MARDONES-El Sentido Del Simbolo

May 9, 2017 | Author: BrunoSBib | Category: N/A
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Descripción: Jose María Mardones El Sentido del simbolo La dimensión simbólica de la Relig...

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José María Mardones

La vida del símbolo La dimensión sim bólica de la religión

Sal Terrae

TfrreseiiciaA f t e o ló g ic A

Presencia Teológica

Siempre ru é toes regiones profunda.1: en su rotación con nliu. m u a realidad o con el sentido de la vida, el ser hOrroro 'ocurra ni i'in bolo, bl símbolo ros hoco ucees ¡a le las cosas ausentes o iitipnailile» de percibir: ría ahí que scu el ter'eno preferido dol mundo li> no sensible en todas SUS lomias: dasre la interioridad o ol Iiii.omm l«'i lo hasta las cuesti míos cu sentido. No es extraño que ol arte y ln rali yióri sean los reinos del símbolo. kn la actúa sociedad del mercada de sensaciones, el almlioln está en peligro. I a proliferación de imágenes que todo lo quiienioii exponer mata el simbolo. S n embargo, más que nunca mineada moa recuperar el simbclo pura que la vid a no SC bendice, ol punan miento -oropa la cáscara de le superficie, y la religión soa nnlóniica mediadora de Misterio. La religión cristiana osla emplazada a revito Iizo r su dimensión Simbólica para ser verdaderamente eacuela de acceso el Misterio do Dios y luente de humcmitac un en esta sociedad y culluru. Toda unn tarea de recreación del imaginario, del hahlBr, vivir y celebrar, sin la cual la vida creyente languidecerá o huirá hacia formas escapistes. Ll presente ensayo aborda estas cuestionas cc forma sugoronte y asequible. Mire la realidad cultural y religiosa desde esta porspec tiva del simaolo y ofrece razones para empañarse en una recupere ciól de la densidad do vida qcs palpita en al símbolo.

JosC Map a Maujuni -s es investigado’ en el Inslituto de Filuaotiu ilnl CS'C ¡Madridl. Atanto a los problemas que suscitan la sociedad y la Culturo modernas en relación con el cristianismo, ha publicado en esta editorial: Postmoriarnidad y cristianismo 11995. 2* cd.J, Capita llsmo y religión. La religión política neoconservactora «1991.1, Fe y PoHtiu, (1993), ¿Adonde va la religión?!. 1996), Síntomas de un rotor )W. La religión eo el pensamiento actual (19991. Sus últimas pvhli C3 Clones bao sido: El (iiSCuiso religioso de la modernidad HabC/Ouis y la religión (Antltropus, 19981, El retomo dol rnilo. La racionalidad mita-simholica (Síntesis, 20001, En el umbral de! mafia na. £I cristianismo da) futuro (Pro. 20001.

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LA VIDA DEL SÍMBOLO

JOSÉ MARÍA MARDONES

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Jóse María Muidenes

La vida del símbolo La dimensión simbólica de la religión

Editorial SAL Tb&RAE Santander

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Hiinii:-ii|ii;* riiirr Su V.rnu: .S¡iii¡;jkIí : Ti i|mo.v ;¡iu m'mkiiio ....................................127 7 Lo r.u. ic esta manera, se ha convertido en la marca y sello de un racionalis­ mo ramplón que afirma sólo lo que explícitamente tiene delante. La icalidad presentada en imágenes e informaciones se ofrece sin espesor ni complejidad: tanta claridad y transparencia liquida la vanidad y absurdo de las cosas y enseña a aceptar y amar ídolos. La imagen busca la vida y, curiosamente, la pierde por estar totalmente centrada en sí misma y en su propia búsqueda. De hecho, la imagen sólo podrá ser salvadora, es decir, evocadora de vida, cuando sea consciente de su potencial reductor y negativo. La cultura de la imagen, en cuanto no es una iniciación al misterio de la vida, una andadura por el desierto en pos de la Tierra Prometida, en la que, como Moisés, nunca llegaremos a poner un pie, es un frauile. Y si proclama que ya posee la respuesta o que ésta no tardará en Ile­ gal, es un engaño. Sólo el símbolo puede sugerir y evocar el camino. I I símbolo es la guía para los nómadas del desierto, que sólo tienen pistas para buscar la Tierra Prometida. X ‘i

C. M agris, Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, 31. Cf. J.-L. M arión, El ídolo y la distancia. Sígueme, Salamanca 1999, 15-24.

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6. La imagen de la nueva situación moderna La conclusión a que nos impulsa la visión de la civilización de la ima­ gen es arriesgada, pero debemos formularla. Se trata de un diagnósti­ co de la situación de la modernidad actual. Una modernidad tardía (J. Habermas) o «segunda modernidad» (U. Beck), hasta hace poco deno­ minada postmodernidad y que hoy Z. Bauman llama «modernidad líquida». El lector debe caer en la cuenta de que todo diagnóstico social y cultural lleva consigo -como cualquier pensamiento que se precie, que diría H. Bergson- unas imágenes determinadas. La modernidad es presentada generalmente en las visiones críticas, y aun en las estereotipadas, como una sociedad con un núcleo y unas estructuras duras, sólidas, condensadas, constituyendo un sistema. Es casi indiferente que este «núcleo duro» de la modernidad esté consti­ tuido por tres instituciones básicas (P. Berger), órdenes sociales (D. Bell) o subsistemas (J. Habermas) que, con ligeras variantes, respon­ den a las clásicas de la economía, la política y la cultura. La cuestión fundamental era ver cómo se constituían y relacionaban estos tres órdenes o subsistemas sociales. Y estaban profundamente unidos vin­ culando a su alrededor todo el resto del entramado institucional o sistémico. Esta visión expandía la imagen de una central idad aglutinado­ ra cuyo dinamismo penetraba colonizando todos los ámbitos de la sociedad y la cultura. Tendía -como vieron sus teóricos críticos, desde Horkheimer y Adorno hasta Marcuse o Habermas- a imponer una administración instrumental o funcional que destilaba control y uni­ formidad sobre los individuos, sometiéndolos a los intereses del siste­ ma. El Gran Hermano era la consumación vigilante del ojo supervisor y controlador del sistema (Orwell): la sombra totalitaria se cernía siem­ pre sobre el sistema, ya fuera socialista o capitalista. Ahora parece que las imágenes del diagnóstico tienen que ser dife­ rentes en esta modernidad tardía o segunda: nos encontramos ante una modernidad con un capitalismo «light» («líquido», para seguir la ima­ gen fluida y difusa sugerida por Z. Bauman). No hay un centro o núcleo sólido, sino una masa fluida, líquida, que se expande y penetra todos los intersticios, pero cuyo poder no está en los Estados Unidos o en el G-8, sino que es extraterritorial, electrónico, oculto y anónimo. El poder, prácticamente omnipresente pero no localizable, recorre, no el sistema, sino la red. Unido al conocimiento, como en los mejores sueños y de­ seos platónicos, seduce más que impone, aconseja más que lidera. Los individuos en esta sociedad se vierten masivamente hacia sí mismos y

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mi-, intereses, por lo que son enemigos declarados del ciudadano y de i ii.ilquier preocupación por el bien común o la sociedad justa. I I problema actual del espacio público es su inexistencia o invisiInlulnd, dada su ocupación masiva por parte de lo privado, de los secre­ tos y cotilleos, de las conversaciones «privadas» aireadas por los telé­ fonos «móviles».

7. Conclusión: ¿un nuevo espacio de significación cu la era posthumanista? I I predominio hasta la tiranía de la imagen plantea un problema de cultural y civilizacional, educativo y de donación de sentido. Lo podemos expresar simplificadamente de la siguiente manera: hasta ayer mismo, la denominada «cultura occidental» estuvo presidida por la palabra. La herencia greco-hebraica era verbalista hasta el logocentiismo. El discurso racionalista era el modo normal de transmisión de significado y sentido. El espacio y el tiempo, el sentido de la vida y de la muerte, se organizaban alrededor del «logos», de la palabra. Ahí estaba el espacio significativo que organizaba la mente y las sensibili­ dades, a la vez que la visión del mundo. ¿Qué sucede en un momento en que la palabra está supeditada a la imagen, cuando no suplantada por ésta? ¿Qué es lo que vehicula el sentido en este momento? ¿Dónde y cómo se crean y recrean los espacios de significación en un mundo de ocaso de la palabra? Iil descubrimiento o el caer en la cuenta de la estrecha ligazón entre el pensar y el lenguaje en nuestro tiempo -el llamado «linguistic nuil»- nos ha proporcionado unas reflexiones muy serias acerca de la e .Hecha vinculación de la gramática con el estilo de vida. Se vive co­ rnil se habla. En el fondo de las reglas gramaticales están las claves del sistema de orden y jerarquía, de posiciones activas y pasivas, de sensi­ bilidades y modos de ver el mundo. El discurso occidental nos ha ido socializando y educando en un modo de entender las relaciones entre las personas, los géneros, las clases sociales, lo mismo que entre el i 'di uercio o el mundo educativo, la iglesia o el ejército. La subordinai ion o libertad entre los sexos, como entre los individuos y grupos, está • lavada en la comunidad lingüística. Incluso, como insinuábamos, los pretéritos indoeuropeos señalan Muestra matizada relación con el pasado y la memoria con el presente v los sueños del futuro: la historia y el sueño utópico, la memoria y el sentido de la muerte y de la vida, están colgados de los hilos verbales. lo n d o

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El ser de las cosas deambula, como ya vio Heidegger, por los entresi­ jos del lenguaje. ¿Qué sucede cuando la imagen reemplaza a la información y hasta a la comunicación, cuando la palabra está subordinada a la imagen, cuando la música, la nueva esfera sonora, ocupa el ámbito que antes tenía la palabra? Un tema fascinante, ante el que todavía sólo tenemos barruntos10. Pero estamos asistiendo a un cambio de sensibilidad que penetra hasta las honduras de la comunicación y el sentido. Se reorganiza un espa­ cio de significación al cambiar el modo en que se comunica, se rela­ ciona, se vive: al estar prácticamente todo el día enchufado a una esfe­ ra sonora e icónica, algo debe de cambiar en el cerebro y la imagina­ ción, algo queda embotado y algo es exacerbado. ¿Será la música el nuevo modo de estar consigo mismo, incluso con otros, de sentir y evadirse, de comunicarse y alcanzar sentido? ¿Se­ rá por este camino por el que la relación con la verdad habrá de rees­ tructurarse o, por el contrario, quedar profundamente trastocada? Tras este recorrido crítico por nuestra civilización de la imagen, nos queda claro que la esterilización de la imaginación no conduce a una salud personal ni colectiva mejor. Quizá, como recordaba C.G. Jung, los dramas y patologías del mundo moderno proceden del pro­ fundo desequilibrio de la psique, individual y colectiva, provocado por esta anemia imaginario-simbólica. No podemos hacer un canto sin más a la Imagen. Hemos visto cómo su proliferación puede resultar mortal para la imaginación. El torrente, velocidad y seducción de la producción de imágenes castra la imaginación y reduce al individuo a ser un consumidor de imágenes antes que un ejercitador de su imaginario, por lo que su actividad cre­ ativa queda desecada y baldía. Y el poder del imaginario y del símbo­ lo, el hacer ver lo que es refractario al concepto, no se da. Quedan así cortados los accesos a la realidad profunda de la vida y del alma. Entramos peligrosamente en una cultura simbólicamente empobre­ cida y que es una cultura literalmente in-trascendente, sin salida hacia la trascendencia y el Misterio.

10. Cf. P. G onzález B lasco, «Relaciones sociales y espacios vivenciales», en (J. Elzo y otros) Jóvenes españoles 99, SM, Madrid 1999, 183-263, 203s.; G. Steiner, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cul­ tura, Gedisa, Barcelonal998, 149s.; E. H obsbawm, Entrevista sobre el siglo xxi, Crítica, Barcelona 2000, 148s.

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La iconoclasia de la cultura occidental l a hisloria cultural del símbolo y del pensamiento simbólico no se piialc desvincular de la valoración que recibe la imaginación o lo imai;murió como procedimiento intelectual. La cultura occidental, leída desde la perspectiva de la valoración de la imaginación o del imaginami, ofrece una historia paradójica en la que se van alternando épocas de rechazo con momentos de revalorización. Es un entretejido de amor v odio, erosión y potenciación, que va dando origen a movimientos y tracciones que llevan de la liquidación de las imágenes a su venerai ion, de la iconoclasia a la iconodulia, y viceversa. Esta paradójica historia del imaginario en Occidente ha sido sinteh/ada varias veces por G. Durand, quizá el mayor y más persistente estudioso de este tema. Vamos a seguir sus pasos con el convenci­ miento de que, a la vez que señalamos unos hitos fundamentales de la liistotia de lo imaginario, aclararemos un poco más el porqué de una t ieiia postración del pensamiento simbólico. Estamos ante una breve Iir.loria del desarrollo del pensamiento, del predominio dictatorial de la taeionalidad funcional y de sus patologías. I. Momentos principales de una iconoclasia endémica Negim G. Durand, tenemos que acudir a las dos raíces de la cultura ni iulental para ver el germen de la endémica iconoclasia occidental1, l a n í o la Biblia como el pensamiento helénico ofrecen motivos e impulsos para comprender el rechazo de las imágenes y la minusvalot.u ton de la imaginación.I

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( I. G. D urand, Lo imaginario, Ed. del Bronce, Barcelona 2000, 23s.

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En el caso de la Biblia es bien conocida la prohibición de hacer imágenes de la divinidad (Ex 22,4-5), que quedó fijada como un segun­ do mandamiento de la ley de Moisés. Esta defensa del monoteísmo y la trascendencia de Dios, que rechaza violentamente cualquier sucedá­ neo o sustituto de lo divino, cualquier imagen (eidólon), va a penetrar poderosamente en las mentes y las prácticas de las tres religiones abrahámicas. Judíos, islámicos y cristianos van a expandir a través del impulso religioso una declarada reticencia frente a las imágenes o representaciones, especialmente de la divinidad, en el mundo religio­ so, que en el caso cristiano va a encontrar un paliativo mediante Jesús, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), y el impulso consiguiente a una iconografía cristiana. Por otro lado, como ya indicamos, el pensamiento griego, espe­ cialmente aristotélico, potenció el método científico basado en la expe­ rimentación y la lógica. De ahí que, finalmente, quedara la marca de la objetividad y la verdad adscrita a un tipo de pensamiento distante del conducido por la imaginación, la poesía, la similitud, la analogía, la sugerencia o la evocación. La ciencia se distinguía de la literatura y de cualquier metodología valorada en las artes, pero no en el conoci­ miento riguroso de la realidad. Este énfasis en lo lógico-empírico reci­ birá su refrendo en el giro galileano de la nueva ciencia moderna. Pe­ ro antes de este momento nos encontramos ya con otros momentos iconoclastas. 1.1. La lucha bizantina contra las imágenes Recordemos brevemente el contexto en que se sitúa la primera y clási­ ca confrontación contra las imágenes en el pensamiento heleno-cris­ tiano del imperio bizantino. Estamos en el siglo viii, y Bizancio toda­ vía está unida al papado de Roma. La amenaza viene ahora de parte del Islam y es doble: tanto militar como religiosa. La pureza monoteísta islámica asume radicalmente la prohibición de las imágenes; la cerca­ nía y contacto con la nueva religión abrahámica cuestiona las imáge­ nes o representaciones (iconos) de la tradición cristiana. Los empera­ dores bizantinos, para enfrentarse a la pureza iconoclasta del Islam, mandan destruir las imágenes conservadas y veneradas por los monjes y por el pueblo. Durante dos épocas, 730-780 y 813-843, los defenso­ res de las imágenes son considerados idólatras y perseguidos. La dis­ puta es también teológica. La querella de los iconos terminará con la victoria de sus veneradores (iconódulos), pero dejará una honda huella

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tli' iclicencia y hasta de rechazo frente a las imágenes, especialmente t uiir los denominados «espíritus cultivados», amantes de una teología i niurplual. l isie lechazo icónico se compensa en algunos -como muy bien ha msIo II. Corbin2 en el Islam y el judaismo- con una exaltación de la imagen literaria y del lenguaje musical. Veremos cómo algo de esto ■meche en el protestantismo, nuestro monoteísmo más depurado e ico­ noclasta dentro del cristianismo. I ' l a ic o n o c la s ia d e la e s c o lá s tic a m e d ie v a l

H ledeseubrimiento en Occidente del pensamiento aristotélico merced a la influencia de Averroes de Córdoba (1126-1198), que lo traduce inmicro al árabe, permite a los filósofos y teólogos cristianos adeninn.se en el pensamiento de este autor. Va a ser la figura de Santo lomas de Aquino (1224-1274) la que asuma con gran fuerza y origi­ nalidad este pensamiento aristotélico, haciéndolo vehículo de su refle­ xión leológica. De esta manera, el racionalismo aristotélico penetra en las universidades europeas de los siglos xiii y xiv, para convertirse poslei mí mente en la denominada «escolástica», que llegó a ser de alguna manera la doctrina oficial de la Iglesia Ya liemos comentado que este racionalismo señala una sensibilidad que no mira con demasiado aprecio el mundo imaginativo. Aunque, i liando habla de Dios, recurre a la analogía, sin embargo la tonalidad inedominante no es propicia para hacer del símbolo una reflexión y un u so conceptual. / i l a nueva física galileana i inldco, como sabemos, es el prototipo de la nueva ciencia que, fruto diversos aspectos socio-culturales y largas confrontaciones con la , iincepción aristotélica, y acentuando más los aspectos matemáticos y M íenos las explicaciones físicas cualitativas3, desemboca en el denomi­ n a d o método lógico-empírico.

de

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Cl .C . Jambet, La lógica de los orientales. H. Corbin y la ciencia de las formas, l e i , México 1989. ( 'I J.M. Mardones, Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Materiales imra una fundamentación científica, Anthropos, Barcelona 19942, 20s.

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El resultado para la valoración de la imaginación creadora -más allá de la abstractización o idealización de raíz pitagórico-platónica que conlleva el momento matemático- no va a ser muy positivo. El método analítico, lógico-empírico, se eleva a la categoría del método por antonomasia, único, para alcanzar la verdad. Así lo hace saber Descartes en su famoso Discurso del método (1637), y la verdad cami­ na del lado de la argumentación que proporcione explicaciones causa­ les claras y distintas. Sobre todo, el importante giro, incluso con respecto a Aristóteles, que trae la nueva ciencia es un nuevo universo mental o visión del mundo: se mira el mundo, no con ojos esencialistas o finalistas, sino pragmáticos; no interesa ya tanto la visión metafísica cuanto \a funcio­ nal y mecanicista. Priman las explicaciones reduccionistas por re­ ferencia a lo elemental, a una sola causalidad. No nos tiene que extra­ ñar que los críticos de la «ciencia baconiana» como M. Horkheimer y Th. Adorno4, vean en el inicio de la nueva ciencia experimental un afán de dominio del mundo que todo lo reduce a objeto para ser manipula­ do. Estamos lejos de una visión que trate de dar sentido a la compleji­ dad que se encuentra más allá de cualquier sistema. 1.4. El empirismo del siglo xvm Un paso adelante, en esta marcha triunfal de la metodología lógicoempírica y de la mentalidad funcional, se da al llegar al siglo xvn. Los nombres de David Hume y de Isaac Newton son representativos de un momento de empirismo que, si bien proporciona enormes hallazgos y avances en el campo de las ciencias y de la incipiente aplicación téc­ nica, supone de hecho una desvalorización de un conocimiento que se aparte de este paradigma. Lo que no está sujeto a la percepción, es decir, a la observación y la experimentación, no puede ser tenido como hecho físico o histórico. El mundo fuera o más allá de los «hechos» es un mundo, para hablar ya kantianamente, fuera de los fenómenos de este mundo, perteneciente al «noúmeno» o más allá de la razón. A este ámbito pertenecen los problemas de la muerte, la inmortalidad del alma, Dios, etc. La razón humana se mueve insegura por estos espacios e incurre en soluciones contradictorias o «antinomias».

4.

Cf. M. Horkheimer - Th.W. A dorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1994.

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V;i se ve que la razón va quedando circunscrita a los temas y prolilrmas controlables. Las demás cuestiones, y especialmente las que se apunan de un uso «científico», son sospechosas de incurrir en la ensonarion o el deseo. I V I 'l positivismo I I paso adelante, que se da claramente en el siglo xix, estaba ya indi«.ido: el verdadero método racional de acercarse a la realidad es el que piocede del mundo científico. Se denomina positivismo a este racio­ n a lism o cientifista que sólo reconoce en la ciencia la única verdad mn veedora de crédito. Se complementa con una actitud valorativa que time'amente parece considerar aquello que tiene que ver con el mundo de lo pragmático, lo utilitario, lo rentable... lo «positivo», en cuanto i u n ía n le y sonante. I i positivismo, como fácilmente se descubre, está atravesado por una le o credulidad en que la ciencia y su metodología agotan la reali­ dad o lo que es digno de ser considerado como tal. Hoy, y con la dislanria de lo que ha acontecido en el terrible siglo xx, hemos perdido la le crédula en la ciencia, pero el siglo xix vivió momentos de expectauvns enfebrecidas con respecto a un futuro progreso social y cultural piesidido por el método positivo y las consecuencias del desarrollo i leniiTico-técnico. Se esperaba que la ciencia y la técnica nos propor■innarnn el control sobre la realidad y la posibilidad de construir una mu icdad perfectamente racional y humana. I as consecuencia para un tipo de pensamiento que no se afincara ■n la ciencia eran nefastas. Dicho pensamiento estaba situado, como dii ia A. Comte, en un momento histórico anterior, ya sobrepasado, teoliipnai o metafísico. Utilizaba la mente de un modo no situado a la altui a de los tiempos; proseguía un tipo de razonamiento desechado ya por la nieiodología científica. De ahí se deduce la valoración peyorativa o iIr pura literatura que merecía cualquier incursión en el terreno simbóIn ti. metafórico, por similitud, etc. I >c alguna manera, esta mentalidad científica, lógica, funcional, penaste en muchos de nuestros contemporáneos. Existe lo que pode­ mos denominar un «positivismo práctico» que, aunque la actual epis­ tem o lo g ía y filosofía de la ciencia se ha encargado de criticarlo en sus piesupuestos erróneos, sin embargo sigue vivo y persistente. El éxito de los innegables logros de la tecno-ciencia y del mercado produce en imiehos la fascinación de un pensamiento funcional que es enemigo

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declarado de cualquier «fantasía» que se aleje de lo contrastado por la «ciencia». De ahí el descrédito de cualquier pensamiento que se apar­ te de los hechos controlables lógica-empíricamente, y el peligro de incurrir en un dualismo esquizoide que hoy vemos presente en nuestro tiempo: por una parte, se es riguroso a la hora del control de los he­ chos, y crédulo, por otra, para las cuestiones del sentido. Algunos prac­ ticantes y veneradores de la metodología científica parecen compensar el reduccionismo de sus disciplinas con el salto intuicionista, acrítico e irracional hacia lo oculto, metafísico o religioso. 1.6. El símbolo, la indumentaria del pobre Hay una conclusión que se impone tras este breve recorrido histórico: lo imaginario y simbólico es minusvalorado, cuando no considerado como un conocimiento peligroso frente al empírico y conceptual. No se niega que el símbolo, el mundo de la imagen y del mito, contengan algunas ideas válidas que hay que saber extraer y captar. Pero, una vez que nos hemos apoderado de ellas, podemos desechar el envoltorio simbólico como inútil e incluso desafortunado o peligroso. El símbolo, en cuanto se entendió pronto que era el mundo de la religión, quedó también cargado con el prejuicio de la intolerancia y la manipulación. Para Voltaire5era un modo de inculcar al pueblo la obe­ diencia y el respeto a los bienes de los demás. Lo que aporta el Evan­ gelio se puede traducir y expresar conceptualmente por el filósofo sin tener que recurrir al universo oscuro de los símbolos, imágenes y cuen­ tos, propicios para la credulidad y los espíritus infantilizados. A. Schopenhauer, crítico de la Ilustración en muchos aspectos, mantiene la dicotomía del doble pensamiento: el simbólico, alegórico, imaginativo, para el pueblo; y el racional y profundo, para los prepa­ rados. En Sobre la religión, llega a decir que la verdad desnuda no puede mostrarse al pueblo; de ahí que deba presentarse tras el tupido velo de la forma simbólica. Sin embargo, el filósofo puede dispensar­ se del símbolo, ya que tiene acceso a la verdad tal como es. Esta concepción del símbolo como verdad degradada y popular, mediación necesaria y aproximativa para el vulgo, es una idea que resume la concepción del símbolo para gran parte de la intelectualidad europea desde el siglo xvn hasta nuestros días. El símbolo es, desde este punto de vista, «la indumentaria del pobre»6, el vestido antropo5. 6.

Cf. V oltaire, Tratado de la tolerancia, Crítica, Barcelona 1992. Cf. P. Valadier, Un cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, P pc, Madrid 1999, 119.

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«lili no y pueril que adopta el pensamiento en las mentes incapaces de muvplualización. Ni siquiera Kant y Hegel, dentro de su revalorizahtu del símbolo, hacen justicia a su potencial y riqueza: lo sitúan en I imibilo del arte y el gusto y, por supuesto, por debajo de la elevación oiK cplual. Lo que estas cimas del pensamiento no alcanzaron a ver Imámente es la riqueza del símbolo: su gran complejidad, polivaleniii. potencial hermenéutico y poder de sugerencia metafísica }

La persistencia de lo imaginario

I ¡r. lecturas en dos momentos (como estamos haciendo) pueden dar la •.casación de que el proceso histórico es más nítido y monolítico que 10 que realmente presenta la complejidad de la vida y la cultura. Es , mío que los tiempos de prevalencia de un tipo de pensamiento parei eu oscurecer totalmente aquellas formas mentales que no se ajustan a ,11 t iiuon; pero incurriríamos en una simplificación excesiva si no viéi,míos la realidad atravesada por más hilos de los que se describen. La ienhilad humana, también en lo mental y en las tendencias socioi iihiuales, es más entreverada que las disecciones del análisis y las ■lev opciones7. I a historia del pensamiento occidental no puede ocultar que, a peai del predominio de una línea lógico-empírica que marca los avata11 ", de la cultura noratlántica, sin embargo, nunca desapareció, ni si, 1111c i a dentro de la misma ciencia, la imaginación creadora. ¿Qué otra , osa puede ser el pensamiento que acompaña a muchas de las creacioiii s científicas que ven, antes de cualquier contrastación empírica y an álisis lógico, la configuración y camino de una teoría, un modelo i u ní il ico, etc.? Pero no se trata aquí de acentuar la presencia de la fan­ tasía creadora en medio de la ciencia, sino de señalar la presencia i ni mi al de otro tipo de mentalidad o talante de pensamiento. Y éste va esiii presente y pugnando desde el alba socrática del racionalismo i ii i ole nial.

i i I )i jkand ha creído ver un sistema imaginario sociocultural que trata de apre..n y expresar, al menos en el caso europeo, a través de la noción de «cuenca .rinániica», con su cresta divisoria de aguas, su cuenca, su río o corriente princip.il y con sus afluentes principales y secundarios. Cf. Lo imaginario, 122s.; Id ., hiimtliiciion a la Mythodologie, Albin M ichel,París 1996, 79s.

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2.1. La tendencia platónica Siguiendo el estereotipo al uso de contraponer la tendencia aristotélica con la de su maestro Platón, tenemos que señalar que el maestro de los Diálogos se caracteriza por un pensamiento no estrictamente silogísti­ co. Hay mucho de visión, intuición, fantasía, parábola... en el pensa­ miento platónico. El filósofo da pie al visionario y al poeta. Al abordar los misterios del amor, el pensamiento, el alma, el sentido de la vida..., Platón explora las imágenes y las pone en movimiento mito-simbólico para poder decir algo que sugiera por dónde va su comprensión de la creación humana, del mundo y sus contradicciones. Esta línea de pensamiento, sensibilidad y talante, permanecerá como uno de esos gérmenes que brotan y rebrotan constantemente en la historia del pensamiento occidental. Una dimensión del pensamien­ to humano mismo que, por comodidad, hemos etiquetado como «pla­ tónico», pero que en realidad acusa una y otra vez el estrechamiento de una razón reducida a lo lógico-empírico, o que quiere resolver la com­ plejidad y contradicciones de la realidad y de la vida con lógicas bina­ rias del sí y el no. 2.2. La querella de las imágenes Volvemos sobre aquel momento del siglo vm bizantino que hemos caracterizado como «iconoclasta», pero que, visto en toda su dimen­ sión, supuso la aparición de una disputa fundamental acerca de la razón de ser o no de las imágenes dentro del cristianismo. Merced a la intervención de hombres como san Juan Damasceno (siglo vil), quedó claro que, frente a una teología abstracta y racionalista que nunca ter­ mina de poder ofrecer una argumentación completa de lo que es Dios y las realidades divinas, se puede transitar también por el camino del icono (eikón), de la representación que lanza o proyecta, más allá de sí misma, hacia lo distinto de este mundo y de las realidades de esta vida. Estamos en el sendero del símbolo y de su potencial evocador y religador. La misma ley de la Encarnación dejó clara la validez del cami­ no del símbolo, del icono: el prototipo de icono es el Hijo encarnado, Jesús, imagen visible del Dios invisible. Esta rehabilitación de la ima­ gen-símbolo por el camino cristológico, que supuso el triunfo de los veneradores de las imágenes en la querella iconoclasta, abre toda una corriente que, en versión religiosa y estética, posibilita un modo dis­ tinto de pensar y revalorizar el símbolo y lo imaginario como modo de ; acceso a la Verdad.

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Para comprender, aunque sólo sea sumariamente, la filosofía y la iyol. 40, n. 157 (2001), 33-47; H. Háring, «Actualidad de la teo­ logía negativa»; Concilium 289 (2001), 163-176; E. Borgman, «La teología negativa como habla postmoderna acerca de Dios»; Concilium 258 (1995), 141155; H-J. HóHn, «Abschied von Gott? Theologie an der Grenzen der Modeme», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, Echter, Würzburg 1998, 9-31.

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sabedor de sus posibilidades y limitaciones, cuando no confiesa abier­ tamente, frente a la seguridad de otros momentos, su debilidad e impo­ tencia. Este clima cultural agnóstico, de duda, que permea en nuestra época los espíritus religiosos y el pensamiento filosófico moderno, ha penetrado con su crítica y hermenéutica, su desconstrucionismo y perspectivismo, dentro del hacer teológico, haciéndole más consciente de la debilidad de su discurso sobre el Misterio de Dios que sobrepasa todo entendimiento. La conciencia religiosa de nuestro tiempo experimenta en este clima una desazón frente a las convenciones religiosas heredadas y las imágenes al uso de Dios. Rompe incluso con ellas por insatisfacción y búsqueda de un Dios más verdadero. En un clima de pluralismo cultu­ ral y religioso, de descubrimiento de la diversidad religiosa, crece un eclecticismo que rechaza al Dios unívoco, claro y distinto de las con­ fesiones y se siente atraído por la novedad de otras representaciones más amorfas de lo divino. El peligro de la trivialización se da la mano con la exigencia de una purificación del discurso y las imágenes de Dios que ha llegado a la teología y que constituye una ocasión para revitalizar un diálogo interreligioso y con la experiencia contemporá­ nea del mundo y la existencia. Una suerte de hermenéutica teológica de esta modernidad tardía. Pero, dicho esto acerca de la actualidad y oportunidad de una teo­ logía negativa, sin embargo hay que señalar que la «teología negativa» no es una exclusiva del cristianismo ni de la tradición bíblica. Las tra­ diciones orientales (la mística hindú, la budista y la islámica) conocen el despojo de la pretensión objetivadora y aprehensora del conoci­ miento. Empujan hacia el silencio y saben de la imposibilidad de des­ cribir al Inefable. Saben, como repite el pensamiento postmoderno actual, que no hay que afirmar nada del Absoluto, porque ello signifi­ caría que lo objetivamos y lo reducimos a algo finito. En el fondo, asistimos a un intento de radicalización de la analo­ gía, especialmente de su momento negativo. Algo que no es extraño a tendencias que vienen desde Plotino y llegan hasta filósofos cristianos de la religión como H. Duméry7. Se quiere insistir en que lo que atri­ buimos a Dios no es tanto algo que descubrimos de Dios, una propie­ dad inherente a Dios, es decir, una teología explicativa de Dios, cuan­ to el modo en que nuestro pensamiento capta y se manifiesta a sí mismo en su actividad de pensar el Absoluto. Al final, el discurso sobre 7.

Cf. J. M artín Velasco, El encuentro con Dios, Caparros, Madrid 1995 (nueva edición revisada por el autor), 178s.

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Dios, nuestros nombres y atribuciones son sólo indicadores y no repre­ sentaciones de lo divino. Quizá lo digamos un tanto precipitadamente para el lector, pero sospechamos que, si no queremos caer en el más absoluto apofatismo y agnosticismo con respecto al Misterio de Dios, tenemos que entender este énfasis en la vía negativa como un acento en lo que nosotros denominamos la «vía simbólica» o el «hablar sim­ bólico» sobre Dios. Un hablar que usa los nombres y atribuciones de Dios como indicaciones y sugerencias, dejando abierto siempre la problematicidad de la adecuación al Misterio. Es decir, dejando a salvo el hecho de que Dios es siempre Misterio, que no se puede disponer de él ni poseer de ninguna manera.

4. La propuesta cristiana: el símbolo kenótico Prácticamente todas las grandes tradiciones religiosas conocen este hablar reservado, respetuoso y que guarda las debidas distancias con respecto a Dios o lo Absoluto. La analogía, con su momento negativo, la crítica de la religión y la hermenéutica y hasta la deconstrucción postmoderna señalan esftierzos por hacer justicia a la inefabilidad de Dios y, por otra parte, a la necesidad humana de referimos a Dios. Cuando buscamos en nuestras propias raíces cristianas, nos encon­ tramos con que dentro de la misma tradición bíblica, y expresamente neotestamentaria, hallamos ya este impulso a la analogía, a su momen­ to negativo y al hablar respetuoso de Dios. Incluso, como ponen de manifiesto algunos pensadores actuales denominados «postmoder­ nos»8, hay una especificidad del lenguaje cristiano que es toda una teo­ ría del conocimiento divino o, mejor, «una doctrina de la representa­ ción divina»9: la kénosis o anonadamiento del Logos divino. Encontramos así una clara referencia cristológica a las claves de nuestras normas gramaticales para hablar de y sobre Dios. En Cristo -se nos viene a decir de un modo que suena bien tradicional- está lo 8.

9.

Nos estamos refiriendo a nombres como los de G. Vattimo, J. Derrida y otros muchos. Cf. J.M. M ardones. Síntomas de un retorno. La religión en el pensa­ miento actual, Sal Terrae, Santander 1999, 17s. Cf. J. Derrida - G. Vattimo - E. Trías (eds.), La religión, P pc, Madrid 1996; G. Vattimo, Creer que se cree, Paidós, Barcelona 1996, 62s. Cf. G. Ward, «Kenosis and naming: beyond analogy and toward allegoria amoris», en P. Heelas (ed.), Religión, Modernity and Postmodernity, Blackwell, Oxford 1998 (repr. 1999), 233-58 [336],

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que podemos conocer de Dios y cómo podemos tener acceso al mismo. Él locus classicus de estas indicaciones, a las que hace expresa refe­ rencia la kénosis, lo encontramos en el himno de los Filipenses (2,511), prepaulino según los estudiosos. El himno de los Filipenses, verdadero carmen Christi, comprende la humillación y exaltación de Cristo o, como matizarían los comenta­ ristas, habla de tres formas de representación: 1) la representación divi­ na de Dios en Cristo; 2) el carácter ejemplar, modélico, de la autoentrega de Cristo para los filipenses y todos los creyentes; 3) la exalta­ ción o acto de titulación, nombramiento, de Cristo como Señor. La pri­ mera parte señala, en términos trinitarios, el descenso o venida de Cristo del Padre, que supone un vaciamiento de sí. Se ha indicado repe­ tidamente que el verbo kenóo, relacionado con el nombre kenos, signi­ fica vano, vacío de verdad, sin don. ¿De qué se vació Jesús el Cristo? La respuesta tradicional, desde Lutero, ha sido: de sus atributos divi­ nos de omnisciencia y omnipotencia. Así se entiende el paso de la «forma divina» a la «forma de esclavo». La encarnación es la asunción de la condición histórica humana por parte de Cristo. Si parece que hay que entender «en la forma o condición divina» {en morphé theou) como equivalente a la gloria divina de Juan (doxa), entonces se establece una estrecha conexión entre la gloria de Dios y la condición de esclavo, condición, por otra parte, del ser humano, la figura humana (v. 7). De esta manera se está diciendo que Cristo mani­ fiesta la forma, condición, de Dios en la forma de esclavo101. El icono o imagen del esclavo, figura de la humanidad, que es coronado, tras la muerte y resurrección, como Señor. Esta economía de la representación de Dios vincula estrechamente la encarnación con la kénosis y el descenso o abajamiento hasta la muerte en cruz. Indica que desde el primer movimiento creador de Dios hay un acto amoroso de donación y comunicación -autocontracción o autolimitación y autohumillación de Dios", tal como es entre­ vista en la imagen cabalista del zim-zum- que se manifiesta plenamen­ te en la encarnación y la muerte en cruz. Dios se manifiesta así como el que se abaja; el abajamiento o kénosis es la forma de revelación de Dios. El Altísimo es el Bajísimo. El proceso kenótico acompaña a la 10. íbid., 238, en referencia a la interpretación de F.F. B ruce, «St. Paul in Macedonia. 3: The Philippian Correspondance»: Bulletin o f John Rylands Lybrary 63 (198081), 270. 11. Cf. J. M oltmann, Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 124s.

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manifestación de Dios, y la realidad-imagen de la desposesión ocupa el centro, que, por otra parte, es la manera de decir que lo que Dios da cuando se comunica es finalmente él mismo. Dicho trinitariamente, como gusta a von Balthasar, el Padre se da enteramente a nosotros en el Hijo y en la unidad mutua de ambos, el Espíritu. Y este movimiento kenótico representa y explica la condición del ser humano: ser separado de Dios, en desposesión, pero buscado por El, agraciado, y que será conducido de la diástasis inicial a la vida con Dios cuando, como a Cristo, también a nosotros se nos dé «un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe» (Ap 2,17). Incluso en esta condición humana de ser «en imagen (forma) de», separados, se puede intuir la condición simbólica humana de creadores de imágenes y símbolos para tratar de superar la diástasis que nos sepa­ ra de Dios. Autores postmodernos como J. Kristeva12han visto en esta condición kenótica de Cristo la imagen de la condición humana: un yo siempre en proceso, siempre en su condición de desplazado de su iden­ tidad o separado de la madre, y siempre a la búsqueda de la constitu­ ción de un yo unificado mediante la relación con el otro. Queda una «melancolía» o inquietud, economía del deseo, que permite la entrada en el mundo simbólico del «padre imaginario» que a través de la diná­ mica del amor lleva a la identificación con el otro. Todo un proceso de separación, descenso y proceso de unificación/nombramiento. Más que en ninguna parte, se puede entender así la condición hu­ mana de «imagen de Dios» (Gn 1,27) en toda su profundidad al verla en la manifestación y representación de Dios en Cristo. Somos imagen de un Dios que se comunica, que se da en el amor, que se entrega y se abaja. Y por esta razón, impulso de la economía del don, somos hace­ dores de imágenes, creadores de símbolos, a fin de poder superar la distancia que nos separa del Amor originario y entrar en el juego del amor intra-trinitario que es Dios. 5. Jesucristo como imagen de Dios Lo dicho hasta ahora conviene precisarlo un poco más. Tiene razón J. Moingt13 cuando plantea la cuestión de cómo es Jesús el Cristo, ima12. Cf. el juego comparativo que efectúa G. Ward, op. cit., 244s. 13. Cf. J. Moingt, «Imágenes, iconos e ídolos de Dios. La cuestión de la verdad en la teología cristiana»: Concilium 289 (2001) 153-162 [158s]; Id ., El hombre que venía de Dios II, Desclée, Bilbao 1995.

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gen de Dios, de cómo hace visible la presencia de Dios para que noso­ tros podamos decir que es su imagen. Sabemos que, hasta el día de hoy, se dan respuestas de tipo dogmático: Cristo es la perfecta imagen de Dios porque es de la misma naturaleza que el Padre, al ser su Hijo y su Verbo. Pero esta contestación nos responde que Jesucristo es imagen en sentido metafórico, puesto que es lo mismo que Dios. Este tipo de respuesta incide, como la icónica o «tabórica», en una cierta irradia­ ción o transparencia de la divinidad, una especie de surgimiento de una presencia allí latente. Pero ¿es así como Cristo es imagen de Dios? Parecería que nos vamos hacia una cierta contemplación mística o rapto extático, sin relación alguna con la condición terrestre e históri­ ca del hombre. J. Moingt tiene razón cuando apoya una respuesta que proceda de «la globalidad de su manifestación». Es decir, más que privilegiar unos cuantos textos donde aparezca Cristo como «imagen de Dios», acudir a aquello a lo que la expresión remite: a «la totalidad de su persona y de su misión histórica». Vistas así las cosas, Cristo es la imagen de Dios o la parábola de Dios (E. Schweizer) que nos da a conocer la ver­ dadera representación de Dios, no tanto por su carácter innato impreso en el ser, cuanto por su tarea histórica: «Cristo es la perfecta imagen de Dios porque él ha realizado la libertad humana en sí mismo con un total sí a Dios y a los demás, empujado hasta el total desposeimiento de sí». Tuvo el poder de hacerlo porque llevaba en sí la Palabra de vida, el Verbo creador que es el sí de Dios a su creación. No pudo hacerlo efectivamente sino porque tomó existencia en la historia común de los hombres. Por esta razón es imagen más bien que icono: no puro surgi­ miento del Eterno en el tiempo, que haría volver el mundo a su nada, sino «obra» (Jn 14,10) de remodelación de una herencia histórica que hace de la humanidad de Cristo la verdadera revelación de la divinidad de Dios en la imagen visible en él, de la «humanidad de Dios», según la expresión de K. Barth, que no será sospechosa de «idolatría»14. El Evangelio concuerda con esta interpretación. Es a través del tes­ timonio de Jesús, de sus palabras y obras, de su contacto con los dis­ cípulos, los enfermos, los amigos y enemigos, como Jesús nos revela el secreto de Dios: cómo perdona y ama; cómo está con nosotros en las duras y en las maduras, hasta el final de los tiempos. De esta manera hay que entender el joánico «el que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9): no como una identificación con el Padre ni como una irradiación que lo hace visible en su carne (al revés, niega a los hombres la seguridad 14. Ibid, 162.

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c|Lie querrían darse de tener a Dios ante los ojos) y que, sin embargo, remite a su visión natural y cotidiana, al ver que hace y dice las cosas ile Dios con el poder del Espíritu, que conocerán a Dios, es decir, el vinculo invisible que une indisolublemente a Jesús con Dios15. 6. Dos imágenes en una Pertenece, por tanto, a la imagen crística el remodelado o la restaura­ ción de la imagen de Dios que está en el hombre. Cristo asume nues­ tra propia imagen para devolverla en sí mismo a la semejanza del ori­ ginal divino. El deja así el sello que nos marca con la imagen que nos destina a llevar la semejanza del Hijo de Dios. Esto es lo que dice Pablo viendo la historia como un proceso desde el primer Adán hasta el segundo, y la gloria de Dios reflejada en Cristo, imagen de Dios (2 Cor 4,3-6). Al final estamos ante una sola y misma imagen, pero bipolar, que es la historia solidaria de los hombres y de Cristo. En este horizonte del inundo, de la tarea histórica por realizar la libertad humana, la solida­ ridad entre los hombres, de cuidado de «caminar bajo la mirada de Dios», es donde nosotros con Cristo hacemos visible la verdad de ser imágenes de Dios. No se nos han dado otras imágenes de Dios. Tenemos dos imáge­ nes de Dios, hechas por él mismo, colocadas en la creación como reve­ lación y conocimiento de su divinidad: el ser humano, creado a su ima­ gen y semejanza, y el hombre Jesucristo, su Hijo. No hay más verdad de Dios que en referencia a estos dos imágenes, que están referidas una a otra. Ambas se apoyan y reinterpretan, siendo la vida de Cristo, en la totalidad de su persona y misión, la clave interpretativa y decisiva de la verdad de las representaciones de Dios. Y captemos la insistencia, siguiendo a Moingt, de que es la imagen -entendamos: la realidad his­ tórica, camal, de Cristo y los hombres-, más que la irradiación lumi­ nosa del icono, la que nos proporciona la verdad o el acceso más segu­ ro al conocimiento de Dios.

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7. Reivindicación del discurso débil, o volver al fundamento Si vamos uniendo los diversos hilos manejados en este capítulo y los entrelazamos, obtenemos un tapiz de este cariz: el gran descubrimien­ to de la distancia respetuosa, teología negativa, de todo hablar humano sobre el Absoluto o Misterio de Dios, que cuaja, en nuestra tradición occidental, en la analogía como teoría del conocimiento, se ha perdi­ do en la cosificación escolástica. El clima del pensamiento postmoder­ no actual ha acentuado, generalizado y puesto de relieve las reservas que toda la evolución de la crítica del pensamiento ya iba alcanzando. El pensamiento tiene que ser muy cuidadoso en sus afirmaciones sobre la realidad y sobre sus mismas posibilidades. Este nuevo socratismo, que sabe que sabe poco y que podemos saber poco, nos conduce hacia una suerte de «teología negativa» generalizada, o incertidumbre incor­ porada al conocimiento. Este clima filosófico y cultural de incertidumbre, típico de nuestro tiempo, incide sobre el discurso religioso acentuando sus elementos más próximos a la teología negativa o «agnosia», con denominaciones del tiempo y la moda, llámese discurso kenótico, débil, etc. sobre Dios. La aportación positiva es un reforzamiento de algo ya sabido desde siempre en las tradiciones religiosas, y concretamente en la teología cristiana, pero siempre amenazado por la pretensión arrogante del saber y la tentación de la fe de conocer cara a cara. La sorpresa positiva surge al confrontar este clima cultural del pen­ samiento actual con la mejor tradición teológica cristiana. Descubri­ mos un paralelismo sorprendente: las reglas gramaticales que encontra­ mos en la tradición bíblica y evangélica con respecto a la representación y conocimiento de Dios apuntan hacia una manifestación débil y en lo débil. Es la encamación de Dios, desde el primer dinamismo amoroso comunicativo de la Creación y que prosigue con la Encarnación, el «hacerse prójimo» con el caído (Le 10,36) y la identificación con los «pequeños» que tienen hambre o están en la cárcel (Mt 25,35s), hasta la Cruz de Jesucristo. El proceso señala un vaciamiento y desposesión como modo de revelación o comunicación del Misterio de Dios. Un proceso que hace del ser humano mismo y de Jesucristo las imágenes que representan y revelan a Dios mismo. Una representación que rehu­ ye las representaciones del poder y que se vincula no sólo a un discur­ so débil, parabólico, de sugerencia y evocación simbólica, sino que transita por imágenes de lo débil según la carne y la historia mundanas. Por otra parte, la situación social y cultural de nuestro tiempo, que no necesita de la hipótesis Dios, nos devuelve a la relevancia e impor-

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lancia de pensar a fondo la posibilidad de la nada o la desfundamentación de lo existente. Por este camino, que confronta al hombre con la cuestión del fin de todo cuestionamiento, con la presencia de la finitud y la muerte, del sinsentido frente al mal y la injusticia, surgen de nuevo innumerables preguntas. Se vuelve a descubrir que la cuestión del mundo, de la realidad pensada a fondo, se relaciona con la cuestión de Dios, y que la cuestión de Dios es también la pregunta sobre la raíz de la realidad. Quizá por este camino aparece, incluso en el revés de la Irama de este mundo destrozado por el sufrimiento de los inocentes, el anhelo (M. Horkheimer) de plenitud de sentido, la esperanza de que no se vea frustrada una bondad y justicia perfectas.

8 La subjetivización ingenua Sin duda, la más vieja tentación del hombre religioso no pasa por la cabeza, sino por el corazón. Desde el primer atisbo humano de estar ante lo sagrado de la realidad, con su doble sensación de miedo y de fascinación, le recorrió seguramente al hombre el estremecimiento de lo sobrepoderoso de la realidad, el movimiento a la adoración y el deseo de la posesión. Esta tentación perdura hasta hoy. Actualmente nos encontramos en un momento de credulidad en el que se dan cita la indiferencia y el reencantamiento del mundo. Frente a los excesos de la lógica funcionalista que atraviesa las prácticas sociales dominantes del mercado y la tecno-ciencia, creando indiferencia y ateísmo práctico, aparece una religiosidad que busca la experiencia de lo sagrado, del Misterio, por los caminos de la afectividad. No importa tanto el conocimiento del Misterio cuanto el calor del corazón. Asistimos a una revitalización religiosa que, sin embargo, corre el riesgo de olvidar la vigilancia de la reflexión. Se recupera una espontaneidad y hasta ingenuidad en la bús­ queda religiosa, pero se incurre con frecuencia en no respetar la debi­ da distancia simbólica. Es decir, no se es consciente ni se subraya sufi­ cientemente la absoluta trascendencia de ese Misterio de Dios al mismo tiempo que se establece con él una relación personal. Se tergi­ versa u olvida, por desconocimiento, ingenuidad o subjetivismo psicologizante, lo que realmente es el símbolo y, con ello, la verdadera rela­ ción religiosa. Estamos ante un olvido y tergiversación del símbolo por descontrol imaginario y carencia de mediación crítica racional.1 1. Tiempo de incertidumbre Vamos a contextualizar esta nueva religiosidad que recorre nuestro mundo para caer mejor en la cuenta de las raíces y el alcance de este subjetivismo ingenuo y psicologizante y su impacto sobre la imagina­ ción y el símbolo.

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Asistimos en esta modernidad tardía a una reacción afectiva que recorre muchos ámbitos culturales y que se refleja claramente en las relaciones interpersonales y en un cierto tono religioso en auge. Una afirmación y revaloración de los feelings para una época dominada por los usos funcionales e instrumentales. Al fondo se dibuja la figura de una sociedad del riesgo y una cultura de la incertidumbre. /./. La incertidumbre epistemológica La mayor aportación del conocimiento del siglo xx, para bastantes estudiosos1, consiste en haber captado los límites del conocimiento. Se va alcanzando así la paradójica certidumbre de la imposibilidad de evi­ tar ciertas incertidumbres. Efectuando un juego de palabras debido al poeta Salah Stétié: «El único punto casi cierto en el naufragio (de las antiguas certezas absolutas) es el punto de interrogación». La incertidumbre cognitiva o epistemológica es el resultado de un largo proceso del pensamiento moderno por encontrar una fundamentación o principio inconcuso que pudiera sustentar un edificio teórico transparente y seguro. La denominada por R. Bernstein12«ansiedad car­ tesiana», más ampliamente calificada por R. Rorty como «tradición cartesiano-lockiano-kantiana», toca a su fin: la búsqueda de la fundamentación, de la piedra angular sobre la cual establecer el conoci­ miento objetivo y seguro, cierto, se muestra imposible de levar a cabo. No hay tal cimiento último o piedra angular sobre la que elevar edifi­ cios teóricos con verdades absolutamente ciertas. Llámese «trilema de Münchhausen» o de cualquier otra manera, siempre desembocamos en el descubrimiento de que toda pretendida fundamentación última es falsa, por detenerse o tomar arbitrariamente como definitivo lo siempre penúltimo. La historia del pensamiento moderno es la historia de las sucesivas desfundamentaciones y del descubrimiento de los condicio­ nantes del propio sujeto del conocimiento (Kant), de la realidad social en que se inscribe el sujeto y objeto (Marx), del situacionismo y perspectivismo de nuestro conocimiento (Nietzsche), de los oscuros condi­ cionantes de lo otro de la razón (Freud) y del mismo lenguaje que uti­ 1. 2.

Cf. E. M orin, La mente bien ordenada, Seix-Barral, Barcelona 2000, 71 s.; D. Antiseri, Teoría delta Razionalitá e Ragioni delta Fede (Lettera filosófica con risposta teologico-filosofíca del card. Camillo Ruini), San Paolo, Milano 1994. Cf. R.J. Bernstein, Beyond Objetivism and Relativism: Science, Hermeneutic and Praxis, Blackwell, Oxford 1983, 16s.

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lizamos (Wittgenstein). La filosofía de la ciencia, desde Ch.S. Peirce hasta K. Popper, nos dice que no podemos estar absolutamente se­ guros de nada. Siempre nos movemos en un conocimiento falible y conjetural. El resultado de este proceso histórico del conocimiento, que llega­ do a la cercanía de nuestros días se difracta en teoría de la ciencia, her­ menéutica, pensamiento crítico, práctico, o en tendencias como la de la postmodemidad, es que debemos aprender a navegar en el océano de la incertidumbre, aunque descubramos archipiélagos de certezas. 1.2. La incertidumbre cultural La novedad de la cultura en que vivimos es que, en justa correspon­ dencia con la incertidumbre del conocimiento y de una conciencia cre­ ciente del pluralismo cultural, veamos nuestra cultura como un peque­ ño «nicho cultural». Quedan así relativizadas nuestras visiones del mundo y nuestras creencias y comportamientos. Son unas posibles entre otras muchas. El hombre de nuestros días, ya desde la adolescencia, tiene esta conciencia auto-reflexiva sobre su propia cultura y tradición que le conduce hacia un relativismo vivido con más o menos zozobra. Una auto-reflexión que destradicional iza (A. Giddens) la atmósfera cultural en la que vive y es socializado y educado. Las consecuencias pueden discurrir por dos grandes carriles. Pueden conducir a la denominada mentalidad o talante postmoderno, que vive «sin nostalgias» (J.F. Lyotard3) en este relativismo cultural, sin añorar la pérdida de las gran­ des cosmovisiones o explicaciones sobre el sentido de la realidad y el mundo. Tiene clara conciencia de que las grandes visiones, metarrelatos o ideologías son sólo meras narraciones sociales que tienen la fun­ ción social de unir y hasta unificar nuestro comportamiento y sentir, en aras de un proyecto de mayor o menor domesticación social. De ahí la peligrosidad de esta crianza o doma humana (Sloterdijk4), que puede terminar en un totalitarismo bárbaro al servicio de los señores del poder. El relativismo cultural produce también nerviosismo e inquietud psíquica y la búsqueda compulsiva de certezas y seguridades. La vi— 3. 4.

Cf. J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1984. Cf. P. Sloterdijk, En el mismo barco. Ensayo sobre la hiperpolítica, Siruela, Madrid 20002, 56s.

[

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vencía de la incertidumbre no siempre se toma como ocasión nietzscheana de una mayor libertad y creatividad. El mismo Nietzsche ya supo que la mayoría de los seres humanos no imitan a Zaratustra bai­ lando gozoso al borde del abismo, sino al rebaño producido por los charlatanes vendedores de abalorios y colores del mercado, diríamos hoy. De ahí que se comprenda la búsqueda de certidumbre que recorre nuestra situación cultural actual y que explica el tono fundamentalista de la época. Vivimos tiempos de búsqueda de certezas, de saberes y doctrinas seguras. Muchos se aferran a las autoridades de turno, las interpreta­ ciones literales de los textos «sagrados» y las estrategias de asegura­ miento mediante los cinturones protectores de sus «verdades». O tra­ tan de echar raíces en lo ya conocido y cercano de la propia tradición, la propia tierra, las propias convicciones. Tiempos de precariedad y miedo a dialogar con la incertidumbre. 1.3. La incertidumbre social El descubrimiento del hombre de esta modernidad tardía es que la sociedad, este mundo construido socialmente por el ser humano como su habitat, se ha vuelto peligroso. La sociedad, tomada como casa pro­ tectora, ha sido el refugio del hombre frente a las amenazas o peligros que generalmente le venían de fuera. Pero, crecientemente, el ser humano ha descubierto con sorpresa que su propio mundo incuba el peligro generalizado. Es tan notoria ya esta característica de la sociedad que no se preci­ sa hacer referencia a investigador alguno. Es ya de dominio público que la salud, la alimentación, la ciencia, por no citar la globalización o el mercado, se han vuelto peligrosos. Es como tener al enemigo dentro de la propia casa. Y así es. Podemos visualizarlo y hasta palparlo en nuestros días a través de la llamada «crisis de las vacas locas», de la amenaza de los alimentos transgénicos, las transfusiones u operaciones que terminan inoculándonos una enfermedad no buscada y a la que son inmunes los fármacos conocidos, por no citar los ya innegables cam­ bios climáticos, la polución que crea agujeros de ozono y sus consi­ guientes cánceres de piel, etc. Cuando de los casos concretos nos elevamos hacia los dinamismos que ha puesto en marcha la modernidad misma, es decir, la tecno-ciencia, la tecno-economía, la industrialización, la burocracia, el militaris­ mo, etc., caemos en la cuenta de la ambigüedad radical en que vivimos.

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La misma sociedad o mundo del hombre es lo peligroso e inseguro. LJ. Beck5 ha denominado a esta situación de peligro o amenaza generali­ zada «riesgo». Vivimos, por tanto, en una sociedad del riesgo. La sociedad del riesgo produce miedo. Crea una actitud desconfia­ da e insegura, de incertidumbre. Se comprende que no sean momentos socio-culturales en los que se arriesgue; al contrario, predomina el tono retraído y huidizo, como de quien quiere proteger lo que tiene y no per­ derlo. Tiempos que algunos han calificado de «sapienciales», en con­ traste con los denominados tiempos «proféticos». La modernidad, con sus expectativas de progreso, era una sociedad de tono profético: críti­ ca con respecto al pasado y con una mirada esperanzada hacia el futu­ ro. La actitud actual tiene los ojos desconfiados de quien no cree ya que vengan mejores tiempos. Incluso teme lo peor. Se vuelve recelosa y adopta una actitud, entre resignada y «realista», de adaptación a lo que hay. Un pragmatismo pequeño y chato que es la mejor defensa del status quo. La sociedad de la incertidumbre y el riesgo genera una fuerte con­ ciencia de la contingencia. Se sabe que no se posee el control de las finanzas, ni de la economía, ni de la ciencia, ni... Se tiene la percepción clara de la limitación, la finitud, la indisponibilidad e incontrolabilidad. El ser humano de este inicio de milenio piensa que el mundo que construye se le va de las manos, se le autonomiza y descontrola. Ya no cree en sueños decimonónicos de una sociedad perfectamente racional y humana. En esta tesitura, y cuando fallan las medidas humanas, no es extra­ ño que asistamos al crecimiento, sorprendente para los espíritus ilus­ trados, de la vuelta hacia el destino, el enigma y el Misterio. Si no podemos controlar nuestras obras, echemos mano de la magia, la for­ tuna, la superstición o la religión. Tiempos propicios para el irracio­ nalismo y para que arraigue de nuevo una religiosidad protectora y aseguradora. 1.4. La incertidumbre histórica La postmodemidad se despedía de los grandes relatos; el pensamiento sabe que la limitación de las facultades humanas no da como para esperar la obtención de principios que rijan la marcha de la historia. La 5.

Cf. U. B eck , La sociedad del riesgo, Paidós, Barcelona 1998; Id ., La invención de lo político. Para una teoría de la modernización reflexiva, F ce , MéxicoBuenos Aires-Madrid 1999.

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historia es un barco a la deriva o, en el mejor de los casos, un barco sin nimbo cuyo timón manejan relativamente los humanos. Hay siempre lo sabemos ya desde que lo advirtiera Max Weber- consecuencias no queridas ni perseguidas que posteriormente afloran. Parece la dialécti­ ca paulina de querer o perseguir lo mejor y causar males no pretendi­ dos. Algo inevitable: el ser humano, con su acción, su conocimiento, sus descubrimientos, introduce elementos que disparan consecuencias perversas no deseadas ni conocidas. Tenemos que aceptar que la complejidad de nuestro mundo, de la realidad, es tal que no controlamos más que una ínfima parte de las consecuencias posibles. Sobre todo cuando nos movemos en el ingen­ ie espacio social y de la marcha de la historia. Esta pérdida de con­ fianza en la planificación o en un supuesto diseño de ingeniería social de cara al futuro, nos deja frente a una historia abierta. El ser humano tiene que ser cauteloso y responsable frente a su futuro. Ya que no existe ninguna clave de la Historia, ni podemos fiar­ nos de nuestro conocimiento como técnicos de diseño social, surge la necesidad de estar atentos a las posibilidades y probabilidades de nues­ tras acciones. H. Joñas6 ha denominado «principio responsabilidad» esta actitud ética de responsabilidad de cara al futuro y a las genera­ ciones venideras. El tiempo entra en la ética, y si no podemos desem­ barazamos de una «ética de la responsabilidad» con respecto a las con­ secuencias de nuestras acciones, mucho menos podremos hacerlo de las repercusiones de estas acciones con respecto al futuro de la huma­ nidad. La época histórica de la incertidumbre histórica es el tiempo de la libertad y la responsabilidad. 2. Estrategias del tiempo de la incertidumbre Ya hemos señalado que los tiempos de incertidumbre producen des­ confianza en la razón y hasta un tono vital desvaído y retraído. Atendamos a las estrategias que, como reacción, surgen en este momento y que tienen consecuencias para nuestras consideraciones sobre el imaginario y el símbolo. Las resumiremos en tres actitudes y estrategias.

6.

Cf. H. J oñas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civi­ lización tecnológica, Herder, Barcelona 1995.

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2.1. La estrategia del sentimiento Cuando fallan las argumentaciones y las pretensiones de fundamentación, debemos abandonar ese camino y apelar al sentimiento. Ésta parece ser la alternativa que se esgrime hoy desde la intelectualidad hasta las masas. Richard Rorty7polemiza con J. Habermas y le critica una pretensión de universalismo que, según él, sólo enmascara los inte­ reses y las «razones» de la cultura y la sociedad moderna occidental. Es preferible aceptarlo y asumir el inevitable etnocentrismo de nues­ tros planteamientos presuntamente racionales. Mejor que estrellarse en un fundacionismo argumentativo, es preferible tomar la vía del senti­ miento y apelar, mediante la narración y la llamada al corazón, a los mejores impulsos de la generosidad y la solidaridad. Obtendremos mayores frutos que mediante la pretendida argumentación. La modernidad tardía, que ha secularizado la razón moderna ilus­ trada y sus pretensiones de dirigir y explicarlo todo racional y lógicoempíricamente, se vuelve así hacia la dimensión afectiva del ser huma­ no. Si no podemos comprender con la cabeza, hagámoslo con el cora­ zón. Si no podemos dar razones raciocinantes, demos razones del cora­ zón. Si no podemos mover con la argumentación, sí podemos conmo­ ver con el sentimiento y, de ese modo, remover la realidad. Una cierta exaltación de los sentimientos sustituye a la anterior entronización de la razón. La conmoción, el sentir y con-sentir, se pro­ pone como una vía de humanización y cambio social allí donde la pre­ tendida razón argumentadora y universal parece que naufragó y sólo produjo la defensa de intereses particulares y nacionales. El peligro está en que sea más importante el rostro iluminado y el gesto afectivo que lo que comunica; que la seducción se imponga al sentido. Naturalmente que asistimos a una crítica frente a una religio­ sidad intelectualizada, apta sólo para minorías iniciadas. El cristianis­ mo progresista postconciliar puede encontrar en este clima motivos para la reflexión y la autocrítica. El lazo afectivo y el calor comunita­ rio son muy importantes. La religiosidad de este momento es propicia para los grupos fusió­ nales y las propuestas seductoras; para las experiencias oceánicas de lo sagrado, donde lo divino pierde los contornos y nos sumerge en un abrazo que lo reconcilia todo consigo mismo. Lo sagrado cósmico, terrenal, psíquico..., que llega a confundirse con la Vida, Gaia y el 7.

Cf. J. N iznik - J. Sanders (eds), Debate sobre la situación de la filosofía. Habermas, Rorty y Kolakowski, Cátedra, Madrid 2000, 42s.

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lodo, tiene la ventaja de una sacralidad quizá primitiva, originaria, donde revive el ritmo del día y la noche, la vida ancestral misma, pero no es cristiano. Lo cristiano discrimina más: acentúa lo sagrado huma­ no, el rostro herido y retorcido por el dolor de la injusticia y de las conh adicciones históricas y sociales. La religión bíblica no deja lugar para mitificar las contradicciones. La religiosidad cristiana es emancipatoria y anti-sacral desde este punto de vista. La mística que brota de Jesús ilc Nazaret es de los «ojos abiertos» (J.B. Metz), no pasa con los ojos entornados por los «rincones oscuros» de nuestra sociedad; mira la rea­ lidad y el sufrimiento de frente, tratando de percibir dónde están sus raíces para extirparlas. 2.2. La estrategia mito-interiorista La conciencia de la finitud y limitación, el redescubrimiento de la con­ tingencia en la sociedad del riesgo, produce la inclinación hacia lo suprahumano. Si el hombre palpa la indisponibilidad de la realidad, ésta se siente a merced de fuerzas gobernadas, no por la razón, sino por el Destino o la diosa Fortuna. De nuevo nace la tendencia a negociar con dichas fuerzas anónimas y desconocidas. La magia hace su irrupción. No es extraño que haya un resurgir de brujos y echadores de car­ tas, un ejército de médiums espirituales que tratan de controlar lo ingo­ bernable y someter a la voluntad del usuario la marcha del presente y del futuro. En tiempos de desconfianza acerca de la razón, se apela al misterio y al enigma para manipular lo incontrolable. Una vieja receta que irrumpe de nuevo, mostrando las querencias atávicas del ser huma­ no. Hay más «brujos» actualmente en París o en Madrid que sacerdo­ tes y religiosos/as. Una variante de lo anterior camina por la vuelta hacia las espiri­ tualidades interioristas y que tratan de cambiar, no ya la realidad exter­ na (profetismo), sino la interna (mística). Cuando falla la revolución exterior, algunos avanzan hacia la interior. Ya que no se puede gober­ nar la sociedad, cambiemos nuestro interior. Esta receta, que tiene sabor oriental, encuentra su caldo de cultivo en estos momentos de impotencia ante la realidad que vivimos. El «mundo desbocado» indu­ ce al control espiritual, como la incapacidad político-social estimula los cambios del corazón. La denominada religiosidad o espiritualidad difusa, tipo «New Age» o nebulosa neo-mística o neo-esotérica, avanza bajo estos vien­ tos de incertidumbre. Este neo-gnosticismo quiere cambiar más la

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mente y el corazón, el interior del hombre, que el contexto del mundo del hombre. Más que una espiritualidad encarnada en la realidad social, es evasiva de ella. Responde a la indisponibilidad del mundo con el cambio del corazón. Siempre queda planeando que el «suspiro interior de la criatura oprimida» suponga un real extrañamiento de este mundo y con ello produzca una rebelión interior que resulta una ver­ dadera revolución contra el sistema. El hacer el vacío al sistema podría venir por esta huida interior que se aliena con respecto al sistema. Alcanzaríamos por esta vía una estrategia revolucionaria para tiempos de no enfrentamiento directo ni frontal frente a él. Se socava el siste­ ma haciéndole el vacío. Pero muy bien puede suceder que se comple­ mente una integración en el sistema neoliberal y la sociedad del riesgo con un equilibrador espiritual de esta nueva religiosidad. Vivimos momentos de consciencia de la «herida» que recorre la realidad y al ser humano. Somos seres escindidos. De ahí que brote una y otra vez la necesidad de la reconciliación. Pero el peligro actual es el de la rápida sutura de la herida. Un recurso al polimitismo, que cree superar la ruptura de este mundo mediante el velo de visiones que, por más ancestrales y poderosas que sean, nos dejan en la mera ilusión. La unidad mítica, la gran salud y la reconciliación cumplidas exigen el afrontamiento sin escapatoria. El mito que oculta el mal y el sufrimien­ to sutura en falso, es una estrategia de evasión y de irresponsabilidad. Y la tonalidad pseudo-budista u oriental de nuestro momento, que haciéndose eco de algunas melodías postmodernas, foucaultianas, que borran en la playa de la vida las huellas del sujeto, de un yo personal responsable, es perfectamente comprensible en un tiempo de cansan­ cio y de desfallecimiento ideológico y utópico, pero casa muy mal con la situación de necesidad e interpelación de un mundo donde las heri­ das de la pobreza, la desigualdad y el hambre supuran de verdad y cau­ san millones de muertos. De nuevo tenemos que repetir que la fe cristiana se aviene mal con la sutura en falso y con la estrategia de la anulación de la responsabi­ lidad. Acepta la herida; no la disimula. Se deja interpelar hasta la pues­ ta en cuestión del sentido de un Dios Amor por el mal del mundo, pero responde sin ensoñaciones a este tremendo desafío. Hay que restañar la herida y poner manos a la obra. La sanación consiste en cargar con este mal del mundo; creer en Dios significa apostar por el sentido y la compasión efectivas, sostenidos por su presencia que obra en y por nosotros, no al margen de nosotros ni de las leyes de la realidad ni milagreramente. Creer, para un cristiano, significa responsabilizarse del mundo y de los otros.

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2.3. La experiencia «directa» del Misterio Asistimos actualmente a valiosos intentos de repensar la religión desde los profundos cambios culturales que nos cercan8. No vale la repeti­ ción. Nos hallamos ante una reconfiguración nueva de lo socio-cultu­ ral y, con ello, de la religión. La respuesta tiene que ser drástica, pro­ funda y radical. Se es consciente de que no basta únicamente con cambiar de para­ digma. Aunque una actualización de la fe cristiana es una necesidad para poder presentarse en público y no herir la sensibilidad racional de los hombres de nuestro tiempo, sin embargo, si no logramos superar el enclaustramiento doctrinal, estaremos -se dice- dentro del mundo de las verdades reveladas y creencias. Ya no valen más críticas ni críticas de las críticas. La renovación auténtica del cristianismo tiene que venir por medio de la experiencia. Pero no una experiencia religiosa como conocimiento interesado, sino como «conocimiento no interesado o silencioso». Es la relación directa con el Misterio lo que está en juego. No se trata de verbalizarlo mejor, sino de experimentarlo sin media­ ciones racionales que sigan haciendo de la fe una creencia. De ahí que la renovación religiosa que se avista avanza por el camino de una reli­ giosidad realmente experiencial: «no representacional, no dual, cono­ cimiento silencioso». Es la mistagogía, y no la conceptualización modernizada ni la experiencia a medias, quien tiene la palabra. Hay que pasar de la «religión de creencias» al «conocimiento silencioso». En el fondo, algunas propuestas suenan por momentos a supera­ ción de toda formulación doctrinal y de un embocar directamente el espíritu hacia la experiencia del Misterio. Se habla de un tipo de cono­ cimiento donde conocimiento y realidad coinciden, como sujeto y objeto; donde no hay representaciones ni mediaciones. Es un conoci­ miento no dual, silencioso9. Pero ¿existe tal experiencia directa del Misterio sin mediación? Las reticencias que se muestran frente a lo doctrinal y conceptual parecerían apuntar a una religiosidad de la pura experiencia y de la superación de las mediaciones. Las propuestas son muy honestas y muy atractivas, sólo que quizá no sirvan para los seres humanos. Tras la puesta en cuestión de una religiosidad de la experiencia con visos de inmediatez, conocimiento silencioso, está toda la reflexión 8.

9.

Cf. A. Robles Robles, Repensar la religión: de la creencia al conocimiento, Euna, San José de Costa Rica 2001, 23s.; al fondo, Mariano C orbí, El camino interior, El Bronce, Barcelona 2001. Ibid., 26-27.

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filosófica sobre el conocimiento humano. Conocemos (y experienciamos) de forma situada. Desde un aquí y ahora. Estamos inevitable­ mente cargados con los «prejuicios» de nuestro tiempo y situación, como nos recordará G. Gadamer10. Nada más dar el primer paso verbal o conceptual, ya hablamos y pensamos de forma bien determinada, social y culturalmente. No hay páginas en blanco. Estamos determina­ dos no sólo por nuestros «genes», sino también por la socialización, que se inicia ya en el seno materno y nos posibilita el acceso a nuestro mundo y a las tradiciones en que nos encontramos. Lo mismo sucede con la experiencia de Dios: si queremos dar cuenta de ella, incluso reconocerla, tendremos que hacer uso del len­ guaje y del pensamiento, y en ese mismo instante ya nos hemos situa­ do en medio de un lenguaje, de un revestimiento cultural, social, his­ tórico. No hay forma de escapar a la mediación. Unicamente el silen­ cio que renuncia incluso a pensar sería la salida. Pero entonces ya no sabríamos si tenemos experiencia del Misterio de Dios o de cualquier nebulosa. Estaríamos en la indiferenciación y la oscuridad total. El «conocimiento silencioso» vale quizá como metáfora para sugerir el avanzar hacia una experiencia religiosa mucho menos verbal, concep­ tual, de «creencias», pero no puede ser un límite alcanzable, como a menudo se presenta, porque sería, sencillamente, un imposible para los seres humanos. Ahí ya no hay representación conceptual ni símbolo ni nada. En el silencio del conocimiento no hay nada; sólo silencio indi­ ferenciado y oscuridad vacía. Nos parece que la intención a la que apuntan estas propuestas reli­ giosas caminan por una radicalización de la «teología negativa» y la primacía de un cierto «inmediatismo» intuitivo, simbólico, «místico», pero no pueden eliminar o superar totalmente la mediación ni la «creencia». 3. La «teología negativa» de la edad de la incertidumbre La incertidumbre cognoscitiva alimenta actitudes en las que el sentir prevalece sobre el pensar, y el callar y experimentar sobre el explicar. Hay una suerte de afasia o silencio conceptual cuando el intelecto es puesto en cuestión.

10. Cf. C arsten D utt (ed.), En conversación con H.G. Gadamer, Tecnos, Madrid 1998, 33s.

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Si falla el discurso sobre Dios, se subraya el sentir y hasta el silen­ cio reverente. De ahí que en este momento no sólo crezca el agnosti­ cismo de los que son conscientes que saben que no saben, que saben poco, para optar o decidirse a la creencia. En este momento de ateísmo de impotencia y de indiferencia práctica, crece el silencio acerca del Misterio, si no reverencial, sí al menos cultural, porque hay como una debilidad mental atmosférica para luchar contra el límite, y mucho más para atreverse a saltar por encima de él. Esta tonalidad de época incierta y miedosa practica el respeto sobre el Misterio hasta callar totalmente. Este es el peligro actual: que la teo­ logía negativa encubra una desgana e impotencia existencial para enfrentarse al Misterio de Dios, y todo quede en respetuosa y amilana­ da comodidad de no pensar, no abordar, no hablar. Una cobardía men­ tal y vital, un silencio cómodo que adopta formas de educado silencio o presunta «teología negativa». Aquí habría que aceptar la máxima de Th.W. Adorno, también vieja máxima teológica: no se puede callar ante el límite, sino después de la pugna contra él; no se puede caer de rodillas ante el Misterio de Dios sino después de haberlo reconocido e intentado penetrar lo más posible en su Misterio. Adorar antes de tiem­ po es una irreverencia pusilánime. El silencio en estos casos es un silencio culpable, como corre el riesgo de serlo la actual confesión generalizada de agnosia. Más común es buscar seguridades mediante los apoyos de la reve­ lación y la autoridad institucional. Estamos ante las corrientes fundamentalistas, una característica de nuestro tiempo. La estrategia para este tipo de actitud mental y cordial es asegurar la relación con el Misterio y su delimitación dentro de los parámetros seguros de una interpretación literalista de un libro revelado, de una tradición, de una comunidad, de un magisterio o autoridad que me defiendan de la zozo­ bra socio-cultural y aun interior. De ahí que el fundamentalista suela ser también objetivista: se apega a una determinada concepción, inter­ pretación, del Misterio rígida, dogmática. En el fondo, quisiera poseer y asegurar el Misterio que dice respetar y adorar. El centro bascula no tanto sobre el Misterio cuanto sobre él mismo.4 4. La tentación de domesticar el símbolo Se comprenderá ya que, si hemos acertado en el diagnóstico de la época, comprendamos la tentación simbólica que la rodea: hacer del símbolo un elemento al servicio de la afectividad y alejado del pen-

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samiento; no respetar la radical apertura y, por tanto, la resistencia a la objetivación y el carácter indirecto y mediato de toda relación simbólica. Sabemos que la imaginación puede ser sometida a la tiranía del corazón y la afectividad. Todos los pietismos han pretendido manejar la imaginación a través del sentimiento o el corazón. El resultado ha sido un subjetivismo ingenuo: la creencia de que nuestra imaginación representa la realidad que no alcanza el pensamiento. Se pasa fácil­ mente a dar rienda suelta a la propia representación y a creer que exis­ te una adecuación directa entre lo imaginado y lo representado. Se comprende que este salto sin la red protectora de la crítica racional se pague con un psicologismo e inmediatismo religioso que no hace jus­ ticia a la trascendencia del Misterio de Dios. El privatismo11 e intimismo subjetivista realiza una verdadera obje­ tivación que encierra en unos límites presuntamente ya dados al Mis­ terio. Esta no apertura o definición subjetiva del Absoluto del Misterio de Dios es lo que afecta mortalmente al corazón del símbolo. Se hace de la representación, imagen, idea, noción o narración del Misterio una descripción que termina destruyendo el símbolo y el Misterio. En este proceso, el símbolo, más que devaluado, es tergiversado. No se respeta el carácter simbólico mismo que prohíbe hacer adecua­ ciones directas e inmediatas e identificar lo imaginado e invocado con la realidad misma. No se rechaza -entiéndase bien- la osadía de la pie­ dad religiosa de dirigirse a Dios, tener con él un trato cercano y tomar­ le como la otra parte de un posible encuentro interpersonal, sino el no mantener la distancia y hacer de él una realidad objetiva. Es la objetivación, que no respeta ni el carácter indirecto ni el inmediato, lo que destruye al símbolo; es el no tomar el encuentro mismo con Dios como símbolo, es decir, como no objetivable, siempre abierto, lo que no respeta la transcendencia del Misterio ni el carácter simbólico. Dios, también para la piedad, tiene que ser el cercanísimo en el encuentro sin dejar de ser el transcendente, lejano siempre en su íntima cercanía, inasible en el abrazo del encuentro. Las consecuencias de esta falta de vigilancia crítica sobre el uso de la imaginación, por una parte, y la caída en la objetivación piadosa, por otra, son nefastas para la misma religiosidad. El objetivismo ingenuo y el intimismo psicologizante conducen fácilmente a posiciones supers-1 11. Cf. I.U. Dalferth, «Was ist Gott bestimme Ich. Reden von Gott im Zeitalter der “Cafetería Religión”», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, Echter , Würzburg 1998, 58s.

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liciosas, en las que la cercanía de lo sagrado, el Misterio, aparece no sólo cosificado, manipulado en actitudes milagreras o mágicas, sino además amenazador, en medio de un reencantamiento del mundo incontrolado; el acriticismo y espontaneísmo de la piedad impulsa también hacia una mezcla de posesión y miedo de lo sagrado que fácil­ mente degenera en actitudes supersticiosas. 5. La «segunda ingenuidad», una tarea para nuestro cristianismo actual Los peligros que estamos apuntando no son ajenos a nuestra realidad religiosa. Las tendencias espirituales que hemos denominado «religio­ sidad difusa» o calificado de «neomísticas», «neoesotéricas», «neognósticas», etc., adolecen de una reivindicación de lo sagrado que muchas veces no es consciente de su cosificación ni guarda las debidas distancias frente al Misterio. Deseosas de tener contacto directo con el Misterio como primer objetivo, este experimentalismo piadoso, emocionalista, cae en la tentación de la apropiación. De ahí el carácter instrumentalista de una religiosidad con aplicaciones terapéuticas, psicologizantes, fuertemente centrada en el propio sujeto. Ese no descentramiento de tal religiosidad da que pensar en la actitud de dominio, de manipulación del Misterio, que impulsa y acecha a esta tendencia. Vistas desde el punto de vista del símbolo, estas tendencias espiri­ tuales suelen ser sensibles a las dimensiones estéticas, emocionales... Hay una recuperación del símbolo dentro de la nueva espiritualidad que, sin embargo, no respeta su inasibilidad e imposible apropiación subjetiva. Así mismo, la tonalidad fundamentalista de la época, con su ten­ dencia a la definición unívoca, de una vez por todas, muestra una bús­ queda de seguridad que no respeta la dimensión de trascendencia del Misterio. Se querría vivir en la certeza y seguridad de la posesión, esta vez merced a un libro, una revelación o una autoridad que certifiquen que el Misterio es así y no de otra manera. No se ha descubierto que el encuentro con Dios, el Absoluto, lo Sagrado, si bien pone en contacto con lo más firme de la realidad, con lo sobrepoderoso por excelencia, sin embargo, dado su carácter inaprehensible, supone siempre una reserva, una apertura del Misterio, que es vivido por el ser humano como riesgo. Seguridad y protección hay que vivirlas, al mismo tiem­ po, con el espíritu del riesgo y la inseguridad o, mejor, de la despose­ sión y el desasimiento, en la relación con Dios.

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Ya hemos indicado que el clima social y cultural actual es propicio para buscar en la relación con el Misterio el calor, el hogar y protec­ ción, la seguridad que no proporciona nuestra sociedad. Tiempo propi ció para la manipulación religiosa. Tiempo apto para los reduccionismos: se recela de los matices y se desean las afirmaciones claras y con­ tundentes; se sospecha de las distinciones y se buscan las doctrinas simples y nítidas. Mal clima para un estilo de pensamiento como el simbólico, poco dado al confort del pensamiento binario, de las distin­ ciones entre blanco y negro, de las identificaciones completas. Se ave­ cina por este camino una espiritualidad que A. Finkielkraut12ha deno­ minado tecnoespiritual, es decir, cada vez más sometida a la lógica funcional de la modernidad y cada vez más alejada del humanismo occidental crítico ilustrado. Se olvida el espíritu distanciado, de con­ tornos ondulados, interpretación plural y basculante por la combina­ ción de la más rigurosa ortodoxia con los más sofisticados ordenado­ res. Mientras tanto, el Misterio verdaderamente tal emigra hacia espí­ ritus en permanente búsqueda que no temen la indefinición, la incerti­ dumbre y la inquietud. Esta situación y estas tendencias religiosas contaminan nuestro cristianismo, como no podía ser menos. Vivimos en medio de la socie­ dad. Por esta razón, los peligros del objetivismo acechan a nuestra vivencia de la fe cristiana. Y esto en la doble versión de una objetivis­ mo subjetivista y un neotradicionalismo fundamentalista. No insistimos en la «sensibilidad fundamentalista o neotradicionalista» que recorre algunas latitudes de nuestra Iglesia y que amenaza con petrificar el tiempo y los símbolos en magnitudes objetivas, claras y seguras. Actualmente recorren nuestro tiempo unos movimientos denominados ya, en el argot de los medios de difusión eclesiales, «Nuevos Movimientos Eclesiales», considerados a menudo como la reforma religiosa católica después del concilio Vaticano n. Para unos constituyen la verdadera reforma religiosa y eclesial que impulsó el Concilio; para otros se trata, por el contrario, de su tergiversación. Para unos ofrecen una renovación comparable a la acontecida tras Trento y la Reforma; para otros, es una religiosidad reactiva y miedosa frente a la modernidad que nos toca vivir. Más allá de esta discusión sobre su verdadero significado como tales movimientos en el hoy eclesial y reli­ gioso, todos ellos conllevan un estilo o trato con lo religioso que supo-

12. Cf. A. F inkielkraut, La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo. Anagrama, Barcelona 2001, 29.

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ne inevitablemente un modo de abordar la dimensión simbólica de la religión. Desde este punto de vista de los símbolos, presentan una afinidad con las tendencias culturales postmodemas, que se caracterizan por la recuperación y revalorización de lo simbólico. Cultivan un esteticismo ceremonioso y celebrativo que recupera un cuidado del entorno litúr­ gico, desde el altar hasta el canto, desde la compostura hasta los geslos del celebrante, desde la participación activa -no sólo verbal, sino gestual y corporal- de los participantes hasta el clima propiciado por la sensación de estar ante el Misterio, pero que amenaza con un nuevo rubricismo. Las celebraciones tienen un toque festivo, participativo, hondo, estético y elegante. No hay duda que, frente a la mediocridad de la mayoría dominante, hay una aportación innegable. La sospecha frente a esta revitalización litúrgica y simbólica tiene que ver con su consideración acrítica de los símbolos, tomados en su vivencia expre­ siva y emocional espontánea, ingenua, que corre el peligro de la iden­ tificación y la ilusión de la autoposesión subjetiva. Se vuelven hacia una presunta espiritualidad que supera el racionalismo ideológico y seco, pero carecen de la distancia de la mediación, de la negativa a la identificación y de la inquietud de la no posesión. Y tampoco son aje­ nos estos grupos a la tendencia aseguradora neotradicional: el símbolo es interpretado de forma clara y simplificadora, con lo que se incurre en una versión más del objetivismo religioso fundamentalista. Una versión diferente de esta revitalización simbólica discurre por la denominada religiosidad popular. Asistimos también a un momento de auge de las manifestaciones de esta religiosidad por la vía de las procesiones, romerías, peregrinaciones, etc. No hay duda de que las cofradías y hermandades han experimentado un incremento de miem­ bros y, lo que es más importante, de atractivo: la Semana Santa cons­ tituye un punto álgido de esta religiosidad popular, así como determi­ nadas peregrinaciones o romerías en los diversos pueblos y regiones. No basta el factor turístico ni de espectáculo para explicar este fenómeno. Ni quizá baste tampoco la mera reacción cultural, aunque sin duda está ahí muy presente, de una complementariedad ante una sociedad plana y vaciada de elementos de sentido profundo. Hay tam­ bién, nos parece, una queja ante las insuficiencias de la religión insti­ tucional -tradicional o progresista- y su vaciamiento simbólico. La religiosidad de mucha gente13 se alimenta y abreva en esta religiosidad 13. Cf. L. M aldonado, «La religiosidad popular en la actualidad y en el futuro pró­ ximo de la vida española»: Sociedad y Utopía 8 (1996), 151-167. Entre un 54 y

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esporádica, emocional, incluso epidérmica y supersticiosa, que mezcla lo festivo, lo ritual, lo tradicional, lo natural, lo pagano-cristiano... en una simbiosis nada fácil de manejar o de «cristianizar» por la Insti­ tución religiosa. Pero se da ahí un indudable potencial religioso que utiliza fuertemente la mediación simbólica de las imágenes, la noche, la luz, la música, el vestido, la peregrinación, el entorno natural de una ermita o paraje, etc. La religiosidad popular está saturada de simbolis­ mo; habla a la cabeza y al corazón a través del símbolo. Y lo hace, a todas luces, con potencia suficiente como para agarrar a la totalidad de muchas personas. Desde este punto de vista, es mucho más primaria y mucho menos logocéntrica que la religiosidad institucional en cuales­ quiera de sus formas tradicionales o críticas; y es también más «holista», más integradora de las dimensiones corporal y espiritual, de sensi­ bilidad, imaginación y relación con los otros, que el verbalismo, intelectualismo y ritualismo seco de la liturgia institucional. De nuevo, a la hora de señalar peligros, el simbolismo de la reli­ gión popular adolece de falta de distancia frente a su referente. La ten­ tación que le ronda es siempre la apropiación del Misterio a través de la subjetividad emocional, la vivencia intensa, el trance festivo, la gra­ tificación personal del esfuerzo e incluso la ascesis corporal... El sím­ bolo parece estar al servicio de este objetivo de apropiación subjetiva. La pastoral ve bien estos peligros y suele poner el acento crítico en ellos, pero quizá desatiende o hace menos esfuerzo por aprender de la religiosidad popular dimensiones que liberaran el acartonamiento y la desecación litúrgicas. Esta breve referencia a esas tres tendencias actuales que recorren nuestro momento eclesial, y que presumiblemente persistirán durante algún tiempo, nos plantea claramente la cuestión de cómo hacer un buen uso del símbolo. Ya vemos que es fácil sepultarlo en el olvido por exceso de verbalismo y petulancia intelectualista, o ahogarlo en la exaltación primaria de la posesión emocional y acrítica, o desecarlo en la afirmación rígida y posesiva. En este momento, quizá sirviera como eslogan y palabra guía la expresión de P. Ricoeur de una «segunda ingenuidad»: volver al símbolo con la espontaneidad e ingenuidad del descubrimiento de la inmediatez del Misterio y con el cuidado desasi­ do de quien ha pasado por la crítica. «Segunda ingenuidad» quiere decir revitalización de una religiosidad fuertemente simbólica, sin perun 62% de los españoles participan en manifestaciones de religiosidad popular (procesiones, romerías, celebraciones en santuarios, etc.).

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der la vigilancia crítica de la mediación racional. ¿Será posible tama­ ña proeza? ¿Será posible conjuntar espíritu crítico y abandono piado­ so, distancia racional y proximidad cordial?

6. La inmanencia extática y el símbolo La cultura y el pensamiento de la incertidumbre han encontrado una presunta solución a la dificultad, arriba señalada, de vérnoslas con la verdad: procede de una suerte de radicalización del «giro lingüístico». Hemos descubierto al menos que hay lenguaje y que siempre conoce­ mos desde y a través de un lenguaje. Somos, como ya vio Wittgenstein, moscas atrapadas dentro de una botella lingüística. Nuestra visión de la realidad es mediante «juegos de lenguaje» que constituyen verdade­ ras creaciones de mundos de la vida y la realidad. Está conclusión es sacada por algunos14que se dicen seguidores suyos y de F. Nietzsche. El resultado es que al menos existe un flujo o corriente de lengua­ je que forma acontecimientos. Estos son reales y, a través de los diver­ sos signos lingüísticos (natural, matemático, etc.), constituyen nuestro mundo de experiencia. Un mundo que es nuestro mundo y que es par­ ticipado, público. No hay mundos privados, como no hay lenguajes privados. Incluso para Don Cupitt, tocado de cierto acento budista, no hay más conciencia o yo que esa participación en este mundo común. Toda la realidad está hecha, por tanto, de la misma materia que es este lenguaje formador de acontecimientos. Nosotros mismos somos a través de esta suerte de vida productiva y expresiva que semeja una creación continua. La realización humana y hasta nuestra «objetiva redención» tienen lugar a través de esta actividad expresiva. Un «ex­ presionismo» tan capaz, según este autor, de proporcionar armonía y belleza a nuestro mundo como de reconciliamos a todos y todo en una especie de «humanismo cósmico» donde todo está construido por materiales lingüísticos. La apoteosis de este expresionismo llega cuando caemos en la cuenta de que, si el mundo es una construcción lingüística que puede 14. Cf. D. C upitt, «Post-Christianity», en (P. Heelas [ed.]) Religión, Modemity and Postmodernity, cit., 218-232; I d ., After All: Religión without Alienation, Scm , London 1994; Id ., The Last Philosophy, S cm , London 1995; Id ., Solar Ethics, S cm , London 1995.

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diferenciarse hasta el límite, la metáfora posee el poder de recorrer esos mundos y vincularlos. La metáfora produce resonancias, activa y apela a más y más estratos en el flujo lingüístico constructor de mun­ dos y de realidad. La red de metáforas, los mitos, los relatos religiosos, unen y entrelazan la realidad, proporcionándoles un aire de armónica semejanza. Este cántico a la creatividad y expresividad lingüísticas aplicadas a la religión determina una teología poética, es decir, una expresión reli­ giosa donde los cuerpos doctrinales no tienen otra realidad que la de ser elementos diferenciadores y lazos sociales que indican identidad y pertenencia a diversos grupos, por ejemplo el católico, el musulmán, el judío o el budista. Más allá de esto, no hay más que bellas historias, ficciones, capaces de proporcionar un sentido y de abrirnos a una inter­ pretación sin fin y siempre activa. La religión no nos proporciona, por tanto, «una información esotérica sobre la realidad, sino que simple­ mente ennoblece nuestra vida». Cristo es el poeta sagrado del amor divino que nos ayuda a prender en nosotros este amor y expandirlo por doquier. Pero no hay nada más fuera de este mundo que es «nuestro mundo» construido lingüísticamente. Estamos así ante una «inmanen­ cia extática» cuya realización podemos denominar «gloria». Las preguntas y cuestiones son muchas, desde el momento mismo en que se hacen afirmaciones del calibre de que sólo existe el mundo o la realidad construida lingüísticamente. No es nuestra tarea ahora la de probar o discutir este inmanentismo lingüístico. Lo traemos a cola­ ción como botón de muestra de una tendencia de nuestro tiempo que presenta una suerte de apoteosis simbólico-lingüística y que se queda encerrada en ella, como solución de todas las cosas y aun como reali­ zación y como «gloria». La religión es vista como mero juego simbó­ lico, en el sentido más plano e inmanente de la palabra. Interesa la religión, pero como símbolo inmanente que da sentido o que sirve para armonizar o iluminar la vida. Pero es un símbolo que «juguetea» con la referencia al otro, al Misterio. La trascendencia a la que apunta el símbolo -se afirma- se queda en la pura inmanencia, y el Misterio de Dios en mera referencia lingüística y funcionalidad para mí y para nosotros. Se cierra la posible apertura a una Alteridad con mayúsculas. No salimos del encierro en la inmanencia ¿Salimos así del encierro en nosotros mismos?

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Actualmente15hay toda una tendencia a estas sabidurías, filosofías16 y «espiritualidades laicas» puramente inmanentes. Flirtean con el len­ guaje religioso porque -dicen- no quieren perder lo que con él se sig­ nifica; pero rechazan la posibilidad -imposición, dirán- de una verdad externa a la libertad. El símbolo, aun religioso, es un hermoso instru­ mento que no traspasa el círculo de la inmanencia; una manera intelectualista, con tonalidad religiosa, de liquidar el símbolo. No se acep­ ta la apertura radical del simbolismo, sino que se le reduce a la conve­ niencia del momento o del pensamiento lingüístico del usuario.

15. Cf. L. Ferry, L ’Hommme-Dieu ou le Sens de la vie, Grasset, París 1996; L. F erry - A. Comte-Sponville, La sabiduría de los modernos, Península, Barcelona 1998; críticamente, cf. M. Rondet, «¿Ser santo sin Dios?»: Selecciones de Teología, vol. 39, n. 153 (2000), 24-28; y más duramente, P. Valadier, Un cris­ tianismo de futuro, cit., 145-146. 16. Una filosofía fenomenológica, representante del denominado giro teológico de la fenomenología, como la de Henry M ichel (cf. Yo soy la verdad, Sígueme, Salamanca 2001) trata «la verdad del cristianismo» como mero juego lingüístico o verdad que presenta el cristianismo. Como señala con acierto P. Valadier (Un cristianismo de futuro, cit., 162), se procede a una exégesis o interpretación del cristianismo subjetiva, al margen de toda teología y exégesis bíblica, como si éstas no existieran.

V

La

v i d a q u e p a l p it a e n e l s ím b o l o

El símbolo no sólo da que pensar, sino que da que vivir. Hay una vida que palpita en el símbolo. Por esta razón es tan importante allí donde el hombre trata de dar sentido y construir un mundo humano. No hay universo humano sin la presencia del símbolo. Ésta es la aportación inolvidable de E. Cassirer: sin símbolo, sin formas simbólicas, no hay posibilidad de construir una sociedad o mundo del ser humano. De ahí que el símbolo recorra todas las grandes creaciones e invenciones humanas. Queremos ver algo de esta vida del símbolo actuando en el mundo concreto de la tradición cristiana. Vamos a recorrer, a título de ejem­ plo, esta presencia simbólica, dentro del mundo cristiano (católico), en tres ámbitos tan característicos como son los sacramentos o acciones sacramentales; el imaginario sobre Dios, o construcción de la Trascen­ dencia; y el más allá, o dimensión escatológica de la fe. De hecho, toda la teología cristiana está transida por el símbolo. Hemos elegidos estos tres ámbitos porque lo simbólico salta a la vista y porque sus aguas son agitadas en este momento por los mensajeros del cambio cultural y religioso, y los creyentes están experimentando cambios en su imagi­ nario o somos interpelados a efectuarlos si queremos tener una pre­ sencia no moribunda.

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Un ensayo que aspire a recuperar la sensibilidad simbólica no puede por menos que abordar estas cuestiones con el deseo y la expec­ tativa de remover nuestro interior y nuestra imaginación creativa para aportar una renovación sacramental, litúrgica, imaginativo-conceptual, a fin de que nuestra vida palpite de nuevo gozosamente con el símbo­ lo. Ojalá los espíritus se liberen un poco y desaten sus fuerzas creati­ vas. Todos saldríamos ganando en la comunidad de los creyentes. Los tiempos piden creatividad, es decir, mayor vida y palpitación imaginativo-simbólica.

9

Las acciones simbólicas Los símbolos religiosos se viven habitualmente en acciones sagradas o ritos. Éstos son grandes conglomerados de símbolos puestos en acción mediante rituales y ceremonias de culto. Acciones guiadas por una cre­ encia y referidas al Misterio con la intención de iniciar o mantener una relación con él, al mismo tiempo que establecen vínculos de integra­ ción y sentido con el cosmos y con los demás hombres. Los ritos y actos de culto constituyen en todas las religiones, tam­ bién en el cristianismo, el principal lugar de ejercicio y vivencia de los símbolos dentro de la religión. Su finalidad general, igual que la de los símbolos, consiste, como dice R. Caillois, en estructurar, articular y sostener la experiencia vital. La religión vista desde los ritos y el culto nos indica la primacía de la acción sobre la palabra, incluso en religio­ nes tan orientadas hacia la logificación como la cristiana. En este capítulo quisiéramos proseguir la tarea de ver la dimensión simbólica de la religión. Un modo de advertirlo es darse cuenta del lugar que ocupan los ritos, el culto, los sacramentos, en la vida de dicha religiosidad. De paso, ponemos el acento en la recuperación de esta vida simbólica puesta en acción. Si el rito decae algo de la religiosidad, se muere. El acceso al Misterio y el mantenimiento de su relación tie­ nen mucho que ver con las acciones simbólicas. Ya sabemos que una religión histórica concreta, como el cristianis­ mo, vista desde el rito o las acciones sagradas, es un conglomerado de elementos de procedencia e importancia diversas. Las vicisitudes his­ tórico-sociales han configurado un universo religioso con unas concre­ ciones simbólicas de la salvación. No se trata, como puede compren­ derse, de entrar en este proceso complejo, ni siquiera en su significa­ ción teológica. Aquí aspiramos únicamente a mirar con ojos renovados simbólicamente estas acciones tan centrales en la vida cristiana y de cualquier religión.

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1. La importancia del rito para el ser humano y para la sociedad No existe sociedad humana sin ritos'. Ritos periódicos para ordenar el tiempo y el espacio a través del calendario de fiestas y celebraciones de la comunidad. Ritos no periódicos, de paso, de integración y despedida de los seres humanos en la sociedad de la que forman parte. Ritos car­ navalescos y orgiásticos, ritos con fondo anarco y libertario para pro­ testar y romper el orden social opresor y volver a degustar el sabor ori­ ginal de la inmediatez de la libertad y del encuentro, ruptura necesaria incluso para proporcionar orden y sentido a la vida, la sociedad y el mundo. ¿Qué sería de una sociedad sin ritos, sin fiestas, sin rupturas de la continuidad amorfa del trabajo y las rutinas diarias, sin posibilidad de despedir a sus muertos o de recibir la nueva vida que viene? Sería peor que la de los animales, que ya presentan sus rituales. Caería presa del sinsentido y el caos. Una vida humana sin rito es inconcebible. Vemos ya que el rito en la vida humana, personal y social, está lleno de funciones: crea propiamente el tiempo, articula y ordena la sociedad, integra los enigmas y vicisitudes de la precaria existencia y la sociedad, desde el cambio de ciclo, de estaciones, de poder, de situa­ ción o rol social, y otorga una orientación a los días y las horas huma­ nas. La identidad colectiva de las sociedades y, con ella, la de los indi­ viduos penden del fuerte/débil hilo ritual, con su juego de símbolos y referencias a la plenitud auroral de los primeros tiempos míticos (el arcaico y universal illud tempus), o a esa Presencia misteriosa que anida en las entrañas de la realidad.1

1.

E. Benveniste ( Vocabulario de las Instituciones Indoeuropeas II, Taurus, Madrid 1983, 297-300) dirá que rito, ritus, procede del védico rta y del iranio arta. En el fondo, nos remite a «una de las nociones cardinales del universo jurídico, reli­ gioso y moral de los indoeuropeos: el Orden que regula tanto las disposiciones del universo, el movimiento de los astros, la periodicidad de las estaciones y los años, como las relaciones de los hombres con los dioses y, finalmente, de los hombres entre sí». Nada está fuera del imperio del Orden. Sin él volveríamos al caos original. Desde un punto de vista más antropológico-social, cf. J. Cazeneuve, Sociología del rito, Amorrortu, Buenos Aires 1972, 16, quien afirma que rito «es un acto individual o colectivo que siempre, aun en el caso de que sea lo suficientemente flexible para conceder márgenes a la improvisación, se man­ tiene fiel a ciertas reglas que son precisamente las que constituyen lo que en él hay de ritual».

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l.l. El juego como antecedente del rito .). Huizinga23afirma que el juego esta en la raíz de la cultura misma. El hombre jugaba, como el animal, antes de preguntarse, afirmar o negar la belleza, la verdad, la bondad, o al mismo Dios. Al principio está el juego, es decir, la actividad orientada por el impulso vital, sin finalidad utilitaria ni objetivo concreto. Quizá sí estaba impulsada, como sugie­ re el etólogo K. Lorenz, por la «curiosidad» y la «exploración». De este ejercicio de espontaneidad y encuentro, de libertad y suspensión de la vida cotidiana, de «actividad ficticia» (R. Caillois), nace la vida misma y todos sus «juegos culturales». Antes de pensar, de reflexionar, está la creación lúdica, la actualización plástica y dramática del orden (incierto) del universo. Jugando se simboliza dramáticamente el caos y el cosmos de la creación. El hombre vendría a ser, visto desde esta perspectiva, una especie dramáticamente lúdica. ¿No será el juego humano un remedo del «juego de los dioses»? En la India existe un culto como juego que es precisamente el denomina­ do «lila», o juego de los dioses\ Y ese juego o deporte divino, que es lo que significa en sánscrito lila, es la forma teológico-simbólica de expresar que Dios no crea por necesidad, sino por superabundancia y creatividad gozosa y libre. Las delicias del juego absorbieron tanto a la divinidad que de su rapto lúdico surgieron el mundo y sus criaturas. En la tradición bíblica, el Espíritu revoloteando o empollando sobre las aguas primordiales (rajaf) también puede ser entendido como las vi­ braciones fundamentales de la música que originan los sonidos y los ritmos, el «cántico de la creación», por lo que el Creador canta a sus criaturas en gozoso ritmo y satisfacción de una liturgia cósmica4. La arquitectura simbólica humana no sería sino un recuerdo ínsito en las entrañas del ser, presencia oculta pero activa de una imitación que nos empuja, secreta y libremente, a ser lo que estamos llamados a ser: «los primeros libertos de la creación» (J. Moltmann). El ser huma2.

3. 4.

J. H uizinga, Homo ludens, Alianza, Madrid 19955, lis .; R. C aillois , Teoría de los juegos, Seix Barral, Barcelona 1958; W. Pannenberg, Antropología en pers­ pectiva teológica, Sígueme, Salamanca 1993, 404s; J. M oltmann, Sobre la liber­ tad, la alegría y el juego: los primeros libertos de la creación, Sígueme, Salamanca 1972; R. A lves, La teología como juego, La Aurora, Buenos Aires 1982; K. R ahner, «Teología del símbolo», en Escritos de Teología IV, Taurus, Madrid 1961, 182-231; J.M. R ovira B elloso, Simbols de l ’Esperit, Crui'lla, Fundación J. Maragall, Barcelona 2001. Cf., N. H ein , «Lila», en (M. Eliade [ed.]) The Encyclopedia o f Religión, Macmillan, New York-London 1987, tomo VIII, 550-554. Cf. J. M oltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 2001, 81.

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no, como ha sabido ver G.H. Mead, jugando imita y escenifica pape­ les, roles, que le van socializando y educando para la vida. El juego es así la primerísima socialización humana en el sentido cósmico que confronta su precariedad con el orden y sentido perfecto e intemporal del origen divino. Comprendemos ahora que juego y culto se encuentren cercanos. El culto, el rito, se puede comprender como prolongación y continuación cultural del juego. Esta afinidad entre juego y culto pone de relieve unos cuantos rasgos que hacen de toda acción cultural una forma de juego: 1) la discontinuidad con el tiempo y el espacio ordinarios (seña­ lada por Kerényi y Jensen); 2) la conmoción o estado de emocionalidad alterada, característico del sentimiento festivo y del estado creati­ vo; 3) la inmediatez respecto de la realidad, que impulsará hacia la mediación con el fondo abismático de dicha realidad, es decir, llevará a la creación imaginario-simbólica; 4) la acción dramática, simbólica, regulada, pautada, repetida, como proyección, anticipación, vincula­ ción, unificación... entre lo simbolizante y lo simbolizado, el juego-rito y la precariedad de la existencia humana, el mundo y el Orden, la Presencia del Misterio de la realidad. 1.2. Los ritos periódicos El ser humano estructura la vida gracias al collar litúrgico de festivi­ dades y celebraciones culturales. Interrupción del tiempo ordinario y repetición conmemorativa y rememorativa de sucesos naturales (cose­ chas, cambios de estación...) o históricos (liberación de una opresión, instauración de un poder o un templo, fundación de una ciudad...). De esta manera se clasifica, ordena, estructura el tiempo5 social y perso­ nal, situándolo con respecto a un Orden más allá y al abrigo de la pre­ cariedad experimentada por la finitud humana. Por lo tanto, el rito tiene una función legitimadora, donadora de sentido y seguridad al ser humano y sus construcciones sociales. Al estructurar el tiempo, se orienta y se da sentido a la vida. El in­ dividuo y la colectividad saben en qué lugar temporal se hallan. De ahí que, como repiten hasta la saciedad antropólogos e historiadores de la religión, el rito del Año nuevo -el akitu babilónico como modelo- sea la acción cultural, la fiesta fundamental en la que el rey era el actor principal de la representación dramática del mito cosmogónico. 5.

Cf. E.R. L each, Replanteamiento de la antropología, Seix Barral, Barcelona 1972, 209.

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La periodicidad del rito asegura que las cosas están como deben estar, que todo va bien a pesar de las amenazas de desorganización social, de irrupciones imprevistas y de los «terrores de la historia», con sus tragedias y sufrimiento incalculables. M. El iade6 insiste mucho -quizá por su aversión a las ideologías del progreso histórico y las filo­ sofías historicistas- en que la repetición («eterno retorno») ritual tiene una función «metafísica» de primer orden, al poner la existencia huma­ na y sus obras a recaudo de la erosión histórica y del terror a la histo­ ria. Nos pondría en contacto con el tiempo original y con el ser de las cosas, con el fundamento inconmovible del universo. La idea de Dios le proporciona al creyente la libertad para no sentirse determinado y la certeza para darle una significación transhistórica que le libra del acoso del terror continuo. En el mundo cristiano, el Año litúrgico, con su calendario semanal y de fiestas principales, señala la asunción en Jesucristo de esta crea­ ción del tiempo y del sentido en la vida social de la cultura occidental. Un poderosísimo artefacto de creación de intervalos y orden social que actualmente está experimentando el impacto de una sociedad que estructura ya el sentido y el tiempo desde instancias no necesariamen­ te religiosas7. La aparición de un mundo que sostiene la «cáscara» del ritmo cristiano semanal, pero que lo despoja de su contenido a través del dinamismo del mercado, la publicidad, la creación de atracciones deportivas, musicales, festivas, de la industria cultural del ocio, consti­ tuye el problema mayor por antonomasia para una pastoral de las acciones simbólicas, sacramentales, en nuestra sociedad. El rito perió­ dico cristiano, el calendario litúrgico, ha sido despojado de contenido, y en su lugar se estructura cuasi-sacramentalmente el tiempo anual mediante el ritmo productivo-vacacional de verano, primavera (Sema­ na Santa), Año Nuevo (Navidad), fiestas de la ciudad, de la comunidad, el equipo de fútbol, etc. Añádase la creación de una «cultura del fin de 6.

7.

M. Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repeticiones, Alianza-Emecé, Madrid 1972; Id ., Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1979'’. Cf. B.S. R ennie, Reconstructing Eliade. Making Sense o f Religión, N.Y. State University Press, New York 1996. Cf. P.L. Berger - Th. Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno, Paidós, Barcelona 1997, 62s, donde plantean muy lúcidamente el problema, en una sociedad pluralista y de comunidades cuasi autónomas de sentido, de la creación de valores supraordinales o -reformularía­ mos para nuestro caso- de ritos supraordinales con capacidad de orientación, jus­ tificación y sentido.

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semana» de tono nocturno y juvenil, rupturista y cuasi-orgiástico, que está «instituyendo» un ritual que aparta y vacía, enfrentándose al ritual cristiano dominical centrado en la eucaristía. Volveremos sobre ello. 1.3. Los ritos no periódicos o de paso Los ritos no periódicos, entre los cuales los más importantes son los ritos de paso8, son ceremonias que enmarcan el tránsito existencia! que hace un individuo de un estado religioso, social, ocupacional, a otro. Son los ritos que acompañan los momentos críticos del itinerario vital del ser humano: el nacimiento, el paso a la edad adulta, el casamiento y la muerte. Todas las sociedades acompañan, preparan y protegen al individuo en estos tránsitos, donde se experimenta también la angustia que introduce lo nuevo, la interrupción o el futuro desconocido. Es una ritualización que, como se advierte, sirve sobre todo para conjurar la contingencia que vive el ser humano en su propia persona. Los ritos de paso responden a la necesidad que tiene el ser humano de obtener sen­ tido interior, congruencia y estabilidad para los cambios que casi ine­ vitablemente le asaltan en su vida. Dicho de otra manera, el rito, sacra­ mento, establece lo real, ya que los acontecimientos no son plenamen­ te reales mientras no se los reconoce y celebra como tales. Un aconte­ cimiento importante de la vida, una relación de pareja, una muerte, no es realmente tal hasta que el rito nos lo hace consciente y lo establece en su lugar. Como afirma L. Dupré9, aun en su versión secularizada, el rito afirma una fuente última de realidad. M. Eliade insistirá en que el rito, al poner en contacto con lo sagrado, con la fuente de lo real, sus­ trae al hombre y al mundo de un devenir incierto y asienta la existen­ cia sobre el cimiento del Poder (Van der Leeuw) y de lo totalmente otro (R. Otto). Los ritos de paso y las iniciaciones consisten precisamente, vistos desde esta perspectiva, en una «ruptura ontológica» entre lo sagrado y lo profano: la realidad es sacada de su inconsistencia profa­ na y referida a la realidad última, cardinal, de lo sagrado. El fondo básico de los ritos de paso lo constituye el juego entre bio­ logía y cultura: joven-viejo, varón-mujer, vivo-muerto. En estas rela8.

9.

Cf. A. van G ennep, L os ritos de paso, Taurus, Madrid 1986; M. Eliade, Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid 1975; V. T urner, El proceso ritual, Taurus, Madrid 1988; R.R. Rappaport, Ritual y Religión en la formación de la humani­ dad, Cambridge University Press, Madrid 2001. Cf. L. Dupré, Simbolismo religioso, 76.

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dones y pasos de la constitución humana, el rito da sentido, celebra e integra las vicisitudes del animal paradójico humano. Siguiendo a A. van Gennep, se suelen señalar tres clases de ritos de paso: 1) los ritos de separación o preliminares, por ejemplo las cere­ monias funerales y, en alguna medida, las matrimoniales; 2) los ritos marginales o liminares, que señalan el tránsito, por ejemplo, de la ado­ lescencia a un estado distinto, la adultez; 3) los ritos de agregación o postliminares, como es el del matrimonio. En todos ellos hay un trán­ sito más o menos explícito: el paso de un umbral {limes) o frontera, que separa dos mundos o estadios y abre a una nueva situación: la del difunto que se separa de los vivos y va a integrarse en el mundo de los antepasados, de la comunión de los santos, etc.; la del joven que pasa al mundo de la responsabilidad de los adultos y asume en la confirma­ ción el rol de testigo de la fe en Jesucristo; el de los jóvenes esposos que se integran en una familia o forman una nueva. Una ampliación de este carácter fronterizo le ha concedido V. Tumer a lo «liminar»: esa situación «entre», mixta y situada al margen o en los límites de la marginalidad social y religiosa, allí donde circu­ lan los grupos e individuos creativos o rebeldes, disponibles, peregri­ nos, mendicantes, giróvagos, predicadores ambulantes, grupos milenaristas, sectarios... La frontera señala el lugar de la experimentación y la búsqueda, de la vinculación también con lo todavía no bien conocido o aceptado. Una situación religiosa no tan extraña a nuestro mundo actual de la «religión de cafetería»10, donde asistiremos presumible­ mente a la experimentación, a la búsqueda de la fe, del grupo religio­ so, con mucha más frecuencia que antes. La figura religiosa del «pere­ grino» (D. Hervieu-Léger") será sin duda uno de esos tipos de nuestro paisaje espiritual. Nuestra sociedad moderna secularizada y consumista, si bien está siendo capaz de crear rituales periódicos que, como decíamos antes, compiten y hasta vacían de contenido a los cristianos, no ha sido capaz, sin embargo, de «inventar» rituales sustitutivos tan eficaces como los ritos de tránsito cristianos. Es todavía escaso el número de personas que no se bautizan, son algunos más los que no se casan por la iglesia, y más aún los que mueren sin funerales.*I.1 10. H. E rnst, «Die Cafetería-Religión»: Psychologie heute (julio 1996, 3), citado en I. Dalferth, «“Was Gott ist, bestimme ich!” Reden von Gott im Zeitalter der “Cafetería-religión”», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, 58. 11. Cf. D. Hervieu-Léger, Le pélerin et le convertí. La religión en mouvement, Flammarion, París 1999, 89s.

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1.4. Los ritos de tipo carnavalesco Toda sociedad necesita de la ruptura y la oposición para mantener el orden. Este viejo descubrimiento está en la base de la aceptación con­ trolada de ciertos ritos orgiásticos, dionisíacos, de «fiestas de locos»12 medievales, del «risus paschalis», de los carnavales y de tantas fiestas presididas por el exceso y el juego dramático de la representación iró­ nica o frontalmente crítica de las autoridades y jerarquías sociales. Una apertura de la espita de la presión social que garantiza un mejor orden social posterior. La fiesta popular y crítica, carnavalesca, es la única fiesta que el pobre se ofrece a sí mismo, decía ya Goethe. Ofrece los rasgos de emocionalidad, libertad, ruptura de categorías y roles sociales, afirmación de la espontaneidad, el desorden festivo, la comicidad, la crítica social y, claro está, la celebración sagrada, el baile, el banquete y el vino. Esta conmoción, ruptura e inversión festiva tiene la virtualidad de apuntar hacia las fuentes radicales de la vida libre, creativa, fraterna, que tiene el sabor de lo sagrado. Bajtin diría que se abren las compuertas de la vida sin reticencias. De ahí el carácter utópico que posee y la apertura simbólica hacia un futuro que conmueve el orden presente, aunque sólo sea mediante un pequeño ejercicio festivo de anarquía. Esta sacra­ lidad salvaje (Bataille, Bastide) realiza, mediante un rito de inversión, la conexión, con las fuerzas informes, el fondo creativo y vital de lo sagrado del mundo y de la vida. La disolución o mejor suspensión de las relaciones sociales permite avistar un reino de una comunidad de seres espontáneos y libres, fraternos y señores, afirmadores de la vida, que diría Nietzsche. Nuestra sociedad de la modernidad tardía quizá ha matado el car­ naval, como ya afirmaba J. Caro Baraja13; sin embargo, no deja de per­ mitir la transgresión controlada de lo orgiástico. Hacíamos referencia al ritual juvenil del fin de semana, con sus excesos crecientes en alco­ hol, música y drogas. Una forma groseramente ritualizada en ciertos lugares de nuestras ciudades, discotecas, «tontódromos», donde el «culto a la proxemia» de los jóvenes se une al rechazo del orden social en comportamiento y horarios. Una subcultura juvenil -con sus imita­ dores maduros- del fin de semana, donde se quiere crear y vivir una 12. Cf. H. Cox, Las fiestas de locos. Ensayo teológico sobre el talante festivo y la fantasía, Taurus, Madrid 1972; M.C. Jacobelli, Risus paschalis. El fundamento teológico del placer sexual, Planeta, Barcelona 1991. 13. J. Caro Baroja, El Carnaval. Análisis histórico cultural, Alianza, Madrid 1965.

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«distancia estructural» con respecto a la sociedad de la disciplina del trabajo y consumo de nuestro capitalismo neoliberal globalizado. Una búsqueda de sentido y de cierto aroma a sagrado que rompa las atadu­ ras del gris rutinario de nuestras vidas y de la tonalidad esclavista del trabajo actual. 2. La pérdida de vigor simbólico en los sacramentos cristianos Las breves consideraciones precedentes ya nos indican el lugar central que ocupan las acciones simbólicas en cualquier religión histórica, incluido el cristianismo. Ahora bien, cuando consideramos con ojos un poco reflexivos la «vida sacramental» cristiana, como expresión de esta dimensión cultual y dramático-simbólica de la religiosidad, tene­ mos que afirmar que está necesitada de revitalización. No nos debe extrañar que la vida simbólica, igual que todo dina­ mismo vital, tenga sus períodos florecientes o se marchite. La historia de las religiones ya sabe de interpretaciones unilaterales e incluso abe­ rrantes, de acartonamientos o de caída en el formalismo o en arcaís­ mos fuera del tiempo. M. Eliade14 dirá con rotundidad que «difícil­ mente se hallará un solo gran símbolo religioso cuya historia no sea la irágica sucesión de innumerables caídas». Esta llamada de atención nos debe animar a mirar con atención crítica nuestra situación «sacra­ mental» cristiana. Y no debemos perder de vista el objetivo al que apuntamos: recuperar la fragancia y lozanía de las acciones simbóli­ cas sacramentales. El diagnóstico que efectuamos un tanto sumariamente, pero que intenta apelar a un proceso constatable, se puede condensar en los siguientes tres pasos: a) el catolicismo ha vivido una posición de domi­ nio socio-cultural que ha conducido a un formalismo sacramental; b) como consecuencia, nos encontramos frecuentemente con un sacramentalismo acartonado o ritualista desadaptado para la sensibilidad simbólica de nuestra sociedad y cultura, especialmente joven; c) de lo que se deduce la insuficiencia o carencia de alimentación simbólica de una sociedad y unos colectivos que buscan saciar este hambre median­ te otros rituales de tipo secular (re-encantamiento de la sociedad).

14. M. Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid 1983, 16.

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2.1. El formalismo sacramental La primera crítica que haríamos a nuestra vida sacramental cristiana es que adolece de formalismo. Tomemos como ejemplo la acción simbó­ lica más frecuentada y característica del cristianismo católico, la Euca­ ristía, y nos daremos cuenta de que, si bien tras el concilio Vaticano n ha adquirido una dignidad celebrativa, sin embargo, ha quedado como congelada en su expresión y desarrollo. Muchas de las misas domini­ cales en las grandes ciudades y pueblos españoles distan mucho de representar un atractivo para la mayoría de la gente creyente. Incluso, en conjunto, han perdido en ceremonial y en capacidad de sugerencia y de misterio'5. La crítica «neo-tradicional» a la reforma litúrgica debiéramos escucharla, no como nostalgia de otras épocas que ya no volverán, sino como indicador de una sensibilidad que acusa una pér­ dida real de densidad ritual y capacidad de crear una atmósfera de introducción al Misterio. La disminución drástica de la asistencia al culto dominical de los jóvenes responde a muchos más factores que el del «gancho» o «falta de gancho» del rito; pero, indudablemente, hay que tener mucho con­ vencimiento para cambiar el atractivo ritual nocturno del fin de sema­ na por la asistencia de media hora larga al «mismo teatro semanal», a menudo en calidad de espectador pasivo de un espectáculo sin cantos y sin capacidad de «involucrar» al asistente. El exceso de verbalismo es notorio en nuestras celebraciones. Si ya, en general, nuestra cultura y hasta nuestra tradición lo favorecen, se puede afirmar que tras el Concilio la logificación ha mejorado, pero ha salido fortalecida. Se ha reducido, hasta su desaparición, el cere­ monial «misterioso» e incomprensible de las misas en latín y con incienso. Pero el acto de incensar el altar, el misal y a la gente ha sido sustituido por unas simples moniciones leídas -a veces no demasiado bien- por seglares. La sugerencia misteriosa del incienso y su ritual, las misas cantadas en latín, han sido suplantadas -es un decir- por una motivación verbalizada. Hay exceso de motivación verbal en nuestras misas y escasez de rito que nos introduzca, sin palabras, en el proceso y atmósfera orante y de misterio.15 15. J. Ratzinger ha llegado a proponer, para recuperar esta dimensión de «misterio», la vuelta a la celebración eucarística de espaldas al pueblo, porque significaba mejor la trascendencia. Cf. J. Ratzinger, Toumés vers le Seigneur, Ed. Sainte Madeleine, 1993, y The Tablet, 14 de junio de 1997, 783

1

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A esta situación contribuye la poca atención concedida a la música y al canto en las celebraciones eucarísticas. La potencia sugeridora del canto y la música se ha perdido en muchas misas dominicales, que son más «rezadas» que otra cosa. No tienen empaque ni elementos que acentúen el tono festivo y ceremonial. Frecuentemente asistimos a misas en las que el único cántico es el que se escucha a través de la megafonía en el momento de la comunión. No está mal, pero es dema­ siado poco y resiste mal la comparación con un grupo de creyentes cantando y participando con su propio canto, es decir, expresando mediante la voz y el sentimiento musical una implicación en aquello que se está desarrollando. Todo lo que no sea co-implicar y hacer manifiestamente visible la cualidad de participante, con-celebrante, del creyente, es individualizar el rito alrededor del sacerdote y reducir a los creyentes a meros asistentes, es decir, espectadores pasivos. Y es no caer en la cuenta, prácticamente, de que el símbolo, para serlo, tiene que tener capacidad co-implicativa. Lo contrario significa su ausencia o, cuando menos, una presencia desactivada, inane. No es momento para indagar las causas de esta situación, a la que no escapa, sin duda, el predominio eclesial en una sociedad que se entendía con absoluta naturalidad como «cristiana». El predominio socio-cultural conllevaba un escaso esfuerzo por renovar los ritos y hacer de los símbolos algo significativo en el cambio cultural que esta­ ba en marcha. Las posiciones de dominio no suelen ser aptas para la renovación. Hoy día, esta naturalidad se ha perdido completamente en nuestras sociedades europeas, y concretamente en la española. La revolución mental y el impacto sobre el sistema de creencias que han supuesto la secularización galopante y el pluralismo que ha estallado por doquier, han dejado envejecidos y caducos muchos de nuestros ritos, incluidas nuestras eucaristías renovadas. Precisarían de un esfuerzo y una libertad creativa que no vemos. 2.2. Unos ritos poco visibles La situación en la que hemos desembocado es la escasa visibilidad de los signos sacramentales en nuestra sociedad y cultura actuales, que, como hemos dicho, ya no estructuran el tiempo ni el ritmo social. Queda el caparazón, si se quiere, pero vacío de contenido. Hoy el sen­ tido del tiempo y del ritmo vital viene condicionado desde la produc­ ción-consumo, desde el ritmo de descanso laboral y desde la industria cultural y del ocio.

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Los sacramentos se han invisibilizado16, en el sentido de que han quedado reducidos al ámbito del individuo o de la familia, con escasa repercusión pública. Esta «individualización» o, mejor, privatización de los sacramentos sigue la lógica dominante ocurrida con la religión, siendo una manifestación de dicha privatización. Los ritos cristianos de paso y transición se siguen usando socialmente, pues no tienen repues­ to; pero el bautismo, el matrimonio y los funerales quedan demasiados presos de la función decorativa social como para llegar a significar algo más. Quedan integrados en el uso y consumo social. Al final, esta sociedad de la rutina y funcionalidad tecnológica desactiva el poder del símbolo de la religión institucionalizada y de cualquier símbolo sustitutorio que se oriente hacia la profundidad de la vida y del sentido. Los símbolos de lo sagrado quedan degradados, reducidos, cuando no acallados o liquidados. El resultado es una socie­ dad y una cultura insuficientemente alimentadas desde el punto de vista del imaginario profundo, de lo simbólico religioso, carentes de signos dramatizados y vividos que les nutran. Los sacramentos cristia­ nos han perdido gran parte de su relevancia social y cultural. ¿Cuáles son los símbolos y acciones sagradas mediante los cuales el ser huma­ no actual expresa la búsqueda del sentido? ¿Qué acciones ocupan el lugar y funciones de los sacramentos? ¿Hay «sacramentos laicos» en la cultura actual? 2.3. ¿Falta de iniciación al Misterio? El resultado, si acertamos a ver debidamente, es que estamos en una sociedad con escasa o ambigua referencia al Misterio y al símbolo. Hay síntomas de esta dolencia socio-cultural en la doble manifestación de la credulidad de nuestro mundo: por una parte, asistimos a una ceguera simbólica, fruto de la homogeneidad funcional y de la incapa­ cidad para penetrar más allá de las dimensiones empíricamente cons­ tatabas y lógicamente expresables; por otra parte, hay sed simbólica o búsqueda de Misterio, que, dado que se efectúa en condiciones de ansiedad y compulsión, lleva a confundir símbolos poderosos con imi­ taciones rituales sin fondo. Nuestro momento conoce tanto la existencia de una desecación de las matrices de la imaginación como la mostración de los ingentes resi16. Cf. Th. Luckmann, La religión invisible, Sígueme, Salamanca 1972. Empleamos la expresión en este sentido de pérdida de relevancia social y pública.

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dúos mitológicos de nuestra cultura. Incluso en medio de la cultura ingenieril e informática de Palo Alto, como nos cuenta R. Debray, proIiteran los rituales esotéricos y espiritistas que expresan la nostalgia de esa parte a la que apuntan, a veces aberrantemente, el rito y el símbo­ lo. ¿Y no está lleno el cine17, y hasta los «dibujos animados», de restos de mitos y símbolos cargados de la confrontación entre el Bien y el Mal, el Paraíso perdido, el Héroe, el Hombre o la Mujer perfectos, por no citar el mito del Amor en versiones románticas o crudamente sexua­ les? ¿No se sigue nutriendo el hombre actual de mitos y nostalgias que buscan la superación de las dualidades o contradicciones primordiales que experimenta en la vida? Sin duda, el ser humano de hoy necesita seguir ritualizando y mitologizando muchas de sus tareas y vivencias, y no sólo el amor y la muerte, sino los roles sociales, el poder, el encuentro, la amistad, etc. El rito y el símbolo le dan significado a esa realidad. Sin ese significa­ do, dicha realidad queda vacía o sin densidad, y el ejercicio del sexo, de la comida o de cualquier actividad humana no se eleva un centíme­ tro sobre el mero comportamiento animal. Las acciones y la vida humana misma quedan reducidas a la trivialidad y tristeza de una nece­ sidad fisiológica o animal. Sin un atisbo de sagrado, de Misterio y realidad trascendente, todo queda reducido a pura profanidad. Es difícil imaginar tal situación. Pero tiene razón D. Bell18 cuando advierte que la consecuencia más grave de una sociedad moderna que liquida todos los tabúes y desco­ noce ya dónde está lo demoníaco o lo angélico, es que es una sociedad plana, con un neopaganismo profanador que elimina todas las diferen­ cias de la vida y nos deja en el desierto de la libertad sin límites pe­ ro sin distinciones, es decir, en la igualdad natural y salvaje. Sin la referencia al algo «sagrado», al rito y al símbolo, como ya vio E. Durkheim, nos quedamos en la crasa profanidad. Un ejercicio, la desacralización, realizado con fervor religioso-estético por las vanguardias y que exige una contra-ritualización y mitologización no menor que la anterior. Clausewitz vio bien cuando barruntó, detrás de la liquidación de los símbolos que estructuran la vida, el retorno al estado natural por otros medios. La vida humana deja de ser tal cuando el símbolo fenece. 17. Cf. J. C ampbell, El poder del mito (diálogo con Bill Moyers), Emecé, Barcelona 1991, 14s. 18. Cf. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977.

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Lo que estas situaciones límite quieren decimos, una vez más, es la importancia del símbolo para la salud social y cultural. De ahí que plantear la recuperación sacramental sea una tarea religiosa y humana, encarnatoria. La iniciación al Misterio no es una tarea desvinculada de la humanización. Al contrario, es una llamada a los creyentes para que tomemos conciencia de lo que nos traemos entre manos cuando enten­ demos bien los signos sacramentales o los cosifícamos como acciones formales o mágicas. Perder el Misterio es vaciar de sustancia el sacra­ mento. Estas nociones elementales son las que tenemos que recordar­ nos hoy. La conciencia religiosa auténtica no los ha olvidado, pero la fragilidad simbólica siempre pierde contacto con los elementos que la unifican. 2.4. La mala comprensión simbólica de los sacramentos El rito, el sacramento, no sólo significa, es decir, concede un sentido a la actividad humana, sino que de algún modo lo realiza. En toda acción simbólica, al abrazarse, estrecharse, comulgar, lavar, ungir, aceptar, entregarse los anillos..., se realiza de algún modo eso mismo: se sella un pacto, una amistad, una promesa, un perdón. Así hay que entender la repetida eficacia del sacramento y la definición misma del catecis­ mo de que el sacramento es una acción simbólica que produce la rea­ lidad significada y expresada. El sacramento significa, expresa y reali­ za. La pérdida de esta conciencia en la vivencia religiosa cristiana con­ duce a un rubricismo cuasi-mágico que pone todo el énfasis en el minucioso desarrollo del ritual, o, más frecuentemente, a un objetivis­ mo que pone el acento en una especie de decreto divino exterior. Se precisa recordar y educar en la vivencia de los sacramentos como símbolos, es decir, como acciones salvadoras, de encuentro con el Misterio, con Dios, a través de su mismo significado. Hay que supe­ rar la escasa atención prestada tradicionalmente al sacramento en cuanto acción simbólica -con un énfasis explicativo y teológico en el aspecto institucional, cuando no mágico-sacral, de los sacramentoscomo un intento de reducirlo a mero significado «natural». Restaurar el significado «natural» del símbolo y del sacramento es necesario, porque la acción salvífica, la eficacia del sacramento, no actúa de otra manera ni por otro conducto que no sea el significado del mismo sacra­ mento. Pero no se debe perder de vista que el sacramento es símbolo de algo que no puede ser abordado ni representado directamente. Ahí mismo, en el símbolo -ésa es la actitud del hombre creyente-, entra en

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relación con la Presencia del Misterio: «signo visible de una salvación invisible», como ya decía Pascasio Radberto en el siglo ix. Ahora bien, ayudemos a entender y vivir bien esta representación y vinculación del símbolo con lo simbolizado, el Misterio de Dios, que no se efectúa mediante una especie de conexión externa -una suerte de cable sutil que une de forma externa dos cosas en esencia diferentes-, sino que el gesto o acción simbólica lo es primordialmente del Misterio, de la rea­ lidad trascendente. De ahí que el sacramento nos comunique a Dios en cuanto realicemos, profundamente implicados en el acto, lo que hace­ mos. Odo Casel19ya decía que el sacramento es «un acto ritual sagra­ do en el que una acción salvífica se hace presente a través del rito». En una religión como la cristiana muy referida al acontecimiento Jesucristo, los ritos, los sacramentos, no son mera conmemoración ni reproducción de dicho acontecimiento, sino que lo re-crean más allá de los límites históricos y le confieren un significado permanente y uni­ versal20. Lo que hay de «misterio» (= sacramento) en el culto cristiano es la manifestación de la revelación de Dios a los hombres a través de su plan de salvación en Jesucristo. En Jesús, por Él y con Él accede­ mos a la vida íntima de Dios. Los sacramentos cristianos son las accio­ nes simbólicas participativas de los cristianos, a través de Jesús, en el Misterio de Dios. Volvemos a insistir, aquí de nuevo, en que la mejor forma de entender esa relación con Dios, el efecto salvífico de los sacramentos, es no perder de vista que es encuentro con el Misterio de Dios. Y necesariamente siempre tenemos que emplear un lenguaje simbólico en nuestra relación con Dios. 3. La recuperación del símbolo Lo ya visto nos conduce hacia una llamada y una tarea: la recuperación de los sacramentos como acciones simbólicas, la revitalización de una conciencia y vivencia de los signos del Misterio desde ellos mismos, más que desde la explicación o traducción a un lenguaje común. Necesitamos revitalizadores de una religiosidad más alimentada por símbolos que por conceptos y especulaciones -sin olvidar éstos-; pre­ cisamos iniciadores al Misterio, creadores de música y canciones, de signos y de gestos que profundicen y renueven nuestras celebraciones y nos hagan entrar por la puerta de la experiencia en lo que fundamen­ talmente se expresa, se vive y comprende simbólicamente. 19. Cf. O. Casel, El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián 1953. 20. Cf. L. D upré, Simbolismo religioso, 75.

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¿Adonde podremos mirar para inspiramos en esta tarea revitalizadora y recreadora de símbolos? ¿Existen lugares en nuestro momento hacia los que se pueda mirar con intención de aprender? 3.1. La creatividad litúrgica de la religiosidad profana La creatividad litúrgica no está ya en las iglesias. Está fuera. Hay que mirar quizá hacia las grandes «liturgias» deportivas de nuestro tiempo para advertir dónde se encuentra hoy la creatividad simbólica. En las inauguraciones de las olimpiadas y de ciertos eventos deportivos hay más ceremonial y creatividad ritual que en los acontecimientos eclesiales del más alto rango. Sin duda, el deporte posee hoy los medios, los creadores y la libertad para poder producirlos. El deporte se ha constituido en un de los lugares creadores de rituales que funcionan como focos de religiosidad liminar o profana, lo que A. Piette deno­ mina la «religiosidad secular»21. En las inauguraciones de las Olimpiadas hemos asistido a verdade­ ros rituales recreadores del mito fundacional de una ciudad (por ejem­ plo, Barcelona) o a sugerentísimas recreaciones del encuentro entre los diversos pueblos y culturas, todo ello en un ambiente festivo lleno de música, luz y hasta silencio, para estallar finalmente ante el símbolo central, verdadero punto focal y sagrado, de la llama olímpica. Las presentaciones de los grandes equipos al inicio de la tempora­ da futbolística comienzan a ser otro ritual, en tono mucho menor, de la presentación de los nuevos héroes-santos patrones del equipo. La esce­ nificación teatral, la música y hasta los fuegos artificiales finales, todo, colabora a una celebración en la que asistimos a un verdadero estable­ cimiento, instauración, de la temporada deportiva con un ceremonial tendente a la entronización del equipo, legitimación y vinculación de los seguidores, (fieles) con sus «colores». Un segundo lugar de creación ritual social y abierta es el mundo juvenil, con la denominada subcultura de fin de semana. Verdadera celebración ritual informal semanal, que eleva la noche, la proxemia o concentración en determinados lugares de las ciudades, el estar juntos, la transgresión del tiempo de producción y relación familiar habitual, la música y el alcohol, a componentes fundamentales de una escenifi­ cación de encuentro, exploración y reagrupamiento. Hay necesidad, 21. Cf. A. P iette, Les religiosités séculiéres, P uf, París 1993; J.M. M ardones, Para comprender las nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella 20002, 91s.

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parece decírsenos, de estar juntos, de participar y comulgar en algo común, de sentir emociones semejantes, de la experiencia social de la alteridad, de cierta espontaneidad transgresora que libere de la institucionalización cotidiana. Especialmente atractivo resulta el fluido del «formar una sola cosa con todos» que late en los fenómenos de masa juveniles y que funciona desde estas concentraciones de fin de semana hasta las más esporádicas de los conciertos musicales o de los encuen­ tros juveniles con el Papa. Vivencia coyuntural de un «más»: se siente más, se puede más, se vive más y se es más cuando se experimenta el extraño compañerismo circunstancial de la vibración fraternal de los muchos que a uno le rodean. En un tiempo en que todavía muchos sacerdotes y agentes de pastoral viven el recelo y la reacción ante el formalismo ceremonial y sacramental de otros tiempos, no está mal redescubrir esta crítica de los hechos, que el mundo juvenil lanza sobre una estrategia basada únicamente en el «pequeño grupo». El individuo necesita sumergirse también en el océano de la masa para sentir esa fusión que le hace sentirse más. Cada día que pasa será más necesario «inventar» o establecer en cada diócesis días o celebraciones juveniles en que los creyentes se vean y se sientan arropados por el número y experimenten, en medio de la música y la fiesta, la importancia de lla­ marse y ser cristianos. Un tercer núcleo generador de rituales crece y se expande en torno al cuerpo, «lo ecológico» y «lo natural». El estar en forma, el sentirse a gusto con el propio cuerpo, la preocupación por la salud... han creci­ do de un modo desmesurado en una sociedad cuya media aumenta en edad y que hace un negocio del consumo alrededor de «lo natural» pesudosacralizado, en un momento en que ya «lo natural» dejó hace mucho tiempo de deambular no sólo por los alrededores de nuestras urbes, sino en los alimentos, en el estilo de vida e incluso en las estri­ baciones del Himalaya. Pero queda la nostalgia de lo incontaminado, lo indemne, lo puro; un verdadero rastro sacro inherente a «lo natural», que hace su apari­ ción y solicita atención en forma de rituales y cultos de sacramentología vegetariana, vitamínica o del número de las calorías a consumir. No es extraño que esta cuasi «primera fuente» de la religión, diríamos remedando a H. Bergson, de lo sacro natural, con toda su peligrosa ten­ dencia a cosificaciones sagradas de cosas, lugares y hasta ritos, adquie­ ra hoy una cierta actualidad por medio de toda esa liturgia del pietismo higienista y la ascética de la dietética. El contacto con la naturaleza, el mar, la montaña, el cielo estrella­ do, la madre tierra, vuelve a través de la recuperación de esta latencia

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sagrada en «lo natural». La vivencia también de la experiencia de la inmersión, el contacto, la participación en un todo mayor que me rodea y en el que me sumerjo o participo, está rondando el ritual de la comi­ da «natural», el contacto con la naturaleza, la vida sana y libre. Incluso resuena un cierto «holismo» natural que me integra en la totalidad de la vida, del cosmos, y me une y vincula a través de estos rituales. Un recuerdo de que el ritual conlleva una cierta fascinación por la presencia de lo sagrado en cuanto puro y totalizante; la inmersión y participación en lo irreductiblemente «real» y que me abraza. ¿Un recuerdo, una crítica, de la escasa signifícatividad totalizante de nues­ tros ritos? ¿Un recordatorio del rastro sacramental que ya anida en todo acto humano de tomar alimento, vivir la propia corporalidad, encon­ trarse con la naturaleza? 3.2. ¿Aprender de la religiosidad popular? La religiosidad popular está experimentando últimamente una auténti­ ca revitalización22. El 60% de los españoles viven algunas prácticas de la religiosidad popular. Desde semanas santas hasta romerías, desde peregrinaciones santuarios hasta procesiones y celebraciones más esporádicas, hay un auge de una religiosidad festiva ligada a la natura­ leza, a la tradición, a las iglesias o ermitas con sus imágenes concretas, con un trasfondo de «imaginario colectivo» de mito, leyenda, símbolos y sentimientos ligados a ellas, con la reunión familiar y amistosa en tomo a la comida... Momentos de fiesta y toque experiencial: ritos donde se dan cita, desde la nostalgia de la niñez perdida hasta la recu­ peración de identidad cultural y memoria histórica, desde la cercanía comunitaria hasta el clima de exaltación y de fiesta. Muchos ingre­ dientes que parecen competir con ventaja frente al verbalismo, el intelectualismo y el rubricismo de que solemos hacer gala en nuestros ritos. No es fácil crear fiestas o peregrinaciones como las del Rocío o el Camino de Santiago, ni Semanas Santas como la sevillana; ni siquiera se puede hacer cada mes celebraciones patronales en cada parroquia, barrio o pueblo. Pero quizá sí se pueden deducir algunas consecuencias para una revitalización simbólica: la religiosidad popular apunta a la fiesta y la vivencia emocional como claves de una recuperación de los ritos. Si la celebración no llega a conjuntar al grupo dándole sentido de 22. Cf. L. Maldonado, «La religiosidad popular en la actualidad y en el futuro pró­ ximo»: Sociedad y Utopía 8 (1996) 151-67 [158s],

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comunitariedad, de fiesta participada; si el rito no tiene algo de clima cálido y envolvente, de atmósfera «holista» que abarca y moviliza a la persona en su dimensión emocional y corporal, imaginaria y espiritual, entonces el rito no tiene interés. Una recuperación de los símbolos sacramentales tiene que dejarse interpelar por esta religiosidad popu­ lar, con todas las ambigüedades que conocemos. ¿No será posible aprender algo de ella, del sentido de fiesta y de corporalidad, de emo­ ción y fraternidad humana y cósmica? ¿Y no será posible que rituales populares, procesiones y «pasos», peregrinaciones y romerías, mar­ chas y via-crucis, concentraciones en santuarios y fiestas patronales, sean ocasiones para que la experiencia religiosa sensible-corporal, intuitiva, escénica, festiva, cale más hondo en nuestras celebraciones?

3.3. Una propuesta sencilla: la nueva Misa Mayor El desafío, como venimos viendo, es enorme. La tarea nos desborda, sobre todo cuando es vista desde la perspectiva individual. Tenemos tendencia a refugiarnos en el todo general y, de ese modo, escamotear nuestra responsabilidad. Y es cierto que una persona sola es incapaz de realizar lo que la situación demanda. Pero podemos aportar nuestra pequeña contribución, en vez de dejar las cosas como están. Cada agente de pastoral, cada sacerdote y celebrante, puede dignificar su celebración, puede dejarse llevar un poco más por lo gestual simbóli­ co, puede ensayar en alguna celebración algo más intuitivo y transra­ cional, puede buscar quien forme un pequeño coro, anime más musi­ calmente las celebraciones... ¿Por qué no comenzar la revitalización y renovación sacramental por una experiencia? Ya sabemos que el desa­ fío es global, y necesitamos de una gran creatividad y energía para devolver a los símbolos cristianos su pregnancia y significatividad; pero mientras esta realidad llega, iniciemos nuestra pequeña renova­ ción. ¿Por dónde comenzar? Se puede comenzar desde abajo, desde los niños y las «misas de niños». Por muchas razones: por la necesidad de no perder a los niños en un momento en que la familia, especialmente la madre, deja de ser la transmisora de la tradición; porque si atraes a los niños, atraes tam­ bién a la «generación difícil» y apartada religiosamente de los padres; porque incluso en las celebraciones con niños se permite más la inno­ vación litúrgica, la escenificación de la palabra, los gestos más participativos, el ambiente más distendido y festivo, etc. Sería muy conve-

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niente una revitalización simbólica que convirtiera la «misa de los niños» en la «misa mayor», en el sentido de mayor cuidado, atención y fiesta23. 3.4. Fortalecer el sentido de Misterio: la oración Estamos necesitados de una iniciación al Misterio. El déficit mayor de nuestro sacramentalismo es, finalmente, que conduce poco hacia el encuentro con Dios. Carece de presencia del Misterio. Y hay sed de Misterio en nuestro mundo crédulo e indiferente: el 35% de los jóve­ nes españoles «no religiosos» rezan, como también lo hace un 29% de adultos que se declaran igualmente no religiosos. ¿Qué hay detrás de estos datos? No lo sabemos exactamente. Pero, sin duda, hay mucho de lo que G. Vattimo ha insinuado alguna vez: el acto reflejo de búsqueda de pro­ tección y cuidado; la rebeldía y protesta contra el cierre de la historia. En el creyente, la oración es justamente todo esto... y la confesión esperanzada, confiada, de que estamos en buenas manos. Nuestro mundo de cierre de horizontes y redescubrimiento del des­ valimiento humano ante sus propias obras tiene necesidad de una con­ fianza plena, radical, materno-paternal, que le permita abandonarse en el regazo de lo existente, porque ahí, en el fondo, te espera y recoge Alguien que no te deja caer en el vacío de la nada. La religiosidad actual difusa -salvaje, dicen otros-, de querencia neo-mística y neoesotérica está recordándonos la sed de Misterio. Esta «nueva espiritua­ lidad», que a menudo repite viejísimas consignas y métodos, redescu­ bre con gusto la repetición lenta de los mantras, los ejercicios de res­ piración como modo de ponerse y disponerse ante el Misterio, la fija­ ción de la vista o el oído en un punto o un sonido hasta «fundirse» con él, la oración con gestos, la danza... Volvemos a atender al cuerpo, a la dimensión corporal, para llegar más profundamente al espíritu. Y se vuelven hacia los símbolos cósmicos elementales: el monte, el mar, el cielo, las estrellas..., hacia los iconos e imágenes, hacia el mismo ser humano. Las modas o tendencias religiosas nos hablan, incluso desde el uso y abuso trivializado o comercializado de estas formas, de una 23. La sugerencia nació durante una conversación en unas Jornadas Pastorales de Juventud en Bilbao. Hablando de estos problemas con el profesor de eclesiología y vicario de zona, José Angel Unzueta, llegamos al convencimiento de que una revitalización y giro pastoral significativo vendría si se consiguiera hacer esta prueba.

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búsqueda y una necesidad. Ojalá escuchemos los creyentes cristianos el aviso. De lo contrario, muchos irán a buscar a otros lugares lo que debieron encontrar en su primera iglesia. Para ello necesitamos que haya sacerdotes, religiosos y religiosas, seglares, que se hagan un poco «gurús», iniciadores en el misterio de Dios. Una buena noticia es que han proliferado en muchas parroquias los «grupos de oración» de jóvenes y no tan jóvenes. Necesitamos urgentemente recuperar el Misterio; de lo contrario el vaciamiento rei­ nará sobre nuestro sacramentalismo. Si, a través de algunos de esos ejercicios u otros, somos capaces de ayudarles a acercarse al Misterio amoroso que habita la realidad ente­ ra, si somos capaces de hacerles vislumbrar que hay un Amor que no nos falla ni nos abandona nunca, entonces habremos dejado la huella que les permita seguir un rastro en toda la creación; les habremos ayu­ dado a despertar la posibilidad de ver la realidad con hondura, en su inagotable riqueza, en la Presencia que la recorre y la ilumina; les habremos despertado a ver la realidad simbólicamente, a abrirse al des­ velamiento de la dimensión sagrada de la realidad. 4. Conclusión Decía Y. Congar24 que tras el Concilio habían florecido los estudios sobre el rito, el símbolo, el gesto, la fiesta, la expresión corporal a nivel etnológico, filosófico, sociopsicológico... La conclusión es que esta­ mos saturados de estudios, pero que este saber no se traduce en bene­ ficio para la liturgia ni para los sacramentos vividos. ¿Por qué? Porque todos estos análisis y descripciones permanecen teóricos. No han pasa­ do a la vida. Necesitamos hablar menos y poner más en práctica los símbolos y gestos. Y para ello necesitamos comunidades que crean, amen y vivan el misterio de Cristo y quieran celebrarlo festivamente de forma profunda y creativa. Estamos de acuerdo con L. Wittgenstein25 cuando entiende el len­ guaje religioso ligado a imágenes -símbolos, diríamos nosotros- que se usan para poder expresar lo que ningún lenguaje descriptivo puede transmitir. Estas imágenes -símbolos- son decisivas en la configura­ ción de una forma de vida. Porque «una cuestión religiosa es sólo o una cuestión de la vida o palabrería vacía»26. 24. Y. C ongar , Llamados a la vida, Herder, Barcelona 1988, 154. 25. L. W mtgenstlin, Aforismos. Cultura y valor, Espasa-Calpe, Madrid 1999, 150. 26. L. W ittgenstein, Movimientos del pensar, Pre-textos, Valencia 2000, 121.

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El imaginario simbólico y la construcción de la trascendencia El aspecto simbólico atraviesa todo el proceso de construcción y reconfiguración de nuestro imaginario sobre la trascendencia. Cómo sea el Misterio de lo divino, es algo que pensamos, experienciamos e imaginamos. Siempre nos acogemos a una serie de representaciones o imágenes de lo divino frecuentemente marcadas por la fuerza de los símbolos y arquetipos fraguados y vividos en los tiempos de nuestra infancia y nunca del todo pasados por la reflexión. Imágenes que ayu­ dan y estorban. Imágenes necesarias, pero a menudo perturbadoras para la vida espiritual de muchas personas. Abordamos un tema difícil y complejo pero que la pastoral y la vida espiritual no deben dejar de lado. En un momento en que, tras el concilio Vaticano n, hemos vivido suficientes vicisitudes e intentos de cambio del imaginario religioso, y concretamente de los símbolos refe­ rentes al Misterio de Dios, es hora de reflexionar sobre lo que es una experiencia generalizada y con grandes repercusiones para la catcque­ sis, la pastoral y la espiritualidad. Alcanzamos a ver de esta manera que la cuestión del símbolo afecta profundamente a la vida religiosa per­ sonal y pastoral. 1. Una experiencia pastoral Hay una experiencia bastante repetida en grupos de catequesis de adul­ tos, de Biblia, etc.: siempre hay en ellos algunas personas cuya imagen de Dios les ocasiona problemas1. Y cuando tratamos de explicarles, con 1.

Sirva como ejemplo una reciente reunión con mujeres maduras, con gran espíri­ tu de búsqueda y preocupación religiosa, todas las cuales manifestaban haber

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referencias al Evangelio, que el Dios de Jesucristo es diferente, amo­ roso, acogedor siempre con nosotros, notamos el alivio o liberación momentáneos, pero también la persistencia de las «viejas imágenes» perturbadoras. El imaginario de dichas personas se resiste al cambio. Y no basta con la explicación ni con el cambio mental. Aunque éste es importantísimo y necesario, se precisa algo más: caemos en la cuenta de que hay que rehacer no sólo la cabeza, sino el corazón, la experien­ cia y relación con Dios. Y allá en el fondo, en el inconsciente, perma­ necen relaciones e «imágenes primordiales» que requieren el paso de un «arquetipo» a otro, en la marcha de la evolución de la conciencia humana hacia el sí mismo*2. La reconfiguración simbólica -lo descu­ brimos en la práctica- es un proceso que afecta a estructuras psicoespirituales muy profundas. Aquí radica la verdad de toda la literatura psico-espiritual que, inspirada en Jung y otros, prolifera en nuestro hoy al socaire de una cierta psicologización de la espiritualidad3. La verdad de la dimensión implicativa del símbolo es una cuestión de experiencia. La más ligera atención a la vida religiosa de las perso­ nas nos lo pone de manifiesto. Las imágenes de nuestras vivencias reli­ giosas están tan clavadas en lo profundo de nosotros mismos que se necesita un verdadero proceso mental y afectivo, imaginativo y de reestructuración del imaginario para conseguir un cambio. A menudo tenemos un conocimiento intuitivo, pero poco reflexionado, sobre estos procesos «religiosos». Y sucede a menudo que ni nosotros sabe­ mos a veces cómo proceder, ni el «paciente» tiene la suficiente pacien­ cia (ni nosotros tampoco) para someterse a la «cura», frecuentemente inás ideológica que afectivo-experiencial, que le permitiría superar sus perturbaciones o «sombras». Incluso la propia experiencia nos dice que hay tareas de resimboli­ zación que quizá, como diría Kant, la brevedad de la vida no nos pro­ porciona tiempo suficiente para abordarlas. Quedarán pendientes, o moriremos sin haberlas solucionado.

2.

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tenido serios problemas con la imagen de Dios recibida. Sólo después de mucho tiempo -constataban- estaban rechazando con cierta tranquilidad una «imagen opresora de Dios». Cf. E. N eumann, Orígins and History o f Consciousness, Bollinger Series, Princenton University Press, Princenton, NJ, 1973’. E. Neumann es el discípulo de Jung que mejor ha estudiado los «estadios arquetípicos del desarrollo de la conciencia»: XV. Cfr. W.Y. Au - N. C a n n o n , Anhelos del corazón, Desclée, Bilbao 1999. Muchos de los libros de la colección Serendipity de esta editorial tienen esta orientación de ayuda psico-espiritual.

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Pero, más allá de estos casos notorios, tenemos que darnos cuenta de que estamos tocando una problemática que afecta a todos los cre­ yentes. Todos estamos llamados a mantener una distancia negativa o crítica con respecto a nuestras imágenes de Dios que nos convierten en permanentes iconoclastas o críticos de nuestros propios ídolos. Siem­ pre tenemos como tarea espiritual «matar a nuestros propios dioses» como modo de acceder al Dios verdadero, del cual, por otra parte, necesitamos hacernos siempre una imagen necesitada de purificación. Y así en un proceso inacabable. De ahí que la cuestión del imaginario simbólico con respecto a Dios debería ser un punto de atención de nuestra relación con Dios. 2. Los centros de estructuración simbólico-afectivos de la religiosidad cristiana El problema del imaginario simbólico tiene la dimensión personal tan profunda que la práctica pastoral nos indica; pero descubrimos tam­ bién que tiene una inevitable marca histórica y cultural. El imaginario es deudor de un tiempo y de una época, de una socialización y una edu­ cación, como no puede ser menos en seres personales, es decir, indivi­ duales y sociales. Sin duda, en el devenir de la historia de la Iglesia, tan profunda­ mente marcado por el de la humanidad, los cambios socioculturales afectan a la idea que se tiene de Dios y a sus representaciones. Esto ha sucedido con una violencia y una aceleración inusitadas en nuestra época moderna. Y con unas reticencias, por parte de creyentes y de la institución, que indudablemente tiene mucho que ver con el fondo de lo que aquí debatimos. No hay duda alguna de que la revolución men­ tal que supone la modernidad termina de algún modo con determina­ das imágenes de Dios. La «muerte de Dios», de una determinada ima­ gen intervencionista, justificadora y milagrera de Dios, ha sido una realidad mucho más allá de F. Nietzsche y su genial comentario. Y no es un tema clausurado, ni mucho menos. De alguna manera, se puede afirmar que, si la teología ha dado grandes pasos en el «cambio de paradigma» (T.S. Kuhn) o de la matriz imaginario-simbólica respecto a Dios, todavía este cambio está por hacer en muchos creyentes4. Desde un punto de vista pastoral e inclu4.

Cf. A. Torres Q ueiruga, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, quien explícitamente hace referencia y tema de su

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so intelectual, todavía estamos ajustando cuentas con un imaginario impresentable y opresor de Dios, a fin de que sea más vivible, más res­ petable en público y haga más justicia a Dios mismo. Comprendemos ahora mejor la insistencia de P. Tillich, quien entendía la teología como una tarea permanente de interpretación del mensaje o revelación en función de las condiciones de cada momento histórico. Y tomamos nota de que ha sido el mismo proceso moderno, secularizador y críti­ co respecto de la religión cristiana, el que ha terminado aportando a ésta un gran servicio al ayudarla a purificar y cambiar las imágenes de Dios. Las ayudas o impulsos para cambiar el imaginario no proceden «de dentro», sino que lo más frecuente es que sean fruto de choques o enfrentamientos -del conflicto, en definitiva-procedentes «de fuera» de la religión. Si tenemos en cuenta que el concilio Vaticano n representó dentro de la Iglesia católica uno de esos momentos institucionales que se sue­ len denominar «proféticos», es decir, en los que la Iglesia se detiene, hace una autocrítica de cara al Espíritu y la realidad y trata de ade­ cuarse a «los signos de los tiempos», entonces podemos tomar este punto de referencia como «momento epocal» de un giro en el imagi­ nario simbólico de los creyentes católicos. Y así ha sido considerado y juzgado desde dentro de la misma Iglesia y desde fuera. ¿En qué ha consistido este giro del imaginario simbólico postcon­ ciliar? ¿Qué cambio de horizonte simbólico trajo consigo el Concilio? El cardenal Martini ha hecho una indicación preciosa y llena de consecuencias pastorales sobre este punto. Dice Martini5, refiriéndose a la educación espiritual y afectiva, que «a partir del concilio Vaticano n esta educación espiritual afectiva (referida a la Madre de Jesús) ha disminuido, o nos sentimos menos inclinados, social y colectivamente, a vivir y expresar la relación espiritual con la Madre de Jesús». Me parece muy atinada esta reflexión, que señala algo que ha caracterizado a la espiritualidad anterior y posterior al concilio Vati-

5.

reformulación teológica este cambio de paradigma: adecuar una idea-representa­ ción de Dios a la altura del momento racional y cultural que vivimos y de la com­ prensión del Evangelio. Desde otras latitudes también se advierte esta misma pre­ ocupación con tonos más o menos divulgadores: cf. el protestante, especialista en M. Eliade, Shafique Keshavjee, Dios, mis hijos y yo, Destino, Barcelona 2000; el rabino judío H.S. Kushner, Cuando las cosas malas le pasan a la gente buena, Diana, México 1993'“; el equipo de un jesuíta y un matrimonio norteamericanos dedicados a sanar la imagen y experiencia de Dios: Dennis Ltnn, Sheila Fabricant Linn, Matthew Linn, Las buenas cabras. Cómo sanar nuestra imagen de Dios, Promesa, México 19982. C.M. M artini, L o s r e la to s d e la P a sió n , San Pablo, Madrid 1994, 121.

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LA VIDA DEL SÍMBOLO

cano ii. La espiritualidad anterior -hablando en nuestro términos, el imaginario simbólico- giraba alrededor de un gran pivote: María. La espiritualidad posterior, en la estela del Concilio, gira alrededor del pivote Jesucristo. Se pasa de un centro mañano a uno más cristológico. Y, claro está, no es un mero cambio de símbolo estructurador de la educación o de la vida espiritual y afectiva, sino que lleva consigo toda una recomposición espiritual. Este cambio ha conllevado una reconfíguración del imaginario de lo divino. El Concilio trajo un descubrimiento de la palabra de Dios, con lo que se abrió paso una comprensión del «Dios de Jesús», del Dios de la misericordia y el Amor incondicional, que, si nunca faltó en la fe cristiana, sí estuvo más apagado en muchas ocasiones. María -la denominada incluso por Jung «dimensión femenina de la divinidad»hacía de balance equilibrador de una figura divina que se mostraba más desde su aspecto patriarcal y dominador, como Creador y Juez, que como Padre acogedor que atisba la llegada del hijo a casa. Podríamos decir, acentuando los contrastes y sin tener en cuenta un complejo pro­ ceso teológico y cultural, que, curiosamente, el desplazamiento de María del centro reconfigurador de la espiritualidad católica ha puesto al descubierto su papel compensador y hasta ocultador del «patriarcalismo» dominante en la figura de Dios. Y el cristocentrismo actual ha acentuado una feminización de la figura divina al redescubrir los ras­ gos patemo-matemos de Dios. Una verdadera «ideologización» de la figura de María y de su función afectivo-espiritual. 3. La reconfiguración del imaginario creyente en el postconcilio Vamos a tratar de indicar las grandes líneas de un proceso que, como venimos diciendo, tiene componentes afectivo-espirituales, imagina­ rio-culturales, teológicos, etc. El interés de esta reconstrucción, basada en algunos datos de campo, es mostrar algo de lo que ha acontecido y está aconteciendo en nuestras vidas y que la observación pastoral pone de manifiesto. Insistimos que al hablar de nuestras imágenes de Dios estamos hablando de todo un sistema religioso, puesto que la imagen de Dios o de trascendencia que tengamos influye no sólo en nuestra concepción religiosa, sino también en nuestras relaciones con los otros, con el mundo y con los valores6. 6.

Cf. K.P. Jórn, Die neuen Geschichter Gottes. Was die Menschen wirklich glauben, H.C. Beck, München 1997, 199s.

LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO

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3.1. El Dios Creador y Juez Es ya un lugar común que el estereotipo predominante o imagen de Dios preconciliar era el Dios Creador y Juez. En las encuestas de los años noventa7 se encontraba un 23,5% de la población católica espa­ ñola que poseía esta imagen de Dios. La investigación nos señala algu­ nas características de las personas con este imaginario: eran personas cuya edad las situaba en las franjas generacionales de los nacidos antes de la guerra civil o poco después; se consideran buenos católicos, y sus tendencias ideológicas les colocan entre las tendencias de derecha y extrema derecha. Por clases sociales, esta imagen puntúa más entre las clases trabajadoras que en las clases media y alta8. Más allá de estos datos estadísticos, habría que hablar de la conta­ minación de esta imagen e imaginario entre aquellos que, por edad y formación, se sitúan incluso fuera de este grupo generacional. Es una imagen de rasgos nítidos y bien delineada, muy consistente, que se ali­ menta directa o indirectamente de muchas de las predicaciones de tono moralista, objetivista y literal con que nos obsequian a menudo pasto­ res y catequistas. Esta imagen del Dios Creador y Juez tiene, por otra parte, fuertes raíces en la concepción de Dios que afectan hondamente a la sensibi­ lidad del creyente. El Dios Creador es el origen y sustento de lo exis­ tente. Es la imagen que proporciona «sentido» y «suelo» o cimiento a este mundo y a la realidad entera. Para la gran mayoría, sin Dios Creador no sabríamos a quién atribuir la existencia de las cosas. El azar o la necesidad no bastan. La realidad aparecería huérfana. Y como todas las imágenes poderosas, aunque tenga un eje bien delineado, recibe muchas connotaciones y matizaciones más o menos explicitadas: un Creador con un cierto lado protector, o al que se moderniza con imágenes antropomórficas de «Arquitecto», «Ingenie­ ro», etc9. Claro está que, como ha puesto de relieve la teología femi­ nista, también adolece de presentar una figura patriarcal, monárquica y hasta machista. La imagen de Juez es también muy polisémica: por una parte, es obvio el escenario escatológico del Dios que juzgará a buenos y malos, 7. 8. 9.

Cf. P. González Blasco - J. González A nleo, Religión y sociedad en la España de los 90, SM, Madrid 1992, 52s. Ibidem, 54 Esta imagen se puede racionalizar o presentar en formas esotéricas, como entre los masones, o adoptar versiones populares, como puede latir en canciones como la del Credo de la «Misa Nicaragüense».

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según el trasfondo original de Mt 25,31, donde el Hijo del Hombre juez es transmutado en Dios Juez, con una mezcla de rasgos miseri­ cordiosos y revanchista-vengativos; por otra, aparece la Justicia divina con connotaciones de Equilibrador de la Historia Universal, ya que no se dirige sobre o contra nosotros, sino que tiene, en este imaginario, la función de poner las cosas en su sitio: a las víctimas inocentes y a los verdugos, a los Epulones y a los Lázaros. Un imaginario peligroso y ambiguo que produce un exceso de «temor de Dios», en el peor de los sentidos, y que ofrece a veces la imagen inaceptable, dura y hasta ven­ gativa de un Dios que te espera para arreglar cuentas por los deslices cometidos en la vida. Tiene en su haber, digámoslo también, una cier­ ta pasión por la justicia y una innegable sensibilidad por el escándalo producido por el dolor y la injusticia humana en este mundo101. Todo lo cual nos habla de las numerosas irisaciones y proyecciones de nuestro subconsciente sobre las imágenes de Dios. Esta representación del Dios autoritario y castigador puede tener su reviviscencia siempre en nuestro inconsciente y verse favorecida por situaciones de atmósfera «fundamentalista» como la actual, que propi­ cian, con el tono restaurador y de seguridad neo-ortodoxa, la vuelta de esta imagen. E. Neumann ya señaló que se manifiesta así una determi­ nada personalidad, rígida, enclavada en la estructura ordenadora de la colectividad cultural. Y Rof Carballo" dirá que «el Dios empobrecido que sólo es un ser autoritario y castigador, legislador y punitivo, encar­ cela la personalidad del hombre y, además, nutre su violencia persecu­ toria. Sólo un Dios del amor puede sacar al hombre de esta prisión»

10. He notado con alguna frecuencia que hombres con cierta formación y espíritu crí­ tico se resisten a abandonar esta imagen precisamente en razón del sufrimiento estructural y no estructural producido por la injusticia humana. Exigen cierto ree­ quilibrio o reestabilización. Ni las consideraciones sobre el amor de Dios ni la superación de una concepción puramente restitutiva del derecho les convencen. La ambigüedad de esta imagen «vengativa» de Dios es puesta de manifiesto por los datos estadísticos: una encuesta Gallup en USA, junio de 1991, encontró que el 76% de todos los estadounidenses y el 77% de los católicos estaban a favor de la pena de muerte (a pesar de que los obispos están en contra). Cf. D. Linn y otros, Las buenas cabras, o.c., 83; por no hablar del «Gott mit uns» nazi o del «Dios de nuestro lado» de todas las justificaciones religiosas de las guerras. 11. Cf. J. R of C arballo, Violencia y Ternura, Prensa Española, Madrid 1967, 288.

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.1.2. Dios como Amor Incondicional lis el prototipo de la imagen postconciliar de Dios y obtiene un 25,7% de adhesiones entre los creyentes españoles. Imagen característica de las generaciones creyentes de la postguerra y de aquellos que han efec­ tuado una reconversión mental y espiritual con el concilio Vaticano n. Ofrece una representación entrañable de Dios como Padre acogedor y perdonador. Para los cristianos es deudora del énfasis puesto por Jesús en un Dios que busca la salvación del ser humano. Los cinco verbos de la parábola lucana del hijo pródigo (Le 15,1 ls), en la que el Padre «lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos», estaría en el trasfondo del imaginario religioso que es reforzado por otros muchos lugares y expresiones neo- y vétero-testamentarias. Expresiones recogidas en los Salmos -tales como «aun­ que mi padre y mi madre me abandonasen, el Señor me acogería», «mi ser entero se aprieta contra ti»- indican una ternura y fidelidad del amor de Dios que es recogido y ampliado en el NT. No es extraño que un tema tan arraigado en la entraña bíblica haya dado origen a nume­ rosísimas expresiones y representaciones artísticas en el mundo de la literatura, la música y la pintura. Sin duda que esta imagen siempre ha pugnado por hacerse presen­ te en el imaginario de los creyentes de todos los siglos; pero al menos en la pastoral y la espiritualidad populares anteriores al Concilio pre­ dominó la figura del Dios Creador y Juez, dejando en la sombra el aspecto de su. Sin embargo, se podrían descubrir muchas líneas correc­ toras en la teología y la espiritualidad que preparaban el cambio de imagen hacia un Dios inclinado hacia nosotros. Los desarrollos teológicos cercanos a nuestros días, especialmente la teología feminista, han señalado, con razón, el patriarcalismo sub­ yacente a esta imagen de Dios Padre. Sin pretenderlo, se hace de «Dios Padre» un varón venerable y amoroso que, en el mejor de los casos, asume características correspondientes a la imagen maternal, pero la silencia y la discrimina, y con ella al sexo femenino. La insistencia de estas teólogas en la imagen materna de Dios ha conseguido que cada vez seamos más conscientes de la implicación cultural en nuestro ima­ ginario de Dios, y se trate de paliar la unilateralidad recurriendo a la imagen patemo-materna de Dios, es decir, de un Dios Padre-Madre. De esta manera, el Amor originario e incondicional de Dios, en pro­ puesta filosófica, se hace imagen patemo-materna que recoge la expe­ riencia antropológica humana más común y cercana a dicha incondi-

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cionalidad12. Y se pone de manifiesto el carácter cultural de tales deno­ minaciones, donde funciona inevitablemente una precomprensión de las funciones masculina y femenina que es deudora de un momento histórico: la actividad procreadora y por ello originaria de lo masculi­ no. De ahí que fuera lógica (en aquel tiempo) la denominación de «Padre» para la persona origen y fuente de la Trinidad y de todo lo existente. Así mismo queda resaltada la realidad metafórica de las denominaciones «Padre» e «Hijo», que, como diría san Gregorio Nacianceno, no son nombres de naturaleza o de esencia, sino de relacio­ nes, y aun en este caso se utilizan simbólicamente. La teología feminista insiste, con razón, en que detrás de estas cuestiones que parecen nimias o de detalle, meras precisiones del len­ guaje, se juega -a través de la influencia del imaginario simbólico, que se manifiesta en el lenguaje- todo un desequilibrio de la espiritualidad cristiana, en la que lo femenino está subordinado a lo masculino. 3.3. Dios como dimensión cósmico-natural Esta imagen es la que más alto puntúa en las investigaciones de campo: un 28,2%. Estamos ante la imagen más socorrida de Dios. En el tras­ fondo de todo el imaginario de trascendencia late un cierto «deísmo» que presenta a Dios como Ser Supremo, Fuerza, Energía, Vida..., cuan­ do no como el fondo poderoso que habita todo lo creado. Imagen cer­ cana al Creador, pero distinta, en cuanto que acentúa unos rasgos impersonales, aunque activos, de Dios. Se podría decir, en nuestro con­ texto, que se trata de un «deísmo católico»13, experiencia de Dios cer­ cana a lo sagrado y numinoso que enfatiza el poder, el sobrepoder, de lo divino. Una imagen arcaica de Dios que vuelve a encontrar en nues­ tro momento un numeroso grupo de seguidores14. Es una imagen arcaica y muy enraizada en el fondo de nuestro ima­ ginario de Dios, por cuanto recoge la experiencia oscura del funda12. Con todo, más de un lector habrá constatado, frente a la liberación de muchos/as creyentes, la reticencia aún de muchas mujeres para denominar-imaginar a Dios como «madre». Una muestra más de lo arraigado de las imágenes en nuestra sen­ sibilidad y de lo costoso del proceso de resimbolización. 13. La expresión me la sugiere J.A. van der V en, «Faith in God in a Secularised Culture»: Bulletin ET 1(1998) 21-47 [26J . 14. Esta concepción está fuertemente presente entre los jóvenes actuales Cf. J. Elzo , «Jóvenes y religión: comportamientos, creencias, actitudes y valores»: Revista de Estudios de Juventud 53 (2001), 19-33 [23],

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mentó de las cosas, de la realidad última, que aparece como poderosa, significativa, viviente. Supone una ontología o concepción del mundo en la que éste aparece como totalidad recorrida por el mismo dinamis­ mo o Energía. En un momento de evidente pluralismo cultural y de pensamiento, no es extraño que muchas añoranzas «metafísicas» de unidad, totalidad y fundamento aparezcan en versiones religiosas de este tipo. Este imagen está experimentando una revitalización actualmente, por cuanto adopta la visión deísta de la Ilustración en formato de nues­ tros días, es decir, mediante un concordismo cientifista. Se presenta ligada y pretendidamente justificada por el «último paradigma cientí­ fico»15, es decir, por referencias generales a la mecánica cuántica, el lado derecho del cerebro, el modelo holográfico... En el clima de reac­ ción holista frente al relativismo y la fragmentación cosmovisional predominante en esta modernidad tardía o postmodernidad, esta, pro­ puesta está teniendo un cierto éxito, y lo va a tener no sólo entre cre­ yentes cristianos, sino entre espíritus religiosos inclinados hacia lo ecológico y científico. Más que al imaginario cristiano, estos símbolos apersonales o im­ personales de Dios son afines al vocabulario científico y la sensibilidad cosmovitalista. Presentan una alternativa crítica a un personalismo cristiano fuerte pero ingenuo, que es de una grosería antropomórfica rayana a veces en la idolatría más simple. Para estos espíritus la imper­ sonalidad cósmico-natural de lo divino es mucho más aceptable. Un aviso que veremos corroborado con la imagen predominante de la nueva religiosidad difusa perceptible ya entre nosotros. 3.4. El «Algo» de los indecisos o semiagnósticos Los datos estadísticos recogen también un 11,1% -postura de «no muy practicante» o «no practicantes», así como de jóvenes con estudios y tendencia política de izquierda- que barrunta la existencia de «Algo» o que postula un Ser que sea el Origen y Fundamento de lo que hay, pero que se queda en un cuasi-silencio, sin atreverse a nombrar o ima­ ginar nada que pueda representar su pequeño anhelo o atisbo. Es un Dios que no se atreven a nombrar ni a imaginar. El pensamiento sobre Él/Ello queda indeciso, como si no se atrevieran a movilizar la más 15. Cf. las referencia a escritos de científicos como F. Capra, Punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente, Integral, Barcelona 1985, 307s.

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mínima idea. Una suerte de agnosticismo que no osa decir nada; un apofatismo sin tradición religiosa clara. Cabe sospechar, fundadamente, que en este grupo se encuentran aquellos que, casi al margen de la religiosidad cristiana, guardan una leve referencia sociológica y siguen inscribiendo su nombre como bau­ tizados, pero cuya creencia ha quedado ya tan debilitada que, en su moribundez, tan sólo se atreven a decir que «tiene que existir algo». Una especie de último aliento metafísico y/o religioso que no se atre­ ve a abandonarse al vacío del sinsentido, ni se encara tampoco con el ateísmo; un balbuceo de un pequeño deseo, anhelo, vislumbre de «Algo» que dé fundamento y suelo a nuestras pisadas existenciales. Desde un talante filosófico, pueden hallarse en esta posición agnóstica muchos pensadores tipo Merleau-Ponty (Éloge de la Philosophie) que no se reconocen como ateos, pero que mantienen el pudor de no nom­ brar a Dios. 3.5. ¿Una o varias imágenes de Dios? Por lo que venimos diciendo, parecería que cada creyente tiene una imagen de Dios. La realidad, sin embargo, es más compleja. Ésta es una simplificación que busca determinar lo que hemos llamado «ima­ gen predominante de Dios». Pero el creyente, como nos dicen la expe­ riencia pastoral y la teología, usa o posee varias imágenes de Dios que aplica según contextos y situaciones diversas y que varían con el correr de los años. Es decir, a Dios el creyente lo vive pluralmente. No hay una sola imagen o símbolo que aprese lo que quiere decir cuando dice/imagina «Dios». Unas veces podrá utilizar la imagen-símbolo de Dios como Roca, otras la de Águila, y quizá, las más de las veces, las de Creador, Padre-Madre, Fuerza o Energía. Quiere decir esto, como insiste el pensamiento teológico, que la experiencia creyente de Dios no la apresa ni expresa suficientemente ningún nombre único de Dios. De ahí que la tradición escolástica hablara ya de los nombres de Dios {De Nominibus Dei). Y santo Tomás de Aquino señala la necesidad de usar varias imágenes de Dios para poder expresar algo de su infinita riqueza16. Actualmente, un pensador como P. Ricoeur hablará de la diversidad polifónica de las imágenes o figuración de Dios, que siempre elude la definición o apresamiento de la divinidad al situarse en una suerte de horizonte que desaparece. Esta idea es participada por la teología judía y cristiana actual, que en16. T omás

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Aquino, Summa contra Gentiles, I, 31:4.

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tiende que estamos entregados a una especie de interpretación o hermenéutica sin fin del Libro (judíos) o del Dios que se hizo carne (cristianos)17. No debemos olvidar, con todo, la tendencia iconoclasta del segun­ do mandamiento del Éxodo: toda imagen, incluida cualquier represen­ tación imaginativo-simbólica de Yahvé, termina velando tanto como mostrando aspectos de Dios. El peligro de la idolatría está clavado en el corazón humano; de ahí la extraordinaria validez de la prohibición de las imágenes de Dios. Es decir, la prohibición de cosificar una representación como la expresión adecuada de Dios. Todas son inade­ cuadas. Todas son meros balbuceos humanos que tienen que terminar en el silencio, en el reconocimiento de que ocultan y velan el rostro de Dios. Por esta razón, una imagen simbólica de Dios que aprisione y no libere o desencadene una crítica de su propia representación, es una imagen mortal e idolátrica. 4. Imágenes de la trascendencia en la religiosidad actual Quisiéramos apuntar brevemente un tema fascinante y difícil de este momento de reconfiguración religiosa actual: la construcción de la trascendencia hoy18. Dentro de la gran complejidad del fenómeno, sinónimo de la recomposición religiosa de nuestros días, advertimos un deslizamiento de la «gran trascendencia» hacia la «pequeña tras­ cendencia» y aun hacia «las experiencias» laicas de la trascendencia. En este proceso «religioso» se están fraguando las nuevas imágenes de la divinidad. 4.1. De la gran trascendencia a la pequeña Fue Thomas Luckmann19 quien, hace ya años, detectó el paso de la gran trascendencia hacia la media y la pequeña trascendencias. Está­ bamos pasando, de la afirmación del Absoluto, del Misterio de Dios, 17. Cf. J. B ottéro - M.-A. O uaknin - J. M oingt, La historia más bella de Dios. ¿Quién es Dios en la Biblia?, Anagrama, Barcelona 1998, 168. 18. Cf. J.M. M ardones, «Experiencias de trascendencia. ¿Cómo se construye la tras­ cendencia hoy?»: Sociedade e Estado (Revista de Sociología de la Universidad de Brasilia), vol. XIV/1 (1999), 145-169. 19. Cf. Th. L uckmann, «Religión y condición social de la conciencia moderna», en (X. Palacios - F. Jarauta [eds.]) Razón, ética y política. El conflicto de las socie­ dades modernas, Anthropos, Barcelona 1988, 87-108 [94s].

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por parte de las grandes religiones, a la sacralización de una serie de instancias intermedias como la nación, el Estado, la democracia; o bien nos fijábamos en un más allá de la experiencia ordinaria por el camino de «pequeños» procesos sociales cotidianos ligados a la salud, el bie­ nestar físico, la relación interpersonal, la autorrealización, etc. Nos encontramos, sin duda, ante una situación religiosa que algu­ nos han visto caracterizada, en palabras del sociólogo francés M. Gauchet, como «la religión después de las religiones». La situación religiosa europea actual tendría mucho de desconfianza y hasta de indi­ ferencia frente a la religiosidad de las religiones institucionalizadas, dando la espalda, por así decirlo, a las iglesias y sus propuestas de tras­ cendencia; lo cual, sin embargo, no significa indiferencia frente al Misterio. Algunos hombres que se declaran no creyentes admiten, como hace N. Bobbio, que viven un «sentido profundo del misterio». Sin duda, la experiencia de la mayoría de los hombres de nuestro tiem­ po es que siguen preocupados y hasta fascinados por explicar la reali­ dad, tanto la naturaleza del universo como el significado de la vida humana. Recuperamos por este camino lo que algunos llamarían la inquietud permanente del ser humano, que lo convierte en un imperté­ rrito productor de sentido. La actual situación cultural de fragmentación cosmovisional y de relativismo, es decir, de ausencia de modelos sociales y culturales generales, plausibles y obligatorios, hace poco factibles las experien­ cias humanas y religiosas de «gran trascendencia» y universalidad. En cambio, favorece una conciencia inclinada a religiosizar las instancias intermedias anónimas donde se desenvuelve la vida del individuo, desde el Estado o el Mercado hasta la Constitución. E incluso hace proclive al individuo para volverse ante el misterio latente en el cuer­ po, la identidad o el bienestar interior. Avistamos hoy una serie de prácticas sociales o rituales donde atisbamos la presencia del Misterio. Son rituales «profanos» que, sin embargo, indican una reconstrucción intersubjetiva de experiencia de trascendencia en nuestra cultura y sociedad. Aparentemente, se trataría de experiencias seculares o laicas de Dios. Siempre lo sagrado deam­ bula por lo profano. Sospechamos que la construcción de trascenden­ cia está muy ligada a los lugares donde se anudan los problemas y expectativas de la sociedad y del hombre moderno. Son nudos sociales y existenciales que ofrecen riesgos y peligros, así como ilusiones y sueños de esta modernidad tardía, sin perder de vista nunca la nostal­ gia humana por vincularse a un Bien definitivo. Por esas rendijas se evoca y experimenta la trascendencia.

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4.2. Los centros de la reconstrucción actual de trascendencia. Cinco son los centros que avistamos y sugerimos -sobre el trasfondo de una teoría de la modernidad actual- donde se agitan las aguas toca­ das por el «ángel del Señor»: el individuo, el cuerpo, la naturaleza, la sociedad misma y la identidad nos parecen ser los lugares actuales donde se agrieta la sociedad moderna, cruje la persona y se reconfigu­ ra la experiencia de poner en relación esta orilla insegura de la vida con la otra, firme pero desconocida, del Misterio. a) El individuo, el interés y la fragilidad de la persona individual en la sociedad moderna, indica uno de esos lugares donde la modernidad se coagula. La emancipación del individuo recorre la sociedad moder­ na, y el proceso de la libertad que busca una vida propia late desde la novela del siglo xvm. Hoy, como nos dirá U. Beck20, la promesa que moviliza al hombre occidental es disfrutar de un espacio, un tiempo, unas cosas propias, anticipo del deseo de «una vida propia». Se quieren alcanzar las estrellas como posesión personal. ¡Tantos afanes y sacrificios para tratar de conseguir lo inalcanzable...! Por esta grieta se cuelan tanto el egocentrismo y la ética de la performance como la aspiración a la realización de sí, que descubre en la basura de las incompatibilidades la necesidad de «alguien» que asegure un sueño baldío. Condenado a elegir, el individuo de nuestros días se transforma en conductor de su propia vida y director de su propia biografía, pero experimenta la tupida red institucional que le dirige anónimamente y le estrecha el juego de su libertad. Por el estrecho corredor de esta indeterminación discurre la vida del individuo como un viaje y un experimento personal... ¿hacia dónde? Y ahí mismo la libertad y la emancipación se dan la mano con la soledad, a la vez que el pluralis­ mo de visiones y opciones despierta la ebriedad dionisíaca y la inse­ guridad y zozobra interior. La no identidad radical se agarra a las entra­ ñas de cada individuación y exige construir un camino propio que nadie asegura. Vivir la propia vida es la gran aventura de nuestros días, ofrecida y hurtada al mismo tiempo al individuo. Ser lo que cada cual se haga, sabiendo pronto lo poco que se puede hacer. ¿No se cuela por esta voluntad de biografía individual una nostalgia de Absoluto? ¿No des20. Cf. U. Beck, «Vivir nuestra propia vida en un mundo desbocado: individuación, globalización y política», en (A. Giddens - W. Hutton [eds.]) En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona 2001, 233s.

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cubre el individuo, en la precariedad de la propia aventura de ser y hacerse, la miseria espiritual de una época que le devuelve el interés por la interioridad? b) El cuidado del cuerpo es una manifestación más del interés del individuo por sí mismo, es decir, por su cuerpo. Pero late también la reacción contra un olvido cultural de que «somos» cuerpo y no sólo disponemos de él. Ser carne para gozar y sentir la flaqueza y la debili­ dad. No tiene nada de extraño que la preocupación por el cuerpo se dé la mano con la salud y se vincule enseguida con tratamientos sobre grasas y vitaminas, calorías y colesteroles. La dieta -una forma de vivir en su acepción primera- se convierte así en una manifestación del cuidado del cuerpo, para caer pronto en las garras de la publicidad y del mercado. Se vislumbra tras la ascética de la vitalidad y la «vida joven», del «estar en forma» y de la salud, un deseo de plenitud y de vida plena e inacabada que no puede llenar ninguna recompensa de vida saludable e integral. Detrás de la sonrisa joven de uno de esos bellos y esbeltos cuerpos de la publicidad se desliza todo el deseo soterrado de una Plenitud que no se alcanza con meros «rayos uva». El culto al cuerpo es una forma indirecta del deseo de Inmortalidad. La Vida se eleva con mayúsculas tras los cuidados y afanes por sostener la lenta descompo­ sición de una carne que somos nosotros. El espectro de la muerte, tan maquillada y disimulada, se asoma en el revés de la trama del afán moderno de ignorarla. Transitorio esfuerzo por amar lo que se des­ compone, y atisbo de una vida afirmada desde su concreción pero con ansias imperecederas. c) La naturaleza se ha vuelto preocupación y fascinación en esta modernidad tardía. Despierta el sueño siempre presente de lo intocado, espontáneo, indemne y puro. Un relámpago sagrado dota a lo natural de un halo de pureza en un tiempo en que ya no se sabe dónde está la línea divisoria con lo artificial. Un poder o sobrepoder escondido anida en su referida pureza. La naturaleza fascina tanto más cuanto más cerca está de nuestras manos el destruirla. Nace el deseo maternal de acogerla, de sentar nuevas relaciones y conjurar la manipulación expo­ liadora e instrumentalista. La naturaleza hace soñar otra vida, otro esti­ lo de vida y de ser humano; despierta la utopía mesiánica que pone al niño jugando tranquilamente con el áspid; nos invita a imaginar un mundo donde los cohetes espaciales no lleven diez cabezas nucleares y se conviertan en arados que proporcionen agua, pan y vida al Tercer

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Mundo y a todos los seres humanos. La preocupación por la naturale­ za nos devuelve a nuestra condición de administradores cuidadosos, hermanos e hijos de la Madre primigenia. Una relación, una depen­ dencia que se hace veneración, se desata ante la mirada a «Gaia», la Madre Tierra. La naturaleza nos devuelve hoy el ansia de la unidad perdida en un tiempo de fragmentación. La unidad, el todo, la sensación de pertene­ cer a la globalidad del Universo, surge en un tiempo de funcionalismo productivo-consumista. El monismo de la mirada holográfica, que advierte una misma estructura y energía atravesando toda la realidad, desde el mundo subatómico hasta los agujeros negros y las galaxias. Se instaura un holismo que quiere superar todas las divisiones y dualis­ mos, también el cristiano. Un más allá de las delimitaciones, separa­ ciones, definiciones, que hambrean el Gran Uno, la Unidad de la Vida, la Energía vital expandiéndose y manifestándose por todos los rinco­ nes de la realidad. Sed sagrada de unidad y de gran trascendencia, aun­ que aparezca sin rasgos precisos, impersonal y difusa, quizá como reacción ante tanta caricatura del rostro de Dios. d) La sociedad en cuanto mundo del hombre, ya lo hemos dicho, se ha vuelto muy problemática. Descubrimos con sorpresa que nuestra tienda protectora es ella misma un peligro. Hemos construido una sociedad amenazadora. El peligro antes estaba fuera de nosotros, allá en la naturaleza; ahora habita dentro de nuestra propia casa. Crece la conciencia de la inseguridad, la incertidumbre ante las mismas cons­ trucciones humanas, ante la casa y el mundo que hemos fabricado para poder ser nosotros mismos. Todos los dinamismos que tan orgullosamente exhibíamos como nuestros logros y dominios se han vuelto con­ tra nosotros: se nos escapan la ciencia y la tecnología de las manos, y ya no sabemos si el futuro de unos seres clonados no será una pesadi­ lla mayor que los actuales riesgos alimentarios o las contaminaciones indeseadas; tampoco controlamos las finanzas ni la mercantilización generalizada de un mundo que se parece cada vez más a un bazar o a un zoco desorganizado. Esta sociedad del riesgo, como la denomina U. Beck, produce en el ser humano la sensación de impotencia, limitación y finitud, devol­ viendo al ser humano la condición de contingente. La realidad, inclu­ so la creada por él, se le escapa de su control. El descontrol del mundo le hace tomar conciencia de la indisponibilidad de la realidad. Tiempo apto para el miedo y la invocación de seres protectores, de ángeles y de espiritualidades interioristas, de esoterismos y hasta de magia; pero

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también tiempo de incertidumbre que prepara la escucha del rumor de otra cosa. Heidegger decía, mirando ya hacia este mundo desbocado, que sólo «un dios» podía salvarnos. El rastro de la trascendencia rea­ parece en un tiempo de incertidumbre. e) La identidad es otro de los lugares propicios a las sacralizaciones. Identidad y sentido se dan la mano. La orientación en la vida no se hace sin apelar a alguna relación, origen, referencia, lugar. Y lo más cercano que el ser humano tiene es su propio paisaje y su tierra. En tiempos de incertidumbre no es raro ver a personas y a colectividades volverse compulsivamente en busca de un poco de hogar y de calor, de seguridad y de claridad, por los caminos del localismo, la tribalización y la sacralización de la propia etnia. La fiebre comunitarista de nuestro tiempo tiene mucho que ver con esta carencia de identidad. La desestructuración social, el mercantilis­ mo y la homogeneización funcional de nuestro mundo desatan la nece­ sidad de protección. Quien ofrezca unos rayos de calor de hogar ten­ drá éxito, aunque predique locuras como la de construir una vida defi­ nitiva en el polvo cósmico de un cometa; quien apele a la defensa de la propia tradición, cultura y religión, aunque se vuelva de forma revanchista sobre los agravios cometidos en la historia de la colonización occidental y de la política actual, obtendrá seguidores incondicionales para la «guerra santa» contra el «Gran Satán» estadounidense. En el fondo de los brotes etno-religiosos actuales y del fanatismo islámico hay que detectar, junto a otros factores, serios problemas de identidad.

4.3. La ambigüedad de la trascendencia Estas breves insinuaciones sobre la actual reconfiguración de la tras­ cendencia nos llevan, más allá o más acá de lo acertado de las pro­ puestas, a una constatación: la trascendencia, como los rasgos concre­ tos de una religión, es una construcción humana. Los rasgos adscritos al Misterio dependen siempre del momento histórico y de la situación social y cultural. No caen del cielo. Y por ello mismo requieren per­ manentemente vigilancia crítica y distancia frente al mismo Misterio. Sin duda, una de las enseñanzas elementales, y por ello fundamentales, de esta conciencia de la construcción humana de la trascendencia es que nos devuelve la idea de la inadecuación entre nuestras imágenes y «lo que llamamos Dios». Percibimos más claramente el Misterio que

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hay en ese identificar, a veces apresuradamente, nuestras ideas y concepciones con el Misterio de Dios. Sospechamos que hoy hay mucha construcción o experiencia de trascendencia que -como ya hemos señalado- no distingue lo que hay de subjetivo y lo que hay de demasiado humano en nuestras construc­ ciones y experiencias de dicha trascendencia. Reacciona, sin saberlo, frente a los excesos de un cristianismo demasiado antropocéntrico, poco respetuoso del carácter simbólico de nuestras denominaciones e imágenes de Dios; pero incurre en la misma ignorancia de no saber que también es símbolo denominar la trascendencia con los rasgos imper­ sonales de la Energía, la Conciencia universal o cósmica. No hemos hecho sino corregir un exceso de personalismo proponiendo una ima­ gen cosmo-bio-psico-divina. Pero no es más divina por ello, como tampoco lo es por ser más impersonal o más biológica y llamarse Vida. Advertimos en las experiencias de trascendencia de nuestro tiempo un gusto an-icónico, impersonal, que bien pueden ser considerado con atención por el creyente cristiano e incluso asumido por él, pero que, no por huir de la representación y la grosería de lo visual y encami­ narse hacia el dinamismo de fondo de la realidad, su presencia invisi­ ble, pero activa por doquier, escapa a la distancia que establece el Misterio. Con todo, los creyentes cristianos recibimos una lección que no deberíamos olvidar nunca: la experiencia del Misterio pasa por encima de las religiones y del cristianismo. Nosotros, los seguidores del Padre de nuestro Señor Jesucristo, tenemos algunos símbolos en los que creemos se manifiesta algo de lo que es el Misterio de Dios; pero éste nos excede, y su realidad envuelve la vida de todos los hombres y se mani­ fiesta a ellos siempre que se ponen ante su presencia originante.5 5. Los acentos de la trascendencia cristiana hoy Cada momento socio-histórico ofrece experiencias que ayudan a poner en el primer plano unas imágenes de Dios y a posponer otras; si aña­ dimos el trabajo de la teología y el sentir o conciencia de los fieles en su vivencia de Dios, tendremos el triángulo que está en el fondo de las variaciones de las imágenes y, en general, del imaginario predominan­ te sobre Dios. ¿Hacia dónde es impulsado hoy este imaginario? Algo hemos dicho ya, pero quisiéramos, a modo de conclusión y cierre de este capítulo, ofrecer unas breves consideraciones sobre este

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tema. Es un modo, siempre tentativo, de tomar conciencia de nuestro mundo imaginario. Y del esfuerzo humano, siempre precario, de ima­ ginar lo inimaginable. 5.1. Las experiencia de un siglo «terrible» I. Berlín calificó al siglo xx de «terrible», por la crueldad y la barbarie de que había sido testigo. La teología, el modo de hablar de Dios des­ pués de Auschwitz y la serie de inhumanidades de este siglo, no puede seguir igual que antes. J.-B. Metz21 y J. Moltmann22 lo han repetido hasta la saciedad y han reconocido que, a pesar de lo que cabría supo­ ner, al pensamiento teológico le cuesta mucho aprender de la realidad. Parecería como si todo siguiera igual y «nada hubiera sucedido». Pero, con una tardanza que puede parecer desesperante, la reflexión teológi­ ca se ha ido haciendo cargo de que no puede seguir hablando de Dios como antes. La reflexión sobre Dios que se hace cargo del sufrimien­ to y la injusticia de las víctimas inocentes ya no permanece igual: trae a Dios con las víctimas y hace trizas la teodicea tradicional. Dios, la imagen del Dios tradicional, ha entrado en crisis. Ya no se puede hablar de la presencia de Dios en la historia si no se introducen muchos matices. Y el más pequeño no parece ser el de que la «actua­ ción de Dios» no parece notarse en la historia. Dios no dirige la histo­ ria ni interviene en ella: he ahí la conclusión a la que llegan tanto la teología judía como la cristiana por el camino de las tremendas expe­ riencias del «silencio de Dios» en Auschwitz23y de tantas tragedias que recorren el siglo que acabamos de dejar a nuestras espaldas. El Dios todopoderoso, Señor de la Historia, que mira el mundo con la fría impasibilidad de un juez, ya no es creíble ni soportable tras las incali­ ficables experiencias de muertos y desaparecidos de este siglo. Murió y fue enterrado con la barbarie. La imagen de Dios no puede ser la de un «Dios intervencionista». Dios no interviene en la historia. Dios nos declara sus «intenciones», nos da a conocer su voluntad amorosa, pero luego deja en manos de la 21. J.-B. Metz, «Theologie ais Theodizee?», en (W. Oelmüller [Hrsg.]) Theodizee Gott vor Gericht?, W. Fink Verlag, München 1990, 103-118 [103]; Id ., El clamor de la tierra, Verbo Divino, Estella 1996, 7s. 22. Cf. J. Moltmann, Gott im Projekt der modemen Welt, Kaiser, Gütersloh 1997, 165.

23. Cf. R. Sternschein - J.M. Mardones, «Recepción teológica de Auschwitz»: Isegoría 23 (2000), 209-223.

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libertad humana el desarrollo de la historia. Dios es intencionista, pero no intervencionista24. El mundo queda en nuestras manos y carga sobre nuestra respon­ sabilidad. H. Joñas ve en este Dios no intervencionista la condición de posibilidad para una ética de la responsabilidad. Sin este presupuesto no es posible concebir la libertad humana. Ahora el poder de Dios se ve como capacidad para despojarse del mismo poder: Dios es tan pode­ roso que se autolimita para que nosotros podamos ser; o, si se prefie­ re, ama tanto que se arriesga a confiar en este ser de limitada libertad que es el ser humano. Se comprenderá que, a partir de los hechos que han disparado la reflexión «después de Auschwitz», ya todo el imaginario sobre Dios y la Cruz de Jesús ha ido cambiando, aunque sea lenta su penetración en la mayoría de los creyentes. Especialmente ha experimentado un giro el imaginario centrado en el poder, la dignidad y la autoridad «de lo alto», para adoptar claramente el punto de vista inverso: el kenótico o «desde abajo». No es el Dios Altísimo, sino el Bajísimo; no es el Dios Todopoderoso, sino el «impotente y débil en el mundo», como decía D. Bonhóffer25, el que se nos manifiesta; no es el Dios director de un teatro de títeres el que dirige el mundo, sino un Dios que respeta nues­ tra libertad y que ahora, como decía intuitivamente Etty Hillesum26, nos necesita a nosotros. Este Dios de la omnipotencia situada27 es un Dios no impasible, sino sufriente. El Dios que se arriesga por amor a sus criaturas y que, en Jesús, se identifica con las víctimas (Mt 25,35), no podemos por menos de pensar que está con y en las víctimas28. Dorothee Sólle dirá 24. Cf. D. S ólle, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona 1996, 18. Una de las muchas versiones del «dios intervencionista» que manipula mi libertad es la del «dios chupóptero» que siempre me pide más: al estar su «voluntad» por encima de toda reflexión y discernimiento racional, aparece esta figura en toda su avidez y arbitrariedad amenazadora. 25. C f.D . B onhóffer, Resistencia y sumisión, Estela, Barcelona 1971,210 (carta del 16 julio de 1944). 26. Cf. E. H illesum, Cartas desde Westerbork, Casa Baroja, San Sebastián 1989 (ahora, El corazón pensante del barracón, Anthropos, Barcelona 2001). 27. Cf. A. T orres Q ueiruga, D el terror de Isaac al Abbá de Jesús, Verbo Divino, Estella 2000, 205s, que insiste muy bien en que no hay que concebir la omnipo­ tencia de Dios de una forma absoluta e intocable, sino situada, concreta y com­ prometida y, por tanto, autolimitada y referida a la libertad humana. 28. Ésta es la respuesta de J. M oltmann, sobre el relato de E. Wiesel, a la pregunta acerca de dónde está Dios en el momento del sufrimiento de las víctimas; cf. Gott im Projekt der modernen Welt, o.c., 163; E. W iesel, Todos los torrentes van a la mar, Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1996, 121.

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muy acertadamente que este concepto o idea es también, como todos los conceptos teológicos, tarea humana: nuestra tarea consiste en trans­ formar «la tristeza según el mundo» en el dolor de Dios. De esta mane­ ra se expresa aquello ya sabido por los místicos como el Maestro Eckhart29: «Todo lo que el hombre bueno padece por amor de Dios, lo está sufriendo en Dios, y Dios está sufriendo con él en sus sufrimien­ tos». Estamos pasando, de la imagen de un Dios elevado e impasible, a la imagen de un Dios cercano, amoroso, posibilitante y acompañan­ te de la aventura de la libertad humana y, por ello, apasionado amoro­ samente por el hombre, respetuoso de su libertad y solidario con su sufrimiento. Un Dios no intervencionista permite comprender de un modo abierto y dinámico la creación y entender al hombre como co-creador. Dios deja de ser un elemento más de este mundo, lo que permite eli­ minar la imagen de un Dios superpuesto o yuxtapuesto a la creación, y pensarlo más como su energizador interior, como su su-puesto funda­ mental en lo que todo existe y vive (Hch 17,24-27). El mundo aparece dotado de autonomía (Gaudium et Spes, 36), y Dios como el impulsor de un dinamismo que recorre toda la realidad y se hace estructura, ritmo y decisión en el ser humano. En esta concepción de hombre y mundo a la luz del Creador30, la realidad entera se convierte en vesti­ gio, imagen y semejanza de la Trinidad y reflejo de su Esplendor. 5.2. La comunidad familiar de Dios J. Moltmann31 viene insistiendo en pensar/imaginar la Trinidad de Dios de una forma un tanto distinta de la predominante. De nuevo la refle­ xión teológica se da aquí la mano con la sensibilidad de nuestro tiem­ po: el pensamiento crítico del patriarcalismo, la sensibilidad feminista y la de muchos creyentes. Parece cada vez menos aceptable la imagen trinitaria linear y jerárquica que se nos ha transmitido en la catcquesis: Dios Padre, una especie de varón venerable que envía al Hijo al Mun­ do, y un Espíritu Santo que prosigue después la misión del Hijo. Si pusiéramos, como a veces se hace, de arriba abajo el P-H-ES, nos 29. Citado por D. Sólle, Reflexiones sobre Dios, o.c., 76. 30. Cf. L.M. Armendáriz, Hombre y mundo a la luz del Creador, o.c., 386s. 31. Cf. J. M oltmann, Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 15s.; Id ., Die Quelle des Lebens. Der Heilige Geist und die Theologie des Lebens, Kaiser, Gütersloh 1997, 42s.

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daríamos cuenta de la jerarquización y el patriarcalismo que lleva con­ sigo implícitamente esta imagen trinitaria. Tampoco arregla mucho -dentro de su innegable sugerencia- la imagen de san Ireneo32 de un Dios Padre que tiene dos manos que son el Hijo y el Espíritu Santo. De nuevo la imagen patriarcal y de alguna manera autoritaria, funcionalista, queda reflejada en este esquema, donde se subraya, aunque no se pretenda, la imagen de un Dios (Padre) solitario y señorial que envía, actúa, dictamina, etc. La alternativa la encuentra J. Moltmann, dentro de la tradición patrística, acudiendo a la concepción-imagen del Espíritu Santo que posee Simeón, un padre de la primera iglesia siria, autor de las famo­ sas «Cincuenta homilías de Macarios» y que influyó mucho en el siglo xvn en autores del mundo de la Reforma como Gottfried Arnold, Graf Zinzendorf, J. Wesley, etc. Este autor -algunos le llaman «Simeón el Egipcio»- concibe la función del Espíritu Santo como una función maternal: dar vida, renovar o regenerar la vida, llevar la humanidad a término. No hay duda de que los capítulos 3 y 4 de Juan y el capítulo 8 de Romanos pueden avalar perfectamente estas funciones maternales del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, en la hermosa visión paulina, el que impulsa el «embarazo divino» de la humanidad y la creación entera, que gime ansiando «salir a luz» en Dios mismo. Hay, siguien­ do esta indicación, una sugerencia que nos lleva, dirá J. Moltmann, a una imagen del Espíritu Santo como Dios Madre. Por consiguiente, la Trinidad se muestra en nuestro imaginario un tanto distinta de lo habi­ tual: aparece Dios Padre y Dios Madre (= el Espíritu Santo) y el Hijo, con todos los hijos, en una especie de gran familia de hermanos y her­ manas. Esta imagen trinitaria ofrece una visión comunitaria, familiar, de relaciones más horizontales e interdependientes. Esta imagen maternal del Espíritu Santo tiene además la ventaja de que integra y comprende aspectos nada lejanos de las representaciones de la acción vivificadora del Espíritu que se presenta actualmente en las llamadas religiosidades o espiritualidades difusas o neomísticoesotéricas, como las de «Energía y Vida». La función maternal del Espíritu asume e impulsa la Vida y recorre con su flujo materno todos los rincones de la realidad, dinamizándolos desde dentro de sí para que maduren y lleguen a término.

32. I reneo

de

Lyon, Adversas Haereses, V, 1,3.

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6. Conclusión Vamos a poner punto final a un tema inacabable. Queda claro, tras este recorrido por el imaginario cristiano sobre Dios, que necesitamos hacer un esfuerzo para evangelizar nuestro imaginario y nuestro gran símbolo divino. La vuelta hacia el Dios Padre de nuestro Señor Jesu­ cristo, hacia sus acentos maternales y acogedores, puede liberar mu­ chas conciencias oprimidas por culpabilidades enfermizas y opresoras, del mismo modo que un Dios no intervencionista libera de un providencialismo ingenuo que infantiliza, posibilitando una comprensión autónoma y abierta del mundo y un ser humano co-creador, responsa­ ble y libre. No hay otro lugar espiritual como este del imaginario divino donde más claramente se cumpla la observación de J. Moingt sobre la religión como suplantadora de Dios. Hasta el día de hoy sigue siendo una de las grandes tareas de la pastoral y de la teología la de trabajar por ofrecer una verdadera imagen de Dios. De ella depende la salud del creyente y la de la fe cristiana.

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El imaginario de la esperanza A estas alturas, ya somos conscientes de que una fe religiosa como la cristiana es una forma de situarse en el mundo, y que el acceso a la Trascendencia, aunque fuertemente condicionado por la forma de vivir, conlleva un imaginario. La actitud ante la muerte de los cristia­ nos se caracteriza por la esperanza. Hay una confianza esperanzada en que el amor de Dios no dejará caer en el olvido y la nada a aquellos con quienes trenzó lazos de amistad y de ternura. La esperanza cristia­ na se alarga hasta un más allá de vida por, en y con Dios. El cristiano cree poder esperar un más allá no sólo placentero, al estilo del Islam, sino como «hijo de Dios», una vida «junto a Dios». El Nuevo Testa­ mento se atreve a decir que «cuando se manifieste lo que ya somos, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,ls). La esperanza cristiana no tolera someterse a la ley de la muerte y el más acá. Esta esperanza genera una simbólica del más allá que se tiñe de todos los colores culturales, sociales y antropomórficos del tiempo, prolongando e interpretando un imaginario que ya está en el Nuevo Testamento. El más allá, o escatología, ha sido uno de los lugares que, por afec­ tar a las fibras más íntimas del ser humano a través de hechos como la muerte y todos los miedos y esperanzas que suscita, han desatado fan­ tasías y símbolos, representaciones y delirios. Como en el caso de la Trascendencia divina, se vive en este ámbito escatológico una tensión que quizá nunca tenga una resolución satisfactoria. Por una parte, ya desde el Evangelio se le exige al espíritu que, como en el caso de Dios, se abstenga de imaginar demasiado humanamente la vida del más allá. Pero, por otra parte, el corazón y los sentidos se sienten incapaces de contentarse con la abstracción. Una situación casi cruel para el espíri­ tu religioso humano, que tiende compulsivamente a la representación

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y la imagen y que tiene que criticarla, negarla y trascenderla continua­ mente. Pero del mantenimiento de esta tensión o dialéctica depende la salud y equilibrio de la religión y de los creyentes. No tiene nada de extraño que estemos en uno de los ámbitos con mayor juego de ten­ siones y desplazamientos del imaginario religioso1. I. El imaginario del miedo El imaginario católico que ha predominado hasta el concilio Vaticano II, y que pervive aún en gran parte de la religiosidad popular, está cons­ truido a base de representaciones del miedo. Ha predominado un ima­ ginario creado y alimentado a partir del miedo a la condenación. Sería muy difícil repartir con justicia la responsabilidad de esta simbólica concentrada en torno al infierno. No hay duda de que ya hay algunos elementos que lo propician en el mismo Evangelio, pero adquiere un desarrollo imaginativo amplio y preciso en La divina comedia, una representación plástica en las pinturas del Bosco, y casi logra una esce­ nificación precisa este submundo en el Lager o campo de concentra­ ción nazi. ¿Será que el infierno tuvo siempre un carácter central en el orden occidental? ¿Se puede evadir de la responsabilidad la misma predicación cristiana volcada en el cultivo de un cristianismo de la con­ denación? Desde el siglo xn al xviii, al menos, las fantasías de lo infer­ nal obsesionaron a la sensibilidad occidental12. El hecho está ahí: el cristianismo y la cultura occidental han propi­ ciado un imaginario del miedo y hasta del terror. No tiene nada de extraño que esta pastoral del miedo haya desencadenado todo un ima­ ginario popular que se ha traducido en devociones donde las represen­ taciones de los tormentos y torturas de los condenados, con sus hornos crematorios de un fuego que no consume, el aire pestilente y las flage­ laciones de los demonios, pobló, desde niños, la religiosidad católica.

1.

2.

Recientemente han abordado esta problemática entre nosotros G. M artínez, «Imaginario y teología sobre el más allá de la muerte»: Iglesia Viva 206 (2001) 9-45; G. U ríbarri, «Necesidad de un imaginario cristiano del más allá»: Iglesia Viva 206 (2001) 45-83. Cf. G. S t e i n e r , En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona 1991, 76s.; J. D e l u m e a u , El miedo en Occidente, Taurus, Madrid 1986

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1.1. Escaso desarrollo del paraíso Fácilmente se advierte el grosero antropomorfismo de este imaginario. Se efectuaban matizaciones, sin duda, pero que a menudo incentivaban una fantasía calenturienta donde había que imaginar un «fuego real», aunque no consumiera, y casi toda clase de tormentos para cada uno de los miembros que habían experimentado el placer pecaminoso. En el fondo, advertimos que el «desprecio del cuerpo» va bastante ligado a la simbólica del infierno y del miedo. Era la otra parte de la luz an­ gelical, a la que se aspiraba sin conceder lugar ni desarrollo a esta faz brillante. Quizá esta «espiritualización» invertida del cielo, verdadera descorporalización3, hacía más abstracta y difícil su representación. Quedaba como una cifra o signo matemático. El miedo a sexualizar el cielo -como ocurrió en el Islam- quizá ha dejado sin desarrollo las imágenes del banquete de bodas o de la ciudad nueva que ya se encuentran en el NT. El resultado es que el imaginario del paraíso cristiano ha sido rela­ tivamente parco y muy «litúrgico». El recuerdo que, por contraste, guarda la conciencia de niño de muchos cristianos adultos es que las predicaciones sobre el cielo lo asemejaban a las largas adoraciones ante el Santísimo, cantando incesantemente, como los arcángeles: ¡Santo, Santo, Santo! No es extraño que se prodigaran los chistes mor­ daces y procaces al respecto.

1.2. Cosismo, fisicismo e individualismo imaginativo Vemos que, cuando el discurso sobre el más allá deja la sobriedad racional y se llena de imágenes y símbolos, enseguida acecha el peli­ gro de una fuerte antropomorfización. La configuración imaginativa del espacio y del tiempo del más allá ha conducido a representaciones excesivamente mundanas. La cosificación y el fisicismo son la ley dominante en un imaginario popular que no resistía la calificación abs­ tracta a la que daban pie incluso especulaciones teológicas que hay que calificar de curiosas, al menos, sobre los tipos de infierno, de fuego, de aureola, etc. No es extraño que a esta topografía del más allá se res3.

El Catecismo del P. Astete consideraba dotes del cuerpo glorioso la impasibilidad, la sutileza, la agilidad y la claridad.

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pondiera con descripciones muy cosistas de la otra vida, que, por una parte, era muy distinta a esta y, por otra, constituía una especie de con ­ tinuación. El imaginario popular tiende a hablar del más allá en forma de reportaje y es muy dado a los apocalipticismos pesimistas de las revelaciones particulares que amenazan con próximos castigos a la humanidad si no se convierte. Su vinculación socio-cultural y política superconservadora se descubre fácilmente al proclamar la recupera­ ción de dimensiones espirituales, trascendentes, perdidas en nuestra sociedad y cultura modernas. Las devociones vinculadas con este más allá, especialmente toda la pastoral penitencial y de satisfacción por las penas de los pecados, con­ dujo a una mercantilización escatológica: se garantizaban días, meses, años, etc. de condonación de las penas de los pecados mediante la obtención de tales o cuales indulgencias que se adjudicaban a determi­ nadas oraciones, novenas, limosnas, peregrinaciones, imágenes, san­ tuarios, etc. La contabilidad cuasi-bancaria de esta escatología acom­ pañaba a un imaginario popular muy centrado en la seriedad del «negocio de la salvación» del alma individual. Es mi salvación o con­ denación, mi alma, mi negocio. La esperanza cristiana no tiene aquí dimensión colectiva. Se configura una espiritualidad individualista y moralizante.

1.3. Inmortalidad, más que resurrección La escatología tradicional consideraba la inmortalidad del alma como un dato de la razón al que se sumaba con naturalidad la fe cristiana. Este «platonismo» para el pueblo y para una gran parte de la teología ha impregnado la concepción al uso de la mayoría de los fieles. El ser humano es inmortal por naturaleza. La muerte no alcanzaba al alma. De ahí que si, para santo Tomás y algunos teólogos era un problema -que en último término tenía que solucionar Dios- la situación del alma separada del cuerpo hasta «el juicio final», para la mayoría de los creyentes la cuestión no ofrecía problema alguno. Más aún, la salva­ ción se terminaba considerando una cuestión que concernía casi úni­ camente al alma. La descorporalización alcanzaba su grado máximo. El simbolismo de una especie de fluido o «pájaro espiritual» que habi­ taba en nuestro cuerpo y que escapaba en el momento de la muerte de sus garras, culminaba un imaginario construido alrededor de la inmortalidad.

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1.4. La centmlidad del juicio Juicio y condenación constituían el eje central de la representación de la escatología tradicional. El imaginario se enriquecía y excitaba, lle­ gando en las predicaciones, ejercicios, etc. a un uso pastoral que tras­ pasaba con frecuencia la línea de la mesura y la sensatez. Ejemplos edificantes y terroríficos, que servían para meter miedo a las concien­ cias, para «motivar» a adolescentes y jóvenes a guardar la pureza, etc. Estas prácticas han impulsado y mantenido un imaginario donde el jui­ cio ante un Dios Juez era una parte importante de la construcción de trascendencia habitual del creyente católico. No bastaba con que se tra­ tara de paliar recordando que Dios era misericordioso -más bien, se recalcaba, «infinitamente bueno y justo»-; el primer plano de la esce­ na estaba dominado por la representación vivida y literal de un Mt 25 de tonos bastante sombríos. El juicio final, si bien presentaba una dimensión universal y colec­ tiva, se teñía a menudo de tonos revanchistas. Será el momento del triunfo de nuestro Señor y de los suyos, frecuentemente burlados y escarnecidos, que se tomarán cumplida réplica. Ni siquiera espíritus de la altura de santo Tomás4 parecen haber podido escapar a esta inquie­ tante inclinación revanchista del ser humano. No es extraño que Nietzsche sospechara y atacara con furia el resentimiento que percibía en el fondo de esta estrategia «sacerdotal» ascética, la cual, a su juicio, encubría «un tembloroso imperio de venganza subterránea»5. 1.5. ¿Una asimetría negativa de la salvación? El imaginario tiene un fuerte poder configurador de sentimientos y hasta de ideas. Si la escatología tradicional ponía en el centro los noví­ simos del juicio y la condenación, toda la escatología se inclinaba peli­ grosamente del lado negativo. Quedaba en la sombra toda la obra de la redención y aun del envío amoroso del Hijo : «Tanto amó Dios al mundo...». El énfasis de la pastoral en la predicación del castigo y el infierno llevaba la amenaza al centro mismo de la vida cristiana. Lo que podría haber sido visto como una ganancia desde el punto de vista 4. 5.

F. N ietzsche (Genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1972, 56) cita la Sumina Theologica, supl., quaest. 94, art. 1: «los bienaventurados verán en el reino celes­ tial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más». Ibid., 144

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de la llamada de atención moral sobre la seriedad de la vida, se con­ vertía en una miseria teológica y espiritual que desconocía aspectos centrales de la vida cristiana. De hecho, la consecuencia vivida era una especie de simetría condenación/salvación que finalmente, para muchos corazones y sensibi­ lidades creyentes, terminaba en una asimetría de la salvación que in­ vertía la sana y estimulante creencia de que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». Más bien sobreabundaba el temor, y la ame­ naza real y posible de la condenación predominaba sobre la salvación6. La asimetría de salvación-condenación favorecía a la condenación. Esta situación denuncia la desconexión que tenía el imaginario tra­ dicional de los novísimos con respecto a los aspectos centrales del cris­ tianismo. Se ha repetido que la escatología tradicional era un tratado teológico sin ubicación: una escatología separada del resto de la teolo­ gía; una especie de apéndice marginal que no acababa de estar inte­ grada respecto de los grandes temas de la doctrina cristiana, ni cristológicos ni trinitarios ni exegéticos. E. Troeltsch acuñó una expresión que ha sido retomada posteriormente para indicar el cambio de rumbo y orientación de la escatología. Para este teólogo y sociólogo protes­ tante de principios del siglo pasado, «el despacho escatológico estaba ordinariamente cerrado». Y sin embargo, como hemos visto, esta errá­ tica doctrina ejercía un influjo enorme sobre la espiritualidad y la vida cristianas, merced a su uso y abuso pastoral. 2. La escatología postconciliar El imaginario tradicional de la escatología va a comenzar a recibir una serie de críticas desde la sensibilidad teológica impulsada por el Vaticano n y su acercamiento al pensamiento moderno. Un pensa­ miento teológico que asumía muchos aspectos del pensamiento crítico moderno no podía por menos de enfrentarse al imaginario del miedo. Una teología que iba redescubriendo la dimensión central de la salva­ ción de un Dios que se comunica a los seres humanos y que ama este mundo, tenía que dar un vuelco al imaginario centrado en el juicio y la condenación. 6.

A. B eauchamp, «¿Existe todavía el pecado?»: Selecciones de Teología 161 (2002) 69-75 [70], recuerda que «la tradición escolástica hablaba sin temor de que, en la humanidad, eran muchos más los que se condenaban que los que se sal­ vaban, y de que, entre los católicos, eran más los salvados que los condenados».

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2.1. El centramiento teológico de la escatología A la altura de los años sesenta del siglo xx, otro teólogo, esta vez cató­ lico, Hans Urs von Balthasar7, enjuiciaba la situación de la escatología de manera contraria a como lo había hecho Troeltsch: en el despacho escatológico se hacían horas extraordinarias. Este rincón olvidado de la teología se había vuelto agitado y borrascoso: un rincón donde se producían las tormentas en el «frente meteorológico» de la teología. ¿Qué había sucedido? Muchas son las vicisitudes acontecidas en la realidad y en el pen­ samiento, en la teología y en el mundo cultural, que explican esta vuel­ ta hacia el futuro y la esperanza. La misma conciencia histórica occi­ dental, tan sacudida por un siglo que había socavado hasta los cimien­ tos de la civilización occidental, percibía la historia como crisis. El hecho estaba ahí: se asistía a una revitalización del pensamiento esca­ tológico. Y esta vez se colocaba la escatología en el centro de la teolo­ gía. Toda la teología, no sólo un apéndice de ella, era escatológica. Tras Karl Barth8, que ya había afirmado programáticamente en su famosa Carta a los Romanos (1922) que «el cristianismo que no sea total­ mente y en su integridad escatología no tiene nada en absoluto que ver con Cristo», Jürgen Moltmann9 va a declarar que «en su integridad el cristianismo es escatología». La escatología pasaba de la periferia al centro de la teología. Era la tonalidad que daba color a toda la teología. Pero, como sucede siem­ pre, no todas las construcciones teológicas iban a acentuar los mismos aspectos. Algunas escatologías, desde las primeras décadas del siglo xx, acentuaron la dimensión existencial y problemática del ser humano. Era la reacción de un pensamiento teológico protestante ante lo que M. Buber describe como «las épocas en que el hombre está a la intempe­ rie, sin hogar». Tenían la preocupación de proporcionar sentido a un individuo zozobrante, seguridad a un espíritu que ha perdido los viejos asideros, paz a un ser angustiado al mirar hacia las insondables oscu­ ridades de su misma existencia en medio de la soledad del mundo... Era el tiempo de escatologías como las de Barth, Bultmann, Rahner..., que, con matices muy diversos, se centran en proporcionar esperanza y sentido para el individuo. 7. 8. 9.

H.U. von Balthasar, «Escatología», en Panorama de la teología actual, Cristiandad, Madrid 1961, 499. Cf. K. Barth, Der Rómerbrief Ziirich 1922, 298. J. M oltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969, 20.

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Los años del postconcilio (a partir de 1965) van a conocer una reacción frente a este modelo existencial e individual: la sensibilidad escatológica gira hacia una esperanza que se empeña en el cambio social. La teología política de la esperanza de J. Moltmann101y la teo­ logía política de J.-B. Metz11 son, sin duda, dos formas ejemplares de reaccionar contra la privatización del cristianismo en general y de las promesas escatológicas acerca de la paz, la libertad, la justicia o la reconciliación. Al hilo de estas construcciones teológicas y de la sen­ sibilidad mesiánico-marxista del momento, el imaginario escatológico cristiano se vincula con utopías de cambio social: una sociedad más igualitaria, más libre, más solidaria, más justa. Se avista una especie de inicio de las promesas futuras en el hoy de la historia actual. Incluso se pudo llegar, en algún caso, a reducir la esperanza del Futuro del Crucificado-Resucitado a esta interrupción -de tono apocalíptico- del futuro burgués y de todos los futuros injustos del presente. Para los cre­ yentes dotados de la nueva sensibilidad sociocultural y cristiana, creer esperanzadamente es esperar activamente un futuro para los pobres y oprimidos de este mundo, los únicos, claro está, que pueden querer un futuro realmente distinto del actual. Desde el Resucitado se percibe que «esperar» significa derribar las barreras, apasionarse por lo impo­ sible, ya que todo sueño de justicia y amor ha encontrado aceptación en el Padre que resucitó a Jesús de entre los muertos. Las teologías política y de la liberación ven pronto que la historia es un lugar inhóspito para las promesas. Hay una radical ambigüedad histórica clavada en lo más profundo de todo lo humano. «No hay compañías aseguradoras del futuro de la historia», dirá expresivamen­ te H. Marcuse. De ahí que la esperanza cristiana se vincule cada vez más con la Cruz de Cristo. El reino pasa por la cruz. La historia de esperanza es la historia de la pasión del mundo. El pueblo, como dirá Ignacio Ellacuría en una imagen plástica, es hoy crucificado. Como resume Moltmann, el problema que casi permanentemente ha de afron­ tar la esperanza cristiana consiste, frente a toda presunción y desespe­ ración, en mantenerse en el «realismo» de que nada está ya al final, sino que todo se encuentra aún lleno de posibilidades. No hay nada asegurado en la historia, y esto exige una esperanza perseverante. La dialéctica del «ya, todavía no» encuentra unos encarnizados luchado­ res que no quieren renunciar a la dimensión política de la fe y que, sin 10. Ibidem; Id ., Conversión al futuro, Madrid 1974. 11. J.-B. M etz, Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970; Id ., La fe en la his­ toria y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979.

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embargo, tampoco quieren caer en una mera identificación con un cambio social intramundano. Quizá esta brevísima reseña de la evolución de la escatología hay que completarla en la teología postconciliar con la afirmación de la persistencia del modelo tradicional remozado12. Una escatología cen­ trada en las postrimerías y en el destino del individuo. La máxima pre­ ocupación de estas escatologías no es cómo dicha esperanza es eficaz ya ahora, sino, una vez más, cómo me salvaré de este mundo y entraré en el otro. Vuelve el pesimismo frente a la historia, y los énfasis en la conversión son básicamente interiores 2.2. El centramiento en la salvación Por lo que venimos diciendo, se comprenderá que una escatología cen­ trada teológicamente es una escatología que no piensa simétricamente el dilema de la salvación-condenación. En este sentido, tal escatología hace suya la reacción de K. Rahner cuando afirma la asimetría especí­ fica de la fe cristiana en favor de la salvación. El mundo está roto, y la experiencia del mal no es una afirmación baladí, pero finalmente Cristo ha vencido al mal. Lo cual no tiene que dar pie a interpretacio­ nes precipitadas ni ingenuas de una marcha de la historia ascendente, ni siquiera de un final feliz. El triunfo que afirmamos es transhistóri­ co, aunque estamos llamados a hacerlo efectivo continuamente en la historia. Se advierte ya que un tono mucho más positivo va a entrar en los corazones y las representaciones cristianas. De paso, se ejerce una fuerte crítica del imaginario tradicional. Va a haber un rechazo frontal por parte de las nuevas conciencias respecto de todo el tema del juicio y la condenación. De un plumazo se rechazan, por ingenuas y deso­ rientadas, toda una serie de imágenes que habían alimentado y hasta torturado a las conciencias creyentes durante siglos. Ahora el peligro que se cierne está del otro lado: la reivindicación de un Dios amoroso que llega incluso a entregar a su Hijo por nosotros y por la salvación del mundo, desemboca en una liquidación práctica de todo el imagina­ rio tradicional, y especialmente del juicio y la condenación. Se margi­ na el infierno hasta su desaparición, y el juicio pierde su carácter de representación judicial para ser visto como una especie de estímulo moral para el compromiso cristiano con los «pequeños». 12. Cf. J. R atzjnger, Escatología, Herder, Barcelona 1980; C. Pozo, Teología del más allá, Bac. Madrid 1981.

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Pero vamos a ver cómo no se prescinde tan rápidamente de un ima­ ginario tan poderoso. La misma revitalización neotradicional católica alimenta de nuevo este imaginario fundamental, aunque ya sin los excesos anteriores. Y la religiosidad popular prosigue también este imaginario tradicional. 2.3. La crítica ideológica de la «pastoral del miedo» El pensamiento postconciliar, avisado por el pensamiento de la sospe­ cha y la crítica ideológica, va a añadir más razones para una actitud de distancia y de crítica frente a la escatología tradicional, especialmente en la forma en que se usaba en la pastoral. Conlleva la utilización del esquema imaginario dualista más allá/más acá, arriba/abajo, mundo presente/mundo futuro, vertical/horizontal, como una doble dimensión de la realidad que es usada para desvalorizar la historia. La crítica ide­ ológica ya era consciente de que una de las formas de uso ideológico de la religión la constituían los discursos o sermones de tipo escatológico o de doble plano: la referencia al más allá se hacía a costa del más acá; lo de arriba era presentado con las cualidades de lo permanente; y lo del más acá era lo pasajero y transitorio y, por tanto, fútil. De ahí que haya que buscar ante todo las «cosas de arriba». Una verdadera estra­ tegia que producía frutos de inhibición, huida del mundo, evasión de las cuestiones mundanas o, más frecuentemente, el refugio o la legiti­ mación de instituciones, partidos, sindicatos, etc. con coloración reli­ giosa. La huida del mundo era, finalmente, legitimación de una parte muy concreta de este mundo. El giro escatológico hacia una esperanza que se empeña en ser sig­ nificativa y eficaz ya en el momento presente llevó a un desvelamien­ to de estas funciones ideológicas de la escatología tradicional. Una razón más para prescindir del imaginario tradicional, tan abusiva e ingenuamente utilizado. La escatología crítica ofrece un cristianismo preocupado más por el más acá que por el más allá. No interesa tanto cómo es el cielo o el infierno, sino si podemos eliminar los «infiernos» de esta tierra y, mediante nuestra aportación a la construcción de una tierra más habi­ table en paz, justicia y libertad, acercar más el cielo (Reino de Dios) a la tierra.

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2.4. ¿Qué ha pasado con el infierno? A los excesos del antiguo catecismo de los «novísimos» y su abuso pastoral ha seguido en el postconcilio una marginación creciente del infierno. La teología no sólo se ha vuelto cada vez más reticente a hablar del fuego de la «Gehenna», sino que tiende a rechazar cualquier representación del más allá como ilusión grosera y curiosidad malsana e ingenua. Las representaciones populares que «identificaban» los «lugares» de los novísimos van dejando paso poco a poco -incluso con escánda­ lo periodístico cuando esta concepción teológica es asumida y predi­ cada por el Papa- a los «estados» o modos de vida con Dios, prescin­ diendo de cómo se presente o represente el más allá. Tanto el infierno como el cielo se definen como situaciones o estados de vida con Dios o de ausencia de Dios. En nuestros días se ha debatido seriamente sobre la existencia del infierno. La mala imagen que implícitamente ofrece de Dios da que pensar a la teología para cuestionar un imagina­ rio peligrosamente sádico y calenturiento. Por otra parte, queda en el aire la grave cuestión de la libertad del ser humano frente a Dios y su oferta de salvación. ¿Puede llegar el ser humano a dar la espalda total­ mente a Dios? Esta cuestión mortifica a los espíritus sensibles. Sabe­ mos la respuesta con que el escritor y creyente Charles Péguy se recon­ cilió con la creencia en el infierno: existe la posibilidad de la condena­ ción; pero el infierno está vacío. Por esta vía, o por otras mucho más sofisticadas teológicamente y que no interesa aquí especificar, llega­ mos a la liquidación, de hecho, del infierno. El infierno o no existe o está vacío. En cualquier caso, se margina o se ignora el imaginario tra­ dicional del infierno, que repugna a una concepción benevolente y misericordiosa de Dios. Esta repugnancia de la sensibilidad actual frente al infierno queda de manifiesto en las encuestas de opinión de los católicos españoles, para quienes el infierno es, entre los «novísimos», el estado del más allá menos creíble: un escuálido 32% cree en él. Sensibilidad del tiem­ po y evolución teológica coinciden en este punto. 2.5.El caso del purgatorio y la necesidad de un imaginario Uno de los pilares de la piedad tradicional y de la religiosidad popular giraba y gira en tomo a este «novísimo», en forma de devoción priva­ da, de misas de difuntos y del rito de paso de los funerales.

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Quizá la persistencia todavía hoy de un imaginario preconciliar en este punto nos dice mucho acerca de la resistencia del imaginario tra­ dicional a la erosión de la crítica teológica y aun de la sensibilidad cultural. La teología postconciliar criticó duramente, como decíamos, un imaginario que hacia del purgatorio un cuasi infierno temporal. Repre­ sentaciones sofisticadas de la teología moderna como la semejante a un “encuentro místico y purificador”, propuesto por H.U. von Balthasar, aliviaron mucho a los espíritus cultivados, pero no llegó a la predica­ ción ni a las representaciones populares que han seguido aferradas a la oraciones por los difuntos y el encargo de misas por las almas de los muertos. Aceptemos que asistimos a un abandono de la imaginería cuasi infernal del purgatorio, de la mano de un silencio sobre tales represen­ taciones en la predicación actual. Pero aún no hay una alternativa a la hora de explicar y representar, entre el común de los fieles cristianos, la idea persistente y bien asentada de la necesidad de una «purifica­ ción» para acceder a la vida con Dios. Esto significa que no tenemos alternativa al imaginario preconciliar. La teología, la predicación y la catcquesis postconciliares no han sido capaces todavía de ofrecer un conjunto de representaciones, concepciones del tiempo, de los estados del más allá, del encuentro con Dios, etc. mediante relatos, imágenes y símbolos que hayan sustituido a las representaciones tradicionales. El mismo rechazo de la teología actual frente a cualquier elaboración de un imaginario del más allá impide esta tarea. Pero ¿puede la mayoría de los creyentes vivir en la abstracción teológica?; ¿es posible prescin­ dir de la representación de todo lo que tiene lugar después de un acon­ tecimiento tan traumático como la muerte en aquellos momentos en los que ésta ronda la vida de los creyentes? Ciertamente los intereses de la teología no coinciden con los de la piedad popular. O hacemos un esfuerzo catequético y homilético por proporcionar ideas, al menos, para sustituir y ayudar a superar el ima­ ginario popular, o éste seguirá poblando durante mucho tiempo las representaciones de la mayoría de los creyentes.3 3. El desafío de la escatología de la religión difusa Ya hemos señalado repetidamente la existencia en nuestro momento de una religiosidad que apellidamos «difusa», «fluida», y que se caracte­ riza por su carácter emocional, ecléctico, con tonos orientales, esotéri-

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eos, neomísticos y de pragmatismo salvador. Esta «nueva espirituali­ dad» está generando un nuevo imaginario escatológico. La influencia de este tipo de religiosidad en el imaginario de los creyentes de nuestro tiempo es perceptible ya en las estadísticas: el 29% de los creyentes católicos españoles dice creer en la reencarna­ ción. Y cada vez es mayor la contaminación de un lenguaje religioso que se remite al karma, etc. Los numerosos reportajes y películas sobre hinduismo y budismo, o sobre el más allá de la muerte, llevan, en la presente hora de la globalización cultural, a esta clase de lenguaje reli­ gioso, que conlleva su imaginario de símbolos y evocaciones. Es importante, aunque sea más a nivel exploratorio de observador participante que de analista de un fenómeno consolidado, arriesgar una interpretación acerca de lo que parece estar sucediendo en este mundo del imaginario escatológico a través de la influencia «oriental», que expande esta nueva sensibilidad religiosa y un conjunto de factores donde la divulgación científica, la parapsicología y la psicología jue­ gan un papel preponderante13. 3.1. La luz del Amor Estamos asistiendo a un fenómeno curioso y que nos debe dar que pen­ sar con respecto a la necesidad humana de representaciones que ali­ menten nuestro imaginario: cuando la filosofía y la teología se vuelven muy críticas y prudentes a la hora de hablar de los orígenes o del final, aparecen ilustraciones científicas o pseudo-científicas que no tienen tanto empacho en abordar imaginativamente estos temas. Algo de esto ha sucedido con los estudios, profusamente divulgados en las décadas anteriores, de R.A. Moody14, avalados también por E. Kübler-Ross. El doctor Moody, en Vida después de la vida, aborda las experien­ cias de personas que han estado al borde de la muerte o, dicho más atrevidamente, que han muerto o han sido considerados clínicamente muertos y han regresado después a la vida. Moody no quiere probar con estos casos la existencia de la otra vida, ni la reencarnación, ni nada de eso (aunque sus últimas publicaciones parecen haber abando­ nado esta moderación y adoptar tonos afirmativos). Pero, como han 13. En este punto me siento muy cercano a G. (Jríbarri, «Necesidad de un imagina­ rio del más allá»: Iglesia Viva 206 (2001), 45-83 [55], 14. R.A. M oody, Vida después de la vida, Edaf, Madrid 1975; E. K übler-Ross, La muerte: un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 1989, que más bien se puede consi­ derar una socióloga y terapeuta del morir.

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señalado sus críticos, se presenta como quien quiere al menos echar una ojeada al «otro lado»15. Lo que parece indudable es que sus narra­ ciones de experiencias, visiones y sensaciones han colaborado a for­ mar un imaginario que se ha expandido a través de los mass-media. En el fondo, y reducida casi a una tipología la serie de experiencias a que nos remite Moody, parecería que los moribundos: 1) tienen la experiencia de separarse de su cuerpo (accidentado en la carretera, en el quirófano, etc.) y verse como seres espirituales liberados del cuerpo; 2) asisten a todo el proceso que tiene lugar con su cuerpo, sus familia­ res...; 3) ven la propia vida en un instante y con una claridad meridia­ na acerca de cuál ha sido su comportamiento moral; 4) tienen senti­ mientos de desgarro por la separación de los seres queridos, experien­ cias de «atravesar un túnel»; pero 5) son atraídos por una luz y un sil­ bido, o voz tierna y amorosa, que llena de gozo y felicidad; 6) vuelven, finalmente, al cuerpo, a esta vida, como algo costoso, pero impuesto para seguir viviendo y madurando. Ni que decir tiene que esta serie de experiencias han sido contras­ tadas médicamente con otras casi contrarias: con alucinaciones y expe­ riencias dolorosas y llenas de terror. El resultado, desde un estricto análisis científico, no conduce a ninguna parte, o simplemente desem­ boca en explicaciones que tienen que ver con la actividad o no de determinadas sustancias químicas que segrega nuestro propio organis­ mo en estos casos. Pero lo llamativo ha sido el impacto que ha obteni­ do en el imaginario colectivo y cómo ha servido para alimentar con cierto grado de fiabilidad, dado el halo científico que le rodea, unas representaciones sobre la muerte y el más allá. Ha proporcionado unas imágenes sobre la muerte y el juicio, o el encuentro con el Ser de Luz, que hacen más soportable y aceptable el tránsito de la muerte. A falta de imágenes religiosas cristianas, la «cultura científica» de nuestro tiempo proporciona sus raciones sustitutivas. 3.2. La reencarnación, ¿moda o búsqueda de un imaginario aceptable? Hemos aludido ya a la contaminación «oriental», al neo-budismo, a menudo de pacotilla, que se ha extendido por Occidente y que conta­ mina a los creyentes cristianos. ¿Qué significa el hecho de que cerca de un tercio de los católicos españoles se digan creyentes en la reen15. Cf. H. KüNG, Ewiges Leben? Pieper, Miinchen 1982, 27s.

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carnación? ¿No expresará la búsqueda de algo que no se encuentra, o se encuentra insatisfactoriamente, en el catolicismo? Cuando se aborda el tema con los presuntos «reencamacionistas», lo que se percibe es, por una parte, las ganas y la necesidad de tener una respuesta que aquiete el ansia de «más allá» o, si se quiere, de pervivencia y, por otra, la conciencia de culpa y la imposibilidad de acce­ der a Dios sin una cierta purificación. Una concepción ingenua de la reencarnación que, sin reparar en los costes antropológicos y de con­ cepción de la libertad, de la persona, de su unicidad, etc., da una solu­ ción al problema que no parece ofrecer, al menos para la sensibilidad actual, la solución tradicional del purgatorio. Importa el imaginario que se rechaza y la necesidad de ocuparlo por algo que al mismo tiem­ po salvaguarde una visión «positiva» de la salvación; no importan los problemas o consecuencias antropológicas y filosóficas a que conduce. Finalmente -parece pensarse-, nos salvamos, aunque sea después de muchas «vueltas», vidas o reencarnaciones. La reencarnación es, pues, un sustitutivo de un imaginario impre­ sentable bajo los ropajes de un cuasi-infiemo pasajero. Quizá también del rechazo actual a la muerte, pues es «una-muerte-no-del-todo», y de la conciencia de no realización humana con que se termina la vida. Y es preferible -parece decirse- la rueda transmigratoria antes que el sufrimiento de las terribles penas de las almas en le purgatorio. La reencarnación aparece así como síntesis de una propuesta de salvación y esperanza en el más allá para muchos de nuestros contemporáneos. Presentada con este simplismo, la cuestión de la reencarnación es una interpelación a nuestra pastoral actual y su incapacidad para trans­ mitir una imagen de Dios como alguien que está de nuestra parte, empeñado en nuestra realización y salvación, y que siempre ofrece una nueva oportunidad. Critica nuestra carencia de alguna representación alternativa a la imagen tradicional del purgatorio. Sería deseable que la de un encuentro purificador y sanador con el Dios-Amor tras la muer­ te tuviera un mayor desarrollo y expansión en nuestra predicación y en nuestra vida ordinaria. 3.3. La Vida en el Todo Divino La «sensibilidad ecologista», con su tendencia o nostalgia por un monismo vitalista y envolvente que nos abraza a todos, resucita viejas formas (con nuevas caras) de los panteísmos o cosmosofías. La natu­ raleza es la Gran Madre que nos acoge y lleva en su seno. La vida, esa

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maravilla frágil y persistente, nos remite a la Vida misma, que late en un fondo o realidad originaria y universal. Formamos parte de ese Todo, de esa Vida que late en nuestra vida El culto a la armonía con la naturaleza, las relaciones respetuosas y no cosifícantes con ella, son puntos esenciales de esta sensibilidad y cuasi-religión. También aquí late un imaginario que aporta una salida a la impotencia o agotamiento cristianos, al mismo tiempo que expre­ sa la sensibilidad de una época ansiosa de visiones totalizantes, holistas, y denuncia el instrumentalismo expoliador de un sistema produc­ tivo consumista. En este contexto «ecologista», no es raro que se piense, a lo místi­ co-oriental, en una cierta salida hacia un más allá por la vía de una vida que gira dentro de la Vida. No hay muerte propiamente. Formamos parte de un Todo vivo, significativo, dinámico atravesado por una Energía/Vida universal que va teniendo sus manifestaciones individua­ les, para seguir en un ciclo interminable. Morir es retomar al mar sagrado de la Vida. Fácilmente se advierte que estas concepciones se dan la mano con el proceso de las reencarnaciones. Pero, en el fondo, lo que se pone de manifiesto es una comunión totalizante de todos y de todo y un descanso positivo en un seno acogedor, aunque sea imperso­ nal. ¿Nostalgia de un útero materno acogedor e indiferenciado en tiem­ pos de amenaza y de peligro? ¿Salida preferible a la angustiosa tensión del individualismo cristiano que te emplaza ante un Dios con rostro de Juez? 3.4. Apocatástasis Advertimos en esta modernidad tardía una cierta tendencia a evitar la ruptura definitiva y las condenas eternas. Se rechaza el infierno y sus aledaños. De una concepción tradicional donde la asimetría de la sal­ vación parecía inclinarse, de hecho, hacia el lado peligroso, hemos pasado a vivir representaciones y relatos, imágenes y narraciones o visiones que ofrecen un final feliz. Todo menos afrontar el trauma de la separación de Dios; todo, incluso la nada, antes que las tremendas representaciones del infierno tradicional. Nos hallamos ante una sensibilidad que se resiste fuertemente a la condenación. Es inimaginable o, mejor, insoportable un Dios y un fu­ turo de condenación y de infiemo. De hecho, muchas de las propues­ tas teológicas actuales rozan la apocatástasis, cuando no se asientan en su afirmación. Se salvaguarda la libertad de la negación y la ruptura

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con Dios, pero no se cree de hecho en su realidad. Ni la bondad de Dios ni la ambigüedad humana dan para una claridad tan meridiana como la que ofrecían los tratados tradicionales. La mayor reflexión sobre Dios y sobre la misma libertad humana parece avalar esta solu­ ción que se ofrece, en todo caso, como esperanza . 4. A modo de conclusión El breve desarrollo de este capítulo nos ha permitido constatar la im­ portancia del imaginario para la fe. No se cree lo que se quiere, sino lo que se puede y lo que permiten la tradición y el momento socio-cultu­ ral. La fe vive vinculada a representaciones e imágenes que, como hemos visto, son muy persistentes y difíciles de superar. Sobre todo, si no se ofrece a cambio una alternativa ni conceptual ni imaginaria. Han quedado también insinuadas las raíces culturales de la forma­ ción de este imaginario religioso. Obras como La divina comedia han sido capitales para la configuración de un imaginario del más allá que cientos de obras menores han expandido y que los predicadores han estimulado. Actualmente advertimos una crisis del imaginario tradi­ cional cristiano, y es la divulgación científica la que ejerce de genera­ dor de representaciones del más allá con concepciones tomadas o ins­ piradas en visiones religiosas orientales.

VI H a c ia e l g ir o s im b ó l ic o

Hemos visto que la anemia simbólica es una realidad en nuestra socie­ dad y cultura. La recuperación del símbolo se convierte así en tarea religiosa y cultural. Tratar de revitalizar el símbolo dentro de las coor­ denadas de la religiosidad cristiana se transforma, no sólo en una forma de defensa del mismo espíritu cristiano, sino también en una manera creativa de proponer su condición encarnada, es decir, su con­ dición de encuentro con Dios que se efectúa por los caminos del mundo. La lucha por el reverdecer de una cultura simbólica adquiere tonos de exaltación de la comunicación de Dios a los seres humanos que siempre será mediada por la realidad socio-cultural e histórica. Esta historización de Dios, que es autolimitación amorosa en su busca de comunicación con los seres humanos, tiene que encontrar de nuestra parte la predisposición a la recepción del símbolo y su defensa. Cegar las fuentes de la recepción equivale a no permitir que Dios se mani­ fieste. Impedir que el símbolo ejerza su fuerza sugeridora y de apertu­ ra del caparazón empírico de la realidad y de la historia es dejar a Dios en el silencio, y al ser humano en la cerrazón de la inmanencia mun­ dana. Defender la cultura del símbolo obedece, por tanto, a razones humanas y divinas: apoya el honor de Dios y sostiene la apertura radi­ cal del espíritu humano. En un momento de crisis del pensamiento moderno, creemos que esta recuperación del símbolo es una tarea particularmente urgente. Colaboramos a traspasar el umbral en el que se encuentra el pensa­ miento actual e impulsamos hacia una cultura y una razón menos uni­

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laterales y reducidas, más abiertas y, finalmente, saludables para la rea­ lización de una sociedad más humana y un ser humano más completo. Recuperar el símbolo es una tarea cultural y de sanación de una racio­ nalidad empobrecida y reducida, propia de una sociedad moderna enferma. Que el cristianismo colabore en esta tarea, está dentro de su mismo dinamismo de encarnación y liberación. Y de las preocupacio­ nes sociales y culturales que sus mejores representantes siempre han mostrado. Tratamos de cerrar así el bucle o anillo simbólico de este ensayo, iniciado con una reflexión sobre la situación cultural y la ambigua, cuando no pobre, situación de lo simbólico. Mediante esta vuelta a la situación actual del pensamiento mirando al futuro, pretendemos que la tarea de recuperación del símbolo dentro de la religión cristiana tenga su contexto y prolongación esperanzada y utópica en una cola­ boración simbólica socio-cultural-religiosa. Se completa así el deseo humano de realización, donde late la presencia del Absoluto que se nos comunica.

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La crisis del pensamiento actual y la tarea simbólica Suenan por muchos lados las voces de la crisis, es decir, de la situación de umbral y de transición. El pensamiento de la modernidad tardía estaría agotándose, y todavía no vemos clara la emergencia del nuevo paradigma. Hay apuntes y barruntos, pero vemos más la niebla que nos rodea que las cumbres del nuevo horizonte. En esta situación todavía predomina el diagnóstico y el afán por discernir dónde nos encontramos. Pero ya se oyen las indicaciones que apuntan claramente hacia una sanación por la vía de expandir la razón moderna, constreñida en los ámbitos de lo empírico, lo positivo y lo cognitivo-instrumental. La razón moderna tiene que recuperar su ver­ dadera extensión. Hay dimensiones de la razón que han quedado en la penumbra y hasta en los sótanos del pensamiento. Urge sacarlos a la luz y darles la importancia y relevancia que merecen. Entre ellas, sin duda, se encuentran las dimensiones estético-expresivas y las de senti­ do. De ahí que la tarea de recuperar la dimensión simbólica de la razón sea un desafío y una necesidad liberadora y creativa del nuevo para­ digma ante el que estamos. Aquí1vamos a resaltar los lugares más sobresalientes de la crisis y acentuar los nombres de algunas de las corrientes o tendencias de pen­ samiento que parecen atravesar este espacio que habitamos y que de1.

Seguimos lo que podemos considerar una interpretación o estereotipo «canónico» entre muchos estudiosos. Como se verá, estamos influenciados por la visión de J. H abermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid 1987; Id., Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid 1990; Id ., La constelación postna­ cional, Paidós, Barcelona 2000; cf. también, R. Bernstein, Beyond Objetivism and Relativism. Science, Hermeneutics and Praxis, Basil Blackwell, Oxford 1983. Pero, como ha mostrado R. Rorty en su confrontación con él (cf. J. N iznik - J.T. S anders [eds.]), Debate sobre la situación de la filosofía, Cátedra, Madrid 2000, 42s), cabe hacer lecturas y énfasis diversos de la historia del pensamiento.

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nominamos «modernidad tardía». Lo hacemos con la pretensión de ofrecer un cuadro que al menos acierte a presentar la sensibilidad de umbral o de transición paradigmática2en la que estamos y en la que se perfila la tarea de reconfigurar un pensamiento con densidad y peso simbólico. 1. La crisis del paradigma de la modernidad ilustrada 1.1. Una situación de incertidumbre El tiempo que vivimos ha sido denominado de múltiples maneras: sociedad pluralista, del relativismo radical, de la cosmovisión frag­ mentada, historicista, incluso nihilista. Pero quizá sea incertidumbre la calificación que mejor refleja el carácter nebuloso e inseguro con que nos movemos en esta modernidad de principios de milenio. La sociedad y la cultura occidentales del siglo xx han experimen­ tado una dramática crisis de confianza3. Los hechos terribles que han jalonado toda la centuria, así como las ideologías que prometían la sal­ vación y la realización humanas y que se han mostrado enormes y peli­ grosísimos relatos totalitarios para domesticar a las masas, son reali­ dades suficientes que descalifican, sin más argumentos, la utopía de la modernidad4. Hoy ya no hay que ser filósofo ni analista cultural para darse cuen­ ta de que la incertidumbre nos rodea: los casos de ataques del terroris­ mo internacional como el de Nueva York o los fallos de los productos farmacéuticos que nos iban a curar y terminan matando, socavan la confianza en la política, la ciencia, la técnica y la burocracia. Percibi­ mos que la vulnerabilidad pertenece a nuestra condición y que un peli­ gro anónimo y sin rostro nos espía por doquier. Es decir, hacemos el descubrimiento de que es el mundo que construimos los humanos lo que se nos ha vuelto peligroso. Son los dinamismos constitutivos de esta sociedad moderna los que albergan una ambigüedad innata. Ya no podemos creer que la ciencia, la técnica, la economía, la política, etc. puedan ser nuestros salvadores, o que en ellos radique el dinamismo 2. 3. 4.

Cf. B. S ousa S antos, A Crítica da razao indolente. Contra o desperdicio da. experiéncia, Ed. Afrontamento, Porto 2000, 15s. Cf. G. Steiner , Nostalgia del Absoluto, 103. Ésta es la postura, desacralizadora de la modernidad, de los denominados «postmodemos». Cf. J.F. Lyotard, El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia, Gedisa, Barcelona 1987, 125.

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que nos empuja, sin más, hacia un mundo más humano y racional. He­ mos descubierto todos lo que los fundadores de la Escuela de Fránkfurt denominaron «la dialéctica de la ilustración»5, o las consecuencias per­ versas de la prosecución de una racionalidad que se transmuta en inhu­ manidad. ¿No será que la ambigüedad es inherente a toda construcción humana? Ésta es la conclusión a la que llega no sólo el pensamiento académico, sino incluso el llamado «hombre de la calle». Esta incertidumbre que se agarra a las entrañas de la sociedad y la cultura actuales tiene una manifestación socio-cultural, como acaba­ mos de señalar, pero adopta también una forma epistemológica e histórica. La incertidumbre epistemológica puede ser considerada como una de las consecuencias de «la mayor aportación del conocimiento del siglo xx»6, es decir, «el conocimiento de los límites del conocimiento». Expresado de una manera paradójica: la mayor certidumbre que pose­ emos, a la altura del conocimiento actual, es la imposibilidad de eli­ minar ciertas incertidumbres, no sólo de la praxis, sino del conoci­ miento humano. No podemos hacer más que una referencia muy general a todo el proceso del conocimiento de la modernidad y la filosofía de la ciencia, para terminar afirmando con Ch.S. Peirce que «no podemos estar abso­ lutamente ciertos de nada»7. El principio determinista se ha derrumba­ do en la ciencia: en el seno de los fenómenos que obedecen a la diná­ mica lineal se descubre una incertidumbre que imposibilita la predic­ ción, por ausencia de información completa sobre los estados iniciales o sobre la multiplicidad enredada de las inter-retroacciones. Es el caos determinista8. Expresado al modo popperiano, diríamos que física, bio­ logía, historia y hermenéutica se mueven siempre entre la conjetura y la refutación. Nos encontramos siempre en la reconstrucción teorética. 5.

6. 7. 8.

Cf. M. Horkheimer - Th.W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración, en la que ya, desde el inicio, se nos declara la intención que recorre toda la obra y el pen­ samiento de los autores: el intento moderno de realización de la razón que se toma barbarie. Cf. E. Morin, La mente bien ordenada, 1 1; Id ., Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Paidós, Barcelona 2001. Cf. Ch.S. P eirce, CollectedPapers, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965, 1,147; D. Antiseri, Teoría delta razionalitá e ragioni della fede, San Paolo, Milano 1994, 30. Cf. E. M orin, op. cit., 72; I. P rigogine, El fin de las certidumbres, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de Chile 1996, 17s.; J. Horgan, El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era científica, Paidós, Barcelona Buenos Aires - México 1998.

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El conocimiento nunca es un reflejo de lo real, sino siempre traducción/interpretación y reconstrucción de unos hechos. Por consiguiente, siempre estamos dialogando con la incertidumbre. Si el conocimiento humano está abrazado por la incertidumbre, no es de extrañar que afirmemos la incertidumbre de la historia. Las facultades humanas carecen de la capacidad de discernir y asegurar la marcha de la historia; no hay leyes históricas ni un dinamismo inape­ lable que nos conduzca a un fin determinado. Todas las grandes visiones de la historia, tan características de nuestros últimos siglos, no son más que -como dirán los pensadores postmodernos- grandes relatos o metarrelatos que no poseen objetivi­ dad alguna, sino que tienen la peligrosa función social de servir de lazo social9 unificador y legitimador que conduce, finalmente, a la movili­ zación y colaboración de las masas en pro de determinados objetivos adscritos. Las visiones totalizantes son vistas, de esta manera, con inclinaciones y proclividades totalitarias. Quizá las necesitemos como «hilo rojo» y orientación de nuestras vidas, pero hay que quitarles toda pretensión de verdad y objetividad y dejarlas en lo que son: grandes visiones de la historia, «filosofía de la historia» para reducir la com­ plejidad y la misma incertidumbre de la caminata humana a través del tiempo abierto. 1.2. Raíces socio-culturales Desde M. Weber se ha visto en la pérdida de la unidad cosmovisional un indicador del proceso de secularización que priva a la religión de sus funciones de imagen del mundo y señala el inicio de una fragmen­ tación del sentido. El pluralismo de visiones del mundo está en el ori­ gen de la autonomización de las diversas dimensiones de la razón y sienta las bases para una pluralización de las formas de vida, al tiem­ po que se dispara el predominio de la racionalidad funcional a través del triunfo socio-económico de la tecno-ciencia y de la economía de mercado. Comentemos brevemente este denominado proceso de secularización. Consiste, en primer lugar, en un descentramiento social de la reli­ gión y en la pérdida del monopolio cosmovisional que poseía. En la denominada sociedad tradicional, la religión ocupaba el centro dador de sentido de la sociedad. Desde la religión se daba, por así decirlo, el «visto bueno» a prácticamente todas las prácticas sociales relevantes 9.

J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1984, 35s.

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de la sociedad y la cultura, desde la política hasta la economía, o desde el arte hasta la sexualidad o la familia. De alguna manera, todo pasaba por la legitimación religiosa, la cual se convertía en la aduana central de la sociedad. La religión era más que religión. El proceso de autonomización del mundo arranca, si hacemos caso a M. Weber, en los orígenes mismos de la cultura bíblica y su noción de Dios Creador, distinto y separado de la creación y, por consiguien­ te, posibilitador de una marcha cada vez más autónoma de la historia. Pasa luego por el proceso de configuración del «espíritu del capitalis­ mo» y logra, a la altura del siglo xix, desplazar a la religión del centro o núcleo de la sociedad. Ahora, como ya vio genialmente Hegel, el centro no lo ocupaba la religión, sino la economía y la política. Era desde estas instancias desde donde se daba el visto bueno o legitima­ ción a las actividades sociales. La religión pasaba, como institución, a la periferia de la sociedad y perdía su condición de dadora universal de sentido o poseedora del monopolio cosmovisional. Desde ese momento, las consecuencias se encadenan y precipitan. Por una parte, asistimos a una cultura que se fragmenta en una diversi­ dad de cosmovisiones o visiones del mundo. Ya no será necesariamen­ te la religión el único donador de sentido o creador de tales visiones del mundo, sino que surgen diversas instancias o fuentes que quieren proporcionar este servicio. La ciencia, las diversas ideologías o visio­ nes político-sociales se alzan con la pretensión de proporcionar senti­ do acerca de las preguntas fundamentales de la realidad y de la vida. A la religión le salen competidores, y hasta podemos decir -visto lo acontecido desde nuestros días- que le salen sustitutos: «religiones» y «teologías» sustitutorias10, es decir, visiones y explicaciones que tratan de efectuar las funciones de aquélla. Entramos en una era de pluralismo cosmovisional o de fragmenta­ ción de visiones, dado que ninguna de ellas alcanzará ya la unidad y vigencia de que anteriormente gozó la religión. Y se sientan las bases para un proceso de autonomización de «las diversas esferas sociales». 10. Cf. P.L. Berger - Th. Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Paidós, Barcelona 1997, 97s. Cf. también G. Steiner, Nostalgia del absoluto, 111, donde defiende la tesis de que tanto el marxismo como el psicoanálisis o la antropología estructural de Lévi-Strauss no son sino formas pseudo-religiosas y sustituías de la profunda e inquietante nostalgia de Absoluto dejada por la erosión de la religión organizada (cristianismo) y de su teología sistemática. La presunta religiosidad difusa de la Nueva Era no sería sino un flojo y autodegradado inten­ to de sustitución que no tendría ni siquiera la grandeza de la construcción racio­ nal que tienen los otros intentos.

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Es decir, aunque la economía y la política sean actualmente las instan­ cias centrales de la sociedad, ha quedado ya suelto un potencial de sen­ tido que facilita el que cada una de las diversas instituciones o esferas de valor se vaya autonomizando y mostrando su propia lógica y con­ sistencia. Así, la ciencia, el derecho y el arte se van constituyendo en disciplinas autónomas que expresan modos de pensar y de entender la realidad no reducibles unos a otros. Se inicia lo que, en la teoría socio­ lógica de la modernidad, se denomina «diferenciación funcional del sistema social» (N. Luhmann), que tiene su correspondencia, a nivel cultural, con la denominada «destradicionalización del mundo de la vida» (A. Giddens, U. Beck) y que, leído desde la racionalidad, se puede llamar la «constitución de las diversas dimensiones de la razón», con sus criterios de validez y lógica propios (J. Habermas). Si ya Kant intuyó, a través de las tres críticas de la razón, este pro­ ceso de autonomización de las diversas dimensiones de la racionalidad, quedaba ya clara su institucionalización para M. Weber al comienzo del siglo xx, a cuyo término J. Habermas se esfuerza por determinar sus criterios de validez propios, así como su unidad fundamental en la raíz comunicativa de la razón humana. Dejamos para más adelante, pero lo señalamos ya, que con la pér­ dida de unidad cosmovisional y con el pluralismo entramos en un pro­ ceso de relativización de las diversas visiones del mundo: ninguna es objetiva, sino, todo lo más, aspirante a la presunta verdad totalizante y última. Se sientan las condiciones sociales y mentales para un cuestionamiento del denominado pensar metafísico o platónico. Con todo, el proceso de diferenciación racional e institucional no es ni tan limpio ni tan abstracto como quizá pueden dar a pensar estas breves consideraciones. Cuando volvemos la vista hacia los procesos históricos, nos encontramos con la carne y la sangre de la vida y de sus confrontaciones y sufrimientos. La visión histórica nos da cuenta de un proceso bastante cruento de luchas y resistencias donde, finalmente, hay vencedores y vencidos. Esquemáticamente, diremos que ha sido la racionalidad funcional o cognitivo-instrumental la triunfadora, a costa de oprimir otras dimensiones de la razón y de la vida. Tanto la Escuela de Frankfurt como M. Heidegger juzgan el predominio de la raciona­ lidad funcional o instrumental -aquella que se orienta a la consecución de los medios más eficaces para alcanzar un objetivo dado- como el verdadero cáncer de la modernidad. La llamada «dialéctica de la Ilustración», que trocaba la realización de la razón en barbarie, tendría su raíz en la unilateralización de la razón: en la absorción casi total de la razón por la racionalidad reguladora y funcional. Un ejercicio de

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la razón que proporcionaba éxitos innumerables en la confrontación del hombre con la naturaleza, sometía ésta a su servicio, hasta la expo­ liación, y continuaba su enloquecida marcha hasta cosificar las rela­ ciones humanas y al mismo hombre. Este ejercicio unidimensional de la razón no sólo conlleva un reduccionismo de las diversas dimensio­ nes de la razón, sino que, como ya vio W. Benjamin, supone que la experiencia humana quedaba limitada en su amplitud al estrecho juego de las actividades y vivencias señaladas por el ámbito de lo funcional. Era el ser humano entero, no sólo el ejercicio de su racionalidad, el que se empequeñecía. Una mirada más estructural diría que la relación entre emancipa­ ción y regulación ha terminado con un claro predominio de esta últi­ ma. La funcionalidad ha penetrado en la política -Estado- y en el mer­ cado -economía-; la tecnociencia y el propio sistema jurídico se han apropiado de todo el ámbito social y hasta del pensamiento y de la razón. Quizá cabe señalar, por el interés que tiene para nuestro plantea­ miento, que esta historia de colonización opresora de la racionalidad funcional o cognitivo-instrumental sobre las demás se dejó sentir algo menos en la dimensión estético-expresiva, donde quedó un reducto que alberga un potencial de recuperación para un próximo futuro. Podemos ya deducir que no han faltado denuncias ni contra-reac­ ciones a este proceso dominador y colonizador de la razón funcionalista. No sólo están los críticos que aceptan el proceso acontecido en la modernidad como irreversible", pero que ansian un ejercicio equili­ brado de las diversas dimensiones de la razón, sino que surgen las reac­ ciones nostálgicas de los tiempos pasados y de las visiones únicas, objetivas y totalizantes. 1.3. Crisis del paradigma de la filosofía de la conciencia o del sujeto Dada la importancia que tiene para comprender la situación actual del pensamiento la llamada crisis del paradigma de la filosofía de la con­ ciencia o del sujeto, ahondamos un poco más en la incertidumbre epis-1 11. Es la postura que defiende J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa I y II, Taurus, Madrid 1987, con su ilustración incompleta, que habría que llevar a tér­ mino de un modo sano y equilibrado, es decir, buscando la complementariedad de las tres dimensiones fundamentales de la razón: la funcional, la práctico-moral y la estético-expresiva. Cf. J.M. Mardones, Razón comunicativa y teoría crítica, Universidad del País Vasco, Bilbao 1985.

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temológica o proceso de cuestionamiento de la llamada filosofía de la conciencia. Tiene su origen en el llamado giro cartesiano hacia el sujeto. Se entiende el sujeto como conciencia refleja, y el conocimiento como producto de una facultad o «espejo de la naturaleza» (R. Rorty12) que es capaz de aprehender la realidad tal cual es. La verdad se entiende, por consiguiente, como una correspondencia entre representación y realidad. Existe un isomorfismo entre realidad y pensamiento, siempre en un juego de idealidad y abstracción. Conocer bien será enfocar bien el pensamiento o espejo y evitar que haya «manchas» que impidan una visión clara y distinta. Una concepción que suele denominarse mentalista y sin alteridad: el sujeto es un sujeto aislado, solipsista y descar­ nado, sin cuerpo y sin otro. Esta concepción del conocimiento, que tiene como preocupación la fundamentación de un primer principio que nos proporcionara la pie­ dra sobre la que elevar el edificio sólido y transparente del saber obje­ tivo y cierto, se va desvelando imposible. La llamada tradición cartesiano-lockeano-kantiana13 señala la marcha hacia un conocimiento objetivo y seguro que va socavando sus propios sueños. Kant mostrará que no existe un sujeto pasivo, espejo o máquina registradora de la realidad. El sujeto pone mucho: organiza y estructu­ ra la caótica masa de datos inmediatos de la realidad mediante las cate­ gorías del pensamiento y la sensibilidad. K. Marx indicará que esta filosofía kantiana ignora que la confrontación sujeto-objeto no se hace sólo mediante las mediaciones o filtros mentales que pone el sujeto, sino que el conocimiento del objeto se realiza en una sociedad estruc­ turada según unas relaciones sociales de producción y clase social, de poder, que distorsionan la visión de la realidad (ideología). De ahí que el conocimiento objetivo no se dé al margen de las relaciones sociales. Es decir, una teoría del conocimiento supone una teoría de la sociedad. Nietzsche mostrará que el sujeto siempre está situado y condicio­ nado por una perspectiva. No hay tal conocimiento universal y abs­ tracto, sino situado y concreto, perspectivístico. Y no podemos salir de esta encerrona contextual. Freud nos proporcionará un descubrimiento inquietante: la razón que conoce está flotando sobre un magma abismático. En nuestras pre12. Cf. R. Rorty, La Filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid 1983; Id., El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona 2000. 13. Cf. R. Bernstein, Beyond objetivism and subjetivism, 7s ; R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, o.c., 127s.

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suntas razones o racionalizaciones se refleja siempre, aunque no lo sepamos, esa oscura y gelatinosa realidad que impregna nuestras vidas y que podemos denominar «lo otro de la razón». Nuestras oscuras motivaciones e intereses, angustias y traumas mal digeridos rezuman su presencia a través de la razón. Si la razón está contaminada por la sociedad, la situación no lo está menos por el inconsciente que nos rodea. Wittgenstein nos planteará la cuestión de si somos conscientes de que siempre conocemos desde y en un lenguaje. Somos como moscas apresadas en una botella lingüística. ¿Podemos salir o escapar a este condicionamiento? El pensamiento científico también ha añadido su buena cuota a la ración de incertidumbre epistemológica y cultura] de nuestro tiempo. «La mecánica cuántica establece que nuestro conocimiento del micro­ cosmos ha de ser siempre incierto; la teoría del caos confirma que, incluso sin la indeterminación cuántica, muchos fenómenos son impo­ sibles de predecir; el teorema de la incompleción de Kurt Gódel exclu­ ye la posibilidad de construir una descripción matemática de la reali­ dad que sea completa y consistente; y la biología evolucionista no deja de recordarnos que somos unos animales destinados por la selección animal, no al descubrimiento de profundas verdades de la naturaleza, sino a la cría»14. Esta brevísima referencia a la historia del conocimiento en la modernidad nos enseña varias cosas que son de gran utilidad a la hora de discernir nuestra situación actual: En primer lugar, la evolución misma del pensamiento cuestiona el paradigma Sujeto-Objeto, especialmente la concepción solipsista, abs­ tracta e ideal del pensamiento. En segundo lugar, aparecen planteamientos que apelan a las llama­ das «terceras categorías» implicadas en el pensamiento: la sociedad, el lenguaje, el cuerpo, la acción. Elementos despreciados u olvidados por la filosofía de la conciencia y que se van a manifestar como poseedo­ res de una relevancia e importancia enormes para el pensamiento. Apenas es concebible el pensamiento fuera de estas realidades, que poseen rango filosófico. En tercer lugar, se va presentando una razón cada vez más situada, más contextualizada y mediada por el lenguaje, siempre en vistas a una acción o solución de problemas.

14. J. Horgan, El fin de la ciencia, Paidós, Barcelona 1998, 21.

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Finalmente, se va abriendo un horizonte en el que cada vez es más difícil imaginar un pensamiento capaz de proporcionar ideas definiti­ vas e integradoras. Dicho de otra manera, estamos a las puertas del denominado pensamiento postmetafísico'5. Avistamos un pensamiento que, como ya hemos indicado y barruntó Kant, se presenta en la plu­ ralidad de sus dimensiones o distintos complejos de racionalidad, con sus criterios de validez propios e incluso con formas de argumentación especializadas y que han dado ya origen a diferentes institucionalizadones académicas, disciplinas y cultura de expertos. Si quisiéramos resumir y diagnosticar el estado de la situación alcanzada, tendríamos que decir que, a la altura del tercer milenio que comenzamos, el pensamiento parece atravesado por una dinámica que avanza: a) de la unidad al pluralismo; b) de la esencialidad o platonis­ mo al pragmatismo; y c) de la certeza a la duda, o consciencia creciente de un saber falible. 1.4. La crisis del pensamiento metafísico Por lo que venimos diciendo, la situación actual del pensamiento se puede caracterizar también como «crisis del pensamiento metafísico». Es decir, crisis de un pensamiento: a) identitario, o referido al Uno y al Todo, entendido a la vez como principio y fondo esencial, principio o fundamento y origen del que se deriva lo múltiple; b) idealista, o con una relación interna -desde Parménides- entre en el pensamiento abs­ tracto y el ser de las cosas; de ahí que, desde Platón, se piense en el orden ideal que recorre las cosas mismas y que reflejan la promesa de un Todo-Uno hacia el que apuntan (Ser, Bien...); c) en el que la filoso­ fía primera como filosofía de la conciencia se vuelve hacia el sujeto para huir de lo condicionado y obtener representaciones absolutamen­ te seguras de los objetos (Descartes), o como espíritu que trata, a tra­ vés de la naturaleza y de la historia, de darse a sí mismo (Hegel); d)15 15. La denominación «pensamiento postmetafísico» no está exenta de ambigüedades. J. Habermas, que, como hemos señalado, tiene un libro con este título, insiste en que esta denominación «post» quiere expresar algo de lo que está ocurriendo en el «espíritu de la época», o sea, la imposibilidad, tras toda la reflexión moderna, de plantear una filosofía o saber con carácter unitario, totalizante y definitivo. Acepta, con Heinrich, que se puede y se debe seguir planteando las cuestiones que se refieren a «la totalidad del hombre y del mundo», es decir, la elaboración de cuestiones metafísicas. En este sentido se puede mantener la expresión «meta­ física». Cf. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, 23.

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con un concepto fuerte de teoría, o vida contemplativa que proporcio­ naría un acceso privilegiado a la verdad y, de esta manera, la salvación -al fondo laten los orígenes sacros de la teoría (= theorós). Una suerte de concepción elitista de la teoría, elevada sobre la praxis, desvincula­ da en la realidad de los intereses y experiencias cotidianos. Estas características del pensamiento metafísico son problematizadas hasta su rechazo a través del proceso de reflexión de la misma razón. Ya hemos indicado cómo era cuestionada la filosofía del sujeto mediante la misma reflexión sobre el proceso del conocimiento y la búsqueda de un conocimiento más adecuado y fundamentado. Esta crisis de la filosofía del sujeto está ligada a la crisis de la bús­ queda de un conocimiento fundamentado. Pero la misma marcha de la razón fundamentadora va mostrando la contingencia e inestabilidad de ese pretendido cimiento. Todas los fundamentos se muestran como construcciones que incurren en el trilema de Miinchhausen16 (H. Albert): la circularidad lógica, el regreso «ad infinitum», o la interrup­ ción, y el salto o la evidencia idiosincrática. Al final se termina acep­ tando que no existe tal fundamento o piedra primera sobre la que ele­ var el edificio objetivo, seguro y cierto del conocimiento. Como diría Quine, los fundamentos se revelan contingentes y relativos a un marco de referencia. En la realidad no hay tal fundamento, sino un entrevera­ do de relaciones con mayor o menor consistencia. Se puede, si se quie­ re, seguir construyendo fundamentaciones, con tal de que se sepa y se acepte que son constructos relativos a una situación histórica, a una cultura, a una imagen del mundo, y que sirven de marcos de referencia para la comprensión e interpretación de la realidad (Wittgenstein, Gadamer). La crisis del pensamiento metafísico encuentra su tercer ángulo en la crisis de la historia, del agotamiento de la filosofía de la historia. Todos los modelos hacen agua, al no poder sustentarse la idea de un fundamento original o protológico, como la idea escatológico-mesiánica de una marcha lineal y progresiva hacia un fin, meta o plenitud. Todas estas concepciones de la historia viven de un secularización de la teología de la historia de la salvación o reconciliación cristiana o bíblica (Lowith, Lübbe, Vattimo, Rorty, etc.). En el fondo late una racionalización que es una «mitología» o esquema unitario y totali­ zante de la realidad que a través de diversas estrategias, como la idea de unas leyes históricas, de la realización de la Razón o de la Historia, del inevitable proceso de evolución, aprendizaje, etc., nos conduce a un 16. H. Albert, Traktat über kritische Vernunft, Mohr, Tübingen 19804, 13.

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final reconciliado. Vana pretensión. El mismo proceso histórico, con sus terribles experiencias (I. Berlin), se ha encargado de desengañamos respecto de estas creencias ingenuas en que se refugiaban los últimos restos de una «theologia sustituía». Ya indicamos cómo el pensamiento de este siglo xx ha desteologi­ zado la historia, mostrando que no hay un sentido único ni final. Estas visiones no son más que relatos unitarios y sospechosos de querer guiar nuestra colaboración hacia empresas uniformadoras y, a menudo, totalitarias. El pretendido sentido o filosofía de la historia no es más que un relato historiográfico, fácilmente etnocéntrico, cuando no ideo­ lógico o meramente literario. La historia es contingente, plural, multiversal, como dirá O. Marquard17. Ya hemos indicado que la crisis del pensamiento metafísico es la crisis del tránsito de una razón sustantiva y totalizante a una racionali­ dad que no capta las esencias, sino la formalidad o los procedimientos tanto, en las ciencias de la naturaleza (desde el siglo xvn) como en el derecho y la moral (desde el siglo xviii) . Se establece así el paso de una razón sustantiva a una razón procedimental Asimismo, las ciencias histórico-sociales se las ven crecientemen­ te con los problemas referentes a experiencias de la contingencia y finitud humana. Tales problemas cobran relevancia y cuestionan una razón ahistórica y abstracta. La destranscendentalización de la razón y su desabstractización son una consecuencia de la irrupción de una con­ ciencia histórica que descubre las dimensiones de la finitud y lo fáctico, su importancia, y denuncia el endiosamiento de una razón ide­ alista. La crisis de la metafísica evidencia también el paso de una razón abstracta y ahistórica a una razón situada y contextual, así como de una filosofía de la conciencia a una filosofía del lenguaje, y de un pensa­ miento fijado en operaciones teoréticas y desvinculado de los contex­ tos prácticos a un pensamiento que toma conciencia creciente del mundo de la vida, de la acción y de la comunicación: de la praxis, en definitiva. La importancia de estos giros nos exige detenemos y pres­ tarles un poco de atención.

17. Cf. O. M arquard, Apologie des Zufalligen. Philosophische Studien, Stuttgartl986; Id ., Abschied von Prinzipiellen, Stuttgart 1991.

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1.5. Giros del pensamiento postmetafísico Se suele hablar de tres giros en este tránsito hacia el pensamiento post­ metafísico: a) el giro lingüístico; b) el giro pragmático; c) el giro esté­ tico. Y se barrunta un cuarto giro hacia lo simbólico. El giro lingüístico señala el paso de la filosofía de la conciencia o del sujeto a la del lenguaje, al caer en la cuenta de que el proceso cognitivo no es ajeno al lenguaje, sino que se da en medio del lenguaje o en el lenguaje como medio. Una sustitución que cambia el pensamiento en su método y contenido. Sus inicios se pueden rastrear en la poética y la práctica experimental de Mallarmé y Rimbaud. G. Steiner18 suele repetir que, entre la década de 1870 y la de 1890, el problema de la naturaleza del lenguaje se sitúa en el centro mismo de las Sciences de l ’homme filosóficas y aplicadas. El análisis del lenguaje comenzó siendo semántico (F. Saussure), análisis de formas de oraciones; se prescindía de la situación de habla, del empleo del lenguaje y de sus contextos; es decir, se olvidaba la pragmática del lenguaje. La abstracción semanticista llevó, por la vía del estructuralismo, hacia lo que Habermas19 denomina la «falacia abstractiva»: acentuar las formas anónimas del lenguaje otorgándoles rango transcendental. Se olvida la individualidad y creatividad del sujeto. El lenguaje se eleva como mecanismo lógico que habla en nosotros. También por la vía poética y de la creación se corre el riesgo de diluir al sujeto. El je est un autre, de Rimbaud, preludia ya, por el camino del éxtasis crea­ tivo, al M. Foucault20que anuncia el fin de la identidad del yo, del des­ construccionismo que rechaza la noción de la auctoritas personal, semejante al (último) Heidegger, que comprende el habla desde una fuente ontológica anterior al hombre.

18. Cf. G. Steiner, Pasión intacta, Siruela, Madrid 1997, 47s. 19. Cf. J. H abermas, Pensamiento postmetafísico, 58. 20. Cf., el último capítulo de M. F oucault, Las palabras y las cosas, Siglo xxi, M éxicol978, donde finaliza con las famosas palabras con que predice la desapa­ rición del sujeto: «...el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena». Claro que no está mal contrastar estas tentaciones intelectuales de pér­ dida de identidad con la frenética búsqueda y experimentación vital arriesgada de la persona M. Foucault. Cf. James M iller, La pasión de M. Foucault, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de Chile 1997.

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Estamos lejos de la comprensión ingenua de la correspondencia entre la palabra y el mundo empírico. Quedaba ya claro que el lengua­ je no es un mero instrumento o mediación entre conocimiento y reali­ dad. Las proposiciones o afirmaciones sobre la realidad no son ni expresión de una conciencia pura que descubre las estructuras a priori de las cosas (mito de la conciencia y de lógica) ni representación pura de las estructuras objetivas de una naturaleza independiente (mito de la objetividad y de lo dado) El giro lingüístico caminaba también por el descubrimiento, por parte de Wittgenstein y Austin, de la dimensión pragmática del lengua­ je: el entenderse de los participantes en la interacción sobre algo en el mundo. Esta doble estructura - intencionalidad y contenido- de todo acto de habla (Searle), con sus pretensiones de validez e idealizaciones de fondo, ha conducido hacia una exploración enormemente rica del funcionamiento de la razón por la vía pragmática de la comunicación (Habermas, Apel). El lenguaje abre así una vía para comprender mejor el funcionamiento de la razón humana y para entender la pluralidad de voces de la racionalidad dentro de la unidad de la razón (comunicativa). Estamos todavía demasiado inmersos en los remolinos de la Sprachkrise para darnos cuenta de todas las fracturas que conlleva la actual pérdida de confianza en la indiscutida eternidad y potencial de verdad de la palabra. Porque, finalmente, descubrimos que el lenguaje se muestra impotente para expresar verdades fundamentales y profun­ das. Cada vez que vamos más allá de la tautología y de lo pragmático, se vuelve falsedad y oscuridad. Nos falta la palabra. Aquello que es ca­ pital para la vida y la cultura yace más allá de la palabra. Incluso, como intuyó C.G. Jung, los mitos fundadores son anteriores al lenguaje. El giro pragmático ha quedado ya insinuado en el mismo descubri­ miento del lenguaje en su dimensión comunicativa, con todos sus ingredientes sociales, intersubjetivos y contextúales. Sin duda el giro pragmático les debe mucho a Darwin, Marx y Nietzsche; pero, vol­ viendo hacia el lenguaje, Wittgenstein enfatizó este giro cuando fundó su teoría del significado en el uso del lenguaje. Esta dirección cobra un sentido más fuerte todavía al pasar por el pragmatismo norteamerica­ no (Ch. Peirce, W. James, Dewey hasta Quine, Davidson, Kuhn y Rorty), que tiende a comprender el lenguaje como herramienta. Usamos las palabras para manipular el medio y no como un intento de representar la naturaleza intrínseca de ese medio. Lo cual presupone una concepción más darwinista que cartesiana de la mente: no estamos

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nunca fuera del contacto con la realidad, sino que los seres humanos, en tanto que animales, hacemos cuanto podemos por desarrollar ins­ trumentos capaces de aumentar el placer y disminuir el dolor. Las pala­ bras se encuentran entre esas herramientas desarrolladas por esos ani­ males sagaces21. Se comprende que el neopragmatismo de R. Rorty empuje hacia una superación de la verdad por la persuasión, dado que «todas las des­ cripciones que damos de las cosas son descripciones adaptadas a nues­ tras finalidades»22. Estamos a un paso de la tesis de un pluralismo de lenguajes, ontologías, discursos..., cada uno de los cuales ocupa un lu­ gar en el espacio y en el tiempo, y todos ellos son mutuamente incon­ mensurables. Otra postura es la de quienes defienden la naturaleza in­ clusiva del lenguaje y la comprensión mutua de tradiciones diferentes. Al final, deberíamos retener el resultado de esta reflexión pragmá­ tica sobre la realidad lingüística y socio-cultural: la primacía de la pra­ xis sobre la teoría. De nuevo cambia el acento del pensamiento metafísico y del postmetafísico. Frente al abstractismo y la idealidad, las contingencias históricas, la condición social e individual, las razones plurales y concretas; frente a la razón única, transcendental e inmuta­ ble, la afirmación de la pluralidad, la inmanencia, lo mudable, impuro y diferente. El giro estético, verdadera consecuencia de la mirada nietzscheana so­ bre la epistemología, acentúa el carácter ficcional y construido de la realidad. Según W. Welsch23, asistimos a una estetización del saber, de la verdad y de la realidad que se caracteriza por un adiós a la fundamentación última y la instauración del juego de pluralidades y de mun­ dos construidos, imaginados, como la estructura constituyente tanto de la razón como de la realidad. La razón estético-expresiva sería para algunos la vía de recons­ trucción de una modernidad ilustrada agotada por el saqueo y supedi­ tación a la racionalidad cognitivo-instrumental. La menor colonización sufrida la predispondría para poder impulsar una comunidad humana y un pensamiento menos sometido a la lógica reguladora de la funciona­ lidad tecno-científica, del mercado y de la burocracia. 21. Cf. R. R orty, «El desafío del relativismo», en (J. Niznik - J. Sanders [eds.J) Debate sobre la situación de la filosofía, 57.

22. Ibid., 61 23. Cf. W. W elsch, Vernunft, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1996; N. Goodman, Maneras de hacer mundos, Visor, Madrid 1990.

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Incluso en esta época postmetafísica, de fragmentaciones y pequeños relatos, quedan flotando el ansia y los deseos de un sentido global y totalizante. Ya se ha advertido con suficiencia en la marcha del mismo pensamiento que ni la crítica ni la argumentación son el camino para alcanzarlo. El frecuentemente denostado24 «mito» y la «religión» son el ámbito tradicionalmente privilegiado de estos planteamientos: res­ ponden a la pregunta por la existencia de algo en vez de nada; el mito es la «ontología arcaica» (M. Eliade) que responde que la realidad tiene sentido, a pesar de las profundas fisuras y desgarros que la atra­ viesan. Pero cuando se indaga por su peculiaridad, nos encontramos en el reino del símbolo, es decir, de un pensamiento que nos remite a lo ausente y que sólo se puede evocar, sugerir, bajo formas o metáforas que sostengan una cierta afinidad con lo referido, pero que finalmente sólo lo insinúa, no lo describe, y, paradójicamente, muestra una dese­ mejanza mayor que la similitud que barrunta. Este pensamiento del umbral (P. Ricoeur) no tiene contornos precisos, sino que se difumina; de ahí que requiera la permanente vigilancia crítica para evitar cosificaciones o idolizaciones peligrosas. Pero remite y pugna con el senti­ do, en busca de una sutura de la realidad que el ser humano experi­ menta escindida. Barruntamos el giro simbólico. 2. Hacia un nuevo paradigma que integre la dimensión simbólica 2.1. Las soluciones «desde dentro» Cuando indagamos la situación actual del pensamiento y nos pregun­ tamos qué salidas o soluciones existen a los problemas planteados, de nuevo nos encontramos con una pluralidad de propuestas y con la ine­ vitable subjetividad de quien mira el panorama a la hora de cartografiar la realidad. ¿No será justamente esta situación la expresión de un momento de transición? ¿No estaremos ante una transición de modelo de pensamiento? ¿Hacia dónde nos encaminamos? Aquí optamos por distinguir entre lo que vamos a llamar alternati­ vas «desde dentro», que son retoques al paradigma existente, frente a lo que consideramos que es una propuesta que sí parece ofrecer una ruptura al paradigma dominante del pensamiento occidental «desde Jonia hasta Jena», que solía repetir F. Rosenzweig, es decir, la equipa­ ración de Parménides: pensar = ser. 24. Cf. G. D urand, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires 1971, 24s.

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Existe actualmente en el panorama del pensamiento actual25 una propuesta que pretende mantener los hallazgos del giro lingüístico y del paso de una filosofía de la conciencia a otra del lenguaje aceptando la situación de pluralismo de cosmovisiones y racionalidades, sin caer en un desconstruccionismo deflacionista. El representante más caracterís­ tico es J. Habermas, el cual propone la aceptación de una falibilidad de la razón, una situación postmetafísica, pero que no renuncia a pensar el todo no objetual del mundo de la vida ni a ejercer como vigía de la razón, como tampoco renuncia a una concepción enfática de verdad. La vía que propone consiste en analizar las denominadas condiciones de posibilidad de la comunicación. A su juicio, este camino de acceso a la razón da cuenta de su pluralidad respetando su unidad. En el polo contrario se sitúa el desconstruccionismo, especialmen­ te el de R. Rorty, que apuesta por una racionalidad plural, contextua­ lista, de un relativismo radical. La salida es la de un «etnocentrismo metodológico» que es consciente de hablar desde su situación (nortea­ mericana, del liberalismo democrático) y que afirma le bastan los recursos de esta tradición de respeto y diálogo para buscar la mejor solución que a través de la persuasión, no por la fuerza, logre amino­ rar el sufrimiento e incrementar la igualdad y las oportunidades entre las criaturas humanas para comenzar la vida con las mismas posibili­ dades de felicidad. Ya hemos dicho que no faltan quienes, conscientes de la situación posthumanista en que nos encontramos y de la separación entre las dos culturas, científica y humanista, tratan de enfrentar la complejidad de la realidad actual por el camino de la teoría de sistemas. El represen­ tante más cualificado sería N. Luhmann, que trata de reducir la com­ plejidad y explicar el devenir del mundo a través del juego de diferen­ cias sistema-entorno. Un ir más allá de la filosofía del sujeto;'que queda asumida y di suelta por una teoría de sistemas que se engendran a sí mismos auto-referencialmente. Diferente es la propuesta de E. Morin, el cual, partiendo de la com­ plejidad de la realidad, trata de alcanzar un holismo mediante un pro25. Cabría indicar, como hace B. S o u s a S a n t o s , A Crítica da razño indolente, 70s, los rasgos que se entrevén del «paradigma emergente»: un conocimiento con mayor presencia de lo estético-expresivo; un conocimiento emancipador que valora la visión negativa del futuro, es decir, la prudencia frente al utopismo auto­ mático de la tecnociencia; un conocimiento que sea al mismo tiempo autoconocimiento y que sepa que toda la naturaleza es cultura y que toda la ciencia es social, y que por eso es consciente de que la ciencia occidental es capitalista y sexista.

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ceso de diálogo de la cultura humanista y científica y de un pensa­ miento que él denomina inter-poli-trans-disciplinar. Este movimiento interdisciplinar -en el que se conjugan historicidad, progreso, libertad, autodeterminación y conciencia- atraviesa gran parte de la sensibilidad de las ciencias sociales y de la naturaleza, como es el caso, por ejem­ plo, del paradigma de la auto-organización de Jantsch; de la irreversi­ bilidad de los sistemas abiertos y las estructuras disipativas de Prigogine; de la sinérgica de Haken; del concepto de hiperciclo en la teoría del origen de la vida de Eigen; del concepto de «autopoiesis» de Maturana y Varela; de la teoría de las catástrofes de R. Thom, o la del orden implicado de D. Bohm, o la matriz-S de G. Chew. Otros ensayan la vía estético-expresivista de un neo-nietzscheanismo que construye sentido y mundo de realidades desde sí mismo, ele­ vando el gusto a criterio máximo de verdad y de bien. El retorno a la metafísica la llevan a cabo diversos intentos. Los más significativos, por su seriedad y rigor, parecen ser los de D. Heinrich y R. Spaemann. En este contexto de movimientos de retomo a un pensamiento tota­ lizante y unitario hay que situar un intento de sensibilidades y lengua­ jes religiosos como el de la «Nueva Era», que ofrece nostalgias de visiones holistas, pero lo hace, sospechosamente, apelando a una mez­ cla de elementos entre los que se dan cita desde la psicología transper­ sonal hasta tradiciones esotéricas o fragmentos de teorías científicas. No es extraño que a ojos y oídos de pensadores como J. Habermas26 suene a una «mala especulación» que trata de alcanzar una «corona verdaderamente surrealista de imágenes cerradas del mundo». Quizá el punto más problemático radique en esa invocación abstracta a la auto­ ridad del sistema de la ciencia, del último paradigma científico, en un momento en que hasta la misma ciencia confiesa su incertidumbre27. Para G. Steiner, como ya indicamos, esta revitalización trivial de lo religioso es fruto de un pensamiento poco riguroso, banal, que reac­ ciona a la nostalgia de Absoluto producida por una comprensión des­ centrada del mundo y por la pérdida de centralidad del cristianismo y 26. Cf. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, 39. 27. ¿Se deriva de la ciencia un sentido? Las apelaciones que hacen muchos autores de la «Nueva Era» al pensamiento científico, al «último paradigma científico», a la mecánica cuántica, etc., me parece que obvian demasiado fácilmente esta cues­ tión. De manera implícita o explícita, contestan afirmativamente a la misma, con lo que entramos en preguntas cada vez más enmarañadas: luego, entonces, ¿la ciencia no sólo describe y analiza la realidad, sino que nos da el sentido de la rea­ lidad misma en su totalidad?; ¿y cómo lo hace?; ¿dónde encuentra tal sentido?

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de la teología cristiana. Un mal neognosticismo, para uso y abuso de espíritus burgueses un tanto asustados en este cambio de milenio (H. Bloom), carente de cuidado y de vigilancia crítica a la hora de hablar del Misterio, y sin conciencia alguna del carácter simbólico, analógi­ co, de todo hablar sobre el Misterio divino y de la necesaria contención y austeridad -«agnosia»- que lleva consigo. La recuperación de la religión que proponemos, y del pensamiento que lo exprese, camina por otros senderos. Debe admitir la pluralidad del lenguaje religioso, con especial énfasis, como venimos mostrando, en el habla negativa («no es esto, ni esto...») y un mayor uso de la poli­ cromía simbólica («es como...»), sin olvidar la vigilancia crítica ni el rigor conceptual. A fin de indicar brevemente algunas sugerencias en esta dirección, permítasenos insistir en algunos aspectos afines al pen­ samiento simbólico. 2.2. Planteamientos alternativos La verdadera alternativa al paradigma dominante desde los griegos procede del denominado Nenes Denken judío. Nombres como los de F. Rosenzweig28, M. Buber29 o E. Levinas30 bastan para insinuar de qué tipo de pensamiento se trata. Es el también llamado «pensamiento dia­ lógico», que pone el principio de la reflexión, no en la comprensión o captación (Begriff) conceptual del otro y lo otro, que queda asimilado a lo mismo, es decir, a lo mío, sino en el encuentro con el otro. Al prin­ cipio está, por tanto, no el pensamiento, sino la socialidad. Este dato es tan central y humano, a decir de estos pensadores, como puede serlo la reflexión. Incluso la reflexión ejercitada desde esta realidad de la socialidad cambia de orientación, y se encuentra con que es una bús­ queda de la justicia antes que de la verdad (teorética). Es un conoci­ miento en el reconocimiento del otro. El pensamiento adquiere una tonalidad mesiánica que sitúa, me­ diante el encuentro, la primacía del tú sobre el yo, la de la responsabi­ lidad -al sentirse interpelado por el rostro del otro- sobre la libertad, la de la justicia sobre la verdad, la de la ética sobre la metafísica, la del otro sobre lo mismo. 28. Cf. F. R o s e n z w e i g , La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1997. 29. Cf. M. B u b e r , Yo , T ú , Caparros, Madrid 1996. 30. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977 (1987).

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Las consecuencias son realmente muchas, aunque siempre se cier­ ne la sospecha de si no estaremos ante un «teologoúmeno» con ropa­ jes de pensamiento filosófico, más que ante una genuina filosofía. Al fondo late la controversia de un pretendido pensamiento secular puro que, por la fuerza de los argumentos, se habría emancipado de las tra­ diciones y habría asumido ese potencial semántico de los saberes de salvación (religiones). 2.3. Hacia el giro simbólico Otra vía es la que creemos se ensaya mediante la recuperación de un pensamiento simbólico. Se acentúa aquí la necesidad de dar respuesta a las cuestiones profundamente humanas del sentido y de la experien­ cia de ruptura que vive el ser humano. Se es consciente de que no hay salida ni por la vía del pensamiento y el análisis científico ni por la del crítico-argumentativo; pero se advierte que las sabidurías y los mitos han tratado de ofrecer una respuesta que utiliza lo mito-simbólico como modo de expresión. Un pensamiento siempre abierto, inacabado y, no obstante, con pretensiones de evocar lo ausente y de ofrecer pers­ pectivas de totalidad y de sutura a un mundo desgarrado. Cuando se palpa la impotencia del pensamiento para dar razón de la vida y del mundo, si la filosofía es incapaz de ello, tendremos que recoger esas intuiciones o evocaciones de la totalidad que proporcio­ nan sentido. Y ello, no para abandonar la racionalidad crítica en nom­ bre del reclamo de una Vida o de una Energía que nos recorre y aúna. No queremos volver a las mitificaciones del Gran Uno o de cualquier otra visión que vuelva a hundirnos en los halagos de lo indistinto o definitivo; queremos encontrar sentido y sutura a un mundo de dolor, injusticia, sufrimiento y escisión. No queremos superar por abandono la ética y sumergirnos en el fluir amoral de la vida, sino iluminar la inteligencia que sabe optar, establecer juicios entre el bien y el mal, distinguir y rechazar. La recuperación del pensamiento simbólico pretende recuperar dimensiones perdidas en la razón moderna, pero no abandonar los logros de la misma. El paradigma emergente que atisbamos debe ser una relación equilibrada de las dimensiones de la razón. Echamos de menos dimensiones de sentido y de respuesta al profundo desgarro humano. Nos sobra análisis pormenorizado, descripción de factores, influencias y causas. Nos falta un pensamiento que dé razón al ser humano de su profundo malestar, de sus desavenencias incluso bus-

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cando el consenso, de sus intolerancias e injusticias. Y sospechamos que tenemos que recuperar lo reprimido o rechazado que se ha desve­ lado necesario para la salud del equilibrio de la razón. La razón unila­ teral tiene que ser superada por la asunción clara y decidida de la dimensión simbólica. Sin ella no existe esperanza de un sentido y de una reflexión verdaderamente humana. Hay atisbos de este giro en lo que Ernst Cassirer31 denominaba la «visión orgánica», como en un sistema, de los diversos aspectos de la vida humana y socio-cultural: una armonía de contrarios interdepen­ diente. El ser humano busca edificar un mundo propio que está lleno de tensiones y fricciones; pero en el fondo de los profundos contrastes late, no la discordia, sino, como diría Heráclito, «la armonía en la con­ trariedad», como en el caso del arco y la lira. Para ello es fundamental leer sus diversos productos culturales (mito, religión, lenguaje, arte, historia, ciencia...) como formas simbólicas, es decir, como modos de comprender e interpretar, de articular y organizar, de sintetizar y unl­ versalizar su experiencia. Finalmente, el ser humano construye así su mundo, que no será menos que un universo simbólico. Llegando a nuestros días, podemos encontrarnos con H. Blumenberg32y su visión desencantada del mundo. Sin embargo, este pensador y especialista del mito percibe que la exigencia de sentido permanece para el ser humano como un impulso motriz que brota del deseo de que «la inanidad no sea la última palabra». A la vida humana no le basta el reconocimiento de su ingente fracaso. Hay una rebelión contra lo que se considera un inútil esfuerzo. El ansia de sentido acaba por imponer­ se incluso al ansia de placer y desata la pregunta por el sentido, en un cosmos que no lo tiene y que no puede contentarse con menos que con un último fin metafísico de todo. Un colosal esfuerzo del pensamiento que le lleva por los caminos del mito, la religión y la metafísica y que yace oculto y soterrado en los vaivenes de nuestra vida cotidiana. Vano esfuerzo por luchar contra el «absolutismo de la realidad», pero esfuer­ zo permanente de la autoafirmación humana contra la naturaleza pre­ potente. Aunque finalmente, según Blumenberg, tengamos que apren­ der a despedirnos y desprendernos de nuestras exageradas exigencias de sentido. Ya hemos indicado desde el inicio de este ensayo que ha sido quizá G. Durand quien más ha insistido en la necesidad de una recuperación 31. Cf. E . C a s s i r e r , Antropología filosófica, F c e , México 199416, 325s. 32. Cf. F . J . W e t z , Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas, Alfons el Magnánim, Valencia 1996, 77s.

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de «lo imaginario» para sanar la cultura occidental y su pensamiento reducido y magro. Tenemos necesidad, después de enormes esfuerzos analíticos, de insistir en lo que une, en lo simbólico que arraiga en la imaginación, en la intuición, en los trasfondos del sexto sentido. Quizá sea interesante constatar que dentro de la teología y la peda­ gogía actuales hay una cierta sintonía con estas ideas a la hora de pen­ sar en las prácticas que las empujan. Se habla de la recuperación del rito y del relato, de la revalorización de la religiosidad popular. Los rituales nos llevan por la vía precognitiva, a través de lo sensible-corpóreo, al contacto con realidades invisibles e intangibles que, sin embargo, están presentes en todos los movimientos humanos. El rela­ to, que narra historias no para saciar nuestra curiosidad, sino para rea­ vivar en el tiempo presente unas experiencias o vivencias de conflictividad, fragilidad y liberación, proyecta una nueva luz desde ese pasa­ do hacia la situación actual y abre perspectivas de futuro. Son formas intuitivas, transracionales, que rebasan la conciencia meramente inte­ lectual y nos introducen en un ámbito gestual-simbólico, corporal-sensible, anamnético, de memoria e identidad, que alcanza niveles muy profundos de percepción33. 2.4. Hacia el nuevo paradigma: tareas para el pensamiento y la religión Cuando se avizora el futuro, aunque sea cercano, hay que situarse en la frontera. La perspectiva deseable de una razón que recoja la refle­ xión crítica sobre el pensamiento moderno tiene que conjuntar varias dimensiones desechadas o minusvaloradas por la llamada «razón ilus­ trada». La dirección es hacia una racionalidad no unilateral. Con esta indicación para el camino, la funcionalidad y la crítica se tienen que dar la mano con la alteridad y el recuerdo de las víctimas. Permíta­ senos, ya que no tenemos la imagen del paradigma del futuro, sugerir lo deseable hacia lo que convendría avanzar. a) Otra relación con lo real. Ya hemos visto que el pensamiento post­ moderno reacciona contra el estrechamiento de la visión funcionalista o lógico-empírica de la realidad. No es que la desechemos, pero sí con­ viene no entronizarla como la única. Las experiencias que dan sentido y motivos para vivir no se encuentran en estas dimensiones «tecno33. M.

J o s u t t is ,

en

(F .

Wintzer [ed.]) Praktische Theologie, Neukirchen 19852, 40.

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científicas». La vida está hecha de alusiones y sugerencias, de evoca­ ciones e invocaciones, de vivencias no expresables mediante la lógica y el número. Necesitamos otro modo de expresar lo esencial. Un modo que no puede menos de ser simbólico, es decir, inacabado, que ofrece, mediante la sugerencia, algo que nunca termina de absorberse por entero. Un modo de hablar que apela a la persona misma, la implica y la conduce a la apropiación de un sentido que supone una opción. Un lenguaje «parabólico» que habla en imágenes y que interpela la sensi­ bilidad y remueve el inconsciente. Dejar todos estos aspectos de lado equivale a marginar la vida. Deberíamos servirnos de escarmiento la experiencia de un funcionalismo desaforado que deseca el sentido y reduce la vida a un fundamentalismo de mercado. Necesitamos que el pensamiento nos sirva para vivir. Y para ello precisamos un pensamiento que alimente la vida. No hay duda de que este pensamiento tiene que tener un carácter simbólico. Supone mirar la realidad con una sensibilidad capaz de presentir la hondura y la riqueza de la vida misma; tiene que penetrar más allá del dato sensible sin desdeñar el trabajo de la reflexión. Ha de reunir sensibilidad y pen­ samiento, inconsciente y reflexión. Para rehabilitar el lenguaje religioso necesitamos rehabilitar el len­ guaje simbólico. Y viceversa. La tarea actual de sanar el pensamiento no se hará efectiva y real si no recuperamos la riqueza del lenguaje reli­ gioso. En un momento de no demasiado crédito del cristianismo en nuestro mundo occidental, la tarea es particularmente ardua. Pero en esta jugada nos va la salud de la cultura moderna y el futuro del cristianismo. b) Recuperar la tradición. Siempre estamos con la espalda contra lo otro: lo otro de la razón, lo otro de la tradición, lo otro más allá de la reflexión, lo otro previo donde se inserta ya la reflexión... No existe argumentación que, por ejemplo -como se ve en el caso de la ética-, obtenga por pura fuerza argumentativa los principios y orientaciones de la moral. Siempre estamos ya situados en una tradición moral, fre­ cuentemente de raíz religiosa. Desde su relectura e interpretación cons­ truimos la moral. Lo que es válido para la razón práctica lo es para toda la razón. La razón es una razón situada. Pensar lo contrario es defen­ der una razón desencarnada (Ch. Taylor), propia de un individuo desenraizado que, sencillamente, no existe. La razón tiene una dependencia respecto de las tradiciones de pen­ samiento y de vida que debe reconocer. No para quedarse en ellas, sino

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para alimentar su reinterpretación y creatividad. La razón, el pensa­ miento sano, es una permanente tarea de creación reapropiadora (E. Cassirer). La hermenéutica de la vida, que nos viene dada con todas las obras culturales y de la tradición, es, pues, una tarea de todo pensa­ miento legítimo de hoy y de mañana. El nuevo paradigma tendrá raí­ ces si quiere tener salud y poder humanizador. Y aquí aparece, inevita­ blemente, la religión. No para ser un objeto intocable, sino para apor­ tar la savia que transmite consigo. En este sentido, hay que prestar oídos al último Habermas34, que llama la atención -cada vez con me­ nos reticencias- a los hijos descreídos de la modernidad para que no pierdan el «todavía inagotado potencial semántico de la religión». Toda una llamada de atención y toda una tarea que debe encontrar colaboración en la misma religión; una realidad viva abierta a la razón y al espíritu. La razón que quiera ser portadora de sentido no puede desvalorizar ni desconocer las tradiciones que transmiten la corriente de la vida. Desde este punto de vista, el pensamiento secular, laico, incurre en un racionalismo ciego cuando se instala en una increencia dogmática que afirma su superioridad despectiva sobre la religión. Como estamos viendo en el caso del Islam en nuestros días -y el propio Habermas citaría asimismo la cuestión de la manipulación de embriones huma­ nos-, lo único que se conseguirá será no comprender los problemas. El laicismo auténtico debe ser crítico y autocrítico y dejar espacio a la posibilidad de la fe en Dios; de lo contrario, incurre en aquel fundamentalismo que dice criticar. Los límites de la laicidad los señala la condición situada, no neutral ni autofundada, de la razón. La falibili­ dad de la razón, la precariedad sentida ante la magnitud de los proble­ mas, debe procurar una actitud abierta, también ante las tradiciones religiosas. Los potenciales de humanidad vinculados a imágenes sim­ bólicas como la de «semejanza a Dios» son un aviso y un capital intui­ tivo que está pidiendo atención y su justa traducción incluso para los espíritus no creyentes de nuestro tiempo. El respeto de relación, en reconocimiento y libertad, que introduce la creencia en la creación de Dios de un ser «a imagen y semejanza suya» no puede ser pasado por alto, sin tremendos costes humanos, por una especie de «confesionalismo» tecno-científico y económico.

34. Cf. J. H abermas, «Glaube und Wissen»: Frankfurter Allgemeine Zeitung, 15-102001,9, con motivo de la recepción del premio de la Paz concedido por los libre­ ros alemanes.

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c) Un pensamiento de la alteridad. La barbarie del siglo xx debería volvemos muy críticos frente a quien pretenda taponar la apertura a lo otro, a lo distinto, a la alteridad. Sabemos de la inhumanidad y perver­ sidad que encierra el deseo del Uno totalitario. Eliminar la alteridad es una forma de cierre ante la Alteridad. Desde este punto de vista, la reli­ gión significa la apertura a la alteridad sin límites. Traducido social y mentalmente, significa la condición de posibilidad para que una socie­ dad se mantenga abierta y para que una mente no se aliene. El monoteísmo bíblico, con su rechazo de las imágenes de Dios, está sentando la idea de que Dios no es manipulable ni instrumentalizable al servicio de poder alguno. Y el Dios cristiano, que se abaja y se vacía (kénosis) hasta la muerte en la cruz, es un Dios nada lejano ni distante, sino que se entrega hasta la desaparición en su otro. Esta Encamación sienta un movimiento hacia la alteridad que se traduce en el máximo respeto a todo rostro humano, con el que Dios se identifica. Todavía más que en el Dios del Antiguo Testamento, cuya presencia nos interpela desde el rostro del pobre, la viuda, el huérfano y el extranjero (E. Levinas), se puede afirmar en el Dios de Jesús lo sagra­ do de todo ser humano. Desde Jesús es difícil negar que el Otro no nos interpela desde el rostro de las víctimas de la historia. Un pensamiento sensible a esta tradición de alteridad puede ver en las víctimas, en la solidaridad con la finitud humana -que diría M. Horkheimer-, con su sufrimiento y con su muerte, una compasión que, lejos de ser una sentimiento blandengue y efímero, se abre hasta el an­ helo de una justicia plena. En ese fondo de solidaridad compasiva late la débil esperanza de que la realidad no sea toda como se muestra, ni quede encerrada en lo dado, ni conduzca al triunfo del verdugo sobre la víctima. Las huellas de la Resurrección aparecen desde este clamor de la esperanza incluso para los hijos descreídos de nuestra modernidad. Sabemos que no hay razón ni fe que inmunice contra la locura humana; pero un pensamiento abierto al otro y a lo Otro es un pensa­ miento con mayor capacidad de resistencia a la manipulación política y social. Un pensamiento sensible al destino de las víctimas de la his­ toria será al menos un freno contra la barbarie y se empeñará en eli­ minar aquellas estructuras que procuren inhumanidad. Será una racio­ nalidad con una dimensión comprometida y práctica.

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3. Conclusión En la época del pensamiento desilusionado, el creyente está llamado a no desesperar de la razón ni apoyar infantilismos religiosos. En un momento en que se vislumbra la emergencia de un nuevo paradigma de la racionalidad, debemos impulsar y estimular una razón no unila­ teral, abierta a lo simbólico, enraizada en el mundo de la evocación y la corporeidad, consciente de su relación constitutiva y vital con la tra­ dición, y sensible a la alteridad de la interpelación del Otro en el ros­ tro humano de las víctimas de la historia La sombra dejada por la religión en el pensamiento es todavía muy alargada.

Epílogo: Recuperar el símbolo Una convicción nos ha guiado a lo largo de este ensayo es la impor­ tancia capital del imaginario simbólico para las cuestiones fundamen­ tales de la existencia y, por consiguiente, de la fe cristiana. La trans­ misión y vivencia de la fe, lo que afirma, promete y espera, lo que mo­ viliza y transforma la vida del creyente, lo que le penetra, cala y renue­ va, se juega en un imaginario que lo exprese y lo celebre. La fe se arrai­ ga y se alimenta de metáforas y símbolos, narraciones e imágenes, mucho más que de argumentos y razonamientos. Hemos visto la situación socio-cultural de nuestro tiempo, el pre­ dominio de un pensamiento funcional y consumista de sensaciones, ciego para las cuestiones de profundidad, crédulo ante los reflejos del Misterio, inseguro y miedoso para las preguntas que exceden el mane­ jo instrumental. El hombre de nuestros días está enfermo de Misterio. No soporta el imperativo de la interrogación radical. Ansiamos el ama­ necer de un nuevo paradigma que supere la unilateralidad de la deno­ minada racionalidad ilustrada, pero vivimos presos de las ofertas del mercado. El reduccionismo mercantilista deja coja y manca la expe­ riencia. Las miradas se dirigen hacia una sensibilidad que supere estas limitaciones y se abra a un pensamiento amplio y sin restricciones. En este proceso de marcha hacia un nuevo paradigma de pensa­ miento y hacia una experiencia más completa y humana, juega un papel importante la recuperación de la sensibilidad simbólica. Sin un pensamiento sensible al más allá de la argumentación y la crítica, no hay esperanzas de superar la unilateralidad de la razón tecno-económica; sin una racionalidad capaz de captar el latido profundo del sen­ tido de la vida, nos quedamos en la estrechez de la funcionalidad pre­ dominante y enfermos de sentido. La racionalidad simbólica, la aper­ tura del símbolo a lo otro de la razón, es lo único que puede darnos acceso a la medicina que nos cure de la dolencia del sinsentido, la desorientación y la crisis de identidad de nuestro tiempo.

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Ahora bien, abrirse al relato y dar cabida a lo mito-simbólico no sig­ nifica tirar por la borda la argumentación y la crítica. Sin rigor razona­ dor y sin vigilancia crítica, la racionalidad evocadora y sugeridora, el símbolo, que persigue apresar la vida en su riqueza y profundidad, se desliza peligrosamente hacia la ilusión. La fantasía se cuela entre las manos del pensamiento del umbral. No se trata de abandonar nada, sino de eliminar tiranías inútiles y empobrecedoras. Buscamos la complementariedad de lo que le falta a la ilustración, siguiendo su mismo espí­ ritu que trata de hacer justicia a la razón humana y a la vida entera. Un pensamiento sano para un futuro más humano avista la complementariedad de la razón crítica y la simbólica, de la argumentación y la evocación. Quisiéramos superar la ramplonería de una vida supeditada al obje­ tivismo de la imagen, de la mercancía, de la sensación momentánea; sospechamos que el antídoto camina de la mano de una vida alternati­ va donde el símbolo se haga parábola de vida, sugerencia de otra cosa, compasión efectiva, recuerdo peligroso, apertura a lo otro y diferente, diálogo con el Tú misterioso y cercano. El símbolo es el arma de la evocación de lo distinto, presentiza lo ausente, dispara la imaginación hacia lo que todavía no existe pero puede ser. Sin símbolo quedamos presos de lo que hay; con la creatividad simbólica se descongela el pre­ sente marchito de las ideologías, y la desigualdad y la injusticia mues­ tran su barbarie; los sueños de una sociedad distinta y mejor se activan en actitudes de alteridad, fraternidad y compartir que son de extrema urgencia para una nueva humanidad. Una tarea fundamental para la religión La religión que no cuida la dimensión simbólica es una religión exáni­ me y extenuada por la sequedad del dogma y el moralismo, o calentu­ rienta y a punto de estallar por la fiebre incontrolada del rito y las mitificaciones supersticiosas. El símbolo es una de las piezas clave de la religión. La atención al símbolo señala la salud de la religión. Su descuido se paga con la caída en racionalizaciones desecadoras o extralimitaciones ingenuas e infan­ tiles. En la religión no vale ni el intento de prescindir del símbolo mediante una pretendida superación racionalista que olvida la entraña simbólica de toda relación con el Misterio de lo divino, ni el abando­ no en manos de la imaginación. El desvarío ataca a la religión tanto por el lado del formalismo racional, ritual o moral, como por el flanco de

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la ilusión, el milagrerismo omnipotente y la superstición irracional. El símbolo está clavado en el corazón de la religión, pero tiene que ser una simbólica viva y equilibrada, controlada en sus excesos tanto por la inclinación al subjetivismo psicologizante como por el objetivismo racionalista. Cada tiempo tiene que observar y detectar sus enfermedades reli­ giosas o contaminaciones víricas. Hoy estamos ante un simbolismo en­ flaquecido que se pretende subsanar con sobredosis de imágenes que suplantan lo real y ante largas contaminaciones religiosas por parte del racionalismo objetivante que se pretenden curar con arrebatos de emocionalismo subjetivo y simbolismo descontrolado. Aunque dentro de la iglesia católica predomina más la vuelta al confesionalismo doctrinal y al ritualismo seguro, es decir, formalista, lo que impera extramuros de la misma es una religiosidad de la experimentación subjetiva y del casi-todo-vale con tal de que evoque una pizca de trascendencia por los caminos de lo cotidiano funcionalizado. Ambas tendencias no hacen justicia al símbolo. De ahí que importe recuperar el símbolo en su ver­ dadera medida, equidistante tanto de la liquidación raciocinante como del abandono a la ilusión. Dentro de nuestra iglesia se precisan más dosis de imaginación y libertad simbólicas; fuera, algo más de rigor conceptual y de control ante lo que se denomina «lo sagrado». Nos tememos que ambas tendencias se alientan y alimentan en sus posturas unilaterales: los unos, con su miedo al símbolo, se refugian en la sospecha y el descrédito de todo cuanto suene a «experimentalismo» al sobrepasar o salirse de las normas, del texto y aun de las rúbricas indicadas y sancionadas por la autoridad; los otros, en el recelo de la rigidez institucionalizada y la carencia de imaginación que cierra o empobrece la apertura evocadora al Misterio. Ninguna de las dos pos­ turas favorece la recuperación del símbolo. Urge, por tanto, distanciar­ se de ambas y emprender un camino atrevido para unos y timorato para otros; un camino de acuerdo con la misma razón simbólica y con su vida dentro de la religión.

El desafío de la síntesis La propuesta que avalamos quiere evitar los extremos. No desconoce el empobrecimiento de la arrogancia indiferente que quiere prescindir del símbolo en aras, quizá, de una racionalidad que supere los peligros inherentes a los excesos de la ilusión imaginativa. Esta indiferencia

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simbólica incurre en la ceguera del momento funcional y olvida los estragos de la iconoclasia cultural y la negación del imaginario. Prepa­ ra reacciones aberrantes y compensatorias a las carencias actuales. Tampoco nos convencen las soluciones dualistas o esquizofréni­ cas, aquellas que deambulan por la funcionalidad rigurosa de día y tra­ tan de compensarla con raciones de ingenuidad espiritualista o de pre­ suntos rituales religiosos para conectar con el «misterio» al atardecer. No valen las soluciones estilo Belle de jour. La doble vida en el mundo del espíritu se paga siempre con la tontería o la locura. Ni vale tampoco, como ya hemos dicho, entregarse, sin más, en manos del fundamentalism o efervescente que cree estar en la creativi­ dad simbólica porque se apropia con entusiasmo de cualquiera de las propuestas que se cruzan en su camino y huelen a evocación sagrada y del misterio. Este juego presuntamente místico termina en la supersti­ ción más crasa, al olvidar las mínimas reglas de la disciplina mental y el respeto ante el Misterio de lo sagrado. Apelamos a la síntesis de la razón simbólica y la razón crítica y reflexiva, dentro y fuera de la religión. Aplicar la teología negativa, que sabe que nada puede identificarse con el Misterio y todo puede ser un ligero barrunto, analogía, evocación y símbolo de otra cosa totalmente distinta y otra, cercana y lejana a la vez. Ejercicio de respeto y distan­ cia frente al Misterio de Dios y búsqueda permanente para crear puen­ tes de cercanía y evocación, de referencia y proximidad con respecto a la presencia ausente de Dios.

Una tarea urgente para la cultura y la sociedad La exploración religiosa nos ha llevado por los caminos de la sociedad y la cultura. Mirar hacia la religión y cerrar los ojos a la sociedad y la cultura no sólo es una insensatez, sino que es casi imposible, como han indicado los estudiosos del fenómeno religioso. La religión es un hecho social. La cultura es la forma que configura la religión, del mismo modo que la religión da sustancia y contenido al trasfondo cosmovisional, ideológico y valorativo de la cultura. Sin religión la cultu­ ra se vuelve mustia y deviene una mera caja de herramientas. Pero la religión sin cultura ni sociedad es un fósil o una espiritualidad que vive en la estratosfera. En un momento en el que barruntamos y deseamos un paso hacia una nueva cultura y sociedad -que es tanto como decir: hacia un nuevo

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estilo de vida, de visión del mundo, de ética y valores-, no hay expec­ tativas realistas sin una recuperación del símbolo. Ya vimos que la sociedad actual está ahíta hasta el empacho de imágenes y, sin embar­ go, carece de perspectiva de profundidad: no traspasa el plano cercano de lo que hay en la superficie. Explorar el interior y acercarse al mis­ terio de la realidad exige una racionalidad apta. La racionalidad fun­ cional no lo es, como tampoco lo es la mera crítica ni la sofisticación argumentativa. Se requiere un salto de nivel, de apertura a una racio­ nalidad que permita la evocación de lo ausente, la referencia de lo invi­ sible y el atisbo de lo inefable. Precisamos el símbolo, el pensamiento simbólico, para poder libar un poco de sentido y reconciliación y esca­ par de la cárcel del reduccionismo lógico-empírico y del objetivismo mercantilista. La sanación de nuestra cultura occidental de los estragos de la fun­ cionalidad y la superespecialización, el paso hacia un nuevo umbral cultural, la emergencia de un nuevo paradigma, será una mera declara­ ción retórica si no se asume el pensamiento simbólico, sin el cual no hay esperanza de un verdadero paso adelante, sino tan sólo mera repe­ tición y prolongación de lo que hay. No vale apelar a la estética, como menos colonizada y sometida a la esclavitud funcional, ni a la razón anamnética que dé cuenta del sufrimiento de las víctimas, si nos falta el símbolo. No hay evocación alguna sin símbolo; no hay memoria subversiva sin posibilidad de imaginar una vida distinta de la que hay. Y esta razón raciocinante y funcional de la tecno-economía actual y de la cultura cibernética nos apresa en las mil y una variaciones de lo que tenemos. No escapamos de la jaula funcional de lo que hay. El vuelo del mañana distinto sólo lo emprende el cóndor simbólico. De lo dicho se desprende que una tarea de recuperación del sím­ bolo dentro de la religión es hoy una tarea de sanación social y cultu­ ral. De nuevo las tareas socio-culturales y religiosas se abrazan. No habrá esperanza de una religiosidad cristiana sana sin la recuperación y revitalización del símbolo; pero tampoco se logrará el objetivo si estamos inmersos en una sociedad del fundamentalismo del mercado y en una cultura funcionalista y del simulacro de la imagen. Revitalizar el símbolo dentro de la religión cristiana nos lleva a no olvidar la atmósfera, escasamente proclive al símbolo, en la que vivimos. Trabajar por la salud de una cultura posthumanista significa introducir la visión simbólica del límite y preparar las condiciones para una fecundación cultural del Misterio. La iniciación al Misterio, la mistagogía actual, comienza por abrir la sociedad y la cultura al símbolo.

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Alcanzamos la conclusión, bien conocida ya por el cristianismo con sensibilidad encamada, de que trabajar por la fe cristiana y traba­ jar por la sociedad de los hombres son dos tareas que se ayudan y se reclaman mutuamente. Una religión cristiana simbólicamente rica exige una sociedad más humana y una cultura que valore el símbolo. La aportación de una fe cristiana con esta sensibilidad no será des­ preciable para una cultura consciente de sus carencias y de su déficit simbólico. Ahora el conocimiento se nos convierte en desafío y tarea social.

Esperanza Las páginas que nos han conducido hasta aquí creemos que albergan algunas justificaciones e indicaciones para la recuperación simbólica. Deseamos que hayan aportado un gramo de luz y de ánimo al lector para unirse a la empresa social, cultural y religiosa de la sanación sim­ bólica. Esperamos que haya quedado claro que sin el símbolo la cultu­ ra no existe, la religión fenece, y el hombre no sobrepasa el umbral ani­ mal. Símbolo y vida humana se dan la mano. Símbolo y riqueza de vida se estrechan mutuamente. Desearíamos que, una vez entrevista la tarea, hubiera muchos espí­ ritus creativos capaces de aportar una frescura simbólica a la vivencia de la religión cristiana. Y todos nos dispusiéramos anímicamente a dar la bienvenida a la tarea de enriquecer la sensibilidad cultural y social de nuestros días. Ya sabemos que esto exige un posicionamiento críti­ co y resistente frente a las poderosas instancias de la industria cultural de nuestra sociedad de sensaciones y, aún más allá, requiere hacer fren­ te a los dinamismos funcionalistas y cegadores del símbolo. Positi­ vamente, demanda una actitud de búsqueda de profundidad y de ejer­ cicio de lectura de la realidad atenta al Misterio que la atraviesa. Necesitamos de los espíritus creativos, con capacidad poética y sugeridora, para dar cuerpo expresivo, en metáfora, relato, imagen, ritual, icono, danza, signo y hasta gesto, a este atisbo de trascendencia. Será en último término a estos espíritus creadores, poiéticos, a los que nos remitiremos y a los que tendremos que agradecer la revitalización simbólica que ansiamos y necesitamos dentro de la religión cristiana y en el entorno social y cultural que habitamos. La sabiduría del futuro que necesitamos la escribirán quienes sepan conjugar la inteligencia artificial con el alma de un poeta; quienes, de nuevo, se dejen arreba-

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tar por el espíritu profético y encarnen gestos y modos de vivir que evoquen otra cosa diferente de la del predominio del mercado y el Con­ sumo de sensaciones. Hombres y mujeres, con almas de peregrinos y voluntad rebelde, que no quieran plegarse a esta sociedad y creen un estilo de vida que sea sugerencia de otra cosa. Estamos hechos de sueños; el hombre es un creador de símbolos. Somos abejas de lo Invisible, como ya vio Rilke; libamos perdidamen­ te la miel de lo visible para acumular en la colmena el oro de lo Invisible. Nuestro máximo anhelo es encontrar la otra parte del símbo­ lo que nos falta. La religión relata, vive, expresa y celebra esta tensión simbólica.

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