo del discurso demagógico ha cambiado desde los tiempos en que se dirigía a la inteligencia, como con Cobden, o en los tiempos de Glads­ tone, que era un especialista en la aparente sobriedad del «dejar que los hechos hablen por sí mismos», hasta el presente en el que se utilizan medios puramente emocio­ nales para movilizar a las masas, como los que utiliza el ejército de salvación. La situación actual se podría califi­ car de «dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas». Pero esta situación la hace posible el siste­ ma de trabajo en comisión del Parlamento inglés —sistema muy desarrollado— que obliga a colaborar en él a todo aquel político que piense formar parte de la dirección política. Todos los ministros relevantes de las últimas dé­ cadas han pasado por este eficaz aprendizaje, y la práctica de los informes y de la crítica pública que se efectúa a estas deliberaciones determina que esta escuela sea real­ mente una selección, que excluye a los meros demagogos. [Estados Unidos. Spoils system. La figura del Boss.] Así han sido las cosas en Inglaterra. Pero el sistema de Caucus de allí era una forma debilitada en comparación con la organización de los partidos americanos, que dio forma al principio plebiscitario muy pronto y de modo muy puro. Según las ideas de Washington, América debía ser una comunidad administrada por gentlemen. Un gentleman era entonces, también al otro lado del Atlántico, un terra­ teniente o un hombre con formación universitaria. Así fue al principio. Cuando se formaron los partidos políticos, los miembros de la Cámara de Representantes aspiraron

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al principio a ser sus dirigentes, como en Inglaterra en la época en que mandaban los notables. La organización de los partidos era muy laxa. Esta situación duró hasta 1824. Ya antes de los años veinte había empezado a formarse el aparato de los partidos en algunos municipios, que tam­ bién aquí fueron los primeros lugares en los que se dio este desarrollo moderno. Pero fue la elección presidencial de Andrew Jackson, el candidato de los campesinos del oeste, la que echó por la borda las viejas tradiciones. Formalmente, el fin de la época en la que los diputados parlamentarios dirigían los partidos tuvo lugar poco des­ pués de 1840, cuando se retiraron de la vida política los grandes diputados parlamentarios —Calhoun, Webster— porque el Parlamento había perdido casi todo su poder respecto al aparato del partido. El que el «aparato» ple­ biscitario se desarrollara tan pronto en América se debió a que allí, y sólo allí, era jefe del Ejecutivo y jefe del reparto de los cargos —esto era lo importante— un presi­ dente elegido plebiscitariamente y se debió también a que el presidente, como consecuencia de la «división de pode­ res», era casi independiente del Parlamento en el ejercicio de su cargo. Es decir, un rico botín de cargos funcionaba como premio por la victoria en las elecciones presidencia­ les. La consecuencia que se sacó de esta situación fue el spoils system, elevado por Andrew Jackson a un principio del sistema. ¿Qué significa para la formación de los partidos actual­ mente este spoils system, esta atribución de todos los car­ gos federales a los seguidores del candidato que obtiene la victoria? Pues que se enfrenten entre sí partidos totalmen­ te desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos, que elaboran programas cambiantes para cada elección según las posibilidades de conquistar votos, programas tan cambiantes como no se encuentra en ninguna otra parte, a pesar de todas las analogías posibles. Los partidos están totalmente cortados para la elección que es la más importante para el reparto de cargos, la elección del presidente de la Unión y de los gobernadores

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de los Estados miembros. Los programas y los candidatos son establecidos por las national conventions de los parti­ dos sin ninguna intervención de los diputados parlamen­ tarios, es decir, son fijados por los congresos de los parti­ dos, que se forman muy democráticamente por asambleas de delegados, que a su vez deben su mandato a las primaríes, las asambleas de base de los electores del partido. Ya en las primarles, los delegados son elegidos por referencia al candidato a la jefatura del Estado; dentro de cada par­ tido se desencadena la más enconada lucha por la nomination. En manos del presidente quedan de todos modos de 300.000 a 400.000 nombramientos de funcionarios, que él hace consultando a los senadores de los Estados federados. Los Senadores son, por tanto, poderosos polí­ ticos. Por el contrario, la Cámara de Representantes no tiene relativamente mucho poder políticamente, porque se la ha privado del reparto de los cargos y porque los mi­ nistros, puros auxiliares del presidente —legitimado por el pueblo contra cualquiera, también contra el Parlamento—, pueden desempeñar su cargo con independencia de la confianza o desconfianza (de la Cámara de Representan­ tes): una consecuencia de la «división de poderes». Este spoils system era posible técnicamente en América porque la juventud de la cultura americana podía soportar una pura administración de aficionados, pues esta situa­ ción de unas 300.000 a 400.000 personas de partido, que no podían aportar como justificante de su cualificación nada más que el haber prestado buenos servicios a su partido, no podía, evidentemente, sostenerse sin las terri­ bles consecuencias negativas de la corrupción y de un despilfarro sin igual, que sólo un país con posibilidades económicas todavía ilimitadas podía soportar. En este sistema de un aparato de partido plebiscitario, la figura que aparece en un primer plano es el Boss. ¿Qué es el Boss? Un empresario capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Puede haber conseguido sus primeras conexiones como abogado o como tabernero o como pro­ pietario de algún negocio similar o, quizá, como presta­

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mista. A partir de ahí va extendiendo sus redes hasta que consigue «controlar» un número determinado de votos. Cuando ha conseguido bastantes, entra en contacto con los Bosses vecinos; mediante su celo, su habilidad y, sobre todo, su discreción despierta la atención de aquellos que le han precedido en esta carrera y comienza a ascender. El Boss es imprescindible para la organización del partido. Ésta está centralizada en sus manos. Él esencialmente reúne los medios. ¿Cómo los logra? Unas veces, a través de las cuotas de los miembros, sobre todo gravando los sueldos de aquellos funcionarios que han llegado a su puesto a través de él y de su partido. Otras mediante los regalos y el soborno; quien quiera infringir algunas de las numerosas leyes necesita la connivencia del Boss, pagando por ello, pues de lo contrario se le iban a presentar cosas muy desagradables. Pero con todo esto aún no está conse­ guido todo el capital necesario. El Boss es imprescindible como perceptor directo del dinero de los grandes magna­ tes financieros. Éstos no confiarían dinero para fines elec­ torales en absoluto a ningún funcionario de partido a sueldo o a ninguna persona que tuviera que rendir cuentas públicamente. El Boss, con su prudente discreción en los asuntos de dinero, es evidentemente el hombre de esos círculos capitalistas que financian las elecciones. El Boss típico es un hombre absolutamente frío; no aspira al pres­ tigio social; el professional es despreciado en la «buena sociedad». Él busca exclusivamente poder, poder como fuente del dinero, pero también por el poder mismo. Él trabaja en la sombra, que es lo contrario de lo que hace el leader inglés. Incluso no se le oirá a él mismo hablar en público; él sugiere a los oradores lo que tienen que decir, pero él mismo se calla. Por regla general no ocupa ningún cargo, excepto el de senador en el Senado federal, pues como los senadores participan en el reparto de los cargos en virtud de la Constitución, los Bosses importantes fre­ cuentemente tienen escaño en esta corporación. El repar­ to de cargos se hace, en primer lugar, según los servicios prestados al partido. Pero también se ha dado en repetidas

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ocasiones el reparto a cambio de dinero y existen determi­ nadas cantidades establecidas para determinados cargos. Es un sistema de compra de cargos como el que conocie­ ron las monarquías de los siglos xvn y xvm, incluyendo también al Estado de la Iglesia. El Boss no tiene «principios» políticos firmes, carece totalmente de convicciones y sólo pregunta: ¿qué es lo que consigue votos? No es raro que sea un hombre bastante mal educado, pero en su vida privada suele vivir correcta e irreprochablemente. Sólo en su ética política se acomo­ da a la moral media de la actividad política existente, como podríamos haber hecho muchos de nosotros en el terreno de la moral económica en la época del acapara­ miento. El hecho de que se le desprecie socialmente como professional, como político profesional, no le inquieta. El hecho de que él mismo no llegue o no quiera llegar a los grandes cargos de la Unión tiene la ventaja de que, no rara vez, puedan ser incluidos en las candidaturas intelectuales ajenos al partido, es decir, personalidades (y no siempre los viejos notables del partido como entre nosotros), si los Bosses piensan que con ello van a tener tirón en las elec­ ciones. Precisamente la estructura de estos partidos sin principios, con sus detentadores del poder despreciados socialmente, ha contribuido a llevar a la presidencia a hombres capaces, que entre nosotros no hubieran ascen­ dido nunca. Naturalmente los Bosses se defienden contra cualquier outsider, que pudiera resultar peligroso para sus fuentes de poder y de dinero. Pero en la lucha para ganar­ se el favor de los electores no es raro que hayan tenido que aceptar a candidatos que se presentaban como enemi­ gos de la corrupción. Aquí hay, por tanto, un partido organizado rígidamente de arriba abajo como una empresa fuertemente capitalis­ ta, apoyado también en clubs del estilo del Tammany Hall, muy sólidos y organizados jerárquicamente y que única­ mente aspiran a obtener beneficios mediante el dominio político de las administraciones municipales, que también aquí es el botín más importante. Esta estructura de los

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partidos fue posible gracias a la elevada democracia de los Estados Unidos como un «país nuevo». Este contexto determina el que este sistema se encuentre en un proceso de lenta extinción. América ya no puede ser gobernada solamente por aficionados. Hace quince años todavía se podía oír de boca de obreros americanos la siguiente res­ puesta a la pregunta de porqué se dejaban gobernar por políticos a los que decían despreciar: «Preferimos tener como funcionarios a gentes a las que podamos escupir a tener una casta de funcionarios, como vosotros, que nos escupa a nosotros.» Éste era el viejo punto de vista de la «democracia» americana; los socialistas ya entonces pen­ saban de otra manera totalmente distinta. Esta situación ya no se podrá mantener. La administración de aficiona­ dos ya no es suficiente, y la Civil Service Reform está creando puestos vitalicios y dotados de jubilación en un número creciente y está teniendo como consecuencia que estén ocupando esos puestos funcionarios formados en la universidad y tan capaces e insobornables como los nues­ tros. Alrededor de cien mil cargos no son ya objeto del botín del turno electoral, sino que son puestos dotados de jubilación y vinculados a la demostración de una cualificación profesional. Esto va a hacer retroceder lentamente el spoils system y se va a transformar asimismo el modo de dirigir los partidos, pero no sabemos todavía cómo. [Alemania. Caracteres del sistema de partidos. Nuevas propuestas durante la Revolución de 1918. Necesidad de líderes.] En Alemania, las condiciones decisivas de la ac­ tividad política hasta ahora han sido básicamente las si­ guientes: en primer lugar, la impotencia de los Parlamen­ tos, y la consecuencia de ello ha sido que no entrara en el Parlamento ninguna persona con cualidades de líder con carácter duradero. En el caso de que se quisiera entrar, ¿qué se podía hacer allí? Cuando se producía una vacante en la administración, se podía decirle al jefe respectivo: en mi distrito electoral tengo a un hombre muy capaz, que sería apropiado para ese puesto; tómelo. Y lo colocaban. Pero esto era todo lo que un diputado parlamentario ale-

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man podía conseguir para satisfacer su instinto de poder, si es que lo tenía. En segundo lugar, y esta segunda carac­ terística determinaba la primera, la enorme importancia que tenían en Alemania los funcionarios con una prepara­ ción especializada. Éramos los primeros del mundo. Esta importancia conllevaba que los funcionarios especializa­ dos no sólo aspiraran a los puestos de funcionarios sino también a los puestos de ministro. E¡ año pasado, en el Landtag de Baviera, cuando se estaba discutiendo la parlamentarización del gobierno se dijo lo siguiente: «Si los ministerios se cubren con diputados parlamentarios, las gentes más capaces no se harán ya funcionarios.» Esta administración de funcionarios se sustraía además siste­ máticamente al tipo de control que significan las comisio­ nes parlamentarias inglesas y ponía al Parlamento en una situación tal que le hacía imposible formar en su seno a jefes de la administración realmente útiles. La tercera característica era que en Alemania, a diferen­ cia de América, teníamos partidos con principios políti­ cos, que afirmaban, al menos con bona fides subjetiva, que sus miembros defendían una «concepción del mundo». Pero los dos más importantes de estos partidos, el Zentrum y el partido socialdemócrata, eran partidos minori­ tarios natos, y lo eran realmente porque lo querían ser intencionadamente. Los círculos dirigentes del partido Zentrum en el Reich nunca ocultaron que se oponían al parlamentarismo porque temían estar en minoría y enton­ ces les iba a ser muy difícil colocar a sus cazadores de cargos haciendo presión sobre el Gobierno, como habían hecho hasta entonces. La socialdemocracia era por prin­ cipio un partido minoritario y un obstáculo a la parlamentarización del Gobierno porque no quería mancharse con el sistema político burgués existente. El hecho de que ambos partidos se excluyeran a sí mismos del sistema parlamentario hizo que éste fuera imposible. ¿Y qué fue, con todo esto, de los políticos profesionales en Alemania? No tuvieron ningún poder, ninguna respon­ sabilidad, sólo pudieron desempeñar un papel bastante

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subalterno de notables y, como consecuencia de todo ello, han estado invadidos en los últimos tiempos por el espíritu de gremio típico de todas partes. Para un hombre que no fuera igual que ellos era imposible ascender en el círculo de esos notables, que hacían de sus pequeños puestos su vida. Yo podría citarles muchos nombres de cada partido, sin excluir naturalmente a la socialdemocracia, que repre­ sentan tragedias de la carrera política porque el afectado tenía cualidades de líder y, precisamente por ello, no era soportado por los notables. Todos nuestros partidos han seguido este camino que los convirtió en gremios de nota­ bles. Bebel, por ejemplo, era realmente un líder, atendien­ do a su temperamento y a la limpieza de su carácter, por modesta que fuera su inteligencia. El hecho de que fuera un mártir y de que nunca defraudara la confianza de las masas (a los ojos de éstas) tuvo como consecuencia el que él las tuviera realmente tras de sí y que no hubiera ningún poder dentro del partido socialdemócrata que pudiera oponérsele seriamente. Después de su muerte terminó todo esto y comenzó la dominación burocrática (Beamtenherrschaft): funcionarios sindicales, secretarios del partido y periodistas ascendieron a los puestos altos y el instinto de funcionario dominó el partido; funcionarios muy ho­ nestos —inusitadamente honestos, se puede decir, si se toma en consideración la situación de otros países, espe­ cialmente con respecto a los funcionarios de los sindicatos en América, sobornables frecuentemente—, pero las con­ secuencias de la Beamtenherrschaft comentadas antes hi­ cieron también su aparición en el partido. Los partidos burgueses se convirtieron desde los años ochenta totalmente en gremios de notables. Es verdad que, en algunas ocasiones, los partidos tuvieron que atraer a personalidades de fuera del partido con fines propagan­ dísticos para poder decir: «tenemos tales y tales nom­ bres»; evitaron al máximo que estas personalidades fueran elegidas y esto último sólo ocurrió cuando no se podía evitar, cuando el interesado no consentía aquel plantea­ miento.

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En el Parlamento [reinaba] idéntico espíritu. Nuestros partidos parlamentarios eran y son gremios. Cada discur­ so que se pronuncia en el pleno del Reichstag ha sido examinado previamente en el partido. Esto se nota en su inaudito aburrimiento. Sólo puede tomar la palabra quien se haya inscrito previamente. No cabe pensar nada más opuesto a los usos ingleses, pero también a los usos fran­ ceses -por razones totalmente contrapuestas. Quizá se esté produciendo ahora una transformación a consecuencia de este tremendo derrumbamiento que se suele llamar revolución. Quizá, pero no es seguro. En un primer momento se hicieron algunos intentos para crear nuevos estilos de aparato partidista. En primer lugar, los aparatos de aficionados, representados frecuentemente por estudiantes de las distintas facultades que le dicen a un hombre, a quien atribuyen cualidades de líder: quere­ mos hacer para usted todo el trabajo necesario, diríjalo. En segundo lugar, los aparatos de hombres de negocios. Ha sucedido que algunas gentes han ido a algunos hom­ bres a los que atribuían cualidades de líder y le han pedido que asumiera la tarea de conquistar votos a cambio de una cantidad fija por cada voto. Si ustedes me preguntaran cuál de ambos aparatos considero más fiable desde un punto de vista puramente técnico-político, creo que prefe­ riría el segundo. Pero ambos intentos han sido burbujas hinchadas rápidamente, que han desaparecido rápidamen­ te. Los aparatos existentes se modificaron algo, pero si­ guieron trabajando. Estos fenómenos sólo han sido un síntoma de que tal vez se establecerían nuevos aparatos cuando realmente hubiese líderes. Pero las propias pecu­ liaridades técnicas del sistema electoral proporcional im­ pedía el ascenso de estos últimos. Sólo han surgido un par de dictadores callejeros que han vuelto a desaparecer. Sólo los seguidores de esta dictadura callejera están orga­ nizados con una firme disciplina: de ahí el poder de estas minorías en trance de desaparición. Supongamos que esta situación cambiara; habría que aclarar, según lo dicho anteriormente, que la dirección de

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los partidos por líderes plebiscitarios determina el «vacia­ miento espiritual» de sus seguidores, su proletarización intelectual, se podría decir. Para ser un aparato útil para el líder, esos seguidores tendrían que obedecer ciegamen­ te, tendrían que ser un aparato en sentido americano, no perturbado por la vanidad de los notables ni por las pre­ tensiones de sus propias opiniones. La elección de Lincoln sólo fue posible gracias a este carácter de la organización del partido, y con Gladstone ocurrió lo mismo en el Caucus, como ya se ha dicho. Es éste precisamente el precio que hay que pagar porque la dirección la tenga un líder. Pero sólo hay esta alternativa: o democracia de líder con «aparato» o democracia sin líder, es decir, la dominación de los «políticos profesionales» sin vocación, sin las cua­ lidades íntimas y carismáticas que hacen al líder. Y esto significa la dominación de las «camarillas», como la deno­ minan usualmente todos los partidos de oposición. Por el momento, es esto último lo que tenemos en Alemania; y en el futuro seguirá existiendo, en el Reich al menos, favorecido por el hecho de que el B undesrat resucitará y limitará forzosamente el poder del Reichstag, limitando, por consiguiente, su significación como lugar para la se­ lección de los líderes. La dominación de las «camarillas» se verá favorecida, además, por el sistema electoral pro­ porcional, tal como está ahora. Es éste un fenómeno típico de la democracia sin líderes, no sólo porque favorece el chalaneo de los notables para colocarse, sino también porque en el futuro dará a las asociaciones de interesados la posibilidad de obligar a incluir en las listas a sus propios funcionarios, creando así un Parlamento no político en el que no habrá sitio para auténticos líderes. La única válvu­ la de escape posible para esta necesidad de líderes podía ser el presidente del Reich, si es elegido plebiscitariamente y no por el Parlamento. Podrían surgir y seleccionarse líderes sobre la base de acreditar un trabajo realizado si apareciesen dictadores municipales elegidos democrática­ mente en los grandes municipios, como ocurrió en Esta­ dos Unidos allí donde se quiso luchar seriamente contra

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la corrupción, teniendo esos dictadores municipales el derecho a organizar con independencia su administración. Esto determinaría una organización de los partidos ade­ cuada para ese tipo de elecciones. Pero la hostilidad ente­ ramente pequeño-burguesa que tienen hacia los líderes todos los partidos, con inclusión de la socialdemocracia, hace que no quede clara todavía la organización de los partidos en el futuro y, consiguientemente, la organiza­ ción de todas estas posibilidades. Por este motivo no se puede ver hoy todavía cómo se va a organizar externamente la actividad política como «profesión», y menos aún se puede ver por qué camino se les va a abrir a las personas con dotes políticas la posibi­ lidad de situarse ante una tarea política satisfactoria. Para aquellos que, por su situación patrimonial, se vean obliga­ dos a vivir «de» la política, siempre se podrán considerar como caminos directos típicos los puestos del periodismo y de funcionario de partido, o algún puesto en alguna organización de representación de intereses - e n un sindi­ cato, en una cámara de comercio, en una cámara agraria, en una cámara de artesanos o de trabajo, o en una asocia­ ción patronal, etc — o algún puesto apropiado en alguna administración municipal. Sobre la cara exterior de los funcionarios de partido y de los periodistas no se puede decir nada más que lo siguiente: que ambos comparten el odio del «estar desclasados». Siempre va a resonar en nuestros oídos, desgraciadamente, aunque no se diga, lo de «escritor a sueldo» para el funcionario y «orador a sueldo» para el periodista. Quien se encuentre interior­ mente indefenso y no pueda darse a sí mismo la respuesta correcta, que se mantenga alejado de esta carrera, que es, en todo caso, un camino que puede traer, junto a fuertes tentaciones, continuas decepciones. ¿Qué alegrías íntimas puede ofrecer esa carrera y qué condiciones personales presupone en quien a ella se de­ dique? Proporciona, en primer lugar, un sentimiento de poder. Incluso en puestos modestos desde el punto de vista for­

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mal, da al político la conciencia de influir sobre las perso­ nas, de participar en el poder que se ejerce sobre ellas, y, sobre todo, le da el sentimiento de manejar con sus manos los hilos de acontecimientos históricamente importantes, de trascender lo cotidiano. Pero la pregunta que se le plantea a él es la siguiente: ¿con qué cualidades puede él esperar estar a la altura de ese poder (por muy delimitado que sea en el caso concreto), a la altura de la responsa­ bilidad que se echa sobre él? Con esto pisamos el terre­ no de las cuestiones éticas, pues a este terreno pertenece la pregunta de qué tipo de hombre hay que ser para poder poner su mano en los radios de la rueda de la historia. [C u a l i d a d e s d e l p o l í t i c o p r o f e s i o n a l ]

Puede decirse que son tres las cualidades decisivas para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia (Augenmass). Pasión, en el sentido de darle importancia a las cosas reales (Sachlichkeit): entrega apa­ sionada a una «causa», al dios o al demonio que la go­ bierna; no en el sentido de esa actitud interior que mi amigo Georg Simmel, ya fallecido, solía denominar «esté­ ril excitación» (sterile Aufgeregtheit), tal como la tenía un determinado tipo de intelectuales, rusos sobre todo (pero no todos ellos), y que ahora juega un papel importante también entre nuestros intelectuales en este carnaval, al que se le embellece con el orgulloso nombre de «revolu­ ción»: un «romanticismo de lo intelectualmente interesan­ te» que corre hacia el vacío y sin ningún sentido de la responsabilidad por las cosas. Pues con la mera pasión, aun sintiéndola auténticamente, no basta, por supuesto. La pasión no le convierte a uno en político si ella, como servicio a una causa, no convierte a la responsabilidad precisamente respecto a esa causa en la estrella que guíe la acción de manera determinante. Y para ello necesita el sentido de la distancia (Augenmaß) —la cualidad psicológi­

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ca decisiva para el político—; necesita esa capacidad de dejar que la realidad actúe sobre sí mismo con serenidad y recogimiento interior, es decir, necesita de una distancia respecto a las cosas y las personas. La «falta de distanciamiento» como tal es uno de los pecados mortales del político y una de esas características cuyo cultivo por la joven generación de nuestros intelectuales la va a conde­ nar a la incapacidad política. Pues el problema es precisa­ mente éste: cómo conjuntar en la misma alma la pasión ardiente y el frío sentido de la distancia (Augenmaß). La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a la política, si no quiere ser un frívolo juego intelectual sino una ac­ ción auténticamente humana, sólo puede nacer y alimen­ tarse de la pasión. Pero sólo habituándose al distanciamiento —en el sentido anterior de la palabra— resulta posible ese sometimiento del alma que caracteriza al polí­ tico apasionado y que lo distingue del mero aficionado «estérilmente excitado». La «fuerza» de una «personali­ dad» política significa, antes que nada, poseer estas cua­ lidades. Por este motivo, el político tiene que vencer en sí mis­ mo, día a día y hora a hora, un enemigo muy trivial y demasiado humano, la vanidad, que es muy común y que es la enemiga mortal de toda entrega a una causa y de todo distanciamiento, del distanciamiento respecto a sí mismo, en este caso. La vanidad es una característica muy extendida, y tal vez nadie esté libre de ella. En los círculos académicos e intelectuales es una especie de enfermedad profesional. Pero en el intelectual precisamente es relativamente ino­ cua, por muy antipática que se manifieste, en el sentido de que, por regla general, no estorba su actividad científica. En el político tiene otras consecuencias totalmente distin­ tas. El político opera con la ambición de poder como un medio inevitable. «El instinto de poder», como suele lla­ marse, pertenece de hecho a sus cualidades normales. Pero el pecado contra el Espíritu Santo de su profesión

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comienza cuando esta ambición de poder se convierte en algo que no toma en cuenta las cosas, cuando se convierte en objeto de una pura embriaguez personal, en vez de ponerse al servicio exclusivo de la «causa». Pues en el terreno de la política sólo hay, en última instancia, dos clases de pecados mortales: el no volcarse en las cosas (Unsachlichkeit) y la falta de responsabilidad, que con frecuencia es idéntica a aquélla, aunque no siempre. La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano lo mas visiblemente posible, es lo que con mayor fuerza conduce al político a la tentación de cometer uno de esos dos pecados, o los dos. Y el demagogo, tanto más por cuanto está obligado a tomar en cuenta «los efectos» que él produce, se halla en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera su responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, preocupándose sola­ mente por la «impresión» que produce. Su falta de tomar en consideración las cosas reales (Unsachlichkeit) le hace proclive a ambicionar la apariencia brillante del poder en vez del poder real, pero su falta de responsabilidad le lleva solamente a disfrutar del poder por sí mismo, sin una finalidad objetiva. Pues, aunque el poder sea el medio ineludible de la política, o más bien, precisamente porque el poder es el medio ineludible de la política y porque la ambición de poder es, por ello, una de las fuerzas que impulsan toda política, no existe deformación más perni­ ciosa de la energía política que el fanfarronear del poder de un advenedizo y la vanidosa complacencia en el senti­ miento de poder, es decir, la adoración del poder como tal. El mero «político de poder», tal como se le intenta glorificar también entre nosotros con un fervoroso culto, puede actuar con fuerza, pero actúa en realidad en el vacío y sin sentido. En este punto tienen toda la razón los críticos de la «política de poder». Cuando algunos de los representantes típicos de esta actitud han sufrido un súbi­ to derrumbamiento interior, hemos podido ver qué debi­ lidad interior y qué impotencia se escondía tras esos ges­ tos, ostentosos pero totalmente vacíos. Esa actitud es pro­

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ducto de una desilusión respecto al sentido de las acciones humanas, desilusión superficial y de poca monta, que no tiene ningún parentesco con el conocimiento del carácter trágico que envuelve en realidad toda acción, y especial­ mente la acción política. Es totalmente verdadero y es un hecho fundamental de toda la historia, que no va a ser fundamentado en detalle ahora, que el resultado final de la acción política está con frecuencia, no, está por regla general, en una relación absolutamente inadecuada con su sentido imaginario, y con frecuencia lo está en una relación paradójica. Pero por ese motivo no puede faltar precisamente este sentido, el servicio a una causa, si la acción ha de tener una con­ sistencia interna. Es una cuestión de fe cómo ha de parecer la causa, al servicio de la cual ambiciona el político el poder y lo utiliza. El político puede ponerse al servicio de objetivos nacionales o humanitarios, sociales o éticos o culturales, religiosos o seculares; puede ser llevado por una fuerte fe en el «progreso» —da igual en el sentido que sea— o puede rechazar fríamente esa clase de fe; puede aspirar a estar al servicio de una «idea» o puede querer servir a objetivos materiales de la vida cotidiana recha­ zando por principio esa pretensión. Siempre tiene que existir alguna fe. De lo contrario, pesará realmente, in­ cluso sobre los éxitos políticos aparentemente más sóli­ dos, la maldición de la nulidad creadora; esto es total­ mente cierto. Con lo dicho nos encontramos ya en la explicación del último problema que hay que abordar en la tarde de hoy: el Ethos de la política como «cosa». ¿Qué profesión puede ser la de la política dentro de la moral de los modos de vida, con independencia de los objetivos que tenga? ¿Cuál es el lugar ético, por así decir, en el que está situada? Aquí chocan, por supuesto, distintas concepciones del mundo entre sí, entre las que, en último término, hay que elegir. Vayamos con decisión a este problema que se ha plantea­ do de nuevo recientemente en una forma totalmente equi­ vocada, según mi opinión.

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[R e l a c i ó n e n t r e é t i c a y p o l í t i c a . «ÉTICA DE LAS CONVICCIONES» Y «ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD»]

Liberémonos antes, sin embargo, de una falsificación muy usual, en la que la ética representa un papel extrema­ damente penoso desde el punto de vista moral. Veamos algunos ejemplos. Raramente encontrarán ustedes que un hombre que deje su amor a una mujer y se lo entregue a otra no sienta la necesidad de justificarse ante sí mismo diciéndose que aquella primera no era digna de su amor o que le había decepcionado o que había otros «motivos» similares: una falta de caballerosidad que improvisa de manera muy poco caballeresca una «legitimidad» para el simple destino de que ya no ama a su mujer y de que ésta tiene que soportarlo, «legitimidad» en virtud de la cual trata de tener razón y de cargar sobre ella la falta de razón, además de la infelicidad. Del mismo modo procede el competidor que triunfa en una lid erótica: el rival tiene que ser el menos valioso, pues si no, no habría sido ven­ cido. Y esto es, evidentemente, lo mismo que sucede cuan­ do el vencedor, después de cualquier guerra, aspira indig­ namente a haber tenido siempre la razón: he triunfado, por lo tanto tenía razón; o cuando alguien se derrumba espiritualmente bajo las atrocidades de la guerra y, en vez de decir sencillamente que era demasiado, siente la nece­ sidad de legitimarse ante sí mismo su cansancio de la guerra, cambiando sus sentimientos, diciéndose: no pude soportarlo porque tenía que luchar por una causa moral­ mente mala. Y lo mismo ocurre con los vencidos en una guerra. En vez de andar buscando después de la guerra al «culpable» de la misma, al estilo de las mujeres viejas —cuando es la estructura de la sociedad la que ha produ­ cido la guerra—, una actitud sobria y viril le diría al ene­ migo: «hemos perdido la guerra, vosotros la habéis gana­ do. Esto ya está terminado; hablemos ahora sobre qué consecuencias hay que sacar respecto a los intereses reales

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que estaban en juego y, esto es lo más importante, de cara a la responsabilidad ante el futuro, que incumbe sobre todo al vencedor». Todo lo demás es indigno y se pagará por ello. Una nación perdona el daño infringido a sus intereses, pero no perdona las heridas hechas a su honor, al menos no las producidas por esa voluntad clerical de querer tener siempre la razón. Cada nuevo documento que salga a la luz después de varias décadas hará que se reaviven los gritos al cielo, el odio y la ira, en vez de enterrar la guerra, al menos moralmente, con el final de la misma. Enterrar la guerra sólo es posible con caballerosi­ dad y con el reconocimiento de la realidad, con dignidad, sobre todo, y nunca con una «ética» que signifique, en verdad, una falta de dignidad por ambas partes. En vez de preocuparse por lo que le importa al político —el futuro y la responsabilidad ante él—, esa ética se ocupa de la cues­ tión sobre la culpabilidad en el pasado, que es una cues­ tión políticamente estéril porque es irresoluble. Si hay alguna, ocuparse de ello es una culpa política. Y al buscar la culpabilidad en el pasado se está pasando por alto, además, que se está falseando inevitablemente todo el problema por intereses muy materiales: por los intereses del vencedor en conseguir las mayores ventajas posibles de tipo material y moral, y por las esperanzas del vencido en poder negociar algunas ventajas reconociendo su cul­ pa. Si hay algo que sea «indigno» es esto, y esto es la consecuencia de ese modo de utilización de la «ética» como instrumento para «tener razón». ¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y polí­ tica? ¿No tienen nada que ver la una con la otra, como se ha dicho a veces? ¿O es cierto, por el contrario, que para la acción política vale la «misma» ética que para cualquier otra acción? Se ha creído a veces que entre ambas afirma­ ciones existe una relación excluyente: que es correcta o la una o la otra. Pero ¿es verdad que se puedan establecer mandamientos de alguna ética en el mundo con igual contenido para las relaciones eróticas y las comerciales, para las relaciones familiares y para las profesionales,

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para las relaciones con la esposa, con la verdulera, con el hijo, con el competidor, con el amigo y para las relaciones con un acusado? ¿Podrían ser las exigencias éticas a la política tan indiferentes al hecho de que ésta opera con un medio muy específico, el poder, tras el que está la violen­ cia? ¿No estamos viendo que los ideólogos bolcheviques y los espartaquistas producen iguales resultados que los de cualquier dictador militar precisamente porque utilizan este medio de la política? ¿En qué otra cosa se distingue el gobierno de los consejos de obreros y soldados del de cualquier gobernante del viejo régimen sino nada más que en la persona de quien detenta el poder y en su amateurismo? ¿En qué se distinguen los ataques de la mayoría de los representantes de la supuestamente nueva ética contra sus adversarios de los ataques realizados por cualquier otro demagogo? ¡En su noble intención!, se dirá. Bueno, pero de lo que estamos hablando aquí es de los medios utilizados, y los adversarios combatidos también reclaman para sí, con total honradez subjetiva, la nobleza de sus intenciones últimas. «Quien empuña la espada, a espada morirá» y la lucha es en todas partes lucha. ¿La ética del Sermón de la Montaña?, entonces? El Sermón de la Mon­ taña —con él se quiere decir la ética absoluta del Evange­ lio—espigo más serio que lo que creen aquellos a quienes en la actualidad les gusta citar sus mandamientos. No hay que tomarlo a broma. De él se puede decir lo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia, que no es un carruaje que se pueda hacer parar a voluntad para subirse o apear­ se a capricho; o todo o nada, éste es precisamente su sentido, si ha de salir algo que no sean trivialidades. Así, por ejemplo, el joven rico de la parábola: «pero se alejó triste, pues tenía muchos bienes». El mandamiento evan­ gélico es incondicionado y unívoco: da lo que tengas, todo, realmente. El político dirá que ésa es una exigencia sin sentido desde el punto de vista social mientras no se im­ ponga a todos, y, por lo tanto, defenderá los impuestos, el incremento exagerado de los mismos, o la confiscación; en una palabra, la coacción y la reglamentación para todos.

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Pero el mandamiento ético no pregunta en absoluto si se realiza en todos; esa es su esencia. O dice: «¡Pon la otra mejilla!», incondicionalmente, sin preguntar cómo es que el otro tiene derecho a pegar. Esta es una ética de la falta de dignidad, excepto para un santo; esto significa que hay que ser un santo en todo, al menos en la intención, hay que vivir como Jesús, como ios apóstoles, como San Francisco y otros como ellos, y entonces esa ética sí tiene sentido y es expresión de dignidad. Pero si no, no lo es. Pues cuando dentro de la lógica de la ética extramundana del amor se dice «no oponerse al mal con la fuerza» (Gewalt), para el político vale precisamente lo contrario; tienes que oponer­ te al mal con la fuerza, pues de lo contrario serás respon­ sable de su triunfo. Quien quiera actuar según la ética del Evangelio, que se abstenga de hacer huelgas, pues las huelgas son una coacción, y se vaya a los sindicatos ama~ rillos; y que no hable de «revolución», pues esa ética ncT ensena ciertamente que la guerra civil precisamente sea la única guerra legitima. El pacifista que actúe según el Evangelio tendrá que rechazar las armas o las arrojará fuera como una obligación moral para acabar con la guerra, y acabar así con toda guerra, como se ha recomen­ dado en Alemania. El político dirá que el único medio seguro para desacreditar la guerra para todo el tiempo previsible era una paz que mantuviese el statu quo. Enton­ ces se preguntarían los pueblos para qué había servido la guerra y dirían que la guerra se había hecho ad absurdum; lo cual ahora ya no es posible, pues los vencedores se han beneficiado políticamente, al menos una parte de ellos. Y de que éstos se hayan beneficiado es responsable aquella conducta nuestra que nos impidió oponernos totalmente. Ahora, cuando hayan pasado los años de agotamiento, será la paz quien quede desacreditada, no la guerra. Esto será una consecuencia de la ética absoluta. Analicemos, por último, el deber de decir la verdad. Para la ética absoluta es éste un deber incondicionado y de ahí se ha sacado la conclusión de que hay que publicar todos los documentos, sobre todo los que culpan al propio

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país, y de que, sobre la base de esta publicación unilateral, hay que reconocer la culpa unilateralmente, en términos absolutos, sin tomar en consideración las consecuencias que de ahí se puedan derivar. El político tendrá que ver que no se favorece así la verdad, sino que con toda segu­ ridad se la oscurece, desencadenando y abusando de las pasiones; el político tendrá que ver que sólo una investi­ gación planificada y desde todos los lados podría dar frutos y que cualquier otra manera de proceder puede tener consecuencias para la nación que así actúe que no podrían ser reparadas en décadas. Pero la ética absoluta no se pregunta por las «consecuencias». Ahí está el punto decisivo. Nosotros debemos tener claro que toda acción que se oriente éticamente puede estar bajo dos máximas que son radicalmente distintas y que están en una contraposición irresoluble: una acción puede estar guiada por «la ética de las convicciones de conciencia» o «por la ética de la responsabilidad». No es que la ética de las convicciones de conciencia sea idéntica a la falta de responsabilidad y que la ética de la responsa­ bilidad sea idéntica a falta de convicciones de conciencia. No se trata de eso, naturalmente. Pero hay una diferencia abismal entre actuar bajo una máxima de la ética de las convicciones de conciencia (hablando en términos religio­ sos: «el cristiano obra bien y pone el resultado en manos de Dios») o actuar bajo la máxima de la ética de la respon­ sabilidad de que hay que responder de las consecuencias (previsibles) de la propia acción. Ustedes pueden exponer­ le convincentemente a un sindicalista con una firme ética de las convicciones de conciencia que su actuación va a tener como consecuencia el aumento de las posibilidades de la reacción, una opresión mayor de su clase y un freno a su ascenso, y todo esto no le producirá ninguna impre­ sión. Si las consecuencias de una acción realizada desde una pura convicción son malas, no será responsable de esas consecuencias, según él, quien haya realizado la ac­ ción, sino el mundo, la estupidez de los otros hombres o la voluntad de Dios que los creó así. Quien, por el contra­

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rio, actúa según la ética de la responsabilidad, toma en cuenta precisamente esos defectos de los hombres; no tiene ningún derecho —como dijo acertadamente Fichte— a presuponer que los hombres sean buenos y perfectos, no se siente en situación de poder cargar sobre otros las consecuencias de sus propias acciones en cuanto que pudo preverlas. Él dirá que esas consecuencias se imputen a su propia acción. Quien actúa según la ética de las conviccio­ nes de conciencia sólo se siente «responsable» de que no se apague la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra la injusticia del sistema social. Avivarla continuamente es la finalidad de sus ac­ ciones, que son totalmente irracionales juzgadas desde el punto de vista de su posible éxito y que sólo pueden y deben tener un valor de ejemplo. Pero tampoco con esto está resuelto el problema. Nin­ guna ética del mundo puede evitar el hecho de que la consecución de «buenos» fines vaya unida en numerosos casos a tener que contar con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y a tener que contar con la posibi­ lidad, o incluso con la probabilidad, de que se produzcan consecuencias colaterales malas; y ninguna ética del mun­ do puede demostrar cuándo y en qué medida un fin mo­ ralmente bueno «santifica» los medios éticamente peligro­ sos y sus consecuencias colaterales. El medio específico de la política es la violencia (Gewaltsamkeit) y ustedes pueden deducir cuán intensa es la tensión existente entre los medios y el fin, mirándola des­ de el punto de vista ético, del hecho de que los socialistas revolucionarios (tendencia «Zimmerwald») profesaran durante la guerra, como todo el mundo sabe, un principio que se podría formular de manera expresiva en los si­ guientes términos: «¡Si tenemos que elegir entre algunos años más de guerra y luego la revolución, o la paz ahora y ninguna revolución, nosotros elegimos algunos años más de guerra!» A la pregunta de «qué puede traer consigo esta revolución», cualquier socialista con formación cien­ tífica habría respondido que no se trataba de la transición

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a una economía a la que se pudiera llamar socialista en el sentido de ellos, sino que iba a surgir de nuevo una econo­ mía burguesa, que habría eliminado solamente los elemen­ tos feudales y los residuos dinásticos. Así que para este resultado tan modesto ¡«algunos años más de guerra»! Se podrá muy bien decir que, aun teniendo una convicción socialista muy fírme, se podría rechazar aquí un fin que exige tales medios. Pero esta misma situación se da con el bolchevismo y con el espartaquismo, con todo tipo de socialismo revolucionario, en definitiva, y resulta natural­ mente muy ridículo cuando, desde este sector, se condena moralmente a los «políticos violentos» (Gewaltpolitiker) del viejo régimen por emplear esos mismos medios, por muy justificado que estuviera el rechazo de sus fines. , Aquí, en este problema de la santificación de los medios*' " por el fin, parece que tiene que fracasar realmente la ética de las convicciones de conciencia. Y, en realidad, lógica­ mente sólo puede condenar toda acción que emplee medios moralmente peligrosos. Lógicamente. Pero, por supuesto, en el mundo de la realidad estamos viendo con­ tinuamente que alguien que se guía por una ética de convicciones se transforma súbitamente en un profeta quiliástico; estamos viendo, por ejemplo, que aquellos que predicaban el «amor en vez de la violencia» invocan acto seguido la violencia, la violencia última que habría de traer la destrucción de toda violencia, de la misma manera que nuestros militares decían a los soldados en cada ofensiva que era la última y que iba a traer la victoria y la paz. Quien se guía por una ética de convicciones no soporta la irracionalidad ética del mundo. Es un «racionalista» de una ética extramundana. Aquellos de ustedes que conoz­ can la obra de Dostoievski recordarán la escena del Gran Inquisidor, donde este problema está expuesto certera­ mente. No es posible meter en el mismo saco la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad, ni es posible decretar éticamente qué fin santifica qué medios, cuando se hace cualquier concesión a este principio. Mi colega F. W. Foerster, a quien aprecio personal­

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mente por la indudable sinceridad de sus convicciones, pero a quien, por supuesto, rechazo absolutamente como político, cree eludir en su libro esta dificultad con la sen­ cilla tesis de que del bien sólo puede resultar el bien y del mal sólo el mal. En ese caso no existirían, naturalmente, todos estos problemas. Pero es ciertamente asombroso que todavía hoy pueda salir a la luz del mundo semejante tesis, dos mil quinientos años después dé los Upanishadas. No solamente el transcurso entero de la historia universal dice lo contrario, sino que lo dice también un examen imparcial de la experiencia cotidiana. El desarrollo de todas las religiones de la tierra descansa precisamente en que es verdad lo contrario. El problema más viejo de la teodicea es precisamente la cuestión de cómo es posible que un poder, que se presenta al mismo tiempo como todopoderoso y bueno, haya podido crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido, de la injusticia no castigada y de la estupidez incorregible. Ese poder o no es lo uno o no es lo otro, o la vida está regida por unos principios de recompensa y retribución totalmente dife­ rentes, unos que podemos interpretar metafísicamente y otros que se sustraen para siempre a nuestra interpreta­ ción. Este problema de la experiencia de la irracionalidad del mundo era precisamente la fuerza impulsora del de­ sarrollo de todas las religiones. La doctrina hindú del Karma y el dualismo persa, el pecado original, la predes­ tinación y el Deus absconditus han surgido de esta expe­ riencia. También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo estaba regido por demonios y que quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con los poderes diabólicos y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político. La ética religiosa se ha acomodado de diferentes mane­ ras al hecho de que estamos insertos en distintos sistemas de vida, sometidos cada uno a leyes diferentes. El politeís-

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mo helénico hacía sacrificios tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo y a Dionisos, y sabía que no era raro el conflicto entre ellos. El sistema hinduista hacía a cada una de las distintas profesiones objeto de una ley ética par­ ticular; un Dharma, que las separaba para siempre unas de otras en castas, las colocaba en una jerarquía fija, de la que los nacidos ahí no podían escapar sino por el renaci­ miento en la otra vida, y las colocaba así a diferentes y grandes distancias respecto a los supremos bienes de la salvación religiosa. De esta manera le era posible estable­ cer el dharma de cada casta particular de acuerdo con las peculiaridades inmanentes de cada profesión, desde los ascetas y los brahmanes hasta las prostitutas y los ladro­ nes. Entre esas profesiones también estaban la guerra y la política. La ubicación de la guerra en el conjunto de los sistemas de vida la encuentran ustedes en el Bhagavadgita, en la conversación entre Krishna y Arjuna. «Haz lo nece­ sario», es decir, lo obligatorio según el dharma de la casta de los guerreros, lo necesario objetivamente para los fines de la guerra: esto no daña a la salvación religiosa según esta fe, sino que la ayuda. El cielo de Indra estaba siempre asegurado para el guerrero hindú que moría heroicamen­ te, como el Walhalla lo estaba para el germano. El nirva­ na, sin embargo, lo habría rechazado aquél como el ger­ mano despreciaba el paraíso cristiano con sus coros de ángeles. Esta especialización de la ética le permitía a la ética hindú un tratamiento de la política sin cisuras, un tratamiento que sigue las propias leyes de la política y que refuerza profundamente las leyes de este arte real. El «maquiavelismo» verdaderamente radical, en el sentido popular del término, está representado en la literatura hindú en su forma clásica en el Arthashastra de Kautilya (muy anterior a Cristo, supuestamente de la época de Chandragupta); a su lado el «Príncipe» de Maquiavelo es inofensivo. En la ética católica, de la que tan cerca está el profesor Foerster, los consilia evangélica forman, como es sabido, una ética especial para los dotados con el carisma de la vida santa. Ahí están, junto al monje que no puede

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derramar sangre ni buscar ninguna riqueza, el caballero piadoso y el ciudadano que sí pueden hacer respectiva­ mente esas cosas. La jerarquización de la ética y su inte­ gración en una doctrina de la salvación es menos lógica que en la India, pero esto también podía y debía serlo de acuerdo con los presupuestos de la fe cristiana. La corrup­ ción del mundo por el pecado original permitía con rela­ tiva facilidad la integración de la violencia en la ética como un medio para castigar los pecados y para castigar al hereje que pone su alma en peligro. Sin embargo, las exigencias del Sermón de la Montaña, guiadas por una ética de convicciones y de carácter extramundano, y el derecho natural religioso, como una exigencia absoluta que se basa en aquéllas, han conservado su fuerza revolu­ cionaria y han hecho su aparición en casi todas las épocas de conmoción social con intensa energía. Esas exigencias crearon, en concreto, las sectas pacifistas radicales, una de las cuales hizo en Pensilvania el experimento de un Estado sin un poder hacia fuera, experimento con un desarrollo trágico, pues, cuando estalló la guerra de independencia, los cuáqueros no pudieron defender con las armas sus propios ideales, que la guerra defendía. El protestantismo normal, por el contrario, legitimó al Estado —es decir, el medio de la violencia— como una institución divina de manera absoluta y legitimó en concreto al Estado autori­ tario legítimo. Lutero quitó al individuo la responsabili­ dad ética de la guerra y la cargó sobre la autoridad, a la que se podía obedecer en todas las cosas que no fueran cuestiones de fe, no siendo nunca culpable por ello. El calvinismo conoció también el principio de la violencia como medio para defender la fe, es decir, la guerra de religión, que en el islam había sido un elemento vital desde sus comienzos. Como puede verse, quien ha planteado el problema de la ética política no es la moderna falta de fe, nacida del culto al héroe en el Renacimiento. Todas las religiones han luchado con este problema, con resultados muy distintos, y, después de lo que llevamos dicho, no podía ser de otra manera. Lo que determina la singulari-

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dad de todos los problemas éticos de la política es ese medio específico de la violencia legítima como tal en ma­ nos de las asociaciones humanas. Quien pacte con este medio para los fines que sea —y todo político lo hace—, se entrega a sus consecuencias específicas. Se entrega en un grado especialmente elevado quien lucha por su fe, tanto el luchador religioso como el revolucionario. Tomemos tranquilamente la actualidad como ejemplo. Quien quiera edificar la justicia absoluta en la tierra utilizando el poder (Gewalt), necesitará para ello seguidores, el «aparato» humano. A éstos tendrá que ponerles a la vista las recompensas interiores y exteriores necesarias: una recompensa celestial o terrenal; si no, no funciona. Recompensas interiores en las condiciones de la lucha de clases moderna son: satisfacer el odio y el deseo de venganza, satisfacer el resentimiento y la necesidad de tener razón desde el punto de vista pseudo-ético, es decir, satisfacer la necesidad de calumniar y difamar al enemigo. Recompensas externas son: aventuras, triunfos, botín, po­ der y prebendas. El líder depende por completo para su éxito del funcionamiento de este su aparato; por ello de­ pende también de las motivaciones del aparato, no de las suyas propias. De ahí deriva, por tanto, el que les dé permanentemente a los seguidores que él necesita —la guardia roja, los confidentes, los agitadores— aquellas re­ compensas. Lo que él consiga realmente bajo estas condi­ ciones en que se desarrolla su actividad no está, por ello, en sus propias manos, sino que le viene prescrito con carácter previo por los motivos —predominantemente in­ decentes desde el punto de vista moral—de sus seguidores, los cuales sólo pueden ser mantenidos a raya en la medida en que una parte de éstos, al menos, esté alentada por una sincera fe en su persona y en su causa (en este mundo nunca lo estará una mayoría). Pero esta fe, aun siendo sincera subjetivamente, no es, en realidad, en la mayoría de los casos, la única «legitimación» ética del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas, sino que hay también, sobre todo, otras: la cotidianidad habitual llega

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tras la revolución emocional; el héroe de la fe, y la fe misma desaparece o ésta se convierte en parte integrante de la fraseología convencional de los técnicos e incultos de la política; no nos engañemos, pues la interpretación ma­ terialista de la historia no es un carruaje al que uno se pueda subir a capricho: ¡no se detiene ante los actores de las revoluciones! Esta transformación se realiza de forma especialmente rápida en las luchas religiosas, pues suelen estar dirigidas o inspiradas por auténticos líderes, por los profetas de la revolución y aquí, como en cualquier apa­ rato con líder, una de las condiciones del éxito es el vacia­ miento y la cosifícación, la proletarización espiritual en beneficio de la «disciplina». Los seguidores de un lucha­ dor religioso que llegan a ser gobernantes suelen degene­ rar con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados.

[V o c a c ió n p a r a l a p o l í t i c a ]

Quien quiera hacer política en general, y quien quiera ejercerla sobre todo como profesión, tiene que ser cons­ ciente de esas paradojas éticas y de que es responsable de lo que él mismo pueda llegar a ser bajo la presión de éstas. Repito que tendrá que comprometerse con los poderes diabólicos que acechan en toda acción violenta (Gewaltsamkeit). Los grandes virtuosos de la bondad y del amor al prójimo extramundanos, procedan de Nazaret o de Asís o de los palacios reales hindúes, no han operado con el medio político de la violencia; su reino «no era de este mundo» y, sin embargo, tuvieron influencia y la tienen en este mundo, y los personajes de Platón Karatajew y los santos dostoievskianos siguen siendo sus más fieles repro­ ducciones. Quien busque la salvación de su alma y la salvación de otras almas, que no la busque por el camino de la política, que tiene otras tareas muy distintas, unas tareas que sólo se pueden cumplir con la violencia (Gewalt). El genio, o el demonio, de la política vive con el dios

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del amor, también con el dios cristiano en su manifesta­ ción eclesiástica, en una tensión interna tal que puede explotar en cada momento en un conflicto irresoluble. Esto lo sabían los hombres en los años en que dominaba la Iglesia. Una y otra vez hubo interdicto sobre Florencia (y en esa época esto representaba para los hombres y para la salvación de su alma un poder mucho más fuerte que la «fría aprobación» del juicio moral kantiano, por hablar con Fichte), pero los ciudadanos lucharon contra el Esta­ do de la Iglesia. Y en relación a esa situación, Maquiavelo, en un bello pasaje de la Historia de Florencia, si no me equivoco, hace que uno de sus héroes alabe a aquellos ciudadanos que pusieron la grandeza de su ciudad-patria por encima de la salvación de sus almas. Si en lugar de ciudad-patria o de «patria», que puede no tener hoy un valor unívoco para todos, dicen ustedes «el futuro del socialismo» o «la pacificación internacio­ nal», ya tienen planteado el problema en la forma en que se presenta ahora. Pues todos esos objetivos, a los que se aspira con una acción política que opera con medios violentos y por el camino de la ética de la responsabilidad, ponen en peligro la «salvación del alma». Pero si se quie­ ren alcanzar esos objetivos con una pura ética de con­ vicciones dentro de una lucha religiosa, estos objetivos pueden sufrir daño y desacreditarse para muchas genera­ ciones porque falta la responsabilidad por las consecuen­ cias, ya que el actor sigue sin ser consciente de aquellos poderes diabólicos que están en juego. Estos poderes son inexorables y producen consecuencias para sus acciones, incluso para sí mismo interiormente, consecuencias a mer­ ced de las cuales queda él indefenso, si no las ve. «El demonio es viejo; haceros, pues, viejos para entenderlo»; en esta frase no se trata de los años, de la edad. Yo nunca he tolerado que, en las discusiones, me venzan con la fecha de un certificado de nacimiento; pero el mero hecho de que uno tenga veinte años y yo tenga más de cincuenta tampoco puede llevarme a creer que eso solo constituya un mérito del que yo tenga que morir de veneración. La

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edad no es un mérito, sino el haber aprendido a mirar sin reservas las realidades de la vida y la capacidad para soportarlas y para estar interiormente a su altura. Es verdad que la política se hace con la cabeza, pero con toda certeza no sólo con la cabeza. En esiu úlUilViT tienen razón los que actúan según la ética de las convic­ ciones. Sin embargo, no se puede prescribir a nadie si hay' que actuar según la ética de las convicciones o segúñ la ética de la responsabilidad, o cuando según una v cuando’ según la otra. Lo único que se puede decir es lo siguiente:' cuando ahora, ¿fl estüüTiempos de excitación no «estéril», según creen ustedes annquff la excitación no es siempre ni totalmente una pasión auténtica—, cuando están s u p g]endo súbita y rápidamente políticos que actúan según una ética de las convicciones con los lemasüe «él mundo es estúpido y bruto, no yo; a mi no mé alecta el tener que ser responsable de las consecuencias, sino a los otros al servicio de los cuales yo trabaio y cuya estupidez o brutaliúad vo vov a exornar», vo les cupo alertam ente que me pregunto, antes que nada, por el peso interior que pueda. haber tras esta etica de las convicciones, v tengo la impre­ sión ae que, en nueve de cada diez casos, estoy ante tontarrones que no sienten realmente lo que hacen sino, que se emborrachan con sentimientos románticos. Esto no me interesa mucRo desde un punto de vista humano y no me conmueve en absoluto. Por el contrario, es infinita­ mente conmovedor que una persona madura —lo mismo da que sea viejo o joven en años—que, actuando según la ética de la responsabilidad y sintiendo realmente y con toda su alma esa responsabilidad por las consecuencias, diga en algún momento: «no puedo hacerlo de otra mane­ ra, aquí estoy yo». Esto es algo que es auténtico desde un punto de vista humano y que conmueve. Esta situación debe poder presentárseles en algún momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. En ese sentido, la ética de las convicciones y la ética de la respon­ sabilidad no están en una oposición absoluta, sino que ambas son complementarias y sólo juntas hacen al autén­

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tico hombre, a ese hombre que puede tener «vocación para la política». Respetados oyentes, hablemos de este punto nuevamen­ te dentro de diez años. Si entonces, como desgraciadamen­ te debo temer por muchas razones, hiciera ya mucho tiempo que la reacción se hubiera abierto paso y si se hubiera realizado poco —quizá no nada, pero poco, según las apariencias al menos—de todo aquello que seguramen­ te muchos de ustedes y yo hemos deseado y esperado, como les confieso abiertamente (todo esto es muy proba­ ble y no me derrumbará interiormente, pero es, por su­ puesto, un peso interior el saberlo), entonces me gustaría realmente ver qué «ha sido» interiormente de aquellos de ustedes que se sienten ahora como «políticos de convic­ ciones» y que participan de la embriaguez que significa esta revolución. Sería muy bonito que las cosas fueran entonces de tal manera que se pudiera aplicar el sone­ to 102 de Shakespeare: Entonces era primavera y tierno nuestro amor entonces la saludaba cada día con mi canto como canta el ruiseñor en la alborada del estío y apaga sus trinos cuando va entrando el día. Pero las cosas no son así. Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío sino una noche polar de una dureza y una oscuridad glacial, triunfe fuera el grupo que triunfe, pues, donde no hay nada, no es sólo el emperador quien ha perdido sus derechos sino también el proletario. Si llegara a disiparse lentamente esta noche, ¿quién vivirá de aquellos cuya primavera brilla ahora aparentemente con tanta exuberancia? ¿Y qué habrá sido interiormente de todos ustedes? ¿Amargura y mezquindad, indolente aceptación del mundo y de la profesión o una tercera vía, y no la más rara, la huida mística del mundo por parte de aquellos que tengan dotes para ello o que se sientan obli­ gados a seguirla como una moda, lo que es frecuente y malo? En cualquiera de estos casos yo sacaría la conclu­

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MAX WEBER

sión de que no habían estado a la altura de su propio hacer, de que no habían estado a la altura del mundo, tal como realmente es, ni de su cotidianidad: yo sacaría la conclusión de que, objetiva y realmente, no habían tenido la vocación para la política en su sentido más íntimo, que ustedes habían creído tener. Habrían hecho mejor en de­ dicarse con imparcialidad a su trabajo cotidianio y en cultivar lisa y llanamente la fraternidad de hombre a hombre. La política significa horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo. Es completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible una y otra vez. Pero para poder hacer esto, uno tendrá que ser un líder, y no sólo esto sino también un héroe, en un sentido muy sobrio de la palabra. Y aquellos que no sean ambas cosas deberán también armarse con esa firmeza de corazón que permite hacer frente al fracaso de todas las esperanzas, y deben hacerlo ya, pues si no, no estarán en situación de realizar siquiera lo que es posible hoy. Sólo quien esté seguro de no derrumbarse si el mundo es dema­ siado estúpido o bruto, visto desde su punto de vista, para lo que él quisiera ofrecerle; sólo quien esté seguro de poder decir ante todo esto dennoch (no obstante, a pesar de todo), sólo ése tiene «vocación» para la política.

GLOSARIO DE TERMINOS Augenmaß. Este término significa la «capacidad de calcular dis­ tancias», de «medir a simple vista». Proviene del lenguaje de los artesanos del siglo xvi (sastres, carpinteros). En Max We­ ber, atendiendo a su propia explicación del concepto, lo he­ mos traducido por sentido de ¡a distancia, como la cualidad psicológica del político de saber calcular las distancias, de saber mantener un calculado distanciamiento respecto a las cosas y a las personas. Esta cualidad la entiende Max Weber como contrapuesta a la de la pasión o entrega a las cosas (a la causa). Beruf. Este término, que figura en los títulos de las dos confe­ rencias de Weber («Wissenschaft als Beruf», «Politik als Be­ ruf»), lo hemos traducido por profesión: «La ciencia como profesión», «La política como profesión». En otras traduccio­ nes al castellano anteriores, sin embargo, se ha traducido por «vocación». El término Beruf significa ambas cosas, profesión y vocación, y de ambas cosas habla Weber en sus conferencias, tanto referida a la ciencia como a la política. Pero hemos optado por traducirlo por profesión, porque de lo que funda­ mentalmente trata Weber en ambas conferencias es de un análisis de la actividad científica y de la actividad política (funciones, limitaciones, implicaciones, consecuencias), si bien este análisis se sitúa en la perspectiva de que el oyente pueda juzgar si realmente está llamado a, o si tiene vocación para dedicarse a esa actividad. La traducción de Beruf por profesión creo que, además, acentúa el distanciamiento de Weber de aquellas posiciones que, idealizando la política, negaban la necesidad de los políticos profesionales.

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Entzauberung. Este término lo hemos traducido normalmente por desmagificación. En otras traducciones castellanas existen­ tes se ha traducido por «desencanto» o «desencantamiento». Hemos optado por desmagificación porque creemos que ex­ presa más inequívocamente lo que quiere decir Weber, es decir, que el proceso de racionalización e intelectualización seguido por el Occidente ha ido eliminando el carácter «má­ gico» o mítico de la interpretación de la vida del hombre y del mundo. Herrschaft. Este término se contrapone en Weber a Machí. Machí es la capacidad de imponerse, dentro de una determi­ nada relación social, aun en contra de una determinada opo­ sición. Herrschaft es la posibilidad de encontrar la obediencia de otras personas a una orden concreta. No es sencilla la traducción al castellano de ambos conceptos. Se podría tradu­ cir Machí por poder y Herrschaft por auíoridad, pero los ingredientes coactivos y personales que tiene la Machí en alemán no siempre existen cuando en castellano se utiliza el término poder. Al traducir Herrschaft por auíoridad se puede recoger en esta última la diferenciación romana y medieval entre aucíoriías/imperium y aucíoriías/poíesías. El imperium y la poíesías eran poderes limitados, especializados, subordina­ dos, frente a la aucíoriías que era el poder más universal y supremo (la aucíoriías del Senado, por ejemplo, porque sólo él hablaba en nombre de la res publica, o la aucíoriías del Papado medieval frente a la poíesías de cualquier otro poder derivado o delegado, monarcas, por ejemplo). «Autoridad», por tanto, podría expresar esa dignidad y posición superior, esa institucionalización del poder que no tendría el mero poder, la mera fuerza (Machí). Pero esta contraposición «poder/autoridad» no suele ser, sin embargo, habitual en las tra­ ducciones que se han hecho de los términos de Weber al castellano. El término Herrschaft en concreto se ha traducido por «dominio», «dominación», «poder» en expresiones como «sociología del poder», «tipos de dominación», «tipos de do­ minio». La situación se ha complicado porque estos términos no siempre se refieren a traducciones directas de Weber sino también a traducciones de libros sobre Weber escritos en otros idiomas, con lo que los desplazamientos terminológicos y se­ mánticos pueden conducir a una confusión. Nosotros hemos traducido Herrschafí por poder legítimo o auíoridad o auíori­ dad legitima para destacar su contraposición a mero poder o

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fuerza (Machí). En expresiones como Beamtenherrschaft he­ mos traducido poder burocrático o dominación burocrática, como una forma concreta institucionalizada de «autoridad». Kultur. En la historia alemana este término se ha solido enten­ der en contraposición al de «civilización». La «civilización» sería el conjunto de los medios que sirven a los fines utilitarios y materiales de la vida humana colectiva, frente a la que Kultur remitiría a los aspectos más espirituales de la vida colectiva, a la propia conciencia de la colectividad como tal que la dife­ renciaría de otras colectividades. Esta contraposición entre «cultura» y «civilización» fue utilizada por muchos historia­ dores alemanes para expresar la especificidad alemana, para manifestar la diferenciación y contraposición existente entre Alemania y el mundo occidental. Cuando a finales del si­ glo xix y comienzos del xx se habla en Alemania de Kulturkritik, es decir, de crítica a la cultura, se están recogiendo bajo esa expresión las críticas a los valores de la civilización (y del proceso de racionalización), las posiciones anticivilizatorias y las actitudes de desconfianza y rechazo ante lo que la «civili­ zación» occidental ha traído (tanto en las formas del desarro­ llo económico como en los valores e ideales en que se apoya­ ba). Weber no utiliza siempre esta contraposición entre «cul­ tura» y «civilización».

RELACIÓN DE NOMBRES PROPIOS A frodita : En la mitología griega, diosa de la belleza, del amor, de la procreación, del mar y de la navegación. Su nombre significaba nacida de la espuma de los mares. Tenía dedicados varios templos. El más importante estaba en Pafos (Chipre). A lthoff, F riedrich (1839-1908): Director del Departamen­

to de Universidades en el Kultusministerium de Prusia (1882-1907). Propició la creación de la Universidad de Müns­ ter y de las Universidades Politécnicas de Breslau y Danzig. Max Weber se refirió críticamente en varias ocasiones al sis­ tema Althoff (véanse sus textos al respecto trad. en: Revista Colombiana de Educación, 21 (1990), 49-52, 53-55, 67-70). A polo: Dios griego, hijo de Zeus y Letona, hermano gemelo de Artemisa; dios de la luz, conducía el carro del Sol. Se le veneraba como dios del día, de la poesía, de la música y de las artes. Baudelaire, Charles (1821-1867): Autor de Les fleurs du mal (1857), obra que le ocasionó un juicio, cuya sentencia le obligó a retirar seis poemas del libro por atentar contra la moral pública. Autor también de Les paradis artificiéis (1860) y Le spieen de Paris (1869). B ebel , A ugust (1840-1913): Político socialdemócrata; 1867-1869, miembro del Reichstag de la Confederación de Alemania del Norte por el partido Sächsische Volkspartei (partido popular de Sajonia); 1869, cofundador del partido Sozialdemokratische Arbeiterpartei; desde 1871, miembro del Reichstag; desde 1875, líder de la socialdemocracia alemana. C hamberlain, J oseph (1836-1914): Político británico, dipu­ tado liberal desde 1876, ministro de comercio (1880-1885), opuesto a la política del Homerule para Irlanda de Gladstone,

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se pasó al partido conservador, produciéndose una escisión en los liberales. Ministro para las colonias (1895-1903), a favor del sometimiento de los boers y del Sudán. Sus intentos por lograr una alianza británico-alemana fracasaron. J. Chamberlain, precisamente, con la ayuda del Caucus, aparato del par­ tido organizado de manera centralizada, logró los tres manda­ tos de Birmingham en las elecciones de 1873 para el ala izquierda del liberalismo. Bhagavadgita: Poema religioso-filosófico del hinduismo. Ar­ juna, un príncipe Pandava, ve en el ejército enemigo de los Kauravas a parientes suyos y quiere abandonar la guerra. El dios Vishnú, en la figura humana de Krishna que está sirvien­ do a Arjuna como conductor de su coche, le explica a Arjuna la necesidad de la guerra. El texto originario data del siglo segundo antes de Cristo. Carlos (1500-1557): Rey de España (como Carlos I) y empe­ rador del Sacro Imperio de la Nación Alemana (como Carlos V). CAUTILYA: Político de la India del siglo iv a. de C., ministro del rey Chandragupta. Autor, con otros, del Artha-sastra, descu­ bierto por el investigador indio R. Shamasastri, que lo publicó en 1909. No está establecida todavía la fecha de redacción de este «manual para la adquisición de los bienes mundanos»; pudo haber sido compuesto en torno al 300 a. de C. o mucho después. C handragupta: Rey hindú (322-300 a. de C.), fundador de la dinastía de los Maurya; destronó a la dinastía Nanda. Hacia el 300 a. de C. se retiró de la vida política para vivir como un monje. Civil S ervice R eform : La ley estadounidense Pendleton Act, de 1883, sustituyó el spoils system de 1829 para cubrir los puestos de la Administración pública. El criterio era ahora el de la preparación y el rendimiento. D harma: Concepto fundamental de la religión y filosofía hin­ dú. Deber moral específico para cada casta, en conexión con el Karma. D ionisos: Dios griego, hijo de Zeus y Sémele, simbolizaba la vida en toda su plenitud y la fecundidad de la naturaleza. Los romanos le dieron el nombre de Baco. D israeli, Benjamín (1804-1881): Político británico, diputado desde 1837 por el partido conservador. Estuvo a favor de la

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ampliación del sufragio en 1857. Presidente del Gobierno de 1874 a 1880. D ostoïevski, F edor M ijailovich (1821-1881): Escritor ruso, autor de numerosas obras, entre las que se cuentan: Crimen y castigo (1866), El idiota (1868-1869), El adolescente (1872), Los hermanos Karamazov (1879). Edom : Región situada al sur del mar Muerto y al oeste del desierto de Neguev. Actualmente abarca territorios de Israel y Jordania. E spartaquistas: Dentro del partido socialdemócrata alemán (SPD) se formó durante la primera guerra mundial un ala izquierda que, después de haberse llamado Liebknecht-Gruppe y Gruppe Internationale, adoptó el nombre de Spartakusgrup­ pe. Hasta su detención el 1 de mayo de 1916, el principal representante fue Karl Liebknecht. El grupo se integró, en abril de 1917, en el USPD (Unabhängige Socialdemokratische Partei Deutschlands/Partido socialdemócrata alemán inde­ pendiente). Del seno del Spartakusgruppe se constituyó el 11 de noviembre de 1918 una organización de izquierda radical, el Spartakusbund, con el lema de «todo el poder a los consejos (soviets»). F ichte , J ohann G ottlieb (1762-1814): Filósofo alemán, pro­ fesor en Jena, Berlín y Erlangen, primer rector de la Univer­ sidad de Berlín creada en 1810, autor de Grundlage der gesam­ ten Wissenschaftslehre (Fundamentos de la doctrina de la cien­ cia, 1794), Grundlage des Naturrechts (Fundamentos del dere­ cho natural, 1796), Sittenlehre (Ética, 1798), Reden an die deutsche Nation (Discursos a la nación alemana, 1807-1808).

F oerster, F riedrich Wilhelm (1869-1966): Pedagogo ale­

mán, profesor en Zurich, Viena y Munich (desde 1914). Paci­ fista, autor de Staatsbürgerliche Erziehung (Educación política, 1910), reelaborado con el título de Politische Ethik und politis­ che Pädagogik (1918) (Ética política y pedagogía política). G ladstone, W illiam (1809-1898): Político británico, dipu­ tado por el partido conservador desde 1832, ministro de co­ mercio (1843-1845) y ministro de colonias (1845-1846). Se pasó al partido liberal. Presidente del Gobierno de 1868 a 1874. G nosis: Concepción religioso-filosófica de los primeros siglos de la Iglesia cristiana en la que, junto con la afirmación del conocimiento intuitivo de las cosas divinas, destacaba su dua­ lismo (la materia es enemiga de Dios y debía ser superada).

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Los gnósticos más importantes procedían del Oriente (Saturnil, Basilides, Valentín). Una forma posterior de la gnosis es el maniqueísmo persa. G oethe, J ohann Wolfgang (1749-1832): Cumbre de la lite­ ratura alemana. H elmhotz , H ermann von (1821-1894): Científico alemán, que formuló el principio de la conservación de la energía (Über die Erhaltung der Kraft, 1847). Su concepción empirista de la ciencia tuvo mucha resonancia en el siglo XIX. Difundió la geometría no euclidiana. Hera: Diosa griega, esposa de Zeus. En la mitología romana tiene el nombre de Juno (reina del cielo y diosa de la luz y del matrimonio). H ome Rule («gobierno doméstico»). Denominación del proyec­ to de autonomía para Irlanda dentro del Reino Unido. H otentote: Pueblo de raza negra en África del Sur, cerca del cabo de Buena Esperanza. I hering , R udolf von (1818-1892): Jurista, profesor en Basilea, Rostock, Kiel, Giessen, Viena y Göttingen. Iniciador de la jurisprudencia de intereses. Autor de Geist des römischen Rechts a u f den verschiedenen Stufen seiner Entwicklung, 4 vols. (1852-1865) (El espíritu del derecho romano en las dis­ tintas fases de su evolución).

INDRA: Divinidad principal de la religión védica, cabeza del

cielo hinduista, pero subordinado a los Shiva, Vishnú y Brahma. I saías: Profeta de Israel entre la muerte del rey Usija (730 a. de C.) y el sitio de Jerusalén por los asirios (701 a. de C.). J. P.: Justice o f Peace (juez de paz). J ackson, Andrew (1767-1845): Séptimo presidente de los Es­ tados Unidos (1829-1837). Kant , I mmanuel (1724-1803): Filósofo alemán, autor, entre otras obras, de Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura, 1781), Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica, 1788), Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio, 1790). Lincoln , Abraham (1809-1865): Presidente de Estados Uni­ dos, tras una intensa campaña antiesclavista, de 1860 a 1865. Murió asesinado. Lukacs, G yörgy (1885-1971): Filósofo y político húngaro. Miembro del partido comunista de Hungría en 1918, partici­ pando en el gobierno de B. Kun durante la «República de

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los soviets». De 1945 a 1958, profesor de Estética y Filosofía de la cultura en Budapest; de 1949 a 1956, miembro del Parlamento y mentor intelectual del levantamiento de 1956. Entre sus obras publicadas en la época de Weber destacan: El alma y las form as (en húngaro, 1911; trad. alemana posterior) y La historia del desarrollo del drama moderno (en húngaro, 1911; trad. alemana posterior). M. P.: M ember o f Parliament (diputado parlamentario). M aquiavelo, N icolás (Niccola Machiavelli) (1469-1527): Es­ critor político florentino, secretario de la cancillería de la ciudad-estado de 1498 a 1512. Autor de El Príncipe (1513) y Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1513-1517). M ax (Maximilian I) (1549-1519): Emperador del Sacro Ro­ mano Imperio Germánico desde 1508 (pintado por A. Durero en 1519). M ayer, JULIUS R obert VON (desde 1867) (1814-1878): Médico y físico alemán, descubridor de la ley de la conservación de la energía en su escrito Die organische Bewegung in ihrem Zu­ sammenhänge mit dem Stoffwechsel (1845). En 1862 se le reconoció su prioridad en este descubrimiento en relación a Helmhotz y otros. N ietzsche, F riedrich Wilhelm (1844-1900): Filósofo ale­ mán, autor, entre otras obras, de: A sí habló Zaratustra (1883-1884), Más allá del bien y del m al (1886), La genealogía de la moral (1887), El crepúsculo de los dioses (1889), El Anticristo (1895). N orthcliffe , A lfred C harles W illiam (1865-1922): Viz­ conde desde 1917, editor británico que creó el enorme con­ sorcio de prensa Amalgamated Press. En 1894 se hizo cargo del London Evening News, fundó en 1896 el Daily Mail, en 1903 el Daily Mirror y editó de 1905 a 1911 la revista política Observer; de 1908 a 1922 editó The Times. O strogorski, Maurice : Autor de La Démocratie et l’organisa­ tion des partis politiques, 2 vols., Paris, 1903. PARSISMO o MazdaIsmo: Religion persa fundada por Zaratus­ tra (Zoroastro). Su libro sagrado es el Avesta. P latón (427-347 a. de C.): Filósofo griego, autor de numerosas obras, entre las que destaca La República, donde se contiene el «mito de la caverna». R eichstag, P arlamento del I mperio Alemán (Deutsches Reich): Según el artículo 20 de la Constitución del Deutsches Reich, de 16 de abril de 1871, es elegido por sufragio universal

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y directo, con votación secreta. Sus miembros representan a todo el pueblo y no están vinculados por mandato imperativo. Schäfer , D ietrich (1845-1929): Historiador alemán, profesor en Jena, Breslau, Tübingen, Heidelberg y Berlín (de 1903 a 1921) . Discípulo de Treischke, cultivador de una historia po­ lítica fuertemente nacionalista. Autor de Deutsche Geschichte (Historia de Alemania), 2vols. (1910), y Weltgeschichte der Neuzeit (Historia moderna universal), 2vols. (1907, 11,‘ ed., 1922) . Shakespeare, William (1564-1616): Poeta y dramaturgo in­ glés. Simmel, G eorg (1858-1918): Filósofo y sociólogo alemán, au­ tor de Philosophie des Geldes (Filosofía del dinero) (1900) y Soziologie (1908). Fue el primero en llevar a la filosofía hacia el tratamiento de objetos concretos, rompiendo los moldes de la filosofía académica. Estaba a favor del ensayo científico como forma de expresión. SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands). P artido Socialdemócrata DE A lemania : Formado en 1875 de la fu­ sión del partido fundado por Ferdinand Lassalle, Allgemeiner Deutscher Arbeiterverein (ADAV), y el fundado por August Bebel y Wilhelm Liebknecht, Sozialdemokratische Deutsche Arbeiterpartei (SDAP), adoptó el nombre al principio de So­ zialistische Arbeiterpartei Deutschlands (Partido obrero socia­ lista de Alemania), que cambió al de Sozialdemokratische Par­ tei Deutschlands (SPD) en 1890. Spener , P hilipp J acob (1635-1705): Teólogo evangélico, reno­ vador del luteranismo. Esta renovación (pietismo) implicaba una reforma de los estudios de Teología, una mayor acentua­ ción de la lectura de la Biblia, un cristianismo de acción y el ejercicio del sacerdocio universal. Escribió Pia Desiderio (1675). Swammerdam, J. (1637-1680): Naturalista holandés, investiga­ dor de la anatomía de los insectos. T aylorismo: Sistema de organización del trabajo concebido por Frederick Winslow Taylor (1856-1915), ingeniero norte­ americano, fundador del scientific management. Entre sus principios de organización de la producción estaba la separa­ ción de la función planificadora de la ejecutora. Toller, Ernst (1893-1939): Dramaturgo, representante del ex­ presionismo alemán. Su experiencia política tuvo lugar en Munich, en el período revolucionario del invierno-primavera

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de 1919. Detenido en junio de 1919, Max Weber testificó a su favor. Estuvo varios años en la cárcel. Emigró a Estados Unidos en 1933. Sus obras: Gesammelte Werke, München, 1978. Varios vols.; Lebenslauf, publicado por vez primera en 1967, en: H ans D aiber, Vor Deutschland wird gewarnt. 17 exemplarische Lebensläufe. Güterslon, 1967, 90 y sigs.; Eine Jugend in Deutschland, Reinbek, 1979. Tolstoi, Lew (León) (1828-1910): Escritor ruso, autor, entre otras obras, de Guerra y paz y Ana Karenina. En 1910 decidió abandonar a su familia y posición para llevar una vida ascética en soledad. Su tesis de «no resistir al mal» aspiraba a recons­ truir un mundo cristiano primitivo, alejado y contrario a la política y el progreso. T rotsky , L eo (1879-1940): Redactor de la revista Iskra, 1902-1904; desde 1904 desarrolló la idea de la «revolución permanente». Por su participación en la revolución rusa de 1905-1906 tuvo que emigrar (Viena, 1907-1914; París, 1914-1916, y Estados Unidos, 1917). Tras la revolución de febrero de 1917 volvió a Rusia y se unió a los bolcheviques. Organizador de la revolución de octubre (25 de octubre) con­ tra el gobierno de A. Kerenski. Desde diciembre de 1917 dirigió la delegación rusa en las negociaciones de paz con las potencias centrales en Brest-Litowsk. Tras la muerte de Lenin, por sus dificultades con Stalin, fue expulsado de la Unión Soviética. Murió asesinado en México. U hland , L udwig (1787-1862): Poeta y germanista alemán. U panishads: Textos filosófico-teológicos de la antigua India, compuestos entre el año 800 y el 600 a. de C. Los nuevos Upanishads llegan hasta el 1500 d. de C. En 1656 se traduje­ ron cincuenta al persa y de ahí al latín (en 1801-1804). Vinci, Leonardo da (1452-1519): Pintor, escultor, ingeniero, arquitecto italiano. Walhalla: Lugar donde, según la mitología nórdica antigua, el dios Odin llamaba a los guerreros y héroes caídos en la guerra. Washington , G eorge (1732-1799): Primer presidente de los Estados Unidos de América (1789-1798). W eierstrass, K arl (1815-1897): Matemático alemán. Desde 1864, profesor en la Universidad de Berlín. Zentrum : Partido del catolicismo político alemán. A finales de 1870, católicos, sobre todo del Rin y de Westfalia, se unieron en un partido, bajo la dirección de H. von Mallinckrodt, C. F. von Savigny, P. Reichesnperger y el obispo E. von Ket-

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teler, que logró 51 diputados para el Reichstag en 1871. En el período 1911-1914 se dotó de una firme organización como partido (Deutsche Zentrumspartei). Entre 188 ly 1912 tuvo, por regla general, el grupo parlamentario más fuerte en el Reichstag. Después de la guerra, participó en el gobierno de coalición con el SPD y el DDP (Coalición de Weimar). Luego siguió participando en todos los gobiernos parlamentarios de la República. Se disolvió el 5 de julio de 1933. Se volvió a fundar después de la segunda guerra mundial, pero no pudo competir con el partido cristiano interconfesional CDU. Z immerwald: El movimiento Zimmerwald fue una unión de organizaciones socialistas y sindicalistas que se oponían a la guerra. Del 5 al 9 de septiembre de 1915 se reunieron en Zimmerwald, no lejos de Berna, treinta y ocho delegados de diversos partidos socialistas y organizaciones sindicales que aprobaron un manifiesto en contra de la guerra y a favor de la libertad, la fraternidad entre los pueblos y el socialismo.

APÉNDICE

Por Luis Castro Nogueira

INTRODUCCION La obra de Weber se ha convertido a los ochenta años de su muerte en una de las reflexiones más profundas e influyentes sobre la condición humana. Tras la caída del muro de Berlín parece haberle ganado la partida a su más famoso rival: Karl Marx. La experiencia del socialismo real en la antigua Unión Soviética ha confirmado el som­ brío diagnóstico de nuestro autor sobre la Revolución de Octubre. Sin embargo, lo que resulta fascinante de Weber no son tanto sus aciertos puntuales cuanto la implacable coherencia intelectual de la que hace gala en sus presun­ tos poderes visionarios. Weber nunca rehuye la compleji­ dad y por ello mismo sus ideas parecen a menudo confu­ sas, contradictorias o, sencillamente, ininteligibles. Pero también, casi siempre, el buen aficionado —estamos ante un autor muy adictivo— termina reconociendo que los laberínticos archipiélagos por los que se ha extraviado no son fruto del estilo weberiano sino de las cosas mismas cuando se las intenta comprender sin hacer trampas o mi­ rando para otro lado. En este sentido, Weber es un burgués liberal que de­ nuncia con acidez el absurdo de un conocimiento cientí­ fico que ha dado la espalda a los interrogantes decisivos que a lo largo de la historia se ha planteado el hombre y que se legitima por su creciente capacidad para dominar, gestionar y administrar tanto la naturaleza externa como la interna. La ciencia moderna, desde Galileo a Newton, es inseparable del poder y la dominación. Sin embargo,

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APÉNDICE

no queda más remedio que aceptar este agujero negro en el corazón mismo de Occidente y asumir ese destino con el mismo coraje y lúcido pesimismo en torno a la razón que arrastró a Nietzsche a la locura. Hay que contemplar el abismo con los ojos muy abiertos sin dejarse atrapar por sus cantos de sirena. Del mismo modo sucede con la política. Weber nunca duda en comprometerse, y llega a cofundar y militar en un grupo político desde el amargo reconocimiento de la vinculación entre Estado y violen­ cia, entre Estado y administración de la muerte. L a s i t u a c i ó n s o c i o - p o l ít ic a 1

La obra de Weber es inseparable de la unificación de Alemania tras la guerra franco-prusiana. Derrotada Fran­ cia, Guillermo I de Prusia se proclama emperador de Ale­ mania en Versalles, mientras sus tropas ocupan el territo­ rio enemigo. Alemania se anexiona las ricas regiones industriales de Alsacia y Lorena e invierte las indemniza­ ciones obtenidas como botín de guerra en motor inicial de su despegue económico. El control político de la eco­ nomía garantiza un proceso de industrialización y moder­ nización que conducirá al Imperio (Reich) a convertirse en una de las grandes potencias en lucha por la hegemo­ nía mundial. Poco a poco, la expansión territorial, junto con la lucha por el control del flujo de capitales destinado a la construcción de grandes obras públicas en varios paí­ ses, dibuja un nuevo mapa del imperialismo europeo que conducirá a su trágica solución final con la Gran Guerra de 1914. Será Bismarck, el canciller de hierro, el administrador del nuevo estado alemán y el árbitro de la política de blo­ 1 Para este epígrafe hemos seguido la Historia contemporánea de R. Palmer y J. Colton, Madrid, Akal, 1978, y la espléndida síntesis de la obra de A. Fernández, Historia del mundo contemporáneo, Barce­ lona, Vicens-Vives, 1989, págs. 213 y sigs.

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ques que caracteriza el último tercio del siglo XIX. El Reich, surgido tras la victoria, planteaba muchos proble­ mas (étnicos, políticos, religiosos y sociales) a la difícil Confederación, incluso a un genio de la diplomacia y la administración como Bismarck. La Gran Alemania había absorbido minorías étnicas nacionalistas, mientras que ha­ bían quedado fuera de sus fronteras millones de indivi­ duos de lengua germana. En Alsacia y Lorena jamás se resignaron a los intentos de germanización, algo que se aplica también a los territorios polacos y daneses. Estas minorías gozaban de cierta autonomía, más formal que real, en el seno de una confederación dominada por Prusia, y presionaron hasta la Gran Guerra por la reintegra­ ción a sus países de origen. Por otro lado, el Imperio era protestante en un 60 por 100, siendo católica la otra gran minoría radicada principalmente en Baviera, sin olvidar la presencia judía. Finalmente, desde el punto de vista so­ cial, Alemania era un mosaico de situaciones: por un lado, los agricultores de subsistencia que contrastan con los ricos aristócratas y terratenientes y con agricultores más especializados; por otro, poderosos focos industria­ les (industria pesada y siderurgia), alimentados por el car­ bón y el hierro de Lorena y las factorías químicas y eléc­ tricas que alcanzarían el primer puesto mundial. La Constitución federal Se basaba en el sufragio universal (1871) para la elec­ ción de un parlamento cuyas posibilidades de controlar al canciller eran nulas: Bismarck sólo rendía cuentas al em­ perador. Además, pese a todas las declaraciones progra­ máticas, eran los parlamentarios de la vieja Prusia los que concentraban el poder desde el punto de vista cuantitati­ vo y cualitativo. El parlamento, como reconoce Weber, era una institución basada en un formalismo burocrático tan aburrido como inoperante y que contribuía a su propio descrédito, en las antípodas del Reino Unido o Fran­ cia.

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Por lo que respecta a los grandes grupos políticos, a los que tanta atención presta Weber, hay que constatar la pre­ sencia de cuatro partidos que terminarán por radicalizarse después de la guerra. Los Junkers prusianos, el ala más conservadora de la vieja aristocracia terrateniente (autori­ tarios y centralistas), que perderán influencia. Los libera­ les ganan posiciones y, dirigidos por Naumann (liberales de izquierda), consiguen aumentar sus votos y atraer a prestigiosos intelectuales, como el propio Weber. Los ca­ tólicos, dirigidos por el núcleo aristocrático de Baviera, se convierten en una poderosa organización política, Zentrum, cuya actuación será decisiva al final de la guerra en los episodios revolucionarios de espartaquistas y los Consejos de obreros y soldados (una especie de soviets germanos). La clase obrera, cuyas organizaciones incre­ mentan su poder relativo al calor de la acelerada indus­ trialización, tiene su partido socialdemócrata (inspirado en líderes y teóricos como Bebel y Liebknecht), que in­ crementará sus votos hasta convertirse en un factor deci­ sivo del sistema. Pero, como dictamina Weber en su se­ gunda conferencia, y en el ojo del huracán revolucionario que arrasa toda Alemania, ni el Zentrum ni los socialdemócratas podían funcionar dentro de un sistema político desprestigiado tras cincuenta años de un parlamentarismo tan formalista como inoperante. Bismarck y la política interior del Reich Precisamente buena parte de la política interior de Bis­ marck había consistido en neutralizar los supuestos peli­ gros de ambas organizaciones. Bismarck sospechaba de las afinidades electivas —por recurrir a un término favo­ rito de Goethe y de Weber— entre el Zentrum y los cató­ licos del Imperio Austro-húngaro. Temeroso de un enten­ dimiento entre bávaros y austríacos que desmembrase la tarea de su vida, el canciller otorgó concesiones a los ca­ tólicos, enfrentados a poderosos movimientos protestan­ tes de raíz luterana. En cuanto a la socialdemocracia, ca­

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beza de un proletariado industrial que realizó huelgas ma­ sivas reprimidas violentamente por el estado, fue ilegali­ zada en 1878 con una Ley de Excepción. Sin embargo, el indudable olfato político de Bismarck le llevó a adoptar una serie de medidas sociales preventivas que tenían algo de socialismo de Estado, con el fin de adelantarse y neu­ tralizar las protestas y reivindicaciones obreras. Pero la legislación de protección social, tan avanzada para su época (seguro de enfermedad, accidentes y pensiones), no fue suficiente para desactivar las propuestas revoluciona­ rias de un proletariado siempre por delante de sus repre­ sentantes parlamentarios. Cuando Bismarck deja su cargo (1890), el descontento social en los centros neurálgicos de la gran industria no deja de arreciar, preparando el camino para los sucesos revolucionarios de la posguerra. Alemania: una gran potencia La evolución económica e institucional bajo el Reich tuvo una influencia decisiva en los años de formación de Weber. El despegue económico de Alemania en los veinte años de mandato de Bismarck la lleva a convertirse en una de las cinco grandes potencias europeas, junto con el Reino Unido, Francia, el Imperio Austro-húngaro y Ru­ sia. Su desarrollo fue menos colonial e imperialista, pero a finales de siglo Alemania ya producía el doble de acero que Inglaterra y estaba a la cabeza en las industrias quí­ micas y eléctricas. Por otro lado, sus capitales financia­ ban ferrocarriles y obras públicas en varias partes del mundo, suscitando los recelos de las otras potencias, y se hacía notar su amenazadora presencia en el comercio ex­ terior. La agricultura mecanizada de los Junkers llegó a ser la más avanzada del mundo, y la modernización en general —lo que Weber denomina proceso de racionali­ zación del Estado y de las instituciones— dotó a Alema­ nia de una universidad elitista y poderosa, con eficaces laboratorios e institutos de investigación en íntimo con­ tacto con el desarrollo industrial.

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Bismarck y la política exterior del Reich La política exterior de Bismarck estuvo orientada fun­ damentalmente al mantenimiento del statu quo continen­ tal y al engrandecimiento y la consolidación del Reich, sin los intereses colonialistas e imperialistas de Inglaterra y Francia. En la política de alianzas —con tratados secre­ tos y cambios constantes— , pasión personal de Bis­ marck, éste demostró sus más que notables dotes diplo­ máticas. Actuando siempre al borde del abismo, consiguió aislar a Francia con la Tripe Alianza entre Rusiá, el Im­ perio Austro-húngaro y el Reich. Además controló las pretensiones sobre los Balcanes de Austria-Hungría y de Rusia, mientras permitía que Francia, Inglaterra y Bél­ gica se repartiesen el mundo colonial. Sin embargo, al final, ya sin Bismarck, el Imperio hubo de exigir su parte en el reparto colonial del mundo y, sobre todo, un nuevo equilibrio de poderes en el viejo continente bajo hegemo­ nía alemana. Europa, repartida en zonas de influencia, va de crisis en crisis sin un árbitro capaz de contener los crecientes conflictos de intereses y los afanes expansionistas e im­ perialistas. La prensa se convierte en un factor importante de tensión internacional, mientras la espiral de la carrera armamentista se acelera dramáticamente. Pocas veces la historia ha adquirido, como entonces, el aspecto de crónica de una guerra anunciada. Se multiplican los conflictos geo­ políticas: Persia, Turquía y Etiopía; la penetración francesa en Marruecos y las aspiraciones contrarias de austríacos sin colonias (anexión de Bosnia-Herzegovina, pertene­ ciente al Imperio Otomano, para asegurarse una salida al mar) y rusos (defensores de Serbia y la población eslava en contra del Imperio Austro-húngaro) por el control de los Balcanes, lo que acabó con un frágil equilibrio, roto, final­ mente, con el magnicidio de Sarajevo. Los fantasmas que tanto había temido Bismarck aparecieron con la Triple Entente (Imperio Británico, Francia y Rusia) frente al Reich de Guillermo II y al Imperio Austro-húngaro.

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La Gran Guerra y la derrota alemana A la hora de comprender mejor la obra de Weber, con­ viene resaltar dos hechos de crucial relevancia: la cons­ tante presencia de la violencia y la muerte como medios específicos de toda acción política de los estados (algo que Weber no se cansará de repetir), y el orgullo herido por la humillación sufrida a instancias francesas. Weber reprochó siempre a los vencedores el haber cargado injustamente las culpas de la masacre sobre Alemania, una nación de nacio­ nes derrotada que tuvo que aceptar un Tratado de Versalles (Dictado de Versalles para la delegación alemana, en la que participaba Weber) con unas durísimas condiciones: usufructo de las riquezas del Sarre durante quince años, concedido a Francia; reintegración a su territorio de Alsacia y Lorena; devolución a Polonia de los territorios ocupa­ dos; una escandalosa indemnización monetaria a los alia­ dos y, finalmente, el desarme unilateral de Alemania. Con la derrota y la desmoralización consiguiente se multiplican los problemas sociales enquistados en el seno de unas instituciones obsoletas incapaces de satisfacer las demandas populares. La República de Weimar, impuesta por los aliados, sufre el acoso constante tanto de la iz­ quierda revolucionaria como del nacionalismo militarista. Ni la pequeña burguesía arruinada por la guerra ni las grandes familias burguesas creen en la democracia, lo cual explica la falta de un gran partido de clases medias capaz de articular la recién nacida república. Los continuos dis­ turbios protagonizados por los espartaquistas (sector radi­ cal bolchevique de la socialdemocracia), los Consejos de obreros y soldados, la guerra civil de 1919 y la ola de ase­ sinatos políticos (como los de los líderes izquierdistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht), son el telón de fondo de estas dos pequeñas obras maestras que nos ocu­ pan. Weber remite una y otra vez, casi obsesivamente, a las ilusiones revolucionarias de espartaquistas y bolchevi­ ques; a los asesinatos políticos impunes y, en último tér­ mino, a la amenaza de una reacción que presagia el futuro

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como una noche polar de condiciones extremas, sea quien sea el grupo que, finalmente, se haga con el poder. Weber y su época: conclusiones En suma, Weber vivió una época turbulenta, siempre al borde de conflictos, pendiente de esa Gran Guerra que parecía inevitable, y dominada por una Alemania de la que, a su manera, parece sentirse tan orgulloso como crí­ tico. Ese milagro económico y político influyó en los con­ ceptos fundamentales de su pensamiento y le permitió comprender como nadie la esencia de la modernización y sus relaciones con las instituciones del desarrollo capita­ lista y el Estado de derecho. La poderosa burocracia del aparato estatal, aliado con la gran industria, había tejido un entramado de poder, legitimado por una Universidad de mandarines que, sin duda, está en el fondo de las in­ tuiciones weberianas en torno a la jaula de hierro, que tanto recuerdan a Kafka.

E l contexto cu ltural

Como historiador, Weber estaba familiarizado con las prolijas discusiones sobre la demarcación entre las cien­ cias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. Sus años de formación y madurez estuvieron dominados por una reacción antipositivista que reclamaba un estatuto espe­ cial para las mencionadas ciencias del espíritu. Aunque el fenómeno sucedió a escala europea (el filósofo francés Bergson es el mejor ejemplo), Alemania se distinguió a la hora de plantear metodológicamente las cuestiones deci­ sivas. El último tercio del siglo XIX es testigo de una cre­ ciente preocupación filosófica por temas como la vida, experiencias vitales con tonalidades místicas o esotéricas, el espíritu, la libertad y los valores, que aparecen en las dos corrientes que controlan el campo cultural (junto con

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un neokantismo transformado en filosofía de la ciencia): el vitalismo y el historicismo. Vitalismo e historicismo El vitalismo (representado por Nietzsche) es una reac­ ción radical contra la hegemonía de las ciencias de la na­ turaleza (la física matemática en especial). Al positivismo mecanicista, que sólo habla de hechos cuantificables y de abstracciones, se le reprocha el haber abandonado la esencia de la condición humana: los valores vitales, los deseos y sufrimientos del hombre. Para esta corriente fi­ losófica la ciencia carece de sentido al margen de los va­ lores que la fundamentan; el conocimiento está al servi­ cio de la voluntad de poder, del dominio de la naturaleza. No existe objetividad científica alguna al margen de las ilusiones y los valores humanos. Como dirá Weber, para­ fraseando a Nietzsche, hay que deshacerse de las viejas quimeras que identificaban la verdad con el bien, la be­ lleza y hasta con Dios. La muerte de Dios, ya adelantada por Hegel y asumida en toda su magnitud por Nietzsche, implica que la razón no es más que un conjunto de viejas metáforas que han olvi­ dado su origen y cuya función se orienta al dominio téc­ nico del mundo. La razón se divorcia de la verdad de ma­ nera definitiva. Pero tanto el idealista Hegel —para quien los fenómenos socio-culturales eran el espíritu objetivo— como el materialista Marx —quien invierte la cosmovisión hegeliana para defender una única razón universal repre­ sentada por un proletariado, que sustituye al Geist o espí­ ritu absoluto de Hegel— , creían todavía en una razón que se encamaba en la historia y permitía no sólo comprender el pasado sino predecir el futuro. Sin embargo, Weber, in­ fluido por el relativismo historicista de Dilthey y su énfasis en la discontinuidad de las cosmovisiones del mundo, pro­ pias de cada cultura, rechazará esto sin paliativos. Dilthey propugnaba una metodología específica para las ciencias del espíritu (historia, política, derecho, arte,

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literatura, etc.) cuyo campo de estudio era la realidad histórico-social. Para captar en toda su complejidad este objeto habría que recurrir a un acercamiento biográfico (indivi­ dual y colectivo) que permitiese clarificar y comprender las singulares vivencias propias de cada época histórica. La comprensión se relaciona con las vivencias (Erlebnis) igual que la explicación lo hace con los fenómenos físico-quími­ cos. La experiencia vital de los hombres de una determi­ nada cultura es irreductible a leyes y, sin embargo, puede y debe comprenderse a través del análisis de sus expresiones culturales, tanto lingüísticas como de otro orden. Serán el pesimista Schopenhauer, junto con Nietzsche, Simmel, Dilthey y la virtual presencia de Freud, al que ignora paladinamente, los que curen a Weber de la creen­ cia dogmática en una historia inteligible por la razón, y cuyo motor inmóvil sería esa misma razón divina. Y es, quizá, en este radical rechazo donde alcanza su

vigencia para fundamentar una sociología a la altura del siglo XXI. Max Weber y los padres fundadores de la sociología Siempre se ha mantenido que los orígenes de la socio­ logía coinciden con el proceso de urbanización propi­ ciado por el desarrollo capitalista y el hacinamiento de la clase obrera en urbes industriales. Las miserables condi­ ciones del proletariado, descritas por Marx y Engels en el Manifiesto comunista, chocaban contra las ilusiones de li­ bertad, igualdad y fraternidad que habían inspirado el sueño revolucionario de 1789. Por todo ello, es lógico que los grandes paradigmas de la teoría sociológica ha­ yan surgido en Inglaterra y Francia. Los padres fundado­ res de la nueva ciencia, en el plano académico, siguen manteniendo los viejos ideales ilustrados del progreso y reaccionan contra la lucha de clases marxista y los nue­ vos anhelos de una revolución proletaria. En Inglaterra será el excéntrico Spencer, en la estela de Darwin, el teórico de la evolución social. Arrastrado por

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un delirante optimismo metafísico, Spencer, que defendió el denominado darvinismo social, creía en lo inevitable del progreso. Al igual que en el ámbito de la naturaleza, en las modernas sociedades sólo habría espacio para los individuos mejor dotados en una implacable lucha por la vida. La supervivencia de los más aptos se convertía, así, en legitimación pseudo-científica de las desigualdades sociales producidas por el capitalismo. En Francia Auguste Comte pone en circulación el tér­ mino de sociología. La nueva ciencia pretende ser la gran síntesis que corona el edificio del conocimiento. Su prota­ gonista no son las clases sociales al modo marxista ni los individuos spencerianos en su agónica lucha por la vida, sino la humanidad. Según Comte, la humanidad ha pasado por tres etapas o estadios en su desarrollo histórico: el teo­ lógico, el metafísico y el actual o positivo. Para Comte hay que olvidarse de las ingenuidades metafísicas y volcarse en un nuevo género de conocimiento basado exclusiva­ mente en la experiencia, en lo que existe, en lo positivo. El énfasis puesto en unos hechos que hablarían pór ellos mismos será la clave de la sociología académica practi­ cada por Durkheim. Este autor, contemporáneo de Weber, establece en Las reglas del método sociológico los funda­ mentos de una ciencia social capaz de obtener la tan deseada respetabilidad académica. Su idea es que la sociología debe investigar los hechos sociales y que, en contra de psicólogos, filósofos y ciertos historiadores, éstos sólo pueden explicarse recurriendo a otros hechos sociales. Algo que pondrá a prueba con éxito en su monografía so­ bre El suicidio, en la que muestra la posibilidad de expli­ car algo tan personal y psicológico como las tasas de sui­ cidio de una población atendiendo, exclusivamente, a factores sociales cuantificables, tales como el mayor o me­ nor grado de integración social, de solidaridad, etc. Aun a riesgo de simplificar en exceso, suele describirse la sociología de Durkheim como una visión totalizadora de la sociedad, dominada por una suerte de conciencia colectiva que disuelve en la práctica cualquier atisbo de

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autonomía y libertad individuales. Lo fundamental serían las grandes estructuras sociales determinadas por la conciencia colectiva, idea que tranfiere al campo reli­ gioso al defender que toda religión se basa en rituales y creencias cuya función es servir de cohesión a la propia sociedad. En una palabra, que la divinidad es la sociedad, y Dios es la conciencia colectiva del grupo. La sociología comprensiva de Weber La sociología weberiana cuyo enfoque es comprensivo, se diferencia por completo de las concepciones expuestas hasta ahora. De Marx —a menudo se le considera una especie de Marx burgués— le separa toda pretensión ilu­ soria de buscar leyes que expliquen el movimiento histó­ rico, así como cualquier tipo de determinismo económico. De Spencer rechaza tanto su darwinismo social, que legi­ tima las diferencias de clase, como su concepción teleológica del progreso histórico. De Durkheim, la tentativa organicista y funcional de otorgar un protagonismo excesivo a la sociedad como un todo, en detrimento de los indivi­ duos. Además, Weber se enfrenta a una concepción dema­ siado estática de lo social (de nuevo, Durkheim), incapaz de explicar el cambio histórico y cegada por la búsqueda de leyes causales al modo de las ciencias de la naturaleza. La mayoría de los historiadores de la teoría sociológica conceden a Weber un lugar muy destacado, si no el pri­ mero, en la constitución de la sociología como disciplina académica. Los rasgos más importantes de la sociología weberiana son el historicismo, el individualismo metodo­ lógico y la complejidad. El historicismo no sólo refleja su condición de historiador sino también el convencimiento de la irreductible condición individual y azarosa de los eventos históricos. Su visión de la sociedad descansa en la interacción de los individuos, que cristaliza en estruc­ turas como la educación, la economía, la política o la reli­ gión sin que, en ningún caso, pueda reducirse la conducta individual o la acción social a una pura coerción de esas

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mismas instituciones o de la sociedad entendida como un todo, como sostenía Durkheim. Sin embargo, pese a su insistencia en la acción individual, muchos críticos le re­ prochan, no sin fundamento, la disolución de los indivi­ duos en instituciones, como las religiones de salvación, la burocracia y el Estado o el propio capitalismo2.

A l g u n o s c o n c e p t o s d e l a s o c io l o g ía w e b e r ia n a

Comprensión y acción social La diferencia entre los fenómenos de las ciencias natu­ rales y los de las ciencias del espíritu estriba en que los primeros son formalizables desde Galileo mediante el lenguaje matemático, mientras que los segundos, las inte­ racciones humanas, nunca lo podrán ser de un modo exacto porque presuponen un margen de libertad y auto­ nomía individuales que resisten a toda estadística. En las encuestas y sondeos sobre preferencia de voto, la expe­ riencia sigue mostrando que, en el mejor de los casos, puede hablarse de probabilidades y que, aun así, resultan cada vez más frecuentes verdaderas catástrofes predictivas realizadas por sofisticados institutos demoscópicos. El pueblo no se comporta necesariamente como una masa de moléculas cuya densidad, posición o movimiento pueda reducirse a una serie de ecuaciones probabilísticas. Además, las propias encuestas condicionan respuestas que las desmienten, produciéndose un fenómeno funda­ mental en las ciencias sociales que se llama auto-reflexividad: los investigadores sociales modifican con su tra­ bajo el estado de los objetos que estudian. El investigador social (historiador o sociólogo) explica a posteriori los hechos y sus consecuencias, porque puede, 2 Véase Ritzer, Teoría sociológica clásica, Madrid, 1995, págs. 261-262.

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al menos en teoría, comprender los motivos, metas o va­ lores que guían ciertas interacciones sociales o institu­ cionales; pero las instituciones sólo existen en las men­ tes y acciones de los individuos, no tienen vida propia (aunque, para ser fiel a sí mismo, el propio Weber pa­ rezca contradecirse al estudiar la burocracia o el espíritu del capitalismo). La comprensión no excluye, sin em­ bargo, el atribuir causas a ciertos fenómenos. Pero aun en estos casos, tales causas se hallan mediadas por intereses, motivos, valores y representaciones colectivas que las convierten en algo muy alejado de los procesos naturales. Tipos ideales Este es uno de los conceptos clave de la sociología weberiana. Un tipo ideal es un recurso para comprender me­ jor los fenómenos sociales y consiste en la composición de un modelo, deliberadamente exagerado, de un conjunto de rasgos o factores que parecen detectarse en procesos análogos de diferentes culturas o en diversos períodos his­ tóricos de una misma civilización. Como ilustraciones del tipo ideal podemos elegir la burocracia (a la que dedicó tanta atención), la ética puritana o las diferentes modali­ dades de racionalidad o de racionalización. Un tipo ideal nunca se corresponde exactamente con ninguna realidad histórico-social, pero permite ayudar a entender interac­ ciones e instituciones sociales que, como diría Wittgenstein, parecen poseer un cierto aire de familia. Esto per­ mite agrupar en categorías diferentes modalidades de experiencias religiosas, como el totemismo o las grandes religiones de salvación. Al proponer los tipos ideales como objeto de la investigación sociológica, Weber entra en el campo de la complejidad, pues, al mismo tiempo, los tipos ideales son tanto realidades sociales como expe­ dientes heurísticos del sociólogo para unificar fenómenos con el afán de ordenarlos y comprenderlos. Son, en este enigmático sentido, tanto un fenómeno social como aque­ llo que permite comprenderlo.

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Racionalidad y racionalización Si existe alguna aportación decisiva de Weber es su tra­ bajo sobre la racionalidad, sus variantes históricas y sus re­ laciones con las instituciones sociales. De acuerdo con la sociología comprensiva de Weber, toda interacción social se halla más o menos determinada por la tradición, los afec­ tos o emociones, los valores o los fines. Evidentemente, la acción social nunca es estrictamente racional-tradicional sin mezcla alguna de emociones, valores o fines. Pero no debemos olvidar que este tipo de esgrima conceptual, junto con su pasión por la investigación empírica de orden histó­ rico encierra la esencia del modo de pensar weberiano. Nos encontramos en el juego de los tipos ideales: un juego tan peligroso para el lector poco avezado como increíblemente fecundo para un virtuoso como nuestro autor. Veamos. La racionalidad tradicional es aquella que se ajusta a ru­ tinas, hábitos y costumbres que poco o nada tienen que ver con la iniciativa individual o colectiva. Es un tipo de inte­ racción social en la que existe escaso espacio para la nove­ dad, el cambio o la historia en el sentido convencional del término. La mayor parte de la acción social no responde a motivaciones conscientes. Probablemente jamás haya exis­ tido una sociedad o cultura semejantes, lo cual no resta un ápice de eficacia al tipo ideal. Suponemos que es así como viven muchos pueblos primitivos. No debe interesarnos más. Sencillamente ésta es una de las modalidades extre­ mas de la acción —o inacción— social y con ello nos basta. Otro tipo de racionalidad, a la que Weber no presta demasiada atención, es la que posee componentes emo­ cionales o afectivos: irracionales. Ya hemos indicado el desinterés de Weber por el psicoanálisis freudiano. Mu­ chas manifestaciones importantes de la interacción social caen bajo esta rúbrica. No hace falta más que pensar en ciertos rituales chamánicos, o más propiamente religio­ sos, en los que empatia, trances y arrebatos, y hasta expe­ riencias místicas son ingredientes fundamentales de la dinámica social. Algo semejante podría decirse sobre el

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erotismo y los rituales y ceremonias funerarias. Sin em­ bargo, este tipo de racionalidad no despertó en Weber mu­ cha atención. Habría que esperar a los ensayos de autores como Malinowski, Bataille o el propio Freud para hacer justicia a esta dimensión tan profunda y decisiva de la condición humana. El tercer tipo ideal de racionalidad es el que opera en función de valores morales y es constitutivo de las gran­ des religiones de salvación. Con Weber nunca se puede prescindir de los matices y las sutilezas. Para muchos, las grandes religiones de la humanidad representan, justa­ mente, lo irracional, como en la racionalidad emocional o afectiva. Sin embargo, éste no es el caso. Y Weber ofrece buenas razones. El hinduismo o el antiguo judaismo no se reducen a un conjunto de creencias o rituales politeístas o monoteístas, respectivamente, sino que imponen un or­ den jerárquico situando a cada individuo en el lugar que le corresponde en el cosmos. Los valores, por otro lado, fortalecen la integración social y la socialización/educación de los individuos. Cuando se conocen los valores que rigen en una comunidad pueden comprenderse mejor su juegos sociales, pues la acción e interacción comunita­ rias se hallan impregnadas por normas que infunden co­ herencia y racionalidad a las instituciones. Racionalidad y modernización El tipo de racionalidad más investigado por Weber se corresponde con la civilización occidental y, muy espe­ cialmente, con el surgimiento de la ciencia y la técnica modernas. Se trata de una racionalidad instrumental que funciona de acuerdo con fines, y cuyos resultados son un creciente dominio y poder sobre la naturaleza externa e interna. Weber denuncia los peligros que acechan a nues­ tra civilización, pero no encuentra una solución para ellos. Hoy, pasados ochenta años de su muerte, este tipo de racionalidad no ha hecho más que multiplicar sus esfe­ ras de influencia. En la época de Weber afectaba al cono­

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cimiento, a la economía (capitalismo racional), la polí­ tica (Estado de derecho, burocracia), la educación, etc. En la actualidad, su influencia se extiende hasta la admi­ nistración de los estilos de vida, el diseño de la intimidad y hasta del propio cuerpo (los ciborgs y la ingeniería ge­ nética). Nada queda fuera de lo que alguien ha denomi­ nado la administración total, ni siquiera el mundo de la imaginación, cuya colonización por los poderes mediáti­ cos promete, a través de la gestión de la realidad virtual, la producción de mundos a la carta. Esta racionalidad separa radicalmente los valores —que carecen de todo fundamento lógico y dependen de individuos y grupos— de las metas o fines de la acción. Sus objetivos son puramente instrumentales; lo único rele­ vante es la consecución de intereses de acuerdo con el cálculo y la optimización de los beneficios. En este sentido se trata de una racionalidad formal, que da la espalda a los orígenes ético-políticos de la razón clásica nacida en la po­ lis griega. Para esta extraña racionalidad —la nuestra— lo único que cuenta es el cálculo formal de costes de acuerdo con expectativas objetivas, prescindiendo de cualquier va­ loración ética sobre los contenidos. No tiene nada de mis­ terioso que una de sus manifestaciones más llamativas, la burocracia del estado moderno, haya terminado como el dios Saturno, devorando a sus propios hijos. No otra expli­ cación parece tener el desastre del socialismo real en la desaparecida Unión Soviética, ya que, como había pronos­ ticado Weber (segunda conferencia), la experiencia de los soviets terminaría por crear un Estado todavía más centra­ lizado, totalitario y burocrático..., pues los revolucionarios creyeron, ingenuamente, que podrían cambiar el mundo (los nuevos valores de hermandad comunista y propiedad colectiva de los medios de producción) sin modificar sus­ tancialmente su forma de pensarlo y administrarlo. En observaciones como ésta queda patente el enorme talento y la frialdad casi inhumana con la que Weber reacciona frente a los acontecimientos históricos. Su perspectiva genealógica, acompañada de una implacable

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lucidez, no tiene rival entre los padres fundadores de la sociología ni entre otros cultivadores de las ciencias hu­ manas (Marx, Freud o los frankfurtianos). Weber nunca se permitió la más mínima ilusión edificante. A diferencia de marxistas y freudianos, sus virtuales discípulos no podrán encontrar en sus escritos nada que escape a esa ja u la d e hierro y, tal es la paradoja, a la invitación a transformarla. Si los cuatros tipos ideales de racionalidad aludían a una visión estructural y abstracta, los procesos de ra c io ­ n a liza ció n remiten a la historia concreta y empírica de las sociedades. En el último modelo de racionalidad, la ra­ cionalización tiene sus orígenes en el lenguaje matemá­ tico, mediante el cual, Galileo y sus seguidores d e p u ra n los aspectos cualitativos de la realidad para centrarse úni­ camente en los cuantitativos. Todo ha de reducirse a cálcu­ lo. Aquí están las raíces intelectuales de la racionalidad occidental. Sin embargo, los primeros científicos creían, todavía, que estaban explorando algo así como el len­ guaje de un g ra n a rq u itecto que había diseñado el mundo con trazas geométricas. A medida que conquistaba otras dimensiones de la realidad social, la racionalización pudo ir prescindiendo de la hipótesis de una divinidad. El mo­ derno ateísmo rechaza a Dios porque, al decir de Nietzsche, es un in su lto p a r a n o so tro s los p en sa d o res. La racio­ nalización se halla en la base de la contabilidad propia del capitalismo, así como en las instituciones jurídicas que han hecho posible el Estado de derecho. Finalmente, afecta a la administración de cuerpos y almas por la bur­ guesía triunfante en términos de hábitos puritanos, auto­ control y administración temporal de la propia privacidad e intimidad. E l d esen c a n ta m ien to d e l m undo

Una de las consecuencias de la moderna racionalización es lo que llama Weber el d e s e n c a n ta m ie n to del mundo. Las cosas han perdido el aura mágica y la autonomía que poseían en otros tiempos y en otras civilizaciones y cultu­

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ras. Desencantamiento implica un largo proceso mediante el cual el hombre se adueña del mundo a través del cálcu­ lo. Tal fue la obra de la Ilustración: terminar de una vez con la magia y las supersticiones para imponer la nueva superstición de una razón que se identifica con el control y el dominio sobre la naturaleza. Desencantamiento signi­ fica la pérdida de aquel asom bro que, de acuerdo con Aris­ tóteles, era el comienzo de todo verdadero pensamiento. El hombre moderno ya no se pregunta por el s e r de las co­ sas sino por su fu n c io n a m ien to . Nadie discute la noción de un progreso tecnológico; es, sencillamente, una evidencia. Nadie se interroga por la existencia de ordenadores o de inteligencias artificiales; sólo por có m o fu n cio n a n . Nadie cuestiona las desigualdades y miserias producidas por el moderno capitalismo o el capitalismo de Estado de las casi desaparecidas d e m o c ra c ia s p o p u la re s. La desigualdad es un axioma sin el cual todo el sistema se tambalea. Desen­ cantamiento es, también, el creciente poder de los especia­ listas, su barbarie, como decía Ortega y Gasset. R elig ió n y ca p ita lism o

Para analizar la obra maestra de Weber, L a ética p r o te s­ ta n te y e l e s p íritu d e l ca p ita lis m o , conviene recordar lo que los científicos sociales han dicho sobre las religiones. Para Marx la religión era un fenómeno ideológico, es de­ cir, suponía un deliberado falseamiento de la realidad al servicio del poder. Como repite el marxismo vulgar, la re­ ligión es el o p io d el p u eb lo . De hecho, muchas religiones y sectas parecen fu n c io n a r como un fármaco para sopor­ tar las miserias de este mundo; como un consuelo para desventurados. Durkheim, por su parte, creía haber en­ contrado la e x p lic a c ió n d e fin itiv a de la experiencia reli­ giosa en una de sus formas más elementales: el totemismo de los aborígenes australianos. Creencias y rituales eran una especie de montaje inconsciente a través del cual se escenificaban las divinidades o divinidad. La fu n c ió n s o ­ cia l d e la religión es incrementar la solidaridad del grupo

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y consolidar o cimentar su co n c ie n cia colectiva. El único Dios que existe, en último término, es la propia sociedad. La posición de Weber, como siempre, es más empírica — menos doctrinaria o metafísica— y menos reduccio­ nista. Su terreno favorito es el análisis histórico. A Weber le interesa, sobre todo, desvelar el entramado de relacio­ nes que existe entre creencias y rituales religiosos con otras instituciones sociales (como la organización econó­ mica, política, educativa, etc.). En estas investigaciones se encuentra con lo que denomina a fin id a d e s e le c tiv a s entre creencias y formas de vida religiosas y diferentes ti­ pos de e th o s o mentalidades característicos de la vida económica o política. Uno de sus hallazgos más fascinan­ tes es el descubrimiento de a fin id a d e s e le c tiv a s entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, así como la radical incompatibilidad de este último con las grandes religiones de China, India y el pueblo judío. Pero cuando Weber hace este tipo de afirmaciones, su pensamiento es complejo e irreductible a cualquier determinismo econó­ mico, político o religioso; es como un juego sutil de co­ rrespondencias y resonancias entre los motivos y valores que guían la interacción social y el poder coercitivo de las instituciones. Según Weber, como parte del proceso de racionalización surge la Reforma, el libre examen de las Escrituras y el rechazo de los sacramentos católicos. La ruptura con Roma se torna más violenta por la iconoclastia del santoral tradicional. Al creyente o al justo sólo le queda la fe frente a un D e u s a b sc o n d itu s (Dios escon­ dido). Este conjunto de factores terminará por crear esta­ dos nacionales encarnados por el ca rism a del príncipe o el rey, que asume el liderazgo de la Iglesia al margen de Roma. Lo anterior, vinculado a la circulación de libros propiciada por la imprenta, supone una nueva experiencia de soledad y angustia para el creyente frente al enigma de la predestinación y de su salvación o condena eternas. Pero las aguas vuelven a su cauce cuando, poco a poco, se comienza a identificar a los elegidos por su dedicación al trabajo; la se ñ a l de estar entre esa minoría de elegidos

INTRODUCCIÓN

199

por el Señor terminará siendo el éxito profesional en los negocios, posible por una ética del autocontrol y de la a d ­ m in istra ció n to ta l de la propia vida. Ahora bien, según Weber, lo anterior condujo a la apa­ rición de un tipo de hombre de negocios insólito en la his­ toria de la humanidad: alguien que, en vez de gozar de sus riquezas, las invierte en la empresa sin abandonar un ápice su puritana austeridad. Algo así debió de funcionar como ingrediente decisivo para la consolidación defini­ tiva de un peculiar e s p ír itu en los primeros capitalistas: individualismo y afán de lucro a mayor gloria de Dios. Alguien podía perseguir su enriquecimiento personal no sólo sin la condena eclesiástica —lo de los ricos y el reino de los cielos— sino con el convencimiento de hallarse entre los elegidos. L a s g ra n d e s relig io n es m u n d ia le s

Weber investiga las específicas constelaciones histórico-sociales de las grandes religiones mundiales, y muestra su radical incompatibilidad con las formas de vida derivadas de creencias y rituales ajenos por com­ pleto a ese eth o s individualista. Por ejemplo, en las tradi­ cionales comunidades chinas, patriarcales y con un pro­ yecto comunitario ajeno al individualismo burgués, por supuesto que existían comerciantes y hombres ricos, pero el e sp íritu d e l c a p ita lis m o es todo lo contrario que el de estos ricos mercaderes. La meta de éstos es la ostentación y disfrute de las riquezas, mientras que el moderno capi­ talismo se caracteriza por la creación de una riqueza de la que no se va a disfrutar en el sentido hedonista más con­ vencional. Por otro lado, desde el carácter pictográfico de la lengua china hasta la ética confuciana o taoísta, todo remite a una experiencia del cosmos y de la sociedad ins­ pirada en la armonía y el equilibrio entre los opuestos: el Yin y el Yan, algo muy alejado del ego burgués atribu­ lado por su salvación o condena eternas. Tampoco en la milenaria India podría haber surgido el moderno capita­

200

APÉNDICE

lismo, pues el sistema de castas y la doctrina del ka rm a o reencarnación lo habrían impedido. Todo esto se com­ pleta con la ausencia, en ambas civilizaciones, de un ima­ ginario vinculado con los procesos de racionalización que hemos descrito: una ciencia físico-matemática obsesio­ nada por el cálculo, unas instituciones jurídicas capaces de constituir el armazón de un moderno Estado de dere­ cho, una contabilidad racional y, sobre todo, la existencia de un m erc a d o libre d e trabajo. Este mundo actual, dictamina Weber, «ha quedado va­ cío de espíritu, quién sabe si definitivamente. En todo caso el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos... Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al término de esta extraordinaria evo­ lución surgirán profetas nuevos y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el con­ trario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecani­ zada y una lucha convulsa de todos contra todos». En este caso los ú ltim o s h o m b re s de esa fase de la civilización podrían aplicarse esta frase: «Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcan­ zada anteriormente». L a le g itim a c ió n de la a u to rid a d

Weber siempre estuvo interesado por las diferentes for­ mas de legitimación del poder. En toda su obra (segunda conferencia) reflexiona sobre los tres modelos o tip o s id e a les de legitimación política. El primero, propio de los antiguos imperios o reinos, sería el de corte tradicional basado en el respeto sagrado a la autoridad. El segundo, el carismàtico, procede del atractivo personal y la capaci­ dad de seducción de un guerrero, un revolucionario o un líder de los modernos partidos políticos. El tercero, el burocrático-institucional, se basa en los modernos procesos formales de racionalización democrática.

INTRODUCCIÓN

201

¿Una ciencia libre de valores? Siempre se ha dicho de la sociología de Weber que pre­ tende ser una ciencia libre de valores. El propio Weber in­ siste en que desde la cátedra no se deben defender o ata­ car posiciones políticas (con su trasfondo ético). La ciencia como profesión es una declaración de principios en toda regla en defensa de la neutralidad valorativa de toda, investigación científica. Weber, sin embargo, es lo suficientemente lúcido para admitir que no sólo en las ciencias del espíritu (historia, sociología, antropología, economía, hermenéutica, psicología social, etc.), sino también en lo que hoy llamaríamos ciencias duras (física, química, biología, etc.) resulta imposible toda investiga­ ción sin una creencia firme en las reglas de la lógica y los postulados fundamentales de la metodología científica. Sin embargo, lo que plantea Weber en toda su radicalidad es que el último sentido valorativo de la actividad científica en todas sus variantes es, en sí mismo, irracio­ nal. No es posible dar razones que justifiquen el cultivo de la física o de la historia. Toda ciencia, como habían sostenido Nietzsche y Tolstoi con argumentos comple­ mentarios, es una ilusión que tan sólo permite el dominio técnico de la naturaleza, pero que carece de todo funda­ mento positivo, en contra de lo que habían supuesto la mayoría de los pensadores desde Platón a Kant. No existe ninguna verdad que revele la ciencia, y aun cuando exis­ tiese, no tiene que identificarse necesariamente con la belleza, el bien o lo divino. «El eterno conflicto de los dioses —como recuerda Moya— hace imposible la racio­ nalidad ética a escala individual: sólo el puro compro­ miso existencial, la decisión irracional por una cierta fe injustificable, aparece como salida ética subjetiva»3. Sin embargo, no es difícil rastrear en Weber expresio­ nes que recuerdan la ética y el rigorismo kantianos de 3 Carlos Moya, Sociólogos y sociología; Madrid, 1986, pág. 141.

202

APÉNDICE

fuerte cuño individualista. Como veremos más adelante, frente al caos y a los negros presagios, insiste en la nece­ sidad de mantener una ética de la responsabilidad que contrarreste el fanático idealismo de la ética de las con­ vicciones.

Influencia de Weber ¿Para qué despilfarrar nuestras energías si todos nues­ tros esfuerzos están condenados a ser superados por los de nuestros sucesores? En su caso esto no sólo no es cierto sino que su obra sigue siendo, ochenta años des­ pués, la expresión más brillante y actual de una sociolo­ gía capaz de afrontar la creciente complejidad de las so­ ciedades contemporáneas. Pero además, la mayor parte de sus conceptos han pasado a formar parte del bagaje imprescindible de cualquier historiador, politòlogo, eco­ nomista, sociólogo o filósofo de las ciencias sociales. Su influencia no sólo ha determinado el desarrollo de la so­ ciología en lengua alemana, sino también la de EE.UU. y, en general, la de los países anglosajones. En cuanto a Alemania, su influjo se percibe en toda su espléndida ambigüedad en los filósofos y sociólogos de la Escuela de Francfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamín, Marcuse, etc.) y en sus actuales herederos (Habermas). En América, Parsons se apropió de los conceptos funda­ mentales de Weber integrándolos en el ámbito de una gran teoría cuya originalidad y brillantez no han sido bien tratadas por el paso del tiempo, mientras que, paradó­ jicamente, han permanecido intactos los cimientos weberianos sobre los que se había construido. La genialidad teórica de Parsons y su funcionalismo estructural, que debe tanto a Durkheim, se ha mostrado incapaz de expli­ car algo tan decisivo en las sociedades modernas como el cambio social. En el caso de Mills, enfant terrible de la sociología americana e influido por el marxismo, Weber le obliga a plantearse en toda su crudeza el sentido último

INTRODUCCIÓN

203

de la razón como dominación y el destino de un indivi­ duo cada vez más enajenado y disuelto por la elite del po­ der, cuya racionalidad no deja de ser en la mayoría de los casos un sarcasmo. Además, discípulos suyos como Mannheim y Lukács, con sus diferencias insalvables, contribuyeron a fundar una nueva disciplina: la sociología del conocimiento. Asi­ mismo, la teoría de la acción social y del individualismo metodológico de Weber ha determinado, en gran medida, el desarrollo de toda una escuela sociológica como el interaccionismo simbólico de Mead y su discípulo Goffman. Y para terminar diremos que la vigencia de Weber es hoy mayor que nunca por haber sido precursor de la teoría de la complejidad (Morin y otros) por su negativa a toda supuesta explicación monocausal, determinista, teleológica o lineal de los fenómenos sociales y de la ac­ ción individual o colectiva. Esa tendencia weberiana es el auténtico corazón de un pensamiento que siempre eligió lo difícil, buscando en el tupido enrejado de las interac­ ciones sociales las consecuencias no previstas de la ac­ ción y afrontando, con inigualada honestidad intelectual, sus propias contradicciones personales, que no dudaba en trasladar con igual coraje a su escritura.

BIBLIOGRAFÍA SELECTA Esta bibliografía no pretende otra cosa que reseñar algunas obras recientes y accesibles para cualquier lector interesado en la aventura intelectual de Max Weber. Obviamente, para una bibliografía académ ica y casi exhaustiva nos remitimos a las págs. 41-47 de esta edición.

Obras de Max Weber Sociología de la religión (3 vols.), Taurus, Madrid, 19831988 (trad. J. Almaraz y J. Carabaña). La única edición científica en castellano de esta monumental obra. El político y el científico, Alianza, Madrid, 1967 (trad. F. Rubio Llórente).

Sobre Weber y su época BOURDIEU, Pierre: La ontologia política de Heidegger, Paidós, Barcelona, 1991, págs. 20 y sigs. Sin duda uno de los análisis más brillantes y esclarecedores del espí­ ritu de la época (Zeitgeist). GlDDENS, Anthony: El capitalismo y la moderna teoría social: un análisis de los escritos de Marx, Durkheim y Max Weber, Idea Books, Barcelona, 1998. Con su es­ tilo didáctico, el sociólogo más relevante del mundo anglosajón ensaya su personal ajuste de cuentas con

BIBLIOGRAFÍA SELECTA

205

los autores con los que tuvo que medirse Max Weber, incluido el propio Weber. MlTZMAN, Arthur: La jaula de hierro: una interpretación histórica de Max Weber, prefacio de Lewis A. Coser, Alianza, Madrid, 1976. Una panorámica histórica am­ biciosa y una discusión crítica de los principales con­ ceptos de la Sociología comprensiva de Weber. MOYA, Carlos: Sociólogos y sociología, Madrid, Siglo XXI, 1986, 9.a ed., pags. 114-144. Una presentación de los padres fundadores de la sociología, que explica de manera sencilla y crítica las principales ideas de Weber. WEBER, Marianne: Biografía de Max Weber, introd. de Guenther Roth, notas de Harry Zohn, FCE, México, 1995. Fundamental para conocer a Weber y penetrar en los entresijos sentimentales e ideológicos de su biógrafa, esposa y heroína feminista: Marianne Weber. (Sobre las dos conferencias, págs. 599-619.)

Algunos temas weberianos BREUER, Stefan: Burocracia y carisma: la sociología po­ lítica de Max Weber, Valencia, Alfons el Magnànim, 1996. Accesible exposición sobre las formas de legiti­ midad política: tradicional, carismàtica y legal. GONZÁLEZ García, José M.a: Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en la Sociología de Max Weber, Tecnos, Madrid, 1992. Goethe (su idea de la ciencia, su objetividad y sus contradicciones internas), junto con Kant, tuvo una influencia decisiva en Weber, quien se apropió de ciertas categorías suyas para su trabajo como historiador, economista y sociólogo. —: La máquina burocrática: afinidades electivas entre Max Weber y Kafka, Visor, Madrid, 1989. La mejor in­ vestigación sobre las relaciones entre literatura y so­ ciología en Weber, en esta ocasión centrada en Kafka y la burocracia.

206

APÉNDICE

González León, Roberto: El debate sobre el capitalismo en la sociología alemana: la ascesis en la obra de Max Weber, ed. de Andrés Bilbao, C.I.S, Madrid, 1998. Una puesta al día de las polémicas tesis en tomo a las afini­ dades electivas entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo que se confrontan con otras explicacio­ nes alternativas. Lamo de Espinosa, E.; González García, J. M.a y TORRES ALBERO, C.: La sociología del conocimiento y de la ciencia. Alianza, Madrid, 1994. Sobre la socio­ logía del conocimiento, la figura de Max Weber, sus relaciones con la Escuela de Frankfurt y el concepto de razón instrumental, Goethe, Kafka, etc. Ruano de la fuente, Yolanda: Racionalidad y concien­ cia trágica. La modernidad según Max Weber, prol. de J. Muñoz, Editorial Trotta, Madrid, 1996. La abrama­ dora erudición de que hace gala la autora nunca pierde de vista el objetivo de elucidar las complejas ideas de Weber en tomo a racionalidad y modernidad (para las dos conferencias, págs. 93-117). SERRANO Gómez, Enrique: Legitimación y racionali­ zación: Weber y Habermas, la dimensión normativa de un orden secularizado, Anthropos, Barcelona, 1994. Una lúcida confrontación entre Weber y el represen­ tante más destacado de la segunda generación de la Teoría Crítica (Escuela de Frankfurt).

CUADRO CRONOLOGICO AÑO

1864

VIDA Y OBRA DE

ACONTECIMIENTOS

MAX WEBER

HISTÓRICOS

N a c im ie n to en E rfu rt (A lem ania).

P rim era Internacional. B ism a rck c o m ien za la u n ificació n de A lem a­ n ia en b e n e fic io de P rusia (1864-1871 ).

Y CULTURALES N acim iento de U nam uno (1864-1936). El m a­ te m á tic o W e ie rs tra s s profesor en la U niversi­ dad de Berlín.

A b o lic ió n de la e sc la ­ E l desayuno sobre la v itu d en lo s E E .U U . hierba, d e M onet. Gue­ A se sin ato de L in co ln . rra y pa z ( \ 8 6 5 -1 8 6 9 ), Tolstoi.

1865

1866

ACONTECIMIENTOS LITERARIOS

Crimen y castigo. D os-

M eningitis.

toievski.

El Capital, 1, M arx.

1867 1868

G lad sto n e , p re s id e n te del G obierno británico desde 1868 hasta 1874.

1869

Concilio Vaticano I: in­ Le spleen de París, Baufalibilidad del Papa. Be- delaire. bel, cofundador del Par­ tido Socialdemócrata.

1870

1871

N a c im ie n to de L e n in W undt constituye la psi­ (1 8 7 0 -1 9 2 4 ). G u erra co lo g ía com o u n a cien ­ franco-prusiana. E l Es­ cia natural. tado italian o an ex io n a la Ciudad del Vaticano. C om una de París. G ui­ E l origen d el hombre, llerm o I de Prusia, em ­ Darwin. p e ra d o r de A lem an ia. B ism arck, canciller del Reich hasta 1890. A ne­ xión de Alsacia-Lorena. Se crea el sufragio uni­ versal para las eleccio­ nes al Reichstag. Zentrum, partido de los ca­ tólicos alemanes, consi­ gue 51 diputados en el Reichstag. Bism arck in­ tenta controlar a los ca­ tólicos m ediante la Kul-

turkampf.

AÑO

VIDA Y OBRA DE

ACONTECIMIENTOS

MAX WEBER

HISTÓRICOS

1873

LITERARIOS V CULTURALES

P rim e ra R ep ú b lica e s ­ p a ñ o la . F u e rte d e p re ­ sión económ ica que se p ro lo n g a h a s ta 1893 afectando a b uena p ar­ te de Europa.

1874

N acim ien to de S c h e le r (1874-1928 ). Teoría de conjuntos de Cantor.

1875

Bebel, h'der de la Socialdem ocracia alemana.

1876

1877

ACONTECIMIENTOS

C a rm e n , Bizet. A n a K a renina, Tolstoi.

Inv en ció n del teléfo n o , Bell. P rim eros ensayos h istó ­ ricos.

L a ta b e rn a , Zola

1878

B is m a rc k ile g a liz a al partido socialdemócrata

Invención de la lám para in c a n d e sc e n te , E d iso n .

1879

N acim iento de Trotsky.

L o s herm a n o s K a ra m a z o v i D ostoievski.

1881

M uere D ostoievski.

1882

Inicia estudios de D ere­ C o n c lu s ió n de la P a r s ifa l, Wagner. cho en H eidelberg. A lianza de los tres E m ­ p e ra d o re s (A lem an ia, A u s tria y R u s ia ) y c re a c ió n d e la T r ip le A l i a n z a e n tre Ita lia , A ustria y A lem ania.

18831884

S erv ic io m ilita r en E s­ trasburgo

N acim iento de O rtega y G asset (1883-1955). I n ­ tr o d u c c i ó n a la s c i e n ­ c i a s d e l e s p í r i t u , D ilthey. M uere M arx. M e ­ c á n ic a , M ach. Z a r a tu s tra , N ietzsche.

18851886

Estudios en Berlín.

E l C a p ita l, 11, M arx. Dr. J e k y l l y M r. H y d e , S te-

venson. Nace G. Lukács.

AÑO

1887

VIDA Y OBRA DE MAX WI.BER

HISTÓRICOS

S e rv ic io m ilita r e n E s­ trasburgo y Poznam .

ACONTECIMIENTOS LITERARIOS Y CULTURALES L a g e n e a lo g ía d e la m o ­ ra l. N ietzsche.

G u illerm o II, em p e ra ­ L o s g ira so les, Van Gogh. dor de A lem ania.

1888

1889

ACONTECIMIENTOS

D o c to ra d o en D erech o c u m laude.

Segunda Internacional. N a c im ie n to d e H itle r (1889-1945).

N acim ien to de H eid e g ­ ger ( 1889-1976). E l c r e ­ p ú s c u l o d e l o s d io s e s ,

N ietzsche. 1891

T e sis de H a b ilita c ió n sobre la historia agraria de Rom a.

E ncíclica R e ru m N o v a rum , León XIII.

G a u d í p r o y e c ta la S a ­ g r a d a F a m il ia . E l r e ­ t r a t o d e D o r i a n G ra y ,

0 . W ilde. 1892

P ro fe s o r en B e rlín . S e c o m p ro m e te c o n M arianne Schnitger.

1893

Se ca sa c o n M aria n n e.

1894

P ro fe s o r de E c o n o m ía en Friburgo.

L a d iv is ió n d e l tr a b a jo s o c ia l, D urkheim .

N ic o lá s II, z a r de R u ­ s ia . E s ta lla el c a so D re y fu s q u e p o n e de m a n ifie s to el a n tis e ­ m itism o europeo.

P r e l u d io a la s i e s t a d e u n f a u n o , D ebussy . I n ­

v e n c ió n d e l c in e m a tó ­ grafo, Lum ière.

1895

Viajes a Inglaterra y E s­ cocia.

L a s r e g la s d e l m é to d o s o c io ló g ic o , D urkheim .

1896

C atedrático de C iencias Políticas en H eidelberg.

M a te r ia

y

m e m o ria ,

Bergson. D escubrim ien­ to de la radiactividad por Becquerel.

1897

E n fre n ta m ie n to con su padre. M uerte del padre unos m eses después.

H e rlz c o n v o c a el p ri­ E l s u ic id io , D urkh eim . m er C ongreso In te rn a­ cional Sionista en Basilea para reclam ar un Es­ tado Judío en Palestina.

1898

C o m ie n z o d e su la rg a depresión.

G uerra de Cuba.

D u rk h eim fu n d a L ’a n ­ n é e so c io lo g iq u e .

AÑO

1899

1900

VIDA Y OBRA DE MAX WEBER

ACONTECIMIENTOS

ACONTECIMIENTOS LITERARIOS

HISTÓRICOS

Y CULTURALES

R en u n c ia a to d a ac tiv i­ dad académ ica.

F u n d a m e n to s d e g e o ­

Intento de recuperación en Córcega.

I n t e r p r e t a c i ó n d e lo s

m e tr ía , Hilbert.

s u e ñ o s , F re u d . M u e re

N ietzsche. Teoría de lo s c u a n t o s , M . P la n c k . T o sc a , P uccini. F i lo s o ­ f í a d e l d in e r o , S im m el. 1901

V iajes a R o m a y el su r de Italia.

1902

R e to rn o a H e id e lb e rg . C om ienza a recuperarse.

1903

R o m a, H o la n d a y B é l­ gica. Em pieza a trabajar s o b re la É t i c a p r o t e s ­

M uere H. Spencer.

tante.

1904

Viaje a EE.UU .

G u erra ru so -jap o n esa. T ro tsk y d e s a r r o lla la id e a de la R e v o lu c i ó n

M a d a m e B u tte r fly , P uc­

cini.

p e r m a n e n te .

1905

T eoría restrin g id a d e la r e la tiv id a d , E in ste in .

Estudios de ruso.

T re s e n s a y o s p a r a u n a te o ría s e x u a l, Freud.

1906

1907

A siste a la C onvención d e l P a rtid o S o c ia lis ta . R ec h azo de la R e v o lu ­ ción. P rim era publicación fe­ m in is ta d e M a ria n n e Weber.

L a s trib u la c io n e s d e l e s ­ tu d ia n te T ó rle s s, M usil.

S e g u n d a C o n fe re n c ia de Paz en L a Haya.

L a s s e ñ o r i t a s d e A v ig n o n , Picasso. L a e v o lu ­ c ió n c r e a d o r a , Bergson.

1908

C o n g re s o d el P a rtid o Liberal-N acional.

R e f l e x i o n e s s o b r e la v io le n c ia . Sorel. S o c i o ­ lo g ía , Simm el.

1909

D irección del Grundriss der Socialokonom ik.

L a s c ie n c ia s n a tu r a le s y e l ce reb ro , Pavlov.

AÑO

VIDA Y OBRA DE MAX WEBER

ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS

ACONTECIMIENTOS LITERARIOS Y CULTURALES

1910

S. G eorge, G . L ukács y E. B loch fre c u e n ta n su casa.

E l p á ja r o d e fu e g o , Stra­ v in sk y . M u ere T o lsto i.

1911

C rític a d e la p o lític a e d u c a tiv a d e P ru sia . V iajes a Italia y a París.

República china. G ran­ E s tru c tu ra d e l á to m o , des huelgas del ferroca­ R u th e fo rd . M u ere D ilrril y el c a rb ó n en el they. R eino U nido: creciente poder de la clase obrera.

1912

C onvención de sociólo­ gos en Berlín.

F o r m a s e le m e n ta le s d e la v id a r e lig io s a , D urkh e im . T ó te m y ta b ú ,

Freud. 1913

Viajes a Italia.

M u e r t e e n V e n e c ia , T. M ann. A la b ú s q u e d a d e l ti e m p o p e r d i d o (1 9 1 3 1922), Proust. Id e a s p a ­ ra u n a fe n o m e n o lo g ía p u r a , H u sserl. M o d elo

atómico de Bohr. 1914

Trabaja en la C om isión 28 de junio: atentado de D u b lin e s e s , Joyce. P ri­ de H o sp itales de la R e­ Sarajevo. Prim era G ue­ m era acuarela abstracta serva en Heidelberg. rra M undial (1914-18). de Kandinsky.

1915

T ra b a ja en su S o c i o l o ­ g ía d e la religión.

1916

1917

R e u n ió n en Z im m e r - D adaísm o. L a m e ta m o r ­ w a ld de socialistas, sin­ fo s is , Kafka. d ic a lis ta s y p a c ifis ta s opuestos a la guerra.

In tervenciones p o lé m i­ cas sobre la guerra. P u ­ b lica sus estudios sobre la s g ra n d e s re lig io n e s orientales. A rtíc u lo s en el F r a n k ­ R e v o lu c ió n so v iética . G u illerm o II d ecid e la g u e rra s u b m a rin a en contra de la opinión de muchos expertos e inte­ le c tu a le s (W eber, por ejem plo). T rotsky d iri­ ge la delegación rusa en la C o n fe re n c ia de paz co n las p o te n cias c e n ­ trales en Brest-Litowsk.

f u r t e r Z e itu n g .

T eoría de la relativ id ad g e n e ra liz a d a , E in stein .

AÑO 1918

1919

VIDA Y OBRADE

ACONTECIMIENTOS

MAX WEBER

HISTÓRICOS

In g resa com o m iem bro fu n d a d o r en el P a rtid o D em ócrata A lem án.

L u k á c s , m in is tro c o ­ m u n ista d el g o b ie rn o de B ela Kun.

Conferencias en M unich so b re L a c i e n c i a c o m o p r o fe s ió n y L a p o l í t i c a

D errota del m ovim ien­ to espartaquista en Ber­ lín. A se sin a to de K arl L ie b k n e c h t y de R osa L u x e m b u rg o , líd e re s de! m ovim iento. 28 de junio: T ratado de Versalles. La A sam blea C o n s titu y e n te p ro c la ­ m a la R e p ú b lic a de W e im ar (1 9 1 9 -1 9 3 3 ), im puesta y tutelada por lo s v e n c e d o re s d e la contienda.

c o m o p rofesión.

W eber asiste a las nego­ ciaciones del Tratado de Versalles form ando par­ te de la deleg ació n ale­ m a n a. S u s p o s ic io n e s son e x tre m a d a m e n te críticas ( Cf. las dos con­ ferencias).

1920

1921

S uicidio de su h erm ana m enor. E n tra en p ren sa la prim era parte de E c o ­ n o m ía y s o c ie d a d . El 14 de ju n io m u e re de u n a neum onía.

ACONTECIMIENTOS LITERARIOS Y CULTURALES M u ere S im m el. L a d e ­ c a d e n c ia d e O c c id e n te

(191 8 -1 9 2 2 ), Spengler.

M a s a li ó d e l p r i n c i p i o d e l p la c er. Freud.

H itle r, p re s id e n te d el Partido O brero A lem án N a c io n a ls o c ia lis ta (N.S.D.A.P.).

TALLER DE LECTURA LA CIENCIA COMO PROFESIÓN

1. Ciencia, academia, verdad y progreso ÉTICO-POLÍTICO Weber vive la crisis de la vieja universidad alemana, incapaz de ofrecer una alternativa a una institución enca­ denada por la jaula de hierro de la moderna burocracia. Para Weber, la ciencia como profesión implica, ante todo, un tipo de actividad intelectual seriamente limitada por esa jaula de hierro burocrática en cuyo ámbito se desa­ rrolla como cualquier otra institución del estado mo­ derno. Weber no ahorra críticas a un sistema de selección'' del profesorado que produce mandarines o catedráticos de fundada respetabilidad, junto con un sobresaliente nú­ mero de mediocridades y un ejército de reserva de jóve­ nes profesores con una precaria situación económica, so­ cial y académica. Pero sobre todo lo que le interesa resaltar a Weber es la ilusión de una ciencia vinculada, todavía, a nociones como verdad, bien, belleza y divinidad. Desde Platón a Hegel y Kant la filosofía había garantizado que la bús­ queda desinteresada de la verdad —identificada desde los griegos con lo divino— nos llevaría, asimismo, por el ca­ mino del perfeccionamiento ético-moral y, finalmente, político. Tanto Hegel (idealista) como Marx (materialista)

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creían, como variantes del optimismo ilustrado, en la au­ tonomía de una razón que se desplegaba como autorrealización de la libertad y el progreso del género humano. 1.1. Ciencia, especialización y progreso El trabajador científico sólo puede hacer suyo, en realidad, ese sentimiento de plenitud de haber hecho algo que durará con una estricta especialización. (Pág. 61.) [...] Cada uno de nosotros, por el contrario, sabe que lo que ha trabajado estará anticuado en diez, veinte o cincuenta años. [...] Todo «logro acabado» de la ciencia significa nuevas «cuestiones» y tiene voluntad de que­ darse anticuado y de ser superado. (Pág. 65.) — ¿Por qué la ciencia académica debe resignarse @SK a un conocimiento especializado? ¿Sigue siendo válida esta afirmación? ¿Significa la muerte defi­ nitiva de la filosofía como un saber con pretensio­ nes de un conocimiento absoluto, que integre y otorgue sentido a los descubrimientos parciales de las ciencias? — ¿Es cierto el carácter efímero de los avances científicos? ¿No siguen siendo en buena medida válidas las tesis del propio Weber? 1.2. Ciencia, conocimiento y verdad La apasionada admiración de Platón en la República se explica en último término por el hecho de que se había descubierto por vez primera el sentido de uno de los grandes instrumentos de todo conocimiento científico, el del concepto. Este había sido descubierto por Sócrates en todo su alcance, pero no por él úni­ camente en todo el mundo. [...] Esta fue la impresionante expe­ riencia que tuvieron los discípulos de Sócrates. Y de ahí parecía deducirse que cuando se hubiera encontrado el concepto verda­ dero de lo bello, de lo bueno o de la valentía del alma —y de lo que fuera— se podría captar entonces su verdadero ser, y esto parecía mostrar el camino para aprender y conocer cómo actuar rectamente en la vida, como ciudadano sobre todo. Pues esta cuestión era la más importante para el griego, el cual siem­

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pre pensaba en términos políticos. Por esta razón se hacía cien­ cia. (Pág. 69.) — ¿En la actualidad, conocimiento, verdad, be­ lleza y bien van unidos? ¿Es posible la maduración y el perfeccionamiento ético-político basado en el conocimiento? — El progreso científico no ha garantizado algo semejante en el terreno de la moral —fijémonos en las dos grandes guerras del siglo XX— , ¿habría al­ guna forma de recuperar un pensamiento político compatible con la ciencia? ¿Qué significa que los griegos pensaban siempre en términos políticos? ¿En qué términos pensamos ahora?

2. Ciencia, racionalización instrumental y desencantamiento del mundo

Apoyándose en Baudelaire, Nietzsche y Tolstoi, Weber rompe, definitivamente, con esa ilusión que había caracterizado a Occidente desde sus comienzos preso­ cráticos. Para Weber la ciencia, como profesión o voca^\ ción, ha llegado a convertirse en un tipo (ideal, en el sen­ tido ya analizado) de razón formal e instrumental que reduce cualquier problema a cálculo. La ciencia, como fatal cumplimiento del proceso de racionalización de Occidente, supone, entre otras cosas, la desmitificación del mundo, el desencantamiento ilustrado de los viejos enigmas que custodiaban la naturaleza y el destino del hombre. __ Razón y dominación son dos caras de la misma mo­ neda. La razón moderna prescinde por completo de los valores legitimándose como voluntad de poder para controlar la naturaleza externa e interna, tal como había constatado Nietzsche. Algo que los filósofos frankfurtianos de la primera generación (Adorno, Horkheimer, Marcuse, etc.) replantearán con originalidad y que llega hasta

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nuestros días con la ecuación que establece Foucault en­ tre saber y poder. 2.1. Racionalización y desencantamiento r-

El progreso científico es una parte, la más importante, por cierto, de ese proceso de racionalización en el que estamos desde hace milenios y respecto al cual hoy se suele tener una posición extra­ ordinariamente negativa. [...] Ya no hay que acudir a medios má­ gicos para dominar o aplacar a los espíritus, como el salvaje para quien existían esos poderes. Esa dominación la proporcionan el cálculo y los medios técnicos. Esto es lo que significa ante todo la racionalización como tal. (Págs. 66 y 67.)

V*

—Los grandes avances en astrofísica (partículas ¡ e l e m e n t a l e s , teoría del caos, robótica e inteligencia artificial...), ¿no han vuelto a re-encantar, en cierto modo, un universo que se presenta cada vez más misterioso, atractivo y enigmático? 2.2. Ciencia y dominación Todas las ciencias naturales nos dan una respuesta a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicam ente la vida. Pero dejan totalmente a un lado las cuestiones de si quere­ mos o debemos dominarla técnicamente o si, en último término, esto tiene propiamente algún sentido, o dan por supuestas esas cuestiones para sus propios objetivos. (Págs. 73-74.) — Como decía Foucault, todo nuevo saber siempre está al servicio de intereses de control y adminis­ tración socio-política: incluso aquellos que, como el psicoanálisis, se presentan como liberadores. ¿Pero es cierto que la ciencia implique, fatalmente, niveles cada vez mayores de control social? Intenta responder a la pregunta enfocándola por la parte maldita: desde la ingeniería genética, la clonación y los cyborgs.

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3. El sentido de la ciencia. Escepticismo WEBERIANO La ciencia sólo progresa en un sentido: su creciente capacidad de predecir, gestionar y controlar los fenóme­ nos del cosmos y del alma humana. Si acerca de ello no existen dudas, la cuestión aparece en toda su crudeza cuando nos preguntamos por el sentido último de la física, la química, la biología... por no hablar de la historia, el derecho, la economía o la propia sociología. La pregunta remite al valor y sentido ético que implica dedicar una vida al cultivo de cualquiera de esas disciplinas. Weber, adelantándose a Heidegger y a otros pensadores existencialistas, plantea la cuestión esencial en torno a la condición humana y un tipo de racionalidad instrumental, manipuladora, que sólo se preocupa del funcionamiento, olvidando por completo el significado moral y político de una técnica con vocación de administración total —puesta al servicio de los viejos dioses que salen de sus tumbas. 3.1. El sentido de la ciencia ¿Cuál es el sentido de la ciencia como profesión bajo estas con­ diciones interiores, ya que se han hundido todas las ilusiones an­ teriores: camino hacia el verdadero ser, camino hacia el verda­ dero arte, camino hacia la verdadera naturaleza, camino hacia el verdadero Dios, camino hacia la verdadera felicidad? La res­ puesta más sencilla la ha dado Tolstoi con las siguientes pala­ bras: «La ciencia no tiene sentido porque no da respuesta a la única pregunta importante para nosotros, la de qué debemos ha­ cer y cómo debemos vivir.» (Pág. 72.) [...] Pero en las ciencias naturales exactas, en donde se podía captar físicamente la obra de Dios, se esperaba poder descubrir sus intenciones respecto al mundo. ¿Y hoy? ¿Quién cree actualmente, excepto algunos ni­ ños grandes, que se encuentran especialmente en las ciencias na­ turales, que los conocimientos de la astronomía, de la biología o de la física o de la química pueden enseñamos algo sobre el sen­ tido del mundo o algo sobre por qué camino podría descubrirse semejante sentido, si es que existe? (Pág. 71.)

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— ¿Tiene la ciencia algún sentido o significado más allá del dominio técnico? ¿No se contradice Weber al negar un s e n tid o a la ciencia y conver­ tirse, al mismo tiempo, en uno de sus más conspi­ cuos cultivadores? ¿Habría otra forma de plantear estas supuestas paradojas?

3.2.

L a e n se ñ a n za d e la c ie n c ia

El error estriba en buscar en el profesor algo diferente a lo que tienen delante de sí, en buscar un líder y no un maestro. Pero nosotros estamos en la cátedra sólo como maestros [...] y a nin­ gún joven americano se le ocurrirá pedirle que le venda una concepción del mundo o algunas normas para su modo de vida. (Págs. 80 y 81.)

f

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— Los dos ensayos que comentamos están plaga­ dos de ácidas críticas contra revolucionarios radi­ cales, bolcheviques y espartaquistas. ¿No cultiva Weber una ambigüedad calculada que se aleja de una ciencia lib r e d e v a lo r e s para mostrarse políti­ camente como un liberal reformista? ¿Debe el in­ telectual, como diría Sartre al final de segunda gran guerra, to m a r p a r ti d o y c o m p r o m e te r s e ?

4. Ciencia y muerte de Dios La tesis weberiana sobre el sentido de la ciencia en re­ lación con la vida humana extrae todas las consecuencias de la m u e rte d e D io s, ya anticipada por Hegel, Nietzsche y los grandes santos nihilistas de Dostoievski, a los que también cita literalmente. La muerte de Dios nos enfrenta con el n ih ilis m o (la aniquilación de los grandes valores que habían otorgado sentido a la civilización judeocristiana). Ante ese hecho crucial que define la morlermdarl Weber rehúve cualquier nostalgia por el D io s h a m üerTo? asumiendo, con asombrosa lucidez y coraje, la radical so­

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ledad de un mundo y un conocimiento carentes de tod o . rúndameñtcTTnié no sea el de la lucha entre los viejos/nugvos demonios del politeísmo. Asumir la muerte de Dios sin evadirse, entregándose a vivencias esotéricas y místi­ cas es el programa racionalista weberiano. En el fondo se trata de una vuelta imposible —conscientemente imposi­ ble, quizá, para el propio Weber— , al individualismo kantiano y al imperativo categórico: haz aquello que pueda convertirse en norma universal de conducta. Hay que elegir con entereza, sin engañarse a sí mismo, al dios o dioses al que ofrecer la propia vida y sacrificar la inte­ ligencia, siendo muy conscientes de que tal elección su­ pone, a la larga, una especie de guerra de todos contra todos que nos recuerda tanto al pesimismo del Estado Leviatán (Hobbes) como a esa legitimidad divina que, defi­ nitivamente, ha perdido para siempre el Estado moderno. 4.1. Un nuevo politeísmo Porque los distintos sistemas de valores del mundo se encuen­ tran entre sí en una guerra irresoluble. El viejo Mili, cuya filo­ sofía no suelo alabar, tiene razón en este punto, sin embargo: si se parte de la pura experiencia se llega al politeísmo [...] Y desde Nietzsche sabemos que algo puede ser bello no sólo aun­ que no sea bueno, sino en cuanto que no es bueno, y antes de Nietzsche lo encuentran ustedes formulado en las F leurs du Mal, título que dio Baudelaire a su libro de poemas. (Pág. 78.) [...] Y eso es hoy lo «normal»: los numerosos dioses antiguos, desmagificados y adoptando, por ello, la forma de poderes im­ personales, salen de sus tumbas, aspiran a tener poder sobre nuestras vidas y comienzan de nuevo la eterna lucha entre ellos. Pero estar a la altura de esta normalidad es precisamente lo que le resulta tan difícil al hombre moderno y muy difícil a la gene­ ración joven. Toda esa búsqueda de la «vivencia» procede de esta debilidad, pues debilidad es no poder mirar el rostro severo del destino de nuestro tiempo. (Pág. 79.) — Los dioses del nacionalismo, de los fundamentalismos religiosos, del neoliberalismo y del pen-

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samiento único, de las crecientes diferencias entre ricos y pobres, etc., han salido de sus tumbas. ¿Existe alguna posibilidad de encontrar un enten­ dimiento en cuestiones ético-políticas? ¿No son los Derechos Humanos y la multiplicación de las ONG una conquista irrenunciable de la humanidad que cuestiona el pesimismo weberiano?

5. El irracionalismo, los falsos profetas y las «vivencias» anti-intelectualistas Mucho tiempo antes de la Primera Guerra Mundial —cuenta Kracauer— un grupo de estudiantes de Munich dejaba cada fin de semana la gris ciudad para ir a los Alpes Bávaros cercanos, donde se entregaban a su pasión favorita. [...] Llenos de prometeico entusiasmo, hacían la ascensión de alguna temible chime­ nea, después tranquilamente fumaban su pipa en la cima, obser­ vando con infinito orgullo lo que llamaban los valles de cerdos: esas muchedumbres plebeyas que no hacían jamás el mínimo esfuerzo para elevarse hasta las sublimes alturas. (Bourdieu, La ontología política de Heidegger.)

Si Weber carece de respuestas que ofrecer a sus estu­ diantes cuando éstos reprochan a la ciencia su intelectualismo y el alejamiento del mundo de las vivencias (rela­ cionadas en general con toda suerte de hermetismos, prácticas y saberes esotéricos y místicos) no por ello deja de lanzar severas advertencias contra ese irracionalismo juvenil, a la búsqueda de nuevos profetas —de nuevo pa­ rece presentir la llegada de los Jünger, Heidegger. Schmitt y demás teóricos del nacionalsocialismo— del cual, con su proverbial lucidez, sospecha lo peor, tanto en términos intelectuales como políticos. 5.1. Las vivencias místicas y esotéricas Esos ídolos son la «personalidad» y el Erleben (tener vivencias, experimentar). [...] La gente se atormenta por tener vivencias

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—pues esto pertenece al modo de vida propio de una personali­ dad— y si no lo logran tienen que hacer, al menos, como si se tuviese este don. [...] ¡Distinguidos oyentes! En el campo de la ciencia sólo tiene personalidad quien está pura y simplemente al servicio de la propia ciencia. (Págs. 63-64.) — En esta advertencia en tomo a los falsos ídolos y el juvenil afán de vivencias frente al rigor escép­ tico del trabajo científico, ¿no se esconde otro de los muchos callejones sin salida del pensamiento de Weber? ¿Qué significa en términos weberianos la expresión estar al servicio de la propia ciencia ? 5.2. El romanticismo intelectual de lo irracional La premisa fundamental de una vida en comunión con lo divino es liberarse del racionalismo e intelectualismo de la ciencia: esto o algo similar es uno de los lemas básicos que con todo su sentimiento se oye de los labios de nuestros jóvenes, marcados por lo religioso o que aspiran a una vivencia religiosa. Y no sólo para lo religioso, no, sino para todas las vivencias en general. Lo extraño es solamente el camino que se ha tomado, el traer ahora a la conciencia y colocar bajo su lupa lo único que hasta ahora no había sido afectado por el intelectualismo, es decir, las esferas de lo irracional, pues a eso aboca en la práctica el mo­ derno romanticismo intelectual de lo irracional. Este camino de liberarse del intelectualismo trae precisamente lo contrario de aquello que se imaginan como meta quienes andan ese ca­ mino. (Págs. 71-72.) _______ — Si la felicidad no se puede obtener por el ca­ mino de la razón científica tampoco se logrará por el romanticismo intelectual de lo irracional. Este texto podía haber sido escrito a comienzos del si­ glo XIX, cuando poetas como Hölderlin en Alema­ nia o Keats en Inglaterra se rebelaban contra la ciencia mecanicista newtoniana, tachándola de ha­ ber dado la espalda a las preocupaciones esencia­ les del hombre. ¿No ocurre algo parecido en estos

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comienzos del siglo XXI? ¿Existe alguna respuesta para estos paralelismos o son fruto del azar? 5.3. Contra profetas, visionarios y demagogos Se dice, y yo lo suscribo, que la política no tiene cabida en las aulas. (Pág. 75.) [...] El profeta y el demagogo no tienen su sitio en la cátedra. (Pág. 76.) [...] El hecho de que la ciencia sea ac­ tualmente una profesión especializada al servicio del conoci­ miento de la realidad y de uno mismo, y de que no sea ni un don de visionarios y de profetas que reparta salvación o revela­ ciones, ni una parte integrante de la reflexión de los filósofos y los sabios sobre el sentido del mundo, este hecho es, por su­ puesto, un dato inevitable de nuestra situación histórica. [...] Creo que no se le presta ningún servicio al interés íntimo de un hombre con «sensibilidad» religiosa si se le está ocultando a él y a otros esta realidad fundamental de que su destino es vivir en un tiempo sin profetas y ajeno a Dios con un sucedáneo como son todas esas profecías de cátedra. (Págs. 84-85.) H

— Sin embargo, ya en los últimos años de la vida de Weber se estaban fraguando profetas de cátedra (Heidegger), mesías (Hitler) y nuevos dioses (cele­ brados por las óperas de Wagner y que hicieron su­ yos los nazis). ¿Significa esto una incapacidad para penetrar en el Zeitgeist (espíritu de los tiem­ pos) o, simplemente, una advertencia sobre lo que Weber presentía como fatalidad inexorable?

5.4. Contra el anti-intelectualismo y el sacrificio de la inteligencia Ocurre que en toda teología «positiva» el creyente llega a un punto en el que tiene plena vigencia la frase de San Agustín de: «credo non quid, sed quia absurdum est». Esa capacidad para esa virtuosista acción de «sacrificar la inteligencia» es la caracterís­ tica decisiva del hombre de una religión positiva. Y el que esta si­ tuación sea así para él muestra que la tensión existente entre la es­ fera de valores de la «ciencia» y la de la salvación religiosa es insalvable, a pesar de la teología que encubre aquella situación, o

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más bien a causa de la teología. (Págs. 86-87.) [...] Pero ésta nos obliga a constatar que la situación de todos esos, muchos, que es­ peran nuevos profetas y mesías es hoy la misma que resuena en la hermosa canción del centinela edomita de la época del exilio, re­ cogida en el Oráculo de Isaías: «Llega un grito de Seir, en Edom: centinela, ¿cuánto tiempo durará todavía la noche? El centinela dice: la mañana llegará, pero ahora es todavía noche. Si queréis preguntar otra vez, volved de nuevo». El pueblo a quien se le dijo esto ha preguntado y esperado durante más de dos milenios y no­ sotros conocemos su estremecedor destino. (Págs. 88-89.) — La tragedia del hombre contemporáneo estriba en que ya no puede engañarse con la ilusión de una ciencia capaz de fundar una teología o una teolo­ gía capaz de hacer lo propio con la ciencia. ¿Qué significado y alcance tiene la expresión sacrificio de la inteligencia? ¿Estás de acuerdo con la argu­ mentación de Weber? ¿Es todavía válida en los umbrales del siglo xxi?

6. T e x t o s c o m p l e m e n t a r io s

6.1. El Zeitgeist o espíritu de la época Procedente de la Viena del fin de siglo y atormentada por la en­ fermedad de la Civilización, la fascinación por la guerra y la muerte, la revuelta contra la civilización técnica y contra los poderes [...] se desarrolla un humor ideológico del todo origi­ nal, al principio al margen de la universidad, y que poco a poco impregna a toda la burguesía cultivada [...]. Los jóvenes profe­ sores y los Movimientos juveniles claman por el fin de la alinea­ ción -—una de las palabras claves del tiempo pero empleada como sinónimo de desarraigo— y el arraigo a la tierra natal, al pueblo, a la naturaleza (con paseos por los bosques y marchas en la sierra), denuncian la tiranía del intelecto y del raciona­ lismo, sordo a las voces amistosas de la naturaleza, y predican el retomo a la interioridad, es decir, la ruptura con la búsqueda burguesa, materialista y vulgar del confort y el provecho [...]. A esto se une, en el campo cultural, la influencia del nuevo ro-

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manticismo de Die Tat, que ejerce una gran influencia hasta su desaparición en 1927. Existe toda una pléyade de historiadores racistas inspirados en H. S. Chamberlain que ofrecen una visión de los germanos inspirada en la Germania de Tácito; existe la literatura denominada Blubo-Literatur (de Blut und Boden) la sangre y la tierra que glorifica la vida provinciana y el retomo a la naturaleza; proliferan los círculos esotéricos como los cósmi­ cos de Klages y Schuler y todas las formas imaginables de bús­ queda de vivencias o experiencias espirituales. (Bourdieu, La ontología política de Heidegger.) 6.2. Sobre la situación cultural y la academia en tiempos de Weber El proletariado intelectual de los doctores obligados a enseñar bajo el nivel universitario por el hecho de la carencia de cátedras y de los trabajadores intelectuales subalternos que se han multi­ plicado a medida que los grandes institutos científicos se han transformado en empresas de capitalismo de Estado se incre­ mentó con todos los estudiantes que la lógica del sistema univer­ sitario alemán autoriza a perpetuarse en posiciones de enseñantes subalternos. (Bourdieu, La ontología política de Heidegger.) — ¿En qué contexto hay que situar estas críticas á S t de Bourdieu, el sociólogo más importante de la Francia actual? ¿Tuvo algo que ver la miseria del sistema universitario alemán con los aconteci­ mientos posteriores al no oponer resistencia al nacionalsocialismo? 6.3. Ciencia y muerte de Dios Quizás ahí radique su verdad más profunda, el sentido más alto de su obra para una Sociología que quiera asumir hoy, con toda responsabilidad, su vocación científica actual. Desde ese impe­ rativo quizá debamos leer entre líneas: la razón pura individual, como razón teórico-instrumental, se agota en una función de dominación; en pura obediencia o manipulación de la realidad, en consciente sumisión ante el destino o en consciente política de poder. (Moya, Sociólogos y sociología.)

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— Este texto de Moya, uno de nuestros sociólo­ gos más brillantes, ¿qué añade al pensamiento de Weber sobre la muerte de Dios? Busca semejanzas y diferencias con los textos de Weber que hemos seleccionado. 6.4. La ciencia, credo metafísico basado en la fe Nietzsche está muy presente en el pensamiento de We­ ber en general, y en estas dos conferencias o ensayos en particular. Al igual que Weber, se remonta a Platón y de­ nuncia un pseudoconocimiento ilusorio, cuya promesa era hacemos más sabios, libres y felices. Nuestra fe en la ciencia descansa, en definitiva, en una fe meta­ física; que también los cognoscentes de ahora, los impíos y antimetafísicos, tomamos nuestra llama del fuego que ha encen­ dido una fe milenaria, ese credo cristiano, que fue también el credo de Platón, según el cual Dios es la verdad y la verdad es divina... Pero ¿y si precisamente se desacredita cada vez más; si ya nada resulta divino como no sea el error, la ceguera y la men­ tira; si Dios mismo se revela nuestra más inveterada mentira? (Nietzsche, E l gay saber.) — Busca citas de Weber para esbozar semejanzas y diferencias con el pensamiento de Nietzsche. ¿Cómo responden ambos a la muerte de Dios? ¿Puede decirse que Nietzsche mata a Dios mien­ tras que Weber piensa sus consecuencias sin pro­ poner Superhombre alguno? — ¿No hay algo también de sobrehumano —de sublime confianza todavía ilustrada y kantiana— en la asunción por parte de Weber de un mundo, una ciencia y una responsabilidad frente a uno mismo y los demás, sin la más mínima concesión al Dios muerto y a los nuevos dioses que retoman de sus tumbas?

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6.5. Razón, cálculo y dominación de la naturaleza Adomo y Horkheimer, los dos genios de la primera ge­ neración de la Escuela de Frankfurt junto con Benjamin y Marcuse —muy influida por Hegel, Marx y Weber—, es­ cribieron Dialéctica del iluminismo durante la segunda gran guerra. En él tratan de ajustar cuentas no sólo con la barbarie nazi sino con la esencia misma de nuestra civili­ zación (el ethos de Occidente). El iluminismo, en el sentido más amplio del pensamiento en con­ tinuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura. El programa del iluminismo consistía en liberar al mundo de la magia. Se proponía, mediante la ciencia, disolver los mitos y confutar la imaginación. [...] Poder y conocer son si­ nónimos. La estéril felicidad de conocer es lasciva tanto para Bacon como para Lutero. Lo que importa no es la satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operación, el procedimiento eficaz. [...] La lógica formal ha sido la gran escuela de la domi­ nación. La lógica formal ofrecía a los iluministas el esquema de la calculabilidad del universo. [...] El número se convierte en el canon del iluminismo. Las mismas ecuaciones dominan la justi­ cia burguesa y el intercambio de mercancías. [...] El iluminismo se relacionaba con las cosas como el dictador con los hombres, pues el dictador sabe en la medida que puede manipular a estos. El hombre de ciencia conoce las cosas en la medida que puede hacerlas. (Adorno y Horkheimer, Dialéctica del iluminismo.) — Identifica los textos de Weber relacionados con esta problemática y rastrea las huellas del concepto de racionalización en este pasaje, buscando seme­ janzas y diferencias. ¿Añaden algo los frankfurtianos al concepto de racionalización de Weber? 6.6. La búsqueda irracionalista de vivencias (Erleben) Spengler, y su Decadencia de Occidente (1920), se ha forjado una merecida fama de precursor y legitimador de

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los totalitarismos, lo cual no impide, ni mucho menos, re­ conocer su lucidez (como la de Jünger en El trabajador) o la de Heidegger (en El ser y el tiempo) para comprender con una sutileza digna de mejor causa el Zeitgeist. El hombre y la técnica, aunque posterior, es el mejor resu­ men de las tesis de su obra maestra. Comienza el pensamiento fáustico a experimentar la náusea de las máquinas. Se propaga una lasitud, una especie de pacifismo en la lucha contra la Naturaleza. Algunos hombres retoman ha­ cia modos de vida más simples y más cercanos a ella; dedican su tiempo a los deportes antes que a las experiencias técnicas. Las grandes ciudades se vuelven odiosas para ellos y aspiran a evadirse de la abrumadora opresión de los hechos sin alma, de la atmósfera rígida y glacial de la organización técnica. Y preci­ samente son los talentos poderosos y creadores que dan así la espalda a los problemas prácticos y a las ciencias, para entre­ garse a las especulaciones desinteresadas. El ocultismo y el es­ piritismo, las filosofías indias, la curiosidad metafísica bajo el manto cristiano o pagano que eran objeto de desprecio en la época de Darwin, conocen hoy en día su Renacimiento. Es el espíritu de Roma en el siglo de Augusto. Hastiados de la vida, los hombres huyen de la civilización y buscan refugio en países donde subsiste una vida y unas condiciones primitivas, en el vagambudeo, en el suicidio. (Spengler, El hombre y la técnica.) — ¿A qué se refiere Spengler con la expresión pensamiento fáustico? Relaciona este fragmento de El hombre y la técnica con aquellos textos de Weber que, en tu opinión, tratan de la misma pro­ blemática. Por último, ¿en qué se diferencian las posiciones de Weber y Spengler? 6.7. La nada y la muerte como esencia del hombre Para muchos historiadores y especialistas, Heidegger es el filósofo más importante del siglo XX. Su obra maes­ tra El ser y el tiempo se publicó en 1927, siete años des­ pués de la muerte de Weber, aunque el texto seleccionado

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es muy posterior. Sin embargo, como ha mostrado Bour­ dieu, las dos conferencias se nutren — aunque sea para criticarlo— de un sustrato cultural obsesionado por el ro­ manticismo irracional de las vivencias esotéricas, la muerte, el absurdo de la ciencia y la propia existencia hu­ mana. Que la angustia descubre la nada confírmalo el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la luminosa visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar: aquello de y aquello por... lo que nos hemos angustiado era, realmente, nada. En efecto, la nada misma, en cuanto tal, estaba allí. (Heidegger, ¿Qué es metafísica '!) — ¿Cuál crees que habría sido la reacción de Weber ante este fragmento de Heidegger? ¿Cómo en­ tendería Weber la expresión la nada misma, en cuanto tal, estaba allí? 6.8. Religión, racionalización y emociones humanas Freud, ignorado misteriosamente por el gran soció! Fr< ] logo, concede a la religión (se refiere, singularmente, a las grandes religiones estudiadas por Weber) una fuerza sobre la psique humana que nos recuerda un tipo ideal de racionalidad distinto de la racionalidad instrumental de la ciencia moderna. La religión es un magno poder que dispone de las más intensas emociones humanas. Sabido es que, en tiempos antiguos, abar­ caba todo lo que en la vida humana era espiritualidad, que ocu­ paba el lugar de la ciencia cuando apenas existía una ciencia y que ha creado una concepción del Universo incomparablemente lógica y concreta, la cual, aunque resquebrajada ya, subsiste aún hoy en día. (Freud, Nuevas lecciones introductorias al psicoa­ nálisis. Obras completas.) — ¿No representa la religión una racionalización del cosmos y del alma incomparablemente lógica

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y concreta? ¿Por qué y cuándo surge ese otro tipo de racionalización que ha creado la ciencia, la téc­ nica, la ética del trabajo, el capitalismo, la contabili­ dad racional, la burocracia y el moderno Estado de derecho? ¿Pueden coexistir ambas racionalidades? 6.9. Desmitificación de la razón Feyerabend es uno de los actuales filósofos de la cien­ cia más sugerentes y desconcertantes. Su anarquismo me­ todológico (Contra el método) ha influenciado, para bien o para mal, a las nuevas generaciones de estudiosos. Frente a la conciencia trágica de Weber, Feyerabend se decanta por una mordaz ironía. La razón es una dama muy atractiva. Los asuntos con ella han inspirado algunos cuentos de hadas, tanto en las artes como en las ciencias. Pero es una característica particular de esta singu­ lar dama que el matrimonio la cambia en una vieja bruja parlanchina y dominante. (Feyerabend, Adiós a la razón.) — Intenta mediar en esta desacralización de la ra­ zón que comparten ambos pensadores, ofreciendo tu propia versión de esta laberíntica y apasionante problemática. 6.10. Hundimiento de la verdad ilustrada Vattimo, cabeza de fila del pensamiento débil y pos­ moderno confeso, nos invita a continuar la reflexión ini­ ciada por Nietzsche, continuada por Weber y Wittgenstein, y transfigurada por el llamado segundo Heidegger (el Heidegger que denuncia toda la metafísica occidental como una especie de weberiana y monstruosa razón ins­ trumental que ha olvidado el ser). Puesto que la noción de verdad ya no subsiste y el fundamento ya no obra, pues no hay ningún fundamento para creer en el funda­

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mentó, ni por lo tanto creer en el hecho de que el pensamiento deba fundar, de la modernidad no se saldrá en virtud de una supe­ ración crítica que sería un paso dado todavía en el interior de la modernidad misma. Manifiéstase así claramente que hay que buscar un camino distinto. Este es el momento que se puede lla­ mar postmodemidad en filosofía, un hecho del cual, así como de la muerte de Dios, anunciada en el aforismo 125 de El gay saber, no hemos todavía terminado de medir las significaciones y las consecuencias. (Vattimo, El fin de la modernidad.) — ¿No supone una clamorosa contradicción —en H f * la que incurre también Heidegger, pese a su tardío acercamiento al silencio oriental del budismo Zen— argumentar racionalmente sobre la imposi­ bilidad de una razón? 6.11. Tecnocracia y razón instrumental como pérdida de la dimensión moral del hombre Como miembro más destacado de la segunda genera­ ción de la Escuela de Frankfurt, y como filósofo de las ciencias sociales más importante de la actualidad, Habermas parece usar un lenguaje muy afín al de Weber. En la conciencia tecnocrática no se refleja el movimiento de una totalidad ética, sino la represión de la eticidad como cate­ goría de la vida. [...] La despolitización de la masa de la pobla­ ción, que viene legitimada por la conciencia tecnocrática, es al mismo tiempo una objetivación de los hombres en categorías tanto de la acción racional con respecto a fines como del com­ portamiento adaptativo. [...] El núcleo ideológico de esta conciencia es la eliminación entre práctica y técnica. (Habermas, Ciencia y técnica como ideología.) — ¿Dónde ubicarías este pasaje de Habermas en relación con las tesis weberianas? ¿Aporta alguna nueva dimensión a las posiciones del autor? ¿ Tra­ duce la expresión conciencia tecnocrática algunas de las categorías o conceptos acuñados por Weber?

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LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN 1. Política, Estado, poder y violencia Weber advierte desde el principio a su auditorio estu­ diantil que no esperen ningún pronunciamiento concreto sobre la situación política del momento. Su tarea es refle­ xionar, no adoctrinar: ofrecer materiales para el pensa­ miento más que recetas para un compromiso político. Sin embargo, Weber no podrá evitar sus previsibles observa­ ciones cáusticas y demoledoras sobre las esperanzas de aquellos que, como él dice, pretenden imponer la justicia absoluta sobre la tierra. La política que a Weber le interesa es aquella actividad de dirección autónoma orientada a la dirección del Es­ tado. Weber nos sorprende con una constatación — apo­ yada en Trotsky— polémica y deliberadamente provoca­ dora: el medio específico a través del cual funciona el Estado —aunque no el único— es el monopolio de la vio­ lencia física dentro de los límites de un territorio. Esta primera aproximación a la esencia del poder político será de una relevancia decisiva a la hora de enjuiciar la actua­ ción de los políticos. Además supone un ácido realismo que, sin duda, impresionaría a sus estudiantes en un mo­ mento de barbarie generalizada y asesinatos políticos. 1.1. Política y Estado Desde el punto de vista sociológico, el Estado moderno sólo se puede definir, más bien, en último término, por el medio especí­ fico que, como toda asociación política, posee: la violencia fí­ sica. «Todo Estado está fundado en la violencia», dijo Trotsky en Brest-Litowsk. (Pág. 94.) — Si el Estado posee el monopolio legítimo de la violencia física y de la administración de la muerte... ¿qué razones podrían alegarse contra el

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uso de la violencia por los radicales revoluciona­ rios bolcheviques o espartaquistas si también el Reich había unificado Alemania sometiendo con violencia y guerra? Intenta imaginar la respuesta de Weber. 1.2. Justificación del Estado El Estado es, así como las asociaciones políticas que lo han pre­ cedido históricamente, una relación de dominación de hombres sobre hombres, basada en el medio de la violencia legítima (es decir, la violencia considerada como legítima). Para que exista, los dominados deben someterse a la autoridad a que aspiran los que dominan en cada momento. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿En qué motivos de justificación intema y en qué medios exter­ nos se apoya esta dominación? (Pág. 95.) — ¿Qué respuestas podrías dar a algo tan aparente­ mente irracional? Estado como institución de insti­ tuciones inimaginable que implica absurda desi­ gualdad, injusticia y separación arbitraria entre los que mandan y los que sufren esa dominación. 2. Los

TRES TIPOS DE LEGITIMIDAD POLÍTICA: TRADICIONAL, CARISMÀTICA Y LEGAL

Para Weber el problema capital de la sociología polí­ tica es el fundamento de las relaciones de dominación que caracterizan a todo Estado, y esboza los tres tipos ideales de legitimidad política: tradicional, carismàtica y legal. La primera se fundamenta en la costumbre y en la tradición. Es propia de los imperios y las monarquías ab­ solutas. El pueblo obedece a la autoridad con una actitud muy semejante a lo que alguien denominó servidumbre voluntaria. La autoridad carismàtica implica complejos mecanismos de seducción y fascinación política. El ca­ risma que posee el líder (Führer, en alemán), es una es-

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pecie de gracia o don casi divino capaz de imponerse so­ bre la voluntad de las masas. Aunque el carisma puede poseerlo un guerrero, un profeta religioso o un visionario, Weber está pensando en los modernos líderes de los parti­ dos de masas (recordemos a Lenin o Hitler). Entre el líder carismàtico y el pueblo se interpone el aparato del par­ tido a cuya génesis y funcionamiento Weber presta mu­ cha atención. Por último, la autoridad legal es propia del moderno Estado democrático legitimado por esa ley de leyes que es la Constitución. Weber contempla la genealogía del Estado moderno tomando como modelo la expropiación capitalista de los pequeños productores. En efecto, tanto en uno como en otro caso, la tendencia es a la creación de una separación —característica del moderno Estado burocrático y de la gran empresa— entre la propiedad estatal o capitalista de los medios materiales de producción y, respectivamente, los cuadros administrativos de funcionarios y trabajado­ res que, como ya había denunciado Marx, sólo poseen su fuerza de trabajo para vender en el mercado. Este es un tema que le preocupa y que retoma en otro momento cuando constata — sin evitar sarcasmos contra la revolu­ ción proletaria— que la política moderna se ha conver­ tido en una empresa especializada en la lucha por el Po­ der con funcionarios técnicos y funcionarios políticos al servicio de la burocracia de los partidos. 2.1. Carisma y líder Ahora nos interesa el segundo de estos tipos: la dominación en virtud de la entrega del que obedece al «carisma» puramente personal del «líder» (Führer), pues aquí arraiga en su más alta expresión la idea de la vocación. La entrega al carisma del pro­ feta o del jefe en la guerra o del gran demagogo en la Ekklesia o en el Parlamento, significa realmente que él personalmente fi­ gura como el guía de los hombres, «llamado» interiormente a eso, y que éstos se le someten no en virtud de una costumbre o de una ley, sino porque creen en él. (Págs. 96-97.)

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— ¿Porqué dice Weber que el líder carismàtico encarna la más alta expresión de la idea de vo­ cación? 2.2. Genealogía del Estado moderno y expropiación capitalista El desarrollo del Estado moderno comienza en todas partes cuando se inicia por parte del príncipe la expropiación de los ti­ tulares del poder administrativo «privados», independientes, que existen junto a él: expropiación de los propietarios de los medios administrativos y de la guerra, de los medios financie­ ros o de bienes de todo tipo utilizables políticamente. Todo el proceso ofrece un paralelismo completo con el desarrollo que se produce en la empresa capitalista mediante la expropiación paulatina de los productores independientes. (Pág. 100.) — ¿Implican estas observaciones de Weber alguna alternativa política radical contra ambos tipos de expropiación?

3. Tipologías de los políticos Haciendo gala de una erudición que no se restringe a Occidente y sus instituciones, Weber ensaya tres criterios para dar cuenta de la variedad de la experiencia política como profesión y vocación. A diferencia de la polis clá­ sica, a la que no cita en ningún momento, Weber constata la existencia, en los más diferentes contextos, de políticos profesionales. Estos pueden dedicarse plenamente a sus tareas, y tenemos entonces a los funcionarios, que están en los orígenes del Estado moderno occidental y de otros Estados ajenos a Occidente; o bien pueden mantener una vinculación a tiempo parcial como los diputados y dele­ gados de los modernos partidos. Según otro criterio de tipo económico, los políticos profesionales pueden vivir para la política cuando proceden de la plutocracia (de las clases aristocráticas y pudientes) o vivir de la política:

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prebendados o servidores del Estado por un sueldo o una retribución en especie. ^ _ Weber observa que los modernos partidos políticos de masas funcionan atendiendo más a los repartos de cargos que a las diferentes ideologías o concepciones del orden social. Esto lleva a la corrupción política, como ha suce­ dido, según el propio Weber, en el juego de partidos tí­ pico de la Restauración española. Finalmente, y desde hace quinientos años, los políticos profesionales se han especializado apareciendo cuerpos o castas de expertos en finanzas, militares, juristas o validos (cuya función era la de asesorar/sustituir, ejecutivamente, a príncipes, mo- ^ narcas o emperadores). En otra larga digresión enumera y ^ caracteriza otros tipos de políticos profesionales en dife­ rentes culturas y civilizaciones, desde los clérigos medie­ vales hasta los humanistas, los mandarines chinos, la no­ bleza cortesana del absolutismo, la Gentry (nobleza rural) británica, los abogados, periodistas, magnates de la prensa y funcionarios del Partido. En todo caso la nueva figura del estadista es fruto de las modernas democracias constitucionales. 3.1. Políticos profesionales que viven de la política Todas las luchas entre partidos no son solamente luchas por ob­ jetivos programáticos, sino sobre todo, por influir en el reparto de cargos entre sus seguidores. [...] Los partidos políticos sien­ ten más profundamente una reducción de su participación en los cargos, que las acciones contra sus objetivos programáticos. [...] En España, hasta estos últimos años, los dos grandes parti­ dos se alternaban en un tumo establecido convencionalmente, bajo la fórmula de «elecciones» fabricadas desde arriba, para proveer con cargos a sus respectivos seguidores. (Pág. 107.)

ÍI.Q — La desnaturalización de la voluntad popular se|Sg» cuestrada por la corrupción de los grandes partidos de masas ¿ha de interpretarse como una enmienda a la totalidad o como una mera protesta de un libe­ ral reformista?

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3.2. Funcionarios del Estado Trabajadores intelectuales, altamente cualificados y especializa­ dos mediante una preparación de años, con un honor estamental muy desarrollado en beneficio de la integridad, sin el cual se cernería sobre nosotros como un destino el peligro de una terri­ ble corrupción y de una brutal incompetencia. (Pág. 108.) — Weber reconoce que lo que en otro contexto llama la jaula de hierro no deja de ser una garantía de rigor y objetividad en la gestión de los asuntos públicos, frente a la avidez de cargos de los mili­ tantes de partidos políticos. ¿No es esta una ambi­ güedad de Weber? ¿Acaso esos funcionarios tan competentes no encaman la denostada burocracia (kafkiana) del moderno Estado democrático? 3.3. El estadista Pero la necesidad de que toda la política tuviera una dirección formalmente unificada, incluyendo la política interior, en las manos de un único estadista dirigente sólo surgió de manera de­ finitiva e imperiosa con el desarrollo constitucional. (Pág. 109.) — ¿Supone la nueva figura del estadista algún tipo de progreso político o la posibilidad de una re­ gresión al despotismo? ¿Weber se limita a descri­ bir un hecho histórico o nos está ofreciendo un jui­ cio de valor? 3.4. Políticos y empresarios La transformación de la política en una «empresa» que requiere una preparación especializada en la lucha por el poder y en los métodos de ésta, tal como la han llevado a cabo los partidos modernos, ha determinado la separación de los funcionarios públicos en dos categorías: funcionarios especializados de una parte, y «funcionarios políticos», de otra. (Págs. 111-112.) [...] Algo bastante similar ocurre en una empresa económica pri­

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vada: el auténtico «soberano», la asamblea de accionistas, tiene tan poca influencia sobre la dirección de la empresa como un «pueblo» gobernado por funcionarios especialistas, y las perso­ nas decisivas para la política de la empresa —el «consejo de administración», dominado por los bancos— sólo dan las direc­ trices económicas y seleccionan las personas para la adminis­ tración, sin estar ellas mismas en situación de dirigir técnica­ mente la empresa. En este sentido, no significa ninguna innovación fundamental la estructura actual del Estado revolu­ cionario, que pone el poder sobre la administración en manos de absolutos aficionados, en virtud de que disponían de las ametralladoras, y que sólo querría utilizar a los funcionarios con preparación especializada como mentes y brazos ejecuto­ res. Los problemas de este sistema actual están en otra parte pero no podemos abordarlos hoy. (Pág. 113.) — Weber prosigue con sus comparaciones entre el Estado moderno (expropiación política) y la em­ presa capitalista (expropiación económica). Sin embargo, su sociología libre de valores pone en entredicho el Estado revolucionario. ¿No hace trampas descalificando tan rotundamente la idea misma de un Estado revolucionario?

4. Líderes y aparatos Weber explora con detenimiento y acidez crítica el ca­ rácter mercantil ya mencionado del moderno funciona­ miento de los partidos políticos que compiten entre sí por los votos en un gran mercado electoral. Después de un breve y corrosivo análisis histórico del sistema político británico (desde la aparición del líder carismàtico Glads­ tone), el spoils system americano (controlado por el boss local que compra votos) y el modelo alemán, con un par­ lamento tan rígido y formal en sus procedimientos como obsoleto y aburrido, Weber constata el creciente poder de los aparatos de los grandes partidos dominados por buro­ cracias al servicio del líder llenas de prebendados y arri-

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bistas a la búsqueda de cargos públicos. Un aparato con­ trolado por empresarios de la política y cuyo dominio se impone sobre parlamentarios y notables del partido. En Alemania, sin embargo, rio podía ocurrir algo se­ mejante porque los dos partidos fundamentales —el Zentrum y la socialdemocracia— no creían en el sistema. Y, por otro lado, resalta la enorme importancia que tenían los funcionarios con una preparación especializada: «Éra­ mos los primeros del mundo.» (Pág. 140.) Consecuencia de lo anterior es el aburrimiento del Parlamento alemán (pág. 142) con sus tediosas rigideces formalistas frente a la viveza y espontaneidad de los Parlamentos británico o francés. Aunque, y esto es muy weberiano, los partidos alemanes todavía pretenden ofrecer una concepción del mundo si los comparamos con la escandalosa mercantilización de la política americana. También aquí se evidencian las ambigüedades de nues­ tro autor cuando no sólo elogia el funcionariado del Reich — ajeno a los partidos—, sino también cuando, a pesar de las acerbas críticas de las democracias, fundadas en el líder/aparato, se le escapa una cierta nostalgia por la ausen­ cia de auténticos líderes carismáticos, preferibles, en todo caso, a una democracia en manos de políticos profesiona­ les sin vocación. 4.1. Líderes y militantes: esplendor y miseria de los partidos de masas Los seguidores de un partido, especialmente los funcionarios del partido y los empresarios del partido, esperan de la victoria de su líder evidentemente una retribución personal: cargos u otras ventajas. [...] Lo que esperan es, ante todo, [...] encontrar para ellos mismos la esperada retribución. (Pág. 129.) [...] ¿Cuál ha sido el resultado de este sistema? El de que, actualmente, los diputados parlamentarios ingleses [...] son normalmente nada más que un rebaño de votantes muy bien disciplinado. Entre nosotros, al menos, en el Reichstag se solía aparentar que se es­ taba trabajando para el bien del país. [...] En Inglaterra no se exigen estos gestos. El diputado sólo tiene que votar y no trai-

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donar a su partido. (Pag. 133.) [Por lo que respecta a América] ¿Qué significa para la formación de los partidos actualmente el spoils system, esta atribución de todos los cargos federales a los seguidores del candidato que obtiene la victoria? Pues que se enfrenten entre sí partidos desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos, que elaboran programas cambiantes para cada elección según las posibilidades de con­ quistar votos. (Pág. 135.) [...] El Boss garantiza la existencia de un partido organizado rígidamente de arriba abajo como una empresa fuertemente capitalista. (Pág. 137.) — ¿Cómo se puede realizar una crítica tan demo­ ledora al sistema de partidos — incluidos los ale­ manes— , ser cofundador y militante de uno de ellos y, al mismo tiempo, mostrar una orgullosa nostalgia por los funcionarios del viejo Reich? 4.2. Ambigüedades de Weber Pero sólo hay esta alternativa: o democracia de líder con «apa­ rato» o democracia sin líder, es decir, la dominación de los «po­ líticos profesionales» sin vocación, sin las cualidades íntimas y carismáticas que hacen al líder. (Pág. 143.) [...] Pero la hostili­ dad enteramente pequeño-burguesa que tienen hacia los líderes todos los partidos, con inclusión de la socialdemocracia, hace que no quede clara todavía la organización de los partidos en el futuro. (Pág. 144.) f — A la luz de lo visto hasta ahora, trata de inter­ pretar este pasaje que se nos antoja clave para en­ tender su pensamiento político. 4.3. Fracaso de los soviets Y se ve, por otra parte, que los soviets han mantenido al empre­ sario bien remunerado, el salario a destajo, el sistema taylorista, la disciplina militar y laboral o han tenido más bien que reintro­ ducirlos y buscar capital extranjero, es decir, en una palabra, que han tenido que aceptar realmente todas las cosas que ha­ bían combatido, como instituciones burguesas para poder con-

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servar el Estado y la economía en funcionamiento y que han aceptado de nuevo a los agentes de la vieja Okrana como ins­ trumento principal de poder de su Estado. (Pág. 124.) — El progresivo aburguesamiento de la revolu­ ción, diagnosticado por Weber, ¿habría de ser una fatalidad histórica o está apelando subrepticia­ mente a la existencia de ciertas leyes históricas, pese a haber fundamentado toda su sociología comprensiva —frente a Hegel y Marx— en un re­ chazo absoluto de las mismas?

5. Cualidades del político Weber define las tres características que debe tener un verdadero político: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia. La pasión ha de orientar e im "~ pregnar toda actividad auténticamente política que pre­ tenda transformar la realidad. La responsabilidad-obliga aTpolinco vocactonai a calcular y prever los resultados 3e sus acciones y a asumir ese pacto con el diablo —~ej ¿curso a la violencia física— con todas sus consecuem cias. Por i'iltirnni 3 ggnHfjn~de, la distancia es imprescin­ dible para no incurrir en narcisismos o perder de vista, embriagado por la fascinación del poder, una cierta pers­ pectiva sobre las cosas y los hombres. —

5 .1. La auténtica vocación política frente al carnaval de la Revolución Puede decirse que son tres las cualidades decisivas para el polí­ tico: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la dis­ tancia (Augenmass). Pasión, en el sentido de darle importancia a las cosas reales (Sachlichkeit). entrega apasionada a una g¿ausa»~ al dios o al demonio que la gobierna; no en el sentido, de esa actitud interior que mi amigo Georg Simmel, ya falle­ cido, solía d e n o m in a r «estéril excitación», (sterile Aufqereatheit), fal como la tenía un determinado tipo de intelectuales, rusos so­

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bre todo (pero no todos ellos), y que ahora juega un papel im­ portante también entre nuestros intelectuales en este carnaval, al que se le embellece con el orgulloso nombre de «revolu­ ción»: un «romanticismo de lo intelectualmente interesante» que corre hacia el vacío y sin ningún sentido de la responsabili­ dad por las cosas. [...] La pasión no le convierte a uno en polí­ tico. si ella^como servicio a úna causa, no convierte a la respon­ sabilidad precisamente respecto a esa causa en la estrella que guíe la acciónde manera determinante. Y para ello necesitaef sentido de la distancia (Augenmass) —la cualidad psicológica, decisiva nara el político—; necesita esa capacidad de deiar que' la realidad actúe sobre sí mismo con serenidad y recogimiento, intenor, es decir, necesita de una distancia respecto a las cosas! y las personas. La «falta de distanciamiento» como tal es uno de los pecados mortales del políticoJPágs. 145-146?) — ¿Poseen los políticos actuales este tipo de cua­ lidades? ¿Ha cambiado la percepción social de la política como profesión y, sobre todo, como voca­ ción? ¿Está Weber constatando hechos o compro­ metiéndose en juicios morales? 5.2. El político no es un actor: carácter trágico y paradójico de la acción política Para Weber el político no debe dejarse embriagar por el poder, por la «adoración del poder como tal» (pág. 147), sino que debe ser consciente del «carácter trágico que en­ vuelve en realidad toda acción, y especialmente la acción política.» (Pág. 148.) Y el demagogo, tanto más por cuanto está obligado a tomar en cuentá~«log~etectos» que ei proaucerse halla érfcontinuo peü-1 gro de convertirse en un actor v de tomar a la ligera su respon­ sabilidad por las consecuencias de sus acciones, preocupándose sutemente por la «impresión» que produce.. (Pág. t4/.j t—J Además, el resultado final de la acción política esta con fre­ cuencia, no, está por regla general, en una relación a so l a­ mente inadecuada con su sentido imaginario, y con recue lo está en una relación paradójica. (Pág. 148.)

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— ¿Puedes poner algún ejemplo de las paradojas que, según Weber, son consustanciales a toda ac­ ción política? ¿En qué consiste el carácter trágico de la acción política?

6. E t i c a y p o l í t i c a : é t i c a d e l a s c o n v ic c i o n e s Y ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD

Es en estas últimas páginas dedicadas a las complejas y a menudo contradictorias relaciones entre la actitud ética y la actitud política —o la acción ética y la acción política— donde Weber alcanza su mayor lucidez a la par que sus acentos más venenosos contra el fanatismo de los ideales éticos. La ética tiene quever, como la polí­ tica, con modos 5e"vida. Parece obvio, por ello mismo, que se mueven en esteras distintas v que no se pueden confundir los valores éticos con los políticos. Por otro laclo, la etica remite a la conducta individual, mientras que la política se orienta a la gestión de los asuntos pú­ blicos. Lo que vale en ciertas éticas de origen religioso que apuestan nor noner la otra mejilla ante la íniusticia es inadmisible en el plano político, por cuanto una actitud semejante implicaría complicidad con esa misma injusti­ cia. La política ha pactado con el Estado y su medios, s la vlóle'ncia tísica. En esto consiste el carácter trágico de la acción política,~algo que parecen olvidar —imbuidos poFün idealismo que pretende instaurar la justicia abso­ luta en la tierra— bolcheviques, éSparlaqiUsTAS v Ttemáfi* revolucionarios. DTque interesa a Weber es mostrar cómo la acción po­ lítica debe fundamentarse en una ética de la responsabili­ dad más que en una ética de las convicciones. Ya hemos visto el significado de responsabilidad política en tanto que cualidad del político vocacional. Weber insiste en que todo político firma una alianza con el diablo y ha de asumir haSta éf fondo el resultan» pe sus decisiones res­ ponsabilizándose de ellas. En esto consiste el destino tra-

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\ gico de la política: en su inseparable vinculación con la \ adnTtrrrsrración der la violencia y, en su caso, de la muerte. *- Weber denuncia, especialmente, la irresponsabilidad de aquéllos que quieren hacer política guiados porel Ser­ món de la Montaña. El trágico error que cometen es creer que las buenas acciones conducen necesariamente a un a m e n to del Bienestar socio-político. f ’or supuesto que Weber no tiene nada en contra de aquellos que, como Je­ sús o Francisco de Asís, optan por un modo de vida inspi­ rado en el absoluto ético de la entrega al otro, la pobreza, la no violencia, etc. Lo que no soporta es la pretensión ilusoria de traducir en términos políticos tal ética de las convicciones para, posteriormente, cuando se evidencien las consecuencias catastróficas o criminales de algo se­ mejante, echarle la culpa al hombre en general, al mundo o al diablo. v , Weber parece haber asimilado la hegeliana y nietzscheana muerte de Dios. Como el último ilustrado, pese a sus ambigüedades y contradicciones, pretende ante todo \ que los individuos asuman la responsabilidad de sus ac­ tos sin buscar coartadas teológicas, económicas, sociales, psicológicas o de cualquier otra índole que les justifique. Weber está persuadido de que, paradójicamente, la ética del convencimiento absoluto o de las convicciones abso­ lutas es tanto una cobardía moral como una pereza inte­ lectual ~ñara~ext.raer las consecuencias de los propios ac­ tos. Muy por el contrario, el político de vucáción. qtre actúa de acuerdo con una ética de la responsabilidad, sabe que su nacto con el diablo le exige afrontar viril y apasio,nadamente las consecuencias de sus actos sin refugiarse en la cultura de la queja o en la tentación de la inocencia,, sin escurrir el bulto ante la imertaa y responiabilidad draV mafícás de toda acción polítlc^.T^o en vano, desde los Upanishads hindúes hasta las tragedias griegas, la política se concibe siempre como un ámbito especial de la ac­ ción humana, con sus propias leyes, reflejo de una lógica diferente a la que rige la interacción social en la esfera fami­ liar, laboral, comercial o erótica. En esto reside la moder-

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nidad de Weber: en la exigencia de sentirse responsables no sólo de nuestras acciones sino de la propia condición humana con todos sus esplendores y miserias. 6.1. ¿ Cuál es la verdadera relación entre ética y política ? ¿Podrían ser las exigencias éticas a la política tan indiferentes al hecho de que ésta opera con un medio muy específico, el po­ der, tras el que está la violencia?¿No estamos viendo que los ideólogos bolcheviques y los espartaquistas producen iguales resultados que los de cualquier dictador militar precisamente porque utilizan ese medio de la política? ¿En qué otra cosa se distingue el gobierno de los Consejos de obreros y soldados del de cualquier gobernante del viejo régimen sino nada más que en la persona de quien detenta el poder y en su amateurismo? (Pág. 151.) — Según Weber no existe diferencia entre las prácticas del antiguo régimen y las experiencias revolucionarias. Pero ¿acaso la violencia jacobina de la Revolución francesa no podría concebirse como un mal históricamente necesario para alum­ brar una sociedad más justa? ¿No podría suceder algo semejante con los soviets y espartaquistas? 6.2. Contra el pacifismo ingenuo y el Sermón de la Montaña como guía de la acción política El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco: da lo que tengas, todo, realmente. El político dirá que ésa es una exigencia sin sentido desde el punto de vista social mientras no se imponga a todos, y, por lo tanto, defenderá los impuestos, el incremento exagerado de los mismos, o la confiscación; en una palabra, la coacción y la reglamentación para todos. (Pág. 151.) [...] Pues cuando dentro de la lógica extramundana del amor se dice «no oponerse al mal con la fuerza» (Gewalt), para el político vale precisamente lo contrario; tienes que oponerte al mal con la fuerza, pues de lo contrario serás responsable de su triunfo. Quien quiera actuar según la ética del Evangelio, que se abstenga de hacer huelgas, pues las huelgas son una coacción, y

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se vaya a los sindicatos amarillos y que no hable de «revolu­ ción», pues esa ética no enseña ciertamente que la guerra civil precisamente sea la única guerra legítima. (Pág. 152.) — Si Weber tiene razón, ¿cómo interpretar la exis­ tencia de partidos demócrata-cristianos que han protagonizado la reciente historia política en Ale­ mania o Italia? ¿Qué pensaría Weber de un fenó­ meno semejante? ¿Estaríamos, simplemente, ante un cinismo generalizado? 6.3. Paradojas irresolubles de toda ética política Para la ética absoluta, decir la verdad es un deber incondicio­ nado y de ahí se ha sacado la conclusión de que hay que publi­ car todos los documentos, sobre todo los que culpan al propio país, y de que, sobre la base de esta publicación unilateral, hay que reconocer la culpa unilateralmente, en términos absolutos, sin tomar en consideración las consecuencias que de ahí se pue­ dan derivar. [...] Pero la ética absoluta no se pregunta por las «consecuencias». (Págs. 152-153.) — ¿Qué molesta a Weber de las negociaciones que darían lugar al Tratado de Versalles, pues de eso se trata? ¿Estás de acuerdo? Razona la res­ puesta. 6.4. Ética de las convicciones y ética de la responsabilidad A h í está el punto decisivo. Nosotros debemos tener claro que toda acción que se oriente éticamente puede estar bajo dos má­

ximas que son radicalmente distintas y que están en una contra­ posición irresoluble: una acción puede estar guiada por la «ética de las convicciones de conciencia» o por la «ética de la respon­ sabilidad.» [...] Pero hay una diferencia abismal entre actuar bajo una máxima de la ética de las convicciones de conciencia (hablando en términos religiosos: «el cristiano obra bien y pone el resultado en manos de Dios») o actuar bajo la máxima de la ética de la responsabilidad, según la cual hay que responder de las consecuencias (previsibles) de la propia acción. [...] (Pág. 153.)

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El que actúa de acuerdo con la ética de la responsabilidad toma en cuenta precisamente esos defectos de los hombres; [...] no se siente en situación de poder cargar sobre otros las consecuen­ cias de sus propias acciones. (Pág, 154.) — Quizá este fragmento encierre lo más sustan­ cial de la política tal como la entendió Weber. Pon algún ejemplo concreto que ilustre la vigencia ac­ tual de estos planteamientos o, en su caso, que los refute. 6.5. El problema de fondo: fines y medios Ninguna ética del mundo puede demostrar cuándo y en qué me­ dida un fin moralmente bueno «santifica» los medios ética­ mente peligrosos y sus consecuencias colaterales. (Pág. 154.) [...] Este problema de la experiencia de la irracionalidad del mundo era precisamente la fuerza impulsora del desarrollo de todas las religiones. [...] También los cristianos primitivos sa­ bían muy exactamente que el mundo estaba regido por demo­ nios y que quien se mete en política [...] firma un pacto con los poderes diabólicos y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es un niño desde el punto de vista político. (Pág. 156.) — La experiencia universal de la irracionalidad del mundo parece ser la razón de que la esfera po­ lítica tenga su lógica propia. Reconstruye el razo­ namiento de Weber y discute sus supuestos básicos de orden religioso. 6.6. Dentro de diez años... Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío sino una noche polar de una dureza y una oscuridhd glacial, triunfe fuera el grupo que triunfe, pues, donde no hay nada, no es sólo el em­ perador quien ha perdido sus derechos sino también el proleta­ rio. (Pág. 163.) [...] Sólo quien esté seguro de no derrumbarse si el mundo es demasiado estúpido o bruto; [...] sólo quien esté se-

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] guro de poder decir ante todo esto dennoch (no obstante, a pesar I de todo), sólo ése tiene «vocación» para la política. (Pág. 164.) — ¿De dónde le viene a Weber, que tanto nos advir­ tió contra los profetas de cátedra, esta deslumbrante capacidad para diagnosticar el futuro? Recuerda la llegada de Hitler al poder en 1933 y el triunfo del es­ tabilismo, que corrompe la utopía bolchevique.

7. Textos complementarios 7.1. Estado y justificación de la violencia

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Debéis, pues, saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como la primera mu­ chas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. (Maquiavelo, El Príncipe.) — ¿Hay algo de maquiavelismo en el pensa­ miento de Weber? Razona la respuesta recurriendo a los textos.

7.2. Kant: ética y política. Crítica del moralista político

nAhora bien; yo concibo un político moral, es decir, uno que con­

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sidere los principios de la prudencia política como compatibles con la moral; pero no concibo un moralista político, es decir, uno que se forje una moral ad hoc, una moral favorable a las conveniencias del hombre de estado. (Kant, La paz perpetua.) — Relaciona esta cita kantiana con la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. 7.3. Weber y su vislumbre del nazismo Weber asiste a su crisis radical, resignado a asumir con toda responsabilidad ese patético destino histórico que parece ser el

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mismo de la sociedad capitalista. [...] Testigo de la Primera Guerra Mundial y del hundimiento del Reich alemán —con toda su secuela revolucionaria—, Weber prevé casi el adveni­ miento de la catástrofe nazi. (Moya, Sociólogos y Sociología.) — Tras los totalitarismos, parece que el capita­ lismo es lo único que ha sobrevivido, transformán­ dose hasta hacerse casi irreconocible, resucitando como el ave Fénix de sus cenizas. ¿Cómo explica­ ría Weber este hecho fundamental de nuestros tiempos? 7.4. Democracia y mercado La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportu­ nidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gobernarle. Pero como el pueblo puede decidir esto por medios no demo­ cráticos en absoluto, hemos tenido que estrechar nuestra defini­ ción añadiendo otro criterio identificador del método democrá­ tico, a saber: la libre competencia entre los pretendientes al caudillaje por el voto del electorado. (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia.)

— Schumpeter, uno de los grandes economistas de nuestro siglo, parece coincidir casi literalmente con Weber, sin embargo, no es difícil percibir las diferencias de fondo. ¿Cuáles son? Fundamenta la respuesta en los textos de Weber. 7.5. ¿Elparaíso en la tierra? El atractivo del utopismo surge de no comprender que no pode­ mos establecer el paraíso en la tierra. Lo que sí podemos es, en cambio, hacer la vida un poco menos terrible y un poco menos injusta en cada generación. (Popper, Utopía y violencia.) — También Popper se aproxima a posiciones weberianas. ¿Podrías traducir al lenguaje de nuestro sociólogo estas consideraciones sobre la utopía?

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7.6. La comunidad ideal de diálogo como solución a la violencia del Estado Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso. [...] Cualquiera puede introducir en el discurso cual­ quier afirmación. Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades. No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos. [...] mediante coacción externa o in­ terna al discurso. (Habermas, Conciencia moral y acción comu­ nicativa.) — ¿Estaría de acuerdo Weber con esta controver­ tida comunidad ideal de diálogo? Usando los tex­ tos expon sus posibles objeciones o reservas. 7.7. Imposibilidad de una fundamentación racional de los valores morales En todo sistema moral de que haya tenido noticia hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres huma­ nos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que en vez de las cópulas habituales —es y no es—, no veo más que pro­ posiciones que están conectadas con un «debe o un no debe». (Hume, Tratado de la naturaleza humana.) — La falacia (sofisma, argumentación ilógica) naturalista, enunciada por Hume y asumida por toda la tradición anglosajona (Mili, Moore, Wittgenstein), argumenta que, desde un punto de vista , lógico, noésnósihlededucir conclüsiQjTgSTTTÓrales a partir de afirmaciones de hechóT~la razón ncy pimde justificar-juicios morales en los que aparez? can términos como bueno, malo, feliz., justóle te, Weber es plenamente consciente de la irracionalidad de los valores, sin embargo no duda en com­ prometerse en todo tipo de cuestiones ético-políti­ cas. ¿Cuál es la coartada de Weber para aceptar la

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falacia y, no obstante, adoptar racionalmente posi­ ciones políticas, como su obsesiva defensa de una ética de la responsabilidad? 7.8. La razón y los valores



Los valores son un linaje peculiar de objetos irreales que resi­ den en los objetos reales o cosas, como cualidades sui generis. No se ven con los ojos, como los colores, ni siquiera se entien­ den, como los números y los conceptos. La belleza de una esta­ tua, la justicia de un acto, la gracia de un perfil femenino no son cosas que quepa entender o no entender. Sólo cabe «sentirlas» y, mejor, estimarlas o desestimarlas. (Ortega y Gasset, Intro­ ducción a una estimativa. ¿Qué son los valores?)

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— Ortega y Gasset, influido por la tradición ale­ mana del vitalismo y del historicismo, y pese a su herencia neokantiana, apela al sentimiento —en la línea de Hume— para entendérselas con los valo­ res. ¿A pesar de las coincidencias, qué criticaría Weber al texto de nuestro filósofo?

7.9. La Revolución: rechazo de la filosofía y la ciencia convencionales Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo. (Marx, Tesis X I sobre Feuerbach.)

— El materialismo histórico de Marx está siem­ pre presente en el pensamiento de Weber. Quizá esta célebre tesis marxista sea la piedra de toque para definir sus diferencias. Intenta explicarlas re­ curriendo a los textos. 7.10. La lucha entre los dioses Fiel a su tiempo, Weber experimenta en sí mismo un conflicto entre valores que quieren ser «dioses»: entre el científico neu­

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tral y el político apasionado, entre el nacionalista y el liberal, entre el teórico pesimista y el hombre de acción. En cuanto per­ sonificación del «desgarro» entre la inteligencia y la voluntad, entre realidad y utopía, entre teoría y vida..., bien podría haber sido Weber, en este sentido, el autor del lamento de Fausto ante su criado Wagner: «Dos almas residen, ¡ay!, en mi pecho. Una de ellas pugna por separarse de la otra; la una, mediante órga•nos tenaces, se aferra al mundo en un rudo deleite amoroso; la otra se eleva violenta del polvo hacia las regiones de sublimes antepasados». Lamento este en el que queda expresada la natu­ raleza dual del mundo y del hombre que en Weber, sin embargo, permanecerá desgarrada como signo de modernidad. (Ruano de la Fuente, Racionalidad y conciencia trágica. La modernidad según Max Weber.)

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— Ese desgarro, que aparece tantas veces en es­ tas dos conferencias, parece resolverse en un gran gesto de entereza y coraje moral que recuerda a un Kant sin la Crítica de la razón práctica; a un Kant sin fundamentos; a una especie de resaca ilustrada; a un individualismo cuando ya no existe Ilustra­ ción ni Individuo en un mundo pre-totalitario. ¿Cuál es la actualidad de una posición como la de Weber? Razona la respuesta recurriendo, como siempre, a los textos.

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