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December 28, 2018 | Author: Lucia Irabien | Category: Publishing, Mexico, Police, Journalism, Illegal Drug Trade
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Polit Dueñas 1

Malayerba: las crónicas del narco De cómo un periodista se inventa un genero literario Por Gabriela Polit-Dueñas En mi visita a Culiacán en el 2007, los culichis1 no hablaban de la llegada del ejército con asombro, aunque el contingente que anunció Felipe Calderón en el inicio de su guerra contra el narco, era importante. Tampoco sentían la presencia del ejército como amenaza. Después de décadas de desencanto con las acciones de los gobiernos centrales que desde los años 80 vienen hablado de la necesidad de frenar el tráfico de drogas ilegales, muchos culichis consideraban esta operación otra puesta en escena que se sumaba a las anteriores y que igualaba al gobierno de Calderón con gobiernos pasados. Nadie cómo ellos para comprender las dimensiones políticas de las varias guerras contra el narco. No imaginaron que lo que sucedería en los años siguientes iba a superar esa marca traumática que dejó la Operación Cóndor, la última incursión violenta del ejército en la Sierra Madre en los años 70. Las formas formas de la muerte que que ha generado generado esta guerra, guerra, ha llevado llevado a la Procuraduría General de la República a elaborar un catálogo para clasificar las  víctimas y decodificar los mensajes que los sicarios envían en los cadáveres. Hay decapitados, torturados, quemados, cadáveres con dedos cortados, descuartizados, muchos portadores de mensajes. Frente a estas formas de la muerte, el periodista se ha convertido en intérprete. El cronista que levanta la noticia de los muertos hace también un ejercicio hermenéutico al decodificar mensajes. Por eso me llamaron la atención unas formas breves que circulaban por la ciudad c iudad como parte de un semanario. Las Malayerba tenían una extensión de alrededor de 3400 caracteres. Desde una mirada literaria tenían la estructura del cuento corto en el que, como define uno de sus más grandes artífices, “todos los placeres son efímeros”. Edgar  Allan Poe habla de la brevedad, la totalidad, la unidad de la trama, el misterio y la filosofía filosofía de la composición, composición, como elementos elementos indispensa indispensables bles de la belleza del cuento, comparable únicamente con aquella del poema. Las crónicas, escritas por el periodista Javier Valdez, gozaban de esos elementos. Sus personajes eran personas comunes bregando con la realidad en e n Sinaloa. El efecto inmediato de las Malayerba era que todos los sin-sentidos de la violencia cotidiana cobraban sentido. Y aunque aún ahora resulta paradójico leer las Malayerba como unidades de lo bello, cada historia, a su modo lo es. Valdez es el narrador que capta la chispa de la realidad colectiva y la hace propia para regresarla a su lugar de origen. Por eso el nombre de la columna es, además de sugerente, apropiado. En sus historias se reconocen los culichis, culichis, porque todos tienen un pariente, un amigo, un conocido que participó en el negocio, o un antiguo compañero de aula, un ex-novio o una empleada doméstica. En ese universo de 800,000 habitantes, ninguna muerte es anónima, aunque así registre el terror de reclamar un cuerpo o el miedo de llorar una pérdida. 1

Gentilicio de Culiacán.

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Conocí a Valdez en enero del 2007. Tomamos desayuno en el hotel San Marcos, ubicado en el centro de Culiacán. Mientras comíamos, él me habló de su trabajo en el semanario  Riodoce  y me contó que había enviado infructuosamente sus crónicas a editores en el D. F.. Estaba frustrado porque no sabía nada de ellos y temía que sus Malayerba engrosaran los archivos de las editoriales de la capital.  Volví a encontrarme con Javier en octubre del 2009 en un encuentro sobre “Periodismo y narcotráfico” en el D.F., organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano a cargo de Cristian Alarcón. Dos años después de nuestro primer encuentro Javier no sólo estaba a punto de publicar las Malayerba en un libro editado por JUS, con prólogo de Carlos Monsiváis y respectivo lanzamiento en la Feria de Guadalajara, sino que además tenía programada la publicación de  Miss Narco (Aguilar, 2009), un libro sobre las mujeres en el tráfico de drogas ilegales. Su alegría por el buscado reconocimiento, sin embargo, estaba opacada por el dolor y el estrés de ejercer como periodista en un momento en el que –para usar sus palabras– el periodismo se ha vuelto un oficio ingrato y solitario en México. El semanario

 Riodoce es una publicación independiente que se creó con el objetivo narrar el narcotráfico sin presiones partidistas ni corporativistas. En aquel desayuno de 2007 Valdez me contó su historia, empujándola con tortillas y huevos rancheros: “Nosotros estábamos en  Noroeste el diario local que nació en Culiacán, el segundo con mayor circulación. Hubo diferencias con los directivos en cuanto a la línea editorial, así que decidimos renunciar. Así empezamos a idear la posibilidad de un diario local, una revista o semanario, que realizara investigación periodística. Eso fue en septiembre del 2002 y en febrero del siguiente año vio la luz el primer número de Riodoce. El nombre viene porque en Sinaloa hay once ríos: nosotros somos el doce, acaso un riachuelo, un charco, un hilillo de agua y vida y cambio. Imprimimos en promedio 7 mil ejemplares que prácticamente se acaban. Nosotros cuatro, Ismael Bojórquez, Alejandro Sicairos, Cayetano Osuna y yo, somos los socios fundadores y tenemos la mayoría de las acciones. Pero entre los accionistas hay de todo, panistas, priistas, perredistas, gente sin partido, amigos, familiares, intelectuales y demás. Al principio no nos pagábamos sueldo. La primera vez que recibí lana de  Ríodoce fueron 500 pesos, cuando teníamos poco menos de un año…”.  Riodoce sale cada lunes con el mismo tiraje y un promedio de 35 mil  visitas mensuales a su página virtual. En septiembre del 2009, en horas de la madrugada, explotó una granada en las oficinas del semanario. No hubo heridos ni muertos, pero cuando me encontré con Valdez en el D.F., todavía estaba bajo la impresión del atentado. Después de la explosión decidieron imprimir 1000 ejemplares más del semanario con la idea de responder a los ciudadanos, a los amigos, a los parientes que comprarían para expresar solidaridad. Con estupor  Valdez comentó que se quedaron con los ejemplares impresos. Las ventas no incrementaron esa semana, ni las siguientes. Tampoco hubo muestras de

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solidaridad, ni curiosidad. Nunca, explicaba Valdez con la vos entrecortada, había sentido tanta soledad en el oficio. Después del encuentro en el D.F., cambió mi percepción sobre la labor de los cronistas que narran los laberintos del poder político y el tráfico de drogas ilegales. Muchos viven entre la presión de sus editores y la demanda de una realidad que tiene que ser descrita desde nuevos géneros narrativos y en otro lenguaje. Los cronistas mexicanos se quejaron de la indiferencia y falta de protección, tanto por parte de los diarios donde trabajan, como por parte de las autoridades. Algunos contaron que no firman notas que pueden ser comprometedoras, como una manera de protegerse. Pero son sus compañeros, la gente de los medios para los que trabajan, los soplones que avisan de quién es cada nota y de dónde sale cada investigación. La impresión que da al escucharlos es que el suyo es un oficio que se ejerce en una sociedad sacada de los relatos de Orwell. En el México contemporáneo la trama del poder es tan perversa que no se sabe de qué lado están los tiranos: si son las fuerzas del orden –la policía–, las fuerzas represivas –el ejército–, o si son agentes de seguridad de los narcos. No es que todas estas fuerzas sean iguales. Como dice Diego Osorno: “…el Estado mexicano posee valores políticos, éticos y morales que no tienen los cárteles de la droga, pero en la residencia presidencial quieren que todo se vea forzosamente como una lucha del bien contra el mal, […] El gobierno ha tratado de crear alrededor de “la guerra contra el narco” una fábrica de sueños para respaldar su deficiente e ineficaz realidad en otros asuntos públicos, como por ejemplo la creación de empleos y el dramático aumento de la pobreza”. 2 La falta de héroes convierte a los más vulnerables en culpables. En lo que  va de la guerra, no ha habido una sola detención entre empresarios o políticos. La mayoría de los muertos son los hombres que ocupan los rangos más bajos, tanto en la policía, en el ejército y en las bandas de narcos. En esta trama en la que los límites de la verdad son tan borrosos, la objetividad periodística tiene bando y no se puede hacer una crónica investigativa de los asesinatos sin comprometer a los poderosos. El oficio del periodismo se reduce a contar el número de muertos. Historias y noticias

Las características de  Riodoce son atípicas. Sus cuatro fundadores fungen como editores, cronistas, columnistas, y administradores. Nadie más que ellos trabaja para el semanario y eso les permite firmar todas las notas que publican. Los artículos, los editoriales, las columnas, las noticias son responsabilidad de cada uno. Entre ellos hay un trabajo de auto censura cuando la información es delicada, y de respaldo absoluto cuando se publica. Respecto a la granada, Javier cuenta que las investigaciones no han conducido a nada. Los integrantes de  Riodoce han puesto atención a las publicaciones de los últimos meses, tratando de detectar qué sector de la sociedad puede sentirse amenazado por las notas publicadas en el último tiempo, y no encuentran nada que sea distinto a lo que han venido publicando desde que comenzó a circular el semanario. Todos saben que las investigaciones no llegarán a ningún lado. Pero también saben que hay que seguir trabajando. 2

El cártel de Sinaloa. El uso político del narco. (Mondadori, 2009)

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En el universo de las representaciones del tráfico de drogas ilegales y sus siniestras formas de violencia, el dilema para cierto periodismo es dar la noticia sin reproducir los esquemas de percepción que dominan en el campo político. Esto obliga a los cronistas a acercarse a los universos simbólicos y a los valores que se manejan dentro del negocio. 3 La encrucijada en la que viven estos profesionales está atravesada por la tensión entre la presión por informar y la necesidad de narrar. En sus reflexiones sobre la dicotomía entre narrar e informar, Walter Benjamin encontró un espacio para pensar la producción de arte en la modernidad. Para el filósofo alemán informar y narrar se volvieron incompatibles cuando las formas de vida moderna borraron las antiguas y las volvieron inútiles para la narración. El punto de tensión entre narrar e informar está, según Benjamin, en el cambio de la valoración de la experiencia, porque ante los cambios de la modernidad el cuerpo humano aparece pequeño y frágil. El auge de la reproducción mecánica del arte hace que la voz del narrador se vuelva obsoleta. En los momentos que se viven actualmente en México, podemos pensar en ese cuerpo humano pequeño y frágil del que habla Benjamin. Aquel cuerpo recogido por la prensa e integrado al mundo de las representaciones no como sujeto de una narrativa, sino como objeto de la noticia. El cuerpo aparece encobijado, descuartizado, mutilado, decapitado, y cada una de estas muertes revela una autoría. El cuerpo además está adjetivado con el prefijo que determina esa realidad: es un narco-mensaje. Es objeto de la reproducción masiva de muertos que la sociedad debe conocer para que la guerra del narco sea efectiva. Sólo en tanto la sociedad sienta al narco como una amenaza común la guerra tiene vigencia como un emprendimiento necesario, que legitima la acción de los políticos de turno. Los cuerpos, obviamente, no tienen más historia que los signos de esa muerte que padecieron y que los marca principalmente como culpables. El miedo tiene el perverso efecto de hacernos indiferentes a la muerte, porque en esta trama, las muertes ajenas son necesarias para nuestra sobrevivencia. Una vez disuelta la posibilidad de establecer solidaridad, la  violencia es un mal necesario. Ante esta realidad, reclamar el oficio de narradores que devuelvan humanidad a los muertos, a los hombres y mujeres desaparecidos  y a los que se pudren en las morgues porque sus familiares temen reclamar, parece un gesto frívolo. En cierta manera lo es, porque es un lujo encontrar personas con la sensibilidad para reconocerla.  Valdez: —Las historias de la Malayerba son reales, aunque yo las visto, las disfrazo, para despistar, por seguridad mía y de la persona que me las cuenta. Muchas veces me topo con ellas en la calle, en el trabajo, cuando reportero, pero otras te llegan a través de los lectores, de la gente que en la calle me dice oye te tengo una Malayerba, y yo indago y salen. Siempre me pongo nervioso cuando las voy a empezar… evito dar nombres y lugares y fechas para no meterme en problemas, aunque en ocasiones las tramas son tan claras que la gente, los lectores, sobre todo en la página virtual, llegan a saber de quién hablo o de qué. 3

Las narrativas que gozan de más cercanía con este universo, son los narcocorridos,

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En su evocación nostálgica de narradores, Benjamin reconoce que los mejores han sido aquellos cuya escritura dista menos de las historias orales. Ahí está Valdez, con ese culichi cotidiano escribe dramas donde no hay noticias. Crea obras de ficción que se separan de lo real para ser textos aceptables, justamente por esa realidad que describen. La crónica demanda mucho más precisión en el lenguaje y no por la ansiada objetividad, sino por la destreza de encontrar posibilidades narrativas. Resulta difícil seguir el análisis de las Malayerba, sin dar un ejemplo de las descripciones: La venganza del poeta

 El pleito empezó con palabras. Pasó hirviente a los gritos, los reclamos, las palabras aventadas como piedras. Era una fiesta. Una peda, más bien. La cerveza estaba disponible en forma de caguama. Salchichas,  papitas y cacahuates se habían agotado.  Festejaban la inauguración de una exposición de escultura… El poeta era uno de los asistentes y había pintores, escritores y demás fauna del mundillo cultural de la ciudad.  Por una de las chavas habían llegado dos tipos. Fachada de buchones badiraguatenses: camisa de seda con el rostro de Malverde estampado en la espalda, huaraches de cuatro puntadas y devoradores de sílabas y del líquido de los botes de aluminio. (s/f) No disparen

 Él estacionaba el carro. Vio a los niños de lejos. Se alegró. Las risas y los gritos. Ese balón rodando. Los vecinos en las sillas y otros sentados al borde de las banquetas. Unos tomaban café. Otros refresco. Unos  platicaban. Otros sólo observaban.  La calle inundada. El movimiento. Los ruidos y juegos. Todo eso lo aliviaba. Le restaba peso. Borraba aunque sea un poco las arrugas de la  frente. Distendía los músculos, los pliegues en el entrecejo. […]Subieron las armas a nivel del pecho y le apuntaron. Cortando cartucho se acercaron más y más y más. Sin muecas ni palabras ni ademanes. Y cuando los tuvo cerca, al fin, con los dedos en los gatillos, reaccionó.  Aquí no, por favor. No disparen. Hay niños, están mis hijos. Vámonos.  Llévenme. Enero, 2009 Las crónicas muestran una serie de actos, de valores, de mecanismos por los que los individuos actúan no de manera planeada, tampoco intencional, pero de ninguna manera de forma caótica y desestructurada. No es que las crónicas sean registros de un paradójico proceso des-civilizatorio 4 por el cual hombres y mujeres asumen el privilegio del uso de la violencia en mano propia frente a un 4

Parto de la idea del proceso civilizatorio de Norbert Elias.

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estado al que no le alcanza ni la voluntad, ni la capacidad, ni la hegemonía para regular las violencias. No. Sólo que las crónicas muestran que las instituciones operan de manera mucho menos clara y las acciones cotidianas de los sujetos dan cuenta de esa opacidad. Las historias convocan a los lectores a participar, a colaborar, a interpretarlas de manera que la violencia no aparece como un evento aislado que interrumpe una apacible vida cotidiana. La violencia es el escenario común que paraliza y deshumaniza.  Algunas crónicas tienen un lenguaje sentimental, casi lacrimógeno. En otras el lenguaje técnico impone una mirada profesional al estilo del reportaje, y en todas hay recurrencia al ritmo de la cadencia vernácula. Hay algunas que son menos afectivas. Todos los elementos oscilan de lunes a lunes, como si las crónicas fueran también un espacio de pugna por quién ocupa el lugar del testigo, quién el de víctima o de su el familiar, quién el de la autoridad, quién el del  verdugo y cuáles son los varios sentidos que para cada uno de ellos tiene la  violencia. El río subterráneo es la naturalidad con la que las prácticas de lo cotidiano se van volviendo normas, prescripciones, destinos. Resulta difícil acercase a este acervo literario sin concebirlo un catálogo de hechos históricos de una época, como lo son los documentos legales o la correspondencia oficial. Pero las crónicas son obras literarias. Las historias no explican nada, no acusan ni justifican a sus protagonistas. Valdez escribe ficción, por eso puede describir la realidad absurda de Sinaloa. De otro modo esa realidad se lo tragaría. Como lo ha hecho con muchos compañeros de gremio. En el encuentro de periodistas, entre los jóvenes percibí miedo y entre los más experimentados, escepticismo. El miedo de los más jóvenes no es solo a la crueldad de los capos, sino a la de los poderosos. Y el escepticismo de los más  viejos no muestra falta de ideales, sino incredulidad ante la retórica oficial respecto al narcotráfico. La evanescente separación entre ficción y crónica parece ser el lugar de encuentro, porque el narco demanda una diversidad de perspectivas para comprenderlo y nuevos lenguajes para nombrarlo. En la literatura, esto toma un sentido propio, como dice Jorge Volpi:  El arte no podía escapar a esta tendencia: más allá de la popularidad de los narcocorridos, la “literatura del narco” se ha convertido en el nuevo  paradigma de la literatura latinoamericana (o al menos mexicana y colombiana): donde antes había dictadores y guerrilleros, ahora hay capos y policías corruptos; y, donde antes prevalecía el realismo mágico, ha surgido un hiperrealismo fascinado con retratar los usos y costumbres de estos nuevos antihéroes. 5  ¿Tuvo acaso que volverse el narco un tema de moda para que cronistas como Valdez salgan del anonimato? La fórmula del narcotráfico ha abierto las puertas a escritores antes ignorados, cuyas historias finalmente podremos leer. Habrá que leer también mucha crónica barata y literatura que se escribe sin

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Milenio On-Line. Cruzar la Frontera. Jorge Volvi 10-24-09

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riesgos. Lo que no hay que dejar de hacer, es leer críticamente, porque citando a Élmer Mendoza en una frase sabia, “Sinaloa es más grande que sus penas” 6. La tarde de su exposición en el Museo Rufino Tamayo, de manera pausada  y muy sentida, Valdez leyó esta crónica con la que quiero terminar este artículo: Culiacán tiene día soleado pero no lo parece: las nubes son de plomo, de material hirviente e hiriente, y llueven proyectiles. Nublan la bóveda celeste culichi.  El saldo en apenas una semana y media es de cerca de 40 ejecuciones, entre ellas las de una decena de agentes locales y federales, uno de ellos decapitado, cuatro reporteros agredidos por uniformados y más de diez narcomensajes colocados en diferentes puntos de la ciudad.  Es la guerra, el terror. La psicosis vistiendo el primaveral cielo culichi, asolando las calles, metiendo candela en los rincones, las casas, los comercios, las plazuelas. El miedo como forma de vida: oíste la balacera, la de anoche, pregunta una señora a otra, frente a unos niños que parecen sus nietos. Chupan bolas de nieve, en el interior de un establecimiento de helados y paletas.  Hay arrugas en esas voces, intersticios del pavor en ese andar, en las miradas, en los cruceros de automóviles, mientras se espera el turno en el semáforo. Los agentes no quieren circular en sus patrullas y muchos de ellos, adscritos a áreas de investigación, se trasladan en camiones del servicio de transporte colectivo. Es para despistar, camuflarse, dicen.  Los padres no quieren que sus hijos jóvenes anden cotorreando en los centros nocturnos. Ya no. No hay permisos para llegar a casa de madrugada. Nada de recorrer el malecón nuevo los sábados y domingos.  El miedo se respira, se habla y se transpira. Nadie quiere toparse con una patrulla de alguna corporación policiaca en el carril de junto. Ni madres, no vaya a ser que nos toque. Guadalupe Pulido, una joven madre de familia, evitó llegar a una carreta de tacos cercana a su casa. Tenía hambre. Las once de la mañana no es buena hora para desayunar. Pero vio ahí a unos agentes comiendo.  Mejor no, dijo, en silencio, y se retiró.  Apenas una noche antes, en la plazuela Rosales, frente al edificio central de la Universidad Autónoma de Sinaloa, tronaron cuetes. Era el inicio del festival universitario, por los 135 años de la casa de estudios. Todos escucharon las detonaciones y algunos se echaron al suelo.  La ciudad huele mal: a muerto y a pavor. El miedo está fermentado y mata, oxida, envenena y enclaustra. Las puertas y ventanas de las casas cierran temprano. Las cortinas de acero de los negocios lucen encadenadas, con candados. Las luces han sido apagadas.  Las llamadas telefónicas se multiplican en los celulares, las oficinas, las casas y las centrales de las corporaciones de seguridad: que colocaron una bomba en el mercado Garmendia, que van a volar el

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Epígrafe de Entre perros, la nueva novela de Alejando Almazán, (Mondadori, 2009)

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Colegio de Bachilleres, que el turno es para un colegio privado ubicado  por el malecón viejo, que mataron a dos ministeriales cerca del río.  Pero todo es falsa alarma. Y los timbres suenan y suenan y suenan. El miedo no tiene fin. Lo copa todo.  Los ciudadanos comunes se mueven entre dos frentes. De un lado el ejército y sus hummer artilladas. Del otro lado los dueños de los gatillos y cañones oscuros, de esos que escupen fuego. Y en medio la gente: no hay para dónde hacerse. Un joven quiere salir a caminar. Voy aquí cerca, al parquecito, a hacer ejercicio. Ella, su esposa, lo mira y se pone seria. Órale pues, le contesta. Y le advierte, con un comentario que quisieran tomar como  juego: llévate un chaleco antibalas. Él sonríe. Sabe que lo dijo de broma.  Pero dentro, muy dentro, también sabe que es la psicosis. Broma macabra. Y la ciudad sigue despertando, temiendo no hacerlo. Hay mantas nuevas con nuevos narcomensajes. Nuevo saldo de ejecutados, levantados. Nuevos números del terror, ese que no se puede medir.  Menos en una ciudad con cielo gris, de plomo, en la que llueven balas. (Mayo 2008)

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