Mapas de La Fe. Diez Grandes Creyentes Desde Newman Hasta Ratzinger - MICHAEL PAUL GALLAGHER SJ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Mapas de la fe

Diez grandes creyentes des de Newman h asta Ratzinger

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Introducción: Aprender de los gigantes 1. John Henry Newman: el itinerario del yo 2. Maurice Blondel: el escenario del deseo 3. Karl Rahner: el magnetismo del misterio 4. Hans Urs von Balthasar: el drama de la belleza 5. Bernard Lonergan: orientación hacia el don 6. Flannery O'Connor: asalto a la imaginación 7. Dorothee Sólle: una fe mística y activista 8. Charles Taylor: las presiones de la modernidad 9. Pierangelo Sequeri: horizontes de confianza 10. Joseph Ratzinger: Dios con rostro humano 11

Conclusión: Los pilares convergentes de la sabiduría

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Instrucciones para vivir la vida: Prestar atención. Asombrarse. Hablar de ello. (Mary Oliver, Red Bird) No tengo ni idea del número de horas que he dedicado en mi vida a los libros. Leer era una parte fundamental de mi vida en mi pueblo en los años anteriores a la televisión. Lo que comenzó con Enid Blyton finalizó con Balthasar, y entre una y otro, años de Bronte, Beckett y Bellow. Después de la infancia en el pueblo y la enseñanza secundaria vinieron la universidad y los estudios de literatura que, a su vez, desembocaron en veinte años como profesor de literatura en el University College de Dublín. Como era también sacerdote jesuita, ese largo periodo de contacto con los estudiantes me llevó a la teología. Escucharles fue como vivir en el futuro: aprendí que las seguridades de la fe tradicional tenían profundos problemas, no a causa de dificultades intelectuales, sino de una nueva cultura que implicaba todo un conjunto de presupuestos vitales diferentes. Y desarrollé una pasión por dar sentido a la fe para este nuevo mundo. Después la vida me alejó de Irlanda. Mi proyecto era ir a Paraguay, pero terminé en Roma, donde, tras cinco años en el Consejo Vaticano para la Cultura, me convertí en catedrático de teología de la Universidad Gregoriana. A pesar de tener un doctorado en teología, mi formación era distinta de la de la mayoría de mis colegas. Comprendí que mi horizonte había sido trazado, lenta pero inexorablemente, por todos los años dedicados a la literatura en una universidad estatal. Al principio, esto me pareció un «handicap»: simplemente, no poseía los grandes conocimientos de teología que en general poseían mis colegas catedráticos. Pero después de un tiempo comprendí que lo que la vida me había dado podía ayudarme a mí - y también a mis alumnos - a afrontar las cuestiones relativas a la fe de un modo más imaginativo. Con una sensibilidad moldeada por la literatura y por los años de exposición a una cultura emergente, leía teología con ojos diferentes. Me sumía en los grandes pensadores del siglo XX tratando de hacerlos comprensibles a la gente a la que conocía. Y ese es el origen de este libro.

Cosechar para otros 14

¿Qué he aprendido, a lo argo de todos estos años de lecturas, acerca de la religión, del estudio o enseñanza de la teología y, quizá lo más importante de todo, de tratar de orar cada día de mi vida? ¿Qué he descubierto que pueda ser comunicado a los demás, a quienes no han tenido las mismas oportunidades que yo de inquirir y reflexionar? Estas páginas son un intento de recoger la cosecha de mis lecturas y reflexiones y ponerla a disposición de las personas que tratan de buscar a Dios, e incluso de muchos de mis amigos que me dicen sinceramente que Dios no es tanto increíble cuanto irreal; que, sencillamente, queda fuera de su «mapa». Primero quise titular este libro «Traducir a los gigantes», pero el editor me aconsejó que buscara un título menos oscuro. Mi idea era (y es) traducir la gran tradición de la teología para quienes no han podido introducirse en ella. Mi vida, como ya he dicho, me ha empujado a este terreno, donde he pasado innumerables horas aprendiendo de esos gigantes, y ahora espero prestar un servicio a otros recogiendo para ellos los frutos de esas exploraciones. Por lo tanto, el propósito de este libro es muy claro: espero ofrecer a otros los frutos de mi reflexión sobre la fe, una aventura personal que ha durado medio siglo. Más concretamente, quiero recoger la sabiduría de diez importantes autores y contribuir a que esa sabiduría llegue a personas que no pueden dedicar tanto tiempo a la lectura. Mi intención es reproducir en lenguaje actual y de modo no académico lo que esos «gigantes» dicen. Estoy convencido de que muchas personas, se consideren creyentes y religiosas o no, andan buscando un sustento de este tipo: la mezcla de la longitud de onda inteligente con la espiritual. Los diez autores han explorado cuestiones de sentido y de fe con profundidad y creatividad, pero la mayoría de ellos pueden, al menos en principio, resultar ilegibles para un público no especializado. Mi objetivo es hacer accesibles sus riquezas a más personas. El punto focal no es simplemente la existencia de Dios, que es un tema importante, pero bastante más limitado. La fe es algo más: implica a la totalidad de la persona, no solo el nivel que puede argumentar acerca de la posibilidad de Dios; implica toda la historia de Dios tal como se revela en Jesucristo, no solo una explicación del universo. Recuerdo un comentario de un periodista irlandés acerca de cómo en los pubs se producen a veces discusiones acerca de Dios o de la Iglesia, pero casi nunca acerca de Jesucristo. El discurso de pub sobre la religión tiende a permanecer en la superficie. Pero lo que yo quiero analizar aquí nos introduce en otra lógica y en otra longitud de onda. Las discusiones externas a propósito de alguna forma de fuerza sobrenatural (a veces erróneamente llamada «Dios») nunca harán justicia a la verdadera fe. Solo dentro de nuestro corazón, nuestra mente y nuestra humilde búsqueda podemos encontrar un camino que merezca la pena. (Todo lo demás es territorio de Richard Dawkins). Este libro se titula «Mapas de la fe», en el sentido de que cada capítulo versa sobre un pensador religioso importante al que se pregunta cómo nos orientaría en dirección a la fe cristiana. El centro de atención será más cómo podemos movernos hacia la posibilidad de la creencia religiosa y menos hacia el contenido de lo que creemos. Comprendo que, 15

como he dicho, muchos de mis amigos no creyentes puedan experimentar este discurso sobre Dios como un lenguaje para el que no tienen ni diccionario ni gramática. Yo les pediría, simplemente, que entraran en contacto con sus preguntas más profundas y que después, hojeando estas páginas, comiencen a valorar la larga tradición de reflexión sobre esa rareza y sorpresa llamada «Dios». ¿Cómo podemos hacer justicia a esa trama perenne de deseo y descubrimiento de un modo que tenga sentido para hoy? En el primer apartado de cada capítulo, un explorador importante será presentado con sus propias palabras. Después de resumir cómo han tratado de comprender el camino hacia la fe, en la mayoría de los capítulos probaré con una longitud de onda más experimental, tratando de dar respuesta a esta pregunta: ¿qué nos diría hoy este pensador? En ocho de los capítulos me tomaré el atrevimiento de crear un monólogo imaginario, como podría hacerlo uno de los gigantes en la actualidad. De hecho, los lectores menos acostumbrados a la teología podrían encontrar más fácil leer antes estos apartados (se encuentran en todos los capítulos, menos en los de Dorothee Selle y Joseph Ratzinger, donde parece más adecuada una segunda parte diferente). El contexto de hoy ¿Qué es este «hoy»? ¿Cómo describirlo? Permítaseme evocar unos recuerdos de un mundo que ya no existe. Al menos en nuestro mundo occidental, ¿quién crece ahora jugando en la calle de un pequeño pueblo sin televisión ni Internet? ¿Y quién crece hoy con la religión como una parte aparentemente natural de la vida, desde la oración en familia hasta momentos más solemnes en la iglesia parroquial, como la exposición, o las misiones, o la misa mayor? Nos encontrábamos como pez en el agua. Estoy pensando en mi infancia en Irlanda, pero es aplicable al mundo entero. Hace sesenta años o más, la mayoría de la gente tenía una mentalidad de «pueblerina» incluso en medio de ciudades como Nueva York. Esto podía afirmarse de los católicos en sus parroquias, pero también, sin duda, de otros creyentes religiosos, cristianos o no. Fe y pertenencia eran como las dos caras de una misma moneda. Hoy es raro que un niño tenga la experiencia de una herencia religiosa tan natural y tranquila. En todo el mundo occidental, la Iglesia ha sufrido una pérdida masiva de miembros. Rara vez se encuentra en el centro de la vida de la gente. En la complejidad actual, es solo una de las muchas fuentes potenciales de sentido, y quizá no muy atractiva. Para un gran número de miembros de las generaciones jóvenes, lo que la Iglesia ofrece - en términos de enseñanza, de culto o de imagen espiritual - resulta extraño e incluso, a veces, vacío e insincero. Puede que en su infancia tuvieran algún contacto con momentos memorables como la primera comunión (acontecimiento fácilmente desvirtuado como orgía consumista); pero una vez que llega la adolescencia, el lenguaje de la Iglesia puede resultar totalmente extraño. ¿Dónde encontrarán caminos que lleven a la fe cristiana? Probablemente, no a través de los sacramentos o la liturgia, al menos como un primer paso, porque se trata de expresiones excelsas, ricas cuando son reales, pero vacías cuando no tienen base personal en la «ima ginación religiosa» 16

(expresión clave de Newman). Si la Iglesia pone todos sus huevos pastorales en el cesto sacramental, entonces (por mezclar metáforas) está poniendo el carro delante de los bueyes. La gente necesita descubrir primero su espíritu para recobrar los deseos que el estilo de vida dominante puede sofocar. Después podría ser capaz de despertar a la sorpresa del Evangelio. Esto es lo que puede significar la «nueva evangelización» (tan fomentada por el papa Juan Pablo II), que ya no puede lograrse a través del enfoque de la «antigua sacramentalización», que encajaba perfectamente con mi cultura rural. Este libro da por supuestas la muerte de una tradición estable y la llegada de una cultura compleja. Si el «contexto condiciona la conciencia», como dicen los marxistas, es obvio que este mundo radicalmente cambiado tiene un enorme impacto en la posibilidad de la fe religiosa. En esta nueva situación, muy pocas personas heredan simplemente la fe de sus padres. Incluso la expresión ordinaria «transmisión de la fe» parece demasiado confiada, demasiado automática y anticuada. Necesitamos un proyecto diferente para nutrirnos y reflexionar espiritualmente, y los autores analizados en estos capítulos han tratado de proporcionar algunos de sus ingredientes esenciales. A pesar de sus muchas diferencias, comparten un objetivo común de re-pensar y re-presentar la fe de modos que puedan llegar a la gente de hoy. ¿En qué medida puede contribuir un libro a esta búsqueda? Leer puede ser una actividad solitaria, pero los lectores de estas páginas son invitados a hacerlo de manera meditativa. Una aproximación meramente mental no descubrirá nunca el núcleo de la fe como amor ofrecido y aceptado. Es un «sí» a un «sí», donde el «sí» eterno de Dios a nosotros llega primero, y nuestro vacilante «sí» de reconocimiento se produce más tarde. Por lo tanto, trataré de escribir con un espíritu de reverencia, esperando ser leído con un espíritu de apertura a la imaginación de Dios. Sí, de eso es de lo que estamos hablan do: de cómo Dios nos invita a imaginar nuestra vida fundamentada en un Amor que supera todo lo imaginable. Hace casi medio siglo, el Concilio Vaticano II produjo el primer tratamiento serio del ateísmo en la historia de la Iglesia. Después de un intenso debate, el Concilio optó por un enfoque enraizado en el diálogo y el autocuestionamiento. Abandonó la tendencia previa a tratar el ateísmo como un peligroso error filosófico o como un sistema político injusto. Incluso hoy, las palabras iniciales del apartado que trata sobre el ateísmo llaman la atención, porque hablan tres veces de amor, para introducir después el fenómeno del ateísmo como incapacidad de reconocer la revelación bíblica del amor. Por lo tanto, el ateísmo no es visto como un rechazo teórico de un Dios distante, sino como un problema existencial que implica una relación perdida y una invitación no reconocida. He aquí una paráfrasis simplificada del párrafo inicial (Gaudium et Spes, 19). «Nuestro objetivo humano más excelso es encontrar a Dios. Nacemos del amor, nos mantenemos con vida por amor, y la plenitud de vida llega cuando 17

reconocemos este amor y lo abrazamos libremente. Pero, desgraciadamente, muchas personas hoy no pueden vislumbrar ni percibir esta llamada íntima. Y, por tanto, el ateísmo se ha convertido en uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo». En su elocuente discurso de clausura del Concilio, el papa Pablo VI empleó este nuevo tono con respecto a la fe y la increencia: «El humanismo secular se ha mostrado en toda su estatura y ha desafiado al Concilio... ¿Qué ha sucedido: un conflicto, un enfrentamiento, una condena? Esto habría sido posible, pero no ha sucedido. La antigua historia de la samaritana se ha convertido en el modelo de la espiritualidad del Concilio... Se sintió una enorme simpatía... Por lo tanto, a los humanistas modernos, aun cuando rechacen la trascendencia, les pedimos que reconozcan nuestro nuevo humanismo, porque también nosotros, más que nadie, somos cultivadores de humanidad». Los diez autores presentados en estas páginas exploran el tema de la fe en este espíritu de diálogo y simpatía (incluso los que vivieron antes del Concilio). Son muy conscientes de que los enfoques doctrinales o abstractos pueden no lograr llegar a la gente allí donde esta se encuentra hoy. Comprenden que muchas personas, incluidos ellos mismos en ocasiones, experimentan una dolorosa confusión a propósito del sentido último, la vida de la Iglesia y la posibilidad de Dios. El desafío de una cultura fragmentada les incita a tratar de dar sentido a la fe para las nuevas situaciones. Esto también subyace a mi intento de traducir a estos gigantes, con la esperanza de ayudar a la gente a descubrir o redescubrir la pista del tesoro de una fe que puede transformarlo todo.

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EL ITINERARIO DEL YO

INCLUSO en su propia época, el cardenal Newman era visto como uno de los gigantes de su tiempo. Cuando murió con casi noventa años de edad, se publicaron centenares de homenajes a su persona en los periódicos británicos, incluidos los que rara vez prestaban atención a los asuntos de la Iglesia. Muchos de aquellos obituarios ensalzaban su estilo literario (del mismo modo que James Joyce admitió posteriormente sentir celos del espléndido lenguaje de Newman). Pero los panegíricos de 1890 reconocían también que había fallecido una gran figura espiritual, alguien que había aportado nueva sabiduría a la cuestión del compromiso religioso. Por ejemplo, en el Freethinker, periódico ateo, apareció este comentario sorprendentemente generoso: «Newman es el más puro estilista y el mayor teólogo en nuestra lengua. Su perfecta elocuencia encantaba a sus peores oponentes...; un ateo convencido podía casi lamentar la necesidad de disentir de él... "Aquí - nos decíamos - hay alguien que es más que católico, más que teólogo; alguien que ha vivido una intensa vida interior, que comprende el corazón humano como pocos lo han comprendido, que sigue los más sutiles mecanismos de la mente humana, que ayuda al lector a comprenderse a sí mismo"». Todas estas cualidades tan admiradas en Newman estaban, de hecho, dedicadas a un objetivo central. La pasión que guió su larga vida fue dar sentido a la visión cristiana en una época en la que la fe en Dios parecía encontrarse en graves problemas. Siempre alerta a las corrientes culturales que había a su alrededor, Newman dedicó mucha energía a descubrir cómo llegamos a la fe, y lo hizo de muchas maneras: desde sermones hasta reflexiones filosóficas; desde la autobiografía hasta la poesía y la novela. La originalidad de su enfoque ha influido en la reflexión posterior sobre la fe religiosa y sigue siendo un preanuncio de lo mejor en teología de la fe durante el último siglo. A Newman le gustaba decir que la mejor prueba de la existencia de Dios está en nosotros, y por eso trasladó el planteamiento de los argumentos externos a las áreas personal y racional de la disposición moral y espiritual. Sin caer nunca en el subjetivismo, exploró las dinámicas internas del yo hacia la verdad. De hecho, el por entonces cardenal Ratzinger comentó (en 1991) que, desde san Agustín, ningún teólogo había prestado tanta atención al sujeto humano.

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Tres desafíos culturales El joven Newman vio que tenía que afrontar tres importantes desafíos a la fe. Ante todo, estaba el racionalismo estricto, asociado a la verificación científica. Si había que defender la fe - en la visión de Newman-, la razón tendría que recuperar su pleno rango existencial, no simplemente como «lógica sobre el papel», sino como dinámica de la persona en su conjunto. La fe no es nunca - insistía Newman - tan solo una conclusión de la mente, sino que implica una Palabra de revelación que se encuentra con nosotros en las profundidades de nuestra humanidad y, por tanto, inicia una aventura de cambio que dura toda una vida. En segundo lugar, estaba lo que él llamaba «liberalismo». Newman se convirtió en un gran partidario de la «educación liberal», pero a lo que se oponía como liberalismo en religión era a la idea muy generalizada de que «en religión no hay verdad positiva» (palabras que empleó al aceptar su nombramiento como cardenal a los 78 años de edad). Era vehementemente contrario a la tendencia de su tiempo a reducir la fe a una cuestión de opinión privada, como un gusto musical. Uno de sus poemas tempranos se titula «Liberalismo» y expresa ese peligro con estas palabras: «¡No podéis separar el Evangelio de la gracia de Dios, hombres de presuntuoso corazón!». Los liberales, de acuerdo con estos versos de 1833, interpretaban la religión de un modo meramente humanístico, como una fuente de paz o buena voluntad, y por eso evitaban las «terroríficas profundidades de la gracia». Esta vaguedad tan de moda, disfrazada de tolerancia, resultaba atractiva para la cómoda cultura de clase media de la Inglaterra victoriana. El criterio humano se convirtió en la piedra de toque de la verdad. Cuando se unían el pensamiento vago y las actitudes egoístas, se producía una versión blanda del Evangelio que Newman denominaba «la religión de nuestra época». Pero la fe, según él, no puede hacerse nunca a medida del ego; al contrario, conllevará la erosión de todas nuestras complacencias. El tercer desafío provenía del propio mundo religioso. Puede que bajo la influencia del movimiento romántico en la poesía y en el arte, los movimientos de «revival» hacían mucho hincapié en el sentimiento religioso y en las experiencias emocionales de conversión. Newman, como se verá, valoraba el papel del «corazón», la «imaginación» y las «afecciones» en la vida de fe, pero sospechó siempre de la tendencia a centrarse exageradamente en el sentimiento religioso, porque supone el riesgo de olvidar la rica historia de la Iglesia, la larga tradición de reflexión teológica, así como la centralidad de la vida sacramental. La fe, por tanto, no debe reducirse a una intensidad subjetiva; el Evangelio es muy distinto: una revelación definida y gradual del misterio de Jesús. Frente a estos desafíos, Newman trató de profundizar la temática del pensamiento 21

acerca de la fe y hacer justicia a todo tipo de experiencia cristiana. Quería ayudar a la gente a reconocer la simplicidad y, no obstante, complejidad de la fe. Por un lado, confiar en lo que los otros nos dicen es una necesidad de lo más normal y cotidiano. Por otro lado, llegar a la fe cristiana en Dios implica algo más que lo que él llamaba «asentimiento nocional», porque va más allá de la aceptación intelectual o teórica de la existencia de Dios, puesto que debe ser profundamente personal y, por tanto, requiere un «asentimiento real», en el sentido de un reconocimiento existencial de Dios que nos transforma. Newman insistía en el carácter ordinario de cómo creemos y en el carácter extraordinario de lo que creemos: «Actuamos en función de la confianza cada hora de nuestra vida... Son las cosas que creemos, no el acto de creerlas, lo que es peculiar de la religión» (PPS, 1, 191). Centrarse en la disposición y la conciencia Newman predicó esas palabras siendo un joven ministro anglicano de veintiocho años. Diez años después, tuvo una serie de cinco sermones en la Universidad de Oxford sobre el tema general de la fe y la razón. Fueron predicados en varias ocasiones entre 1839 y 1841 y se hicieron famosos. Algunos de sus oyentes, como el poeta Matthew Arnold, recordaban años después la musicalidad de su voz y la atención hipnótica inducida por sus reflexiones. Estos cinco textos, más conferencias que sermones según los criterios actuales, nos proporcionan la antropología de la fe de Newman. Su verdadero punto central lo constituyen las cruciales actitudes personales que nos abren o nos cierran a la posibilidad de la fe cristiana. Una y otra vez se distanciaba de la escuela de las «evidencias» dominante en Oxford, enfoque que trataba de probar la existencia de Dios a través del orden del universo natural. Newman pensaba que estaban siguiendo una línea de pensamiento equivocada, por lo que él eligió un camino mucho más psicológico, insistiendo en la interioridad humana. Por temperamento, era muy introspectivo y veía nuestras disposiciones como algo mucho más relevante para la fe que los argumentos más externos de sus compañeros pensadores. No estaba interesado tanto en las pruebas de la existencia de Dios cuanto en ciertas actitudes personales que el individuo necesita tener para llegar a la fe. Este planteamiento pudo originarse durante sus años de estudiante en Oxford, donde tuvo una serie de debates infructuosos con su hermano menor Charles, que se había vuelto ateo. Sabemos de estas conversaciones por una serie de ocho cartas que han llegado a nosotros y que insisten en ciertas cualidades internas necesarias para dar el paso de la increencia a la fe. Newman dijo a su hermano sin ambages: «No estás en un estado mental apto para escuchar argumentos de ninguna clase». Dado que «la evidencia interna depende en gran medida del sentimiento moral», el rechazo de la fe brota a menudo «de un fallo del corazón, no del intelecto». Newman veía a su hermano bloqueado por sus prejuicios contra la fe: cuando se trata de «temas religiosos», tendemos a verlo todo «a través del cristal de los hábitos previos» (LD, 1, 212-226). Como repetiría Newman en 22

años posteriores, una causa típica de la negativa a creer en Dios es la confianza personal excesiva, el rechazo frío y orgulloso de cualquier dependencia y el evitar a la propia conciencia. Su intento infructuoso de persuadir a su hermano de la verdad del cristianismo probablemente confirmó a Newman en su recelo a propósito de los enfoques externos. Más positivamente, le permitió confiar en su tendencia natural a prestar especial atención a las disposiciones espirituales de los individuos o de toda una cultura. Este planteamiento, centrado en las actitudes interiores o morales necesarias para la fe, puso a Newman en oposición a la apologética dominante en su época, como anglicano y como católico. En su Apologia pro Vita Sua, escrita una década después de su conversión, fue totalmente franco acerca de su incomodidad con las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. En un notable pasaje, apunta a los fundamentos de su seguridad religiosa como elemento subyacente a su experiencia de conciencia: «Comenzando, pues, por la existencia de un Dios (que, como ya he dicho, para mí es tan cierta como la certeza de mi propia existencia...), busco fuera de mí mismo en el mundo de los hombres, y lo que veo me llena de una angustia inexpresable. El mundo parece limitarse a contradecir esa gran verdad, de la que todo mi ser está tan repleto... Si me mirara en un espejo y no viera mi rostro, tendría el tipo de sentimiento que ahora me asalta cuando miro este mundo vivo y ajetreado y no veo el reflejo de su Creador... De no ser por esta voz que habla tan claramente en mi conciencia y en mi corazón, yo sería ateo... No niego en absoluto la auténtica fuerza de los argumentos que prueban la existencia de un Dios, extraídos de los hechos generales de la sociedad humana y del curso de la historia, pero no me vivifican ni me iluminan; no eliminan el invierno de mi desolación ni hacen que los capullos se abran ni que las hojas crezcan dentro de mí ni que mi moral se regocije» (A, 241). Los sermones de la Universidad y la «probabilidad antecedente» Esta última frase es reveladora. Después de manifestar su visión del mundo, más bien trágica, sugiere que la fe genuina se conoce mejor por sus frutos, incluida una amplificación constante de la vida interior y una sensación de gozo. Newman ha bía elaborado este enfoque más de una década antes, en sus sermones universitarios. Resulta interesante que después de la conversión de Newman al catolicismo, le preocupara que las autoridades romanas no valoraran estos textos de Oxford. Durante su estancia en Roma en 1846, constató que el pensamiento dominante con respecto a la fe era conceptual e impersonal, bastante similar al de la escuela de la evidencia externa de sus colegas anglicanos, a la que él se había opuesto. En una carta escrita desde Roma en 1847, comentaba que su idea más original era la relativa a la «probabilidad antecedente», que había sido una expresión frecuente en sus sermones universitarios y que, aunque en 23

un principio podía parecer complicada, en realidad era bastante sencilla: la «probabilidad antecedente» atrae la atención sobre lo que precede a toda expresión explícita. Hoy hablamos del área de reflexión preconceptual. Antes de la enunciación de nuestras creencias o de la formulación de nuestro razonamiento acerca de la fe se encuentra toda el área de nuestras actitudes fundamentales. En este campo oculto de nuestras disposiciones previas situaba Newman la «probabilidad» (o no) de nuestra disposición hacia la fe. Como decía Newman en uno de los sermones universitarios, el «error fatal» del pensamiento secular es juzgar la «verdad religiosa sin preparación del corazón» (US, X, 43). Y añadía su crítica al intelectualismo frío en apologética: «En las escuelas del mundo, los caminos hacia la Verdad son considerados caminos fáciles abiertos a todos los hombres, sea cual sea su disposición, en todo momento. A la Verdad hay que aproximarse sin rendirle homenaje» (US, X, 42). Este es Newman en pocas palabras: cualquier camino fructífero hacia la fe necesitará siempre de una cierta receptividad espiritual en oposición a la distancia arrogante; en su opinión, el horizonte religioso se hace real, no merced a la argumentación inteligente, sino únicamente cuando «el corazón está vivo» (US, X, 44). Sin esta cualidad de búsqueda sincera no podemos llegar al «reconocimiento activo» que es la fe y que aporta su propia certidumbre especial (GA, 345). En otras palabras, Newman tuvo el valor de subrayar lo que la cultura intelectual entonces y ahora tiende a desdeñar: que en materia de fe lo que puede pensarse formalmente es menos importante que las disposiciones, deseos y estados mentales. Repitámoslo: la apertura a la fe, en su visión, conlleva ciertas actitudes morales en la persona; y si no están presentes, todos nuestros esfuerzos por hacer la fe intelectualmente creíble pueden caer en terreno pedregoso. Dos años después de su conversión al catolicismo, Newman preparó una introducción para una posible edición francesa de sus sermones universitarios y la escribió en latín. En ella encontramos la siguiente frase: «Praeambula fidei in individuis non cadunt sub scientiam»: los preámbulos de la fe en los individuos no entran en el ámbito de la ciencia. Una traducción más libre podría ser: los caminos que preparan a la gente para la fe no pueden reducirse al análisis empírico. Puede que Newman se viera a sí mismo como una versión intelectual de Juan el Bautista: quería preparar el camino a la fe centrándose en la postura interior de la persona, dimensión que no puede expresarse fácilmente: «Todos los hombres tienen una razón, pero no todos los hombres pueden dar una razón» (US, XII, 9). La interioridad existencial y la dinámica de la mente Cuando la mayoría de sus contemporáneos estaban tratando de encontrar modos de defender la existencia de Dios empleando el lenguaje de la observación empírica, Newman situó en el centro lo que podría denominarse interioridad existencial. Como ya 24

hemos indicado, su temperamento era sumamente introspectivo, puede incluso que introvertido. Pero empleaba esta característica personal para atraer la atención hacia horizontes más profundos que los explorados en la apologética inteligente de sus colegas. Newman insistía una y otra vez en que «la fe no se origina en la evidencia» que las personas producen, sino en algo más espontáneo y activo, «más personal y vivo» (US, XI, 5-6). En su opinión, como descubrió en su hermano, la decisión a favor o en contra de la fe puede verse a menudo influida por opciones o presupuestos inconscientes, no por ideas claras y distintas. Cada persona se ve influenciada por principios y hábitos poderosos y no siempre explícitos, y es así especialmente en materia de compromiso religioso. A no ser que prestemos atención a las zonas más tácitas de nuestras reflexiones, correremos el peligro de confundir nuestras explicaciones superficiales con las operaciones reales de nuestra mente. En una magnífica metáfora, Newman se refiere a la dinámica de nuestro pensamiento como algo similar a un escalador experto que escala intuitivamente pendientes difíciles, pero no puede explicar a los demás cada paso de su aventura: «La mente va de acá para allá, se dilata, avanza con la rapidez que se ha hecho proverbial y con una sutileza y una versatilidad que confunden toda investigación. Pasa de un punto a otro... hace progresos de manera no muy distinta de la de un escalador en un acantilado muy pendiente que, con vista rápida, manos prestas y pies firmes, asciende, ni siquiera él sabe cómo; por dotes personales y por práctica, más que por una norma establecida, no dejando rastro tras de sí e incapaz de enseñar a otro... Y tal es principalmente el modo en que todos los hombres, dotados o no, razonan habitualmente: no según una norma establecida, sino según una facultad interna» (US, XIII, 7). La cualidad auto-reflexiva de Newman no se debía a una subjetividad solitaria. Ciertamente, su enfoque era psicológico y moral (dos términos que él empleaba al referirse a su obra), pero su objetivo era llegar al compromiso y la acción. Newman quería hacer justicia al dinamismo de nuestro buscar y hallar. A esta luz, las tan admiradas cadencias de su prosa eran más que un ejercicio estético: trataban de encarnar la sutileza y la energía espontánea de la mente inquisitiva. Un dicho de Newman -lo bastante famoso como para ser utilizado en la envoltura de los chocolates italianos Baci es el siguiente: «Vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado mucho» ; frase que proviene de su estudio del desarrollo de la doctrina, libro que coincidió con su conversión al catolicismo en 1845. Pero, de hecho, era un principio inamovible desde siempre y característico de su pensamiento. A los quince años se sintió cautivado por la frase «El crecimiento es la única prueba de vida». Muy posteriormente, las teorías de Darwin no le perturbaron, como ocurrió con muchos de sus contemporáneos. En una carta de 1874 comentaba que «en la teoría de la evolución no hay nada incompatible con un Dios Todopoderoso».

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Tanto su celebrada elegancia de estilo como su centramiento en el drama del desarrollo se hacen eco del sentido de la fe de Newman como un descubrimiento continuo. Para Newman la certeza nunca era estática, sino una aventura de profundización. Uno de sus términos favoritos era «ampliación», que aplicaba tanto a la educación como a la vida del creyente. Por tanto, es absolutamente infiel a su visión describirle como partidario de una teología de la fe fundamentalmente doctrinal o inmóvil (como, desgraciadamente, se tiende a hacer hoy en algunos círculos). Del mismo modo que subrayaba la implicación de la persona entera en la llegada a la fe, también evocaba la «aventura» (otra palabra favorita) espiritual de vivir la propia fe. El papel «realizador» de la imaginación El personalismo de Newman inaugura una nueva escuela de pensamiento acerca de la fe que tiene muchos seguidores en tiempos más recientes. Como hemos visto, Newman pretende tender puentes entre la búsqueda de la verdad religiosa y las cualidades espirituales y morales de la persona: sus disposiciones vividas. El centro de interés no es el pensamiento puro o alguna versión aislada de la racionalidad, sino el proceso de descubrir la verdad y de influir sobre ella. Esto es lo que está implícito en el término favorito de Newman: «real». Lo opuesto a lo real es lo nocional, indicando un intelectualismo alejado del escenario de la decisión y el compromiso. Aquí Newman estaba siendo valientemente contracultural. Quería desenmascarar la ilusión de neutralidad que cautivaba a sus contemporáneos (y a los nuestros) como el único modo creíble de verdad. En su lugar, y siguiendo de alguna manera el espíritu de san Agustín, exploraba el escenario más personal de nuestro buscar y hallar. Su propósito era defender lo que Lonergan llamaría posteriormente «subjetividad auténtica». Si Newman hubiera vivido un siglo después, podría perfectamente haber utilizado el término «existencial», en lugar de «real». Es fascinante que en los borradores de su Grammar of Assent escribiera en principio acerca del «asentimiento imaginativo», y solo después decidiera reemplazar «imaginativo» por «real». (De hecho, pasó por alto unos cuantos ejemplos, y por eso la primera expresión aún se encuentra en el texto). Es muy probable que la razón del cambio fuera un miedo comprensible a ser malinterpretado, porque incluso hoy sigue habiendo quienes confunden fácilmente «imaginativo» con «imaginario» y, por tanto, ven la fe como una forma de fantasía. Para Newman, sin embargo, el papel positivo de la imaginación en la fe se convierte en una preocupación fundamental, especialmente en los años en que estaba trabajando en su Grammar of Assent. Para él, la función de la imaginación consistía, literalmente, en «realizar» la fe, en el sentido de hacer a Dios real en la vida de la persona. Una de sus afirmaciones más contundentes sobre la imaginación pertenece a una serie de cartas dirigidas a un periódico en 1841 y en las que atacaba a Sir Robert Peel, destacado político que en la inauguración de una nueva biblioteca pú blica en Tamworth 26

había sugerido que los frutos de la religión podían ahora adquirirse con la educación en literatura y ciencia. La idea horrorizó a Newman, porque era totalmente contraria no solo a su sentido de la singularidad de la verdad religiosa, sino a toda su antropología. En respuesta, expuso su filosofía de la persona como más que un «animal racional», como hecha para la acción y movida por el sentimiento. En este contexto afirmó que «al corazón se llega habitualmente, no a través de la razón, sino a través de la imaginación» (GA, 92). La importancia de esta idea se ve subrayada por el hecho de que casi treinta años después Newman citó algunas páginas de su diatriba contra Peel en Grammar of Assent, y continuó argumentando que la fe necesita ser «discernida, basada y apropiada como una realidad por la imaginación religiosa» (GA, 98). Añadiendo que «la teología de la imaginación religiosa [proporciona] un apoyo vivo en verdades» y, por tanto, abre la puerta a «hábitos de religión personal» (GA, 117). Hay aquí una importante idea pastoral: a no ser que la verdad religiosa incida de algún modo en nuestra imaginación, no se hará personalmente viva. Newman veía también la imaginación como el campo de batalla clave para la fe. Era una zona frágil donde imágenes superficiales o distorsionadas de la religión podían hacer que la increencia pareciera plausible o natural. En su cuaderno de notas escribió en cierta ocasión que «la imaginación, no la razón, es el gran enemigo de la fe». Pero normalmente la veía como una zona prometedora donde la fe podía hacerse espiritualmente «real». Ciertamente aprobaba los métodos de oración que visualizan escenas del Evangelio, a fin de hacer que se vuelvan vivas; pero la imaginación es para él más que visual: apunta a la sensibilidad humana, más que al intelecto en sí mismo, como el lugar donde podemos «discernir» mejor y «apropiarnos» de las realidades de la fe. En su opinión, podemos afirmar la frase «hay un Dios» en dos niveles completamente distintos. Puede quedarse en una «fría e ineficaz acep tación», en la que «la imaginación no está en absoluto enfervorizada» y, por tanto, el corazón no está inflamado. Pero la misma frase puede efectuar «una revolución en la mente» cuando se «mantiene en la imaginación» y es «abrazada con verdadero asentimiento» (GA, 126-127). Cuando la imaginación despierta, la fe escapa de lo impersonal y se hace fecundamente existencial. Este es un elemento importante del mapa de la fe de Newman. A través de la imaginación, más que de la reflexión intelectual, llegamos a una certeza religiosa y abrimos la puerta a compromisos religiosos concretos. Para él la imaginación es una zona de lógica intuitiva y, como tal, una mediadora clave de la fe. Desde el punto de vista de las teologías de la fe más contemporáneas, las intuiciones de Newman acerca de la imaginación parecen especialmente proféticas. Hoy hablamos de deshacer el divorcio entre teología y espiritualidad o de repensar el papel que las dimensiones afectiva y estética desempeñan en la fe. Cuando Newman insiste en que la imaginación llega al corazón y hace la fe «real», está en armonía con estas tendencias. Pensadores más recientes, que van desde Einstein hasta Ricoeur, han explorado la imaginación como una forma de cognición esencial. Newman, a su modo menos 27

sistemático, apuntó ya en esta dirección. Otros autores, como William Lynch o David Tracy, han explorado la imaginación encarnacional cristiana. Para Newman, también la imaginación era un vehículo de concreción, digno tanto de la Encarnación como de ser el escenario de la conversión religiosa. De este modo, la imaginación es un puente entre la concreción histórica de la Encarnación y los caminos más subjetivos e interiores que nos llevan al sí de la fe. REFERENCIAS A LAS OBRAS DE JOHN HENRY NEWMAN A Apologia pro Vita Sua, London 1908 (trad. cast.: Apología pro vita sua: historia de mis ideas religiosas, BAC, Madrid 2011). C Callista: A Tale of the Third Century, London 1928 (trad. cast.: Calixta, Encuentro Ediciones, Madrid 1998). GA An Essay in Aid of a Grammar of Assent, London 1909 (trad. cast.: Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento, Encuentro Ediciones, Madrid). LD Letters and Diaries, vol. 1, Oxford 1978 (trad. cast.: Cartas y diarios, Rialp, Madrid 1996). PPS Parochial and Plain Sermons, vol. 1, London 1907 (trad. cast.: Sermones parroquiales 1, Encuentro Ediciones, Madrid).

Por boca de Newman (un monólogo imaginario) La mayor parte de la gente ha oído hablar de mi conversión al catolicismo en 1845, y está claro que fue un momento fundamental de mi vida. Pero tuvo más que ver con la Iglesia que con la fe. Yo situaría mi conversión a la fe mucho antes, en el otoño de 1816, cuando un periodo de crisis y ruptura me proporcionó una nueva idea de Dios que duró todo el resto de mi vida. Debido a mi pasión por la lectura, había estado flirteando con las ideas de algunos ateos radicales, como Hume, y encontraba sus argumentos impresionantes y plausibles. Desde su perspectiva externa, Dios parecía increíble. En mi caso, con mi educación cristiana convencional, sacudieron mis cimientos. Solo tenía quince años, con todas las fragilidades habituales de la adolescencia, magnificadas por una crisis económica en la familia que hizo que me quedara solo en el internado durante las vacaciones de verano. De hecho, caí enfermo, pero, un poco como san Ignacio de Loyola, aquella enfermedad resultó ser para mí un punto de inflexión crucial. Fue providencial que un joven profesor del colegio, el reverendo Walter Mayers, me tomara bajo su tutela. Era un amable calvinista evangélico que me ofreció lecturas alternativas para ayudarme a ver las limitaciones de aquellos pensadores empíricos. Y, lo 28

que es más importante, me guió hacia un descubrimiento más personal de Dios. Yo experimenté oracional y poderosamente que Dios me hablaba en mi conciencia y que ese Dios era a la vez real y mayor que mi existencia individual. Fue un momento de revelación y de gracia que ya no me abandonó jamás. No se trató simplemente de una conversión emocional o repentina, sino que poco a poco, a lo largo de varios meses, fui llegando a una firme fe en la misericordia y la providencia de Dios y a una clara sensación de ser llamado a una relación más duradera con Cristo. Fue un cambio de corazón, ciertamente, pero también una dilatación de mi mente. Tras la lectura de un libro de Thomas Scott titulado The Force of Truth, comprendí que la vida podía ser una larga relación amorosa con la verdad, una aventura que exigía total fidelidad, y que ser fiel a la verdad de Dios suponía un batallar constante contra el mundo más superficial que había en mí y a mi alrededor. Sinceridad y seriedad en la actitud Desde entonces, durante toda mi vida he tratado de ser «sincero y serio en la búsqueda de la verdad». Empleé estas palabras en mi primer sermón universitario a la temprana edad de veinticinco años, y resumían lo que había descubierto aquel otoño casi diez años antes. Era una intuición a la que yo volvía una y otra vez: es fútil y, en último término, frustrante, debatir cuestiones religiosas en un tono distanciado y desinteresado, porque a estas cuestiones solo es posible acercarse con una cierta implicación personal, reconociendo la importancia de ser sincero y serio. Como a mí me gustaba decir, ¿quién escucharía una conferencia de un ciego sobre el color? Hubo otra experiencia temprana que configuró mi acercamiento a la fe y que tiene que ver con la honradez en nuestro modo de acercarnos a la fe. Puede que sinceridad y seriedad fuera lo que encontré que le faltaba a mi hermano menor Charles cuando cometí el error de tratar de sacarle con argumentos de su increencia. Debatimos esto en conversaciones y cartas durante más de dos años a partir de 1823. Y me resultó muy doloroso comprender que si la disposición de una persona no es abierta, nos falta el punto de partida esencial para comunicarnos acerca de Dios. Sin un deseo personal de buscar la verdad y sin algún elemento oracional, el intelecto por sí mismo puede ser arrogante. Estas dos experiencias juveniles mías marcaron mi acercamiento a la fe. Lo que parecía faltar en mi inquieto hermano (que más tarde se hizo militante socialista) vi que faltaba también en la cultura que me rodeaba. Posteriormente lo comparé con alguien que se siente satisfecho en casa como si estuviera esperando que Dios se muestre, pero incapaz de dar ningún paso hacia la fe. Después de haber dedicado tan gran parte de mi vida a estudiar y escribir, difícilmente puedo ser llamado antiintelectual; pero, ciertamente, sospecho del intelecto cuando está aislado de otras dimensiones de nuestra humanidad. Por lo tanto, a mi modo, descubrí la verdad expresada en el Magnificat, con su evocación de los bloqueos y la apertura a la fe: los 29

príncipes orgullosos se verán dispersados en la imaginación de su corazón, pero quienes tengan humildemente hambre se verán llenos de buenas cosas. Algo de esta misma batalla de disposiciones se encuentra en las palabras de Cristo acerca de que la revelación se ocultará a los sabios e inteligentes, pero estará al alcance de los niños (Mt 11,25). Comenzar por el interior Por lo tanto, ¿qué sugeriría yo a los buscadores de la fe de hoy? En primer lugar, hay que optar por una longitud de onda: puedes aproximarte a la cuestión de Dios «nocionalmente» o con tu plena humanidad. Si no estás en contacto con las dinámicas de tu yo interior, será difícil que llegues a una idea de Dios «real», porque se trata de una verdad relacional, no de una verdad descubierta a través de una postura meramente objetiva. La modalidad de tu presencia a la cuestión es crucial. Sea cual sea la respuesta a la que llegues, transformará tu modo de verlo todo. Y necesitas estar implicado en la búsqueda, porque, si es una búsqueda genuina, la respuesta te cambiará. Si tu disposición no es abierta, honrada y receptiva, estás bloqueando el camino, puede que sin saberlo. Cuando te pido que escuches tu corazón o tu conciencia, no es una invitación al escapismo sentimental. Lo que necesitas para escapar es un racionalismo estricto o impersonal. Puede que nuestras universidades hayan estado secuestradas, durante un siglo o quizá más, por un ídolo de objetividad verificable que nunca podrá hacer justicia al pleno alcance de nuestro asombro y que arroja la toalla a la hora de dar respuesta a nuestras preguntas más amplias. Ninguno de los grandes problemas existenciales de la vida puede afrontarse de ese modo impersonal. Cuando el conocimiento es más que fáctico, está implicada tu libertad. Es como la aventura humana de enamorarse o de estar enamorado. Decir «sí» a alguien implica un cierto riesgo. Es una decisión de confiar que va más allá de la evidencia externa. Por eso nuestras experiencias importantes nunca son externas. Experimentamos todos los días la extraña aventura interior de nuestras actitudes y sentimientos, de nuestra sensibilidad y nuestras esperanzas, aunque las realidades exteriores parezcan monopolizar e incluso captar nuestra atención. No resulta fácil hacer justicia a la delicada convergencia de elementos necesaria para la creencia religiosa. La fe no nace del razonamiento en sentido estricto; sin embargo, sí es profundamente razonable. No rechaza el intelecto, pero necesita una cierta investigación que se amplía para abarcar dimensiones de ti mismo que no se prestan a la explicación o la expresión fácil. La fe, decía yo a menudo, apela al corazón; sin embargo, ello no significa que sea meramente una cuestión de sentimiento. La fe está arraigada en tu experiencia de conciencia; sin embargo, no es simplemente cuestión de moral. La fe, insistimos, es libre. Es una verdad que hay que abrazar como una decisión; sin embargo, es más que un salto en la oscuridad o que un abandono impulsivo.

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La conciencia como presencia En varios momentos de mi vida he subrayado dimensiones diferentes de nuestra aventura de fe. Desde la juventud hasta la ancianidad, el hilo central de mi fe ha sido mi experiencia de la conciencia, y esto ha sido siempre más importante para mí que los caminos de verificación externos. Puede que donde mejor lo haya plasmado haya sido en mi novela Callista, publicada en 1855 y que cuenta la historia de una sofisticada joven griega que vive en el norte de África en el siglo III y su descubrimiento gradual de la fe cristiana. En la fase en que Callista se ha hecho consciente de su «Guía interior» pero aún no ha encontrado la Palabra del Evangelio, mantiene una conversación con un filósofo pagano que solo cree en «algo eterno auto-existente». Esto es demasiado vago para Callista, que le dice que ella experimenta una sensación más concreta de Dios en su conciencia. «Me siento en Su presencia. Me dice: "Haz esto; no hagas aquello':.. Es el eco de una persona hablándome... Aquello en lo que yo creo es más que un mero "algo": Aquello en lo que yo creo es más real para mí que el sol, la luna, las estrellas, la hermosa tierra y la voz de los amigos. Tú dirás: "¿Quién es? ¿Te ha dicho alguna vez algo acerca de Sí mismo?": Desgraciadamente, no, y es una pena. Pero no renunciaré a lo que tengo, porque no tengo más. Un eco implica una voz; una voz, un hablante: ese hablante al que amo y temo a la vez» (C, 314-315). He repetido esa imagen de un «eco de una voz» imperativo en otros escritos míos. Apunta a un umbral entre la religión natural y la revelada. Siempre he sentido un profundo respeto por la conciencia como núcleo y clímax de la religión natural y como preparación para la Palabra de revelación. De hecho, esa presen cia interior, aunque no se la reconozca plenamente, es el modo en que la mayoría de la gente a lo largo de la historia ha encontrado a Dios. Es donde Dios está presente a las personas sin que estas sean claramente conscientes de ello, y donde su deseo se mantiene vivo para una revelación más explícita. En el siglo XXI no hay mucha gente que haga eco a mi agudo sentido de la conciencia. Los creyentes de hoy rara vez comparten mi experiencia de una voz interior imperativa e incluso atemorizadora. Puede que a veces hubiera demasiada culpa en mi religión, pero algo precioso se pierde cuando olvidamos cómo escuchar a nuestra conciencia. Si el pecado pierde su seriedad, entonces, en mi opinión, la religión se ha vuelto demasiado humana y demasiado blanda. Incluso hoy me gustaría invitarte a hacerte consciente de las mociones de esa voz interior y a permitirle que te guíe hacia Dios. Piensa acerca de ella de este modo. En tu vida actual tratas de ser fiel a ciertos valores o absolutos, aunque tal vez no te guste la palabra. Sin nombrarlas necesariamente, vives ciertas opciones fundamentales. Son los puntos de referencia y los objetivos no negociables de tu vida. Hay ciertas cosas que no harías por «amor al dinero», porque contradirían o incluso destruirían tu misma identidad. Si es así, eso es la «conciencia» o fidelidad a una luz que tú sigues, como 31

aquellos antiguos Magos. Así es como progresas, de un modo que no puedes medir, hacia «no vivir ya para ti mismo», como dice san Pablo (2 Co 5,15). Percibir lo real Más avanzada mi vida, mientras trabajaba durante años en mi libro The Grammar of Assent, puse de relieve otras dos dimensiones de nuestro camino a la fe: la imaginación y lo que yo llamé el «sentido ilativo». Del mismo modo que en mis primeros años me desanimaban los argumentos impersonales y complicados acerca de la existencia de Dios, ahora comprendía que sin el despertar de mi imaginación, Dios nunca habría podido hacerse «real» para mi corazón. Es fácil que la religión se quede en lo «nocional», como esas personas a las que describe Jesús diciendo: «Señor, Señor», pero que no llegan nunca a cambiar sus acciones. Esta es la distinción entre lo que yo he llamado cristianismo nominal y cristianismo «vital». Creo que la mayoría de la gente que ora ha experimentado la enorme diferencia entre vagar entre las ideas y ser realmente tocado por el Espíritu. La palabra «ilativo» apunta en la misma dirección de hacerse real. Procede del latín y alude al hecho de percibir una cuestión. Es una importante capacidad que utilizamos cotidianamente para reconocer la verdad. Es nuestra capacidad de decir «sí» y sentirnos seguros al respecto. Hacemos juicios continuamente, comprendiendo instintivamente cuándo una convergencia de evidencia nos permite afirmar algo como verdadero. Sabemos que sabemos, aun cuando no podamos explicar todos los pasos. Captamos las cosas intuitivamente y llegamos a la seguridad en nuestro conocimiento. Y sobre esta base, en la vida diaria adoptamos una postura. Somos capaces de comprometernos y actuar. Sí, «necesitamos algo superior a un mero equilibrio de argumentos»; necesitamos «un apoyo real y una intuición habitual de los objetos de la Revelación» (GA, 238). En suma, ¿qué estoy diciendo? Mira hacia dentro, no hacia fuera. Presta atención a tu conciencia. Nutre tu imaginación. Confía en la viveza de tu mente y en su capacidad de llegar a la verdad. En resumen, los caminos que nos llevan a la fe son más normales de lo que pensamos, pero nuestras ideas y nuestro estilo de vida pueden robarnos los puntos de referencia esenciales. Nos falta quietud interior. Nuestro asombro sufre de malnutrición. Nuestra imagen de la verdad puede restringirse a lo externamente verificable. Nuestra imagen de nuestra búsqueda puede ser la de un cowboy solitario cabalgando por el desierto. Pero nuestra humanidad pide otra clase de alimento. Tiene hambres y cuestiones más profundas que pueden ser reprimidas o desdeñadas por el modelo de vida dominante. Hay otra clase de conocimiento igualmente cierto, pero más extraño en su longitud de onda. Implica a la mente, el corazón, el espíritu y el ser completo. Necesi ta otro punto de partida en nosotros, una modalidad distinta de búsqueda. También tenemos que salir de nosotros mismos, preguntándonos humildemente, y después quizá podamos encontrar una Palabra diferente y ser sorprendidos por ella. 32

Mucho de lo dicho tiene que ver con estar dispuesto. «La disposición lo es todo», decía Shakespeare por boca de Hamlet. En realidad, el proceso de nuestro conocimiento de Dios no es distinto de los procesos que empleamos cada día para llegar a las certezas que vivimos (sin argumentación, análisis o elaboración lógica). Lo que es diferente en la fe religiosa no es el camino hacia ella, sino la visión de la vida revelada en la autodonación de Dios. Pero llegamos a ella a través de la fidelidad pura y simple a quienes somos, cuando somos plenamente nosotros mismos. Lo que aprendemos de Dios es extraordinario, una sorpresa que puede ir lentamente transformando nuestra vida. Y esa es otra historia.

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EL ESCENARIO DEL DESEO

EN muchas estaciones de metro de Londres, el viajero es saludado por una voz grabada que repite: «Cuidado con el desnivel». Podría ser el punto de entrada a la filosofía de Blondel, que nos invita a hacernos conscientes de la perpetua sensación de insatisfacción personal, porque nuestros mejores deseos no se realizan nunca plenamente en nuestras acciones. Una y otra vez, no logramos alcanzar lo que la Cleopatra de Shakespeare llama nuestros «anhelos inmortales». Reconociendo este desfase, este desnivel, podemos empezar a sentir nuestra necesidad de Dios. «¿Tiene o no tiene la vida un sentido, y los seres humanos un destino? Actúo sin saber lo que es la acción, sin haber deseado vivir, sin saber realmente quién soy... ¡Parezco condenado a la vida, condenado a la muerte, condenado a la eternidad! ¿Por qué y con qué derecho, si ni la he conocido ni querido?» (A, 3). Una tesis audaz Con estas angustiadas preguntas inicia Blondel su disertación doctoral en 1893 y establece todo un nuevo tono para la filosofía. En lugar de un estilo convencionalmente erudito, este joven estudiante francés se atreve a evocar el drama interior de la existencia. El valor para adoptar este enfoque procede de su fe religiosa y de su vida espiritual. Había llegado a París doce años antes a estudiar filosofía, con la esperanza de compartir su visión cristiana con sus compañeros de la Universidad. Pero se encontró con un muro de desinterés e incluso desdén por la cuestión misma de Dios. Se vio confrontado, como Pascal antes que él, con un mundo intelectual incapaz de explorar los temas reales, al verse atrapado en las «negaciones del racionalismo» (LA, 134). Poco a poco, fue decidiendo convertirse en un Juan el Bautista filosófico, preparando el camino de la revelación. Invitar a la gente a reflexionar sobre la posibilidad de Dios, como una realidad oculta en su propia acción, se convirtió en la pasión de su vida. Newman y Blondel representan ambos un importante cambio en el pensamiento acerca de la fe: dejan de pensar en la verdad por sí misma para descubrir una verdad más viva a través del ejercicio de nuestra libertad. Donde Newman insiste en lo «real» como opuesto a lo «nocional», Blondel explora la acción humana como clave en el drama de la existencia humana. Si constituía un riesgo hacerse eco de las luchas existenciales en las 35

tesis académicas, más audaz aún era la ampliación que hacía Blondel del debate apuntando al cristianismo como fuente de sanación. Reflexionando sobre lo que somos y lo que hacemos, nos vio enfrentándonos a una opción fundamental: o permanecemos encerrados en la autosuficiencia, o nos movemos hacia la fe religiosa. En esta zona de nuestra libertad - aducía Blondel - podemos descubrir que Dios está ya activo como el artífice de toda nuestra búsqueda. Pero primero necesitamos experimentar ese desfase o contradicción en nuestros deseos: por un lado, «hacemos todo cuanto podemos, como si solo dependiera de nosotros»; por otro, tenemos que admitir que «todo cuanto hacemos... es radicalmente insuficiente» (A, 354). Por consiguiente, experimentamos una incurable incompleción en nuestro anhelo: «Es verdadero en cuanto a su infinita ambición únicamente en la medida en que reconoce su infinita impotencia» (A, 345-6). Tenemos que afrontar el hecho básico de que lo que es indispensable para una vida plena resulta inaccesible, al menos si confiamos solo en nosotros mismos. Y por eso la posibilidad de Dios entra en escena como «absolutamente imposible y absolutamente necesaria» (A, 357). Lo que comienza como un doloroso desfase puede abrir el camino a la fe como perfectamente adecuada para la condición humana si y cuando lo «sobrenatural» satisface el clamor de nuestra naturaleza humana. Un éxodo purificador Reconocer nuestra falta de realización fundamental implica cambiar de perspectiva. Si alguien está viviendo de manera superficial, ello significa dejar de ser un mero espectador de las propias actividades para hacerse consciente de la dolorosa distancia entre las esperanzas y los logros. Pero no mucha gente «tiene interés en algo que falta» (A, 333). No son conscientes del «más profundo drama de la vida interior» (A, 330). Lo que Blondel denomina su «método de inmanencia» es un modo de prestar atención a estas contradicciones y de reconocer nuestras necesidades más íntimas (cf. LA, 157). Blondel era muy directo al referirse a la purificación requerida para llegar a una «vida de acción» integrada. Para permitir que Dios ocupe el primer lugar en nuestra existencia, las preferencias de la persona tienen que dejar paso: lo que no mates en ti puede matarte, porque tu voluntad puede impedirte vivir tu verdadero deseo (cf. A, 345). Aunque no cita el evangélico «sin mí no podéis hacer nada», la conversión clave llega, según Blondel, en el momento en que admitimos que, cuando tenemos que arreglárnoslas solos, somos incapaces de consumar nuestras esperanzas. Esta es la paradoja de la condición humana tal como la presenta Blondel. Una confesión de impotencia se convierte en trampolín hacia una mayor libertad. Entonces podemos pasar, de actuar sin brújula, a un momento de decisión, pero no sin lágrimas, como decían los antiguos libros sobre el aprendizaje de la lengua. En una cultura que se ha vuelto espiritualmente blanda, el énfasis en la «mortificación» puede ser un recordatorio saludable de lo que Newman llamaba «el lado oscuro de la religión». Nos encontramos 36

ante dos caminos. Una posibilidad es quedarse anclado en la autosuficiencia: «No saldrás de ti mismo» (A, 340). La segunda implica una apertura al cambio que entraña «una muerte que se hace vida» o un «morir que debemos vivir» (A, 346, 349). En términos bíblicos, Blondel está cerca de la transformación, central para Pablo, del esfuerzo personal a la confianza (Flp 3,9). Despertar a la enfermedad Algunas de las palabras clave de Blondel ya no están de moda: sacrificio, deber, desapego, renuncia, sufrimiento... Su tema es lo que él (al igual que Newman) llama «disposición»: la zona en que nos preparamos para Dios, una dinámica que apenas es posible sin perturbar nuestra complacencia. Necesitamos una sana e «incurable incomodidad» con el mundo que nos haga caer en la cuenta de que nunca somos lo que verdaderamente queremos ser (A, 350-351). Solo si afrontamos esta «suprema enfermedad humana», podemos «lograr hacer la pregunta debida» (LA, 154). ¿Quién necesita este brusco despertar? Todo el mundo, pero especialmente aquellos a los que Kierkegaard llama individuos «estéticos» o de los que Lonergan dice que andan a la deriva. Con un lenguaje inusualmente fuerte, Blondel dice que evitar sistemáticamente los problemas puede equivaler a «escupir a la vida», sacrificándolo todo al egoísmo (A, 33). Hace un siglo, alertaba a la gente con respecto a las trampas de lo que hoy se denomina la cultura del «sentirse bien»: «Si hacemos solo lo que nos gusta o lo que nos parece ventajoso para nosotros» (A, 347), estamos probablemente evitando una llamada más profunda. Por eso él nos anima a ser menos inocentes respecto de nuestros campos de batalla. Una vez que ha establecido esta filosofía de la insuficiencia como camino hacia la libertad interior, introduce un tono más suave: «¡Qué poco se requiere para encontrar el acceso a la vida!» (A, 354). Un pequeño acto de generosidad puede abrir la puerta a lo divino. Blondel expresa esta dinámica de autotrascendencia de manera imaginativa: «Un impulso del corazón basta quizá para... envolver el infinito» (A, 356). En otras palabras, cuando nos vemos a nosotros mismos como defectuosos e insuficientes y, sin embargo, capaces de autoentrega, nos acercamos a un umbral de significado religioso. ¿Hay otra Palabra hablándonos, un Amor diferente viniendo a nosotros, sanando nuestra falta de compleción? Dios «solo puede entregarse cuando se le da cabida» (356). Aliados de Dios A medida que L'Action progresa, Blondel se va haciendo más explícitamente religioso en sus exploraciones. La naturaleza de su deseo se vuelve central: a través de la reflexión sobre nuestros anhelos más profundos, los reconocemos como dones de Dios. De hecho, «el gran esfuerzo del corazón es creer en el amor de Dios». Es en esta encrucijada entre 37

el deseo insatisfecho y el don donde la filosofía se abre a la revelación. Aquí es donde conocemos nuestra necesidad de un salvador que será «el acto de nuestros actos, la oración de nuestra oración» (A, 366-367). Aquí es donde interviene la acción de Dios, y nosotros recibimos lo que nunca podríamos alcanzar. Entonces nuestra acción se hace «coextensiva con la de Dios» (LA, 200). Tomando la acción humana como su centro de atención, Blondel se distancia de cualquier filosofía que olvide el drama de la existencia humana. Para él, la fe solo se hace realidad a través de la vivencia práctica. «Es a través de la acción como la verdad revelada penetra profundamente en el pensamiento» (A, 368). Su consejo a los no creyentes es que «den el paso decisivo de la acción», porque la fe se alcanza, no mediante un esfuerzo de pensamiento, sino mediante la generosidad concreta. Y porque Dios está en acción en esta autodonación, «entramos en un mundo nuevo al que ninguna especulación filosófica» podría llevarnos (A, 371). La argumentación avanza hacia afirmaciones espirituales que debieron de dejar atónitos a sus examinadores, acostumbrados como estaban a un discurso más académico. Por la fe y el amor, según Blondel, participamos de la vida de Dios, convirtiéndonos por la gracia en lo que Dios es por naturaleza. Nuestras zonas humanas de elección y compromiso se convierten en nuestro «modo de pensar y orar», donde el lento proceso de convertir nuestros deseos «engendra a Dios» en nosotros. La dinámica de nuestra libertad nos invita a «aliarnos» con Dios, y a esta luz la fe puede ser llamada «la experiencia divina dentro de nosotros» (A, 378-379). Lucha, consolación, fecundidad Una de las acusaciones más frecuentes contra la fe religiosa es que no incide en modo alguno en la tierra. Para Blondel esto constituiría una acusación muy seria si fuese cierta. Si un creyente no vive algún proceso de ego-erosión y de servicio a los demás, su fe no es genuina. A través de nuestro modo de vida y nuestras opciones concretas, hacemos la fe real y logramos que su verdad resplandezca. Se trata de una verdad que nunca puede captarse solo por la mente, sino por la mente en armonía con ciertas disposiciones del corazón y decisiones de la voluntad. Una vez más, volvemos a un tema recurrente en estos capítulos: que el reconocimiento de Dios que llamamos fe no es lo mismo que afirmar la existencia de la Causa Primera del universo. La fe es una respuesta relacional a una Palabra de Amor, y esta respuesta es siempre más que un asunto intelectual. Está marcada por un movimiento hacia lo desconocido: «Allí donde nos detenemos, Dios no está; allí donde avanzamos, Dios está, [pero] siempre más allá» (A, 325). Es una aventura de toda la persona en los contextos perpetuamente cambiantes de la vida. Y si es auténtica fe, se encarnará en prácticas que se resistan a la cultura dominante y la desafíen. Como dijo 38

Jesús, a sus discípulos se les reconocerá por su amor. Sin embargo, si insistimos excesivamente en la lucha y en lo inusual de la fe, corremos el peligro de olvidar su dimensión de consuelo y de satisfactoria fecundidad. En palabras de Blondel, en nuestra autosuficiencia «queremos hacerlo todo por nosotros mismos»; pero, una vez que abrazamos el camino cristiano, Dios actúa en nosotros guiándonos hacia una «síntesis perfecta» (A, 388). La unión ocupa el lugar de la tensión. Lo que Dios quiere de nosotros coincide, de manera sorprendente, con lo que nosotros deseamos más profundamente. Participamos de la libertad de Dios e incluso del amor de Dios. Esta compañía agraciada puede a veces ser experimentada en la vida del creyente, y cuando llega su consolación, sabemos sin necesidad de explicaciones que esa es la verdadera música de la existencia. Ahí podemos sentir, como dice una de las parábolas del Evangelio, el gozo de descubrir el tesoro escondido en el campo de la vida. Conocer mediante el amor Para su tiempo, Blondel es en verdad sorprendente y proféticamente positivo con relación a los no creyentes. Satiriza a quienes evaden la cuestión religiosa, pero tiene un generoso sentido del «reino invisible de la gracia» (LA, 195) en acción en quienes no pueden llegar a la fe. En esto es un precursor de Rahner y, de hecho, de la mayoría de los teólogos actuales. En palabras de Blondel, «las almas de buena voluntad», no obstante, pueden ser, «de modo invisible y en lo más profundo de su corazón, copartícipes de lo que no son conscientes de poseer» (LA, 193). Esto sucede porque «la llamada secreta de Dios» está presente en sus opciones y acciones (LA, 141). La revelación «nos busca, por así decirlo, en nuestro propio terreno y nos persigue en nuestras plazas fuertes interiores» (LA, 155). La estrategia de Blondel, como ya hemos visto, consiste en estimular la fe y la esperanza mediante su relectura de la dramaturgia del deseo y la acción. Blondel confía en que la gente pueda algún día reconocer el drama interior de su existencia, porque dentro de su aislamiento auto-impuesto se encuentra un anhelo de algo o de Alguien más. El domingo de Pentecostés de 1961, Dag Hammarskj¿jld, por entonces Secretario General de Naciones Unidas, escribió en su diario espiritual (más tarde publicado con el título de Marcas en el camino): «En algún momento yo respondí Sí a Alguien - o Algo-, y desde esa hora estuve seguro de que la existencia tiene sentido y, por tanto, mi vida entregada tiene un propósito». Maurice Blondel suscribiría esta frase. De hecho, la página final de su tesis habla de una experiencia espiritual que no puede demostrarse por la razón: «Antes de este sí sin ningún no, y solo aquí, todo está decidido absolutamente» (A, 446). Ambos autores apuntan a una zona de apertura y opción donde se configura la modalidad de vida. Blondel puede ser visto como un cruce entre Pascal, Kierkegaard y el maestro 39

Eckhart. Con Pascal comparte su impaciencia con la vida y el pensamiento superficiales: la negativa a elegir sigue siendo una opción, pero una opción irresponsable. Como Kierkegaard, su tono es urgente, porque hay mucho en juego: no podemos ser verdaderamente nosotros mismos por nosotros mismos. Como Eckhart (al que nunca menciona), quiere revelar la unidad espiritual que es posible para la gente: «Ayúdanos a pasar de una vida dividida a una vida que sea una» (Eckhart). Bien avanzada su vida, cuando estaba cerca de los ochenta y cinco años, Blondel encontró una imagen atractiva para reflejar el núcleo de su pensamiento. Recordó que la bóveda del Panteón de Roma no tiene piedra angular que la mantenga, sino que hay una apertura al cielo a través de la cual entra la luz en el enorme edificio. De manera similar, nuestro viaje espiritual se prolonga, como un edificio inacabado, en un hueco por el que puede penetrar la luz divina. Por eso la experiencia de incompleción es positiva, porque puede ponernos una y otra vez en contacto con el lenguaje de la fe. Hacernos conscientes de nuestra insatisfacción con lo finito apunta a lo infinito. Más allá de la fragilidad y el vacío, espera otra posibilidad. Subyaciendo a nuestros deseos y acciones conscientes, que inevitablemente oscilan entre el egoísmo y la entrega, Blondel nos lleva a reconocer el Gran Deseo oculto en nosotros, situado ahí por Dios, donde Dios está presente a nosotros. La filosofía solo puede llevarnos a este umbral de la fe, pues apunta a un hambre y una posibilidad más profundas. Cruzar ese umbral supone descubrir la verdad viva, la libertad viva y una fuente distinta de gozo. En las palabras finales de su gran obra, Blondel va deliberadamente más allá de la filosofía para comentar el sí de su propia fe cristiana: es una certeza que «no puede comunicarse, porque solo brota de la intimidad de una acción totalmente personal» (A, 446). Había diagnosticado las contradicciones de la acción sin objetivo, había discernido su búsqueda implícita de sentido más allá de lo visible, había confrontado el coste de ser fiel a ese dinamismo, y ahora finalmente llega a una condición de simplicidad. Es capaz de nombrar el Don que corona su trayecto y sin el cual ese Don no puede ser reconocido: «Si no amamos, no sabemos nada» (A, 406). Después de un largo camino de reflexión, encontramos una sor presa paradójica: el Don que descubrimos al final había estado guiando nuestra búsqueda desde el principio. REFERENCIAS A LAS OBRAS DE MAURICE BLONDEL A Action (1893): Essay on a Critique of Life and a Science of Practice, Notre Dame, IN, 1984 (trad. cast. del francés: La acción: ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica, BAC, Madrid 1996). LA Letter on Apologetics and History of Dogma, London 1964 (trad. cast. del francés: Carta sobre apologética, Universidad de Deusto, Bilbao 1991).

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Por boca de Blondel (un monólogo/meditación imaginario) Nos guste o no, somos lanzados a un mundo de acción. Esto no significa que la vida sea como una «película de acción», llena de episodios dramáticos. Pero sí significa que no podemos evitar «hacer». Me levanto por la mañana y hago todo tipo de cosas durante el día. Desde que dejé de ser un niño, entré en un mundo de tareas y compromisos, con mayor o menor libertad de elección. Sospecho que la mayor parte del tiempo mi nivel de libertad consciente no es muy elevado. Pero cada día está lleno de acción. Más allá de una vida fragmentada Antes o después, silenciosa pero insistentemente, se plantea la cuestión: ¿tiene sentido algo de esto?; ¿tiene un propósito o no es más que una acumulación caótica de acontecimientos? Yo no pedí nacer, sino que me encontré en esta familia. Posteriormente, puede que no haya tenido mucho que decir en la decisión de mi situación vital, o ni siquiera de mi trabajo. Gran parte de mi existencia parece predestinada y no haber sido plenamente elegida por mí. ¿Por qué tan a menudo parece un camino rutinario?; ¿dónde, en este desierto de lo cotidiano, está la gran aventura de mi humanidad? Me dicen que mi existencia es preciosa, que podría tener un significado eterno. Me cuentan historias llenas de sentido; historias que tratan de dar forma a las cosas. Pero las realidades concretas de mi vida no parecen soportar tales perspectivas metafísicas. Actúo sin fijar una dirección a mi libertad. Actúo, día tras día, de modos que tienen poco o ningún sentido para mí. Mis acciones parecen erráticas, fragmentadas, desenfocadas. Y, sin embargo, esta es mi certeza más clara: existo y actúo, pero una dolorosa distancia separa mis realidades de mis esperanzas. Hay movimiento, sí, pero puede parecer como un río serpenteando en busca del mar, o incluso como un perro persiguiendo inútilmente su rabo. ¿Tiene esto un propósito, de modo oculto, o es fútil por mucho empeño que se ponga en la búsqueda? Todo el mundo toma decisiones, pero ¿tienen una unidad? Todo parece ensombrecido por el compromiso o el sentido práctico y se suma a una vida sin raíces. Por eso se plantea una pregunta intranquilizadora: ¿depende todo de mí?; ¿estoy, en última instancia, a solas con estos fragmentos de existencia, como un rompecabezas sin solución final? Vislumbrar otra posibilidad Si me atemorizo y arrojo la toalla, he aceptado una vida a la deriva o, al menos, una existencia como un faro, a veces con ráfagas de luz, pero la mayor parte del tiempo sin ellas. ¿Y qué ocurre si las ráfagas de luz no son más que producto de mi anhelo de algo 41

de luz? De ser así, soy arrojado de nuevo a la cárcel del yo. Pero ¿y si, en la aventura de mi pequeña libertad hay algo que apunta a una libertad mayor o incluso infinita?; ¿y si mi esperanza de «algo más» no es una ilusión efímera?; ¿y si toda esta insatisfacción es una llamada a alzar la mirada? Si admito sinceramente que en mi vida falta algo, podría ser capaz de escuchar una promesa que va más allá de la inmediatez de cada día. Y si esa llamada proviene de Dios, mi existencia, tan ensombrecida por el fracaso, podría ser sanada por la esperanza. ¿Cómo podría suceder esto, esta transformación de la frustración a la confianza? Un primer paso es dejar de limitarme a hacer y hacerme consciente del centro de mi ser. Recuerda a los numerosos santos que experimentaron una nueva gracia cuando se vieron forzados a ir más despacio por causa de una enfermedad: Ignacio descubriendo el campo de batalla interior en su lecho de Loyola, o Newman con su propia versión de una nueva consciencia cuando enfermó a los quince años. Hay momentos de autoconciencia e incluso de gozo. Entonces me hago presente a mí mismo y descubro que no me pertenezco solo a mí mismo. Donde todo parece condenado a la incompleción, ahora avanza hacia la unidad, hacia más de lo que puedo imaginar o comprender. La vieja sensación de autocontradicción desaparece cuando me veo atraído más allá de mí mismo por un imán o una Presencia que solo puede ser llamada Amor.Y reconozco una Presencia que estaba desde siempre activa en mi acción. Un fuego oculto D.H.Lawrence decía que nuestros pequeños deseos nos impiden entrar en contacto con nuestros grandes deseos. Todo un estilo de vida puede ser adicto a los minideseos, miniacciones, minihorizontes...; y, sin embargo, sofocado bajo todo ello se encuentra secretamente una gran esperanza de plenitud, de eternidad, de Dios. Tal vez esos minideseos puedan ser incluso de autodonación y buenos, pero no bastan. No son toda la historia. No satisfacen plenamente el corazón, como sabía dolorosamente y expresó de manera tan elocuente san Agustín: «Allí estaba yo, enloquecido en el camino de la cordura». Un momento de gracia puede llegar cuando las antiguas palabras del Salmo 63 se inflaman y adquieren vida: «Mi ser tiene sed de ti... como erial agotado, sin agua». Bajo la vida fragmentada se libera de su oculto lugar un deseo central. Es como un fuego que quema todo lo secundario e ilumina el camino hacia la salvación. Del mismo modo que en la famosa imagen de Ezequiel, una experiencia de frescura ocupa el lugar del corazón de piedra y me pone en contacto con el corazón de carne. La lucha cotidiana En suma, estoy en una encrucijada cotidiana, atrapado entre dos imágenes en conflicto. 42

En una estoy sosteniendo mi vida, defensivamente y solo, en mis propias manos: la ilusión del autodominio. Pero otra posibilidad se presenta si mi imaginación se abre, de repente o lentamente, a una promesa de compañía. Aquí la relación reemplaza a la voluntad personal. La iniciativa ya no es mía, sino de Otro. Repito: o continúo solo, o reconozco que Alguien está ya creativa y amorosamente guiando mis actos. El hambre de Dios - como Salvador - nace cuando admito la derrota y mi historia deja de ser un soliloquio. Todo esto puede verse como un plan demasiado lineal. La historia completa nunca es tan directa. Habrá una oscilación diaria de estados de ánimo. Pero junto a ese inestable camino de cada día, el centro focal del corazón es puesto a prueba y vigorizado. Incluso aquí puede haber momentos en que, como Henderson, el personaje de la novela de Saul Bellow, escuche una voz en mi interior gritándome: «Yo quiero, yo quiero...», aun cuando, para frustración mía, nunca termine la frase. A través de esa voz del deseo inquieto puedo comprender que donde estoy no estoy plenamente en mi casa. Estoy «sobreviviendo y parcialmente viviendo» (T.S.Eliot). Una vez más, me veo confrontado a la «alternativa suprema» (Blondel): o mis deseos se vuelven hacia mí mismo, como Narciso, o se abren a una historia de amor en la que gradualmente voy aprendiendo a pertenecer a Otro. A este respecto, un atractivo paralelismo con Blondel puede hallarse en uno de los poemas de George Herbert escrito tres siglos antes. El título proporciona una imagen no repetida en el texto mismo: «La Polea». Dios es representado manejando una polea en la cual, paradójicamente, lo que nos hace bajar nos eleva al mismo tiempo. El poema imagina al Creador con una «copa de bendiciones», derramándolas una a una sobre la humanidad: belleza, sabiduría, placer, etcétera.

Si Dios fuera a darnos completo reposo en esta vida, podríamos «descansar» y no buscar más. Por eso el verso final, con un típico juego de palabras, muestra la polea de la inquietud alzándonos hacia la fe:

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EL MAGNETISMO DEL MISTERIO

KARL Rahner es considerado a menudo el teólogo católico más importante del siglo XX, muy admirado por algunos, mientras es severamente criticado por otros. ¿A qué se deben tan profundas discrepancias? Al parecer, a dos distintas mentalidades. Para quienes son conscientes de la diferenciada y compleja cultura que nos rodea y de la necesidad de lenguajes de la fe distintos, Rahner es visto como una figura con coraje espiritual e intelectual. Incluso su principal crítico, Hans Urs von Balthasar, reconocía una genuina urgencia pastoral en el deseo de Rahner de dar sentido a la fe en la Europa de la postguerra. Pero no todos los críticos de Rahner son tan generosos; algunos ven en él la causa de muchos de los males de la Iglesia actual. Normalmente, estos opositores pertenecen a lo que Lonergan denomina modelo «clasicista» en teología, que hace hincapié en lo permanente y universal, pero sospecha de puntos de partida que parecen demasiado «antropológicos». Ciertamente, Rahner situaba en primer lugar el encuentro de cada persona con el Espíritu de Dios, insistiendo, como Newman, en que este enfoque subjetivo no corría el peligro de incurrir en un mero subjetivismo, porque, en última instancia, la gracia de Dios es universal y fuente de toda nuestra autotrascendencia. En palabras suyas, «la realidad más objetiva de la salvación es al mismo tiempo, necesariamente, la más sub jetiva: la relación directa con Dios» (TI, IX, 36). Una constante en la obra de Rahner es que todo el mundo está en contacto con la acción de Dios, lo reconozca o no. Siendo intensamente consciente de encontrarse en un nuevo momento de la historia en el que la fe parecía haber perdido contacto con la experiencia humana, quería reconstruir los puentes entre la profundidad interior y la visión cristiana. Claro está que, como han subrayado muchas personas, su estilo era hipercomplejo, en ocasiones farragoso y marcado por la jerga filosófica. Se cuenta que su hermano mayor, Hugo, también jesuita, dijo que dedicaría su ancianidad a traducir a Karl al alemán. Pero estas dificultades de comunicación no son el principal problema. Ahora, un cuarto de siglo después de su muerte, la cuestión es si Rahner no fue en exceso un hombre de su generación. Tratando de responder a los retos de la modernidad secular, dio preeminencia a la búsqueda de sentido por parte del individuo, posiblemente a expensas de la dimensión social de la teología. Ha sido criticado también por desdeñar expresiones más tradicionales y soportes de la fe, como los sacramentos, la pertenencia 46

eclesial, los detalles de la revelación bíblica o el contenido doctrinal de la catequesis. Este capítulo tratará de subrayar lo que parece permanentemente valioso de su obra. Una cosa es cierta: que, enraizado en un profundo conocimiento de la tradición católica, trató apasionadamente de esbozar un mapa de la fe más profundo para satisfacer las necesidades de lo que él llamaba el «invierno eclesial».

El colapso de una cultura ¿Por dónde acceder al inmenso mundo de Rahner? Dado que nuestro centro de atención es la fe, puede que el mejor punto de acceso sea su percepción de la crisis de la creencia religio sa en su época. Lo que había cambiado - insistía Rahner - no era tanto la fe cuanto el contexto de la decisión de fe. Probablemente, ningún otro teólogo importante ha dedicado tanta y tan comprensiva atención al ateísmo y el agnosticismo. Era también muy consciente de que el lenguaje de la predicación y la enseñanza eclesial a menudo sonaba a hueco a los propios creyentes, porque se limitaba a repetir las verdades cristianas con fórmulas antiguas que se habían vuelto pastoralmente inútiles. En una cultura premoderna, la Iglesia y sus tradiciones de culto parecían estar automáticamente en el centro de la vida. Pero ahora las personas nadaban en un océano cultural distinto, vivían con más preguntas y complejidad, y a menudo habían perdido contacto con cualquier experiencia de fe interna. Y, por tanto, las costumbres religiosas, apropiadas en un contexto rural, parecían ahora remotas, agotadas e incapaces de alimentar el espíritu. Si esas expresiones tradicionales de la religión se habían colapsado, según Rahner la fe necesita ser fomentada de modos mucho más personales. Una vez que Rahner percibió que el lenguaje de la fe estaba muriendo, se sintió impulsado a buscar un mapa de fe más existencial. Hablar de Dios de un modo meramente doctrinal o «propositivo» no concordaba con lo que él percibía como las hambres y necesidades de su tiempo. No era cuestión de aguar la fe (como ha sido a veces acusado de hacer), sino de hacer justicia a las posibles trayectorias de la fe en un nuevo momento cultural. Esto significaba hacer de la aventura interior de cada persona la clave para dar sentido a Dios. El enfoque de Rahner se centra menos en la revelación explícita y más en despertar a la gente a la revelación oculta que tiene lugar en sus profundidades cotidianas. Era «antropológico», en el sentido de comenzar «desde abajo», pero sin hacer nunca de lo humano la medida de lo divino. Su obra es teológica y enraizada en la fe, porque siempre interpretaba este escenario humano «desde arriba», leyéndolo como el marco de la gracia de Dios.

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Aunque la visión de Rahner puede parecer compleja, se basa en unos fundamentos relativamente simples, como puede verse en la imagen adjunta. La cúspide del diagrama es la voluntad universal de Dios de salvar a toda la humanidad; de ahí la realidad de la gracia transformadora ofrecida a toda persona. En este sentido, Rahner habla a menudo de la autocomunicación del misterio y el amor de Dios. El vértice inferior derecho del triángulo indica la interpretación tradicional de la revelación bíblica como fuente de la fe cristiana. Esta es la zona que Rahner llama «categórica», donde la fe explícita nace de la predicación, los sacramentos, la catequesis y la pertenencia eclesial. El lado izquierdo pone de relieve una historia de la salvación real pero menos visible, el escenario del Espíritu en acción en todas las personas y culturas, anterior a cualquier consciencia o reconocimiento de la Palabra de revelación exterior. Aquí podemos situar la exploración de Rahner de nuestra auto trascendencia como una apertura a Dios ya agraciada. Es aquí donde la acción de Dios llega a nosotros incluso de modo oculto, que él llama «atemático» o «trascendental». Es aquí donde se hace posible una forma de fe implícita cuando las personas responden a las mociones del Espíritu, a menudo no reconocidas. La línea descendente del lado derecho ha sido el camino principal de la fe durante siglos. Pero en un tiempo de pluralismo y secularización, Rahner quería atraer la atención hacia otro camino de respuesta a la autodonación de Dios. El lado derecho sigue siendo el camino privilegiado de la fe, pero es en el lado izquierdo en el que innumerables personas son tocadas por la gracia sin saberlo plenamente. La interioridad personal no visitada 48

El punto de partida de Rahner era el don de Dios ya en acción en el espíritu humano, pero su esperanza era pasar del escenario de la humanidad a la sorpresa de Dios, comenzando, por así decirlo, por la izquierda del diagrama y avanzando hacia la derecha. Él creía en un magnetismo otorgado por Dios, presente en cada corazón y que atraía a todas las personas sacándolas de sí mismas y llevándolas hacia la verdad y el amor. Rahner entendía este dinamismo interno no solo como preparación para Dios, sino como presencia de Dios en nosotros. Del mismo modo que hablamos de psicología profunda, Rahner trataba de desarrollar una teología profunda, partiendo de la interioridad humana y del deseo, en lugar de la doctrina o la enseñanza acerca del Evangelio. Él creía que el Espíritu de Dios está siempre ya ahí antes de nuestra predicación, y por eso le parecía vital ayudar a la gente a entrar en contacto con sus profundas y silenciosas experiencias de Dios. A esta luz, Rahner sugería un nuevo conjunto de preámbulos para la fe. Allí donde los preámbulos de la antigua apologética implicaban razonamiento externo con respecto a la posible existencia de Dios, estos nuevos preámbulos eran espirituales, porque Dios puede ser descubierto en el centro de la aventura de la vida de cada persona. Y están destinados tanto a no creyentes como a creyentes modernos en lucha, dis puestos a emprender algún tipo de introspección espiritual. Su punto de partida para ambos grupos radica más en su experiencia de búsqueda y cuestionamiento que en la mera «información» acerca de Dios procedente de fuera. Este centrarse en la interioridad existencial, que se encuentra también en Newman, puede resultar una sorpresa para las personas más habituadas a un discurso sobre Dios más explícito o a una comunicación de la fe más tradicional. La preferencia de Rahner por este enfoque radica en dos intuiciones fundamentales. Por un lado, muchas personas de hoy viven distanciadas de lo más profundo de sí mismas; por eso, un primer paso necesario es la superación de esa malnutrición espiritual. En segundo lugar, como ya se ha mencionado, en esas profundidades personales con frecuencia no visitadas está ya en acción el Espíritu de Dios y, por tanto, hay frutos de esa acción esperando ser reconocidos. ¿Cómo reconocer esos frutos? Por momentos en los que la persona va más allá de sí misma hacia la verdad o el amor: por la generosidad en el servicio o por el coraje ante las dificultades, por ejemplo, que nunca podrían explicarse por el interés personal. Estas expresiones vivas de autotrascendencia son los frutos del Espíritu que Pablo enumera en su Carta a los Gálatas (capítulo 5). Pueden estar presentes y vivos en personas que nunca piensan acerca de Dios ni pisan una iglesia. Rahner se retrotrajo al proceso de formación cristiana del primer milenio para encontrar una palabra para esa nueva apologética. Le llamó «mistagogía», término antiguo para describir el proceso de preparación para el bautismo adulto como una introducción gradual a los misterios de la fe. Él quería sugerir medios para iniciar a las personas de hoy en el misterio de Dios como centro de su propio misterio humano. En este sentido, Rahner hablaba de la teología como poseedora de esa experiencia personal como su punto de partida. En una 49

importante conferencia de 1966 manifestó el núcleo de su pensamiento: «Hay una experiencia de gracia que es la realidad auténtica y fundamental del cristianismo» (TI, IX, 41). De he cho, ya en 1954 había hablado de «la revelación de ese cristianismo que Dios en su gracia ha ocultado ya en el corazón de quienes piensan que no son cristianos» (TI, III, 371). Y en 1982 seguía insistiendo en que «una mistagogía de esta experiencia religiosa original y llena de gracia es de fundamental importancia hoy» (KRD, 328). Los frutos ocultos de la gracia Estamos aquí ya próximos a su famosa o infame teoría del «cristiano anónimo», desafortunada expresión que posteriormente Rahner estuvo dispuesto a abandonar, porque quedaba abierta a muchas malas interpretaciones. Seis años después de la muerte del teólogo, el papa Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris missio (# 10), afirmó firmemente la realidad de la gracia y la salvación universales y la desarrolló con palabras que se hacían eco de lo esencial de la visión de Rahner. Afirmaba el papa que, dado que la salvación «es ofrecida a todos, debe estar concretamente al alcance de todos», incluidos quienes no tienen oportunidad de conocer el Evangelio. El papa continuaba diciendo que, «de un modo únicamente conocido por Dios», el Espíritu ofrece esta posibilidad a todo el mundo a través de «la gracia secretamente en acción» en sus corazones. A Rahner le habría encantado leer este refrendo de la presencia de la gracia activa en todos. Esta es la realidad que él trataba de identificar y evocar en la experiencia personal de la gente. En culturas más unificadas, los predicadores podían ir directamente al mensaje del Evangelio. Pero la gente de hoy ha escuchado, o medio escuchado, la historia cristiana y a menudo se siente aburrida por lo que parece tan familiar. Frente a situaciones de ateísmo y creciente distanciamiento de las formas de pertenencia a la Iglesia, Rahner insistía en la posibilidad de una historia de la salvación más oculta que puede o no llegar a la fe cristiana explícita. Es innecesario decir que Rahner consideraba que la fe alcanzaba su compleción en Cristo. Sin embargo, antes de llegar a reconocer explícitamente ese clímax de la revelación, cada uno de nosotros está en contacto agraciado y vivo con el misterio invisible. A esta luz, Rahner abogaba por un ministerio de la fe más indirecto, destinado a hacer que la gente tomara conciencia de la gracia que ya había descubierto y podía ya estar viviendo. A fin de comunicar este enfoque diferente, sugería que era necesaria la poesía. Gran parte de la predicación emplea un lenguaje predecible que no logra poner a la gente en contacto con su profunda experiencia personal de la gracia. Por eso la propuesta de Rahner de la «mistagogía» ha sido descrita como un catecismo del corazón. Rahner estaría sin duda de acuerdo con la famosa frase de Newman acerca de llegar al corazón a través de la imaginación, añadiendo quizá que un mapa de la fe imaginativo para hoy debería hacer referencia a la gracia silenciosamente en acción en cada persona. Desde este punto de vista, con frecuencia es a lo largo de ese camino interior y espiritual donde la gente descubrirá a Dios ahora. En términos del diagrama visto anteriormente, 50

este «cambio de énfasis en nuestra proclamación» (TI, XXI, 150) podría situarse en la base del triángulo, como una línea que va de izquierda a derecha. Rahner partía de la atención a la «experiencia de trascendencia» (FCF 559), en la esperanza de ir hacia la plenitud de la fe cristiana. Pero este camino espiritual no es fácil de recorrer, cosa de la que Rahner era muy consciente. Rahner nos retrataba como víctimas de un modo de vida frenético que apenas da cabida al asombro poético o al reconocimiento de la lucha de nuestras actitudes vitales (en este aspecto hay ecos de Blondel). Para él, todo cuanto hacemos es expresión de un sí o un no al amor. Es aquí, en este campo de batalla del corazón, donde el Espíritu nos atrae hacia la fe y nos mueve a dejar que se pierda nuestro pequeño ego en la inmensidad de Dios. Por adaptar una de las metáforas de Rahner, esta orientación de la existencia humana hacia Dios es como un río que busca el océano. Del mismo modo que el río hará su camino a través de diferentes paisajes, pero siempre inconscientemente atraído por el mar, también nuestra auto trascendencia nos lleva, a menudo inconscientemente, hacia el horizonte último que es Dios. «La fe es fe esperanzada; de lo contrario, no sería fe» (KRD, 89). Rahner suele retrotraerse a la distinción entre lo que él llama «trascendental» y «categórico», que puede traducirse como lo que vivimos implícitamente y lo que expresamos explícitamente. Podemos vivir una opción por el amor generoso sin ponerla en palabras o sin reconocer abiertamente su origen en la gracia de Dios. Podemos también, trágicamente, cerrarnos al amor sin ver que de ese modo contradecimos el don de Dios en nosotros. Más que otros pensadores religiosos, y ciertamente más que en la teología anterior, Rahner da prioridad a estas silenciosas e inconscientes dimensiones de la existencia. La esperanza de Dios es que conozcamos a Cristo explícitamente; pero, dado que para muchas personas es culturalmente imposible, tiene que haber otro camino: una fe vivida sin conocerla explícitamente, sin ponerla en palabras y sin vivir una relación consciente con la Iglesia. Un recorrido oculto del espíritu Esta interpretación de la fe, y de los mapas de la fe, insiste más en el misterio que en los relatos bíblicos o en el lenguaje habitual de la doctrina. Por eso los escritos de Rahner han molestado a algunos pensadores tradicionales; pero, por otro lado, han interesado a muchas personas que estaban decepcionadas o disgustadas por el discurso religioso. Rahner consiguió llegar a personas espiritualmente en búsqueda, necesitadas de un trayecto más lento hacia la fe explícita a través de zonas de silencio y de deseo, o bien a través de las opciones de su vida. Este recorrido de fe desde dentro de la aventura espiritual de la vida personal les resulta verdadero a muchas personas que se sienten en los márgenes de la Iglesia. En este sentido, Rahner es un teólogo subterráneo que dirige su atención al Espíritu que actúa en nosotros en unos niveles más profundos que los 51

credos y los conceptos. Rahner ofrece un catecismo diferente, no el contenido de la fe en primer lugar, sino la longitud de onda de su recepción. Como muchos otros teólogos analizados en estos capítulos, traslada el itinerario de la fe del exterior al interior, pero siempre enraizando su visión en la realidad básica de la gracia universal de Dios en acción en la humanidad. Con este telón de fondo se puede comprender mejor la frase tan citada de Rahner de que los creyentes del futuro serán místicos o no serán (TI, VII, 15). Claramente, esto no puede significar que todo el mundo tenga los dones especiales de los santos místicos, sino que lo que sugiere es que, en un contexto más secular, la fe deberá fundamentarse en la experiencia personal de la gracia. Necesitará habilidad para descubrir al Espíritu en acción en la vida ordinaria. En este sentido, todo el mundo tiene la base para ser «místico», para «un encuentro inmediato del individuo con Dios» (KRD, 176). Solo tenemos que hacernos conscientes de esta profunda zona de nuestra vida y de lo que significa: que Dios ya está presente en nosotros mucho antes de que lleguemos explícitamente a la fe; que somos capaz Dei o, por utilizar una expresión más contemporánea, que estamos «sintonizados con Dios». Como se sugería en nuestro diagrama, somos siempre invitados por la gracia y estamos siempre orientados hacia el misterio. Por lo tanto, un elemento importante de cualquier mapa de la fe radica en las dimensiones ocultas de la experiencia humana. Como parte de lo que Rahner llamaba un «breve credo», escribió: «La experiencia de Dios que está implícita en la experiencia de trascendencia no se encuentra en primera instancia... en la reflexión teológica, sino... en nuestros actos de cada día de conocimiento y libertad... La persona debería ser emplazada a descubrir esta experiencia de Dios universal mente presente» (FCF 4454). Y añade que, especialmente «en el acto de amar al prójimo, la persona tiene una experiencia de Dios, al menos implícitamente» (FCF 4456). Sencillamente, la gracia de Dios no es algo difuso que se halla suspendido sobre nuestras cabezas, sino algo que experimentamos dentro de nosotros. Por lo tanto, si prestamos atención al lugar en que nos hacemos más plenamente humanos, estamos camino de reconocer tanto la dirección, otorgada por Dios, de nuestro corazón, como la realidad cotidiana de nuestra interacción con Dios como gracia. La cercanía de Dios Despertar el sentido del misterio parece un primer estadio esencial en el mapa de fe de Rahner. Como Newman, y como muchos pensadores acerca de la fe más recientes, Rahner opta por un itinerario interior de la disposición como prioridad pastoral. Pero sus ambiciones son otras. Espera guiar a la gente, desde lo que viven implícitamente, hacia un encuentro con Dios explícito y cristiano. De hecho, Rahner dijo una vez que toda su teología pretendía servir al «kerygma» o proclamación de la Buena Nueva de Cristo. Debido a su insistencia particular en lo humanum, Rahner ha sido a veces acusado de 52

quedarse atrapado en el nivel del misterio humano, acusación que rechazó enérgicamente en entrevistas concedidas hacia el final de su vida. Atacó la tendencia a insistir en la «relevancia» de la fe para la humanidad y comentó que un enfoque meramente «antropocéntrico» representa un olvido peligroso de Dios y es una «absoluta tontería» como interpretación de su teología (ein absoluter Unsinn). Debemos dejar de hablar de Dios como existente para nosotros, a fin de caer en la cuenta de que nosotros existimos para Dios. Y en respuesta a quienes criticaban este enfoque de la fe, añadió: «Mi propósito es ser un teólogo que dice que Dios es la realidad más importante que hay, que nosotros existimos para amarlo de modo desinteresado, adorarlo, existir para él, sumimos, más allá de nuestra existencia, en el abismo del Dios incomprensible... Debemos confiarnos a Dios con Jesús Crucificado en una entrega incondicional» (KDR, 267-268 traducción ligeramente modificada). Para Rahner, el clímax de la autoentrega a Dios tiene lugar cuando el Misterio viene a encontrarse con nosotros en la persona de Jesucristo. «Este misterio radical es cercanía, no distancia; amor que se entrega, no juicio» (TI, V, 7). Pero, a pesar de esta cercanía íntima, Dios sigue siendo misterio y diferente; sigue estando oculto y no pude ser apresado por nuestras imágenes o ideas. Rahner, más que muchos otros teólogos, comienza el itinerario de la fe con una invitación a atender al «misterio de la humanidad» (por emplear una expresión de la Gaudium et Spes), a fin de vislumbrar la presencia creadora de la gracia en toda existencia. Si él insiste en el itinerario de la fe «desde abajo», el motivo no es simplemente su relevancia para la cultura moderna, sino que ve a la humanidad como esencialmente agraciada y, por tanto, profundamente religiosa, en el sentido de que Dios está permanente y universalmente presente a nosotros y guiándonos hacia la vida y el amor. La atención al espíritu humano es un punto de acceso crucial, pero con el objetivo Oulterior de descubrir a Dios como el origen de la orientación de nuestro corazón. Posteriormente describe esta visión de la fe como fundamentada en la «presencia real del Espíritu liberador» (KRD, 298). REFERENCIAS A LAS OBRAS DE KARL RAHNER FCF Foundations of Christian Faith, New York 1978. KRD Karl Rahner in Dialogue: conversations and interviews 1965-1982, New York 1986. TI Theological Investigations, 23 vols., London y New York 1961-1992. Por boca de Rahner (un monólogo imaginario) Cuando quiero ayudarte a encontrar a Dios, te invito a comenzar contigo mismo. ¿Es esto sorprendente? Es el camino seguido por muchos grandes santos, incluido Agustín. Estoy convencido de que el camino hacia Dios pasa por los deseos de tu corazón, 53

simplemente porque esos deseos han sido puestos ahí por Dios. Si haces una pausa y entras en ti mismo, si puedes crear un espacio de serena presencia a ti mismo, entras en contacto con tu anhelo de algo más, incluso de algo infinito. Te descubres como una forma de misterio, limitada a una pequeña vida; pero abierta, no obstante, a horizontes infinitos de preguntas y búsquedas. Eres como un río en movimiento. La inmovilidad en sí no satisface.Tu presencia a ti mismo no basta por sí sola. Si entras en ti mismo, paradójicamente descubrirás la necesidad de salir de ti. Algunos «más allá» te llaman, como si el río de tu vida fluyera hacia el mar, atraído poderosamente hacia el océano que aún no ha visto nunca. Por lo tanto, si aceptas realmente el misterio de tu propio ser, te guiará gradualmente hacia el misterio divino. No digo que este itinerario interior sea fácil. Nada de eso. Muchos de nosotros podemos vernos atrapados en una vida superficial o en las presiones de lo práctico. Queremos escapar a la costosa rareza de este viaje interior. Lo que es más profundo en nosotros puede fácilmente ser suprimido o evitado o desdeñado. De ser así, esa zona de nuestro ser como lugar maravilloso permanece sin ser visitada, y ese camino hacia Dios se queda sin ser recorrido. Nuestro encuentro principal con Dios De hecho, ese deseo de ir más allá de ti mismo no es hechura tuya. Es el Espíritu de Dios en acción en lo más profundo de cada persona. Si comienzas contigo mismo, estoy convencido de que descubrirás el tesoro escondido y creativo llamado gracia. No es un tesoro pasivo, sino una fuente vibrante de tu esperanza de vivir con amor. En último término, con el amor del mismo Dios. Permíteme confesar dos dificultades mías. La primera: con frecuencia temo el discurso sobre Dios practicado por los teólogos y predicadores. No solo porque suena predecible y agotado, casi como una lengua muerta. Más seriamente, puede poner el carro delante de los bueyes. Puede inducir a la gente a pensar en Dios como un Gran Objeto ahí afuera, más allá de nosotros. Pero Dios está totalmente cerca de nosotros y, sin embargo, en silencio, deseando llevarnos al amor que se hace humanamente real para nosotros en Cristo. Pero podríamos estar mirando en dirección equivocada, en busca de un dios erróneo. Y he aquí mi segunda dificultad: para la inmensa mayoría de la humanidad, que ha vivido en este planeta durante miles de años, la plenitud de la fe cristiana no era posible. Incluso en el caso de los bautizados y creyentes, estoy convencido de que nuestro contacto principal con Dios es mediante una silenciosa gracia que nos guía a través de la normalidad cotidiana, no por medio de momentos explícitos de consciencia religiosa. Lo que florece como plenitud de fe cristiana tiene sus raíces en nosotros mucho antes de que escuchemos la Palabra de revelación. Antes de que la Palabra alcanzase su clímax en el 54

Evangelio, el Espíritu estaba ya en acción en toda la humanidad, en todas las culturas y en todas las religiones. Por lo tanto, lo mismo ocurre también en cada uno de nosotros: el Espíritu está siempre guiándonos hacia el encuentro con Cristo, aunque no seamos conscientes de ello. Podemos percibir los frutos, aun cuando no pongamos nombre a las raíces. Por eso te animo a hacerte consciente de la dirección del río de tu vida. A pesar del egoísmo y la cerrazón, puedes reconocer tu anhelo de bondad y de vivir, debido a esa bondad, la vida concreta de cada día. A pesar de las sombras y los rechazos, puedes abrirte más al amor, apasionarte por la verdad, ser valiente en las dificultades, generoso en las actitudes y acciones, e incluso estar sorprendentemente sereno frente a la muerte misma. ¿Puedes recordar un tiempo en que fuiste acusado erróneamente y conseguiste no reaccionar con amargura, sino incluso comprendiendo el malentendido? Esos signos son preciosos. Son prueba de que el Espíritu está en acción en tu vida. Muestran que el flujo de tu río va hacia el océano, que es misterio, amor, Dios. Y esto puede afirmarse de muchas personas que no pueden dar sentido a la «religión» tal como la perciben. Este hilo oculto de nuestra aventura espiritual es nuestra experiencia normal de Dios. No solo de nuestro itinerario en dirección a Dios, sino del itinerario de Dios hacia nosotros, de la revelación oculta de Dios, como un artista modelando secretamente nuestra vida en el amor. Una dinámica de libertad Este camino de la gracia no siempre es fácil de descubrir. Cuando estás realmente en paz, no es difícil escuchar al corazón. Pero hay también momentos de fatiga, vacío, escepticismo y casi desesperación, en los que se precisa coraje para entrar en el árido terreno del alma. La amargura de la existencia puede golpearte de muchísimas maneras. No te sorprendas demasiado cuando lleguen esas sombras. No durarán. No son nunca la totalidad de la historia. Después de la oscuridad vendrá el alba. Y esa emergencia a la luz es uno de los signos de la acción del Espíritu. Es más que «natural». Es una liberación sanadora que procede de la manera de actuar Dios con nosotros. Experimentarás a Dios de innumerables modos, aunque puedas no caer en la cuenta. En esos momentos de renovada esperanza, en los que tu yo interior pasa del dolor a la confianza, esa silenciosa transformación de tu espíritu procede de la creatividad del Espíritu de Dios. Si aprendes a leer la cotidianeidad a esta luz, tienes una brújula interna para tu fe. Cuando aprendes a reconocer las mociones del Espíritu en tus respuestas, estás dispuesto para Cristo. Esa plenitud de la revelación es más probable que se vivifique para hoy si la gente parte de esta lenta expansión al amor, donde el Espíritu está ya preparando la epifanía de Cristo. Claro está que nuestra hiperactividad puede mantenernos a la deriva en la superficie de nuestra persona, incapaces de llegar a niveles más profundos de deseo. Por eso 55

debemos preparar el camino al Señor, como dice el Evangelio, atendiendo primero a nuestro misterio. Nunca es solo nuestro misterio: es el lugar en el que Dios monta su tienda en nuestro yo más profundo. Aquí, en este espacio, comienza nuestro mapa de fe. Aquí nuestro espíritu puede florecer como una maravilla ante el misterio de nuestra persona. «Te doy gracias por la maravilla de mi ser», dice el Salmo 139. A través de esa apertura humana, percibimos el misterio mayor de Dios entregándose a nosotros en Cristo. Cuando nos tomamos tiempo para hacer una pausa y escuchar a nuestro corazón, en la sorpresa del silencio encontramos algo más que el misterio de nuestra pequeña vida. Experimentamos nuestro deseo de algo más que la vida exterior. Yo diría que aquí, por así decirlo, nos topamos con Dios y podemos volvernos, en cierto sentido, místicos cotidianos. Permítaseme expresarlo de otro modo. He dicho anteriormente que nuestros encuentros habituales con Dios no son religiosos. No tienes que ir a la iglesia ni orar o pensar en Dios para encontrarte con Él. Esos espacios son vitales para alimentar y profundizar nuestra fe si somos creyentes; pero, seamos o no creyentes, nuestra experiencia de Dios es continua en nuestras opciones y en nuestra aventura de autotransformación. Aquí, incluso de pequeñas maneras, nuestra vida se hace obra de arte, obra de amor, mediante la co-operación con el Espíritu de Dios que mora en nosotros. Lo que podemos ver primero (nuestra propia libertad) es, de hecho, segundo: lo que está siempre primero es la gracia de Dios activa en cada corazón humano. Este desarrollo agraciado de nuestra libertad es más fundamental que nuestras reflexiones o nuestras creencias. Y es donde la mayoría de la gente encuentra a Dios. Aprender a leer nuestra vida con este espíritu es a lo que yo me refiero cuando hablo de ser un místico hoy. Si alguien fuera a seguir este camino, puedo imaginarle expresando su experiencia más o menos así: «En la aventura de mi humanidad he sentido la guía del misterio de Dios, cerca de mí y creativo en mí. He descubierto a Dios como la presencia de un artista en la aventura de mi vida. En el fluir de mis decisiones cotidianas he reconocido el toque sanador de Cristo, haciendo de mi ego generosidad de modos ocultos. En el silencio de mi corazón conozco algo de la actividad del Espíritu, modelando mi vida como un amor más allá de lo que yo puedo imaginar. Y toda esta experiencia de gracia, en el marco de lo ordinario, es un impulso hacia la novedad que mis palabras no son capaces de expresar». Cristo como una luz deslumbrante Hay quien me dice que insisto excesivamente en lo humano y que, por el contrario, deberíamos comenzar por Cristo. Por supuesto que deberíamos, si es culturalmente posible y pastoralmente fructífero. En otras palabras, si concuerda con la sensibilidad y 56

las necesidades de la gente. Pero, del mismo modo que Pablo fue llamado a predicar a los gentiles, yo pienso en tantas personas que hoy pueden sentir repulsa debido a ese enfoque directo. Mi pasión ha sido siempre hacer a Cristo real para quienes se encuentran en los márgenes de la fe o de la Iglesia. Y por eso prefiero el enfoque «antropológico» (que no hay que confundir con antropocéntrico). Cinco años antes de mi muerte, el nuevo papa, Juan Pablo II, publicó su primera encíclica, un texto apasionado y personal sobre la humanidad, titulado Redemptor hominis o Redentor de la humanidad. Es, en parte, un himno de alabanza a Cristo que, como un espejo maravilloso, nos revela quiénes somos realmente. Con gran fuerza, el papa insistía en que la atención al pleno drama de la humanidad era «el camino de la Iglesia», porque «Cristo está de algún modo unido, aunque las personas no sean conscientes de ello», con todo ser humano «sin ninguna excepción en absoluto». El papa repetía esta última expresión dos veces en una frase (§ 14). Yo estoy en total sintonía con esta generosa visión de nuestro misterio, pero hay otra frase que me proporciona mayor consolación incluso. En determinado momento, Juan Pablo II invita a todo el mundo a descubrir a Cristo no solo en la oración, sino a través de un «profundo asombro» ante el propio yo; y añade: «El nombre de ese profundo asombro ante el valor y la dignidad humanos es Evangelio» (§ 10). Es el orden de la frase del papa lo que más me sorprende. Lo que comienza como asombro humano llega a ser reconocido como Buena Nueva: Cristo trae, en medio de una luz deslumbrante, el don que estaba ya presente en las profundidades de toda vida. Como dice san Ignacio al final de su famosa oración, eso me basta.

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EL DRAMA DE LA BELLEZA

A todas luces, Balthasar debe ser incluido entre los grandes de la teología moderna, y su perspectiva difiere de la mayoría de los pensadores examinados en este libro. Mientras casi todos ellos se centran en nuestra búsqueda espiritual de sentido y, en última instancia, de Dios, para Balthasar esto significa ignorar lo que es esencial para la fe cristiana. ¿Por qué comenzar por la humanidad, si Dios ha hablado? ¿Por qué comenzar por nuestros deseos, si Dios nos ha deseado y amado en Cristo? En una cultura secularizada puede ser comprensible empezar «por abajo», porque los sentidos espirituales durmientes necesitan despertar. Pero al centrarnos en la búsqueda humana podemos perder de vista la singularidad de la revelación, que tiene menos que ver con la necesidad humana que con la acción divina. Por lo tanto, Balthasar da prioridad al amor mayestático encarnado en Jesús. Reconocer esto conlleva un atisbo de «gloria» que es crucial, y junto al cual todos los enfoques «antropológicos» pasan a un segundo lugar. Un encuentro con el amor revelado en Cristo cambia todo el planteamiento de la fe y nos lleva más allá de cualquier discurso típico acerca de la credibilidad: «El verdadero amor es siempre incomprensible, y solo así es gratuito» (LA, 44). Balthasar comenzó su vida académica en el campo de la literatura, dedicando años a una tesis sobre el «apocalipsis del alma alemana», destinada a discernir la presencia oculta de Cristo en obras literarias; y en este temprano estadio de su pensamiento insistía mucho en la conciencia individual. Sin embargo, abandonó este enfoque después de una conversión espiritual que no dejó de influir en él a lo largo de toda su vida. Durante un retiro espiritual, cayó en la cuenta de la absoluta «objetividad» de Cristo, y a partir de entonces receló de todos los enfoques subjetivos de la religión. Detectó en su sensibilidad una atracción por este punto de partida humano, y más tarde se convenció de sus limitaciones. Por lo tanto, la fe, desde su punto de vista, significa sobre todo «dar cabida al don de Dios» (GL, VII, 308). En un texto escrito a una edad bastante avanzada, Balthasar resume su preferencia de toda la vida: «No comenzamos reflexionando sobre nosotros mismos, sino respondiendo al hecho de que ese milagro divino se ha dirigido a nosotros y nos ha llamado» (TL, III, 364). Aquí tenemos la base de su largo enfrentamiento con Karl Rahner. Las prioridades de ambos eran radicalmente distintas, debido en gran parte a que su interpretación de las necesidades religiosas contemporáneas era diferente. Rahner 59

temía saltar al lenguaje de la fe explícita sin preparar bien el terreno, sin evocar el misterio de nuestra humanidad como lugar de la presencia de Dios. Balthasar temía que centrarse en exceso en ese camino humano pospusiera o eludiera la sobrecogedora sorpresa que supone Cristo. Más avanzada su vida, Balthasar comentó que sus desacuerdos con Rahner procedían de dos figuras destacadas y contrapuestas del pensamiento alemán: Kant y Goethe. Simplificando drásticamente, Kant estudiaba las operaciones del sujeto pensante como moldeadoras de nuestro sentido de la realidad, elevando así el yo a la categoría de fuente de valor y verdad. Goethe, por su parte, celebraba el misterio de la vida como unidad. Contra las claridades excesivas del racionalismo, defendía el papel de la sensibilidad religiosa (aun cuando no era un creyente ortodoxo, como Kant). Balthasar veía en Kant el origen del subjetivismo que él detectaba en Rahner, resultando en un papel demasiado central de la trascendencia personal y su consumación. Y Balthasar elogiaba a Goethe por proteger nuestra capacidad de asombro y belleza, cualidades esenciales, según él, para percibir la gloria de Dios en Cristo. En último término, el cristiano «está enamorado del amor que aparece en Cristo» (LA, 107). La percepción de la gloria Los primeros volúmenes de la obra de Balthasar tratan de la percepción de la belleza de Dios; una segunda fase explora el drama de nuestra libertad en respuesta a la llamada de Dios. Estos dos momentos - de reconocimiento y de respuesta - son centrales en la experiencia de la fe tal como él la entiende. Apartándose del intelectualismo de la tradición escolástica, se fija en la estética, o encuentro con la belleza sobrecogedora, como modelo de reconocimiento del amor de Dios en Cristo. Después, distanciándose del frío moralismo de la teología previa, se fija en la tradición del teatro para presentar la fe como interacción de dos libertades (la de Dios y la nuestra). El cristianismo, insiste Balthasar, no es fundamentalmente «una comunicación de conocimiento», sino una revelación de la «acción de Dios», en continuidad con el drama bíblico de la relación entre Dios y la humanidad (LA, 58). Como otros teólogos explorados en estos capítulos, Balthasar reacciona enérgicamente contra el enfoque de la fe racionalista y desde fuera. Haciéndose eco de Newman, insiste en la naturaleza intensamente personal e implicadora de la fe, que necesita siempre una actitud de receptividad y reverencia. Quiere que veamos la fe más como acción de Dios que nuestra, porque «la fe percibe la luz de Dios» y participa de la «autorevelación de la vida interior y la luz de Dios» (GL, 1, 150, 157). De ahí que debamos abandonar cualquier mapa de la fe meramente externo. Balthasar ataca las formas antiguas de apologética como drásticamente deficientes, por hacer que las razones filosóficas de la existencia de Dios sean preparatorias de un posible acto de fe. Él describe esta escuela como «carente de alegría», «vacilante entre el conocer y el creer», 60

en especial porque no aprecia «la dimensión de la contemplación estética» (GL, 1, 174). En la filosofía antigua, la belleza era uno de los conceptos universales o «trascendentales», junto con la verdad, la bondad y la unidad; pero bajo la influencia de la modernidad, la verdad fue aislada de esas compañeras, y en especial de la belleza. Balthasar se centra en la belleza porque busca recuperar dimensiones desdeñadas de la experiencia de la fe, e insiste en que la revelación de Dios nos invita a una forma de éxtasis similar a la experiencia del gran arte. Pero esa belleza no es de este mundo: en palabras de Baltashar, la «belleza de Dios» solo se vislumbra cuando el amor se percibe como «el centro de todo» (GL, VII, 19) y cuando este reconocimiento se expande como arrobamiento. Somos sacados de nosotros mismos por lo que vislumbramos en Cristo, en quien «la luz interior y la forma exterior» (GL, VII, 315) convergen para crear un resplandor único que tradicionalmente se ha denominado «gloria». Aunque esta palabra tan utilizada puede sonar vacía o vagamente religiosa, en la tradición bíblica es un concepto clave que evoca momentos de epifanía o plenitud en que la grandeza de Dios se percibe como misterio, como algo diferente, como transformadora y como más allá de nuestro lenguaje usual. Más extraordinario aún es el clímax de la historia de Cristo, donde la gloria, la belleza y la Cruz se unen. Aquí entra en la historia una gloria diferente. Tratando de renovar nuestro sentido de la belleza y la gloria, Balthasar recurre a san Pablo cuando habla de «la gloria de Dios en la faz de Cristo» (2 Co 4,6), que se convierte en un texto clave para él. Este amor está en la cima de su gloria en la oscuridad de la Pasión, y el impulso de su gloria prosigue en el corazón de la fe cristiana. «Como actitud, la fe es la entrega de la propia experiencia a la experiencia de Cristo», incluida su «no experiencia» de la muerte (GL, 1, 412). En su sentido más secular, la belleza y la gloria se asocian a menudo con la magnificencia, el poder e incluso la pompa. Pero en Cristo Crucificado todo cambia de tono. Si hay majestad, es impotente y vulnerable. «El amor infinito de Dios» es «pobre» e «impotente» (GL, VII, 352). Si hay poder, no tiene nada que ver con nuestra lógica ordinaria de control o de dominio. Lo que es específicamente cristiano comienza allí donde nuestras ideas usuales guardan silencio, cuando nos vemos frente a frente con lo humanamente inimaginable y cuando el amor de Dios habla a nuestro corazón a través de Cristo muerto y resucitado. Una lógica diferente Ligada a esta «estética teológica» de la fe hay una «teoría del conocimiento teocéntrica», más que «antropocéntrica» (TL, 1, 262). Como ya hemos visto, Balthasar rechazaba la idea de que llegamos a la fe a través de sucesivos estadios de búsqueda interrogativa, primero racional y después religiosa. En su lugar, él propone una lógica central de «confianza creyente» (TL, 1, 261) y de apertura al misterio, enfoque fundamentado en 61

la prioridad del amor sobre el conocimiento. Sin esta prioridad, caemos en el razonamiento externo de la serpiente del Libro del Génesis, que «presenta la verdad como una cosa» (TL, 1, 262). Balthasar esperaba ayudar a una cultura atea a «aprender a ver de nuevo, lo que equivale a experimentar la otreidad total de Cristo como el máximo resplandor de la sublimidad y la gloria de Dios» (TL, 1, 20). En el funeral de Balthasar en 1988, predicó el entonces cardenal Ratzinger, citando un sermón de san Agustín como síntesis de la concepción central del gran teólogo suizo: «Toda nuestra tarea en la vida consiste en sanar los ojos del corazón, que poseen la capacidad de ver a Dios». Este énfasis amplía «el problema de credibilidad» heredado de siglos pasados, con su «controvertida noción de la fe estrechamente concebida» (LA, 16). El enfoque de Balthasar nos llama, en el espíritu de Newman y otros pensadores, a liberar nuestro modelo de conocimiento de filosofías de la verdad empiristas y de cualquier filosofía que divorcie la verdad del amor. Conocer, en cuestiones existenciales o religiosas, tiene una dimensión ética y no puede separarse del amor como don y como fuente de verdad. En palabras del Balthasar: «La existencia misma de la verdad, de la verdad eterna, se fundamenta en el amor» (TL, 1, 272), y «en el amor» no puede haber una «fría objetividad» (TL, 1, 266). Por eso él ve la fe como participación en el autoconocimiento del propio Dios y del amor trinitario. ¿Es esta «excelsa» visión tan espiritual que corre el riesgo de parecer ajena al lenguaje de las personas normales inmersas en la búsqueda? No es injusto decir que, mientras el enfoque de Rahner, más humanista, parece capaz de llegar a los no creyentes, el enfoque de la fe de Balthasar, plenamente espiritual, es más fácil que tenga sentido para quienes son ya creyentes. El drama de la libertad Como ya se ha mencionado, el primer estadio de la exploración de la fe de Balthasar trata de presentar nuestro encuentro con la revelación como una experiencia de belleza en la que percibimos la presencia de Dios en Cristo. Un segundo estadio se refiere al drama de la libertad en el corazón de la fe. Sería inadecuado pensar en la fe simplemente como la percepción del amor de Dios en Cristo. Esa percepción lleva a toda una aventura de fe vivida, comenzando por el asombro ante la belleza, pero yendo más allá: a la revelación de Dios no solo como un objeto que contemplar, sino como una llamada a la misión y la acción de Dios en la historia. Por lo tanto, en la gran trilogía de Balthasar, la primera serie de volúmenes trata de la fe como percepción de la belleza, pero la segunda serie apela a la analogía del teatro, con el fin de reflexionar sobre la dimensión dramática de la existencia humana. El asombro nacido del encuentro inicial con la belleza da paso ahora a la lucha del discipulado. Si en un principio mi longitud de onda es transformada por la gloria del amor, ello conduce a un estadio más purificador: la transformación de mi libertad. Dios es más ambicioso con 62

respecto a mí de lo que yo podría querer. La fe nunca es simplemente un gozo estético, sino que se convierte en campo de batalla entre mi corazón no convertido y las esperanzas de Cristo con respecto a mí. La fe va más allá de una paz consoladora y se hace movimiento. Somos «atraídos a la acción», como en un teatro en el que «hemos sido nombrados para representar nuestro papel» en un enorme drama, que es ni más ni menos que la acción de Dios en el mundo» (TD, 1, 15-17). Participar del trabajo y la misión de Cristo conllevará una larga y costosa conversión del ego, y por eso la fe se convierte en un drama de praxis personal (y, de hecho, social) que dura toda la vida. Balthasar ve a Dios como el «personaje principal» de un gran drama, que es también la historia de «nuestra apropiación» de la fe (TD, II, 17). Y pasa, de insistir en la percepción, a hacer un llamamiento a la acción. Si el momento inicial de la fe se hace eco de esos momentos interpersonales o estéticos en que somos invitados a una pura maravilla, ahora la aventura va más allá: «Nadie pasa por un éxtasis sin retornar de ese encuentro con una misión personal» (TD, II, 31). Dios entra en escena como el artista creador no solo de vidas personales, sino de toda la historia humana. Esto es lo que la espiritualidad genuina ha sabido y reconocido siempre: «El drama de una vida vivida en el discipulado de Cristo ha permanecido vivo a lo largo de los siglos». Pero «los manuales de dogmá tica» prestaban poca atención a este drama de la fe vivida (TD, II, 168). Para remediar este dañino olvido, Balthasar quiere reconocer y responder a «la acción continua de Cristo», de manera que la fe se ve de nuevo como «el crecimiento progresivo de la propia existencia en la existencia de Cristo» (GL, 1, 224). Una nota de conflicto Es una simplificación, no una falsedad, distinguir en la teología moderna dos escuelas, a veces denominadas «dialéctica» y «correlacional». La tendencia correlacional subraya la continuidad entre naturaleza y gracia, o entre lo humano y lo divino, como se ejemplifica de diferentes modos en Rahner o en Tillich. Balthasar pertenecía más a la escuela opuesta, o dialéctica, que subraya los modos en que la fe es a la vez diferente y exigente. Del mismo modo que en el Evangelio había conflicto tanto en la vida como en la muerte de Jesús, la fe implicará siempre una lucha en cada persona que quiera seguirle. Ser cristiano significa seguir un camino diferente, un camino que puede llevar incluso al martirio. A esta luz, lo que podemos llamar «gloria» resulta más desconcertante. Nos invita a salir de la comodidad y adentrarnos en el ámbito de la inmensidad divina, que no puede encajar nunca en nuestros modos de imaginar a Dios. El éxtasis de que habla Balthasar es también ruptura. La revelación del amor en Cristo toma el camino de Jerusalén y de la muerte, y su victoria en la Resurrección solo puede gozarse como luz transformadora que emerge de una oscuridad espantosa. «Una terrible belleza ha nacido» es un famoso verso de un poema de Yeats. Podría adaptarse para que encaje con Balthasar: lo que 63

parece terrible, la ejecución pública de un criminal, oculta la belleza más extraordinaria que ha conocido el mundo, donde la autoentrega de Dios estalla en la gloria de un amor vivo para siempre. Lo que parece (y es) trágico se convierte en la revelación suprema del amor de Dios. «Es precisamente en la kénosis de Cristo (y en ningún otro lugar) donde aparece la majestad interior del amor de Dios» (LA, 71). La fe, repitámoslo, es principalmente receptividad y reconocimiento por nuestra parte de lo que Dios ha hecho y continúa haciendo en Cristo. El deseo y la decisión siguen siendo esenciales en la aventura humana de la fe, pero no son sus piedras angulares. La iniciativa histórica de Dios es la clave de la fe cristiana. La fe «se confía a la realidad y la posibilidad del amor absoluto» (GL, VII, 377), y esto se convierte en fuente de «todo amor entre seres humanos» (GL, VII, 376). De este modo, el dinamismo del amor es completo: lo que comienza dentro de Dios como Trinidad, y vislumbramos en Cristo, se convierte, a través de nosotros como Iglesia, en un nuevo amor para transformar nuestro herido mundo. La fe como «sí» a un «sí» Sigue siendo una visión austera, pero poderosa. Puede que solo pueda captarse con un cierto asombro y silencio contemplativo, donde la revelación nos invita a un reconocimiento de que «todo es gracia» (como insistían Teresa de Lisieux y Bernanos). Todos los múltiples aspectos del misterio - el amor de la Trinidad, el «shock» de la Cruz, la gloria de la Resurrección, el derramamiento del Espíritu en nuestra historia en lucha-, toda esta riqueza pide una simplicidad de corazón que recibe y adora y es gradualmente transformado. La fe en esta visión es, de hecho, un «sí» a un «sí». El primer «sí» es de Dios, firme, eterno y encarnado en Cristo. El segundo «sí» es nuestro, inestable, descentrado, pero, sin embargo, anhelando vivir con una fuerza que no es nuestra. «La fe nunca es una posesión en medio de la tranquilidad, sino una lucha, una decisión, una manifestación pública...; y su centro es el inson dable amor de Dios por nosotros, que nos llena continuamente de tanta y tan nueva bendición y terror que debemos dejar todo lo demás para aferrarnos únicamente a él» (ET, III, 83). Al igual que otros autores religiosos analizados en estos capítulos, Balthasar comparte el objetivo de repensar los fundamentos de la fe. «Dar razones para la esperanza» significa para todos estos autores liberar y profundizar los temas que hay que presentar. Todos se resisten al dominio del razonamiento impersonal (que en la modernidad parece ser el único medio aceptable de enfocar la verdad) y buscan ampliar el horizonte para incluir a la persona completa. Pero, como ya hemos visto, Balthasar desplaza el centro de atención de las capacidades y disposiciones del buscador de la fe al contenido único de la revelación, y en particular a la revelación de la verdad, la bondad y la belleza de Dios en Cristo. Lo de menos es el camino que recorramos hacia la fe; lo importante es tener siempre en mente la cima de la montaña que esperamos alcanzar. El Dios del que 64

hablamos está, dolorosa y, sin embargo, hermosamente más allá de nuestras mejores palabras y de todo cuanto podamos imaginar. Aplicación a la cultura actual: una reflexión personal Antes de intentar «traducir» a Balthasar para hoy imaginando sus posibles palabras, puede ayudar una breve reflexión personal. Quiero dejar constancia aquí del sano desafío que proporciona Balthasar a nuestra generación post-Vaticano II. El pensamiento moderno ha estado dominado por la «vuelta al sujeto». Dado que Balthasar ha tratado de purificar los excesos de esta escuela e iniciar una «vuelta al objeto», su obra cuestiona presupuestos profundamente arraigados en la cultura que nos rodea e incluso en nuestra vivencia personal de la fe. Bajo la influencia de mi formación literaria (un paralelismo con Balthasar), y después de la revolución cultural que ex perimentó la vida religiosa en los años sesenta y setenta del pasado siglo, mi espiritualidad ciertamente se volvió más subjetiva. Silenciosamente, toda una tradición de ascetismo fue dejada de lado, no solo en el sentido de abandonar sus austeridades externas, sino de permitir que la realización personal reemplazase al sacrifico como valor central. Nuestra generación descubrió la expresión personal y la afectividad. Todo ello era emocionante y merecía la pena; sin embargo, bien pensado, corría el peligro de ser unilateral. Casi imperceptiblemente, nos pusimos a vivir un nuevo conjunto de prioridades donde el aspecto subjetivo de la religión se hizo más fuerte que el objetivo. Incluso la oración fue juzgada a menudo en términos de experiencia (inicialmente una reevaluación positiva de una dimensión desdeñada). «Cómo me siento» se convirtió en el barómetro del crecimiento. Si bien reconozco cómo influyó en la espiritualidad esta nueva sensibilidad, la lectura de Balthasar suscita cuestiones importantes aunque incómodas. Su insistencia en la «objetividad» me invita a dar cabida de nuevo a la adoración y la reverencia obediente a Dios. Esto quiebra la lupa del subjetivismo. Su lenguaje de fe me recuerda que la gloria de Dios es mayor que cualquier posible respuesta mía. La gloria que resplandece en el rostro de Cristo es, de hecho, una llamada a una «humanidad plenamente viva» (eco de Ireneo); pero esta gloria va más allá de una plenitud a mi medida, porque es el resplandor de Jesús Crucificado como Señor Resucitado. Y está por encima de mí como una gran obra de arte que me conmueve, pero es siempre ella misma, sin depender de mí en cuanto al poder de su belleza. En palabras de Balthasar (en una de sus numerosas evocaciones de la experiencia del arte como paralelismo de la experiencia de fe): «La originalidad de una obra de arte» solo puede percibirse «por la impresión que da de completa inevitabilidad con perfecta libertad, sobrecogiendo a quien la contempla y haciéndole decir: "Solo podía ser así"» (ET, 1, 180). REFERENCIAS A LA OBRAS DE HANS URS VON BALTHASAR ET Explorations in Theology, 3 vols., San Francisco 2000-2005. 65

GL The Glory of the Lord, 7 vols., Edimburgh 1982-1991. LA Love Alone: the Way of Revelation, London 1968. TD Theo-Drama, 5 vols., San Francisco 1988-1998. TL Theo-Logic, 3 vols., San Francisco 2000-2005.

Por boca de Balthasar (un monólogo imaginario) «Después de que una madre sonría algún tiempo a su hijo, este comenzará a devolverle la sonrisa; su madre ha despertado el amor en su corazón» (LA, 61). En distintos momentos de mi vida he expuesto un sencillo ejemplo humano para ilustrar la naturaleza de la fe cristiana. He pedido a mis lectores que pensaran en la primera sonrisa de un bebé. Especialmente los padres recuerdan vívidamente este momento mágico y, sin embargo, ordinario, que normalmente no llega hasta el segundo mes de vida del bebé. ¿Por qué me parece tan importante este acontecimiento? Porque es un símbolo perfecto de la estructura de la fe. Esa primera sonrisa es respuesta a un don ya recibido. El amor que da la bienvenida al infante a la vida es ahora reconocido, y la sonrisa es la expresión de ese reconocimiento. Claro está que la palabra «infante» procede de la palabra latina para «sin habla» (in-fans), y pasará mucho tiempo antes de que el bebé diga verdaderas palabras. Pero esa sonrisa es un lenguaje primal de asombro, gratitud y, diría yo, libertad. Este es el primer momento no solo de reconocimiento del amor, sino de respuesta humana al amor. El don del amor se recibe de más allá del yo, del cuidado de la madre y el padre y las otras personas cercanas, y ahora eso da nacimiento a una respuesta de confianza agradecida. Por primera vez, el niño llega a la consciencia, a la relación, al despertar a ese don, y expresa gozosamente un «sí». Exactamente así es la fe. A esta luz he querido siempre subrayar que el amor llega antes que la fe y que, de hecho, la fe significa reconocimiento de un amor que ya nos está rodeando. Otras dimensiones importantes, como las creencias, los credos, la pertenencia eclesial, etcétera, llegan más tarde, del mismo modo que el lenguaje entra en la vida del niño con posterioridad. Pero el núcleo de la fe es como esa sonrisa: un despertar a un don ya recibido y que continúa siendo recibido. Otro elemento importante de mi visión de la fe procede de mi formación y puede que de mi temperamento. Desde mis primeros años, y posteriormente como joven estudiante, estuve inmerso en los mundos de la literatura y la música. Este horizonte estético me moldeó antes de estudiar teología. A través de mi experiencia de las obras de arte de la 66

creatividad humana comprendí cómo el sobrecogedor poder de la belleza puede guiarnos a nuevos espacios de reverencia y apertura. Al principio me sentí atraído por la experiencia subjetiva del arte, saboreando su impacto en mí, pero después comprendí que mi experiencia estética era secundaria. Lo primario era el puro esplendor de la obra misma. Hay gloria presente en el fluir de una sinfonía de Mozart o en el poder de los textos de Goethe. Y permanece siendo ella misma, magníficamente independiente de mí. De hecho, su existencia me desafía y mejuzga, como ese poema de Rilke en el que contempla en París una escultura de bronce de Apolo que parece decirle: debes cambiar tu vida. La belleza nos transforma si se lo permitimos. Cuando comencé a estudiar teología, me quedé horrorizado. En aquella época todo era decadentemente escolástico: definiciones, dogmas, herejías... ¡y todo en latín! ¿Dónde estaba la gloria de Dios? No aparecía por ningún lado en aquel enfoque. Sin embargo, yo sabía intuitivamente que la revelación de Dios era más como la música que como las áridas conclusiones que me pro porcionaban mis profesores. Recuerdo haberme llenado los oídos de algodón durante las clases y leer a san Agustín, donde sí descubrí pasión y belleza y un sentido del drama de la fe. En él y en otros pensadores sobre la fe de los primeros siglos descubrí otro modo de hablar de la fe y empecé a confiar en que podríamos salir de la cárcel del escolasticismo explorando a Dios como belleza. Si bien mi necesidad de distanciarme de la árida teología de los libros de texto era clara desde el principio, otro discernimiento llevó más tiempo. Otras personas de mi generación estaban desarrollando nuevos lenguajes para la fe y para la teología. Estaban avanzando hacia enfoques más personales y espirituales. Algunos de ellos estaban muy influidos por la tradición procedente de Kant, que hacía hincapié en las operaciones subjetivas de la mente en busca de sentido. Esto era útil para muchas personas, porque parecía verdadero en su peregrinaje interior, por centrarse en el dinamismo del deseo. Sin embargo, yo empecé a tener dudas al respecto. Aquello me recordaba mi tendencia juvenil a subrayar el efecto del arte en mí, en lugar de la belleza del arte en sí mismo. Y encontraba este enfoque demasiado subjetivo. ¿Por qué perder tiempo en las estribaciones de la búsqueda humana cuando puedes abrir la puerta a Dios que está llamando y quiere revelar otra visión de todo? Por lo tanto, en toda mi obra he tratado de prestar atención a la gloria objetiva de Cristo. «Objetiva» es una palabra difícil e incluso peligrosa, en especial si sugiere algo que está ahí, lejos de mí. Yo quería desplazar el centro de nosotros mismos a lo que recibimos y percibimos como revelación de Dios. En este sentido, trataba de cambiar el centro de interés de la exploración de lo «subjetivo» a la contemplación «objetiva» del amor de Dios. Y así volvemos a la primera sonrisa y a cómo el don, por su misma naturaleza, viene antes que cualquier aceptación y respuesta. El punto de partida de la fe no se encuentra en nosotros, sino en el don de Dios. No quiero menospreciar mapas de la fe que se centran en nuestro deseo, pero percibo que la crisis de fe de la cultura actual podría abordarse mejor ahondando más. Los horizon tes típicos de nuestro pensamiento 67

no nos llevarán a la fe, porque es un don que está más allá de nosotros. Por eso he dedicado todas mis energías a lo que era único en Cristo y el modo en que podríamos percibir o recibir esa revelación. El coste de la libertad Si dudaba yo acerca de los enfoques de la fe excesivamente subjetivos, lo mismo me sucedía con respecto a interpretaciones que parecían suavizar el impacto del Evangelio. La fe es más que reconocimiento de la belleza: implica respuesta, transformación, drama. Yo aprendí de mi gran mentor, Karl Barth, a subrayar la unidad de dos aspectos de la fe: el aspecto del gozo y el aspecto de la Cruz. Por un lado, traté de poner de relieve la belleza de la revelación y la fe (como en contra de modos de teología más antiguos y más fríos); por otro, esa belleza encuentra su inesperada plenitud en la Cruz de Cristo. A esa oscuridad descendió el amor. Por lo tanto, una percepción gozosa del amor (la primera sonrisa) no es la historia completa de la fe. Antes o después, encontramos sombras e incluso tragedia y, por lo tanto, nos encontramos en el escenario de nuestra libertad. Lo que Dios revela en Cristo va más allá de todo cuanto imaginamos en su belleza, pero su excepcionalidad perturba todos nuestros horizontes normales. Inevitablemente, nos resistimos a este alcance pleno del amor; y, sin embargo, la libertad de Dios está en acción en nosotros para liberar nuestra libertad en lucha. En ocasiones, la fe pedirá la entrega de nuestra experiencia en las manos de Cristo. Un primer estadio de la fe puede verse inundado de luz, puede gozar de un bendito encuentro con el amor que provoca esa sonrisa de aceptación agradecida. Pero otros momentos de la fe conllevarán una aceptación más agónica, confiando en que al perder nuestra vida, de muchos modos distintos, si estamos con Cristo, perder puede significar encontrar. Sí, la fe conlleva un reconocimiento del amor, pero de un amor que es más costoso que cómodo para nosotros, como lo fue para Cristo. Naturalmente que el coste de la Cruz no fue el acto final del drama de los Evangelios, ni tampoco es el nuestro. En el centro de nuestra fe resplandece el brillo de Jesús Crucificado como Señor Resucitado. Ante Él, toda nuestra búsqueda y todo nuestro cuestionamiento son como temas menores en una gran sinfonía, importantes a su modo, pero relativizados cuando el Evangelio nos ofrece un mapa de la fe más rico y cuando palabras como «belleza» y «gloria» adquieren nueva vida, una vida que se abre a la eternidad. La oración como espacio de aprendizaje Tal vez pueda concretar más todo esto apelando a nuestra experiencia de oración. De hecho, si la teología no habla algunas veces de oración o no alimenta nuestros caminos de oración, algo hay en ella que no funciona. He hablado a menudo de la necesidad de 68

una «teología orante», porque nuestro conocimiento más profundo no procede del pensamiento, sino de recibir el amor, y porque la oración es el lugar donde tiene lugar esa recepción más fructíferamente. Si alguien está tratando de pasar de la increencia a la fe, le invito no solo a leer o reflexionar al respecto, sino a arriesgarse a exponerse a la oración: «Venid y ved», como dijo Jesús. En este espíritu, la oración no es un ejercicio de pensamiento o de palabra, sino de escucha y de apertura. En última instancia, solo puedes conocer a Dios a través de Dios, como Amor siempre inalcanzable. Es en la oración donde tú permites a Dios actuar y hacerse real, más allá de tu comprensión o de tus pequeños planes. Vas cayendo gradualmente en la cuenta de que tu vida interior no es la medida de Dios. Nosotros no somos el punto de partida de la oración; lo es Dios.Y lo mismo puede afirmarse de la fe. Aprendes que la plenitud procede de recibir, más que de construir o esforzarte. Lo repito: cuando dejas de centrarte en tu propia experiencia y te relajas en el silencioso y sobrecogedor don de la presencia de Dios, tiene lugar una transformación vital. La oración ya no es un esfuerzo tuyo, sino que se convierte en iniciativa de Dios. Se produce una revolución copernicana interna: eres liberado de la carga de ser el centro de tu universo y te conviertes en un simple receptor de la «plenitud» de Cristo, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Cuando la experiencia subjetiva deja de ser el criterio de la realidad, es sanada la herida heredada de la modernidad. Tanto en la oración como en la fe se ve humillado el típico espíritu «moderno» de dominio. El fluir del río del deseo se ve invertido, porque ahora Dios desea tomar el control, en un silencio que es a la vez amable y poderoso. Aquí Dios hace lo que sabe hacer mejor, que es la resurrección, a fin de que nosotros podamos resucitar en el amor con Dios. Comencé con la imagen de la primera sonrisa como un símbolo de la fe. Lo que la primera sonrisa y la oración tienen en común es muy sencillo: primero recibimos Amor, y después podemos responder con amor. Y aquí vislumbramos una gloria y una belleza que no solo nos llaman, sino que nos capacitan para un modo diferente de vida, para un discipulado diario. La fe tiene sentido desde dentro de esa dinámica de amor.

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ORIENTACIÓN HACIA EL DON

Si Bernard Lonergan sigue siendo uno de los gigantes de la teología del siglo XX, aunque en gran medida desconocido, la razón no es difícil de entender. Se dedicó tanto a los fundamentos de la teología y la filosofía que su obra no alcanzó nunca al público en general. Incluso hoy hay muchos teólogos profesionales que están poco familiarizados con sus escritos. Sin embargo, otros ven en este jesuita canadiense a un verdadero genio que, con el tiempo, llegará a ser reconocido como tal. Mi propósito aquí es recoger algunos aspectos de su obra tratando, como en otros capítulos, de discernir qué luz proporciona para nuestro itinerario de fe hoy. Lonergan se describía a sí mismo como un pensador conservador, impaciente con cualquiera que cometiera el gran error de eliminar lo bueno tratando de deshacerse de lo malo. Él mismo fue comprendiendo gradual y dolorosamente que las arenas eran movedizas para la fe religiosa y que la teología, tal como había sido enseñada, era completamente ajena a la realidad, porque había vivido fuera de la historia, en un ámbito de verdades inmutables y permanentes, mientras había nacido todo un nuevo mundo. Debemos afrontar «una crisis no de la fe, sino de la cultura» (C, 244). En el nivel intelectual, los antiguos criterios de verdad requerían ser repensados. En el nivel social, un nuevo estilo de vida dejaba a la gente sin raíces de pertenencia religiosa. Por lo tanto, se dispuso a responder a una crisis cultural explorando los elementos básicos del conocimiento en general y de la fe en particular. Nuevos fundamentos En torno a 1965, después de años de estudio y docencia, propuso un nuevo fundamento para la teología que constituyó una gran sorpresa para algunas personas; y, sin embargo, bien pensado, parece muy obvio. En lugar de comenzar a reflexionar sobre la fe o hacer teología a partir de la revelación de la Escritura o de las declaraciones de la autoridad de la Iglesia, él concluyó que, en especial para la cultura empírica actual, la teología debe fundamentarse en la experiencia religiosa de ser transformado por el amor de Dios. Pero retrotraigámonos en el tiempo para comprender su teoría acerca de cómo llegamos a la verdad. En 1929, cuando Lonergan estaba en Inglaterra y era un estudiante de filosofía de veinticuatro años, se encontró con la Grammar of Assent de Newman y la 71

leyó seis veces. Aquel joven canadiense era ya consciente de los problemas suscitados por la ciencia moderna y de cómo el pensamiento católico de antiguo cuño no lograba afrontar esos desafíos. De todos los teólogos importantes del siglo XX, él era el único con una especial comprensión de la ciencia. Por eso sus preguntas de juventud surgían de una perspectiva diferente: ¿Cómo podemos justificar los juicios respecto de la verdad en áreas que no son empíricas, como la fe? ¿Cómo podemos ir más allá de la imagen moderna típica de lo «real» como algo «ahí afuera» que puede confirmarse mediante la observación? Si este «pensamiento en imágenes» es el único método aceptable, la fe tiene un profundo problema. El primer encuentro de Lonergan con Newman le hizo iniciar un viaje de exploración que duraría el resto de su vida. Se sintió atraído en particular por la introspección psicológica del gran cardenal. Como hemos visto en nuestro primer capítulo, para defender la fe cristiana era contraproducente un enfoque neutro de «pruebas». El interrogador tiene que prestar atención a las operaciones internas implicadas en la búsqueda. Por eso Lonergan, inicialmente bajo la influencia de Newman, y más tarde de Tomás de Aquino, desarrolló un enfoque que coincide en algunos aspectos con el de Karl Rahner. Ambos llevaron la experiencia religiosa de nuevo a la teología y ambos fueron etiquetados como pertenecientes a la escuela del «tomismo trascendental». Pero el análisis de Lonergan del proceso de la fe es más preciso y definido; más anglosajón, podríamos decir. La escala del conocimiento Su primera regla era simplemente «prestar atención», en el sentido de hacerse consciente del dinamismo de cómo conoces y cómo decides: experimentas algo; haces preguntas al respecto; reflexionas sobre tu corazonada; prosigues con un juicio acerca de su verdad; pasas a otro nivel, el de «¿Ahora qué?»; ¿qué vas a hacer al respecto?; ¿cómo puedes elegir el camino debido? Con estas preguntas engañosamente simples, Lonergan volvió a la filosofía para reconstruir los fundamentos de la verdad religiosa y preparar el camino para su trabajo posterior sobre el método en teología. El resultado fue el enorme libro titulado Insight: a study of human understanding. Encierra más de un peligro el tratar de ofrecer tan breve resumen de sus preocupaciones básicas. A algunos podría parecerles excesivamente simple y obvio. A otros podría parecerles una mera teoría. Lonergan siempre desafiaba a sus alumnos y a sus lectores a emprender lo que él llamaba «autoapropiación». Limitarse a leer Insight sería fútil si el lector no verifica continuamente la «estructura cognitiva» de su pro pia experiencia y reflexión. El objetivo principal es «descubrirse a uno mismo en uno mismo» (M, 260) y cambiar así la propia comprensión de la comprensión. Más ambicioso aún, el objetivo de Lonergan era liberarnos de ciertos presupuestos dominantes en nuestra cultura que igualan el conocimiento con la verificación externa. Si 72

ese es nuestro modo principal de conocer, entonces Dios está fuera del mapa. No hay datos externos sobre Dios. Pero el pleno conocimiento humano nos lleva más allá del mundo de los sentidos. De acuerdo con Lonergan, la ciencia misma trabaja desde los datos, a través de las hipótesis, hasta la verificación. Sin embargo, la verificación no se logra empleando los ojos, sino haciendo uso de la capacidad humana de juzgar (lo que Newman llamaba el «sentido ilativo»). Todo conocimiento humano recorre ese camino: de la experiencia, a través de la intuición, al juicio, y después, más allá del juicio sobre la verdad, a la posibilidad de decisiones morales o existenciales. Este mapa del conocimiento humano, fundamental para Lonergan, fue su principal contribución a la epistemología o filosofía del conocimiento. Si san Ignacio ofreció «ejercicios espirituales» a fin de ayudar a la gente a centrar su vida y encontrar a Dios en la oración, en Insight Lonergan ofreció «ejercicios intelectuales» para ayudar a la gente a identificar los pasos esenciales en su proceso de conocimiento y, consiguientemente, gozar de mayor seguridad en cuanto a su capacidad de llegar a la verdad, incluida, por supuesto, la verdad de la fe. Impedimentos a la libertad Pero la fe no es una verdad ordinaria. Reconocer a Dios no es lo mismo que verificar un experimento. Nos invita a niveles de nosotros mismos más allá de lo estrictamente racional. Lonergan vio que la cuestión de Dios puede afrontarse mejor en el nivel de nuestra libertad. Pero ¿somos realmente libres? Lonergan escribió elocuentemente acerca de varios bloqueos o formas de «predisposición» que pueden limitar seriamente nuestra libertad. «Puede haber un amor a la oscuridad», resultante de una «bruma de oscuridad..., duda y racionalización, inseguridad e inquietud» (1, 214-215). Las premisas de sentido común pueden apresarnos en pequeños espacios. Las cuestiones pueden evitarse perezosamente o hacer que parezcan imposibles. Cuando toda una cultura impone anteojeras a la gente, sus deseos profundos se ven sofocados por una plétora de distracciones superficiales. De este modo, la parábola del sembrador se ve reactualizada en la complejidad de los estilos de vida actuales. Lonergan explora tres clases de distorsión que pueden obstruir el camino hacia la fe. La primera, que él llama «sesgo individual», es la tendencia perenne a poner el propio yo en el centro del universo y pensar y actuar en consecuencia. «Con sorprendente modestia - dice Lonergan con un toque de ironía - uno no se aventura a suscitar cuestiones relevantes ulteriores»; e incluso, si el egoísta es vagamente consciente de su autoengaño, normalmente se las ingenia para sofocar cualquier inquietud de conciencia (1, 245). Tal obstaculización del impulso de las propias cuestiones hace que la persona no esté preparada para la fe. La autotrascendencia se bloquea cuando uno vive «desdeñando egoístamente a los demás» (M, 53).

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Una segunda categoría, llamada «sesgo grupal», se muestra en prejuicios conectados con la pertenencia a una sección de la sociedad o del planeta. Mi visión de la vida puede verse distorsionada por la perspectiva de mi círculo o subcultura o parte del mundo. «Nosotros» tenemos siempre razón, y los de fuera son vistos con sospecha. Como diría René Girard, nos alimentamos de hostilidad, construyéndonos así una identidad negativa. En palabras de Lonergan, «los grupos hostiles no olvidan fácilmente sus agravios ni renuncian a su resentimiento ni superan sus miedos» (M, 53). De ahí que el sesgo grupal resulte en «un punto ciego para las ideas que revelan que su bie nestar es excesivo» (1, 248). Un conjunto cerrado de actitudes de este tipo pueden paralizar la capacidad de cambio social, incluida la fuente de transformación que es la fe religiosa. La tercera deformación consiste en una preferencia por el pragmatismo a corto plazo, a expensas de llegar alguna vez a la raíz de las cosas. Es muy fácil vivir una rutina diaria de preocupaciones prácticas e ignorar los horizontes mayores. En palabras de Lonergan, «el sentido común normalmente se percibe a sí mismo como omnicompetente... y no suele ser consciente del sinsentido común que afecta a sus convicciones y eslóganes más queridos» (M, 53). Esta cortedad de vista, que se enmascara como sentido común, puede reprimir cualquier noción de Dios. Si lo «real» es lo que puede manejarse a corto plazo, entonces Dios llega a ser visto como «irreal». El «eros» o dinámica ascendente del deseo en todo ser humano puede ser «mutilado», a no ser que encuentre modos de «expandirse». De manera que las tres formas de sesgo pueden sofocar la «orientación natural hacia la divinidad» (M, 103). Lonergan, a quien fascinaba la historia social y económica, ofrece una lectura sombría del mundo moderno como urgentemente necesitado de fe y redención. En su visión, el resultado del sesgo es un compromiso acumulativo pero inconsciente, tanto en el nivel individual como en el cultural. Si no se reconoce, produce impotencia e ideología y puede incluso «amenazar a la civilización con su destrucción» (M, 40). Allí donde tiene lugar una huida comunitaria de la comprensión, se implanta el estancamiento, y las situaciones se encaminan hacia la crisis e incluso la tragedia de la guerra. Desaparece la libertad para imaginar la vida de distinto modo y, con ella, la libertad espiritual para creer que Dios podría haber entrado en el caos de la historia humana. El enamoramiento como transformación En contraste con estas distorsiones, Lonergan pensaba en la fe en términos de conversión sanadora de los horizontes. Del mismo modo que necesitamos liberarnos a nosotros mismos de una versión reductora de la verdad (el mito del ahí-afueraahora como criterio de realidad), también hay necesidad de retornar a los caminos hacia la autenticidad humana, de los cuales, como veremos, la fe religiosa es la coronación transformadora. Si el sesgo, en su triple forma, puede producir una peligrosa inautenticidad, ¿cómo sería la autenticidad?

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Sería un florecimiento de la autotrascendencia mediante la fidelidad al «eros del espíritu humano» (M, 13). Esto implica «hacerse persona» (M, 104) afrontando los muchos niveles de cuestionamiento y respondiendo a ellos. Y este proceso no es un ejercicio meramente intelectual, porque nos introduce en el ámbito de la libertad, incluida la opción fundamental por el objetivo de nuestra vida. Lonergan habla a menudo del contraste entre una vida a la deriva y una vida de compromiso con unos valores. Quien va a la deriva se contenta con seguir a la multitud sin tomar realmente el timón de su existencia, «contento con pensar y decir lo que todo el mundo piensa y dice» (C, 224). Pero la persona llega a una libertad auténtica a través de un momento existencial, comprendiendo que le corresponde a ella decidir lo que va a hacer de sí misma. Por inquietante que sea, la responsabilidad por la calidad de la propia vida está en nuestras manos. La existencia «abre los ojos», aun cuando «lo que se haya logrado sea siempre precario y pueda deslizarse, caer, hacerse añicos»; no obstante, la persona puede pasar no solo de ir a la deriva a adueñarse de sí misma, sino del mundo de la infancia, de la inmediatez, a un «mundo mediado por el sentido» (C, 224-225). Aquí nuestros horizontes se expanden merced a las tradiciones compartidas de valores, recuerdos, cultura, iglesia... De hecho, Lonergan (como Charles Taylor) insiste en que «la persona no es el fac tor primordial. Lo primordial es la comunidad» (PGT, 211). Por lo tanto, es dentro de una tradición o cultura donde tienen lugar estas transiciones: de la pasividad a la conciencia madura y de la inmediatez del conocimiento de tipo animal al más amplio mundo del sentido. Y de este modo es como nos preparamos para el don de la revelación de Dios, que es, de hecho, «la entrada del propio Dios en el mundo del hombre mediada por el sentido» (2C, 260). Hasta ahora, nuestro itinerario hacia la autenticidad ha sido descrito en términos de logro humano de la autotrascendencia. El clímax de esta aventura no ha sido aún mencionado: en el ápice de nuestra libertad entra en escena otra realidad. Esa realidad es el amor. Lonergan habla del hecho de enamorarse como apertura de la persona a un nuevo estado de «enamoramiento» y de cómo este nuevo horizonte «toma el control» como fuente de la vida entera de la persona (M, 105). La experiencia de amar ancla las energías de la persona; es lo contrario de una vida a la deriva. «Cuando nos enamoramos, la vida comienza de nuevo. Un nuevo principio toma el control y, mientras dura, somos elevados por encima de nosotros mismos» (3C, 175). Naturalmente que el amor puede adoptar diferentes formas. Hay un amor de intimidad entre las personas, y hay también un «enamorarse de Dios», que «puede ser una experiencia tan plena y dominante, tan arrolladora y duradera como el amor humano» (C, 231). Es significativo que Lonergan explore el poder transformador del amor antes de reflexionar sobre la naturaleza de la fe. Más concretamente, Lonergan concede especial atención a la «experiencia religiosa» de estar enamorado de Dios. Para él, esta es la plenitud más excelsa de nuestra capacidad de autotrascendencia: «Se apodera de la cima del alma» (M, 107). Hasta este momento, nuestro crecimiento como personas es fruto de 75

la fidelidad a nuestro cuestionamiento y a nuestra conciencia. Pero ahora la situación cambia, de nuestro logro de la autenticidad, a la sorpresa de un don que lo cambia to do. Esta nueva condición de estar enamorado de Dios nunca es producto de nuestra inteligencia o de nuestra libertad: «al contrario, desmantela y elimina el horizonte en que se desarrollaban nuestro conocimiento y nuestra opción, estableciendo un nuevo horizonte en el que el amor de Dios reevalúará nuestros valores, y los ojos del amor transformarán nuestro conocimiento» (M, 106). En último término, este amor transformador es algo que recibimos, no algo que originamos nosotros. La fe como conocimiento amoroso De este modo, Lonergan trata de traducir la teología de la gracia tradicional al lenguaje de la experiencia religiosa. Como he mencionado anteriormente, un importante punto de inflexión en su pensamiento tuvo lugar en torno a 1965, con su idea de que un nuevo fundamento de la teología radica en la «radical transformación» que es «fundamental para la vivencia religiosa» (2C, 65). Las teologías más antiguas permanecían abstractas y estáticas y prestaban poca atención a ese centro de toda religión. Una teología digna de nuestro tiempo debe otorgar un lugar preeminente al «proceso continuo» de «la religión viva», porque «la religión es conversión en su preparación, en su advenimiento, en su desarrollo, en su continuidad, y también, por desgracia, en su incompleción, sus fallos, su resquebrajamiento y su desintegración» (2C, 66-67). La autenticidad (o inautenticidad) de la religión depende de su permanencia en relación (o no) con este perturbador y liberador don del amor de Dios. ¿Cómo llega este don? Lonergan se refiere una y otra vez a su versículo favorito de san Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Este derramamiento del Espíritu es universal y fluye secretamente, por así decirlo, en todo corazón humano. Pero el amor de Dios por nosotros puede no ser correspondido. Esta «palabra interior» puede permanecer como «una experiencia no mediada del misterio del amor» (M, 113), real pero no reconocida. Esta orientación al misterio necesita hacerse concreta en el mundo del sentido. Y esto sucede sobre todo a través de Jesucristo. Lonergan pone el ejemplo de un hombre y una mujer que se aman mutuamente, pero no se lo han expresado aún el uno al otro. «Su silencio mismo significa que su amor no ha alcanzado aún el punto de la entrega» y el don personales (M, 113). Un nuevo estadio de su relación nace cuando se revelan su amor mutua y explícitamente. Análogamente, toda una nueva situación llega con la Palabra de revelación. Una conversión afectiva A esta luz, Lonergan ofrece su concisa y memorable descripción de la fe como «conocimiento nacido del amor religioso» (M, 115), con lo que expresa, en lenguaje más 76

contemporáneo y más personal, una intuición clave de Aquino, que hablaba de la fe como un acto del intelecto dirigido por la voluntad. Yendo más allá que Aquino, Lonergan sitúa este reconocimiento como cumbre de una larga aventura de autotrascendencia humana, en la que la carga del lograr da paso a la sorpresa del recibir y, como ya hemos visto, a la sobrecogedora sorpresa de ser amado por Dios. Fe es saber esto con la mente y con el corazón. Poco a poco, Lonergan llega a ver la importancia de la «conversión afectiva» como central para la fe (3C, 179). A través de la transformación de nuestros sentimientos, no solo de nuestras ideas, llegamos a abrazar el amor como don de Dios, accediendo así a un estado de enamoramiento. «Dado que la fe me proporciona más verdad que la que abarca la comprensión..., [nuestra] sensibilidad necesita símbolos que liberen su dinamismo transformador» (1, 744). Para el cristiano, la ima gen que toca el corazón y revela nuestra fuente duradera de amor es simplemente la persona de Cristo. «El cristianismo implica no solo el don interior de estar enamorado de Dios, sino también la expresión exterior del amor de Dios en Cristo Jesús muriendo y resucitando de nuevo» (PGT, 170). A esta luz, todo nuestro decidir puede tener un fundamento y un tono distintos. «El deseo se transforma en gozo cuando la conversión religiosa transforma al sujeto existencial en un sujeto enamorado, un sujeto sostenido, capturado, seducido, poseído, por un amor total y, por ello, sobrenatural» (M, 242). Lonergan, sin embargo, quiere describir cómo encaja la fe en el mapa de nuestra liberación humana en el contexto cultural actual. Y subraya cómo la dinámica ascendente de nuestra autotrascendencia se ve coronada y abrazada por la dinámica transformadora descendente del don de Dios. Cuando accedemos a este horizonte de fe, podemos releer el itinerario ascendente humano y ver que estaba ya siendo modelado por la actividad silenciosa del Espíritu, preparándonos para la Palabra que es Cristo. En uno de sus momentos más elocuentes, Lonergan se refiere a la experiencia religiosa del amor con estas palabras: «Es como si una habitación estuviera llena de música, aunque no se pudiera saber con certeza cuál es su fuente. En el mundo hay, por así decirlo, un campo cargado de amor y de sentido; aquí y allá alcanza una notable intensidad; pero es siempre no obstructivo, oculto, y nos invita a unirnos. Y unirnos es lo que debemos hacer si queremos percibirlo, porque nuestra percepción tiene lugar a través de nuestro propio amor» (M, 290). La música, como el derramamiento del amor de Dios, está por doquier, con variados niveles de presencia perceptible. A veces abrumadora, otras veces aparentemente tímida, nos rodea, invitándonos a compartir su armonía. La fe es nuestra percepción de esa sinfonía del amor del propio Dios; percepción que únicamente se hace posible entrando 77

en el fluir de esa música. REFERENCIA A LAS OBRAS DE BERNARD LONERGAN C Collection, Toronto 1988. 2C A Second Collection, London 1974. 3C A Third Collection, London 1985. I Insight: A Study of Human Understanding, Toronto 1992 (trad. cast.: Insight: estudio sobre la comprensión humana, Sígueme, Salamanca 2004). M Method in Theology, London 1972 (trad. cast.: Método en teología, Sígueme, Salamanca 2006). PGT «Philosophy of God and Theology» (3 conferencias), en Philosophical and Theological Papers 1965-1980, Toronto 2004.

Por boca de Lonergan (un monólogo imaginario) Simplificando al máximo, yo veo la fe como nuestra respuesta a un amor que satisface todo nuestro anhelo humano. Cuando se reconoce el sorprendente amor de Dios, todo cambia. El panorama de la vida se transforma para siempre. No cabe duda de que la intensidad del primer momento, como la intensidad del enamoramiento, se desvanecerá. Pero otra cosa ocupa su lugar: el estar enamorado, una existencia bañada por la luz de ser amado por Dios. Superar los bloqueos Por lo tanto, la fe implica una sensación de asombro y compleción. Asombro, porque va más allá de cuanto podemos imaginar. Compleción, porque corona nuestra búsqueda de sentido y plenitud de vida. A su modo, la fe es el objetivo de un itinerario humano necesario y arriesgado. Es necesario porque tenemos que crecer, ir más allá de las niñerías, como dice san Pablo, y entrar en el reino de nuestra libertad. Y es arriesgado porque, como en tantas historias de aventuras, hay dificultades que superar o enemigos que evitar. Hay estadios purificadores antes de que podamos llegar a la luz. Debemos salir de las distorsiones de nuestra cultura antes de poder abrirnos a la posibilidad del amor como don. De lo contrario, adolecemos de falta de imaginación, con lo que no puede tener lugar la explosión del amor transformador. Si lo real se hace equivalente a lo 78

visible, entonces lo invisible se hace culturalmente increíble. Por lo tanto, la teología tiene que emprender una misión terapéutica antes de poder hablar dignamente de la fe y de Dios. En el corazón de la teología está la oración, y en nuestra cultura la oración es una rebelión contra nuestra adicción a las apariencias externas, una relajación en otra lógica del don. ¿Por qué mi insistencia en los campos de batalla? De la modernidad no solo hemos heredado magníficos logros, sino también un planteamiento muy limitado en lo que respecta a nuestros caminos hacia la verdad. Se ha hecho difícil dar sentido a la fe dentro de los presupuestos filosóficos dominantes procedentes de Descartes, Kant o Marx; presupuestos que nos dejan confusos acerca de la objetividad y la subjetividad. La objetividad se identifica con las cosas tangibles examinables «ahí afuera». La subjetividad se reduce a los sentimientos e intuiciones internos. Por lo tanto, ha habido un profundo divorcio entre dos mundos: el mundo de las realidades exteriores y el del yo individual, y todos hemos padecido esta separación. Yo he tratado de aprender de Aquino, de Newman y de otros grandes pensadores el modo de abordar este desafío, no simplemente retirándonos al pasado o repitiéndolo, sino tratando de traducir la antigua sabiduría a los problemas de hoy. Y con el tiempo he hecho un descubrimiento paradójico: que «la objetividad genuina es fruto de la subjetividad auténtica» (M, 292). Dicho de otro modo, llegamos a la verdad a través de la fidelidad a una escala de imperativos presente en nuestras preguntas ordinarias autotrascendentes. Esta escala puede expresarse brevemente de este modo: estar atento (a la experiencia en todas sus formas); ser inteligente (buscando comprender); ser razonable (verificando la verdad); ser responsable (tomando decisiones en sintonía con tu conocimiento); estar enamorado (porque es el pináculo de tu itinerario, donde la fe nace del reconocimiento del amor de Dios por ti). Al amor a través del amor Este punto final es la clave. En última instancia, es el amor lo que te saca de tu pequeño yo y te libera de la prisión de la vida meramente práctica. Cuando permites que el amor te alcance (casi como la flecha de Cupido), tu visión de la vida se expande como consolación. Hasta ese punto, ser fiel a la luz que ves es un arduo camino. Haces todo lo posible por comprender debidamente y elegir generosamente, pero puede ser un camino solitario y tortuoso. Sin un objetivo claro, es fácil salirse del camino o vagar sin destino, probando una experiencia tras otra sin ninguna satisfacción duradera. Pero cuando el amor entra en tu vida, el corazón descubre una longitud de onda del conocimiento que te lleva más allá de lo que puede saber la mente. Ahora llegas al amor a través del amor. Eres llamado tanto a salir de ti mismo como a entrar en ti mismo. Este poderoso umbral, donde el amor toma las riendas, es siempre un don. Nunca es un logro tuyo, aunque corone todos tus esfuerzos por dar sentido o seguir a tu conciencia. En algunos aspectos, socava todo cuanto imaginabas antes, porque este enamoramiento se convierte en una 79

medida diferente de todo. Todo lo que he dicho acerca del amor puede decirse del amor humano, así como del amor derramado en nuestros corazones por el Dios que nos ama. Simplemente, el amor es la revolución, la fuerza más poderosa para transformar nuestra vida. Y la fe es el reconocimiento de ese don. Yo creo que esto puede suceder de muchos modos en la vida humana. Por ejemplo, cuando pasé por tres difíciles operaciones de cáncer de pulmón a los sesenta y un años, el amor de una religiosa que me cuidó hasta devolverme la salud fue crucial para restaurar mi voluntad de vivir. Mi experiencia de recibir y aceptar aquel amor me ayudó a sentir con mayor fuerza lo que siempre había creído a propósito del amor de Dios. De un modo que mi gran mentor Newman llamaría real, y no únicamente nocional, experimenté cómo el amor puede cambiar el horizonte de vida. Puede transformar del todo el modo en que pensamos e imaginamos y vivimos nuestras decisiones cotidianas. Por eso, lo que mucha gente encuentra en el amor humano mutuo es nuestro mejor camino para comprender la fe como nuestra conversión al amor de Dios. Esta bendición de ser liberado para una vitalidad más plena es lo que llamamos gracia y puede ser experimentado de numerosas maneras en la historia de cada persona. San Agustín comentó en cierta ocasión, con notable sencillez, que lo que él quería decir únicamente lo entendería una persona enamorada. Sin ese fundamento, todo el aparato de la religión puede quedar vacío o ser ilusorio o incluso peligroso. El asombro de mi corazón necesita alimento, en especial el fluir ordinario de la generosidad cotidiana recibida y devuelta. Dante amó a Beatriz, y entonces estuvo preparado para celebrar la Divina Comedia. Cuando la puerta del amor se abre, la mirada del corazón aprende a interpretarlo todo de manera distinta. El amor, en este sentido, es una disposición transfigurada, más que un sentimiento transitorio. Todo esto es bendición del Espíritu, no logro nuestro. Está más allá de nuestros esfuerzos, porque implica una experiencia de sorpresa, de ser invitado más allá de nuestras decisiones y deseos. Repitiéndome a mí mismo: «cuando reconozco el don del amor como procedente de Dios», la respuesta es lo que llamamos fe religiosa. Más allá de las creencias: una nueva música Una advertencia. En mi modo de pensar no resulta útil identificar la fe con las creencias religiosas. Incluso en nuestro modo ordinario de hablar acerca de la religión, tendemos a poner el énfasis en el contenido de nuestras creencias. Se piensa en el «no creyente» como alguien que no acepta la existencia de Dios o que rechaza las enseñanzas de la Iglesia. Pero esto es poner el carro delante de los bueyes. El ámbito de la fe es nuestra afectividad. Sin algún momento transformador en el que reconozcamos que somos amados, no estamos hablando de fe cristiana en su plenitud. «Me amó y se entregó por mí», escribe Pablo a los gálatas. Captar esta realidad no es cuestión de intelecto, sino un despertar del corazón y de la imaginación a una nueva relación. 80

Obviamente, hoy empleamos la palabra «amor» con tanta facilidad que puede perder su capacidad de provocar un terremoto en nuestra vida. Conocemos las sencillas y centrales palabras de Juan: «Dios es amor». Reflexionar sobre esta afirmación de manera oracional causa una revolución constante, no solo en mis imágenes de Dios, sino en mi visión total de la vida. El amor es lo que Dios es y hace, sin límites, sin condiciones. El amor es lo que Dios está haciendo constantemente, lo sepamos o no, como un escultor liberando la belleza oculta en la piedra. Ese amor es el océano en que se mueve nuestra vida. Es el origen de nuestro avance hacia la luz más allá de nosotros. Y, por cambiar de metáfora, cuando empezamos a escuchar la sobrecogedora música del amor invitándonos a unirnos, todo se vuelve armonía. Pero ese amor de Dios por nosotros viene primero, como iniciativa divina (san Juan de nuevo). Nuestro reconocimiento-respuesta es siempre un eco, un sí agradecido y repleto de asombro. Por lo tanto, la obra creadora de Dios es amarnos para que seamos capaces de amar de un modo nuevo. ¡Qué alivio! La religión puede verse a menudo como un difícil mandato de lo alto. Pero en realidad en su centro está el don del amor de Dios derramado en nuestros corazones para reactivar nuestra esperanza, elevar nuestra mirada y liberar nuestro amor. La religión genuina consiste en esta liberación del corazón y de las energías, no como una teoría, sino como una aventura de plenitud diaria. Como ya he dicho, el imperativo final de nuestra autenticidad es simple: estar enamorado. No en el sentido de un mandato distante, sino como un abrazo gozoso de un don. Y cuando conocemos ese don, en especial cuando lo encontramos en Cristo, nace lo que llamamos fe. En Cristo yo vislumbro, con graciosa facilidad, una puerta abierta al misterio de Dios como Trinidad. Por lo tanto, la fe es un conocimiento relaciona) que suscita un cambio radical en nuestro modo de vivir nuestra libertad. Aquí, nuestra larga aventura de autotrascendencia descubre una escala de éxtasis ordinario. La autopertenencia se transforma en pertenencia al Señor. La fe se convierte así en el quicio de nuestra existencia; no es simplemente una vaga creencia en Dios o un gesto rutinario de religiosidad, sino un nuevo espacio donde el amor derramado por Dios nos ha alcanzado. Cuando volvemos la mirada atrás en nuestra vida, desde esta nueva perspectiva, vemos que todos nuestros auténticos momentos de autotrascendencia eran religiosos, sin que en su momento fuéramos conscientes de ello. En toda la dinámica hacia el exterior y ascendente de nuestro corazón, Dios estaba activo. Pero cuando lo reconocemos, y hablamos al Artífice de nuestro amor en la oración, nace una nueva situación. «Este completo estar enamorado... es la razón del corazón que la razón ignora» (2C, 129). Es el ojo de la fe el que ve todo de manera distinta: la vida y la muerte, el gozo y la tragedia, las luchas de la historia. Todo es ahora escenario de la llamada y la compañía de Dios. Aquí, el Magnificat se hace espléndidamente verdadero. Dios ha hecho grandes cosas, satisfaciendo nuestras hambres más profundas. Todo es hechura divina. Nosotros caminamos en el flujo de la creatividad divina, aunque pensemos que todo es hechura nuestra. La promesa de Dios se recibe y se cumple en la lentitud de nuestro aprendizaje 81

cotidiano. En la cima de nuestra libertad, la música cambia: ya no es nuestro esfuerzo el que cuenta, sino nuestro sí de reconocimiento, de gratitud y de una autenticidad que no es nuestra. Sí, la fe, nacida del amor y que da nacimiento al amor, es la coronación pretendida por Dios de nuestro largo itinerario hacia una plenitud para el aquí y el más allá.

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ASALTO A LA IMAGINACIÓN

CON toda probabilidad, Flannery O'Connor se sentiría sorprendida y complacida de encontrarse en un libro de este tipo. Cuando murió como consecuencia de un «lupus» en 1964, con tan solo treinta y nueve años, era ya bien conocida, e incluso muy controvertida, como autora católica de ficción. Si bien su estilo - caracterizado por la distorsión drástica o por lo grotesco sudista, como ella lo describía en ocasiones - dejaba a la gente confusa e incluso conmocionada, ese era justamente el impacto que ella quería causar. La fe para ella solía significar una conmoción o una ruptura con lo que se había dado por sentado acerca de nosotros mismos o de la religión. Su fama ha ido en ascenso en los años transcurridos desde su muerte. Thomas Merton la consideraba igual a Sófocles. Se han escrito más de setenta libros sobre su obra. Cuando se publicaron sus ensayos y sus cartas, demostró ser la novelista más alerta, teológicamente hablando, de todo el siglo. Se calificaba a sí misma de «tomista rural» que leía a Tomás de Aquino veinte minutos todas las noches antes de irse a la cama. Sobre este punto, algo de su espíritu irónico se aprecia en su carta de 1955 (imitando el estilo de la Summa): «Si mi madre viniera durante este proceso y dijera: "Apaga la luz. Es tarde", yo, con un dedo alzado y expresión beatífica, replicaría: "Al contrario, respondo que la luz, siendo eterna e ilimitada, no puede ser apagada. Cierra tú los ojos"» (HB, 93-94). Su horizonte teológico se vio más enriquecido durante los últimos ocho años de su vida, cuando escribió breves críticas de al menos cien libros religiosos para los periódicos católicos locales, encontrándose así con la obra de figuras como Péguy, Maritain, Voegelin, Guardini, Barth, Teilhard de Chardin, Congar, Vawter, Küng, Durwell, Ong, Edith Stein, William Lynch y von Hügel. Leyó también varias obras de autores franceses como Mauriac, Mounier, Bernanos, Simone Weil, Gilson y Daniélou. «Leo mucha teología, porque hace que mis textos sean más audaces», comentó una vez (BGF, 228); y en otra ocasión dijo: «No soy teóloga, pero todo esto es vital para mí» (CW, 1.118). Con la combinación de su pasión por la teología y por los temas religiosos en la ficción, merece indudablemente un lugar en un libro acerca de la fe. El novelista irlandés Brian Moore, que se declaraba agnóstico, admitió que le habían 84

disgustado los relatos de Flannery O'Connor... hasta que un día empezó a leer su gran volumen de cartas, The Habit of Being, y comprendió el espíritu profundamente irónico que impregnaba sus obras de ficción. Su estilo narrativo es a la vez humorístico en su acumulación de detalles burlones y, sin embargo, tremendamente serio en su intención de presentar encuentros con la gracia. Desdeñaba la tendencia católica a la respuesta instantánea, que produce un divorcio entre la razón y la imaginación. Estos enfoques reductores solo se corregirán «si comprendemos que la fe es un "caminar en la oscuridad", no una solución teológica al misterio». En este sentido, quería que su ficción llevara a los lectores a «visiones más profundas y extrañas» (MM, 184). De hecho, O'Connor observaba que, juzgando por las cartas que recibía, los presos parecían entenderla mejor que nadie, porque sabían de la destructividad y el conflicto. También a ella la vida le había hecho saber mucho a propósito de lu chas y sombras, especialmente debido a su larga batalla contra la enfermedad. Desde que tenía poco más de veinte años, era consciente de la posibilidad de una muerte temprana, y sin duda ello dio urgencia a su tomo. Sus cartas no mostraron nunca autocompasión alguna a este respecto, y mostraba impaciencia con quienes pensaban que su escritura estaba marcada por su enfermedad. «Escribo con la cabeza, no con los pies», dijo a un entrevistador que le preguntaba por sus muletas. Menos de un mes antes de su muerte, escribió a una religiosa (con un juego de palabras sobre su enfermedad, el lupus): «El lobo, me temo, está dentro destrozando el lugar... Cuento con sus oraciones» (HB, 591). Estrategia de «shock» El horizonte de O'Connor proporciona un útil contraste con los autores más académicos explorados en otros capítulos de este libro. O'Connor habla una y otra vez de lo costosa que es la transformación de la visión que conlleva la fe y de los subterfugios que empleamos para escapar de sus aspectos más exigentes. En cierta ocasión habló de una señora de California que se quejaba de que sus relatos no le elevaban el corazón cuando llegaba cansada a casa, y O'Connor comentó muy perspicazmente que, «si hubiera tenido el corazón en el lugar debido, sí se le habría elevado» (MM, 48). Prosiguió diciendo que cuando nuestro sentido del mal se diluye, podemos olvidar con facilidad «el precio de su restauración» (MM, 48). T.S.Eliot reconocía el «extraño talento» de O'Connor, pero algunas de sus historias le «horrorizaban», y sus nervios no podían «soportar mucha perturbación» (BFG, 272). O'Connor se habría sentido feliz con esta reacción: «Tienes que empujar con la misma fuerza con que los tiempos empujan contra ti» (HB, 229). Cuando la cultura que te rodea no comparte tu fe cristiana, «tienes que hacer evidente tu visión mediante el "shock": a los duros de oído les gritas, y a los casi ciegos les dibujas figuras grandes y sorprendentes» (CW, 805-806). Por eso el ingenio de su ficción solía ir dirigido a los mecanismos de defensa de la cultura secular o, más bien, a su engreída religiosidad. El novelista John Hawkes describía la actitud de O'Connor hacia la vida como llena de energía, desapego, placer y gracia, y por eso sus escritos 85

podían ser sarcásticos, brutales y cómicos. Es muy probable que O'Connor se hubiera identificado con esta provocativa frase de otro novelista, George Bernanos: «El mundo moderno necesita oír unas cuantas voces liberadoras, pero las voces que nos liberan no son las más tranquilizadoras y reconfortantes». En julio de 1955, a O'Connor le encantó recibir una carta de una cierta Betty Hester, que veía que sus historias eran fundamentalmente acerca de Dios. O'Connor le respondió (en la primera de una serie de casi doscientas cartas) diciendo: «Yo soy una católica peculiarmente poseedora de la conciencia moderna» (CW 9942). En una segunda carta a Hester, dos semanas después, añadía que para ella «solo hay una Realidad», la Encarnación, en la que «nadie cree» hoy, y por ello «mi audiencia es la gente que piensa que Dios ha muerto» (CW, 943). En una de sus conferencias lo expresó con mayor fuerza: «La redención no tiene sentido, a no ser que haya razón para ella en la vida que vivimos, y durante los pasados siglos, en nuestra cultura secular ha estado operando la creencia de que no existe tal razón» (CW, 805). Profeta encarnacional De este modo, O'Connor se dispuso a perturbar la complacencia tanto de los agnósticos como de los creyentes hiperseguros, y lo hizo mediante un cierto extremismo de estilo y de trama. Desdeñaba cualquier forma de ficción religiosa didáctica, describiendo una novela del cardenal Spellman como útil «para tope de puertas», pero de ninguna ayuda para los patrones de la literatura católica (MM, 175). Análogamente, odiaba el «lenguaje pío», porque, como escribió a un amigo no creyente, «yo creo en las realidades que oculta» (CW, 1.035). Su lenguaje tenía que ser realista y mostrar, más que contar (haciéndose eco de una distinción que tomó de Henry James). Por lo tanto, un «arte encarnacional» - consideraba O'Connor - no se apartaría nunca de un «sentido dramático» de lo concreto (MM, 68, 146-147). Un novelista cristiano se mueve en un «universo mayor» que el mero naturalismo, porque «el mundo natural contiene el sobrenatural» (MM, 175). No había que salirse nunca de la narrativa y pasar a su significado, porque una buena historia resiste la paráfrasis; lo que ocurre es que «se atrinchera y se expande en la mente» (MM, 108). O'Connor decidió contar historias de figuras fundamentalistas de los sectores protestantes ultraconservadores, desde personajes de una fe feroz a otros de un ateísmo no menos feroz. Enraizada en elementos externos creíbles y a menudo cómicos, su esperanza era llevar su trama y a sus lectores «hacia el misterio y lo inesperado» (MM, 44), porque el «misterio» es una gran vergüenza para la mente moderna» y, en opinión de O'Connor, a menudo es eliminado por la educación. El camino de O'Connor hacia la fe suponía atravesar la superficie de la existencia dirigiéndose hacia el «shock» de la extrañeza (strangeness). Flannery O'Connor definió este enfoque como profético y explicó en varias cartas su afortunado descubrimiento de 86

que Tomás de Aquino sostenía que «la visión profética es una cualidad de la imaginación» (CW, 1.116) y que «la visión profética depende de la imaginación del profeta» (y no de cualidad moral alguna). O'Connor sostenía que dilatar la imaginación de la gente era fundamental para la Iglesia y para una autora católica de ficción. Sus historias querían servir a la fe mostrando la imaginación viéndose desafiada y cambiada en sus personajes, y llevando al mismo tiempo a sus lectores hacia una visión más amplia de la realidad. «El profeta es un realista de las distancias», en el sentido de que «ve las cosas lejanas más de cerca», y las cosas al alcance de la mano «con sus extensiones de significado» (MM, 44). Este realismo profético estaba encarnado en algunos de sus personajes, así como en su método literario. «Es un realismo que no vacila en distorsionar las apariencias, a fin de mostrar una verdad oculta» (MM, 179). Y la verdad oculta implica casi siempre una asombrosa gracia, no como una suave música, sino como una explosión divina. Sobre esta perturbadora transformación, O'Connor no ocultaba nada: «No sé si alguien puede ser convertido sin verse bajo una luz explosiva aniquiladora, una explosión que dura toda la vida» (HB, 427). Recuerdo un dicho de Sebastian Moore acerca de cómo el Evangelio «es vida que encuentra un obstáculo en nosotros y explota». O'Connor era una católica ortodoxa y orgullosa de serlo, pero no dejaba de señalar, e incluso satirizar, los defectos humanos de la Iglesia. «El cristianismo ideal no existe» (CW, 1.182). Aunque muchos de sus personajes procedían de tradiciones eclesiales populares, Flannery O'Connor decía que «la autosuficiencia es el gran pecado católico. Lo descubro en mí misma» (CW 9983). La gente que conoce «solo al católico jansenista-mecánico» tiene razón para sentir repulsa: esta mentalidad representa «no la fe, sino una especie de falsa certeza», y en lugar del «cuerpo de Cristo» sitúa un «sistema de seguros de pobres hombres» (CW, 1.037-1.038). A estos «católicos sin imaginación y medio muertos» les sorprendería ver toda la riqueza de tradición a la que se aferran, con una especie de lealtad ciega (CW, 1.118). O'Connor, si bien atacaba la pertenencia superficial a la Iglesia, seguía siendo una gran defensora de una fe genuinamente fundada en esta. Sin una «visión verdaderamente imaginativa de lo que es la Iglesia», contaba en 1959 a su amiga Cecil Dawkins, es fácil rechazar la imagen sociológica de la misma, sin caer en la cuenta de que «el dogma es el guardián del misterio» (CW, 1.115-1.116). La mayoría de las disputas sobre religión le parecían ignorantes, superficiales e indignas de la verdadera naturaleza de los problemas. Sin una «visión imaginativa más amplia» no se puede estar «vivo a la realidad espiritual» (CW, 1.117). Si su escritura iba a ser verdaderamente profética, tenía que encontrar modos de despertar esa imaginación espiritual, de hacer las realidades de la Encarnación y la Redención claramente reales y, consiguientemente, de sugerir la seriedad de toda opción de fe. El impacto de la gracia 87

O'Connor parece más interesada en la pre-evangelización que en una comunicación más directa del Evangelio (aunque le disgustaría esta jerga). Su labor narrativa provoca indirectamente un despertar a posibilidades religiosas, en lugar de comunicar el contenido del Credo de la fe. Lo que ella ponía de relieve de una historia puede ser aplicado más generalmente: «No es tanto una historia de conversión, cuanto de autoconocimiento, lo que supongo yo que debe ser el primer paso de la conversión» (CW, 1.076). Parte de la retórica de su ficción consiste en ampliar la autoconciencia del lector, aunque tenga que emplear tácticas de «shock». En la misma carta habla de que el «sentido religioso» se atenúa cuando las doctrinas se reducen a proporciones humanas, a fin de explicarlas: en consecuencia, «no hay sentido de un poder de Dios que pueda producir la Encarnación y la Resurrección» (CW, 1.077). Por lo tanto, su esperanza era cambiar la disposición de sus lectores, arrancándolos de sus seguridades y llevándolos a una apertura imaginativa a la experiencia religiosa. En este sentido, sus historias a menudo dependen por entero de momentos de gracia que no son solo sorprendentes, sino a veces violentos. «A mí me parece que todas las buenas historias tratan de la conversión, del cambio de un personaje... La acción de la gracia cambia al personaje» (CW, 1.067). O'Connor pone de relieve la naturaleza conflictiva del encuentro con la gracia y cómo, si sus lectores no lo perciben, rechazan sus relatos como meramente pesimistas: «Todas mis historias tratan de la acción de la gracia en un personaje que no está muy dispuesto a soportarla, pero la mayor parte de la gente considera estas historias duras, desesperadas, brutales» (CW, 1.067). O'Connor tenía poco tiempo para las personas que consideraban la religión un encuentro con sus propias necesidades; por eso, cuando hablaba de la fe, había siempre un matiz áspero: «La verdad no cambia de acuerdo con nuestra capacidad de digerirla emocionalmente»; al contrario, la fe puede ser «emocionalmente perturbadora, claramente repulsiva», como en las experiencias oscuras de los santos (CW, 952). La fe, desde su punto de vista, con frecuencia causa conmoción antes de experimentar sus frutos de gozo. No parece que conociera los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, pero le habría gustado su metáfora de que la gracia entra en un espíritu receptivo como el agua suavemente en una esponja, pero en el caso de alguien cerrado por egoísmo es como agua que golpea ruidosamente contra una piedra. Sus historias son dinamita narrativa para romper esa piedra. Como dijo uno de sus primeros comentaristas, O'Connor socava nuestro racionalismo, pero no caes en la cuenta de ello hasta más adelante. Después de su muerte, la revista Time tenía en parte razón cuando comentaba que «escribió exclusivamente sobre las ultimidades». Es cierto que sus historias se refieren a menudo a personas topan inesperadamente con la muerte o el juicio, y no es menos cierto que presenta esas realidades con una severidad destinada a sacudir la autosatisfacción de la gente. A Flannery O'Connor le impresionó esta frase de Emmanuel Mounier: «El amor es una lucha, como la vida es una lucha contra la muerte» (BGF, 308). O'Connor debía de tener su propio sentido cotidiano de la mortalidad; sin embargo, 88

su ficción nunca es directamente acerca de sí misma. Transformó sus sombras en historias que eran cómicas, encarnacionales y nunca moralistas. La versión de la fe que presenta puede parecer austera, pero sus narraciones, de un feroz humorismo, con frecuencia apuntan a descubrimientos más gozosos. Son narraciones nacidas también de verdadera solidaridad y compasión por los no creyentes agónicos. En una carta fechada en 1959 escribía: «Creo que no hay sufrimiento mayor que el causado por las dudas de quienes quieren creer. Sé qué clase de tormento es, pero solo puedo verlo, en mí misma en cualquier caso, como el proceso mediante el cual se profundiza la fe» (CW, 1.110). Dos historias de conversión Por buenos que sean, los escritos de O'Connor de no-ficción no arrojan demasiada luz sobre el drama de la fe. Yo he elegido dos de sus historias para representar la irrupción de la gracia en la vida de dos mujeres que sufren un «sentido distorsionado de un propósito espiritual» (MM, 32). Ambas comparten una seguridad orgullosa con respecto a su modo de vivir, incluida su versión de la fe cristiana. Son figuras de una rigidez cómica, acostumbradas a dominar a cuantos les rodean. Ambas narraciones, con un estilo evocador lleno de detalles, llevan a los personajes principales y a los lectores al clímax de una nueva visión. La trama, «grotesca», nos conduce, pasando por el purgatorio, a una especie de paraíso, llevando a confrontaciones decisivas con el misterio invisible. Revelación, la historia favorita de O'Connor, completada en el último invierno de su vida, refiere el despertar de la señora Turpin a su hipocresía como cristiana y, en último término, a la otreidad de Dios. Dos revelaciones, por tanto: una humillante, y la otra como un himno de alegría. Ubicada en emplazamientos muy concretos - la sala de espera de un médico y después una granja de cerdos-, su complacencia se ve sometida a una doble terapia. En un momento en la sala de es pera (quizá también un símbolo cómico), la señora Turpin está cacareando a todo el mundo lo agradecida que le está a Jesús por tener «un poco de todo y una buena disposición, además» (CW, 644). En este punto, una joven perturbada, llamada María Gracia (!), le arroja a la cara un libro (titulado Desarrollo humano) y después le llama «demonio del infierno». Esta primera abolladura en su armadura alimenta una rabia contra Dios por parte de la señora Turpin, y esa tarde se encuentra bramando a Dios entre los cerdos. Los ecos bíblicos de Jacob y de la parábola del hijo pródigo son probablemente deliberados, pero la trama principal es la conversión de una farisea. «¿Quién te crees que eres?», le grita a Dios. Pero, paradójicamente, su pregunta vuelve como un eco, que es «como una respuesta de más allá del bosque». La señora Turpin se queda atónita, mirando «el corazón mismo del misterio» en la pocilga, «como si estuviera absorta en un conocimiento abismal vivificante». La historia finaliza con su visión de una procesión de hordas de gentes a las que ella ha despreciado, «encaminándose ruidosamente hacia el cielo» mientras su propio tipo de creyentes respetables marchan con dignidad al final. «Ella veía en sus 89

conmocionados y alterados rostros que incluso sus virtudes estaban siendo consumidas por las llamas». Mientras se encaminaba a su casa por «un camino que se iba oscureciendo», seguía escuchando «las voces de las almas ascendiendo hacia el campo estrellado y gritando aleluya» (CW, 653-654). Incluso un resumen selectivo como este permite ver claramente que el mapa de fe de O'Connor nos lleva a través de una dolorosa erosión del ego antes de permitirnos una imagen más consoladora de la salvación. Su método es concreto e hilarante, pero enraizado en una rica teología. Puede que necesitemos ser sacados a empellones de nuestras seguridades religiosas antes de poder vislumbrar esa segunda revelación de la grandeza de Dios. De modos menos dramáticos que en el caso de la señora Turpin, nuestra idea de Dios puede ser una muleta cómoda y confortable. O'Connor quiere empujarnos por terrenos abruptos de autoconocimiento, preparando el camino para un Dios que es siempre mayor - y más ambicioso- de lo que nos gustaría. Los umbrales del misterio Un patrón similar puede encontrarse en Un hombre bueno es difícil de encontrar, relato temprano que O'Connor solía elegir cuando era invitada a leer uno de sus textos. La historia habla de una excursión familiar que pasa por una zona donde hay un peligroso bandido llamado «el Inadaptado». Las maquinaciones de la abuela hacen que caigan en sus manos; y, peor aún, la abuela sella su destino al reconocerlo. Cuando toda la familia es sacada para ser fusilada por sus sicarios, la abuela se queda sola con él y pasa por un sorprendente momento de gracia que es a la vez cómico, serio e incluso terrible. Uno de los comentarios de la propia O'Connor arroja luz sobre este episodio: «Es la situación extrema la que mejor revela lo que somos esencialmente» (MM, 113). Siguiendo la línea de su larga vida de manipulación, la abuela aconseja al criminal que rece, pero él niega tener necesidad de ayuda: «Me está yendo muy bien por mí mismo» (frase que resume una gran parte del ateísmo moderno). La abuela intenta de nuevo salir del peligro con sus palabras, diciendo a Inadaptado que es un buen hombre y mencionando a Jesús. Pero esta figura anticrística muestra mayor conocimiento de Jesús que ella: la Resurrección «lo ha descabalado todo». Si todo es verdad, debes seguirle y dárselo todo; si no lo es, «no hay placer, sino vileza». Su angustia parece moverla a un raro momento de claridad, más allá de toda su charlatanería y su fingimiento, y tiende la mano para tocarle como a «uno de mis hijos». Nunca en su vida había estado más cerca de la fe real, y en ese instante de cercanía al misterio... él la dispara. Su comentario a su compañero es una de las frases más famosas de la obra de O'Connor: «Habría sido una buena mujer si hubiera habido alguien para dispararla cada minuto de su vida». Y la historia finaliza con un pequeño indicio de su posible conversión: sus últimas palabras son que «en la vida no hay verdadero placer» (CW, 152-153). ¿Algo del último minuto de gracia de la abuela ha tocado a esta escéptica figura obsesionada con Cristo? Si es así, el 90

placer de la vileza no puede ser ya el único camino posible. Posteriormente, O'Connor comentó que «un momento de gracia excita al diablo hasta ponerlo frenético» (CW, 1.121), pero también describe la historia como un duelo entre la fe superficial de la abuela y «la implicación con la acción de Cristo de Inadaptado, más profundamente sentida» (CW, 1.1481.149). En la visión de O'Connor (y puede que haciéndose eco de su aguda sensación de mortalidad), es en el «límite de la eternidad» donde la fe se sitúa en el centro y, a pesar de nuestro distorsionado yo, «en nosotros el bien es algo en construcción» (MM, 114, 226). La fe en O'Connor irrumpe en territorio enemigo de modos a veces violentos, como si Dios tuviera que echar abajo las defensas antes de ofrecer una visión nueva y gozosa. La oración favorita de O'Connor, que rezó cada día durante años, era a san Rafael como el «ángel del feliz encuentro». Menos de un mes antes de su muerte se la envió a un amigo. «Solitarios y cansados, aplastados por las separaciones y pesares de la vida, pedimos no ser extranjeros en el territorio de la alegría... a ti, cuyo hogar está más allá de la región del trueno» (HB, 592-593). REFERENCIA A LAS OBRAS DE FLANNERY O'CONNOR BGF Brad GOOCH, Flannery: a life of Flannery O'Connor, New York 2009. CW Flannery O'CONNOR, Collected Works, New York 1988. HB The Habit of Being: Letters of Flannery O'Connor, New York 1979 (trad. cast.: El hábito de ser, Sígueme, Salamanca 2003). MM Mystery and Manners: Occasional Prose, London 1972 (trad. cast.: Misterio y maneras: prosa ocasional, Encuentro Ediciones, Madrid 2008).

Por boca de O'Connor (un monólogo imaginario) (Este intento de reflejar lo que Flannery O'Connor podría decirnos sobre la fe hoy se inspira fundamentalmente en un conjunto de cartas que envió a un estudiante de la Universidad de Emory, llamado Alfred Corn. O'Connor había dado una charla en la universidad, y este joven poeta le escribió posteriormente, en parte debido a su ficción, pero diciéndole además que había perdido la fe. Entre mayo y agosto de 1962, Flannery O'Connor le escribió en cuatro ocasiones otras tantas cartas que expresan con claridad y humor su sabiduría en lo que concierne a la fe. En estas páginas, las expresiones procedentes directamente de esas u otras cartas estarán en cursiva. Sin embargo, el objetivo aquí, como en otros capítulos de este libro, es imaginar, con una cierta libertad, lo que O'Connor podría decirnos hoy'). 91

Me sorprende que la gente se sorprenda de que la fe sea frágil o de que atraviese túneles o problemas. Estoy convencida de que con frecuencia es como un faro que alterna entre la luz y la oscuridad. Por eso la experiencia de oscuridad, de pensar que has perdido la fe, es una experiencia que a largo plazo corresponde a la fe. Especialmente en el contexto actual, yo diría que la fe, paradójicamente, ¡necesita fundamentarse en la increencia! Sin duda, el grito evangélico «¡Señor, creo, ayuda a mi incredulidad!» es la oración más natural, más humana y más agónica de los evangelios, porque refleja la experiencia péndulo entre confianza y pánico que es nuestro camino ordinario en la fe mientras estemos en esta vida de «no ver» y en esta cultura moderna continuamente bombardeada por nuevos marcos de referencia. Hay un error muy común que la gente comete a propósito de la fe, especialmente cuando piensa que la ha perdido: la identifican con el conocimiento, olvidando que implica también la acción. Recordemos cómo el Evangelio dice que quien obra la verdad llega a la luz. Esto nos lleva de nuevo a una versión de la verdad más rica que la usual. Cualquier verdad importante no puede ser nunca cuestión únicamente de cabeza. La verdad ha de hacerse, en el sentido de vivirse. Recuerdo una sorprendente respuesta que le dio el poeta jesuita Hopkins a su amigo agnóstico Robert Bridges, el cual le había escrito preguntándole cómo podía dar sentido a la fe. Cuando él quizá esperaba una larga respuesta filosófica, Hopkins le escribió: «Da limosna». En otras palabras, Dios es experimentado sobre todo en los actos de amor. Pero podemos embrollarnos tanto con las dificultades intelectuales que olvidemos este camino más simple (y puede que más duro), no del pensar, sino de la autoentrega. La fe es lo que tienes en ausencia de conocimiento, y su alimento más seguro radica en cómo vivir la vida. Pero yo no soy vagamente creyente. Yo me aferro a lo concreto tanto de Cristo como de la Iglesia. Aunque pueda parecer extraño, necesitamos doctrinas para proteger el misterio de la fe, que va más allá de todas nuestras palabras. Por lo tanto, la larga aventura de ser creyente, en especial hoy, requiere mucha paciencia. Cuando se supera una dificultad, surge otra. En determinados momentos tendrás dificultades con las debilidades humanas (o incluso el pecado escandaloso) de la Iglesia. Te trabajarás tu camino hacia un sentido sabio de la historia sobre este tema, solo para encontrarte con la pluralidad del mundo de las religiones. ¿No hay estabilidad ni seguridad para la fe? Allí donde tienes soluciones absolutas, no tienes necesidad de fe. A medida que pasan los años, estoy cada vez más arraigada en mi catolicismo y, sin embargo, también soy cada vez más reticente a propósito de las claridades fáciles acerca de Dios. Qué incomprensible debe necesariamente ser Dios para ser el Dios de los cielos y de la tierra... No puedes meter al Todopoderoso en tus categorías intelectuales. Dilatar la imaginación Además, la vida de fe de la persona está siempre en movimiento, o al menos debería 92

estarlo. El Espíritu de Dios en ti te mantendrá creciendo y cambiando si se lo permites. No hacia una cómoda certeza que nunca tiene impacto en la vida, sino hacia una pérdida personal que es liberación para el amor. A menudo, el estilo de vida que nos rodea causa una disminución de la vida imaginativa, pero el Espíritu continúa invitándonos a nuevos espacios mediante la dilatación de la imaginación. De nuevo, la mente o el intelecto no es el principal amigo de la fe. Siento gran respeto por el intelecto, pero no como único actor; para florecer necesita a su familia a su alrededor. Necesita a la Hermana Imaginación, al Hermano Voluntad y, sobre todo, a la Madre Don. Sí, la fe es un don, pero la voluntad tiene mucho que ver con ello. Perder la fe, como solemos decir, cual si se tratara de un pañuelo, es realmente un fallo del deseo, pero hábilmente asistido por un intelecto estéril. El genuino intelecto dista mucho de lo estéril, porque nos ayuda a ver la belleza de la verdad. Dios nos ha dado la razón para utilizarla, y la razón puede llevarnos a un cono cimiento de Dios mediante la analogía. La analogía nos conecta con el resto de la vida, donde el intelecto camina de la mano con el deseo, la imaginación, la devoción y toda nuestra transformación gradual al ser amados por Dios y al aprender a amar un poco. Realmente es muy simple: creer es razonable, aunque esas creencias estén más allá de la razón. Y, sin embargo, ese «más allá» puede parecer muy extraño, porque nos empuja hacia la novedad. La fe no es simplemente una gran manta eléctrica. Accedemos pataleando y gritando a una nueva libertad, porque los lugares antiguos y más pequeños nos parecen más seguros y, ciertamente, menos costosos. No niego ni por un momento que la fe aporte consuelo e incluso, en ocasiones, un profundo gozo; pero ello no depende de nuestros sentimientos. La presencia o ausencia de fe no puede medirse por el modo en que te sientes. La fe es verdadera independientemente de si te proporciona seguridad y alivio emocional. Hay una forma blanda de experiencia religiosa que se busca mucho hoy, que depende del sentimiento, en lugar del pensamiento, y que transforma la religión en poesía y terapia. Yo no tengo tiempo para tales lindezas liberales. Es como decir que la bendición antes de las comidas es una ayuda para la digestión. El Dios en quien yo creo tiene poder para sacarme de mi pobreza interior con una asombrosa llamada y una promesa que apunta a la eternidad. Mi fe está fundamentada en la revelación de Cristo y en la historia. Está verificada, creo yo, por la tradición de la Iglesia y especialmente por los santos (verificada significa, literalmente, «hecha verdad por las obras»). Los sentimientos de plenitud son una bendición cuando se cruzan en nuestro camino, pero centrarse únicamente en ellos conlleva el riesgo de hacer de la fe nuestra propia y dulce invención. La fe es asunto de Dios, pero es reconocida (o no) por nosotros. Claro que el fundamento más concreto de la fe es Jesucristo, y si Cristo no fuera Dios, sería meramente patético, no hermoso. Una libertad compleja He estado atacando unas cuantas ilusiones e ídolos con los que estamos familiarizados. 93

Que la fe está destinada a permanecer inmóvil. Que reposa permanentemente bajo el sol de la certeza. Que con fe puedes esperar sentirte cerca de Dios continuamente. Que el intelecto, en especial esa especie de intelecto distanciado que hoy está de moda, es el único criterio de verdad. Que la fe no debería suponer ni luchas ni crisis... Permíteme decirte esto: la fe se alza y cae como las olas de un océano invisible. Si es presuntuoso pensar que la fe estará contigo por siempre, igual de presuntuoso es pensar que lo estará la increencia. El camino solo perderá su rocosidad cuando dejes tu búsqueda honrada u optes por la centralidad de tu propio yo. Esta última situación es una verdadera trampa. Algunas personas, cuando pierden la fe en Cristo, la sustituyen por una hinchada fe en sí mismas. Ese ego inflado ha sido un punto de partida frecuente en mis historias, dado que he tratado de explorar la comedia y la tragedia de nuestras muchas formas de orgullo original, y después su dolorosa erosión por la gracia. Nuestra libertad nunca es sencilla, y mi enfoque cómico de la seriedad tiene la intención de captar ese misterio de nuestra persona. Puede que deba matizar mis primeros argumentos. Tiendo a afirmar las cosas con demasiada fuerza, que es la tentación temperamental de una escritora de historias «grotescas». La fe no puede depender de los sentimientos, pero los sentimientos son importantes. En algunas de mis historias, por ejemplo al final de «Revelación» o de «El negro artificial», las personas se ven asaltadas por una abrumadora sensación de reverencia y plenitud, de un modo que corona la sanación de su distorsionado ego. A veces son bendecidas con esa consolación. Sin duda, ocasionalmente debemos pedir un asombro que nos eleve y una luz que brille en nuestro corazón. Pero esto es hechura de Dios cuando le parezca bien. La fe se ve fortalecida por estas experiencias de gracia, pero normalmente tiene que caminar sin demasiada luz. Aquí es donde interviene mi confianza en la tradición de la Iglesia, que mantiene mi fe penosamente viva cuando mis sentimientos acerca de Dios no existen, son confusos o claramente negativos. Esas raíces me proporcionan firmeza, porque se afirman en algo mayor que mi solitario yo. En última instancia, si admites la redención, no eres pesimista. Cuando la gente no reconoce la cárcel de su yo, trato de poner de manifiesto su indisposición a la gracia. Pero, gracias a Dios, no están solos. Más importante es la disposición de Dios a encontrar una hendidura en nuestra armadura y cambiar nuestra visión de modos que nunca podríamos imaginar. En último término, la fe revela lo valiosos que somos, porque, a pesar de todo, Dios encontró nuestra vida digna de morir por ella.

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UNA FE MÍSTICA Y ACTIVISTA

No podía faltar en este libro el «mapa de la fe» de Dorothee Selle. Sin la dimensión de justicia que ella expone y la teología de la resistencia mística que propone, la imagen de la fe puede resultar sesgadamente personal y espiritual. Sin el contacto con el sufrimiento que ella narra, lo que digamos sobre Dios puede quedar aislado del lacerado mundo que nos rodea, y a nuestra imagen de la fe le faltará coraje social. Cuando Moisés fue llamado por Dios desde la zarza ardiente, ese encuentro no fue simplemente para fortalecer su fe personal. Fue porque Dios había escuchado el clamor del pueblo oprimido y quería enviarles un libertador. Selle actualizó este momento bíblico poniéndolo en contacto con cuestiones contemporáneas. Aunque estaba personalmente implicada en la teología de la liberación de Latinoamérica y de otras zonas del mundo, se consideraba llamada a poner en entredicho el cómodo mundo occidental, primero en su Alemania nativa y después en los Estados Unidos. Su temor era que el cristianismo actual, incluida su propia tradición luterana, pudiera convertirse en «la religión de los ricos», en el sentido de «una religión libre de sufrimiento para un mundo percibido como carente de sufrimiento» (S, 128). Superación de la apatía Incluso este resumen inicial introduce en el acorde de la fe una nota que no se ha escuchado demasiado en los capítulos anteriores. En determinado momento, Balthasar fue descrito como un teólogo «dialéctico». Lo mismo podría decirse de Dorothee Selle, salvo porque su postura era muy distinta (y probablemente criticaría a Balthasar por ser demasiado «intemporal» en su teología). El punto de partida de la teología de Selle no es la revelación bíblica, sino nuestra situación contemporánea de «extrañamiento» o alienación. Se trata de una forma de pecado cultural que ella describe como «estar separado de la vida» (CL, 22). Como otros pensadores dialécticos, Selle subraya el papel crucial de la opción, de la toma de postura, pero lo lleva más allá de los horizontes meramente individuales o existenciales. La suya es una postura más política, activista y feminista. El conflicto que Selle ve entre el Evangelio y el mundo se debe a los males que dominan nuestra cultura y que van de la violencia a la indiferencia. El fenómeno de la apatía es un blanco especial de la crítica de Selle. El término implica literalmente una incapacidad para sufrir, pero Selle lo amplía para incluir la incapacidad para la 96

compasión. En su opinión, una apatía socialmente inducida separa a las personas, mutila su conciencia y las ciega para ver su complicidad en las injustas divisiones de nuestro planeta. En la teología de Selle, la apatía se convierte en el principal enemigo de la fe. «El Dios apático no es el Dios de la gente pequeña y de su dolor» (S, 101). Si incluso Dios está más allá del sufrimiento, como solemos imaginarlo a veces, en ese Dios no se puede creer. Si la gente se protege del sufrimiento ajeno, Dios se hace irreal e innecesario en su vida. La imagen de la apatía en Dios produce distancia y aletargamiento en los creyentes. Si se analiza a esta luz la cultura que nos rodea, la fe conlleva una apasionada «lucha contra el cinismo objetivo y sub jetivo» (CL, 15). Está a favor no solo de la trascendencia, sino de un cambio radical. La sensación de impotencia deja a la gente sin esperanza; pero arraigados en la Palabra liberadora de Dios podemos ver a través de los sistemas opresivos y superar las tentaciones de inacción. En los evangelios, lo opuesto a la fe es el miedo, y en el contexto actual «la fe significa luchar contra el cinismo imperante» (CL, 11). Esto implica «optar por la vida», por citar el título de uno de sus libros. Como muchos teólogos de finales del siglo XX, Selle ha trasladado la temática de la fe de la zona de la verdad a la de la libertad. En su caso, la libertad no es solo una cualidad interior del yo, sino una cualidad activa que puede resistir a la dictadura consumista y crear encarnaciones alternativas de la vida cristiana. Su propuesta consiste en una «teología del éxodo» centrada en Cristo como liberador (CL, 48). Crítica de la religión individualista Si el estilo de vida de la cultura dominante lleva a la indiferencia, una religión individualista simplemente colabora en ese hundimiento de la esperanza. Selle dirige su crítica contra la reducción del cristianismo a horizontes limitadamente personales. Hemos heredado - dice Selle - una forma de religión burguesa que sofoca el verdadero poder del Evangelio. Si, además, se ve a Dios como separado de la vida humana, la fe tiene un problema aún más profundo. En suma, los enemigos de la fe que ella identifica no se encuentran en el reino de las ideas filosóficas, sino que los auténticos enemigos son las situaciones sociales, culturales y políticas que reducen la capacidad de ver de la gente. Un Dios divorciado de la realidad es muy fácil que se alinee con los individuos que se protegen de las luchas de los pobres. Describiéndose a sí misma como «alemana de después de Auschwitz», Selle refiere cómo, poco a poco, fue pasando, de un modelo «liberal» de pensamiento, a tomar conciencia que había nacido en un «extrañamiento colectivo» (CL, 40). Necesitaba crecer en un recuerdo y un sentido de la responsabilidad compartidos, en lugar de meramente individualistas. Por lo tanto, entendía el pecado no simplemente como un fallo individual, sino como participación en unas estructuras sociales malignas. En este espíritu parafrasea a san Pablo con un cambio deliberado de vocabulario: «El sistema de 97

injusticia no determinará ya tu modo de vivir para perseguir falsos sueños» (CL, 29, adaptando Rm 6,12). En la espiritualidad protestante suele afirmarse que cada cual está a solas con su Dios, comenta Selle; pero este modo de centrarse en el yo aislado puede relacionarse con la idea de la Cruz como un simple «grito de soledad», despojándola así «de su dimensión política» (CL, 54). Estas tendencias fomentan una espiritualización o idealización del Evangelio. «Asociamos la cruz con el hecho de soportar el sufrimiento individual, desvinculándola de su dimensión de lucha. De hecho, ni siquiera vemos las cruces que hay a nuestro alrededor» (CL, 81). En su visión, la fe cristiana nos llama a la solidaridad con el sufrimiento a base de estar «en Cristo» aquí y ahora. «Mi identidad es mucho más que mi mera existencia individual» (CL, 67). A fin de ser fecundos en el mundo de hoy, la fe tiene que derribar el bastión del individualismo, desenmascarar cualquier neutralidad indolente y llegar a una nueva «relacionalidad» (CL, 69) con Cristo y con la humanidad entera. Más allá del mero teísmo Dorothee Selle es muy explícita a propósito de su deseo de ampliar la temática de la fe y cambiar nuestras imágenes típicas de Dios. Dado que creció en la Alemania de los años inmediatamente posteriores al nazismo, compartía con otros miembros de su generación una serie de cuestiones agónicas acerca de Dios y de Auschwitz. Como joven teóloga, visitó esos terribles escenarios y experimentó una gran sacudida de sus fundamentos luteranos. Esto significó el colapso de los atributos «omni» de la divinidad: omnipotencia, omni-sciencia, omni-presencia... Sintiendo vergüenza por su país, a Selle le resultó evidente que los creyentes que no se habían opuesto activamente al régimen de Hitler habían adorado a un Dios peligrosamente deformado. La pertenencia eclesial de esos creyentes era estrictamente devota y, por eso mismo, demasiado cómoda y nada cuestionadora, o bien su imagen de Dios era la de un padre distante y autoritario, donde la trascendencia divina no dejaba espacio para la inmanencia. Y la explicación de la tragedia de estos creyentes dependía de la idea de que Dios permite el mal, puede intervenir (rara vez) en la historia, pero, en definitiva, tiene el control completo de todo. Sobre este último punto, Selle comenta, con su típico talento literario, que Dios no es tanto «intervencionista» cuanto «intencionista», que «hace discernibles la voluntad y la intención divinas. Yo podría decir simplemente: Dios nos sueña, incluso hoy... He percibido que Dios necesita de nosotros para hacer realidad lo que pretendía con la creación. Dios nos sueña, y nosotros no deberíamos dejar que Dios sueñe solo» (TS, 16). Selle manifestaba frecuentemente la incomodidad que le producía la pregunta tradicional: ¿crees en Dios? Sospechaba que lo que subyacía a esta expresión típica era 98

una imagen de Dios como un poderoso Ser Supremo ajeno a las realidades humanas. Citaba a Lutero: «¿Crees en Dios? Haces bien. También el diablo cree» (TG, 172); y en este espíritu atacaba también la reducción de la fe meramente teísta. Una pregunta más válida sería: «¿Vives a Dios?» (TG, 186), implicando que la auténtica fe no es simplemente una afirmación de la existencia de Dios, sino un acontecimiento-encuentro («Dios sucede») que nos llama a una transformación de nuestra persona y del mundo. La fe como relación implica «dar testimonio de Dios en un mundo dominado por la muerte» (TG, 172). Selle rechazaba el teísmo tradicional, por ingenuo e indigno tanto de la experiencia humana como de la revelación cristiana. Ese Dios era demasiado remoto, demasiado trascendente, demasiado filosófico y, por ello, incapaz de comprender la experiencia humana del sufrimiento. Ese Dios quedaba reducido a un objeto como todos los demás, no era un «Tú», no era un Dios al que orar y al que poder clamar como los salmistas. Ese teísmo habla siempre de Dios y nunca de Jesús: de hecho, gran parte del ateísmo surge de «un teísmo que no tiene casi nada que ver con Cristo» (S, 143). En lugar de todas esas imágenes inadecuadas, Selle insistía en Dios como «inmanencia radical» que se encuentra en el drama de la transformación humana, no «ahí fuera y por encima de nosotros». Selle trataba de reimaginar la fe más en términos de relación que de poder. La fe, desde su punto de vista, necesitaba encontrar alimento en una nueva y triple convergencia, uniendo el misticismo, la solidaridad con quienes sufren y las expresiones oracionales poéticas. Si tenía poco tiempo para una fría teodicea, rechazaba también la tendencia de algunos cristianos a glorificar el sufrimiento como inevitable y a fomentar una actitud de mera sumisión. Selle insistía en que el Dios revelado en Cristo entra en las luchas de la historia, padece la tortura y la muerte y nos lleva a la victoria del amor, que es la Resurrección. Solo a través del «misticismo de la cruz» descubrimos una «interpretación genuinamente cristiana del sufrimiento» (S, 101). Lo cual no supone masoquismo, ni culto al dolor, ni una imagen de Dios como severo pedagogo que nos enseña a través del sufrimiento. Tampoco conlleva una postura neutral o estoica de resignación ante la injusticia. Nosotros accedemos a esta visión más profunda mediante una doble experiencia: por una parte, conociendo a los pobres y estando con ellos; por otra, abriéndonos al camino místico de la oración. «El amor místico... trasciende a todo dios que es menos que amor. La expresión concreta de ese amor no es tan rara como podría pa recer. La experiencia enseña que, en determinadas situaciones, el dolor y el sufrimiento se soportan fácilmente» (S, 94). Itinerario interior y exterior Como ya hemos dicho, Selle percibía que en el mundo posterior a la guerra prevalecía la superficialidad. La imagen que las personas tenían de sí mismas estaba influida por la 99

frivolidad escapista de los medios de comunicación. Selle diagnosticó esa crisis cultural como ausencia de un lenguaje para la fe, la esperanza o el amor. Aquel yermo afectivo hacía imposibles la compasión y la oración. Hacía que la gente fuera incapaz de realizar el itinerario de amor del Evangelio, que implica morir a uno mismo. Incluso la palabra «compasión», como Selle podría decir, incluye pasión, y esta teóloga llegó a una nueva visión de la conexión entre misticismo, poesía y activismo apasionado. Para superar la insensibilizadora influencia de la parálisis cultural se requería un matrimonio entre «la introspección y la implicación»; de lo contrario, «no tenemos bastante experiencia para... hablar acerca de la religión» (IR, 56-57). La dimensión contemplativa de la exploración de la fe de Selle es también un modo de superar un enfoque utilitarista o meramente masculino. Sin una dimensión orante y receptiva, incluso la militancia por la justicia podría correr el riesgo de incurrir en la desilusión o la amargura a largo plazo. Las claridades teológicas sin raíces en la experiencia religiosa ponen el carro delante de los bueyes. Hay un «anhelo de algo diferente» que no puede satisfacerse con «expresiones prefabricadas», sino únicamente con la experiencia de oración (IR, 128). Selle ve la necesidad de dos fases en la espiritualidad para alimentar hoy una fe madura. La primera es un itinerario interior de silencio, autovaciamiento y nueva identidad personal a través del encuentro con el misterio de Dios. En este punto bebe de la tradición mística alemana de Silesius, Eckhart y Suso. Estos místicos la llevan a reflexionar sobre «el nacimiento de Dios en el alma» (IR, 83) y a desear unirse a la acción de Dios en nosotros. Después de ese itinerario interior, viene un itinerario de regreso con Dios, de vuelta a las luchas de la realidad. El pleno significado de la mística no se encuentra en la «absorción en Dios», sino en «experiencias de liberación», donde «la solidaridad es la expresión más humana de amor a Dios» (IR, 134). Las comunidades de fe necesitan estas dos dinámicas si quieren transformar una cultura deshumanizada y deshumanizadora. «Orar y luchar» pueden entonces «ser, una vez más, el aliento de toda una cultura», especialmente mediante pequeños grupos de cristianos comprometidos. El último libro de Dorothee Selle fue una extensa exploración del «misticismo y la resistencia», titulado El grito silencioso, publicado en alemán en 1997. En él hace un repaso de muchas figuras espirituales de diferentes religiones, dando testimonio de una trascendencia de «límites autoimpuestos e imaginados» (SC, 27). Pero todos esos grandes místicos, que van desde Teresa de Jesús hasta Dorothy Day, desde Simone Weil hasta Hélder Cámara, nos invitan a ir más allá de la auto-realización, a fin de resistirnos a una «realidad orientada a la muerte» y transformarla (SC, 93). Este tipo de misticismo «nos pone necesariamente en radical oposición a lo que se ve como un modo normal de vida» (SC, 195). Desde esta perspectiva, la fe es sanamente perturbadora, porque desarraiga culturalmente a la gente, haciéndola incapaz de apoyar los valores dominantes. Y en este libro amplía Selle sus preocupaciones, para incluir el cuidado del planeta: la sensibilidad emergente hoy revela nuestra necesidad de «un fundamento espiritual 100

diferente para la supervivencia de la tierra y de todos sus habitantes» (SC, 296). Lenguajes narrativo y poético Tomando un dicho de la tradición hasídica, Selle pone de relieve un peligro para los cristianos del Primer Mundo si se habitúan a vivir en un exilio que no reconocen: «No vemos nuestra vida en la sociedad opulenta como si estuviéramos en Egipto» (CL, 1). En la medida en que nos sentimos a gusto bajo el faraón del estilo de vida contemporáneo, nos convertimos en creyentes pasivos, incapaces de una acción transformadora. Si somos secuestrados por el consumismo, no percibimos los estragos causados por esa dictadura blanda. La poesía de nuestro corazón es sofocada, al mismo tiempo que nuestra conciencia social es adormecida. Como si perdiéramos el lenguaje, podemos quedarnos sin expresiones genuinas para la fe. Con el aire cultural que respiramos, aceptamos ciertas premisas que están, de hecho, muy lejos del Evangelio: que el individualismo es normal; que los males que nos rodean son parte de la condición humana; y, por tanto, que no puede hacerse nada para cambiar nuestro mundo dolorido y desesperado. Selle tiene talento metafórico para referirse a esa indiferencia: «La muerte es una vida que no consiste más que en sobrevivir. Como vivimos solo para el pan, morimos solo por el pan» (IR, 6). Discierne una deshumanización de la sensibilidad espiritual en el mundo rico que refleja en la imagen de un supermercado sin relaciones: «Distraídamente, pero absortos al mismo tiempo en lo que estamos haciendo, empujamos nuestros carros de la compra por los pasillos mientras la muerte y la alienación se enseñorean del lugar» (IR, 8). Para Selle, la crisis de fe de Occidente no es una mera cuestión de personas que niegan la existencia de Dios o la relevancia de la religión; una falta más profunda de fe va de la mano de la falta real de esperanza o de amor. Algo esencial para nuestra plena humanidad se ve aplastado, más por el modo en que vivimos que por el modo en que pensamos. Silenciosa pero el¡ cazmente, el sistema de mercado es capaz de sofocar cualquier resistencia creativa. Selle ve claramente que las expresiones contemplativas e imaginativas de la fe son particularmente necesarias hoy por dos motivos: para liberarnos del consumismo superficial y para transmitir el misterio de la presencia de Dios en el sufrimiento. Sobre este segundo tema, cita con frecuencia al maestro Eckhart: «Dios está siempre con nosotros en el sufrimiento» (S, 97). Selle se niega a recurrir a la antigua teodicea, defendiendo el papel de Dios en el dolor del mundo y haciéndolo de manera racionalista. Especialmente después de su visita a Latinoamérica, la visión de la fe de Selle se hizo más valerosamente narrativa e imaginativa. En su opinión, tenemos que escuchar reverentemente las historias de las víctimas, a fin de alimentar la pasión por la justicia en el espíritu de Cristo. Como resultado de su solidaridad con las víctimas, hizo mayor hincapié en el lazo entre lo místico y lo poético como una longitud de onda más digna de Dios y de las realidades de los pobres. «Lo que sucede realmente en la unión mística no 101

es una nueva visión de Dios, sino una relación diferente con el mundo; relación que toma prestados los ojos de Dios» (SC, 293). Ante la cuestión de Dios y el escándalo del sufrimiento, encontró inspiración en una frase de Eckhart «Sin un por qué» (sunder warumbe): la fe debe rechazar una longitud de onda meramente intelectual o pragmática, a fin de descubrir otra en sintonía con los misterios del sufrimiento y el amor. Es fascinante ver cómo avanza Selle hacia un método más experimental en teología, abierto a diferentes expresiones de la fe, incluida su propia poesía. Se hizo también menos reticente a la sinceridad autobiográfica. En una entrevista en televisión, en la que comentaba lo costosa que resulta la fe, decía: «Solo se puede creer después de muerto» (IR, 29). Cuando le preguntaron si esa era su experiencia personal, admitió, para su sorpresa, que estaba conectada con el dolor que le ha bía causado su divorcio. Aquel momento de auto-revelación no planificada la llevó a comprender que la fragilidad de la fe necesita un lenguaje no discursivo y unas encarnaciones de la experiencia religiosa más elocuentes. En lugar de expresiones académicas de la teología, Selle proponía una especie de «teopoesía». «¿Qué tienen en común la oración y la poesía? Que nos conectan con nuestras esperanzas» (DSEW, 177). La fe, en suma, necesita valor para hablar imaginativa, subjetiva y sinceramente, reconociendo la oscuridad y la duda inherentes al compromiso religioso. Por eso, en uno de sus textos posteriores escribió: «Para mí, orar y escribir poesía, la oración y el poema, no son alternativos. El mensaje que deseo transmitir está destinado a animar a las personas a aprender a hablar por sí mismas» (DSEW, 231). Algunos teólogos podrían objetar que la «inmanencia radical» de Selle va demasiado lejos. Dios es verdaderamente nuestra capacidad de amar, pero es más que eso. La Resurrección es existencial, pero es más que eso. Su reacción contra la doctrina y contra la religión institucional puede tentarla a dar una versión de la fe demasiado humanista. Pero quizá estas dificultades potenciales sean producto de su deseo de darle a la fe una nueva energía cultural y social para el día de hoy. Su visión de conjunto de la fe es rica en su convergencia de diferentes elementos: la batalla para rescatar la imagen cristiana de Dios del mero teísmo; su apasionada dedicación a lo largo de toda su vida a una fe comprometida socialmente; su búsqueda para crear un lenguaje literario para la teología y la espiritualidad; y su insistencia en la conexión entre liberación y misticismo. De este modo desafía cualquier reflexión sobre la fe para «ampliar su tienda» (como decía Isaías) fundamentándose en las luchas de la historia y yendo más allá de una fe que pueda parecer que no supone diferencia alguna en cuanto a lo terrenal. Una familia contracultural extensa Esta interpretación de la fe más activista ofrecida por Selle es compartida por muchos otros teólogos más recientes. Hay toda una familia de pensadores que insisten en la relevancia de los contextos sociales y en la necesidad de que la fe sea contracultural. Partiendo de esta perspectiva crítica, exploran temas como la memoria, la narrativa, la 102

praxis y la liberación. Por tanto, en lugar de un monólogo imaginario, como en capítulos anteriores, aquí trataré de ofrecer una rápida antología de «primos» de Selle, por así decirlo. Todos ellos comparten, de distintos modos, su urgencia respecto de cómo debe responder la praxis de la fe a las fuerzas deshumanizadoras de la cultura. En este grupo se incluyen figuras tan diversas como Johann Baptist Metz, Michael Warren, René Girard, Stanley Hauerwas, John F.Kavanaugh y Gustavo Gutiérrez. De hecho, la encíclica Caritas in veritate del papa Benedicto XVI reconoce la presencia del pecado en las estructuras de la sociedad y propone la «relacionalidad» como una característica humana esencial, contra una «búsqueda del bienestar individual limitada a la gratificación de los deseos psicológicos» (Caritas in veritate § 55). En nuestra imagen personal hay un conflicto entre el modelo individualista heredado de la Ilustración y el modelo de inter-relación que esta encíclica vincula con Dios como Trinidad. Girard proporciona una estimulante lectura de la cultura como conflictiva. Ve la historia de la humanidad marcada desde el comienzo por una violencia perpetua. ¿Por qué? Porque nuestros deseos y lo que imaginamos están contaminados por la «rivalidad», es decir, por la tendencia a ver a los demás como invasores de nuestro espacio y enemigos de nuestra libertad. Se trata de una adicción universalmente heredada, y para Girard la religión, si se vive auténticamente, proporciona el único camino de liberación de este mal. Como Selle, ve a Cristo como el único libre de este contagio de la hostilidad. La Cruz encarna un amor radical donde podemos aprender a desaprender nuestro imaginar distorsionado y nuestra violencia. Ese desaprender se encuentra en el corazón mismo del largo itinerario de la fe, y por ello la fe es inevitablemente contracultural. «¿Quién está imaginando tu vida por ti?» es una preguntareto que Michael Warren ha propuesto para el ministerio entre los jóvenes. En ella hay al menos dos implicaciones relevantes: que un campo de batalla importante en nuestra cultura radica en la imaginación, más que en las ideas; y que en este terreno de nuestro «imaginario social» (Taylor) podemos ser menos libres de lo que pensamos. Las fuerzas culturales invaden nuestra imaginación para vendernos lo que Selle llama imágenes triviales de nosotros mismos. Warren insiste también en que la fe cristiana debe encarnar su visión diferente en prácticas comunitarias concretas. Hauerwas, muy influido por Karl Barth, va más allá, insistiendo en la necesaria tensión entre la fe y la cultura y situando el campo de batalla en la imaginación humana. Con palabras que recuerdan a Selle, afirma que «nuestra sociedad es un vasto supermercado de deseo en el que cada uno de nosotros es animado a permanecer solo». Cuando reina la tiranía del individualismo, la fe puede reducirse a una terapia individual que ofrece un consuelo privado que ignora el sufrimiento del mundo. Mientras la cultura circundante vive como si Dios hubiera muerto, la fe necesita concretarse en unos estilos de vida compartida, no en interpretaciones más espirituales. La fe está enraizada en una 103

narrativa alternativa de la acción de Dios, muy distinta de las narrativas escapistas de la cultura. «La imaginación cristiana nos fuerza a reconocer que el mundo es distinto de lo que parece» y que, por tanto, «la imaginación formada por las historias y prácticas de la Iglesia constituye el realismo último». Hauerwas afirma provocativamente que la fe sin enemigos es incomprensible; y si la fe no ve la llamada a ser contracultural, subestima tanto el escándalo del Evangelio como la corrupción de la cultura. John Kavanaugh es un filósofo que tiene puesto un ojo vigilante en la cultura norteamericana y en su influencia global y se ha convertido en un elocuente abogado de la espiritualidad de la crítica y la resistencia cristianas. En particular, dictamina que hay un campo de batalla de imágenes donde dos «formas de vida en competencia» se confrontan la una con la otra: el énfasis en la persona o en las cosas materiales. Hay, pues, una batalla respecto de lo que es verdaderamente «real»: las cosas o las relaciones; y la fe nos revela una visión particular de estas últimas. Nos advierte respecto de nuestra perenne tentación de crear y adorar ídolos o de vivir demasiado inocentemente dentro de un «sistema idólatra de creencias». ¿Existimos para la «compra narcisista» y la eficiencia mecánica o para aprender el camino de peregrinación del amor que se autosacrifica? Se trata de opciones fundamentales respecto del modo en que nos vemos como personas. «La aceptación o el rechazo de nuestra vulnerabilidad» es, de hecho, el acceso a la fe o una puerta cerrada a la posibilidad de otra clase de amor. Incluso la religión misma puede esclavizarse inconscientemente a los engañosos valores de la cultura; de ahí la constante necesidad de la tradición profética de autocrítica. La obra de Johann Baptist Metz también se hace eco de muchas de las preocupaciones de Selle, incluida una toma de conciencia constante de los horrores de Auschwitz. También Metz trata de ampliar el centro de atención pasando de la búsqueda existencial de lo individual a una «teología más política», reconociendo que la fe se ve influida, para bien o para mal, por las premisas de su contexto social. Por lo tanto, critica la tendencia a privatizar la fe haciendo de ella principalmente una relación personal con Dios. En este espíritu, se distancia de su mentor Karl Rahner, porque considera que el enfoque de este carece de dimensión social. En lugar de ver la cuestión de la fe principalmente como un problema de conocimiento, Metz la ve como un problema práctico que implica los compromisos que vivimos en el contexto actual. Insiste, pues, en la necesidad de una «praxis socialmente contextualizada» y de una Iglesia que sea espacio de libertad crítica. Al igual que Selle, subraya el crucial papel de la memoria y de la narrativa a la hora de alimentar la fe, añadiendo que lo que recibimos como revelación es una «memoria peligrosa», puesto que los evangelios mismos subvierten nuestras complacencias culturales. La fe, por tanto, se prueba, no mediante la argumentación intelectual, sino mediante la praxis que suscita en la comunidad de creyentes. Por breve que sea la lista de los espíritus afines a Selle, no puede omitir a Gustavo Gutiérrez, el sacerdote peruano (y ahora religioso dominico) cuyo libro Teología de la Liberación (1971) suele considerarse como el punto de partida del movimiento de la 104

teología de la liberación y que ha escrito también mucho sobre la relación entre teología y espiritualidad. Su tema recurrente es la invitación a ver el mundo desde la perspectiva de los pobres y, de este modo, ampliar la interpretación y la vivencia de la fe cristiana. Mientras la teología europea estaba preocupada por la secularización y la increencia, Gutiérrez afirmaba que en Latinoamérica el principal problema era el de la no-persona, el oprimido y marginado. Leer el Evangelio en solidaridad con los pobres cambia las prioridades religiosas. La fe ya no se identifica con la creencia, sino con el amor comprometido. Recientemente, Gutiérrez ha citado la encíclica Deus caritas est, del papa Benedicto, donde dice que «el amor a Dios y el amor al prójimo se han hecho uno», añadiendo que esta intuición, cuando se ve desde el mundo de los pobres, puede convertirse en fundamento de una espiritualidad de liberación que se niega a desconectarse de la inhumana realidad social de tantas personas. Con palabras que recuerdan a Selle, comenta que «la contemplación y la solidaridad son los dos lados de una sola práctica». Por lo tanto, la «opción preferencial por los pobres» es una aplicación de la visión bíblica central tal como se pone de manifiesto en las Bienaventuranzas o en la parábola del Juicio Final (Mateo 25). Si la espiritualidad de la fe hoy desdeña el injusto sufrimiento que hay a nuestro alrededor, está traicionando al Dios del que habla. Estos diversos comentaristas tienden todos a insistir en el abismo existente entre la fe y la cultura y a describir la fe como una batalla constante en territorio enemigo. En esto hay una verdad urgente e importante, pero hay también cuestiones que plantear acerca del tono de nuestra postura contracultural. ¿Existe el peligro de un sutil fundamentalismo que tiende a hacer juicios generales y a olvidar que el Espíritu está en acción en todas las culturas? ¿O existe más bien una tentación a hacer de la cultura un chivo expiatorio de todas las dificultades con las que hoy topa la fe? Pese a estas reservas, el mapa de la fe ofrecido por Selle y sus compañeros indica un camino difícil y exigente. Con vehemencia profética, estos autores no nos dejan olvidar el grito de nuestros contextos sociales y que, como dice la Escritura, la fe sin obras es una fe muerta. REFERENCIA A LAS OBRAS DE DOROTHEE SOLLE CL Choosing Life, London 1981. IR The Inward Road and the Way Back, London 1975. S Suffering, London 1975 (trad. cast. del alemán: Sufrimiento, Sígueme, Salamanca 1978). TG Thinking about God, Philadelphia 1990 (trad. cast. del alemán: Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona 1996). TS Theology for Sceptics, London 1995.

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DSEW Dorothee Selle: Essential Writings, New York 2006.

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CHARLES TAYLOR: LAS PRESIONES DE LA MODERNIDAD

EN 1960, cuando Charles Taylor era un alumno de postgrado en Oxford, publicó un artículo titulado «Clericalismo», en el que criticaba el papel marginal otorgado a los laicos en la Iglesia católica. Ello mostraba - argumentaba Taylor - una Iglesia defensiva, aislada de la cultura moderna y lenta para apreciar el nuevo humanismo que había nacido en siglos recientes. Esa postura de gueto era infiel a la Encarnación, porque la fe cristiana nos invita a ir hacia Dios a través de nuestra humanidad y de la aventura en perpetuo cambio de la historia. Aquel artículo juvenil llegó dos años antes de la apertura del Concilio Vaticano II. En décadas posteriores, a medida que la obra de este filósofo canadiense fue siendo más ampliamente conocida, sus libros tocaron a menudo temas religiosos, sin hacer nunca de ellos el tema central. Sin embargo, su catolicismo se ha convertido en una presencia más explícita en sus escritos en los últimos diez años, aproximadamente (comenzando con A Catholic Modernity, de 1999). En 2008, por ejemplo, escribió una breve reflexión sobre las barreras entre el mundo universitario y la religión. Su crítica se dirige ahora a una forma diferente de clericalismo académico, debido al cual filósofos, sociólogos e historiadores encuentran normal ignorar la dimensión espiritual de la vida. Esos inte lectuales, sostiene Taylor, no solo han olvidado las respuestas a las grandes preguntas de la vida, sino que han olvidado las preguntas. Más allá de la prosperidad humana Aunque Taylor es un filósofo moral y político, más que un pensador específicamente religioso, nos ofrece una perspectiva que no se encuentra en autores más teológicos. En particular, sus exploraciones de la historia de la cultura pueden ayudarnos a comprender el efecto que producen en la fe los cambios acaecidos en los diversos contextos. El contexto condiciona la conciencia, como diría un enfoque marxista, y la conciencia «moderna» del individuo ha sido un tema constante en la obra de Taylor. Este autor ha explorado en profundidad la influencia o la falta de influencia de esta autoimagen emergente en nuestros horizontes religiosos. De modo especial en escritos recientes, Taylor ha tratado de comprender nuestra situación espiritual en una época dominada por la secularidad y nos invita a dejar de lamentarnos por la pérdida de fe, estadística o sociológicamente, y hacer preguntas más profundas. 108

Los comentarios sobre la naturaleza y la importancia de la fe aparecen cada vez con más frecuencia en la obra de Taylor, a menudo subrayando que la creencia religiosa es más rica que la habitual percepción cultural de la misma. Por ejemplo, rechaza la premisa de que «la principal razón de la religión es resolver la necesidad humana de sentido» (SA, 718), porque sospecha que este planteamiento puede estar influido por un individualismo ampliamente extendido y que lo mide todo en términos de realización personal. Él, por el contrario, presenta la religión como fuente de una conversión merced a la gracia, donde «la perspectiva de una transformación de los seres humanos» lleva a estos más allá de lo que «se entiende normalmente por prosperidad humana» (SA, 430). Como ha su brayado Taylor, una explicación de la religión puramente social o funcional sería como Hamlet sin el príncipe. Lo que Taylor ve como específico de la fe cristiana se refleja en esta frase: «Dios toma la iniciativa de entrar, con absoluta vulnerabilidad, en el corazón mismo de la resistencia, habitar entre los humanos y ofrecer la posibilidad de participar en la vida divina» (SA, 654). En contra de otros puntos de vista más agnósticos o psicológicos, Taylor insiste en que la revelación cristiana dota de poder a las personas, porque estas comparten el amor del propio Dios. En un elocuente pasaje de A Catholic Modernity se pregunta cómo puede hacerse real hoy esa excelsa visión del amor; y escribe: «El haber sido hechos a imagen de Dios significa también que estamos entre los demás en ese flujo de amor [que en último término] es la Trinidad. Ahora bien, supone una enorme diferencia si se piensa que esta clase de amor es una posibilidad para nosotros, los humanos. Yo pienso que sí lo es, pero solo en la medida en que nos abramos a Dios» (CM, 35). Esta frase constituye una notable afirmación de un compromiso de fe, más impresionante aún por proceder de un filósofo de fama mundial. Desde su perspectiva de especialista en historia cultural, Taylor subraya que la fe «ha sobrevivido... evolucionando» (VRT, 104). Además, está convencido de que Dios está gradualmente «educando a la humanidad..., transformándola desde el interior» (SA, 668). Incluso un tiempo de agitación cultural puede purificar imágenes de Dios que eran «demasiado simples, demasiado antropocéntricas, demasiado cómodas» (VRT, 57). Sugiere también que «estamos justamente al comienzo de una nueva era de búsqueda religiosa, cuyo desenlace final nadie puede predecir» (SA, 535), pero en el que la fe será menos «colectiva [y] más cristocéntrica» (SA, 541). Se requerirá también «un nuevo lenguaje poético» (SA, 757). En este sentido, se hace eco de la especial insistencia en la imaginación que hemos visto en autores teológicos tan distintos como Newman, Balthasar y Selle. Para Taylor, la esperanza consiste en alimentar la fe hoy mediante momentos de «epifanía», afines a la experiencia del arte como llamada a ir más allá del yo, porque de este modo descubrimos «recursos morales exteriores al sujeto que tienen resonancia en su interior» (SS, 510). La compleja historia de la modernidad 109

El primer capítulo de su importante obra A Secular Age, publicada en 2007, comienza con una pregunta: «¿Por qué era virtualmente imposible, en nuestra sociedad occidental, no creer en Dios en el año 1500, pongamos por caso, mientras que en el 2000 eso mismo resulta a muchos de nosotros no solo fácil, sino incluso inevitable?». Su respuesta implica el nacimiento de un sentido «moderno» del yo como menos inserto en tradiciones de pertenencia, más insistente en los derechos individuales y que da por hecho que esta versión «desconectada» del yo es simplemente de sentido común. «Pero «la naturaleza humana es algo que... no puede concebirse existiendo en un solo individuo» (CM, 113). En este espíritu, Taylor defiende la importancia de las raíces comunitarias y el «enriquecimiento mutuo», en oposición a la «autosuficiencia solitaria» (CM, 114, 116). Simpatiza con el ideal «moderno» de autenticidad personal y, sin embargo, sospecha de sus encarnaciones más deshumanizadoras, en particular de su tendencia a perder el contacto con fuentes de sentido mayores que el yo individual. Entre estos horizontes más amplios se encuentra la posibilidad de la fe religiosa. Taylor se impacienta a menudo con enfoques de la modernidad secular que solo proporcionan descripciones superficiales de lo que él considera un tema más complejo. Lo que él llama teorías «aculturales» de la modernidad son teorías meramente sociológicas, en el sentido de que explican la secularización como producto automático de la urbanización o re sultado inevitable de la racionalidad científica. De acuerdo con esta interpretación, la modernidad sería una apisonadora automática que echa por tierra las tradiciones, las culturas locales y la fe religiosa. El error de esta escuela «acultural» es verlo todo a través de la lente de la historia occidental e interpretar el declive de la religión únicamente en términos de pérdida de creencias, pensando que la ciencia y el nuevo individualismo hacen que las afirmaciones verdaderas del cristianismo resulten increíbles. Taylor, por el contrario, trata de profundizar los temas en discusión del mundo de las ideas llevándolos al mundo, más oculto, de las imágenes personales. Insiste una y otra vez en que la pérdida de fe asociada a la modernidad occidental es una crisis no tanto de la verdad o de la epistemología cuanto de la ética y de la imaginación. Taylor sostiene que la secularización tiene que ver con nuestra autocomprensión moral, y más concretamente con nuestro «imaginario social». Esta expresión se refiere a nuestros modos de imaginar nuestra vida, antes de que la teoría intervenga para analizar o explicar las cosas. Él apunta a «esa comprensión de toda nuestra situación, en gran medida desestructurada e inarticulada» (MSI, 25), que sirve de música de fondo a nuestros presupuestos vitales. De un modo que recuerda a Newman (a quien, sorprendentemente, nunca menciona), Taylor defiende este enfoque del sentido menos intelectual o prelógico: la gente normal y corriente da sentido a su vida, no mediante ideas explícitas, sino mediante narraciones, imágenes y prácticas compartidas en comunidad. Mientras el modelo «acultural» desdeña esta área de la sensibilidad moral, la interpretación «cultural» 110

localiza la crisis de fe en los cambios de la imaginación simbólica. La crisis de fe es más que un mero producto derivado de factores sociales externos o de nuevas teorías del conocimiento. De hecho, afirmar que un modelo particular de secularización debe repetirse en otras culturas cuando estas sean tecnológicamente «modernas» sería una forma de arrogancia occidental. Tiempo, vida corriente, introspección Taylor, en suma, interpreta el drama de la modernidad como una revolución de la sensibilidad cultural, y no simplemente como un conjunto sociológicamente predecible de cambios externos. Prosigue insistiendo en que, aunque ciertas formas de fe han entrado en crisis, el núcleo de la fe cristiana trasciende sus cambiantes encarnaciones culturales. Por eso, él trata de orientar los debates sobre la secularización hacia campos más tácitos y subjetivos, viendo la modernidad como algo más que un producto de los usualmente sospechosos: el racionalismo nacido entre Descartes y la Ilustración, o la agitación política o sociológica, que abarca desde la revolución hasta la urbanización. Entre los factores que, según él, están creando una cultura radicalmente distinta, se cuentan la economía de mercado, el desarrollo de una esfera pública de medios de comunicación impresos y el nacimiento de la democracia popular basada en la soberanía del pueblo. Pero Taylor está más interesado en algo más interesante, a saber: el impacto de estas situaciones en lo que él llama el imaginario social; en otras palabras, cómo siente e interpreta la gente su vida en el nivel intuitivo. A menudo se queja también de que hablamos de la «modernidad como de una sociedad tradicional menos alguna cosa», viéndola, o bien como liberación de los antiguos horizontes religiosos, o bien como pérdida de los mismos (CM, 107). Él, por el contrario, sostiene que «la teoría moderna del orden moral» no habría podido nunca llegar a ser dominante «en nuestra cultura sin esta penetración/transformación de nuestro imaginario» (SA, 175). En la base esta transformación detecta Taylor una diferente percepción humana del tiempo, en virtud de la cual este pierde su dimensión vertical de la vida en cuanto relacionada con lo eterno o trascendente y se vuelve en gran medida horizontal. Esta sensación de un tiempo no religioso ha permitido a la gente, por primera vez en la historia, «imaginar la socie dad horizontalmente, carente de vínculos» (MSI, 157), de manera que se entiende e imagina a sí misma «exclusivamente en un tiempo secular» (SA, 714). Un segundo proceso tiene que ver con «la afirmación de la vida común y corriente» (SA, 370) como moralmente valiosa en sí misma. Esto guarda relación con la importancia que los protestantes conceden al trabajo y a la vida familiar y con su teología generalmente no sacramental. Un tercer proceso es la centralidad de lo individual y de «las nuevas formas de introspección» (CM, 107). Desgraciadamente, esta insistencia en la subjetividad, inicialmente positiva, descenderá posteriormente a la ambigua «ética de la realización personal en las relaciones» (MSI, 103), y en tiempos más recientes este yo separado está más marcado por la autoexpresión terapéutica, el consumismo y la tendencia a ver el pecado tan solo como una enfermedad. Taylor no se anda con rodeos: 111

esta reducción de la subjetividad puede, «de hecho, acabar rebajando» la dignidad humana (SA, 618). Un nuevo sentido de Dios A partir de su preocupación por estas dimensiones - el tiempo, la existencia normal y ordinaria, la subjetividad - Taylor centra su atención en la identidad humana. La modernidad supone el final de un mundo más antiguo de identidad religiosa estable, marcada por la «integración social» y una visión jerárquica del mundo. Esto conlleva un nuevo momento de la historia, en el que se considera a los individuos responsables de imaginar y escoger su propio sentido del yo. «La secularidad» entra en escena cuando la motivación de la acción ya no siente la necesidad de mirar más allá del aquí y ahora, a fin de encontrar fundamentos para su compromiso. Taylor no celebra nunca ingenuamente esta modernidad. Admite que «a menudo se la interpreta por sus aspectos menos impresionantes y más triviales» (SS, 511). Muchos de sus logros, desde su punto de vista, tienen un lado sombrío, donde se deslizan en versiones reductoras de su ideal original. Ha habido una lucha entre formas de libertad superiores e inferiores. La nueva racionalidad puede volverse meramente funcional o utilitaria. Un individualismo cerrado puede olvidar cuestiones de sentido más amplias o reducir la libertad a horizontes egoístas, donde «modos de realización personal más egocéntricos traicionan el ideal de la autenticidad» (EA, 105). En décadas más recientes, esta traición se ha evidenciado en el «relativismo blando» de «cada cual a lo suyo» (SA, 484). Estas versiones reductoras de las esperanzas de la modernidad se dan cuando olvidamos tanto nuestra responsabilidad con respecto a los demás como nuestro deseo innato de conexión con Dios. Sobre este telón de fondo evalúa Taylor el impacto del cambio cultural en la fe religiosa. A lo largo de los años ha repetido constantemente que la modernidad secular no significa necesariamente «ausencia de religión», sino que «la religión ocupa un lugar diferente» en la experiencia y la imaginación de las personas (MSI, 194). Más concretamente, la modernidad «eliminó un modo de estar Dios anteriormente presente», percibido como reinando en una eternidad vertical y trascendente; pero resulta posible una «forma alternativa de presencia de Dios» más personal o espiritual, menos institucional, menos exclusivamente trascendente o escatológica (MSI, 186187). En palabras de Taylor, «en la vida personal, la disolución del mundo encantado puede compensarse con... un fuerte sentido de la implicación de Dios en mi vida» (MSI, 193). Así nace un lenguaje de fe diferente, que implica toda nuestra humanidad y es mucho más que una creencia intelectual. Acompañando este intento de identificar nuevas expresiones culturales de la fe, Taylor se pregunta si debemos dar prioridad a lo individual o a la comunidad. Se 112

preocupa por el excesivo aislamiento del individuo separado, propio de la modernidad. Ve la necesidad de recuperar las relaciones y las res ponsabilidades como centrales para una autoimagen auténticamente humana. Pero la premisa generalizada es que la sociedad está formada por individuos: «¿No somos acaso, por naturaleza y por esencia, individuos?». Si domina esta idea, puede llevarnos a abandonar «modos de complementariedad» y pertenencia mutua que han caracterizado la mayor parte de la historia humana (MSI, 18). Taylor sale en defensa de una antropología relacional o comunitaria como fundamento necesario de la individualidad humana. Las formas de identidad aisladas son frágiles o incluso autoengañosas: «ser un individuo no es ser un Robinson Crusoe, sino estar situado de determinado modo entre otros humanos» (MSI, 65). La espiritualidad hoy La reflexión más extensa de Taylor sobre su propio catolicismo y sobre temas cristianos en general puede encontrarse en su conferencia de 1999 en la Universidad de Dayton, «A Catholic Modernity?». En ella se impone la tarea de imitar a Mateo Ricci, el misionero jesuita que se introdujo en la cultura china a finales del siglo XVI. De manera análoga, Taylor prefiere subrayar lo que hay en común, en lugar de adoptar una postura enérgicamente contracultural. Se distancia del «humanismo exclusivo» o cerrado, heredado de la modernidad, que, en su opinión, tiende a olvidar la necesidad humana de una integridad de vida más profunda o más elevada. Pero se siente igualmente incómodo con «el proyecto de cristiandad» o con cualquier otro modelo en el que la fe trate de regir la cultura o de lograr una fusión entre la religión y la sociedad. Los cristianos deben estar agradecidos a Voltaire y a otros pensadores semejantes por la experiencia, humillante pero liberadora, de desmantelamiento de la cristiandad, «posibilitándonos así vivir el Evangelio de un modo más puro» (CM, 18). Deben reconocer también que algunos valores basados en el Evangelio - por ejemplo, los derechos humanos - han florecido más efectivamente en el contexto secular. Sin embargo, Taylor matiza esto insistiendo en que «la negación de la trascendencia puede poner en peligro las adquisiciones más valiosas de la modernidad» (CM, 30). Sin un sentido de Dios, ¿pueden sobrevivir mucho tiempo los valores humanos nacidos de la tradición judeo-cristiana?; ¿puede la primacía de la vida ordinaria evitar convertirse en una zona de preocupación personal reductora? Como en contra del individualismo aislado o descomprometido, Taylor sugiere una perspectiva más relacional: «Ver la plenitud de vida como algo que se produce entre personas, no en el interior de cada cual» (CM, 113). La identidad plena procede del reconocimiento en relación, no simplemente de pasar solo por la vida. De hecho, sin el marco de la tradición o de la pertenencia se corre el peligro de caer en «una vida espiritualmente carente de sentido» (SS, 18). A Taylor no le cabe duda de que la modernidad ha ayudado a los creyentes a emerger de versiones de la fe más puritanas, más timoratas y excesivamente centradas en 113

el otro mundo, y a reconocer «el potencial de bondad que poseen los seres humanos» (CM, 32). De hecho, la transición de una espiritualidad más ascética a otra que lee el Evangelio como plenitud prometedora en esta vida se ha convertido en uno de los signos distintivos de la cultura religiosa actual. Sin embargo, también aquí acecha un peligro: ¿puede esta sensibilidad afrontar los aspectos oscuros de la vida? Para Taylor, el humanismo secular es demasiado inocente en este punto; por eso da a entender que algunas versiones de la espiritualidad incurren en la ingenuidad del «sentirse bien». La auténtica plenitud de vida «significa vida eterna y afrontar la muerte de manera serena» (CM, 110). En esta conferencia, como tantas veces en sus trabajos, la contribución original de Taylor consiste en el cambio de planteamiento en el debate acerca de la modernidad, la religión y la cultura. Como ya se ha indicado, lo que él llama la «historia principal» se comprende mejor como un cambio de sensibilidad, más que de ideas: «Los obstáculos para creer en la modernidad occidental son fundamentalmente morales y espirituales», no simplemente cuestión de verdad o de credibilidad intelectual (CM, 25). Es en este nivel de los presupuestos no explícitos, pero sí vividos, en el que Taylor muestra su preocupación por el daño a largo plazo que se inflige a sí misma la humanidad si trata de vivir sin ninguna dimensión religiosa de la vida. Un amor diferente Esta conferencia de 1999 termina con una reflexión sobre el discernimiento cultural a la luz de un «río de amor» que desciende de Dios como Trinidad, donde Taylor nos urge a sentimos saludablemente «desconcertados» por la complejidad de la vivencia de la fe cristiana hoy. Debemos evitar ambos excesos: el de aceptarlo todo y el de rechazarlo todo, como hacen los que él denomina los «adalides» y los «fustigadores» de nuestra cultura. «Como en el caso de Ricci, el mensaje evangélico en esta época y en esta sociedad tiene que responder tanto a lo que en ellas refleja ya la vida de Dios como a las puertas que le han sido cerradas a dicha vida de Dios» (CM, 37). Respondiendo a un debate sobre su conferencia, Taylor va más allá en la expresión de sus posiciones religiosas. Habla del dolor de los estudiantes que son creyentes religiosos, pero se encuentran en universidades que silencian su dimensión espiritual o imponen una especie de conformidad atea. «La increencia ha informado más que las respuestas; ha configurado también las preguntas» (CM, 119). En su propio campo de la filosofía moral, teme que no se dé cabida más que a la teoría neutral acerca de lo que debemos hacer, pero no a la reflexión acerca de cómo motivar la bondad en la práctica. Tampoco se da ningún reconocimiento del conflicto perenne entre nuestros «deseos caritativos y nuestros deseos egocén tricos» (CM, 123). Cuando «hay mucha hostilidad fuera, los estudiosos cristianos deben tratar de «cambiar la temática, de abrirla», descorriendo los cerrojos de «los pasillos cerrados y desatendidos de la mansión ética» (CM, 123). Taylor percibe que el nivel actual de ira en los debates culturales está bloqueando el «crecimiento espiritual» e incluso «resistiéndose a Dios», y finaliza con un desafío a la comunicación de la fe en la actualidad: «Cambiar el tono podría ser el preludio necesario 114

al cambio de contenido» (CM, 124-125). Hacia una fe transformadora En los años anteriores a la publicación de A Secular Age en 2007, Taylor comenzó a abordar temas religiosos más a menudo y más abiertamente, no necesariamente leyendo teología, sino reflexionando sobre autores como Hopkins, Flannery O'Connor o Bede Griffiths. El capítulo final de este libro expresa una crítica a un nivel trivial de increencia cultural y también de parálisis eclesial a la hora de satisfacer las necesidades espirituales de la gente de hoy. Ofrece, asimismo, un resumen profético de las esperanzas de Taylor en cuanto a la supervivencia de la fe. Inspirado en su lectura de Ivan Illich, Taylor escribe apasionadamente acerca de la necesidad de expresiones de la fe más encarnacionales. Bajo la sutil erosión de la cultura dominante, la fe puede perder su potencial transformador. Los modelos de pensamiento, incluso en teología, pueden verse obstaculizados por el presupuesto de que la objetividad exige que veamos la verdad como «algo totalmente independiente de nosotros». Taylor ve en esto una peligrosa «excarnación» de la razón, un olvido del compromiso y la afectividad como caminos válidos hacia el conocimiento (SA, 746). A no ser que los cristianos tengamos el coraje de «recuperar el sentido que la Encarnación puede tener» (SA, 753), incluso el poder de la Eucaristía puede verse sofocado por las convenciones. Taylor mantiene que la fe auténtica tiene que ver con nuestra conversión gradual por el amor de Dios, yendo hacia un nuevo modo de amar con Dios. Claramente, esta perspectiva va más allá de cualquier tendencia a examinar la religión sociológicamente. Aquí la sorpresa del Evangelio tiene que ver con la acción transformadora de Dios en nuestra vida: si sobre-identificamos la fe con los valores de la cultura, no vemos esa «mayor transformación que la fe cristiana ofrece» (SA, 737): que participamos de Dios y que esta es la causa de nuestra diferencia. Esta imagen específicamente basada en la fe nos rescata de la soledad de la modernidad, donde «todo el sentido procede de nosotros» y donde «no encontramos eco más allá» del mundo de la inmanencia (SA, 376). Que un importante filósofo contemporáneo pueda llegar a estas afirmaciones acerca de la fe es digno de mención. Muestra que no podemos hacer justicia a la plenitud de la fe ni guardando fidelidad a la racionalidad dominante ni abrazando ingenuamente los ideales de la cultura. De acuerdo con Taylor, nuestras fuentes de bondad y de amor deben ser mayores que el yo. Aun cuando admira y defiende la emergencia del sentido moderno del yo, le preocupa la personalidad sin anclajes y «escudada»: aislada de los demás, de las tradiciones de sentido y, en última instancia, de la posibilidad de la fe religiosa como la fuente más creíble de nuestra transformación hacia el amor. Cuando ese horizonte se hace real, la vida se convierte en la aventura de «elegir nuestro ser a la luz del infinito» (SS, 449). 115

REFERENCIAS A LAS OBRAS DE CHARLES TAYLOR CMA Catholic Modernity, Oxford 1999. EA The Ethics of Authenticity, Cambridge, MA, 1991 (trad. cast.: La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 2010). MSI Modern Social Imaginaries, Durham, NC, 2004 (trad. cast.: Imaginarios sociales modernos, Paidós, Barcelona 2006). SA A Secular Age, Cambridge, MA, 2007. SS Sources of the Self.• The Making of Modern Identity, Cambridge, MA, 1989 (trad. cast.: Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 2006). VRT Varieties of Religion Today, Cambridge, MA, 2002 (trad. cast.: Las variedades de la religión hoy, Paidós, Barcelona 2003).

Por boca de Taylor (un monólogo imaginario) Debemos asumir la enormidad de la revolución cultural que hemos experimentado y seguimos experimentando. Esto implica algo más que una serie de cambios sociales fácilmente explicables o que un conjunto de ideas diferente. En lugar de una identidad previamente estable, la gente se encuentra ahora en un océano de contracorrientes, de múltiples identidades en movimiento. Este nuevo contexto supone también un desarraigo doloroso y súbito de autoimágenes religiosas. Esto ha privado de su anterior centralidad a la religión basada en la Iglesia: formas de pertenencia y expresión religiosa que en el pasado parecían seguras resultan ahora irreales, obsoletas e incluso opresivas. Una secularización más profunda La creencia religiosa era en el pasado la opción automática de la mayoría de la gente; pero ahora la increencia, o al menos la ausencia de práctica religiosa, ha tomado su lugar. La situación cultural ha pasado, de una suave herencia de sentido premoderna, a una rápida «desinserción» siguiendo las líneas «modernas», a medida que se ha ido haciendo dominante un individualismo ambiguo. En el llamado mundo postmoderno actual, todo el mundo nos dice que sufrimos, como nunca antes, la fragmentación y la dispersión, o que vamos a la deriva. Y por eso el planteamiento de la fe y todo el contexto de recibir y decidir han cambiado radicalmente. Llevo años insistiendo en que el verdadero proceso de secularización no se encuentra 116

en las estadísticas sociológicas de la disminución religiosa, y que está teniendo lugar una erosión más profunda de nuestras imágenes de identidad espiritual no formuladas, pero sí compartidas. ¿Acaso todo cuanto hay es nuestra vida visible horizontal o, por el contrario, hay llamadas más elevadas y verticales que nos invitan a ir más allá de lo que percibimos con nuestros ojos empíricos? Ciertamente, la cultura dominante que nos rodea nos presiona para que olvidemos nuestras hambres más excelsas y nos perdamos en las superficies «glamourosas» de la vida. Ante un cambio tan enorme, es vital recordar que nuestra libertad para responder creativamente no se extingue nunca. No se espere de mí que dé directrices acerca de la formación de la fe. Soy tan solo un filósofo con una pasión por explorar los cambios más profundos de la historia, nuestras interpretaciones de nosotros mismos y el modo en que vivimos todo ello. Pero soy también un católico cada vez más inclinado a reflexionar sobre los lenguajes de la fe hoy y, de hecho, sobre todo el tema del futuro del cristianismo; todo ello a la luz de algunas ideas convergentes que he acumulado a lo largo de los años. Más allá de la neutralidad La modernidad nos ha enseñado a valorar la neutralidad, o una cierta forma de objetividad, y ello puede ponernos en desventaja en lo que concierne a los caminos del compromiso existencial. Todos vivimos varias opciones, pero tememos que no puedan justificarse racionalmente. En este sentido, estamos padeciendo una idolatría de la claridad, o de una cierta especie de claridad cartesiana. Pero nuestro saber humano es tanto más rico por cuanto que podemos expresarlo con precisión intelectual. La fe religiosa es una forma genuina de conocimiento, pero no encaja en el corsé ortopédico del empirismo o el racionalismo que hemos heredado. Como parte de la historia del yo, he sido un defensor constante de los logros positivos de la modernidad, como su ideal de autenticidad personal. Pero no debemos negar la tendencia ulterior a reducir lo personal a lo meramente individual, o a reducir la autenticidad a realización personal sin conciencia. Debemos criticar estas formas culturales de existencia a la deriva como las formas que han de socavar la posibilidad de la fe cristiana más probablemente que cualquiera de los ataques intelectuales de los ateos airados. Yo tengo el presentimiento de que la formación religiosa necesita hoy discernir doblemente. Necesita ser crítica con los factores deshumanizadores de la cultura que roban a la gente su consciencia espiritual. Lo cual no equivale a convertir en chivo expiatorio los estilos de vida dominantes, sino a hacer preguntas acerca del impacto insensibilizador que pueden tener en nuestros horizontes personales. Y después hay una llamada a los cristianos a ser sinceramente autocríticos respecto de sus propias 117

estructuras y sus propias reducciones de la fuerza del Evangelio. La historia cristiana está marcada por escándalos terribles que pueden hacernos desesperar de nuestra Iglesia y de nosotros mismos. Mi esperanza vacilante es que, después de afrontar las sombras de la historia con espíritu de duelo, podamos ser más creativos a la hora de dar forma a nuestras encarnaciones de la fe, siempre inadecuadas. Una dimensión clave de la humanidad Yo hablo a veces de mis «presentimientos», y puede que la palabra sea deliberadamente cauta, porque en los círculos universitarios no se espera que un filósofo ponga de manifiesto su fe. En mi madurez me he rebelado más frecuentemente contra esa silenciosa censura académica. ¿Cuáles son algunos de esos presentimientos que se han reforzado en mí como fuertes convicciones? Que la religión es una dimensión crucial y universal de nuestra humanidad, y que ignorar esta posibilidad es arriesgarse a un empobrecimiento no ya espiritual, sino antropológico. Yo considero que el enfoque neutral de la religión es reductor. Si el cristianismo es verdadero, ofrece algo más que una respuesta a mi ansia de asideros en un mundo confuso: está enraizado en una acción extraordinaria de Dios en la historia que continúa produciéndose en nosotros. Esto implica una participación casi increíble en el amor de Dios, más que una mera pertenencia o creencia institucional. Cristo es nuestra fuente de transformación ahora, más que simplemente el fundador de una tradición en el pasado. Las interpretaciones históricas y funcionales de la religión son enfoques válidos, pero no deben monopolizar nuestra visión. Haciéndome eco del Evangelio, «aquí hay algo más que Salomón». Durante años, los expertos en teología y en educación religiosa han dicho que la fe tiene que ser una decisión, no una mera transmisión pasiva («transmisión»: terrible palabra, más adecuada para los motores de los coches). Esa insistencia en la decisión es válida, pero no suficiente. La decisión no tiene que ver tan solo con la verdad religiosa, sino con todo un modo de vida, con una visión distinta de todo y, en última instancia, con recibir el amor divino llamado agapé y responder a él. No se me pida ayuda acerca de cómo transmitir esto a una nueva generación. Yo presiento, por repetir la palabra, que es siempre más fácil «enseñar religión» funcional e históricamente, y no hay duda de que es necesario. Pero más importante es que cualquier conversión espiritual necesite ser preparada y orientada si las personas han de llegar a una fe vivible hoy y mañana. Yo considero que los poetas son nuestros mejores guías espirituales, porque pueden activar nuestra imaginación y ponernos en contacto con posibilidades que son suprimidas por el pensamiento o la vida rutinarios. La plenitud como don Durante años, me he sentido fascinado por nuestro anhelo de plenitud y florecimiento 118

humano en sus muchas formas. Aunque reconozco con profundo respeto la autenticidad de las versiones no religiosas de la plenitud y la prosperidad, estoy convencido de que el camino religioso es más verdadero y está más en sintonía con nuestras esperanzas. En la visión cristiana, la plenitud y la prosperidad llegan como dones en una relación, no simplemente como logros personales. Yo sostengo que el origen de todo nuestro crecer en el amor tiene que ser mayor que nosotros. Me preocupa que los individuos sin asideros - aislados o desarraigados de cualquier tradición - se vean privados de la fe religiosa como la fuente más creíble de transformación hacia ese amor mayor. Si tuviera que escribir alguna vez más explícitamente sobre la espiritualidad cristiana, puede que el epígrafe del libro procediera del prólogo del evangelio de Juan: «De la plenitud de Cristo hemos recibido todos». A esta luz me gustaría evocar no solo los gozos, sino también las fragilidades de la fe, sus oscuridades y peligros, y la larga aventura de tratar de encarnar de nuevo el Evangelio en todos los cambios de la historia.

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PIERANGELO SEQUERI: HORIZONTES DE CONFIANZA

EL más joven de nuestros «grandes creyentes» merecería ser más conocido en el mundo de habla hispana, si bien hasta el momento al menos se han traducido dos de sus numerosos libros. Se trata de un destacado miembro de la facultad de teología de Milán, y es también muy conocido como compositor y como creador de una escuela de terapia musical para discapacitados mentales. Como muchos otros pensadores analizados en capítulos anteriores de este libro, Sequeri desea vivamente ir más allá de la fría racionalidad en teología y desarrollar un lenguaje más rico para la reflexión sobre la fe. A partir de la Reforma, los católicos han tendido a insistir en la creencia religiosa como un asentimiento intelectual, tanto más cuanto que a menudo olvidamos otras dimensiones de la fe que han sido reconocidas y valoradas en épocas anteriores. Hemos dicho que la fe implica una decisión libre, pero rara vez nos hemos preguntado cómo vivimos de hecho esa libertad. No hemos negado que la fe puede implicar los sentimientos de la persona, pero hemos relegado la afectividad a lo que (vagamente) llamamos espiritualidad. Durante el dominio del viejo modelo cognitivo, la fe se consideraba cuestión de aceptar unas verdades acerca de Dios. A pesar de la gran tradición del arte cristiano, muchas imágenes de nuestras igle sias carecían de profundidad, como si hubiéramos olvidado que la fe tiene que ver con la belleza. La teología de Sequeri pretende resolver estas formas de olvido y empobrecimiento. La verdad, desde su punto de vista, debe redescubrir su relación con al menos tres aspectos que han sido descuidados: la libertad, la afectividad y la belleza. No podemos - sostiene Sequeri - reconocer la verdad religiosa sin optar por el amor, sin que nuestro corazón se vea tocado ni sin sentirnos de algún modo sobrecogidos por la belleza y la singularidad de Dios. Reconocer los daños Puede que la mejor introducción al pensamiento de Sequeri sobre la fe sea a través de su crítica a los peligros que él discierne en la cultura actual. En primer lugar, desconfía de la versión del raciocinio nacido de la modernidad científica y subraya el daño que ha infligido a la teología. Una racionalidad miope ha producido una reducción de nuestra imagen y de nuestra aproximación a la verdad. Cuando la teología ha tratado de imitar este método científico, ha desdeñado la emoción de la experiencia religiosa y el encuentro 121

vivo con la revelación. Esto ha hecho un ídolo de la claridad doctrinal (esencial en sí misma) y, por tanto, ha separado la verdad religiosa de nuestra aventura cotidiana de aprender a amar. Todo este planteamiento de la fe ha dado también la impresión de un Dios despótico o de una «Explicación del Universo» deísta (obsérvense los ecos de Selle). De este modo, la teología se ha quedado extrañamente silenciosa con respecto a las realidades de la creencia cristiana, incluido lo que Ruth Burrows ha descrito como el péndulo luz/oscuridad de la fe personal. Un segundo problema surge de la herencia de la modernidad. Si su imagen dominante de la verdad era demasiado impersonal, el modelo moderno de libertad era el del individuo autosuficiente, alguien que no necesita la fe religiosa ni la transformación que puede conllevar. Sequeri sospecha profundamente de este tipo de realización personal, que él compara con el legendario rey Midas: todo cuanto toca lo transforma en narcisismo autodestructivo. La modernidad, en suma, «congela la divinidad», «corroe al sujeto» y no concibe una «verdad fiable». Si la nueva imagen de la racionalidad y de la libertad ha tendido a excluir la posibilidad de la fe, un tercer campo de batalla ha pasado en gran medida inadvertido. La teología estaba tan preocupada por responder al desafío racional de la Ilustración que pasó por alto una importante revolución cultural del mismo periodo. Sequeri considera el movimiento romántico un intento, auténtico pero ambiguo, de defender nuestro potencial espiritual. Comenzó con artistas y poetas que se resistieron al mundo gris de la revolución industrial y a una aproximación a la verdad meramente empírica. La sensibilidad romántica apelaba a los sentimientos de las personas y continúa teniendo gran influencia en el mundo postmoderno actual. De modo semejante a lo que hace Charles Taylor, Sequeri apunta al riesgo de que la insistencia romántica en el sentimiento personal pueda fácilmente reducirse a individualismo solitario. También nos ve padeciendo una división de conciencia, porque nuestra capacidad de asumir sabiamente el cambio no va a la par de la complejidad técnica de nuestra vida; y nuestros modos típicos de pensamiento permanecen aislados de nuestras necesidades más profundas. En 2001 resumió su perspectiva con estas palabras: «La cuestión de la dignidad espiritual de lo humano - y de la cualidad cristiana de la fe - me parece un enorme desafío que afronta la cultura occidental» (SS, ix). Desde su punto de vista, el mundo de la fe necesita una forma renovada de razonamiento, y el mundo de la razón necesita volver a conectar con las profundidades espirituales de nuestra humanidad. Recordando una famosa rima infantil, podríamos decir que Sequeri pretende recomponer a Humpty Dumpty después de una «gran caída». Si nuestros modelos de verdad han caído en la estrechez de miras, y nuestras imágenes de la libertad en la autorealización cerrada, ¿cómo podemos restablecer los puentes entre la verdad y la libertad? El desarrollo ordinario de la existencia implica muchos aspectos que no pueden abordarse con los sentidos. En particular, la verdad de la fe religiosa no puede verificarse mediante la evidencia externa. (Lo siento, profesor Dawkins...). Cuando dos personas están tan 122

enamoradas que deciden permanecer juntas toda su vida, ha sucedido algo más que una compatibilidad neural o psicológica. Han intervenido muchos estratos de su humanidad. Por eso Sequeri nos pide que ampliemos el planteamiento de nuestro pensamiento acerca de la fe y, en particular, que permitamos una convergencia de al menos cinco dimensiones profundas de nuestra persona: no solo nuestro sentido de la verdad y de la libertad, sino también de la ética, de la afectividad y de la percepción estética. De lo contrario, Humpty Dumpty seguirá hecho añicos, y nosotros no llegaremos a un nivel suficiente para explorar las cuestiones de fe. Resumiendo la panorámica: culturalmente hemos padecido una herencia desequilibrada de la modernidad, y en particular de tres formas de aislamiento reductoras. Si lo que llamamos «razón» se identifica con la verificación empírica, puede producir triunfos importantes en la ciencia, pero ocasiona una distorsión en el ámbito humano. Si lo que llamamos «libertad» se identifica con la autodeterminación, un don glorioso de todo ser humano queda reducido a un pequeño espacio. De nuevo, si la emoción se convierte en nuestra guía exclusiva, una importante zona de humanidad es exaltada de un modo que la aleja de sus compañeros naturales. Si la verdad se separa de la libertad y del sentimiento, quedamos disminuidos para afrontar las cuestiones existenciales, porque esos campos personales necesitan todo el yo, lo que implica nuestra historia, sentimientos, opciones, disposiciones y relaciones. «Nuestra vida de los sentimientos es el gran río en el que aprendemos a valorar lo que es verdaderamente decisivo para nosotros, lo que nos conmueve y nos convence, lo que pide nuestro compromiso y suscita nuestra respuesta» (SVI, 74). Aprender de la estética Dado que es músico y compositor, así como profesor de arte, no es de extrañar que Sequeri esté de acuerdo con quienes abogan por recuperar el sentido estético en teología. El año 2000 escribió: «Sin la mediación de la imaginación, nuestro espíritu puede permanecer ciego y mudo con respecto a las grandes cuestiones relativas al sentido. Nuestra interioridad no se vivifica sin alguna mediación simbólica de lo sensible» (ED, 13). En el corazón de nuestra experiencia del arte, en opinión de Sequeri, hay un conocimiento de lo espiritual a través de nuestros sentidos, pero los teólogos llevan demasiado tiempo tratando de debatir la fe sin prestar atención al sentimiento ni a la belleza ni a la experiencia. So pretexto de proteger la pureza de la verdad, nos han privado de ver la revelación como un don que nos sobrecoge y nos transforma. Sin embargo, nuestro mejor encuentro con el arte proporciona una fecunda analogía para la fe, porque nos llama a salir de nuestro pequeño yo. Su impacto se refleja en un famoso verso al final de un poema de Rilke acerca de la estatua de Apolo de Mileto, que se encuentra en el Louvre, un antiguo torso que no fue descubierto hasta 1872 (citado también por von Balthasar). El poeta se fija en su fragmentada grandeza, sin cabeza ni 123

brazos ni piernas, ve que resplandece con primitivo poder y pronuncia una especie de juicio. El poema finaliza:

Sequeri, de distinta manera, nos recuerda que la experiencia de fe incluye algo de ese despertar al asombro, porque im plica también una respuesta a una presencia irresistible. La diferencia es que ahora somos buscados por el Amor Divino humanizado en Cristo. De este modo, la belleza de la revelación cristiana se une a la gloria y a la ternura. Como en el arte, ello implica una llamada del Otro a ser otro, pero el encuentro con Cristo nos faculta para cambiar. A esta luz, Sequeri insiste en que «la conexión entre la experiencia estética y la espiritualidad cristiana debe reclamar su derecho de ciudadanía en teología» (ED, 440). La confianza como puerta de entrada Volver a recorrer el camino de la belleza es un modo de evitar la falsa objetividad. Otro sistema que recibe atención en el pensamiento de Sequeri se sitúa en el terreno interpersonal. De un modo que recuerda a Newman (a quien nunca menciona), insiste en que esa confianza, fundamental para la fe religiosa, es igualmente central en toda experiencia humana. Mucho de lo que hacemos depende de otros. Sin estar dispuestos a confiar, ¿cómo podemos vivir? Sequeri nos invita a reconocer cómo esta dimensión universal de nuestra experiencia interpersonal nos lleva, más allá de cualquier criterio de medida externo, hacia una lógica más relacional. Pero en este aspecto hace afirmaciones más profundas que Newman. Creer en otros es parte de nuestra antropología primordial; es lo que nos hace humanos; es la fuente de nuestra dignidad; es nuestro modo más normal de conocer. ¿Estamos ciegos a ello porque sufrimos una hiper-identificación del conocimiento con la observación impersonal? Bajo el influjo de esta premisa dominante en nuestra cultura, podemos perder confianza en la confianza, degradándola a algo secundario, de manera que no sea vista como la forma realmente central de conocimiento humano. Pero, afirma Sequeri, debemos volver sobre el drama de nuestra confianza en toda su complejidad, y únicamen te así tendremos un fundamento para reflexionar sobre la riqueza de la fe religiosa. Una de las líneas principales de sus textos nos invita a explorar nuestra capacidad normal de confianza, viendo en ella la clave de nuestra identidad y, de hecho, de nuestra predisposición a la fe. El acto de confiar en otra persona es, por naturaleza, relacional y, por tanto, no solitario. Hunde sus raíces en un reconocimiento gradual de que la otra persona es digna de nuestra confianza. Es un acto que une el pensamiento, la decisión y el sentimiento. De hecho, es una característica universal compartida por toda la humanidad, y allí donde esta se ve dañada o reducida, algo trágico le sucede a la gente. Sería fácil malinterpretar 124

esta importancia como algo blando o sentimental; de ahí el peligro de divorciar la fe de la necesidad de pensar. Nada podría estar más lejos de la intención de Sequeri. Por el contrario, del mismo modo que Ratzinger invita a menudo a una ampliación de la razón, también Sequeri quiere que veamos la fe como una forma de conocimiento más plena que cualquier exploración distanciada o neutral. La teología más antigua insistía mucho en la «credibilidad» de la fe, pero incluso esta palabra puede tener connotaciones fuertemente intelectuales. Dicha teología optaba por un tono de análisis frío o distante. Sequeri, por el contrario, nos pide que reflexionemos sobre la fiabilidad de Dios, y este cambio de vocabulario indica una longitud de onda distinta. Como afirmaba George Steiner en su obra clásica Real Presences, no habría historia del arte o de la religión sin un acto inicial de confianza. Pero para Sequeri el área de confianza es también el campo de batalla donde superamos nuestra tentación de sospecha y hostilidad, firmemente establecida, y donde nuestra oscilación continua entre la confianza y la desconfianza implica una lucha entre apertura y cerrazón a la gracia. Entre los diversos puentes que hay que reconstruir, uno en particular es central para Sequeri: el que pone en relación nuestro conocimiento de nosotros mismos (o antropología) con nuestro conocimiento de Cristo (o Cristología). Insiste repetidamente en que nuestra actual crisis de fe tiene dos fuentes: una imagen reductora de nuestro potencial humano y una imagen análogamente reductora de Dios, arraigadas, en último término, en la negatividad o en el miedo. Añade que la pérdida típica de fe actual «tiene que ver con la afectividad, no con las ideas», porque «lo que ha muerto es la sensación de presencia» de Dios en nuestra vida (IC, 28). Para contrarrestar las numerosas formas de increencia que brotan de la sospecha, insiste en nuestra capacidad humana de confiar en otros no solo como centro de nuestra humanidad, sino como nuestro camino principal de fe. En nuestras experiencias ordinarias, afirma Sequeri, «no puede tener lugar ninguna revelación de otra persona sin establecer una relación de confianza» (TD, 143). La oración, espacio de Cristo Una vez que comprendemos la centralidad antropológica de nuestra confianza humana, podemos apreciar la revelación de la confianza divina en Cristo. Sequeri trata, pues, de orientarnos hacia ese punto culminante de confianza que podemos descubrir en la relación de Jesús con su Padre (Abbá). Esto es fe en su forma más excelsa. Aquí nuestra experiencia humana de confianza encuentra su coronación y compleción en la confianza mutua entre el Padre y el Hijo. Aquí nuestra imaginación religiosa aprende otro nivel de confianza participando, por así decirlo, en el fluir de Dios. Aquí percibimos cómo todo conocimiento interpersonal se ve coronado e inspirado por el amor entre Dios Padre y su Hijo hecho hombre. «Nuestra vida sentimental es el gran río en el que aprendemos a apreciar lo que es verdaderamente decisivo para nosotros, lo que nos conmueve y nos convence, lo que pide nuestro compromiso y suscita nuestra respuesta» (SVI, 74). Si esto es así en el amor humano, una ampliación similar pero distinta se produce cuando 125

nos abrimos a un encuentro de fe con Cristo y somos invitados al espacio único de su «luminosa relación con Abba-Dios» (IF 1112). Aunque Sequeri, como hemos visto, presta mucha atención a los peligros culturales y espirituales que pueden poner trabas a nuestra disposición a la revelación cristiana, el núcleo de su teología positiva de la fe nos invita a reflexionar sobre la oración del propio Cristo. Aunque algunos teólogos podrían tener reservas al respecto, Sequeri se siente feliz de hablar de la fe de Cristo en este sentido: «Yo veo a Jesús electrizado por una intuición o percepción, cabría incluso decir que por una fe con respecto a Dios como Padre» (IC, 55). También en este sentido, sostiene que descubrimos nuestra verdadera identidad a través del acercamiento contemplativo a la fe de Jesús. El misterio de la identidad de Cristo se discierne mejor en este espacio de oración-confianza con el Padre: en esta relación única es guiado por una «deslumbradora certeza acerca de la absoluta devoción de Dios por la humanidad» (IF 1107). Para Sequeri, nuestro camino hacia la plenitud de la fe cristiana implica reconocer la nueva visión nacida de la experiencia Abba-Padre de Cristo: la sensación de Dios hablando a toda nuestra afectividad y satisfaciéndola. Accediendo mediante la gracia a este espacio de la relación oracional de Cristo, comprendemos quién es Dios y quiénes somos nosotros. Aquí, todo nuestro anhelo de verdad y justicia se integra en un nuevo fundamento. El «shock» de la Resurrección Si bien Sequeri concede una atención inusual a este núcleo relacional de la espiritualidad de Cristo, también sugiere otro conjunto de experiencias evangélicas que proporcionan una perspectiva clave de la fe: los encuentros de los discípulos con el Señor resucitado. En ellos es siempre Jesús quien toma la iniciativa de mostrarse, llamando afectuosamente a sus amigos a un reconocimiento de la novedad realmente transformador. Esos momentos representan para Sequeri «la capacidad de Jesús de hacerse reconocer con certeza en el Espíritu como el Hijo vivo del Dios vivo» (DA, 197). La fe que nace aquí no es simplemente cuestión de una nueva comprensión, sino de una comprensión acompañada de sentimientos de reverencia ante una sobrecogedora novedad. Y esta experiencia de los discípulos sigue siendo parte de todo itinerario de fe: pasaron de un «asombro incrédulo» a la «fe de los testigos», a medida que fueron inducidos a releer sus recuerdos de los años pasados en Galilea (DA, 206). Cuando la realidad del Amor Resucitado fue abriéndose paso en su imaginación, pudieron ir reinterpretándolo todo, poco a poco, con ojos nuevos y llegar a una conciencia totalmente distinta de la acción de Dios en Jesús. La apologética antigua concedía tanta atención al realismo externo a propósito de la Resurrección que minimizaba el drama del reconocimiento y su impacto sobre los discípulos. Un libro reciente del teólogo australiano Anthony Kelly parece muy de acuerdo con la relevancia que le concede Sequeri, pues dice que el impacto de la 126

Resurrección, tal como se ve en los primeros discípulos, inicia una longitud de onda distinta de la racionalidad cristiana: «La singularidad del acontecimiento de la resurrección debe de algún modo confundir algunas formas de razonamiento, incluso de razonamiento teológico... La resurrección de Jesús de entre los muertos anonada todas las formas de razonamiento lógico» (RE, 7). Sequeri nos centra también en la fe como receptividad a los puros excesos de Dios. El encuentro con Cristo Resucitado nos lleva, más allá de toda racionalidad normal, a una racionalidad de asombro relacional; una racionalidad que permite una convergencia de muchos estratos de nuestra humanidad incluidas la comprensión, la emoción, la libertad y la gratitud - a medida que absorben la asombrosa novedad, la belleza y la sorpresa de la victoria de Dios. Síntesis de las distintas líneas de pensamiento De estas breves páginas se deduce con bastante claridad que Pierangelo Sequeri es un pensador ambicioso y difícil. No es fácil traducir sus ideas en tan breve espacio; sin embargo, me ha parecido que valía la pena intentarlo. Antes de finalizar esta parte del capítulo, podemos sintetizar algunas de las líneas de su pensamiento. Si nuestra cultura vive con autoimágenes reductoras, puede dejar de lado no solo la fe religiosa, sino todas las formas de fe. Pero lo que sucede cuando permitimos que una obra de arte afecte a nuestros sentimientos o despierte nuestra imaginación, indica un camino más personal hacia el sentido que los fríos caminos de la racionalidad. Por lo tanto, debemos dar cabida a lo estético, lo simbólico, lo afectivo y lo interpersonal como caminos profundos hacia la verdad. La asociación con otros en relación mutua es previa a cualquier conocimiento intelectual. Nuestra capacidad de confiar nace ahí y representa nuestra forma más original de conocimiento humano. La confianza afectiva es la raíz de todo nuestro razonamiento. A partir de esta piedra angular de nuestra humanidad descubrimos que la fe religiosa prosigue y lleva a su plenitud los actos de fe más ordinarios que vivimos junto con otras personas. Tenemos fe antes de tener «una fe». Cuando reconocemos la llamada plena que hemos recibido a la confianza en Jesús, lo antropológico se vuelve teológico, y lo teológico, por su parte, se enraíza en el drama de nuestra historia. Al hacerse teológico, lo antropológico descubre una plenitud que excede todo lo imaginable. Lo que los momentos privilegiados de amistad revelan - la belleza y el poder de nuestra capacidad de confianza - es cómo podemos aproximarnos a la relación central de Cristo tal como se manifiesta en los pasajes evangélicos de su oración. Aquí vislumbramos la compleción histórica y, sin embargo, eterna de nuestras esperanzas humanas en el amor mutuo trinitario. Es ta realidad de Dios como amor no se alcanza como un hecho verificado, sino únicamente como un encuentro confiado. 127

La actividad de fe, en diversos niveles, es central para ser quienes somos. Es un despertar a una relación, a una posibilidad de confianza, a una presencia y a una promesa. Es un reconocimiento de un reconocimiento, en el que puedo reconocer que soy reconocido por Dios. REFERENCIAS A LAS OBRAS DE PIERANGELO SEQUERI DA Il Dio Affidabile, Brescia 1996. ED L'Estro di Dio: saggi di estetica, Milano 2000. IC Interrogazioni sul Cristianesimo (con Vattimo y Ruggieri), Roma 2000. IF L'Idea della Fede, Milano 2002 (trad. cast.: Teología fundamental: la idea de la fe, Sígueme, Salamanca 2007). SS Sensibili alto Spirito, Milano 2001. SVI Senza volgersi indietro, Milano 2000. RE Anthony J.KELLY, The Resurrection Effect, New York 2008. Por boca de Sequeri (Como en anteriores capítulos, la longitud de onda diferente de este último apartado tiene dos propósitos: resumir el pensamiento de Sequeri de manera más sencilla y también traducirlo a modos de expresión que no necesariamente son suyos). El poeta irlandés Patrick Kavanagh comienza un poema titulado «Adviento» con estas palabras: «Hemos probado y saboreado demasiado», añadiendo que «a través de una grieta demasiado grande no penetra nada asombroso». Análogamente, gran parte del pensamiento sobre la fe ha sido separado de la experiencia de tratar de vivir como creyentes. Los teólogos pensaban que tenían que aceptar el planteamiento de la filosofía empírica y defender la existencia de Dios de un modo que convenciera a una mentalidad científica. Pero muchas veces la imagen de Dios resultaba ser la de un Gran Zeus, en lugar de la del Dios de la revelación cristiana. Este enfoque, que domina aún en los debates televisivos sobre religión, era «demasiado grande» para un verdadero asombro. Grande de marco, de hecho. Defendía la fe, pero con una mano atada a la espalda, en el sentido de que le faltaba el coraje para hablar acerca del núcleo de la revelación o de las profundidades de la experiencia religiosa. Prácticamente, no prestaba atención a la aventura humana de creer. Tenemos que insistir por activa y por pasiva en que la fe es mucho mayor que cualquier discurso acerca de la existencia de Dios.

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Una grieta para la revelación Se necesita, pues, otra longitud de onda si queremos pasar de lo estrictamente racional a lo genuinamente relaciona) y, en particular, al nacimiento de la confianza. Tomemos el ejemplo de una conversación normal entre conocidos. Pueden conocerse mutuamente porque trabajan juntos. Muy a menudo, su comunicación puede mantenerse en meros hechos, o ser jocosa, o quedarse en el terreno seguro de lo superficial. Pero un día se abre otra puerta: tiene lugar una revelación más personal. La comunicación cambia por esa «grieta» de nueva sinceridad o vulnerabilidad cuando una chispa de confianza enciende la relación. Puede nacer un aprecio mutuo diferente. Esta transformación es un milagro cotidiano. Y este progreso en la fe humana nos ofrece el mejor paralelismo para la fe cristiana. La relación es más central que la racionalidad para ambos niveles de fe. En ambos, el sentido intuitivo de lo que debe hacerse ocupa el lugar del enfoque de la cautela. En ambos hay una llamada a emerger del mundo del yo entrando en un sorprendente itinerario de confianza. Un mapa de la fe para hoy necesita esta profundización del planteamiento. Puede incluso ser necesario pasar a la ofensiva para defender la validez cotidiana de la fe, ya sea humana o religiosa. Es hora de cuestionar las credenciales del agnosticismo postmoderno, que se presenta como tan obvio y neutral y como la posición aceptada de cualquier democracia liberal, y que presupone que tiene que haber una separación total entre nuestro conocimiento verificable y nuestras creencias personales. Pero ¿qué ocurre si este presupuesto, a la vez, está distorsionado y es peligroso? Este planteamiento da por supuesto que hay un abismo insalvable entre lo «objetivo» y lo «subjetivo», ignorando algo que se encuentra en la raíz de nuestra humanidad compartida: nuestra ordinaria y, sin embargo, extraordinaria experiencia de confianza. Esta es la base de nuestro vivir juntos. Puede que debamos hacer de la fe un verbo, como algo que hacemos, en lugar de algo que nos limitamos a aceptar. De hacerlo así, alguna forma de tener fe - en forma de reconocimiento y confianza mutuos - está tanto en el centro de nuestro drama humano como de nuestro camino hacia el sentido. Confiar es, sencillamente, nuestra forma de conocer más profunda. Nos dicen que este momento postmoderno ha empezado a tomar en serio de nuevo nuestros sentimientos. Sí, pero ¿con qué espíritu? Tratando de escapar de un racionalismo opresivo, podemos caer en un sentimentalismo irreflexivo. El movimiento romántico en poesía y pensamiento fue, ciertamente, un intento importante de resistirse a la desolación de la nueva sociedad urbana. Pero lo que hemos heredado de él es ambiguo. El Evangelio nos proporciona una vara de medir vital: por sus frutos conoceremos el árbol. ¿Cuáles son los frutos de nuestra excitación contemporánea a propósito de la afectividad? El culto a los sentimientos en la cultura que nos rodea puede ir de lo privatizado a lo narcisista. ¿Cuántas películas no finalizan con una pareja perdiéndose en el crepúsculo, con la música elevando el tono como trasfondo? Esto se ha convertido en uno de los iconos o clichés del cine, pero enmascara una ideología 129

poderosa y cuestionable. Pensemos en el baile al final de Slumdog Millionaire: encantador, inspirador; pero, en última instancia, escapista. Esta secuencia fi nal logra hacer olvidar el tremendo sufrimiento de la primera parte de la película. Como en Titanic, a los espectadores se les despide sintiéndose bien, pero a bajo precio. Estamos a enorme distancia de El rey Lear o de Dostoevskii o de lan McEwan. Y hay muchos otros ejemplos de emoción a corto plazo usurpando el lugar de los verdaderos sentimientos. La revolución de Tomás Si la fe implica sentimientos, solo se prueba auténtica si da fruto en la acción y en el amor. En el centro de la fe cristiana se encuentra el reconocimiento de que Dios nos reconoce y viene a nosotros en la persona de Jesús. Pensemos en santo Tomás (el que dudó) cuando, después de una semana de enrabietada resistencia, se encuentra cara a cara con Cristo resucitado que le invita a tocar sus heridas. ¿Qué es lo que sucede en ese momento y que le hace exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!»? Entre ellos había habido una profunda amistad mutua, pero ahora ha nacido otra cosa. Su maestro de Galilea, que murió en una cruz, ahora está vivo. Una nueva realidad estalla en Tomás, una extraordinaria intuición a propósito de Jesús y de toda su relación. Un momento de reconocimiento lo ha cambiado todo, literalmente todo. Es también un momento en que se produce una poderosa convergencia: afectividad (¿lloró quizá Tomás más de satisfacción que de pesar?); libertad (sus palabras implican que tomó la decisión de abrazar un nivel diferente de discipulado); belleza (vislumbrar una gloria que ha vencido a la muerte). Esto es verdad..., con una diferencia. Implica lo que T.S.Eliot llama «un momento dentro y fuera del tiempo». En ese instante de conmoción gozosa nace la fe. La percepción incipiente de Tomás le lleva no solo a una nueva comprensión revolucionaria, sino a un nuevo amor y un nuevo compromiso; e implica no solo una percepción intelectual, sino un conjunto explosivo de sentimientos. Fijémonos en la palabra «mío»: Jesús es reconocido como su Señor y su Dios. De hecho, es la única vez en los evangelios que tenemos una procla mación semejante. Aquí, la aventura humana previa de confianza y afecto mutuos (el núcleo de la antropología) se expande en forma de Fe, con F mayúscula (el núcleo de la Cristología). El Amor que Dios es ha experimentado la muerte por él y está herido y transformado ante su amigo Tomás. Aquí somos llevados más allá de cualquier lógica que tenga sentido en una cultura estrictamente racional. Aquí la confianza y la afectividad se emparejan, guiándonos al umbral de la revelación divina. Hasta que descubrimos la validez humana de esta forma de conocimiento, somos víctimas de los estrictos modelos dominantes que nos rodean. Del mismo modo que en las experiencias especiales de confianza interpersonal, el encuentro con Cristo Resucitado libera nuestra razón de la «objetividad» estricta, permitiéndole descubrir su alcance más pleno y excelso. Para hacer justicia a una fuente de fe agraciada y contemplativa, nuestra imagen del conocimiento debe dar cabida al deseo y la imaginación, a ámbitos de nuestra 130

humanidad que van más allá de lo mensurable, a fin de encontrarse con el misterio. Esto se alinea con la célebre cita de Pascal de que el corazón tiene razones que la razón ignora. Semejante encuentro libra a nuestra afectividad de verse apresada en lo privado. Nos invita a quitarnos las anteojeras del romanticismo y comprender que la fe nace de ser reconocido y de reconocer que has sido reconocido. Cuando sucede esto en las relaciones humanas, se despiertan las emociones de confianza y gratitud, y lo mismo puede decirse de la fe religiosa. Volvamos a Tomás ante Cristo resucitado para fundamentar y poner a prueba lo que hemos dicho. Su encuentro con una verdad mayor de lo imaginable le exime de ser un observador obstinado que insiste en la verificación y le libera para el asombro interpersonal. Su nueva visión hace estallar todas sus expectativas previas. Aquí, su sentimiento profundo y su racionalidad ampliada descubren que son compañeros. La actitud necesaria no es la propia de un laboratorio, sino la de un amante potencial. La transformación de Tomás está perfectamente sintonizada con la observación de Flannery O'Connor acerca de «una luz explosiva aniquilante, una explosión que dura toda una vida».

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JOSEPH RATZINGER: DIOS CON ROSTRO HUMANO

LA semana posterior a la elección del papa Benedicto XVI, en abril de 2005, la venta de libros de Joseph Ratzinger en Amazon.com ascendió de tal modo que desplazó del primer lugar a El Código Da Vinci. Pero cabe preguntarse cuántos de esos libros fueron leídos en su totalidad por los entusiastas compradores. En común con otros pensadores explorados en estas páginas, Ratzinger es un autor complejo y erudito, como se deducirá de la visión general de su pensamiento sobre la fe que aquí ofrecemos. Nuestra primera parte se basará en sus escritos antes de su elección como papa, y la segunda parte bosquejará los principales puntos de continuidad entre sus publicaciones antes de abril de 2005 y sus reflexiones sobre la fe desde que se convirtió en sucesor de san Pedro. Crítica de la cultura contemporánea El 1 de abril de 2005 es una fecha significativa de la que partir. Aquella tarde, el cardenal Ratzinger estaba en Subiaco, la histórica fundación benedictina a las afueras de Roma, con el fin de recibir un premio especial. Era la noche anterior a la muerte de Juan Pablo II, y el cardenal Ratzinger pronunció una profunda conferencia titulada «Crisis de la cultura euro pea», ofreciendo un diagnóstico claramente negativo del continente hoy, donde, en su opinión, la cultura dominante está en «radical contradicción no solo con el cristianismo, sino con las tradiciones morales y religiosas de la humanidad» (EPB, 328). Continuó diciendo que nuestra energía moral no va a la par con nuestro poderío técnico, que Dios ahora solo es tolerado en las áreas privadas de la existencia y, finalmente, que Europa, al olvidar su historia cristiana, se arriesga a convertirse en un árbol seco y sin raíces. Aunque la Ilustración tuvo un origen cristiano e incorporó importantes valores de racionalidad, ha degenerado en un relativismo dogmático. Su versión autosuficiente de la razón parece un peligro para la humanidad. En contraste, puede verse al cristianismo «como la religión del Logos, como la religión acorde con la razón», donde la razón creativa se revela en última instancia como amor «en el Dios crucificado» (EPB, 333334). Al afrontar este choque de dos visiones diferentes de la vida, necesitamos personas de «fe esclarecida y viva», como san Benito, que en un «tiempo de disipación y decadencia» dispuso de recursos espirituales para hacer creíble de nuevo la fe (EPB, 335). Desde cualquier punto de vista, se trató de una conferencia notable, pero que 133

adquiere especial importancia por ser el último discurso de este tipo del cardenal Ratzinger antes de su elección como papa. También reúne algunas de las principales ideas que él llevaba años explorando: su preocupación por una Europa crecientemente secular, donde la fe parece haber sido expulsada de la vida pública, donde las tradiciones religiosas parecen cada vez más frágiles y donde una racionalidad reductora ha creado, como decía él mismo dos semanas antes, una «dictadura del relativismo que no reconoce nada como cierto». Esta expresión surgió en su homilía anterior al cónclave, en la que evocó la confusión padecida hoy por los creyentes, zarandeados «desde el colectivismo hasta el individualismo radical; desde el ateísmo hasta un vago misticismo religioso». Y continuó afirmando una de sus perspectivas de la fe repetidas a menudo: «En Cristo coinciden la verdad y el amor, [...] en nuestra vida la verdad y el amor se fusionan» (EPB, 22-23). Una década antes, en México, había expuesto una posición paralela (y sobre la cual habría de volver): «La razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana» (EPB, 239). Estos dos textos de abril de 2005 ofrecieron una imagen un tanto oscura de la situación de la fe. «Dialéctica» es una etiqueta aplicada a veces a la teología del cardenal Ratzinger, y no sin alguna justificación. Ratzinger tiende a ver la fe más en oposición al «mundo» que en diálogo con él. En particular, ve la herencia de la modernidad como productora de un conjunto de influencias, intelectuales y sociales, hostiles a la religión. «Un cristianismo que no cree tener más función que la de estar en completa sintonía con el espíritu de los tiempos no tiene nada que decir ni sentido alguno que ofrecer» (PCT, 57). A esta luz, los teólogos que ven la fe como fácilmente compatible con esta herencia moderna corren el peligro de caer en un progresismo ingenuo. Ratzinger prefiere criticar esas características de la cultura antes que socavar la posibilidad de la fe: el pragmatismo deja poco espacio a la receptividad contemplativa; la autonomía individualista tiende a tener una visión unilateral de la libertad y sofoca la necesidad de salvación; el racionalismo estricto no tiene tiempo para el misterio; un enfoque meramente empírico no da cabida al asombro y aprisiona al yo en el aquí y ahora; el distanciamiento de la tradición deja a la gente sin asideros en su búsqueda de sentido; la exageración de la relevancia socio-política del cristianismo puede reducir la fe a ideología y activismo; y el relativismo postmoderno cuestiona la posibilidad misma de la verdad. Al sufrir la carga de tanta complejidad, podemos vernos fácilmente atraídos por un estado de ánimo de indiferencia resignada o agnosticismo que se enmascare como apertura o como tolerancia. Es significativo, que cuando Ratzinger fue nombrado arzobispo de Munich en 1977, adoptara como lema una frase de san Pablo: Cooperatores veritatis, cooperadores con la verdad. Un tono más positivo y pastoral Si su veredicto acerca de la cultura contemporánea parece severo o incluso antagónico, ello no constituye el todo de la teología de Ratzinger a propósito de la fe hoy. Ratzinger 134

ha reflexionado detenidamente acerca de cómo debe renovarse la comprensión y la expresión de la fe para las necesidades de hoy. La visión positiva que de aquí emerge equilibra sus juicios más críticos sobre la cultura. Básica para esa visión es la noción bíblica de «éxodo»: una persona de fe, como Abraham, es llamada a ir más allá de sí, en una dinámica que procede de Dios. Del mismo modo que Dios como Trinidad no es una deidad solitaria, sino relacional en el amor, los creyentes viven su propio «éxtasis» o dinámica hacia Dios y hacia los demás en el amor. Es llamativo que el cardenal Ratzinger, pese a haber sido durante muchos años prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no preste demasiada atención a la doctrina en sus reflexiones más pastorales sobre la fe hoy. Las dimensiones existencial, espiritual y eclesial son para él más centrales. Menos de seis meses antes de ser elegido papa, en una larga entrevista publicada en un periódico liberal italiano, describía la fe en términos de prefiguración de lo que iba a escribir en su primera encíclica. «La verdadera esencia del cristianismo - decía Ratzinger - es una historia de amor entre Dios y los seres humanos. Si se pudiera entender esto en el lenguaje de hoy, todo lo demás vendría por añadidura» (La Repubblica, 19 de noviembre de 2004). Y continuaba diciendo que la presentación intelectual de la fe, aunque importante, no podía responder a los desafíos de hoy, más existenciales. La gente necesita espacios vivos para la comunidad y el crecimiento conjunto. «Solo a través de experiencias concretas y del testimonio existencial es posible hacer el mensaje cristiano accesible y real hoy». Y añadía que «la fe no es únicamente fruto de la tradición», sino «resultado de un sí libre a Cristo desde el corazón». Este tono más abierto y exploratorio no es el del Ratzinger descrito en los medios de comunicación antes de su elección como papa o en controversias más recientes que pueden eclipsar fácilmente su exploración espiritual de la fe. Sin embargo, crear un lenguaje nuevo, libre de la opacidad de las expresiones antiguas, ha sido la motivación subyacente a toda su obra: «Mi impulso básico, precisamente durante el Concilio, fue siempre liberar de incrustaciones el auténtico núcleo de la fe y darle fuerza y dinamismo. Este impulso es una constante en mi vida» (SE, 79). Una realidad eclesial Este capítulo pretende centrarse en la teología de la fe de Ratzinger, no ocuparse de otros temas importantes de su obra (como la moral, la liturgia, los estudios bíblicos, la escatología o el Concilio Vaticano II). Nosotros nos preguntamos, como en otros capítulos de este libro, qué podemos aprender de él, a fin de elaborar un mapa que lleve a la fe hoy. Tal vez podamos resumir el enfoque pastoral de Ratzinger bajo tres encabezamientos. Presenta la fe: a) como una realidad eclesial y sacramental; b) como unidad de amor y sentido último; y c) como fuente de purificación y de gozo.

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Una pasión central de la vida de Joseph Ratzinger, primero como teólogo y más tarde como papa, ha sido comunicar la credibilidad de la fe al mundo actual, a menudo recurriendo al acervo del primer milenio. Consciente de que vivimos en un contexto que ya no apoya la religión, Ratzinger hace hincapié en la fe como decisión y como compromiso en progreso. Los creyentes de hoy necesitan valor para ser contraculturales, y por eso alimentar la fe adulta resulta central. Como la fe im plica un modo de vida alternativo, distinto del promovido por la cultura dominante, Ratzinger ha alabado a menudo a las comunidades o movimientos cristianos comprometidos, como formas de Iglesia emergente para el mundo de hoy. Para él, la Iglesia debería ser no solo un «lugar de experiencia», sino una «fuente de experiencia personal nueva» (PCT, 351), donde la gente aprenda cómo ser discípulos de Cristo en la cultura actual. Un desafío crucial, desde su punto de vista, consiste en crear experiencias vitales que puedan revitalizar los tesoros de la tradición. En el origen de la conversión del mundo antiguo había «una invitación de la experiencia a la experiencia» (LC, 36), donde los primeros cristianos atraían a otros a compartir su encuentro con el Señor resucitado. Sigue siendo verdad que «la educación en la fe es impensable sin una comunidad creyente» (PCT, 128). Estas comunidades pueden ayudar a la gente a tomar postura en el campo de batalla cultural de hoy: «La historia entera está marcada por este extraño dilema entre la afirmación de la verdad silenciosa y amable y la presión urgente de la utilidad» (LC, 28). Una de las expresiones favoritas de Ratzinger la constituye «la estructura-nosotros de la fe» (PCT, 15). Del mismo modo que el Dios cristiano se revela como un «nosotros» trinitario o comunión de personas, también la fe cristiana se encuentra mediante la relación con la Iglesia. El «yo creo» de la fe pasa de lo personal al «nosotros creemos» del culto comunitario que la Iglesia rinde a Dios. Aunque «la fe es un acto supremamente personal», cada persona es un receptor, no un hacedor, que necesita una tradición viva: «el "nosotros" de la Iglesia es la nueva comunión a la que Dios nos atrae superando nuestro limitado yo» (EPB, 212-213). Es aquí donde nace la fe y se alimenta de «la memoria de la Iglesia» (PCT, 23). El personalismo de la relación Yo-Tú con Dios es importante, pero necesita arraigar en una experiencia de memoria, de comunidad, de la gran tradición del «nosotros». En último término, la fe no puede ser «algo inven tado por mí», sino «una llamada a la comunidad», a la comunidad de la Palabra (IC, 58-59). Si la fe parte de la experiencia, esa experiencia se percibe mejor en el progreso de los catecúmenos hacia el bautismo adulto. Esto implica «un largo proceso de aprendizaje» que culmina en el diálogo de preguntas y respuestas del sacramento, que expresa la estructura de «llamada y aceptación» propia de la fe (PCT, 34-35). De este modo, los catecúmenos aprenden a morir a sí mismos y descubren que la vida puede ser un salir de uno mismo (ekstasis) con Cristo. La reflexión sobre la fe de Ratzinger presta mayor atención que la mayoría de los teólogos a los aspectos litúrgicos de la vida eclesial. Aquí es donde la fe se convierte en paideia, escuela de vida y amor. Dirigiéndose a un 136

encuentro de catequistas que habían acudido a Roma para el Jubileo del año 2000, dijo que «evangelización» significa mostrar a la gente la fe como un «arte de vivir». Añadiendo que nuestras celebraciones litúrgicas pueden ser demasiado racionalistas, como si su objetivo principal fuera la ininteligibilidad, y que nuestro culto, por el contrario, debe cultivar más el silencio, la belleza y un sentido oracional del misterio. Codo a codo con la insistencia de Ratzinger en la dimensión eclesial de la fe, está su insistencia en la Iglesia como sierva de la fe. La Iglesia no debe ser nunca un fin en sí misma, porque un espejo que se refleja únicamente a sí mismo ya no es un espejo. Por el contrario, la Iglesia existe para mediar y dar a conocer a Cristo, y cuando se encuentra en los diferentes momentos de la historia, sus instituciones están siempre necesitadas de discernimiento y autoexamen. El Logos se hace Amor Esta dimensión comunitaria va acompañada y se ve contrapesada por una insistencia en la espiritualidad personal y en el drama de la duda en el mundo actual. El capítulo que inicia la obra de Joseph Ratzinger mejor conocida, Introducción al cristianismo, sume al lector en una evocación de la actual crisis de fe. En estas páginas, publicadas en el simbólico año de 1968, la crisis se describe no en términos de ideas, sino de lucha contra la duda en una época en que la fe puede parecer imposible. El predicador es descrito como se sintiera extranjero en la cultura actual o se asemejara a una reliquia del pasado. Ratzinger recuerda a sus lectores la perenne vulnerabilidad de la fe: «El creyente se ve siempre amenazado por la incertidumbre» (IC, 17). Con mayor fuerza aún, dice que «tanto el creyente como el no creyente comparten, cada uno a su modo, la duda y la fe» (IC, 21). En un libro de entrevistas publicado en el año 2000, dice que, dado que la fe es un peregrinaje por esta vida, experimentará momentos de fragilidad. Incluso un papa, observaba Ratzinger, puede pasar por dificultades y oscuridades. «La fe es siempre un camino», nunca una ideología conveniente, pero puede madurar haciendo frente a «la opresión y el poder de la increencia» (GW, 36-37). ¿Hemos dejado atrás para siempre las seguridades de una era de la fe como la Edad Media? Ratzinger se pregunta en voz alta cómo muchas personas del pasado «entraban realmente en la dinámica de la creencia» (IC, 23) e insiste en que la fe genuina «ha sido siempre una decisión» que implica una transformación del creyente (IC, 25). ¿Cómo podemos describir la experiencia de la fe? Ratzinger propone que es un modo de depender confiadamente de la palabra de Dios que «no puede reducirse a conocimiento» (IC, 42). Ello implica por nuestra parte estar dispuestos a la apertura para reconocer nuestra necesidad de un don. Conocer a Dios no es ante todo cuestión de pensamiento, sino de encuentro y revelación. Y él ve este encuentro en términos contraculturales: «La primacía de lo invisible sobre lo visible y del recibir sobre el hacer 137

va directamente en contra» de las premisas contemporáneas (IC, 43-44). El encuentro personal en la raíz de la fe es con «el ser humano Jesús», y es a través de Él como experimentamos «el sentido del mundo como persona» (IC, 47). Sin embargo, una interpretación existencial de la fe como confianza puede ser unilateral. En sintonía con san Buenaventura, que insistía en la conexión entre el amor y la verdad, Ratzinger desea hacer hincapié en la verdadera dimensión de la fe. Como la verdad y el amor se unen en Cristo, Logos y Amor son ahora inseparables: «El sentido del mundo está presente ante nosotros como amor que me ama incluso a mí» (IC, 48). Por eso no debemos exagerar la distinción entre el Dios de la filosofía y el de la fe, ni la diferencia entre la racionalidad y la relación. Pero la verdad de la fe la recibimos, más que crearla o poseerla. Ratzinger ve como únicamente cristiana la ampliación de la idea griega de logos en el cuarto evangelio: «El logos del mundo entero... es al mismo tiempo amor» (IC, 103). Estas ideas centrales volverán a aparecer como tales en la primera encíclica del papa Benedicto. Debido a esto, Ratzinger siempre se ha resistido a las tendencias a aguar las verdaderas afirmaciones del cristianismo. Del mismo modo que Newman luchó contra el «liberalismo» de su época, Ratzinger ha combatido diversas formas de relativismo, y sigue sospechando profundamente de cualquier separación de la fe como amor de la fe como verdad. Bajo la bandera de la apertura mental, incluso los creyentes pueden volverse agnósticos anónimos aceptando que la verdad es imposible, y por eso pueden caer en una desdibujada versión del cristianismo como una vaga religión del amor. Dureza y belleza «La dureza misma de la aventura es lo que la hace hermosa» (FF 775). Por un lado, el cristiano recorre un camino purificador, marcado por toda una vida de lucha contra el engaño del pecado. Por otro lado, la fe es fuente de ligereza y de gozo, porque el peso que supone dar sentido a nuestra persona desaparece cuando caminamos en presencia del Señor Resucitado. En varios discursos sobre la fe y la cultura, el cardenal Ratzinger adaptó un dicho de san Basilio acerca del profeta Amós, a quien se define como talador de sicomoros. Este árbol, al parecer, produce la mejor goma cuando se le corta la corteza, y esto se convierte en una imagen del impacto purificador de la fe en las culturas humanas. Y lo mismo puede afirmarse de los individuos. «La sal profética» nos abrasa y nos cambia, a fin de hacernos más «constantes en el Sí» (PCT, 57, 64). La fe nunca es un asunto concluido que pueda darse por supuesto. Tiene que ser «constantemente renovada», porque implica «un morir al mero yo y una resurrección del yo verdadero» (EPB, 211212). Pero este proceso purificador, que es parte del itinerario cristiano, no debe reducirse a un moralismo ni a unos «valores» evangélicos: cualquier «no» genuinamente 138

cristiano solo tiene su lugar en el «sí» mayor y agraciado de una fe relacional. «Creer significa que nos es dado compartir la visión de Jesús» (EPB, 213), «cuya visión humana de la realidad divina es fuente de luz para todos» (LC, 32). Ratzinger ha afirmado, no sin causar alguna controversia, que la «fe» es un fenómeno exclusivamente cristiano: debido a la singularidad de la revelación de Dios en Jesucristo, creer en él es la clave de la naturaleza de la «fe» (LC, 10). A esta luz ha criticado las espiritualidades orientales como búsqueda impersonal y carente de relación oracional con el Dios que nos transforma. La fe genuina existe allí donde Dios nos habla y nos llama al amor divino. Cuando esta invitación es aceptada, la meditación significa no solo una forma de tranquila atención, sino una respuesta al don de una nueva vida en Cristo. Por eso la fe ve nuestro peregrinaje humano como el escenario de la acción continua de Dios como creador y redentor. La visión cristiana, según Ratzinger, puede afirmar ser «más optimista y radical» que la cultura dominante en la actualidad (PCT, 338). El creyente goza de una cierta «ligereza» de corazón que proporciona consuelo incluso en situaciones de confusión o vacío y, en última instancia, frente a la muerte. Estos frutos del Espíritu no dependen del esfuerzo humano, sino de la iniciativa de Dios. En este punto, Ratzinger parece hacerse eco de von Balthasar: «Solo puedo conocer porque soy conocido, y amar porque ya soy amado»; y añade después su propia nota particular: esa «confianza es posible en este mundo únicamente porque el fundamento del ser es digno de confianza» (PCT, 74). Una perspectiva pastoral para concluir esta sección prepapal. En diversas ocasiones, el cardenal Ratzinger comentó el pasaje que relata el evangelio de Juan del encuentro de Jesús con la samaritana como un ejemplo de desarrollo hacia la fe madura. Al final de este episodio, la gente dice que ahora cree, «no por lo que tú nos has contado», sino porque han escuchado y conocido por sí mismos. El futuro papa veía esto como el paso de la fe de «segunda mano» a la fe de «primera mano», porque ahora implica «un encuentro personal con el Señor» (PCT, 351). Especialmente hoy, la fe necesita convertirse en un reconocimiento o «conocimiento» de este tipo (LC, 34). Guiar a la gente hacia ese umbral de descubrimiento sigue siendo, desde su punto de vista, el propósito de toda formación en la fe. Después de abril de 2005 Existe una evidente continuidad entre los primeros escritos de teología del cardenal Ratzinger y sus muchas exploraciones de la fe como papa. Dirigiéndose a la Catholic University of America en Washington, en abril de 2008, el papa Benedicto reconocía «lo reacias que son hoy muchas personas a confiarse a Dios», añadiendo que «es un fenómeno complejo sobre el que yo reflexiono constantemente» (17 de abril de 2008), comentario personal sumamente revelador de que una preocupación clave de su 139

pontificado es hacer la fe real para un mundo secular. En más de una ocasión ha citado su propia obra teológica. Hablando en un simposio de profesores universitarios en junio de 2008, tomó una frase de su Introducción al cristianismo: «La fe cristiana ya ha tomado una opción inequívoca contra los dioses de la religión y en favor del Dios de los filósofos», añadiendo que se trataba de «un profundo convencimiento que he expresado en multitud de ocasiones». Y ha seguido insistiendo en que este lazo básico entre la fe cristiana y la reflexión filosófica no aprisiona la fe en el mundo de la teoría, sino que la libra de verse separada del ámbito de la verdad» (Alocución al Sexto Simposio Europeo para Profesores Universitarios, 7 de junio de 2008). Unos meses después, durante su visita a París, volvió sobre otro tema importante suyo, al comentar que «Dios se ha convertido verdaderamente para muchos en el gran desconocido» y que, cuando una cultura positivista desplaza la búsqueda de Dios a la esfera privada, «es un desastre para la humanidad» (Alocución a los representantes del mundo de la cultura, 12 de septiembre de 2008). A esta luz, el resto de este capítulo resumirá, bajo siete epígrafes, varios temas recurrentes de los discursos del papa Ratzinger (término habitual y respetuosamente empleado en italiano). Ampliar la temática de la racionalidad Una preocupación frecuente ha consistido en rescatar la racionalidad de las diversas formas reductoras del racionalismo en el mundo posterior a la Ilustración. La visión del papa de esta cuestión es la de una crisis antropológica - cómo nos vemos a nosotros mismos-, más que una simple cuestión filosófica o teológica. Del mismo modo que el ser humano es siempre más de lo que puede ser examinado empíricamente, «la verdad supone algo más que conocimiento». La verdad religiosa, en particular, es esencialmente personal y se manifiesta a toda la humanidad, «invitándonos a responder con todo nuestro ser» (Catholic University of America, Washington DC, 17 de abril de 2008). San Agustín decía que el conocimiento, de por sí, únicamente puede producir tristeza. Por lo tanto, «conocer a Dios no basta... El conocimiento debe convertirse en amor» (Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 3 de noviembre de 2006). Ampliar la conversación acerca de la razón y la fe es una de las claves de lo que el papa Benedicto llama (haciéndose eco de Rosmini) ministerio de la caridad intelectual. La fe como algo frágil y gradual Como teólogo, Joseph Ratzinger ha reconocido a menudo las luchas que forman parte de la experiencia de la fe. Más recientemente, dirigiéndose de improviso a los seminaristas romanos, el papa describió la gradualidad del itinerario de la fe en estos términos: «Encuentro fascinante la gran humanidad de Agustín, porque desde su comienzo como 140

catecúmeno fue, sencillamente, incapaz de identificarse con la Iglesia, pero sí pasó por una lucha espiritual para encontrar poco a poco el acceso a la Palabra de Dios, a la vida con Dios» (17 de febrero de 2007). En el mismo espíritu, al final de su encuentro navideño anual con la Curia romana en diciembre de 2009, utilizó una imagen sorprendente para evocar la situación de quienes buscan sentido espiritual, pero no pueden encontrarse cómodos en la Iglesia tal como ellos la perciben. Refiriéndose al episodio en que Jesús expulsó a los mercaderes del Templo para que pudiera ser «casa de oración para todas las naciones», el papa comentó que Jesús pretendía que el «llamado Patio de los Gentiles» recobrara su finalidad originaria de ser un «espacio libre para los gentiles que deseaban orar allí al único Dios, aunque no pudieran tomar parte en el misterio». Los agnósticos o los ateos actuales añadió - pueden sentirse «desconcertados» cuando hablamos de una «nueva evangelización»: no quieren «verse a sí mismos como objeto de misión». Y el papa Benedicto prosiguió haciendo una propuesta imaginativa: «Pienso que también hoy la Iglesia debe abrir una especie de "Patio de los Gentiles" en el que la gente pueda, de alguna manera, relacionarse con Dios sin conocerlo y antes de tener acceso a su misterio» (Alocución a la Curia romana, 21 de diciembre de 2009). Frutos sociales de la fe Cuando, en octubre de 1988, el cardenal Ratzinger tomó parte en un simposio con ocasión del setenta cumpleaños de Johann Baptist Metz, abanderado de la «teología política», finalizó su conferencia con estas palabras: «La cuestión de Dios, finalmente, no es una cuestión teórica, sino la cuestión de la praxis de la vida personal» (ET, 25). A pesar de sus reservas acerca de una influencia excesivamente marxista en la teología de la liberación, siempre habló contra el escándalo de la pobreza y en favor de los creyentes que luchan contra la injusticia. Antes incluso de la fuerte visión social de su tercera encíclica, Caritas in veritate, su segunda carta comenzaba: «El mensaje cristiano no solo es "informativo", sino "performativo"». «El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida» (SS, §2). Discernimiento cultural La imagen de la vida promovida por las «imágenes culturales» dominantes que nos rodean puede inducir a una «negación práctica de Dios», situación en la que «ya no hay ninguna necesidad de Dios» (Alocución al Consejo Pontificio para la Cultura, 8 de marzo de 2008). En un contexto consumista, la fe debe ser presentada «de modo atractivo e imaginativo a una sociedad que dispone de diversas recetas para la realización humana» (Encuentro con los obispos de los Estados Un¡ dos de América, 16 de abril de 2008). Por eso los creyentes necesitarán nuevas habilidades para discernir la luz de la oscuridad en los numerosos mensajes que nos bombardean hoy. 141

La modernidad se fundamentó en dos pilares: un nuevo sentido de la libertad y un nuevo sentido de la razón. Poco a poco, sin embargo, estos logros han ido revelando su lado sombrío, y los desafíos que plantean siguen con nosotros hoy: «Afrontamos dos polos: por un lado, la arbitrariedad subjetiva; por otro, el fanatismo fundamentalista». Pero en lo profundo de cada persona yace la intuición de que «al comienzo de todas las cosas no debe haber irracionalidad, sino Razón creativa; no casualidad ciega, sino libertad» (Alocución a los representantes del mundo de la cultura, París, 12 de septiembre de 2008). La fe como respuesta al amor como verdad La primera encíclica del papa Benedicto sorprendió a mucha gente con su elocuente himno al amor (como lo describió The Times). De entrada, hablaba de la fe como arraigada en una decisión que responde a un don: «No una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida», donde «el amor ya no es solo un "mandamiento", sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro» (DCE, § 1). Cualquier interpretación fácil es contrarrestada por la tercera encíclica del papa, donde advierte que el amor corre un fatal riesgo de verse divorciado de la verdad. De ser así, «degenera en mero sentimentalismo», como «un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente» (CinV, §3). La singularidad de Cristo: el Logos como amor encarnado Como hemos visto en sus primeros escritos, el papa Benedicto no habla de la novedad del Evangelio en términos de idea, sino de persona: «La figura misma de Cristo» da al cristianis mo «un realismo inaudito» (DCE, § 12). Como papa, ha seguido examinando la idea de Logos como clave de la verdad de Cristo. En 1998 vinculó una excelsa visión del Logos Creador con la presencia sanadora de Cristo: cuando la gente «no puede encontrar el camino hacia Dios por sí misma», el Pastor que los lleva a casa es «el Logos mismo, la Palabra eterna, el sentido eterno del cosmos que mora en el Hijo del Hombre» (ET, 21). Justamente esta misma idea se encuentra en su primera encíclica, donde la razón y el amor se unen: «Este principio creativo de todas las cosas - el Logos, la razón primordial - es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor» (D CE, § 10). Fe y razón: purificación mutua «Pero, al mismo tiempo [la fe] es una fuerza purificadora de la razón misma. Partiendo de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y, de este modo, la ayuda a ser mejor» (DCE, §28). Menos de un año después de su primera encíclica, esta era de nuevo una importante preocupación de la conferencia del papa Benedicto en la Universidad de Ratisbona, donde propuso una «ampliación de nuestro concepto de razón». La 142

controversia irracional que surgió después de este discurso fue tanto más paradójica cuanto que uno de sus temas centrales fue la necesidad de proteger del extremismo tanto a la fe como a la razón, haciendo «que se unieran de un modo nuevo». La conferencia reconocía que la enfermedad puede infectar tanto a la razón como a la religión: «Se trata de una situación peligrosa para la humanidad, como vemos por las perturbadoras patologías de la religión y la razón que surgen cuando la razón se ve tan reducida que las cuestiones relativas a la religión y a la ética ya no le interesan» (Conferencia en Ratisbona, 12 de septiembre de 2006). Aunque el discurso en la Universidad de Ratisbona suscitó muchos comentarios, fueron pocos los que repararon en que aquel mismo día el papa había tratado el mismo tema en una homilía. Después de referirse a los desafíos modernos a la fe, volvió a insistir en el Logos: «Nosotros creemos que en el comienzo de todo está la Palabra eterna, con la Razón y no la Sinrazón». Y prosiguió tocando otro de sus temas recurrentes acerca de la revelación cristiana: el Logos convirtiéndose en amor encarnado: «Esta razón creativa es Bondad, es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja buscando a tientas en la oscuridad». Un poco después viene un pasaje que merece una cita más extensa, porque refleja muy bien la visión del papa: «Hoy, cuando ya hemos aprendido a reconocer las patologías y las enfermedades que amenazan la vida y que están asociadas a la religión y la razón, así como los modos en que la imagen de Dios puede ser destruida por el odio y el fanatismo, es importante afirmar claramente al Dios en quien creemos y proclamar confiadamente que este Dios tiene un rostro humano. Solo esto puede liberarnos de tener miedo de Dios, que es lo que, en último término, está en la raíz del ateísmo moderno» (Homilía de la misa, Islinger Feld, Ratisbona, 12 de septiembre de 2006). Particularmente sorprendentes son las afirmaciones de que el ateísmo se origina en un falso miedo a un falso Dios, y que en la Encarnación de Dios radica nuestro modo cristiano de salvar a la religión y a la razón de sus potenciales distorsiones. Conclusión ¿Cuáles son algunas de las contribuciones del papa Benedicto a nuestro mapa acumulativo de la fe? Mucho más que otros pensadores, el papa trata de defender la fe como una religión del Logos fundamentada en la razón. No se trata de la razón estricta heredada de la Ilustración, ni del cientifismo, ni de apologéticas antiguas, sino del pleno rango de la racionalidad humana, que abarca el pensamiento, el sentimiento, las op ciones existenciales y la oración. El papa quiere para hoy una fe reflexiva arraigada en un sentido de la razón creativa que es Dios y que se nos muestra en Jesucristo. Aunque esto puede parecer un tanto intelectual, Ratzinger se ha dedicado a traducir su elevada visión a un lenguaje más espiritual y pastoral. Como Newman, a quien admira profundamente, quiere profundizar nuestro sentido de la persona humana dispuesta para la Palabra de Dios. Habla con frecuencia de un itinerario de fe similar al de Abrahán, 143

como un éxodo del ego o incluso como un éxtasis en que salimos de nuestro pequeño yo. Como ya hemos visto, conecta esta aventura de fe con la liturgia y, en particular, con la iniciación bautismal de los catecúmenos. En su opinión, el mejor mapa de fe, por así decirlo, proviene del hecho de ser testigo de la experiencia cristiana viva en otras personas. Vislumbrando la plenitud de vida encarnada en los santos, canonizados o desconocidos, la decisión de fe se hace más posible para la mente y el corazón. Las presiones y la confusión de la cultura actual suponen que la fe tiene que ser activamente crítica, no limitándose a desenmascarar ideas y estilos de vida reductores, sino creando comunidades y modos de vida alternativos. La fe no debería permitirse aparecer como negativa, porque está fundamentada en un gran Sí a Dios y a la vida, que se origina en el Sí de Dios a nosotros. El creyente es bendecido con consolación a propósito del sentido último como amor. A pesar de la oscuridad que la fe puede encontrar, adopta una postura respecto de la promesa de fidelidad de Dios, y esto persiste en cada época como su única fuerza. Una cita final característica puede hacerse del primer mensaje «Urbi et Orbi» navideño del papa Benedicto: «La época moderna es vista a menudo como un despertar de la razón de su letargo, como la iluminación de la humanidad después de una época de oscuridad. Sin embargo, sin la luz de Cristo, la luz de la razón no basta para iluminar a la humanidad y al mundo» (Alocución Urbi et Orbi, 24 de diciembre de 2005). REFERENCIAS A LAS OBRAS DE JOSEPH RATZINGER EPB The Essential Pope Benedict XVI, His Central Writings and Speeches, San Francisco 2007. FF Faith and the Future, Chicago 1971 (trad. cast. del alemán: Fe y futuro, Desclée de Brouwer, Bilbao 2011). GW God and the World (conversación con Peter Seewald), San Francisco 2002 (trad. cast. del alemán: Dios y el mundo: creer y vivir en nuestra época: una conversación con Peter Seewald, Debolsillo, Barcelona 2005). IC Introduction to Christianity, London 1969 (trad. cast. del alemán: Introducción al cristianismo: lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 2009). LC To Look on Christ: Exercises in Faith, Hope and Love, Slough 1991 (trad. cast. del italiano: Mirar a Cristo: ejercicios de fe, esperanza y amor, Edicep, Valencia 2005). SE The Salt of the Earth (entrevistas con Peter Seewald), San Francisco 1997 (trad. cast. del alemán: La sal de la tierra: quién es y cómo piensa Benedicto XVI, Ediciones Palabra, Madrid 2007).

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PCT Principles of Catholic Theology: Building Stones for a Fundamental Theology, San Francisco 1987. ET The End of Time? The Provocation of Talking about God, con J.B.Metz et al., New York 2004. DCE Deus caritas est, carta encíclica, 2007, . SS

Spe Salvi, carta encíclica, 2007, .

CinV Caritas in Veritate, carta encíclica, 2009, .

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LOS PILARES CONVERGENTES DE LA SABIDURÍA

EN el año 2009, la novelista canadiense Margaret Atwood publicó The Year of the Flood, una ácida sátira de nuestra capacidad de autodestrucción en un mundo postapocalíptico del futuro. Lo fascinante es la dimensión religiosa de la novela, donde un grupo ecologista llamado «Los jardineros de Dios» vive en comunas contraculturales. Los trece apartados del libro comienzan con un sermón de su líder y con un himno medioambientalmente correcto. Esto parece a la vez brillantemente creíble y una completa burla. ¿Cuál es el significado de tanta religiosidad y de tantas referencias bíblicas? ¿No es más que nostalgia o tal vez la novela evoca la redención o el perdón, con su momento final de una música que «viene a nuestro encuentro en la oscuridad»? ¿A qué viene tanta mención de Dios en un relato básicamente agnóstico? ¿O se trata más bien un texto gnóstico, en el sentido de una espiritualidad sin un objeto ni una fe definidos? Flannery O'Connor probablemente habría acusado a Atwood de jugar con la catástrofe sin tener raíces ni mostrar compromiso alguno. Deseo e incertidumbre Yo creo que es posible una interpretación más benévola. Margaret Atwood se las arregla para reflejar dónde se encuentra nuestra cultura: espiritualmente a la deriva durante la mayor parte del tiempo, anhelante de algo más, pero a menudo insegura y temerosa. En este sentido, la autora escenifica la fragilidad actual de la fe, personificada en la protagonista, Toby, una mujer que desempeña labores cada vez más importantes entre los Jardineros, pero que no llega a aceptar plenamente la visión de estos. Invitada a aceptar un nuevo papel de dirigente, dice: «No estoy segura de creer en todo esto»; a lo que el líder, Adam One, replica: «En algunas religiones, la fe precede a la acción. En la nuestra, la acción precede a la fe... No debemos esperar demasiado de la fe... Toda religión es una sombra de Dios. Pero las sombras de Dios no son Dios». El texto está jalonado de comentarios en relación con el hecho de que la verdad espiritual es absurda desde un punto de vista materialista, así como de citas de Juliana de Norwich acerca de cómo «toda realidad tiene su ser gracias al amor de Dios». Pero tal vez más importante que estas alusiones religiosas sea la experiencia que significa la lectura del relato. Se trata de una experiencia de conciencia desdoblada, de simpatía y de distancia, de atracción hacia la visión espiritual y de incomodidad con la ingenuidad general en un mundo trágicamente violento. En este sentido, el libro refleja de algún modo la imaginación espiritual de nuestro tiempo, su necesidad de creer y su 147

incapacidad, al mismo tiempo, para traspasar el umbral de la fe. Las creencias institucionalizadas de tipo tradicional parecen demasiado simples para este mundo tan problemático. Su sabiduría sigue siendo atractiva y, al mismo tiempo, inalcanzable. Esto nos recuerda el diagnóstico de Rahner respecto de la actitud en el umbral del deseo cuando va acompañado de la incapacidad de decidir. En una cultura de la fragmentación, Atwood reconoce una profunda hambre de Dios y un anhelo de salvación. Pero mantiene una distancia satírica respecto de cualquier forma de religiosidad que, al institucionalizarse, trascienda el ámbito de lo personal. Un escepticismo análogo, pero más acusado aún, caracteriza una de las películas de mayor éxito en el año 2009, A serious man, de los hermanos Coen. En un contexto específicamente judío, volvemos sobre la historia de Job en clave moderna y cómica. Larry es un profesor de física, experto en mecánica cuántica y en el principio de incertidumbre, el cual se ve asaltado por una serie de infortunios que le obligan a preguntarse: «¿Por qué tenemos preguntas si carecemos de respuestas?». Los rabinos a los que acude no le ofrecen más que una serie de tópicos. «Acepta el misterio» parece ser la única respuesta. El mundo es caprichoso, y Dios incognoscible. Resiste frente al nihilismo con coraje y sentido del humor, pero no esperes ninguna luz deslumbrante que pueda proporcionarte un consuelo. La película puede parecer más triste y pesimista que la novela de Atwood, pero ambas son típicas del momento actual. Las preguntas religiosas siguen vivas, pero las respuestas que suelen darse resultan difíciles de aceptar. Un triángulo inicial Si Atwood y los Coen reflejan de algún modo nuestra sensibilidad espiritual, ¿qué hemos aprendido de las diez perspectivas que hemos visto a lo largo de este libro que pueda al menos comenzar a responder a las exigencias de hoy? En su mayoría, nuestros autores responden a un momento anterior de la historia cultural, en el sentido de que tenían en mente la incredulidad moderna, más definida que la confusa búsqueda de la postmodernidad. ¿Tienen, pues, algo que ofrecer a los nuevos buscadores de espiritualidad? ¿Cómo pueden sus reflexiones traducirse para quienes se agolpan en el «Patio de los Gentiles» del papa Benedicto y que, alérgicos a la religión institucional, andan sin embargo en busca del Dios Desconocido? En esta conclusión espero poder sugerir algunos puentes que puedan tenderse entre la sabiduría descubierta en los capítulos anteriores y la sensibilidad emergente de este nuestro siglo XXI. En su famoso ensayo de 1927, El elemento místico de la religión, Friedrich von Hügel veía tres dimensiones de la religión relacionadas, respectivamente, con la infancia, la juventud y la edad adulta. Los niños pueden crecer felices en un tipo «institucional» de fe, donde sus imágenes de la vida son moldeadas por su pertenencia a una tradición eclesial. Los jóvenes tienen necesidad de un planteamiento más «crítico»: su interpretación de la vida pide encontrar razones dotadas de sentido. La fase adulta de la 148

fe, finalmente, va más allá de las dimensiones institucional y racional, desembocando en una fase más «mística», en el sentido de que la religión necesitará ser sentida en profundidad, ser experimentada, más que «percibida con los sentidos y la razón», y ser «amada y vivida, más que analizada». Von Hügel veía estas tres dimensiones no solo como estadios cronológicos, sino como esenciales para una maduración gradual de la fe: comenzar por la fidelidad a la Iglesia, seguir afrontando preguntas y buscando respuestas y acabar experimentando la profundidad personal de la entrega espiritual. La dimensión «institucional» está destinada a ofrecernos un lugar de pertenencia en el que recibir la revelación de Dios. El elemento «crítico» nos ofrece herramientas para la búsqueda intelectual de la validez y el significado de la fe. La dimensión «mística» alimenta un encuentro más personal y profundo con la gracia. Von Hügel resume su visión en una concisa frase: «Yo creo porque se me ha dicho, porque es verdad, y porque responde a mis experiencias y necesidades interiores más profundas». Las tres dimensiones - comunidad, cabeza y corazón - pueden y deben vivir juntas en una sana tensión. Si domina el elemento institucional, la religión puede volverse externamente legalista y olvidar esa profunda confianza «de una persona hacia una Persona». Si lo que domina es la reflexión intelectual, se corre el riesgo de desdeñar la necesidad de comunidad y afectividad. Si la espiritualidad interior monopoliza el escenario, puede eludir la frágil realidad de una Iglesia humana y las perennes limitaciones del entendimiento humano. Los siete pilares de la sabiduría Este triángulo de von Hügel proporciona un fecundo punto de acceso a las dimensiones clave de la fe; pero hoy, y a la luz de nuestros capítulos precedentes, sus tres puntos requieren una integración. Yo propongo otros cuatro horizontes que pueden sumarse y formar los «siete pilares de la sabiduría» (por hacernos eco de la famosa expresión del Libro de los Proverbios). Para empezar, vamos a volver sobre el triángulo de von Hügel, traduciéndolo a un idioma diferente, tratando en cada paso de dirigirnos a quienes viven la búsqueda espiritual típicamente postmoderna. Las siete sabidurías

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Primer pilar: la sabiduría de la pertenencia «La Iglesia tiene espacio suficiente para contener las mentes más grandes y diversas». -HENRI DE LUBAC La fe no es una carrera en solitario. Nuestros diez pensadores han desarrollado su visión dentro de la tradición de sentido que es la Iglesia, aunque unos de manera más dolorosa que otros. A pesar de todo, y para hacernos eco de G.K. Chesterton, la Iglesia puede salvarnos de la esclavitud de ser hijos únicamente de nuestro propio tiempo. Nos proporciona raíces en una aventura de luz y de lucha mucho más larga. Este pilar de la sabiduría implica estar con otros ahora y también gozar de una rica herencia del pasado. Pero en la cultura fragmentada actual y con una imagen de la Iglesia a menudo menoscabada, la pertenencia a una tradición religiosa se ha vuelto difícil y más infrecuente. Decir que la Iglesia no siempre es experimentada como un hogar espiritual es 150

quedarse bastante corto. Aunque el lector sienta poco entusiasmo por la Iglesia o las Iglesias, e incluso las mire con profunda desconfianza, debe preguntarse si debe volver a inventar la rueda. A pesar de sus aterradores fallos, la Iglesia ha sido un espacio en el que innumerables personas se han alimentado durante muchos siglos. Ha desarrollado un andamiaje para itinerarios hacia una fe posible: mediante la reflexión sobre la vida y la revelación, mediante habilidades relativas a la interioridad, mediante la celebración sacramental, mediante el testimonio de entrega personal de la gente corriente y de los santos... Sin esta compañía de creyentes, el itinerario hacia la fe puede ser, sencillamente, demasiado solitario y carente de puntos de referencia. Segundo pilar: el mundo de la reflexión «Todo el que busca la verdad busca a Dios, sea consciente o no de ello». -EDITH STEIN ¿Hay algún tema importante acerca de la fe que no haya sido objeto de interminables indagaciones a lo largo de la historia de la teología cristiana? En nuestros diez exploradores hemos encontrado un deseo de aprender del pasado, a fin de repensar el significado de la fe para un contexto radicalmente modificado. Todos eran muy conscientes de las nuevas dificultades actuales, normalmente más culturales que intelectuales, más relacionadas con un cambio de sensibilidad que con objeciones al credo. Los diez pretendían también profundizar o ampliar la temática. Querían reconsiderar la fe cristiana como una realidad viva y vivible, a la vez coherente y personal. La idea de una «teología» puede repeler al lector. Puede parecerle un terreno de irrelevancias superfluas. Pero la mejor tarea de la teología ha consistido siempre en reflexionar, orar y encarnar la Palabra de Dios para ahora, para muchos «ahoras» distintos. Es el arte de ser encrucijada, de estar en medio, de recibir la revelación y transmitirla. Su vocación es mediar el significado de Dios para nosotros. Recientemente, unos grandes amigos míos me comentaron que su hijita se había convertido en una «especialista en interrogatorios». Había descubierto «Qué» (como en «¿qué es eso?») antes de pasar a sus actuales palabras favoritas: «Por qué». Estas sencillas palabras abren todo un universo. El preguntar, como decía Lonergan, expresa el eros de nuestro espíritu, nuestro impulso innato de conocer. Respecto de la fe hay multitud de preguntas importantes y una larga herencia de respuestas espiritualmente nutricias. Sobre todo, goza y acepta tus preguntas. Tienes que dejarlas vivir antes de que las respuestas puedan tener sentido. 151

Tercer pilar: el drama interior «Reúne mis fragmentos hacia el radio, el momento que todo lo engulle una vez más». -MARGARET AvISON La oración, en sus muchas formas, es la expresión clave de la fe. Abarca desde el rezo ordinario de plegarias hasta los momentos de profundo silencio, bendecidos a veces con la plenitud; encerrados otras veces en la oscuridad o la agonía. Pensemos en la gama de emociones que aparecen en los salmos, desde la confusión hasta la gratitud, desde la ira hasta la ternura, desde el cuestionamiento doloroso hasta el sentirse lleno de esperanza. La oración cristiana supone relajarse ante la realidad de ser amado por Dios, a fin de elevarse cada día con el valeroso realismo del amor. Si es genuina, proporciona una erosión de nuestro pequeño ego, una lenta transformación hacia una libertad que, de lo contrario, sería inalcanzable. Como nos recordaba Sequeri, somos invitados al espacio interior de la oración del propio Cristo, vislumbrando y compartiendo su confianza en el Abba-Padre. Puede que la sensibilidad postmoderna del lector se sienta tentada de buscar un espacio interior de calma espiritual. Hoy se da una fascinación por el itinerario interior con métodos de meditación que se proponen poner en contacto con el ahora. Hasta aquí, todo va bien. Se debe a una necesidad de nuestro tiempo, a un anhelo de otra calidad de vida. Un «best-seller» nos dice que seamos los «guardianes de nuestro espacio interior» y que «lo valoremos todo en función del grado de paz que sintamos en nuestro interior». Pero ¿es esto más que una atractiva verdad a medias? Porque parece olvidar el duro trabajo que se precisa en cualquier compromiso espiritual duradero. El itinerario de la oración cristiana va más allá. Buscará la paz, «no como la da el mundo», y sin duda pasará por «muchos conflictos», como decía George Herbert de su poesía. «The Collar», uno de sus más famosos poemas, comienza con un arrebato de airada frustración y líneas rotas, para finalizar con armonía, como un sorprendente don. Va de la rebelión del «Dio un puñetazo en la mesa y gritó: ¡Se acabó!» a la aceptación serena, a la que se llega no como un logro, sino como un don.

(A propósito, conociendo la oculta sutileza de Herbert, probablemente en el título hay 152

un triple juego de palabras: yoke [yugo], choler [ira], caller [persona que llama]). Cuarto pilar: «Si no os hacéis como los niños» «Los conceptos crean ídolos. Solo el estupor conoce». -GREGORIO DE NISA G.K.Chesterton, ardiente defensor del niño que hay en el adulto, invitaba a adoptar una «imaginación como la de Dios, que hace nuevas todas las cosas». Ya hemos visto la insistencia de Newman en la disposición: nuestra apertura o cerrazón a la fe es anterior al pensamiento o la palabra. También hemos visto cómo se burlaba Flannery O'Connor de nuestros escudos de vanidad. Quería romperlos para que nos dispusiéramos a la gracia. Estos tres autores se alarmarían ante el externalismo autosuficiente de los «nuevos ateos» de los últimos años, que simplemente ignoran el hecho de que la fe implica unas precondiciones espirituales. Sin un espíritu de recepción y reverencia, podemos ser como los niños malhumorados que Jesús satirizó en una parábola: ni bailaban con la música alegre ni lloraban con las canciones tristes. El filósofo Wittgenstein subrayaba que solo el amor puede creer en la Resurrección. La actitud lo es todo, pero tu yo postmoderno puede sufrir de un exceso de turismo y una falta de peregrinaje. Un artista neoyorquino amigo mío, Alfonse Borysewicz, creó hace años una estructura en forma de capilla llamada «Tu propia alma». El exterior estaba cubierto de números y desgarrones, pero había una pequeña apertura al interior. Tenías que ponerte de rodillas para entrar. Una vez dentro, al principio solo veías un oscuro cuerpo muerto. Después, poco a poco, a medida que tus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, percibías pequeñas imágenes doradas. Parecía una parábola de la fe. Si no entras humildemente, no ves. Si no esperas en la oscuridad, no encuentras el tesoro. Como dice María en el Magnificat: los orgullosos serán dispersados en la imaginación de su corazón, pero los hambrientos encontrarán alimento. Quinto pilar: la Palabra hecha carne «El cristianismo enseña a descubrir». -ELMAR SALMANN Llegamos aquí al desafío central del cristianismo; desafío que puede suscitar incomodidad en el buscador postmoderno. Parece demasiado definitivo. Este es, y ha sido siempre, el escánda lo del Evangelio. A algunos filósofos agnósticos actuales les gusta hablar de la posibilidad de Dios. Pero aquí nos atrevemos a hablar de realidad, 153

histórica y, sin embargo, eterna. Hay en esto un desafío fundamental; no solo la verdad de que Dios vino a nosotros, sino la historia, más larga, de la autocomunicación de Dios a la humanidad. La fe cristiana se mantiene en pie o se viene abajo en función de estas afirmaciones acerca de la revelación bíblica. Los otros pilares de la sabiduría se desvanecen en la vaguedad si Dios no nos ha hablado. Los diez «gigantes» de los capítulos anteriores coinciden en este punto, pero von Balthasar y Sequeri insisten particularmente en la sorprendente diferencia de la revelación cristiana. No está nunca, nos dicen, en fácil continuidad con nuestras preguntas. Es interrupción, ruptura, exceso. Su clímax en la Cruz y la Resurrección nos lleva más allá de toda lógica humana. Se trata de un realismo diferente, de una revelación que nunca es percibida por la mente que meramente confía en sí misma. Lo que parece totalmente imposible abre la puerta a una vida resucitada para nosotros incluso aquí y ahora. Pero solo una cierta modalidad del deseo y del asombro receptivo hace posible esta revolución divina. Para el talante espiritual de hoy, el Evangelio puede parecer demasiado bueno para ser verdad. Se sabe tanto acerca de la complejidad de la historia que parece ingenuo o imposible decir «sí» a una antigua historia de un predicador de Palestina. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?». Solo se puede encontrar la respuesta por fidelidad a otros pilares de la sabiduría. Por ejemplo, si te aproximas a esta historia con el tipo de disposición visto en el cuarto pilar y si vives la autoentrega activa que constituirá el séptimo pilar, estarás más dispuesto para el reconocimiento de la figura de Jesús. En el Evangelio había momentos en que Jesús no podía realizar milagros porque la familiaridad producía cerrazón y menosprecio. En su poema «Orar», Mary Oliver nos invita a no dar prioridad a los momentos de intensidad, sino que son nuestros mejores esfuerzos los que nos llevan a un posible reconocimiento, a una puerta de entrada

Sexto pilar: como en un espejo, en enigma «Ruego a Dios que me libre de "Dios"». -MEISTER ECKHART Esto nos invita a caer en la cuenta de la fragilidad de la fe y de todas nuestras expresiones de la misma. Dios nunca es obvio. La fe no camina bajo una luz firme y segura. Para nuestros criterios habituales de realidad, Dios es dolorosamente irreal. El 154

Concilio Vaticano 1 evocó esta oscuridad de la fe empleando unas imágenes impactantes: incluso después de reconocer la revelación de Dios, Dios permanece «cubierto con un velo» o «envuelto en tinieblas». Esta es la base de lo que se denomina «teología negativa», que nos recuerda que necesitamos una cierta humildad en todas nuestras afirmaciones acerca de Dios. Nos recuerda también que Dios permanece silencioso y extrañamente frustrante para nuestras habituales expectativas. El joven Joseph Ratzinger comentaba que, sobre el ateísmo, el Vaticano II debería haber recurrido más a esta rica tradición, con su insistencia en que Dios está siempre oculto y es invisible y trascendente. San Agustín lo subrayó sin rodeos: «Si lo has entendido, entonces no es Dios... Si piensas que has comprendido, tu pensamiento te ha engañado». San Juan de la Cruz se hace eco de esto más positivamente: encontramos a Dios mejor mediante «un entender no entendiendo». Con su típica lucidez, santo Tomás de Aquino veía la fe como una forma im perfecta de conocimiento; por lo tanto, la experiencia del creyente es «similar a la de quien duda con sospechas». La sensibilidad postmoderna (como en la novela de Atwood) puede preferir un distanciamiento irónico del Evangelio. Insiste muy acertadamente en que Dios está más allá de todas nuestras ideas e imágenes, inaprehendido e inaprehensible. Pero es fácil confundir esta sabia reticencia con el agnosticismo. El «no» de una teología negativa auténtica viene después del «sí» de la fe. Estar arraigado en ese «sí» ayuda a sobrevivir a las luchas con la experiencia del «no». ¿ Qué tienes tú que ver con el corazón de las tinieblas (por hacerme eco del famoso título de Conrad)? Te adentras en las sombras y en el vacío. Puedes querer evitarlos, pero sabes que son una parte crucial de tu aventura humana. A esta luz puede haber una convergencia sorprendente entre los ateos angustiados y los oscuros itinerarios de los místicos. Ambos experimentan una extraña «ignorancia». Ambos diagnostican el peligro de crear un Dios demasiado cómodamente a nuestra imagen. El poeta John Keats hablaba de una «capacidad negativa», una sabiduría purificada que se alcanza cuando se es «capaz de estar en las incertidumbres, los Misterios y las dudas sin buscar irritadamente el hecho y la razón». Séptimo pilar: obrar la verdad «Cualquier versión de Dios que no esté en sintonía con una dinámica de puro amor es falsa». -SIMONE WEIL El Evangelio de Juan dice que quien obra la verdad va a la luz (Jn 3,21). La Primera Carta de Juan apunta a una nueva epistemología: sabemos que hemos pasado de la 155

muerte a la vida cuando amamos (1 Jn 3,14). La verdad religiosa no se alcan za por caminos únicamente de reflexión, sino mediante nuestra manera de vivir. Los pensadores postmodernos dicen que la realidad es «performativa» (palabra empleada también por el papa Benedicto con respecto a la fe): no actuamos en función de lo que pensamos, sino que llegamos a diferentes modos de pensar a través de nuestras maneras de actuar. Por citar de nuevo algunas ideas de Wittgenstein: en cierta ocasión comentó a su amigo irlandés Maurice Drury que, «si tú y yo vamos a vivir una vida religiosa, no debe ser porque hablemos mucho de religión, sino porque nuestra forma de vida sea diferente. Yo creo que solo si tratas de ser útil a otras personas encontrarás finalmente el camino hacia Dios». También escribió que «el cristianismo no es una teoría», sino un modo de vida; «la práctica da sentido a las palabras» y, en última instancia, «tienes que cambiar de vida». Hemos encontrado este énfasis en varios de nuestros autores, y desde luego en Newman, Blondel, Selle y O'Connor. «Creemos porque amamos», decía Newman. La fe necesita no solo una disposición interna, sino una opción por un modo de actuar diferente. Solo dentro de un compromiso vivido se hace viva. Y dado que la fe es más que una opción individual, ese estilo de vida diferente implica a la comunidad de creyentes. Si la cultura circundante es adicta a lo superficial («distraída de la distracción por la distracción», como decía T.S.Eliot), los creyentes tienen que vivir con una imaginación distinta, felizmente, visiblemente y tomando partido en la lucha por la justicia. Como buscador postmoderno de la fe, ¿ha encontrado el lector una comunidad viva, como esos grupos cristianos que se dedican día tras día a los marginados o discapacitados? Más concretamente, ¿ha tenido contacto real con los heridos del mundo o ha tratado de servir de este modo? De no ser así, a la búsqueda de sentido espiritual puede faltarle una nota importante para lograr la armonía. Pensemos en ese extraordinario momento de El rey Lear en que un anciano dictatorial llega al lenguaje de la humildad. Reducido a la «pobreza sin techo» en medio de una tormenta, dice a sus dos compañeros que vayan al refugio por delante de él, porque quiere «orar». En su meditación cae en la cuenta de que nunca antes se ha encontrado realmente con el sufrimiento, pero ahora, en contacto con el dolor ajeno, se ve libre de preocupaciones innecesarias y está, de hecho, más cerca de Dios.

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Dos fundamentales tesis bíblicas se han encarnado aquí: La fe sin obras está muerta. Pero un corazón de piedra puede convertirse en corazón de carne. Hacia «más de lo que podemos imaginar» (san Pablo) «Todo culmina en el umbral del Amor, que solo el Amor puede cruzar». -JEAN-LUC MARION «¿Qué más queda por decir?» (Yeats). Queda mucho, porque Deus semper maius, Dios es siempre mayor que nuestros esfuerzos por expresarlo o comprenderlo. Un conocido dicho Zen lo expresa diciendo que el dedo que apunta a la luna no es la luna. La fe encuentra su plenitud, no en lo que decimos, sino en la realidad de Dios. ¿Y dónde se hace real para nosotros esa inalcanzable realidad? Como un encuentro en progreso. Como un lento éxodo de la pequeñez, dejando que la vida sea transformada por el Espíritu. Un poema de la australiana Judith Wright, titulado «Gracia», comienza así:

Luego prosigue evocando otra presencia, como un «súbito láser» introduciéndose en lo ordinario. Y concluye: «Puede que hubiera en el pasado una palabra para ello. Llamémoslo "gracia". Yo la he visto, una o dos veces, en un rostro humano». Nuestros mapas nos invitan a ir más allá de todas nuestras palabras y adentrarnos en el Silencio cuyo nombre menos indigno es Amor. De hecho, Tres Amantes que nos aman para que nos amemos en nuestro agraciado y herido mundo de rostros humanos. 1. Las cartas a Corn pueden encontrarse en Flannery O'CONNOR, The Habit of Being, 157

New York 1979, pp. 476-489; o en Flannery O'CONNOR, Collected Works, The Library of America, New York 1988, pp. 1.163-1.174.

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Índice Introducción: 1. John Henry Newman: 2. Maurice Blondel: 3. Karl Rahner: 4. Hans Urs von Balthasar: 5. Bernard Lonergan: 6. Flannery O'Connor: 7. Dorothee Sólle: 8. Charles Taylor: 9. Pierangelo Sequeri: 10. Joseph Ratzinger: Conclusión: (Este intento de reflejar lo que Flannery O'Connor podría decirnos sobre la fe hoy se inspira fundam

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12 18 33 43 57 69 82 94 106 119 131 145 157

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