Mas Allá de La Medicina - Rossana Alloni

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Rossana Alloni

Más allá de la medicina Curando como Jesús

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Título original: Sotto i portici di Betzaetà. Tra i malati, con Gesù © Edizioni Ares - Associazione Ricerche e Studi, 2016 www.ares.mi.it © Ediciones Palabra, S.A., 2016 Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 — (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected] Traducción: © José Ramón Pérez Arangüena Diseño de portada: Raúl Ostos Diseño de ePub: Erick Castillo Avila ISBN: 978-84-9061-481-5

Todos los derechos reservados No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

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PRÓLOGO La autora de este libro es médico. Más aún, es cirujana y profesora en una clínica universitaria de Roma. No es nada extraño, por eso, que en este libro se hable de Medicina. Pero, más que hablarnos de Medicina, la autora nos ayuda a reflexionar acerca de que la práctica médica es mucho más que los cuatro clásicos escalones que se enseñan a los estudiantes en las universidades: diagnóstico, etiología, terapia y pronóstico. Y lo hace de una manera formidable, tomando pie de situaciones concretas vividas en su intensa vida al lado de los pacientes y, simultáneamente, confrontándose con los pasajes del Evangelio en que se describe una curación. El resultado es una suma de páginas gratamente sugestivas y, sin duda, muy instructivas. Rossana Alloni concentra sabiamente la atención en un tema central de la Medicina, sobre el que hoy en día ya existe una amplia bibliografía crítica: la despersonalización y deshumanización en la medicina contemporánea. Las raíces de este fenómeno son múltiples, pero todas conducen a una confusión semántica, que determina también un error metodológico en la interacción entre médico y paciente. En medicina hay dos conceptos conexos: enfermedad y malestar. Ahora bien, estos dos conceptos no son lo mismo. La enfermedad está en los libros. El malestar o dolencia, en los pacientes. La enfermedad es un conjunto de señales, síntomas, alteraciones funcionales y morfológicas o moleculares de órganos humanos, que dan un perfil significativo a lo que el análisis clínico logra descifrar en el diálogo y la exploración del paciente. A cada perfil significativo de estas realidades, la Medicina ha conseguido a lo largo de los siglos darles un nombre concreto: leucemia, hipertiroidismo, tumor pancreático, pulmonía, colecistitis o, simplemente, gripe. El malestar, por su parte, alude a cómo vive el paciente ese cuadro complejo que los libros de medicina describen en sus alteraciones concretas y catalogan bajo un nombre específico. La dolencia es la biografía del paciente. Dos pacientes con idénticos diagnósticos viven la misma dolencia de forma diferente. Los miedos, las incógnitas del futuro, las resonancias interiores o la incidencia de la enfermedad en la vida personal son generalmente muy distintas de paciente a paciente, aun en presencia de un diagnóstico idéntico. El malestar siempre es un hecho personal y biográfico. La profesora Alloni, que cuenta en su currículo con variados estudios sobre diagnósticos y terapias de distintas enfermedades, dirige aquí su pensamiento al enfermo que busca en el médico algo más que un hábil cirujano o un certero internista. Los pacientes de los que nos habla la profesora Alloni son personas enfermas a la búsqueda de un sentido de lo que les ocurre. Obviamente, todos ansían una atención médica o 4

quirúrgica que lleve a su curación. Pero a la par, incluso sin ningún ademán explícito, sino con una mirada interrogante, con una expresión dolorida o con una ansiedad mal escondida, plantean al médico las eternas y sustanciales preguntas de toda persona que sufre: ¿Por qué la enfermedad? ¿Y por qué me ha tocado a mí? Es aquí donde el libro de Rossana Alloni muestra toda su gran belleza. Porque lo que ella nos cuenta no son solamente los interrogantes y el estado interior de los pacientes, sino más bien los propios del médico, los cuales pueden formularse de muy distintas maneras: «¿Pero por qué esta persona llega con tanto retraso? ¿Por qué he de seguir todavía escuchando a este enfermo con un pronóstico tan infausto? ¿No me encuentro demasiado cansado como para tener que auscultar de nuevo al paciente? ¿Y esta persona no podría haberse lavado antes de venir a la consulta? ¿No tengo yo también derecho a un poco de calma a esta hora?». Naturalmente, todos estos interrogantes del médico necesitan respuesta. El problema estriba en que responder a las preguntas sobre el propio comportamiento arrastra siempre consigo la cuestión sobre el modelo en que inspirar nuestras acciones. Sé cómo comportarme —también en la actividad médica— si he asimilado los valores que configuran mi identidad humana, antes aún que profesional. Y es aquí donde reside la extraordinaria audacia de este libro: los valores de referencia son precisamente los que se encuentran en la vida del Jesús «médico», del Cristo histórico que cura a personas. Del Jesús que llora la muerte de su amigo Lázaro, y de ese mismo Jesús que se conmueve ante la viuda que acompaña a la sepultura el cadáver de su único hijo. Del Jesús que sana al hombre de la mano seca en sábado, justo el día que según la tradición de los fariseos debía constituir un día de «descanso». ¿Pero ni siquiera en el día de reposo puede descansar un médico? Cuando un médico abre su corazón hasta el fondo, suele ocurrir que se descubren allí cosas maravillosas. Incluso lágrimas «maravillosas». Y esto es lo que encontramos en este libro. Hasta ofrecer —a los médicos, pero también a todos— una magnífica definición de misericordia, que, según la autora, es «una mezcla de paciencia y de profundo cariño». JOAQUÍN NAVARRO-VALLS

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INTRODUCCIÓN DESDE HACE MUCHOS AÑOS SOY MÉDICO Querido colega, querida colega, no sé si alguna vez has leído el Evangelio. Digo leerlo del todo, y leerlo dejando que la imaginación te transporte a aquel tiempo y a aquellos lugares, al lado de Jesús y de los apóstoles y de tantos otros personajes. Leerlo dejando que la imaginación te presente situaciones de hoy, de tu vida personal, que tienen mucho en común con las escenas narradas por los evangelistas. En ocasiones parecen episodios idénticos. Desde hace muchos años soy médico. Y lo expreso así porque creo que no cabe sin más ejercer de médico, como algo que se te quede exterior a ti, tal como ponerse y quitarse la bata blanca mientras tú, por dentro, sigues siendo siempre el mismo. Por mucho que se pueda intentar mantenerse a distancia, por mucho que se pueda querer ser (¿ser?) cínicos, la medicina es una profesión que te cambia, que te forja tanto la mente (¡el famoso razonamiento clínico!), como el físico (¡cuántas horas de pie, cuántas noches en blanco…!), como el espíritu: posiblemente por el solo hecho de haber vivido innumerables vicisitudes humanas, unas veces como protagonista y muchas otras como actor secundario, pero nunca como simple comparsa. Desde hace muchos años soy cristiana. Durante años he escuchado leer el Evangelio en la Misa y en ocasiones también lo leía en algunos momentos libres. Pero fue necesario que alguien me explicase que no se trata de un libro «que leer», como una novela o un ensayo, sino de una llamada que Jesús, el protagonista, nos reserva a cada uno de nosotros. Un libro en el que sus palabras se vuelven provocación para la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Leyendo el Evangelio me ha ocurrido unas cuantas veces encontrarme con la escena vivida poco antes en la consulta o en el pasillo. Será porque el hombre siempre es el mismo, a distancia de siglos, o porque las vicisitudes humanas al final todas se asemejan, o porque Él vivió entre nosotros una vida de treinta años de sucesos normales, de contactos humanos como tantos otros, de asuntos locales y de amistades, de pequeños y grandes amores, y de dificultades. Para mí ha sido importante leer el Evangelio y permitir que de lo hondo afloren a la superficie las comparaciones, surja esta fulminante impresión: «Es lo mismo que lo que esta mañana me ha pasado a mí». Y pensar en Él, Jesús: en cómo se comportó, en cómo afrontó la situación y en cómo trató a las personas; y después reflexionar sobre cómo me he comportado yo, o ese colega, o aquel paciente… 6

Ciertamente, Él es Dios y yo no, y se nota. Como todos los médicos (y pienso que les sucede también a los enfermeros y enfermeras) lo envidio mucho: aquella soberana afirmación suya ante un leproso: «lo quiero, queda limpio». No solo es espectacular. Para quien en tantas ocasiones no ha podido hacer nada contra la enfermedad que ganaba terreno es un sueño, «el» sueño: no por un deseo delirante de omnipotencia, sino por devolver la felicidad a aquella persona, a aquella familia, por lograr que triunfe la vida. Pero la curación no lo es todo. Tengo experiencia, y tú la tendrás igualmente, de pacientes sanados y… descontentos tanto o más que antes. La salud no es «lo primero», como dice mi anciana tía. Y a veces, aun no pudiendo hacer mucho por mejorar la salud, me invade la presunción de pensar que sí he hecho algo bueno por la felicidad de un paciente. Para un médico, leer el Evangelio puede significar dejarse llevar de la mano —sobre todo en las escenas en que Jesús actúa como médico—, dejarse poner en discusión, tener la valentía de preguntarle en confidencia, en un aparte —como los apóstoles—, el porqué y las razones más hondas de nuestra profesión; lo que Él, Dios, espera de mí y de ti. Preguntarle qué espera de mí y de ti como médico, como médico que cree en Dios y es coherente con la fe que profesa. DRA . ROSSANA ALLONI Directora clínica y profesora de Cirugía General en el Campus Biomédico de Roma

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EN LA SALA DE ESPERA BAJO AQUELLOS PÓRTICOS Hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las Ovejas, una piscina llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los cuales yacía un gran número de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Un ángel descendía cada cierto tiempo a la piscina y removía el agua, y el primero que entraba después de la agitación del agua quedaba curado de cualquier enfermedad que padeciera. Se hallaba allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndolo acostado y sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dijo: «¿Quieres ser curado?». Le respondió el enfermo: «Señor, no tengo a nadie que, al removerse el agua, me meta en la piscina. Y, mientras yo llego, algún otro baja antes que yo». Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y echa a andar». Y al instante quedó curado aquel hombre, tomó su camilla y comenzó a caminar (Jn 5, 2-9).

Me imagino un gran claustro alrededor, con arcos: los pórticos, de los que habla el Evangelio. La piscina, con poca agua, no muy profunda, quién sabe para qué servía. Y allí, bajo los pórticos, mucha gente que aguarda. Todos saben que periódicamente acaece este hecho milagroso y que, si se te presenta, puedes sanar. Vale la pena estar allí y esperar, cada cual con su desventura. Aquel día había escuchado el Evangelio durante la Misa. No lo había escuchado con especial atención, sino como de costumbre. Cuando en el Evangelio se narra una curación me atrae siempre; y sin duda estoy más atenta que cuando se leen otros pasajes. Aquel día era un día cualquiera, con las actividades usuales y también la habitual consulta. Como entré por la parte posterior, no vi la sala de espera del consultorio, que ese día estaba más llena de gente que nunca. Llovía, entre otras cosas, por lo que todos se apiñaban en la gran sala, tanto pacientes como acompañantes. Fue solo al final del turno, una vez despedido el último paciente, cuando me asomé a la sala, no recuerdo siquiera por qué. Aparecer con bata blanca y captar la atención de todos fue cuestión de un instante: quien me conocía se levantó para saludarme y preguntarme algo, diría que unas tres o cuatro personas; otros se planteaban quién sería yo, alguno se atrevió a preguntar si era yo el médico que estaban esperando… Y allí brotó la memoria, la imaginación, el «ya vivido»: en un instante me encontré bajo aquellos pórticos, con la misma atmósfera cargada de expectativa, de esperanzas y de sufrimiento. No era por mí por quien se movían, sino por la esperanza de que fuese 8

su turno, de que finalmente pudieran tener una respuesta, una terapia, un diagnóstico. Me había asomado miles de veces a la sala de espera… ¿Por qué aquella vez fue diferente? ¿Por qué me sobrevino esta percepción tan fuerte de similitud entre esta situación y el Evangelio? Cuando Tú pasaste aquel día bajo los pórticos, te miraron… ¿como un posible competidor? Si el agua se agita, este joven se aprovechará. ¿Estará enfermo? Quizá no, pero ¿quién sabe? O ayudará a uno a bajar, o seguirá su camino con indiferencia. ¿Te reconocieron como el rabí Jesús? Se diría que no, por el modo como Lucas lo narra. Fuiste Tú quien dio un paso adelante con aquel enfermo; si no, nadie te habría pedido nada. Pienso que Tú aquel día, al pasar junto a la piscina, advertiste el clamor de ansia, de dolor, de expectativa, de esperanza, que surgía de la multitud de enfermos… ¿Se alzaba quizá también el parloteo de nuestra sala de espera? Imagino que sí, pues en el fondo los seres humanos son siempre iguales y tienen la misma necesidad de comunicarse. Sin embargo, lo que Tú notaste rápidamente —e hiciste que también yo lo sintiese aquel día lluvioso— no fue el ruido de las conversaciones entre la gente, sino la vibración de las emociones, de los deseos, de la esperanza. ¡Cuánta esperanza hay en una sala de espera, cuánto sufrimiento! Porque, en ciertas situaciones, esperar es sufrir: se da la incertidumbre del diagnóstico, del decurso de lo anómalo que no se sabe si es positivo, y al cabo, ¿qué dirán estos informes que tengo en la mano? Dicen cosas poco claras para los profanos. Incumbe al médico desentrañar las palabras y dar explicaciones. Hay mucha tensión en una sala de espera. Hay una gran solicitud de atención, de respuestas. Podríamos darlas; digo, las respuestas… ¡Pero a veces es tan doloroso no tenerlas para todas las preguntas de los pacientes…! Fue un instante y yo, bajo los pórticos de Betzata, me planteé: «¿Y qué hago yo aquí?». No puedo obrar milagros para esta humanidad doliente y, sin embargo, estoy aquí y algo tengo que hacer. En aquel momento prevalecía la sorpresa, ya que era la primera vez (¡después de tantos años de profesión!) que captaba aquel pathos y su intensidad. Y, junto a la sorpresa, experimenté un sentimiento de gran respeto hacia aquellas personas, que estaban en tensión y sufriendo, unos por sí mismos y otros participando del malestar del paciente, del amigo. Las personas se dirigen a mí como a quien puede proporcionarles una ayuda: ¿cómo voy a negarla? ¿Cómo puedo echarme atrás o incluso solo retrasarla, pensando que antes vienen mi café o las dos parrafadas con los colegas? ¿Y si llego tarde a la consulta? Paciencia, esperan, nadie se muere por diez minutos… ¿Quién soy yo para hacer esperar a una persona que posiblemente no aguarde desde hace tantos años como aquel paralítico del Evangelio, pero sí ciertamente con su idéntica

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ansia? Nunca más he logrado regresar al consultorio sin probar el sentimiento de respeto mezclado con sorpresa que me atenazó aquel día. Pero tampoco nunca más he podido volver sin pensar que en medio de toda aquella gente estás Tú. Tú, que pasas, sonríes, los miras… Y me miras, muy consciente de que los milagros no sé hacerlos, pero me pides el milagro de la sonrisa que regalar a cada uno, de la puntualidad, de la atención que prestar a quien me cuenta sus males, y de la paciencia hacia quien no comprende mis explicaciones. Me pregunto a veces, dirigiéndome a Jesús: ¿por qué elegiste curar a aquel individuo, cuando había tantos otros? ¿Por qué a él? ¿Porque llevaba más tiempo esperando? No me parece que seas alguien que eche cuentas y revise las listas de espera. ¿Tenía acaso más necesidad? Hay un comentario en el Evangelio que siempre me hace temblar un poco: Jesús «no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio del hombre, pues sabía qué hay dentro de cada hombre» (Jn 2, 25). A mí no se me pide elegir, sino más bien Tú me pides acoger a todos con la misma atención y afabilidad. Mejor no tener que elegir; sería tremendo, pues los hombres mezclamos tantos elementos en nuestras elecciones que siempre nos parecería una injusticia. Ahora bien, ¡no es menos tremendo, por deber y por fatiga, acoger a todos! Sin embargo, también es muy gratificador, porque cuando termina la última visita y estás cansado y apagas el ordenador y te guardas el fonendoscopio y recoges el recetario, mientras sales y esperas que no te intercepte nadie…, bah, estás contento. Y no tanto por los diagnósticos efectuados, sino por ese algo de bien que has logrado sembrar, hecho de atenciones, de empatía, de explicaciones tranquilizadoras, de malas noticias comunicadas al enfermo poco a poco, haciéndole sentir que en cualquier caso estás allí para luchar con él. También por esto elegí ser médico.

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EN EL PASILLO DEL SERVICIO MANTENER EL CORAZÓN ABIERTO Tomando Jesús la palabra, dijo: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que le desnudaron, lo golpearon y se fueron, dejándole medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajó por ese mismo camino y, al verlo, siguió adelante. Igualmente un levita, transitando por aquel lugar, lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino, al pasar junto a él, lo vio y se movió a compasión. Acercándosele, le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; luego lo cargó en su jumento, lo llevó a una venta y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al ventero, diciendo: cuida de él y lo que gastes de más te lo restituiré a mi vuelta. ¿Quién de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los bandidos?». El doctor de la ley respondió: «El que tuvo compasión de él». Jesús le dijo: «Vete y haz tú también lo mismo» (Lc 10, 30-37).

Sucedió hace unas semanas: el Papa había comentado la escena del Evangelio donde se habla del pobre hombre que es socorrido por el buen samaritano. Un pasaje famoso, del que hay innumerables comentarios. A mí me gusta porque me recuerda al 112: en el fondo es la primera narración, creo, de un acto de socorro en medio de la carretera tras un accidente. Pero yo no trabajo en las ambulancias, por lo que archivé el tema. O así lo creía. Voy recorriendo un pasillo, pensando en el paciente que acabo de visitar en un servicio contiguo. Tengo la cabeza llena de hipótesis diagnósticas y rumio lo que he de escribir acerca de la consulta. Un poco más adelante se abre la puerta del ascensor, del que sale con paso rápido un joven médico (lo recuerdo de aprendiz en su tercer año, como si fuese ayer). Se detiene casi de inmediato y retrocede. Por la puerta emerge ahora, junto con él, una silla de ruedas con un anciano sentado. La señora que empuja la silla da las gracias al médico por haberla ayudado a superar el pequeño escalón entre el piso del ascensor y el suelo de la planta: una nimiedad para los expertos, pero para ella no lo es y se había quedado encajada en la puerta. No sé por qué me encontré en ese momento en el camino de Jericó, en donde R., valioso internista, era el samaritano. No había sangre, ni malvado alguno, ni tampoco un 112 en el pedregal del desierto de Tierra Santa. Un insípido pasillo de hospital. ¿Qué tiene que ver el buen samaritano con R., que frena su carrera, alza un poco la silla de 11

ruedas y sigue apresurado hacia su servicio con el paso rápido que le distingue? ¿Y qué tengo que ver yo tras la esquina, que le he reconocido a él, pero no sé nada de aquel paciente…, cuando todo termina de modo normal en pocos segundos, con la mujer empujando la silla hacia el hospital de día y cuyas palabras de agradecimiento se pierden en la estela del paso rápido del doctor R.? En lugar de las hipótesis diagnósticas, en la cabeza bullen ahora estas preguntas. Mientras llego a mi despacho intento recordar el pasaje evangélico: pasan dos por el camino, antes del samaritano, y ni siquiera ven a aquel pobrecillo tirado en el suelo. O, si lo ven, deciden que no es asunto suyo. Al sentarme a la mesa, posiblemente he descubierto ya la conexión que ha saltado ante la escena contemplada en el pasillo: en el fondo, R. tenía prisa; al igual que yo, llevaba la cabeza repleta de problemas de sus pacientes, y además ejerce de médico, no de celador… Las sillas de ruedas no son su problema y tampoco aquel paciente lo era: se dirigía al hospital de día y no a su servicio. Y, sin embargo, se ha parado, más aún, ha retrocedido dos pasos, porque con el rabillo del ojo ha visto en dificultades a la señora e, intuyendo el aprieto, rápidamente ha decidido que el asunto le concernía. Una prestación de un instante, que dice mucho sobre la capacidad de «ver» lo que te ocurre alrededor, de estar abierto a cuantos te rodean, al bien que puedes hacer gastando pocos segundos de tu vida. El colega podía haber tirado para adelante y nadie se lo hubiera reprochado porque ya estaba fuera del ascensor, aparte de que ya se sabe que los doctores siempre tienen prisa y siempre, motivos para tenerla… Llevaba prisa, pero mantuvo abierto el campo visual, el campo visual del corazón. Esta percepción se activa cuando no me concentro tanto en «mis cosas» que para mí ya no hay nada más alrededor. ¿Cuántos de nosotros ven un objeto en el suelo, en el servicio o en el pasillo, y lo sortean sin recogerlo? No creo que sea por no agacharse, considerándolo indigno de un profesional. Creo que sin más no lo «ven», en el sentido de «detectar» ese objeto como fuera de lugar: no tiene para mí ningún significado, no forma parte de mi mundo, no estoy dispuesto a «hacerme cercano» porque me encuentro a mil kilómetros de distancia, perdido en mis elucubraciones o en mis pensamientos. ¿En qué pienso, mientras camino por un pasillo del servicio y ni siquiera veo las caras de los pacientes asomados a la puerta de su habitación? La señora anciana, con Alzheimer, que me pregunta dónde está su hija… y no respondo, sino que sigo adelante porque yo no soy el neurólogo que la trata. Bastaría sonreírla y decirle que ahora llegará, gastando tres segundos de mi vida sin riesgo siquiera de interrumpir mis preciosos pensamientos. Sería un buen modo de testificar que soy médico porque presto atención a las personas, no solo a sus dolencias ni únicamente a las enfermedades que me competen. Es preciso ejercitarse para mantener el corazón abierto y para que los ojos detecten

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las posibilidades de bien, y el corazón y la mente los sigan rápidamente. Cuántos gestos de caridad (o sea, de Bien) pueden sembrarse en una jornada de trabajo… Y esto sí que en verdad puede hacer que cambie el mundo.

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AL FINAL DEL TURNO NO HAS DESCANSADO NADA Llegó a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que Jacob dio a su hijo José, donde estaba el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del viaje, se había sentado junto al pozo. Era hacia mediodía. Entretanto, llegó una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dijo: «Dame de beber» […]. Pero dícele la samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma le pedirías a Él y Él te daría a ti agua viva». Le dijo la mujer: «Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo, ¿de dónde, pues, esa agua viva? ¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños?». Respondió Jesús: «Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, jamás tendrá sed. Más aún, el agua que yo le daré se hará en él una fuente de agua que salte hasta la vida eterna». Díjole la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que ya no sienta sed y no tenga que venir aquí a sacarla». Le dijo: «Vete a llamar a tu marido y luego vuelve aquí». Respondió la mujer: «No tengo marido». Le dijo Jesús: «Bien has dicho “no tengo marido”, porque cinco maridos has tenido y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad» […]. Le respondió la mujer: «Sé que tiene que venir el Mesías (o sea, el Cristo). Cuando venga nos anunciará todas las cosas». Díjole Jesús: «Soy yo, el que habla contigo» (Jn 4, 5-18. 25-27).

No sé cómo era este pozo de Sicar. Imagino que, si todavía existe, se hallará hoy rodeado de edificios y tal vez de puestos de mercancías. Cuando leo este pasaje del evangelio de Juan, veo un desierto que rodea por completa el pozo, con un rebaño en las proximidades. Y Jesús que está exhausto y se sienta en el brocal, tras una jornada agotadora. Un día leí este episodio y pensé en cómo en una ocasión me había sentado en el control del servicio, en el hospital. Eran las once de la noche, acabábamos de solventar una urgencia, obviamente la cena nos la habíamos saltado, todos llevábamos de pie desde primera hora de la mañana y estábamos muy cansados. Me quedaba todavía rellenar la historia clínica y luego ya podía volverme a casa. 14

Entonces pensé que Él se habría sentado así, tal vez no exactamente «derrumbado» en la silla, sino sentado con el placer de quien no veía que llegara la hora de conseguirlo, esto sí. Te percatas de lo cansado que estás solo cuando te sientas, o al menos así parece: quizá porque ha terminado la tensión, quizá porque realmente se te viene encima todo el cansancio acumulado. Yo me senté así. Pensé que nuestro pozo de Sicar —querido colega, querida colega — es justo ese puesto de control que se encuentra en todos los servicios de convalecencia, diferente por su forma, pero con los mismos utensilios: la centralita de los timbres, la lista de pacientes en las habitaciones, los bolígrafos y rotuladores, las historias más o menos en orden… Junto a ese mostrador es donde nos sentamos y descubrimos lo cansados que estamos. Y allí tantas veces se repite la misma escena de aquel lejano día en Palestina. Jesús está agotado, se para y, cosa extraña en Él, manda a los apóstoles a hacer la compra. No los acompaña porque está exhausto. Pero, en vez de descansar, se mete en un asunto peliagudo… Y así pasa todo el tiempo, tanto que, cuando regresan los apóstoles, probablemente se encuentra aún más cansado que antes. ¿Cuántas veces te has sentado en el control para escribir algo o dar una indicación y después irte a casa y te has quedado entrampado en otras cuestiones? Está tal paciente que tiene dolores, aquel otro con fiebre. «Y ¿usted qué dice, doctor? ¿Le hacemos de inmediato el hemocultivo?». Y así se recomienza. Pero… ¿no estaba yo agotada?, ¿no quería marcharme de aquí a toda prisa? Entendámonos. Jesús salvó a un alma en aquella circunstancia, y Él es Él. Nosotros somos médicos y, como mucho, salvamos lo salvable de una vida perecedera. Sin embargo, la comparación es idónea, la situación es la misma. Él, cansado por su trabajo (predicar de gira por las aldeas); nosotros, cansados por el nuestro (visitar, prescribir, explicar, operar, indagar). Él podía haber aguantado su sed, mantenerse callado, como habría hecho cualquier hombre de la época en aquella situación; se ahorraba un diálogo que tiene algo de extenuante, ya que la mujer admite y no admite; cuenta, pero no todo; es curiosa, pero reticente. A veces, con la cordura posterior, me digo a mí misma que podía haberme callado, incluso evitado el saludo a la enfermera que pasaba; haber escrito sin más mis pocas líneas y desaparecer: así estaría ya en el aparcamiento y camino de casa. En cambio, basta que te vean disponible para que rápidamente te enreden. Pero, si reflexiono, no estoy tan segura: Jesús nunca habría actuado encerrándose en sus cosas sin mirar a la samaritana que tenía aquel nudo dentro. Tampoco nosotros nos arrepentimos, entonces, de dejarnos liar… «Doctora, el TAC ha revelado el desastre, y los hijos están a la entrada del servicio llorando». Las enfermeras te comentan, sabiendo que entenderás lo que dejan

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sobrentendido: «Todo lo que nosotros podíamos hacer, ya lo hemos hecho. Intente usted, doctor, añadir unas palabras de consuelo y de ánimo. Se le ve muy cansado, pero ¡esa familia lo necesita!». En el episodio evangélico, Jesús abre el discurso pidiéndole de beber a la mujer samaritana. Estaba cansado y seguramente tenía sed. Pero al final, después de todo lo que ha pasado, en ningún momento se dice que haya bebido… Consta por escrito, en cambio, que no ha comido, hasta el punto de que los apóstoles, al llegar de vuelta, le fuerzan a comer. ¿Cuántas veces te has sentado porque estabas cansado y enseguida te has levantado y has recomenzado a caminar, a dar vueltas por el hospital, y no has descansado nada? Lo cierto es que la realidad del pozo de Sicar la llevas dentro, la tienes muy presente desde el momento mismo en que decidiste inscribirte en Medicina. Si el cinismo no viene a fastidiarlo, sabemos todos que la samaritana siempre está allí esperándote: no te resistes a decir que no cuando alguno está mal, a decir: «más tarde, después lo vemos». Esta actitud forma parte de la naturaleza de quien es médico, o tal vez crece poco a poco y acaba convirtiéndose en un modo de ser. Es bonito darse cuenta de que bajo este aspecto nos asemejamos al Hijo de Dios, con las debidas distancias… Como Él, a veces no decimos «basta» y seguimos adelante, y olvidamos el hambre, la sed, el cansancio. Dispuestos a ceder el puesto a quien llega con energías frescas (si hay quien hace el recambio, conscientes de que efectuarlo rezuma sabiduría, también por el bien del paciente), pero, movidos por la propensión a echar una mano, quizá nos detenemos a ayudar al colega. ¿Cómo vas a irte como si no te importase nada? ¿Hay médicos que lo hacen, que no son así? He conocido muy pocos, y no eran personas felices. Como cristiana, me gusta pensar que Dios inspiró a Juan la redacción de este episodio para mí y para mis colegas. A menudo los médicos están cansados y se sientan un rato esperando descansar… Pero no son los únicos. Si pienso en mi madre, me digo que también a ella, siempre atareada con sus tres hijos pequeños y una casa que gobernar, le sucedió muy frecuentemente eso de sentarse junto al pozo de Sicar y no conseguir descansar.

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FUERA DE HORA DEJARSE ENREDAR Entró de nuevo en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano seca, y le observaban para ver si lo sanaba en día de sábado a fin de poder acusarle. Dijo Jesús al hombre que tenía la mano seca: «Levántate y ponte en el medio». Y les preguntó: «¿Es lícito en día de sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o quitarla?». Pero ellos callaban. Y mirándoles con indignación, entristecido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: «Extiende la mano». La extendió y le fue restituida su mano. Y los fariseos se aliaron rápidamente con los herodianos contra Él para hacerle perecer (Mc 3, 1-6).

Ocurre a veces que en el Evangelio las narraciones de algunos episodios se repiten. Por ejemplo, las que atañen a las curaciones acontecidas en sábado, día singular para los judíos. De la mano seca, Lucas —¿será porque era médico?— precisa que se trataba de la derecha. En una sociedad como la de aquel tiempo, tener una sola mano útil debía de ser una tragedia; y tener la derecha paralizada, lo peor que podía ocurrir. Un hombre que únicamente tiene hábil la mano izquierda, ¿qué puede hacer? Sin trabajo, queda condenado a pedir limosna; a una vida sin perspectiva, sin futuro. Es posible que el hombre hubiera ido adrede, aquel sábado, a la sinagoga… La fama de Jesús le inducía a esperar que fuera uno de esos días en que, con paciencia, el rabí se dedicaba a imponer las manos, a curar a los enfermos presentes. Cierto es que no era el día adecuado: la ley dice que en sábado no hay que realizar trabajos…, y curar es un trabajo. Debía de ser un tipo que no decae de ánimo, y ciertamente no era un hombre tímido. Jesús lo sabe —sabe lo que hay dentro de cada hombre (Jn 2, 25)— y no tiene escrúpulos en indicarle que se ponga en el centro de la escena: sabe que lo hará, un tanto avergonzado, pero lleno de esperanza. ¿Y a quién le importa que todos vean, ya que todos le conocen, al hombre de la mano derecha seca? Saben dónde se pone a pedir limosna, lo han visto mil veces, tal vez alguno le ha dado dinero, aunque no le ha restituido la salud. Es su ocasión, adiós a la vergüenza. Tú también habrás conocido enfermos con este carácter: no se rinden, se muestran al médico con actitud abierta; la esperanza supera el recato y el pudor natural. Te miran a los ojos, buscan una ayuda y te la piden, reconocen tu competencia y a ella apelan: 17

«¿Qué puedo hacer ante esta enfermedad, doctor?». Pero es sábado y, además, estamos en la sinagoga, en público. Hay mucha gente, pero Jesús parece detectar tan solo los pensamientos de aquel hombre, colmados de esperanza; siente su petición muda, pero lee también los pensamientos críticos, maliciosos, de los demás allí presentes: «No es el momento. Es fuera de hora. No es el día idóneo». Cuántas veces ha sucedido, querido colega, que me hayan solicitado una prestación fuera del horario previsto, el día equivocado, en el lugar equivocado. Era de noche, estaba en casa, era domingo, me encontraba por fin de vacaciones, o había llegado al término de un turno extenuante y oigo: «Doctor, queda todavía uno por visitar…». El paciente que se presenta tarde, o en día equivocado, ¿en qué consultorio no pasa? Es un anciano que ha confundido la fecha de revisión, o una señora ansiosa, o aquel otro pobre hombre al que le ha pillado un atasco de tráfico y llega con retraso a la hora prevista de cita. ¿Qué hacer? No siempre puede decirse que sí, está clarísimo. Como dice el jefe de la sinagoga en el episodio de la mujer doblada: «Seis días hay en que se puede trabajar, en esos venid a curaros y no en día de sábado» (Lc 13, 10). Siempre estamos aquí, a tu disposición: ¿por qué tendría que recibirte fuera de los tiempos y modos establecidos? Qué difícil resulta encontrar el justo medio… Cierto es que hay tiempos y modos en los que un médico está a disposición, aunque también es cierta la objeción que pone Jesús: ¿debe esta persona seguir sufriendo solo porque estamos «fuera de hora»? Me da qué pensar este episodio. Es difícil no decir nunca «basta» y conseguir al mismo tiempo lograr que se respeten las normas que tutelan al médico y aportan calidad a su trabajo. Además está el servicio de urgencias, donde siempre están de guardia; pero para las urgencias verdaderas, no para estupideces, y a veces la gente no lo comprende. Tampoco en urgencias la disponibilidad puede ser absoluta, sin reglas. Creo que Jesús no quería hablarnos, en ese momento, de las reglas que han de estructurar el trabajo del médico. Pienso que más bien está hablando de nuestro corazón, de nuestro modo de afrontar a esa otra persona que pide ayuda, y esto vale tanto si está dentro del horario como si no. Jesús me pregunta —te pregunta—: cuando te topas con un paciente, ¿creas ese contacto interpersonal que te permite «detectar» su petición de ayuda, de persona a persona; o bien eres un profesional un tanto frío, que ventila la prestación sin «descubrir» al paciente? Jesús en la sinagoga se entristece, observa san Marcos; mira a los presentes con indignación, por la dureza de corazón que demuestran hacia aquella petición de bien formulada por una persona que, además, todos ellos conocían. Jesús les ha dado una oportunidad, les ha probado. Ha mostrado a los fariseos la concreta posibilidad de llevar a cabo una obra buena, de cambiar la dirección de una vida, haciendo del mendigo con la

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mano derecha tiesa un hombre válido, que pueda vivir normalmente y tener una familia y mantenerla con su trabajo… ¿No es fantástico? ¿No sentís el entusiasmo de semejante revolución? ¿Cómo es posible no entrar en resonancia con la felicidad de este hombre, que sale sano de ese encuentro? Corazones demasiado duros: ninguna respuesta, nada que hacer. Jesús quería curarles a todos de una vez, a uno de la parálisis de la mano, a los demás de la parálisis del corazón, pero no sucedió así. En alguna ocasión un enfermo se ha atrevido a atrapar la cara entre sus manos y darte un beso, feliz por el resultado de un test o de una intervención quirúrgica, y te ha envuelto en su entusiasmo, entre familiares un poco avergonzados porque al doctor no se le besa, no es educado. Cuando me ha ocurrido a mí, he pensado en este episodio del Evangelio y ya no he visto a Jesús triste, sino contento, porque estamos exultando todos juntos —cuidadores, paciente y familiares— por un bien que se ha hecho realidad. Lo veo mirar alrededor, sonriente, feliz de ver que hemos logrado dejarnos enredar… y con los corazones que ahora exultan por el regocijo de la curación de aquel paciente, por el alivio dibujado en el rostro de la mujer y del hijo… Al diablo la compostura profesional, que la señora me bese si quiere. Nos abrazamos. Salgo de su vida, al cabo de varios meses. Se alejan de mí. Ahora proseguirán solos… Es hora de que yo me dedique a otros.

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LAS FAMILIAS DE MIS PACIENTES UNO QUE HA DESMONTADO EL TECHO Sucedió un día que, mientras [Jesús] enseñaba, estaban también sentados fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todas las aldeas de Galilea, de Judea y de Jerusalén. La virtud del Señor estaba en él para curar. Y he aquí que unos hombres que traían en una camilla a un paralítico buscaban el modo de introducirlo y de situarlo ante él. No encontrando por dónde meterlo a causa del gentío, subieron al terrado y, desmontando la techumbre, le bajaron con la camilla y le pusieron delante de Jesús, en medio de la estancia. Viendo su fe, dijo: «Hombre, tus pecados te son perdonados». Los escribas y los fariseos comenzaron a murmurar diciendo: «¿Quién es este que así blasfema? ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?». Pero Jesús, conociendo sus razonamientos, respondió: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Te son perdonados tus pecados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados — dirigiéndose al paralítico, exclamó—: yo te digo, “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”». E inmediatamente se alzó delante de todos, tomó la camilla en que yacía y se fue a casa glorificando a Dios (Lc 5, 17-25).

A veces los familiares de nuestros pacientes son así: testarudos, obstinados, no hay manera de convencerles. En este pasaje del Evangelio se alaba «la fe» de los amigos del paralítico. Aunque se trate de un caso diferente, a mí me recuerda muchas situaciones en las que me he asombrado de la obstinación de determinados parientes. Desmontarían el consultorio, quizá el hospital entero. Llegan a las horas más absurdas y en el medio de transporte más curioso. Situaciones que hablan de dolor, de apego desesperado a la vida, de sacrificios increíbles. Recuerdo una mañana temprano, un señor con la ropa arrugada de quien ha viajado desde lejos, que me para en el vestíbulo y me pregunta por un determinado médico: «He traído a mi mujer». «A esta hora —le digo yo— no va a encontrar al doctor T.». «Aguardamos». «Pero su mujer ¿dónde está?». Me indica una furgoneta. Nos acercamos, descorre el portón. El vehículo está vacío y sucio. Pero sí, hay un colchón en el que yace la buena mujer, en un estado lamentable. Descubro que vienen de una región 20

del sur: un viaje de muchas horas, en esas condiciones, en busca de un diagnóstico y de una terapia. Pienso: he aquí uno que ha desmontado el techo, como en el Evangelio. Aquel hombre había conducido durante más de diez horas. A juzgar por el aspecto, viejo y malparado, la furgoneta no permitía una velocidad excesiva. Había emprendido un viaje largo, de noche, solo al volante. Pero ahora había llegado, a pesar del cansancio, y su mirada rebosaba de esperanza: el doctor T. vendría y resolvería todo. Como los amigos del paralítico, aquel marido se encontraba ahora allí porque lo había conseguido, cansado o no. No recuerdo cómo continuó el asunto, pero sí que metimos dentro del hospital a la señora, para que al menos tuviese una cama y un mínimo de comodidad mientras esperaban al médico. A veces nos fastidian los familiares de pacientes tan angustiosos, aprensivos y omnipresentes. No logras evitar que te paren, que te pregunten. Cuando la tía ya está curada, enseguida vienen a proponerte el problema de la abuela o del hijo. Si la fiebre ya ha bajado, helos aquí preguntándote por los motivos de la tos. Es difícil ser siempre cortés, calibrar las palabras para no suscitar falsas esperanzas, para hacerse entender con términos sencillos, para aquietar los ánimos. Es difícil mirarles como si fueran los portadores que están echando una mano al paralítico. Te señalan a su enfermo como persona importante, te lo ponen delante, tan valioso como es para toda la familia: te lo «bajan» a tus ojos, te obligan a mirarlo y a ocuparte de él. No puedes escaparte. Este episodio del paralítico bajado del techo lo refieren dos de los cuatro evangelistas (san Marcos y san Lucas): debe de haber un buen motivo, también para los médicos que leen… El paralítico queda curado, pero el texto dice claramente que Jesús interviene «viendo su fe»: la fe de los amigos, no la de aquel pobrecillo al que, tal vez, le aterrorizaba la idea de que lo bajaran del techo. Y no se equivocaba, si pensamos que se trataba de una maniobra arriesgada. Los familiares, los amigos, creen en Jesús y él, el enfermo, se fía de ellos y acepta embarcarse en la aventura. Ellos lo quieren sano y por eso están dispuestos a todo. Me gusta leerlo así: por una parte, una invitación a mirar con ojos siempre atentos a las personas que se nos presentan para que las curemos; por otra, una invitación a que seamos nosotros, los médicos, los que pongamos al paciente, con camilla y parentela, delante de Jesús. En la visión cristiana es normal que un médico hable con Dios de sus pacientes, que los ponga delante, en fila, con sus necesidades y las dudas diagnósticas y de pronóstico. Para mí rezar también es esto: hablar con Dios de lo que hago. En el fondo, es Dios quien nos confía a sus hijos para que los curemos. Él cuenta con nuestro trabajo. Hablar con Dios de mis pacientes me trae de nuevo a la realidad: no

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soy yo el protagonista del asunto: Dios es el Señor del tiempo y de la historia, Dios dirige la peripecia personal de ese enfermo. Yo solo soy un médico e intervengo en esa historia con toda mi ciencia y mis capacidades, que por desgracia tienen tantas limitaciones. Y, sin embargo, qué gran cosa: colaboro con Dios.

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LA INVESTIGACIÓN TRATAR SIEMPRE A LA PERSONA Habiendo entrado un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer, le estaban observando. Delante de él había un hidrópico. Dirigiéndose a los doctores de la ley y a los fariseos, dijo Jesús: «¿Es lícito curar en sábado o no?». Ellos guardaron silencio. Y, tomándole de la mano, lo curó y le despidió. Luego dijo: «¿Quién de vosotros, si un asno o un buey se le cae al pozo, no lo saca al instante en día de sábado?». Y no podían replicar a estas palabras (Lc 14, 1-6).

Digamos la verdad: era una trampa, habían invitado adrede al hidrópico, sabiendo que Jesús no se resistiría y lo curaría, infringiendo una vez más el descanso del sábado. Me gusta cómo cuenta san Lucas el acto de la curación milagrosa: Jesús toma de la mano al hidrópico, le sana, le despide. Se dedica totalmente a él. Los demás, que le han traído allí aposta, que le han usado como pretexto, desaparecen por un instante de la escena. El silencio ante la pregunta de Jesús («¿Es lícito curar en sábado o no?») se los traga. Se halla solo Jesús con aquel pobre hombre que estaría incómodo, consciente tal vez de que había sido instrumentalizado. Casi parece que Jesús lo trata con una solicitud especial para hacerle olvidar el comportamiento de los fariseos. Debe de ser realmente triste darte cuenta de que te han llevado allí únicamente para poner en aprietos a un maestro famoso, no porque estés mal desde hace tiempo ni esperen que te sane. Esta escena del Evangelio, y en particular la situación tan desagradable de este hombre hidrópico, me ha recordado la extraña sensación que tuve hace unos días, mientras explicaba a un paciente su posible participación en un estudio experimental. Tuve la repentina sensación de que aquel señor se encontraba allí como el hidrópico: «un caso más» en nuestro proyecto de investigación, ya que cada paciente enrolado supone un paso hacia el éxito. ¿El éxito del protocolo, o el éxito para aquella persona, para su vida? Noté ardiente dentro de mí el deseo de que el paciente no se sintiera «interesante» solo por ser útil para nuestro estudio. No es sencillo declarar: «Estoy pensando en su bien, querido señor, no en mis intereses de investigador». Incluso porque sería verdadero así: «Su bien y mi interés por la investigación en esta ocasión coinciden. No se sienta un conejillo de Indias, no estoy usando su enfermedad para mis fines. Al mirarle veo a un hombre que sufre, no un caso clínico». O quizá sea sencillo decirlo, pero eso no significa que se consiga transmitir eficazmente el mensaje. Cuando hablas de «investigación», a menudo aparece 23

un velo de desconfianza nada fácil de disipar. A veces me pregunto si en nuestro interior respetamos al paciente cuando es «objeto de nuestro estudio» y lo incluimos en un protocolo de investigación o lo presentamos a nuestros estudiantes como «caso ejemplar». En estos casos, el peligro está en robarle las connotaciones que lo hacen una persona única e irrepetible, para reducirlo a «un bonito caso». La objetividad que es indispensable para efectuar una seria investigación científica no puede hacernos olvidar que curamos personas. En este episodio, Jesús trata muy bien al hidrópico: se le acerca, le toma de la mano, «personaliza» la curación, cuando hubiera podido despachar la enfermedad con una frase dicha a distancia, sin levantarse siquiera de la mesa. Lo despide y, sin embargo, Él no es el amo de casa… ¿Lo haría para sacarle de la incomodidad, para recuperar la humanidad del contacto? El Evangelio no contiene detalles banales, transmitidos por casualidad. Cada detalle tiene su importancia y me agrada pensar que el evangelista recibió la inspiración de describir el comportamiento de Jesús tan pormenorizadamente para que nosotros siguiéramos el ejemplo. «Le tomó de la mano, le curó y le despidió». Jesús no sana de manera impersonal: antes establece una relación con la persona que está mal y después la cura. Un ciego viene sanado en dos fases, en el evangelio de Marcos (8, 22); Jesús se lo lleva aparte (también en este caso lo toma de la mano) y no lo cura delante de la gente: evidentemente, para aquella persona era el método mejor. También el sordomudo del que habla de nuevo san Marcos (7, 32) es llevado «aparte, lejos del gentío», para ser curado. La mujer que sufre hemorragias intenta solventarlas sin que Jesús mismo se percate («si logro tan solo tocar su manto, seré salva»), pero Él se da cuenta y la obliga a un coloquio personal. Jesús es el tipo de médico que busca la mirada del paciente para entablar una relación. No se limita a un saludo genérico porque «encuentra» a la persona. Toma de la mano a los pacientes, les acompaña, los conoce. A veces pienso en esta escena con el hidrópico cuando comienzo la actividad en el consultorio: Él no sería hoy uno de esos médicos que ni siquiera alzan los ojos de la pantalla del ordenador y con voz estentórea, sin levantarse de la silla, exclaman: «Que pase el siguiente». Jesús no quiere que yo me comporte así. Pero pienso también en esta escena evangélica cuando me encuentro pidiendo a un enfermo que se deje visitar por un estudiante: el paciente no es un «recurso» didáctico, ¡es una persona enferma! No puedo convertirlo en un sucedáneo del maniquí de la sala de simulación anatómica, usándolo para mis fines sin preocuparme de más. Desde las páginas de san Lucas, médico, la mirada perdida del hidrópico me impone

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no humillarle, sino saber encontrar explicaciones y motivaciones que hagan partícipe al paciente de la enseñanza clínica que ofrecemos a los estudiantes.

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VISITAS A DOMICILIO DEJAR TODO Y ACUDIR Llegó uno de los jefes de la sinagoga, de nombre Jairo, el cual, al verle, se echó a sus pies y le rogaba con insistencia: «Mi hijita está en las últimas; ven e imponle las manos para que se cure y viva». Jesús se fue con él. Una gran muchedumbre le seguía y le apretujaba. […] Aún estaba hablando cuando llegaron de la casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija ha muerto. ¿Por qué molestar más al Maestro?». Pero Jesús, oyendo lo que decían, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, ten solo fe». Y no permitió que nadie le siguiera aparte de Pedro, Santiago y Juan, hermano de Santiago. Llegados a la casa del jefe de la sinagoga, vio el alboroto y a las plañideras que lloraban y se lamentaban. Y entrando les dijo: «¿A qué este estrépito y este llanto? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él. Pero Él, echando a todos afuera, tomó consigo al padre y a la madre de la niña y a los que iban con Él, y entró donde estaba la niña. Y, tomándola de la mano, le dijo: «Talitha, qumi», que significa: «Niña, a ti te digo, ¡levántate!». De inmediato la niña se levantó y se puso a caminar; tenía doce años. Ellos quedaron presos de gran estupor. Jesús les encareció mucho que nadie supiera aquello y ordenó que diesen de comer a la niña (Mc 5, 22-24. 35-43).

Jesús estaba hablando, llega ese hombre, Jairo, que debía de traer un aire descompuesto. Interrumpe, es más, irrumpe. Creo que cualquier padre con una hija moribunda lo haría. Es una bellísima página del Evangelio. Jesús devuelve la vida a una niña… ¿Qué cosa más hermosa puede haber? ¿Qué otra cosa hay más alejada, queridos colegas, de nuestra experiencia? ¡Cuántas malas noticias hemos tenido que dar! ¡Cuántas veces hubiéramos deseado no estar presentes y no tener que entrar en aquella habitación! Hay en este episodio del Evangelio algunos elementos que me han hecho reflexionar sobre mi comportamiento como médico. En primer lugar, Jesús no duda en dejar todo y acudir. Este hecho de que Jesús fuese a casa de los enfermos me impresiona siempre, como impactó al centurión, que le hizo un razonamiento lógico: si tienes poder (y lo tienes), basta dar una orden, no hace falta presentarse personalmente en el sitio. Él, como centurión, actuaba así. San Mateo, en el capítulo 8 (5-14), lo cuenta 26

detalladamente. Creo que es la única vez en que Jesús no va a casa del enfermo para curarlo, sino que sana a distancia. Hoy no vamos casi nunca al hogar de nuestros pacientes. A menos que uno se ocupe de la asistencia domiciliaria, las visitas a las casas de los pacientes son raras. Jesús lo hacía, en cambio, y es interesante ver lo que los testigos nos cuentan de su modo de obrar. Ante una petición de ayuda, Jesús salta, se activa inmediatamente, deja lo que estaba haciendo. A veces le siguen todos aquellos con los que en ese momento se encuentra. Me apesadumbra la comparación entre Él y yo, ya que a veces respondo perezosamente ante una petición de ayuda. ¿Con qué derecho hago yo esperar a una persona que lo necesita? Según llega, Jesús se ocupa de los familiares, de las personas que se hallan en la casa. Tranquiliza, consuela, escucha. Luego se interesa por el enfermo. Pensaba en cuántas veces hemos considerado a los familiares un incordio, una presencia fastidiosa. Afortunadamente la mentalidad está poco a poco cambiando y van desapareciendo esos horarios de visita en el hospital tan estrictos y taxativos. Los pacientes pasan mucho tiempo solos a lo largo de la jornada… Nosotros, quizá, trabajamos en el servicio con más comodidad, pero siempre me pregunto si vale la pena mantener esta restricción. Otro pormenor del pasaje me da qué pensar: tanto en el relato de san Marcos como en el de san Lucas, Jesús llega a casa de Jairo y se encuentra el caos: flautistas que entonan música fúnebre, gente que llora, grita y se desespera. A mí me ha ocurrido numerosas veces ser reclamada en el servicio por un fallecimiento y, al llegar, tropezarme con parecida situación, o pasar a ver a un paciente moribundo y toparme con una docena de personas estacionadas dentro y fuera de la habitación: una llora, otra impreca, una tercera golpea con el puño la pared… Jesús no evita el encuentro, no se sale por la tangente. Podía, también aquí, curar a distancia y nos habríamos quedado sin la descripción de esta escena. No resulta fácil decidir si es mejor meterte sin más historias en tu despacho del servicio o entrar precisamente en aquella habitación, a pesar de todo. «No hay nada más que decir ni que hacer —comentaba un día un colega—. ¿Por qué entrar? ¿Qué quieres que diga a los parientes de alguien que está muriéndose?». Hay otro relato del Evangelio en el que Jesús afronta a parientes en lágrimas: cuando va a casa de Marta y María porque ha muerto Lázaro, su hermano y su amigo. Jesús hace lo que todos haríamos y hacemos: anima a contar qué ha ocurrido. Es tan humana esa frase que se escapa de la boca de María (Jn 11, 21): «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Jesús la deja hablar. Para mí estas frases del Evangelio son un estímulo a no ceder a la tentación de

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«desaparecer» cuando un paciente está agonizando. Cierto es que quizá no puedo intervenir por el lado terapéutico y sobre todo no puedo, a diferencia de Jesús, devolver la salud, la vida. Con todo, sí que puedo, como Él, desencadenar ese misterioso movimiento de solidaridad humana en el que no sirve que yo sea médico, sino únicamente que deje al descubierto mi ser mujer. Puedo escuchar, puedo captar cómo se expresa el afecto entre aquellas personas, un enriquecimiento de mi humanidad. Puedo decir que, si me necesitan, aquí estoy, me tienen ahí al lado, háganme llamar. Puedo decir que, si quieren, podemos rezar juntos, si son creyentes, o llamar también al capellán. En estos casos, habitualmente, vienen «después» a dar las gracias. Dar las gracias por nada, porque nada he hecho. Pero en cierto modo ahí estaba, y me ilusiona la idea de que por un momento he sido alguien de la familia. Y esto forma parte de los privilegios que tenemos los médicos.

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NOCHE DE GUARDIA DE UNO EN UNO Entrando Jesús en la casa de Pedro, vio a la suegra de este postrada en cama con fiebre. Le tomó la mano y la fiebre desapareció; y ella, levantándose, se puso a servirle. Ya atardecido, le trajeron muchos endemoniados y con su palabra expulsó a los espíritus y curó a todos los enfermos, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías: «Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias» (Mt 8, 14-17).

No sé si alguna vez lo has pensado, querido colega: en aquella época no existían los hospitales y mucho menos la guardia médica. Tener una persona enferma en casa suponía un disgusto no pequeño: las enfermedades eran auténticos misterios y se estaba bastante acostumbrado a la idea de morirse por una fiebre o por un ligero malestar, y tal vez en pocos días. Siempre he pensado que, si comentaron inmediatamente a Jesús lo de esta suegra, fue porque estaban realmente preocupados. Por lo que relatan los Evangelios se intuye que, nada más poner el Señor los pies en la casa, le plantearon el problema del día: la fiebre de una persona ya no tan joven. Imagino que, si era la suegra de Pedro, debía de tener más de cincuenta años, una edad considerable para aquella época. Le hablaron de inmediato porque la querían, espero. Y tener a uno como Jesús, que ya había curado a tantas personas, era un recurso maravilloso. Él la sana y ella se levanta y se pone a servirle… ¿No te recuerda este detalle a esas mujeres de cierta edad, de algunos pueblos sobre todo de provincias, que consideran normal preparar comidas para diez o más personas: hijos, nueras, cuñados, nietecitos? Aquellas mismas señoras que te preparan una cantidad enorme de lentejas o de arroz con huevos fritos, a la vez que han cocinado también la carne de ternera, las patatas al horno y, naturalmente, la tarta de postre…, y te miran como diciendo: «¿Y de qué te extrañas?». Verdaderas amas de casa, en el sentido de que son dueñas del arte de dirigir un hogar. La señora se pone en movimiento. Se intuye que la cena transcurre tranquila, pero la sobremesa es menos pacífica, al menos para Jesús. La noticia de la curación del ama de casa ha corrido rápidamente y a todos en el pueblo se les ocurre la misma idea: llevar a Jesús a sus enfermos. Esperan que sea ya de noche, para no llamar demasiado la atención, tal vez saben que el Maestro saldrá después 29

de la cena y… se los encontrará allí delante. Vete a saber qué programa tenía Jesús para esa noche, me da por pensar. Luego reflexiono: sabía que se estaban congregando… ¡No puedes pillarle de improviso! Me lo imagino a la puerta, mirando a toda aquella gente: los enfermos y los acompañantes. «Toda la ciudad se hallaba reunida a la puerta», escribe san Marcos. Comienza una noche de trabajo, diríamos nosotros… El Evangelio nos señala que Jesús curaba singulis manus imponens: uno por uno, no en masa, un enfermo cada vez. Le observo mientras escucha al interesado o a los familiares antes de imponerles las manos y despedirlos sonriendo. Imagino su modo de cortar por lo sano los agradecimientos, pasando a atender al siguiente. ¡Qué paciencia! Me ha vuelto a la mente la noche de guardia que me tocó hace unos meses. Cuando llegas, todo siempre parece tranquilo; luego, en cuanto cae la noche, comienzan las llamadas. Todos los médicos (¡y los enfermeros y enfermeras!) saben que al calor de las tinieblas florecen los síntomas: los dolores se agudizan, aparecen misteriosos hormigueos, calambres, palpitaciones, como si la luz los hubiese mantenido alejados y ahora pudieran salir del escondite. Aquella velada (que se hizo noche) de Jesús me recuerda ciertos turnos de guardia nocturnos. Desearía haberlos pasado así, «curando» a los pacientes… y, en cambio, no: han seguido tan enfermos como estaban. Pero se da una similitud entre esa acción de Jesús y la nuestra, cuando estamos de guardia en un hospital: llegan las llamadas, siempre hay un paciente al que conocer, evaluar, con el que hablar, uno cada vez, como Jesús mismo curaba. Poner cada vez el esmero que derrochaba Él… Sería bonito lograrlo y se puede, luchando contra el cansancio y, a veces, el sueño. Si me ocupo de un paciente cada vez, en ese momento estoy allí exclusivamente para él o para ella. Jesús pasa de un enfermo a otro, discierne los síntomas, escucha una historia más o menos larga de sufrimiento, manteniéndose concentrado en esa persona. A nosotros nos falta el final, la curación; pero toda la primera parte es igual y puede ser idéntica al modo de obrar del Señor. Delante de la casa de Pedro había uno aquejado de parálisis, otro con una lesión postraumática que le había dejado inhábil, un epiléptico, otro más que había contraído una extraña infección, y dos enfermos mentales… Yo, médico de guardia del siglo XXI, esta noche me he encontrado con un joven con fiebre, otro con dolores abdominales, el enfermo imaginario que no consigue coger el sueño e inventa síntomas inexistentes, aquel que tiene la presión alta a pesar de los medicamentos… Algún paciente me mira con desconfianza porque no soy un médico de ese servicio y nunca me ha visto. Quizá Jesús no tenía el problema de tener que ganarse la confianza del enfermo, o quizá sí: era conocido como rabí y como uno que hacía milagros, pero el

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enfermo, tal vez, no se había enterado de eso de primera mano y desconfiaba, tal como le ocurre a quien ya ha pasado por varias terapias. Cuando estoy de guardia, ahora pienso siempre que debo comportarme como Jesús aquella noche: visitar, o sea, ir a ver a los enfermos, uno por uno; ganarme su confianza y concentrarme bien para captar a fondo la situación clínica, leer con atención la historia clínica, tomar en serio los síntomas referidos. Luego tal vez decidiré que todo es fruto de la sugestión y que ese caso particular no necesita terapia alguna, pero mientras tanto me dedicaré a esa persona, por unos pocos minutos, como Él hacía: tomándola en serio e implicándome con todas mis capacidades. A veces, por la mañana, algún colega comenta que ha sido avisado «para nada»: intenta decir que el paciente no tenía nada orgánico, que no le servía un médico, sino mejor posiblemente tomar una manzanilla o recibir los mimos de su madre. Vuelvo a pensar en el pasaje del Evangelio y me convenzo de que también alguno de aquellos enfermos no padecía una dolencia orgánica, sino solo una manía o una fijación. La Escritura no nos dice que Jesús se haya inquietado o haya amonestado severamente a esos enfermos (que eran «seudoenfermos»). Le habían hecho perder el tiempo, pero no le da importancia: creo que es lo que llamamos «misericordia», una mezcla de paciencia y de profundo cariño, que sabe reconocer las miserias humanas, las comprende y las ahoga en esta afectuosa comprensión. Por lo demás, es tan «humano» sentirse mal sin padecer una enfermedad… No les sucede, en efecto, a los animales, sino solo nos pasa a nosotros, varones y mujeres. También el médico es un ser humano y le duele ser despertado en el corazón de la noche para descubrir a continuación que el paciente no tiene nada de importancia. Pero, después de leer este episodio del Evangelio y de hacer estas consideraciones, se me ha ocurrido pensar que a las tres de la noche, en aquel preciso momento, me encontraba ante una disyuntiva: podía enfadarme por una llamada tonta, inútil; o podía aprovechar una ocasión de contacto humano y salir de ahí conociéndome algo mejor a mí misma y a otras personas (la enfermera, el enfermo). Cabía concluir que el enfermo y la enfermera eran unos insensatos, o bien cabía decidir que Jesús me estaba proporcionando una ocasión de imitarle ocupándome de los demás a su manera. No resulta fácil elegir a las tres de la noche, pero tuve la impresión de que desde la puerta de la farmacia del servicio Él me miraba sonriente.

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LAS MANOS DEL MÉDICO TOCAR… EL CORAZÓN Cuando Jesús descendió del monte, una gran multitud le seguía. Y he aquí que vino un leproso y se postró ante Él diciendo: «Señor, si quieres, puedes sanarme». Y Jesús extendió la mano y le tocó diciendo: «Lo quiero, queda curado». E inmediatamente desapareció su lepra. Luego Jesús le dijo: «Está atento a no decírselo a nadie, sino ve a mostrarte al sacerdote y presenta la ofrenda prescrita por Moisés, para que les sirva de testimonio» (Mt 8, 1-4). Entonces vino a Él un leproso, que le suplicaba de rodillas y le decía: «Si quieres, puedes limpiarme». Movido a compasión, extendió la mano, le tocó y le dijo: «Quiero, sé limpio». Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Y, amonestándole severamente, le despidió diciendo: «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que Moisés ordenó, en testimonio para ellos». Pero él, al alejarse, comenzó a proclamar y a divulgar el suceso, de manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en una ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares desiertos, y allí venían a Él de todas partes (Mc 1, 40-45). Un día se encontraba Jesús en una ciudad y un hombre cubierto de lepra lo vio y se postró a sus pies rogándole: «Señor, si quieres, puedes sanarme». Extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: «Quiero, sé limpio». Y rápidamente le desapareció la lepra (Lc 5, 12-13).

Jesús «le tocó». El evangelista Lucas precisa que el leproso estaba «cubierto de lepra». Es como decir: Jesús tuvo la audacia de tocarlo. Probablemente estaba llagado y quizá ya mutilado en las orejas, en la nariz… La lepra convertía al enfermo en impuro y obligaba a retirarse fuera de lugar habitado: una norma sin duda comprensible y sensata, dirigida a controlar el contagio. Tocar a un leproso volvía impuros, y he aquí que Jesús una vez más va contracorriente y no se preocupa de llevar a cabo un gesto clamoroso. Cura al leproso, pero de un modo escandaloso: le toca. Este episodio del Evangelio me ha hecho pensar en muchos pacientes que he conocido. Enfermos sucios, desaliñados, decididamente repugnantes; unas veces llegan a urgencias, y otras te los encuentras en el pasillo o en una habitación del servicio y el primer comentario siempre es: «¿Cómo lo lavamos?»…, y ninguno quiere ser el primero 32

en visitarles. Pero en ocasiones tampoco los pacientes más «normales» invitan al contacto físico por muchos motivos. Hace años, una amiga mía me comentó que era entusiasta de un determinado médico «porque te toca, te toma la mano, se ve que el enfermo no le da náuseas». Me quedé algo desconcertada: ¿cómo era posible que se dijera que a un médico los pacientes le den náuseas? Era yo una joven médico, y con el tiempo he tenido que constatar que en ocasiones de nuestro modo de hacer se trasluce una cierta repugnancia. Es humano, comprensible; pero después de aquella confidencia siempre he esperado que mi cara no traicione el nudo que tengo en mi estómago. Jesús es perfecto hombre: quién sabe qué sentimientos tenía dentro mientras aquel leproso, aquel hombre «cubierto de lepra», le pedía el milagro. Este pasaje del Evangelio me recuerda una frase que he encontrado en una oración del médico, uno de esos tarjetones que encuentras en las librerías. En cierto momento, el autor pone en boca del médico esta petición al Señor: «Dame tus maneras de delicadeza y buena educación». Sorprendente, ¿no? Palabras que hacen reflexionar, querido colega, sobre nuestras maneras de tratar al paciente. Delicadeza y buena educación. Si Tú, Jesús, te encontraras en mi abarrotada consulta, ¿cómo te comportarías? Si estuvieras presente cuando hago la ronda de visitas, por la mañana y después de comer, ¿estarías contento de cómo me desempeño o me harías alguna corrección? No siempre estoy en forma, no siempre estoy serena, lo admito. En el Evangelio parece captarse a veces que perdías la paciencia con los apóstoles, pero debo decir que con los enfermos y con sus familiares eras siempre paciente. Hay un pasaje del evangelio de san Marcos, en el capítulo 9, en el que Jesús cura a un muchacho epiléptico y, hablando con el papá, parece que le haga el historial clínico: «¿Desde cuándo le ocurre esto?». Y el padre del chico inicia un doloroso relato. También en otras ocasiones Jesús se muestra siempre muy comprensivo y atento con los familiares del enfermo: me enternece la anotación del evangelista Lucas, que precisa que Jesús reclama de la muerte al hijo de la viuda de Naín y se lo devuelve a la madre: lo toma del féretro y lo pone en sus brazos.

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EJERCICIO DE HUMILDAD COSAS QUE ESCAPAN AL CONTROL Entonces una mujer que padecía flujo de sangre desde doce años atrás y había sufrido grandemente por parte de muchos médicos, gastando todos sus haberes sin provecho alguno, sino yendo de mal en peor, habiendo oído hablar de Jesús, vino entre el gentío por detrás de él y le tocó el vestido. Pues se decía: «Si consigo tan solo tocar su manto, seré curada». Y al punto se le secó el flujo de sangre, y sintió en su cuerpo que estaba sanada de aquel mal. Pero de inmediato Jesús, notando la virtud que había salido de él, se volvió a la multitud y dijo: «¿Quién me ha tocado el manto?». Los discípulos le dijeron: «Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: ¿quién me ha tocado?». Y echó una mirada en derredor para ver a la que lo había hecho. Y la mujer, atemorizada y temblorosa, sabiendo lo que le había acontecido, se llegó y, puesta de rodillas, le declaró toda la verdad. Jesús respondió: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu mal» (Mc 5, 25-34).

«Había sufrido grandemente por parte de muchos médicos, gastando todos sus haberes sin provecho alguno, sino yendo de mal en peor». Cada vez que escucho este pasaje del Evangelio siento escalofríos. Me he preguntado por qué el Señor quiso que quedaran estas palabras: ¿por qué permitir que durante siglos y milenios se lea esta frase que lleva a pensar en un episodio de «mala praxis médica»? No me consuela el hecho de que la medicina practicada en la época de Cristo era muy primitiva. Y no me consuela porque estas frases hacen que afloren recuerdos, aún recientes, de pacientes que he tratado sin éxito. Creo, querido colega, que ningún médico puede decir: «a mí nunca me ha sucedido». Hiciste todo lo que sabías hacer, lo que la ciencia reciente te sugería o te imponía por la evidencia de los resultados, pero esa vez los resultados no llegaron. A pesar de un diagnóstico razonablemente seguro, a pesar de una terapia bien prescrita y bien aplicada, la dolencia se mantiene ahí. Y tú, como médico, te dices que en conciencia has hecho todo lo posible; te enfada constatar que la naturaleza va por su camino y tú no consigues convencerla de que te haga caso. A veces son situaciones graves, tumores que escapan a nuestro control. «La enfermedad está bajo control»: qué tranquilizadora suena esta frase y en cuántas ocasiones se revela embustera… A veces son síndromes con síntomas incontrolables, nada grave en cuanto a la supervivencia del paciente, pero sí situaciones dificilísimas para 34

la «calidad de vida». Tal vez Dios ha querido que esta frase permanezca allí, en el evangelio de san Marcos, para recordarnos que solo somos médicos: no dominamos la situación, no damos órdenes a la naturaleza. Sin duda, somos expertos que pueden interferir en el curso de los acontecimientos y obtener beneficios; en algunas circunstancias conseguimos que la enfermedad desaparezca, es cierto. Pero, si examinamos a fondo los hechos, no podemos decir que llevemos nosotros en la mano el bastón de mando. Esta humildad, que nos viene impuesta cuando un paciente está mal a pesar de todos nuestros esfuerzos intelectuales y prácticos, nos viene bien. Nos recuerda nuestro puesto de criaturas entre las criaturas, en caso de que estemos incubando la terrible enfermedad que aflige a muchos médicos: un delirio de omnipotencia que tiene manifestaciones, digámoslo, más bien ridículas. Acaso Jesús ha querido que, leyendo el Evangelio, vuelva a abrirse, si es que alguna vez intentara cicatrizar, esa herida que todos los médicos hemos padecido cuando por vez primera ha muerto un paciente nuestro, pese a todas las atenciones posibles. Tal vez también los familiares nos han mirado como sintiéndose traicionados: confiaban en nosotros y en la Medicina y, en cambio, la enfermedad ha seguido su curso. Jesús cura instantáneamente a una pobre mujer y lo hace de un modo desacostumbrado: mientras que en otros pasajes del Evangelio se entretiene con el enfermo, le toca, le impone las manos, en fin, obra de una manera enteramente voluntaria, aquí es distinto. Parece una curación «robada», como si Él no tuviese intención de curar a aquella enferma. Jesús se vuelve y busca a la persona que ha recibido aquella virtud sanadora, como si Él mismo no supiera lo que ha sucedido. Dios es omnisciente, se aprende en el catecismo. Sabía, pues, que aquella señora lo seguía y con qué intención. Juan dice en su evangelio que Jesús sabe lo que hay dentro de todo hombre, no necesita recibir informaciones sobre alguien porque las tiene de primera mano. Entonces, ¿por qué esta escena y, además, en medio de un montón de gente? Este episodio puede decirnos a los médicos que hay pacientes que no se hacen notar, que se mueven con cautela, que no se atreven a entablar una relación con el médico, al que quizá ven como una persona de cultura superior y distante. Es fácil en ciertas situaciones caer en el paternalismo, sentirnos poderosos y gestores de la vida ajena. El paciente confía, no se atreve, a veces parece que no quiere ser un interlocutor, sino únicamente un objeto pasivo de nuestros cuidados. Nos corresponde a nosotros hacer como hizo Jesús: no aceptar un contacto tan frío, sino adelantarnos para acoger a ese paciente tan esquivo y conseguir que nos cuente su historia. El caso clínico ya estaba resuelto y, en el fondo, también podía quedar así. Sin embargo, Jesús dedica tiempo a aquella mujer, pregunta por ella, la escucha, quiere

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mirarla a los ojos y que ella le mire a los suyos. La mujer deseaba solamente la curación, pero Jesús impone un contacto humano que completa el acto del milagro físico. A nosotros no se nos ha dado despedir al paciente diciéndole: «tu fe te ha salvado». Sin embargo, pienso que Jesús nos pide que no tratemos a las personas con modos asimilables a una cadena de montaje. Aun cuando haya mucho trabajo. Pienso en ciertas consultas tan abarrotadas…, o cuando estamos reclutando pacientes para un protocolo experimental y hay peligro de considerar al paciente exclusivamente como «un caso» en el camino de la investigación científica. El contacto humano, hondamente humano, nos salva del delirio de omnipotencia y de la frigidez del trato médico-paciente. Y de algún modo, poco a poco, incluso nos vacuna contra este temible mal, impidiéndonos generar relaciones superficiales y asépticas.

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ECHANDO CUENTAS UNA OPCIÓN DEL CORAZÓN Querido colega, querida colega. No sé si estas páginas te habrán ayudado a considerar el Evangelio un libro muy importante para tu vida cotidiana, un libro en el que encontrar inspiración y alimento para vivir día tras día la profesión de médico; entiendo que de «médico cristiano coherente». A veces, cuando se habla de fe cristiana y medicina, nos limitamos a pensar en algunos asuntos muy importantes, encendidos y de gran actualidad, en los que la conciencia del médico es puesta a dura prueba y sobre los cuales el magisterio de la Iglesia católica ha manifestado su enseñanza. A mí me parece que, para un médico, ser cristiano es mucho más que la cuestión del respeto a la vida o la objeción de conciencia. Entendámonos, son temas fundamentales y que también yo he de afrontar a menudo, de modo muy concreto y, a veces, con dificultades para hacerme entender por pacientes y colegas. Ser cristiana y ser médico significa para mí, ante todo, una actitud constante, de cada instante, de cada acción: instantes y acciones en los que mi fe me pide coherencia. La fe no te deja vivir como «todos los demás», que quizá no tienen fe o la consideran un elemento marginal de la existencia. Si Jesús resucitó, nada es ya como antes. Resulta muy interesante, para nosotros los médicos, leer lo que el papa Benedicto XVI escribió sobre la resurrección: no es una reanimación, como tantas que vemos gracias a la tecnología y a los progresos de la medicina; tampoco es siquiera como los milagros que Jesús mismo hizo, porque la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín y el mismo Lázaro fueron resucitados, sí, pero después murieron como todos sus contemporáneos… En cambio, Jesús resucitó en el sentido de que está vivo y ya no puede morir. Se trata de un modo de vivir que no conocemos más que por lo que Él mismo nos ha dicho. Jesús resucitó y nuestra fe se nutre de esta certeza, y mi ser y tu ser médico no puede dejar de ser «arrollado» por esta certeza. Seguiremos curando enfermos, como hasta ahora hemos hecho, pero con un ánimo diferente, porque sabemos que hay una vida eterna, que aquel a quien hoy tengo delante es hijo de Dios y que Dios mismo me está pidiendo que cuide y cure a este hijo suyo enfermo. Por otra parte, trabajar como médico sabiéndose hijo de Dios también es muy distinto: «Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo… ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, “engallado” el cuerpo y soberbio por dentro… ¡hijo de Dios!» (san 37

Josemaría Escrivá, Camino, 274). Un hijo de Dios lucha por redactar recetas legibles, desmontando el mito de la grafía ilegible de los médicos. Lo hace porque es un acto de respeto y de espíritu de servicio al paciente, que no correrá el riesgo de tomar el medicamento equivocado por errores de interpretación de la escritura, y también al farmacéutico, que no debería devanarse los sesos leyendo nuestros garabatos. Un médico cristiano es uno que cultiva la paciencia, la afabilidad y la cortesía, que estudia con constancia para estar al día, que busca ocasiones de colaborar con todos. Es también uno que se siente acompañado (y se sabe acompañado, con certeza de fe) por la mirada de Dios mientras entra en una casa para hacer una visita domiciliaria, mientras pincha un absceso, mientras presta atención al dramático relato de un cólico renal, mientras escucha los sonidos cardíacos. Y es uno que pide ayuda a Dios cuando va a formular ciertos diagnósticos y que a veces admite, en paz con su propia conciencia, que no hay otra cosa que hacer más que rezar y acompañar a aquel paciente y a sus familiares durante el tiempo que le resta de vida. Un médico cristiano debe tener muy claras las nociones científicas que corresponden a la vida y a la actividad desempeñada. Ahora bien, la conciencia de ser hijo de Dios, de poder hacer el bien y de poder hacerse santo mediante la profesión de médico está siempre presente y colma la vida personal, además de la profesional, de una gran felicidad.

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Índice Prólogo de Joaquín Navarro-Valls Introducción. Desde hace muchos años soy médico En la sala de espera. Bajo aquellos pórticos En el pasillo del servicio. Mantener el corazón abierto Al final del turno. No has descansado nada Fuera de hora. Dejarse enredar Las familias de mis pacientes. Uno que ha desmontado el techo La investigación. Tratar siempre a la persona Visitas a domicilio. Dejar todo y acudir Noche de guardia. De uno en uno Las manos del médico. Tocar… el corazón Ejercicio de humildad. Cosas que escapan al control Echando cuentas. Una opción del corazón

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Índice Prólogo de Joaquín Navarro-Valls Introducción. Desde hace muchos años soy médico En la sala de espera. Bajo aquellos pórticos En el pasillo del servicio. Mantener el corazón abierto Al final del turno. No has descansado nada Fuera de hora. Dejarse enredar Las familias de mis pacientes. Uno que ha desmontado el techo La investigación. Tratar siempre a la persona Visitas a domicilio. Dejar todo y acudir Noche de guardia. De uno en uno Las manos del médico. Tocar... el corazón Ejercicio de humildad. Cosas que escapan al control Echando cuentas. Una opción del corazón Índice

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