Martin Descalzo Jose Luis Siempre Es Viernes Santo

April 2, 2017 | Author: JCLDC | Category: N/A
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SIEMPRE ES VIERNES SANT(

J. L. MARTIN DESCALZO

JOSÉ LUIS MARTIN DESCALZO

HINNENI

SIEMPRE ES VIERNES SANTO

28

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA 1963

Í N D I C E Pjgs NADA

OBSTA

FÍ1 Ceasor, EOU,\RDO SÁNCHEZ, Canónigo Magistral

Pórtico

9

No sólo de Palmus vive el cristianismo .

Vaíladolid, 9 marzo 196?

PUEDE IMPRIMIRSE

Treinta monedas

45 67

El otro Viernes

Por mandato de Su Excia. Rvdma.

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Las cosas tuvieron miedo

Lie. RAMÓN HESNÁNDFZ, Canónigo, Cnnc Srio

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El grito

Núm Registro SA 324-6?.

Printed in Spaiti

Depósito le gil: B. 751o -1963 — imprenta Altes, S. L., Barcelona

. 133 157

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. 165

El hombre que se olvidaba de creer .

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. 171

Fina!

i propiedad

81

113

Siete Palabras para siete mil dolores .

No enterréis todavía a la esperanza

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103

Quinto Evangelio

Ediciones $igu?mr

13 29

Páginas de! diario de Ja Virgen

i JOSÉ, Arzobispo de V a l l a d e a

(fc)

.

Los once testigos

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PÓRTICO Fue el Viernes Santo de 1937. Yo tenía por entonces siete años y fui con mi madre, como siempre, a la procesión. Aquel año fue triste. Un mi ciudad había pocos hombres porque toda la gente joven se había ido al frente, y, al parecer, los que quedaban en la población tenían bastante que sufrir con la guerra para ir a ver más dolor en los «pasos» de Semana Santa. Pero la procesión salió a pesar de todo. Recuerdo que la tarde era plomiza y el cielo estaba tenso como si tratara de acompañar con su tristeza a todos los rostros. A mi lado mi madre rezaba, y yo noté que estaba más nerviosa que nunca. Quizá porque en la figura de Jesús muerto veía retratado a mi hermano que estaba ahora en el frente. Yo me aburría un poco. Aquellos días todo era hablamos de la Pasión del Señor: en el colegio, en las interminables funciones de iglesia, hasta en la radio que en mi ciudad funcionaba casi normalmente a pesar de la guerra. Además, la procesión «me la sabía» de otros años. Siempre lo mismo. Y con tantos pasos «repetidos»... Vírgenes, Vírgenes, Vírgenes, Cristos en cruz... Volvíamos hacia casa y mi madre parecía más mimosa que nunca, me llevaba cogido del brazo o me I

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pasaba la mano por encima del cuello. Yo iba cansado, con ganas sólo de dormir, porque habíamos estado casi dos horas de pie viendo desfilar los pasos. Me quedé cortado cuando, al entrar en nuestra calle, mi madre me soltó gritando: — ¡Hijo! —exclamó y, dejándome atrás, echó a correr hacia casa. Yo no comprendí lo que pasaba. Vi sólo que mi madre corría y se había olvidado por completo de mí. Vi entonces un coche parado ante nuestra casa y pensé por un momento que había vuelto mi hermano. Yero en seguida me di cuenta de que el coche era una ambulancia. También yo sentí miedo entonces. Y corrí. Como un loco. Cuando llegué a la ambulancia vi que sacaban una camilla y que una mujer, que no era mi madre, gritaba sobre el cuerpo sangrante. Tardé unos minutos en reconocer a Manolo. Tenía vacío el cuenco del ojo derecho y como si la frente estuviera separada del resto d,el rostro por una ancha grieta. Mi madre me apartó para que no viera aquello y los camilleros entraron en el portal y se perdieron escalera arriba seguidos por la madre de Manolo que aullaba. Mi madre me abrazó en el portal y oímos la puerta del primer piso cerrándose, y, aún cerrada, seguimos oyendo los gritos de la vecina. — ¿Estaba muerto? —pregunté. — Sí —dijo mi madre.

vecina. Yo tardé mucho en dormirme. A través de mi pared me llegaban gritos que estallaban a golpes, como oleadas. Recordé a Manolo y a su perro lobo. Manolo era buen amigo mío. Me había prometido llevarme a cazar con él cuando fuera mayor, y los domingos yo les miraba partir de caza, como si él y sus amigos fueran dioses invencibles con tantas cartucheras y escopetas. Se me hacía difícil recordar la cara de Manolo muerto. Le había visto sólo un segundo y estaba tan desfigurado... Hice un esfuerzo y el rostro empezó a surgir ante mí en la oscuridad. Vi la frente ensangrentada y el pelo rojo y húmedo. La sangre coagulada pintaba un gran manchón sobre uno de los ojos. Pero... ¿el rostro que me estaba imaginando era el de Manolo o el de los Cristos muertos que hacía unas horas había visto en la procesión? ¿Por qué se parecían tanto? ¿Acaso todos los muertos eran iguales? Sentí unos grandes deseos de comprobarlo y eché a un lado las mantas y la sábana. Pero no me atreví. Seguro que no me dejarían verlo. Y tuve que contentarme con recordarlo desde la cama, oyendo cada vez más débiles los gritos de la casa de los vecinos. Así entré en el sueño, y en él vi cómo al día siguiente repetíamos la procesión, pero ahora ya no iban en los «pasos» Jesús y María, sino Manolo y su madre, y las figuras ya no eran de madera sino de carne y sangre.

Me hicieron cenar de prisa y me acostaron. Los demás pasaron al piso de enfrente para consolar a la

A la mañana siguiente mi madre me despertó acariciándome. Yo pregunté:

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— ¿Murió Manolo? — Sí. Y yo añadí: — Se parecía a Cristo, ¿verdad, mamá? Y ella contestó: — Sí. Nos parecemos todos. De mayor he recordado muchas veces esta escena. Porque aquel día comprendí por vez primera que no era cierto que Cristo muriese «en aquel tiempo», que Judas vendiese hace 20 siglos, que Pílalos se lavase las manos siendo emperador César Augusto. Comprendí que a Pilotos, a Herodes, a Caifas, te los encuentras todos los días y en cualquier calle del mundo, y que, si uno vive con los ojos abiertos, ve brotar calvarios en cualquier esquina, a todas horas. Comprendí hasta qué punto es verdad que «.Cristo continúa en agonía hasta el fin de los siglos» y hasta dónde los hombres «completamos en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo». Ya desde entonces sentí la necesidad de contar esto: que nada sucedió «en aquel tiempo». Que todo sucedió ayer, Hoy. Porque siempre es Viernes Santo.

NO SÓLO DE PALMAS VIVE EL CRISTIANISMO 12

E

rase que se era... una ciudad cristiana y divertida. Todo en ella era suave y luminoso. Por algo era cristiana y divertida. Los domingos amanecían como escogidos para ser buenos días. Un limpio sol caía sobre sus limpias calles y los habitantes de esta ciudad se levantaban con la alegría de comprobar que eran buenos. A la mañana se llenaban las iglesias y a la tarde los estadios, a la mañana las muchachas subían al santuario de la Virgen y a la tarde bajaban a las cafeterías, y, si en la mañana del lunes los labios estaban secos y un poco amargos de la resaca, la mañana del domingo era siempre clara y en todos los labios había el fresco sabor de la fruta dominguera. Esta ciudad no conocía el dolor ni la tristeza. Los suburbios, prudentemente alejados, no enturbiaban los corazones más allá de lo necesario. La sonrisa, la crítica constructiva, el optimismo eran las tres banderas que ondeaban en todos los edificios públicos, en la prensa, en las organizaciones. Dios bendecía comercialmente a la ciudad, «estaba» con los buenos. Seguramente, incluso, Él bajaba de vez en cuando a pasearse por el magnífico parque ciudadano, digno émulo del viejo paraíso. Discursos 15

oficiales, niños de primera comunión, finales de ejercicios, juegos florales eran los dulces frutos que cada domingo anunciaban los periódicos. «Cada domingo» en la ciudad cristiana y divertida, era igual al anterior y como el siguiente. ¿O realmente eran un solo domingo? Quizá sí, quizás la ciudad cristiana y divertida había logrado inmovilizar el reloj, detenerlo en un perpetuo e inacabable Domingo de Ramos. Sí, así era, así fue el día que nuestro caminante llegó a esta ciudad. Había amanecido bonito. El sol había sacado su sol de los domingos y las calles vibraban como en fiesta. Hombres, mujeres, niños, desfilaban por ellas, dispuestos ya a aplaudir el dulce Jesús. Aplaudir era hermoso: ensanchaba el corazón, uno se sentía generoso y magnánimo al hacerlo. Jesús, por el camino, hablaba de cruz y dolor. Pero el Viernes Santo estaba siempre infinitamente lejos para los hombres de la ciudad cristiana y divertida. ¿Cruz? ¿Por qué hablar de cruz cuando esta ciudad había logrado vivir en un perenne Domingo de Ramos? Era la palma quien allí triunfaba, no la cruz. Y la palma es esbelta, brillante, casi de oro. Un agitar de palmas es como un brotar de surtidores. Es decir: algo alegre. ¿Por qué hablar entonces de cruz? No. Ellos aplaudirían. Los hombres de la ciudad cristiana y divertida eran sinceros al pensar así. En algún rincón de sus almas Jesús tenía sitio, sólo un sitio, no demasiado grande siquiera, pero un sitio. Nadie podría decir que las puertas estuvieran cerradas. Amaban a Jesús. Sólo 16

hacía falta que alguien comenzara a aplaudir para que todos le siguieran entusiastas. Bien es verdad que si alguien se subía a la cima de este Domingo de Ramos podía divisar el Viernes acercándose, un Viernes que venía implacable sin que los aplausos pudieran detenerlo. Más aún: atraído por ellos. Pero nadie pensaba esto en la ciudad. Un domingo es un domingo y hay que apurarlo hasta el fondo. Quizá podían llegar a pensar en el lunes o en el martes. Pero... ¿quién iba a pensar durante la alegría del domingo en lo que el viernes pudiera suceder? Si el lunes había problema en los suburbios, organizarían una hermosa caridad. Si el martes había huelgas en las fábricas, construirían un hermoso andamiaje jurídico para detenerlas. Si el miércoles el dolor acumulado estallaba, comenzarían todos a estudiar la carrera de mártires. Pero todo esto eran los malos pensamientos de la noche del sábado. El domingo no era viernes, evidentemente. El domingo era día de aplaudir. Y los hombres de la ciudad cristiana y divertida cumplían con su oficio: aplaudían. Felices. Felices. Bajo el sol. Bajo aquel maravilloso domingo que les había sido dado.

MIGUEL1N Miguelín estaba vestido de blanco. «Será el día más feliz de tu vida» le había explicado su madre. Él también lo creía así. Mamá le había despertado 17 a

con más besos que nunca y él, al mirarse ahora en el espejo, se encontraba como si fuera otro niño distinto del de los demás días. — Vamos, hijo, o llegaremos tarde. Sus compañeros estaban ya allí cuando llegó. La iglesia estallaba de luces y la madre Luisa corría de uno a otro, mirándoles, admirándoles. El comulgatorio rebosaba de tules y azucenas. Cantaba el órgano, y cantaba toda la iglesia restallante de luces. Ellos estaban allí: los catorce pequeños, con los catorce trajes blancos, con los catorce diminutos corazones soñando santidad. Llevaba cada uno una vela en la mano, una vela blanca, rizada. Al resbalar la cera por entre los rizos no era como una lágrima triste, sino como un juego, como un pequeño río que fuera jugando a los obstáculos. Nada, nada era triste en la mañana del domingo. Las palmas que adornaban el altar se doblaban alegres como cascadas de oro. Cuando don Luis se volvió hacia ellos, antes de la comunión, sintió que su alma se poblaba de gozo: ¿Qué más alegría que dar catorce alegrías a catorce ángeles? Comenzó a hablar: «Hijos míos, que vuestras almas estén siempre tan limpias como hoy...» Se interrumpió entonces. Algo le había golpeado en el pecho. Le parecía que estaba viendo ya el mañana. Que alguien le estaba contando la historia de los catorce ángeles veinte años después. Y, de pronto, los aplausos, las palmas, el Domingo de Ramos — no supo por qué— comenzaron a olerle a Viernes Santo. 18

MANOLO Sí, aquellos sermones le gustaban a él. Parece que la Iglesia comenzaba a ponerse «a tono». El problema del mundo era un problema de justicia y los curas llevaban siglos obstinándose en repetir el Evangelio. Sabíamos de sobra lo de la samaritana y lo del hijo de la viuda de Naím. Lo importante era desenmascarar a los fariseos, a los que se decían cristianos y luego explotaban a todo el mundo. Sí, decididamente a Manolo le gustaba aquel nuevo tipo de sermones. Llabía que reconocer que la «Mater et Magistra» había venido bien. Los curas habían empezado a estudiar problemas económicos y sociales y ese era un buen camino para arreglar el mundo. Mientras hubiera cristianos como su patrón no había nada que hacer. Y presumía de católico el muy... Ahora al menos sabría a qué atenerse. No se puede servir a dos señores y ya estaba bien de encadenar a Dios con don dinero. Aquellos sermones estaban bien, valían un buen aplauso. A la puerta de la iglesia vendían palmas para la procesión del mediodía. Manolo se acordó de lo del año anterior, cuando a su chico le dio la perra de tener una palma grande. ¿Por qué los hijos de los pobres tenían que llevar pequeños ramos de olivos y los de los ricos preciosas, maravillosas palmas? Una palma costaba un ojo de la cara. Seguro que hoy a su chico se le volvía a antojar la cosa como el año pasado. Rellenó su quiniela. ¡Qué distinto iba a ser 19

todo si hubiera un poquillo de suerte! Casi dos millones habían tocado la semana pasada a los de catorce. Con dos millones... Se acabó el trabajar, se acabó el estar sometido, se acabó el... Sí, esa era la verdad, el mundo no se arreglaba con sermones ni con encíclicas. El que tenía suerte la tenía, los demás se arrascaban. Una quiniela, eso sí, esa sí era solución. Preguntó: — Oye, Pepe, ¿el Viernes Santo no se trabaja más que por la mañana, verdad?

DOÑA LUZ ¿Quién inventaría esto de aplaudir? A quién se le ocurriría por primera vez? Era un hermoso hallazgo. Ella lo había comprobado aquel mediodía. Cuando todo el teatro aplaudía era como si se hiciera más íntimo y verdadero. Los aplausos caldeaban el ambiente y lo ponían a tono. Doña Luz había tenido miedo a que los Juegos Florales no resultasen. ¿Se venderían las entradas? Sí, se habían vendido. ¿Irían bien vestidos los del patio de butacas? Sí, mucho más de lo que ella esperaba, parecía que toda la ciudad hubiera estrenado aquel día. Pero doña Luz no estuvo tranquila hasta que no estallaron los aplausos. Entonces, sí, se rompió la frialdad, todo el teatro se puso en pie y se convirtió en palmas hacia el señor obispo. Doña Luz respiró: aquello «estaba». 20

Luego todo fue ya rodando y a los aplausos sucedieron los aplausos. Los cosechó Rosalía en la presentación, y el poeta vencedor de los Juegos, y la orquesta de cámara de la ciudad, y el coro femenino de las jóvenes de la asociación. ¿Y cuando la reina puso su corona a los pies de la Virgen? Aquello sí que fue bonito. Doña Luz no lo va a olvidar en muchos años: todo el teatro puesto en pie, todos sonrientes, todos aplaudiendo. Y el señor obispo estuvo como nunca. Era un hombre magnífico hablando de la Virgen, y doña Luz revivió en aquel momento tantas fechas hermosas de la historia de la asociación. Al final hubo vivas, aplausos, hosannas. El disgusto vino luego, cuando al llegar a casa se encontró todo sin hacer, precisamente en aquel día que comían en su casa todas las directivas. Es que no se movían aquellas chicas cuando no estaba ella en casa... Seguro que habían estado toda la mañana charlando por teléfono con sus novios. Y, cuando «tuvo» que enfadarse, los aplausos del teatro le sonaron lejanos, lejanos.

DON

GABRIEL

— Sí, de ejercicios siempre se sale así. Luego viene la vida con la rebaja. Acuérdate de lo de Albornoz. Tanto oír hablar de los cortijos para arriba, los cortijos para abajo, decidió arreglar el suyo. ¿Viste cómo le quedó? Precioso, con unas casas blancas que daba 21

gusto verlas. Con cine, con bar. Y luego, ya ves: llega el día de la inauguración y los obreros se le marchan al pueblo por la tarde y le dicen que de casas nada, que ellos prefieren andar seis kilómetros a la noche y seis a la mañana pero dormir en sus pueblos. ¿Dormir? No, lo que es que están hechos a lo que están hechos y las cosas no se cambian tan fácil. La mañana del domingo seguía desenrollándose. Don Gabriel había salido de ejercicios la noche anterior. Ahora, ante el café humeante, oía a su primo Ricardo, un poco desconcertado aún. El padre les había dicho: — Y no piensen que en lo social las reformas se hacen en un día. Son muchos siglos sin hacer reformas y las primeras forzosamente han de salir a medias. ¿O qué: quieren ustedes lograr cambiar a sus obreros en un día cuando la Iglesia no ha logrado cambiarles a ustedes en siglos?, ¿quieren lograr lo que ni Cristo logró? Pero su primo Ricardo veía de otro modo las cosas: — En ejercicios todo es fácil. Luego la vida enseña que los cambios sólo logran empeorar las cosas. En la última plática el padre había dicho: •—Mañana es Domingo de Ramos y será Domingo de Ramos para ustedes. Pero llegará el Viernes. Y no triunfa el que pasa un bonito Domingo sino el que cruza con coraje la raya del Viernes. Soñar es más fácil que hacer, pero hacer es lo que salva al mundo y al hombre. 22

Don Gabriel lo comprendía bien. Se llevó a los labios el café. Estaba amargo. Removió el azúcar depositado en el fondo. — No endulcen ustedes demasiado el cristianismo — había dicho el padre—. Un cristianismo empalagoso no es cristianismo. Sobre todo cuando se tiene •—como tiene su clase social— contraída una deuda de siglos. Entró Mari Cris: — Papá, papá: mira que palma más bonita tengo. Fuera hacía sol. Un sol magnífico de Domingo de Ramos.

PEPE Y

MARISA

— Mira, hoy tenemos que arreglar el paso de los de la cofradía. Te iré a buscar hacia las doce y media, ¿te parece? — Sí, pero no seas pelma y te retrases luego. Además estreno, ¿sabes? Pepe estaba contento. Las cosas iban encarrilándose. Les había venido bien aquella cuaresma y los ejercicios, porque tal y como iban las cosas... «Tenía razón el cura con lo de que el noviazgo es una pendiente. Te embalas y...» Pero ahora todo iría mejor. Ya habían pasado la etapa de la tontunería y ahora todo marcharía más en serio. Basta de jugar al noviazgo, basta. La Semana Santa le gustaba a Pepe. Su padre le había metido en la cofradía desde los catorce años 23

y él vivía aquello de veras. Además este año estrenaban carroza. Su padre habría gozado viéndola: brillante, hermosa, grande. En la de antes, el «Cristo de las tres caídas» no tenía sitio ni para caerse. Ahora podrían hasta ir metiendo a las demás figuras del «paso». Una cada año irían comprándolas. La cofradía tenía mucha gente joven, eso era bueno, podrían darle un espíritu. Para Pepe aquello no era un juego. — La luz yo creo que daría mejor aquí. Tan directa a la cara le hace demasiado brillante. Pepe pensaba en Marisa mientras arreglaba el paso. Para el año que viene casados. La vida avanzaba, sí. — Han quedado bien estas rocas nuevas, ¿verdad? Sí, el Cristo posaba la mano en ellas con más naturalidad, no como en aquellos tarugos que tenían que poner antes. Las doce y veinte. No quería retrasarse, Marisa era tan maniática de la puntualidad... ¿Cómo sería el vestido que iba a estrenar? Bueno, a la tarde terminarían los preparativos. Era Domingo y hasta el Viernes faltaban días. Tocó el timbre del portal. Oyó el taconeo de la muchacha en la escalera. Hacía un día bonito, un buen día para estrenar vestidos, primavera, casi calor. —• ¡Hola! ¿Te gusta mi nuevo vestido? A Pepe le gustó... demasiado. Y algo, algo lejano e indefinible, le recordó su confesión de pocos días antes. Marisa sonreía divertida. Domingo. Domingo de Ramos.

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DON

IMPORTANTE

Don Importante estaba lo que se dice cansado. El coche cama está bien, pero nunca es como tu cama. Y vaya suerte idiota la suya: tener que estar todos los santos días peregrinando para inaugurar cosas que maldita la gracia que le hacían. ¿No lo podían hacer las autoridades locales? No, vestía más que lo hiciera don Importante y allá tenía que ir a soltar su discurso de siempre. Antes, cuando la prensa se los publicaba, era una lata tener que hacer uno distinto por cada inauguración. Pero ahora ya les había dicho que menos coba, y con un discurso valía para todo. Los cincuenta favorecidos por la suerte estaban allí en la sala de la nueva casa sindical, un poco arrinconados como si la fiesta no fuera demasiado con ellos, deseando que acabara para poder usar la llave que acariciaban entre los dedos y que les iba a dar — ¡por fin! — la posibilidad de tener una casa. — ¿Probaste ya el caviar? —preguntó Juan. — ¿Cuál es? —dijo Felisa. — La cosa esa que comen los rusos. — Ya, pero ¿cuál es? — Esos huevitos negros. — ¿Eso? Huy, madre, qué asco. Don Importante sonreía mucho. Su discurso había gustado. Había asegurado que la «redención de los humildes era ya un hecho». La primera batalla era el pan y ésta ya estaba ganada. La segunda era la casa, y ésta se ganaba a pasos agigantados como lo probaba el acto que estaban celebrando. La tercera 25

sería la de la cultura y también en ésta se abrían los más prometedores surcos. Ganadas las tres la fraternidad sería un hecho. Los cincuenta nuevos propietarios sonreían también. Ya apenas recordaban los 15 años vividos en las chabolas. Tampoco pensaban en los sacrificios que durante 20 años tendrían que vivir para pagar las amortizaciones. Ahora sólo pensaban en aquella llave que sentían caliente entre sus dedos. — ¿Probaste el caviar? — Sí, sabe a sardinas. Luego había hablado de los caminos cristianos de la justicia. El orden era un gran solar donde con amor se construía. Ya no se podía hablar ni siquiera de nueva primavera porque estaban viviendo en realidad en pleno verano, con más de media sementera recogida. Dios quisiera conservar la paz. Le habían aplaudido. A don Importante le gustaban los aplausos. Le hacían gracia los operadores de «Semana Cinematográfica», siempre cogían manos y manos aplaudiendo. ¿Para qué gastarían celuloide? Podían usar siempre las mismas manos, porque los hombres siempre aplauden lo mismo, con esa mezcla de entusiasmo y desgana. — Yo no sé cómo dicen que el caviar es una cosa tan rica, vamos. Miraba a los que le aplaudían con un poco de recelo. Veía que todos tenían deseos de marcharse. Quien sabe si muchos incluso no eran por dentro rojos. Fuesen como fuesen eran hombres distintos de él, distantes. Lo había comprendido sobre todo al 26

comparar la avidez con que ellos cogían las llaves y la indiferencia —sonriente, claro— con que él se las daba. Sólo los aplausos les unían. Aplaudiendo todos sonreían. Pero dudaba de que aquella fuese una fraternidad muy sólida. Quizá las mismas manos que hoy aplaudían, podrían cualquier tarde... «Y esta noche — p e n s ó — otra vez el coche cama.» Su mujer le preguntaría al llegar: — ¿Estuvo bien aquello? Ya vi en «Semana Cinematográfica» que te aplaudieron mucho.

Noche Cayó la noche sobre el Domingo de Ramos de la ciudad cristiana y divertida, cayó sobre cientos, sobre miles de aplausos. Todos fueron apagándose, los de los juegos florales y los de los discursos, los del campo de fútbol y los del teatro de revista, ¡os del último borracho nocturno llamando al sereno. Jesús se alejó. En sus oídos sonaban aún los vítores y los hosannas. No condenaba nada. Le gustaban incluso muchos de los ojos que había visto, los de los niños sobre todo. Y en todos los aplausos encontraba un pequeño rinconcito de amor. Pero ahora la ciudad estaba en silencio y Él no amaba mirar hacia atrás. Había que prepararse para el lunes, y luego para el martes, y después para el viernes. Él lo sabía. Lo había visto al fondo de todos los ojos: detrás de las palmas, detrás de los aplausos, 27

detrás de los propósitos... estaba el Viernes. Judas afilaba en la noche su traición, la buena gente de la ciudad cristiana y divertida se preparaba para caer dormida a la hora de la verdad, los fariseos sacaban el brillo a su cólera. Y todo estaba naciendo allí, en la misma ribera del domingo, cuando aún no había concluido de sonar el eco de los aplausos y el júbilo de las palmas.

i

LOS ONCE TESTIGOS 28

M

ucbas de aquellas tardes se reunían a recordar, simplemente a eso: a recordar. Cada uno iba volviendo de su trabajo. — ¿Y qué tal se dio la pesca, Pedro? — Bien, bien. Sabían que ya iban a estar poco tiempo juntos. Les asustaba un poco aquella misión que aún no terminaban de comprender, pero les dolía sobre todo el separarse como si algo fuera a romperse cuando cada uno se fuera a un ángulo del planeta. Se sentaban en torno a la mesa, silenciosos, y la luz comenzaba a descender al otro lado de la ventana. — ¿Quieres encender alguna antorcha, Juan? Y con la luz la estancia parecía que se hiciera más íntima, más verdadera. Y a todos les parecía que, de un momento a otro, Él fuese a venir, como en los días de después de la Resurrección. Ninguno hablaba al principio, pero se sabía que todos estaban pensando en Él, ocupados en el bello oficio de recordar. Alguien, al fin, rompía:

— Yo lo que más recuerdo es su voz. Aquella tarde Él habló más despacio que nunca. Porque sabía. Yo, en cambio, no había sospechado nada. 31

Sí, le notaba un poco nervioso. Hablaba como si hiciera testamento, como si sus palabras tuvieran más interés que nunca y fuera necesario que no se perdiera ni una. Aquel jueves su voz era caliente. Hubo un momento en que yo ya no entendía lo que estaba diciendo. Le oí hablar de amor y de muerte, pero sólo oía verdaderamente el tono de su voz, un tono que me iba calando dentro, como si tratara de amueblar mi alma. Nunca nadie ha hablado como Él aquella tarde. Temblaba un poco. De sus palabras sólo recuerdo dos: «Hijitos míos.» Nunca nos había llamado así. Él no era tierno ni sentimental, pero aquella tarde nos habló como lo haría una madre. A la tarde siguiente me pregunté muchas veces cómo pudo amar tanto cuando sabía que estaba a punto de morir. Porque Él lo sabía. Hablaba despidiéndose. Pero no pensaba que Él se iba, sino que nosotros nos quedábamos. «Hijitos míos.» Me pareció que estuviera naciendo otra vez. Me acordé de mi madre, de mí pueblo. Pero ahora estaba naciendo más que hace 38 años. Su voz era caliente como un seno de madre. Hablaba despacio como si estuviera dando a luz, como si abriera o curase una herida. Aquella tarde aprendí lo que es amar.

2

— Lo único que yo recuerdo son sus ojos. Me asomé a ellos y sentí vértigo: algo verdaderamente terrible iba a pasar. Mirándole a los ojos supe que moriría. Nunca creí que Él pudiera

morir. Era algo que no había ni siquiera imaginado. Él era tan distinto de todos, tan de fuera de este mundo, que no parecía posible que nada de lo nuestro tuviera que ver con Él. ¿Morir? ¿Por qué había de morir Él? ¡Pero todos los hombres morían! No, Él no; Él era distinto. Por eso cuando me asomé a sus ojos sentí vértigo: ¿Era entonces posible que Él muriese? Fue para mí como si temblara el mundo, como si viera al sol rajarse en dos pedazos y caer al mar. Pero Él estaba sereno. Hablaba de su muerte como de un viaje sin importancia, como de algo terrible pero simple, una especie de juego doloroso y feliz. Luego, en el huerto, sus ojos fueron más humanos: tenía miedo. Entrando por la luz de su mirada, descendiendo hasta el fondo, veía una especie de terror, algo en Él que se rebelaba. ¿Algo, qué? Siempre en Él había sido todo limpio como un riachuelo. Pero aquel día al fondo de sus ojos había una noche, una noche cerrada. Uno sabía que tras la noche habría luz, pero allí sólo se veía noche y nada más que noche. En aquel momento — e n el huerto— tuve miedo de que nos hubiéramos equivocado con Él. No parecía el Gran Dios de durante la Cena, sino sólo una pequeña criatura desvalida. Por eso no tuve coraje para seguirle hasta la cruz. Ünicamente en el último minuto —cuando se alejó de nosotros entre la turba, cuando nosotros nos quedamos como paralizados — Él se volvió y nos miró con los ojos construidos 33

32 3

nuevamente de luz, con los mismos ojos que había tenido a lo largo de toda la Cena. Me sentí más miserable que nunca al no saber seguirle. Pero también me sentí protegido muy por encima de todas mis traiciones.

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— Yo siento una gran tristeza recordando aquella tarde. Había estado todo el día afanado y cuando llegó la Cena sólo tenía sueño. Vosotros comprendéis: hubo que buscar la casa para cenar, comprar el cordero, prepararlo... Me dolía la cabeza y sólo tenía deseos de dormir. ¿Veis? Uno puede asistir a la cosa más grande de los siglos y sólo sentir sueño. Comprendía que estaba diciendo cosas muy importantes, hice incluso esfuerzos por oírle. Pero todo era inútil; en mi cabeza sólo había un pensamiento: el deseo de que terminase pronto. Para dormir. Él no acababa, yo me estaba poniendo impaciente. Parecía que no fuera a terminar nunca, te daba la impresión de que iba a levantarse y salir, y comenzaba a hablar de nuevo, como si aún hubiera algo que era imprescindible decir. Repetía, repetía las cosas. ¿Os acordáis que luego tuvisteis que contarme todo lo que había dicho? Yo apenas me enteré. Así es el hombre; así. Las horas más hermosas las duerme. Se levantó al fin y dijo que había que ir al huerto. ¿Recordáis que intenté protestar? Él me miró con tristeza pero sin reproche: «Más que nunca es necesario orar en esta noche. Hay que hacer un esfuerzo y vigilar, no vayáis a caer en la tentación.» 34

¿Por qué en esta noche más que nunca? No lo entendí y apenas llegamos al huerto caí dormido. Sólo al día siguiente — a l sentirme cobarde, al no atreverme a ir con Él hasta el monte— comprendí que el sueño me había arrebatado el coraje en el día más importante de mi vida.

4

— Ya me conocéis. Sabéis que soy un hombre que no sabe creer más que lo que toca, que no me gustan los sueños ni los misterios. Y Él estaba haciéndose cada día más extraño y misterioso, todo en sus palabras tenía un doble sentido, un trasfondo vertiginoso. Descubría demasiadas cosas a la vez y yo no tenía tiempo de asimilarlas. Era como caer en un tenebroso abismo de luz, abismo con tanta luz que se te cegara y al final no vieras sino oscuridad. Por eso yo intentaba detenerle, hacer que explicara las cosas más detenidamente. Hablaba de ir a prepararnos un lugar al que nosotros habríamos de llegar un día. ¿Pero cómo íbamos nosotros a llegar a ese sitio preparado si ni siquiera sabíamos por dónde iba a ir Él? Sí, vivir a su lado era caminar de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento. Pero fue lo del pan sobre todo lo que me desbordó. Comprendedlo: alguien coge un trozo de pan, gemelo al que tú acabas de comer, lo bendice y te lo alarga, diciendo: «Come esto, es mi cuerpo.» ¿Acaso podía creerse como quien bebe un vaso de agua? Algo se rebeló dentro de mí. ¿Se había vuelto loco? 35

No sé si vosotros pudisteis comprender aquello. Yo lo entendí bien: Él no hablaba en parábolas en aquel momento. Sabía lo que decía. Y estaba diciendo que aquel pan era su Cuerpo. Lo mastiqué buscándole un sabor a carne. Pero era pan, pan, sabía a pan, olía a pan. Le miré angustiado. Él me miró profundo y yo supe que Él había adivinado mis miedos. Era como si me invitara a meter la mano por sus ojos, llegar hasta su alma, comprender. — Sí, comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo. Su voz no aclaró nada. Dejó todo en aquella penumbra misteriosa. Pero yo comprendí que había que ir hacia Él como saltando en la noche. Y, de pronto, sin que nada nuevo hubiera sucedido, tuve el coraje de creer.

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— A mí me golpearon aquellas palabras suyas, aquel «estáis limpios, aunque no todos». Bajé hasta el fondo de mí y tuve miedo. ¿Quién está limpio? ¿Quién puede presumir de estarlo? Toda mi alma se pobló de recuerdos y en todos había una esquirla de tristeza. Lo que más me pesaba era el dinero. ¿Sabéis cuánto mancha las manos el dinero? Empiezas tu oficio de cambista como un oficio cualquiera, algo tan honorable como pescador o carpintero. Pero pronto el alma se te empieza a llenar de ambiciones, el oro que te pasa por las manos te va 36

poniendo un sabor ácido en la boca y comienzas a soñar. Primero son sueños generosos: hacer bien a los demás, redimir a los pobres. Te sientes casi orgulloso de tus sueños. Hasta que un día te sientes atrapado: todos tus sueños giran ya en torno a ti, te sientes rico: si sueñas hacer limosna no es por la limosna que haces, sino por hacerla tú; si piensas en hacer el bien es para dar pan y conquistar a cambio corazones. Sí, vosotros no sabéis cómo envenena el oro. Basta vivir un año en su compañía para que se te pegue al corazón como una máscara. Por eso tuve miedo. Cuando Él dijo: «No todos estáis limpios» supe que se refería a mí. Quise disculparme a mí mismo pensando que hablaría de Judas, pero no supe engaitarme. Le miré. Con los ojos le dije que Él sabía que había dejado mis mesas de cambista para seguirle. Y Él me miró como animándome, como si estuviera eligiéndome otra vez. Por eso tomé el pan. Y al acercarlo hasta mis labios supe que el amor es más fuerte que el dinero.

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— El amor, eso era lo que a mí me asustaba. Todas sus palabras hablaban de amor, sobre todo aquella noche. Y mi corazón estaba lleno de odio. Él estaba diciendo «amaos los unos a los otros como Yo os he amado» y yo no sabía amar. Amarle a Él o a vosotros era fácil. ¿Pero podía acaso amarse a Judas? Él estaba allí y era como si todo se quebrase. Me conocéis, soy un hijo del trueno, me gustan las verdades tajantes, el agua clara. Por eso nunca 37

pude amar a Judas. Más aún: no comprendía que Él le amase. Me hubiera gustado que le desenmascarase abiertamente. Incluso el viernes lo pensé: Si Él lo hubiera dicho claramente durante la Cena, Judas no habría podido hacer lo que hizo. Teníamos dos espadas. No eran bastantes para la turba del huerto. Pero sí hubieran bastado para Él. El viernes sentí dentro de mí una rebeldía: realmente estaba muriendo por su gusto, un poco más de coraje en la defensa de su mensaje y nada de lo del viernes habría pasado. Sólo más tarde comprendí el amor, comprendí que lo que yo llamaba defensa de la verdad era tan sólo violencia, que lo que yo llamaba agua clara era simplemente egoísmo, y que Él, muriendo por su gusto, iba más allá en la victoria que cien millones de espadas. Hijo del trueno, eso soy, ruido inútil. Él era hijo del hombre y no trabajaba con espadas, sino con amor, con esa cosa enorme y magnífica que a mí me asustó aquella noche oyéndole hablar.

Con lo bien que había comenzado todo: la gente le seguía como corderillos, hasta nosotros hacíamos ya milagros. Y de pronto: punto final, se acabó. ¿Pero qué habíamos hecho? ¿Para qué servía nuestra obra si ahora se la llevaba así el viento? ¿No era acaso Él el libertador de Israel? Al principio yo había creído que se trataba de una libertad de Roma. Ya me costó renunciar a este sueño. Pero aun el liberar a las almas era una gran tarea, casi mayor que la que yo había soñado. Y también esto se me venía abajo. ¿Cuántos éramos los que creíamos en Él? Nadie prácticamente. Y Él se iba. Y dejado todo a medias. E incluso nos anunciaba que seríamos dispersados como ovejas sin pastor. No entendía nada. Comí el pan, tragué el pan, devoré el pan como si en él fuera a encontrar la respuesta. Y la angustia no se fue. Sólo allá lejos, al fondo, presentí una fuerza, algo que no me liberaría de la angustia, pero que me sostendría a la hora del combate.

— Lo que yo sentí fue angustia: ¿Entonces era verdad que Él se iba? Todas las palabras de aquella Cena traían un aire de despedida, y de despedida en derrota. «Viene el príncipe de este mundo», «si me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros», «golpearé al pastor y se dispersarán las ovejas». ¿Este era entonces el final: la desbandada? Había que poner punto final a aquellos tres años magníficos, había que cerrar el cofre de los sueños,

Yo, al contrario: aquella noche descubrí que no se iba. Llevaba mucho tiempo preguntándomelo. Y cuando Él se vaya, ¿qué? Porque Él tendría que irse un día y yo sabía muy bien que nosotros no éramos capaces de llevar tanto amor sobre nuestros hombros. ¿Cómo nos iba a sostener, quién iba a estar a nuestro lado? Cuando Él nos tendió el pan comprendí que ése era su modo de quedarse. No, no creáis que me

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costó esfuerzo alguno. Quizá Él me había sembrado una semilla más fuerte de fe. No sé, pero yo entonces supe que aquello era verdad sin poder ponerlo siquiera en duda. «Un poquito y ya no me veréis, otro poquito y volveréis a verme.» Todo era claro, morir para Él no era morir, porque Él tenía soluciones para, a la vez partir y quedarse. Algo hubo que no esperaba. Aquel «hacer esto en memoria mía». Quise preguntarle qué quería decir. Pero también alguien me lo explicó dentro: bastaría entonces que uno de nosotros cogiera el pan entre las manos para que Él volviese a estar entre nosotros. Sí, así era. Fue una alegría tan grande que me lo borró todo. Una lágrima quiso subir a mis ojos. Pero no era hora para lágrimas. Me sentía más lleno que nunca y Él me pareció más gigante que en todos sus milagros. Comprendí muy bien el gesto sereno con que se enfrentaba a la muerte: ¿Qué puede temer un ser con el corazón más grande que la muerte y que los siglos?

— ¿Recordáis que yo le pedí que nos enseñara al Padre? Es curioso: uno puede convivir con alguien durante años, oírle hablar sin descanso, a todas horas, y acabar sin entender lo fundamental de su mensaje. Él hablaba siempre del Padre. Parecía que esto fuera lo único que le importaba, lo único en lo que se sentía a gusto. Cuando le hablábamos de sus milagros cambiaba rápido de conversación, como si se 40

encontrase en tierra extraña. Pero si alguien le preguntaba por el Padre, sus ojos se encandilaban y hablaba horas, horas, horas. Por eso yo le dije: «Enséñanos al Padre.» Tenía miedo no se fuera a marchar sin explicarnos bien esto, lo fundamental. ¿Recordáis sus ojos al responderme? Son difíciles de olvidar. Una especie de tristeza, como la de quien ha fracasado en un gran amor. «Hace tanto tiempo que estoy entre vosotros — dijo— y ¿aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a Mí, ve también al Padre. ¿No creéis que Yo estoy en el Padre y que el Padre está en Mí?» Sentí como si alguien me transportara a los cielos. ¿Entonces era verdad? Apenas me atrevía a sospecharlo. Él lo había dicho muchas veces, pero me parecía que aquello tenía que ser una metáfora, una imagen. Y he aquí que de pronto aquello me pareció claro, traslúcido. ¿Él era entonces Dios? ¿El mismo Yahvé? Ahora era fácil comprenderlo. Pero, ¿quién hubiera osado pensarlo antes de la resurrección? ¿Quién lo hubiera sostenido dos horas después, en el huerto? Y sin embargo, era verdad. Buscabas a Dios toda la vida en lo alto de los cielos, y un día Él venía a sentarse a tu mesa, partía el pan, te decía: «Come, éste es el cuerpo de Dios.» En la boca el Pan me supo a caliente, como si estuviera chorreando sangre. El Omnipotente, el Señor de los Ejércitos, se sometía a mis dientes como horas después iba a someterse a los clavos romanos. El cielo 41

y la tierra daban vueltas. Nunca me he sentido más orgulloso de ser hombre.

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— Me maravilla aún lo poco que recuerdo de aquella noche. Cuando un hombre traiciona parece como si la traición borrara todo. De cuanto entonces pasó sólo me ha quedado la imagen del pobre Pedro fanfarroneando, el sonido del canto del gallo y el sabor de las lágrimas corriendo por mi piel. Y los ojos de Él. Sí, esto más que todo. No, Él no nos condenó aquella noche. Sabía bien la mediocridad de todos nosotros, nos medía como mide un sastre una túnica, hablaba de nuestro abandono como si lo hubiera visto antes de que le abandonásemos. Pero Él lo dijo: estábamos limpios. Era el amor quien nos cegaba; el amor y nuestra torpeza. Yo le hubiera querido ver triunfante y no sabía que el triunfo era en la cruz. Por eso no le entendí. Me dolía que no se rebelara contra la muerte, que estuviera dispuesto a dejarse devorar. Quizá en el fondo me ilusionaba el ser yo quien le defendiera, le sentía casi como un hijo en aquella noche en que Él parecía más débil. Estaba triste y me pareció que nos necesitaba. Eso creía, pobre tonto de mí, cuando éramos nosotros quienes aquella misma noche íbamos a necesitarlo todo de Él, que nunca fue más fuerte que entonces. Sí, me gusta que Él no pudiera estar orgulloso de nosotros a cambio de que nosotros podamos estar tan orgullosos de Él. Moría y nos estaba sosteniendo. Era 42

como una vid incendiada que siguiera en medio de las llamas dando savia y jugo a sus sarmientos. Él rezó por nosotros, sumergió en su oración nuestras traiciones. Nos amaba, nos amaba de veras: no aceptó mis bravatas, pero sí mis lágrimas.

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— Nos amaba, sí. Eso fue lo mejor de aquella noche. Yo lo supe muy bien, yo que tenía mi cabeza cerca de su corazón. ¿Recordáis que su rostro estaba ardiendo? Una vez puso su mano sobre la mía y fue como si me acercaran una hoguera. Tenía fiebre y los ojos le brillaban como si dentro hubieran encendido una luz. Nunca se ha amado tanto en el mundo como aquella noche. Algo estaba girando en la historia de la tierra. Desde aquella noche hasta Dios era distinto, un Dios vertiginosamente volcado hacia el amor. Lo comprendí muy bien cuando Él empezó a hablar. Por eso me aprendí todas sus palabras, yo sabía muy bien que una sílaba perdida en aquella noche hubiera sido perder toda la sabiduría de los siglos: ¿Os acordáis, os acordáis de todas sus palabras? Parece que hubiera venido al mundo sólo para decirlas. Luego todo lo que hizo era sólo realizarlas, como realiza el alfarero el cántaro que soñó. El pan, la sangre en el huerto, la muerte misma, eran un fruto del árbol que sus palabras nos mostraron. Sangre, dolor, latigazos, todo era secundario ya. El árbol era de amor y cuando nos lo enseñó era como si ya estuviese todo consumado. Morir, morir no tiene importancia. Cuan43

do un hombre ama, ya ha muerto. Cuando un hombre ha dado su corazón, ya lo ha dado todo. Cuando alguien ha ofrecido su sangre para beber, ya la ha derramado. Por eso no supimos seguirle, por eso nos quedamos todos en esta ribera. No, no fue cobardía. ¿Acaso era yo más valiente que vosotros? Seguirle hasta la cruz o quedarse en casa era lo mismo. Yo estuve junto a Él, pero infinitamente lejos. Él estaba en el Amor, por eso no supimos seguir. Por eso estamos ahora recordándole, intentando darle lo único que el hombre tiene de importante: no la vida, no la sangre, no las manos, sino el Amor, este pedazo de Dios que Él metió dentro de nosotros aquella tarde, aquel Corazón que nos repartió cuando nos repartió el Pan. * La noche había caído cuando Juan acabó de hablar. Las antorchas brillaban con luces rojas. Hubo un largo silencio en el que todos se miraron como comprendiendo que los recuerdos son hermosos, pero sólo son recuerdos. Faltaba algo. Pedro lo entendió muy bien. «Ahora — d i j o — es la hora del recuerdo de verdad. Hagamos todo como Él nos lo dijo y aquella hora seguirá sonando idéntica a la de entonces. Él vendrá. Está viniendo. Porque en su memoria voy a partir el Pan.» Y tomándolo entre sus santas y venerables manos lo bendijo, lo partió y se lo entregó diciendo: «Tomad y comed todos de él.»

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TREINTA 44

MONEDAS

En verdad, Dios mío, que los hombres ya no saben lo que inventar, ya no saben qué nuevo mal hacer. Se cometen ahora pecados que no se habían cometido nunca. Ya no saben qué más inventar. Pecados que uno no podía ni siquiera imaginar. Y nosotros, que venios pasar todo esto delante de nuestros ojos sin hacer otra cosa que caridades vacías, ¿no seremos cómplices de todo ello? Cómplice, cómplice es igual que autor. Nosotros somos cómplices, nosotros somos autores. Porque cómplice es igual que autor y el que deja hacer es como el que manda hacer. — CH. PÉGÜY

«Treinta monedas —dijo—. Treinta. Ni una menos.» Los ojos de Judas brillaron al oírlas tintinear en la bolsa. Alzó su mirada hasta la de Caifas, mientras éste fijaba sus ojos en los de Judas. Al cruzarse, sus miradas sonaron como dos espadas. Nunca, nunca en el mundo hubo odio mayor que el que Judas sintió hacia Caifas, que el que Caifas sintió hacia Judas. — Una —contó el sacerdote. — Una... —repitió Judas.

Judas Número Dos había nacido para charlatán. ¡Y cómo se dejaba engañar la pobre gente! Iba por las chabolas, les prometía un piso. «Sólo dos mil

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pesetas de entrada. Nadie en el mundo les dará las facilidades de nuestra sociedad. Luego, cuarenta meses a trescientas pesetas y el piso es suyo.» Ellos husmeaban los planos, ávidos, feroces. Veían las casas naciendo en la imaginación. Husmeaban los planos, ¡pobres! No sabían que lo que hay que hacer con los judas es husmear su cara: ahí llevan escrita la mentira. Pero dos mil pesetas... «sólo» dos mil pesetas... Judas Número Dos tenía la sonrisa fácil. Cincuenta pólizas eran cien mil pesetas. Ya sólo faltaba largarse de aquella ciudad. Y buscar otro barrio de chabolas donde seguir diciendo: «Sólo dos mil pesetas de entrada. Nadie en el mundo...»

Don Judas Cuatro miró a Juan: — Lo siento, créame que lo siento. Pero las cosas son como son y yo no puedo cambiarlas. — Pero ustedes anunciaron que aquí necesitaban un ajustador. — Sí, y lo necesitamos. Y usted me serviría... si no tuviera siete hijos. ¿Qué quiere que yo haga? Entra usted en mi taller y los puntos bajan por lo menos veinte pesetas. Y mi gente aquí se defiende con los puntos. ¿Quiere que por usted cree un malestar entre todos mis obreros? No tengo yo la culpa, son ellos, ellos, los que prefieren que coja un soltero. Compréndalo, tiene que comprenderlo; yo no tengo la culpa de que usted tenga siete hijos.

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La señorita Judas Tres era monísima. ¡Dieciocho años sólo, Dios santo, eso es vivir! ¿Tenía acaso ella la culpa de que la carretera del «golf» pasara junto al suburbio? Los niños del suburbio la veían pasar cada mañana, con su felicidad, con su juventud enarbolada. Y aquel «chavea»... La señorita Judas lo vio. Le hizo gracia. ¡En cueros vivos correteando por la pradera! Gritó a sus amigas: «¡Choni! Mira, a ése no se le rompen los pantalones, ¿eh?» «La señorita Judas era muy divertida —decían en el "golf"—. ¡Tenía cada ocurrencia!»

Judas Cinco no es que fuera noctámbulo. Si aquel día andaba por la calle a las doce de la noche era un poco pura casualidad: en la oficina había habido sobrecito y el bar se había prolongado un poco más. También fue casualidad que pasara por aquella calle y que, justo al cruzar él por delante de la taberna, saliera el borracho dando trompicones. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué salieron aquellos otros cuatro detrás y la emprendieron con el borracho a patadas? No logró entenderlo muy bien. Algo entendió de que había querido meterse con la mujer de uno, el que estaba más enfurecido. Dijo: «Lo vais a matar.» Pero esto, naturalmente, no bastaba para frenar la furia de los cuatro. Llovie-

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ron las patadas, y el hombre gemía retorciéndose en el suelo. ¿Debía defenderle? No, no; ¿quién le mandaba a él meterse en líos? ¿Conocía acaso a aque! hombre? ¿Sabía al menos por qué pasaba lo que estaba pasando? A la mañana siguiente sintió una especie de angustia al leer el periódico. «Muerto. Pobre hombre», pensó. Y también: «Hice bien en largarme a tiempo. Si no, vaya lío ahora de testigo en el juzgado.» * Doña Judas Seis lo contaba, escandalizadísima, a sus amigas: — Y yo, tonta de mí, que no me di cuenta casi hasta el final... Pero un día me extrañó que estuviera tan gorda. La llevé a un médico, y, ¡claro!, en estado. Le dije: «Mira, hija, yo no quiero escándalos en mi casa; mi casa ha sido siempre una casa decente y ninguna de las muchachas que han pasado por aquí ha tenido nada que decir de mi casa. Yo lo siento, pero vaya a pedir protección al padre de la criatura.» Así se lo dije. Y me dio pena cuando se echó a llorar. Le di la paga de tres meses adelantada, y cómo me lo agradeció la pobre. Pero yo se lo dije: «Lo siento, lo siento, pero escándalos en mi casa yo no quiero.» Sí, hay que ver qué sofocos tiene una que pasar con esto del servicio. * A Judas Siete le gusta mucho el cine; todos los años va a París a ver las películas que no llegan a 50

España. «No pasa lo mejor, no pasa lo mejor», dice siempre. Aquel año no le sobró demasiado dinero y hubo de pasar pocos días en París. Y el último día tuvo que elegir: en un cine-club ponían «La pasión de juana de Arco», de Dreyer; en un cine de ensayo, «La noche de los feriantes», de Bergman; en un cine de barrio, «La verdad», con Brigitte Bardot. ¡Vaya problema tener que elegir! De la de Dreyer había oído hablar mucho; decían que era fundamental en la historia del cine. ¿Bergman? Estaba de moda. Podría presumir con sus amigos en el café de Barcelona. ¡Pero este hombre siempre con sus manías metafísicas! La Bardot en cambio... A Judas Siete le gusta mucho el cine. Mucho. Pero...

Don Judas Ocho pensó que eso de casarse por segunda vez no estaba mal. En definitiva, no era tan viejo como para arrinconarse. Además, desde que el negocio había vuelto a florecer, se sentía más joven. Antes la cadena de fracasos económicos le había asustado: ya no servía para nada, ya... Pero su hijo Manolo había trabajado bien; había visto al chico meter horas y horas, moverse, ir y venir, levantar el negocio sobre las espaldas. Y, con el negocio, había devuelto las energías a su padre. Sí, se sentía joven para volver a casarse. Si luego Manolo no le cayó bien a la segunda mujer; si un día el padre le echó del negocio y puso a su hijo en la calle, eso son cosas que pasan. ¿Quién 51

se había creído ese mocoso que era? Al fin y al cabo, el negocio era de su padre y nada más que de su padre. Y tanto más cuanto que el nuevo hijo que su segunda esposa acababa de darle iba a ser su verdadero hijo, su verdadero heredero. * Judas Nueve era rubia. Sabía lo que es la alegría de vivir. Le gustaba la velocidad, el «twist», el «whisky» y el dinero. El juez preguntó: — ¿Y a usted no le extrañaba que sus amigos gastasen tanto dinero? ¿No le pasó por la cabeza que ese dinero pudiera ser robado? Porque no es normal que dos muchachos gasten casi un millón en mes y medio... No, a Judas Nueve no le había extrañado nada. Ella sabía que la alegría de vivir tiene un precio: no pensar, no pararse a pensar nunca. Se había encontrado unos amigos rumbosos. Se había embarcado en su rumbo. Sin pensar; eso era peligroso. — Me divertía demasiado para hacerme esas preguntas — dijo. * Judas Diez había entendido bien aquello: las ruedas sólo ruedan con aceite, las puertas no chirrían con jabón. Desde que entendió esto, el jefe le estimaba. Por de pronto, ya era enlace sindical. Esto no era mucho, 52

pero era una prueba de confianza. Malo sería que pronto no le hicieran encargado. La primera vez que alguien le llamó «pelota» le molestó. Luego pensó que las pelotas botan y que subir era lo importante. ¿Qué podía esperar de sus compañeros? Sonrisas. ¿Y las sonrisas se cotizan? No. Prefería un chivato mal visto y bien pagado que un pelele mal pagado y bien visto. «Llámame perro y dame pan», pensó. * — De eso tengo yo un libro «chipén». Judas Once sabía mucho de «eso». Los de su curso le miraban con una especie de veneración y envidia. Hacerse amigo de Judas Once era un tesoro. «Sabía». — Te apuesto a que estás en la luna. Javi estaba en la luna, realmente. «Estuvo» en la luna hasta aquella tarde. Judas le explicó «muy bien» todo. Una verdadera biblioteca tenía. Allí, en el desván, bajo unas mantas. «Traído de Francia». En España no se hacían las cosas tan bien. Los franceses manejaban el «asunto». Y si ahora se quedaba a medias de todo por no saber francés, las ilustraciones y las fotografías decían mucho más que las palabras. Javi estaba un poco asustado al salir del desván. Tropezó en la escalera. No sabía muy bien si aquella tarde empezaba a vivir o si realmente aquella tarde se había muerto. *

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Judas Doce salió corriendo como una loca. Golpeó en la puerta de la casa parroquial. — Venga pronto, por favor; se nos muere. Llegó tarde. Sí, daría la extremaunción, por si acaso. Por si acaso... Judas Doce lloraba en un rincón. ¡Su pobre padre, a quien ella quería tanto! Pero todo llegaba tarde: el cura, el arrepentimiento, el cariño, las lágrimas. Había pasado el tiempo de las dulces mentiras al enfermo, la hora del «cada día estás mejor», del «dentro de un mes, en la calle». Judas Doce se puso de rodillas: — Vamos a rezar por el eterno descanso de su alma. Eterno, sí. * Al matrimonio Judas número Trece le gustaba mucho cenar fuera de casa. Eran tan simpáticos los Ortiz y los Vega. La cena salía un poco cara, pero pagaba un matrimonio cada vez. Ya tenían casi su rincón reservado en Niza Club. Luego al cine. Y prontito a casa. Una noche honorable y ejemplar. La señora Judas Trece besaba a sus pequeños, los tapaba para que no cogieran frío y sonreía al señor Judas al decirle: — Duermen como unos angelitos. Preguntaba a Felisa: — ¿Qué tal los niños? ¿Cenaron bien? — Sí, señora. — ¿Dieron guerra? 54

— No; señora. — ¿Vino alguien? — Nadie, señora. Pero sí, vino alguien. Vino el novio de Felisa. Y los niños estuvieron muy calladnos, muy formales, viendo y oyendo a Felisa y su novio. * Judas Catorce estaba cumpliendo su obligación de padre. ¡Hay que ver lo que cuesta sacar los hijos adelante! Los crías, les das una carrera, te crees que ya has terminado y ves que no, que aún no son nadie, que tienen que ganar unas oposiciones si no quieren morirse de hambre. Y en las oposiciones..., ya sabemos lo que pasa en las oposiciones. Luis es un buen chico, un empujoncito y estará embarcado en la vida. ¡Pero; señor, treinta plazas para 700! ¿A quién se le ocurre convocar tan pocas plazas para tanta gente? El chico hizo lo que pudo, eso está claro. Quedar el 40 de 700 no está nada mal que digamos. Y ahora, ¿va a quedarse fuera tan sólo por diez puestos? «Ya sabes, eso es cosa de enchufe», le han dicho. Y don Judas Catorce busca un tocayo suyo con quien enchufar, «cumple su obligación de padre amante». Que, en esta tierra, el que tiene padrino, se bautiza. * Don Judas Quince es un hombre importante, muy importante. Y ahora está llegando a la punta de sus 55

sueños. Ya se sabe: «Lo difícil es el primer millón.» O, mejor: «Lo difícil es el primer Consejo.» Luego estas cosas se enganchan como cerezas. Él tiene siete ya. Pero le falta algo: la Banca. «Hoy lo que pita es la Banca; si no entras en la Banca, no haces nada. Nada..» Habrá entonces que escalarla, don Judas; una vez en ella, esos siete Consejos estarán defendidos. Y caerán más. Para ser omnipotente hay que ser, ante todo, muy potente. Desde la muypotencia a la omnipotencia sólo hay un escalón. El que don Judas Quince se prepara a subir. Sólo hay una leve, muy leve, preocupación: ¿tendrá tiempo para atender con dignidad a todo? Pero esta dificultad ya la venció hace muchos años don Judas.

Judas Dieciséis era un hombre público. Trabajo le había costado subir, pero ya estaba arriba. Y tenía que venir aquel mequetrefe a decirle que las cosas estaban mal en la provincia, que esto, que aquello. Como si él no conociera su oficio. Los jóvenes se pirraban por cambiar las cosas. Con decir que don Judas Dieciséis es un «a-mí-no-memetáis-en-líos» se quedan tan campantes. Pero las cosas eran muy distintas. Al mundo había que dejarle rodar lo suyo, y empujarle un poquito, nada más que un poquito..., si no se quería ser aplastado por él. ¿O acaso él tenía obligación de arriesgar su vida por los demás? ¿Arriesgaba la vida el barrendero? ¿Entre-



gaba su sangre a la ciudad el tendero de la esquina? ¿Por qué había de entregarla él sólo por el «delito» de haber llegado arriba? Sí, esa es la verdad. Antes de intentar arreglar un problema común tiene uno que quitarse la chaqueta. Y ponerla a buen recaudo. Y más que la chaqueta, lo que va en el bolsillo que cae justo encima del corazón. * Judas Diecisiete no tenía la culpa de tener la voz de pito. Tenía gracia oírle chillar, esmirriadito y geniudo como era. «El que no esté contento que se vaya», ésta era su frase sagrada. Los obreros que no estuvieran contentos con su sueldo, que se fueran. Los que no toleraban sus rabietas, que se fueran. ¿Acaso obligaba él a nadie a trabajar en su casa? Por la puerta que vinieron podían irse. Don Judas Diecisiete era deliciosamente ridículo. Sólo se le olvidaba pensar que los obreros no se iban de su casa por temor a no encontrar otro trabajo. Se le olvidaba pensar que ser igual a los demás no es igual que ser bueno. Pero él estaba con la ley: sí, sí, sí. Pagaba los sueldos base, ¿qué más querían? Nunca había tenido un lío con la Magistratura, ¿qué más querían? Y, además, el que no estuviera contento, que se fuese. * Judas Dieciocho tenía una debilidad: escribir anónimos. Venía haciéndolo desde la guerra. Cualquier 57

cosa que sucedía en Madrid: un artículo que leía en el periódico, alguien a quien daban una cruz, una personalidad que pronunciaba una conferencia..., él daba su opinión. Su opinión acida y anónima, naturalmente. A Judas Dieciocho le gustaba este oficio. Se sentía un poco defensor de la sociedad haciéndolo. Y nadie decía las cosas claras como él. ¿Los escritores? Cuidaban bien sus castañas diciendo la mitad de lo que pensaban. ¿Las cruces, los honores, los títulos? Todos sabemos cómo se consiguen. Él llamaba hipocresía a la hipocresía; trampa, a la trampa; estafa, a la estafa. Únicamente se olvidaba de firmar. Y ni esto era culpa suya. Los que dicen la verdad son siempre mártires. Por eso la verdad dura tan poco. Él había descubierto la ciencia de mantener viva la verdad. Ocultándose. * Doña Judas Diecinueve era una mujer sin defectos. A no ser que vayamos a llamar defectos al afán de progresar. ¿Era culpa suya si le gustaba vestir bien o tener la casa «puesta»? Como es lógico, ella no podía estrenar menos que sus amigas, ni podía prescindir del reloj de oro o el collar de brillantes. Y el visón, ¿no iba a llevarlo ella cuando lo compraron todas sus amigas? Y la casa debía «estar». ¿El frigorífico? ¡Lógico! ¿La televisión? ¡Claro! ¿Cocina de gas, cocina eléctrica, lavadora, fregadora? ¡Naturalmente! ¿El coche? ¡Pues no faltaba más! 58

Además, había que casar a las niñas. Y para casarlas había que vestirlas. Y había que lucirlas. Y había que bailarlas. Y había que motorizarlas. Y había que... Todo era cosa de que su marido añadiera un cero — ¿y por qué no dos? — a sus facturas. * Judas Veinte trabajaba en Alemania. Si Charito hubiera sido comprensiva, como Berta lo era, no habría que haber andado con mentiras; pero las chicas españolas ya se sabe cómo son. A Berta no, a Berta no le molestaba que Judas Veinte tuviera una novia de vacaciones en España, siempre — ¡claro! — que al final se casara en Alemania. Que la chávala española se divirtiera unos días con su Judas, esto no la molestaba. Pero Charito no hubiera comprendido nunca esto. Le hizo una escena de lágrimas cuando fue a despedirle, y se hubiera muerto si sabe que tenía otra novia en Alemania. Y, claro, era lógico que si Berta le dejaba tener una novia de repuesto y Charito no, él prefiriese a Berta. Por eso tuvo que llenar el verano de mentiras. Por eso tenía que llenar sus cartas de falsas promesas de amor. Por eso Charito tuvo que enterarse, con seis meses de retraso, de que su Judas del alma se había casado. ¿Pero tenía él la culpa de que las chicas españolas fuesen «así»? *

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La señorita Judas Veintiuno tenía un triste oficio: hacer gastar a los clientes. Las cuatro primeras copas era lo difícil. Luego todo «rodaba». Si tenía pinta de obrero, se descorchaba la botella de coñac, que... «No eres un hombre si no la terminas.» Si pinta de señorito... «¡Hace tanto tiempo que no bebo champaña francés!» No, la señorita Judas Veintiuno nunca pasaba de ahí. Daba sonrisas, nada más. No como algunas de sus amigas. Y eran los hombres los que eran bobos. Sabían de sobra que cuando se entraba en aquel bar había que tentarse la cartera. O mantenerse muy sobrio. Ella, simplemente, les ayudaba a beber con su sonrisa. Luego, cortés, llamaba al «botones» para pedir un «taxi». ¿Podrían encima quejarse? * Judas Veintidós eran cuatro hermanos con una única espina en la vida: su abuelo. Los viejos debían morirse a su hora, ¿no os parece? Pero el suyo estaba ferozmente empeñado en vivir, y cómo se agarraba a los años, el muy listo. Antes, cuando vivía su padre, era lógico que se portaran bien con el abuelo. Aunque sólo fuera por sentimentalismo hacia su padre. ¡Si hasta los mandamientos sólo dicen que hay que honrar padre y madre! De los abuelos, nada. Un abuelo lo que tiene que hacer es morirse. Para llenar la tarea en el mundo hay que plantar un árbol y tener un hijo; tener nietos es un lujo superfluo que sólo pueden permitirse los

ricos. Y el abuelo de los Judas Veintidós ni era rico, ni nada. ¿Qué podían hacer mejor que ayudarle suavemente a morirse? * El secretario entró en el despacho de don Judas Veintitrés nervioso; agitado: — Ya está, don Judas, lo que nos temíamos. •— Pero cálmese, hombre — sonreía don Judas —. ¿Quién le dijo que temiéramos la huelga? Tiene mucho que aprender en todo esto, hijo mío. Calma, calma es lo primero que hay que tener. ¿Quiere avisar a los consejeros que la reunión se adelanta una hora? — Como esperaba — dijo más tarde don Judas en el Consejo—, la huelga ha estallado. No me preocupa, de ir las cosas por su cauce normal. Y, en cambio, puede ser para nosotros largamente favorable. Ustedes no ignoran que si nuestra productividad es corta se debe simplemente a que tenemos demasiados obreros mayores y una docena de rebeldes que insubordinan los talleres. Esta será la ocasión de poner a todos éstos en la calle. Conviene mantener un tono suave para no provocar la reacción violenta. Pero enérgicamente se decidirá la expulsión general, y luego aceptaremos a los obreros que nos interesen. Dentro de un mes se concederá lo que piden, que realmente es justo y que afortunadamente la empresa podrá soportar. — Comprendo la expulsión de los rebeldes — dijo uno de los consejeros—. Pero en cuanto a lo de los obreros de edad...

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— Perdóneme; creo que nuestra misión es defender a la empresa. Y no andarnos con sentimentalismos. Una empresa de jóvenes siempre tendrá más futuro que una de viejos. Y, en definitiva, suya es la culpa por haberse adherido a un medio violento como es la huelga. * Judas Veinticuatro había encontrado una hermosa profesión: chabolista. Había descubierto que el sentimentalismo de los buenos es infinito y... ciego. Y había maneras hermosas de vivir sin trabajar. Bastaba recorrer todas las instituciones de caridad de su ciudad, contando su terrible historia de enfermo sin seguro, el hambre de sus hijos, la miseria de su chabola. La cosa funcionaba. A la vez había otros medios de vida. En un barrio de chabolas bastaba tener los ojos abiertos para enterarse de cinco docenas de traiciones. Era fácil el chantaje pequeñito: «Con diez duros no le diré a tu marido que...» «Por una entrada de fútbol no le diré a tu madre que...» Así vivía Judas Veinticuatro; profesión, chabolista. * Juditas Veinticinco tiene sólo siete años y mide cinco palmos. Y su diminuto corazón está lleno de traiciones. Ha aprendido —ya, ¡ay! — todos los tonos de la mentira, las caras compungidas, los arrepentimientos, las pequeñas lagrimitas que suben a los ojos a 62

tiempo, las hábiles astucias de niño desgraciado. Inteligente como un adulto, zalamero como una dama, marrullero como un gitano, experto como un diplomático, parece que hubiera vivido cincuenta años antes de nacer. En la escuela sabe las artes de hacer la rosca; en el catecismo conoce las «posturas de la piedad»; en el mercado, los «despistes» del ladronzuelo. Sus compañeros le temen. Cualquier día, Juditas se la jugará por treinta canicas. * Doña Judas Veintiséis es una «buena señora», con lengua demasiado larga. Le gustan los círculos de Acción Católica, las reuniones de matrimonios, todo lo que sea «reunirse» y hablar. La más alta de las tareas cristianas se convierte para ella en una especie de «casino religioso». Últimamente, doña Judas Veintiséis está muy preocupada: ha notado que todos los curas se están lanzando a hablar de cosas sociales, que incluso los obispos no publican pastorales más que sobre estos temas. Y — a doña Judas la ha escandalizado mucho esto— no les encuentra de parte de los buenos, de los que siempre fueron a la iglesia. «Les ha dado la manía de engatusar a los hijos pródigos», dice. «Además... Además, los curas no saben una palabra de economía y no hacen más que decir tonterías. ¿Oísteis el otro día a don Fernando? Aquello era comunismo, comunismo puro.» La frase tiene éxito: 63

desde aquel día —son muchos los que lo saben — don Fernando es «comunista». * — Sí, sí, todo está a punto, señor gobernador — dijo Judas Veintisiete. Sonrió, colgando el teléfono. Marcó después otro número: — ¿Se acabó bien la primera? No quiero que falte en ella ni un detalle. Esa es la que han de ver las autoridades y no podemos hacer el ridículo, ¿está claro? Así trabajaba Judas Veintisiete. Tenían que entregar setecientas viviendas al día siguiente. ¿Que los grifos funcionaban uno sí y otro no? ¿Pero qué más querían? ¡Venían de un barrio de chabolas, y lo mismo querían también agua caliente! ¿Goteras? ¡Pues sí que no tendrían goteras en sus casuchas de lata! ¿Que las puertas no encajaban? Hasta ayer batían las suyas con el viento! ¿Qué más querían? ¿No mejoraban acaso suficiente? Por otro lado, a él ¿qué le pagaban? Era su ruina el hacer casas baratas. Pues con cumplir, cumplía. ¿Al gobernador? Se le enseñaba la primera casa —la que se remataba bien— y quedaría contento. Seguro. * A Judas Veintiocho no le gusta vestir como viste, fumar como fuma, andar como anda, ser como es. 64

Pero no se trata de ser como a ella le gusta. Se trata de llamar la atención. Se trata de casarse. «Es inútil darle vueltas —piensa la pequeña Judas—, a los chicos les gustan las cosas así, y así hay que hacerlas.» Lo ha visto mil veces: chicas estupendas que no «supieron vivir» se fueron quedando arrinconadas, resentidas, solteronas. Casarse es lo que importa. Si hay que interrumpir la comunión durante el verano..., es doloroso, pero... Si hay que escabullirse por otra calle cuando ve venir a su párroco... es lamentable, pero... Si en el fondo de ella hay una tristeza, un cansancio, un inagotable aburrimiento, son simplemente el precio que hay que pagar por una boda. El precio es caro, pero una boda es una vida. Ella lo sabe. * Judas Veintinueve ama la velocidad. Su descapotable es su ídolo, un hermoso ídolo acharolado, que le llena de alegría y da casi sentido a su vida. Aquello... Aquello fue triste, pero ya se sabe lo que es una carretera. Los crios de los pueblos no están educados, se te cruzan cuando menos lo piensas. Vas tranquilo en una recta en descampado, y te sale de pronto de entre unas matas casi como un conejo. Oyes el golpe y ya es tarde, ya el pequeño cuerpo está volando por el aire. El no detenerse no fue maldad; Judas Veintinueve está seguro. El corazón casi se le paró, sintió un frío que le corría por la médula de los huesos. 65

Incluso disminuyó la marcha para detenerse. Pero pensó en el juzgado, en los periódicos, en el disgusto en su casa... Y el descampado era tan absoluto que la tentación fue más grande que él. No sabrá nunca siquiera si murió aquel niño. Los ídolos exigen sacrificios. Su ídolo acharolado ya tenía uno.

* Judas dijo: «Treinta, treinta. Hemos dicho que treinta.» Caifas levantó hacia él su mirada, lenta, muy lentamente. Nunca había sentido tanto odio hacia nadie. «Falta una»; insistió Judas. Y Caifas volvió a meter la mano en la bolsa. Tiró la moneda sobre la mesa. El círculo de plata rodó, vacilando. Cayó al suelo. Caifas vio cómo Judas se agachaba a cogerla. Se quedó mirando aquel cogote, aquella cabeza como cien mil que había visto anteriormente. Y esperó a que se levantara el rostro para ver cómo era JudasTreinta, Judas-cualquiera, Judas-todos-los-hombres. En verdad, Dios mío, que los hombres ya no saben lo que inventar, ya no saben qué nuevo mal hacer. Se cometen ahora pecados que no se habían cometido nunca. Pecados que uno no podía ni siquiera imaginar. Y nosotros, que vemos todo esto pasar delante de nuestros ojos sin hacer otra cosa que caridades vacías, ¿no seremos cómplices de todo ello? Cómplice, cómplice es igual que autor. Nosotros somos cómplices, nosotros somos autores. Porque cómplice es igual que autor y el que deja hacer es como el que manda hacer. — CH. PÉGUY

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PAGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN

LUNES Sí, todas las madres lo dicen: los hijos son difíciles de entender. Los ha visto una crecer, conoces hasta las más pequeñas arruguitas de su cara, y un día, de pronto, hay en ellos algo que no entiendes. Es como si hubieran crecido de repente y se te fueran de los brazos. Tú miras y no comprendes. Tú quieres bajar hasta el fondo de sus ojos y te pierdes en los primeros vericuetos de su alma. Jesús hace ya días que tiene los ojos preocupados. Le noto que me huye la mirada cuando nos quedamos solos. Y habla, habla de cualquier cosa, sin parar, porque sabe que si hace un segundo de silencio yo le haría la pregunta que Él teme. Sabe que no he olvidado las palabras de Simeón y que sigo teniendo la espada bien adentro. ¿Puede acaso una madre olvidar que su hijo será cruce de caminos para muchísimos hombres y que caerá crucificado entre el amor y el odio? Aunque hubo un momento en que llegué a olvidarlo. Los años avanzaban y nada sucedía. Él crecía normal, nada gritaba que hubiera de ser distinto de los otros. «Un buen carpintero, un buen carpintero como su padre», pensé. 69

Pero era difícil engañarse. Él era serio, y vivía ya desde pequeño como si sobre sus espaldas pesase una tarea tan grande como él, más grande que yo. Maduraba de prisa como si tuviera que vivir muchos años en uno y a los diecisiete había en su frente toda la madurez de un hombre. Desde entonces comencé a temer. Cualquier día podía irse a cumplir su tarea. ¿Quizá...? Sí, quizá no se atreviría a despedirse. Se levantaría a medianoche. Partiría. Tras de pensar esto fueron pocas las noches que dormí de seguido. Me despertaba sobresaltada, segura de que ya estaba sola. Contenía mi respiración temblando en el silencio de la noche, hasta que oía el jadear de su pecho adolescente, y respiraba yo a mi vez, feliz, riéndome un poco de mis miedos. Y llegué a acostumbrarme a esta angustia. Hasta olvidé las palabras de Simeón. Los años avanzaban y nada sucedía. Él seguía en el puesto de su padre, cortando humildemente maderas, doblando las espaldas. ¿Acaso todo había sido un triste sueño? Si tenía una misión, ¿cómo no la empezaba? Las noches pasaban sobre nosotros y siempre al acostarme yo pensaba: otro día, otro día más que he tenido. Ya casi no esperaba que se fuera cuando se marchó. Me quedé entonces abierta como un pozo, y cualquier aire me golpea como a una puerta. Sé muy bien que la muerte está al acecho. He leído veces y veces los libros santos y he vivido sus dolores como si hubieran sucedido ya mil veces. Llegarán cualquier 70

día. Él me mirará entonces. No necesitará decirme una sola palabra. Ese día sus ojos serán transparentes para mí. Sólo tendré que entrar en el negro tobogán de la muerte aceptada hace treinta y tres años. Ültimamente creí que la hora estaba encima; su manera de hablar a los discípulos como si hiciera testamento en cada palabra, sus alusiones a la muerte, veladas y claras a la vez...Pero, ¿acaso no le falta aún mucha tarea? Pienso en sus discípulos y me imagino que ahora le dejarían todos si asomase el dolor por el horizonte. Son buenos sí, pero... Y lo de ayer me ha devuelto muchas esperanzas. Sobre la borriquilla parecía un rey; los chiquillos gritaban como un montón enorme de alegría y todo en aquellas calles olía como cuando Belén. Aunque cuando pasó junto a mi lado... Levantó los ojos sonriéndome. Era una sonrisa como de darme ánimos. Algo como si dijera: «Cuando venga el dolor acuérdate de esto.» Ah, si José viviera y yo pudiera charlar de esto con él... Quizá es mejor no pensar. Bajar de nuevo al pozo de la fe. Y esperar. Él será Rey siempre, sobre la borriquilla o en medio del dolor. Esto es lo importante. Esperar.

MARTES Creo que acerté ayer al tener miedo. Esta mañana ha venido a verme Juan. Me ha dicho: — Tengo que hablarte, María. 71

Y me ha contado que Jesús, tras el triunfo de anteayer, estuvo hablando en el templo y dijo que había llegado su hora. — ¿Tú sabes qué quiere decir con eso de «su hora»? — m e preguntaba Juan. Yo recordaba que en Cana me dijo que aún no había llegado su hora. ¿Quizá «su hora» era la de los milagros, la hora del triunfo, la de cambiar el agua en vino, el odio en amor? Juan no aguardó mi respuesta. Continuó: — Dijo también esta frase que se me ha quedado grabada: «Si el grano de trigo no muere es infecundo, pero si muere produce mucho fruto.» ¿Acaso quiere morir? Yo no podía contestar. Hace tiempo que miro a mi Hijo y a todos los hombres como granos de trigo. Sí, quizá la tierra sea un inmenso campo donde hay que enterrarse para salir en la flor y en la gloria de la espiga. ¿O acaso nacerá Él como la primera vez, sin dolor, sin sangre? Juan siguió contándome que nota a los fariseos al acecho, como perros de caza, lanzando en torno a Jesús preguntas como redes. — Los mismos apóstoles están asustados —ha seguido—. Si estallase el peligro huirían muchos. Temo incluso que alguno llegase a traicionarle. He mirado a Juan como preguntándole qué quería decir con esto. Pero él ha apartado la mirada, arrepentido sin duda de haber dicho estas últimas palabras. Me he quedado asustada cuando Juan se fue. 72

Durante todo el día, he tratado de hablar con Jesús sobre esto. Después de comer estuvimos largo tiempo callados y noté que necesitaba hablarme. Yo callé, esperando, y Él se paseaba nervioso. De vez en cuando se asomaba a la ventana como para coger fuerzas del paisaje, se quedaba mirando a lo lejos, viendo sin ver. Al fin dijo sólo: — La tarde está muy buena, madre. ¿Por qué no sales a dar una vuelta? Comprendí que quería estar solo. Y salí. Pero todo el tiempo del paseo estuve temiendo que hubiera querido alejarme de casa para algo, quizá esta tarde vendrían los fariseos a llevárselo. Volví corriendo, conteniendo el aliento. Subí corriendo las escaleras, pensando que su cuarto estaría vacío. Y estaba oscuro. Grité: —¡Jesús! Entonces vi su sombra, recortada en la oscuridad de la ventana, en el mismo sitio, en la misma postura en que le había dejado. Tenía los ojos llenos de lágrimas. — Esta ciudad — d i j o — me da pena. Si ella supiera cuántas veces he querido cobijarla como la gallina a sus polluelos...

MIÉRCOLES Judas... Todo el día dando vueltas en la cabeza a este nombre. Todo el día. Ayer Juan, al hablarme de 73

traición, no sospechó siquiera la herida que me abría. Comencé a recordar frases y frases de Jesús y temblé al acordarme de aquélla: «Uno de los míos me traicionará.» Entonces ¿es posible...? Juan no dijo una palabra, pero comprendí de sobra que pensaba en Judas. Yo tampoco he podido evitar el unir su nombre a la idea de la traición. Y temo ser injusta en este juicio. No, no le juzgo. ¡Siento hacia él una tal ternura! Hace tiempo he notado que me huye, como si mi corazón pudiera descubrir algo dentro del suyo. No, no es malo. Aunque he notado que tiembla al oír la palabra «amor», que oye las palabras de Jesús no como quien las bebe sino como quien las recuenta. Pienso que sólo es un pobre chiquillo asustado, y me gustaría conocer palmo a palmo su infancia retorcida en la que, sin duda, se encuentra el secreto de sus silencios ariscos. ¿Acaso nunca nadie le ha amado de veras? Es absurdo, es absurdo, pero me gustaría haber sido su madre. Jesús ha estado hoy más alegre y esto me ha preocupado más. Yo sé muy bien que entrará en la muerte como en un Reino. No porque morir sea para Él una liberación (ah, bien se yo cuanto ama la vida), sino porque será el final de una misión cumplida. «El Padre» está satisfecho de Él. Me gusta cuando habla de Dios, «el Padre» como Él dice. Lo dice con una especie de orgullo entusiasmado. Al oírselo me siento como un poco desplazada. Pero esto me gusta, he tenido siempre tanto miedo de quitarle a Dios un céntimo de honor... 74

Y Judas... Otra vez este nombre que zumba en mi cabeza. Veo su mirada ensombrecida de niño malo, de pobre niño triste a quien machacaron la infancia. Judas...

JUEVES Hoy es todo distinto. Como si la muerte hubiera perdido de golpe su importancia y comenzase a no significar nada. Al salir hacia el huerto se ha acercado a mí, ha puesto sus dos manos sobre mis hombros, me ha mirado hasta el fondo. «Hasta mañana, madre», ha dicho solamente. Y yo he comprendido que esta era su despedida. Mañana aún le veré, pero ya estará lejos, en la otra ribera, en la muerte quizá. Pero, tras el amor de esta noche, sería una traición temer a la muerte. He seguido todo desde la cocina, he podido ver el brillo de sus ojos, el caliente runrún de sus palabras, el pulso de su respiración que me llegaba entre el silencio de los discípulos. A veces, al llevarles alguna cosa que me necesitaban, oía retazos de sus frases. Y todo olía a cariño. Decía «hijitos míos» o «ya no os llamaré siervos, sino amigos». Luego, al volverme hacia la cocina, yo cerraba los ojos y dejaba que sus palabras sonasen dentro mío: «Hijitos míos, hijitos míos, hijitos míos.» Y ¡qué temblor cuando tomó el Pan entre las manos! Me hubiera gustado acercarme, tomar también yo de aquel Pan. Pero supe que hoy era para ellos 75

y que, una vez más, la madre debía quedarse en su rincón. Mas sentí una especie de envidia. Y junto a ella una gran alegría: ahora ya todos sabían lo que era tenerle dentro, como yo hace treinta y tres años le tuve. Su cuerpecito caliente pataleaba suave en mí, si me reconcentraba podía oír latir su corazón. Era como si la vida se te doblase. Pero ellos apenas parecieron darse cuenta, arrugaban el entrecejo, intentando comprender sin lograrlo. Pedro miraba el pan y las manos, las manos y el pan, y no lograba descifrar el enigma. Vi que comía su parte como entrando en la cueva del misterio. «Ahora —pensé— están unidos a Él como los sarmientos a la vid, ahora no tengo miedo.» Pero de pronto algo me estremeció. Alguien había abierto la puerta y un golpe de aire helado había herido la casa. Vi a Judas en el dintel y al fondo la noche negra y cerrada. Luego se hundió en la noche y otra vez el silencio se ciñó en torno a mi Hijo en un abrazo maternal. Me di cuenta entonces de que las luces del Cenáculo eran rojas y el rostro de Jesús estaba iluminado como nunca lo había estado.

VIERNES Hijo, perdona hoy a tu Madre que no sabe decirte nada, que no sabe orar, que no sabe ni estar contigo, 76

que únicamente conoce este pobre oficio de estar cansada y decirte: Hijo, hijo, hijo, hijo... ¿Quizá te he desilusionado esta tarde? Me hubiera gustado haberte defendido mejor, haber sabido. Pero, allí, a tus pies, ¿qué podía ofrecerte sino mi esfuerzo por contener las lágrimas? Tú estabas muriendo y yo seguía viva. Ah, y hubiera necesitado gritar al ver tu sangre — ¡la mía! — resbalar carne abajo hasta los pies, y luego gotear sonando silenciosa en el silencio de la tarde. Si al menos hubieras vuelto con frecuencia hacia mí tus ojos... Pero entendí que no debías preocuparte entonces de tu madre. Estabas redimiendo. ¿Qué derecho tenían mis sentimientos a robarles un minuto a nuestros hijos, los hombres? Sí, hasta entendí que cuando te dirigiste hacia mí fuese para hablarme de ellos. De ellos... cuando eras Tú quien moría, cuando mi corazón sólo tenía tiempo para estar en Ti. Perdóname también que ahora te hable como si estuvieras lejos. Sé que me oyes, que vas a venir de un momento a otro, pero aún tengo tan cerca tus ojos muertos, tu cuerpo muerto, tus manos muertas, que, en este momento, es como si el desierto de la muerte nublase la esperanza. ¿Sufriste mucho? ¿Te ha dolido mucho, mi Pequeño? Pero ya está, Niño mío, ya está hecho. El Padre estará contento, estoy segura. Tu Madre también lo está, orgullosa, orgullosa de Ti, que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi Dios. Descansa ahora, duerme, reposa en los brazos del Padre tu cabeza. O en estos míos, Hijo. 77

SÁBADO Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba. Sí, ayer cuando la losa cayó tras de su cuerpo, nada de ángeles, nada de voces del Padre. Sólo la noche y el sonar de los latigazos en los oídos, y las carcajadas, y las blasfemias y las risas, el golpe final de la piedra, cerrándose. ¡Qué lejos ahora lo de Belén y aun las pequeñas angustias de Nazaret cuando él se alejaba! Entonces ¿es esto ser una madre? En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol está al fondo y volverá mañana. Pero, ¿por qué se ha de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del hombre que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? No, no le hubierais reconocido ayer si le hubieseis visto subir por la pendiente. Las madres sí; olemos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es verdad que salgan nunca de nosotros. Están fuera, caminan, lloran, triunfan, viven, pero no es verdad; siguen estando dentro. Ayer el Calvario estaba más en mi seno que en Jerusalén, clavaban dentro, martilleaban dentro. Por eso no hubo nadie junto a él. Juan, Magdalena... todos estaban sin estar. Y hasta el Padre se fue y nos dejó solos. Pero hubo algo más horrible todavía, algo que no he logrado entender, que acepto a ciegas, sólo porque 78

Él lo hizo: ¿Por qué no me miró?, ¿por qué en los últimos minutos no se volvió hacia mí? Estábamos unidos, sí, pero los dos entramos solitarios en la muerte. Creédmelo: esperé hasta el último minuto su mirada. Y no me la dio. Vi doblarse su cabeza y supe que pensaba en quienes le habían abandonado: el Padre y los hombres. Fue entonces, y no cuando los martillazos, cuando yo di mi vida. Después de muerto volvió a pertenecerme. Quitando sangre, espinas, barro, fui reconquistando su cuerpo, y, si cerraba los ojos, podía pensar que le estaba lavando otra vez como cuando era niño. Le hablé como entre sueños. Y me pareció como si me entendiera. Ahora ha vuelto la calma. La calma nocturna, pero calma al cabo. Ya sólo queda esperar y ver la puerta que se abre y sus ojos que brillan. Me gustaría que viniera con las heridas. Serían un buen recuerdo de este segundo parto en que le he dado a luz mucho más que la primera vez.

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EL OTRO VIERNES

D

on Pilatos García se puso el capuchón y ajustó las aberturas de la tela a la altura de los ojos. Se sentía raro bajo el capirote que sobre la cabeza le parecía mucho más alto de lo que era en realidad. Se lo apretó con la mano porque tenía la impresión de que se le iba a caer. Todos los años le pasaba esto al principio de ponérselo. Luego, según avanzaba la procesión, terminaba por olvidarse de lo que llevaba puesto. ¿Llovería aquel viernes? Casi todos los años se les aguaba la procesión. Pero hoy parecía que el cielo estaba bastante abierto. Sintió que dentro del capuchón los ojos se le cerraban. Había dormido mal aquella noche y todo por el asunto del hijo de don Manuel. Eran cosas que dolían esas y la verdad es que él no se había quedado muy tranquilo. Pero, en definitiva, la responsabilidad no era suya. El muchacho, desde luego, había venido raro de Alemania. Bien distinto era su padre. ¿O acaso no era buen católico su padre? A don Manuel nunca se le hubiera ocurrido eso de que había que dar acciones a los obreros. Era claro que si la nueva maquinaria fortalecía la empresa, en definitiva favorecía también 83

a los obreros. Y si las cosas habían marchado bien y podían pagarse sin hacer ampliación de nuevo capital, suerte para todos. Don Manuel hubiera sido generoso, sí: habrían dado una paga extraordinaria a los obreros con motivo de la inauguración de las nuevas máquinas. Y los obreros — la verdad — habrían quedado contentos de sobra. Pero dar acciones era peligroso. No iban a meter obreros en el consejo de administración. Menudo lío. La cofradía de la Sagrada Cena se puso en movimiento y don Pilatos García quedó casi a la altura del paso. Era cofrade casi desde siempre. Había empezado de chavalín con su padre. Hubo una vez que pensó cambiar de cofradía. La verdad es que ios de la Cena eran de clase media para abajo. Y el padre de don Pilatos lo era. Luego las cosas se dieron bien para él. Entró de administrativo en la recién fundada «Harinas Españolas, S. A.» y luego se había hecho el hombre de confianza de don Llerodes Fernández. Fue entonces — cuando le hicieron administrador jefe — cuando pensó cambiar de cofradía, pasarse a otra más a tono con su nuevo rango. No lo había hecho por una especie de pudor; un pudor quizá un tanto anticuado, pensaba ahora. Claro que, en el fondo, la cosa daba casi igual ya que nadie le reconocía bajo el capuchón. Pensó en su jeíe. Sí había de ser sincero, don Heredes no le caía simpático. Peto en estas cosas no era la simpatía lo que gobernaba. A él le hubiera gustado 84

estar con el hijo de don Manuel. Sí, don Manuel había sido gerente como Dios manda, honrado, bueno, cariñoso. Y el hijo de don Manuel lo hubiera sido también si no se le hubieran metido aquellas ideas en la cabeza. Porque una gerencia no es un juego. Ahora la cosa estaba decidida. Mañana —sábad o — era la votación en el consejo y seguro que el nuevo gerente sería don judas López. Mal bicho, desde luego. Pero hacía falta un hombre joven y don Judas contaba con el apoyo de don Herodes, y, quien más quien menos, todos los consejeros sabían que era don Llerodes el sol que más calentaba. A él casi le gustaría votar mañana a Jesús, el hijo de don Manuel. Sí, a pesar de su locura, le daba más garantías de honestidad que don Judas. Podía hacerlo, ya que la votación era secreta. Pero de todos modos era expuesto. Si don Herodes sospechaba algo podía irse despidiendo de la administración. Y no era cosa de quedarse en la calle. Tenía cuatro hijos y el cocido era antes que el sentimentalismo. Además... su voto no era decisivo, no era él quien iba a decidir la cosa. Lo sentía, sí, lo sentía. Oyó sonar la tablilla del jefe de fila ordenando pararse. Habían llegado ya a la plaza y el paso tenía que detenerse ante las autoridades. Un gran reflector le hirió los ojos. Levantó la mano para protegérselos. «Vaya, otro año que se olvidaba de lavarse antes de salir. Se ponía uno perdido arreglando el paso.» Bueno, total, bajo su capuchón nadie le conocía.

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Don Herodes Fernández veía siempre la procesión desde la tribuna de las autoridades. Era el sitio mejor: estabas sentado y además todos los pasos se detenían al llegar frente a ellos y los iluminaban fuerte con reflectores. — ¡Maldita sea! Sintió una punzada en el estómago. Aquella maldita úlcera no le iba a dejar ver la procesión en paz, estaba seguro. Le pasaba siempre que se excitaba: luego dos días como si le acuchillaran por dentro. Se había acalorado demasiado la tarde anterior. Bien pensado ni hubiera sido necesario, ni valía la pena. Era tan estúpido lo que intentaba aquel crío que ni falta hacía convencer a nadie. Quizá un poco a Pedro que más o menos pensaría como Jesús, aunque sólo fuera por la edad. Pero afortunadamente todos los otros del consejo eran gente hecha. ¡Y pensar que con don Manuel se había entendido siempre bien! Fue una pena aquella muerte, así, de repente. Era un buen hombre, un poco santurrón, pero dentro de la lógica. Pedía al año cinco extraordinarias para los obreros, pero al fin se conformaba consiguiendo dos. Él se había ilusionado con el hijo. Era más listo que su padre, más vivo; y en Alemania había aprendido como nadie en asunto de gerencia de empresas. Pero estaba claro: un joven listo era joven antes que listo, y siempre terminaba siendo preferible un viejo tonto. Por delante de la tribuna pasaba la cofradía de la Cena. ¿Reconocería entre los encapuchados a Pilatos? 86

Vaya usted a saber, con ese disfraz cualquiera sabe. No le gustaba que su administrador fuese de aquella cofradía. Menos mal que yendo encapuchados nadie le conocería. Si no, un desprestigio para su empresa. ¡Quién sabe qué pobre gente iría bajo aquellos capirotes! ¡Y el bueno de Jesús soñando en meter una representación obrera en el consejo de administración! ¡Lo único que le faltaba por ver! Era curioso esto de los jóvenes: sabían cuatro cosas de los libros y ya se te lanzaban a reformar el mundo. Y ahora parecía que madurasen más despacio. En su época se asentaba antes la cabeza. Cosas como las que quería Jesús no las hubiera propuesto él ni a los catorce años. Pero ahora no: con esgrimirte un párrafo de una encíclica sobre la autofinanciación te lo arreglaban todo. Pues sí que era simple la vida como para resolverla con un parrafito de teorías. Menos mal que contaban con Judas que era joven y no resultaba precisamente peligroso. Porque eso sí, había que estar a tono con el mundo y ahora todas las empresas, con eso del Mercado Común, estaban poniendo gerentes jóvenes que pudieran moverse. Bueno, estando detrás el consejo para controlar, un gerente joven estaba bien. La verdad es que Judas no le era tampoco simpático. Pero era un hombre de empresa, de los que saben el valor del dinero y no se exponen a jueguecitos ni sueños. Vio acercarse el paso del Nazareno. Él había sido cofrade cuando joven. Su madre tenía un Nazareno 87

encima de la consola del comedor. En Semana Santa le encendían dos velas mientras rezaban el rosario. Sí, eran hermosos recuerdos. Y don Herodes se hubiera sentido feliz en ellos si no hubiera estado ahí otra vez, pertinaz, la punzada del estómago. ¡Aquella maldita úlcera! * Mal-Ladrón Martínez estaba de mal humor: ¡No te fastidia cerrar todos los bares del centro por eso de la procesión! Vivían en una ciudad idiota de beatos. Los curas y los ricos se lo guisaban todo. ¿Le habían pedido permiso a él para taponarle la puerta de su casa por eso de que la procesión pasara por delante? No, ellos hacían lo que les convenía y al que no le guste que se fastidie. Aquella semana, él, como si no tuviera casa. Había que largarse a las cinco de la tarde y no volver por allí lo menos hasta las diez. Un gentío. Y luego te metían los cantos hasta por las narices. Y menos mal que ahora habían desviado la procesión de por la noche. Que, antes, la noche del viernes al sábado sin dormir. Más les valdría arreglar las cosas sociales que hacer tanta pamplina. Seguro que don Herodes y todos los de su fábrica estaban ahora en la procesión, con mucho hábito, mucho capirote y mucha cofradía. Y luego de salarios ¿qué? Ni uno había que pitase. Alguna vez promesas. Y hasta promesas pocas. Por lo menos que prometieran, vamos. No, ni eso. Decían que había lío ahora en la fábrica. Algo había llegado al piso de abajo. Jorge había visto la 88

tarde anterior a don Herodes salir del despacho del consejo y había contado que estaba rojo como un cangrejo. Luego preguntaron al conserje y les dijo que cinco horas reunidos habían estado, y que desde fuera se les oía gritar. Debe ser por lo de las máquinas nuevas. También ellos deben andar como perros a ver quién se lleva más. ¿No les bastará a los muy...? Pero también en el taller los hay panolis. ¿No te va Buen-Ladrón contando no sé qué de que iban a darles acciones a ellos? — Vosotros no conocéis a don Jesús, os lo digo yo —decía—. Yo le conozco: estuve con él cuando el montaje de la nueva máquina y ese es un hombre de verdad. ¡Mira tú! Hijo de su padre será, y como todos. ¿O has visto alguna vez a alguien con dinero que sea hombre de verdad? Quien más, quien menos: ladronazo. Lo que pasa con don Jesús es que es un meapilas y siempre tiene mucho a Dios entre los labios. Mucha encíclica, mucha mandanga. Pero, ¿cuándo se arreglaron las cosas con encíclicas? Y Buen-Ladrón se enfadaba oyéndome hablar así. «Éste es distinto, distinto», decía. «Ya, distinto. ¿Y qué sueldo tiene? Mira, cuando se largue y empiece a trabajar como nosotros, ese día le creo, pero antes no, que ya está uno bien escarmentado de santurrones.» En la taberna alguien puso la radio. Salió la voz del locutor: — En estos momentos el Nazareno se detiene ante las autoridades. 89

»E1 Nazareno es la más importante cofradía de... — ¡Cierra eso, me...! ¡No te fastidia! Viene uno huyendo de la procesión y te la van a meter hasta en el aguardiente. * «Dios te salve, María, llena eres de gracia...» Doña María González asiste a las procesiones como si estuviera ella viviendo la pasión. Desde el balcón de su casa ve los pasos avanzando, y Jesús y María entran en su vida hasta invadirla toda. — Preocúpate ahora de mi hijo, preocúpate ahora. Está pasándolo mal estos días. Doña María se lo conoció ayer apenas entró en casa. — ¿Qué te ha pasado, Jesús? •—Nada mamá, cosas de la fábrica. El hijo no entra nunca en explicaciones, pero una madre no las necesita. Ella sufre por el sufrimiento de su hijo, pero allá en el fondo está satisfecha de él. «Será mejor que su padre», piensa. Su marido era de otra generación. Pero si hubiera sido joven habría sido como su hijo. Descubrió las nuevas ideas muy tarde, cuando ya no tenía coraje para realizarlas. Pero murió con la ilusión de que su hijo sería mejor que él. Ella presentía que la lucha de su Jesús no iba a ser fácil. ¡Con don Heredes presidiendo el consejo de administración...! — Por mí no te preocupes. ¡Claro que me gustaría verte de gerente en el puesto de tu padre! Pero eso es lo menos importante. Tú haz lo que creas 90

justo. Tu madre lo que quiere es que tú hagas tu tarea. Sólo así tendré yo también la conciencia tranquila. La procesión pasaba a sus pies como un río de luces, y era como si las imágenes dolorosas fuesen entrando dentro de ella. — Ya ves, Señora, cada uno pasamos aquí nuestro Vía Crucis. Yo el mío, junto a mi hijo. Sonriéndole con el alma partida. Pero que al menos encuentre cariño en esta casa cuando llegue cansado, cuando me lo derroten como al tuyo. * Pedro Rodríguez es cofrade del Santo Entierro. Apenas se está enterando de la procesión de hoy. Ha venido porque es uno de los dirigentes de la cofradía y tiene obligación de dar ejemplo. Pero después de lo ocurrido ayer no está para procesiones. ¿Por qué somos los hombres tan cobardes? Llevas años pensando una cosa y llega la hora de la verdad y te acobardas como un conejo. Por la mañana se vio con Jesús y desayunaron juntos después de misa. Hicieron su plan juntos. La batalla iba a ser difícil, ni él ni el hijo de don Manuel lo dudaban. Pero ésta era su tarea y estaban dispuestos a realizarla a conciencia. La empresa estaba construida injustamente y ellos no podían tolerar y convivir con la injusticia. Un viejo molde capitalista que lo más, lo más, se limitaba al barato gesto pater91

nalista de dos caricias al año a ios obreros. Y la empresa producía. Producía tanto que en poco más de un año iba a amortizar los dieciocho millones de la nueva maquinaria sin necesidad de nuevas inversiones, sin acortar demasiados dividendos. ¿Con qué justicia iban a atribuir a los accionistas ese dinero que había sido ganado entre todos, con la doble colaboración de capital y trabajo? La postura de jesús era justa. Realmente no se podían subir salarios en aquel momento porque la renovación de la maquinaria se imponía. Si el Mercado Común les cogía con la vieja maquinaria la empresa se iría al bote y con ella capitalistas y trabajadores. Bien, pero si no se podía dar más dinero líquido, siempre se podía dar a los trabajadores la parte que les correspondía en acciones sobre el aumento de valor de la empresa. Esto era lo justo. Y, además, por este camino llegarían casi sin darse cuenta a una empresa que fuera realmente propiedad de todos los que trabajaban en ella. La cosa no era precipitada y daba tiempo a que los trabajadores se capacitasen en la marcha económica de la empresa. Sin demagogias ni prisas inútiles podrían llegar en diez años, o doce, a hacer una empresa realmente cristiana. En teoría era todo claro. Y hablando con Jesús, en el bar, por la mañana, sentía coraje para defenderlo ante medio mundo. Pero en el consejo había sido todo distinto. Cuando don Herodes interrumpió la exposición de Jesús y dio el puñetazo en la mesa, todas las teorías se le vinieron abajo. Y no supo 92

ser el Pedro que había prometido. Sí, intentó débilmente apoyar la opinión de Jesús. Pero bastó con que don Julio —con su vocccita de pito— le dijera: — ¿Tú también eres de los locos? ¿En qué Alemania habéis estudiado vosotros: en la occidental o en la comunista? Todo se vino abajo. «No, no...», quiso explicarse pero no supo. Don Herodes le fulminó con la mirada y todo acabó allí. Se le fue el coraje como el aire a un balón perforado. Ahora en la procesión siente una especie de vergüenza de sí mismo. Se sabe indigno de llevar aquella túnica que lleva y aquella medalla de Cristo sobre el pecho. Pero él no es ele la raza de los héroes. Al menos por ahora. •»• Doña Llorona Alonso, señora de Fernández, se emociona siempre viendo pasar las procesiones. Tiene, desde que nació, un corazón tierno y los sufrimientos se abren paso en él fácilmente. Se maravilla siempre en los ejercicios: la meditación del pecado o del infierno no la impresionan nada, pero las dos de la Pasión la llegan al alma. Es hermoso que Cristo muriese por nosotros. ¡Cuánto amor! Junto a un Dios así se siente protegida, salvada. También la Virgen de los dolores es «su» Virgen. No hay un sábado del año que ella no vaya a la Salve, a poner bajo su manto a toda su familia. Pide primero por su marido, don Herodes, que sepa cumplir bien su difícil tarea. ¡Son tan penosas las labores de direc93

ción! ¡Tener bajo su responsabilidad más de cien hombres, más de cien familias! ¡Virgen santa, ilumínale! Luego pide por sus hijos. Por Luisa que tiene 19 años y se casará pronto. Por Jaime que tiene 17. Que sean buenos muchachos. Ya son ricos. Nada de la tierra necesitan. Pero que no se descarríen. Que vivan siempre según los principios que recibieron. Como su padre. Como su madre. Como siempre fue en su familia. Que no se descarríen, Señor, que no se descarríen. Porque ahora la juventud está muy revuelta. Corren vientos comunistas por el mundo y un joven es tan fácilmente contagiable. Afortunadamente en su casa no entran malas lecturas ni nefastas ideas. Que no se descarríen, Señor. Con seguir como sus padres basta. ¿Y aquella frase que la molesta dentro? Sí, no la gustó el predicador que trajeron este año a la novena. Hablaba como sin respeto. Al comentar lo de las mujeres de Jerusalén en lugar de decir «Jesús consuela a las piadosas mujeres», dijo: «Jesús reprende a las mujeres de Jerusalén.» Hasta se pitorreó de ellas. Dijo: «Las lágrimas sólo sirven para regar berzas.» Pues ¿y qué iban a hacer aquellas mujeres? ¿No hacían bastante con llorar? ¿Qué quería: que hubieran hecho una manifestación y se hubieran ido a protestar a Pilatos? El caso es meterse con las pobres mujeres. En definitiva fueron hombres todos los que condenaron a Cristo. Y los pecados actuales ¿quiénes los cometen, más que los hombres?, ¿quiénes hacen las injusticias, quiénes son los que desencadenan 94

la sensualidad sino ellos? ¿Qué van a hacer ellas sino querer a Jesús, compadecerle, llorar a su paso? Ella se siente una de las mujeres de Jerusalén cuando la procesión pasa. Si las esculturas no fueran de madera, una de ellas se volvería hacia ella consolándola, agradeciéndole este llanto que está llorando al verlas. * Don Caifas Diez va siguiendo a su cofradía, orgulloso, satisfecho. ¡Cuántos han ido este año! Es uno de los mejores años de la historia de la cofradía. Y la carroza nueva está dando el golpe. Hacía falta realmente. No era lógico que la Soledad fuese con aquella miseria de madera dorada. La Virgen más bonita de la ciudad no podía ir de cualquier manera. Pero ya está. Ha tenido que moverse un poco. Pero todo ha ido lográndose: la carroza, las flores, los faroles de plata nuevos... Ahora cuando pasen por delante de la tribuna de las autoridades tiene que sonreír a don Herodes, no vaya a olvidársele. Le está agradecido de veras. Es curioso este don Herodes: se te hace el tacaño mil veces y luego te tiene un gesto como el de los faroles. Pues le habrán costado un verdadero dineral. Plata maciza y pesan por lo menos veinte kilos entre los cuatro... ¡Y luego habrá quien le reproche el ser amigo de gente con dinero! Es curioso este mundo: ahora se ha puesto de moda el no ser amigo de ricos. Antes todos... venga a tomar chocolate con ellos. Y de golpe —como si se hubieran convertido todos los que tienen dinero en el 95

mismísimo demonio -—, si te he visto no me acuerdo. ¿Es que acaso los ricos no tienen alma? ¿Es que Cristo no trató con ellos? Lo que es él está bien tranquilo. «Por sus frutos los conoceréis.» Y los frutos los tiene allí delante en su carroza nueva. Casi cuatrocientas mil ha costado, ¿y de dónde ha salido ese dinero? Además que no sólo es eso. Repartir sonrisas es barato cuando hay almas en juego. Porque resulta que vas a pedir unos candelabros y terminan haciéndote una consulta moral. Y qué difícil es ser rico en estos días. ¡Conseguir el equilibrio! ¡Hacer reformas sin nervios! ¡Sin arriesgar el dar de comer a los comunistas con nuestra buena voluntad! Ahora todo se vuelve a hablar de congestión. ¡Como si los obreros estuvieran preparados! Te va cualquier chiquillo a Alemania y te vuelve queriendo copiarlo todo. ¡Como si España fuese Alemania! Que recuerden cuando la guerra, total anteayer. A poco menos un país comunista a estas horas. Y entonces sí que iba a haber congestión y congestión. — Tiene que sonreír a don Herodes al pasar por delante de la tribuna, no se le olvide. Le gustará ver sus faroles en la carroza. Han quedado magníficos. Ahora es otra cosa, otra cosa. — ¿Entonces usted cree que me puedo quedar tranquilo? —le había preguntado. — Mire, el Papa no impone éste o aquel modo de justicia. Y, aunque en teoría parece mejor el accionariado obrero, aplicando las cosas a nuestras circunstancias, aquí va mucho mejor la participación en benefi96

cios. Cuando cierren ustedes su balance calculen sobre lo ganado qué parte corresponde a capital y qué parte a trabajo. — Sí, pero el caso es que este año, con la compra de la nueva maquinaria, de beneficios cero. Justo para que cobremos nosotros los dividendos del capital y ni una perra más. — Siendo así... — Porque la maquinaria ¿de quién es en definitiva? De la empresa. Esta compra lo mismo les favorece a ellos que a nosotros. Les da estabilidad. Si no la hubiéramos comprado, cualquier día en la calle. — Eso es claro. — ¿Entonces me puedo quedar tranquilo, no cree usted? El mundo está lleno de almas turbadas, piensa don Caifas. Y todo por cuatro agitadores de manga estrecha y de ambiciones anchas. ¿O acaso quieren la justicia? No, quieren subir ellos. Los jóvenes mucha postura social, pero a la hora de la verdad los faroles los regalaba don Herodes. Tenía que sonreírle al pasar el paso por la tribuna. A ver si con el lío que se armaba siempre en ese momento se le iba a olvidar hacerlo, y quedaba mal. Que el agradecimiento a un favor prepara el siguiente. * Don Cireneo Pérez era el capellán de la cofradía de la Cruz desnuda. Iba en la procesión con una especie de temor: ¿Comprendería la gente el sentido 97 7

de su «paso»? Había tenido que batallar mucho para convencer a los propios dirigentes de la cofradía, pero al fin lo había logrado. ¿No era absurdo que una cofradía que se llamaba de la Cruz Desnuda sacase por las calles una cruz... de plata? Dios se merecía toda la plata y todo el oro del mundo. Pero, ¿no había el peligro de que cuantos mirasen aquella cruz de plata se fijaran mucho más en la plata que en la cruz? Una procesión de semana santa debía ser una predicación y era necesario decirle a un mundo materializado que la Cruz Desnuda fue una cruz desnuda: dos troncos y dolor, sin más adornos, sin paliativos. Al menos ellos que no sacasen por las calles una religión dulcificada, plateada. Ah, cómo se estaba suavizando todo. ¿Qué quedaba de la fraternidad?, ¿qué de la imitación del que no tuvo dónde reclinar la cabeza? Los cristianos de hoy pedían rebajas en el cristianismo igual que en un comercio, regateaban su entrega a Dios como tratantes que intentasen pasar gato por liebre. Y al vino cristiano se le echaba constantemente agua para quitarle grados: la cruz se quedaba en mortificación, la justicia se reducía a limosna, la locura cristiana a una misa dominical. Además había que hacerlo todo con prudencia, con muchísima prudencia. Si no, se exponía uno a morir en una cruz desnuda. Pensó en Jesús, el hijo de don Manuel. Aquel muchacho había entendido las cosas en serio. Y no era precisamente un loco. Él mismo había desconfiado al principio, de sus intenciones. Lo encontraba calculador, demasiado amigo de ir despacio, de 9S

medir consecuencias. Pero más tarde le había entendido bien. Éste era de los que lo piensan, pero una vez que han tomado su decisión la llevan hasta el fondo. Con diez o doce años dirigiendo su empresa lograría algo cristiano. Y qué falta hacía en su ciudad al menos una empresa que poder señalar con el dedo y decir: Id, ved aquélla, eso es una empresa cristiana. Pero quizá no estaba todavía maduro el mundo. Fracasaría. ¡Dios santo y qué consejo el que le había tocado al pobre! Don Cireneo sintió que una especie de tristeza le invadía. Acababa de recordar lo del periódico de la mañana. Los grandes titulares que contaban cómo don Herodes había regalado cuatro candelabros de plata maciza para la nueva carroza de la Soledad. Si la gente supiera lo que ayer tarde había sucedido. Recordó la llegada de Jesús. Se lo conoció en los ojos. «¿Todo perdido?», le había preguntado. El muchacho no había contestado. Se le habían llenado los ojos de lágrimas. — ¿Y ahora qué vas a hacer? — No sé. Supongo que harán gerente a Judas López. Yo... Quizá venda mis acciones y con lo poco que saque ponga cualquier cosa por ahí. Me apañaré. No es lo mismo, desde luego. Pero iremos adelante. Verónica me ha dicho que no me preocupe. Que ella no era mi novia porque yo fuera gerente. Nos casaremos. Encontraré otro puesto. Y tendré mi pequeña felicidad. Suficiente. Lo siento: me había ilusionado con hacer una empresa que marchase en cristiano. No debe estar maduro el mundo todavía. Pero, ¿y el 99

escándalo que damos? Sí, sí, mucho elogiar la «Mater et Magistra». ¡Dios te libre de intentar aplicarla! Sí, la Cruz Desnuda. Eso era querer ser hoy cristiano. Afortunadamente quedaban algunos que lo tomaban en serio. Si Jesús no había triunfado esta vez, triunfaría otra, o triunfarían otros otro día o en otro sitio. La cruz triunfa siempre sin necesidad de ser de plata. Jesús había salido contento de su casa. Había dicho: — Me siento tranquilo ahora. Sería terrible pensar que dejo de ser gerente por ser comunista o por ser loco. Dejar de serlo por seguir a Cristo es algo que merece la pena, ¿no cree usted? Sí, valía la pena. Después del Viernes Santo viene siempre el Domingo de Resurrección. * A don Judas López le gustaba que en las procesiones de Semana Santa fuese todo el mundo encapuchado. Esto le permitía prescindir de ellas sin que la gente comentase que si iba o si dejaba de ir. Ir forzado como iba en la del Corpus era cosa que le fastidiaba. Él no era como esos hipócritas que juegan a dos barajas. Hoy estaba contento. Parece que el mundo se había organizado para prepararle el éxito. El tonto de Jesús con sus locuras y la chochez de don Herodes queriendo un gerente joven porque eso «se llevaba». Era un hombre afortunado, desde luego. 100

Jesús era un ingenuo. ¿No sabía acaso con qué consejo se las gastaba? Pero Jesús fue siempre un romántico. Ya en el colegio apostaba siempre por el bando que iba a perder. Bueno, o quizá lo peor es que no apostaba por ningún bando, se quedaba en medio y recibía tortazos a derecha e izquierda. Porque si al menos hubiera sido comunista... No, Jesús era de los hombres a los que en una guerra se fusila siempre: si ganan las derechas las derechas, si ganan las izquierdas las izquierdas. Tipos molestos con un afán utópico de justicia. Él también había tenido su racha romántica. Allá por los dieciocho años. Por entonces hasta tuvo vocación de cura. Por fortuna se le cruzó Purita y le ayudó a madurar. Ahora estaba «hecho»: era de los que siempre quedan de pie. Sabía muy bien que en la vida y en las guerras las victorias no son de quienes vencen, sino de quienes, vencedores o vencidos, saben aprovecharse. Lo de ayer había sido cosa divertida: él, el que menos acciones tenía de todos los consejeros, había arramblado con la gerencia casi sin enterarse. Y el tonto de Jesús, con toda la tradición de su padre a cuestas, desbordado y, a poco que se descuidase, en la calle. En la ciudad iba a ser un golpe, un verdadero golpe. Una noticia de Sábado de Gloria. Mañana la votación formularía, y a los periódicos su nombramiento. Ya se sabía: la voluntad de don Herodes era omnipotente en «Harinas Españolas, S. A.» y el candidato de don Herodes era candidato de todos. 101

Don Herodes no le era simpático, lo que son las cosas. Pero, cuando uno quiere encaramarse, no mira el color de la maroma sino su resistencia. En la ciudad iba a ser un golpe. Ahora sí que iba a presumir de veras de ser «el soltero mejor pagado de la ciudad». Soltero por muchos años, por todos los que pudiera. ¿Y Magda? Aún no la había dicho nada. Le gustaría la noticia, son cosas que gustan. Cogió el teléfono. Marcó. •—• ¿Magda? La voz llegó acida desde el otro lado: — ¿No me vas a dejar tranquila ni hoy siquiera? A él no le molestó el tono. Bromeó: — ¿Igual estabas viendo pasar la procesión? Oyó que colgaban al otro lado. — Magda, ¡no! —gritó. Ya era tarde. Sintió que la rabia le invadía. Volvió a marcar. Comunicaba. La muy zorra había dejado descolgado. De tras la ventana le llegó un canto de penitencia. La ciudad entera estaba hoy en la calle. Sólo él estaba solo. Él, a quien nadie quería. Volvió a marcar el teléfono de Magda. Sí, había dejado descolgado. Se vio en el gran espejo de su cuarto y se encontró más solo que nunca, como si no estuviera vivo. Le parecía que le hubieran vaciado por dentro.

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LAS COSAS TUVIERON MIEDO

N

o, no es verdad que sólo los hombres velasen en aquella hora. Estaban también despiertas las dulces criaturas, las pequeñas cosas inanimadas que hablaban sin bocas, y latían sin corazones. De unas a otras corría la esperanza o el temor. Y, entre las pausas de las blasfemias y los escupitajos, la voz de las cosas corría por todos los corazones inanimados. Hablaban, callada, calladamente: Un olivo: — Decidme, ¿es Dios? Ya sabéis quién os digo. No hace aún dos horas que salió de aquí y aún está encogido mi corazón de madera. Los olivos dormimos mucho, estamos arrugados de aburrimiento. Pero he aquí que, de pronto, algo sucedió: como si me incendiasen. Quizá no lo sepáis: un viejo olivo contó que en un jardín, que nadie de nosotros ha conocido, Dios bajaba a pasearse, ponía su mano en los árboles. Entonces los árboles latían como si tuvieran corazón, como si de pronto fueran a echarse a andar. Fue así, lo mismo. Primero su mano. Luego su sudor. Luego sangre, sangre verdadera. Como la de todos los hombres. Pero distinta, distinta. 10 5

Decidme, ¿era Dios? Vosotras que le conocéis más que yo decidme, ¿era Dios? El Cáliz del Jueves: — Sí, era Dios. Yo conocí su terrible calor. No porque sucediera nada realmente terrible, ningún terremoto, ni un grito siquiera. Pero se sabía: algo vertiginoso estaba en juego. Él me cogió en sus manos y mi materia sorda latió bajo sus dedos, como tanteándolos, como intentando reconocerle al tacto. Pero fue su voz la que le delató. Sus palabras no hablaban, obraban. Su voz no era un deseo, era una acción. Nada cambió: el vino que había dentro de mí se movió apenas, pero yo «supe» que estaba sucediendo algo como cuando la creación, algo en lo que entraba en juego mucho más que el olor, el color y la forma. El vino gritó dentro de mí, como si lo desgarrasen, como si estuviera dando a luz a un hijo ensangrentado. Era Dios, era Dios, os lo aseguro. El látigo: — Sí, era Dios, yo también lo sé. Yo escarbé sus espaldas, hurgué bajo su piel, quise obligarle a soltar su secreto, calando bajo su carne, hasta llegar casi al alma. Mas su misterio no estaba entre la sangre y la carne e inútilmente me revolqué por ella, desgarrándola. Pero, de pronto... de pronto supe. ¿Conocéis el orgullo que tiene siempre un látigo? Sí, somos fuertes y lo sabemos, nadie se rebela contra nosotros, nues106

tro chasquido es tan fuerte como la voz de un rey. Y, hasta cuando estamos colgados en el muro, se nos mira con miedo. Y he aquí que de pronto yo temblé. Por primera vez en mi vida me supe injusto, comprendí que todo en mí era un error, descubrí esa cosa terrible de la que había oído hablar y nunca comprendía: el amor. Sí, miradme con terror si queréis: he aquí a una cosa que nunca supo amar, casi humana. Ahora lo sé. Su sangre de pronto me descorrió la cortina de los ojos y supe que aun la carne más sucia merece más besos y caricias que golpes. No pudo ser un hombre quien me hizo entender esto. El agua de Pilatos: — ¿Creéis que un agua puede sentir dolor? Yo lo sentí esta tarde. Como si alguien me desmigajase. Todos me conocéis, sabéis que soy alegre, que canto y necesito cantar para vivir. Si alguna criatura es feliz esa soy yo. No sé caer, ni correr, sin cantar. Y no me encuentro a gusto hasta no ser transparente. Hasta llevarme la suciedad me gusta. Se siente una útil, ¿sabéis? Allí por donde yo he pasado todo es más limpio, más fresco, más claro. Hasta un arcángel me tendría envidia. Pero esta tarde me he sentido inútil, rastrera, pegajosa. Alguien me «manejaba». Hubiera querido saber quemar para levantar mi protesta. ¿Pero qué 107

puede hacer una pequeña cosa como el agua sino ofrecer su triste pantomima? El hombre pareció quedarse tranquilo. Pero yo no. El otro me miraba, como si tuviera sed, como si deseara beberme. Pero yo estaba ya sucia, inútil. El gallo: — Yo me rebelé. No, no fue un canto mi canto, sino un grito. Hubiera querido prevenir a todos, explicarles. Me entendieron todas las pequeñas bestias de Dios, pero ni un solo hombre. Pedro me oyó, es verdad. Le di coraje para las lágrimas. Pero yo esperaba mucho más de él. Esperaba que evitase lo que estaba sucediendo, lo que se echaba encima como un nubarrón terrible. Por eso grité, con toda mi pobre alma de animal ridículo. Luego Él se fue y no he sabido más. Decidme vosotras las pequeñas cosas qué fue de Él, qué se hizo, si alguien le defendió, si mi grito no fue del todo estéril. La espada que no se usó: — No, nadie le defendió, hermano. Yo creí por un momento que le iba a ser útil. Pero seguí en mi vaina. Por un instante quise rebelarme contra mi destino. Pero luego lo entendí: no eran las espadas quienes podían defenderle. Era algo más grande que nosotras lo que le llevaba a la muerte. Y tuve que quedarme allí desconcertada, como si toda mi existencia fuera una equivocación, sin lograr entenderlo ni entenderle. 108

La túnica: — Yo le comprendí más porque he vivido muchos años a su lado. Ya antes de encontrarme con él, cuando fui naciendo entre las manos de su Madre, fui descubriendo que algo grande sucedía. Luego conocí su calor y le di algo mío. Nos queríamos. Yo oía silenciosa sus palabras que me calaban en la tarde mezcladas con el polvo del camino que estábamos recorriendo. Él hablaba como nosotros, sabía de los corderos y de su lana, de las mujeres de las casas y del aceite derramado, de redes y de establos, de trigo y de cizaña. Ahora no sé qué es de Él. Me arrancaron de su lado hace rato. Me zarandearon los soldados, jugaron conmigo como en una apuesta. Y estoy aún asustada, huérfana de su piel y de su carne. La madera de la cruz: — Está aquí, hermanas cosas, aquí, conmigo, atado a mí por unos clavos terribles. Vive aún, siento su carne caliente apretándose contra mi madera que lucha por refrescarlo de algún modo. He conocido también su sangre, y entiendo muy bien lo que decía el Cáliz. Yo temblé cuando los clavos me hirieron pero no por el daño que me hacían sino por la sangre que me salpicaba. No es que fuera una sangre distinta de las otras, toda sangre es terrible, lo sé, aun la de los más miserables. Pero es como si en ésta se contuvieran todas, como si sobre mi corteza estuviera resbalando el mundo en carne viva. 109

Oigo jadear su pecho, cada vez con menos fuerza, agotándose. Me gustaría ayudarle como ayudaba a mi fruta siendo árbol. Pero aquí estoy estéril, seco, cargado de muerte habiendo nacido para cargarme de jugo y de esperanza. El aire: — Pero si es Dios. ¿Cómo se está muriendo? Oídme bien hermanas cosas, yo sólo soy un aire, sólo puedo ir y venir de acá allá sin detenerme nunca en ningún sitio, jamás supe pararme a pensar. Pero ahora algo entiendo. En medio de mí se ha metido este aire cansado que exhalan sus pulmones, algo suyo me habita, y algo mío entra sin descanso en su vida. Y yo me siento hermano suyo. Por eso os hablo. ¿Habéis pensado que se está muriendo? ¿Habéis pensado que si Dios muriese todas las cosas moríamos con Él? ¿Puede acaso morir un Dios? ¿Es entonces que el mundo se termina? Tengo miedo, algo está crujiendo en mis entrañas, algo como en el día primero en el que Dios, soplando, me arrojó sobre el mundo. El olivo: — Aire, hermano aire, hay algo más importante que nuestra posible muerte: que Él muera. Es esto lo que me angustia ahora. No tengo tiempo de pensaren mi muerte. Si Él muriese, ¿para qué serviría ya vivir? El látigo: — Él no debe morir, no hay que tolerarlo. 110

El agua: — Pero, ¿qué haremos nosotros sino llorar por Él? ha túnica: — Díselo tú, madera, tú que estás a su lado, explícale que ninguna de las cosas del mundo quiere verle alejarse hacia la noche. El aire: — ¡Callad! ¿Habéis oído? Ha gritado, ¿verdad? La madera: — Sí, algo como si todo hubiera muerto. Entérate tú, lanza. Dinos si es verdad esta cosa horrible que nunca me atreveré a decir. La lanza: — Sí, ha muerto, hermanas cosas. Yo he bajado hasta su corazón para comprobarlo. Y es verdad, ha muerto. Su última sangre hizo temblar mi hierro. Y el agua de su costado habló como si perdonase el último de todos los pecados: el de mi punta que le traspasaba. El aire: — ¿Entonces es verdad: podía morir? ¿Entonces es verdad que moriremos todas? La noche: — Sí, así va a ser seguramente, dejadme paso a mí y a mi silencio. Yo os cubriré para que no sufráis 111

demasiado. Entraremos en la muerte calladas, obedientes, como hace siglos entramos en la vida. Nada nos queda ya que hacer aquí, puesto que Dios ha muerto. Los lienzos y perfumes: — Callad, hermanos. No sabéis lo que habláis. Él ha muerto. Él ha muerto, pero Él no está muerto. Nosotros sabemos bien lo sereno que está su cuerpo frío. Está como esperando. No es un muerto como todos los muertos. No enterréis la esperanza todavía. Quien supo hacer lo más difícil sabrá hacer lo más fácil. ¿O creéis que una resurrección va a serle más difícil que esta muerte? El aire: — Tienes razón, hermano lienzo, tienes razón. La madera: — Sí, hermano, sí. Esperaremos.

QUINTO EVANGELIO 112

C

ada mañana tengo cuarenta minutos de autobús para ir a decir misa. Veinte a la ida, otros veinte a la vuelta. En el primer viaje vamos casi vacíos. Tres o cuatro personas a lo más, casi siempre los mismos, altos los cuellos de los abrigos, embutidas las manos en los bolsillos. El autobús tiene aún el frío de la mañana y chirría como si estuviera desentumeciendo los huesos. También los transeúntes llevan un aire como de no haber terminado de salir del sueño. Hay en todos los ojos un pedazo de noche todavía. Yo desdoblo el periódico y descubro lo que sucedió mientras dormía. Muertes, bombas, alegrías, reuniones políticas. Y pocos minutos después me zambullo en la misa como lo haría en un mar. ¿Os parece mal que lea el periódico pocos minutos antes de decir la misa? £)s diré: también yo al principio tenía mis escrúpulos. Pero luego descubrí algo para mí muy importante: que mi misa, dicha apenas cerrado el periódico, era mucho menos celeste, mucho más verdadera. Y que mi periódico, leído minutos antes de decir la misa, era mucho menos pedestre, mucho más verdadero. Y así es como he descubierto que una buena misa es una misa con mucho olor 115

a calles. Y que un buen vivir cotidiano es un vivir con Dios cruzando por en medio de ellas. No hay que desatar nada de lo que Dios ha unido, así es. Deshuesaríamos la misa y el evangelio arrancándoles estos trozos de realidad diaria. Amargaríamos la vida quitándole ese horizonte de esperanza que la muerte de Dios ha levantado. Ahora entiendo mucho mejor muchas cosas. Estos días de Semana Santa, por ejemplo. En el Evangelio de la misa he leído la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan. Y en los periódicos de la mañana he leído mí Quinto Evangelio según los hombres, según el dolor y la alegría de cada día. Todos los días había en mis periódicos algún Cristo que sufría o triunfaba, todos los días Cireneos y Pilatos, Judas y Fariseos. Todos los días; sólo había que saber leer, buscar la coincidencia. No era necesario alterar una sílaba. Los hombres, obstinados, seguíamos repitiendo al pie de la letra idénticos gestos. Sólo había que tomar unas tijeras y colocar aquí o allá. He aquí una Pasión compuesta de recortes —verdaderos todos ellos, y todos recientes — de periódicos El quinto evangelio según los hombres de cada mañana.

Y Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Haced esto en memoria mía.f> {Lucas 22, 19) En el barracón donde yo estaba éramos todos católicos romanos. Por eso los guardianes se ensañaban particularmente con nosotros, pero no podían privarnos del enorme consuelo de la santa misa. Había con nosotros un sacerdote y todos los domingos, con infinitas precauciones, cuando ya se había dado el toque de queda, y en el campo no se oían más que las voces de alerta de los centinelas y los aullidos de los perros, el padre se levantaba, se ponía en el centro del barracón, y, sobre unas tablas, celebraba el santo sacrificio. Nosotros lo seguíamos todo desde nuestras literas sin rechistar, con un silencio profundo e impresionante. Allí no había nada: ni altar, ni manteles, ni ornamentos, ni misal, ni velas, ni, por supuesto, cantos o melodías del órgano. Sencillamente el sacerdote, con su uniforme astroso de prisionero, un poco de pan y unas gotas de vino en un vaso. Precisamente por la escasez de vino es por lo que la misa sólo podía celebrarse los domingos y porque, además, hubiera resultado demasiado comprometido hacerlo a diario. Era media hora terrible de tensión. Pero también de hondísimo fervor religioso. Casi todos llorábamos silenciosamente. De aquella misa nocturna sacábamos energía para resistir los trabajos forzados, el hambre, las vejaciones. Cuando ahora asisto a la misa en nuestras iglesias añoro el fervor y la emoción de los años de Rusia. (De las declaraciones de un repatriado de un campo de concentración en Siberia.)

Judas Iscariote, uno de los doce, fue a verse con los príncipes de los sacerdotes y les dijo: «¿Qué queréis darme y yo le pondré en vuestras manos?» Y se 116

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convinieron con él en 30 monedas de plata.

(Mateo 24, 14)

Jesús dijo: «En verdad en verdad os digo que uno de vosotros me hará traición» (Juan 13, 21) Rabat. Está celebrándose en esta ciudad el proceso contra los 24 comerciantes responsables de la parálisis de 9.067 personas a las que vendieron aceite adulterado. Como nuestros lectores recordarán, en septiembre del pasado año, cuando se celebraban en Meknes y las ciudades próximas lasfiestaspor el nacimiento del Profeta, miles de personas se vieron afectadas de una instantánea e inexplicable parálisis que inicialmente se tomó por una epidemia de poliomielitis, pero que más tarde se encontró debida a una infección causada por el paracresilfosfato que suele usarse como elemento químico para fabricar el aceite lubrificante. Las investigaciones de la policía han conducido a la detención de 24 comerciantes que habían comprado veinte toneladas de latas de aceite destinado para el lavado de motores de la vecina base aérea y que, tras haberlo mezclado con una ínfima cantidad de aceite de oliva, lo vendieron como aceite comestible, consiguiendo con ello una gruesa ganancia. De las 9.067 víctimas de la infección se cree que más de mil quedarán inmobilizadas para siempre y varios miles quedarán con lesiones más o menos graves. En el juicio se ha descubierto que uno de los comerciantes había hecho el experimento de dar a un empleado suyo dos huevos fritos en este aceite. El empleado acabó en el hospital, cosa que no impidió al comerciante el seguir vendiendo este aceite. Pero la revelación más sensacional ha sido hecha por un abogado al aducir que seis meses después de la epidemia se había encontrado aún un camión cargado de latas de aceite falsificado que se dirigía a otra lejana ciudad, donde pensaba seguir vendiendo el producto que había causado la tremenda catástrofe.

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Y Jesús (en el huerto) volvió después a sus discípulos y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: «¿Es posible que no hayáis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación .» Volvióse de nuevo segunda vez y oró diciendo: «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.\ Dio después otra vuelta y encontrólos dormidos: porque sus ojos estaban cargados de sueño. (Mateo 26, 40) Cremona. Con mucha probabilidad otras personas serán denunciadas a la autoridad judicial por el delito cometido en C. de Q. y en el que el vagabundo R. P., de 42 años, fue muerto a puñetazos y patadas por siete jóvenes que querían castigarlo por haber causado presuntas molestias a una muchacha. En el curso de las indagaciones se ha comprobado, efectivamente, que un grupo de unas cincuenta personas del pueblo asistieron impasibles a las fases del linchamiento y han admitido haber oído las desesperadas invocaciones de socorro y los lamentos de la víctima sin, por ello, intervenir. Las indagaciones tratan ahora de identificar a estas personas que podrían ser denunciadas oor omisión de socorro.

En esto se le apareció un ángel del cielo, y le confortaba. Y, entrando en agonía, oraba con mayor intensidad. (Lucas 22, 43) Agadir. Bajo los escombros de Agadir, la ciudad víctima del tremendo terremoto, después de diez días de búsqueda fueron encontrados con vida dos niñas y su hermanito. Alice K. 119

y su hermana Jacqueline están hospitalizadas en Casablanca, y han declarado que, en medio de la oscuridad, entre los escombros, pasaron diez días cantando para dar ánimo a su hermano Armand, de seis años de edad.

Y sobrevino un tropel de gente, delante de la cual Iba uno de los doce, llamado Judas, que se acercó a Jesús para besarle. Y Jesús le dijo: «Oh, Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lucas 22, 47) Madrid. Ha sido detenido M. J., que aprovechó la ocasión del desgraciado accidente ocurrido el pasado día 12 de marzo y en el cual perdieron la vida el obispo M. V. y el canónigo C. S., para apoderarse del anillo pastoral del doctor M. El detenido iba en un camión que pasó por el lugar y se ofreció «generosamente» a trasladar el cadáver hasta la casa de socorro. En el trayecto quitó el anillo del dedo de su ilustrísima. * Los que tenían atado a Jesús se mofaban de él y le golpeaban. Y habiéndole vendado los ojos, le daban bofetones y le preguntaban diciendo: «Adivina, ¿quién es el que te ha herido?» Y repetían otros muchos dicterios blasfemando contra él. (Lucas 23, 63) Berna. Bastó la palabra del doctor S. para que la policía detuviera a M. B. como responsable de la muerte del pequeño. ¿Qué mejor sospechoso que un criado y para colmo extranjero? Uno de los policías entró en la cocina: — Sígame —• dijo. 220

Y transportado a la comisaría, allí se le ordenó quitarse la chaqueta y la camisa. — ¿Qué hiciste en la tarde del 3 de octubre? —comenzaron a preguntarle. B. tenía una gran luz proyectada sobre la cara y aún estaba asustado. Contó con pelos y señales cuanto aquelía^tarde había hecho. Pero los policías no quedaban tranquilos. — Fuiste al cuarto del niño, confiésalo. — No, no fui, ¿por qué iba a negarlo si hubiera ido? — Lo niegas porque fuiste tú quien lo mataste. B. sintió un nudo en la garganta. Ahora comprendía por qué estaba allí, detenido. — Pero si todos dijeron que el niño se había golpeado con un ángulo de la cuna. — ¿A quién quieres hacer tragar eso? ¿Crees que un niño puede matarse golpeándose contra la cuna? Continuaron haciéndole preguntas. Y de pronto entró un hombre que, sin más le dio un golpe en el estómago. Luego le hizo levantarse de la silla, lo condujo hacia la pared y comenzó a golpearle en la cabeza contra ella. Los demás le daban puñetazos y patadas. — ¡Me hacéis daño! —gritó—, yo no he hecho nada. — ¿Tienes miedo a que te hagamos chichones? Tú le diste uno bueno al pobre chiquillo. — Hazme ver tus manos —dijo uno de los policías. — Son manos de asesino — dijo otro. — No, son manos limpias — contestó B. Y una serie de bofetadas le llovió desde todas partes. Luego le condujeron a una celda oscura. * Y entonces la criada portera dijo a Pedro: «¿No eras tú también de los discípulos de este hombre?'» Él respondió: «No lo soy.» Pedro estaba con los soldados calentándose. (Juan 18, 17) Como. Se ha aclarado finalmente el caso de Celestina F. La tragedia ocurrió en 1947 en P. Un día apareció junto al lago el cadáver de un hombre, L. G. 121

En el proceso fueron acusados de homicidio su hijo Juan y su mujer, Celestina F. A pesar de haberse proclamado inocentes, fueron condenados a 21 y 17 años, respectivamente. Juan enloqueció y murió poco tiempo después en el manicomio. Celestina estaba a punto de salir de la cárcel, tras 14 años de presidio. Pero la luz se ha hecho cuando hace cuatro días Pedro L., agonizante, se confesó culpable de la muerte de L. G. «En todo este tiempo —dijo— no había tenido coraje de confesar la verdad.» Pedro L. había sido uno de los testigos fundamentales para la condena de Juan y Celestina. Y su cobardía ha costado la vida de un hombre y la pena de 14 años para una mujer.

* Uno de los ministros asistentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así respondes al Pontífice?'» Díjole Jesús: «Si yo he hablado mal dime en qué, pero si bien ¿por qué me hieres?» (Juan 18, 22) Sr. director: quiero darle las gracias por el artículo publicado en su revista bajo el título «Agonía de Israel», tan lleno de caridad de Cristo. No le extrañe que mis lágrimas hayan corrido por su artículo. Son tan pocos los cristianos que se preocupan del pueblo judío... ¡Y cuando lo hacen es tan solo para perseguirle y vituperarle! Yo he tenido la dicha de encontrar al Mesías, que para todos nació; soy católica desde hace veinte años. Piensen lo que todos estos desprecios hacia mi pueblo han de dolerme. Ya sé que se le reprocha a Israel que «no le recibieron». Pero, ¿fueron todos los que le rechazaron? Y aunque así hubiera sido, ¿qué culpa tienen los descendientes actuales? Me permito relatarle una historieta que suele circular por Alemania, como si fuera algo que tiene gracia: Un alemán se encuentra por la calle con un judío y le pregunta: «¿Eres judío?» Éste le contesta que sí. Ni corto ni perezoso el alemán le propina una sonora bofetada.

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«Ten, esto para ti.» El judío, tambaleándose aún protesta: «¿Por qué me pegas? Ni te conozco ni me conoces tú a mí.» «Los judíos han matado a Jesucristo», dice airado el alemán. El judío replica: «Pero... ¡eso hace ya dos mil años que ocurrió!» Y el alemán contesta: «Sí, pero a mí me lo contaron ayer.» Esto es un chiste, ¿pero no tiene algo de amarga verdad? ¡Por favor, no nos hagan tan enojosa la conversión! Nunca lo conseguiremos con bofetadas, con desprecio, con odio e indiferencia. Con mentalidades así nadie de mi pueblo se convertirá. — (M. H., carta al director publicada en una revista.)

* Llevaron después a Jesús desde casa de Caifas al Pretorio... Pilato salió fuera y les dijo: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?» Respondieron y dijéronle: «Si éste no fuera malhechor no te lo habríamos traído.» (Juan 18, 28) Budapest. Cincuenta sacerdotes han sido detenidos acusados de «corrupción intelectual de menores». En esta acusación se encierra toda actividad religiosa de los sacerdotes que trabajan con la juventud. A la vez que estos procesos se ha difundido por toda Hungría la exhortación a los padres para que no manden a sus hijos a las iglesias, porque «esto no sólo es inútil, sino también peligroso». Igualmente ha sido detenido el padre L. K., acusado de «complot contra el estado por no haber querido sostener con su autoridad moral la campaña de colectivización lanzada por las autoridades». Pcking. Monseñor K. P. M. ha sido condenado a cadena perpetua acusado de «alta traición y colaboración con los imperialistas». El periódico «China Nueva» aclara las bases de esta acusación con estas palabras: «Usó el disfraz de la religión para sabotear los intentos del Gobierno para crear una Iglesia independiente del Vaticano.»

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Dijo Jesús: «Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz.'» Dicele Pilato: «¿Qué es la verdad?'» (Juan 19, 37) Quiero contarles a ustedes algo que ayer me sucedió con mi hijo. Lo llevé a ver una película de la última guerra y luego me senté con él a tomar un refresco. Ah, he de decirles que mi hijo tiene doce años. Al cabo de un rato de silencio mi hijo me preguntó: —-Los japoneses, papá, deben ser todos muy malos. De otro modo no se explica que hicieran esas cosas a los americanos. — Bueno, verás — respondí —•, eso pasaba durante la guerra. Ahora los japoneses son buenos y no hacen esas cosas. — ¿Y por qué las hacían entonces? — Sin duda estaban equivocados y no sabían que eran malas acciones. — Ya. ¿Y te acuerdas, papá, de la otra película que vimos la semana pasada, en la que los alemanes hacían crueldades en ios campos de prisioneros? No me irás a decir que los alemanes no son gente malísima. — Entonces sí eran malos, pero ahora ya son buenos. Además compréndelo, hijo mío, cuando se ha hecho la guerra a unas gentes no se puede seguir siempre enfadado con ellas. Es preciso olvidar, si no habría otra guerra en seguida. — Bueno, pero ¿por qué siguen siendo malos en las películas? — Eso es para recordarnos lo buenos que éramos nosotros, pero por eso mismo debemos olvidar. Hubo un breve silencio y luego el niño reanudó sus preguntas. •—• Oye, papá, ¿tú mataste a muchos rusos cuando hacías la guerra? — No, porque entonces los tusos eran buenos y se batían contra los alemanes, con los ingleses y los americanos. — ¿Y por qué son malos ahora?

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— Verás, hijo; lo que pasa es que ahora sus jefes no están de acuerdo con nosotros. Por eso tenemos dificultades en Alemania. — ¿Con los alemanes malos? — No. Con los buenos. Los malos quieren echar a los buenos de Berlín. Ya sabes que después de la guerra los rusos han ocupado la mitad del país y nosotros la otra. — ¿Y por qué los rusos no han matado a los alemanes malos? — Los rusos no piensan que sus alemanes sean malos. Por el contrario, los encuentran muy buenos. En cambio, nosotros pensamos que esos alemanes, o al menos sus jefes, son malos. Nuestros alemanes, que son Jos buenos, también piensan que los malos son los otros, quienes a su vez piensan que los malos son los nuestros. ¿Comprendes ahora? — ¡No! •— dijo el niño muy enfadado. Y entonces tuve también que enfadarme yo y concluí: — i Es igual! Que tú comprendas o no es cosa que no tiene la menor importancia, puesto que todo el mundo comprende perfectamente eso y sabe cuál es la verdad. ¡Jamás he visto a un niño de tu edad plantear problemas tan estúpidos! — (A. B., en el «New York Herald Tribune».)

* Tenía Pilato que dar libertad a un reo cuando llegaba la celebridad de la Pascua. Y todo el pueblo clamó a una voz diciendo: «Quítale a éste la vida y suéltanos a Barrabás.» Barrabás que por una sedición y por un homicidio había sido puesto en la cárcel. nucas 23 17) Moscú. El discurso del primer ministro Nikita Kruschev anunciando la nueva terrible arma soviética fue recibido con una larga salva de aplausos de todo el congreso puesto en pie. París. Los periódicos de la mañana de esta ciudad han bautizado a la nueva bomba atómica francesa que ayer estalló

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en Reganne con el título de «Bomba P», es decir «Bomba Prestigio», ya que el presidente De Gaulle ha jugado con ella una importante baza en su política de «grandeza» de Francia. Este signo de potencia es un buen paso de Francia en su afán de no despegarse de los otros tres grandes en la carrera de influjo en el mundo.

* En seguida los soldados del presidente cogiendo a Jesús y poniéndole en el pórtico del Pretorio juntaron alrededor de él la cohorte toda entera y desnudándole le cubrieron con manto de grana, y entretejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza y una caña en su mano derecha, y con la rodilla hincada en tierra, le escarnecían diciendo: «Dios te salve, rey de los judíos.» Y, escupiéndole, tomaban la caña y le herían en la cabeza. (Mateo 27, 27) Nos encontrábamos en Kasongo nueve religiosas, cuando vinieron a llevarnos. Una de nosotras estaba en cama con broncopulmonía. Un soldado la arrojó del lecho y la empujó a culatazos hasta el camión. Otra religiosa que no andaba con suficiente rapidez, recibió un golpe en el brazo. Al ver que se tambaleaba, otra religiosa joven, que quiso ayudarla, recibió fuertes golpes en la cabeza, hasta que finalmente cayeron las dos a tierra y fueron echadas al camión. Llegadas a la prisión, la religiosa anciana, con gran dolor en el brazo, no podía bajar del camión y fue arrojada del mismo, rompiéndose el brazo y dislocándose el hombro. En tal estado vivió veinticuatro horas en la cárcel, echada sobre el cemento, sin cama y sin nada con que cubrirse. Apenas llegamos al patio de la cárcel un soldado nos arrancó el velo. A varias de nosotras nos habían arrancado ya, en la

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residencia, nuestra cruz y nuestro rosario. Yo pregunté a un soldado si podía llevar conmigo algo de ropa interior y un libro, y me gritó: «No, nada. Coged solamente el dinero que hay en casa. Esta noche acabaremos con vosotras, pero antes nos vamos a divertir.» En el patio de la cárcel nos obligaron a quitarnos el calzado y las medias, a dar dinero y relojes y cuanto tuviéramos en las bolsas. Luego nos hicieron danzar sobre cascajos y piedras cantando himnos a Lumumba. Después de haber danzado solas, recibiendo a cada paso un par de bofetadas, nos obligaron a comenzar de nuevo, esta vez con africanos. Éstos, aterrorizados, nos hacían dar vueltas hasta perder el aliento y las fuerzas. Así terminó aquella escena, sólo a la religiosa anciana del brazo roto la habían dejado ya en paz. Pero en seguida nos llevaron a una amplia sala, en donde estuvimos por tierra 24 horas. Aquí comenzaron nuestros verdaderos sufrimientos. Se encerraron con nosotras tres soldados, verdaderos monstruos. Nos hicieron echarnos a tierra mandándonos que nos desvistiéramos. Resistimos cuanto pudimos, hasta dando golpes, pero por fin nos arrancaron cuanto llevábamos encima y, sin llegar a lo peor, hicieron con nuestros cuerpos tales cosas que no osaríamos decirlas y menos escribirlas. — (Relato de una misionera de Kivu.)

* Al fin Pilato, deseando contentar al pueblo les soltó a Barrabás, y a jesús después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que fuese crucificado. (Marcos 15, 15) Houston. Un horrible suceso ha conmovido esta mañana a toda la ciudad al leer en la prensa lo ocurrido en la tarde de ayer al joven negro F. T. de 23 años de edad. Hacia las seis de la tarde el joven estudiante fue detenido por cuatro jóvenes blancos que encañonándole con una pistola le obligaron a montar en un coche. Transportado a las afueras de la ciudad y siempre encañonado por el revólver, después de arrancarle la camisa, le ataron por los tobillos y le colgaron cabeza abajo de un árbol a una altura de medio metro del suelo.

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En esta posición comenzaron a flagelarle con cadenas en el rostro, el pecho y la espalda durante más de media hora. Antes de irse, con una navaja marcaron en el pecho de! joven el signo «KKK» del «Klu Klux Klan», sociedad racista antinegra. Estas marcas tenían nueve centímetros de altura y tres milímetros de profundidad. Tras lo cual huyeron dejando al negro colgado cabeza abajo. Al parecer este horrible atentado ha sido hecho por «KKK» en señal de protesta al haber conseguido los estudiantes negros el ser admitidos en el restaurante de la universidad, al que tenían hasta ahora prohibido e! acceso.

* Al conducirle al suplicio echaron mano de un tal Simón, natural de drene, que venía de una granja y le cargaron la cruz para que la llevara en pos de Jesús. (Lucas 23, 26) Roma. Los alumnos del Instituto G. B. V. de esta ciudad han realizado un gesto que les honra y merece ser conocido para ejemplo de todos, al salvar la vida a un antiguo profesor con el ofrecimiento de su sangre. El profesor S. Z. había sido sometido a una delicada operación y peligraba su vida debido a las frecuentes y abundantes hemorragias que hacían necesaria gran cantidad de sangre para transfusiones. Ante esta necesidad un numeroso grupo de antiguos alumnos del profesor ofreció espontáneamente su sangre para salvar la vida del anciano profesor. Bérgamo. La pasada noche ha fallecido el anciano médico de la localidad L. C. Por ausencia del médico titular, que se hallaba asistiendo a otro enfermo, fue preciso llamar al doctor L. C , ya jubilado y de 72 años de edad. A pesar de no encontrarse bien, el anciano doctor acudió a la cabecera de la enferma A. M., a cuyo lado estuvo hasta el momento de la muerte. Pocos momentos después el anciano doctor moría junto a la cama de su asistida, herido a su vez por un fulminante ataque de angina de pecho, causado sin duda por el esfuerzo realizado en esta noche.

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Seguíale gran muchedumbre de gente y de mujeres, las cuales se deshacían en llanto y le plañían. Pero Jesús vuelto a ellas les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos.» (Lucas 23, 27) — ¿Qué consejo daría usted para los lectores de nuestra revista? — Que eduquen bien a sus hijos. No solamente rezando. ¿Rezar? ¿Rezar? ¿Qué es eso? ¡Nada! Hay que vivir el Evangelio. Y el Evangelio es una cosa muy fuerte. — (Ultima entrevista del padre Ayala.)

Entretanto los soldados, habiendo crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos (de los que hicieron cuatro partes, una para cada soldado) y la túnica, ha cual era sin costura, y de un solo tejido, de arriba abajo. Por eso dijeron: «No la dividamos, mas echemos a suerte para ver de quién será.» (Juan 19, 23) Rabat. Contra todos los vaticinios (en cierto modo justificados), la peste ha sido ahuyentada de Agadir tras la tremenda catástrofe del terremoto. Sin embargo otra epidemia de peste no ha podido ser todavía radicalmente conjurada: la de los «hombres-buitres», bandas de ladrones que intentan aprovecharse de esta horrible catástrofe. Primero estas bandas cayeron sobre las víctimas de las ruinas para desvalijarlas de cuanto tuvieran de valor material encima. Se ha dado el horrible caso de uno de los heridos rescatado vivo aún entre los escombros que tenía dos dedos de

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una de sus manos cortados de raíz por una navaja. Al día siguiente del derrumbamiento, y cuando malherido esperaba la llegada de sus libertadores, uno de estos hombres-buitres se los cortó para robarle un valioso anillo. Después de los robos a las víctimas han comenzado los saqueos de las casas. Ayer fue detenido en el puerto un paquebote cargado de muebles y objetos robados entre los escombros.

* Y estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre María Cleofás y María Magdalena. (Juan 19, 25) Fossoli. Está siendo muy comentado en toda la región el gesto de la muchacha Ana María M., que ayer — en el terrible descarrilamiento donde siete personas murieron — ayudó hasta el último minuto al profesor P. A. que agonizaba entre las llamas y los hierros del vagón que le tenía aprisionado. La muchacha — exponiendo su propia vida, ya que pocos minutos después de alejarse ella tras la muerte de P. A. la caldera del tren explotó— se mantuvo al lado del agonizante sin soltarle un momento la mano, dándole ánimos y ayudándole a morir. La muchacha ha dicho a un periodista: «Ahora todos me llaman heroína y me señalan con el dedo. Pero es absurdo. No he hecho nada especial fuera de mi deber, lo que me dictaba mi corazón en aquel momento. Cualquiera otra persona en mi lugar, aunque la espantase como a mí la vista de la sangre, hubiera hecho lo mismo si hubiera oído los desgarradores gritos del moribundo entre las llamas.»

* Y Jesús desde la cruz dijo: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.-» «Mujer, he ahí a tu hijo.» «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.» «Dios mío, Dios 130

mío, ¿por qué me has abandonado?» «Tengo sed.» «Todo está consumado.» «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Siento que estaré poco tiempo entre vosotros. Si he hecho Mal a alguien yo le pido sinceramente perdón, y a todos los que me lo hayan hecho durante esta vida les perdono de todo corazón. De otro modo yo no sería digno de presentarme ante Cristo Redentor, que en la cruz pidió por los que le crucificaron: «Perdónales porque no saben lo que hacen.» Al despedirme de vosotros, mis queridos fieles, yo creo necesario deciros algunas palabras que deben ser como mi testamento espiritual. Quisiera aún, antes de mi muerte, hacer todo lo posible por alejar de vosotros todos los peligros que os amenazan y aumentar vuestra felicidad allá hasta donde me es posible en este valle de lágrimas. Mis queridos hijos: permaneced fieles, cueste lo que cueste, a la Iglesia de Cristo, que tiene a Pedro como supremo Pastor. Vosotros sabéis que nuestros padres y antepasados han derramado torrentes de sangre para conservar el tesoro sagrado de la fe católica. No seríais dignos de ellos si permitierais que os separasen de la piedra sobre la que Cristo construyó su Iglesia. Que la maldad de vuestros enemigos no os impida nunca amarles. Una cosa es el hombre y otra su maldad. Yo espero que Jesús misericordioso me dará la gracia de poder rezar eternamente por vosotros en el cielo, mientras el mundo dure y dure nuestra diócesis a fin de que todos consigáis el fin para el que Dios os ha creado. — (Del testamento espiritual del cardenal Stepinac.) •k

Y uno de los soldados le abrió el costado con una lanza. (Juan 19, 34) Angola. El padre A. G., capuchino italiano, ha sido brutalmente asesinado por un grupo de negros dirigidos por varios cabecillas comunistas. 131

El pasado día 12 de marzo fue enviado a Jengala, pueblecito de las riberas de uno de los afluentes del río Congo. En la noche del 2 de abril — domingo de resurrección — fue detenido por sus esbirros. Desnudado fue atado a un palo en medio de la plaza del pueblo, donde pasó el lunes y el martes enteros sin comer ni beber, insultado, golpeado con las más odiosas crueldades. En la mañana del día 5, miércoles, un grupo de borrachos le asaeteó a golpes de «catana».

SIETE

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PALABRAS PARA SIETE MIL DOLORES

U

n ahogo le subió a la garganta. Y Él comprendió que le quedaba poco tiempo. Y aún tenía cosas por decir. Desde la cruz veía la cabalgata de dolores que avanzaban sobre el mundo, sobre sus hijos, aun sobre aquellos que creían no serlo. Le bastaba levantar un poco la mirada para llegar hasta todos los rincones del planeta, para cruzar verticalmente los siglos. Sí, en cada rincón había un dolor esperando su hora. Había, pues, que hablar. Algún día «ellos» necesitarían unas palabras para sus labios, algo que aclarase e iluminase el dolor, ya que no podían esquivarlo. Pero quizá era más importante entenderlo que evitarlo. Sí, hacía falta hablar. Las palabras estaban secas, casi coaguladas. Y fue conduciéndolas hasta su boca como a ovejas rebeldes. Sólo las necesarias, sólo las imprescindibles. A su derecha e izquierda las oyeron algunos. Casi nadie las entendió. Pero quedaron allí, dichas para siempre, eternamente útiles. Cada palabra alumbraba mil dolores, curaba mil amarguras, anunciaba mil esperanzas, vendaba mil heridas, intercedía por mil pecados. Allí estaban las siete, siete mil millones de veces útiles, calientes como un nido en el que pudieran reposar un millón de cabezas cansadas. 135

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Cuando Jim Maííoy se detuvo frente a la playa de Savino las campanas del pueblecito tocaban a muerto. Casi dolía aquel sonido fúnebre en aquella playa donde el sol desplegaba todo su esplendor mediterráneo. Jim descendió de su coche y se adentró en la playa con pasos lentos. Se detuvo mirando al mar y comenzó a dibujar sobre la arena con su ligero bastón, mientras su imaginación retrocedía catorce años. ¡Qué distinto era todo entonces! Él era por aquellos años un simple capitán y no se había aún casado. ¡Y pensar que por entonces le gustaba la guerra! Había sido feliz en la campaña de Italia, sobre todo en los días aquellos de la conquista de Sicilia. Recordaba el bombardeo de Savino con una especie de embriaguez gozosa. Tendido en la playa le pareció que revivía todo. Desde su cañonero 104-D habían bombardeado a placer el pueblecito. Y los alemanes habían caído estúpidamente en la trampa: habían fortalecido esta playa donde Jim está tendido ahora, cuando aquel bombardeo suyo era una simple operación de distracción para ocupar mientras tanto la de Fosimi ocho leguas más allá. Él seguía la operación desde su cañonero y había visto levantarse las humaredas negras, espesas, desde el pequeño pueblo, unos humos redondos, sólidos. La playa estaba caliente. Unas muchachas en bañador correteaban a su lado y Jim sintió la tristeza de no ser joven. Pero fue una tristeza pasajera, vivir era bonito de todas las maneras. Pensó en sus hijas 136

que ya eran casi como aquellas muchachas. Y le pareció que lo único que desentonaba en el mundo eran aquellas absurdas campanas tocando a muerto. Se levantó. Le apetecía comer en una trattoría de Savino. El pueblo brillaba blanco, reconstruido, alegre. Sí, hasta a ios pueblos les venía bien cada cierto número de años una catástrofe que se llevara por delante la miseria de las casas oscuras. En la trattoría, frente al sol, frente al mar, sintió correr el vino rojo y transparente de la botella al vaso. El tabernero, gordo y bigotudo, supo reconocer en él al turista americano y se desvivió sirviéndole. Decididamente: el mundo estaba bien hecho. Sólo aquellas campanas... Vio venir calle abajo el entierro. Un cura y su capa negra. La caja sobre un carro antediluviano. Nadie detrás. Algo casi cómico. Pero, ¿cómo no iba nadie, nadie, tras la caja del muerto? — Una loca, una pobre loca —explicó el tabernero—. Ya ve, cuando los bombardeos le mataron al marido y a siete hijos. Ya ve si no iba a volverse majareta. El sol seguía brillando sobre la lámina plomiza del mar. Unos balandros cantaban cerca la blancura de sus velas. El vino rojo-sangre seguía brillando ahora inmóvil en su vaso. Las campanas se habían callado al fin dejando a la tarde el goce de su felicidad completa. Jim revisaba sus catorce años de felicidad. Pensaba en sus dos hijas, ya casi mujeres como las bañistas. Recordaba la casa blanca que había cons137

truido junto al lago. Las flores del parterre que su mujer cuidaba. Veía brillar en la vitrina del comedor la cruz de plata que le habían concedido catorce años atrás. Veía también a una mujer aullando ante su casa derruida mientras una humareda negra y espesa se levantaba implacable, mientras un joven oficial desde el puente de un 104-D sonreía feliz al ver cómo los alemanes caían en el garlito y no se daban cuenta de que aquel bombardeo no tenía otro objetivo que el distraer su atención mientras la gran división desembarcaba en Fosimi. Jim se levantó. Se sentía cansado de aquel mundo feliz que tercamente le envolvía, le parecía haber envejecido de repente. Y recordaba — n o sabía por qué— unas viejas palabras aprendidas de chiquillo. Unas viejas palabras que decían así: Perdónales, porque no saben lo que hacen.

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Para Lucas Fernández desde hace muchos años anochece a las seis de la mañana. Y cada día, cuando el capataz dice su nombre frente al ascensor de la mina, Lucas Fernández se repite la misma pregunta. Una pregunta que apenas sabe formularse a sí mismo pero que tiene clavada en la carne desde siempre: ¿Por qué? Sabe de sobra que no encontrará nunca respuesta. Pero de veras que le gustaría saber qué delito es el suyo, por qué está condenado a abandonar todas las mañanas el sol apenas aparece tras los montes y sentir 138

esa especie de miedo que aún sigue sintiendo al entrar en el ascensor, sin que le haya abandonado un solo día. Le gustaría saber por qué él y no los otros. Pared por pared nació junto al hijo de don Jorge, el amo. Berrearon lo mismo en las noches de invierno que siguieron a su llegada a la tierra. Pero Jorge había nacido para volver al pueblo en coche durante los veranos y Lucas para atarse cada mañana a la perforadora, hasta que el pecho comenzara a protestar y a anunciar que había que abandonar el túnel de la mina para comenzar a bajar el túnel de la muerte. Sí, Lucas sabe poco de la vida pero entiende y distingue los distintos tonos de tos en todos sus compañeros, y conoce todo sobre la silicosis, aunque aún se le trabe el nombre entre los labios. Ha oído hablar mucho. Ha visto hacer muy poco. Nadie le ha redimido, pero ha conocido todo tipo de redentores. Desde el cura que les anuncia un paraíso que Lucas sólo comprendería si lo tocase con las manos, hasta los jefes que de vez en cuando les echan discursos y les hablan de la Historia de España y de un futuro imperial, pasando por los compañeros de la célula comunista que tienen siempre la palabra «paraíso» entre los labios. Pero Lucas ya ha perdido el vicio de soñar. Ha aprendido a conocer con las manos: lo que toca, el pan, el vino, su casa, su mujer. No conoce otros paraísos. Aunque a veces... Sí, a veces nace una nostalgia. Es cuando después de comer se adormila un rato 139

en la galería. Le gusta imaginarse que es tan libre como cuando era pequeño, libre como era su padre. Él le acompañaba al campo con las ovejas, podía correr entre ellas dando casi envidia a los pájaros. Mas el sueño dura poco: basta abrir los ojos y encontrarse en el túnel para que todos los campos del mundo se esfumen de la imaginación. ¡Y pensar que le aseguraron que unos cuantos años trabajando en la mina le asegurarían una vejez feliz! ¡Siempre las promesas, siempre los paraísos atontando a los hombres, nunca escarmentados de sus mundos de sueños! Al menos habrá que lograr que sus hijos no sean mineros. Luis ha entrado en la escuela profesional. El profesor le dijo que tenía habilidad en las manos. Quizá llegue a ser un buen tornero. Entonces podrá ir a Bilbao y sabrá lo que es trabajar bajo la luz del sol y no este tener que bajar cada mañana al alma misma de la tierra. Ahora lo importante es que la silicosis tarde, que le dé tiempo a terminar su tarea. Que después de Luis pueda encarrilar a Carlos, a Raimundo y a Marianilla. Después ya no importa. No ama demasiado a la tierra y no le va a costar mucho dejarla. Aunque... Sí, siempre la esperanza vuelve, obstinada, sin resignarse. Sí, quizá pueda tocar un pequeño paraíso entre las manos. Luis habrá crecido y trabajará en Bilbao, después se llevará a Carlos y, cuando los dos encuentren un trabajo fijo, habrá sonado la hora de irse todos a la capital. Entonces todo será distinto. Desde la cama verá a las cinco de la mañana el día 1.40

levantándose, un día que se abrirá entero para él como para todos los hombres... Lucas aprieta ahora con coraje, casi con fervor, su perforadora. Oye su metralleo en el túnel oscuro. Hasta sus oídos llegan voces de sus compañeros, voces que para él suenan a canto de alegría. Y aquel estampido es para él como el sonido de una trompeta que anunciase la llegada de la esperanza. Por eso no grita al sentirse golpeado por algo que no entiende, ni se pregunta «por qué» cuando parece que el universo se desplomara sobre sus ojos y su frente. Sólo sabe una cosa. Siente —entre los escombros— como si alguien le enseñara una luz y le pusiera en la mano el paraíso. Ahora entiende por qué está cansado de promesas, por qué no quiere sueños que nunca se realizarán. Sabe muy bien que lo que hace siglos espera es que alguien le diga de una vez: Hoy, hoy mismo estarás conmigo en él paraíso.

3

Sor Blanca no nació con vocación de heroína. Nació con vocación cristiana y, día a día, vive luchando para poner sus nervios a la altura de su alma. Pero, ¿qué ha de hacer si es tímida y débil? A Sor Blanca le hubiera gustado hacer grandes cosas, hubo tiempos incluso en que pensó ser misionera. Pero sabe muy bien que no era «digna» de ello. Con que sepa regentar su clase en el colegio... Sabe que aun esto la desborda. Hay niñas que, sí, son dominables. Pero otras... Reconoce sus mi141

radas de obstinación, sus ojos brillantes y malignos. Y comprende que nunca llegará a dominarlas. Quizá por el camino del cariño podría llegar a ser alguien. Pero hay seres que consideran el cariño un camino para los débiles y es la fuerza de voluntad quien les puede dirigir únicamente. Lo sabe bien, nunca llegará a vencer a sus pequeñas rebeldes a fuerza de cariño. Y esto es lo único que Sor Blanca tiene. Hay días en que se siente cansada, como si el mundo se la hubiera caído encima. «No sirvo para nada, no sirvo para nada.» Las horas pasan. Inacabablemente largas las de la escuela. A veces le gustaría poder llorar. Pero no debe hacerlo delante de las niñas. Si una vez lo hiciera delante de las pequeñas rebeldes estaría perdida para siempre. Como pasa con Conchita. Recuerda lo de la tarde anterior cuando castigó a la pequeña a quedarse repitiendo el trabajo después de acabada la escuela. Era la primera vez que lograba imponer su voluntad sobre la niña. La vio temblar de rabia ante el castigo, temió que se rebelaría. Pero esta vez Sor Blanca supo endurecer la mirada. Y la niña cedió. La monja vio cómo la rebeldía bajaba hacia el fondo de los ojos hasta desaparecer y convertirse en lágrimas. Pero todo cambió cuando se presentó la madre de la chiquilla gritando. Desmelenada, revueltos los pelos y la lengua. Ante aquellos ojos chispeantes Sor Blanca no supo ni hablar. Y la rociada de insultos cayó sobre ella ante los ojos felices de la pequeña. 142

— Cara de mosquita muerta, tendrá usted que aprender a hablar antes de venir a dirigir una escuela, que no sabe ni hablar, doña Inútil. ¿No sabe que la niña me hace falta en casa o qué? ¿Que creía que mi Conchita sólo sirve para rezar y canturrear como usted? No supo oponerse. La pequeña se marchó orgullosa con su madre, mirando picaramente a la monja, triunfante. Ahora sabe que ya nunca tendrá prestigio en clase, cualquier niña a la que quiera reprender o castigar podrá decirle ese agrio «no me da la gana» de los niños. Y entonces, ¿para qué sirve? ¿Qué ha venido a hacer en este mundo si no sirve para nada? Fuera hace viento y la vieja escuela tiembla sacudida. Vibran los cristales y las pequeñas niñas corren hacia la monja despavoridas porque el viento se está convirtiendo en huracán. Sor Blanca se siente feliz dejándose abrazar por las pequeñas. Así al menos sirve para algo, para quitarlas el miedo, para acariciar sus cabecitas diminutas. El viejo chopo que se alza junto a su clase tiembla también sacudido, tose y cruje envejecido y renqueante. A Sor Blanca le hubiera gustado ser fuerte como este viento, entrar en todas partes, ser útil. Y está allí, pobre inútil, sabiendo apenas pasar su mano por sobre las coletas de las pequeñas. Hay una alegría, sí, hasta la pequeña rebelde de ayer ha venido a protejer entre sus rosarios el susto de las ventanas agitadas. 143

Piensa... Apenas tiene tiempo para pensar nada, lía visto tras la ventana como si el chopo corriera hacia la escuela. Ha oído su crujido. Ha visto abrirse en dos la frágil pared. Sólo la ha sobrado un segundo para abrazarse como una loca a sus chiquillas. Luego algo ha rodado sobre su cabeza, cascotes, piedras. Y ha pensado en Dios, en el mar de frente a su casa de niña, en una gran muñeca que tuvo de pequeña, una muñeca parecida a Conchita... Han ido sacando pequeños cadáveres entre los escombros. Hay gritos y ayes coronando la escuela como una corona de espinas. Y las madres revuelven como locas por entre los escombros. La madre de Conchita está aún más despelujada que ayer, grita más que ayer, su corazón se agita más vertiginoso. Hay una toca blanca entre los escombros, y ella recuerda lo de ayer como algo que hubiera sucedido hace muchos años. Alguien ha removido el cuerpo de Sor Blanca y bajo él ha salido, abrazado tenazmente, tercamente, el cuerpo de una niña que está desmayada, pero que vive aún, que no ha sido tocada siquiera por el derrumbamiento, protegida como quedó bajo el cuerpo aplastado de Sor Blanca. Alguien coge a la niña y la pone en brazos de su madre. Dice tan solo: Mujer, he ahí a tu hija.

4

Entonces, ¿es así la vida? Juan no se resignaba a aceptarlo. ¡Había sido todo tan sencillo hasta

este día! Carmen y él no habían sabido siquiera lo que era un problema entre ellos. Y ahora... Pero las cosas en la vida son así. La vida en Valladolid era difícil. Se malsacaba para malvivir, perpetuamente eventual, recibido por seis meses, despachado por dos días para volver a ser recibido por seis meses. Y siempre soñando en los siempre soñados puntos. Cuando llegó la carta de Bilbao él pensó que era «providencial». Al fin un trabajo seguro. Y ganando el doble que en Valladolid. Pero, ¿y la casa? Sí, se iría él unos meses sólo, buscaría. Y mientras irían ahorrando. — Tú coges en casa dos huéspedes y entre lo que te paguen y lo que yo te mande podrás ir tirando. Juan se sentió feliz al tomar el correo hacia Bilbao. En el tren hizo sus cuentas de lechera. Del sueldo podría ahorrar algo y malo sería que no saltase alguna chapuza para completar la cosa. Seguro: en seis meses podría llevar a su mujer y a los tres pequeños a Bilbao. Y comenzaría — ¡por fin! — la vida. Y los cálculos empezaron a ir bien: salió la chapuza y en la empresa se portaron. Costaba, sí, el estar lejos de los chicos, pero valía la pena esta distancia para tener al fin una vida abierta y serena que ofrecerles cuando crecieran. ¿Viajes? Había que ahorrar y Juan tenía que contentarse con la carta que cada quince días le escribía Carmen. «Los niños bien. Dicen que cuándo vienes.» No, aún no; había que ahorrar. 145

144 10

Pero en marzo Juan ya no podía más. Desde octubre sin ver a los suyos. Ahora el día del padre sería el día del padre. No todo iban a ser ahorros. Aquel tren parecía no querer llegar nunca. Juan se imaginaba la estación: Carmen estaría allí con los tres. Al pequeño ni le conocería. ¡Le dejó con seis meses y se lo iba a encontrar ya con un año! Seguro que hasta andaría. Miranda, Burgos, Venta de Baños. Tres de la tarde. Tres y media de la tarde. No era posible. ¿Acaso no habrían recibido su carta? Nunca se perdió ninguna, ¿cómo iba a perderse ésta? ¿O no se habría explicado bien? Lo había puesto bien claro: «El 18, en el tren que llega ahí a las cuatro menos cuarto de la tarde.» ¿O habría pasado algo a alguno de los niños? No tenía llave y tuvo que llamar a la puerta. Abrieron sin tardar un segundo y en la puerta apareció Carmina, que se quedó desconcertada al ver en la puerta a su padre. Juan la abrazó sin que la niña hubiera salido aún de su sorpresa. — Pero, ¿no me esperabais? — No. — ¿No os llegó mi carta? — No sé. — ¿Y mamá? — No sé. Salió. — ¿Fue a la estación? — No sé. — ¿Pero cuándo salió? — Por la mañana. — ¿Cuándo por la mañana? 146

— No sé, a las diez. — ¿Y no vino a comer? — No. Salió con Pablo. — ¿Quién es Pablo? — El huésped. Le costaba entender. Aún tuvo que preguntar a las vecinas. «Lo sabía todo el barrio.» ¿Pero qué era lo que sabía todo el barrio? Que la Carmen se entendía con el huésped que tenía en casa. ¿Y ahora nadie sabía nada de ella? Sabían que la habían visto salir de casa con una maleta. Eso era todo lo que sabían. Y que Pablo era joven, más joven que Juan. ¿Pero por qué ahora, ahora que ya tenía la felicidad entre las manos? ¿Por qué hoy que traía todo el amor de seis meses acumulado? ¿Por qué ahora después de siete años de amor? ¿Por qué ahora? Juan mira como un sonámbulo al otro lado de la ventana como si alguien, que no vendrá, pudiera venir. Y de su alma nace una queja que no sabe si va dirigida a una mujer que vive ahora una segunda divertida luna de miel o si va dirigido al Único que en estos momentos pesa, desde las alturas, su soledad y su cansancio: ¿Por qué, por qué me has abandonado?

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Luc Charmc es amigo de las curiosidades. Cada mañana al leer el periódico encuentra un nuevo dato para su libro, una gran obra que prepara sobre los deseos del hombre contemporáneo. Es un libro fácil de hacer: basta leer cada mañana atentamente 147

el periódico y con una cuchilla recortar las noticias que se ajusten a los títulos de los diversos capítulos de su libro: dinero, placer, comodidad, odio... Operación cenicienta. Con este nombre ha sido bautizada en París la campaña de compras de F. D. en vistas a su boda. F. D. ha querido hacer las cosas por lo grande. Y entre sus compras pueden señalarse 35 pares de zapatos, 30 sombreros, 16 tailleurs, 12 princesses, 2 pardesus. Ha adquirido igualmente 20 vestidos de cocktail, 90 faldas, 100 pijamas y camisones. Y cuatro pellizas, una de ellas con 120 visones blancos que ha costado ella sola tres millones y medio.

Crucero para millonarios. 512 personas han pagado 10.000 libras (1.700.000 pesetas) cada una para realizar un crucero por 14 países a bordo del trasatlántico C , que zarpará de este puerto llevando a bordo 512 personas. Este barco lleva entre sus provisiones 65.000 botellas de whisky, vino y cerveza, 3.400.000 cigarrillos, 18.000 puros y 156 libras de caviar. Para la mujer que tiene todo. Con este título se ha abierto en Nueva York un gran comercio especializado en vender cosas para la mujer que tiene todo. Entre los artículos de regalo que exhibe uno de sus escaparates ha llamado la atención un par de zapatos con los tacones en oro y brillantes al módico precio de 5.000 dólares (300.000 pesetas). 148

El milagro de la jovencita. La joven señorita V.C., que será presentada esta tarde en sociedad, ha respondido esta mañana a las preguntas de uno de los entrevistadores de prensa. A la pregunta: ¿Si tuviera usted la posibilidad de que se realizara un deseo de usted, cualquiera que fuese, qué deseo expresaría?, la muchacha respondió: «Convertiría a todos los rubios en morenos. Porque a mí me gustan los morenos, ¿sabe?» Catorce menús para perros. En el nuevo trasatlántico F., que en uno de los próximos días se hará a la mar, no faltará ninguna comodidad, desde la piscina, al cinematógrafo y los aparatos de televisión en cada camarote adaptados para todos los canales de los diversos países en que el F. tocará. El comedor estará tan surtido como el mejor de los hoteles del mundo. Como dalo típico de su «carta» se señala en ella la existencia de 14 menús distintos para perros. Una joya llamada «Sagrado Corazón». Ha sido robada en el Museo de Southampton una valiosísima joya dibujada por S. D. y conocida por el nombre de «Sagrado Corazón». La joya estaba valorada en 35.000 dólares. Sandalias de goma para la tripulación. M. y T. han emprendido su viaje de novios con dirección al Caribe. El viaje durará no menos de cinco semanas. Toda la tripulación del yacht especialmente fletado 149

para este viaje —247 hombres— han sido provistos de sandalias con piso de goma para que no molesten a la joven pareja. Las órdenes marineras serán dadas por escrito o por megáfonos con auriculares y el capitán del barco ha recibido órdenes precisas para evitar los bancos de niebla que obligarían a poner en funcionamiento la sirena que molestaría a la novia con sus aullidos. El costo del viaje se viene a calcular en 70 millones. El baile de los monarcas. Se ha celebrado anoche en Ñapóles el baile de los monarcas en el Palacio de los duques S. de C. El palacio estaba adornado con 350 candeleros de plata y la cena fue servida por 60 camareros. El valor de las joyas de los invitados se calculaba en diez mil millones de liras (mil millones de pesetas). La cena fría costó 12 millones de liras. A la mañana siguiente el duque envió al párroco 100.000 liras como regalo a la parroquia. La fiesta duró hasta las seis de la mañana, amenizada por dos orquestas de Rock and Roll y una de violines. Los 34 inquilinos que viven en el palacio, además del duque, habían recibido la consigna siguiente: a partir de las diez de la noche todas las luces de sus casas deberían estar apagadas, nadie se asomaría a las ventanas y no deberían funcionar radios ni televisores para no molestar a los asistentes a la fiesta. Así sigue, durante páginas y páginas, los capítulos de la obra de Luc Charme. El libro se titulará: Tengo sed. 150

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«¡Qué fácil debía ser esto de morir para quienes creían!» Heinrich se sorprendió pensando esto cuando la pequeña comitiva cruzó la verja del cementerio. El sol poniente estiraba las sombras y las de los cipreses parecía que quisieran acometerles como un escuadrón de lanzas. Una, la más aguda de todas, se posó sobre el pequeño féretro blanco cuando lo posaron en tierra. Era «su» primer muerto en tierra española, pensó Heinrich. Se sentía molesto entre todos aquellos amigos. Sin duda le miraban ahora con esa compasión que él detestaba. Era para ellos más que un hereje, un ateo. Si hubiera sido virulento le hubiesen odiado, pero era correcto y se limitaban a compadecerle. Pero hoy, si era sincero consigo mismo, Heinrich se sentía digno tic compasión. Había construido aquel sanatorio que era la admiración de Europa, los nuevos caminos de la cirujín habían crecido materialmente entre sus manos, y he aquí que nada servía «a la hora de la verdad». El pequeño líans había sonreído al entrar en el quirófano. «Papá te curará», le había asegurado su madre, y el pequeño Hans no lo había dudado ni un segundo. Había entrado en la muerte orgulloso de su padre, a la misma hora en que el doctor Heinrich Wcrncr sentía que toda la vida se le venía abajo. El pequeño Hans se le había escapado entre las manos como un globo de las manos de un niño. Inútil, inútil querer saltar, volar para alcanzarlo. Pero... ¡y si al menos lo hubiera visto alejarse hacia las nubes! Heinrich «sabía» que era inútil en-

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ganarse. Lo que había quedado sobre la mesa del quirófano no valía en realidad más que una masa de barro o de carne. Todo lo que en Hans había de vivo había desaparecido entre los filos del bisturí. Era inútil buscar aquel globo en ninguna otra constelación de sueños. Mas ahora, en el cementerio, sentía de pronto envidia de los que creían. Para ellos nada cambiaba. Los hombres venían y se iban del mundo, pero todo era provisional, como las entradas y salidas de los personajes en un escenario. Al final todos volvían a encontrarse, sólo era cosa de esperar. Quizá no fuera cierto, pero era hermoso. Oyó al sacerdote cantar los extraños latines. Consolaban un poco, pensó. Quizá precisamente porque no se entendían, porque no se podía ver lo que tenían de verdad o mentira. La caja era blanca. Hans era blanco también. Y era blanca su sonrisa. Los niños no debían morir. ¿Acaso irritaban a algún demonio sus juegos, sus risas? Hans había sonreído al entrar en el quirófano. Tenía fe en él. Y él no podría ya nunca por los siglos de los siglos pedir perdón al pequeño por no haber sabido responder a esta fe y a esta confianza. Le gustaría poder decírselo: «Perdona, hijo, pero no he sabido. Tú has creído que tu padre era Dios, pero era sólo un hombre...» Heinrich se detuvo asustado. ¿Por qué había pensado aquello? No, no había nadie en el mundo, ni fuera de él, capaz de dar la vida a su hijo, nadie capaz 152

de hacer que de Hans quedase más de lo que iba dentro de la caja blanca. Acarició de todos los modos la idea: le hubiera gustado que Dios existiera, que no fuera cierto que los hombres muramos, que algo nuestro queda flotando en algún sitio, en algún paraíso de globos de colores. Se defendió: no debía inventarse a Dios sólo por el hecho de que lo necesitase. Si era terrible que Dios no existiese sería mucho más terrible el que nos lo inventásemos sin existir. Vio descender la caja. Recordaría siempre aquella especie de chirrido que hizo la maroma al dejar resbalar hacia el fondo la caja. La tierra en cambio resbaló suave, sin ruido, como si aquel sepulturero odiase todo lo violento. Y fue entonces cuando algo, como una especie de certeza, poseyó a Heinrich: la certeza de que los que le rodeaban «pudieran» tener razón. Y supo que no era un sueño ni un invento de su corazón dolorido: algo desde lo más verdadero de su ser, sin gritos, sin estridencias, con esa paz que tiene la certeza, pedía que Hans viviera, que no fuera del todo cierto lo que un demonio frío había dicho siempre a Heinrich sobre su mesa de operaciones: Todo se ha consumado.

7

Aquí llega; Señor, el batallón de los cansados. Cansados de vivir, de sufrir, de esperar a morir, de mentir, de pecar. Cansados. Hemos venido hasta Ti porque Tú conociste ya todos los dolores y los nuestros no te resultarán extraños. En tus manos heridas 153

cabrán todos, en el pozo sin fondo de tus llagas. Somos muchos. Es decir: somos todos. Ni uno solo de los que pisamos en la tierra escapa a este cansancio, incluso los que creen no conocerlo o conocerte. Todos. Las treinta mil especies de judas, doscientos mil caifases, todos. Ya no traemos oros, inciensos ni mirras. Sino lo único que nos queda: nuestra letanía de llantos y tristezas: Los primeros pecados de los niños, los que se cometen con los ojos huidos, con una diminuta maldad que casi habría que llamar picardía, pero que hiere ya el corazón de alguien, que ya abre heridas, heridas que sangran aunque se las llame con diminutivos. Los turbios pecados de la adolescencia, los portales oscuros, los setos del jardín, el cuchicheo, un corazón que salta a medianoche. Y los primeros robos, las iniciales zancadillas, la voz que descubre el arte de las segundas intenciones, el amor que comienza a parecerse a sangre coagulada, seco, seco. Y todo eso que llamamos costumbre o pasión y es sólo aburrimiento o mediocridad, la cadena que diligentemente preparamos y que ya no tenemos el coraje de soltar de nuestro pie. Nuestras conquistas. Y las primeras cobardías. Los sueños a los que comenzamos a bautizar «sueños», las esperanzas a las que ponemos el nombre de utopías. Los «pecados maduros», los que ya no se cometen con un trozo de alma sino con toda ella entera. Puertas cerradas a la vida: «No, no, mejor una nevera que un hijo.» Puertas cerradas al amor: «La caridad bien 154

ordenada empieza y termina en uno mismo.» Puertas cerradas a la esperanza: «Hay que vivir: así es el mundo.» Puertas cerradas a la justicia: «Viven mejor que nunca.» Mueren, morimos mejor que nunca. Y la gran madurez de la violencia: el odio acumulado durante años vestido de servicio de Dios. Malos blancos y azules. Buenos azules y blancos La casa derruida y los cinturones de hilo espinado. O mejor las bombas que no dejar oír los gemidos. Y si se puede todo con rapidez y con limpieza. Y la guerra diaria del hambre y la miseria. Un mundo sin esperanzas porque muchos ya saben que es inútil tenerlas, y otros tienen ya todo lo que podrían esperar. Un mundo de países listos y de países tontos, de países buenos y de países malos, de trabajadores que merecen y de trabajadores que no merecen, de hombres y mujeres con derecho a corbata o a medias de nylón y de hombres y mujeres sin derecho a ello. Y la perfección de los «perfectos», los que «ya» son buenos y no tienen nada que cambiar, los que vienen legándose de padres a hijos la santidad, predestinados a hacer todo bien por herencia, las generaciones de abanderados del cielo, dominadores de la tierra, hijos de Dios y padres de sus subditos. Y los tristes mercados de cambiar un minuto de carne por un kilo de pan, con carteles que dicen: «A tanto la rebanada de beso», «a cuanto el paquete de amor», «a tanto el cuarto de kilo de sonrisa». Los viejos encerrados en sus almas a cal y canto, los que ya terminaron de hacer, los que ya no nece155

sitan amar para estar vivos. Los condenados a soledad perpetua, a verse rodeados de mentira constante. Todos, todos aquí, cada uno con su trozo de llanto. Todos aquí para contarte la verdad de nuestro cansancio. Para pedirte que recojas toda la tristeza del mundo, todos los llantos de todos. Para dejar nuestra vida muerta sobre tu muerte viva. Para poder decirte simplemente que en tus manos, Señor, encomendamos nuestras almas.

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Y Jesús, dando un gran grito, expiró. (Marcos 15, 37) Todos se preguntan por qué gritó en ese momento tan terriblemente. Debía ser al contrario. Debía estar contento. Todo estaba acabado, todo hecho, consumado. Su pasión se bahía cerrado, su encarnación estaba concluida, hecha, la redención estaba consumada, hecha. Ya sólo le ¡altaba la formalidad (para él lo era) de morir. En este instante tú debía, tenía que estar contento. Todos se preguntan por qué gritó, entonces: "Precisamente en el momento en que empezaba a terminar. CH. PÉGUY

Sólo uno lo supo, sólo uno. Tenía la mano apoyada en el árbol y contemplaba el Calvario desde lejos. Miraba hacia allí, pero no porque esperase nada nuevo. Miraba sin mirar, como se mira y se vive cuando no se tiene ninguna esperanza. No tenía prisa. Había tenido una especie de nerviosismo cuando ató la cuerda al árbol. Pero ahora ya no: ni tenía prisa por morir, ni un especial afán por dilatarlo. El tiempo ya no contaba, se sentía fuera de él. Lo único que experimentaba era una pequeña especie de alegría al imaginarse la cara de los que horas después le iban a encontrar colgado. Quizá esta noche se hablaría más de él que de Jesús. Era una victoria bien pobre, pero al fin y al cabo era una forma de victoria. Le tranquilizaba un poco. No sentía ninguna intriga por conocer lo que es159

taba sucediendo en el Calvario: sabía de sobra que todo sería absurdamente mediocre. Un desconocido que pasara por allí ni diferenciaría la muerte de Jesús de la de los otros dos ajusticiados. ¡Rara especie de Dios decepcionante! Era lo último que uno podía imaginarse. El Dios de los profetas, el Yahvé de los truenos era algo que valía la pena. Pero un Dios que comía sardinas, que se levantaba con ojeras de sueño a la mañana... Un Dios que bostezaba era algo neciamente grotesco. Había venido para redimir, y había sido Él el contagiado, se le habían pegado todos los defectos de los hombres hasta convertirse en un Dios mediocre, sin la menor grandeza. Recordaba la noche en que le contaron los primeros milagros antes aún de conocerle. Había soñado en Él, se lo había imaginado grande, magnífico. Al resucitar a los muertos todo temblaría junto a sus manos, el aire se rasgaría como una piel desgarrada, y cuantos lo vieran sentirían su alma resquebrajarse como tierra abierta por una poderosa raíz. Pero le había desilusionado pronto: hacía los milagros como con una especie de desgana. Al dar la vista a un ciego parecía que el sol debiera multiplicarse, pero no había nada, nada fuera de los gritos histéricos del curado que corría a besar a sus hijos y emborracharse luego. Desde luego no era un héroe, ni un gigante. Desprestigiaba a Dios. Le costó desilusionarse. Cada noche volvía a soñarle grande, se lo imaginaba coronado, arrastrando un largo manto de púrpura, no hablando sino después de sonar una trompeta. Pero bastaba verle despertar 160

para desilusionarse: se encaminaba hacia la fuente como todos, se lavaba con un gesto cansado, y estaba aún mucho tiempo bajo la modorra. Se le notaba que nada había habido en sus sueños que fuera distinto de los demás hombres; quizá ni sueños brillantes como los suyos tenía. ¿Y sus palabras? Eran todo menos regias. Resultaba aburrido las más de las veces y, cuando su palabra se inflamaba, lo que tenía de calor era empobrecido por su lenguaje, tosco, miserable, de hijo de carpintero. ¡Ah, sentía casi ganas de reírse al recordar cuánto había deseado que lo eligiera discípulo suyo! ¡Ser elegido, ser elegido! En torno a Él nadie deseaba otra cosa. ¿Pero había sido acaso un honor ser elegido como uno más entre los doce necios? Decididamente: amaba la mediocridad; del hombre le interesaba lo más burdo: el corazón. El pensamiento era para Él una especie de lujo innecesario e inmerecido. ¿Que buscaba en los suyos sino una raquítica fidelidad? Decía haber venido para salvar al hombre, pero lo mejor del hombre, los mejores hombres, se le escapaban. Reino de miserables sería el suyo en todo caso. No lejos de él pasó un relevo de la guardia romana. El final debía estarse acercando para Jesús. Un final torpe como su vida, pensaba. Intentó imaginarse cómo hubiera sido la muerte de Satanás: grande al menos, heroica, todo el cielo hubiera estado en vilo y toda la tierra traspasada de horror. En la de Jesús, no: los soldados que acababan de pasar a su lado iban hacia el Calvario bromeando. Minutos después juga161 I I

rían a los dados bajo la cruz, comerían naranjas junto a su sangre. ¡Brava manera de morir un Dios! No quiso pensar en las treinta monedas. Necio también él, contagiado de la mediocridad del Maestro, no había ni sabido hacer una traición digna. Odiaba ese minuto de su vida. No porque estuviera arrepentido de él, sino porque le dolía no haber traicionado a lo grande. Tirar treinta monedas no era un gesto, haber podido tirar mil lo hubiera sido. ¡Y le juzgaban tacaño! No, era despilfarrador, eso es lo que era. El lujo de gastar, de aturdir, era su sueño. ¿Algo acababa de crujir en el cielo? No, nada: una nube por delante del sol. No sería ni capaz de hacer estallar una tormenta que coincidiera con su muerte. Un Dios carpintero no puede ir más allá de saber hacer bancos. La tormenta es un lujo de los grandes. Satán lo hubiera hecho. Satanás crucificado, él sí que hubiera sido magnífico. ¿Y si él volviera? Sí, ahora lo sabía. Él, Judas, tenía en la mano la última oportunidad para Jesús. Él podía obligarle a ser Dios hasta el fondo. Iría al Calvario, subiría lento hacia la cruz, mirándole, retándole. Quizá viendo al traidor le renacería el orgullo de ser lo que era, quizá lo fulminaría allí delante de la cruz, y Judas caería roto como un pelele desmantelado. Era una buena muerte aquella, destrozado en las manos de un Dios agonizante, una buena muerte de la que se hablaría por los siglos de los siglos. Soltó la cuerda y ésta quedó colgando oscilante como un ahorcado. Dio dos pasos en dirección al Calvario. Viéndole, estaba seguro, Jesús, al menos 162

una vez, se olvidaría de ser un hombre, un carpintero. Y cambiaría el miserable amor por el furor, que es el amor de los dioses. Caminaba satisfecho de haberlo descubierto. Antes o después se demostraría que la cabeza era mejor que el corazón y que eran las grandes ideas y no el amor quien gobernaba el mundo. En los labios le nació una sonrisa que era dulce de tan amarga como era. ¿Por qué se detenía ahora? Si se retrasaba, Él era capaz de morir sin enterarse, gris, como mueren los hombres, sin un gesto digno de Él. Había que provocarle. Obligar al Dios que llevaba dentro a salir de la madriguera humana en que se obstinaba en encerrarse. Y sólo él, Judas, era capaz de hacer esto: obligar a Dios a ser Dios, a ser, cuando menos, tan grande como Satán. ¿Pero por qué se detenía ahora? ¿Por qué los pies se le hacían tan infinitamente pesados? El arma que tenía entre las manos era infalible: ¿O acaso Cristo sería capaz de verle sin que la cólera se le desatase? Lo había hecho el día de los mercaderes en el templo, el único día que había estado a la altura. ¿Y no lo haría ahora? ¿Por qué, entonces, se detenía? ¿Por qué estaba allí, clavado, a pocos pasos del árbol del que la cuerda pendía, oscilando aún, como sin resignarse a perder su presa? Eran los ojos, sí, eran los ojos. Si no se los hubiera imaginado todo sería más fácil. Su mano enarbolando un látigo podía ser terrible, pero los ojos no. Ahora estaba seguro: si él iba al Calvario, Jesús sería capaz de perdonarle. Lo sabía muy bien: eligiría la miseri163

cordia y no la justicia; estaba obsesionado con la misericordia, creía que su misión de Hijo de Dios era excederse, perdonar demasiado. Y no sabía que al hacerlo se reblandecía, se convertía en un Dios sin clase, sin garra, dulce, sentimental. Sí, era muy capaz de perdonarle. Quizá hasta sonreiría desde la cruz, en lugar de fulminarle, si le veía venir. «La otra mejilla», sí, era su teoría preferida, la de los bienaventurados pacíficos sin coraje. Tuvo miedo: este sí que sería un final miserable para los dos. La horca tenía, al menos, una cierta grandeza. Pero ¡ser perdonado!, ¡vivir luego entre los apóstoles babeando misericordia! Él tenía alma para ser odiado, no para ser compadecido. ¡Era justicia lo que necesitaba y no carantoñas, ni mimos! En la cola de los amantes estaría siempre de los últimos, quizá ni siquiera el último. Prefería ser el primero de los odiadores. Necesitaba sentirse lleno, aunque fuese de negrura. Giró sobre sus talones sintiendo vergüenza de sí mismo por aquellos pasos que le habían acercado hacia Jesús. Dijo: ¡No! Saboreó una especie de gozo al negarle a Cristo aquella alegría que él y sólo él podía darle en aquel momento. ¡No!, repitió. Y cuando sintió sus pies en el vacío, como buscando algo a que agarrarse. Le pareció oír que Alguien •—muy lejos, infinitamente lejos— había gritado. Un grito terrible. El grito de Alguien que sabe que algo se ha perdido para siempre. Como el grito de un Dios que sintiera que un pedazo de Redención se le escapaba de las manos y que rodaba implacablemente abismo abajo por la eternidad. 164

NO LA

ENTERRÉIS TODA VÍA ESPERANZA

L

a noche había sido larga para las cosas, inacabable. j Unas a otras se habían mirado veces y veces, asustadas, temerosas de contarse unas a otras lo que estaban pensando. Si Dios había muerto, ¿para qué valía la pena vivir? Quizá si hubieran tenido manos se habrían todas suicidado en aquellas horas. ¿O podrían volver a florecer mientras Dios iba convirtiéndose lentamente en carroña? Nunca más podrían vivir, esto lo sabían. Quizá la noche fuera eterna. Lo deseaban: encaminarse en la oscuridad hacia la nada. Sí, que no vuelva nunca el hermano sol. Pero el hermano sol volvía, lentamente comenzaba a asomarse, casi tímido, tras los lejanos montes, con un júbilo inexplicable, insultante casi. Y... La piedra del sepulcro: — Hermanas, hermanas cosas, ¿habéis oído? Algo tembló dentro de mí. Mi corazón de piedra fría ha comenzado a latir como con sangre. ¿Habéis oído? Es como si Él se hubiera movido, como si su pecho se alzara, respirando. 167

Las vendas y perfumes: — Sí, está vivo. Ya late, frío aún. Pero notamos que la sangre ha empezado a correrle por las venas como un día de fiesta. La noche que se aleja: — ¿Entonces no era cierto que la muerte...? Un pájaro: — Entonces, ¿es verdad que estamos vivos? ¿Que vamos a estar vivos para siempre? Un aire: — No, hermano pájaro, nosotros una tarde moriremos. La tierra: — ¿Quién sabe eso? Tal vez nos necesite para hacer nuevos cielos y tierras. ¿Acaso no le hemos querido mientras vivió? ¿Acaso no ayudamos a su cuerpo a vivir? ¿Acaso no dimos sostén a su figura, agua a sus labios, aire para su pecho?

Un trigal: — ¿Podemos entonar ya entonces un canto de esperanza? La piedra del sepulcro: — Sí, un canto que no se acabe nunca, que corra el mundo de rincón a rincón. Que al tocarnos el hombre descubra que somos el rostro de Alguien, que cantemos olor a la mano que nos hizo. Unos árboles: — Nosotros levantaremos la bandera de la esperanza. No la dejaremos marchitarse nunca, la haremos renacer en cada llanto, en cada primavera, reciénnaciendo sin descanso. Si Él vive, si la muerte ha sido derrotada, ¿qué importa el otoño? El sol: — Hace sol en el mundo, hermanas cosas, hace sol. La tierra: — Sí, hermano sol: porque Dios está vivo para siempre.

La noche, ya muy lejos: — ¿Hay sitio entonces para la esperanza? La piedra del sepulcro: — Sí, hay sitio. Él ya se mueve. Ha salvado de la muerte no sólo a su alma sino también a su cuerpo, a nuestro hermano su cuerpo. 168

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EL HOMBRE QUE SE OLVIDABA DE CREER

Y

o soy Tomás, el apóstol incrédulo. Y vengo hoy a hablaros no para defenderme sino para tratar de explicar mi alma a mí mismo. ¿Por qué soy como soy? ¿Por qué nos movemos hacia donde nos movemos? Es difícil esto de vivir, ¿verdad? Yo amaba a Jesús. Le amaba desaforadamente porque nada amaba fuera de Él. Comprenderéis: había vivido siempre lleno de preguntas, lleno de vacíos. Vivías y no podías explicarte nunca nada. ¿Acaso habíamos venido al mundo para levantarnos cada día de amanecida y sentarnos cansadamente en el mercado? Sí, creía en Dios, pero esta fe no cambiaba para nada mi vida. Daba un poco de calor a los sábados, pero nada más. Y yo era un ambicioso, quería una ilusión que traspasase todas las horas de mi vida, soñaba en una fe que convirtiera mi agua en vino, mi aburrimiento en alma. Por eso me entusiasmó Jesús. Junto a Él había que vivir en carne viva, jugándose uno el alma en cada instante. Toda palabra suya era algo decisivo, cuando te miraba era como si te sacara el corazón a flote por encima de la piel, como si toda la vida se te pusiera en pie de guerra. Todo: partir el pan, andar, pescar, era en Él algo decisivo, poblado de 173

símbolos y significaciones. Uno vivía a su lado los sesenta minutos de la hora, sin un instante de vacación para el alma. ¿Podía esperar más un aburrido? ¿Comprendéis lo que el encontrarle fue para mí, que necesitaba vivir siempre en el vértigo? Como saltar del sueño a la vigilia, del frío de los sepulcros al calor de los estadios. Le amé porque llenaba. No me importaba saber si era Dios, porque tenía que serlo quien tanto olía a vida por los cuatro costados. ¿Imagináis ahora lo que pudo ser para mí aquella muerte? ¿Si quien era la Vida moría, cómo podíamos vivir quienes éramos la muerte? No tuve alma para reaccionar porque al irse Él fue como si me hubiera quedado sin alma. La vida se me hizo de pronto insípida, y cuando el sábado me acerqué al mercado de Jerusalén sentí una enorme tristeza por mí mismo: vivir era aquello, sentarse ante una cesta de pescado, hacer circular por las manos peces y monedas, cargar nuevamente con la cesta vacía, rendirse bajo el sueño, volver a levantarse y con los ojos sucios sentarse ante una cesta de pescado y esperar que alguien viniera a poner en nuestras manos unas monedas a cambio de unos peces. Vivir era esto. De cuantas vidas hay sobre la tierra la del hombre era la más triste, porque es el único ser que puede comprender que está vacío. A la noche di muchas vueltas a lo sucedido sin lograr entenderlo. ¿Acaso Jesús había sido un sueño? ¿Acaso habíamos vivido un largo éxtasis durante aquellos tres años? Si era Dios, ¿cómo moría? Si moría, ¿cómo podía ser Dios? Salí a la calle y todo era lo 174

mismo: pastores y vendedores de palomas circulaban como siempre, los rostros de los sacerdotes no tenían un color distinto del de los demás días. Nadie hablaba ya de Jesús. ¿Acaso todo aquello había sido un largo sueño? Ahora la vida se me hizo más insípida y gris, porque bajaba de aquellos tres años llenos y jugosos. Comparaba, podía comparar. Me sentía expulsado del Paraíso. Aquella tarde prometí ante mi alma no volver a ilusionarme con nada. Nunca más un sueño que pudiera volárseme de las manos. Era preciso ser cruelmente realista y aceptar la verdad: vivir es triste. Cuando volví a casa Pedro corrió hacia mí: — ¡Ha resucitado! Debí mirarle como se mira a un loco: — ¿Quién? Ahora fue él quien se sorprendió de mi pregunta. Dijo: —¡Jesús! Me lo explicaron todo. Le habían visto las mujeres. Sentí una lástima infinita hacia ellos. ¿Acaso no había sido bastante doloroso nuestro sueño anterior para que nos inventásemos otro que tendría un despertar más amargo? Sonreí. Pero era verdad. Al día siguiente estuvo entre nosotros. Toqué sus manos, su costado. Volví a sentir el vértigo en mi corazón, sentí su alma crecer dentro de la mía como una inundación, y, a través de mis manos, subió por todo mi cuerpo una llaga mucho más abierta que las que estaba tocando. 175

Apenas pude dormir aquella noche. ¿Entonces, era cierto? ¡Si Él había resucitado, vivir era lo más maravilloso que pudiera existir! Tocaba mi cuerpo, gozoso de ser hombre. Si Él había resucitado no habría nunca motivo para la tristeza. Si Él había resucitado es que la vida del hombre era invencible. Si Él era capaz de traspasar de lado a lado la muerte, nada había más necio que temerla. Fui feliz como nunca había soñado serlo. Todo había cambiado de sentido. El hombre era Alguien. Viví como trastornado aquellas semanas que pasó junto a nosotros, sorbiendo vida de Él, aprendiéndome sus palabras como si en cada una de ellas estuviera toda mi vida en juego. Y cuando él se fue, me juré a mí mismo no olvidarle ni un minuto, vivir tenso cada hora como si no se me hubiera dado más que la que en cada momento vivía. Hablábamos mucho de Él. A todas horas. Porque no había en nosotros ni un céntimo de alma del que no se hubiera adueñado. Mas, a los pocos días fue necesario remprender las tareas de la pesca. Y todo nos Lo recordaba: los peces, y las redes, y el agua, y la barca, y la orilla. Era una noche hermosa como tantas que habíamos pasado junto a Él y soplaba el mismo vientecillo de siempre sobre las velas blancas. Fue entonces cuando sucedió algo. Al tirar de la red notamos que pesaba. Tuvimos que tirar con todas nuestras fuerzas hasta llevar la carga a la orilla. Era una buena pesca. Y vendría bien, porque llevábamos muchos días sin salir a la mar. Trabajamos fuerte por-

que nos convenía llegar a tiempo al mercado, no se nos adelantasen los demás vendedores. Brillaban los peces con las primeras luces de la mañana. En el mercado todo fue bien. Quizá fue nuestra barca la que ofreció mejores ejemplares. Y nos mirábamos los unos a los otros, felices de lo bien que iba la venta, cansados, pero satisfechos. Comí con apetito. Hablamos mucho todos, cada nno contaba cómo le fue en la plaza y la suerte de haber tenido una primera noche tan buena. Nos fuimos a dormir para volver a salir nuevamente a la noche. Y al quedarme solo descubrí algo que me hizo temblar: llevaba nueve horas sin acordarme de Jesús. Me había prometido a mí mismo no olvidarlo un segundo pero era como si la pesca me lo hubiera borrado de la cabeza. Sabía muy bien que nada tenía sentido sin Él, sabía que pescar era hermoso sólo porque Él había resucitado, que vivir era soportable sólo porque Él había derrotado a la muerte. Pero aun así Él había estado fuera de mi cabeza horas y horas sin que yo lo advirtiese. ¿Ser hombre entonces era esto: olvidarse? Volví a prometerme a mí mismo el clavar su recuerdo en medio de mi vida para que la iluminara toda. Pero pronto vi que los olvidos eran cada día más largos. Veces había incluso en que sólo lo recordaba al hacer el recuento de la jornada al acostarme. Comencé a tener miedo de mí mismo. ¿Es que acaso no creía en su resurrección? ¿Acaso no sabía que Él era mi Dios? Sí, pero lo olvidaba, la vida me

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besos bajo las espinas. En todas partes. Así en la tierra como en el cielo. Y el viernes sigue latiendo entero, sin que se pierda uno solo de sus gestos. No falta nadie, ni Caifas, ni Pilatos, ni Herodes. Nadie. Condenados a una rueda perpetua siguen reproduciéndose todos en el mundo, cambiando sólo de cuerpo, de rostro. Manteniendo inmutables sus almas. Y las siete palabras siguen renaciendo como una obstinada colección de rosas o como una fecunda progenie de latigazos, infinitamente útiles para la salvación o la condenación de muchos. Judas —¡ay!— sigue tenaz hundiéndose en el odio. Y Alguien sigue gritando, porque nunca — n i Dios— podrá salvarle contra su voluntad. Porque es de noche. Las dulces cosas siguen esperando. Desde aquel día saben que ya son más que cosas. Se reconocen sometidas al pecado y gimen con dolores de parto. Pero no importa: alimentan la esperanza. El día de la revelación de los hijos de Dios también ellas darán a luz nuevos cielos y nuevas tierras. Y siempre es Domingo de Resurrección. No, no es de noche para los que creen, para los que luchan y esperan creer, para los que se cansan de creer y siguen creyendo, para los que se cansan de amar pero continúan amando.

Los que vivimos y vivimos al borde de la cruz sin enterarnos. Los que lloramos y lloramos junto a la esperanza sin abrazarnos a ella. Los que nos atamos a nosotros mismos con cadenas de frivolidad. Los que nos creemos condenados a amargura perpetua. Los que no vemos. Los que estamos ciegos. Pero siempre es Domingo de Resurrección. Y siempre es Viernes Santo. Porque Él sigue en agonía hasta el fin de los tiempos. Porque resucitó para la eternidad.

Sí, siempre es Viernes Santo. Siempre es Domingo de Resurrección. Somos los hombres los que estamos ciegos. 180

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