Marias Julian - Cervantes Clave Española

February 14, 2018 | Author: sanvelaz | Category: Miguel De Cervantes, Spain, Don Quixote, Knowledge, Unrest
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Descripción: Julián Marías...

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Julián Marías

Cervantes clave española Alianza Editorial

Primera edición en el «Libro de bolsillo»: 1990 Primera edición en «Libros Singulares»: 2003 Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. © Julián Marías © Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1990, 2003 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027Madrid; teléf. 913938888 www.alianzaeditorial.es ISBN: 84-206-6875-0 Depósito legal: M. 14.552-2003 Impreso en Fernández Ciudad, S. L. Printed in Spain

Ex libris Armauirumque

¿Quién fue Cervantes? ¿Cómo fue su vida y su España de su tiempo? ¿Cuáles fueron sus trayectorias, su vocación o, acaso, sus vocaciones? ¿Cómo era aquella España del siglo XVI para que en ella fuera posible un escritor distinto de todos los demás? ¿Qué ha significado Cervantes para la realidad española? ¿Cuál ha sido la discontinua España cervantina? Julián Marías se formula todas estas preguntas y busca su respuesta en un examen de Cervantes en sus libros —en todos sus libros— y en su vida, en una indagación de lo que ha sido España a lo largo de su historia. Marías reflexiona sobre las condiciones que explican la aparición de este creador único que, con sus obras y su periplo vital, ha dado una nueva dimensión tanto a la España en la que nació como a la que contribuyó a crear, que es la nuestra. «Cervantes —señala Julián Marías en el prólogo de este libro— ha sido considerado en cada época de una manera peculiar; mejor dicho, de muchas maneras dentro de cada nivel histórico; desde cada país, desde cada individuo que lo ha leído y meditado, ha presentado un aspecto distinto. Siempre cabe ensayar una perspectiva personal, poniendo a Cervantes en conexión con aquello sin lo cual no es comprensible, haciéndolo funcionar igualmente en la intelección de eso que es necesario para entenderlo».

Julián Marías nació en Valladolid, en 1914. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, hoy Universidad Complutense, y catedrático de Filosofía Española, Cátedra Ortega y Gasset, de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Fue senador, por designación real, en las primeras Cortes de la Monarquía. Es académico de número de la Real Academia Española y de la de Bellas Artes de San Fernando. Asimismo es miembro del Colegio Libre de Eméritos, del Instituto Internacional de Filosofía, de la Hispanic Society of America, de la Society for the History of Ideas de Nueva York y del Consejo Pontificio de Roma. Es presidente de la Fundación de Estudios Sociológicos (FUNDES) y del consejo de redacción de la revista Cuenta y Razón. Entre los numerosos galardones recibidos, cabe destacar el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, en 1996, y la medalla de oro del Mérito al Trabajo, en 2001.

Índice 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

Prólogo La posibilidad de Cervantes La génesis de la nación España La España de Felipe II y la de Felipe III Las generaciones de la España cervantina Las trayectorias de Cervantes «Español sois sin duda» «Tú mismo te has forjado tu ventura» «Yo sé quién soy» Soldado y escritor: la evasión y el recuerdo La novela: vidas imaginarias Don Quijote y Sancho Los dos Quijotes: de las cosas al mundo Reabsorción de la circunstancia La memoria y el sueño: El Persiles como recapitulación de la vida Cervantes para lectores El desenlace histórico del mundo cervantino Cervantes y la realidad: sueño, ficción y vida La discontinua España cervantina La expresión de España Epílogo

Prólogo Un libro más sobre Cervantes. Parece dudoso que tenga sentido escribirlo en 1990, añadirlo a la serie interminable de libros, sin contar los ensayos y artículos, que sobre él se han escrito. Podría buscar una justificación en el deseo que he tenido durante muchos años —creo que el deseo, cuando es auténtico, es una poderosa justificación con la cual no se suele contar—. He dado cursos en torno a su figura y su obra: el primero, en Wellesley College, en 1951; el último, en el Instituto de España, entre octubre de 1989 y mayo de 1990, que ha sido el más fuerte impulso para que este libro llegue a escribirse. No parece fácil decir nada sobre Cervantes que no se haya dicho ya, que tenga alguna novedad, que verdaderamente ayude a su comprensión. Pero pienso que siempre se puede hacer algo que no esté hecho, incluso sobre asuntos tratados de un modo que parece exhaustivo. Nada es exhaustivo, porque nada real se puede agotar. Todas las ideas, teorías, interpretaciones, aun siendo verdaderas, dejan fuera una enorme porción de la realidad, que va más allá de todas ellas. En definitiva, se trata de algo muy sencillo, que es elegir una perspectiva propia. Si se mira la realidad desde un punto de vista personal, desde la situación de cada uno, automáticamente resulta que se ve algo nuevo, porque las perspectivas no son intercambiables ni equivalentes, sino, por el contrario, irreductibles; y a la vez comunicables, y esta es la justificación de que se hable o se escriba. Cervantes ha sido considerado en cada época de una manera peculiar; mejor dicho, de muchas maneras dentro de cada nivel histórico; desde cada país, desde cada individuo que lo ha leído y meditado ha presentado un aspecto distinto. Siempre cabe ensayar una perspectiva personal, poniendo a Cervantes en conexión con aquello sin lo cual no es comprensible, haciéndolo funcionar igualmente en la intelección de eso que es necesario para entenderlo. Si a esto se añade lo que uno encuentra realmente en Cervantes, lo que necesita de él para realizar su propia vida, cierta dosis de originalidad no solo es posible: es inevitable. En 1966 hice lo que podría llamarse un primer intento de esta visión: un ensayo titulado: «El español Cervantes y la España cervantina»; creo que nunca se ha hecho sobre él ningún comentario. En algún sentido puede considerárselo como el germen de este libro, en el cual se intenta ver en qué medida Cervantes permite comprender España y, a la vez, el intento de entenderlo obliga a poner en juego la comprensión de nuestro país. Es una relación doble y, como veremos, bastante compleja. Quiero advertir algunas de las cosas que no voy a hacer aquí. No está a mi alcance descubrir «fuentes» nuevas de la obra de Cervantes; aunque pudiera, no lo haría, porque es grande mi desconfianza de las fuentes y lo que se extrae de su investigación. Hay una tendencia muy difundida a explicar a los autores por sus «fuentes», sin advertir que esas fuentes han estado manando desde su momento respectivo y de ellas han salido —si es que han salido— cosas enteramente diferentes. Las obras que suelen interesar son casi siempre enteramente irreductibles a sus fuentes, y si no se tiene esto presente la investigación conduce a la pérdida de la obra así estudiada. Tampoco se trata de algo que evidentemente es tentador: analizar los textos. Es lo que en la actualidad se hace con más frecuencia y detenimiento, pero muchas veces al hacerlo se desvanece la realidad de la obra y quedan solo sus ingredientes. Hay una tendencia casi imperativa —por lo menos muy imperiosa— a desmenuzar los componentes de una obra literaria —o no literaria—, con el riesgo de que el conjunto —es decir, la obra misma— se evapore y desvanezca. Hay otra posibilidad, una empresa muy atractiva y tentadora: hacer una biografía de Cervantes. Esto se ha hecho muchas veces, quizá demasiadas, pero a última hora hay que confesar que sabemos poco de Cervantes. No es extraño, porque no se sabe mucho de casi nadie. Tengo la arraigada convicción de que en toda biografía el número de cosas que se desconocen es inmenso. Estoy seguro de que en innumerables biografías de diversas personas no figuran ni siquiera en el índice alfabético nombres que han sido decisivos en esas vidas. Un ejemplo para mí particularmente claro es Ortega. Lo he conocido mucho tiempo, veintitrés años, y muy de cerca, con mucha intimidad, compartiendo muchas cosas personales e importantes. Nunca me atrevería a escribir una biografía suya. Mis libros sobre él tienen evidentemente un elemento biográfico, porque no se puede escribir sin él acerca de una persona, sobre todo si se trata de un

pensador y escritor; pero no son en modo alguno biografías. En el caso de Cervantes, en definitiva tan secreto, tan poco manifiesto, de quien se saben relativamente pocas cosas y, sobre todo, se ignoran las que serían más importantes, lo único que se puede hacer —y se debe hacer— es una obra de ficción. Se entiende, cum fundamento in re, apoyada en hechos y datos conocidos y que no se pueden contradecir. Una vida de Cervantes tiene que ser una construcción imaginaria, ficticia, verosímil. Se podría decir: «Este hombre cuya figura presento pudo haber escrito el Quijote y las Novelas ejemplares y el Persiles y el teatro y las poesías». Pudo, porque la mayor parte de los Cervantes que circulan no hubieran podido. Hay muchas cosas que no se pueden hacer, o por lo menos que yo no sé hacer y no voy a intentar. Voy a hacer una cosa bastante distinta. Me interesa un Cervantes para lectores. Los libros son para leerlos. La tendencia dominante hoy entre los estudiosos es analizar los libros, hacer papeletas de ellos (mejor, perforadas y destinadas a un computador) y, si es posible, no leerlos. Este ideal no es el mío. Cervantes es un escritor, su obra aparece en unos cuantos libros; creo que lo más discreto es leerlo y ver qué nos dice, qué nos dicen sus libros. Finalmente, ahí están las obras de Cervantes; quiero decir todas las obras de Cervantes. La atención se ha concentrado de manera abrumadora sobre el Quijote. No digo que esto no se justifique: es el libro capital de Cervantes, algo absolutamente extraordinario, más importante que los demás; pero no el único. Cervantes escribió otras muchas cosas, sin las cuales no se lo entiende y, en definitiva, tampoco se entiende el Quijote. Es la parte esencial y más importante de su obra y por consiguiente no hay que excluir el resto. Cervantes nos interesa primariamente por haber escrito el Quijote —si no lo hubiera hecho no es probable que estuviera yo ahora escribiendo este libro—, pero no nos basta. Propondría una fórmula: en torno al Quijote, todo lo demás. Parece la manera más accesible y más justa de hacerse las preguntas que nos plantea Cervantes. J. M. Madrid, 25 de julio de 1990

1 La posibilidad de Cervantes La pregunta decisiva que hay que hacerse es: ¿quién fue Cervantes? He dicho que en rigor no se puede hacer una biografía suya; solo se puede conocer su vida fragmentariamente, con grandes zonas de sombra, con ignorancias enormes y que afectan a aspectos esenciales. Pero esto no quiere decir que no podamos saber quién fue. Nunca podemos conocer una vida humana íntegra, ni siquiera la propia, pero podemos conocer la vida misma. Cervantes nos permite saber quién fue. Yo creo que el lector de Cervantes, el lector íntegro y además ingenuo —sin una dosis de ingenuidad no se entiende nada—, sabe quién fue Cervantes y se siente amigo suyo. Personalmente me gustaría haber conocido a muchas personas ilustres de la historia; no a todas, ciertamente; hay algunas, ilustrísimas, a las que me interesa leer y estudiar, pero, no siento demasiado no haberlas conocido; en algunos casos, por ejemplo Descartes o Cervantes —sin contar algunas mujeres—, siento no haberlos conocido y no poderlos conocer (tal vez en el otro mundo: siempre hay una esperanza). Pero esta pregunta ¿quién fue Cervantes? no es en verdad primaria; si pensamos un poco en serio, nos remite a otra anterior: ¿cómo fue posible? Tenemos que indagar algo sobre lo que no se puede resbalar: la posibilidad de Cervantes. La razón de ello es que Cervantes no se parece nada a los demás escritores españoles. Se puede estudiar la literatura española del Siglo de Oro —o en su conjunto— y se encuentran multitud de escritores de diferentes géneros a los cuales se puede ordenar cronológicamente y comparar: novelistas, poetas, dramaturgos, ascéticos y místicos, ensayistas; hay entre ellos cierta homogeneidad que no excluye las grandes diferencias personales o de valor. Pero Cervantes no se parece a ninguno, no lo podemos poner en fila con los demás, y no primariamente porque nos parezca superior. Se trata de una unicidad cualitativa. Se puede comparar a Lope de Vega con Tirso de Molina o Calderón, al autor del Lazarillo con Mateo Alemán o con Espinel, a Garcilaso con Fray Luis de León, Góngora o Quevedo; pero, ¿qué hacemos con Cervantes? En algún sentido es inexplicable. Creo que esta es la primera impresión que debemos retener. Pero al mismo tiempo encontramos que Cervantes no es un escritor ajeno a la tradición literaria española; al contrario, no puede ser más español. No se parece a nadie pero es absoluta, radicalmente español; todavía más: no podría ser más que español. Sería imposible imaginar a Cervantes italiano, francés o inglés. Ahí es donde está la dificultad, lo que resulta extraño y en alguna medida anómalo: no podemos agruparlo con los demás escritores, pero al mismo tiempo es radicalmente español y no puede ser otra cosa, está definido intrínsecamente por esa condición. ¿No es sorprendente? Yo propondría esta fórmula: es inverosímil pero absolutamente real. No solamente es así, sino que no podemos concebir España sin Cervantes. Si se habla de España es inevitable pensar en él. Tengo un recuerdo ya lejano que evoco con simpatía. Estaba en la India, en Agrá, en el Taj Mahal; un señor acompañado de su mujer y una hija vio que yo llevaba una cámara y me pidió el favor de hacerles una fotografía con la suya. Hablamos un momento y me preguntó: «¿De dónde es usted?». Le contesté: «De España». Y dijo: «¡Ah! Don Quijote». Me agradó que el nombre de España evocara para aquel ingeniero indio, inmediatamente, a Don Quijote y, por tanto, a Cervantes. Si eliminamos a Cervantes de España queda un hueco que no se puede llenar: nos parece que es clave de España. Y quizá la manera más eficaz de penetrar en lo que es España sea verla en la perspectiva de Cervantes. Esto nos llevaría a lo que un matemático llamaría «condiciones de existencia»; pero aquí no se trata de matemáticas, sino de algo más complejo: de historia. Y los problemas son bastante difíciles. En efecto, no podemos inferir a Cervantes de la realidad española. Antes de Cervantes estaba ahí España; no había Cervantes, y pudo no haberlo; no se olvide esto. No hay ninguna necesidad de que hubiese Cervantes. Nos parece evidente que no podemos entender España sin Cervantes, pero antes de mediados del siglo XVI no existía Cervantes, y pudo no existir nunca. Rodrigo Cervantes y Doña Leonor de Cortinas pudieron no tener hijos, o todos los demás, que eran Cervantes solo de apellido. Miguel no era «necesario».

Esto quiere decir que Cervantes representa una innovación radical en España. Ciertamente, condicionada por la realidad española, dentro de la cual vino a alojarse en cierto momento una figura irreductible que era una entera novedad. Hay que tener presentes estas dificultades si se quiere entender algo. Recordemos los términos del problema. Cervantes resulta único, distinto de todos los demás autores, no comparable con ellos. En cierto modo aparece como una discrepancia respecto de las múltiples formas de la literatura española del Siglo de Oro y de todos los tiempos. Estos atributos de profunda radicación en la realidad española y a la vez cierta unicidad que ronda con lo inexplicable se encuentran acaso en otros momentos de la historia. Hay dos figuras que muestran, junto a enormes diferencias, alguna analogía con el caso de Cervantes: Velázquez y Ortega. Con distancia cronológica, escasa en Velázquez, muy grande en Ortega, con gran diversidad en el contenido, la situación que caracteriza a Cervantes reaparece en ambos casos. No voy a entrar en este asunto: basta con tenerlo presente en el fondo de la mente por si puede ayudar a entender algunas cosas. Pero —y esta es la conclusión a que es forzoso llegar— una vez dado Cervantes es imposible entender España sin él. Este tipo de razonamiento no suele hacerse. Hay realidades contingentes, que pueden ser azarosas, que no son necesarias, pero que si se producen, una vez dadas, modifican la situación y obligan a enfrentarse de otro modo con ella. Un ejemplo que está a mil leguas de nuestro asunto es la guerra civil española. Creo que pudo no ocurrir —por supuesto no debió ocurrir—, los españoles podían sentirse totalmente ajenos a la guerra, a su espíritu y a sus beligerantes, pero una vez dada, evidentemente no tenían más remedio que tomar posición frente a ella. Era un factor de sus vidas absolutamente condicionante. Es decir, hay realidades que, una vez dadas, condicionan una situación; pero pueden no darse. Cervantes pudo no nacer, o dedicarse a otras cosas; pudo morir en la batalla de Lepanto, aquellos arcabuzazos que lo dejaron manco y malherido pudieron matarlo, o pudo morir en el cautiverio; es decir, pudo no existir como escritor. Ahora bien, una vez existente, resulta que no solo la literatura española, sino la realidad entera de España nos aparece condicionada por él. * Conviene seguir pensando. El pensamiento consiste fundamentalmente en eso, en seguir pensando; cuando uno se detiene está perdido: parece que se ha alcanzado cierta claridad, y si nos paramos y no seguimos adelante se desvanece. Hemos visto que Cervantes no existía hasta que en cierto momento apareció en España, y hasta tal punto condicionado por ella, que no podemos concebir que fuese otra cosa que español. Pues bien, esto nos lleva a pensar que acaso la idea dominante de España no sea adecuada o suficiente. ¿Por qué? Porque la idea que usualmente se tiene de ella no parece apta para alojar a Cervantes, para explicar su posibilidad. He dicho que tenemos que entender España desde él; pero esto no es posible sin más, porque España preexistía a Cervantes; surgió en ella, en la España efectiva y real; y esto no parece posible en la que existe normalmente en la mente de los españoles —y por supuesto en la de los extranjeros—; por eso nos parece Cervantes inexplicable y nos sorprende. Esta dificultad, lo que un griego hubiese llamado una aporía, obliga a dar un paso atrás, a ver cómo era España antes de Cervantes; no vaya a resultar que Cervantes respondía más a lo que España verdaderamente era que a la idea que nos forjamos de ella; el hecho es que en esa España, tal como era a mediados del siglo XVI, fue posible. Sería inconcebible un Cervantes italiano, francés, alemán o inglés; nos parece que no hubiera sido posible en esos países; pero en España fue posible, luego esta era una realidad conciliable con lo que él significó. Y acaso necesitemos a Cervantes para ver cómo era esa España que efectivamente existía antes de que viniera al mundo. Vamos descubriendo una vinculación múltiple y problemática entre la realidad de Cervantes y la de España; y al decir España tenemos ahora que entender, por una parte, la que preexistía y, por otra, la que queda condicionada por él; Cervantes, clave de ella y clave para su comprensión. Cervantes nació en Alcalá de Henares el año 1547 y vivió en la segunda mitad del siglo XVI y una parte menor pero decisiva del siglo XVII; en esa España se alojan sus diversas trayectorias. Hace ya mucho tiempo que considero que el concepto capital para entender una biografía es el de trayectorias, en

plural; en singular no acaba de tener sentido, porque la vida humana no es una línea, sino más bien una arborescencia, una pluralidad de caminos que se inician, se siguen o no, se interrumpen, se frustran, se abandonan. La vida humana no consiste solo en lo que hacemos, sino tanto como eso en lo que no hacemos pero podríamos hacer, o queremos hacer, o deseamos hacer, o acaso empezamos a hacer y no nos dejan. Esto es así respecto de la vida individual, donde tiene su sentido primario, pero también es cierto de la vida colectiva, de una sociedad o un país. No se entiende la historia más que usando a fondo el concepto de trayectorias. Cervantes es un ejemplo admirable porque en su biografía la pluralidad de trayectorias se nos impone desde el primer momento y con particular fuerza, y se alojan en la España en que vive, medio siglo del XVI y dieciséis años del XVII. No perdamos de vista que, dado todo esto —la España anterior y la de su tiempo—, no apareció en ella nadie parecido a Cervantes. Y esto nos obliga a preguntarnos por su originalidad. No ya en el sentido de que su obra sea original, de que escribiera unos libros que nadie había escrito, sino que se trata de la originalidad de su persona. Esto es lo que nos parece absolutamente original, irreductible; no la biografía de Cervantes, sino Cervantes mismo, esa persona de la que nos preguntamos quién fue. Lo que sucede es que esa figura nos es conocida por sus obras, y tenemos que descubrirla viéndolo como escritor. Tuvo, como veremos, diversas vocaciones, pero la radical fue la del escritor, y hay que ver en qué sentido lo fixe. Antes de encontrar la originalidad de cada libro hay la de la actitud de Cervantes como escritor; y hay que ver cómo se articula esta vocación personal con la realidad española. * Nos encontramos con un problema teórico: el de la posibilidad de Cervantes. Para plantear esta cuestión con algún fundamento hay que tomar posesión de lo que sabemos de Cervantes, de lo más elemental y seguro. Nacido en 1547, vive cincuenta y tres años en el siglo XVI. Primariamente es un hombre de este siglo, súbdito de Felipe II; nace en el tiempo del Emperador Carlos V, pero cuando abdica y luego muere, Cervantes es un niño; Felipe II muere en 1598, de modo que la mayor parte de la vida de Cervantes corresponde a su reinado. Pero aquí surge una primera sorpresa, una anomalía. Cervantes publica un solo libro en el siglo XVI, La Galatea, en 1585; y ningún otro hasta veinte años después. La primera parte del Quijote aparece en 1605, y entre este año y 1617 —el Persiles, como todos saben, fue póstumo— se publican todos sus libros menos el primero. Es decir, es un hombre del siglo XVI, pero casi exclusivamente un escritor del XVII, del tiempo de Felipe III. Fue, claro es, un escritor; pero ¿fue un escritor profesional? Parece dudoso. Si se mira la figura social de Cervantes, se encuentra que tuvo poca importancia. Incluso cuando publicó la primera parte del Quijote y tuvo enorme éxito —fama, ediciones legales o fraudulentas, pronto traducciones—, no se le dio gran importancia. Esta es un concepto social que tiene poco que ver con la calidad, ni siquiera con el éxito. Cervantes no fue una figura importante, y esto es absolutamente esencial si queremos entender qué clase de persona fue y cómo ejerció el menester literario. Cervantes dice muchas cosas reveladoras de sí mismo y de su vida; las dice desgranadas, en diferentes lugares, sin insistencia, en prosa o en verso. Hay que tomarlas en serio y, sobre todo, pensar qué quieren decir, porque es necesaria la hermenéutica, la interpretación del sentido de los dichos. Esas cosas, a veces las dice Cervantes en su propio nombre; otras, las dice un personaje, porque tienen en ocasiones una función vicaria de su propia realidad, habla por boca de ellos, muchas veces de un modo transparente —cuando un personaje se llama Saavedra tenemos que pensar que no anda lejos el autor. En un libro que pocos leen, el Viaje del Parnaso, hay largas enumeraciones de poetas —casi todo el mundo lo era a principios del siglo XVII—; de muchos no sabemos nada y los eruditos intentan investigarlos y documentarlos. Pero además dice cosas muy interesantes, al desgaire, ciertas confesiones extraordinarias —con la única condición de que reparemos en ellas. Estamos hablando de Cervantes porque fue un escritor; pero ¿solamente eso? Fue un soldado, estuvo en el ejército de Italia, combatió en Lepanto, siguió luchando cuando curó de sus heridas y luego fue cautivo en Argel, cinco años, que son muchos años. Y cuando al fin es rescatado y vuelve a España, publica un libro y se pasa veinte años sin que siga otro, haciendo otras cosas, por ejemplo recaudar

contribuciones o requisar trigo, vino, aceite para la Armada Invencible. Este simple enunciado de hechos elementales y conocidos de todo el mundo muestra una pluralidad de trayectorias. Y por otra parte se sabe que tuvo una hija, que luego se casó con una muchacha muy joven, de diecinueve años, con la cual no tuvo hijos. No sabemos casi nada de la vida amorosa de Cervantes, pero es evidente, por su obra, que estuvo toda su vida preocupado por el amor, que nada le parecía tan interesante. Sabemos poquísimo; casi solo que para él fue algo decisivo, capital. Es decir, sabemos que no sabemos respecto a algo decisivo en la perspectiva total de su vida. La simple enumeración de los hechos más elementales y que se encuentran en el más modesto manual de literatura de bachillerato, si la tomamos en serio, resulta reveladora y plantea multitud de problemas. ¿Insolubles? Acaso no, si leemos a Cervantes en serio, enterándonos de lo que dice, y hacemos el esfuerzo de comprenderlo, de ver las conexiones, las dificultades, los nudos de esa biografía, si nos preguntamos cuáles son las trayectorias que se presentan ante él y en qué medida se realizan o se frustran o se aplazan. La vida de Cervantes ofrece un ejemplo de laboratorio para entender el mecanismo de las trayectorias. Este hombre, después de su vida militar, va a volver a España; aparece una nave corsaria y lo lleva cautivo a Argel durante cinco años. Una trayectoria iba a empezar; no sabemos todavía cuál iba a ser. Llevaba unas cartas de recomendación que sirvieron para retardar su rescate, porque sus elogios hacían creer que era alguien importante. Va a seguir cierto camino, probablemente se hace la pregunta de Ausonio, que repetirá Descartes en 1619: Quod vitae sectabor iter? (¿Qué camino de la vida seguiré?). Los argelinos se encargan de que siga otro totalmente distinto: el de cautivo en el terrible Argel, Unas trayectorias, probablemente todavía no decididas, presentadas, ofrecidas a la elección, brutalmente cortadas como por un hachazo. Y va a tener que elegir Cervantes cómo va a vivir su cautiverio, porque había muchas maneras posibles. Y luego tendrá que volver a plantearse la cuestión en circunstancias bien distintas, después de cinco años. ¿Cinco? No, once. Había salido de España once años antes; vuelve a España, a otra España, de la cual ha estado enteramente incomunicado. Tendrá que empezar por ver España, por enterarse de ella y ver qué caminos son posibles. Tendrá que elegir entre varias trayectorias. Será otra vez soldado, y luego escritor, y marido de Catalina de Palacios, y en seguida otras cosas que no resultan muy claras. Van a pasar veinte años de vida bastante extraña y en que no publica ni un solo libro, no es un escritor profesional; y de repente, en 1605, aparece con algo imperdonable: una obra maestra. Algo que nunca se perdona es la genialidad, y menos aún cuando todo el mundo cree que sabe a qué atenerse. El simple planteamiento de los datos más elementales y conocidos presenta problemas de posibilidad. Hay que preguntarse quién fue Cervantes y en qué medida es clave de España. Pero antes de eso hay que hacer otra pregunta: no si fue posible, porque posible fue, sino cómo fue posible. En la Crítica de la razón pura, Kant se hace tres preguntas: ¿Cómo es posible la matemática pura? ¿Cómo es posible la física pura? ¿Es posible la metafísica? Da por supuesto que la matemática y la física están ahí; que sea posible la metafísica le parece dudoso. En nuestro caso, la posibilidad de Cervantes parece asegurada, puesto que está ahí, fue real. Lo que hay que preguntarse es cómo fue posible. Habrá que analizar la realidad española y descubrir los caminos, las trayectorias, las encrucijadas, los éxitos, los fracasos, las renuncias, los sueños de Cervantes. Todo esto, claro es, en sus libros, teniendo en cuenta lo que dice y, sobre todo, lo que quiere decir.

2 La génesis de la nación España Para comprender la posibilidad de Miguel de Cervantes hay que intentar ver cómo se había constituido España antes de él, para entender cómo fue posible que en ella apareciera un día una figura como Cervantes. Hay que recordar, muy brevemente, lo que fue la génesis de la nación España. Un hecho capital y poco atendido es que encontramos ciudades antiquísimas y, por supuesto, anteriores a esa nación. Muchas ciudades milenarias, por supuesto romanas, pero también anteriores a la romanización: Sevilla, tan ligada a la vida y la obra de Cervantes; Córdoba, Cádiz, Málaga, Tarragona y no hablemos de las menores. Son ciudades que existían hace dos mil, acaso tres mil años, más antiguas que casi todas las ciudades europeas fuera de Grecia e Italia. La importancia de muchas ciudades, el desarrollo urbano y social, las calzadas que cruzaban la Península Ibérica, las grandes figuras nacidas en ella, todo eso hace que la Hispania romanizada tenga una personalidad acusada dentro del Imperio romano. Pero cuando este declina y se divide, mientras casi toda la Romania queda fragmentada en pequeños territorios con escasa comunicación entre sí, lo cual fue la causa principal de la decadencia intelectual que solo empieza a mitigarse en la época de Carlomagno, la construcción de la monarquía visigoda, cuyos límites vienen pronto a coincidir con los de la Península Ibérica, da una situación privilegiada a España. Hay una unidad política un poco laxa, con una minoría germánica dominante bastante romanizada y enormemente influida por la población hispanorromana, en un país muy grande, dato que casi siempre se pasa por alto. Ciudades como Toledo, Sevilla, Zaragoza, Barcelona, Tarragona eran centros importantes; había muchos libros —tan escasos en aquella época, angustiosamente en las pequeñas unidades resultantes de la desmembración del Imperio romano—, lo que hizo posible la obra extraordinaria de San Isidoro, por ejemplo. Y el recuerdo de la grandeza romana pervive en la monarquía visigoda. Hay un momento en que las dos unidades principales son Bizancio en un extremo y la España visigoda en el otro. A comienzos del siglo vin se produce un acontecimiento que había de ser decisivo en la historia de España, y que desde el punto de vista español tiene un extraño carácter azaroso: la invasión islámica del año 711, la ocupación casi total de la Península por un ejército musulmán, árabe y sobre todo beréber, compuesto en su mayoría por beréberes recientemente islamizados y arabizados. Ocupan en pocos años todo el territorio, excepto una franja al norte de la Península, desde donde los núcleos cristianos van a empezar, muy pronto por cierto, la recuperación de lo invadido. Rara vez se ha advertido la significación de que a este suceso se llamara «la pérdida de España» y, por tanto, se intentase durante siglos recobrar «la España perdida». La mayor parte de España está «perdida», enajenada, ocupada por gentes de otra religión; los que están libres de la dominación musulmana se identifican con la condición cristiana y no aceptan ni por un momento ese dominio. Menéndez Pidal ha demostrado cómo hasta dos siglos después del establecimiento de los árabes, los cristianos siguen considerando como un contratiempo pasajero aquello que les parece inaceptable, porque no admiten que el territorio español esté dividido entre cristianos y musulmanes. La España perdida, que por eso no tiene existencia y no pone los obstáculos de la realidad, es la meta, el ideal que determina el proyecto histórico de la Edad Media, lo que se llamó la Reconquista de España, de la España perdida, simbolizada en la monarquía visigoda. La historia va a aparecer como una empresa, es decir, con un carácter vigorosamente proyectivo, como una lucha con un invasor infiel, lo cual introduce un espíritu de caballería. Hay una convivencia polémica con la España musulmana, un trato cercano con el que es el «Otro», sobre todo desde el punto de vista religioso. Por lo demás, la diferencia no es muy grande, porque la población de al-Ándalus no era demasiado diferente de la de los territorios cristianos: los invasores eran ejércitos pequeños, sin mujeres, y los habitantes son en su mayoría los hispanorromanos; esta diferencia se irá acentuando con las progresivas oleadas de invasores beréberes de la España musulmana originaria, que en buena medida será alterada o destruida por los recién llegados. Entre cristianos y musulmanes hay lucha pero también comunicación, admiración mutua, a veces

amor. La España medieval se puede ver como una «cruzada cotidiana», algo de todos los días y en el propio territorio, una convivencia «cuerpo a cuerpo». Toda la historia europea medieval es una polémica entre Cristiandad e Islam, pero a distancia y de modo esporádico, mientras que en España es algo inmediato y cotidiano, de manera que los españoles no solo son cristianos, como los demás europeos, sino que se identifican con esa condición. La familiaridad con el moro y con el judío procede de que están ahí, cerca. A medida que avanza la Reconquista, los mudéjares que siguen viviendo en los territorios reconquistados influyen en el arte, los oficios, las formas de vida. Los romances fronterizos o moriscos son huellas de esa convivencia no siempre hostil. Y a la vez hay una exigencia, un proyecto permanente de reconquista, un horizonte habitual de heroísmo que dura siglos, algo extraño. El «espíritu caballeresco» tiene en la Edad Media española caracteres propios; la literatura refleja esta peculiaridad. La Chanson de Roland, las chansons de geste francesas, los ciclos del Rey Arturo, tienen caracteres excepcionales, minoritarios, irreales; el Poema del Cid o el Romancero son concretos, con localizaciones precisas, con una presencia de la realidad cotidiana. El héroe no es un personaje mítico, sino lleno de realidad; el Cid va a mostrar a su esposa y sus hijas «cómo se gana el pan»; Félez Muñoz encuentra a sus primas, las hijas del Cid, apaleadas y malheridas en el robledo de Corpes, y les da agua en un sombrero nuevo que ha comprado en Valencia. Hay realismo, localismo, precisión geográfica, topográfica. El Quijote empieza «En un lugar de la Mancha», y el personaje no es un héroe, un Amadís o Palmerín, es Alonso Quijano, «un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», y se nos explica cómo vestía y qué comía cada día de la semana. Esto no pasa con los ciclos épicos de otros países. Y cuando Don Quijote decide hacerse caballero andante, atraído por las lecturas de los libros de caballerías, va a partir de las realidades más inmediatas, y no aparecerán grandes personajes, sino la sobrina y el ama y el cura y el barbero y Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco; y el ventero, que le aconsejará llevar «dineros y camisas»; y aparecerán las ventas con las Maritornes y los pellejos de vino y los cuadrilleros y todo lo demás. Cotidianidad combinada con el espíritu de la caballería. Pero vemos que esta ha sido la situación española durante toda la Edad Media, lo cual nos lleva a una imagen de la realidad anterior a Cervantes bastante distinta de la de otros países europeos. La Reconquista se ha sentido como un deber, una exigencia, cumplida o no: «Si no vencí reyes moros, / engendré quien los venciera». La Reconquista tiene largas pausas, sobre todo cuando no queda más que el reino de Granada, que vino a ser un protectorado que paga parias al de Castilla; no hay demasiada prisa, pero la conciencia está un poco inquieta. Desde la batalla del Salado, desde la muerte de Alfonso XI en 1350 hasta fines del siglo XV la Reconquista avanza poco, hay pereza, desmoralización, corrupción, pero ahí está la exigencia de la empresa no cumplida: el deber de recuperar la España perdida. Sin esto no se entiende la génesis de España. La vida en España ha sido constitutiva inseguridad. Hay la lucha permanente con los moros, durante siglos en condiciones de inferioridad, de constante amenaza. La España cristiana es muy pequeña, unos cuantos núcleos de resistencia en el Norte; la mayor parte es al-Andalus, y Almanzor puede llegar hasta Santiago de Compostela. Cuando en 1085 se llega al Tajo y se toma Toledo, las cosas empiezan a vencerse del lado cristiano, y esta ventaja se acentúa con la división de los reinos de Taifas; pero las invasiones africanas de almorávides y almohades destruyen en gran parte la cultura andalusí y dan refuerzos que hacen nuevamente difícil la empresa de la Reconquista. La inseguridad perdura. Y otro factor importante es la pobreza. España es un país relativamente pobre; las tierras más ricas estuvieron mucho tiempo, por lo menos hasta el siglo XIII, en poder de los musulmanes. Inseguridad y pobreza van a ser ingredientes de la perspectiva española ante la vida. * Hay que añadir algo muy importante: la función de Castilla. Se convertirá en el centro de la reconquista, en su motor principal. Y Castilla no es nunca un territorio, es una actitud; por eso no da nunca por terminada la Reconquista. Ha habido una serie de incorporaciones, Asturias y Galicia, Asturias y León, León y Castilla, al final corresponderá a esta el predominio y asumirá la representación del conjunto. Pero cuando la Reconquista avanza, entonces será Castilla la Vieja y aparecerá Castilla la

Nueva, y cuando se reconquista la mayor parte de Andalucía, sobre todo en tiempos de Fernando III, se llamará «Castilla novísima». Es decir, siempre Castilla, y hay un hecho que me parece interesante y que merece atención: habría que calcular cuántos años residen en Sevilla los reyes castellanos. Castilla no tenía capital, los reyes iban de una ciudad a otra según las exigencias de la guerra o de la política; llegaban a un castillo, ponían unos tapices y unas alfombras, y eso era un palacio, de gran sobriedad, por cierto. En Sevilla residen más tiempo que en ninguna otra ciudad, para ello había muchos motivos, pero lo que me interesa es que nadie hubiera tenido la impresión de que no estaban en Castilla; estaba en un territorio andaluz recién reconquistado, pero era tan Castilla como Burgos, Valladolid, Segovia, Ávila o Toledo. Esta actitud va a persistir a lo largo de la historia y explica muchas cosas. Se van produciendo dilataciones sucesivas. Las personas de mi edad aprendíamos en la escuela unos versos pueriles que acaso ya no se recuerdan: «Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / al trote de mi caballo». Es lo que ocurrió: Castilla se fue ensanchando, dilatando, porque no era un territorio determinado, sino una actitud, sin límites previamente establecidos. Hay una serie de rasgos sorprendentes, que no se encuentran en otros lugares y van a condicionar la génesis de la nación España, partiendo —no lo olvidemos— de la España perdida, imaginada, recordada, trasladada al futuro como un ideal. El territorio de lo que hoy es Francia está durante toda la Edad Media dividido, fragmentado en porciones en lucha interna; recuérdese, aparte de los Estados feudales menores y de la presencia inglesa durante largo tiempo, lo que fue Borgoña enfrente o al lado del reino de Francia, le royaume de France; o lo que era Italia atomizada en pequeños territorios y ciudades en lucha constante; no digamos Alemania; en cuanto a la Gran Bretaña, una cosa es Inglaterra, otra Gales, otra Escocia, para no hablar del problema permanente y agudísimo de Irlanda. Por ser distinta la situación de España, por haber poseído la unidad de la monarquía visigoda, haber sido invadida durante siglos, haber funcionado como una España perdida que hay que reconquistar, su génesis como nación ha sido muy distinta de las demás, y esto se reflejará en su historia posterior. Se va reconquistando desde todos los lugares del norte, desde Asturias hasta el Pirineo oriental, pero no es que se reconquisten los reinos o condados medievales —¿cómo hubiese sido posible, si no existían?—, que son precisamente los resultados parciales de la reconquista de España. Los reinos medievales que se van formando son claramente convergentes. Montaner dice que los reyes de España son «una earn i una sang»; el Poema del Cid termina diciendo: «Hoy los reyes de España sos parientes son»; y Jaime I, cuando quiere persuadir a su reino para que coopere en la reconquista de Murcia, dirá que es «per salvar Espanya». Los reinos cristianos combaten entre sí muy poco, incomparablemente menos que en cualquier otro lugar de la Europa cristiana. Multitud de territorios y ciudades pertenecen sucesivamente a diversos reinos, a Castilla, Aragón, Navarra, acaso varias veces. Cuando un noble tiene dificultades en su reino, se va a otro y se establece en él; las casas reales se entrecruzan y componen una única dinastía que se interpreta como continuación de los godos y llega hasta hoy. * En la obra de Cervantes, en el Quijote y en otros muchos escritos, se encuentra un eco personal de lo que acabo de decir. Habla de muy diversas porciones de España, al hilo de las andanzas de sus personajes; está lleno de simpatía por las varias regiones españolas y las colma de elogios; aparecen en sus libros castellanos, andaluces, vascos, catalanes, aragoneses, valencianos; no se siente distinto de ellos, no hay conciencia de castellanía exclusiva; no hay ni asomos de que Cervantes se sienta extraño ante ninguna porción de España. Hay una fraternidad general y espontánea en la obra entera de Cervantes, reflejo de lo que había sido la génesis de España durante la Edad Media y parte de la Moderna: Cervantes escribe cuando la unidad española está consolidada desde más de un siglo antes. En otros países europeos esto no era así, y persistían relaciones de extranjería dentro de los territorios que hoy llamamos nacionales. Ahora hay gentes que pretenden presentar España como un «mosaico», pero la realidad es literalmente la contraria, y los escritos cervantinos lo muestran sin proponérselo. Hay un momento, a fines del siglo XV, en que se produce el cumplimiento, la realización de lo que había sido el programa o proyecto permanente desde comienzos del siglo VTIP. la recuperación de la España perdida, el final de la Reconquista, cuyo resultado es la España reconstituida. Ese momento

es la toma de Granada a comienzos del año 1492. Recuérdese aquella frase en la deliciosa enumeración de La Celestina: «ganada es Granada». Es un eco de lo que aconteció el 2 de enero, unos meses antes de la expedición de Colón hacia lo que había de ser América. Antonio de Nebrija tiene una conciencia extrañamente clara de todo esto. Había nacido en 1441, vivió en tiempo de los Reyes Católicos, fue el mayor humanista español de su época y murió ya al comienzo del reinado de Carlos V, en 1522. El mismo año 1492, en la dedicatoria de su Diccionario Latino-Español a don Juan de Estúñiga, habla con orgullo de que está enseñando Gramática «en el estudio de Salamanca, el más lucido de España, y por consiguiente de la redondez de todas las tierras». No dice Castilla, sino España; y habla de muy diversas porciones de ella, de regiones, ciudades y lugares, sin distinción; menciona a Córdoba, el Guadalquivir, Asturias, Aragón, Segorbe, Tarragona. Todavía es más interesante y revelador lo que dice en agosto del mismo año (antes del descubrimiento de América) en el prólogo a su Gramática castellana dirigida a la reina Isabel la Católica, «Reina y señora natural de España y las islas de nuestro mar». La lengua castellana, dice, «se extendió después hasta Aragón y Navarra y de allí a Italia siguiendo la compañía de los infantes que enviamos a imperar en aquellos Reinos. Y así creció hasta la monarchia y paz de que gozamos primeramente por la bondad y providencia divina; después por la industria, trabajo y diligencia de vuestra real majestad. En la fortuna y buena dicha de la cual los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados, se reduxeron y aj untaron en un cuerpo y unidad de reino. La forma y trabazón del cual así está ordenada que muchos siglos, injuria y tiempos no la podrán romper ni desatar». Esta es la reacción de un andaluz, de un castellano de Andalucía que se siente primariamente español, ante la nueva situación, la integración final de la España perdida, y esta es su vivencia personal de la condición española. En este momento, sobre todo después de la reconquista de Granada, aparece la España íntegramente cristiana de los Reyes Católicos, y se produce un viento de entusiasmo que durará por lo menos un siglo —tendremos que ver lo que pasa con ese viento—, que alentara una inverosímil serie de empresas. Una imagen adecuada a la vida humana individual y a la colectiva de una sociedad es el cohete. Va teniendo cargas sucesivas, y así procede la vida humana, que no tiene un solo impulso inicial, como un disparo, sino una serie de ellos, como un cohete. Los pueblos tienen también cargas sucesivas que los van impulsando, que mueven series de empresas en que se intensifica, desarrolla y articula ese entusiasmo primario, que puede seguir a una fase de quebranto y desaliento. La situación de Castilla y Aragón era en muchos sentidos lamentable hacia 1470, pero entonces se produce la integración o incorporación final de los dos reinos, el final de la Reconquista, el descubrimiento de América, la creación de la nación como forma política y social original e innovadora, con el espíritu renacentista superpuesto al viejo proyecto medieval, el paso casi inmediato de la nación europea a la supernación en los dos hemisferios —la Monarquía Católica o Hispánica—, la pertenencia a la misma Corona de otros territorios europeos, en Italia, Francia, Flandes, también en África; la dignidad imperial que sobreviene a Carlos V, pero no se olvide que era mucho más importante ser Rey de España que Emperador, y por eso Felipe II heredará esta Corona y no la imperial. Finalmente, un siglo después de la unión española, en 1571, Lepanto, de importancia extremada para Europa y la Cristiandad, pero sobre todo para Cervantes, y por eso tomo esta fecha que condicionó su vida entera como término de ese proceso de constitución, de génesis de España en extraña continuidad, desde los primeros orígenes en la remota romanización. * Pero no se olvide que todo esto sucede entre un cúmulo de dificultades. He hablado de las etapas de la creación de la nación española, pero todo eso se hace entre constantes dificultades, tropiezos, quebrantos. La Reconquista fue durísima, llena de desmayos, derrotas y retrocesos, avanzar y vuelta a empezar. El poder real se fue asentando en épocas agitadas, con una nobleza levantisca y llena de egoísmo, capaz de sacrificios también, pero dividida por rivalidades; todos los reyes de Castilla desde Enrique III tuvieron que luchar constantemente, porque necesitaban a los nobles y a la vez tenían que dominarlos; lo mismo ocurre en el reino de Aragón con las luchas entre Juan II, el príncipe de Viana, los catalanes; los Reyes Católicos tuvieron que enfrentarse con estos problemas, sobre todo en Galicia.

Había bandidaje, solo a medias superado por la Santa Hermandad, y que en algunos lugares, como Cataluña, fue gravísimo hasta dentro del siglo XVII. Había judaizantes que, convertidos al cristianismo, volvían a las prácticas mosaicas; desde los primeros años del siglo XVI había herejes que seguían los principios de la Reforma. Y, claro es, varias gravísimas rebeliones de moriscos, con sus correspondientes represiones. Hay pobreza, picaresca, calamidades; una población muy escasa; epidemias que devastan regiones enteras, en que a veces muere un tercio de los habitantes. Todo esto hay que tenerlo en cuenta. Pero hay todo lo demás, esa enorme, casi inimaginable grandeza, ese esfuerzo creador de formas nuevas, políticas, militares, culturales, que hizo posible una incomprensible expansión y la evangelización de un continente que ha llegado a ser la comunidad cristiana más grande del mundo. Esa vida, evidentemente dura, estuvo animada por una empresa permanente: se sentía que se estaba yendo a alguna parte a través de dificultades, de dolores, de quebrantos, de derrotas, de fracasos; a alguna parte que despertaba una increíble ilusión. Todo esto tiene que ver con la vida de Cervantes y la obra cervantina. Recuérdese la frase esencial puesta en boca de Don Quijote, con la cual evidentemente se solidariza Cervantes: «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible». ¿No refleja esta frase lo que ha sido esa constitución, esa génesis de España que he intentado hacer pasar ante los ojos del lector como una película acelerada? Hay venturas y desventuras, pero el esfuerzo y el ánimo han constituido el motor, el argumento de la constitución de España. Si la vemos así parece conciliable con Cervantes; acaso no es tan distinta de él como la imagen habitual y que ha circulado durante siglos. Quizá en esa España podía aparecer Cervantes y vivir en ella. ¿No se puede encontrar una rima entre la figura de Cervantes y la España que estamos imaginando, que estamos recordando?

3 La España de Felipe II y la de Felipe III El año 1547, en que nace Cervantes, es el de la victoria de Carlos V en Mühlberg y el de la muerte de Hernán Cortés. La batalla de Mühlberg es el momento de mayor esplendor en la carrera del Emperador y coincide con el final de la vida del conquistador más importante de América, el fundador de la Nueva España, que había de ser México. Un año después de Cervantes nace Francisco Suárez, que murió también un año después (1548-1617), dos vidas rigurosamente coetáneas. Cuando Cervantes tiene nueve años, en I556, abdica Carlos V en su hijo Felipe todos los reinos de España, con los territorios europeos y africanos de la monarquía y las Indias (la dignidad imperial irá al hermano de Carlos, Fernando). La vida de Cervantes transcurre desde la niñez hasta 1598 durante el reinado de Felipe II; el año en que este empieza, por cierto, muere San Ignacio de Loyola. Todavía en vida de Carlos V, retirado en Yuste, se produce una situación inquietante y que tuvo consecuencias delicadas. Hubo dos brotes heréticos, uno en Sevilla y otro en Valladolid, que se interpretaron como luteranismo y fueron duramente reprimidos por la Inquisición; Carlos V se alarmó mucho e instigó a la severidad. Es comprensible, había luchado contra la Reforma, no había podido impedir que hiciese progresos dentro del Imperio, incluso en territorios no alemanes; pero España se había conservado libre de protestantismo, y la aparición de focos de él le produce gran conmoción y cree que hay que cortarlos de raíz. Es posible que tuviese presente la situación de Francia, que había de pasar la mayor parte del siglo enzarzada en terribles guerras de religión, a pesar de ser siempre los hugonotes una minoría reducida. Los brotes heterodoxos de Sevilla y Valladolid eran muy pequeños en número, pero los componían personas distinguidas por su alcurnia, su saber y sus puestos en la Iglesia; había en ellos algunas monjas y damas de la nobleza. No está claro si eran luteranos o acaso simplemente erasmistas, cristianos inquietos, deseosos de innovaciones. Erasmo era visto con suspicacia, aunque había polemizado enérgicamente con Lutero; pero la suspicacia era muy grande y no se distinguían mucho las cosas; el proceso del arzobispo Carranza es buena prueba de ello. El hecho es que el año 1559 significa un momento de retracción: además de los autos de fe, el Index librorum qui prohibentur, del inquisidor Fernando de Valdés (fundador, por otra parte, de la Universidad de Oviedo), la prohibición a los españoles de estudiar en universidades extranjeras, con pocas excepciones, etc. (Claro que Isabel I de Inglaterra prohibió lo mismo a los ingleses, y con mayor rigor, en 1580, pero de esto no se habla nunca.) Es indudable que en ese momento se produce una retracción; lo que no se añade es que fue pasajera; normalmente se prolonga lo negativo, como si nunca hubiese tenido fin; España había estado singularmente abierta, es bien sabido que el sistema copernicano era enseñado en Salamanca por Fray Diego de Zúñiga. Y la biblioteca de Felipe II, única en su época, sus colecciones de arte, su parque zoológico, hacen de él un gran promotor de la cultura. Entre 1563 y 1584 se construye El Escorial, para conmemorar la victoria española en San Quintín sobre las tropas francesas y «compensar» a San Lorenzo por la destrucción de una ermita dedicada a él. La importancia de El Escorial es decisiva, no solo porque es un monumento incomparable en muchos sentidos, sino porque fue obra personal de Felipe II y resultó símbolo de su figura y su reinado. Un libro de Fernando Chueca, El Escorial piedra profética, ilumina la significación de este monasterio que es a la vez un palacio real, un templo, una biblioteca, un museo, un enterramiento regio, una presencia de los proyectos personales de su fundador y de la misma Monarquía. Durante la construcción de El Escorial hay una fecha decisiva para Europa entera y desde luego para Cervantes: la batalla de Lepanto en 1571. La lucha entre la Cristiandad y el Islam había sido durante toda la Edad Media entre los países europeos y los árabes o arabizados. Desde mediados del siglo XV, sobre todo después de la toma de Constantinopla por los turcos en 1453, la gran potencia islámica no es árabe, sino el Imperio Otomano. Los turcos no tenían nada que ver con los árabes, pero eran musulmanes y habían recibido una arabización, incluso en la escritura (hasta la occidentalización

impuesta en nuestro siglo por Mustafá Kemal o Kemal Atatürk, que adoptó el alfabeto latino), aunque la lengua turca no es ni semítica ni indoeuropea. La gran amenaza sobre la Cristiandad era el sultán de Turquía, de quien dependían todos los musulmanes del Mediterráneo. La batalla de Lepanto, con la Armada aliada de España, Venecia, Génova y los estados del Papa, al mando de don Juan de Austria y del gran marino de la época, don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, frenó durante mucho tiempo la amenaza islámica. Para Cervantes fue el momento capital de su vida, y tuvo clara conciencia de su alcance histórico. Algo muy distinto fue el envío de una Armada contra Inglaterra en 1588. Había conflictos con este país durante mucho tiempo, por una diferencia religiosa, por la ayuda inglesa a los flamencos en rebeldía contra la Corona, por los frecuentes ataques de los corsarios más o menos «oficiosos» o de la marina inglesa a los convoyes de galeones que hacían el tráfico con América, en ocasiones a las ciudades americanas; las comunicaciones con el otro hemisferio eran vitales para la Monarquía extendida por los dos continentes. Felipe II había tenido siempre la esperanza de que el catolicismo fuese restaurado en Inglaterra. La ejecución de María Estuardo en 1587, después haber estado largos años prisionera de la reina Isabel I, fue lo que decidió la expedición. Se preparó, como es sabido, una espléndida flota, que se llamó la Grande Armada o la Felicísima Armada, y que pronto empezó a llamarse también —sobre todo después de su destrucción— la Armada Invencible; había de mandarla el más ilustre marino, don Alvaro de Bazán, pero murió durante la preparación y Felipe II nombró en su lugar al duque de Medina Sidonia, hombre escrupuloso y competente, pero que no sabía de cosas de mar y se resistió a aceptar la responsabilidad. Es sabido que en aquel tiempo los mandos principales no podían recaer más que en miembros de la primera nobleza, y el duque disponía de marinos competentes y de gran mérito; pero las últimas decisiones tenían que ser suyas. Hace ya tiempo que se ha tenido una idea más favorable del duque de Medina Sidonia, tratado con frecuencia desdeñosamente. Un gran historiador americano, Garrett Mattingly, que había pasado la Segunda Guerra Mundial en la Marina de los Estados Unidos y conocía bien estos asuntos, escribió un admirable libro, delicioso de lectura, en que la figura del duque era tratada con estimación y respeto, y la derrota de la Armada quedaba reducida a sus justos límites (que se han limitado todavía más, y por historiadores ingleses, con ocasión del centenario). Es curioso que el libro se llama The Armada, pero la edición impresa en Inglaterra se titula The Defeat of the Spanish Armada, y la traducción española La Armada Invencible. Lo que se da por supuesto como moneda corriente es que la Invencible significó la pérdida del poder naval de España; pero antes de diez años, en vida de Felipe II, se había construido una flota mayor, y que tuvo diversas victorias sobre los ingleses. El poderío de España en el mar se redujo enormemente en los últimos decenios del siglo XVII, en el reinado de Carlos II; y resurgió con la Casa de Borbón, ya desde Felipe V, más aún con Fernando VI y sobre todo Carlos III, cuando la marina española es solo inferior a la inglesa y equiparable a la francesa. Cuando se perdió ese poder naval fue en Trafalgar, en 1805, bastante después de 1588. Por otra parte, durante todo el reinado de Felipe II España interviene constantemente en los asuntos franceses. Las guerras de religión desgarraron Francia con una dureza que casi siempre se olvida. Según estudios recientes, los hugonotes no rebasaron nunca el diez por ciento de la población, pero hubo verdadero riesgo de que se impusieran y consiguieran un reino protestante. Por debajo de los reyes, de autoridad insegura, desde Enrique II hasta Enrique III, pasando por Carlos IX, los nobles y sus partidarios —los Guisa de un lado, los Condé de otros— se disputaban el poder. Es famoso el atroz episodio de San Bartolomé, pero durante medio siglo hay una serie de guerras violentísimas. España apoyó a la Liga católica, estableció guarniciones en varios lugares, principalmente en París, y Felipe II apoyó la candidatura de su hija Isabel Clara Eugenia para el trono de Francia, con buenos derechos aunque con el obstáculo de la Ley sálica. Cuando por fin Enrique IV, que había sido como rey de Navarra el pretendiente protestante, se convirtió al catolicismo, fue reconocido como rey de Francia, y la guarnición española abandonó París con banderas desplegadas a comienzos de 1594. He querido recordar muy brevemente algunos sucesos de la época de Felipe II, en que vive Cervantes hasta muy avanzada su madurez. Se consolida lo que se llamó la Monarquía católica o la Monarquía hispánica o las Españas; no el Imperio; se habló de Imperio en tiempo de Carlos V, pero se

entendía el Imperio germánico; era, como sus sucesores, Rey de España o de las Españas y las Indias (Hispaniarum et Indiarum Rex). Esta Monarquía era de un orden de magnitud incomparable con ningún otro país. Además de los territorios heredados, en el reinado de Felipe II se añaden las Filipinas y otras islas del Pacífico, y desde 1580, al incorporarse Portugal a la Corona, todos los extensos territorios portugueses en África, la India, y los establecimientos en el Extremo Oriente; y el Brasil, que se dilató enormemente, más allá de los límites fijados, con la tolerancia de España, al pertenecer a la misma Corona. El peso de España en los asuntos mundiales no era ni comparable con el de ninguna otra nación de la época. * La política española en el siglo XVI, y no menos en el siguiente, tiene conciencia de deberes ligados al cristianismo. Desde la época visigoda, más aún desde la invasión islámica y la «pérdida de España», ha habido una identificación del proyecto español con el cristianismo. Por esto tuvo la Reforma para España una significación distinta de la que se vivió desde otros países: la ruptura de la Cristiandad pareció inaceptable, y esto explica la identificación total con el catolicismo, la afirmación de la unidad originaria de la Cristiandad. El símbolo de esto fue en muchos sentidos El Escorial. Felipe II se siente sacerdote rey—no se olviden las espléndidas estatuas de los de Israel en el Patio de los Reyes—. Los intereses nacionales quedan supeditados a los de tipo espiritual cristiano. Se repetía la frase: «Con todos guerra y paz con Inglaterra», por lo que este país significaba como amenaza a las comunicaciones entre los territorios de la Monarquía, pero hay guerra con Isabel I por motivos religiosos. Esto dio un sentido ascético a la vida española. Felipe II, hombre refinado y de gran cultura, interesado por la pintura, la música, los libros, por la arquitectura, en la que era bastante competente, vive con gran austeridad. Frente a la España multicolor y más divertida del reinado anterior, viste de negro, con trajes muy sencillos y un gorro menos atractivo que las gorras flamencas de tiempos del Emperador o los sombreros posteriores. La austeridad domina, por lo menos, la corte. No había habido capital permanente de España, y Felipe II la establece en Madrid en 1561, prefiriendo esta pequeña ciudad a Sevilla, Valladolid o Toledo, por diversas razones: era un lugar de caza, conocido y agradable, con buena agua, y además en el centro, aproximadamente equidistante de todos los límites de España. Cuando se construyó El Escorial, Felipe II residió mucho allí, más que en el Alcázar de Madrid, y no se olvide que en el siglo XVI El Escorial no estaba demasiado cerca. Ya que se habla de distancias «vitales», conviene tener presente la enorme extensión de la Monarquía, con los medios de comunicación de la época: caballos y coches con no muy buenos caminos, lentos barcos de vela para el Atlántico y el Pacífico, accesible solo dando la vuelta a América del Sur por el cabo de Hornos o el estrecho de Magallanes, o mediante un viaje complementario por tierra, por ejemplo cruzando México. No digamos dónde estaban las Filipinas. Esto nada tiene que ver con las dimensiones de un país europeo —salvo Portugal, integrado entonces en el conjunto de la Monarquía—. Ni siquiera Inglaterra es comparable. La exploración y colonización inglesas de Norteamérica no empiezan hasta el reinado de Felipe III y sobre todo después. La única ciudad anterior era San Agustín, en la Florida, española. Los Padres Peregrinos llegan a Massachusetts en el Mayflower en 1620; hay algunos establecimientos en Maryland o Virginia, todavía muy poca cosa. Esta desmesurada magnitud de España hacía que tuviese problemas complejísimos, por supuesto económicos, de administración, de comunicaciones, militares y navales, y enemigos múltiples. Todo ello hay que verlo a la luz de los proyectos supranacionales, a los que se subordinaban los intereses estrictamente españoles. Hay por parte de los españoles una aceptación —en forma menos positiva podría hablarse de resignación— ante los muchos males derivados de un proyecto que parecía extraordinariamente valioso, que valía la pena. La visión de la historia de España en esta época está perturbada por el hecho de que se la mira desde una perspectiva que no reconoce el valor de esos proyectos. Los españoles del siglo XVI, que tienen muchas dificultades, problemas, quebrantos y fracasos, tienen conciencia de que todo eso vale la pena, de que están haciendo algo valioso. Si no se estima ese proyecto o no se lo entiende, la impresión inevitable es que se trata de un mal negocio.

Imagínese un artista con vocación, por ejemplo un pintor impresionista que está pasando hambre porque no vende un cuadro ni le hacen caso; no tiene fama, pero está pintando y le parece que eso, que es su vida, vale la pena. A quien no le interese la pintura o no le gusten los cuadros impresionistas, le parecerá que ese pintor es un pobre hombre desdichado. Pues bien, se ha producido una deformación del punto de vista y se mira ese periodo de la historia con unos ojos que no corresponden a los de los españoles del siglo XVI. Si no se entiende esto no se entiende nada. En este momento no había ni megalomanía ni idealización. En tiempo de Carlos V hubo un deslumbramiento entusiasta ante una grandeza antes nunca conocida. El famoso soneto de Hernando de Acuña es triunfal y lleno de esperanza: Una fe y un pastor solo en el suelo, un monarca, un imperio y una espada. Pero esto ya no existe en el reinado de Felipe II, sino la grave conciencia de un deber, de que España consiste en llevar a cabo una empresa que parece de supremo valor, con todos sus inconvenientes, que se aceptan porque aquello vale la pena. Las cosas se pueden hacer mejor —hay una actitud con frecuencia muy crítica—, o pueden salir mejor, porque hay buena o mala suerte; pero hay que hacerlas. Esto es lo fundamental, y creo que es la actitud que define a Cervantes. Pero imagínese la diferencia entre pensar que hay que hacer algunas cosas o que no había por qué hacerlas. Con esta visión, muy poco española, con ojos de otros países de Europa, se ha mirado la historia de España, lo cual ha introducido una incapacidad de comprenderla. Si queremos entender una época tenemos que intentar ponernos en su perspectiva; de otro modo resulta ajena y, en definitiva, incomprensible. Durante todo el reinado de Felipe II no faltan las críticas, hay descontento económico, hay derrotas —menos que victorias, pero también las hay—, inseguridad, amenazas de los argelinos, de los piratas, de los ingleses, a veces con respuesta tardía o ineficaz. Las cosas se deberían hacer mejor, y hay que contar con la mala suerte; pero domina la conciencia de la importancia, la impresión de enorme grandeza de todo aquello. Se siente que a última hora es un privilegio haber tomado esa posición, estar defendiendo lo que hay que defender. Cuando se insiste —y ahora se insiste mucho— en los aspectos negativos, en la pobreza existente, en las muchas deficiencias, hay que decir que era así y se sabía, pero se pensaba que se estaba haciendo algo enormemente valioso. * En 1598 muere Felipe II y hereda el trono su hijo de veinte años Felipe III, que había de morir bastante joven, en 1621. Se repite siempre la frase que según parece dijo Felipe II a su gran ministro y consejero el portugués don Cristóbal de Moura: «Dios, que me ha dado tantos Estados, no me ha dado alguien capaz de gobernarlos». Es posible que lo dijera, aunque nunca se sabe, y acaso con alguna razón. Don Cristóbal de Moura fue muy leal a Felipe II y lo asesoró en los asuntos de Portugal, reino al que Felipe tenía derechos dinásticos; hablaba muy bien portugués, la lengua de su madre, y no llevó a Portugal gobernantes españoles, más bien al contrario. Felipe II había procurado que don Cristóbal introdujera al joven príncipe en los asuntos del Estado, pero era demasiado joven y no muy trabajador — a diferencia del activísimo padre— y acaso no excesivamente inteligente. Parece que Felipe III era muy buena persona; no se sabe mucho de él; su madre murió cuando era muy pequeño, debió de ser educado con una fuerte influencia de su padre. Felipe II tenía enorme prestigio; su actitud, enérgica, era sumamente moral y religiosa; tengo la impresión de que esto actuó sobre su hijo, que tenía virtudes muy sólidamente arraigadas. Lo que no tenía es espíritu político, ni por supuesto ambición. Su voluntad era continuar; es el rasgo característico de Felipe III. Pero, ¿cómo? Es sabido que Felipe II era increíblemente activo, metódico, meticuloso; se ocupaba de todo, hasta el exceso, con tendencia a no cambiar fácilmente las cosas, a tomarse tiempo, a reflexionar. Parece que una fórmula habitual suya era: «Por agora no conviene que en esto se haga novedad». A los que llegaban a su presencia, inquietos y alterados, les decía: «Sosegaos». La voluntad de continuar, en un hombre de tan distinto temperamento como Felipe III, y en plena juventud, tenía que llevar a otra forma de llevar el gobierno.

Aparece una figura, decisiva desde entonces y que había sido desconocida en los reinados anteriores: el valido o privado, es decir, el ministro universal que ejerce realmente el poder. Ni los Reyes Católicos, ni Carlos V, ni Felipe II habían tenido nada semejante. Habían tenido consejeros —los Consejos de Castilla, Aragón, Italia, Indias, etc., tenían suma importancia, pero eran instituciones que precisamente excluían la arbitrariedad de la monarquía absoluta—, pero nunca habían puesto el poder en manos de nadie. El joven rey Felipe III necesita alguien que lo ayude, que desempeñe muchas funciones. Como es sabido, durante casi todo su reinado el marqués de Denia, luego duque de Lerma, fue el ministro universal, con gran poder e influencia. No era hombre nada vulgar; se lo acusó, probablemente con razón, de ambición, codicia y nepotismo, dio puestos y riquezas a sus parientes. Pero era una figura muy envidiada, y la envidia suele llevar al odio y tratar de buscar justificaciones. Los validos, tanto el duque de Lerma como el condeduque de Olivares, con Felipe IV, han sido denostados automáticamente por los historiadores. Y, sin embargo, en la actualidad se va teniendo una visión más completa y matizada de ellos, y más favorable. En el caso del conde-duque fue Marañón el que dio una visión más rica, menos esquemática y simplista, con aspectos negativos pero otros francamente valiosos. El historiador inglés John H. Elliott, que ha dedicado extraordinario esfuerzo a estudiar esta figura y su época entera, ha llegado a una imagen que no disuena de la de Marañón, sí de las sumarias condenaciones que habían sido frecuentes en la historiografía. Algo semejante empieza a ocurrir con Lerma. La tendencia a la exageración y a no mirar más allá de nuestras fronteras ha desfigurado la historia de España. Se habla del poder que tenía Lerma, o después Olivares, y era ciertamente grande; pero, ¿era comparable con el que tuvieron en Francia Richelieu y luego Mazarino? Ni mucho menos; y entre otras razones, porque no había en Francia la estructura de Estado definida por los grandes Consejos, con los que había que contar y que regulaban y limitaban los movimientos del rey o, en su caso, del valido. * Un rasgo decisivo del reinado de Felipe III es el pacifismo. Personalmente era un hombre pacífico y benévolo, pero como rey creía que había que mantener la paz lo más posible. Las guerras con Inglaterra disminuyen, casi se cortan, después de la muerte de Isabel I. Con Francia se busca un entendimiento, se hacen las famosas Bodas Reales y se llega a una paz. Y en cuanto a Flandes, que era motivo de constante tensión, de luchas y grandes pérdidas, se hace, contra la opinión de muchos políticos, la tregua de doce años, con muchas concesiones, con la renuncia en cierto modo a que Holanda sea católica, lo cual fortaleció su personalidad e importancia, hizo de ella una potencia que se convirtió en una grave amenaza para los territorios portugueses, incluso en el Brasil, pero sobre todo en Oriente. Se trata de evitar hasta el máximo las guerras, y esto produciría una presencia menor de España en los asuntos europeos. Había tenido relaciones activísimas con Inglaterra, con Francia y en Italia, en los territorios propios y en los demás. Esto disminuye bastante en tiempo de Felipe III, lo que puede dar la impresión de una retirada; en rigor no lo fue, sino una busca insistente de la paz. Hay una política de menor grandeza que en el reinado anterior, pero no tiene sentido hablar de decadencia en el de Felipe III. Lo que hay en él es un descenso de las expectativas, una disminución de la conciencia de estar envueltos en grandes empresas, en gran parte porque están ya realizadas. Piénsese en América, con los virreinatos establecidos, con una vida normal y pacífica en casi todo el continente —el volumen de las alteraciones, entre la conquista y la independencia, es decir, en tres siglos, es mínimo si se tiene en cuenta la magnitud y complejidad de los territorios—, con ciudades importantes y de gran desarrollo, algunas espléndidas, con la imprenta y muchas universidades. Una de las maneras de que no se hagan grandes empresas es que se hayan hecho ya. La impresión de decadencia es un espejismo. La habrá más adelante y es asunto que reclama revisión y precisiones, pero no entonces. Cervantes muere en 1616, cinco años antes que Felipe III, y cuando se lo ve como el escritor de la decadencia, se falta a la verdad. Cervantes tiene zozobra, preocupación, ve síntomas inquietantes, tiene sueños superiores a lo que ve en torno, a los que teme que habrá que renunciar; ha vivido el momento cumbre de Lepanto y está convencido de que no se va a

repetir, pero eso no es decadencia. * En cambio, la vida en la sociedad española de Felipe III es mucho más animada. Ha disminuido la sobriedad, la austeridad, el ascetismo del reinado de Felipe II. Es una sociedad más libre. El problema de la libertad no suele estudiarse bien, porque no se advierte que el grado de libertad depende de los proyectos. Existe en la medida en que no están estorbados, cohibidos. Hay que ver cuáles son, qué se quiere hacer, cuáles son las pretensiones y qué grado tienen de intensidad y autenticidad. En la época de Felipe II había una ordenación mayor que en tiempo de Carlos V, por la mayor presencia del rey y por su austeridad, por el ejemplo de la corte, por el papel relevante de lo religioso, a lo cual se subordina todo lo demás. En tiempo de Felipe III hay una vida más suelta, socialmente más abierta y libre, y aumenta el ya muy alto florecimiento literario y artístico. El mayor esplendor en estos dominios corresponde a la época de Felipe III y se prolongará durante todo el reinado de Felipe IV Basta con recordar lo que fueron el teatro y la pintura en estos años. La capitalidad de España, establecida desde 1561 en Madrid, queda en cierto modo compartida por Felipe II con El Escorial, inseparable de Madrid. Pero entre 1601 y 1606 se traslada a Valladolid, para volver en esta última fecha definitivamente. Hubo motivos varios, razones y sinrazones para ese traslado que no prosperó. Cuando se publica la primera parte del Quijote, Cervantes está en Valladolid, pero vuelve a Madrid al año siguiente, y de manera definitiva. Esto coincide con la vuelta de Cervantes a la vida literaria. La había tenido poco después de volver a Argel, cuando publicó La Galatea en 1585; después, aparte de su actividad teatral, pasa veinte años sin publicaciones. Toda la vida literaria de Cervantes se concentra entre 1605 y 1616: es un hombre que vive principalmente en tiempo de Felipe II, pero es un escritor de la época de Felipe III. El mismo año del nacimiento de Cervantes nace Mateo Alemán, y a la vez que las obras del primero se publica el Guzmán de Alfarache, el Pícaro, como se llamaba. Es la segunda salida de la novela picaresca; este género literario había comenzado al final del reinado de Carlos V con el Lazarillo de Tormes; durante el de Felipe II no hay novelas picarescas, ya la casi totalidad de las demás son de tiempo de Felipe III —o posteriores. Es la época en que empiezan a escribir, publicar y representar Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Tirso de Molina; todos ellos son más jóvenes que Cervantes, entrarán en el reinado de Felipe IV — Calderón hasta en el de Carlos II—. Es también la época de madurez del Greco, llegado a España durante la construcción de El Escorial, para el cual pinta el maravilloso San Mauricio —que no fue del gusto de Felipe II—; el Greco se afincó en Toledo, la mayor y mejor parte de su obra fue de tiempo de Felipe III y murió dos años antes que Cervantes, en 1614. Al mismo tiempo pertenece la mayor parte de la obra de Francisco Suárez. Las Disputationes metaphysicae son de 1597; le quedan veinte años de fecunda producción hasta su muerte en 1617. Es, en todos los campos de la cultura, una fase de enorme florecimiento, que supera a la anterior. La relativa retracción que podía percibirse en la presencia exterior de España, más bien en su acción bélica —en la cual se ha fijado siempre la atención de los historiadores—, no coincide, sino todo lo contrario, con la expansión del pensamiento, la literatura y el arte. * No se puede pasar por alto un episodio de gran importancia que marca la España de Felipe III y que se refleja muy expresamente en la obra de Cervantes: la expulsión de los moriscos. Empezó en 1609 y duró un par de años más, porque se hizo gradualmente en los diferentes reinos. Fue un fenómeno muy complejo, que la historia posterior ha considerado casi siempre de un modo muy negativo. Se ha insistido en la pérdida de una parte muy grande de la población; no se conocen las cifras precisas, pero es probable que no estuviera muy lejos de trescientas mil personas, lo que significa un número muy alto. Se ha dicho que se perdieron muchas destrezas, en agricultura y otros oficios. Lo indudable es que la opinión general era favorable a la expulsión, porque se consideraba que los moriscos eran un peligro muy serio.

Los moriscos estaban muy organizados, en estrecha relación con los musulmanes de la costa sur del Mediterráneo dependientes del sultán de Turquía. La amenaza otomana, después del alivio de Lepanto, había vuelto a ser muy fuerte, y se creía que la seguridad estaba en peligro. Aparte de esto, se veía que los moriscos constituían un quiste social difícilmente asimilable. Eran un cuerpo extraño, con diferencias de religión, parcialmente lengua, costumbres, estilos de vida —no se olvide que las diferencias estaban mucho más acentuadas que en nuestra época, que tiende a la homogeneidad—-. Es posible que esto se entienda mejor ahora en Europa que hace medio siglo. Las naciones europeas están llenas de extranjeros, de inmigrantes, legales o ilegales, atraídos por las posibilidades de trabajo, los buenos salarios y porque los europeos no quieren hacer una larga serie de labores necesarias, pero que no son agradables o no están bien pagadas. Los extranjeros son a veces bastante parecidos a los naturales, porque son europeos también, pero cuando son resueltamente distintos se empieza a sentir malestar. Disminuye la impresión de estar «en casa» en el propio país, se tropieza en la calle, en las tiendas, en los servicios, con gentes ajenas, que tienen otro estilo, que acaso no saben la lengua. Se producen —ya se están produciendo— movimientos hostiles, que son crueles, muchas veces injustos, pero no inexplicables. No me extrañaría que hubiese una cadena de expulsiones —en una u otra forma, con uno u otro pretexto— en los años próximos. Es inquietante el éxito político de ciertos partidos o movimientos «racistas» que consiguen demasiados votos para que nos sintamos tranquilos. Y son visibles las tensiones raciales en Yugoslavia y, lo que es más grave, en la Unión Soviética. En Cervantes aparece varias veces la cuestión de los moriscos, con el arráez que resulta ser la bellísima hija de Rico- te, con este mismo y sus compañeros, y Cervantes la trata con magnanimidad y nobleza, dentro de las vigencias de la época de Felipe III. * En definitiva, en estos primeros decenios del siglo XVII hay un enriquecimiento de las formas de convivencia. La sociedad de tiempo de Felipe III es más flexible, más abierta, con mayor holgura social, con menos tensiones; la presencia bélica de España en el resto de Europa ha disminuido mucho y se trata entonces de asegurar el equilibrio, la paz y la sustancial homogeneidad de España. Hay mayor estabilidad que al mismo tiempo lleva consigo una dosis de calma, una mitigación de la exaltación y el entusiasmo. No se olvide que muy pronto, dentro del reinado de Felipe III pero ya después de la muerte de Cervantes, va a caer sobre Europa una de las épocas más atroces y calamitosas de su historia, la Guerra de los Treinta Años. España interviene en ella, pero no dentro de su territorio. Comienza en 1618 y dura hasta 1648, hasta la paz de Westfalia, y fue una etapa de increíble ferocidad, corrupción, hambre, matanzas, deslealtades, de los sucesos más devastadores de la historia europea. Pero Cervantes no lo conoció: había dejado el mundo dos años antes. Si se quiere caracterizar esta segunda etapa, más grave, de su vida, la que acontece en tiempo de Felipe III, la de escritor, yo la llamaría la dilatación de la vida. La vida española se dilata y a la vez tiene menos tensión. Diríamos que después de haber absorbido intensamente realidad durante todo el reinado de Felipe II, en que España, verdaderamente apasionada, está en todas partes y se afana por todo, hay una época de expresión, con una mayor holgura. Si se mira bien, esto se refleja en lo que será la vida de Cervantes: la absorción de realidad durante la primera parte de su vida, la expresión a la que dedica los últimos años, y que va a ser la casi totalidad de su obra. La obra de Cervantes se engendra en tiempo de Felipe II, en esta España que he tratado de mostrar someramente, y se realiza, se expresa, en la España de Felipe III.

4 Las generaciones de la España cervantina Desde hace mucho tiempo, pero especialmente en los últimos decenios, se han señalado ciertas anomalías en la vida de Cervantes y en su figura personal; se han buscado explicaciones, algunas bastante extravagantes y procedentes de una extraña propensión al negativismo característica de nuestro tiempo; se ha supuesto también, y con bastante insistencia, un origen converso o de «cristiano nuevo», a pesar de que no hay ni un átomo de prueba y de que hay razones de contenido que hacen sumamente improbable esa suposición. Pero ciertas anomalías indudablemente existen. Cervantes no acaba de encajar en el marco de su época; dije antes que no se lo puede poner en línea con el resto de los autores españoles, que muestra un carácter único, aunque fuera tan radicalmente español que no podría ser otra cosa. Creo que se puede alcanzar alguna claridad planteando esta cuestión en la perspectiva de las generaciones. Desde la publicación en 1949 del libro El método histórico de las generaciones no he dejado de reflexionar sobre ello (puede verse la última versión, con muchas adiciones, Generaciones y constelaciones, Alianza Editorial, 1989). En 1973 apliqué este concepto a la interpretación de Cervantes («Cervantes y las generaciones», en Literatura y generaciones, Austral, 1975). No se olvide que en su tiempo, y todavía mucho después, hasta el siglo XIX, el ciclo vital era de unos sesenta años. En nuestra época no es así: la vida se ha prolongado mucho, por lo menos el espacio de una generación más, y ha dejado de ser válido el esquema de cuatro generaciones con periodos de quince años, dos históricamente activos —de los treinta a los sesenta—, con una división hacia los cuarenta y cinco, en que cada generación alcanza el poder social. En el siglo XX la actividad sigue un mínimo de quince años más, y hay que contar con una generación más, activa y presente en el escenario histórico. Pero por supuesto esto no sucedía en el siglo XVI ni en el XVII. Hay que preguntarse a qué generación pertenecía Cervantes y, en segundo lugar, qué puesto ocupaba en ella. Una persona nace dentro de una zona de fechas de quince años, pero no forzosamente en el centro, sino en cualquier momento. Esto explica que dos personas separadas por catorce años puedan pertenecer a la misma generación, y otras dos, distantes solo un par de años, a dos generaciones distintas. La imagen que aclara esto es la de la divisoria de aguas: la que llueve al norte del Guadarrama va finalmente al Duero, la que cae en la falda meridional termina en el Tajo; la distancia puede ser muy corta, mientras que es grande la que separa puntos dentro de la cuenca del Duero o la del Tajo. Cervantes nace en 1547. Creo, como resultado de largos intentos de determinación de la serie de generaciones españolas —probablemente válida para toda la Europa occidental—, que la generación de Cervantes tiene su fecha central en 1541. Esto significa que Cervantes nace hacia el final de su generación, que era uno de los más jóvenes de ella. Hay que ver qué mundo encuentra al nacer, qué generaciones están presentes y con qué función histórica. Ya ha desaparecido del escenario la generación de 1481 —siempre uso la fecha central de nacimientos—, que es la realmente constructora de América. El descubrimiento, exploración, colonización, población de América es una larga empresa de muchas generaciones, pero hay una que establece las bases fundamentales. A ella pertenecen Magallanes y Elcano, autor de la primera vuelta al mundo, Alvarado, Las Casas, Núñez de Balboa, descubridor del Pacífico, Pizarro, Hernán Cortés. Y también una figura muy ligada a América, Francisco de Vitoria, quizá el autor más responsable de la interpretación de la empresa americana y su sentido, de las relaciones de España con las Indias, en cierto modo equidistante entre Juan Ginés de Sepúlveda y el Padre Las Casas. Pero Cervantes no encuentra ya esta generación, que pertenece al pasado reciente. La que está en el poder cuando nace Cervantes es la de Carlos V, cuya fecha central sería 1496. A ella pertenecen Cabeza de Vaca y Bernal Díaz del Castillo, el autor de la maravillosa Historia de la conquista de la Nueva España; también Gonzalo Pérez, padre del famoso Antonio Pérez; y nada menos

que San Ignacio de Loyola, Luis Vives, Domingo de Soto, los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, Alejo de Venegas, Boscán, Garcilaso, Castillejo, Lope de Rueda, Hurtado de Mendoza. Véase qué nombres se dan cita en el espacio de quince años en el pequeño país que era entonces España, con ocho o nueve millones de habitantes. Esta generación es en rigor anterior a la vida histórica de Cervantes; es la que está en el poder durante su niñez, cuando está en Alcalá o Valladolid. La que encuentra ya como hombre, la primera con la que tendrá que habérselas, es la de 1511: la del Duque de Alba, Orellana, Vázquez de Coronado, Fray Luis de Granada, Melchor Cano, Santa Teresa. Siguen, como se ve, los fundadores de América; Coronado fue explorador de gran parte de lo que son los Estados Unidos; en Oklahoma solía yo hospedarme en un hotel llamado «Coronado Inn», lo que me resultaba divertido. La generación que precede inmediatamente a la de Cervantes, la de sus «mayores», es la de 1526, precisamente la de Felipe II. A ella pertenece don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, el gran marino a cuyas órdenes servirá Cervantes en Lepanto; don Luis de Requesens, hombre de gran valía, que fue gobernador de los Países Bajos; Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial; Arias Montano, el gran humanista, el de la segunda Biblia Políglota, tras la de Cisneros; Sánchez Coello; Jorge de Montemayor y Camoens —portugueses que escriben también en español—; los teólogos, en cierto modo contrapuestos, el dominico Báñez y el jesuíta Molina, divididos respecto a la conciliación de la presciencia divina y la libertad humana; Pedro Simón Abril, humanista y traductor de la Etica a Nicómaco de Aristóteles y otras obras; el poeta Gutierre de Cetina, que murió en México, en Puebla, y Fray Luis de León, el formidable poeta y escriturista. Y llegamos a la generación de Cervantes, centrada en 1541. Pertenece a ella don Juan de Austria, que había de tener el mando supremo de la flota aliada en Lepanto; y con él Antonio Pérez, secretario de Felipe II, luego traidor y perseguido, y el más eficaz autor, con Bartolomé de las Casas, de la Leyenda Negra; Francisco Súarez, el gran filósofo y teólogo; Juan de Mariana, el famoso historiador jesuita; Fray Juan de los Ángeles, San Juan de la Cruz, Fernando de Herrera, Sebastián de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana o española; el Greco, nacido en Creta pero avecindado en Toledo y español para todos los efectos; Juan de la Cueva, Alonso López Pinciano, Mateo Alemán, exactamente coetáneo de Cervantes y que representa con su Guzmán de Alfarache la segunda «salida» de la novela picaresca, después del Lazarillo; el músico Tomás Luis de Victoria... Prodigiosa generación, casi increíble, y de la cual, a pesar de todo, disuena Cervantes. ¿Y después? Cervantes se encuentra con las generaciones anteriores, que he intentado perfilar, a lo largo de su vida con las posteriores, cuya configuración interesa mucho. La que sigue a la suya es la de 1556, a la cual pertenece el duque de Lerma, el valido o privado de Felipe III, el ministro que ejerce el máximo poder casi hasta el final de su reinado; con él Vicente Espinel, autor del Marcos de Obregón, la otra versión de la novela picaresca; los hermanos Argensola, con los que Cervantes tuvo cierta rivalidad, ya que los llevó a Nápoles el conde de Lemos como una especie de «agregados culturales», y no a Cervantes, que socialmente tenía menor importancia. Y, sobre todo, nada menos que Góngora y Lope de Vega. A esta generación sigue aquella cuya fecha central es precisamente la de Lepanto, 1571. A ella pertenece Felipe III, que empezó a reinar muy joven, de veinte años. Lerma, su ayo y valido, era de la generación anterior. Coetáneo del rey era don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, hombre de gran poder e influencia, no sin culpas, pero contra quien se hizo una implacable campaña que llevó a su ejecución en 1621; murió con tal resignación, dignidad y valentía, que la opinión se volvió a su favor, y quedó en la lengua el dicho «tener más orgullo que don Rodrigo en la horca», aunque, como noble, fue degollado. En la misma generación se encuentra el conde de Gondomar. Muy influyente embajador en Inglaterra y que consiguió la decapitación de sir Walter Raleigh, famoso corsario, enemigo de España, caballero distinguido y buen poeta. Y todavía hay que añadir, entre otros, a Guillén de Castro, Rodrigo Caro y Francisco Pacheco. Finalmente, hay que nombrar a algunos miembros de la generación de 1586, manifiestamente posterior a Cervantes, pero que tienen alguna significación en su vida y acaban de enmarcarla. El duque de Osuna, Quevedo, Salas Barbadillo, amigo personal de Cervantes y autor de una novela que me parece muy interesante, La hija de Celestina o la Ingeniosa Elena; Tirso de Molina, el conde de Villamediana, gran poeta y satírico del reinado de Felipe IV; y Jáuregui, de quien dice Cervantes que

pintó su retrato, aunque no es el que está en la Real Academia Española. Con estos nombres se puede situar a Cervantes en la España de su tiempo, pero con ello no se ha hecho más que empezar. * El puesto de Cervantes dentro de su generación es decisivo y explica muchas cosas. La generación de 1541 comprende a los nacidos entre 1534 y 1548; Cervantes es de los más jóvenes, nace al final de ella. Cuando se habla de las fases generacionales, de la entrada en la historia a los treinta años, del acceso al poder social a los cuarenta y cinco, del pase a la «reserva» a los sesenta, estas edades no han de entenderse de cada individuo, sino de la generación como tal y, por tanto, respecto a su fecha central. La consecuencia es que los individuos alcanzan esas funciones antes o después, según su nacimiento. A la generación de que hablamos le correspondía entrar en la historia en 1571: ¡qué casualidad, la fecha de Lepanto! Quince años después, en 1586, alcanzaría el poder social e iniciaría su época de «gestión», según la terminología orteguiana, cuya vigencia terminaría al cabo de quince años, en 1601. La fase activa de la generación de Cervantes va de 1571 a 1601, dividida en dos periodos, de «gestación» y «gestión». Estos son los límites normales. Ahora bien, Cervantes vive exactamente quince años más, el espacio de una generación, hasta 1616. Este es el hecho fundamental que hace que Cervantes fuera Cervantes. Si hubiera muerto o envejecido hacia los sesenta años, como era normal en las condiciones de su época, casi no existiría. Cervantes sale de España en 1569, atraído por Giulio Acquaviva, legado del Papa. Ya a Italia, donde será soldado; dos años después combate en Lepanto, recibe arcabuzazos en el pecho y en la mano izquierda, cuyo uso pierde; pasa largo tiempo en el hospital; curado de sus heridas, se vuelve a incorporar a las tropas españolas y continúa su vida militar. Cuando el año 1575 se dispone a volver a España le sobreviene un azar: la galera en que viaja es hecha prisionera y es conducido como cautivo a Argel. Si hay un caso ejemplar de una trayectoria frustrada por un azar, es este. Cervantes permanece en el cautiverio hasta 1580. Es decir, falta de España once años, en una ausencia total, no comparable a las habituales en nuestro tiempo; está radicalmente separado de su país durante once años. Al volver a un país bastante distinto tiene un momento de vacilación, que habrá que considerar más adelante: acaso va a ser soldado —estuvo en Lisboa, en África, acaso en las Azores—, finalmente decide ser escritor y termina un libro, La Galatea, que publica en 1585. Es una novela pastoril, el género que tenía plena vigencia cuando salió de España, que estaba de moda. Pero la generación de los autores principales de novelas pastoriles termina su etapa de vigencia en 1586; es decir, que apenas se había secado la tinta de La Galatea cuando había pasado la vigencia de ese género literario: basta con poner las fechas en su lugar para que se ordenen y muestren su significación. Tenía vigencia cuando Cervantes había salido de España, todavía la conserva cuando escribe su libro, pero está a punto de perderla; para él era una novedad, pero ya no para los lectores normales. Da la «casualidad» de que Cervantes no publica ningún libro hasta veinte años después: en 1605, la primera parte del Quijote. ¿Qué quiere decir esto? Simplemente esto: que durante las dos fases activas de su generación apenas publica nada: primero porque está en Italia, haciendo la guerra, y luego cautivo; y después de la publicación única de La Galatea se pasa veinte años sin publicar nada. Escribe algún teatro, que se representa con cierto éxito, no le tiran tomates ni pepinos, pero no publica. Es decir, durante todo el tiempo de vigencia de su generación apenas es escritor, su obra no coincide con ella. ¿Se quiere mayor anomalía? Escribe después de su generación, cuando ya ha pasado, es decir, después de 1601. Vive quince años más, y en ellos publica todo menos La Galatea, incluso las comedias y entremeses escritos anteriormente. La obra publicada de Cervantes es posterior a su generación. Como escritor forma constelación con la generación siguiente. Hace muchos años introduje este concepto, para entender la situación del que, por una razón o por otra, es precoz o tardío en sus manifestaciones públicas. Pertenece a su propia generación, tiene el nivel humano e histórico que le corresponde, pero forma «constelación» o grupo aparente con los más viejos, si es precoz, con los más jóvenes, si es tardío. Las constelaciones son

grupos de estrellas próximas en el plano visual, aunque no lo estén en sus distancias reales. Análogamente, Cervantes, miembro de la generación de 1541, como escritor no se agrupa con sus coetáneos, sino que forma constelación con los autores de la generación de 1556, porque publica casi toda su obra en esos años del siglo XVII que le fueron concedidos. * Las anomalías de la figura de Cervantes son completamente reales, pero creo que tienen ante todo un origen generacional. Si se tiene en cuenta la generación a que pertenece y, por tanto, sus límites; la fecha de su nacimiento, al final de su generación; los azares de la vida de Cervantes, que lo mantienen apartado de España tantos años; la coincidencia de su primer libro con el final de la violencia de su género literario, la publicación, extremadamente tardía, de todos los demás, se entienden muchas cosas sin necesidad de rebuscar interpretaciones arbitrarias. Como escritores, los de la generación de 1586 son sus coetáneos, pero como hombres no. No lo reconocen como un semejante, es un outsider; un hombre del tiempo anterior que escribe al mismo tiempo que ellos, que alcanza fama en el siglo XVII, ya en el reinado de Felipe III. Por eso he tenido que insistir en las diferencias entre la España de Felipe II y la de Felipe III, porque Cervantes vive primariamente en la primera pero es un escritor de la segunda. Cuando publica el Quijote es, dadas las condiciones de su época, casi un viejo, de cincuenta y ocho años, y a la vez es un recién llegado, autor solamente de un libro no muy importante, anticuado cuando apareció veinte años atrás. Un viejo recién llegado y encima genial: algo que no se perdona. Cuando todo el mundo cree saber quién es Cervantes, una figura de segundo orden sin gran importancia, tiene la avilantez de publicar el Quijote. Y en seguida, casi apresuradamente, todo lo demás: las Ocho comedias y ocho entremeses, el Viaje del Parnaso, las Novelas ejemplares, la segunda parte del Quijote y después de muerto el Persiles, un año después de morir. Es un extemporáneo, un importuno y, por añadidura, genial. ¿Se quiere mayor anomalía? Y no hay que buscar tres pies al gato; basta con poner los pies en su lugar, poner las fechas y ver qué significan —humana e históricamente— para entender la extrañísima, curiosa anomalía de la vida de Cervantes. Entre sus colegas, sus compañeros literarios, los autores con los cuales se codea, convive y publica, es un hombre de otro tiempo, que tiene una experiencia muy distinta; y además no ha tenido una vida de escritor. «Tuve otras cosas que hacer», dirá precisamente para explicar por qué no ha escrito en tantos años. Ha tenido otro tipo de vida, no ha sido un escritor profesional, sino un aficionado egregio, genial, superior a todos. Y no se olvide un hecho decisivo: el Quijote tuvo un éxito descomunal. Todavía en vida de Cervantes se imprimen, si no recuerdo mal, dieciséis ediciones, legítimas o fraudulentas, y traducciones al francés y al inglés. Tuvo mucho éxito, pero no importancia. Cervantes no fue un escritor importante, y este hecho sí lo es. Hay autores a los cuales no se les da importancia; pueden tener éxito, lectores, admiración, pero la importancia es un concepto social, que como tal «se da», unas veces sí y otras no. El éxito de los Argensola era incomparable con el de Cervantes, pero eran más importantes. Cervantes era «un pobre señor», lo que luego se llamó «un caballero particular», una figura relativamente marginal; si se pierde esto de vista no se entiende nada. Como escritor nunca pudo incorporarse plenamente a la generación siguiente. Tuvo una relación agridulce con los demás autores. Parece que Lope de Vega escribió en una carta fechada en 1604, antes de la aparición del Quijote, que había muchos poetas, pero ninguno tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote; desearía que no fuese verdad. Cervantes era distinto, venía de otras cosas, de las ventas y caminos de la Mancha y Andalucía —y de Le- panto y de Argel—, no era nadie, un pobre hombre; pero sabía quién era. Habrá que ver más adelante las cosas que va dejando caer, por ejemplo en el Viaje del Parnaso. Se puede ser modesto —y Cervantes indudablemente lo era—, pero el hombre de gran talento sabe quién es y si no lo supiera no sería inteligente. Sabía que había hecho algunas cosas, que era el primero que había novelado en lengua castellana, que tenía invención. Nunca fue un personaje; nunca tuvo dinero, porque sus libros no le dieron mucho y los mecenas —las fundaciones de entonces— tampoco mucho; el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, y el conde de Lemos, se portaron bien con él, pero sin exagerar.

Una figura extraña, extemporánea, tardía, de después de su tiempo, con una obra históricamente póstuma, porque Cervantes tuvo que morir o declinar hacia 1601 y apenas hubiese existido como escritor. Tuvo una especie de suplemento, un don gratuito, Dios le concedió el plazo de una generación más de vida para escribir lo que conocemos como la obra de Cervantes. Si hubiese vivido lo normal, no existiría. ¿Parece floja anomalía? Lo que parece extraño, sospechoso, desorientador en Cervantes se explica simplemente situándolo y tomando en serio lo que sabemos. Porque todo lo que he dicho, absolutamente todo, se sabe; en cualquier libro se encuentran todos los datos y hechos que acabo de enumerar; lo único que hace falta es ponerlos en orden y enterarse de lo que quieren decir. Si se acumulan materiales, hechos, títulos, no se entiende nada. Ha habido siempre escasez de datos, avidez de ellos; hoy, para la época reciente, sobran, hasta el punto de ser el gran obstáculo: ¿quién podría leer todo lo acumulado sobre la última guerra mundial? Si se toman los hechos significativos y se los hace funcionar dentro de la estructura de la vida humana y de la historia, se construye una figura inteligible y se da razón hasta de las anomalías de Cervantes, tantas veces buscadas por caminos extraños que no llevan a ninguna parte.

5 Las trayectorias de Cervantes No se puede entender una vida humana —ni la vida colectiva de un país— sin usar el concepto de trayectorias. Lo introduje metódicamente, como algo esencial, en la Antropología metafísica (1970); lo apliqué rigurosamente en Ortega. Las trayectorias (1983); y, de otra manera, en España inteligible (1985). Siempre hay que tener presente que el plural es condición de la fecundidad de ese concepto, de su adecuación a la realidad. Se trata, en la vida individual y en la histórica, de una pluralidad de trayectorias, con desiguales grados de autenticidad, duración, realización. Si hay una vida en que parezca absolutamente necesario el uso de ese concepto es la de Cervantes. Que yo sepa nunca se ha ensayado, pero es imprescindible; porque la vida de Cervantes no fue ciertamente rectilínea, ni unitaria, ni, todavía menos, rutinaria. Fue enormemente variada, con altibajos, con frecuentes cambios de dirección, con una intervención muy acusada del azar y, al mismo tiempo, de la manera personal de recibirlo y asimilarlo. Sin embargo, tampoco podríamos decir que fue una vida de aventurero, que tiene una estructura enteramente distinta. Ortega empleó una imagen muy afortunada cuando escribió su maravillosa introducción —uno de sus mejores textos— a las extraordinarias Memorias del Capitán Alonso de Contreras: comparaba al aventurero con un saltamontes. Es este un animalito que se encuentra en un sitio y de repente da un brinco que lo pone en otro lugar que no tiene que ver con el anterior; poco después se le disparan las patas, da otro brinco y se encuentra en otro sitio inconexo con los anteriores. El aventurero tiene una estructura biográfica parecida. Es un hombre que sale en busca de aventuras y todo depende de lo que ocurre, de qué aventura le surge, con quién topa; su vida carece de coherencia, transcurre al azar de sus encuentros, de las vicisitudes que irrumpen en ella. No es el caso de Cervantes; no lo es tampoco, como veremos, el de Don Quijote. La estructura de este libro es un rosario de aventuras; podría tener quince capítulos menos o veinte capítulos más; las unidades que lo componen son aventuras, pero Don Quijote no es un aventurero porque no cualquier aventura lo es para él, solamente algunas, las que corresponden a su vocación, que no es de aventurero, sino muy definida, de caballero andante, con todo lo que significa. Hay una continuidad, una coherencia vocacional que se articula y desarrolla en innumerables aventuras, pero únicamente en las que encajan en su pretensión humana. La vida de Cervantes está siempre marcada por la vocación. Pero hay que preguntar cuál, o quizá mejor cuáles, porque no está dicho que la vocación tenga que ser única. Hay personas que no tienen una vocación definida, otras tienen varias sucesivas, la primera se les pasa y luego tienen otras. Es frecuente el intelectual que, de joven o en su primera madurez, tiene una auténtica vocación, pero al cabo de cierto tiempo siente la de hacer dinero o figurar en sociedad o ser embajador. Y es dramático que, como tiene hecha una figura de intelectual y de ella le viene su prestigio e influencia social, queda atado a esa vocación que ya no es real. Es como el que está casado con alguien a quien amó pero ya no ama. En el caso de Cervantes la vida no está determinada por circunstancias exteriores que prefiguren una vocación. En muchas épocas la condición social ha sido decisiva, el que nacía en una familia noble estaba vinculado al estilo de vida propio de la nobleza cuando verdaderamente existía como forma social; en casos extremos podía renunciar a ello y abandonarlo, pero aún así le era difícil desprenderse de esa condición. Ha sido muy frecuente que se heredara la profesión, los medios de vida y hasta la vocación del padre —las «familias de militares», por ejemplo—; el hijo de un sastre solía heredar la sastrería, o el del médico la clínica, o el del abogado el bufete. Salvo casos de una vocación intensa y dispar, se continuaba el camino del padre. La riqueza o la pobreza extremas son también causas determinantes. El que hereda una gran riqueza normalmente la conserva, procura aumentarla, se ocupa de ella, lo cual es una esclavitud como otra cualquiera —hay también el caso del que la goza y dilapida, parte en otra dirección—. El muy pobre está limitado por esa pobreza a la que difícilmente escapa y que lo adscribe a cierta forma de vida. Las condiciones exteriores condicionan, aunque no determinan,

una trayectoria o un tipo de trayectorias. * Por otra parte, hay un rasgo característico en la vida de Cervantes: la ausencia de proyectos a larga fecha. Hay personas que los tienen y los persiguen con extraña tenacidad, quizá independiente de su autenticidad, porque puede intervenir un elemento mecánico. Sé de un niño de ocho o diez años a quien preguntaban qué iba a ser de mayor y respondía: catedrático de Química Biológica en la Facultad de Farmacia de Granada. Y lo fue. La explicación es que un tío suyo estaba muy enterado de asuntos de cátedras y había calculado que cuando el sobrino se doctorase esa precisamente estaría vacante. El niño se crió para eso, y lo consiguió. En Cervantes, por el contrario, encontramos proyectos a corto plazo y que cambian por azar o se rectifican con bastante frecuencia. Antes de contar nada de Cervantes nos hemos encontrado ya con unos cuantos rasgos que dibujan, no su biografía, sino el tipo de ella que es posible. Ante una vida humana concreta, el primer problema es encajarla en un repertorio de posibilidades. Lo más importante es que se aloja en una época. Cuando había juegos de sociedad se usaba mucho una pregunta: ¿En qué época le hubiera gustado a usted vivir? Esa pregunta no tiene demasiado sentido, porque si uno hubiese vivido en el siglo XVII o en el XVIII no sería el que es, sino otro. Puedo tener ciertas simpatías por una época u otra, pero si hubiese nacido en 1220 o en 1750 no sería yo, el que soy, sino otro hombre desconocido. Mi vida es del siglo XX, y dentro de eso podré optar por muy diversas formas, pero dentro de esa pauta determinada. Ahora bien, los biógrafos suelen contentarse con los datos o los hechos, sin darse cuenta de que solo con ellos no se entiende nada. En el caso de Cervantes no se tienen demasiados datos, pero si se mira bien hay bastantes; pero hay que preguntarse algo previo y que pueda permitir darles algún valor de conocimiento: quién fue Cervantes. Adviértase que pudieron pasarle cosas muy distintas, pudo tener una vida con un contenido muy distinto y, sin embargo, hubiese sido Cervantes. Quiero decir que los hechos de su vida, lo que le ocurre, sus acciones y pasiones, todo ello se aloja en un esquema de vida que es lo que estamos tratando de comprender o por lo menos imaginar, aunque sus contenidos pudieron ser sensiblemente diferentes. Es sabido que quiso ir a las Indias y solicitó un destino, hizo una solicitud en que invocaba sus méritos, y pusieron al margen del documento que se conserva: «Busque por acá en qué se le haga merced». Imagínese que el funcionario hubiese dicho que sí y lo hubiese mandado a Guatemala o a otro lugar de América; evidentemente la vida de Cervantes hubiera sido muy distinta, no hubiera conocido a las personas a quienes conoció después de aquella fecha y hubiese hecho otras cosas, pero habría sido Cervantes. Por tanto, la pregunta de quién era es previa y habría que intentar descubrirlo a lo largo de las acciones y las pasiones que integran su vida. El hombre se busca a sí mismo durante toda la vida. Cada uno de nosotros tiene un nombre propio que por lo pronto no significa nada; le vamos dando significación desde el nacimiento hasta la muerte, y en eso consiste la vida. Ese quién que es cada uno va asomando poco a poco, se va descubriendo en ciertos momentos: en unos se encuentra, en otros se pierde. Si se repasa la propia vida se reconocen momentos en que uno ha sentido que era verdaderamente, mientras que en otros vivía en una situación vaga o nebulosa, en que no sabía bien quién era o tenía la impresión de no ser de verdad. Y no se olvide un hecho decisivo en la configuración de la vida. Se proyecta a distancias que muchas veces no se cumplen. Algunas acciones o empresas se prolongan inesperadamente; un asunto que se espera de unos días o unos meses dura años; o a la inversa, se emprende algo que promete ser duradero y se abrevia por cualquier motivo. El azar es absolutamente esencial en la vida humana —que es el ámbito en que hay que considerarlo—. Resulta escalofriante recordar el número de cosas importantes cuyo origen ha sido azaroso, y más escalofriante aún pensar que eso seguirá sucediendo en lo que queda de nuestras vidas. Se tiene la impresión de que no soy yo quien hace mi vida, sino que la hace el azar, las circunstancias que interfieren en mis proyectos. Pero hay que agregar una consideración que lleva en sentido contrario: frente al azar, cada uno reacciona a su manera. Es decir, ese azar se acoge, se absorbe, se digiere, se asimila, y con él se hace la vida propia. Hay azares que perturban la vida, pero la mayor parte son incorporados a ella y acaban por formar parte integrante de su figura: hacemos propio el azar. A veces, algo azaroso acaba por ser lo más nuestro, lo más profundo y

auténtico. * ¿Y Cervantes? Estamos hablando de él desde el principio. Como todos saben, nació en Alcalá de Henares el año 1547. Era hijo de una familia numerosa bastante pobre. El padre, Rodrigo Cervantes, era cirujano, pero esta palabra no significaba lo de ahora; un cirujano actual tiene mucho prestigio y suelen ganar bastante dinero; en el siglo XVI ni tenía prestigio ni apenas ganaba dinero. Todavía el cirujano «latino», que sabía esta lengua y había estudiado libros de medicina, tenía cierta consideración social, pero el que no era latino había hecho estudios elementales y poseía algunas destrezas; a lo que más se parecía era a un practicante de nuestra época. La cirugía propiamente dicha era muy difícil en el siglo XVI, porque no había ni asepsia ni anestesia; la mayor parte de las operaciones eran impracticables porque no se resistía el dolor, y con gran frecuencia se infectaban. Además, el padre de Cervantes era sordo, lo cual complicaba más las cosas. Tuvo muchas dificultades, cambió de residencia varias veces, tenía una gran familia que mantener, y en ocasiones deudas. La madre era más distinguida, doña Leonor de Cortinas, y el «don» no se prodigaba, no todo el mundo tenía derecho a él: el padre era Rodrigo, y el hijo simplemente Miguel. Los apellidos se usaban con más libertad que ahora, el orden podía cambiar y a veces se usaba un apellido familiar que no correspondía al uso actual: Miguel de Cervantes Saavedra es buen ejemplo de ello, y lo mismo ocurre con Velázquez y Góngora. Poco tiempo vivió Cervantes en Alcalá; cuando era niño, la familia se traslada a Valladolid, donde vive unos cuantos años. Siete años tiene Cervantes cuando se publica el Lazarillo de Tormes, la primera novela picaresca, de autor desconocido, secreto bien guardado. Es la historia de otro niño, aunque los estudios de hoy parecen fijar toda su atención en el último tratado, aquel en que Lázaro cuenta las andanzas de su mujer y sus complacencias con el arcipreste, episodio que, cualquiera que sea su autenticidad, nada tiene que ver con el libro, cuyo personaje es un «niño inocente», como dice la mujer en el episodio del escudero, y no el que pudo resultar. Cuando Cervantes tenía nueve años abdicó el emperador, como ya he recordado, se encerró en Yuste y empezó a reinar Felipe II, con un estilo distinto. La corte dejó de ser multicolor; el rey, «siempre de negro hasta los pies vestido», como dirá de Felipe IV Manuel Machado, dará una nota de austeridad —solo los militares seguirán siendo multicolores, casi papagayos, hasta finales del siglo XVII—. Más adelante empezarán a parecerse las modas europeas, pero durante mucho tiempo se podía distinguir por su atuendo un español de un francés, un flamenco, un italiano, un inglés o un alemán. En los cuadros que representan las bodas reales en el siglo XVII se puede ver toda la diferencia entre franceses y españoles. Por cierto, se dice y se repite que después de 1700, con la Casa de Borbón, penetraron las modas francesas en España; pero si se mira el cuadro de Claudio Coello en El Escorial que representa a Carlos II con sus cortesanos adorando la Sagrada Forma, se ve que ya están ahí las modas francesas —o las europeas que tienden a la unificación. De la crisis de 1559 pudo saber algo el todavía niño Cervantes, sin duda le llegaron noticias de los autos de fe, de la momentánea crispación que sobrevino a algunas zonas de la vida española. En Valladolid tuvo que pasear por la Plaza Mayor y la acera de San Francisco, contemplar la torre románica de la Antigua, la fachada plateresca de San Pablo, la de San Gregorio, con su patio en que la armonía recupera una inesperada sencillez a pesar de la complejidad. Se le puede despertar la curiosidad que lo hacía leer cualquier papel roto que encontraba por la calle —y se pregunta uno, con curiosidad, la nuestra, imposible de satisfacer, qué romances o qué fragmentos de historias pudieron quedarse en su imaginación. En 1564 —mientras termina el Concilio de Trento, nace Shakespeare en Inglaterra, Galileo en Italia— a Miguel, que nada sabe de todo ello, le ocurre algo decisivo: su familia se traslada a Sevilla. Cruza gran parte de Castilla, la vieja y la nueva, donde siempre había vivido; pasa algún tiempo en Córdoba, donde vivía un abuelo de quien no se sabe demasiado, pero que al parecer era hombre de cierta importancia; finalmente se establece en Sevilla. Imagínese lo que era llegar a esta ciudad a los diecisiete años. Sevilla era la ciudad más espléndida e interesante de España. Los reyes de Castilla, desde su reconquista con Fernando el Santo, residen en ella más que en ninguna otra, y no es difícil de comprender. La ciudad misma tiene un atractivo singular, y hay que imaginar lo que era a mediados del siglo XVI, cuando a nadie se le habían ocurrido las destructoras construcciones que hoy la afligen.

Había en ella más escritores, sobre todo poetas, más pintores que en ninguna otra ciudad de España, más que en regiones enteras. En Sevilla encuentra Cervantes una catedral de la que dijeron los canónigos, al iniciar sus obras, que eran «para que nos tengan por locos». No hay que olvidar cómo huele Sevilla, y probablemente había entonces más plantas, más flores, más rumor de agua. Cuando Rinconete y Cortadillo llegaron a Sevilla, a la edad de su autor, «se fueron a ver la Ciudad, y admiróles la grandeza y suntuosidad de su Mayor Iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras...». Cervantes tuvo que despertar a muchas cosas en Sevilla, ciudad de la que no se curó nunca, sin la cual no se lo puede entender. Un par de años después, en 1566, la familia de Cervantes se establece en Madrid, que desde 1561 era la corte. Miguel, de diecinueve años, va al estudio de Juan López de Hoyos, que habla de él como «caro y amado discípulo», escribe versos en honor de la joven reina Isabel de Valois, un año mayor que él, en 1568. Italia empieza a irrumpir en la vida de Cervantes antes de ir a este país porque había muchos italianos en la corte y sus hermanas trataban a algunos. Saben de versos más que nadie en el mundo; es probable que despertaran en Cervantes el sentido de la poesía, de la literatura en general. Por otra parte, Madrid estaba lleno de soldados, que ofrecen otro modelo de vida, otras figuras humanas. Hace muchos años escribí: «¿Quién es Miguel de Cervantes? ¿Un escritor? ¿Un soldado? Por las calles de Madrid van y vienen los hombres de los tercios: van a Flandes, cubiertos de plumas y colorines, con enormes sombreros; vuelven de Flandes, con las pagas acaso sin cobrar y algunas cicatrices, recuerdos de amores rubios y una melancolía disfrazada de arrogancia; otros bajan hacia los puertos, para luchar con los corsarios, con el turco que amenaza las costas cristianas; los hay que “pasan a las Indias”, al Continente que se está llenando de ciudades españolas con plazas y soportales, iglesias platerescas, palacios, universidades, minas, encomiendas, mestizos; otros siguen la huellas de Magallanes y Elcano, el primer hombre que había dado la vuelta al mundo, y exploran el anchuroso, misterioso Pacífico. Pero las letras... La secreta emoción de una imagen hermosa, el estremecimiento de encontrar una rima feliz, la manera como se acompasa el alma con los octosílabos de un romance, que tienen el mismo paso de andadura que los españoles; los cuentos, en que se viven las hazañas, quién sabe si más que mientras se ejecutan, casi sin darse cuenta...» Giullo Acquaviva, noble napolitano, legado del Papa, anima a Cervantes a ir a Italia; van a comenzar los Wander- jahre, los años de viaje, cuya duración será más larga de la esperada, Es de suponer que Cervantes siente ansia de libertad, de dejar la casa paterna, echar a volar, probar su aventura. Toda su vi,da, en prosa y sobre todo en verso, repetirá la misma idea esencial, clave de su interpretación de sí mismo y de los demás: Tú mismo te has forjado tu ventura. Al ir a Italia cruza el Reino de Aragón, por tierras de Valencia y Cataluña, luego el sur de Francia. Todo eso aparecerá, como veremos en su lugar, en los recuerdos de su casi vejez. No se ha reparado, al menos no lo bastante, en el profundo sentido de la unidad de España que aparece en toda la obra de Cervantes, y muy especialmente en su teatro. Castellano, habla del otro reino como algo absolutamente propio, y con viva simpatía —Cervantes era un hombre afirmativo, cordial, con muchas filias y apenas fobias—. La condición española domina sobre las diferencias regionales, que por otra parte señala y pone de relieve. De Valencia recuerda «la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos y finalmente aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no solo de España, sino de toda Europa, y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su extremada limpieza y graciosa lengua, con quien solo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable». Ya en Las dos doncellas los personajes «llegaron a Barcelona poco antes de que el sol se pusiese. Admiróles el hermoso sitio de la ciudad, y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjeros, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad, y satisfacción de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un curioso y discreto deseo». «Llegaron a tiempo cuando llegaban a su playa cuatro galeras españolas, que disparando y haciendo salva a la ciudad

con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua...» Y todo el final del Quijote está lleno de Cataluña, con una riqueza de matices que acaso se pasa demasiado por alto. Y análoga simpatía y entusiasmo muestra cuando habla de Francia, y más aún de Portugal, sobre todo de Lisboa. Y no digamos de Italia, que es algo profundo, entrañable y permanente en la vida y en los escritos de Cervantes. * Sobre lo que Italia significó para Cervantes, creo que lo más breve es reproducir unos fragmentos de lo que escribí hace casi un cuarto de siglo en «El español Cervantes y la España cervantina», donde me enfrenté con esta cuestión. En Italia se abreva y se sacia por vez primera la sed de realidad que consumió a Cervantes toda su vida. Una sed parecida a aquella física que lo acompañó hasta la muerte, «que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese», como le dice al estudiante a quien se encuentra en el camino de Esquivias. En Italia encuentra Cervantes a la vez la incitación y el sosiego, la aventura y la armonía, la sed y el agua. Milán, la gran ciudad, llena de infinita riqueza, oros y bélicas herrerías, donde hay académicos eminentes que disputan sobre «si podía haber amor sin celos», lo que lleva a Cervantes a distinguir entre «amar y querer bien». Luca, «ciudad pequeña, pero hermosa y libre, que debajo de las alas del imperio y de España se descuella y mira exenta a las ciudades de los príncipes que la desean»; «allí —agrega reflexivamente Cervantes— mejor que en otra parte ninguna son bien vistos y recibidos los españoles, y es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y como en ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar a mostrar su condición, tenida por arrogante». Desde entonces siente Cervantes una como dilatación de la vida, que vuelve a sentir cada vez que Italia le viene a la memoria: «Las posadas de Luca son capaces para alojar una compañía de soldados...». «Alabó —se lee en El Licencidado Vidriera— la vida de la soldadesca, pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardia, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, lipolastri e li macarroni; puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia.» Las evocaciones italianas son siempre placenteras; los vinos, que Cervantes asocia con la memoria de los españoles; los rubios cabellos de las genovesas, la admirable belleza de la ciudad, «que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro»; Florencia, con sus «suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles»; Roma, «reina de las ciudades y señora del mundo»; y sobre todo Nápoles, «ciudad, a su parecer y al de cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo». Y luego Sicilia: Palermo, Mesina; y Loreto, Ancona, Venecia, «Ciudad que, al no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante, merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran México para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese». En Italia llega Cervantes a una de sus cimas vitales —la vida humana se desarrolla y crece en varias direcciones, y nos pasamos el tiempo tratando de henchirla en otras direcciones hasta la magnitud que ha alcanzado en algunas; Miguel tratará hasta el final de igualar en cada aspecto de su persona lo que sintió que podía ser en Italia—. No olvidemos que Cervantes llega a Italia en 1569; la abandonará a fines de 1575: ¿Cómo había de curarse nunca de ella? ¿Cómo había de olvidar lo que en Italia encuentra, lo que regirá y orientará después su vida entera, lo que había gustado por primera vez, todavía demasiado joven, en Sevilla? Y, ¿qué es esto, cuáles son las dos invisibles riendas que gobiernan la atención y el entusiasmo de Cervantes? Una se llama libertad; la otra, belleza; sin tenerlas presentes no se puede entender nada de lo que escribió Cervantes, menos aún lo que quiso decir con ello. Pero en mitad de su vida italiana se incrusta un episodio que irradiará, refulgirá a lo largo de toda su vida, que lo acompañará siempre y le dará estímulo y consuelo; algo que agregará a esas atracciones una más, no menos esencial: el valor. Esta tercera experiencia se llama Lepanto. *

Los turcos eran la gran amenaza del mundo cristiano —en ocasiones con la colaboración de Francia en tiempo de Francisco I—. El sultán de Constantinopla ejercía su autoridad sobre los musulmanes del Mediterráneo, sobre todo los de Argel, que era un foco permanente de piratería. Los piratas argelinos asaltaban las costas de España, Italia y Grecia, mataban a la gente, se llevaban a las mujeres, quemaban las casas. El Mediterráneo, difícilmente transitable desde la expansión islámica del siglo vil, era un lugar de incesante lucha, a pesar de los esfuerzos de España por establecerse en las costas africanas. En rigor, la piratería argelina continuó hasta que Francia conquistó Argel en 1830, al comienzo del reinado de Luis Felipe, y todavía en nuestro tiempo ha tenido extraños continuadores. Los turcos dominan todo ese conjunto y eran el gran peligro de Europa. En 1571 se organizó la gran escuadra aliada que iba a enfrentarse en Lepanto con la turca. Al frente de ella estaba don Juan de Austria, hijo de Carlos V, hermano bastardo del rey Felipe II; la gran figura juvenil, llena de prestigio, de la misma generación que Cervantes, en quien este verá la representación más ilustre de ella. Las fuerzas españolas estaban a las órdenes directas de don Alvaro de Bazán; los otros almirantes de la Santa Liga eran el veneciano Veniero, el genovés Andrea Doria y Marco Antonio Colonna, que mandaba las galeras pontificias. Cervantes, soldado en la galera Marquesa, enfermo con fiebre, dispensado del servicio, quiso combatir y en un puesto de peligro, en el esquife de la galera. No podía dejar pasar lo que le parecía la ocasión de su destino. Entre el estruendo de la artillería, los gritos de los heridos, la confusión de los abordajes, mientras el agua azul se va enrojeciendo de sangre, Cervantes contribuye con la suya: recibe dos balas de arcabuz, en el pecho y en la mano izquierda: A esta dulce sazón, yo triste estaba, con la una mano de la espada asida y sangre de la otra derramaba. El pecho mío de profunda herida sentía llagado, y la siniestra mano estaba por mil partes ya rompida. Pero el contento fue tan soberano que a mi alma llegó siendo vencido el crudo pueblo infiel por el cristiano, que no echaba de ver si estaba herido, aunque era tan mortal mi sentimiento que a veces me quitó todo sentido. «Si mis heridas —dirá Cervantes en un tardío momen- " to de melancolía— no resplandecen en los ojos de quienes las miran, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano de mis heridas sin haberme hallado en ella.» Y Mercurio, en el Viaje del Parnaso, dirá a Cervantes: Bien sé que en la naval dura palestra perdiste el movimiento de la mano izquierda, para gloria de la diestra. Hemos visto aparecer en la vida de Cervantes unas cuantas palabras que dominarán sus diversas trayectorias: libertad, belleza, en tercer lugar valor; hay una más, acaso decisiva: amor. Sin esas cuatro palabras no se encuentra a Cervantes y no se entiende quién fue. Aquel y de octubre de 1571 fue la fecha clave de la vida de Miguel de Cervantes. No es frecuente que esto suceda así, que una figura quede condicionada por un día concreto, por un momento de su biografía, que es a la vez una clave de la historia. Esta vinculación a Lepanto es característica de Cervantes, y se podría descubrir que en cierto modo es el punto de convergencia de sus diversas

trayectorias. Tuvo una larga permanencia en el hospital —se encontrará en su obra posterior la huella de esta experiencia—. En él lo visitaron don Juan de Austria y don Alvaro de Bazán, el primer marino de la época; era estimado en el tercio de don Lope de Figueroa por su valor y probablemente por la naturaleza y simpatía de su persona, de la cual hay tantas prue- bas. Ya repuesto de sus heridas, siguen sus campañas. Tomó parte en la expedición de Navarino, y esta nueva experiencia aparece en el relato del Cautivo, en la primera parte del Quijote: «En este viaje se tomó la galera que se llamaba la Presa, de quien era capitán un hijo (algunos historiadores dicen que nieto) de aquel famoso corsario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles llamada la Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán Don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que pasó en la presa de la Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, así como los que venían al remo vieron que la galera Loba se iba estrechando y los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen a proa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron tantos bocados, que a poco más que pasó del árbol, ya había pasado su ánima al infierno. Tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían». No se saben demasiados detalles de las campañas finales de Cervantes: Bizerta y Túnez, la pérdida de la Goleta; Sicilia; siempre vuelve, entre dos navegaciones, Nápoles, que aparece una y otra vez en sus recuerdos, con nostalgia, prestigio, memorias dulces: Esta ciudad es Nápoles la ilustre, que yo pisé sus rúas más de un año. Y luego aparece la figura enigmática, tan elusiva, de Promontorio, a quien llama «mancebo en días, pero gran soldado», y de quien dice «llamóme padre y yo llámele hijo», y lo que sigue, envuelto en una bruma nunca aclarada: En mis horas tan frescas y tempranas esta tierra habité, hijo, le dije, con fuerzas más briosas y lozanas. Pero la voluntad que a todos rige, digo, el querer del cielo, me ha traído a parte que me alegra más que aflige. A fines de 1575 Cervantes toma una decisión, no exenta de ambigüedad: va a dejar la vida militar para volver a España; pero no está claro si, a pesar de ello, va a seguir siendo soldado, en otros escenarios, o va a emprender otro camino. Lleva una carta de don Juan de Austria para el rey Felipe II, en la que lo considera capaz de mandar como capitán una compañía. Pero también le da cartas de recomendación el duque de Sessa, que era también poeta. Con estas esperanzas, probablemente lleno de ilusiones y vacilaciones, embarca Cervantes en Nápoles en la galera Sol, herido y estropeado de una mano, pero con honor y buenas esperanzas. Tenía veintiocho años y una larga serie de experiencias; había visto las muchas caras con que se presenta la realidad. Iba a llegar a una España recordada y soñada, imaginada, que sería bastante distinta de la que había dejado. Lo que no podía sospechar es que lo esperaba algo enteramente distinto, el gran azar de su vida. * Puede servir para ilustrar lo que son las trayectorias vitales, cómo pueden interrumpirse y ser sustituidas por otras enteramente ajenas a los proyectos personales y que, sin embargo, tendrán que ser incorporadas a la vida propia, que se seguirá haciendo a pesar de la brutal intervención exterior. El cautiverio de Cervantes en Argel ha dejado innumerables huellas en su obra, como las dejó en su persona, y los escritos atestiguan lo que hizo para que la atroz y larguísima experiencia no dejara de ser parte de su vida. En la obra cervantina se mezcla la realidad, en ocasiones minuciosa, con la ficción; con

su propia carne hace literatura, quizá para que pueda seguir siendo suya, para que aquello sea «verdad», es decir, algo que se manifiesta y se puede entender. Es en otoño; la galera Sol va costeando el Mediterráneo; en ella va Cervantes con sus cartas y sus ilusiones. No lejos del Ródano y del puerto de Marsella, en un paraje llamado las Tres Marías, en la Camarga, ocurre lo que como ficción cuenta Cervantes: «Sucedió pues que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marinos izaron más todas las velas y, con general alegría de todos, seguro y próspero viaje se aseguraba. Uno de ellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió con la claridad de los bajos rayos de la luna que cuatro bajeles de remo a larga y tirada boga con gran celeridad y prisa hacia la nave se encaminaban, y al momento conoció ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: Arma, arma, que bajeles turqueses se descubren». Así fue en la realidad; se trataba de unas galeotas turcas de Argel, al mando de un renegado albanés, Arnaute Mamí; el que se apoderó, tras lucha, de la galera en que viajaba Cervantes era otro renegado —tipo muy frecuente—, griego esta vez, llamado Dalí Mamí el Cojo. Lo peor fue que encontró las cartas que llevaba Cervantes, calculó que era persona de importancia y que prometía buen rescate, y esto complicó su destino en Argel. En varias obras, en el teatro sobre todo, Cervantes ha dejado a retazos una magistral pintura de lo que era Argel, centro de la piratería del Mediterráneo, cuyo nombre mismo era, hasta metafóricamente, símbolo del cautiverio, aunque fuese de amor, como en Góngora: Galanes los que tenéis las voluntades cautivas en el Argel de unos ojos. Si ha habido en el mundo algo abigarrado y pintoresco ha sido sin duda Argel durante siglos. Sobre un populacho de puerto musulmán del Mediterráneo, moros procedentes de España desde la toma de Granada; marineros, traficantes, turcos con alguna autoridad, frailes redentores de cautivos; y, por supuesto, millares de estos, de todas las procedencias, en distintos estados de opresión y vigilancia, de esperanza o desesperación, según el tiempo de cautiverio y las expectativas de redención, oscilando entre el sometimiento y la rebeldía, entre la tentación de renegar y el horizonte de la peligrosa evasión. Los chiquillos astrosos y malignos canturreaban para mayor desconsuelo de los cautivos: Don Juan non rescatar, non fugir; Don Juan no venir; acá morir, perro, acá morir; Don Juan no venir; acá morir. La vida en Argel era atroz; pasaban días, meses, años —cinco en el caso de Cervantes—, entre la esperanza y una serie de decepciones. Todo esto aparece una vez y otra en los escritos cervantinos, en La Galatea, en el Quijote, sobre todo en el teatro: El trato de Argel, Los baños de Argel, La gran sultana, El gallardo español. Es admirable cuánto sabe de Argel, de las relaciones entre razas y religiones, musulmanes, judíos, cristianos y renegados, de las intrigas, envidias, amores, celos. Cualquier intento de sublevación o de evasión era castigado con crueldad: azotes, palos, desorejamiento; si la falta era algo más grave, el empalamiento, castigo tan del gusto de los países musulmanes, consistente en espetar a una persona en una lanza o un palo aguzado y dejarla agonizar durante largas horas, a veces en la playa. En Argel es donde adquiere más relieve la pasión de Cervantes por la libertad, «uno de los dones más preciosos que a los hombres dieron los cielos»; «por ella, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres». Cervantes ejerce su libertad precisamente en Argel; no piensa más que en escapar; organiza una y otra vez la evasión; siempre se frustran, por traición o por mala suerte; sabe a lo que se expone, pero siempre da la cara, se atribuye la responsabilidad del intento. Atribuye a los españoles esa resistencia, ese carácter indomable que él al menos ciertamente tuvo. En El trato de Argel pone en boca del rey, que

ha mandado matar a palos a un cautivo de Málaga que ha intentado escapar, estas atroces palabras: Dadle seiscientos palos en las espaldas muy bien dados, y luego le daréis otros quinientos en la barriga y en los pies cansados. La última palabra es decisiva y escalofriante: un acierto supremo de escritor. Ese pobre hombre que ha intentado escapar, que está rendido, que probablemente tiene los pies hinchados, deshechos de haber andado, quizá descalzo, sobre la arena, es condenado a morir a palos, sin olvidar esos pies. Y el rey lo pone todo en la cuenta de la condición española: No sé qué raza es esta destos perros cautivos españoles: ¿Quién se huye? Español. ¿Quién no cura de los hierros? Español. ¿Quién comete otros mil yerros? Español: que en su pecho el cielo influye un ánimo indomable, acelerado, al mal y al bien contino aparejado. No es mala esta definición del español, por lo menos el del siglo XVI. Pero a veces Cervantes personaliza más las cosas, aunque sea con el disfraz de la ficción. En la primera parte del Quijote, en boca del Cautivo, hay un relato transparente de lo que fue su cautiverio en poder de Azán Agá: «Yo, pues, era uno de los de rescate; que como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada para que me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella, y así pasaba la vida en aquel año, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate; y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a este, desorejaba a aquel; y esto, por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia». Cervantes se encuentra con la pura adversidad sin mezcla, ha perdido la libertad y se da cuenta, más que nunca, de que el hombre es siempre en cierta medida dueño de su destino: «Tú mismo te has forjado tu ventura». En Argel da la medida de sí mismo, en las circunstancias más difíciles y atroces. Y sin duda lo protegió su superioridad, que se imponía con su presencia, su valor indomable, su dignidad, y seguramente una simpatía que encontramos en cada una de las páginas que escribió y que debió de rezumar de su persona y su palabra. Y todavía hay algo más: Cervantes se enteró de todo. La sed de realidad que lo constituía no se detuvo en Argel; la absorbió durante cinco interminables años de vida cotidiana, por atroz que fuera. Lo mira todo, y con ojos generosos, hasta donde es posible; no todo es malo, no todo es un horror, aquellas gentes son sus semejantes y aparecen en su teatro como inteligibles, con sus pasiones, sus vicios, sus flaquezas, su capacidad de arrepentimiento en ocasiones. La señora que se enamora del cautivo, los celosos, aquellos a quienes atraen más los mancebos que las muchachas, todo aparece en la obra de Cervantes; y no se olvide el episodio de la muchacha preciosa, hija de aquel moro rico, que se enamora de Saavedra y se va con él en el barco, mientras el viejo padre, desolado, la llama desde la orilla. No pasó así en realidad, Cervantes al final no se evadió, fue rescatado, pero el clima de la historia sin duda tuvo que ver con lo que era posible.

Los frailes de la Trinidad, los trinitarios, como solía decirse, lo rescataron en 1580, después que a su hermano Rodrigo, cautivo también. Llega a España, primero a Valencia, muy brevemente, luego a Lisboa, que ya estaba incorporada a la corona del rey común: Felipe II; allí conoce a Ana Franca (o Ana Franca de Rojas), de la que se sabe muy poco; nace su hija, Isabel de Saavedra, figura también borrosa y elusiva; continúa su vida militar, en África y quizá en la isla Tercera. En 1583 vuelve definitivamente a España; han pasado quince años casi desde que salió a los veintidós; ahora tiene treinta y seis. Ni España ni él son lo mismo, aunque sean los mismos. * Se está terminando la construcción de El Escorial, se está luchando con Inglaterra, El Greco está afincado en Toledo; «ya está españolizando —escribí una vez—, pintando llamas, pintando almas, nubarrones grises sobre el Tajo, ángeles con alas fuera del lienzo, figuras que ascienden y se transfiguran, otras de frailes y caballeros que se refrenan y contienen, que contemplan milagros sin perder el sosiego, la “gravedad española”. Hay uno que lleva su mano al pecho, junto a la espada, mientras sus ojos absortos y melancólicos miran, con ardor silencioso, más allá de todo lo que se puede ver». Conviene tener presente qué es la España en la que Cervantes va a volver a vivir, de la cual —esto se olvida casi siempre— tendrá que enterarse. Cervantes lo ha visto todo, ha vivido muy intensamente, ha hecho todo género de experiencias, desde las más placenteras hasta las más atroces. Lleva una espada al costado pero tiene una pluma en la mano. No sabe qué hacer; se inclina a ser el escritor, pero, ¿que escribirá? Quizá vuelva a sus recuerdos y entonces escribirá una novela pastoril, género, como hemos visto, que está perdiendo vigencia, aunque él no lo sepa, y respecto al cual hay siempre cierta ambigüedad en Cervantes. En cierto modo lo descalifica, pero siempre vuelve a él, y hasta la muerte sigue prometiendo la segunda parte de La Galatea. En El coloquio de los perros, uno de ellos, Berganza, expresa la distancia entre la novela pastoril y la realidad; todos esos libros, dice, son «cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna». Pero, ¿está enteramente de acuerdo Cervantes con el perro? Cosas soñadas y bien escritas, quizá no es algo desdeñable. Lo pastoril seguirá apareciendo; en el Quijote, con la pastora Marcela y los propósitos de Don Quijote después de su vencimiento. Cervantes empieza a hacer vida literaria, trata con poetas y gente de teatro, es un poco tarde para empezar, pero alcanza cierta estimación y fama. Esta va a ser la nueva trayectoria con que inicia su vida española renovada. Y a fines de 1584 aparece Cervantes en Esquivias y se casa con Catalina de Palacios Salazar y Vozmediano. La historia ha conservado todos sus apellidos, pero la verdad es que no se sabe mucho de ella. Tenía un hermano cura, algunos viñedos y tierras de labor. Lo más interesante es que tenía diecinueve años y Cervantes treinta y siete. Se puede imaginar que tenía tantas cosas que contar — y contaba como nadie—, que no puede extrañar que embelesara a la muchacha toledana; y probablemente él se sintió atraído por su juventud y acaso por su manera de escuchar. Pero resulta que al cabo de muy poco tiempo, antes de acabar 1585, ya no está Cervantes ni en Esquivias ni en Madrid, ni en su casa, ni en los ambientes literarios que había empezado a frecuentar. Se ha vuelto a Sevilla; le han ofrecido un puesto, nada importante, de recaudador de contribuciones o alcabalero. Vuelve a Esquivias, pero no por mucho tiempo; en seguida empiezan los preparativos para la Armada que luego se llamó Invencible; una expedición naval de gran alcance exigía una preparación larga y minuciosa: madera suficiente para construir los buques, armas, pertrechos, víveres. A Cervantes le encargan recorrer tierras andaluzas para acopiar alimentos para la Armada. No parece esto demasiado apasionante. Se habla de interés económico, pero sabemos que apenas ganó dinero y está probado que pidió un préstamo para comprar un traje, lo que no es un indicio de riqueza, ni siquiera de holgura. Hubo complicaciones con banqueros que no pagaban, con un dinero que era propiedad eclesiástica, y Cervantes estuvo un par de veces en la cárcel. No parece que se tratase de ningún gran negocio. Durante veinte años —no se olvide— no publica nada. Muy al final de su vida, en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses (1615), da una interpretación, tan extraña como interesante, de todo esto. Se refiere a sus comienzos literarios y dice: «Compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron, sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas; tuve luego otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las

comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica...». Y todavía añade: «Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía; y así las arrinconé en un cofre, y las consagré y condené al perpetuo silencio». En veinte años «tuve otras cosas que hacer», y no escribe; luego vuelve a su «antigua ociosidad», y eso es la actividad literaria reanudada. No creo ni por un momento que Cervantes pensara pasar veinte años haciendo aquellas cosas y sin escribir; probablemente las cosas se fueron enredando, «como las cerezas», suele decirse. Cervantes se siente atraído por aquellos modestos encargos, tan poco remuneradores; quiere volver a Andalucía; lo hace, y las cosas se van enredando. Si en 1585 le hubieran dicho lo que iba a ser su vida hasta 1605, es muy probable que le hubiese parecido una locura; y, sin embargo, así fue. Es una extraña, casi inexplicable trayectoria. Pienso que fue el nacimiento o renacimiento de la más profunda vocación de Cervantes, en una forma inesperada. ¿Qué vocación? Recordemos su sed de realidad. * Cervantes lo explica casi todo, pero es frecuente que sus estudiosos se dediquen a hacer papeletas y buscar sus «fuentes», en vez de leerlo sencillamente para ver qué dice. En La ilustre fregona habla de dos muchachos que se lanzan a hacer vida picaresca, y escribe: «Trece años, o poco más, tendría Carriazo cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por su gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba menos la abundancia de la casa de su padre; ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba. Para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera; tan bien dormía en parvas como en colchones; con tanto gusto se soterraba en un pajar de un mesón como si se acostara entre dos sábanas de Holanda...». Es difícil encontrar una descripción mejor de lo que es una vocación; hace muchos años cité este pasaje para intentar explicar el caso de los hippies; se entiende, cuando no era un fenómeno imitativo. Ahí aparece la sed de realidad que fue el rasgo más hondo de Cervantes, lo que le producía entusiasmo; al lado de la absorción de la realidad concreta, toda forma de vida le parecía insípida. Ahora la va a buscar a Andalucía, como la había encontrado en Italia y, en forma dramática y dolorosa, en Argel. Fue italiano o andaluz desde su condición castellana, y mira el resto del mundo desde esta, como dilataciones de la mirada; y cuando vuelve a Castilla la ve de nuevo como una contracción desde más amplios y dilatados horizontes. Irá a Valladolid, volverá a Madrid con la corte, y entonces, no antes, surgirá la Mancha, que es un escenario elegido, una comarca puesta junto a otras —y no se olvide que Don Quijote sale de la Mancha y llega hasta Barcelona. Paralelamente se constituyen los varios estilos de Cervantes, su increíble posesión de todos los registros de la lengua. El mismo hombre es capaz de escribir la prosa alambicada de La Galatea y de ciertas porciones del Persiles y los diálogos coloquiales, espontáneos, crudos, burlescos de los entremeses. Cervantes se ha saturado de realidad viva y fresca; ha vivido de una manera excepcional, incomparable con la mayoría de los escritores. Y entonces, casi al final, se siente, sí, escritor, vitalmente, no profesionalmente. Parte de una vocación de la primera juventud, que nunca abandonó del todo, y ahora siente que es lo que tiene que ser: es escritor irremediablemente. No es que se ponga a escribir; es un hombre que ha vivido y todo eso se le convierte en literatura. Esta es su última trayectoria. En poco más de un decenio, entre 1605 y 1616, publica casi toda su obra, históricamente póstuma, después de la vigencia de su propia generación, ya en el reinado de Felipe III, cargada de la experiencia acumulada durante una larga y apasionada vida. Y no es cierto lo que tantas veces se dice, que Cervantes tiene una impresión de fracaso. No es verdad: ni fracaso suyo ni fracaso de España; basta leer a Cervantes para darse cuenta de ello. Tiene otra cosa: melancolía, gravedad, amor, esperanza. Los ingredientes de la obra de Cervantes son inagotables porque en ella se vierte la realidad de una vida singular profundamente arraigada en su patria y en su tiempo.

6 «Español sois sin duda» He resumido brevemente algunas de las trayectorias de Cervantes, uno de los casos en que resulta más evidente su necesaria pluralidad. En una vida, comienzan a cierto nivel, se prolongan más o menos, tal vez se interrumpen, por una variedad de causas, en algunas ocasiones, se reanudan. Creo que en Cervantes esto es especialmente claro y la única manera de acercarse a lo que fue su realidad personal. Será menester examinar con alguna precisión el contenido y las vicisitudes de las principales trayectorias. El título de este capítulo, «Español sois sin duda», es un fragmento de un verso de la comedia La gran sultana doña Catalina de Oviedo, situada no en Argel, como otras, sino en Constantinopla, es decir, no basada en la experiencia directa de Cervantes, pero sí en circunstancias análogas. Se trata de una leyenda no comprobada, pero con algún fundamento histórico. En el siglo XVII se creyó que los corsarios musulmanes apresaron a una niña de una familia hidalga española, de gran belleza, llamada doña Catalina de Oviedo y la llevaron a Constantinopla, donde pasó varios años escondida, sin que la viera el sultán; cuando por fin este la descubrió, quedó fascinado por su belleza extraordinaria; la respetó mucho, aceptó que siguiera siendo cristiana, que no se vistiera al uso morisco, sino con ropas españolas; no intentó convertirla al Islam, la tomó por mujer y la hizo su favorita. Esta comedia cervantina es divertida, con elementos francamente burlescos, pero otros son más graves y serios. Aparecen, por ejemplo, dos eunucos, uno de ellos ocultamente cristiano, y el no cristiano se da cuenta de que el otro ha estado ocultando a la muchacha; el culpable supone que el otro va a comunicar al sultán su ocultamiento de tal belleza y espera el castigo por el escamoteo. «Por empalado me doy», dice el pobre eunuco, autor de la superchería; pero el sultán, conmovido por la hermosura de doña Catalina, lo perdona. Se va viendo cómo el sultán, que es por definición un hombre tiránico, se va ablandando y con tal de conseguir el amor de doña Catalina es capaz de pasar por todo y hace todo género de concesiones, desde la fe al estilo español y el trato con cristianos; la comedia se podría titular La fuerza del amor. Hay un personaje, cautivo cristiano, llamado Madrigal, que es un gracioso, ese tipo de la comedia del Siglo de Oro, aunque en su figura aparecen también elementos serios. Es el que dice esos versos tan rara vez citados, que yo he visto sólo una vez: Español sois sin duda. —Y soylo, y soylo, lo he sido, y lo seré mientras que viva, y aun después de ser muerto ochenta siglos. Me sorprende que estos versos, nada menos que de Cervantes, no estén en la memoria de todos los españoles. Tienen una dosis de humor, no son propiamente jactanciosos, su exageración les quita alguna gravedad; pero son tan enérgica y garbosa afirmación, que me asombra su falta de popularidad, más aún, de mero conocimiento. Creo que expresan la trayectoria permanente de Cervantes: ser español. Repárese en que esta trayectoria abarca su vida entera y podría decirse que las demás trayectorias se van superponiendo en diversos momentos a esta. He insistido en que las trayectorias vitales surgen a cierta altura de la vida, duran, se interrumpen, se abandonan, se frustran. En el caso de Cervantes hay una que es particularmente importante por su permanencia, por ir de la cuna a la sepultura y más allá, «aun después de ser muerto ochenta siglos», como dice el extremoso Madrigal. Ahora bien, ¿qué quiere decir esto? ¿Simplemente que Cervantes era español? Evidentemente no, es mucho más, envuelve una expresa afirmación de esa condición. ¿Quiere decir que se jactaba de ello? Tampoco: Cervantes era muy poco jactancioso. ¿Significa una actitud de exclusivismo, quiere decir que Cervantes miraba con desdén o con hostilidad a los demás? Menos todavía. Cervantes siente simpatía por todos. Hemos visto su actitud respecto a las diversas regiones españolas; pero también de otros pueblos habla con simpatía, con admiración, incluso en cierta medida de los enemigos. En las comedias

del cautiverio de Argel o en La gran sultana hay pasajes estimativos, personajes por los que siente benevolencia o admiración. Nunca hay una actitud cerrada en contra. Es adverso frente a sus cautivadores y sus crueldades, como cristiano está contra los infieles, le parece que están en un error, pero siente respeto y simpatía personal por muchos personajes. Hay amores entre turcos o argelinos y cautivas cristianas, o a la inversa, y los mira con complacencia. Entonces, ¿en qué consiste esa trayectoria permanente de ser español? Yo creo que es una instalación en la condición española, en lo que llama, con una palabra poco frecuente pero que Cervantes usa alguna vez, «españolía». Entre las muchas instalaciones hay una que es la condición histórico-social, algo más profundo que el estamento o clase; la pertenencia a un país, cuando es auténtica e intensa, es una instalación en una forma particular de humanidad. Esta es, creo yo, la instalación fundamental de Cervantes, receptora de todas las demás que se superponen al ir surgiendo en distintos estadios de su vida. Es lo primero que habría que decir de Cervantes. Tampoco se trata de una conciencia de superioridad. Cervantes lleva con toda naturalidad su condición española, aunque con clara conciencia de ella. La realidad nacional puede tener muy diversos grados, no es siempre de la misma intensidad. No todos los países que componen las Naciones Unidas —que en la mayoría de los casos no son naciones— tienen una personalidad comparable, ni estas son homogéneas. España había sido la primera nación en el sentido moderno de la palabra a fines del siglo XV, y a fines del XVI o comienzos del XVII lo es plena y saturadamente, dentro de la primera promoción de naciones europeas. Esta condición, repito, la lleva Cervantes con naturalidad y a la vez con plena conciencia: ser español es una de las cosas que se pueden ser, una de ellas; pero es la suya. Tengo un recuerdo de una universidad americana que me conmovió: al salir una muchacha alumna mía se quedó mirando su cara en un espejo que había junto a la puerta y me dijo: «No es gran cosa, pero es la mía». Tenía una cara agradable, pero no extraordinaria, y este comentario, hecho con naturalidad, modestia, resignación y humor, me conmovió. Cervantes piensa que la condición de español es la suya, pero no es la única, ni mucho menos. Está instalado en ella irremediablemente y por supuesto tiene un contenido, ser español quiere decir algo bastante preciso, que se va explicitando en diversos pasajes. Cervantes va diciendo cosas de España o de los españoles, muy especialmente en el teatro, que consiste en que los personajes hablan y dicen cosas, de sí mismos o de los otros. Hay cierto carácter extremado o extremoso: «Un ánimo indomable, acelerado, / al mal y al bien contino aparejado», dice de los españoles el rey en El trato de Argel. No es precisamente un elogio, no es absolutamente favorable, la «aceleración» puede llevar al bien o al mal. Cuando el Cautivo, en el Quijote, cuenta las cosas heroicas que Cervantes hizo en Argel, las refiere a «un soldado español, un tal de Saavedra», no las atribuye a sí mismo, en un elegante desdoblamiento. Ese carácter indómito, esa convicción de que no hay manera de contrariar a los españoles y hacerlos desistir, aparece muchas veces, por ejemplo, en unos versos de Los baños de Argel: Si no me cortas los pies, al huirme no hay reparo. Car aoja, ¿este no es español? Pues ¿no está claro? ¿En su brío no lo ves? Si no le cortan los pies intentará escapar; es gente indomable que no atiende a razones ni se desanima por nada. En otro pasaje hay un muchacho, casi un niño, al que quieren convertir al mahometismo, y uno de los musulmanes le dice al otro: Pues no te canses; que es español, y no podrán tus mañas, tus iras, tus castigos, tus promesas, a hacerle torcer de su propósito; que mal conoces la canalla terca,

porfiada, feroz, fiera, arrogante, pertinaz, indomable y atrevida. Antes que moro, le verás sin vida. Son denuestos mezclados con admiración. Y hay un pasaje aún más revelador. Un renegado, un cristiano que se ha hecho musulmán, se ha arrepentido; otro renegado, que además es traidor, ha favorecido el asalto de los corsarios a un pueblo costero; han hecho muertos, prisioneros y cautivos, y esto le parece imperdonable. Aquel hombre, que había renegado también de su fe, no puede soportar que el otro haya sido traidor a su país y haya hecho caer la desgracia sobre su pueblo, hombres muertos, mujeres y niños arrebatados como cautivos. Lo mata a puñaladas e inmediatamente lo condenan a morir empalado; y se deja empalar, contento de lo que ha hecho, de haber proclamado de nuevo su cristianismo y también de su hazaña. Y una cautiva que acaba de verlo cuenta que nunca ha visto morir con tal contento como este renegado arrepentido. * Pero hay otros aspectos, más alegres y que tienen que ver con la gracia. Cuando el eunuco entusiasta le está explicando al sultán la belleza de doña Catalina, dice entre otras cosas: Tal jamás la ha visto el sol, ni otra fundió en su crisol el cielo, que la compuso; y sobre todo, le puso el desenfado español. Y en otro momento, cuando van a hacer unas danzas pero no saben bailar y temen que resulte un desastre, hay estos versos que se han hecho famosos: No hay mujer española que no salga del vientre de su madre bailadora. El desenfado, el donaire, el garbo, la gracia; a esto adhiere Cervantes, lo ve como cosa propia, tanto como el carácter fiero, indomable, que no se doblega, que puede ser disparatado. Y a esto se añade lo que podríamos llamar la afirmación garbosa de la libertad, con la que nos encontraremos más en serio en otro lugar, en estos dos versos que encuentro maravillosos: Y he de llevar mi libertad en peso sobre los propios hombros de mi gusto. En esto consiste para Cervantes ser español, algo que tiene un contenido propio. Otros pueblos son de otra manera distinta, y Cervantes los admira. Recuérdese cómo habla de los franceses, de los italianos —Italia le parece superior a España en tantas cosas que lo entusiasman, pero él es español—; hasta de los ingleses, a pesar de la enemistad y las guerras, hay muchas referencias llenas de admiración y simpatía, por ejemplo en La española inglesa. Nunca hay exclusivismo; Cervantes no era nacionalista — acaso, por fortuna, casi nadie lo era entonces—; simplemente estaba instalado plenamente en su condición española. Un ingrediente de ella era la fidelidad al cristianismo. No se olvide que España ha nacido en la historia como algo identificado con el cristianismo. Los demás países de Europa eran ciertamente cristianos, pero la situación de España es distinta: al producirse la invasión musulmana a comienzos del siglo yin, los que quedan libres de ese dominio se entienden como cristianos, incapaces de aceptar que España pueda ser un país islámico; y esa es la clave de la Reconquista, que se convierte en el proyecto histórico permanente. Este es el cauce principal de las trayectorias cervantinas, el que recibe a las demás, que se van

agregando e insertando en el curso de la vida, con desigual duración, con mejor o peor suerte. Porque las trayectorias también tienen suerte, como corresponde a todo lo que es dramático. La condición española de Cervantes lo lleva a cierta idea de España que no va a aparecer teóricamente, porque Cervantes no es un teórico, sino un autor de novelas y comedias y poemas, no un tratadista o un «intelectual» en el sentido moderno de la palabra. Ve una España que es una, pero profundamente variada, tiene conciencia de las variedades españolas y por todas tiene entusiasmo; no se le pasa por la cabeza que unos sean menos españoles que otros, pero advierte las peculiaridades de cada región, su personalidad, sin duda mucho más acusada que ahora. Habla de los castellanos, los vascos — vizcaínos solía decirse—, los valencianos, los catalanes, los portugueses, a quienes considera fundamentalmente españoles. Hay episodios reveladores, como el de Madrigal, que para ganar tiempo e intentar salvar la piel ha prometido que le va a enseñar a hablar a un elefante; hay un momento en que le preguntan cómo va el aprendizaje y contesta que va muy bien, que ya le ha dado cuatro lecciones. Y hay este diálogo: ¿En qué lengua? —En vizcaína, que es lengua que se averigua que lleva el lauro de antigua a la etiopia y la abisinia... —Esa lengua de valor por su antigüedad es sola; enséñale la española, que la entendamos mejor. Repárese en que no dice «castellana», sino «española», como se empezó a decir, y cada vez más, desde fines del siglo XV, lo que se refleja en La gran sultana sin ningún propósito filológico. El embajador de Persia ante el sultán canta las glorias del rey de España, Felipe II, lo cual es bastante peligroso en Constantinopla: Aquel, en fin, que el sol en su camino mirando va sus reinos de contino. Es una forma de decir que en los reinos españoles no se pone el sol, y Cervantes la pone en boca del embajador de Persia. Es una expresión de la magnitud de España, que tiene una misión en el mundo, reconocida por el embajador, con disgusto de los turcos. Persia le planteaba problemas al sultán de Turquía. Persia es para los turcos —se dice— como Flan- des para España. Flandes era una cuestión permanente, porque la pertenencia a la Corona chocaba con las resistencias, principalmente de origen religioso, por la penetración del calvinismo en parte de los Países Bajos. Es interesante y bastante sorprendente esta comparación de la cuestión flamenca con las dificultades de Persia para el sultán. Hay un fondo de conciencia de los problemas históricos en una comedia tan ligera y divertida. Lo que está presente es la magnitud de España, incomparable con las demás naciones de Europa, porque no era «intraeuropea», sino «transeuropea» —lo que no era todavía Inglaterra, que llegó a serlo—; solamente Portugal, que en el momento en que escribe Cervantes no solamente era parte de una España literaria e histórica más amplia, sino que estaba bajo la misma Corona. Es interesante en el teatro cervantino del cautiverio cómo la esperanza de los que están presos en Argel es escapar a Orán, que era español, o más lejos, a Ceuta o Melilla, también españolas. Cervantes tiene conciencia absolutamente clara de esto y lo vive como una realidad indiscutible; por eso he empleado la palabra «instalación». Esto no implica fortuna, éxito o acierto; se ha insistido en la actitud crítica de Cervantes; por supuesto la tiene, precisamente porque está plenamente instalado en su condición de español. La famosa epístola a Mateo Vázquez que desde el cautiverio hace llegar a este secretario del rey está llena de quejas, de descontento, de ideas de lo que se puede hacer para acabar con la piratería musulmana que tiene infestado el Mediterráneo y hace que padezcan de los ataques turcos o argelinos todas las costas cristianas. Hay una actitud crítica, en modo alguno derrotista ni vencida. Cervantes tiene libertad de crítica y de expresión de su descontento, de ver que muchas cosas andan

mal y decirlo, justamente porque está instalado en su condición de español. El evangelio habla de la «libertad de los hijos de la casa»; cuando alguien está instalado en su condición nacional tiene la libertad y puede criticarlo todo y mostrar sus descontentos; esta es la situación de Cervantes. Hay una tendencia a interpretar esas expresiones como indicio de fracaso en la mente de Cervantes; no hay tal, no hay renuncia ni desaliento; al contrario, siente esa condición española como su destino, sin otra posibilidad ni voluntad. Y al mismo tiempo mira el mundo con ojos benévolos y frecuentemente admirados, complacido en su variedad y riqueza. A Cervantes le encanta que haya otras cosas, está lleno de curiosidad y de capacidad de admiración; se complace en la diversidad de las gentes, las ciudades, los paisajes; todo eso le parece interesante y positivo. Lo que sucede es que todo eso lo ve desde su condición irrenunciable de español. Decía antes que Cervantes no era un nacionalista; ahora hay que añadir que era lo contrario de un cosmopolita, de esos que dicen que son «ciudadanos del mundo». Cervantes ha recorrido buena parte de él y sueña con lo que no ha podido ver y siente su encanto; pero todo ello con ojos españoles, es decir, desde una perspectiva real y concreta, que no puede ni quiere abandonar. * Cervantes es ejemplo de una situación que me parece antropológicamente muy interesante. Cuando se habla de libertad es frecuente que se la considere, sobre todo en psicología, de una manera errónea. Se piensa a veces que la libertad consiste primariamente en deliberación; es decir, cuando no sé qué hacer, cuando estoy dudando si hacer una cosa u otra, delibero y al final me decido, eso es —se piensa— un acto de libertad. Evidentemente esto es así. Pero, ¿es que soy menos libre cuando no vacilo, cuando no delibero, cuando quiero plenamente algo y voy derecho a ello, sin la menor vacilación? Es absolutamente ridículo pensar que soy entonces menos libre; lo soy todavía más. Nunca me siento más libre que cuando hago algo con toda el alma, cuando me lanzo a algo porque es lo que absolutamente quiero, sin reserva, sin residuo de vacilación o duda. Es entonces cuando estoy en la cima de la libertad, cuando soy plena, íntegramente libre. El ejemplo más evidente sería el enamoramiento. Tiene un elemento de azar, uno se enamora de una mujer a la que ha encontrado por azar —empezando por el gran azar de que ha vivido en el mundo al mismo tiempo—; por otra parte, el que se enamora tiene una impresión de «inevitabilidad» —«nadie elige su amor», dice Antonio Machado—; y, sin embargo, nunca se siente uno más libre que cuando se enamora, cuando va la realidad entera al objeto de ese amor. Pues bien, algo así representaría el ser español en Cervantes. Es su condición, no la ha elegido, no es como la asociación en la cual se ingresa, a la que se preexiste; la pertenencia a la familia es otra cosa, me encuentro en una que no he elegido, en la cual he nacido, como he nacido en España. En Cervantes hay una particular intensidad de esa condición española y en ella se siente en libertad; puede decir de España lo que quiera, puede estar contento o descontento, entusiasmado o desesperado; está irremisiblemente ligado a esa condición que es la suya, en la cual consiste. He hablado antes de destino. Parece algo sobrevenido, en algún sentido impuesto, pero a veces, como en el enamoramiento, es un destino libremente aceptado, que puede llamarse vocación. Es el caso de Cervantes, para quien ser español es la primera y más importante trayectoria, que dura toda la vida y a la cual se van agregando todas las demás. Desde la instalación se proyecta uno vectorialmente; mejor dicho, desde las múltiples dimensiones de la instalación vital. Cervantes tiene vocación de español, en este sentido riguroso; no se puede decir de todos, aunque no sea tampoco exclusivo de él. Estoy intentando reconstruir, con testimonios suyos, con citas, puestas a veces en boca de personajes, cierta figura de ser español. De Cervantes se han dicho innumerables cosas y muchas veces se ha recurrido a hipótesis no muy probables y por supuesto difíciles de justificar. Estoy tratando de hacer inteligible la vida y la figura de Cervantes considerando lo que realmente sabemos de él y el contenido de su obra. Hemos visto hasta qué punto se ilumina simplemente viendo a qué generación pertenece y qué puesto ocupa en ella y cómo interfieren diversos azares. Decía también que es un español sumamente peculiar, que no se puede poner como escritor en fila con los demás y al mismo tiempo no puede ser ni más español ni más que español. Ahora he tratado de examinar cómo lo fue y podemos seguir preguntándonos cómo se va sintiendo en otras dimensiones de la vida, cómo se van

superponiendo a ese cauce, que fluye en continuidad desde 1547 hasta 1616, las demás trayectorias, cómo se engarzan, se contraponen, acaso se frustran, o bien convergen en una unidad superior.

7 «Tú mismo te has forjado tu ventura» La condición intrínseca de español es la trayectoria primaria y permanente de Cervantes, el cauce por el que transcurre su vida. Al intentar examinar las trayectorias más significativas, he elegido como título de este capítulo un verso que aparece muchas veces y también la misma idea en prosa; algo recurrente en la obra de Cervantes: «Tú mismo te has forjado tu ventura». Si la españolía es el cauce de todas las trayectorias, podemos decir que la libertad es la cualidad que tienen todas ellas, la forma de su consistencia. Y es también un carácter permanente, aunque no tiene esa realidad de encontrarse desde luego, de instalación; diríamos que a la libertad le pertenece más bien un carácter proyectivo: desde su condición primaria de español, Cervantes se proyecta hacia la libertad; o, si se prefiere, se proyecta libremente hacia todas las metas que van surgiendo en su vida. En posesión de ella o en forma de privación, Cervantes ve la vida como libertad. Esto lo vio muy bien Luis Rosales en un excelente y extensísimo libro, Cervantes y la libertad, en que recogió y comentó con penetración innumerables pasajes de nuestro autor que lo atestiguan. Y no se olvide que Cervantes, fascinado con Italia, siempre atraído por ella, encuentra que es una sociedad con más libertad que la española —y probablemente que cualquier otra—, con menos presiones y mayor repertorio de posibilidades; su mayor elogio es «la vida libre de Italia». Pero hay que tener en cuenta también el reverso, que sobreviene para él inmediatamente después de esa experiencia: la decisiva de los cinco años de cautiverio. Creo que rara vez se repara en lo que esto significó; al menos, la tendencia es a resbalar sobre esa cifra escalofriante: cinco años. Argel significó la pérdida brusca, inesperada, completa, de la libertad. No las pérdidas o restricciones parciales, que siempre existen, las limitaciones y presiones con las que hay que contar y que Cervantes conoció durante toda su vida. Argel fue la privación brutal, violenta, arbitraria, total de la libertad. Esto le parece a Cervantes literalmente insufrible, intolerable, porque va contra la condición misma de la vida. La vida humana es libertad, el cautiverio es su negación, con un remoto horizonte de esperanza, problemático, lejano, siempre aplazado, el rescate; o la peligrosa y difícil evasión. Cervantes la intenta una y otra vez; hay que intentar escapar al cautiverio, sea cualquiera el riesgo, y sabe bien que es el máximo. Siempre se frustran las tentativas, por traición de alguien, por las dificultades reales, por la mala suerte. Cervantes asume siempre la responsabilidad, arrostra el tremendo peligro, siempre dice: «Yo he sido». Esto es, evidentemente, una prueba de gran valor; también de generosidad: reclama la responsabilidad, trata de exculpar a los compañeros de cautiverio que han querido escaparse con él. Pero tiene además un aspecto que me parece muy importante: la reivindicación de la libertad. El exponerse a pagar un precio altísimo, probablemente la vida, el decir «yo he sido», equivale a decir «yo ejerzo mi libertad pese a quien pese y cueste lo que cueste». No se puede olvidar este aspecto en los intentos de evasión de Cervantes, en su manera de sobrellevar el cautiverio, y esto explica también la libertad con que lo mira después de pasado, en sus recuerdos, en su teatro. Cervantes piensa, y no solamente lo piensa, sino lo vive, que nadie puede anular la libertad personal, aunque pueda ponerle trabas e impedimentos. Es interesante hasta qué punto coincide la visión de Cervantes con lo que el pensamiento actual, y muy especialmente el español, ha venido a descubrir con evidencia: que la libertad es la condición intrínseca de la vida humana, que es irrenunciable, porque si se renuncia a ella se lo hace libremente, ejerciendo esa misma libertad. Pueden las situaciones reales reducir angustiosamente la libertad, pero no anulan la condición libre del hombre, que mantiene mientras vive. Es reveladora la insistencia de Cervantes, en muchos lugares de sus obras, en que los filtros, por ejemplo amorosos, pueden modificar la conducta de una persona, pero nunca anular el libre albedrío. Podrán llegar hasta a enloquecer al que los recibe, pero su libertad queda exenta de su influjo. Incluso la idea del encantamiento, recibida de los libros de caballerías y que aparece constantemente en el Quijote, excluye expresamente su anulación del libre albedrío. Don Quijote cree que los encantadores lo persiguen, le cambian las cosas, trastruecan el resultado de sus hazañas, le hacen mil tropelías,

desfiguran a las personas, como ocurre con el encantamiento de Dulcinea; pero ni siquiera los encantadores pueden con la libertad. El libre albedrío queda siempre a salvo, no está a merced de los filtros —hoy diríamos las drogas— ni de las artes mágicas de los encantadores; es algo inamisible, que no se puede perder, una propiedad inalienable del hombre. Este es el núcleo de la actitud cervantina. Por eso dirá sin descanso «Tú mismo te has forjado tu ventura», porque esta es, a última hora, obra del hombre, a pesar de las presiones, los entorpecimientos, las limitaciones. Por ese núcleo de libertad el hombre es dueño y responsable de sí mismo. Pocas veces se ha dado en ningún autor, filósofo, novelista o dramaturgo, una afirmación tan enérgica y constante de la libertad como en Cervantes. * La locura de Don Quijote lo lleva a forzar las cosas, hasta sus últimas consecuencias. No se puede forzar la libre voluntad de nadie, por ningún motivo, con ningún pretexto. Don Quijote no se detiene por ninguna consideración, ni siquiera legal o impuesta por el buen sentido. La liberación de los galeotes es buen ejemplo. Los galeotes son delincuentes, han sido juzgados y condenados, van a cumplir una sentencia en las galeras. Don Quijote habla con ellos, les pregunta, se entera de sus historias; tal vez ha habido alguna injusticia, una denuncia falsa, o el juez ha sido demasiado severo, o les ha faltado energía para negar el delito en el tormento; pero no es esto lo que cuenta: la mayoría de ellos son delincuentes, lo reconocen y hasta se jactan de sus delitos. Esto no cuenta para Don Quijote, sino que van forzados, no quieren ir a las galeras, los llevan contra su voluntad, que se está violentando; y los pone en libertad. Como es sabido, la cosa termina muy mal; no solo ha acometido a la Justicia y se ha puesto fuera de la ley, sino que los galeotes, ingratos, lo apalean y apedrean y lo dejan maltrecho y molido. La idea de Don Quijote es muy clara: pase lo que pase, sean cualesquiera los motivos, aunque sea la ley, aunque los guardas estén cumpliendo órdenes del rey, el hecho fundamental es que van contra su voluntad, que los están obligando a hacer lo que no quieren, y esto no se puede hacer. Recuérdese aquel otro episodio en que Don Quijote cree que una turba de disciplinantes llevan forzada a una señora y arremete contra ellos para liberarla. Se trata de una imagen de la Virgen a la que llevan a una ceremonia, pero Don Quijote no puede soportar que se atente a la libertad de nadie. Se dirá que esta actitud responde a la locura de Don Quijote; así es, pero no es más que la exageración demencia!, sin respeto a la realidad, de lo que realmente piensa Cervantes. Lo vemos en un aspecto de la obra de Cervantes, también recurrente, que aparece en la poesía, en el teatro, en las Novelas ejemplares, en el Quijote, en el Persiles: la idea de que el amor no se puede impedir, no se puede contrariar. Las consecuencias son siempre funestas: siempre se paga el querer impedir el amor y ponerle trabas. La obra de Cervantes lo muestra hasta la obsesión, en todos los contextos, en todas las relaciones posibles; toda ella está llena de historias de amor siempre afirmado, visto con un respeto ilimitado en cuanto es amor. Podrá no ser lícito, condenable en algún as- pecto, pecaminoso; Cervantes no lo oculta, pero en cuanto es amor y mientras lo es, lo ve con respeto y simpatía. En algunos casos se trata de una insensatez, una demencia, como el del viejo rey Policarpo en el Persiles — extraordinario personaje— que se enamora de Auristela, es decir, de Sigismunda, y de ello se sigue la pérdida de su corona y un desastre total. A Cervantes se le dispara la simpatía hacia este viejo rey Policarpo, enloquecido de amor, fiel a su actitud constante. A la inversa, el amor tampoco se puede imponer y si se hace tiene malas consecuencias. Recuérdese la novela El celoso extremeño o el entremés El viejo celoso, las dos versiones de la misma historia. El viejo que ha vuelto muy rico de las Indias y se casa con una muchacha muy joven, que evidentemente no lo ama; es un matrimonio arreglado, sin amor, y el viejo tiene a la muchacha encerrada, sin dejar que nadie entre ni salga; y aquello acaba muy mal. Cervantes es también contrario a la práctica, que ha durado siglos y siglos, de que los padres arreglen y dispongan los matrimonios de sus hijos, y sobre todo de sus hijas y estas obedezcan. No se olvide que El sí de las niñas, de Moratín, se escribe cuando acaba de empezar el siglo XIX. Estos matrimonios, con frecuencia, eran afortunados. Uno de los primeros libros de Marañón que leí de muchacho se titulaba Amor, conveniencia y eugenesia; Marañón, con su gran talento y experiencia, decía que los matrimonios «razonables», de conveniencia, en gran proporción salían bien y los casados con

frecuencia se querían profundamente. No vemos hoy esto con simpatía —yo me siento más bien cervantino—-, pero en vista de cómo resultan ahora muchos matrimonios hay que pensar que acaso la estadística era más favorable a aquéllos. Pero lo que aquí nos interesa es la actitud de Cervantes, absolutamente clara: el amor no se puede imponer, ni se puede impedir ni contrariar cuando es verdadero amor, la forma suprema de la libertad. * Todavía hay más, porque en el Quijote se formula toda una teoría de la libertad. Recuérdese el maravilloso episodio de la pastora Marcela. Don Quijote y Sancho encuentran a unos pastores que están llenos de dolor porque ha muerto uno de ellos, especialmente estimado y atractivo, que había hecho estudios, era persona refinada, apuesto y de gran figura, de buena familia; Grisóstomo se ha suicidado —algunos comentaristas han tratado de negarlo, pero está bien claro— porque no ha correspondido a sus amores una pastora de gran belleza, Marcela, también de buena alcurnia, con todas las dotes estimables. En este pasaje se formula con rigor extraordinario una teoría de la libertad, se afirma la vida elegida libremente y sin seguir las conveniencias. Los amigos de Grisóstomo, que van a enterrarlo en la sierra, llenan de reproches a Marcela, la consideran culpable, autora de la muerte del pastor, por no haber correspondido a su amor. Con enorme energía lo expresa uno de los amigos: «Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes». Grisóstomo, en efecto, componía poemas en elogio de la amada y al cantar su amor iba a eternizarla. Estos reproches se hacen con gran hostilidad a Marcela. Pero ella aparece entre los riscos ante los amigos de Grisóstomo y hace una briosa defensa. Es un pasaje admirable, donde dice cosas esenciales. Véanse algunos ejemplos. «No alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama.» Puede el feo amar a la hermosa, o pueden ser muchos los que aman a la misma persona y naturalmente no puede corresponder a todos. «El verdadero amor —añade Marcela— no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso.» «Yo nací libre y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.» No acepta responsabilidad por tener una belleza que fascina a los hombres; una espada no corta si no se acerca uno a ella y el fuego si está lejos no quema; no ha intervenido para nada y se define con una fórmula espléndida: «Fuego soy apartado y espada puesta lejos». Y todavía añade: «El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino y el pensar que tengo de amar por elección es excusado». Decía antes que el destino libremente aceptado es la vocación. Marcela no se ha enamorado y ese es el amor que para ella tendría valor. No hay que pensar que ame por elección —se entiende, de otros, pero ni siquiera de sí misma, por decisión o voluntad—; Cervantes, que no era un filósofo, entiende por verdadero amor el destino que se acepta libremente. * Otro ejemplo excelente de la manera de entender la libertad se encuentra en una novela poco leída y que la mayor parte de los estudiosos desdeñan —una excepción es, como era de esperar, el clarividente Azorín—: El amante liberal; es un error desdeñar ninguna obra de Cervantes; es preferible leerlas con atención. Han raptado a Leonisa, una doncella hermosa, noble e ilustre, y Ricardo, que está enamorado de ella, lo ha sacrificado todo, se ha expuesto a los mayores peligros para rescatarla y salvarla. Y al final, cuando lo ha conseguido, la entrega a Cornelio, de quien cree que está enamorada, y dice esta frase, que establece perspicazmente la jerarquía de las cosas: «Esta sí quiero que se tenga por liberalidad, en cuya comparación dar la hacienda, la vida y la honra, no es nada». La mayor generosidad es dar lo más propio, lo que realmente vale la pena: su vocación amorosa, sacrificada al ceder a Leonisa. Pero hay un momento de vacilación y Ricardo rectifica a tiempo: «No es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno. ¿Qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro? ¿O cómo puedo ofrecer lo que

está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya... y así, pues, de lo dicho me desdigo, y no doy a Cornelio nada, pues no puedo». Por supuesto, Leonisa no está enamorada de Cornelio, como suponía con error Ricardo, sino de este, y se casan, y hay un desenlace feliz; pero lo importante es la afirmación de la libertad, con una precisión asombrosa; se reconoce la liberalidad de Ricardo por haber sacrificado su fortuna, haber pasado grandes penalidades, haber expuesto su vida; el verdadero acto de generosidad es sacrificar lo más suyo y más valioso, a la amada; pero no puede hacerlo, porque no le pertenece. Cervantes persigue la noción de libertad con un rigor que sorprende. Finalmente, en el Viaje del Parnaso hay una conmovedora confesión de Cervantes a Apolo y la contestación de este, unos cuantos versos extraordinarios, que descubren, si se leen con atención, cómo Cervantes se entendía a sí mismo: Tuve, tengo y tendré los pensamientos, merced al cielo, que a tal bien me inclina, de toda adulación libres y exentos. Nunca pongo los pies por do camina la mentira, la fraude y el engaño, de la santa virtud total ruina. Con mi corta fortuna no me ensaño, aunque por verme en pie, como me veo, y en tal lugar, pondero así mi daño. Con poco me contento, aunque deseo mucho. Reténgase esta última frase extraordinaria, una de las más profundas claves de esa persona que se llamó Miguel de Cervantes, que se pasó la vida lleno de deseos, contentándose con poco y haciendo que tuviese tal intensidad que valiese por todo lo deseado. Y véase la respuesta de Apolo, la socarrona y resignada contrarréplica de Cervantes, el balance vital que hace en los linderos de su vejez: «Tú mismo te has forjado tu ventura, y yo te he visto alguna vez con ella, pero en el imprudente poco dura. Mas si quieres salir de tu querella, alegre, y no confuso, y consolado, dobla tu capa, y siéntate sobre ella. Que tal vez suele un venturoso estado, cuando le niega sin razón la suerte, honrar más merecido que alcanzado. —Bien parece, señor, que no se advierte, le respondí, que yo no tengo capa. El dijo: “Aunque sea así, gusto de verte”. La virtud es un manto, con que tapa y cubre su indecencia la estrecheza, que exenta y libre de la envidia escapa.»

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Es mejor merecer las cosas que alcanzarlas —dice Apolo—; alcanzarlas no importa demasiado. Es la respuesta adecuada a la frase de Cervantes: «Con poco me contento, aunque deseo mucho». Sin lo segundo no tendría demasiado valor lo primero. * La coherencia es perfecta. En pasajes de muchos libros, en diversos contextos, en distintas épocas, seguimos una trayectoria de la que Cervantes nunca se aparta. En cualquier situación, cuando

goza de la libertad o está privado de ella, en las que exigen el valor o en los asuntos amorosos, en lo que tiene que ver con la autenticidad, se conserva fiel a su condición irrenunciable. Cervantes, naturalmente, no desconoce el influjo de las circunstancias; sabe que hay que contar con la buena o la mala suerte, con la envidia —todo el mundo tiene que contar con ella y si es español quizá un poco más—; con todo lo que limita y oprime la vida humana, con todas las tentaciones; pero cree que en medio de todo eso y a pesar de ello el hombre es libre y no puede dejar de serlo. Es responsable de sí mismo, es dueño; pero dueño ¿de qué? ¿De lo que ha resultado? No, no siempre; de lo que ha querido, lo que se ha propuesto, lo que ha intentado. «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible.» Podrán ponerlo todo al revés; podrá creer que ha vencido al caballero de los Espejos y resultará su vecino el bachiller Sansón Carrasco; podrá creer que está delante de Dulcinea y encontrar una moza carirredonda y chata, con un olor a ajos crudos que le encalabrinó y atosigó el alma —una de las cosas más tristes del Quijote—. Pero no podrán cambiar su valor, el que ha afrontado al caballero y lo ha vencido; ni el amor casto e inacabable a Dulcinea; y cuando desafía al león, este lo mira, saca la lengua, bosteza y se vuelve a acostar; pero Don Quijote ha hecho lo que estaba en su mano, ha cumplido su parte. No conozco nada en que haya una afirmación de la libertad tan explícita, tan concreta, porque Cervantes es un narrador, un novelista y un poeta, no un teórico; y por añadidura nos da la teoría, poseída y formulada por la pastora Marcela. Y al decir que se contenta con poco aunque desea mucho, Cervantes reconoce la inevitable distancia entre la pretensión y la realidad, con la cual hay que contar. Pero la vida es deseo. Hay un momento en que Don Quijote, en una situación lamentable, dice «yo sé quién soy». Habrá que preguntarse quién fue Cervantes, porque es la pregunta esencial, la que tiene que hacerse todo el que se enfrenta con una realidad humana. Pero quizá la fórmula mejor no es la que acabo de emplear: quién fue Cervantes. Mejor, ¿quién es Cervantes? ¿Por qué hablar de él en pretérito? Por lo pronto, ahí está y tenemos que contar con él. Pero además podemos pensar que sigue siendo, si compartimos su esperanza, de la cual no dudó nunca.

8 «Yo sé quién soy» Tras una visión panorámica de las trayectorias cervantinas, hemos visto cómo la primaria y permanente, el cauce por el que discurren las demás en su momento, es la instalación en la condición española; y que la cualidad que acompaña inseparablemente a todas ellas es la vocación de libertad, presente en toda la vida y en toda la obra de Cervantes, con una claridad, rigor y concreción que asombran. Es el momento de preguntarse quién fue Cervantes, o quién es, como él hubiese deseado y esperado. Hay un momento, en el capítulo V de la I parte del Quijote, en que aparece la frase que da título a estas páginas: «Yo sé quién soy». Lo dice Don Quijote, y en circunstancias particularmente penosas, que conviene recordar. Vuelve solo a su aldea, después de la primera salida, y encuentra a unos mercaderes toledanos, traba conversación con ellos y les pide que reconozcan la belleza sin par de Dulcinea; los mercaderes, socarrones y burlones, dicen que eso es posible, pero que entra en conflicto con otras grandes bellezas, emperadoras de otros lugares, y piden que Don Quijote lo pruebe, que muestre un retrato, por pequeño que sea, para que puedan cerciorarse. Don Quijote se indigna, exige que proclamen la superioridad de Dulcinea, y todo termina con el molimiento a palos del pobre Don Quijote, que queda tendido en el suelo, maltrecho. Entonces recuerda los romances caballerescos e imagina que es uno de los personajes de la fábula, o varios, hasta que aparece un vecino suyo, Pedro Alonso, que se da cuenta de quién es, lo recoge compasivamente y le dice que no es el marqués de Mantua, «su tío y señor carnal», ni Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana. Hay en el Quijote una esencial vacilación o ambigüedad sobre el nombre real del personaje, y en este momento es Quijana. Y entonces es cuando Don Quijote afirma orgullosa- mente su identidad —mejor diríamos, como se verá, su mismidad—y dice: «Yo sé quién soy, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías». Esta es la frase, particularmente reveladora. Hay, por lo pronto, una multiplicidad, no es que diga yo sé quién soy, Abindarráez o Valdovinos o quien sea, sino todos los nombrados y más; y se refiere al futuro, y por eso dice «puedo ser», porque sus hazañas —se entiende, las que realizará— aventajarán a todas las de esos héroes. Al decir «yo sé quién soy», Don Quijote viene a decir: «Yo sé quiénes soy o quiénes podré ser». Los dos elementos de la multiplicidad y el futuro son esenciales. Se refiere a hazañas que no se han realizado todavía pero que dimanan de su vocación, de esa con la que se identifica y que es el núcleo de su mismidad. Por eso la palabra identidad no es exacta; la pluralidad la excluye. Don Quijote mismo podrá ser esos y otros, porque realizará hazañas superiores a las de todos. Don Quijote está pensando en una serie de trayectorias posibles. La noción de trayectoria vital aparece claramente en esta demencial afirmación de Don Quijote cuando, molido y tendido en el suelo, dice «yo sé quién soy»; son trayectorias posibles, no realizadas, unidas por un vínculo común que es la autenticidad, el proyecto central que es su vocación. Si analizamos lo que quiere decir esa afirmación orgullo- sa, petulante y jactanciosa de un Don Quijote quebrantado, en última derrota, a quien tiene que cargar el pobre Pedro Alonso, encontramos que en esa situación de impotencia se siente capaz de ser todo eso, cualquiera de esos héroes y todos juntos, porque podrá hacer hazañas mayores que las de todos ellos. Parece como si Don Quijote estuviera imaginando un haz de trayectorias distintas, con un vértice común que es su vocación. Esta frase entusiasmaba a Unamuno, que la comenta largamente en la Vida de Don Quijote y Sancho, pero si se lee atentamente este libro se verá que su visión no coincide con la que estoy proponiendo. Don Quijote es una persona que va a ser definida por sus proyectos. Es reveladora la vacilación respecto al nombre real: Quijana, Quesada, Quijano, nunca Cervantes parece estar en claro ni muy seguro. Al final, cuando Don Quijote va a morir, parece decidirse por Alonso Quijano el Bueno —el

Bueno, una determinación proyectiva, que responde a una actividad o vocación—. Y cuando Quijana o Quijano o Quesada o quien sea decide hacerse caballero andante, tiene que elegir un nombre. Ha sido habitual —aunque ahora se está perdiendo la costumbre— que cuando alguien iniciaba una etapa vital fundamentalmente distinta, por ejemplo al entrar en religión un fraile o una monja, tomase otro nombre, algunos bastante sorprendentes (tengo un libro bastante extraordinario, certifico que existe, cuyo autor se llama Fray Jeremías de las Sagradas Espinas). La conversación o el nuevo estado justificaban el uso de un nombre nuevo. Esta costumbre se conserva en los Papas, que eligen un nombre, y ha habido muchos Píos, Clementes y Benedictos, pero sobre todo Juanes —nombre de precursor, de evangelista y otros muchos ilustres— y este nombre quedó congelado después de Juan XXIII, antipapa y poco recomendable, hasta que Angelo Roncalli lo reivindicó y usó y le dio lustre, fama y gloria. Pues bien, Quijano elige el nombre de Don Quijote de la Mancha, siguiendo la tradición de incluir la patria, pero luego va cambiando: va a ser el Caballero de la Triste Figura, nombre que procede de Sancho, al ver que presenta «una muy triste figura»; y tras aquella extraña victoria sobre los leones desdeñosos, se llamará el Caballero de los Leones; y todavía, después de su vencimiento en Barcelona, decidirá ser el pastor Quijótiz. Nombres que significan nuevos proyectos, nuevas trayectorias. La última no muy sincera, algo con lo que está dispuesto a contentarse, pero que no le sale del fondo. Y cuando va a morir acepta y reconoce su persona con una cordura recobrada y hace su balance; no es que reniegue de su figura quijotesca, es que desde la altura de esta recapitulación final, al contemplar todas esas trayectorias podría volver a decir «yo sé quién soy». * Pero todo esto se refiere a Don Quijote. ¿Y Cervantes, que es quien primariamente nos interesa? Cervantes es muchas cosas. Hijo de familia, estudiante —no demasiado—, luego será, y con particular intensidad, soldado. Después, algo inesperado, totalmente azaroso, impuesto desde fuera: cautivo. Trayectoria enteramente ajena a sus proyectos, pero en alguna medida aceptada, incorporada a ellos, porque no se limita a soportar la condición de cautivo, sino que la adopta activamente; se comporta frente a ella como cree que es debido, principalmente tratando de evadirse. Tras este paréntesis negativo pero que no es vano ni nulo —admirable confirmación de que no hay «los mal llamados años», todos son años verdaderos de nuestra vida—, Cervantes va a ser escritor sin fama ni mucho éxito, y por poco tiempo —mucho menos que el que pasa en Argel: no es inútil tener presente lo cuantitativo—. Luego, con extraña, larguísima duración, alcabalero, recaudador de contribuciones; y proveedor para la Armada Invencible. Finalmente, durante el último decenio de su vida, escritor famoso pero marginal, muy poco profesional, algo así como un aficionado egregio y un tanto extemporáneo, con un puesto relativamente modesto y siempre discutido en la república de las letras: sin capa, como le dirá a Apolo cuando lo invita a doblarla y sentarse sobre ella, sin mucha fortuna. Una vida bastante larga, sobre todo para las condiciones de su época, compleja, poco brillante, no muy comprensible para los demás, que nunca saben muy bien qué hacer con él; sorprende la vacilación frente a Cervantes de la mayoría de sus contemporáneos. Una de las cosas que casi nunca están claras es cómo ven a una persona los demás. Si se piensa en figuras públicas, las diferencias son enormes según los campos a que han pertenecido. Los políticos presentan figuras condicionadas por las diversas formas de partidismo, pero no es demasiado difícil filiarlas y clasificarlas. Si se trata de escritores, en algunos casos se tiene una idea bastante precisa de cómo fueron vistos en su tiempo; así, Lope de Vega, en forma distinta Quevedo. En el caso de Cervantes las impresiones son varias, no muy conciliables, y acusan cierta vacilación e inseguridad, como si Cervantes resultase una figura extraña, respecto a la cual se sentía cierta inquietud, como si fuese algo más de lo que parecía, de lo que se esperaba, de lo que socialmente se creía. Pero a lo largo de toda su vida, Cervantes sabe quién es. Hay que retener esta impresión, que me parece inconfundible. Y esto quiere decir fundamentalmente que sabe quién quiere ser y no está seguro de si lo será. Esta especie de titubeo, de seguridad e inseguridad juntas, es lo que da un carácter especialmente humano y dramático a la persona de Cervantes. La inseguridad afecta a la realización: sabe quién quiere

ser, pero no está seguro de si lo es del todo, si llegará a serlo de verdad. Recuérdese aquel pasaje tan conmovedor en que Don Quijote, al final del libro, habla de los santos que ganan la gloria, y dice «yo no sé lo que conquisto». Don Quijote ha puesto todo su esfuerzo, y no sabe lo que conquista al final. Algo parecido le ocurre a Cervantes, tan seguro de quién quiere ser, vacilante respecto a lo conseguido. Cervantes se busca a sí mismo durante toda su vida, en medio de circunstancias que con gran frecuencia son adversas; es decir, está ensayando. Es un hombre que ensaya incansablemente, con los ojos puestos en metas que conoce pero que se escapan una y otra vez. Creo que desde esta perspectiva se podría entender la tremenda perturbación que produce en Cervantes la publicación del Quijote de Avellaneda. Rara vez se piensa en cómo influyen en las diversas personas las cosas externas que les suceden. Hace ya tiempo que comenté, no sin sorpresa, la enorme influencia que ejercieron sobre Unamuno ciertas decepciones o fracasos. Quiere ser catedrático, de filosofía o disciplinas afines, varias veces, y no lo consigue; cuando el presidente de un tribunal de oposiciones, para justificar haber dado la cátedra a un hombre evidentemente inferior, incomparable con él, dice que es que tiene ocho hijos, Unamuno responde: «Y yo quiero tenerlos»; quería casarse con Concha Lizárraga y tener hijos, y los tuvo, precisamente ocho. Frente a los ocho hijos actuales del opositor presentaba su proyecto de ocho hijos futuros o futuribles. Le produce también hondísimo efecto que no le den el premio de la Real Academia Española por su estudio sobre el Poema del Cid, tanto que lo hace cambiar de vocación y renunciar a la filología, como el fracaso en la cátedra lo había desviado de la filosofía profesionalmente, aunque nunca dejó de pensar en ella. Finalmente, es incalculable la huella que en él dejó la destitución del Rectorado de Salamanca en 1914, por decisión del ministro de Instrucción Pública, Francisco Bergantín. Toda su vida, política, intelectual y hasta personal, estuvo marcada desde entonces por esa decepción. Y uno se pregunta cómo a un hombre que pensaba incesantemente en la muerte y en la inmortalidad le importaban tanto aquellas cosas, fracasar en unas oposiciones a cátedras, no conseguir un premio, ser destituido de un rectorado. Es un ejemplo de un verdadero problema humano, de los que realmente son desafíos a la hermenéutica, a la interpretación de la vida. El efecto sobre Cervantes de la aparición del Quijote de Avellaneda me sorprende siempre. La segunda parte del Quijote está llena de menciones de esa publicación y de su desconocido autor, tan bien oculto que todavía no se sabe quién es; la última hipótesis, la de Martín de Riquer, según la cual sería Jerónimo de Pasamonte, identificado con el Ginés de Pasamonte o Ginesillo de Parapilla o Maese Pedro de la novela cervantina, está apoyada en muy buenas razones pero no acaba de convencer y no sabe uno a qué carta quedarse. Lo importante es cómo el supuesto Quijote de Avellaneda afecta al verdadero autor. Podría haberse despachado a su gusto alguna vez, haber dicho lo que pensaba del llamado Avellaneda y dejarlo, pero vuelve una vez y otra, porque interfiere en sus proyectos. Cervantes está escribiendo la segunda parte; seguramente la aparición del otro libro aceleró su conclusión y publicación. Siente que Avellaneda ha intentado arrebatarle su yo, su proyecto de Don Quijote, y por eso lo mata al final del libro, para que nadie se atreva a volver a sacarlo a relucir con falsas aventuras. * Si hiciéramos el balance de cómo se siente Cervantes cuando mira su vida, cuando le pasa revista o intenta tomar posesión de ella, podríamos decir que su actitud consiste en darlo todo por bien empleado; esta podría ser la fórmula de la actitud profunda de Cervantes: darlo todo por bien empleado. Tiene solidaridad con su vida pasada y con sus proyectos. Hay ciertos momentos de su vida en que se reconoce a sí mismo, como Lepanto. Estuvo allí, se portó como quien era y le han quedado las heridas, la parcial inutilidad, como prueba palpable de que estuvo en Lepanto. Estas huellas penosas son los títulos que dan autenticidad a eso que fue, a lo que hizo en aquel momento; valen la pena esas heridas porque en Lepanto dio su medida. Recuérdese que no tenía por qué haber luchado, estaba enfermo y con fiebre y, a pesar de ello, quiso combatir en un puesto de peligro, en el esquife de la galera. En aquel momento el proyecto coincide con su realización.

Pero la historia no termina en Lepanto, aspira además a otras cosas. Cuando dice: Yo que siempre me afano y me desvelo por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo, tiene conciencia de que hay dos cosas distintas: las dotes y lo que se hace con ellas. El cielo, dice, no quiso darme la gracia de poeta, es decir, no estaba dotado para la poesía —por cierto, más de los que se piensa, más de lo que él mismo parece pensar, pero en todo caso más de lo que se le reconoce—; acepta tener esas dotes, pero «siempre me afano y me desvelo», es decir, no renuncia nunca a una pretensión, a una vocación poética que siente como auténtica. Lo único que puede hacer es afanarse y desvelarse. De las dotes no se es dueño, son una dádiva, un don, algo que no depende de nosotros; lo que sí depende es lo que hacemos con ellas: recuérdese la parábola de los talentos, en la cual se insiste extrañamente poco. Y hay un aspecto en el que Cervantes insiste con insólita firmeza y plenitud: es cuando proclama su condición de «raro inventor». «Pasa, raro inventor», le han dicho en el Viaje del Parnaso. Y Cervantes, que dice de sí mismo: Yo socarrón, yo poetón ya viejo, proclamará sus méritos reales, aquellos de los que nunca duda: Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno, en cualquiera sazón, en cualquier tiempo, Yo he abierto en mis Novelas un camino por do la lengua castellana puede mostrar con propiedad un desatino. Yo soy aquel que en la invención excede a muchos, y al que falta en esta parte, es fuerza que su fama falta quede. ¡Ah!, inventor sí lo es; así como en Lepanto hizo lo que había que hacer, es inventor. Podrá no tener dotes de poeta y limitarse a afanarse y desvelarse sin demasiado éxito, pero la condición de inventor no se le podrá negar. Es otro momento en que se afirma: ha pretendido serlo y lo ha realizado. Hay en la vida las dotes y lo que se hace con ellas, la buena suerte y la mala, la presión de las circunstancias, favorables algunas veces, adversas en tantas ocasiones, el acierto y el desacierto; pero hay algunos puntos en los que Cervantes se reconoce a sí mismo. La vida humana tiene una multiplicidad de dimensiones, de intereses, de afanes, no comparables; incluso en una vida de normal autenticidad hay ciertas dimensiones en las cuales uno se siente más cerca de sí mismo y, por eso, más real. Lo que pasa es que no es fácil que lo veamos; la mayor parte de las personas se encuentran con que hay una escala de importancias vigentes en cada momento, en cada sociedad, en el medio en que se vive, y es muy difícil resistir a la presión que ejercen esas jerarquías de importancias. Y hay un momento en que se descubre que las cosas que a uno le importan no son precisamente las «importantes». Si se mira bien, «importante» es un participio de presente —lo que importa—, no hay nada importante objetivamente. Pero la importancia vigente y reconocida, acaso formulada y proclamada, la importancia «para los demás», se impone, y no es frecuente que el hombre sepa qué es lo que verdaderamente le importa. Hay un momento decisivo y muy revelador, que es cuando Don Quijote va a morir. La muerte de Don Quijote ha sido interpretada y enjuiciada por los que se han ocupado de la obra de Cervantes de muy diversas maneras; a veces, como una especie de dimisión, de olvido, de negación de su vida anterior; se ha pensado que al morir como Alonso Quijano reniega del quijotismo y de lo que ha sido hasta entonces. Se ha puesto en relación esto con la decisión de dejarlo muerto y enterrado, para que

nadie vuelva a atribuirle nuevas aventuras en historias indignas de él. Creo que si se lee con atención la muerte de Don Quijote, que es sumamente conmovedora, no se ve que haya ese reniego, ese volver la espalda a la vida anterior. Don Quijote se sitúa a una nueva y mayor altitud, desde la cual contempla su vida. En la edad final hay la posibilidad, no siempre aprovechada, de recapitulación e interpretación de la vida, de plena posesión de ella. Don Quijote ha estado loco y toma posesión de ello desde su cordura, y desde ella abarca su vida y considera a las personas que lo rodean; entre ellas Sancho, tan inextricablemente unido a su locura, que ha participado en ella más que él mismo y de una manera incurable; y es claro que Alonso Quijano no reniega, en modo alguno, de Sancho. * Pero una vez más, ¿y Cervantes? Ya a morir y lo sabe. Cuatro días antes, el 19 de abril de 1616, dedica el Persiles a su protector el conde de Lemos: «Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo. »Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo esta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.» Este hombre se está despidiendo de la vida, sabe que va a morir, lo siente y, sin embargo, sigue hablando del deseo de vivir; está terminando el Persiles y todavía promete, sin creer poder cumplir la promesa, la segunda Galatea, las Semanas del jardín, los libros que deseaba escribir y que, bien lo sabe, no va a escribir. No puede renunciar ¿a qué? A seguir deseándolo. Mira a un futuro en que ya no cree; sabe que le queda muy poca vida, que va a morir muy pronto, pero como la vida se hace hacia adelante, es intrínsecamente futuriza, mientras vive sigue proyectando, porque es la condición misma de la vida. Cervantes no tenía nada de filósofo; pero cuando presenta la vida humana en sus personajes de ficción o cuando nos dice algo de la suya propia, parece que conoce su estructura. Y en todo caso se remite a la otra vida con la cual cuenta. Este hombre a punto de morir, puesto ya el pie en el estribo, está persuadido de que la historia no termina ahí y concluye con una apelación a la otra vida. Sabe quién es, quién ha querido ser, y lo sigue queriendo. No se olvide esa frase: «llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir»; en este mundo o en el otro. No es una fe automática y abstracta en la inmortalidad, en la perduración; es el deseo que tiene de vivir. Se despide del lector, de este mundo, de todo lo que ha vivido, con estas palabras sin igual: «Adiós, gracias; adiós, donaires, adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida». Sigue proyectando, sigue esperando contra toda esperanza, porque ya no la tiene en este mundo pero la prolonga, la traslada al otro, a ese otro que seguirá siendo el suyo, con los regocijados amigos a quienes espera ver contentos. Sabe quién es, quién ha querido ser y, repito, lo sigue queriendo; y quiere ser ese, ese mismo. El melancólico Cervantes, al que se suele considerar como un permanente fracasado en una España también fracasada, cuando va a morir hace un balance lleno de entusiasmo y de afirmación de sí mismo. Si leemos lo que Cervantes escribe, tomándolo en serio, que es como hay que tomarlo, encontramos que ese yo que Cervantes es, a pesar de todo es irrenunciable; y, lo que es más grave, es para siempre. Cervantes no solo dice, como Don Quijote, «yo sé quién soy», sino que dice: yo sé quién soy y quién voy a ser siempre. Esta es la palabra decisiva, la que nos da la clave de la actitud de Cervantes. No se me ocurre en este momento otro ejemplo de posesión más modesta y al mismo tiempo más intensa de una vida. Imagínese el grado de posesión de una vida modesta, marginal, no muy afortunada ni muy lograda,

traída y llevada, pero con un asombroso grado de conexión con esa mismidad, con ese proyecto articulado en trayectorias distintas, divergentes, frustradas muchas, realizadas muy pocas, que convergen en un anhelo final. No es fácil encontrar un ejemplo semejante en toda la historia conocida.

9 Soldado y escritor: la evasión y el recuerdo Hemos visto que ciertas trayectorias de Cervantes tienen un carácter permanente y, por decirlo así, cruzan su vida entera y lo acompañan a todo lo largo de ella: su condición española, cauce de todas las demás, pretensión de libertad, tan esencial en sus ideas como en las vidas de sus personales; finalmente la mismidad o autenticidad como condición de la vida. Esta sería la estructura general de las trayectorias cervantinas, la pauta en que se alojan todas las demás, en cierta medida elegidas. En las trayectorias humanas hay siempre un elemento de atracción, de elección; por lo menos se elige seguir o no su llamada. Normalmente no son permanentes, se inician a diversas alturas de la vida, tienen mayor o menor duración y terminan —si es que terminan— por muy varias causas. Esta estructura compleja reclamaría una morfología de las vidas humanas, apasionante, pero no elaborada teóricamente, y que hay que tener presente si se quiere comprender una vida humana concreta. Entre las articulaciones o ramificaciones que se presentan para Cervantes desde su juventud hay dos posibles trayectorias sumamente importantes: una la de ser soldado, otra la de ser escritor. Sabemos que hacía versos ya en el estudio de Juan López de Hoyos, que lo distinguía. Pero desde 1569, en Italia, sigue desde luego la trayectoria militar, que se va a imponer durante largo tiempo. La trayectoria de escritor irrumpirá mucho más tarde; en su primera juventud no hay más que un conato, quizá no más que una afición, pero esto no carece de importancia. Es un concepto un poco olvidado y no muy estimado, pero es decisivo tener aficiones, y su ausencia da un carácter pasivo y mortecino a la vida. Las aficiones a veces se quedan en eso, pero en ocasiones con el germen de la vocación. Se cuenta que Cervantes, ya de niño, recogía los papeles de la calle y se ponía a leerlos, pero la trayectoria que por lo pronto sigue es la de soldado. Después de la culminación en Lepanto, continúa después de curarse de sus heridas. Esta trayectoria se complica con la inesperada, involuntaria y azarosa del cautiverio, pero se puede considerar como una prolongación de la anterior. Es consecuencia de su regreso a España, tras su vida militar; es conducido a Argel como un soldado distinguido, con cartas de recomendación que le dan peligrosa importancia; podría decirse que es cautivo en Argel como prisionero de guerra, y su actitud de resistencia, sus repetidos intentos de evasión, perpetúan su condición de soldado. Todavía después del rescate y la vuelta a España continúa su intervención en campañas militares. Ahora bien, si se toma la vida de Cervantes en su conjunto, la trayectoria principal y más prolongada es la de escritor —con los extraños paréntesis que antes he comentado—. Sin embargo, hay que hacer constar con la misma energía que durante toda su vida conserva la valoración de esa experiencia militar. Nunca la olvida ni la pierde de vista; gran parte de su obra tiene como asunto los recuerdos de los años de combate o de cautiverio; su máximo personaje de ficción, Don Quijote, es un caballero andante, un hombre que entiende que la vida es milicia, un hombre de armas, no un aventurero, sino el que busca las aventuras correspondientes a una pretensión precisa. Y hay además algo excepcionalmente interesante: por boca de Don Quijote se plantea Cervantes el problema de las armas y las letras, justamente como dos caminos o vocaciones posibles, la de soldado y la de escritor. Ese discurso de las armas y las letras, que se suele tomar como un ejercicio retórico de poco interés, no lo es en modo alguno. Unamuno se limita a decir lo siguiente: «Con el buen suceso de los encuentros de; la venta aumentaron los burladores de Don Quijote, a los que enderezó éste un discurso de las letras y las armas. Y como no lo dirigió a cabreros, lo pasaremos por alto». No voy a hacerlo, porque no creo que los cabreros tengan la exclusiva del interés. A pesar de ser Don Quijote quien habla, no hay en el discurso la menor huella de demencia, sino que es un razonamiento bien trabado, ejemplo de cordura. Cervantes se solidariza con él, respalda las palabras de su personaje. Este discurso, que comienza al final del capítulo XXXVII de la primera parte y se extiende a casi el XXXVIII, se enlaza con la historia del Cautivo, que ha escapado llevando consigo

a la bellísima y enamorada mora Zoraida, ansiosa de recibir el bautismo y llamarse María; en este contexto se plantea la cuestión de la superioridad de las armas o las letras. Don Quijote va a exaltar la andante caballería, y habla de que «yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en la boca de la Fama»; lo cual, por cierto, se debe a las letras, al conocimiento literario de sus hazañas. Y continúa: «Quítenseme de delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré, y sean quienes fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo, y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más que buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu como con el cuerpo.» Don Quijote se extiende en el detalle de la necesidad del entendimiento en las armas y se plantea la cuestión de en cuál de las dos disciplinas trabaja más el espíritu y cuál tiene más noble fin. No habla de las letras divinas, «que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo» — lo que hace pensar en lo que unos decenios después dirá Descartes de la teología en el Discours de la méthode—, sino de las letras humanas, «que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se guarden». Este fin es generoso y alto, pero no tanto como el de las armas, «las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida». Este es el planteamiento, quizá inesperado, de Don Quijote, que continúa: «Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: “Gloria sea en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” y la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favorecidos fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: “Paz sea en esta casa”; y otras muchas veces les dijo: “Mi paz os doy; mi paz os dejo; paz sea con vosotros”, bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que, sin ella, en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra; que lo mesmo es decir armas que guerra». Esta identificación de las armas con la paz, que puede parecer una convención o un pío deseo, es algo que se justifica ampliamente y de manera acaso inesperada, como veremos. Y en seguida pasa a considerar cuáles son los mayores trabajos, si los del letrado o del que profesa las armas; y Cervantes escribe unos párrafos bien apartados de toda retórica convencional, llenos de realidad y de ingenio. «Digo, pues, que los trabajos del estudiante son estos: principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que puede ser); y en haber dicho que padece pobreza me parece que no había que decir más de su mala ventura; porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero con todo esto, no es tanta que no se coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa; aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del estudiante esto que entre ellos llaman andar a la sopa, y no les falta algún ajeno brasero o chimenea que, si no calienta, a lo menos entibie su frío y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias; conviene, a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete». Y añade que, al cabo de su carrera, pueden los estudiantes prosperar, mandar, gobernar el mundo y gozar de todas las comodidades. ¿Es más rico o padece menos el soldado? A ello responde Don Quijote con una descripción realista de la vida militar, reflejo de la larga experiencia de Cervantes, tan presente en todo el discurso, que no comprendo cómo ha podido ser desdeñado y casi relegado al olvido. «Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como sale del lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío, con toda naturaleza. Pues esperad que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha; que bien puede medir en la tierra

los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recibir el grado de su ejercicio: lléguese un día de batalla; que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna.» Y añade todavía que los muertos son muchos, y los heridos también, y los premiados muy pocos. De manera que los trabajos y padecimientos del soldado son incomparables con los muy serios del estudiante o letrado. Y con esto llegamos a lo más interesante, la justificación de la supremacía de las armas, que Don Quijote sustenta. Y todavía, al hacerlo, da Cervantes una vivida pintura de los peligros y sufrimientos que arrostra el soldado en campaña o en el mar, poniendo en ella toda la eficacia literaria que le viene de haberlos vivido. «Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vaguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas a estas adherentes que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado que, hallándose cercado en alguna fuerza, y estando de posta o guarda en algún rebellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí en ningún caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisadamente ha de subir a las nubes sin alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si este parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestir dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario.» Todavía, tras estas líneas casi autobiográficas de Cervantes, sigue Don Quijote, como caballero andante, con la tradicional diatriba contra las armas de fuego, con las cuales un cobarde puede derribar desde lejos a un esforzado caballero. Tras las condiciones reales de la guerra, el ideal de los tiempos heroicos con que sueña el Caballero de la Triste Figura. El núcleo del discurso es, en primer lugar, la exaltación de la paz como bien supremo de este mundo y la consideración de las armas como defensoras y aseguradoras de la paz. «Dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrían sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión a que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas.» Las armas contra la fuerza y el desmán; las leyes no son leyes si no tienen vigencia, es decir, vigor, si no tienen poder de coerción, que les viene de las armas al servicio de la paz. Sin ellas no podría haberla, porque no habría seguridad ni defensa contra la violencia. En las armas, tal como las entiende Don Quijote, está la garantía de la paz, y por tanto la convivencia, el imperio de las leyes y, finalmente, el florecimiento de las letras. * En este admirable discurso de las armas y las letras hay una pequeña trampa. Deja Cervantes de lado las letras divinas para ocuparse de las humanas; pero habla del letrado, del hombre de leyes, del jurista, del que formula las leyes, que han de ser buenas y sostenidas por las armas. Pero hay otras letras, que son precisamente las que Cervantes cultiva, las que han hecho famoso a Don Quijote. En la

segunda parte, tan distinta de la primera, como veremos, Don Quijote es conocido y reconocido, porque se ha publicado su historia, la novela cervantina; y siente la gloria, que en el primer Quijote no tenía, y con ella algunos inconvenientes. Son las letras las que han dado resonancia a Don Quijote, la literatura, no las leyes. La fama de Don Quijote es debida a un novelista, porque su libro es una novela. Y hay el poeta, el dramaturgo, el inventor, el que goza de esa vivencia del descubrimiento y la expresión de la belleza, la creación de personajes, de escenarios, reales o imaginados, la reminiscencia de lo heroico: Lepanto o Argel o las hazañas fabulosas de los libros de caballerías. Todo eso vive, justamente porque el hombre de letras lo cuenta, lo recuerda, lo inventa, lo exalta. Se vive en la memoria o pervive en la fama mediante el talento literario, gracias a las letras que Don Quijote omite. Y estas son las que van a interesar a Cervantes, a las que dedicará su vida. Tal vez siente una estimación superior por las armas, acaso les encuentre más mérito y sacrificio, pero —dejando aparte que ya se le ha pasado su hora, que son sobre todo un ejercicio de juventud— el corazón se le va detrás de las letras, que son su vocación más fuerte y duradera. La invención es lo más parecido a la creación. El hombre no puede crear, pero es capaz de esa cuasi creación que es la invención, de la que Cervantes es maestro. Las letras permiten superar las limitaciones de la vida real, hacen posible una irreal dilatación de ella. La palabra «autor», auctor, significa eso: es el que aumenta el mundo, le añade algo; no lo crea de la nada, pero lo hace con las cosas, con los recuerdos, con imágenes, con sueños; con lienzos, pinceles, sonidos o palabras. Las hazañas de Don Quijote, las conversaciones interminables con Sancho, la fauna humana que los rodea, la extraña experiencia, ni de escritor ni de militar, que ha tenido Cervantes por los caminos y los lugares de la Mancha y Andalucía; las múltiples relaciones fingidas e inventadas; los amores del Quijote y las Novelas ejemplares y las comedias, los personajes pintorescos de los entremeses, con su lenguaje coloquial, tomado de la realidad y transfigurado; todo eso, a lo que le falta poco para ser creación, atrae a Cervantes, y ante su llamada no puede renunciar. Y todavía hay algo más: la evasión hacia los mundos imaginarios, sin ataduras de realidad, meramente soñados. A veces extremadamente inverosímiles, como en el Persiles, libro en el cual la pluma de Cervantes se escapa a fantasear un mundo que no ha conocido ni conocerá nunca, con ciertos fragmentos de realidad muy cruda, que sirven para acentuar el contraste. Piénsese en el estilístico que hay entre la prosa afectada, elaborada, refinadísima, puramente literaria, y aquellos momentos en que como por un desgarrón del tejido aparece la realidad, con un lenguaje de un bronco casticismo que tiene la función de lo que los geólogos llaman un cerro testigo, para acentuar la irrealidad voluntaria, deliberada, idealizada del conjunto de la novela. * Todo esto forma parte de lo va a ser la más verdadera y permanente vocación de Cervantes, ya iniciada en su juventud y que se va a mantener hasta el final de su vida y más allá, porque cuando va a morir sigue prometiendo los libros que deseaba escribir, que lo están llamando. Cervantes, que ha tenido una fuerte experiencia de la vida militar, que ha seguido luchando aun después de recibir sus heridas, hasta después del cautiverio, la valora extraordinariamente. Y no se pierda de vista que cuando Cervantes habla de esa función en que tanto cuenta el espíritu y el entendimiento, se trata de otros militares, que él no ha sido: de los que prevén los movimientos del enemigo, hacen los planes de batalla, defienden una ciudad, deciden las fortificaciones o mandan una flota; el soldado de a pie o a caballo, el marino o el que combate en un barco, lo que hacen es luchar, disparar, montar a caballo, recibir los balazos o los golpes de arma blanca, saltar al abordaje. Cervantes no tuvo nunca una categoría militar superior; pudo ser capitán, pero no llegó a serlo. Y se ocurre pensar que ese apartamiento tan largo de la literatura, tan difícil de entender, esos largos años de alcabalero o de requisador de víveres para la Armada, acaso sean, si se mira bien, un equivalente de los azares, de los peligros, de las incomodidades constantes de la vida militar; ahora en la paz, en la vida civil, pero con un elemento común que es el contacto con la realidad en toda su crudeza, la experiencia de las gentes con las que tiene que habérselas. En ello se puede ver una aproximación a esa vida de soldado que siempre echa de menos. Recuérdese aquel extraordinario párrafo de La ilustre fregona en que Cervantes habla de la picaresca

y de las almadrabas de Zahara, donde estaba su finibusterre. Muchas veces me he preguntado, ante ese u otros pasajes, algo que rara vez preocupa: ¿cómo se ha escrito esto, cómo ha tenido que ser el autor para escribirlo? Cervantes escribió: «¡Oh picaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid; vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva innumerable que se encierra debajo de este nombre picaro! Bajad el toldo, amainad el brío; no os llaméis picaros, si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes: allí, allí sí que está en su centro el trabajo junto con la poltronería; allí están la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin aciones. Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo; allí van o envían muchos padres principales a buscar a sus hijos, y los hallan; y tanto siente sacarlos de aquella vida como si los llevaran a dar la muerte». ¿De dónde le viene esta lengua a Cervantes, que usa con tal dominio y, sobre todo, con tal fruición? ¿No recuerda la proximidad, la inmediatez de la descripción de los riesgos del soldado, en el discurso famoso, que suele colocarse en los antípodas? Y, lo que es aún más interesante, ¿no es este párrafo una insuperable descripción de lo que es vocación? Y añádase que esa vida que Cervantes evoca es el reino de la libertad: «allí campea la libertad», dice. Ahí reside gran parte del secreto. Cervantes muestra siempre cierta resistencia, no al cultivo de las letras, sí a tomarlo como profesión. No se entiende bien Cervantes si no se tiene en cuenta que apenas fue un escritor profesional, lo cual tuvo muchos inconvenientes pero le dio cierta distancia respecto al gremio al cual pertenecía, pero sin acabar de confundirse con él. Se siente sin duda algo «francotirador»; va por su cuenta, hace lo que quiere, a su manera, sin estar en los corrillos de los escritores —en nuestro tiempo no hubiese frecuentado tertulias ni congresos—. Esto explica ciertas anomalías de su figura. Sigue la trayectoria de las letras, la vocación de escritor, pero ha conocido también el otro mundo, el de las armas, el de la guerra, y lo estima. No comparte la actitud, tan frecuente, de los que aparentan desdeñar las armas porque les falta el valor o la disposición a arrostrar las penalidades y sufrimientos, los trabajos de la vida militar, y no digamos en aquella época. Ahora la guerra es relativamente más cómoda; pero imagínese lo que eran las marchas a pie, por malos caminos o sin ellos, en unos barcos dominados por el hedor y la falta de espacio; lo que eran las exploraciones de América, los viajes transatlánticos o por el Pacífico, o a través de los territorios del continente. Hace poco leía sobre la vida de Pedro Sarmiento de Gamboa, y es absolutamente inconcebible la acumulación de esfuerzos, dificultades, padecimientos, aventuras de este hombre que no fue una excepción, sino uno de los innumerables españoles que fueron a América a introducir en ella la inverosimilitud. Hay que tener en cuenta todo esto. Ese valor que a muchos falta, lo que los lleva al desdén de las armas, Cervantes lo tiene y lo ha probado. Es libre para volverse a las letras, la verdadera ilusión de su vida, con la conciencia tranquila porque ha podido ser también lo otro. Lo que más le duele de Avellaneda es que hable con desdén de sus heridas. Recuérdese que en el Poema del Cid un personaje hace este reproche: «Lengua sin manos, ¿cuerno osas fablar?». Cervantes sí tiene manos, una estropeada porque las ha usado; por eso tiene derecho a hablar. Hablar es fabular, inventar, escribir. Es la justificación de seguir la trayectoria que lo ilusiona, lo encandila, a la cual no podrá renunciar mientras le dure la vida.

10 La novela: vidas imaginarias Cervantes es ante todo novelista; ya desde La Galatea, que no abre el camino hacia lo más original y creador, pero en definitiva es una novela. Lo que aquí me interesa, sin embargo, es el conjunto de las Novelas ejemplares, publicadas en 1613, mucho después del Quijote, dos años antes de la segunda parte, pero de composición probablemente bastante anterior. Algunas están compuestas en 1604, todas estaban terminadas y presentadas para la censura, tasa y privilegios en 1612; no se sabe en qué orden se escribieron, el del libro es editorial, para mejor efecto en el lector. Pertenecen sin duda a la fase más activa de Cervantes, a los primeros años del siglo XVII. Habría que aproximarlas a las intercaladas en el Quijote I, como la del Curioso impertinente, y las que están ligeramente fundidas con el argumento del libro, como la historia del Cautivo, la de Luscinda y Cardenio, la de Fernando y Dorotea, etc. Son, pues, coetáneas de la primera parte del Quijote y de la gestación de la segunda. En el prólogo habla Cervantes del retrato que le hizo don Juan de Jáuregui (Jáuriguí escribe), y que, como es sabido, no es el que preside las sesiones solemnes de la Real Academia Española, y a continuación hace el famoso retrato literario de sí mismo, lleno de ingenio y simpatía. Y de sus novelas dice que son ejemplares. Se ha discutido mucho sobre en qué sentido lo pueden ser, se ha hablado de la «heroica hipocresía» de algunos autores del siglo XVII, por lo general se ha pensado en la ejemplaridad moral. Vale la pena recordar lo que Cervantes literalmente dice: «Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí. »Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras; digo sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables, antes aprovechan que dañan. »Sí, que no siempre se está en los templos; no siempre se ocupan los oratorios; no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. »Para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas, y se cultivan, con curiosidad, los jardines. Una cosa me atreveré a decirte, que si por algún modo alcanzara que la lección destas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí, que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.» Todavía dice algo más, que parece no tener que ver con' el aspecto moral, sino con la invención y destreza literaria: «A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más que me doy a entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa». Finalmente, hay una frase un tanto sibilina que merece retenerse: «Sólo esto quiero que consideres, que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta». Cervantes pone sus novelas en la región de la vida humana que corresponde a la diversión, al ocio, descanso o recreo, y las aproxima, más que a otra cosa, a la jardinería. Por otra parte, afirma su originalidad, no ya la invención novelesca, sino el género mismo; estas novelas han sido, no solo escritas, sino pensadas en español, con una conciencia de valor indiscutible, a pesar de la habitual modestia de Cervantes. Finalmente, dice que «algún misterio tienen escondido que las levanta», con lo cual dirige la atención del lector en otra dirección. Hace veinte años, en Antropología metafísica, aventuré

la suposición de que lo que «en el fondo y sin acabar de saberlo quería decir Cervantes cuando llamó a sus narraciones Novelas ejemplares» era que «un análisis de las formas de instalación tiene siempre un carácter que deberíamos llamar el ejemplar; cada una de las formas que aislemos y analicemos tiene un carácter «emergente», en el sentido de que es algo que emerge de la totalidad unitaria de la instalación, a título de ejemplo, y surge siempre sobre un contexto que lo sustenta y que no está siendo actualmente analizado, que va más allá de toda conceptuación actual». Cervantes, que en sus narraciones se ha acercado como nadie antes que él a esa realidad que es la vida humana, presenta en ellas formas de humanidad, ejemplos de lo que es ser hombre o mujer —no olvidemos que tiene las dos formas de vida bien presentes— y la referencia al conjunto de sus novelas o lo que son cada una por sí sola acentúa, si no me equivoco, ese sentido «emergente» y parcial de cada una de las vidas. Este podría ser ese misterio escondido que «levanta» las Novelas ejemplares y que se realiza precisamente en esa esencial dimensión de la vida que es la diversión, el apartamiento de los negocios y deberes de la vida, su dilatación hacia mundos imaginarios. * Las Novelas ejemplares, aunque constituyen una unidad de la que su autor tiene clara conciencia, son «doce cuentos», como dice en su dedicatoria, y bastante diferentes entre sí, como siempre se ha señalado. Por cierto, fundándose en la autoridad del propio Cervantes, que ha escrito: «Los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos; otros, en el modo de contarlos; quiero decir que algunos hay que aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos y con mudar la voz se hacen algo de nonada y de flojos y desmañados se vuelven agudos y gustosos». Este pasaje del Coloquio de los perros se ha aplicado siempre a la clasificación de sus novelas y la estimación general se ha dirigido al segundo grupo, con un desdén más o menos mitigado del primero. Pero, en primer lugar, las fronteras entre los dos no siempre son claras y la valoración es problemática. De un lado pondríamos La gitanilla, El amante liberal, La española inglesa, La fuerza de la sangre, Las dos doncellas y La señora Cornelia. Del otro estarían Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, El celoso extremeño, El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros; acaso entre ambos La ilustre fregona, que a primera vista pertenece al primer grupo, pero tiene mucho contenido del otro. Las novelas de la primera categoría son primariamente de aventuras; a los personajes les pasan muchas cosas, con frecuencia dramáticas; hay amores, huidas, reconocimientos, muertes, predominan las personas de nivel social elevado, caballeros, damas importantes, doncellas ilustres. Los personajes del otro grupo representan medios sociales más bajos, a veces extremadamente, lo que hoy se llamaría marginales; y el argumento es casi siempre mucho más estático, con menos aventura y, por consiguiente, menor peso de la narración, más presentación de cuadros o ambientes. En La ilustre fregona se mezclan ambas técnicas y el argumento participa de las dos posibilidades. En cuanto a la valoración, tengo mis reservas, sobre todo respecto a la preferencia de Cervantes, que es lo más interesante. La verdad es que en las novelas del primer grupo hay mucho artificio literario, no se contenta con el atractivo del argumento y las aventuras, están contadas con gran esmero y poniendo en ello los cinco sentidos. Yo creo que a Cervantes le gustaban mucho y no las desdeñaba en modo alguno, lo cual nos invita a tomar el citado texto cervantino con un grano de sal. Lo que tienen estas novelas, todas ellas, es un increíble, impresionante desfile de humanidad; hay personajes de todos los niveles y condiciones, desde los más altos hasta los más bajos y desastrados — ladrones, prostitutas, cuadrilleros, tramposos, todo lo que se quiera, hasta dos perros—. Y algo absolutamente extraordinario: Cervantes maneja todos los registros del lenguaje, desde los más elevados, alambicados, retóricos, arcaizantes, hasta los más populares, coloquiales, desgarrados, burlescos, la germanía, absolutamente todo. No creo que haya ningún otro autor que use con tanta seguridad, acierto y complacencia todos los registros del español. Solamente con su obra se puede reconstruir toda la lengua española de su tiempo, el vocabulario, los giros, los modismos, los refranes, los diferentes tonos, los niveles. Aparecen los bajos fondos, en el patio de Monipodio y en otros muchos lugares; hay trapaceros, engañadores, mozas del partido, alcahuetas, menestrales, alguaciles, soldados, gitanos —temáticamente

en La gitanilla—. Los gitanos tenían mala prensa en toda la literatura del Siglo de Oro; se habían establecido en España, en números bastante grandes, a principios del siglo XV; no se habían fundido con el resto de la población, se habían mantenido distintos y en cierto sentido aparte, en una curiosa forma de convivencia; se los tiene por ladrones sin más, aunque pudieran ser también otras cosas. Hay pragmáticas que disponen que se asiente, aprendan oficios y no roben, pero no hacen caso de todas esas disposiciones y son mirados con desprecio y en ocasiones con hostilidad. Cervantes se hace eco de esto, pero al mismo tiempo hay en él cierta simpatía, que le viene de su complacencia en la realidad, rasgo esencial suyo. Hay en su obra ciertas concesiones: esa maravillosa criatura que es Preciosa, al final resultará que no es gitana, sino una doncella de familia noble, como le ocurrirá a la fregona de Toledo, Cos- tanza, que será sobre todo ilustre; pero es evidente la simpatía con que estas figuras están tratadas, incluso en su primitiva condición. Y hay, por supuesto, caballeros, damas linajudas, doncellas hermosas, todo el mundo de su tiempo, toda España y algo más, porque algunas de las novelas no son de ambiente español. Se hace con frecuencia a estas novelas el reproche de la irrealidad o idealización. En las del primer grupo sobre todo, porque muchos personajes son admirables: las mujeres son bellísimas y elegantes, los caballeros son apuestos, valientes, nobles y refinados, y las historias suelen tener un desenlace feliz. Es curioso que nunca se hace ese reproche de convencionalismo a las novelas en que se presentan casos desastrados o gente lamentable. Esto responde a un prejuicio generalizado y de enorme arraigo, no solo en la literatura, sino en su manera de juzgarla, y también en la vida real, un negativismo que se gesta en el siglo XVIII, continúa el XIX y llega al nuestro. Un autor del XVIII dice que hay que hacer más caso de los que no creen que de los que creen, porque estos pueden no tener razones para su creencia y los incrédulos las tienen para no creer. Y recuérdese la definición que da Hippolyte Taine de la percepción: una alucinación verdadera, une hallucination vraie. No se define la alucinación como una percepción anormal o morbosa, en que el objeto que se cree percibir no existe o es otra cosa, sino que la percepción sería una alucinación que resulta ser verdadera. Pero hay que preguntar: ¿es que no hay personas dignas, no hay mujeres bellas, hombres virtuosos y valientes? Sí, los hay también, el mundo no se reduce al patio de Monipodio, donde, por lo demás, no todos son tan malos. ¿Por qué vamos a llamar idealización o convencionalismo a la presentación de realidades valiosas y no a la de las negativas o lamentables, que además suelen exagerarse hasta el límite de la irrealidad? Piénsese en Quevedo, en sus sonetos amorosos y en el Buscón, mucho más irreal que ellos; es crudo, áspero, amargo, a veces repugnante, pero evidentemente nada real. Cervantes demuestra un conocimiento de la realidad española que asombra; por supuesto está interpretado, hecho literatura, es decir, estilizado, pero el fondo real es evidente. Encontramos el fruto de esa vida que he intentado mostrar, porque sin ella su obra es incomprensible. Cervantes se ha pasado la vida viviendo, algo que no hace todo el mundo, aunque parezca una perogrullada. Sería interesante aforar en cada persona en qué medida ha vivido, porque hay gente que vive lo menos posible. Cervantes vivió intensamente, no solo porque tuvo una experiencia juvenil bélica y heroica, y luego la tremenda del cautiverio durante más de cinco años, sino que luego probó la vida literaria, la del teatro, la convivencia con escritores y en seguida le supo a poco y se lanzó a vivir años y años por caminos y ventas y prisiones de Castilla y Andalucía, tratando con gentes de todos los pelajes, absorbiendo realidad por todos los poros. Esta acumulación de experiencias adquirirá su expresión más alta y fuerte, como veremos, en el Quijote, pero es un error concentrarse casi exclusivamente en esta obra genial. La hemos encontrado ya en el teatro y de una manera más intensa y depurada en la Novelas ejemplares. Y en todo, con una culminación en el Quijote, aparece de manera relevante el uso del diálogo. No hubiese podido hacerlo el que no fuese hombre de teatro, pero si se compara el de las comedias y entremeses con el de las novelas se ve que son, como tiene que ser, completamente distintos. Y no solo por el uso del verso en el teatro, casi imprescindible en la época, por una convención —así nos parece ahora— que era entonces su condición misma, sino sobre todo porque el diálogo dramático, con actores presentes, es enteramente distinto del de la narración, limitado a sí mismo. La presentación de la realidad humana en la novela no es dialogante, sino narrativa; en el teatro el diálogo es el excipiente de la acción, que transcurre en el diálogo, llevada por las palabras; en la novela el diálogo es el equivalente del primer plano en el cine: cuando los personajes hablan, están ahí,

presentes. Por eso el lector vulgar de novelas, sobre todo de novelas vulgares, salta fácilmente páginas de descripción o narración, pero lee siempre el diálogo, porque hasta el autor inhábil consigue así la presencia de los personajes. Si se pasa revista a las vidas que aparecen en la Novelas ejemplares sorprende no solo su diversidad, sino el relieve que poseen. Y adviértase que son breves; pero no son cuentos o meros relatos, sino narraciones, que en breve espacio consiguen una presentación real de los personajes, solamente aludidos en los cuentos. No son esquemas, casos definidos por una situación, son personas, vidas imaginarias en que el autor se complace. El caso extremo podría parecer el patio de Monipodio. Hay una reunión o cofradía de ladrones y otros delincuentes, con un padrino que es Monipodio; serían «casos», esquemas de tipos, pero luego aparecen la Cariharta y la Repolida y el Chiquiznaque y el viejo «de bayeta» y la vieja que se santigua ante una imagen y por supuesto Rincón y Cortado, y todos viven y tienen una tremenda realidad individualizada. Si se tratara de una novela extensa, si los presentara con calma, con holgura, nos parecería normal, pero Cervantes salva la sustancia de lo novelesco en unas pocas páginas. Insufla humanidad, individualidad y, lo que es más, personalidad a sus personajes y muestra las relaciones entre ellos y entre diversos niveles sociales. En La gitanilla, el Teniente llama a los gitanos para que canten y bailen y hay toda una serie de relaciones de convivencia efectiva entre las gentes distinguidas y los deprimidos y desdeñados gitanos. Y otro tanto encontramos en La ilustre fregona y en la mayoría de las demás novelas. Y si consideramos las historias como tales, descubrimos que Cervantes no tiene menos ilusión por las que se interpretan como irreales o idealizadas que por las otras; se apasiona igualmente por ellas. Los estudiosos no suelen preguntarse cómo se comporta el autor ante su propia obra. Hay autores que dan la impresión de que no les gusta demasiado y es evidente que Cervantes la goza con toda ella. Las supuestas novelas idealistas o idealizadas le gustan enormemente, se embarca en ellas con entusiasmo, con verdadera ilusión; se apasiona por los enredos, por las venturas y conflictos, por la incertidumbre, las calamidades, los peligros, el desenlace. A Cervantes le gusta que sea venturoso, tiene propensión al happy end, y rara vez es amargo, por lo menos hay- una veta de esperanza o un rasgo de humor. En El casamiento engañoso, doña Estefanía ha engañado al alférez Campuzano, le ha dejado una enfermedad contagiosa y ha tenido que sudar «catorce cargas de bubas» en el hospital de la Resurrección; se ha llevado sus posesiones, lo ha engañado por todo lo alto. Claro que él también la ha engañado, le ha dicho que era un capitán próspero, que tenía unas cadenas de oro espléndidas y que iban a juntar sus dineros, los de ella y los ducados de él y se iban a vivir al campo; pero las cadenas valían como diez ducados todas juntas. Es decir, son dos sinvergüenzas, pero después de que ha sudado y ha salido hecho una pena del hospital, el alférez se encuentra a su amigo el licenciado Peralta y le cuenta la historia, con humor y resignación; es un desenlace desastroso pero no amargo. En Rinconete y Cortadillo, los dos muchachos ven que aquellas gentes de Monipodio son bandidos, ladrones, miserables, con mucha gracia —con mucho atractivo para leerlo, pero la permanencia en el famoso patio no parece apetecible— y se van, sin contaminarse, con un desenlace abierto a la esperanza. Incluso en El celoso extremeño, el desenlace es triste pero con elementos positivos, de generosidad y perdón. Los escenarios son en su gran mayoría españoles. En algunas ocasiones se trata de Italia, como en El licenciado Vidriera, más aún en La señora Cornelia, pero los personajes principales son españoles, concretamente vascos y actúan expresamente como españoles: se habla de sus defectos y virtudes, en Italia les encuentran pecado de arrogancia, pero por otra parte son valientes, nobles, leales, se puede uno fiar de ellos; la señora Cornelia es una muchacha de la nobleza, que acaba de dar a luz un hijo del duque de Ferrara y ni este ni el hermano de Cornelia se fían más que de la caballerosidad y la valentía de los dos españoles. También aparece Inglaterra en La española inglesa, y aunque se trata de un país en guerras con España y de la reina Isabel, enemiga de Felipe II, Cervantes habla de Inglaterra con gran estimación y hasta dice cosas favorables de la reina: era hombre de muy pocas fobias, si es que tenía alguna. Y los escenarios varían enormemente: a veces son espacios muy limitados con gran concentración de personajes, como en Rinconete y Cortadillo o El celoso extremeño; en el otro extremo, los personajes van y vienen, como en Las dos doncellas o, más aún, en El amante liberal, que se dilata por todo el Mediterráneo.

En casi todas las Novelas ejemplares tiene un puesto preeminente el amor. En Cervantes siempre hay que contar con ello. En innumerables historias amorosas se enfrasca con ilusión, con un entusiasmo inconfundible. Y en todos los casos hay una enérgica afirmación de la libertad. La elección libre, auténtica, el amor que se entrega generosamente, suele tener un premio final. Los personajes pasan por mil apuros, tártagos, angustias, trapacerías, engaños, pero a última hora las cosas se aclaran y hay un premio final para el amor verdadero, sincero y auténtico. En cambio, se castiga implacablemente el estorbo, el poner dificultades al amor, o el amor impuesto y obligado, con el que Cervantes es particularmente severo y que acaba mal. De la doce novelas, hay siete con un desenlace feliz y una exaltación de la belleza y el amor apasionado. Hay bastante indulgencia con las faltas, una aceptación de los errores y una tendencia al perdón, como en El celoso extremeño. En el entremés sobre el mismo asunto, el tratamiento es más crudo y el desenlace es diferente, pero en la novela el viejo marido muere después de haber reconocido su error y perdona a su mujer, a la que deja la herencia; no hay un desenlace feliz porque ella se meterá en un convento, pero hay perdón y reconocimiento de las culpas y una penitencia. En El casamiento engañoso no hay ciertamente amor, hay engaño y alguna sensualidad; pero todo se encaja en una actitud de resignación irónica, de poner al mal tiempo buena cara, sin amargura. Es mínima la dosis de ella en toda la obra de Cervantes, que es a veces triste, muchas melancólica, pero apenas con unas cuantas gotas de amargura sabiamente dosificadas. * Hay cimas de increíble perfección en las Novelas ejemplares, que bastarían a justificar a Cervantes. Rinconete y Cortadillo podría corresponder a un cuadro en que hubiesen colaborado Velázquez y Murillo —ambos sevillanos—; tiene el ambiente y la profundidad de Velázquez, con notas populares y pintorescas que podrían ser de Murillo. Desde esta perspectiva se puede ver la descripción del patio, que «de puro limpio y aljofifado parecía que vertía carmín de lo más fino». Y cuando van a comer los hombres y mujeres de Monipodio y sacan las vituallas, la descripción de esta merienda abre el apetito a cualquiera; es un pasaje de una vivacidad y una luminosidad increíbles y por eso pienso en lo pictórico. «Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera con grande regocijo y la Gananciosa tendió la sábana por manteles sobre ella y lo primero que sacó de la canasta fue un grande haz de rábanos y luego una cazuela llena de coles, y tajadas de bacallao frito; luego sacó medio queso de Flan- des; con una olla de aceitunas gordales y un plato de camarones, con seis pimientos y doce limas verdes y hasta dos docenas de cangrejos y cuatro hogazas de Gandul, blancas y tiernas; todo lo cual se puso de manifiesto.» En el otro extremo, en el de la fealdad y la repulsión más absolutas, está la descripción de la bruja Cañizares que se pone en boca del perro Berganza y que es escalofriante hasta el punto de que uno se pregunta cómo Cervantes llegó a escribirla: «Ella era larga de más de siete pies; toda era noto- mía de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas y aún le colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda era flaca y endemoniada. Púseme despacio a mirarla y aprisa comenzó a apoderarse de mí el miedo, considerando la mala visión de su cuerpo y la peor ocupación de su alma. Quise morderla, por ver si volvía en sí y no hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con todo esto, la así de un carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto dio muestras de tener sentido». No conozco nada más atroz y repulsivo, y que muestra hasta dónde llegaban las posibilidades del escritor Cervantes. Pero sería un error quedarse con este alarde y reducir a esto el Coloquio de los perros, que es en mi opinión una obra maestra, de originalidad y complejidad insuperables; si se mira bien, lo que no se suele hacer, cima de la invención cervantina. El alférez Campuzano está acabando de «tomar sus sudores» (tratamiento de sífilis en aquel tiempo) en el hospital de la Resurrección de Valladolid, donde hay dos perros guardianes, Cipión y Berganza; Campuzano está en su cama y oye a los perros que están hablando; no sabe si sueña o delira, pero lo va escribiendo todo: el coloquio de los perros,

En algún sentido es una singular novela picaresca, en la que en lugar de aparecer el «mozo de muchos amos» son los perros de muchos amos también, que van viendo diferentes zonas y aspectos de la sociedad, desde el mercado o el colegio de los jesuitas hasta el mundo de la brujería. Se trata, parece, de un artificio en que los perros piensan y hablan como personas, uno de tantos ejemplos de tratamiento antropomórfico de animales, desde la fábula más antigua. Pienso que no es esto lo importante. Lo genial de esta novela es que es, si se quiere, una novela «picaresca» en perspectiva perruna que no se abandona a pesar de la ficción humanizadora. Cipión y Berganza siguen siendo perros, aunque piensen y hablen y digan lo que podría decir una persona; ven el mundo desde el punto de vista de un perro y cuentan lo que le pasa a un perro. Son perros con capacidad de entender y hablar, pero hacen perrerías, se comportan como perros, mantienen conductas estrictamente perrunas, en un fantástico alarde de imaginación. Y Cervantes, después de haber hecho la despiadada pintura de la bruja repugnante y entregada al diablo, sabe que sigue siendo una persona que cree en Dios y a última hora confía en Él. Un análisis adecuado del Coloquio mostraría, por sí solo, la genialidad incomparable de Cervantes como inventor.

11 Don Quijote y Sancho No hace mucho tiempo hice un experimento curioso: releer el Quijote íntegro, sus dos partes, sin notas ni pausas, en poco más de una semana, como se lee usualmente una novela —que es precisamente lo que es el Quijote—. Así lo leían sus contemporáneos; primero, claro es, el Quijote originario, el de 1605; luego, desde 1615, la segunda parte y después probablemente las dos juntas. Creo que esta lectura rápida y continua es insustituible y completa la más usual, fragmentaria, demorada, con reflexiones y comentarios. Se descubre así la estructura del Quijote, el peso de sus diferentes porciones y elementos, su verdadero ritmo interno, su significación como una empresa unitaria, articulada en dos etapas. Poco después hice análoga experiencia con Los trabajos de Persilesy Sigismunda, libro tan poco leído, ni siquiera a trozos, y en este caso la rapidez y la visión de conjunto son acaso todavía más necesarias para entenderlo. El Quijote representa la plenitud de Cervantes. Es tan evidente, que no es menester decirlo; pero no es menos evidente que el olvido o preterición del resto de los escritos cervantinos es un grave error, que acaba por oscurecer la significación del Quijote mismo. Hay un detalle mínimo, que acaso no tenga demasiado alcance, pero que se olvida casi siempre: el título de la primera parte no es exactamente el de la segunda: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, y luego El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha. Don Quijote, es decir, Alonso Quijano, es un modesto hidalgo manchego, pero pronto se hace caballero andante y en la segunda serie de sus aventuras aparece ya desde luego como tal. Lo probable es que el Quijote se engendrara y se empezara a escribir en Andalucía; luego se perfiló en la Mancha, en Valladolid, a donde su autor fue con la corte de Felipe III, seguramente estaba escrito en 1604 y se publicó en Madrid al año siguiente. La fase final de la vida de Cervantes es castellana; pasa sus últimos años en Esquivias, Valladolid, Madrid. La Mancha no fue un lugar de residencia habitual y nunca muy larga. La ve con ojos que vienen de otros lugares: de Italia, de Argel, de Andalucía. Cervantes ve la Mancha desde dentro y desde fuera. El que conoce diversos países, cuando vuelve al suyo lo ve de dos maneras, como lo veía al principio y con una concentración de la mirada que se retrae o contrae a un espacio más reducido, que no era así antes de haber vivido en otras tierras. La Mancha de Cervantes no es la de Alonso Quijano, que acaso no ha salido de su aldea. No se conoce bien el proceso de composición del Quijote. Probablemente Cervantes lo fue escribiendo en largo tiempo, entre otras razones porque estaba ocupado en otras cosas. Es un libro discontinuo, con dilataciones sucesivas que corresponden a las diferentes «salidas». Si se leen ingenuamente los primeros capítulos, la impresión es que va a ser un relato corto, que hubiera podido ser una novela ejemplar en la que se bosqueja la figura de un hombre que intenta ser caballero andante y acaba mal. Pero siguen varias dilataciones y el mismo Cervantes emplea esta palabra en la segunda parte cuando dice: «En ella te doy a Don Quijote dilatado y, finalmente, muerto y sepultado». La primera salida es muy breve; la segunda ocupa la casi totalidad del Quijote primitivo; diez años después aparece una nueva dilatación, otra manera de presentar la historia y la figura de Don Quijote. Lo probable es que Cervantes escribiera su libro a lo largo de mucho tiempo y con muchas interrupciones; viajaba con algunos papeles, acaso en unas alforjas o alguna maleta. Hay que imaginarlo años enteros yendo de un lugar a otro de Andalucía, parando a dormir en diferentes sitios, residiendo algún tiempo en un pueblo o una ciudad; así iría escribiendo. Y esto explicaría un hecho que han hecho resaltar minuciosamente los comentaristas: hay contradicciones e incoherencias; Cervantes dice una cosa y páginas más allá otra que no concuerda. Se ha dicho que de cuando en cuando dormita, como Homero; creo que es más bien lo contrario, que despierta una vez y otra a su largo libro interrumpido. Hay que imaginar las hojas manuscritas, sueltas, quizá desordenadas, difíciles de releer y consultar; acaso dejaba parte del original en un lugar y se trasladaba a otro. Hay que representarse el Cervantes real, no como un señor instalado en un despacho o un gabinete, rodeado de libros, con tinteros y plumas. Lo extraño sería que no hubiese incoherencias en el Quijote, sobre todo en la primera parte, lo que es significativo.

* Cervantes va dando transparencia a la densa opacidad de la vida real: eso es justamente la literatura. Esto dije hace mucho tiempo y me parece que refleja bien la operación ejecutada en el Quijote. La vida real es siempre densa, opaca, compleja, y la literatura, que es siempre interpretativa, le da transparencia y por eso la novela más complicada es más sencilla que la más elemental vida efectiva. Don Quijote representa un proyecto inconciliable con la realidad. Es un hidalgo manchego de medios más bien escasos —en la primera página del libro se explica cómo viste y lo que come cada día de la semana, tiene limitados bienes, un mozo de campo y plaza que lo mismo ensilla el rocín que empuña la podadera, una ama y una sobrina; es un hidalgo solterón, cincuentón, madrugador y amigo de la caza, que se dedica sobre todo a comprar y leer libros de caballerías. Lo de comprar es importante porque en ello gasta parte de su hacienda y tiene que vender algunas tierras. Los libros, aunque ya no eran manuscritos como en la Edad Media, sino impresos, eran todavía caros; las bibliotecas privadas de los siglos XVI y XVII son a lo sumo de unos cientos de ejemplares; es muy raro que rebasen el millar. Aunque en el escrutinio del cura y el barbero no se detallen los libros de Don Quijote, se ve que no son muchos; tal vez cien, acaso doscientos, y le han costado su dinero. Estos libros que leía «de claro en claro y de turbio en turbio» le secaron el cerebro, de modo que vino a perder el juicio. Este es el punto de partida, y Don Quijote, fascinado por sus lecturas, decide hacerse caballero andante. Este es el comienzo, como todo el mundo sabe. Pero, ¿qué quiere decir? Naturalmente, que se ha vuelto loco, y habrá que hablar de ello. Pero lo interesante es que ese proyecto es inconciliable con la realidad: a fines del siglo XVI no se puede ser caballero andante. Sin embargo, tampoco se trata de una cosa completamente absurda, porque los había habido en tiempos relativamente cercanos. Martín de Riquer ha estudiado muy bien la cuestión y hay ejemplos de caballeros andantes, incluso ya dentro del siglo. Es, pues, un caso de arcaísmo, no un total absurdo. Esto pone en sus límites justos la locura de Don Quijote. Cuando yo era niño, lo que me parecía más atractivo, digamos mi primera vocación, era ser pirata; pronto me di cuenta de que la época no lo permitía y me contenté con la filosofía. Por cierto, acaso un nieto mío podría realizar aquella primitiva vocación, que ahora tiene bastante más porvenir que entonces. Don Quijote vive en los últimos años del siglo XVI, como muestran muchas referencias, entre ellas los libros que tiene en su biblioteca. Su proyecto era impracticable pero simplemente por ser arcaico, no porque fuera sin sentido; se trata de un desajuste, no de otra cosa. Y este arcaísmo se refleja admirablemente en el arcaísmo estilístico de su lenguaje; Don Quijote no habla en la lengua en que está escrito el libro en su conjunto, sino más bien en una estilización de la prosa de los libros de caballerías: una lengua perfectamente inteligible, un español arcaico. La manera de hablar de Don Quijote corresponde al carácter anticuado, inactual, del personaje que ha adoptado. Las viejas armas que hay en su casa están tomadas de orín; las va limpiando y aderezando y tiene que elegir nombre. Cervantes tiene cuidado de dejar en sombra el verdadero, pero no vacila en la elección del caballeresco: Don Quijote de la Mancha, como Amadís de Gaula o Palmerín de Ingalaterra; el viejo y flaco rocín no será Babieca ni Bucéfalo, sino Rocinante. Lo más delicado es que necesita una dama de sus pensamientos, de la que estará castamente enamorado, como cumple a un caballero andante, y Don Quijote piensa en «una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata de ello»; Aldonza Lorenzo se convertirá en Dulcinea del Toboso, nombre de su aldea. Todo está preparado para que el hidalgo, amigo del cura y el barbero, del bachiller Sansón Carrasco, que vive con el ama y la sobrina y va de vez en cuando a cazar, empiece una nueva vida enteramente distinta y emprenda una trayectoria desconocida. * ¿Cuál es la pretensión de Don Quijote? «Enderezar entuertos y desfacer agravios.» Cree que va a remediar las injusticias, proteger a las viudas y los huérfanos, ayudar a los desvalidos y oprimidos. Pero no es un reformador. Si hubiesen preguntado a Don Quijote si quería que hubiese justicia en el mundo,

habría dicho que sí, porque era hombre bondadoso y bien nacido, pero se habría quedado triste porque no tendría nada que hacer, su proyecto ya no tendría sentido. Si a un médico con vocación le propusieran que hubiese salud perfecta en el mundo, lo aprobaría, pero pensaría que sin enfermedad no tendría nada que hacer. Don Quijote no quiere directamente que haya justicia, lo que quiere es hacerla mediante su fuerte brazo. Este es el proyecto quijotesco, no otro. El conformista acepta las cosas como son; el in- conformista no acepta la realidad, quiere modificarla o acaso destruirla, pero la tiene en cuenta, ve la realidad como es y no le gusta, no le parece aceptable, pero parte de ella, de su reconocimiento. Don Quijote no es ni una cosa ni otra; por eso decimos que está loco; pero ¿en qué consiste su locura? Ejerce violencia sobre la circunstancia, no la acepta ni reconoce. Sustituye la realidad por sus deseos. Cervantes lo formula con claridad: «Todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído». Con perspicacia pone en el mismo plano las ideas, las imágenes, las percepciones reales: pensaba, veía o imaginaba; y todo lo traduce a lo que había leído, es decir, al mundo de la caballería en el que ha decidido instalarse. Ve castillos en las ventas, damas en la mozas del partido, ejércitos en los rebaños de ovejas, gigantes en los molinos de viento; verá igualmente a Carlomagno, Melisendra y los moros en el retablo de Maese Pedro y lo deshará a estocadas y cintarazos. En esto consiste la locura de Don Quijote, en tomar como realidad lo que es irreal, sustituir lo que percibe por lo que imagina, desea o quiere que haya. Todo lo que ve lo interpreta como una aventura y le impone lo que se ajusta a su posibilidad. Ve a los frailes con un coche y concluye que es una señora a quien llevan secuestrada; lo mismo le ocurre con la comitiva que va a enterrar, con hachones, aquel cuerpo muerto. Unamuno dijo en 1915 algo interesante: «Don Quijote se hacía el loco, lo cual no quiere decir que no lo estuviese. Como que su heroica locura, su sublime locura, consistió en hacerse el loco frente al mundo, en tomar éste como no es, sino como él creía y quería que fuese». Esto parece muy agudo, pero creo que habría que añadir que la locura de Don Quijote era una locura consentida. Este concepto de consentimiento ilumina muchas formas de la conducta humana. Se consiente a la locura, como se consiente a la maldad o a la desesperación. Se tienen muchas tentaciones a las que no se consiente. La teología moral, que tuvo tiempos muy inteligentes, insistía mucho en el consentimiento; el primer movimiento no es pecaminoso, porque no está en nuestras manos; la tentación no es pecaminosa —los calvinistas creen que lo es, pero los católicos no—; incluso tiene mérito resistir a la tentación, no consentir a ella; el pecado depende del consentimiento. Hay casos de locura que son puramente patológicos, pero la mayoría de los locos son consentidos, se consiente a esa tentación de la locura, como huida o porque se le atribuye cierto prestigio. La palabra «locura» es muy vaga, no tiene curso en psiquiatría, pero tengo predilección por las palabras vagas, como «bicho», que ningún zoólogo admitiría, pero que permite comportarse adecuadamente frente a innumerables especies. Creo que Don Quijote consiente a su locura, la abraza, en alguna medida la elige y en este sentido se podría decir, con Unamuno, que «se hace el loco». Pero la locura no invade toda su personalidad, ni la agota. La persona que tiene cierta anormalidad mental la tiene en algunos aspectos; por ejemplo, si le sacan determinada conversación empieza a desbarrar, pero si se habla de otras cosas es perfectamente razonable y cuerdo. Don Quijote es un modelo de discreción. El discurso de las armas y las letras es la cordura misma. Y en algunos sentidos es lo contrario de la demencia, tiene un rigor extraordinario. Hay un pasaje del Quijote que me parece delicioso y revelador. Cuando el muchacho está explicando el retablo de Maese Pedro y la alarma de Sansueña, es decir, la Zaragoza mora, cuando escapan Melisendra y don Gaiferos, dice: «Ya la ciudad se hunde con el son de las campanas, que en todas las torres de las mezquitas suenan». Y Don Quijote protesta: «¡Eso no! En esto de las campanas anda muy impropio Maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate». Hace mucho tiempo que tengo gana de escribir un artículo titulado «Las campanas de Sansueña», sobre el sentido de la realidad, que Don Quijote posee hasta un extremo casi arqueológico; de lo que no tiene sentido es de la irrealidad y por eso toma como real la ficción del retablo, toma partido por los enamorados esposos y lo destruye. *

Hasta ahora he hablado solamente de Don Quijote. Pero hay que preguntarse por Sancho Panza, que es decisivo. Recuérdese que al comienzo del libro sale Don Quijote solo, de madrugada, por el campo de Montiel. Encuentra la venta, le pasa lo que todos sabemos, se arma caballero, acaba apaleado y maltrecho y vuelve molido a su aldea. La primera salida ha sido muy breve y ha significado un fracaso total. Ha tropezado brutalmente con un mundo que ha sustituido por sus visiones, imágenes y proyectos, sin encaje posible. Ahora hace caso al ventero que le había aconsejado llevar «dineros y camisas», en lo que no había pensado, porque no recordaba de sus libros que los caballeros pagasen nada. Y, sobre todo, va a llevar consigo a un escudero, un vecino suyo que lo acepta y lo acompaña desde entonces. Las cosas cambian sustancialmente. Sancho es un campesino, un rústico muy elemental, con poca sal en la mollera y que vive fundamentalmente entre refranes. El refrán es cosa más importante de lo que hoy pensaríamos. Cuando un rústico dice un refrán, es una especial apelación a la realidad; no es algo que propiamente diga el que habla; en francés se dice la sagesse des nations. Recuerdo un campesino muy tosco, amigo de refranes, que cuando decía algo que no lo era, le parecía mucho menos importante y probablemente no verdadero y hacía una especie de introducción justificativa; «porque es lo que lo digo», y entonces emitía su opinión. Sancho enjareta refranes y más refranes, los enlaza unos con otros, porque al apoyarse en ellos se siente seguro, cree que refleja una sabiduría transpersonal. Don Quijote se desespera, lo amonesta por ello, aunque a veces también dice refranes. Pero Sancho es, ante todo, un hombre sensato y cuerdo, que vive en el mismo mundo que los demás y ve las cosas como ellos. Se puede preguntar qué añade, cuál es su función. Me parece sumamente delicada. Sancho, que es un hombre normal y está en el mundo que podemos llamar real, es comunicante, quiero decir que comunica con la circunstancia de Don Quijote. Don Quijote y Sancho conviven, y no solo físicamente, en el sentido de que estén juntos. Conste que Sancho descalifica la perspectiva de Don Quijote y dice que aquello no son ejércitos, sino rebaños de ovejas, que no hay gigantes, sino molinos de viento que hacen girar sus aspas. Esto lo ve como cualquiera y le parece una locura la conducta de su amo, como creer que los pellejos de vino son gigantes que vierten su sangre, porque sabe muy bien que se trata de vino de Valdepeñas. Se comporta como cualquier persona normal y rechaza la perspectiva de Don Quijote. Pero la ve desde dentro, la vive, participa de lo que un fenomenólogo llamaría la misma «asunción» o Annahme, aunque no ciertamente la misma tesis. Sancho entiende el mundo de Don Quijote y su proyecto, qué es caballería andante, qué es aventura y el propósito de hacer justicia y realizar grandes hazañas; y espera que con sus victorias alcanzará un imperio y podrá darle una ínsula para que la gobierne. Comprende todo esto y entra en ello, pero cuando Don Quijote hace una locura le parece eso, y se lo dice, y trata de disuadirlo. Esto es lo verdaderamente esencial, la clave del libro. Don Quijote y Sancho tienen el mismo mundo, con perspectivas distintas sobre él. Sancho va y viene, está todo el tiempo transitando entre el mundo de los demás, el de la cordura, y el de Don Quijote. Por supuesto, Sancho no comparte la interpretación que su señor hace de cada una de las cosas o situaciones, pero sí la pretensión de Don Quijote y el mundo de la caballería; para Sancho ha sido primero Alonso Quijano o como se llamara, su vecino, que le ha propuesto ir con él a cambio de una paga y unas promesas; podríamos decir que no cree en Don Quijote, pero lo quiere, y por eso lo comprende y al final cree que es un caballero andante y que tienen sentido las aventuras, las hazañas, y hasta que es posible que tengan una recompensa gloriosa, de la cual espera participar. Por último, y esto es interesante y conmovedor, se invertirán en cierto modo los términos y cuando Don Quijote recobra la cordura en los últimos capítulos y vuelve a ser Alonso Quijano, Sancho no se consuela de ello, es fiel a ese espíritu de la caballería, se ha quijotizado todavía más que Don Quijote. Esta es la clave de esa extraña pareja que forman Don Quijote y Sancho. La circunstancia de la vida humana es siempre la propia, la de cada uno, pero las circunstancias son comunicables —en la Introducción a la Filosofía usé este concepto de la comunicabilidad de las circunstancias y recuerdo que a Ortega le interesó—. Por eso hay un mundo. Y por esa razón Sancho conoce a su señor, sabe quién es —los demás no lo saben—. Si se lee de verdad e ingenuamente el Quijote, se ve que nadie sabe quién es, salvo Sancho, que lo comprende con su proyecto, con su locura, que ve quién quiere ser. Los demás no; en la primera parte lo apalean y apedrean; en la segunda, con alguna excepción, creen saber quién es: un loco cuya historia está escrita y le ha dado fama; le siguen la

corriente, no lo toman en serio, se burlan de él, juegan con él, lo cual es tristísimo y da una melancolía que no tiene la primera parte, más bronca y áspera. * Entre Don Quijote y Sancho hay amistad, uno de los ejemplos más extraordinarios de amistad personal. En la realidad y en la literatura, la amistad ha solido darse en condiciones de relativa igualdad, de nivel social y cultural, con frecuencia de edad, etc. En el caso de Don Quijote y Sancho se trata de una amistad esencialmente desigual. Don Quijote es hombre de muchas lecturas —demasiadas—; el otro es un rudo, analfabeto que no sabe leer ni escribir, tosco, que comete constantes faltas de lenguaje, de clase social inferior, en una época en que las clases están muy marcadas y son muy distantes. Hay, diríamos, una gran diferencia de potencial. Pero la amistad es efectiva y se irá intensificando progresivamente hasta llegar a la efusión. Y todo ello conservando las distancias, porque de vez en cuando Don Quijote se irrita y reprende a Sancho, o coge la vara y le da dos palos, lo cual no impide que lo quiera y sea su amigo. Esto es amistad, uno de los casos más ejemplares de amistad de todas las literaturas, pero amistad desigual, entre el señor y el escudero que lo respeta aunque no siempre, que en ocasiones se burla de él, que le hace trampas, que una vez le levanta la mano —cuando Don Quijote exige que se azote para desencantar a Dulcinea—; pero son realmente amigos y esto es algo capital porque permite el diálogo. Esto es esencial. El Quijote está lleno de diálogos, principalmente entre Don Quijote y Sancho, que hablan todo el tiempo, y es lo que permite al lector asistir a la vida de Don Quijote sin que Cervantes nos la explique. El problema que se plantea al autor teatral es que tiene que explicar muchas cosas sin decirlas y se necesita mucha destreza para que el espectador se entere de ellas. La función del entreacto es que se produzca una maduración de la acción, de manera que al levantarse de nuevo el telón el espectador infiera y descubra ciertas cosas que han pasado y que no ha visto, ni el autor dice. En el Quijote los diálogos permiten que asistamos a la vida del protagonista, que lo veamos vivir y así sepamos quién es. Y es curioso que asistimos a la vida de Don Quijote de dos maneras, desde fuera, es decir, desde Sancho, y desde dentro de la novela, de ese mundo en que conviven los dos. Los diálogos innumerables que tienen Don Quijote y Sancho son la interpretación de la vida humana, la posibilidad de que esta adquiera transparencia, y eso es precisamente la novela. Si no los hubiera no se iría revelando la vida de Don Quijote y, por supuesto, la de Sancho, que también tiene «su alma en almario», como él diría. ¿Qué quiere decir esto? Que el verdadero personaje de la novela no es Don Quijote, es Don Quijote y Sancho, en inseparable unidad. En la biblioteca de Unamuno está el manuscrito de su famoso libro, con el título primitivo: La vida de Don Quijote y de Sancho; después su autor tachó el artículo y luego la preposición «de», y quedó: Vida de Don Quijote y Sancho. El sentido literario de Unamuno lo llevó a esta corrección, del mismo modo que modificó el subtítulo de Abel Sánchez (Una historia de pasión), en vez del originario (Historia de una pasión). El libro no es la historia de una pasión, sino de unas personas, y esa historia es de pasión. Entre Don Quijote y Sancho hay una convivencia lo- cuente. En varias ocasiones, Don Quijote amonesta y reprende a Sancho porque dice tonterías, majaderías, ordinarieces, porque lo aburre, porque enlaza ristras de refranes, y le dice que se calle; y Sancho lo pasa muy mal, se entristece, porque necesita hablar a Don Quijote y hay lugares en que formalmente reclama su derecho, porque no puede soportar la incomunicación. Es interesantísima esta reivindicación del derecho a la palabra. Y no se olviden los largos diálogos, los minuciosos consejos cuando Sancho va a marchar para ser gobernador de la ínsula Barataria. Sin Sancho, ¿qué sería Don Quijote? Un solitario, no sabríamos apenas de él, porque nadie sabría quién es. En la vida real las personas hablamos, pero ¿desde dónde? ¿Desde qué estrato, desde qué nivel de nuestra vida? ¿Podemos hablar desde el fondo de nosotros mismos? Hay quien no tiene capacidad, o no tiene con quién. ¿Tenemos alguien con quien podamos hablar desde nosotros mismos, desde el fondo, el «hondón del alma», como diría Unamuno, el «fondo insobornable», según la expresión de Ortega? No en todas las fases de la vida. Eso que llamamos hablar tiene muchos sentidos y niveles. Sin Sancho Don Quijote no podría

hablar, no habla con casi nadie, no lo entienden; o lo apalean, apedrean e insultan, o le hacen reverencias y juegan con él, como la gente del palacio de los Duques o de la sociedad de Barcelona. Con Sancho sí habla y sin él no sería más que una triste figura vista desde fuera, o bien habría otra posibilidad: que Cervantes se deslizara fraudulentamente, violentamente, en la intimidad de Don Quijote y nos la descubriera ilícitamente. Los teóricos de la literatura hablan del «autor omnisciente» que conoce hasta los más recónditos pensamientos de los personajes y hasta en el momento en que mueren —se podría preguntar cómo lo saben—. Pero la novela es una perspectiva mantenida con todo rigor, siempre fiel a sí misma, y si son varias se «constituyen». Que Don Quijote fuera descubierto y explicado por el autor sería un mal recurso, pero habla con Sancho, le abre su alma, y precisamente puede hacerlo porque Sancho es rudo y bueno —se ha dicho que la naturaleza nos descansa mucho porque no tiene opinión sobre nosotros. Con Sancho, Don Quijote aparece al expresarse, al «serse» a sí mismo en la convivencia. ¿Es que somos plenamente en la soledad? La soledad es algo a que nos retraemos. La lengua dice muy finamente «quedarse solo». La soledad consiste en quedarse solo, presupone la convivencia, y cuando esta se interrumpe nos quedamos solos. Es esencial tener soledad, esa retracción o retiro desde la convivencia; pero la soledad sin más, ¿sería propiamente personal? No lo sería. Una persona sola no sería persona: «No es bueno que el hombre esté solo», dice Dios en el Génesis. A veces se produce una perturbación en la personalidad de los miembros de algunas órdenes religiosas muy severas, que imponen el silencio; tengo un recuerdo de ello, difícil de olvidar. Y sin llegar a tanto, si la conversación es superficial, trivial, no desde el fondo de uno mismo, el resultado es una trivialización de los que sólo así hablan. Somos de verdad quienes somos hablando: si podemos, cuando podemos, con quien podemos. El malévolo, y algo estúpido por tanto, Avellaneda dice: «Como casi es comedia toda la historia de Don Quijote», y se acerca a la verdad sin verla, porque el libro entero es un diálogo permanente y esencial. Y hay que señalar, finalmente, el proceso de «encariñamiento» mutuo de Don Quijote y Sancho, y de Cervantes con los dos. La relación del autor con los personajes merece estudio; hay autores que sienten despego por sus personajes, otros los miran entrañablemente. Compárese La Regenta con una novela de Galdós, por ejemplo Fortunata y Jacinta; Clarín no quiere demasiado a sus personajes, ni siquiera a Ana Ozores; Galdós los quiere a todos, hasta a los que no son especialmente amables. Pero el Quijote ¿Es una novela o dos? Entre 1605 y 1615 median diez años densísimos de la vida de Cervantes. Son dos perspectivas distintas sobre la realidad, vista desde dos colinas a las que ha sido menester llegar. Tenemos que peguntarnos por las dos «estancias» de Don Quijote.

12 Los dos Quijotes: de las cosas al mundo Nosotros vemos el Quijote como una novela única, unitaria, y sin duda lo es, pero los contemporáneos de Cervantes, durante diez años nada menos, conocieron solo la primera parte, aunque al final de ella se anuncia ya una continuación, de contenido desconocido, y que extrañamente está desmentida por los versos de los Académicos de Arga- masilla, en que dan por muertos ya a los personajes. El autor había pasado de los cincuenta y ocho años en 1605, edad ya relativamente avanzada, a los sesenta y ocho de 1615, que se consideraba vejez. Hay que tener presente el sentido, biológico y biográfico, que en cada época tiene la edad; en los siglos XVI y XVII no era frecuente llegar en vida y en buena forma a los setenta años; el caso de Calderón, con sus ochenta y uno, es excepcional, como el del Tiziano y algunos más. Las dos partes del Quijote representan dos niveles bastante distintos de su autor. Cuando Cervantes publica el primer Quijote lleva dentro una larga experiencia andaluza, donde ha vivido, con pocas interrupciones, largos años, en muchos lugares, aunque con una especie de cuartel general en Sevilla. Ha estado absorbiendo las tierras, las ciudades, las formas de la vida andaluza, aunque luego ha vuelto a Castilla, a Esquivias, Valladolid y Madrid. La mayor parte de esta experiencia corresponde al reinado de Felipe II, pero cuando aparece el Quijote lleva ya siete años reinando Felipe III. La segunda parte pertenece íntegramente a este reinado y a la residencia en ciudades castellanas. Cervantes, en este decenio, hace una vida bastante distinta de la anterior: a gran distancia de los comienzos, vuelve a hacer vida de escritor, siempre sin plena instalación en ella —acaso por el desnivel de las generaciones—, tiene contactos con los demás, rara vez cercanos o muy amistosos, como con Salas Barbadillo; la relación con Lope de Vega, a pesar de ser vecinos, no es muy cordial, con mezcla de mutua admiración y bastantes recelos. Hay un largo camino recorrido entre las dos partes del Quijote, lo que no se entiende demasiado bien. No es una obra tan extensa, los personajes principales estaban ya dados, y el esquema general; con un poco de continuidad, parece que no hubiesen hecho falta diez años. Me parece evidente que la publicación del libro de Avellaneda precipitó la conclusión y publicación del segundo Quijote. A veces tienen influencia decisiva ciertos estímulos exteriores; he dicho que Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno (1913), debió de apresurar la publicación del primer libro de Ortega, evidentemente incompleto, Meditaciones del Quijote (1914). Sin duda Cervantes tenía muy avanzado su libro, pero después de Avellaneda no podía esperar más: las referencias, cargadas de emoción, son demasiado frecuentes y enérgicas para que no se vea hasta qué punto lo afectó esa «usurpación» de su libro y sus personajes. La continuidad entre las dos partes es perfecta, pero hay un cambio de perspectiva. Ante todo, se olvida casi enteramente el propósito originario, lo que fue al menos la justificación aparente: la sátira y el descrédito de los libros de caballerías. Cervantes olvida o desatiende aspectos notables de la primera parte e introduce otros que no existían. El Quijote tiene una estructura doble: la microestructura son las aventuras, pequeñas unidades que podrían ser más o menos, engarzadas en unidades mayores o «salidas», que serían la macroestructura. En la primera parte hay la brevísima y desastrosa salida inicial y la nueva, con «dineros y camisas», con Sancho, que ocupa casi todo el libro. Como vimos, Don Quijote busca aventuras, pero no es un aventurero, porque son selectivas, condicionadas por su vocación de caballero andante. Le corresponde «enderezar entuertos y desfacer agravios», proteger a los desvalidos y oprimidos, pero no luchar con gente plebeya —en estos casos pide a Sancho que actúe él—; por otra parte, tiene el imperativo de castidad y fidelidad a la dama de sus pensamientos, y por eso, cuando en la venta Maritornes se quiere meter en su cama, aunque cree que es una dama bellísima no puede aceptarla y muy cortésmente — también esto es ingrediente de su proyecto vital— la rechaza; y lo mismo sucederá con la desenvuelta

Altisidora. En las sucesivas salidas se van articulando las fases de ese proyecto. Cuando Alonso Quijano, tras sus perturbadoras y obsesivas lecturas, ha decidido hacerse caballero andante, ha preparado armas y caballo, ha elegido nombre y dama, «sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo». Hay un secreto total; sale lleno de euforia y alegría, de entusiasmo, y camina por los campos de Montiel. La segunda salida es muy distinta. Aparte de los «dineros y camisas», porque acaso hasta los caballeros andantes tengan que pagar, lleva al escudero Sancho; y, como las ventas manchegas de aquel tiempo, cuando el viajero preguntaba qué había para comer, solían contestar «lo que traiga», lleva a prevención unas alforjas con alguna hogaza, queso y acaso tocino, vituallas muy elementales y poco suculentas, pero con las que se puede hacer frente al hambre. Sancho, además, tiene el rucio, que tanta importancia tendrá y al que tanto quiere; Rocinante es al rucio como el caballero es al escudero. Y Cervantes tiene buen cuidado de añadir: «Sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen». Esta segunda salida es nocturna y clandestina, con voluntad de poner tierra por medio y no poder ser encontrados; hay un elemento de huida al emprender las nuevas e incitantes aventuras. La tercera salida, al comienzo del segundo Quijote, es muy distinta. Recuérdese que la primera parte había terminado con la vuelta de Don Quijote a su casa y aldea, metido en una jaula, por la bienintencionada astucia del cura y el barbero, persuadido de haber sido encantado, con la esperanza de que los cuidados del ama y la sobrina lo curen de su demencia, a la vez que se repone de sus quebrantos. Aparece el nuevo personaje, el bachiller Sansón Carrasco, que está muy preocupado por Don Quijote y habla con él largamente. Es un hombre que ha hecho estudios, culto, pero no entiende quién es Don Quijote. Hay largas conversaciones y preparativos, toda una conspiración de los amigos, que fingen consentir en las nuevas aventuras para ponerles término, y al final, «habiendo aplacado Sancho a su mujer, y Don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie los viese sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar, se pusieron en camino del Toboso». Hay largas preparaciones, acuerdos, sigilo pero no clandestinidad, y salida al anochecer. La primera vez, al amanecer; la segunda, de noche, para que les amanezca lejos; la tercera, al anochecer, porque van con un destino definido, derechamente al Toboso. Desde que Don Quijote lleva la compañía de su escudero aparece en el horizonte no solo la expectativa de la gloria, sino la del triunfo, que es el señuelo con que se encandila Sancho. Hay ejemplos de caballeros andantes que vencen a los enemigos, a los gigantes, conquistan un imperio o grandes reinos, se casan con una emperatriz y dan a sus escuderos una provincia o una ínsula para que la gobiernen, se enriquezcan y alcancen la prosperidad. Este elemento no va a faltar nunca, la gloria y la fama es lo que importa a Don Quijote, pero Sancho le recordará siempre sus promesas de triunfo, mando y riqueza; a veces con esperanza, otras con desconfianza, con desilusión, incluso con una impresión de fracaso; siempre con una dosis de fe que hace a Sancho todavía más quijotizado que Don Quijote. * Hay una diferencia radical entre las dos partes del Quijote, que condiciona su doble tonalidad y sus respectivos desarrollos. En la primera, nadie sabe quién es Don Quijote; es un hombre extraño, de aspecto estrafalario, que habla una lengua arcaica y desusada, con conductas anómalas ante las cuales la gente reacciona con mayor o menor violencia. Cuando algunos lo conocen saben que es un buen hidalgo muy decente de un lugar de la Mancha. Los demás, después de acogerlo con palos o pedradas, cuando caen en la cuenta de que está loco tienen algunos miramientos y tratan de curar sus heridas y magulladuras. En la segunda parte la situación es completamente distinta. Es Don Quijote, el famoso loco; la

gente sabe desde luego que es un loco, pero no ya por la experiencia de sus extravagancias, sino por la fama, porque circula su historia, que ha sido leída por muchos. Hay muchas referencias a los miles de ejemplares o cuerpos impresos y vendidos. Es una figura pública; no lo conocen, pero sí lo reconocen, como un personaje literario. Entre Don Quijote y los demás se interpone la fama, que hace de él un personaje consabido y, por supuesto, muy divertido. No se olvide que el Quijote fue visto y leído así; casi lo hemos olvidado, a fuerza de descubrir en él profundidades, tristeza y melancolía; pero conviene recordar que fue casi exclusivamente un libro muy divertido; y por supuesto lo es. Algo que cambia sustancialmente entre las dos partes es el papel de Dulcinea. En la primera es por lo pronto una convención: el caballero andante necesita una dama de sus pensamientos, de la cual ha de estar enamorado; Don Quijote la busca y piensa en Aldonza Lorenzo, una moza labradora del Toboso, de buen ver y que había atraído a Alonso Quijano, aunque la había visto muy pocas veces y ella «jamás lo supo ni se dio cata de ello». Recuérdese la interpretación de Unamuno en la Vida de Don Quijote y Sancho, que me parece de gran profundidad: hay un enamoramiento tímido de un hidalgo cincuentón que nunca se ha atrevido a decirle nada a Aldonza Lorenzo y ahora pretende hacer hazañas heroicas para ponerlas a sus pies, y lo daría todo, los triunfos, la fama y la gloria, por el abrazo y el beso de Aldonza. Pero en el libro, esta oscura moza labradora no aparece en ningún momento; Sancho se complace en subrayar su condición muy humilde, casi tosca, por ejemplo cuando cuenta la escena de la entrega de la famosa carta de Don Quijote —por supuesto Sancho no ha ido al Toboso ni la ha llevado—: la presenta como muy fuerte, con un olor un poco hombruno, con una visión bastante sarcástica. En cambio, por parte de Don Quijote hay un proceso de idealización que lo lleva a un enamoramiento con escaso fundamento in re, porque apenas la ha visto. Creo que si no se ve esto se pierde toda una dimensión esencial del Quijote. Al principio Dulcinea no es más que un requisito caballeresco, apoyado en unos cuantos recuerdos vagos y lejanos de Aldonza Lorenzo, pero luego va a ser verdaderamente la dama de sus pensamientos. ¿Por qué? Porque piensa mucho en ella. Don Quijote se pasa la vida pensando en Dulcinea, que tiene poco que ver con Aldonza Lorenzo, pero la va inventando, y a fuerza de pensar en ella se enamora. Eso, pensar en la amada, es lo que falta en casi todas las formas de amor. Si fuera posible hacer un estudio que permitiese aforar lo que se piensa en la amada —o en el amado—, se vería que en general es bastante poco. Don Quijote, porque Dulcinea no existe, no la ve ni la oye ni ha hablado con ella, si acaso, más de un par de veces, porque es sobre todo invención, piensa en ella, vive ocupado en ese pensamiento de la amada, que por definición tiene que ser la mujer más hermosa del mundo, y está dispuesto a luchar con todo el que no lo reconozca (recuérdese el episodio de los mercaderes toledanos que piden socarronamente un retrato, aunque sea como un grano de mostaza, para cerciorarse); y esto seguirá hasta el final, hasta las peleas con el bachiller Sansón Carrasco como Caballero de los Espejos o de la Blanca Luna. En la segunda parte hay una transformación decisiva de Dulcinea, que por existencia y circulación de la historia se ha convertido en algo «público»: Don Quijote, en su tercera salida, va expresamente a buscarla: recuérdense las andanzas de Don Quijote y Sancho, de noche, por las calles del Toboso, para buscar el palacio donde viviría Dulcinea; es algo ya reconocido, que tiene una especie de estado público. Todo está centrado en Dulcinea y no se repara lo suficiente en el peso que tiene sobre el personaje. Hay una frustración: no la encuentra, no consigue ver- la. Después hay un desengaño, cuando el socarrón de Sancho convence a su amo de que Dulcinea es una de aquellas tres mujeres montadas en borricas, y cuando se arrodilla ante ella y va a ofrecerle su amor no ve en ella sino «una moza aldeana, y de no muy buen rostro, porque era carirredonda y chata», y le contesta con despego y grosería, y cuando se acerca para hacerla subir a la borrica de que se ha caído, «me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma», según dirá Don Quijote en uno de los momentos más tristes del libro. Cervantes combina siempre la idealización y la locura con una extremada percepción de la realidad. Recuérdense las campanas de Sansueña. Ahora la maravillosa y delicada dama de sus pensamientos le parece a Don Quijote carirredonda y chata, con olor a ajos crudos; es un momento desolador, porque la amada aparece como una vulgaridad repelente, y el mundo se le viene abajo. Y entonces vuelve a funcionar el mecanismo de la caballería y la locura: Dulcinea está encantada, por obra de los malignos encantadores que persiguen a Don Quijote, que siempre aparecen en el momento oportuno. Y surge la nueva empresa: desencantar a Dulcinea, devolverla a su propia

condición. Toda la segunda parte está cruzada por ello: las burlas de los Duques, la creencia de que no se desencantará y volverá al esplendor de su belleza hasta que Sancho se dé varios centenares de azotes; Don Quijote exigirá este sacrificio, con ruegos, con halagos, con sobornos y ofrecimiento de premios; y Sancho al principio se negará, dirá que sus espaldas son muy respetables, luego estará dispuesto a regatear, a trampear, dará largas, recurrirá a engaños, como azotar a los árboles, hará todo género de marrullerías. La historia del encantamiento y desencantamiento de Dulcinea se mantiene a lo largo de toda la segunda parte. El Quijote, en la mente de la mayoría de las personas, ha quedado reducido a unas cuantas estampas —quizá por la influencia de las ilustraciones de ediciones antiguas— y se ha perdido el conjunto de la obra y sus proporciones. De hecho hay una larga polarización amorosa, Don Quijote está pendiente de Dulcinea, suspirando por ella, esperando que se desencante, luchando entre la repulsión que le ha producido la que le ha presentado Sancho y la Dulcinea en la cual cree y a la que sigue esperando. Esto da dramatismo y una gran melancolía a la segunda parte. * En la primera el lector se hace amigo del desvalido, maltratado y vejado Don Quijote, y este se hace amigo de Sancho, con esa amistad desigual pero muy profunda de que he hablado. La segunda no es independiente de la primera, porque se mueve en el ambiente de la fama, consecuencia de la historia que anda en todas las manos; es decir, la primera está presente en la segunda, que no se podría tornar aislada como durante diez años circuló y fue leída aquélla. Se trata de una dilatación más: «Esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mismo paño que la primera, y en ella te doy a Don Quijote dilatado, y finalmente muerto y sepultado». Esto último es una garantía frente a los Avellanedas; Cervantes no está dispuesto a que vengan a escribir nuevas partes; la historia queda conclusa, la historia del auténtico Don Quijote, frente a toda falsificación. La fraudulenta usurpación de los personajes y el asunto ha herido profundamente a Cervantes. No es solo el plagio, o la disminución de las ganancias, es algo más: Cervantes siente que se han apoderado de algo suyo, se siente despojado de su realidad, mancillado, como por un agravio personal. Algo parecido a lo que siente un hombre a quien arrebatan a su mujer. ¿Quién tiene derecho a poner las manos en Don Quijote? Le pertenece, no en el sentido de la propiedad, sino en el de la vocación, porque Don Quijote ha nacido para él y él para Don Quijote, y no puede venir un tercero que con sus manos sucias manosee estas figuras, las estropee y envilezca, porque no puede soportar la inferioridad del libro de Avellaneda. Esto es lo que le parece insufrible, que Don Quijote y Sancho no son ellos, sino dos personajes vulgares y de baja calidad. Esto influye profundamente en la vida de Cervantes, no el dinero o el plagio, es algo más hondo, que descubre la vinculación de Cervantes con el Quijote. Si alguien hubiese publicado otras comedias u otras novelas imitativas de las cervantinas, no hubiese reaccionado igualmente Cervantes: lo habría tomado como un caso literario de abuso, de desconsideración, de usurpación, de hurto si se quiere, pero nada más. El libro de Avellaneda lo hiere en lo más propio, en lo más personal. No sé si se ha reparado lo suficiente en un rasgo de la segunda parte, que es la lentitud de su arranque. Hasta el final del capítulo VII no salen de su lugar Don Quijote y Sancho para empezar sus nuevas aventuras. Hay idas y venidas, largas conversaciones, con el cura, el barbero y el nuevo interlocutor el bachiller Sansón Carrasco. Creo que Cervantes hace una nueva y delicada presentación de Don Quijote, que a la vez que se repone de sus quebrantos va tranquilizando a su sobrina y a su ama, porque parece un modelo de cordura. Salvo cuando surge la vena de locura de la caballería, tiene buen juicio, equilibrio, elegancia, bondad y saber. Don Quijote sorprende a todo el mundo con su cultura, sabe muchas cosas, es capaz de hablar con competencia de muchos asuntos, y los oyentes quedan admirados; y no se olvide su exquisita educación y cortesía. Tiene especial interés el encuentro de Don Quijote con el caballero del Verde Gabán, personaje revelador de un mundo que se anuncia ya y sobre el que no se ha insistido adecuadamente en España. Aparece en él la burguesía sensata, adinerada, cultivada, una figura humana que representa las formas de la vida moderna, frente a las superviviencias medievales de la caballería. Don Quijote —y Sancho, no lo olvidemos— siente una gran admiración y viva simpatía por el caballero del Verde Gabán, por su

cortesía y hospitalidad, por lo bien que vive, por su cultura y por los versos que hace su hijo. Pero todo acaba cuando pone en duda la caballería andante, porque Don Quijote desdeña entonces su cordura, prosperidad y sensatez, su «perdigón manso y su hurón atrevido», y se irrita, aunque al final triunfen la cordialidad y la amistad. Don Quijote aparece como una persona de un relieve personal y social que rara vez se descubre en la primera parte; todo el mundo lo estima por sus prendas personales, alterna con las gentes más encopetadas, como los Duques, y hace siempre buen papel; se burlan de él y le hacen todo género de bromas, pero están encantados de su trato y compañía; no son unos meros imbéciles que le toman el pelo; las cosas son un poco más complejas: no toman en serio su vena de locura y se aprovechan de ella, pero a la vez reconocen sus prendas y buenas condiciones. Algo semejante le sucede en Barcelona, lo recibe lo mejor de la ciudad, damas y caballeros lo acogen con agasajo, y también el almirante de las galeras; pero le ponen un papel en la espalda que dice: «Este es Don Quijote de la Mancha», y las damas lo hacen bailar hasta que queda rendido. Hay más frivolidad que malicia, y no ver más que la segunda es pasar por alto lo más fino de una gran parte de la obra cervantina. Esto es lo que caracteriza la segunda parte; es menos violenta y desastrada que la primera, pero mucho más melancólica; y lo es porque no toman en serio a Don Quijote: le siguen la corriente, lo hospedan, lo halagan, se burlan de él, porque es un loco muy gracioso y discreto; lo tratan como a un personaje sin consistencia. Con una sola excepción: el eclesiástico malhumorado y áspero de la casa de los Duques, que lo toma en serio, lo increpa, le dice que es un mentecato y le propone que vuelva a su casa a cuidar de su mujer y sus hijos si los tiene. Y entonces Don Quijote vuelve a ser el que era, y al ser tomado en serio se crece y endereza una filípica al eclesiástico, de poder a poder, ambos en el terreno de la realidad. Todos están esquivando su persona, rodeando de halagos y buenas palabras a un fantasma irreal, y esa es la razón de la melancolía de la historia. * También la tiene la gobernación de la ínsula Barataría por Sancho, desde los consejos razonables de Don Quijote para preparar a su escudero hasta la tristeza de la separación, por primera vez en todo el libro, Don Quijote en casa de los Duques, Sancho en su gobierno, sin que lo dejen vivir, respirar y comer, haciendo justicia irreprochable, conservando su inocencia —como deseaba Jovellanos al salir de Asturias para ser ministro—. Cervantes aprovecha la ausencia para mostrar la necesidad mutua de Don Quijote y Sancho, y no menos su mutua influencia. Y hay un personaje al que se presta menos atención que la que merece —y por supuesto que la que sobre él concentra Cervantes, lo que debería darnos que pensar—: el bachiller Sansón Carrasco. Unamuno no lo podía ver, pero en el fondo es un personaje extraordinariamente quijotesco. Es un hombre que también abandona su casa, su familia, sus libros, y se va con un caballo, una armadura, una lanza y un escudo para tratar de vencer a Don Quijote y así curarlo de su locura. Acomete esta empresa, como el Caballero del Bosque o de los Espejos, con Tomé Cecial, vecino y amigo de Sancho como escudero, disfrazado con una horrible nariz como una berenjena, y le sale mal, y Don Quijote lo derriba y vence. Pero Sansón Carrasco no se da por vencido, vuelve a la carga, como el Caballero de la Blanca Luna, y llega hasta Barcelona, y en su playa vence por fin a Don Quijote y le pone por condición que por un año renuncie a la caballería andante. ¿Hay algo más quijotesco? Para curar a su vecino hace unas locuras que se parecen a las suyas. La de Don Quijote se ha contagiado a Sancho, pero no menos a su amigo y rival, a quien no se suele hacer justicia. Lo que ocurre es que tiene cierta torpeza: está dispuesto a destruir a Don Quijote, pero en nombre de Alonso Quijano, a quien estima y quiere; y como está persuadido de que va a acabar mal, quiere vencerlo para imponerle la renuncia al ejercicio de la caballería. Hay una dimensión de prosaísmo, porque no comprende la figura de Don Quijote, pero lo hace por vía de contagio y con grandes sacrificios: ir de la Mancha a Barcelona, exponerse a ser vencido o acaso muerto; es una figura más complicada de lo que suele creerse. La historia de Don Quijote se va concentrando en dos aspectos: el amor y la fama. En la primera parte, Don Quijote está siempre «dentro» (de la aventura, de la venta, de la historia ficticia); en la segunda está desde un alto, desde una cima, y ve un mundo que trata de interpretar y que se le escapa.

Don Quijote empieza a sentir inseguridad; la duda, y con ella la melancolía, se le derraman por el alma. ¿Ha sido verdad lo que ha visto en la cueva de Montesinos? ¿Es verdad lo que dice haber vivido Sancho a lomos de Clavileño, mientras Don Quijote no ha visto nada? Recuérdese el «pacto» que le propone Don Quijote: creerá lo que cuenta de Clavileño si Sancho acepta el relato de la cueva de Montesinos. Aquella liebre del final del libro, que Don Quijote interpreta como un mal agüero, aunque «la tiene en sus brazos y la regala». Un ambiente de melancolía y de misterio va descendiendo sobre el Quijote. Creo que en ello puede sentirse la recapitulación que debe dar sentido al final de la vida. De las cosas al mundo: esta podría ser la fórmula de las dos partes del Quijote.

13 Reabsorción de la circunstancia Pienso que el Quijote tiene un extraño carácter inagotable, y esto no es una ponderación, sino una determinación precisa; y no le viene de lo que tiene de «arte», «literatura» o «ideas», sino de su realidad. Lo verdaderamente real es en cierto modo inagotable. La filosofía ha pensado mucho tiempo que el individuo tiene alguna infinitud, en el sentido de que tiene infinitas notas. Un género o una especie se definen mediante un número limitado de notas; pero un individuo no, porque siempre se le pueden añadir más: no es infinito, ciertamente, pero sí indefinido: una realidad en sentido estricto tiene una quasi-infinitud que le viene de su concreción. De este tipo es la inagotabilidad que veo en el Quijote. Lo que Cervantes «dice», lo que «piensa» u «opina» deja fuera lo más importante: lo que en el Quijote «hay». Cuando leemos el Quijote podemos hacer el catálogo de sus ideas u opiniones —esto se ha hecho y se hace con gran minuciosidad—; pero también puede hacerse otra cosa bastante distinta: irse a vivir a un mundo. Y la cuestión es cuál es el mundo al que nos vamos a vivir cuando de verdad leemos el Quijote. En las Meditaciones del Quijote, el primer libro de Ortega publicado el año que yo nací y que hace treinta y tres comenté extensa y minuciosamente, se habla bastante poco del Quijote, porque es un libro incompleto, apenas iniciado, y su autor no llega a hablar demasiado del tema prometido, pero lo escribió pensando en él. Va hacia el Quijote, pero resultó primariamente un libro filosófico. En él se formula un concepto, muy importante para su pensamiento, pero que no aplica al libro de Cervantes, sino que se refiere al hombre. Dice literalmente: «La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre». No dice «el destino del hombre», como el título de Fichte: Die Bestimmung des Menschen, sino el destino concreto, y esta es la palabra decisiva. El hombre concreto, al vivir, ejerce un proceso de humanización de la circunstancia, de incorporación de las cosas a sus proyectos: impone a lo real su proyecto personal, extrae el logos de lo «ilógico». Convierto lo que encuentro en torno mío —literalmente circunstancia— en mundo, que es siempre mundo mío, de una vida personal. El hombre personaliza y mundifica, convierte en mundo la mera circunstancia, al proyectar sobre ella sus proyectos y así humanizarla. Cuando se vuela en avión, sobre todo cuando, como antes, no a demasiada altura, se va viendo la naturaleza, y de repente se descubre un puente, un puerto, unas vías de ferrocarril o una carretera, un poblado o una ciudad, y entonces hay una transición a algo completamente distinto: aquello es humano, tiene sentido, ha sido hecho por algo y para algo, corresponde a un proyecto humano, algo irreductible a una cordillera, un bosque, un río, el mar o un desierto. Lo humano irrumpe en ciertas porciones humanizadas de lo real. La relación del yo con las cosas no es meramente intencional, como podría pensar la fenomenología, ni es una simple coexistencia, es una mutua pertenencia. El mundo y yo nos pertenecemos mutuamente. Hay proyecto y por la otra parte ofrenda, una reabsorción de esa circunstancia al humanizarla, hay una empresa o, para emplear un término quijotesco, hazaña. Don Quijote, como recordamos, ya a realizar hazañas, sale con un proyecto determinado, que he tratado de definir, y que lo va a llevar a una peculiar reabsorción de la circunstancia. Y aquí es donde se inserta su locura, que lo hace imponer sus proyectos con desprecio de la realidad, ejerciendo violencia sobre ella. Ortega, al formular su teoría metafísica de la vida humana, no utiliza originariamente esta expresión, que es la adecuada, sino que habla de «heroísmo» y de «tragedia». Descubre y describe la vida humana bajo la especie del heroísmo y la tragedia. El héroe está definido por una pretensión, por un proyecto o programa, por una voluntad de ser lo que por lo pronto no es, de ser lo que no es todavía y acaso no llegue a ser nunca. Lo cual quiere decir que tiene medio cuerpo fuera de la realidad: está en el mundo, pero consiste en pretender algo que no es todavía; Ortega hablaba del hombre como un «centauro ontológico», y podríamos hablar de la mujer como una «sirena ontológica». Lo que ocurre es que la circunstancia tira de los pies del héroe, del que intenta ser alguien, y lo devuelve a la realidad: y entonces el héroe queda convertido en un personaje cómico. La tragedia como aspiración, como

voluntad de ser auténticamente alguien, se convierte en comedia; la vida se presenta como tragicomedia. «La reabsorción por la realidad —dice Ortega— consiste en solidificar, materializar la intención aspirante sobre el cuerpo del héroe.» Hay que distinguir la reabsorción de la circunstancia —en esto consiste primariamente la vida humana, en incorporarla mediante mis proyectos— y la reabsorción por la circunstancia —que me reabsorbe y me devuelve a lo meramente real—. Ambas son inseparables, y la inseparabilidad va en el prefijo «re», hay absorción y reabsorción al mismo tiempo, y eso es precisamente ser hombre. Recuerdo que cuando volví a ver a Ortega al cabo de ocho años de ausencia le sorprendió que me hubiese interesado tanto y hubiese comprendido esta tesis, sobre la cual casi todos habían resbalado. * Con estas ideas se puede entrar en el Quijote e intentar comprenderlo. Es un libro de aventuras, está compuesto de estas unidades elementales, pero hemos visto que no se trata de aventuras cualesquiera, sino que están determinadas por un proyecto o vocación, el de caballero andante, y sujetas a las leyes de la caballería. Hay la pareja ventura-aventura. La afirmación persistente de Cervantes —«Tú mismo te has forjado tu ventura»—, esa reivindicación radical de la libertad, en Don Quijote adquiere la forma de la aventura. Y hay constantemente esa dualidad entre la interpretación que Don Quijote proyecta sobre las cosas, sobre el mundo en torno o circunstancia, y el fracaso que lo acompaña porque está loco, porque no reconoce la realidad, sino que la sustituye por lo que se acomoda a sus proyectos. La realidad literalmente tira de sus pies. Recuérdese cómo queda colgado de las aspas del molino de viento, y cuando, en la venta, Maritornes y la hija del ventero le piden la mano desde la ventana, se la dejan atada y queda colgando de ella, esto es el símbolo cómico del héroe atraído hacia abajo por la realidad que tira de sus pies. Una vez y otra sucede esto, y esto es lo que convierte a Don Quijote en la figura cómica que sobre todo conocieron sus contemporáneos. Su aspiración es heroica, trágica, y al final se preguntará qué consigue con su esfuerzo, porque los repetidos fracasos lo devuelven a la realidad de la que ha querido levantarse. Lo que está en juego es la persona que es Don Quijote. En la primera parte es un tipo estrafalario, montado en un caballo flaco y derrengado, desde cierto momento con una bacía en la cabeza, como yelmo, y a quien se suele recibir con una sarta de palos y pedradas y, sobre todo, con incomprensión. En la segunda está literaturizado, es un personaje ya interpretado, un caballero andante, es decir, un proyecto explícito, reconocido, pero esquemático, que deja totalmente en sombra el «quién» de aquella persona que está delante. Podemos saber innumerables cosas de alguien, sin saber quién es. Los eruditos pueden saber todo de una figura estudiada, casi día a día, pero ¿saben quién fue? Probablemente no, y es la pregunta que nos hacemos —o nos deberíamos hacer— antes cada persona con quien tratamos. De vez en cuando sabemos quién es alguien y eso es algo extraordinario, una experiencia única, pero si no se formaliza y se pregunta en serio de cuántas personas sabe quiénes son, la cuenta se acaba pronto. Es lo que hace posible la literatura. Los lectores atentos del Quijote —no forzosamente los que dentro del libro tratan al personaje—, ven quién es: un personaje trágico y cómico, con movimiento de ida y vuelta, con aspiración y declinación, proyecto y fracaso; se asiste al proceso de la reabsorción. En esto consiste el argumento del Quijote: en la primera parte, de manera más espontánea e inocente; en la segunda, más reflexiva y tornasolada. Por eso la vida de Don Quijote es más dura en una, más melancólica en la otra. * Ahora bien, todo esto pasa dentro del Quijote como realidad. En él acontece la reabsorción de la circunstancia de Cervantes. Aparece toda su vida: Valladolid, Madrid, Sevilla y toda Andalucía, Italia, Lepanto, Argel, la Mancha, todo lo que Cervantes hizo y le pasó, poseído, reabsorbido, hecho transparente en el Quijote. Dije antes que lo interesante no es lo que Cervantes dice u opina, sino lo que hay en el Quijote; cuando lo leemos, nos vamos a vivir a un mundo que no es el nuestro, y me

preguntaba cuál. Es el mundo de Cervantes convertido en literatura, un mundo interpretado, reabsorbido, dotado de esa transparencia que la literatura da a las realidades concretas. Cervantes escribe el libro muy principalmente para reabsorber la integridad de su circunstancia, es el libro en el cual posee y da transparencia a su vida. La deja decantarse en forma de experiencia de la vida. Nunca describe los caminos y parajes de la Mancha o del resto de España que recorren los personajes, ni las ventas, y nos parece que lo vemos todo y que estamos en ellas. De nada tenemos una impresión más vivaz, porque están funcionando mediante la narración, porque allí viven Don Quijote y los que con él conviven. La famosa venta, al principio aparece de un modo hosco y hostil; luego, con el cura y el barbero, Fernando y Dorotea, Luscinda y Cardenio, el Cautivo y el oidor y el mozo de muías y la lectura reposada del Curioso impertinente, parece otra cosa. Todo ese mundo se acumula, se va haciendo tupido, se supera la desolación y la aspereza iniciales, tenemos la impresión de haber pasado una temporada en esa venta, casi podríamos describirla nosotros, porque hemos vivido en ella unos cuantos capítulos —que equivalen a unidades temporales— y recordamos a la hija del ventero que «callaba y de cuando en cuando se sonreía». Aparece la experiencia de la vida que ha acumulado Cervantes, que se ha ido depositando en su alma año tras año. Las creencias, las ideas, las opiniones de Cervantes, todo eso es muy interesante y digno de estudio, pero es relativamente secundario respecto al plano de la realidad de su vida, que es lo que pone en el Quijote. Lo que encontramos en este libro, lo que le da su condición única, es la vida de Cervantes. No su biografía, lo que se cuenta es la de Don Quijote; Cervantes no cuenta su vida, si acaso la pone a flor, elusivamente, en algunos momentos, como en el episodio del Cautivo, pero no es su biografía, es su vida. Hay que insistir enérgicamente en que la biografía no se confunde con la vida. Cuando hablamos de vida biográfica hay que tener presente que el ser biográfica es la condición de la vida, que se puede narrar; la vida es una realidad. Y esto es lo que encontramos en el Quijote, la realidad vida de Cervantes, al hilo de una biografía que es la de Don Quijote y Sancho y secundariamente de otros personajes. Y esa vida no es interior —cuando se habla de «vida interior» se señala un aspecto o dimensión de la vida—, la vida pasa en el mundo. La vida de Cervantes acontece ahí, en su mundo, por cierto muy variado y complejo. Y ¿cómo llega a ser propiamente su mundo? Porque es absorbido, recreado, interpretado al narrar; la narración es lo que hace que Cervantes y el lector tomen posesión de ese mundo. En esto consiste el valor y la magia del Quijote. * El Quijote no nos dice nada que sea demasiado importante sobre el mundo de Cervantes; hace otra cosa: nos lleva a vivir en él. Cuando leemos el Quijote vivimos en ese mundo, del cual en rigor no se habla. Creo que el error que ha dominado gran parte de los estudios sobre el Quijote y sobre Cervantes en general ha sido atender sobre todo a lo que Cervantes «dice». Muchos de estos libros y ensayos son enumeraciones e interpretaciones de los dichos de Cervantes, de sus ideas y opiniones. Esto tiene interés evidente, pero es buscarle tres pies al gato: la amenaza constante del cervantismo. Yo creo que sin cierta dosis de inocencia, sin abandonarse a lo que el Quijote tiene simplemente de novela, no se lo entiende. Hay libros muy estimados sobre Cervantes que son un catálogo o repertorio de sus opiniones, de sus tesis, de las cosas que dice —o que se supone que calla—, de lo que parece que creía, de sus lecturas; todo eso se puede y se debe hacer, pero creo que deja fuera lo decisivo, que es lo que Cervantes hace: poner ahí su mundo y su experiencia de la vida, y dejar que entremos en ello. Cuando se lee a la mayoría de los comentaristas de Cervantes se llega a una conclusión un tanto extraña: que hasta ellos no se había entendido el Quijote. ¿Es esto admisible? Se supone que hay alguna clave sin la cual no es inteligible. Hay formas extremadas y bastante cómicas, como la de aquel señor que creía que todo estaba escrito contra Lope de Vega, y entonces, manejando el Calepino y otros diccionarios, tomaba una frase trivial, «Sancho ensilló al rucio» o algo parecido, y la traducía como una declaración de la inmoralidad de Lope de Vega. A esto habría que responder, ante todo, que decir que Lope era un sinvergüenza, y además en clave, no tiene el menor interés. Y otro tanto se podría decir de las interpretaciones del Quijote como un libro contra Felipe II, ó cualquier otra cosa parecida. El catálogo de las ideas y opiniones de Cervantes puede ser interesante, pero las habría tenido

aunque no hubiese escrito el Quijote, y las hubiese podido y debido exponer en otro tipo de libro. ¿Para qué escribir una novela, la historia de Don Quijote, contra Felipe II, o Lope de Vega, o para hacer profesión de erasmismo? De muchos libros habría que decir que si su autor tiene razón, entonces no interesa Cervantes, que es lo peor que se puede decir. El Quijote sería un gigantesto equívoco. Por el contrario, yo creo que está ahí, desde 1605 la primera parte, desde 1615 el conjunto, que lo han leído innumerables personas y que todas ellas lo han poseído, especialmente los lectores ingenuos, y que cuando nosotros hablamos de ese libro hablamos de lo mismo que ellos. Se dirá que también acabo de formular una teoría interpretativa, porque pienso que lo que hay en el libro es la vida de Cervantes, la experiencia de la vida acumulada. Claro, pero eso lo hace como una novela, no lo explica; ni cuenta su vida ni hace una teoría, sino que la hace funcionar, crea unos personajes y los hace vivir, y nos hace asistir a sus vidas y recorrer con ellos los caminos que había recorrido, y tener experiencias, ilusiones, temores, amores, dolores, fracasos parecidos a los que Cervantes tuvo. Recuérdese aquella frase de Azorín en Un pueblecito: Riofrío de Ávila, dirigida a don Jacinto Bejarano Galavis, cura del siglo XVIII cuyo libro ha encontrado: «Siento, como si fueran míos, tus dolores». De esto se trata. Cervantes siente como si fueran suyos los dolores de Don Quijote y de Sancho y sus experiencias no forzosamente dolorosas, y el lector lo acompaña en ello al sumirse en ese mundo. No hay ningún libro equivalente en la literatura española -—y dudo que lo haya en otra— que permita ese grado de penetración en un mundo. Este carácter —por eso he usado el concepto de reabsorción de la circunstancia—, que tiene en grado eminente el Quijote, no lo tienen otros libros de Cervantes. Las Novelas ejemplares y el teatro son visiones particulares, visiones parciales, ejemplares porque son ejemplos de la vida humana en diversos escorzos o dimensiones. El Quijote es ante todo un mundo al cual puede irse uno a vivir, y por eso es esencial que sea un libro extenso; pero esta condición no basta, como lo prueba el Persiles, en que, a pesar de sus excelencias, no se da ese carácter. Insisto en que cuando hablamos del Quijote se trata de lo mismo que han tenido en sus manos y ante sus ojos los innumerables lectores que ha tenido el libro desde comienzos del siglo XVII; y por otra parte no hay más medio de entender el Quijote que leerlo como una novela, y si es posible en continuidad y con suficiente rapidez para que se manifieste su conjunto con su ritmo propio. La fragmentación erudita y estudiosa del Quijote lo atomiza, porque lo reduce a sus elementos, y no podemos irnos a vivir a ellos, como no podemos beber el oxígeno y el hidrógeno que componen el agua, ni ver con las vibraciones electromagnéticas a que puede reducirse la luz. Esos análisis, justificados y en su orden necesarios, significan un paso o transición a otro género de realidad; por eso es ilusorio encontrar el mundo en los ingredientes del Quijote. Conviene, pues, leer este libro como una novela, seguir su corriente, habitar vicariamente en ese mundo que era el de Cervantes. Pero se preguntará cómo puede hacerse esto. ¿No son las circunstancias enteramente distintas? ¿Cómo puedo irme a vivir al mundo de un hombre que murió en 1616 y a quien no he tenido la suerte de conocer, con quien nunca he podido hablar? La posibilidad estriba en que Cervantes hizo ese mundo inteligible, lo hizo comunicable mediante esa extraña transparencia que introduce eso que llamamos literatura. Aunque no siempre se vea con claridad, la literatura consiste en dar transparencia a la vida y al mundo y hacer así posible la transmigración imaginaria a mundos ajenos. Por eso es una fabulosa dilatación de la circunstancia. Gracias a ella puede salir el hombre de su circunstancia real, del mundo en que efectivamente vive, con todas sus limitaciones, y puede alcanzar en principio otras formas de vida, otras épocas, vivencias que nunca ha tenido y que son inteligibles gracias a la recreación literaria. El que nunca se ha enamorado entiende lo que es amor, el que nunca ha tenido celos entiende el Otelo, el que no ha estado desesperado entiende la desesperación, el que no ha dudado entiende la duda de Hamlet. El Quijote es acaso el mayor ejemplo de esa posibilidad de dar transparencia, coherencia y comunicabilidad al mundo.

14 La memoria y el sueño: El Persiles como recapitulación de la vida Los trabajos de Persiles y Sigismunda, última obra de Cervantes, se publicó, como es sabido, en 1617, después de su muerte. La licencia y demás documentos legales se expiden a favor de la viuda; el prólogo está fechado el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de la muerte del autor. Es una novela muy extensa, en la que Cervantes tenía puestas sus mayores esperanzas, que no han sido compartidas por los críticos y estudiosos, aunque sí por los lectores contemporáneos, ya que tuvo seis ediciones en el mismo año de su publicación. Se ha discutido mucho sobre la fecha de composición de este libro póstumo. Algunos estudiosos suponen que es muy antiguo, incluso en parte correspondiente a los primeros escritos cervantinos. No soy erudito y no he de entrar en esta cuestión, pero mi impresión de lector es que no puede tratarse de un libro antiguo. Está lleno de referencias a los clásicos, o a los libros poco familiares, por ejemplo sobre los hiperbóreos. No parece esto conciliable con el azacanamiento de la vida de Cervantes en los tiempos anteriores a la publicación del Quijote; parece inverosímil que lo escribiera antes de 1605. Se puede pensar que después de esta fecha fuera componiendo el Persiles, compartiéndolo con la segunda parte del Quijote, las Novelas ejemplares y la preparación de las Ocho comedias y ocho entremeses. El estímulo de Avellaneda llevaría a Cervantes a terminar y editar su segundo Quijote y después volvería a la conclusión del Persiles. Conclusión apresurada y no muy perfecta, porque evidentemente el libro se resiente de cierta falta de pulimento, y un indicio de ello es que de sus setenta y nueve capítulos hay cincuenta y dos que no llevan título. Sin duda Cervantes pensaba que los tuvieran, como los del Quijote, y pensaba escribirlos, pero no es demasiado fácil titular. He escrito miles de artículos, y no me sorprende demasiado, pero sí haber encontrado títulos para todos ellos. Probablemente Cervantes vacilaba respecto a la titulación, y acaso dudaba sobre la composición definitiva del libro, y pensaba volver sobre ello, pero veía que se moría y no quería dejarlo sin terminar y mandarlo a la imprenta; tanto en el prólogo como en la dedicatoria al conde de Lemos hay una clara anticipación de la muerte, aunque como su hora es incierta le queda siempre el resto de una recóndita esperanza; pero siente que la vida se le acaba, y da por concluso el libro por el que sentía predilección, según atestigua ya en 1613 el prólogo a las Novelas ejemplares («los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza»), y en 1615, en la dedicatoria del segundo Quijote al conde de Lemos («los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente, el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible»). Ciertamente podemos no compartir esta preferencia de Cervantes y creer que el Quijote es muy superior, pero podemos esforzarnos por comprenderla, por ver cómo Cervantes podía pensar así. Ha habido poca comprensión del Persiles, libro sorprendente, que puede causar desilusión, que parece menos cervantino que otros. Sin embargo, esa impresión se atenúa si se tiene presente el conjunto de la obra de Cervantes, por ejemplo La española inglesa, que es una breve novela pero que se puede considerar como una anticipación o un bosquejo de lo que había de ser el Persiles, libro en el cual, por lo demás, hay innumerables resonancias de las demás obras. Lo que ocurre es que hay un cambio de actitud, el ensayo de una perspectiva nueva y sorprendente, que despista un tanto. No son muchos los que han leído el Persiles, libro difícil de leer, que puede parecer pesado, con cierta confusión e innumerable cantidad de personajes y sucesos; hay historias y más historias, unas acontecidas dentro de la novela misma, otras contadas por los personajes, lo cual no es nuevo en Cervantes. El Quijote está lleno de historias de ambos tipos, incluso leídas por los personajes, como el caso extremo del Curioso impertinente, que comenté hace cosa de cuarenta años: los personajes se ponen a leer un manuscrito que han encontrado en la venta, y en el ensayo «La pertinencia del Curioso impertinente» traté de mostrar cómo el sentido es renovar el interés del libro y

reforzar la impresión de realidad de la acción principal; se lee la ficción dentro de la ficción, y comparado con la lectura, Don Quijote dando estocadas a los pellejos de vino es la realidad misma; creo que es una técnica interesantísima y de mano maestra. Esto se lleva a su extremo en el Persiles, donde cada personaje cuenta historias propias o ajenas, y la culminación, la que cuenta de sí mismo Periandro, ya muy avanzado el libro, larguísima y en varios capítulos. Y hay algo sumamente curioso, que le dicen que es demasiado largo, que la gente se va a aburrir y cansar, es decir, hay una reflexión crítica sobre la narración que hace Periandro de su propia vida. El Persiles muestra un frenesí narrativo que se apodera de Cervantes y de sus personajes, con un carácter esencial que es la inverosimilitud. Casi todo es inverosímil, pero se trata de la inverosimilitud como tal, querida y buscada por sí misma. Hay azares de todo tipo, coincidencias, encuentros, reconocimientos; los personajes se pierden por todos los andurriales del planeta y se vuelven a encontrar varias veces, de la manera menos probable. Es un mundo enteramente ficticio, una total ficción que se rasga de vez en cuando con unas hendiduras por las que penetra la realidad, como en un navío con una vía de agua entra el mar en el barco. Estas irrupciones de la realidad sirven para acentuar y reforzar la magia inverosímil del conjunto. * Por cierto, la magia en su sentido literal aparece extrañamente en el Persiles, y la astrologia judiciaria, la adivinación mágica de las cosas, de lo que ocurre, en algunos casos del porvenir. Esas posibilidades mágicas o astrológicas están negadas o puestas en duda por el autor o por algún personaje, pero influyen en la acción, es decir, actúan, se niega la posibilidad de la profecía, o se declara que es pura invención, pero luego pasa lo que se había anunciado; o se consiguen efectos mágicos sobre un personaje, por ejemplo se induce una enfermedad en una persona odiada. ¿Qué quiere decir esto? La actitud se parece a la de aquel que decía: «Yo no creo en las brujas, pero haberlas haylas». Se niega la magia o la astrología judiciaria, pero luego aparecen las acciones producidas por ellas. Creo que esto forma parte de la voluntad de presentación de irrealidades. Pero Cervantes, fiel a su convección permanente, tiene buen cuidado de señalar que ni siquiera la magia puede anular el libre albedrío: la libertad humana permanece exenta frente a todos los poderes. Cervantes, con un alarde de imaginación, presenta constantemente realidades, quiero decir irrealidades, empezando por los escenarios, que son principalmente imaginarias tierras septentrionales: una isla fantástica, unos dánaos que no son los daneses, de una tierra que no es Dinamarca; y luego aparece Islandia, y Groenlandia, los hielos, los géiseres, esos extraños manantiales de agua caliente que Cervantes describe tan bien, que van por encima del hielo y llegan hasta el mar; y habla de los esquís, de cómo la gente se desplaza sobre el hielo de una manera muy curiosa, con una especie de raquetas, y con un pie se dan un golpe en el talón. Maneja diversas fuentes, ha leído libros en que se refieren cosas curiosas, pero se mezclan los países irreales con otros reales, en esa geografía imaginaria en que acontece esta «historia septentrional». Siempre que se habla de Noruega, por ejemplo, es el país de las tinieblas, de la noche interminable, o del día que nunca termina, por la situación boreal. Pero luego hay un cambio de clima, tanto geográfico como literario, los personajes llegan a Portugal, luego a España, finalmente cruzan Francia y terminan en Italia. Hay dos mundos, primero el hiperbóreo, glacial, los mares turbulentos, los temporales y naufragios, los hielos casi permanentes, y luego aparecen los países familiares y bien conocidos de Cervantes. Hay muchas referencias a Inglaterra, pero no aparecen ni Inglaterra ni Irlanda, aunque hay una curiosa referencia a unos caballeros ingleses que han venido a España, ven las principales ciudades y se vuelven a su patria: los primeros turistas. Primero, los personajes son fugitivos, perseguidos y náufragos; les suceden historias complicadas e inverosímiles; pero luego tienen un propósito definido. Periandro y Auristela han hecho un voto de ir a Roma, aunque nunca se sabe de qué se trata; y cuando llegan a Portugal se visten de peregrinos y emprenden el nuevo viaje. Es el símbolo de la vida humana, del homo viator que peregrina por el mundo. Un papel extraordinario dentro de esta novela tiene el azar. Hay encuentros, figuras que aparecen y desaparecen, se entrecruzan, se esfuman, a veces sin dejar huella, pero acaso vuelven a surgir. Es

esencial el elemento de la fugacidad, que sirve de contraste a la firmeza, a la constancia de Periandro y Auristela. El libro se titula Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pero solamente al final aparecen estos nombres: durante toda la novela se llaman Periandro y Auristela, y se llaman hermanos, y se comportan como tales. Pero son enamorados, como se verá al final, y los nombres supuestos añaden otro elemento de ficción. Son dos enamorados constantes, de lealtad a toda prueba, y guardan absoluta castidad, son la constancia misma. Y en torno de ellos se agitan cientos de figuras, una enorme cantidad de realidad humana sin realismo más que en algunos momentos excepcionales. * Si se lee despacio y con atención este libro, si se lo vuelve a leer íntegramente y con la rapidez necesaria para que se haga presente en la retina mental, ¿qué se encuentra, a qué responde, qué significa esta manera de novelar? Ortega creía que los asuntos, los argumentos de novela, estaban bastante agotados, que era difícil inventar alguno nuevo y realmente interesante. Veía el porvenir de la novela en lo que llamaba psicología imaginaria. No habría mejor definición del Persiles: personajes y más personajes ficticios, una especie de delirio de imaginación y fabulación, en el que Cervantes manifiestamente se complace. Y se asocia con esto la dimensión que hallamos en toda su obra, pero que en el Persiles es abrumadoramente dominante: la belleza. Es un libro dedicado a la belleza, fascinado por ella. Muy principalmente la de las mujeres, de las innumerables que desfilan por sus páginas; sobre todo, la de Auristela, tratada siempre aparte, como algo sin par y que supera a todas las demás bellas mujeres que cruzan la historia; y, por supuesto, ejerce efecto fulminante sobre todos los que la contemplan. Pero también tiene en cuenta la belleza varonil, por ejemplo la de Periandro; y la de los paisajes, los lugares amenos, el mar, tempestuoso unas veces, tranquilo otras, las naves; y las ciudades, Lisboa, Roma, otras ciudades italianas. La belleza es nombrada, subrayada en cada página, y ejerce su deslumbramiento sobre los personajes. Y, por supuesto, el Persiles está saturado del gran tema que aparece a todo lo largo de la obra cervantina: el amor. En este libro el amor es omnipresente, incontrastable, poderoso, terrible, devastador, y lo justifica casi todo. El de Persiles y Sigismunda, oculto bajo las figuras de Periandro y Auristela, es el hilo conductor de la novela, entre mil interferencias y otros amores castos, lascivos, apacibles, violentos, desesperados. Hay toda una tipología de los amores, desde los relativamente frívolos de las damas francesas hasta los pecaminosos, condenables, que en ocasiones llevan al crimen; pero hay siempre cierta indulgencia o tolerancia en Cervantes: si se trata de amor, en la medida en que verdaderamente lo es, y no otra cosa, los errores, los yerros, siempre se pueden perdonar. Como era de esperar, en el Persiles se afirma con energía la libertad, desde la constancia de Periandro y Auristela hasta la pertinaz e incorregible maledicencia de Clodio. Hasta la magia, que como vimos, puede producir enfermedades o muertes, es impotente frente al libre albedrío: la libertad queda siempre exenta. Y el azar tiene un papel predominante y del mayor interés en este libro. Se encarga de resolver los conflictos, aunque no todos: los que «merecen» solución. Otros no, y tienen un desenlace trágico. Con todo esto se enlaza la religiosidad, subrayada incansablemente, en la forma concreta de la ortodoxia católica, subyacente en la acción pero proclamada explícitamente muchas veces, de un modo casi doctrinal, en pasajes que se acercan a una enumeración precisa de los artículos de la fe, casi fragmentos de un tratado de teología. Lo cual es significativo en el último libro de Cervantes, literalmente al final de su vida, con la casi seguridad de no verlo impreso. Extraño libro, no muy atentido ni entendido, porque unas veces se han desanimado los lectores por su complicación, irrealismo y ocasional retórica fatigosa, y otras se han perdido en el análisis de sus ingredientes, en la investigación de sus fuentes o en buscarle un transfondo ideológico. Creo que la visión más perspicaz de esta novela ha sido la de Azorín, que escribió dos ensayos sobre el Persiles, incluidos en el libro Al margen de los clásicos, de 1915. Nunca olvidaré, porque me conmovió profundamente, una de mis últimas conversaciones con Azorín en 1966, el año anterior a su muerte. Había escrito «El español Cervantes y la España cervantina», y para ello había releído a Cervantes y leído no pocas cosas sobre él. Le dije a Azorín: «El que mejor ha entendido el Persiles es usted». No oyó bien la última palabra, creyó que era un nombre propio y me preguntó: «¿Quién?». Me volví a él

sonriendo, apunté con el dedo a su pecho y repetí: «Usted». Azorín, a sus noventa y tres años, con toda su gloria literaria, puso una expresión de felicidad, como un niño a quien acaban de darle una buena nota. Como Azorín no ponía notas al pie de página ni detallaba las ediciones, los investigadores no suelen citarlo, y no sé si lo leen, aunque nadie que yo sepa ha entendido con mayor finura y profundidad el conjunto de la literatura española. Esos ensayos me parecen clarividentes, porque el problema del Persiles es la manera de leerlo; hay que enfocarlo adecuadamente, acomodar la visión a la perspectiva interna que le es propia. Su prosa es de gran belleza, pero tiene un tempo, una selección del vocabulario, un estilo, unas transiciones cuya percepción requiere instalarse en una determinada actitud, incluso un ritmo que responda al suyo. A cada autor hay que leerlo a una velocidad determinada para comprenderlo y gozarlo, por ejemplo, a Gabriel Miró despacio, a Baroja muy de prisa. En el caso del Persiles no se trata solo de velocidad, sino de una sintonización con su melodía interna. Cervantes se complace enormemente en esa noche interminable de los países del norte, o en el día sin fin de los meses de verano; en los hielos sobre los que se deslizan figuras con aire fantasmal; y sobre todo en el vendaval apasionado de esas figuras que vagan por el mundo sin que nunca se sepa de dónde vienen ni adonde van. Preguntaba Azorín: «¿Hacia dónde van todos estos seres perdidos en las noches septentrionales, de isla en isla, náufragos, movidos por una fuerza que ellos mismos ignoran?». Aparece un extraño personaje, Rosamunda, una mujer ya madura, todavía hermosa, una mujer licenciosa, muy corrida, que ha sido amante del rey de Inglaterra y ha tenido bajo su influjo a hombres ilustres y poderosos, hasta que al fin ha sido desterrada de Inglaterra. Esta mujer, voluntariosa y libre, se prenda del gallardo Antonio el bárbaro, lo persigue apasionadamente por los hielos. Hay escenas de gran dureza, Antonio la rechaza, no quiere saber nada de ella, y al final Rosamunda muere. Cervantes dice: «Sirvióle el ancho mar de sepultura», fin adecuado para esta mujer incandescente. Hay otro personaje, Clodio, maldiciente, ingenioso, sin escrúpulos, capaz de todo, que por hacer una sátira mordaz es capaz de exponer la vida, la suya o la ajena, sin poder retener esa incoercible vocación de maligno ingenio. También lo han expulsado y desterrado, y al final Antonio, que va siempre con su arco y sus flechas, dispara contra una hechicera y por azar surge Clodio y la flecha se clava en su boca, le atraviesa la lengua, y así muere, herido en la lengua venenosa. Hay un momento en que otro personaje, el italiano Rutillo, y él deciden escribir dos cartas de declaración amorosa a la hija del rey Policarpo y a Auristela, lo cual representa un desacato por la desigualdad de las personas. Rutilio se da cuenta de que aquello no tiene sentido y es peligroso, pero Clodio no rectifica, sobre todo porque está orgulloso del ingenio con que ha escrito la carta. Hay muchos personajes extraños, como la hechicera Zenotia, también llena de amor desesperado y de celos, que ejerce sus artes mágicas, tienta a Policarpo para que emprenda desatinadas empresas y al final se descubre su maldad y es ahorcada. Y una muchacha, por supuesto muy bella, que se llama Feliciana Tenorio pero a la que llaman Feliciana de la Voz porque la tiene maravillosa y canta deliciosamente y tiene mil aventuras. Y sobre todo el rey Policarpo, una figura que encanta a Azorín, que ve en él un rey shakespeariano. Tiene setenta años, es rey de uno de los países imaginarios, tiene dos hijas también hermosas, Policarpa y Sinforosa. Se enamora perdidamente de Auristela, que tiene diecisiete años, y quiere a toda costa conquistarla, confiado en que su condición de rey lo podrá conseguir. Al final, en vista de que se van a marchar los peregrinos y va a perderla, organiza, tentado por Zenotia, el incendio del palacio, que arde por los cuatro costados mientras Auristela se ha embarcado con los demás. El pobre rey Policarpo, enamorado, desesperado, abandonado, con el palacio ardiendo, la ve alejarse en el mar. Al día siguiente, dice Cervantes, «lo depusieron del reino», y queda su figura apasionada y desolada de rey destronado. Hay un pasaje en que Rosamunda le dice al joven Antonio, en un alarde de retórica cervantina: «¡Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos hielos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón!». Y hay una frase que resume el temple del libro: «Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían los deseos». Y Azorín comenta: «Un deseo siempre anheloso, un deseo errante por el mundo, un deseo insatisfecho, un deseo que siempre ha de ser deseo: eso es el libro de Cervantes». Hay constantemente sucesión, evolución, movimiento, pasión, irrealidad y misterio por todas partes. Y una perpetua dilatación de la circunstancia, hacia los hiperbóreos, hacia países imaginarios,

nebulosos, entrevistos; luego, hacia la Europa conocida: Portugal, España, Francia, Italia. * En el Persiles Cervantes se libera de su concreción, siempre tan amada, vuelve a ella en ciertos momentos, sobre todo en España, cuando aparecen personajes como Luisa la Talaverana y Bartolomé el Manchego, precisamente para renovar y salvar por contraste la ilusión de todo lo imaginario. En este libro aparecen los recuerdos de la juventud, pero no como los dramáticos del cautiverio, sino las hermosuras que vuelven en su vejez casi solitaria y desengañada. Francia, Italia y Portugal, donde estuvo al ir hacia su vida militar o después del cautiverio de Argel; son recuerdos de belleza, de ciudades, de encuentros amables. Esto significa para Cervantes un complemento de la vida real, de la cruda y sabrosa realidad. Es un libro de sueños, en gran medida onírico: todo lo que pudo ser y no fue, lo que hubiera querido vivir y no vivió, los viajes que no pudo realizar, las tierras soñadas, imaginadas en sus lecturas, que nunca llegó a ver. Cervantes se pone a imaginar, a fingir, a enhebrar historias, a crear personajes que le den compañía al final de su vida. Por esto creo que este libro no se ha podido escribir más que cuando se acercaba a él. No importa que todo sea inverosímil si es hermoso, si es apasionado, si está lleno de amor y de amores de todo tipo que siguen hasta el final, porque en la última parte se agolpan y precipitan historias amorosas, a veces dramáticas, con encuentros y desencuentros, con engaños y confusiones. Si se hiciera la cuenta de las historias contenidas en el Persiles, asombraría. Es un libro de recapitulación, el libro vicario en que Cervantes trata de salvar la vida real mediante el recuerdo y, por otra parte, lograr esa que se le fue de entre las manos, esa que no pudo vivir. Cervantes no se comprende sin el Persiles, porque si se lo omite se desdibuja la figura de su autor. Es la clave ideal para la comprensión de su vida, no de su concreción fáctica, sino de su sentido, del que Cervantes quería darle a la vida. No es un elemento de su biografía real, bien distinta y bastante limitada, después de la vuelta definitiva a España; más bien se trata de las trayectorias no seguidas, no realizadas, que también fueron parte de su vida. Y son precisamente estas las que dan significación a las otras, a las que el azar, el destino y el carácter han permitido vivir. Murió Cervantes el sábado, no el domingo como había dicho en el maravilloso prólogo, lleno de humor, de alegría, de melancolía de ir a dejar la vida, de confianza en «veros presto contentos en la otra vida». Creo que nada revela mejor quién era Cervantes.

15 Cervantes para lectores He sentido la tentación de titular así este libro: Cervantes para lectores. Siempre he pensado que el destino deseable de un escritor no es ser «estudiado», sino «leído». En esto consiste propiamente su vida; la otra es a lo sumo un sucedáneo, algo espectral, como la que lleva Aquiles en el mundo de los muertos. Se dirá que para leer a un autor, si no es actual, hay que estudiarlo; pero se puede contestar que para estudiarlo hay que leerlo. Acaso sería mejor decir que «habría» que leerlo, porque la tendencia dominante hoy es no hacerlo, o en grado mínimo. Se buscan los elementos o ingredientes de las obras literarias o filosóficas; se investigan y tratan de filiar sus «fuentes»; se hace un concienzudo análisis gramatical, con tablas de frecuencias del vocabulario o las peculiaridades sintácticas; se hacen papeletas innumerables, y si es posible pasan a los ordenadores o computadores, que se encargan de lo demás. El ideal parece ser investigar sin haber leído. El mío se inclina más a lo contrario. Durante mucho tiempo, Cervantes fue muy leído. Asombra el número de ediciones —y pronto traducciones— de muchas de sus obras, y más si se tiene en cuenta la lentitud de las comunicaciones, el hecho de que todo se escribía con pluma de ave y sin más recursos, que la impresión era bastante rudimentaria, en pequeños talleres sin los aparatos de nuestro tiempo. Hubo, ciertamente, una gran desproporción entre el Quijote y todo lo demás, y se fue acentuando con el tiempo, hasta el predominio absoluto de un libro y el relativo olvido de todos los demás. En cambio, durante más de un siglo apenas se escribió sobre el famoso autor. Sorprende el hecho de que no hay libros sobre Cervantes. Hasta 1737 no hay una Vida de Cervantes, la de Gregorio Mayans, seguida por las de Juan Antonio Pellicer (1783) y Fernández de Navarrete (1819), al frente de las ediciones del Quijote de la Real Academia Española. Algunos comentarios y reflexiones sobre la obra cervantina aparecen muy a fines del siglo XVII y sobre todo en el XVIII, casi siempre de autores extranjeros. Tampoco durante mucho tiempo se escribe novela que «venga» de Cervantes, que recoja su gigantesca invención. Solamente muy avanzado el siglo XVIII, en Inglaterra —y si se mira bien a gran distancia— hay huellas de un cervantismo que luego se desarrollará y generalizará en toda Europa. A fines del siglo XVIII y durante el Romanticismo se prodigan los comentarios, estudios e interpretaciones. Poco después la erudición se concentrará en el análisis minucioso de la obra de Cervantes, principalmente del Quijote, y empezarán las ediciones críticas, de Clemencín, Cortejón, luego Rodríguez Marín y tantas más. Las interpretaciones literarias o de la significación de la obra caracterizarán los últimos cien años; baste recordar a Valera, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Unamuno, Maeztu, Ortega, Américo Castro, Dámaso Alonso, Rosales... Y no se olvide la biografía «novelada», admirable de penetración y finura, de Francisco Navarro Ledesma, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra (1905). * Hemos visto que Cervantes alcanzó en vida gran fama, pero poca importancia social. En España, y en cierta medida fuera de ella, lo que es sorprendente, se produjo una «impregnación» difusa y popular de quijotismo bastante ajena a la literatura y hasta a la lectura del libro. Las figuras de Don Quijote y Sancho, los principales episodios de su historia, el temple de ella —en las diversas formas de recepción—, se convirtieron en algo familiar, consabido. En España y en los países de lengua española, la situación es bastante extraña y merece pensar un momento sobre ella. Esa penetración difusa, esa familiaridad con los personajes, muy esquematizados, ha dado una circulación universal a la obra de Cervantes. Pero si se intenta precisar su contenido, surgen las dudas. Se ha pensado que se «debe» leer a Cervantes, por lo menos el Quijote. Esto ha llevado a su « recomendación», que en algunos momentos y países ha llevado a su introducción en la

enseñanza, incluso en la escuela. El efecto de esto ha sido una especie de «vacunación» contra la lectura real del Quijote: los jóvenes presuntos lectores tenían o tienen un contacto superficial y reticente con la obra cervantina, que abandonan pronto; pasado el tiempo, sienten cierta vergüenza de no haber leído el Quijote y lo dan por leído —actitud, si se mira bien, bastante quijotesca, ya que recuerda la de Don Quijote cuando «diputó por buena» su celada—. Naturalmente, ya no lo leerán nunca, y este es el estado real de innumerables personas cultivadas y que hablan nuestra lengua. Para el resto de la obra de Cervantes ni siquiera es necesaria esa vacunación, porque no son muchos los que han tenido nunca intención de leerla. Entre las personas cultas se ha pasado —y es un fenómeno interesante— de la lectura y el goce directo de la obra de Cervantes a la discusión de las «interpretaciones» recientes del sentido críptico, polémico, extraliterario de la vida de Cervantes o de sus escritos. Me gustaría saber el número de personas que han leído y comentado los innumerables prólogos a diversas ediciones, sin haber leído nunca de verdad y en su integridad el libro prologado. Convendría preguntarse qué necesita saber el lector de Cervantes. Se trata de un autor que vivió en una época que no es la nuestra, aunque tampoco excesivamente remota, y ello reclama una dosis de hermenéutica para acercarla a nosotros y hacerla inteligible. Respecto a la lengua, no hay problema: es perfectamente accesible e inteligible; se puede leer a Cervantes sin notas, o con muy pocas; algunas palabras o alusiones no se entienden bien, lo que ocurre también con casi todos los contemporáneos, y no importa. La enorme cercanía lingüística del español de cualquier época es un privilegio que no siempre se aprovecha. Las Coplas de Jorge Manrique, que tienen cinco siglos de antigüedad, son prácticamente español actual, y no es difícil leer al Arcipreste de Hita y hasta a Berceo o el Poema del Cid, con muy escasos conocimientos lingüísticos. Esta situación, compartida con el italiano, es ajena al francés, el inglés o el alemán, difíciles de comprender incluso en textos mucho más cercanos temporalmente. Hasta hace pocos decenios, se conocía elementalmente la historia del Siglo de Oro, y con ello bastaba. Se tenía suficiente familiaridad con los grandes hechos y las figuras relevantes. Hoy, gracias al general desconocimiento de la historia, no se puede contar con ello; la gravedad de esto va, naturalmente, mucho más allá de la posible lectura de Cervantes. Más importante aún para esta es la escasez de lecturas de otros escritores de la época. Es muy poco familiar el teatro del siglo XVII, tan poderoso instrumento para conocer las formas de la vida de aquel tiempo; no se leen demasiado las novelas picarescas, menos aún a los autores ascéticos y místicos. La poesía, que ha sido leída por muchos y puede aportar tantas cosas importantes, apenas se lee, y casi nadie joven guarda versos en su memoria. Se dirá que nunca se han hecho tantas ediciones de los clásicos y se han difundido tanto, y con tanta corrección. Es cierto, pero se trata principalmente de ediciones con propósito didáctico, con eruditas introducciones y notas, que invitan más al estudio que a la lectura directa y espontánea. En muchos casos se conserva la ortografía de los manuscritos antiguos, con mayor frecuencia de las primeras ediciones, lo cual dificulta extraordinariamente la lectura, sin valor apreciable; por fortuna, algunos editores, y entre ellos de los más competentes, empiezan a reaccionar contra esta superstición de las primeras, arbitrarias, grafías, y llevan a cabo una razonable modernización de los textos. * Creo que es necesario aproximar a Cervantes y a la vez subrayar la distancia. Al leerlo se toma posesión de algo propio y con ello se dilata la realidad actual. El lector descubre que es más de lo que creía, que le pertenecen dimensiones que ignoraba, que es mucho más rico de lo que sus balances apresurados le hacían pensar. Lo decisivo es que descubre sus raíces, algo que constituye lo más hondo de sí mismo, en lo cual consiste. Para que esta comprensión sea verdaderamente posible es menester establecer con rigor lo que se podría llamar las «jerarquías internas»: lo que más importa son las obras mismas, en su marco o ambiente real; por eso insisto en la lectura ingenua, inocente, que se abandona al libro con un mínimo de preconceptos o prejuicios. Quiero decir que las ideas u opiniones que se «filtran» en estas obras — que es lo que más atrae la atención— son secundarias; en todo caso, pertenecerían a otros géneros, que Cervantes no cultivó, y por algo sería. Al detenerse en las cosas que «dice» (o que no dice, pero el

comentarista supone, acaso porque le hubiese gustado que las dijera), se lleva a cabo un cambio de género, se altera el que Cervantes eligió —la novela, el teatro, la poesía—, se busca en sus libros un tratado o un escrito polémico. Conviene restablecer la perspectiva de Cervantes sobre su obra, de modo que se incluya toda, aunque se mantengan ciertas preferencias y no se acepten enteramente las suyas ni sus valoraciones; pero sí hay que tenerlas en cuenta, como en el caso del Persiles, y hemos visto que no le faltaban del todo justificaciones, aunque no sean las suficientes. La lectura de Cervantes no debe reducirse al Quijote, aunque se concentre en él y desde él se vean y comprendan los demás libros. Lo cual está de acuerdo con los buenos principios de la interpretación, aunque la tendencia dominante en esta época sea la contraria: la culminación, la perfección, permite entender y estimar las formas anteriores e inferiores, a despecho de la preferencia por el «primitivismo», que se detiene sobre todo en las formas incoativas o, en ocasiones, regresivas o patológicas. En la comprensión de la obra de Cervantes es necesario tener presente la condición intrínseca, y también la social, de los géneros literarios. Son los cauces de la generación estética —para emplear la expresión de Ortega— y no menos de la lectura y la comprensión. Por eso hay que respetar la estructura, el propósito, las limitaciones, las exigencias o requisitos de cada uno. La comprensión de la escritura avanzó increíblemente desde el momento en que se reconoció la peculiaridad de sus diversos géneros literarios, y el sentido en que el contenido es verdadero o «inerrante» en cada uno de ellos: histórico, legal, sapiencial, profético, poético, etc. Gracias sobre todo a los trabajos del P. Lagrange fue posible la famosa encíclica de Pío XII Divino afflante spiritu, tan esclarecedora y que de tal manera abrió el horizonte. Cervantes fue, ante todo y sobre todo, novelista. Pero no se olvide que fue el verdadero creador de la novela en el sentido que hoy tiene esta palabra, el descubridor de un continente o tierra firme — con el antecedente de la La Celestina como las Antillas anticipadoras—. Y la novela, género nuevo, no tenía prestigio, reservado al drama o el poema épico. Tardó más de dos siglos la novela en alcanzar plena estimación social. La poesía de Cervantes, superior a lo que se ha creído, a lo que él mismo sospechaba, no es extraordinaria. En cuanto al teatro, es un género que requiere una considerable actualidad, sobre todo porque el fallo sobre él es el de un público reunido, colectivo e instantáneo. No era probable que tuviese gran éxito el de Cervantes cuando al cabo de los años deseó volver a él; y sus comedias y entremeses publicados no podían tener demasiado alcance, porque el teatro no es para ser leído, sino representado y contemplado. Pero, sobre todo, el teatro de Cervantes quedó literalmente eclipsado por el de Lope de Vega y sus continuadores. Si se tiene todo esto en cuenta, es más fácil entender lo que fue la vida de Cervantes, cómo se distribuye su obra a lo largo de su vida, en qué medida pudo ser estimada por sus contemporáneos y cómo —y esto es acaso lo más delicado e interesante— no acaba de coincidir lo que los lectores sentían y lo que, condicionados por las vigencias de la época, opinaban. Esta consideración se puede aplicar a todos los tiempos, y por tanto al nuestro, y acaso sirva para aclarar muchas cosas y el destino que tienen posteriormente. Me parece posible lograr una imagen adecuada, aunque no sea completa, de Cervantes. Se puede tener, mediante la lectura no perturbada por otras consideraciones, una experiencia real y directa de las diferentes dimensiones de su obra. Y esto permite ver qué le importaba, a qué puso de verdad su vida. El Quijote, leído en su integridad, no fragmentariamente, como suele hacerse, con el ritmo propio de una novela, revela su contenido, su configuración, su temple. Es una estructura dramática, reflejo de esa otra que fue la vida efectiva de su autor, que se puede rastrear en el libro mismo, no en las afirmaciones u opiniones esparcidas en él, al margen de su realidad estrictamente novelesca. Solo así es posible «irse a vivir» a ese mundo cervantino, experiencia única y del mayor alcance, no solo para entender a Cervantes mismo, sino, como veremos, a España. ¿Quiere esto decir que no hay que interesarse por la «significación» de Cervantes? Al contrario, y esto es lo que nos va a ocupar principalmente desde ahora. Pero, y esto es esencial, después de haberlo leído, tras tenerlo presente, intentar convivir con él; si es posible, hacerlo nuestro amigo —se tiene la impresión de que Cervantes quiso serlo de sus lectores; ¿y por qué no de los futuros?—. Y no se olvide que al hablar de Cervantes y de su vida hay que incluir también las trayectorias que no vivió, que he

intentado tener en cuenta. El que escribió el Persiles seguramente habría aprobado los dos versos de Antonio Machado: De toda la memoria solo vale el don preclaro de evocar los sueños.

16 El desenlace histórico del mundo cervantino Sobre la figura de Cervantes se proyecta muchas veces la idea de decadencia, se lo considera como símbolo o conciencia de ella. Hay en Cervantes, ciertamente, una visión crítica, propia de un espíritu sensible, perspicaz, lleno de experiencia y sobre todo libre; percibe los defectos y los errores; propone grandes empresas, como la conquista de Argel y la eliminación de la piratería, y le duele que no se lleven a cabo. Pero esto nada tiene que ver con una impresión de decadencia. Cervantes está penetrado de la dignidad e importancia de España y de lo español. Siempre lo asocia al valor, a veces a la «arrogancia», término algo ambiguo, con dos caras, una de las cuales no enteramente favorable; el poderío español le parece enorme, literalmente incomparable con ningún otro. Tiene conciencia del influjo español más allá de las fronteras; en el Persiles escribe: «En lengua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas, y en Francia, ni varón, ni mujer deja de aprender la lengua castellana». Esa asociación de Cervantes con la decadencia se debe a una actitud española muy arraigada, muy antigua aunque no permanente —intentaré precisar en lo posible su origen—, y que se puede llamar la tendencia a la descalificación global. En la imagen dominante, en los libros de historia, con pocas excepciones, Felipe III y Felipe IV se liquidan sin apelación, se los envuelve en desdén. Se supone que los gobernantes españoles eran figuras ridículas, o corrompidas e ineptas. Apenas se sabe nada de lo que realmente fueron, menos aún de las empresas con que se enfrentaron. El duque de Lerma da su significación al reinado de Felipe III, es decir, del Cervantes maduro; se habla de su ambición, de sus indudables abusos; pero Lerma significó la voluntad de paz, seguramente hasta el exceso: convino una tregua de doce años en los Países Bajos, haciendo muchas concesiones; se esforzó por mantener amistad con Inglaterra y Francia, después de muchos años de guerras; fue una figura de gran importancia, que no consta. Se dan por buenas, sin la menor crítica, las descalificaciones de los enemigos o de los maldicientes, a diferencia de lo que se hace al pensar en la historia de Francia o de Inglaterra, donde se mira como grandes figuras valiosas incluso a los que fueron asesinados o decapitados. En España son denostados y escarnecidos simplemente los que cayeron en desgracia, y todavía más los triunfadores — y si vieron las dos caras de la fortuna, la que ha prevalecido ha sido siempre la adversa—. Recuérdese la imagen de don Baltasar de Zúñiga, el conde de Gondomar, el conde de Lemos, el conde-duque de Olivares, para no salir de la primera mitad del siglo XVII. * La Monarquía española, desde que España llega a ser una nación con los Reyes Católicos, se ha entendido como llamada a tener un sentido religioso, y por tanto moral. El concepto de «reputación» —lo que hoy llamaríamos más bien prestigio— es decisivo y se antepone al de «estado» o prosperidad. Creo que esto, la realidad histórica durante un par de siglos —dejemos de lado hasta cuándo fue así—, tiene una extraña afinidad con el quijotismo. No se olvide la libertad asociada a la «ventura», la insistencia cervantina en «el esfuerzo y el ánimo». La convicción más profunda de España —que puede parecer, y de hecho pareció, absurda— era que no es menester tener éxito; y conviene añadir: pero hay que esforzarse. ¿No tiene esta actitud estrecha conexión con el espíritu religioso explícito, insistente, del Persiles? He recordado en España inteligible el folleto que escribió o hizo escribir Olivares después de su caída, el Nicandro, para su justificación y defensa; lo ha editado John Elliott en una excelente colección de Cartas y documentos del Conde- Duque de Olivares, pero apenas lo comenta, y no parece advertir lo extraordinario de que un político caído en desgracia, que ha perdido el favor del rey, reconozca su fracaso y los éxitos de su adversario y rival, Richelieu; pero dirá que ha obrado de acuerdo con los

principios del cristianismo y de la moral, lo que no ha hecho el cardenal Richelieu; esto revela el sentido que tenía la política española a mediados del siglo XVII. La tregua con los holandeses tuvo bastantes inconvenientes, porque no concedieron la libertad pedida para los católicos y se aprovecharon para atacar y minar el ultramar español y portugués, unidos bajo la misma Corona. Esto produjo irritación y cansancio, y en el reinado de Felipe IV se reanudaron las guerras; pero los años finales de Cervantes transcurrieron bajo el signo de la paz de Felipe III y Lerma. En España y en Cervantes hay desengaño, pero no desilusión. Se sigue creyendo que lo bueno es bueno, que lo que vale, efectivamente vale; que hay cosas que merecen ser defendidas. Se sabe que hay torpezas, corrupción, pecados; que no siempre hay suerte y salen bien las cosas; pero el fracaso no es el argumento supremo en contra. La subordinación de los intereses nacionales a los del catolicismo, el arriesgarse a la desmembración de la Monarquía por evitar la de la Cristiandad, ¿no es una forma extrema de quijotismo? Es algo que no tiene equivalente en Europa. No lo pueden creer De ahí arranca la impresión de «anormalidad», de país «ininteligible», muy parecida a la que suscita Don Quijote. Y eso se complica con la hostilidad y, sobre todo, la propaganda organizada. Acaso le faltó a España la compañía de Sancho, un Sancho interior. Las deficiencias españolas son más graves que las demás, porque no son solo «errores», sino «maldades» o «pecados». De ahí el sentido de responsabilidad, absolutamente asombroso, que tiene España como nación, y cuyo ejemplo más extraordinario, único en la historia, fue la actitud ante la conquista y colonización de América, lo que fue precisamente el origen principal de la Leyenda Negra, de la difamación secular de la historia española. Con buena fe, y principalmente con mala, se investigan, exageran o inventan culpas, abusos, crueldades o destrucciones. Desde Las Casas y algunos otros frailes, secundados luego por Antonio Pérez e incontables extranjeros, la bola de nieve se pone en movimiento. Lo sorprendente es la reacción española, empezando por los reyes, que lo toman todo en serio, procuran aclararlo: lo investigan, no se contentan con legislar sino que piden responsabilidades, envían visitadores para que averigüen las culpas de conquistadores, encomenderos, oidores o virreyes. El éxito no es suficiente disculpa. Y se va imponiendo la visión de los intrigantes y demoledores. Va creciendo la envidia, «amarilla, porque muerde y no come», dirá Quevedo. Hay una oleada de rencor, más que contra el poder y el éxito, contra la excelencia, porque el éxito no es lo más envidiado, y hay quizá mayor hostilidad contra los gobernantes caídos, aunque hay que hacer una distinción: la inquina se da entre los poderosos o los que forman la opinión, los que escriben sátiras o pasquines, luego los historiadores; en el pueblo se suele dar una reacción favorable al que ha perdido; el casi culto a don Rodrigo Calderón después de degollado es quizá el mejor y más dramático ejemplo. Conviene no confundir demasiado las fechas. Lo que podríamos llamar el «desenlace» histórico de la época no va contra lo cervantino. Cervantes se pudo sentir «en casa» durante el reinado de Felipe III, y hubiera podido sentirse igualmente durante el de Felipe IV El año 1625, nueve años después de la muerte de Cervantes, fue de extraordinarios triunfos españoles: la toma de Breda por Ambrosio Spínola, conservada por los pinceles de Velázquez, la recuperación de Bahía, la ciudad tomada por los holandeses en el Brasil, reconquistada por don Fadrique de Toledo y pintada por Juan Baustista Maino, y la victoria española sobre la escuadra de noventa navíos enviada contra Cádiz por Carlos I de Inglaterra, apenas fue rey, por lo visto siguiendo los consejos de Francis Bacon el año anterior, en el extraordinario y al parecer olvidado documento que cité en España inteligible. Se estaba todavía bien lejos de la decadencia, que Cervantes no alcanzó a conocer. ¿Y después? Ya es otra cosa. Desde 1640 aparecen síntomas nuevos, algunos muy graves, que se acentuarán mucho más después de 1665, en el reinado de Carlos II. Entonces se producen quebrantos muy hondos, y especialmente internos, que afectan a la manera que tienen los españoles de sentirse en España y en el mundo. Es menester lanzar una ojeada sobre lo que, con alguna exageración, se podría llamar la segunda «pérdida de España». * El hecho que no se ha visto con claridad, o por lo menos no consta de manera suficiente, es que

durante todo el siglo XVI en la vida interna de España o en la exterior —España estaba en todas partes—, en la inmensa extensión de las Españas y en las empresas múltiples en que estaba empeñada hay altibajos y cambios, momentos de prosperidad y éxito, épocas de penuria económica, reveses o derrotas, pero se tiene la impresión de que las cosas son como son, de que hay una grandeza que no queda afectada por los elementos negativos. Esa grandeza se veía por todas partes, representaba una enorme dilatación del horizonte vital, y se daba por supuesto que las cosas no van siempre bien, que pertenece a la condición humana que las cosas vayan bien o mal, con ascensos y descensos, victorias y derrotas. Nada de esto perturbaba la manera de sentirse los españoles en su condición de tales, dentro de España o fuera de ella. Esto es cierto durante todo el siglo XVI y los dos o tres primeros decenios del XVII, todavía a comienzos del reinado de Felipe IV Pero después se produce un cambio de singular importancia: va a haber una gran oscilación en la manera de sentirse, que cambia extrañamente de un año a otro. En el extenso, preciso y minucioso libro de John Elliott sobre El Conde-Duque de Olivares se ve muy bien cómo los hombres en puestos de responsabilidad, y también la opinión nacional, oscilan de una manera brusca. Hay un año en que unas cuantas victorias, algunos éxitos políticos o la llegada oportuna de los galeones de Indias dan una impresión de poder y prosperidad, de plenitud y orgullo nacional, todo lo cual cambia al año siguiente porque se pierde una ciudad o se repliega un ejército, o se retrasa o no llega una flota, o hay una mala cosecha, o se producen alteraciones en algún lugar de la Monarquía. Y esto no impide que un par de años más tarde vuelva la euforia, que se marchitará de nuevo, y así sucesivamente. En tres decenios se pueden documentar doce o quince cambios de la manera de sentirse, de hacer un balance vital que debería llamarse histórico. Esto parece algo anormal, y contrasta con la estabilidad de la época anterior, que no excluía lo negativo, sino al revés, contaba con ello. Creo que lo que sucede es que desde 1630 aproximadamente se va acentuando, y pronto se consolida, una actitud habitual que se podría llamar descalificación de la realidad. En lugar de considerar que tiene aspectos y facetas diversos y que todo ello es real, se va engendrando un estado de espíritu que cruza toda la historia posterior y llega hasta hoy. Hay una tendencia actual a identificar todo mal con la injusticia: si a uno le cae encima una teja y lo mata, si tiene cáncer, envejece, o la mujer amada no corresponde, todo eso es triste, lamentable, malo, pero no es una injusticia. La dificultad, el dolor, el fracaso, todo eso pertenece a la estructura de la realidad. Lo había antes, y no impedía tener la impresión de estar en una época de esplendor, ver que España era un país de singular grandeza. Esto es lo que se altera profundamente a mediados del siglo XVII. Desde 1640 germina una nueva actitud, que podría resumirse en una escueta fórmula: todo contratiempo se ve como decadencia. En el siglo anterior habían ocurrido sucesos muy graves; las comunidades, por ejemplo, en tiempo de Carlos V, significaron luchas muy duras; los comuneros tenían parte de razón, y el emperador también; no fue muy larga la contienda, solamente un par de años, y terminó con la derrota de los comuneros y bastantes cicatrices. A nadie se le ocurrió que esto significara una decadencia de España; al contrario, estaba en su apogeo, en la cima de su esplendor. Las alteraciones de Aragón en tiempo de Felipe II también tuvieron importancia, pero tampoco afectaron a la manera de sentir la grandeza de España y la instalación en ella de los españoles. En cambio, cuando en 1640 se produce el gravísimo levantamiento de los catalanes, el Corpus de Sangre, el asesinato del virrey, conde de Santa Coloma, y una lucha sangrienta y prolongada, la reacción es muy distinta. El mismo año se produce otro levantamiento en Portugal: el duque de Braganza se proclama rey, Juan IV y esto terminará consolidándose y desprendiéndose el reino de Portugal de la Corona común. Y hay otro intento secesionista, que se propone, de manera bastante demencial, hacer un reino de Andalucía y las Indias, promovido por el marqués de Ayamonte y con el patrocinio del duque de Medina Sidonia; y otro intento, igualmente frustrado, en Aragón. Lo interesante es que todos estos acontecimientos, muy diversos en alcance y desenlace, provocan una impresión de decadencia, que se va consolidando. Durante la mayor parte del reinado de Felipe IV, cada vez que hay algo negativo, se produce un revés militar, se pierde una ciudad, se malogra un convoy de América, hay un fracaso diplomático, en cualquier punto de la enorme extensión de la Monarquía, se llega a la conclusión de que se ha entrado en una decadencia. Tal vez al año siguiente esto se ha remediado, el ejército ha tenido una victoria, los enemigos han tenido una derrota, se ha recuperado la ciudad perdida, pero esto no tiene relieve, se empiezan a hacer las cuentas sólo en un

sentido. Siempre me ha molestado hacer cuentas, creo que no se deben hacer en amistad o en amor; pero si se hacen hay que hacerlas bien. En esta época empiezan a hacerse mal, y así se llega a unos balances aterradores, pero falsos. Se va sedimentando lo negativo con olvido de lo positivo. Se impone la descalificación de las figuras públicas tan pronto como se descubre en ellas —o se inventa— una flaqueza, un error, un fracaso. El lema dominante parece ser: «¡A la basura!», lo que en otros países, o en España en otras épocas, no ha ocurrido. Se produce la desestimación general de figuras, acaso con defectos o pecados, pero de considerable magnitud y muy valiosas. Del conde-duque de Olivares se ha hablado siempre con hostilidad y desprecio, como de una figura de poca importancia y, por supuesto, negativa. Ya Cánovas empezó a rectificar esta visión, y desde luego Marañón en su espléndido libro; ahora, en el libro de Elliott, aparece como una gran figura política, muy comparable a Richelieu y en muchos sentidos superior a él, aunque con menos éxitos. Y hay otros hombres de gran talla, capaces de regir aquella inmensa y complejísima Monarquía, empresa extraordinaria, incomparable con los demás países de Europa, extendida por todas partes, a los dos lados del Atlántico y hasta el Pacífico. Se retienen los dichos satíricos, las murmuraciones, las cotillerías de los embajadores extranjeros. En el libro de Elliott, tan rico en hechos y documentos, cada vez que hay una nota al pie y la fuente es uno de esos embajadores, sobre todo venecianos o de otra república italiana, resulta sospechoso, no es probable que aquello sea verdad. Felipe IV recibe en su gabinete al conde-duque, y el rey pone cierta cara; ¿cómo lo sabía el embajador, que no estaba allí? (Ante muchas afirmaciones, suelo hacerme la pregunta: ¿cómo lo sabe?) Esto va formando parte del tejido social de España. La imagen vigente de Felipe IV es que era un rey vago, frívolo, aficionado a la pintura, amigo de Velázquez, que hacía versos, a quien le gustaba el teatro y todavía más las actrices. Todo esto es probablemente verdad, salvo que, por lo pronto, era un trabajador formidable. Ya me puso sobre la pista el hecho de que hubiese traducido las dos mil páginas de la Historia de Italia de Francesco Guicciardini, y lo que él mismo cuenta de ello; pero es que además se ocupaba enormemente del gobierno. La imagen de que dejaba todo en manos de su valido mientras se divertía es enteramente falsa, y el conde-duque tenía que frenarlo muchas veces porque quería hacer demasiadas cosas, intervenir en las campañas militares e intervenir con audacia en los asuntos públicos. Tenía, por otra parte, plena conciencia de la grandeza de la Monarquía. Ya señalé hace varios años que hablaba con modestia personal unida a la conciencia de que ser rey de España era algo de extraordinaria dignidad e importancia. Todo el mundo dice, y está en todos los libros, que le llamaban Felipe IV el Grande, porque lo era como los pozos, que cuanta más tierra se les quita más grandes son. Esto es una broma hostil que alguien dijo sin duda, pero le quitaron bastante poca tierra, sobre todo si se compara con la que constituía la Monarquía española. * Hay un aspecto en que la desfiguración tiene mucha importancia. Se ha dicho mil veces, y se repite incansablemente, sobre todo en Cataluña, y se sigue diciendo, que Olivares quería ahogar la personalidad y las libertades de los diversos reinos españoles e imponerles las leyes de Castilla, que era un repulsivo «centralista», pero no es eso lo que quería el conde-duque de Olivares, como hoy resulta evidente. Quería una compenetración de los distintos reinos, con unidad de legislación, que participaran todos en los gastos nacionales, que pagaban sobre todo Castilla y Andalucía; y que tuviesen puestos de gobierno y responsabilidad, no solo los de la Península, sino los de Italia —Nápoles, Sicilia, Milán—; es decir, que funcionara España como un reino y que Felipe IV fuese verdaderamente rey de toda España. Es decir, no era centralista, sino algo completamente distinto, era unitario; quería que los aragoneses, los catalanes, los valencianos, los napolitanos, los portugueses, tuvieran acceso a los puestos rectores, a los Consejos de Madrid; incluso que las funciones principales en cada uno de los reinos las ejercieran personas de otros. Es decir, lo que hizo, solo que más violenta y eficazmente, Richelieu en Francia. Hacia 1640 se produce una especie de epidemia de in- solidaridad, como he recordado. Todo ello fomentado por Inglaterra y Francia. Todos saben que la rebelión de los catalanes fracasa, que se someten a Francia y dan a Luis XIII título de Conde de Barcelona; sí, pero acaban desesperados con Luis XIII y con Francia y vuelven a pedir a Felipe IV que sea su rey e incorpore de nuevo Cataluña a su

Corona; y Felipe IV lo hace y vuelve a jurar sus fueros, sus libertades particulares, su personalidad. Se recuerda siempre lo primero, la rebelión, el intento de apartamiento; no lo segundo, el reingreso, la reconciliación. Portugal quedó definitivamente separado, lo cual, hechas las cuentas, no sé si fue un éxito; por lo pronto le costó todo el dominio de Oriente —menos Goa y Macao, y un fragmento de Timor—, del que se apoderaron los holandeses; y además quedó Portugal muy reducido y siempre sometido a la influencia y tutela de Inglaterra. Cuando se habla de la casa de Austria, en Madrid y en Viena, hay la impresión de que son dos monarquías unidas por una profunda vinculación familiar. En realidad, lo que une a ambas ramas es el catolicismo: España y el Imperio lo defienden frente al protestantismo, expandido por el norte de Europa, por los países escandinavos, gran parte de Alemania, Holanda, donde ha triunfado el calvinismo; Inglaterra empezó con un cisma pero la Iglesia anglicana terminó por ser protestante; y en cuanto a Francia, país católico, con cerca de un siglo de luchas feroces entre católicos y hugonotes, aunque se imponen los primeros sobre la pequeña minoría protestante, en la guerra de los Treinta Años Richelieu pone a Francia del lado protestante. No quedan más que España y el Imperio, y este es el vínculo que los une, el religioso mucho más que el dinástico. Un ejemplo de desfiguración de la realidad es la presunta interrupción de la continuidad española con la muerte del príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos, que dejó el paso a la casa de Austria. Don Juan se había casado con Margarita, hija de Maximiliano, y doña Juana con Felipe el Hermoso, hermano de Margarita; aquí aparece la vinculación doble con los Habsburgo. Y la herencia que recibe Carlos V y todos sus sucesores, es exactamente la misma que hubiesen tenido los descendientes del príncipe don Juan. ¿Dónde está la alteración de la continuidad? ¿No eran españoles los descendientes de doña Juana? Los reyes nunca han sido genéticamente solo del país a que pertenecen, porque los matrimonios han solido ser con personas de otras casas reales, y en España ha habido reinas portuguesas, italianas, austríacas, francesas, y hoy es griega. Pero se reciben ideas acuñadas y no se piensa más en ello. * En España, desde el siglo XVII, actuó enormemente el martilleo constante de la incomprensión exterior. Los demás europeos no entienden lo que era España, no comprenden la idea de la monarquía española, que no era el imperio universal, sino la monarquía católica, la concordia de los príncipes cristianos. Todo esto va haciendo mella en el ánimo de los españoles. La Leyenda Negra había empezado mucho antes —de mediados del siglo XVI es el libro de Las Casas, su origen más activo, seguido por muchos más: judíos, italianos, alemanes, franceses, ingleses, holandeses, y el segundo gran impulso viene de Antonio Pérez y Guillermo de Nassau, en tiempo de Felipe II—pero esto no produjo internamente ningún quebranto especial. ¿Por qué? En primer lugar, por esa impresión de grandeza, ese horizonte amplísimo en que se movían los españoles; pero además no estaban las naciones tan presentes como en el siglo XVII. Entonces cuenta lo que los demás opinan, lo que «se dice». La imagen de España que reciben los españoles va produciendo una transformación que conducirá a la irritación o al desaliento. Si se compara España defendida, de Quevedo, en 1609, con aquella famosa carta, tan citada, a don Francisco de Oviedo, cuando va a morir, en 1645, se ve el camino recorrido. Saavedra Fajardo, uno de los hombres más europeos de toda la historia de España, que conocía admirablemente bien la situación de Europa, donde pasó la mayor parte de su vida, escribe un librito titulado Locuras de Europa, y en toda su obra ve que está desviada, errando el camino. Si se mira bien, las pérdidas de España hasta mediados del siglo XVII son muy escasas, aparte de la separación de Portugal, cuya unión había durado sesenta años. Las únicas importantes fueron el Rosellón y la Cerdaña; por lo general se conocía la existencia de algunas ciudades o pequeños territorios cuando se perdían —como se conoce la existencia de algunas personas cuando las nombran ministros. España tuvo una impresión de decadencia antes de que la hubiera. Lo normal sería lo contrario. Al final hubo sin duda decadencia pero, ¿cuándo y cómo y hasta cuándo? Fue bastante tardía, después de 1665, ya en el reinado de Carlos II; en segundo lugar fue parcial, porque afectó a una parte de la Monarquía, como vio con clarividencia Azorín en 1924, en Una hora de España; e incluso donde la hubo,

en España misma, habría que matizar —Calderón vivió hasta 1681—; a finales del siglo hubo cierto renacimiento, impulsado por don Juan José de Austria, que ahora se está descubriendo. La decadencia es indudable, hay pérdida de poder, la marina se debilita, hay dificultad en las comunicaciones con América, hay una profunda crisis económica y se acentúa la despoblación. Pero España sigue siendo un país de enorme importancia, con territorios incomparables con los de ninguna otra nación; y la decadencia aguda pasa pronto, desde 1714, terminada la guerra de Sucesión, y asentado en el trono Felipe V, empieza un rápido resurgimiento en todos los órdenes. Se habla siempre de la decadencia, nunca de su final, porque se supone que fue para siempre, y esta actitud vuelve a retoñar con cualquier pretexto. A esta situación se podría llamar «la segunda pérdida de España». La invasión musulmana del año 711 se llamó en la Edad Media «la pérdida de España», y la Reconquista fue el esfuerzo por recuperar la España perdida. Creo que, con muchas restricciones, se podría comparar con lo que sucedió a mediados del siglo XVII. Es claro que nadie invadió España, que siguió siendo suya; la pérdida fue más bien mental, pero no careció de realidad. Y hubo un factor que la hizo especialmente grave. Los cristianos del siglo VIII y siguientes consideraron la dominación islámica como un contratiempo pasajero; en el siglo XVII se produce el estado de ánimo inverso: se consideró que aquello era definitivo y sin remedio. En algunos momentos hay rebrotes de confianza y entusiasmo, pero en cuanto los vientos soplan en contra, hay un fracaso cualquiera, o simplemente se dice algo negativo, siempre bien acogido, se recae en ese espíritu y se perpetúa la impresión de pérdida de España, que llega hasta el presente. Ahora bien, todo esto es muy posterior a la muerte de Cervantes: murió en 1616 y Carlos II empezó a reinar en 1665, medio siglo después. Cervantes nunca participó de esa actitud ni fue símbolo de derrota. Tenía profunda preocupación, zozobra, inquietudes, descontentos, precisamente porque tenía enormes esperanzas, porque estaba penetrado de esa grandeza que respiran todos sus libros y aparece hasta en el Persiles, que es el último. Veía los problemas, los quebrantos, las posibilidades de fracaso, porque todo eso forma parte de la contextura de la vida —¿cómo no iba a verlo el creador de Don Quijote?—, pero creía que los encantadores pueden quitar la ventura, pero no el esfuerzo y el ánimo. Esta es la actitud de Cervantes, para quien el camino es mejor que la posada. No le pertenece la impresión de decadencia, ni el desaliento. La melancolía cervantina no es desilusión; es algo que una vez definí como el temple propio del romanticismo: melancolía entusiasta.

17 Cervantes y la realidad: sueño, ficción y vida Hay que volver al núcleo de la obra de Cervantes. He hablado en las últimas páginas sobre todo de España, porque en Cervantes se encuentra la más profunda clave de la de su tiempo y, por otra parte, si no se tiene una idea que no sea superficial de la realidad española, Cervantes se escapa, como tantas veces ha ocurrido. Creo que ambos, Cervantes y la España en que vivió —y no solo esta— son inseparables y se esclarecen mutuamente. Tenemos que considerar ahora una cuestión delicada, que no se limita a Cervantes, sino que tiene desarrollos, casi todos posteriores, en la literatura y la filosofía europeas del siglo XVII: el descubrimiento simultáneo de una forma de realidad, sin tener presente la cual no se entiende lo más creador y original de la obra de Cervantes. El sueño y la ficción habían sido interpretados tradicionalmente como una falta de realidad. El sueño no es más que sueño, la ficción no es más que ficción, es decir, modos deficientes de ser real. Hay algunas excepciones a esto, ciertos barruntos de una visión más positiva. La expresión griega para lo que nosotros decimos «tener un sueño» es ónar idein, «ver» un sueño, y el griego piensa que el sueño viene de «puertas afuera» (thyrathen), lo cual implica una cierta realidad y no meramente su ausencia. Por otra parte, el poema es producto del «hacer» (poiein), de una ficción o poíesis, y esa ficción deja un producto real o poíema. Pero el pensamiento griego y luego el medieval arrastran un sustancialismo que deja fuera de lo propiamente real lo que no son «cosas». En rigor, esto no va a cambiar hasta la época barroca. En el siglo XVII, en filosofía va a aparecer frente al realismo el idealismo, se va a afirmar la realidad de las ideas o del yo; en Descartes, la res cogitans frente a la res extensa. Y surge una tendencia a eliminar o dejar en segundo plano el sustancialismo en favor del funcionalismo. Pero lo más interesante es que antes de que la filosofía llegue a eso, antes de que Descartes publique en 1637 el Discours de la méthode, mucho antes de Pascal y Leibniz, va a aparecer en la literatura esta cuestión, de una manera distinta y no estrictamente teórica. El sueño y la ficción aparecen, no como falta de realidad, sino como formas de realidad, y que por cierto tienen que ver con la forma de ser del hombre (hoy diríamos, con mayor rigor, de la vida humana, pero esta distinción no tiene sentido en aquel momento). Encontraremos esto en Cervantes, en Shakespeare, en Quevedo, ya al final del siglo en Calderón. Hace ya muchos años, nada menos que treinta y cinco, traté bastante a fondo esta cuestión en un seminario sobre el barroco que se celebró en la Universidad de Wisconsin y en que participó Panofsky, el gran teórico del arte. Estudié, con insistencia en la filosofía y en la literatura, este problema del sueño, la ficción y la vida humana en el siglo barroco. Cervantes no es filósofo ni hombre de teoría; lo que hace como novelista es poner en juego una idea de la vida humana. Toda novela lo hace, la que viene de la tradición en que el autor se encuentra, o de una doctrina filosófica que el novelista recibe de la cultura existente. Propiamente, no ha habido novela hasta este momento, en que se piensa con medios literarios la vida humana y aparece su ficción como tal. La cuestión de la realidad y la ficción es el sustrato del Quijote y en general de la obra de Cervantes. No sé si se ha reparado lo suficiente en que la realidad de Don Quijote viene de la ficción. La persona que «será» Don Quijote, Alonso Quijano o como se llamara, es un hidalgo manchego, pero Don Quijote es el resultado de las lecturas de los libros de caballerías, es decir, viene de la ficción y no de la realidad. De la realidad manchega viene Alonso Quijano, pero no Don Quijote. Su nombre, Don Quijote de la Mancha, es el de un personaje de ficción, como Amadís de Gaula o Don Cirongilio de Tracia, formado según el esquema de los caballeros andantes. Y esto quiere decir que es programático, lo que no es Alonso Quijano. Las personas reales no lo somos inicialmente, nuestra vida es un proyecto que hemos tenido que ir imaginando, descubriendo, a lo largo de la vida, en muy diversas trayectorias. En el caso de Don Quijote no es así, es ya un proyecto, el de caballero andante. La biografía de Don Quijote está ya trazada, tiene un proyecto definido, que es «enderezar

entuertos y desfacer agravios». Sin argumento no hay vida humana, pero en la ficción es explícito. Nuestra vida lo tiene, pero tenemos que irlo descubriendo; solo cuando tenemos muchos años podemos reconstruir el que se ha ido imaginando y constituyendo en vista de las circunstancias. En cambio, el proyecto o argumento de Don Quijote es previo a las circunstancias, y ya sabemos hasta qué punto. Don Quijote tiene ya una significación. La vida humana consiste en que le vamos dando significación a nuestro nombre, que empieza por no tenerla; el de Don Quijote sí, al menos esquemáticamente, y es revelador el que, sin renunciar al primero, vaya adoptando nombres al hilo de los diversos proyectos sobrevenidos: el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones, el pastor Quijótiz. * Cuando la circunstancia no encaja con nuestros proyectos, podemos hacer dos cosas: una, modificarla si es posible; la otra, resignamos y aceptar una dosis de infelicidad, si no podemos transformar nuestro proyecto en otro suficientemente satisfactorio. Don Quijote, como hemos visto, hace otra cosa: ejerce violencia sobre la realidad y la interpreta de acuerdo con su proyecto; en eso consiste su locura. Ahora bien, hay un elemento que no es ficticio ni fantasmagórico: su voluntad, que es perfectamente real. Don Quijote se comporta de verdad de acuerdo con sus proyectos: embiste a las ovejas o a los molinos, trata con elegancia y cortesía a las mozas del partido, la emprende con los que ve como moros perseguidores de Melisendra y don Gaiferos. «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible», dice Don Quijote cuando reconoce la falsedad de sus hazañas, pero no la del valor con que las acomete. Desafía a los leones, y cuando pide al leonero que los hostigue para que lo ataquen, este hombre sensato le explica que ya ha hecho lo suyo, lo que le correspondía, y si los leones no responden al desafío es asunto suyo. Don Quijote podría decir lo que sería mi lema si lo tuviera: «Por mí que no quede». * Un ejemplo extraordinario de la relación entre realidad y ficción es el episodio del yelmo de Mambrino, que figura dos veces en la primera parte del Quijote. «Descubrió Don Quijote —escribe Cervantes— un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro»; y al punto dice: «Si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre el que yo hice el juramento que sabes». Sancho expresa sus dudas, y Don Quijote responde: «Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?». «Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.» «Pues ese es el yelmo de Mambrino —dijo Don Quijote—.» La cosa está planteada con escrupulosa claridad. Don Quijote proyecta sobre lo que ve la interpretación que le conviene, el ansiado yelmo de Mambrino. Sancho se comporta como un perfecto fenomenólogo, y describe con precisión lo que ve. Cervantes explica la situación real: el barbero de un lugar va en su burro a otro, a sangrar a un hombre y hacer la barba a otro, «y traía una bacía de azófar, y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba». La aventura es conocida: Don Quijote vence al pobre barbero y conquista la bacía, es decir, para él el yelmo de Mambrino. Pero hay que preguntar: ¿quién es el autor de la interpretación de la bacía como yelmo? Se dirá que Don Quijote; no es así, sino el barbero, que la puso en la cabeza. La bacía no está hecha para ponérsela en la cabeza, el barbero la convierte en yelmo, la yelmifica. Lo único que Don Quijote añade es la identificación con el que le interesa, el de Mambrino. Pero la historia no termina aquí. Muchas páginas después vuelve a aparecer el barbero en la venta, y reclama su bacía y su albarda. Se discute si es bacía o yelmo, si es albarda o jaez, Sancho habla de «baciyelmo», Don Quijote habla de los encantadores, y finalmente declara: «Eso que a ti te parece bacía

de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa». Esto último es decisivo: puede haber muchas interpretaciones, que no agotan la realidad. Pero tampoco hay relativismo, porque no hay más que una cosa real, única, que puede recibir diversas interpretaciones, pero ninguno se puede llevar la suya. En otro lugar vimos el agudísimo planteamiento de la relación entre ficción y realidad con ocasión del retablo de Maese Pedro y las campanas de Sansueña. Pero hay un ejemplo, quizá el más revelador de todos, el más intrincado y complejo, que es la novela del Curioso impertinente, leída por el cura en la venta, al final de la primera parte del Quijote. Casi todos los autores, y entre ellos Unamuno, están de acuerdo en que es impertinentísima; a lo sumo se concede que haya cierto remoto paralelismo con el asunto del Quijote, en que se intercala. No tengo más remedio que recordar brevemente lo que dije hace casi cuarenta años en mi ensayo «La pertinencia del Curioso impertinente». Recuérdese la situación en que aparece la breve novela. Están en la venta; Don Quijote duerme, después de tantas idas y venidas, de tantos ajetreos; los otros personajes, damas y caballeros distinguidos, el cura, el barbero, el ventero, están descansando en apacible tertulia, y hablan de unos libros que se dejó alguien que se marchó sin pagar, unos de historia y otros de caballerías. El ventero, que tiene gran entusiasmo por esos últimos, habla con desprecio del Gran Capitán o don Diego García de Paredes y de sus hazañas; el cura las admira, por ejemplo el detener con el brazo una rueda de molino, pero al ventero esto le parece sin importancia al lado de lo que hacían los caballeros andantes; no le importa la historia, sino la ficción, las hazañas inverosímiles y descomunales de los libros de caballería. En ese momento en que hay un remanso en la acción del Quijote, en que se suceden las historias contadas por los personajes reunidos en la venta, ven un manuscrito dejado por un viajero, y le piden al cura que lo lea. Es la ficción dentro de la ficción; no hay nada más real que ponerse a leer una novela; pero el cura es un ente de ficción en segunda potencia, respecto de la cual el cura lector es «real». Después de leer durante dos capítulos —se entiende, del Quijote—i en el siguiente entra Sancho aterrado, dando voces, porque Don Quijote está acuchillando los cueros de vino que el ventero tenía en la bodega. Don Quijote está soñando, cree que son gigantes, que el vino de Valdepeñas es la sangre que brota de sus heridas. Los contertulios, alarmados, salen de la lectura a la vida real, que es el libro de Don Quijote. La «realidad» es la acción principal de la novela cervantina. Don Quijote está soñando; lo despiertan suavemente con un cubo de agua, y pasa bruscamente a la realidad. Y cuando todo se ha aquietado, cuando han prometido indemnizar al ventero, han tranquilizado a Don Quijote y ha vuelto a dormir, le piden al cura que vuelva a la lectura y la termine. Y entonces el cura hace «crítica literaria» y precisamente desde el punto de vista de la verosimilitud: «Bien —dijo el cura— me parece esta novela; pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer, tiene algo del imposible; y en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta». He subrayado las expresiones que señalan la irrealidad. Hay una extraordinaria gradación de los planos de realidad e irrealidad: a) el Curioso que es pura y absoluta ficción; b) el «mundo real» de la ficción que es el Quijote; y en él, no se olvide; c) los gigantes soñados por Don Quijote; d) el soñar de Don Quijote; e) el mundo de la venta; por último, fuera de ella, f) el mundo del lector del Quijote. Cervantes hace una extraordinaria fantasmagoría de espejos, intercalando uno y otro y otro. ¿Para qué? Para dar realidad a la ficción, que estaba languideciendo y quedando estática. Los planos sucesivos «realifican» la ficción y le dan la función de realidad, la capacidad de ilusión que acaso estaba perdiendo. * Todo esto, ¿qué quiere decir? Que Cervantes hace lo que la filosofía hará, naturalmente de otra manera: introducir la posibilidad como forma de realidad, Al poner en juego la imaginación novelesca, puramente literaria, no teórica, Cervantes se aproxima increíblemente a lo que es la estructura de la vida humana, que es afín a la ficción y al sueño. Cervantes va más allá de las cosas, de toda cosa; Don Quijote y Sancho significan, juntos, la comunicación de los dos mundos. Dije antes que Sancho hace

posible que Don Quijote circule por el mundo y llegue hasta Barcelona, porque la locura de este está «mitigada» porque Sancho va y viene entre el mundo «real» y el de su señor, lo entiende y hasta cierto punto lo comparte. Se establece, como en la vida real, la comunicación de los dos mundos, y al crearse la novela se descubre la estructura de la vida humana, real e irreal a la vez. En toda la ficción posterior no se ha creado nada que no tenga lo que podríamos llamar su «lugar ontológico» en la novela de Cervantes; en ella aparecen ya plenamente la incorporación del sueño y la ficción como formas de realidad, precisamente aquellas que se asemejan a las de la vida humana. Siglos después, y muy cervantinamente, dirá Unamuno que Don Quijote es tan real como Cervantes; no quería decir con ello que negase o regatease la realidad de Cervantes —sería una interpretación tosca, a la cual acaso Unamuno en algún momento dio pie—; lo que hay que afirmar es que el personaje de ficción, a diferencia de las «cosas», tiene el mismo tipo de realidad del hombre: algo que se puede contar o cantar, algo que acontece, que tiene argumento; en suma, una realidad dramática que incluye en sí misma la posibilidad.

18 La discontinua España cervantina El proyecto de Cervantes, lo que quería, buscaba, necesitaba para ser quien pretendía ser, en la España verdadera y soñada, no se ha cumplido. Pero habría que preguntar qué proyectos se cumplen efectivamente, y sobre todo los colectivos. Cuando pensamos en países extraños, a veces vemos la realidad como si coincidiera con los proyectos; pero casi nunca es así, y esa apariencia se debe a un conocimiento insuficiente de los proyectos —pocas cosas son más difíciles de descubrir— y de esa misma realidad en su efectiva concreción. Hay que tener presentes los cambios de orientación, la diversidad y jerarquía de las trayectorias; solo entonces se puede medir el grado de su cumplimiento. Ha habido y todavía hay la tentación de creer que España, durante siglos, ha sido un error. No parece posible que las cosas sean así; y cuando se consideran las épocas no bien conocidas, de las cuales ni siquiera se adivina su proyecto, acaso se encuentra, como me sucedió al escribir España inteligible, un resultado inesperado: un máximo de coherencia y continuidad. Pero cuando leemos de verdad a Cervantes vemos que esperaba más, y que sin embargo no era utópico. Ha dejado su huella profunda en España, pero a la vez se ha borrado, la hemos perdido muchas veces. Por eso hay que preguntarse por la discontinua España cervantina. En muchos sentidos representa Cervantes una plenitud española. Hay ciertos momentos —una época, un acontecimiento, una figura personal— en que un país realiza lo más propio de él. Esto sucede con Cervantes, tal vez el caso máximo de la historia de España, por tratarse de una época en que la nación estaba ya plenamente constituida y no se había producido aún la pluralidad de dimensiones, la fragmentación que impone la complejidad de tiempos más recientes. Cervantes representa dos cosas: la amplitud de la visión, la multitud de experiencias de vida que refleja su mente abierta y acogedora, y por otra parte la autenticidad, la veracidad, la coherencia interna —por eso he insistido en tomar la obra de Cervantes en su conjunto, porque al considerar todos sus libros se ve cómo hay en ellos una convergencia, se van decantando en una actitud vital unitaria—. Se siente inmerso en una tradición que mira selectivamente, con ojos críticos, pero hace crítica de lo suyo, es decir, acepta e incorpora toda esa tradición. Por esto se podría hablar de una España «cervantina» anterior a Cervantes. ¿Qué podríamos encontrar antes de mediados del siglo XVI en que Cervantes se hubiera reconocido, se hubiera encontrado «en su casa»? En francés hay una palabra afortunada: cuando alguien se encuentra desorientado se dice que está dépaysé fuera de su país. Volviendo la mirada hacia el pasado se podría ver en qué fases o aspectos de la realidad española habría encontrado Cervantes afinidad con lo que iba a ser. Pero se trata sobre todo de la España posterior a Cervantes, aquella en que dejó su huella, y podemos examinarla desde el punto de vista de la coherencia o incoherencia con la actitud cervantina. Esa huella es en muy escasa medida «real», quiero decir que su vida personal fue muy modesta, sus acciones personales tuvieron muy limitada resonancia: la batalla de Lepanto se hubiese ganado igualmente sin él. La influencia de Cervantes consiste en su interpretación: deja una serie de libros en que aparece una visión personal, sobre todo de España, y eso es lo que encontramos, lo que verdaderamente se añade a nuestra realidad. España era la sustancia primaria de que estaba hecho Cervantes, y ella es la que hace posibles a sus personajes, tan complejos y variados; y los que no son españoles —moros, judíos, turcos, italianos y otros europeos— están vistos con ojos españoles e incorporados a una visión general condicionada por ello. Ahora bien, España ha tenido, antes y después de Cervantes, multitud de trayectorias en que se ha ido realizando históricamente. Y muchas veces estas han consistido en desviaciones de la autenticidad, en lo que se pueden llamar errores. Lo mismo en la vida personal que en la vida colectiva de un país hay muchas cosas que salen mal, irrumpen causas ajenas que pueden incluso destrozar esa

vida. ¿Son errores? No, los errores son aquellos momentos en que nos apartamos de nuestra autenticidad o no prevemos los factores previsibles. Acaso la mayor aportación al conocimiento del hombre haya sido la práctica del examen de conciencia en el catolicismo, tan perdida hoy. Su limitación ha sido reducirse a la busca de los pecados, porque no solo con sus pecados yerta el hombre. Lo interesante sería un examen, no ya de lo que es pecaminoso en la vida del hombre, sino de lo que es auténtico o no. Si se traslada esto a la vida de un país, se pueden descubrir los verdaderos errores históricos. Desde el siglo XVII podemos ver España como una realización de la posibilidad que fue la imagen cervantina, o como un apartamiento de ella. Un hecho que siempre me ha inquietado es que la literatura española posterior a Cervantes ha sido muy poco cervantina. No solo apenas hubo estudios, sino que apenas hay literatura que salga de Cervantes. Esto llevaría a preguntarse por el grado de comprensión de su obra, o si acaso hubo un extraño «respeto». Fue muy poco imitado, salvo — desdichadamente—- por Avellaneda. ¿Es que lo encontraban «inimitable»? ¿Es que pensaban que ya estaba ahí, y con él bastaba? * La complejísima vida española está llena de las cosas más variadas; y entre ellas hay, por supuesto, caídas, trapacerías, bajezas. Pero lo curioso es que en la historia de España siempre se sabe lo que hay que hacer, lo que se debería hacer, y es un rasgo en que no se ha reparado lo suficiente. La mayoría de los países viven espontáneamente o tienen ciertos proyectos y empresas, buscan su conveniencia, su prosperidad o engrandecimiento, y no es fácil encontrar preocupación por si eso que han hecho o van a hacer es aceptable. Lo más grande que ha hecho España, de otro orden de magnitud que las demás empresas europeas, ha sido el injerto cuyo resultado fue la América hispánica. Pues bien, desde los comienzos hubo una preocupación constante sobre si aquello estaba bien o mal, si había derecho a hacerlo, si los reyes españoles tenían títulos justos, sobre los derechos de los indígenas. Hay disputas interminables, una literatura enorme sobre estas cuestiones. No hay otro ejemplo en la historia de nada semejante. Debo añadir que esa actitud, moralmente valiosa, no fue siempre inteligente. Tuvo un considerable coeficiente de manía, de beatería, y de malas pasiones. Las intenciones fueron muchas veces buenas —tampoco siempre—, pero con frecuencia no fueron acompañadas de inteligencia. Lo que quiero señalar es que hubo esa preocupación, que los españoles han hecho cosas buenas y malas, pero siempre han sabido qué se debe hacer. La obra de Cervantes nos muestra una humanidad muy compleja y llena de hechos heroicos, de bondad, y también engaños, trapacerías y bellaquerías, de cosas lamentables; pero hay siempre una mirada hacia lo alto. Cervantes lo presenta todo con complacencia en la realidad y en su recreación literaria, pero esa mirada hacia lo alto nunca falta. Compárese Rinconete y Cortadillo, en que los dos muchachos se dan cuenta de que Monipodio y todos los suyos son una caterva de truhanes y escapan a ese ambiente, con el Buscón de Quevedo. Hay mucha más moralización en Que- vedo que en Cervantes, pero falta en él esa mirada. Si quisiéramos formular en una frase una norma verdaderamente cervantina, podría ser esta: hacer lo que no trae cuenta ni será agradecido. Esto sería la clave de aquella porción de la historia de la que el español no se avergüenza. Pero ¿es que los pueblos se avergüenzan de su historia? Raras veces. El español en ocasiones se avergüenza de lo que no debería hacerlo. Que algo no traiga cuenta no importa demasiado si está bien, si vale la pena. Recuérdese la actitud de Olivares frente a Richelieu. Cuando hace otra cosa, el español siente, en el fondo, descontento. Acepta las impurezas de la realidad, pero sabiendo que son impurezas. Y durante mucho tiempo la noción de grandeza sirvió de orientación a las vidas de los españoles; habría que perseguir con precisión los caminos por los cuales se fue poniendo en entredicho o desvaneciendo. Justamente desde la época de Cervantes va a tener España una escala de valores que no coincide con la vigente en la mayor parte de Europa. Y es curioso cómo al español esto no le importa mucho, pero rehúye preguntarse si la suya es válida, lo cual está menos bien. Si estuviera seguro, esa actitud de no importarle no coincidir con los demás sería admirable, pero hay que estar seguro. No hay que hacer como Don Quijote con la celada. El español hace a veces un gesto de desafío, hasta de jactancia, de

«qué más da si mis valores no coinciden con los dominantes», pero convendría poner a prueba la escala propia. España ha mostrado con frecuencia una actitud de obstinación, por ejemplo en lo religioso, más que en su sustancia en ciertas interpretaciones eclesiásticas que no hubiesen resistido un cuarto de hora de examen religioso, lo cual ha tenido consecuencias muy graves. Desde mediados del siglo XVII, poco después de Cervantes, hay incomprensión española frente a lo que Saavedra Fajardo llamará las «locuras de Europa»; actitud, no ya cervantina, sino quijotesca. Esto consigna a España a una posición arcaica: en Europa se han producido muchos cambios que España no acepta, en nombre de algo que parece superior y más justo. ¿En qué medida tenía razón España? Invariablemente se ha dado por supuesto que carecía enteramente de ella; pero vistas las cosas a distancia da la impresión de que tenía buena parte de razón. Tenemos los ojos muy abiertos para las malas consecuencias de las cosas españolas, pero solemos cerrarlos para las de las ajenas, que no han sido pocas. Lo que se puede reprochar a España en el siglo XVII es falta de flexibilidad, una rigidez que le impidió estar alerta a las circunstancias. Esta actitud me recuerda el episodio de los galeotes, que es de lo más quijotesco, en bien y en mal. Don Quijote no ve más que el hecho de que van a galeras forzados, contra su voluntad. No tiene en cuenta que ha habido unos fallos judiciales, que los galeotes son unos forajidos y que no se lo van a agradecer. Es una actitud generosa, noble, torpe y obstinada, sin flexibilidad ninguna, en que lo valioso y lo erróneo se mezclan inextricablemente. Cuando el desacuerdo con el mundo real —respecto de un país diríamos el mundo exterior— llega a su extremo, sobreviene el fracaso de Don Quijote, la decadencia de España a fines del siglo. Hay en España una dosis de esclerosis, de falta de flexibilidad. Valera hablaba de la «muralla de la China» de que se rodeó España en el siglo XVII, Ortega de la «tibetanización» en el reinado de Felipe IV Las dos cosas son un tanto exageradas pero tienen fundamento, hay una evidente tendencia a no querer enterarse de lo que pasa, y eso disminuye, claro está, la capacidad de creación. Lo que nunca se tiene en cuenta es la falta de flexibilidad y comprensión del resto de Europa, su incapacidad o falta de voluntad de enterarse de lo que significaba España y de las limitaciones de sus propias actitudes; habría que hacer el catálogo de las ignorancias y los errores de la Europa moderna. * Si se llega al siglo XVIII, la indagación de lo cervantino resulta apasionante, por el drama que ese siglo tan apacible encierra. Desde su comienzo hay un enérgico cambio de trayectoria, marcado en gran parte por el cambio de dinastía. Tras la muerte de Carlos II, exactamente en 1700, va a reinar en España un rey nacido en Francia, aunque también de estirpe española: Felipe V. La guerra de Sucesión, internacional sobre todo, también civil, acentúa la innovación de la casa de Borbón; son trece años de sucesos bélicos y de perturbación, y cuando Felipe Y empieza a reinar de verdad y pacíficamente ha pasado mucho tiempo desde el último reinado de la casa de Austria y esto refuerza la conciencia de variación, que hubiese sido mucho menor si la sucesión normal hubiera sido inmediata. Hay una especie de examen de conciencia y se impone la convicción de haber perdido mucho tiempo. España se da cuenta de que se ha desviado del camino central de Europa, de que hay cierto retraso, y germina la decisión de recobrar la cordura y poner la casa en orden. Es evidente el paralelismo con el final del Quijote; el caballero vuelve a su aldea, reconoce su locura y dice que es Alonso Quijano —lo que ocurre es que se muere y no hay una historia de Don Quijote cuerdo—. La España del XVIII pone su vida a la carta de la cordura. Y ahora hay que preguntarse si España se siente enteramente cómoda en ese ambiente. El siglo XVIII español, tan mal conocido, se está descubriendo en los últimos treinta años, y aparece como algo extremadamente interesante. Hay un descenso de la ilusión, y con ella de la proyección histórica; a primera vista al menos España se limita a un ajuste de cuentas, a un gesto de familia venida a menos que pone la casa en orden, con olvido de todo argumento que vaya más allá. Al mismo tiempo España se encuentra con algo que también le viene de fuera y que no encuentra demasiado atractivo: el prosaísmo característico del siglo XVIII, siglo sin poesía, por lo menos hasta llegar a Goethe. No es que los españoles no puedan caer en el prosaísmo, pero entonces viven mal, no se sienten como el pez en el agua —y a mí esto me conforta—. Y hay un curioso reverdecimiento del

cervantismo dentro de la cordura de la época. La primera gran figura intelectual del siglo es el E Feijoo, mucho más interesante de lo que se cree, entre otras razones porque cuando se lo lee parece que su estilo literario no es nada extraordinario, no nos sorprende ni entusiasma, parece de hoy. Y cuando se recuerda lo que era la prosa habitual a fines del XVII y comienzos del XVIII, el barroquismo enrevesado y poco creador, asombra que este hombre escribiese desde 1726 una prosa que parece casi la nuestra, lo que hace de él un creador literario. Pero además el P. Feijoo es un Quijote, solo que los entuertos que quiere enderezar son los «errores arraigados», las creencias sociales falsas, las supersticiones, los falsos milagros, las opiniones médicas que mataban a los enfermos. Y como Don Quijote fue atacado, vejado, discutido, hasta que Fernando VI, por un acto de «despotismo ilustrado» en toda su literal pureza, prohibió los comentarios de su obra, favorables o adversos, con lo cual impidió que Feijoo desperdiciara su vida contestando a sus contradictores. Y este hombre se mantiene absolutamente fiel a su fe; es un benedictino rigurosamente ortodoxo, que se nutre de la Ilustración europea en las lenguas que conocía —español, francés, latín— para hacer algo bien distinto. Figura polémica, con principios inquebrantables y una actitud abierta y amistosa frente a todo lo ajeno, sin fobias. Preguntará si español o francés, y contestará que español y francés; es partidario de la paz y de la riqueza, y de la mujer; le parecen ridículos los que hablan de «los aires infectos del Norte» y no quieren que se haga un canal para abastecer de agua a Bilbao si lo hacen ingenieros ingleses protestantes. Todo ello, firmemente instalado en su condición de español, de católico y de fraile benedictino: nada más quijotesco. En el siglo XVIII hay una escisión entre dos lealtades: al proyecto español y a la época en que se vive. Son los dos patriotismos que se sienten. En aquel texto de Antonio de Capmany que descubrí y edité en La España posible en tiempo de Carlos III, aparece este doble patriotismo con absoluta claridad. El drama del siglo consistió en la pugna entre la ilustración y el popularismo: hay que vivir de acuerdo con ciertas normas europeas, que son las civilizadas; sí, pero el atractivo lo tiene lo popular, que es lo que verdaderamente gusta y entusiasma. La gente prefiere los sainetes de don Ramón de la Cruz y las tonadillas, las clases superiores imitan a las inferiores y estas están contentas de su condición, de lo que son, aunque no de cómo les va. Y hay a la vez las veneraciones europeas, admiradas, pero de las que en el fondo se discrepa. Cadalso admira a Montesquieu y lo trata con respeto, pero lo encuentra injusto e irritante. Cadalso es probablemente la figura más interesante del siglo, y por supuesto la más cervantina. Es un gran escritor, divertido y lleno de ingenio, pero es militar, un coronel que morirá frente a Gibraltar por no querer protegerse de una bomba; es un hombre lleno de lirismo, que se enamora apasionadamente de la actriz María Ignacia Ibáñez; tiene simpatía por los demás países, que conoce y cuyas lenguas habla, pero tiene un patriotismo español profundo y activo, crítico pero que no renuncia a nada. Figura cervantina por su espíritu acogedor y entusiasta, por su valor personal, por el humor que penetra su obra, por un fondo de alegría mezclado con melancolía. ¿Y Jovellanos? Parece un cruce entre Don Quijote y el caballero del Verde Gabán, que significa la prosperidad, el progreso, la sensatez, el buen sentido. Jovellanos quería un instituto en Gijón para formar mineros y marinos, la reforma agraria, la mejoría de las condiciones económicas y la apacibilidad. Pero luego se meterá en todos los berenjenales y acabará pasando ocho años en prisión; y cuando por fin sale, en plena invasión francesa, resistirá todas las tentaciones y se pondrá enfrente de todos, porque quiere hacer lo que se debe hacer, en una de las actitudes más quijotescas que se pueden imaginar. A última hora, sobre el caballero del Verde Gabán predomina Don Quijote. Los encantadores podrán quitar la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible. En este caso, los «encantadores» fueron la Revolución francesa y su consecuencia, Napoleón, que le quitaron la ventura a nuestro siglo XVIII y lo hicieron acabar mal. La invasión francesa acabó con su estabilidad, su cordura, su prosperidad y su apacibilidad; pero la Guerra de la Independencia fue algo de lo más quijotesco de toda la historia de España, incluido el factor demencial, porque hubo una gran dosis de locura, desde el 2 de Mayo y el alcalde de Móstoles hasta las diferentes juntas en discordia, y la mezcla de los ilustrados con los frailes fanáticos: una explosión de energía, de entusiasmo, de sacrificio, de violencia.

* En cierto modo se prolonga esto, en forma más civilizada, en las Cortes de Cádiz y luego en las luchas civiles del reinado de Fernando VII, cuando se produce la discordia y se puede hablar, por primera vez en la historia, de «las dos Españas». Una época llena de violencia, corrupción y envilecimiento, pero también de esfuerzo y heroísmo. Rara vez se han dado tantos ejemplos de valentía personal, casi siempre mal empleada, fratricida, pero con generosidad, exaltación, pasión y capacidad de sacrificio. Toda la época romántica, hasta las guerras carlistas, está llena de vidas disparatadas pero esforzadas y entusiastas, dispuestas a morir por dos estilos de vida, hasta por dos retóricas. Es demasiado frecuente que los españoles no puedan soportar, no lo que otros hacen, sino lo que dicen. Los ejemplos llegan hasta bien cerca de nosotros, y creo que esto es quijotesco en el mal sentido de la palabra, el que mira a la demencia de Don Quijote. Luego sobreviene cierto apagamiento del entusiasmo, bien visible en los últimos Episodios nacionales de Galdós. Es sorprendente cómo Galdós, que lo ve todo y lo comenta todo, hasta las atrocidades, los disparates, la ausencia de sentido común, con ojos de simpatía y de entusiasmo en la medida en que ve pasión amorosa o patriótica, valor personal y espíritu de sacrificio, al llegar a hablar de la Restauración siente que lo invade el pesimismo, a pesar de que sin duda era un tiempo mejor, más libre, pacífico y próspero que los anteriores. Y es que entonces se desliza una vacilación en el alma española, que recuerda el final de la vida de Don Quijote: «Ellos —los santos— conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos». Y luego añade: en el mismo triste capítulo LVIII, «derrámasele a él la melancolía por el corazón». Esto es, creo yo, lo que engendró la repulsa, bastante injusta, de la Restauración entre los autores inmediatamente posteriores, los de la generación del 98 y la siguiente; hablan de ella con un gesto que en el fondo es una protesta quijotesca contra el prosaísmo, el descenso del entusiasmo, sustituido por una mayor sensatez y cordura. Y el 98 representó un nuevo rebrote de apasionamiento y dolorida esperanza. Y ¿qué sucede con Cervantes? Se produce una tentación, la confusión del quijotismo con el cervantismo o bien se recae en la visión tópica de Sancho. Cervantes es más complejo, no que el Quijote, sino que Don Quijote. Cervantes significa los dos, Don Quijote y Sancho, y muchas cosas más, que se ha propendido a olvidar. Todo ello sin exclusiones, con humor y sobre todo con amor. Lepanto sin desmesura y, por supuesto, sin arrepentirse de ello. Cuando surge la apatía o la indiferencia o, todavía peor, el odio, Cervantes se pierde, desaparece del horizonte. Cuando, por el contrario, domina en España el entusiasmo, el no importar el fracaso por algo que vale la pena, en suma, el amor inteligente, entonces España es fiel a su condición cervantina. Se podría escribir nuestra historia al hilo de esta presencia o esta ausencia, y entonces adquiriría un relieve con el que no se nos suele presentar; y nos encontraríamos con que España, en gran medida, más de lo que se piensa, aunque de manera discontinua, con desviaciones y desmayos, ha seguido siendo cervantina.

19 La expresión de España Decía Goethe: «Lo que heredaste de tus padres, conquístalo para poseerlo». Una de las tareas más difíciles para el hombre es entrar en posesión de su herencia. El no hacerlo es la mayor causa de pobreza de los españoles —y de otros pueblos, según las épocas—. Si consideramos a Cervantes como una de las partidas principales de nuestra herencia histórica, hay que preguntarse si realmente la poseemos. En este libro he querido ser solamente albacea de Cervantes, ayudar a conquistarla y hacerla propia. Para lo cual lo primero es hacer un inventario, recorrerla, saber en qué consiste. En la obra de Cervantes está España: la efectiva y la soñada, que es igualmente real. Es la expresión de España, que se manifestó en sus libros. La obra cervantina entera está hecha de España, como de un material, y al leerla la vamos absorbiendo. No podemos conocer España si no llevamos dentro a Cervantes, porque en él se realizó de manera eminente; y en sus escritos está transparente, inteligible, asimilable. Cervantes —lo he recordado y mostrado— lo vio todo, pero con amor, que es la única manera posible de ver, videre; no de invidere, ver con malos ojos, envidiar. Habría que distinguir entre las dos maneras extremas y sus grados intermedios; esto permitiría comprender la literatura y toda la cultura española (y, con los cambios oportunos, las demás). Si llevamos a Cervantes «dentro» pero no lo conocemos, el resultado es que lo llevamos como un quiste. ¿No será esto un rasgo de nuestra vida? Es problemático el estado de esa herencia. Por muchas razones —muchas pero insuficientes— Cervantes ha quedado reducido al Quijote; hemos visto hasta qué punto esto es imposible, y además lleva consigo que no se acabe de comprender ni siquiera ese libro. La supremacía del Quijote es evidente, pero no es menos claro que no puede pretender exclusividad. Todo Cervantes es prodigioso; más aún, es necesario. El mismo Quijote es escasamente leído, y casi siempre a trozos, fragmentariamente; y por lo general con la interposición de estudios y comentarios, cuya utilidad y justificación son notorias, pero que trasladan a otro plano la dimensión que es la lectura, para la cual están destinados primariamente los libros. Solamente la lectura íntegra y continuada pone ante nosotros el libro como tal, sin introducir, por lo menos, lo que habrá que llamar la pérdida del género. En la novela, esto es particularmente importante, porque es una representación imaginativa de la vida humana, y esa es sistemática. ¿Es válida una lectura «definitiva» del Quijote y de toda la obra cervantina? Cada época, acaso cada generación, tiene que leer a Cervantes desde su propia situación, con su perspectiva irreductible a otras. El resultado es la convergencia del libro y su lector, dos mundos que se encuentran. Cervantes nos dice cosas distintas, según quién es el nosotros. En la infinidad, casi infinitud, de la obra real, cada época aísla y subraya ciertos aspectos, elementos o temas, posterga u olvida otros. Por eso se puede siempre «volver» a la obra clásica: en eso consiste su clasicismo. Cervantes ha contribuido increíblemente a hacer España; sobre todo a expresarla, a hacerla abarcable y comprensible. Hemos visto cómo no «habla» de ella, sino que la ha vivido, absorbido, elaborado, trasladado, viviente, con toda su diversidad y riqueza, con todo su dramatismo, a sus páginas. El nombre de Cervantes es parte esencial de la significación de España. Cuando alguien piensa en ella, si no es en hueco, tiene que pensar en Cervantes. Pero he mostrado que la posesión que la mayoría de los españoles tiene de Cervantes es sumamente deficiente. Imagínese lo que quiere decir que el español, al pensar en Cervantes, no piense en nada preciso. Ahora se habla mucho de la crisis del patriotismo, y es cierto que la hay. El despego que sienten muchos jóvenes ante esa noción se explica en parte por la prostitución de esa palabra, en parte también porque el patriotismo histórico ha sido suplantado por otros, falsos y fraudulentos, abstractos, nacidos de diversas propagandas, principalmente políticas, y que es la explicación del fenómeno del «colaboracionismo», tan difundido en la Segunda Guerra Mundial y que fue excepcional todavía en la primera. El nombre de España se ha tomado demasiadas veces en vano o en falso. Pero creo que la debilitación o vacilación del patriotismo tiene otra raíz, en la que no suele

repararse: la pérdida de función de la literatura, sobre todo en las últimas generaciones. Ha sido, durante milenios, la gran interpretación de las realidades históricas y sociales que han alcanzado verdadera realidad, que han sido comprendidas lúcidamente y desde dentro, en forma viva, no estrictamente conceptual, en todo caso no teórica, por innumerables hombres y mujeres. Es probable que la efectiva superioridad de unos pueblos sobre otros se deba, más que a su riqueza o su poder, a la calidad de su literatura y al grado de posesión de ella. ¿Es separable la grandeza de España en el Siglo de Oro de la riqueza y capacidad creadora, de la difusión de su literatura, incluyendo en ella el teatro? ¿No habría que decir lo mismo, en distintos grados y momentos, de Italia, Francia, Inglaterra, Alemania? Todavía más evidente es esto si pensamos en Roma; y la evidencia es tal, casi excesiva, que se tiene reparo en decirlo de Grecia. Si hiciésemos la cuenta de las consecuencias que ha tenido —y tiene— para España la deficiente lectura y posesión de la obra de Cervantes, llegaríamos a consecuencias tan inesperadas como inquietantes. Algunos dirán que nada importa; otros se alegrarán de ello, pensando que la superación de las condiciones propias de los diferentes países es un progreso, un paso hacia una condición humana superior. Pero como el hombre es circunstancial, la única manera que tenemos de ser europeos, occidentales, hombres, es ser españoles; esa es la justificación intrínseca del patriotismo. Lo malo de él —lo falso— es su exclusivismo, propio de todos los nacionalismos, y muy en especial de los que afectan a lo que no son naciones, sino otras cosas; Cervantes fue español sin fobias, lleno de respeto, cortesía y entusiasmo por los demás. Fue español libremente, pero no por decisión o elección, sino irremediablemente, con gozo de serlo —aunque ser español fuese, entonces y casi siempre, además un dolor (la trampa consiste en omitir ese «además»)—. El ser algo libre e irremediablemente a un tiempo es precisamente la aceptación del destino, que entonces se llama vocación. Por vocación fue español Miguel de Cervantes. Supongamos que alguien lee a Cervantes, no solo el Quijote y sin buscarle tres pies al gato. Se sumerge en España, al menos en la España de su tiempo, con una plenitud incomparable. No es fácil encontrar, en ningún tiempo, ejemplos equivalentes. Hay escritores «lineales»; a otros llaman, con palabra equívoca y no muy grata, «polígrafos»; algunos son, lo que es muy distinto, multidimensionales. Cervantes lo fue extraordinariamente. No es que haya «opinado» sobre muchas cosas, sino que las ha visto y vivido, las ha acogido en su obra: allí están, cada una en su lugar, en su registro, con su lenguaje propio. La vida de Cervantes, a pesar de la paciente investigación acumulada, permanece en gran parte desconocida. La gran pregunta a la que se quisiera encontrar respuesta es: cómo pasaba sus días. Casi nunca sabemos, de nadie, cuál ha sido o es el balance cotidiano, tras la apertura ilusionada de cada mañana. Solo esto nos permitiría comprender el grado y forma de felicidad de cada vida. En cada una de las etapas de la suya, ¿qué configuración tenían los días de Cervantes? No podemos documentarlo, ni lo explicó nunca; solo podemos rastrearlo, inferirlo, principalmente mirando a sus personajes. Tengo la impresión de que Cervantes debió de tener mucha soledad entre la gente. Es sorprendente la ausencia de personas permanentes a lo largo de su vida: ni su familia, ni Ana Franca, ni Catalina de Palacios. Se saturaba de humanidad —a cierta distancia—. Es evidente que tenía avidez de formas de vida, que estaba dominado por una preocupación nacional. Y ejercía una retracción reflexiva pero no primariamente ideológica. Vicias humanas entrelazadas, reales o ficticias, siempre imaginadas, interpretadas: eso es su obra. En ella aparecen todos los estratos o niveles de la sociedad española de su tiempo, y en alguna medida de los lugares en que estaba España. No le falta más que América, y es interesante, como está comprobado, que quiso ir. Se supone que para conseguir un destino; seguramente, pero habría que pensar en otro motivo: acaso quiso ir a .América por curiosidad, para conocerla también. Si se compara a Cervantes con otros escritores, parece más «azaroso» que la mayoría. Quiero decir menos planificado, menos encauzado que los demás, que estaban instalados en el convento, en la universidad, en la Corte, en el mundo literario, en el del teatro, en la guerra, la diplomacia, las intrigas políticas. Cervantes se «asoma» a muchas cosas pero no se queda en ellas, no se adscribe a ninguna, se escapa una y otra vez. Su vida fue un permanente ejercicio de libertad. Ese movimiento de retracción que Cervantes ejecuta una y otra vez, tomando distancia, le permite una visión excepcionalmente amplia. Sabe de España más que nadie, la cuestión más apremiante es cómo

lo sabe. Se podría hablar del «pensamiento» de Cervantes, ciertamente, pero en un sentido que no es el usual; no se trata primariamente de «ideas» —menos aún de ideas recibidas, resultado de lecturas—; no de una «doctrina»; es un pensamiento vital, consistente en recibir la realidad y darle vueltas, no solo en la cabeza, porque no se piensa con la cabeza, sino en la vida. El que casi toda la obra de Cervantes, y desde luego la más interesante, sea «tardía» responde a esto. Lo que había hecho Cervantes es vivir —no hay nada que se haga con mayores diferencias de intensidad, aunque en esto no se repare casi nunca—. Lo había vivido y meditado todo, estaba «al cabo de la calle», de la calle que había recorrido incansablemente y en muchas direcciones. Sabía qué era España en su complejidad y riqueza, en su diversidad explorada año tras año, la había experimentado y compartido, desde dentro, no con una visión panorámica desde un lugar privilegiado. Por eso hablo de retracción, o si se prefiere, retiro: después de haber estado mezclado con todo, se repliega hacia su soledad, deja que se sedimente, y entonces escribe. Encuentra España en su plenitud —su juventud transcurre entre Mühlberg y Lepanto— y la deja cuando se anuncia una inquietud, una vacilación respecto a las trayectorias posibles. Ya trasladando todo eso a sus libros, en forma narrativa, que es la forma radical de la razón, aunque Cervantes no lo sabía, pero acaso lo adivinaba. Hacer un catálogo de las «ideas» y «opiniones» de Cervantes es inoperante y de no mucho interés: no nos dijo qué entendía por España. Lo comunicó al ponérselo en claro a sí mismo, en forma novelesca —secundariamente dramática o poética. En la obra de Cervantes está, transmutada literariamente, por obra de la razón narrativa, la multiplicidad casi inagotable de las formas de la vida española, desde los héroes hasta los picaros, desde los enamorados hasta los venteros codiciosos y a ras de tierra, puro prosaísmo sin más ventana abierta a la ilusión que los libros de caballerías; desde la religión más honda hasta el cinismo. Tiene presente la grandeza de España, que la constituye, que es no solo su magnitud y sus recursos, sino más aún, su proyecto: sin ella no se puede entender la España de aquel tiempo, y los que no la vieron o siguen sin verla no la entenderán nunca, pero no ve menos, con un ojo perspicaz, sus miserias, sus quebrantos, sus riesgos. Ye lo que podría y debería hacer y lo que no va a hacer. Para Cervantes, España es irrenunciable, irremediable, la circunstancia de que está hecha su vida. Y al mismo tiempo libremente aceptada, querida, con solidaridad, sin dar «coces contra el aguijón», actitud tan frecuente entre los mejores españoles. Cervantes nunca reniega de España, ni siquiera en la forma, tan española, de cubrirla de «reniegos» o improperios. Al leer a Cervantes se siente que esto le parecería una frivolidad: el destino no se discute; se lo acepta y se lo vive como vocación. Cuando se lee a Cervantes abandonándose a lo que da, se llena uno de realidad. El lector se encuentra viviendo en la España de aquel tiempo, absorbiéndola por todos los poros; por eso es necesario leerlo en el sentido más estricto, antes que toda otra cosa. Y el lector de otra época descubre que esa España de fines del siglo XVI y comienzos del XVII no es «la suya», pero es suya, la lleva dentro, y si no la posee no entiende la de su propio tiempo, no acaba de ser él mismo. Hay autores a los que se puede «resumir», reducir a ciertas ideas o tesis, a algunos comentarios, a interpretaciones de lo que «quisieron decir». A Cervantes no se lo puede someter a estas operaciones sin perderlo. Hay que absorberlo en su inmediatez e integridad, porque eso es su interpretación. Es un error radical buscar las «intenciones» de Cervantes, sus propósitos ocultos. La única manera de entenderlo es leerlo y hacer con su realidad lo que él hizo con la de España: darle vueltas; se entiende, en la vida. Es lo que llevo haciendo durante más de medio siglo, lo que he intentado seguir haciendo en este libro. Madrid, 26 de setiembre de 1990

Epílogo Escribir un libro es causa de ciertas modificaciones en sus lectores. Pero ¿y en el autor? Si nace del fondo del que lo escribe, si es un largo acto vital, resultado de lecturas, dudas, reflexiones, conexiones de su asunto con el conjunto de su vida, el efecto más fuerte y profundo se ejerce sobre el autor. No es frecuente que se piense en estas consecuencias. Hace cuatro años escribí este libro, Cervantes clave española. Venía a resumir una larguísima ocupación con aquel escritor español, tan lejano en el tiempo, tan ligado a nuestras vidas. Lo había leído y releído, casi desde la infancia. Me había enfrentado con él en una perspectiva nueva: para darlo a conocer a estudiantes de otro país, de otra lengua, a quienes era menester primero «trasladar» a circunstancias ajenas y desconocidas, para descubrir luego la figura y la obra de Cervantes. Esto requería verlo en cierto modo desde fuera, en su conjunto y en el mundo en que vivió. Era menester esforzarse por adivinar en qué consistió propiamente Cervantes. No bastaba con «saber», tener información, mostrar el contenido de su obra. Lo más necesario era provocar cierto entusiasmo. Sin él no se entiende nada —algo que se suele olvidar—. Quiero decir entender, comprender, la forma de intelección que corresponde a lo humano. Pero para provocar entusiasmo, la primera condición es sentirlo. No me faltaba ciertamente, y creo que pude contagiarlo. Durante muchos años he sentido una singular «amistad» con Cervantes. A pesar de la distancia temporal, lo he encontrado extrañamente cercano, como si lo hubiera tratado o fuera posible. Se podría hablar de afinidad, y creo que esto sucede a muchos españoles. Mejor dicho, les podría suceder si tuviesen suficiente familiaridad con Cervantes, si lo hubieran leído adecuadamente y sin barreras interpuestas. He escrito bastantes veces sobre aspectos parciales de la obra cervantina, incluso me he parado a considerar visiones ajenas de él, con las que me he enriquecido, sin poder considerarlas propias. En 1956, en el mes de febrero, mientras enseñaba filosofía en la Universidad de Yale, emprendí un larguísimo comentario —doble en extensión del original— del primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, de 1914, el año en que yo nací. Lo terminé un año después, en Madrid. Me interesaba primariamente Ortega. Cuando este vivía aún, en 1950, había escrito yo estas palabras: «El primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, es de 1914. Pienso que todavía no ha sido leído en serio por más allá de media docena de personas. Algún día me propongo hacer una edición con lo que llamaban los humanistas «comentario perpetuo», a razón de dos o tres líneas por cada una de texto; y es posible que provoque algún rubor al mundo intelectual de lengua española». El alcance de este libro era sobre todo filosófico; como siempre, Ortega no lo terminó; por eso no habla demasiado de Cervantes ni del Quijote; pero este era el motor del libro, su estímulo, y sobre ello decía cosas preciosas. Mi comentario las fue repensando, aclarando, prolongando. Como era propio de Ortega, a lo que decía hay que añadir lo que sugería, proponía, suscitaba. Lo que había que hacer, aunque acaso no llegara él mismo a hacerlo. Al final del libro se encuentra este párrafo, que nunca había olvidado desde mi primera lectura. «Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor. He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nueva vida. Entonces, si hay entre nosotros coraje y genio, cabría hacer con toda pureza el nuevo ensayo español.» En mi comentario a este pasaje dije: «Si volvemos los ojos a la contraposición posibilidadesrealización, encontramos que la verdadera realidad española corresponde a las primeras; pero, por otra parte, esas posibilidades no son accesibles más que en la medida en que tienen alguna realidad, en que se han «realizado», aunque sea de manera discontinua. Cervantes es, pues, una porción de realidad

española en la cual se denuncian y hacen visibles esas posibilidades,». En 1966 escribí un largo ensayo, «El español Cervantes y la España cervantina», en el que puse buena parte de mi realidad y de mi esperanza en las posibilidades españolas. Vinculaba en él a Cervantes con España, y a la inversa; es decir, mostraba que no podían entenderse aisladamente, sino en una misteriosa e insegura conexión. Sin referencia expresa, había en este ensayo una clara resonancia del párrafo de Ortega que he citado. Más aún, la conciencia de que alguien debería intentar esa prolongación que pedía, y que él mismo no llevó a cabo. Las cosas que hay que hacer, pienso que hay que hacerlas. ¿Quién? Quien pueda y se atreva. Cuando nadie lo hace, surge una pregunta: ¿por qué no yo? Esto puede parecer petulancia. Si se tiene sentido de la medida, lo normal es concluir que no se puede; pero puede uno atreverse, y hasta que esto se intenta no se puede estar seguro de si se puede o no. Un giro coloquial español recomienda a veces «hacer un poder». Es lo que significa Cervantes clave española. Al escribirlo no quise recordar aquello que Ortega había deseado y postulado al final de sus Meditaciones. Pero aquellas palabras escritas cuando yo estaba a punto de nacer pervivían en mi memoria. Aquello había que hacerlo. No importaba fracasar, porque el hombre no necesita el éxito. De lo que a veces tiene que arrepentirse, en todos los campos, es de no haber intentado, de no haberse atrevido. Esta es la última justificación de mi libro. Uno de sus capítulos se titula «La discontinua España cervantina». ¿No se ve en él una resonancia de las palabras en que comenté las de Ortega, tantos años atrás? En todo caso, el haberlo escrito me ha dado una nueva relación con Cervantes, como lector y como persona. Ha quedado más hondamente vinculado a mi vida; al haberlo repensado, intentado adivinar e imaginar, he convivido con él en la medida en que esto es posible con alguien que pertenece al pasado. El contenido del libro era el único método que lo hace accesible: la condición radicalmente española de Cervantes y la huella imborrable que ha dejado en nuestro país. He tenido que intentar una transmigración a su mundo, magistralmente recreado por él; y como en cierto sentido es el nuestro, porque viene de aquel y lo llevamos dentro, han aparecido al mismo tiempo la figura de Cervantes y la realidad española. Podríamos decir que han cambiado y se han intensificado mi imagen del escritor y la comprensión de España. Si se mira lo que Cervantes fue, las conexiones de su vida, los proyectos que intentó realizar, las trayectorias que fueron brotando de su vocación personal, se realizaron o frustraron, va surgiendo lo que fue su mundo, la realidad con la que tuvo que hacer su vida. Y al ver con la imaginación esa vida ejemplar, no por la genialidad de sus dotes, sino por su extremada autenticidad, por su apertura cordial a la realidad en torno, descubrimos lo que verdaderamente, en su íntima vocación, era aquella España, y vemos cómo ha perdurado, con desviaciones y desmayos, con olvidos, sin desaparecer nunca, siempre pronta a renacer. La comprensión de Cervantes y la de España tienen que ser recíprocas: la España que hizo posible a Cervantes a mediados del siglo XVI recibió desde entonces nada menos que su interpretación. En este libro la mirada se ha propuesto abarcar ambas realidades inseparables. Las dos han quedado incorporadas a su autor, que no es exactamente el mismo después de haber escrito. Espero que puedan decir algo análogo, desde sus vidas personales, sus lectores. J. M. Madrid, 17de junio de 1994

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