Manual Administrativo IV (TXT)[2]

October 3, 2017 | Author: Ana Cueto Santos | Category: Estate (Law), Property, Statute Of Limitations, Construction Law, Inheritance
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RAMON PARADA Catedrático de Derecho Administrativo

Derecho Administrativo III Bienes públicos. Derecho urbanístico Duodécima edición BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN: RÉGIMEN BÁSICO. DOMINIO PÚBLICO. UTILIZACIÓN Y PROTECCIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO. AGUAS TERRESTRES. DEMANIO MARÍTIMO. MONTES Y LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA. MINAS. PATRIMONIO CULTURAL. CONCEPTO, PROBLEMÁTICA Y ORÍGENES DEL DERECHO URBANÍSTICO. DESNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO A URBANIZAR A UN URBANISMO DE INTERESES PRIVADOS Y RECAUDATORIOS. BASES ESTATALES DEL DERECHO URBANÍSTICO. PLANEAMIENTO URBANÍSTICO. FORMACIÓN Y EFICACIA DE LOS PLANES. EJECUCIÓN DEL PLANEAMIENTO. EDIFICACIÓN Y DISCIPLINA URBANÍSTICA.

Marcial Pons MADRID | BARCELONA | BUENOS AIRES

2010

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© Ramón Parada © MARCIAL PONS EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S.A. San Sotero, 6 - 28037 MADRID Telf.: 91 304 33 03 www.marcialpons.es ISBN: 978-84-9768-823-9 (volumen III) ISBN: 978-84-9768-071-4 (obra completa) Depósito legal: M-40819-2010 Diseño de la cubierta: n estudio gráfico Fotocomposición:

MEDIANIL COMPOSICIÓN, S . L .

Impresión: TOP PRINTER PLUS C/ Pto. Guadarrama, 48 - Pol. Ind. Las Nieves, Móstoles (Madrid) MADRID, 2010

ÍNDICE

TÍTULO PRIMERO LOS BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN: RÉGIMEN BÁSICO Y DOMINIO PÚBLICO

CAPÍTULO I LOS BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN:

RÉGIMEN BÁSICO

1. La Administración y los bienes 2. El régimen jurídico básico de los bienes de la Administración 3. Adquisición de bienes por la Administración 4. Gestión, transmisión y cesión 5. La autotutela básica: inventario, registro, investigación, deslinde, desahucio, recuperación de oficio A) Inventarios y catálogos B) La inscripción en el Registro de la Propiedad C) La acción de investigación D) El deslinde E) Reintegro posesorio F) El desahucio administrativo G) Control judicial de los actos de autotutela 6. La inembargabilidad Bibliografía

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CAPÍTULO II EL

DOMINIO

PÚBLICO

1. La formación del concepto de dominio público 2. El criterio de la afectación como definidor del dominio público. Bienes que comprende A) Bienes afectados al uso público o general B) Bienes afectados a un servicio público. Los edificios públicos C) Los bienes afectados a la Corona. El Patrimonio Nacional D) Bienes afectados al fomento de la riqueza nacional E) Los montes públicos F) El dominio público radioeléctrico

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Pág. 3. 4.

Los bienes comunales Extensión de la demanialidad: los bienes muebles y los derechos reales demaniales 5. Excurso doctrinal sobre la aplicación del concepto de propiedad a los bienes públicos 6. Comienzo y cese de la demanialidad. Afectación y desafectación A) Las modalidades de la afectación B) Las modalidades de la desafectación 7. Mutaciones demaniales Bibliografía

48 50 51 54 54 56 56 57

CAPÍTULO III UTILIZACIÓN Y PROTECCIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

Deberes de conservación y clases de utilización del dominio público La utilización de los bienes afectados a los servicios públicos El uso común general. Los colindantes de las vías públicas Excepciones al uso común general. Los usos comunes especiales Utilización privativa. La concesión demanial Los aprovechamientos comunales La protección del dominio público. Fundamento y clases de protección.. Imprescriptibilidad Inalienabilidad e imbargabilidad La autotutela del dominio público. La recuperación de oficio en cualquier tiempo de los bienes demaniales 11. La potestad sancionadora Bibliografía

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TÍTULO SEGUNDO LOS BIENES PÚBLICOS EN PARTICULAR

CAPÍTULO IV LAS AGUAS T E R R E S T R E S

1. Sistemas de titularidad sobre las aguas 2. Derecho histórico español y regulación de las aguas en las Leyes de 1866 y 1879 A) El sistema romano de las Partidas y la publicación de las aguas en el Reino de Valencia B) El liberalismo económico y la reacción de los Moderados C) Las Leyes de Aguas de 1866 y 1879 3. La publificación de las aguas en la Ley de 2 de agosto de 1985 A) Extensión del demanio hidráulico B) Régimen de los derechos privados sobre las aguas anteriores a la Ley de 1985

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Pág. 4.

El sistema garantizador de la Ley de Aguas. El deslinde. El Registro de Aguas Públicas. El Catálogo de Aguas Privadas y el Registro de la Propiedad 5. Usos comunes y aprovechamientos directos de las aguas públicas sin título administrativo 6. Aprovechamientos especiales y privativos A) Otorgamiento de concesiones de usos privativos B) Límites y condiciones de la concesión de aguas públicas 7. La planificación hidrológica 8. La administración de las aguas. La distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas 9. La administración hidráulica A) El Consejo Nacional del Agua B) Organismos de cuenca o Confederaciones Hidrográñcas 10. Las corporaciones de usuarios 11. La protección de la calidad de las aguas A) La autorización de vertidos B) Principio de recuperación de costes y canon de vertido C) Zonas de policía y perímetros de protección de los acuíferos subterráneos D) Estudio del impacto ambiental E) Declaración de sobreexplotación y salinización de los acuíferos subterráneos F) La reutilización de las aguas G) Los registros de zonas protegidas 12. La potestad administrativa sancionadora 13. Las obras hidráulicas Bibliografía

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CAPÍTULO V EL DEMANIO MARÍTIMO

1. 2. 3. 4. 5.

El demanio marítimo. Evolución histórica y Derecho comparado Las dependencias del demanio marítimo. La zona marítimo terrestre El m a r territorial y recurso de la plataforma continental Propiedad privada versus dominio público Las marismas. Otro supuesto de degradación y privatización del demanio marítimo 6. La protección administrativa del demanio marítimo. Indisponibilidad, deslinde y régimen sancionador A) La indisponibilidad y la recuperación posesoria del demanio marítimo B) El deslinde y el Registro de la Propiedad C) La potestad sancionadora 7. La influencia expansiva de la demanialidad marítimo-terrestre sobre la propiedad colindante. Limitaciones y servidumbres 8. Usos y aprovechamientos del demanio marítimo 9. Pesca y cultivos marinos

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Pág. 10.

Comunicaciones marítimas. Los puertos A) Clases y régimen de competencias B) La organización y gobierno de los puertos de interés general C) El fraude a las competencias estatales sobre los puertos de interés general D) Los puertos autonómicos 11. Prestación de servicios portuarios y utilización del demanio portuario.... A) Los servicios prestados en los puertos de interés general B) La utilización del dominio público portuario Bibiografía

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CAPÍTULO VI LOS M O N T E S Y LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA

1. Orígenes y evolución de la intervención pública en los montes A) Los precedentes B) El sistema forestal francés 2. La creación del sistema forestal español A) Las Ordenanzas de Javier de Burgos de 1833 B) La legislación de 1863 C) La legislación penal de montes D) La intervención administrativa sobre los montes privados y la repoblación forestal 3. El sistema forestal vigente A) La Ley de 1957 y la incidencia del Estado autonómico B) La Ley de Montes 43/2003, de 21 de noviembre C) La Ley 10/2006, de Reforma de la Ley de Montes 4. Concepto y clases de montes 5. Los montes catalogados 6. Montes protectores y «montes protegidos» o de especial protección 7. Protección jurídica y formas de utilización de los montes públicos 8. Los montes de particulares 9. Política, planificación y gestión forestal A) Política y planificación estatal B) Planes de Ordenación de los Recursos Forestales C) La gestión de los montes. Proyectos de Ordenación de Montes y Planes Dasocráticos D) Aprovechamientos Forestales 10. Conservación y recuperación de los montes. Los incendios forestales 11. Fomento forestal 12. Régimen sancionador 13. La conservación de la naturaleza. Los parques nacionales 14. Los espacios naturales protegidos autonómicos A) Clases B) Régimen de intervención 15. La protección de la flora y fauna silvestres 16. La potestad sancionadora en la protección de la naturaleza Bibliografía

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11 Pág.

CAPÍTULO VII MINAS

1. Los sistemas de atribución de la propiedad minera. Derecho comparado 2. Evolución del Derecho español A) El primitivo sistema regaliano B) La libertad de investigación. Las Ordenanzas de Felipe II C) La influencia francesa en la moderna legislación y Administración de minas D) Hacia un sistema más liberal E) La crisis del liberalismo 3. Sistema y legislación vigente 4. Clasificación de los recursos mineros. Reglas comunes a todas las secciones 5. Naturaleza y aprovechamiento de las rocas 6. Aguas minerales y termales 7. Residuos de actividades mineras y estructuras subterráneas 8. Régimen de los minerales. Exploración, investigación y concesión 9. El régimen de los hidrocarburos 10. Los conflictos de la minería con el medio ambiente 11. El Estado, empresario minero. Privatizaciones y reservas Bibliografía

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CAPÍTULO VIII EL PATRIMONIO

CULTURAL

1. El Patrimonio Histórico Español. Bienes que lo integran 2. Evolución legislativa y dispersión normativa 3. Competencias y organización administrativa 4. Clases de los bienes que integran el Patrimonio Histórico Español. Procedimientos de individualización 5. Los bienes de interés cultural 6. Los efectos de la declaración de interés cultural 7. Los efectos urbanísticos de la declaración de interés cultural 8. El régimen de los bienes muebles. Exportación e importación 9. Los deberes de exhibición y conservación 10. Las potestades ablativas de la Administración. Expropiación forzosa y derechos de tanteo y retracto 11. El Patrimonio Arqueológico 12. Conservación y utilización del Patrimonio Documental y Bibliográfico: archivos, bibliotecas y museos 13. Actividad de fomento 14. La potestad sancionadora Bibliografía

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Pág. TÍTULO TERCERO URBANISMO

CAPÍTULO IX CONCEPTO, PROBLEMÁTICA Y ORÍGENES DEL DERECHO URBANÍSTICO: EL URBANISMO DE OBRA PÚBLICA

1. El Derecho urbanístico. Problemática general 2. La urbanización como potestad pública y su recepción en el liberalismo decimonónico 3. El proceso de urbanización como potestad y obra pública en la legislación liberal decimonónica A) El urbanismo como simple obra pública en la primera legislación de ensanche de poblaciones B) El urbanismo como potestad y obra pública cuyos beneficios deben ser para la comunidad C) La recepción de las ideas de CERDÁ en la legislación expropiatoria de 1879 D) El justiprecio expropiatorio. La exclusión de toda valoración urbanística derivada del proyecto de obras E) La apropiación de las plusvalías por el municipio. Expropiación de zonas laterales y gestión municipal directa o indirecta de la ejecución del proyecto F) El bloqueo de la especulación. La obligación de edificar y la sanción de pérdida de la propiedad G) El contenido del ius aedificandi en los terrenos no afectados por los proyectos de urbanización 4. La asunción definitiva del modelo por el estatuto municipal de Calvo Sotelo, la legislación republicana y la Ley de Régimen Local de 1951 5. El urbanismo para pobres. El comienzo de la separación de la política de urbanismo y vivienda 6. La aparición de las técnicas urbanísticas Bibliografía CAPÍTULO

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X

DE LA DESNACIONALIZACIÓN D E L D E R E C H O A U R B A N I Z A R A UN URBANISMO DE INTERESES PRIVADOS Y RECAUDATORIOS

1. Los A) B) C) D)

2.

principios del Derecho urbanístico en la Ley del Suelo de 1956 El derecho de urbanizar como derecho privado oligopólico La diferente valoración de los suelos La tolerancia de la especulación Desigualdad entre los propietarios y lentitud de los procesos urbanizadores E) La desnacionalización del derecho de urbanizar F) Las modificaciones del planeamiento y la posibilidad de alteración de la fisonomía de las villas y ciudades Las contramedidas para combatir la especulación: registro de solares sin edificar, patrimonio municipal del suelo y urbanismo público para vivienda social y polígonos industriales

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13

Pág. 3.

La reforma de 1975: la recuperación parcial por el municipio de las plusvalías urbanísticas, el aumento de cargas de los propietarios y la eliminación del ius aedificandi del suelo rústico o no urbanizable 4. La reforma de la Ley 8/1990 y su corrección por el Real Decreto-ley 7/1996. La desvertebración del derecho de propiedad y el sube y baja de las cesiones urbanísticas 5. Las Comunidades Autónomas se salen de la fila. La Ley valenciana de 1994. La «jibarización» del Derecho urbanístico estatal por la Sentencia constitucional 61/1997, de 20 de marzo 6. Codificación del Derecho estatal, liberalización del suelo y rebaja de las valoraciones por las Leyes 6/1998, de 13 de abril y 8/2007, de Suelo 7. El resultado del proceso: urbanismo de concierto entre intereses privados y recaudatorios municipales, corrupción, cementación del territorio y burb u j a inmobiliaria A) Los convenios urbanísticos B) El agente urbanizador C) De aquellos polvos estos lodos Bibliografía

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CAPÍTULO XI «

LAS BASES ESTATALES DEL D E R E C H O URBANÍSTICO. EL TEXTO ARTICULADO DE LA LEY DEL SUELO DE 2008

1. Ámbito, finalidad y contenidos de la Ley 8/2007 y Texto Refundido aprobado por Real Decreto legislativo 2/2008, de 20 de junio. Derecho urbanístico estatal, autonómico y europeo 2. La igualdad en los derechos y deberes constitucionales de los ciudadanos. Criterios de utilización del suelo y transparencia en la gestión urbanística 3. Problemática sobre la titularidad del derecho de urbanizar 4. La iniciativa privada en la actividad urbanística 5. Régimen estatutario de la propiedad del suelo A) Derechos B) Deberes y cargas de los propietarios 6. Las clases y posiciones del suelo 7. Actuaciones urbanísticas. Deberes y cargas del urbanizador 8. Valoraciones del suelo A) Valoración del suelo rural B) Valoración del suelo urbanizado C) Ámbito de aplicación y reglas complementarias D) Valoración del suelo en régimen de equidistribución de beneñcios y cargas E) Indemnizaciones por privación de la facultad de participar en actuaciones de nueva urbanización y por la iniciativa de la promoción de actuaciones de urbanización o de edificación 9. La expropiación urbanística. Supuestos de reversión-retasación 10. Régimen de fincas y parcelas. División, transmisión y obra nueva 11. Función social de la propiedad urbanística. Venta y sustitución forzosas ....

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Pág. 12. Patrimonios públicos de suelo 13. Derecho de superficie Bibliografía

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CAPÍTULO XII EL

PLANEAMIENTO

URBANÍSTICO

1. El planeamiento urbanístico A) Las indisponibles competencias estatales B) Las relaciones entre los instrumentos de ordenación territorial y urbanística. Naturaleza jurídica C) Los riesgos del planeamiento municipal 2. Clases de planes o instrumentos de ordenación territorial y urbanística.. A) Los planes supramunicipales B) Los planes municipales. El Plan General de Adecuación C) Las n o r m a s de ordenación complementarias y subsidiarias del planeamiento D) Los Programas de Actuación Urbanística E) Los Planes Parciales F) Planes Especiales y Catálogos G) Estudios de Detalle H) Proyectos de delimitación de suelo u r b a n o I) Los proyectos de urbanización 3. Elementos reglados y discrecionalidad en la planificación A) Los estándares urbanísticos B) Las determinaciones legales de directa aplicación C) La reducción de la discrecionalidad en la elaboración de los planes y su control judicial 4. La privatización del planeamiento. Los convenios urbanísticos Bibliografía

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CAPÍTULO XIII FORMACIÓN Y EFICACIA DE LOS PLANES

1. Introducción: reparto de competencias en la elaboración y aprobación de los planes. Normas estatales de general aplicación 2. Redacción y procedimiento de aprobación de los instrumentos de ordenación urbanística y la simultánea tramitación del informe de sostenibilidad ambiental A) Formulación o redacción de los planes B) Las diversas aprobaciones o fases del procedimiento y el trámite de información pública C) La evaluación ambiental 3. La problemática de la aprobación definitiva 4. La suspensión del otorgamiento de licencias durante la tramitación de la modificación de los planes 5. Entrada en vigor y eficacia de los planes A) Publicación B) Información

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Pág. C) Obligatoriedad: obras del Estado y edificios fuera de ordenación D) Legitimación de expropiaciones. Reversión 6. Vigencia, revisión y modificación de los planes, supuestos indemnizatorios Bibliografía

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CAPÍTULO XIV EJECUCIÓN

DEL

PLANEAMIENTO

1. La ejecución del planeamiento, ejecución privada frente a ejecución pública 2. Condiciones previas a la ejecución del planeamiento, instrumento de ordenación detallado y delimitación de unidades de ejecución 3. Distribución de beneficios y cargas. La reparcelación 4. Sistema de cooperación 5. El sistema de compensación 6. Correcciones al sistema de compensación. La ejecución forzosa 7. La expropiación forzosa como sistema de ejecución del planeamiento 8. El urbanismo empresarial en la ejecución del planeamiento. La concesión urbanística y sus variantes A) La concesión expropiatoria tradicional. Su aplicación en la ejecución de los programas de actuación urbanística B) El agente urbanizador C) La concesión en favor de sociedades de economía mixta con propietarios de suelo Bibliografía

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CAPÍTULO XV EDIFICACIÓN Y DISCIPLINA URBANÍSTICA

1. Los deberes de edificar, conservar y demoler A) El deber de edificar B) El deber de conservar en condiciones de seguridad y salubridad C) Acción de demolición y expediente de declaración de ruina D) Deber de conservación y patrimonio histórico artístico 2. El control de la edificación y otros usos del suelo. La licencia urbanística A) Naturaleza jurídica B) Ámbito y clases de licencias urbanísticas C) Competencia y procedimiento. El silencio positivo D) Invalidez, revocación y caducidad de la licencia E) Obras realizadas sin licencia o contra sus determinaciones F) Obras realizadas al a m p a r o de licencias graves y manifiestamente ilegales G) Las facultades de suspensión y revisión otorgadas a las autoridades supramunicipales 3. Infracciones urbanísticas 4. Las sanciones urbanísticas

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Pág. 5. Procedimiento y competencia sancionadora 6. La acción pública en materia urbanística 7. La justicia civil en la protección de la legalidad urbanística 8. La garantía penal. El delito urbanístico Bibliografía

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TÍTULO PRIMERO LOS BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN: RÉGIMEN BÁSICO Y DOMINIO PÚBLICO

CAPÍTULO PRIMERO

LOS BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN. RÉGIMEN BÁSICO

SUMARIO: 1. LA ADMINISTRACIÓN Y LOS BIENES.-2. EL RÉGIMEN JURÍDICO BÁSICO DE LOS BIENES DE LA ADMINISTRACIÓN.-3. ADQUISICIÓN DE BIENES POR LA ADMINISTRACIÓN.-4. GESTIÓN, TRANSMISIÓN Y CESIÓN.-5. LA AUTOTUTELA BÁSICA: INVENTARIO, REGISTRO, INVESTIGACIÓN, DESLINDE, DESAHUCIO, RECUPERACIÓN DE OFICIO.-A) Inventarlos y catálogos.-B) La inscripción en el Registro de la Propiedad.—C) La acción de investigación. —D) El deslinde.—E) Reintegro posesorio.—F) El desahucio administrativo.—G) Control judicial de los actos de autotulela.—6. LA INEMBARGABILIDAD. —BIBLIOGRAFÍA.

1.

LA A D M I N I S T R A C I Ó N Y L O S B I E N E S

Las administraciones públicas disponen de bienes que, lo mismo que sus medios personales o de cualquier otro tipo, sirven a la satisfacción de los fines públicos que tienen asignados. El régimen jurídico de los bienes de titularidad pública, de manera análoga a lo que ocurre con los contratos administrativos, sin perjuicio de un sometimiento último y conceptual al derecho patrimonial civil, están sujetos a un régimen singular de derecho administrativo, derogatorio y exorbitante respecto del derecho privado que, en los últimos tiempos, ha sido objeto de una atención legislativa desusada. Mientras en el siglo xix la base normativa reguladora general de los bienes públicos se reducía a unos escasos preceptos del Código Civil (arts. 338 a 345) que consagraban la summa divisio entre bienes de dominio público y bienes patrimoniales de los entes públicos y otros preceptos que establecían las reglas de la inembargabilidad, inalienabilidad e imprescriptibilidad de los bienes de dominio público, amén de las leyes especiales que gobernaban el régimen de las aguas, minas y montes, con el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1955 (al que ha sucedido con la misma traza el aprobado por Real Decreto de 13 de junio de 1986) se inició una fase de entusiasmo regulatorio que continuó con la Ley de Bases del Patrimonio del Estado, Texto articulado aprobado por Decreto

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RAMÓN PARADA

de 1022/1964, de 15 de abril (Reglamento por Decreto 3588/1964, de 5 de noviembre). Después, nada menos que la Constitución misma, art. 132, consideró relevante asentar al mayor nivel normativo la distinción entre bienes de dominio público y privado, apuntar los rasgos exorbitantes del primero (principios de inalienabilidad, imprescriptibilidadeinembargabilidad, así como su desafectación), calificar como dominio público estatal los bienes que determine la Ley y, en todo caso, la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental y, en fin, remitir asimismo a regulación legal la administración, defensa y conservación del patrimonio del Estado y del Patrimonio Nacional (antiguo patrimonio de la Corona). Con la creación de las Comunidades Autónomas llegaron las inevitables leyes reguladoras de sus respectivos patrimonios y haciendas, lo que excitó de nuevo el celo normativo del Estado, plasmado en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas. Una Ley que, sin perjuicio de una regulación muy reglamentista del Patrimonio del Estado, aprovecha la ocasión para sentar las normas de aplicación general y otras básicas en materia de bienes de todas las administraciones, lo que hace de ella (aparte de su pésima redacción y pedantismo académico) un cuerpo normativo confuso e innecesariamente prolijo. En todo caso, la legislación autonómica tiene un protagonismo indudable ya que son muy escasos los preceptos de esta Ley de aplicación directa o de carácter básico, aunque sí los suficientes para recoger el núcleo duro del régimen de los bienes públicos y para reafirmar algunas competencias estatales sobre la titularidad de los bienes mostrencos o abandonados y el carácter estatal de la legislación civil, hipotecaria y procesal en riesgo de vampirización por la legislación autonómica. Las leyes primeramente dictadas fueron: la Ley 11/1981, de 7 de diciembre, de Patrimonio de la Generalidad de Cataluña (hoy en su texto refundido, aprobado por Decreto Legislativo 1/2002, de 24 de diciembre); Ley 14/1983, de 27 de julio, de Patrimonio de Euskadi; Ley 3/1985, de 12 de abril, del Patrimonio de la Comunidad Autónoma gallega; Ley 4/1986, de 5 de mayo, del Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Andalucía; Ley 1/1991, de 21 de febrero, de Patrimonio del Principado de Asturias; Ley 7/1986, de 22 de diciembre, de Patrimonio de la Diputación Regional de Cantabria; Ley 1/1993, de 23 de marzo, de Patrimonio de la Comunidad Autónoma de La Rioja, sustituida por la Ley 11/2005, de 19 de octubre; Ley 3/1992, de 30 de julio, de Patrimonio de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia; Ley 14/2003, de 10 de abril, de Patrimonio de la Generalitat Valenciana; Decreto Legislativo 2/2000, de 29 de junio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Aragón; Ley 6/1985, de 13 de noviembre, del Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha; Ley 8/1987, de 28 de abril, del Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Canarias; Ley 2/1992, de 9 de julio, de Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Extremadura; Ley 6/2001, de 11 de abril, del Patrimonio de la Comunidad Autónoma de las liles Balears; Ley 3/2001, de 21 de junio, de Patrimonio de la Comunidad de Madrid; Ley 6/1987, de 7 de mayo, de Patrimonio de la Comunidad de Castilla y León, y Ley Foral 17/1985, de 27 de septiembre, del Patrimonio de Navarra.

LOS B I E N E S DE LA ADMINISTRACIÓN. R É G I M E N BÁSICO

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La citada Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas comienza por definir el p a t r i m o n i o de los e n t e s p ú b l i c o s como el conjunto de sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y el título de su adquisición. Seguidamente, excluye de ese concepto el dinero, los valores, los créditos, los demás recursos financieros de su hacienda y los que constituyen su tesorería, es decir, lo que se entiende por su p a t r i m o n i o financiero o h a c e n d í s t i c o , que aunque sin duda, dada su afectación a fines públicos, reúne caracteres demaniales evidentes, tiene un régimen normativo propio. Dentro de este mutilado concepto del patrimonio público, la summa divisio es la que distingue entre bienes de dominio público y bienes patrimoniales: Los bienes de d o m i n i o público son aquellos que, siendo propiedad de un Ente público, están afectados a un uso público (plaza o calle), a un servicio público (edificio de donde se instala un organismo público) o al fomento de la riqueza nacional (montes públicos catalogados, aguas, minas), como tradicionalmente expresa el artículo 339 del Código Civil. La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas los define ahora como «los bienes que, siendo de titularidad pública, se encuentren afectados al uso general o al servicio público, así como aquellos a los que una ley otorgue expresamente el carácter de demaniales» (art. 5). Los bienes de dominio público se denominan también bienes demaniales (así lo hace la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas) y demanio al conjunto de todos, y demanialidad a la cualidad que ostentan. La expresión «demanio» (la primera, tomada del italiano, se utilizará en esta obra) deriva del francés domaine y del latín dominium, y, como dice ZANOBINI, cuando se usa sin adjetivación alguna, se entiende referida únicamente al dominio público. Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas establece una serie de principios que deben inspirar la gestión y administración de los bienes de dominio público. Entre los de mayor relieve están la inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad, la dedicación preferente al uso com ú n frente a su uso privativo; nada nuevo ciertamente; aunque sí lo son la referencia admonitoria al ejercicio diligente de las prerrogativas que las Administraciones Públicas ostentan para garantizar su titularidad e integridad, asi como su identificación y control a través de inventarios o registros adecuados, la cooperación y colaboración entre las Administraciones públicas en el ejercicio de sus competencias sobre el dominio público, reglas obvias y elementales, ínsitas en cualquier gestión decente y responsable de bienes ajenos, cuyo recordatorio por una Ley produce sonrojo y vergüenza ajena (art. 6). Los b i e n e s p a t r i m o n i a l e s se definen negativamente. Son aquellos otros en los que no concurre la circunstancia de su afectación a un uso o a un servicio público o la riqueza nacional (art. 340 del Código Civil); o bien, como también dice la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, los que, siendo de titularidad de éstas, no tengan el carácter de demaniales.

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Para el Estado tienen además este carácter los derechos de arrendamiento, los valores y títulos representativos de acciones y participaciones en el capital de sociedades mercantiles o de obligaciones emitidas por éstas, así como contratos de futuros y opciones cuyo activo subyacente esté constituido por acciones o participaciones en entidades mercantiles, los derechos de propiedad incorporal y los derechos de cualquier naturaleza que se deriven de la titularidad de los bienes y derechos patrimoniales (art. 7). La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, con la finalidad de evitar la conversión de los bienes patrimoniales en una riqueza inerte, prescribe que su administración se hará conforme a los principios de eficiencia y economía en su gestión y eficacia y rentabilidad en la explotación y para evitar una gestión corrupta a los principios de publicidad, transparencia, concurrencia y objetividad en la adquisición, explotación y enajenación (art. 8).

2.

EL RÉGIMEN JURÍDICO BÁSICO DE LOS BIENES DE

LA ADMINISTRACIÓN

Así como la división de los contratos de la Administración en civiles y administrativos supone un conjunto de reglas comunes a unos y otros (requisitos preparatorios de los contratos, órganos competentes, selección de contratistas, formalización de los contratos, etc.), igualmente un conjunto de reglas de Derecho administrativo es aplicable a todos los bienes de la Administración, siempre que sean compatibles con su naturaleza, con independencia de la caracterización de estos bienes como bienes patrimoniales o de dominio público. A ese conjunto de reglas lo denominamos régimen básico, dada su aplicación general y previa a otras normas, y comprende fundamentalmente la regulación de los órganos competentes para la gestión de los bienes, el régimen de inventarios, investigación, reivindicación y deslinde, y normas sobre adquisición, gravamen y transmisión. Como dice la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas: «El régimen de adquisición, administración, defensa y enajenación de los bienes y derechos patrimoniales será el previsto en esta ley y en las disposiciones que la desarrollen o complementen» (art. 7.3). Por ello, y conforme al mismo precepto, a todos los bienes integrantes de los patrimonios públicos, independientemente de su sexo, patrimonial o demanial, se les aplicarán aquellas reglas y las normas del Derecho administrativo relativas a la competencia para adoptar los correspondientes actos y al procedimiento que ha de seguirse para ello. No obstante, la existencia de un régimen básico de Derecho administrativo para los bienes públicos patrimoniales diferencia de forma notable su régimen jurídico del civil común de la propiedad privada, configurando un régimen peculiar y exorbitante con dos vertientes; una consiste en las limitaciones y servidumbres, de fondo y procedimentales, que impone a la Administración para el manejo de sus bienes, del que están libres las personas privadas para la gestión y disposición de sus propiedades; otra vertiente es

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que estas limitaciones en la gestión se compensan con el otorgamiento de poderes privilegiados, de naturaleza cuasi-judicial, para su protección o defensa, como es el caso de las potestades de deslinde, reintegro posesorio o desahucio. Amén de ese régimen básico, los llamados bienes de dominio público o bienes demaniales disfrutan de un plus de exorbitancias en su protección, mediante las reglas de la imprescriptibilidad, inalienabilidad e inembargabilidad; reglas a las que se suma una muy eficaz acción recuperatoria o reivindicatoría directa, en cualquier tiempo, y el reconocimiento a la Administración titular de los bienes de una potestad sancionadora frente a los que los usurpan o dañan. De otra parte, los bienes de dominio público están sujetos a reglas de Derecho administrativo mucho más minuciosas sobre su utilización y aprovechamientos. En lo que resta de este capítulo se estudiará ese régimen jurídico básico que, además, es el propio de los bienes patrimoniales. En los dos siguientes se abordará por menudo el criterio definidor de los bienes de dominio público y su régimen de utilización y protección.

3.

ADQUISICIÓN DE BIENES POR LA ADMINISTRACIÓN

La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas prescribe que éstas podrán adquirir bienes y derechos por cualquiera de los modos previstos en el ordenamiento jurídico y, en particular: a) Por atribución de la ley. b) A título oneroso, con ejercicio o no de la potestad de expropiación, c) Por herencia, legado o donación, d) Por prescripción, e) Por ocupación (art. 15). La referencia a la adquisición p o r ley de los bienes del Estado comprende tanto las leyes singulares expropiativas (caso Rumasa, Ley 7/1983, de 19 de junio, a la que nos referimos en el capítulo XVI, tomo I, de esta obra) como los supuestos de configuración de obligaciones de cesión establecidas en leyes generales (cesiones urbanísticas, en particular los terrenos necesarios para viales, plazas y servicios), y las eventuales calificaciones de géneros completos de propiedades o de facultades del derecho de propiedad como de dominio público (la calificación como bienes de dominio público de las aguas subterráneas por la Ley 29/1985, de 2 de agosto). Supuesto especial de atribución por Ley es el caso de los b i e n e s mostrencos, castizo y tradicional término con que se denominaban, en la Ley de 16 de mayo de 1835, los bienes vacantes y sin dueño conocido, como los «buques que arriban a las costas por naufragio sin dueño conocido, y sus cargamentos, los que el mar arroje a las playas y no tuvieren dueño conocido, la mitad de los tesoros hallados en terrenos pertenecientes al Estado, los bienes de los que mueran o hayan muerto intestados sin personas con derecho a sucederles y, por último, los bienes detentados y poseídos sin título». Este último supuesto, que se refiere a los bienes inmuebles, fue objeto de una famosa interpretación por Resolución de la Dirección General de los Registros de 8 de julio de 1920. En ella se afirmaba que de la Ley de Mostrencos de 1835 no derivaba la imposibilidad de que los particulares tomasen po-

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sesión con efectos adquisitivos de las fincas abandonadas, sino que reconocía al Estado, más que un derecho de dominio, una facultad de apropiación, protegida por una acción reivindicatoría con arreglo a las leyes comunes y con la carga de la prueba de que el poseedor o detentador no es el dueño de la finca, sin que de la enumeración de los modos de adquirir del artículo 609 del Código Civil pudiese desprenderse la imposibilidad de la ocupación de inmuebles por los particulares. Esta misma doctrina inspira la siguiente regulación de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas: 1. Pertenecen a la Administración General del Estado los inmuebles que carecieren de dueño. Por Estado debe entenderse la Administración de éste y no la de las Comunidades Autónomas, según la Sentencia del Tribunal Constitucional 58/1982, de 27 de julio, que anuló un precepto de la Ley del Patrimonio de la Generalidad de Cataluña (Ley 11/1981, de 7 de diciembre) que atribuía a ésta los bienes vacantes en Cataluña, «por cuanto la titularidad de la soberanía corresponde al Estado en su conjunto y no a ninguna de sus instituciones en concreto»; si bien admite que los bienes vacantes podrían «ser atribuidos a Entes distintos de la Administración Central, pero sólo por el órgano que puede decidir en nombre de todo el Estado y no sólo el de una de las partes puede modificar la actual atribución». 2. La adquisición de estos bienes se producirá por ministerio de la ley, sin necesidad de que medie acto o declaración alguna p o r parte de la Administración General del Estado. No obstante, de esta atribución no se derivarán obligaciones tributarias o responsabilidades para la Administración General del Estado por razón de la propiedad de estos bienes, en tanto no se produzca la efectiva incorporación de los mismos al patrimonio de aquélla a través de los trámites prevenidos en el párrafo d) del artículo 47 de esta Ley. 3. La Administración General del Estado podrá t o m a r posesión de los bienes así adquiridos en vía administrativa, siempre que no estuvieren siendo poseídos por nadie a título de dueño, y sin perjuicio de los derechos de tercero. 4. Si existiese un poseedor en concepto de dueño, la Administración General del Estado habrá de entablar la acción que corresponda ante los órganos del orden jurisdiccional civil.

Consecuencia de esta regulación, aunque no lo diga expresamente la Ley, es la posibilidad de ocupación y adquisición de la propiedad de los bienes inmuebles vacantes por los particulares a través de la prescripción, pues si los particulares pueden adquirir por prescripción los bienes patrimoniales de la Administración (a diferencia de los bienes demaniales que son imprescriptibles), con mayor razón podrán adquirir por ese medio los bienes vacantes o abandonados de origen particular. Más automática y expeditiva es la adquisición como bienes vacantes a favor de la Administración General del Estado de los valores, dinero y demás bienes muebles depositados en la Caja General de Depósitos y en entidades de crédito, sociedades o agencias de valores o cualesquiera otras entidades financieras, así como los saldos de cuentas corrientes, libretas de ahorro u otros instrumentos similares abiertos en estos establecimientos, respecto de

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los cuales no se haya practicado gestión alguna por los interesados que implique el ejercicio de su derecho de propiedad en el plazo de veinte años (art. 18.1.°). La adquisición de bienes por la Administración a título o n e r o s o sin ejercicio de la p o t e s t a d expropiatoria se regirá por las disposiciones de la Ley del Patrimonio y supletoriamente por las normas del Derecho privado, civil o mercantil. Son estas últimas las realmente aplicables al fondo del negocio, de forma que la adquisición se produce, como entre los particulares, a través de ciertos contratos y la entrega de la cosa. Estos contratos pueden ser civiles o administrativos y la traditio o entrega de la posesión puede adoptar cualquiera de las formas admitidas por el Código Civil, al regular las obligaciones del vendedor (arts. 1.462 y ss.). Las adquisiciones mediante el ejercicio de la p o t e s t a d expropiatoria se rigen por la Ley de 16 de diciembre de 1954, de Expropiación Forzosa, y por la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen del Suelo y Valoraciones u otras normas especiales. En estos casos, la afectación del bien o derecho al uso general, al servicio público o a fines y funciones de carácter público se entenderá implícita en la expropiación (art. 24). A recordar que esta forma de adquisición también se aplica a la adquisición de derechos por simples particulares cuando tienen la condición de beneficiarios de la misma, como se expone en el capítulo XVI del tomo I de esta obra. En las adquisiciones de bienes a título gratuito, como hay riesgo de que lleven consigo la imposición a la Administración beneficiaría de modos o condiciones no coincidentes con los fines públicos específicos del órgano favorecido, o bien gravámenes y responsabilidades que desvirtúen la gratuidad de la adquisición, se impone la regla de que sólo podrán aceptarse previo expediente en el que se acredite que el valor del gravamen impuesto no excede del valor de lo que se adquiere (art. 19 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas y art. 12 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales). A la misma cautela de evitar que la Administración sufra un perjuicio en vez de una liberalidad, si las deudas de la herencia superan en valor a los activos, responde la regla de que la aceptación de h e r e n c i a s se hará siempre a beneficio de inventario. El Estado es, además, heredero cuando el causante muere intestado y en defecto de parientes de cuarto grado, repartiéndose en ese caso la herencia en la forma establecida en los artículos 956 a 958 del Código Civil y Real Orden de 1 de abril de 1931 (art. 20 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas; art. 12 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales). Otra forma de adquisición de bienes es la adquisición p o r resolución judicial o administrativa, que tiene lugar en los casos de adjudicación en pago de deudas como consecuencia de procedimientos judiciales o administrativos (deudas tributarias, multas administrativas, otras deudas). Son aplicables al caso las normas de la Ley General Tributaria y el Reglamento de Recaudación. Por último, la Ley admite que las Administraciones Públicas podrán adquirir bienes por prescripción con arreglo a lo establecido en el Código

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Civil y en las leyes especiales. Lo harán, pues, sin más problemas que los que pueden plantearse en relación a otras personas jurídicas a través de los plazos de posesión que varían (diez, veinte, treinta años) en función de que la prescripción opere entre personas ausentes o presentes, la buena o mala fe y el justo título (arts. 22 y 23 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas y 1.931 del Código Civil). A consignar que de la misma forma los bienes patrimoniales son bienes prescriptibles por los particulares (art. 30.2). 4.

GESTIÓN, TRANSMISIÓN Y CESIÓN

Que los bienes y derechos patrimoniales no satisfagan directamente una finalidad de uso o servicio público no significa ni justifica que se mantengan como bienes improductivos. Por el contrario, deben someterse a una eficaz administración, a fin de obtener de ellos el mayor provecho económico y rentabilidad social. A este efecto la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas sujeta su gestión a los principios, de eficiencia y economía en su gestión, eficacia y rentabilidad en su explotación, optimización en su utilización y rendimiento y, en fin, a la finalidad de coadyuvar al desarrollo y ejecución de las distintas políticas públicas en vigor y, en particular, al de la política de vivienda, en coordinación con las Administraciones competentes (art. 8). La utilización de los bienes o derechos patrimoniales podrá efectuarse, en primer lugar, en provecho de la Administración titular o de sus políticas, como queda dicho, o explotados de las más diversas formas para sacar algún beneficio de ellos a través de cualquier negocio jurídico, típico o atípico con arreglo al principio de libertad de pactos, pudiendo acordarse cualesquiera cláusulas y condiciones siempre que no sean contrarias al ordenamiento jurídico o a los principios de buena administración. Estos contratos se regirán, en cuanto a su preparación v adjudicación, por la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas y sus disposiciones de desarrollo y, en lo no previsto en estas normas, por la legislación de contratos de las Administraciones públicas. Sus efectos y extinción se regirán por esta Ley y las normas de derecho privado (arts. 110 y 111). Los contratos se adjudican con un margen de peligrosa discrecionalidad. Ello es así porque la regla general es el concurso, pero un concurso fácilmente eludible en favor de la adjudicación directa por las peculiaridades del bien, la limitación de la demanda, la urgencia resultante de acontecimientos imprevisibles o la singularidad de la operación (art. 107). El negocio jurídico más habitual sobre los bienes patrimoniales es el relativo a su transmisión, imposibilitada tradicionalmente por la regla de la inalienabilidad que protegía tanto a los bienes demaniales como a los patrimoniales. Su fundamento político estaba en que las ventas del patrimonio de la Corona empobrecían al Estado y conducían a aumentos de impuestos. De aquí que sólo con autorización especial de una Ley pudieran enajenarse bienes públicos. Superada esta regla, los problemas que suscita la enajenación de los bienes patrimoniales se reducen ahora a cuestiones de compe-

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tencia, órgano que puede acordarla, y de procedimiento. Normalmente la competencia se reserva en las respectivas normativas autonómicas a los órganos superiores de las diversas administraciones. El órgano competente para enajenar los bienes inmuebles de la Administración General del Estado es el Ministro de Hacienda, salvo cuando el valor del bien o derecho, según tasación, exceda de 20 millones de euros, en cuyo caso deberá ser autorizada por el Consejo de Ministros (art. 135). Si de la venta de bienes patrimoniales a lo que debe aspirar la Administración es a obtener el mayor precio posible, como haría cualquier particular diligente, lo lógico es que la enajenación se articulase a través de una subasta, como tradicionalmente venía haciéndose. Sin embargo, la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas prescribe que el procedimiento ordinario para la enajenación de inmuebles del Estado será el concurso y admite, incluso, con riesgo de arbitrariedad y fraude de los intereses públicos, la contratación directa en numerosos supuestos, con lo que no se garantiza que los precios de venta sean los del mercado (art. 137). La misma política de favores y discriminaciones puede tener lugar a través del instituto de la cesión gratuita de la propiedad o del uso de los bienes patrimoniales del Estado con fines de utilidad pública o social a favor de otras administraciones públicas o de asociaciones declaradas de utilidad pública y que la Ley permite. En este caso, además, la cesión se hace siempre, sin el menor respeto a los intereses económicos del Estado y del principio de igualdad entre los aspirantes a beneficiarios de la cesión, por contratación directa (art. 145). En el ámbito local, las cesiones son más llamativas y por ello más controlables por la opinión pública y por la oposición política. El Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales las admite en favor de «Entidades o Instituciones Públicas para fines que redunden en beneficio de los habitantes del término municipal, así como a las Instituciones privadas de interés público sin ánimo de lucro». En cuanto a los conflictos que pueden suscitarse con motivo de la adquisición y transmisión de bienes de la Administración se impone distinguir según el conflicto derive de la aplicación de las reglas administrativas previas a la celebración de los contratos o de la interpretación de éstos, de su aplicación o del cumplimiento de sus contenidos. En el primer caso, se cuestionará la validez de los actos de la Administración previos al otorgamiento del contrato y, en especial, la competencia del órgano actuante, la selección de un determinado comprador o vendedor, validez que puede ser impugnada por terceros participantes en el procedimiento o por los titulares de derechos preferentes. No hay duda de que tales cuestiones, aún implicadas en contratos privados de la Administración, son consecuencia de la aplicación de normas de Derecho administrativo y, por ende, de la competencia de la jurisdicción contencioso-administrativa. Por el contrario, si el conflicto versa sobre la validez, interpretación o cumplimiento del contrato de adquisición o venta, la competencia corresponderá a la jurisdicción civil, porque estos contratos tienen naturaleza privada y porque, con frecuencia, con motivo del ejercicio de acciones de invalidez o rescisión, se implica una cuestión de propiedad, cuya resolución compe-

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te asimismo a los Tribunales civiles [art. 9.2 de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas; art. 2.b) de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa; art. 110.3 de la Ley], La aparente sencillez de estas reglas se ve complicada cuando, ante la propia Administración o ante la jurisdicción administrativa, se obtiene la anulación del acto administrativo de la adjudicación y el reclamante victorioso pretende asimismo la anulación del contrato celebrado, en el que no ha sido parte, o incluso pretende ocupar por sustitución la posición del comprador o vendedor, con daño para los derechos de éste que no ha sido responsable de la irregularidad en la adjudicación. Es el conocido problema de los actos administrativos separables, de difícil solución, porque, al no ser parte en el contrato civil el tercero que ha obtenido la anulación del acto separable, es dudosa su legitimación para pedir al Juez civil su anulación, y tampoco tendría éxito la acción ejercida por la Administración, si a ello se decidiera, porque habría de fundarla en su propia torpeza: los vicios del acto de adjudicación. Ante estas dificultades, para el tercero que obtiene la anulación del acto separable la única satisfacción viable sería el ejercicio de una acción de daños y perjuicios contra la propia Administración pero respetando el contrato privado suscrito con el adjudicatorio. Fíente a esta conclusión, el artículo 65 de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas impone una solución maximalista: «la nulidad de los actos preparatorios del contrato o de la adjudicación, cuando sea firme, llevará en todo caso consigo la del mismo contrato que entrará en fase de liquidación, debiendo restituirse las partes recíprocamente las cosas que hubiesen recibido en virtud del mismo y si esto no fuese posible se devolverá su valor. La parte que resulte culpable deberá indemnizar a la conLraria de los daños y perjuicios que haya sufrido».

5.

LA AUTOTUTELA BÁSICA: INVENTARIO, REGISTRO, INVESTIGACIÓN, DESLINDE, DESAHUCIO, RECUPERACIÓN DE OFICIO

Como se ha dicho, el régimen jurídico básico de los bienes de la Administración, aplicable a los modestamente llamados bienes de dominio privado o patrimoniales, comporta un régimen exorbitante de protección que desborda el régimen defensivo de los particulares sobre sus bienes. Un régimen público, por consiguiente, que, sin llegar a la plenitud de medios de protección de los bienes de dominio público, impide en todo caso asimilar pura y simplemente la naturaleza de esta propiedad administrativa a la propiedad civil. Ese régimen exorbitante está caracterizado por la autotela de la Administración sobre sus bienes mediante las potestades de deslinde, de recuperación directa o interdicto propio, desahucio administrativo e inscripción en el Registro de la Propiedad; incluye, además, otras reglas de naturaleza interna y organizativa dirigidas a los funcionarios responsables de la custodia y gestión de los bienes, como son la confección de inventarios y catálogos, reglas a las que, no obstante su menor interés relacional o jurídico, nos referiremos en primer lugar. Todo ello se enmarca dentro del deber general de las «administraciones públicas de proteger y defender adecúa-

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damente los bienes y derechos que lo integran, procurando su inscripción registral y ejercitando las potestades administrativas y acciones judiciales que sean procedentes para ello» (art. 30 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas). A resaltar la novedad que supone que, para la protección de sus bienes, la Ley atribuya a la Administración la posibilidad, dentro de los correspondientes procedimientos de deslinde, recuperación de oficio o desahucio, de adoptar (de acuerdo con lo previsto en el art. 72 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común) las medidas provisionales que considere necesarias para asegurar la eficacia del acto que en su momento pueda dictarse. Incluso si existe un peligro inminente de pérdida o deterioro del bien, estas medidas podrán ser adoptadas antes de la iniciación del procedimiento. A)

INVENTARIOS Y CATÁLOGOS

La protección de los bienes de la Administración se asegura mediante su inscripción en inventarios o catálogos administrativos, que permiten tener un conocimiento exacto de aquéllos, su naturaleza y situación. Se trata de una obligación que la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas impone con carácter general: «Las Administraciones públicas están obligadas a inventariar los bienes y derechos que integran su patrimonio, haciendo constar, con el suficiente detalle, las menciones necesarias para su identificación y las que resulten precisas para reflejar su situación jurídica y el destino o uso a que están siendo dedicados» (art. 32). Los bienes patrimoniales del Estado se recogen en el Inventario General de Bienes y Derechos del Patrimonio del Estado. En el inventario de las Corporaciones locales se reseñarán por separado, según su naturaleza jurídica, los bienes siguientes: inmuebles, derechos reales, muebles de carácter histórico, artístico o de considerable valor económico, valores mobiliarios, créditos y derechos de carácter personal de la Corporación, vehículos, semovientes, muebles, bienes y derechos reversibles (arts. 17 a 36 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales). Los inventarios no son otra cosa, pues, que relaciones de bienes que la Administración hace para su propio conocimiento interno. La inclusión en un catálogo no añade nada, en cuanto a técnica defensiva, a las potestades exorbitantes de defensa y recuperación de los bienes que luego se examinarán, como no sea la de constituir un principio de prueba por escrito, dado el valor probatorio general que se asigna a los documentos que elaboran los funcionarios (art. 1.216 del Código Civil). B)

L A INSCRIPCIÓN E N E L R E G I S T R O D E L A PROPIEDAD

A pesar de contar, como se ha dicho y se verá en detalle más adelante, con amplias potestades para la protección directa de la propiedad y posesión

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de sus bienes, la Administración no renuncia a gozar del sistema de protección y demás ventajas que la inscripción en el Registro de la Propiedad reporta a la propiedad privada (presunción posesoria, condición de tercero hipotecario, juicios sumarios en defensa de los bienes inscritos al amparo del art. 41 de la Ley Hipotecaria, constitución de hipotecas, etc.). De aquí que la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas prescriba que éstas deben inscribir en los correspondientes registros los bienes y derechos de su patrimonio, ya sean demaniales o patrimoniales, que sean susceptibles de inscripción, así como todos los actos y contratos referidos a ellos que puedan tener acceso a dichos registros. No obstante, la inscripción será potestativa en el caso de arrendamientos inscribibles conforme a la legislación hipotecaria (art. 36). La inscripción deberá solicitarse por el órgano que haya adquirido el bien o derecho, o que haya dictado el acto o intervenido en el contrato que deba constar en el registro o, en su caso, por aquel al que corresponda su administración y gestión. A su vez, los registradores de la propiedad, cuando tuvieren conocimiento de la existencia de bienes o derechos pertenecientes a las Administraciones públicas que no estuvieran inscritos debidamente, lo comunicarán a los órganos a los que corresponda su administración, para que por éstos se inste lo que proceda. Igual obligación tienen respecto de inscripciones de excesos de cabida de fincas colindantes con otras pertenecientes a una Administración pública, así como los supuestos de inmatriculación de fincas que sean colindantes con otras pertenecientes a una Administración pública. La inscripción en el Registro de la Propiedad se practicará de conformidad con lo prevenido en la legislación hipotecaria, es decir, mediante expediente de dominio, documento público de adquisición, complementado por acta de notoriedad cuando no se acredite de m o d o fehaciente el título adquisitivo del transmitente o enajenante o certificación administrativa librada por el funcionario a cuyo cargo estén los bienes con expresión del titulo de adquisición y el modo en que fue adquirido el bien (arts. 200 y 206 de la Ley Hipotecaria). Esta certificación será título válido para reanudar el tracto sucesivo interrumpido, siempre que los titulares de las inscripciones contradictorias o sus causahabientes no hayan formulado oposición dentro de los treinta días siguientes a aquel en que la Administración les hubiese dado traslado de la certificación que se propone inscribir, mediante notificación personal o, de no ser ésta posible, mediante publicación de edictos en los términos que se expresan a continuación. Si los interesados no son conocidos, podrá inscribirse la certificación cuando las inscripciones contradictorias tengan más de treinta años de antigüedad, no hayan sufrido alteración durante ese plazo y se hayan publicado edictos por plazo de treinta días comunicando la intención de inscribir la certificación en el tablón del Ayuntamiento, y en el Boletín Oficial del Estado, en el de la Comunidad Autónoma o en el de la provincia, según cual sea la Administración que la haya expedido, sin que se haya formulado oposición por quien acredite tener derecho sobre los bienes. En la certificación se hará constar el título de adquisición del bien o derecho y el tiempo que lleva la Administración titular en la posesión pacífica del mismo (art. 37 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas). Las inscripciones practicadas en esta f o r m a no surtirán efectos respecto de tercero hasta transcurridos dos años desde su fecha (art. 207 de la Ley Hipotecaria).

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Respecto las cancelaciones o rectificación de inscripciones, la certificación administrativa expedida por órgano competente de las Administraciones públicas será título suficiente cuando, previa la instrucción del correspondiente procedimiento en cuya tramitación será preceptivo un informe técnico, se acredite la inexistencia actual o la imposibilidad de localización física de la finca y asimismo cuando se reconozca el mejor derecho o preferencia del título de un tercero previo informe de la Abogacía del Estado o del órgano asesor correspondiente de la Administración actuante. Por último, la Ley previene que la resolución estimatoria de una reclamación previa a la vía judicial civil interpuesta por el interesado para que se reconozca su titularidad sobre una o varias fincas será título bastante, una vez haya sido notificada a aquél, para que se proceda a la rectificación de la inscripción registral contradictoria existente a favor de la Administración pública (art. 37).

C)

L A ACCIÓN D E INVESTIGACIÓN

Como cualquier otro propietario, la Administración tiene el derecho y el deber de investigar la situación de los bienes o derechos que se presuman de su propiedad siempre que ésta no conste, a fin a determinar la titularidad de los mismos (art. 45). Configurar este elemental derecho del propietario, aunque aquí lo sea la Administración, como una potestad, según hace la Ley, parece excesivo, e incluso, no merecería la pena su estudio o referencia si no fuera porque dicha investigación de los bienes se fomenta con el reconocimiento en favor de los particulares denunciantes del derecho a recibir un premio, consistente en el 10 por 100 del precio de venta del bien o de su tasación pericial si la finca investigada no fuere vendida.

D)

E L DESLINDE

El derecho de deslinde es la facultad de todo propietario de precisar los limites de sus fincas, procediendo después a hacerlos visibles por medio de hitos o mojones, operación llamada amojonamiento. Es en todo caso al juez civil ordinario a través de un juicio contradictorio declarativo, en que se ejercita la acción de deslinde, si falta el acuerdo entre los propietarios, a quien corresponde deslindar las propiedades vecinas. La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas reconoce, más allá de un deslinde voluntario entre los propietarios vecinos, una potestad de la Administración de deslindar los bienes inmuebles de su patrimonio de otros pertenecientes a terceros cuando los límites entre ellos sean imprecisos o existan indicios de usurpación (art. 45). Ya no se trata de la técnica que se estableció para los deslindes de los montes públicos en las primeras regulaciones decimonónicas, como se verá en el capítulo correspondiente. Entonces el deslinde administrativo era, como el regulado en las leyes civi-

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les, puramente voluntario, pues cualquier oposición que suscitasen los propietarios particulares de las fincas colindantes determinaba la paralización del expediente administrativo y la intervención del juez civil. Ahora, por el contrario, es una facultad exorbitante del derecho civil por cuanto la iniciación de un deslinde administrativo y su desarrollo no puede paralizarse por los propietarios o poseedores colindantes y bloquea la acción judicial de deslinde que éstos pudieran ejercitar, de manera que no puede incoarse proceso judicial alguno con igual pretensión. Además, si la finca deslindada se hallare inscrita en el Registro de la Propiedad, se inscribirá igualmente el deslinde administrativo referente a la misma, una vez que sea firme, y en todo caso, la resolución aprobatoria del deslinde será título suficiente para que la Administración proceda a la inmatriculación de los bienes siempre que contenga los demás extremos exigidos por el artículo 206 de la Ley Hipotecaria (arts. 50 y 53 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas). En cuanto al procedimiento, habrá que atenerse a lo establecido en las respectivas leyes si se trata de bienes de las Comunidades Autónomas o al Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales para los bienes de éstas y, en fin, a lo dispuesto por la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas para los bienes del Estado, que establece las siguientes reglas: el procedimiento se iniciará de oficio, por iniciativa propia o a petición de los colindantes, comunicándose al Registro de la Propiedad correspondiente a fin de que, por medio de nota al margen de la inscripción de dominio, se tome razón de su incoación. El inicio del procedimiento se publicará en el Boletín Oficial del Estado y en el tablón de edictos del Ayuntamiento en cuyo término radique el inmueble a deslindar, y se notificará a cuantas personas se conozca ostenten derechos sobre las fincas colindantes que puedan verse afectadas por el deslinde. La resolución aprobatoria del deslinde se dictará previo informe jurídico y deberá notificarse a los afectados por el procedimiento de deslinde y publicarse en la forma antes dicha. Una vez el acuerdo resolutorio del deslinde sea firme, y si resulta necesario, se procederá al amojonamiento, con la intervención de los interesados que lo soliciten, y se inscribirá en el Registro de la Propiedad correspondiente. Frente a esta exorbitante potestad administrativa, la Jurisprudencia de conflictos y la Jurisprudencia Contencioso-Administrativa habían precisado que el deslinde no debía convertirse en una acción reivindicatoría simulada y que, en consecuencia, la Administración, so pretexto de deslindar sus bienes, no podía hacer declaraciones de propiedad sobre terrenos en que los particulares ostentaban títulos de esta índole o invocaban y probaban la posesión por tiempo superior a un año; una doctrina que, por lo dicho, ha pasado a la Historia del Derecho. En resolución, el deslinde administrativo es ahora una potestad administrativa por la cual la Administración no solamente declara su posesión sobre los límites de sus bienes en relación con los linderos de las fincas vecinas, que es lo propio del deslinde administrativo tradicional, sino que, además, resuelve, prácticamente, sobre la propiedad misma de los confines discutidos, con efectos regístrales directos, arrojando sobre el propietario

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disconforme la carga de recurrir en un juicio declarativo ante el juez civil. El propietario agraviado puede también recurrir a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa el acto de deslinde por supuestos vicios de competencia o procedimiento.

E)

R E I N T E G R O POSESORIO

La potestad de las Administraciones Públicas de recuperar por sí mismas la posesión indebidamente perdida sobre los bienes y derechos de su patrimonio, llamada también reintegro posesorio o interdictum proprium, protege todos los bienes de la Administración, liberándola de la necesidad de acudir a los Tribunales civiles. Si se trata de bienes y derechos patrimoniales la recuperación de la posesión en vía administrativa requiere que la iniciación del procedimiento haya sido notificada antes de que transcurra el plazo de un año contado desde el día siguiente al de la usurpación. Pasado dicho plazo, para recuperar la posesión de estos bienes deberán ejercitarse las acciones correspondientes ante los órganos del orden jurisdiccional civil. Cuando se trata de bienes de dominio público, como veremos, la potestad de recuperación se potencia, al aceptarse que la Administración pueda ejercitar la acción de recuperación directa de la propiedad, y no sólo de la posesión, en cualquier tiempo (art. 55). El procedimiento para llevar a efecto la recuperación de los bienes tiene una fase declarativa y otra ejecutoria. En la primera es preciso la audiencia al interesado y una vez comprobado el hecho de la usurpación posesoria y la fecha en que ésta se inició, se requerirá al ocupante para que cese en su actuación, señalándole un plazo no superior a ocho días. La fase ejecutoria se abre si el poseedor ofrece resistencia al desalojo, adoptándose entonces cuantas medidas sean conducentes a la recuperación de la posesión del bien o derecho, de conformidad con lo dispuesto en el capítulo V del título VI de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Para el lanzamiento del usurpador podrá solicitarse el auxilio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o imponerse multas coercitivas de hasta un 5 por 100 del valor de los bienes ocupados, reiteradas por períodos de ocho días hasta que se produzca el desalojo.

F)

E L DESAHUCIO ADMINISTRATIVO

Con el término de desahucio se conoce un tipo especial de proceso civil mediante el cual el propietario de un inmueble recupera la posesión del mismo frente a los precaristas u otros ocupantes previa anulación o rescisión del título, normalmente arrendaticio, que legitimaba su posesión. Este proceso, a diferencia, pues, de los interdictos, que presuponen una usurpación ab initio, rescata la posesión frente a quien la venía ostentando en base a la pasividad del titular o legítimamente por un título contractual, normalmente el arrendamiento.

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Tratándose de bienes de dominio público, es competencia de la Administración declarar, cuando proceda, la rescisión, anulación, caducidad, etcétera, de los títulos concesionales, derivados del contrato administrativo de concesión; asimismo para facilitar el proceso de recuperación sin necesidad de acudir al juez civil cuando el ocupante no lo haga voluntariamente, la Ley reconoce a la Administración la potestad de recuperar en vía administrativa la posesión de sus bienes demaniales cuando decaigan o desaparezcan el título, las condiciones o las circunstancias que legitimaban su ocupación por terceros (art. 58).

G)

CONTROL JUDICIAL DE LOS ACTOS DE AUTOTULELA

Una compensación a tan exorbitantes poderes como son los de deslinde, recuperación de oficio y desahucio administrativo, todos ellos unidos, en esencia, por la nota común de definir situaciones posesorias, es el carácter provisional de los actos administrativos en que se concretan. Dichos actos, en efecto, no hacen más que determinar situaciones posesorias (aunque algunas declaraciones legales vayan mas lejos), atribuyendo la posesión de los bienes discutidos a la Administración, la cual, desde esta ventajosa posición de poseedora y titular registral, podrá esperar a la tramitación de los recursos que, en su caso, se deduzcan frente a ella ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Pero con independencia de la vía contencioso-administrativa siempre es posible plantear por el particular que se sienta lesionado en su derecho dominical la cuestión definitiva de la propiedad, o de la subsistencia y vigencia del derecho arrendaticio en el caso del desahucio, ante la Jurisdicción civil, de acuerdo con el artículo 3 de la Ley de la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa, en relación con el artículo 22 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, que atribuye competencia exclusiva a la Jurisdicción civil en materia de derechos reales y arrendamientos de inmuebles. Otro argumento claro en favor de la competencia de la Jurisdicción civil es la regulación de las tercerías de dominio en el procedimiento de apremio (arts. 12 Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria, y 165 de la Ley General Tributaria). Dicha regulación supone que la Administración no es competente para determinar y resolver en vía administrativa sobre titularidades dominicales. Como dice el Tribunal Supremo, en Sentencia de 31 de mayo de 1975, reiterando una muy vieja jurisprudencia, «... todas las cuestiones de carácter civil en que se ventilen derechos privados, como es el del dominio de una finca, aunque el asunto traiga su origen de otros gubernativos, y aunque lo administrativo haya resuelto con innegable competencia expedientes previos y aunque alguna de las partes invoque razones de interés público, siempre serán de la competencia de los Tribunales ordinarios». Pues bien, con base en esta reserva competencial en favor de la Jurisdicción civil, el particular agraviado puede reaccionar ejercitando contra la nueva situación posesoria y registral, tal y como ha sido definida por la Administración, las acciones declarativas o reivindicadoras del dominio que crea conveniente. Como, además, se ejercita una acción civil, los plazos de

LOS B I E N E S DE LA ADMINISTRACIÓN. R É G I M E N BÁSICO

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ejercicio serán los más generosos propios de la prescripción del derecho privado de propiedad y no los perentorios de las impugnaciones en vía administrativa.

6.

LA INEMBARGABILIDAD

La inembargabilidad de los bienes demaniales y comunales ha sido una característica de éstos, nunca cuestionada. La regla se recoge hoy en el artículo 132.1 de la Constitución y en los artículos 6 y 30 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas. Asimismo tampoco fue cuestionada la inembargabilidad de los bienes patrimoniales consagrada en las viejas leyes sobre Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, privilegio que reafirmó de la Ley del Patrimonio del Estado de 1964 (art. 18): «ningún Tribunal podrá dictar providencia de embargo, ni despachar mandamiento de ejecución contra los bienes y derechos del Patrimonio del Estado, ni contra las rentas, frutos o productos del mismo, debiendo estarse a lo que dispone la Ley General Presupuestaria». La inembargabilidad ha cubierto siempre todos los derechos, valores, fondos y bienes en general de la Hacienda Pública y se corresponde con la regla que remite el cumplimiento de las resoluciones judiciales que determinen obligaciones a cargo de la Administración a la autoridad que sea competente en la materia, que debería acordar el pago en la forma y con los límites del respectivo presupuesto y, si fuese necesario, mediante un crédito extraordinario o un suplemento del crédito, a solicitar de las Cortes dentro de los tres meses siguientes a la notificación judicial, momento a partir del cual la deuda devengará el interés de demora al tipo básico del Banco de España (arts. 44 y 45). Las Comunidades Autónomas heredaron la regla de la inembargabilidad de la legislación estatal que recogen ahora sus leyes sobre presupuestos o patrimonio. La legislación local prohibe también a los jueces dictar providencias de embargo contra los derechos y bienes de las Haciendas locales, excepto cuando se trate de la ejecución de hipotecas sobre bienes patrimoniales inmuebles no afectados directamente a la prestación de servicios públicos (art. 154 de la Ley 39/1988, de Haciendas Locales, modificada por la Ley 66/1997, y 182 del Texto Refundido de Régimen Local). Este privilegio fue muy criticado por la doctrina, que lo consideraba contrario al derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 de la Constitución por impedir de forma definitiva la ejecución de las sentencias judiciales sobre los bienes de la Administración cuando ésta no hacía frente, o retrasaba sine die, el pago de las condenas dinerarias ( F O N T Y LLOVET). N O faltaban, por ello, autores que postulaban la supresión del privilegio de la inembargabilidad para los bienes del patrimonio privado y financiero de las Administraciones públicas e incluso para las cuentas de las Administraciones en el Banco de España (GARCÍA DE E N T E R R Í A ) . El Tribunal Constitucional, inicialmente (SSTC 4/1988, 113/1989, 206/ 1993, 294/1994), se había pronunciado genéricamente en favor de la cons-

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RAMÓN PARADA

titucionalidad de este privilegio en cuanto amparado en los principios constitucionales de legalidad presupuestaria y de continuidad en el funcionamiento de los servicios públicos ( B A L L E S T E R O S M O F F A ) . Por ello resulta fundamental la Sentencia del Tribunal Constitucional 66/1998, de 15 de julio, la primera de una larga serie (SSTC 201/1998, 210/1998 y 211/1998), que, acogiendo los argumentos doctrinales contrarios a dicho privilegio, declaró la inconstitucionalidad de la regla de la inembargabilidad de los bienes patrimoniales o de propios de los Entes locales. Para ese cambio, el Tribunal argumentó que los límites del derecho constitucional a la ejecución de sentencias sólo pueden venir justificados por razones de interés público y social, o lo que es lo mismo, que la inembargabilidad de los bienes públicos necesita de una justificación objetiva y requiere proporcionalidad entre la finalidad perseguida y el sacrificio que ocasiona. En relación a los derechos, fondos y valores de la Hacienda local y a los bienes demaniales entiende el Tribunal que se cumplen estos requisitos, pues la inembargabilidad viene justificada por estar los primeros afectados, a través de los presupuestos de la entidad local, a fines concretos de interés general, y los segundos a fines de uso o utilidad pública. Pero cuando se trata de simples bienes patrimoniales no afectados a ninguna finalidad pública, la inembargabilidad no viene justificada ni por el principio de eficacia ni por la continuidad del servicio, y que tampoco se cumple la exigencia de proporcionalidad entre la finalidad perseguida y el sacrificio impuesto, dada la generalidad con que estaba formulada la regla de la inembargabilidad. Como consecuencia de esta doctrina constitucional, la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas afirma únicamente la inembargabilidad respecto de los bienes demaniales (art. 30). Respecto de los restantes bienes, la Ley, prácticamente, reduce la embargabilidad a un mínimo irrelevante, al prohibir a todos los tribunales y autoridades administrativas dictar providencia de embargo o despachar mandamiento de ejecución contra los bienes y derechos patrimoniales «cuando se encuentren materialmente afectados a un servicio público o a una función pública, cuando sus rendimientos o el producto de su enajenación estén legalmente afectados a fines determinados, o cuando se trate de valores o títulos representativos del capital de sociedades estatales que ejecuten políticas públicas o presten senñcios de interés económico general» (art. 30.2). A la vista de esta norma, puede decirse que en bien poco han quedado los esfuerzos doctrinales y del Tribunal Constitucional para quebrar la regla de la inembargabilidad de los bienes patrimoniales, en orden a permitir que el patrimonio privado de los entes públicos, y sobre todos sus dineros, pudieran ser objeto de embargo y ejecución para el pago de sus obligaciones en ejecución de sentencias.

BIBLIOGRAFÍA: BALLESTEROS MOFFA: Inembargabilidad de bienes y derechos de las Administraciones Públicas, Madrid, 2000; «La doctrina del Tribunal Constitucional sobre la inembargabilidad de los bienes y derechos públicos», RAP, 148, 1999; BERMEJO VERA: «Enjuiciamiento jurisdiccional en relación con los bienes dema-

L O S B I E N E S DE LA ADMINISTRACIÓN. R É G I M E N BÁSICO

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niales», RAP, 8 3 , 1 9 8 7 ; CHINCHILLA MARÍN: Bienes patrimoniales del Estado: concepto y formas de adquisición por atribución de Ley, Madrid, 2 0 0 1 ; CHINCHILLA MARÍN, coordinadora, y otros: Comentarios a la Ley 30/2003 del Patrimonio de las Administraciones Públicas, Madrid, 2 0 0 4 ; FONT LLOVET: La ejecución de sentencias contencioso-administrativas. Aspectos constitucionales, Madrid, 1 9 8 5 ; GARCIA DE ENTERRÍA: «Sobre el principio de inembargabilidad, sus derogaciones y sus límites constitucionales y sobre la ejecución de sentencias condenatorias de la administración», REDA, 5 2 , 1 9 8 6 ; GJANNJM: I beni pubblici, Roma, 1 9 6 3 ; GONZÁLEZ PÉREZ: Los derechos reales administrativos, Madrid, 1 9 7 5 ; MENDOZA OLIVÁN: El deslinde de los bienes de la Administración, Madrid, 1 9 6 8 ; SAINZ BUJANDA: Sistema de Derecho financiero, vol. II, Madrid, 1 9 8 5 ; SAINZ MORENO: «Dominio público. Patrimonio del Estado. Dominio nacional», en Comentarios a la Constitución, Madrid, Edersa, 1 9 8 6 ; SANDULLI: «Beni pubblici», Encicl. dil Diritto, vol. V; SANTOS BODELÓN: Derecho administrativo de los bienes, Madrid, 1 9 7 7 .

CAPÍTULO II

EL DOMINIO PÚBLICO

SUMARIO: 1. LA FORMACIÓN DEL CONCEPTO DE DOMINIO PÚBLICO. - 2 . EL CRITERIO DE LA AFECTACIÓN COMO DEFINIDOR DEL DOMINIO PÚBLICO. BIENES QUE COMPRENDE.-A) Bienes afectados al uso público o general. —B) Bienes afectados a un servicio público. Los edificios públicos.—C) Los bienes afectados a la Corona. El Patrimonio Nacional. —D) Bienes afectados al fomento de la riqueza nacional.—E) Los montes públicos.—F) El dominio público radioeléctrico.—3. LOS BIENES COMUNALES.—4. EXTENSIÓN DE LA DEMANIALIDAD: LOS BIENES MUEBLES Y LOS DEPECHOS REALES DEMANiALES.-5. EXCURSO DOCTRINAL SOBRE LA APLICACIÓN DEL CONCEPTO DE PROPIEDAD A LOS BIENES PÚBLICOS.—6. COMIENZO Y CESE DE LA DEMANIALIDAD. AFECTACIÓN Y DESAFECTACIÓN.-A) Las modalidades de la afectación. — B) Las modalidades de la desafectación.—7. MUTACIONES DEMANIALES. - BIBLIOGRAFIA.

1.

LA FORMACIÓN DEL CONCEPTO DE DOMINIO PÚBLICO

La división de los bienes pertenecientes a las colectividades públicas en bienes de dominio público y bienes de dominio privado, y la consiguiente diversidad de régimen jurídico para unos y otros, está generalizada en los sistemas jurídicos de origen francés, como es el nuestro, y fundada sobre la diversidad del sistema de protección y la formas de utilización. Sin embargo, como se acaba de ver en el capítulo anterior, la existencia en nuestro Derecho de un régimen jurídico básico de protección exorbitante para todos los bienes de la Administración resta a aquella distinción buena parte de su interés. Y es que sobre la exorbitancia básica de los bienes patrimoniales, los demaniales ostentan un plus, un régimen todavía más intenso de autoprotección administrativa al que se yuxtapone un régimen de utilización reglada en mayor medida que el propio de los bienes patrimoniales. La división de los bienes de la Administración en bienes de dominio público o demaniales y bienes de dominio privado y la consiguiente diversidad de régimen jurídico para unos y otros está generalizada en los sistemas jurídicos de influencia francesa y hunde sus raíces en las res publicae del Derecho romano, entre las que sobresalen por su importancia las res publicae in uso publico, es decir, las cosas o bienes afectadas al uso general, al uso de todos (calles, plazas, coliseos, etc.), que se consideraban como pro-

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piedad del Estado, que ejercía sobre ellas verdaderos derechos dominicales. El Derecho romano utiliza también, como se verá con más detenimiento en el capítulo de las Aguas, la categoría de las res comunes omnium, entre las que se incluyen los ríos navegables y la mar y sus riberas, cuyo régimen era similar a las res publicae in uso publico. En Francia, en el Estado Absoluto, la contraposición entre bienes de dominio público y bienes de dominio privado y la consiguiente dualidad de regímenes jurídicos es, prácticamente, abandonada. El dominio de la Corona, llamado igualmente dominio público, se formaba con diversos elementos materiales (caminos, riberas de los ríos y del mar, plazas militares, etc.) y derechos inmateriales (derechos regalianos, señoriales, fiscales...). A ese conjunto de bienes unidos por una misma titularidad se les aplican dos reglas esenciales para su protección: a) la imprescriptibilidad que protege contra las ocupaciones abusivas de terceros (edicto de agosto de 1667); b) la inalienabilidad para asegurar la protección del dominio contra el riesgo de las propias dilapidaciones reales que preocupaban en cuanto podrían originar la necesidad de nuevos impuestos (Ordenanzas de Moulins de 1566). La Revolución francesa va a provocar una alteración del régimen jurídico de los bienes de la Corona, al traspasar a la Nación su titularidad, transformándolos en bienes nacionales, salvo los bienes incorporales (Decreto de la Asamblea Nacional de 22 de noviembre-1 de diciembre de 1790, relatif aux domaines nationaux, aux échanges et concessions et aux apanages). De otra parte les priva de su anterior régimen de protección al abrogar las reglas sobre la imprescriptibilidad y la inalienabilidad. Esa situación, caracterizada, pues, por la inexistencia de una categoría jurídica de bienes del Estado especialmente protegida, como la existente en el Derecho anterior, es la que se refleja en el Código Civil napoleónico de 1807. El renacimiento posterior de la distinción entre bienes de dominio público y bienes de dominio privado de la Administración traerá causa de la necesidad de recrear o recuperar aquel sistema de protección jurídica especial para determinados bienes, poniendo en vigor las reglas de la imprescriptibilidad e inalienabilidad que la legislación revolucionaria había derogado tan alegremente. Para ello no había más base que una alusión muy vaga del Código Civil napoleónico al dominio público: «Generalmente —decía el art. 538— todas las porciones del territorio francés que no son susceptibles de una apropiación privada son consideradas como dependencias del dominio público». Así, sobre esa modestísima referencia a las partes del territorio no susceptibles de apropiación privada, la doctrina distinguió entre bienes nacionales productores de rentas y susceptibles de «apropiación privada» (objeto de una política desamortizadora, la venta de bienes nacionales) y bienes de dominio público consagrados por naturaleza al uso de todos y al servicio general, y por ello inalienables e imprescriptibles, categoría en la que inicialmente se situaron los caminos, carreteras y calles, las riberas y las playas del mar, los ríos, los puertos, las radas y «generalmente todas las partes del territorio francés no susceptibles de propiedad privada», como decía el Código Civil.

EL DOMINIO PÚBLICO

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Este restringido concepto del dominio público comprensivo de las cosas afectadas al uso de todos va a sufrir una ampliación por la necesidad de proteger también los bienes que no estando afectados al uso de todos, al uso público, sí lo están al servicio público, como, por ejemplo, los edificios destinados a servicios públicos o las vías férreas. De aquí surgirá el concepto de afectación como criterio definidor por excelencia del dominio público que permite definir el demanio como las cosas afectadas al servicio público ( D U G U I T ) o a la utilidad pública ( H A U R I O U ) . No obstante, se advirtió que resultaba excesivo extender un m i s m o régimen de protección a bienes tan dispares como, por ejemplo, un río, vinculado al uso de todos, y u n a silla ocupada por un funcionario, por el simple hecho de que unos y otros estuvieran afectados a una utilidad o servicio público. Se puso asimismo de relieve que los regímenes jurídicos respectivos del dominio público y del dominio privado no son monolíticos, pues ni todos los bienes del dominio público están sometidos al m i s m o régimen jurídico, ni los del dominio privado dejan de tener algunos elementos exorbitantes del Derecho común, por lo que la distinción rígida entre dominio público y privado de la Administración se intentó sustituir por una «escala de la demanialidad» en la que teóricamente se ordenarían todos los bienes de la Administración según su grado de necesidad de protección (DUGUIT). En todo caso, y tras m u c h a s vacilaciones y soluciones pragmáticas, la Jurisprudencia francesa (Consejo de Estado y Tribunal de Conflictos) ha terminado por d e ñ n i r el dominio público en función de la exigencia del requisito de la afectación del bien a un uso o servicio público y de una circunstancia añadida: que el bien ostente una especial adaptación al fin del uso o servicio, porque así se desprenda de su misma naturaleza, o porque haya sido objeto de u n a remodelación o tratamiento especial para servir a aquella finalidad pública. Esta segunda condición permitiría, por ejemplo, excluir del concepto del dominio público y de la exorbitante protección que comporta el mobiliario de las dependencias de la Administración, no obstante estar afecto a un servicio público. Ambos requisitos están presentes en la definición adoptada por la Comisión de Ref o r m a del Código Civil, para la que el dominio público es «el conjunto de los bienes de las colectividades y establecimientos públicos que estén, bien a la disposición directa del usuario público, bien afectados a un servicio público, siempre y cuando en este caso estén, por naturaleza o por un arreglo particular, adaptados exclusiva o esencialmente al fin propio de estos servicios».

La distinción de dos clases de bienes de la Administración, y consiguiente teoría del dominio público, va a tener entrada en nuestro Derecho con motivo de la aprobación del Código Civil, que incorporará las soluciones ya consagradas por la doctrina y la jurisprudencia francesas con el criterio central de la afectación como definidor de los bienes que, pertenecientes al Estado, se califican como bienes de dominio público. Justamente la novedad que introducirá el Código Civil, importando las formulaciones de la doctrina francesa de finales de siglo, será la de hacer del criterio de la afectación —a un uso, un servicio público, o al fomento de la riqueza nacional— el criterio central en la delimitación y definición del dominio público. Así se desprende, en efecto, de los artículos 338 a 345, que, aparte de someter los bienes del Patrimonio Real a una ley especial, amplía el concepto mas allá de bienes destinados al uso público, para incluir

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lo?» que sin ser de uso común, estén destinados a algún servicio público o al fomento de la riqueza nacional, como las murallas, fortalezas y demás obras de defensa del territorio y las minas mientras no se otorgue su concesión (arts. 339 y 344). 2.

EL CRITERIO DE LA AFECTACIÓN COMO DEFINIDOR DEL DOMINIO PÚBLICO.

BIENES

QUE C O M P R E N D E

La delimitación definitiva de los bienes que han de comprenderse en el dominio público se hace, pues, en el Derecho español por el propio legislador, siguiendo al Derecho francés, en el Código Civil fundamentalmente, como se ha visto, y lo hace asumiendo como elemento esencial de su definición el criterio de la afectación a diversos fines públicos, lo que provoca una notable ampliación del concepto de bienes demaniales. Pero también otras leyes complementarias o rectificadoras del Código Civil han echado su cuarto a espadas en la fijación definitiva del concepto. Así, la legislación local (Ley de Bases de 1985, Texto Articulado, aprobado por Real Decreto 781/1986, y Reglamentos de Bienes de las Corporaciones Locales de 13 de junio de 1986) y las leyes especiales sobre bienes genéricamente descritos como las Leyes de Aguas, Minas, Montes, Puertos, Costas, Telecomunicaciones, etcétera, y en fin, como, en definitiva, recoge ahora el artículo 5 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas: «1. Son bienes y derechos de dominio público los que, siendo de titularidad pública, se encuentren afectados al uso general o al servicio público, así como aquellos a los que u n a ley otorgue expresamente el carácter de demaniales. 2. Son bienes de dominio público estatal, en todo caso, los mencionados en el artículo 132.2 de la Constitución».

Del conjunto de esa normativa se infiere que, aparte de la titularidad de un Ente público, para calificar un bien como de dominio público es esencial el elemento del destino o de la afectación del bien a una finalidad pública; a un uso o a un servicio público o al fomento de la riqueza nacional, variedades de la afectación que, a su vez, determinan la clasificación de los bienes demaniales. A consignar, no obstante, que algunos bienes de dominio público pueden estar afectados a diversas finalidades públicas; son plurifuncionales. Ese es el caso, por ejemplo, de las aguas públicas de los ríos o del mar territorial, afectadas al uso público de bañarse, lavar la ropa, navegar, etcétera, pero también afectadas a la riqueza nacional que supone su utilización para el riego o para la producción de energía eléctrica, lo que comporta concesiones de utilización privativa. En función, pues, de la afectación podemos distinguir las siguientes clases de bienes de dominio público o demaniales:

A)

B I E N E S AFECTADOS AL u s o PÚBLICO o GENERAL

Esta categoría la integran los bienes afectados a un público o general, como ahora dice la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas,

EL DOMINIO PÚBLICO

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la integran, en primer lugar, los que están afectados al uso público o general de forma directa como los caminos, canales, puertos, puentes (arts. 339 y 344 del Código Civil). La legislación local enumeró como bienes de uso público las carreteras, plazas, calles, paseos, parques, aguas, canales, puentes y demás obras públicas de aprovechamiento o utilización generales cuya conservación y policía sean de la competencia de la Entidad local (art. 74 del Texto Refundido 781/1986, de 18 de abril). La enumeración que antecede no debe entenderse cerrada, sino ejemplificativa y abierta, dado que el Código Civil se refiere también a otros bienes análogos y el texto local alude a las demás obras públicas de aprovechamiento o utilización generales.

B)

B I E N E S AFECTADOS A UN SERVICIO PÚBLICO. L O S EDIFICIOS PÚBLICOS

Dos concepciones, una inicial restrictiva y otra más amplia y posterior, ofrece nuestro Derecho. La concepción inicial y restrictiva se consagra en el Código Civil, que limita doblemente el concepto de los bienes demaniales afectados al servicio público: a) En cuanto a la titularidad, por cuanto la afectación a los servicios públicos se refiere a los bienes del Estado únicamente, y no a los de los Entes locales (arts. 339.2 y 344). b) En cuanto a la finalidad de la afectación, que se restringe a los servicios públicos de la defensa nacional. Así se desprende de la enumeración del artículo 339, sólo comprensiva de las «murallas, fortalezas y demás obras de defensa del territorio»; también se infiere ese concepto restrictivo de la noción de desafectación del artículo 341 que la circunscribe a la desvinculación del uso general o de las necesidades de la defensa del territorio, sin comprender, por consiguiente, la desafectación a los servicios públicos. La legislación local amplió este concepto, incluyendo los edificios en que se alojan oficinas o cualesquiera servicios «tales como Casas Consistoriales, Palacios Provinciales y, en general, edificios que sean de las mismas, mataderos, mercados, lonjas, hospitales, hospicios, museos, montes catalogados, escuelas, cementerios, elementos de transporte, piscinas y campos de deporte, y, en general, cualesquiera otros bienes directamente destinados a la prestación de servicios públicos o administrativos» (art. 4 del Reglamento de Bienes). La Ley del Patrimonio la Administraciones Públicas, como anticipamos ya en el capítulo anterior, define los bienes de dominio público por su afectación al uso general o al servicio público, precisando además que «los inmuebles de titularidad de la Administración General del Estado o de los organismos públicos vinculados a ella o dependientes de la misma en que se alojen servicios, oficinas o dependencias de sus órganos o de los órganos constitucionales del Estado se considerarán, en todo caso, bienes de dominio público» (art. 5.3).

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prudente de los bienes afectos al servicio público, que es la que luce en el Código Civil, a una mucho más amplia, que sólo exige para la calificación del bien como de dominio público que esté afectado a un servicio público, tomando el concepto en su más amplia concepción subjetiva, como sinónimo de organismo administrativo. Basta, pues, con la simple afectación o vinculación con este servicio, sin la exigencia añadida que esa afectación lo sea en función de su especial naturaleza o por haber sido objeto de una suerte de acondicionamiento, que, como vimos, es el criterio de la jurisprudencia francesa.

C)

L o s BIENES AFECTADOS A L A C O R O N A . E L PATRIMONIO NACIONAL

La cuestión de los bienes de la Corona la resolvió el artículo 342 del Código Civil remitiéndose a una ley especial sobre el Patrimonio Real y declarando que, en defecto de ésta, se aplicasen «las disposiciones generales que sobre la propiedad particular se establecen en el Código». La cuestión se halla hoy resuelta por la Ley 23/1982, de 16 de junio, del Patrimonio Nacional, y el Reglamento para su aplicación, aprobado por Real Decreto 485/1987, de 18 de marzo, normativa que ya no se remite subsidiariamente a lo dispuesto en el Código Civil sobre la propiedad particular, sino a lo establecido en la Ley del Patrimonio del Estado de 1964, a la que ha sucedido la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas. El Patrimonio Real, indebidamente denominado ahora Nacional, pues nacional es sin duda todo el dominio público y privado de todas las Administraciones, lo integran aquellos muebles e inmuebles de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen, y, en cuanto sea compatible con esa afectación primordial, lo estarán asimismo a fines culturales, científicos y docentes que determine el Consejo de Administración (arts. 3 y 23 del Reglamento). Los bienes y derechos del Patrimonio Nacional son inalienables, imprescriptibles e inembargables, y, en general, gozarán de las prerrogativas de los bienes de dominio público estatal. Se incluyen en el Patrimonio Nacional los palacios de Oriente, de Aranjuez, San Lorezo del Escorial, La Granja y Riofrío, el Pardo, la Almudaina, m á s los bienes muebles en ellos contenidos o depositados en otros inmuebles de propiedad pública, pero enunciados en el inventario que se conserva por el Consejo de Administración. Además, se incluyen en el Patrimonio Nacional, y contra toda lógica, pues no se trata de bienes o derechos reales, sino de funciones, deberes y responsabilidades, los derechos de patronato o de gobierno y administración sobre determinadas fundaciones (Iglesia y Convento de la Encarnación, Buen Suceso, Descalzas Reales, Real Basílica de Atocha, Santa Isabel, Iglesia y Colegio Loreto, Monasterio de San Lorenzo del Escorial, Monasterio de las Huelgas de Burgos, el Hospital del Rey de la m i s m a ciudad, Convento de Santa Clara de Tordesillas, San Pascual de Aranjuez, el

El Derecho e

EL DOMINIO PÚBLICO

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Colegio de Doncellas Nobles de Toledo). La razón de esta indebida extensión de un régimen demanial a unos derechos de patronato hay que verla en la intención de conseguir p a r a estas organizaciones y sus bienes la exención fiscal propia de los bienes de dominio público, más que en beneficiarlas del régimen exorbitante de protección demanial, p a r a lo que es de aplicación el régimen propio de las fundaciones culturales privadas (arts. 50 y 51 del Reglamento).

D)

B I E N E S AFECTADOS AL FOMENTO DE LA RIQUEZA NACIONAL

Una tercera —y en cierto modo sorprendente— clase de bienes de dominio público (que afecta a los del Estado y de las Comunidades Autónomas en cuanto tengan competencia en estas materias, pero no a los bienes de los Entes locales) es aquella que el Código Civil describe en el artículo 339 como formada por los bienes «que perteneciendo privativamente al Estado están afectos al fomento de la riqueza nacional» y que el mismo artículo ejemplifica únicamente en «las minas, mientras no se otorgue su concesión». Pero ¿son realmente las minas bienes de dominio público? No las considera así el Derecho francés, ni el italiano, que las incluye en el patrimonio indisponible del Estado; tampoco COLMEIRO, que las encuadraba a mediados del siglo xix entre los bienes del Estado al igual que los mostrencos y los bienes baldíos; ni siquiera el Código Civil, que circunscribe la condición demanial de la mina al momento anterior a su concesión a un particular (art. 339, párrafo 2.°). Repugna a la caracterización demanial de las minas la circunstancia de que antes de su descubrimiento la mina es algo ignoto, rigurosamente una res nullius, ajena y fuera de la propiedad del terreno en que se asienta u oculta, y como tal insusceptible de propiedad privada. Otorgada su concesión, la mina pertenece, aunque con sujeción a un fuerte intervencionismo administrativo, al titular de aquélla, que se beneficia de sus frutos, la defiende frente a terceros y puede transmitir su derecho por actos inter vivos o mortis causa. Está claro, sin embargo, que esa calificación demanial de las minas «mientras no se otorgue su concesión» se hace instrumentalmente para resaltar su inapropiabilidad mediante los modos comunes de adquisición de la propiedad, por estar reservada su atribución a los cauces administrativos del permiso de investigación y de la concesión. Parece que esa redacción se inspiró en el Decreto-ley de 29 de diciembre de 1868, que aprobó, tras la Revolución de 1868, unas bases para la nueva legislación de minas y que combinaba en el artículo 6 el espíritu liberal con la tesis de la propiedad del Estado: «el subsuelo se halla originariamente bajo el dominio del Estado y éste podrá, según los casos, y sin más regla que la conveniencia, abandonarlo al aprovechamiento común, cederlo gratuitamente al dueño del suelo o enajenarlo mediante un canon a los particulares o asociaciones que lo soliciten». Por ello es m u c h o más propia la expresión tradicional

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de nuestro Derecho decimonónico que consideraba a las minas, primero, bienes de la Corona (art. 1 del Real Decreto de 4 de julio de 1825); bienes del Estado, después (art. 1 de la Ley de 11 de abril de 1849), o bienes de la Nación que el Estado explota directamente o que concede su explotación a los particulares (Ley de 19 de julio de 1944), pero sin calificarlos como bienes de dominio público.

En cualquier caso, es claro que las minas no están, una vez concedidas, afectadas a un servicio, ni al uso público, y por ello el régimen de su utilización y protección difiere sustancialmente del de los otros bienes demaniales. Pero, a pesar de que la calificación de las minas como bienes de dominio público no encuentra apoyatura alguna, ni en nuestra tradición jurídica, a salvo el constituir una regalía de la Corona como se verá en el capítulo correspondiente, ni en el Derecho comparado, ni en el propio régimen jurídico de las sustancias minerales, ésa es la calificación que la doctrina española les otorgó mayoritariamente, entre otras razones, porque como bienes de dominio público las califica el artículo 2 de la vigente Ley de Minas de 21 de julio de 1973. La crítica anterior puede extenderse, mutatis mutandis, a la calificación como bienes de dominio público de los h i d r o c a r b u r o s (con régimen similar al minero, según la Ley de Minas) y radicalizarse con relación a las rocas, también reguladas por la Ley de Minas («los yacimientos minerales o recursos geológicos de escaso valor económico y comercialización geográficamente restringida, o aquellos cuyo aprovechamiento único sea obtener fragmentos de tamaño y forma apropiados para su utilización directa en obras de infraestructura, construcción y otros usos que no exigen más operaciones que las de arranque, quebrantado y calibrado»), y en las que la contradicción entre la calificación de bienes de dominio público y la regulación legal es todavía más patente, dado que la Ley ha consagrado el sistema fundiario o de accesión, al corresponder su aprovechamiento al dueño de los terrenos en que se encuentren. Régimen similar se aplica a las aguas minero-medicinales y minero-industriales: previa autorización administrativa, corresponde su aprovechamiento preferente en terrenos privados al dueño de la superficie, y en terrenos de dominio público, al que ha obtenido la autorización. Las aguas t e r r e s t r e s están afectadas, además de a usos públicos, al fomento de la riqueza nacional y sus principales aprovechamientos (abastecimiento de poblaciones, riegos, saltos de agua para energía eléctrica, etc.) se organizan, como las minas, por concesión administrativa en favor de los Entes públicos o de particulares, una vez que la Ley 29/1985 ha eliminado la adquisición de los aprovechamientos por prescripción adquisitiva (residuo de la concepción de las aguas como res communes omnium). No obstante, como queda dicho, las aguas compatibilizan esos usos privativos con usos públicos y generales como bañarse, navegar, abrevar ganado, etcétera, en la forma antes dicha. Lo mismo ocurre con el demanio marítimo integrado por la zona marítimo-terrestre, las playas y la plataforma continental y zona económica, afectadas a usos generales y aprovechamientos privativos y cuya descripción se hace en el correspondiente capítulo.

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L O S MONTES PÚBLICOS

Para Colmeiro, los montes de titularidad pública, no obstante su exclusión de la legislación desamortizadora y de su regulación por ley especial, no pasaban de ser simples bienes del Estado o de los Entes locales, cuya gestión y administración no originaba actos administrativos, sino de pura gestión económica. La jurisprudencia, por su parte, había reiteradamente insistido en la inaplicación a esta propiedad de los rasgos propios del dominio público, en especial en lo que atañe a la regla de imprescriptibilidad. Pero la realidad evidenció que la riqueza forestal no resultaba suficientemente protegida con los medios defensivos del régimen de la propiedad privada, razón por la que la Ley de Montes de 8 de junio de 1957 arbitró medios de protección de los montes públicos catalogados más propios de demanio que de la propiedad privada, protección que potencia la vigente Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003. Esta Ley rechaza toda ambigüedad y —como dice su Exposición de Motivos— opta «por su declaración como dominio público, constituyéndose el dominio público forestal con los montes incluidos en el Catálogo de Utilidad Pública y con los restantes montes afectados a un uso o un servicio público. De esta forma, se da el máximo grado de integridad y permanencia al territorio público forestal de mayor calidad. Al mismo tiempo, abre la posibilidad de la utilización del dominio público forestal por los ciudadanos para aquellos usos respetuosos con el medio natural». Asimismo esta Ley (frente a la antigua tibieza en el régimen de protección exorbitante, sobre todo en materia de imprescriptibilidad, que rechazaba la ordinaria pero aceptaba la extraordinaria de treinta años) impone ahora el más prístino régimen de protección demanial: «Los montes del dominio público forestal son inalienables, imprescriptibles e inembargables y no están sujetos a tributo alguno que grave su titularidad» (art. 14).

F)

E L DOMINIO PÚBLICO RADIOELÉCTRICO

Fruto del desarrollo tecnológico del siglo xix es el alumbramiento de una nueva categoría demanial, el dominio público radioeléctrico, que encajaría en la categoría de bienes afectados al fomento de la riqueza natural como las minas o las aguas. La Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones, califica de dominio público la «radioelectricidad», cuya titularidad, gestión, planificación, administración y control corresponden al Estado, de conformidad con la Ley y los tratados y acuerdos internacionales en los que España sea parte, atendiendo a la normativa aplicable en la Unión Europea y a las resoluciones y recomendaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones y de otros organismos internacionales. Asimismo se incluye dentro de la gestión, administración y control del espectro de frecuencias la utilización del dominio público radioeléctrico mediante redes de satélites.

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La gestión del dominio público radioeléctrico tiene por objetivo el establecimiento de un marco jurídico que asegure unas condiciones armonizadas para su uso y que permita su disponibilidad y uso eficiente. A tales efectos, se distingue entre un uso común y un uso privativo. El otorgamiento del derecho al uso común del dominio público radioeléctrico revestirá la forma de autorización administrativa si se trata del espectro radioeléctrico para radioaficionados y otros sin contenido económico, como los de banda ciudadana, estableciéndose mediante reglamento el plazo de su duración y las condiciones asociadas exigibles o si se otorga el derecho de uso privativo para autoprestación por el solicitante, salvo en el caso de Administraciones públicas que requerirán de afectación demanial. No se otorgarán derechos de uso privativo del dominio público radioeléctrico para su uso en autoprestación en los supuestos en que la demanda supere a la oferta. Por su parte, los derechos de uso privativo del dominio público radioeléctrico se otorgan por concesión a favor únicamente de los operadores, por plazos renovables en función de las disponibilidades y previsiones de la planificación de dicho dominio público. Los derechos de uso privativo sin limitación de número se otorgarán por un período que finalizará el 31 de diciembre del año natural en que cumplan su quinto año de vigencia, prorrogable por períodos de cinco años. Por su parte, los derechos de uso privativo con limitación de número tendrán la duración prevista en los correspondientes procedimientos de licitación que en todo caso será de un máximo de veinte años renovables. Los títulos habilitantes para el uso del dominio público radioeléctrico se otorgan por la Agencia Estatal de Radiocomunicaciones, a través de la afectación demanial si se trata de una Administración pública, o, como se ha dicho, mediante autorización o concesión administrativa. 3.

LOS BIENES COMUNALES

Lo dicho sobre los bienes de dominio público y patrimonial del Estado y de las Comunidades Autónomas, sujetos a las mismas reglas básicas, es, en principio, aplicable a los bienes de los Entes locales. No obstante, entre los bienes de éstos figura la categoría de bienes comunales, ajena al régimen patrimonial de los bienes del Estado y de las Comunidades Autónomas. Así el Texto Articulado de la Ley de Régimen Local de 1955 los incluía dentro de los bienes patrimoniales, asignando su titularidad al Municipio (art. 183: «los bienes patrimoniales son bienes de propios y comunales»; art. 187: «son bienes comunales los de dominio municipal, cuyo aprovechamiento y disfrute pertenece exclusivamente a los vecinos»). La vigente Ley de Régimen Local (Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril) igualmente distingue entre los bienes de uso y servicio público como bienes demaniales, de una parte, y los bienes patrimoniales, de otra, añadiendo un tertius genus, otra clase de bienes, los bienes comunales, categoría que la Ley define, no por el dato de

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la titularidad dominical, sino en función de su aprovechamiento y disfrute: «el aprovechamiento y disfrute de los bienes comunales se efectuará preferentemente en régimen de explotación colectiva y comunal» (art. 75). Estos bruscos cambios de calificación en los bienes comunales, verdaderos travestidos dentro de los bienes públicos, no son sorprendentes, pues, como dice N I E T O , «los bienes comunales, como el alma del cazador Grachus, han ido llamando a todas las puertas del Derecho administrativo, sin encontrar acomodo en ninguno de sus capítulos. Muy próximos al dominio público, más o menos integrados en el patrimonio municipal, variedades de servidumbre o comunidad, es lo cierto que, pese a todas estas analogías, no han podido nunca ser encajados satisfactoriamente en una de estas categorías jurídicas». Ahora, la Ley de Montes, de 21 de noviembre de 2003, define los bienes comunales cuando son montes como los pertenecientes a las entidades locales y en tanto su aprovechamiento corresponda al común de los vecinos, calificándolas de bienes de dominio público (art. 12). De los bienes comunales salvados de la desamortización se desgajaron, para dotarles de un régimen jurídico singular y específico, una de sus manifestaciones más típicas: los m o n t e s vecinales o parroquiales, y que no eran ni son otra cosa que bienes comunales aprovechados por los vecinos (no por el común o totalidad de los vecinos del municipio) de determinadas parroquias o lugares más cercanos a aquéllos. Sobre este tipo de bienes, ciertamente comunales, pero en los que se daba un aprovechamiento más inmediato y reducido por un grupo vecinal, se impuso, sobre todo en relación con los montes parroquiales gallegos, una línea jurisprudencial que calificó dichos aprovechamientos de comunidad de tipo germánico, con titularidad no del municipio, sino de los grupos de vecinos que los disfrutaban. Esta caracterización se expresó legislativamente en la Compilación Foral de Derecho civil de Galicia de 1963 y en la Ley de 27 de julio de 1968 sobre Montes Vecinales. La regulación última es la Ley sobre Montes Vecinales en Mano Común de 11 de noviembre de 1980, que los define como «aquellos terrenos de naturaleza especial que, con independencia de su origen y de su destino forestal, agrícola o ganadero, pertenezcan a agrupaciones vecinales en su calidad de grupos sociales y no como Entidades administrativas, cuya titularidad dominical corresponde, sin asignación de cuotas, a los vecinos integrantes en cada momento del grupo comunitario de que se trate, y vengan aprovechándose consuetudinariamente en mano común por los miembros de aquéllos en su condición de vecinos con casa abierta con humos». Los montes vecinales son, pues, por definición legal propiedades privadas que se rigen por su ley especial y, supletoriamente, por el Código Civil. Las cuestiones sobre propiedad se atribuyen, en general, a los Tribunales civiles. Sin embargo, los rasgos administrativos de los bienes comunales, que es lo que siempre han sido los vecinales, no han desaparecido de su régimen jurídico. En este sentido, los montes vecinales son, como los bienes comunales, indivisibles, inalienables, imprescriptibles e inembargables, y no están sujetos a impuestos territoriales, todo lo cual es compatible con su aprovechamiento a través de contrataciones sobre los mismos.

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Por otra parte, y pese a la declaración legal de que pertenecen a «las agrupaciones vecinales en su calidad de grupos sociales y no como Entidades administrativas», se ha organizado sobre ellos —y por aquello de que toda comunidad lleva ínsita un germen de administrativización, de desprivatización ( G U A I T A ) — un régimen de tutela administrativa especialmente intenso a través de los Jurados de montes vecinales en mano común. Entre los rasgos en los que aflora el carácter público o administrativo de los montes vecinales destaca la competencia de la Administración para su deslinde y amojonamiento y en la regulación sucesoria, pues en caso de extinción de la agrupación vecinal titular, la Entidad local menor o en su defecto el Municipio en cuyo territorio radique el monte regulará su disfrute y conservación en las condiciones establecidas para los bienes comunales en la Ley de Régimen Local.

4.

EXTENSIÓN DE LA DEMANIALIDAD: LOS BIENES MUEBLES Y LOS DERECHOS REALES DEMANIALES

Tradicionalmente se ha entendido, siguiendo la concepción del Derecho romano y la legislativa de los modernos ordenamientos, que el dominio público sólo podía tener por objeto bienes inmuebles, y dentro de ellos, porciones o partes del territorio nacional, como literalmente decía el artículo 538 del Código Civil francés. Sin embargo, la doctrina dominante entiende que las razones justificativas del régimen de protección demanial para los inmuebles de dominio público valen para ciertos bienes muebles, como los documentos y archivos y las obras de arte de las colectividades públicas puestos a disposición del público o de un servicio público. Lo importante para la demanialidad de los bienes muebles es que se trate de bienes irreemplazables, no fungibles, como ocurre con los citados, y en esas condiciones ha sido admitida en Francia por la Corte de Casación (Cass. Civ. 12 de abril de 1963, Montagne d Reunión des musées de France et autres) y por el Derecho positivo (art. L 165-21 del Code des Communes: «les immeubles et meubles faisant partie du domaine public des communes»...). Asimismo, el Código Civil italiano, a pesar de partir de una concepción más estricta de la demanialidad, la admite en relación con determinados bienes muebles y, en concreto, la ha extendido a las colecciones artísticas, a las bibliotecas y a otras universalidades de bienes muebles. En nuestro Derecho, la cuestión puede plantearse en términos análogos, pues, en la actualidad, el criterio básico para definir la demanialidad es la afectación que se produce por el simple hecho de la adquisición de los elementos necesarios para el desenvolvimiento de los servicios públicos o para la decoración de dependencias oficiales (art. 65 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas). Por su parte, la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, sujeta a un régimen exorbitante de protección los bienes de carácter histórico, entre los que se incluyen numerosos bienes muebles, como las obras de arte propiedad de Entes públicos, régimen de protección exorbi-

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tante que se extiende incluso a los bienes de propiedad particular (art. 1: «... objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico»). Indiscutiblemente también tienen ese carácter de bienes demaniales las armas, así como los buques y aeronaves afectados a la defensa nacional y que en su régimen de utilización por las Fuerzas Armadas disfrutan de una protección penal exorbitante, mediante la incriminación por la legislación penal militar de las conductas que los sustraen o dañan. El régimen demanial y su protección especial se extiende también a las c o s a s accesorias, siempre que, según la doctrina francesa, los bienes accesorios constituyan el complemento accesorio indispensable. Las accesiones, por consiguiente, como cosas que se unen o surgen unidas al bien demanial, pero que no participan en la función económica de éste, no pueden disfrutar de la protección exorbitante de aquél (por ejemplo, los frutos, flores, hierbas, leñas que producen los bienes demaniales o las escapadas de las fortalezas o de las carreteras o calles). Otra cuestión es si el régimen de la demanialidad se circunscribe o aplica únicamente al derecho de propiedad o dominio, el derecho real pleno o por antonomasia, o puede tener por objeto derechos reales limitados sobre cosas ajenas o privadas, dando lugar a la figura de los iura in re aliena públicos o d e r e c h o s reales demaniales. En este sentido, D Í E Z PICAZO ha mostrado que «tanto por la utilización que el Código Civil hace de los términos propiedad y bienes, como por el espíritu y sistemática de la Ley del Patrimonio del Estado, nuestro ordenamiento no excluye que derechos patrimoniales distintos de la propiedad puedan tener naturaleza demanial». Dicha admisión, según este autor, podría facilitar el estudio de las servidumbres administrativas y «permite dejar la puerta abierta a futuras aplicaciones de la figura (el ius in re aliena demanial), que puedan resultar útiles; piénsese, por ejemplo, que siempre será más barato expropiar un derecho real limitado que el dominio». La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas utiliza para definir el objeto de la demanialidad la expresión bienes y derechos sin circunscribirlo a la propiedad, lo que parece admitir otros derechos limitados sobre cosas, y no necesariamente el derecho pleno de la propiedad sobre las mismas. No obstante, como advierte ZANOBINI, esta categoría de otros derechos reales públicos de contenido parcial sobre bienes propiedad de particulares, admitida por el artículo 825 del Código Civil italiano, que debe distinguirse de las limitaciones generales a la propiedad y de las servidumbres, sólo es posible admitirla cuando realmente esas facultades sirven al desarrollo de una actividad administrativa, y cuando su defensa se organiza a través de los poderes de policía y de coerción característicos de la demanialidad. 5.

EXCURSO DOCTRINAL SOBRE LA APLICACIÓN DEL CONCEPTO

DE PROPIEDAD A LOS BIENES PÚBLICOS

Familiarizados ya con las categorías más sobresalientes de bienes demaniales y sus rasgos dominantes, es momento de plantearse la cuestión de si

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el demanio implica una verdadera propiedad o, por el contrario, es un simple espacio sobre el que las Administraciones públicas ejercen su soberanía o determinadas funciones públicas o títulos de intervención. Los primeros teóricos de la distinción entre el dominio público y privado de la Administración, consecuentes con la concepción de aquél como conjunto de bienes afectos al uso de todos, sostenían su insusceptibilidad para ser objeto de propiedad. En concreto se atribuye a PROUDHON (Traité du domaine public, ou de la distinction des biens, 1833) la paternidad de esta tesis, que recogiendo la tradición r o m a n a de los bienes de dominio público como res nullius y como res omnium communis, sólo reconoce una verdadera propiedad del Estado sobre sus bienes patrimoniales o de dominio privado, negándola en los de dominio público. Desde esta perspectiva, la afectación de los bienes demaniales al uso público, el uso por todos, se presenta como incompatible con el carácter individualista y exclusivo que el derecho de propiedad comporta. El Estado ostentaría sobre el dominio público no u n a propiedad, sino simples poderes de policía, de guarda y vigilancia, poderes, pues, que no comportan, como es normal en una relación de propiedad, el uso exclusivo, que corresponde a todos, ni la percepción de frutos o rentas, que ordinariamente no producen, ni el abuso o disponibilidad, pues son inalienables. Desde otro ángulo, la escuela del servicio público ( D U G U I T , J E Z E ) , que había postulado la extensión del concepto de demanio a los bienes afectos al servicio público y el criterio de la afectación como su criterio central, juzgará inútil la calificación de la relación de estos bienes con la Administración como una relación de propiedad, considerando suficiente la noción de competencia para explicar las facultades de la Administración sobre ellos. La jurisprudencia francesa, sin embargo, ha venido considerando al dominio público como una propiedad, y a la Administración como titular investido de las facultades y poderes propios del derecho real de dominio, tales como la facultad de ejercitar en su defensa acciones reivindicatorías y posesorias, adquirir medianerías sobre predios limítrofes, el derecho a recibir incrementos por accesión y el percibo de eventuales frutos naturales o económicos, como ciertas rentas por los usos privativos compatibles con el uso general (carteles de publicidad, por ejemplo, en las vías públicas). Todo ello ha conducido a aceptar como necesaria y conveniente la asimilación del demanio a la propiedad, concepto de indudable utilidad para explicar la mayor parte de sus efectos jurídicos. A ese resultado contribuyó el esfuerzo doctrinal de HAURIOU, que desmontó (Précis, 1892) la explicación de la relación del Estado con los bienes demaniales como una relación de soberanía, poniendo de relieve que ésta sólo podía ser cierta desde una consideración global, de conjunto, sobre géneros completos de bienes de dominio público (las carreteras, los ríos, las costas, etc.) insusceptibles de apropiación privada. Pero esa explicación ya no es tan cierta en la contemplación de bienes concretos o partes de los mismos, la famosa perspectiva del metro cuadrado (metre carré), punto de

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vista desde el que es perfectamente imaginable la posibilidad de la apropiación de bienes concretos o parte de los mismos por los particulares, como lo demuestra la existencia de otros de igual naturaleza física, pero de dominio privado (carreteras, lagos, cursos de agua privados, etc.). El mismo autor argumentó que las diferencias del derecho de propiedad con el demanio no son absolutas, dándose en éste, aunque relativizados, los elementos tradicionales de la propiedad: el uso aparece, incluso de forma directa por la Administración, en los bienes afectos a los servicios públicos: el fruto es visible en las tasas y otras utilizaciones cada vez más frecuentes; por último, en cuanto al obstáculo de la inalienabilidad, advirtió que, si la desafectación del bien demanial al fin público la hace desaparecer, resulta anómalo admitir que por sí solo este hecho de la desafectación permita crear un derecho de propiedad donde antes no existía. Esta controversia habría de tener lógicamente su reflejo en nuestra patria, y C O L M E I R O se hará eco de la actitud proudhoniana, repudiadora de la asimilación del demanio a la propiedad, afirmando que los bienes de uso público pertenecen al dominio eminente, y se derivan del derecho de soberanía. Posteriormente, F E R N Á N D E Z DE VELASCO denunciará que la consideración del dominio público como una verdadera propiedad, tal y como para él, sin ninguna duda, se recoge ya en el Código Civil, es contraria a la tradición de nuestro Derecho y su recepción trae causa del Derecho francés. La Ley del Patrimonio del Estado de 1964, como queriendo zanjar definitivamente la cuestión, aludió a los «bienes propiedad del Estado que tienen la consideración de demaniales» (art. 1), expresión que la vigente del Patrimonio de las Administraciones Publicas ha sustituido por la menos problemática de titularidad. Y es que vuelve a ponerse doctrinalmente en cuestión la tesis del dominio público como propiedad y el mismo régimen general en que la variedad de especies que comprende se ha encorsetado. Así lo hace brillantemente SANTAMARÍA P A S T O R , tratando sarcásticamente la afirmación, más literaria y didáctica que técnica, de H A U R I O U que la Administración, como cualquier propietario, tiene sobre los bienes demaniales el uso, el fruto y el abuso. Para este autor las administraciones públicas no pueden ser propietarias «porque sí», sino necesariamente «para» algún fin público más o menos directo. A nuestro juicio, y desde la recelosa perspectiva de que ninguna tesis resuelve satisfactoriamente todas las cuestiones, al menos la tesis del dominio público como propiedad ha servido, aparte otras utilidades, para establecer un régimen de protección y seguridad jurídica (como el acceso a registros, acciones defensivas, deslinde, etc.) perfectamente encajables, aunque derogatorias por exorbitantes, en el concepto de propiedad; y sigue sirviendo para algo fundamental: para que los particulares puedan plantear «cuestiones de propiedad» ante los tribunales civiles, cuando las suyas son desconocidas o invadidas so pretexto de su condición demanial que la Administración invoca; una garantía fundamental, difícil de imaginar si las Administraciones Públicas no fueran propietarias de los bienes de dominio público sino simples titulares de soberanía, funciones públicas o títulos de

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intervención, contra las que resultan inimaginables acciones civiles en defensa de la propiedad privada.

6.

COMIENZO Y CESE DE LA DEMANIALIDAD. AFECTACIÓN Y

DESAFECTACIÓN

La afectación del bien a un destino público es, según se ha dicho, el elemento fundamental para la calificación de un bien como demanial. De igual forma la desafectación produce el fenómeno inverso de su descalificación como bien demanial. Dado que el régimen de los bienes de dominio público es más defensivamente beneficioso para la Administración que el de los bienes patrimoniales, no debe sorprender, como se verá, que las formas de la afectación no sean simétricas de las formas de desafectación, de forma y manera que es más fácil que un bien entre en el dominio público que salir de él.

A)

L A S MODALIDADES DE LA AFECTACIÓN

El inicio de la afectación y, por consiguiente, del régimen de demanialidad no se produce de la misma forma para todos los bienes de dominio público. Es lógico que así sea, dada la variedad de éstos y la consiguiente diversidad de regulaciones, donde no siempre son posibles las unitarias. Los bienes de d o m i n i o público n a t u r a l o n e c e s a r i o (los ríos, la zona marítimo-terrestre, las playas, etc.), así como los bienes afectados al fomento de la riqueza nacional (minas, montes, espacio radioeléctrico), adquieren el carácter demanial normalmente en función de dos elementos: a) La existencia de un precepto de carácter general que establezca esa condición para todo un género de bienes. b) La circunstancia de que en un bien concreto se den las características físicas que permitan considerarlo incluido en aquél. No es, pues, necesario en este supuesto, actividad administrativa alguna de carácter constitutivo; la adquisición de la demanialidad es, salvo que la Ley diga otra cosa, independiente del comportamiento de la Administración y queda en manos del legislador y de la propia naturaleza y evolución de las cosas. No obstante, es posible una actividad de mera comprobación sobre un bien determinado, tendente a acreditar que reúne las características propias del género demanial en cuestión (por ejemplo: que efectivamente se trata de un río o de un arenal a la orilla del mar). En otras ocasiones se tratará de una simple delimitación o deslinde entre el bien demanial y las propiedades privadas limítrofes, a fin de determinar dónde termina el uno y comienzan las otras (deslinde del cauce de un río, de una playa, etc.). Lógicamente, el cese de la demanialidad se produce en este tipo de bienes de forma inversa. Cesará, en primer lugar, por una derogación o modi-

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ficación de la norma calificadora, y cesará también por degradación o desnaturalización, es decir, por alteración de los caracteres físicos que definen el género al que el bien pertenece o pertenecía, como ocurre, por ejemplo, con la desecación de un río o la retirada del mar. En el d o m i n i o público artificial, constituido, como se ha dicho, por bienes cuyas condiciones físicas son similares a otros bienes de propiedad privada (edificios, parques, etc.), el comienzo de la demanialidad se produce por virtud de una actividad administrativa que, supuesta la titularidad del ente público, incorpora el bien al régimen jurídico propio de la demanialidad. Esa actividad es justamente la técnica de la a f e c t a c i ó n del bien a un uso o a un servicio público y puede resultar formalmente de un acto administrativo o, incluso, de una situación de hecho, si así lo dispone una norma. La variedad de formas está pormenorizadamente descrita en el artículo 8 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales, que distingue y regula las siguientes clases de afectación: a) La afectación expresa a un uso o servicio público mediante un expediente, que acredite la oportunidad y legalidad de la afectación b) La afectación implícita, sin necesidad de la instrucción de un expediente específico, y que tiene lugar cuando la vinculación del bien a un uso o servicio público deriva expresa o implícitamente de actos de la Corporación local dictados con iguales o mayores solemnidades que cuando se produce la afectación expresa, como cuando se aprueban definitivamente los planes de ordenación urbana y los proyectos de obras y servicios. c) La afectación presunta que, sin necesidad de acto formal alguno, se entiende producida automáticamente por la adscripción de bienes patrimoniales por más de veinticinco años a un uso o servicio público o comunal; o cuando la Entidad local adquiere por usucapión, con arreglo al Derecho civil, el dominio de una cosa que viniese estando destinada a un uso o servicio público o comunal. La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (art. 65) con referencia a los bienes del Estado recoge las mismas formas de afectación legal y por acto administrativo expreso. Además, admite como supuestos de afectación implícita y presunta los siguientes: por la utilización pública, notoria y continuada por la Administración General del Estado o sus organismos públicos de bienes y derechos de su titularidad para un servicio público o para un uso general; la adquisición de bienes o derechos por usucapión posesoria vinculada al uso general o a un servicio público, o por expropiación forzosa según el fin determinante de la declaración de utilidad pública o interés social o por la aprobación por el Consejo de Ministros de programas o planes de actuación general, o proyectos de obras o servicios, cuando de ellos resulte la vinculación de bienes o derechos determinados a fines de uso o servicio público. Se admite asimismo una afectación de futuro: los inmuebles en construcción que se entenderán afectados al departamento con cargo a cuyos créditos presupuestarios se efectúe la edificación. En cuanto a los bienes muebles, la afectación se produce por el simple hecho de la adquisición de los necesarios para el

desenvolvimiento de los servicios públicos o para la decoración de dependencias oficiales.

B)

L A S MODALIDADES D E L A DESAFECTACIÓN

El cese de la demanialidad tiene lugar por el proceso inverso de la desafectación, cuyo efecto es convertir el bien demanial en bien patrimonial y que, en principio, debiera revestir las formas o variedades antes expuestas sobre la afectación. Y así es posible la desafectación por ley de toda una categoría de bienes antes calificados de demaniales, y la desafectación por acto expreso de la Administración sobre bienes singularizados. Como dice la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, los bienes y derechos demaniales perderán esta condición, adquiriendo la de patrimoniales, en los casos en que se produzca su desafectación, por dejar de destinarse al uso general o al servicio público. No hay, sin embargo, desafectaciones implícitas o presuntas, dado que dicha Ley prescribe que la desafectación deberá realizarse siempre de forma expresa (art. 69). Sobre este cuestión volveremos en el capítulo siguiente al tratar de la imprescriptibilidad de los bienes de dominio publico, cuestión con la que guarda estrecha relación. 7.

MUTACIONES D E M A N I A L E S

Por mutación demanial se entiende la alteración de alguno de los elementos del demanio, titularidad o afectación, sin salir el bien del dominio público. La mutación demanial puede afectar, en primer lugar, a la titularidad. Así ocurre en los supuestos de sucesión entre Entes públicos (fusión de dos Municipios en uno o agregación de parte de un término municipal a otro); también se altera la titularidad demanial cuando se produce una transferencia de la competencia sobre el servicio público a que los bienes están afectos en favor de un Ente territorial diverso del que la ostentaba, máxime cuando el traspaso de competencias se efectúa por ley. Es a propósito de las mutaciones demaniales cuando se plantea la cuestión de las expropiaciones de dominio público. ¿Puede el Estado, sin que se lo autorice expresamente una ley, desposeer a través de la expropiación a otro Ente territorial de una dependencia demanial? Esa posibilidad fue inicialmente admitida por el Consejo de Estado francés, y negada, después, en base al doble argumento de la inalienabilidad del dominio público y de la inadecuación de la legislación de expropiación forzosa para actuar sobre propiedades o derechos no estrictamente privados. El problema ha sido, en parte, resuelto por una Ley de 29 de junio de 1965 que, con el fin de facilitar ciertos trabajos y operaciones, permite que la Administración, por Decreto acordado en Consejo de Estado, acuerde un cambio de titularidad; queda, no obstante, irresuelto el problema de indemnización, que WALINE estima procedente, remitiendo a la Jurisdicción administrativa su determinación en defecto de acuerdo entre la Administración beneficiada y la desposeída.

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En nuestro Derecho no es posible utilizar el instituto expropiatorio para que una Administración territorial (Estado, Comunidad Autónoma, Provincia) pueda apropiarse de un bien demanial de otro Ente territorial (Municipio) en contra de su voluntad. El artículo 1 de la Ley de Expropiación Forzosa, al limitar la aplicación de la potestad expropiatoria a «cualquier forma de propiedad privada», impide extender su aplicación a los bienes demaniales. No parece, pues, contra toda lógica, que exista solución fuera del mutuo acuerdo o de la intervención legislativa. Por ello tiene el mayor interés la Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de octubre de 1994 que admite la expropiación por acuerdo del Consejo de Ministros de bienes comunales sin expediente de desafectación previa, admitiendo a estos efectos la desafectación tácita del bien. La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas extiende el concepto de mutación demanial al cambio interno en la afectación de un órgano a otro dentro de la misma Administración, en este caso del Estado. Y la define como el acto en virtud del cual se efectúa la desafectación de un bien con simultánea afectación a otro uso general, fin o servicio público de la Administración General del Estado o de los organismos públicos vinculados o dependientes de ella (art. 71). BIBLIOGRAFÍA: BALLBÉ PRUNES: «El enjuiciamiento jurisdiccional de la Administración en relación con los bienes demaniales», RAP, 8 3 , 1 9 7 7 ; CLIMENT BARBERÁ: La afectación de bienes al uso y servicio público, Valencia, 1 9 7 9 ; CHINCHILLA, Telecomunicaciones: estudios sobre dominio público y propiedad privada. Madrid, 2 0 0 0 ; COLMEIRO: Derecho administrativo, Madrid, 1 8 6 5 ; DÍEZ PICAZO: «Breves reflexiones sobre el objeto del demanio; los iura in re aliena», REDA, 3 5 ; ESCRIBANO COLLADO: Las vías urbanas, Madrid, 1 9 7 3 ; FERNANDEZ DE VELASCO: «Sobre la incorporación al Código Civil español de la noción de dominio público», Revista de la Facultad de Derecho, Madrid, 1 9 4 2 ; GARCÍA DE ENTERRIA: DOS estudios sobre la usucapión en Derecho administrativo, Madrid, 1 9 7 4 ; GARCÍA TREVIJANO: «Titularidady afectación demanial en el Ordenamiento jurídico español», RAP, 2 9 ; GARRIDO FALLA: Tratado de Derecho administrativo, vol. I I , Madrid, 1 9 8 3 ; NIETO: LOS bienes comunales, Madrid, 1 9 6 4 ; PAREJO ALFONSO: «Dominio público: un ensayo de reconstrucción de su teoría general», RAP, 1 0 0 , 1 9 8 3 ; SALA ARQUER: La desafectación de los bienes de dominio público, Madrid, 1 9 8 0 ; SÁNCHEZ BLANCO: La afectación de los bienes de dominio público, Sevilla, 1979.

CAPÍTULO III

UTILIZACIÓN Y PROTECCIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO

SUMARIO: 1. DEBERES DE CONSERVACIÓN Y CLASES DE UTILIZACIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO.-2. LA UTILIZACIÓN DE LOS BIENES AFECTADOS A LOS SERVICIOS PÚBLICOS.—3. EL USO COMÚN GENERAL. LOS COLINDANTES DE LAS VlAS PÚBLICAS.—4. EXCEPCIONES AL USO COMÚN GENERAL. LOS USOS COMUNES ESPECIALES.—5. UTILIZACIÓN PRIVATIVA. LA CONCESIÓN DEMANIAL.—6. LOS APROVECHAMIENTOS COMUNALES. — 7. LA PROTECCIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO. FUNDAMENTO Y CLASES DE PROTECCIÓN.-8.IMPRESCRIPTIBILIDAD.-9. INALIENABILIDAD EINEMBARGABILIDAD.10. LA AUTOTUTELA DEL DOMINIO PÚBLICO. LA RECUPERACIÓN DE OFICIO EN CUALQUIER TIEMPO DE LOS BIENES DEMANIALES. —11. LA POTESTAD SANCIONADORA.-BIBLIOGRAFÍA.

1.

DEBERES DE CONSERVACIÓN Y CLASES DE UTILIZACIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO

Las formas o clases de utilización del dominio público dependen de las distintas clases de afectación a que puede estar sujeto, pues la afectación predetermina o enmarca, en todo caso, las posibilidades de utilización de los bienes demaniales. En el Derecho español la primera regulación dogmática de las formas de utilización del dominio público se recogió en el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1955, recogida en el vigente, aprobado por Real Decreto 1372/1986, de 13 de junio. Según este último, en la «utilización de los bienes de dominio público, cuando no se trata de una utilización directa por los servicios públicos de la propia Administración, se considerará: 1. Uso c o m ú n , el correspondiente por igual a todos los ciudadanos indistintamente, de modo que el uso de unos no impida el de los demás interesados, y se estimará: a) General, cuando no concurran circunstancias singulares. b) Especial, si concurriesen circunstancias de este carácter por la peligrosidad, intensidad del uso o cualquier otra semejante.

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2. Uso privativo, el constituido por la ocupación de una porción del dominio público, de modo que limite o excluya la utilización por los demás interesados. A su vez, éste admite las siguientes variedades. a) Uso normal, el que fuere conforme con el destino principal del dominio público a que afecte. b) Uso anormal, si no fuere conforme con dicho destino» (art. 75 del Real Decreto 1372/1986, de 13 de junio). Esta clasificación no es, a pesar de su ambicioso planteamiento, más que una descripción de los usos del dominio público por los particulares, pero no incluye la utilización directa de los bienes demaniales por la Administración, como es propio de los bienes afectos a los servicios públicos, que se rigen por las normas que disciplinan éstos. En forma sustancialmente coincidente, la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas considera uso común el que corresponde por igual y de forma indistinta a todos los ciudadanos, de modo que el uso por unos no impide el de los demás interesados. Este uso deviene uso común especial, compatible con el anterior, cuando, sin impedir el uso común, supone la concurrencia de circunstancias tales como la peligrosidad o intensidad del mismo, preferencia en casos de escasez, la obtención de una rentabilidad singular u otras semejantes, que determinan un exceso de utilización sobre el uso que corresponde a todos o un menoscabo de éste. Y es, en fin, uso privativo el que determina la ocupación de una porción del dominio público, de modo que se limita o excluye la utilización del mismo por otros interesados (art. 85). Las diversas clases de utilización del demanio se estudiarán con más detalle en los epígrafes que siguen; a subrayar por el momento que la Ley del Patrimonio de la Administraciones Públicas exige título habilitante para la utilización de los bienes de dominio público cuando exceda el uso común que, en la misma medida, corresponde a todos los ciudadanos. Si se produce dicho exceso, el título habilitante consistirá en una autorización cuando se trate de un aprovechamiento especial, o cuando la ocupación se efectúe únicamente con instalaciones desmontables, si la duración del aprovechamiento o uso no excede de cuatro años. Por el contrario, requerirá concesión administrativa el otorgamiento de un uso privativo de los bienes de dominio público que determine su ocupación con obras o instalaciones fijas o mediante instalaciones desmontables o bienes muebles si la duración del aprovechamiento excede de dichos cuatro años. 2.

LA UTILIZACIÓN DE LOS BIENES AFECTADOS A LOS SERVICIOS PÚBLICOS

Los bienes afectos a los servicios públicos se utilizan, en principio, por los propios órganos de la Administración. Se trata de una utilización instrumental sin participación de otros sujetos y que no difiere de la que hace la Administración de la utilización que sobre sus propios bienes hace cualquier propietario particular. Esto es particularmente cierto cuando esa uti-

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lización es verdaderamente exclusiva, como ocurre con el uso por las Fuerzas Armadas de las dependencias militares. Pero en otros casos la utilización directa por los propios órganos administrativos es necesariamente compatible con un uso restringido en favor de los administrados que se beneficien de las prestaciones del servicio al que los bienes están afectados, como es el caso de los edificios dedicados a la enseñanza, sanidad, etcétera. En estos supuestos el uso por el público se realiza por intermedio o a través de la organización del servicio, pero primando las reglas propias de éste sobre las que se aplicarían a otro tipo de utilización colectiva. Así lo establece el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales, según el cual «el uso de los bienes de servicio público se regirá, ante todo, por las normas del Reglamento de Servicios de las Entidades Locales... normas que serán asimismo de preferente aplicación cuando la utilización de bienes de uso público fuere sólo la base necesaria para la prestación de un servicio público municipal o provincial» (art. 74). Lo mismo viene a decir la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas que remite a las normas propias del servicio al que están afectos los bienes el régimen de su utilización. Además contempla el caso frecuente de utilizaciones privativas por terceros de espacios en los edificios administrativos del Patrimonio del Estado, para dar soporte a servicios dirigidos al personal destinado en ellos o al público visitante, como cafeterías, oficinas bancarias, cajeros automáticos, oficinas postales u otros análogos, o para la explotación marginal de espacios no necesarios para los servicios administrativos. Esta ocupación no podrá entorpecer o menoscabar la utilización del inmueble por los órganos o unidades alojados en él, y habrá de estar amparada por la correspondiente autorización, si se efectúa con bienes muebles o instalaciones desmontables, o concesión, si se produce por medio de instalaciones fijas, o por un contrato formalizado de acuerdo con la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas. Sin embargo, no reviste forma especial la autorización a favor de personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, para la organización de conferencias, seminarios, presentaciones u otros eventos siempre que no interfiera su uso por los órganos administrativos que lo tuvieran afectado o adscrito, lo que podrá originar una contraprestación pecuniaria. 3.

EL USO COMÚN GENERAL. LOS COLINDANTES DE LAS VÍAS PÚBLICAS

La utilización colectiva, o uso común, es la que tiene lugar por el público en general y, por tanto, indiscriminadamente, en forma anónima, sin necesidad de título alguno. Éste es el tipo de utilización que corresponde a las vías públicas terrestres (carreteras, calles, plazas, paseos), al mar territorial y sus riberas y, asimismo, a las riberas de los ríos y cursos de agua. Normalmente, la utilización de los particulares se traducirá en una actividad de circulación o en una situación de breve estacionamiento, pudiendo, en ocasiones, llegar a aprovecharse de los frutos o productos de la dependencia demanial (pesca, caza).

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El uso común general se rige por los principios de libertad, igualdad y gratuidad, principios que deben respetar los actos administrativos o disposiciones que se dicten sobre la utilización de estos bienes. El Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales alude únicamente al principio de libertad: «el uso común general de los bienes de dominio público se ejercerá libremente, con arreglo a la naturaleza de los mismos y a los actos de afectación y apertura al uso público y a las leyes, reglamentos y demás disposiciones generales» (art. 76). El principio de libertad, que implica normalmente los de igualdad y gratuidad, se consagra también en otros preceptos de leyes especiales. Así, la Ley de Costas establece que la utilización del dominio público marítimoterrestre y, en todo caso, del mar y su ribera, será libre, pública y gratuita para los usos comunes acordes con la naturaleza de aquél, tales como pasear, estar, bañarse, navegar, embarcar, desembarcar, varar, pescar, coger plantas y mariscos y otros actos semejantes que no requieran instalaciones de ningún tipo y siempre que se realicen de acuerdo con las leyes y reglamentos (art. 31). En el mismo sentido, la Ley de Aguas dispone que todos puedan, sin necesidad de autorización administrativa, y de conformidad con las leyes y reglamentos, usar de las aguas superficiales, mientras discurren por sus cauces naturales para beber, bañarse, y otros usos domésticos, así como para abrevar ganado. Estos usos comunes habrán de llevarse a cabo de forma que no se produzca una alteración de la calidad y el caudal de las aguas. En la actualidad, la regla de la libertad hay que entenderla muy relativizada por la creciente preocupación de la defensa del medio ambiente, no siempre compatible con esa libertad y uso general, a veces demasiado intensivo y contaminante, y por los problemas creados por la masificación automovilística, por lo que ese uso común se convierte cada vez más en un uso especial, ni libre ni gratuito. Diversa problemática se plantea en las vías públicas destinadas a la circulación por las ventajas especiales que de éstas obtienen los propietarios ribereños o colindantes, como el derecho de acceso a los garajes de sus viviendas que supone una prohibición del uso general de aparcamiento frente a éstas. Singularidad de tratamiento que se manifiesta también en la preferencia que, de ordinario, se reconoce a los mismos ribereños de las calles para acceder a la propiedad de aparcamientos públicos construidos en sus cercanías o asimismo otras ventajas sobre zonas de aparcamiento en las calles o a menor coste en los aparcamientos vigilados. La cercanía a la vía pública puede originar asimismo un derecho a indemnización por los daños ocasionados por obras públicas en la medida en que el daño exceda de los inconvenientes normales derivados de la vecindad o por perjuicios directos; indemnización asimismo que pudiera darse cuando la desafectación origina la privación de una ventaja o pi'errogativa importante, como es el caso de desafectación y cierre definitivo de una calle que impide todo acceso a las propiedades.

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4.

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EXCEPCIONES AL USO COMÚN GENERAL. LOS USOS COMUNES ESPECIALES

Como se advirtió, los principios de libertad, gratuidad e igualdad característicos del uso común general no son siempre fáciles de garantizar. Por ello sufren excepciones, que dan lugar a regímenes particulares, es decir, a usos comunes especiales. En esta categoría entran, como también se dijo, los usos en que concurren circunstancias singulares de peligrosidad, intensidad de uso o cualquiera otra semejante y que puede originar un exceso de utilización sobre el uso que corresponde a todos o un menoscabo de éste. Usos comunes especiales se dan en el disfrute de los derechos de pesca o de caza, que, con carácter general, se reconocen sobre bienes demaniales a los ciudadanos. Estos derechos se condicionan a la obtención de una licencia y se prohiben en las épocas de veda. Asimismo la navegación con determinadas embarcaciones se condiciona a la posesión de ciertos conocimientos y pericias, sujetándose a previa licencia (títulos de patrón de pesca, de yate...), o el amarre de las embarcaciones que origina, en algunos puertos, problemas y regulaciones similares a los aparcamientos de vehículos automóviles, etcétera. Pero en ningún otro campo, como en la circulación automóvil, se ha hecho más patente la aplicación de este concepto de uso común especial y la relativización de los principios de gratuidad y libertad. La peligrosidad que comporta el derecho al uso de la carretera con vehículos automóviles ha justificado la exigencia de una licencia o autorización especial de aptitud del conductor (permiso de conducir), y otra de ausencia de defectos en los vehículos (permisos de circulación, certificados del intervención técnica de vehículos). Es claro, sin embargo, que ni la expedición ni la revocación de estos permisos depende de la tolerancia o de la discrecionalidad administrativa, sino de circunstancias y causas legal y reglamentariamente determinadas, por existir un verdadero derecho a la circulación en automóvil. Otro aspecto de esta circulación automovilística que interesa como uso común, y que puede transmutarse en especial, es el de los aparcamientos. El aparcamiento transitorio y episódico sobre las vías públicas no pasa ciertamente de ser un uso común. Su intensidad, es decir, su duración, en razón de su escasez ante el aumento del parque automovilístico, puede llevar a exigir una limitación del tiempo o a condicionarlo al pago de una tasa, convirtiéndolo así en un uso común especial, aunque sin sujeción a licencia. Pero cabe también que el aparcamiento se convierta en una utilización privativa y abusiva del dominio público cuando se perpetúa, lo que justifica las normas que permiten a la Administración la retirada de la vía pública de los coches presuntamente abandonados. Un uso común, pero de mayor intensidad, sobre las vías públicas, y por ello especial, es el de los servicios de transporte colectivo o individual (taxis).

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A diferencia de los demás usuarios de las calzadas, los titulares de licencias de taxis hacen de las vías públicas la sede de una explotación comercial. Por ello, aparte de la consideración de servicio público que estas actividades pudieran ostentar, aquella utilización intensa del demanio explica y justifica las limitaciones y condiciones a que se sujetan estas actividades y su sometimiento a previa licencia. Con carácter general la licencia para usos especiales se otorga directamente, salvo que su número fuera limitado, en cuyo caso lo será por licitación y, si no fuera posible, porque todos los solicitantes reúnen las mismas condiciones, mediante sorteo. Las licencias o autorizaciones que cubren estos usos no son transmisibles si se refieren a las cualidades personales del sujeto o aquellas cuyo número estuviese limitado; y las demás, lo serán o no según se prevea en las Ordenanzas (art. 77 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones locales). La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas ha establecido un régimen básico para estas autorizaciones, del que se exceptúan las autorizaciones necesarias para ejecutar las actividades vinculadas a un contrato administrativo (normalmente de obra pública), contrato que será título suficiente para legitimar la actividad y que se atendrá a su clausulado. Fuera de este supuesto, el otorgamiento de la autorización tiene lugar a petición de los interesados que reúnan las condiciones requeridas, salvo que, por cualquier circunstancia, se encontrase limitado su número, en cuyo caso el otorgamiento se efectuará en régimen de concurrencia y, si ello no fuere procedente, por no tener que valorarse condiciones especiales en los solicitantes, mediante sorteo. Las autorizaciones son transmisibles cuando para su otorgamiento no se hayan tenido en cuenta circunstancias personales del autorizado o cuando su número fuere ilimitado. En cuanto a su régimen económico, las autorizaciones podrán ser gratuitas, otorgarse con contraprestación o con condiciones, o estar sujetas a una tasa por utilización privativa o aprovechamiento especial. La tradicional «cláusula de precariedad» que se insertaba en las autorizaciones y que presuponía que la Administración podría revocarlas sin alegación de causa y sin indemnización alguna, fue posteriormente atemperada, primero por la Jurisprudencia y después por la legislación. La jurisprudencia, en efecto, criticó la «arcaica construcción de la institución del precario administrativo como instrumento de exoneración de la responsabilidad patrimonial, y necesariamente dirigido a la indemnidad de la Administración en todo evento, pugna abiertamente y es irreconciliable con los principios fundamentales inspiradores del ordenamiento positivo vigente del régimen administrativo de responsabilidad patrimonial de la Administración e irrevocabilidad ex oficio de los actos administrativos» (Sentencias de 17 de octubre de 1978 y de 11 de mayo de 1982); precisándose también que «si los actos administrativos relativos a concesiones o autorizaciones en las que se inserta la cláusula de precario han de venir informados por aquel interés público, el juego de este interés no puede desconocerse para lo sucesivo y sólo el advenimiento de otro interés público preferente justificaría a modo de con-

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dición sobrevenida el ejercicio de la acción de precario, pues de lo contrario no sólo iría la Administración contra sus propios actos, sino que lo verificaría desconociendo o lesionando derechos de los particulares legítimamente adquiridos en el tráfico administrativo» (Sentencia de 29 de noviembre de 1980). Partiendo de esta jurisprudencia, la legislación más reciente precisa los supuestos en que tiene lugar la libre revocación sin indemnización pero la somete, en todo caso, a un trámite de audiencia. Así, en las autorizaciones en los puertos, la Ley 48/2003, de 26 de noviembre, de Régimen Económico y de Prestación de Servicios de los Puertos de Interés General, permite la revocación unilateral de las autorizaciones en cualquier momento y sin derecho a indemnización, cuando resulten incompatibles con obras o planes que, aprobados con posterioridad, entorpezcan la explotación portuaria o impidan la utilización del espacio portuario para actividades de mayor interés portuario. Corresponderá a la Autoridad Portuaria apreciar las circunstancias anteriores mediante resolución motivada, previa audiencia del titular de la autorización. Asimismo la Ley de Costas establece que «las autorizaciones podrán ser revocadas unilateralmente en cualquier momento por la Administración, sin derecho a indemnización, cuando resulten incompatibles con la normativa aprobada con posterioridad, produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización para actividades de mayor interés público o menoscaben el uso público» (art. 54). Y, en fin, siguiendo el mismo criterio la Ley del Patrimonio de las Administraciones Publicas prescribe con carácter general que las «autorizaciones podrán ser revocadas unilateralmente por la Administración concedente en cualquier momento por razones de interés público, sin generar derecho a indemnización cuando resulten incompatibles con las condiciones generales aprobadas con posterioridad, produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización para actividades de mayor interés público o menoscaben el uso general» (art. 92). Basta pues con cambiar la normativa, incluso a nivel reglamentario, para originar una causa de revocación sin indemnización.

5.

UTILIZACIÓN PRIVATIVA. LA CONCESIÓN DEMANIAL

A diferencia de los estacionamientos, las ocupaciones sin obras o con obras desmontables o por plazo limitado, las ocupaciones comportan una utilización privativa anormal impeditiva del uso general, que requiere una transformación, una obra definitiva y, por ello, deben estar amparadas en un título más solemne y eficaz: la concesión. La jurisprudencia y la doctrina francesa califican las concesiones demaniales de contratos administrativos, calificación que perseguía una doble finalidad: proteger al concesionario permitiendo que, a diferencia del permisionario o precarista, pudiera ser indemnizado por la pérdida de su derecho; permitía también la conversión de la tasa por la ocupación del dominio público en un precio, fijado al margen de las tarifas. En el Derecho español, el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1955 remitía al de contratación lo relativo a la licitación previa

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al otorgamiento de la concesión. Sin embargo, la Ley del Patrimonio de las Administraciones Publicas declara aplicable a las concesiones demaniales únicamente la regulación de las circunstancias personales para ser contratista previstas en la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas. No obstante, el régimen jurídico de las concesiones que la propia ley establece tiene indudables rasgos contractuales creando a favor del concesionario una situación estable de disfrute del bien demanial susceptible de explotación económica duradera y protegida por la imposibilidad de revocación sin indemnización a diferencia de la autorización, como veremos. En esa misma línea contractual, las concesiones que habiliten para una ocupación de bienes de dominio público que sea necesaria para la ejecución de un contrato administrativo deberán ser otorgadas por la Administración que sea su titular y se considerarán accesorias de aquél y vinculadas a dicho contrato a efectos de otorgamiento, duración y vigencia y transmisibilidad. De la concesión de obra pública, regulada como un contrato administrativo típico (Ley 13/2003, de 23 de mayo, reguladora del contrato de concesión de obras públicas) la concesión demanial estricta se diferencia en que en ella la obra beneficia privativamente a la actividad privada de la concesionaria (ejemplo: concesión en la costa para una explotación acuícola) mientras que en la concesión de obra pública (ejemplo: concesión de una autopista) la realizada tiene por destino su utilización general. No obstante el régimen de una y otra concesión tiene rasgos comunes porque ambas recaen sobre bienes calificados de demaniales. El procedimiento de otorgamiento de las concesiones demaniales es de naturaleza análoga al procedimiento de selección de contratistas y, como el de éstos, responde a la necesidad de asegurar el principio de igualdad de oportunidades y la elección del proyecto más idóneo o conveniente a los intereses generales, entre los varios que se hayan presentado. Se efectuará, pues, en régimen de concurrencia por medio de concurso o subasta. El otorgamiento directo sólo es posible cuando se den circunstancias excepcionales, debidamente justificadas. Las concesiones demaniales se otorgan con la inserción de una cláusula de neutralidad, que deja «a salvo el derecho de propiedad y sin perjuicio de tercero». Mediante ella, la Administración excluye, por una parte, de la concesión que otorga, cualquier otro derecho concedido con anterioridad sobre la misma dependencia demanial; por otra, la Administración limita así su responsabilidad para el caso de que, por error u otra causa, la concesión incida sobre propiedades particulares. Una vez otorgada la concesión deberá precederse a su formalización en documento administrativo que será título suficiente para inscribir la concesión en el Registro de la Propiedad. Más preciso es el procedimiento de selección del concesionario, y con su

clásica denominación de «proyectos en competencia» o «concurso de pro-

yectos», regulado en el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales (arts. 82 a 91), inspirado en la regulación clásica de la Ley General de Obras Públicas de 13 de abril de 1877. En esta técnica es capital la distinción de dos fases: una, primera, en la que se trata de la selección del mejor o más conveniente proyecto para la utilización del dominio público; y u n a segunda

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fase, que tiene por objeto adjudicar la concesión de la realización del proyecto seleccionado al mejor postor. Su tramitación es la siguiente: — Presentado un proyecto de ocupación con u n a memoria explicativa, la Corporación encargará a sus técnicos la redacción de un proyecto o convocará concurso de proyectos durante el plazo m í n i m o de un mes. Después la Corporación elegirá, con arreglo a las bases del mismo, el que fuere más conveniente a los intereses públicos y podrá introducir las modificaciones que considere oportunas. — Aprobado por la Corporación el proyecto que, elaborado por ella o por los particulares, hubiere de servir de base a la concesión, se convocará, en su caso, licitación para adjudicarlo, en la que podrá tomar parte cualquier persona, además de los presentadores de proyectos de concurso previo si se hubiere celebrado. Habrá un período de información pública, durante treinta días, del proyecto que hubiere de servir para la concesión y de las bases de la licitación. Si el proyecto previere subvención al concesionario, la licitación versará sobre la rebaja en el importe de aquélla o, subsidiariamente, sobre la mejora del canon, la reducción del plazo de concesión o, en su caso, el abaratamiento de las tarifas tipo si se hubiesen de efectuar prestaciones privadas al público. — El peticionario inicial tendrá derecho de tanteo si participare en la licitación y entre su propuesta económica y la que hubiere resultado elegida no existiere diferencia superior a un 10 por 100. Igual derecho corresponderá al titular del proyecto que hubiera resultado elegido en el concurso previo de proyectos, de haberse celebrado, si en las bases del mismo se otorgare, como premio, tal derecho. Si u n o y otro hicieren uso de ese derecho se resolverá el concurso en favor de la propuesta más económica, o, en definitiva, por el sistema de pujas a la llana. — Cuando se tratare de una ocupación privativa y además anormal, se habrá de justificar específicamente la conveniencia pública de dicha utilización respecto de su uso normal, y se valorarán especialmente el daño o perjuicio que pudiera producirse respecto al uso normal, incrementándose la cuantía de las garantías provisionales y definitivas.

La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas dispone que las concesiones se otorgarán por tiempo determinado. Su plazo máximo de duración, incluidas las prórrogas, no podrá exceder de setenta y cinco años, salvo que se establezca otro menor en las normas especiales que sean de aplicación. Durante ese plazo, el titular de una concesión dispone de un derecho real sobre las obras, construcciones e instalaciones fijas que haya construido para el ejercicio de la actividad autorizada por el título de la concesión. Este título otorga a su titular los derechos y obligaciones del propietario y es transmisible mediante negocios jurídicos entre vivos o por causa de muerte o mediante la fusión, absorción o escisión de sociedades, por el plazo de duración de la concesión, a personas que cuenten con la previa conformidad de la autoridad competente para otorgar la concesión. Asimismo, sobre los derechos sobre las obras, construcciones e instalaciones podrá constituirse hipoteca como garantía de los préstamos contraídos por el titular de la concesión, pero únicamente de aquellos que han servido para financiar la realización, modificación o ampliación de las obras, construcciones e instalaciones de carácter fijo situadas sobre la dependen-

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cia demanial ocupada. Como la hipoteca implica una venta anticipada si en su día no se hace frente al crédito garantizado con aquélla, es necesaria la previa autorización de la autoridad competente para constituirla, y se extingue con la extinción del plazo de la concesión. Para facilitar la financiación, los derechos de cobro de los créditos con garantía hipotecaria podrán ser cedidos total o parcialmente mediante la emisión de participaciones hipotecarias a fondos de titulización hipotecaria (Ley 19/1992, de 7 de julio, de Instituciones de Inversión Colectiva). Las causas de extinción de las concesiones son las mismas que las de extinción de las autorizaciones: muerte o incapacidad sobrevenida del concesionario individual o extinción de la personalidad jurídica de la empresa, falta de autorización previa en los supuestos legalmente previstos, caducidad por vencimiento del plazo, rescate de la concesión, previa indemnización, o revocación unilateral de la autorización, mutuo acuerdo, falta de pago del canon o cualquier otro incumplimiento grave de las obligaciones del titular de la concesión, declarados por el órgano que otorgó la concesión o autorización, desaparición del bien o agotamiento del aprovechamiento, desafectación del bien o cualquier otra causa prevista en las condiciones generales o particulares Cuando se extinga la concesión, las obras, construcciones e instalaciones fijas existentes sobre el bien demanial deberán ser demolidas por el titular de la concesión o, por ejecución subsidiaria, por la Administración a costa del concesionario, a menos que su mantenimiento hubiera sido previsto expresamente en el título concesional o que la autoridad competente para otorgar la concesión así lo decida. En tal caso, las obras, construcciones e instalaciones serán adquiridas gratuitamente y libres de cargas y gravámenes por la Administración o el organismo público que hubiera otorgado la concesión. Como la situación del concesionario es la propia de los titulares de un derecho real, puede defender su derecho frente a terceros por los modos y acciones propias del Derecho civil, mientras que los conflictos entre la Administración y el concesionario tendrán, por el contrario, carácter administrativo y se sustanciarán ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. 6.

LOS APROVECHAMIENTOS COMUNALES

La especialidad de los bienes comunales dentro les configura otra forma de aprovechamiento, en cunscrito a la totalidad o parte de los vecinos del de los bienes públicos municipales (calles, plazas, se requiere ostentar la condición de vecino.

de los bienes municipaeste caso colectivo, cirMunicipio, a diferencia etc.), para cuyo uso no

Ahora bien, y para evitar que se abuse de la condición vecinal en los pueblos titulares de bienes comunales, tan fácil de adquirir a través de un simple empadronamiento por cualquier ciudadano, la Ley permite a «los Ayuntamientos y Juntas vecinales que, de acuerdo con normas consuetudinarias y Ordenanzas locales tradicionalmente observadas, viniesen ordenando el

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disfrute y aprovechamiento de bienes comunales, mediante concesiones periódicas de suertes o cortas de madera a los vecinos», que impongan a éstos «como condición previa, para participar en los aprovechamientos forestales indicados, determinadas condiciones de vinculación y arraigo o de permanencia, según costumbre local, siempre que tales condiciones, y la cuantía máxima de las suertes o lotes, sean fijadas en Ordenanzas especiales, aprobadas por el órgano competente de la Comunidad Autónoma, previo dictamen del órgano consultivo superior del Consejo de Gobierno de aquélla, si existiere, o, en otro caso, del Consejo de Estado» (art. 75.4 del Texto Refundido sobre Régimen Local de 18 de abril de 1986). Precisado el ámbito subjetivo de la utilización de los bienes comunales, el propio Texto Refundido regula la forma de los aprovechamientos de los bienes comunales en los siguientes términos: 1. El aprovechamiento se efectuará preferentemente en régimen de explotación colectiva o comunal, es decir, aquella en que participan todos los vecinos. 2. Cuando este aprovechamiento y disfrute general fuera impracticable, regirá la costumbre u Ordenanza local al respecto, y en su defecto se efectuarán adjudicaciones de lotes o suertes a los vecinos, en proporción directa al número de familiares a su cargo e inversa a su situación económica. 3. Si esta forma de aprovechamiento y disfrute fuere imposible, el órgano competente de la Comunidad Autónoma podrá autorizar su adjudicación en pública subasta, mediante precio, dando preferencia en igualdad de condiciones a los postores que sean vecinos (art. 75, núms. 1 a 3, del Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril). El aprovechamiento comunal es condición indispensable para que el bien local mantenga esa condición, pues si «los bienes comunales, por su naturaleza intrínseca o por otras causas, no hubiesen sido objeto de disfrute de esta índole durante más de diez años, aunque en alguno de ellos se haya producido acto aislado de aprovechamiento, podrán ser desprovistos de su carácter comunal mediante acuerdo de la Entidad local respectiva. Este acuerdo requerirá, previa información pública, el voto favorable de la mayoría absoluta del número legal de miembros de la Corporación y posterior aprobación de la Comunidad Autónoma» (art. 78.1).

7.

LA PROTECCIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO. FUNDAMENTO Y CLASES DE PROTECCIÓN

El dominio público está protegido lo mismo que los bienes privados frente a los ataques o usurpaciones ilegítimos de terceros. En este sentido, toda la cobertura penal funciona de la misma forma en unos y otros bienes. Las normas que definen los tipos penales en defensa de la propiedad privada tanto mueble como inmueble (delitos de hurto, robo, usurpación o alteración de lindes previstos en los arts. 245 a 247 del Código Penal, etc.) son aplicables a los bienes de dominio público, sin perjuicio de que puedan darse tipos o circunstancias de agravación, o una legislación especialmente

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protectora con la previsión de penas muy graves para algunos de ellos, como ocurre con la tradicional incriminación por la legislación penal militar de las sustracciones o daños a las armas, buques, aeronaves y otros bienes afectados a la defensa. Mayor significación y alcance práctico tiene, dentro de las medidas represivas, el reconocimiento de una potestad sancionadora, a que más adelante nos referiremos. El dominio público puede también protegerse a través de las normas civiles que disciplinan la protección de los bienes privados. Su defensa puede, por consiguiente, actuarse a través de las acciones posesorias, declarativas y reivindicatorías con que se protege la propiedad privada. Así lo reconoce expresamente el Código Civil italiano, que faculta a la Autoridad para proceder en vía administrativa «come de valersi dei mezzi ordinari a difesa della propietá e del possseso previsti dal presente Códice». No obstante todo ello, y sin duda como una desconfianza a la eficacia de la protección del sistema judicial civil, han surgido reglas y potestades administrativas de acción más directa y contundente. Por una parte, están las reglas sustantivas basadas en la insusceptibilidad de los bienes de dominio público para ser objeto de propiedad privada, que se concretan en la imprescriptibilidad, la inalienabilidad y la inembargabilidad, y, por otra, los remedios ofensivos para recuperar el dominio público perdido o usurpado, como las facultades de deslinde, reintegro posesorio, reivindicación directa, y los represivos para castigar los atentados al dominio público, como la potestad sancionadora directa, ya aludida. En ese régimen proteccionista hay que situar también los efectos de ventaja que se desprenden de la inscripción de los bienes de la Administración en determinados registros o catálogos, como las presunciones posesorias favorables o el enervamiento de acciones, asimismo posesorias, de los particulares. Ahora bien, la mayor parte de estos medios de protección exorbitante no son, como ya se vio, aplicables en exclusiva a la protección del demanio, sino que en buena parte constituyen el régimen jurídico básico de protección de todos los bienes de la Administración, ya sean patrimoniales o demaniales. Por ello se limitará aquí la exposición a aquellos medios y técnicas que, más allá de esa primera y básica protección, constituyen una segunda línea defensiva, asimismo exorbitante y característica, ya en exclusividad, de la protección de los bienes demaniales. En el Derecho comparado el régimen exorbitante de protección se ciñe a los bienes demaniales, manteniendo por ello la lógica inicial y la justificación de la distinción entre bienes de dominio público y bienes patrimoniales de la Administración. Así, en el Derecho italiano, las facultades de protección se inscriben en el contexto de la policía demanial, con medidas previstas, lógicamente, en el texto regulador de la propiedad y la posesión, el Código Civil: «specta alia autoritá amministrativa la tutela dei beni que fanno parte del demanio pubblico. Essa ha faculta di procedere in via amministrativa, sia di valersi dei mezzi ordinari a difesa della propietá e del posseso». En el Derecho francés no se habla de potestades de recuperación de oficio, pero al servicio de la protección del dominio público se predican las reglas de la imprescriptibilidad e inalienabilidad, y se reconocen a la Administración potestades

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ordinarias de policía para defenderlo contra determinadas agresiones que comprometen la integridad y el uso normal. Además, se cuenta con la singularidad de la técnica represiva y recuperativa (penal y civil) que comporta las contravenciones de la grande voirie, aplicable en materia de dominio público fluvial, marítimo, ferroviario, militar, líneas telegráficas y telefónicas; actividad represiva de la que conocen directamente, sin acto administrativo previo, aunque tras un expediente administrativo de instrucción, y actuando a modo de jurisdicción penal, los Tribunales administrativos.

8.

IMPRESCRIPTIBILIDAD

La imprescriptibilidad supone que, frente a la posibilidad de la adquisición de la propiedad de los bienes privados ajenos por quien los posee durante un cierto tiempo —en el caso de inmuebles, diez o veinte años con justo título y buena fe, y treinta años sin ninguna otra condición (arts. 1.957 y 1.959 del Código Civil)—, los bienes de dominio público no pierden esa condición, ni la Administración su titularidad, cualquiera que fuere el tiempo de posesión por los particulares. Las Partidas recogen ya la regla de la imprescriptibilidad: «ni las plazas ni los caminos, ni las dehesas, ni otros lugares semejantes del común de los pueblos, se pierden por prescripción» (Ley VII, Título XIX, Partida 3j. En la actualidad, la regla de la imprescriptibilidad se ha considerado implícita en el artículo 1.936 del Código Civil, cuando refiere aquella cualidad a «las cosas que están fuera del comercio de los hombres», lo que se ha entendido referido, entre otros posibles supuestos, a los bienes de dominio público (CLAVERO).

En términos más contundentes e indiscutibles, la imprescriptibilidad se afirma ahora en el artículo 132 de la Constitución («La Ley regulará el régimen jurídico de los bienes de dominio público y de los comunales, inspirándose en los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, así como su desafectación»), declaración que se hace fundamentalmente respecto de los bienes cuya protección más preocupó al constituyente («La zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental»). En la legislación administrativa, la Ley de Régimen Local de 1955 recogió la regla de la imprescriptibilidad (art. 188), que ha pasado a la vigente Ley de Bases de Régimen Local de 1985: «los bienes comunales y demás bienes de dominio público son inalienables, imprescriptibles e inembargables» (art. 80). Sin embargo, dicha regla no ha operado en el Derecho histórico, ni actúa en el Derecho vigente, con el rigor que podría deducirse de tan categóricos preceptos. Históricamente, porque frente a la imprescriptibilidad como regla general se admitió la excepción de la prescripción inmemorial, es decir, la que operaba el transcurso de un período de tiempo extraordinario que se con-

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cretó en el plazo de cien años (la vida de tres generaciones dando a cada una el tiempo de la vida de Cristo: treinta y tres años). Esa posibilidad de prescribir el dominio público a través de la prescripción inmemorial de los cien años habría determinado, a su vez, que en las concesiones sobre aquél se estableciera como tiempo máximo de duración el límite temporal de noventa y nueve años, justamente con objeto de impedir que la posesión del concesionario más allá de ese plazo pudiera convertir su derecho al aprovechamiento en un derecho de dominio ( G A R C Í A DE ENTERRÍA).

Naturalmente, el instituto de la prescripción inmemorial no podría nunca invocarse por los particulares ni siquiera como situación de hecho legítima en favor de la ocupación de bienes de dominio público necesario (por ejemplo, los ríos, el mar territorial), dado que el ordenamiento, en ningún caso, permite que dichos bienes por su esencia nunca puedan forman parte de la propiedad privada. Respecto de los bienes de dominio público no necesario o accidental, la regla de la imprescriptibilidad sufrió un golpe frontal con la admisión de la técnica de las desafectaciones tácitas, que posibilitaban, por falta durante un cierto tiempo de la afectación del bien al servicio o al uso público, su conversión en bien de dominio privado de la Administración, conversión sobre la que, a posteriori, operaría la prescripción por un particular. La desafectación tácita, como se dijo, fue admitida por el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1955, estableciendo el plazo de veinticinco años de falta de afectación del bien al uso, o servicio público o comunal, para que se entendiera producida la transmutación del bien de dominio público en bien privado de la Administración; a partir de aquí podrían comenzar a contarse por los particulares poseedores del bien, ya convertido en bien patrimonial, los plazos ordinarios (diez o veinte años) o extraordinarios (treinta años) de prescripción establecidos en el Código Civil. En favor asimismo de las desafectaciones tácitas, y por consiguiente de la prescriptibilidad en último lugar del demanio accidental, se ha esgrimido (GARCÍA DE E N T E R R Í A ) su implícito reconocimiento por el artículo 341 del Código Civil: «los bienes de dominio público cuando dejen de estar destinados al uso general o a las necesidades de ¡a defensa del territorio pasan a formar parte de los bienes de propiedad del Estado». La técnica de las desafectaciones tácitas no llegó a admitirse en la legislación del Estado y, en la actualidad, como se ha dicho, ni siquiera está recogida en el nuevo Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1986, consecuente, con el artículo 132.1 de la Constitución, que ha impuesto la imprescriptibilidad para los bienes de dominio público y comunal, juntamente con las de inalienabilidad e inembargabilidad. Otro tanto puede decirse de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas que, congruentemente con la Constitución, no regula las desafectaciones tácitas. Pero, a pesar de la eliminación en nuestro Derecho de una regla en que apoyar la validez de las desafectaciones tácitas, un sector doctrinal insiste en que en relación a los bienes afectos a servicios públicos «no hay ninguna objeción de principio que se oponga no ya al juego de la desafectación

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tácita, sino, más aún, a que se entienda producida en el momento mismo en que la ocupación de tercero comienza. La razón es obvia: aquí estamos en presencia de bienes que, sin cambio de su naturaleza, pueden pertenecer tanto al dominio público como al patrimonial de las Entidades administrativas; sólo mientras están efectivamente sirviendo de soporte a un servicio público pueden ser considerados de aquella naturaleza jurídica» (GARRIDO).

En cuanto a sus efectos, la regla de la imprescriptibilidad impide no sólo la pérdida en favor de un particular de la titularidad total del bien demanial, sino también en la sustracción de sus partes físicas o de parte de sus facultades jurídicas y, en consecuencia, tampoco pueden adquirirse por prescripción servidumbres sobre los bienes de dominio público (medianerías u otras), ni cualesquiera otros derechos de aprovechamiento; lo que admitió la Ley de Aguas de 1879 que permitía ganar por la prescripción de veinte años los aprovechamientos de aguas públicas, posibilidad que derogó la Ley de Aguas de 1985. Otro efecto importante de la regla de la imprescriptibilidad y que, según la doctrina francesa, encuentra en ella su fundamento por tratarse de un complemento indispensable de la misma, es la de la imprescriptibilidad de la propia acción para exigir de los particulares la reparación o indemnización por los daños que aquéllos han ocasionado a las dependencias del dominio público. Una última cuestión problemática puede ser propuesta: ¿La regla de la imprescriptibilidad defiende el dominio público contra las usurpaciones de los particulares o también frente a prescripciones a favor de otros Entes públicos? En este caso se ha señalado que la prescriptibilidad es admisible, sin alterar la afectación, dentro de los límites en que se admite la enajenación de los bienes demaniales entre Entidades públicas territoriales (ALESSI).

9.

INALIENABILIDAD E IMBARGABILIDAD

La regla de la inalienabilidad tiene su origen en la prohibición de venta de los bienes de la Corona sin la autorización de las Cortes tradicionales, prohibición establecida, más en función de proteger frente a las prodigalidades reales el patrimonio público, cuyo despilfarro habría de repercutir en un aumento de impuestos, que en la necesidad de respetar la afectación del uso público de parte de aquellos bienes. Con la Revolución francesa, convertidos los bienes reales en bienes nacionales, admitida su enajenación, y confundida la regla de la inalienabilidad con la de insusceptibilidad de algunos bienes para formar parte del dominio privado, aquélla se irá afirmando como una simple necesidad de defensa de los bienes afectados a una utilidad pública, jugando desde entonces la inalienabilidad y la afectación un papel decisivo en la construcción dogmática del dominio público. Posteriormente, la antigua prohibición de venta de bienes reales sin el consentimiento de las Cortes se tradujo inicialmente en la exigencia de una

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norma con rango de ley para vender e hipotecar bienes o derechos del Estado de cualquier naturaleza, regla establecida por el artículo 6 de la Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública de 1911. Pero esa regla, que no consagraba ni mucho menos el principio de inalienabilidad, sino la incompetencia del poder ejecutivo para vender bienes, fue primero limitada a los bienes que superasen determinado valor y finalmente suprimida por la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, que habilitaba al Ministerio de Hacienda para vender los bienes valorados hasta 3.000 millones de pesetas, mientras que la competencia para enajenar los bienes del Estado con valor superior se atribuía al Consejo de Ministros. La vigente Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas sitúa en el Ministerio de Hacienda la competencia para la enajenación de inmuebles estatales. Para los bienes de las Comunidades Autónomas habrá que atender a sus leyes de patrimonio. Al margen de esta problemática, la regla de la inalienabilidad de los bienes de dominio público es independiente del valor de los bienes, está por encima de estas limitaciones competenciales aplicables a los bienes patrimoniales y encuentra su fundamento en el carácter extracomercial del demanio, del que no se puede disponer mientras está afectado a un fin de utilidad pública. Hoy, ni siquiera por ley, sería posible la venta de un bien de dominio público, pues, como se dijo, la declaración de inalienabilidad se afirma por el artículo 132.1 de la Constitución: «la Ley regulará el régimen jurídico de los bienes de dominio público, y de los comunales, inspirándose en los principios de la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad». ¿Cuál es, por último, la consecuencia de la infracción de la regla de la inalienabilidad? Sin duda, cuando dicha regla se infringe propiamente, es decir, en los supuestos de transmisión a particulares de bienes de dominio publico, la nulidad absoluta o de pleno derecho es la sanción adecuada a los contratos de enajenación de los bienes de dominio público por falta de objeto, dada la extracomercialidad que les caracteriza. Por contra, la simple anulabilidad debe ser la sanción a los actos de disposición de bienes de dominio privado de la Administración, cuando éstos tienen lugar con infracción de las reglas sobre prohibición de ventas, procedimientos o distribución de competencias entre los diversos órganos de la Administración; bien entendido que en este último caso la rescisión o anulación del contrato, al implicarse en ella una cuestión de propiedad, puede determinar la competencia de la jurisdicción civil.

10.

LA AUTOTUTELA DEL DOMINIO PÚBLICO. LA RECUPERACIÓN DE OFICIO EN CUALQUIER TIEMPO DE LOS BIENES DEMANIALES

Los poderes, ciertamente de naturaleza cuasi-judicial, que caracterizan el régimen de autotutela de los actos administrativos, dotados de presunción de validez y fuerza ejecutoria, protegen, como ya se ha explicado, todos los

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bienes de la Administración; el deslinde, el reintegro posesorio, la reivindicación de oficio y el desahucio administrativo tienen ese carácter y sirven para defender, como régimen básico, todos los bienes de la Administración y no solamente los bienes de dominio público. La defensa de bienes patrimoniales por estos medios exorbitantes constituye sin duda una extensión abusiva de la autotutela administrativa sin ningún fundamento sustancial ni dogmático que la justifique, y sin parangón, como se ha visto, en el Derecho comparado. Estudiados ya en el capítulo I estas potestades integrantes del régimen básico, aplicable a todos los bienes —incluidos, insistimos, los de dominio privado de la Administración—, sólo queda por tratar la potestad de recuperación de oficio de los bienes de dominio público. Esta potestad, frente a la ya estudiada de recuperación posesoria, no está condicionada al plazo del año, de forma que cualquiera que fuere el tiempo transcurrido desde la usurpación la Administración puede rescatar la dependencia demanial sustraída. Como dispone la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, «si los bienes y derechos cuya posesión se trata de recuperar tienen la condición de demaniales, la potestad de recuperación podrá ejercitarse en cualquier tiempo» (art. 55.2). Una potestad que se justifica en la incomercialidad e imprescriptibilidad rigurosa de los bienes de dominio público, que impide a los detentadores o usurpadores consolidar ningún tipo de situación o derecho. En cualquier caso, se trata de una medida provisoria y precarial sin valor de acto firme y consentido, aunque el particular no la impugne en vía administrativa o contencioso-administrativa. Y ello es así porque el particular desposeído siempre puede acudir al juez civil, ejercitando acciones civiles declarativas de dominio o reivindicatorías si no han prescrito con arreglo al Derecho civil. Por ello la caracterización correcta de esa potestad sigue siendo la misma que la de reintegro posesorio en el plazo de un año, aunque aquí no juegue esa limitación; una potestad de estricto carácter policial, como se la define en el Derecho comparado, y no como una potestad autodefinidora definitiva de la propiedad pública con el alcance de una sentencia, según pretenden quienes postulan la exclusión de los jueces y procesos civiles para definir la titularidad y los límites de la propiedad pública frente a la propiedad de los particulares, reservando estas cuestiones a la Administración y a la jurisdicción contencioso-administrativa (BERMEJO VERA). Con la afirmación de su modesto encuadre en la policía demanial lo que precisamente se pretende es que la Administración por sí y ante sí no pueda de forma definitiva determinar las titularidades demaniales y su verdadera extensión, resolver cuestiones de propiedad sin la posibilidad de que el particular que se sienta agraviado pueda defender en cualquier tiempo su propiedad o sus límites ante el natural de la propiedad, el juez civil. La reserva de las cuestiones de propiedad al juez civil ha sido tradicional en nuestro Derecho. Este es quien, si el particular agraviado ejercita ante él las acciones declarativa o reivindicatoria del dominioj ha de determinar la titularidad de los bienes y la verdadera extensión del dominio público en relación con las propiedades colindantes. Esa solución sigue adecuándose

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a la distribución de competencias dispuesta por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, cuyo art. 22 reserva a la Jurisdicción civil «con carácter exclusivo la materia de derechos reales y arrendamientos de inmuebles que se hallen en España». Es también la única congruente con el artículo 1 de la Ley Hipotecaria, que pone los asientos del Registro de la Propiedad bajo la salvaguarda de los jueces civiles, asientos, por consiguiente, cuyas determinaciones no pueden ser alteradas por simples actos administrativos. No obstante esta regla comienza a ser peligrosamente contradicha por la regulación de los deslindes administrativos, tal como pusimos de manifiesto en el capítulo I, al que nos remitimos. 11.

LA POTESTAD SANCIONADORA

La doctrina española suele poner de relieve que para la conservación del dominio público se reconoce a la Administración, al igual que en otros ordenamientos, como el francés, una potestad sancionadora directa ( G A R R I DO). Esta observación debe, sin embargo, matizarse en los siguientes términos: En primer lugar, no es exacto decir que la Administración francesa dispone de un poder sancionador directo en protección del dominio público, ya que ese poder sancionador corresponde bien a los Tribunales de Policía, que son Tribunales del Orden Penal, bien a los Tribunales administrativos. La Administración sólo dispone de la llamada pólice de voirie, un poder de policía de orden público y un poder de policía de conservación, pero que no implica la posibilidad de imponer directamente sanciones a los particulares. Por la policía de orden público, la Administración puede definir reglamentariamente hechos infraccionales para mantener la seguridad, la integridad y la salubridad de los bienes demaniales. Pero, en todo caso (como advertimos en el capítulo relativo a la actividad sancionadora de la Administración del tomo I de esta obra), las sanciones conectadas a estas infracciones las imponen los Tribunales de Simple Policía, órganos, a pesar de su denominación, integrados plenamente en el orden judicial penal y no en la Administración. La policía de conservación se orienta, más específicamente, a mantener la integridad de determinadas dependencias demaniales. Tiene, pues, un campo de actuación más restringido y un carácter de defensa patrimonial más acusado. El origen de este poder de policía está en las facultades represivas de los intendentes del Antiguo Régimen, heredadas, tras la Revolución francesa, por los Consejos de Prefectura, y hoy por los Tribunales administrativos, que actúan a través del proceso llamado contencioso de represión. Esta protección, sin duda de índole penal, pero directamente actuada por la jurisdicción administrativa, cubre el llamado dominio mayor, la grande voirie, que comprende el demanio marítimo, el fluvial y el militar, junto con el telegráfico y el telefónico. Las infracciones se producen sin necesidad

UTILIZACIÓN Y P R O T E C C I Ó N D E L D O M I N I O P Ú B L I C O

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de que concurra elemento intencional alguno, y la sanción consiste en una multa y en la imposición de la obligación de reparar el daño que, como se dijo, es tan imprescriptible como el demanio mismo. La sanción se impone, se insiste, por los Tribunales administrativos a través de un proceso judicial especial, el contencioso de represión, desconocido en nuestro sistema, y que va precedido de una fase de instrucción de un expediente a cargo de la Administración. En el Derecho español, por el contrario, la potestad sancionadora directa es la tradicional y se encuentra regulada en leyes sectoriales sobre determinados bienes públicos, como montes, aguas, minas o del patrimonio histórico-artístico, de lo que trataremos en los capítulos que siguen. Como es normal en la potestad sancionadora de la Administración española, ésta impone las sanciones directamente, bajo la revisión posterior, si median recursos, de la jurisdicción contencioso-administrativa. La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas ha dado un paso más con la regulación de una potestad sancionadora genérica en defensa de los bienes de dominio público que actuará como supletoria de aquellas regulaciones sectoriales y que responde al esquema general propio de otras regulaciones sancionatorias. En este sentido las infracciones se clasifican en muy graves, graves y leves, infracciones que son sancionadas, respectivamente, con multa de hasta 10 millones de euros, las graves con multa de hasta un millón de euros, y las leves con multa de hasta cien mil euros, con plazos de prescripción de tres, dos años y seis meses. Se trata de techos máximos y mínimos a graduar en función del importe de los daños causados, la reiteración por parte del responsable y el grado de culpabilidad de éste. Se considerará circunstancia atenuante, que permitirá la reducción de la multa hasta la mitad, la corrección por el infractor de la situación creada. A resaltar, en todo caso, la mayor ponderación con que las diversas leyes autonómicas de patrimonio abordan la regulación de las sanciones, en cuanto coinciden en establecer éstas en función de un múltiplo sobre los daños infringidos al dominio público. Con independencia de las sanciones que puedan imponérsele, el infractor estará obligado a la restitución y reposición de los bienes a su estado anterior, con la indemnización de los daños irreparables y perjuicios causados, en el plazo que en cada caso se fije en la resolución correspondiente. El importe de estas indemnizaciones se fijará ejecutoramente por el órgano competente para imponer la sanción (arts. 193 a 194).

«El enjuiciamiento jurisdiccional de la Administración en relación con los bienes demaniales», RAP, 8 3 , 1 9 7 7 ; CLAVERO ARÉVALO: La inalienabilidad del dominio público, Sevilla, 1958; IDEM: «La recuperación administrativa de los bienes de las Corporaciones locales», RAP, 1 6 ; CHINCHILLA MARÍN, coordinadora, y otros: Comentarios a la Ley 30/2003 del Patrimonio de las Administraciones Públicas, Madrid, 2 0 0 4 ; ESCRIBANO COLLADO: Las vías urbanas, Madrid, 1 9 7 3 ; FERNANDEZ RODRÍGUEZ: «La situación de los colindantes con las vías públicas», RAP, 6 9 ; GARCÍA DE ENTERRÍA: DOS estudios sobre la usucapión en Derecho admi-

B I B L I O G R A F Í A : BERMEJO VERA:

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nistrativo, Madrid, 1 9 7 4 ; GARRIDO FALLA: Tratado de Derecho administrativo, vol. I I , Madrid, 1 9 8 3 ; LEGUINA VILLA: La defensa del uso público de la zona marítimoIvrrestre; MARTÍN MATEO: «La cláusula de precario en las concesiones de dominio público», RAP, 5 6 , 1 9 6 8 ; PAREJO GAMIR: Protección registral y dominio público; RIVERO YSERN: El deslinde administrativo, Sevilla, 1 9 6 7 ; tación de los bienes de dominio público, Madrid, 1980.

SALA ARQUER:

La desafec-

TÍTULO SEGUNDO LOS BIENES PÚBLICOS EN PARTICULAR

CAPÍTULO IV

LAS AGUAS TERRESTRES

SUMARIO: 1. SISTEMAS DE TITULARIDAD SOBRE LAS AGUAS.—2. DERECHO HISTÓRICO ESPAÑOL Y REGULACIÓN DE LAS AGUAS EN LAS LEYES DE 1866 Y 1879.-A) El sistema romano de las Partidas y la publicación de las aguas en el Reino de Valencia. —B) El liberalismo económico y la reacción de los Moderados.—C) Las Leyes de Aguas de 1866 y 1879.-3. LA PUBLIFICACIÓN DE LAS AGUAS EN LA LEY DE 2 DE AGOSTO DE 1985.-A) Extensión del demanio hidráulico.—B) Régimen de los derechos privados sobre las aguas anteriores a la Ley de 1985.—4. EL SISTEMA GARANTIZADOR DE LA LEY DE AGUAS. EL DESLINDE. EL REGISTRO DE AGUAS PÚBLICAS, EL CATÁLOGO DE AGUAS PRIVADAS Y EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD. —5. USOS COMUNES Y APROVECHAMIENTOS DIRECTOS DE LAS AGUAS PÚBLICAS SIN TÍTULO ADMINISTRATIVO.-6. APROVECHAMIENTOS ESPECIALES Y PRIVATIVOS.—A) Otorgamiento de concesiones de usos privativos. — B) Límites y condiciones de la concesión de aguas públicas.-7. LA PLANIFICACIÓN HIDROLÓGICA.-8. LA ADMINISTRACIÓN DE LAS AGUAS. LA DISTRIBUCIÓN DE COMPETENCIAS ENTRE EL ESTADO Y LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS.-9. LA ADMINISTRACIÓN HIDRÁULICA.-A) El Consejo Nacional del Agua.-B) Organismos de cuenca o Confederaciones Hidrográficas.-10. LAS CORPORACIONES DE USUARIOS. —11. LA PROTECCIÓN DE LA CALIDAD DE LAS AGUAS.-A) La autorización de vertidos.-B) Principio de recuperación de costes y canon de vertido.—C) Zonas de policía y perímetros de protección de los acuíferos subterráneos. —D) Estudio del impacto ambiental. —E) Declaración de sobreexplotación y salinización de los acuíferos subterráneos. —F) La reutilización de las aguas.—G) Los registros de zonas protegidas.-12. LA POTESTAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA.—13. LAS OBRAS HIDRÁULICAS-BIBLIOGRAFÍA.

1.

SISTEMAS DE TITULARIDAD SOBRE LAS AGUAS

Cuestión primera del régimen jurídico de las aguas es la asignación de su titularidad. En principio, las soluciones son básicamente dos: o bien las aguas siguen el régimen de la propiedad de los predios ribereños, de aquellos por los que discurren, con los que linda o en cuyo subsuelo se encuentran (sistema de accesión), o, por el contrario, el agua es una propiedad separada de la superficie substante o aledaña. En este último supuesto cabe aún que las aguas puedan ser cosas comunes o res nullius, de nadie, y por ello susceptibles de apropiación por cualquier particular, sea o no ribereño, o bien insusceptibles de apropiación por estar definidas como públicas y reservadas, por tanto, a la colectividad, al Estado, que reglamenta y, en todo caso, asigna a unos y otros sujetos los diversos aprovechamientos de que las aguas son susceptibles.

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La adopción de uno u otro sistema guarda relación directa con el problema de la escasez del agua que ha ido en aumento a medida que el progreso técnico y el aumento del nivel de vida la han convertido en un bien de primerísima necesidad, lo que propicia un imparable proceso de publificación. En el Derecho r o m a n o , cuando esa escasez estaba aún muy lejos de vislumbrarse, las aguas eran cosas comunes, pertenecientes a todos los hombres y, por ende, susceptibles de apropiación por los particulares: «y por derecho natural son comunes a todas estas cosas: el aire, el agua corriente y el mar, y por lo mismo las costas del mar» (Instituía, Libro 11, Título I). Lógicamente, si las aguas eran cosas comunes, quienes más posibilidades tenían de aprovecharse, tanto de las estancadas como de las corrientes, eran los propietarios de las fincas colindantes, por lo que dicha calificación favorecía el sistema ribereño. Sin embargo, sobre las aguas más importantes, las de los ríos navegables y flotables, se singularizaba una especial protección para asegurar la navegación consistente en prohibir el aprovechamiento particular por medio de construcciones que la dificultasen: «No hagas en río público o en su orilla, ni introduzcas en río público ni en su orilla, cosa alguna por la cual se haga peor para las naves la estancia o el paso» (Ulpiano, Ley 1, Libro XLIII, Título XII, del Digesto). La doble calificación de las aguas terrestres, como cosas comunes, susceptibles de apropiación por los particulares, y en especial por los dueños de los terrenos sobre o bajo los que aquéllas discurrían, y como aguas públicas las de los ríos navegables, insusceptibles, por tanto, de apropiación, va a pasar al Derecho europeo para configurar un sistema, básicamente privado, en la asignación de titularidad de las aguas superficiales y de las subterráneas. Después, ya en nuestros días y a medida que aumenta la valoración del agua como bien escaso y necesitado de protección, asistiremos, como se ha dicho, a una imparable tendencia publificadora: la titularidad de las aguas se independiza de la titularidad dominical de los predios y se califica como bien demanial que el Estado distribuye o asigna entre los particulares o Entes públicos en virtud de los diversos aprovechamientos de que es susceptible. En el Derecho francés, siguiendo el esquema descrito, el artículo 538 del Código Civil napoleónico declaró únicamente de dominio público los ríos navegables y flotables. De esta forma, la Administración heredaba la antigua regalía sobre los ríos y la competencia para regular y otorgar a los particulares los diversos aprovechamientos de que son susceptibles, y heredaba también un sistema especial de protección, el propio de las contravenciones de la gran voirie, ya referido en el Capítulo III. Pero el criterio de la navegabilidad, que sigue siendo en Francia el criterio básico para distinguir las aguas públicas, se amplió por las Leyes de 8 de abril d e l 9 1 0 y l 6 d e diciembre de 1964 a los supuestos en que la corriente sirve de alimentación a un río navegable o sea necesaria para el riego, los usos industriales, la alimentación de la población o la protección

LAS AGUAS TERRESTRES

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contra las inundaciones. En estos supuestos es preciso que el cambio de naturaleza del agua se lleve a cabo por un acto de clasificación administrativa, lo que en todo caso comporta la indemnización a los ribereños o terceros que antes se aprovechaban de las aguas. Las restantes corrientes de aguas superficiales y de menor importancia siguen siendo en el Derecho francés cosas comunes y directamente aprovechadas por el propietario de la superficie, si son aguas subterráneas, o el ribereño, si son superficiales, las cuales han de respetar el disfrute de igual utilidad por los demás, lo que se asegura mediante un régimen de intervención administrativa, cuya intensidad permite, distinguir dentro de las aguas comunes, las aguas colectivas y las aguas propiamente privadas (Ley de 8 de abril de 1911). Aguas colectivas son aquellas (como los arroyos, torrentes y pequeños ríos o afluentes) que no siendo demaniales (ríos navegables o flotables) ni totalmente privadas (aguas pluviales, estancadas o fuentes subterráneas), se aprovechan, según se dijo, por el ribereño para el riego de su propiedad o con fines industriales. Sobre estas aguas, la Administración ostenta importantes poderes de policía orientados a asegurar el buen funcionamiento del sistema: somete a autorización determinadas obras; cuida de la libre circulación de las aguas, pudiendo exigir a los ribereños la tala de árboles y limpieza de raíces y zarzas; vigila e impone medidas de seguridad y salubridad; y, por último, arbitra entre los encontrados intereses de los usuarios a través de la imposición de planes de aprovechamientos de aguas, aunque respetando las cantidades individuales que corresponden a cada propiedad. La publificación del sistema ha avanzado también por la configuración de regímenes especiales para las aguas subterráneas (autorización administrativa previa de todo pozo o sondeo de más de 80 metros de profundidad y declaración obligatoria de las extracciones superiores a los 8 m 3 /36 horas); por el establecimiento de un régimen excepcional de concesiones para los aprovechamientos hidroeléctricos, que se imponen en todo caso a los ribereños previa indemnización; así como por la posibilidad de definir por Decreto zonas especiales de actuación sobre aguas (d'amenagement des eaux); y por las importantes facultades que la Ley de 16 de diciembre de 1964, sobre régimen y reparto de las aguas y lucha contra la contaminación, atribuye a la Administración, ampliando sus facultades policiales sobre el régimen de los vertidos (imposición, entre otras medidas, a los causantes de la contaminación del coste de las obras de depuración). En el Derecho italiano, la legislación decimonónica fue más lejos que el Derecho francés en la publificación de las aguas. El Código de 1865 mantuvo la consideración de las aguas como res omnium comunis, lo que se apoyaba en la tradición romanística y en la dificultad teórica de considerar objeto de propiedad un bien, como el agua, continuamente mudable en sus partes constitutivas. Consecuentemente, se calificaron como aguas demaniales o públicas únicamente los ríos y los torrentes {flumi e torrenti), mientras los cursos

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menores estaban a disposición de los propietarios de los fundos ribereños, que podían usarlos libremente para el riego. Pero, simultáneamente, la Ley de Obras Públicas de 10 de marzo de 1865 sembró la confusión al incorporar al dominio público las acequias, riachuelos, lagos, etc., y con carácter general todas aquellas aguas que pudieran servir a un interés público. En todo caso, desde finales de siglo —como refiere Z A N O B I N I — se produce la extensión del concepto de la demanialidad a un número siempre creciente de aguas menores, justificado en la posibilidad de utilización de las aguas para fines de interés general. Además del uso para la navegación, que es propio solamente de los mayores ríos y de los lagos, los otros usos, como el riego, el saneamiento, la higiene y la alimentación de las poblaciones, con los progresos de la civilización y de la técnica cobraron aplicaciones cada vez mayores, afectándose al aprovechamiento general toda suerte de aguas, incluso aquéllas antes abandonadas o dispersas. Pero, sin duda, la utilización de las aguas que ha supuesto un progreso inesperado fue la invención relativa a la transformación de la energía hidráulica en energía eléctrica y su multiforme aplicación industrial. Sobre todo en Italia, donde la carencia del carbón ha hecho sentir en todo tiempo la necesidad de buscar una fuente energética alternativa, la posibilidad del aprovechamiento energético cobra bien pronto extraordinaria importancia, constituyéndose en presupuesto fundamental de la economía la sustracción de todas las aguas de alguna importancia a la economía privada y la proclamación de un monopolio del Estado. Todos estos factores presionaron en favor de una mayor publificación de las aguas que refleja el artículo 822 del Código Civil. Éste considera aguas públicas los ríos, torrentes y las otras aguas definidas como públicas en las leyes, lo que la Ley de 11 de diciembre de 1933 hará con notable amplitud: «Sono publiche tutte le acque, sorgenti fluenti e la cuali, anche se artificialmente estracte al sottosuolo, sistemate e incrementate, le quali, considérate sia isolatamente por la loro portata o por llampliezza del rispectivo hacino imbrífero, sia in relazione al sistema idrografico al quale appartengono, abbiano, o aoquistino attitudine ad uso di publico generale interese». A resaltar también del Derecho italiano la necesidad de que la demanialidad se materialice en un acto de clasificación administrativa de naturaleza solamente declarativa, no constitutiva; mientras tanto las aguas pueden ser utilizadas como privadas. Por eso dicha clasificación pública, a diferencia del Derecho francés, no genera, en caso de privación de los aprovechamientos privados, un derecho de indemnización. Asimismo, es peculiar del Derecho italiano la existencia de Tribunales de Aguas (Regionales y Tribunal Superior de Aguas) formados por magistrados y funcionarios, jurisdicción que ha superado la prohibición de Tribunales especiales del artículo 102 de la Constitución.

LAS AGUAS T E R R E S T R E S

2.

DERECHO HISTÓRICO ESPAÑOL Y REGULACIÓN DE LAS AGUAS EN LAS LEYES DE 1866 Y 1879

A)

EL SISTEMA ROMANO DE LAS PARTIDAS Y LA PUBLIFICACIÓN

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DE LAS AGUAS EN EL R E I N O DE VALENCIA

En el Derecho español se manifiestan dos tendencias en la asignación de la titularidad de las aguas. Por una parte, el sistema romanístico, que las Partidas reciben, como los demás países europeos, con sus tendencias primordialmente privatizadoras y ribereñas, salvo en lo que se refiere a los ríos navegables y flotables; por otra parte, el sistema regaliano, que en el Reino de Valencia favoreció una cierta publificación a través de una intervención administrativa limitadora de los derechos o expectativas de los propietarios ribereños de las corrientes de agua. En las Partidas, en efecto, aparece claramente el sistema romano de las cosas comunes: «las cosas que comúnmente pertenecen a todas las criaturas que viven en este mundo son éstas: el aire y las aguas de lluvia y la mar y su ribera». Asimismo, se afirma que los ríos, junto con los puertos y los caminos públicos, pertenecen a todos los hombres comunalmente, en tal manera «que pueden usar de ellos los que son de otra tierra extraña, y los que moran o viven en aquella tierra do son» (Leyes 111 y V del Título XXVIII). En cuanto a las riberas de los ríos, y aunque se trate de un río navegable, pertenecen «al señorío de aquellos cuyas son las heredades a que están ayuntadas». Sin embargo, están sujetas a una servidumbre: «con todo eso todo hombre puede usar de ellas ligando a los árboles que están y sus navios y adobando sus naves y sus velas en ellos, y poniendo sus mercaderías, y pueden los pescadores poner sus pescados y venderlos y enjugar sus redes, y usar en las riberas de todas las otras cosas semejantes de éstas que pertenecen al arte y al menester porque viven» (Ley VI del Título XXVIII). Es también libre el aprovechamiento de la fuerza de las aguas para la construcción de molinos en terreno propio o del Rey o del Común del Concejo, pero en este caso con licencia de aquéllos, si bien el molino «debe ser hecho de manera que el corrimiento del agua no se embargue la del otro». Los ríos navegables se protegen de los ribereños prohibiendo las construcciones que entorpezcan la navegación y, en consecuencia, «ni molino, ni canal, ni torre, ni cabana, ni otro edificio ninguno, no puede hacer hombre nuevamente en los ríos por los cuales los hombres andan con sus navios, ni en las riberas de ellos porque se embargase el uso comunal de ellos. Y si alguno lo hiciese y de nuevo, o que fuese hecho antiguamente de que viene daño alguno comunal, debe ser derribado. Ca no seria cosa guisada que el pro de todos los hombres comunalmente se estorbase por la propia de algunos» (Ley VIII del Título XXVIII). Las aguas no se enumeraron en la Ley XI de las Partidas (junto con las rentas de los puertos, de los portazgos, de las minas y salinas, de las pes-

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querías, ferrerías y los tributos) como objetos propios de las regalías o señoríos reales, pero es frecuente la inclusión de las aguas, las corrientes y no corrientes, en los documentos de constitución o formación de señoríos junto con aquéllos. Cosas comunes, pero al mismo tiempo sujetas a la potestad pública de los reyes, las aguas de los ríos estaban, pues, bajo la custodia regia o la del señor, quienes también podían conceder sobre ellos los correspondientes usos privativos ( G A L L E G O ANABITARTE). Este esquema general de libertad de aprovechamientos de las aguas por todos los hombres, y en especial por los ribereños, aparece, como se dijo, sujeto a un mayor intervencionismo en el Reino de Valencia, donde, con notable anticipación a las legislaciones española y europea, se da un concepto más amplio de las aguas públicas y comunales, al considerar como tales, en cuanto regalía del Príncipe, los ríos navegables y no navegables, y todas las aguas que tienen perenne y continuo curso, aunque nazcan en terreno de dominio particular, considerando únicamente de dominio privado las que «teniendo origen en territorio de privado dominio, por su corta cantidad o por no ser perenne no pueden emplearse en utilidad pública». Consecuentemente, sobre las primeras el Príncipe puede disponer a su arbitrio, y ningún otro sin real licencia (Vicente BRANCHAT, Tratado de los derechos y regalías que corresponden al Real Patrimonio en el Reino de Valencia, 1784). La anticipación a las modernas regulaciones de aguas de las disposiciones dictadas para el Reino de Valencia se manifiesta, sobre todo, en la Instrucción de 13 de abril de 1783, en la que se regulan las concesiones de aprovechamientos de agua para fertilizar los campos y para dar movimiento a las fábricas y batanes, lo que se podía hacer aprovechando las aguas sobrantes que van a perderse al mar, sangrando los ríos o descubriendo las aguas subterráneas. El otorgamiento de las concesiones se sujetaba a un procedimiento específico, con nombramiento de peritos, citación de síndicos y electos de regantes, informes del Administrador y Justicia del pueblo en cuyo término deben tomarse las aguas, y de los Ayuntamientos de los demás pueblos que se aprovechan del agua que se trata de conceder. Las concesiones se otorgaban, no obstante la oposición de los propietarios de los terrenos por donde debían hacerse las conducciones de las aguas, o de los propietarios de las aguas subterráneas, siendo el censo enfitéutico la figura jurídica que amparó la utilización privativa, pues sólo se transfería el dominio útil. El Intendente habría de proponer el canon que correspondiera pagar al adjudicatario, teniendo en cuenta el valor de los terrenos contiguos y los beneficios que los concesionarios hubieran de obtener por su proximidad a vías de comunicación u obras marítimas o hidráulicas.

B)

E L LIBERALISMO ECONÓMICO Y L A REACCIÓN D E L O S M O D E R A D O S

El régimen de las aguas, ya bastante publificado, del Antiguo Régimen, sobre todo en Levante, será sacudido por el liberalismo económico radical con la abolición de los señoríos jurisdiccionales y los privilegios en ellos

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fundados (Decreto de 6 de agosto de 1811). El principio de libertad de establecimiento de industrias sin permiso ni licencia supondrá la libre construcción de los molinos y, en general, de los aprovechamientos de aguas, con la consiguiente confusión en el sistema (Decretos de 8 de junio y 13 de julio de 1813). También el Real Decreto de 19 de noviembre de 1835 reitera el fin del régimen público especial de intervención de las aguas en Cataluña, Valencia y Mallorca, al consagrar, como una más de las libertades de comercio e industria, «la libre facultad de abrir catas y zanjas para buscar aguas subterráneas y utilizarse las propias y abrir pozos y ventanas sin otra sujeción que a las reglas del Derecho común». Sólo a partir de 1845, con los liberales moderados y la recepción masiva del sistema administrativo francés, se recompondrá una intervención sensata sobre las aguas, imponiéndose una relativa publificación de las aguas, cuyos elementos más sobresalientes serán, a juicio de G A L L E G O ANABITARTE, la calificación como obras públicas de los canales de navegación, de riego y de desagüe, los puertos de mar, los faros y desecamiento de lagunas y terrenos pantanosos en que se interese a uno o más pueblos o afecte a la navegación de los ríos, y cualesquiera otras construcciones que se ejecuten para satisfacer objetos de necesidad o conveniencia general (Decreto de 10 de octubre de 1845); la exigencia fundamental de autorización administrativa, previa instrucción de expediente, para el establecimiento de empresas de interés privado que tengan por objeto cualquier uso o aprovechamiento de las aguas de los ríos (Real Orden de 14 de marzo de 1846), y la regulación de la servidumbre de acueducto con supresión del derecho de aprovechamiento de los ribereños cuando, a juicio del Gobierno, lo exija el interés colectivo de la agricultura, conciliado con el respeto a la propiedad «a cuyo efecto se estimula con exenciones fiscales a quienes inviertan en la construcción de canales, acequias y demás obras de riego» (Ley de 24 de junio de 1849 y Reales órdenes de 24 de junio de 1849, 29 de noviembre de 1850 y 20 de diciembre de 1852). Asimismo, la creación de la Jurisdicción contencioso- administrativa en 1845 supondrá la exclusión de la Jurisdicción civil de los litigios que origina la intervención administrativa sobre las aguas, atribuyendo a aquélla, cuando pasasen a ser contenciosas, las materias referidas al curso, navegación y flote de los ríos y canales, obras hechas en sus cauces y márgenes, y primera distribución de sus aguas para riegos y otros usos (Ley de 2 de abril de 1845, sobre los Consejos Provinciales). En este momento se supera, definitivamente, el criterio de la navegabilidad y la flotación como delimitador de las aguas públicas que se sustituye por el de aguas corrientes, todas ellas susceptibles de ser aprovechadas para el regadío (Real Orden de 24 de mayo de 1853). Como reconoce la Real Orden de 28 de junio de 1859, la mayoría de nuestros ríos no se prestan a la navegación ni aun al flote, y los canales de navegación han perdido gran parte de su mérito con el desarrollo del sistema de ferrocarriles. Lo que importa ahora es el riego al servicio de la producción agraria, idea que influye en el artículo 386 del proyecto de Código Civil de GARCÍA G O Y E N A , que enumera como públicos los ríos, aunque no sean navegables y flotables,

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y toda agua que corre perennemente dentro del territorio español

(GALLEGO

ANABITARTE).

C)

L A S L E Y E S D E AGUAS D E 1 8 6 6 Y 1 8 7 9

El clima intervencionista de mediados de siglo, superador del abstencionismo gaditano, desemboca en la Real Orden de 29 de abril de 1860, que aprobó las bases para la autorización de obras y concesiones de aguas, y en la Ley de Aguas de 3 de agosto de 1866, que reitera los preceptos de aquella Orden, declarando públicas las aguas que nacen continua y discontinuamente en terrenos de dominio público, las de los ríos y las continuas o discontinuas de manantiales y arroyos que corren por sus cauces naturales. Estos mismos criterios se mantienen en la Ley de Aguas de 13 de junio de 1879 (pero que no incluye en su regulación, como la de 1866, las aguas marítimas, ni va precedida de una Exposición de Motivos de gran contenido doctrinal como aquélla, sino de un simple Preámbulo). Naturalmente, la calificación de las aguas corrientes como bienes de dominio público se hace, al igual que ocurre con las minas, con la intención de regular su aprovechamiento en favor de los particulares, del Estado y de los Entes públicos. Pero la intervención es más intensa que sobre la propiedad minera, pues el Estado es menos neutral en la asignación de los aprovechamientos (que ni siquiera se rigen por el principio del descubrimiento: prius in tempore potius in iure). Los usos comunes (pescar, lavar, bañarse o abrevar ganados) se admiten junto con los aprovechamientos especiales que, en cuanto usos privativos, se conceden según un orden determinado, con la posibilidad de que el aprovechamiento de aguas ya concedido para una determinada finalidad pueda ser expropiado en favor de otro legalmente preferente (art. 161 de la Ley de 1879). Dicho orden era el siguiente, según la legislación de 1866-1879: 1) abastecimiento de poblaciones; 2) abastecimiento de ferrocarriles; 3) riegos; 4) canales de navegación; 5) molinos y otras fábricas, barcas de paso y puentes flotantes; 6) estanques para viveros o criaderos de peces. Dentro de cada clase tenían preferencia las empresas de mayor importancia y utilidad, y, en igualdad de circunstancias, las que antes hubiesen solicitado el aprovechamiento (art. 160). Otro aspecto a destacar de la Leyes de 1866 y 1879 es que, a diferencia también de la legislación minera, el título para los aprovechamientos especiales no se reduce a la concesión administrativa, pues se admite la adquisición del derecho por prescripción (art. 149): «El que durante veinte años hubiese disfrutado de un aprovechamiento de aguas públicas, sin oposición de la Autoridad o de tercero, continuará disfrutándolo aun cuando no pueda acreditar que obtuvo la correspondiente autorización». La legislación de aguas decimonónica no contempló, sin embargo, los importantes aprovechamientos hidroeléctricos, que en la terminología de la ley se subsumen en la rúbrica de «molinos y otras fábricas». Saliendo al paso de esta imprevisión, explicable por la época en que se aprobaron aque-

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lias leyes, el Real Decreto de 14 de junio de 1921 suspendió la aplicación de la Ley de Aguas en cuanto a las concesiones a perpetuidad sobre aprovechamientos para fuerza motriz y usos industriales, y estableció su regulación con carácter temporal, lo que completará el Real Decreto de 16 de mayo de 1925, sobre concesión de saltos provisionales, y el Decreto de 10 de enero de 1947, sobre aprovechamientos hidroeléctricos. Estos aprovechamientos han permitido un crecimiento de la capacidad de embalse de agua muy notable (aproximadamente el 40 por 100 de la embalsada lo ha sido a costa del aprovechamiento hidroeléctrico) y permiten un aprovechamiento múltiple compatibilizándose con otras utilizaciones consuntivas, normalmente con los riegos. Del proceso de publificación de las aguas hasta aquí expuesto se salvaron las aguas subterráneas, sobre las que siguió rigiendo el criterio de la Ley de Partidas, fiel a la regla romana de que cualquiera podía hacer un pozo en su heredad, salvo que lo hiciese maliciosamente para hacer mal o engaño a otro con intención de destajar o de menguar las venas por donde le viene el agua, porque entonces «bien lo podría vedar que non lo fiziese, e si lo ouiesse fecho podrianxelo facez derribar, e cerrar. Ca dixeron los sabios que a las maldades de los ornes no las deuen las leyes, nin los Reyes sofrir ni dar passada ante deuen siempre yr contra ellas» (Ley XIX, Título XXXII, de la Partida Tercera). Esta libertad de aprovechamiento, como se dijo, resultaba excepcionada en el Reino de Valencia en virtud de la regalía del Real Patrimonio, que exigía permiso de éste, tras el correspondiente informe del asesor patrimonial, para descubrir aguas subterráneas en terrenos de realengo, de dominio particular del que lo solicita o de otro tercero (Real Cédula de 13 de abril de 1783). En medio de estos criterios contrapuestos, el castellano y el valenciano, el más ilustre especialista en aguas del siglo xix, Cirilo FRANQUET, pretendía con la declaración pública de las aguas subterráneas facilitar su aprovechamiento por terceros, privando de su derecho a los propietarios indolentes, generalizando así el derecho consuetudinario valenciano. Pero la Ley de Aguas de 1866 opta por la regla tradicional de las Partidas de atribuir el agua subterránea al dueño de la superficie: «pertenecen al dueño de un predio en plena propiedad las aguas subterráneas que en él hubiere obtenido por medio de pozos ordinarios, cualquiera que sea el aparato empleado para extraerlas; todo propietario puede abrir libremente pozos y establecer artificios para elevar aguas dentro de sus fincas. Deberá, sin embargo, guardarse la distancia de dos metros entre pozo y pozo dentro de las poblaciones, y de quince metros en el campo entre la nueva excavación y los pozos, estanques, fuentes y acequias permanentes de los vecinos». Esta calificación resultó problemática, pues el Decreto-ley de 29 de diciembre de 1868 declaró de dominio público el subsuelo minero, incluyendo en esa declaración, expresamente, las aguas subterráneas. La antinomia se resolvió en favor del criterio privado de la Ley de Aguas por la Real Orden de 5 de diciembre de 1876 y, después, por la Ley de Aguas de 1879 y el artículo 414 del Código Civil.

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3.

RAMÓN PARADA

LA PUBLIFICACIÓN DE LAS AGUAS EN LA LEY DE 2 DE AGOSTO DE

1985

Los planteamientos anteriores van a ser sustancialmente modificados por la Ley de Aguas de 2 de agosto de 1985, modificada por la Ley 46/1999, de reforma de la Ley de Aguas, ambas normas recogidas en el Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio, éste, a su vez, ha sido modificado por la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social.

A)

EXTENSIÓN DEL DEMANIO HIDRÁULICO

La Ley de Aguas de 2 de agosto de 1985 declaró «públicas todas las aguas terrestres, superficiales y subterráneas», lo que el Preámbulo justifica afirmando que el agua es «un recurso natural escaso, indispensable para la vida y la inmensa mayoría de las actividades económicas, irreemplazable, no ampliable por la mera voluntad del hombre, irregular en su forma de presentarse en el tiempo y en el espacio, fácilmente vulnerable y susceptible de usos sucesivos», y, sobre todo, en la circunstancia de que «el agua constituye un recurso unitario que se renueva a través del ciclo hidrológico». Estas premisas conducen directamente a establecer que «las aguas continentales superficiales, así como las subterráneas renovables, integradas todas ellas en el ciclo hidrológico, constituyen un recurso unitario, subordinado al interés general que forma parte del dominio público hidráulico» (art. 1.2). Del ámbito de aplicación de la Ley de Aguas se excluyen, no obstante, las aguas minerales y termales, que se rigen por su legislación específica (art. 1.4). Las aguas subterráneas renovables con independencia del tiempo de renovación se incluyen, por tanto, en el dominio público, aunque reconociendo dos importantes derechos en favor del titular de la superficie: a) Un derecho de aprovechamiento ex lege, sin necesidad de título administrativo, hasta un volumen total anual de 7.000 metros cúbicos (arts. 52.2 y 53.1). b) Un derecho preferente para el otorgamiento de autorizaciones de investigación y, por consiguiente, para la obtención de la concesión de aprovechamiento, ya que «si la investigación fuera favorable, el interesado deberá, en un plazo de seis meses, formalizar la petición de concesión, que se tramitará sin competencia de proyectos» (art. 66.3). Además de las aguas continentales superficiales y de las subterráneas, la Ley incluye en el demanio hidráulico determinadas pertenencias íntimamente relacionadas con las aguas, como los cauces de las corrientes naturales, continuas o discontinuas; los lechos de los lagos y lagunas, y los de los embalses superficiales en cauces públicos, y los acuíferos subterráneos, a los efectos de los actos de disposición o de afección. En cuanto a las riberas de los ríos, que la Ley define como franjas laterales de los cauces públicos situadas por encima del nivel de aguas bajas, siguen el

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régimen del cauce y, por tanto, son de dominio público. La Ley no reconoce la existencia de riberas de propiedad particular como la Ley de 1879 (art. 51.1). Asimismo, la Ley 46/1999, de 13 de diciembre, de modificación de la Ley 29/1985, incluyó entre las aguas terrestres y, por tanto, en la declaración de dominio público, las procedentes de la desalación del agua del mar, una vez que, fuera de la planta de producción, se incorporan a los elementos del demanio. Para la realización de la actividad de desalación de agua marina es aplicable el régimen general para la explotación del demanio, sin perjuicio de obtener la autorización o concesión demanial de acuerdo con la legislación de Costas; las que procedan conforme a la legislación sectorial aplicable, si la actividad de desalación fuera asociada a otra actividad industrial, y las derivadas de los actos de intervención y uso del suelo.

B)

RÉGIMEN DE LOS DERECHOS PRIVADOS SOBRE LAS AGUAS ANTERIORES A LA LEY DE 1 9 8 5

La declaración de dominio público de las aguas subterráneas ha quedado en cierta medida desvirtuada por el mantenimiento de los derechos privados preexistentes a la Ley. En efecto, las Disposiciones Transitorias de la Ley de 1985 reconocen a los titulares de manantiales, pozos o galerías, antes privados, la posibilidad de «elegir entre mantener su derecho de propiedad, como hasta entonces, esto es, con el mismo rendimiento o utilidad económica, o seguir con su aprovechamiento por un plazo de cincuenta años», durante el cual las aguas continúan siendo privadas, aunque transcurrido este tiempo pierden su derecho de propiedad, que se convierte en un derecho preferente para obtener la correspondiente concesión administrativa. Los que, en los tres años siguientes a la entrada en vigor de la Ley, no acreditaron sus derechos ante la Administración para su incripción en el Registro de Aguas y su conversión en aprovechamiento temporal de aguas privadas, opción primera, han continuado como titulares privados, pero con un derecho degradado en el plano de la garantía. Ello es así porque se les priva de la protección del Registro de Aguas y, en el plano sustantivo, porque, además de la prohibición de aumentar los caudales que anteriormente venían aprovechando, quedan sujetos a las normas que regulan la sobreexplotación de acuíferos y los usos del agua en caso de sequía grave o de urgente necesidad, y, en general, a las normas «relativas a las limitaciones del uso del dominio público hidráulico» (Disposiciones Transitorias segunda y tercera). En la práctica lo ocurrido es que, por lo general, los antiguos titulares de aguas privadas, en especial en los acuíferos con problemas de escasez y sobreexplotación, acogiéndose a las Disposiciones Transitorias de la Ley, optaron por mantener su propiedad, y de ahí que la mayoría de las aguas subterráneas de nuestro país, a pesar de la declaración de dominio público de la Ley de Aguas, sigan siendo aguas privadas. Después el Tribunal Supremo respaldó la posición de los titulares de pozos privados, pues, aunque consideró aplicables las medidas de suspensión de extracciones decretadas

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como consecuencia de la sequía, obligó a la Administración a indemnizarles por los daños sufridos (SSTS de 30 de enero y 14 de mayo de 1996). Pero la Ley 46/1999, de reforma de la Ley de Aguas, liquidó ese derecho al extender a los aprovechamientos de aguas privadas las limitaciones que la Ley prevé para los concesionarios de aguas públicas (Disposición Adicional segunda). Las aguas privadas son, pues, un concepto residual. Cabe incluir en ellas las aguas subterráneas no renovables; las charcas situadas en predios de propiedad privada que son parte integrante de los mismos, siempre que se destinen a su servicio exclusivo (art. 10), y los cauces por los que discurran aguas privadas en tanto atraviesen, desde su origen, únicamente, fincas de dominio particular (art. 5.2). Aunque privadas, sus titulares deberán respetar las normas sobre calidad de las aguas y las medioambientales que les resulten de aplicación. La constitucionalidad del nuevo sistema ha sido básicamente confirmada en la Sentencia 227/1989, de 29 de noviembre, tanto en lo que se refiere a la garantía patrimonial y respeto de los derechos adquiridos (art. 33.3 de la Constitución) como a la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. 4.

EL SISTEMA GARANTIZADOR DE LA LEY DE AGUAS. EL DESLINDE. EL REGISTRO DE AGUAS PÚBLICAS, EL CATÁLOGO DE AGUAS PRIVADAS Y EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD

Lógicamente, una regulación de las aguas que parte de la existencia de aguas privadas (las subterráneas no reconvertidas en concesiones, al amparo de lo dispuesto en las Disposiciones Transitorias segunda y tercera de la Ley) y públicas ha de ofrecer un complejo sistema de cobertura o sistema garantizador que permita resolver cuestiones complejas, como la Jurisdicción competente, civil o administrativa, para los litigios sobre titularidades, o la cuestión de las relaciones del orden penal con el sancionador administrativo, siempre presentes en toda ordenación sectorial administrativa. De otro lado, como la Ley de Aguas de 1985 ha creado un Registro de Aguas y un Catálogo de Aguas Privadas, es necesario precisar sus relaciones con el Registro de la Propiedad. Además, las aguas públicas, como las restantes dependencias demaniales, están protegidas desde la Administración por un régimen jurídico exorbitante y, en concreto, por las reglas de la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, con la consiguiente aplicación de las prerrogativas de deslinde y apeo, y de recuperación de oficio de los bienes demaniales en cualquier tiempo (arts. 7 de la Ley de Aguas y 8 de la Ley del Patrimonio del Estado). En relación con el deslinde, la Ley 46/1999 reformó la Ley de 1985, incrementando la protección de los bienes que forman parte del demanio hidráulico, al reconocer al acto administrativo de deslinde, como ya hiciera la Ley de Costas para el demanio marítimo, efectos sobre la titularidad o

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propiedad de los bienes deslindados. El deslinde define ahora tanto la posesión como la titularidad dominical a favor del Estado. En consecuencia, la resolución de aprobación del deslinde se considera título suficiente no sólo para proceder a la inmatriculación de los bienes de dominio público, sino incluso para rectificar las inscripciones del Registro de la Propiedad contradictorias con el mismo, siempre y cuando los titulares inscritos hayan intervenido en el expediente administrativo de deslinde. En todo caso, la determinación definitiva de la titularidad de las aguas, la definición de su carácter público o privado —cuestión que, pese a la publificación de las aguas, sigue vigente por la regulación del Derecho transitorio—, no depende únicamente de las decisiones administrativas y de la Jurisdicción contencioso-administrativa, sino, en último término, y por ser una neta cuestión de propiedad, de la competencia de la Jurisdicción civil, a la que siempre pueden acudir los particulares ejercitando acciones declarativas y reivindicatorías para la definición de la naturaleza de las aguas y de la atribución de su titularidad (art. 9.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). También es competencia de la Jurisdicción civil la resolución de los conflictos entre particulares sobre derechos administrativos cuando traen causa de títulos civiles (contratos, testamentos, etc.). Por el contrario, es de la competencia de la Administración, primero, y de la Jurisdicción contencioso-administrativa, después, como ya decían las Exposiciones de Motivos de las Leyes de Aguas de 1866, las «cuestiones suscitadas sobre derechos adquiridos en virtud de disposiciones administrativas», como puede ser el alcance de los derechos derivados de una concesión, tanto cuando el conflicto enfrenta a la Administración concedente y al concesionario, como cuando dos concesionarios cuestionan sobre sus respectivos derechos de aprovechamiento. Como antesala de la garantía ante la Jurisdicción civil o administrativa, y a su servicio en la determinación de las correspondientes titularidades y aprovechamientos, están los Registros de la Propiedad, el Registro de Aguas y el Catálogo de Aguas Privadas. La titularidad de las aguas públicas, en general, como es el caso de los ríos, tiene acceso al Registro de la P r o p i e d a d cuando la Administración lo estime conveniente, para lo que basta con la resolución de aprobación del deslinde. Pero también son inscribibles en el Registro de la Propiedad los derechos de aprovechamiento adquiridos por concesión o prescripción con arreglo a la legislación anterior. Asimismo, los títulos de aguas privadas, dada su consideración de bienes inmuebles, inscripciones que se mantienen en los mismos términos para aquellos propietarios que no hayan convertido su derecho privado en concesión administrativa al amparo del Derecho transitorio, pudiendo practicarse sobre estas inscripciones las sucesivas que requiera el tráfico inmobiliario, como ventas, hipotecas, etc. (arts. 69 y 70 del Reglamento Hipotecario). Sin perjuicio de la inscripción de las concesiones de aprovechamiento de las aguas públicas en el Registro de la Propiedad a los efectos antes dichos, es ahora obligatoria, bajo sanción de multa, su previa inscripción en el Registro de Aguas, registro de carácter administrativo porque está

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bajo la protección de la Administración (y no de los Tribunales de Justicia, como el de la Propiedad, como expresa el art. 1 de la Ley Hipotecaria). La inscripción, no obstante, es meramente declarativa, con valor probatorio de documento público en un juicio declarativo, y es título suficiente para impetrar la intervención garantista del Organismo de cuenca, mediante sus poderes ejecutorios, frente a quien sin derecho inscrito se oponga al titular. Ahora bien, como advierte Silvia DEL SAZ, no podrán actuar estos poderes ejecutorios frente a quienes figuren como titulares del aprovechamiento de aguas privadas o de concesiones de aguas públicas en el Registro de la Propiedad, inscripciones de superior valor por estar este Registro, como se dijo, bajo la protección de los Tribunales, contando además los titulares inscritos con las posibilidades defensivas establecidas en el procedimiento sumario del artículo 41 de la Ley Hipotecaria. Así parece reconocerlo el Tribunal Constitucional al afirmar que la no inscripción en el Registro de Aguas de las privadas no reconvertidas «no impide que todo titular de derechos e intereses legítimos pueda impetrar el auxilio judicial de los mismos, reconocido por igual en la propia Constitución (art. 24), así como acceder, en su caso, a la protección reforzada que dispensan otros instrumentos regístrales» (Sentencia 227/1988). Por lo demás, el Registro de Aguas tiene, como el Registro de la Propiedad, carácter público, por lo que cualquier interesado podrá acudir a él, examinar los libros, tomar notas y solicitar certificaciones, organizándose un Registro por cada Organismo de cuenca. Por último, y para favorecer el conocimiento por la Administración de todas las aguas, sean éstas públicas o privadas, la Ley de Aguas ha creado en cada Organismo de cuenca, con independencia orgánica y funcional del Registro de Aguas, un Catálogo de Aguas Privadas, en el que se inscribirán las que, siendo privadas al amparo de la legislación anterior, se mantengan con esta naturaleza conforme a las Disposiciones Transitorias segunda y tercera. La inscripción, que es obligatoria, y cuya falta puede originar una sanción al titular y la imposición de multas coercitivas, obliga a la Administración a considerar, para el otorgamiento de aguas subterráneas, su posible afección a captaciones anteriores legalizadas. Sin embargo, la inscripción en el Catálogo no debe ser determinante para que en el otorgamiento de las concesiones se respeten los derechos privados, en aplicación de la cláusula «sin perjuicio de tercero», ni para el reconocimiento administrativo de la titularidad sobre las aguas, sobre todo si consta dicha titularidad privada de forma indubitada a través de la inscripción en el Registro de la Propiedad (Silvia DEL SAZ). 5.

USOS COMUNES Y APROVECHAMIENTOS DIRECTOS DE LAS AGUAS PÚBLICAS SIN TÍTULO ADMINISTRATIVO

En términos análogos a la Ley de 1879, la Ley de Aguas de 1985 (cuyos preceptos, junto con los de la reforma operada por la Ley 46/1999, se recogen en el Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio) considera usos comunes o generales de las aguas superficia-

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les, mientras discurran por sus cauces naturales —y que a todos alcanzan «sin necesidad de autorización ni concesión administrativa», de conformidad con lo que dispongan las leyes y los reglamentos—, «los de beber, bañarse y otros usos domésticos, así como abrevar ganado». Los usos comunes habrán de llevarse a cabo de forma que no se produzca alteración de la calidad y caudal de las aguas, y cuando se trate de aguas que circulen por cauces artificiales tendrán, además, las limitaciones derivadas de la protección del acueducto. En ningún caso las aguas podrán ser desviadas de sus cauces o lechos, debiendo respetarse el régimen normal de aprovechamiento, sin que en relación con estos u otros usos la Ley ampare el abuso de derecho en la utilización de las aguas, ni el desperdicio o mal uso de las mismas, cualquiera que fuese el título que se alegare (art. 48). Además de los usos comunes, supuestos referibles obviamente a las aguas superficiales, se dan otras formas de aprovechamiento directo que no necesitan del título específico de concesión: aprovechamiento directo por la Administración, aprovechamiento anual de hasta 7.000 metros cúbicos por cada finca y aprovechamiento directo de los titulares de aguas privadas que no han convertido su derecho en concesión administrativa. Así, en primer lugar, se reconoce un a p r o v e c h a m i e n t o directo p o r la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas, que podrán acceder al disfrute del agua, previa autorización. El Presidente del Organismo de cuenca es el órgano competente para otorgar dichas autorizaciones en las cuencas extracomunitarias, mientras que en las cuencas intracomunitarias la competencia será del órgano que, en cada caso, designe la Comunidad Autónoma. Estas autorizaciones se otorgan sin perjuicio de terceros, como queda dicho, sin que la Ley señale ningún otro límite. Sorprende, no obstante, que entre los titulares de este aprovechamiento directo no se mencione a las Corporaciones locales, que deberán instar la correspondiente concesión para prestar el servicio esencial de abastecimiento de agua a poblaciones (Silvia DEL SAZ). Ahora bien, más que una autorización propiamente dicha, de las que luego hablaremos en relación con los usos especiales, se trata de un acto de reserva demanial de caudales justificado por una necesidad de servicio público. De otra parte, la Ley utiliza el concepto de reservas de recursos hidráulicos con la finalidad de incluir en el contenido de los Planes Hidrológicos de Cuenca «la asignación y reserva de recursos para usos y demandas actuales y futuras, así como la recuperación del medio natural»; permitiendo que «los caudales reservados que no estén siendo objeto de aprovechamiento inmediato puedan ser objeto de concesiones a precario» (art. 53.3). Otro supuesto de utilización sin necesidad de título concesional es el d e r e c h o al aprovechamiento legal del p r o p i e t a r i o del suelo para utilizar, como dijimos, las aguas procedentes de manantiales situados en su interior y aprovechar en él aguas subterráneas, cuando el volumen total anual no sobrepase los 7.000 metros cúbicos. ¿Estamos ante una facultad más de las comprendidas en la propiedad fundiaria o, por el contrario, ante un derecho público al aprovechamiento de aguas? Esta última es la caracterización que

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le atribuye el Tribunal Constitucional en la Sentencia 227/1988, que considera estas aguas como públicas y diversas de las aguas pluviales o estancadas, de naturaleza privada y cuyo aprovechamiento, por su escasa entidad, está dispensado del previo título concesional. Consecuentemente, el Reglamento de Derecho Público Hidráulico de 11 de abril de 1986 trata este aprovechamiento como una de las formas de utilización del demanio hidráulico. Ahora bien, aunque la Ley concibe este aprovechamiento como un derecho ex lege, de inmediato disfrute, el Reglamento lo desvirtúa al exigir, a efectos estadísticos, de control y de inscripción en el Registro de Aguas, que el propietario de la finca comunique al Organismo de cuenca las características de la utilización que pretende, acreditando la propiedad y adjuntando plano parcelario y otros datos técnicos sobre el aprovechamiento pretendido. Como no pueden hacerse los pozos ni utilizarse el agua, según el Reglamento, hasta que se reciba la correspondiente «aprobación» del Organismo de cuenca (art. 89.1), resulta que no estamos ante una simple carga de comunicación, que no impediría el inmediato ejercicio del derecho, sino ante un supuesto de prohibición salvo dispensa de autorización, por más que el carácter de ésta sea indiscutiblemente reglado (Silvia DEL SAZ). Por lo demás, la falta de esta autorización se encuentra tipificada como infracción administrativa («la apertura de pozos y la instalación en los mismos de instrumentos para la extracción de aguas subterráneas sin disponer previamente de concesión o autorización del Organismo de cuenca para la extracción de las aguas»). Además de la limitación máxima de 7.000 metros cúbicos anuales, cantidad muy reducida si se distribuye entre todos los días del año, y que no cubre más allá de las necesidades de un cultivador individual, la Ley impone la exigencia de la afectación del agua a la finca, su consumo efectivo, pues el no ejercicio durante tres años se sanciona con la caducidad, así como la necesidad de autorización cuando el acuífero haya sido declarado sobreexplotado o en riesgo de estarlo. Además, el Reglamento impone otros límites no previstos en aquélla: en primer lugar, que se justifique en los aprovechamientos superiores a 3.000 metros cúbicos anuales que el volumen total del agua aprovechada es acorde con el uso dado a las aguas, sin que se produzca abuso o despilfarro; en segundo lugar, que se respeten las distancias entre pozos, aun dentro de la misma finca, previstas en el Plan Hidrológico de Cuenca. Fundamentalmente son tres las críticas que ha merecido la regulación de este derecho: en primer lugar, se advierte que un límite uniforme para todo el país no tiene sentido, dado que las realidades climáticas y las necesidades agrícolas son muy distintas en las islas y en la península, y aun dentro de ésta, en unas regiones y otras; se advierte, en segundo lugar, la ausencia de una definición de finca o predio a estos efectos, ya que en la extensión de unos y otros hay diferencias abismales, pues no es lo mismo una leira gallega de unos pocos metros cuadrados, que un cortijo andaluz de miles de hectáreas; pero, no obstante esas abismales diferencias de extensión y necesidades de agua, unas y otras fincas disponen de los mismos

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7.000 metros cúbicos de agua por año. Finalmente, el reconocimiento de un derecho directo al aprovechamiento de las aguas subterráneas ha favorecido los alumbramientos ilegales sin título administrativo previo y ha dificultado el control de la Administración hidrológica sobre los nuevos pozos. Mayores dificultades se presentan al precisar el contenido de los derechos privados sobre aguas subterráneas que subsisten al amparo del régimen establecido por la Disposición Transitoria tercera para los propietarios que no han optado por convertir su derecho en concesiones administrativas. Como la Ley únicamente precisa que éstos mantendrán su titularidad en la misma forma que hasta la entrada en vigor de la Ley, pero sin la protección administrativa del Registro de Aguas, S Á N C H E Z M O R Ó N , distinguiendo entre titularidad y aprovechamiento, sostuvo que la amplitud de estos aprovechamientos queda también reducida al límite máximo de los 7.000 metros cúbicos anuales. No ha sido ésa la opinión de la doctrina mayoritaria (GONZÁLEZ P É R E Z , D E LA CUÉTARA, GALLEGO ANABITARTE, D E L S A Z ) ni del Tribunal Constitucional, que ha afirmado que la expresión «en la misma forma que hasta ahora» significa que «se respetan íntegramente, con el mismo grado de utilidad y aprovechamiento material con que a la fecha de la entrada en vigor se han venido aprovechando, aquellos derechos o facultades anejas a la propiedad fundiaria, es decir, en la medida en que forma parte del patrimonio de su titular» (Sentencia 227/1988). En todo caso, la Ley prohibe incrementar el caudal aprovechado o modificar las condiciones del aprovechamiento, pues ello exigiría la obtención de la correspondiente concesión que ampare la totalidad del aprovechamiento. En definitiva, como ha señalado A R I Ñ O , la Ley de Aguas ha «congelado» el régimen de los aprovechamientos privados anteriores a su entrada en vigencia, aprovechamientos que, además, están sujetos a las mismas limitaciones del dominio público hidráulico en caso de sobreexplotación de acuíferos, de sequía o urgente necesidad, y a todas las limitaciones generales que afecten al dominio público hidráulico, como son la salinización de acuíferos, la declaración de protección especial de determinados acuíferos por sus características especiales o interés ecológico, la imposición de un régimen para la explotación coordinada de los recursos, la reserva de caudales en Planes Hidrológicos y la imposición temporal de limitaciones del uso del agua para garantizar su explotación racional. Algunas de estas limitaciones arrastran efectos secundarios, como en el caso de la declaración de sobreexplotación o salinización, que lleva a la constitución obligatoria de una Comunidad de Usuarios y a la aprobación del Plan de Ordenación de extracciones que pueden modificar, disminuyendo, los caudales a extraer. 6.

APROVECHAMIENTOS ESPECIALES Y PRIVATIVOS

Fuera de los supuestos anteriores, la utilización de las aguas públicas exige un título administrativo, autorización o concesión, según ampare un uso público especial o un aprovechamiento privativo.

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Usos especiales son aquellos que, siendo compatibles con otros usos comunes o privativos, requieren autorización administrativa, dadas las peculiares circunstancias de peligrosidad o intensidad que comportan. La Ley considera que esta hipótesis se da en: a) La navegación y flotación, b) El establecimiento de barcas de paso y sus embarcaderos, c) Cualquier otro uso que no excluya la utilización del recurso por terceros. Son también usos especiales, aunque no se enumeren aquí, la pesca, cuya regulación se remite a la legislación general del medio ambiente y, en su caso, a la legislación específica, y los vertidos, sujetos a autorización en los términos que después veremos. A)

OTORGAMIENTO DE CONCESIONES DE

usos

PRIVATIVOS

Los u s o s o a p r o v e c h a m i e n t o s privativos, sean o no consuntivos del dominio público hidráulico, sólo se adquieren por disposición legal o por concesión administrativa. En consecuencia, se suprime la posibilidad de adquirirlos por prescripción de veinte años, como permitía la anterior Ley de Aguas de 1879. Los usos privativos están sujetos a un orden de preferencia que establece el Plan Hidrológico de la Cuenca y, subsidiariamente, la Ley en los siguientes términos: 1. Abastecimiento de población, incluyendo en su dotación la necesaria para industrias de poco consumo de agua situadas en los núcleos de población y conectadas a la red municipal. 2. Regadíos y usos agrarios. 3. Usos industriales para la producción de energía eléctrica. 4. Otros usos industriales no incluidos en los apartados anteriores. 5. Acuicultura. 6. Usos recreativos. 7. Navegación y transporte acuático. 8. Otros aprovechamientos. En cuanto al «uso ecológico» —esto es, el denominado caudal ecológico o medioambiental que permite la vida de los peces y el mantenimiento de los ecosistemas dependientes del agua, y que se fija para cada tramo de río por los Planes Hidrológicos de Cuenca—, no se considera un uso propiamente dicho. Por el contrario, actúa como un límite general o restricción que se impone a todos los usos y frente a él sólo prevalece el uso para abastecimiento de poblaciones. En caso de incompatibilidad de usos dentro de una misma clase se dará preferencia a aquéllos de mayor utilidad pública o general, o que introduzcan mejoras técnicas que redunden en un menor consumo de agua, o en el mantenimiento o mejora de su calidad. En todo caso, según es regla tradicional, toda concesión está sujeta a expropiación forzosa, conforme a la legislación general sobre la materia, en favor de otro aprovechamiento que le preceda según el orden de preferencia establecido en el Plan Hidrológico de Cuenca. Eliminada, como se dijo, la prescripción como forma de adquirir el aprovechamiento o uso privativo de las aguas públicas, queda solamente la concesión administrativa como el título ordinario y único para acceder al uso privativo, concesión cuyo otorgamiento es, según la Ley, discrecional y

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no reglado, aunque toda denegación de caudales deberá ser motivada y adoptada en función del interés público. No obstante, puede cuestionarse el pretendido carácter discrecional del otorgamiento de la concesión, pues ni existe discrecionalidad a la hora de decidir si han de ser utilizados o no los caudales disponibles cuando el Plan Hidrológico los asigna a determinados usos, ni tampoco debe existir en una segunda fase si se trata de adjudicarlo entre diversos peticionarios, lo que deberá hacerse en favor del de mejor derecho. El procedimiento establecido para el otorgamiento de concesiones está regido, justamente para obviar en lo posible toda suerte de discrecionalidad, por los principios de publicidad y de tramitación en competencia de proyectos, prefiriéndose, en igualdad de otras condiciones, como dijimos, a aquellos concesionarios que proyecten la más racional utilización del agua y una mejor protección de su calidad. Los usos privativos de aguas subterráneas se sujetan a un régimen especial de concesión. Ésta se configura, en terminología italiana, como concesión additiva, en cuanto se reconoce al dueño de la superficie un derecho preferente de obtención del permiso de investigación, aunque este derecho está supeditado al orden de prelación de usos establecido en el Plan Hidrográfico de Cuenca. De otro lado, la influencia de las técnicas del Derecho minero en el procedimiento de otorgamiento de la concesión es manifiesta por la configuración de una fase previa a la concesión que se abre mediante una autorización de investigación de aguas subterráneas, cuyo régimen es el siguiente: 1 . a El Organismo de cuenca podrá otorgar autorizaciones para investigación de aguas subterráneas con el fin de determinar la existencia de caudales aprovechables. Si se presentaren varias solicitudes se someterán a una competencia de proyectos para el otorgamiento del permiso de investigación. 2.a El plazo de autorización no podrá exceder de dos años y su otorgamiento llevará implícita la declaración de utilidad pública a efectos de la ocupación temporal de los terrenos necesarios para la realización de las labores. 3 , a Si la investigación fuera favorable, el interesado deberá, en un plazo de seis meses, formalizar la petición de concesión, que se tramitará sin competencia de proyectos. 4.a Cuando el concesionario no sea propietario del terreno en que se realice la captación y el aprovechamiento hubiese sido declarado de utilidad pública, el Organismo de cuenca determinará el lugar de emplazamiento de las instalaciones, con el fin de que sean mínimos los posibles perjuicios, cuya indemnización se fijará con arreglo a la legislación de expropiación forzosa. Un supuesto especial lo constituye la reutilización de las aguas públicas, que, asimismo, requiere de una concesión, salvo que la reutilización fuera solicitada por el titular de una autorización de vertido de aguas ya depuradas, en cuyo caso basta con una autorización administrativa.

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Las concesiones se inscribirán de oficio en el Registro de Aguas del Organismo de cuenca, siendo la inscripción registral el medio de prueba de la existencia y situación de la concesión.

B)

L Í M I T E S Y CONDICIONES DE LA CONCESIÓN DE AGUAS PÚBLICAS

Todos los usos privativos están sujetos a una explotación racional, pues «la ley no ampara el abuso del derecho en la utilización de las aguas, ni el desperdicio o mal uso de las mismas, cualquiera que fuere el título que se alegare». Además, están sujetos a las facultades extraordinarias del Organismo de cuenca, que podrá limitar los caudales cuando así lo exijan las disponibilidades del recurso y prescribir el régimen de explotación conjunta de los embalses y de los acuíferos subterráneos. También puede declarar sobreexplotados los recursos hidráulicos subterráneos de una zona a efectos de su limitación. Sólo cuando estas medidas ocasionen una modificación de caudales que genere perjuicios a unos aprovechamientos en favor de otros, los titulares beneficiados deberán satisfacer la oportuna indemnización, correspondiendo al Organismo de cuenca, en defecto de acuerdo entre las partes, la determinación de su cuantía, sin que la Ley prevea indemnización alguna a cargo de la Administración. Todas las concesiones están sujetas a determinadas condiciones generales, compatibles con las especiales en función del origen del agua o del tipo de aprovechamiento. Entre las generales destacan las siguientes: 1.a Las concesiones se otorgan sin perjuicio de tercero y teniendo en cuenta la explotación racional conjunta de los recursos hidráulicos, sin que el título concesional garantice la disponibilidad de los caudales concedidos. A instancias de los Organismos de cuenca, los titulares de las concesiones de aguas estarán obligados a instalar y mantener sistemas de medición que garanticen información precisa sobre los caudales de agua utilizados. 2.a El aprovechamiento debe ser compatible con el respeto al medio ambiente y garantizar los caudales ecológicos y demandas ambientales previstas en la planificación hidrológica. 3.a Por el principio de adscripción del agua a los usos indicados en el título concesional, el caudal concedido no puede ser aplicado a usos distintos, ni a terrenos diferentes si se tratase de riegos. No obstante, la Ley 46/1999, de reforma de la Ley de Aguas (cuyos preceptos se recogen en el Texto Refundido aprobado Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio), para flexibilizar la rigidez del sistema concesional introdujo en alguna medida el «mercado de aguas» y las reglas de la oferta y la demanda, lo que ha permitido una excepción a este principio a través de la creación de la figura del contrato de cesión de aguas. Este contrato faculta a los titulares del derecho de uso privativo de las aguas a cederlo a cambio de una contraprestación económica que se acordará de mutuo acuerdo entre las partes, aunque por vía reglamentaria podrá señalarse un límite máximo. Dicho contrato debe reunir una serie de condiciones: en primer lugar, que el cesionario sea un concesionario o titular del derecho de igual o mayor rango según el orden de preferencia establecido por el Plan o, en su

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defecto, por la Ley. En segundo lugar, la cesión debe ser temporal. En tercer lugar, la cesión tiene que ser autorizada por el Organismo de cuenca, que sólo podrá denegarla mediante resolución motivada cuando afecte negativamente al régimen de explotación de los recursos en la cuenca, a los derechos de terceros, a los caudales medioambientales, al estado y conservación de los ecosistemas acuáticos. En todo caso, el Organismo de cuenca tiene un derecho de adquisición preferente del aprovechamiento de los caudales cedidos. Asimismo, en circunstancias especiales de sequía grave, de sobreexplotación de acuíferos o cuando así lo exija la disponibilidad del recurso o la necesidad de garantizar su explotación racional, la Ley prevé que el Consejo de Ministros acuerde la creación de «bancos de agua» o centros de intercambio de derechos del uso del agua. Con ellos se pretende que los propios Organismos de cuenca realicen ofertas públicas de adquisición de derechos de agua para posteriormente cederlos —mediante procedimientos en los que se garanticen la publicidad, igualdad y libre concurrencia— a otros usuarios al precio que aquél determine. 4.a Toda concesión se otorgará con carácter temporal y plazo no superior a setenta y cinco años. No obstante, cuando para la normal utilización de una concesión fuese absolutamente necesaria la realización de determinadas obras, cuyo coste no puede ser amortizado dentro del tiempo que falta por transcurrir hasta el final del plazo de la concesión, éste podrá prorrogarse por el tiempo preciso con un límite máximo de diez años y por una sola vez, siempre que dichas obras no se opongan al Plan Hidrológico correspondiente y se acreditaren por el concesionario los perjuicios que se irrogarían en caso contrario. Nada impide, sin embargo, que en un nuevo procedimiento al anterior titular de la concesión pueda otorgársele una nueva. 5.a Se sujeta a autorización administrativa la transmisión total o parcial de los aprovechamientos de agua que impliquen un servicio público o la constitución de gravámenes, así como toda modificación de las características de la concesión. La revisión de las concesiones tiene lugar cuando se hayan modificado los supuestos determinantes de su otorgamiento, en casos de fuerza mayor a petición del concesionario y cuando lo exija su adecuación a los Planes Hidrológicos, único supuesto en que la modificación comporta la correspondiente indemnización al titular del aprovechamiento. La extinción de las concesiones tiene lugar por término del plazo, por expropiación forzosa del aprovechamiento, por renuncia expresa del concesionario y por caducidad. Esta última se produce por incumplimiento de cualquiera de las condiciones esenciales o plazos en ella previstos, por la cesión del derecho al aprovechamiento con incumplimiento de las condiciones legalmente previstas y, asimismo, por la interrupción permanente de la explotación durante tres años consecutivos. 7.

LA PLANIFICACIÓN HIDROLÓGICA

Lo dicho evidencia que el instrumento básico en la regulación de los aprovechamientos de toda suerte sobre las aguas y de la protección de su

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calidad son los Planes Hidrológicos, pues ellos son, como los Planes de Urbanismo, los que determinan por menudo los poderes de la Administración y los derechos de los beneficiarios. Así se desprende de la ambiciosa enumeración legal de sus objetivos: «La planificación hidrológica tendrá por objetivos generales conseguir el buen estado y la adecuada protección del dominio público hidráulico y de las aguas objeto de esta Ley, la satisfacción de las demandas de agua, el equilibrio y armonización del desarrollo regional y sectorial, incrementando las disponibilidades del recurso, protegiendo su calidad, economizando su empleo y racionalizando sus usos en armonía con el medio ambiente y los demás recursos naturales». La planificación se realizará mediante los Planes Hidrológicos de Cuenca y el Plan Hidrológico Nacional. El ámbito territorial de cada Plan Hidrológico de Cuenca será coincidente con el de la demarcación hidrográfica correspondiente. MARTIN-RETORTILLO ha señalado como antecedente de la planificación hidráulica la obligación establecida por la Instrucción de Corregidores en el siglo XVIII de llevar determinadas relaciones «de los ríos que se podrán comunicar, engrosar y hacerlos navegables, acequias útiles para el regadío de las tierras, fabricar molinos o batanes», sin que, ya en el siglo xix, las Leyes de Aguas de 1866 ni de 1879 se refirieran a ella, a pesar de las propuestas de Cirilo FRANQUET para regular los Planes Hidrográficos «a fin que se pueda conocer al Gobierno la riqueza de que es poseedor y para disponer de manera más útil y precisa su aprovechamiento». En el siglo xix aparecen los Planes de Obras Hidráulicas (1902, 1906 y 1916). Después, con la creación, por el Real Decreto de 5 de m a r z o de 1926, de las Confederaciones Hidrográficas, se asignó a éstas la «elaboración de un plan de aprovechamiento general, coordinado y metódico de las aguas que discurran por el cauce de los no comprendidos en la Confederación». En 1967, la Comisión de Recursos Hidráulicos del II Plan de Desarrollo Económico y Social elabora el primer y único Plan Hidrológico Nacional, al que siguen los Planes Hidrológicos de Cuencas determinadas, exigiendo después el Real Decreto 3029/1979, de 7 de septiembre, que el aprovechamiento integral de los recursos hidráulicos en todo el territorio nacional se realice con sujeción a lo establecido en los Planes Hidrológicos.

La planificación previa, regla central del sistema de la Ley de Aguas de 1985, es requisito esencial para la determinación de aspectos tan fundamentales como, entre otros, el orden de preferencia de los aprovechamientos y la determinación de los caudales ecológicos; la prórroga, revisión y extinción de concesiones; su régimen de otorgamiento y utilización; la protección de la calidad de las aguas. Tanto el Plan Hidrológico Nacional, que se aprueba por Ley, como los Planes Hidrográficos de Cuenca, que se aprueban por el Gobierno con subordinación a las determinaciones de aquél y en coordinación con las diferentes planificaciones que les afecten, son hechura de la Administración del Estado. El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 227/1989, ha precisado que dicho sistema es conforme al artículo 131 de la Constitución, dado que las aguas intracomunitarias no están liberadas de la planificación hidrológica estatal en la fijación de las bases y la coordinación de la planificación

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general de la actividad económica (art. 149.1.13.a de la CE), por lo que las Comunidades Autónomas pueden, dentro del ámbito de la misma, elaborar y proponer sus propios Planes Hidrológicos, pero éstos son también aprobados por el Gobierno en los términos que estime procedente en función del interés general. La elaboración y revisión de los Planes Hidrográficos en las cuencas intercomunitarias se realiza en dos etapas. Una primera comprende el establecimiento de las directrices. Se inicia con la elaboración por el Organismo de cuenca de la documentación básica y la redacción del Proyecto de directrices del Plan, que se remite a los Departamentos ministeriales y a las Comunidades Autónomas, se somete a información pública y finaliza con su aprobación por el Consejo del Agua. La segunda, de redacción del Plan, consiste en su formulación a partir de las directrices aprobadas, formulación que debe contar una vez más con la conformidad del Consejo del Agua del Organismo de cuenca antes de su aprobación por el Gobierno. Por el contrario, cuando se trata de cuencas que no superan el territorio de una Comunidad Autónoma, corresponde a los órganos de gobierno de ésta desarrollar el procedimiento para la aprobación de los Planes Hidrológicos de acuerdo con los preceptos básicos contenidos en la Ley. El contenido de los Planes de cuenca comprende obligatoriamente: a) La descripción general de la demarcación hidrográfica, incluyendo mapas con sus límites y localización, ecorregiones, inventario de los recursos superficiales y subterráneos, incluyendo sus regímenes hidrológicos, y las características básicas de calidad de las aguas, b) La descripción general de los usos, presiones e incidencias antrópicas significativas sobre las aguas, incluyendo usos y demandas existentes, con una estimación de las presiones sobre el estado cuantitativo de las aguas, los criterios de prioridad y de compatibilidad de usos, así como el orden de preferencia entre los distintos usos y aprovechamientos, c) La identificación y mapas de las zonas protegidas. d) Las redes de control establecidas para el seguimiento del estado de las aguas superficiales, de las aguas subterráneas y de las zonas protegidas, y los resultados de este control, e) La lista de objetivos medioambientales para las aguas superficiales, las aguas subterráneas y las zonas protegidas. f) Un resumen del análisis económico del uso del agua, incluyendo una descripción de las situaciones y motivos que puedan permitir excepciones en la aplicación del principio de recuperación de costes, g) Un resumen de los Programas de Medidas adoptados para alcanzar los objetivos previstos. h) Un registro de los programas y planes hidrológicos más detallados relativos a subcuencas, sectores, cuestiones específicas o categorías de aguas, acompañado de un resumen de sus contenidos. De forma expresa se incluirán las determinaciones pertinentes para el Plan Hidrológico de Cuenca derivadas del Plan Hidrológico Nacional, i) Un resumen de las medidas de información pública y de consulta tomadas, sus resultados y los cambios consiguientes efectuados en el plan, j) Una lista de las autoridades competentes designadas, k) Los puntos de contacto y procedimientos para obtener la documentación de base y la información requerida por las consultas públicas.

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La Ley prescribe que los Planes «son públicos y vinculantes, sin perjuicio de su actualización periódica y revisión justificada, y que no crearán por sí solos derechos en favor de particulares o Entidades». En todo caso, la aprobación de los Planes Hidrográficos de Cuenca implicará la declaración de utilidad pública de los trabajos de investigación, estudios, proyectos y obras previstos en el Plan. A la vista de estos efectos se ha planteado la cuestión de la naturaleza de los Planes Hidrográficos y no han faltado quienes, amparándose en la distinción Planes Hidrográficos-Planes de Aprovechamiento, niegan carácter normativo a los primeros, por su excesiva amplitud y generalidad, y no a los de aprovechamiento de aguas, que se limitan a regular a corto plazo el uso del agua de un río o de un tramo, determinando la variedad de usos y el orden de preferencia entre ellos ( D Í A Z L E M A ) . Pero la doctrina mayoritaria, aparte de discutir la pervivencia de la figura de los Planes de Aprovechamiento, asimila en cierto modo los Planes Hidrográficos a los Planes de Urbanismo, predicando de aquéllos el mismo carácter normativo que se asigna a éstos, dado que, al igual que los Planes Generales de Ordenación Urbana, los Hidrográficos expresan las finalidades de la ordenación al tiempo que mediante normas concretas ordenan los usos y reparto de los caudales de las aguas. Como dice MARTÍN-RETORTILLO, aunque la Ley de Aguas establece expresamente que «los Planes no crearán por sí solos derechos en favor de los particulares», su naturaleza normativa permite a éstos reaccionar contra su incumplimiento por la Administración, cuyas disposiciones deberán ajustarse a lo en ellas establecido. Más drásticamente aun, Silvia DEL SAZ defiende, como se dijo, y en base justamente a esa posibilidad de reacción jurídica y frente a la calificación discrecional que la Ley explícitamente realiza, el carácter reglado de las concesiones cuando se piden en aplicación de previsiones establecidas en los Planes. En la práctica, sin embargo, el gran problema de la planificación radica en la incapacidad operativa de la Administración para, sobre todo en relación con las aguas subterráneas, llevar a cabo la difícil labor de levantar un inventario fiable de los caudales disponibles y proceder después con rigor a su distribución. En palabras de GARCÍA DE ENTERRÍA (Prólogo al libro de Silvia DEL SAZ, Aguas subterráneas. Aguas públicas. El nuevo Derecho de las aguas), «la situación actual es como si, remitiéndose la construcción de edificios a las determinaciones de los Planes de Urbanismo, éstos no llegasen a dictarse nunca, pues así como los Planes de Urbanismo constituyen, sin embargo, una técnica perfectamente objetivada, los Planes Hidrológicos con inclusión de los recursos subterráneos distan aún de haber alcanzado esa objetividad técnica, fuera de investigaciones muy localizadas». La desconfianza en la capacidad planificadora llevó a este autor a calificar la planificación hidrológica de «utopía tecnocrática», lo que debe entenderse en alguna medida superado, pues el Real Decreto 1664/1998, de 24 de julio, aprobó los Planes Hidrológicos de las Cuencas intercomunitarias y el Plan Hidrológico de las Cuencas de Cataluña. Por otra parte, la Ley 10/2001, de 5 de julio, aprobó el Plan Hidrológico Nacional, un Plan que se ajusta, según su Exposición de Motivos, a la Directiva 2000/60/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre, por la que se establece un marco comunita-

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rio de actuación en el ámbito de la política de aguas, patrón por el que deberán perfilarse las políticas hidráulicas de los Estados miembros en el siglo XXI. 8.

LA ADMINISTRACIÓN DE LAS AGUAS. LA DISTRIBUCIÓN DE COMPETENCIAS ENTRE EL ESTADO Y LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

El sistema organizativo de la Administración de las aguas es mucho más complejo que en el centralizado anterior, en donde toda la materia de aguas era competencia del Estado. Ahora, a tenor del artículo 149.1.22.a de la Constitución, la competencia del Estado comprende «la legislación, ordenación y concesión de recursos y aprovechamientos hidráulicos, cuando las aguas discurran por más de una Comunidad Autónoma, y la autorización de las instalaciones eléctricas, cuando su aprovechamiento afecte a otra Comunidad o el transporte de energía salga de su ámbito territorial». Por su parte, el artículo 148.1.10.a atribuye a las Comunidades Autónomas competencia sobre «los proyectos, construcción y explotación de los aprovechamientos hidráulicos, canales y regadíos de interés de la Comunidad Autónoma. Las aguas minerales y termales». A notar que los criterios de ambos artículos no son coincidentes y que, mientras el artículo 149.1.22.a CE alude al elemento territorial para determinar la competencia estatal (aguas que discurren por más de una Comunidad Autónoma), el 148.1.10.a CE se sirve de un criterio funcional (interés de la Comunidad) para determinar las competencias exclusivas de las Comunidades Autónomas, problema que se agrava con la distinción entre recursos y aprovechamientos, a la que también se refiere el artículo 149.1.22. a De otro lado, la Constitución contiene otros títulos competenciaIes en favor del Estado que pueden incidir en las competencias sobre las aguas terrestres: la planificación económica general directamente relacionada con la planificación hidraúlica; el establecimiento de las condiciones básicas para el ejercicio de los derechos y deberes de los españoles; la legislación civil; la legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas; el medio ambiente; las obras públicas de interés general o que afecten a más de una Comunidad Autónoma; las bases de la ordenación energética y recursos; la ordenación del territorio; los espacios naturales; la pesca; la sanidad, etc. En concordancia con esa superioridad competencial del Estado, la legislación de aguas, además de asignar al Estado la titularidad del dominio público hidráulico y atribuirle las funciones referentes a la planificación hidrológica y la adopción de las medidas precisas para el cumplimiento de los acuerdos y convenios internacionales en materia de aguas, resuelve el reparto competencial a partir del criterio de la cuenca hidrográfica. Ésta se define como «la superficie de terreno cuya escorrentía superficial fluye en su totalidad a través de una serie de corrientes, ríos y eventualmente lagos hacia el mar por una única desembocadura, estuario o delta. La cuenca hidrográfica como unidad de gestión del recurso se considera indivisible».

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Al Estado corresponde el otorgamiento de concesiones y autorizaciones y la tutela del demanio hídrico en las cuencas hidrográficas que excedan del ámbito territorial de una sola Comunidad Autónoma. El Tribunal Constitucional declaró el criterio de la cuenca hidrográfica compatible con el texto constitucional (SSTC 227/1988 y 161/1996) y lo consideró el más oportuno para asegurar una gestión racional de los recursos, en tanto que los usos del agua que se realizan en una determinada Comunidad Autónoma repercuten en los que se realizan en esos mismos cauces en el territorio de otra Comunidad. A resaltar que cuando la competencia es de la Comunidad Autónoma, por tratarse de cuencas hidrográficas comprendidas íntegramente dentro de su territorio, se condiciona su actuación a la aplicación de los principios de unidad de gestión, tratamiento integral y demás antes señalados y a la representación de los usuarios en los órganos colegiados de la Administración hidráulica, que no podrá ser inferior al tercio de los miembros de aquélla. La inserción de un Delegado del Gobierno con derecho de veto en la administración autonómica hidrológica que preveía el artículo 16 de la Ley de Aguas de 1985 fue declarada inconstitucional (SSTC 227/1988 y 161/1991). Queda, sin embargo, abierta al Estado la posibilidad de impugnar a través del Delegado del Gobierno los actos y acuerdos que infrinjan manifiestamente la legislación hidráulica, que no se ajusten a la planificación ante la Jurisdicción contencioso-administrativa, con petición de suspensión, a cuyo efecto se considerará, en todo caso, como contrario al interés general, cualquier acto o acuerdo que no se ajuste a la planificación hidrológica. En la práctica, la superioridad competencial del Estado se ha visto frenada por la concurrencia de otros títulos competenciales de las Comunidades Autónomas, fundamentalmente en materia de medio ambiente, lo que ha provocado, en relación a determinadas actividades o usos de los recursos hidraúlicos —establecimiento de estaciones depuradoras, captación de aguas subterráneas, vertidos a cauces públicos—, una duplicidad de autorizaciones por parte del Organismo de cuenca y de la Comunidad Autónoma correspondiente, de forma que el ejercicio de una competencia territorial limitada, como lo es la de la Comunidad Autónoma, llega a impedir e interferir a menudo en el ejercicio por el Organismo de cuenca de sus propias competencias (FANLO LORA). De ahí que la Ley 46/1999, de reforma de la Ley de Aguas, prestase una especial atención a las técnicas de coordinación y cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas en el ejercicio de las competencias que inciden directa o indirectamente en los recursos hidráulicos. Estas técnicas están basadas en la incorporación y participación efectiva de las Comunidades Autónomas en los Organismos de cuenca, en la exigencia de informes previos y, finalmente, en los convenios de colaboración. Así, la Ley establece la incorporación de las Comunidades Autónomas a las Juntas de Gobierno de los Organismos de cuenca, cuyas competencias salen reforzadas. En segundo lugar, la Ley instrumenta un trámite de informe previo de las Comunidades Autónomas en los expedientes que tramiten los Organismos de cuenca sobre la utilización y aprovechamiento del dominio público, en cuyo

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caso las concesiones y autorizaciones no estarán sujetas a ninguna otra intervención administrativa, salvo cuando así lo establezca una ley estatal y sin perjuicio de las autorizaciones exigibles por las Comunidades Autónomas, aunque sólo a efectos de la actividad concreta de que se trate o en materia de uso del suelo. Al contrario, también se prevé el informe previo de los Organismos de cuenca sobre los actos y planes de las Comunidades Autónomas en materia de medio ambiente, ordenación del territorio, urbanismo, espacios naturales, pesca, montes, regadíos y obras públicas de interés regional. A resaltar, por último, que Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, con el fin de incorporar al Derecho español la Directiva 2000/60/CE, orientada a conseguir el buen estado y la adecuada protección de las aguas continentales, costeras y de transición, crea, sin perjuicio de la cuenca hidrográfica, un nuevo ámbito territorial de gestión y planificación hidrológica. Se trata de la d e m a r c a c i ó n hidrográfica: «zona terrestre y marina compuesta por una o varias cuencas hidrográficas vecinas y las aguas de transición, subterráneas y costeras asociadas a dichas cuencas». La demarcación hidrográfica, como principal unidad a efectos de la gestión de cuencas, constituye el ámbito espacial al que se aplican las normas de protección de las aguas, tanto terrestres como marítimas, sin perjuicio del régimen específico de protección del medio marino que pueda establecer el Estado. El Gobierno, por real decreto, oídas las Comunidades Autónomas, fijará el ámbito territorial de cada demarcación hidrográfica, que será coincidente con el de su Plan Hidrológico.

9.

LA ADMINISTRACIÓN HIDRÁULICA

La necesidad de cohonestar en la gestión de las aguas las competencias públicas con el corporativismo tradicional, que atribuye un importante papel a los usuarios, hace que la administración hidráulica sea una de las más complejas; complejidad que se ha visto acrecentada en los últimos tiempos con la tensión competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas, según hemos visto. Esto ha dado lugar a organismos de gestión con estructuras de poder muy divididas entre las diversas administraciones y sectores interesados, lo que lleva a una inconveniente dilución de la responsabilidad y altos grados de ineficiencia.

A)

E L C O N S E J O NACIONAL DEL AGUA

El excesivo fraccionamiento competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas se ha intentado compensar con la creación de un Consejo Nacional del Agua, órgano de coordinación de naturaleza consultiva. Su competencia principal consiste en informar preceptivamente los proyectos de Planes Hidrológicos, las disposiciones de carácter general y las cuestiones comunes a dos o más Organismos de cuenca. Se crea como órgano consultivo superior en la materia, en el que, junto con la Administración

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del Estado y las de las Comunidades Autónomas, están representados los entes locales a través de la asociación de ámbito estatal con mayor implantación, los Organismos de cuenca, así como las organizaciones profesionales y económicas más representativas de ámbito nacional relacionadas con los distintos usos del agua. Su composición y estructura orgánica se determinó por el Real Decreto 927/1988, de 29 de julio, por el que se aprueba el Reglamento de la Administración Pública del Agua y de la Planificación Hidrológica, en desarrollo de los Títulos II y III de la Ley de Aguas, modificado por el Real Decreto 117/1992, de 14 de febrero.

B)

ORGANISMOS DE CUENCA O CONFEDERACIONES HIDROGRÁFICAS

La figura estelar de la administración hidráulica son los Organismos de cuenca, que, con la denominación de Confederaciones Hidrográficas del respectivo río que da nombre a aquéllas, se constituyen en aquellas cuencas que exceden del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma. Las Confederaciones Hidrográficas fueron diseñadas en la Dictadura de Primo de Rivera, por el Real Decreto de 5 de marzo de 1926, como un intento de administración autónoma y corporativa, integrando en una misma estructura todas las actividades e intereses que confluyen en la administración del agua (MARTÍN-RETORTILLO). La misión primordial de aquéllas fue la formación del plan de aprovechamiento general y metódico de las aguas que discurren por el cauce de los ríos a los efectos de su mejor aprovechamiento, así como la ejecución de las obras, la intervención y regulación de todas las obras y aprovechamientos. Las Confederaciones Hidrográficas fueron un ejemplo más, en la época, de las numerosas corporaciones o cámaras oficiales creadas para agrupar obligatoriamente en torno a la Administración a todos los interesados en un sector económico con representantes del Estado. Estas confederaciones sindicales habían de funcionar con la máxima autonomía compatible con la dirección del Estado. La técnica organizativa de las Confederaciones Hidrográficas, posteriormente degradada por el escaso vigor de la participación de los interesados y por la superioridad de los elementos técnicos y burocráticos (MARTÍN-RETORTILLO), determinó que las Confederaciones se concentraran casi exclusivamente en la construcción de obras, abandonando el resto de las funciones, que el Real Decreto de 8 de octubre de 1958 atribuirá a las Comisarías de Aguas (tramitación y resolución de los expedientes de concesiones y autorizaciones, servidumbres, deslindes y policía de las aguas, sus cauces, y de la explotación de los aprovechamientos). El nuevo diseño de los Organismos de cuenca pretende la vuelta a los orígenes de esa administración participada, ya iniciada con el Real Decreto 2419/1979, de 14 de septiembre, que constituye un primer retorno a los orígenes organizativos de las Confederaciones, retorno que la Ley de Aguas de 1985 potenció al máximo, encomendando a los Organismos de cuenca o Confederaciones las funciones que venían ejerciendo las Comisarías de Aguas, restaurándose de esa forma la unidad competencial.

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Los Organismos de c u e n c a son ahora, con la denominación de Confederaciones Hidrográficas, Organismos autónomos. Tienen personalidad jurídica propia distinta de la del Estado, adscrita a efectos administrativos al Ministerio de Medio Ambiente y con plena autonomía funcional para regir y administrar los intereses que les sean confiados. Ejercen funciones de fomento y de policía, antes disociadas entre las Confederaciones Hidrográficas y las Comisarías de Aguas, y, en particular, la elaboración del Plan Hidrológico de Cuenca para su posterior aprobación por el Gobierno, previo informe del Consejo Nacional del Agua; la administración y control del dominio público hidráulico; la administración y control de los aprovechamientos de interés general o que afecten a más de una Comunidad Autónoma; proyectos y explotación de las obras hidráulicas y todas aquellas que se deriven de los convenios suscritos con las Comunidades Autónomas, Corporaciones locales y otras Entidades públicas o privadas, o de los suscritos con los particulares; la realización de programas y acciones que tengan como objetivo una adecuada gestión de las demandas a fin de promover el ahorro y la eficiencia económica ambiental; y la prestación de servicios técnicos relacionados con el cumplimiento de sus fines. La estructura de los Organismos de cuenca es muy compleja, distinguiéndose entre órganos de gobierno (la Junta de Gobierno y el Presidente), órganos de gestión en régimen de participación (Asamblea de Usuarios, Comisión de Desembalse, Juntas de Explotación y Juntas de Obras) y un órgano de planificación (el Consejo del Agua de la cuenca). El Presidente es libremente nombrado y cesado por el Gobierno, a propuesta del Ministerio de Medio Ambiente, y entre sus funciones destacan la de presidir la Junta de Gobierno, la Asamblea de Usuarios, la Comisión de Desembalse, el Consejo del Agua de la demarcación y el Comité de Autoridades Competentes. Ejerce la función ejecutiva y de tutela sobre todos los órganos colegiados mediante la impugnación, con efectos suspensivos, de sus actos ante la Jurisdicción contencioso-administrativa y, residualmente, ostenta todas aquellas funciones que no tengan atribuidas los demás órganos. Aunque se garantiza la participación de los usuarios en todos los asuntos, no por ello peligra la dominación estatal, pues la Administración del Estado asegura su supremacía en todos estos órganos (salvo en las Juntas de Explotación) a través de una reserva de mayorías y de la potestad reglamentaria para determinar su composición definitiva. Así, la composición de la Junta de Gobierno del Organismo de cuenca se determina por vía reglamentaria, atendidas las peculiaridades de las diferentes cuencas hidrográficas y de los diversos usos del agua, de acuerdo con las siguientes normas y directrices: la presidencia corresponderá al Presidente del Organismo de cuenca; la Administración General del Estado contará con una representación de cinco vocales, como mínimo, uno de cada uno de los Ministerios de Medio Ambiente; de Agricultura, Pesca y Alimentación; de Ciencia y Tecnología; de Sanidad y Consumo, y de Economía, y un representante de la Administración Tributaria del Estado en el supuesto de que por convenio se encomiende a ésta la gestión y recaudación en la cuenca de las exaccio-

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nes previstas en la presente Ley; la representación de los usuarios es, al menos, un tercio del total de vocales y, en todo caso, un mínimo de tres, integrándose dicha representación en relación a sus respectivos intereses en el uso del agua; las Comunidades Autónomas que hubiesen decidido incorporarse al Organismo de cuenca estarán representadas en su Junta de Gobierno, al menos, por un vocal; las provincias estarán representadas de acuerdo con el porcentaje de su territorio afectado por la cuenca hidrográfica. Las competencias de la Junta de Gobierno son las ejecutivas propias de los Organismos de cuenca y, además, proponer el Plan de Actuación del Organismo y el presupuesto; acordar las operaciones de crédito necesarias para finalidades concretas relativas a su gestión; adoptar los acuerdos necesarios para el ejercicio de las funciones y los relativos a los actos de disposición sobre el patrimonio de los Organismos de cuenca; preparar los asuntos que hayan de someterse al Consejo del Agua; aprobar las modificaciones sobre las zonas de servidumbre y policía; declarar acuíferos sobreexplotados y determinar los perímetros de protección, y adoptar las medidas necesarias para la protección de las aguas subterráneas frente a intrusiones salinas; promover iniciativas sobre zonas húmedas; imponer la creación forzosa de Comunidades de Usuarios y establecer sus ordenanzas cuando éstas no lo hicieran; informar las propuestas de sanción por infracciones graves o muy graves; aprobar criterios generales para determinar las indemnizaciones por daños y perjuicios ocasionados al demanio; y proponer la revisión del Plan Hidrológico correspondiente. Entre los órganos llamados por la Ley órganos de gestión, pero que, en realidad, son órganos de apoyo de ios órganos de gobierno, destacan las Juntas de Explotación, en las que se integran con representación mayoritaria los distintos usuarios del agua y que tienen por misión la coordinación de la explotación de los recursos de agua y obras hidráulicas de los ríos y tramos de ríos que estén especialmente relacionados. F o r m a n parte de dichas Juntas, el Director técnico del Organismo de cuenca, que ostentará la presidencia; los miembros del Organismo de cuenca designados por el Presidente, que asistirán con voz pero sin voto, y los representantes de los usuarios que tengan inscrito su aprovechamiento en el registro o estén en trámite de inscripción. La Asamblea de Usuarios está f o r m a d a por todos los que f o r m a n p a r t e de las Juntas de Explotación para coordinar en el ámbito de toda la cuenca lo que coordinan las Juntas de Explotación en un ámbito m u c h o más reducido: la explotación de las obras hidráulicas y recursos de agua de toda la cuenca. Por último, el Consejo del Agua de la demarcación tiene p o r finalidad promover la información, consulta y participación pública en el proceso planificados y elevar al Gobierno, a través del Ministerio de Medio Ambiente, el Plan Hidrológico de Cuenca y sus ulteriores revisiones. Asimismo, podrá inf o r m a r las cuestiones de interés general p a r a la demarcación y las relativas a la protección de las aguas y a la mejor ordenación, explotación y tutela del dominio público hidráulico. La composición del Consejo del Agua se establecerá mediante real decreto, aprobado por el Consejo de Ministros, ajustándose a los siguientes criterios: a) Cada Departamento ministerial relacionado

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con la gestión de las aguas y el uso de los recursos hidráulicos estará representado por un número de vocales no superior a tres, b) Los servicios técnicos del Organismo de cuenca estarán representados p o r un máximo de tres vocales, c) La representación de las Comunidades Autónomas se determinará y distribuirá en función del n ú m e r o de Comunidades Autónomas de la demarcación y de la superficie y población de las mismas incluidas en ella, debiendo estar representada cada u n a de las Comunidades Autónomas participantes, al menos, por un vocal, sin que pueda ser inferior a la que corresp o n d a a los diversos Departamentos ministeriales, d) Las Entidades locales cuyo territorio coincida total o parcialmente con el de la cuenca estarán representadas en función de la extensión o porcentaje de dicho territorio afectado por la demarcación hidrográfica. El n ú m e r o máximo de vocales no será superior a tres, e) La representación de los usuarios no será inferior al tercio del total de vocales y estará integrada por representantes de los distintos sectores con relación a sus respectivos intereses en el uso del agua, f) La representación de asociaciones y organizaciones de defensa de intereses ambientales, económicos y sociales relacionados con el agua con un n ú m e r o de vocales no superior seis.

Para la organización de las c u e n c a s hidrográficas intracomunitarias, es decir, aquellas que no superen el territorio de una Comunidad Autónoma, y siempre que la correspondiente Comunidad haya asumido competencias en materia de aguas, no se establece ningún modelo preceptivo. Es, por lo tanto, competencia de la Comunidad Autónoma diseñarlo con un único límite: la exigencia de que en los órganos colegiados exista una representación de los usuarios de, por lo menos, el tercio de los miembros que lo integren. A resaltar, por último, que la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, ha creado el Comité de Autoridades Competentes con la exclusiva finalidad de garantizar la adecuada cooperación en la aplicación de las normas de protección de las aguas terrestres y marítimas comprendidas en las nuevas demarcaciones hidrográficas, lo que no afectará a la titularidad de las competencias que en las materias relacionadas con la gestión de las aguas correspondan a las distintas Administraciones Públicas. En el Comité de Autoridades Competentes estarán representados los órganos de la Administración General del Estado, de las Comunidades Autónomas y de los Entes locales con competencias sobre el aprovechamiento, protección y control de las aguas objeto de esta Ley. 10.

LAS CORPORACIONES DE USUARIOS

La participación de los usuarios en la Administración hidráulica se articula por medio de las Comunidades de Usuarios, que integran los beneficiarios del agua y otros bienes de dominio público hidráulico de una misma toma o concesión. Su constitución es obligatoria. Cuando el destino dado a las aguas fuese principalmente el riego se denominarán Comunidades de Regantes; en otro caso, las comunidades recibirán el calificativo que caracterice el destino del aprovechamiento colectivo.

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El origen próximo de las Comunidades de Usuarios está en el Real Decreto de 10 de junio de 1847, que disuelve la empresa «Lorca» y crea un Sindicato de Riegos, y tras el cual se dictan u n a serie de disposiciones con el objeto de agrupar forzosamente a los beneficiarios de aguas p a r a riegos bajo la autoridad de la Administración. Todo lleva a pensar que esta figura se importa del Derecho francés y concretamente de los sindicatos de propietarios, operativos en materia de aguas y otras propiedades (como las minas), y que agrupa forzosamente a varios propietarios para la realización de determinadas obras de interés común. Los sindicatos de propietarios no eran, ni son, en Francia otra cosa que agrupaciones forzosas de propietarios actuando de acuerdo con u n a normativa dictada por la Administración y bajo la autoridad del Prefecto (Decreto de 25 de marzo de 1852). La fórmula de la Comunidad de Regantes y sus sindicatos pasa a las Leyes de Aguas de 1866 y 1879, que impusieron obligatoriamente la constitución de u n a Comunidad siempre que el número de hectáreas regables llegase a 200 y cuando, siendo menor, a juicio del Gobernador civil de la Provincia, lo exigiesen los intereses locales de la agricultura. Toda Comunidad tenía un sindicato, órgano de gobierno elegido por ella y encargado de la ejecución de las Ordenanzas y de los acuerdos de la Comunidad. Las Ordenanzas se elaboraban por las Comunidades con arreglo a las bases establecidas por la Ley, sometiéndolas a la aprobación del Gobierno, que no podía negarlas ni introducir variaciones sin oír previamente al Consejo de Estado (arts. 228 y ss. de la Ley de 1879). La competencia jurisdiccional se dividía, a su vez, entre los Tribunales civiles, para las cuestiones de propiedad; la Jurisdicción administrativa, para los recursos contra decisiones de la Administración Central, gobernadores y autoridades locales, y los jurados de riego, para las cuestiones de hecho y las contravenciones a las Ordenanzas.

La Ley de Aguas de 1985, alejándose de la concepción francesa que considera a los sindicatos de riego como comunidades privadas de utilidad pública, y como tales apoyadas por la Administración en la eficacia de sus resoluciones (o de la fórmula privada de los consorcios, que regula el Código Civil italiano), califica a las Comunidades de Regantes como Corporaciones de Derecho público, adscritas al Organismo de cuenca, que velarán por el cumplimiento de sus Estatutos u Ordenanzas y por el buen orden del aprovechamiento situándolas, pues, al mismo nivel que las Cámaras de Comercio o los Colegios profesionales. Pero se trata de una calificación inapropiada para las Comunidades de Usuarios del agua, que se diferencian de las Corporaciones (Cámaras, Colegios profesionales) en que, de una parte, constituyen una comunidad real de bienes las obras que conjuntamente realizan, y, de otra, porque sobre ellas la Administración ejerce poderes cuasi-jerárquicos (órdenes vinculantes, resolución de recursos de alzada frente a sus decisiones) que no se compadecen con la independencia que actúa una corporación del tipo de una Cámara de Comercio o un Colegio profesional. Más, pues, que a un supuesto de autoadministración independiente, como es la tónica de la administración corporativa, responden a un caso de gestión privada colectiva, forzada y forzosa, de bienes públicos, rigurosamente intervenida, como viene siendo el caso de los sindicatos de propietarios franceses. Por otra parte, la Ley ha trascendido el riego, como objeto y fin justificativo de la creación de una Comunidad, y admite diversas clases de Comu-

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nidades de Usuarios, facultando al Organismo de cuenca a imponerla a los usuarios de una misma unidad hidrogeológica o de un mismo acuífero, así como la constitución de una estructura asociativa de segundo grado. De esta naturaleza son las Comunidades Generales de Usuarios, integradas por representantes de las Comunidades de Usuarios de base, y, asimismo, las Juntas Centrales de Usuarios, formadas por usuarios individuales y comunidades. Las notas más sobresalientes del régimen jurídico de las Comunidades de Regantes son las siguientes: a) Los usuarios aprueban los Estatutos u Ordenanzas que regulan la organización de las Comunidades de acuerdo con los principios de participación y representación obligatoria de titulares de bienes y servicios y participantes en los usos del agua, así como la explotación en régimen de autonomía interna de los bienes hidráulicos inherentes al aprovechamiento, y las infracciones y sanciones que puedan ser impuestas por el Jurado. El Organismo de cuenca no podrá denegar la aprobación, ni introducir variantes en los estatutos, sin previo dictamen del Consejo de Estado. Si no se presentaren para su aprobación, el Organismo de cuenca podrá establecer las Ordenanzas que considere procedentes, previo dictamen de aquél. b) Las Comunidades de Usuarios están obligadas a realizar las obras e instalaciones que la Administración les ordene a fin de evitar el mal uso del agua o el deterioro del dominio público hidráulico, pudiendo el Organismo de cuenca competente suspender la utilización del agua hasta que aquéllas se realicen. c) Los acuerdos de la Junta General y de la Junta de Gobierno en el ámbito de sus competencias son ejecutivos, en la forma y con los requisitos establecidos en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, sin perjuicio de su posible impugnación en alzada ante el Organismo de cuenca, y los ejecutan por sí mismas con cargo al usuario. El coste de las ejecuciones subsidiarias será exigible por vía administrativa de apremio y lo mismo se hará para la ejecución de deuda que provenga de multas o indemnizaciones impuestas por los Tribunales o Jurados de riego. dj Las Comunidades de Usuarios se benefician de la expropiación forzosa y de la imposición de las servidumbres que exijan sus aprovechamientos y el cumplimiento de sus fines. Gobierna la Comunidad de Usuarios una Junta General o Asamblea, integrada por todos los usuarios. De ésta sale un órgano ejecutivo, Junta de Gobierno, encargado de la ejecución de las Ordenanzas y de los acuerdos propios y de los de la Junta General, y uno o varios Jurados. Estos últimos continúan la tradición de los Jurados de riego regulados en la Ley de Aguas de 1879, que pretende ser una especie de organismo judicial, hoy amparado por el artículo 125 de la Constitución en su referencia a los Tribunales consuetudinarios y tradicionales. La competencia de los Jurados se extiende al conocimiento de las cuestiones de hecho que se susciten entre los usuarios de la Comunidad en el ámbito de las Ordenanzas, a la imposición de sanciones de acuerdo con la tipificación de infracciones y sanciones

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contenida en los Estatutos y Ordenanzas, y, finalmente, a fijar las indemnizaciones que deban satisfacer a los perjudicados y las obligaciones de hacer que puedan derivarse de la infracción. Los procedimientos serán públicos y verbales en la forma que determine la costumbre y el Reglamento, y en todo caso garantizarán los derechos de audiencia y defensa de los afectados. 11.

LA PROTECCIÓN DE LA CALIDAD DE LAS AGUAS

Junto con la regulación de los aprovechamientos de los recursos hidráulicos, uno de los objetivos prioritarios de la Ley de Aguas fue la protección de la calidad de las aguas para evitar su degradación y recuperar en lo posible lo ya deteriorado. La protección de la calidad de las aguas ya fue abordada por la Ley de 1879, adoptando soluciones más ingenuas de prohibición radical de los vertidos nocivos insusceptibles de autorización o dispensa: «cuando un establecimiento industrial —decía el art. 219— comunique a las aguas sustancias y propiedades nocivas a la salubridad o ala vegetación, el Gobernador de la Provincia dispondrá que se haga un reconocimiento facultativo, y si resultase cierto el perjuicio, mandará que se suspenda el trabajo industrial hasta que sus dueños adopten el oportuno remedio». Y el artículo 220 condicionaba la perpetuidad de las concesiones al mantenimiento de la pureza de las aguas, pues «si en cualquier tiempo las aguas adquiriesen propiedades nocivas a la salubridad o vegetación por causa de la industria para la que fueron concedidas, declarará la caducidad de la concesión sin derecho a indemnización alguna». Si bien con posterioridad a la Ley de Aguas de 1879 otras normas abordaron el problema de los vertidos en los cauces, bien desde una perspectiva más específica —como las actividades nocivas, molestas e insalubres de la pesca fluvial o la sanidad municipal—, bien con carácter general —como el Reglamento de Policía de Aguas y sus Cauces (Decreto de 14 de noviembre de 1958)—, quedaba pendiente un tratamiento sistemático de la protección de la calidad de las aguas, tarea que abordó la Ley de Aguas de 1985 y los reglamentos de desarrollo; regulación insuficiente, como afirmó la Exposición de Motivos de la Ley 46/1999, de Reforma de la Ley de Aguas: «las mayores exigencias que imponen tanto la normativa europea como la propia sensibilidad de la sociedad española demandan de las Administraciones Públicas la articulación de mecanismos jurídicos idóneos que garanticen el buen estado de las aguas a través de instrumentos diversos, como pueden ser, entre otros, el establecimiento de una regulación mucho más estricta de las autorizaciones de vertidos para que éstas puedan constituir verdaderamente un instrumento eficaz en la lucha contra la contaminación de las aguas». Ahora, a la protección del dominio público hidráulico y a la calidad de las aguas se dedica el Título V del Texto Refundido de la Ley de Aguas, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio. Por su parte, la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, que modifica el Texto Refundido de la Ley de Aguas, amplía la protección

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dispensada por la legislación de aguas terrestres a las aguas marítimas comprendidas en la respectiva demarcación hidrográfica. Como dijimos, en la protección de las aguas ha sido determinante el Derecho comunitario, que ha hecho de la preservación del medio ambiente uno de sus objetivos prioritarios. Las numerosas Directivas aprobadas en esta materia pueden clasificarse en dos grandes grupos. Al primero pertenecen aquellas Directivas que fijan valores u objetivos de calidad según los usos a que las aguas vayan a ser destinadas (Directivas 75/440/CEE, de calidad de las aguas destinadas a la producción de agua potable; 80/778/CEE, de calidad de las aguas destinadas al consumo humano; 76/160/CEE, de calidad de aguas de baño, etc.); en el segundo están las Directivas que pretenden proteger las aguas, limitando o eliminando los vertidos de sustancias que pueden resultar contaminantes (entre ellas cabe citar, por su especial importancia, la Directiva 91/271/CEE, relativa al tratamiento de las aguas residuales urbanas, que obliga a la depuración de las aguas residuales de los centros urbanos, y las dos Directivas marco: la 76/464/CEE, relativa a la contaminación causada por determinadas sustancias peligrosas vertidas en el medio acuático de la Comunidad, y la 80/68/CEE, para la protección de las aguas subterráneas). Los objetivos a alcanzar en la protección de las aguas (redefinidos por la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, que modifica el Texto Refundido de la Ley de Aguas) consisten en: a) Prevenir el deterioro, proteger y mejorar el estado de los ecosistemas acuáticos, así como de los ecosistemas terrestres y humedales que dependan de modo directo de los acuáticos, en relación con sus necesidades de agua, b) Promover el uso sostenible del agua protegiendo los recursos hídricos disponibles y garantizando un suministro suficiente en buen estado, c) Proteger y mejorar el medio acuático estableciendo medidas específicas para reducir progresivamente los vertidos, las emisiones y las pérdidas de sustancias prioritarias, así como para eliminar o suprimir de forma gradual los vertidos, las emisiones y las pérdidas de sustancias peligrosas prioritarias, d) Garantizar la reducción progresiva de la contaminación de las aguas subterráneas y evitar su contaminación adicional, e) Paliar los efectos de las inundaciones y sequías, f) Alcanzar, mediante la aplicación de la legislación correspondiente, los objetivos fijados en los tratados internacionales en orden a prevenir y eliminar la contaminación del medio ambiente marino, g) Evitar cualquier acumulación de compuestos tóxicos o peligrosos en el subsuelo o cualquier otra acumulación que pueda ser causa de degradación del dominio público hidráulico». Se añaden a éstos otros objetivos específicamente medioambientales (art. 92 bis). La protección de la calidad de las aguas se apoya especialmente en técnicas preventivas (y sin perjuicio de las represivas a que después aludiremos), que parten de la ineludible tensión entre los intereses económico-laborales y la protección de la pureza de las aguas, intereses tantas veces en contradicción por la necesidad de los núcleos urbanos y de los establecimientos industriales de evacuar sus desechos a los cauces de los ríos y los mares. Fruto de esta tensión ha sido la relativización de la definición misma de

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contaminación, que, lejos de considerarse, en un sentido absoluto, como cualquier alteración de las condiciones naturales del agua, se pone en relación con los usos a los que posteriormente va a ser destinada el agua ( S A N Z RUBIALES). Así contaminación se define como «la acción y el efecto de introducir materias o formas de energía, o inducir condiciones en el agua que, de modo directo o indirecto, impliquen una alteración perjudicial de su calidad en relación con los usos posteriores, con la salud humana o con los ecosistemas acuáticos o terrestres directamente asociados a los acuáticos; causen daños a los bienes; y deterioren o dificulten el disfrute y los usos del medio ambiente. El concepto de degradación del dominio público hidráulico incluye las alteraciones perjudiciales del entorno afecto a dicho dominio» (art. 93). Pues bien, la protección de la calidad de las aguas entendida en el sentido expuesto (y sin perjuicio de las técnicas represivas a que después aludiremos) ha generado diversas técnicas que, de modo sucinto, se describen a continuación:

A)

L A AUTORIZACIÓN D E VERTIDOS

La autorización de vertidos ocupa un lugar prioritario entre las técnicas preventivas. La Ley de Aguas de 1985 estableció la prohibición general de realizar cualesquiera actividades que puedan provocar la contaminación de las aguas o degradar el entorno, ya sea mediante la acumulación de residuos, escombros, la realización de acciones sobre el medio físico afecto al agua, o a través de vertidos directos o indirectos en las aguas continentales o demás bienes del dominio público hidraúlico, cualquiera que sea el procedimiento o técnica utilizada. No obstante, esta prohibición no es absoluta y puede ser dispensada mediante una autorización temporal sometida a una serie de condiciones con las que se pretende preservar el buen estado ecológico de las aguas. La Ley define la autorización de vertido como «la que tiene por objeto la consecución de los objetivos medioambientales establecidos teniendo en cuenta las mejoras técnicas disponibles y de acuerdo con las normas de calidad ambiental y los límites de emisión fijados reglamentariamente. Se establecerán condiciones de vertido más rigurosas cuando el cumplimiento de los objetivos medioambientales así lo requiera» (art. 110). Por ello, entre las condiciones de la autorización deben establecerse necesariamente los límites cuantitativos y cualitativos de la composición del vertido, las instalaciones de depuración necesarias y los elementos de control de su funcionamiento. En cualquier caso, la autorización de vertido no exime de cualquier otra que sea necesaria, conforme a otras leyes, para la actividad o instalación de que se trate. A efectos de determinar la composición del afluente, el Reglamento del Dominio Público Hidráulico (aprobado por RD 849/1986, de 11 de abril), de acuerdo con las Directivas comunitarias antes citadas, sigue un sistema de doble lista. La primera de ellas, la lista negra, contiene una relación de sustancias especialmente peligrosas por su toxicidad, persistencia o bloacumulación. La segunda, menos peligrosa, denominada lista gris, contiene una relación de sustancias cuya contaminación debe reducirse por tener un

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efecto perjudicial que varía según las condiciones del cauce receptor y su localización. En los vertidos sobre aguas superficiales deberán limitarse rigurosamente las concentraciones de las sustancias de la lista negra para eliminar del medio receptor los efectos nocivos, mientras que para las sustancias de la lista gris las autorizaciones deberán ajustarse a las previsiones y objetivos de calidad establecidos en los Planes Hidrológicos de Cuenca. Para los vertidos en aguas subterráneas las condiciones son, sin embargo, mucho más rigurosas, pues se prohiben tajantemente los que contengan sustancias de la primera lista, mientras que los vertidos de sustancias de la lista gris sólo podrán autorizarse de forma limitada y siempre que un estudio hidrogeológico previo demuestre su inocuidad. Este diferente tratamiento viene determinado por la mayor dificultad y mucho mayor coste de las medidas correctoras de la contaminación en las aguas subterráneas, no sólo por la profundidad a que deben realizarse los tratamientos de recuperación de las aguas, sino por el dilatado tiempo que tardan en regenerarse. De ahí que la falta de medidas preventivas pueda tener efectos irreversibles desde el punto de vista físico y económico ( S A N Z RUBIALES). La determinación, entre las condiciones de la autorización, de las instalaciones de depuración necesarias va acompañada del establecimiento de las correspondientes medidas de control cuantitativo y cualitativo de los caudales vertidos. A estos efectos se exige acreditar no sólo la adecuación de las instalaciones de depuración y los sistemas de control a las normas y objetivos de calidad de las aguas, sino también las condiciones en que se realizan los vertidos, tarea en la que tienen una amplia intervención las empresas privadas debidamente homologadas. Las autorizaciones tienen un plazo máximo de cinco años y pueden ser renovadas siempre que cumplan las normas ambientales y requisitos de calidad exigidos en cada momento, pues en caso contrario deberán otorgarse de acuerdo con las nuevas condiciones. Sin embargo, la situación del titular de la autorización resulta un tanto precaria ante el poder que se reconoce a la Administración para revisar unilateralmente y sin indemnización las autorizaciones aun cuando no haya transcurrido el plazo establecido. Los vertidos pueden ser objeto de una actividad económica de intermediación mediante la creación de empresas de vertido para conducir, tratar y verter aguas residuales de terceros. Las autorizaciones de vertido incluirán, además de las condiciones exigidas con carácter general, las siguientes: a) las de admisibilidad de los vertidos que van a ser tratados por la empresa; b) las tarifas máximas y el procedimiento de su actualización periódica, y c) la obligación de constituir una fianza para responder de la continuidad y eficacia de los tratamientos. La falta de autorización de vertido o los vertidos que se realizan con incumplimiento de alguna de sus condiciones lleva aparejada necesariamente, entre otros efectos, la correspondiente sanción administrativa y la liquidación del canon de vertido. No obstante, el Organismo de cuenca podrá legalizar el vertido si procede, revocar la autorización de vertido o, final-

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mente, declarar la caducidad de la concesión de aprovechamiento, posibilidad esta última que se reserva a los casos en que se produzcan daños especialmente graves al demanio.

B)

P R I N C I P I O DE RECUPERACIÓN DE COSTES Y CANON DE VERTIDO

El principio de «quien contamina paga», recogido en la Recomendación 75/436 de la Comunidad del Carbón y del Acero, parte de la idea de que la autorización de vertido en condiciones que permitan garantizar la calidad de las aguas tiene más ventajas que la prohibición absoluta de vertidos que impediría el desarrollo económico. No obstante, los vertidos contaminantes, aunque autorizados, originan unos costes sociales que no deben ser pagados por la colectividad, sino asumidos por el causante del vertido, que o bien los repercutirá en el precio final del producto, con lo que perderá en competitividad, o bien buscará sistemas de producción menos contaminantes. Este principio se ha ampliado por la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, al de recuperación de costes, que incluye tanto los costes ambientales como los de producción del recurso, en función de las proyecciones a largo plazo de su oferta y demanda. La aplicación deberá hacerse de manera que incentive el uso eficiente del agua y, por tanto, que contribuya a los objetivos medioambientales perseguidos de acuerdo con el principio del que contamina paga (art. 111 bis). Es aquí donde se fundamenta la imposición a los titulares de autorizaciones de vertidos, y a los que realizan el vertido sin haber solicitado la autorización necesaria, de un canon destinado al estudio, control, protección y mejora del medio receptor de cada cuenca hidrográfica. Su importe se determina en función de la naturaleza, características y grado de contaminación del vertido y de la calidad ambiental del medio físico en que se vierte. En las cuencas intercomunitarias este canon es recaudado por los Organismos de cuenca o por la Administración tributaria del Estado mediante la suscripción del correspondiente convenio, en cuyo caso será el Organismo de cuenca el encargado de suministrar los datos y censos que permitan su gestión.

C)

Z O N A S DE POLICÍA Y PERÍMETROS DE PROTECCIÓN DE LOS ACUÍFEROS SUBTERRANEOS

Resulta determinante para la protección de la calidad de las aguas evitar o reducir el impacto de la contaminación accidental, es decir, prevenir los vertidos ocasionales que podrían producirse como consecuencia de la realización de actividades en zonas próximas al demanio hidráulico, y que en nuestro país han producido verdaderos desastres ecológicos. Para ello, la Ley de Aguas estableció una zona de policía de cien metros alrededor de las márgenes de los ríos y de los lagos, lagunas y embalses, en la que las actuaciones que realizan los particulares están sujetas a una estricta intervención administrativa. Así, se exige autorización del Organismo de cuenca para las obras o trabajos que pretendan realizarse, sin perjuicio de las que tengan

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que ser otorgadas por los distintos órganos de la Administración Pública. También se exige para la realización de alteraciones sustanciales del relieve; las extracciones de áridos; las construcciones de todo tipo, ya sean definitivas o provisionales, y cualquier otro uso que pueda ser causa de degradación o deterioro del demanio. Para la protección de la calidad de las aguas subterráneas, el Organismo de cuenca podrá determinar perímetros de protección del acuífero en los que sea necesaria la autorización de la administración hidrológica para la realización de obras de infraestructura (extracción de áridos, minas, canteras); actividades urbanas (fosas sépticas, cementerios, almacenamiento de residuos o aguas residuales); actividades agrícolas y ganaderas (depósito y distribución de fertilizantes, riego con aguas residuales); actividades industriales (almacenamiento y transporte de hidrocarburos), y actividades recreativas (campings, zonas de baño). Finalmente, los Planes Hidrológicos de Cuenca pueden establecer perímetros de protección con prohibición de actividades con riesgo de degradación y contaminación del demanio y que, por tanto, deben ser previamente autorizadas por el Organismo de cuenca.

D)

E S T U D I O DEL IMPACTO AMBIENTAL

En la tramitación de concesiones y autorizaciones que afecten al demanio hidraúlico y que pudieran implicar riesgos para el medio ambiente es preceptiva la presentación de un informe sobre los posibles efectos nocivos para el medio, del que se dará traslado al órgano ambiental para que se pronuncie sobre las medidas correctoras que deban introducirse como consecuencia del informe presentado. Además, cuando el Organismo de cuenca considere que pueden acarrear un riesgo grave para el medio ambiente, deberá someter al órgano ambiental competente la conveniencia de iniciar el procedimiento de evaluación ambiental.

E)

DECLARACIÓN DE SOBREEXPLOTACIÓN Y SALINIZACIÓN DE LOS ACUÍFEROS SUBTERRÁNEOS

Junto con los vertidos, las causas fundamentales de la contaminación de las aguas subterráneas son la sobreexplotación y salinización. Un acuífero subterráneo está sobreexplotado o en riesgo de estarlo cuando las extracciones de aguas son superiores a las entradas, con el consiguiente resultado de agotamiento progresivo de las reservas que se traduce en una merma a corto o medio plazo de los aprovechamientos existentes y un deterioro grave de la calidad de las aguas. Son también posibles fenómenos de sobreexplotación cuando con extracciones inferiores a las entradas se dan otros factores, como la sobreexplotación local, pérdidas de la calidad, intrusión, etc. Por ello, la Ley establece que cuando un acuífero subterráneo esté sobreexplotado o en riesgo de estarlo, el Organismo de cuenca deberá declararlo sobreexplotado. Esta declaración, además de conllevar la limitación cautelar de las extracciones, obliga a elaborar un plan en el plazo de

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dos años en el que se ordenen las extracciones y se establezca la sustitución de caudales, pudiendo obligarse a los titulares individuales de aprovechamientos a unirse a uno colectivo. La salinización, muy frecuente en los acuíferos costeros, es el proceso por el que, como consecuencia directa de las extracciones, se produce un aumento progresivo de la concentración salina en las aguas con peligro claro de convertirse en inutilizables. Para proteger a las aguas subterráneas de este proceso de deterioro, la Ley faculta al Organismo de cuenca para declarar que un acuífero está en proceso de salinización, declaración que conlleva la limitación de los aprovechamientos preexistentes; la modificación o revisión de las concesiones, tanto en lo relativo al caudal concedido como al lugar de captación de las aguas; la exigencia de autorización para los aprovechamientos legales de aguas subterráneas y, finalmente, la adopción de cuantas medidas estime oportunas el Organismo de cuenca.

F)

L A REUTILIZACIÓN D E LAS AGUAS

La Ley de Aguas, en su nueva redacción por la Ley 46/1999, remite al Gobierno el establecimiento de las condiciones básicas para la reutilización de las aguas, precisando la calidad exigible según los usos previstos. Cuando la reutilización se lleve a cabo por persona distinta del titular de la autorización de vertido de aguas ya depuradas, será necesario obtener la correspondiente concesión. En este caso, el concesionario podrá subrogarse por vía contractual y previa autorización de la Confederación con el titular de la autorización de vertido y asumir sus obligaciones frente a la Administración, incluyendo la depuración de las aguas y el pago del canon de vertido. No obstante, cuando la reutilización fuese realizada por el titular del vertido, basta con una simple autorización administrativa en las que se fijen las condiciones necesarias para esta actividad.

G)

L o s REGISTROS D E ZONAS PROTEGIDAS

La Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, ha creado para cada demarcación hidrográfica un registro de las zonas que hayan sido declaradas objeto de protección especial en virtud de norma específica sobre protección de aguas superficiales o subterráneas, o sobre conservación de hábitats y especies directamente dependientes del agua. En el registro se incluirán necesariamente: las zonas en las que se realiza una captación de agua destinada o que se vayan a destinar a consumo humano; las zonas que hayan sido declaradas de protección de especies acuáticas significativas desde el punto de vista económico; las masas de agua declaradas de uso recreativo, incluidas las zonas declaradas aguas de baño; las zonas que hayan sido declaradas vulnerables en aplicación de las normas sobre protección de las aguas contra la contaminación producida por nitratos procedentes de fuentes agrarias; las zonas que hayan sido declaradas sensibles en aplicación de las normas sobre tra-

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tamiento de las aguas residuales urbanas; las zonas declaradas de protección de hábitats o especies en las que el mantenimiento o mejora del estado del agua constituya un factor importante de su protección; y, en fin, los perímetros de protección de aguas minerales y termales aprobados de acuerdo con su legislación específica. Las Administraciones competentes por razón de la materia facilitarán al organismo de cuenca correspondiente la información precisa para mantener actualizado el Registro de Zonas Protegidas de cada demarcación hidrográfica, bajo la supervisión del Comité de Autoridades Competentes de la demarcación. 12.

LA POTESTAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA

El apartado 2 del artículo 1 queda redactado del siguiente modo: «2. Es también objeto de esta Ley el establecimiento de las normas básicas de protección de las aguas continentales, costeras y de transición, sin perjuicio de su calificación jurídica y de la legislación específica que les sea de aplicación». Frente al sistema de la Ley de 1879, que remitía a los poderes reglamentarios del Ministerio de Fomento el dictado de las disposiciones necesarias para el buen orden en el uso y aprovechamiento de aquéllas (art. 227), lo que se concretó en el régimen sancionador establecido por el Reglamento de Policía de Aguas y sus Cauces (Decreto de 14 de noviembre de 1958), la Ley de 1985, desarrollada por el Reglamento Público Hidráulico de 11 de abril de 1986, defiende ahora los diversos intereses jurídicos que concurren en la protección de las aguas, como la titularidad pública, el medio ambiente, etc., tipificando como infracciones administrativas las siguientes: a) Las acciones que causen daños a los bienes de dominio público y a las obras hidráulicas. b) La derivación de agua de sus cauces y el alumbramiento de aguas subterráneas sin la correspondiente concesión o autorización. c) El incumplimiento de las condiciones impuestas en las concesiones y autorizaciones administrativas a que se refiere esta Ley, sin perjuicio de su caducidad, revocación o suspensión. d) La ejecución, sin la debida autorización administrativa, de obras, trabajos, siembras o plantaciones en los cauces públicos o en las zonas sujetas legalmente a algún tipo de limitación en su destino o uso. e) La invasión, la ocupación o la extracción de áridos de los cauces sin la correspondiente autorización. f) Los vertidos que puedan deteriorar la calidad del agua o las condiciones de desagüe del cauce receptor, efectuados sin contar con la autorización correspondiente. g) El incumplimiento de las prohibiciones establecidas en la Ley o la omisión de los actos a que obliga. h) La apertura de pozos y la instalación en los mismos de instrumentos para la extracción de aguas subterráneas sin disponer previamente de con-

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cesión o autorización del Organismo de cuenca para la extracción de las aguas. Las infracciones se clasifican en leves, graves y muy graves, atendiendo a su repercusión en el orden y aprovechamiento del dominio público hidráulico; a su trascendencia, por lo que respecta a la seguridad de las personas y bienes, y a las circunstancias del responsable, su grado de malicia, participación y beneficio obtenido, así como al deterioro producido en la calidad del recurso. Las sanciones previstas para las faltas muy graves consisten en multas de hasta 100 millones de pesetas a imponer por el Consejo de Ministros; las graves se castigan con multas de hasta 50 millones de pesetas por el Ministro de Medio Ambiente, y las menos graves y leves con multas de hasta 10 millones de pesetas por el Organismo de cuenca. La Ley 46/1999 introdujo como novedad un procedimiento sumario y abreviado, cuya regulación remite al Reglamento para la tramitación de los procedimientos sancionadores por infracciones leves y menos graves. Asimismo, establece la posibilidad de adoptar medidas cautelares para evitar la continuación de la conducta infractora, tales como el sellado de instalaciones, pozos, equipos de sondeo o cese de actividades. Los órganos sancionadores pueden, asimismo, imponer multas coercitivas en los casos previstos en la Ley de Procedimiento Administrativo Común en una cuantía del 10 por 100 de la sanción máxima fijada para la infracción cometida. Directamente relacionada con la potestad sancionadora está la obligación de reparar los daños y perjuicios ocasionados al dominio público, así como de reponer las cosas a su estado anterior. El órgano sancionador fijará ejecutoriamente las indemnizaciones que procedan, que, al igual que las sanciones, podrán ser exigidas por la vía de apremio. No obstante, aunque la existencia misma de la obligación de reparar los daños ocasionados al demanio se hace depender legalmente de la comisión de una infracción administrativa, la prescripción de esta última, como ha señalado reiteradamente la jurisprudencia, no implica necesariamente la prescripción de la responsabilidad indemnizatoria del infractor. Por último, los supuestos de calificación de un mismo hecho como infracción administrativa y penal se resuelven conforme a los principios comunes que rigen la relación entre la potestad penal y la sancionadora administrativa: la Administración pasará el tanto de culpa a la Jurisdicción competente y se abstendrá de proseguir el procedimiento sancionador mientras la autoridad judicial no se haya pronunciado; de otro lado, la sanción de la autoridad judicial excluirá la imposición de multa administrativa, y en caso de no estimarse la existencia de delito o falta, la Administración podrá continuar el expediente sancionador en base a los hechos que los Tribunales hayan considerado probados. A consignar, por último, que la responsabilidad derivada de la infracción de las normas sobre protección de las aguas puede llevar a sanciones y responsabilidades no sólo de los particulares, sino también del propio Es-

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tado ante la Unión Europea. De aquí la necesidad de deslindar la responsabilidad de las diversas Administraciones Públicas que incumplieran los objetivos ambientales fijados en la planificación hidrológica o el deber de informar sobre estas cuestiones, dando lugar a que el Reino de España sea sancionado por las instituciones europeas. En tal caso, dichas Administraciones asumirán, en la parte que les sea imputable, las responsabilidades que de tal incumplimiento se hubieran derivado, a cuyo efecto «en el procedimiento de imputación de responsabilidad que se tramite se garantizará, en todo caso, la audiencia de la Administración afectada, pudiendo compensarse el importe que se determine con cargo a las transferencias financieras que la misma reciba» (art. 121 bis del Texto Refundido de la Ley de Aguas, según la modificación introducida por la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social).

13.

LAS OBRAS HIDRÁULICAS

Ya en el siglo XVIII el movimiento ilustrado había propugnado e iniciado una política de obras hidráulicas que se plasmó en la construcción de importantes canales, como el Imperial de Aragón (1768), pensamiento y acción que se prolonga en el siglo xix (Canal de Castilla, 1831) siguiendo la Instrucción de Javier de Burgos a los Subdelegados de Fomento. Con el liberalismo económico radical de la Revolución de 1868, no muy proclive al protagonismo del Estado, como acredita el Decreto de 14 de noviembre de 1868 («el Estado seguirá construyendo obras mientras la opinión pública lo exija, pero sólo en un caso: cuando una necesidad imperiosa, general, plenamente demostrable lo justifique y la industria privada no pueda acometer tal empresa»), se interrumpe casi por completo la acción pública de realización o apoyo a las obras hidráulicas, que va a renacer, no obstante, con la Ley de 29 de diciembre de 1876. Esta Ley sienta las bases de la legislación general de obras públicas y supone una primera e importante rectificación de los anteriores radicalismos inhibicionistas, cambio de rumbo que se plasmará en la Ley Gamazo de 27 de julio de 1883 con subvenciones para las obras hidráulicas de hasta el 30 por 100 del presupuesto de las obras y premios directos a los concesionarios en función de los caudales de agua utilizados. S. M A R T Í N - R E T O R T I L L O ha puesto de relieve que, a principios del siglo xx, la política de obras hidráulicas adquirirá mayores proporciones tras los primeros congresos de agricultores y labradores y los esfuerzos de los regeneracionistas, entre los que sobresalen Macías Picavea y Joaquín Costa. Al entusiasmo del primero, Catedrático de Geografía y autor, en 1891, de la obra El problema nacional f«Hay que atreverse a restaurar magnos lagos como verdaderos mares interiores de agua dulce, multiplicar vastos pantanos (...) sin devolver al mar, si se puede, ni una sola gota de agua»], seguirá el titánico esfuerzo del notario aragonés Joaquín Costa, que consagró su vida a la política hidráulica, reclamando la realización directa por el Estado, sin concesionarios interpuestos, de obras para riegos, sobre todo, en Aragón.

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En ese clima se aprobará la Ley Gasset de 7 de julio de 1911, sobre construcción de obras hidráulicas con destino a riegos y de defensa y encauzamiento de las corrientes, a la que complementarán la Ley Cambó de 24 de julio de 1918, sobre auxilios para la desecación de lagunas y marismas, y el Decreto-ley de 28 de julio de 1928, sobre obras de regulación de corrientes, y el Decreto de 19 de abril de 1928, complementario del anterior. La Ley Gasset regulaba distintos procedimientos para la ejecución de las obras de riego: la ejecución por el Estado con auxilio de las localidades interesadas; la ejecución por asociaciones o empresas con auxilio del Estado, y, finalmente, la ejecución por cuenta exclusiva del Estado. En las obras ejecutadas por el Estado con el auxilio de los particulares, la aportación de éstos es distinta según se trate de nuevos regadíos, en que el Estado ejecuta siempre la obra, debiendo comprometerse las localidades y los particulares interesados a contribuir, al menos, con el 50 por 100 del coste de la misma, o de mejora y ampliación de otros ya existentes, en cuyo caso las relaciones con los beneficiarios se establecen, fundamentalmente, con las comunidades de regantes legalmente constituidas, que garantizan al Estado una aportación del 20 por 100 d u r a n t e la ejecución de la obra, más otro 40 por 100, como mínimo, que, debidamente incrementado por el interés que se fije, se satisfará en veinte anualidades. Estas cantidades se refieren a la financiación de las obras principales, pues la llamada red secundaria de riego corre exclusivamente a cargo de los propietarios interesados. Las obras realizadas exclusivamente por el Estado h a n de sujetarse a las exigencias formales de la legislación general de Obras Públicas de 1877, que ya obligaba a la inclusión en los Planes Generales de Obras Públicas de cualquier obra que hubiese de ser costeada con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. En cumplimiento de la Ley Gasset se aprobó el primer Plan de Obras Hidráulicas por Real Decreto de 25 de abril de 1902, que era un simple programsa de inversiones, como los demás Planes de Obras Públicas; plan que estuvo vigente hasta 1926, en que se crean las Confederaciones Hidrográficas. Muy distinto fue el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1936, obra del Centro de Estudios Hidrográficos, creado en 1933 y dirigido por el Ingeniero Pardo, continuador del pensamiento de Costa. Es éste un Plan que trasciende ya el simple programa de inversiones y que m a r c a unos objetivos de política hidráulica fundamentalmente dirigidos al trasvase de agua hacia las zonas mediterráneas, más aptas para los cultivos de regadío y más escasas de aguas. Tras la Guerra Civil, y siguiendo el esquema de la Ley de 1877, se aprobó un nuevo Plan General de Obras Públicas (Ley de 11 de abril de 1939), todavía vigente, al que se siguen incorporando por leyes singulares obras aisladas, mientras que en otros casos se dictan leyes especiales para determinadas actuaciones, como en el caso del trasvase Tajo-Segura, previsto por la Ley aprobatoria del XI Plan de Desarrollo (Ley 1/1969, de 11 de febrero) y regulado por Ley de 19 de junio de 1971.

No obstante estos importantes antecedentes, la Ley de Aguas de 1985 no estableció una regulación sistemática y completa de la obra hidráulica, a la que se refirió de forma incidental: al atribuir a los Organismos de cuenca «el proyecto, la construcción y explotación de las obras realizadas con cargo a los fondos propios del Organismo y las que les sean encomendadas por el Estado» fart. 21.1. d)]; al regular el régimen económico-financiero de la uti-

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lización del dominio público hidráulico estableciendo un canon con el que se pretende que el Estado recupere la inversión realizada (art. 106), y, finalmente, al regular el régimen de la concesión de aprovechamiento de aguas permitiendo al concesionario realizar las obras necesarias para la utilización de la concesión (art. 57.6). Por ello, como señaló la Exposición de Motivos de la Ley 46/1999, de reforma de la Ley de Aguas de 1985, era necesario regular la obra hidráulica como modalidad singular y específica de la obra pública, lo que se hizo y se recoge ahora en el Título VIII del Texto Refundido de la Ley de Aguas, aprobado Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio. Son o b r a s hidráulicas todas las dirigidas a la construcción de bienes inmuebles que de forma directa o indirecta estén relacionadas con el aprovechamiento y protección del demanio hidráulico, esto es, las obras de captación, extracción, desalación, almacenamiento, regulación, conducción, control y aprovechamiento de las aguas; las de saneamiento, depuración, tratamiento y reutilización de las aprovechadas; la recarga artificial de acuíferos; la actuación sobre cauces, corrección del régimen de corrientes y la protección frente a avenidas tales como presas, embalses, canales de acequias, azudes, conducciones y depósitos de abastecimiento a poblaciones; instalaciones de desalación, captación y bombeo; el alcantarillado; colectores de aguas pluviales y residuales; instalaciones de saneamiento, depuración y tratamiento; estaciones de aforo; piezómetro; redes de control de calidad; diques y obras de encauzamiento y defensa contra avenidas; todas aquéllas necesarias para la protección del dominio público hidráulico. La competencia para la realización de las obras hidráulicas corresponde al Estado, cuando se trata de obras de interés general, y a las Comunidades Autónomas o Entidades locales, según determinen los Estatutos y la legislación de régimen local. El Estado puede gestionar directamente la construcción de la obra hidráulica a través de los órganos competentes del Ministerio de Medio Ambiente, de las Confederaciones Hidrográficas, de las Comunidades Autónomas, cuando se suscriba el correspondiente convenio específico, o mediante la encomienda de gestión regulada en la Ley de Procedimiento Administrativo Común, o, finalmente, a través de sociedades estatales. Estas sociedades se crean por acuerdo del Consejo de Ministros para la construcción, explotación o ejecución de la obra pública hidráulica. Posteriormente, el Estado suscribe con ellas convenios en los que se especifican, entre otros extremos, el régimen de construcción o explotación; las potestades de la Administración para el control, dirección e inspección de las obras, y las aportaciones económicas que haya de realizar el Estado. Estas sociedades, en cuanto no ejecutan directamente la obra pública, sino que se limitan a contratar con terceros su realización, están sometidas a la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas en lo relativo a los actos preparatorios y procedimientos de selección de contratistas, aunque sus contratos son, en todo caso, contratos privados. La explotación, conservación y mantenimiento de las obras hidráulicas podrá encomendarse a las Comunidades de Usuarios, a las Juntas centrales

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de usuarios o a las Comunidades generales la explotación y mantenimiento de las obras hidráulicas que les afecten. Para ello será necesario o bien suscribir el correspondiente convenio en el que se determinen las condiciones de la encomienda de gestión, o bien un contrato de concesión de explotación de las obras hidráulicas. El precio de las obras así ejecutadas y financiadas por el Estado deberá ser abonado por los beneficiados con arreglo a criterios de racionalización del uso del agua, equidad en el reparto de las obligaciones y autofinanciación del servicio, en la forma que reglamentariamente se determine; previsión que ha sido desarrollada por el Reglamento de Dominio Público Hidráulico de 11 de abril de 1986 (arts. 301 y 303), que dispone que el valor unitario de aplicación individual de cada sujeto obligado vendrá dado en unidades de superficie cultivable, caudal, consumo de agua, energía o cualquier otro tipo de unidad adecuada al uso de que se trate. De esta forma, los beneficiados por las obras de regulación de aguas superficiales o subterráneas realizadas total o parcialmente a cargo del Estado satisfarán un canon destinado a compensar la aportación del Estado y para atender los gastos de explotación y conservación de tales obras. Asimismo, los beneficiados por otras obras específicas realizadas íntegramente a cargo del Estado, incluidas las de corrección del deterioro del dominio público derivado de su utilización, satisfarán por la disponibilidad o uso de agua una exacción destinada a compensar los costes de inversión y para atender los gastos de explotación y conservación de tales obras. Además de la gestión directa, la Administración puede realizar y explotar las obras, indirectamente, mediante concesiones a terceros distintos de los anteriores beneficiarios. El contrato de concesión de construcción y explotación de obras hidráulicas, regulado ahora en el Capítulo III del Título VIII del Texto Refundido de la Ley de Aguas, tiene por objeto la construcción, conservación y explotación de las obras e infraestructuras vinculadas a la regulación de los recursos hidráulicos; a su conducción, potabilización y desalinización; y al saneamiento y depuración de las aguas residuales. La contraprestación al concesionario que financia la obra consiste en el derecho a percibir la tarifa de los usuarios que fija la Administración y que debe cubrir los gastos de funcionamiento, conservación y administración; la recuperación de la inversión, y el coste del capital; precios de tarifa a los que en determinados casos, cuando se den razones de interés público, rentabilidad social o uso colectivo, se suma una subvención o compensación económica de la Administración titular. Asimismo, cuando la obra es a cargo de la Administración, o la parte que ésta debe abonar no está compensada con lo que se va a percibir por las tarifas, se dispensa la prohibición de aplazar el precio bajo sanción de nulidad si no consta la previa existencia del crédito (lo que está previsto en el artículo 14.3 del Texto Refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas). Se sigue así la línea de lo que se ha denominado «modelo alemán» del contrato de obras, consistente en facultar, una vez concluida y recibida la obra, el aplazamiento del precio total en distintas anualidades, a las que obviamente habrá de añadirse el pago de los correspondientes intereses, lo que ha permitido alcanzar, aunque de forma poco

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ortodoxa, los objetivos de convergencia europea en materia presupuestaria y deuda pública, a base de remitir a presupuestos futuros el pago de las cantidades aplazadas. La Ley permite, asimismo, imponer al concesionario de la obra hidráulica la cesión obligatoria a un tercero de un porcentaje de la construcción, representativo al menos del 30 por 100 de su valor total, debiéndose establecer razonadamente en el Pliego de cláusulas particulares. Es la misma previsión contenida en el artículo 131 de la Ley de Contratos para las concesiones de obras públicas. El plazo previsto para la explotación de la obra será el establecido en el pliego de cláusulas administrativas particulares sin que pueda exceder en ningún caso de setenta y cinco años, el mismo límite que la Ley de Contratos establece para el contrato de gestión de servicios públicos y que coincide con el prescrito en la Ley de Aguas como duración máxima de las concesiones de aprovechamiento. A la vista de la participación del capital privado en la realización de obras hidráulicas, resulta necesario plantear la cuestión de su titularidad. Si, de acuerdo con el artículo 115 de la Ley de Aguas, las obras hidráulicas pueden ser de titularidad pública o privada, ¿significa esto que las obras realizadas por el concesionario de una obra hidráulica o de un aprovechamiento de aguas son de su propiedad? Conforme a la Ley Gasset de 1911, la propiedad de las obras ejecutadas por el Estado sin auxilio alguno se atribuía a éste (STS de 4 de noviembre de 1958), mientras que aquellas en las que habían participado los usuarios, y una vez amortizadas por ellos, pasaban a ser propiedad exclusiva de los propietarios o comunidades. Pero esta solución es algo simplista, pues, al ser las obras hidráulicas soporte de las aguas, deben seguir el régimen de éstas y entrar en el dominio público, en analogía con lo dispuesto sobre los álveos y cauces de los ríos, que es lo que vienen a ser, en último término, aunque de origen artificial. En definitiva, abstracción hecha en materia de riegos de las redes secundarias de acequias y desagües propiedad de la Comunidad de regantes o propiedad particular del dueño del terreno, todas las demás obras principales —pantanos, canales, redes principales de riego— son de dominio público, sin que pueda admitirse otra titularidad privada que la derivada del título concesional y por el plazo en él establecido ( M A R T Í N - R E T O R T I L L O ) . Así lo establece ahora el Texto Refundido de la Ley de Aguas al prescribir que las obras, bienes e instalaciones que realice el concesionario sobre el dominio público serán utilizados, ocupados y gestionados por el concesionario hasta que expire el plazo para el que se otorgó la concesión, momento en que revertirán a la Administración Pública competente (art. 134).

«La sobreexplotación grave de los acuíferos (comentario a las Sentencias del Tribunal Supremo de 30 de enero y 14 de mayo de 1996)», RAP, 1 4 4 ; D E LA CUÉTARA: El nuevo régimen jurídico de las aguas subterráneas, Madrid, 1989; DELGADO PIQUERAS: Derecho de aguas y medio ambiente,

B I B L I O G R A F Í A : BARRIOBERO MARTÍNEZ:

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Madrid, 1 9 9 2 ; EMBID IRUJO (dir.): Gestión del agua y medio ambiente, Madrid, 1 9 9 7 ; ÍDEM: Planificación hidrológica y política hidraúlica (el libro blanco del agua), Madrid, 1 9 9 9 ; ÍDEM: La calidad de las aguas, Madrid, 1 9 9 4 ; GALLEGO ANABITARTE, M E NÉNDEZ REXACH y DÍAZ LEMA: Derecho de aguas en España, Madrid, 1 9 8 6 ; GAY DE MONTELLA: Derecho hidráulico español, Madrid, 1 9 2 1 ; GAZANIGA OURLIAC: Le droit de l'eau, París, 1 9 8 0 ; JORDANA DE POZAS: La evolución del Derecho de aguas en España y otros países; LLAMAS: «El agua en España: problemas principales y posibles soluciones», Papeles del Instituto de Ecología y Mercado, núm. 2 ; LÓPEZ M E N U D O : « L O S Organismos de cuenca en la nueva Ley de Aguas», REDA, 4 9 ; M A R T Í N - R E TORTILLO, S.: Derecho de Aguas, Madrid, 1 9 9 7 ; MARTÍNEZ L Ó P E Z - M U Ñ I Z : LOS consorcios en el Derecho español (análisis de su naturaleza jurídica); N I E T O : «Aguas subterráneas, subsuelo árido y subsuelo hídrico», RAP, 5 6 ; ÍDEM: Estudios de Derecho administrativo especial canario, Tenerife, 1 9 7 2 ; M O R E U BALLONGA: El nuevo régimen jurídico de las aguas subterráneas, Zaragoza, 1990; ÍDEM: Aguas públicas, aguas privada, Barcelona, 1 9 9 6 ; ORTIZ DE TENA: Planificación hidrológica, Madrid, 1 9 9 4 ; P É R E Z AFONSO: Aguas subterráneas en terrenos de propiedad particular en Canarias, Madrid, 1 9 7 4 ; SÁNCHEZ BLANCO: «La Ley de Aguas española de 1 9 8 5 y la Directiva del Consejo de las Comunidades Europeas por la que se establece un marco comunitario de actuación en el ámbito de la política de aguas», REDA, 96; SÁNCHEZ M O R Ó N : «Transformación o pérdida futura y limitación del contenido de la propiedad privada de las aguas», REDA, 4 6 ; SANZ RUBIALES: LOS vertidos en aguas subterráneas. Su régimen jurídico, Madrid, 1997; DEL SAZ: Aguas subterráneas, aguas públicas (el nuevo Derecho de aguas), Madrid, 1990.

CAPÍTULO V

EL DEMANIO MARÍTIMO

SUMARIO: 1. EL DEMANIO MARITIMO. EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y DERECHO COMPARADO.—2. LAS DEPENDENCIAS DEL DEMANIO MARÍTIMO. LA ZONA MARITIMO TERRESTRE.—3. EL MAR TERRITORIAL Y RECURSOS DE LA PLATAFORMA CONTINENTAL.—4. PROPIEDAD PRIVADA VERSUS DOMINIO PÚBLICO.-5. LAS MARISMAS. OTRO SUPUESTO DE DEGRADACIÓN Y PRIVATIZACIÓN DEL DEMANIO MARÍTIMO. r 6 . LA PROTECCIÓN ADMINISTRATIVA DEL DEMANIO MARÍTIMO. INDISPONIBILIDAD, DESLINDE Y RÉGIMEN SANCIONADOR.—A) La indisponibllidad y la recuperación posesoria del demanio marítimo.—B) El deslinde y el Registro de la Propiedad.—C) La potestad sancionadora.—7. LA INFLUENCIA EXPANSIVA DE LA DEMANIALIDAD MARÍTIMO-TERRESTRE SOBRE LA PROPIEDAD.—8. USOS Y APROVECHAMIENTOS DEL DEMANIO MARÍTIMO.—9. PESCA Y CULTIVOS MARINOS.-IO. COMUNICACIONES MARÍTIMAS. LOS PUERTOS.-A) Clases y régimen de competencia.-B) La organización y gobierno de los puertos de interés general. Las competencias que corresponden a la Administración del Estado.—C) El fraude a las competencias estatales sobre los puertos de interés general.—D) Los puertos autonómicos.-11. PRESTACIÓN DE SERVICIOS PORTUARIOS Y UTILIZACIÓN DEL DEMANIO PORTUARIO.—A) Los servicios prestados en los puertos de interés general. — B) La utilización del dominio público portuario.-BIBLIOGRAFÍA.

1.

EL DEMANIO MARÍTIMO. EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y DERECHO COMPARADO

A lo largo de los siglos, los ordenamientos jurídicos han mostrado una notable despreocupación por la defensa de las playas, costas y zonas adyacentes del mar, terrenos y zonas en los que no es manifiesta la tensión entre la titularidad pública y privada. Esta histórica indiferencia, así como la posterior inclusión en el dominio público de las aguas y riberas del mar y la llamada zona económica de la costa, guarda una estrecha relación con el cambio producido en el valor económico de estos bienes, tradicionalmente vistos como lugares inapropiados para la construcción de viviendas y otras utilizaciones. En ese contexto se explica la suficiencia durante siglos de la calificación romana del mar y sus riberas como res communis omnium, lo que permitía su anárquica, pero infrecuente, y por ello no lesiva, utilización, e incluso, su apropiación por los particulares. El Derecho romano, en efecto, congruente con la escasa utilización y valor económico de estos bienes, considera público el uso de las orillas del mar, como públicas son las cosas que no tienen dueño, entre las que se

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cuentan el agua del mar y la arena del fondo (Instituía, Libro II, T. 1-5). Esta concepción pasa a Las Partidas, para las que «todas las criaturas pueden usar del mar y su ribera, pescando o navegando o haciendo lo que a su interés convenga, porque estas cosas pertenecen comunalmente a todas las criaturas» (Ley III, Título XVIII, Partida III), permitiéndose incluso la construcción en la ribera, «siempre que no se embargue el uso comunal» (Partida IV). Pero esa calificación y los riesgos de privatización que comportaba resultarán insostenibles cuando, como ha ocurrido en nuestros días, las necesidades del comercio marítimo, el incremento de la pesca, el aprovechamiento turístico de las costas, la posibilidad de cultivos marinos y de explotación petrolera o minera, desvelen el extraordinario valor económico del mar y sus riberas. Pero incluso antes de que esta evidencia se hiciera patente, y por razones de seguridad y soberanía, más que por motivos económicos, la legislación decimonónica incluyó en el dominio público el mar territorial. Como dice la Exposición de Motivos de la Ley de Aguas de 1866, que reguló conjuntamente las aguas marítimas y las continentales, «aunque el mar, destinado por la Providencia a servir de vía universal de comunicación entre los pueblos, no pertenece al dominio de nación alguna, la seguridad e independencia de éstas exige que se considere como parte del territorio de las mismas la zona marítima contigua a sus playas». En cuanto a las playas mismas, son ya concretas utilidades económicas —aunque no ciertamente el lúdico disfrute popular y la explotación turística, prácticamente desconocidos hace un siglo— las que justifican su inclusión en el demanio del Estado: «al declarar también de dominio público de la Nación las playas —dice la Exposición de Motivos de la Ley de Aguas de 1866— se ha creído conveniente restablecer la disposición de nuestras antiguas leyes que, de acuerdo con las romanas, fijaban por límite aquél donde alcancen las olas del mar en sus temporales ordinarios, espacio bastante para las necesidades de la navegación y la pesca». En realidad, la Ley de Aguas de 1866 y la legislación de puertos que la continúa sólo definen dos zonas demaniales: el mar litoral o zona marítima, y las playas. En los trabajos y proyectos previos a la Ley de 1866, la cuestión más polémica fue la delimitación del mar litoral, cuestión muy influida y en parte resuelta por el Derecho internacional. La Real Cédula de Carlos III de 7 de diciembre de 1760 la había fijado en seis millas, y en el Proyecto de Ley de Aguas de Franquet, previo a la Ley de Aguas de 1866, se determinaba su anchura en función de la distancia a que alcanzase el tiro de un cañón, si bien se determinaba una franja de seis millas para la vigilancia. El texto definitivo se remite a la «anchura determinada por el Derecho internacional». En esta zona —se dice— «el Estado dispone y arregla la vigilancia y los aprovechamientos, así como el derecho de asilo e inmunidad, conforme a las leyes y a los tratados internacionales». En cuanto a la segunda de las dependencias del demanio marítimo, las playas, la Ley de 1866 expresa un concepto ajeno a su sentido vulgar, y aun

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técnico, pues no designa las superficies más o menos arenosas que, de cuando en cuando, se dan en la costa, el lecho o lido del mare, la ribera del mar según nuestra más bella expresión tradicional, sino la parte de la costa que el mar cubre y descubre con los flujos y reflujos de las mareas, independientemente de que lo formen arenales, pedregales, rocas o cualquiera otros tipos de materiales geológicos. Playa es, en definitiva, para la Ley de 1866 lo que después se denominaría zona marítimo-terrestre: «el espacio que alternativamente cubren y descubren las aguas en el movimiento de la marea. Forma su límite interior o terrestre la línea donde llegan las mareas altas y equinocciales. Donde no fueran sensibles las mareas, empieza la playa por la parte de tierra en la línea adonde llegan las aguas en las tormentas o temporales ordinarios» (art. 1). Como esta zona de playa, después zona marítimoterrestre, es una zona variable en su extensión por el trabajo de las mareas, la Ley de 1866 extendió el dominio público «a los terrenos que se unen a las playas por accesiones o aterramientos que ocasione el mar»; por el contrario reconoció un peligroso derecho de accesión de los propietarios colindantes: «cuando ya no los bañen las aguas, ni sean necesarios para los objetos de utilidad pública, ni para el establecimiento de especiales industrias, el Gobierno, los declarará propiedad de los dueños de las fincas colindantes en aumento de ellas» (art. 4). Pero las cosas han cambiado de tal manera y hasta tal punto es hoy evidente el valor de la costa, mar territorial y plataforma continental que, como dice la Exposición de Motivos de la vigente Ley de Costas 22/1988, de 28 de julio (Reglamento General para el Desarrollo y Ejecución de la Ley aprobado por Real Decreto 1471/1989, de 1 de diciembre, modificado por el RD 1112/1992 de 18 de septiembre), «nuestro demanio marítimo está afectado, como ocurre en otros países, por un fuerte incremento de la población y la consiguiente intensificación de usos turísticos, agrícolas, industrial, de transporte, pesquero y otros, lo que ha producido un proceso de depredación y privatización». Contra esta situación ya había reaccionado antes la Ley 28/1969, sobre Costas Marítimas, y el mismísimo constituyente español que, frente a nuestra tradición y al Derecho comparado, constitucionaliza el dominio público: «Son bienes de dominio público estatal —prescribe el art. 132 de la Constitución— los que determine la Ley y, en todo caso, la zona maritimo-terrestre, las playas, el mar territorial, y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental». La Ley 22/1988 de Costas tiene precisamente por objeto primordial la determinación, protección, utilización y policía del dominio público maritimo-terrestre y especialmente de la ribera del mar (art. 1). En particular sobre la zona marítimo terrestre, la actividad administrativa consistirá en: a) Determinar el dominio público maritimo-terrestre y asegurar su integridad y adecuada conservación, adoptando, en su caso, las medidas de protección y restauración necesarias, b) Garantizar el uso público del mar, de su ribera y del resto del dominio público maritimo-terrestre, sin más excepciones que las derivadas de razones de interés público debidamente justificadas. c) Regular la utilización racional de estos bienes en términos acordes

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con su naturaleza, sus fines y con el respeto al paisaje, al medio ambiente y al patrimonio histórico, d) Conseguir y mantener un adecuado nivel de calidad de las aguas y de la ribera del mar (art. 2). La Ley de Costas de 1988 fue impugnada por diversas Comunidades Autónomas y por los más variados motivos, pero la Sentencia de 4 de julio de 1991 ha confirmado su adecuación a la Constitución, salvo en aspectos muy concretos, relativos a la distribución de competencias. Según el Tribunal Constitucional, las competencias que corresponden a las Comunidades Autónomas sobre las costas se basan en las que ostentan para la Ordenación del Territorio (en el que se incluye el litoral) y el Urbanismo, competencias «que no deben entenderse tan absolutas que eliminen o destruyan las competencias que la propia Constitución reserva al Estado». La potestad legislativa de éste para regular las costas, así como la potestad ejecutiva que parcialmente le corresponde, se desprende para el Tribunal Constitucional de la titularidad del demanio marítimo que le atribuye el artículo 132 de la Constitución («aunque esa titularidad no aisla a esa porción del territorio de su entorno, ni la sustrae de las competencias que sobre ese espacio corresponden a otros Entes públicos que no ostentan esa titularidad»), cuanto en su competencia para asegurar la igualdad básica en el ejercicio del derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado al desarrollo de la persona (arts. 149.1.1 y 45), así como en la que ostenta para dictar la legislación básica sobre la protección del medio ambiente (art. 149.1.23). Son, en todo caso, escasos los preceptos de la Ley de Costas declarados inconstitucionales, destacando los artículos 26 y 34, que se refieren a la competencia del Estado, en menoscabo de las Comunidades Autónomas, para el otorgamiento de autorizaciones en la zona de protección y para dictar normas generales y especiales para tramos de costa determinados, sobre protección y utilización del dominio público maritimo-terrestre.

2.

LAS DEPENDENCIAS DEL DEMANIO MARÍTIMO. LA ZONA MARÍTIMO TERRESTRE

Según la Ley de Costas (art. 3), se integran ahora en el «dominio público maritimo-terrestre estatal» las siguientes pertenencias: 1.°

La ribera del mar y de las rías, que incluye:

a) La zona maritimo-terrestre o espacio comprendido entre la línea de bajamar escorada o máxima viva equinoccial, y el límite hasta donde alcanzan las olas en los mayores temporales conocidos, o, cuando lo supere, el de la línea de pleamar máxima viva equinoccial. La gran novedad es, como se advierte, la determinación del límite terrestre de la zona en función de los mayores temporales conocidos, es decir, los extraordinarios, frente a los ordinarios de la legislación tradicional. Esta zona se extiende por las márgenes de los ríos hasta el sitio donde se haga sensible el efecto de las mareas. Se consideran incluidas en esta zona las marismas, albuferas, marjales, esteros y, en general, los terrenos bajos que se inundan como consecuencia del flujo y reflujo de las mareas, de las olas o de la filtración del agua del mar. b) Las playas que la ley define como «zonas de depósito de materiales sueltos, tales como arenas, gravas y guijarros, incluyendo escarpes, bermas

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y dunas, tengan o no vegetación, formadas por la acción del mar o del viento marino, u otras causas naturales o artificiales». 2. El mar territorial y las aguas interiores, con su lecho y subsuelo, definidos y regulados por su legislación específica. 3. Los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental, definidos y regulados por su legislación específica. 4. Los bienes calificados como demaniales por la Ley. A este efecto el artículo 4 de la Ley de Costas enumera los siguientes: a) Las accesiones a la ribera del mar por depósitos de materiales o por retirada del mar, cualesquiera que sean las causas, b) Los terrenos ganados al mar como consecuencia directa o indirecta de obras y los desecados en su ribera, c) Los terrenos invadidos por el mar que pasen a formar parte de su lecho por cualquier causa, d) Los acantilados sensiblemente verticales que estén en contacto con el m a r o con espacios de dominio público terrestre hasta su coronación, e) Los terrenos deslindados como dominio público que por cualquier causa han perdido sus características naturales de playa, acantilado o zona maritimo-terrestre. f) Los islotes en aguas interiores y mar territorial. Los terrenos incorporados por los concesionarios para completar la superficie de una concesión de dominio público, maritimo-terrestre, que les haya sido otorgada, cuando así se establezca en las cláusulas de la concesión. g) Los terrenos colindantes con la ribera del mar que se adquieran para su incorporación al dominio público maritimo-terrestre. h) Las obras e instalaciones construidas por el Estado en dicho dominio, i) Las obras e instalaciones de iluminación de costas y señalización marítima, construidas por el Estado cualquiera que sea su localización, así como los terrenos afectados al servicio de las mismas, j) Los puertos e instalaciones portuarias de titularidad estatal, que se regularán por su legislación específica. De esta enumeración lo más notable es la ampliación del concepto de zona maritimo-terrestre, ampliación que las anteriores definiciones comportan no han pasado sin críticas, como ocurre con toda norma que, como esta Ley, desborda los términos y conceptos tradicionales. En ese sentido, M E I L Á N ha calificado la nueva ordenación de «innovación que nada tiene que ver con una legislación milenaria del dominio público maritimo-terrestre y que transforma por imperio de la Ley en dominio público espacios hasta ahora incluidos en el orden jurídico de la propiedad con todas sus consecuencias». En particular, critica la supresión en la definición de la zona maritimoterrestre de la referencia tradicional a los mayores temporales ordinarios, incluyéndose ahora el terreno que pueden inundar los extraordinarios, con lo que dicha zona «puede llegar hasta donde alcanzan éstos, cualesquiera que sea su naturaleza y origen, y aunque no respondan a periodicidad previsible alguna». De otro lado, la introducción de las mareas meteorológicas en relación con los márgenes de los ríos hace que baste una buena marea equinoccial, en condiciones barométricas adecuadas con la ayuda de los vientos huracanados (recuérdese el huracán Hortensia de hace unos años) para que se ampliase generosamente la zona maritimo-terrestre, cambiando repentinamente propiedades privadas en dominio público.

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Critica también la ampliación del concepto de marismas más allá de los «terrenos bajos que se inundan como consecuencia del flujo y reflujo del mar», que se extiende ahora a los terrenos «que se inundan por las olas o la filtración del agua», así como la imprecisa definición de playa de la que desaparecen los datos de la «superficie casi plana» y el que su formación lo sea exclusivamente por la acción del mar admitiéndose ahora su formación por el viento marino u otras causas naturales o artificiales, concepto de playa en el que, además, se incluyen otras realidades como escarpas, bermas y dunas. En definitiva, a juicio de MEILÁN, buen conocedor del tema y que participó en el proceso constituyente como enmendante al artículo 132 de la Constitución, éstas y otras ampliaciones de la zona maritimo-terrestre no pueden ampararse en dicho precepto, pues justamente lo contradicen, ya que de los debates parlamentarios se desprende que, al declarar la demanialidad de la zona maritimo-terrestre, los constituyentes se estaban refiriendo «a lo que se entendía por playas en la legislación vigente, que en este sentido coincidía con lo que la tradición legislativa había definido, según el conocimiento común». El Tribunal Constitucional, en la citada Sentencia de 4 de julio de 1991, responde a su manera a casi todas estas críticas. Así advierte que «la Constitución, al facultar al legislador para determinar qué bienes han de formar parte del dominio público estatal, determina por sí misma que, en todo caso, formarán parte de él la zona maritimo-terrestre y las playas, pero como es evidente no pretende atribuir a estos conceptos otro contenido que el de su valor léxico, ni eleva a rango constitucional las definiciones legales previas. El legislador, al definirlos con mayor precisión para establecer una más nítida delimitación del demanio, que es una de las finalidades plausibles de la Ley, no puede ignorar este valor léxico, pero, ateniéndose a él, es libre para escoger los criterios definitorios que considere más convenientes. Es claro que el criterio utilizado, como todo criterio, que hace referencia al cambio en el tiempo, adolece de una cierta imprecisión, puesto que puede modificarse nuestro conocimiento del pasado y no tenemos el del porvenir. No puede tacharse, sin embargo, en modo alguno de irracional y caprichoso, ni se aparta en nada de la noción genérica de la zona maritimoterrestre como zona en donde el mar entra en contacto con la tierra emergida, ni, por último, difiere sustancialmente de los empleados con anterioridad. Tampoco entraña mayor dificultad para el Tribunal Constitucional determinar cuál es el punto a donde alcanzan «las olas en los mayores temporales conocidos» que fijar aquél a donde llegan «las mayores olas de los temporales», que era el criterio acogido por las Leyes de Puertos de 1880 y 1929, ni siquiera cuando el sustantivo «temporal» se acompaña del adjetivo «ordinario», como hizo la Ley de Costas de 1969, pues también este adjetivo, con el que se aludía a la habitabilidad o frecuencia, lleva a distintas soluciones en función de cuál sea el período de tiempo considerado y de lo que por frecuencia quiera entenderse. Es posible que el nuevo criterio lleve a considerar como partes del demanio fincas que anteriormente no lo inte-

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graban, pero el problema que de ello puede resultar en nada afecta a la constitucionalidad del precepto. En cuanto a la constitucionalidad de las definiciones del artículo 4, que incluyen en el demanio bienes que no están directamente aludidos por la Constitución, han de considerarse dictadas, sigue diciendo el Tribunal Constitucional, en virtud de la facultad que la misma Constitución concede al legislador para determinar los bienes que integran el dominio público. Aunque esa facultad no aparece en el artículo 132.2 CE, es evidente que de los principios y derechos que la Constitución consagra cabe deducir que se trata de una facultad limitada, que no puede ser utilizada para situar fuera del comercio cualquier bien o género de bienes si no es para servir de este modo a finalidades lícitas que no podrán ser atendidas eficazmente con otras medidas. En el presente caso la finalidad perseguida es, claro está, la de la determinación, protección, utilización y policía del dominio público maritimo-terrestre y especialmente de la ribera del mar, que es la explícitamente proclamada en el artículo 1 de la Ley impugnada. Atendida esta finalidad, no cabe imputar exceso alguno al legislador en ninguna de las determinaciones que los distintos apartados del artículo 4 hacen, ni menos aún en el contenido del artículo 5, que expresamente excluye la incorporación de las islas que sean de propiedad privada de particulares o de Entidades públicas o procedan de la desmembración de éstas. Aquellas determinaciones se refieren en todo caso, a tierras que han formado parte del lecho marino (apartados 1 y 2), o que quedan cubiertos por él (art. 3), o que han estado integrados en la zona maritimo-terrestre o son prácticamente indiscernibles de ella (apartados 4, 5 y 6), o se incorporan a ella en virtud de un negocio jurídico (apartados 7 y 8), o, por último, están ocupados por obras que son parte del dominio público estatal por afectación (apartados 9, 10 y 11)».

3.

EL MAR TERRITORIAL Y R E C U R S O S DE LA PLATAFORMA CONTINENTAL

Se trata de una zona o franja inicialmente fijada en seis millas y que, como se dijo, se extendió a 12 millas náuticas (22.224 metros) a efectos de pesca (Ley de 8 de abril de 1967) y de represión del contrabando (Decreto de 26 de diciembre de 1968), y ya, con carácter general regulada por la Ley 10/1977, de 4 de enero, sobre el mar territorial. La medición del mar territorial se hace en su borde o línea interior a partir de «la línea de bajamar escorada» a lo largo de todas las costas de soberanía española, si bien el Gobierno podrá acordar, para aquellos lugares en que lo estime oportuno, el trazado de «líneas de base rectas» que unan los puntos apropiados de la costa, de conformidad con las normas internacionales aplicables (art. 2); su línea exterior está determinada por una línea trazada de modo que los puntos que la constituyen se encuentren a una distancia de 12 millas náuticas medidas desde los puntos más próximos de las «líneas de base» del artículo anterior. Ambas líneas generan por un lado el inicio del mar territorial (mar adentro) y por otro el concepto de aguas

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interiores sobre las que las Comunidades Autónomas asumen competencias en materia de pesca (art. 148.1.11.a) CE. Las aguas interiores españolas a los efectos de esta Ley son las situadas en el interior de las líneas de base del mar territorial, incluyéndose en ellas los ríos, lagos y las aguas continentales (art. 7.1 de la Ley 27 de Puertos del Estado y de la Marina Mercante de 24 de noviembre de 1992). En cuanto a los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental, la Ley de Costas de 1969 se refería a esta porción del demanio como la integrada por «el lecho y el subsuelo del mar territorial y el del adyacente hasta donde sea posible la explotación de sus recursos naturales» (art. 1.4). Este concepto de «zona adyacente», aludido también por el artículo 132.2 de la Constitución, como zona económica y plataforma continental, ha visto precisado su concepto y extensión por la Ley 15/1978, de 20 de febrero, sobre la zona económica exclusiva que la extiende hasta una distancia de 200 millas náuticas desde la costa. El Estado español tiene sobre esta zona derechos soberanos a los efectos de la exploración y explotación de los recursos naturales del lecho y del subsuelo marino y de las aguas suprayacentes y ostenta el derecho exclusivo sobre los recursos naturales, la competencia para regular la conservación, exploración y explotación de tales recursos, así como la jurisdicción exclusiva para hacer cumplir las disposiciones pertinentes, sin que por ello resulten afectadas las libertades de navegación, sobrevuelo y tendido de cables submarinos.

4.

PROPIEDAD PRIVADA V E R S U S DOMINIO PÚBLICO

Retornando a la cuestión de la delimitación de la zona marítimo terrestre respecto de las propiedades privadas colindantes, la Ley de Costas se refiere, específicamente a aquellos terrenos que pueden ser tanto de dominio público como de propiedad privada. Es el caso, en primer lugar, de las islas formadas o que se formen por causas naturales en el mar territorial o en aguas interiores, o en los ríos hasta donde sean sensibles las mareas, las cuales son, en principio, de dominio público, salvo las que sean de propiedad privada de particulares o entidades públicas o procedan de la desmembración de ésta, en cuyo caso serán de dominio público su zona maritimoterrestre, playas y demás bienes que tengan este carácter. En segundo lugar, la Ley alude a los terrenos amenazados por la invasión del mar o de las arenas de las playas, por causas naturales o artificiales, los cuales siguen siendo de propiedad particular, pudiendo sus titulares construir obras de defensa, previa autorización administrativa o concesión, siempre que no ocupen playa ni produzcan fenómenos perjudiciales en ésta o en la zona maritimo-terrestre, ni menoscaben las limitaciones y servidumbres legales correspondientes. En otro caso, los terrenos invadidos pasarán a formar parte del dominio público maritimo-terrestre, según resulte del correspondiente deslinde.

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Pese a estos preceptos, la espectacular revalorización económica de la zona de costa sigue haciendo problemática la delimitación de la zona maritimo-terrestre y la propiedad privada. Esta cuestión, ya aludida, es una de las más complejas con que se ha enfrentado nuestro Derecho —hasta el punto de ser la realmente determinante de la mención del demanio marítimo por el art. 132 de la Constitución—, trae su origen, como se ha dicho, en la tradicional consideración de las playas como res communis omnium y la ausencia de demanda en siglos anteriores para su utilización como solares, ni para las actividades lúdicas que la masificación del turismo ha puesto de moda y ha hecho extraordinariamente rentables. En aquel contexto, ningún peligro suponía para las playas la posibilidad de marginales y esporádicas apropiaciones privadas, que el Derecho histórico permitía de forma inequívoca. En efecto, los textos tradicionales evidencian que las playas como cosas comunes podían ser singularmente utilizadas y objeto de apropiación con finalidades edificatorias siempre que no se impidiese el uso público del conjunto. Así era en el Derecho romano, que permitía edificar en el litora maris siempre que no se perturbase el uso público (in litore iure gentium aedificare licere nisi usus publicus impidire). Un texto de NERACIO (Digesto 41.1, 14) admite que lo edificado en el litus pertenece al edificante, puesto que el litus no es u n a res publica de las pertenecientes al pueblo romano e insusceptibles por ello de apropiación singular. La misma regla se recoge en las Partidas, en las que el m a r y su ribera se encuadran dentro de la categoría de las cosas que «comunalmente pertenecen a todas las criaturas» admitiendo la Ley IV la construcción en la ribera del mar de «una casa o cabaña, con tal de que no se embargue el uso del comunal», y otorgándose protección al constructor y poseedor. Las Leyes III y IV del Título XXVIII de la Partida 3 decían: «las cosas que comunalmente pertenecen a todas las criaturas que viven en este mundo son éstas, el aire y las aguas de la lluvia e la mar e sus riberas. La cualquiera criatura que viva puede usar de cada una de estas cosas que fuere menester. E por ende todo orne se puede aprovechar de la mar e de su ribera pescando o navegando, o faziendo y todas las cosas que entendiere que a su pro son. Empero si la ribera de la mar fallare casa, o otro edificio cualquier que sea de alguno, no lo debe derribar, nin usar del en ninguna manera, sin otorgamiento del que lo fizo, o cuyo fuese, comoquier que si lo deribasse la mar o, otro, o se cayesse el, que podría quien quier facer de nuevo otro edificio en aquel mismo lugar. En la ribera de la mar todo orne puede facer casa e cabaña, a que se acoja cada que quisiera, e puede faccer a otro edificio cualquier que se aproveche, de manera que por el no se embargue el uso comunal de la gente, e puede labrar en la ribera galeas o otros navios cualesquiera enxugar y redes, e fazerlas de nuevo si quisiere: e en quanto y labrare, o estuviese no lo deve otro ninguno embargar, que no pueda usar, e aprovecharse de todas estas cosas, o de otras semejantes de ellas, en la manera que sobredicho es».

Es a partir del siglo xix con la Ley de aguas de 3 de agosto de 1866, cuando las playas y riberas del mar dejan de ser claramente cosas comunes y se integran en el concepto de dominio público. Sin embargo, la propia

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Ley admitió que los particulares pudieran ser propietarios de marismas y fincas colindantes con el mar o con sus playas o que adquieran los terrenos ganados al mar mediante obras originadas por la desecación de marismas propiedad del Estado o comunales (arts. 5, 8 y 26). Serán, no obstante, las posteriores Leyes de Puertos de 1880 y 1928, al recoger la regulación de las aguas marítimas, las responsables de un reconocimiento paladino de la posibilidad de titularidades privadas en la zona maritimo-terrestre, al aludir expresamente «a los terrenos particulares colindantes con el mar o enclavados en la zona maritimo-terrestre» (art. 7). Con todo, ninguna de estas previsiones legales, ni la despreocupación por la posibilidad de ocupaciones privadas que luce en los textos históricos, constituían, como se dijo, peligro alguno para el uso público de las playas, porque era inimaginable su valor como solar, o su explotación para el turismo o para la recogida o cría de mariscos, producto hoy tan codiciado, pero que no hace más de un siglo era alimento despreciado hasta por las clases populares más menesterosas. Pero en las últimas décadas —anteriores y posteriores a la Constitución— y debido al auge del turismo, que provoca un extraordinario aumento de valor de las parcelas privadas de la zona maritimo-terrestre, esa indefinición o permisibilidad de propiedades privadas incrustadas en la zona maritimo-terrestre y en las playas se tornó muy peligrosa para la intangibilidad del demanio maritimo-terrestre y para el uso general a que está afectada dicha zona, pues se produjo un proceso de apropiaciones masivas de terrenos; unas apropiaciones que, no obstante su origen cuasi-delictivo, se cubrieron con apariencias jurídicas formalmente protegibles, máxime cuando los usurpadores vendían a quienes, con posterioridad, pueden ampararse en la condición de terceros hipotecarios (art. 34 de la Ley Hipotecaria). «En general —como decía F O R N E S A R I B Ó describiendo el mecanismo de apropiación— se actúa por parte del usurpador mediante la deformación de la naturaleza propia de la zona maritimo-terrestre, ya sea mediante aterramientos artificiales, posterior plantación de arbustos de crecimiento rápido o consiguiente petición de deslinde administrativo, que pueden en muchos casos beneficiarles por desconocimiento, por parte de la Comisión de deslinde, de la modificación producida artificialmente sobre la parcela; en otras ocasiones se producen directamente aprovechamientos sobre parcelas de terrenos ganados al mar, y en otras, simplemente, se basa la usurpación en modificaciones de linderos de fincas colindantes con la zona maritimo-terrestre. Tales operaciones generalmente fundan su apariencia jurídica en adquisiciones antiguas, anteriores a la Ley de Aguas, en usucapiones consolidadas sobre terrenos que se pretende están desafectados del uso público y asimismo en la vestidura que les ofrece la inmatriculación registral, conseguida fácilmente mediante modificaciones y operaciones múltiples de ventas simuladas, que consiguen su acceso al Registro de la Propiedad a través del procedimiento del artículo 205 de la Ley Hipotecaria y del artículo 206, pues algunas Corporaciones públicas no son ajenas a tan lamentable actuación».

Esta masiva y fraudulenta apropiación de terrenos públicos no tuvo una respuesta jurídicamente congruente, la penal, como delito que es de usurpación, sin perjuicio de otras calificaciones, sino que de esta patología se

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hizo, en unos pocos y notorios casos, una cuestión de propiedad, un problema civil. Ante la Jurisdicción civil se ventilaron, pues, los pleitos en los cuales la Administración se defendía utilizando el argumento, prácticamente único, de la insusceptibilidad del demanio marítimo para ser objeto de propiedad particular, tesis que, en general, los Tribunales civiles comenzaron rechazando con base en los textos antes citados de la propia legislación de aguas y puertos, que expresamente aludían a los enclaves privados en la zona maritimo-terrestre. El inicial fracaso ante los Tribunales de la tesis de la demanialidad absoluta de la zona maritimo-terrestre provocó una respuesta legislativa, y, en ese sentido, el Proyecto de la Ley de Costas de 26 de abril de 1969 imponía ex lege la propiedad pública salvo los terrenos inscritos en el Registro de la Propiedad con treinta o más años de antigüedad el día 1 de enero de 1967. Las Cortes, no obstante, rechazaron el planteamiento reformista del Gobierno y despejase las dudas sobre la posibilidad de terrenos de propiedad particular en las playas, que dicha ley admitió de nuevo al hablar de «los terrenos de propiedad particular enclavados en la zona marítimo-terrestre y colindantes con esta última o con el mar». También se reconocía la posibilidad de esa propiedad privada al excluir la eficacia del deslinde administrativo respecto de fincas o derechos amparados por el artículo 34 de la Ley Hipotecaria (arts. 4 y 6). El fracaso de los propósitos reformistas no desanimó, sin embargo, a una parte de la doctrina, que puso en circulación la tesis de la configuración por la Ley de Costas de una servidumbre de uso público sobre los terrenos de propiedad particular, con lo que se aseguraba esa afectación pública, que es lo importante, se decía, al margen de la rígida disyuntiva titularidad pública-propiedad privada (LEGUINA). Esa construcción jurídica muy legítimamente fundada en una interpretación de los preceptos de Ley de Costas que imponen el uso público de playas y zonas marítimo-terrestre sin distinguir entre propiedad pública y privada instrumentaba a su favor la categoría de las servidumbres legales del artículo 549 del Código Civil, la analogía de este supuesto con otros de titularidad privada y afectación pública (vías pecuarias, calles privadas, servidumbre de uso público sobre riberas y márgenes de propiedad particular de los ríos, limitaciones impuestas a propiedades privadas calificadas como parques nacionales, sitios o monumentos naturales de interés nacional, etc.) y siempre bajo el paraguas dogmático de la construcción germánica de las cosas públicas, en la que se admite, con ahorro de la teoría del dominio público, la afectación de la propiedad privada a fines públicos. Esta tesis, que acepta de salida la existencia de playas y zona marítimoterrestre de propiedad particular, aparte de sus dificultades dogmáticas que otro sector doctrinal puso de relieve (CONDE), encontraría en la práctica aún mayores problemas, pues de nuevo remitía la eficacia de la defensa de esa afectación de las playas al uso público a una Administración que había sido incapaz de defender la titularidad dominical. Además, esta afectación al uso público no podía ser eficaz en los terrenos ocupados por sólidas construcciones, que habría que comenzar por derruir.

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Todo este revuelo doctrinal sirvió, al menos, para que, en la década de los setenta, la jurisprudencia civil redujera, aunque con excepciones (Sentencia de 2 de febrero de 1974, sobre la playa de Santa Cristina de La Coruña), la doctrina de la eficacia de la inscripción de los terrenos en el Registro de la Propiedad, destacando el carácter de simple presunción iuris tantum del artículo 38 de la Ley Hipotecaria, presunción que cedía «cuando se acreditase la existencia de una zona marítimo-terrestre de dominio público ostensible y perfectamente determinada» (Sentencia de 19 de diciembre de 1977). En general, además, esta jurisprudencia redujo la eficacia de los títulos inscritos a aquellos que lo son con anterioridad a la Ley de Puertos de 1880, en la que aparece claramente el reconocimiento de enclaves privados en las playas y zona marítimo-terrestre (SAINZ MORENO). Pero, en definitiva, esta misma jurisprudencia puede entenderse superada, desde 1978, por aplicación directa del artículo 132 de la Constitución que, terciando directamente en este problema, declara, sin excepciones, la demanialidad de las playas y zona marítimo-terrestre. Ésta es también, como se ha visto, la solución de la vigente Ley de Costas de 1988, que no admite enclave alguno de carácter privado en la zona marítimo-terrestre, toda ella dominio público estatal. Ahora bien, ¿qué ocurre con los terrenos de propiedad particular, algunos reconocidos incluso por sentencias de los Tribunales, enclavados en la zona marítimo-terrestre? ¿Han pasado a incorporarse al dominio público estatal sin más, a modo de confiscación, o, por el contrario, y por imperativo del artículo 33.3 de la propia Constitución, es preciso respetar la garantía expropiatoria e indemnizar previamente, de acuerdo con la tradición jurídica española de respeto de los derechos adquiridos? La Ley de Costas de 1988, siguiendo las orientaciones de un prestigioso sector doctrinal (SAINZ MORENO), ha tratado de obviar todo tipo de indemnización por la supresión de las propiedades privadas existentes mediante la aplicación del «principio de coste cero», lo que se alcanza mediante la conversión de los derechos privados en derechos concesionales sobre dominio público, lo que se combina con la técnica urbanística de los edificios fuera de ordenación para ajustar las obras e instalaciones existentes que puedan ser legalizadas a la normativa vigente, pero sin permitir nuevas obras. Esta solución, tan contraria a la establecida en la Ley de Aguas de 1985, que ha respetado las titularidades privadas de las aguas subterráneas, no obstante su publificación general, plantea, a su vez, u n a nueva cuestión problemática, como es la de determinar, si es ajustada al artículo 33.3 de la Constitución, dado que las concesiones administrativas temporales no compensan en términos económicos la privación de la plena propiedad, problema que abordó el Tribunal Constitucional, en su citada Sentencia de 4 de julio de 1991. En ella sostiene la adecuación constitucional de esta compensación afirmando que «siendo innegable que la conversión del título de propiedad en concesión que faculta para la ocupación y aprovechamiento del dominio público es, simultáneamente, un acto de privación de derechos y una compensación por tal privación, la vulneración del primero de los artículos mencionados sólo puede entenderse producida

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por la insuficiencia de la indemnización concedida, no por su inexistencia». «Es evidente —añade-, que para que esa postulada insuficiencia comporte la inconstitucionalidad de la norma que fija la indemnización para la expropiación de un conjunto de bienes se ha de atender no a las circunstancias precisas que en cada supuesto concreto puedan darse, sino a la existencia de un proporcional equilibrio entre el valor del bien o derecho expropiado y la cuantía de la indemnización ofrecida, de modo tal que la norma que la dispone sólo podrá ser entendida como constitucionalmente ilegítima cuando la correspondencia entre aquél y ésta se revele manifiestamente desprovista de base razonable». «La aplicación de esa doctrina al supuesto que ahora nos ocupa —sigue diciendo el Tribunal Constitucional— no permite concluir, como los recurrentes sostienen, que la norma sea inconstitucional. La singularidad de las propiedades a las que la norma se aplica de una parte, el mantenimiento, aunque sea a título distinto, pero por un prolongado plazo, de los derechos de uso y disfrute que los mismos propietarios tenían de la otra, y la consideración, en fin, de que en todo caso esos bienes habrían de quedar sujetos, aun de haberse mantenido en manos privadas, a las limitaciones dimanantes de su enclave en el dominio público, hacen imposible entender que la indemnización ofrecida, dado el valor sustancial de ese derecho de ocupación y aprovechamiento del demanio durante sesenta años y sin pago de canon alguno, no represente, desde el punto de vista abstracto que corresponde a este Tribunal, un equivalente del derecho del que se priva a sus anteriores titulares» [STC 166/1986, FJ 13, B)]. Esta solución que despacha la indemnización de la desposesión de propiedades plenas con concesiones administrativas temporales sin tener en cuenta además las inversiones efectuadas en los terrenos por sus propietarios ha sido puntualizada por GARCÍA DE E N T E R R Í A para el que es posible conciliar el «juicio abstracto de constitucionalidad», sobre las disposiciones transitorias de la Ley de Costas que formula el Tribunal Constitucional, con reclamaciones concretas de indemnización por la diferencia de valor entre la plena propiedad y sobre lo que sobre ella haya incorporado la industria o actividad del propietario y el valor de la concesión administrativa temporal de consolación que se prevé en las dichas disposiciones transitorias. Para este autor el irrenunciable respeto al contenido esencial de los derechos fundamentales (art. 53 de la CE), amén de la invocación del artículo 24.1 de la Constitución, y sobre todo la regulación de la responsabilidad patrimonial de la Administración (art. 139 de la nueva Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común) al prescribir que «las Administraciones indemnizarán a los particulares por la aplicación de actos legislativos de naturaleza no expropiatoria de derechos y que éstos no tengan el deber jurídico de soportar, cuando así se establezca en los propios actos legislativos y en los términos que especifiquen dichos actos» permitirían a los propietarios desposeídos ejercitar acciones compensatorias.

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5.

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LAS MARISMAS. OTRO SUPUESTO DE DEGRADACIÓN Y PRIVATIZACIÓN D E L D E M A N I O MARÍTIMO

Otro caso en que la legislación sobre el demanio marítimo ha sido cogida a contrapié por la evolución de las ideas y la nueva sensibilidad sobre la utilización de los recursos naturales y la protección del medio ambiente es la regulación sobre marismas, terrenos que hasta hace muy poco se contemplaban como zonas sanitariamente peligrosas e improductivas, y que ahora se ven y valoran como tesoros ecológicos que hay que salvar y proteger a toda costa (MARTÍN MATEO, LÓPEZ RAMÓN). La Ley de Aguas de 1866 no incluyó, expresamente, en el dominio público las lagunas vivas o marismas, una especie dentro del género de las zonas húmedas o tierras encharcadizas según nuestra tradicional terminología legal, justamente las que están en contacto con el mar y son por él vivificadas. No obstante, reguló la posibilidad de desecar las marismas particulares, del Estado y comunales, accediendo en estos dos últimos supuestos, como se vio, el realizador de la obra a la propiedad del terreno desecado (art. 26). Impuso también la desecación obligatoria «cuando se declarase insalubre por quien corresponda una laguna o terreno pantanoso», previniendo que si los terrenos fueren de propiedad privada y la mayoría de los dueños se negase a ejecutar la desecación, el Gobierno podía conceder su desecación a cualquier particular o empresa, que adquirían la propiedad del terreno así obtenido, abonando únicamente a los antiguos dueños la suma correspondiente a la capitalización del rendimiento anual que de tales pantanos o encharcamientos percibían (arts. 104 y 105). Vistas las lagunas y terrenos pantanosos como improductivos focos de infección, es lógico que, además de permitirse e imponerse su desecación, se estimulase tanto de las privadas como de las públicas, lo que propició la Ley Cambó de 24 de julio de 1918, el texto que «más sañudamente asumió el propósito erradicador de nuestras zonas húmedas» (MARTÍN MATEO). Los estímulos económicos a la desecación se justificaron en razones sanitarias y de estímulo de la agricultura porque, como se dice en la Exposición de Motivos de la Ley «constituyen extensas superficies de intensos focos de infección y paludismo que conviene sanear, no sólo en interés de la salubridad pública, sino para acrecer la zona agrícola aumentando la superficie de producción». Consecuentemente, las concesiones que sobre estos terrenos públicos se otorgaban a los particulares tenían por objeto variar su naturaleza a través de la desecación, convirtiéndolas de este modo en dominio particular del que realizase su transformación. Se originaba así una legislación sobre este dominio público cuya finalidad era justamente terminar con él, degradarlo y transformarlo en propiedad privada. Esta técnica de la declaración de un bien como propiedad pública para ordenar desde la Administración su transformación y aprovechamiento tiene en el Derecho romano un antecedente claro en las concesiones sobre el agerpublicus, es decir, las tierras conquistadas en las colonias,

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que se otorgaban para su puesta en cultivo y definitiva apropiación privada de los beneficiarios de la concesión. Más recientemente, en la legislación colonial de los países europeos la declaración de propiedad pública de la selva y las concesiones sobre la misma se hacían precisamente para ordenar un proceso de roturación, explotación y apropiación definitiva por los particulares. A significar, sin embargo, que aquella legislación sanitaria y de fomento de la agricultura común y cuya finalidad era precisamente la degradación de las marismas no las calificaba explícitamente como bien de dominio público. Por ello no es extraño que se desconociese su carácter demanial. Se argumentaba en esa dirección que, aun siendo las marismas terrenos bajos y próximos a la zona marítimo-terrestre, no formaban propiamente parte de ella, pues quedaban secos por la evaporación, más que por el movimiento del agua del mar, por lo que su naturaleza y titularidad era distinta de la de aquella zona pública (Sentencia de 28 de enero de 1978). A ello se añadía la observación de que la naturaleza demanial se contradecía con el dato de no estar afectados a un uso o a un servicio público ( M O R E L L ) . Como era de esperar, esta perspectiva privatista y degradadora de las marismas, como, en general, de todas las zonas húmedas, sean o no marítimas, así como la legislación que le sirve de soporte, ha sido objeto de revisión en línea con el respeto de los valores ecológicos y medioambientales que la propia Constitución impone (art. 45). A esta nueva orientación ha conducido a una interpretación extensiva de la demanialidad marítima comprensiva, ahora sí, de forma inequívoca, de las marismas, régimen demanial que postula un aprovechamiento sobre la base de mantenerlas vivas y protegidas de cualquier degradación de su naturaleza. Consecuentemente a esa nueva perspectiva respondió la legislación sobre zonas húmedas protegidas desde la Ley 15/1975, de 2 de mayo, sobre Espacios Naturales Protegidos, Ley cabecera de otras leyes especiales de protección, como la de 28 de diciembre de 1978, sobre el Coto de Doñana, que expresamente excluye la aplicación de la Ley Cambó (en la actualidad sustituida por la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestre). Pero, definitivamente, es la Ley de Costas vigente la que al considerar, como dice su Exposición de Motivos, «entre los casos más lamentables de degradación física el de destrucción de los más importantes núcleos generadores de vida en el medio marino, las marismas, vitales para la producción orgánica y biológica, destrucción llevada a cabo por pretendidos motivos sanitarios, económicos o agrícolas, incluso con subvenciones económicas y exenciones tributarias, habiendo sido dedicados realmente a una edificación especulativa», otorga a la calificación demanial de las zonas húmedas un sentido estrictamente protector y conservacionista de su carácter natural, incluyendo en amplísima definición de las zonas húmedas marítimas a «las marismas, albuferas, esteros, marjales y, en general, los terrenos bajos que se inundan como consecuencia del flujo y reflujo de las mareas, de las olas o de la filtración del agua del mar». De todas maneras los daños causados a la naturaleza por la anterior política son ya en muchos casos irreversibles y

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los terrenos desecados por concesión regular quedan definitivamente en el dominio privado, sin perjuicio del carácter de dominio público de sus playas y zona marítimo-terrestre. 6.

LA PROTECCIÓN ADMINISTRATIVA DEL DEMANIO MARÍTIMO. INDISPONIBILIDAD, DESLINDE Y RÉGIMEN SANCIONADOR

La obsesión defensiva de la Ley de Costas de 1988 frente a la degradación y usurpación del demanio marítimo luce claramente en su regulación de la indisponibilidad de los bienes, los deslindes y las infracciones y sanciones administrativas, unas técnicas que se generalizarán en la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, como hemos explicado en los anteriores capítulos relativos al dominio público. A)

LA INDISPONIBILIDAD Y LA RECUPERACIÓN POSESORIA DEL DEMANIO MARÍTIMO

La indisponibilidad comprende la trilogía clásica de las reglas de protección del dominio público: «inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad» (art. 7). Estas reglas, aparte del carácter natural del demanio marítimo, son también consecuencia de la titularidad monopolística del Estado sobre las dependencias del dominio público marítimo-terrestre, titularidad frente a la que se niega «todo valor obstativo a las detentaciones privadas por prolongadas que sean en el tiempo, y aunque aparezcan amparadas por asientos del Registro de la Propiedad». Dicha titularidad demanial se impone a cualquier acto administrativo provocando su nulidad si la desconoce, y sobre los actos de los particulares en fraude de ley (art. 10). Estas normas protectoras se hacen operativas a través de la «facultad de recuperación posesoria, de oficio y en cualquier tiempo sobre dichos bienes», prohibiéndose a los jueces la admisión de interdictos contra las resoluciones que dicte la Administración del Estado en ejercicio de sus competencias. Por lo demás vale aquí todo lo dicho sobre esta temática en el capítulo III sobre la protección del dominio público.

B)

EL DESLINDE Y EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD

Donde se hace más patente la preocupación defensiva de la Ley de Costas vigente es en la regulación del deslinde, cuya importancia corre pareja con la dificultad de la precisa determinación del demanio marítimo por la longitud de nuestras costas y las alteraciones que en los límites de la zona marítimo-terrestre origina el trabajo de las mareas. Pero no es en el procedimiento de deslinde donde se operaron cambios sustanciales, sino en los efectos de la resolución administrativa que le pone término. El procedimiento de deslinde competencia de la Administración del Estado se inicia, como en otros supuestos de deslinde, de oficio a petición de cualquier persona

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interesada, suspendiéndose el otorgamiento de autorizaciones y concesiones, oyéndose a los propietarios colindantes, previa notificación, así como a demás interesados, a la Comunidad Autónoma y a los Ayuntamientos (art. 12). Es ciertamente en los efectos del acto de deslinde donde la regulación de la Ley rompe con el tradicional carácter de aquel acto y posterior amojonamiento como actos de simple constatación de situaciones posesorias para configurarlos, abiertamente, como procedimiento y potestad administrativa definidora de la naturaleza pública o privada de los terrenos, y consecuentemente de su extensión. En ese sentido, el artículo 13 dispone que: «el deslinde aprobado, al constatar la existencia de las características físicas relacionadas en los artículos 3, 4 y 5, declara la posesión y la titularidad dominical a favor del Estado, dando lugar al amojonamiento y sin que las inscripciones del Registro de la Propiedad puedan prevalecer frente a la naturaleza demanial de los bienes deslindados». Así configurado el deslinde del demanio marítimo-terrestre constituye una notable excepción al artículo 1 de la Ley Hipotecaria que sitúa los asientos regístrales bajo la protección de los jueces y Tribunales civiles. Ahora, por el contrario, «la resolución de aprobación del deslinde será título suficiente para rectificar las situaciones jurídicas regístrales contradictorias con el deslinde. Dicha resolución será también título suficiente para que la Administración proceda a la inmatriculación de los bienes cuando lo estime conveniente» (art. 13). La derogación de las reglas civiles de defensa de la propiedad y, en cierto modo, del principio de garantía judicial efectiva que proclama el artículo 24 de la Constitución, sobre todo si la inscripción registral que la Administración modifica con su acto de deslinde trae causa de una sentencia judicial, quedan invertidas de tal forma que el titular registral no sólo es desprovisto de su condición de tal y de la presunción posesoria (arts. 34 y 38 de la Ley Hipotecaria) por un simple acto administrativo, al que se otorga el mismo valor que a una sentencia civil declarativa de la propiedad, sino que, además, su eventual reacción judicial ante la Jurisdicción civil resulta amputada por la reducción a cinco años de los plazos para el ejercicio de acciones reales sobre bienes inmuebles que el Código Civil establece en treinta años (art. 1.963 del Código Civil). El Tribunal Constitucional, en la citada Sentencia de 4 de julio de 1991, escapa del anterior argumento afirmando que no hay vulneración del artículo 106 de la Constitución y que no se reconoce a este acto administrativo la eficacia propia de las sentencias judiciales, porque «el apartado 2 del artículo reconoce el derecho de los afectados por el deslinde a ejercer las acciones que estimen pertinentes en defensa de sus derechos, acciones que podrán ser objeto de anotación preventiva en el Registro de la Propiedad y que, sin duda, podrán seguirse en la vía contencioso-administrativa, como en la civil, aunque sólo a estas últimas se refiere el artículo 14 de la Ley». Pero el Tribunal Constitucional parece olvidar que la recurribilidad no es un dato privativo que distinga los actos administrativos de las sentencias judiciales, pues todas las sentencias de primera instancia son también susceptibles de recurso judicial.

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En la misma línea defensiva del demanio marítimo, la Ley de Costas impone determinadas cautelas para la inmatriculación de fincas situadas en las zonas de protección, consistentes en la obligación de precisar si los terrenos cuya inscripción se pretende lindan o no con el dominio público terrestre, exigiendo, en caso afirmativo, una certificación de la Administración civil del Estado acreditativa de que no se invade el dominio público.

C)

LA POTESTAD SANCIONADORA

La protección del dominio público marítimo-terrestre se cierra en la Ley de Costas de 1988 con la atribución a la Administración de una poderosa potestad sancionadora. La técnica empleada por la Ley para describir las infracciones y su graduación se singulariza por establecer una primera enumeración de conductas ilegítimas, que se concretan después en supuestos considerados como faltas graves, calificándose las restantes conductas que no encajan en esta tipificación como faltas leves. De infracciones, en general, se califican las acciones u omisiones que causen daños o menoscabo del demanio marítimo, la ejecución de trabajos, obras, vertidos, cultivos, talas o plantaciones sin título administrativo, el incumplimiento de las normas sobre servidumbre, de las condiciones de los títulos administrativos, de la prohibición de publicidad, la obstrucción de las funciones de policía de la Administración, el falseamiento de la información suministrada a ésta y, en general, el incumplimiento o inobservancia de las prohibiciones y normas establecidas en la Ley (arts. 90 y 91). En cuanto a la prescripción, las infracciones graves prescriben a los cuatro años, y por el transcurso de un año desde su comisión, las leves. No obstante, y siguiendo la misma regla del Derecho francés, se declara imprescriptible la acción de reparación del daño causado y, en consecuencia, la Ley impone «la restitución de las cosas y su reposición a su estado anterior, cualquiera que sea el tiempo transcurrido» (art. 92). En la concepción de autoría, la Ley de Costas aparece muy influenciada por la legislación urbanística y, como ésta, amplía el concepto de autor para incluir en él, además de los titulares de las autorizaciones y concesiones cuando incumplieren las condiciones de éstas, al promotor de la actividad, al empresario que la ejecuta y al técnico director de la misma. Buscando incluso al responsable en la causa última de tantos atentados al demanio marítimo, la Ley considera también autores de las infracciones a los otorgantes de títulos administrativos que resulten contrarios a lo establecido en la Ley y cuyo ejercicio ocasione daños graves al dominio público o a terceros, concretando esa responsabilidad en los funcionarios o empleados que informen favorablemente del otorgamiento del correspondiente título, que serán sancionados por falta grave en vía disciplinaría, previo el correspondiente expediente o las autoridades y los miembros de los órganos colegiados de cualesquiera Corporaciones o Entidades públicas que resuelvan o voten a favor del otorgamiento del título, desoyendo informes preceptivos

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y unánimes en que se advierta expresamente de la ilegalidad, o cuando no se hubieren recabado dichos informes. Obviamente a estas autoridades no les alcanza ninguna responsabilidad administrativa sancionadora, a salvo las penales. Las sanciones previstas consisten en multas de cuantía ilimitada, pues se contempla la hipótesis de la multa de cuantía superior a los 100 millones de pesetas a imponer por el Consejo de Ministros y de 200 millones a imponer por Comunidades Autónomas en caso de vertidos industriales y contaminantes. Estas sobrecogedoras cuantías son posibles porque el importe de las multas se calcula en función de un tanto por ciento del valor de las obras o instalaciones efectuadas irregularmente sobre el dominio público o del equivalente del valor de los materiales sustraídos o por ambos conceptos. Como sanción accesoria puede considerarse la de dar publicidad a las sanciones impuestas por faltas graves una vez firmes y, en su caso, la revocación del título administrativo. Además se establece a cargo del infractor la obligación, como queda dicho, de restituir y reponer las cosas a su debido estado e indemnizar los daños causados. Por último, la Ley establece determinadas prevenciones sobre el procedimiento sancionador, admitiéndose la «acción pública» ante los Órganos administrativos y los Tribunales (art. 109), y articulándose un trámite de suspensión de las obras ilegales en curso de ejecución. No faltan tampoco normas sobre ejecución forzosa de las multas y demás responsabilidades que se remiten al apremio administrativo y a la técnica de las multas coercitivas, cuya cuantía máxima se establece en el 20 por 100 de la multa fijada por la infracción cometida. La efectividad de la suspensión de la ejecución cuando se acuerde se condiciona a que el sancionado garantice su importe.

7.

LA INFLUENCIA EXPANSIVA DE LA DEMANIALIDAD MARÍTIMO-TERRESTRE SOBRE LA PROPIEDAD COLINDANTE. LIMITACIONES Y SERVIDUMBRES

Para satisfacer determinadas necesidades públicas y, en todo caso, para profundizar en la protección física y jurídica de la zona marítimo-terrestre se imponen determinadas limitaciones sobre los terrenos colindantes. Se trata de las tradicionales servidumbres de salvamento, de paso y de vigilancia del litoral que la Ley de Costas de 1988 ha sustituido por las denominadas «servidumbres de protección, de tránsito y de acceso al mar», configurándose, además, una «zona de influencia» en la que se imponen determinadas vinculaciones y criterios urbanísticos. Pero, en realidad, como advirtiera GUAITA, más que de servidumbre, se trata, primordialmente, de limitaciones de la propiedad, impuestas con carácter general y no indemnizables. Sólo esporádicamente puede aparecer el derecho a la indemnización, bien en el caso de la ocupación temporal, cuando ocasiona daños y perjuicios, como es el caso de la servidumbre de salvamento, bien en el caso de una privación definitiva del dominio privado, como cuando se trata de

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una servidumbre de acceso permanente al mar, indemnizable por el valor del terreno ocupado en concepto de precio expropiatorio (arts. 34 y 28.2). La antigua servidumbre de vigilancia de litoral, que consistía en la obligación de dejar expedita una vía contigua a la línea de mayor pleamar, ordinariamente de seis metros, se ha sustituido por la servidumbre de tránsito. Esa servidumbre, establecida tanto en favor de las autoridades y funcionarios con competencias en la zona como del público en general, recae ahora sobre una «franja de seis metros ampliables hasta un máximo de veinte en lugares de tránsito difícil o peligroso medidos tierra adentro a partir del límite interior de la ribera del mar». Esta zona deberá dejarse permanentemente expedita para el paso público peatonal y para los vehículos de vigilancia y salvamento, salvo en espacios especialmente protegidos. Sólo excepcionalmente podrá ser ocupada por obras a realizar en el dominio público terrestre, en cuyo caso la zona de servidumbre se sustituirá por otra nueva en condiciones análogas, en la forma en que se señale por la Administración del Estado. También podrá ser ocupada para la ejecución de paseos marítimos (art. 27). La servidumbre de paso, ahora denominada con más propiedad por la Ley de Costas servidumbre de acceso público y gratuito al mar (art. 28), recae sobre los terrenos colindantes o contiguos al dominio público marítimoterrestre, «en la longitud y anchura que demanden la naturaleza y finalidad del acceso», sin que se permitan obras o instalaciones que interrumpan el acceso al mar, salvo solución alternativa que lo garantice. Esta servidumbre no empece la expropiación de otros terrenos necesarios para la realización de otros accesos (art. 28). Novedad de la Ley de Costas de 1988 es el establecimiento de una servidumbre de protección, servidumbre negativa que impide en todos los predios sirvientes afectados por ella determinados usos y construcciones. Esta servidumbre recae sobre una zona de cien metros medida tierra adentro desde el límite interior de la ribera del mar, zona que puede ser ampliada por la Administración del Estado, de acuerdo con la de la Comunidad Autónoma y el Ayuntamiento, hasta un máximo de otros cien metros, cuando sea necesario, para asegurar la efectividad de la servidumbre en atención a las peculiaridades del tramo de costa de que se trate. Los primeros veinte metros de esta servidumbre se afectan a la finalidad que con anterioridad cubría la servidumbre de salvamento, ya que se podrán depositar en ella temporalmente objetos o materiales arrojados por el mar y realizar operaciones de salvamento marítimo (arts. 23 y 24). La Ley distingue tres tipos de actividades a desarrollar por los particulares en dicha zona de protección: unas libremente permitidas, como los cultivos y plantaciones, las instalaciones deportivas descubiertas o las que, por su naturaleza, no puedan tener otra ubicación o presten servicios necesarios o convenientes para el uso del dominio público marítimo-terrestre; otras prohibidas, como la edificación de viviendas, la construcción de vías de transporte y áreas de servicio, destrucción de áridos, tendido de líneas eléctricas, vertido de residuos sólidos y la publicidad por carteles o medios acústicos o audiovisuales; por último, las actividades restantes están sujetas

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a autorización, pudiendo la Administración establecer las condiciones necesarias para la protección del dominio público (art. 25). No obstante la rigidez de la prohibición, las actividades constructivas de vías de transporte interurbanas y áreas de servicio, así como las de tendido de líneas eléctricas, podrán ser excepcionalmente y por razones de utilidad pública autorizadas por el Consejo de Ministros. También podrá éste autorizar la construcción de viviendas e instalaciones industriales que, acomodándose al planeamiento urbanístico, sean de excepcional importancia y que, por razones económicas justificadas, sea conveniente su ubicación en el litoral siempre que en ambos casos se localicen en zonas de servidumbre correspondientes a tramos de costa que no constituyan playa, ni zonas húmedas y otros ámbitos de especial protección (art. 25.3). También es novedad de la Ley de Costas de 1988 la definición de una zona de influencia de 500 metros como mínimo, contados a partir del límite interior de la ribera del mar, cuya anchura se determinará en los planes de ordenación territorial y urbanístico. En esta zona se imponen reservas de suelo para aparcamientos de vehículos en las zonas de playa y las construcciones evitarán la formación de pantallas arquitectónicas o acumulación de volúmenes, sin que, a estos efectos, la densidad de edificación pueda ser superior a la media del suelo urbanizable programado o apto para urbanizar en el término municipal respectivo (art. 30). Por último, bajo el concepto de otras limitaciones de la propiedad, el artículo 29 de la Ley de Costas, y para la protección de áridos, somete a autorización su extracción, hasta la distancia que en cada caso se determine, requiriéndose informe favorable de la Administración del Estado, en cuanto a su incidencia en el dominio público marítimo; de otro lado, los yacimientos de áridos emplazados en la zona de influencia quedan sujetos a un derecho de tanteo y retracto en las operaciones de venta, cesión o cualquier otra forma de trasmisión, a favor de la Administración del Estado, para su aportación a las playas. Con esta finalidad, dichos yacimientos se declaran de utilidad pública a los efectos de expropiación por el Departamento ministerial competente.

8.

USOS Y APROVECHAMIENTOS DEL DEMANIO MARÍTIMO

La amplitud conceptual del demanio marítimo y la consiguiente variedad de dependencias que comprenden dan pie a una gran variedad de utilizaciones, algunas de las cuales, como la navegación y la pesca, están reguladas en conjuntos normativos muy prolijos, con sustantividad propia, cuyo estudio quedará aquí orillado en favor de otros aprovechamientos más genéricos y que de alguna forma se apoyan en la utilización física del mar territorial, de la zona marítimo-terrestre y los puertos. En general puede afirmarse que sobre el dominio público marítimo-terrestre se dan las más variadas formas de utilización, que van desde el uso directo de la propia Administración del Estado para sus propios servicios

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públicos, hasta las utilizaciones privativas por los particulares, pasando por los usos comunes y especiales. Supuesto, en efecto, de utilización directa por la Administración es el de los «puertos, bases, estaciones, arsenales e instalaciones navales de carácter militar y zonas militares portuarias» (art. 12 de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos y de la Marina Mercante). Asimismo, para asegurar las eventuales necesidades de la Administración del Estado se contempla la posibilidad de establecer reservas para el cumplimiento de fines de su competencia, cuya utilización o explotación podrá ser realizada por cualquiera de las modalidades de gestión directa o indirecta que se determinen reglamentariamente (arts. 47 y 48 de la Ley de Costas). Al ser el dominio marítimo de titularidad estatal la ley prevé la adscripción de bienes de dominio público marítimo-terrestre a las Comunidades Autónomas, con la finalidad de que éstas puedan construir puertos o vías de transporte de su titularidad, sin que el plazo en las concesiones que se otorguen en los bienes adscritos pueda sobrepasar los treinta años (art. 49). Sobre el demanio marítimo se reconocen una gran variedad de usos comunes en favor de los particulares. Como tales se rigen por los principios de libertad, igualdad y gratuidad: «la utilización del dominio público marítimo-terrestre y, en todo caso, del mar y su ribera —dice el art. 31 42 de la Ley de Costas— será libre, pública y gratuita para los usos comunes y acordes con la naturaleza de aquél, tales como pasear, estar, bañarse, navegar, embarcar y desembarcar, varar, pescar, coger plantas y mariscos y otros actos semejantes y que se realicen de acuerdo con las leyes y reglamentos o normas aprobadas conforme a esta ley». Distintos de los usos comunes, los usos comunes especiales son definidos como «aquellos que tengan especiales circunstancias de intensidad, peligrosidad o rentabilidad y los que requieran la ejecución de obras e instalaciones que sólo podrán ampararse en la existencia de reserva, adscripción, autorización y concesión, sin que pueda invocarse derecho alguno de concesión, cualquiera que sea el tiempo transcurrido» (art. 31.2). La Ley sujeta este tipo de usos a condiciones muy estrictas: únicamente se podrá permitir la ocupación del dominio público marítimo-terrestre para aquellas actividades o instalaciones que, por su naturaleza, no puedan tener otra ubicación; debiendo quedar garantizado el sistema de eliminación de aguas residuales (art. 31); las playas no serán de uso privado y las instalaciones que en ellas se permitan serán de libre acceso público, quedando prohibidos el estacionamiento y la circulación no autorizada de vehículos, así como los campamentos y acampadas (art. 33); el titular del derecho a la ocupación será responsable de los daños y perjuicios que puedan ocasionar las obras y actividades al dominio público y al privado, salvo que esos daños tengan su origen en alguna cláusula impuesta por la Administración al titular y que sea de ineludible cumplimiento por éste. La Administración del Estado conservará en todo momento las facultades de tutela y policía sobre el dominio público afectado (art. 37). En todo caso, para los usos comunes especiales, en cuanto den lugar a usos privativos, requieren autorización o concesión.

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Estarán sujetas a autorización las actividades en las que, aun sin requerir obras o instalaciones de ningún tipo, ni desnaturalizar el principio del uso público de las playas, concurran circunstancias especiales de intensidad, peligrosidad o rentabilidad. También se sujeta a autorización la ocupación del dominio público marítimo-terrestre con instalaciones desmontables o con bienes muebles (art. 51); así como los vertidos tanto líquidos como sólidos, cualquiera que sea el bien de dominio público marítimo-terrestre en que se realicen. Estas autorizaciones se otorgarán con carácter personal e intransferible inter vivos, y no serán inscribibles en el Registro de la Propiedad. El plazo de vencimiento será el que se determine en el título, sin que pueda exceder de un año (art. 52). La ley prescribe que las autorizaciones puedan ser revocadas unilateralmente por la Administración en cualquier momento, sin derecho a indemnización, cuando resulten incompatibles con la normativa aprobada con posterioridad, produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización para actividades de mayor interés público o menoscaben el uso público. Extinguida la autorización, el titular tendrá derecho a retirar fuera del dominio público y de sus zonas de servidumbre las instalaciones correspondientes y estará obligado a dicha retirada cuando así lo determine la Administración competente en forma y plazos reglamentarios. En todo caso, estará obligado a restaurar la realidad física alterada (art. 55). La concesión es el título requerido para la utilización privativa del dominio público con obras o instalaciones no desmontables. Las concesiones, que no eximen al titular de la obtención de otras concesiones y autorizaciones que sean exigibles —entre ellas a significar la licencia municipal de construcción— se otorgan sin perjuicio de tercero, por un plazo que no podrá exceder de treinta años. Asimismo, el otorgamiento de la concesión podrá implicar la declaración de utilidad pública a efectos de ocupación temporal o expropiación forzosa de los bienes o derechos afectados, bienes expropiados que se incorporarán al dominio público. Las concesiones, aparte de su inscripción en el Registro administrativo de usos de dominio público marítimoterrestre, son inscribibles en el Registro de la Propiedad (arts. 66 a 69). Las concesiones no son transmisibles por actos inter vivos, salvo que sirvan de soporte a la prestación de un servicio público y la Administración autorice la cesión del correspondiente contrato, así como la de cultivos marinos y las vinculadas a permisos de investigación o concesiones de explotación de minas o hidrocarburos. En caso de fallecimiento del concesionario, sus causahabientes, a título de herencia o legado, podrán subrogarse en los derechos y obligaciones de aquél en el plazo de un año, transcurrido el cual se entiende que renuncian (art. 70.2).

9.

PESCA Y CULTIVOS MARINOS

Entre los aprovechamientos especiales de la zona marítimo-terrestre y del mar territorial, más allá de los esporádicos y espontáneos que constituyen el uso común general, la pesca, cuando se constituye en actividad pro-

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fesional, es un uso especial sujeto a diversas autorizaciones o licencias de policía que hacen referencia a las condiciones de los barcos o de los patrones, responsables técnicos de las embarcaciones. Asimismo, unas muy prolijas reglamentaciones determinan la forma en que la pesca marítima ha de efectuarse (cerco, arrastre, volanda, almadraba), las especies a que afecta, o el lugar donde se efectúa (interior de un puerto, playas, aguas interiores, mar territorial). La Ley 3/2001, de 26 de marzo, de Pesca Marítima del Estado, de conformidad con los principios y reglas de la política pesquera común y de los Tratados y Acuerdos internacionales, reitera la competencia exclusiva del Estado, conforme al artículo 149.1.19 de la Constitución y tiene por objeto el establecimiento de la normativa básica de ordenación del sector pesquero, las normas básicas de ordenación de la actividad comercial de productos pesqueros, la regulación del comercio exterior de los mismos, la programación de la investigación pesquera y oceanográfica y, en fin, el establecimiento del régimen de infracciones y sanciones en materia de pesca marítima en aguas exteriores, de la normativa básica de ordenación del sector pesquero y comercialización de los productos pesqueros. Sin embargo, la Sentencia del Tribunal Constitucional de 6 de diciembre de 1983 reconoció a las Comunidades Autónomas las competencias de inspección y sanción, y la dependencia de aquéllas de los Guardapescas y Jurados Marítimos, salvo que no hayan legislado sobre la materia ni adscrito a órganos propios estas funciones. También corresponden a las Comunidades Autónomas las competencias relativas a la vigilancia sanitaria. Consecuentemente, las Comunidades Autónomas han aprobado sus respectivas normativas de pesca y cultivos marinos una vez que asumieron competencias en la materia. Por su estrecha relación con la zona marítimo terrestre tiene interés para esta obra la extraordinaria importancia que, en los últimos tiempos, está tomando todo lo relacionado con los cultivos marinos. Esta nueva actividad, también denominada acuicultura marina y marcultura, tiene por objeto la producción de especies marinas, incrementando por obra humana los rendimientos naturales del medio. Su porvenir es inmenso en un país como España, con 5.000 kilómetros de costa y zonas naturales, como Galicia, a las que la FAO ha incluido entre las más ricas del mundo en filoplacton (microorganismos que encabezan la cadena trófica y que abundan en esta región debido al afloramiento a la altura de las costas gallegas de una corriente de agua que procede del Mediterráneo, vía canal de Gibraltar, y que hace surgir los minerales del fondo, propiciando su asimilación fotosintética por el filoplacton). Aunque la producción del mejillón, iniciada en 1946, sigue siendo el elemento básico de nuestros cultivos marinos, se están intensificando cultivos de otros mariscos (almejas, ostras, berberechos, langostinos, etc.), han adquirido ya extraordinaria importancia los cultivos de peces (lubina, dorada, lenguado, rodaballo). También la acuicultura marina incluye la producción y la recolección de algas (Orden de 20 de junio de 1972), de gran

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utilidad para la alimentación y algunos procesos industriales por sus propiedades coloidales, así como la utilización de arrecifes naturales reacondicionados o de arrecifes artificiales para la fijación y nueva vida de especies marinas (Orden de 11 de mayo de 1982). Los cultivos marinos exigen habitualmente, como señala MARTÍN MATEO, a quien seguimos, la utilización de áreas marinas o marítimo-terrestres, sujetas a concesión y provocan colisiones con el ordenamiento de la pesca, cuyas épocas de veda no tienen por qué aplicarse en estos procesos, en cierto modo industriales, y que son causa a su vez de una cierta contaminación marina con un alto índice de polución de las aguas, que puede ser incompatible con estas actividades o, al menos, incrementar prohibitivamente sus costes. La legislación moderna sobre cultivos marinos la inicia el Real Decreto de 1874 sobre la concesión a perpetuidad de criaderos de mariscos, viveros o depósitos, al que siguen la Orden Ministerial de 30 de noviembre de 1904 y la de 29 de agosto de 1905 sobre crustáceos, y el Real Decreto de 11 de junio de 1930, que califica de precariales las correspondientes concesiones. Fundamental será la Ley de Ordenación Marisquera 56/1969, de 30 de junio, un hito en la regulación de la materia que, entre otros aspectos, clasifica los establecimientos marisqueros en viveros, depósitos, cetáreas, estaciones depuradoras y centros de expedición, y precisa los títulos para la explotación en el dominio público marino de un banco natural o un establecimiento marisquero: la autorización y la concesión. También regula los cánones de ocupación para las concesiones, los planes especiales para asignar áreas de explotación en zonas de interés marisquero declaradas de especial protección. Junto a los cultivos marinos de moluscos y crustáceos en establecimientos marisqueros en los años setenta se autorizan los cultivos marinos en fincas de propiedad privada (Orden de 31 de agosto de 1978). A dicha Ley sucedió la Ley 23/1984, de 25 de junio, de Cultivos Marinos, que mantiene la sujeción de todas las actividades de acuicultura a diversos títulos que regula y que van desde la autorización —para marisqueo individual, conocida con el nombre de carnet de mariscador, que permite realizar estas operaciones profesionalmente en los bancos naturales autorizados, y que se expide por la Comunidad Autónoma en favor únicamente de los radicados en la provincia correspondiente—, a las autorizaciones para la realización de cultivos marinos en terrenos de propiedad particular, para terminar con las concesiones cuando las instalaciones proyectadas impliquen obras fijas en el mar. Para la expedición de las concesiones demaniales necesarias para las instalaciones de cultivo marino es competente el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, si bien con informes preceptivos de los organismos competentes en materia de defensa y seguridad de la navegación (transportes, puertos y costas), que deberán además ser favorables, cuando se trate de la desviación del curso de agua y canales de navegación y vinculantes también cuando la concesión afecte a los accesos a puertos, pasos navegables y zonas de interés para la Defensa Nacional; igualmente deben informar las Autoridades de turismo cuando estén afectados centros y zonas turísticas.

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Por último, se requiere licencia municipal si las actividades implicadas dan lugar a instalaciones fijas en tierra firme. Para simplificar tan engorrosos trámites, y en aplicación del artículo 30 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, se determina que, tras la petición de los interesados y el período de información pública correspondiente, el órgano que ostenta la competencia resolutoria recabará de los diversos organismos competentes que los informes preceptivos sean emitidos, simultáneamente, en el plazo de un mes, transcurrido el cual el silencio del informante o informantes operan positivamente. Sin embargo, ni el principio de unidad de expediente ni la técnica del silencio positivo se aplican a las concesiones precisas para realizar obras en el mar, ni a las de toma de agua y desagüe. Desgraciadamente tampoco se articulan en aquel expediente unitario los trámites correspondientes a las licencias municipales. La Ley de Cultivos Marinos remite a la normativa de pesca marítima (Ley 3/2001, de 26 de marzo) todo lo relativo a infracciones y sanciones.

10.

COMUNICACIONES MARÍTIMAS. LOS PUERTOS

Finalidad sobresaliente del demanio marítimo es servir de soporte a los puertos a través de los que se articula el transporte y comunicación entre diversos puntos de la costa española y de cualquier puerto extranjero. Los puertos se rigen por la Ley 27/1992, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante (modificada parcialmente por la Ley 62/1997, y después por la Ley 48/2003, de 26 de noviembre), que los define como «el conjunto de espacios terrestres, aguas marítimas e instalaciones que, situados en la ribera de la mar o de las rías, reúna condiciones físicas, naturales o artificiales y de organización que permitan la realización de operaciones de tráfico portuario, y sea autorizado para el desarrollo de estas actividades por la Administración competente» (art. 2.1). Esta enumeración de las condiciones que deben darse para que un espacio tenga la consideración de puerto se hace a «los efectos de esta ley»; por tanto, sólo pretende aplicarse a los puertos de interés general (STC 40/1998).

A)

CLASES Y RÉGIMEN DE COMPETENCIAS

Una primera ordenación de los puertos es aquella que diferencia entre puertos de carácter militar competencia del Ministerio de Defensa, y que sirven a la defensa nacional, y que la Ley excluye de su ámbito de aplicación (art. 12), y los puertos civiles (art. 11), adscritos al Ministerio de Fomento y por tanto del Estado o, en su caso, de las Comunidades Autónomas. En función de las características de su tráfico los puertos civiles se clasifican a su vez en comerciales —aquellos en los que se realizan actividades comerciales portuarias, esto es, operaciones de estiba, desestiba, carga, descarga, almacenamiento de mercancías, tráfico de pasajeros siempre que no sea

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local o de ría, avituallamiento y reparación de buques— y no comerciales, y éstos en pesqueros, de refugio y deportivos (art. 3). Existe además otro criterio de diferenciación de los puertos en f u n c i ó n de su relevancia en el conjunto del sistema portuario nacional. Así, u n o s son puertos de interés general y titularidad estatal y otros puertos de interés local de competencia de las comunidades autónomas. Los primeros son aquellos en que se efectúen actividades m a r í t i m a s comerciales internacionales; que su zona de influencia comercial afecte a más de una Comunidad Autónoma; que sirvan a industrias o establecimientos de importancia estratégica para la economía nacional; que el v o l u m e n anual y características de las actividades comerciales alcancen niveles suficientemente relevantes o respondan a necesidades esenciales de la economía del Estado; o finalmente, que por sus especiales condiciones técnicas o geográficas constituyan elementos esenciales para la seguridad del tráfico marítimo, especialmente en territorios insulares (art. 5). Corresponde al Estado su titularidad, así como la declaración y determinación de cuáles son de interés general. La pérdida de la condición de puerto de interés general por alteración de las circunstancias anteriores se realizará por el Gobierno, requerirá la tramitación del correspondiente expediente y comportará el cambio de su titularidad a favor de la Comunidad Autónoma en cuyo territorio se ubique, siempre que ésta haya a s u m i d o las competencias necesarias para ostentar dicha titularidad. La construcción, ampliación o modificación de puertos de titularidad estatal exige la aprobación del correspondiente proyecto, los estudios c o m plementarios por el Ministerio de Fomento o la Autoridad Portuaria, así como los informes correspondientes de la Comunidad Autónoma y Ayuntamientos afectados. Las competencias sobre puertos corresponden al Estado y a las C o m u nidades Autónomas. De un lado, el artículo 149.1.20 de la Constitución otorga al Estado la competencia exclusiva sobre los puertos de interés general y, de otro, el artículo 148.6 de la Constitución considera c o m p e t e n c i a exclusiva de las Comunidades Autónomas «los puertos de refugio, los puertos (...) deportivos y, en general, los que no desarrollen actividades c o m e r ciales». A partir de aquí, las Comunidades Autónomas asumieron en sus Estatutos de Autonomía competencias sobre los puertos ubicados en su litoral con exclusión de los calificados por el Estado como puertos de interés general que son, en definitiva, los de mayor importancia. Sin embargo, los puertos de competencia autonómica también p o d r á n desarrollar operaciones comerciales cuando cuenten con el informe f a v o r a ble de los Ministerios de Fomento, de Economía y Hacienda, Agricultura Pesca y Alimentación, Sanidad y Consumo, y de Trabajo y Seguridad Social a los efectos de tráfico marítimo y seguridad de la navegación y en su c a s o de la existencia de adecuados controles aduaneros, de sanidad y de c o m e r cio exterior (art. 3.5).

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B)

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LA ORGANIZACIÓN Y GOBIERNO DE LOS PUERTOS DE INTERÉS GENERAL

Las competencias que corresponden a la Administración del Estado sobre los puertos e instalaciones de interés general son ejercidas por el Ministerio de Fomento a través del ente «Puertos del Estado» y las «Autoridades Portuarias». «Puertos del Estado» es un ente de derecho público, que asume funciones de holding sobre las Autoridades Portuarias, y que ajusta sus actividades al ordenamiento jurídico privado salvo en el ejercicio de funciones de poder público que el ordenamiento le atribuye (art. 24). Entre sus competencias está, siempre bajo la supervisión del Ministerio de Fomento, la ejecución de la política portuaria del Gobierno, la coordinación y control de eficiencia del sistema portuario de titularidad estatal; ejercer el control de eficiencia de la gestión y del cumplimiento de los objetivos fijados para cada una de las Autoridades Portuarias en los planes de empresa; aprobar la programación financiera y de inversiones de las Autoridades Portuarias, derivada de los planes de empresa acordados con éstas; proponer la inclusión en los presupuestos generales del Estado las aportaciones para inversiones en obras e infraestructuras de las Autoridades Portuarias, etc. (art. 26). Además, «Puertos del Estado» administra el Fondo de Compensación Interportuario al servicio de la solidaridad entre organismos públicos portuarios, instrumento de redistribución de recursos del sistema portuario estatal, y que se nutre de las aportaciones realizadas por las Autoridades Portuarias y Puertos del Estado. Este sistema de aportaciones y de distribución está dirigido a garantizar la autofinanciación del sistema portuario y a potenciar el marco de la leal competencia entre los puertos de interés general. Tanto la cuantía de las aportaciones como los criterios de distribución se precisan en la ley correspondiendo al Comité de Distribución del Fondo su aprobación anual atendiendo en la asignación de recursos a criterios finalistas (art. 13 de la Ley 48/2003 de régimen económico y prestación de servicios). La organización de Puertos del Estado consta de un Presidente, nombrado por el Gobierno a propuesta del Ministro de Fomento; y el Consejo Rector integrado por el Presidente y un máximo de 15 miembros designados por el Ministro de Fomento por un plazo de cuatro años. El Secretario será nombrado por el Consejo Rector a propuesta del Presidente. Como órgano asesor existe el Consejo Consultivo de Puertos del Estado en el que se integra un representante de cada Autoridad Portuaria. Las «Autoridades Portuarias» (en régimen de autonomía dice el art. 23) están al frente de cada puerto de interés general o, cuando sea necesario para conseguir una gestión más eficiente, de cada conjunto de puertos de competencia del Estado y ubicados en una misma Comunidad Autónoma. En el año 2006 el número de Autoridades Portuarias es de veintiocho (RD 940/2005, de 1 de agosto).

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Cada Autoridad Portuaria es una Entidad de Derecho público que somete su actuación al Derecho privado, salvo en el ejercicio de funciones de poder público, lo que implica fundamentalmente la conversión de las tasas y precios públicos en precios privados, la exclusión de los servicios portuarios de la consideración de servicios públicos y la aplicación del Derecho privado a su personal, al régimen de contratación y a la gestión patrimonial. A pesar de ello, la Ley pretende salvaguardar los principios de mérito y capacidad en la selección de su personal que se realiza mediante convocatoria pública, y proclama la aplicación de los principios de publicidad y concurrencia para la actividad de contratación, e incluso, cuando se trata de gestionar indirectamente los servicios portuarios, los contratos que celebran se rigen por la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas en lo que respecta a los actos preparatorios. En la organización de las Autoridades Portuarias se integran tres tipos de órganos: de gobierno (el Presidente, Vicepresidente y el Consejo de Administración), de gestión (el Director Técnico) y de asistencia (el Consejo de Navegación del Puerto). C)

EL FRAUDE A LAS COMPETENCIAS ESTATALES SOBRE LOS PUERTOS DE INTERÉS GENERAL

A resaltar, y lamentar, que en la organización y funcionamiento de las autoridades portuarias las comunidades autónomas tengan en la actualidad una presencia determinante que constitucionalmente no les corresponde, sino al Estado. Si la Ley de Puertos de 1992 aseguraba la primacía del Estado que nombraba al Presidente de la Autoridad Portuaria y sus representantes suponían la mayoría absoluta de los miembros del Consejo de Administración, a partir de la reforma operada por la Ley 62/1997, el Presidente de la Autoridad Portuaria es nombrado directamente por el ejecutivo de la Comunidad Autónoma que también designa a la totalidad de los miembros del Consejo de Administración, de los cuales, además, son mayoría los que representan a la Comunidad Autónoma. Al ejecutivo autonómico también corresponde el cese o separación. La Administración General del Estado está representada testimonialmente por el Capitán Marítimo y cuatro vocales, uno de los cuales será necesariamente Abogado del Estado y otro del ente público Puertos del Estado. Las Cámaras de Comercio Industria y Navegación, organizaciones empresariales y sindicales, y sectores económicos de ámbito portuario designarán un 24 por 100 del total de miembros del Consejo de administración. Los municipios en que esté localizado el puerto contarán con un 14 por 100 del número total de vocales. El resto de los vocales será designado en representación de la Comunidad Autónoma (art. 40). A través de estas fraudulentas fórmulas de nombramientos es como se ha propiciado la transferencia de la gestión de los puertos de interés general de titularidad estatal a las Comunidades Autónomas.

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Se ha producido, en consecuencia, una situación anómala, de constitucionalidad discutible, a la luz del artículo 97 CE, pues mientras la titularidad de los puertos de interés general corresponde al Estado —que es a fin de cuentas el responsable de su correcto funcionamiento—, la gestión concreta de cada puerto escapa del control del Gobierno de España que no puede siquiera nombrar o remover a los órganos directivos pues dicha facultad queda atribuida, paradójicamente, a la Comunidad Autónoma correspondiente. Para colmo, el Estado responde patrimonialmente por estos organismos públicos del daño que a terceros puedan causar en sus bienes y derechos conforme a lo previsto en el artículo 39 de la Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común.

D)

L o s PUERTOS AUTONÓMICOS

Además de dominar la gestión de los puertos de interés general de competencia y titularidad estatal, la comunidades autónomas tienen competencia sobre los puertos que no son de interés general: de pesca, abrigo o deportivos, y comerciales con las restricciones que anteriormente hemos comentado. Sin embargo, como el dominio público marítimo terrestre ocupado por un puerto de competencia de una Comunidad Autónoma sigue siendo titularidad estatal, se ha inventado a estos efectos la figura de la adscripción a fin de que la comunidad autónoma pueda desarrollar sobre aquel la actividad de gestión de la actividad. Así lo prescriben la Ley 27/1992, de Puertos (arts. 14 y 16), y la Ley de Costas (arts. 49 y 50). La adscripción supone que la porción de dominio público adscrita se mantendrá en la titularidad del Estado, correspondiendo a la Comunidad Autónoma la utilización y gestión de la misma, En todo caso, el plazo de las concesiones que se otorguen en los bienes adscritos no podrá ser superior a treinta años. A estos efectos los proyectos de las Comunidades Autónomas deberán contar con el informe favorable de la Administración del Estado, en cuanto a la delimitación del dominio público estatal susceptible de adscripción, usos previstos y medidas necesarias para la protección del dominio público, sin cuyo requisito aquéllos no podrán entenderse definitivamente aprobados. La aprobación definitiva de los proyectos llevará implícita la adscripción del dominio público en que estén emplazadas las obras y, en su caso, la delimitación de una nueva zona de servicio portuaria. 11.

PRESTACIÓN DE SERVICIOS PORTUARIOS Y UTILIZACIÓN DEL DEMANIO PORTUARIO

La utilización de los puertos se rige ahora por la Ley 48/2003, de 26 de noviembre, de «Régimen Económico y de Prestación de Servicios de los Puertos de Interés General», Ley que apuesta, salvado el interés público, decididamente por la promoción e incremento de la participación de la iniciativa privada en la financiación, construcción y explotación de las ins-

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talaciones portuarias y en la prestación de los servicios portuarios a través del otorgamiento de los correspondientes títulos habilitantes (art. 92).

A) LOS SERVICIOS PRESTADOS EN LOS PUERTOS DE INTERÉS GENERAL

El desarrollo de la competencia interportuaria se alcanza potenciando la autonomía de gestión económico-financiera de los Organismos públicos portuarios sobre los principios de autosuficiencia económica y de cobertura de costes por transferencia de los mismos a los usuarios bajo criterios homogéneos y no discriminatorios basados en la recuperación de los costes de explotación, los costes externos y los costes de las nuevas inversiones, así como a través de la regulación de la prestación de los servicios portuarios por parte de la iniciativa privada en un «régimen de libertad de acceso» a dichos servicios que se eleva a la categoría de principio general en la actuación de las Autoridades Portuarias. La liberalización de los servicios portuarios implica, pues, para el Estado, a través de las Autoridades Portuarias, concentrar sus esfuerzos en la creación de marcos jurídicos y económicos que refuercen la introducción y el desarrollo de la libre competencia. La Ley modifica el concepto de «servicio portuario» de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, en la cual aparece vinculado a la titularidad y competencias de la Autoridad Portuaria y su prestación se desarrolla en régimen de gestión directa o indirecta, según proceda. Ahora se consagra el concepto más amplio de servicios prestados en los puertos de interés general, y que se realizarán por las Autoridades Portuarias en los casos que proceda o por los particulares que tengan la correspondiente licencia o autorización (56.4). La Ley clasifica los servicios en: a) Servicios portuarios que, a su vez, podrán ser generales y básicos, b) Servicios comerciales y otras actividades. c) Servicio de señalización marítima. Los servicios portuarios son definidos como las actividades de prestación de interés general que se desarrollan en la «zona de servicio de los puertos», siendo necesarios para la correcta explotación de los mismos en condiciones de seguridad, eficacia, eficiencia, calidad, regularidad, continuidad, y no discriminación (art. 57). La zona de servicio, delimitada por el Ministerio de Fomento a través de la aprobación del «plan de utilización de los espacios portuarios», incluye «los espacios de tierra y de agua necesarios para el desarrollo de los usos portuarios, los espacios de reserva que garanticen la posibilidad de desarrollo de la actividad portuaria y aquellos que puedan destinarse a usos no portuarios» (art. 96.1). Los servicios portuarios generales se confían a las Autoridades Portuarias. De ellos se benefician los usuarios del puerto sin necesidad de solicitud. Se caracterizan, bien por incorporar ejercicio de autoridad, bien por ser indivisibles, remitiendo ambas notas a un único agente, que no puede ser otro que la autoridad responsable del puerto, sin perjuicio de que puedan enco-

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mendarse a terceros en determinados casos cuando no se ponga en riesgo la seguridad o no impliquen ejercicio de autoridad. Los servicios portuarios básicos, por su parte, se prestan a solicitud de los usuarios por las empresas autorizadas (art. 62) y se definen por su relación directa con las actividades comerciales y las operaciones del tráfico portuario y se clasifican en cinco grupos: servicio de practicaje; servicios técnico-naúticos; servicios al pasaje; de manipulación y transporte de mercancías, y de recepción de desechos. Se realizan por operadores privados amparados por la correspondiente licencia y en régimen de competencia; sólo en caso de insuficiencia de la iniciativa privada la Ley permite su prestación directa por las Autoridades Portuarias en forma excepcional y transitoria, lo que es una obligación para las mismas cuando lo requieren las circunstancias del mercado y en tanto éstas se mantengan. El estatuto de los servicios básicos lo integran dos tipos de reglamentos: los pliegos reguladores de cada servicio que aprueba Puertos del Estado para el conjunto de puertos de interés general y que establecerán las condiciones generales de acceso, las obligaciones de servicio público a cargo de los prestadores y criterios de cuantificación de los costes de las mismas, los criterios generales para la consideración de una inversión como significativa así como el estatuto de jurídico de los derechos y deberes que se incorporarán a las licencias. Estos pliegos, que deberán ser publicados en el Boletín

Oficial del Estado,

se c o m p l e m e n t a n c o n las prescripciones particu-

lares que elabora cada Autoridad Portuaria adaptando los anteriores a sus propias circunstancias (art. 65), y en segundo lugar las obligaciones de servicio público de los operadores se desarrollarán en los correspondientes

pliegos reguladores de cada servicio c o n la f i n a l i d a d de g a r a n t i z a r su presta-

ción en condiciones de seguridad, continuidad y regularidad, cobertura, calidad y precios razonables, así como el respeto al medio ambiente. Estas obligaciones son de necesaria aceptación por los prestadores de servicios. Entre estas obligaciones figuran las de atender a toda demanda razonable, mantener la continuidad del servicio salvo fuerza mayor, cooperar con las autoridades y otros operadores para preservar la seguridad y funcionamiento del puerto ante circunstancias excepcionales adversas y otras de este tenor, incluidas determinadas obligaciones relacionadas con la gestión y la economía de los servicios. Estos pliegos reguladores se recogen para cada operador en la correspondiente licencia, que es el nuevo título habilitante que la Ley regula con detalle: el plazo de duración, el procedimiento de otorgamiento, su clausulado, sus posibilidades de modificación y transmisión y sus formas de extinción.

B)

LA UTILIZACIÓN DEL DOMINIO PÚBLICO PORTUARIO

Paralelamente a la regulación de prestación de los servicios, la Ley 48/2003 regula la utilización del dominio público portuario que se rige por lo dispuesto en dicha Ley, el Reglamento de Explotación y Policía y las correspondientes Ordenanzas portuarias y, supletoriamente, por la Ley de Costas (art. 95.1).

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Se sujeta a autorización previa la utilización de instalaciones portuarias fijas por los buques, el pasaje y las mercancías, así como la ocupación del dominio público portuario por plazo no superior a tres años, con bienes muebles o instalaciones desmontables o sin ellos; y a concesión demanial las que supongan instalaciones no desmontables cuyo plazo se amplía hasta treinta y cinco años para permitir la amortización de la inversión que exigen estas obras.

Con respecto al procedimiento para otorgamiento de concesiones demaniales, la Ley introduce la novedad, elogiable sin duda, algo que estaba en la legislación tradicional de obras públicas, de que si dicho procedimiento se inicia a instancia de particular, la Autoridad portuaria deberá iniciar un trámite de competencia de proyectos (art. 110). En la modificación de las concesiones, la Ley diferencia, lo que tiene relevancia procedimental, las modificaciones sustanciales y las que no lo

son. Como un supuesto especial modificativo se contempla la revisión que procede cuando concurren causas ajenas a la voluntad del concesionario, a saber, alteración de los supuestos determinantes del otorgamiento, fuerza mayor y adecuación a los planes de utilización, especial o director. La trasmisión de las concesiones se sujeta a autorización previa, al cumplimiento de las condiciones mínimas previstas en la Ley y, en particular, a la garantía de libre competencia. Y, en fin, la regulación de las causas de extinción se mantiene en términos análogos a los establecidos en la legislación de costas. Destaca entre ellas la regulación del valor del rescate de las concesiones que, a falta de acuerdo con la autoridad portuaria, será fijado por ésta de conformidad con los criterios que la Ley determina.

BIBLIOGRAFIA: BARRIO GARCÍA: Régimen jurídico de la pesca marítima, Madrid, 1 9 9 8 ; BELADIEZ: «Competencias autonómicas y locales en materia de costas», en Estudios Homenaje al Profesor García de Enterría, Madrid, 1 9 9 0 ; CONDE: «El pretendido uso público de las playas y zona marítimo-terrestre de propiedad particular», RAP, 7 3 , 1 9 7 4 ; COSCULLUELA MUNTA^ER: Administración Portuaria, Madrid, 1 9 7 3 ; ESCRIBANO COLLADO: «Las competencias de las Comunidades Autónomas en materia de puertos», RAP, 1 0 0 - 1 0 2 ; FORNESA R I B Ó : «Eficacia del título hipotecario sobre parcelas de zona marítimo-terrestre. Especial referencia a los terrenos ganados al mar», RAP, 4 6 , 1 9 6 5 ; CHAPAELA P É R E Z : Régimen jurídico de la acuicultura marina, Valencia, 2 0 0 3 ; FUENTES BODELÓN: Derecho Administrativo de los Bienes, Madrid, 1 9 7 7 ; GARCÍA DE ENTERRÍA, E . : Contestación al discurso de ingreso en la Academia de Jurisprudencia de S. Martín Retortillo, Madrid, 1 9 9 5 ; GARCÍA PÉREZ: La utilización del dominio público marítimo-terrestre; GONZÁLEZ SALINAS: Régimen jurídico actual de la propiedad de las costas, Madrid, 2 0 0 0 ; GIMITA: Derecho administrativo (Aguas, Montes, Minas), Madrid, 1 9 8 6 ; LEGUINA VILLA: «Propiedad privada y servidumbre de uso público en las riberas del mar», RAP, 6 5 , 1 9 7 1 ; ÍDEM: «La defensa del uso público en la zona marítimo-terrestre», REDA, 2, 1974; MARTÍN MATEO: «Régimen jurídico de los cultivos marinos», RAP, 1 0 6 , 1 9 8 5 ; MARTÍN RETORTILLO, L.: «¿Propiedad privada de playas y zonas marítimo-terrestre?», REDA, 3 4 ; MARTÍNEZ ESCUDERO: Playas y costas. Su régimen jurídico-administrativo, Madrid, 1 9 7 0 ; MARTÍNEZ VARAS: El deslinde de las costas, Madrid, 1 9 9 4 ; MEILÁN G I L : «El

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CAPÍTULO VI

LOS MONTES Y LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA

SUMARIO: 1. ORIGENES Y EVOLUCIÓN DE LA INTERVENCIÓN PÚBLICA EN LOS MONTES.—A) Los precedentes. — B) El sistema forestal francés.-2. LA CREACIÓN DEL SISTEMA FORESTAL ESPAÑOL.-A) Las Ordenanzas de Javier de Burgos de 1833.—B) La legislación de 1863. —C) La legislación penal de montes.—D) La intervención administrativa sobre los montes privados y la repoblación forestal.—3. EL SISTEMA FORESTAL VIGENTE.—A) La Ley de 1957 y la incidencia del Estado autonómico.-B) La Ley de Montes 43/2003, de 21 de noviembre.—C) La Ley 10/2006, de Reformas de la Ley de M o n t e s . - 4 . CONCEPTO Y CLASES DE MONTES.-5. LOS MONTES CATALOGADOS.-6. MONTES PROTECTORES Y «MONTES PROTEGIDOS» O DE ESPECIAL PROTECCIÓN.-7. PROTECCIÓN JURIDICA Y FORMAS DE UTILIZACIÓN DE LOS MONTES PÚBLICOS.—8. LOS MONTES DE PARTICULARES.—9. POLÍTICA, PLANIFICACIÓN Y GESTIÓN FORESTAL.-A) Política y planificación estatal.-B) Planes de Ordenación de los Recursos Forestales. —C) La gestión de los montes. Proyectos de Ordenación de Montes y Planes Dasocráticos. — D) Aprovechamientos Forestales.-10. CONSERVACIÓN Y RECUPERACIÓN DE LOS MONTES. LOS INCENDIOS FORESTALES—11. FOMENTO FORESTAL.—12. RÉGIMEN SANCIONADOR.—13. LA CONSERVACIÓN DE LA NATURALEZA. LOS PARQUES NACIONALES.-14. LOS ESPACIOS NATURALES PROTEGIDOS AUTONÓMICOS.-A) Clases.-B) Régimen de intervención.-15. LA PROTECCIÓN DE LA FLORA Y FAUNA SILVESTRES.-16. LA POTESTAD SANCIONADORA EN LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA.-BIBLIOGRAFÍA.

1.

O R Í G E N E S Y EVOLUCIÓN DE LA I N T E R V E N C I Ó N PÚBLICA EN LOS MONTES

Las primeras piedras del ordenamiento forestal se ponen en la Baja Edad Media, cuando aparecen las primeras normas protectoras de los bosques. En siglos posteriores, la protección se incrementa paulatinamente, teniendo su apogeo en el siglo XVIII y culminando en el siglo xix con la creación de un verdadero sistema forestal, conjunción de una regulación sustantiva acompañada de una infraestructura administrativo-burocrática a su servicio, cuyo punto de arranque está en las famosas Ordenanzas de Montes de 1833, debidas a Javier de Burgos y directamente inspiradas en el Código Forestal y la Ordenanza francesa de 1828. A pesar del dato positivo del nacimiento de un moderno sistema forestal, el siglo xix es el más negativo para la riqueza forestal, pues la protección dispensada a los montes públicos apenas compensó los destrozos de una

RAMÓN PARADA

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inicial legislación muy individualista, que permitía la utilización de los montes particulares sin limitaciones y el cerramiento de las fincas y su roturación. El proceso deforestador a que esta omnímoda libertad de la propiedad privada condujo, resultó acelerado por una política desamortizadora que, pertinaz y sistemáticamente, empujaba a la conversión de los montes públicos o institucionales (manos muertas) en propiedad privada. El sistema decimonónico sufre una fuerte corrección en el siglo pasado durante el Régimen del General Franco, con una legislación fuertemente intervencionista sobre todos los montes, tanto públicos como particulares, y una política de repoblaciones intensas, aunque no siempre de las especies más adecuadas a los respectivos territorios. Esta política actuó a través del Patrimonio Forestal del Estado, creado en 1941, después Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA). La legislación franquista, con su norma de cabecera, la Ley de Montes de 8 de junio de 1957, ha sido sustituida por otra de similar factura, la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, en vigor. No ha ocurrido lo mismo con la Administración forestal, muy alterada desde la Constitución de 1978 por los cambios producidos en el sistema funcionarial-burocrático y en la organización territorial que trae causa del Estado de las Autonomías.

A)

LOS PRECEDENTES

En la Edad Media los bosques provocaron la atención legislativa de la Corona en mayor medida que los cultivos debido, fundamentalmente, a que la caza era el deporte favorito de los Reyes y de la nobleza. Pero también porque los pueblos y ciudades se preocuparon de la protección de las zonas forestales, sobre todo para asegurar el suministro de leña. En nuestra patria esa preocupación se refleja en las Partidas y en los Fueros de Nájera y Coria. En las Cortes de Valladolid de 1256 el Rey Alfonso X el Sabio llegó a establecer la más severa pena para los incendiarios: «que no pongan fuego para quemar los montes,

é al que le fallaren faciendo

fuego que lo echen dentro de él», y lo mismo decretó Pedro I de Castilla en 1350. Mas a pesar de los peligros de incendio, de las roturaciones en favor de la agricultura y de los abusos de la ganadería, España era todavía un país con inmensos y hermosos bosques en el siglo xiv, como acreditan las relaciones de los montes del Reino de Castilla del Libro de la Montería de Alfonso XI y el testimonio, a finales del siglo xv, de Jerónimo Münzer, viajero alemán, quien dirá que en su recorrido desde el Pirineo catalán hasta Gibraltar pasó por una bóveda continua de arbolado y que una ardilla podría recorrer esa distancia sin necesidad de pisar el suelo. La deforestación en gran escala se inicia con los Reyes Católicos y con los Austrias, y trae causa de las leyes protectoras de la ganadería, eficazmente defendida por su organización corporativa, el Honrado Concejo de la Mesta, en sus conflictos con la agricultura y el arbolado. Esta organización

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había conseguido, en 1273, el privilegio de «ramonear», es decir, el derecho a que el ganado pastase entre los árboles jóvenes «todo lo que quisieran y llegaran», a lo que se sumó la costumbre de quemar árboles y arbustos para tener mejores pastos en primavera y otros muchos privilegios ganaderos. Con los Borbones llegan las tradiciones francesas de protección de los bosques (la célebre Ordenanza francesa de 1669), protección que se aplica a «los montes realengos o de aprovechamiento común» e incluso a los particulares, y que impedía, al menos formalmente, a los propietarios su roturación para dedicarlos al cultivo agrario. Muestra ejemplar de estas preocupaciones protectoras es la Ordenanza de Fernando VI (7 de diciembre de 1748) que imponía a los vecinos de los pueblos la obligación de plantar determinado número de árboles: «tomando por regla señalar cinco árboles por cada vecino de cualquier estado, calidad y condición que sea, o más si sembrare bellota o piñón»), así como de proceder a su limpieza. Esta obligación no se puede, decía la Ordenanza, «considerar gravosa a los pueblos ni a sus vecinos cuando afecta a montes realengos, propios de Su Majestad, porque, además de estar obligados a ello, logran el fruto de la hoja, bellota y pastos con abrigo para sus ganados».

Se impone asimismo la prohibición de roturaciones y podas sin la presencia de celadores expertos, prohibición que se garantiza con la amenaza de graves penas pecuniarias, prisiones y destierros (arts. 28 y 29). Al servicio de esta legislación comienza a germinar una incipiente burocracia: celadores en los pueblos y visitadores de montes a cargo del Real Erario (Real Cédula de Carlos III de 19 de abril de 1762). Sin embargo, el esfuerzo repoblador y protector de los Borbones va a tener su contrapartida en la necesidad de talar los bosques en favor de la construcción naval, lo que convierte a la Armada en nuestra primera Administración forestal, facultada para apropiarse de las maderas a los precios fijados según baremos oficiales (y en fase posterior, según el precio del paraje en el que se encuentren los árboles). La Marina se encargará del cuidado y conservación de los montes situados en las inmediaciones de la mar o ríos navegables y a una distancia en que pueda facilitarse su conducción a las playas, lo que es atribución de los Intendentes de la Armada y de sus Subdelegados en los tres Departamentos de Cádiz, Ferrol y Cartagena. Estos ostentan jurisdicción privativa sobre estas cuestiones con inhibición de cualesquiera otras autoridades. La Ordenanza de 31 de enero de 1778, dictada para atender a las necesidades de la Marina, es por ello nuestro primer cuerpo normativo técnicoforestal. Contiene normas sobre viveros, repoblaciones, señalamientos, podas, aprovechamientos vecinales de los frutos y necesidades particulares de madera para la construcción, y asimismo reglas procesales sobre la sustanciación de las causas, que lo eran, sumariamente, ante el Visitador, sentenciándolas con parecer de Asesor y apelación ante el Intendente del Departamento. El fuero de Marina cedió la competencia judicial a los Justicias ordinarios (Real Cédula de 18 de mayo de 1751) para volver de nuevo a la

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Jurisdicción privativa de la Armada ante la ineficacia de éstos (Real Cédula de 14 de agosto de 1803). En el siglo xix el incipiente sistema de protección forestal cede ante los principios individualistas que rechazan toda vinculación o limitación de las propiedades privadas, rechazo que se funda en la creencia económica de la superioridad del cultivo agrícola sobre el aprovechamiento forestal y ganadero. A ello hay que añadir la privatización de muchos bosques como consecuencia de la obsesión agrarista de algunos ilustrados, como Jovellanos, que postulan la roturación de los terrenos baldíos con el argumento de que reducidos a propiedad particular, cerrados, abonados y oportunamente aprovechados, producirían una mayor riqueza, incluso ganadera. La ofensiva privatizadora-desamortizadora se inicia con el Decreto de las Cortes de Cádiz de 4 de enero de 1813 (reiterado en el Trienio liberal por el de 29 de junio de 1822) que pone en venta, con excepción de los ejidos necesarios a los pueblos, todos los terrenos baldíos o realengos, de propios o arbitrios con arbolado o sin él, proceso que continuará el Real Decreto de 22 de julio de 1819. Un nuevo sistema forestal, y ahora ya en términos de rigurosa modernidad, no volverá a establecerse hasta las Ordenanzas de Javier de Burgos de 1833, sistema que sólo es posible comprender si se parte del conocimiento previo del que fue su modelo: el sistema forestal francés. B)

EL SISTEMA FORESTAL FRANCÉS

El Código Forestal y la Ordenanza Real de 21 de julio de 1824 y 1 de agosto de 1827, respectivamente, crearon en Francia una Administración moderna según el modelo napoleónico, con sus clásicos niveles central y periférico, cuerpos de funcionarios y escuela de formación de Ingenieros de Montes formados en la Escuela Forestal de Nanci, creada en 1824. A este complejo normativo-burocrático se le encomienda actuar tanto sobre los bienes considerados públicos (los de la Corona, el Estado, los Municipios y Establecimientos públicos), sobre los que la indicada Administración ejerce derechos de propiedad y de tutela, como de propiedad particular sujetos a intervención administrativa. El nivel central de dirección lo asume un Director General con sus correspondientes administradores y personal subalterno, y el periférico una organización dividida en 32 conservaciones, 140 inspecciones y 447 cantones forestales, servidos por diversos cuerpos de funcionarios rigurosamente jerarquizados (conservadores, inspectores, subinspectores, guardas generales, adjuntos, brigadieres, guardas forestales, guardas municipales). Pues bien, a esta Administración, un verdadero ejército se encomienda en primer lugar el deslinde y amojonamiento de los montes públicos (délimitation et bomage). El deslinde no es una facultad ejecutiva de autotutela, sino que se somete al Derecho común en el sentido: 1 Q u e la práctica del deslinde puede ser requerida por la Administración, o por cualquier propie-

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tario limítrofe con los montes públicos; 2.° Que los procedimientos deben ser contradictorios; 3.° Que las acciones para exigir el deslinde son imprescriptibles; 4° Que sólo los Tribunales comunes son competentes en definitiva si hay oposición, y en cualquier momento que se produzca, para conocer de las acciones correspondientes. Resulta así que la Administración delimita las propiedades a través de un expediente (procés-verbal) que termina con un decreto del Prefecto, el cual, si se formula oposición en el plazo de un año contado desde su publicación, queda invalidado, pasando el conflicto al juez ordinario; transcurrido dicho plazo sin impugnación, el deslinde se considera definitivo y se impide toda reivindicación ulterior. De igual forma, el amojonamiento, que se ha de hacer de acuerdo con el deslinde, se convierte en judicial si hay oposición de los particulares, bien porque no se acomode al deslinde, bien porque no haya acuerdo sobre la forma de situar los mojones en el terreno. La Ordenanza contiene reglas precisas sobre el aprovechamiento de los bosques, regulando la forma de cultivo y su gestión, tanto respecto de los productos principales como de los accesorios (ventas, valoración de los productos, etc.), y también las servidumbres a que están afectados el uso de los productos de los bosques (usages des bois), los pastos y las requisas en favor de las obras públicas, de la Marina y del Ejército. Esta legislación incluye asimismo una precisa definición de los delitos y contravenciones forestales, cuyo conocimiento se atribuye a la Jurisdicción ordinaria penal, si bien su constatación está a cargo de los agentes y guardas forestales, por medio de expedientes sumarios (procés verbaux), expedientes que hacen prueba plena si están revestidos de todas las formalidades legales, es decir, firmados por dos agentes o guardas, o por uno solo si la condena a que ha de dar lugar no ha de sobrepasar los cien francos, salvo que sean combatidos por falsedad sobre los hechos materiales que describen (a cuyo efecto se regula un específico procedimiento). Los atestados, que por falta de los requisitos formales no hacen prueba plena, pueden ser combatidos por todos los medios legales. En las vistas orales, los agentes forestales ostentan el derecho de exponer las cuestiones ante el Tribunal, a cuyo efecto ocupan un sitio al lado de los fiscales. A las reglas anteriores se someten también los montes de los municipios y establecimientos públicos cuando se consideran susceptibles de una ordenación y explotación regular por la autoridad administrativa que ejerce la tutela sobre dichos bienes. A los órganos rectores de aquéllos no se les reconoce otro derecho que el ser consultados previamente sobre algunas operaciones importantes (deslindes, cortas extraordinarias, etc.). En todo caso, se prohibe la partición de los bienes comunales entre los habitantes y la roturación sin autorización especial del Gobierno. Respecto de los bosques particulares, se vuelve a reiterar la prohibición de roturar y se imponen sobre ellos determinadas servidumbres legales. La prohibición de roturar (défrichement), que ya había establecido la Ordenanza de 1669, fue levantada por la Ley de 29 de septiembre de 1791,

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que reconoció a los propietarios la libre disposición de sus bosques y dio lugar a tales abusos que, en un período de doce años, desaparecieron 383.000 hectáreas, de tal manera que la Ley de 9 de floreal del año 11 prohibió de nuevo las roturaciones. El Código Forestal de 1824 reitera, pues, la prohibición de roturar salvo autorización especial, que sólo se concede si la pretendida roturación resulta compatible con la conservación del bosque. Las infracciones a esta prohibición se tipifican como delitos y se persiguen de la misma forma que los restantes delitos forestales.

2. A)

LA CREACIÓN DEL SISTEMA FORESTAL ESPAÑOL LAS ORDENANZAS DE JAVIER DE BURGOS DE 1 8 3 3

Las Ordenanzas de Montes, de las que se responsabilizó como Ministro Javier de Burgos, fueron aprobadas por Real Decreto de 22 de diciembre de 1833 y suponen, como se ha dicho, la implantación en nuestro país del sistema forestal francés, pero con una permisividad destructiva para los montes de los particulares que será catastrófica para nuestra riqueza forestal. En efecto, se dictan normas sustantivas para la protección y gestión de los montes públicos, en tanto que para su aplicación y garantía se instaura una Administración ad hoc, con un nivel central y otro periférico, creándose a s i m i s m o el Cuerpo de Ingenieros de Montes (1835) y u n a Escuela p a r a

su selección y formación en Villaviciosa de Odón (1848). Diferencia fundamental, no obstante, con la Ordenanza francesa es el tratamiento que la nuestra hace de los montes de propiedad particular, no sujetos aquí a la prohibición de roturaciones, proclamándose por el contrario una libertad de aprovechamiento que sería catastrófica para nuestro país (art. 3: «todo dueño particular de montes podrá cerrar o cercar los de su pertenencia [...] y una vez cerrados o cercados podrá variar el destino o cultivo de sus terrenos, y hacer de ellos y de sus producciones el uso que más le conviniere»).

Libres de cualquier intervencionismo, los propietarios particulares colindantes con montes públicos podían, sin embargo, beneficiarse de privilegios públicos, permitiéndoseles poner sus propiedades bajo la defensa y guarda de la Administración forestal, gozando de las mismas defensas penales; asimismo podían, como en Francia, nombrar guardas que se convertían en guardas jurados si prestaban j u r a m e n t o ante el Juzgado, y cuyas denuncias hacían fe salvo prueba en contrario (arts. 207 a 209). Excluidos los montes de particulares, las disposiciones de las Ordenanzas se aplican, pues, a los montes realengos, baldíos, a los propios y comunes de los pueblos, de los hospicios, hospitales, Universidades u otros establecimientos públicos dependientes del Gobierno, cesando sobre ellos todas las jurisdicciones privativas o privilegios y los derechos de apropiación, vista, marca, tanteo o preferencia que venía ejerciendo la Marina Real o cualesquiera otros establecimientos del Estado.

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La Administración periférica, bajo la dependencia central de la Dirección General de Montes, se despliega sobre el territorio en distritos forestales que, a su vez, se dividen en comarcas. Tanto la Administración central como la periférica se ponen a cargo de un Inspector General de Montes y de comisarios de montes, agrimensores, guardas mayores y guardas forestales. Las Ordenanzas, siguiendo muy de cerca a las francesas, regulan, lejos de cualquier privilegio de decisión ejecutoria, los deslindes de los montes públicos y privados, que se configuran como operaciones amigables entre la Administración y los colindantes, pues «en caso de haber reclamaciones por parte o contra los propietarios particulares, la Dirección General procurará terminarlas por vía de conciliación o transacción, pero si no pudiese ser así, se sustanciarán las demandas por el Juez de Letras del territorio» (art. 22). No hay, pues, en estas primeras regulaciones del deslinde privilegios para la Administración, ni siquiera la posesión a su favor de los terrenos discutidos mientras se tramita el proceso de propiedad. Todo lo contrario: «la Dirección procederá en los casos de grave y fundada duda inclinando su dictamen a favor del dominio particular» (art. 25). Como en las Ordenanzas francesas, se regula la conservación y beneficio de los montes; las ventas, que en todo caso requerían autorización de la Dirección General; las operaciones de corta y subastas de madera; los aprovechamientos de belloteras y montanera de pastos, hierbas y otros usos y aprovechamientos. Especial interés tienen las normas de policía, que prohiben «llevar o encender fuego, así dentro del monte como en el espacio alrededor hasta 200 varas de sus lindes» (art. 149), y que castigan a los que «teniendo algún uso o aprovechamiento en un monte no acudiesen siendo avisados a ayudar a apagar el incendio» (art. 150). Sin embargo, no se prevé ninguna potestad administrativa sancionadora directa, pues, al igual que en Francia, se remite el conocimiento y sanción de las infracciones a los jueces comunes, sin más privilegios para la Administración que la posibilidad de que el «comisionado o agrimensor de la Dirección asista al acto de vista o audiencia para sostener como oficio fiscal la denuncia y a los que se dará asiento de distinción cerca del juez, pudiendo añadir a las pruebas que resulten de las diligencias sumarias las de testigos u otras que juzguen oportunas» (art. 176). En materia de prueba, se potencia, con mayor radicalidad que en la Ordenanza francesa, el valor probatorio del testimonio de los funcionarios, cuya veracidad no es posible enervar ni siquiera con la acusación de falsedad sobre los hechos: «las diligencias de sumario hechas en la forma prescrita y firmadas por dos empleados harán plena fe sobre los hechos que forman el cuerpo del delito y la contravención, sin que se admita prueba en contrario de tales hechos, a menos que concurra una causa legal de recusación contra alguno de los firmantes» (art. 177).

B)

L A LEGISLACIÓN D E 1 8 6 3

A las Ordenanzas de Javier de Burgos seguirá la Ley de Montes de mayo de 1863, Ley muy breve, pero ampliamente desarrollada por el Reglamento

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aprobado por Real Decreto de 17 de mayo de 1865. De interés es también en el siglo xix la protección penal de los montes regulada por las Ordenanzas de 22 de diciembre de 1883. La Ley de 24 de mayo de 1863 no es una nueva ordenación del sistema forestal, pues no deroga las Ordenanzas de 1833 y continúa amparando el régimen de libertad de los montes particulares sin prever intervención administrativa alguna sobre ellos, «salvo las restricciones impuestas por las reglas generales de policía» (art. 14). No obstante, su Reglamento, de 17 de mayo de 1865, permite, al igual que el sistema forestal francés y las Ordenanzas de Javier de Burgos, que los montes de particulares contiguos o montes públicos puedan ponerse bajo la defensa y custodia de la Administración forestal, pagando proporcionalmente los gastos que originen (art. 131). Mas lo que realmente ocupa y preocupa al legislador de 1863 es salvar de la privatización, y precisamente para que no caigan en el incontrolado sistema de libertad propio de los montes de los particulares, determinados montes públicos del Estado y de los pueblos, reiterando a este efecto las previsiones de la legislación desamortizadora que exceptuaba de la venta: a) los montes públicos de pinos, robles o hayas, cualesquiera que sean sus especies, siempre que consten al menos de 100 hectáreas; b) los terrenos de aprovechamiento común y las dehesas destinadas al ganado de labor. El débil, entonces, patrimonio forestal del Estado se asentará, pues, sobre los montes públicos exceptuados de venta y otros adquiridos por compra a Entes públicos y particulares, origen del Catálogo de Montes de Utilidad Pública, a los que se dotará, por el dato formal de estar catalogados, de especial protección jurídica, protección que irá in crescendo hasta llegar al actual régimen de demanialidad. El Reglamento lleva a cabo una muy precisa regulación del deslinde de los montes que se «administrativiza», desapoderando a los jueces de la competencia que tenían atribuida en la Ordenanza francesa, y en la nuestra de 1833, competencias que se arroga la Administración y que llegan hasta nuestros días. Se distingue así en el Reglamento entre «cuestiones de hecho» o posesorias, que se deciden ejecutoriamente a través del expediente administrativo por el Gobernador civil con recurso ante el Consejo Provincial, de «las cuestiones de Derecho», cuya resolución se remite a los Tribunales (arts. 35 a 41).

C)

LA LEGISLACIÓN PENAL DE MONTES

Las Ordenanzas de 22 de diciembre de 1883 (reformadas por Real Decreto de 8 de mayo de 1884, según autorización de la Ley de 30 de julio de 1878) son conocidas como la legislación penal de montes, pues su principal cometido es de carácter sancionador. Sin embargo, contienen normas muy variadas, rescatadas de las Ordenanzas de 1833, que a su vez las había tomado de la Ordenanza francesa, y relativas a las adjudicaciones v remates de los aprovechamientos de productos forestales de los montes públicos y al control por la Administración forestal de los planes de aprovechamiento

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por los vecinos de los montes comunales. Pero, sin duda, su contenido más sobresaliente es el sistema sancionador, caracterizado por el abandono del exclusivismo represor judicial y la configuración de otro sistema paralelo de represión administrativa, que cohabita con el judicial. A los jueces ordinarios se remite, en efecto, la punición de las ocupaciones, roturaciones, alteración de los hitos o mojones, descepe o descortezo de los montes públicos, siempre que esas acciones, o el producto de las mismas, se realicen con ánimo de lucrarse o con violencia o intimidación en las personas o fuerza en las cosas (arts. 1, 3 y 4), así como el castigo de los culpables de incendios en los montes públicos (art. 3). Si estas circunstancias no se dieran, los hechos se configuran como infracciones administrativas, que se sancionan con penas de multa, transmutadas en arresto en los casos de impago o insolvencia, sin que pueda exceder de treinta días. Las Ordenanzas —al tiempo que hacen una regulación sustantiva de las labores forestales— tipifican las infracciones en que pueden incurrir los funcionarios y los contratistas que intervienen en los aprovechamientos y remates, así como las infracciones de los vecinos que aprovechen los montes comunales en contravención con las medidas interventoras de la Administración. A los Alcaldes se atribuyen las competencias administrativas sancionadoras, con recurso ante el Gobernador de las providencias dictadas por los Alcaldes, y ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa las de los Gobernadores. De la consideración como Ministerio fiscal de los funcionarios de Montes y su presencia en las vistas, así como del valor de prueba plena de las denuncias de los funcionarios y guardas que establecían las Ordenanzas de 1833 no queda prácticamente nada. Sólo se reconoce valor probatorio, y salvo prueba en contrario, a las denuncias formuladas por la Guardia Civil y los empleados de montes, ratificadas bajo juramento (art. 52).

D)

LA INTERVENCIÓN ADMINISTRATIVA SOBRE LOS MONTES PRIVADOS Y LA REPOBLACIÓN FORESTAL

En la Ordenanza de Fernando VI de 1748 y en las medidas que dicta de repoblación y prohibición de roturación se obligaba ya a los Corregidores del Reino a separar los montes de realengo y aprovechamiento común de los que pertenecieran a particulares. Pero estos últimos ya se conciben como bienes vinculados a la repoblación obligatoria: «que a los dueños particulares de montes blancos o esquilmados se les manden notificar les replanten en la parte o porción que los expertos declaren ser conveniente y poderlo hacer cada año con apercibimientos de que, no haciéndolo, se ejecutaría por el pueblo donde estuvieren y quedará en provecho de ellos o beneficio de su Común; y que en cuanto a cortas y talas las penas establecidas en ellas, que se ejecutarán irremisiblemente» (art. 5).

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Carlos III, en Cédula de 15 de junio de 1788, fomenta las plantaciones de olivares o viñas con arbolado, reconociendo el derecho de los dueños a cercar los terrenos, no obstante cualquier tipo de aprovechamiento común que pudiere gravitar sobre ellos, y que quedaba por esto sin efecto. Asimismo, en la Ordenanza del mismo Rey de 31 de enero de 1784, para la conservación y aumento de los montes de la Marina, se sujeta a la previa «noticia y permiso» del Intendente de la Armada la corta de árboles de los particulares, obligándoles a la repoblación en su caso y a ceder las maderas necesarias para la provisión de astilleros y arsenales al precio establecido. Con la llegada del constitucionalismo, como se dijo, los montes de los particulares quedan liberados de cualquier vinculación o intervención administrativa y, una vez cercados, podían sus propietarios incluso roturarlos y destinarlos al cultivo agrícola. Esta libertad, que en Francia se deroga a los doce años de establecida y no sin ocasionar antes la desaparición de 380.000 hectáreas de bosque, dura en nuestro país hasta la legislación franquista, pues el respeto absoluto a la propiedad privada y el rechazo de toda intervención administrativa sobre ella se impone en las Ordenanzas de Javier de Burgos y en la Ley de Montes de 1863, que en esto no copian o importan el intervencionismo francés. La Ley de Montes de 1957, por el contrario, hizo de la propiedad forestal una propiedad vinculada a numerosas obligaciones públicas. El grado máximo de intervención lo constituye el régimen de los montes protectores que, aun siendo de propiedad privada, se aprovechan con sujeción a los planes técnicos aprobados por la Administración, que puede imponer a los propietarios la obligación de ejecutar planes de mejora.

3. A)

EL SISTEMA FORESTAL VIGENTE LA LEY DE 1957 V LA INCIDENCIA DEL ESTADO AUTONÓMICO

Toda la legislación referida y la Ley de Montes de 1863, cuando estaba a punto de ser centenaria, fue derogada por la Ley de Montes de 8 de junio de 1957, desarrollada por el Reglamento, aprobado por Decreto de 22 de febrero de 1962. Con esta legislación (sustituida en los términos que veremos por la Ley 43/2003, de 21 de noviembre) se aseguraban los instrumentos de una política de fuerte intervención administrativa y no sólo sobre los montes públicos, sino también sobre los de particulares, fundamentalmente en materia de repoblación, iniciada ya con la Ley de 10 de marzo de 1941, que creó el Patrimonio Forestal del Estado. Con posterioridad a la Ley de 1957 se han dictado otras disposiciones que completaron el cuadro legislativo: la Ley 81/1968 sobre Incendios Forestales, la Ley 5/1977 de Fomento de la Producción Forestal, Ley 22/1982 sobre Repoblaciones Gratuitas y Ley de 2 de mayo de 1975, de parques o espacios naturales protegidos (reglamentada por Real Decreto de 4 de marzo de 1977) y Ley de 27 de julio de 1968 sobre los montes vecinales en mano común, sustituida por la de 11 de noviembre de 1980).

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La Administración también padeció cambios notables. El primero consistió en el vaciamiento competencial de la vieja Dirección General de Montes, Caza y Pesca Fluvial, dependiente del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, que pasó a ser un simple organismo de dirección y planificación, al traspasar sus funciones operativas al Patrimonio Forestal del Estado que se fundirá más adelante con el Ser-vicio de Pesca Continental, Caza y Parques Nacionales para formar el Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (ICONA). La Escuela de Ingenieros de Montes, que, como todas las Escuelas de Ingenieros, fue creada en el siglo xix para formar funcionarios técnicos de los respectivos Ministerios, pasó —por la reforma de Lora Tamayo en la década de los sesenta del pasado siglo— a integrarse en el sistema educativo general dentro de las Universidades Politécnicas, rompiendo su relación con la Administración forestal, Administración que perdió también su órgano consultivo tradicional —el Consejo Superior de Montes—, reducido ahora a una sección del Consejo Superior Agrario. Lo mismo puede decirse del Servicio de Investigación Forestal, el Instituto de Investigaciones y Experiencias, después integrado en el Instituto de Investigaciones Agrarias (Decreto-ley de 28 de octubre de 1971). Pero, sin duda, el cambio más significativo fue provocado por la incidencia del Estado de las Autonomías, que ha supuesto prácticamente el desguace definitivo de la Administración estatal forestal en favor de las Comunidades Autónomas. En efecto, la Constitución únicamente reserva al Estado la competencia legislativa básica sobre «protección del medio ambiente, sin perjuicio de las facultades de las Comunidades Autónomas para establecer normas adicionales de protección, y sobre montes, aprovechamientos forestales y vías pecuarias» (art. 149.1.23 CE), en tanto que faculta a las Comunidades Autónomas para asumir competencias exclusivas en materia de «montes y aprovechamientos forestales» (art. 148.8 CE). A partir de aquí los Estatutos de Autonomía han afirmado la competencia exclusiva de cada Comunidad Autónoma sobre los montes y sobre una serie de materias conexas como son los espacios naturales protegidos, vías pecuarias, pastos y zonas de montaña (así, por ejemplo, el art. 13.2 del Estatuto de Andalucía) o montes vecinales en mano común (art. 27.11 del Estatuto de Galicia). Esta competencia autonómica es, en primer lugar, competencia legislativa por cuanto sólo encuentra su límite, como ha señalado el Tribunal Constitucional en su Sentencia 71/1983, en la legalidad básica que sobre ella apruebe el Estado y que estaba esencialmente constituida por una ley preconstitucional, la Ley de Montes de 1957, en la que no hay previsión alguna de las competencias autonómicas y en la que, por tanto, no aparece formalmente definido lo básico. En desarrollo de la legislación básica o en virtud de competencias estatutarias propias se han dictado ya varias leyes por las Comunidades Autónomas en materia de montes: a las Comunidades Autónomas también corresponde la competencia ejecutiva. De ahí que hayan asumido casi por completo la administración forestal que, o bien se gestiona en su totalidad, integrada de ordinario por el Departamento de Agricultura de la Comunidad,

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o bien, en la Consejería de Medio Ambiente, o bien, modelos mixtos de reparto de competencias según se trate de actuaciones relacionadas con la explotación forestal o de actuaciones que pueden tener una repercusión ecológica sobre los montes. Por otra parte, en el ámbito autonómico han proliferado los órganos descentralizados y Entes públicos instrumentales a imagen y semejanza de los que ya existían en el Estado.

Finalmente hay que mencionar la incidencia del Derecho comunitario sobre nuestro sistema forestal por cuanto la protección medioambiental de los montes y su explotación económica es hoy una materia de interés creciente para la Unión Europea, que tiene aprobados una serie de reglamentos que afectan a la repoblación agrícola y la protección de los bosques contra la contaminación atmosférica y los incendios forestales, a partir de la previsión de medidas de fomento, primas y subvenciones, para determinadas actuaciones que sirven a los objetivos en ellos previstos. Asimismo, la Comunicación de la Comisión de 18 de noviembre de 1998, sobre estrategia de la Unión Europea para el sector forestal, puso de relieve la necesidad de llevar a cabo un tratamiento integrado y global de la conservación y explotación de los montes, y de una coordinación efectiva entre los diferentes sectores afectados por la política forestal de los Estados miembros. Con esta finalidad coordinadora se creó el Consejo Nacional de Montes (Real Decreto 203/2000), dependiente del Ministerio de Medio Ambiente, que se configura como órgano de asesoramiento a la Administración del Estado y de participación de todas las partes interesadas, esto es, Administraciones Públicas, propietarios forestales, sindicatos agrarios, consumidores, profesionales, etcétera, y cuyas funciones son esencialmente de asesoramiento técnico y emisión de informes y seguimiento de las actuaciones en el ámbito forestal.

B)

LA LEY DE MONTES 43/2003, DE 21 DE NOVIEMBRE

Sobre este panorama descentralizador se ha dictado la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, parcialmente modificada por la Ley 10/2006, de 28 de abril, legislación amparada en el artículo 149.1.8.a, 14.a, 15.a, 18.a y 23.a de la Constitución. Su Exposición de Motivos justifica la norma en las nuevas exigencias político-constitucionales, en la necesidad de dotarnos de un marco legislativo básico en materia forestal que no puede ser realizado adecuadamente por la Ley de 1957, y en el paradigma medioambiental que hace hoy de los montes parte sustancial de desarrollo sostenible (Declaración de la Asamblea de Naciones Unidas de junio de 1997). El objeto de la regulación legal es «garantizar la conservación y protección de los montes españoles, promoviendo su restauración, mejora, sostenibilidad y aprovechamiento racional apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva y la cohesión territorial» (art. 1). Este objetivo legal, como recuerda la Exposición de Motivos de la Ley, se inspira en unos principios que vienen enmarcados en el concepto, primero y fundamental, de la gestión sostenible de los montes, entendiéndose por tal

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«la administración y uso de los bosques y tierras forestales de forma e intensidad tales que mantengan su biodiversidad, productividad, capacidad de regeneración, vitalidad y su potencial para atender, ahora y en el futuro, las funciones ecológicas, económicas y sociales relevantes a escala local, nacional y global, y que no causan daño a otros ecosistemas» (Resolución de la II Conferencia ministerial de Protección de Bosques celebrada en Helsinki en 1993). A partir del mencionado principio de sostenibilidad pueden deducirse los demás: la multifuncionalidad de los montes en sus valores ambientales, económicos y sociales; la planificación forestal en el marco de la ordenación del territorio; el fomento de las producciones forestales y sus sectores económicos asociados; la creación de empleo y el desarrollo del medio rural; la conservación y restauración de la biodiversidad de los ecosistemas forestales; la integración en la política forestal española en la acción internacional sobre protección del medio ambiente, especialmente en materia de desertificación, cambio climático y biodiversidad; la colaboración y cooperación de las diferentes Administraciones Públicas en la elaboración y ejecución de sus políticas forestales; la participación en la política forestal de los sectores sociales y económicos implicados, habiendo añadido la Ley 10/2006 dos principios más: principio o enfoque de precaución, en virtud del cual cuando exista una amenaza de reducción o pérdida sustancial de la diversidad biológica no debe alegarse la falta de pruebas científicas inequívocas como razón para aplazar las medidas encaminadas a evitar o reducir al mínimo esa amenaza; adaptación de los montes al cambio climático fomentando una gestión encaminada a la resilicncia y resistencia de los montes al mismo (art. 3).

La Ley justifica el intervencionismo administrativo sobre los montes en que, con. independencia de su titularidad, desempeñan una función social relevante, tanto como fuente de recursos naturales como por ser proveedores de múltiples servicios ambientales, entre ellos, de protección del suelo y del ciclo hidrológico; de fijación del carbono atmosférico; de depósito de la diversidad biológica y como elementos fundamentales del paisaje. El reconocimiento de estos recursos y externalidades, de los que toda la sociedad se beneficia, obliga a las Administraciones Públicas a velar en todos los casos por su conservación, protección, restauración, mejora y ordenado aprovechamiento (art. 4.5). Aspecto fundamental de la Ley es la información, necesaria para la definición de la política forestal, y que se plasmará en la Estadística Forestal Española que permite a los ciudadanos el conocimiento de los datos referidos a los recursos forestales. La planificación forestal es otro de los aspectos importantes de la Ley que posteriormente estudiaremos al referirnos a la estrategia forestal española, el Plan forestal español y los PORF (de ámbito comarcal). También la gestión de los montes se somete a las previsiones del correspondiente instrumento.

C)

LA LEY 10/2006, DE REFORMA DE LA LEY DE MONTES

La Ley se justifica, como la propia Exposición de Motivos reconoce, en las deficiencias e insuficiencias que se han podido detectar en la Ley 43/2003, pese al escaso tiempo transcurrido desde su promulgación.

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En lo que respecta a la distribución de competencias o atribuciones entre el Estado y demás Administraciones públicas, la Ley rescata para aquél la gestión de los montes de titularidad estatal, única competencia exclusiva que le restaba en la materia, según la disposición derogatoria única, y que alcanza también a las actuaciones de restauración hidrológico-forestal [art. 71 apartados 1.a) y 2.h)]. Se modifica asimismo el artículo 32, de manera que en lo sucesivo corresponderá al Gobierno la aprobación de las «Directrices básicas comunes de ordenación y aprovechamiento de los montes», mientras que las Comunidades Autónomas serán las competentes para aprobar las «Instrucciones de ordenación y aprovechamiento», aspectos que son la verdadera almendra de la reforma y no los mecanismos de lucha contra incendios, como pretende la Exposición de Motivos, al resaltar la prohibición del cambio de uso de los terrenos o montes quemados durante treinta años. La Ley amplía los terrenos que tienen consideración de montes [letra e) del art. 59]; aumenta las clases de montes, añadiendo a la de montes protectores, otras de montes «protegidos» por su relevancia o figuras de especial protección; se hace una nueva regulación del Catálogo de Montes de Utilidad Pública al tiempo que se crean otros registros, se modifican los mecanismos de protección jurídica como el deslinde y en relación con el uso social del monte se regula el acceso público a los montes y se limita el uso de vehículos. Se refuerzan, asimismo, las medidas de lucha contra los incendios y de paso se modifica el artículo 18 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal para crear Fiscalías de Medio Ambiente bajo un Fiscal de Sala del Tribunal Supremo, encargadas de la investigación y persecución de delitos relativos a la ordenación del territorio, la protección del patrimonio histórico, el medio ambiente y los incendios forestales. En orden a la sostenibilidad, se otorga una nueva redacción a la «certificación forestal», vinculando el comercio de productos forestales con la gestión sostenible de los bosques de que procedan y las preferencias de los consumidores de estos productos; se crea el Fondo para el Patrimonio Natural, instrumento de cofinanciación dirigido a asegurar la cohesión territorial mediante medidas destinadas al apoyo a la gestión forestal sostenible, prevención estratégica de incendios forestales y la protección de espacios forestales y naturales en cuya financiación participe la Administración General del Estado con el objetivo de apoyar acciones de prevención de incendios, valorizar y promover las funciones ecológicas, sociales y culturales de los espacios forestales, apoyar los servicios ambientales y de conservación de recursos naturales, y viabilizar modelos sostenibles de selvicultura. De estas y otras reformas se da cuenta en los epígrafes que siguen.

4.

CONCEPTO Y CLASES DE MONTES

A los efectos de la Ley se entiende por monte algo mucho más extenso de lo que se deduce de la imagen y lenguaje habitual, pues lo es «todo terreno en el que vegetan especies forestales arbóreas, arbustivas, de matorral o

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herbáceas, sea espontáneamente o procedan de siembra o plantación, que cumplan o puedan cumplir funciones ambientales, protectoras, productoras, culturales, paisajísticas o recreativas» (art. 5). Incluso son montes por extensión legal otros terrenos en que no habitan ninguna de las especies de flora mencionadas: a) Los terrenos yermos, roquedos y arenales, b) Las construcciones e infraestructuras destinadas al servicio del monte en el que se ubican, c) Los terrenos agrícolas abandonados que cumplan las condiciones y plazos que determine la Comunidad Autónoma, y siempre que hayan adquirido signos inequívocos de su estado forestal, d) Todo terreno que, sin reunir las características descritas anteriormente, se adscriba a la finalidad de ser repoblado o transformado al uso forestal, e) Los enclaves forestales en terrenos agrícolas con la superficie mínima determinada por la Comunidad Autónoma. Por el contrario, no tienen la consideración de monte los terrenos dedicados al cultivo agrícola y los terrenos urbanos. Supuesto que el régimen forestal no es uniforme, sino que la intensidad de la intervención administrativa varía de unos montes a otros, la Ley distingue diversas clases que se corresponden con distintos regímenes jurídicos, siendo la primordial la clasificación, en función de su titularidad, entre montes públicos y montes privados (art. 11). Son montes públicos, según la Ley, los pertenecientes al Estado, a las Comunidades Autónomas, a las Entidades locales y a otras entidades de Derecho público, que se rigen por la Ley de Montes y, supletoriamente, por la Ley 33/2002, de Patrimonio de las Administraciones Públicas (art. 5.4). A su vez los montes públicos o de titularidad pública pueden ser, atendiendo a su régimen jurídico, demaniales y patrimoniales, distinguiendo entre los primeros los catalogados de Utilidad Pública, los demás demaniales y los comunales (art. 12). En cuanto a los montes vecinales en mano común, la Ley afirma que tienen naturaleza especial derivada de su propiedad en común, sujeta a las limitaciones de indivisibilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad (art. 11). Son montes privados o «de particulares» los pertenecientes a personas físicas o jurídicas de Derecho privado, ya sea individualmente o en régimen de copropiedad. Estos montes, como regla general, se gestionan por sus titulares.

5.

LOS MONTES CATALOGADOS

El Catálogo de Montes de Utilidad Pública nació por mandato de la Ley de Montes de 1863. Se trataba de un inventario, obviamente estatal en la época, en que se incluían los montes de las Administraciones Públicas exceptuados de las ventas a que obligaba la legislación desamortizadora por considerarlos como de utilidad pública (Leyes de 1 de mayo de 1855 y 11

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de junio de 1856). La primera redacción del Catálogo se aprobó por Real Decreto de 22 de enero de 1862. La Ley de Montes de 2003, como la anterior Ley de 1957, hace del Catálogo de Montes de Utilidad Pública un instrumento capital de su defensa y gestión. Como dice su Exposición de Motivos: «La institución del Catálogo de Montes de Utilidad Pública, de gran tradición histórica en la regulación jurídica de los montes públicos en España e instrumento fundamental en su protección, permanece y se refuerza en la ley. En primera instancia, al homologar su régimen, que ya era de cuasi dominio público, con el de los bienes plenamente demaniales. En segundo lugar, al ampliar los motivos de catalogación; en concreto, se han añadido aquellos que más contribuyen a la conservación de la diversidad biológica y, en particular, aquellos que constituyan o formen parte de espacios naturales protegidos o espacios de la red europea Natura 2000». Dentro de los montes demaniales, pues, la categoría más importante, por el régimen exorbitante que se arbitra para su protección, es la de los «Catalogados de utilidad pública». Además de los ya catalogados, podrán incluirse en el catálogo los «montes públicos» que cumplan con alguna de las características de los montes protectores y otras figuras de especial protección de montes, los que sean destinados a las restauración, repoblación o mejora forestal con los fines de protección de aquéllos y aquellos otros que establezca la Comunidad Autónoma en su legislación (art. 13). El Catálogo es un registro público de carácter administrativo, en el que figuran inscritos los montes públicos declarados de utilidad pública. Las Comunidades Autónomas darán traslado al Ministerio de Medio Ambiente de las inscripciones que practiquen, así como de las resoluciones administrativas y sentencias judiciales firmes que conlleven modificaciones en el catálogo, incluidas las que atañen a permutas, prevalencias y resoluciones que, con carácter general, supongan la revisión y actualización de los montes catalogados. La exclusión del Catálogo se ajustará a los mismos trámites y sólo procederá cuando el monte haya perdido las características por las que fue catalogado (art. 16), o en el supuesto que se pretenda su desafectación del dominio público forestal (art. 17).

6.

MONTES PROTECTORES Y «MONTES PROTEGIDOS» O DE ESPECIAL PROTECCIÓN

La razón de ser de esta figura y su régimen jurídico no está en la necesidad de su protección jurídica frente a eventuales usurpaciones, sino en su destino funcional, originariamente circunscrita a la necesidad de propiciar la actuación forestal en las cabeceras de las cuencas hidrográficas, para prevenir avenidas, fijar dunas, etcétera. La figura surge en la Ley de Montes Protectores de 1908, importante, a nivel de principios, por ser el primer signo de limitación de la propiedad particular de los montes de los particu-

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lares que pueden ser declarados montes protectores y sometidos al mismo régimen de intervención que los montes públicos. La Ley de 2003 amplía notablemente el concepto de monte protector, al incluir no sólo los montes de las cabeceras de las cuencas hidrográficas y aquellos otros que contribuyan decisivamente a la regulación del régimen hidrológico, sino también: los que se encuentren en áreas de actuación prioritaria para los trabajos de conservación de suelos frente a procesos de erosión y corrección hidrológico-forestal y, en especial, las dunas continentales; los que eviten o reduzcan los desprendimientos de tierras o rocas y aterramiento de embalses y aquellos que protejan cultivos e infraestructuras contra el viento; los que se encuentren en los perímetros de protección de las captaciones superficiales y subterráneas de agua, los que se encuentren formando parte de aquellos tramos fluviales de interés ambiental incluidos en los planes hidrológicos de cuencas. Además pueden ser declarados montes protectores los que determine la Comunidad Autónoma siempre: a) Que contribuyan a la conservación de la diversidad biológica, a través del mantenimiento de los sistemas ecológicos, la protección de la flora y la fauna o la preservación de la biodiversidad genética, b) Que constituyan o formen parte de espacios naturales protegidos, áreas de la Red Natura 2000, reservas de la biosfera u otras figuras legales de protección, o se encuentren en sus zonas de influencia, así como los que constituyan elementos relevantes del paisaje, c) Que estén incluidos dentro de las zonas de alto riego de incendio, d) Por la especial significación de sus valores forestales. La competencia para clasificar o desclasificar—una vez que las circunstancias que determinaron su inclusión hubieran desaparecido— es competencia de la Comunidad Autónoma, previo expediente en el que deberán ser oídos los propietarios y la entidad donde radique. La nueva figura de «montes protegidos», introducida por la Ley de Reforma de 2006, con el rótulo de montes de especial protección, se aplica a aquellos que contribuyan a la diversidad biológica, formen parte de espacios naturales protegidos, o de áreas de la Red Natura 2000 —ésta alcanza por el momento un 25 por 100 del territorio del Estado español—, o se encuentren en Zonas de Alto Riesgo de Incendio, o tengan valores forestales de especial significación. Al igual que ocurre con los montes protectores, la calificación de los «montes de especial protección» es competencia de la Administración forestal de la correspondiente Comunidad Autónoma, previo expediente en el que, en todo caso, deberán ser oídos los propietarios y la entidad local donde radiquen. Igual procedimiento se seguirá para su desclasificación una vez que las circunstancias que determinaron su inclusión hubieran desaparecido. La declaración de un monte como protector o protegido comporta la aplicación de determinadas reglas a su gestión, independientemente de la titularidad del monte: si es protector se buscará la máxima estabilidad de la masa forestal, no fragmentar y orientar los métodos selvícolas aplicables al control de la erosión, los incendios, los daños por nieve, vendaval, inun-

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daciones; si es protegido la gestión deberá orientar su mantenimiento en estado de conservación favorable o, en su caso, a restaurar los valores que motivaron la declaración como tal. A destacar que esta calificación constituye un poderoso título de intervención en los montes privados que son declarados protectores o protegido, pues, en virtud de dicha calificación, su gestión se ha de hacer conforme al PORF (Plan de Ordenación de Recursos Forestales), y si éste no existe, conforme a un Proyecto de Ordenación o Plan Dasocrático (art. 24.ter. 1).

7.

P R O T E C C I Ó N JURÍDICA Y F O R M A S DE UTILIZACIÓN DE LOS MONTES PÚBLICOS

La legislación forestal siempre estuvo obsesivamente inspirada en la defensa de la titularidad pública de los montes contra las agregaciones y usucapiones de los particulares, pero sin llegar al radicalismo ofensivo y defensivo que inspiraba el régimen de protección de los bienes demaniales (interdicto propio, reivindicación directa, imprescriptibilidad). La Ley de Montes de 2003 ha optado por terminar con esas diferencias, aplicando a los montes públicos el mismo, y superior, régimen de protección y utilización del dominio público, estudiado en los capítulos anteriores. Consecuentemente, la Ley declara que los montes del dominio público forestal son inalienables, imprescriptibles e inembargables y no están sujetos a tributo alguno que grave su titularidad. Al servicio de la protección jurídica de los montes públicos la Ley recoge los mismos instrumentos que protegen los restantes bienes demaniales: la potestad de investigación, recuperación posesoria en cualquier tiempo y deslinde. Así, los titulares de los montes demaniales, junto con la Administración gestora en los montes catalogados, investigarán la situación de terrenos que se presuman pertenecientes al dominio público forestal, a cuyo efecto podrán recabar todos los datos e informes que se consideren necesarios y podrán ejercer la potestades de recuperación posesoria de los poseídos indebidamente por terceros, en cualquier tiempo, no admitiéndose acciones posesorias ni procedimientos especiales. En cuanto al deslinde administrativo, se inicia de oficio o bien a instancia de los particulares interesados, anunciándose en el Boletín Oficial de la Comunidad Autónoma y mediante fijación de edictos en los Ayuntamientos, notificándose en forma a los colindantes e interesados. Los deslindes deberán aprobarse a la vista de los documentos acreditativos o situaciones de posesión cualificada que acrediten la titularidad pública del monte, y establecerán sus límites con sus cabidas y plano, debiendo concretarse igualmente los gravámenes existentes. El deslinde, aprobado y firme, supone la delimitación del monte y declara con carácter definitivo su estado posesorio, a reserva de lo que pudiera resultar de un juicio declarativo de propiedad. La resolución será recu-

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rriblc tanto por los interesados como por los colindantes ante la jurisdicción contencioso-administrativa, una vez agotada la vía administrativa, por razones de competencia o procedimiento, y ante la jurisdicción civil si lo que se discute es el dominio, la posesión o cualquier otro derecho real. A efectos regístrales, el deslinde será título suficiente, según el caso, para la inmatriculación del monte, para la inscripción de rectificación de la descripción de las fincas afectadas y para la cancelación de las anotaciones practicadas con motivo del deslinde en fincas excluidas del monte deslindado, pero no será título suficiente para rectificar los derechos anteriormente inscritos a favor de los terceros a que se refiere el artículo 34 de la Ley Hipotecaria. Una vez que el acuerdo de aprobación del deslinde fuera firme, se procederá al amojonamiento, con participación, en su caso, de los interesados. Una última forma de protección jurídica del monte, al margen de su titularidad pública o privada, lo constituye la defensa de su carácter de tal frente a los cambios de uso que puedan alterar su naturaleza, bien por razones urbanísticas bien por modificación de la cubierta vegetal. Lo primero sólo es posible a través de los instrumentos de planeamiento urbanístico previo informe de la Administración forestal competente, que será vinculante si se trata de montes catalogados o protectores. A su vez, el cambio del uso forestal de un monte cuando no venga motivado por razones de interés general tendrá carácter excepcional y requerirá informe favorable del órgano forestal competente y, en su caso, del titular del monte (arts. 39 y 40). En cuanto a la protección de los montes públicos que tienen la consideración de patrimoniales, el régimen se atenúa, reduciéndose al ya descrito deslinde administrativo y a la imposibilidad de la prescripción ordinaria, admitiéndose únicamente frente a ellos «la usucapión o prescripción adquisitiva mediante la posesión en concepto de dueño, pública, pacífica y no interrumpida durante 30 años», interrupción que se producirá por la iniciación de expedientes sancionadores o por cualquier acto posesorio realizado por la Administración propietaria del monte. En cuanto a la utilización de los montes públicos, a cuyas fórmulas jurídicas hemos aludido, la Administración gestora de los montes demaniales podrá dedicar al uso público los montes de su propiedad siempre que se realicen sin ánimo de lucro y de acuerdo con la normativa vigente; en particular con lo previsto en los instrumentos de planificación y gestión aplicables. También se prevé que los montes puedan ser objeto de usos especiales por su intensidad, peligrosidad o rentabilidad. En estos casos será preceptiva la previa autorización con informe favorable del órgano forestal de la Comunidad Autónoma si se trata de montes catalogados. Asimismo podrán someterse a concesión administrativa todas aquellas actividades que impliquen una utilización privativa del dominio público forestal, siempre que medie informe favorable por parte del órgano forestal de la Comunidad Autónoma acreditativo de la persistencia de los valores naturales del monte por parte del órgano forestal de la Comunidad Autónoma.

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8.

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LOS MONTES DE PARTICULARES

El liberalismo decimonónico liberó a la propiedad privada, y en particular a los montes, de las servidumbres públicas y otras vinculaciones a las necesidades de la Corona, como fue la establecida a favor de la construcción de barcos para la Marina, necesitada de ingentes cantidades de madera. Centrada la Administración forestal que se crea en el siglo xix en la defensa y gestión de los montes públicos exceptuados de la desamortización, la propiedad forestal privada vive libre de interferencias públicas, hasta la Ley de Montes Protectores de 1908. El régimen del General Franco trató por diversos medios de incrementar el patrimonio forestal del Estado a costa de montes de los particulares y asimismo extendió el régimen de intervención sobre la propiedad forestal privada. Una política plenamente justificada en el hecho de fuerte predominio de los montes privados sobre los pertenecientes al Patrimonio Forestal del Estado y demás entidades públicas, estructura de la propiedad que todavía se mantiene: De acuerdo con el Inventario Forestal Nacional, la superficie forestal española asciende a algo más de 26 millones de hectáreas (26.273.235 ha), que equivale a un 51,9 por 100 del territorio nacional, aunque casi la mitad de esta superficie está desarbolada o cubierta apenas por un arbolado ralo, pero no por eso deja de ser superficie forestal. Pues bien, algo menos del 33 por 100 de la superficie forestal española es de titularidad pública (la mayoría de entidades locales) y el resto es de titularidad privada, con una presencia muy mayoritaria de la titularidad privada en Baleares y Extremadura, seguidas de Andalucía, Canarias, Castilla-La Mancha, Cataluña, Murcia y Madrid. Esta proporción se invierte claramente en La Rioja, Navarra y Cantabria. En el resto del país queda todo más equilibrado: Asturias, País Vasco, Valencia, Castilla y León y Aragón. Galicia es un caso singular, por el peso tan fuerte que tienen los montes vecinales en mano común, considerados de titularidad privada.

Sobre la mayoritaria propiedad forestal privada, la Ley de Montes de 1957 estableció diversas medidas intervencionistas, aparte de las que afectaban a los montes calificados de protectores: el aprovechamiento de todo monte, fuera catalogado o de propiedad particular, se realizaría dentro de los límites que permitieran su conservación y mejora; el aprovechamiento de los montes de propiedad particular, incluso sin estar catalogado, podría ser sometido a la intervención de la Administración forestal, pudiendo disponerse, por exigencias de la economía nacional, regulaciones con limitaciones de los aprovechamiento de sus productos y, si existiese importancia forestal económica o social, la Administración podría establecer que sus aprovechamientos se sometieran al oportuno proyecto de ordenación con plan técnico; asimismo se preveía la posibilidad de limitar o prohibir el pastoreo del monte cuando tal actividad resultase incompatible con la conservación del arbolado; y, en fin, se contemplaban también repoblaciones obligatorias de los montes de propiedad particular (arts. 29 a 43).

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En la Ley de Montes de 2003 se mantiene, como no podía ser menos, la incidencia de la intervención administrativa en función de la calificación de un monte privado como protector y ahora de montes sujetos a especial protección, calificaciones que comportan su sujeción a finalidades públicas variadas que se imponen y suponen una limitación de su gestión y aprovechamientos por los propietarios. Al margen de los montes privados así calificados, la intervención administrativa sobre los restantes, se actúa mediante su inclusión en un plan de ordenación de reforma forestal, o bien por el sometimiento de su gestión y aprovechamiento a un plan dasocrático, dependerá de la extensión superficial que cada Comunidad Autónoma establezca. Por el contrario, sobre los montes privados de pequeña superficie, que tanto abundan en regiones españolas donde el minifundismo es la regla, y en buena medida abandonados, la Administración autonómica no dispone de otras formas de intervención que la que se derivan de los poderes generales de policía para garantizar la seguridad, sobre todo en materia de prevención y sanción relacionada con los incendios forestales.

9.

POLÍTICA, PLANIFICACIÓN Y GESTIÓN FORESTAL

La vigente legislación de montes, amén de los fines que inspiraron la Ley de Montes de 1957, orientada a la conservación, explotación racional y repoblación, sin perjuicio de apuntar a la defensa de valores ecológicos y medioambientales, pone ahora todo el énfasis en estos últimos fines amparo del mágico concepto de la gestión sostenible [art. 3.a)]. Para justificar además su incidencia en la propiedad privada invoca el principio de la función social, lo que permite extender el intervencionismo a los montes privados (art. 4). Como dice el artículo 1 de la Ley en su última versión de 2006, ésta tiene por objeto «garantizar la conservación y protección de los montes españoles, promoviendo su restauración, mejora, sostenibilidady aprovechamiento racional apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva y la cohesión territorial». Al servicio de estos fines se diseña un modelo operativo con un primer nivel de definición político-estratégico; otro, segundo, de planificación sobre el territorio y, un tercero, de instrumentos de gestión.

A)

POLÍTICA Y PLANIFICACIÓN ESTATAL

La política o estrategia se define en diversos documentos que se aprueban por el Gobierno de la Nación. La Estrategia Forestal Española, en primer lugar, que, a imitación de otros documentos internacionales y europeos, como la Estrategia Forestal Europea (1998), define la política forestal española. A este efecto, este documento lleva a cabo el diagnóstico del sector forestal español, las previsiones de futuro, y sienta las directrices que permiten articular la política forestal española. Se elabora por el Ministerio de Medio Ambiente, oídos los

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Ministerios afectados, con la participación de las Comunidades Autónomas y con el informe de la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza v del Consejo Nacional de Bosques. El Consejo de Ministros aprobará la Estrategia forestal española mediante acuerdo y previo informe favorable de la Conferencia Sectorial (art. 29). Por su parte, el Plan Forestal Español, que la Ley define como instrumento de planificación a largo plazo de la política forestal española, desarrollará la Estrategia Forestal Española. Su elaboración corresponde igualmente al Ministerio de Medio Ambiente con la participación de las Comunidades Autónomas, teniendo en cuenta los planes forestales de aquéllas y con los informes de la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza y del Consejo Nacional de Bosques y previo informe favorable de la Conferencia Sectorial. Se aprueba, de la misma forma que el documento de estrategia, por el Consejo de Ministros. El Plan será revisado cada diez años, o en un plazo inferior cuando las circunstancias así lo aconsejen, a propuesta de la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza o del Consejo Nacional de Bosques (art. 30). A nivel técnico tienen especial relevancia las «Directrices básicas comunes para la ordenación y el aprovechamiento de montes de forma sostenible», en las que se dictan normas para integrar los aspectos ambientales con las actividades económicas, sociales y culturales, con la finalidad de conservar el medio natural al tiempo que generar empleo y colaborar al aumento de la calidad de vida y expectativas de desarrollo de la población rural. Las Directrices Básicas Comunes se elaborarán por el Gobierno, previa consulta al Consejo Nacional de Bosques, la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza y las Comunidades Autónomas a través de la Conferencia Sectorial. Estas directrices se aprueban por Real Decreto que define los criterios e indicadores de sostenibilidad, su evaluación y seguimiento, de conformidad con los criterios establecidos en resoluciones internacionales y convenios en los que España sea parte, los requeridos para los montes incluidos en la Red Natura 2000, y, en general, fijan el contenido mínimo de las instrucciones de ordenación y aprovechamiento de los montes para garantizar su gestión sostenible.

B)

PLANES DE ORDENACIÓN DE LOS RECURSOS FORESTALES

El nivel de planificación operativa sobre los montes enclavados en territorios concretos comienza con los Planes de Ordenación de Recursos Forestales (PORF), a elaborar por las Comunidades Autónomas. Son una pieza clave de planificación forestal y deberán formularse cuando, en el marco de la ordenación del territorio, las condiciones de mercado de los productos forestales, los servicios y beneficios generados por los montes o cualquier otro aspecto de índole forestal que se estime conveniente sean de especial relevancia socioeconómica. El ámbito territorial del PORF será el territorio forestal con características geográficas, socioeconómicas, ecológicas, culturales o paisajísticas homogéneas, de extensión comarcal o equivalente. Sin embargo, el PORF no es necesario cuando exista un plan de ordenación de

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recursos naturales, de conformidad con la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres, u otro plan equivalente, que abarque el mismo territorio forestal. En estos supuestos, estos planes podrán tener el carácter de PORF. A las Comunidades Autónomas, como dijimos, corresponde la elaboración y aprobación de los PORF y determinar su documentación y contenido, previa consulta a las Entidades locales y, a través de sus órganos de representación, a los propietarios forestales privados, a otros usuarios legítimos afectados y a los demás agentes sociales e institucionales interesados (art. 31). Los PORF podrán, como contenido, incluir los siguientes elementos: a) Delimitación del ámbito territorial y caracterización del medio físico y biológico y análisis de los montes y los paisajes existentes en ese territorio, sus usos y aprovechamientos actuales, en particular los usos tradicionales, así como las figuras de protección existentes, incluyendo las vías pecuarias; b) Descripción y análisis de los montes y los paisajes existentes en ese territorio, sus usos y aprovechamientos actuales, en particular los usos tradicionales, así como las figuras de protección existentes, incluyendo las vías pecuarias; c) Aspectos jurídico-administrativos: titularidad, montes catalogados, mancomunidades, agrupaciones de propietarios, proyectos de ordenación u otros instrumentos de gestión o planificación vigentes; d) Características socioeconómicas: demografía, disponibilidad de mano de obra especializada, tasas de paro, industrias forestales, incluidas las dedicadas al aprovechamiento energético'de la biomasa forestal y las destinadas al desarrollo del turismo rural; e) Zonificación por usos y vocación del territorio. Objetivos, compatibilidades y prioridades; f) Planificación de las acciones necesarias para el cumplimiento de los objetivos fijados en el plan, incorporando las previsiones de repoblación, restauración hidrológico-forestal, prevención y extinción de incendios, regulación de usos recreativos y ordenación de montes, incluyendo, cuando proceda, la ordenación cinegética, piscícola y micológica; g) Establecimiento del marco en el que podrán suscribirse acuerdos, convenios y contratos entre la Administración y los propietarios para la gestión de los montes; h) Establecimiento de las directrices para la ordenación y aprovechamiento de los montes, garantizando que no se ponga en peligro la persistencia de los ecosistemas y se mantenga la capacidad productiva de los montes; i) Criterios básicos para el control, seguimiento, evaluación y plazos para la revisión del plan.

El contenido del PORF es obligatorio y ejecutivo en las materias reguladas en la Ley y tendrá carácter «indicativo» respecto de cualesquiera otras actuaciones, planes o programas sectoriales.

C)

LA GESTIÓN DE LOS MONTES. PROYECTOS DE ORDENACIÓN DE MONTES Y PLANES DASOCRATICOS

La intervención administrativa sobre montes concretos, tanto públicos como privados o de particulares de cierta entidad, se actúa mediante los Proyectos de Ordenación y los Planes Dasocráticos u otro instrumento de gestión equivalente (art. 33.2) que apruebe la respectiva Comunidad Autónoma. De la obligación de contar con estos instrumentos están exentos

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los montes de superficie inferior al mínimo, como advertimos, que determinarán las Comunidades Autónomas de acuerdo con las características de su territorio forestal. La elaboración de dichos instrumentos se hará a instancias del titular del monte o del órgano forestal de la Comunidad Autónoma, debiendo ser aprobados, en todo caso, por este último. El contenido mínimo se determinará en las «Directrices Básicas Comunes para la ordenación y el aprovechamiento de montes» y, además, deberá ajustarse al PORF en cuyo ámbito se encuentre el monte. Sin perjuicio de lo anterior, la Ley establece determinadas prescripciones materiales de aplicación directa para la redacción y aplicación de estos instrumentos a la gestión de los montes, prescripciones variables en función de que se trate de montes protectores, montes de especial protección o de alto riesgo de incendios forestales (art. 34).

D)

APROVECHAMIENTOS FORESTALES

Si bien la Ley afirma que el titular del monte será en todo caso el propietario de los recursos forestales que produzca, incluidos los frutos espontáneos, y que tendrá derecho a su aprovechamiento, condiciona éste a un control preventivo en función de la clase de aprovechamiento, del que excluye los aprovechamientos no maderables y de pastos no sujetos a licencia o autorización previa, salvo que estén expresamente regulados en los correspondientes instrumentos de gestión forestal o PORF en cuyo ámbito se encuentre el monte en cuestión. Los aprovechamientos maderables y leñosos, los más comunes, se regularán por el órgano forestal de la Comunidad Autónoma si están gestionados por él. En otro caso, es decir, si se trate de montes de entidades locales, comunales o de particulares: a) Cuando exista proyecto de ordenación, plan dasocrático o instrumento de gestión equivalente, o el monte esté incluido en el ámbito de aplicación de un PORF y éste así lo prevea, el titular de la explotación del monte deberá notificar previamente el aprovechamiento al órgano forestal de la Comunidad Autónoma, a fin de comprobar su conformidad con lo previsto en el instrumento de gestión o, en su caso, de planificación. La denegación o condicionamiento del aprovechamiento sólo podrá producirse en el plazo que determine la normativa autonómica mediante resolución motivada, entendiéndose aceptado en caso de no recaer resolución expresa en dicho plazo, b) En caso de no existir dichos instrumentos, estos aprovechamientos requerirán autorización previa.

10.

CONSERVACIÓN Y RECUPERACIÓN DE LOS MONTES. LOS INCENDIOS FORESTALES

La Ley, al margen de la ya estudiada protección jurídica de la titularidad de los montes públicos, regula diversas medidas protectoras frente a circunstancias que la experiencia ha revelado especialmente peligrosas para la pervivencia del patrimonio forestal, como los usos indebidos, la deserti-

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zación, los incendios y las plagas. Las técnicas administrativas que se arbitran son de diversa naturaleza: prohibiciones, sujeción de actividades a informes de la Administración forestal, autorización administrativa, medidas de apoyo o fomento, etcétera. Uno de los más recientes peligros es el sacrificio de los montes en aras al uso urbanístico, a la urbanización, tantas veces especulativa. De aquí que los instrumentos de planeamiento urbanístico, cuando afecten a la calificación de terrenos forestales, requieran ahora el infonne vinculante de la Administración forestal competente, si se trata de montes catalogados o protectores (art. 39). El mismo informe favorable del órgano forestal competente y, en su caso, del titular del monte, se exige para el cambio de uso forestal, que tendrá carácter excepcional; asimismo, la legislación autonómica precisará cuándo ha de requerirse autorización para la modificación sustancial de la cubierta vegetal del monte. Contra la erosión y la desertificación la Ley prevé un Plan Nacional de Actuaciones Prioritarias de Restauración Hidrológico-Forestal y Programa de Acción Nacional contra la Desertificación, cuya elaboración y aprobación corresponde al Ministerio de Medio Ambiente, en colaboración con el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación y con las Comunidades Autónomas. El Plan diagnosticará e identificará, por subcucncas, los procesos erosivos, clasificándolos según la intensidad de los mismos y su riesgo potencial para poblaciones, cultivos e infraestructuras, definiendo las zonas prioritarias de actuación, valorando las acciones a realizar y estableciendo la priorización y programación temporal de las mismas. El Programa tendrá como objetivos la prevención y la reducción de la degradación de las tierras, la rehabilitación de las tierras parcialmente degradadas y la recuperación de la tierra desertificada para contribuir al logro del desarrollo sostenible de las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas del territorio español. En la lucha contra los incendios, el origen más remoto de la normativa forestal, como vimos, no se circunscribe a la represión de las conductas dolosas o culposas de los incendiarios de los bosques, prácticamente inoperantes tanto las penales como las administrativas, sino que busca prevenir que los incendios no se produzcan y acumular medios y tecnologías para la extinción de los fuegos. En este sentido, la Ley de Montes de 2003 establece una serie de principios y orientaciones para la prevención y lucha contra los incendios: responsabilización de todas las Administraciones Públicas, programas de prevención, de sensibilización, participación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, previsión de áreas colindantes de seguridad con posibilidad de regular actividades peligrosas, limitación o prohibición de tránsito en los montes, regulación de grupos de voluntarios y agrupaciones de propietarios, declaración de zonas de alto riesgo de incendio y la aprobación de sus planes de defensa, obligación de toda persona que advierta la existencia o iniciación de un incendio forestal a avisar a la autoridad competente o a los servicios de emergencia y, en su caso, a colaborar, dentro de sus posibilidades, en la extinción del incendio. En los trabajos de extinción de incendios forestales se arbitran poderes extraordinarios. En ese sentido, el director o responsable técnico de la ope-

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ración tiene la condición de agente de la autoridad y podrá movilizar medios públicos y privados para actuar en la extinción de acuerdo con un plan de operaciones. Asimismo, podrá disponer, cuando sea necesario, incluso sin la autorización de los propietarios, la entrada de equipos y medios en fincas forestales o agrícolas, la circulación por caminos privados, la apertura de brechas en muros o cercas, la utilización de aguas, la apertura de cortafuegos de urgencia y la quema anticipada, mediante la aplicación de contrafuegos, en zonas que se estime que, dentro de una normal previsión, pueden ser consumidas por el incendio. Por su parte, la autoridad local podrá movilizar medios públicos o privados adicionales para actuar en la extinción, según el plan de operación del director técnico. Tan extraordinarios poderes, no acordes con los tiempos garantistas que vivimos y por ello con notable riesgo jurídico por quienes los asumen, han llevado al legislador a pensar en las posibles acciones que los propietarios afectados puedan interponer contra el director de la operación y personal que le secunde. De aquí que la Administración responsable de la extinción deba asumir la defensa jurídica del director técnico y del personal bajo su mando en los procedimientos seguidos ante los órdenes jurisdiccionales civil y penal por posibles responsabilidades derivadas de las órdenes impartidas y las acciones ejecutadas en relación con la extinción del incendio (art. 47.3). Otras medidas consisten en declarar zonas de alto riesgo de incendio, con sus respectivos Planes de Defensa, que al margen de los contenidos que señale el Plan Autonómico de Emergencia, incluirá los siguientes mínimos: referencias a los problemas socioeconómicos de la zona que se manifiesten en una práctica reiterada de incendios, épocas del año más propicias, trabajos de carácter preventivo, áreas cortafuegos, vías de acceso y puntos de agua que deban realizar los propietarios de los montes de la zona, así como los plazos de ejecución y la regulación de los usos que puedan dar lugar a riesgo de incendios, medios de vigilancia y extinción, etcétera (art. 48). La Ley 10/2006 ha introducido como novedad para los terrenos forestales incendiados —tantas veces intencionados para desviar su uso hacia la más rentable urbanización— la prohibición de cambio de uso forestal al menos en los treinta años siguientes a la producción del incendio, así como toda actividad incompatible con la regeneración de la cubierta vegetal, durante el período que determine la Comunidad Autónoma, salvo que con anterioridad a producirse el incendio estuviera previsto el cambio de uso en algún instrumento de planeamiento aprobado o pendiente de aprobación definitiva, o que una directriz agroforestal admita el uso extensivo ganadero en montes no arbolados (art. 50). El uso social del monte, lo que apunta a la finalidad de cumplir finalidades relacionadas con el desarrollo rural sostenible, también podrá regularse por las Administraciones competentes. La Ley limita, en principio, la circulación de los vehículos de motor a las servidumbres de paso, la gestión agroforestal y las labores de vigilancia y extinción de las Administraciones competentes. El tránsito abierto motorizado será excepcional y únicamente se permitirá cuando se compruebe la adecuación del vial, la correcta señalización del acceso y la aceptación por los propietarios.

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La Sanidad Forestal es también contemplada en la Ley a través de una serie de medidas contra las plagas forestales previstas en la Ley 43/2002, de 20 de noviembre, de sanidad vegetal, obligando a los titulares de los montes a comunicar la aparición atípica de agentes nocivos a los órganos competentes de las Comunidades Autónomas y a ejecutar o facilitar la realización de las acciones obligatorias que éstos determinen.

11.

FOMENTO FORESTAL

Como medidas de fomento de la gestión forestal encaminada a los fines públicos a que están afectados los montes, la Ley contempla fundamentalmente el otorgamiento de incentivos económicos: subvenciones y líneas de crédito bonificadas. Tanto unas como otras se aplicarán a montes ordenados de propietarios privados y de Entidades locales con preferencia a favor de los montes protectores y los catalogados y, en particular, aquellos situados en espacios naturales protegidos o en la Red Natura 2000, que tendrán preferencia en el otorgamiento de estos incentivos. Asimismo, en el acceso a las subvenciones para la prevención contra incendios forestales tendrán prioridad los montes que se encuentren ubicados en una zona de alto riesgo de incendio con un plan de defensa. El otorgamiento de subvenciones se vincula a la gestión forestal sostenible y a la incentivación de las externalidades ambientales, teniendo en cuenta, entre otros, los siguientes factores: a) La conservación, restauración y mejora de la biodiversidad y del paisaje; b) La fijación de dióxido de carbono en los montes como medida de contribución a la mitigación del cambio climático; c) La conservación de los suelos y del régimen hidrológico en los montes como medida de lucha contra la desertificación. Las Administraciones Públicas podrán aportar los incentivos por las siguientes vías: a) Subvención al propietario de los trabajos dirigidos a la gestión forestal sostenible. b) Establecimiento de una relación contractual con el propietario; c) Inversión directa por la Administración. La actividad de fomento también puede consistir en la promoción de fundaciones, asociaciones y cooperativas de iniciativa social, existentes o de nueva creación con fines forestales. Éstas, cuando estén orientadas a la gestión forestal sostenible, se beneficiarán del régimen de la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen fiscal de las entidades sin fines lucrativos y de los incentivos fiscales al mecenazgo.

12.

RÉGIMEN SANCIONADOR

Como vimos al principio del capítulo, las medidas punitivas contra la indebida utilización de los montes, su titularidad cuando es pública, su puesta en peligro o los daños ocasionados a la superficie o arbolado, tiene una tradición de siglos. Igualmente en la actualidad se mantiene tanto la represión administrativa como la penal.

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En la definición de las infracciones administrativas, la Ley sigue la técnica de describir en una lista las conductas ilícitas y después calificarlas de muy graves, graves o leves en función del daño ocasionado al monte. Así, son consideradas faltas muy graves las conductas que hayan causado al monte daños cuyo plazo de reparación o restauración sea superior a diez años, y faltas graves cuando dicho plazo sea inferior. Son consideradas faltas leves aquellas conductas ilícitas cuando los hechos constitutivos de la infracción no hayan causado daños al monte o cuando, habiendo daño, el plazo para su reparación o restauración no exceda de seis meses; además lo son el incumplimiento de las obligaciones de información a la Administración por parte de los particulares y el de otras obligaciones o prohibiciones establecidas en esta ley. Por otra parte, la Ley establece plazos muy amplios para la prescripción de las faltas: cinco años para las muy graves, tres años para las graves y un año para las leves. La prescripción de las sanciones ya impuestas se reduce a tres, dos y un año. Las infracciones serán sancionadas con las siguientes multas: a) las infracciones leves, con multa de 100 a 1.000 euros; b) las infracciones graves, con multa de 1.001 a 100.000 euros; c) las infracciones muy graves, con multa de 100.001 a 1.000.000 de euros. Dentro de los límites establecidos las sanciones se impondrán atendiendo a: a) la intensidad del daño causado; b) el grado de culpa; c) la reincidencia; d) el beneficio económico obtenido por el infractor. Además, y sin perjuicio de las sanciones penales o administrativas que en cada caso procedan, el infractor sufrirá el decomiso tanto de los productos forestales ilegalmente obtenidos como de los instrumentos y medios utilizados en la comisión de la infracción y estará obligado a la reparación del daño causado al monte en la forma y condiciones fijadas por el órgano sancionador, obligación imprescriptible en el caso de daños al dominio público forestal. Cuando la reparación no sea posible, la Administración podrá requerir la indemnización correspondiente. Asimismo requerirá del infractor otra indemnización cuando el daño ocasionado sea superior a la máxima sanción prevista, que será como máximo del doble de la cuantía de dicho beneficio. Antes incluso de iniciar el procedimiento sancionador, la Administración competente o sus agentes podrán adoptar las medidas de carácter provisional que estimen necesarias, incluyendo el decomiso, para evitar la continuidad del daño ocasionado por la actividad presuntamente infractora, medidas cautelares que la Administración competente deberá ratificar —e incluso imponer nuevas medidas cautelares— para asegurar la eficacia de la resolución final que pudiera recaer. 13.

LA CONSERVACIÓN DE LA NATURALEZA. LOS PARQUES NACIONALES

Dentro del régimen forestal, la conservación de la naturaleza en su versión más virginal y estética y científicamente más valiosa, había sido obje-

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to de especial protección por la Ley de Creación de Parques Nacionales de 7 de diciembre de 1916, que demarca y protege zonas forestales excepcionales, auténticas «joyas de la corona». Dicha regulación fue sustituida por la establecida en la Ley de Montes de 1957 (capítulo primero del Título V) y ésta, a su vez, por la Ley 5/1975, de 2 de mayo, sobre Espacios Naturales Protegidos y, en fin, por la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conser\>ación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres, posteriormente modificada por las Leyes 15/1992, 40/1997 y 41/1997, de 5 de noviembre ambas, y por la Ley 43/2003 de Montes. Dicha Ley responde a una preocupación distinta y más profunda de la originada por la simple conservación de los montes. Como dice la Exposición de Motivos: «El agotamiento de los recursos naturales a causa de su explotación económica incontrolada, la desaparición en ocasiones irreversible de gran cantidad de especies de la flora y la fauna y la degradación de aquellos espacios naturales poco alterados hasta el momento por la acción del hombre, han motivado que lo que en su día fue ynotivo de inquietud solamente para la comunidad científica y minorías socialmente avanzadas se convierta hoy en uno de los retos más acuciantes. Superados históricamente los criterios que preconizaron un proceso de industrialización, la necesidad de asegurar una digna calidad de vida para todos los ciudadanos obliga a admitir que la política de conservación de la naturaleza es uno de los grandes cometidos públicos de nuestra época. Nuestra Constitución ha plasmado en su artículo 45 tales principios y exigencias. Tras reconocer que todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado pafa el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo, exige a los poderes públicos que velen por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose para ello en la indispensable solidaridad colectiva». Por ello también los objetivos son más ambiciosos, lo que preconiza un mayor régimen de intervención administrativa: «al mantenimiento de los procesos ecológicos esenciales y de los sistemas vitales básicos, la preservación de la diversidad genética, la utilización ordenada de los recursos naturales, garantizando el aprovechamiento sostenido de las especies v de los ecosistemas, su restauración y mejora, la preservación de la variedad, singularidad y belleza de los ecosistemas naturales y del paisaje, a cuyo efecto las Administraciones competentes garantizarán que la gestión de los recursos naturales se produzca con los mayores beneficios para las generaciones actuales, sin merma de su potencialidad para satisfacer las necesidades y aspiraciones de las generaciones futuras...».

La Ley 4/1989 atribuye la declaración y gestión de estos espacios naturales protegidos a las Comunidades Autónomas en cuyo ámbito territorial se encuentren ubicados. La única reserva que la Ley establece a favor del Estado es la gestión de los denominados Parques integrados en la Red de Parques Nacionales, en virtud de su condición de espacios representativos de alguno de los principales sistemas naturales españoles. La declaración de un espacio como Parque Nacional se realizará mediante Ley de las Cortes Generales, sin perjuicio de la integración automática que para los Parques Nacionales existentes a la entrada en vigor de la Ley: Caldera Taburiente, Doñana, Garajonay, Montaña de Covadonga, Ordesa y Monte Perdido, Tablas de Daimiel, Teide y Timanfaya. Todos ellos se integran en la Red Estatal de Parques Nacionales (art. 22 y disposición adicional primera).

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A resaltar que la inicial regulación de los Parques Nacionales de la Ley 4/1989 fue desautorizada por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 102/1995, de 26 de junio, que declaró la nulidad de determinados preceptos en la medida en que atribuye su gestión exclusivamente al Estado. Ello obligó a dictar la Ley 41/1997, de 5 de noviembre, que tuvo por finalidad modificar determinados artículos de la Ley 4/1989 para adaptar su contenido a la doctrina constitucional e incorporar, asimismo, preceptos nuevos para regular los órganos de gestión y administración de los Parques Nacionales. Tras dichas modificaciones, la declaración de los Parques Nacionales sigue vinculada a la representatividad de los ecosistemas que sustenta, requiriéndose para la declaración de un territorio como parque nacional Ley de las Cortes Generales, previo acuerdo de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas en cuyo territorio se encuentre ubicado el futuro Parque Nacional. Los Parques Nacionales serán gestionados y financiados conjuntamente por la Administración General del Estado y las Comunidades Autónomas en cuyo territorio se encuentren ubicados. Para asegurar esa gestión compartida se crea el Consejo de la Red de Parques Nacionales, órgano consultivo con la misión principal de realizar un seguimiento continuo y permanente de estos espacios. En él estarán representadas la Administración General del Estado y todas y cada una de las Comunidades Autónomas en cuyo ámbito territorial se ubiquen Parques Nacionales. Otra pieza de esta compleja y confusa organización es la Comisión Mixta de Gestión, órgano de gestión de cada parque, integrado por igual número de representantes de la Administración General del Estado que de la Comunidad Autónoma en que se halle ubicado el parque. A su vez, las comisiones mixtas de cada parque nacional están asistidas por los Patronatos, órganos colegiados asesores y colaboradores en la gestión de estos espacios protegidos en los que, además de la representación paritaria del Estado y de las Comunidad Autónoma, se asegura la presencia de las instituciones, organizaciones y grupos de personas relacionados con el parque. La organización de los parques nacionales finaliza con la figura del Director-Conservador, que en cada Parque Nacional será un funcionario perteneciente a la Administración General del Estado o de la Comunidad Autónoma en la que se ubique, nombrado por la Comunidad Autónoma previo acuerdo de la Comisión Mixta de Gestión. Como instrumento de gestión del conjunto de parques nacionales se crea una nueva figura de ordenación, el Plan Director de la Red de Parques Nacionales, que nace con la vocación de ser el instrumento a través del cual se fijen las líneas generales de actuación. Este Plan Director debe servir de pauta para la redacción de los Planes Rectores de Uso y Gestión, instrumentos ya para la gestión de cada parque en particular.

14.

LOS ESPACIOS NATURALES PROTEGIDOS AUTONÓMICOS

La Ley 4/1989 de Conservación de los Espacios Naturales, además de los parques nacionales, contempla los espacios naturales protegidos como «aque-

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líos espacios del territorio nacional, incluidas las aguas continentales y los espacios marítimos sujetos a la jurisdicción nacional, incluidas la zona económica exclusiva y la plataforma continental, que contengan elementos y sistemas naturales de especial interés o valores naturales sobresalientes», y cuya protección obedezca a las siguientes finalidades: a) constituir una red representativa de los principales ecosistemas y regiones naturales existentes en el territorio nacional; b) proteger aquellas áreas y elementos naturales que ofrezcan un interés singular desde el punto de vista científico, cultural, educativo, estético, paisajístico y recreativo; c) contribuir a la supervivencia de comunidades o especies necesitadas de protección mediante la conservación de sus hábitats; colaborar en programas internacionales de conservación de espacios naturales y de vida silvestre de los que España sea parte (art. 10.1 y 2). A las Comunidades Autónomas se atribuye la declaración de las diversas clases de «espacios naturales protegidos» cuando estén situados íntegramente en su territorio, correspondiendo en otro caso al Estado dicha competencia (art. 21). Como organismo consultivo y de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas, la Ley crea la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza con dos Comités, el de Espacios Naturales Protegidos y el de Flora y Fauna Silvestres, del que forman parte un representante de cada Comunidad Autónoma y el Director del Instituto Nacional para la Conservación de ha Naturaleza (art. 36). Aunque la declaración de espacio natural protegido puede afectar tanto a propiedades públicas como privadas, aspiración de la Ley es que sean de titularidad pública, y por ello, prescribe que la declaración de un espacio como protegido lleva aparejada la de utilidad pública a efectos expropiatorios de los bienes afectados y el reconocimiento a la Administración competente de un derecho de tanteo y retracto en las transmisiones onerosas inter vivos (art. 10.3). Realmente las vinculaciones y limitaciones que conlleva la declaración de espacio natural protegido sobre la propiedad particular son de tal entidad que dicha declaración equivale a una expropiación, por lo que debería reconocerse el derecho de los titulares a ser expropiados y obtener, en consecuencia, el justiprecio correspondiente.

A)

CLASES

La Ley clasifica los Espacios Naturales Protegidos, en función de los bienes y valores a proteger, en alguna de las siguientes categorías: a) Parques; b) Reservas naturales; c) Monumentos naturales, y d) Paisajes protegidos. Los Parques son «áreas naturales, poco transformadas por la explotación u ocupación humana que, en razón a la belleza de sus paisajes, la representatividad de sus ecosistemas o la singularidad de su flora, de su fauna o de sus formaciones geomorfológicas, poseen unos valores ecológicos, estéticos, educativos y científicos cuya conservación merece una atención preferente». En los parques se podrá limitar el aprovechamiento de los recursos natu-

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rales, prohibiéndose en todo caso los incompatibles con las finalidades que hayan justificado su creación, facilitándose la entrada de visitantes con las limitaciones precisas para garantizar la protección de aquéllos (art. 13). Las Reservas Naturales son «espacios cuya creación tiene por finalidad la protección de ecosistemas, comunidades o elementos biológicos que, por su rareza, fragilidad, importancia o singularidad, merecen una valoración especial». En las reservas estará limitada la explotación de recursos, salvo en aquellos casos en que esta explotación sea compatible con la conservación de los valores que se pretendan proteger, quedando prohibida con carácter general la recolección de material biológico o geológico (art. 14). Son Monumentos Naturales «los espacios o elementos de la naturaleza constituidos básicamente por formaciones de notoria singularidad, rareza o belleza que merecen ser objeto de una protección especial. Se consideran también Monumentos Naturales, las formaciones geológicas, los yacimientos paleontológicos y demás elementos de la gea que reúnan un interés especial por la singularidad o importancia de sus valores científicos, culturales o paisajísticos» (art. 16). Y, en fin, son Paisajes Protegidos «aquellos lugares concretos del medio natural que, por sus valores estéticos y culturales, sean merecedores de una protección especial» (art. 17).

B)

RÉGIMEN DE INTERVENCIÓN

La intervención y gestión de los espacios naturales y las especies a proteger exigirá de las Administraciones competentes su planificación, por lo que la Ley crea los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales, cuyos objetivos y contenidos también precisa (art. 4). La aprobación de los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales corresponde a las Comunidades Autónomas, debiendo su contenido ajustarse a las Directrices para la Ordenación de los Recursos Naturales aprobadas por el Gobierno. Estas Directrices tienen naturaleza reglamentaria y por objeto la fijación, con carácter básico, de los criterios y normas que regulan la gestión y uso de los recursos naturales de acuerdo con lo establecido por la Ley 4/1989. La elaboración y aprobación de un Plan de Ordenación de los Recursos Naturales puede comenzar sometiendo determinados espacios a un régimen de protección preventiva, lo que se hará cuando de las informaciones obtenidas por la Administración competente se dedujera la existencia de una zona bien conservada, amenazada por un factor de perturbación que potencialmente pudiera alterar tal estado. El régimen provisional de intervención consiste en la obligación de los titulares de los terrenos de facilitar información y acceso a los representantes de la Administración competente con el fin de verificar la existencia de factores de perturbación que amenacen su estado y, en el caso de confirmarse la presencia de dichos factores, se iniciará de inmediato un Plan de Ordenación de los Recursos Naturales

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de la Zona sin perjuicio de la aplicación de alguno de los regímenes sobre espacios naturales protegidos que la ley prevé (art. 24). En todo caso, iniciado un procedimiento de elaboración de un Plan, no podrán realizarse actos que supongan una transformación sensible de la realidad física y biológica que imposibilite la consecución de los objetivos de dicho plan. Tampoco otorgar, hasta su aprobación, ninguna licencia, autorización o concesión que habiliten actos de transformación de la realidad ñ'sica o biológica sin el previo informe favorable de la Administración actuante. Asimismo dicho procedimiento incluirá necesariamente los trámites de audiencia a los interesados, información pública y consulta de los intereses sociales e institucionales afectados y de las asociaciones que persigan los mismos fines que la Ley (arts. 6 y 7). Una vez aprobados, los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales serán obligatorios y ejecutivos, siendo sus efectos los que establezcan sus propias normas de aprobación, prevaleciendo sus disposiciones sobre cualesquiera otros instrumentos de ordenación territorial o física existentes (art. 5).

15.

LA P R O T E C C I Ó N DE LA F L O R A Y FAUNA SILVESTRES

Una de las novedades de la Ley de 1989 sobre Espacios Naturales Protegidos frente a la de 1975 es, como dice en su Exposición de Motivos, «la decidida voluntad de extender el régimen jurídico protector de los recursos naturales más allá de los meros espacios naturales protegidos», estableciendo «las medidas necesarias para garantizar la conservación de las especies de la flora y la fauna silvestres, con especial atención a las especies autóctonas». A este efecto «se racionaliza el sistema de protección atendiendo preferentemente a la preservación de los hábitats y se transponen al ordenamiento jurídico español las directivas de la Comunidad Económica Europea sobre Protección de la fauna y la flora, entre ellas la número 79/409/CEE, relativa a la conservación de las aves silvestres». Ahora bien, ¿qué son la fauna y la flora silvestres? La Ley no da un concepto de las mismas sino que procede caso por caso a su determinación según la técnica formal de la catalogación, a cuyo efecto crea bajo la dependencia del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, con carácter administrativo y ámbito estatal, el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas. Las Comunidades Autónomas, en sus respectivos ámbitos territoriales, podrán establecer, asimismo, catálogos autonómicos de especies amenazadas (art. 30). Las especies, subespecies o poblaciones que se incluyan en dichos catálogos deberán ser clasificadas en alguna de las siguientes categorías: a) En peligro de extinción, reservada para aquellas cuya supervivencia es poco probable si los factores causales de su actual situación siguen actuando.

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b) Sensibles a la alteración de su habitat, referida a aquellas cuyo habitat característico está particularmente amenazado, en grave regresión, fraccionado o muy limitado. c) Vulnerables, destinada a aquellas que corren el riesgo de pasar a las categorías anteriores en un futuro inmediato si los factores adversos que actúan sobre ellas no son corregidos. d) De interés especial, en la que se podrán incluir las que, sin estar contempladas en ninguna de las precedentes, sean merecedoras de una atención particular en función de su valor científico, ecológico, cultural o por su singularidad (art. 29). Los efectos derivados de la inclusión en el Catálogo de una especie o población consisten, en primer lugar, en la aplicación de unas prohibiciones genéricas de cualquier actuación no autorizada con el propósito, tratándose de plantas, de destruirlas, mutilarlas, cortarlas o arrancarlas, así como la recolección de sus semillas, polen o esporas; y si se trata de animales, incluidas sus larvas, crías o huevos, de darles muerte, capturarlos, perseguirlos o molestarlos, así como la destrucción de sus nidos, vivares y áreas de reproducción, invernada o reposo. En ambos casos se prohibe poseer, naturalizar, transportar, vender, exponer para la venta, importar o exportar ejemplares vivos o muertos, así como sus propágulos o restos, salvo en los casos que reglamentariamente se determinen (art. 31). Sin embargo, las prohibiciones anteriores respecto de los animales quedarán sin efecto en los casos que podríamos considerar como de legítima defensa. Así, previa autorización administrativa del órgano competente, se puede dar muerte, dañar, molestar o inquietar intencionadamente a los animales silvestres, quedando sin efecto dichas prohibiciones, cuando concurra alguna de las circunstancias siguientes: a) Si de su aplicación se derivaren efectos perjudiciales para la salud y seguridad de las personas, b) Cuando de su aplicación se derivaren efectos perjudiciales para especies protegidas, c) Para prevenir perjuicios importantes a los cultivos, al ganado, los bosques, la caza, la pesca y la calidad de las aguas, d) Cuando sea necesario por razón de investigación, educación, repoblación o reintroducción, o cuando se precise para la cría en cautividad, e) Para prevenir accidentes en relación con la navegación aérea. Si por razones de urgencia no pudiera obtenerse la previa autorización administrativa se dará cuenta inmediata a la autoridad administrativa, que abrirá expediente para determinar la urgencia alegada (art. 28). De otro lado, la inclusión de una especie en el Catálogo obliga a la redacción por la Comunidad Autónoma de un Plan de Recuperación, de Conservación del Hábitat o de Manejo, en el que se definirán las medidas necesarias para eliminar el peligro de extinción o los riesgos que afecten a la flora o fauna protegidas (art. 31). La misma Ley 4/1989 ha sentado los principios básicos de protección de la caza y la pesca de especies no afectadas por las prohibiciones anteriores. A su vez, las respectivas Comunidades Autónomas han aprobado leyes de caza y pesca a las que hay que remitirse porque sustituyen a la Ley de Caza 1/1970, de 4 de abril, y a la Ley de Pesca Fluvial de 1907 y en ellas se con-

LOS MONTES Y LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA

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templan las medidas de intervención administrativa, antes reguladas en dichas leyes. Con carácter general la Ley 4/1989 ordena la conservación y fomento de las especies autorizadas para el ejercicio de la caza y la pesca continentales. A este efecto, la Comunidad Autónoma competente determinará los terrenos y las aguas donde puedan realizarse tales actividades, así como las fechas hábiles para cada especie. Además, los titulares de los derechos de caza y pesca en terrenos acotados deberán someterse a los planes técnicos que a tal efecto establezcan las Comunidades Autónomas y, en su caso, a los Planes de Ordenación de Recursos de la zona cuando existan (art. 33). En segundo lugar, el ejercicio de la caza y la pesca únicamente se reconoce a las personas que acrediten la aptitud y el conocimiento preciso de las materias relacionadas con dichas actividades, a cuyo efecto se someten a un examen, tras el cual se les expedirán las correspondientes licencias por las Comunidades Autónomas con validez en sus respectivos territorios. Previamente a su expedición, los interesados deberán presentar un certificado expedido por el Registro Nacional de Infractores de Caza y Pesca, dependientes del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (art. 35).

16.

LA POTESTAD SANCIONADORA EN LA PROTECCIÓN DE LA NATURALEZA

La Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres, atribuye también a la Administración una exorbitante potestad sancionadora en la línea de la que acabamos de exponer en materia de montes. En efecto, las cuantías de las multas pueden llegar hasta 50 millones de las antiguas pesetas, autorizándose al Gobierno para proceder por Decreto a su actualización teniendo en cuenta la variación de los índices de precios al consumo. Las multas en su grado máximo e inferiores que correspondan por las faltas leves, menos graves y graves se impondrán por el órgano competente de las Comunidades Autónomas y por la Administración del Estado en aquellos supuestos en que la infracción administrativa haya recaído en ámbito y sobre materias de su competencia (art. 39.3). Como es habitual en la responsabilidad administrativa —y en este caso, además, por mandato expreso del art. 45 de la Constitución—, el infractor deberá reparar el daño causado, reparación que tendrá como objetivo lograr, en la medida de lo posible, la restauración del medio natural al ser y estado previos al hecho de producirse la agresión. Para forzar al infractor a la reparación del daño se prevén multas coercitivas de hasta 500.000 pesetas (arts. 37 y 39.4). La tipificación de las infracciones la hace la Ley, sin perjuicio de lo que disponga al respecto la legislación autonómica de desarrollo y las leyes reguladoras de determinados recursos naturales. Las infracciones se califican, como se dijo, en leves, menos graves, graves y muy graves, atendiendo

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a su repercusión, a su trascendencia por lo que respecta a la seguridad de las personas y bienes y a las circunstancias del responsable, su grado de malicia, participación y beneficio obtenido, así como la irreversibilidad del daño o deterioro producido en la calidad del recurso o del bien protegido. La prescripción de las infracciones se establece en cuatro años, un año, seis meses y dos meses según su mayor o menos gravedad (arts. 39.1 y 41). La Ley aborda también en los términos constitucionalmente establecidos las relaciones entre esta potestad sancionadora de la Administración y la penal que corresponde a los Tribunales: «en los supuestos en que las infracciones pudieran ser constitutivas de delito o falta, la Administración pasará el tanto de culpa al órgano jurisdiccional competente y se abstendrá de proseguir el procedimiento sancionador mientras la autoridad judicial no se haya pronunciado. La sanción de la autoridad judicial excluirá la imposición de multa administrativa. De no haberse estimado la existencia de delito o falta la Administración podrá continuar el expediente sancionador, con base, en su caso, en los hechos que la Jurisdicción competente haya considerado probados» (art. 40). La previsión anterior tiene relevancia porque el artículo 325 y siguientes del Código Penal tipifican los delitos ecológicos, insertos en el Capítulo III «De los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente».

B I B L I O G R A F Í A : BASSOLS COMA: «Ordenación del territorio y medio ambiente: Aspectos jurídicos», RAP, 95; BOCANEGRA: Los montes vecinales en mano común, Madrid, 1986: BAUER, E.: Los Montes de España en la Historia, Madrid, 1991; BUSTILLO BOLADO, R., y MENÉNDEZ SEBASTIÁN, E.: Desarrollo rural y gestión sostenible del monte; ESTEVE PARDO: Realidad y perspectivas de la ordenación jurídica de los montes, Madrid, 1995; FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: «Parques nacionales y protección de la naturaleza», REDA, 5, 1975; GARCÍA DE ENTERRÍA: Las formas comunitarias de propiedad forestal y su posible proyección futura, Madrid, 1996; GUAITA: Régimen jurídico-administrativo de los montes, Santiago, 1956; LÁZARO BENITO: La ordenación constitucional de los recursos forestales, Madrid, 1993; LÓPEZ RAMÓN: La conservación de los espacios naturales protegidos, Zaragoza, 1980; Principios de Derecho forestal, Navarra, 2002; MARTÍN MATEO: Derecho ambiental. Madrid, 1997; MARTINRETORTILLO, L.: «Aspectos administrativos de la creación y funcionamiento de los parques nacionales», REDA, 6, 1975; MENDOZA OLIVÁN: «Los derechos públicos de preferencia adquisitiva en materia forestal», RAP, 129; MORENO MOLINA: La protección ambiental de los bosques, Madrid, 1998; NIETO: LOS bienes comunales, Madrid, 1964; «La vía jurisdiccional en materia de deslindes y montes catalogados y otras cuestiones forestales en la jurisprudencia del Tribunal Supremo», RAP, 86; OBRAS COLECTIVAS: Conferencias sobre Derecho y propiedad forestal, Madrid, 1976; La vinculación de la propiedad privada por planes y actos administrativos, Madrid, 1976; Comentarios sistemáticos a la Ley 43/2003 de Montes. Estudio de derecho estatal y autonómico, Navarra, 2005.

CAPÍTULO VII MINAS

SUMARIO: 1. LOS SISTEMAS DE ATRIBUCIÓN DE LA PROPIEDAD MINERA. DERECHO C O M P A R A D O . - 2 . EVOLUCIÓN DEL DERECHO ESPAÑOL. - A) El primitivo sistema regaliano. - B) La libertad de investigación. Las Ordenanzas de Felipe II. — C) La influencia francesa en la moderna legislación y Administración de minas. — D ) Hacia un sistema más liberal.-E) La crisis del l¡beralismo.-3. SISTEMA Y LEGISLACIÓN VIG E N T E . - 4 . CLASIFICACIÓN DE LOS RECURSOS MINEROS. REGLAS COMUNES A TODAS LAS SECC I O N E S . - 5 . NATURALEZA Y APROVECHAMIENTO DE LAS R O C A S . - 6 . AGUAS MINERALES Y TERMAL E S . - 7 . RESIDUOS DE ACTIVIDADES MINERAS Y ESTRUCTURAS SUBTERRÁNEAS.-8. RÉGIMEN DE LOS MINERALES: EXPLORACIÓN, INVESTIGACIÓN Y C O N C E S I Ó N . - 9 . EL RÉGIMEN DE LOS HIDROCARBUROS - 1 0 . LOS CONFLICTOS DE LA MINERÍA CON EL MEDIO AMBIENTE. — 1 1 . EL ESTADO, EMPRESARIO MINERO. PRIVATIZACIONES Y RESERVAS.-BIBLIOGRAFÍA

1.

LOS SISTEMAS DE ATRIBUCIÓN DE LA PROPIEDAD MINERA. DERECHO COMPARADO

Los principios relativos a la propiedad de las minas han variado con los tiempos y los pueblos. Mientras que en Atenas las minas se atribuían al Estado, en Roma se inicia el sistema fundiario en el que las minas son del dueño de la superficie. La mina es, pues, una dependencia de la propiedad inmobiliaria que el dueño puede cultivar directamente, dejar inactiva o ceder a otro su aprovechamiento. En las Constituciones de los Emperadores romanos ya se reconoce un cierto derecho de soberanía del Estado sobre las minas (Código de Justiniano L. XI, T. IV), que dará paso en la Edad Media al sistema regaliano de atribución al monarca (o al Estado, cuando en el constitucionalismo le suceda como titular de la soberanía) de la propiedad de los minerales, ejerciendo sobre ella una triple facultad: a) determinar el destino de la propiedad subterránea atribuyendo el derecho de explotación a determinadas personas, o bien reservándose la explotación directa; b) vigilar su explotación en relación con el orden público, la conservación del suelo y la seguridad de los obreros; c) percibir un tributo sobre los productos obtenidos por el explotador de la mina.

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Una variante del sistema regaliano es el llamado industrial, que impone la regla de que la concesión se otorgue a aquella persona que acredite una mejor explotación de la mina, sin perjuicio de las indemnizaciones debidas al dueño de la superficie y de reconocer un premio a favor del descubridor. El sistema anglosajón y también germánico de la ocupación pone el acento en la conveniencia de estimular la investigación de las minas, lo que fomenta atribuyendo su propiedad al descubridor. La mina es de quien primeramente la registra y prueba su existencia. El sistema regaliano está prácticamente vigente en el Derecho francés hasta la Revolución, que pone las minas a disposición de la Nación, pero entendiendo esa nacionalización como un traspaso de los derechos de la Corona en favor de los propietarios de la superficie (Ley de 28 de julio de 1791). Se trata, pues, de una versión del sistema fundiario o de la accesión, pues se reserva a los propietarios el derecho a explotar los yacimientos que pudieran existir hasta cien pies de profundidad, y un derecho de preferencia para la obtención de la concesión más allá de este límite, declarando la caducidad de las antiguas concesiones en favor de los propietarios de la superficie. Esta Ley dejó las minas sin control, sin actividad, sin producción. Una catástrofe que remedió la más perfecta, famosa e influyente ley europea de minas, la napoleónica de 21 de abril de 1810. Esta Ley instaura el sistema industrial: es el Gobierno quien concede la propiedad de las minas a perpetuidad a aquellos que se presumen capaces de explotarlas de la mejor forma posible. A este efecto, organiza un sistema de peticiones en competencia que decide en favor de quien considera más apto. El concesionario, por su parte, queda sujeto a las siguientes obligaciones: a) Pagar al propietario del suelo dos indemnizaciones: una suma determinada en el acto de concesión en compensación de los derechos del propietario sobre los productos de la mina, pero que no se entiende como una parte de los beneficios y que debía ser de poca entidad, y otra, por los daños y perjuicios que en la superficie originase la explotación, indemnización que podía llegar a convertirse en una expropiación obligatoria si la explotación de la mina hacía imposible el cultivo de la superficie, y en la que el terreno adquirido debía justipreciarse al doble de su valor (art. 44). b) Si el concesionario no había sido el descubridor de la mina, debía satisfacer a éste una indemnización proporcional al mérito del hallazgo y al valor de aquélla. c) En favor del Estado, los concesionarios quedaban obligados a pagar un canon fijo en función de la superficie de la mina y un canon proporcional, no superior al 5 por 100 del producto neto, que se percibía como una contribución territorial. Los concesionarios no podían dividir o unir minas sin autorización, lo que debía someterse a la vigilancia de la Administración y podían ser obligados a participar en trabajos comunes formando los correspondientes sindicatos con otros miembros. Para garantizar la aplicación del sistema se potencia la Administración minera con la reglamentación del Consejo General de Minas, el Cuerpo de Ingenieros de Minas y la Escuela Imperial de Minas, cuyos orígenes estaban

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ya en el Anden Régime. (Arrét del Consejo Real de 19 de marzo de 1783, Ordenanza de 5 de diciembre de 1816). Esa regulación llega prácticamente sin alteraciones hasta 1919 en que se suprime la perpetuidad de las concesiones, limitándolas a cincuenta años, y que después se restablece con la codificación de la legislación minera de 1955/1956, que deroga formalmente la venerable Ley de 1810, aunque siga fiel a su sistema en líneas generales. A la temporalidad se vuelve de nuevo en 1977, momento a partir del cual aparece en la legislación la preocupación por cohonestar las explotaciones mineras con el respeto al medio ambiente (estudios de impacto). La importancia del sistema napoleónico no sólo estriba en su perfección técnica y en el hecho de haber sabido crear al servicio de la industria minera una eficaz Administración, que todavía perdura, sino también en la decisiva influencia que tuvo en la legislación de otros países del Mercado Común: Bélgica, Luxcmburgo y Países Bajos se reclaman herederos de la Ley napoleónica de 1810, cuyos preceptos están hoy más vigentes en sus legislaciones que en la propia Francia. En Italia la unificación del Derecho minero no llega hasta el Decreto legislativo de 29 de julio de 1927, que establece un régimen uniforme que puede adscribirse al sistema industrial o francés. La concesión, único título para adquirir el derecho al aprovechamiento, se otorga siguiendo unos trámites de competencia que permiten a la Administración seleccionar aquellas personas que, a su juicio, presentan una superior idoneidad técnica y económica. El descubridor, a quien en todo caso se le reconoce el derecho a un premio, sólo tiene preferencia para la explotación de la mina si tiene la suficiente idoneidad a juicio de la Administración. La legislación de los otros países del Mercado Común Europeo ofrece soluciones muy diversas del sistema industrial hasta aquí contemplado. En Inglaterra e Irlanda del Norte, conforme al espíritu del «Contmon law», el propietario del suelo, como en el Derecho romano clásico, se reserva un derecho sobre los minerales subyacentes, pero con dos excepciones: de una parte, el oro y la plata son una propiedad tradicional de la Corona; de otra, los hidrocarburos y el carbón han sido nacionalizados y son propiedad del Estado o de organismos estatales. En todo caso, un texto de 1923, la Working Facilities and Support Act, permite en algunos casos suplir las negativas de explotación o las excesivas pretensiones de los dueños de las superficies a través de un proceso judicial que habilita para una investigación y una concesión de explotación. Para que nada falte en ese variado mosaico legislativo de los países comunitarios, los países de influencia germánica (Alemania, Dinamarca y Grecia) ofrecen un Derecho minero tradicionalmente inspirado en el principio de la apropiación o de libertad de ocupación: la investigación es libre y el derecho a explotar se atribuye a aquel que descubre un yacimiento, constituyendo éste un bien raíz completamente distinto de la propiedad del terreno superficiario. Los recursos mineros son, pues, verdaderamente una res nullius. Siguiendo esa inspiración, aunque ya más rebajada por el reconocimiento de importantes poderes a la Administración, la Ley unificadora del Derecho minero de la República Federal de Alemania de 13 de agosto de 1980 atribuye el derecho de explotación de la mina —que ahora, frente a la perpetuidad anterior, ya no puede superar los cincuenta años— al que a través de un permiso de investigación la ha descubierto, limitándose a supuestos muy específicos la posibilidad de negar la concesión (FERNÁMDEZ-ESPIMAR).

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2.

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EVOLUCIÓN DEL DERECHO ESPAÑOL

Tras lo expuesto se podrá entender y calificar con más precisión el sistema español de minas, tanto histórico como vigente. En general, puede decirse que no es un sistema puro, sino que hay en él elementos propios de diferentes sistemas. Los textos históricos nos muestran su origen en el sistema regaliano más estricto, que atribuye al Rey la propiedad de las minas, consideradas una más de las regalías menores, y que se traduce en la reserva a la Corona de los dos tercios de su producción neta. El descubrimiento de América y la explotación eficaz de los enormes y valiosos recursos minerales del nuevo continente resulta incompatible con el sistema regaliano. Por ello se produce un giro de ciento ochenta grados que lleva al sistema de ocupación calificado de libertad de minas o sistema español, que consiste en atribuir las minas a su descubridor de forma automática y que se encuentra vigente todavía en buena parte de los países americanos. Ya en el siglo xix, España no se libra —para su ventura— de la influencia de la Ley napoleónica de 1810, que inspira directamente el régimen jurídico del Real Decreto de 1825 y las bases organizativas de la Administración minera y el sistema fiscal de las minas, que llegan prácticamente hasta nuestros días. Sin embargo, el Derecho español no acepta el criterio propio del sistema industrial o francés de atribución del aprovechamiento minero a quien, a juicio de la Administración, es capaz para su explotación, sino que, fiel a su tradición, continúa reconociendo una preferencia al descubridor de la mina. Sistema regaliano y sistema de ocupación o libertad de investigación con atribución del aprovechamiento al descubridor, inspiran, en definitiva, el Derecho minero español, pero en proporción variable según las diversas fases de su evolución histórica.

A)

El. PRIMITIVO SISTEMA REGALIANO

En el Fuero viejo de Castilla, promulgado por Alfonso VIII (1138), aparece en toda su pureza el sistema regaliano: «todas las minas de oro e plata e plomo o de otra guisa cualquiera que minera sea, en el senyorío del Rey, ninguno no sea de labrar en ellas sin mandado del Rey». También ocurre así en las Partidas, al incluir las minas entre las regalías menores: «las rentas de los puertos y de los portazgos, que dan los mercaderes por razón de las cosas que sacan o meten en la tierra e de las rentas de las sardinas o de las pesqueras, e de las ferrerías, e de los otros metales, e los pechos, e de los tributos que dan los ornes son de los Emperadores e de los Reyes» (Ley V, Título XV de la Partida XXII de Ley XI, Título XXVIII, Partida III).

MINAS

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El Ordenamiento de Alcalá (1348) confirma siglos después el sistema regaliano: «son propias del Señorío Real: todas las mineras de plata y oro y plomo, y de otros cualquier metal de cualquier guisa que se hallen en nuestro Señorío Real... y por ello mandamos que recurran a Nos con las rentas de todo ello, y que ninguna sea osado de se entremeter en ellas, salvo aquellos a quien los Reyes pasados nuestros progenitores, o Nos lloviéramos dado por privilegio o los hoviesen ganado por tiempo inmemorial».

B)

LA LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN. LAS ORDENANZAS DE FELIPE II

Con Juan I (Briviesca, 1387) tiene entrada formal el nuestro sistema —sin perjuicio del principio regaliano y complementario con él— la libertad de investigación, al disponerse la más completa para realizar trabajos mineros: «de aquí en adelante todas las dichas personas (vecinos y moradores de las villas) puedan buscar y catar y cavar en sus tierras y heredades las dichas mineras de oro y plata, azogue y de estaño, y de piedras y otros metales y que los puedan otrosí buscar y cavar en otros cualquier lugares, no haciendo perjuicio unos a otros en los cavar y buscar faciéndolo con licencia de su dueño; y de todo lo que se hallare de los dichos mineros se parta de esta manera: lo primero, que se entregue y pague dello el que lo sacare de toda la costa que hiciera en cavar y lo sacar, y en lo que al que sobrare, sacada la dicha costa, la tercia parte sea para el que lo sacare, y las otras dos partes para Nos». Las Ordenanzas de Felipe II (El Escorial, 22 de agosto de 1584) profundizan el sistema de ocupación o de libertad de investigación, estableciendo una muy completa regulación para las minas de oro, plata, azogue y otros metales que ha estado en vigor cerca de tres siglos, basada en el principio de la más completa libertad para naturales y extranjeros de investigar y de registrar minas y adquirir la propiedad y posesión de éstas. La mina, una vez descubierta, se atribuye al primero en registrar el hallazgo ante la Justicia de Minas «que las hayan y sean propias en posesión y propiedad, y que puedan hacer y hagan de ellas como de cosa propia suya», artículos 2 y 17 de las Ordenanzas). Se configura así una propiedad especial que debe ajustarse a las condiciones de la Ordenanza, entre las que no falta la obligación de laboreo de los yacimientos («ordenamos que todos sean obligados a tener sus minas pobladas, por lo menos con cuatro personas cada mina o pertenencia») y de cumplir con una nueva fiscalidad («guardando así en lo que nos han de pagar por nuestro derecho»), fiscalidad que es más moderna, más ajustada a la realidad y proporcional a la riqueza del mineral, para no desanimar la iniciativa privada, cifrándose ordinariamente en la quinta parte del valor neto de las extracciones: el famoso quinto real. La explotación de las minas de carbón fue potenciada por Carlos III con el objeto de reducir el consumo de leña que tanto perjudicaba a los bosques, decretándose para ello (Resolución de 15 de agosto de 1780 y Real Orden de 28 de noviembre de 1789) el libre beneficio y tráfico del mineral para los propietarios de la superficie, con arreglo a las leyes y ordenanzas de minas pero con la «diferencia de no estar sujetos al derecho de quinto, diezmo,

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treintena, ni otro de los que se acostumbran exigir por la Real Hacienda en las minas de metales».

C)

LA INFLUENCIA FRANCESA EN LA MODERNA LEGISLACIÓN Y ADMINISTRACIÓN DE MINAS

En el siglo xix, con el Real Decreto de 4 de julio de 1825, elaborado por el sabio Elhuyar que había sido Director de las minas de México desde 1788 hasta 1821, se inicia el periodo «constituyente del moderno Derecho minero, caracterizado por la adopción sistemática de unas normas que regulaban la tramitación de los expedientes mineros sobre registros y denuncio, y por el establecimiento de una organización administrativa con funcionarios dedicados exclusivamente a ejercer las potestades gubernativas, recaudatorias y judiciales que el Real Decreto de 1825 les había otorgado» (Fernández-Espinar). Por lo demás, esta disposición, como todo el sistema de administración que instaura, está muy influida por el prestigio de la Ley francesa de 1810 y de la Administración napoleónica creada a su servicio. El sistema se funda, como decía el previo informe de la Junta de Minería, en el principio regaliano que restringe la propiedad sobre un terreno a la superficie y a lo que en ella nace, «reservando las cavidades subterráneas y lo que en ellas se encierra a la propiedad de la Corona en los Gobiernos monárquicos y nacional o del Estado en los populares», los cuales «pueden ceder a otros bajo las condiciones que quieran imponer el ejercicio de este derecho... sujetando al que obtiene la concesión a que se las venda a él precisamente o que le dé una parte determinada disponiendo libremente del resto, o a que le pague una retribución en dinero quedándose con toda la cosa extraída; y puede finalmente imponerle otras condiciones, bajo la expresa o tácita de que no cumpliéndolas todas cesen los efectos de la concesión...». En cualquier caso, la depurada técnica de la legislación de 1825 se debe a la influencia directa de la Ley napoleónica de 1810, de la que se copian, prácticamente, las técnicas administrativas de la autorización y la concesión, la regulación procedimental, el carácter perpetuo de la concesión y su contenido obligacional respecto del Estado (canon de superficie y porcentaje sobre el producto neto o canon de producción). Lo que distingue una y otra regulación es el carácter reglado del otorgamiento de la concesión en España, que ha de hacerse en favor del primer denunciante de la mina v no en favor de quien discrecionalmente la Administración estima más apto para su explotación, como en Francia. En todo caso, estos automatismos quedaban en la práctica muy reducidos por la reserva de las más importantes minas a la Corona, que las utilizaba como garantía de los empréstitos a los banqueros extranjeros para paliar la situación de bancarrota pública de la época. No obstante la perpetuidad, la concesión minera era revocable por incumplimiento del deber de explotación o por dar lugar a problemas de seguridad pública (art. 30 del Real Decreto de 1825), lo que también coincide

MINAS

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con el artículo 49 de la Ley francesa de 1810 que reconocía al Gobierno el derecho de revocar las concesiones en el caso de que la explotación fuese restringida o suspendida de forma que se perturbase la seguridad o las necesidades de los consumidores. Fundamental en este período constituyente es la Instrucción de 18 de diciembre de 1825, que, también bajo fuerte inspiración francesa, sienta las bases de nuestra Administración minera al aprobar el primer Reglamento del Cuerpo de Ingenieros de Minas y regular la estructura y funciones de la Dirección General, las Inspecciones de Distrito, la Sección de Ingenieros y la Escuela de Minas que se ubica en Almadén. Esta organización pública, al fin y al cabo todavía absolutista, impone el principio de unidad de poder con la creación de una Jurisdicción minera a cargo de la Dirección General de Minas y de los Inspectores de Distrito (y con antecedentes en los Tribunales de la Minería de América). Se trata de una Jurisdicción gubernativa, directiva y contencioso-económica, como se la denomina en la Instrucción, que conoce de los conflictos mineros (registros, denuncios, invasión de pertenencias, desagües, barrenos, rescates, compras de minerales, contratos sobre minas y oficinas de beneficio, etc.), con exclusión de los Tribunales ordinarios, y «al estilo de comercio, verdad sabida y buena fe guardada». Si en los conflictos se plantean cuestiones de Derecho se consulta a un asesor letrado, nombrado por el Rey a propuesta de la Dirección. Esta Jurisdicción va a durar hasta su supresión por la Ley de Minas de 1849 y el pase de asuntos a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa que se había creado en 1845. Otra novedad de 1849 es la sustitución de la Corona por el Estado en la asignación de la titularidad de las minas. Nuestro sistema será ya entonces francés prácticamente al cien por cien. D)

HACIA UN SISTEMA MÁS LIBERAI.

Pero la Ley de 1849 hizo más insegura la situación de los concesionarios mineros al tipificar dos nuevas causas de caducidad: el transcurso de seis meses sin haber comenzado las labores mineras y la explotación codiciosa que dificultara o imposibilitara el ulterior aprovechamiento del mineral. Estos y otros poderes de la Administración se ven con extraordinario recelo desde la perspectiva del liberalismo más progresista que se había establecido con motivo de la Revolución de 1868, lo que determina una reacción contra el sistema excesivamente interventor. Esa es la razón de ser del Decreto-ley de Ruiz Zorrilla de 29 de diciembre de 1868, que aprueba las Bases Generales para la nueva Legislación de Minas, y en cuya Exposición de Motivos luce claramente la transposición al régimen minero de la doctrina liberal de inspiración norteamericana, que expresamente se invoca, y desde la que se descalifica además el principio regaliano o estatalista, sea monárquico o no, en términos de gran actualidad: «La propiedad de la minería, como en todos los ramos de la industria humana, es tanto más fecunda cuanto menos cuesta adquirirla y más firme

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es su posesión; pero ambas condiciones faltan en España para el propietario de las minas, y por faltar, esta fuente de riqueza se estanca y se esteriliza, y brotan abusos, obstáculos y complicaciones sin cuento. Larga tramitación en las oficinas, investigaciones previas para hacer constar la existencia de mineral, restricciones no escasas para la concesión; esto en primer término, y más tarde ese amago constante de despojo: tal es la situación a que está reducida esta importantísima industria y esta clase importantísima de propiedad, si semejante nombre merece el efímero disfrute de lo que, si hoy se posee de hecho, mañana, a una simple denuncia, queda en litigio; y que si del denunciador triunfa, es tras largos trámites y con pérdida de la paciencia, de la tranquilidad y del tiempo que a fomentar la mina y no a defenderla de la malicia ajena debió emplearse. Faltan, pues, en la industria de que se trata, si al nivel de las demás ha de llegar, dos condiciones: facilidad para conceder, seguridad para explotar (...). En cuanto al temor de que, una vez concedida la mina, el dueño de ella la pudiera dejar inexplotada, es de todo punto infundado, porque, en primer lugar, la cuota que anualmente paga es un estímulo aun mayor en su propio interés, y es sobre todo principio absurdo, antisocial y disolvente el de arrancar a un propietario lo suyo porque no lo explota, porque lo explota mal o porque la manera de explotarlo no satisface a la Administración; con estos principios y con la actual Ley de Minas aplicada a las demás industrias, la propiedad desaparecería bien pronto, y España se trocaría en un inmenso taller nacional o en un inmenso caos comunista (...). Porque en la industria minera la parte aleatoria es mayor que en las demás industrias; por esto mismo y para compensar tal desventaja debe cuidarse de no oprimirla artificialmente; porque vive, por así decirlo, bajo tierra y ahogada en estrechas galerías, necesita para sus faenas más aire de libertad.»

Esas Bases, que van a convivir con la Ley y Reglamentos anteriores, declarados subsistentes salvo en aquellas prescripciones que se derogan por ser contrarias a la reforma, tienden a asegurar los tres principios siguientes: facilidad para la obtención de la concesión; seguridad en la posesión, y deslinde claro y preciso entre el suelo y el subsuelo. Desde entonces, la concesión de las minas se entenderá a perpetuidad constituyendo una verdadera propiedad separada de la propiedad del suelo, régimen que va a pervivir hasta la Ley de Minas de 1944. Así, aunque en 1868 se hable todavía del dominio del Estado sobre las minas, se hace en el sentido de favorecer al máximo la propiedad privada sobre ellas, pues cuando se hallaban en terreno de particulares el Estado sólo se reservaba el derecho de cederlas a quien solicitase su explotación si el dueño no las explotaba por sí. El que obtuviera la concesión estaba sujeto al pago de un canon para desanimar su infrautilización, pero mientras cumpliese con su pago la Administración no podía privarlo del terreno concedido, fuese cual fuese el grado en que lo explotase (arts. 8 y 9 del Decreto-ley de 1868). En el contexto de esa legislación liberal se comprende, por último, el sentido de la calificación que el artículo 339 del Código Civil realiza de las minas como bienes de dominio público afectados a la riqueza nacional, pero sólo «mientras no se otorgue su concesión», punto de arranque del inicio de una verdadera propiedad particular.

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E)

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LA CRISIS DEL LIBERALISMO

El punto de vista más liberal, que da lugar a las Bases de la Legislación Minera aprobadas por Decreto-ley de 29 de diciembre de 1868, quiebra con motivo de la escasez de materias primas originada en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Esta circunstancia desencadena una política de reservas mineras en favor del Estado y el incremento de las obligaciones de laboreo (Real Decreto de 1 de octubre de 1914, Ley de 7 de diciembre de 1916 y Ley Cambó de 24 de julio de 1918 de sales potásicas), intervencionismo que se incrementa después de la guerra civil (1936-1939) en la legislación del General Franco, que, inspirada en la italiana, persigue una regulación que responda más adecuadamente al carácter del nuevo Estado «en los aspectos de mantener íntegramente la soberanía nacional y de salvaguardar y utilizar debidamente el tesoro minero de nuestra Patria, tan intensamente ligado a su defensa y economía...» (Ley de 7 de julio de 1938), y, en este sentido, regula las reservas para la explotación directa por el Estado, impone una mayor intervención en el régimen de explotaciones y termina liquidando las concesiones a perpetuidad (art. 126 de la Ley del Patrimonio del Estado). Esos son, ciertamente, los rasgos de la legislación del período del Régimen del General Franco, en el que se dicta la Ley de Minas del 19 de julio de 1944, y la actualmente vigente Ley 22/1973, de 21 de julio, reglamentada por Real Decreto 2857/1978, de 25 de agosto, así como la Ley de Investigación y Explotación de Hidrocarburos 21/1974, de 27 de junio (Reglamento aprobado por Real Decreto de 30 de julio de 1976).

3.

SISTEMA Y LEGISLACIÓN VIGENTE

El legislador de 1973 justificó la sustitución de la Ley de 1944 en la conveniencia de acentuar el intervencionismo para evitar «la comprobada inactividad en gran parte de los registros mineros, el reconocimiento insuficiente de muchos yacimientos, su deficiente aprovechamiento a causa de la utilización de procedimientos y técnicas anticuadas, el minifundismo existente y otros factores similares». En ese sentido se procede a una nueva clasificación de los recursos mineros, se crea la figura del permiso de exploración separada de la del permiso de investigación, se perfilan las técnicas y clases de reservas de minas en favor del Estado, se organizan concursos públicos para la adjudicación de los terrenos francos y, sobre todo, se acaba con la perpetuidad de las concesiones que a partir de ahora lo son por un período de treinta años, prorrogable por plazos iguales hasta un máximo de noventa. El legislador aprovechó la promulgación de la Ley para terciar, indebidamente, en las discusiones doctrinales sobre la naturaleza jurídica de las minas, y pasó a definirlas como bienes de dominio público, preteniendo la

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Exposición de Motivos que ésa ha sido la calificación tradicional en nuestro Derecho. Grave error, o quizá puro cinismo legislativo, porque, según se ha referido en extenso en este capítulo, una cosa es que la titularidad de las minas se atribuya a la Corona, a la Nación o al Estado, como han hecho las diversas leyes de la minería, y otra muy distinta que las minas, una vez concedidas, sean bienes de dominio público, confundiendo, único caso en el Derecho comparado, el trigo con las témporas. En efecto, la jurisprudencia civil y contencioso-administrativa tradicionales, aplicando la regla del Código Civil de que las minas sólo son de dominio público mientas no se otorga su concesión, entendieron que una vez concedida la mina era propiedad privada del concesionario, con las mismas condiciones de seguridad que las demás propiedades reconocidas por el Estado (Sentencias de 20 de octubre y 7 de diciembre de 1887, 27 de diciembre de 1883, 16 de junio de 1899, 31 de marzo de 1900 y 26 de marzo de 1901). Esta tesis de la propiedad privada, si bien especial por estar limitada y administrativamente intervenida, la asumió también la doctrina más autorizada (CASTÁN, GASCÓN y MARÍN), y es la tesis que, en d e f i n i t i v a , aquí se

defiende por considerarse, aparte de lo dicho, que el régimen jurídico de las minas está más cerca del de otras propiedades especiales —como la intelectual— que del régimen jurídico de las plazas, las calles, los ríos o las riberas del mar. La Constitución de 1978 no trae ningún cambio significativo en la política ni en la legislación minera. Sin embargo, en el quicio del cambio de régimen se aprueban importantes disposiciones en la materia, como el reglamento de la Lev vigente (Real Decreto 2857/1978) y la Ley de Fomento de la Minería (Lev 6/1977). No obstante el nuevo modelo territorial que deriva de la Constitución conlleva una reducción sustancial de las competencias del Estado en favor de las Comunidades Autónomas, ya que el artículo 149.1.25 CE se limita a reservar al Estado la competencia exclusiva para fijar las bases del régimen minero y energético. A partir de aquí, son las Comunidades Autónomas quienes ostentan la competencia de desarrollo legislativo y, así, cabría citar, entre otras, las leyes autonómicas que regulan aspectos tales como las aguas minerales y termales, la seguridad de las instalaciones mineras (Ley 2/1985 de Asturias) o la protección de espacios naturales afectados por las actividades extractivas (Ley 12/1981, de Cataluña). Asimismo, a las Comunidades Autónomas corresponde la competencia ejecutiva, pues son ellas las que otorgan las autorizaciones para el aprovechamiento de los recursos de las Secciones A) y B) salvo las de las estructuras subterráneas destinadas al almacenamiento de materiales energéticos; los permisos de exploración, investigación y de las concesiones de explotación de los recursos de las Secciones C) y D) siempre que no sobrepasen el territorio de la Comunidad Autónoma; la autorización, inspección y vigilancia de los trabajos de explotación y, finalmente, la potestad sancionadora. La intervención del Estado en este sector ha quedado, por el contrario, limitada a la elaboración de las bases del régimen minero, la planificación y coordinación de la actividad minera en todo el territorio nacional y los fondos marinos sometidos a la

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soberanía nacional, la aprobación de las normas básicas sobre seguridad y policía minera y protección del medio ambiente en las actividades mineras y, finalmente, el otorgamiento de títulos mineros que afecten a las aguas territoriales, la zona económica o cuando superen el territorio de una Comunidad Autónoma (FERNÁNDEZ ESPINAR). La entrada en el Mercado Común ha motivado, por último, la promulgación del Real Decreto Legislativo 1303/1986, de 28 de junio, para adaptar nuestra legislación al Derecho comunitario con el que resultaba incompatible en materia de constitución de sociedades y domicilio social de las empresas, participación de capital extranjero e intervención de no españoles en los consejos, en la dirección, en el personal técnico y en la mano de obra.

4.

CLASIFICACIÓN DE LOS RECURSOS MINEROS. REGLAS COMUNES A TODAS LAS SECCIONES

Nuestra legislación consagra desde el Real Decreto de 1825 una clasificación de los recursos minerales en función de la menor o mayor presencia de las sustancias que regula, de su naturaleza y de su correlativo mayor o menor valor. Una clasificación al servicio, obviamente, de una graduación de la intensidad de la intervención administrativa y de un diverso régimen jurídico en la titularidad y utilización. Los recursos más abundantes y de más frecuente y general utilización, sobre todo para la construcción, se venían designando como rocas, y los más escasos y de mayor valor como minerales. Esta distinción llega con algunas variantes hasta la Ley de 1944, que clasifica las sustancias minerales en dos Secciones: A) rocas y B) minerales. La Ley vigente ha complicado la cuestión y ha establecido una clasificación tripartita que, por Ley de 5 de noviembre de 1980, pasa a cuatripartita al crearse una Sección D) para los minerales o sustancias energéticas que no sean hidrocarburos. No obstante el criterio central que preside esta clasificación sigue siendo , básicamente el económico del menor o mayor valor de los diversas sustancias, aunque ahora ya combinado con la importancia económica de la explotación. Sección A), de las rocas: Comprende, por una parte, los yacimientos minerales y demás recursos geológicos cuyo aprovechamiento único sea el de obtener fragmentos de tamaño y forma apropiados para su utilización directa en obras de infraestructura, construcción y otros usos que no exigen más operaciones que las de arrancado, quebrantado y calibrado. Pero además, forman parte de esta sección los yacimientos minerales que reúnan conjuntamente las siguientes condiciones: que el valor anual en venta de sus productos no alcance una cantidad superior a cien millones de pesetas, que el número de obreros empleados en la explotación no exceda de diez y que su comercialización directa no exceda sesenta kilómetros a los límites del término municipal donde se sitúe la explotación (RD 107/1995) Esto es, los yacimientos minerales cuya explotación tenga una escasa importancia económica.

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Sección B), aguas y estructuras: comprende las aguas minerales y termales, los yacimientos formados como consecuencia de operaciones reguladas en la legislación minera (fundamentalmente, escoriales) y las estructuras subterráneas. Esta sección tiene algo de artificioso, pues comprende elementos de muy distinta significación. Las aguas minero-medicinales se integraban antes con los minerales propiamente dichos en la antigua Sección B); mientras que los escoriales o desechos producidos por el laboreo de las minas se consideraban, como las rocas, arcillas y arena, formando parte de la Sección A). Por último, el sometimiento a la legislación minera de las estructuras subterráneas y su regulación es una novedad de la Ley de Minas de 1973. Sección C), minerales en general: comprende los yacimientos y recursos mineros no incluidos en las secciones anteriores, salvo los que tienen valor energético. Sección D), minerales energéticos: comprende el carbón y los minerales radiactivos, los recursos geotérmicos, las rocas bituminosas y cualesquiera otros yacimientos minerales o recursos geológicos de interés energético que el Gobierno acuerde incluir en esta sección. Todavía cabe hablar de una nueva clase de minerales: los hidrocarburos líquidos y gaseosos, que cuentan, como se dijo, con una legislación especial que sigue las líneas maestras del régimen jurídico de los minerales. La legislación minera, como ocurre también con la de aguas, desdeña y excluye de la inteivención de la Administración los yacimientos mínimos que originan una extracción ocasional y de escasa importancia, siempre que su extracción y aprovechamiento se lleve a cabo por el propietario para su uso exclusivo y no exija la aplicación de la técnica minera. Fuera de este último supuesto, la manipulación de los materiales comprendidos en las restantes secciones se sujeta a reglas comunes, que en resumen de GUAITA, son las siguientes: a) Es necesaria la autorización o concesión administrativa, según los casos, para iniciar cualquier actividad extractiva. También se exige autorización administrativa para las transmisiones o gravámenes de derechos mineros, que sin ella no serán válidas en ese orden, sin perjuicio de los efectos que puedan producir entre las partes con arreglo al Derecho civil. b) Las incompatibilidades entre aprovechamientos de distintas sustancias que coinciden en un mismo terreno se resuelven en favor de aquel que sea de mayor utilidad pública, debiendo los favorecidos por la preferencia indemnizar a los titulares de derechos sobre los sacrificados, con arreglo a la legislación de expropiación forzosa. c) Los que aprovechan los yacimientos están obligados a indemnizar todos los daños y perjuicios que causen a los dueños de los terrenos y a terceros. d) Los titulares de autorizaciones y concesiones mineras tienen derecho a las ocupaciones temporales de terrenos ajenos o apropiaciones definitivas de los mismos que a efectos de las labores mineras se entiendan de utilidad

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pública, que debe declarar la Dirección Provincial del Ministerio de Economía. Pero los propietarios de esos terrenos tienen derecho a ser indemnizados con arreglo a la legislación de expropiación forzosa. e) Todas las autorizaciones y concesiones obligan a los titulares a mantener la actividad que en las mismas se establece, caducando en caso de inactividad; la Administración puede incluso forzar una ampliación del aprovechamiento y actividad normal por razones de interés nacional, y si el titular desoye la invitación puede ser sustituido por la propia Administración o por un tercero. La Administración puede también, siguiendo la técnica de los sindicatos de minas del Derecho francés, imponer la unión forzosa entre diversas concesiones aunque pertenezcan a diversos titulares —los llamados cotos mineros— y la constitución de servicios comunes a efectos de un mejor aprovechamiento de recursos, seguridad de los trabajadores, protección del medio ambiente, etc. f) Las autorizaciones y concesiones caducan por las siguientes causas: renuncia aceptada por la Administración concedente, impago de impuestos mineros, incumplimiento del plazo de comienzo de los trabajos e interrupción de las labores sin permiso o causa suficiente, agotamiento de los recursos, infracciones e incumplimiento graves que la Ley sanciona con caducidad, expiración del plazo de la concesión y, en su caso, del de prórroga.

5.

N A T U R A L E Z A Y A P R O V E C H A M I E N T O DE LAS ROCAS

Las llamadas rocas o materiales aptos para la construcción no se consideraron minerales en el Real Decreto de 4 de julio de 1825, que circunscribió el régimen jurídico de la minería a las piedras preciosas y a todas las sustancias metálicas, combustibles y salinas, ya se encontrasen en las entrañas de la tierra, ya en su superficie, y dejó fuera del concepto «las producciones minerales de naturaleza terrosa, como son las piedras silíceas y las de construcción, las arenas, las tierras arcillosas y magnesianas y las piedras y tierras calizas de toda especie» (art. 2). Lo mismo hizo la Ley de Minas de 1849, que declaraba las rocas de aprovechamiento común si estaban en terrenos públicos, y de aprovechamiento particular si lo estaban en terrenos de particulares, sin necesidad de concesión o permiso alguno. Únicamente si las rocas se destinaban a la alfarería, fabricación de loza o porcelana, ladrillo, cristal o vidrio u otro ramo de la industria fabril, podría el Gobierno conceder la autorización o expropiarlas en favor de un tercero (art. 3). Asimismo, la Ley de Minas de 1859 mantiene que las rocas «continuarán siendo de aprovechamiento común cuando se hallen en terrenos del Estado o de los pueblos, y de explotación particular cuando el terreno sea de propiedad privada. Dichas sustancias —agregaba— no quedan sujetas a las formalidades y cargas de la presente Ley, pero estarán bajo la vigilancia de la Administración en lo relativo a la policía y seguridad de las labores» (art. 3). También el Decreto-ley de Bases de Generales de la Minería de 29 de diciembre de 1868 se refería a las rocas diciendo que cuando estuvieran en terrenos particulares el propietario podía considerarlas «como de su pro-

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piedad». Lo mismo vino a decir la Ley de Minas de 1944 («podrán sus dueños aprovechar estas sustancias como de su propiedad»). En el Derecho comparado, la propiedad privada de las rocas es la solución mayoritaria. Así, en el Derecho italiano «le cave e le torbiere» se dejan a la propiedad privada aunque pueden ser expropiadas por falta de utilización. Consecuentemente, el Código Civil italiano las incluye en el patrimonio indisponible del Estado, no en el dominio público, pero únicamente «cuando su disponibilidad ha sido sustraída al propietario del fundo» (art. 826). En el Derecho francés y, en general, en todo el Derecho comparado en el que ni siquiera se considera a las minas propiamente dichas como bienes demaniales, mucho menos lo son las sustancias rocosas que venimos considerando. De la unánime calificación de las rocas en nuestro Derecho histórico y en el comparado como propiedad privada del dueño del terreno donde se encuentran, se aparta ostensiblemente la Ley de 1973, cuya Exposición de Motivos expresamente califica a las rocas como bienes de dominio público, a pesar de que la disciplina del régimen de su titularidad y aprovechamiento prácticamente sigue siendo el mismo de siempre. En definitiva, y a nivel de declaraciones dogmáticas, triunfa la tesis, hoy d o c t r i n a l m e n t e g e n e r a l i z a d a (ENTRENA, ARCENEGUI, GUAITA, FERNÁNDEZ ESPINAR; en c o n t r a , VILLAR PALAS!, ÁLVAREZ GENDIN) de q u e las rocas, incluso en terre-

nos de propiedad particular, son bienes de dominio público, lo que se razona presuponiendo que cuando el Decreto-ley de 1868, y después la Ley de Minas de 1944, afirmaron que las rocas son «como de propiedad particular» había de entenderse restrictivamente: «como si fueran de su propiedad», lo que supondría que no eran realmente de propiedad particular, sino del Estado. También se hacía un argumento de la presunta exclusión de las rocas como concepto indemnizatorio en los casos de expropiación por falta de utilización de la cantera. Pero estos argumentos no deben prevalecer. En primer lugar, porque no es imaginable que los liberales radicales que redactaron y aprobaron el Decreto-ley de 1868, cuya Exposición de Motivos es un canto a la propiedad e iniciativa privada, al esfuerzo individual en suma, y una condena sin paliativos a la acción del Estado y al sector público, hubiesen querido con la frase de que las rocas son «como de propiedad particular» nada menos que nacionalizarlas e integrarlas en el dominio público. ¡Se levantarían airados de sus tumbas si pudieran enterarse que un siglo después de aprobar las Bases de 1868 una frase equívoca había provocado nada menos que la nacionalización de todas las rocas y canteras de España! Además, en la Ley de 1944 ese aprovechamiento «como de su propiedad» se aplica no sólo a las rocas de propiedad particular, sino también a las que «se encuentran en terrenos patrimoniales del Estado, provincia o municipio» (art. 4). El argumento de que cuando se indemniza a un propietario por la privación de las superficies de su finca no se comprende en la indemnización el valor de las rocas o canteras, tampoco es admisible, pues precisamente esas superficies no son planos abstractos sin contenido, sino que se confun-

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den con las rocas que resultan, en la mayor parte de los supuestos, el único valor indemnizable. En cualquier caso, la calificación como bienes de dominio público de las rocas se contradice abiertamente con la titularidad y el aprovechamiento privado y resulta incompatible con las reglas más significativas y definidoras del dominio público, como la inalienabilidad y la imprescriptibilidad. Por otra parte, si ya resulta un exceso del Derecho español la aplicación del concepto de dominio público a los minerales propiamente tales y su única justificación estriba en las posibilidades técnicas que ofrece para la asignación por el Estado de los aprovechamientos a los particulares, su aplicación a las rocas carece incluso de esa justificación, ya que se aprovechan directamente por el propietario del terreno sin concesión y sujetas a una simple autorización de policía de seguridad. Sin duda por estas razones, la jurisprudencia—con buen juicio— rechaza sistemáticamente la tesis de la demanialidad de las rocas y afirma con reiteración que constituyen un concepto indemnizable en caso de privación «por ser de la propiedad del dueño del suelo», puesto que «la calificación de bienes de la Nación que de las mismas efectúa la Ley de Minas es solamente indicativa de que se trata de bienes de interés público, sometidos a un especial intervencionismo de la Administración que puede llegar hasta la expropiación forzosa cuando el dueño del terreno no las explote» (Sentencia de la Sala 5.a de 20 de febrero de 1976); en cualquier caso, «no tienen la naturaleza de bienes de dominio público, sino que pertenecen en propiedad al dueño del suelo» (Sentencias de 7 de abril de 1976, 9 de mayo de 1979 y 6 de mayo de 1981). En cuanto al aprovechamiento, si las rocas se encuentran en terrenos de dominio y uso público, son de aprovechamiento común. No obstante, para comenzar la explotación es necesario —además del permiso de la autoridad correspondiente, como dice la Ley, que alude a una autorización de policía de la autoridad competente (Ministerio de Economía u Organismo autonómico)— obtener la concesión de la titularidad o derecho de aprovechamiento del Ente público propietario de los terrenos, pues no puede olvidarse que estamos en presencia de una utilización privativa o apropiación de bienes de la Administración por la que se debe pagar y además, si hay varios aspirantes, ha de adquirirse su aprovechamiento por medio de un procedimiento sujeto a las reglas de publicidad y concurrencia (art. 16.2: cuando los recursos se hallen en terrenos patrimoniales del Estado, provincia o municipio, podrán sus titulares aprovecharlos directamente o ceder a otros sus derechos). Que el aprovechamiento sea común no significa que sea gratuito y que pueda otorgarse arbitrariamente, sobre todo cuando va a dar origen a una actividad industrial. A la concesión del aprovechamiento por el Ente público propietario de los terrenos (lo que revela que no se trata de bienes del Estado como los otros recursos minerales), seguirá la exigencia de ese permiso o autorización de policía que, por razones de seguridad, impone la legislación minera y que expide el Ministerio de Economía u Organismo autonómico, previa solicitud del particular acompañada de una memoria, unida a un plano, en

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la que se den los oportunos datos físicos y económicos sobre el presente y futuro industrial y comercial de la explotación. Pero este permiso de la Administración tampoco debe exigirse, obviamente, cuando se trate de modestos aprovechamientos populares esporádicos, no industriales y para obras concretas. Es competente para expedir la autorización policial el Ministerio de Economía u Organismo autonómico correspondiente (salvo que trate de materiales extraídos para las obras públicas, en cuyo caso es competente el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo) y es exigible en iguales términos cuando se trata de aprovechamientos de rocas en terrenos de propiedad particular (art. 17.1). Sobre la naturaleza jurídica de esta autorización está claro que no se trata de una concesión demanial, pues quien concede el derecho al disfrute es el Ente público propietario del terreno en particular. La tesis de la concesión está desautorizada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo antes citada, como también lo está la exclusión como concepto indemnizable del valor de las rocas, cuando la Administración hace uso de su facultad extraordinaria de privar de su aprovechamiento al propietario por no acceder éste a poner en explotación una cantera o a incrementar su explotación. Hay que añadir, por último, que, en cualquier caso, quien se proponga llevar a cabo un aprovechamiento de estos materiales de construcción con la suficiente entidad como para obligar a movimientos de tierras, concepto al que son asimilables los trabajos de allanamiento y excavación propios de una cantera, debe contar con la correspondiente licencia urbanística de acuerdo con el artículo 178 de la Ley del Suelo. La Ley de Minas trató de esquivar ese control urbanístico, otorgando en exclusiva la competencia para dictar medidas de ejecución y de suspensión de trabajos en las canteras y minas a la Administración de industria (art. 1 16.1: «ninguna autoridad administrativa distinta del Ministerio de Industria podrá suspender trabajos de aprovechamiento de recursos que estuviesen autorizados»), No obstante, el Tribunal Supremo ha roto ese intento de monopolio competencial y reconocido la necesidad de las licencias urbanísticas para todo tipo de trabajos de cantera o minas y la posibilidad de suspensión de los mismos por los Municipios cuando se efectúan sin licencia (Sentencias de 29 de marzo y 13 de noviembre de 1963 y 1 1 de julio de 1980).

6.

AGUAS MINERALES Y TERMALES

La existencia de aguas minerales dotadas de propiedades curativas es conocida desde la más remota antigüedad y conocido es, asimismo, el lujo de las construcciones con las que los romanos rodeaban estas fuentes de la salud y las termas, que se creían dotadas de una cierta condición divina. En el Derecho francés aparecen las primeras reglamentaciones de las aguas medicinales en el siglo xvn (Letras patentes de Enrique IV en 1603), cuya estructura fundamental ha llegado a nuestros días.

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Esta normativa sometía a autorización administrativa la apertura de establecimientos públicos, autorización que se concedía tras acreditar que las aguas eran convenientes y no peligrosas para la salud. Esos establecimientos para el disfrute o la toma de aguas se sometían después a inspecciones sanitarias y a la imposición de un control médico sobre los pacientes. En la actualidad, sin embargo, el tradicional aprovechamiento balneario ha sido prácticamente olvidado, frente al auge de las ventas de aguas minerales embotelladas (Decreto 26 de octubre de 1972) aunque en parte ha renacido de la mano del turismo. De otra parte, los criterios de atribución de la titularidad y la explotación de las aguas minerales han sido tradicionalmente los mismos de las aguas subterráneas, y así se consideraron aguas privadas y se sometieron a una reglamentación de policía sanitaria para autorizar la apertura de los establecimientos balnearios y garantizar la posterior inspección y control de su funcionamiento desde el punto de vista sanitario que reglamentó el RD de 25 de abril de 1928 y en la actualidad el RD 2119/1981, de 24 de julio. Numerosos pronunciamientos del Tribunal Supremo confirmaron este carácter privado de las aguas mineromedicinales (SSTS de 22 de diciembre de 1970, 14 de junio de 1972, 23 de enero de 1975 y 17 de enero de 1977 entre otras). La cuestión de la titularidad pública o privada de las aguas ha venido, sin embargo, a complicarse con la Ley de Aguas de 1985 que tras declarar de dominio público las aguas subterráneas renovables (art. 1.2), establece que las aguas minero-medicinales se regularán por su legislación específica (art. 1.4) que es la legislación minera, la cual no regula la cuestión de propiedad. Ahora, por consiguiente, la tesis del carácter público de las aguas minerales se apoyaría exclusivamente en la declaración de bienes de dominio público de todas las sustancias minerales que hace la Ley de Minas (ARCENEGUI) aun cuando ello no se corresponda con un régimen de aprovechamiento que corresponde al «propietario» según prescribe la propia Ley de Minas. Por ello parece más lógico interpretar que la no aplicación de la Ley de aguas de 1985 a las aguas minerales dice mucho a favor de su titularidad privada, como también lo dice la remisión que realiza el artículo 2 de la Ley de Minas de 1973 para la determinación del dominio público o privado de las aguas minerales a lo dispuesto en el Código Civil y las leyes especiales, siendo evidente que los artículos 407 a 425 del Código Civil no han sido derogados a estos efectos por la Ley de Aguas de 1985 (Disposición Final Primera y Disposición Derogatoria).

Aceptando, pues, que las aguas minerales y termales pueden ser dominio público o privado con arreglo a los criterios del Código Civil, esto es, según el carácter público o privado del terreno en que sean alumbradas, queda únicamente por determinar qué debe entenderse por tales y cuál es el régimen de aprovechamiento, lo que exige la previa declaración de su condición de aguas minerales. Hay que tener en cuenta, a estos efectos, que el artículo 148.1.10 de la Constitución permite a las Comunidades Autónomas asumir competencias

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en materia de aguas minerales y termales. Estas competencias lo son de desarrollo legislativo de las bases del régimen minero establecidas por el Estado a partir del artículo 149.1.25 CE. Así, son ya varias las Comunidades Autónomas que han aprobado sus propias leyes: la Ley de Cantabria, 2/1988, de Fomento, ordenación y aprovechamiento de los balnearios y de las aguas minero-medicinales y termales; la Ley de Castilla-La Mancha, 8/1990, de Aprovechamiento, ordenación y fomento deaguas minerales y termales; la Ley de Extremadura, 6/1994, de Balnearios y aguas minero-medicinales y, finalmente, la Ley gallega, 5/1995, de aguas minerales, termales y de manantial y establecimientos balnearios. Pero las competencias autonómicas lo son también de ejecución, por lo que son los Órganos autonómicos en las Comunidades Autónomas que hayan asumido competencias en esta materia, los que declaran la condición de mineralidad de las aguas y otorgan su aprovechamiento. A efectos de delimitar este tipo de aguas, la Ley de Minas de 1973 distingue, dentro de las aguas minerales, las aguas minero-medicinales que define como aquellas que por sus características y cualidades sean declaradas de utilidad pública, y aguas minero-industríales que son las que permiten un aprovechamiento racional de las sustancias que contengan. En cuanto a las aguas termales, que ni siquiera define, se limita a equipararlas a las aguas minerales en cuanto que sean destinadas a usos terapéuticos o industriales (art. 30). Más precisas son, sin embargo, las leyes autonómicas a la hora de clasificar las aguas minerales y termales y definirlas según sus propiedades. Así por ejemplo, se suelen distinguir, dentro de las aguas minerales, las aguas minero-medicinales que son aquellas que poseen propiedades terapéuticas y pueden ser utilizadas en establecimientos balnerarios o como aguas de bebida envasadas; las aguas minerales naturales que son aquellas que por su pureza bacteriológica producen efectos favorables; y las aguas de manantial que son aquellas que por su pureza natural pueden ser utilizadas como aguas de bebida envasadas (Ley 8/1990, de Castilla-La Mancha; Ley 5/1995, de Galicia). El aprovechamiento de las aguas minerales va necesariamente precedido de la declaración de utilidad pública o de la condición mineral que se realiza por el Ministerio de Economía o por el Organismo autonómico correspondiente, previo informe vinculante de la Dirección General de Sanidad u Organismo autonómico cuando se trata de aguas minero-medicinales. En el mismo momento de la declaración de su condición mineral, la Administración competente, según establece la Ley de Minas, concederá el derecho preferente al aprovechamiento a quien fuera propietario de las aguas, que podrá ejercitarlo directamente o cederlo a terceros. Cuando las aguas minerales se encuentren en terrenos de dominio público, ese derecho preferente corresponde a la persona que hubiera instado el expediente para obtener la declaración de la condición mineral del agua. Los derechos preferentes caducan transcurrido un año desde la notificación de la resolución (art. 25). De acuerdo con lo establecido en la Ley de Minas el siguiente trámite es el de autorización de la explotación por la Dirección Provincial del Minis-

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terio de Economía u Organismo autonómico correspondiente, habiéndose de presentar a tal efecto diversos documentos sobre el proyecto de aprovechamiento, presupuesto de inversiones y garantías sobre su viabilidad, y el perímetro de protección del acuífero en cantidad y calidad Si los que tienen derecho preferente no lo solicitan en el plazo de un año, los que hubieran incoado expediente de solicitud de declaración del agua como mineral podrá solicitar en el plazo de seis meses la autorización de aprovechamiento. Si ésta tampoco lo solicita, podrá convocarse un concurso público para la adjudicación del mismo (art. 27). La autorización o concesión de aprovechamiento de aguas minerales otorga a su titular el derecho exclusivo a utilizarlas así como el de impedir que se realicen, en el perímetro de protección que se hubiera fijado, trabajos o actividades que puedan perjudicar su normal aprovechamiento (art. 28.1). La Ley no señala un plazo de vigencia de las autorizaciones y concesiones. Para las primeras es lógico que no lo establezca, pues se trata de aguas privadas y la autorización no es un título constitutivo de la propiedad, ni siquiera del aprovechamiento, sino una simple autorización de policía por razones sanitarias y de seguridad. Cuando se trata de concesiones de aguas minerales sobre el dominio público, la falta de plazo de vigencia se explica si se tiene en cuenta que las concesiones de aguas no tenían señalado plazo en la Ley de Aguas de 1879. En la actualidad, las concesiones de aguas se sujetan al plazo máximo de setenta y cinco años, pero ante la inaplicación de la Ley de Aguas de 1985 a las minerales, parece más lógico aplicar en defecto del plazo que establezca la concesión, el plazo máximo de noventa y nueve años previsto en el artículo 126 de la Ley de Patrimonio del Estado. En muchos casos las leyes autonómicas han venido a llenar este vacío estableciendo un plazo máximo, por lo general de treinta años prorrogables, para las concesiones de aprovechamiento de aguas minerales.

7.

RESIDUOS DE ACTIVIDADES M I N E R A S Y E S T R U C T U R A S SUBTERRÁNEAS

La Sección B) de la Ley de Minas comprende, además de las aguas minerales, las acumulaciones constituidas por residuos de actividades reguladas en la Ley de Minas que resulten útiles para el aprovechamiento de algunos de sus componentes, es decir, los escoriales que antes se incluían en la Sección A) de las rocas; también comprende las estructuras subterráneas. En cuanto a los residuos sólidos o escoriales obtenidos en las operaciones de investigación, explotación, tratamiento o beneficio de minerales, la Ley establece que la prioridad para su aprovechamiento corresponde al titular de los derechos mineros en cuyo ejercicio se han producido aquéllos (art. 31), lo que tiene lugar sin necesidad de un nuevo título, pues se trata

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de una actividad complementaria, la explotación de un subproducto que debe incluirse en el plan de labores de la actividad minera principal. Cabe, sin embargo, la transmisión de ese aprovechamiento marginal; pero en tal caso se requiere una previa declaración administrativa de que ese aprovechamiento se incluye, precisamente con independencia del aprovechamiento principal, en la Sección B), y, en segundo lugar, que la Administración competente, previa información pública, otorgue la oportuna autorización, con preferencia, en su caso, para el propietario o poseedor legal de los terrenos que fueron ocupados por derechos mineros caducados (arts. 31, 33 y 94 de la Ley y 46 y ss. de su Reglamento). Pero como de lo que se trata es del aprovechamiento óptimo de los recursos, los derechos preferentes del titular de la concesión o su causahabiente, o del propietario o poseedor del terreno, caducan por su no ejercicio a los seis meses de haberles notificado que ha sido presentada una solicitud de aprovechamiento por un tercero, y el derecho preferente corresponde entonces a quien instó la calificación del yacimiento como recurso de la Sección B); y si no existe o no interesa a éste, la Administración puede sacar a concurso la explotación y lo mismo cuando se declare la caducidad de una autorización anterior (art. 32.2 de la Ley y concordantes del Reglamento). Al margen de la legislación de minas, pero respondiendo a las mismas finalidades de aprovechamiento de residuos, se dicta la Ley de 19 de noviembre de 1975, sobre desechos y residuos sólidos urbanos, con el objeto de dar una respuesta al problema de las basuras y lograr al propio tiempo un aprovechamiento energético y una reutilización de determinados productos. Por su parte, la Ley Básica de Residuos Tóxicos y Peligrosos, de 14 de mayo de 1986, ha venido a complementar la anterior, regulando el tratamiento de los residuos industriales que por su composición puedan representar riesgo para la salud humana, los recursos naturales o el medio ambiente. En cuanto a las estructuras subterráneas, incluidas en el sistema minero por la Ley de 1973, se definen como los depósitos geológicos naturales o artificiales cuyas características permitan almacenar productos minerales o energéticos o acumular energía bajo cualquier forma, o retener naturalmente y en profundidad cualquier producto o residuo que se vierta o inyecte en ellos (arts. 23 de la Lev de Minas y 6 de la Ley de 5 de noviembre de 1980). Los interesados en aprovechar una estructura han de justificar la conveniencia de su utilización, el perímetro que consideren necesario para que actividades de terceros no deterioren la utilidad del depósito y, a la inversa, que la utilización de éste no repercutirá desfavorablemente en la ecología y medio ambiente de las zonas limítrofes, calidad de las aguas, etc.; asimismo, han de especificar la naturaleza del producto o residuo que deseen almacenar, el régimen de aprovechamiento, el plazo por el que piden la autorización (congruente con el proyecto presentado, pero que, incluidas las posibles prórrogas, no puede exceder de noventa años), la

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descripción y el emplazamiento exacto de la estructura y justificación de su estanqueidad. La petición puede dar lugar a reconocimientos previos a cargo del interesado para determinar las características de la estructura cuando ésta no es suficientemente conocida, y, en todo caso, va seguida de un trámite de información pública para que los posibles afectados puedan alegar cuanto consideren conveniente a sus derechos e intereses. Asimismo, es preceptivo el informe del Instituto Geológico y Minero de la Comisión Interministerial del Medio Ambiente antes de la resolución del expediente por la Dirección General de Política Energética y Minas u Organismo autonómico correspondiente, por la que se autorizará la utilización de la estructura por un plazo inicial adecuado al proyecto, y prorrogable por uno o más períodos hasta un plazo máximo, como se dijo, de noventa años. Podrá asimismo imponer las condiciones que estime oportunas dentro de una racional utilización para exigir al peticionario la constitución de una fianza en la forma y plazo que fija el Reglamento de la Ley (arts. 34 de la Ley y 51 y ss. del Reglamento).

8.

RÉGIMEN DE LOS MINERALES. EXPLORACIÓN, INVESTIGACIÓN Y CONCESIÓN

Hasta la Ley de 5 de noviembre de 1980, en que se crea la Sección D) con los minerales energéticos, todas las sustancias propiamente minerales formaban una sola sección. Por minerales energéticos se entienden los carbones, minerales radiactivos, recursos geotérmicos, rocas bituminosas y cualquier otro yacimiento mineral o recurso geológico de interés energético que el Gobierno acuerde incluir en esta Sección D), a propuesta del Ministro de Economía, previo informe del Instituto Geológico y Minero (art. 1 de la Ley 54/1980). Con todo, el régimen jurídico básico, salvo algunas especialidades que afectan fundamentalmente al régimen de reservas, sigue siendo el mismo para los minerales de una y otra sección. Hay también especialidades que afectan, en concreto, a los materiales radioactivos sobre los que ejerce competencias la Junta de Energía Nuclear y que se hallan regulados por la Ley de 29 de abril de 1964 y supletoriamente por la Ley de Minas y su Reglamento. Característico de los procedimientos de concesión de minerales es su inicio, que, frente a lo que ocurre con los procedimientos de autorización de aprovechamiento de las rocas, consiste en una fase de exploración a cargo de los interesados, fase que formalmente se cubre con el llamado permiso de investigación, técnica introducida en el Derecho moderno por la Ley napoleónica de 1810 (art. 22), y cuya virtualidad jurídica más importante es vencer los obstáculos que a los trabajos necesarios para el descubrimiento del mineral puedan oponer los propietarios de los terrenos afectados por ellos. En el Derecho español, además, es tradición que si la

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investigación va acompañada del éxito del descubrimiento, el titular del permiso y descubridor de la mina —a quien el Derecho francés despacha con un premio— tiene un derecho automático a que se le adjudique la concesión de su aprovechamiento. Los permisos de investigación de minerales no pueden autorizarse en zonas que han sido objeto de reserva para el Estado, ni esa fase es necesaria obviamente cuando esté de manifiesto el mineral de tal forma que se considere suficientemente conocido y se estime viable su aprovechamiento racional, o se trate de minas ya explotadas cuyas concesiones han caducado, pudiendo otorgarse entonces concesiones directas, aunque a través de concurso público (art. 63). Por lo demás, aparte de las investigaciones que puede llevar a cabo el Instituto Geológico y Minero, bien directamente o por contrata con Entidades públicas y privadas con arreglo a planes generales de investigación, la Ley de Minas de 1973 introduce la novedad de distinguir entre el permiso de exploración y el permiso de investigación. El permiso de exploración, figura creada por la Ley vigente, es como un «pre-permiso» de investigación, pues tiene por objeto permitir el estudio de grandes áreas (incluso de terrenos no francos por haber sido objeto de otros permisos o concesiones), mediante métodos rápidos de reconocimiento durante períodos cortos de tiempo (hasta un año prorrogable por otro), con el fin de seleccionar las zonas más interesantes y obtener en su caso sobre ellas los permisos de investigación correspondientes. Obtenido el permiso, su titular tiene derecho a efectuar los estudios y reconocimientos en zonas determinadas, mediante la aplicación de técnicas que no alteren sustancialmente la configuración del terreno, y se le reconoce prioridad para ulteriores permisos de investigación o concesiones directas (art. 40). El efecto del permiso de investigación es «conceder a su titular el derecho a realizar, dentro del perímetro demarcado y durante un plazo determinado, los estudios y trabajos encaminados a poner de manifiesto y definir uno o varios recursos y a que, una vez definidos, se le otorgue la concesión de explotación de los mismos» (art. 44). Las solicitudes de permisos de investigación se tramitan por riguroso orden de entrada en la Administración competente y, tras un trámite de publicidad para que comparezcan los posibles afectados, se procede a la demarcación de la zona pedida (art. 51). Entre los contenidos positivos de un permiso de investigación está, además de lo dicho sobre los derechos de ocupar los terrenos necesarios para realizarla, previo expediente de ocupación temporal si no se llega a un acuerdo con los propietarios (art. 57), y de obtener la concesión de la mina descubierta (art. 44), el derecho a disponer de los minerales que encuentre o extraiga en sus trabajos solicitándolo de la Dirección Provincial (art. 59). Entre los deberes del investigador minero hay que contabilizar el de comenzar los trabajos en el plazo máximo de seis meses y continuarlos sin interrupción, salvo los casos de fuerza mayor; realizar la investigación bajo

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dirección facultativa, cumpliendo las instrucciones de la Dirección Provincial; no abandonar la investigación sin comunicación; ampliar los trabajos a otras sustancias cuando así lo acuerde el Consejo de Ministros por razones de interés nacional, y abonar a la Hacienda un canon de superficie consistente en una cantidad anual por cuadrícula (arts. 56, 58 y 85). La duración de los permisos de investigación es por el tiempo que se •olicite, que no podrá exceder de tres años, prorrogables por otros tres y, excepcionalmente, por sucesivos períodos de tiempo (art. 45). Extinguido el permiso por el transcurso del plazo, y si no se ha transformado en concesión, el titular ha de dejar los trabajos en condiciones de seguridad, y sólo una vez comprobado este extremo podrá retirar la maquinaria e instalaciones de su propiedad, salvo que se considere necesario retenerlas, en cuyo caso percibirá en concepto de expropiación la indemnización que proceda (arts. 88 de la Ley y 112 de su Reglamento). Una vez puestos de manifiesto los recursos, se otorga la concesión de explotación, que confiere a su titular el derecho de aprovechamiento de todos los recursos que se encuentren dentro del perímetro de una extensión concreta y determinada, medida en cuadrículas, excepto de aquellos que se haya reservado el Estado (art. 62.2 y 3 de la Ley de Minas). Dogmáticamente, la concesión es un derecho real de aprovechamiento del mineral inscribible en el Registro de la Propiedad, transmisible, hipotecable y embargable en los términos propios de los demás derechos reales. En cuanto a su duración, la tradición impuso la perpetuidad de las concesiones mineras, lo que era coincidente con el carácter de propiedad privada de las minas una vez otorgada la concesión, que implícitamente sanciona el Código Civil (art. 339.2). Pero ese elemento se entendió limitado a noventa y nueve años en aplicación del artículo 126 de la Ley del Patrimonio del Estado (GUAITA). Por su parte, la vigente Ley de Minas de 1973 ha rebajado todavía más ese plazo, fijándolo en un período de tiempo de treinta años, prorroeable por plazos iguales hasta un máximo de noventa años (art. 62.1). El concesionario tiene derecho, además de a explotar los yacimientos de todas las sustancias de la Sección C) que se encuentren en las cuadrículas asignadas, a utilizar las aguas subterráneas que alumbre en sus trabajos, verter las sobrantes en cauces públicos, ocupar los terrenos necesarios para la explotación y, por supuesto, apropiarse y comercializar como de su propiedad exclusiva los minerales ya separados (arts. 62, 74 y 105). En cuanto a los deberes, el concesionario está obligado a comenzar los trabajos en el plazo de un año a partir del otorgamiento de la concesión, y continuarlos sin interrupción salvo casos de fuerza mayor o previa autorización administrativa; no abandonar la investigación sin comunicarlo previamente a la Administración; ampliar los trabajos para investigar y explotar otras sustancias cuando sea requerido para ello por acuerdo del Consejo de Ministros por razones de interés nacional; facilitar el desagüe y ventilación de las minas colindantes o próximas, y permitir el paso de galerías de circulación o transporte que no afecten esencialmente a su expío-

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tación, previo convenio entre los interesados, o, en su defecto, según resuelva la Administración (arts. 70, 71, 73 y 80). Las concesiones caducan por la extinción del plazo o, en su caso, de las prórrogas, por renuncia voluntaria de su titular aceptada por la Administración, por falta de pago de los impuestos mineros, y por cometer las infracciones que la Ley sanciona con la caducidad de la concesión (art. 86).

9.

EL RÉGIMEN DE LOS HIDROCARBUROS

La Ley de Hidrocarburos actualmente vigente, la 34/1998, de 7 de octubre, parcialmente modificada por el Real Decreto-ley 6/1999, de 16 de abril, al igual que la anterior Ley de Hidrocarburos de 1974 y que la Ley de Minas de la que, en definitiva, procede y en la que se entronca, considera los yacimientos de hidrocarburos existentes en el territorio del Estado y en el subsuelo del mar territorial bienes de dominio público estatal (art. 2). Fue, sin embargo, el valor energético de estas sustancias lo que determinó un régimen especial que las apartó de su inicial consideración como una más de las sustancias mineras a las que hacía referencia la entonces Sección B) de la legislación minera. Desde la creación del Monopolio de Petróleos en 1927, y ya después, en la etapa económica subsiguiente a la guerra civil, se reservaron al Estado todas las actividades relacionadas con el sector, desde la exploración, investigación y extracción de hidrocarburos que se llevaba a cabo a través del Instituto Nacional de Industria, hasta la comercialización final de los derivados de la que se ocupaba la sociedad estatal CAMPSA. En lo que respecta a las actividades extractivas esta situación duró hasta la liberalización económica de los años cincuenta que dio paso a una reforma orientada fundamentalmente a reconocer la libre iniciativa económica en la exploración y explotación de hidrocarburos así como también en la actividad de refino, con vistas a atraer las inversiones extranjeras en el sector de la minería, olvidándose por esta causa las desconfianzas que el capitalismo internacional venía suscitando en dicho sector. Este es el motivo que explica la aprobación de la Ley de Hidrocarburos de 26 de diciembre de 1958, a la que había de suceder la Ley de 27 de junio de 1974 que, aprobada en plena crisis energética mundial, respondía a la finalidad de incrementar la capacidad inversora, eliminando las limitaciones a las superficies de que podía disponer un mismo titular y abriendo a la iniciativa privada las zonas antes reservadas al Estado. En lo que respecta a la comercialización la liberalización fue, sin embargo, mucho más tardía pues la completa desaparición del monopolio de petróleos sólo se produjo, como consecuencia de las exigencias del Derecho comunitario, con la Ley 34/1992, de Ordenación del Sector Petrolero. En este contexto se aprueba la Ley de 7 de octubre de 1998, actualmente vigente, que contiene una regulación integral de todo el sector de hidrocarburos, desde su producción en un yacimiento subterráneo hasta su consumo, pasando por todos los procesos intermedios de transformación,

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tratamiento y transporte. No obstante, mientras que el legislador ha insistido en las medidas liberalizadoras sobre el transporte, almacenamiento, distribución y comercialización de productos petrolíferos —supresión de autorizaciones y de requisitos para el ejercicio de algunas actividades, liberalización parcial o total de precios, supresión de la consideración de servicio público en el sector del gas—, la exploración, investigación y explotación de hidrocarburos, en cuanto que bienes demaniales, sigue sometida a la intervención pública, pues es el Estado o en su caso las Comunidades Autónomas quienes otorgan los títulos administrativos que habilitan para su aprovechamiento. En efecto, el Estado ha visto reducidas sus competencias en favor de las Comunidades Autónomas pues, aunque ostenta las competencias de planificación general y aprobación de las bases sobre hidrocarburos, y le corresponde otorgar las autorizaciones de exploración y de investigación cuando afectan al ámbito territorial de más de una Comunidad Autónoma y, en todo caso, las concesiones de explotación, corresponde a las Comunidades Autónomas el desarrollo legislativo y la ejecución de la normativa básica, la planificación en coordinación con la realizada por el Gobierno y el otorgamiento de las autorizaciones de exploración y permisos de investigación de hidrocarburos cuando afecten afecten a su ámbito territorial. Junto a los yacimientos de hidrocarburos que tradicionalmente habían sido considerados bienes demaniales, la Ley vigente declara también de dominio público estatal los almacenamientos subterráneos y, por tanto, su exploración, investigación y explotación requiere también el correspondiente título administrativo previo. Suprimida la reserva en favor del Estado, cualquier persona jurídica, pública o privada, española o extranjera, podrá realizar la investigación y explotación de hidrocarburos, bien individualmente, bien de forma compartida. En este último caso, la Ley de 1998 crea la figura del operador que actúa como representante del conjunto de titulares ante la Administración a los efectos de presentación de documentación, gestión de garantías y responsabilidades técnicas de las labores de prospección, evaluación y explotación. Las líneas maestras de la vigente Ley de Hidrocarburos son fundamentalmente las mismas que las de la Ley de Minas. Se regula así, en primer lugar, la autorización de exploración que faculta a su titular para realizar trabajos de exploración de carácter geofísico u otros que no impliquen la ejecución de perforaciones profundas en áreas geográficas sobre las que no exista un permiso de investigación o una concesión de explotación en vigor, sta autorización en ningún caso concede derechos exclusivos o monopoticos. En segundo lugar, la Lev contempla el permiso de investigación que habilita para investigar en exclusiva y sobre una determinada superficie la istencia de hidrocarburos o almacenamientos subterráneos y concede a titular un verdadero derecho a obtener una concesión de explotación que permite realizar la extracción o utilizar las estructuras como almacenamiento subterráneo de hidrocarburos.

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Singularidad de los permisos de investigación de hidrocarburos, que tienen una duración de seis años prorrogables por otros tres aunque ello supone la reducción automática de la superficie original del permiso en un cincuenta por ciento, es que, a diferencia de los mineros, su otorgamiento se hace no sólo en función de la prioridad en la presentación de la solicitud, sino del criterio industrial de la mayor capacidad de los aspirantes, pues los criterios a tener en cuenta para la adjudicación son la mayor cuantía de las inversiones y rapidez de ejecución del programa de inversión; la mayor capacidad técnica y financiera para llevar a cabo el programa exploratorio propuesto; la titularidad de un permiso o permisos limítrofes, y, finalmente, la prioridad en la fecha de presentación de las solicitudes (art. 19). Al servicio de los principios de publicidad y libre concurrencia, y en desarrollo de la Directiva 94/22/CE, de armonización de los procedimientos para el otorgamiento por los Estados miembros de los permisos y concesiones para la prospección, exploración y producción de hidrocarburos, la Ley establece un procedimiento de ofertas en competencia (art. 17), pudiendo iniciarse de oficio por el Consejo de Ministros o los órganos de Gobierno de las Comunidades Autónomas cuando lo consideren necesario para obtener la oferta que mejor convenga al interés general (art. 20). Singularidad también de los permisos de investigación de hidrocarburos es la compatibilidad, en principio, de un permiso de investigación con cualquier otro permiso o una concesión ya otorgada en la misma zona, ya sea de hidrocarburos, ya de cualquier otro yacimiento mineral v demás recursos geológicos. Los conflictos que se originen entre ellos se resolverán por el Ministerio de Economía o en su caso el órgano competente de la Comunidad Autónoma a favor del recurso cuya explotación represente un mayor interés (art. 23). En tercer y último lugar, la Ley regula las concesiones de explotación de yacimientos y almacenamientos subterráneos que, a diferencia de los permisos de investigación, se rigen por la regla tradicional del Derecho minero español del otorgamiento reglado a favor del descubridor del yacimiento o del almacenamiento en condiciones comerciales. En otras palabras, las concesiones de explotación sólo podrán ser solicitadas por los titulares de permisos de investigación que deberán presentar, además de los datos técnicos de la concesión que se pretende, un Plan general de explotación, un programa de inversiones, un estudio de impacto ambiental y un plan de desmantelamiento y abandono de las instalaciones una vez finalizada la explotación, así como de recuperación del medio. Corresponde en todo caso al Consejo de Ministros otorgar las concesiones de explotación previo informe no vinculante de la Comunidad Autónoma afectada salvo en el caso de almacenamientos subterráneos de gas natural que no tengan la condición de almacenamientos estratégicos en cuyo caso el informe previo de la Comunidad Autónoma debe ser favorable. La concesión puede también otorgarse directamente, a través de la adjudicación en concurso para las áreas revertidas al Estado, una vez extinguida la concesión, en cuyo caso el concesionario cesante tiene un derecho preferente para adquirirla en igualdad de condiciones (art. 29.3).

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El titular de una concesión tiene derecho a realizar en exclusiva la explotación yacimiento de hidrocarburos en las áreas otorgadas, y a continuar las actividades de investigación. Asimismo pueden vender libremente y sin necesidad de autorización los hidrocarburos obtenidos a los sujetos autorizados para su adquisición y tratamiento. Cuando la concesión lo es para el almacenamiento, ésta permite a sus titulares almacenar hidrocarburos de producción propia o propiedad de terceros en el subsuelo del área otorgada. La duración de las concesiones de explotación varía según se trate de una concesión para la explotación de los yacimientos, en cuyo caso se otorga por treinta años, prorrogable por dos periodos de diez años o una concesión de almacenamiento cuya duración es de cincuenta años, prorrogable por dos periodos sucesivos de diez años. Cuando el titular de una concesión de explotación almacene hidrocarburos en un yacimiento que sea o haya sido productor de hidrocarburos, la duración de la concesión será de hasta noventa y nueve años. Transcurridos estos plazos las concesiones revierten al Estado que puede exigir al titular el desmantelamiento de las instalaciones de explotación o, en caso contrario, quedarán en beneficio de éste los pozos, equipos permanentes de explotación y de conservación las obras estables de trabajo incorporadas de forma permanente a las labores de explotación.

10.

LOS CONFLICTOS DE LA MINERÍA CON EL MEDIO AMBIENTE

Si la Revolución industrial —como ha recordado FERNÁNDEZ-ESPINAR— ignoró prácticamente el equilibrio de la Naturaleza, su carácter agotable y la limitación de su capacidad de autodepuración, los problemas que este olvido engendró han traído una nueva revolución: la revolución ambiental o de la calidad de la vida. Pues bien, una de las agresiones más graves que la Naturaleza viene sufriendo tiene como causa la extracción de las sustancias minerales, sobre todo cuando es superficial, así como el laboreo subsiguiente, orientado a preparar y acondicionar la substancia extraída, actividades ambas con efectos muchas veces devastadores sobre el suelo, la atmósfera y las corrientes de agua. La reacción legislativa frente a estos peligros se inició con medidas de protección no a la Naturaleza en general, sino al patrimonio concreto de los agricultores para resarcirles por los daños producidos en arbolado y siembras, por los humos, gases y sublimaciones procedentes de los hornos de una oficina de beneficio (Ley de 6 de julio de 1859, artículo 29 de la Ley de Bases de la Minería de 29 de diciembre de 1868, y Reglamento de 18 de octubre de I 890). Estas indemnizaciones se fijaban en vía administrativa, con exclusión de la jurisdicción ordinaria, hasta la Ley de 1944, que remitió el conflicto al fuero común. A estas medidas siguieron otras, motivadas por el deterioro de los ríos en las provincias de Santander y Vizcaya, sobre aterramientos y ocupación

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de los cauces públicos con los líquidos procedentes del lavado de minerales o con los residuos de las fábricas (Real Decreto de 16 de noviembre de 1900, que aprobó el Reglamento sobre enturbiamiento e infección de aguas públicas), medidas que se recogieron, como las anteriores, en el Reglamento de Policía Minera y Metalúrgica de 23 de agosto de 1934. La Ley vigente de 1973 impone medidas protectoras del medio ambiente más generales y las configura como condición del otorgamiento de cualquier título minero (arts. 33.2, 66, 69.1, 74.1, 81 y 1 16). Además, las infracciones de esas condiciones determinan la imposición de sanciones y, eventualmente, la caducidad del título que ampara la actividad minera. El artículo 5 de la Ley habilitó al poder reglamentario para fijar condiciones imperativas de protección del ambiente, lo que hizo el Real Decreto 2994/1982, de 15 de octubre, sobre restauración del espacio natural afectado por actividades mineras, disposición de carácter preventivo y correctivo. En virtud de esta disposición, y la Orden Ministerial de 20 de noviembre de 1984 que la desarrolla, se obliga a los interesados a presentar un Plan de Restauración que la Administración aprueba juntamente con el otorgamiento de la autorización o concesión administrativa. Las medidas previstas son obligatorias para el titular del derecho minero, quien puede ejecutarlo por sí o confiar su realización a la Administración, mediante la entrega de una cantidad periódica. A su vez, y para las explotaciones que suponen la mayor agresión actual y potencial al medio ambiente, que son las de carbón a cielo abierto, el Real Decreto 1116/1984, de 9 de mayo (desarrollado por Orden de 13 de junio de 1984), dicta medidas especiales para los planes y programas de restauración. Esta intervención administrativa se completa con diversas medidas de fomento que conceden ayudas y subvenciones para financiar acciones relacionadas con la mejora del medio ambiente minero y la recuperación de sustancias minerales en residuos sólidos (Orden de 21 de marzo de 1986). Hasta aquí la acción del Estado. Pero también las Comunidades Autónomas y los Municipios han querido participar en la cruzada medioambiental, lo que ha provocado diversos conflictos con el Estado —protector de los intereses generales de la economía y, por ende, de la explotación de la riqueza minera—, conflictos que, al ser resueltos por el Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo, han dado lugar a una importante doctrina jurisprudencial. Así, la Sentencia del Tribunal Consitucional 64/1982 enjuició la Ley 12/1981, de 24 de diciembre, del Parlamento de Cataluña, y declaró inconstitucional la prohibición en un extenso espacio de las actividades extractivas con la finalidad de proteger el medio ambiente, por cuanto implica sustraer al interés general, en contra de lo dispuesto en el artículo 128 de la Constitución, determinadas riquezas del país. También dice el Tribunal Constitucional en esa sentencia que la obligación de restaurar los terrenos, establecida en el Real Decreto 2994/1982, ha de interpretarse con criterio flexible para no hacer imposible técnica o económicamente la explotación minera,

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como lo sería de exigirse una restauración total y completa del medio natural. Y, en definitiva, viene a decir que el Estado puede declarar prioritaria la actividad minera respecto del medio ambiente, en cuyo caso «el deber de restauración deberá ajustarse a las posibilidades de llevarlo a cabo». Un segundo frente de conflictos lo han originado las potestades urbanísticas de los Municipios, utilizadas por éstos para impedir, mediante las denegaciones de licencias y la suspensión de actividades, determinadas explotaciones mineras presuntamente degradatorias del medio. Las sentencias del Tribunal Supremo que resuelven los oportunos recursos parten de que el otorgamiento de un título minero por el órgano competente no excluye la necesidad del sometimiento previo de las explotaciones al control urbanístico, mediante la correspondiente licencia municipal (Sentencia de 11 de julio de 1980). Pero esas licencias no pueden ser denegadas con una genérica alegación de conservación del medio sin una prueba fehaciente sobre la efectividad de los daños que se producirán (Sentencia de 21 de octubre de 1983) ni con infracción evidente e injustificada del principio de igualdad (impedir el funcionamiento de una cantera cuando a muy corta distancia están funcionando otras tres, caso contemplado por la Sentencia de 10 de julio de 1985). Sí puede denegarse, en cambio, la licencia municipal, y en el conflicto de intereses debe predominar la riqueza paisajística, cuando los informes revelen el ínfimo valor del mineral (Sentencia de 4 de noviembre de 1981).

11.

EL ESTADO, E M P R E S A R I O MINERO. PRIVATIZACIONES Y RESERVAS

Buena parte de la legislación minera del pasado y del presente tiene por objeto regular las minas propiedad del Estado, la actividad de éste como empresario, y los modos y maneras unas veces de liberarlo a todo trance de los riesgos de esa actividad (desamortización minera) y otras de conducirlo de nuevo por los caminos del beneficio y riesgo empresarial (reservas en favor del Estado, reversión de derechos mineros). La técnica de las reservas, como excepción al sistema general de aprovechamiento por los particulares de los recursos mineros, y que permite apartar para el Estado las expectativas o el inmediato aprovechamiento directo de determinadas minas, ya está en las Leyes III y IV del Título XVIII, Libro IX, de la Novísima Recopilación (minas de Guadalcanal, Cazalla, Aracena y Galorza) y en la Memoria de la Junta de Minas previa al Real Decreto de 1825: «los Gobiernos no deben tener ni establecer más fábricas por su cuenta que aquellas en que se interesa a la fe pública como las de la moneda o la seguridad del Estado, como las de ciertas armas o salitres, pólvora y municiones; y aun todas estas últimas suelen ya darse por empresa a Compañías o a particulares, y entre nosotros acaba de hacerse con los salitres». Pero la realidad no coincidió con ese pensamiento, ya que la preocupación por la bancarrota del sector público llevó a que se reservarsen a la Corona las minas más importantes, que sirvieron de garantía a los empréstitos de banqueros europeos (art. 32 del citado Real Decreto de 1825: azogue de Almadén, cobre de Rio-

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tinto, plomo de Linares y Falset, calamina de Alcaraz, azufre de Hellín y Banamaurel, y grafito o lápiz-plomo de Marbella). En la Ley de 1849 a las minas reservadas en el período anterior se añadieron otras por razones militares (las de carbón en Asturias registradas por el director de la fábrica de Trubia, y las de hierro que en Asturias y Navarra abastecían las fábricas nacionales de armas y municiones de Trubia, Orbaiceta y Eugui), incluyéndose las de sal por la Ley de 1859 y obligándose al Estado a solicitar la autorización por Ley para la venta de las minas de su propiedad (arts. 75 y 79). La política de reservas de minas discurría, sin embargo, a contrapié de la filosofía liberal de abstencionismo del Estado que dio lugar a la legislación desamortizadora, que puso a la venta todos los predios, censos y foros del Estado y que incluyó también las minas reservadas, excepto las de Almadén y las salinas (Ley de 1 de mayo de 1855). Sin embargo, la exigencia de que las minas se vendieran una a una previa autorización por una ley provocó que se excluyeran de los procedimientos generales de venta de la desamortización, sin que las convulsiones políticas de la época permitieran que la tramitación de los preceptivos proyectos de Ley llegaran a buen fin, aunque en los informes y discursos parlamentarios con que se justificaron quedó de manifiesto el atraso, el caos y el desastre económico en que se desarrollaba la gestión funcionarial de las minas estatales (FERNÁNDEZ-ESPINAR). Ese clima frente al Estado como empresario minero no cuajó en la Ley reformada de 4 de marzo de 1868, que conservó exactamente las mismas prescripciones de la legislación de 1859 sobre las minas reservadas al Estado. Tampoco el Decreto-ley de 29 de diciembre de 1868, estableciendo las Bases de la minería en términos, como se ha visto, tan liberales y privatizadores, abordó la cuestión, por lo que la lista de minas reservadas siguió siendo la misma antes y después de la tormenta liberal; no obstante, desde 1870 se suprimió el estanco de la sal, permitiendo su explotación por los particulares, y en 1873 se venden las Minas de Riotinto a una compañía inglesa («Riotin-

to Limited»). Los problemas de escasez creados con motivo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) determinaron el comienzo de una etapa de fuerte intervencionismo en la que se inscriben las primeras disposiciones, como el Real Decreto de I de octubre de 1914, que reservan al Estado «la facultad de excluir temporal o definitivamente del derecho público de registro aquellos terrenos que designe el Ministerio de Fomento, con objetivo de investigar, descubrir y, en su caso, aprovechar criaderos de las sustancias minerales que puedan servir como abonos agrícolas o materia prima para la fabricación de los mismos, así como de las que considere indispensables para la defensa del territorio o el desarrollo económico de la agricultura nacional». A esta primera reseña general concebida como una potestad administrativa siguió la Ley de Sales Potásicas de 24 de julio de 1919, que no sólo permitía al Estado realizar la reserva en relación con estas sustancias, sino que facultaba a la Administración para incautarse de las concesiones otorgadas, si los trabajos no se desarrollaban a ritmo adecuado, o en supuestos de conflictos internacionales, técnica de las reservas que se reitera en la legislación posterior (Ley de 7 de junio de 1938, Ley de 24 de junio de 1941 y Ley de Minas de 1944).

La vigente Ley de 1973 recoge de la Ley de 1944 el concepto de la reserva como una potestad atribuida al Gobierno, al margen y sin necesidad de

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leyes concretas —exigencia que fue práctica habitual para reservar o desamortizar en el siglo xix—, y su ausencia de límites, al prescribir que «el Estado podrá reservarse zonas de cualquier extensión en el territorio nacional, mar territorial y plataforma continental en las que el aprovechamiento de uno o varios yacimientos minerales y demás recursos geológicos pueda tener especial intere's para el desarrollo económico y social o para la defensa nacional» (art. 7). Novedad de la Ley es la clasificación de las reservas en especiales, provisionales y definitivas, según que afecten a la totalidad del territorio nacional, mar territorial y plataforma continental, o se refieran a zonas determinadas y que se trate de la exploración e investigación o de la explotación de uno o varios recursos (art. 8.1). Las zonas de reserva provisional o definitiva se establecen por plazos no superiores a los establecidos en la Ley para los permisos de exploración, permisos de investigación y concesiones de explotación, respectivamente (art. 8.2). Todas ellas se acuerdan por Decreto del Gobierno, a propuesta del Ministerio de Industria y Energía, y la declaración da lugar a la cancelación de las solicitudes que para el recurso o recursos reservados hubieran sido presentadas a partir de la inscripción de la propuesta de reserva en el libro registro que obra en la Dirección General de Minas, diligencia a partir de la cual se inicia el procedimiento (art. 9); la reserva no limita, en cambio, los derechos adquiridos previamente por los solicitantes o titulares de permisos de exploración, permisos de investigación o concesiones (art. 10). Pero la reserva en favor del Estado no es tan excluyente que impida solicitar en las zonas reservadas permisos de exploración o de investigación y concesiones a los particulares. Por el contrario, ya desde el Decreto 1009/1968, de 2 de mayo, y con objeto de estimular la escasamente incentivada iniciativa privada, se permitieron permisos y concesiones sobre recursos distintos de los que motivaron la reserva, los cuales se otorgan, en su caso, con las condiciones especiales necesarias para que sus trabajos no afecten ni perturben la investigación y explotación de los recursos reservados; y, al ser levantada la reserva, los titulares de esos permisos quedan libres de las limitaciones propias de las reservas y adquieren el derecho a la investigación y explotación de los recursos antes reservados (art. 15 de la Ley de Minas). Mientras la reserva está vigente, el Estado puede hacer operaciones de exploración, investigación o explotación, bien directamente o a través de sus Organismos autónomos, bien por concurso público entre empresas o mediante consorcio entre el Estado y estas entidades (art. 11). Las reservas podrán levantarse total o parcialmente en cualquier momento por la autoridad que las haya establecido, previa conformidad de los titulares de la adjudicación, si los hubiere (art. 14).

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BIBLIOGRAFÍA: ARCENEGUI: El Derecho minero, Madrid, 1979; ENTRENA CUESTA: «Naturaleza y régimen jurídico de las rocas», RAP, 30; FERNÁNDEZ-ESPINAR: «Bases del régimen minero», REDA, 51, 1986; IDEM: «El régimen jurídico de la minería y la adhesión de España a las Comunidades Europeas», Revista de Instituciones Europeas, 1987; IDEM: «Naturaleza jurídica de los recursos de la Sección A) de la Ley de Minas», RAP, 109, 1985; IDEM: «El conflicto de intereses entre el medio ambiente y el desarrollo del sector económico minero», RAP, 111,1986; ÍDEM: «La valoración del justiprecio en la expropiación de concesiones mineras», Revista del Poder Judicial, 2, 1986; ÍDEM: Derecho de Minas en España (1825-1996), Granada, 1997; GARRIDO FALLA: «Régimen jurídico de las aguas minero-medicinales», RAP, 42; GLAITA: Aguas, Montes y Minas, Madrid, 1982; URIBE: Manual de Derecho de la minería, Santiago de Chile, 1960; VILLAR EZCURRA: Régimen jurídico de las aguas minero-medicinales, Madrid, 1980.

CAPÍTULO VIII EL PATRIMONIO CULTURAL

SUMARIO: 1. EL PATRIMONIO HISTÓRICO ESPAÑOL. BIENES QUE LO INTEGRAN.—2. EVOLUCIÓN LEGISLATIVA Y DISPERSIÓN NORMATIVA.-3. COMPETENCIAS Y ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA.-4. CLASES DE BIENES QUE INTEGRAN EL PATRIMONIO HISTÓRICO ESPAÑOL. PROCEDIMIENTOS DE INDIVIDUALIZACIÓN.-5. LOS BIENES DE INTERÉS CULTURAL.—6. LOS EFECTOS DE LA DECLARACIÓN DE INTERÉS C U L T U R A L . - 7 . LOS EFECTOS URBANÍSTICOS DE LA DECLARACIÓN DE INTERÉS CULT U R A L — 8 . EL RÉGIMEN DE LOS BIENES MUEBLES. EXPORTACIÓN E IMPORTACIÓN.-9. LOS DEBERES DE EXHIBICIÓN Y CONSERVACIÓN.-10. LAS POTESTADES ABLATIVAS DE LA ADMINISTRACIÓN. EXPROPIACIÓN FORZOSA Y DERECHOS DE TANTEO Y RETRACTO.—11. EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO.—12. CONSERVACIÓN Y UTILIZACIÓN DEL PATRIMONIO DOCUMENTAL Y BIBLIOGRÁFICO: ARCHIVOS, BIBLIOTECAS Y M U S E O S . - 1 3 . ACTIVIDAD DE F O M E N T O . - 1 4 . LA POTESTAD SANCIONADORA.-BIBLIOGRAFÍA.

1.

EL PATRIMONIO HISTÓRICO ESPAÑOL. BIENES QUE LO INTEGRAN

La Ley 16/1985, de 25 de junio, reglamentada por Real Decreto 111/1986, de 10 de enero, extiende el concepto de Patrimonio Histórico Español —antes llamado Histórico-Artístico o Tesoro Artístico Nacional— a los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico. También declara que forman parte del mismo el patrimonio documental y bibliográfico, los yacimientos y zonas arqueológicas, así como los sitios naturales, jardines y parques, que tengan valor artístico, histórico o antropológico (art. 1.2). El objeto de la Ley es precisamente la protección, acrecentamiento y transmisión a las generaciones futuras de dicho patrimonio. De esta forma se quiere cumplir con el mandato del artículo 46 de la Constitución: «los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La Ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio». Sin embargo, la Ley quiere ir más lejos de la simple conservación, fomentando y tutelando el acceso de todos los ciudadanos a los bienes comprendidos en el Patrimonio Histórico (art. 2). El objetivo último, pues, de

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todas las medidas de la Ley, en función del cual cobran sentido, es —como dice la Exposición de Motivos— que conduzcan «a que un número cada vez mayor de ciudadanos pueda contemplar y disfrutar las obras que son herencia de la capacidad colectiva de un pueblo». Como se ha visto, la Ley y la Constitución hacen abstracción para definir el concepto de Patrimonio Histórico de la titularidad pública o privada de los bienes. Esta circunstancia, unida a la gran amplitud del concepto, comporta una variedad de regímenes jurídicos a través de los cuales se consiguen las finalidades unitarias de protección, conservación y disfrute colectivos antes mencionados. En esa línea, la Exposición de Motivos de la Ley advierte que las medidas de protección y fomento no se despliegan de modo uniforme sobre la totalidad de los bienes que se consideran integrantes del Patrimonio Histórico. Así, la Ley configura un primer nivel, un régimen básico de intervención administrativa, aplicable fundamentalmente a los bienes muebles, fundamentalmente privados, que integran el Patrimonio Histórico y que se relacionan en un inventario. En torno a ese concepto se estructuran las medidas esenciales de la Ley y se precisan las técnicas de intervención que son competencia de la Administración del Estado y, en particular, su defensa contra la exportación ilícita y su protección frente a la expoliación. Sobre este régimen básico se configura otro de especial protección para los bienes que se califican como Bienes de Interés Cultural, que comprende principalmente los bienes inmuebles, pero que incluye también bienes muebles. A estos dos regímenes se yuxtaponen disposiciones especiales para los bienes de valor arqueológico o etnográfico y para los que integran el patrimonio documental y bibliográfico. Así pues, ante una misma denominación, «Patrimonio Histórico», se cobijan bienes y regímenes jurídicos muy diferentes. Ante una legislación tan diversificada y de aluvión como la que protege desde el Patrimonio Histórico, que recoge ahora la Ley de 1985, no es extraño que el legislador se haya mostrado vacilante en la terminología destinada a designar el conjunto de los bienes que hoy integran el Patrimonio Histórico Español, refiriéndose a ellos con las denominaciones de monumentos antiguos, antigüedades, monumentos arquitectónico-artísticos, artístico-arqueológicos e histérico-artísticos o tesoro cultural. Y es que —como advierte PRIETO DE PEDRO— «esa legislación muestra un proceso gradual e ininterrumpido de lo concreto a lo abstracto en la construcción del concepto». Baste, sin ir más lejos, con comparar la Real Cédula de 1803 y el Reglamento reformado de las Comisiones Provinciales de Monumentos Histórico-Artísticos de 1918; en la primera el concepto de cultura material es puramente casuístico, mientras que en el segundo se sustenta ya en cláusulas genéricas («los monumentos históricos y artísticos de todo género en la provincia [...] y cualesquiera otros objetos que por su mérito e importancia artística e histórica...»), sin perjuicio de la mención adexemplum de algunos tipos concretos de bienes de esta naturaleza. En definitiva, ha sido el doble objetivo «histórico-artístico el de uso estadísticamente dominante en el presente siglo, agregado, a veces, al adjetivo arqueológico y con un peso ya menor, pero asimismo relevante, el de tesoro artístico, como en el artículo 45 de la Constitución de 1931, que introduce también el término de tesoro cultural, que se generaliza a nivel constitucional, pues, salvo en la Constitución italiana, que emplea la expresión

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histórico-artístico, se utilizará en las Constituciones griegas y portuguesas, así como en la Ley Fundamental de Bonn». En contestación a la pregunta de si detrás de ese cambio terminológico existe o no una operación más profunda de renovación conceptual, el citado autor responde afirmativamente, señalando que hasta época reciente el Patrimonio histórico-artístico era, en general, un patrimonio de «cosas», portadoras sí de un valor histórico-artístico, pero al fin cosas materiales inmuebles (monumentos...) o muebles (objetos, pintura, escultura...); y con dificultades habían ido entrando en el mismo los bienes documentales que hasta épocas muy tardías se disciplinaron separadamente. Pero en las últimas décadas el concepto jurídico de cultura viene conociendo una ampliación intensiva y extensiva, a la que ha servido mejor, en este último caso —por su mayor cobertura y precisión técnicocientífica metajurídica—, la expresión patrimonio cultural.

Lo que parece evidente es que se está produciendo una ampliación de los objetos protegidos como bienes históricos o artísticos o, en definitiva, culturales. Así el patrimonio inmobiliario ha conocido una primera extensión del vínculo monumental al conjunto, y más tarde del monumento al entorno y exorno. Hacia fuera, el concepto conoció la ampliación a las bellezas naturales y los sitios, y más recientemente se está abriendo hacia la inclusión de los bienes etnográficos (costumbres, folclore musical, ritos, creencias, fiestas, gastronomía...), como ocurre en el Derecho europeo en Francia, Italia y Suecia. Concretamente en Francia, el concepto se amplía en los últimos años hacia los objetos de la civilización rural, máquinas industriales, útiles artesanales, costumbres populares, vehículos de todas clases, fotografía, lenguas regionales, etc. Muestra de esa ampliación es el arrét SCHLUMPF de 27 de marzo de 1981. Esta decisión del Consejo de Estado reconoce que la colección de automóviles pertenecientes a FRITZ y SCHLUMPF se encuentra integrada por modelos que constituyen testimonio excepcional de la tecnología del siglo xx y de la que no existen ya más que raros ejemplares, siendo por lo tanto de interés público, desde el punto de vista de la historia y de la técnica, la conservación de la referida colección; por ello, el Consejo de Estado concluye que la clasificación de oficio realizada por el Decreto de 14 de abril de 1978 en base a la Ley de 13 de diciembre de 1913 ha sido conforme a Derecho. En el dominio doctrinal han sido los juristas italianos —no obstante la dicción de su vigente Constitución, que habla de Patrimonio histórico-artístico— los que han dado status definitivo a este proceso terminológico, adoptando de forma generalizada la más amplia terminología de bienes culturales, tras la reflexión llevada a cabo por la llamada Comisión Franceschini, que resume con gran plasticidad la descrita evolución expansiva bajo la siguiente definición de bien cultural: «bene che constituisca testimonio materiale avente valore di civiltá». Pues bien, a pesar de esa generalizada tendencia a asumir la expresión «patrimonio cultural», nuestra reciente Ley de 25 de junio de 1985 (que sin lugar a dudas evidencia un claro intento de actualización del concepto bajo una noción extensa en la que, junto a los clásicos intereses artístico, histórico, paleontológico y arqueológico, incorpora otros nuevos como el etnográfico, el científico, el técnico y el antropológico, y que asimismo hace gala

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de una clara modernización lingüística al hablar de «cultura material» en el Preámbulo) ha preferido, no obstante, una denominación diversa a la de patrimonio cultural y emplea la de Patrimonio Histórico Español (PRIETO DE PEDRO).

2.

EVOLUCIÓN LEGISLATIVA Y DISPERSIÓN NORMATIVA

Detrás de la Ley vigente hay, ciertamente, un largo proceso legislativo que, de creer lo que dice su Exposición de Motivos, se reduciría a la «venerable» Ley de 13 de mayo de 1933, cuyos protagonistas serían lo mejor de «nuestra tradición intelectual, jurídica y democrática». Nada, sin embargo, más lejos de la realidad que estas afirmaciones del legislador de 1985, que incurre en el antidemocrático vicio de defender la democracia con innecesaria mendacidad, pues es indudable que el origen moderno de las técnicas de protección de los tesoros histórico-artísticos deriva del Derecho pontificio que influye en la legislación italiana, y ésta, a su vez, en nuestra Ley vigente, nada original por cierto, y que se inspira en la Ley italiana de 29 de junio de 1939 y el informe de la Comisión Franceschini de 1966. En cuanto a la Ley republicana de 1933, será todo lo venerable que se quiera, pero es también una evidencia la superioridad técnica del Real Decreto-ley de 9 de agosto de 1926. En efecto, dentro de nuestra cultura se debe a la Iglesia Católica el origen de la preocupación por la conservación del Patrimonio Histórico, que los Pontífices inician con medidas de protección de las riquezas arqueológicas y artísticas de Roma. En este sentido, a finales del siglo xvm se dictan varios edictos que introducen un centro de policía sobre la conservación y el comercio de objetos artísticos, particularmente en lo que se refiere a su exportación. Pero es el edicto del Cardenal Paesa de 7 de abril de 1820, bajo el pontificado de Pío VII, el que se cita como el primer cuerpo legislativo de importancia y que servirá de pauta a las disposiciones que aprueban los diversos Estados italianos antes de su unificación. En nuestra patria, antes incluso de esa última fecha, Carlos IV, en la Instrucción de 26 de marzo de 1802 (Ley 111, Título XX, Libro VIII de la Novísima Recopilación), prescribió importantes medidas «sobre el modo de recoger y conservar los monumentos antiguos que se descubren en el Reyno, bajo la inspección de la Real Academia de la Historia, a fin de poner las antigüedades a cubierto de la ignorancia que suele destruirlas con daño de los conocimientos históricos, y de las artes a cuyos progresos contribuyen en gran manera». A este efecto se define lo que se entiende por monumentos, con reconocimiento de la titularidad privada en favor de los que los descubren en terrenos privados, pero decretándose su adquisición por la Academia mediante justa compensación. Por monumentos antiguos se deben entender «las estatuas, buxtos y baxos relieves de cualesquiera materia que sean: templos, sepulcros, teatros, anfiteatros, circos, naumaquias, palestras, baños, calzadas, caminos, aqueductos; lápidas o inscripciones, mosaycos, monedas de cual-

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quiera clase, camafeos, trozos de arquitectura, columnas miliarias, instrumentos músicos como sistros, liras, crótalos; sagrados como preferículos, símpulos, lituos, cuchillos sacrificatorios, segures, aspersorios, vasos, trípodes; armas de todas las especies como arcos, flechas, glandes, carcaxes, escudos; civiles como balanzas y sus pesas, romanas, rcloxes solares o maquinales, armilas, collares, coronas, anillos, sellos; toda suerte de utensilios, instrumentos de artes liberales y mecánicas; y finalmente, cualesquiera cosas, aun desconocidas, reputadas por antiguas, ya sean Púnicas, Romanas, Cristianas, ya Godas, Árabes y de la baxa edad». «De todos estos monumentos —sigue diciendo la Instrucción— serán dueños los que los hallasen en sus heredades y casas, o los descubran a su costa y por su industria. Los que se hallaren en territorio público o realengo (de que soy dueño), cuidarán de recogerlos y guardarlos los Magistrados y Justicias de los distritos. Puestos en custodia, los descubridores, poseedores y Justicias respectivamente darán parte a la Real Academia de la Historia por medio de su Secretario, a fin de que ésta tome el correspondiente conocimiento, y determine su adquisición por medio de compra, gratificación o según se conviniese con el dueño [...]. La Academia quedará agradecida a los buenos patriotas que coadyuven a la ilustración de la Patria por el medio de buscar, conservar y comunicarla los monumentos antiguos arriba mencionados; sin que por eso dexe de satisfacer a los poseedores de las cosas halladas el tanto en que se convinieren, quedando la conducción de ellas a cargo de la Academia.»

Al margen de estas primeras reglas sobre restos arqueológicos, la Instrucción ordena a los Justicias de todos los pueblos que cuiden «de que nadie destruya ni maltrate los monumentos descubiertos, o que se descubrieren, puesto que tanto interesan al honor, antigüedad y nombre de los pueblos mismos, tomando las providencias convenientes para que así se verifique. Lo mismo practicarán en los edificios antiguos que hoy existen en algunos pueblos y despoblados, ni toquen sus materiales para ningún fin; antes bien cuidarán de que se conserven; y en el caso de amenazar ruina, lo pondrán en noticia de la Academia por medio de su Secretario, a efecto de que ésta tome las providencias necesarias para su conservación». La vigencia de esta Instrucción y la perspectiva histórico-arqueológica que encarna se mantiene largo tiempo, pues una Real Orden de 6 de junio de 1865 reitera su obligatoriedad. Sin embargo, esa perspectiva se completa con otra más artística en la Real Orden de 13 de junio de 1844, que crea en todas las provincias las Comisiones de Monumentos, Comisiones que la Ley Moyano de 9 de septiembre de 1857 pasa a la dependencia de la Real Academia de San Fernando. El nuevo siglo se inicia con el mandato de llevar a cabo un catálogo y un inventario general del patrimonio monumental, cuya formación se ordena por provincias a la Real Academia de San Fernando, y con la Ley de 4 de marzo de 1915 sobre conservación de monumentos histórico-artísticos. En ésta ya es perceptible la influencia de la legislación italiana y francesa, que fundan la acción administrativa sobre la declaración del carácter histórico-artístico del bien, previo expediente, lo que comporta la aplicación de un régimen de exorbitantes limitaciones, como la prohibición de derribo sin permiso del Ministerio de Instrucción Pública, o la prohibición de exportaciones sin previa descatalogación. Sobre los monumentos privados, la

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intervención administrativa se circunscribe a la acción de fomento con exenciones fiscales, como si de monumentos públicos se tratase, a cambio de reconocer al Estado derecho de tanteo en ventas sucesivas, permitir visitas y no hacer obras sin permiso del Ministerio de Instrucción Pública. El Real Decreto-ley de 9 de agosto de 1926, promulgado durante la Dictadura de Primo de Rivera, ofrece ya un cuadro mucho más completo y eficaz de medidas de intervención sobre la base inicial de extender el concepto de Tesoro Artístico Nacional para incluir, junto a las edificaciones aisladas, los «conjuntos de ellas, sitios y lugares de reconocida y peculiar belleza, cuya protección y conservación sean necesarias para mantener el aspecto típico, artístico y pintoresco característico de España», lo que permitirá una coordinación con las técnicas urbanísticas, pues la declaración de ciudades y pueblos artísticos conlleva la obligación de los Ayuntamientos respectivos de levantar planos topográficos sobre determinados núcleos urbanos, sujetos por ello a la servidumbre de no edificar libremente, o de llevar a sus Ordenanzas municipales preceptos obligatorios y especiales de conservación, condicionándose también las obras municipales al permiso del Ministerio de Instrucción Pública, previo informe de los correspondientes organismos técnicos (Comisión de Monumentos, Comisaría Regia del Turismo y Reales Academias de la Historia y de San Fernando). Por otra parte y por primera vez, se imponen a los particulares dueños de monumentos histórico-artísticos importantes limitaciones: la prohibición de alteraciones sin previa licencia, el deber de efectuar las obras de conservación que el Estado considere necesarias dentro de un determinado plazo, quedando éste facultado, en el caso de que no lo hicieren, para la expropiación del inmueble o para realizar por sí mismo las obras pendientes, considerándose los gastos necesarios como anticipo reintegrable en caso de expropiación. La siguiente Ley, la republicana de 13 de mayo de 1933, lamentablemente, supone un paso atrás —pese a lo que se dice con grave ignorancia en la Exposición de Motivos de la Ley vigente—, pues no prestó al tema de la coordinación con la actividad urbanística la atención debida, no quedando en pie de todo aquel conjunto de medidas, y gracias al artículo 29 del Reglamento de 16 de abril de 1936, más que el mandato demasiado ambiguo de que «los planos de reforma interior y ensanche [...] deberán hacerse sobre la base de respetar los monumentos histórico-artísticos». Como dice en este sentido FERNÁNDEZ-RODRÍGUEZ, «la legislación de 1933-1936 no supera en general el nivel alcanzado por el Real Decreto-ley de 1926, cuyos pasos sigue puntualmente, con algún desfallecimiento de importancia, como el que acaba de indicarse. Sólo dos puntos concretos merecen ser resaltados a este respecto: el reconocimiento a la Administración de la facultad de suspender de inmediato las obras no autorizadas o que se realicen sin ajustarse a las instrucciones previamente impartidas al efecto (arts. 21 y 22 del Reglamento) y el intento, ciertamente embrionario, de disciplinarlos usos indebidos bajo intimidación expropiatoña». La Ley de 22 de diciembre de 1955 va a corregir este defecto de la legislación anterior, prohibiendo los usos incompatibles con el valor y significa-

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ción artística o histórica de los monumentos y exigiendo como instrumento de control de dichos usos la previa autorización de los correspondientes proyectos por el Ministerio de Educación Nacional, bajo sanción de nulidad de los actos jurídicos que se realicen en contravención de dichas medidas. Y así llegamos a la Constitución de 1978 y a la Ley de Patrimonio de 1985 que fue recurrida de inconstitucionalidad por las Comunidades Autónomas de Galicia, Cataluña y País Vasco, que entendían invadía sus competencias por cuanto sus respectivos Estatutos le atribuyen, en exclusiva, la competencia sobre el Patrimonio histórico, artístico, monumental y arqueológico y en archivos, bibliotecas y museos que no sean de la competencia estatal, así como en materia de cultura, mientras que al Estado el artículo 149.1.28 le reserva únicamente la competencia exclusiva para «la defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación; museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas». El Tribunal Constitucional, sin embargo, ha reconocido una gran amplitud a la competencia legislativa del Estado, pues reconoce la existencia de una competencia concurrente del Estado y las Comunidades Autónomas en materia de cultura con una acción autonómica específica, pero teniéndola también el Estado en el área de preservación del patrimonio cultural común, y también en aquello que precise de tratamientos generales o que hagan menester esa acción pública cuando los fines culturales no pudieran lograrse desde otras instancias (STC 49/1984). La integración de la materia relativa al Patrimonio histórico-artístico —sigue diciendo el Tribunal— en la más amplia que se refiere a la cultura permite hallar fundamento a la potestad del Estado para legislar en aquélla. Y si la cuestionada Ley 13/1985, de 25 de junio, pretende establecer el estatuto peculiar de estos bienes, en ese amplio designio se comprende, en primer lugar, lo relativo a los tratamientos generales a que se refiere la Sentencia 49/1984 y, entre ellos, específicamente, aquellos principios institucionales que reclaman una definición unitaria, puesto que se trata del Patrimonio Artístico Español en general (I Preámbulo y art. 1.1). Hay que agregar que la delimitación de competencias exclusivas autonómicas permite al Estado regular aquellas materias que no hayan sido estatutariamente asumidas por cada una de ellas. Por último, la atribución de competencia exclusiva al Estado para la defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación y respecto de museos, archivos y bibliotecas de titularidad estatal sin perjuicio de su gestión por las Comunidades Autónomas (art. 149.1.2 CE) comporta la necesidad de regular el ámbito concreto de esa actividad de protección y, en relación con la misma, aquellos aspectos que le sirven de presupuesto necesario. La Ley quedó, pues, absuelta de inconstitucionalidad, salvo el inciso final del párrafo 2." del artículo 9 («mediante Real Decreto de forma individualizada»), que es constitucional en relación con la declaración de interés cultural de los bienes sólo cuando ésta corresponda formularla a la Administración del Estado, o sea, en los supuestos del art. 6.b). Asimismo, el Tribunal formula reservas sobre el párrafo 5." del artículo 49, que prescribe también una

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declaración que puede formularse por la Administración del Estado respecto de los documentos que merezcan la consideración de bienes del Patrimonio documental, aunque no tengan la antigüedad exigida con carácter general. Si bien la trascendencia del acto no puede parangonarse con la del artículo 9 antes examinado, ni la defensa contra la expoliación y la exportación, ni ningún otro título justifican, a j u i c i o del Tribunal, esta prescripción, mediante la cual viene a atribuirse competencia al Estado en contra de lo previsto en general por los Estatutos.

No obstante haber salvado lo esencial, es muy numerosa y descontrolada desde el punto de vista de su adecuación a la estatal la normativa dictada por las Comunidades Autónomas. Esta normativa incide sobre todas las materias que regula la Ley del Patrimonio Histórico Español de 1895, en un claro deseo de enfatizar al máximo los respectivos rasgos culturales. En esa normativa no faltan leyes generales emuladoras de la estatal. Así, la Ley 7/1990, de 3 de julio, del Patrimonio Cultural Vasco; Ley 9/1993, de 30 de septiembre, del Patrimonio Cultural Catalán; Ley 8/1995, de 30 de octubre, del Patrimonio Cultural de Galicia; Ley 4/1998, de 11 de junio, del Patrimonio Cultural Valenciano; Ley 4/1990, cíe 30 de mayo, del Patrimonio Histórico de Castilla-La Mancha; Ley 10/1998, de 9 de julio, del Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid; Ley 3/1999, de 10 de marzo, del Patrimonio Cultural de Aragón; Ley 36/1999, de 24 de marzo, del Patrimonio Histórico de Canarias; Ley 2/1999, de 29 de marzo, del Patrimonio Histórico y Cultural de Extremadura, etc. Además de la legislación estatal y autonómica, en el régimen del Patrimonio Histórico Español tienen notable incidencia los convenios internacionales: Instrumento de Adhesión de España al Protocolo para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado, hecho en La Haya el 14 de mayo de 1954; Instrumento de Adhesión al Convenio Europeo para la Protección del Patrimonio Arqueológico, hecho en Londres el 6 de mayo de 1969; Instrumento de Ratificación de la Convención sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales, hecha en París el 17 de noviembre de 1970; Instrumento de Aceptación de 18 de marzo de 1982 de la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural, hecha en París el 23 de noviembre de 1972; Instrumento de Ratificación del Convenio para la Salvaguardia del Patrimonio Arquitectónico de Europa, hecho en Granada el 3 de octubre de 1985; Convenio de UNIDROIT sobre bienes culturales robados o exportados ilegalmente, hecho en Roma el 24 de junio de 1995.

La normativa europea ha incidido también en la materia a través del Reglamento (CEE) núm. 3911/92 del Consejo, de 9 de diciembre de 1992, relativo a la exportación de bienes culturales, y del Reglamento (CEE) núm. 752/93 de la Comisión, de 30 de marzo de 1993, relativo a las disposiciones de aplicación del Reglamento (CEE) núm. 3911/92 del Consejo, incorporadas al Derecho español por las Leyes 36/1994, de 23 de diciembre, y 18/1998, de 15 de junio, de modificación parcial de la Ley.

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3.

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COMPETENCIAS Y ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA

Por lo dicho se comprende que la responsabilidad de gestionar el Patrimonio Histórico recae fundamentalmente sobre el Estado y las Comunidades Autónomas. Al Estado se reserva, de conformidad con lo establecido en los artículos 44, 46, 149.1.1 y 149.2 de la Constitución, garantizar la conservación del Patrimonio Histórico Español, así como promover el enriquecimiento del mismo y fomentar y tutelar el acceso de todos los ciudadanos a los bienes comprendidos en él y proteger dichos bienes frente a la exportación ilícita y la expoliación. Igualmente le compete la difusión internacional del conocimiento de los bienes integrantes del Patrimonio Histórico Español, la recuperación de tales bienes cuando hubiesen sido ilícitamente exportados, y el intercambio respecto a los mismos de información cultural, técnica y científica con los demás Estados y los Organismos internacionales. Las demás administraciones competentes colaborarán con la del Estado en estas materias (arts. 2.1 y 3 de la Ley de 1985). Por su parte, las Comunidades Autónomas son competentes para la ejecución con carácter general de la Ley, salvo cuando se indique de modo expreso la competencia de la Administración del Estado o resulte necesaria su intervención para la defensa frente a la exportación ilícita y la expoliación de los bienes que integran el Patrimonio Histórico Español. También es competente la Administración del Estado respecto de los bienes integrantes del Patrimonio Histórico adscritos a servicios públicos estatales o que formen parte del Patrimonio Nacional (art. 6). Fruto también del recelo del legislador sobre la eficacia de la actuación de las administraciones autonómicas es la reserva a la Administración del Estado de la facultad para actuar con carácter subsidiario a la falta de actuación de aquéllas en los supuestos de expoliación, que la Ley define como cualquier acción u omisión que ponga en peligro de pérdida todos o algunos de los valores de los bienes que integran el Patrimonio Histórico Español o perturbe el cumplimiento de su función social (art. 4). En todo caso, ya hemos visto que las Comunidades Autónomas, dentro o fuera de la Ley y sin control alguno, han ejercido una amplia competencia normativa, por lo que para estar seguros de las normas aplicables en cada arte del territorio español habrá que atender a sus respectivas leyes sobre atrimonio cultural y disposiciones complementarias. La comunicación y el intercambio de programas de actuación e información relativos al Patrimonio Histórico serán facilitados por el Consejo del Patrimonio Histórico, constituido por un representante de cada Comunidad Autónoma, designado por su Consejo de Gobierno, y el Director General correspondiente en la Administración del Estado, que actuará como Presidente (art. 3.1 de la Ley, y arts. 2 a 6 del Real Decreto 111/1986, de 10 de enero, que la desarrolla). Sin perjuicio de las funciones de este Consejo, son instituciones consultivas de la Administración del Estado: la Junta de Calificación, Valoración

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y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español, las Reales Academias, las Universidades españolas, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y las Juntas Superiores de Monumentos y Conjuntos Históricos, de Archivos, de Bibliotecas, de Arte Rupestre, de Museos, de Excavaciones y Exploraciones Arqueológicas y de Etnología (art. 3.2 de la Ley y art. 10 de su Reglamento de 10 de enero de 1986). Los Ayuntamientos cooperarán con los organismos competentes para la ejecución de la Ley en la conservación y custodia del Patrimonio Histórico comprendido en su término municipal, adoptando las medidas oportunas para evitar su deterioro, pérdida o destrucción; notificarán a la Administración competente cualquier amenaza, daño o perturbación de su función social que tales bienes sufran, así como las dificultades y necesidades que tengan para el cuidado de estos bienes (art. 7 de la Ley). A destacar, por último, que la colaboración de los particulares no se reduce al cumplimiento del deber de poner en conocimiento de la Administración competente los peligros de destrucción o amenaza de un bien integrante del Patrimonio Histórico, sino que se instrumenta una acción pública para exigir ante los órganos administrativos y los Tribunales Contencioso-Administrativos el cumplimiento de lo previsto en la Ley en defensa de los bienes que integran aquél (art. 8).

4.

CLASES DE LOS BIENES QUE INTEGRAN EL PATRIMONIO HISTÓRICO ESPAÑOL. PROCEDIMIENTOS DE INDIVIDUALIZACIÓN

Como se ha dicho, los bienes que se integran en el Patrimonio Histórico Español disciplinados por la Ley de 1985 son los que, en términos generales, encarnan ese valor de civiltá, de civilización o de cultura de que habla la Comisión Franceschini, al margen de su titularidad privada o pública o de su carácter de bienes muebles o inmuebles, de conocidos o desconocidos, como los arqueológicos no descubiertos y que la ley «demanializa», como las minas, al declararlos de dominio público (art. 44). Claramente nuestra Constitución así lo reconoce al prescribir que se «garantizará la conservación y promoverán el enriquecimiento del Patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad». Pero, obviamente, esa diversa titularidad y naturaleza se manifiesta en la extrema variedad del régimen jurídico de los bienes históricos o culturales. Al recaer sobre tan diversos bienes es obligado poner en juego las más diversas formas de la actividad administrativa (limitación, sanción, servicio público, fomento) para conseguir la finalidad de conservación y de disfrute colectivo. Por otra parte, es obvio que algunas formas de esa actividad, como los estímidos fiscales, o las normas sobre importación o exportación de bienes muebles, o las sanciones previstas por el incumplimiento de las obligaciones de conservación y utilización, no son aplicables a las Administraciones Públicas cuando son propietarias de bienes del Patrimonio Histórico,

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ya que éstas no pueden por su naturaleza beneficiarse de aquellos estímulos ni sancionarse a sí mismas, autoinculpándose cuando infrinjan los deberes sobre la conservación y utilización que, al margen de quién sea el titular de los bienes, la Ley impone a todos. Y, en fin, cuando un bien cultural es de titularidad pública su régimen aboca forzosamente al del servicio público, como ocurre con los museos y los edificios de las Administraciones Públicas; lo que está muy lejos de la actividad de limitación y vigilancia que se proyecta sobre el museo de titularidad privada, vinculado por unos derechos muy limitados de fruición colectiva en forma de limitaciones de la propiedad ya que la verdadera fruición estética sólo corresponde, y a diario, y con toda comodidad, a su dueño. La Ley distingue la categoría de los bienes de interés cultural, principalmente referida al régimen jurídico de los bienes inmuebles, de la categoría de los bienes muebles no declarados de interés cultural pero que tengan singular relevancia y que por ello se deben inscribir en el Inventario General del Patrimonio Histórico Español (art. 26). Hay también bienes muebles que no tienen singular relevancia pero que pueden formar parte del Patrimonio Histórico sin estar en el Catálogo. Asimismo, y en capítulos separados, se regulan de forma especial los bienes que forman el patrimonio arqueológico, el patrimonio etnográfico y el patrimonio documental y bibliográfico, y configura un régimen jurídico propio para cada uno de ellos. El Patrimonio Arqueológico lo forman los bienes muebles e inmuebles de carácter histórico, susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica, hayan sido o no extraídos y tanto si se encuentran en la superficie o en el subsuelo, en el mar territorial o en la plataforma continental. Forman parte asimismo de este patrimonio los elementos geológicos y paleontológicos relacionados con la historia del hombre y sus orígenes y antecedentes (art. 40.1). Como se ha dicho, los bienes que integran el Patrimonio Arqueológico son, por declaración de la Ley, bienes demaniales (art. 44). El Patrimonio Etnográfico integra los bienes muebles e inmuebles y los conocimientos y actividades que son o han sido expresión relevante de la cultura tradicional del pueblo español en sus aspectos materiales, sociales o espirituales (art. 46). Una categoría irrelevante desde el punto de vista del régimen jurídico porque la Ley remite, si se trata de bienes inmuebles, a la regulación propia de los bienes de interés cultural; y, si se trata de bienes muebles de carácter etnográfico, a las de los bienes muebles inventariados no declarados de interés cultural (art. 47). El Patrimonio Documental y Bibliográfico lo constituyen cuantos bienes, reunidos o no en Archivos y Bibliotecas, se declaran integrantes del mismo (art. 48.1). A los efectos de la delimitación del Patrimonio Documental es fundamental el concepto legal de documento y la relación de los que integran aquél. Documento es toda expresión en lenguaje natural o convencional y cualquier otra expresión gráfica, sonora o en imagen, recogida en cualquier tipo de soporte material, incluso los soportes informáticos. Se excluyen los ejemplares no originales de ediciones (art. 49.1).

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En el Patrimonio Documental se incluyen los siguientes documentos: 1. Los de cualquier época generados, conservados o reunidos en el ejercicio de su función por cualquier Organismo o Entidad de carácter público, por las personas jurídicas en cuyo capital participe mayoritariamente el Estado u otras Entidades públicas y por las personas privadas, físicas o jurídicas, gestoras de servicios públicos en lo relacionado con la gestión de dichos servicios. 2. Los documentos con una antigüedad superior a los cuarenta años generados, conservados o reunidos en el ejercicio de sus actividades por las entidades y asociaciones de carácter público, sindical o religioso y por las entidades, fundaciones y asociaciones culturales y educativas de carácter privado. 3. Los documentos con una antigüedad superior a los cien años generados, conservados o reunidos por cualesquiera otras entidades particulares o personas físicas. 4. Los que, sin alcanzar la antigüedad indicada en los supuestos anteriores, merezcan dicha consideración y la Administración del Estado los declare constitutivos del Patrimonio Documental (art. 49). Del Patrimonio Bibliográfico forman parte las bibliotecas y colecciones bibliográficas de titularidad pública y las obras literarias, históricas, científicas o artísticas de carácter unitario o seriado, en escritura manuscrita o impresa, de las que no conste la existencia de al menos tres ejemplares en las bibliotecas o servicios públicos. Se presumirá que existe este número de ejemplares en el caso de obras editadas a partir de 1958. Asimismo, forman parte de este Patrimonio los ejemplares producto de ediciones de películas cinematográficas, discos, fotografías, materiales audiovisuales y otros similares, cualquiera que sea su soporte material, de las que no consten al menos tres ejemplares en los servicios públicos, o uno en el caso de películas cinematográficas (art. 50). Respecto a la naturaleza jurídica de todos estos bienes se ha planteado la cuestión, ya advertida, de si constituyen un conjunto de categorías jurídicas ya conocidas (muebles e inmuebles; propiedad pública o privada), o por el contrario, nos encontramos ante un supuesto arquetípico de quiebra de la concepción romanística de la propiedad privada a causa de la función social a que ésta queda afectada, sólo explicable aceptando la existencia de una categoría intermedia entre la demanialidad y la propiedad privada: los bienes de interés público (ZANOBINI); O, como postula la doctrina italiana posterior, bajo el concepto del bien cultural con el que se expresaría la idea de que sobre un mismo soporte físico (cosa) pueden incidir diversos intereses jurídicamente protegidos, entre los que se encuentra el interés cultural. Éste, en tanto que bien inmaterial abocado a la fruición colectiva e insusceptible de apropiación, constituye una categoría jurídica homogénea, autónoma del propio régimen de pertenencia de la cosa y sujeta a un régimen jurídico unitario que pone en mano de los poderes públicos las facultades necesarias para garantizar en todo caso su conservación y enriquecimiento, condiciones indispensables para dicha fruición colectiva. Como Víctor Hugo expresó lúcidamente al margen de todo tecnicismo jurídico: «hay dos cosas en un edificio, su uso y su belleza. Su uso pertenece al propietario; su belleza, a todo el mundo. Por eso aquél no tiene derecho a su destrucción».

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Los que defienden la categoría de los bienes culturales incluyen en ella, extrayéndolos del dominio público, incluso los bienes históricos de titularidad pública, subrayando que la falta de conexión del patrimonio cultural detentado en mano pública con el demanio es, sin lugar a dudas, una postura coherenie, pues el régimen jurídico demanial no garantiza per se la función conservadora y enriquecedora de aquél; sin ir más lejos, un bien cultural incorporado al dominio público podría ser afectado a usos o servicios públicos incompatibles con esas finalidades, o sujeto a fórmulas (como la reserva demanial) que, en su caso, no pudieran permitir la debida fruición estética de los ciudadanos (PRIETO DE PEDRO). Por otra parte, la inclusión de bienes particulares en el Patrimonio Histórico no se puede justificar satisfactoriamente desde la técnica de las limitaciones administrativas, pues éstas no explican debidamente otra cosa que las inmisiones públicas negativas, pero no las de naturaleza positiva. En definitiva, nos encontraríamos ante bienes de régimen jurídico sui generis, normalmente dual (siempre que su soporte material sea susceptible de detentación pública o privada), cuyo centro de gravedad no se sitúa en el régimen pertenencial que se une a la detentación de la «cosa», sino en el determinado por su condición de «bienes espirituales abocados a la fruición colectiva, que sus detentadores deberán hacer posible, sin perjuicio de los demás usos y utilidades compatibles que alcancen a obtener de la cosa, concepción ésta que estaría implícita en el artículo 46 de la Constitución al encomendar, como se ha dicho, a los poderes públicos la misión de garantizar la conservación y enriquecimiento del patrimonio cultural, cualquiera que sea su régimen jurídico y titularidad» (PRIETO DE PEDRO). Pero no obstante lo acertado de estas observaciones debe subrayarse (como se ha puesto de manifiesto en Italia por CAVALLO y entre nosotros por ALEGRE) que la realidad jurídica y económica, plural y diferenciada de los bienes que se incluyen en el Patrimonio Histórico, se resiste a ser englobada en una categoría jurídica unitaria. En particular, esas diferencias consisten en la dicotomía propiedad pública-propiedad privada, en la existencia de un mercado de obras de arte y, en fin, en la variedad de problemas que afectan a la conservación y disfrute de los bienes culturales, todo lo cual lleva a la conclusión que la noción de bien cultural no pasa de constituir una síntesis verbal de la variopinta multiplicidad de fenómenos (jurídicos y económicos) que pretenden aglutinarse en torno a dicha expresión, multiplicidad que requiere en todo caso de soluciones singulares y no intercambiables (CAVALLLO). Nuestra Ley de Patrimonio Histórico, al utilizar para una sola de las categorías de los bienes que integran el Patrimonio Histórico la expresión bien de interés cultural, parece alinearse con esta última posición doctrinal.

5.

LOS BIENES DE INTERÉS CULTURAL

El concepto de bienes de interés cultural (como una de las categorías particulares, aunque la más relevante de las integrantes en el Patrimonio Histórico) es el que se corresponde con el régimen de intervención admilstrativa más intenso o, como dice la Ley, «los que gozan de una singular rotección y tutela». Tienen esta consideración los así declarados por ministerio de la Ley o mediante Real Decreto en forma individualizada (art. 9.1).

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Como se ha dicho, frente a esta categoría de bienes de interés cultural, y sometida a un menor intervencionismo, la Ley contempla asimismo la de los bienes muebles no declarados de interés cultural, pero que por su singular relevancia se incluyen en el Inventario General del Patrimonio Histórico (art. 26). En principio, y así como la categoría de bienes de interés cultural está prevista para los bienes inmuebles, la de bienes inventariados lo está para los muebles, aunque éstos puedan también ser declarados de interés cultural (art. 27). La declaración de bien de interés cultural se hará por Real Decreto y requiere la previa incoación y tramitación de expediente administrativo por el organismo competente a instancias de cualquier persona. No podrá, sin embargo, ser declarado bien cultural la obra de un autor vivo, salvo si existiere autorización expresa de su propietario o mediare su adquisición por la Administración (arts. 9 y 10). La Ley contempla también el supuesto de bienes inmuebles no declarados de interés cultural, pero que forman parte del Patrimonio Histórico Español, extensión buscada de propósito para justificar la facultad de ordenar la suspensión de obras de demolición total o parcial o de cambio de uso. Dicha suspensión deberá durar un máximo de seis meses, dentro de los cuales la Administración competente en materia de urbanismo deberá resolver sobre la procedencia de la aprobación inicial de un plan especial o de otras medidas de protección de las previstas en la legislación urbanística, y sin perjuicio de que dicha Administración competente impida el derribo o suspenda cualquier clase de obra (art. 25). A los efectos de delimitar extensivamente el concepto de bien de interés cultural, la Ley considera bienes inmuebles, además de los enumerados en el artículo 334 del Código Civil, cuantos elementos puedan considerarse consustanciales con los edificios y formen parte de los mismos o de su exorno o lo hayan formado, aunque en el caso de poder ser separados constituyan un todo perfecto de fácil aplicación a otras construcciones o a usos distintos del suyo original, cualquiera que sea la materia de que estén formados y aunque su separación no perjudique visiblemente el mérito histórico o artístico del inmueble al que están adheridos. También se consideran bienes de interés cultural los bienes muebles contenidos en un inmueble que haya sido objeto de dicha declaración y que ésta reconozca como parte esencial de su historia (arts. 14.1 y 27). Los bienes inmuebles integrados en el Patrimonio Histórico pueden, a su vez, ser declarados monumentos, jardines, conjuntos y sitios históricos y zona arqueológica (art. 14.2). Son monumentos aquellos bienes inmuebles que constituyen realizaciones arquitectónicas o de ingeniería, u obras de escultura colosal, siempre que tengan interés histórico, artístico, científico o social. Jardín histórico es el espacio delimitado, producto de la ordenación por el hombre de elementos naturales, a veces complementado con estructuras de fábrica y estimado de interés en función de su origen o pasado histórico o de sus valores estéticos, sensoriales o botánicos.

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Conjunto histórico es la agrupación de bienes inmuebles que forman una unidad de asentamiento, continua o dispersa, condicionada por una estructura física representativa de la evolución de una comunidad humana por ser testimonio de su cultura o constituir un valor de uso y disfrute para la colectividad. Asimismo es conjunto histórico cualquier núcleo individualizado de inmuebles comprendidos en una unidad superior de población que reúna esas mismas características y pueda ser claramente delimitado. Sitio histórico es el lugar o paraje natural vinculado a acontecimientos o recuerdos del pasado, a tradiciones populares, creaciones culturales o de la naturaleza y a obras del hombre, que posean valor histórico, etnológico, paleontológico y antropológico. Zona arqueológica es el lugar o paraje natural donde existen bienes muebles o inmuebles susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica, hayan sido o no extraídos y tanto si se encuentran en la superficie, en el subsuelo o bajo las aguas territoriales españolas.

La incoación del expediente para la declaración de bien de interés cultural determina, por este simple hecho y como medida cautelar, la aplicación provisional del mismo régimen de protección previsto para los bienes ya declarados como tales bienes de interés cultural. Si se trata de bienes inmuebles, la incoación del expediente determina la suspensión de las correspondientes licencias municipales de parcelación, edificación o demolición en las zonas afectadas, así como de los efectos de las ya otorgadas. Las obras que por razón de fuerza mayor hubieren de realizarse con carácter inaplazable en tales zonas precisarán, en todo caso, autorización de los Organismos competentes. Esta suspensión quedará a resultas de la resolución o caducidad del expediente incoado (arts. 11 y 16). El procedimiento a seguir exige, en primer lugar, el informe favorable de alguna institución consultiva estatal o autonómica de las antes enumeradas (Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español, las Reales Academias, las Universidades españolas, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y las Juntas Superiores de la Administración del Estado que determina el artículo 10 del Real Decreto 111/1986, o las que tengan reconocido idéntico carácter en el ámbito de una Comunidad Autónoma). Transcurridos tres meses desde la solicitud de informe sin que éste hubiera sido emitido, se entenderá que el dictamen requerido es favorable a la declaración de interés cultural. Cuando el expediente se refiere —lo que será lo más normal— a bienes inmuebles se dispondrá la apertura de un período de información pública y se dará audiencia al Ayuntamiento interesado (arts. 9.2 de la Ley y 11 a 13 del Reglamento). El expediente deberá resolverse en el plazo máximo de veinte meses a partir de la fecha en que hubiese sido incoado y su resolución deberá describir claramente el bien de que se trate. En el supuesto de inmuebles, delimitará el entorno afectado por la declaración y, en su caso, se definirán y enumerarán las partes integrantes, las pertenencias y los accesorios (arts. 9.3 y 11.2 de la Ley y 14 y 15 del Reglamento). La caducidad del expediente se producirá transcurrido dicho plazo de veinte meses si se ha denunciado la mora y siempre que no haya recaído

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resolución en los cuatro meses siguientes a la denuncia. Caducado el expediente, no podrá volver a iniciarse en los tres años siguientes salvo a instancia del titular (art. 9.3). Es decir, que basta con la incoación de un expediente para aplicar el régimen «provisional» de intervención exorbitante que comporta la misma declaración, régimen que puede mantenerse durante veinte meses más otros cuatro posteriores a la denuncia de la mora, o bien indefinidamente si el titular del bien afectado no reacciona pidiendo esa declaración de caducidad del expediente.

6.

LOS EFECTOS DE LA DECLARACIÓN DE INTERÉS CULTURAL

Los efectos que produce la declaración de un bien como bien de interés cultural pueden distinguirse en efectos generales y efectos propios de los bienes inmuebles o de los bienes muebles. Efecto general es la inscripción del bien de que se trate en un Registro General dependiente de la Administración del Estado. A este Registro se notificará la incoación de dichos expedientes, que causarán la correspondiente anotación preventiva hasta que recaiga resolución definitiva. El Registro expedirá un título oficial de identificación y en el que se reflejarán todas las transmisiones y actos jurídicos o artísticos que sobre ellos se realicen (arts. 12 y 13.1 de la Ley y 16 y 21 a 23 de su Reglamento). Un segundo efecto de la declaración, ya de carácter sustancial, es el nacimiento a cargo de los titulares de derechos reales, o de quienes los posean por cualquier título, de la obligación de permitir y facilitar su inspección por parte de los organismos competentes, su estudio a los investigadores, previa solicitud razonada de éstos, y su visita pública al menos cuatro días al mes en días y horas previamente señalados. El cumplimiento de esta obligación podrá ser dispensado total o parcialmente por la Administración competente cuando medie causa justificada. En el caso de bienes muebles se podrá igualmente acordar como obligación sustitutoria el depósito del bien en un lugar que reúna las adecuadas condiciones de seguridad y su exhibición durante un período máximo de cinco meses cada dos años (art. 13.2). Como efectos especiales de la declaración de interés cultural sobre los bienes inmuebles la Ley establece el principio de inseparabilidad de su entorno, salvo que resulte imprescindible por causa de fuerza mayor o de interés social (art. 18), y el de intangibilidad de forma que en los monumentos no podrá realizarse obra interior o exterior que afecte directamente al inmueble o a cualquiera de sus partes integrantes o pertenencias sin autorización expresa de los Organismos competentes, autorización necesaria también para colocar en fachadas o en cubiertas cualquier clase de rótulo, señal o símbolo, así como para realizar obras en el entorno afectado por la declaración (art. 19.1). Queda prohibida la colocación de publicidad comercial y de cualquier clase de cables, antenas y conducciones aparentes en los jardines históricos y en las fachadas y cubiertas de los monumentos. Se prohibe también toda

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construcción que altere el carácter de los inmuebles o perturbe su contemplación (art. 19.3). Respecto de los bienes muebles —aunque su régimen normal es el de los bienes comprendidos en el Inventario General del Estado, como se dijo— , cuando han sido declarados de interés cultural, el efecto fundamental es el de convertirse en bienes extra commercium, en el mismo sentido expresado en el Código Civil (art. 1.271), de forma que no pueden transmitirse por título oneroso o gratuito, ni cederse a particulares ni a entidades mercantiles. Sólo podrán ser enajenados o cedidos al Estado, a Entidades de Derecho público o a otras instituciones eclesiásticas. Son también imprescriptibles, y, como consecuencia última, inexportables (art. 28).

7.

LOS EFECTOS URBANÍSTICOS DE LA DECLARACIÓN DE INTERÉS CULTURAL

Siguiendo con los bienes inmuebles declarados de interés cultural, uno de los más importantes efectos de su inclusión en esa categoría —que por esto se aplica fundamentalmente a los bienes inmuebles— consiste en la obligación del municipio de redactar un Plan Especial de Protección del área afectada por la declaración, obligación que no podrá excusarse en la preexistencia de otro planeamiento contradictorio con la protección, ni en la inexistencia previa de planeamiento general. La aprobación de dicho Plan Especial requerirá el informe favorable de la Administración competente para la protección de los bienes culturales afectados que se entenderá emitido en sentido favorable transcurridos tres meses desde la presentación del Plan sin que dicha Administración se haya pronunciado (art. 20.1 de la Ley 16/1985). El Plan establecerá para todos los usos públicos el orden prioritario de su instalación en los edificios y espacios que sean aptos para ello. Igualmente contemplará las posibles áreas de rehabilitación integrada que permitan la recuperación del área residencial y de las actividades económicas adecuadas. También deberá contener los criterios relativos a la conservación de fachadas y cubiertas e instalaciones sobre las mismas (art. 20.2). Hasta la aprobación definitiva del Plan, el otorgamiento de licencias, o la ejecución de las otorgadas antes de incoarse el expediente declarativo del conjunto histórico, sitio histórico o zona arqueológica, precisará resolución favorable de la Administración competente para la protección de los bienes afectados y en ningún caso se permitirán nuevas alineaciones, alteraciones en la edificabilidad, parcelaciones ni agregaciones (art. 20.3). La aprobación definitiva del Plan implica que no podrán otorgarse licencias para la realización de obras que requieran cualquier autorización hasta que ésta haya sido concedida (art. 23.1). Las obras realizadas sin licencia serán ilegales y los Ayuntamientos o, en su caso, la Administración competente en materia de protección del Patrimonio Histórico podrán ordenar su reconstrucción o demolición con cargo al responsable de la infracción en los términos previstos en la legislación urbanística (art. 23.2).

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A su vez, las obras que se realicen al amparo de licencias contrarias al Plan aprobado serán ilegales y la Administración cultural competente podrá ordenar su reconstrucción o demolición con cargo al Organismo que hubiera otorgado la licencia en cuestión, sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación urbanística sobre responsabilidad por infracciones (art. 20.4). La Administración dispone de otras importantes potestades: suspensión de derribos, obras o intervenciones en un bien previamente declarado de interés cultural. Igualmente podrá actuar de ese modo, aunque no se haya producido dicha declaración, siempre que aprecie la concurrencia de alguno de los valores de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico. Pero en tal supuesto la Administración resolverá en el plazo máximo de treinta días hábiles en favor de la continuación de la obra o intervención iniciada o procederá a incoar la declaración de bien de interés cultural (art. 37.1 y 2). No menos intensos son los poderes de la Administración competente en materia de Patrimonio Histórico sobre la municipal ante situaciones de presunta ruina pues en ningún caso podrá procederse a la demolición de un inmueble sin previa firmeza de la declaración de ruina y autorización de la Administración competente, que no la concederá sin informe favorable de, al menos, dos instituciones consultivas (art. 24.2). Si existiere urgencia o peligro inminente, la entidad que hubiere incoado expediente de ruina deberá ordenar las medidas necesarias para evitar daños a las personas sin que las obras que por razón de fuerza mayor hubieran de realizarse den lugar a actos de demolición que no sean los estrictamente necesarios para la conservación del inmueble; requerirán en todo caso la autorización del Organismo competente, debiéndose prever además, en su caso, la reposición de los elementos retirados (art. 24.3).

8.

EL R É G I M E N DE LOS BIENES MUEBLES.

EXPORTACIÓN E IMPORTACIÓN Mientras el régimen básico de los bienes inmuebles integrantes del Patrimonio Histórico es, según se ha dicho, el que corresponde a su consideración como bienes de interés cultural, el de los bienes muebles cae normalmente fuera de esta categoría y régimen jurídico. El régimen ordinario de los bienes muebles que tengan singular relevancia en atención a su notable valor histórico, arqueológico, artístico, científico, técnico o cultural es el que la Ley define para los inscritos en el Inventario General del Patrimonio Histórico Español (arts. 26.1 de la Ley y 24 y ss. del Reglamento). A este Inventario se accede mediante requerimiento de la Administración competente a sus propietarios, públicos o privados, para que permitan el examen de los mismos y la práctica de las informaciones pertinentes o mediante solicitud de aquéllos para su inclusión en el Inventario General (art. 26.2 y 3 de la Ley 16/1985 y arts. 28 y ss. del Real Decreto 111/1986).

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Para detectar la existencia de bienes muebles inscribibles la Ley obliga a los propietarios o poseedores a comunicar a la Administración competente la existencia de estos objetos antes de proceder a su venta o transmisión a terceros. Igual obligación se impone a las personas o entidades que ejerzan habitualmente el comercio sobre ellos que deberán, además, formalizar ante dicha Administración un libro de registro de las transmisiones que realicen sobre aquellos objetos. Además de un especial sistema de exportación, el régimen jurídico de estos bienes inventariados supone la imposición a los propietarios de determinadas vinculaciones y limitaciones de sus facultades ordinarias: a) La Administración competente podrá en todo momento inspeccionar las circunstancias de su conservación, mantenimiento y custodia. b) La transmisión por actos Ínter vivos o mortis causa, así como cualquier otra circunstancia en la situación de los bienes, incluyendo, por supuesto, los traslados, deberán comunicarse a la Administración competente, y anotarse en el Inventario General. c) Sus propietarios y, en su caso, los demás titulares de derechos reales sobre los mismos están obligados a permitir su estudio a los investigadores, previa solicitud razonada, y a prestarlos, con las debidas garantías, a exposiciones temporales que se programen por los Organismos competentes. No será obligatorio realizar estos préstamos por un período superior a un mes por año. En cuanto a su exportación, la Ley los declara, en principio, inexportables salvo autorización, facultándose a la Administración para hacer esa declaración de inexportabilidad como medida cautelar sobre cualquier bien mueble hasta que se incoe el expediente para incluirlo en alguna de las categorías previstas en ella [art. 53.&J], Si la exportación se llevara a cabo sin dicha licencia se produce ex lege un efecto confiscatorio y automáticamente también una declaración de inalienabilidad e imprescriptibilidad: «pertenecen al Estado —dice el artículo 29 de la Ley— los bienes muebles integrantes del Patrimonio Histórico Español que sean exportados sin la autorización requerida. Dichos bienes son inalienables e imprescriptibles». A la Administración del Estado corresponde entonces realizar los actos conducentes a la recuperación del bien ¡legalmente exportado, del que, una vez recuperado, se apropiará, salvo que el anterior titular acreditase haber sufrido la pérdida o sustracción previa del mismo, en cuyo caso podrá solicitar su cesión, obligándose a abonar el importe de los gastos de recuperación y, en su caso, el reembolso del precio que hubiese satisfecho el Estado al adquirente de buena fe. Dicha pérdida o sustracción se presumirá cuando el anterior titular fuera una Entidad de Derecho público. Los bienes recuperados y no cedidos serán destinados a un centro público, previo informe del Consejo del Patrimonio Histórico. En todo caso, la exportación lícita tiene un precio: la autorización se sujeta al pago de una tasa de la que están exentas la exportación de bienes muebles que tenga lugar durante los diez años siguientes a su importación,

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la salida temporal legalmente autorizada y la exportación de objetos muebles de autores vivos [art. 30.B], La base imponible se determina por el valor real del bien según declaración del solicitante o, en su caso, comprobación administrativa que prevalecerá sobre aquella, si es superior. De todas formas, la defraudación en la valoración del bien se combate con la previsión de su consideración como oferta irrevocable por dicho valor en favor de la Administración del Estado, que, de no autorizar dicha exportación, dispondrá de un plazo de seis meses para aceptar la oferta y de un año a partir de ella para efectuar el pago que proceda. La negativa a la solicitud de exportación no supone la aceptación de la oferta, que siempre habrá de ser expresa [arts. 30.D) y 33]. El tipo de gravamen va desde el 5 por 100 para valores inferiores a un millón de pesetas hasta el 30 por 100 para valores superiores a los cien millones. El producto de la tasa se ingresará en el Tesoro público, generándose de modo automático el crédito oportuno en favor del Organismo correspondiente de la Administración del Estado, que se destinará exclusivamente a la adquisición de bienes de interés para el Patrimonio Histórico Español [art. 30 E) e I)].

La salida temporal de bienes inscritos en el Inventario del Patrimonio Histórico Español o con más de cien años de antigüedad podrá autorizarse, debiendo constar en la autorización el plazo y las garantías de la exportación. Los bienes así exportados no podrán ser objeto del ejercicio del derecho de preferente adquisición y el incumplimiento de las condiciones para el retorno a España de los que de ese modo se hayan exportado tendrá consideración de exportación ilícita (arts. 31 de la Ley y 52 y ss. del Reglamento). Si la Ley prohibe o restringe la exportación favorece, sin embargo, la importación de bienes histórico-artísticos siempre que dicho carácter esté debidamente documentado a los efectos de la plena identificación del bien que no podrá ser declarado de interés cultural en un plazo de diez años a contar desde la fecha de su importación. Después, la exportación de estos bienes requiere previa licencia de la Administración del Estado, que se concederá siempre que la solicitud cumpla los requisitos exigidos por la legislación en vigor, sin que pueda ejercitarse derecho alguno de preferente adquisición respecto de ellos. Transcurrido el plazo de diez años, dichos bienes quedarán sometidos al régimen general (art. 32 de la Ley 16/1985). Por último, la Ley prevé la permuta de bienes muebles de titularidad estatal pertenecientes al Patrimonio Histórico Español por otros de al menos igual valor y significado histórico. La aprobación precisará informe favorable de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando y de la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español (art. 34).

9.

LOS DEBERES DE E X H I B I C I Ó N Y CONSERVACIÓN

Los deberes fundamentales con que se vincula a los propietarios de bienes del Patrimonio Histórico Español, cualesquiera que sea su titular, son

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fundamentalmente dos: el deber de exhibición dentro de los planes que se formulen por la Administración y el deber de conservación. Sobre el deber de exhibición, además de lo que ya dijimos, debe subrayarse que la Ley establece un principio de planificación imponiendo a los diferentes servicios públicos y titulares de bienes del Patrimonio Histórico Español que presten su colaboración en la ejecución de los planes que elabore el Consejo del Patrimonio Histórico Español al objeto de facilitar el acceso de los ciudadanos a los mismos, fomentar la comunicación entre los diferentes servicios y promover la información necesaria para el desarrollo de la investigación científica y técnica. La utilización de los bienes declarados de interés cultural o inventariados quedará subordinada a que no se pongan en peligro los valores que aconsejan su conservación. Cualquier cambio de uso deberá ser autorizado por los Organismos competentes (arts. 35 y 36.2). Con más detalle trata la Ley el deber de conservación, mantenimiento y custodia, que se impone a sus propietarios o, en su caso, a los titulares de derechos reales o poseedores de tales bienes. Cuando los propietarios no cumplieren con estos deberes, la Administración competente, previo requerimiento a los interesados, podrá ordenar su ejecución subsidiaria. Asimismo podrá conceder una ayuda con carácter de anticipo reintegrable que, en caso de bienes inmuebles, será inscrita en el Registro de la Propiedad. La Administración competente podrá también realizar de modo directo las obras necesarias si así lo requiere la más eficaz conservación de los bienes y, excepcionalmente, ordenar el depósito de los bienes muebles en centros de carácter público en tanto no desaparezcan las causas que originaron dicha necesidad (art. 36.1 y 3). El incumplimiento de las obligaciones de utilización, uso o conservación referidas constituye causa de interés social para la expropiación forzosa de los bienes declarados de interés cultural por la Administración competente, lo que tiene como contrapartida el deber de los poderes públicos de atender por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los bienes de interés cultural, que no podrán ser sometidos a tratamiento alguno sin autorización expresa de los Organismos competentes (arts. 36.4 y 39.1). La preocupación del legislador por la efectividad de estos deberes le ha llevado a consignar en la propia Ley diversas normas o criterios técnicos a que deberán someterse la conservación o restauración de los bienes: a) En el caso de los bienes inmuebles, las actuaciones de conservación irán encaminadas a su mantenimiento, consolidación y rehabilitación, y evitarán los intentos de reconstrucción, salvo cuando se utilicen partes originales de los mismos y pueda probarse su autenticidad. Si se añadiesen materiales o partes indispensables para su estabilidad o mantenimiento las adiciones deberán ser reconocibles y evitar las confusiones miméticas (arl. 39.2). b) Las restauraciones respetarán las aportaciones de todas las épocas; la eliminación de alguna de ellas sólo se autorizará con carácter excepcional,

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y siempre que los elementos que traten de suprimirse supongan una evidente degradación del bien y su eliminación fuere necesaria para permitir una mejor interpretación histórica del mismo (art. 39.3).

10.

LAS POTESTADES ABLATIVAS DE LA ADMINISTRACIÓN. EXPROPIACIÓN FORZOSA Y DERECHOS DE TANTEO Y RETRACTO

El régimen de los bienes del Patrimonio Histórico Español incluye las potestades necesarias para facilitar que su titularidad pase a manos públicas, por lo que se regula con notable generosidad la potestad expropiatoria y los derechos de tanteo y retracto de la Administración. La potestad expropiatoria se justifica no sólo por el incumplimiento de los deberes antes señalados de utilización y uso, sino también por el peligro de destrucción o deterioro, o por un uso incompatible con sus valores. Podrán expropiarse, además y por igual causa, los inmuebles que impidan o perturben la contemplación de los bienes afectados por la declaración de interés cultural o den lugar a riesgos para los mismos. Los Municipios podrán acordar también la expropiación de tales bienes, notificando previamente este propósito a la Administración competente (art. 37.3). En cuanto a los derechos de tanteo o retracto, se atribuyen a la Administración para facilitar el paso a manos públicas de los bienes del Patrimonio Histórico Español, con arreglo a las siguientes reglas: a) Quien tratare de enajenar un bien declarado de interés cultural o inventariado deberá notificarlo a los Organismos competentes y declarar el precio y condiciones en que se proponga realizar la enajenación. Los subastadores deberán notificar igualmente y con suficiente antelación las subastas públicas en que se pretenda enajenar cualquier bien integrante del Patrimonio Histórico. b) Dentro de los dos meses siguientes a la notificación, la Administración del Estado podrá hacer uso del derecho de tanteo para sí, para una Entidad benéfica o para una Entidad de Derecho público, obligándose al pago del precio convenido o, en su caso, al de remate en un período de tiempo no superior a dos ejercicios económicos, salvo acuerdo con el interesado en otra forma de pago. c) Cuando el propósito de la enajenación no se hubiera notificado correctamente, la Administración del Estado podrá ejercer, en los mismos términos previstos para el derecho de tanteo, el de retracto en el plazo de seis meses a partir de la fecha en que tenga conocimiento fehaciente de la enajenación. d) Lo dispuesto en los apartados anteriores no excluye que los derechos de tanteo y retracto sobre los mismos bienes puedan ser ejercidos en idénticos términos por los demás Organismos competentes diversos de la Administración del Estado. No obstante, el ejercicio de tales derechos por parte de la Administración del Estado tendrá carácter preferente siempre

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que se trate de adquirir bienes muebles para un Museo, Archivo o Biblioteca de titularidad estatal (art. 38).

11.

EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO

El Título V de la Ley define el Patrimonio Arqueológico como una parte del Patrimonio Histórico Español integrado por «los bienes muebles o inmuebles de carácter histórico susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica, hayan sido o no extraídos y tanto si se encuentran en la superficie o en el subsuelo, en el mar territorial o en la plataforma continental». La Ley incluye asimismo en el patrimonio arqueológico los «elementos geológicos y paleontológicos relacionados con la historia del hombre y sus orígenes y antecedentes» (art. 40.1). Lo más característico del régimen jurídico del Patrimonio Arqueológico es su publificación, declarándose bienes de dominio público «todos los objetos y restos materiales que posean los valores que son propios del Patrimonio Histórico Español y sean descubiertos como consecuencia de excavaciones, remociones de tierra u obras de cualquier índole o por azar», lo que lleva consigo la obligación de entrega a la Administración de los objetos arqueológicos que se descubran con motivo de excavaciones o prospecciones autorizadas. Dicha demanialización es compatible con la declaración de bienes de interés cultural por ministerio de la Ley de las «cuevas, abrigos y lugares que contengan manifestaciones de arte rupestre», declaración que se hace fundamentalmente a los efectos de aplicar a estos bienes, como ya se vio, el régimen urbanístico de protección previsto para los bienes inmuebles (arts. 44.1, 42.2 y 40.2). Consecuentemente con la demanialización del patrimonio arqueológico, la Ley sujeta todas las excavaciones y prospecciones (exploraciones superficiales o subacuáticas, con o sin remoción de terreno) a autorización administrativa y a la inspección y control de la Administración, que comprobará que los trabajos estén planteados y desarrollados conforme a un programa detallado y coherente que contenga los requisitos concernientes a la conveniencia, profesionalidad e interés científico. La autorización obliga a los beneficiarios a entregar los objetos obtenidos, debidamente inventariados, catalogados y acompañados de una Memoria, al Museo o centro que la Administración competente determine y en el plazo que se fije, teniendo en cuenta su proximidad al lugar del hallazgo y las circunstancias que hagan posible, además de su adecuada conservación, su mejor función cultural y científica. En ningún caso el beneficiario del permiso tendrá derecho a un premio o participación en el producto de su descubrimiento (art. 42). Cuando los descubrimientos arqueológicos acaecen sin previa licencia, es decir, como consecuencia de excavaciones, remociones de tierra u obras de cualquier índole o por azar, se impone al descubridor el deber de comunicar a la Administración competente su descubrimiento en el plazo máximo de treinta días e inmediatamente cuando se trate de hallazgos casuales. Una vez comunicado el descubrimiento y hasta que los objetos sean entre-

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gados a aquélla, al descubridor le serán de aplicación las normas del depósito legal salvo que los entregue a un museo público sin que en ningún caso sea de aplicación a tales objetos lo dispuesto para el tesoro por el artículo 351 del Código Civil («El tesoro oculto pertenece al dueño del terreno en que se hallare. Sin embargo, cuando fuere hecho el descubrimiento en propiedad ajena, o del Estado, y por casualidad, la mitad se aplicará al descubridor. Si los efectos descubiertos fueren interesantes para las Ciencias o las Artes, podrá el Estado adquirirlos por su justo precio, que se distribuirá en confonnidad a lo declarado»). No obstante, el descubridor y el propietario del lugar en que hubiere sido encontrado el objeto tienen derecho, en concepto de premio en metálico, a la mitad del valor que en tasación legal se le atribuya, que se distribuirá entre ellos, por partes iguales. Si fueran dos o más los descubridores o los propietarios se mantendrá igual proporción. Todo lo cual queda condicionado a que hayan cumplido con el deber de comunicación antes referido (art. 44).

12.

CONSERVACIÓN Y UTILIZACIÓN DEL PATRIMONIO DOCUMENTAL Y BIBLIOGRÁFICO: ARCHIVOS, BIBLIOTECAS Y MUSEOS

Como medida general para facilitar la conservación de estos bienes se prevé que la Administración del Estado, en colaboración con las demás Administraciones competentes, confeccione el Censo de los bienes integrantes del Patrimonio Documental y el Catálogo colectivo de los bienes integrantes del Patrimonio Bibliográfico, pudiendo recabar de sus titulares el examen de los mismos, así como las informaciones pertinentes. Aquellos bienes que tengan una singular relevancia serán incluidos en una sección especial del Inventario General de Bienes Muebles del Patrimonio Histórico (arts. 51 y 53 de la Ley 16/1985 y 33 a 39 del Real Decreto 111/1986). Por lo demás, se reiteran para estos bienes, cuando son de titularidad privada, las normas que regulan la disposición, exportación e importación de los bienes muebles del Patrimonio Histórico y las obligaciones relativas a la conservación, protección y uso que no impida su conservación, así como el deber de mantenerlos en lugares adecuados, todo ello bajo sanción de expropiación. También se impone a los titulares el deber de permitir la inspección por parte de los organismos competentes y el estudio a los investigadores, previa solicitud razonada de éstos, lo que puede cumplirse mediante el depósito temporal del bien en un Archivo o Biblioteca de carácter público. Sin embargo, esta obligación es dispensable cuando suponga una intromisión en el derecho del titular a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen en los términos que establece la legislación de la materia (arts. 56 y 52 de la Ley). En cuanto a los bienes de titularidad pública, se reserva a la Administración competente la exclusión o inclusión de los mismos en el Patrimonio Histórico a propuesta de los poseedores o propietarios públicos, sin que

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en ningún caso se puedan destruir tales documentos cuando tengan valor probatorio de derechos y obligaciones de las personas o los Entes públicos (art. 55). La consulta de los documentos de los Entes del sector público se sujeta a las siguientes reglas: a) Con carácter general, tales documentos, concluida su tramitación y depositados y registrados en los Archivos Centrales de las correspondientes Entidades de Derecho público, serán de libre consulta, a no ser que afecten a materias clasificadas de acuerdo con la Ley de Secretos Oficiales o no deban ser priblicamente conocidos por disposición expresa de la Ley, o que la difusión de su contenido pueda entrañar riesgos para la seguridad y la defensa del Estado o la averiguación de los delitos, salvo que la Autoridad que hizo la correspondiente declaración de documento secreto o reservado autorice su consulta [art. 57.a) y b)]. b) Los documentos que contengan datos personales de carácter policial, procesal, clínico o de cualquier otra índole que puedan afectar a la seguridad de las personas, a su honor, a la intimidad de su vida privada y familiar y a su propia imagen no podrán ser públicamente consultados sin que medie consentimiento expreso de los afectados o hasta que haya transcurrido un plazo de veinticinco años desde su muerte, si su fecha es conocida, o en otro caso de cincuenta años, a partir de la fecha de los documentos [art. 57.c)]. En cuanto a los Archivos, Bibliotecas y Museos de titularidad estatal, las previsiones legales más importantes son las destinadas a calificar como bienes de interés cultural los inmuebles en que estén alojados y los bienes muebles que custodian; si dichos inmuebles fueren de titularidad privada se permite su declaración de utilidad pública a efectos expropiatorios, declaración que podrá extenderse a los edificios o terrenos contiguos, cuando así lo requieran razones de seguridad para la adecuada conservación de los inmuebles o de los bienes que contengan (arts. 60 y 64).

13.

ACTIVIDAD DE F O M E N T O

La Ley contempla, además de los estímulos fiscales que después se dirán, el acceso preferente al crédito oficial para la financiación de obras de conservación, mantenimiento y rehabilitación, así como de las prospecciones y excavaciones arqueológicas realizadas en bienes declarados de interés cultural. Por otra parte, se obliga a incluir en el presupuesto de cada obra pública, financiada total o parcialmente por el Estado, una partida equivalente al menos del 1 por 100 de los fondos que sean de aportación estatal con destino a financiar trabajos de conservación o enriquecimiento del Patrimonio Histórico Español o de fomento de la creatividad artística, con preferencia en la propia obra o en su inmediato entorno. Si la obra pública hubiese de construirse y explotarse por particulares en virtud de concesión administrativa y sin la participación financiera del Estado, el 1 por 100 se aplicará sobre el presupuesto total para su ejecución (arts. 67 y 68 de la

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Ley; 58 a 60 de su Reglamento, y Orden Ministerial de 5 de diciembre de 1986). En cuanto a los estímulos fiscales, los benefcios que se reconocen en compensación del cumplimiento de los deberes y cargas que se imponen en la Ley del Patrimonio Histórico afectan a casi todos los tributos. En efecto, aparte de los previstos en la Contribución Territorial Urbana y en el Impuesto Extraordinario sobre el Patrimonio de las Personas Físicas, a los titulares privados de los bienes previamente inscritos en el Registro General de los bienes de interés cultural, o en el Inventario General en el caso de bienes muebles, los artículos 69 a 73 de la Ley y 61 y siguientes de su Reglamento les reconocen los siguientes beneficios: a) Los bienes inmuebles declarados de interés cultural, y en los términos que establezcan las Ordenanzas municipales, quedarán exentos del pago de los restantes impuestos locales que graven la propiedad o se exijan por su disfrute o transmisión, cuando sus propietarios o titulares de derechos reales hayan emprendido o realizado a su cargo obras de conservación, mejora o rehabilitación en dichos inmuebles. En ningún caso procederá la compensación con cargo a los Presupuestos Generales del Estado en favor de los Ayuntamientos interesados. b) Los contribuyentes del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas tendrán derecho a una deducción sobre la cuota equivalente al 20 por 100 de las inversiones que realicen en la adquisición, conservación, reparación, restauración, difusión y exposición de bienes declarados de interés cultural. El importe de la deducción en ningún caso podrá exceder del 30 por 100 de la base imponible. c) Asimismo, los contribuyentes de dicho impuesto tendrán derecho a deducir el 20 por 100 de las donaciones puras y simples que hicieren en bienes que formen parte del Patrimonio Histórico Español, siempre que se realizaren en favor del Estado y demás Entes públicos, así como de las que se lleven a cabo en favor de establecimientos, instituciones, fundaciones o asociaciones, incluso las de hecho de carácter temporal, para arbitrar fondos, clasificadas o declaradas benéficas o de utilidad pública por los órganos competentes del Estado, cuyos cargos de patronos, representantes legales o gestores de hecho sean gratuitos, y se rindan cuentas al órgano de protectorado correspondiente. La base de esta deducción tampoco podrá exceder del 30 por 100 de la base imponible. d) Los sujetos pasivos del Impuesto sobre Sociedades tendrán derecho a deducir de la cuota líquida resultante de minorar la cuota íntegra en el importe de las deducciones por doble imposición y, en su caso, de las bonificaciones a que se refiere el artículo 25 de la Ley del Impuesto sobre Sociedades un porcentaje del importe de las cantidades que destinen a la adquisición, conservación, reparación, restauración, difusión y exposición de bienes declarados de interés cultural. e) Asimismo, en el Impuesto sobre Sociedades se consideran partidas deducibles de los rendimientos íntegros obtenidos, a efectos de determinar las bases imponibles, las donaciones puras y simples de bienes que formen parte del Patrimonio Histórico Español, realizadas en las condiciones antes referidas en relación con las donaciones de los particulares. La cuantía de

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la deducción tampoco podrá en este caso exceder del 30 por 100 de la base imponible. f) Quedan exentas de todo tributo las importaciones de bienes muebles que sean incluidos en el Inventario o declarados de interés cultural. La solicitud presentada a tal efecto por sus propietarios, en el momento de la importación, tendrá efectos suspensivos de la deuda tributaria. g) El pago de la deuda tributaria del Impuesto sobre Sucesiones, del Impuesto sobre el Patrimonio y del Impuesto de la Renta de las Personas Físicas podrá realizarse mediante la entrega de bienes que formen parte del Patrimonio Histórico.

14.

LA POTESTAD SANCIONADORA

La garantía represiva a las infracciones de la legislación del Patrimonio Histórico se aborda desde la técnica penal, en primer lugar, y desde la sancionadora administrativa, con carácter más general. En efecto, la Ley tipifica como delito la exportación de un bien mueble integrante del Patrimonio Histórico sin la autorización del organismo competente siempre que lo sea de acuerdo con la legislación de contrabando, es decir, cuando la valoración del bien exportado sea superior a los dos millones de pesetas; si no llega a esta cantidad, la exportación ilegal será constitutiva de una infracción administrativa de contrabando. La fijación del valor de los bienes exportados ilegalmente se realizará por la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español, dependiente de la Administración del Estado (art. 75). En la actualidad, hay que atender en materia penal a lo prescrito por el Código Penal de 1995 (arts. 235.1, 250, 253, 319, 324, 339, 340, 613.1.a, 613 a 616, 625 y 626), así como a los dispuesto por la Ley Orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de represión del contrabando. Pero la Ley configura una amplia potestad sancionadora administrativa configurando como infracciones administrativas, salvo que constituyan delito, los siguientes hechos: a) El incumplimiento de las obligaciones sobre conservación y utilización y deberes de catalogación y exhibición. b) La retención ilícita o depósito indebido de documentos. c) El otorgamiento de licencias para la realización de obras sin la debida autorización de la autoridad administrativa competente en materia del Patrimonio Histórico. d) La realización de cualquier clase de obra con infracción de las disposiciones establecidas en la Ley. e) La realización de excavaciones arqueológicas u otras obras ilícitas sin la autorización correspondiente, o las que se llevan a cabo con incumplimiento de los términos en que fueron autorizadas, o cualesquiera otras realizadas con posterioridad en el lugar donde se hubiera producido un hallazgo casual de objetos arqueológicos que no hubiera sido comunicado inmediatamente a la Administración.

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f) El derribo, desplazamiento o remoción ilegales de cualquier inmueble afectado por un expediente de declaración de Bien de Interés Cultural. g) La exportación ilegal de bienes muebles y del Patrimonio Documental y Bibliográfico. h) El incumplimiento de las condiciones de retorno fijadas para la exportación temporal autorizada. i) La exclusión o eliminación de bienes del Patrimonio Documental y Bibliográfico sin la autorización de la Administración competente para acordarla. Si la lesión es valorable económicamente, la infracción será sancionada con multa del tanto al cuádruplo del valor del daño causado. En los demás casos, se impondrán multas de hasta 10, 25 ó 100 millones de pesetas según las infracciones cometidas (art. 76). La imposición de dichas sanciones exige, obviamente, la tramitación de un expediente administrativo con audiencia del interesado para fijar los hechos que las determinen y su cuantía dentro del límite que a cada infracción corresponde; serán proporcionales a la gravedad de las mismas, a las circunstancias personales del sancionado y al perjuicio causado o que pudiera haberse causado al Patrimonio Histórico Español (art. 77). Las multas de hasta 25 millones de pesetas serán impuestas por los Organismos competentes para la ejecución de la Ley del Patrimonio Histórico; las de cuantía superior, por el Consejo de Ministros o los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas (art. 78). En cuanto a la prescripción, se establece el plazo general de cinco años, salvo para las relativas a derribos o desplazamiento de inmuebles, exportación ilegal y exclusión o eliminación de bienes del Patrimonio Documental, que prescribirán a los diez años (art. 79).

B I B L I O G R A F Í A : ALEGRE ÁVILA: Evolución y Régimen Jurídico del Patrimonio Histórico, Madrid, 1994; ALONSO IBÁÑEZ: El Patrimonio Histórico: Destino público Y valor cultural, Madrid, 1992, ÁLVAREZ ÁLVAREZ: El Patrimonio Artístico Español, Valladolid, 1975; BARRERO RODRÍGUEZ: La Ordenación Jurídica del Patrimonio Histórico, Madrid, 1990; BASSOLS COMA: «El Patrimonio Histórico español: aspectos de su régimen jurídico», RAP, 114; BERMEJO VERA y FERNÁNDEZ FARRERES: «Actuaciones administrativas aisladas versus planificación: Modelo urbanístico y protección del Patrimonio Histórico-Artístico», Cuadernos Aragoneses de Economía, Zaragoza, 1981-1982; ESTELLA IZOUIERDO: «El patrimonio Histórico-Artístico en la jurisprudencia», RAP, 76; FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: La legislación española sobre el Patrimonio Histórico-Artístico, UNED, Cádiz, 1981; GARCÍA DE ENTERRÍA: «Consideraciones sobre una nueva legislación del Patrimonio Artístico, Histórico y Cultural», REDA, 39; PRIETO DE PEDRO: Cultura, Culturas y Constitución, Madrid, 1993, ROCA V ROCA: El Patrimonio Artístico y Cultural, Madrid, 1976.

TÍTULO TERCERO URBANISMO

CAPÍTULO IX CONCEPTO, PROBLEMÁTICA Y ORÍGENES DEL DERECHO URBANÍSTICO: EL URBANISMO DE OBRA PÚBLICA

SUMARIO: 1. EL DERECHO URBANÍSTICO. PROBLEMATICA G E N E R A L . - 2 . LA URBANIZACIÓN COMO POTESTAD PÚBLICA Y SU recepción EN EL LIBERALISMO D E C I M O N Ó N I C O . - 3 . el proceso de urbanización como potestad y obra pública en la legislación liberal decimonónica.—A) El urbanismo como simple obra pública en la primera legislación de ensanche de poblaciones.—B) El urbanismo como potestad y obra pública cuyos beneficios deben ser para la comunidad. —C) La recepción de las ideas de Cerdá en la legislación expropiatoria de 1879. —D) El justiprecio expropiatorio. La exclusión de toda valoración urbanística derivada del proyecto de obras. —E) La apropiación de las plusvalías por el municipio. Expropiación de zonas laterales y gestión municipal directa o indirecta de la ejecución del proyecto. — F) El bloqueo de la especulación. La obligación de edificar y la sanción de pérdida de la propiedad. —G) El contenido del ius aedificandi en los terrenos no afectados por los planes de urbanización.—4. LA ASUNCIÓN DEFINITIVA DEL MODELO POR EL ESTATUTO MUNICIPAL DE CALVO SOTELO, LA LEGISLACIÓN REPUBLICANA Y LA LEY DE RÉGIMEN LOCAL DE 1951 . - 5 . EL URBANISMO PARA POBRES. EL COMIENZO DE LA SEPARACIÓN DE LA POLÍTICA DE URBANISMO Y VIVIENDA.—6. LA APARICIÓN DE LAS TÉCNICAS URBANÍSTICAS.-bibliografía.

1.

EL DERECHO URBANÍSTICO. PROBLEMÁTICA GENERAL

El Derecho urbanístico es el conjunto de normas reguladoras de los procesos de ordenación del territorio y su transformación física a través de la urbanización y la edificación. Son, por tanto, objeto de su regulación potestades públicas muy claras, como la de ordenar el conjunto del territorio, los procesos de urbanización y la vigilancia sobre la edificación resultantes de aquélla, es decir, el control del derecho del propietario de transformar el propio fundo mediante la construcción de edificaciones para vivienda, industria u otras finalidades. Entre la planificación del territorio y la edificación se produce un proceso intermedio, el de urbanización, que podemos definir como el de creación de espacios comunes de comunicación (plazas, calles, carreteras, infraestructuras en general) y al tiempo la producción de solares para su posterior edificación. Como conjunto de normas que regulan esos procesos de planificación del territorio, urbanización y edificación, el Derecho urbanístico en todos

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los países es capitaneado por una ley sectorial o un código de urbanismo, en el que se apoyan un sinnúmero de reglamentos y planes de ordenación. A resaltar que el Derecho urbanístico es una realidad jurídica relativamente reciente y surgida sin duda para controlar y vigilar los procesos de urbanización y construcción; que si en épocas pretéritas, de escasos capitales y lentas técnicas constructivas, no parecían peligrosas de colisionar con el interés general, ahora resultarían peligrosas si no fuera por el Derecho urbanístico, normativa encauzadora y limitadora del derecho a urbanizar y edificar y actúa como una especie de «anticonceptivo» que trata de controlar y compensar, a través de las limitaciones legales o las impuestas por los planes de urbanismo, precisamente ese exceso de «fertilidad» constructiva. Y de la misma forma que las prácticas anticonceptivas, y al margen de las valoraciones que puedan merecer a unos u otros, han venido de hecho a compensar una fertilidad antes inimaginable (consecuencia de los progresos de la maternología, de la medicina infantil y, ahora, de la fecundación in vitro), de la misma forma el Derecho urbanístico aparece en nuestro tiempo como limitador del derecho a urbanizar, con el fin de impedir que desde una concepción todopoderosa del derecho de la propiedad y de los capitales y técnicas constructivas a su servicio se erijan nuevas ciudades, nuevos núcleos habitados, en un ilimitado, y por ello, peligroso proceso de «cementación» del territorio. Esa conjunción de la propiedad privada sobre el suelo y las potestades públicas que condicionan decisivamente su utilización, objeto del Derecho urbanístico, se regulan en cuerpos normativos muy prolijos, recogidos en códigos urbanismo, como en Francia, leyes estatales generales, caso de Italia, o, como en Alemania, en la que el urbanismo se rige por un Código federal que regula la propiedad urbanística y los instrumentos de planeamiento, quedando únicamente para los Estados la regulación de la policía urbanística (infracciones y sanciones) que coordinan a los efectos de una normativa igualitaria. Desgraciadamente el caso español es muy distinto: de una ley básica estatal, la Ley 8/2007, de Suelo, cuelgan las leyes dictadas por las Comunidades Autónomas, a las que dio alas una muy discutible sentencia del Tribunal Constitucional, la STC 61/1997. Dicha sentencia, a la que nos referiremos en detalle en el capítulo II, desplazó la regulación completa y única de la Ley del Suelo de 1956 y de sus reglamentos (planificación, ejecución, disciplina) dando paso a un confuso panorama normativo, en el que todo el arsenal de técnicas urbanísticas (planes o instrumentos de ordenación urbanística, sistemas de ejecución, patrimonios de suelo, regulación de la intervención y sanción en la edificación, etc.) se regula por leyes autonómicas de forma desigual. El resultado es una regulación unitaria mínima de la propiedad del suelo (derechos y deberes de los propietarios y valoraciones de los terrenos), la cabeza del Derecho urbanístico, a cargo del Estado, y hasta diecisiete Derechos urbanísticos particulares que regulan sus extremidades y que, aun cuando se ajusten a una cultura común, utilizan conceptos y terminología diversas, e imponen soluciones divergentes no justificadas y que hacen del conjunto del ordenamiento urbanismo español una selva en la que no es fácil orientarse y explicar cumplidamente.

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A esta confusión hay que sumar la creada por las diversas concepciones que se vienen produciendo en las leyes estatales del urbanismo en respuestas a políticas contradictorias, antes y después de haberse reducido su materia a la legislación básica. El Derecho urbanístico no es materia sencilla sino compleja, pero hay un método infalible para no entenderlo nunca: consiste en entrar directamente en el estudio de la normativa vigente, prescindiendo de los avatares de su vida, de su regulación en otras normas que le han precedido. Un método que, a radice, se descarta en esta obra.

2.

LA URBANIZACIÓN COMO POTESTAD PÚBLICA Y SU RECEPCIÓN EN EL LIBERALISMO DECIMONÓNICO

La cuestión que pretendemos históricamente aclarar se recoge en la Exposición de Motivos de la Ley 8/2007, de Suelo, que, aunque lo desmienta después en la regulación pormenorizada, explícitamente reconoce que «la urbanización es un servicio público, cuya gestión puede reservarse la Administración o encomendar a privados..., y que suele afectar a una pluralidad de fincas, por lo que excede tanto lógica como físicamente de los límites propios de la propiedad». ¿Históricamente se ha entendido, como dice aquí el legislador, que urbanizar era una potestad o servicio público y, consiguientemente, no comprendida en el haz de facultades del derecho de propiedad? Ciertamente en el pasado llevar adelante procesos de urbanización, o, lo que es lo mismo, crear barrios o ciudades, espacios públicos de comunicación o de solaz, nunca se ha considerado como una potestad privada, emanada, entre otras, del derecho de propiedad. Ni económica ni jurídicamente ha sido así. Económicamente, en efecto, la construcción, ampliación o reforma de la ciudad no ha sido nunca una potestad del propietario y un negocio particular, porque, como dijimos, el supuesto de la concentración de capitales privados y de técnicas precisas para levantar de la noche a la mañana núcleos habitados dotados de infraestructuras de uso público, como ahora se hace a diario, no se ha dado hasta nuestra época. Tampoco con anterioridad al moderno industrialismo se han producido los fenómenos de desplazamientos intensivos de población que van a originar la masiva demanda de suelo para vivienda o para instalaciones industriales que ahora conocemos. Jurídicamente, el estudio de los ordenamientos jurídicos pretéritos —en los que falta una regulación abstracta v general de la urbanización en su globalidad— acredita que la construcción de la ciudad se vio históricamente como una competencia y una potestad pública. Sobre todo en un país como el nuestro, colonia romana primero, territorio de reconquista después, y colonizador, por último, de un continente, no podían faltar normas sobre la forma de fundar, poblar y construir nuevos pueblos y ciudades de las que se desprende que ese derecho a poblar, a urbanizar, es una potestad pública, aunque a veces se lleve a cabo por medio de concesión a los particulares. «Ningún país del mundo, en toda la historia de la humanidad —dice el profesor venezolano BREWER CARIAS—,

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ha fundado tantos pueblos, villas y ciudades en un territorio tan grande, en un período de tiempo tan corto, y en una forma tan regular y ordenada como España lo hizo en América». Pero comencemos por Roma: los etruscos transmitieron a los romanos el culto de la fundación de ciudades, que se hacía con todo un ritual sacro que empezaba con la presencia de un sacerdote cubierto con una toga que luego cogía un arado de bronce, tirado por una ternera y un toro blanco e iba trazando un surco alrededor de la futura ciudad, siguiendo la línea por donde se levantarían las murallas La planificación urbana, que se observa en las diferentes ampliaciones de Roma y en las ciudades de nueva creación, utilizaba el modelohipodámico que partía de un trazado rectangular y geométrico con calles paralelas y perpendiculares entre sí. Cada cuadrado formaba una manzana, ínsula. Entre todas las calles destacan dos grandes avenidas que recorrían de norte a sur (cardo) y de este a oeste (decumano) la ciudad. Estas dos calles convergían en el centro del rectángulo en el foro, heredero del ágora griega, auténtico corazón de la ciudad. La expansión del Imperio determinará la creación de numerosas ciudades, unas sobre los campamentos militares y otras de nueva planta sobre los terrenos conquistados, ager publicus, colonias de nueva planta necesitadas para su construcción de una ley votada en las Asambleas. Dicha ley hacía la división de las tierras, señalaba el trazado de las calles y del forum o plaza central y el perímetro de la ciudad asignando a los colonos las respectivas parcelas. Estas técnicas públicas de intervención se continúan en la repoblación de la Marca Hispánica por Carlomagno y Ludovico Pío, que regulan la ocupación de nuevas tierras por medio de preceptos reales o «capitulares» de acuerdo con el principio romano de que los bona vacantia pertenecían al fisco y que era el Príncipe quien debía cederlos a sus súbditos con fines repobladores. En la Baja Edad Media es fundamental la iniciativa pública en el proceso urbanizador, exigiéndose un fuero o carta puebla para fundar en un territorio reconquistado. Aparece así el «repartimiento», instrumento urbanísticomediante el cual unos oficiales reales —partidores o divisores— proceden a la partición y entrega de los lotes de terreno, operación sujeta a la posterior aprobación real. En fueros castellanos y cartas de población catalanas se incluyen disposiciones concretas referentes a la urbanización de los nuevos núcleos de población: superficie de las parcelas, trazado y anchura de las calles, características de la plaza mayor, fortificaciones, etcétera. La creación de nuevas ciudades es asimismo configurada en la legislación de Indias como un deber del conquistador y una potestad pública más que como una consecuencia del dominio privado de la asignación de tierras. Así, en las Ordenanzas para Nuevos Descubrimientos y Fundaciones de Felipe II (1573) se obliga a capitular el tiempo en que el Adelantado deberá fundar, erigir y poblar «por lo menos tres ciudades y una provincia de pueblos sufragáneos», precisándose las características físicas, geográficas, acceso, etcétera, que deberán reunir los terrenos con las «calidades de esta ley». Entre ellas destaca la concepción radial de la ciudad en torno a la plaza mayor: «cuando hagan la planta de lugar, repártanlo por sus plazas,

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calles y solares a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor y sacando desde ella las calles a las puertas y caminos principales, y dejando tanto compás abierto que aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma» (Ley I, Título VII, Libro X, de la Recopilación de Leyes de Indias). La iniciativa pública en la fundación de nuevas ciudades vuelve a aparecer en la colonización de diversas zonas de Andalucía en el siglo xvm con la publicación, en 1767, del Decreto de Carlos III para poblar el paso de Sierra Morena entre el Viso y Bailén, y el camino entre Córdoba y Écija, regulándose el régimen y procedimientos a seguir en el Fuero de las Nuevas Poblaciones. En el Derecho histórico encontramos también una regulación de las limitaciones y condicionamientos del derecho a edificar sobre el propio fundo, de antiguo limitado por las instituciones civiles de las servidumbres de interés privado (servidumbres de luces y vistas, por ejemplo) o de interés público, de las que da cuenta la obra de BASSOLS, que se recogen en las ordenanzas municipales, de las que hay antecedentes preclaros en las de Madrid recopiladas por Torija en 1661 y por Ardemáns en 1791. Hay también, aunque sean de discutible valor normativo, las recomendaciones sobre policía urbana recogidas en las Ordenanzas de Intendentes y Corregidores de 1749 (reiteradas en la Instrucción de Coiregidores de 1788), como asimismo afectan a la edificación las normas que se recogen en la Novísima Recopilación sobre edificación de solares yermos (Ley VII, Título XIX, Libro III), empedrado de calles (Ley II, Título XXXII, Libro VII), intervención de la Real Academia en la reforma o construcción de determinadas edificaciones, etcétera.

3.

EL P R O C E S O DE URBANIZACIÓN COMO POTESTAD Y OBRA PÚBLICA EN LA LEGISLACIÓN LIBERAL DECIMONÓNICA

En el siglo xix es claro que la potestad urbanizadora o el derecho a urbanizar, entendido como la creación, ampliación o reforma de la ciudad a través de los planes de reforma interior, ensanche y extensión de poblaciones, es una potestad pública que se concreta en una obra, también pública, que no pueden acometer los privados por sí solos invocando su propiedad sobre los terrenos que van a soportar la urbanización. Es, por el contrario, el municipio, controlado por el Ministerio del Interior, el que ejecuta las obras, previa expropiación de los terrenos necesarios para las dotaciones públicas (calles, plazas, equipamientos...) para que después los propietarios edifiquen a su costado, dejando en su favor el beneficio de la revalorización por las obras efectuadas, o bien englobando en la expropiación las zonas laterales a las calles y plazas para, mediante su posterior venta, una vez realizadas las obras y convertidas en solares, resarcirse de los gastos del conjunto o, incluso, generar beneficios para el municipio. El urbanismo en el primer caso es una simple obra pública; en el segundo el urbanismo es, además, un negocio; un negocio que puede ser del municipio únicamente, si éste lo lleva a cabo por sí mismo, o bien del municipio y de un empresa-

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rio si lo ejecuta por concesión, o negocio exclusivo de los propietarios de los terrenos si éstos lo acometen por un sistema de auto-administración con reparto de beneficios y cargas. A)

EL URBANISMO COMO SIMPLE OBRA PÚBLICA EN LA PRJMERA LEGISLACIÓN DE ENSANCHE DE POBLACIONES

El urbanismo entendido como obra pública, nace en el régimen constitucional con el proyecto de Ley general de Posada Herrera de 1861 sobre reforma, ensanche v otras mejoras de poblaciones, proyecto legislativo que calificaba las obras necesarias de utilidad pública a efectos expropiatorios y que fracasa por imponer a los propietarios la cesión de parte de los terrenos necesarios para las calles y otros espacios. A este intento seguirá la Ley de Ensanche de 29 de junio de 1864, que no carga a los propietarios ribereños de las calles y plazas con la obligación de aportar terrenos ni cualquier otra contribución a los gastos de las obras ni de las expropiaciones. La Administración decide el cuándo y el cómo del proyecto urbanizador; a su costa expropia los terrenos necesarios para las obras y a su costa ejecuta éstas, mientras que los beneficios derivados de la mejora y edificabilidad de los solares resultantes quedan en el patrimonio de los propietarios colindantes con las vías y plazas públicas. Este sistema se justificó entonces por la necesidad imperiosa de contar con nuevas viviendas, lo que llevaba a estimular a los propietarios a edificar mediante conversión de sus fincas en solares sin coste alguno y a fomentar la edificación posterior con subvenciones y estímulos fiscales, liberándoles por un cierto tiempo de los impuestos que gravaban la propiedad urbana. Ante una grave escasez de viviendas, no se piensa más que en aumentar el número de solares edificables, estimulando la posterior edificación para rebajar el precio de las viviendas y el de los alquileres. Este urbanismo, que carga los gastos de la urbanización al municipio y el beneficio lo perciben unos cuantos propietarios ribereños de las obras, fue duramente criticado por Ildefonso CERDÁ, Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, el más importante teórico del urbanismo español y autor de proyectos emblemáticos, como el Plan del Ensanche de Barcelona y el Plan de Viabilidad Urbana de Madrid: «Obligar —decía CF.RDÁ— a que un Ayuntamiento expropie los edificios, compre los solares que han de ocupar las calles, explane y afirme el terreno por donde ellos hayan de pasar v costee además la construcción de alcantarillas, la colocación de las cañerías para la conducción del agua potable y del gas, ponga los faroles para el alumbrado y establezca además todo cuanto exija el servicio de la misma calle, dejando a los propietarios colindantes por ambos lados el derecho de edificar como y cuando les plazca y el de duplicar sus rentas, subiendo sin tasa ni mesura los alquileres, explotando de esta manera los sacrificios hechos por la Administración, es, fuera de toda duda, lo más antinatural, lo más absurdo, lo mas inicuo que darse puede». La segunda Ley de Ensanche, de 22 de diciembre de 1876, impone ya a los propietarios ribereños la obligación de ceder los terrenos para los viales,

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pues, como decía CERDA, «si las calles y las plazas son un accesorio necesario, un apéndice indispensable, una parte integrante de las casas a ellas unidas y la base fundamental de su valor, es natural, es lógico, es justo, que las costeen los dueños de las mismas casas». La cesión se cifra en la quinta parte de las fincas con fachada a las nuevas vías, bajo amenaza de expropiación de la totalidad (art. 15). En las posteriores Leyes de Ensanche de Madrid y Barcelona de 26 de julio de 1892, que después se generalizarían a las demás poblaciones, se amplía esta cesión a la mitad del terreno destinado a viales y se faculta a los ayuntamientos «para expropiar la parcela edificable del propietario o los propietarios que se nieguen a hacer, en interés público o común, las mismas concesiones que otorguen otros terratenientes interesados en la vía que se intente abrir o en la manzana cuyos solares se intenten regularizar, siempre que estos terratenientes representen más de la mitad del área que haya de ocuparse para la obra» (art. 5.3). Nótese que estos propietarios no sólo aportan gratuitamente una parte de su finca, sino que el resto que se les expropia se hace sin valorar las posibilidades edificatorias futuras de los terrenos, y, por consiguiente, por su valor inicial o rústico, calculado por SLIS valores en renta o en venta, en aplicación de la regla central de la legislación expropiatoria, según la cual en el justiprecio no pueden incluirse las mejoras derivadas del proyecto de la obra pública (arts. 28 y 49 de la Ley de Expropiación de 1879). Es, pues, únicamente el proyecto de urbanización concreto, un proyecto de obra pública, el que atribuye las posibilidades edificatorias de los solares resultantes y no un plan general previo que contemplara la edificabilidad de todo el término municipal y que en la época no existe. B)

EL URBANISMO COMO POTESTAD Y OBRA PÚBLICA CUYOS BENEFICIOS DEBEN SER PARA LA COMUNIDAD

A pesar de sus correcciones últimas, que acabamos de ver, el sistema urbanístico de las Leyes de Ensanche del siglo xix era notoriamente injusto y perjudicial para los intereses públicos, como revelaba la crítica de Cerdá que tendrá un efecto decisivo para la corrección del sistema en las Leyes de Ensanche antes citadas y, sobre todo, en la Ley de Expropiación Forzosa de 1879, que regula la ejecución de los planes de saneamiento, ensanche y reforma interior de poblaciones. Por ello la concepción del urbanismo como obra pública con expropiación de viales y, además, de los terrenos que después van a ser solares (las zonas laterales) para que la plusvalía urbanística reste en la comunidad se va a imponer definitivamente en la legislación municipal de Primo de Rivera (Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924 y Reglamento de Obras de 14 de julio de 1924) y en la posterior de Régimen Local (Texto Refundido de 1955), y morirá en la Ley del Suelo de 1956. Para CERDA la urbanización es claramente una potestad y una obra pública, susceptible de producir beneficios que deben ir a la comunidad y no a los propietarios de los terrenos colindantes que nada han hecho por merecerlo. Al margen de que los propietarios ribereños no deben perjudicarse ni beneficiarse de la obra pública, no cabe duda que toda urbanización

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puede y debe ser una empresa rentable, una fuente de negocio, en cuanto que produce nuevos solares susceptibles de venta y edificación, y de la misma forma que otras obras públicas, como los ferrocarriles, al tiempo que prestan un servicio al público originan un beneficio para la Administración, generado por el precio del otorgamiento de la concesión en régimen de libre concurrencia, CERDA propone una solución análoga para las obras de urbanización; y de la misma forma que los propietarios de terrenos que atraviesa el ferrocarril son ajenos al proyecto y concesión ferroviaria, también deben serlo, a su juicio, de la explotación de la obra urbanizadora, porque la Administración o su concesionario expropiará los terrenos, hará las obras necesarias y venderá los solares resultantes, resarciéndose al final de la operación de la inversión hecha en expropiaciones y obras, generando en su favor los beneficios que el mercado posibilite. Entre la gestión directa por la Administración y la indirecta por concesionario interpuesto, CERDÁ propone esta última, la gestión empresarial por concesión, una fórmula que libera a la Administración de la inversión del capital y que permite al municipio el percibo anticipado de las plusvalías urbanísticas. «La reforma y ensanche de una ciudad —decía— es una obra de utilidad pública. (...) Todas las obras públicas de alguna importancia, y ésta la tiene y muy grande, se han de realizar por empresas particulares y en virtud de adjudicación en pública subasta. Ésta es la legislación vigente, esto lo que nosotros proponemos y pedimos, esto es lo que ha de observarse y cumplirse (...). Entre las obras públicas de mayor importancia dignas de ponerse en parangón con la que es objeto de nuestro proyecto descuellan los caminos de hierro. Su legislación es la más moderna y reformada además recientemente con el más escrupuloso esmero a fin de evitar abusos de todo género (...). Que la Administración, como en la apertura del bulevar de Sebastopol, en París, o la empresa que reasuma sus derechos pueda expropiar para abrir grandes vías de comunicación en el interior de la ciudad actual, además de la planta de la calle, las dos zonas colaterales de 20 o 30 metros de anchura con la obligación precisa de costear el alcantarillado, empedrado y aceras y todo cuanto sea necesario para dejar la vía cómoda y expedita (...). Que la tramitación del expediente tomado para la reforma y ensanche de Barcelona sea la misma que la legislación de ferrocarriles establece para éstos y que a su empresa constructora se concedan las mismas ventajas que disfrutan por la ley las de ferrocarriles». CERDA advierte de los riesgos de corrupción que entraña todo proceso de adjudicación de concesiones y por ello propone que la transparencia y publicidad de la adjudicación del proyecto se asegure mediante la adjudicación por subasta pública, es decir, que el criterio determinante de la adjudicación sea el más automático en favor del empresario que ofrezca el mayor precio por la concesión y explotación de la obra urbanizadora; en definitiva, propugna la aplicación del sistema de adjudicación entonces en vigor para el otorgamiento de las concesiones ferroviarias. «Queremos —decía— la subasta y ¡a pedimos y con insistencia la solicitamos, porque queremos la publicidad y la libre concurrencia a todo trance. Tal vez más adelante, cuando esa clase de empresas sean más conocidas, podrá haber inconvenientes graves en concederla sin subasta. No sabemos lo que sucederá en el porvenir; mas lo

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que sí sabemos es que ahora se trata de un negocio completamente nuevo y desconocido, y que por lo mismo al plantearlo por primera vez es de todo punto indispensable someterlo a una subasta tan pública y tan solemne como ser pueda, a fin de que abierta la puerta a la general concurrencia, quede herméticamente cerrada a la murmuración. (...) Las pujas, efecto de la competencia que se promueve en el mundo mercantil cuando se presenta un negocio que se cree bueno, vienen a constituir el mejor criterio de justicia, la mejor garantía de acierto». Tras el desafecto con el que inicialmente f u e r o n recibidos su «Pensamiento e c o n ó m i c o de Barcelona» (1860) y su «Plan e c o n ó m i c o de Madrid» (1861) CERDÁ propuso, c o m o ha r e c o r d a d o GARCÍA BELLIDO, una fórmula m e n o s socializadora y m á s atractiva para los propietarios, reconociéndoles la propiedad de los solares resultantes a c a m b i o de p a r t i c i p a r e n los gastos de urbanización. Así articuló CERDÁ el reparto proporcional a ¡as superficies aportadas por los propietarios afectados, de los gastos íntegros de urbanización de la unidad o polígono de actuación, con la cesión gratuita al d o m i n i o público de viales y plazas, para q u e dichos gastos fuesen a p r o b a d o s por los m i s m o s asociados y p a r a que éstos pudieran aprovecharse de los beneficios de la urbanización. En otras palabras, CERDÁ p r o p o n í a algo p a r e c i d o a la actual reparcelación obligatoria y equitativa de gastos y beneficios en proporción al suelo a p o r t a d o , con la cesión gratuita de viales a la colectividad. A esta técnica la d e n o m i n ó « m a n c o m u n i d a d de reparto» p a r a la «subdivisión o trituración de los terrenos». Con ésta pretendía redefinir los límites de las fincas, a d a p t á n d o l e s las f a c h a d a s en lotes, suertes o solares o c t o g o n a l m e n t e al trazado nuevo, y al tiempo conseguir que los propietarios afectados a d e l a n t a r a n la financiación y se repartieran p r o p o r c í o n a l m e n t e a la extensión de los terrenos a p o r t a d o s tanto los costes materiales y financieros de las obras de la entera u r b a n i z a c i ó n c o m o los beneficios que extraerían con la venta de los solares o edificaciones habilitadas por su propia u r b a n i z a c i ó n .

C)

LA RECEPCIÓN DF. LAS IDEAS DE CERDÁ EN LA LEGISLACIÓN EXPROPIATORIA DE 1 8 7 9

Las ideas de Cerdá de identificación entre obra pública y proceso urbanizador y sobre el tratamiento que debía de darse a las plusvalías urbanísticas influyeron decisivamente en la Ley de Expropiación Forzosa de 10 de enero de 1879 y su Reglamento, que contemplan las obras de saneamiento, ensanche y reforma interior de poblaciones como obras públicas que habían de contar con los mismos requisitos formales de éstas (Memoria explicativa, Planos, Pliego de condiciones facultativas y Presupuesto) y sujetarse a los criterios de la Ley General de Obras Públicas de 1877, que imponía la concesión como forma de llevar a cabo las obras públicas destinadas al uso general. Esta Ley admitía o b r a s de interés privado siempre que no ocupasen ni afectasen al d o m i n i o público del Estado, ni requiriesen expropiación forzosa de*dominio privado, ni, en fin, se tratare de obras destinadas a! uso general, p a r a lo que era precisa la concesión administrativa. C o n f o r m e a estos ele-

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mentos, resulta obvio que la urbanización, a d e m á s de dar lugar a calles destinadas al uso público, necesitaba de la expropiación para poder llevar a cabo las obras. En consecuencia, el derecho a urbanizar no era, conforme a la legislación liberal, un derecho exigible por los propietarios de los terrenos frente a la Administración (art. 52). Por contra, en el Derecho francés de la época la formación de u n a calle podía ser proyectada por los particulares a fin de a u m e n t a r el valor de sus propiedades, pero bajo una fuerte vigilancia administrativa. Los propietarios debían solicitar el permiso de la Administración, asumir el compromiso de d a r a la nueva calle la longitud que la Administración juzgase necesaria para las necesidades de la circulación, darle dirección recta entre dos líneas paralelas, ceder gratuitamente el terreno de los viales y construir a a m b o s lados aceras de piedra, todo ello bajo la dirección de la Administración (BLOC, Dictionaire de l'Administration frangaise, París, 1862, voz voirie, p. 99).

Como obras públicas que eran, los proyectos de urbanización, según la normativa expropiatoria, debían fijar con toda precisión las calles, plazas y alineaciones que se proyectasen, marcando perceptiblemente los terrenos o solares que hubieren de ocuparse para la realización del proyecto. Igualmente en dichos planos debían figurar las fincas que fuere necesario expropiar, «no sólo para proporcionar ensanche de la vía pública, sino para la formación de solares, regularmente dispuestos en las zonas laterales y paralelas de dicha vía que han de ser expropiadas, que deben tener cada una el ancho de la calle que se proyecta, con un máximo de 20 metros, así como las que fuesen precisas para la formación de manzanas». El proyecto habría de contener, además, el establecimiento de los servicios públicos urbanos en toda la extensión que abarquen las obras, y los modelos de fachada y demás circunstancias a que habrán de sujetarse las nuevas edificaciones que se habían de llevar a cabo sobre los solares regularizados. Obtenida del Gobierno la aprobación del proyecto y la declaración de utilidad pública, el municipio se resarcía de la inversión efectuada mediante la venta a los particulares de los solares resultantes, cuyos compradores debían edificar en el plazo señalado o perder, en caso contrario, sin indemnización alguna, la propiedad, que revertía al municipio libre de cargas. La Ley de Expropiación de 1879, además de la gestión y explotación directa de las obras por el municipio, preveía, siguiendo las ideas de Ildefonso CERDÁ, la gestión indirecta de la urbanización por cualquier particular o compañía que solicitase la concesión de las obras, acompañando el proyecto correspondiente. El proyecto del peticionario se sometía después a todos los trámites de declaración de utilidad pública y se tasaban los gastos de los estudios y planos realizados, lo que tenía trascendencia, porque si no resultaba adjudicatario de la concesión, al peticionario inicial se le reembolsaban dichos gastos. Al peticionario también se le reservaba, en caso de no resultar definitivamente adjudicatario de la concesión, el derecho de tanteo, esto es, el de quedarse con aquélla si así le conviniera, por la cantidad que hubiere ofrecido el mejor postor. Tras la subasta correspondiente, el adjudicatario de la concesión ingresaba el precio en el erario municipal, se subrogaba en un todo en los derechos y obligaciones del municipio y se obligaba a abonar las expropiaciones, llevar a cabo las demoliciones nece-

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sarias, establecer los servicios públicos de todas clases y regularizar los solares resultantes. En compensación al concesionario se le atribuía la propiedad de los terrenos que no eran destinados a la vía pública, es decir, los solares resultantes, que se comprometía a edificar en un plazo prefijado, por sí mismo o por los compradores, bajo sanción de pérdida de la propiedad para aquél o para éstos sin indemnización alguna. D)

EL JUSTIPRECIO EXPROPIATORIO. LA EXCLUSIÓN DE TODA VALORACIÓN URBANÍSTICA DERIVADA DEL PROYECTO DE OBRAS

Para que el beneficio y las plusvalías derivadas del proceso urbanizador quedasen en favor de la comunidad y la obra urbanizadora fuere viable económicamente no sólo era preciso que se gestionara por el municipio, de forma directa o indirecta, sino también que no se reconociese a las propiedades afectadas por la obra ninguna plusvalía urbanística, ningún aprovechamiento edificatorio como elemento a valorar en las expropiaciones. Respondiendo a este planteamiento, el Proyecto de Ley de Posada Herrera para la Reforma, Saneamiento, Ensanche y otras Mejoras de las Poblaciones, presentado a las Cortes el 19 de diciembre de 1861, justipreciaba ya los terrenos teniendo en cuenta, de una parte, su valor actual (que no incluía ninguna edificabilidad, obviamente) y los daños y perjuicios que se ocasionaban a las fincas, y de otra, anticipándose a la técnica de las contribuciones especiales, restaba del justiprecio el aumento de precio y beneficios que los propietarios obtendrían en otros terrenos por las reformas que se proyecten o por las mejoras que en aquéllos puedan producir las obras que se trata de ejecutar, admitiéndose la compensación de lo uno por lo otro hasta la igualdad de valores, abonándose la diferencia a su favor, pero sin que pueda reclamarse de él en caso contrario (arts. 9, 25, 26, 34 y 35). La Ley de Expropiación Forzosa de 1789, como antes la de 1836, no reconoció justiprecios superiores al valor que a los terrenos correspondiesen como suelos rústicos (apreciado, lo que ya es otra cuestión, por sus valores en venta o en renta), siendo desconocido el valor urbanístico que se manejará después y en el que se incluye todo o parte del valor de la edificabilidad que el plan permite. Por el contrario, en la Ley de 1879 todos los terrenos sobre los que va a asentarse el plan de ensanche o de reforma interior se justiprecian de la manera que, en la actualidad, se valora el suelo rústico no urbanizable, no computándose ningún aprovechamiento edificatorio: «en las enajenaciones forzosas que exija la ejecución de la obra —decía el art. 49— será regulador para el precio el valor de las fincas antes de recaer la aprobación al proyecto» (art. 49). Eliminado todo valor edificatorio, los criterios que debían tener en cuenta los peritos para determinar los justiprecios eran los siguientes: las circunstancias que puedan influir para aumentar o disminuir el valor de las fincas respecto de otras análogas que hayan podido ser objeto de tasaciones recieptes en el término municipal, la situación, calidad, clase de terreno, cabida total y linderos de la finca, dando explicación sobre sus producciones y demás circunstancias que deben tenerse en cuenta para apreciar su valor;

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el producto en renta según los contratos existentes; la contribución que por cada finca se paga, la riqueza imponible que represente y la cuota de contribución que corresponda, según los últimos repartos (arts. 38 de la Ley y 28 del Reglamento). La Ley de Expropiación vigente de 1954, en la misma línea de excluir del justiprecio toda suerte de plusvalías o aprovechamientos derivados de los planes o proyectos, prescribió (art. 36) que «las tasaciones se efectuarán con arreglo al valor que tengan los bienes o derechos expropiables al tiempo de iniciarse el expediente de justiprecio, sin tenerse en cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del plano o proyecto de obras que dan lugar a la expropiación y las previsiones para el futuro». Por ello, como veremos, lo más trascendente y grave para las operaciones urbanísticas, la gran innovación negativa, fue que la Ley del Suelo de 1956 desactivó por completo y privó de sentido alguno a esta norma prohibitiva de apropiación de las plusvalías por los expropiados, al admitir un valor urbanístico en los suelos urbanos y urbanizables. Esto supuso reconocer al propietario el mayor valor que se deriva del planeamiento; todo lo contrario de lo que había constituido la filosofía y la regulación tradicional del justiprecio expropiatorio.

E)

LA APROPIACIÓN DE LAS PLUSVALÍAS POR EL MUNICIPIO. EXPROPIACIÓN DE ZONAS LATERALES Y GESTIÓN MUNICIPAL DIRECTA O INDIRECTA DE LA EJECUCIÓN DEL PROYECTO

Expropiados los terrenos por su valoración rústica, y, en todo caso, sin incluir plusvalía alguna derivado del proyecto, los terrenos colindantes a las calles y plazas se van a convertir, a través de la obra de urbanización, en solares y sufrir una revalorización como consecuencia de las posibilidades edificatorias que el proyecto de la obra pública otorga. Pero el sistema de la Ley de Expropiación de 1879 no va a permitir que ese beneficio vaya a los propietarios contiguos o ribereños a las vías públicas, porque las zonas laterales edificables a calles y plazas son también objeto de expropiación en una extensión de 20 metros de fondo o latitud de las mencionadas zonas que la Ley de 18 de marzo de 1895, sobre saneamiento y reforma interior de poblaciones, extenderá a 50 metros. Esta previsión hará que sea el propio municipio el que se beneficie del «negocio urbanístico», bien asumiendo directamente la gestión del proyecto, bien, como proponía CERDÁ, la concesión del proyecto urbanizador, con lo que el concesionario asumirá el riesgo de la gestión, sistema que la Ley de 1895 antes citada considera preferente respecto al de gestión municipal directa (arts. 51 a 56). Como precio inicial para la subasta se partía del valor que se atribuía a los solares regularizados después de ejecutadas las obras del proyecto, y descontados de dicho valor los gastos de todas clases que se calculasen necesarios para obtener su completa terminación. Su importe mejorado en su caso, según el resultado de la licitación, debía ser abonado al Ayuntamiento por el particular o compañía a quien se adjudicara el remate. El concesionario se

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obligaba a abonar las expropiaciones, a llevar a cabo las demoliciones que sean necesarias, a establecer los servicios públicos urbanos de todas clases y regularizar los solares que resultasen, procediendo en todo ello con arrreglo estricto al proyecto. En compensación de los gastos, de los servicios y de las obras el concesionario quedaba dueño de los terrenos, ya solares, que no fuere necesario ocupar con la vía pública y podía enajenarlos libremente.

F)

EL BLOQUEO DE LA ESPECULACIÓN. LA OBLIGACIÓN DE EDIFICAR Y LA SANCIÓN DF. PÉRDIDA DE LA PROPIEDAD

Una ventaja de extraordinaria importancia en el sistema que estamos describiendo es que no hay lugar para la especulación urbanística. Y no la hay porque de poco les servía a los propietarios de los terrenos cercanos a la ciudad retenerlos si no podían urbanizar sino a través de un proyecto público de urbanización y sí, en todo caso, su destino era ser objeto de expropiación a precios de valoración rústica sin reconocer sobre ellos ningún aprovechamiento urbanístico. La especulación mediante la retención de los solares tampoco podía venir de la mano de los adquirentes de las parcelas resultantes de un proyecto de urbanización, pues tanto el concesionario como los particulares a quienes el Ayuntamiento o el concesionario hubiese vendido los solares tenían la obligación de levantar los nuevos edificios en un plazo perentorio, de forma que todo solar que no se hubiese edificado dentro del plazo improrrogable fijado al efecto en las referidas condiciones revertiría al Ayuntamiento, con pérdida por parte del concesionario y, en su caso, del propietario adquirente, de las cantidades que por él hubiera abonado. Así lo prescribió el artículo 92 del Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa, aprobado por el Real Decreto de 13 de junio de 1879: «Será también condición expresa en estas ventas el plazo en que han de principiarse y ultimarse las edificaciones, sin que quepa prórroga en su cumplimiento. Ixi falta de ésta llevará siempre consigo la reversión del solar a poder del Ayuntamiento, con pérdida por parte del comprador de lo que por él haya satisfecho». Además se prohibían las prórrogas, las dispensas o perdones de alguna de las condiciones de su edificación. Estamos, pues, no ante una expropiación por incumplimiento de la función social de la propiedad, una ridiculez al lado de esta confiscación pura y dura del solar no edificado en el plazo previsto. De los datos anteriores se desprende que este modelo supuso una evidente municipalización del negocio urbanístico. Esa fue precisamente la objeción que formuló el senador Marqués de Monistrol, en el debate del Proyecto, al señalar que la ley anterior (la de Ensanche de 1864) era favorable al propietario y daba a éste todas las ventajas que la Ley actual otorgaba a los Ayuntamientos: «Se han cambiado —decía— las formas, porque entonces el propietario era sólo expropiado de aquel terreno que se necesitaba para la vía pública y se le pagaba por aquel terreno lo que valía; después el propietario vendía la zona que quedaba al lado de la vía pública, al precio que quería, generalmente con grandes beneficios, y en esto estaba el negocio; pero ahora es al revés, ahora sucede todo lo contrario; este beneficio, este negocio,

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lo hace el Ayuntamiento en perjuicio del propietario, y eso no es justo... No hay motivo alguno para que el propietario realice grandes beneficios a expensas del municipio, ni tampoco para que éste haga un negocio a expensas del propietario». A estas objeción poco pudo decir de convincente el Ministro de Fomento (Conde de Toreno): «... debo decir que ésta no debía ser nunca una cuestión de negocio, que debe concretarse a lo absolutamente necesario para la ejecución de la obra, y que dentro del reglamento deben fajarse de tal manera los limites a que pueda alcanzar: el derecho del Ayuntamiento que no pueda exceder de lo necesario para la realización de las mejoras, sin que éstas resulten, a más de tales mejoras, un motivo de ingreso y de lucro para las arcas municipales. Y en este concepto es en el que creo difícil que los propietarios deban entrar a formar parte del "negocio", como decía el Marqués de Monistrol» (Diario de las Sesiones de Cortes, Senado, Legislatura 187, vol. V, pp. 1 9 1 6 - 1 9 1 7 , 2, citado por BASSOLS).

G)

EL CONTENIDO DEL tus AEDIFICAND1 EN LOS TERRENOS NO AFECTADOS POR LOS PROYECTOS DE URBANIZACIÓN

El derecho a urbanizar, a crear ciudad es, por lo que acabamos de ver, obra pública, caracterizada por la construcción de bienes de uso público, y como tal es monopolizada por la Administración, que absorbe los eventuales beneficios. Además, toda ella gira en torno a la ciudad: reforma, ensanche extensión. Pero ¿qué pasa con el resto del territorio municipal? El que no se pudiera urbanizar, es decir, abrir calles de uso público, urbanizaciones completas con viales y espacios públicos porque eso es obra pública y competencia de la Administración, no significaba que los propietarios no pudieran edificar en sus propiedades en el resto del término municipal. Esto era posible, salvo en las zonas que pudieran perjudicar el desarrollo de la zona de ensanche con arreglo a las previsiones y dentro de los límites marcados por las ordenanzas municipales que regulan ese uso limitado que no crea ciudad y compatible con su desarrollo posterior. Lo que no podían hacer eran urbanizaciones completas con calles y plazas, porque una urbanización, en cuanto obra pública, era competencia exclusiva de la Administración. Ya la Ley de Ensanche de 22 de diciembre de 1876 había previsto que los Ayuntamientos formaran unas ordenanzas especiales que determinarían la extensión de la zona próxima del ensanche, dentro de la cual «no se puede construir ninguna clase de edificaciones, así como las reglas a que deben someterse las construcciones que se hagan fuera de la población del interior y del ensanche».

4.

LA ASUNCIÓN DEFINITIVA DEL M O D E L O P O R EL ESTATUTO M U N I C I P A L D E CALVO S O T E L O , L A L E G I S L A C I Ó N R E P U B L I C A N A Y LA LEY DE R É G I M E N LOCAL DE 1951

El sistema de urbanismo de obra pública y plusvalía urbanística, que de existir, se atribuye a la comunidad, o a ésta y su concesionario, y que hasta

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aquí hemos descrito, se mantiene vigente durante la mitad del presente arreglo hasta la Ley del Suelo de 1956, pues el modelo se asume íntegramente por el Estatuto Municipal de 1924 (arts. 180 a 189 que modifican las Leyes de Ensanche de 1882 y 1895) por virtud de la aplicación a todos los proyectos de urbanización, cuya aprobación es ya competencia municipal exclusiva, de la técnica de la expropiación de zonas laterales a las vías públicas entre los 25 y 50 metros de fondo. Esto suponía excluir a los propietarios del proceso urbanizador y de la propiedad de los solares resultantes de aquél, modificando en esto la Ley de Ensanche de 26 de julio de 1892 (art. 180), la cual también había previsto la expropiación de la totalidad de sus ñncas y eliminación de los propietarios del proceso urbanizador, cuando no cedieran gratuitamente la mitad de los terrenos destinados a viales (arts. 5 y 28). La regulación del Estatuto se codifica en el Reglamento de Obras, Servicios v Bienes Municipales, aprobado por Real Decreto de 14 de julio de 1924, norma que expresa la exigencia de planes de ensanche o extensión para la urbanización de cualquier zona comprendida entre los límites de los ensanches ya efectuados, y los del término municipal, imponiendo la obligación de redactar planes de ensanche a los municipios que pasan de determinada población (art. 4). Este modelo urbanístico de obra y beneficio público pasa a la legislación municipal republicana de 1935 y es recibido en la legislación del Régimen Local posterior (Texto articulado de 24 de junio de 1955), que siguió fiel al modelo liberal de apropiación pública de todas las plusvalías urbanísticas: no hay en ella previsión de urbanizaciones gestionadas por los propietarios, pues en todo plan general o proyecto de reforma interior, ensanche o extensión se comprenden a efectos de expropiación no sólo las superficies que hubieran de ser materialmente ocupadas por las obras proyectadas, sino todas las que fueren declaradas necesarias para asegurar el pleno valor y rendimiento del proyecto o aquellas otras que por su situación próxima a las obras que hubieran de realizarse alcanzaran, por la ejecución del plan, un aumento de valor superior al 25 por 100 (art. 144). De otra parte, si el justiprecio podía determinarse, a elección de la Administración, en función de la valoración municipal de solares incrementada en un 10 por 100 del precio de la última transmisión de la finca, de la capitalización del líquido imponible o en función del sistema del tercer perito (art. 144), y rigiendo además la regla de que el propietario no podía beneficiarse de la plusvalía derivada de las obras (art. 49 de la Ley de Expropiación de 1889) va de toda lógica que en el justiprecio no tenían legalmente cabida los aprovechamientos urbanísticos que había reconocido el propio plan que se proyectaba sobre los terrenos expropiados. Aunque es posible que se hayan realizado urbanizaciones al margen del sistema antes descrito (en base a la dudosa vigencia de la Ley de Ensanche de 1892 después del Estatuto municipal), hay que reconocer que esta regulación inicial del Régimen Local del franquismo no ofrecía resquicio alguno para que se entendiese atribuido el derecho a urbanizar a los propietarios de los terrenos ni para que se produjese una sobrevaloración de sus propiedades que tuviere en cuenta valoraciones que incluyeran los aprovechamien-

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tos urbanísticos en función de las determinaciones de un plan previo. No hay alternativa privada a que el proceso urbanizador se hiciera siempre por gestión directa o indirecta (por concesionario) de la Administración, y es por ello a ésta, al municipio, a quien va toda la plusvalía, todo el negocio originado por la edificabilidad que reconoce el plan de ensanche, extensión o de reforma interior, beneficio que el municipio incluso recibe anticipadamente y sin riesgo alguno, como vimos, a través de una venta en licitación pública del derecho a ejecutar el proyecto cuando la obra urbanizadora y la venta de las parcelas se hace por concesionario interpuesto. Y es, por último, evidente, que el deber de edificar los solares resultantes en el plazo establecido en el proyecto bajo sanción de pérdida, previsto en el Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa de 1879, descartaba cualquier veleidad especuladora mediante la retención de los solares.

5.

E L U R B A N I S M O PARA P O B R E S . E L C O M I E N Z O DE LA SEPARACIÓN DE LA POLÍTICA DE URBANISMO Y VIVIENDA

El sistema urbanístico liberal, concebido como urbanismo de calidad para satisfacer, preferentemente, las necesidades de vivienda de las clases altas y medias a través de la producción de solares en la medida que el mercado lo demandase, no llegaba, sin embargo, a las necesidades de una población obrera o marginada. Aunque a la larga el mercado mismo pudo haber resuelto este problema mediante un exceso de oferta de suelo con la obligación de edificar, la impaciencia provoca el surgimiento de una «beneficencia» urbanística que consiste en la cesión pública de solares para construcción de viviendas a bajo coste. Ya desde la Restauración, el Proyecto de Ley sobre Construcción de Barriadas para Obreros, dictaminado favorablemente y remitido por el Senado al Congreso el 10 de diciembre de 1878, constituyó un primer paso en la actuación directa de los poderes públicos. En dicho proyecto la Administración no limitaba su actuación a la mera concesión de ayudas fiscales, sino que asumía una política activa de cesión de los terrenos precisos a fin de que las sociedades y los particulares pudiesen construir barrios para obreros, en los que los precios de las viviendas tanto en venta como en arrendamiento estaban tasados. Se contemplaba así una especie de promoción pública o mixta —pública o privada— de viviendas en la que el Estado y los municipios se convertían en los suministradores del suelo. El proyecto determinaba que sus previsiones se desarrollasen dentro de un contexto urbanístico global a fin de crear barrios con la dotación de servicios resuelta y no suburbios más o menos marginales. Para tal finalidad se establecía que estos barrios no se podían edificar lejos de las poblaciones, y cuando fuera posible irían mezcladas con las construcciones existentes de otras clases, de modo que pudiesen recibir los auxilios de las grandes poblaciones y los servicios municipales que se proporcionaban a la generalidad de los vecinos. En el Congreso no se logró, finalmente, su aprobación, frustrándose tan importante iniciativa.

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Fruto de anteriores trabajos del Instituto de Reformas Sociales fue el Proyecto de Ley de Casas Baratas que el Ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva, presentó al Senado el 3 de junio de 1908, al que sigue la Lev de 12 junio 1911 sobre Habitaciones Higiénicas y Baratas, que constituyó, propiamente, el primer antecedente normativo promulgado para encauzar la intervención de la Administración priblica en materia de vivienda, si bien aquélla se abstenía todavía de toda intervención directa en la actividad de urbanización y edificación. Esta intervención se instrumentalizaba a través de las Juntas de fomento y mejora de las habitaciones baratas, que debían ser constituidas en cada municipio con la función de estimular y favorecer la construcción de habitaciones higiénicas y baratas, destinadas a ser alquiladas o vendidas, al contado o a plazos, «a personas que vivan de un salario o sueldo modesto o eventual». Con dicha finalidad, junto a la regulación de un sistema de edificación forzosa se facultaba al Estado, las provincias y los municipios a ceder gratuitamente terrenos o parcelas de su propiedad, sitos en el ensanche o en las afueras de las poblaciones, o los sobrantes de los de las vías de comunicación de cualquier clase, especialmente los que tuviesen fácil acceso a los centros o puntos de trabajo. En segundo lugar, la Administración asumía la función de estimular la iniciativa privada a través de un sistema de concesión de subvenciones. Es la Ley de 10 de diciembre de 1921 la que impone por vez primera una política de vivienda ambiciosa, no exclusivamente dirigida a las clases desfavorecidas, y que más allá del fomento —arrendar o vender, dar en censo o ceder gratuitamente los terrenos adecuados para la construcción de casas baratas— concebía a los municipios como órganos de programación y gestión urbanística de éstas. A tal efecto, se les encomendaba el estudio y atención de las necesidades de viviendas en el municipio, la formulación de proyectos de urbanización y la construcción de casas baratas en terrenos de su propiedad y comprar terrenos necesarios con dicho fin. Fue desde entonces cuando la atención a las necesidades de vivienda se configuró como una obligación para los municipios. Después del advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, el Decreto-ley de 10 de octubre 1923 no introdujo novedad significativa alguna, limitándose a reafirmar la posibilidad de que el Estado, la provincia o los municipios intervinieren en el mercado del suelo, adquiriendo suelo, incluso, mediante expropiación forzosa, y redactando al efecto el correspondiente proyecto de urbanización.

6.

LA APARICIÓN DE LAS TÉCNICAS URBANÍSTICAS

Aparte del tema jurídico central del Derecho urbanístico, que es la determinación del titular del derecho a urbanizar, a crear ciudad, que históricamente, desde el siglo pasado hasta la Ley del Suelo de 1956, es una potestad pública que se reserva al Estado, hay otros aspectos del urbanismo que conviene considerar también en perspectiva histórica. En primer lugar señalemos que el simple derecho a edificar sigue sujetándose a la regla romana de que el dueño puede hacerlo en cualquier lugar sin sujeción de alturas o densidades, usque ad caelum, salvo las limitaciones

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que se imponen en los lugares poblados por razones de policía municipal. Un simple derecho a edificar que no encierra entonces ningún peligro de lesionar el medio ambiente porque no ha surgido todavía la extraordinaria potencia constructora que se deriva de la unión de capitales y modernas tecnologías y que permite levantar enormes edificios o barrios enteros de la noche a la mañana. De otro lado, en el siglo xix se plantean ya los problemas más básicos del moderno urbanismo y se ensayan algunas de sus técnicas centrales: los reglamentos sanitarios, la zonificación, los ensanches. Es, en efecto, en la segunda mitad del siglo xix, y bajo la presión de las miserables condiciones de vida originadas en algunas ciudades por el industrialismo, cuando surgen las primeras regulaciones legislativas extensivas a todas las áreas habitadas de la ciudad, como es evidente en Inglaterra con la Public Health Act, considerada norma cabecera de la legislación urbanística, que aprueba los primeros reglamentos de carácter sanitario tendentes a tutelar la higiene y, en general, la habitabilidad de los edificios. Efecto de tales prescripciones es la construcción de manzanas de casas que reproducen hasta el infinito un modelo de edificación correspondiente al estándar mínimo de habitabilidad, y por consiguiente, la ciudad se erige sobre numerosos edificios idénticos, sencillamente puestos en fila, reiterativamente, sin responder a ningún principio orgánico o de especialización funcional. Desde una perspectiva jurídica, el reglamento (sanitario, edilicio, de policía urbana) aparece, según advierte MENGOLI, como el instrumento más adecuado y característico de una época en que las normas jurídicas tienden a corresponder a los principios de igualdad ante la Ley y de certeza del Derecho, y desde los cuales las limitaciones de la propiedad sólo están justificadas por el fin de igualar, a través de la estandarización normativa, las mismas posibilidades de disfrute por cada propietario. Esa observación es muy cierta, como también lo es que los planes de ensanche y reforma interior, al ser planes de obras públicas, planes, pues, completos, incluyen la definición de las características externas e internas de los edificios, lo que explica también la estandarización de los edificios, la uniformidad característica de las viejas ciudades, hoy sustituida por la variada y normalmente pésima estética que cada arquitecto incorpora a los edificios que proyecta. A las limitaciones en función de la sanidad e higiene de las edificaciones se agregará después la técnica de la diferenciación funcional, incluso en los mismos reglamentos y ordenanzas referidas a las diversas zonas de la ciudad (zoning ordinances), lo que lleva a la división de las áreas urbanas en función de su distinta utilización (residencial, comercial, industrial, etc.), dando lugar a una más adecuada reglamentación urbanística con prevalencia del Plan de urbanismo que consagra la variedad y la desigualdad de aprovechamientos sobre el reglamento como normativa igualitaria. De esta forma, a través justamente de la zonificación se pasa, como dice muy gráficamente el autor antes citado, de una fase mecánico-reglamentaria a otra orgánica-planificada, tras la cual está la necesidad, en principio prevalentemente sanitaria, de separar las zonas industriales y polucionadas

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de las residenciales, finalidad a la que se superpone la de atender a las exigencias del tráfico y a las infraestructuras urbanas. La diferenciación de los caracteres de las diversas zonas se actúa tanto en función de las características arquitectónicas (zonificación arquitectónica) con edificación intensiva, semiintensiva y extensiva, es decir, con diversos índices de disfrute del territorio, o a través de las características de uso de las construcciones (zonificación funcional) en lo que respecta a las diferentes funciones de las zonas industrial, residencial, directiva, de servicios, deportiva, etcétera. En definitiva, y en resumen de MENGOLI, todas estas exigencias y métodos de intervención y control terminarán mucho más tarde con el urbanismo simplemente reglamentario u ordenancista y meramente repetitivo y encontrarán en el plan urbanístico el instrumento regulador de la diversidad, que al coordinar las varias instancias de modo orgánico, actúa como un organismo similar al cuerpo humano, en el que todas las partes o zonas están diversificadas y todas concurren, con sus diversas características, al funcionamiento del conjunto. Aparte de la zonificación técnica predominante y, en definitiva, la planificación total del territorio municipal, surgen en el siglo xix otras concepciones de gran interés, como la ciudad jardín del inglés HOWARD, que pretende armonizar el ambiente urbano y el rural a base de vivienda unifamiliar rodeada de jardín. Una variante singular la aportó el español SORIA con su ciudad lineal, que ordenaba la edificación a ambos lados de una vía de transporte rápida, como entonces lo eran el ferrocarril o tranvía, y que ha dejado una muestra singular de su concepción en la calle de su nombre de Madrid. Después, la ciencia urbanística se enriquecerá con las aportaciones del regionalismo urbanístico (MUNFORD), que trata de planificar la utilización de espacios más amplios que los estrictamente urbanos; el funcionalismo de LE CORBUSIER, que se inspira en una ciudad modélica que satisfaga las necesidades básicas del hombre (habitar, trabajar, recrearse y circular) o, finalmente, la técnica de las nuevas ciudades (New Towns) surgidas en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial, como unidades urbanas completas para descongestionar la gran urbe. En España, aparte de lo dicho sobre los planes de ensanche y reforma interior, continúa la tradición de recoger en las Ordenanzas municipales el núcleo de las normas disciplinadoras de la construcción en las ciudades y villas de importancia; destacan, en el siglo xix, las Ordenanzas de Policía Urbana y Rural de Madrid, de 1847, y, sobre todo, las Ordenanzas de Barcelona, de 1856, que contienen algunos atisbos de zonificación mediante previsiones de espacios reservados a instalaciones industriales. De otro lado, el Derecho estatal sobre la edificación es, en esta época, prácticamente inexistente, una vez perdida, como ha resaltado BASSOLS, toda vigencia y hasta el recuerdo de las normas de policía de las Instrucciones de Corregidores del siglo xvm. Por su parte, GARCIA DE ENTERRÍA y PAREJO ALFONSO han destacado la importancia de una norma estatal, la Real Orden de 25 de julio de 1864, firmada por el Ministro de la Gobernación, Pidal, a la que se atribuye el origen de los planos geométricos o de alineaciones, pues impone «a todos los Ayuntamientos de los pueblos de crecido vecindario la obligación de levantar el plano geométrico de la población, sus arrabales y paseos,

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trazándolos, según su estado actual, en la escala 1:1.250», precisando que «en el mismo plano marquen los Ayuntamientos con líneas convencionales las alteraciones que hayan de hacerse para la alineación futura de cada calle, plazas, etcétera». En cuanto a la perspectiva sanitaria, es en nuestro caso la última en aparecer con la reglamentación general que impone la Instrucción General de Sanidad de 12 de enero de 1904, a la que siguen, ya en la Dictadura de Primo de Rivera, las Instrucciones Técnico-Sanitarias para los pequeños municipios (Reales órdenes de 3 de enero y 9 de agosto de 1923). Esta normativa regula las condiciones higiénicas de los lugares donde ha de asentarse una aglomeración urbana (con previsión de zonas de arbolado, por ejemplo); las características de las vías públicas (orientación, anchura mínima, perfil longitudinal); las condiciones de las viviendas y piezas habitables, abastecimientos de aguas, sistemas de evacuación de aguas sucias y depuración de residuales, eliminación de desechos o residuos sólidos, condiciones de los cementerios, mataderos y mercados de ganado. Pero el avance más notable en la legislación urbanística de entonces lo constituye el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924 y su Reglamento de Obras, Servicios y Bienes Municipales de 14 de julio del mismo año. Este Reglamento distingue las obras municipales ordinarias de las de ensanche y extensión, mejora interior de poblaciones, saneamiento y urbanización parcial, e incorpora los estándares urbanísticos técnico-sanitarios de la Real Orden de 9 de agosto de 1923, que resultan ahora de obligado cumplimiento en defecto de las determinaciones propias de las correspondientes Ordenanzas municipales. También introduce la técnica de la zonificación mediante la fijación en los proyectos de los usos y servicios de las diferentes zonas en que se divide el Plan, y, en fin, distribuye las competencias estatales en materia urbanística entre la Comisión Sanitaria Provincial y la Comisión Sanitaria Central. A esta época hay que referir también la fundamental Real Orden de 17 de noviembre de 1925, que aprueba el Reglamento y Nomenclátor de los establecimientos incómodos, insalubres y peligrosos, determinando las formalidades para la concesión de licencias y normas de clasificación e imposición a dichos establecimientos de las condiciones precisas para autorizar su funcionamiento.

BIBLIOGRAFÍA: BASSOL COMA, M.: Génesis y evolución del Derecho urbanístico español, Madrid, 1971; BREWER-CARIAS, A. R.: Discurso en el acto de investidura doctorado honoris causa de la Universidad Carlos III de Madrid, o c t u b r e 1996; CARCELLER FERNÁNDEZ: Instituciones de Derecho Urbanístico, i." ed., Madrid, 1984; FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, T. R.: Manual de Derecho urbanístico, 12.A ed., Abella, Madrid. 2007; GARCÍA BELLIDO y otros: Resumen histórico del urbanismo en España, IEAL, M a d r i d , 1987; GARCÍA DE ENTERRÍA: «Gestión pública, gestión privada en el u r b a n i s m o » , Revista Española de Derecho Administrativo, n ú m . 12, junio 1974; LOR; TAMAYO: Urbanismo de obra pública y derecho a urbanizar, Madrid, 2002; Derecho urbanístico y medio ambiente, Madrid, 2006; Historia de la legislación urbanística, Madrid, 2007; REBOLLO PUIG, Derecho urbanístico y ordenación del terriiorio en Andalucía, Madrid, 2006.

CAPÍTULO X DE LA DESNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO A URBANIZAR A UN URBANISMO DE INTERESES PRIVADOS Y RECAUDATORIOS

SUMARIO: 1. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO URBANÍSTICO DE LA LEY DEL SUELO DE 1 9 5 6 . - A ) El derecho a urbanizar c o m o derecho privado oligopólico. —B) La diferente valoración de los suelos — C) La tolerancia de la e s p e c u l a c i ó n . - D | Desigualdad entre los propietarios y lentitud de los procesos urbanizadores. —E) La desnacionalización del derecho de urbanizar—F) Las modificaciones del planeamiento y la posibilidad de alteración de la fisonomía de las villas y ciudades.—2 LAS CONTRAMEDIDAS PARA COMBATIR LA ESPECULACIÓN: REGISTRO DE SOLARES SIN EDIFICAR, PATRIMONIO MUNICIPAL DEL SUELO Y URBANISMO PÚBLICO PARA VIVIENDA SOCIAL Y POLÍGONOS I N D U S T R I A L E S . - 3 . LA REFORMA DE 1975: RECUPERACIÓN PARCIAL DE LAS PLUSVALÍAS URBANÍSTICAS POR EL MUNICIPIO, EL AUMENTO DE CARGAS DE LOS PROPIETARIOS Y LA ELIMINACIÓN DEL IUS AEDIFICANDI DEL SUELO RÚSTICO O NO URBANIZABLE. —4. LA REFORMA DE LA LEY 8/1990 Y SU CORRECCIÓN POR EL REAL DECRETO-LEY 7/1996. LA DESVERTEBRACIÓN DEL DERECHO DE PROPIEDAD Y EL SUBE Y BAJA DE LAS CESIONES URBANÍSTICAS.—5. LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS SE SALEN DE LA FILA. LA LEY VALENCIANA DE 1994. LA «JIBARIZACIÓN» DEL DERECHO URBANÍSTICO ESTATAL POR LA SENTENCIA CONSTITUCIONAL 61/1997, DE 20 DE M A R Z O . - 6 . CODIFICACIÓN DEL DERECHO ESTATAL, LIBERALIZACIÓN DEL SUELO Y REBAJA DE LAS VALORACIONES POR LAS LEYES 6/1998, DE 13 DE ABRIL Y 8/2007, DE S U E L O . - 7 . EL RESULTADO DEL PROCESO: URBANISMO DE CONCIERTO ENTRE INTERESES PRIVADOS Y RECAUDATORIOS MUNICIPALES, CORRUPCIÓN, CEMENTACIÓN DEL TERRITORIO Y BURBUJA IMMOBILIARIA A) Los convenios u r b a n í s t i c o s . - B ) El agente urbanizador.—C) De aquellos polvos estos lodos.

1.

LOS PRINCIPIOS DEL D E R E C H O URBANÍSTICO EN LA LEY D E L SUELO DE 1956

La novedad más aparente de la Ley del Suelo de 12 de mayo de 1956 es el diseño de un sistema de planificación completo sobre todo el territorio municipal que no existía con anterioridad, e incluso de todo el territorio nacional, con lo que al urbanismo se superpone la más amplia función de la ordenación del territorio. Ciertamente es así: antes de la Ley de 1956 la previsión planificadora se reducía a definir una zona de reforma interior de la ciudad o de ensanche para la realización de proyectos públicos de urbanización, prohibidos en el resto del territorio municipal, en el que, no obstante, se permitía, de acuerdo con las Ordenanzas, una discreta edificabilidad.

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A)

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EL DERECHO DE URBANIZAR COMO DERECHO PRIVADO OLIGOPÓLICO

Con ser importante novedad la regulación de los diversos tipos de planes, nacional, provinciales y planes generales municipales de ordenación y con ellos la previsión formal y anticipada de todo lo que será la actividad urbanística y edificatoria sobre todo el territorio, la característica más sobresaliente de la Ley del Suelo de 1956 es haber alterado profundamente el estatuto de la propiedad inmobiliaria en favor de algunos propietarios, los de suelo urbano y de reserva urbana (ahora llamado urbanizable), atribuyéndoles, dentro, claro está, de las previsiones genéricas del Plan General de Ordenación, el derecho a urbanizar, a crear ciudad y, asimismo, a apropiarse las plusvalías derivadas de la obra urbanizadora según las edificabilidades previstas en los planes, mientras que ese mismo derecho a urbanizar se niega a los restantes propietarios, los de suelo rústico (después se llamará no urbanizable). Como decía la Exposición de Motivos, «el beneficio que puede obtenerse de transformar terreno rústico en solar es perfectamente lícito, siempre que sea el propietario quien haya costeado la urbanización determinante de aquella mejora y subsiguiente incremento de valor». No se puede decir más claramente que la potestad pública de urbanizar se ha convertido en el derecho privado de urbanizar que se atribuye a los propietarios. En el nuevo modelo urbanístico de la Ley del Suelo de 1956, la Administración se retranquea a la función planificadora y la urbanización pasa a ser un negocio privado, reservado prácticamente en exclusiva a los propietarios de suelo urbano o de reserva urbana; esos pocos propietarios no son va, como antes, unos sufridos expropiados que se ven privados de sus fincas mediante justiprecios que no incorporan plusvalías o aprovechamientos derivados de los planes sino unos privilegiados, los protagonistas principales, que ejecutan a su costa la urbanización y se atribuyen los beneficios. En otras palabras, la obra urbanizadora ya no es una obra pública, sino, fundamentalmente, aunque necesite ser bendecida en los planes públicos, una obra privada, con todo lo que esta calificación comporta sobre el destino final de sus beneficios y riesgos. Las piezas básicas para el cambio del modelo público al privado oligopólico serán el Plan Parcial que desarrolla el Plan General, el protagonismo de los propietarios en la ejecución de la urbanización y las nuevas reglas de valoración de los terrenos que ahora incluyen como partida indemnizatoria los aprovechamientos urbanísticos, consecuencia y creación de los planes y que el propietario de los terrenos no ha hecho nada para merecer. Como dice la Ley, en el sistema de compensación «los propietarios se unen con fines de urbanización y, en su caso, de edificación, con solidaridad de beneficios y cargas, bajo una gestión común». En otras palabras, ampliar la ciudad, crear nuevos barrios, urbanizar en suma es ahora competencia y negocio de los propietarios que tienen sus terrenos enclavados en las zonas que el Plan define como suelo urbano y de reserva urbana o urbanizable.

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Ciertamente la Ley del Suelo de 1956 contemplaba otros sistemas de ejecución de los planes (cooperación, cesión de terrenos viales y expropiación), pero el sistema de compensación había de prevalecer en aplicación del principio de subsidiariedad de la acción pública sobre la iniciativa privada y además porque las expropiaciones se hicieron económicamente inviables para la Administración al incluir la Ley en el justiprecio la plusvalía o aprovechamiento urbanístico que el Plan reconocía a las distintas clases de suelo (valor comercial, valor urbanístico, valor expectante y valor rústico). ¿De dónde sale, en dónde se inspira este modelo regulatorio que ya había tenido un antecedente en la Ley de 17 de julio de 1945, de Bases para la Ordenación del Gran Bilbao? Lo más probable es que se importase del Derecho italiano, pues el Profesor BALLBE PRUNES, buen conocedor del Derecho italiano v de la Ley mussoliniana de 17 de agosto de 1942, fue uno de los redactores de la Ley del Suelo de 1956. Ciertamente el modelo italiano ofrecía un acabado sistema de planeamiento anticipado de todo el territorio municipal a través de planes reguladores municipales y planes particularizados (particolareggiati), cuya filosofía y estructura se traduce aquí en las figuras de los planes de ordenación municipal y planes parciales. Pero, sobre todo, es en la atribución a los propietarios de los polígonos (compartí edificatori constituenti unita fabbricabili, comprendendo aree ¿nedificate e costruzioni da trasformare secondo speciali prescrizioni) del derecho a urbanizar donde esa influencia es más manifiesta. Para su ejercicio los propietarios debían reunirse en un consorcio, figura regulada en el Código Civil, y análoga a nuestras juntas de compensación, bastando el asentimiento de los propietarios que representen las tres cuartas partes del valor del polígono, para conseguir la plena disponibilidad del resto de los terrenos de los propietarios no adheridos mediante expropiación. Si el consorcio no se constituyera, el municipio puede encomendar la ejecución del proyecto a quien pujase más en una subasta.

B)

LA DIFERENTE VALORACIÓN DE LOS SUELOS

La desigualdad entre unos y otros propietarios y el favorecí miento de la especulación se manifestará en reservar a una pequeña parte de los propietarios de terrenos del municipio el derecho a urbanizar, pero también en que los terrenos a efectos expropiatorios se valoran incluyendo las plusvalías y aprovechamientos urbanísticos creados por los propios Planes Generales, de forma que, cuando la Administración tiene necesidad de ellos, ha de pagar, además de su valor rústico, el valor edificatorio artificialmente creado y puesto sobre ellos por el Plan General de Ordenación. Así, la Ley del Suelo de 1956 reconoce un primer valor, el valor inicial, a aquellos terrenos calificados de rústicos o no urbanizables por estar desprovistos del derecho a urbanizar; un valor expectante y un valor urbanístico, a los que tienen posibilidades de reconocimiento de un aprovechamiento urbanístico o lo tienen ya concretado en el Plan de Ordenación y que se suma al valor inicial y, en fin, un valor todavía superior, el valor comercial o de mercado para

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los terrenos calificados de suelo urbano y para aquellos que, por tener todos los servicios, se consideran solares y pueden ser edificados de forma inmediata. Se da, pues, la paradoja de que el Plan que elabora y aprueba la colectividad sitúa en determinadas propiedades una sobrevaloración, la edificabilidad que el Plan reconoce, y cuando la Administración necesita expropiar esos mismos terrenos para ejecutar por sí misma un proyecto de urbanización debe abonar ese sobreprecio con lo que encarece artificialmente todo el proceso de urbanización y edificación y el coste de las infraestructuras (sistemas generales). Consecuencia de ese encarecimiento del suelo, la materia prima para urbanizar, es que los únicos que pudieron urbanizar fueran los propietarios, que fueron quienes, en el sistema de compensación, asumieron el protagonismo de los sistemas de ejecución con desplazamientos del sistema de gestión directa por la Administración, que no pasó de ser una posibilidad legal. Se produjo así una involución respecto de la concepción del urbanismo como obra pública en que cualquier sobrevaloración de la propiedad derivada de los planes y proyectos de obras resultaba inadmisible, según vimos. Pero, a partir de la Ley de 1956, esa sobrevaloración de unas propiedades sobre otras se considera normal, consecuencia y fruto del planeamiento anticipado con poder para atribuir a unos sí y a otros no el derecho a urbanizar y diversos aprovechamientos sobre sus suelos. Los juristas encubrirán esta desigualdad y el atentado que supone al interés general diciendo que es el Plan el que define en cada caso el contenido del derecho de propiedad (art. 70), sin que se reconozca derecho de indemnización alguna a los propietarios de terrenos no edificables, derecho que sólo surge en los casos de ablación, recorte o privación de un derecho previamente delimitado con mayor extensión (FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ). Este sistema de valoraciones tan injusto como sofisticado no se tomó de Italia, pues, a diferencia de lo acontecido entre nosotros, cuando los propietarios no llevaran adelante, por sí mismos y consorciados, el proceso urbanizador, en la subsidiaria ejecución pública del plan, no se les computaba en los justiprecios expropiatorios los aprovechamientos urbanísticos que el Plan reconocía. Por el contrario, del valor venal o de mercado previsto en la Ley expropiatoria de 1865 debería descontarse el incrementi di valore attribuiti directamente che indirettamente all'approvazione del piano regolatore generale ed alia sua attuazione. Quiere esto decir que no es de la legislación italiana de donde el Derecho español tomó el criterio de incluir en los justiprecios expropiatorios la edificabilidad prevista en los planes, encareciendo por ello todo el proceso de urbanización y haciéndolo imposible para la Administración cuando no la asumen mediante una Junta de Compensación los propietarios del polígono. Pero si no lo importamos de Italia, ¿de dónde proceden esos criterios de supervaloración de los justiprecios que aparecen en la Ley del Suelo de 1956 y que hicieron económicamente inviable la ejecución pública de los planes parciales? Por sorprendente que parezca nada más y nada menos, como ha puesto de relieve BASSOLS, de la doctrina y legislación inglesa y, más concretamente, del Informe UTHWATT ( 1 9 4 2 ) y de la Town and Country Planning Act

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de 1947, cuyas posiciones radicales fueron sucesivamente paliadas por las Leyes de 1953 y 1954 sobre la formación de los valores del suelo. Su influencia es muy clara en la Ley del Suelo de 1956, aun cuando el sistema institucional resultante sea muy diverso. Desde el punto de vista conceptual, e inclusive terminológico, el paralelismo es evidente, al distinguirse a efectos de valoración la siguiente clasificación: inicial, expectante (nuestro anteproyecto de 1953 utilizaba el significativo término de fluctuante), urbanístico y comercial (valor este último al que ni siquiera se aludía en el anteproyecto de 1 9 5 3 ) . Como señaló LARA POOL, «el legislador español se deslumhró por la supuesta perfección técnica del texto británico, y siguiendo una vieja tradición, se puso a traducir». Hasta se tradujo, corregida y aumentada, la jerga o nomenclatura a que antes hemos aludido, y una vez más, como reza el proverbio italiano, pudo decirse traduttore, traditore. En todo caso interesa remarcar que la Ley del Suelo de 1956 incluyó sin ninguna lógica en la valoración de los terrenos a efectos de expropiaciones urbanísticas los aprovechamientos o plusvalías que el Plan otorgaba y que ni nuestra legislación expropiatoria, ni la francesa, ni la italiana permitían.

C)

LA TOLERANCIA DE LA ESPECULACIÓN

Otro cambio trascendental consistió en reconocer, al menos Tácticamente, a los propietarios el «derecho a la especulación». A partir de la Ley del Suelo de 1956 la retención de los solares sin edificar en los plazos previstos y consignados en el proyecto de urbanización no origina ya la pérdida misma de la propiedad, la confiscación del solar pura y simple, como establecieron los liberales decimonónicos, ¡cuando no se hablaba todavía de la función social de la propiedad! La sanción por la retención de los solares sin edificar va a consistir ahora en la expropiación, ¡pero por el valor urbanístico de los terrenos!, es decir, incorporando al justiprecio la plusvalía edificatoria prevista en el plan, previa la inscripción en el Registro de Solares sin edificar (arts. 142 y 151). Paradójicamente a esa nueva garantía de la propiedad que antes no existía se la consideró como un avance en la concepción social de aquélla, calificándola de expropiación-sanción.

D)

DESIGUALDAD ENTRE LOS PROPIETARIOS Y LENTITUD DE LOS PROCESOS LRBANIZADORES

La primera consecuencia que introduce este reconocimiento del derecho a urbanizar y de apropiarse las plusvalías, e incluso la posibilidad de retener especulativamente los terrenos sin exponerse más que a una expropiación en cuyp justiprecio se computan, repetimos, los aprovechamientos urbanísticos que el Plan reconoce, es que introduce la más flagrante desigualdad entre los propietarios del término municipal. Ello es así porque frente al sistema anterior, que no privilegia a ningún propietario, ya que ninguno tiene el derecho a urbanizar y de apropiarse de la edificabilidad prevista en

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el Plan, ahora este derecho sólo se reconoce a los propietarios de suelo urbano y suelo de reserva urbana, mientras que a los restantes propietarios de suelo del término municipal, la inmensa mayoría, sólo se les permite edificar sobre sus terrenos en la proporción de un metro cúbico por cada cinco metros cuadrados de superficie (art. 69), pero no tienen derecho a urbanizar, es decir, a abrir nuevas calles y transformar los terrenos en solares edificables. Incluso ese derecho a edificar en esa modesta proporción desaparecerá con la reforma de 1975. La segunda consecuencia, y muy negativa, derivada de la desigualdad es que introduce riesgos muy ciertos de corrupción. Al ser ahora el derecho a urbanizar y a edificar una atribución del Plan de Urbanismo, pero en favor de los propietarios de determinados terrenos calificados de suelo urbano o urbanizable, resulta que el acto de clasificación de un suelo como urbano, reserva urbana o urbanizable es una suerte de lotería que implica la revalorización exorbitante de determinadas propiedades. Por ello es lógico que se originen presiones de todo tipo sobre los órganos de planificación y que a éstos, los municipios, se les haya terminado reconociendo una «participación en el negocio» en función de que al fin y al cabo el derecho de urbanizar y edificar es una creación del Plan. Así lo harán las reformas de la Ley del Suelo de 1975 y 1990, que imponen en favor del municipio, además de las cesiones de suelo para viales, la cesión de una parte de los beneficios derivados de la urbanización (10 por 100 primero del aprovechamiento medio, 15 por 100 del aprovechamiento tipo después y, por último, ahora entre un 0 v un 10 por 100 del aprovechamiento y un 10 por 100 del aprovechamiento tipo o de cualquier otra figura de cálculo de aprovechamiento que las Comunidades Autónomas establezcan, puesto que la competencia para su determinación es competencia de estas últimas sin que el Estado pueda imponer un determinado método de cálculo o figura de aprovechamiento). Una tercera consecuencia, también muy negativa, de la concepción del urbanismo como obra privada, es que introduce una extraordinaria lentitud en la ejecución de los procesos de urbanización en cuanto entrega a un grupo de propietarios (la Junta de Compensación, prácticamente en régimen de autogestión, si bien bajo la vigilancia de la Administración) la tarea de reparcelar, dividir entre ellos los costes de la urbanización, llevar a efecto las obras de urbanización contratando las obras y, en fin, la de dividir las parcelas o los derechos de edificabilidad resultantes sobre éstas. Frente a la simplificación de la técnica expropiatoria en la ejecución de los planes de reforma interior, ensanche o extensión del anterior sistema liberal, cuando la ejecución del Plan se lleva a cabo por varios propietarios, esos procesos se eternizan a partir de entonces por la multiplicidad de conflictos internos que originan y que deben ser decididos, primero, por la autoridad municipal, y después, por la justicia administrativa.

E)

LA DESNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO DE URBANIZAR

Si como decía el Marqués de Monistrol, criticando el urbanismo de obra pública que consagraba la Ley de Expropiación de 1879, el negocio había

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pasado íntegramente a la Administración, en 1956 pasa de la Administración a un grupo muy reducido de propietarios de cada término municipal, los de suelo urbano y reserva urbana o suelo urbanizable. En definitiva y en otras palabras, la Lev del Suelo de 1956 produjo una desnacionalización o privatización del derecho de urbanizar, un derecho que antes de la Ley del Suelo de 1956, como vimos, no estaba en el paquete de potestades de la propiedad. Por ello es sorprendente un ejercicio de cinismo o de ignorancia sin precedentes, que la Exposición de Motivos de la Ley del Suelo de 1956 sitúe como horizonte ideal a la que no se puede llegar por razón de sus costes el de socialización del suelo. ¡Ésa era justamente la situación legal anterior que la Ley deroga: el urbanismo monopolizado por la técnica de obra pública que expropia todos los terrenos necesarios para viales y solares a precios iniciales o rústicos, es decir, sin tener en cuenta plusvalía urbanística alguna! La Exposición de Motivos de la Ley de 1956 confiesa, en efecto, que «el ideal de la empresa urbanística pudiera ser que todo el suelo necesario para la expansión de las poblaciones fuera de propiedad pública, mediante justa adquisición, para ofrecerlo, una vez urbanizado, a quienes desearen edificar». La solución, sin embargo, no es viable en España —dice— porque «requeriría fondos extraordinariamente cuantiosos que no pueden ser desviados de otros objetivos nacionales y causaría graves quebrantos a la propiedad y a la iniciativa privada». Sin embargo, la verdadera razón de la reforma, que es la de trasladar a la propiedad el derecho de urbanizar, antes socializado o municipalizado en régimen de monopolio, aflora de inmediato cuando se afirma que «el beneficio que puede obtenerse de transformar un terreno rústico en solar es perfectamente lícito, siempre que sea el propietario quien haya costeado la urbanización determinante de aquella mejora y subsiguiente incremento de valor». ¡Olvida el legislador que el beneficio no deriva de urbanizar o construir, sino del lápiz del planificador, es decir, de la atribución de edificabilidades a unos terrenos sí y a otros no que lleva a cabo la Administración!

F)

LAS MODIFICACIONES DEL PLANEAMIENTO Y LA POSIBILIDAD DE ALTERACIÓN DE LA FISONOMÍA DE LAS VILLAS Y CIUDADES

Otro efecto de la Ley del Suelo, también muy perverso, tiene relación con la sustitución de antiguos proyectos de obras de ensanche y reforma interior, así como las ordenanzas entonces vigentes, por los nuevos planes generales de ordenación municipal. Antes la ciudad se reformaba y crecía a través de proyectos de obras que regulaban el aprovechamiento urbanístico de una vez por todas en su ámbito, no replanteándose, una vez ejecutados, porque no tenía sentido alguno, su modificación o revisión. Por el contrario, la Ley del Suelo de 1956 concibe el planeamiento como una regulación de la edificación en todo el término municipal sujeta a procedimientos de modificación o revisión, como revisables son las normas o reglamentos administrativos, lo que dio lugar a que la aprobación de los nuevos planes de urbanismo fuera aprovechada para modificar tanto las

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viejas ordenanzas de edificación municipal como las prescripciones de aquellos proyectos de obras ya realizados, en el sentido de permitir una mavoi edificabilidad, lo que fomentó también la legislación de arrendamientos, que permitía la rescisión del contrato a los propietarios que aumentaran la edificabilidad de sus viviendas. Una y otra circunstancia llevaron a la destrucción irreparable de los cascos y zonas de ensanche de las bellísimas ciudades españolas (Valladolid, Palencia, Orense, La Coruña y tantas otras ciudades y villas), reventadas por los excesivos aprovechamientos urbanísticos tras la demolición de los anteriores edificios, algunos con menos de un siglo, que la Ley del Suelo permitía y sigue autorizando en base a la libertacl de planificación, una 1¡ bertad en la que han campado muy a su gusto y a sus anchas —dicho sea reconociendo notables y meritorias excepciones— la desidia y la ignorancia de los funcionarios y arquitectos, la presión de los especuladores y la corrupción de los políticos.

2.

LAS C O N T R A M E D I D A S PARA C O M B A T I R LA E S P E C U L A C I Ó N : REGISTRO DE SOLARES SIN EDIFICAR, PATRIMONIO MUNICIPAL D E L SUELO Y U R B A N I S M O P Ú B L I C O PARA VIVIENDA SOCIAL Y POLÍGONOS INDUSTRIALES

La Ley del Suelo de 1956, al entregar la urbanización como obra privada y como negocio a determinados propietarios, permitió, como acabamos de ver, la formación de oligopolios, la retención de solares y la especulación en el mercado del suelo, dando lugar a los correspondientes déficits y encarecimiento de los suelos. Para combatirlos se idearon tres procedimientos: los registros de solares sin edificar, los patrimonios municipales de suelo y el mantenimiento del sistema anterior de la urbanización como obra pública para hacer vivienda social, pero fuera del suelo urbano y urbanizable, que, como dijimos, se reserva como urbanismo de calidad de renta y venta libre al oligopolio de los propietarios. Contra la retención de solares se arbitró la técnica del Registro de Solares Sin Edificar. Los propietarios que no edificaban en los plazos previstos en los planes o proyectos o, en su defecto, en los que la Ley establecía podían ver sus fincas declaradas en venta forzosa, incluidas en el Registro municipal de solares sin edificar y la iniciación de un expediente de valoración por su valor urbanístico y, en fin, su adjudicación a un tercero con la misma obligación de edificar en otros dos años y el riesgo de sufrir a su vez otra expropiación, y así sucesivamente (arts. 142 a 151). Comparada esta técnica con la de confiscación pura y simple prevista en el Reglamento de la Ley de Expropiación de 1879 resulta de una asombrosa ingenuidad. No menos ingenua para combatir la especulación fue la idea de crear los patrimonios municipales de suelo, es decir, la creación de una bolsa de terrenos con la que competir frente al oligopolio de los propietarios de suelo urbano y de reserva urbana que la propia Ley había creado. La finalidad confesada de su creación era «encauzar y desarrollar técnica y econó-

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micamenle la expansión de las poblaciones». Las enajenaciones de terrenos deberían hacerse con la obligación de edificar en determinados plazos. En todo caso, como las adquisiciones de terrenos, salvo la inclusión de bienes de propios, debían hacerse por expropiación a los precios «recalentados» por la propia Ley de 1956 según los nuevos criterios de valoración y la situación de los terrenos, era lógico pensar, como ocurrió, que los municipios o no dispusieran de fondos para adquirirlos o si disponían de ellos aumentaran con su demanda los precios del mercado de suelo. A la inevitable carencia de suelos para vivienda social tuvo, pues, que atender directamente el Estado diseñando un modo operativo al margen del sistema de la Ley de 1956 con la vieja técnica de la urbanización como obra pública. A ese efecto asumió la competencia para la realización de unos nuevos «ensanches» de las ciudades que en las décadas de los años cincuenta y sesenta recibían fuertes corrientes de emigración interior, a lo que atendió el Plan Nacional de la Vivienda, un programa de adquisición y preparación de 4.000 hectáreas —ampliadas a 8.169 en 1962— con las que se daba respuesta a los problemas de déficit de vivienda prácticamente en todas las capitales de provincia. En principio, estas actuaciones se plantearon dentro del respeto a los planes diseñados por la Ley del Suelo, pero la Ley 52/1962, de 21 de julio, sobre valoración de terrenos para expropiación en planes de urbanismo y vivienda y el Decreto-Ley 7/1970, de 27 de junio, sobre Actuaciones Urbanísticas Urgentes, permitieron anteponer la delimitación de los polígonos de actuación o de las unidades de actuación y su expropiación a la planificación urbanística de los mismos, y, en caso de existir ésta, actuar contra sus determinaciones. La competencia de ejecución se atribuyó a la Gerencia de Urbanización del Ministerio de la Vivienda, realizándose la delimitación de polígonos por el Gobierno mediante Decreto, a propuesta del Ministro de la Vivienda, sobre terrenos, evidentemente de peor situación, pero que le permitieran expropiar a justiprecios asequibles. Se constituyeron así dos urbanismos: el urbanismo privado, el común u ordinario, de planificación y reglamentación anticipada, previsto en la Ley del Suelo, que se ejecuta por las Juntas de Compensación y en beneficio exclusivo de unos pocos propietarios en terrenos mejor situados en relación con los núcleos habitados, y otro público o «social» para pobres y para la industria, polos y polígonos de desarrollo, situado en terrenos de bajo coste expropiatorio que se llevó por gestión directa de la Administración y mediante expropiación. Este urbanismo operacional, de obra pública, al margen de la Ley del Suelo y que permitía incluso la derogación de sus planes, fue gestionado inicialmente por una muy eficiente Administración (Gerencia de Urbanización, Instituto Nacional de la Vivienda, Obra Sindical del Hogar) que permitió alojar con bastante dignidad para los tiempos que corrían a más de cinco millones de habitantes que se trasladaron, en las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta del campo a la ciudad, constituyendo la mayor emigración interior conocida en la historia de España.

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3.

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LA R E F O R M A DE 1975: LA R E C U P E R A C I Ó N PARCIAL P O R EL MUNICIPIO DE LAS PLUSVALÍAS URBANÍSTICAS, EL AUMENTO DE CARGAS DE LOS PROPIETARIOS Y L A E L I M I N A C I Ó N D E L IUS AEDIFICANDI D E L S U E L O RÚSTICO O NO URBANIZABLE

El fracaso de la Ley del Suelo de 1956 no pudo ser más esplendoroso, como quedó claramente reflejado en la Exposición de Motivos de la Ley 19/1975, de 2 de mayo (La Ley de 1956 fue objeto de una primera reforma por Ley 19/1975 —v al Texto Refundido de ambas leyes aprobado por Decreto 1346/1976—) que acomete su primera reforma: «El examen de la situación urbanística española —se afirma— permite concluir que, a pesar de los esfuerzos de gestión desarrollados en los últimos años y de las cuantiosas sumas invertidas para regular el mercado del suelo, el proceso de desarrollo urbano se caracteriza, en general, por la densificación congestiva de los cascos centrales de las ciudades, el desorden de la periferia, la indisciplina urbanística, los precios crecientes e injustificados del suelo apto para el crecimiento de las ciudades». Como causas concretas señalaba: su precio excesivo y la escasez de suelo urbanizado, porque «dicha escasez viene determinada fundamentalmente por los propios planes cuando califican como apto para el desarrollo urbano una cantidad de suelo insuficiente para atender en condiciones razonables de competencia las necesidades de la demanda; por el déficit acumulado de infraestructuras primarias y secundarias; por un régimen jurídico del suelo que no ha constituido estímulo suficiente contra las ventajas que en la retención han encontrado los propietarios desde su posición dominante en este mercado, y por unas normas de ejecución de los planes que no han acertado a coordinar las inversiones públicas y las privadas ni a hacer compatibles la agilidad en la actuación y la justicia en la distribución de beneficios y cargas». Si la Ley del Suelo de 1956 basó su política antiespeculativa fundamentalmente en la capacidad de los patrimonios públicos de suelo para ser utilizados como reguladores del mercado y en la normativa sobre enajenación forzosa de solares sin edificar, la insuficiencia de estos instrumentos no ofrecía ninguna duda. Pero el legislador de 1975 no quiso confesar que el fracaso estaba en el sistema mismo del urbanismo, concebido como obra privada en la Ley del Suelo de 1956, y en el artificialmente inflado sistema de valoraciones expropiatorias. Por el contrario, lo defiende afirmando que dicho sistema «había tenido una excelente acogida por parte de la doctrina científica especializada», como correspondía a su «magnífica factura técnica y del general acierto de su concepción», achacando el fracaso no a sus principios, sino a su desarrollo insuficiente, a la defectuosa instrumentación de las medidas articuladas para hacerlos efectivos, a la inadaptación de esas medidas a las circunstancias cambiantes del país o de la inaplicación o aplicación ineficaz de esas propias medidas. Se mantienen, pues, los mismos principios y el mismo fracasado estatuto de la propiedad de la Ley del Suelo de 1956, con algunos retoques. En

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particular se reduce la posición de privilegio de los propietarios del suelo, antes de reserva urbana, ahora llamado urbanizable, mediante un aumento de las cesiones obligatorias de terrenos en favor de la Administración y una simplificación de los criterios de determinación del justiprecio que ahora se reducen al valor inicial y al valor urbanístico (eliminándose el valor expectante y el valor comercial), introduciéndose criterios fiscales para valorar los aprovechamientos y deduciéndose en aquél los terrenos de cesión obligatoria. De otro lado, el municipio entra, tímidamente, en el «negocio urbanístico» porque la Ley le otorga una parte de la plusvalía, un 10 por 100 del aprovechamiento medio del sector. Además, los sistemas generales —redes arteriales, grandes abastecimientos, etc.—, que desde la Ley de 1956 eran ejecutados normalmente por y a costa de la Administración, pero sin recuperación de plusvalías como en la legislación anterior, se pretende ahora abordarlos, en unos casos, por el mecanismo de las cesiones, compensadas por la adjudicación del aprovechamiento medio en otro lugar; en otros, con las cesiones resultantes de operaciones de urbanismo concertado, que pueden dar lugar, en ocasiones, a que los propios promotores ejecuten a su costa una parte sustancial de esos sistemas generales. No obstante, la expropiación seguirá siendo la vía normal de obtener el suelo en los demás supuestos y la financiación pública la forma de costear los sistemas generales. Pero si los contenidos del derecho de propiedad sobre suelo urbano y urbanizable se reducen, aumentándose sus cargas en los términos dichos, la situación oligopólica de los propietarios de suelo urbano y urbanizable se potencia en cuanto se elimina todo ius aedificandi del suelo rústico o no urbanizable, desapareciendo de éste el derecho a edificar que suponía el construir un metro cúbico por cada cinco metros cuadrados de superficie (y a su amparo la posibilidad de desarrollar planes parciales que se habían generado como una práctica abusiva). La supresión del aprovechamiento de 0,2 metros cúbicos del anterior suelo rústico, ahora llamado no urbanizable, aunque había algunas razones para ello, pues a través de esle reconocimiento se desarrollaron urbanizaciones ilegales, supuso el tr iunfo definitivo —por decirlo gráficamente de alguna manera— de una concepción castellana y andaluza del urbanismo, es decir, la propia de asentamientos en grandes ciudades y pueblos rodeados de espacios deshabitados, donde la propiedad del suelo responde a una estructura latifundista, en manos de muy pocos titulares, pero que no se corresponde y ha sido, cuando menos, inoportuna en aquellas otras zonas del país, como Galicia, todo el norte de España y Levante, entre otras, donde el minifundismo ha permitido el acceso a la propiedad del suelo de las clases populares. Desde una perspectiva de oportunidad, la nueva regulación del suelo no ' ttrbanizable —sin la garantía anterior de edificabilidad mínima de un metro cúbico por cada cinco metros cuadrados de superficie edificable— de forma igualilaria para todo el país aparece como una medida sin justificación económica ni urbanística, porque supone la supresión gratuita de un aprovechamiento inmobiliario sobre la mayor parte del territorio nacional, aprovechamiento que si se configura moderadamente —a través de estándares legales

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sobre volumetría, superficies m í n i m a s de parcelas, índices de ocupación, e q u i p a m i e n t o s singulares, vivienda unifamiliar, n ú m e r o de plantas, alturas, aspecto de las construcciones, etc.— p e r m i t e un d i s f r u t e del suelo con respecto a los valores del e n t o r n o y al servicio de la necesaria espontaneidad urbanística, que c o m p e n s e el a r b i t r a r i o dirigismo administrativo, que parece que se e n c a m i n a en la dirección de e n c e r r a r a toda la población en los guetos u r b a n o s de las ciudades, con prohibición de h a b i t a r en el c a m p o . Socialmente, t a m p o c o es razonable ni justo e l i m i n a r de f o r m a absoluta ese aprovecham i e n t o de edificar sobre el propio f u n d o , h i s t ó r i c a m e n t e respetado y p r o f u n d a m e n t e a r r a i g a d o en la conciencia p o p u l a r en aquellas regiones en que la propiedad se e n c u e n t r a m u y repartida e n t r e las clases populares, propiedad q u e es valorada m á s c o m o solar para la vivienda u n i f a m i l i a r que en función de sus a p r o v e c h a m i e n t o s agropecuarios. En todo caso, la imposición de ese m o d e l o u r b a n í s t i c o es un escandaloso y r o t u n d o fracaso en las regiones con a s e n t a m i e n t o s poblacionales muy d i s e m i n a d o s , c o m o d e m u e s t r a n el colosal a n a r q u i s m o urbanístico q u e se vive en regiones enteras, como, por ejemplo, Galicia y Asturias. E s t o explica que en estas C o m u n i d a d e s A u t ó n o m a s se hayan establecido regímenes especiales de suelo rústico que tratan de recoger esa cultura peculiar de sus a s e n t a m i e n t o s (la Ley 6/1990, de 8 de abril, del Principado de Asturias, sobre edificación y usos del medio rural; con igual título, la Ley 9/1994, de Cantabria, de 29 de septiembre; y la Ley 1/1997, de 24 de marzo, de Galicia).

Los propietarios de suelo urbano y urbanizable siguen protagonizando el proceso urbanizador a través del sistema de compensación que ahora se declara, explícitamente, preferente, pero se intenta rescatar el urbanismo de obra pública a través del urbanismo concertado. Consciente el legislador de que el mal estructural del sistema radica básicamente en haber creado una situación oligopólica para los procesos urbanos y edificatorios en favor de determinados propietarios, los del suelo urbano y suelo urbanizable programado, trata de romperlo actuando sobre el suelo urbanizable no programado, admitiendo en él iniciativas privadas mediante fórmulas de urbanismo concertado. Así pues, junto con el desarrollo programado aparece configurado un desarrollo eventual sobre el suelo urbanizable no programado con el que se esperaba disminuir «los efectos del actual sistema en cuanto a posible creación de monopolios a favor de propietarios de suelo favorecidos por concesiones discriminatorias de plusvalías generadas por el propio ordenamiento y por la limitación de suelo urbanizable que le acompaña» (Exposición de Motivos). Las grandes operaciones urbanísticas quedan así dentro de este nuevo planteamiento a través de Programas de Actuación Urbanística más flexibles, mientras el urbanismo autogestionado de los propietarios por las Juntas de Compensación se circunscribe a los terrenos urbanos y a los de más valor por ser los más cercanos a la ciudad, los calificados de suelo urbanizable programado. Con los p r o g r a m a s de actuación u r b a n í s t i c a se vuelve, insistimos, en cierto modo al u r b a n i s m o c o m o o b r a pública p r o p u g n a d o por CERDÁ. Como en aquel modelo, los p r o g r a m a s de a c t u a c i ó n u r b a n í s t i c a pueden desarrollarse p o r c o n c e s i ó n o por las propias e n t i d a d e s locales o urbanísticas especiales, c u a n d o io a s u m a n directamente. Los p r o c e d i m i e n t o s a través de los cuales se a d j u d i c a n las concesiones están, sin e m b a r g o , m u y lejos de los criterios de t r a n s p a r e n c i a que se plasmaron en la legislación decimonónica, puesto que

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las concesiones no se a d j u d i c a n por s u b a s t a sino por c o n c u r s o e incluso por adjudicación directa sin necesidad de concurso, c u a n d o se trate de la urbanización de terrenos destinados a instalaciones de actividades relevantes o de especial importancia económica y social y así lo acuerde el ó r g a n o ejecutivo superior de la C o m u n i d a d Autónoma.

4.

LA R E F O R M A DE LA LEY 8/1990 Y SU C O R R E C C I Ó N P O R EL REAL DECRETO-LEY 7/1996. LA D E S V E R T E B R A C I Ó N D E L D E R E C H O DE P R O P I E D A D Y EL S U B E Y BAJA DE LAS CESIONES URBANÍSTICAS

La segunda gran reforma de la Ley del Suelo de 1956 que lleva a cabo la Ley 8/1990, de 25 de julio, de Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones del Suelo, no obedeció ciertamente a criterios ideológicos socializadores o igualitaristas, sino a un segundo fracaso del modelo de la Ley del Suelo 1956 y su reforma de 1975. La Exposición de Motivos reconoce, en efecto, «el fuerte incremento del precio del suelo que excede de cualquier límite razonable en muchos lugares y que repercute en los precios finales de la vivienda y, en general, en los costes de implantación de actividades económicas», resultando insuficiente para salir de esta situación el «respaldo que ofrece el ordenamiento jurídico vigente» debido a la excesiva permisividad de que disfrutan los propietarios del suelo. A pesar de esta crítica tan radical, la Ley 8/1990 no abandonó el modelo de la Ley del Suelo de 1956, reformada en 1975, sino que trae más de lo mismo, al insistir en la atribución desigual de las plusvalías urbanísticas a los propietarios según las diversas clases de suelo, y al concebir, una vez más, el proceso urbanizador fundamentalmente como obra privada y no como obra pública. La esencia de la reforma consiste ahora en hacer más confuso, pero también más oneroso, el urbanismo de obra privada. Más confuso porque lo más singular de la reforma es el intento ingenuo, y fracasado, de obligar a los propietarios a ejecutar los procesos urbanizador y constructivo en los tiempos marcados inflexiblemente por la Administración, al margen de la coyuntura económica, que es la que, en realidad, manda en el ritmo de estos procesos. El objetivo, loable pero ingenuo, reiteramos, era agilizar los procesos de urbanización, cuyo retraso siempre favorece a los propietarios especuladores. Para ello se temporalizó, descoyuntándolo, el derecho de propiedad de los propietarios privilegiados por las clasificaciones de suelo urbano y urbanizable en una serie de derechos menores y concretos de adquisición gradual del pleno dominio, lo que la Ley llama las facultades de contenido urbanístico, que se pierden si no se actúa en plazo. Estas facultades se «denominan: a) el derecho a urbanizar, que se adquiere cuando esté aprobado el planeamiento específico; b) el derecho al aprovechamiento urbanístico, que se determina mediante el aprovechamiento tipo y que se adquiere por el cumplimiento de los deberes de cesión, equidistribución y urbanización en los plazos que se fijen; c) el derecho a edificar, que se adquiere por la obtención de la licencia y se pierde por caducidad de ésta, y d) en fin, el

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derecho a la edificación, que incorpora al patrimonio la edificación ejecutada y concluida con arreglo a la licencia ajustada a la ordenación en vigor. La «temporalización» de los diversos derechos en que se descompone el derecho de urbanizar se consigue, obviamente, potenciando la discrecionalidad de la Administración para señalar los plazos en que los derechos han de ejercitarse bajo sanción de pérdida o reducción. Por ello —como reconoce el Preámbulo—, «en la recta aplicación de este esquema adquiere importancia primordial la programación que ha de contener el planeamiento», de tal forma «que la determinación de cuándo van a incorporarse efectivamente los terrenos afectados al proceso urbanizador y edificatorio no puede condicionarse a la libre decisión de sus propietarios». En consecuencia, «es el propio Derecho urbanístico el que establece los plazos que han de regir su ejecución, de suerte tal que la adquisición de las diversas facultades de contenido urbanístico sólo puede producirse si los deberes y cargas inherentes a dicha atribución se cumplen dentro de tales plazos. Más aún, una vez adquiridos estos derechos, la falta de ejercicio durante los plazos fijados para ello, sobre la base de impedir la adquisición de otros posteriores, según el proceso gradual de consolidación de derechos antes descrito, implicaba "su pérdida o reducción con el alcance y efectos que en cada caso se señalasen"». Otro aspecto de la reforma —puesto que no se confía únicamente en la iniciativa privada, ni siquiera bajo la amenaza de la pérdida de sus derechos— es la potenciación de las facultades interventoras de la Administración en el mercado inmobiliario, atribuyéndosele los derechos de tanteo y retracto en las transmisiones onerosas de terrenos y edificaciones que se produzcan en las áreas que a tal efecto se delimiten. Asimismo se potencian los Patrimonios Municipales de Suelo, que p o d r á n adquirir suelo barato, es decir, no urbanizable, con la posibilidad de una inmediata reclasificación y su conversión en urbanizable, un pingüe negocio municipal. Este suelo, incorporado al Patrimonio, quedaba vinculado primordialmente a la construcción de viviendas de protección oficial u otras finalidades de interés social, pues como reza el Preámbulo, «no se estima justo que las Entidades locales utilizasen los terrenos de su propiedad con miras p u r a m e n t e especulativas, contribuyendo a incrementar las tensiones especulativas en vez de atenuarlas».

Lo que en definitiva la Ley 8/1990 persiguió es, sin salir del esquema conceptual e ideológico de la Ley del Suelo de 1956 —todo el beneficio de las rentas urbanas para un grupo de propietarios—, hacer más «precaria» y dominable por la Administración la propiedad inmobiliaria privilegiada con las clasificaciones de suelo urbano y urbanizable, acabando, como dice el Preámbulo, «con la excesiva permisividad de que disfrutan los propietarios del suelo, que son los llamados en primer término a realizar las tareas de urbanización y edificación», y terminar también con la «ausencia de instrumentos de que dispone la Administración para hacer frente al incumplimiento por los particulares de los plazos señalados para la ejecución de dichas tareas para incrementar los patrimonios públicos de suelo en medida suficiente para incidir en la regulación del mercado inmobiliario o para adscribir superficies de suelo urbanizable a la construcción de viviendas de protección oficial».

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Pero, como decíamos, el urbanismo de obra privada se hace más oneroso con la reforma, porque se aumenta la participación de los municipios en los beneficios o plusvalías del proceso urbanizador, reforzando su condición de socio de los propietarios privilegiados por las clasificaciones urbanísticas que el mismo municipio crea con los planes. En este orden se aumentan las cesiones, tanto en suelo urbano como en el urbanizable programado. Al municipio le corresponde ahora el 15 por 100 del aprovechamiento tipo, en cuanto los propietarios sólo tienen derecho a hacer suyo el 85 por 100 del aprovechamiento urbanístico que corresponde a su parcela (frente a la cesión, y sólo en suelo urbanizable, del 10 por 100 del aprovechamiento medio de la Reforma de 1975). También bajan los justiprecios expropiatorios, endureciéndose el sistema de valoraciones. La Ley aplica el valor inicial o rústico al suelo no urbanizable, al urbanizable no programado e incluso al urbanizable si aún no se ha ultimado el desarrollo del planeamiento. A destacar asimismo que el sistema de valoraciones de la Ley 8/1990 no se circunscribe a las expropiaciones por razones urbanísticas, sino que se aplica a toda suerte de expropiaciones cualquiera que fuere su causa o finalidad. De esta forma se acaba con la esquizofrenia jurídica que suponía que los inmuebles expropiados se valoraran con criterios distintos cuando según la expropiación tuviera por causa el proceso urbanizador u otras finalidades públicas. En socorro de los deprimidos promotores y propietarios vino en ayuda el Gobierno del Partido Popular con el Real Decreto-ley 7/1996, de 7 de junio, convalidado por la Ley 7/1997, de 14 de abril, que reforma la Ley 8/1990. Esta se justifica en la insatisfactoria situación del mercado del suelo y la vivienda, que hace necesaria la aprobación de «unas primeras medidas que ayudarán a incrementar la oferta de suelo con la finalidad de abaratar el suelo disponible». Al lado de reformas puramente formales, orientadas a simplificar los procedimientos u otorgando más competencias urbanísticas a los Alcaldes a costa de los Plenos de los Ayuntamientos, y a acortar los plazos vigentes, la Ley contiene otras dos sustanciales: una, favorecedora de los intereses de los propietarios privilegiados, los de suelo urbano y urbanizable, a los cuales se aumenta su cuota de participación en el aprovechamiento urbanístico, que pasa del 85 al 90 por 100, reduciéndose del 15 al 10 por 100 la participación del municipio; la segunda modificación de alcance es la supresión de la distinción entre suelo urbanizable programado y no programado, refundiéndose ambas clases de suelo en el suelo urbanizable, constituido por los terrenos a los que el planeamiento general declare adecuados para ser urbanizados. Para entender el alcance de esta modificación es necesario recordar el antecedente de esta distinción, el suelo de reserva urbana en la Ley del Suelo de 1956 y las disfunciones producidas en su régimen. En efecto, en el suelo de reserva urbana se manifestaba una grave contradicción: si el suelo de reserva urbana era reducido en relación a las necesidades urbanísticas, los precios se disparaban por ley de oferta-demanda; si para evitar este peligro se demarcaba una superficie muy amplia, se abría la vía de la «urbanización

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a saltos», pues el desarrollo a través de planes parciales de los suelos m á s alejados del centro se a b o r d a b a de inmediato, m i e n t r a s que los espacios próxim o s al núcleo u r b a n o q u e d a b a n «en barbecho», e s p e r a n d o q u e su precio a u m e n t a r a . La Ley del Suelo de 1975 vino a corregir este aspecto, determin a n d o que en lugar del suelo de reserva u r b a n a existieran dos calificaciones: el suelo urbanizable p r o g r a m a d o y el suelo urbanizable no p r o g r a m a d o . El p r i m e r o podía convertirse en u r b a n o m e d i a n t e planes parciales; el segundo iría p r o g r a m á n d o s e a medida que fuera recomendable, mediante los program a s de actuación urbanística (PAU). La Administración podía así ir dirigiendo la expansión u r b a n a de las grandes ciudades a partir de las sucesivas p r o g r a m a c i o n e s de suelo. Esta diferenciación entre los dos tipos de suelo urbanizable no afectaba a los municipios pequeños, donde la planificación integral del territorio se determina a partir de la aplicación de n o r m a s subsidiarias y c o m p l e m e n t a r i a s de urbanización q u e sólo c o n t e m p l a b a n suelo urbanizable. Ahora, la supresión de la distinción entre suelo urbanizable prog r a m a d o y no p r o g r a m a d o implica p o n e r m u c h o m á s suelo en el m e r c a d o y, sobre todo, al principio. Posiblemente esta medida acaso tenga u n o s efectos de reducción del precio, pero a costa de r e n u n c i a r nuevamente al control del desarrollo urbanístico. Además, teniendo en c u e n t a que el suelo es un bien no h o m o g é n e o tal decisión no asegura en absoluto el fin de la especulación. Al contrario: abre u n o de los c a m i n o s m á s seguros p a r a que ésta se produzca en el futuro, primero en los espacios privilegiados, ecológica o socialmente, d e s p u é s en el resto. Abre a d e m á s p u e r t a s y ventanas a la ulterior construcción y ocupación de un territorio sin a t e n d e r a sus consecuencias (ALABART).

5.

LAS C O M U N I D A D E S A U T Ó N O M A S SE SALEN DE LA FILA. LA L E Y VALENCIANA DE 1994. LA «JIBARIZACIÓN» D E L D E R E C H O U R B A N Í S T I C O ESTATAL P O R L A S E N T E N C I A C O N S T I T U C I O N A L 61/1997, DE 20 DE MARZO

Invocando sus competencias en materia urbanística, anticipándose a lo que más adelante habría de resolver la Sentencia Constitucional 61/1997, según veremos, diversas Comunidades Autónomas aprobaron diversas leyes urbanísticas, durante la vigencia de la Ley 8/1990. Así Cataluña refundió las Leyes específicas que hasta entonces había ido aprobando el Parlamento catalán haciendo caso omiso de la Ley 8/1990, de 25 de julio, por Decreto de 12 de julio de 1990. También marcó una gran distancia con la legislación del Estado la Ley valenciana de 15 de noviembre de 1994, cuya Exposición de Motivos proclama sin ambages que el propósito de la ley excede de la mera adaptación a la ley estatal de las peculiaridades del territorio, pretendiendo formular una alternativa al sistema vigente en su dimensión propiamente urbanística. La Ley valenciana modificada claramente el sistema de lanzamiento. El plan General no programa suelo, disponiendo para ello de otros instrumentos urbanísticos: los programas de actuaciones integradas. El plan, desprovisto del estudio económico financiero, trata únicamente de evitar el crecimiento inconexo de unidades urbanísticas otorgando a este efecto poderes discrecionales a la administración competente normalmente a distancia de

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particulares. Otra novedad es la altura del principio de jerarquía entre los planes. A este efecto los planes generales ofrecen un marco flexible con escasas normas de obligado cumplimiento y otras que admiten su derogación singular mediante un plan parcial o un plan de reforma interior de puede modificar casi todos sus elementos (clasificación del suelo de limitación de la red primaria o estructural de reserva de terrenos y construcción de destino dotacional público, ordenación pormenorizado del suelo urbano). Otra innovación consiste en la desaparición del suelo urbanizable no programado por el Plan General. Éste tan sólo establece el suelo urbanizable, de modo que al diferir la incorporación de plusvalías del propietario al momento que se apruebe el programa de actuaciones integradas se produce una disminución en la valoración del suelo. El propietario que no deseaba que integrasen la comunidad urbanizadora es expropiado por el Valor inicial. Es asimismo notable el refuerzo de las competencias discrecionales de los ayuntamientos que pueden «razonablemente» rechazar la tramitación de los programas. Pero la «joya de la corona» de la Ley valenciana es haber desconocido el derecho de los propietarios a urbanizar, reduciendo los concursos en régimen de adjudicación preferente si se presenta con la mayoría de los propietarios de la unidad. El protagonismo pasa pues al agente urbanizador, figura que estudiaremos más adelante. En ese panorama de quebranto de un sistema urbanístico común, El Tribunal Constitucional con su STC 61/1997, de 20 de marzo, provocó una profunda «jibarización» o reducción a mínimos del Derecho urbanístico estatal. A partir de esta sentencia, la competencia legislativa del Estado queda reducida a regular la cabeza del Derecho urbanístico, es decir, el estatuto básico de la propiedad inmobiliaria y, como si no tuviera una relación estrecha con ella, remitir a la legislación de las Comunidades Autónomas la regulación del cuerpo y extremidades del ordenamiento urbanístico en cuyas manos queda todo el sistema de planeamiento, los sistemas de ejecución, la disciplina urbanística y otros extremos. Esto supuso el fin del «código urbanístico comiín» que había encarnado la Ley del Suelo de 1956 y los reglamentos dictados en su aplicación. El resultado formal más visible de esta Sentencia es que el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1992 fue anulado salvándose no más de un 20 por 100 de sus preceptos, a la vez que se «resucita» transitoriamente, y con carácter supletorio, el texto preconstitucional de 1976 y sus normas complementarias o de desarrollo. Son dos los puntos en que se apoya el Tribunal Constitucional para declarar la nulidad de la mayor parte del Texto Refundido: en primer lugar, la incompetencia del Estado para dictar normas con alcance supletorio en una materia como el urbanismo, en la que todas las Comunidades Autónomas han asumido competencia exclusiva; en segundo lugar, el exceso competencia! en que, según el Tribunal, ha incurrido el Estado al valerse de su competencia exclusiva en materia de regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad en el ejercicio del derecho a la propiedad del suelo (art. 149.1.1.a CE) para pretender instaurar un modelo urbanístico homogéneo en todo el territorio nacional que vulnera y desconoce las com-

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petencias exclusivas de las Comunidades Autónomas en materia de urbanismo. En cuanto al alcance concreto de la anulación, aplicando aquel criterio general de distinción e n t r e n o r m a s que guardan una estrecha relación con el d e r e c h o de p r o p i e d a d de aquellas otras que se refieren a la ordenación de la ciudad y sus técnicas, se mantienen como válidas las n o r m a s sobre las tres clases de suelo q u e se instituyeron en 1975 (urbano, urbanizable y no urbanizable) y conservó el Texto Refundido de 1992. Dicha clasificación se considera básica y no invasora de las competencias de las Comunidades Autónom a s por no i m p l i c a r la predeterminación de un concreto modelo urbanístico y territorial. Por lo q u e a t a ñ e al suelo no urbanizable, el Tribunal considera que sí entran en la c o m p e t e n c i a del Estado, por un lado, las prohibiciones de edificar que a p a r e c e n en el art. 15 del Texto Refundido de 1992 y las de fraccionarlo en c o n t r a de la legislación agraria (art. 16), y por otro, la facultad de establecer s o b r e el m i s m o áreas de especial protección. Pero no tanto p o r q u e el título c o m p e t e n c i a l aplicable sea el de la protección del medio ambiente, que lo descarta de entrada, como p o r el hecho de que la regulación establecida e n c a j a d e n t r o de las condiciones básicas de la propiedad urbana, sin que por ello se condicionen las competencias sectoriales autonómicas susceptibles de incidir sobre el territorio. Sobre las o t r a s clases de suelo el Tribunal declara constitucionales e insertos en la c o m p e t e n c i a del Estado la regulación del conjunto de deberes de los propietarios, c u y o c u m p l i m i e n t o d e t e r m i n a la gradual adquisición de las facultades u r b a n í s t i c a s (incorporación al proceso urbanizador o edificatorio, cesión de terrenos d e s t i n a d o s a dotaciones públicas y de aprovechamiento urbanístico, s u f r a g a r y ejecutar la urbanización en los plazos previstos, solicitud de licencia de edificación y edificación de los solares en plazo). Dichas cuestiones e n c a j a n d e n t r o de las condiciones básicas del ejercicio del derecho de propiedad u r b a n a . En cuanto al aprovechamiento urbanístico de cesión obligatoria del 15 o 10 por 100 y q u e el Tribunal califica como una de las reglas más básicas y f u n d a m e n t a l e s , a f i r m a que las Comunidades Autónomas pueden fijar otro porcentaje m a y o r y que el Estado puede establecer por Ley un halo con un porcentaje m í n i m o destinado a proteger el contenido básico del derecho a la propiedad y o t r o m á x i m o dirigido a materializar la participación de la Com u n i d a d en las plusvalías urbanísticas, d e n t r o de cuyo ámbito debe situarse el porcentaje q u e fije cada C o m u n i d a d Autónoma, t a m b i é n por Lev. El Tribunal declara inconstitucional la configuración legal de las áreas de reparto y aprovechamiento tipo (arts. 94.1 y 2, 95, 96.1 y 3, 97, 98 y 99.1 y 2 del TRLS) p o r q u e el Estado, dice, no puede i m p o n e r los medios o instrumentos urbanísticos a través de los que se articulen y concreten las condiciones básicas de ejercicio del Derecho y del c u m p l i m i e n t o del deber en c u a n t o f o r m a n parte de la competencia autonómica en materia urbanística. En materia expropiatoria se declara inconstitucional el precepto relativo a los supuestos de expropiación por ser cuestiones reservadas a las Comunid a d e s Autónomas. En cambio, se mantienen las reglas relativas al justiprecio, al p r o c e d i m i e n t o y a la reversión de los terrenos expropiados, que competen al Estado. Sin e m b a r g o , a pesar de admitirse la competencia estatal, se declaran nulas, no tanto porque el Estado carezca de toda competencia sobre la materia c u a n t o p o r la concreta y detallada f o r m a de ejercerla, en otras palabras, por exceso de densificación de las reglas de valoración de terrenos

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a obtener por expropiación en suelo urbano, urbanizable o de terrenos destinados al patrimonio municipal del suelo y otros fines de interés social, así como del suelo u r b a n o sin aprovechamiento tipo. Por el contrario, la sentencia ha ratificado la constitucionalidad del sistema de reducción del aprovechamiento urbanístico en actuaciones que se han venido denominando por la doctrina como de «expropiación-sanción», por considerar que en este punto el Estado desarrollaba su competencia en materia de legislación sobre expropiación forzosa (art. 149.1.18 CE). No obstante, el Estado no puede fijar el porcentaje de pérdida o reducción del aprovechamiento urbanístico (el 25 por 100 en suelo u r b a n o y el 50 por 100 en suelo urbanizable), sino que debe establecer un tope mínimo —y simultáneamente, va de suyo, otro máximo, por razones de seguridad jurídica y de evitar arbitrariedades— que permita a las Comunidades Autónomas la determinación del porcentaje concreto en ejercicio de su competencia urbanística. En cuanto a la planificación, se declaran nulos los preceptos (arts. 65, 66 y 67) que regulan el Plan Nacional de Ordenación y los Planes Directores Territoriales de Coordinación. El primero, tal y como estaba configurado, por invadir la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas por la eficacia vinculante que se le atribuye, si bien la sentencia no niega legitimidad 1 al Estado para que planifique territorialmente el ejercicio de sus competencias sectoriales. La sentencia declara nulos los preceptos sobre planes de iniciativa particular porque estima que es competencia exclusiva del legislador autonómico determinar el m o d o en que se va a llevar a cabo la participación de la iniciativa particular en la elaboración del planeamiento y los tipos de planes que pueden redactar éstos. Asimismo, la formulación de los Planes Generales y Normas Subsidiarias por los municipios corresponde a quien determine la legislación autonómica y no a quien señale la legislación estatal. Para el Tribunal la competencia en materia de urbanismo pertenece sustancialmente a las Comunidades Autónomas, sin que en este supuesto el Estado pueda invocar título competencia] alguno que le permita determinar qué instrumentos de planeamiento han de formular los Ayuntamientos. En la regulación de la ejecución del planeamiento, con excepción del precepto que establece los fines de ésta —distribución equitativa de cargas y beneficios entre los afectados y cumplimiento de deberes de cesión de terrenos dotacionales y aprovechamiento— (art. 140), y del que determina en que la falta de ejecución del Plan por causa imputable a la Administración faculta a los propietarios a conservar sus derechos a seguir el proceso urbanizador y edificador (art. 150), se declaran inconstitucionales y nulos los restantes preceptos relativos a las entidades competentes, unidades de ejecución, elección de sistema de actuación, unidades de ejecución con exceso de aprovechamiento real, aprovechamiento urbanístico de bienes de dominio público, reglas para la reparcelación, efectos del acuerdo reparcelatorio o incumplimiento del propietario de bienes liberados. La disciplina urbanística desaparece en gran parte de la regulación contenida en el Texto Refundido de la Ley del Suelo por entender el Tribunal que es materia reservada a la competencia de las Comunidades Autónomas, en especial los aspectos relativos a las obras sin licencia o no ajustadas a ellas, suspensión de licencias, paralización de obras, revisión de licencias. Sin embargo, se mantiene la validez de la regulación de los actos sujetos a licencia y de las órdenes de ejecución. Corresponde al Estado, en fin, según el Tribunal Constitucional, establecer el deber de los Ayuntamientos de constituir su respectivo patrimonio de!

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suelo. El resto de cuestiones se declaran inconstitucionales salvo el derecho de superficie, competencia del Estado en virtud de su reserva sobre la legislación civil (art. 149.1.8." CE). También por idéntico título es c o m p e t e n t e el E s t a d o p a r a disponer del régimen jurídico de los realojamientos y retornos por actuaciones urbanísticas.

La sentencia que comentamos fue calificada con todo acierto por FER-

NÁNDEZ RODRÍGUEZ como antítesis de la prudentia iuris, que es consustancial

a la función jurisdiccional. En nuestra opinión es algo más grave: es una muestra de ignorancia sobre los orígenes y desarrollo histórico del Derecho urbanístico y su esencia última, que no es otra cosa que la regulación de los aspectos más sustanciales de la propiedad inmobiliaria, el derecho o no de urbanizar, la potestad de expropiar y la valoración de las propiedades para la realización de las obras públicas, materias sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva conforme al art. 149 de la Constitución. Que esas dos instituciones, propiedad y expropiación, hayan sido objeto de una regulación más compleja y pormenorizada que la de hace un siglo a través del llamado Derecho urbanístico, como hemos expuesto en el anterior y este capítulo, no las extrae de su patria original, que es el contenido del Derecho de la propiedad v la institución expropiatoria. Pasar a la competencia autonómica la regulación de todas esas técnicas que definen el desarrollo y la acción de esas instituciones y que son esenciales en su vida (sistemas de ejecución, áreas, unidades de ejecución, reparcelación, reglas pormenorizadas de fijación del justiprecio, disciplina, etc.) es como entender que en el cuerpo humano los brazos y los pies tienen vida independiente de la cabeza y el corazón y que hay que darles prioridad para definir el ser humano. Si esto se admite, la competencia autonómica no debería ir mucho más lejos que la regulación de los instrumentos de planeamiento. En esta línea va el voto particular formulado a la sentencia por el Magistrado JIMÉNEZ DE PARCA.

No menos irracional es afirmar que no afecta a las condiciones básicas e igualitarias de la propiedad, y que por ello no requiere unidad la regulación, la disciplina urbanística, pues, ¿acaso no es un sinsentido que una ley de una Comunidad Autónoma establezca un catálogo de infracciones y sanciones urbanísticas completamente distinto del de otra Comunidad fronteriza con ella? En definitiva, la sentencia que comentamos, desactivando de propósito de gran título competencial del Estado en la regulación de la propiedad y garantía de igualdad de los españoles, y potenciando por el contrario hasta límites irracionales el de competencia urbanística de las Comunidades Autónomas, ha producido un simple y brutal desapoderamiento del Estado de las competencias del mismo sobre la regulación de la propiedad inmobiliaria y sobre la ordenación territorial, sustituyendo una regulación unitaria de la propiedad inmobiliaria por diecisiete variopintas normativas, algo insólito en los países europeos que tienen un código urbanístico común.

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C O D I F I C A C I Ó N D E L D E R E C H O ESTATAL, L I B E R A L I Z A C I Ó N D E L S U E L O Y REBAJA DE LAS VALORACIONES P O R LAS L E Y E S 6/1998, DE 13 DE ABRIL Y 8/2007, DE S U E L O

Las leyes citadas en el epígrafe regulan ya la materia urbanística que es competencia del Estado según las fronteras establecidas en la Sentencia constitucional 61/1997. Aparte de este proceso «codificador». La Ley 68/1998 mantiene las tres clases tradicionales de suelo: urbano, urbanizable y no urbanizable; categorías, como hemos visto, con gran trascendencia en el régimen urbanístico. La distinción entre suelo programado y no programado dentro del urbanizable, abandonada, como dijimos, por el Real Decreto-ley 7/1996, de 7 de junio, resucita ahora en la distinción, dentro del urbanizable, entre aquel suelo «en que el planeamiento delimite sus ámbitos o se hayan establecido las condiciones para su desarrollo», del restante suelo urbanizable, lo que comporta un reconocimiento, o no, de la inmediatez del derecho a urbanizar v además un diverso régimen de valoración de los terrenos (arts. 16.1 y 27).' Los derechos y deberes de los propietarios se atribuyen, como antes, en función de una u otra clase de suelo. Los de suelo urbano pueden completar la urbanización, si no lo estuviera ya, y edificar, o simplemente esto último si los terrenos ya fueran solares. Los de suelo urbanizable tienen el derecho a urbanizar, es decir, a «promover la transformación de los terrenos instando de la Administración la aprobación del correspondiente planeamiento», y, por el contrario, no tienen derecho a urbanizar ni edificar los propietarios de suelo urbanizable fuera de los ámbitos delimitados (como venía ocurriendo con los del urbanizable no programado) ni los propietarios de suelo no urbanizable. Al mantenerse las clases de suelo y las diversas valoraciones de éste que incorporan los aprovechamientos y plusvalías derivadas de los planes, esta reforma sigue fiel al modelo de la Ley del Suelo de 1956 que imposibilitaba el urbanismo de gestión pública, reservando el derecho de urbanizar a los propietarios. No obstante, ese privilegio sigue, como antes, compensado por la cesión gratuita del suelo necesario para los viales, espacios libres, zonas verdes y dotaciones públicas, así como el necesario para la ejecución de los sistemas generales, el deber de costear o, en su caso, ejecutar a su costa la urbanización y ceder un porcentaje del aprovechamiento urbanístico a la Administración actuante, que es, ordinariamente, la municipal. Este porcentaje, que desde la Ley de 1990 estaba en el 15 por 100 del aprovechamiento tipo, ahora se cifra en un máximo del 10 por 100 del aprovechamiento correspondiente al ámbito de actuación, y se autoriza a las Comunidades Autónomas para reducirlo sin límite mínimo, permitiendo una notable, y criticable, desigualdad entre el status de la propiedad inmobiliaria. La Ley enfrentó la situación de oligopolio en el suelo urbano y urbanizable con un aumento de la oferta mediante la supresión de la planificación

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temporal, los programas cuatrienales de los planes generales de ordenación, y con la eliminación de la distinción entre suelo urbanizable programado y no programado. La fórmula es: ampliemos el suelo urbanizable definiendo el no urbanizable como suelo necesitado de especial protección y suprimamos la programación temporal en el urbanizable para provocar una mayor oferta de terrenos que abarate sus precios. Los justiprecios expropiatorios son, con esta Ley, sustancialmente los mismos que en la legislación anterior. Los terrenos se valoran según su clase y situación urbanística (art. 25). Consecuentemente, los terrenos de suelo urbanizable en que el planeamiento delimite sus ámbitos o se hayan establecido las condiciones para su desarrollo se habrían de justipreciar por el aprovechamiento que les corresponda en función del valor básico de repercusión en polígono, que será deducido de las ponencias de valores catastrales. Lo mismo sucede con los terrenos de suelo urbano, salvo que el valor resultante de la edificación fuere superior, en cuyo caso se atendrá a éste. Por último, los terrenos de suelo no urbanizable se valoran atendiendo a sus valores en renta o en venta si hubieran existido transacciones anteriores, pues se trata de terrenos urbanísticamente desvitalizados. En la misma línea de una mayor liberalización del suelo, el Real Decreto-lev 4/2000, de 23 de junio, de Medidas Urgentes de Liberalización del Sector Inmobiliario y Transportes, intenta corregir la rigidez del sector inmobiliario que se achaca al fuerte crecimiento de la demanda, a la incidencia del precio del suelo en los productos inmobiliarios, y a la escasez de suelo urbanizable. Así, el Decreto-ley amplía el suelo urbanizable, derogando el art. 9.2 de la Ley 6/1998, que permitía clasificar como suelo no urbanizable «aquellos otros terrenos que el planeamiento general considere inadecuados para el desarrollo urbano». De otra parte, permite la inmediata programación de cualquiera de los suelos urbanizables —delimitado y no delimitado— tanto por la iniciativa privada como por las Administraciones Públicas. Por su parte la Ley 7/2007, del Suelo (Texto articulado, aprobado por Real Decreto Legislativo de 2/2008, de 20 de junio), persigue, dentro del mismo propósito de dinamizar los procesos urbanizadores, abaratar las valoraciones del suelo, en los términos que por menudo se desarrollan en el siguiente capítulo XI. 7.

EL RESULTADO DEL PROCESO: URBANISMO DE CONCIERTO E N T R E I N T E R E S E S PRIVADOS Y RECAUDATORIOS MUNICIPALES, CORRUPCIÓN, CEMENTACIÓN D E L TERRITORIO Y BURBUJA INMOBILIARIA

Una vez despierta, a través de la participación de los aprovechamientos urbanísticos atribuidos a los propietarios, la voracidad recaudatoria-urbanística de los municipios, iba a ser muy difícil que se resignasen a no exprimir, aún más, esta fuente de ingresos, alterando a radice si fuere preciso una de las pilastras fundamentales sobre las que fue construido el modelo

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de Derecho urbanístico que consagró la Ley del Suelo 1956: la planificación. En ésta, como expresión de la racionalidad máxima en la utilización espacial y temporal del suelo al servicio del interés general, ya no cree la citada ley valenciana, que desvirtúa el sentido inicial del plan general, ni el legislador de 1998, que culpa, como vimos, a la rigidez de la planificación, sobre todo a la programación temporal, del fracaso del modelo urbanístico. Al desfallecimiento del rigor de la planificación, se ha añadido un factor perturbador, el convenio urbanístico entre propietarios, promotores y municipios y un acelerador-intermediario de los procesos de urbanización, el agente urbanizador. Estas dos piezas no están en la Ley 6/ 1998, pero se abren paso en la legislación autonómica, en la jurisprudencia y en la cultura urbanística de todos los días. Repetimos, la planificación entra en crisis porque la actividad urbanizadora no obedece ya a más fuerzas, sin perjuicio de la resistencia de los ecologistas y otros perdedores, que las que arroja la suma de dos intereses privados: de los propietarios privilegiados con la clasificación y calificación de los suelos y, desde la Reforma de 1975, el también interés privado, por ser exclusivamente recaudatorio, de los municipios que pueden ser beneficiarios, en más o en menos, de los suculentos beneficios que, en los últimos años, ha generado el mercado inmobiliario. Prestémosles alguna atención. A)

L o s CONVENIOS URBANÍSTICOS

Era previsible que la moda negocial o contractual que está introduciéndose ad nauseam en el Derecho público, sustituyendo el tradicional modo operativo de la Administración de los procedimientos unilaterales hacia el convenio, y ya admitido en la legislación del procedimiento administrativo como forma normal de terminar los procedimientos, llegara también a la actividad urbanística. Cierto que lo hizo de una forma indirecta, reconociendo su validez sobre la ordenación urbanística y la consiguiente clasificación o calificación de los terrenos, siempre que el contenido del convenio se recoja en el plan o en una modificación del planeamiento. Así los planes, por mor de los convenios urbanísticos —cambalaches muy cercanos a la figura penal del cohecho o la prevaricación («te ofrezco Ayuntamiento, tanto de aprovechamiento urbanístico y otras prestaciones si me reconoces tales usos y edificabilidades sobre estos terrenos»)— se convierten en todo o en parte en comparsas rituales para legitimar lo previamente acordado entre el municipio y promotores, una práctica incompatible con la filosofía inspiradora de la planificación urbanística, que sólo debe racionalizar la mejor utilización del territorio, y a cuyo servicio la Ley articuló asépticos y exquisitos procedimientos de aprobación y modificación. Lo ha dicho, magistralmente, BOCANECRA (Prólogo al libro de HUERGO convenios urbanísticos, Madrid, 1998): la afirmación de que el urbanismo es una función pública reservada al Plan —que todos hemos aceptado desde siempre como un axioma— viene sencillamente desmentida por la realidad. El urbanismo es una función pública, ciertamente, pero los poderes públicos no son capaces de ejercitarla, con lo que el Plan, la idea LORA, LOS

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de Plan, queda, a su vez, absolutamente desnaturalizada, como sabe bien cualquiera que tenga contacto con estos temas más allá de los libros, o cualquiera que sepa, simplemente, mirar una ciudad o la ordenación del espacio. Ello podrá ser saludado con alegría o acerbamente criticado por contrario al ordenamiento jurídico, pero lo cierto es que, hoy por hoy, ni los poderes públicos alcanzan a conducir los procesos urbanos ni el Plan a cumplir la función que le corresponde. No quiero decir, desde luego, que los convenios urbanísticos sean los únicos responsables de esta situación —ahí están, por ejemplo, además, las carreteras o el establecimiento de grandes superficies comerciales, capaces de volatilizar, literalmente, por sí mismos, uno o varios Planes Urbanísticos—. Sí que son, no obstante, los convenios urbanísticos colaboradores directos e inmediatos en la producción del fenómeno que se apunta. Su absoluta cotidianeidad, perfectamente coherente con la incapacidad de los poderes públicos para dirigir por sí mismos con instrumentos públicos la ordenación urbana, ha contribuido decisivamente, desde luego, a deshacer literalmente la idea de Plan como uno de los conceptos centrales de nuestro Derecho urbanístico. La regla ahora puede ser parecida a ésta: primero concertamos y convenimos y después planificamos, y, segundo, convenimos y planificamos allí y cuando se obtenga la mayor rentabilidad para los propietarios de los terrenos y la recaudación municipal.

B)

EL AGENTE URBANIZADOR

Como vimos, el urbanismo de obra pública de siglo xix terminó gestándose sobre la figura de la concesión a empresas urbanizadoras. Una fórmula ágil que había sido suplantada por el lento y complejo sistema de las juntas de compensación, tras la Ley del Suelo de 1956. Volver a este modelo y configurar el proceso urbanizador mediante la disociación de la propiedad y la actividad empresarial que aquél comporta, es la finalidad que se persigue con el agente urbanizador de la Ley valenciana de 1994, figura que pasa a otras leyes autonómicas. Y es que el agente urbanizador es un gestor que salta al ruedo urbanístico planteando un programa de urbanización al municipio. La idea es desvincular lo más posible la actividad promotora de la propiedad del suelo. Aprobado el programa de urbanización, el agente Lirbanizador, si los propietarios no asumen participar con la aportación de sus terrenos a su promoción y ejecución, expropia los terrenos comprendidos en el programa por su valor urbanístico o inicial, o bien puede pagarles en terrenos urbanizables ahorrándose los justiprecios. La figura del agente urbanizador, promotor no propietario, que recoge las leyes autonómicas, y que estudiaremos en el capítulo relativo a los sistemas de ejecución, responde a la misma filosofía que inspiró el Registro de Solares (si el propietario no construye se le expropia y lo hace otro), pero aplicable no a la edificación, sino al proceso urbanizador y sin pasar por los trámites de registro alguno: cualquiera que lo desee puede convertirse en agente urbanizador mediante la presentación de un proyecto de urbanización. De esta forma se pretende agilizar el proceso de urbanización y

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estimular a los propietarios para llevar a efecto procesos de urbanización, dado que, ante el riesgo de que aparezca el agente urbanizador, se combate la tentación de retención indefinida de terrenos por parte de aquéllos. C)

DE AQUELLOS POLVOS ESTOS LODOS

La fe en la concertación entre los propietarios interesados y la Administración Pública y la nueva «flexibilidad» en el planeamiento han dinamizado, sin duda, el mercado del suelo, sacándolo del marasmo en que lo sumió la retención especulativa del grupo de propietarios a los que se reservó en oligopolio el derecho a urbanizar. Pero si a través de convenios y agentes urbanizadores se consiguió salir de la lentitud agobiante de los procesos de urbanización, conducidos por tranquilos propietarios especuladores al paso de tortuga de las juntas de compensación, el riesgo posterior provocado por las desmedidas apetencias de propietarios, promotores, intermediarios y municipios fue el de exceso de velocidad, en la puesta en marcha de demasiados proyectos de urbanización sobre un territorio limitado que saturaron el mercado, que desbordaron la capacidad de respuesta de los servicios y sistemas generales y, lo que es peor, que hirieron al territorio y al medio ambiente de forma irreparable; y todo ello al servicio de los intereses recaudatorios del municipio y de unos propietarios puestos de acuerdo a través de unos comisionistas, o en el incontrolable recinto organizativo de empresas de economía mixta. El resultado final de este proceso ha sido, al margen del daño ecológico originado por la descomunal «cementación» del territorio y la corrupción política, que en nuestro país se ha producido, a partir de 2007, la mayor burbuja inmobiliaria de todo Occidente: un número de viviendas cercano al millón, imposibles de digerir por el mercado. Burbuja inmobiliaria que, a su vez, ha provocado una grave crisis financiera por cuanto bancos y cajas de ahorro han financiado, con crédito exterior ilimitado y a precios de saldo, el anormal proceso constructivo de los últimos años. De esta crisis no va a ser fácil salir, pues en los balances de las entidades financieras siguen figurando viviendas y terrenos a precios muy superiores a los que una demanda deprimida tardará años en alcanzar.

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CAPÍTULO XI LAS BASES ESTATALES DEL DERECHO URBANÍSTICO. EL TEXTO ARTICULADO DE LA LEY DEL SUELO DE 2008

SUMARIO: 1. ÁMBITO, FINALIDAD Y CONTENIDOS DE LA LEY 8/2007 Y TEXTO REFUNDIDO APROBADO POR REAL DECRETO LEGISLATIVO 2/2008, DE 20 DE JUNIO. DERECHO URBANÍSTICO ESTATAL, AUTONÓMICO Y E U R O P E O . - 2 . LA IGUALDAD EN LOS DERECHOS Y DEBERES CONSTITUCIONALES DE LOS CIUDADANOS. CRITERIOS DE UTILIZACIÓN DEL SUELO Y TRANSPARENCIA EN LA GESTIÓN U R B A N Í S T I C A . - 3 . PROBLEMÁTICA SOBRE LA TITULARIDAD DEL DERECHO DE URBANIZAR.—4. LA INICIATIVA PRIVADA EN LA ACTIVIDAD URBANISTICA.-5. RÉGIMEN ESTATUTARIO DE LA PROPIEDAD DEL SUELO.—A) Derechos. —B) Deberes y cargas de los propietarios.-6. LAS CLASES Y POSICIONES DEL SUELO 7. ACTUACIONES URBANÍSTICAS. DEBERES Y CARGAS DEL URBANIZADOR. —8. VALORACIONES DEL S U E L O . - A ) Valoración del suelo r u r a l . - B ) Valoración del suelo u r b a n i z a d o . - C | Ámbito de aplicación y reglas complementarias. —D) Valoración del suelo en régimen de equldistribución de beneficios y cargas.—E) Indemnizaciones por privación de la facultad de participar en actuaciones de nueva urbanización y por la iniciativa de la promoción de actuaciones de urbanización o de edificación.—9. LA EXPROPIACIÓN URBANÍSTICA. SUPUESTOS DE REVERSIÓN-RETASACIÓN.—10 RÉGIMEN DE FINCAS Y PARCELAS. DIVISIÓN, TRANSMISIÓN Y OBRA N U E V A . - 1 1 . FUNCIÓN SOCIAL DE LA PROPIEDAD URBANÍSTICA. VENTA Y SUSTITUCIÓN F O R Z O S A S . - 1 2 . PATRIMONIOS PÚBLICOS DE S U E L O . - 1 3 . DERECHO DE SUPERFICIE.-BIBLIOGRAFÍA.

1.

ÁMBITO, FINALIDAD Y C O N T E N I D O S DE LA LEY 8/2007 Y TEXTO REFUNDIDO APROBADO POR REAL DECRETO LEGISLATIVO 2/2008, DE 20 DE JUNIO. D E R E C H O U R B A N Í S T I C O ESTATAL, A U T O N Ó M I C O Y E U R O P E O

La Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo, sustituye a la Ley 6/1998, de 13 de abril, de Régimen del Suelo y Valoraciones, estudiada en el capítulo anterior, a la que deroga. Sus preceptos han sido integrados, junto con las normas todavía vigentes del texto refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana (Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio), en el Texto Refundido, aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, que constituye ahora el Derecho urbanístico estatal. En justificación del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008, su Exposición de Motivos afirma que, desde el anterior Texto de 1992, cuyo contenido aún vigente, se incorpora a éste, se han sucedido seis reformas

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o innovaciones de diverso calado, además de las dos operaciones de legislación negativa en sendas Sentencias Constitucionales, las números 61/1997 y 164/2001, por lo que no puede sostenerse que tan atropellada evolución —ocho innovaciones en doce años— constituya el marco idóneo en el que las Comunidades Autónomas han de ejercer sus propias competencias legislativas sobre ordenación del territorio, urbanismo y vivienda. Ajustándose al marco competencial estatal, por primera vez, se prescinde de regular técnicas específicamente urbanísticas, tales como los tipos de planes o las clases de suelo, pues se reconoce al fin que, con independencia de las ventajas que pueda tener la técnica de la clasificación y categorización del suelo por el planeamiento, lo cierto es que es una técnica urbanística, de competencia autonómica, que, por demás —como dice la Exposición de Motivos—, ha contribuido históricamente a la inflación de los valores del suelo, incorporando expectativas de revalorización mucho antes de que se realizaran las operaciones necesarias para materializar las determinaciones urbanísticas de los poderes públicos y, por ende, ha fomentado también las prácticas especulativas. Aborda también la cuestión de a quien corresponde el derecho de urbanizar, afirmando que se abandona el sesgo con el que, hasta ahora, el legislador estatal venía procediendo de reservar a la propiedad del suelo el derecho exclusivo de iniciativa privada en la actividad de urbanización, una cuestión ésta sobre la que volveremos en epígrafe posterior. El legislador constata —un poco tardíamente, pues ya estaba encima el estallido de la burbuja inmobiliaria— que el urbanismo español contemporáneo es una historia desarrollista, volcada sobre todo en la creación de nueva ciudad. Sin duda, el crecimiento urbano sigue siendo necesario, pero parece asimismo claro que el urbanismo debe responder a los requerimientos de un desarrollo sostenible, minimizando el impacto de aquel crecimiento y apostando por la regeneración de la ciudad existente. La Unión Europea en la Estrategia Territorial Europea o en la más reciente Comunicación de la Comisión sobre una Estrategia Temática para el Medio Ambiente Urbano, propone un modelo de ciudad compacta y advierte de los graves inconvenientes de la urbanización dispersa o desordenada: impacto ambiental, segregación social e ineficiencia económica por los elevados costes energéticos, de construcción y mantenimiento de infraestructuras y de prestación de los servicios públicos; afirmándose que la ciudad ya hecha tiene asimismo un valor ambiental, como creación cultural colectiva, que es objeto de una permanente recreación, por lo que sus características deben ser expresión de su naturaleza y su ordenación debe favorecer su rehabilitación y fomentar su uso. La Ley comienza con un título preliminar en el que se recoge el objeto de la Ley y el principio de desarrollos territorial y u r b a n o sostenible y distingue entre ordenación del territorio y ordenación urbanística. A éste siguen otros seis títulos sobre las condiciones básicas de la igualdad en los derechos y deberes constitucionales de los ciudadanos, bases del régimen del suelo, valoraciones, expropiación forzosa y responsabilidad patrimonial, función social de la propiedad y gestión del suelo, régimen jurídico, once disposiciones adicionales, cuatro transitorias y dos finales. Todo ello será objeto de estudio en los epígrafes y capítulos que siguen.

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Desde de un punto de vista sustantivo, la gran novedad de la Ley es que ha roto la gran hipoteca que venía pesando sobre el urbanismo español, para el que los planes definían el contenido apropiable, patrimonializable, del derecho de propiedad, de forma que los aprovechamientos urbanísticos por el solo hecho de estar previstos en los planes se integraban en el patrimonio de los propietarios de los terrenos, incrementando artificiosamente e injustamente su valoración a todos los efectos. Una regla central de toda la legislación anterior desde la Ley del suelo de 1956, a la que venimos oponiéndonos en las anteriores ediciones de esta obra, y que, al fin, es expulsada del ordenamiento por el art. 7 del Texto Refundido de 2008: «La previsión de edificabilidad por la ordenación territorial y urbanística, por sí misma, no la integra en el contenido del derecho de propiedad del suelo. La patrimonialización de la edificabilidad se produce únicamente con su realización efectiva y está condicionada en todo caso al cumplimiento de los deberes y el levantamiento de las cargas propias del régimen que corresponda, en los términos dispuestos por la legislación sobre ordenación territorial y urbanística». Una regla que, lógicamente, lleva a un sistema de valoración de los terrenos sustancialmente distinto, la otra gran novedad, según veremos. El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 marca un antes y un después en la división del Derecho urbanístico entre un Derecho estatal o general y un Derecho urbanístico autonómico. El primero de aplicación general en todo el Estado, se impone a las competencias legislativas de las comunidades autónomas en cuanto regulador del Estatuto básico del suelo en su vertiente urbanística. Desde luego, como venimos defendiendo en esta obra, no es una solución óptima ni mucho menos para la racionalidad política e económica, que, frente a lo que ocurre en los restantes países europeos, contemos en España con leyes que consagran diecisiete ordenaciones territoriales y urbanísticas formalmente diversas. No obstante, a título de consolación, conviene puntualizar que desde un punto de vista sustantivo dichas regulaciones no difieren profundamente entre sí. Herederas de una cultura urbanística común, la de la Ley de 1956 y sucesivas reformas, de una doctrina que maneja los mismos conceptos y de una uniformidad interpretativa que viene de una jurisprudencia también uniforme, las diversas leyes urbanísticas autonómicas responden a los mismos principios y regulan las mismas o similares figuras de planes e instrumentos de ordenación y recogen los mismos sistemas de ejecución de planes y proyectos, como asimismo similar es el régimen sancionador de la legalidad urbanística, puesto que el penal, la definición de los delitos urbanísticos y contra el medio ambiente, es competencia del Estado. De otro lado, se observa cómo unas y otras leyes autonómicas, en sus diversas versiones temporales, se copian entre sí, con lo que mantienen la sustancia uniforme del modelo. En definitiva, a pesar del lastre formal de la diversidad legislativa autonómica, podemos seguir hablando de un Derecho urbanístico español. Que descarta un tratamiento comparatista desprovisto, por lo dicho, de justificación sustancial. Por ello el tratamiento sistemático que le daremos en esta

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No menos intrascendente, jurídicamente hablando, es la enunciación de deberes del ciudadano (art. 5), lo que nos obliga a ser «justos y benéficos», como decía la Constitución de Cádiz que debían ser todos los españoles, con el medio ambiente, el patrimonio histórico, el paisaje natural y urbano, así como no causar lesión o riesgo a los bienes públicos o a terceros. Esos principios ya están, y con mayor precisión, proclamados en las correspondientes leyes sectoriales que definen las infracciones y las sanciones que se derivan de la infracción de dichos deberes. A ellas, hay, pues, que atenerse Todos los ciudadanos —dice el Texto— tienen el deber de respetar y contribuir a preservar el medio ambiente, el patrimonio histórico y el paisaje natural y urbano, absteniéndose en todo caso de realizar cualquier acto o desarrollar cualquier actividad no permitidos; respetar y hacer un uso racional y adecuado, acorde en todo caso con sus características, función y capacidad de servicio, de los bienes de dominio público y de las infraestructuras y los servicios urbanos; abstenerse de realizar cualquier acto o de desarrollar cualquier actividad que comporte riesgo de perturbación o lesión de los bienes públicos o de terceros con infracción de la legislación aplicable; cumplir los requisitos y condiciones a que la legislación sujete las actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas, así como emplear en ellas en cada momento las mejores técnicas disponibles conforme a la normativa aplicable (art. 5).

Para hacer efectivos los principios y los derechos y deberes enunciados las Administraciones Públicas deberán, al formular los planes y demás instrumentos, sujetarse a determinadas directrices: Posibilitar, en primer lugar, el paso de la situación de suelo rural a la de suelo urbanizado, impidiendo al tiempo la especulación y preservando de la urbanización al resto del suelo rural. En segundo lugar, las planes deberán destinar suelo adecuado y suficiente para usos productivos y para uso residencial, con reserva en todo caso de una parte proporcionada a vivienda de protección pública con un mínimo el 30 por 100 de la edificabilidad residencial prevista, que permita establecer su precio máximo en venta, alquiler u otras formas de acceso a la vivienda, como el derecho de superficie o la concesión administrativa. No obstante, la legislación autonómica podrá también fijar o permitir excepcionalmente una reserva inferior para determinados Municipios o actuaciones, siempre que, cuando se trate de actuaciones de nueva urbanización, se garantice en el instrumento de ordenación el cumplimiento íntegro de la reserva dentro de su ámbito territorial de aplicación y una distribución de su localización respetuosa con el principio de cohesión social. En la ordenación que los planes hagan de los usos del suelo deberán respetar los principios de accesibilidad universal, de igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres, de movilidad, de eficiencia energética, de garantía de suministro de agua, de prevención de riesgos naturales y de accidentes graves, de prevención y protección contra la contaminación y limitación de sus consecuencias para la salud o el medio ambiente.

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También se consigna la regla, tantas veces reiterada como ignorada, de la adecuación al ambiente de las instalaciones, construcciones y edificaciones que habrán de adaptarse, en lo básico, al ambiente en que estuvieran situadas, y a tal efecto, en los lugares de paisaje abierto y natural, sea rural o marítimo, o en las perspectiva que ofrezcan los conjuntos urbanos de características histórico-artísticas, típicos o tradicionales, y en las inmediaciones de las carreteras y caminos de trayecto pintoresco, no se permitirá que la situación, masa, altura de los edificios, muros y cierres, o la instalación de otros elementos, limite el campo visual para contemplar las bellezas naturales, rompa la armonía del paisaje o desfigure la perspectiva propia del mismo. Tampoco se olvida la regla tradicional de protección de las zonas verdes y espacios libres previstos en los planes. La sanción prevista, nuevamente, es la de nulidad de pleno derecho, de modo que, mientras las obras estén en curso de ejecución, se procederá a la suspensión de los efectos del acto administrativo legitimador y a la adopción de las demás medidas que procedan; si las obras estuvieren terminadas, es obligada la revisión de oficio del acto nulo por los trámites previstos en la legislación de procedimiento administrativo común. Fundamental en la gestión urbanística es el principio de trasparencia y publicidad en la tramitación de los planes y demás instrumentos de gestión urbanística, incluidos los convenios. Como viene siendo regla, deben ser sometidos al trámite de información pública en los términos y por el plazo que establezca la legislación autonómica, que nunca podrá ser inferior al mínimo exigido en la legislación sobre procedimiento administrativo común. La documentación expuesta al público deberá incluir un resumen expresivo de la delimitación de los ámbitos en los que la ordenación proyectada altera la vigente, con un plano de situación, y alcance de dicha alteración y, en su caso, los ámbitos en los que se suspendan mientras se tramitan los nuevos planes la concesión de licencias de edificación. Asimismo deberá la legislación autonómica asegurar el trámite de audiencia de las Administraciones Públicas cuyas competencias pudiesen resultar afectadas Y, en fin deberán publicarse los acuerdos de aprobación definitiva en el «Boletín Oficial» correspondiente. Para salvaguardar el derecho de los particulares a la iniciativa de los procedimientos de aprobación de instrumentos de ordenación o de ejecución urbanística, se prevé que el incumplimiento del deber de resolver dentro del plazo máximo establecido dará lugar a indemnización a los interesados por el importe de los gastos en que hayan incurrido para la presentación de sus solicitudes, salvo en los casos en que deban entenderse aprobados o resueltos favorablemente por silencio administrativo de conformidad con la legislación aplicable. Y, en fin, este conjunto de reglas que se superponen a la legislación autonómica se cierra con la regla de que los instrumentos de ordenación urbanística cuyo procedimiento de aprobación se inicie de oficio por la Administración competente para su instrucción, pero cuya aprobación definitiva competa a un órgano de otra Administración, se entenderán

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definitivamente aprobados en el plazo que señale la legislación urbanística. 3.

PROBLEMÁTICA SOBRE LA TITULARIDAD DEL D E R E C H O DE URBANIZAR

En el segundo círculo de derechos de los ciudadanos la Ley regula el derecho de iniciativa privada para la actividad urbanística, que se considera una actividad económica de interés general que afecta tanto al derecho de la propiedad como a la libertad de empresa. Pero antes de llegar a exponer ese régimen la cuestión necesariamente previa es la siguiente: ¿a quién atribuye ahora la Ley del Suelo el derecho de urbanizar mediante la ejecución de los planes de urbanismo: al municipio, a los propietarios o a terceros interesados? Como venimos diciendo, debe distinguirse, nítidamente, y así lo hace la Ley, entre el derecho a urbanizar, lo cual genera una actividad empresarial orientada a la producción de solares, de la posterior actividad edificatoria sobre ellos. Si la potestad de edificar en el propio fundo siempre se consideró una facultad del derecho de propiedad, la de urbanizar, sólo a partir de la Ley del Suelo de 1956 lo fue en términos jurídicos y reales al regular dicha Ley, como uno de los sistemas de ejecución de los planes, el sistema de compensación para que los propietarios de los terrenos autogestionaran la urbanización de los mismos. Además, al haberse sobrevalorado los justiprecios urbanísticos, mediante la incorporación de los aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes, se bloqueó de facto la posibilidad de socialización del derecho de urbanizar, aunque se admitiera, mediante expropiación, la gestión pública como una de las formas o sistemas de ejecución del planeamiento. Ciertamente la Ley de 1956 permitía un urbanismo de obra pública, de gestión pública, pero los costes de expropiar los terrenos urbanizables se hicieron tan altos, con la citada sobrevalorización derivada de incluir en el justiprecio las plusvalías de los aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes (valor comercial, valor urbanístico, valor expectante), que el sistema derivó hacia el protagonismo monopólico de los propietarios en la ejecución de la urbanización prevista en los planes. Si nos fiamos de la Exposición de Motivos, todo indica que, ahora, se ha producido una nacionalización o socialización de este derecho, del que habrían sido privados los propietarios a los que se atribuyó ex novo por la Ley del Suelo de 1956, al regular el sistema de compensación. Así parece deducirse de su crítica al «reduccionismo en que ha caído el urbanismo español, que reservó a la propiedad del suelo el derecho exclusivo de iniciaiiva privada en la actividad de urbanización»; y asimismo cuando afirma que «si bien la edificación tiene lugar sobre una finca y accede a su propiedad —de acuerdo con nuestra concepción histórica de este instituto—, por lo que puede asimismo ser considerada como una facultad del correspondiente derecho, la urbanización es un senñcio público, cuya gestión puede reservarse la Administración o encomendar a privados, y que suele afectar a una pluralidad de fincas, por lo que excede tanto lógica como físicamente de los límites pro-

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pios de la propiedad»; y, en fin, por si fuera poco, la misma Exposición de Motivos afirma que el estatuto de la propiedad del suelo es definido por la Ley —como es tradicional entre nosotros— «como una combinación de facultades y deberes, entre los que ya no se cuenta el de urbanizar por las razones expuestas». La consecuencia lógica de estas premisas sería afirmar que únicamente la Administración ostenta el derecho de urbanizar, urbanismo pues exclusivamente de obra pública. Sin embargo, contradiciéndose a sí misma, la Exposición de Motivos reconoce la posibilidad contraria de que la legislación reserve «la ejecución de la urbanización a la iniciativa privada», en cuyo caso «ha de poder ser abierta a la competencia de terceros, lo que está llamado además a redundar en la agilidad y eficiencia de la actuación»; asimismo, el art. 8 enumera, entre las facultades de la propiedad, la de «participar en la actuación urbanizadora de iniciativa privada en un régimen de distribución equitativa de beneficios y cargas»; facultad ésta de urbanizar cuyo reconocimiento se reitera cuando se reconoce al legislador urbanístico la opción de «seguir reservando a la propiedad la iniciativa de la urbanización en determinados casos de acuerdo con esta Ley, que persigue el progreso pero no la ruptura». Afirmaciones éstas que llevan, fíente a la anterior ilusión socializadora, a la conclusión de que poner en marcha y explotar el «negocio» o proceso de creación o ampliación de la ciudad no es constitutivo de una función o servicio público reservado exclusivamente a la Administración o a un concesionario de ésta, sino que, como hasta ahora venía ocurriendo desde la Ley del Suelo de 1956, es un derecho, el de ejecutar los planes, que la legislación urbanística autonómica puede atribuir al municipio, a los propietarios de los terrenos o a terceros, como el agente urbanizador. Las cosas siguen, pues, como estaban y la gestión de los planes más que por el sistema de expropiación por la administración se seguirá ejecutando por el sistema de compensación o por el agente urbanizador. ¿A dónde nos lleva, en definitiva, y en lo que concierne a la atribución del derecho a urbanizar (y que la ley se disfraza, insistimos, con la denominación de derecho a ejercer la iniciativa urbanizadora), la regulación del Texto Refundido de la ley del Suelo (Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio)? Pues nos lleva, ni más ni menos, que a u n régimen de profunda desigualdad en cuanto a la atribución del derecho de urbanizar o de ejercer la iniciativa entre los propietarios de unos y otros municipios que lo tendrán o no, o, por el contrario, será una función pública, en primer lugar, en función de la regulación que imponga la legislación autonómica sobre los sistemas de ejecución de los planes urbanísticos. Puede ocurrir, en efecto, que en unos casos la legislación autonómica imponga como sistema de ejecución único el de gestión pública, lo que supondrá su atribución a los municipios para desarrollarlo en régimen de gestión directa o indirecta; este sistema, hasta ahora prácticamente inédito, puede ahora funcionar, al haberse abaratado el precio de las expropiaciones. Por el contrario, también puede acontecer que algunas leyes urbanísticas autonómicas no contemplen más posibilidad de ejecución de los planes que la gestión privada de los propietarios a través del sistema de compensación, con lo que los municipios no podrían invocar que la actividad urbanizadora

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constituye un servicio público y desplazar a aquellos de la ejecución de los planes de urbanismo. El legislador urbanístico autonómico tiene a m b a s posibilidades, lo que nos aboca a una desigualdad fragranté en el régimen de la propiedad, injustificable desde el punto de vista constitucional, algo que la Exposición de Motivos de la Ley rechaza c u a n d o afirma que es competencia del Estado regular las condiciones básicas de la igualdad en la propiedad de los terrenos. Según el escenario descrito, en unas Comunidades Autónomas el derecho de propiedad comprenderá el derecho a urbanizar que estará incluido, como una facultad más del derecho de propiedad, y, en otras, en que las leyes autonómicas lo socialicen, se convertirá en una función o en un sedicente servicio público. Es más, cabe una tercera posibilidad y, vaticinamos, que será la más común, en aquellas Comunidades Autónomas cuyas leyes admitan sistemas de ejecución tanto públicos como privados. En este caso la desigualdad llegará hasta los propietarios de un mismo municipio, pues será precisamente el municipio el que decidirá el sistema de ejecución, pudiendo, en unos casos, elegir el de gestión privada y, en otros, socializar el derecho de urbanizar, decidiéndose por un sistema público de gestión. Una opción que puede llevar a graves injusticias e iniquidades dentro de un mismo municipio y que, si hasta ahora era una posibilidad más teórica que real por el elevado coste de las expropiaciones, es perfectamente factible a partir del abaratamiento de la materia prima para urbanizarlos, al no computar ya en el justiprecio de los terrenos las plusvalías o aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes. En resolución, el Estado ha renunciado a una competencia, la de regular los sistemas de ejecución de los planes de urbanismo, que, a nuestro juicio, es indisponible, al efecto de establecer un régimen uniforme, unas condiciones básicas igualitarias de la propiedad inmobiliaria en todo el territorio nacional, lo que no es compatible con remitir al legislador autonómico para decidir si el derecho de urbanizar (o, lo que es igual, de participar en la ejecución de las actuaciones de urbanización en un régimen de equitativa distribución de beneficios en proporción a la respectiva aportación) forma o no parte de las facultades de la propiedad. Esa facultad, esencial y nuclear del dominio sobre inmuebles, la tendrán o no los propietarios o, por el contrario, será de titularidad pública, constitutiva de u n a función o servicio público, reiteramos, según lo que prescriba la legislación autonómica al regular los sistemas de ejecución de los planes; o en función de lo que decidan los municipios al resolver sobre el sistema de ejecución concreto aplicable a cada actuación urbanística. Socialización del derecho de urbanizar en unos casos y privatización en otros municipios de esa función o servicio público es al mismo tiempo posible, incluso a nivel del mismo municipio, por extraño que parezca, en que unos propietarios podrán ejercitar el derecho de urbanizar y otros se verán privados de él por decisión municipal siendo justipreciados sus terrenos p o r la capitalización de la renta. Por ello el reproche que es obligado formular a esta posibilidad municipalizadora o socializadora es, reiteramos ante la gravedad de esta regulación, la profunda y grave desigualdad en el régimen de la propiedad en todo el territorio nacional, lo que resulta contraria a la regulación unitaria de dicho derecho, a que obliga del art. 149.1 de la Constitución; regulación desde la que no tiene sentido que el derecho de urbanizar, y atribuirse la mayor parte de las plusvalías, el «negocio urbanístico», pueda estar o no estar dentro del derecho de propiedad privada en función de lo que determinen los legisladores autonómicos y las autoridades municipales en el marco de opciones que aquéllos les permitan.

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4.

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LA INICIATIVA PRIVADA EN LA ACTIVIDAD URBANÍSTICA

Deshecho el engaño de que el derecho de urbanizar, por ser calificado de servicio público, ha pasado ahora a la Administración con privación del mismo a los propietarios, veamos el régimen jurídico que, desde la legislación estatal, se impone a la autonómica. Esta deberá regular el derecho de iniciativa de los particulares, sean o no propietarios de los terrenos, en ejercicio de la libre empresa, para la actividad de ejecución de la urbanización cuando ésta no deba o no vaya a realizarse por la propia Administración competente. La habilitación a particulares, para el desarrollo de esta actividad, deberá atribuirse mediante procedimiento con publicidad y concurrencia y con criterios de adjudicación que salvaguarden una adecuada participación de la comunidad en las plusvalías derivadas de las actuaciones urbanísticas, en las condiciones dispuestas por la legislación aplicable, sin perjuicio de las peculiaridades o excepciones que ésta prevea a favor de la iniciativa de los propietarios del suelo. Quienes sean titulares del derecho de iniciativa tienen un derecho de consulta, sobre los criterios y previsiones de la ordenación urbanística, de los planes y provectos sectoriales y de las obras que habrán de realizar para asegurar la conexión de la urbanización con las redes generales de servicios y, en su caso, las de ampliación y reforzamiento de las existentes fuera de la actuación. A este efecto la legislación sobre ordenación territorial y urbanística fijará el plazo máximo de contestación de la consulta, que no podrá exceder de tres meses, salvo que una norma con rango de ley establezca uno mayor, así como los efectos que se sigan de ella. En todo caso si se produjera una alteración de los criterios y las previsiones facilitados en la contestación, dentro del plazo en el que ésta surta efectos, el consultante tendrá derecho a la indemnización de los gastos en que se haya incurrido por la elaboración de proyectos necesarios que resulten inútiles, en los términos del régimen general de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Al servicio de los planes o proyectos a cargo de la iniciativa privada está asimismo el derecho de quienes hubieran obtenido la previa autorización de la Administración competente a que se le faciliten por parte de los Organismos Públicos cuantos elementos informativos precisen para llevar a cabo su redacción, y a efectuar en fincas particulares las ocupaciones necesarias para la redacción del instrumento con arreglo a la Ley de Expropiación Forzosa. Y, en fin, esta enumeración de derechos se cierra con el más elemental de todos, el de edificar o construir sobre sus terrenos dentro del orden jurídico previsto; es decir, como dice la Ley, el derecho del propietario a realizar en sus terrenos, por sí o a través de terceros, la instalación, construcción o edificación permitidas, siempre que los terrenos integren una unidad apta para ello por reunir las condiciones físicas y jurídicas requeridas legalmente y aquéllas se lleven a cabo en el tiempo y las condiciones

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previstas por la ordenación territorial y urbanística y de conformidad con la legislación aplicable. 5.

R É G I M E N ESTATUTARIO DE LA PROPIEDAD DEL SUELO

El tercer círculo concéntrico de derechos y deberes constituye el estatuto de la propiedad del suelo, definido —según la Exposición de Motivos de la Ley— como una combinación de facultades y deberes, entre los que ya no se cuenta el de urbanizar (¿), aunque sí el de participar en la actuación urbanizadora de iniciativa privada en un régimen de distribución equitativa de beneficios y cargas, con las debidas garantías de que su participación se basa en el consentimiento informado, sin que se le puedan imponer más cargas que las legales, y sin perjuicio de que el legislador urbanístico opte por seguir reservando a la propiedad la iniciativa de la urbanización en determinados casos de acuerdo con la Ley, que persigue el progreso pero no la ruptura.

A)

DERECHOS

Pasado más de un siglo largo desde que el art. 350 del Código Civil prescribiera que el propietario de un terreno es dueño de su superficie y de lo que está debajo de ella, y puede hacer en él las obras, plantaciones y excavaciones que le convengan, salvas las servidumbres, y con sujeción a lo dispuesto en las leyes sobre Minas y Aguas y en los reglamentos de policía, resulta que el «reglamento» capital regulador, completo y cerrado del derecho de edificar ha resultado ser la legislación urbanística. Con carácter general, ya la Ley del Suelo de 1956 precisó que las facultades del derecho de propiedad se ejercerán dentro de los límites y con el cumplimiento de los deberes establecidos en la ley por los planes de ordenación y con arreglo a la clasificación urbanística de los predios. Prescribió, asimismo, que las limitaciones derivadas de este ordenamiento no conferirían a los propietarios derecho a exigir indemnización por implicar limitaciones y deberes que definen el contenido normal de la propiedad según su calificación urbanística. La vigente Ley del Suelo ratifica este planteamiento al decir que «La ordenación territorial y la urbanística son funciones públicas no susceptibles de transacción que organizan y definen el uso del territorio y del suelo de acuerdo con el interés general, determinando ¡as facultades y deberes del derecho de propiedad del suelo conforme al destino de éste. Esta determinación no confiere derecho a exigir indemnización, salvo en los casos expresamente establecidos en las leyes» (art. 3). De esa prescripción de que los propietarios no tienen más derechos constructivos que los derivados de la legislación, ordenación territorial y planeamiento urbanístico se dedujo que el derecho de propiedad es un derecho estatutario, un estatuto que variaba en función de las clases de suelo,

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lo que consagraba la más flagrante desigualdad según éste se declarara por los planes suelo urbano, urbanizable o simplemente rústico o no urbanizable. El resultado fue que unos terrenos eran enriquecidos con las posibilidades urbanizadoras y edificatorias previstas en los planes y otros, caso del suelo rústico, después llamado no urbanizable, no tenían opción urbanizadora ni constructiva alguna, lo que se traducía en diferentes justiprecios cuando dichos terrenos eran sujetos a valoración y expropiación Esa manifiesta desigualdad trata de corregirla ahora el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 al precisar que «la previsión de edificabilidad un ordenación territorial ni urbanística, por sí misma, no se integra en el contenido del derecho de propiedad del suelo. La patrimonialización de la edificabilidad se produce únicamente con su realización efectiva y está condicionada en todo caso al cumplimiento de los deberes y el levantamiento de las cargas propias del régimen que corresponda (art.7). Correlato obligado del carácter estatutario es que, frente a lo que ha sido práctica frecuente mediante los convenios urbanísticos, las determinaciones de ese estatuto que precisan los planes no es negociable u objeto de posible de transacción, por la administración y los propietarios, según vimos precisa ahora la Ley. Lógicamente el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 no puede por menos de reconocer, dentro de las limitaciones del sistema urbanístico, los contenidos tradicionales del derecho de propiedad inmueble que comprenden las facultades de uso, disfrute y explotación y asimismo la facultad de disposición, siempre que su ejercicio no infrinja el régimen establecido de formación de fincas y parcelas y de relación entre ellas Dentro de las facultades constructivas la Ley distingue las genéricas de aquellas otras que tienen el carácter legal de edificación. Y lo hace para someter toda edificación a licencia de construcción. En todo caso la denegación de ésta deberá ser motivada, sin que en ningrin caso puedan entenderse adquiridas por silencio administrativo facultades o derechos que contravengan la ordenación territorial o urbanística. A estas facultades se añade el derecho a urbanizar, entendido como el de «participar en la ejecución de las actuaciones de urbanización en un régimen de equitativa distribución de beneficios y cargas entre todos los propietarios afectados en proporción a su aportación». Un derecho que, como señalamos, debe entenderse condicionado a que la administración no decida, si así lo prevé la ley autonómica correspondiente, llevar a efecto la urbanización por gestión pública directa mediante expropiación. Como participar en una actuación urbanística, cuando está prevista la gestión privada, es un derecho potestativo del propietario, éste dispondrá del plazo que fije la legislación autonómica, que no podrá ser inferior a un mes ni contarse desde un momento anterior a aquel en que pueda conocer el alcance de las cargas de la actuación y los criterios de su distribución entre los afectados.

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B)

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DEBERES Y CARGAS DE LOS PROPIETARIOS

El omnímodo derecho del propietario dentro de la concepción de la propiedad tradicional, permisiva de una actitud extrema de radical abandono del inmueble, sin perjuicio de la indemnización de daños a tercero que pudiera derivarse de esa incuria, ha sido sustituida por una concepción social de la propiedad, que impone al propietario una serie de deberes y cargas que, incluso, en determinados casos pueden ser lesivas por desbordar el contenido económico que la propiedad en cuestión comporta. Una cuestión que trataremos aquí sucintamente y en términos más extensos en el capítulo XV. En esa línea de responsabilidad social, el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 prescribe que el derecho de propiedad de los terrenos, las instalaciones, construcciones y edificaciones, comprende, cualquiera que sea situación en que se encuentren, los deberes de dedicarlos a usos que no sean incompatibles con la ordenación territorial y urbanística; conservarlos en las condiciones legales para servir de soporte a dicho uso y, en todo caso, en las de seguridad, salubridad, accesibilidad y ornato legalmente exigibles; así como realizar los trabajos de mejora y rehabilitación hasta donde alcance el deber legal de conservación. Este deber constituirá el límite de las obras que deban ejecutarse a costa de los propietarios, cuando la Administración las ordene por motivos turísticos o culturales, corriendo a cargo de los fondos de ésta las obras que lo rebasen para obtener mejoras de interés general. En el suelo urbanizado que tenga atribuida edificabilidad, el deber de uso supone el de edificar en los plazos establecidos en la normativa aplicable. En el suelo que sea rural, o esté vacante de edificación, el deber de conservarlo supone mantener los terrenos y su masa vegetal en condiciones de evitar riesgos de erosión, incendio, inundación, para la seguridad o salud públicas, daño o perjuicio a terceros o al interés general; incluido el ambiental; prevenir la contaminación del suelo, el agua o el aire y las inmisiones contaminantes indebidas en otros bienes y, en su caso, recuperarlos de ellas, y mantener el establecimiento y funcionamiento de los servicios derivados de los usos y las actividades que se desarrollen en el suelo. Además, si el propietario de suelo rural ejercita sus facultades de realizar las instalaciones y construcciones que no tengan el carácter legal de edificación o de edificar sobre unidad apta para ello y no estén sometidos al régimen de una actuación de urbanización, comporta para aquél el deber de costear y ejecutar las obras y los trabajos necesarios para conservar el suelo y su masa vegetal en el estado legalmente exigible o para restaurar dicho estado, satisfacer las prestaciones patrimoniales que se establezcan, en su caso, para legitimar usos privados del suelo no vinculados a su explotación primaria, v costear y, en su caso, ejecutar las infraestructuras de conexión de la instalación, la construcción o la edificación con las redes

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generales de servicios y entregarlas a la Administración competente para su incorporación al dominio público cuando deban formar parte del mismo. Y si, por último, el propietario del suelo rural participa en la ejecución de actuaciones de urbanización deberá asumir como carga real la participación en los deberes legales de la promoción de la actuación, en régimen de equitativa distribución de beneficios y cargas, así como permitir ocupar los bienes necesarios para la realización de las obras al responsable de ejecutar la actuación. 6.

LAS CLASES Y POSICIONES DEL SUELO

Como hemos reflejado en capítulos anteriores, nuestras legislación urbanística, desde la Ley del Suelo de 1956, venía distinguiendo diversas clases de suelos cuyos límites se fijaban en los planes generales de ordenación. La citada ley clasificó el suelo en urbano, de reserva urbana y rústico. Después se pasó a clasificarlo en urbano, urbanizable y no urbanizable, distinguiendo, más tarde, dentro del urbano, el urbano consolidado y no consolidado, y, en el urbanizable, entre programado y no programado. Estas últimas clasificaciones siguen vigentes en la leyes de ordenación del territorio y urbanísticas autonómicas. El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 —según su Exposición de Motivos— prescinde de esas clasificaciones para definir los dos estados básicos en que puede encontrarse el suelo según sea su situación actual —rural o urbana—, estados que agotan el objeto de la ordenación del uso asimismo actual del suelo y son por ello los determinantes para el contenido del derecho de propiedad. Y es que la Lev hace de estas situaciones el criterio central de un nuevo sistema de valoración, lo que es competencia del Estado y no regular sus distintas clases a efectos del planeamiento urbanístico, competencia de las comunidades autónomas. En consecuencia, seguirán vigentes, aunque no se recojan en el Texto articulado, las anteriores clasificaciones de suelo urbano, urbanizable y no urbanizable, y, dentro del urbanizable, las de urbanizable programado y no programado (o delimitado o sectorializado, como ahora también se le denomina), sin que puedan considerarse derogadas dichas clasificaciones de suelo; pero, como venimos postulando en todas las ediciones anteriores a esta obra, dichas clasificaciones no tendrán repercusión en la valoración de los terrenos, pues, para el legislador, «las tasaciones expropiatorias no han de tener en cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del plan o proyecto de obras que dan lugar a la expropiación ni las previsibles para el futuro». En la situación de suelo urbanizado, se considera el integrado de fortna legal y efectiva en la red de dotaciones y servicios propios de los núcleos de población. Se entenderá que así ocurre cuando las parcelas, estén o no edificadas, cuenten con las dotaciones y los servicios requeridos por la legislación urbanística o puedan llegar a contar con ellos sin otras obras que las de conexión a las instalaciones ya en funcionamiento. Asimismo la Ley

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prevé que la legislación urbanística podrá considerar las peculiaridades de los núcleos tradicionales legalmente asentados en el medio rural, lo que es una forma de salvar las numerosas complacencias de la legislación urbanística autonómica de permitir urbanizaciones o edificaciones en suelo rural o naturalmente no urbanizable. Si establecemos un paralelismo con las anteriores clasificaciones de la Ley 6/1998, del Régimen del Suelo y Valoraciones, estarían en la situación básica de suelo urbanizado el antiguo suelo urbano consolidado y el suelo ya urbano que se encuentra sometido a una operación de reforma por renovación. Sin embargo, el suelo urbano no consolidado, al carecer de urbanización en los términos exigidos por el art. 12, se encuentra en la situación básica de suelo rural. Obviamente, el suelo urbanizado, cuyos terrenos son ya solares, tiene por destino la edificación. De aquí tanto el derecho del propietario a edificar en los términos previstos en los planes, como su obligación de hacerlo en los plazos previstos en los instrumentos de ordenación, arriesgándose en caso contrario a ser expropiado o sustituido por un tercero, en los términos que veremos, al estudiar la expropiación y la posibilidad de sustitución de su titular. En la situación de suelo rural se comprenden las anteriores categorías de suelo no urbanizable o rústico y suelo urbanizable. Según la Ley este suelo podrá, a su vez, clasificarse: a) De rural-no urbanizable, que es el suelo preservado por la ordenación territorial y urbanística de su transformación, es decir, el suelo que deba tener una especial protección porque así lo impone la legislación sectorial o aquel que no se considere apto para la urbanización de acuerdo con los criterios, más o menos amplios, que establezca cada comunidad autónoma. Como mínimo se incluye en esta situación básica, y únicamente, los terrenos excluidos de dicha transformación por la legislación de protección o policía del dominio público, naturaleza o patrimonio cultural, los que deban quedar sujetos a tal protección conforme a la ordenación territorial y urbanística por los valores en ellos concurrentes, incluso los ecológicos, agrícolas, ganaderos, forestales y paisajísticos, así como aquellos con riesgos naturales o tecnológicos, incluidos los de inundación o de otros accidentes graves, y cuantos otros prevea la legislación de ordenación territorial o urbanística. b) Por el contrario, estará en la situación de suelo rural sujeto a una actuación urbanizadora, el suelo para el que los instrumentos de ordenación territorial y urbanística prevean o permitan su paso a la situación de suelo urbanizado, hasta que termine la correspondiente actuación de urbanización, es decir, hasta la recepción de las obras por el Ayuntamiento. Dentro de este suelo podrá distinguirse, a su vez, entre suelo urbanizable delimitado o sectorializado, en los términos que prevea la legislación urbanística autonómica, a los efectos de poder exigir su transformación en suelo urbanizado. Obviamente, durante el proceso de tránsito de este suelo rural a suelo urbanizado con motivo del inicio de una actuación de urbanización, no sólo podrán, sino que deberán llevarse a cabo las obras de urbanización así como

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las de construcción o edificación que la legislación urbanística permita realizar simultáneamente a la urbanización. Los terrenos que se encuentren en el suelo rural no son, en principio, aptos para la edificación (aunque sí para su urbanización si se trata de suelo rural urbanizable) y se utilizarán de conformidad con su naturaleza. No obstante, la legislación territorial y urbanística podrá permitir actos y usos específicos, lo que incluye edificaciones, que sean de interés público o social por su contribución a la ordenación y el desarrollo rural o porque hayan de emplazarse, precisamente, en el medio rural. En todo caso la utilización de los terrenos con valores ambientales, culturales, históricos, arqueológicos, científicos y paisajísticos que sean objeto de protección por la legislación aplicable, quedará siempre sometida a la preservación de dichos valores, y comprenderá únicamente los actos de alteración del estado natural de los terrenos que aquella legislación expresamente autorice. Asimismo sólo podrá alterarse la delimitación de los espacios naturales protegidos o de los espacios incluidos en la Red Natura 2000, reduciendo su superficie total o excluyendo terrenos de los mismos, cuando así lo justifiquen los cambios provocados en ellos por su evolución natural, científicamente demostrada. La alteración deberá someterse a información pública, que en el caso de la Red Natura 2000 se hará de forma previa a la remisión de la propuesta de descatalogación a la Comisión Europea y la aceptación por ésta de tal descatalogación. En el suelo rural rige la más rigurosa prohibición de las parcelaciones urbanísticas, salvo las que hayan sido incluidas en el ámbito de una actuación de urbanización en la forma que determine la legislación. Respecto de los usos y obras con carácter provisional podrán autorizarse, salvo que estén expresamente prohibidos por la legislación territorial y urbanística o la sectorial; usos y obras que deberán cesar y, en todo caso, ser demolidas las obras, sin derecho a indemnización alguna, cuando así lo acuerde la Administración urbanística. 7.

ACTUACIONES URBANÍSTICAS. D E B E R E S Y CARGAS DEL URBANIZADOR

La Ley, partiendo de la hipótesis de que serán los propietarios o un agente urbanizador quien ejercite el derecho de urbanizar, regula las clases de «actuaciones de transformación urbanística» y los deberes y cargas que se imponen a los urbanizadores (art. 14). Las actuaciones de transformación urbanística pueden ser: 1) De nueva urbanización, que suponen el paso de la situación de suelo rural al urbanizado para crear, junto con las correspondientes infraestructuras y dotaciones públicas, una o más parcelas aptas para la edificación o uso independiente y conectadas funcionalniente con la red de los servicios exigidos por la ordenación territorial y urbanística. 2) Las de reforma o renovación de un ámbito de suelo urbanizado. 3) Las actuaciones de dotación, aquellas que suponen un incremento de edificabilidad, densidad o un cambio de uso que

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conlleva la necesidad de incrementar las dotaciones públicas de un ámbito de suelo urbanizado siempre y cuando no requiera la reforma o renovación integral de la urbanización de éste. Las actuaciones de nueva urbanización, las más importantes, se entienden iniciadas una vez que, aprobados los instrumentos de ordenación y ejecución, comience la ejecución material de aquéllas, lo que se produce con la firma del acta del replanteo, y comportan para sus titulares los siguientes deberes: a) Entregar a la Administración el suelo reservado para viales, espacios libres, zonas verdes y restantes dotaciones públicas incluidas en la propia actuación o adscritas a ella para su obtención. b) Entregar a la Administración, y con destino a patrimonio público de suelo, el suelo libre de cargas de urbanización correspondiente al porcentaje de la edificabilidad media ponderada de la actuación, o del ámbito superior de referencia en que ésta se incluya, que fije la legislación autonómica. Con carácter general este porcentaje no podrá ser inferior al 5 por 100 ni superior al 15 por 100. No obstante, la legislación autonómica podrá permitir excepcionalmente reducir o incrementar este porcentaje de forma proporcionada y motivada, hasta alcanzar un máximo del 20 por 100 en el caso de su incremento, para las actuaciones o los ámbitos en los que el valor de las parcelas resultantes sea sensiblemente inferior o superior, respectivamente, al medio en los restantes de su misma categoría de suelo. c) Costear y, en su caso, ejecutar todas las obras de urbanización previstas en la actuación correspondiente, así como las infraestructuras de conexión con las redes generales de ser\>icios y las de ampliación y reforzamiento de las existentes fuera de la actuación que ésta demande por su dimensión v características específicas, sin perjuicio del derecho a reintegrarse de los gastos de instalación de las redes de servicios con cargo a sus empresas prestadoras. Entre las obras e infraestructuras, se entienden incluidas las de potabilización, suministro y depuración de agua que se requieran conforme a su legislación reguladora, y la legislación sobre ordenación territorial y urbanística podrá incluir asimismo las infraestructuras de transporte público que se requieran para una movilidad sostenible. d) Entregara la Administración, junto con el suelo correspondiente, las obras e infraestructuras que deban formar parte del dominio público como soporte inmueble de las instalaciones propias de cualesquiera redes de dotaciones y servicios, así como también dichas instalaciones cuando estén destinadas a la prestación de servicios de titularidad pública. e) Garantizar el realojamiento de los ocupantes legales que se precise desalojar de inmuebles situados dentro del área de la actuación y que constituvan su residencia habitual, así como el retomo cuando tengan derecho a él". f) Indemnizar a los titulares de derechos sobre las construcciones y edificaciones que deban ser demolidas v las obras, instalaciones, plantaciones y sembrados que no puedan conservarse. Estos deberes ¿pueden ampliarse o reducirse mediante convenios de los propietarios con la Administración? El Texto Refundido de la Ley del Sue-

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lo de 2008 no da una respuesta directa a esta cuestión, pero sí indirecta cuando con toda lógica, y en defensa de los propietarios afectados, prescribe que los convenios o negocios jurídicos que el promotor de la actuación celebre con la Administración correspondiente no podrán establecer obligaciones o prestaciones adicionales ni más gravosas que las que procedan legalmente, declarando nula de pleno derecho la cláusula que contravenga estas reglas. De aquí se desprende que, cuando el convenio se celebra, no por un tercero como es el promotor, sino entre la Administración y los propietarios promotores, hay libertad para ampliar los deberes; no así su reducción por cuanto se trata de mínimos legales. Debe resaltarse asimismo que la Ley se refiere a los convenios de gestión, no así a los hasta ahora también permitidos, los convenios sobre planeamiento y que, como veremos en el capítulo siguiente, habría que entender prohibidos, en virtud de la calificación de la ordenación territorial y urbanística como función pública no susceptibles de transacción (art. 3). Como garantía del cumplimiento de los deberes legales, los terrenos incluidos en el ámbito de las actuaciones y los adscritos a ellas están afectados, con carácter de garantía real, al cumplimiento de los deberes señalados que se presumen cumplidos con la recepción por la Administración competente de las obras de urbanización.

8.

VALORACIONES DEL SUELO

Como expusimos en el capítulo correspondiente, la Ley del Suelo de 1956, copiando de la legislación inglesa sobre nuevas ciudades, introdujo para la valoración de inmuebles con fines urbanísticos cuatro valores: inicial, expectante, urbanístico y comercial, lo que implicaba incluir en las valoraciones los aprovechamientos o plusvalías urbanísticas que para futuras urbanizaciones y edificaciones se preveían en los planes; un criterio radicalmente contrario a lo establecido en las leyes de expropiación forzosa de 1879 y 1954 que prohibían incrementar el justiprecio con las plusvalías generadas por los planes o proyectos de las obras públicas. Las posteriores reformas de la Ley del Suelo de 1956 redujeron a sólo dos, rústico y urbanístico, los criterios de valoración según se tratase de suelo rústico o de suelo urbano o urbanizable con inclusión en éste de las plusvalías o aprovechamientos previstos en los planes. El resultado de este proceso, tal y como resulta de los arts. 23 a 32 de la Ley del Suelo y Valoraciones de 1998, ahora derogada, es que el suelo se valoraba conforme a su clasificación urbanística. Si se trataba de suelo rústico, se aplicaba el método de comparación a partir de los valores de las fincas análogas o, en su defecto, capitalizando las rentas reales o potenciales del sucio. Para valorar el suelo urbano consolidado se tenían en cuenta, en principio, los valores catastrales, siempre que recogiesen el aprovechamiento urbanístico que les corresponde o la media de los aprovechamientos de cada clase de suelo. En el caso de que tales valores no existiesen o hubieran perdido vigencia por el paso del tiempo, se empleaba el método residual estático, a partir del valor del suelo ya urbanizado, descontando los

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gastos de urbanización pendientes y sin tener en cuenta los elementos especulativos y los no asegurados. Finalmente, el suelo urbanizable, así como el urbano no consolidado, cuando la edificación no podía iniciarse antes de un año, se valoraba aplicando la ponencia de valores catastrales o, cuando no existía o no estaba vigente, se valoraban los terrenos por el método residual dinámico. Este sistema de valoración, que venimos denunciando por injusto y especulativo en todas las ediciones anteriores de esta obra, es objeto de una crítica implacable en la Exposición de Motivos del Texto Refundido de 2008:

Desde la Ley del Suelo de 1956, la legislación del suelo ha establecido ininterrumpidamente un régimen de valoraciones especial que desplaza la aplicación de los criterios generales de la Ley de Expropiación Forzosa de 1954. Lo ha hecho recurriendo a criterios que han tenido sin excepción un denominador común: el de valorar el suelo a partir del cual fuera su clasificación y categorización urbanísticas, esto es, partiendo de cuál fuera su destino y no su situación real. Unas veces se ha pretendido con ello aproximar las valoraciones al mercado, presumiendo que en el mercado del suelo no se producen fallos ni presiones especulativas, contra los que los poderes públicos deben luchar por imperativo constitucional. Se llegaba así a la paradoja de pretender que el valor real no consistía en tasar la realidad, sino también las meras expectativas generadas por la formación de los poderes públicos. Y aun en las ocasiones en que con los criterios mencionados se pretendía contener los justiprecios, se contribuyó más bien a todo lo contrario y, lo que es más importante, a enterrar el viejo principio de justicia en sentido común contenido en el art. 36 de la vieja pero todavía vigente Ley de Expropiación Forzosa: «que las tasaciones expropiatorias no han de tener en cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del plan o proyectos de obras que da lugar a la expropiación ni las previsibles para el futuro». Frente, pues, al sistema de valoración anterior, que se deroga, la gran innovación de la Ley 8/2007 y el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 es, precisamente, volver a la regla clásica de que las plusvalías y aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes no se computarán en ningún caso en las valoraciones, imponiendo la referida clasificación entre suelo rural y suelo urbanizado que atiende a la realidad presente de no estar o estar urbanizado. De esta forma el suelo rural-urbanizable no podrá ser valorado, como venía ocurriendo, por el método residual en el que se computaban los aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes y, ni siquiera, por el método de comparación con fincas análogas propenso a incluir esa plusvalía u otras expectativas. Una regla, sin embargo, que, en cierto modo, se queda en un coitus interruptus, porque, según veremos, el necesario rigor en la aplicación de esta regla no se lleva hasta el final, pues los propietarios de suelo rural-urbanizable resultan compensados con conceptos indemnizatorios que no alcanzan a los propietarios de suelo rural-no urbanizable.

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A)

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VALORACIÓN DEL SUELO RURAL

Criando el suelo sea rural, es decir, cuando el suelo no esté urbanizado, y al margen de lo que sobre el mismo a efectos de aprovechamiento edificatorio dispongan los instrumentos de ordenación urbanística, los terrenos se tasarán mediante la capitalización de la renta anual real o potencial, eligiendo la que sea superior, de la explotación según su estado en el momento al que deba entenderse referida la valoración. Ya no es posible, como dijimos, aplicar el criterio de la comparación, es decir, proceder a la valoración de los terrenos según precios de mercado de fincas análogas. Reiteramos por ser este dato fundamental: en ningún caso podrán considerarse para la valoración del suelo rural las expectativas derivadas de la asignación de edificabilidades y usos por la ordenación territorial o urbanística que no hayan sido aún plenamente realizados. La renta potencial se calculará atendiendo al rendimiento del uso, disfrute o explotación de que sean susceptibles los terrenos conforme a la legislación que les sea aplicable, utilizando los medios técnicos normales para su producción. Incluirá, en su caso, como ingresos las subvenciones que, con carácter estable, se otorguen a los cultivos v aprovechamientos considerados para su cálculo y se descontarán los costes necesarios para la explotación considerada. El rigor de este criterio queda rebajado por la regla según la cual el valor del suelo rural así obtenido puede ser corregido al alza hasta un máximo del doble en función de factores objetivos de localización, como la accesibilidad a núcleos de población o a centros de actividad económica o la ubicación en entornos de singular valor ambiental o paisajístico, cuya aplicación y ponderación habrá de ser justificada en el correspondiente expediente de valoración, en los términos que reglamentariamente se establezcan. Además, el suelo rural, cuando, sin perjuicio de esta calificación, es urbanizable según las previsiones de los instrumentos de ordenación urbanística, resulta aún más mejorado, pues a la valoración asignada según la renta actual o potencial, incluso elevada al doble de su valor, hay que sumar la indemnización que le corresponde por la privación de la facultad de participar en la ejecución de una actuación de nueva urbanización que se produce cuando se impide su ejercicio, esto es, cuando se expropia el suelo, o criando, antes de estar terminada la actuación, se modifican las condiciones de su ejercicio. Esta indemnización consistirá en aplicara la diferencia entre el valor del terreno según el método de capitalización de rentas y el valor que tendría si ya estuviera urbanizado, es decir, si fuera suelo finalista, el mismo porcentaje que determine la legislación autonómica sobre la participación de la comunidad en las plusvalías. Este porcentaje, como dijimos, queda establecido entre el 5 y el 1.5 por 100, pero podrá excepcionalmente ser incrementado por cada Comunidad Autónoma de forma proporcionada y motivada, hasta alcanzar un máximo del 20 por 100 en el caso

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de su incremento (art. 16). En definitiva, si antes la Ley 6/1998 descontaba del justiprecio la parte del aprovechamiento lucrativo —como máximo un 10 por 100 que los propietarios tenían que ceder obligatoriamente y no podían patrimonializar—, ahora el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 incorpora a la valoración de este tipo de suelo sólo la parte que hubiera correspondido a la comunidad de la plusvalía urbanística si el planeamiento se hubiera llevado a cabo por los propietarios. En lodo caso, esta sobrevaloración del suelo rural-urbanizable, en medida equiparable a la plusvalía que corresponde al municipio, sólo procede computarla cuando concurran los siguientes requisitos: a) Que los terrenos hayan sido incluidos en la delimitación del ámbito de la actuación y se den los requisitos exigidos para iniciarla o para expropiar el suelo correspondiente, de conformidad con la legislación en la materia. b) Que la disposición, el acto o el hecho que motiva la valoración impida el ejercicio de dicha facultad o altere las condiciones de su ejercicio modificando los usos del suelo o reduciendo su edificabilidad. c) Que la disposición, el acto o el hecho surtan efectos antes del inicio de la actuación y del vencimiento de los plazos establecidos para dicho ejercicio, o después si la ejecución no se hubiera llevado a cabo por causas imputables a la Administración. d) Que la valoración no traiga causa del incumplimiento de los deberes inherentes al ejercicio de la facultad. A significar, que este plus de indemnización resta trascendencia a la división entre suelo urbanizado y suelo rural o no urbanizado y mantiene la desigualdad ya existente entre los propietarios del «suelo rural-urbanizable» y «suelo rural-no urbanizable», dado que éstos, al carecer de derecho a urbanizar o de iniciativa para la promoción, no disfrutan de ninguna compensación por la pérdida de éste. Y desmiente la enfática declaración de la Exposición de Motivos de que la nueva Ley deja fuera del justiprecio cualquier plusvalía que derive de los aprovechamientos urbanísticos previstos en los planes o proyectos. A su vez, una nueva diferencia se introduce entre los propietarios de suelo rural-urbanizable en función del sistema de ejecución de la unidad actuación que se elija para su desarrollo urbanístico. Así los propietarios que llevan a cabo la urbanización por sí mismos, sistema de compensación, recibirán la mayor parte de la plusvalía (mínimo un 80 por 100) y el municipio la menor (máximo un 20 por 100), o recibirán la menor parte (máximo un 20 por 100) si, conforme a la legislación urbanística autonómica, el municipio opta por un sistema de ejecución público, expropiación o concesión. Todavía hay más paños calientes. Así, para atemperar el rigor en la valoración del suelo rural calificado de urbanizable y delimitado para su actuación, la disposición transitoria tercera del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 dispone que dichos terrenos se valorarán conforme a las reglas establecidas en la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen de Sue-

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lo y Valoraciones, tal y como quedaron redactadas por la Ley 10/2003, de 20 de mayo, siempre y cuando en el momento a que deba entenderse referida la valoración no hayan vencido los plazos para la ejecución del planeamiento o, si han vencido, sea por causa imputable a la Administración o a terceros. De no existir previsión expresa sobre plazos se aplicará el de tres años contados desde la entrada en vigor de la Ley de Suelo de 2007. B)

VALORACIÓN DEL SUELO URBANIZADO

En el suelo urbanizado que no está edificado, o en el que la edificación existente o en curso de ejecución es ilegal o se encuentra en situación de ruina física, el valor se hace radicar en la plusvalía urbanística que los planes atribuyen a los terrenos. A este efecto se considerarán como uso y edificabilidad de referencia los atribuidos a la parcela por la ordenación urbanística, incluido en su caso el de vivienda sujeta a algún régimen de protección que permita tasar su precio máximo en venta o alquiler. Si los terrenos no tienen asignada edificabilidad o uso privado por la ordenación urbanística, se les atribuirá la edificabilidad media y el uso mayoritario en el ámbito espacial homogéneo en que por usos y tipologías la ordenación urbanística los haya incluido. Una vez determinada la edificabilidad se aplicará, para obtener el valor del suelo, el método residual estático a cuyo efecto se parte del precio de mercado del producto inmobiliario finalizado, es decir, del precio de la vivienda construida y lista para su uso, y de este precio, se van descontando todos los costes conocidos que intervienen en su elaboración, como los de urbanización, construcción de la vivienda y beneficio del promotor. Lo que resta será el precio del terreno. Cuando se trate de suelo edificado o en curso de edificación, la Ley determina que el valor de la tasación será el superior entre el determinado por la tasación conjunta del suelo y de la edificación existente, por el método de comparación, es decir, el precio de mercado de fincas análogas, o bien el determinado por el método residual aplicado exclusivamente al suelo, sin consideración de la edificación existente o la construcción ya realizada. Si de lo que se trata, por último, es de suelo urbanizado sometido a actuaciones de reforma o renovación de la urbanización, el método residual considerará los usos y edificabilidades atribuidos por la ordenación en su situación de origen. C)

ÁMBITO DE APLICACIÓN Y REGLAS COMPLEMENTARIAS

En todo caso, el ámbito de aplicación de las reglas del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 sobre valoraciones del suelo, instalaciones, construcciones y edificaciones, y los derechos constituidos sobre o en relación con ellos, comprende, es decir, se aplicará para: a) La verificación de las operaciones de reparto de beneficios y cargas u otras precisas para la ejecución de la ordenación territorial y urbanística

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en las que la valoración determine el contenido patrimonial de facultades o deberes propios del derecho de propiedad, en defecto de acuerdo entre todos los sujetos afectados. b) La fijación del justiprecio en la expropiación, cualquiera que sea la finalidad de ésta y la legislación que la motive. c) La fijación del precio a pagar al propietario en la venta o sustitución forzosa. d) La determinación de la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública. En cuanto al momento en que han de ser referidas las valoraciones: a) Cuando se trate de las operaciones de reparto de beneficios y cargas a la fecha de iniciación del procedimiento de aprobación del instrumento que las motive. b) Cuando se aplique la expropiación forzosa, al momento de iniciación del expediente de justiprecio individualizado o de exposición al público del proyecto de expropiación si se sigue el procedimiento de tasación conjunta. c) Cuando se trate de la venta o sustitución forzosas, al momento de la iniciación del procedimiento de declaración del incumplimiento del deber que la motive. d) Cuando la valoración sea necesaria a los efectos de determinar la indemnización por responsabilidad patrimonial de la Administración Pública, al momento de la entrada en vigor de la disposición o del comienzo de la eficacia del acto causante de la lesión. Los justiprecios o valoraciones que resulten han de referirse al pleno dominio de los terrenos, libres de toda carga, gravamen o derecho limitativo de la propiedad conforme a su situación, es decir, urbanizado o rural y con independencia de la causa de la valoración y el instrumento legal que la motive. No obstante, al expropiar una finca gravada con cargas, la Administración podrá elegir entre fijar el justiprecio de cada uno de los derechos que concurren con el dominio, para distribuirlo entre los titulares de cada uno de ellos, o bien valorar el inmueble en su conjunto y consignar su importe en poder del órgano judicial, para que éste fije y distribuya, por el trámite de los incidentes, la proporción que corresponda a los respectivos interesados. Como reglas de valoración de otros bienes distintos de los terrenos la Ley impone las siguientes: Las edificaciones, construcciones e instalaciones, los sembrados y las plantaciones en el suelo rural se tasarán con independencia de los terrenos siempre que se ajusten a la legalidad y por el método de coste de reposición según su estado y antigüedad en el momento al que deba entenderse referida la valoración. Por el contrario, en el suelo urbanizado, las edificaciones, construcciones e instalaciones que se ajusten a la legalidad se tasarán conjuntamente con el suelo. En todo caso, la valoración tendrá en cuenta su antigüedad y su estado de conservación y, si han quedado incursas en la situación de fuera de ordenación, su valor se reducirá en proporción al tiempo transcurrido de su vida útil.

LAS B A S E S ESTATALES DEL D E R E C H O URBANÍSTICO..

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La valoración de las concesiones administrativas y de los derechos reales sobre inmuebles, a los efectos de su constitución, modificación o extinción, se efectuará con arreglo a las disposiciones sobre expropiación que específicamente determinen el justiprecio de los mismos, y subsidiariamente, según las normas del Derecho administrativo, civil o fiscal que resulten de aplicación. En cuanto a las indemnizaciones por razón de arrendamientos rústicos u otros derechos, se tasarán con arreglo a los criterios de las Leyes de Expropiación Forzosa y de Arrendamientos Rústicos.

D)

VALORACIÓN DEL SUELO EN RÉGIMEN DE EQUIDISTRIBUCIÓN DE BENEFICIOS Y CARGAS

Cuando el sistema de ejecución previsto en la legislación autonómica permita a los propietarios, y éstos así lo decidan, asumir la iniciativa urbanizadora, es preciso valorar las aportaciones de terrenos para ponderarlas entre sí o con las aportaciones del promotor o de la Administración, a los efectos del reparto de los beneficios y cargas y la adjudicación de parcelas resultantes. La Ley dispone, en primer lugar, que para la valoración de los terrenos habrá que atender al acuerdo que establezcan todos los afectados y no sólo los propietarios de los terrenos. En defecto de este acuerdo, el suelo se tasará por el valor que le correspondería si estuviera terminada la actuación, es decir, como suelo urbanizado. En el caso de propietarios que no puedan participar en la adjudicación de parcelas resultantes de una actuación de urbanización por causa de la insuficiencia de su aportación, el suelo se tasará por el valor que le correspondería si estuviera terminada la actuación, descontados los gastos de urbanización correspondientes incrementados por la tasa libre de riesgo y la prima de riesgo. E)

INDEMNIZACIONES POR PRIVACIÓN DE LA FACULTAD DE PARTICIPAR EN ACTUACIONES DE NUEVA URBANIZACIÓN Y POR LA INICIATIVA DE LA PROMOCIÓN DE ACTUACIONES DE URBANIZACIÓN O DE EDIFICACIÓN

El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 contempla tres supuestos indemnizatorios que no son excluyentes sino que pueden darse de forma conjunta. Uno es de indemnización por la privación del derecho de urbanizar o, como lo llama la Ley, «el derecho de participar en. actuaciones de nueva urbanización» (art. 24). A este supuesto nos hemos referido al estudiar la valoración del suelo rural-urbanizable, que es el tipo de suelo en que únicamente se reconoce a los propietarios esa facultad que la Exposición de Motivos considera, cínicamente, al mismo tiempo función o servicio público, algo incompatible con la indemnización por su privación a los particulares.

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Otro supuesto de indemnización es el previsto en el art. 25, que contempla la posibilidad de resarcir los gastos en que se incurre por asumir la iniciativa urbanizadora, al margen de que se tenga o no derecho a participar en las actuaciones de nueva urbanización, como es el caso del agente urbanizador. Y es que todo proceso de esta índole supone una gestión empresarial que, una vez iniciada, puede quedar sin provecho e inútil cuando, por efecto de una disposición, acto o hecho de la Administración, no pueda culminarse. En ese caso los actores tienen derecho a ser resarcidos de los gastos y costes en que se hubiese incurrido incrementados por la tasa libre de riesgo y la prima de riesgo. Éstos incluyen la elaboración del proyecto o proyectos técnicos de los instrumentos de ordenación y ejecución, de edificación o de conservación o rehabilitación de la ediñcación; los de las obras acometidas y los de financiación, gestión y promoción precisos para la ejecución de la actuación y, en fin, las indemnizaciones pagadas. Una vez iniciadas, tercer supuesto indemnizatorio, las actuaciones de urbanización, se valorarán tomando en consideración los costes en proporción al grado alcanzado en su ejecución, siempre que dicha ejecución se desarrolle de conformidad con los instrumentos que la legitimen y no se hayan incumplido los plazos en ellos establecidos. Para ello, al grado de ejecución se le asignará un valor entre 0 y 1, que se multiplicará: a) Por la diferencia entre el valor del suelo en su situación de origen y el valor que le correspondería si estuviera terminada la actuación, cuando la disposición, el acto o hecho que motiva la valoración impida su terminación, b) Por la merma provocada en el valor que correspondería si estuviera terminada la actuación, cuando sólo se alteren las condiciones de su ejecución, sin impedir su terminación. La indemnización obtenida nunca será inferior a la establecida para el suelo urbanizado y se distribuirá proporcionalmente entre los adjudicatarios de parcelas resultantes de la actuación. Cuando el promotor de la actuación no sea retribuido mediante adjudicación de parcelas resultantes, su indemnización se descontará de la de los propietarios y se calculará aplicando la tasa libre de riesgo y la prima de riesgo a la parte dejada de percibir de la retribución que tuviere establecida.

9.

LA EXPROPIACIÓN URBANÍSTICA. SUPUESTOS DE REVERSIÓN-RETASACIÓN

El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008, además de establecer las reglas sobre valoraciones, cuya funcionalidad va más allá de la determinación de justiprecio expropiatorio, pues sirve también para determinar la cuantía de las indemnizaciones por responsabilidad urbanística y la distribución equitativa de beneficios y cargas en las juntas de compensación, prescribe que la expropiación puede aplicarse para la ordenación territorial y urbanística de conformidad con lo dispuesto por ella y en la Ley de Expropiación Forzosa. Y es que, como veremos en el capítulo relativo a la ejecución de los planes, la expropiación forzosa constituye por sí misma un sistema de ejecución. De aquí la justificación de incluir en el texto legal,

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como venía ocurriendo en las leyes anteriores, determinadas reglas que modalizan el instituto expropiatorio en su aplicación en el urbanismo. A este efecto, el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 determina que la aprobación de los instrumentos de la ordenación territorial y urbanística conllevará la declaración de utilidad pública y la necesidad de ocupación de los bienes y derechos correspondientes, cuando dichos instrumentos habiliten para su ejecución y ésta deba producirse por expropiación. En cuanto al procedimiento para la fijación de justiprecio, cuyas reglas de fondo han quedado expuestas, se fijará mediante expediente individualizado o por el procedimiento de tasación conjunta. Y como regla muy especial se determina que, si hay acuerdo con el expropiado, el justiprecio se podrá satisfacer en especie. A efectos de la inscripción registral de las nuevas fincas y sus titulares, la nueva Ley aumenta los rigores formales: el acta de ocupación para cada finca o bien afectado por el procedimiento expropiatorio será título inscribible, siempre que incorpore su descripción, su identificación conforme a la legislación hipotecaria, su referencia catastral y su representación gráfica mediante un sistema de coordenadas y que se acompañe del acta de pago o justificante de la consignación del precio correspondiente. A este efecto la referencia catastral y la r epresentación gráfica podrán ser sustituidas por una certificación catastral descriptiva y gráfica del inmueble de que se trate. Además, la superficie objeto de la actuación se inscribirá como una o varias fincas regístrales, sin que sea obstáculo para ello la falta de inmatriculación de alguna de estas fincas. Respecto a la reversión, la Lev prescribe que tendrá lugar, obviamente en favor del propietario expropiado, si se alterara el uso que motivó la expropiación de suelo en virtud de modificación o revisión del instrumento de ordenación territorial y urbanística. Sin embargo, la reversión no tendrá lugar errando concurra alguna de las siguientes circunstancias: a) Que el uso dotacional público que hubiera motivado la expropiación hubiera sido efectivamente implantado y mantenido durante ocho años, o bien que el nuevo uso asignado al suelo sea igualmente dotacional público. b) Haberse producido la expropiación para la formación o ampliación de un patrimonio público de suelo, siempre que el nuevo uso sea compatible con los fines de éste. c) Haberse producido la expropiación para la ejecución de una actuación de urbanización. d) Haberse producido la expropiación por incumplimiento de los deberes o no levantamiento de las cargas propias del régimen aplicable al suelo conforme a la Ley. e) Cualquiera de los restantes supuestos en que no proceda la reversión de acuerdo con la Ley de Expropiación Forzosa. Asimismo la reversión podrá exigirse cuando el suelo haya sido expropiado para ejecutar una actuación de urbanización y hayan transcurrido diez años desde la expropiación sin que la urbanización se haya concluido.

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Los propietarios expropiados podrán reclamar la retasación de los terrenos, es decir, que se proceda a una nueva valoración y se les abone, en su caso, la diferencia con el justiprecio anteriormente percibido, cuando se alteren los usos o la edificabilidad del suelo, en virtud de una modificación del instrumento de ordenación territorial y urbanística que no se efectúe en el marco de un nuevo ejercicio pleno de la potestad de ordenación, y ello suponga un incremento de su valor conforme a los criterios aplicados en su expropiación. El nuevo valor se determinará mediante la aplicación de los mismos criterios de valoración a los nuevos usos y edificabilidades. Corresponderá al expropiado o sus causahabientes la diferencia entre dicho valor y el resultado de actualizar el justiprecio.

10.

R É G I M E N DE FINCAS Y PARCELAS. DIVISIÓN, T R A N S M I S I Ó N Y O B R A NUEVA

El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 recoge en su articulado diversos preceptos, ya presentes en la legislación precedente, sobre aspectos fundamentales del tráfico inmobiliario, orientados todos ellos a garantizar el respeto de la legislación y los instrumentos de ordenación urbanística. A este efecto comienza por una distinción que ya es básica del Derecho urbanístico entre los conceptos de finca y parcela: finca, unidad jurídica de suelo o de edificación atribuida exclusiva y excluyentemente a un propietario o varios en pro indiviso, que puede situarse en la rasante, en el vuelo o en el subsuelo. Cuando, conforme a la legislación hipotecaria, pueda abrir folio en el Registro de la Propiedad, tiene la consideración de finca registral. Parcela, por el contrario, es una unidad urbanística, la unidad de suelo, tanto en la rasante como en el vuelo o el subsuelo, que tenga atribuida edificabilidad y uso o sólo uso urbanístico independiente. La división de una finca, que, antes de la intervención de la legislación agraria en la regulación del derecho de propiedad, era una potestad ilimitada del propietario, hubo de condicionarse a lo dispuesto por aquélla sobre unidades mínimas de cultivo y, con posterioridad, por mor de la legislación urbanística, a lo que dispusieran los instrumentos de planeamiento en función de la conveniencia de la ordenación de los espacios para su edificabilidad. Por ello la Ley prescribe que la división o segregación de una finca para dar lugar a dos o más diferentes sólo es posible si cada una de las resultantes reúne las características exigidas por la legislación aplicable a la ordenación territorial y urbanística. Y, a fin de salir al paso de negocios jurídicos fraudulentos, la Ley de Suelo prescribe que esta regla es también aplicable a la enajenación, sin división ni segregación, de participaciones indivisas a las que se atribuya el derecho de utilización exclusiva de porción o porciones concretas de la finca, así como a la constitución de asociaciones o sociedades en las que la cualidad de socio incorpore dicho derecho de utilización exclusiva. La norma constituye a los notarios en garantes de estas restricciones al establecer que en la autorización de escrituras de segregación o división de

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fincas, los notarios exigirán, para su testimonio, la acreditación documental de la conformidad, aprobación o autorización administrativa a que esté sujeta, en su caso, la división o segregación. Y asimismo son garantes del cumplimiento de estos requisitos los registradores de la propiedad que no podrán practicar la correspondiente inscripción si en la escritura no consta acreditado el cumplimiento de aquel requisito. Otras reglas de trascendencia civil e hipotecaria son las referidas a la constitución de finca o fincas en régimen de propiedad horizontal o de complejo inmobiliario. En estos casos se considera su superficie total como una sola parcela, siempre que dentro del perímetro de ésta no quede superficie alguna que, conforme a la ordenación territorial y urbanística aplicable, deba tener la condición de dominio público, ser de uso público o servir de soporte a las obras de urbanización o pueda computarse a los efectos del cumplimiento del deber legal de entregar a la Administración el suelo reservado para viales, espacios libres, zonas verdes y restantes dotaciones públicas. De otra parte, cuando los instrumentos de ordenación urbanística destinen superficies superpuestas, en la rasante y el subsuelo o el vuelo, a la edificación o uso privado y dominio público, podrá constituirse complejo inmobiliario en el que aquéllas y ésta tengan el carácter de fincas especiales de atribución privativa, previa la desafectación y con las limitaciones y servidumbres que procedan para la protección del dominio público. Y, en fin, la Ley prescribe que los instrumentos de distribución de beneficios y carga producen el efecto de la subrogación de las fincas de origen por las de resultado y el reparto de su titularidad entre los propietarios, el promotor de la actuación, cuando sea retribuido mediante la adjudicación de parcelas incluidas en ella, y la Administración, a quien corresponde el pleno dominio libre de cargas y entenderá que el titular del suelo de que se trata aporta tanto la superficie de su rasante como la del subsuelo o Suelo que de él se segrega. Obviamente, en la transmisión de fincas el nuevo titular queda subrogado en los derechos y deberes del anterior propietario, así como en las obligaciones por éste asumidas frente a la Administración y que hayan sido objeto de inscripción registral, siempre que tales obligaciones se refieran a un posible efecto de mutación jurídico-real. La Ley de Suelo es también muy rigorista en la exigencia de la información de las fincas que son objeto de transmisión, en cuyas escrituras debe hacerse constar: a) La situación urbanística de los terrenos, cuando no sean susceptibles de uso privado o ediñcación, cuenten con edificaciones fuera de ordenación o estén destinados a la construcción de viviendas sujetas a algún régimen de protección pública que permita tasar su precio máximo de venta, alquiler u otras formas de acceso a la vivienda. b) Los deberes legales y las obligaciones pendientes de cumplir. La infracción de estas prescripciones faculta al adquirente para rescindir el contrato en el plazo de cuatro años y exigir la indemnización que proceda conforme a la legislación civil.

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Para facilitar la labor de los notarios en el cumplimiento de estos requisitos, la Ley les faculta para solicitar de la Administración la información telemática o, en su defecto, cédula o informe escrito expresivo de su situación urbanística y los deberes y obligaciones a cuyo cumplimiento estén afectas. A su vez. los notarios remitirán a la Administración, para su debido conocimiento, copia simple en papel o en soporte digital de las escrituras para las que hubieran solicitado y obtenido información urbanística, dentro de los diez días siguientes a su otorgamiento. Asimismo deberán especificar en los títulos en que se transmitan terrenos a la Administración pública su carácter demanial o patrimonial y, en su caso, su incorporación al patrimonio público de suelo. Muy rigurosos son también los requisitos exigidos para la declaración de obra nueva. Si se trata de obra nueva en construcción exigirán, para su testimonio, la aportación del acto de conformidad, aprobación o autorización administrativa que requiera la obra, así como certificación expedida por técnico competente y acreditativa del ajuste de la descripción de la obra al proyecto que haya sido objeto de dicho acto administrativo. Tratándose de escrituras de declaración de obra nueva terminada, los notarios exigirán, además de la certificación expedida por técnico competente acreditativa de la finalización de ésta conforme a la descripción del proyecto, la acreditación documental del cumplimiento de todos los requisitos impuestos por la legislación reguladora de la edificación para la entrega de ésta a sus usuarios y el otorgamiento, expreso o por silencio administrativo, de las autorizaciones administrativas que prevea la legislación de ordenación territorial y urbanística. Asimismo los registradores, para practicar las correspondientes inscripciones de las escrituras de declaración de obra nueva, exigirán el cumplimiento de los anteriores requisitos.

II.

FUNCIÓN SOCIAL DE LA PROPIEDAD URBANÍSTICA. VENTA Y SUSTITUCIÓN FORZOSAS

Para el desarrollo de esta temática es ilustrativo recordar lo va expuesto en capítulos anteriores sobre lo resuelto al respecto por el Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa de 1879, en el que, dentro del sistema de urbanismo de obra pública, se preveía la facultad del municipio de proceder a la confiscación de los solares que no hubieran sido edificados en el plazo previsto en el proyecto o, en su defecto, en el plazo de dos años. Con posterioridad, como quedó dicho, se introdujo la técnica del Registro de Solares sin edificar que suponía la posibilidad de inscribir en los mismos los solares no edificados en plazo y proceder después a su expropiación pero respetando, nada menos, que el valor urbanístico de los terrenos en las valoraciones, una penalización irrelevante porque dicho valor incluía el del aprovechamiento urbanístico. El Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008, muy lejos también del rigor de la confiscación, determina que en los supuestos de expropiación, venta o sustitución forzosas el contenido del derecho de propiedad del suc-

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lo nunca podrá ser minorado por la legislación reguladora de la ordenación territorial y urbanística en un porcentaje superior al 50 por 100 de su valor, correspondiendo la diferencia a la Administración. De otra parte, estamos ante una ley de mínimos, pues si bien el incumplimiento de los deberes de edificación o rehabilitación habilitará para la expropiación por incumplimiento de la función social de la propiedad o la aplicación del régimen de venta o sustitución forzosas, ello dependerá de lo que establezca la legislación de las Comunidades Autónomas que, además, puede establecer otras consecuencias. Quiere ello decir que el régimen de la propiedad en este aspecto podrá ser profundamente desigual para los propietarios de cada Comunidad Autónoma porque a ellas corresponde regular los términos en que los municipios pueden optar entre una medida menos rigurosa que es la sustitución forzosa, cuyo efecto es, únicamente, sustituir al propietario incumplidor en la facultad de la edificación, para imponer su ejercicio en régimen de propiedad horizontal, o bien, las más drásticas de la venta forzosa o la expropiación en que se le priva del derecho de propiedad que pasa a otro sujeto. Además, el porcentaje del 50 por 100 que se podría minorar como máximo el valor del suelo dependerá de lo que establezca la legislación autonómica, por lo que bien podría ocurrir que en algunas Comunidades Autónomas los propietarios incumplidores no fueran sancionados con la rebaja de justiprecio o valor del suelo. Otro atentado más al régimen igualitario que constitucionalmente corresponde al derecho propiedad. El procedimiento para la venta o sustitución forzosas se iniciará de oficio o a instancia del interesado. En este último caso y tratándose de la sustitución forzosa, el aspirante a sustituto se convierte en una especie de «agente edificador» que insta y pone en marcha la edificación a cambio de recibir parte de lo que se construya. A significar asimismo que, abandonando el anterior protagonismo del Registro Administrativo de Solares sin edificar, el sistema pivota únicamente sobre el Registro de la Propiedad. Así, dictada resolución declaratoria del incumplimiento de deberes del régimen de la propiedad del suelo y acordada la aplicación del régimen de venta o sustitución forzosas, la Administración actuante remitirá al Registro de la Propiedad certificación del acto o actos correspondientes para su constancia por nota al margen de la última inscripción de dominio. La situación de venta o sustitución forzosa se consignará en las certificaciones regístrales que de la finca se expidan. Resuelto el procedimiento, la Administración actuante expedirá certificación de la adjudicación, que será título inscribible en el Registro de la Propiedad, haciendo constar en la inscripción las condiciones y los plazos de edificación a que quede obligado el adquirente en calidad de resolutorias de la adquisición.

12.

PATRIMONIOS PÚBLICOS DE SUELO

Una fórmula con la que se creyó posible combatir el oligopolio que el propio sistema de la Ley del Suelo de 1956 iba a originar, al reservar a unos pocos propietarios el derecho de urbanizar, consistía en incidir en la oferta

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de solares mediante la creación de patrimonios públicos que, en momentos de escasez de suelo, permitiesen ampliar la oferta de suelo finalista y provocasen una rebaja de los precios, técnica que hasta la fecha ha producido muy escasos resultados. Se comprende fácilmente que el Patrimonio Municipal del Suelo, al ser una forma pública de competir con los oligopolios de los propietarios de terrenos de suelo urbanizable, no tenía sentido en el sistema urbanístico de obra pública anterior a la Ley del Suelo de 1956, en que todos los solares que se producen tienen origen en proyectos públicos, por lo que estaba en la propia mano de la Administración aumentar la oferta mediante nuevas iniciativas de proyectos de ensanche, extensión o reforma interior. Cuando el monopolio público se convierte en oligopolio privado, como ocurrió con el sistema que instaura la Ley del Suelo de 1956, surge al tiempo el presunto antídoto de la obligatoria constitución de Patrimonios Municipales de Suelo como forma de romper o disminuir los perversos efectos de aquél. Se crea el problema y simultáneamente se diseñan técnicas para combatirlo. Sin embargo, el antídoto tampoco es tan eficaz, porque en un mercado de oferta limitada como el del suelo, pretender bajar los precios introduciendo un nuevo competidor, los patrimonios municipales de suelo, es tanto como pretender apagar los fuegos con gasolina. Y eso, más o menos, es lo que aconteció. La Ley de Reforma de 1975 respetó la regulación inicial de la Ley del Suelo de 1956 y potenció los Patrimonios Municipales del Suelo al incrementar sus activos con las cesiones obligatorias del 10 por 100 del aprovechamiento medio del sector en el suelo urbanizable programado y en el no programado, que se instauran entonces. También facilitó la expropiación de terrenos con esa finalidad al reducir a dos —el urbanístico y el rústico— los criterios de valoración en las expropiaciones. La obligación de constituir un Patrimonio Municipal de Suelo para fines edificatorios, normalmente ligados a una política de vivienda y ajenos a la simple instalación de servicios o usos públicos, sólo era obligatoria para los municipios de capitales de provincia, para los de más de 50.000 habitantes y los que determinase la Comunidad Autónoma, siendo potestativo para los demás. Tras la reforma de la Ley 8/1990, la obligación se extendió a todos los municipios que dispusieran de planeamiento general, con las finalidades de «regular el mercado de terrenos, obtener reservas de suelo para actuaciones de iniciativa pública y facilitar la ejecución del planeamiento». Por su parte, la Ley del Suelo de 1992 (arts. 276 y 280.1 del Texto Refundido) dispuso que una vez incorporados al proceso de urbanización y edificación, deberán ser destinados a la construcción de viviendas sujetas a algún régimen de protección pública o a otros usos de interés social, de acuerdo con el planeamiento urbanístico. Los bienes que integran el Patrimonio Municipal del Suelo vienen constituyendo un patrimonio separado de los restantes bienes municipales (art. 276.2 Texto Refundido de 1992), adscrito a las finalidades señaladas. Se trata de bienes sujetos a un régimen especial y diferenciado de los restantes bienes públicos y patrimoniales sobre cuya naturaleza jurídica discrepa la

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doctrina, con opiniones que van desde su adscripción al dominio público (BOQUERA) hasta su consideración como bienes patrimoniales (GONZÁLEZ PÉREZ, PÉREZ MORENO), no faltando tampoco quienes se salen de estas casillas y lo califican de patrimonio separado afectado al fin público de la prevención, encauzamiento y desarrollo técnico y económico de la expansión de las poblaciones, a través de su adscripción a la gestión urbanística para la inmediata preparación y enajenación de solares y reserva de terrenos de futura utilización (PAREJO).

Los Ayuntamientos, según aquella Ley, podían adscribir al Patrimonio Municipal el suelo de su propiedad, aunque en determinados supuestos la propia Ley del Suelo imponía esa incorporación. Era el caso de los bienes patrimoniales del municipio que resultaren clasificados por el planeamiento urbanístico como suelo urbano o urbanizable programado y los terrenos que, aunque clasificados como suelo urban