Malas Noticias - Andrew Ross Sorkin
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ANDREW ROSS SORKIN
MALAS NOTICIAS Los secretos y escándalos de la crisis financiera más dramática de Wall Street
Traducción de Emilio G. Muñiz y Emma Fondevila
) Planeta
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Título original: Too Big to Fail © Andrew Ross Sorkin, 2009 © por la traducción, Emilio G. Muñiz y Emma Fondevila, 2010 © Editorial Planeta, S. A., 2010 Diagonal, 662664, 08034 Barcelona (España) Primera edición: septiembre de 2010 Depósito Legal: M. 33.9592010 ISBN 9788408094531 ISBN 9780670021253, Viking Penguin, member of Penguin Group (USA) Inc., edición original Composición: Zero pre impresión, S. L. Impresión y encuademación: Dédalo Offset, S. L. El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico
índice
Prólogo, por Tim Harford Introducción Lista de personajes y de las empresas que dirigían Prólogo
9 11 13 21
Capítulo 1
31
Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20
58 71 93 112 124 143 158 177 190 220 247 266 311 354 390 422 459 498 537
Epílogo Agradecimientos Fuentes Bibliografía índice alfabético
549 565 571 575 577
A mis padres, Joany Larry, y a mi amada esposa, Pilar
Se nos dijo que el tamaño no era un delito. Pero el tamaño puede, al menos, resultar pernicioso en razón de los medios por los que se logra o debido a los usos a que se aplica. Louis BRANDEIS, El dinero de los demás y de cómo lo utilizan los banqueros
Prólogo por Tim Harford
La crisis financiera fue un asunto complicado. Fue complicado desde el punto de vista institucional. Se hicieron y se perdieron fortunas en los detalles de la regulación bancaria de Basi lea o en los pormenores legales de las obligaciones de deuda colaterales (CDO), o incluso de las CDO al cuadrado o las CDO al cubo. Regu ladores experimentados como Timothy Geithner, a la sazón director del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, descubrieron de pron to que las organizaciones sobre las que tenían poca autoridad —tales como la aseguradora AIG— representaban un riesgo enorme para el sistema bancario del cual eran guardianes. Era complicado desde el punto de vista estadístico. Al inicio de la crisis, en agosto de 2007, el director financiero de Goldman Sachs, David Viniar, comentó: «Estábamos viendo cosas que representaban desviaciones de un veinticinco respecto de los estándares, varios días seguidos.» Lo que quería decir es: «Tuvimos una horrible mala suerte.» Pero semejantes acontecimientos son hasta tal punto insólitos que incluso si cada átomo del universo contuviera su propio mercado financiero, ninguno de ellos habría tenido una mala suerte semejante. Sencillamente, el universo no es lo suficientemente viejo. La verdad es que los modelos matemáticos que usaron los bancos de inversión, creados por gente muy lista, eran muy, pero que muy erróneos. Y eran complicados desde el punto de vista económico. Los economistas siguen discutiendo sobre la importancia relativa de todo, desde la burbuja inmobiliaria hasta la política monetaria de China. Y aunque muchos destacados economistas pusieron de ma nifiesto las dificultades y nos previnieron respecto de los fallos es pecíficos del sistema, fueron pocos, si hubo alguno, los que fueron
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capaces de encajar adecuadamente las piezas del rompecabezas para darse cuenta de que podría llegar a derrumbarse. Así pues, no es extraño que nuestras bibliotecas estén llenas de libros que o bien ahondan en detalles técnicos impenetrables, o que se van al otro extremo y nos cuentan cuentos de hadas sobre ávidos banqueros (no es una explicación demasiado buena: los banqueros son siempre ávidos. Pero no suelen destruir sus propios bancos). Ninguno de los dos enfoques resulta realmente satisfactorio. El gran desafío para los que seguimos intentando comprender la crisis financiera es que no sólo se trata de un asunto tremenda mente técnico, sino que también es una historia de seres humanos, hombres y mujeres con debilidades y virtudes humanas. Algunos fueron deshonestos o insensatos; otros lo hicieron lo mejor que pudieron en circunstancias muy difíciles. Se necesita a un gran periodista para convertir todas estas his torias en el núcleo de una historia sumamente compleja. Andrew Ross Sorkin ha conseguido realizar el milagro perio dístico en su Malas noticias. Su amplia comprensión, los detalles con los que adorna su relato, la fuerza de sus descripciones y de los retratos de sus personajes, y, decididamente, la absoluta rapidez con la que fue capaz de componer el primer borrador de la historia, merecen nuestra admiración. No hay una sola página en la que yo no haya aprendido algo. Es un retrato comprensivo de la toma de decisiones bajo pre sión. Puede que algunos lo encuentren demasiado comprensivo, pero ahora que arrecian los ataques caricaturescos contra los ban queros, es oportuno considerar ambas caras de la historia. Mientras la crisis sigue evolucionando, los economistas y los periodistas seguimos observando, interpretando y tratando de comprender. En Malas noticias, Andrew Ross Sorkin nos ofrece una maravillosa posición de ventaja que nos permite tomarnos un respiro y reflexionar. Tal como lo cuenta él, incluso es posible dis frutar con parte del relato. Puede que sea una maldición vivir en una época interesante, pero da lugar a libros fascinantes. TIM HARFORD, autor de El economista camuflado
Introducción
Este libro es el resultado de más de quinientas horas de entrevistas con más de doscientas personas que participaron directamente en los acontecimientos que rodearon la crisis financiera. Entre ellos, hay altos ejecutivos de Wall Street, miembros de consejos de admi nistración, equipos de dirección, funcionarios del actual y del pasa do Gobierno de Estados Unidos, funcionarios de gobiernos extran jeros, banqueros, abogados, contables, consultores y otros asesores. Muchas de estas personas compartieron pruebas documentales, en tre ellas notas de la época, correos electrónicos, cintas grabadas, presentaciones internas, borradores de documentos, escritos, calen darios, listas de llamadas, hojas de facturación de horas e informes de gastos que sentaron las bases de gran parte de los detalles de este libro. También se pasaron horas tratando de recordar las conversa ciones y los detalles de las diferentes reuniones, muchas de las cua les estaban consideradas como privilegiadas y confidenciales. A la vista de la permanente controversia que rodea muchos de estos acontecimientos —aún estaban en marcha muchas investiga ciones judiciales mientras se escribía este libro, y muchos juicios civiles han sido archivados— la mayoría de las personas entrevista das sólo accedieron a tomar parte a condición de que no se las cita ra como fuentes. Por este motivo, y debido al número de fuentes que se han utilizado para confirmar cada escena, el lector no debe dar por sentado que el individuo cuyo diálogo o sentimiento espe cífico se registra es necesariamente la persona que proporcionó esa información. En muchos casos, el relato procede directamente de la persona, pero también puede provenir de otros testigos oculares presentes en la sala o en el otro extremo de la línea telefónica (a
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menudo gracias al manos libres), o de alguien que haya resumido la conversación inmediatamente después de haberse producido, o, lo más probable, de notas del momento o de otras pruebas escritas. Es mucho lo que ya se ha escrito sobre la crisis financiera, y este libro ha tratado de recoger el extraordinario material registrado por mis estimados colegas del periodismo financiero, cuya obra cito al final de este volumen. Sin embargo, lo que espeto haber proporcionado en estas páginas es el primer relato detallado, minu to a minuto, de una de las épocas más calamitosas de nuestra histo ria. Las personas que inspiraron esta obra creyeron haberse asoma do —y de hecho lo hicieron— al abismo económico. Galileo Galilei dijo: «Todas las verdades son fáciles de enten der una vez que se han descubierto; el asunto es descubrirlas.» Es pero haber descubierto al menos algunas, y que al hacerlo haya conseguido facilitar un poco la comprensión de los acontecimien tos financieros, a menudo desconcertantes, de los últimos años.
Lista de personajes y de las empresas que dirigían
INSTITUCIONES FINANCIERAS American International Group (AIG) Steven J. Bensinger, director de finanzas y vicepresidente ejecutivo Joseph J. Cassano, director, AIG Financial Products de Londres; antiguo director de operaciones David Herzog, controlador Brian T. Schreiber, sénior vicepresidente, strategic planning Martin J. Sullivan, antiguo presidente y consejero delegado Robert B. Willumstad, director ejecutivo; antiguo presidente Bank of America Gregory L. Curl, director de planificación corporativa Kenneth D. Lewis, presidente, director general, y consejero delegado Brian T. Moynihan, presidente de banca corporativa y de inversión global Joe L. Price, director de finanzas Barclays Archibald Cox Jr., presidente de Barclays America Jerry del Missier, presidente de Barclays Capital Robert E. Diamond Jr., presidente de Barclays PLC, consejero delegado de Barclays Capital Michael Klein, asesor independiente John S. Varley, consejero delegado Berkshire Hathaway Warren E. Buffett, presidente y consejero delegado Ajit Jain, presidente de la unidad de reaseguros
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BlackRock Larry Fink, consejero delegado Blackstone Group Peter G. Peterson, cofundador Stephen A. Schwarzman, presidente, consejero delegado y cofun dador John Studzinski, director gerente China Investment Corporation Gao Xiqing, presidente Citigroup Edward Kelly, Ned, director del grupo de banca global para clientes institucionales Vikram S. Pandit, director ejecutivo Stephen R. Volk, vicepresidente Evercore Partners
Roger C. Altman, fundador y presidente Fannie Mae Daniel H. Mudd, presidente y consejero delegado Freddie Mac Richard F. Syron, consejero delegado Goldman Sachs Lloyd C. Blankfein, presidente y consejero delegado Gary D. Cohn, copresidente y codirector operativo Christopher A. Colé, presidente de banca de inversión John F. W. Rogers, secretario del consejo Harvey M. Schwartz, director de la división de ventas globales de valores David Solomon, director gerente y copresidente de banca de inver sión Byron Trott, vicepresidente de banca de inversión
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David A. Viniar, director financiero Jon Winkelried, copresidente y codirector operativo Greenlight Capital David M. Einhorn, presidente y cofundador JC Flowers & Company J. Christopher Flowers, presidente y fundador JP Morgan Chase Steven D. Black, codirector de banca de inversión Douglas J. Braunstein, director, banca de inversión Michael J. Cavanagh, director financiero Stephen M. Cutler, consejero general Jamie Dimon, presidente y consejero delegado Mark Feldman, director gerente John Hogan, director de riesgos James B. Lee Jr., vicepresidente Timothy Main, director de instituciones financieras, banca de in versión William T. Winters, codirector del banco de inversión Barry L. Zubrow, director de riesgos Korea Development Bank (KDB) Min Euoosung, E. S., consejero delegado Lazard Fréres
Gary Parr, vicepresidente Lehman Brothers Steven L. Berkenfeld, director gerente Jasjit S. Bhattal, Jesse, consejero delegado, Lehman Brothers Asia Pacific Erin M. Callan, director financiero Kunho Cho, vicepresidente Gerald A. Donini, director global de capitales privados Scott J. Freidheim, director administrativo
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Richard S. Fuld Jr., consejero delegado Michael Gelband, director global de capital Andrew Gowers, director de comunicaciones corporativas Joseph M. Gregory, presidente y director de operaciones Alex Kirk, director global de inversiones principales Ian T. Lowitt, director financiero y codirector administrativo Herbert H. McDade, Bart, presidente y director de operaciones Hugh E. McGee, Skip, director global de banca de inversión Thomas A. Russo, vicepresidente y director de asuntos legales Mark Shafir, codirector global de fusiones y adquisiciones Paolo Tonucci, tesorero Jeffrey Weiss, director global del grupo de instituciones financieras Bradley Whitman, codirector global de instituciones financieras, fusiones y adquisiciones Larry Wieseneck, codirector de finanzas globales Merrill Lynch John Finnegan, miembro del consejo Gregory J. Fleming, presidente y director de operaciones Peter Kelly, abogado Peter S. Kraus, vicepresidente ejecutivo y miembro del comité di rectivo Thomas K. Montag, vicepresidente y director ejecutivo de ventas y comercio global E. Stanley O'Neal, antiguo presidente y consejero delegado John A. Thain, presidente y consejero delegado Mitsubishi UFJ Financial Group Nobuo Kuroyanagi, presidente y consejero delegado Morgan Stanley Walid A. Chammah, copresidente Kenneth M. deRegt, director de riesgos James P. Gorman, copresidente Colm Kelleher, vicepresidente ejecutivo, director financiero, codi rector de planificación estratégica Robert A. Kindler, vicepresidente, banca de inversión
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Jonathan Kindred, presidente, Morgan Stanley Japan Securities Gary G. Lynch, director de asuntos legales John J. Mack, presidente y consejero delegado Thomas R. Nides, director administrativo y secretario Ruth Porat, directora, grupo de instituciones financieras Robert W. Scully, miembro de la oficina del presidente Daniel A. Simkowitz, vicepresidente, mercados globales de capital Paul J. Taubman, director, banca de inversión Perella Weinberg Socios Gary Barancik, socio Joseph R. Perella, presidente y consejero delegado Peter A. Weinberg, socio Wachovia David M. Carroll, presidente de gestión de capital Jane Sherburne, consejera general Robert K. Steel, presidente y director ejecutivo Wells Fargo Richard Kovacevich, presidente
ABOGADOS Cleary Gottlieb Steen & Hamilton Alan Beller, socio Victor I. Lewkow, socio Cravath, Swaine & Moore Robert D. Joffe, socio Faiza J. Saeed, socio Davis Polk and Wardwell Marshali S. Huebner, socio
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Simspon Thacher & Bartlett Richard I. Beattie, presidente James G. Gamble, socio Sullivan & Cromwell Jay Clayton, socio H. Rodgin Cohén, presidente Michael M. Wiseman, socio Wachtell, Lipton, Rosen & Katz Edward D. Herlihy, socio Weil, Gotshal & Manges Lori R. Fife, socio, finanzas y reestructuración de empresas Harvey R. Miller, socio, finanzas y reestructuración de empresas Thomas A. Roberts, socio corporativo
NUEVA YORK Michael Bloomberg, alcalde Eric R. Dinallo, superintendente del Departamento de Seguros del Estado de Nueva York
R EINO U NIDO Autoridad de los Servicios Financieros Callum McCarthy, presidente Héctor Sants, director ejecutivo Gobierno James Gordon Brown, primer ministro Alistair M. Darling, canciller del Exchequer
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GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS Congreso Hillary Clinton, senadora (DNew York) Christopher J. Dodd, senadora (DConnecticut), presidente del Comité de Banca Barnett Frank, Barney, representante (DMassachusetts), presiden te del Comité de Servicios Financieros Mitch McConnell, senador (RKentucky), líder republicano del Senado Nancy Pelosi, congresista (DCalifornia), presidenta de la Cámara Departamento del Tesoro Michele A. Davis, secretaria adjunta, relaciones públicas, directora de planificación política Kevin I. Fromer, secretario adjunto, asuntos legislativos Robert F. Hoyt, consejero general Dan Jester, asesor del secretario del Tesoro Neel Kashkari, secretario adjunto, asuntos internacionales David H. McCormick, subsecretario, asuntos internacionales David G. Nason, secretario adjunto, instituciones financieras Jeremiah O. Norton, subsecretario adjunto, instituciones políticas financieras Henry M. Paulson Jr., Hank, secretario del Tesoro Anthony W. Ryan, secretario adjunto, mercados financieros Matthew Scogin, asesor principal del subsecretario para finanzas nacionales Steven Shafran, asesor de Henry M. Paulson Robert K. Steel, subsecretario, finanzas nacionales Phillip Swagel, secretario adjunto, política económica James R. Wilkinson, Jim, director de personal Kendrick R. Wilson III, asesor del secretario del Tesoro Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) Sheila C. Bair, presidenta Reserva Federal Scott G. Álvarez, consejero general
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Ben S. Bernanke, presidente Donald Kohn, vicepresidente Kevin M. Warsh, gobernador Banco de la Reserva Federal de Nueva York Thomas C. Baxter Jr., consejero general Terrence J. Checki, vicepresidente ejecutivo Christine M. Cumming, primera vicepresidenta William C. Dudley, vicepresidente ejecutivo, Grupo de Mercados Timothy F. Geithner, presidente Calvin A. Mitchell III, vicepresidente ejecutivo, comunicaciones William L. Rutledge, primer vicepresidente Comisión de valores y cambio Charles Christopher Cox, presidente Michael A. Macchiaroli, director asociado, División de Comercio y Mercados Erik R. Sirri, director, División de Regulación del Mercado Linda Chatman Thomsen, director, División de Aplicación Nor mativa Casa Blanca Joshua B. Bolten, director de gabinete, Oficina del Presidente George W. Bush, presidente de Estados Unidos de América
Prólogo
De pie, en la cocina de su apartamento de Park Avenue, Jamie Di mon se sirvió una taza de café, esperando que por lo menos le ali viase el dolor de cabeza. Se estaba recuperando de una leve resaca, pero la cabeza le dolía realmente por una razón diferente: sabía de masiado. Eran algo más de las 7.00 de la mañana del sábado 13 de sep tiembre de 2008. Dimon, consejero delegado de JP Morgan Chase, el tercer banco de la nación, había pasado parte de la noche anterior atendiendo una emergencia, una reunión general en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York con una docena de rivales, todos ellos consejeros delegados de Wall Street. Su misión era encontrar un plan para salvar a Lehman Brothers, el cuarto banco de inver sión del país o afrontar el riesgo de los daños colaterales que su caída pudiera traer aparejada a los mercados. Para Dimon aquello planteaba un aterrador dilema al que iba dándole vueltas en su camino de regreso a casa. Ya llegaba con más de dos horas de retraso a una cena que ofrecía su esposa, Judy. Le sentaba mal el retraso porque la cena era para los padres del novio de su hija, a los que iba a conocer precisamente esa noche. —Sinceramente, no suelo retrasarme tanto —confesó, espe rando encontrar algo de comprensión. Tratando de no decir más de lo que debía, dejó caer sin embar go algunos indicios de lo que había pasado en la reunión. —¿Saben? No miento sobre lo seria que es esta situación —les dijo Dimon a sus algo alarmados huéspedes mientras daba vueltas a su martini—. Ya lo leerán mañana en los periódicos. Tal como había prometido, los periódicos de la mañana ha
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cían hincapié en la dramática noticia a la que él había hecho alu sión. Apoyado contra el mostrador de la cocina, Dimon abrió The Wall Street Journal y leyó el titular de su primera página: «Lehman a contrarreloj; la crisis se extiende.»1 Dimon sabía que Lehman Brothers tal vez no sobreviviría al fin de semana. JP Morgan, como potencial prestamista, había examina do sus libros esa misma semana y no había quedado nada impresio nado. También había decidido solicitar cierta garantía subsidiaria a la firma por miedo a un posible desplome. En las veinticuatro ho ras que siguieron, Dimon supo que o rescataban a Lehman o iría a la ruina. Sin embargo, sabiendo lo que sabía, no sólo estaba preocupado por Lehman Brothers. Tenía conocimiento de que Merrill Lynch, otro icono de Wall Street, también tenía problemas, y él acababa de pedir a su personal que se asegurase de que JP Morgan tuviera sufi cientes garantías subsidiarias también de esa firma. Además tenía plena conciencia de que se estaban gestando nuevos peligros en el American International Group (AIG), el gigante mundial de los se guros que hasta el momento había pasado relativamente desaperci bido para el público. Era cliente de su firma, y estaban haciendo todo lo posible por reunir capital adicional para salvarlo. Según sus cálculos, AIG sólo tenía una semana poco más o menos para encon trar una solución, de lo contrario, se vendría abajo. Entre el puñado de organismos importantes que participaban en el diálogo sobre la crisis envolvente —incluido el Gobierno—, Dimon se encontraba en una situación especialmente desusada. Te nía lo que más pueda aproximarse a una información perfecta, en tiempo real. Ese «flujo de transacciones» le permitía identificar los hilos debilitados en la trama del sistema financiero, incluso en las redes de seguridad que otros suponían que salvarían la situación. Dimon empezó a hacer cabalas sobre el peor de los escenarios posibles, y a las 7.30 entró en la biblioteca de su casa y convocó una teleconferencia con dos docenas de miembros de su equipo directivo. 1. Susanne Craig, Deborah Solomon, Carrie Mollenkamp y Matthew Karnitschnig, «Lehman Races Clock; Crisis Spreads», The Wall Street Journal, 13 de septiembre de 2008.
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—Estáis a punto de experimentar la semana más increíble que jamás haya vivido Estados Unidos, y tenemos que prepararnos para lo peor —le dijo Dimon a su personal—. Tenemos que proteger la firma. Esto afecta a nuestra supervivencia. Los suyos lo escuchaban con toda atención, pero nadie sabía con exactitud qué trataba de decirles. Como la mayor parte de la gente de Wall Street —incluido Richard S. Fuld Jr., el director ejecutivo de Lehman, que había disfrutado de uno de los reinados más largos entre sus predeceso res— muchos de los que participaron en la teleconferencia daban por supuesto que el Gobierno intervendría para evitar la catástrofe. Dimon se apresuró a desengañarlos. —Eso no es más que una expresión de buenos deseos. En mi opinión, no hay posibilidad de que Washington vaya a actuar como fiador de un banco de inversiones. No debería hacerlo, además —dijo con decisión—. Quiero que todos sepáis que esto es una cuestión de vida o muerte. Estoy hablando en serio. Y entonces dejó caer la bomba a la que le había estado dando vueltas toda la mañana. Era su definitivo panorama del apocalipsis. —La cuestión es —continuó—, que tenemos que prepararnos ahora mismo para la quiebra de Lehman Brothers —hizo una pau sa—. Y para la de Merrill Lynch —otra pausa—. Y para la de AIG —otra más—. Y para la de Morgan Stanley —y después de una pausa final y más larga aún, añadió—: Y tal vez para la de Goldman Sachs. Se oyó un respingo generalizado al otro lado del teléfono. Tal como Dimon había advertido premonitoriamente en su teleconferencia, los días que siguieron iban a traer consigo un co lapso casi total del sistema financiero que impondría un esfuerzo de rescate sin precedentes en la historia moderna. En un período de menos de dieciocho meses, Wall Street había pasado de celebrar su período más rentable a encontrarse al borde de una devastación épica. Billones de dólares de capital se habían evaporado, y el paisaje financiero estaba totalmente reconfigurado. La calamidad haría tri zas definitivamente algunos de los principios más caros al capitalis mo. Las ideas de que los magos de las finanzas habían hecho surgir una nueva era de beneficios con bajo riesgo, y de que el estilo ame
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ricano de ingeniería financiera era el patrón oro mundial estaban oficialmente muertas. Cuando empezó a desenmarañarse la situación, en Wail Street muchos se vieron enfrentados a un mercado que en nada se parecía a lo que habían visto jamás, un mercado atenazado por un miedo y un desorden que ninguna mano invisible podía dominar. Se vieron obligados a tomar las decisiones más críticas de su carrera, tal vez de toda su vida, en el contexto de un confuso torbellino de rumores y cambios políticos, basados todos en cifras que eran poco más que meras conjeturas. Algunos hicieron sabias elecciones, otros tuvie ron suerte, y otros se lamentarían toda su vida de sus decisiones. En muchos casos, todavía es demasiado pronto para saber si hicieron las elecciones correctas. En 2007, en el punto culminante de la burbuja económica, el sector de los servicios financieros se había convertido en una máqui na de creación de riqueza, llegando a inflarse hasta alcanzar más del 40 por ciento de los beneficios corporativos totales en Estados Uni dos. Los productos financieros —incluida una nueva serie de acti vos financieros tan complejos que había muchos directores genera les y juntas de accionistas que no los entendían— se convirtieron en una fuerza impulsora cada vez mayor de la economía del país. El sector de las hipotecas era un componente especialmente importante de este sistema, proporcionando préstamos que servían como materia prima para las elaboradas creaciones de Wall Street, formando con ellas nuevos paquetes y vendiéndolas por todo el mundo. Con todo el beneficio que se estaba generando, Wall Street estaba acuñando una riqueza de nueva generación que no se había visto desde la década de 1980, alimentada por la deuda. Los que trabajaban en el sector financiero ganaron una apabullante cifra de cincuenta y tres mil millones de dólares en concepto de compensa ción total en 2007. Goldman Sachs, situada en el primer puesto de las cinco empresas de intermediación más importantes al iniciarse la crisis,2 se adjudicó veinte mil millones de ese total, que represen taba más de 661.000 dólares por empleado. Tan sólo el máximo 2. Harper, «Wall Street Bonuses Hit Record», Bloomberg.
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responsable de la empresa, Lloyd Blankfein, se embolsó sesenta y ocho millones.3 Sin embargo, los titanes financieros pensaban que estaban creando algo más que meros beneficios. Confiaban en haber inven tado un nuevo modelo que podía ser exportado con éxito a todo el mundo. «El mundo entero se está pasando al modelo americano de libre empresa y mercados de capital —dijo Sandy Weill, el arquitec to de Citigroup, en el verano de 2007—. No contar con institucio nes financieras que sean realmente la piedra angular para convertir se a un sistema de libre empresa, sería realmente una pena.»4 Pero mientras estaban ocupados tratando de propagar sus va lores financieros y produciendo estas sumas escalofriantes, las gran des compañías de intermediación habían estado impulsando sus apuestas con enormes cantidades de deuda. Las firmas de Wall Street tenían unas relaciones de deudacapital de treinta y dos a uno. Cuando funcionaba, esta estrategia daba resultados espectacu lares, validando los complejos modelos del sector y generando unas ganancias nunca vistas, pero cuando falló, el resultado fue catastró fico. Esta fuerza destructiva de Wall Street, que surgió del colapso de la burbuja de las empresas «punto com» y la caída que sobrevino después del 11S fue en gran parte el producto del dinero barato. La acumulación de ahorros (savings glut) en Asia, combinada con tipos de interés inusualmente bajos impuestos por el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan (cuyo objetivo había sido esti mular el crecimiento tras la recesión de 2001), empezó a inundar el mundo de dinero. El ejemplo culminante de descontrol de la liquidez fue el mer cado de las hipotecas basura. En el punto más álgido de la burbuja 14. Como complemento de su sueldo, Blankfein recibió un bonus de 67,9 millones de dólares en 2007 —«el mayor recibido jamás por un alto ejecu tivo de Wall Street». Christine Harper, «Wall Street Bonuses Hit Record $39 Billion for 2007», Bloomberg, 17 de enero de 2008; Susanne Craig, Kate Kelly, y Deborah Solomon, «Goldman Sets Plan to Escape US Grip», The Wall Street Journal, 14 de abril de 2009. 15. Louis Uchitelle, «The Richest of the Rich, Proud of a New Gilded Age», The New York Times, 15 de julio de 2007.
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inmobiliaria, los bancos se desvivían por conceder hipotecas casi a cualquiera que fuera capaz de firmar en la línea de puntos. Sin do cumentación alguna, un potencial comprador podía entrar dicien do que tenía un salario de seis cifras y salir del banco con una hipo teca de medio millón de dólares y coronarlo al mes siguiente con una línea de crédito de segunda hipoteca. Naturalmente, los pre cios de la vivienda se dispararon y, en los mercados inmobiliarios más candentes, las personas corrientes se convirtieron en especula dores que pedían créditos sin límite para comprar vehículos cuatro por cuatro y lanchas fueraborda. Por entonces, Wall Street estaba totalmente convencida de que sus nuevos productos financieros —hipotecas que habían sido divi didas dos o tres veces, o «titulizadas»— habían diluido, cuando no eliminado, el riesgo. En lugar de atenerse al préstamo propio, los bancos lo dividieron en fracciones que vendieron a los inversores, cobrando en el proceso unos honorarios desmesurados. Sin embar go, dígase lo que se diga del comportamiento de los banqueros du rante el auge inmobiliario, no puede negarse que estas instituciones «probaron de su propia medicina»;5 de hecho, se pusieron ciegos de ella, comprando montañas de activos basados en hipotecas. Pero lo que planteó el mayor riesgo fue la ultrainterconectivi dad de las instituciones financieras del país. Como consecuencia de la propiedad compartimentada de estos innovadores instrumentos financieros, cada banco empezó a depender de los demás, y eso sin que muchos de ellos lo supieran. Si uno caía, los demás lo seguirían como las fichas de un dominó. Por supuesto, no faltaban en ambos sectores las voces agoreras que advertían de que esta ingeniería financiera acabaría mal. Los profesores Nouriel Roubini y Robert J. Shiller se convirtieron en los pregoneros del desastre de esta generación, pero ya a comienzos de 1994 se alzaron otras voces que hicieron predicciones con visión de futuro a las que nadie hizo caso. 5. Según apuntó Emanuel Derman, del fondo de riesgo Prisma Capital Partners: «Estos tipos se comen lo que cocinan; no se lo pasan a los clientes.» Paul Barrett, «What Brought Down Wall Street?», BusinessWeek, 19 de septiembre de 2008.
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El repentino fracaso o la abrupta retirada del negocio de alguno de estos grandes agentes financieros de Estados Unidos podría dar lugar a problemas de liquidez en los mercados y también podría traer aparejados riesgos para los demás, incluidos los bancos con garantía federal y el sistema financiero en su conjunto —dijo Charles A. Bowsher, responsable de la Contraloría General, ante un comité del Congreso cuando se le encargó el estudio de un mercado en evolución conocido como derivados—. En algunos casos, la intervención ha resultado y podría resultar en un rescate financiero pagado o garantizado por los contribuyentes.6 Pero cuando en 2007 empezaron los hundimientos, muchos siguieron sosteniendo que los préstamos basura representaban un riesgo minúsculo para todos salvo para unas cuantas firmas hipote carias. «El impacto sobre los mercados económicos y financieros más amplios de los problemas de los mercados de las hipotecas ba sura parecen susceptibles de ser contenidos»,7 dijo Ben S. Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, en una declaración ante el Co mité Económico Conjunto del Congreso en marzo de 2007. Sin embargo, en agosto de ese mismo año, el mercado de dos billones de dólares de las hipotecas basura había caído, provocando un contagio mundial. Dos fondos de alto riesgo de Bear Stearns que apostaban por este tipo de hipotecas se vinieron abajo, per diendo mil seiscientos millones de dólares del dinero de sus inver sores.8 El BNP Paribas9, el mayor de los bancos cotizantes de Fran cia, suspendió brevemente los reembolsos a sus clientes, aduciendo 16. Charles A. Bowsher, controlador general de Estados Unidos, lo dijo el 18 de mayo de 1994 ante el Comité de Banca, Vivienda y Asuntos Urbanos del Senado. Véase http://www.gao.gov/products/GGD94133 17. «Testimonio del presidente Bernanke ante el Comité Conjunto de Economía», Federal News Service, 28 de marzo de 2007. 18. En julio de 2007, el HighGrade Structured Credit Strategies Fund y el HighGrade Structured Credit Strategies Enhanced Leverage Fund se hundie ron. Kate Kelly, «Barclays Sues Bear Over Failed Funds», The Wall Street Journal, 20 de diciembre de 2007. 19. «BNP Paribas Freezes Funds Amid Subprime Concern», Bloomberg, 10 de agosto de 2007.
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incapacidad para evaluar adecuadamente su cartera de bonos rela cionados con las subprime. Esto era una forma de decir que no po dían encontrar un comprador dispuesto a pagar un precio razo nable. En cierto sentido, Wall Street fue víctima de sus propias crea ciones, ya que la misma complejidad de sus valores financieros res paldados por hipotecas hicieron que casi nadie fuera capaz de po nerles precio en un mercado en decadencia (todavía, a estas alturas, los expertos siguen estrujándose el cerebro para determinar el valor exacto de éstos). Sin un precio, el mercado estaba paralizado, y sin acceso al capital, Wall Street simplemente no podía funcionar. Bear Stearns, la más débil y más apalancada de las cinco gran des, fue la primera en caer. No obstante, todos sabían que ni siquie ra los bancos más fuertes podrían soportar un pánico desatado de los inversores, lo cual significaba que nadie se sentía libre y nadie estaba seguro de cuál sería el siguiente de ellos en caer. Fue esta sensación de absoluta incertidumbre —la sensación que Dimon expresó en su sorprendente lista de posibles víctimas durante su teleconferencia— lo que hizo que la crisis fuera una experiencia de esas que se tienen una sola vez en la vida para los hombres que dirigían estas firmas y para los burócratas que las re gulaban. Hasta ese otoño de 2008, sólo habían experimentado cri sis contenidas. Las firmas y los inversores se atuvieron a sus conver saciones y siguieron adelante. De hecho, las que mantuvieron el equilibrio y apostaron a que las cosas no tardarían en mejorar, fue ron las que en general sacaron los mayores beneficios. Esta crisis crediticia era diferente. Wall Street y Washington tuvieron que im provisar. Volviendo la vista atrás, esta burbuja, como todas, fue un ejem plo de lo que, en su clásico de 1841, Delirios multitudinarios, el es critor escocés Charles Mackay denominó como «engaños populares extraordinarios y la locura de las muchedumbres». En lugar de dar a luz un mundo nuevo y valiente de inversiones sin riesgo, los bancos en realidad crearon un riesgo para todo el sistema financiero. Pero este libro no trata de lo teórico, sino de la gente real, de la realidad que está por detrás de la escena, en Nueva York, en Washington y en el resto del mundo —en los despachos, los hoga
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res y las mentes de las personas que controlaron el destino de la economía— durante los meses críticos que siguieron al lunes 17 de marzo de 2008, cuando JP Morgan accedió a absorber a Bear Stearns y cuando los funcionarios del Gobierno de Estados Unidos llegaron a la conclusión de que era necesario realizar la mayor intervención pública de la historia económica de la nación. Durante la última década he estado cubriendo para The New York Times todo lo relacionado con Wall Street y las transacciones financieras y he tenido la suerte de hacerlo en una época en la que se produjeron innumerables y notables hechos en la economía ame ricana. Sin embargo, jamás he presenciado semejantes cambios en los paradigmas financieros ni una autodestrucción tan espectacular de instituciones de gran fama. Esta época extraordinaria nos ha dejado con un gigantesco rompecabezas, en realidad un misterio, que todavía hay que resol ver para poder aprender de nuestros errores. Este libro es un intento de poner las piezas en su sitio. En esencia, Malas noticiases una crónica del fracaso, un fraca so que puso al mundo de rodillas y planteó interrogantes sobre la naturaleza misma del capitalismo. Es un retrato íntimo de los in dividuos dedicados y a menudo perplejos que procuraron —a me nudo con un gran sacrificio personal, pero también muchas veces con instinto de autoprotección— salvar al mundo y a sí mismos de consecuencias aún más calamitosas. Resultaría tranquilizador decir que todos los personajes descritos en este libro fueron capaces de dejar a un lado sus preocupaciones personales, pequeñas unas, mo numentales otras, y de aunar fuerzas para evitar que sucediera lo peor. En algunos casos, así fue, pero, como veremos, no eran inmu nes a las feroces rivalidades ni a las peleas por el poder que forman parte de las culturas consolidadas de Wall Street y de Washington. Al fin y al cabo, éste es un drama humano, una historia sobre la falibilidad de las personas que se creían demasiado grandes para fracasar.
Capítulo 1
Era una mañana gélida en Greenwich, Connecticut. A las cinco de la madrugada del 17 de marzo de 2008 todavía estaba oscuro, salvo por las luces del Mercedes negro que avanzaba pesadamente por el camino de acceso y cuyos faros iluminaban manchas de nieve de rretida dispersas por el césped de aquella propiedad de algo más de cinco hectáreas.1 El conductor oyó crujir las losas del pavimento cuando Richard S. Fuld Jr. salió de la casa arrastrando los pies y se acomodó en el asiento trasero del coche. El Mercedes giró hacia la derecha en North Street tomando la sinuosa y estrecha Merritt Parkway, hacia Manhattan. Fuld miró por la ventanilla las mansiones envueltas en la niebla, propiedad de ejecutivos de Wall Street y de empresarios que manejaban los fon dos de inversión. La mayor parte de esas casas habían sido adquiri das por cifras de ocho dígitos y renovadas profusamente durante la segunda edad dorada que, sin que tuviera conocimiento ninguno de ellos, y Fuld el que menos, estaba a punto de acabar de forma estrepitosa. Fuld atisbo su propia imagen de agotamiento reflejada en la ventanilla. Las profundas ojeras que tenía debajo de los ojos forma ban una media luna oscura, testimonio de las escasas cuatro horas que había conseguido dormir después de que su avión aterrizara en 1. Su propiedad de Greenwich, con un valor estimado de once millo nes de dólares, tiene una casa con veinte habitaciones, ocho dormitorios, una cancha de tenis, otra de squash y una casa auxiliar. Es una de las cinco que Ri chard Fuld posee. Steve Fishman, «Burning Down His House», New York Maga zine, 8 de diciembre de 2008.
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el aeropuerto de Westchester County al filo de la medianoche. Ha bían sido unas setenta y dos horas infernales. Se suponía que Fuld, director general de Lehman Brothers, la cuarta compañía de Wall Street, y su esposa, Kathy, debían estar todavía en la India,2 agasa jando a sus multitudinarios clientes con enormes fuentes de thali, montones de naan y vino de palma. Hacía meses que habían pla neado el viaje. Para su cuerpo castigado por el desfase horario eran las dos de la tarde. Dos días antes había estado echando una siesta en la parte trasera de su Gulfstream, aparcado en un aeropuerto militar cerca de Nueva Delhi, cuando Kathy lo despertó. Henry M. Paulson, el secretario del Tesoro, lo llamaba al teléfono del avión. Desde su oficina en Washington D. C, a unos diez mil kilómetros de distan cia, Paulson le dijo que Bear Stearns, el gigantesco banco de inver siones, se vendería o se declararía en quiebra antes del lunes. Era indudable que Lehman iba a ser sacudida por la onda expansiva. «Es mejor que vuelvas», le dijo a Fuld. Confiando en regresar lo antes posible, Fuld le preguntó a Paulson si podría ayudarlo a obte ner autorización del Gobierno para sobrevolar Rusia y así ahorrarse por lo menos cinco horas de vuelo. Paulson lanzó una risita. «Eso ni siquiera puedo conseguirlo para mí mismo», fue la respuesta. Veintiséis horas después, con escalas en Estambul y en Oslo para repostar, Fuld estaba de regreso en su casa de Greenwich. Repasó mentalmente una y otra vez los acontecimientos del fin de semana: Bear Stearns, la menor y menos cohesionada de las sociedades de inversión de Wall Street conocidas como las cinco grandes, había aceptado su venta —¡por dos miserables dólares la acción!— y nada menos que a Jamie Dimon, de JP Morgan Chase. Para colmo, la Reserva Federal había aceptado hacerse cargo de las pérdidas de treinta mil millones de dólares de los peores activos de Bear para que el trato resultara apetecible para Dimon. Cuando su personal de Nueva York habló por primera vez a Fuld de los dos dólares por acción, pensó que el teléfono de su avión había sufrido un corte y se había comido parte de la cifra. 2. Susanne Craig, «Lehman Finds Itself in Center of a Storm», The Wall Street Journal, 18 de marzo de 2008.
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De pronto, la gente empezaba a hablar de retiradas masivas de fondos en los bancos, como si estuvieran en 1929. Cuando Fuld se había marchado a la India, corrían rumores de que los inversores, presa del pánico, se negaban a hacer tratos con Bear, pero jamás habría podido imaginar que su caída fuera a ser tan rápida. En un sector que depende de la confianza de los inversores —los bancos de inversión son financiados literalmente por la noche por otros, en la confianza de que van a estar ahí a la mañana siguiente— el descalabro de Bear planteaba graves interrogantes sobre su propio modelo de negocio. Y los cortoplacistas, los que apuestan que un valor va a bajar, no a subir, y que por consiguiente van a tener be neficios en cuanto se devalúe, se abalanzaban a la menor señal de debilidad, como visigodos dispuestos a derribar las murallas de la antigua Roma. Durante un momento en el vuelo de regreso, Fuld había pensado en comprar Bear. ¿Debía? ¿Podía hacerlo? No, la si tuación era demasiado surrealista. Reconocía que el acuerdo de JP Morgan había sido un salvavi das para el sector bancario y para él mismo. Pensó que Washington se había portado bien al facilitar los contactos; el mercado no po dría haber soportado un golpe de semejante envergadura. La con fianza que hacía posible que todos estos bancos se intercambiasen miles de millones de dólares se habría volatilizado. También estaba convencido de que el presidente de la Reserva Federal, Ben Ber nanke, había tomado una sabia decisión al abrir, por primera vez, la ventanilla de descuento de la Reserva a firmas como la suya, dándoles acceso a fondos al mismo interés bajo que el Gobierno ofrece a los grandes bancos comerciales. Eso daba a Wall Street la posibilidad de combatir. Fuld sabía que Lehman, siendo el más pequeño de los cuatro grandes que quedaban, era evidentemente el siguiente en la línea de fuego. Sus acciones habían caído un 14,6 por ciento el viernes, en un momento en que todavía se negociaban a treinta dólares. ¿Real mente estaba sucediendo? Poco más de veinticuatro horas antes, en la India, él se maravillaba de la fabulosa extensión global de Wall Street, de su colonización de los mercados financieros de todo el mundo. ¿Se había producido una vuelta atrás en todo eso? Mientras el coche se adentraba en la ciudad, pasó el dedo por
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la bola rastreadora de su BlackBerry como si fueran las cuentas de un rosario. Faltaban cuatro horas y media para que se abrieran los mercados de Estados Unidos, pero ya podía predecir que iba a ser un mal día. El Nikkei, el principal índice japonés, ya había caído un 3,7 por ciento. En Europa ya corrían rumores de que ING, el gigante bancario holandés, iba a dejar de comerciar con Lehman Brothers y con los demás intermediarios financieros, el infausto nombre que se da a las firmas que comercian con sus propios valo res o en nombre de sus clientes; en otras palabras, los que hacen que Wall Street sea lo que es.3 —Vaya —pensó—, ahora van a salir a relucir los trapos su cios. En el momento en que su coche entraba en la autopista del West Side para dirigirse hacia el sur, al centro de Manhattan, Fuld llamó a su amigo de toda la vida, Joseph Gregory, presidente de Lehman. Eran casi las 5.30 de la mañana y Gregory, que vivía en Lloyd Harbor, Long Island, y que hacía mucho tiempo que había dejado de ir en coche a la ciudad, estaba a punto de subir a su heli cóptero como todos los días.4 Le encantaba aquella comodidad. Su piloto lo dejaría en el helipuerto del West Side y de allí un coche lo llevaría a las oficinas de Lehman Brothers en Times Square. De puerta a puerta en menos de veinte minutos. —¿Estás viendo toda esta mierda? —le preguntó Fuld a Gre gory, refiriéndose a la carnicería de los mercados asiáticos. Mientras Fuld volvía de la India, Gregory se había perdido el partido de lacrosse de su hijo en Roanoke, Virginia, para pasar el fin de semana en la oficina organizando el plan de combate. 5 La Comisión de Valores y Bolsas y la Reserva Federal habían mandado a media docena de matones a la oficina de Lehman para cuidar de su 20. Ibídem. Cuando se le preguntó por estos rumores, un portavoz de ING dijo que la compañía seguiría ofreciendo fondos pero prestaría «más aten ción al riesgo y a las garantías subsidiarias». 21. Lloyd Harbor era la dirección principal de Gregory, pero tenía mu chas otras propiedades: una de 2,5 acres frente al mar en Bridgehampton y un apartamento en el 610 de Park Avenue, en el Upper East Side de Manhattan. Véase Michael Shnayerson, «Profiles in Panic», Vanity Fair, enero de 2009. 22. Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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personal mientras revisaba las posiciones de la firma. A Gregory le pareció que Fuld estaba muy preocupado, y no le faltaban razones. Sin embargo, ya habían pasado por otras crisis y también sobrevivi rían a ésta. Siempre lo hacían, se dijo. El verano anterior, cuando los precios de la vivienda empeza ron a desplomarse y los bancos que habían abierto demasiado la mano empezaron a restringir los nuevos créditos, Fuld había anun ciado orgullosamente: «¿Tenemos en los libros algo de lo que nos vaya a costar deshacernos? Sí. ¿Va a acabar con nosotros? Por su puesto que no.»6 Por aquel entonces, la firma parecía invulnerable. En tres años Lehman había hecho tanto dinero que se la menciona ba junto a Goldman Sachs, la gran máquina de hacer beneficios de Wall Street. Cuando el Mercedes de Fuld atravesó la desolada Calle 50, la policía estaba instalando barreras para contener a la multitud du rante el desfile de San Patricio que tendría lugar ese mismo día. El coche se dirigió a la entrada trasera del cuartel general de Lehman, una imponente estructura de cristal y acero que podría haber sido un monumento personal a Fuld. Tal como Gregory solía decir, él era «la franquicia». Él había liderado a Lehman durante la tragedia del 11S,7 cuando tuvo que abandonar sus oficinas del World Trade Center, al otro lado de la calle, para trabajar en habitaciones de hotel hasta comprar esta nueva torre a Morgan Stanley en 2001.8 23. Fuld, citado por el Financial Times: «¿Tenemos en los libros algo de lo que nos sería difícil desprenderse? Sí.», dijo, refiriéndose a los activos hipotecarios comerciales y residenciales. «¿Estoy preocupado por ello? No. Si reajustamos el precio de esa mercancía, ¿perderemos algún dinero? Sí. ¿Nos va a matar eso? Des de luego que no.» Ben White, «A Fighter on the Ropes», Financial Times, 14 de junio de 2008. 24. Con Fuld al frente, la firma se realojó en el hotel Sheraton Manhattan en el Midtown, donde los escritorios ocuparon el lugar de las camas y el salón de recepciones se convirtió en la base de operaciones de las finanzas globales del grupo. Ocho meses después, en abril de 2002, Lehman se mudó a su nueva sede. Véase Andy Serwer, «The Improbable Power Broker: How Dick Fuld Trans formed Lehman from Wall Street AlsoRan to SuperHot Machine», Fortune, 17 de abril de 2006. 25. En octubre de 2001, Morgan Stanley vendió su edificio de oficinas, situado en Broadway con la Calle 49 Este, a Lehman Brothers por setecientos
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Rodeado de gigantescas pantallas de televisión, el edificio era un tanto mastodóntico para el gusto de Fuld, pero teniendo en cuenta la evolución imparable del mercado inmobiliario en la city neoyorquina, había resultado una inversión fantástica, y eso le gus taba. La apabullante planta 31, la planta noble, conocida en la em presa como «Club 31», estaba casi vacía cuando Fuld salió del as censor y se dirigió a su despacho. Después de colgar el abrigo y la chaqueta en el armario que había junto a su baño privado, empezó su serie de rituales cotidia nos, iniciando de inmediato su terminal Bloomberg y sintonizando la CNBC. Eran poco más de las seis. Una de sus dos asistentes, Angela Judd y Shelby Morgan, llegaría a la oficina antes de una hora, como de costumbre. Cuando echó un vistazo al mercado de futuros —donde los inversores hacían apuestas sobre el comportamiento de los valores cuando abrieran los mercados—, los números fueron como una bofetada: las acciones de Lehman habían bajado un 21 por ciento. Por reflejo, Fuld hizo los cálculos: él personalmente acababa de perder 89,5 millones de dólares sobre el papel, y el mercado aún no había abierto. En la CNBC, Joe Kernen estaba entrevistando a Antón Schutz, de Burnham Asset Management, sobre la caída de Bear Stearns y lo que eso significaba para Lehman. —Hemos estado caracterizando a Lehman Brothers como el punto cero de lo que está sucediendo hoy —dijo Kernen—. ¿Cómo supone que se desarrollará la sesión?9 —Yo supongo que estos bancos de inversión se mostrarán dé biles —replicó Schutz—. La razón es que hay un miedo tremendo de que haya activos cotizados indebidamente en los balances, y cómo pudo JP Morgan pagar tan poco por Bear Stearns, y por qué la Reserva Federal tuvo que poner treinta mil millones para hacerse millones de dólares. Charles V. Bagli, «Morgan Stanley Selling Nearly Com pleted Office Tower to Lehman for $700 Million», The New York Times, 9 de octubre de 2001. 9. Joe Kernen, Squawk Box, CNBC, 17 de marzo de 2008.
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cargo de algunos de los activos tóxicos. Creo que en esto hay mu chos interrogantes y que necesitamos muchas respuestas. Fuld miraba con cara de piedra y sintió un ligero alivio cuan do la conversación se desvió de Lehman. Luego volvió. —¿Qué se hace cuando se es uno de los miles y miles de em pleados de Lehman que están pendientes de esto minuto a minuto? —preguntó Kernen—. Esta gente está sobre ascuas. ¿Sobre ascuas? Eso era quedarse muy corto. A las 7.40 llamó Hank Paulson para ver cómo iban las cosas. El Dow Jones Newswire estaba diciendo que el DBS Group Holdings,10 el mayor banco del sudeste asiático, había hecho circular un memorando interno la semana anterior ordenando a sus in termediarios que evitaran nuevas transacciones en las que intervi nieran Bear Stearns y Lehman. Paulson estaba preocupado de que Lehman pudiera perder a países con los que mantenía relaciones comerciales, lo cual sería el principio del fin. —No va a pasar nada —dijo Fuld, repitiendo lo que le había dicho durante el fin de semana sobre el sólido balance de resultados que tenía pensado anunciar el martes por la mañana—. Eso pondrá fin a toda esta basura. —Mantenme al tanto —dijo Paulson. Una hora después, el tumulto se extendió en todas las oficinas de negocios de la ciudad. Fuld no se apartó de las dos pantallas Bloomberg que tenía sobre su escritorio mientras se abría la cotiza ción de las acciones de Lehman: una bajada del 35 por ciento. Moody's se reafirmó en su calificación Al sobre la deuda principal a largo plazo del banco de inversiones,11 pero la agencia de califica ción también había bajado sus perspectivas de positivas a estables. En el vuelo de vuelta de la India, Fuld había mantenido una discu sión con Gregory y con el principal representante legal de Lehman, 26. Sin embargo, el memorando no menciona el cierre de ninguna cuen ta existente con las firmas. Patricia Kowsmann, «DBS Not Entering New Posi tions with Lehman Sources», Dow Jones Newswires, 17 de marzo de 2008. 27. Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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Tom Russo, sobre si adelantar a ese día el anuncio de las ganancias de la compañía, antes de que abriera el mercado, en lugar de hacer lo al siguiente, tal como se había previsto originalmente. Los bene ficios iban a ser buenos. Tal era la convicción de Fuld que antes de viajar a Asia había dejado grabado un mensaje interno de aliento a los empleados, Sin embargo, Russo lo disuadió de adelantar el anuncio, temiendo que pareciese una muestra de desesperación y exacerbara la inquietud. Mientras las acciones de Lehman seguían desplomándose, Fuld no dejaba de poner en duda no sólo esta decisión, sino mu chas otras. Hacía años que sabía que llegaría el día en que Lehman Brothers tendría que rendir cuentas, y peor aún, que pudiera venír sele encima a él. Racionalmente comprendía los riesgos asociados con el crédito barato y con el dinero tomado prestado para aumen tar el impulso de la propia apuesta, lo que en Wall Street se conoce como «apalancamiento», pero, como todos los demás, no podía desaprovechar las oportunidades. Las compensaciones de hacer apuestas agresivas y optimistas sobre el futuro eran demasiado gran des. —Es como pavimentar un camino con alquitrán barato —les decía a sus colegas—. Al cambiar el tiempo, los baches serán más profundos e impresentables.12 Pues aquí estaban, unos baches tan profundos que no se les veía el fondo, y tenía que admitir que la situación era peor de lo que había imaginado. No obstante, en lo más íntimo pensaba que Leh man lo superaría. No concebía otra cosa. Gregory se sentó frente a la mesa de Fuld, los dos se miraron sin decir palabra. Los dos se inclinaron hacia delante cuando la CNBC puso un subtítulo móvil bajo la imagen que decía: «¿Quién será el próximo?» —¡Maldita sea! —gruñó Fuld mientras escuchaban con incre dulidad a un entrevistado tras otro haciendo la apología de su com pañía.
12. Fuld, según la cita de Yalman Onaran y John Helyar, «Lehman s Last Days», Bbomberg Markets, enero de 2009.
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Al cabo de una hora, las acciones de Lehman se habían desplo mado un 48 por ciento. —La especulación, eso, la especulación —dijo Fuld—. Eso es lo que está pasando aquí. Russo, que había cancelado las vacaciones de su familia en Brasil, se sentó al lado de Gregory. Este profesional de sesenta y cinco años era otro de los pocos hombres de confianza de Fuld, además de Gregory. Sin embargo, esta mañana no hacía más que avivar el fuego, contándole a Fuld los últimos rumores que circula ban por el parqué: un puñado de hedgies —apodo despectivo que se usaba en Wall Street para los gestores de fondos de alto riesgo— había atacado sistemáticamente a Stearns asediando sus cuentas de corretaje, comprando aseguramiento contra el banco —un instru mento llamado «permuta de seguro de fallo de crédito» o CDS— para especular a continuación con sus acciones. Según las fuentes de Russo, el grupo de vendedores al descu bierto que había destruido a Bear se había reunido a continuación a desayunar en el hotel Four Seasons de Manhattan el domingo por la mañana, brindando con mimosas a base de champán de trescien tos cincuenta dólares la botella para celebrar su hazaña. ¿Sería cier to? ¿Quién podía saberlo? Los tres ejecutivos planearon su contraataque, empezando por la reunión de la mañana con unos altos directivos que tenían los nervios destrozados. ¿Cómo podían cambiar los rumores sobre Le hman que circulaban por toda Wall Street? Al parecer, cualquier conversación sobre Bear terminaba siendo una conversación sobre Lehman. «Lehman podría seguir a Bear en el confesionario antes de Viernes Santo»,13 declaró a Bloomberg Televisión Michael McCar ty, un estratega de opciones de Meridian Equity Partners en Nueva York. Richard Bernstein, el respetado estratega jefe de inversiones de Merrill Lynch, había enviado un mensaje alarmante a sus clien tes esa mañana: «La caída de Bear Stearns tal vez debería conside rarse la primera de muchas —había escrito prudentemente sin 13. McCarty, según la cita de David Cho y Neil Irwin, «Crises of Conf idence in the Markets; Federal Reserves Rescue of Bear Stearns Exposes Cracks in Financial System», The Washington Post, 18 de marzo de 2008.
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mencionar a Lehman—. Se están empezando a extender las dudas sobre lo amplia y profunda que podría haber sido la burbuja del mercado crediticio.»14 A media mañana, Fuld recibía llamadas de todo el mundo —clientes, socios comerciales, directores generales rivales—, todos querían saber qué estaba pasando. Algunos querían que los tranqui lizaran, otros trataban de tranquilizar. —¿Estás bien? —preguntó John Mack, el director general de Morgan Stanley y viejo amigo—. ¿Qué está sucediendo por ahí? —Estoy bien —le dijo Fuld—. Pero los rumores no paran. Tengo dos bancos que no quieren negociar conmigo —Wall Street oía con estupor que los bancos no querían negociar con Lehman. El último rumor era que el Deutsche Bank y el HSBC habían de jado de negociar con la firma—. Pero estamos bien. Tenemos mu cha liquidez, de modo que no es un problema. —De acuerdo, negociaremos con vosotros todo el día —le aseguró Mack—. Hablaré con mi intermediario. Hazme saber si necesitas algo. Fuld empezó a recurrir a sus principales delegados en busca de ayuda. Llamó a la oficina de Londres y habló con Jeremy Isaacs, que llevaba allí las operaciones de la firma. «No creo que vayamos a la quiebra esta tarde, pero no puedo asegurarlo al ciento por cien to. Están pasando muchas cosas extrañas...»15 A pesar de su reciente entusiasmo con el apalancamiento, Fuld creía en la liquidez. Siempre había creído. Uno siempre necesita un montón de efectivo para huir de una tormenta, solía decir. Le gusta ba contar la historia de cómo una vez, sentado en una mesa de black jack en Las Vegas, había visto a un jugador empedernido perder cuatro millones y medio duplicando cada apuesta perdida con la esperanza de que le cambiara la suerte. Fuld había tomado notas en 28. Ibídem. 29. De esto lo informó Andrew Gowers, y aunque se atribuye «al jefe» en el Sunday Times de Londres, «el jefe» en la línea es realmente Jeremy Isaacs, con sejero delegado de Lehman para Europa y Asia, no Dick Fuld. Véase Andrew Gowers, «The Man Who Brought the World to Its Knees EXPOSED», Sunday Times (Londres), 14 de diciembre de 2008.
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una servilleta de cóctel para no olvidar la lección que había aprendi do: «No me importa quién seas, no tienes capital suficiente.»16 Nunca se tiene suficiente. Era una lección que había vuelto a aprender otra vez en 1998 cuando estalló lo de los fondos de alto riesgo LTCM (Long Term Capital Management). En un primer momento se pensó que Leh man era vulnerable por su exposición al abultadísimo fondo, pero sobrevivió, a duras penas, porque la firma tenía un colchón de efec tivo extra y también gracias al agresivo contraataque de Fuld. Aque llo le había dejado otra lección: hay que aniquilar los rumores. Si los dejas vivir, acaban transformándose en profecías que no pueden por menos que cumplirse. Como había declarado con furia a The Washington Post en aquella ocasión: «Todos estos rumores resulta ron equivocados. Si los reguladores de la Comisión de Valores y Bolsa encuentran al que los puso en circulación, me gustaría que primero me dejaran quince minutos a solas con él.»17 Una de las personas que esperaban una llamada de Fuld aque lla mañana era Susanne Craig, una reportera sin ataduras de The Wall Street Journal que llevaba años cubriendo las noticias de Leh man. A Fuld le caía bien Craig y a menudo le hablaba del «trasfon do», pero esta mañana lo había llamado para convencerlo de con ceder una entrevista publicable. Se lo había propuesto como una forma de acallar a los críticos, de explicar toda la planificación a largo plazo que había hecho Lehman. Fuld, que odiaba leer co sas sobre sí mismo, pensó que podría ser una buena idea. Lamen taba el modo en que había manejado los medios durante la crisis del LTCM. Habría preferido llevar la delantera desde el prin cipio. —Esta vez quiero hacer bien las cosas —le dijo a Craig. A mediodía, Fuld y sus lugartenientes ya tenían un plan: con 30. Fuld, según informan Gaiy Silverman y Charles Pretzlik, «Richard Fuld, A Cunning Player Shows His Hand», Financial Times, 17 de agosto de 2001. 31. Ianthe Jeanne Dugan, «Battling Rumors on Wall St.; Lehman Broth ers Chairman Launches Aggressive Defense», The Washington Post, 10 de octubre de 1998.
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cederían entrevistas a The Wall Street Journal, a Financial Times y a Barron's. Darían a Craig una visión un poco trivial y colorida de lo que estaba sucediendo dentro de la empresa, con la esperanza de que sus editores plantaran la historia en primera página. Organiza ron sesiones con los reporteros a partir de las tres de la tarde. Los temas estaban claros: los rumores eran falsos. Lehman tenía mucha liquidez. Mantenía el tipo junto con Goldman Sachs y Morgan Stanley. Si la firma tenía necesidad de hacer un pago, no había problema por el dinero. Para la entrevista con Craig, a Fuld lo acompañaban por tele conferencia Gregory, Russo y Erin Callan, la nueva jefa de finanzas de la compañía. —Nos hemos dado cuenta de que necesitamos mucha liqui dez y también sabemos que tenemos que enfrentarnos a los rumo res en cuanto surgen, sin tardanza —le dijo Fuld a la reportera. También hizo hincapié en que ahora, con la ventanilla de la Reser va Federal abierta, Lehman tenía una base mucho más firme—. La gente está apostando porque la Fed no puede estabilizar el merca do, y creo que es una buena apuesta.18 —Tenemos liquidez —insistió Gregory—, pero si bien no la necesitamos ahora mismo, el hecho de tenerla envía un mensa je sólido sobre la liquidez y su disponibilidad para todos en el mer cado. Esa afirmación sorteaba la situación sin salida implícita en la decisión de la Reserva Federal de poner crédito barato a disposi ción de firmas como Lehman: usarlo era como admitir la propia debilidad, y ningún banco quería correr ese riesgo. De hecho, la jugada de la Reserva Federal tenía como objetivo más bien tran quilizar a los inversores que apuntalar a los bancos (es una ironía que uno de los ejecutivos de Lehman, Russo, pudiera adjudicarse en parte el mérito de la estrategia, ya que la había sugerido en un libro blanco que había presentado apenas dos meses antes en Da vos, Suiza, en esa amena reunión anual que celebran los capitalistas y a la que se llama Foro Económico Mundial; Timothy F. Geithner, 18. Fuld, en una entrevista con Craig, «Lehman Finds Itself», The Wall Street Journal, art. cit.
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el presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, había estado presente).19 Una vez terminada la entrevista, Gregory y Callan volvieron a sus despachos y él se puso al teléfono, llamando a los fondos de compensación que, según los rumores, estaban reduciendo el volu men de sus operaciones con Lehman, para tratar de mantenerlos a bordo. La maniobra dio sus frutos: en la última hora de operaciones, las acciones de Lehman marcaron una tendencia ascendente. Des pués de caer casi un 50 por ciento en la primera parte de la jornada, cerraron con sólo un 19 por ciento, a 31,75 dólares. Ahora estaban en el mismo nivel que cuatro años y medio atrás, las ganancias de los años del auge se esfumaron en un solo día. Sin embargo, los ejecutivos estaban satisfechos con su esfuerzo. Al día siguiente pu blicarían sus beneficios y eso mantendría el impulso. Callan pon dría a los inversores al tanto del balance de resultados en una tele conferencia, y volvería al despacho de Gregory para ensayar lo que debía decir. Agotado, Fuld se metió en el coche y volvió a casa. Necesitaba dormir bien. Una vez más pensó que ojalá estuvieran ya terminadas las obras del piso de dieciséis habitaciones que él y Kathy habían comprado en el 640 de Park Avenue por veintiún millones de dólares,20 pero ella había decidido hacer una remodelación a fondo. Se acomodó en el asiento trasero del Mercedes, dejó a un lado su BlackBerry y disfrutó de unos minutos de descanso desconectado del mundo. Nadie habría apostado jamás que Dick Fuld llegaría a seme jantes niveles en Wall Street. Recién ingresado en la Universidad de Colorado, en Boulder, 32. La presentación de Russo, titulada «Credit Crunch: Where Do We Stand?», se pronunció originalmente en la reunión del Grupo de los Treinta el 30 de noviembre de 2007. Actualizó la ponencia para el Foro Económico Mundial de enero de 2008. Véase http://www.group30.org/pubs/pub_l401.htm 33. Un corredor declaró al New York Post. «Tiene buena estructura, pero necesita muchísimo trabajo», calculando que la renovación del apartamento de Fuld costaría diez millones más. Véase «$21 Million Wreck», New York Post, 6 de febrero de 2007.
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en 1964, parecía perdido y fue pasando de una decepción a otra hasta que Jacob Schwab, su abuelo materno, le consiguió un traba jo de verano a tiempo parcial en la firma bancaria con la que traba jaba desde hacía tiempo y que se llamaba Lehman Brothers. Empe zó haciendo copias y recados, pero aquel trabajo fue para él una revelación. Le encantaba lo que veía. En el patio de operaciones, los hombres gritaban y trabajaban con una intensidad que él jamás había experimentado. «Esto es lo mío», pensó. Dick Fuld se había encontrado a sí mismo por fin. Tras graduarse en la universidad con un semestre de retraso, en febrero de 1969, se reincorporó a Lehman el verano siguiente como becario,21 esta vez en el magnífico edificio de estilo renacen tista de One William Street, en el corazón de Wall Street.22 El tra bajo que hacía le gustaba, salvo por tener que responder ante Glucksman, un individuo intratable al que ya había conocido en su estancia anterior en la compañía. Decidido a cambiar de trabajo, pidió a Glucksman una carta de referencia, pero éste le dijo que no tenía necesidad de buscar otro trabajo, que siguiera trabajando allí. Fuld le dijo que no podía trabajar para él porque no congeniaban, y Glucksman le contestó que si aceptaba no tendría que trabajar con él. Fuld siguió sus estudios por la noche en la Universidad de Nueva York y, después de un tiempo desempeñando tareas intras cendentes, Glucksman un día lo llamó y le dijo que se dejara ya de hacer tonterías y volviera a trabajar con él. Obtuvo un aumento y los dos se hicieron rápidamente amigos. Así empezó su ascenso en la compañía. Glucksman había reconocido en él a un joven operador a su imagen y semejanza. Alguien que no se dejaba obnubilar por sus
34. Justin Schack, «Restoring the House of Lehman», Institutional Inves tor Americas, 12 de mayo de 2005; Tom Bawden, «Bruiser of Wall St. Dick Fuld Looked After His People, But Didn't Know When to Quit», The Ti mes (Londres), 16 de septiembre de 2008; Annys Shin, «Capítol Grilling for Lehman CEO», The Washington Post, 7 de octubre de 2008. 35. Ann Crittenden, «Lehman's Office Move Marks End of an Aura», The New York Times, 20 de diciembre de 1980.
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emociones y que sabía reconocer una compra y una venta allí don de las había. Tenía un talento natural para los negocios.23 La verdad es que había llegado a Lehman Brothers en el mo mento justo, cuando la compañía estaba abocada a una gran trans formación que lo beneficiaría mucho.
Veinte años después de su fundación en 1850, los mismos tres hermanos habían creado la New York Cotton Exchange y pronto la compañía pasó de sociedad mercantil a banco de inversiones. Cuan do Fuld se incorporó a la firma, las operaciones comerciales de Glucksman estaban empezando a representar una gran parte de los beneficios de Lehman. La atmósfera que se respiraba en la sección de contrataciones era ruidosa y caótica: ceniceros llenos de colillas, café medio frío, papeles apilados encima de los terminales y debajo de los teléfo nos... Distaba mucho del ambiente sereno de los bancos.
Fuld no es precisamente alto, pero tiene una presencia intimi datoria con sus ojos oscuros y profundos, y su frente ancha y angu lar, y eso es un activo fundamental en ese medio donde hay que matar o morir. Rápidamente se ganó una reputación de negociador inflexi ble, poco dado a las tonterías y a las mentiras. Pronto se empezó a conocer dentro de la firma —y fuera cada vez más— como el Go rila, un sobrenombre que no rechazó en ningún momento.24 Varios años después de haber empezado en Lehman, Fuld en contró una cara nueva en el mostrador de las hipotecas. Mientras que Fuld era moreno y ceñudo, el nuevo era pálido y afable. Pronto se presentó —un gesto que Fuld apreciaba— ofreciendo la mano de una manera que hablaba de una persona que se encuentra bien 36. Edward Robinson, «Lehmarís Fuld, a Survivor, Now Eyes Invest ment Banking Business», Bloomberg Markets, de julio de 2008. 37. Susanne Craig, «Trading Up: To Crack Wall Street's Top Tier, Leh man Gambles on Going Solo», The Wall Street Journal, 13 de octubre de 2004.
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en su propia piel. «Hola, soy Joe Gregory.» Fue el comienzo de una relación que habría de durar casi cuatro décadas. Gregory y Fuld tenían temperamentos opuestos. Gregory era más afable y menos amigo de confrontaciones. Respetaba a Fuld y éste no tardó en convertirse en su mentor, llegando a aconsejarlo incluso sobre su indumentaria. Ni Fuld ni Gregory pertenecían a la Ivy League.* Gregory ha bía llegado a Lehman en la década de 1960 casi por accidente, después de abandonar su proyecto de ser profesor de historia. Ellos y otros tres ejecutivos de Lehman que también vivían en la costa norte de Long Island tomaban el tren en Huntington y aprovecha ban el trayecto por las mañanas para plantear las estrategias del día. En la compañía se los empezó a conocer como «la Mafia de Hun tington»,25 ya que siempre llegaban con un plan consensuado. Fuld y Gregory progresaron rápidamente bajo la dirección de Glucksman, aunque Fuld era claramente su favorito. Glucksman mostraba un desdén absoluto por los banqueros de inversiones de la empresa, todos de la Ivy League. En Wall Street había algo muy parecido a una guerra declarada entre los ban queros y los operadores, y Glucksman alentaba sin recato esa riva lidad. En 1983, encabezó uno de los golpes más memorables de Wall Street, que acabó con que un inmigrante —Glucksman era un judío húngaro de segunda generación— deshancara a uno de los líderes más relacionados del sector: Peter G. Peterson, antiguo secretario de Comercio en la Administración Nixon.26 Durante su confrontación final, Glucksman miró a Peterson a los ojos y le dijo que podía irse por las buenas o por las malas, y Peterson, que pasaría a cofundar el * La Ivy League, Liga Ivy o Liga de la Hiedra es una asociación de ocho universidades privadas del nordeste de Estados Unidos. El término tiene unas connotaciones académicas de excelencia y también de elitismo (todas pertenecen a la Costa Este, concretamente a algunos de los primeros trece estados fundado res). Estas universidades se conocen como «las ocho antiguas o las hiedras» {the Mes). (N. del t.) 38. Shnayerson, «Profiles in Panic», Vanity Fair, art. cit. 39. Ken Auletta, «Power, Greed and Glory on Wall Street: The Fall of the Lehman Brothers», The New York Times Magazine, 17 de febrero de 1985.
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poderoso Blackstone Group, se fue por las buenas. A Glucksman no le gustaba hablar de aquel choque: «Sería como hablar de mi prime ra esposa», diría años más tarde.27 Pero ahí no acabó todo, porque los leales a Peterson prepara ron un contragolpe que culminó ocho meses después con la venta de la compañía a American Express por trescientos sesenta millones de dólares. Esta situación se mantuvo durante más de una década, hasta que los insurgentes originales volvieron a la carga. El sector de inversiones fue producto de la fusión de Lehman con la operadora de corretaje minorista de AmEx y pasó a conocer se como Shearson Lehman. La idea era combinar cerebro y múscu lo, pero la relación fue turbulenta desde el comienzo. Puede que el mayor error que la corporación haya cometido fuera no despedir sin más a los directivos de Lehman que habían dicho claramente que toda la operación era un gran error. En el momento de la fu sión, Fuld, que ya era miembro del consejo de Lehman, había sido uno de los tres directivos que se opusieron a la venta, y junto con Glucksman y Gregory, y el resto del círculo más íntimo de Glucks man, lucharon durante toda una década por preservar la autono mía y la identidad de Lehman. «Fue como cumplir diez años de condena», decía Gregory.28 A los operadores y ejecutivos de Lehman les desagradaba so bremanera formar parte de un supermercado financiero. Para em peorar aún más las cosas, la nueva estructura de gestión rayaba en lo bizantino. Nadie sabía bien quién estaba a cargo de qué o, lo que es lo mismo, si había alguien a cargo de algo. Cuando AmEx finalmente se desprendió de Lehman en 1994, la firma estaba descapitalizada y dedicada casi exclusivamente a la comercialización de títulos. Las estrellas como Stephen A. Schwarz man, futuro director general de Blackstone, habían abandonado la firma. Nadie pensaba que fuera a sobrevivir mucho tiempo como
40. Robinson, «Lehmans Fuld», BloombergMarkets, julio 2008. 41. Robert J. Colé, «Shearson to Pay $360 Million to Acquire Lehman Brothers», The New York Times, 11 de abril de 1984.
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compañía independiente. Era carne de absorción para algún banco mucho mayor. El director general de American Express, Harvey Golub, nom bró a Fuld, que era el principal operador de Shearson Lehman y que había ascendido a copresidente y consejero delegado de la en tidad recién independizada. Fuld tenía una tarea ingente por delan te. Lehman se tambaleaba: sus ingresos netos se habían reducido en un tercio al vender las unidades de Shearson; la banca de inversión se había contraído en una proporción similar. No hacían más que achicar agua. Y las luchas internas continuaron hasta que en 2002 Fuld, que timoneaba la empresa en solitario, nombró a Gregory y a otro co lega, Bradley Jack, como codirectores. Gregory —que gozaba de la confianza de Fuld, en parte por su talento y tal vez por algo más importante: porque no constituía una amenaza— no tardó en dejar fuera a Jack. —Eres el mejor amañador de negocios que tengo29 —le dijo Fuld a Gregory, convencido de que con su ayuda podría poner fin a los rumores que habían estado a punto de despedazar la firma en la década de 1980. Fuld empezó por reducir el personal y aplicar al mismo tiem po un estilo de gestión más fluida.30 Descubrió sorprendido que se le daba bien lo de hacer la pelota, estimular a los nuevos talentos y, tal vez lo más increíble para un operador, llevar las relaciones con los clientes. Mientras él se convertía en el rostro público de la fir ma, Gregory se consolidó como director general. Sí, Fuld se había convertido en uno de los «jodidos banqueros» y su objetivo princi pal era impulsar el precio de las acciones de la empresa que había 42. Peter Truell, «Pettit Resigns as President of Lehman Brothers», The New York Times, 27 de noviembre de 1996; Peter Truell, «Christopher Pettit Dies at 51; ExPresident of Lehman Bros.», The New York Times, 19 de febrero de 1997. 43. «En el plazo de una semana o de diez pondremos en la calle al 60 por ciento de los quinientos cincuenta operadores financieros [que] no son represen tativos para la compañía.» Recortó gastos desde mil doscientos cincuenta millo nes hasta mil millones, y despidió a casi dos mil personas. Véase «Take Notice, It's Lehman», US Banker, 1 de mayo de 2001.
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empezado a cotizar en bolsa. Se empezaron a distribuir las acciones entre los empleados, que llegaron a poseer un tercio de la empresa. «Quiero que mis empleados actúen como propietarios», decía Fuld a sus directivos.31 Alentaba el trabajo en equipo aplicando el mismo sistema que usaba para premiar a su hijo cuando jugaba al hockey: «Ganas un punto por un gol, pero dos por una asistencia.»32 También aplicaba en Lehman otro de los consejos destinados a su hijo: «¡Si uno de tu equipo es atacado, pelea como un león!» Así, sus altos ejecutivos eran recompensados según el rendimiento de sus equipos. Fuld era leal con quienes lo eran con él. Tal vez vivió el mo mento culminante de su liderazgo después de los ataques del 11S. Cuando el mundo literalmente se derrumbaba a su alrededor, supo instaurar un espíritu de camaradería que ayudó a mantener la com pañía cohesionada. El día siguiente de la caída de las torres, Fuld asistió a una reunión en la Bolsa de Nueva York para discutir cuán do debería reabrirse. Cuando se le preguntó si Lehman estaría en condiciones de operar, dijo a los presentes, casi al borde de las lágri mas: «Ni siquiera sabemos quiénes están vivos.» Tras el recuento final, Lehman sólo había perdido un emplea do, pero el cuartel general de la compañía en el número 3 del World Financial Center había sufrido tantos daños que estaba inutilizable. Fuld montó oficinas improvisadas para sus seis mil quinientos em pleados en un hotel Sheraton de la Séptima Avenida; pocas sema nas después, él mismo negoció la compra de un edificio a uno de sus más encarnizados rivales, Morgan Stanley, quien jamás lo había ocupado. Un mes más tarde, Lehman Brothers estaba en pie y fun cionando en sus nuevos locales como si no hubiera pasado nada. A pesar de todo lo dicho sobre el cambio, Fuld no hizo una rectificación total del motor, sino que encajó mejor las piezas. Ins tauró una versión más sutil de la idea paranoide y combativa de Glucksman. Se mantuvieron las metáforas marciales: «Cada día es una batalla —gritaba Fuld a sus ejecutivos—. Hay que matar al
44. Schack, «Restoring the House of Lehman», InstitutionalInvestor, art. cit. 45. The Wall Street Journal, 14 de octubre de 2005.
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enemigo.»33 Pero los operadores y los banqueros ya no se tiraban los unos al cuello de los otros, y al menos durante un tiempo Lehman no se vio despedazada por las luchas internas. En un momento dado, Fuld decidió que Lehman era demasia do conservadora, que dependía demasiado de la comercialización de títulos y demás deudas, y al ver el enorme beneficio que obtenía Goldman Sachs de la inversión de su propio dinero, quiso que la firma se ramificara. Confió en Gregory para hacer realidad su idea, y éste desempeñó un papel clave en las apuestas cada vez más agre sivas de la compañía, metiéndola en el negocio inmobiliario, las hipotecas y los préstamos apalancados. Los beneficios y el precio de las acciones subieron como la espuma; Gregory fue recompensado con cinco millones en efectivo y veintinueve millones en acciones en 2007 (a Fuld le correspondió un paquete por valor de cuarenta millones).34 Gregory se fue haciendo cargo de los problemas de personal que requerían medidas disciplinarias y en la oficina pasó a ser co nocido por el mote de Darth Vader. Aunque Fuld no lo sabía, las tácticas de mano dura de Gregory eran tema de conversación en todos los corrillos. Si alguien caía en desgracia con él era inflexible e implacable. Si alguien era un experto en un sector, lo ponía en otro sobre el que no tenía ni idea porque, según decía, la gente necesita tener amplia experiencia.35 «El poder está en la máquina, no en el individuo», solía decir. Cuando en septiembre de 2007, Gregory eligió como directora financiera a Erin Callan, una llamativa rubia de cuarenta y un años que llevaba siempre unos tacones de aguja al estilo de Sexo en Nueva York, todos quedaron atónitos.36 Callan era brillante, sin duda, pero casi no sabía nada de las operaciones de tesorería de la empresa y tampoco tenía experiencia en contabilidad. Otra mujer de la empre 46. Fishman, «Burning Down His House», New York Magazine, art. cit. 47. Yalman Onaran, «Lehman Brothers pagó al consejero delegado Fuld cuarenta millones de dólares en 2007», Bloomberg News, 5 de marzo de 2008. 48. Ibídem. 49. Susanne Craig, «Lehman's Straight Shooter», The Wall Street Journal, 17 de mayo de 2008.
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sa, Ros Stephenson, estaba furiosa por el nombramiento y presentó su queja a Fuld que, como siempre, apoyó la decisión de Gregory. Callan se moría por demostrar a sus colegas que, al igual que el propio Fuld, era aguerrida y curtida en mil batallas. Había traba jado como asociada en el departamento fiscal de Simpson Thacher & Bartlett que tenía a Lehman Brothers como uno de sus principa les clientes. Después de cinco años en Simpson, un día llamó a su contac to en Lehman para sondear la posibilidad de trabajar en Wall Street. La idea no sonó descabellada y entró a trabajar en Lehman. Pronto supo aprovechar la oportunidad cuando un cambio en la ley fiscal provocó un auge de los títulos que tributaban como si fueran deu da. Callan, con su experiencia en derecho fiscal, estaba en las me jores condiciones para estructurar estas complejas inversiones para clientes como General Mills. Esta mujer confiada, el prototipo de ejecutiva hábil y agresiva, pronto escaló posiciones dentro de la empresa y en pocos años llegó a supervisar las soluciones financieras globales y los grupos analíti cos de finanzas globales. Joe Gregory, defensor convencido del valor de la diversidad, pronto se dio cuenta de que promover a una persona joven y ele gante, y mujer por más señas, sería bueno para Lehman y para él. Y eso por no hablar de lo bien que quedaba Callan en televisión. La noche del 17 de marzo, Erin Callan estaba inquieta pen sando en que el siguiente iba a ser el día más grande de su carrera. A ella le habían encomendado la representación de Lehman Bro thers ante el mercado y ante el mundo. Dentro de unas horas diri giría la teleconferencia en la que se expondrían los resultados tri mestrales de la empresa. Docenas de analistas financieros de todo el país la escucharían, muchos de ellos dispuestos a despedazar a Leh man al menor signo de debilidad. Una vez presentadas las cifras, vendrían las preguntas y, en vista de la que estaba cayendo, proba blemente surgirían algunas muy duras que sin duda la pondrían a prueba. De sus respuestas dependía que la empresa se mantuviera en pie o cayera.
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Viendo que dormir era imposible, finalmente saltó de la cama y recogió el periódico que habían dejado ante su puerta. El titular de primera página de The Wall Street Journal no la tranquilizó pre cisamente: «Lehman se encuentra en el ojo del huracán», y se ha blaba de ella como una de los principales ejecutivos de la firma designados para acallar los rumores sobre la debilitada salud de la compañía. A pesar del cansancio, sintió que la adrenalina le corría por las venas y salió corriendo de casa vestida con un elegante traje negro elegido por su «comprador personal» en Bergdorf Goodman.37 Se había alisado el pelo, pues ese mismo día tenía que aparecer en Closing Bell with Marta Bartiromo en la CNBC. Esperó a que llegara su chófer bajo la marquesina del Time War ner Center. Esperaba no vivir allí mucho tiempo. Con su nuevo car go y los ingresos que iba a tener, pensaba comprarse el piso de sus sueños en la planta 31 del número 15 de Central Park West, donde vivían algunas de las figuras más destacadas del mundo financiero. Sentada en el asiento trasero del coche, pensó en todo lo que se juga ba ese día, además del lujoso apartamento38 para el que tendría que pedir prestada la friolera de cinco millones de dólares.39
En su oficina de Lehman, Dick Fuld trataba de calmarse mientras se preparaba para ver una intervención de Paulson, el se cretario del Tesoro, en la CNBC. Matt Lauder, del programa To day, dirigía la entrevista transmitida simultáneamente por la NCB y la CNBC. Empezó haciendo referencia a las palabras pronunciadas el lu
50. Craig, «Lehmans Straight Shooter», The Wall Street Journal, art. cit. 51. Según los registros de alojamiento de la ciudad de Nueva York, Ca llan firmó tanto su escritura como la hipoteca el 16 de abril de 2008. Lysandra Ohrstrom, «15 CPW Alert! Lehman Lady Lands $6.5 M. Pad», New York Ob server, 25 de abril de 2008. 52. Según los registros de alojamiento suscribió una hipoteca de cinco millones. Véase también DealBook, «Lehmans C. F. O. Checks into 15 C. P. W.», The New York Times, 29 de abril de 2008.
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nes anterior por el presidente: «El secretario Paulson me ha puesto al día y está claro que la situación representa un reto.» —Quisiera contrastar eso con lo que Alan Greenspan escribió hace poco en un artículo —continuó Lauder—: «La actual crisis financiera de Estados Unidos podría llegar a ser considerada en el futuro como la más dolorosa desde el fin de la segunda guerra mundial.» ¿No le parece que la afirmación «representa un reto» es el eufemismo del año? —acabó preguntando Lauder en su estilo correcto pero incisivo. Paulson tartamudeó un momento, luego se recuperó y trató de lanzar un mensaje tranquilizador. —Matt, hay turbulencias en nuestros mercados de capital, y llevamos así desde agosto. Todos estamos tratando de superarlas. Tengo una gran confianza en nuestros mercados, son fuertes, son flexibles, pero esto lleva algún tiempo y estamos decididos a conse guirlo. Fuld esperaba con creciente impaciencia a que Lauer pregun tara sobre las implicaciones del rescate de Bear Stearns. —La Reserva Federal tomó algunas medidas extraordinarias durante el fin de semana para abordar la situación de Bear Stearns —dijo Lauer finalmente—. La gente empieza a preguntarse: «¿Es que la Reserva Federal reacciona con más vigor ante lo que está pasando en Wall Street que ante lo que le está pasando a la gente atribulada de todo el país, la gente de la calle?» Fuld pensó exasperado que aquello era un ejemplo más de la tendencia de los medios populares a abordar las cuestiones finan cieras en función de la lucha de clases. Paulson hizo una pausa y buscó las palabras. —Si me permite, la situación de Bear Stearns ha sido muy do lorosa para sus accionistas, de modo que no creo que piensen que han sido rescatados —era evidente que trataba de enviar un mensaje: la Administración Bush no tiene por costumbre rescatar empresas. Entonces Lauer citó la primera página de The Wall Street Journah* 40. Robin Sidel, Greg Ip, Michael M. Phillips, and Kate Kelly, «The WeekThat Shook Wall Street», The Wall Street Journal, 18 de marzo de 2008.
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—¿Ha sentado el Gobierno un precedente para sostener las instituciones financieras en un momento en que sus instrumentos más tradicionales parece que no funcionan? En otras palabras, ¿será ésta la tendencia del futuro, señor secretario, que las instituciones financieras que se metan en problemas recurran al Gobierno para ser rescatadas? —Bueno, insisto en que no creo que los accionistas de Bear Stearns piensen ahora mismo que han sido rescatados —repitió Paulson—. Lo que nos preocupa es lo que es mejor para el pueblo americano y cómo minimizar el impacto de esta conmoción en los mercados de capital... Nada más sentarse ante su mesa, Callan encendió su terminal Bloomberg y esperó a que Goldman Sachs anunciara sus resultados del trimestre, que el mercado interpretaría como un barómetro aproximado de cómo iban a ir las cosas.41 Si los resultados de Gold man eran buenos, eso le daría a Lehman un empujón añadido. Cuando las cifras de Goldman aparecieron en la pantalla, quedó encantada. Eran sólidas: mil quinientos millones en beneficios. No eran los tres mil doscientos anteriores, pero ¿quién no había bajado de un año a esta parte? Goldman había superado las expectativas. Todo bien por el momento. Esa mañana, Lehman Brothers había enviado un comunicado de prensa resumiendo los resultados del primer trimestre. Callan sabía que inspiraban confianza: unas ganancias de 489 millones de dólares, u ochenta y un céntimos por acción, un 57 por ciento me nos que en el trimestre anterior, pero más de lo que habían previsto los analistas. Los primeros despachos de las agencias de noticias eran positi vos. «Lehman ha dejado confundidos a los agoreros con estas ci fras», había declarado Michael Holland, de Holland & Company,
41. Jenny Anderson, «Swinging Between Optimism and Dread on Wall Street», The New York Times, 19 de marzo de 2008.
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a Reuters.42 Un analista del Bank of America calificaba los resulta dos de «sólidos».43
A las diez de la mañana, una hora y media después de la aper tura del mercado, Callan entró en la sala de juntas del piso 31. Aun que los resultados de Lehman ya empezaban a tener un efecto tran quilizador sobre los mercados, todavía era mucho lo que dependía de su actuación. Seguramente todos los que la estuvieran escuchan do harían las mismas preguntas: ¿en qué se diferenciaba Lehman de Bear Stearns?, ¿hasta qué punto era fuerte su posición de liquidez?, ¿cómo estaba valorando su cartera inmobiliaria real?, ¿podían creer realmente los inversores en su forma de valorar sus activos o acaso Lehman estaba jugando con valoraciones aparentes? Callan tenía respuestas para todas esas preguntas. Había pre parado, estudiado y disparado con balas de fogueo. Hasta había ensayado las cifras durante el fin de semana ante una sala llena de funcionarios de Valores y Bolsa —no precisamente el público más fácil—, que se habían ido satisfechos. Ella conocía las cifras frías y se sabía de memoria la historia que necesitaban que les contaran. Los mercados rugieron de aprobación ante el balance de resultados. Las acciones de Lehman subieron mientras los diferenciales de ca lificación se estrechaban. Los inversores tenían la percepción de que el riesgo de que la firma cayera se había reducido. Ahora sólo faltaba que Callan diera la puntuación. Bebió un sorbo de agua. Tenía la voz ronca después de cuatro días sin parar. —¿Está todo dispuesto? —preguntó Ed Grieb, el director de relaciones con los inversores de Lehman. Callan asintió y empezó. —No cabe duda de que en los últimos días ha habido una volatilidad sin precedentes, no sólo en nuestro sector, sino en todo
53. «Lehman Lifts Mood, and So Does Goldman», International Herald Tribune, 19 de marzo de 2008. 54. Susanne Craig y David Reilly, «Goldman, Lehman Earnings: Good Comes from the Bad», The Wall Street Journal, 19 de marzo de 2008.
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el mercado44 —dijo, con docenas de analistas financieros pendientes de sus palabras. Durante treinta minutos, con voz tranquila y firme, estuvo pasando revista a los números de Lehman, haciendo especial hincapié en los esfuerzos de la firma para reducir el apalan camiento y aumentar su liquidez. Fue una presentación estelar. Los analistas que participaban en la teleconferencia parecían impresio nados por su dominio de los hechos, su seguridad y su disposición a reconocer los problemas existentes. Después vinieron las preguntas. La primera fue Meredith Whitney, analista de Oppenheimer, famosa por sus inclementes críticas a la banca durante el otoño anterior. Callan y todos los eje cutivos de Lehman contuvieron la respiración mientras esperaban sus primeras palabras. —Has hecho un gran trabajo, Erin45 —dijo Whitney para sor presa de todos—. Aprecio tus aclaraciones. Estoy segura de hablar por todos. Callan trató de que no se notara su alivio, sabía que lo había conseguido. Si Whitney se lo había creído, todo iba bien. Mientras hablaban, las acciones de Lehman seguían subiendo. Los mercados también se lo creían. En la bolsa cerrarían el día con una subida de 14,74 dólares por acción, o un 46,4 por ciento, hasta los 46,49 dólares, la mayor ganancia en un solo día desde que habían empe zado a cotizar en 1994.46 William Tanona, analista de Goldman Sachs, elevó su calificación de Lehman de «neutral» a «comprar». Cuando la sesión acabó, el entusiasmo en Lehman era palpa ble. Gregory corrió a darle a Callan un gran abrazo. Más tarde, cuando pasó al departamento de operaciones con bonos, entró en el despacho de Peter Hornick, el jefe de ventas y corretaje de deuda garantizada, que le alargó la mano y le dio un fuerte apretón.47
55. Callan, de transcripciones de la conferencia de Lehman: Lehman Brothers Holdings Inc. (LEH) F1Q08 Earnings Cali, 18 de marzo de 2008. 56. Ibídem. 57. Anderson, «Swinging Between Optimism and Dread», The New York Times, art. cit.; Rob Curran, «Lehman Surges 46 % As Brokers Rally Back», The Wall Street Journal, 19 de marzo de 2008. 58. Curran, «Lehman Surges 46 %», The Wall Street Journal, art. cit.
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Por un breve momento, todo parecía estar bien en Lehman Brothers.
Fuera de Lehman, sin embargo, los escépticos ya estaban ma nifestando sus preocupaciones. —Todavía no me creo nada de estos números, porque todavía habrán contabilizado debidamente sus pasivos en los libros48 —dijo Peter Schiff, presidente y principal estratega de Euro Pacific Capi tal, a The Washington Post—. La gente caerá en la cuenta de que todos estos beneficios que obtuvieron eran amañados. Al otro lado de la ciudad, un clarividente gestor de fondos de alto riesgo llamado David Eihorn, llegaba a la misma conclusión: «Lehman era un castillo de naipes.» Era uno de esos inversores hed gies contra los que tanto despotricaba Fuld. Y era una persona tan influyente que podía mover los mercados con una sola palabra. Ya había apostado mucho dinero a que la firma era más vulnerable de lo que Callan quería dar a entender, y estaba dispuesto a hacer par tícipe al resto del mundo de sus preocupaciones. 48. Alejandro Lazo y David Cho, «Financial Stocks Lead Wall Street Tur nabout», The Washington Post, 19 de marzo de 2008.
Capítulo 2
En un enclave residencial del noroeste de Washington D. C, Hank Paulson se paseaba arriba y abajo por su salón con el teléfono móvil en su lugar habitual, pegado a su oreja. Era Domingo de Pascua. Exactamente había pasado una semana desde la absorción de Bear Stearns, y Paulson le había prometido a su esposa, Wendy, que da rían un paseo en bicicleta por el Rock Creek Park, el gran espacio público que corta en dos la capital y en el que desembocaba la calle donde ellos vivían. Ella llevaba toda la semana molesta con él por pasarse tanto tiempo al teléfono. —Salgamos, aunque sea una hora —le dijo, tratando de arras trarlo fuera de casa. Por fin él cedió; era la primera vez en más de una semana que intentaría apartar la mente del trabajo. Hasta que el teléfono volvió a sonar. Unos segundos después, tras oír lo que le decían desde el otro lado, el secretario del Tesoro exclamó: —Eso me da ganas de vomitar.1 Era Jamie Dimon quien lo llamaba desde su lujoso despacho en la octava planta de la central de JP Morgan en Midtown Man hattan, y acababa de decirle a Paulson algo que éste no quería oír: Dimon había decidido retocar su acuerdo de absorción de Bear Stearns a dos dólares la acción y elevar el precio a diez dólares.2 59. Una versión de esta historia la dio con anterioridad Kelly, Street Fight ers: The Last 72 Hours ofBear Stearns, the Toughest Firm on Wall Street, Portfolio, Nueva York, 2009, p. 204. 60. Kate Kelly, «The Fall of Bear Stearns: Bear Stearns Neared Collapse Twice in Frenzied Last Days», The Wall Street Journal, 29 de mayo de 2008.
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La noticia no era totalmente inesperada. Paulson, que podía ser despiadado, había llamado a Dimon casi todos los días de esa semana (interrumpiendo por lo menos una vez su ejercicio mati nal), y basándose en esas conversaciones sabía que existía la posi bilidad de un precio superior por Bear. En los días transcurridos desde el acuerdo, habían expresado su preocupación de que los atri bulados accionistas de Bear rechazaran el acuerdo por lo bajo del precio, dando lugar a una nueva situación apremiante para la fir ma. Sin embargo, la decisión de Dimon le produjo inquietud. Ha bía pensado que si Dimon realmente subía el precio, lo haría unos pocos dólares... hasta ocho dólares la acción, pero no hasta una ci fra de dos dígitos. —Eso es más de lo habíamos hablado —respondió Paulson, que ahora hablaba con su inconfundible tono bajo y ronco, casi sin poder creerse lo que estaba oyendo. Una semana antes, cuando Dimon le había dicho que estaba dispuesto a pagar cuatro dólares por acción, Paulson le había dado instrucciones de bajar el precio, sugiriendo algo nominal, como uno o dos dólares.3 El hecho era que Bear era insolvente sin la oferta del Gobierno de ofrecer un aval por veintinueve mil millones de su deuda, y Paulson no quería dar la imagen de que acudía al resca te de sus amigos de Wall Street.4 —No veo por qué tienen que conseguir nada —le dijo a Di mon. Paulson no necesitaba que nadie le recordara cuál era la postu ra del presidente sobre la cuestión. El miércoles anterior a la nego ciación de Bear, Paulson se había pasado la tarde en el Despacho Oval, asesorando a Bush sobre el discurso que iba a pronunciar el viernes siguiente ante el Club Económico de Nueva York en el ho tel Hilton. Bush había incluido una línea en sus declaraciones afir mando que no habría avales. 61. Kelly, Street Fighters, ob. cit., p. 205. 62. Una semana después, para limitar la exposición, el Fed revisó su oferta hasta situarla en veintinueve mil millones. Véase Robin Sidel y Kate Kelly, «JP Morgan Quintuples Bid to Seal Bear Deal», The Wall Street Journal, 25 de marzo de 2008.
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—No diga eso —insistió Paulson repasando el borrador. — ¿Por qué? —preguntó Bush—. No vamos a dar avales. Paulson le dio la mala noticia: —Puede que tenga que dar un aval, por mal que eso pueda sonar.5 Visto lo visto, la situación se había transformado en la peor pesadilla de Paulson. La economía se había convertido en una con frontación deportiva con tintes políticos. Se jugaba su reputación y tenía que pelear ateniéndose a las reglas de Washington. Precisamente su conocimiento de cómo funcionaban las cosas en la capital de la nación le había hecho rechazar por dos veces el puesto de secretario del Tesoro en la primavera de 2006.
En Wall Street hay dos clases de banqueros: aquellos que con siguen el éxito gracias a su ingenio y a su encanto personal, y los que avanzan a fuerza de agresividad y tenacidad. Paulson era de estos últimos, y la Casa Blanca no tardó en descubrirlo. Antes de aceptar oficialmente el puesto, Paulson había dejado bien claros algunos detalles. Si treinta y dos años en Goldman Sachs le habían enseñado algo, era cómo llegar al mejor acuerdo posible. Pidió ga rantías escritas de que el Tesoro tendría en el gabinete la misma categoría que las secretarías de Defensa y de Estado. Sabía que en Washington la proximidad del presidente era importante, y él no estaba dispuesto a ser un funcionario marginado de esos que tienen que acudir a las llamadas de Bush, pero no consiguen que el jefe del gabinete responda a sus llamadas. Se las ingenió incluso para que la Casa Blanca accediera a que su Consejo Económico Nacional, pre sidido por Alian Hubbard, compañero de Paulson en la Escuela de Negocios de Harvard, celebrara algunas de sus reuniones en el edi ficio del Tesoro y que el vicepresidente Cheney asistiera a ellas. Además, para acallar así cualquier sospecha de que pudiera fa vorecer a su antiguo empleador, firmó voluntariamente un extenso acuerdo «ético» que le vedaba cualquier implicación con Goldman Sachs durante el ejercicio de su cargo. 5. Ibídem.
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Después de treinta y dos años en Goldman, Paulson tuvo se rias dificultades para adaptarse a la vida en el Gobierno. Entre otras cosas, tenía que hacer muchas más llamadas telefónicas porque ya no podía lanzar a sus subordinados largos mensajes de voz. Se le informó repetidas veces de que el sistema del Tesoro aún no tenía esa capacidad. Le aconsejaron que usara el correo electrónico, pero nunca se había sentido cómodo con él, por lo que recurrió a hacer se imprimir los que le enviaban los demás. Tampoco le gustaba ir acompañado a todas partes por funcionarios del Servicio Secreto. Siempre había considerado que tener personal de seguridad era una muestra suprema de arrogancia. La mayor parte del personal del Tesoro no sabía qué pensar de Paulson y de su idiosincrasia. Sus subordinados solían acudir a Ro bert Steel, su subsecretario, procedente también de Goldman, para pedirle consejo sobre cómo relacionarse con su temperamental jefe. Steel les repetía siempre tres cosas: «Uno, Hank es realmente inteli gente. Tiene una memoria fotográfica. Dos, trabaja duro, increí blemente duro. Tres, Hank tiene un cociente emocional cero. No os lo toméis como algo personal. No tiene una clave. Si va a la sala de descanso, sólo entrecierra la puerta.» Al comienzo de ejercer su cargo, Paulson invitó a algunos de sus colaboradores a su casa, una casa de 4,3 millones de dólares en el extremo noroeste de Washington. El grupo estaba reunido en el salón cuyas grandes ventanas con vistas sobre el bosque daban la impresión de estar en una cabaña en un árbol. Los rodeaban fotos de aves, tomadas casi todas por Wendy. Paulson estaba concentrado en explicar al grupo algunas de sus ideas. Wendy, extrañada de que su marido no hubiera ofrecido a sus invitados nada de beber en un día tan caluroso, interrumpió la reunión para suplir esa falta. —No, no van a beber nada —dijo Paulson distraídamente antes de continuar con la reunión. Poco después, Wendy volvió a aparecer con una jarra de agua fría y vasos, pero nadie se atrevió a beber nada delante del jefe.
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Paulson había heredado un Departamento del Tesoro desorga nizado. Lo que más le sorprendía era el escaso número de emplea dos que lo formaban cuando él había supuesto que la ineficacia del Gobierno consistía en tener miles de personas infrautilizadas. Paulson dejó claro que la Administración tendría que enfren tarse al menos a un serio problema: el follón de las hipotecas basu ra, cuyas repercusiones ya habían empezado a hacerse sentir. El 27 de marzo de 2008, tres días apenas después de la tran sacción «retocada» de Bear, Paulson y sus colaboradores más inme diatos celebraban una de sus habituales reuniones de las 8.30 de la mañana. Él acababa de llegar de su habitual sesión de gimnasia en el Sports Club L. A. del hotel RitzCarlton. Su grupo de expertos, formado por Bob Steel, Jim Wilkinson, David Nason, Michelle Davis, Phillip Swagel, Neel Kashkari y varios más, se apiñaba en su despacho de la tercera planta del edificio del Tesoro, que daba a la rosaleda de la Casa Blanca y tenía una vista impresionante del Mo numento a Washington hacia el sur. Paulson cogió una silla del rincón de la sala de altos techos, cuyas paredes ya estaban decoradas con profusión con las fotogra fías de pájaros y reptiles de su esposa. Algunos de sus colaboradores se habían acomodado en su sofá de terciopelo azul y otros se apo yaban contra su mesa de caoba, encima de la cual centelleaban las cuatro pantallas Bloomberg. Mientras Paulson recorría la habitación haciendo la disección de Bear, se detuvo ante David Nason. Nason, secretario adjunto para las Instituciones Financieras de treinta y ocho años, había lle gado al Tesoro en 2005 y era el cerebro directivo residente. Repu blicano y defensor a ultranza del libre mercado, llevaba meses ad virtiendo en estas reuniones sobre la posibilidad de otro episodio como el de Bear Stearns en uno o más bancos. Él y otros funciona rios del Tesoro habían llegado a reconocer que el modelo de inter mediario financiero por cuenta propia o ajena de Wall Street —se
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gún el cual los bancos podían contar de la noche a la mañana con una financiación segura por parte de otros inversores— era, por definición, un polvorín. Bear les había demostrado lo rápido que puede venirse abajo un banco; en un sector alimentado sólo por la confianza de otros inversores, la energía vital podía desaparecer al menor indicio de problema. No obstante, y a pesar de lo peligrosa que era la situación en su conjunto, Nason seguía oponiéndose fir memente a los rescates, un concepto que no podía tolerar. Nason era partidario de que el Tesoro concentrara sus esfuer zos en un doble frente: hacer que la autoridad hiciera pasar a un banco de inversión por una quiebra organizada, de modo que no desbaratara los mercados, y, de manera más inmediata, instar a los bancos a recaudar más dinero. En los seis meses anteriores, los ban cos de Estados Unidos y de Europa —incluidos el Citigroup, Me rrill Lynch y Morgan Stanley— habían conseguido allegar unos ochenta mil millones en nuevo capital, en muchas ocasiones ven diendo sus acciones a fondos de inversión estatales conocidos como «fondos soberanos» en China, Singapur y el golfo Pérsico. Pero evi dentemente no era suficiente, y los bancos ya se habían visto obli gados a recurrir a los inversores con bolsillos más abultados. Habiendo dejado atrás, aparentemente, la situación de Bear Stearns, Paulson se centró aquella mañana en el que consideraba el siguiente punto conflictivo: Lehman Brothers. Puede que los inver sores hubieran quedado impactados con la actuación de Erin Callan en la teleconferencia en la que había hecho público el balance de re sultados, pero Paulson no se dejaba engañar. «Podrían ser insolventes también», les dijo con calma a los allí presentes. No sólo lo preocupa ba la forma en que valoraban sus activos, que le parecía desbordada mente optimista, sino también su imposibilidad para recaudar ni un céntimo de capital. Paulson sospechaba que Fuld se había estado re sistiendo tontamente a hacerlo porque no quería diluir las acciones de la compañía, entre ellas las suyas, que pasaban de dos millones. Sin embargo, había algo en Fuld que lo ponía nervioso. No le tenía miedo al riesgo, a veces era incluso temerario para su gusto. «Es como un gato; ya ha tenido nueve vidas», había dicho en una reunión con sus colaboradores. Paulson creía que su viejo colega de Goldman, Bon Rubin, había avalado a Fuld a comienzos de 1995
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cuando, siendo secretario del Tesoro, había prestado ayuda a Méxi co con ocasión de la crisis del peso. Lehman había apostado una fortuna en el peso mexicano sin cubrir la apuesta, y le había salido mal. Paulson recordaba bien el momento —y les habló de él a los suyos— debido a las acusaciones que hubo por entonces de que Rubin realmente había organizado el rescate internacional en un intento de salvar a Goldman Sachs. Fuera o no justo, Paulson metía a Fuld en el saco de lo que él consideraba la retaguardia de Wall Street, financieros como Ken Langone y David Komansky, que solían almorzar en el restaurante San Pietro, de Manhattan, y eran amigos de Richard Grasso, un símbolo del exceso. Paulson había sido miembro del Comité de Recursos Humanos y Compensación de la Bolsa de Nueva York, que había aprobado un crédito a corto plazo para Grasso, presidente de la Bolsa de Nueva York. Fuld también formaba parte de aquel comité, y Langone lo presidía. Después del revuelo por la magnitud del paquete de compensación de Grasso, Paulson había querido expulsarlo. En su opinión, Grasso no sólo había sido avaricioso, sino que además había mentido. Eliot Spitzer, por entonces fiscal general de Nueva York y en ese momento en la cumbre de su carrera, pronto tomó cartas en el asunto y encausó a Grasso y a Langone. Fue en la batalla que tuvo lugar a continuación cuando se gestó la antipatía de Paulson por Grasso y sus secuaces, que parecían totalmente dispuestos a arrojar a Paulson a los pies de los caballos si convenía a sus intereses. No obstante, como secretario del Tesoro, tenía la obligación de ser diplomático y de mantener buenas relaciones con todos los consejeros delegados de Wall Street. Ellos serían activos de gran importancia, sus ojos y oídos en los mercados. Si necesitaba infor mación sobre el «flujo de transacciones» prefería obtenerla directa mente de ellos y no de algún desconectado y rígido funcionario del Tesoro, acostumbrado a calcular este tipo de cosas. Aproximadamente un mes después de haberse hecho cargo del puesto, en el verano de 2006, Paulson llamó a Fuld: —Me gustaría hablar contigo de vez en cuando para examinar los mercados, las transacciones, o la competencia; para saber qué cosas te preocupan.
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A Fuld le satisfizo el gesto y así se lo dijo. Después de esa conversación hablaron con cierta regularidad, pero con el clima imperante ahora en el mercado, las últimas con versaciones habían sido especialmente complicadas, y la siguiente lo sería aún más. Su asistente, Christal West, tenía a Dick Fuld en la línea uno. —Dick —dijo Paulson con tono despreocupado—. ¿Cómo estás? Fuld que había estado en su despacho esperando esta llamada, respondió: —Resistiendo. Se habían interesado el uno por el otro un puñado de veces la semana anterior, desde lo de Bear, pero no habían hablado de nada sustancial. La llamada de ese día fue diferente. Hablaron de las fluctuaciones en el mercado y de las acciones de Lehman. Todos los bancos estaban sufriendo, pero el precio de las acciones de Lehman había sido el más perjudicado: había bajado más de cuarenta pun tos en lo que iba de año. Lo peor era que los cortoplacistas olfatea ban la sangre, lo cual significaba que la posición a corto plazo —la apuesta por una mayor caída de las acciones de Lehman— empeza ba a tomar ventaja, y representaba más del 9 por ciento de las ac ciones de Lehman. Fuld había tratado de convencer a Paulson de que hiciera que Christopher Cox, presidente de la SEC (Comisión de Valores y Cambio), impidiera que los vendedores al descubierto dejaran de vapulear a su firma. No era que Paulson no entendiera la situación de Fuld, pero quería información actualizada sobre los planes de Lehman para reunir capital. A Fuld ya le habían dicho algunos de sus principales inversores que éste sería un buen camino, especialmente cuando las cosas todavía eran bastante positivas para la firma en la prensa. —Sería una verdadera demostración de fortaleza —dijo Paul son, esperando ser convincente. Ante la sorpresa de Paulson, Fuld se manifestó de acuerdo y dijo que había estado pensando en ello. Algunos de los tenedores de sus obligaciones ya lo habían estado presionando para que reuniese dinero respaldándose en el positivo balance de beneficios de la fir ma.
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—Estamos pensando en recurrir a Warren Buffett —dijo para finalizar. Ésa había sido una afirmación muy pensada. Fuld sabía que Paulson era amigo del legendario inversor de Omaha. Aunque Buf fett desdeñaba públicamente a los banqueros inversores en gene ral, durante años había usado la oficina de Goldman en Chicago para algunos de sus negocios, y Paulson y Buffett se habían hecho amigos. Una inversión de Buffett era en el mundo financiero un certi ficado de buena gestión.6 A los mercados les encantaría. —Deberías tantearlo —dijo Paulson, con alivio al ver que Fuld por fin entraba en el buen camino. —Sí —asintió Fuld. Pero tenía un favor que solicitar—. ¿Po drías decirle algo a Warren? Paulson vaciló, reflexionando que tal vez no fuese una idea particularmente buena para un secretario del Tesoro hacer de in termediario en transacciones de Wall Street. La situación podría complicarse aún más por el hecho de que Buffett fuera cliente de Goldman. —Déjame que lo piense, Dick, y te vuelvo a llamar —dijo.
El 28 de marzo, Warren Buffett, el legendario inversor en va lores, estaba en su despacho de la sede central de Berkshire Ha thaway en Omaha, trabajando en el sencillo escritorio de madera que había sido de su padre y esperando la llamada de Dick Fuld. La llamada había sido acordada un día antes por Hugh McGee, un banquero de Lehman, que se había puesto en contacto con David L. Sokol, presidente de MidAmerican Energy Holdings, propiedad de Berkshire Hathaway (Buffett recibe casi a diario llamadas de tanteo como aquélla, de modo que le pareció una cuestión de ru tina). No conocía bien a Fuld, con el que se había encontrado en unas cuantas ocasiones; la última vez que habían estado juntos, fue 6. John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Re fused as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008.
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sentado entre Fuld y Paul Volcker, el anterior presidente de la Re serva Federal, en una cena del Tesoro celebrada en Washington en 2007. Buffett, que llevaba uno de sus habituales trajes sin preten siones y unas gafas con montura de caparazón de tortuga, había estado haciendo las rondas cuando derramó un vaso de vino tinto encima de Fuld, justo antes de los postres. El hombre más rico del mundo después de Bill Gates se puso rojo como la grana mientras los asistentes a la cena —un grupo en el que estaban Jeffrey Immelt de General Electric, Jamie Dimon de JP Morgan Chase y el ante rior secretario del Tesoro, Robert Rubin— se abstenían educada mente de cualquier comentario. Fuld intentó reírse, pero el vino le había caído encima. Desde entonces no habían vuelto a verse. Cuando Debbie Bosanek, la asistente de tantos años de Buf fett, le anunció que tenía a Dick en la línea, Buffett dejó su Diet Cherry Coke y levantó el auricular. —Warren, soy Dick. ¿Cómo estás? Tengo conmigo a Erin Cal lan, mi jefe de finanzas. —Hola, ¿qué tal? —saludó Buffett con su afabilidad habi tual. —Como creo que ya sabrás, estamos tratando de captar algo de dinero. Nuestras acciones están muertas y es una oportunidad de oro. El mercado no entiende nuestra situación —dijo Fuld antes de lanzar su retórica de venta. Explicó que Lehman buscaba una inversión de entre tres mil y cinco mil millones de dólares y después de intercambiar algunas ideas, Buffett le hizo una rápida propuesta: le podría interesar invertir en acciones preferentes con un dividen do del 9 por ciento y certificados para la compra de acciones de Lehman a cuarenta dólares. Las acciones de Lehman habían cerra do a 37,87 ese viernes. Era una oferta agresiva por parte del Oráculo de Omaha. Un dividendo del 9 por ciento era una propuesta muy cara —por ejem plo, si Buffett hacía una inversión de cuatro mil millones, le corres ponderían trescientos sesenta millones de dólares al año en intere ses—, pero ése era el coste de «arrendar» el nombre de Buffett. Sin embargo, dijo Buffett, tendría que hacer algunas diligencias antes de comprometerse incluso a esas condiciones. «Déjame repasar al gunas cifras y te llamaré», le dijo a Fuld antes de colgar.
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En Omaha, Buffett ya había empezado a hacer algunas consul tas, nada convencido de volver a poner su dinero en un banco de inversiones. En 1991 había rescatado a Salomón Brothers cuando la famosa casa de inversiones de Nueva York estaba al borde del preci picio, pero no tardó en darse cuenta de que no soportaba la cultura de Wall Street. Si ahora prestaba su ayuda a Lehman, el mundo ente ro miraría con lupa su participación, y era muy consciente de que no sólo estaría en juego su dinero, sino también su reputación. Aunque Buffett a menudo había negociado en el mercado usando cláusulas de protección y derivadas, despreciaba la ética del intermediario y las lucrativas primas que enriquecían a gente que, a su entender, no era demasiado inteligente ni creaba mucho valor. Siempre recordaría lo indignado que estuvo después de pagar nove cientos millones en bonos en Salomón, y lo atónito que había que dado cuando John Gutfreund, el presidente de la firma, había pe dido treinta y cinco millones de dólares sólo por marcharse del follón que había creado. —Cogieron el dinero y salieron corriendo —dijo en una oca sión—. Era demasiado evidente que todo estaba en manos de los empleados. Los banqueros de inversión no hacían nada de dinero, pero se creían la aristocracia. Y odiaban a los intermediarios en parte porque ellos hacían el dinero y, por lo tanto, tenían mas mus culatura. Buffett decidió quedarse esa noche en su despacho y estudiar a fondo el balance anual de Lehman de 2007. Después de hacerse con otra Diet Cherry Coke, estaba empezando a leer cuando sonó el teléfono. Era Hank Paulson. Esto parece algo orquestado. Paulson empezó como si se tratara de una llamada social, sa biendo perfectamente que estaba pisando la delgada línea que separa la actuación de un regulador y la de un negociador. Sin embargo, pronto pasó a hablar de la situación de Lehman Brothers. «Si par ticiparas, tu nombre resultaría muy tranquilizador para el merca do», dijo sin presionar demasiado a su amigo. Al mismo tiempo, con sus acostumbrados circunloquios, dejó claro que no pretendía responder por las cuentas de Lehman. Al fin y al cabo, Buffett lle vaba años oyéndolo, como principal responsable de Goldman, des potricar contra otras firmas a las que consideraba demasiado agre
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sivas en sus inversiones y sobre su forma de llevar las cuentas. Tras años de amistad, Buffett estaba familiarizado con el código de Paulson: era un tipo impetuoso, y si quería algo realmente lo decía a las claras. Se daba cuenta de que ahora no estaba haciendo demasiada fuerza. Los dos prometieron mantenerse en contacto y se desearon buenas noches. Buffett volvió a la lectura del balance anual de Lehman. Cada vez que una cifra o una partida le parecían dudosos, anotaba el número de la página en la portada del balance. No llevaba ni una hora leyendo, y la portada estaba llena de anotaciones. Era evidentemente una bandera roja. Buffett tenía una regla muy simple: no podía invertir en una compañía que le planteaba tantos interrogantes, aunque supuestamente hubiera respuestas. Decidió dar por terminada la lectura y resolvió que no era viable una inversión. El sábado por la mañana, cuando Fuld volvió a llamar, rápidamente se hizo evidente que había otro problema además de las dudas de Buffett. Fuld y Callan tenían la impresión de que Buffett había pedido un dividendo del 9 por ciento y cláusulas de protección «cuarenta arriba», lo cual significaba que el precio del ejercicio sería de cuarenta dólares por encima de su valor actual. Buffett, por supuesto, creía haber dicho que el precio del ejercicio de las cláusulas de protección sería de cuarenta dólares la acción, apenas un par de dólares de diferencia de como estaban ahora. Por un momento todos hablaban y parecía una representación de ¿Quién está primero?, de Abbott y Costello. Era evidente que había habido un fallo de comunicación, y Buffett pensó que tanto daba. Eso fue el fin de las conversaciones. De vuelta en su despacho de Nueva York, Fuld, molesto, le dijo a Callan que las condiciones de Buffett eran leoninas y que buscarían inversiones por otro lado. Llegado el lunes, Fuld había conseguido reunir cuatro mil millones de dólares de acciones preferentes convertibles, con un tipo de interés del 7,25 por ciento y una prima de conversión del 32 por ciento de un grupo de grandes de la inversión que ya tenían intereses en Lehman. Era un acuerdo mucho mejor para ellos que el ofrecido por Buffett, pero no traía consigo la confianza que habría inspirado una inversión suya.
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Esa misma mañana, Fuld llamó a Buffett para informarle del éxito de su intento de captar fondos. Buffett lo felicitó, pero le quedó la duda de si Fuld había usado su nombre para conseguir el dinero. Aunque nunca sacó el tema, a Buffett le resultó curioso que Fuld ni siquiera mencionara la que a él le parecía una noticia im portante que había circulado durante el fin de semana: «Lehman golpeada por un fraude de 355 millones de dólares.» A Lehman le habían birlado 355 millones de dólares dos empleados del banco Marubeni en Japón, que aparentemente se habían valido de docu mentos falsos y de impostores para perpetrar el fraude. Otra vez le vino a Buffett a la memoria su experiencia en Salo món, esta vez la ocasión en que John Gutfreund y el equipo legal de Salomón le habían ocultado que la compañía estaba mezclada en un enorme escándalo por amañar las ofertas en una subasta de bonos del Tesoro, un escándalo que a punto estuvo de acabar con la empresa. No se puede fiar uno de gente como ésta.
Capítulo 3
La tarde del 2 de abril de 2008, un agitado Timothy F. Geithner bajó por la escalera mecánica al vestíbulo principal del aeropuerto nacional Reagan, en Washington.1 Acababa de llegar de Nueva York en el puente aéreo de US Airways, y su chófer, que normalmente lo esperaba nada más pasar la seguridad del aeropuerto, no aparecía por ninguna parte. —¿Dónde diablos está? —le espetó Geithner a su asistente principal, Calvin Mitchell, que había llegado con él. A Geithner, el joven presidente de la Reserva Federal de Nueva York, pocas veces se le veía estresado, pero en ese momento era in dudable que lo estaba. Hacía menos de tres semanas que había re mendado el acuerdo de último momento para sacar a Bear Stearns de la inminente insolvencia, y al día siguiente por la mañana ten dría que explicar su actuación ante el Comité de Banca del Senado —y al mundo— por primera vez. Era necesario que todo saliera a la perfección. En el fin de semana del 15 de marzo había sido Geithner —no su jefe, Ben Bernanke, como había dicho la prensa— el que había impedido la quiebra de Bear, levantando el dique de veintinueve mil millones del Gobierno que finalmente convenció a un reacio Jamie Dimon, de JP Morgan, a asumir las obligaciones de la fir 1. El avión de Geithner despegó del aeropuerto de La Guardia a las siete de la mañana, y llegó al Distrito Federal aproximadamente a las 8.20 de la ma ñana del miércoles 2 de abril de 2008. Las citas diarias de Geithner en el Fed de Nueva York puede verse en línea en la web de The New York Times. Véase http:// documents.nytimes.com/geithnerschedulenewyorkfed#p=l
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ma.2 La garantía protegía a los deudores de Bear y a sus contrapar tes —los miles de inversores que negociaban con la firma— evitan do un golpe muy grave para el sistema financiero global, al menos eso pensaba decir Geithner a los senadores. Los miembros del Comité de Banca no necesariamente lo ve rían así, y era probable que se mostraran escépticos, si no abierta mente desdeñosos, al ver a Geithner en la audiencia. Miraban el acuerdo sobre Bear como la representación de un cambio de políti ca de gran envergadura y no precisamente bien visto. Geithner ya había sido el blanco de hirientes críticas, pero teniendo en cuenta la escala de la intervención, era de esperar. Claro que eso no hacía que resultase menos desagradable escuchar a los políticos lanzar el término riesgo moral, como si lo hubieran aprendido apenas el día anterior. Geithner contaba con apoyos, pero en general eran personas que ya tenían motivo para estar familiarizadas con la peligrosa si tuación del sector financiero. Richard Fisher, quien ocupaba el mismo puesto que Geithner en la Reserva Federal de Dallas, le había enviado un correo electrónico: «Illegitimi non carborundum:* no dejes que esos bastardos te derriben.» Aunque sin duda le hubiera gustado, Geithner no tenía inten ción de anunciar ante el Senado de Estados Unidos que la crisis lo había tomado por sorpresa. Desde su despacho en lo alto de la for taleza de granito que es el Banco de la Reserva Federal de Nueva York, llevaba años advirtiendo de que la explosiva proliferación de los derivados del crédito —diversas formas de seguro que los inver sores podían comprar para protegerse contra la falta de cumpli miento de un socio comercial— podrían hacerlos en última instan cia más y no menos vulnerables debido al potencial efecto dominó 2. Una semana después del acuerdo, JP Morgan aceptó cubrir mil millo nes de dólares de pérdidas de Bear Stearns, rebajando el rescate del Fed a veinti nueve mil millones. Robin Sidel y Kate Kelly, «JP Morgan Quintuples Bid to Seal Bear Deal», The Wall Street Journal, 25 de marzo de 2008. * Este aforismo falsamente latino fue adoptado por el general del Ejérci to estadounidense Vinagre Joe Stillvell como lema personal durante la guerra. Más tarde fue popularizado en Estados Unidos por el candidato presidencial Barry Goldwater en 1964. (N. delt.)
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de los incumplimientos. El auge de Wall Street no podía durar, no dejaba de insistir, y era necesario tomar las precauciones necesarias. Había hecho hincapié una y otra vez en estas ideas en los discursos que daba, pero ¿alguien lo escuchaba? La verdad era que fuera del mundo financiero a nadie le importaba mucho lo que dijera el presidente de la Reserva Federal de Nueva York. Todo era Green span, Greenspan y más Greenspan, hasta que pasó a ser Bernanke, Bernanke y más Bernanke. Mientras esperaba en el aeropuerto, Geithner se sentía real mente hundido, pero por el momento se debía, sobre todo, al he cho de que su chófer no hubiera aparecido. —¿Quiere tomar un taxi? —preguntó Mitchell. Geithner, el que se suponía era el banquero central más pode roso de la nación después de Bernanke, se puso en la cola de los taxis donde ya había veinte personas esperando. Hurgó en sus bol sillos mirando a Mitchell con expresión de desamparo. —¿Llevas dinero? —le preguntó. Si la vida de Tim Geithner hubiera dado un giro levemente diferente unos cuantos meses antes, es muy posible que hubiera sido consejero delegado del Citigroup y no su regulador. El 6 de noviembre de 2007, cuando la crisis crediticia estaba en sus albores, Sandford Sandy Weill, el arquitecto del imperio Citigroup y uno de sus mayores accionistas individuales, había concertado una conver sación telefónica con Geithner para las 3.30 de la tarde. Dos días antes, tras anunciar unas pérdidas sin precedentes, el consejero de legado de Citi, Charles O. Prince III, se había visto obligado a presentar su renuncia.3 Weill, un directivo de la vieja escuela, no 3. El domingo 4 de noviembre de 2007, Citigroup mantuvo una reu nión de urgencia de su consejo de administración, que puso de manifiesto que podría tener hasta once mil millones adicionales de amortizaciones de activos tóxicos. Ese mismo día, el Citi nombró presidente a Robert Rubin y Prince hizo esta declaración: «A mi juicio, dado el volumen de las recientes pérdidas en nues tras operaciones de valores respaldados por hipotecas, la única conducta honora ble que me queda como director ejecutivo es presentar la renuncia. Esto es lo que le comuniqué al consejo.» Jonathan Stempel y Dan Wilchins, «Citigroup CEO
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siempre de sincera cordialidad, famoso por haber reconocido y cul tivado el talento en bruto de un joven Jamie Dimon, quería hablar con Geithner para incorporarlo a su equipo. —¿Qué te parecería dirigir el Citi? —le preguntó Weill. Geithner, que llevaba cuatro años en su cargo en la Reserva Federal de Nueva York, sintió curiosidad, pero percibió de inme diato un conflicto de intereses. —No soy la persona indicada4 —dijo casi por reflejo, pero estuvo toda una semana dándole vueltas a la idea. Durante el tiempo que llevaba en la Reserva Federal, había detectado cierta falta de respeto por parte de Wall Street. En parte, el problema se debía a que él no pertenecía al modelo de banquero central con el cual se sentían cómodos los financieros. En sus no venta y cinco años de historia, había habido ocho presidentes del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, y todos ellos habían trabajado en Wall Street como banqueros, como abogados o como economistas. Geithner, en cambio, era un tecnócrata que había he cho carrera en el Tesoro, un protegido de los antiguos secretarios Lawrence Summers y Robert Rubin. Además, su autoridad estaba un poco comprometida por el hecho de que, a los cuarenta y seis años, todavía tenía el aspecto de un adolescente, era conocido por practicar snowboard de vez en cuando y era dado a terminar todas sus frases con un «joder».5 Tenía un estilo directo de abordar los problemas, producto de una niñez en la que hubo de adaptarse continuamente a nuevas per sonas y nuevas circunstancias. Geithner se había criado como hijo de militar, yendo de país en país cuando su padre, Peter Geithner, espe cialista en desarrollo internacional, desempeñaba una serie de varia das misiones, primero para la Agencia de Desarrollo Internacional de
Prince Expected to Resign», Reuters, 4 de noviembre de 2007; Tomoeh Muraka mi Tse, «Citigroup CEO Resigns», The Washington Post, 5 de noviembre de 2007. 63. Jo Becker y Gretchen Morgenson, «Member and Overseer of Finance Club», The New York Times, 27 de abril de 2009. 64. «A Reassuring Figure for Treasury», The Economist, 22 de noviembre de 2008.
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Estados Unidos y después para la Fundación Ford. Cuando llegó al instituto, había vivido ya en Rodesia (actualmente Zimbabue), la India y Tailandia. La familia Geithner tenía tradición dentro de la función pública. El padre de su madre, Charles Moore, había sido asesor del presidente Eisenhower y le escribía los discursos, y su tío, Jonathan Moore, trabajaba en el Departamento de Estado. Siguiendo los pasos de su padre, su abuelo y su tío, Tim Geith ner fue al Dartmouth College, donde se especializó en estudios gu bernamentales y asiáticos. A comienzos de la década de 1980, en el campus de Dartmouth se libraban importantes batallas en las gue rras de la cultura, alimentadas por la aparición de una publicación de derechas, el Dartmouth Review. El periódico, del que salieron destacados escritores conservadores como Dinesh D'Souza y Laura Ingraham, publicaba historias incendiarias, 6 entre ellas una en la que se incluía una lista de los miembros de la Asociación de Estu diantes Gays, y otra, una columna contra la discriminación positiva escrita en lo que se suponía era «inglés negro». Los estudiantes libe rales de Dartmouth tragaron el anzuelo e hicieron oír sus protestas contra el periódico. Geithner desempeñó un papel conciliador, y persuadió a los liberales para que canalizaran su indignación po niendo en marcha una publicación rival.7 Al abandonar el colegio universitario, Geithner asistió a la Es cuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Johns Hopkins, donde finalizó un máster en 1985. Ese mismo año se casó con su novia de Dartmouth, Carole Sonnenfeld. Su padre actuó como pa drino en la boda, que se celebró en la casa de verano que tenían sus padres en Cape Cod. Con la ayuda de una recomendación del decano de Johns Hopkins, 8 Geithner obtuvo un trabajo en la firma consultora de 65. Peter S. Canellos, «Conservatives Sour on 'Rebel Media'», Boston Glo be, 19 de abril de 2007. 66. Onaran and McKee, «In Geithner We Trust», Bloomberg News, art. cit. 67. George Packard, entonces decano de la Johns Hopkins, recomendó a Geithner a Brent Scowcroft, entonces vicepresidente de Kissinger Associates, que lo condujo a su trabajo de investigación. Deepak Gopinath, «Nueva York Fed's Geithner Hones Skills for Wall Street», Bloomberg Markets, 22 de abril de 2004.
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Henry Kissinger, donde realizó labores de investigación para un li bro de Kissinger y causó una impresión muy favorable en el ex se cretario de Estado.9 Geithner aprendió muy pronto cómo funcio nar dentro del ámbito de los poderosos sin convertirse en un mero adulador; intuitivamente aprendió a devolverles, como un espejo, la imagen de su propia importancia. Con el apoyo de Kissinger entró en el Departamento del Tesoro y llegó a ser agregado finan ciero adjunto en la embajada de Estados Unidos en Tokio, donde llegó a dominar las canchas de tenis del recinto con su feroz com petitividad. Los encuentros deportivos le servían también para te ner discusiones informales con los corresponsales en Tokio de los principales periódicos, con los diplomáticos y con sus colegas japo neses. Durante su estancia en Japón, Geithner fue testigo presencial de la espectacular inflación y aplastante deflación de la gran burbuja económica del país. El trabajo que desempeñó allí fue el que atrajo sobre él la atención de Larry Summers, por entonces subse cretario del Tesoro, que empezó a promoverlo a responsabilidades cada vez más altas. Cuando la economía surcoreana estuvo a punto de irse a pique en el otoño de 1997, Geithner ayudó a diseñar la respuesta de Es tados Unidos, y al año siguiente fue ascendido a subsecretario del Tesoro para Asuntos Internacionales. Cuando Clinton dejó la presidencia, Geithner se unió al Fon do Monetario Internacional, y desde allí fue reclutado para la Re serva Federal de Nueva York. A pesar de haber servido en una Ad ministración demócrata, Geithner recibió el apoyo para el cargo de Peterson, un republicano con buenas conexiones. La presidencia de la Reserva Federal de Nueva York es el segun do cargo por su importancia dentro del sistema de bancos centrales del país y conlleva enormes responsabilidades. El Banco de Nueva York es los ojos y los oídos del capital financiero de la nación, ade 9. «No trata de entrar en una sala y hacerse con ella —dijo en una oca sión Kissinger sobre Geithner—. Se impone por la fuerza de su razonamiento.» Candace Taylor, «Quiet NY Fed Chief Makes Loud Moves», Nueva York Sun, 31 de marzo de 2008.
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más de ser responsable de la gestión de gran parte de la deuda del Tesoro. De los doce bancos de distrito del sistema de la Reserva Federal, el de Nueva York es el único cuyo presidente es miembro permanente del comité que establece tipos de interés.10 Debido al coste relativamente elevado de la vida en Nueva York, el salario anual del presidente de la Reserva Federal de Nue va York es el doble que el del presidente de la Reserva Federal.11 A pesar de su idiosincrasia, Geithner fue adaptándose a su nuevo cargo en la Reserva Federal de Nueva York, distinguiéndose por su concienzudo esfuerzo por conseguir consenso. Tenía claro que el auge de Wall Street habría de terminar en algún momento, y su experiencia en Japón le indicaba que no era probable que acabara bien. Por supuesto, no tenía forma de cono cer con exactitud ni cómo ni cuándo sucedería eso, y por mucho que hubiera estudiado, nada podría haberlo preparado para enfren tarse a los acontecimientos que se desencadenaron a comienzos de marzo de 2008. Matthew Scogin asomó la cabeza en el despacho de esquina que ocupaba Robert Steel en el Departamento del Tesoro. —¿Estás preparado para otra ronda del comité de la muerte?* Steel suspiró mirando a su asesor principal, pero sabía que era para bien. —Vale, está bien, vamos a ello. Hank Paulson había sido llamado a testificar ante el Comité 68. «El Comité Federal del Mercado Abierto consta de siete miembros del Consejo de Gobernadores y cinco presidentes del Banco de la Reserva. Mien tras que el presidente de la Reserva Federal de Nueva York se desempeña sobre la base de la continuidad, los otros once presidentes de la Reserva rotan por perío dos de un año, empezando el 1 de de enero de cada año.» http://www.federalre serve.gov/FOMC 69. El sueldo anual del presidente del Fed de Nueva York en 2008 fue de 191 300 dólares, http://www.federalreserve.gov/generalinfo/faq/faqbog.htm * Un «comité de la muerte» {murder board) es un comité de interpelantes formado para ayudar a alguien a prepararse para un examen oral especialmente difícil. (N.delt.)
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de Banca con Geithner, Bernanke y Cox, presidente de la Comi sión de Cambio y Bolsa, esa mañana del 3 de abril, junto con Alan Schwartz de Bear Stearns y Jamie Dimon de JP Morgan que decla rarían después. Pero Paulson estaba en un viaje oficial en China que no podía postergarse, de modo que su adjunto, Steel, se presen taría en su lugar.12 Al igual que Geithner, Steel era un gran desconocido fuera del mundo financiero, y consideraba su declaración ante el Comité de Banca del Senado como una especie de oportunidad. Su perso nal había estado ayudándolo a prepararse al modo tradicional de Washington: realizando una ronda tras otra del «comité de la muer te». El juego consistía en que diferentes miembros del personal asu mieran los roles de determinados legisladores y acribillaran a Steel con las preguntas que podían llegar a hacerle los políticos. El obje tivo era, además, comprobar que Steel respondiera a los ataques con toda la lucidez y coherencia de las que era capaz. Steel se había presentado ya ante otros comités del Congreso, pero nunca con tanto en juego. Aunque siempre había pensado en hacer un regreso triunfal al sector privado, quería dedicar algún tiempo a la función pública, igual que muchos otros discípulos de Goldman. Acreditada su bue na fe en el sector público, incluido un puesto como asociado prin cipal en la John F. Kennedy School of Government de Harvard, el 10 de octubre de 2006 aceptó la invitación de Paulson de trabajar con él en el Tesoro como subsecretario de finanzas nacionales. Cuando entró en la sala de conferencias con Scorgin para una última ronda del comité de la muerte, ya estaban allí sus colegas del Tesoro David Nason, el jefe de personal Jim Wilkinson y Michele Davis, subsecretaría para asuntos públicos y directora de planifica
12. «Aprecio mucho la oportunidad de presentarme hoy ante ustedes en representación del secretario Paulson y del Departamento del Tesoro de Estados Unidos —dijo Steel el 3 de abril de 2008—. Como saben, el secretario Paulson está realizando un viaje a China programado desde hace mucho tiempo.» El discurso de Steel se puede consultar en://www.ustreas.gov/press/releases/ hp904. htm
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ción política, sentados con un pequeño grupo al otro lado de la mesa. Había una pregunta candente que todos sabían que le harían: ¿qué papel había desempeñado el Gobierno en las negociaciones que habían desembocado en el precio original de dos dólares por acción para Bear Stearns? Ninguno de los miembros del Tesoro te nía la clave sobre lo que los otros testigos —Jamie Damon por JP Morgan y Alan Schwartz por Bear— iban a decir que había ocurri do realmente cuando testificaran más tarde ese mismo día. Steel sabía que Paulson había tratado de forzar un precio más bajo para enviar un poderoso mensaje de que los accionistas no debían aprovecharse de un rescate del Gobierno, pero en el Tesoro nadie había confirmado eso, y por el bien de Paulson y de todos los demás, era mejor no reconocer lo que realmente había sucedido: el domingo 16 de marzo por la tarde, Paulson había llamado a Di mon y le había dicho que pensaba que aquello debía hacerse a un precio muy bajo. Steel sabía que tenía que sortear esa cuestión en la audiencia. Era imperativo, tal como Davis y otros habían dejado claro duran te las sesiones del comité de la muerte y en otras reuniones, que no se dejara atraer a un debate acerca de si dos dólares era el precio adecuado... o diez dólares, que daba lo mismo. La idea clave en la que tenía que centrarse era la preocupación de Paulson de que, tratándose como se trataba de dinero del contribuyente, no debía compensarse a los accionistas. Y más importante, aconsejaban deci didamente a Steel que se mantuviera inflexible al decir que el Teso ro no había negociado el acuerdo para la compra de Bear. En todo caso, debía desviar la cuestión hacia la Reserva Federal, que era el único organismo del Gobierno que podía participar legalmente en una transacción de ese tipo. El comité de la muerte siguió hasta unos minutos antes de la partida de Steel para la audiencia. Iba prevenido de que tuviera es pecial cuidado con dos senadores republicanos: Richard Shelby y Jim Bunning. El objetivo clave era ahora proteger a Steel y al De partamento del Tesoro de cualquier sorpresa en el último momen to. El personal repasó minuciosamente los periódicos de la mañana para asegurarse de que no hubiera ninguna nueva revelación sobre
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Bear Stearns ni ninguna opinión hostil de algún columnista a quien un senador pudiera citar esa mañana. Por fortuna, no había nada. Steel hizo el corto viaje desde el Tesoro al Capitolio en un coche del banco con sus asistentes. La sala de audiencias en el edificio Dirksen de oficinas del Senado ya bullía de actividad, con los camarógrafos montando sus equipos y los fotógrafos probando la luz. Cuando Steel ocupó su sitio, observó que Alan Schwartz de Bear Stearns ya había llegado, aunque no le tocaba testificar hasta esa tarde, y lo saludó. Inmediatamente a la derecha de Steel estaba Geithner; a su derecha, Cox; y al lado de Cox, Bernanke. Sentados en fila se hallaba el grupo de hombres a quienes, más que a cuales quiera otros del mundo, se les encomendaba la solución de los problemas financieros.
—¿Fue esto un rescate justificado para evitar el derrumbe de los mercados financieros —preguntó Christopher Dodd, senador demócrata por Connecticut y presidente del comité— o un aval de treinta mil millones del dinero del contribuyente, como algunos lo han llamado, para una compañía de Wall Street mientras la gente de la calle se desespera por pagar sus hipotecas?13 Los fuegos de artificio comenzaron casi de inmediato. Los miembros del comité eran muy críticos respecto de la supervisión que hacían los reguladores de las firmas financieras. Lo más impor tante era que cuestionaban si la financiación de una toma de con trol de Bear Stearns había creado un peligroso precedente, que no haría más que alentar a otras empresas a tomar apuestas de riesgo, seguras de que el dinero del contribuyente las salvaría del hundi miento. Bernanke se apresuró a explicar la posición del Gobierno: «Lo que tuvimos presente en este caso fue la protección del sistema fi 13. La pregunta de Dodd así como las subsiguientes declaraciones de Bernanke, Steel y Geithner están tomadas directamente de las transcripciones oficiales del Fed de la primera parte de la audiencia. Véase «Panel I of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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nanciero y de la economía estadounidenses. Creo que si el pueblo americano comprende que estábamos tratando de proteger la eco nomía y no a alguien de Wall Street, estará en mejores condiciones de apreciar por qué tomamos las medidas que tomamos.» A continuación llegó la pregunta para la que Steel se había preparado: ¿había sido el secretario del Tesoro el que había determi nado el precio de dos dólares la acción? —Bueno, señor, el secretario del Tesoro y otros miembros de este organismo participaron activamente durante estas noventa y seis horas, tal como usted dice —replicó—. Hubo muchas discu siones por una y otra parte. —Además, en cualquier combinación de este tipo hay mu chos términos y condiciones. Pienso que la perspectiva del Tesoro tenía realmente dos vertientes. Una era la idea que sugirió el presi dente Bernanke: que una combinación, poniéndola en manos se guras, sería constructiva para el mercado en general; y, número dos, puesto que había fondos federales o dinero del Gobierno en juego, eso debía tomarse en consideración. Y el secretario Paulson ofreció su punto de vista al respecto. Había una percepción de que el pre cio no debería ser muy alto o que debería estar más próximo al ex tremo bajo de la escala y que, dada la participación del Gobierno, ésa debía ser la perspectiva. Pero con respecto a lo específico, el acuerdo real se negoció, es decir, la transacción se negoció entre el Banco de la Reserva Federal de Nueva York y las dos partes. En general, la Reserva Federal, el Tesoro y la SEC mantuvie ron sus posturas frente a las preguntas del comité, pero en gran medida lo hicieron defendiendo el rescate de Bear como una acción única de extrema desesperación, no como la expresión de la instau ración de una política. En aquellas circunstancias, era una respues ta razonable frente al ataque sobre un banco muy grande cuyo hun dimiento habría desbaratado todo el sistema financiero. —Esas circunstancias —dijo Geithner al comité— no eran muy diferentes de las de 1907, ni de la Gran Depresión. —Y pasó a vincular directamente el pánico en Wall Street y la salud econó mica del país—: De no haber habido una respuesta política vigoro sa, las consecuencias serían menores ingresos para las familias traba jadoras; costes más elevados del dinero para vivienda, educación y
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los gastos de la vida diaria; un valor más bajo de los ahorros para la jubilación y un aumento del desempleo. De modo que habían hecho lo que tenían que hacer por el bien de todo el país, cuando no del mundo, tal como explicó Steel. Y gracias a sus esfuerzos, les dijo confiadamente a los legisladores, se había tapado el agujero del dique.
Jamie Dimon estaba buscando una metáfora. Sentado en la sala de conferencias en el extremo opuesto al despacho del senador Charles Schumer, observando el interrogato rio de la mañana en CSPAN, la televisión por cable, había estado planeando una estrategia con su jefe de comunicaciones y persona de confianza, Joseph Evangelisti. ¿Cómo podía justificar el bajo precio que había pagado por Bear sin dar la impresión de que le habían hecho un regalo, por cortesía de los contribuyentes? —El común de la gente tiene que entender que corrimos un enorme riesgo —le indicó Evangelisti mientras pasaban revista a los diversos enfoques—. Tenemos que explicarlo en lenguaje llano. A diferencia de Steel, Dimon no había participado en ningún comité de la muerte en su propio despacho de Park Avenue. En lugar de eso, prefirió someterse a una ligera preparación de último momento en la sala de juntas que le había prestado un funcionario del Congreso para que no tuviera que esperar en la galería. Dimon dio con una línea simple y clara que, según creía, ex plicaba sucintamente la adquisición de Bear Stearns: «No es lo mis mo comprar una casa que comprar una casa en llamas.»14 Con eso bastaría, todos lo entenderían. El mensaje que trataba de transmitir era directo: aunque los funcionarios de la Reserva Federal y del Tesoro pudieran haber me recido que sus acciones fueran objeto de investigación, él no había 14. Cuando se le preguntó por la lógica que estaba detrás del precio de dos dólares por cada acción de Bear, Dimon dijo: «Le digo a la gente que com prar una casa no es lo mismo que comprar una casa en llamas.» Véase «Panel II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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hecho nada fuera de lo normal. No era su función proteger los in tereses de los contribuyentes estadounidenses, sólo los de sus accio nistas. Si acaso, estaba algo preocupado por la posibilidad de que el acuerdo sobre Bear les acarrease más problemas de lo que valía. The New York Times decía de él: «De repente se ha convertido en el banquero del que más se habla, y podría decirse que el más poderoso del mundo actual.»15 Para The Wall Street JournaL, se esta ba «convirtiendo rápidamente en el banquero de último recurso de Wall Street».16 Barron's había optado por un simple: «¡Todos acla man a Jamie Dimon!»17 Con todas las adulaciones de que era objeto, a Dimon casi le daba vértigo la posibilidad de declarar en esta audiencia. Mientras que casi todos los consejeros delegados temían ser llamados ante el Congreso —Alan D. Schwartz de Bear Stearns se había pasado días revisando su declaración con su dinámico abogado de Washington, Robert S. Bennett—, Dimon consideraba que era un honor esta primera ocasión de testificar ante el Congreso. La noche antes de la audiencia, llamó a sus padres para asegu rarse de que lo vieran en televisión.
El éxito de Jamie Dimon no es una enorme sorpresa, ya que es un banquero de tercera generación. Su abuelo había llegado como inmigrante a Nueva York desde Esmirna, Turquía, se había cambia do el apellido de Papademetriou a Dimon y había encontrado tra bajo como agente de bolsa, que en aquella época no era precisa mente una ocupación con glamur. El padre de Jamie, Theodore —que había conocido a su madre, Themis, jugando a la botella cuando tenían doce años— también fue agente de bolsa, y tuvo mucho éxito. A Theodore le había ido tan bien que pudo trasladar 70. Eric Dash, «Rallying the House of Morgan», The New York Times, 18 de marzo de 2008. 71. Robin Sidel, «In a Crisis, It's Dimon Once Again», The Wall Street Journal, 17 de marzo de 2008. 72. Andrew Bary, «The Deal —Rhymes With Steal— of a Lifetime», Barron's, 24 de marzo de 2008.
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a su familia de Queens a un apartamento en Park Avenue, donde crecieron sus hijos Jamie, Peter y Ted. Un día, cuando Jamie tenía nueve años, su padre les preguntó que querían ser de mayores. Pe ter, el mayor, dijo que quería ser médico; Ted, el mellizo de Jamie, dijo que no sabía, pero Jamie sí que lo sabía y lo anunció con gran seguridad: «Quiero ser rico.»18 Después de asistir a la Browning School del Upper East Side de Manhattan, Jamie estudió psicología y economía en la Tufts University; más tarde, en la Escuela de Negocios de Harvard, se hizo un nombre, tanto por su arrogancia como por su inteligencia. Transcurridas apenas unas semanas del semestre de otoño de su primer año allí, el profesor de una clase introductoria sobre opera ciones estaba exponiendo un caso sobre la gestión de una cadena de abastecimiento en una cooperativa de arándanos. En mitad de la exposición, Dimon se puso de pie y lo interrumpió diciendo: «¡Creo que se equivoca!»19 Ante la sorpresa del profesor, Dimon se dirigió a la pizarra y escribió la solución correcta al problema de abasteci miento. Dimon tenía razón, y el profesor tuvo que reconocerlo humildemente. Después de trabajar durante un verano en Goldman Sachs, Dimon pidió consejo a Sandy Weill, que tenía amistad con su fa milia desde que a mediados de la década de 1970 la empresa de Sandy había adquirido Shearson Hammill, de la que el padre de Dimon era uno de los principales corredores de bolsa. Mientras estaba en Tufts, Dimon había escrito un trabajo sobre la absorción de Shearson por parte de Hayden Stone que dejó impresionado a Weill.20 —¿Puedo enseñárselo a la gente de aquí?21 —le preguntó Weill a Dimon. 73. Leah Nathans Spiro, «Ticker Tape in the Genes», Business Week, 21 de octubre de 1996. 74. Shawn Tully, «In This Córner! The Contender», Fortune, 29 de mar zo de 2006. 75. Leah Nathans Spiro, «Smith Barney's Whiz Kid», Business Week, 21 de octubre de 1996. 76. Según información de Monica Langley: «A Sandy le gustaba tanto el papel que envió una nota a Jamie: "Magnífico papel. ¿Puedo mostrárselo a la
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—Por supuesto —respondió Dimon—. ¿Me puedes dar un trabajo de verano? —Weill se lo concedió de buena gana. Tras graduarse en Harvard, Dimon recibió ofertas de Gold man Sachs, Morgan Stanley y Lehman Brothers. Weill invitó a Di mon a su apartamento del Upper East Side y le hizo su propia oferta: un puesto como asistente suyo en American Express, donde Weill era entonces un alto ejecutivo después de haber vendido Shearson por casi mil millones de dólares. —No te voy a pagar tanto22 —le dijo Weill—, pero vas a aprender mucho y nos lo vamos a pasar muy bien —Dimon quedó convencido. Sin embargo, aquel puesto no duró mucho. Cuando Weill re nunció, Dimon se fue con él y pasaron una mala racha en la que Jamie empezó a cuestionarse si había hecho bien en seguir a Weill. Entonces, tras el fallido intento de Weill de absorber el Bank of America, dos ejecutivos de Commercial Credit, especialista en hipotecas de alto riesgo con base en Baltimore, los convencieron a él y a Dimon de comprar la compañía a su empresa matriz. Weill invirtió seis millones de su dinero para hacer el trato (Dimon invir tió cuatrocientos veinticinco mil dólares) y lanzaron la empresa, con Weill al mando. Dimon se consolidó como director de opera ciones y se puso a recortar costes obsesivamente. Una eficiente Commercial Credit se convirtió en piedra angular de un nuevo imperio financiero que Weill y Dimon levantaron gracias a más de cien adquisiciones. En 1988 los dos volvieron a Wall Street con la adquisición, por 1 650 millones de dólares, de Primerica, la empre sa matriz de la firma de corretaje Smith Barney.23 A esto le siguió, en 1993, la compra de Shearson a American Express por mil dos cientos millones.24 gente de aquí?"» Langley, Tearing Down the Walls: How Sandy Weill Fought His Way to the Top ofthe Financial World... and Then Nearly Lost It Att, Simón & Schuster, Nueva York, 2003, p. 50. 77. Ibídem, p. 74. 78. Roben J. Colé, «2 Leading Financiers Will Merge Companies in $1,65 Billion Deal», The New York Times, 30 de agosto de 1988. 79. Dana Wechsler Linden, «Deputy Dog Becomes Top Dog», Forbes, 25 de octubre de 1993.
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En 1996, tras un acuerdo de cuatro mil millones por Travelers, la compañía necesitaba a alguien que se ocupara de las operaciones de gestión de activos combinados.25 Weill trataba veladamente de hacer que Dimon promoviera a su hija, Jessica Bibliowicz, de trein ta y siete años, que llevaba el negocio de fondos mutuos de Smith Barney. Dimon y Bibliowicz se habían conocido siendo adolescen tes, pero ella no estaba considerada como una gestora de altos vue los y él tenía reservas acerca de confiarle un puesto de tanta respon sabilidad. —Asciéndela26 —le dijo a Dimon un alto ejecutivo en un aparte—. No hacerlo sería un suicidio. Dimon, sin embargo, no estaba convencido y les dijo a Weill y a los demás que no estaba preparada para el puesto, que tenían a otros ejecutivos con más experiencia esperando turno. Al año siguiente, Bibliowicz anunció que se iba de la empresa. No culpaba a Dimon y trataba de poner de relieve los aspectos be neficiosos de su marcha diciéndole a su padre: «Podemos volver a ser padre e hija.»27 Sin embargo, Weill estaba furioso, y su relación con Dimon ya no volvería a ser la misma. Se producían choques entre ellos cada vez más frecuentes mientras la compañía seguía su rápida expansión. Travelers adquirió Salomón en 1997, y Weill nombró a Deryck Maughan, un británico que había ayudado a ti monear Salomón Brothers para salir de un escándalo de bonos del Tesoro, jefe ejecutivo al mismo nivel que Dimon. Este nuevo repar to del poder, aunque lógico, desagradó sobremanera a Dimon. Un agravio aún más hiriente fue el que se produjo después de la fusión por ochenta y tres mil millones con Citicorp,28 el acuerdo 80. Greg Steinmetz, «Primerica, Travelers Seal Merger Pact; A May Speed Insurers Recovery», The Wall Street Journal, 24 de septiembre de 1993. 81. Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., p. 241. 82. Ibídem, p. 254. 83. Anunciada como fusión de setenta mil millones el lunes por la ma ñana, al finalizar el día Travelers había subido un 18 por ciento y Citicorp un 27, elevando el valor de la fusión a ochenta y tres mil millones de dólares. Véase Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., pp. 289293. Michael Siconolfi, «Ci ticorp, Travelers Group to Combine in BiggestEver Merger», The Wall Street Journal, 7 de abril de 1998.
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que reescribió las reglas del sistema financiero de Estados Unidos, al eliminarse las últimas barreras de la era de la Depresión entre la banca comercial y la de inversión mediante un proyecto de ley in troducido por el senador republicano Phil Gramm, de Texas, y el congresista republicano Jim Leach, de Iowa. Dimon había trabaja do incansablemente para cerrar el trato, pero cuando llegó el mo mento de repartir los dieciocho puestos del consejo de dirección de la compañía fusionada entre Travelers y Citicorp, se encontró fuera. Lo hicieron presidente de la compañía, pero con una sola persona que respondía ante él, la jefa de finanzas Heidi Miller. La situación insostenible llegó a su punto culminante unos días después de la publicación de un decepcionante tercer trimestre de la nueva Citigroup, resultado de un tumulto de verano cuando Rusia entró en suspensión de pagos y el fondo de alto riesgo LTCM estuvo a punto de venirse abajo. Ese fin de semana estaba progra mada una conferencia de cuatro días para los ejecutivos en el bal neario de Greenbrier, en Virginia occidental, que culminaría con una cena y un baile de gala. Cerca de la medianoche, algunas pare jas estaban cambiando compañeros de baile en la pista. Steve Black, uno de los más íntimos aliados en Smith Barney, se acercó a los Maughan y se ofreció a bailar con la mujer de éste, un gesto que pretendía ser conciliador, teniendo en cuenta las facciones enfren tadas dentro de la compañía. Sin embargo, Deryck Maughan no actuó con reciprocidad, y dejó plantada a la esposa de Black en medio de la pista. Black, furioso, salió detrás de Maughan. —¡Ya vale que me trates mal a mí —gritó—, pero no vas a tratar así a mi esposa!29 —a punto de pegarle, Black lo amenazó—. Te las vas a ver conmigo. Dimon trató de intervenir y siguió a Maughan que estaba a punto de abandonar la pista. —Te voy a hacer una simple pregunta: ¿querías o no desairar a la esposa de Black? Maughan no respondió y se dio la vuelta para marcharse. In dignado, Dimon lo cogió e hizo que lo mirara, arrancándole un botón de la chaqueta al hacerlo. 29. Langley, TearingDown the Walls, ob. cit., p. 314.
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—¡Jamás me vuelvas la espalda cuando te estoy hablando!30 — gritó. Una semana después, Weill y su coconsejero delegado, John Reed llamaron a Dimon al edificio de la corporación en Armonk, Nueva York, y le pidieron su renuncia.31 Aquello fue lo peor y lo mejor que le sucedió a Dimon. Se tomó su tiempo antes de aceptar un nuevo trabajo, rechazando varias ofertas, entre ellas, según se dice, la de la librería minorista por Internet Amazon. 32 Dimon no sabía mucho fuera del campo de la banca, y esperaba una oportunidad en ese terreno, de modo que finalmente aceptó el puesto más alto en Bank One, un operador de segunda línea muy diversificado con sede en Chicago. Era la plataforma de lanzamiento que había estado bus cando, y se dispuso a hacer que sus operaciones fueran más eficaces y a mejorar su balance, hasta el momento en que pudo poner en marcha un acuerdo con JP Morgan en 2004 que lo puso en condi ciones de suceder a William Harrison como consejero delegado. JP Morgan, que había sido en un tiempo la más orgullosa de las instituciones de Wall Street, había pasado a ser una más ante el ataque de sus competidores. Dimon trajo a su propio equipo de reductores de gastos y expertos en integración y se puso a trabajar. 33 Se arrancaron las líneas telefónicas de los baños, se eliminaron las flores frescas todos los días. Los ejecutivos se ponían tensos cuando Dimon sacaba del bolsillo del pecho una hoja de papel manuscrita que era su recordatorio diario de las cosas que había que hacer. De un lado estaba el inventario de los asuntos que tenía que abordar ese día; del otro, lo que él llamaba «gente que me debe cosas». Al llegar el 2008, JP Morgan Chase era reconocida prácticamente como todo lo que Citigroup —el banco que Dimon había ayudado a levantar— no era. A diferencia del Citi, JP Morgan había usado
30. Roger Lowenstein, «Alone at the Top», The New York Times Maga zine, 27 de agosto de 2000. 84. Timothy L. O'Brien y Peter Truell, «Downfall of a Peacemaker», The New York Times, 3 de noviembre de 1998. 85. Duff McDonald, «The Heist», Nueva York, 24 de marzo de 2008. 86. Shawn Tully, «In This Córner! The Contender», Fortune, 29 de mar zo de 2006.
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la escala para su provecho, eliminando redundancias y permutando hipotecas a clientes con cuenta corriente y viceversa. Dimon, que era de naturaleza paranoide, entendía los entresijos de casi todos los aspectos bancarios (a diferencia de muchos otros CEO)* y también reducía el riesgo; se arrancaban literalmente beneficios de cada par te de la compañía. Lo más importante: a medida que la crisis credi ticia empezó a extenderse, Dimon se mostraba infinitamente más prudente que la competencia. El banco usaba menos apalanca miento para impulsar los retornos y no participaba ni con mucho en la misma cantidad de chanchullos extracontables. Fue así como mientras otros bancos empezaron a tambalearse seriamente tras la implosión de las hipotecas de alto riesgo, JP Morgan se mantuvo fuerte y sólido. En realidad, un mes antes de que estallara el pánico por lo de Bear Stearns, Dimon se jactaba en una conferencia de inversores de que el de su compañía era un «balance fortaleza».34 —Un balance fortaleza es [sic] también un montón de liquidez, y eso nos coloca, y podemos afirmarlo con rotundidad —dijo—, en una posición muy sólida para el futuro. No sé si va a haber oportuni dades. Según mi experiencia, han sido los entornos como éste los que las han creado, pero no necesariamente surgen de inmediato. Y la oportunidad llegó antes de lo que esperaba. El jueves 13 de marzo, Dimon estaba celebrando su quincua gésimo segundo cumpleaños con su esposa y sus tres hijas en el restaurante griego Avra, en la Calle 48 Este. Alrededor de las seis, a poco de empezar a cenar, sonó su teléfono móvil, el que usaba sólo para miembros de su familia y emergencias de la empresa. Molesto, Dimon respondió a la llamada.35 —Jamie, tenemos un problema serio —dijo Gary Parr, un banquero de Lazard que estaba representando a Bear Stearns—. ¿Puedes hablar con Alan? * Chief executive officer, o director ejecutivo, CEO según sus siglas en inglés. (TV. del t.) 87. Jamie Dimon en representación de JP Morgan Chase en el Credit Suisse Group Financial Services Forum, 7 de febrero de 2008. 88. Alistair Barr, «Dimon Steers JP Morgan Through Financial Storm», MarketWatch.com, 4 de diciembre de 2008.
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Dimon, conmocionado, salió a la acera. Hacía semanas que cir culaban rumores sobre Bear, pero esa llamada significaba que eran más serios de lo que había pensado. Al cabo de unos minutos, Alan Schwartz, el CEO de Bear Stearns, le devolvió su llamada y le dijo que la firma se había quedado sin efectivo y necesitaba ayuda. —¿Cuánto? —preguntó Dimon sorprendido y tratando de mantener la calma. —Podrían ser hasta treinta mil millones. Dimon lanzó un suave silbido al aire de la noche... era mucho, demasiado. Sin embargo, se ofreció a ayudar a Schwartz, si podía. Inmediatamente colgó y llamó a Geithner. JP Morgan no podía reunir tanto dinero en tan poco tiempo, le dijo Dimon a Geithner, pero estaba dispuesto a participar en una solución. Al día siguiente, viernes 14 de marzo, la Reserva Federal cana lizó un préstamo a través de JP Morgan a Bear Stearns para solucio nar sus problemas inmediatos de liquidez y dio a la firma veintio cho días para llegar por sí misma a una solución duradera. Sin embargo, ni la Reserva Federal ni el Tesoro estaban dispuestos a dejar la situación sin resolver durante todo ese tiempo, y a lo largo del fin de semana estuvieron insistiendo a Dimon para que llevara a cabo una absorción. Después de que un equipo de trescientas personas de JP Morgan se instalara en la sede de Bear y comunicara a Dimon y a sus ejecutivos el resultado de sus indagaciones, el do mingo por la mañana Dimon consideró que había visto suficiente. Le dijo a Geithner que JP Morgan iba a retirarse, que los problemas con el balance de Bear eran tan profundos que resultaba práctica mente imposible saber hasta dónde llegaban. Geithner, sin embar go, no quiso aceptar su retirada y lo presionó para que encontrara unas condiciones que hicieran aceptable el acuerdo. Por fin acorda ron un préstamo de treinta mil millones de dólares contra las dudo sas garantías subsidiarias de Bear, dejando a JP Morgan en la cuerda floja respecto de los primeros mil millones de pérdidas.
Nada tiene de sorprendente que estas negociaciones finales fueran de gran interés para el Comité de Banca del Senado. ¿Acaso JP Morgan, consciente de la palanca que tenía, había forzado una
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negociación excesivamente dura con el Gobierno a expensas del dinero del contribuyente? El tono de Dimon, que presentaba un aspecto casi regio con su cabello plateado y los puños blancos perfectamente planchados asomando por las mangas de la chaqueta, no fue ni de disculpa ni defensivo cuando explicó los acontecimientos que habían llevado al acuerdo. —No fue una postura negociadora36 —afirmó con calma—. Ésa es la cruda verdad. —Según la versión de Dimon, la verdad estaba clara: él y Geithner habían sido los buenos que habían salva do la situación, enfrentándose a muchas vicisitudes—. Una cosa puedo decirles con confianza —se dirigía a los miembros del Co mité—. Si las partes públicas y privadas que hoy tienen delante no hubieran actuado con un notable espíritu de colaboración para im pedir la caída de Bear Stearns, todos nos estaríamos enfrentando ahora a una serie de desafíos mucho más graves. Al terminar las declaraciones del día, nadie había sacado un arma, no se habían producido enfrentamientos legendarios ni mo mentos heroicos, pero se había presentado al público americano un reparto de personajes a los que llegarían a conocer muy bien en los seis meses que siguieron y que permitía atisbar cómo funcionan las cosas en el pequeño círculo de actores que constituye el mundo de las altas finanzas, por tambaleante que pudiera haberse mostrado en ese momento. Los senadores estaban muy lejos de aclararse sobre el acuerdo de Bear. ¿Hasta qué punto había sido realmente necesario? ¿Real mente se había resuelto el problema o simplemente se habían pos puesto unos costes aún mayores? De todos los miembros del Comité de Banca, Bunning, con su marcada inclinación hacia los mercados libres, era el más críti co... y puede que también el más clarividente. —Me inquieta mucho el fracaso de Bear Stearns37 —dijo—. Y 89. «Panel II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008. 90. «Panel I of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Aff airs Committee», Federal News Service, 3 de abril de 2008.
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no me gusta la idea de que la Reserva Federal haya participado en un rescate de la compañía... Eso es socialismo, al menos es lo que me han enseñado. ¿Y qué va a pasar —añadió con tono sombrío—, si a continuación pasa lo mismo con Merrill, o Lehman, u otro por el estilo?
Capítulo 4
A última hora de la opresivamente húmeda tarde del viernes 11 de abril de 2008, Dick Fuld subió la escalinata del edificio del Tesoro, pasando junto a la estatua de más de tres metros de altura de Alexan der Hamilton que domina la entrada sur. Iba por invitación perso nal de Hank Paulson para una cena privada que marcaba el fin de la cumbre del G7 y el comienzo de las reuniones anuales de prima vera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. 1 En la lista de invitados figuraba un grupo de planificadores y pensado res económicos de los más influyentes, incluidos los CEO de Wall Street y algunos de los más destacados ministros de finanzas y di rectores de bancos centrales, entre ellos JeanClaude Trichet, presi dente del Banco Central Europeo. Fuld se sentía bastante optimista, indudablemente menos de sesperado de lo que había estado. El anuncio de Lehman, dos sema nas antes, de que reuniría cuatro mil millones de dólares había es tabilizado las acciones, al menos por el momento.2 Todo el mercado se estaba recuperando, animado por los comentarios de Lloyd Blankfein, CEO de Goldman Sachs, que había declarado rotunda mente en la reunión anual de su empresa que era probable que lo peor de la crisis hubiera pasado ya. 91. El Tesoro proporcionó a la prensa ese viernes una lista de asistentes a la cena. Fuld, en nombre de Lehman, estaba situado alfabéticamente entre Larry Fink, de BlackRock, y John Mack, de Morgan Stanley. Véase «Attendees for G7 Outreach Dinner with Banks», Reuters, 11 de abril de 2008. 92. Jenny Anderson, «Trying to Quell Rumors of Trouble, Lehman Raises $4 Billion», The New York Times, 2 de abril de 2008.
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—Estamos más cerca del final que del principio3 —dijo. La cena se celebraba en el Salón de Caja de la Tesorería, llama do así porque hasta mediados de 1970 era allí adonde acudía el público a cambiar billetes y bonos del Gobierno por metálico. Esta caja, abierta en 1869, tenía como objetivo fomentar la confianza en el nuevo papel moneda federal de curso legal —los «billetes ver des»— que se habían introducido durante la guerra civil. En este momento, casi siglo y medio después, esa confianza estaba en horas bajas. En medio del desfile de financieros que lentamente iban en trando en el salón, Fuld vio a un viejo amigo, John Mack, CEO de Morgan Stanley, uno de los pocos allí presentes que comprendía exactamente por lo que estaba pasando Fuld. De todos los CEO de Wall Street, con Mack era con quien tenía una relación más estre cha. Eran los directivos más antiguos de las principales firmas, y a veces cenaban juntos con sus respectivas esposas. Mientras se abría camino entre la multitud, Fuld buscaba a Paulson, al que esperaba encontrar antes de que empezara la cena; sin embargo, fue Paulson, vestido con un traje azul, quien lo detec tó a él primero. —Vaya, chico, creo que estáis trabajando duro por ahí —le dijo Paulson cogiéndole la mano—. La captación de capital era lo que correspondía hacer. —Gracias —dijo Fuld—. Lo estamos intentando. —Me preocupan un montón de cosas —le dijo Paulson en tonces, refiriéndose a un informe del Fondo Monetario Internacio nal donde se estimaba que la depreciación relacionada con las hipo tecas y la propiedad inmobiliaria podría llegar a 945.000 millones en los dos próximos años. 4 Dijo que también lo tenía en vilo la apabullante cantidad de apalancamiento (la proporción entre deu da y fondos propios) que los bancos de inversión seguían usando
93. Joseph A. Giannone, «Goldman CEO Says Credit Crisis in Later Stages», Reuters, 10 de abril de 2008. 94. Fondo Monetario International, Global Financial Stability Report, abril de 2008, p. 50.
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para ordeñar sus beneficios.5 Se quejó de que eso no hacía sino añadir un riesgo enorme al sistema. Las cifras en ese terreno eran realmente preocupantes. Lehman Brothers tenía un apalancamien to de 30,7 a uno; Merrill Lynch apenas estaba un poco mejor, con 26,9 a uno. Paulson sabía que Merrill, como Lehman, estaba hun dida en activos tóxicos, y mencionó los retos a los que se enfrentaba el nuevo CEO de Merrill, John Thain (que había sido su número dos en Goldman), con su nuevo balance. Pero el apalancamiento y los problemas de Merrill no eran la principal preocupación de Fuld en ese momento; lo seguían fastidiando los cortoplacistas y una vez más presionó a Paulson para que hiciera algo al respecto. Si conse guía contenerlos, eso daría a Lehman y a otras firmas ocasión de afirmarse y poner en orden sus balances, pero si los dejaba seguir atacando, la situación general no haría más que empeorar. Habiendo sido él mismo CEO, Paulson era capaz de entender la frustración de Fuld. Los vendedores a corto plazo sólo pensaban en sus propios beneficios y no les importaba el impacto que pudie ran tener sobre el sistema. —Te entiendo —dijo Paulson—. Si alguien actúa mal, lo ex pulsaremos del negocio. Sin embargo, a Paulson también le preocupaba que Fuld estu viera usando a los vendedores a corto plazo como excusa para no abordar los auténticos problemas de Lehman. —Tú lo sabes, la captación de capital, con todo lo buena que fue, no es más que un aspecto —le dijo Paulson—. No va a termi nar ahí —le recordó que el grupo de potenciales compradores de Lehman no era demasiado grande—. Mira, Dick, no hay mucha gente que piense que le conviene tener una franquicia de banca de inversión. Tienes que empezar a pensar cuáles son tus opciones.
5. «A finales del primer trimestre de 2008, las ratios de apalancamiento de Morgan Stanley, Lehman Brothers, Merrill Lynch, y Goldman Sachs fueron 31,8; 30,7; 27,5 y 26,9, respectivamente, comparados con la media de 8,8 de todos los bancos comerciales y de las instituciones de ahorro.» Comisión Econó mica Conjunta del Senado, «Financial Meltdown and Policy Response», de sep tiembre de 2008.
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Era una sugerencia, no demasiado sutil, de que empezara a pensar en vender la compañía. Aunque la conversación produjo cierta agitación en Fuld, ya habían tenido conversaciones similares en otras ocasiones, de modo que decidió tomar buena nota del consejo de Paulson. Todos ocuparon sus sitios, y a medida que los ponentes habla ban, el peligroso estado de la economía se iba haciendo cada vez más evidente. La crisis crediticia no era sólo un problema de Es tados Unidos, se extendía por todo el mundo. Mario Draghi, go bernador del Banco Central de Italia y antiguo socio de Goldman Sachs, expuso con franqueza sus preocupaciones sobre los fondos del mercado monetario mundial. JeanClaude Trichet dijo a los presentes que debían elaborar requisitos comunes para las ratios de capital —la cantidad de dinero que una firma tenía que mantener en mano por comparación con la cantidad que podía prestar y, lo que era más importante, niveles de apalancamiento y liquidez que él consideraba indicadores más elocuentes de la capacidad de una compañía para aguantar una «retirada masiva de dinero». Esa noche, cuando Fuld finalmente encontró su coche y a su conductor fuera del edificio del Tesoro, envió a Russo un correo electrónico a través de su BlackBerry. —Acaba de terminar la cena de Paulson6 —escribió a las 21.52. Unas cuantas anotaciones: 95. Tenemos el respeto del Tesoro. 96. Les encantó nuestra captación de capital. 97. Realmente aprecian el trabajo tuyo + Reidens onm [sic] ideas. 98. Quieren acabar con los HFnds [fondos de alto riesgo] tóxicos + regular estrictamente al resto. 99. Quieren que todos los países G7 adopten normas Mtm
6. «Hearirg on Causes and Effects of the Lehman Brothers Bankruptcy», Comité de Vigilancia y Gobierno de la Cámara de Representantes, 6 de octubre de 2008. Véase http://oversight.house.gov/story.asp? ID=2208
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[mercado a mercado], normas de capital, normas apalancamien to + liquidez. 6) HP [Hank Paulson] mira con preocupación a ML [Me rrill Lynch]. En general, valió la pena. Dick El martes siguiente, 15 de abril, Neel Kashkari y Phillip Swa gel pasaron corriendo junto a la garita de entrada del edificio del Tesoro, donde Hank Paulson y Bob Steel los estaban esperando en el Suburban negro del secretario. El grupo debía estar en la Reserva Federal en Foggy Bottom a las tres de la tarde, y sólo faltaban diez minutos. Se les hacía tarde. Los dos hombres formaban una extraña pareja. Kashkari era moreno y calvo, y todavía vestía como el banquero de inversión que había sido hasta hacía muy poco, mientras que Swagel, pálido, de pelo oscuro y gafas, se parecía más a un inseguro funcionario del Gobierno. Antiguo académico, se había mantenido en forma y pa recía más joven que su colega de treinta y cuatro años a pesar de ser ocho años mayor. Paulson había invitado a sus jóvenes asesores a una reunión con Ben Bernanke para que pudieran presentarle un memorando confidencial que los dos habían escrito y que tenía profundas im plicaciones para el cada vez más inestable sistema financiero de la nación. Por petición de Paulson, no habían hecho ni más ni menos que formular un plan sobre qué hacer en caso de que se produjera un derrumbe financiero total, describiendo los pasos que el Depar tamento del Tesoro podría tener que tomar y los nuevos poderes que harían falta para evitar otra Gran Depresión. Le habían puesto a la propuesta el provocativo título de Rom pa el cristal: plan de recapitalización bancaria Como una alarma antiincendios protegida por un cristal, estaba pensada para ser usa da sólo en una emergencia, aunque cada día que pasaba parecía más probable que la propuesta no se quedase en un mero simulacro. 7. El autor consiguió de una fuente confidencial una copia de la propuesta.
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Durante el viaje hasta la oficina de Bernanke, Kashkari se mantuvo tan imperturbable como siempre.8 Tras un breve período como ingeniero de satélites había pasado a trabajar como banquero de inversiones para Goldman Sachs en San Francisco, donde nadie había tenido necesidad de decirle que era bueno en su trabajo. Le encantaba reunirse con clientes y poner a prueba sus dotes de ven dedor; al igual que Paulson, era un tipo impulsivo y resuelto, y como Paulson, en ocasiones hería susceptibilidades con su enfoque de disparar antes de preguntar, aunque pocos se atrevieron a dudar jamás de su potencia de fuego intelectual. Kashkari siempre había querido trabajar en el Gobierno, y aunque sólo se había encontrado una vez con Paulson antes de eso, le envió un correo de voz felicitándolo cuando fue designado secre tario del Tesoro. Para su sorpresa, Paulson le respondió al día si guiente: «Gracias, me encantaría que te reunieras conmigo en el Tesoro.» Kashkari tomó de inmediato un vuelo a Washington, durante el cual ensayó minuciosamente lo que le diría a Paulson. Se reunie ron en el viejo edificio de oficinas ejecutivas en el que había acam pado Paulson hasta que el Senado lo confirmara, y Kashkari apenas había iniciado su presentación cuando vio aparecer en la cara de Paulson una expresión distraída y levemente irritada. Kashkary se interrumpió en mitad de una frase. —Verás, esto es lo que intento hacer aquí —le dijo Paulson—. Quiero formar un pequeño equipo que trabajará en cuestiones po líticas, todo tipo de cuestiones, en realidad, haciendo todo lo que sea necesario para que las cosas funcionen. ¿Qué tal te suena eso? Kashkari se quedó atónito cuando cayó en la cuenta de que le estaba ofreciendo trabajo. Cuando los dos hombres sellaron el acuerdo con un apretón de manos, Paulson de repente recordó un detalle importante y le preguntó: 8. Deborah Solomon, «US News: Paulson to Tap Adviser to Run Rescue Program», The Wall Street Journal, 6 de octubre de 2008.
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—Ah, sí, una cosa más. ¿Eres republicano? —La suerte quiso que lo fuera. Paulson lo acompañó hasta la salida y lo encaminó a la Oficina de Personal de la Casa Blanca, que estaba a unas man zanas de allí. Kashkari pronto se unió al equipo y ahora estaba a punto de pronunciar el discurso más importante de su carrera, y ante la persona más influyente de toda la economía mundial.
Tres palabras habían perseguido a Ben Bernanke desde el mo mento que asumió el cargo de presidente de la Reserva Federal el 10 de febrero de 2006: «Difícil de igualar.» 9 Puede que fuera una descripción inevitable del hombre al que el renombrado periodista de investigación Bob Woodward de The Washington Post había lla mado también «el maestro»: Alan Greenspan, que era a la política fiscal lo que Warren Buffett era a la inversión. Greenspan había supervisado la Reserva Federal durante un período de prosperidad sin precedentes, un mercado al alza espectacular que había empeza do durante la Administración Reagan y se había mantenido durante veinte años. No es que nadie ajeno a la profesión económica tu viera la menor idea de lo que Greenspan hacía o decía incluso la mayor parte del tiempo. Su ofuscación en los pronunciamientos públicos era legendaria, lo cual contribuía a mantener su aureola de gran intelecto. Bernanke,10 en cambio, había sido profesor universitario casi toda su carrera, y en el momento de su nombramiento para reem plazar a Greenspan, que por entonces tenía ochenta años, su área de 9. El primer día de Bernanke coincidió con el primer día del mes; su ce remonia de toma de posesión se realizó al lunes siguiente. «Nuestra misión según lo establece el Congreso es crítica», dijo Bernanke en la ceremonia celebrada en el Fed. Jeannine Aversa, «At Ceremonial Swearingin, New Fed Chief Bernanke Vows to Work with Congress», Associated Press, 6 de febrero de 2006. 10. Véanse John Cassidy, «Anatomy of a Meltdown», The New Yorker, 1 de diciembre de 2008; Roger Lowenstein, «The Education of Ben Bernanke», The New York Times Magazine, 20 de enero de 2008; Larry Elliott, «Ben Bern anke», Guardian, 16 de junio de 2006; Mark Trumbull, «Backstory: Banking on Bernanke», Christian Science Monitor, 1 de febrero de 2006; Ben White, «Bernanke Unwrapped», The Washington Post, 15 de noviembre de 2005.
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especialización —la Gran Depresión y lo que la Reserva Federal había hecho mal en las décadas de 1920 y 1930— parecía poco corriente. Tratar de identificar las causas de la Gran Depresión pue de ser el santo grial de la macroeconomía, pero al gran público le parecía de escasa aplicación práctica en una posición clave dentro del Gobierno. Cualquier crisis económica de semejante magnitud parecía cosa del pasado. Sin embargo, al llegar el verano de 2007, la segunda edad do rada estadounidense sorprendentemente se había acabado, y la re putación de Greenspan se había hecho añicos. Su fe en la capacidad autocorrectora del mercado de pronto empezó a parecer patética mente miope; sus declaraciones crípticas empezaron a ser escruta das con mirada retrospectiva y pasaron a considerarse como las di vagaciones confusas de un ideólogo equivocado. Como estudioso de la Depresión, Bernanke estaba hecho de otra madera, aunque compartía la fe de Greenspan en el mercado libre. En su análisis de la crisis, Bernanke seguía las ideas de los economistas Milton Friedman y Anna J. Schwartz, cuya Historia monetaria de los Estados Unidos, 18671960 (primera edición de 1963) planteaba que la Reserva Federal había provocado la Gran Depresión por no inundar inmediatamente el sistema con dinero barato para estimular la economía. Y los esfuerzos subsiguientes resultaron escasos y tardíos. Bajo el Gobierno de Herbert Hoover, la Reserva Federal había hecho exactamente lo contrario: restringir la afluencia de dinero y ahogar la economía. Las ideas arraigadas de Bernanke llevaron a muchos observa dores a ser optimistas y pensar que sería un presidente de la Reserva Federal independiente, que no permitiría que los políticos le impi dieran hacer lo que consideraba adecuado. La crisis crediticia resul tó su primera prueba real, pero ¿hasta qué punto su comprensión de los errores económicos de ochenta años antes le ayudaría a supe rar la crisis actual? Esto no pertenecía a la historia, era algo que sucedía en tiempo real.
Ben Shalom Bernanke nació en 1953 y se crió en Dillon, Ca rolina del Sur, una pequeña ciudad impregnada del hedor de los
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almacenes de tabaco. Cuando tenía once años, viajó a Washington para participar en el Campeonato Nacional de Ortografía de 1965, donde cayó en la segunda vuelta al deletrear erróneamente edelweiss. A partir de ese día no dejaría de preguntarse qué podría haber sucedido si la película Sonrisas y lágrimas, donde se cantaba una conocida canción que llevaba esa palabra por título, se hubiera proyectado en la diminuta Dillon. Los Bernanke eran judíos practicantes en una conservadora ciudad evangélica cristiana que acababa de salir de la era de la segre gación. Su abuelo Joñas Bernanke, emigrante austríaco que se ha bía trasladado a Dillon a comienzos de la década de 1940, era due ño de la droguería del lugar, que el padre de Ben le ayudaba a llevar. Su madre era maestra. En su juventud, Ben servía mesas seis días a la semana en South of Border, un área de descanso para turistas al lado de la interestatal 95. Como en el instituto al que asistió Bernanke no había una clase de cálculo, él lo estudió por su cuenta. En el penúltimo año, consi guió un resultado casi perfecto en SAT {Standard Attainment Tests) y al año siguiente le ofrecieron una beca nacional de mérito académico en Harvard. Tras licenciarse summa cum laude en economía, fue aceptado en el prestigioso programa para graduados en economía del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Allí escribió una enjundiosa disertación sobre el ciclo de los negocios que dedicó a sus padres y a su esposa, Anna, estudiante del Wellesley College con quien se había casado nada más graduarse ella en 1978.11 La joven pareja se trasladó a California, donde Bernanke entró como profesor en la escuela de negocios de Stanford y su esposa ingresó en un máster de español en la misma universidad. Seis años después entró como profesor numerario en el Departamento de Economía de Princeton. Tenía treinta y un años y su estrella estaba en ascenso. Era admirado por sus investigaciones de econometría aplicando técnicas estadísticas y modelos informáticos.12 A medida que su reputación intelectual crecía, Bernanke tam 100. John Cassidy, The New Yorker, 1 de diciembre de 2008. 101. Lowenstein, «The Education of Ben Bernanke», The New York Times Magazine, 20 de enero de 2008.
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bien demostraba aptitudes políticas. Como presidente del Departa mento de Economía de Princeton, se mostró eficaz en la mediación de conflictos y en el apaciguamiento de los egos. También creó una serie de programas nuevos y reclutó a jóvenes promesas de la eco nomía como Paul Krugman (que casualmente era lo opuesto a él ideológicamente). Seis años después, Bernanke era designado para suceder a Greenspan. Hasta comienzos de agosto de 2007, Bernanke había disfruta do desempeñando su cargo en la Reserva Federal, hasta tal punto que él y Anna habían pensado tomarse unas vacaciones ese mes e ir en coche hasta Charlotte, Carolina del Norte, y de allí a Myrtle Beach para pasar algún tiempo con familiares y amigos.13 Antes de dirigirse hacia el sur, tenía que ocuparse de un último asunto: el Comité Federal del Mercado Abierto, el poderoso panel de planifi cación de la Reserva Federal, entre cuyas funciones se cuenta la fi jación de tipos de interés, y cuya reunión estaba prevista para el 7 de agosto. Ese día, Bernanke y sus colegas reconocieron por primera vez que se recuerde la presencia de «riesgo de reducción del crecimiento», pero de todos modos decidieron mantener inalterados los tipos de interés de referencia de la Reserva Federal en un 5,25 por ciento por quinta vez consecutiva.14 En lugar de tratar de relanzar la actividad económica bajando los intereses, el comité decidió mantenerse firme. «La principal preocupación política del comité sigue siendo el riesgo de que la inflación no se modere como es de esperar», anunció la Reserva Federal en un comunicado posterior.15 Sin embargo, eso no era lo que Wall Street quería oír, ya que la preocupación por la renqueante economía hacía que los inverso res clamaran por un recorte de las tasas de interés. Cuatro días an tes, el comentarista financiero Jim Cramer había explotado en un programa vespertino de la CNBC, declarando que la Reserva Fede ral estaba «dormida» al no tomar medidas agresivas. «¡Son unos 102. Ibídem. 103. «Fed Keeps Rates Steady», Dow Jones Newswires, 7 de agosto de 2007. 104. «Text of Federal Reserves Interest Rate Decisión», Dow Jones Capi tal Markets Report, 7 de agosto de 2007.
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inútiles! ¡No saben nada!», bramó.16 Lo que los organizadores de la Reserva Federal reconocían, aunque no públicamente, era que los mercados financieros estaban empezando a acusar los efectos del aire que perdía la burbuja inmobiliaria. El crédito barato había sido el combustible que impulsaba la economía, alentando a los consu midores a acumular deuda, ya fuera para comprar segundas vivien das, coches nuevos, reformas en sus casas o vacaciones. También había disparado un frenesí como jamás se había visto en los nego cios. Las compras apalancadas crecían sin límite al financiar las firmas de capital riesgo las absorciones con montañas de créditos. Como resultado de todo esto, los créditos conllevaban cada vez más inseguridad. Los inversores institucionales tradicionalmente con servadores, tales como los fondos de dotación y los fondos de pen siones, se veían presionados a buscar mayores beneficios invinien do en fondos de alto riesgo y fondos de capital riesgo. La Reserva Federal se resistía a recortar los tipos de interés, que no habría he cho más que arrojar gasolina al fuego. Sin embargo, dos días más tarde, el mundo cambió. A prime ra hora de la mañana del 9 de agosto, el mayor banco de Francia, el BNP Paribas, anunció su decisión de impedir a los inversores reti rar el dinero de tres fondos del mercado monetario con unos acti vos de alrededor de dos mil millones de dólares.17 ¿El problema? El mercado de ciertos activos, especialmente los respaldados por prés tamos hipotecarios americanos, estaba agotado, haciendo imposi ble determinar cuál era realmente su valor. —La evaporación total de liquidez en ciertos segmentos del 105. «Ben Bernanke necesita abrir la ventanilla del descuento [...] ¡Se com porta como un académico! Éste no es el momento de actuar como un académico. Abra la maldita ventanilla de descuento! [...] Mi gente lleva en este juego veinti cinco años. Y están perdiendo sus puestos de trabajo y estas firmas van a desapa recer del mercado, ¡y él es un obtuso! ¡Ellos son unos obtusos! ¡No saben nada...! El Fed está dormido», Jim Cramer, Street Signs, CNBC, 3 de agosto de 2007. 106. Cuando el 7 de agosto, después de haber bajado un 20 por ciento en menos de dos semanas, los fondos habían dejado en activos unos mil seiscientos millones de euros (dos mil doscientos millones de dólares). Sebastian Boyd, «BNP Paribas Freezes Funds as Loan Losses Roil Markets», Bloomberg News, 9 de agosto de 2007.
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mercado de titulización de Estados Unidos había hecho imposible valorar justamente ciertos activos, independientemente de su cali dad o su calificación de solvencia18 —explicó el banco. Era una señal escalofriante que los operadores estuvieran tra tando ahora los activos relacionados con hipotecas como radiacti vos, no aptos para ser comprados a ningún precio. El Banco Cen tral Europeo respondió rápidamente, inyectando 95.000 millones de euros en sus mercados, una cantidad mayor que la que se había proporcionado tras los ataques del 11S.19 Mientras tanto, en Esta dos Unidos, Countrywide Financial, el mayor prestamista hipote cario del país, advirtió de que unas «alteraciones sin precedentes» en los mercados amenazaban su situación financiera.20 Bernanke canceló las vacaciones, las suyas y las de todos sus colaboradores, y empezó a presentarse en su oficina todos los días a las siete de la mañana. Sólo dos días después llegó el siguiente golpe. Todas las maña nas tenían que enfrentarse a situaciones terriblemente cambiantes. Al día siguiente, Bernanke celebró una teleconferencia con los pla nificadores de la Reserva Federal para hablar de una bajada en los tipos de descuento (la tasa de descuento, una cifra simbólica en épocas normales, es lo que la Reserva Federal cobra a los bancos que le piden dinero prestado). Al final, emitieron una declaración anunciando que estaba proporcionando liquidez al permitir a los bancos conceder más garantías subsidiarias a cambio de liquidez —aunque no en la misma escala que habían hecho los europeos— para ayudar a que los mercados funcionaran con la mayor normali dad posible. Una vez más recordó también a los bancos que estaba a su disposición la «ventanilla de descuento». Menos de una sema 107. Ibídem.
108. Un día después de los ataques, el Banco Central Europeo (BCE) in yectó una cifra récord de 69.300 millones de euros. Véase «ECB Injects 95 bil lion Euros Into Money Supply Amid US Subprime Worries», FrancePresse, 9 de agosto de 2007. 109. A última hora del miércoles, el SEC dijo a todo el país que contaba con la adecuada liquidez, pero añadió: «La situación está evolucionando rápida mente y el impacto sobre la economía aún no se conoce.» Véase Randall W. Forsyth, «Why the Blowup May Get Worse», Barron's, 13 de agosto de 2007.
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na después, Bernanke, enfrentado a un continuo tumulto en los mercados, volvió atrás sobre su decisión anterior y procedió a un recorte de medio punto en el tipo de descuento, a 4,75, y dio a entender que podría haber recortes en el tipo de referencia, el ins trumento más poderoso con que cuenta la Reserva Federal para estimular la economía.21 A pesar de estos anuncios tranquilizado res, los mercados seguían tensos y volátiles. A estas alturas, hasta Bernanke tenía claro que no había cali brado debidamente la gravedad de la situación. El 5 de junio aún había declarado en un discurso que «en este punto, parecía poco probable que los problemas en el sector de las hipotecas de alto riesgo se extendieran al resto de la economía o del sistema finan ciero».22 Había creído que el problema de la vivienda estaba limitado al aumento en los préstamos de riesgo a prestatarios con crédito insuficiente. Aunque el mercado de las hipotecas de alto riesgo ha bía subido a dos billones de dólares, apenas representaba una frac ción en un mercado hipotecario global en Estados Unidos de cator ce billones de dólares. El modo en que operaban ahora firmas como JP Morgan o Lehman Brothers poco se parecía a la forma tradicional de hacer negocios de los bancos. Ahora un banco ya no se limitaba a hacer un préstamo y asentarlo en los libros. Ahora prestar tenía que ver con la constitución, es decir, con el establecimiento del primer eslabón en una cadena de titulización que distribuía el riesgo del préstamo entre docenas, cuando no cientos o miles de partes. Aunque la titu lización supuestamente reducía el riesgo y aumentaba la liquidez, lo que significaba en realidad era que muchas instituciones e inverso res ahora estaban interconectados, para bien y para mal. Un fondo 110. El viernes 17 de agosto de 2001, el Fed sacó una declaración rebajan do la tasa de descuento de los préstamos, lo cual subió el mercado. «S & P 500 Futures Sharply Higher on Fed Statement», Dow Jones Newswim, 17 de agosto de 2007. 111. Bernanke pronunció su alocución vía satélite para los asistentes a la Conferencia Monetaria Internacional de 2007, celebrada en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Véase Ben Bernanke, «The Housing Market and Subprime Lending», 5 de junio de 2007. Véase http://www.federalreserve.gov/nwsevents/speech/ bernanke 20070605a.htm
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de pensiones municipal en Noruega podía tener en cartera hipote cas de alto riesgo de California sin siquiera darse cuenta. Para em peorar aún más las cosas, muchas firmas financieras habían pedido mucho dinero prestado contra esos títulos, recurriendo a lo que se conoce como apalancamiento para aumentar sus beneficios. Esto no hacía más que agudizar los padecimientos cuando empezaban a perder valor. Los reguladores de todo el mundo se veían en apuros para encajar las piezas, y ni siquiera los CEO de las empresas financieras que vendían estos productos tenían una idea más cabal al respecto.
La puerta de la oficina del presidente se abrió y Bernanke dio una calurosa bienvenida al grupo del Tesoro. Al igual que Swagel, aún tenía los modales un poco titubeantes de un académico, pero, para un economista, era desusadamente dado a la charla intrascen dente. Dio entrada a Paulson y a su equipo a su despacho, donde se acomodaron en torno a una mesita de centro. Sobre su escritorio, junto a la consabida terminal Bloomberg, Bernanke tenía una go rra de los Washington Nationals en lugar bien visible. Después de unos minutos de charla, Swagel rebuscó en una carpeta y tímidamente le alargó a Bernanke el esbozo de diez pági nas de Rompa el cristal. Kashkari echó a sus colegas una mirada so licitando permiso y empezó a hablar. —Supongo que todos comprendemos el cálculo político, los límites de lo que legalmente podemos hacer, es decir, cómo se con sigue la autorización para evitar un colapso —Bernanke asintió y Kashkari continuó—. Entonces, como sabéis, nosotros, en el Teso ro, en consulta con nuestros colegas de la Reserva Federal, hemos estado explorando una serie de opciones durante los últimos meses, y creo que hemos dado con el marco básico. Esto está pensado como algo que, ante la perspectiva del caos, podemos sacar a relucir en caso de emergencia para presentarlo al Congreso y decir: «Aquí está nuestro plan.» —Kashkari miró a Bernanke que, después de haber estudiado el texto con gran atención, se había detenido in mediatamente en la clave—. El Tesoro compra quinientos mil mi llones a las instituciones financieras mediante un mecanismo de
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subasta. Determinar los precios que pagar por títulos tan heterogé neos sería un desafío clave. El Tesoro compensaría al ofertante no con dinero, sino con títulos del Tesoro de nueva emisión. Dicho activo permuta eliminaría la necesidad de una esterilización por parte de la Reserva Federal. El Tesoro contrataría gestores privados del activo para gestionar las carteras a fin de maximizar el valor para los contribuyentes y desenmarañar las posiciones a lo largo del tiempo (tal vez hasta diez años). Bernanke, sopesando cuidadosamente sus palabras, preguntó cómo habían llegado a la cifra de quinientos mil millones. —Estamos hablando de un cálculo aproximado, digamos, de un billón de dólares en activos tóxicos —explicó Kashkari—. Pero no tendríamos que comprar todos los activos tóxicos para producir un efecto significativo. Así pues, digamos la mitad, pero puede ser que llegue a los seiscientos mil millones. Mientras Bernanke seguía estudiando su documento, Kashka ri y Swagel dedicaron un segundo a disfrutar el momento: estaban informando al sumo sacerdote del templo —como suele llamarse a la Reserva Federal— de lo que podría ser un rescate histórico del sistema bancario. Hacía por lo menos cincuenta años que no se pensaba en una intervención del Gobierno de semejante escala; por comparación, el rescate de las cajas de ahorros de fines de la década de 1980 había sido una insignificancia. Si el plan Rompa el cristal llegaba, al Congreso —un problema del que tendrían que preocuparse más adelante— ya habían indica do cómo designaría el Tesoro a la Reserva Federal para que realizara las subastas de activos tóxicos de Wall Street. Juntos solicitarían a investigadores cualificados del sector privado que gestionaran los activos adquiridos por el Gobierno. La Reserva Federal de Nueva York celebraría entonces la primera de diez subastas semanales, comprando cincuenta mil millones de dólares de activos relaciona dos con hipotecas. Era de esperar que las subastas permitieran con seguir al Gobierno el mejor precio posible. Diez gestores de activos seleccionados gestionarían cada uno cincuenta mil millones de dó lares durante un máximo de diez años. Kashkari sabía que la propuesta era muy complicada, pero sos tenía que valía la pena, ya que tal como iban las cosas había pocas
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probabilidades de un «aterrizaje suave». Era necesaria una interven ción drástica. —El decreto tendría que dar al Tesoro autorización temporal para adquirir títulos, y también la financiación —dijo—. Y tendría que elevar el techo de la deuda, porque con el actual sólo tenemos cabida para unos cuatrocientos mil millones de dólares. Pero como estaríamos sangrando tanto al sector privado, el programa haría necesario poco gasto público: por ejemplo, poca contratación por parte del Tesoro —continuó—, pero también tenemos que tener cuidado con el enfoque. Sólo las instituciones financieras públicas podrían optar. Ni fondos de alto riesgo ni bancos extranjeros. Entonces Kashkari pasó a resumir lo que él y sus colegas del Tesoro consideraban los pros y los contras de su propuesta. Lo pri mero y más importante era que si el Gobierno actuaba, los bancos seguirían prestando, aunque no —era de esperar— de esa forma irresponsable que había sido el desencadenante de la crisis. El principal argumento contra la propuesta era que, en la me dida en que el plan funcionara, crearía «riesgo moral». En otras palabra, a los que habían hecho las apuestas temerarias que inicial mente ocasionaron los problemas no se les ahorrarían padecimien tos financieros. Los dos funcionarios del Tesoro presentaron a continuación los enfoques alternativos. Habían identificado cuatro: 112.el Gobierno vende seguridad a los bancos para protegerlos de cualquier caída subsiguiente en el valor de sus activos tóxicos; 113.la Reserva Federal emite préstamos sin aval personal a los bancos como hizo en el caso de la absorción de Bear Stearns por parte de JP Morgan; 114.la Autoridad Nacional de la Vivienda ref inancia los prés tamos individualmente; 115.el Tesoro invierte directamente en los bancos. Mientras escuchaba, Bernanke no dejaba de acariciarse la bar ba y de vez en cuando sonreía asintiendo. La reunión terminó con una única resolución, la de dejar el plan en reserva hasta que —o a menos que— fuera necesario, pero Kashkari quedó satisfecho de que el presidente lo acogiera tan bien, de hecho, mucho mejor de lo que había hecho su propio jefe, Hank Paulson, cuando Kashkari
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decidió sondearlo sobre la cuestión de la intervención en los mer cados financieros. Todos los integrantes del círculo más próximo a Paulson den tro del Tesoro habían oído hablar de aquella noche de marzo en que Kashkari se había colado en su oficina y había encontrado al secre tario de un humor desusadamente bueno, conversando con su jefe de personal, Jim Wilkinson. —Hank, quiero hablar de los rescates —había interrumpido Kashkari. —¿De qué estás hablando? Sal de aquí —había sido la res puesta indignada de Paulson. —Verás, necesitamos hablar de cómo conseguir la voluntad política para hacernos con la autoridad que necesitamos para tomar medidas reales, ¿no te parece? Bueno, tenemos que tener una cons tancia que demuestre que lo hemos intentado. El próximo presi dente va a entrar y a decir: «He aquí los pasos que deberían haberse dado, pero que la Administración anterior no tuvo voluntad o ca pacidad para tomarlas, bla, bla, bla.» ¿Sabes lo que quiere decir eso? El próximo presidente va a traer a los rehenes a casa. ¡Obama! ¡Oba ma va a traer a los rehenes de vuelta a casa! Paulson rompió a reír ante la idea de que Obama fuera a solu cionar esta crisis de la manera en que Ronald Reagan había solucio nado la crisis iraní de los rehenes en la década de 1970. Señaló a Kashkari. —Ja, ja. Obama va a traer a los rehenes de vuelta a casa —dijo Paulson—. Oh, sí. Largo de aquí.
El sol iba ocultándose en un atardecer londinense de abril de nubes entre grises y rosadas cuando sonó el teléfono de Bob Dia mond, director general de Barclays Capital. Diamond había estado practicando golpes de golf en su oficina de la sede corporativa del banco en Canary Wharf, el floreciente distrito financiero de East Lon don conocido como Square Mile. Había una docena de pelotas de golf diseminadas en torno al hoyo que había abierto en la alfombra. Las paredes de la oficina estaban cubiertas con trofeos de los Boston Red Sox, que había colgado allí no sólo para torturar a los
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visitantes de Nueva York —que eran frecuentes—sino porque Dia mond, natural de Nueva Inglaterra, era también un forofo de los Sox.23 No le gustaba que lo interrumpieran en sus preciosos minutos de descanso, pero en este caso dejó con gusto el palo para atender la llamada. Era su amigo Bob Steel, a quien había visto brevemente en su reciente viaje a Washington para asistir a la cena en el edificio del Tesoro. —Verás, una de mis tareas aquí es fomentar el intercambio de ideas —dijo Steel con cierta frialdad después de saludar a Dia mond— y, por así decirlo, plantear ciertos escenarios. En ese senti do, tengo que hacerte una pregunta. El tono distante, nada habitual en Steel, sorprendió a Dia mond, que preguntó: —¿Se trata de algún asunto oficial, Bob? —No, no. Mira, no te llamo en nombre de nadie —le asegu ró—. Los mercados parecen haberse calmado un poco, pero estoy tratando de imaginar qué sucederá si las cosas empeoran, si llega mos a cierto nivel... Bueno, pueden suceder cosas. —Está bien, dispara. Steel respiró hondo y luego hizo su pregunta. —¿Podría interesarte Lehman por algún precio? Y en ese caso, ¿qué necesitarías de nosotros? Diamond se quedó mudo por un momento. Se dio cuenta de que el Tesoro estaba tratando de encontrar soluciones estratégicas por si llegaba el caso de que Lehman llegara a encontrarse en una situación similar a la de Bear Stearns. Conocía a Steel y sabía que era un pragmático poco dado a las tonterías, que no solía soltar globos sonda. —Voy a tener que pensarlo porque no tengo una respuesta —dijo Diamond con cautela. —Sí, pero piensa en ello —le dijo Steel. —Nunca digas de esta agua no beberé —respondió Diamond, 23. Stanley Reed, «Bardays: Anything But Stodgy President Bob Dia mond has Turned the OnceTroubled Investment Banking Unit into a Power house», BusinessWeek, 10 de abril de 2006.
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y los dos rompieron a reír. Diamond solía soltar esa frase cuando los periodistas trataban de sonsacarlo sobre posibles adquisiciones, aunque ésta era la primera vez que era Steel el destinatario. Steel conocía perfectamente las aspiraciones de Barclays Capi tal de incrementar su presencia en Estados Unidos, una ambición que él mismo compartía. Si se presentaba la oportunidad de adqui rir Lehman por un precio ventajoso, sin duda tendría que conside rar seriamente la perspectiva. —Sí —le dijo a Steel—. Decididamente es algo para pen sárselo.
Capítulo 5
Jim Cramer, el prepotente gurú del mercado de la CNBC, hablaba con una suavidad sorprendente cuando no estaba en el aire, por ejemplo, cuando le dijo educadamente al guardia de seguridad, que estaba en la puerta del edificio de Lehman Brothers, ubicado en la intersección de la Séptima Avenida y la Calle 50, que Dick Fuld lo esperaba para desayunar.1 Le franquearon la entrada de la puerta giratoria, pasó delante de Bella, el labrador detector de bombas de Lehman, y llegó al es critorio de recepción, donde pasó por las habituales medidas de seguridad. Despeinado como de costumbre, fue recibido en la sala de espera de la planta 32 tan ceremoniosamente como si fuera un cliente importante llegado para cerrar un trato de mil millones de dólares. Erin Callan, la jefa de finanzas, estaba presente, lo mismo que Gerald Donini, el jefe de valores globales y vecino de Cramer en Summit, Nueva Jersey. Había sido Fuld, que todavía seguía embarcado en su yihad contra los cortoplacistas, quien había invitado personalmente a Cramer a la reunión. Ya había llegado a la conclusión de que nece sitaba un aliado en su lucha contra los cortoplacistas, y hasta el momento nadie se había prestado a unirse a él en la batalla. Ni Cox, ni Geithner, ni Paulson, a pesar de su reciente conversación en el Tesoro. Tal vez Cramer, con su gran audiencia televisiva y sus profundas conexiones con el mundo de los fondos de alto riesgo, podría influir en el debate y ayudar a subir el precio de las acciones de Lehman. 1. Tuvo lugar el martes 2 de abril de 2008.
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Fuld y Cramer habían llegado a respetarse mutuamente como luchadores de la calle nada amigos de tonterías, a pesar de sus pro fundas diferencias de carácter. Cramer, una estrella mediática, tenía sólidas raíces en Harvard, había trabajado en Goldman y gozaba de la amistad de Eliot Spitzer, el azote de Wall Street. 2 Fuld, por su parte, solía desdeñar a los ejecutivos de la conocida Ivy League, presumía de ser antiGoldman y nunca había tenido grandes dotes de comunicador. No obstante, apreciaba el hecho de que Cramer hubiera sido siempre un intermediario honesto, dispuesto a decir lo que pensaba por impopulares que fueran sus opiniones. Cuando el personal de servicio de Lehman le tomó al grupo el pedido de comida, Fuld le hizo a Cramer, que escuchaba con aten ción, un repaso de los temas que quería tratar. Dijo que estaba trabajando duro para reducir el apalancamiento de la firma y res taurar la confianza de los inversores. Aunque había captado cuatro mil millones de dólares de capital nuevo en el primer trimestre, Fuld estaba convencido de que una «camarilla de cortoplacistas» estaba impidiendo que eso se reflejara como es debido en el precio de la acción. La franquicia estaba infravalorada. Cramer asintió enérgicamente. —Mira —dijo—, creo que decididamente hay un problema con los cortoplacistas, te acechan por todas partes. Donini, poco convencido de que la regla de la fluctuación ascendente fuera el mayor problema de Lehman, intervino en nom bre de Fuld. —¿Qué es lo que tratas de conseguir, Jim? —preguntó. —Los cortoplacistas están destruyendo grandes compañías —replicó Cramer—. Destruyeron Bear Stearns y van a tratar de destruir a Lehman —dijo, tratando tal vez de llevar a Fuld a su te rreno—. Quiero parar eso. 2. Cuando saltó el escándalo de la prostitución, Cramer tenía esto que decir sobre su amigo de la Harvard Law School: «Eliot es uno de mis amigos más antiguos, como Silda. Sabes..., espero que no sea cierto. Lo he leído, como tú, pero espero que no sea verdad [...]. Eliot es mi amigo. De modo que seguirá siéndolo.» Véase «DealBook: Wall Street on Spitzer: There Is a God'», The New York Times, 10 de marzo de 2008.
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—Si quieres conseguir eso —replicó Donini—, y crees que los cortoplacistas están causando el problema, entonces yo no creo que la regla de la fluctuación ascendente sea la forma de hacerlo —Do nini explicó a Cramer que él tenía la impresión de que el auténtico problema del mercado era la venta «a corto» no cubierta. Normal mente, cuando los inversores venden acciones a corto plazo, el in versor primero pide prestadas las acciones a un intermediario, las vende y a continuación espera que su valor caiga para que el inver sor pueda comprarlas a un precio más bajo, reponer las acciones tomadas en préstamo y embolsarse la diferencia como beneficio. Pero en la venta a corto no cubierta —que es ilegal— el inversor no pide prestadas las acciones en cuestión, con la posibilidad de dejar que manipulen el mercado. Cramer estaba intrigado, pero también visiblemente contraria do por la respuesta de Donini. Lo habían invitado a la reunión, les había ofrecido su ayuda y ahora estaban rechazando su oferta. Trató de volver a llevar la conversación hacia los problemas de Lehman. —Bueno ¿por qué no me dais munición para que pueda con tar una historia positiva? —sugirió. Sintiendo cómo crecía la tensión en la sala, Callan intervino por primera vez. —Compramos esta cartera increíble de Pelotón, y de inmedia to aumentó su valor3 —dijo, ofreciendo alegremente lo que consi deraba una buena noticia. Pero Cramer casi no pudo evitar fruncir el entrecejo, porque sabía mucho acerca de Pelotón. Este fondo de alto riesgo con base en Londres había sido puesto en marcha por Ron Beller, antiguo ejecutivo de Goldman cuya esposa era asesora política del primer ministro Gordon Brown. En un tiempo había figurado entre los fondos de alto riesgo de mejor rendimiento del mundo, pero se había venido abajo y había vendido sus activos prácticamente en una liquidación de urgencia. 3. Fundada en 2005 por Ron Beller y Geoffrey Grant, el fondo de riesgo de Londres Pelotón Partners fue forzado a una venta de saldo en febrero de 2008. Cassell BryanLow, Carrick Mollenkamp y Gregory Zuckerman, «Pelotón Flew High, Fell Fast», The Wall Street Journal, 12 de mayo de 2008.
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—Ostras —respondió Cramer con todo el tacto de que fue capaz—. Me sorprende que lo consideréis bueno teniendo en cuen ta que fue apalancado treinta a uno, con lo que, según tengo enten dido, es un montón de basura. —No —dijo Fuld con entusiasmo—, lo compramos muy barato. —Una de las cosas que no entiendo —dijo Cramer, que no parecía convencido— es que Goldman está tratando de desapalan car por todos los medios, y lo que decís vosotros es «voy a desapa lancar», pero lo que hacéis es aumentar vuestro apalancamiento. A Fuld no le gustó el tono de la observación. —Lo que estamos haciendo —respondió— es comprar carte ras realmente importantes que creemos que valen mucho más y salimos de las que valen menos. Callan dijo que Lehman estaba desapalancando rápidamente su propio balance y continuó: —Hay activos en los libros que creemos firmemente que están infravalorados —se pasó diez minutos hablándole a Cramer sobre los activos inmobiliarios residenciales de la empresa en California y Florida, dos de los mercados más golpeados, dando a entender que esperaba que pronto se recuperaran. Habiendo llegado a la conclusión de que cualquier alianza con Cramer sólo podía ser problemática, Fuld cambió rápidamente de tema y empezó a tratar de sonsacarle información. —¿Y qué es lo que se dice por ahí? ¿Cuál será el siguiente des pués de nosotros? Fuld dijo que estaba convencido de que dos de los financieros más poderosos del país, Steven A. Cohén, de SAC Capital Advisors de Greenwich, Connecticut, y Kenneth C. Griffin del Citadel In vestment Group de Chicago, eran en gran medida responsables tanto del ataque de los cortoplacistas como de la difusión de rumo res, aunque no se atrevía a decir sus nombres en voz alta. —¡Son unos embusteros! —dijo Fuld con convicción—. Creo que puedes decir que lo son sin temor a equivocarte. Cramer, aunque comprensivo, dejó claro que no estaba dis puesto a respaldar a Lehman en contra de la opinión de todos a menos que tuviera más información. —Puedo decir que la gente podría tomar los rumores con es
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cepticismo —ofreció, y luego añadió—: ¿por qué no recurrís al Gobierno? Si pensáis que esto está tan mal y que hay un verdadero ataque organizado y que se están difundiendo mentiras, ¿por qué no recurrís a la SEC? —¿Por qué no te limitas a darnos los nombres de los que dicen cosas negativas de nosotros? —no dejaba de repetir Fuld, cada vez más agitado. —Mira —le dijo Cramer poniéndose rojo—, no es una cues tión de nombres. Yo hago mi trabajo, y mi trabajo hace que tenga la sensación de que estáis comprando un montón de basura y que no estáis vendiendo un montón de basura, y que, por lo tanto, lo que realmente necesitáis es liquidez. A Fuld no le gustaba que lo desafiaran. —Lo único que puedo hacer es desmentir eso categóricamen te. Hemos sido totalmente transparentes. Tenemos liquidez, tene mos toneladas de liquidez. Nuestro balance jamás ha sido mejor —afirmó. Pero Cramer seguía siendo escéptico. —Si es así, ¿por qué no encontráis una manera de traducir esa liquidez en un mayor precio de vuestras acciones, comprando algu nos de vuestros bonos? Fuld hizo un gesto de disgusto y puso fin a la reunión. —Estoy en la junta de la Reserva Federal de Nueva York —le dijo a Cramer—. ¿Por qué habría de mentirte? Ellos lo ven todo.
Era mediados de mayo y David Einhorn tenía que escribir un discurso. Einhorn, gestor de un fondo de alto riesgo que controlaba más de seis mil millones de dólares de activos, se preparaba para hablar en la Ira W. Sohn Investment Conference Foundation, donde to dos los años mil personas o más pagan 3.250 dólares por cabeza para escuchar a destacados inversores cantar las loas o decir pestes de unos activos.4 Los asistentes captan unas cuantas ideas de inver 4. Hugo Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, 23 de junio de 2008.
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sión bien meditadas y saben que lo que pagan o la entrada va a parar a una buena causa: el Tomorrows Children's Fund, una aso ciación de beneficencia contra el cáncer.5 Einhorn, de treinta y nueve años, aunque aparentaba unos diez años menos, estaba sentado en su oficina, a una calle de la terminal Grand Central, pensando qué decir. Con apenas siete analistas y un puñado de personal de apoyo, su firma, Greenlight Capital, era tan tranquila como un balneario de aguas termales. Nadie daba órdenes a gritos a través de un teléfono ni vitoreaba sus triunfos. Los analistas de Einhorn se pasaban los días estudiando los informes contables anuales en salas de conferencias con nombres tan disparatados como «la Sala de lo Irrepetible»,6 una referencia al término contable con que se designa cualquier ganancia o pérdida que no es probable que se repita, una clasificación usada a veces por las compañías para fortalecer sus cuentas. Para Einhorn era una bandera roja y la usaba para identificar empresas que podía vender a corto plazo. Entre las empresas surgidas de su reciente investiga ción estaba Lehman Brothers, y pensó que podía ser un tema ideal para su discurso. Aunque poner en cuestión la solidez de Lehman se había con vertido en el tema más popular en las habladurías de Wall Street, Einhorn llevaba discretamente preocupado por la firma desde el verano anterior. Ahora BNP Paribas, el principal banco francés, había anuncia do su intención de impedir que los inversores retiraran su dinero de tres fondos del mercado monetario.7 116. El producto de la Ira W. Sohn Investment Conference va a este fondo, que ayuda a niños con cáncer o con trastornos sanguíneos graves (Ira W. Sohn murió de cáncer a los veintinueve años). Véase http://www.atcfkid.com 117. Jesse Eisinger, «Diary of a ShortSeller», Conde Nast Portfolio, 12 de mayo de 2008. 118. A las 2.30 de la madrugada del 9 de agosto, Dow Jones insertó un comunicado de prensa de BNP Paribas: «La total evaporación de la liquidez en determinados segmentos del mercado del mercado de titulización [sic] de Esta dos Unidos ha imposibilitado la valoración adecuada de determinados activos independientemente de su calidad o de su calificación de crédito. La situación es de tal gravedad que ya no es posible seguir valorando adecuadamente los activos
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Einhorn llamó a los siete analistas que trabajaban para él para asignarles un proyecto especial: «Vamos a hacer algo que no so lemos hacer, tiene que ver con la investigación», les anunció. En lugar de la habitual y ardua indagación en las cuentas de una com pañía o sobre una idea en particular, iban a llevar a cabo —dedicán dole sábado y domingo— una investigación crucial sobre las com pañías financieras que tenían exposición a las hipotecas de alto riesgo. Sabía que ahí era donde había empezado el problema, pero lo que le preocupaba ahora era tratar de entender dónde podría acabar. Todos los bancos que tenían inversiones en valores inmobi liarios en declive —que probablemente habían sido cuidadosamente empaquetados como parte de productos titulizados que él sospe chaba que algunas empresas ni siquiera sabían que poseían—podían estar en peligro. El nombre en código del proyecto fue La cesta del crédito} En la lista que tenían confeccionada el domingo por la noche estaba Lehman Brothers, cuya acción tenían la sospecha de que, a 64,80 dólares, estaba demasiado alta. En las seis semanas siguientes, fueron quitando nombres de la cesta del crédito mientras Greenlight saldaba algunas posiciones de venta en descubierto y centraba su capital en un puñado de compa ñías, entre las cuales seguía estando Lehman. Cuando estos bancos empezaron a publicar sus resultados tri mestrales en septiembre, Einhorn prestó más atención y quedó espe cialmente preocupado por algunas cosas que oyó en la conferencia del 18 de septiembre en la que Lehman hizo públicas sus ganancias del tercer trimestre. Entre otras cosas, como muchos en Wall Street en aquel mo mento, el ejecutivo de Lehman Chris O'Meara, director de finan zas, parecía demasiado optimista. —Es pronto, y no podemos predecir períodos futuros, pero, tal subyacentes de ABS EE. UU. en los tres fondos mencionados. Por lo tanto, no podemos calcular un valor neto fiable ("NAV") para los fondos.» Véase «BNP Paribas Unit to Suspend NAV Calculation of Some Funds», Dow Jones News wires, 9 de agosto de 2007. 8. Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, art. cit.
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como antes mencioné, creo que lo peor de la corrección del crédito ya ha quedado atrás9 —anunció O'Meara a los analistas. —Ésta es una contabilidad descabellada. No sé por qué lo ha 10 cen —dijo Eihorn a su personal—. Significa que el día antes de la bancarrota es el día más provechoso en la historia de su compañía, porque dirán que la deuda no valía nada. Llegan a llamarlo ingresos, y literalmente pagan bonos por esto. Me saca de mis casillas. Seis meses después, Einhorn acababa de escuchar atentamente la comunicación de los beneficios de Lehman el 18 de marzo de 2008, y quedó atónito al oír que Erin Callan ofrecía un pronóstico igualmente confiado. De hecho, fue el surgimiento de Callan como principal defensora de Lehman lo que lo reafirmó en sus sospechas. Cómo era posible que una abogada fiscal que no había trabajado en el departamento financiero y que sólo llevaba seis meses como directora de finanzas comprendiera estas complicadas evaluacio nes? ¿En qué se basaba para estar tan segura de que estaban valoran do debidamente los activos de la compañía? Ya había sospechado que a Callan aquello le iba muy grande —o que la firma estaba exagerando sus números— desde que había tenido ocasión de hablar con ella y con algunos de sus colegas en noviembre de 2007. Había convenido una llamada a Lehman para tener una idea más cabal de sus cuentas, y tal como hacen muchas empresas como un servicio a los grandes inversores, lo atendieron varios de sus principales responsables. Ya en aquella ocasión no habían dado satisfacción a su interés por saber con qué frecuencia revaloraba la empresa ciertos activos líquidos como la propiedad inmobiliaria. Lo que Einhorn quería saber ahora era si Lehman actualizaba ese valor todos los días, todas las semanas o trimestralmente. Para él era una cuestión crucial, porque como los valores de prácticamente todos los activos seguían cayendo, quería saber lo 9. Chris O'Meara, director de finanzas de Lehman, de la «Q3 2007 Leh man Brothers Holdings Inc. Earnings Conference Cali», 18 de septiembre de 2007. 10. Lindgren, «The Confidence Man», New York Magazine, art. cit.
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pendiente que estaba la firma para reflejar esos descensos en su balance. O'Meara dio a entender que la empresa ajustaba los acti vos diariamente, pero cuando llamaron al controlador, éste indicó que la empresa sólo actualizaba esos activos trimestralmente. Ca llan había estado al teléfono durante toda la conversación, y debió oír las respuestas contradictorias, pero en ningún momento inter vino para puntualizar la incongruencia. Tampoco O'Meara la seña ló, pero la registró como un punto negativo para la empresa. A fines de abril ya había empezado a hablar públicamente de los problemas que advertía en Lehman, llegando a sugerir en una presentación a los inversores que, considerando el balance y la com binación de negocios, Lehman no era tan diferente de Bear Stearns como se pretendía.11 Ese comentario había pasado casi desapercibido en el mercado, pero suscitó la ira de Lehman y dio lugar a una conversación telefó nica de una hora entre Einhorn y Callan, en la que ella trató una vez más de aclarar sus dudas y de dar un giro rotundo a su opinión sobre la compañía. Sin embargo, a pesar de que se mostró afable en todo momento, él tuvo la sensación de que estaba ofuscada. Ahora, mientras preparaba su discurso, pensó que era conve niente hablar con ella una vez más. Lo atendió de inmediato, pero lo acusó de tener intención de usar lo que pudiera decirle sólo en la medida en que conviniera a su tesis. Einhorn estaba acostumbrado a la hostilidad de las empresas. Todo el que quisiera que el sector financiero lo amase tenía que abstenerse de vender acciones a corto plazo. De inmediato le man dó un duro correo electrónico: «Rechazo de plano la idea de haber actuado con doblez hacia ti en algún caso. No tenías por qué pensar que nuestra conversación era confidencial.» Y a continuación ter minó de escribir su intervención.
El 21 de mayo, Einhorn esperaba su turno para hablar en la Sala Frederick P. Rose del Time Warner Center. 11. David Einhorn, «Prívate Profits and Socialized Risk», Grant's Spring Investment Conference, 8 de abril de 2008.
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Los organizadores de la conferencia habían programado su in tervención para las 16.05, inmediatamente después del cierre de los mercados. Dada su importancia dentro del sector y lo que estaba a punto de decir —y considerando la potencia de fuego de los inver sores presentes entre el público— era muy probable que pusiera nerviosos a los mercados, especialmente a las acciones de Lehman. Por fin puso sus notas sobre el podio. Mientras paseaba la mirada por la multitud, observó el brillo de docenas de BlackBerry tan sólo en las primeras filas. Los inversores estaban tomando notas y mandándolas a sus oficinas lo antes posible. Cierto que los mercados habían cerrado, pero en el negocio de las transacciones, una información valiosa vale su peso en oro, sea la hora que sea. Siempre había una posibilidad de hacer dinero en alguna parte. Einhorn empezó a hablar en su inglés monótono y levemente nasal del Medio Oeste y volvió sobre la cuestión de Allied, que trató de vincular con Lehman Brothers. —Una de las cuestiones clave que planteé hace seis años sobre Allied fue su uso indebido del valor equitativo de venta, ya que se había negado a adoptar depreciaciones sobre inversiones fallidas en la última recesión12 —aseguró ante la audiencia—. Esa cuestión se ha vuelto a plantear en una escala mucho mayor en la actual crisis crediticia. Lo que estaba diciendo era que Lehman no había admitido sus pérdidas el trimestre anterior y que era inevitable que las pérdidas fueran ahora mucho mayores. Después de plantear su provocadora tesis, Einhorn contó una anécdota: —Recientemente recibimos en nuestra oficina al CEO de una institución financiera. Su compañía tenía en sus libros algunos bo nos hipotecarios al coste. El CEO me contó la historia de siempre: los bonos siguen clasificados como triple A, no creen que tengan una pérdida permanente, y no hay un mercado fluido para valorar estos bonos. Yo le respondí que era un mentiroso, que ardería en el 12. Ésta y las sucesivas citas de conversaciones de David Einhorn de Greenlight Capital proceden de su alocución «Accounting Ingenuity», en la Ira W. Sohn Investment Research Conference, 21 de mayo de 2008.
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infierno, y añadí que sí había un mercado fluido para estos bonos y que era probable que valieran entre el 60 y el 70 por ciento de su valor facial en ese momento, y que sólo el tiempo diría si habría una pérdida permanente. Me sorprendió diciendo que tenía razón. Y añadió que si decía otra cosa, los contables los obligarían a depre ciar los bonos. Desde este punto, Einhorn volvió a Lehman Brothers y dejó claro que a su entender la evidencia indicaba que la empresa estaba inflando el valor de sus activos inmobiliarios, que se negaba a reco nocer la magnitud real de sus pérdidas por temor a que se desplo maran sus acciones. Contó cómo había escuchado atentamente la presentación de Callan con ocasión de su famoso anuncio de beneficios al día si guiente de la venta a precio de liquidación de Bear Stearns. —En la teleconferencia de ese día, la jefa de finanzas de Leh man, Erin Callan, usó la palabra gran catorce veces; estimulante, seis veces; vigoroso, veinticuatro veces, y duro, sólo una. Usó la pa labra increíblemente ocho veces —señaló—. Yo usaría increíble en un sentido muy diferente para calificar el informe. Después de ese floreo retórico, relató cómo había decidido llamarla. Sobre el fondo de una pantalla de proyección en la que se veían las figuras pertinentes, contó que le había preguntado a Ca llan sobre el hecho de que Lehman sólo hubiera depreciado dos cientos millones de dólares sobre el activo especialmente tóxico por valor de seis mil quinientos millones de dólares como obligaciones de deuda con garantías subsidiarias en el primer trimestre, a pesar de que el conjunto de dichas obligaciones incluía mil seiscien tos millones de dólares de instrumentos que eran de grado especu lativo. —La señora Callan dijo que entendía mi puntualización y que tendría que volver a llamarme —contó Einhorn—. En un correo posterior, la señora Callan rehusó dar una explicación sobre la mo desta devaluación y en lugar de eso afirmó que, tomando como base el precio actual de la acción, «era de esperar que [Lehman] reconociera más pérdidas» en el segundo trimestre. ¿Por qué no hubo un ajuste mayor [a la baja] en el primer trimestre? Y continuó:
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—Les pregunté a los de Lehman: «¿Habéis apreciado los acti vos de nivel 3 en más de mil millones de dólares en algún momen to entre el comunicado de prensa y la presentación del 10Q [infor me trimestral] ?» Respondieron rotundamente que no, sin embargo, no pudieron ofrecer ninguna otra explicación plausible —y tras carraspear de forma estentórea, Einhorn acabó su intervención con una advertencia—. Lo que espero es que los señores Cox, Bernanke y Paulson presten atención a los riesgos del sistema financiero que está creando Lehman y que insten a esta firma para que lleve a cabo una recapitalización y un reconocimiento de sus pérdidas, a ser posible antes de que necesite la ayuda del contribuyente federal... Lehman lleva semanas quejándose de los cortoplacistas. La inves tigación académica y nuestra experiencia indican que cuando los equipos directivos hacen eso es señal de que están tratando de apar tar la atención de los inversores de graves problemas. Minutos después de que Einhorn abandonara el escenario, ya se habían difundido sus palabras por los círculos financieros. Leh man estaba abocada a serias penalidades cuando se abriera el mer cado al día siguiente; las acciones caerían hasta un 5 por ciento. Mientras Einhorn caminaba Broadway arriba para asistir a la presentación de un libro preparada para él en el restaurante Shun Lee West, iba ojeando el programa de la conferencia que acababa de abandonar y vio algo que le dio cierto cargo de conciencia. Lehman Brothers había sido uno de los patrocinadores de la conferencia. O sea, que había pagado veinticinco mil dólares para oír cómo él echaba por tierra la credibilidad de la empresa.
Capítulo 6
—¿Quién habló?1 —preguntó Dick Fuld, casi incapaz de controlar su furia y dando la impresión de que iba a saltar por encima de la mesa para estrangular a alguien. El comité ejecutivo de Lehman —los más altos directivos de la empresa— estaba sentado en torno a una mesa de juntas el miérco les 4 de junio, en medio de un embarazoso silencio. Fuld sostenía en la mano un ejemplar de The Wall Street Jour nal en cuya página Cl estaba lo que él calificó como «la mayor traición de mi carrera». A punto había estado de atragantarse esa mañana cuando leyó el titular: «Lehman está buscando capital en el extranjero.»2 El subtítulo añadía: «Mientras sus acciones caen, la firma de Wall Street amplía su búsqueda de liquidez, y podría son dear a los coreanos.» Ahí estaba, en las noticias de la mañana, el plan secreto en el que había estado trabajando todo un mes para contrarrestar las crí ticas y dar muestras de fortaleza, expuesto a los ojos de todo el mundo. Había trabajado frenéticamente para proteger la empresa, y ahora, pensaba, la filtración ponía en peligro todo ese esfuerzo. Fuld había hablado con la reportera Susanne Craig de forma oficial y de forma confidencial varias veces en los últimos meses,
119. Susanne Craig, «Lehman Struggles to Shore Up Confidence», The Wall Street Journal, 11 de septiembre de 2008. 120. Susanne Craig, «Lehman Is Seeking Overseas Capital: As Its Stock Declines, Wall Street Firm Expands Search for Cash, de mayo Tap Korea», The Wall Street Journal, 4 de junio de 2008.
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pero jamás había dejado escapar una palabra de esto. El artículo de Craig era breve e iba al grano. Cuando lo llamó esa tarde como continuación de su artículo, se lanzó contra ella sin piedad. —¡Te las das de periodista responsable, pero eres como los demás! —dijo—. Te has cerrado las puertas de esta casa —gritó y le colgó violentamente. De ahora en adelante regiría una nueva nor ma en Lehman, decretó a continuación: nadie, ni siquiera el depar tamento de relaciones públicas, tenía autorización para hablar con The Wall Street Journal.
Cuando se enteró de la orden de Fuld, Andrew Gowers, jefe de comunicaciones de Lehman, se puso furioso. —No entiendo cómo diablos va a ayudarnos silenciar al ma yor periódico financiero del país —se quejó a Freidheim. —No lo sé —respondió Freidheim encogiéndose de hom bros—. Es entre Dick y el periódico. Scott Freidheim sabía quién era el que había filtrado la infor mación, o creía saberlo. Con sus cuarenta y dos años, Freidheim era el miembro más joven del círculo de allegados de Fuld. Este hijo del antiguo CEO de Chiquita era el jefe operativo ideal para Fuld: era resolutivo y fiel, con instinto letal. Como jefe administrativo adjunto de la empresa, más que un banquero era un estratega muy bien pagado. Para los detractores de Fuld, era uno de los favoritos del presidente, un pro tector impasible del trono, que servía a Fuld de escudo contra gran número de desagradables verdades. Freidheim era un ejecutivo al estilo de Joe Gregory: tenía una casa enorme en Greenwich y una flota de coches que rotaba constantemente; hacía poco que había comprado la «oficina móvil» que antes había pertenecido a uno de sus amigos, el magnate de los fondos de alto riesgo Eddie Lampert, un GMC Denali negro equipado con acceso a Internet que lo lleva ba a Manhattan todos los días. —¿No es fantástico? —les dijo entusiasmado a unos colegas, enseñándoles el vehículo mientras sonaba la música de Misión im posible.
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Freidheim, en pie de guerra, llamó a seguridad y ordenó inves tigar los registros telefónicos de la compañía. Pronto descubrió lo que consideraba la prueba que necesitaba: Callan había hablado con Craig el día anterior. Todavía quedaba por determinar si real mente la había informado sobre el viaje a Corea, pero el registro de llamadas le daba una excusa para hablarle de ella a Fuld. Cuando Freidheim llegó a la oficina de Fuld, encontró allí a Gregory y les habló a los dos de lo que había descubierto. Terminó diciendo que quería abordar a Callan personalmente sobre la cues tión, y añadió: «No podemos descartar que tengamos que despe dirla.» Gregory, el mentor de Callan, quedó pasmado ante la acusa ción. Nadie iba a ser despedido y, por lo que a él concernía, nadie le iba a mencionar el asunto a Callan. «Tiene demasiadas cosas a su cargo», insistió Gregory, y Fuld asintió. Simplemente no podía dar se el lujo de perder a su jefa de finanzas, no en la situación actual, ni siquiera si había hecho lo inconcebible y filtrado información. En el fondo, Fuld sabía que su jugada coreana era un intento a la desesperada. La propia operación de banca de Lehman en Seúl era un verdadero espejismo; nunca había producido negocio signi ficativo alguno que mereciese la atención de Fuld. Además, casi todos los de su oficina le habían advertido repetidas veces de que había serias dudas sobre los participantes. No obstante, Fuld no tenía más remedio que llevar la negocia ción hasta el final y tenía algunos motivos para creer que existían posibilidades de cerrar un acuerdo constructivo con los coreanos. El lunes anterior a la partida del grupo de Lehman hacia Asia, Da vid Goldfarb, el principal estratega de Fuld, había alentado las ex pectativas de su jefe. «La situación en Corea parece prometedora3 —escribió Gold farb en un correo electrónico que envió también a Gregory—. Real 3. El correo electrónico de Goldfarb, enviado el 26 de mayo de 2008, se puso a disposición de la investigación del Comité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara, denominada «Causes and Effects of the Lehman Bro thers Bankruptcy». Véase «Lehman Brothers Email Regarding Punishing Short Seller», http://oversight.house.gov /story.asp?ID =2208
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mente están tratando de reestructurar y abrir servicios financieros y están buscando un ancla que les sirva para impulsar su esfuerzo, y podríamos ser nosotros. Yo sigo prefiriendo la solución Hank [Green berg] o GE, pero si no es posible, podríamos usar ésta como base es tratégica [...]. Si captáramos cinco mil millones de dólares, yo sería partidario de una acción agresiva contra el mercado, gastando dos mil en recomprar un montón de capital (¡haciéndole verdadera pupa a Einhorn!). Queda mucho por hacer. He estado hablando con Jesse y Kunho. Parece que los coreanos van en serio y están tratando de hacer algo agresivo. Podría ser un momento interesante para ellos, para distraer un poco la atención de las economías asiáticas en rápi do desarrollo. Podría ser interesante, pero, como sabemos, estas co sas se quedan a veces en pura retórica.» El 1 de junio, un pequeño equipo de banqueros de Lehman se había dirigido al aeropuerto Teterboro de Nueva Jersey y había par tido hacia Corea en el Gulfstream de la compañía.4 El ejecutivo de más categoría a bordo, Tom Russo, jefe del departamento legal de Leh man, no tenía mucha experiencia en negociaciones, pero era confi dente de Fuld y podía servir como sus ojos y oídos. Mark Shafir, el jefe de fusiones y adquisiciones globales (y hermano de Robert Sha fir, al que Gregory había obligado a marcharse sin mucha ceremo nia), era el banquero especialista en tratos, junto con Brad Whit man, un talentoso experto en adquisiciones que se había pasado la mayor parte de su carrera fusionando las grandes empresas de tele comunicaciones del país para transformarlas en un puñado de po derosos agentes económicos. Completaban el grupo Larry Wiese neck, el director de finanzas globales de la firma, y el abogado Jay Clayton de Sullivan & Cromwell. Al llegar a Seúl se reunirían con Kunho y Bhattal. Después de un viaje agotador llegaron por fin. Las conversa ciones fueron largas y tediosas y todos, excepto Russo, estaban con vencidos de que aquello no los llevaba a ninguna parte. Sentados en la cama de la habitación de su hotel, llamaron por 4. Según el registro de vuelos conseguido por The Wall Street Journal. Véase Craig, «Lehman Struggles to Shore Up Confidence», The Wall Street Jour nal, 11 de septiembre de 2008.
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teléfono a Fuld a Nueva York. Russo era el que llevaba la voz can tante. —Dick, tengo un buen palpito —dijo Russo con entusias mo—. Creo que tenemos un 70 por ciento de probabilidades de llegar a algo con estos tipos. La satisfacción de Fuld al oír la noticia duró poco. El grupo volvió a Nueva York el 5 de junio con las manos vacías; los intentos de llegar aunque fuera a un borrador de acuerdo habían fracasado estrepitosamente. Era evidente que a los coreanos los había desani mado la caída de las acciones de Lehman o simplemente no tenían los medios para ejecutar un negocio de esa envergadura. Hasta Rus so había perdido la confianza. —No vamos a llegar a un acuerdo con estos imbéciles —le dijo a Fuld. Momentos después de haber oído la noticia, Fuld, frustrado como de costumbre, le gritó a Steven Berkenfeld, miembro del co mité ejecutivo de la empresa, desde el otro extremo del vestíbulo: —¿Fuiste tú quien dijo que no se puede confiar en los corea nos? —No creo haberlo dicho de esa manera —respondió Berken feld. —Sí, lo hiciste —dijo Fuld—, y tenías razón. Sin embargo, la negociación con los coreanos no acabó así, sin más. Unos días después, Min llamó a Fuld e insistió en que todavía quería que se hiciera algo. Fuld supuso que la única posibilidad, aunque remota, era que los coreanos contrataran a un auténtico asesor. Fue así que llamó a Joseph Perella, el gurú de fusiones y adquisiciones que acababa de montar una nueva empresa, Perella Weinberg Partners. —Mira, tengo algo para ti —le dijo Fuld a Perella—. Vas a recibir una llamada de E. S. [Min]. ¿Lo conoces? Antes trabajaba para mí. Fuld fue explícito sobre lo que esperaba del acuerdo. —Estamos negociando a alrededor de veinticinco dólares. Nuestro valor contable es de 32. Necesitamos una plusvalía, de modo que podría aceptar de treinta y cinco a cuarenta. Perella, que le asignó el proyecto a su colega Gary Barancik,
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no le vio muchas posibilidades. KDB era una institución nacional con lo que a él le parecía un agente local. ¿Para qué iba a interesarles ramificarse con un arriesgado acuerdo internacional? —Es como si la empresa de energía de Long Island tratara de comprar algo en Rusia —le dijo a Barancik. No obstante prometieron hacer lo que estuviera en sus ma nos.
Skip McGee, un texano de cuarenta y ocho años, viajaba a Nueva York desde Houston todas las semanas para ocuparse de las operaciones de inversión bancaria de Lehman. Solía subir a un avión privado, usando la cuenta de Netjets de la firma, todos los domingos alrededor de las 19.30, llegaba a Nueva York cerca de medianoche y tomaba un coche hasta el apartamento que tenía al quilado en el Upper West Side. El jueves por la noche tomaba un vuelo de primera clase de Continental que lo llevaba de vuelta a Houston. La unidad que dirigía McGee y que asesoraba a los clientes corporativos sobre fusiones y ofertas de acciones había tenido su mejor año en 2007, aportando tres mil novecientos millones a las cuentas de la empresa, pero su capacidad para hacer nuevos clientes se estaba viendo perjudicada por la desconfianza vinculada a las inversiones de la compañía en activos inmobiliarios. McGee había expresado a Fuld su inquietud un mes antes cuando pidió que le dieran el control de los intentos de la empresa para captar capital, que hasta entonces habían estado en manos, sobre todo, de los directivos de la planta 31, que él tenía la sensa ción de que no eran profesionales en la materia. —Tienes una división de inversiones bancarias que se gana la vida con esto —le dijo McGee a Fuld—. Es una locura. Debería irme si no confías en el banco de inversiones para hacer esto. Fuld accedió y los «soldados» de McGee —Shafir y Whit man— fueron incluidos en el equipo que viajó a Corea. Claro que desde aquella conversación la situación de la empre sa no había hecho más que empeorar. Todos sabían que el anuncio de las próximas pérdidas trimestrales sólo iba a exacerbar la sitúa
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ción. El resentimiento se iba extendiendo por las filas, y ya no esta ba dirigido únicamente contra Erin Callan, que, según la opinión generalizada entre los banqueros, no era sino un síntoma de un problema mayor. La persona a la que ahora creían responsable de muchos de los males de la compañía —las apuestas arriesgadas en propiedades in mobiliarias, el reacomodo constante de los ejecutivos en puestos para los que no estaban debidamente preparados— era Joe Gre gory, presidente de la empresa y el colaborador más próximo de Fuld. Para empezar, McGee y Gregory nunca se habían llevado muy bien, habían tenido enfrentamientos. En los últimos meses, Gregory había empezado a maniobrar para dejar de lado a McGee asignándole una empresa de transacciones de materias primas en Houston, perspectiva que dejaba indiferente a McGee. El domingo anterior al anuncio del informe de beneficios, McGee se pasó por la oficina para dar un último repaso a sus nú meros y tuvo una conversación con Fuld en la que le planteó la necesidad de hacer algo con Gregory. Fuld se quedó de piedra. Mc Gee le planteó que Joe no estaba a la altura de su puesto y que no servía a los intereses de la empresa, que algunas de sus decisiones de personal no habían sido acertadas. Fuld dijo que Joe Gregory era innegociable. Que había sido su socio durante veinticinco años y no le parecía justo. McGee se marchó casi seguro de que Gregory estaba más se guro en su puesto que él mismo.
Fuld se quedó sentado en su oficina, atónito. No podía conce bir la empresa sin Gregory, pero nada de lo que estaba sucediendo tenía sentido. La firma que había reconstruido con sus propias ma nos se desmoronaba por todas partes. En Neuberger Berman, la rama de gestión de activos de Leh man, los ejecutivos estaban en franca rebelión, tratando de distan ciarse del embrollo que había en la central.5 Lehman había compra 5. Lehman vendió su compra de dos mil seiscientos millones de dólares de Neuberger Berman el 31 de octubre de 2003.
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do Neuberger en 2003, y mientras duraron los buenos tiempos había realizado una contribución útil, prácticamente libre de pro blemas, a los resultados de la empresa. Sin embargo, cuando el ca pital social de Lehman empezó su deriva, los empleados de Neuber ger fueron presa del pánico. Se habían acostumbrado a los ingresos constantes generados por la gestión del dinero de los ricos, pero eso estaba ahora en peligro, ya que una buena parte de sus primas se pagaban en acciones. Una semana antes, el 3 de junio, Judith Vale, que llevaba un fondo de pequeña capitalización de quince mil millones para Neu berger, mandó un correo electrónico candente a todos los miem bros del comité ejecutivo de Lehman (con excepción de Fuld), exi giendo que los máximos directivos de Lehman renunciaran a los incentivos y se dispusieran a vender Neuberger.6 «En NB la moral está por los suelos, en gran medida porque las acciones de Lehman son una parte significativa de nuestra compen sación, y como tal, nada en nuestra compañía está dentro de nuestro control —escribió Vale—. Muchos creen que una parte sustancial de los problemas de Lehman son de naturaleza más estructural que cí clica. La vieja franquicia de Neuberger (que tiene su domicilio en el 605 de la Tercera) está en gran medida intacta. Sin embargo, esto es una cuestión de gente, y mantener su salud depende de conservar a los productores clave y al personal de apoyo. No cortéis de golpe los incentivos de los productores clave y del personal de apoyo de NB por errores de gestión cometidos en otra parte.» George H. Walter IV, máximo responsable de la división de gestión de inversiones de Lehman y primo del presidente Bush, inmediatamente trató de quitar hierro a las críticas de Vale. «Lo siento, equipo —escribió Walker en un correo a todos los que habían recibido la misiva de Vale—. La cuestión de las com pensaciones que ella plantea... atañe a un pequeño grupo de Neu berger que casi no merece que el CE [comité ejecutivo] le dedique 6. La cadena de correo electrónico Vale, Walker y Fuld está disponible en «Lehman Brothers Email Regarding Suspending Executive Compensation», Co mité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara , http://oversight. house.gov/story.asp?ID=2208
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tiempo en este momento. Esto me resulta embarazoso y pido dis culpas.» La correspondencia le fue entregada a Fuld, que escribió como respuesta: «No te preocupes... no es más que gente que sólo piensa en su bolsillo.» ¿Es que quedaba algo de lealtad en la firma todavía?
Aunque el cargo de Joe Gregory seguía siendo el de director general, muchos de los ejecutivos de Lehman pensaban que hacía tiempo que se había subido a la estratosfera. Pocos hacían tanto alarde de su fortuna personal. El helicóptero, la casa de diecinueve millones de dólares en Bridgehampton, el Bentley que conducía, las escapadas de su mujer a Los Ángeles en avión privado para hacer compras. En suma, un tren de vida extravagante que pasaba de los quince millones anuales. Sin embargo, no era eso lo que más le re prochaban, sino su aplicación de los principios de Malcolm Glad well a la dirección de la empresa y del indicador de tipos humanos de MyersBriggs para tomar decisiones de personal, y su mano de hierro a la hora de aplicar sanciones y de despedir a las personas a las que acusaba de deslealtad.
El negociador que más había prosperado con Fuld y Gregory era Mark Walsh, un hombre tímido, adicto al trabajo, que se ocu paba de las operaciones inmobiliarias de Lehman. De ascendencia irlandesa y nacido en Yonkers, Nueva York, había causado sensa ción cuando a comienzos de la década de 1990 compró hipotecas comerciales de la Resolution Trust Corporation, la organización impuesta por el Gobierno federal para poner orden en la debacle de los ahorros y el préstamo, e hizo con ellos paquetes de valores. Abo gado por formación, Walsh parecía inmune al riesgo, lo cual impre sionó a Fuld y a Gregory hasta límites insospechados. Le dieron a Walsh carta blanca, y él la utilizó para imponer acuerdos mucho más rápidos que la competencia.7 Después de que el promotor Aby 7. Sobre Walsh, Aby Rosen declaró a The New York Times: «Era rápido [...]. No trataba de machacarte ni de renegociar. Para ser sincero, hay muy pocas
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Rosen cerrara la adquisición por 375 millones de dólares del edifi cio Seagram en sólo cuatro semanas, Walsh se vanaglorió ante sus amigos de lo rápido que había sido capaz de ejecutar el trato. En el momento culminante del mercado, Walsh cerró su últi mo gran acuerdo, una transacción conjunta con el Bank of Ame rica, comprometiendo diecisiete mil cien millones de dólares en deuda, más cuatro mil seiscientos millones en títulos puente para financiar la compra de ArchstoneSmith, una colección de comple jos de apartamentos de alto nivel y otras propiedades inmobiliarias de gama alta. Las propiedades eran excelentes, pero el precio era desmesurado, basado en proyecciones según las cuales las rentas podían aumentarse sustancialmente. Casi de inmediato, la pro puesta empezó a parecer dudosa, especialmente cuando los merca dos de crédito se congelaron. Sin embargo, Fuld declinó la posibi lidad de dar marcha atrás. La firma había asumido un compromiso e iba a responder. Gregory hizo un recorrido para arengar a las tro pas. «Esto va a ser temporal — dijo a sus colegas de Lehman—. Vamos a salir adelante.» Entre los que trataron de hacer saltar la alarma estaba Michael Gelband, que había sido director de comercio en renta fija durante dos años y conocía a Gregory desde hacía décadas. A fines de 2006, en una discusión con Fuld sobre sus incentivos, Gelband señaló que los buenos tiempos estaban a punto de dar un brusco giro para el cual la firma no estaba bien posicionada. —Vamos a tener que cambiar un montón de cosas —advirtió. Fuld, que parecía desolado, casi no respondió. Alrededor de febrero de 2007, cuando Larry McCarthy trató de ponerlos a todos sobre aviso de que se iba a producir un efecto dominó y que los siguientes en caer iban a ser los bancos comercia les, lo cual los ponía en una situación de gran riesgo, Gregory se personas en el sector sobre las que se pueda decir eso.» Véanse Devin Leonard, «How Lehman Brothers Got Its Real Estáte Fix», The New York Times, 3 de mayo de 2009; y Dana Rubinstein, «Mark Walsh, Lehman's Unluckiest Gambler», New York Observer, 1 de octubre de 2008.
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reunió con Gelband en el comedor de ejecutivos y después de char lar un rato la conversación se volvió más dura. —Ya sabes —dijo Gregory decidido—, tenemos que cambiar un poco la forma de hacer las cosas por aquí. Tú tienes que ser más agresivo. —¿Agresivo? —preguntó Gelband. —Respecto al riesgo. Te estás retrayendo y perdemos nego cio. Para Gelband, Lehman se había metido en negociaciones que no tenían mucho sentido. A Gregory todo eso parecía traerlo sin cuidado. Sólo le preo cupaban los tratos en los que Lehman no había podido sacar tajada,8 como la impresionante adquisición por cinco mil cuatrocientos mi llones de dólares de Stuyvesant Town y de Peter Cooper Village, un complejo inmenso de más de once mil doscientos apartamentos en el East Side de Manhattan. Lehman había unido fuerzas con las compañías de Stephen Ross, el promotor del Time Warner Center, para licitar por el proyecto, pero perdió ante Tishman Speyer y BlackRock Realty Advisors de Larry Fink. Para colmo, Lehman consideraba a Tishman, a quien había ayudado a comprar el edificio MetLife por mil setecientos millones de dólares en 2005, uno de sus clientes más cercanos. Como la división inmobiliaria técnicamente informa a renta fija, Gregory hacía responsable a Gelband de la oportunidad perdi da en Stuyvesant Town. —Vamos a tener que hacer algunos cambios —dijo, dando a entender que Gelband iba a tener que cortar un par de cabezas. Al día siguiente, Gelband tomó el ascensor y fue a ver a Gre gory, que estaba en una reunión. Gelband entró en tromba y dijo: —Joe, dijiste que querías hacer algunos cambios. Pues bien, el cambio soy yo. —¿De qué estás hablando? —preguntó Gregory. —De mí. Se acabó. Me voy de la empresa.
8. Leonard, «How Lehman Brothers Got Its Real Estáte Fix», The New York Times, art. cit.
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Estoy muy decepcionado9 —fue la forma en que Dick Fuld expresó su reacción personal ante las ganancias del segundo trimes tre de Lehman en un informe hecho público a las 6.30 del lunes 9 de junio.10 Las pérdidas habían sido de dos mil ochocientos mi llones de dólares o 5,12 dólares la acción. Estaba prevista una au dioconferencia a las diez para hablar del resultado, pero para enton ces ya se habían desatado sangrientos ataques en la CNBC. —Dick Fuld es Lehman.11 Lehman es Dick Fuld —dijo Geor ge Ball del grupo Sanders Morris Harris—. Tenéis una directiva que lleva el logo corporativo en el corazón... Va a dolerles mucho. Fuld y Gregory estaban viendo la cobertura en la oficina de Fuld cuando apareció en pantalla David Einhorn de Greenlight Capital. —¿Va a decir «ya te lo dije» esta mañana?12 —le preguntó el entrevistador de la CNBC. —Parece ser que muchas de las cosas que he venido plantean do en los últimos tiempos han sido confirmadas por las noticias de hoy —respondió, tratando de aparentar toda la humildad posible dadas las circunstancias. Einhorn expuso sus preocupaciones sobre el alcance de las de preciaciones de SunCal y Archstone y sobre las razones para que no 9. En la mañana del 9 de junio, Fuld dijo: «Estoy muy decepcionado con los resultados de este trimestre. A pesar del sólido comportamiento subyacente de nuestra franquicia cliente, teníamos nuestra primera pérdida trimestral como compañía cotizada en bolsa. Sin embargo, con nuestro balance fortalecido y la mejoría de los mercados financieros a partir de marzo, estamos bien posiciona dos para servir a nuestros clientes y ejecutar nuestra estrategia.» Véase «Lehman Brothers Announces Expected Second Quarter Results», Reuters, 9 de junio de 2008. 121. Susanne Craig y Tom Lauricella, «Big Loss at Lehman Intensifies Cri sis Jitters», The Wall Street Journal 10 de junio de 2008; «Preliminary 2008 Leh man Brothers Holdings Inc. Earnings Conference Cali», 9 de junio de 2008. 122. George Ball, «Lehmans $2,8B Loss», Squawk Box, CNBC, 9 de ju nio de 2008. 123. Cari Quintanilla, «Lehman's Q2 Loss», Squawk Box, CNBC, 9 de junio de 2008.
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se produjeran antes, y a continuación lanzó unas duras palabras de advertencia: «Es hora de olvidarse de los ataques ad hóminem y pasar al análisis de lo que realmente está sucediendo en este nego cio.»
Esa tarde, Charlie Gasparino, un insistente reportero de la CNBC, empezó a perseguir a Kerrie Cohén, la portavoz de Leh man, para confirmar un rumor según el cual Gregory y Callan iban a ser despedidos. Aunque de manera extraoficial, Cohén dijo que era sólo eso, un rumor. Gasparino, sin embargo, insistió en hablar con su jefe, Freid heim. —Tengo entendido que Joe y Erin van a dejar la compañía —dijo—. A menos que lo desmintáis oficialmente voy a seguir adelante con esto. Cuando Gasparino amenaza con difundir información capaz de conmocionar el mercado, la mayor parte de los ejecutivos tratan de satisfacerlo. Freidheim no creía que hubiera cambios inminen tes, pero antes de negarlo oficialmente, fue a la oficina de Fuld. —Voy a tener que usar mi nombre —le dijo a Fuld, dejando claro que su credibilidad estaba en juego—. Tengo que saber si lo estás pensando siquiera. —No —respondió Fuld—. No está en mis planes. —Bueno, voy a tener que hablar con Joe —dijo Freidheim—, porque necesito saber que tampoco él lo está pensando. No voy a usar mi nombre a menos que sepa que no puede suceder. —Rotundamente, no —dijo Gregory cuando Freidheim le planteó la pregunta—. Puedes decirle a Gasparino que has hablado conmigo y que la respuesta es no. Mantener callado a Gasparino era una tarea relativamente fá cil comparada con la de contener la presión que se estaba acumu lando dentro de la empresa. Banqueros y operadores pasaban alter nativamente de la inquietud al nerviosismo y del nerviosismo al cabreo. A última hora de la tarde, Skip McGee reenvió a Fuld un co rreo de Benoít d'Angelin, que había sido su homólogo en la oficina
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de Lehman en Londres y había dejado la compañía para poner en marcha un fondo de alto riesgo.13 Era evidente que McGee inten taba enviar a Fuld un mensaje no demasiado sutil. En estos días he recibido llamadas de muchos banqueros. Los ánimos están muy mal... y por primera vez me preocupa realmente que todo el trabajo que hemos hecho a lo largo de seis o siete años pueda venirse abajo sin más. En mi opinión hay dos cosas muy necesarias. 124.Algunos altos directivos deben ser mucho menos arro gantes y admitir en clave interna que se han cometido algunos errores de envergadura. No pueden seguir diciendo «somos gran des y el mercado no lo entiende». 125.Es necesario hacer algunos cambios en la alta dirección, y pronto. La gente no entiende ni QUIERE entender que nadie pa gue por este desaguisado y que es «lo de siempre». Fuld leyó la nota con ánimo sombrío y le respondió a McGee prometiendo que almorzaría con los principales banqueros de in versión para darles ocasión de airear sus agravios. Lo que Fuld no sabía era que ya estaba en marcha una revolu ción en palacio. La semana anterior, un grupo de quince operado res había ido a cenar al Links, un club privado en la 72 Este, cerca de Madison. El propósito de la cena era discutir sobre cómo presio nar a Fuld para que despidiera a Joe Gregory. Se pusieron de acuer do para renunciar en masa si Fuld no atendía a razones. Jeff Weiss, jefe de los servicios financieros, no estaba en la cena, y tampoco estaba Gerald Donini, pero fueron informados oportunamente. —Dick no va a reaccionar bien —dijo Weiss desaconsejando una confrontación—. No vais a conseguir nada si tratáis de acorra larlo. No vayáis tan rápido. Las cosas van en la dirección correcta. Veamos cómo evoluciona la cosa en un par de días. 13. Véase «Lehman Brothers Email Regarding Lack of Accountability», investigación del Comité de Reforma del Gobierno y Supervisión de la Cámara, http://oversight.house.gov/story.asp?ID=2208
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En la reunión del comité ejecutivo a la mañana siguiente, Fuld parecía exhausto, como un boxeador que hubiera aguantado un asalto de más. No había sido él quien había iniciado la peiea, pero sabía que tenía que intentar otro enfoque. Para mantener la empre sa unida iba a tener que mostrarse más conciliador. McGee fue el primero en hablar y planteó la cuestión sin alte rarse. —Vamos a tener que hacer cambios en la alta dirección. —¿Qué quieres decir? —saltó Fuld. —Tenemos que hacernos responsables. Eso es lo que quiere el mercado y lo que quiere nuestra gente —aunque no mencionó a Gregory, todos sabían a quién se refería. Fuld cedió la palabra a los demás, que fueron haciendo suge rencias, aunque nadie secundó la propuesta de cambio de McGee. Russo, sin apartar los ojos de McGee, prefirió jugar la baza de la importancia del trabajo en equipo, un argumento del que se apropió enseguida Gregory: —Tenemos que dejar de juzgar lo que hacen los demás a toro pasado —insistió—. En esto estamos todos juntos. Unos lo han he cho mejor que otros, pero podemos salir de esto juntos. Mientras los demás hablaban, McGee, con la BlackBerry es condida bajo la mesa, envió un mensaje de dos palabras a su colega Jeff Weiss: «Soy hombre muerto.» Al volver a la oficina llamó a su esposa, Susie, en Houston, y le dijo a bocajarro: «Puede que ya no esté aquí cuando acabe la semana.»
Cuando Fuld se reunió para almorzar con los banqueros de inversión el miércoles 11 de junio, en el comedor privado con pa nelado de madera de la planta 32, las acciones de Lehman habían caído otro 21 por ciento. Fuld sabía que éste era el espectáculo de McGee, y eso significaba que lo iban a poner a prueba. Tenía razón, eran cinco contra uno. McGee, Ros Stephenson, Mark Shafir, Jeffrey Weiss y Paul Parker. No perdieron la ocasión de decirle a su jefe por qué necesitaban hacer cambios en la direc ción. Las inversiones inmobiliarias están acabando con la empresa. Se ha dejado ir agente buena mientras que los bisónos, como Erin Callan,
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habían sido promovidos a puestos que les quedaban grandes. Joe Gre gory había estado distraído y no sabía nada de riesgos. Si en alguien se podía centrar el problema, era en él. —Mira, la respuesta es que alguien tiene que pagar —dijo Mark Shafir. —Joe lleva conmigo treinta años —replicó Fuld—. Es un as en lo que hace, ha hecho una gran carrera y ha hecho mucho por este lugar. ¿Me estáis pidiendo que lo arroje por la borda sólo por que hemos tenido un mal trimestre? —No es sólo un mal trimestre —replicó McGee—. Esto es más profundo. Fuld hizo una pausa y miró la comida que no había tocado. —¿Me estáis diciendo que queréis que yo...? —¡No, no! —fue la respuesta unánime. No querían su renun cia; su partida sería un golpe mortal para la empresa, pero no se podía mantener el statu quo; Fuld tenía que romper el círculo que lo rodeaba impidiéndole palpar la realidad de la empresa e impli carse más en las operaciones. Fuld aceptó esa crítica. —Lo reconozco, es lo que me ha llegado —dijo—. Voy a ha cerlo. Voy a hacer lo correcto. A pesar de todo, no podía comprometerse a despedir a Gre gory. —¿Qué vais a decir cuando salgáis de aquí? —les preguntó a los banqueros. —Que el tío no lo quiere entender —dijo Weiss, poniendo las cosas claras. —Sí que lo entiendo —respondió Fuld. Cuando se dirigían a los ascensores, ninguno tenía claro qué iba a hacer Fuld. Parecía poco probable que fuera a despedir a Gre gory. Nada de lo que había dicho indicaba que estuviera dispuesto a dar un paso tan drástico. A pesar de todo, McGee y los banqueros se sentían aliviados por haber tenido por fin la ocasión de decirle a Fuld lo que pensaban.
Mientras se celebraba el almuerzo, Gregory había estado en su oficina reconcomiéndose. Conocía los rumores, se daba cuenta de
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que había un clima cada vez más contrario a él. Fuld había hecho suficientes comentarios sobre el problema de la moral dentro del edificio como para no comprender que lo estaban bombardeando. No se le escapaban los comentarios insidiosos y todos los rumores que se difundían sobre él. De hecho, si había una cosa a la que Gregory le daba importancia —lo que el llamaba «cultura»— podía ver que se estaba resquebrajando. Sabía que su propio poder había empezado a erosionarse hacía meses. Fuld se apoyaba cada vez más en Bart McDade, director de fondos propios y uno de los tipos más populares de la empresa: ho nesto, disciplinado y brillante, tal vez más de lo que le convenía. Des pués de la casi bancarrota de Bear Stearns, Fuld había convertido a Me Dade en su «chico de los riesgos» (risk guy). McDade había estado mucho tiempo en renta fija, y lo había hecho muy bien hasta que fue trasladado a la menos provechosa sección de títulos en 2005, en lo que todos consideraron una típica maniobra de Gregory para deshacerse de un posible rival. O, según otros, una aplicación más de su idea de que un talento como Mc Dade podía servir dondequiera que se le necesitara. Minutos después de que Fuld volviera a su oficina, Gregory se dejó caer. —Creo que debo apearme del carro —dijo sin mucha convic ción. —¿Qué está pasando aquí? —dijo Fuld, indicándole que se fuera—. Vuelve a tu oficina. Tengo el 51 por ciento de los votos, y eso no va a pasar. Cinco minutos después, Fuld fue a hablar con Gregory, que le estaba contando a Russo lo que acababa de decirle a Fuld. Decía que estaba convencido de que el mercado quería que la firma hiciera algo. —Quieren que rueden cabezas —insistía—. Tienen que rodar cabezas, y no puedes ser tú —le dijo a Fuld—. Tengo que ser yo. —No es tu turno —le dijo Fuld—. Esto es una enfermedad, todas las empresas la padecen. No es culpa tuya. Russo, que no había dicho nada hasta entonces, intervino.
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—Dick, creo que Joe tiene razón —dadas las circunstancias, era lo mejor para la empresa. Fuld empezaba a resignarse a lo que todos habían empezado a considerar inevitable. —No me gusta, no me gusta nada esto —dijo con un hilo de voz mientras contenía las lágrimas. El jueves, a las seis de la mañana, Kerrie Cohén empezó a re cibir correos de voz de Charlie Gasparino.14 —Hola, Kerrie. Es mejor que me llames ahora mismo, porque tenemos un problema... Vosotros desmentisteis algo que yo había oído y ahora tengo la sensación de que era verdad. ¡Así que más te vale llamarme ahora! Y ahora es ahora. Será mejor que nadie se me adelante con esto, porque vas a tener un serio problema de credibi lidad, y Lehman también. De modo que ya me estás llamando. Veinte minutos después volvía a la carga: —Será mejor que me llames antes de que esto salga en las no ticias. ¡No estoy bromeando! De hecho, a Cohén lo habían llamado a las 5.30 para que tra bajase con Scott Freidheim en la redacción del comunicado de prensa anunciando la renuncia de Gregory y la decisión de Callan de dejar su puesto; Callan había llegado a un acuerdo con Fuld para seguir en la empresa en otro cometido. Aunque no se reflejaba en el comunicado, Gregory también seguiría en plantilla. Fuld le per mitía quedarse como consultor externo para que pudiera seguir op tando a su pensión y a su compensación diferida. La carrera de Gregory estaba acabada, pero su viejo amigo jamás le dio el tiro de gracia. En el comunicado de prensa, Fuld decía de él: «Joe ha sido mi socio durante treinta años y ha sido la fuerza impulsora que nos permitió conseguir lo que hemos conseguido. Ésta ha sido una de las decisiones más difíciles que tuve que tomar jamás.» Freidheim también ayudó a preparar una nota de Fuld al per 14. Dealbreaker.com insertó una serie de mensajes de voz de Gasparino a Kerrie Cohén. «Charlie Gasparino Leaves The Greatest Voicemail(s) of All Time», 22 de septiembre de 2008, http://dealbreaker.com/2008/09/charlie gasparinoleavestheg.php
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sonal: «Nuestra credibilidad se ha erosionado15 —decía—. El en torno actual del mercado nos obliga a tomar algunas medidas para recuperar la confianza de todos nuestros clientes.» Cosa rara, esa mañana los periódicos no publicaban nada nue vo sobre Lehman. Cuando Fuld llegó a la oficina, Freidheim le entregó un borrador del comunicado de prensa para que lo revisara y luego comenzaron la reunión del comité ejecutivo. Fuld parecía afligido. —Esto es lo más difícil que he hecho jamás —dijo antes de describir el papel de Gregory como amigo y socio—. Joe está pa rando el golpe por el equipo. —Siempre dije que si alguien tenía que parar una bala, debía ser yo —dijo Gregory—. Espero que no caiga en saco roto. Como Fuld pareciera otra vez a punto de llorar, Gregory le cogió la mano y dijo en voz baja: —No pasa nada. —¿Quieres decir algo? —le preguntó Fuld a Callan. —No, no —le respondió enjugando una lágrima. Fuld anunció que pensaba nombrar a Bart McDade como su cesor de Gregory. —Es el mejor operador que tenemos —dijo. Pero no era el momento de celebrar el nombramiento de Mc Dade. Cuando la reunión acabó, Fuld le dio a Gregory un último y sincero abrazo, y se lo quedó mirando mientras abandonaba len tamente la sala de juntas. 15. Véanse Yalman Onaran, «Lehman Drops Callan, Gregory; McDade Named President», Bloomberg News, 12 de junio de 2008.
Capítulo 7
La tarde del 11 de junio, Greg Fleming, el presidente de Merrill Lynch, un hombre de cuarenta y cinco años con un aspecto apabu llantemente juvenil, estaba reunido con clientes en el cuartel gene ral de la empresa cuando su secretaria le entregó discretamente una nota marcada como «urgente». Larry Fink, consejero delegado del gigante de los fondos de inversión BlackRock, estaba al teléfono y necesitaba hablarle. Fleming no podía imaginar qué podría ser tan urgente como para justificar la interrupción, pero teniendo en cuenta la conmoción reinante en el mercado, decidió atender su llamada. Los rumores de esa mañana decían que BlackRock podría ser un candidato a comprar Lehman Brothers; Fink no había hecho sino alentar las especulaciones al aparecer ese mismo día en la CNBC y declarar: «Lehman no está en la situación de Bear Stearns. Lehman Brothers está debidamente estructurada y en condiciones de evitar una crisis de liquidez.»1 —¿Qué cono está pasando? —gritó Fink al teléfono, casi sin aliento, en cuanto Fleming lo saludó—. ¡Dime qué cono está pa sando! ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo pudo hacerme eso a mfí —Larry, Larry —trató de calmarlo Fleming—. ¿De qué estás hablando? —¡De Thain! —bramó Fink, refiriéndose a John Thain, el consejero delegado de Merrill Lynch—. CNBC dice que pone a la venta BlackRock. ¿Qué diablos está pensando?
1. «BlackRock's Fink Says Lehman Not Another Bear CNBC», Reuters, 11 de junio de 2008.
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—Larry, no sé nada de esto —respondió Fleming, realmente sorprendido—. ¿Cuándo lo dijo? —¡En un discurso! Hoy anuncia a todo el mundo que la par ticipación está en venta. Maldito idiota. Habrase visto —gritó Fink, manteniendo el tono de furia. —No sabía que John fuera a dar un discurso, pero... —¡Tenemos un acuerdo vinculante de bloqueo de venta, Greg! Tú lo sabes y John también. Tiene que pedirme permiso. ¡Ni si quiera me ha llamado! No tiene el jodido derecho de vender Black Rock. —Larry, ya sé que tenemos un acuerdo. Respira hondo y escu cha —lo instó Fleming. —Piensa un poco —continuó Fink—. ¿Qué vendedor anun cia al mundo que va a vender? Piensa en lo estúpido que es esto. —Hasta donde yo sé, en Merrill nadie quiere cambiar la rela ción que tenemos con vosotros —respondió Fleming—. BlackRock es para nosotros un activo de importancia estratégica. Déjame que encuentre a John y averigüe qué ha sucedido para que los tres po damos hablar —tras prometerle eso, puso fin a la conversación. Fleming llamó a la oficina de Thain, pero le dijeron que había salido. Fleming sabía que el balance de Merrill había seguido dete riorándose... estaba repleto de préstamos de riesgo que la empresa no había podido sacarse de encima y probablemente necesitaría captar más dinero. Sin embargo, Fleming no esperaba que Thain quisiera realmente vender BlackRock, que muchos consideraban el activo más sólido de Merrill. Anunciar una venta no haría más que aumentar la presión. Al igual que Lehman Brothers, Merrill había estado luchando con su propia crisis de confianza. Durante los últimos meses, Thain había dicho repetidas veces a los inversores que la firma había valo rado sus activos de manera conservadora y que necesitaría captar capital adicional, pero los inversores se mostraban escépticos y las acciones de Merrill habían caído un 32 por ciento ese año.2 Thain era un ejecutivo ultrapuritano al que a veces llamaban 2. Tenzin Pema, «Merrill Lynch Outlook Cut at JP Morgan», Reuters, 11 de junio de 2008.
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/, Robot3 que había gustado al consejo de Merrill por su recién ga nada reputación de artífice de la recuperación. Después de ascen der rápidamente en Goldman, lo dejó para dar un repaso general a la Bolsa de Nueva York tras el escándalo por el extravagante paque te de compensación para su CEO, Richard Grasso. Es una ironía que Fink dirigiera el comité de investigación de la bolsa que lo ha bía seleccionado.4 Thain —que, cosa que no tiene nada de sorpren dente, aceptó una reducción de dieciséis millones en su retribución después de lo de Grasso— realizó una transformación radical de la Bolsa de Nueva York, arrancando a la mayor bolsa del mundo de sus modos exclusivistas y anacrónicos. Thain, que se había criado en Antioch, Illinois, una pequeña ciudad al este del lago Michigan, siempre había tenido fama por su talento al solucionar problemas. En su primer año en el Massachu setts Institute of Technology, cuando estuvo como becario en Proc ter & Gamble,5 hizo una observación simple pero muy significativa de una línea de montaje que estaba supervisando. Los trabajadores estaban haciendo jabones, y cada vez que la línea se detenía por un problema técnico, se limitaban a esperar hasta que volviera a fun cionar para volver al trabajo. El becario convenció a los trabajado res de que no había razón alguna para parar: podían seguir haciendo jabón y apilando las cajas a un lado hasta que la línea funcionara otra vez. De esa manera, sus incentivos, que se basaban en la pro ducción, no se verían afectados. Thain se los ganó, especialmente cuando él mismo se puso a apilar cajas. En una reunión en Goldman en 1999, Thain dijo a los ban queros y abogados presentes:
126. «Rígido, cerebral e intimidante, John Thain no es una "persona del pueblo". A sus espaldas, su mote es /, Robot.» Véase Dominic Rushe, «The I Robot Rides In to Sort Out Merrill Lynch», Sunday Times (Londres), 18 de noviembre de 2007. 127. Kate Kelly, Greg Ip y Ianthe Jeanne Dugan, «For NYSE, New CEO Could Be Just the Start», The Wall Street JournaL, 19 de diciembre de 2003. 128. Justin Schack, «The Adventures of Superthain», Institutional Investor Americas, 14 de junio de 2006.
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—¿Sería mucha molestia que me hicierais la pelota de vez en cuando?6 Pretendía ser gracioso, pero los demás no lo entendieron. El incidente que tanto había enfurecido a Fink resultó ser un ejemplo más de su torpeza social, como por fin descubrió Fleming. Thain había estado participando en una audioconferencia con in versores del Deutsche Bank cuando Michael Mayor, el analista que la había organizado, le preguntó: —Creo que has dicho antes que te sientes cómodo con Black Rock y Bloomberg.7 ¿Esto sigue siendo así? ¿En qué circunstancias dirías que esas inversiones ya no tienen sentido? Thain, lo cual es explicable, consideró que la pregunta era hi potética. Por supuesto que Merrill tenía que examinar todos sus activos y determinar cuáles podían convertirse en dinero contante y sonante, dijo; en su entorno, era lo que tenía que hacer cualquier banca de inversión. «A finales del año pasado, cuando estábamos tratando de captar capital, examinamos diversas opciones, entre ellas si vender acciones ordinarias o canjeables —explicó Thain—, pero también el uso de algunos de los activos valiosos que tenemos en nuestro balance, como Bloomberg y BlackRock.8 Y si tuviéra mos que captar más capital, continuaríamos con ese proceso de evaluar qué alternativas tenemos y qué conviene más desde el pun to de vista de la eficiencia de capital.» La respuesta de Thain podría haber tenido mucho sentido para él, pero tras haberle oído decir repetidas veces: «Tenemos mu chísimo capital en marcha»,9 los inversores lo tomaron como algo 129. Ibídem. 130. «John A. Thain, Chairman and Chief Executive Officer Merrill Lynch, to Particípate in a Conference Cali Hosted by Deutsche Bank on de junio 11 Fi nal», Fair Disclosure Wire, 11 de junio de 2008. 131. Ibídem. 132. El 8 de marzo de 2008, Thain declaró al periódico francés Le Figuro: «Hoy puedo decir que no necesitaremos fondos adicionales. Estos problemas quedaron atrás. No volveremos al mercado.» También declaró al periódico japo nés Nikkei Repon el 3 de abril: «Tenemos abundante capital para seguir adelante, y no necesitamos volver al mercado de capitales.» En una conferencia de prensa en Bombay, el 7 de mayo: «En este momento no tenemos intención de captar
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no demasiado sutil, y el daño estaba hecho. Al cabo de setenta y dos horas, se hablaba de Merrill «como la empresa de intermediación más vulnerable después de Lehman».10 Por un solo día John Thain tuvo el puesto que había querido para toda su carrera:11 ser el CEO de Goldman Sachs. Por desgra cia, ese día fue el 11 de septiembre de 2001. Como el verdadero CEO —Hank Paulson— estaba en un avión rumbo a Hong Kong cuando tuvieron lugar los ataques, Thain, a la sazón copresidente de la firma, era el ejecutivo de más jerarquía presente en el 85 de Broad Street, sede central de Goldman, y alguien tenía que tomar el control (el segundo copresidente, John Thornton, estaba en Washington D. C. para una reunión en la Brookings Institution). Thain siempre había creído que su destino era dirigir Gold man un día. Durante las vacaciones de Navidad de 1998, había tomado parte en la revolución palaciega que obligó a Jon Corzine a marcharse —puede que incluso la instigara— y puso a Hank Paul son al frente de Goldman, en la confianza de que no se quedaría mucho tiempo. Sin embargo, pasados dos años, Paulson no mostraba interés en quedarse al margen ya que se daba cuenta de lo mucho que le quedaba por hacer y no estaba seguro de que sus sucesores estuvie ran a la altura de la tarea. Thain, como cualquier socio principal de Goldman, se había hecho insultantemente rico, habiendo llegado a acumular varios cientos de millones de dólares en acciones de la primera salida a bolsa, pero se dio cuenta de que su jefe no se iba a
más capital.» Véanse Nick Antonovics, «Merrill CEO Says Won't Need More Capital», Reuters, 8 de marzo de 2008; «Full Text of Interview with Merrill Lynch CEO John Thain», Nikkei Repon, 4 de abril de 2008; John Satish Kumar, «Credit Crunch: Merrill's Thain Backs AuctionRate Securities», The Wall Street Journal, 8 de mayo de 2008. 133. Reinhardt Krause, «Lehman Bros. Extends Slide as Wall St. Doubts Future», Investor's Business Daily, 13 de junio de 2008. 134. Kassenaar y Onaran, «Merrill's Repairman», Bloomberg Markets, art. cit.; Craig Horowitz, «The Deal He Made», New York Magazine, 10 de julio de 2005.
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marchar pronto, y su sueño de dirigir Goldman se quedaría en eso, en un sueño.12 Llegó 2003 y Paulson seguía inamovible. Thornton, cada vez más frustrado por no haber sido ascendido, decidió marcharse. Poco después de su partida invitó a Thain a cenar y le dijo que no podía confiar en que Hank fuera a marcharse, que más le valía to mar otro rumbo.13 Apenas unos meses después, Paulson nombró a un antiguo ope rador de materias primas llamado Lloyd Blankfein como copresiden te con Thain. El ascenso de Blankfein, que se estaba construyendo su propia plataforma dentro de la compañía, no sólo políticamente sino también gracias a puros beneficios, ya que era responsable del 80 por ciento de las ganancias de Goldman, le hizo saber a Thain que era el momento de buscarse una salida. Paulson se quedó sin habla cuando Thain entró en su oficina y le dijo que se marchaba para ser CEO de la Bolsa de Nueva York.14 En su nuevo cargo, Thain cosechó éxitos merecidos. Cuando la crisis crediticia se agudizó en el otoño de 2007, varios de los grandes bancos empezaron a tener enormes pérdidas y a despedir a sus CEO. Thain era un candidato natural para las em presas que buscaban mejorar (de hecho, había sido considerado para el puesto no sólo en Merrill Lynch, sino también en Citigroup, junto con Tim Geithner). Tanto él como su esposa, Carmen, discu tieron mucho sobre si debía aceptar el puesto en Merrill en caso de que se lo ofrecieran. No sólo era su oportunidad de ser CEO de una importante empresa de intermediación, sino que, dados sus con 135. Del IPO de Goldman, 3,1 millones de acciones de Thain estaban valorados aproximadamente en ciento setenta y un millones. Véanse Kimberly Seáis McDonald, «Goldman's Bounty: Top Execs Will Pocket up to $869 min IPO», New York Post, 13 de abril de 1999; Erica Copulsky, «Goldman Notifies Top NonPartners of Payout Formulas», Investment Dealers Digest, 3 de mayo de 1999. 136. Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 660. 137. Aunque el nombramiento de Thain al frente de la Bolsa de Nueva York se confirmó el 18 de diciembre de 2003, su primer día de despacho fue el 15 de enero de 2004. Véase «Recap of Stories on NYSE Naming Goldman's Thain As CEO», Dow Jones Newswires, 18 de diciembre de 2003.
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tactos y su reputación, era también una plataforma desde la cual superar a Goldman en su propio juego. En cuanto llegó, tomó las medidas para afirmar la base de ca pital de Merrill, confiando en ir un paso por delante del problema. Su marco de referencia fue el final de Drexel Burnham Lamben, la empresa de Michael Milken, que se había declarado en quiebra en 1990. En diciembre y enero, Merrill captó doce mil ochocientos millones de los fondos soberanos de inversión de Temasek Hol dings de Singapur y de la Autoridad de Inversión de Kuwait, entre otros inversores.15 Al mismo tiempo, se puso a desmantelar el imperio O'Neal. En cuanto llegó se dio cuenta de que los guardias de seguridad de la central de Merrill, situada justo enfrente de la Zona Cero, siem pre tenían un ascensor abierto exclusivamente para él. Thain se dirigió a uno de los otros ascensores y en cuanto entró, todos los empleados lo abandonaron discretamente. —¿Qué pasa? ¿Por qué os vais? —preguntó. —No podemos subir en el ascensor con usted —le dijeron los empleados. —Eso es descabellado, volved aquí —replicó mientras daba instrucciones al personal de seguridad de que abrieran el otro gru po de ascensores para todos. También procedió a recortar costes vendiendo uno de los aviones G4 de la empresa y un helicóptero. 16 Ningún gasto superfluo le parecía pequeño. Las flores frescas que costaban a la empresa unos doscientos mil dólares al año fueron reemplazadas por flores de plástico.17 Al mismo tiempo —una pa radoja que no pasó desapercibida a su personal— Thain empezó a gastar grandes cantidades en contratación de talentos a los que se atrajo con promesas de primas exorbitantes. Tampoco reparó en
138. Otros inversores de este grupo fueron el grupo bancario Mizuho de Japón y Korea Investment Corp. Véase Jed Horowitz, «Merrill Seeks Intl Invest ments for Itself, Clients: Pres», Dow Jones Newswires, 6 de febrero de 2008. 139. Susanne Craig, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008. 140. Ibídem.
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gastos para reacondicionar su despacho,18 para lo cual contrató al célebre decorador de interiores Michael S. Smith (entre cuyos clien tes estaban Steven Spielberg y Dustin Hoffman) y empleó los ma teriales más costosos. Los ejecutivos del departamento de factura ción estaban tan horrorizados ante la prodigalidad de los gastos que hicieron copias de las facturas que más tarde usarían contra él. Aquel 11 de junio en que Larry Fink llamó tan furioso por lo de BlackRock, ya había quedado claro que el capital que Merrill Lynch había captado en diciembre de Temasek y KIA seguía siendo insuficiente, y que aquellos acuerdos estaban resultando mucho más costosos de lo que en principio habían parecido. A esas alturas, los problemas de Merrill ya eran evidentes para otros operadores de Wall Street, y daban alas a la idea de que Thain no tenía un dominio muy sólido en la firma. Tal como afirmó Mayo, el analista de banca, ante Thain en la audioconferencia que dio lugar a su problema con Fink: —Tal como se ve, es una especie de «huida hacia adelante»,19 a medida que vas incurriendo en pérdidas, captas más capital. Tal vez sea una percepción del sector, si quieres. ¿Cuál es el punto en el que decidirás adelantar a todo lo que se te pueda cruzar en el camino? —No estoy de acuerdo con tu forma de caracterizarlo —res pondió Thain—. Hemos recaudado doce mil ochocientos millones de dólares de capital nuevo a fin de año, sólo hemos perdido ocho mil seiscientos millones. Hemos captado un 50 por ciento extra, es decir, captamos más de lo que perdimos. Lo mismo sucedió al final del primer trimestre. Captamos dos mil setecientos millones frente a los dos mil que perdimos. De modo que hemos captado de sobra. Pero no sería suficiente.
Varias semanas después de que el consejo de Merrill hubiese nombrado CEO a Thain, éste se enfrentó a una tarea especialmen te delicada. Llamó por teléfono a su predecesor, Stan O'Neal (que 141. Charlie Gasparino, «John Thain's $87,000 Rug», Daily Beast, 22 de enero de 2009. 142. Fair Disclosure Wire, 11 de junio de 2008.
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acababa de negociar una remuneración compensatoria por valor de 161,5 millones de dólares), y le propuso que se vieran.20 En la espe ranza de que su encuentro no trascendiera a la prensa, acordaron desayunar juntos en la oficina de un abogado de O'Neal. Después de intercambiar algunas lindezas, O'Neal miró a Thain de frente y le preguntó: —¿Por qué querías hablar conmigo? Thain sabía que si había una persona en el mundo capaz de ex plicar lo que había ido mal en Merrill Lynch, por qué se había cargado con veintisiete mil doscientos millones de inversiones de riesgo —en suma, qué había ido mal en Wall Street—, ése era O'Neal.21 —Bueno, como sabes, soy nuevo y tú fuiste el CEO durante cinco años —dijo Thain midiendo sus palabras—. Me gustaría sa ber tu versión, alguna explicación de lo que pasó. Quiénes son to dos y todo eso. Nos resultaría muy útil a mí y a Merrill. O'Neal guardó silencio un momento mientras escogía en su plato de fruta y luego miró a Thain. —Lo siento —dijo—. No creo ser la persona indicada para responder a esa pregunta.
O'Neal estaba hecho de otra madera que la mayoría de los al tos ejecutivos de Merrill, entre otras cosas porque era afroamerica no, un gran cambio tras la sucesión de blancos irlandeses y católicos
143. Durante el desayuno entre John Thain y Stan O'Neal, Thain lo pre sionó para que le diera alguna orientación sobre su valoración del equipo de ge rencia. O'Neal le respondió: «La única persona a la que no deberías perder de vista es Bob McCann.» McCann era el director de las operaciones de corretaje de la firma y los dos tenían una desconfianza mutua desde hacía tiempo. 144. En noviembre de 2007, Merrill anunció que su exposición total a las hipotecas basura y a las obligaciones de la deuda colateral ascendía a veintisiete mil doscientos millones de dólares. El analista de UBS Glenn Schorr dijo que la contratación de Thain «no cambia el hecho de que Merrill tiene una exposición de veintisiete mil millones de CDO (activos tóxicos) y es probable que tenga que enfrentarse a más amortizaciones parciales en fechas próximas». Véase «Thain to the Rescue», Investment Dealers Digest, 19 de noviembre de 2007.
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que habían dirigido la empresa en el pasado.22 La suya era una his toria de éxito como pocas. Nieto de un esclavo, O'Neal había pa sado gran parte de su infancia en una casa de madera sin agua corriente en una granja del este de Alabama. Cuando tenía doce años, su padre trasladó a la familia a un proyecto urbanístico de At lanta, donde no tardó en encontrar trabajo en una planta de mon taje de General Motors (GM) que fue su billete de salida de la po breza. Con el apoyo de GM asistió a la Escuela de Negocios de Harvard, donde se graduó en 1978. Después de trabajar un tiempo en el departamento de tesorería de GM en Nueva York, fue con vencido por un antiguo tesorero de la compañía que había pasado a Merrill Lynch para entrar a trabajar en la empresa de intermedia ción en el departamento de bonos basura. Gracias a su duro trabajo y al apoyo de poderosos mentores, O'Neal ascendió rápidamente y llegó a supervisar ese departamento, que alcanzó la cima de la cali ficación en Wall Street. En 1997 fue designado cojefe del departa mento de clientes institucionales; al año siguiente, director finan ciero, y en 2002, CEO. La empresa de la que O'Neal era máximo responsable había sido fundada en 1914 por Charles Merrill, un hombre fornido na tural de Florida a quien sus amigos llamaban Good Time Charlie. Merrill abrió sucursales de intermediación en casi cien ciudades de la nación, conectadas a la casa central por teletipo. 23 Ayudó a de mocratizar y limpiar el mercado de valores usando promociones, como la de dar acciones en un concurso patrocinado por Wheaties. Más que el gigante de los fondos mutuos Fidelity o que cualquier banco, Merrill Lynch, con su logo del toro, se identificó con la nueva clase inversora que surgió en las décadas que siguieron a la 145. John Cassidy, «Subprime Suspect: The Rise and Fall of Wall Street's First Black CEO», The New Yorker, 31 de marzo de 2008; David Rynecki, «Can Stan O'Neal Save Merrill?» Fortune, 30 de septiembre, 2002. 146. «Charles Merrill, Broker, Dies, Founder of Merrill Lynch Firm», The New York Times, 7 de octubre de 1956; «Advertising: Jackpot», Time, 20 de agos to de 1951; Joseph Nocera, «Charles Merrill», Time, 7 de diciembre de 1998; Suzanne Woolley, «A New Bull at Merrill Lynch», Money, 1 de marzo de 2002; Helen Avery, «Merrill Shrugs Offdie Herd Mentality», Euromoney, 1 de agosto de 2004.
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segunda guerra mundial. El porcentaje de estadounidenses que te nía acciones —directa o indirectamente, a través de fondos mutuos y de planes de pensiones— se duplicó con creces entre 1983 y 1999. Para entonces casi la mitad de los habitantes del país eran inversores en el mercado. Sin embargo, al llegar el 2000, la «multitud arrolladura» se había convertido en la «multitud flemática», un poco excedida en gordura y complacencia. En la década de 1990, la empresa había entrado en una vorágine compradora, acelerando su expansión glo bal y engrosando su personal hasta 72.000 (frente a los 62.700 de su rival más próximo, Morgan Stanley). El hombre que se encargó de redimensionar Merrill para que volviera a tener un tamaño manejable fue O'Neal. Aunque algunos colegas le habían aconsejado que actuase sin prisas, especialmente a la luz del trauma del 11S, en el cual Merrill había perdido a tres de sus empleados, O'Neal avanzó implacable preocupándose poco de los efectos que el adelgazamiento pudiera tener sobre la moral y la cultura de la empresa. Al cabo de un año, había reducido el núme ro de empleados en un sorprendente 25 por ciento, una pérdida de más de quince mil puestos de trabajo. La renovación del equipo directivo que acompañó a su ascen so fue también sorprendente: incluso antes de ser designado oficial mente CEO en diciembre de 2002, casi la mitad de los diecinueve miembros del comité ejecutivo de la compañía se habían marcha do. Era evidente que O'Neal obligaría a abandonar a cualquiera de quien tuviera motivos para desconfiar. —Ser despiadado —les decía O'Neal a sus asociados—, no siempre es tan malo.24 O'Neal impuso una transformación de Merrill que, en sus pri meros años, trajo aparejada una notable bonanza. En 2006, Merrill Lynch ganó siete mil quinientos millones negociando con su pro pio dinero y el de sus clientes, frente a los dos mil seiscientos de 2002. Casi de la noche a la mañana se convirtió en un importante operador en el floreciente negocio del capital privado. 24. David Rynecki, «Putting the Muscle Back in the Bull», Fortune, 5 de abril de 2004.
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O'Neal también aumentó el uso del apalancamiento, especial mente en la titulización de hipotecas. Veía que firmas como Leh man acuñaban dinero en inversiones vinculadas a hipotecas y que ría algo de eso para Merrill. En apenas dos años, Merrill se convirtió en el principal emisor de CDO* en Wall Street. Crear y vender CDO generaba lucrativos emolumentos para Merrill, tal como su cedía en otros bancos. Pero ni siquiera eso era suficiente. Merrill aspiraba a ser un productor de toda la línea: emitir hipotecas, con vertirlas en títulos y después fraccionarlas en CDO. La firma em pezó a comprar servicios hipotecarios y empresas de bienes inmue bles, más de treinta en conjunto, y en diciembre de 2006 adquirió uno de los mayores prestamistas de hipotecas de alto riesgo de la nación, First Franklin, por mil trescientos millones de dólares.25 Pero en el preciso momento en que Merrill empezaba a meter se más a fondo en las hipotecas, el mercado de la vivienda empezó a dar las primeras señales de agotamiento. A fines de 2005, con los precios en su punto máximo, AIG, uno de los mayores asegurado res de CDO a través de permutas de créditos fallidos, dejó de ase gurar títulos con algún tramo de alto riesgo. A pesar de su tumultuosa gestión, Merrill Lynch siguió incre mentando el volumen de su titulización de etiquetas y su negocio de CDO. A fines de 2006, no obstante, el mercado de las hipotecas de alto riesgo se estaba desplomando a ojos vistas: los precios caían y la morosidad aumentaba. A pesar de que debiera haber reconocido como una señal de peligro el hecho de no poder cubrir sus apuestas con aseguramiento de AIG, Merrill consiguió CDO por un valor de casi cuarenta y cuatro mil millones ese año, casi el triple que el año anterior. Si estaban preocupados, los altos ejecutivos de Merrill no lo demostraban, porque tenían poderosos incentivos para mantener el rumbo. Se generaron unas primas enormes con los setecientos mi llones en honorarios gracias a la creación y la comercialización de * Collateralized debt obligations, «obligaciones de deuda garantizada o colateralizada». (N. del t.) 25. Erick Bergquist, «Merrill Wins Bidding for First Franklin», American Banker, 6 de septiembre de 2006.
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CDO, a pesar de que no vendieron su totalidad (la normativa con table permitía a los bancos tratar una titulización como venta en determinadas condiciones). En 2006, Kim se llevó a casa treinta y siete millones de dólares;26 Semerci, más de veinte, y O'Neal, cua renta y seis millones.27 En 2007, Merrill no levantó el pie del acelerador, suscribiendo CDO por valor de más de treinta mil millones de dólares en los siete primeros meses del año. Sin embargo, con un rendimiento tan ex traordinario de sus apuestas, O'Neal había pasado por alto un factor crítico: no había tomado ninguna medida para un inevitable cambio desfavorable de la coyuntura, sin prestar en ningún momento mucha atención a la gestión del riesgo hasta que fue demasiado tarde. Al empeorar las condiciones del mercado, se puso en evidencia que la vara de medir que estaban utilizando no tenía apoyo en la realidad. Dos semanas después de la reunión de junio del consejo, Fleming y Fakahany enviaron una carta a los directores de Merrill informando sobre la situación de deterioro de la empresa.28 O'Neal, mientras tanto, empezó a mostrarse retraído y recon centrado, y empezó a perderse en interminables partidas de golf, a menudo los fines de semana y casi siempre solo, en clubes con mu cha solera como el Shinnecock Hills de Southampton. La cartera de CDO de Merrill siguió cayendo en picado a lo largo de agosto y septiembre. A comienzos de octubre, la firma anunció unas pérdi das trimestrales de aproximadamente cinco mil millones. Dos se manas después, esa figura se elevó a siete mil novecientos millones. Desesperado, O'Neal envió a Wachovia una propuesta de fusión.29 El domingo 21 de octubre, cenó con el consejo de Merrill, y al 147. Las investigaciones de la SEC descubrieron 14,5 millones de primas en metálico y 22,2 millones de dólares en primas de incentivo en acciones, ade más de su sueldo de trescientos cincuenta mil dólares. See Nicolás Brulliard, «Merrill Lynch Exec VP Fleming Gets $20,4M Stk. Bonus», Dow Jones Corpo rate Filings Alert, 24 de enero de 2007. 148. Louise Story, «Bonuses Soared on Wall Street Even as Earnings Were Starting to Crumble», The New York Times, 19 de diciembre de 2008. 149. Cassidy, «Subprime Suspect», The New Yorker, art. cit. 150. Jenny Anderson y Landon Thomas Jr., «Merrills Chief Is Said to Float a Bid to Merge», The New York Times, 26 de octubre de 2007.
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hablar de opciones para solidificar el balance de la compañía, men cionó que había hablado con Wachovia. Con tono algo profético les comentó lo del tumulto del mercado. «Si esto dura mucho tiem po, nosotros y todas las empresas que descansan en financiación a corto plazo de un día y recompra tendremos un problema.» Pero el consejo no se centró en ese último comentario. Estaban furiosos de que hubiera iniciado conversaciones de fusión no autorizadas. —Mi trabajo consiste en pensar opciones —protestó. Dos días después, el consejo se reunió sin él y decidió forzar su salida de la empresa.
Una mañana de finales de junio, el alcalde de Nueva York Mi chael Bloomberg dejó su apartamento de la Calle 79, se metió en la parte trasera de su Suburban negro y se dirigió al Midtown para acudir a un desayuno. Dejó a su personal de seguridad en la calle y, con su habitual pin de la bandera estadounidense en la solapa, entró en el New York Luncheonette, un pequeño restaurante de la Calle 50, situado frente a un aparcamiento, y saludó a John Thain. Aunque Bloomberg no conocía mucho a Thain, había tenido una larga y fructífera asociación con Merrill Lynch, que le había ayudado a financiar un negocio y en 1985 adquirió el 30 por ciento de Bloomberg LP por treinta millones de dólares, aunque después redujo su participación en una tercera parte. Cuando Michael Bloomberg llegó a alcalde de Nueva York, colocó su 68 por ciento de participación de la empresa en un fidei comiso ciego y se retiró de su dirección, aunque en realidad fue más bien un paso a medias, especialmente en lo que tocaba a las cues tiones críticas para la empresa, como la que John Thain estaba a punto de abordar. Thain, desesperado por más capital y bastante convencido después del desastre de Larry Fink de que debía tratar de mantener la participación de la empresa en BlackRock, quería que Bloomberg recomprara los valores en cartera del 20 por ciento que Merrill tenía en su empresa. Sin embargo, si el alcalde se nega ba a hacer la compra, no estaba claro si Merrill tendría derecho a vender su participación en el mercado. El contrato había sido re dactado en 1986 y ambos sabían que era algo turbio.
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Situados en un reservado de esquina, los dos hombres bebían café a sorbos y charlaban amigablemente. Como antiguos corredo res de bonos y entusiastas del esquí, congeniaban. —Probablemente lo haremos este verano —dijo Thain, tra tando de mantener una charla informal para no transmitir sensa ción de pánico. Al cabo de media hora, tenían un principio de acuerdo sobre el que trabajar. Era la tabla de salvación que había estado buscando, y en cuanto se despidió del alcalde, volvió corriendo a la oficina para decirle a Fleming que empezara a trabajar de inmediato en el pro yecto.
Capítulo 8
La reunión de Jamie Dimon de las diez de la mañana se estaba alar gando. —Dile a Bob que estaré con él en un minuto —le dijo a Ka thy, su asistente. Robert, Bob, Willumstad y Dimon habían formado parte en el pasado del equipo de Sandy Weill de constructores de imperios fi nancieros. En diferentes momentos, cada uno de ellos había sido considerado el probable heredero de Weill en el gigante Citigroup que habían ayudado a crear, si bien últimamente a ninguno se le había ofrecido la oportunidad de asumir su dirección. Ambos habían estado uno a lado del otro desde que habían despedido a Dimon.1 Willumstad, un ejecutivo de cabello blanco y elevada estatura, que podría haber sido el prototipo del banquero de Manhattan, estaba tranquilamente sentado ese día de principios de junio en la sala de espera de la octava planta de JP Morgan en las antiguas ofi cinas de Union Carbide. En una vitrina estaban expuestas las répli cas de dos pistolas de culata de madera con una historia famosa: las habían usado Aaron Burr y Alexander Hamilton en el duelo cele brado en 1804 en el que había muerto Hamilton, el primer secre tario del Tesoro de Estados Unidos.2 151. Dimon declaró a la revista New York Magazine en relación con Citi group: «Me fui hace diez años [...]. No, no me fui, me despidieron. Me echaron fuera del nido de una patada.» Duff McDonald, «The Heist», New York Magazi ne, 24 de marzo de 2008. 152. Crisafulli, Patricia: The House of Dimon: How Jamie Dimon Rose to the Top ofthe Financial World, Wiley, Nueva York: 2009, p. 7.
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Al igual que Dimon, Willumstad había sido superado por Weill3 y, después de abandonar el Citi en julio de 2005, puso en marcha un fondo privado, Brysam Global Partners, 4 que hizo in versiones en empresas de financiación del consumo en América Latina y en Rusia. Su socio, Marge Magner, era otro exiliado del Citigroup.5 Bajo la dirección de Dimon, JP Morgan se había con vertido en el mayor inversor del fondo de Willumstad, cuyas ofici nas estaban al otro lado de Park Avenue, justo enfrente de su sede. Brysam había llegado a ser una firma provechosa. Willums tad, además, tenía otro puesto mucho más importante: era presi dente del consejo de administración de AIG, el gigante de los segu ros, y ésa era la razón de la visita a Dimon.6 —He estado reflexionando sobre algo y me gustaría consul tártelo —dijo Willumstad, un hombre de habla suave, a Dimon cuando finalmente fue conducido a su despacho. Lo informó de que el consejo de AIG acababa de preguntarle si estaba interesado en el puesto de CEO; el actual CEO, Martin Sullivan, sería proba blemente despedido en el plazo de una semana. Como presidente, le correspondía al propio Willumstad hacer una visita a la sede de AIG la próxima semana para avisar a Sullivan de que su empleo estaba en peligro. —Me gusta lo que estoy haciendo —dijo con seriedad—. No tengo a nadie mirando por encima de mi hombro. 153. Anunció su marcha el mes de julio, pero oficialmente se despidió el 5 de septiembre de 2005. David Enrich, «Citigroup Pres Willumstad to Step Down in Sept», Dow Jones Newswires, 14 de julio de 2005. 154. Brysam inició sus operaciones a finales de enero de 2007. Véase «Wil lumstad and Magner Establish Prívate Equity Firm that Will Focus on Financial Services Investments in Emerging Markets», Business Wire, 22 de enero de 2007. 155. Con Citigroup desde 1987, Magner hacía poco que había sido presi denta y consejera delegada de la compañía Global Consumer Group. Véanse Mark McSherry y Jonathan Stempel, «Citigroup's Consumer Chief Magner to Leave», Reuters, 22 de agosto de 2005. 156. Willumstad entró por primera vez en el consejo de AIG como director a principios de 2006. Ese mismo año Frank Zarb, que actuaba como presidente interino, lo propuso para el puesto. Emily Thornton y Jena McGregor, «A Tepid Welcome for AIG's New Boss», BusinessWeek, 30 de junio de 2008.
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—¡Excepto a mí! —lo contradijo con una carcajada Dimon, uno de los principales respaldos financieros de Brysam. Willumstad le confió que llevaba varios meses sopesando la aceptación de la máxima responsabilidad corporativa, incluso des de que la crisis crediticia había afectado a AIG, y cada vez tenía más claro que podrían ofrecerle la dirección de la compañía. Esa pers pectiva le había provocado un doloroso conflicto: aunque siempre había querido ser CEO, ya tenía sesenta y dos años y le parecía que era el momento de prestar atención a otras cosas que le interesaban, tales como las carreras de autos. Hijo de la tercera generación de unos inmigrantes noruegos, Willumstad procedía de la clase obrera, se había criado en Bay Rid ge, Brooklyn, y luego en Long Island. A mediados de la década de 1980 empezó a destacar en nivel ejecutivo del Chemical Bank. Como favor a un antiguo jefe, Robert Lipp, voló a Baltimore para ver lo que Weill y su mano derecha estaban haciendo en Commer cial Credit, un prestamista de alto riesgo.7 El impulso y la energía emprendedora del equipo WeillDimon era asombrosamente dife rente de la asfixiante burocracia de Chemical y de cualquier otra empresa que hubiera visto en el sector bancario de Nueva York. Ambos le ofrecieron un puesto a Willumstad,8 que él aceptó. En 1998 contribuyó a llevar adelante una guerra relámpago de ad quisiciones que asombró a los mandamases financieros:9 Primerica, Shearson, Travelers, y la mayor de todas las fusiones financieras, Citicorp. En un corto período de tiempo los tres habían levantado un gigante que contaba cifras elevadas; cuatro años después de la salida de Dimon del Citi, tras una grave pelea con Weill, Willum
157. Willumstad empezó en el Commercial Credit de Weill en 1987. Fran cesco Guerrera, «Quiet Giant Confronts a Colossal Challenge», Financial Times, 17 de septiembre de 2008. 158. Lynnley Browning, «A Quiet Banker in a Big Shadow», The New York Times, 10 de marzo de 2002. 159. Commercial Credit adquirió Primerica, Shearson y Travelers en 1993, propiedad de Aetna y empresas en quiebra en 1996, Salomón Brothers en 1997, y culminó con Citigroup en 1998. Shawn Tully, «The Jamie Dimon Show», Fortune, 22 de julio, 2002.
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stad se hizo cargo de su antiguo puesto de presidente, que era a lo más que podía aspirar en la empresa. Durante media hora larga, Willumstad y Dimon discutieron los pros y los contras del puesto que le ofrecían en AIG. Como presidente de la compañía, Willumstad sabía mejor que nadie hasta qué punto eran profundos los problemas de AIG; resolverlos era un gigantesco e inimaginable desafío. El lastimoso estado en que se encontraba lo remitía una y otra vez a la misma decisión: —Aceptaré el trabajo de manera interina —dijo con convic ción. Dimon meneó la cabeza. —Chorradas —le respondió—. O quieres hacer el trabajo o no quieres. —Ya lo sé —concedió Willumstad—. Ya lo sé. El consejo de administración quería que Willumstad aceptase el puesto;10 su esposa, Carol, pensaba que debía aceptarlo —siem pre había creído que le habían robado el puesto de CEO en el Citi— y ahora Dimon sumaba su voto favorable.
Al día siguiente, Willumstad tomó un coche de alquiler hasta las oficinas de AIG en el 70 de Pine Street. Después de tomar asiento en el despacho de Martin Sullivan, le transmitió un mensaje in equívoco: —Escucha, Martin, el consejo se va a reunir el domingo, y el asunto que se va a discutir es si tú continúas o no en tu puesto. Sullivan se limitó a suspirar y respondió: —El consejo no tiene una idea cabal de lo difícil que está el mercado. Cuando me hice cargo del puesto tuve que poner en or den el lío que había con nuestros reguladores y puedo sacar a la empresa de estos problemas. —Sí, Martin —reconoció Willumstad—, pero tienes que ver lo que ha pasado en los últimos meses. Los consejeros piensan que 10. Liam Pleven, Randall Smith y Monica Langley, «AIG Ousts Sulli van, Taps Willumstad As Losses Mount», The Wall Street Journal, 16 de junio de 2008.
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tiene que haber un responsable... Mira, de la reunión pueden salir tres resultados posibles. Que yo vuelva a tu despacho y te diga que el consejo te respalda sin reservas, o que piense que debes marchar te. La tercera posibilidad es que el consejo te diga: «Tienes que ha cer lo siguiente en un plazo x o de lo contrario estás despedido.» Sullivan miró al suelo. —¿Y cuál crees tú que será el resultado? —Hay un fuerte deseo de realizar un cambio, pero ¿quién sabe? —respondió Willumstad encogiéndose de hombros—. Cuan do metes a doce personas en una habitación puede ocurrir cual quier cosa. El domingo 1 de junio, el consejo de AIG se reunió en el des pacho de Richard Beattie, presidente del bufete de abogados exter no Simpson Thacher & Bartlett. Sullivan estaba en la agenda, pero él había decidido no asistir. Después de un breve debate, el consejo decidió prescindir de Sullivan y colocar a Willumstad en su lugar. La empresa en la que Willumstad acababa de ser puesto al frente era una de las historias de éxito más peculiares de los nego cios estadounidenses. AIG echó a andar como American Asiatic Underwriters en una pequeña oficina de Shanghai en 1919.11 En 2008, sin embargo, el adjetivo pequeño rara vez se usaba en relación con AIG. En el plazo de apenas unas décadas se había con vertido en una de las compañías financieras más grandes del mun do, con un valor de mercado entre ochenta mil millones —incluso después de un pronunciado descenso del precio de sus acciones a principios de ese año— y un billón de dólares en activos en los li bros.12 Esa fenomenal expansión fue ante todo el resultado de la 160. Shelp, Fallen Giant: The Amazing Story ofHank Greenberg and the History ofAIG, Wiley, Nueva York, 2006, pp. 1728, 153160; Brian Bremner, «AIG's Asian Connection; Can It Maintain Its Strong Growth in the Región?», BusinessWeek, 15 de septiembre de 2003. 161. Al final del segundo trimestre de AIG (agosto de 2008), tenía alrede dor de un billón de dólares en activos y alrededor de setenta y ocho mil millones en capital accionarial. Matthew Karnitschnig, Liam Pleven y Peter Lattman,
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habilidad y el empuje de un hombre: Maurice Raymond Green berg, Hankpa.ru los amigos, por el bateador Hank Greenberg de los Tigres de Detroit, y dentro de la empresa sencillamente MRG. Greenberg había tenido una educación azarosa digna de un personaje de Dickens. Cuando tenía diecisiete años, falseó su fecha de nacimiento para alistarse en el Ejército.13 Dos años más tarde, estaba entre las tropas que desembarcaron en la playa de Omaha el día D. Formaba parte de la unidad que liberó el campo de concen tración de Dachau y, después de volver a Estados Unidos para estu diar derecho, volvió a reengancharse en el Ejército para luchar en la guerra de Corea, en la que fue distinguido con la Estrella de Bron ce. En 1960, Cornelius Vander Starr, el fundador de la que llegaría a ser AIG, reclutó a Greenberg para su empresa. Starr levantó su compañía vendiendo pólizas de seguros a los propios chinos. Expulsado de China después de que los comunistas tomaran el poder en 1948, Starr se extendió por toda Asia. Con la ayuda de un amigo militar, el general Douglas MacArthur, coman dante de las fuerzas de ocupación de Japón después de la guerra, Starr se aseguró un acuerdo para proporcionar seguros a los milita res estadounidenses durante muchos años. En 1968, Starr contaba sesenta y seis años, estaba enfermo y tenía siempre a su alcance una bombona de oxígeno y tubos de pildoras; en ese momento se decantó por Greenberg para romper el mercado estadounidense, nombrándolo presidente ejecutivo y eli giendo a Gordon B. Tweedy como presidente del consejo. Greenberg no perdió tiempo en dejar claro quién iba a llevar la batuta. En una reunión inmediatamente posterior a su nombra miento, él y Tweedy sostenían puntos de vista radicalmente opues tos sobre un asunto. De pronto, Tweedy se puso de pie y empezó defender a voces su opción.
«AIG Scrambles to Raise Cash, Talks to Fed», The Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2008. 13. Hace referencia al conflicto con la edad de Greenberg en el momen to de la muerte su padre. Este autor ha elegido optar por la edad que aparece en Shelp, Fallen Giant, ob. cit., pp. 9596.
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—Siéntate, Gordon, y cierra el pico —le dijo Greenberg—. Ahora soy yo el que manda.14 Starr murió aquel mes de diciembre. Al año siguiente, AIG salió a bolsa, y Greenberg se convirtió en CEO (Tweedy se despidió poco después). Bajo la dirección de Greenberg, AIG creció rápidamente y se hizo progresivamente rentable a través de la expansión y de las ad quisiciones, llegó a hacer negocios en ciento treinta países y se di versificó entrando en el leasing de aviones y en los seguros de vida. El propio Greenberg pasó a ser el auténtico modelo de un CEO imperial. Mostraba escaso afecto por todo el mundo,15 salvo por su esposa, Corinne, y su perro maltes, Snowball. En AIG era famoso por su vivo genio y su interés por conocer todo lo que pasaba den tro de la empresa, su empresa. Corría el rumor de que había contra tado a antiguos agentes de la CÍA, y el personal de seguridad pare cía estar por todas partes en la sede principal. Dos cuestiones caracterizaron a Greenberg en el mundo exte rior: el gran drama de asegurarse la sucesión y la enemistad mortal que se había ganado entre la realeza de las aseguradoras. Jeffrey Greenberg, su hijo,16 graduado en derecho por Brown y Georgetown, había sido formado para suceder a Hank. Pero en 1995, después de una serie de choques con su padre, abandonó AIG, donde había trabajado durante diecisiete años. Dos semanas antes, su hermano menor, Evan, había sido ascendido a vicepresi dente ejecutivo, su tercer ascenso en menos de dieciséis meses, eri 162. Shelp, Fallen Giant, ob. cit., p. 104. 163. Según declaró a Cindy Adams: «Aprendes más rápido que tus ami gos. Algunos de los que consideraba íntimos se vuelven mucho menos íntimos. Se apartan rápidamente. Muchos de los que pensabas que eran leales de pronto no lo son y te encuentras desplazado en la adversidad... Pero Snowball me da cariño extra. Duerme conmigo. Pone su cabeza en mi hombro.» Cindy Adams, «ExAIG Executive on Friends, Family», New York Post, 25 de octubre de 2005. 164. Albert B. Crenshaw, «Another Son of CEO Leaves AIG», The Wash ington Post, 20 de septiembre de 2000; Christopher Oster, «Uneasy Sits the Greenbergs' Insurance Crown», The Wall Street Journal, 18 de octubre de 2004; Diane Brady, «Insurance and the Greenbergs, like Father like Sons», Business Week, 1 de marzo de 1999.
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giéndose en rival de Jeffrey. Pero Evan no tardó en indisponerse con un patriarca que no quería delegar ninguno de sus poderes y, al igual que Jeffrey antes que él, salió en estampida de la compañía. Jeffrey se convertiría en director ejecutivo de Marsh & McLennan, el mayor corredor de seguros del mundo, en tanto que Evan fue nombrado CEO de Ace Ltd., una de las reaseguradoras más importantes del mercado internacional. Finalmente, se produjeron choques con los reguladores, que no eran miembros de la familia, lo cual condujo a la caída de Hank Greenberg. Obstinado y combativo como siempre, sencillamente eligió el momento equivocado para enfrentarse a los federales. Después del derrumbamiento de Enron y de un rosario de escándalos corporativos que ocuparon las primeras planas de los periódicos a principios de este siglo, los reguladores y los agentes fiscales se atrevieron a meterse a fondo con las empresas que no se mostraban dispuestas a cooperar. En 2003, AIG se avino a pagar diez millones de dólares para arreglar un pleito interpuesto por la Comisión de Cambio y Valores que los acusaba de estar ayudando al distribuidor de teléfonos móviles Indiana a ocultar 11,9 millones de dólares de pérdidas.17 Al año siguiente, después de otra larga pelea con los investigadores federales, AIG aceptó pagar ciento veintiséis millones para solucionar los cargos civiles y penales por haber permitido a PNC Financial Services retirar de su contabilidad 762 millones de préstamos fallidos.18 Como parte del arreglo, una unidad de AIG que 165. Según un comunicado de prensa del SEC: «AIG creó y comercializó un seguro denominado "no tradicional" para la finalidad expresa de suavizar el asiento de beneficios, es decir, de permitir a una empresa sometida a la presenta ción de informes públicos repartir el reconocimiento de las pérdidas conocidas y cuantificadas de golpe a lo largo de varios períodos de información [...]. AIG aplicó la pretendida política de seguros a Brightpoint con el objetivo de ayudarla a ocultar los 11,9 millones de dólares de pérdidas que arrojó Brightpoint en 1998.» Comisión de Valores y Cambio, «AIG Agrees to Pay $10 Million Civil Penalty», 11 de septiembre de 2003, http://www.sec.gov/news/press/ 2003lll. htm 166. «In consenting to settle the Commission's action and related, crimi nal charges, AIG has agreed to pay disgorgement, plus prejudgment interest, and
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dó sometida a un acuerdo de enjuiciamiento diferido, lo cual signi ficaba que el Departamento de Justicia retiraría los cargos en el plazo de trece meses si la compañía cumplía los términos del arre glo19 Fue la unidad de AIG sometida a los trece meses de prueba —AIG Financial Products Corp. o FP— la que se convirtió en zona cero de los chanchullos financieros que estuvieron a punto de destruir la compañía. FP había sido creada en 1987, como resultado de un notorio acuerdo entre Greenberg y Howard Sosin, un cerebro de las finan zas de los Laboratorios Bell que llegó a ser conocido como el «doc tor Strangelove de los derivados».20* Los derivados pueden producir una gran cantidad de dinero. En términos sencillos, se trata de ins trumentos financieros que se basan en ciertos activos subyacentes, que van desde hipotecas inmobiliarias a condiciones climáticas. Al igual que la bomba que pone fin a la película Teléfono rojo: volamos hacia Moscú, los derivados podían explotar, y de hecho lo hicieron; Warren Buffett los llamó armas de destrucción masiva.21 Sosin se incorporó a AIG en 1987 con un equipo de trece
penalties totaling $126,366,000», Securities and Exchange Commission v. Ameri can International Group, Inc., Litigation Reléase núm. 18985, 30 de noviembre de 2004. Véase http://www.sec.gov/litigation/litreleases/lrl8985.htm 167. Pamela H. Buey, «Trends in Corporate Criminal Prosecutions Sym posium: Corporate Criminality: Legal, Ethical, and Managerial Implications», American Criminal Law Review, 22 de septiembre de 2007. 168. Lynnley Browning, «AIG s House of Cards», Portfolio, 28 de sep tiembre de 2008. * El apodo procede de un filme de Kubrick, Dr. Strangelove or: Hoto I Leamed Ib Stop Worrying And Love The Bomb, titulada en España Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú? (N. del t.) 21. En el pasado se había referido a ellas como «bombas de relojería» y «armas financieras de destrucción masiva». Clare Gascoigne, «A TwoFaced Form of Investment: The Culture of Derivatives», Financial Times, 3 de mayo de 2003.
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empleados de Drexel, entre los que se encontraba Joseph Cassano, de treinta y dos años.22 Trabajando desde una habitación sin ventanas de la Tercera Avenida de Manhattan, el equipo pequeño pero altamente apalan cado de Sosin operaba casi como un fondo de alto riesgo. Los pri meros días en la compañía íueron espantosos: en la oficina instala ron unos muebles alquilados que no eran los que correspondían, y los empleados tenían que sentarse en sillas para niños y trabajar en mesas diminutas, pero pese a todo empezaron a generar, casi de inmediato, los retornos inmensamente rentables que producían en Drexel. La clave del éxito de este negocio era la calificación de crédito triple A que Standard & Poor's otorgaba a AIG. Con ella, el coste de los fondos de capital era mucho menor que el que tenían que pagar las demás compañías, lo cual les permitía tomar mayores ries gos a un coste más bajo. Pero Sosin estaba frustrado por la poca capacidad de maniobra que se había concedido a la unidad y en 1994 se despidió junto con otros fundadores después de una pelea con Greenberg. Sin embargo, mucho antes del abandono de Sosin, Greenberg, encaprichado con la máquina de beneficios en que se había conver tido FP, había formado un «grupo alternativo»23 para estudiar el modelo empresarial de Sosin y poder seguir adelante en el caso de que éste decidiera abandonar la compañía. Greenberg había encar gado a PricewaterhouseCoopers (PWC) un sistema informático secreto para hacer un seguimiento de las operaciones de Sosin que permitiera más adelante reconstruirlas. Después de mucha insisten cia por parte de Greenberg, Cassano aceptó quedarse y fue nom brado ejecutivo jefe de operaciones. 169. Sosin firmó un acuerdo de unión temporal con AIG el 27 de enero de 1987, y en poco tiempo reclutó a las diez personas que formarían su equipo, que ya contaba con Randy Rackson y Barry Goldman, de Drexel, como socios. Véase Robert O'Harrow Jr. y Brady Dennis, «The Beautifiil Machine», The Washington Post, 29 de diciembre de 2008. 170. Ibídem. Véase también Randall Smith, Amir Efrati, y Liam Pleven, «AIG Group Tied to Swaps Draws Focus of Probes», The Wall Street Journal, 13 de junio de 2008.
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Nacido en Brooklyn e hijo de un oficial de policía, Cassano era conocido por sus dotes organizativas, no por su sagacidad para las finanzas, a diferencia de la mayoría de los talentos que Sosin había traído consigo, los quantos, analistas cuantitativos, todos ellos en posesión de un doctorado, que crearon los complejos programas comerciales que definían la unidad. A finales de 1997, la llamada gripe asiática se convirtió en una pandemia, y tras el derrumbe de la moneda tailandesa, que produjo una reacción en cadena, Cassano empezó a buscar algunas inversio nes en valores refugio. Durante esa búsqueda conoció a algunos banqueros de JP Morgan que estaban lanzando un nuevo producto crediticio derivado llamado fondo de inversión asegurado de índice amplio —un nombre poco manejable— que acabó siendo conoci do por su acrónimo más afortunado, bistro. Con el bistro, un banco sacaba de su contabilidad una cesta de cientos de préstamos corporativos, calculaba el riesgo de los falli dos, y luego trataba de minimizar su exposición creando un vehícu lo con características especiales y vendiéndolo en porciones a sus inversores. Era una estrategia sin fisuras, pero no auguraba nada bueno. Estas inversiones semejantes a los bonos recibieron el nom bre de seguros: JP Morgan estaba protegida del riesgo de los présta mos fallidos, y los inversores recibían primas por asumirlo. Finalmente, Cassano empezó a comprar bistrosát JP Morgan,24 pero estaba tan intrigado que instruyó a sus propios quantos para que los diseccionaran. Mediante la construcción de modelos infor máticos basados en años de datos históricos sobre los bonos corpo rativos, llegaron a la conclusión de que este nuevo instrumento —una permuta de seguros de fallo de créditos— parecía de lo más sencillo. Cassano, que era el jefe de la unidad en 2001, metió a AIG en el negocio de suscribir permutas de seguros de fallo de créditos o CDS. A principios de 2005, era un actor de tal envergadura en el
24. Gillian Tett, «The Dream Machine», Financial Times, 24 de marzo de 2006; Jesse Eisinger, «The $58 Trillion Elephant in the Room», Portfolio, noviembre de 2008.
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área que incluso Cassano había empezado a preguntarse cómo ha bía ocurrido con semejante rapidez. —¿Cómo es posible que estemos firmando tantos contratos?25 —preguntaba a su máximo ejecutivo de marketing, Alan Frost, du rante una conferencia telefónica con la oficina de la unidad en Wil ton, Connecticut. —Los intermediarios saben que podemos cerrar y además ha cerlo rápidamente —le respondió Frost—. Por eso es por lo que somos el lugar al que hay que ir. A pesar de que la burbuja se estaba hinchando, Cassano y otros miembros de AIG no se preocupaban mucho. Cuando en agosto de 2007 los mercados de crédito empezaron a paralizarse, Cassano decía a sus inversores: —Es un momento difícil para nosotros en el que, sin querer ser frivolo, no contemplamos ni la menor posibilidad de perder un solo dólar en ninguna de esas transacciones.26 Su jefe, Martin Sullivan, estuvo de acuerdo. —Por ese motivo estoy durmiendo un poco mejor por las noches. Alentados por sus beneficios, los ejecutivos de AIG se aferraban obstinadamente a la creencia de que su empresa era invulnerable. Pensaban que habían eludido una bala cuando, hacia finales de 2005, habían parado de suscribir seguros sobre CDO que tenían partes vinculadas a los valores respaldados por hipotecas de alto riesgo. Esa decisión les permitió evitar CDO más tóxicos, emitidos en los dos años siguientes. Con todo, la razón más importante que avalaba esa confianza en la compañía era la naturaleza singular de la propia AIG. No era un banco de inversiones que estuviera a merced del mercado financiero cortoplacista. Tenía una deuda muy pequeña y unos cuarenta mil millones en metálico. Su balance superior a un billón la convertían en una empresa demasiado grande como para venirse abajo. En 2007 uno de sus mayores clientes, Goldman Sachs,27 pidió 171. Brady Dennis y Robert O'Harrow Jr., «Downgrades and Downfall», The Washington Post, 31 de diciembre de 2008. 172. Ibídem. 173. Serena Ng, «Goldman Confirms $6 Billion AIG Bets», The Wall Street Journal, 21 de marzo de 2009.
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que AIG pusiera miles de millones más en garantías subsidiarias, tal como establecían sus contratos de permutas. AIG destapó la exis tencia de la disputa sobre las garantías en noviembre. En la reunión de diciembre, Charles Gates, analista de seguros del Credit Suisse desde hacía muchos años, preguntó deliberadamente qué significa ba eso de que «vuestra evaluación de determinadas permutas de seguros de fallo de créditos supersénior y sus correspondientes ga rantías subsidiarias [...] difiere en gran medida de la evaluación de vuestros homólogos». —Significa que el mercado está un poco apretado28 —respon dió Cassano, echando mano de sus orígenes en Brooklyn—. ¿Cómo estás, Charlie? En serio que es eso lo que significa. Todo el mundo sabe, y no pretendo ilustrar a nadie sobre ello, porque todos estáis al tanto, que esa sección trata de las controversias sobre garantías subsidiarias que hemos tenido con algunos de nuestros socios en esta transacción. Tiene que ver con las cosas sobre las que James [Bridgwater], que hizo el planteamiento inicial de AIG Financial Partners, y yo hemos hablado, acerca de la opacidad de este merca do y de la imposibilidad de ver cuáles son las valoraciones. El conflicto con Goldman se había vuelto irritante para Cas sano. Otro socio, Merrill Lynch, también había pedido más garan tías, pero no era tan agresivo. Incluso antes de acceder a su puesto de CEO, Willumstad había estado ocupado con FP. Los problemas en la unidad habían fermen tado en AIG desde que Greenberg había sido obligado a dimitir en 2005 como resultado de otro monumental escándalo contable.29 A finales de enero de 2008, Willumstad estaba sentado en su despacho en Brysam Global Partners cuando se enteró de algo sor prendente en un informe mensual distribuido a los miembros del 174. Reunión de inversores de AIG, 5 de diciembre de 2007. 175. Según The Wall Street Journal, Spitzer amenazó al consejo de admi nistración de AIG con un proceso judicial si no despedían a Greenberg. Tuvo que dimitir como presidente y consejero delegado el 14 de marzo de 2005. Spit zer presentó una demanda de juicio civil por fraude contra la firma en mayo, acusando a AIG de «transacciones simuladas». Véanse James Freeman, «Eliot Spitzer and the Decline of AIG», The Wall Street Journal 16 de mayo de 2008; Daniel Kadlec, «Down... But Not Out», Time, 20 de junio de 2005.
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consejo de AIG: el grupo FP había asegurado más de quinientos mil millones en hipotecas de alto riesgo, especialmente para los bancos europeos.30 Ese elemento del negocio era en realidad un movimiento muy inteligente de la ingeniería financiera de FP. Para cumplir con las exigencias reguladoras, los bancos no podían sobre pasar un determinado nivel de deuda, que estaba en relación con su capital. Lo maravilloso del aseguramiento de AIG —al menos por un corto período— era que permitía a los bancos aumentar su apa lancamiento sin aumentar la cantidad de dinero asegurado. Willumstad hizo los cálculos y se quedó horrorizado: con los fallidos hipotecarios en rápido aumento, AIG podría verse forzada muy pronto a desembolsar sumas astronómicas de dinero. Se puso en contacto inmediatamente con PWC, 31 auditores externos de AIG, y les pidió que acudieran a su despacho al día si guiente para una reunión secreta con el fin de revisar qué estaba pasando exactamente. Nadie se molestó en avisar a Sullivan, que seguía siendo CEO, acerca de la reunión. A principios de febrero, el auditor había dado instrucciones a AIG para que revaluase hasta la última de sus permutas de seguros de fallo de créditos, a la vista de los recientes reveses del mercado. Días más tarde la compañía reveló de manera bochornosa que ha bía encontrado un «punto débil» —eufemismo bastante inocuo para un aluvión de problemas— en sus métodos contables. Al mis mo tiempo una AIG humillada tenía que revisar su estimación de pérdidas en noviembre y diciembre, y hacer un ajuste que se elevó de mil millones a más de cinco mil millones.
Willumstad estaba de vacaciones en la casa de esquí que tenía en Vail, Colorado, cuando finalmente llamó a Martin Sullivan para darle la orden de que despidiera a Joe Cassano. —Tienes que tomar alguna medida con él —ordenó. Sullivan, sobresaltado, le respondió que si bien la empresa te 176. James Bandler, «Hank's Last Stand», Fortune, 13 de octubre de 2008. 177. Theo Francis y Diya Gullapalli, «Insurance Hazard: Pricewater house's Squeeze Play», The Wall Street Journal, 3 de mayo de 2005.
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nía que replantearse sus beneficios, no había nada de lo que pre ocuparse: sólo eran pérdidas sobre el papel. —Bueno, ya sabes, no vamos a perder dinero —le dijo con la mayor tranquilidad. Ahora fue Willumstad el que se sobresaltó. —Ése no es el asunto —le dijo—. ¡Estamos a punto de infor mar de una pérdida multimillonaria, de un punto débil! Los audi tores están diciendo que Cassano no se ha mostrado tan abierto y colaborador como debería. Sullivan reconoció la controversia en torno a Cassano, pero ¿era realmente necesario despedirlo? —Por menos se han ido a la calle dos CEO de perfil muy alto —le recordó Willumstad. Charles Prince de Citigroup y Stan O'Neal de Merrill Lynch habían sido despedidos en el otoño de 2007, después de supervisar regularizaciones de magnitud similar. —No podemos dejar de tomar alguna acción, tanto para que trascienda al público como para enviar un mensaje al resto de la organización. Finalmente, Sullivan transigió, pero hizo un último esfuerzo a favor de Cassano. —Deberíamos mantenerlo como asesor —recomendó Sulli van. —¿Por qué? —preguntó Willumstad, tan alterado como per plejo por la sugerencia. Sullivan sostuvo que FP era un asunto complicado y que él no tenía recursos suficientes para gestionarla sin ayuda, al menos en un primer momento. En el colmo de la exasperación, Willumstad le argumentó: —Trata de distanciarte un poco. Piénsalo por un minuto, tan to desde un punto de vista interno como externo, ¿el tipo no es capaz de llevar adelante la compañía, y tú estás diciendo que nece sitas tenerlo a tu lado? Entonces Sullivan apeló al sentido de la competitividad de Willumstad. Si la empresa mantenía a Cassano en nómina, no po dría pasarse a una empresa rival, lo cual, dejando a un lado sus cuestionables esquemas empresariales, sería útil para la compañía.
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—Si lo atamos con un contrato de consultoría, tendrá una cláusula de no competencia y no podrá irse a otro lado y robarnos a nuestra gente. Ante esa posibilidad, Willumstad acabó aceptando. Era un pragmático, y los consultores podían despedirse fácilmente. —De acuerdo —cedió—, pero hazte una idea de cómo vas a contar con él para el asesoramiento. Y no puedes permitir que par ticipe activamente en la vida de la empresa. Esto es una locura. Cassano se quedó con un contrato de consultoría y cobrando un millón al mes, pero Sullivan y algunos más seguían temiendo que su plantilla desertara.32 Con Cassano en vía muerta y las pérdi das del grupo FP en el nivel de los cinco mil millones, se especulaba a diario con una rápida salida de los productores de máximo nivel. William Dooley, que entró en el puesto de Cassano, acudió a Sulli van con una petición: —Tenemos que combinar un programa de retención o vamos a perder al equipo. A principios de marzo, el consejo de administración de AIG, después de pedir a Sullivan que modificara el programa de reten ción que había propuesto hacía tiempo, aprobó un plan que pre veía el pago de 165 millones de dólares en 2009 y 235 millones en 2010. En mayo, AIG publicó resultados pésimos para el primer tri mestre: nueve mil cien millones de depreciación en los derivados del crédito y siete mil ochocientos millones de pérdidas, las mayo res que había tenido nunca. Standard & Poor s respondió con una rebaja de su calificación de la compañía hasta AA.33 Cuatro días 178. Véanse Gretchen Morgenson, «Behind Biggest Insurer's Crisis, a Blind Eye to a Web of Risk», The New York Times, 28 de septiembre de 2008; Carrick Mollenkamp, Serena Ng, Liam Pleven y Randall Smith, «Behind AIG's Fall, Risk Models Failed to Pass RealWorld Test», The Wall Street Journal, 3 de noviembre de 2008. 179. Liam Pleven, «AIG Posts Record Loss, As Crisis Continúes Taking Toll», The Wall Street Journal, 9 de mayo de 2008.
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después, el 12 de mayo, The Wall Street Journal dio la noticia de que el equipo directivo de una de las unidades con más beneficios de AIG, la International Léase Finance Corp.,34 dedicada al nego cio de leasing de aeronaves, trataba de separarse de la compañía matriz, ya fuera a través de una venta, ya fuera mediante una es cisión. En privado, otros grandes accionistas de AIG empezaron tam bién una campaña para forzar cambios. Dos días antes de la junta anual del 14 de mayo de 2008, se recibió un fax en el despacho de Willumstad, en Brysam. Era una carta de Eli Broad, un antiguo director de AIG que había vendido su rentable empresa SunAmeri ca a ésta en 1998 por dieciocho mil millones en acciones, y era un socio comercial de Greenberg. La misiva de Broad estaba respaldada por dos influyentes ges tores de fondos, Bill Miller de Legg Masón Capital Management y Shelby Davis de Davis Selected Advisers. El grupo, que apenas con trolaba el 4 por ciento del capital accionarial de AIG, quería que se convocara un reunión para hablar de los «pasos que pueden darse para mejorar la alta dirección y restablecer la credibilidad».35 A la tarde siguiente, Willumstad y otro director de AIG, Mo rris Offit, acudieron al apartamento de Broad en el hotel Sherry Netherland de la Quinta Avenida para reunirse con los tres inver sores.36 A ellos se unió Chris Davis, el hijo de Shelby, gestor de carteras en su firma. Sentado en su amplia sala de estar, con impo nentes vistas de Central Park y de la línea del horizonte de la ciu dad, Broad se apresuró a desgranar un rosario de quejas sobre Sulli van y la marcha de la compañía. Después de escucharlo durante unos minutos, Willumstad lo interrumpió. 180. J. Lynn Lunsford y Liam Pleven, «AIG Leasing Unit Mulls Split Up», The Wall Street Journal 12 de mayo de 2008. 181. Liam Pleven y Randall Smith, «Big Shareholders Rebel at AIG: Let ter to the Board Cites Problems with Sénior Management», The Wall Street Jour nal, 9 de junio de 2008. 182. Ibídem. Véase además Francesco Guerrera y Julie Macintosh, «AIG removes Sullivan as chief executive», Financial Times, 15 de junio de 2008.
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—Escucha, antes de que sigas adelante, voy a ser muy claro. Estamos en mitad de una captación de nuevo capital, por eso no te puedo revelar nada que no haya dicho a todos los demás. Nos gus ta escuchar y trataremos de responder a todas las preguntas. A partir de ese momento, la tarde se puso difícil e incómoda para todos los presentes, dado que ni Willumstad ni Offit podían hacer mucho más que manifestar la comprensión de sus preocupa ciones por parte del consejo de administración. —No nos estáis diciendo nada que no sepamos —reconoció. A pesar de las garantías de Willumstad y Offit con respecto a los esfuerzos que estaba haciendo la compañía para aumentar su liquidez, la decisión de allegar nuevo capital sólo condujo a nuevos enfrentamientos. JP Morgan y Citigroup encabezaban el movi miento de presión para que AIG hiciera nuevas depreciaciones de activos y las hiciera públicas. En ese momento, AIG tenía que hacer frente a la demanda de nuevas garantías colaterales por diez mil millones sobre las permutas financieras {swaps) que le había vendi do a Goldman y a otros inversores. 37 La banca JP Morgan tenía conocimiento de lo que se estaba diciendo en Wall Street y sabía hasta qué punto otras valoraciones diferían de las de la propia AIG. JP Morgan seguía insistiendo en que AIG tenía que hacerlo público. En una conferencia telefónica de una tarde de domingo sobre el rendimiento de capital, el propio Sullivan se puso al teléfo no y parecía menos alegre que de costumbre. —Mirad, vamos a darnos un respiro. Creo que o bien subís a bordo con nosotros o tendremos que seguir adelante sin vosotros. Los de JP Morgan colgaron y examinaron sus opciones. Se encomendó a Steve Black, que había llamado desde Carolina del Sur, que volviera a ponerse en contacto con Sullivan. —De acuerdo, quieres que nos demos un respiro. Lo haremos. 37. Randall Smith, Amir Efrati y Liam Pleven, «AIG Group Tied to Swaps Draws Focus oí Probes», The Wall Street Journal, 13 de junio de 2008; Liam Pleven, «AIG's $5.4 Billion Loss Roils the Markets: Investors Impatient on New CEO's Plan As Problems Attack the Complex Insurer», The Wall Street Journal, 8 de agosto de 2008.
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Pero entonces no vamos a participar en la captación de capital, y cuando la gente nos pregunte por qué hemos quedado al margen, diremos que tenemos un desacuerdo, que hay diferentes puntos de vista respecto de las pérdidas potenciales sobre algunos de vuestros activos. A la vista de esa amenaza, AIG no tuvo más opción que ceder; la captación de dinero era crítica, y no se podía permitir que se hi ciera público un conflicto con su principal banquero. Los ejecuti vos de AIG todavía se irritaron más cuando se destapó la disputa sobre las valoraciones y JP Morgan se negó a que su nombre apare ciera vinculado a ellas; la declaración hace referencia a «otra firma nacional de servicios financieros». En otra amplia reunión en Simpson Thacher, apenas unos momentos después de que lo eligieran como nuevo CEO de AIG, Willumstad se dirigió al consejo. Puso de relieve que una de las primeras cosas que había que abordar era hacer las paces con Greenberg. Era el mayor accionista de AIG, con un 12 por ciento de las acciones, y sus permanentes batallas con la compañía eran una costosa distracción. —Tiene que quedar vinculado a la firma para siempre, sea como sea —agregó Willumstad.
Capítulo 9
El viernes 27 de junio de 2008, Lloyd Blankfein, agotado después de un vuelo de nueve horas a Rusia, dio un paseo por la plaza donde estaba enclavado su hotel en San Petersburgo. Acababa de llegar a la ciudad en un Gulfstream en compañía de su esposa, Laura, y de Gary D. Cohn, presidente de Goldman y ejecutivo jefe de ope raciones. Aficionado a la historia, Blankfein había terminado du rante el vuelo la lectura del libro de David Fromkin A Peace to End All Peace: The Fall ofthe Ottoman Empire and the Creation ofthe Modern Middle East. El resto de los miembros del consejo de administración de Goldman aterrizarían unas cuantas horas más tarde, de modo que Blankfein tenía algún tiempo para sí mismo. Si el mundo financiero al que pertenecía se encontraba en un estado caótico, Blankfein tenía razones para sentirse satisfecho de Goldman en la víspera de esta reunión del consejo de administración. La empresa se demostraba a sí misma, una vez más, que era la mejor de Wall Street, porque estaba sorteando —al menos hasta ese momento— la situación de mercado más dura que nadie podía recordar. ¿Y qué mejor lugar que Rusia para reunirse? Lo que China era a la fabricación, Rusia lo era a las materias primas, y éstas eran las reinas en ese momento. El petróleo, la más crucial de todas, se es taba cotizando a ciento cuarenta dólares el barril,1 y Rusia estaba 1. Un récord para el futuro del petróleo en Rusia, este precio se había previsto que subiera —y así lo hizo— a ciento cuarenta y siete dólares en julio. «Russia's Crude Money Box», International Secundes Finance, 26 de junio de 2008.
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extrayendo millones de barriles diarios.2 Por un momento, eso po día hacer que cualquiera se olvidase de los problemas que afrontaba Estados Unidos. Todos los años el consejo de administración de Goldman ha cía un viaje de trabajo de cuatro días al extranjero, y Blankfein, desde que había tomado las riendas de la firma en sustitución de Hank Paulson hacía dos años, había insistido en que se reunieran en uno de los nuevos gigantes emergentes, en una de las naciones BRIC: Brasil, Rusia, la India o China. Parecía lo más apropiado. Al fin y al cabo había sido un economista de Goldman el que ha bía acuñado la denominación para esas cuatro economías hacia las que se estaba desplazando en la actualidad la riqueza y el po der del mundo. Para Blankfein era una cuestión de predicar con el ejemplo.3 San Petersburgo no era más que la primera etapa del viaje, donde el consejo recibiría una actualización de las finanzas de la empresa y mantendría una sesión de revisión de estrategias; a ésta la seguiría otra de dos días de permanencia en Moscú. El jefe de per sonal de Goldman, John F. W. Rogers, había usado sus influencias para que la reunión del consejo se celebrase con la asistencia del correoso primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, cuya ideología anticapitalista dejaba claro que no iba a hacer el primo con Estados Unidos. Estar en Rusia le traía recuerdos que le producían ansiedad. Fue allí, en 1998, donde las cosas se torcieron para Goldman cuan do el Kremlin sorprendió al mundo con la suspensión repentina del pago de su deuda, haciendo caer en barrena a los mercados de todo
183. La Agencia Internacional de la Energía dijo que desde el 11 de junio de 2008, Rusia estaba produciendo 9,5 millones de barriles diarios. Jason Bush, «Prime Minister Putin Primes the Pump», BusinessWeek, 30 de junio de 2008. 184. El economista jefe de Goldman, Jim O'Neill, que dirigía un equipo dentro de la firma, creó el acrónimo en 2001, cuando se estaban haciendo pre dicciones sobre el crecimiento de los mercados emergentes. Véase Dominic El liott, «Fundamentáis Drive the 'BRIC Rebound», The Waü Street Journal, 27 de julio de 2009.
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el planeta.4 Lo denominaron «contagio»: poco después se derrum baba LTCM.5 La cadena de acontecimientos provocó enormes pérdidas de ejercicio a las firmas de Wall Street, y para Goldman el daño fue finalmente tan grave que tuvo que detener sus planes de salir a bolsa. A medida que se iban manifestando los problemas del merca do en aquel momento, Goldman se iba salvando del tipo de gol pes que estaban acusando Lehman, Merrill, Citi e incluso Morgan Stanley. Su equipo era hábil, pero Blankfein sabía que la suerte había desempeñado un papel muy importante en sus logros. «En realidad pienso que estamos un poco mejor —había dicho—, pero creo que sólo un poco mejor.»6 De hecho, Goldman tenía su cuota de activos tóxicos, estaba muy apalancada, y se enfrentaba a la misma escasez de fondos que sus rivales, ocasionada por la paralización de los mercados. Aunque hay que reconocer que se habían librado de los activos más nocivos, es decir, los valores que se apoyaban exclusivamente en los tamba leantes cimientos de las hipotecas de alto riesgo. Michael Swenson y Josh Birnbaum, dos operadores de hipote cas de Goldman, junto con el ejecutivo jefe de finanzas de la firma, David Viniar, habían sido decisivos al hacer la apuesta contraria: apostaron contra el llamado índice ABX, que era esencialmente una cesta de derivados vinculados a valores de alto riesgo.7 De no haberlo hecho así, las cosas hubieran sido muy diferentes para Goldman y para Blankfein. Éste no podía menos que darse cuenta de todos los Mercedes que atestaban las calles mientras regresaba a la habitación de su 185. «El 13 de agosto, mientras los dólares salían del país, se tambaleaban sus reservas, se disparaba su presupuesto, y el precio del petróleo, su principal producto, bajaba un 33 por ciento, el Gobierno impuso controles sobre el ru blo»: Lowenstein, When Genius Failed, ob. cit., pp. 140145. 186. Ibídem. 187. Bethany McLean, «The Man Who Must Keep Goldman Growing», Fortune, 17 de marzo de 2008. 188. Chris Blackhurst, «The Credit Crunch Genius Who Masterminded a £2 billion Jackpot», Evening Standard(Londres), 18 de diciembre de 2007.
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hotel, y que eran sólo el aspecto más visible del incremento del consumo que se estaba produciendo. Con el flujo de beneficios procedentes no sólo del gas y del petróleo, sino también del hierro, del níquel y de multitud de materias primas cada vez más valiosas, la llamada oligarquía rusa estaba comprando yates de gran tonelaje, picassos y equipos de fútbol británicos. Diez años atrás, Rusia no podía pagar su deuda; en la actualidad era un economía con un rápido crecimiento de 1,3 billones de dólares.
A la mañana siguiente, a las ocho, se abrió la reunión del con sejo de administración de Goldman en una sala de conferencias de la planta baja del hotel Astoria, que había empezado a funcionar en 1912 y que debía su nombre a John Jacob Astor IV. Según la leyen da, Adolf Hitler había planeado celebrar allí su victoria en el mo mento en que forzara la rendición de la ciudad, y confiaba tanto en su triunfo que ya había encargado las invitaciones por anticipado.8 Blankfein, vestido con una chaqueta y un pantalón caquis, ofreció al consejo un panorama general de la situación de la compa ñía. Tal como ocurre en las reuniones de consejo, no había nada excepcional. Quizá la sesión crítica fue la siguiente. El orador era Tim O'Neill, un goldmanita con muchos años en la empresa, que era prácticamente desconocido fuera de la compañía. Sin embargo, era una de las personas importantes de la firma en su calidad de di rector sénior de estrategia. Entre sus predecesores hay que contar a Peter Kraus y Eric Mindich, considerados ambos como superestre llas de Goldman. Además, Blankfein escuchaba siempre a O'Neill. El asunto al que se enfrentaban era el siguiente: a diferencia de los bancos comerciales tradicionales, Goldman no tenía depósitos
8. Hitler había elegido la sala de baile del jardín de invernó del Astoria para su baile de la victoria, previsto para el 7 de noviembre de 1941, pero la in vasión por Alemania, durante el verano, de la Unión Soviética no se desarrolló tal como él había planeado. Más tarde, después de la guerra, se descubrieron paquetes de invitaciones en el cuartel general de los nazis en Berlín. Corinna Lothar, «Gem of the North St. Petersburg Reclaims Its Glory as Russia's 'Win dow to the West'», Washington Times, 27 de diciembre de 2003.
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propios, que por definición eran más estables. Por el contrario, al igual que todos los corredores de valores, se apoyaba al menos en parte en el mercado cortoplacista de repos (repurchase agreements), acuerdos de recompra que permitían a las firmas hacer uso de valo res financieros como garantía subsidiaria para conseguir fondos prestados. Aunque Goldman se inclinaba por firmar contratos de deuda a más largo plazo —para evitar la dependencia de la devolu ción de los fondos de un día para el siguiente, como era el caso de Lehman, por ejemplo— seguía dependiendo de las veleidades del mercado. Blankfein se sentó asintiendo con la cabeza en señal de apro bación cuando O'Neill hizo su intervención. Lo que le había pasa do a Bear, explicó, no había sido un acontecimiento extraordinario. El corredor de valores independiente ya estaba considerado como un dinosaurio mucho antes de que la crisis en marcha hubiera em pezado. El propio Blankfein había visto cómo Citigroup absorbía a Salomón Smith Barney e incluso cómo Morgan Stanley se fusiona ba con Dean Witter. Ahora, desaparecido Bear y con Lehman a pun to de correr la misma suerte, Blankfein tenía buenas razones para estar preocupado. Al igual que los fundadores de la firma, Blankfein era hijo de judíos de la clase obrera.9 Había nacido en el Bronx y se había cria do en Linden Houses, un proyecto nacido en Nueva York Este, uno de los barrios más pobres de Brooklyn. En las viviendas de protec ción pública se podían escuchar las conversaciones de los vecinos a través de las paredes y llegaba el olor de lo que estaban cocinando para la cena. Su padre era cartero, repartía la correspondencia; su madre era recepcionista. Con la ayuda de becas y préstamos financieros, asistió a Har vard, convirtiéndose en el primer miembro de su familia que iba a la universidad. Su perseverancia se manifestó de otros modos. 9. Véanse Neil Weinberg, «Sachs Appeal», Forbes, 29 de enero de 2007; Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 669; Bethany McLean, «The Man Who Must Keep Goldman Growing», Fortune, 17 de marzo de 2008; Susanne Craig, «How One Executive Reignited Goldman's Appetite for Risk», The Wall Street Journal, 5 de mayo de 2004.
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Como era novio de una estudiante de Wellesley, originaria de Kan sas City, consiguió un trabajo en Hallmark para estar cerca de ella. Sin embargo, la relación no duró.10 Después de la facultad, vino la Harvard Law School, y después de graduarse en 1978, entró en el bufete de abogados de Donovan, Leisure, Newton & Irvine. Durante muchos años vivió práctica mente en un avión, volando entre Nueva York y Los Ángeles. Los raros fines de semana en que le quedaba tiempo para relajarse, con ducía hasta Las Vegas con un colega para jugar al blackjack. En una ocasión dejaron una nota a su jefe: «Si no aparecemos el lunes es porque hemos ganado el bote.»11 En ese momento, Blankfein había iniciado la marcha para convertirse en socio de la firma, pero en 1981 tuvo lo que él mismo denominó una «crisis de madurez».12 Decidió que no quería ser abogado fiscal corporativo y solicitó trabajo en Goldman, Morgan Stanley y Dean Witter. Fue rechazado en las tres compañías, pero varios meses más tarde volvía a cruzar las puertas de Goldman. Un cazatalentos lo ojeó para un empleo en J. Aron & Com pany, una empresa poco conocida de comercialización de materias primas. Varios meses más tarde, Blankfein acabó siendo empleado de Goldman cuando la firma compró J. Aron a finales de octubre de 1981.13 Después de los sobresaltos con el petróleo y de los picos de inflación de la década de 1970, Goldman estaba decidida a ampliar su negocio a otras materias primas. J. Aron aportó y dio presencia internacional a la empresa, y un potente negocio de oro y metales con Londres como base operativa de primera magnitud. Pero mientras Goldman era disciplinada y 189. Ellis, The Partnership, ob. cit., p. 707.
190. Craig, «How One Executive Reignited», The Wall Street Journal, art. cit. 191. Ibídem. 192. El 29 de octubre de 1981, Goldman Sachs anunció su adquisición de J. Aron & Company por una cantidad no revelada (en esa época los expertos del sector dijeron que había sido «poco más de cien millones de dólares»). H. J. Maidenberg, «Goldman Sachs Buys Big Commodity Dealer», The New York Times, 30 de octubre de 1981.
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contenida, J. Aron era indisciplinada y vociferante. Cuando Gold man finalmente trasladó las operaciones comerciales de J. Aron al 85 de Broad Street, sus acicalados ejecutivos no salían de su asom bro a la vista de los vendedores con las corbatas flojas y las mangas de la camisa arremangadas, que gritaban precios e insultos al ali món. Cuando se enfadaban, golpeaban los escritorios con los puños y tiraban sus teléfonos. Éste no era el estilo de Goldman.14 Se encomendó a Mark Winkelman, de Goldman, la tarea de domesticar a esta revoltosa hueste. El holandés Winkelman era uno de los primeros socios extranjeros de Goldman conocido por su brillantez como analista; fue uno de los primeros ejecutivos de Wall Street que reconoció la importancia de la tecnología para el comer cio, a medida que se reducía el tamaño de los ordenadores y se au mentaba su potencia. Winkelman se fijó por primera vez en Blankfein cuando vio al pequeño vendedor arrancarle el teléfono de las manos a otro que estaba a punto de gritarle a un cliente que le había hecho perder dinero.15 Impresionado por la meliflua diplomacia de Blankfein y por su obvia inteligencia, Winkelman lo puso a cargo de los seis vende dores de divisas y más tarde de toda la unidad. El joven abogado demostró muy pronto su valía comercial es tructurando una transacción que permitía a un cliente musulmán cumplir con la prohibición del Corán de pagar intereses.16 En ese momento, la compleja transacción de cien millones de dólares que implicaba la cobertura de quinientos contratos por parte de Stan dard & Poor s fue la mayor que Goldman había hecho jamás. Blankfein también era un atento lector, que se llevaba pilas de libros cuando se iba de vacaciones. Nada llamativo ni pagado de sí mismo, era casi la personificación ideal de la cultura empresarial de Goldman, donde nadie decía: «Hice este negocio», sino más bien: «Hicimos este negocio.» En 1998, como codirector de renta fija, cambio y materias 193. Endlich, Goldman Sachs, ob. cit., p. 96. 194. Craig, «How One Executive Reignited», The Wall Street Journal, art. cit. 195. Ibídem.
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primas, Blankfein gestionaba uno de los departamentos más renta bles de la compañía, pero no se le veía como un claro candidato para el puesto de máxima responsabilidad. Finalmente, Paulson acabó convencido de la apertura intelec tual de Blankfein y lo nombró copresidente, insinuando a John Thain que debía dejar la firma. Por su parte, Blankfein se afeitó la barba, perdió veinticinco kilos y dejó de fumar. Cuando nombra ron secretario del Tesoro a Paulson en mayo de 2006, éste anunció que había elegido a Blankfein para que lo sustituyera.17 Durante la primera Administración Clinton, el Congreso es taba trabajando en una legislación que derogaría la Ley GlassStea gall de 1933, con el fin de derribar los muros que separaban a los bancos, los corredores de bolsa y otras empresas financieras entre sí. En aquel momento, los cabilderos de Goldman realmente persua dieron al comité que estaba redactando el proyecto —que se con vertiría en la Ley GrammLeachBliley18 de 1999— para que inclu yera un cambio menor que ellos habían pedido para el caso de que en algún momento quisieran convertirse en un holding bancario. La provisión autorizaba que cualquier banco que fuera propietario de una central de energía eléctrica pudiera seguir manteniéndola en tanto que holding bancario. Por supuesto, Goldman era el único banco que poseía una central eléctrica. Blankfein reflexionó acerca de esta historia cuando O'Neill terminó su presentación con una serie de preguntas: ¿necesitamos realmente convertirnos en un banco comercial? ¿Qué significa con
196. Jenny Anderson, «Blankfein Next in Line at Goldman», Nueva York Post, 19 de diciembre de 2003; Kate Kelly, Greg Ip, y Ianthe Jeanne Dugan, «For NYSE, New CEO Could Be Just the Start», The Wall Street Journal, 19 de diciembre de 2003. 197. Barbara A. Rehm, «Commerce, a Reform Gem, in Fed's Hands», American Banker, 9 de noviembre de 2000.
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vertirse en un banco comercial? ¿Cómo podemos usar los depósi tos? ¿Cómo establecemos una base de depósitos? Blankfein habló inmediatamente después para suscitar el de bate. —Los depósitos proporcionan fondos sólo para determinadas actividades —recordó al grupo. Después de una hora de debate sobre las alternativas, O'Neill orientó la polémica en otra dirección, proponiendo una alternativa diferente: comprar una compañía de seguros. A primera vista, los seguros podrían haber parecido un punto de partida aún más radical para Goldman que transformarse en un banco comercial. Pero Blankfein llamó la atención sobre el hecho de que los dos sectores tenían más similitudes que diferencias. Las aseguradoras usaban las primas de los clientes ordinarios, del mis mo modo que los bancos utilizaban los depósitos de los suyos. Sin embargo, Goldman no podía comprar precisamente nin guna aseguradora; tendría que ser una compañía lo suficientemen te grande como para significar más que una anotación en su ya pesado balance. El primer nombre de la lista de O'Neill era AIG, que según algunas estimaciones era la compañía de seguros más grande del mundo. El precio de la acción de AIG había bajado sustancialmente hacía poco, de modo que incluso podía salir bara ta. Todos volvieron la mirada hacia un mismo miembro del conse jo: Edward Liddy. Como director ejecutivo de Allstate, la mayor aseguradora de automóviles y del hogar, Liddy era la única persona de la sala con una experiencia real en el mundo de los seguros. Unos cinco años atrás, Liddy había tratado, incluso, de vender su firma a AIG, y Greenberg había rechazado de manera displicente su oferta. «Creo que deberías quedarte con ella», le dijo. Siempre que había surgido el tema de los seguros en la mesa del consejo, Liddy se había mostrado poco entusiasmado. «Es un juego completamente diferente», opinaba. Su punto de vista al res pecto no había cambiado, por más que AIG pudiera parecer una ganga. «No vale la pena enredarse con AIG», insistía. La sesión matinal finalizó sin que se tomara decisión alguna sobre AIG, pero el tema de la aseguradora volvió a tratarse después
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del almuerzo por una razón del todo diferente. AIG operaba a tra vés de Goldman y de otras firmas de Wall Street, y al igual que muchas otras compañías ponía valores como garantía subsidiaria. Y ése era el problema: AIG aseguraba que sus títulos tenían más valor del que Goldman pensaba. Aunque el auditor de Goldman estaba analizando el asunto, había otro inconveniente: el auditor, PWC, también trabajaba para AIG. En una presentación por videoconferencia desde Nueva York, un ejecutivo de PWC puso al día al consejo sobre su conflicto con AIG relativo a la valoración o, en la jerga de Wall Street, «ajuste al mercado» de su cartera de valores. Los ejecutivos de Goldman con sideraban que AIG manejaba un «ajuste ficticio», según dijo Blank fein al consejo. Sin embargo, cosa extraña, ninguno de los reunidos en Moscú estableció la conexión crítica; nadie adujo la disputa por las garan tías subsidiarias como prueba de que era inadecuado pensar en una fusión de Goldman con AIG, de que la propia compañía estaba en serios aprietos y había recurrido a sobrevalorar sus títulos para ce rrar la brecha. El consejo de administración de Goldman había te nido conocimiento del conflicto de las garantías subsidiarias con AIG en noviembre de 2007.19 En ese momento, la suma involucra da era superior a mil quinientos millones de dólares. El consejo de Goldman concluyó su jornada en San Petersbur go de una manera más distendida. Con un cielo norteño todavía iluminado a las diez de la noche, los trece consejeros y sus esposas pasearon en góndola por los historiados canales de la ciudad. El domingo, el consejo en pleno voló a Moscú para la segunda parte de la junta, que se celebró en el RitzCarlton, en un lateral de la Plaza Roja. El orador de la cena de ese día fue Mijail Gorbachov. En Rusia, el poder seguía en buena medida en las manos de Vladi mir Putin, pese a que Dimitri Medvedev acababa de ser elegido para sucederlo.20 198. Serena Ng, «Goldman Confirms $6 Billion AIG Bets», The Wall Street Journal, 21 de marzo de 2009. 199. Medvedev fue elegido presidente de Rusia el domingo 2 de marzo de 2008, después de que Putin lo hubiera respaldado oficialmente en diciembre.
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Gorbachov, que había sido el iniciador de los cambios que condujeron a la caída del régimen comunista, asombró a muchos consejeros de Goldman por su notoria deferencia hacia el Krem lin. —Rusia está realizando, en este momento, su potencial de Es tado democrático, abriéndose a nuevas ideas y a la inversión exte rior. Algunos consejeros bromearon con el asunto de que si el últi mo hotel no tenía micrófonos ocultos, éste sí que los tenía sin la menor duda. Por una extraña coincidencia, a última hora de aquella tarde llegó a Moscú otra figura clave de las finanzas estadounidenses. El secretario del Tesoro Henry Paulson había hecho una escala allí dentro de una gira de cinco días por Europa que lo llevaría a Berlín, Francfort y, finalmente, Londres. Durante el viaje había revisado su discurso haciendo algunos cambios de última hora, sabiendo que tendría muy poco tiempo una vez que hubiera llegado a Moscú. «Para transmitir la percepción de que algunas instituciones son demasiado grandes para dejarlas quebrar, tenemos que mejorar las herramientas que tenemos a nuestra disposición para facilitar el derrumbe ordenado de una institución financiera importante y compleja...»21 Era parte de lo que pensaba decir. Y más: «Como indicaba a menudo el ex presidente de la Reserva Federal, Green span, lo que importa realmente no es que una institución sea dema siado grande o esté demasiado interconectada para quebrar, sino que sea demasiado grande o esté demasiado interconectada para liquidarla rápidamente. En la actualidad nuestras herramientas son limitadas.» Era un gambito arriesgado anunciar al mundo que el Gobier Peter Finn, «Putin's Chosen Successor, Medvedev, Elected in Russia; Power Sharing Is Main Focus After a Crushing Win», The Washington Post, 3 de marzo de 2008. 21. «Remarles by US Treasury Secretary Henry M. Paulson, Jr. on the US, the World Economy and Markets before the Chatham House», 2 de julio de 2008. Véase http://www.treas.gov/press/releases/hplO64.htm
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no carecía de autoridad para prevenir un derrumbe de grandes pro porciones —esa sensación podía minar todavía más la confianza en los mercados—, pero también sabía que había que decirlo, y toda vía más, que había que arreglar la situación. El domingo por la noche, Paulson tenía que cenar con el mi nistro de Finanzas, Alexei Kudrin, en la Sala Oval de la Casa Spaso,22 residencia del embajador estadounidense en Moscú. Pero antes de terminar su jornada la tarde del sábado, tenía una última reunión después del almuerzo. Sólo unos días antes, cuando Paulson se enteró de que el consejo de administración de Goldman estaría en Moscú al mismo tiempo que él, le pidió a Jim Wilkinson que organizara una reunión con ellos. Nada formal, algo puramente social, en recuerdo de los viejos tiempos. «¡Y una mierda en recuerdo!», pensó Wilkinson. Él y el Tesoro tenían bastantes problemas tratando de habérselas con todas las teorías de la conspiración que Goldman Sachs no dejaba de hacer circular en Washington y en Wall Street. ¿Un encuentro privado con su consejo? ¿Y en Moscú? Ansioso con la posibilidad de ese encuentro, Wilkinson hizo una llamada para solicitar la aprobación del consejo general del Tesoro. Bob Hoyt, que no estaba precisamente ilusionado con la «perspectiva» de semejante reunión, dijo que ya que se limitaba a una «reunión social» no se apartaría de las directrices éticas. Con todo, Wilkinson le dijo a Rogers: «Que esto no se salga de los cauces», mientras coordinaban los detalles. Ambos estuvie ron de acuerdo en que los consejeros de Goldman acudirían a la suite que ocupaba en el hotel tras la cena que el consejo tendría con Gorbachov. Paulson no registraría la «reunión social» en su calen dario oficial. Esa tarde, el grupo de Goldman subió a un autobús para reco rrer la docena de manzanas, más o menos, que había hasta el Mar riott Grand Hotel de Moscú, en la calle Tverskaya. Algunos se sentían como si estuvieran tomando parte en un thriller de espías, aunque con el detalle de la seguridad y la grande za del centro de Moscú. Los consejeros atravesaron el luminoso 22. Véase moscow.usembassy.gov/spaso.html
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vestíbulo con su gran fuente y fueron escoltados escaleras arriba hasta las habitaciones del secretario del Tesoro. —Adelante —les dijo un animado Paulson, al tiempo que los saludaba uno por uno, estrechando manos y dando abrazos de oso a algunos. Durante la hora siguiente, Paulson obsequió a sus viejos ami gos con historias sobre su permanencia en el Tesoro y su pronósti cos sobre la economía. Ellos lo interrogaron acerca de la posibilidad de otra quiebra bancaria, como la de Lehman, y él les habló de la necesidad de que el Gobierno tuviera poder para reducir a las em presas con problemas, ofreciéndoles un adelanto de su próximo discurso. —Sin embargo —les confió—, mi punto de vista personal es que nos esperan tiempos difíciles, pero basándonos en la historia, creo que podremos salir de esto hacia finales de año. Este comentario fue lo que Blankfein recordó al día siguiente a un consejero mientras desayunaban. —No sé por qué ha dicho eso —dijo socarronamente Blank fein—. Sólo puede empeorar.
Capítulo 10
Una tarde de finales de junio, Dick Fuld avanzaba por el bu llicioso vestíbulo del hotel Hilton situado entre la Sexta Avenida y la Calle 33. Llegaba con retraso, lo que aumentaba su ansiedad con respecto a la reunión a la que había sido convocado. Cuando Bart McDade fue nombrado nuevo presidente de Lehman, le había he cho una sorprendente petición: quería volver a contratar a Michael Gelband y a Alex Kirk, los dos operadores sénior que Joe Gregory había despedido.1 Ambos, a los que Gregory solía llamar los «nega tivistas», estuvieron durante años entre la minoría decididamente opuesta al aumento de los riesgos de la compañía. —Necesitamos a estos tíos —le había dicho McDade a Fuld, tratando de justificar su decisión. Ya conocen las posiciones. Se refería a la cartera de Lehman de activos tóxicos, que ellos aún esperaban vender. Y McDade dijo, ambos tenían el apoyo de «las tropas en el parqué», lo cual era un punto crítico a la hora de restablecer la confianza. Ahora Fuld estaba a punto de encontrarse cara a cara con Gel band, al que hacía más de un año que no veía. La tensión era palpable cuando ambos se sentaron en una sala de reuniones a oscuras. «Tenemos que aclarar las cosas —dijo Fuld, reconociendo que aún quedaban algunos asuntos por resolver—. A
1. Véase Susanne Craig, «Gelband, Kirk Rejoin Lehman in ShakeUp», The Wall Street Journal, 25 de junio de 2008; Jed Horowitz, «Lehman's New President McDade Brings in His Own Team», Dow Jones Newswires, 25 de junio de 2008.
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ver si nos entendemos: vais a volver. Y quiero tener alguna maldita respuesta vuestra.» Gelband, un hombrón de un metro ochenta con la cabeza perfectamente rapada, no hizo caso del tono agresivo de Fuld y no tenía paciencia para la intimidación ni el faroleo. Por lo que a él respectaba, estaba haciendo un favor a Fuld al regresar al centro del torbellino. Además, cosa bastante irónica, antes de aceptar el acuer do con Lehman, lo habían reclutado para que ocupara el puesto de Joe Cassano en AIG. —¿Cómo va todo, Dick? —preguntó. —La última vez que hablamos, bueno, no la última vez, sino cuando estabas en la compañía y hablé sobre tu prima, tuve la sen sación de que no estabas contento con ella, y eso me cabreó, porque hiciste unas ventas de mierda en 2006 —dijo Fuld, sirviéndose un vaso de agua. Gelband pensó que ésta era una manera poco habitual de ini ciar una reunión que creyó entender que era una especie de recon ciliación. —Es interesante lo que dices, porque yo no tuve problema con mi bonificación. En realidad, estaba completamente conforme con ella. —Bueno, no fue eso lo que me dijo Joe — respondió Fuld. Gelband dijo que tendría que realizar un inventario de los ac tivos para tener una idea de su valor. Fuld le respondió que su intención era captar más capital. —Hay algo que tienes que entender —le dijo Gelband cerca del final de la entrevista—. La única razón por la que vuelvo es Bart. Fuld ya sabía que Gelband hacía mucho tiempo que era amigo de McDade; habían sido compañeros en la Escuela de Negocios de la Universidad de Michigan, y McDade había ayudado a Gelband a conseguir su primer trabajo en Lehman.2 —Bueno, sí, Bart va a llevar el día a día de la empresa —res
2. Susanne Craig, «Lehman Vet Grapples with the Firm's Repair», The Wall Street Journal, 4 de septiembre de 2008.
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pondió Fuld, tratando de parecer despreocupado—, aunque espero que tenga algo que ver conmigo, también. Gelband lo miró con gesto socarrón y respondió: —Qué va, qué va. Tiene que ver con Bart.
En el fin de semana del 4 de julio, Hank y Wendy Paulson paseaban por la playa de la isla de Little St. Simons cuando obser varon que una tortuga boba estaba depositando sus huevos en la arena.3 Para los amantes de la naturaleza como los Paulson, era un momento extraordinario, y se detuvieron para recrearse con la esce na. La isla era un santuario para aves y reptiles poco comunes y allí iban ellos para despejar la cabeza; les gustó tanto en su día que en 2003 habían comprado las tres cuartas partes de la propiedad de diez mil acres por casi treinta y tres millones de dólares.4 La gira europea había sido un éxito. Su discurso en Londres sobre la necesidad de establecer una red de seguridad para los ban cos de inversión con el fin de evitar que una quiebra tuviera reper cusiones en todo el sistema había tenido mucho eco, y en la recep ción posterior al acto, celebrada en el 10 de Downing Street, Gordon Brown, el primer ministro, lo felicitó por «tener una visión de futuro y por hacer frente al problema». A pesar de todo, mientras Paulson paseaba por la playa, le re sultaba difícil relajarse. Seguía teniendo serias dudas sobre el com portamiento de la economía durante la siguiente legislatura y tam bién las había encontrado en su gira: «La economía de Estados Unidos se está enfrentado a un trío de vientos de proa: altos precios de la energía, turbulencias en los mercados de capitales y una per manente corrección del mercado inmobiliario.» 5 200. Según la agenda de Paulson, salió del aeropuerto Dulles a las ocho de la mañana del viernes 4 de julio de 2008, en dirección a Georgia, donde quería pernoctar durante tres noches. 201. Mary Jane Credeur, «Paulson's Georgia Investment Rises as Blind Trust Becomes Joke», Bloomberg News, 14 de enero de 2008. 202. Tomado del discurso de Paulson en Londres sobre Estados Unidos, la economía mundial y los mercados, 2 de julio de 2008. Véase http://www.treas. gov/press/releases/hp 1064.htm
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Pese a que gran parte de ello preocupaba a Paulson, se lo guar daba para él; nunca hablaba de negocios con Wendy. El tema de Lehman también estaba vedado en la familia por otra razón: el her mano menor de Hank, Richard Paulson,6 trabajaba como vende dor de renta fija en la oficina de Lehman en Chicago. Ambos evi taban intencionadamente hablar del asunto cuando se veían, pero él sabía que Lehman iba a quebrar, y su hermano perdería su tra bajo. Paulson también se enfrentaba a otro revés: cabía la posibili dad de que perdiera a su segundo, Bob Steel, que estaba en la selec ción final para dirigir Wachovia, el gigante de la banca con sede en Charlotte que acababa de poner en la calle a su CEO después de informar de una pérdida de setecientos ocho millones vinculada al mercado de la vivienda.7 El momento elegido no podría haber sido peor: en la jurisdic ción de Steel se encontraban Fannie Mae y Freddie Mac, empresas patrocinadas por el Gobierno (GSE, government sponsored enterpri ses) que habían sido el motor de la explosión de la propiedad inmo biliaria y que ahora empezaban a retraerse. Cuando Paulson volvía a casa en un vuelo privado de alquiler que aterrizó el lunes a primera hora de la tarde en el aeropuerto Dulles, se empezaron a hacer realidad sus peores temores.8 Los mer cados financieros se estaban hundiendo, pero por razones que Paul son aún no sabía a ciencia cierta. Freddie cayó hasta un 30 por ciento el lunes, antes de recuperarse finalmente un 17,9 por cien to.9 Las acciones de Fannie descendieron hasta un 16,2 por ciento, 203. Anita Raghavan, «Paulson Brothers on Either Side of Lehman Di vide», Forbes, 12 de septiembre de 2008. 204. Después de repetir su primera pérdida trimestral desde 2001 (había informado por error de trescientos noventa y tres millones de dólares), Wachovia prescindió de Ken Thompson como presidente y —un mes más tarde— como consejero delegado. Véase David Mildenberg y Hugh Son, «Wachovia Ousts Thompson on Writedowns, Share Plunge», Bloomberg News, 2 de junio de 2008. 205. Según su agenda, Paulson dejó Georgia a las dos de la tarde del lunes 7 de julio, llegando a Washington D. C. a las 15.42 horas. 206. El lunes 7 de julio de 2008, las acciones de Fannie Mae cayeron 3,04
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su nivel más bajo desde 1992.10 Otros paquetes financieros estaban experimentando también esta tendencia; las acciones de Lehman cerraron con una caída superior al 8 por ciento. Mientras trataba de absorber todo aquello, Steel anunció que ya tenía asegurado el puesto, y que lo haría público el martes. Paulson podía ver que la intranquilidad con respecto a Fannie y Freddie iba en aumento. En el programa de la CNBC Squawk Box de ese martes por la mañana, James B. Lockhart III, director de la Oficina Federal de Supervisión de las Empresas Inmobiliarias, que regulaba Fannie y Freddie, trató de tranquilizar a los merca dos: —Estas dos compañías están adecuadamente capitalizadas —manifestó—. Ambas están gestionando estos asuntos y han pues to a prueba equipos gestores. Paulson tenía una palabra para enjuiciar esa evaluación que más tarde compartió con su equipo: «Basura.» Durante meses, Paulson y su equipo habían estado buscando caminos para desenredar a Fannie y Freddie en el caso de que los golpeara una crisis real, ya que consideraban que su situación era mucho más importante para la salud a largo plazo de la economía que la de Lehman o la de otros bancos de inversión. Pero sabían que era demasiado fácil quedar empantanado en la lucha política contra las empresas polémicas que habían convertido en casi un derecho la propiedad de una vivienda durante el auge de la cons trucción. Con los críticos insistiendo en que Fannie y Freddie esta ban hundidas hasta el cuello en todo el lío de las hipotecas basura, Paulson había llamado, un año atrás, al debate sobre Fannie y Freddie «lo más parecido que he visto a una guerra santa».11 dólares, un 16,2 por ciento, hasta 15,74 dólares, su punto más bajo desde 1992, mientras que las de Freddie bajaron 2,59 dólares, un 17,9 por ciento, hasta 11,91 dólares, su precio más bajo desde 1993. Véase James R. Hagerty y Serena Ng, «Mortgage Giants Take Beating on Fears over Loan Defaults», The Wall Street Journal, 8 de julio de 2008. 207. Ibídem. 208. En febrero de 2007, Paulson declaró ante el Comité de Presupuestos de la Cámara de Representantes: «Tengo la aguda sensación de que necesitamos un regulador que sea independiente, que tenga más músculo, y otra serie de
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Aunque las acciones de las empresas se recuperaron el martes de la oleada de ventas del lunes, ambas compañías seguían cotizan do por debajo de los veinte dólares, y había otras señales de nervio sismo. Las permutas de seguros de fallo de créditos (CDS) vendidas por Fannie y Freddie —esencialmente, seguros— se cotizaron a los niveles reservados a las compañías con calificación de crédito cin co niveles por debajo de la calificación triple A, la más alta que podía tener una compañía. De hecho, esas calificaciones eran más un reflejo del respaldo implícito del Gobierno que de la solidez de ambas empresas. Mientras Paulson y su equipo se preparaban para la audiencia de dos días en el Congreso y por lo tanto para debatir el destino de Fannie y Freddie, Steel asomó la cabeza en la sala de conferencias próxima a su despacho. —Bueno, Hank. Yo me marcho. Paulson lo miró un instante. —De acuerdo, Bob. Te veré más tarde. —No, no —insistió Steel—. Lo que quiero decir es que me voy. Finalmente, al darse cuenta de que Steel saludaba con la mano al equipo, Paulson se puso de pie para despedir a su segundo. Mientras atravesaban el vestíbulo, Paulson bromeó: «Te mar chas en el momento justo.»
Fannie y Freddie jugaban el juego político con más ferocidad que sus oponentes, gastando millones de dólares en ejércitos de cabilderos que inundaban el edificio del Capitolio. Cada una de las dos compañías era una puerta giratoria para los que tenían poder en Washington, tanto republicanos como demócratas. Newt Gin grich y Ralph Reed, entre otros, trabajaron como consultores de
cambios [...]. También sé que la gente tiene esa misma sensación por ambas par tes. Nunca he sido testigo de nada como esto. Es lo más parecido que he visto a una guerra santa». Véase «US House to Have GSE Bill by EndMar», Reuters, 7 de febrero de 2007.
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Fannie o de Freddie; Rahm Emanuel era miembro del consejo de administración de Freddie. En su momento de mayor esplendor, los dos gigantes hipote carios —ninguno de los cuales concedía préstamos— poseía o ga rantizaba alrededor del 55 por ciento de los once billones de dólares del mercado hipotecario de Estados Unidos.12 A partir de la década de 1980, ambas se convirtieron en importantes conductos para las empresas de valores respaldados por hipotecas. Pero en 1999, bajo la presión de la Administración Clinton, Fannie y Freddie empezaron a asegurar hipotecas de alto riesgo. El cambio se presentó a la prensa como una manera de poner la vi vienda al alcance de un elevado número de estadounidenses, pero el hecho de conceder créditos a personas que de ordinario no te nían capacidad para devolverlos era un negocio implícitamente arriesgado, tal como resumió The New York Times el día que se anunció el programa: Al entrar, aunque sólo sea como prueba, en esta nueva zona crediticia, Fannie Mae está tomando un riesgo definitivamente más alto, que puede que no plantee dificultad alguna en las épo cas de bonanza económica.13 Pero la corporación subsidiada por el Gobierno puede tener problemas si se produce un empeora miento de la economía que obligue al Gobierno a un rescate si milar al del sector de los préstamos y las cajas de ahorro de la década de 1980. El éxito de ambas compañías, tanto en el terreno financiero como en el político, fomentó de manera inevitable una cultura de la arrogancia. «[Nosotros] siempre ganamos, no tomamos prisione ros y nos enfrentamos a una oposición política poco organizada»,14 escribió Daniel Mudd, a la sazón presidente de Fannie Mae, en un 209. Shannon D. Harrington and Dawn Kopecki, «Fannie, Freddie Downgraded by Derivatives Traders», Bloomberg, 9 de julio de 2008. 210. Steven A. Holmes, «Fannie Mae Eases Credit to Aid Mortgage Lend ing», The New York Times, 30 de septiembre de 1999. 211. Mudd escribió esto en una nota a Franklin Raines en noviembre de
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memorando de 2004 a su jefe. Ese exceso de confianza condujo, finalmente, a las dos compañías a entrar en los derivados y a em plear medidas contables agresivas. Más tarde, los reguladores se en contraron con que habían manipulado las cifras de sus beneficios, y ambas fueron obligadas a enmendar años de resultados. Los CEO de las dos compañías fueron despedidos. Fannie y Freddie aún se tambaleaban por los escándalos con tables cuando en marzo de 2008, apenas unos días después del res cate de Bear Stearns, la Administración Bush redujo el monto de capital que las dos compañías estaban obligadas a mantener para aprovisionar las pérdidas.15 A cambio, las dos prometieron ayudar a reforzar la economía aumentando sus compras de hipotecas. Pero el martes 10 de julio de 2008, mientras los inversores vendían en tropel grandes partidas de valores, todo empezó a venir se abajo. Esa tarde, William Poole, antiguo presidente del banco de la Reserva Federal de San Luis, dijo sin ambigüedades: «El Congre so tendría que reconocer que estas firmas son insolventes, que se las está dejando seguir adelante para que continúen siendo bastiones de privilegios, financiados por los contribuyentes.»16 «Jodidamente increíble!», exclamó Dick Fuld ante Scott Freidheim mientras se hundía en el sillón de su despacho. Las acciones de Lehman habían abierto el martes por la maña na con una bajada del 12 por ciento, hasta un nivel de ocho años atrás, en respuesta al rumor de que Pacific Investment Manage ment Company, el mayor fondo de bonos del mundo, había dejado de operar con la firma. Con los nervios de punta por Fannie y Freddie —y no menos por el propio informe de los analistas sobre Lehman—, los inversores también lo tuvieron en cuenta. Fuld no lo podía entender; Lehman había aceptado su castigo el trimestre anterior y había captado nuevos capitales. Su balance, según él, era 2004. Véase James Tyson, «Fannie, Freddie Retreat As Mortgage Bonds Mutate», Bloomberg News, 6 de septiembre de 2006. 212. Damián Paletta y James R. Hagerty, «US Puts Faith in Fannie, Fred die», The Wall Street Journal, 20 de marzo de 2008. 213. Dawn Kopecki and Shannon D. Harrington, «Fannie, Freddie Tum ble on Bailout Concern, UBS Cut», Bloomberg, 10 de julio de 2008.
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el mejor que habían presentado en mucho tiempo, ya que reflejaba la decisión de Lehman de desapalancar sus inversiones, es decir, de reducir la cantidad de deuda que se empleaba para esas inver siones. Para Fuld, eran los cortoplacistas los que forzaban a la baja el precio de sus acciones, difundiendo información falsa sobre la sa lud de Lehman. Decidió que era el momento de llamar a Lloyd Blankfein per sonalmente. «No te va a resultar agradable esta conversación»,17 empezó diciendo Fuld, y pasó a comentar que se estaba oyendo «mucho ruido» que apuntaba a que Goldman estaba difundiendo informa ciones erróneas. «No sé si no las habrás ordenado tú», amenazó, como si tratara de intimidar a Blankfein para que lo admitiera. Blankfein, ofendido por el intento de Fuld, le respondió que no sabía nada de esos rumores y colgó. Estas conversaciones casi se convirtieron en diarias. El flujo permanente de malas noticias no sólo afectaba a las acciones de Lehman, también estaba obstaculizando los esfuerzos de Fuld por captar nuevos capitales. El equipo de banca de inversión de Skip McGee había tomado contacto al menos con una docena de posi bles inversores —Royal Bank of Canadá, HSBC, y General Electric entre otros—, pero había vuelto con las manos vacías. El único pretendiente que seguía interesado era Min Euoosung, del Korea Development Bank (KDB), y por más que muchos ejecutivos de la tercera planta seguían teniendo dudas sobre él, Fuld había dado instrucciones a los banqueros de Lehman para que siguieran traba jando con los coreanos. Además, él mismo estaba pensando en via jar a Asia para verse personalmente con Min y tratar de cerrar un trato. Entonces le vino algo a la cabeza: ¿y qué tal su viejo amigo John Mack, de Morgan Stanley, el segundo banco en importancia del país después de Goldman Sachs? 17. Partes de esta conversación, incluido que Fuld había escuchado «mu cho ruido», fueron relatadas por Kate Kelly y Susanne Craig, «Goldman Is Que ried About Bear's Fall», The Wall Street JournaL, 16 de julio de 2008.
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Fuld y Mack habían llegado a Wall Street a la vez, y Mack había entrado en el programa de formación de Smith Barney en 1968, antes de cambiarse a Morgan Stanley en 1972, cuando este banco contaba nada menos que con trescientos cincuenta emplea dos. Al igual que Fuld, Mack había iniciado su carrera en venta y negociación de bonos. Fuld llamó a Morgan Stanley en Nueva York y lo transfirieron a París, donde Mack estaba visitando a los clientes en la ampulosa sede de la empresa, un antiguo hotel de la calle de Monceau. Des pués de un intercambio de opiniones despectivas sobre la situación de los mercados, sobre los rumores y sobre la presión a la que esta ban siendo sometidas Fannie y Freddie, Fuld preguntó con total franqueza: —¿Podríamos tratar de hacer algo juntos? Mack había sospechado la razón de la llamada de Fuld, y aun que no creía que hubiera muchas oportunidades de que le interesa ra una perspectiva semejante, estaba dispuesto a escuchar a Fuld. Puede que hubiera algunos activos que le resultaran interesantes; dudaba de que quisiera comprar toda la empresa. Mack le dijo que estaría de vuelta en Nueva York el viernes y le sugería que se vieran el sábado. Fuld, claramente ansioso por concertar la cita, respondió: «Nos acercaremos a vuestras oficinas.» —No, no, eso no tiene mucho sentido. ¿Qué pasa si alguien te ve entrando en el edificio? —preguntó Mack—. No lo vamos a hacer así. Ven a mi casa, nos reuniremos allí.
Un apresurado Hank Paulson entró en la habitación 2128 del edificio de oficinas Rayburn House y tomó asiento. La audiencia de ese día del Comité de Servicios Financieros del Congreso tenía previsto debatir la «reestructuración reguladora del mercado finan ciero»;18 eso quería decir justamente que se iba a hablar de Fannie y Freddie. Paulson también quería empezar a sentar las bases para 18. Audiencia del Comité de Servicios Financieros de la Cámara de Re presentantes sobre riesgo sistémico y mercados financieros, a la que acudieron
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conseguir que el Congreso lo autorizara a reducir paulatinamente estas empresas patrocinadas por el Gobierno, en caso de que fuera necesario, cosa que no anticipó. Paulson decidió aprovechar su comparecencia ante el comité con Ben Bernanke a su lado para plantear el asunto. —También vamos a necesitar autoridades de emergencias to davía con más atribuciones para la disolución o redimensionamien to de complejas instituciones financieras que no tienen la seguridad de los depósitos federales19 —explicó—. Pero eso es lo que necesi tamos. Ésa es la dirección que debemos tomar. El congresista Dennis Moore, demócrata del noreste de Kan sas, preguntó: —Sigue pensando que las GSE (empresas patrocinadas por el Gobierno) representan un riesgo sistémico para la economía? Paulson respondió: —Yo diría, congresista, que en los tiempos que corren no ayu da mucho especular sobre cualquier institución financiera y el ries go sistémico. Yo sólo me estoy refiriendo al aquí y al ahora. Pero a la hora del cierre de los mercados, ese mismo día, el «aquí y ahora» habían empeorado y el valor combinado de Fannie y Freddie se había reducido en más de 3,5 billones de dólares. ¿Has ta qué punto permitiría el Gobierno que se agudizase el caos antes de intervenir? Aunque Paulson no había considerado que fuera necesario contar en un futuro inmediato con las autoridades de las que había hablado esa mañana, la situación económica general empezaba a ser alarmante. Llamó a Josh Bolten a la Casa Blanca para comuni carle la necesidad de presionar al Congreso para que se estableciese la autoridad que él había planteado; Bolten fue alentador. Quería conocer también la opinión de Alan Greenspan, y después de una confusión inicial para localizar el número de teléfono del domicilio de éste, Paulson y media docena de colaboradores se apiñaron aire
como testigos Henry Paulson y Ben Bernanke, celebrada el 10 de julio de 2008. Véase http:// financialservices.house.gov/hearingl 10/hr071008.shtml 19. Ibídem.
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dedor del Polycom de su escritorio para escuchar la rasposa voz del antiguo presidente del Fed a través del altavoz.20 Con el ruido de fondo de las hojas en las que tenía los datos del mercado inmobiliario, Greenspan explicó por qué consideraba que la crisis de los mercados era un acontecimiento que se daba una vez cada cien años y también por qué el Gobierno podría verse obligado a tomar ciertas medidas extraordinarias para estabilizarlos. Sugirió que había un exceso de oferta de viviendas y que la única manera real de solucionar el problema sería que el Gobierno com prase las casas vacías y las quemara. Después de la llamada, Paulson, soltando una carcajada le dijo a su equipo: —No es una mala idea. Pero no vamos a comprar todo ese excedente y luego destruirlo. La primera plana de The New York Times había informado aquella mañana de que los funcionarios de mayor nivel de la Admi nistración estaban «considerando un plan para que el Gobierno se hiciese cargo de una de las compañías, o de ambas, y las pusiera bajo tutela si sus problemas se agravaban».21 Alguien había filtrado la historia sobre la situación de Fannie y Freddie. Casi inmediatamente después de la apertura de la bolsa, los funcionarios del Tesoro Jim Wilkinson y Neel Kashkari irrumpie ron en la habitación, interrumpiendo el desayuno de Paulson y Bernanke para comunicarles que las acciones de Fannie y Freddie se estaban hundiendo como una piedra en el agua, y que ya habían perdido alrededor de un 22 por ciento, por eso sugerían que Paul son hiciera una declaración para tranquilizar los mercados. Tal como lo temía, el reportaje del Times había desatado el pánico, y nadie sabía a ciencia cierta qué podía significar que el Gobierno se involucrase en la situación de Fannie y Freddie. 214. Informado por primera vez por Deborah Solomon, «The Fannie & Freddie Question: Treasury's Paulson Struggles with the Mortgage Crisis», The Wall Street Journal, 30 de agosto de 2008. 215. Stephen Labaton and Steven R. Weisman, «US Weighs Takeover Plan for Two Mortgage Giants», The New York Times, 11 de julio de 2008.
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Paulson estuvo de acuerdo en que tenía que rebajar la ansiedad reinante. A las 10.30 el Tesoro sacó una nota firmada por Paulson, en la que se afirmaba: «A día de hoy, nuestro principal objetivo es apoyar a Fannie Mae y Freddie Mac con su estructura actual para que lleven a cabo su importante misión.»22 Mediante el empleo de la expresión «con su estructura actual», Paulson estaba tratando de enviar una señal de que no había planes para nacionalizar la com pañía, a pesar de que sabía que, en última instancia, habría podido conseguir poderes para ello. Pese a su enfado por la filtración, Paulson se dirigió a la Casa Blanca, donde el presidente Bush se estaba preparando para acudir al Departamento de Energía situado en la avenida de la Indepen dencia para dar instrucciones sobre el petróleo y los mercados de la energía. «¿Puedo acompañarlo, señor?», preguntó Paulson, y du rante el breve trayecto le hizo un resumen a Bush sobre la situación de Fannie y Freddie. 23 Bush, que había mantenido durante años una postura crítica sobre las GSE, estaba de acuerdo con el plan de Paulson. Cuando la caravana de vehículos llegó a su destino, Paul son sugirió que cuando el presidente se dirigiese a la prensa ese mediodía, fuera con pies de plomo, porque temía que volviese a hablar de los mercados. «Destaque que estamos muy preocupados por la estabilidad de estas organizaciones», le recomendó Paulson. Reconociendo que Fanny y Freddie podían muy pronto per der el control, Paulson convocó a su equipo de cabezas pensantes en su despacho a las 16.15 y les comunicó que debían estar prepa rados para trabajar todo el fin de semana con el objetivo de estabi 22. Brendan Murray, «Paulson Backs Fannie, Freddie in Their "Current Form"», Bloomberg News, 11 de julio de 2008. 23. A última hora de esa mañana, en el Departamento de Energía, Bush dijo: «Quiero expresar mi agradecimiento a los miembros de mi equipo econó mico por reunirse aquí, en el Departamento de Energía. Secretario Bodman, gracias por recibirnos. En primer lugar, el secretario Paulson vino esta mañana para informarme sobre la situación de los mercados financieros. Freddie Mac y Fannie Mae son instituciones muy importantes. Estáis pasando mucho tiempo tratando los problemas de estas instituciones. Me aseguró que él y Bernanke trabajarán en este asunto a fondo», Oficina de Prensa de la Secretaría, «President Bush Meets with Economic Team», 11 de julio de 2008.
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lizar las GSE. Su plan era sencillo: quería tener la autoridad para poner dinero en Fannie y Freddie, con la esperanza de no tener que usarla nunca. —Quiero anunciar un plan antes de que los mercados asiáti cos abran el domingo por la noche —anunció.
El sábado por la mañana, Fuld se detuvo ante la mansión esti lo Tudor de John Mack en Rye, Nueva York. A pesar del hermoso día, estaba tenso por la reunión que estaba a punto de mantener. «Que Dios me ayude si esto llega a saberse», pensó. Ya podía ima ginarse los titulares. —Buenos días, Dick —saludó Mack amigablemente mientras recibía a Fuld en la puerta principal. La mujer de Mack, Christy, se adelantó unos pasos para saludarlo también. El director de equipo de Morgan Stanley había llegado ya y estaba haciendo relaciones en el comedor de Mack. «Deben de llevar horas discutiendo estrategias», pensó Fuld. McDade fue el siguiente en aparecer, vestido con un polo y un pantalón caqui. McGee venía con retraso. Sobre una mesa del gabinete, Christy había puesto bandejas con rollitos rellenos que había pedido a la charcutería local y les avisó: «Está todo listo para vosotros, chicos.» Mientras el grupo tomaba asiento en los sofás en torno a una mesita de centro, se produjo un incómodo silencio; nadie sabía exactamente cómo empezar. Fuld miró a Mack como diciéndole: Es tu casa, empieza tú. Mack imperturbable le devolvió la mirada: Tú pediste la reunión. Es tu turno. —Bien, empezaré yo —dijo finalmente Fuld—. Todavía no estoy seguro de por qué estamos aquí, pero vamos a intentarlo. —Puede que no haya nada que hacer —dijo Mack con frus tración cuando se dio cuenta de la sensación de incomodidad que se extendía por la habitación. —No, no, no —se apresuró a interrumpirlo Fuld—. Tenemos que hablar. Fuld empezó por plantear que Neuberger Berman, la empresa
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de Lehman para la gestión de activos y una de las joyas de la corona, era un activo que estaba listo para vender. También sugirió que Mor gan podría comprar las oficinas centrales de Lehman en la Séptima Avenida, el mismo edificio que había pertenecido a Morgan Stanley antes de que Philip Purcell, el antiguo CEO de la firma, se lo vendie ra a Lehman después del 11 de septiembre. Ironías de la vida. —Bien —dijo Mack, sin estar seguro aún de lo que estaba proponiendo Fuld—, hay varias maneras, como sabes, en que po demos trabajar juntos. Manifestó su deseo de seguir la conversación por las cifras in ternas de Lehman, porque aun cuando no saliera nada de la reu nión, ayudaría mucho a Morgan Stanley tener una idea de lo que pasaba en la compañía. McGee, cuyo chófer se había perdido, llegó finalmente en me dio de la reunión, Fuld le lanzó una mirada ansiosa. Cuando el móvil de Fuld empezó a sonar, éste se disculpó y se retiró a la cocina, dejando a los de Morgan Stanley perplejos: ¿esta ba Lehman llevando a cabo otra negociación simultáneamente? Lo que no sabían era que se trataba de una llamada de Paul son, desde su despacho del Tesoro, para sondear a Fuld y ponerlo al tanto de sus planes de proponer una ley respecto de Fannie y Freddie. Fuld se puso contento al oír que Paulson estaba tratando de estabilizar las GSE, porque sabía que esa medida podía ayudarlo a él también. Cuando Fuld volvió a la sala de estar, se metió en la conversa ción inesperadamente para decir: —¿Sabéis una cosa? Espero que con todos los rumores que corren sobre Lehman, no tratéis de robarme a nadie de mi equipo. Los ejecutivos de Morgan Stanley quedaron desconcertados. Chammah, banquero nacido en el Líbano que se pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de las operaciones de Morgan desde Londres, le replicó: —Si recuerdas, no tuviste ningún empacho en consolidar tus operaciones europeas echando mano de nuestros talentos. La reunión finalizó sin acuerdos y sin aparentes incentivos para seguir con las conversaciones. —¿De qué cono iba todo esto? —preguntó Mack en voz alta
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después de la partida de los ejecutivos de Lehman—. ¿Acaso nos estaba ofreciendo una fusión? —Es frustrante —dijo Gorman. Taubman tenía otras preocupaciones. ¿Habrían ayudado a Leh man a meter mano al precio de sus acciones? —Aquí estamos jugando con fuego —dijo con tono de aviso—. Si yo estuviera en el lugar de su gente, andaría muy confundido. Fuld, desalentado, pero no intimidado, condujo desde la casa de Mack hasta la sede de Lehman en Manhattan, enfilando la Hen ry Hudson Parkway. Había concertado una llamada con Tim Geithner aquella mis ma tarde de sábado. Su abogado externo, Rodgin Cohén, director de Sullivan & Cromwell, le había sugerido recientemente una nueva idea para ayudar a estabilizar la empresa: transformarse voluntariamente en un holding bancario. Cohén, un mandarín de sesenta y cuatro años, de maneras suaves, originario de Virginia occidental, era una de las personas más influyentes y menos conocidas de Wall Street. A pesar de su manera tranquila de hablar y de su pequeña estatura física, tenía el favor de prácticamente todos los CEO de la banca y de los regula dores del país, y había participado en casi todas las grandes transac ciones bancarias de las tres últimas décadas. A menudo, Geithner acudía a él para entender los poderes propios de la Reserva Federal. Cohén, que había asesorado también al consejo de Bear Stearns en el momento de su absorción por JP Morgan, había organizado la llamada al despacho de Geithner. Paseando arriba y abajo en la habitación de su hotel en Filadel fia en las horas previas al casamiento de su sobrina aquella misma noche, Cohén se unió a la llamada entre Lehman y la Reserva Fe deral de Nueva York. —Estamos considerando seriamente la posibilidad de conver tirnos en un holding bancario24 —empezó diciendo Fuld—. Cree mos que nos situaría en un lugar mucho mejor. 24. La solicitud de Fuld para convertirse en una compañía tenedora de bancos fue publicada por primera vez por Julie Macintosh y Francesco Guerrera,
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Sugirió que Lehman podía valerse de un pequeño banco in dustrial que poseía en Utah para captar los depósitos que le permi tirían cumplir con las necesarias regulaciones. Geithner, al que se había unido en la conversación su conseje ro general, Tom Baxter, estaba inquieto por el hecho de que Fuld pudiera estar moviéndose con precipitación. —¿Has tenido en cuenta todo lo que eso implica? —le pre guntó. Baxter, que había interrumpido un viaje a Martha's Vineyard para participar en la conversación, enumeró algunos de los requisi tos regulatorios que transformarían la cultura agresiva de Lehman, reduciendo al mínimo el riesgo y convirtiéndola en una institución más seria, en línea con los bancos tradicionales. Haciendo abstracción de los asuntos técnicos a los que habría que enfrentarse, Geithner dijo: —Estoy un poco preocupado de que pudiera parecer que estás actuando a la desesperada. Y añadió que también lo preocupaba la señal que Lehman lanzaría a los mercados con semejante movimiento. Fuld terminó la conversación desinflado. Horas después, esa misma tarde, Fuld llamó a Cohén, y en contró a su abogado en la sala de espera de un hospital, acompa ñando a un primo que se había puesto enfermo durante la boda. Ya era hora de tomar en cuenta un tipo diferente de trato, le dijo a Cohén. —¿Puedes llegar hasta el Bank of America? Vender Lehman había sido siempre anatema para Fuld. «Mien tras yo viva, esta firma no se venderá25 —había dicho con orgullo en 2007—. Y si se vende después de que yo muera, volveré de la tumba y lo evitaré.» Sin embargo, él había anhelado hacer una gran adquisición. «Lehman Failed to Convince Fed Officials over Survival Strategy», Financial Ti mes, 6 de octubre de 2008; y citada luego por Julie Creswell y Ben White, «The Guys from "Government Sachs"», The New York Times, 19 de octubre de 2008. 25. Susanne Craig, Jeffrey McCracken, Aaron Lucchetti y Kate Kelly, «The Weekend That Wall Street Died», The Wall Street Journal, 29 de diciembre de 2008.
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En un momento determinado estuvo a punto de comprar Lazará, tan cerca que incluso había empezado a llamar a la compañía Lehman Lazard;26 aquello podría haber sido el culmen de sus logros. Fuld había mantenido una reunión en sus oficinas de aquella época en el World Financial Center de las torres gemelas el 10 de septiembre de 2001, con William R. Loomis y Steve Golub de Lazard. La reunión dejó abiertos los planes para seguir adelante con las negociaciones. Enton ces, como ya sabemos, sucedió la catástrofe del 9 de noviembre. Bruce Wasserstein, que se hizo cargo más tarde de Lazard, tra tó de reanudar las negociaciones, pero Fuld se ofendió tanto por el precio que Wasserstein le pidió por las acciones —entre seis y siete mil millones— que la conversación terminó en seguida. —Está claro que no tenemos la misma idea sobre el valor —le dijo Fuld con sorna. Para Fuld, Wasserstein, que había recibido el sobrenombre de Bidem up Bruce, sólo había vivido para su nombre. —No podría pagar esa cantidad de ningún modo. Aunque seguía en la sala de espera de urgencias, Cohén locali zó a Greg Curl, directivo del máximo nivel del Bank of America, a través de su móvil en Charlotte, donde tenía su sede el banco. 27 Curl, antiguo oficial de Inteligencia Naval, de sesenta y tres años de edad, que conducía una camioneta, había sido en cierta medida un enigma para Wall Street. Había ayudado a negociar casi todos los contratos del Bank of America de la década anterior, pero incluso dentro del banco se mostraba reservado y en general se le conside raba un ser inescrutable. Cohén, que había tratado a Curl desde hacía muchos años, pero que nunca había sido capaz de hacer una evaluación precisa de él, avanzó con pies de plomo, explicándole que llamaba por cuenta de Lehman Brothers. —¿Tienes algún interés en hacer un trato? De todas las insti tuciones que hemos estado considerando, vosotros sois los que me 216. Véase Cohan, The Last Tycoons. The Secret History of Lazard Fréres &
Co., Doubleday, Nueva York, 2007, pp. 517520. 217. Zachary R. Mider, «Lewis Turns to TomatoGrowing "Unknown Genius" on Merrill Deal», Bloomberg News, 24 de septiembre de 2008.
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jor encajáis —dijo Cohén, prometiéndole que llamaría a Fuld por teléfono si Curl tenía la curiosidad suficiente como para mantener una conversación. Curl, aunque estaba intrigado por el hecho de que lo llamaran un sábado por la noche, fue evasivo; podría pensarse que estaban desesperados. —Bueno... deja que hable con el jefe —respondió—. Te vuel vo a llamar en seguida. El jefe era Ken Lewis, el CEO de cabello plateado del Bank of America, un banquero resolutivo de Walnut Grove, Misisipi, que tenía la misión de vencer a Wall Street en su propio juego. Media hora más tarde, Curl devolvió la llamada para decir que los escucharía, y Cohén montó una llamada a tres bandas con Fuld en la centralita de Sullivan & Cromwell. Después de unas breves presentaciones —los dos hombres nunca se habían visto— Fuld empezó su exposición. —Nosotros podríamos ser vuestro brazo bancario de inversiones. Fuld explicó que la idea era que el Bank of America tomara una posición minoritaria en Lehman Brothers y que ambos fusio naran sus grupos de banca de inversión. Invitó a Curl a reunirse con él para seguir debatiendo la propuesta. Curl, que estaba realmente intrigado, le respondió que volaría desde Charlotte a Nueva York el domingo. Antes de despedirse, Curl puso de manifiesto su mayor ansiedad: —Queremos estar absolutamente seguros de que esto es con fidencial.
A media mañana del domingo, David Nason y Kevin Fromer estaban sentados en el sofá del despacho de Nason de las oficinas del Tesoro, examinando un borrador de la propuesta de petición al Congreso para que la autoridad monetaria inyectase dinero en Fan nie y Freddie en el caso de que se produjera una emergencia. La propuesta tenía que estar lista para las seis de la tarde. De pronto, Paulson entró en el despacho con un gesto de ho rror reflejado en su rostro, agitando una página del borrador en la mano mientras gritaba:
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—¿Qué cono es esto! ¿Autoridad de emergencia de carácter temporal? ¿Temporal? —preguntó, casi chillando—. ¡No vamos a pedir una autoridad temporal! Paulson rara vez se permitía demostrar su enojo, pero en ese momento no hizo el menor esfuerzo para contenerse mientras daba vueltas por la habitación. —En primer lugar, esto depende de mi juicio, no del vuestro —dijo—. Segundo, ésta es una medida a medias. Yo no voy a dejar a mi sucesor la misma mierda que he recibido. Vamos a arreglar estos problemas. No voy a tirar esta basura a la calle. El móvil de Nason empezó a sonar. —¡Tim! —gritó, comprobando la identificación, antes de darse cuenta de que estaba interrumpiendo el soliloquio de Paul son. Tim Geithner había estado llamando casi cada hora para saber si había novedades. Nason y Fromer intentaron una vez más calmar a Paulson. Reiteraron que sería mucho más digerible políticamente decir que pedían poderes temporales y no poderes permanentes. Paulson, en cuanto empezó a darse cuenta del valor del cálcu lo político, se refrenó. Les dijo que siguieran trabajando en ello y salió en estampida tal como había entrado.
Greg Curl llegó a las oficinas Sullivan & Cromwell en el cen tro de la ciudad, en el edificio Seagram, el domingo por la tarde, después de volar desde Charlotte a Nueva York en uno de los cinco aviones privados de la compañía. Tomó asiento en la vacía recepción mientras esperaba que apa recieran Fuld y Cohén, sin la menor idea de lo fructífera que podía ser la reunión. Por más que el «jefe» tuviera el deseo de conquistarlo, él tenía aver sión al negocio de la banca de inversión centrada en el dinero rápido. —No, no usaremos nuestra caja chica2* para comprar un ban co de inversión —había dicho tajantemente un mes atrás. 28. Heidi N. Moore, «Ken Lewis Tells Investment Bankers All Is Forgi ven», WSJ Blog/Deal Journal, 11 de junio de 2008.
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Poco después llevaron a Curl a una sala de conferencias, donde prestó mucha atención mientras Fuld le exponía la idea con todo lujo de detalles. Fuld quería vender una participación de hasta un tercio de Lehman Brothers al Bank of America y fusionar las ope raciones de banca de inversión de ambos bajo el paraguas de Leh man. Curl estaba anonadado con lo que oía, aunque como era ca racterístico en él no dio ni la menor señal de lo que estaba pensan do. Lejos de tratarse de una solicitud de ayuda, tal como él espera ba, el discurso que estaba oyendo le sonó como una absorción inversa: Bank of America pagaría a Fuld por llevar su franquicia de banco de inversión. Fuld también sugirió que cualquier inversión «aumentaría el precio de nuestras acciones» de la noche a la mañana, creando to davía más valor para el Bank of America. Curl asintió luciendo una sonrisa amable durante toda la pre sentación, antes de afirmar finalmente que el jefe —Lewis— esta ría interesado en mantener la perspectiva de un acuerdo si se le abría claramente una vía para tomar el control de la firma en un plazo de tiempo razonable. Cohén intervino en nombre de Fuld y sugirió que tenían que pensar en un marco temporal de dos o tres años, dependiendo del éxito de la inversión. —No me gusta el negocio minorista —les confió Curl— de bido a la posibilidad de litigios y a causa de los agentes fiscales y reguladores. Yo preferiría un trato con vosotros —prosiguió—, pero para ser sincero, Ken probablemente preferiría comprar Me rrill o Morgan. Fuld estaba confuso. ¿Quéestaba queriendo decir Curl? —Entonces, ¿crees que tenemos alguna posibilidad de hacer algo? —preguntó Fuld. —No lo sé —respondió Curl—. Tengo que hablarlo con el jefe. Lo que sea, será decisión suya.
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A última hora de la tarde, Paulson, sin afeitar y en vaqueros, 29 paseaba por los vestíbulos y agobiaba a sus subordinados con tantas preguntas acerca de la propuesta sobre Fannie y Freddie que el di rector de su equipo, Jim Wilkinson, finalmente se lo llevó aparte y le dijo enérgicamente: «Tienes que dejar de estar encima de noso tros y dejarnos hacer nuestro trabajo.» Para reducir la presión, Paulson decidió dar un rápido paseo en bici por las calles semidesiertas de Washington.30 Cuando Paulson volvió, Michele Davis, su jefa de comunica ciones, estaba tratando de imaginarse dónde podría el jefe anunciar físicamente su propuesta. —No podemos meter periodistas ni camarógrafos en el edifi cio —comentó ella—. Podríamos montarlo fuera, en las escaleras. Nason se acercó a la ventana y los avisó de que las previsiones anunciaban una tormenta eléctrica. —No sé qué hacer —reiteró Michele, tratando de pensar si tenían un podio para poder utilizarlo en el exterior—. Pero tienes que ir a casa y cambiarte de ropa —dijo a Paulson, señalando sus vaqueros arrugados—. No puedes salir así. A las 18.00 horas, recién afeitado y vistiendo un traje azul, Paulson salió del edificio del Tesoro y subió a un podio colocado en las escaleras, que se había trasladado allí desde la cuarta planta del edificio. Se dirigió a la multitud de periodistas y camarógrafos que se habían reunido apresuradamente. Fannie Mae y Freddie Mac desempeñan un papel central en nuestro sistema financiero hipotecario y deben seguir desempe ñándolo en su modelo actual, como empresas en manos de los 218. Esta escena fue mencionada por primera vez por Deborah Solomon, que citó a Wilkinson diciendo: «Tienes que dejarnos solos para que podamos trabajar.» El autor que lo reveló después modifica ligeramente la frase. Véase Deborah Solomon, «The Fannie & Freddie Question: Treasury's Paulson Strug gles with the Mortgage Crisis», The Wall Street Journal, 30 de agosto de 2008. 219. Ibídem.
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accionistas31 —dijo Paulson, leyendo la declaración—. Su apoyo al mercado de la vivienda es especialmente importante mientras trabajamos en la actual regulación del mercado inmobiliario. La deuda de las GSE está en manos de instituciones finan cieras de todo el mundo. Que sigan siendo fuertes es importante para mantener la confianza y estabilidad de nuestro sistema y de nuestros mercados financieros. Por lo tanto, debemos tomar medidas para enderezar la situación actual, al tiempo que ponemos en pie una estructura reguladora más sólida. Con el fin de asegurar que las GSE tienen acceso al capital necesario para seguir adelante con su misión, el plan contempla la autoridad temporal del Tesoro para comprar valores de cual quiera de las dos GSE si fuera necesario. Minutos después de terminar su discurso, retumbó un trueno a lo lejos. De repente se abrió la catarata de los cielos.
Paulson tuvo conciencia, desde el momento en que se sentó a la derecha de Bernanke y Cox, de que la sesión del martes por la mañana iba a ser tormentosa. Su anuncio de las medidas del Tesoro había hecho muy poco por aumentar la confianza. De hecho, pare cía haberla minado todavía más, creando confusión en el mercado acerca de lo que significaba realmente la nueva «autoridad» que estaba buscando. Freddie terminó el día bajando un 8,3 por ciento, hasta 7,11 dólares, mientras que Fannie perdió un 5 por ciento, cayendo hasta 9,73 en la jornada del lunes. Él sabía que tenía que empezar a darle un sesgo positivo a las cosas, tanto por el Congreso como por los mercados. —Nuestra propuesta32 —explicó al Comité de Banca del Sena 220. Véase «Paulson Announces GSE Initiatives», comunicado de prensa, Departamento del Tesoro, 13 de julio de 2008, http://www.treas.gov/press/re leases/hp 1079.htm 221. Véase «Part I, Part II of a Hearing of the Senate Banking, Housing and Urban Affairs Committee», Servicio Federal de Noticias, 15 de julio de 2008.
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do— no estuvo urgida por ningún deterioro rápido en las condicio nes de Fannie Mae ni de Freddie Mac. Al mismo tiempo, la marcha actual de los acontecimientos convenció a los planificadores y a las GSE de que es necesario responder a las preocupaciones del mercado y aumentar la confianza proporcionando una seguridad de acceso a la liquidez y al capital con carácter temporal, si fuera necesario. Cuando empezaron a abrumarlo con preguntas, Paulson puso el acento en la naturaleza «temporal» de la autoridad que estaba pidiendo, con la esperanza de convencer a los congresistas. —Está muy claro —dijo— que si uno tiene una pistolita de agua en el bolsillo, puede que tenga necesidad de sacarla. Si tiene un bazuca, y la gente sabe que uno lo tiene, tal vez no tenga nece sidad de mostrarlo. Sin embargo, algunos miembros de la mesa no estaban dis puestos a aceptar esa justificación. —Cuando recogí ayer por la mañana mi periódico, pensé que me había despertado en Francia —dijo el senador Jim Bunning, el republicano de Kentucky—. Pero no, resulta que se trataba del so cialismo aquí, en Estados Unidos. El secretario del Tesoro pide aho ra un cheque en blanco para comprar tanta deuda o valores de Fannie y Freddie como desee. La compra de Bear Stearns por parte del Fed fue socialismo aficionado comparado con esto... A la vista de lo que el Fed y el Tesoro hicieron con Bear Stearns, y dado que estamos hablando hoy aquí de ello, tengo que preguntarme cuál será la próxima intervención del Gobierno en la empresa privada. Y lo que es más importante ¿dónde acabará todo esto? Claramente frustrado por lo que estaba oyendo, Paulson lu chaba por articular su defensa. —Creo que nuestra idea es que al establecer el Gobierno una red de protección sin especificar, hay muy pocos riesgos de que llegue a usarse y el coste para los contribuyentes resultará mínimo. —¿Piensa, secretario Paulson, que podemos creer exactamente lo que está diciendo? —replicó Bunning de manera condescen diente. —Yo creo en todo lo que digo y que conste que he estado in volucrado en los mercados durante mucho tiempo —empezó a res ponder Paulson antes de que Bunning lo interrumpiera.
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—¿De dónde va a salir el dinero, si tiene que llegar a emplear lo? —volvió a preguntar Bunning. —Bueno, como es obvio, vendrá del Gobierno, pero yo diría... —¿Quién es el Gobierno? —insistió Bunning con indignación. —El contribuyente —reconoció Paulson. —Secretario Paulson, ya sé que su propuesta es totalmente sincera —prosiguió Bunning—. Pero el próximo enero usted se habrá marchado y el resto de nosotros seguirá sentado en estas me sas, o al menos la mayoría de nosotros, y tendremos que responder ante los contribuyentes por lo que hayamos hecho. Un socialista. Señor Rescate. Hank Paulson creía que estaba ha ciendo lo correcto, que estaba llevando a cabo una lucha por salvar el sistema económico, pero sus esfuerzos lo estaban convirtiendo en poco menos que un enemigo del pueblo, en un enemigo del modo de vida estadounidense. Con la marcha de Bob Steel, sintió que lo habían dejado solo para enfrentarse al mayor desafío de su cargo. Valoraba a su equipo y lo consideraba un grupo dotado de una gran inteligencia. Se pre guntaba si tenía suficiente capacidad de fuego para ganar lo que, según podía verse, estaba a punto de convertirse en una acalorada guerra. Esa tarde dejó un mensaje para Dan Jester, un banquero de cuarenta y tres años retirado de Goldman Sachs, que había sido vicejefe de finanzas y que ahora estaba viviendo en Austin, Texas, gestionando dinero, sobre todo el suyo propio. Paulson había de pendido mucho de Jester, una calculadora humana de cabello lar go, cuando era CEO de la firma, y esperaba poder convencerlo de que saliera de su retiro para ayudarlo a trabajar en el caso de las GSE. La noche anterior, con un cierto grado de desesperación, tam bién había hecho una llamada desde su casa a Ken Wilson, un viejo amigo de Dartmouth al que había convencido de que dejara Lazard por Goldman una década atrás. Como jefe del grupo de institucio nes financieras, Wilson era el máximo asesor de Goldman respecto de los demás bancos y era respetado como una eminencia gris en todo el sector. Paulson valoraba tanto su criterio que había situado a Wilson en una oficina cercana a la suya en el tercer piso del 85 de Broad Street.
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—Ken, realmente necesito ayuda aquí. Necesito rodearme de algunos adultos —dijo Paulson cuando lo localizó—. Bob Steel se despidió. Me gustaría que pensaras en la posibilidad de unirte a mi equipo. Según la propuesta de Paulson, Wilson sería un «clásico hom bre por un dólar al año», lo cual significaba que entraría como asesor especial con un salario nominal de un dólar por los últimos seis meses de la Administración Bush. Paulson le sugirió que pidie ra un permiso en Goldman. A la vista de todos los altibajos en el precio de las acciones de Lehman y a los insistentes rumores sobre su viabilidad a largo pla zo, Fuld había convocado una junta del consejo de administración para poner al día a los consejeros de los progresos que se estaban haciendo en ambos frentes. El consejo de Lehman era una rara mezcla de expertos en fi nanzas y de absolutos ingenuos; la mayoría eran viejos amigos de Fuld o habían sido clientes de la firma.33 A esta reunión, Fuld había traído a un invitado para que hicie ra una presentación. Gary Parr, directivo de Lazard, había estado hablando hacía poco con Fuld y le había sugerido que tratara de ayudar al consejo si sus miembros necesitaban asesoramiento inde pendiente. El larguirucho y barbado Parr era uno de los banqueros más destacados, especializado en el sector de los servicios financieros, que había participado en muchos de los esfuerzos de captación de capital que habían llevado a cabo empresas como Morgan Stanley y Citigroup en 2007. Fuld tal vez no hubiera confiado en el jefe de Parr, Bruce Wasserstein, pero respetaba a Parr. Uno de los consejeros pidió a Parr que les trazara alguna pers pectiva de hasta qué punto estaba mal el mercado. Orador seguro de sí mismo, Parr hilvanó ante el consejo su habitual discurso es céptico. 33. Dennis K. Berman, «Where Was Lehmarís Board?», WSJ Blog/Deal Journal, 15 de septiembre de 2008.
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—Las cosas están muy duras ahí fuera —dijo de una manera aprensiva—. Después de haber pasado por lo de Bear Stearns y MBIA —dos antiguos clientes— deberíamos haber aprendido al gunas lecciones. Tratando de asegurar que los consejeros de Lehman entendían la gravedad de la situación a la que se estaban enfrentando, añadió: —La liquidez puede cambiar más rápido de lo que ustedes imaginan —sugiriéndoles que no debían pensar que lo de Bear Stearns era un acontecimiento aislado—. Las agencias de califica ción son peligrosas. Sea cual sea la calificación que hayan obtenido de ellas, todo irá a peor... Y déjenme decirles que es difícil captar dinero en esta situación, porque los precios de los activos son difí ciles para los inversores externos que no... —Está bien, Gary —dijo Fuld con impaciencia, cortándolo en mitad de la frase—. Ha sido suficiente. Una hora después, de vuelta en su oficina de Lazard en el Roc kefeller Center, la secretaria de Parr le informó de que Dick Fuld estaba al teléfono. —¡Maldita sea, Gary! —gritó Fuld cuando Parr levantó el re ceptor, esperando casi una disculpa—. ¿Qué demonios estabas ha ciendo, tratando de asustar a mi consejo y haciéndote propaganda de ese modo delante de ellos? ¡Tendría que despedirte! Durante un momento Parr no respondió. Frustrado porque Lehman no hubiera firmado todavía la carta de compromiso, Parr le respondió con insidia: —Dick, eso va a ser difícil porque todavía no nos habéis con tratado —luego se recompuso—. Lo siento. No pensé que estuvie ra transitando por un camino por el que no querías que avanzara. —No lo vuelvas a hacer —fue la respuesta de Fuld, y luego el teléfono se quedó mudo. Al día siguiente, Fuld se dio cuenta de que había sido un error amonestar a Parr; y lo volvió a llamar, con la esperanza de arreglar la situación y lo invitó a otra reunión. —¿Te has recuperado de la llamada de ayer? —preguntó Fuld con tono de arrepentimiento.
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Ken Wilson hacía cola en el aeropuerto del condado de West chester a las 6.45 del martes 17 de julio camino de Montana, don de iba a iniciar sus vacaciones y dedicar algún tiempo a la pesca, pero en ese momento sonó su móvil.34 —Kenny, te necesitamos de verdad —le dijo el presidente Bush—. Es el momento de que hagas algo por tu país. Wilson y el presidente se conocían de la Harvard Business School, pero Wilson sabía que esta llamada no había sido idea del presidente. Era típico de Paulson; debía de estar realmente en apuros. Si Paulson quería algo, no paraba hasta conseguirlo, incluso si para ello tenía que acudir a las más altas instancias. Esa semana, Wilson, después de hablar con sus colegas de Goldman, llamó a Paulson: «Lo haré.»
En la tarde del 21 de julio Paulson se presentó en una cena en su honor que se celebraba en el Fed de Nueva York, organizada por Tim Geithner para propiciar una reunión del secretario con los lí deres de Wall Street, Jamie Dimon, Lloyd Blankfein y John Mack, entre otros.35 La cena era la segunda reunión a la que asistía ese día con los pesos pesados de Wall Street. Paulson se sentía ligeramente mejor desde que Wilson y Jester habían aceptado unirse al Tesoro. Sin embargo, lo que seguía preocupando a Paulson era Leh man, y sobre todo una reunión secreta que estaba concertada para después de la cena: él y Geithner habían ayudado a organizar un encuentro privado entre Dick Fuld y el jefe, Ken Lewis, en una sala de conferencias del Fed de Nueva York. Fuld había estado llamando a Paulson las dos semanas anteriores con respecto a Bank of Ame 222. Susanne Craig, «In Ken Wilson, Paulson Gets Direction from the Go To Banker of Wall Street», The Wall Street Journal, 22 de julio de 2008. 223. De la agenda de Paulson, anotaciones del mes de julio; la cena estaba programada de 18.45 a 20.30.
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rica, tratando de que Paulson hiciera una llamada en nombre de Lehman. —Creo que es una venta difícil, pero me parece que el único modo de que lo consigas es que te dirijas a él sin intermediarios —le había aconsejado Paulson a Fuld—. Yo no voy a llamar a Ken Lewis y decirle que compre Lehman Brothers. Cuando finalizó la cena, Paulson se acercó a Lewis y le dijo amablemente: —Habéis tenido buenos resultados —al tiempo que estrecha ba la mano de Lewis y le dirigía una mirada de inteligencia para darle a entender que la reunión estaba preparada. Aunque durante ese mismo día el Bank of America había re portado una bajada de un 41 por ciento en las ganancias del segun do trimestre, los resultados fueron mucho mejores de lo que espe raban los analistas de Wall Street. A esa sorpresa positiva, siguieron una serie de beneficios superiores a lo esperado declarados por Ci tigroup, JP Morgan Chase y Wells Fargo, y todos ellos estaban, al menos temporalmente, manteniendo a flote el mercado. Cuando Paulson decidió marcharse y otros ejecutivos empeza ron a levantarse y a caminar por la sala, Geithner se acercó a Lewis e, inclinándose hacia él, musitó: —Creo que tienes una reunión con Dick. —Sí, la tengo —respondió Lewis. Geithner le indicó cómo llegar a un despacho cercano donde podrían hablar en privado. Aparentemente, Geithner le había dado las mismas instrucciones a Fuld, porque Lewis lo vio al otro lado de la habitación mirando hacia ellos como alguien nervioso ante una primera cita. Cuando vio que Fuld empezaba a caminar en una di rección, Lewis tomó la dirección contraria; lo último que necesita ban, con la presencia de la mitad de Wall Street en la sala, era que trascendiera una sola palabra del encuentro que iban a celebrar. Los dos hombres finalmente hicieron su recorrido y llegaron al despacho. Allí, durante unos veinte minutos, Fuld explicó cómo veía él un trato con posibilidades de funcionar, reiterando la pro puesta que había hecho a Curl la semana anterior. Fuld dijo que quería al menos veinticinco dólares por acción; las acciones de Leh man habían cerrado ese día a 18,32 dólares. Lewis pensaba que la
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cifra era demasiado alta y que no podía ver razones estratégicas. A menos que pudiera comprar la firma por casi nada, el acuerdo no funcionaba para él. Pero se contuvo. Dos días después, Lewis llamó a Fuld. —No creo que esto vaya a funcionar para nosotros —le soltó de la manera más diplomática que pudo, aunque dejando abierta la posibilidad de que pudieran hablar de nuevo del asunto. Fuld estaba fuera de sí cuando llamó a Paulson a las 12.35 para comunicarle las malas noticias. Ahora todo lo que le quedaba era la posibilidad de los coreanos, y presionó a Paulson para que los llamara en su nombre, pero Paulson se resistía, después de haber mediado ante Buffett y el Bank of America. —No voy a levantar el teléfono para llamar a los coreanos —le dijo Paulson—. Si quieres impresionar a alguien, llámalos y diles que según mi opinión deben comprar Lehman Brothers —prosi guió, explicándole que su implicación no haría más que levantar sospechas acerca de las posibilidades de la compañía—. Dick, si me llaman y quieren hacerme preguntas, haré todo lo posible por ser constructivo. Era justamente la mala noticia que le faltaba para completar un día muy largo. Esa noche, Bart McDade envió a Fuld un correo electrónico de un operador con nuevas especulaciones acerca de la procedencia de los rumores negativos. —Está claro que GS [Goldman Sachs] está conduciendo el autobús por el canal de los fondos de alto riesgo e influyendo so bremanera en la rapidez de la caída, tanto de Lehman como de otros. Pensé que valía la pena darlo a conocer. Fuld contestó: —¿Acaso te sorprende? Sin embargo, recuerda esto: yo lo haré.
Capítulo 11
Robert Willumstad pudo sentir que el sudor empezaba a empapar su camiseta mientras avanzaba por Pearl Street a las 9.15 del martes 29 de julio, en el distrito financiero de Manhattan. Aunque la hu medad era opresiva esa mañana de verano, también estaba ansioso con respecto a su inminente cita con Tim Geithner en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Desde que había aceptado el puesto de CEO en AIG hacía alrededor de un mes, había estado trabajando largas horas tratando de enterarse de cómo lidiar con la miríada de problemas de la com pañía. Cuando empezó, había anunciado planes «para llevar a cabo una revisión estratégica y operativa de los negocios de AIG»1 y «completar el proceso en el plazo de sesenta a noventa días y man tener una junta exhaustiva de inversores poco después del Día del Trabajo para dar cuenta de todo». Cuando Willumstad inició su investigación, su director de es trategia, Brian T. Schreiber, lo llamó a su lado y compartió con él un descubrimiento asombroso que acababa de hacer: —Podría tratarse realmente de un problema de liquidez, no de capital. La situación podría incluso empeorar si una de las agencias de calificación, Moodys o Standard & Poor's, rebajara la calificación de la deuda de la firma, lo cual podría disparar la inclusión de cláu
1. American International Group Ñames Robert B. Willumstad Chief Executive Officer», transcripción de una convocatoria del consejo de AIG, 16 de junio de 2008.
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sulas en sus acuerdos de deuda para fijar todavía más garantías sub sidiarias. —Menudo susto me diste anoche, con esa mierda —le dijo Willumstad a Schreiber al día siguiente, después de pasarse toda la noche repasando los asuntos de liquidez de la empresa. El problema podría engrosarse muy pronto, según comprobó Willumstad, ante la cita para informar de unas pérdidas de cinco mil trescientos mi llones en el segundo trimestre.2 El Banco de la Reserva Federal de Nueva York no regulaba a AIG, ni a ninguna otra compañía de seguros en este asunto, pero Willumstad imaginaba que entre el negocio de préstamos en valo res y su unidad de productos financieros, Geithner podría intere sarse por sus problemas. Y lo que es más, esperaba que Geithner se diera cuenta de lo íntimamente interconectada que estaba AIG con el resto de Wall Street, por el hecho de haber suscrito pólizas de seguros por valor de cientos de miles de millones de dólares en las que las firmas intermediarias del mercado financiero se apoyaban como cobertura respecto de otros tratos. Gustara o no, la salud de estas firmas dependía de la salud de AIG. —No hay razón para el pánico, ni para creer que va a ocurrir algo malo —dijo Willumstad después de recibir el saludo habitual de Geithner, un atlético apretón de manos y una invitación a pasar a su despacho.3 —Pero tenemos ese programa de préstamos en valores... Le explicó que AIG prestaba valores de primera clase, tales como bonos del Tesoro, a cambio de dinero. Si sus contrapartes —las firmas del otro lado de las operaciones— solicitaran todos al mismo tiempo la devolución de su dinero, le dijo Willumstad, po dría tener un problema serio. —Habéis convertido al Fed en una ventana disponible para los corredores de valores —prosiguió—. ¿Qué probabilidades hay, si AIG tuviera una crisis, de que acudiéramos al Fed en busca de 224. Liam Pleven, «AIG Posts $5,4 Billion Loss as Housing Woes Contin ué», The Wall Street Journal, 7 de agosto de 2008. 225. Según la agenda de Geithner, estaban citados entre las 9.30 y las 10.30 del martes 29 de julio de 2008.
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liquidez? Tenemos miles de millones, cientos de miles de millones de valores, garantías subsidiarias realizables. —Bueno, nunca hemos hecho eso anteriormente —respondió Geithner rápidamente. —Puedo darme cuenta —respondió Willumstad—. Nunca lo habíais hecho antes con los intermediarios financieros, pero es ob vio que ahí hay un espacio. Después de la experiencia al borde de la muerte de Bear Stearns, el Fed había decidido abrir la ventanilla del descuento a las firmas de intermediación financiera como Goldman Sachs, Mor gan Stanley, Merrill Lynch y Lehman. —Sí —reconoció Geithner—, pero sería necesaria la aproba ción de todo el consejo de administración del Fed. Creo que el problema va a exacerbar lo que estáis tratando de evitar. Si llegara a destaparse, generaría preocupación entre las contrapartes. Se agra varía aún más la situación. Willumstad se dio cuenta de que no iba a ninguna parte con su argumento cuando Geithner se levantó para indicar que tenía que acudir a su siguiente reunión, y sólo dijo: —Mantenme informado.
El 29 de julio el Gulfstream de Lehman volaba en círculos sobre el aeropuerto de Anchorage, en Alaska, preparándose para tomar tierra y reponer combustible. A bordo iba Dick Fuld, que volvía de Hong Kong, donde él y un reducido equipo de Lehman se habían reunido con Min Euoosung, del KDB. Fuld estaba de un inusitado buen humor ese día, confian do en que finalmente estaba acercándose a un acuerdo. Había teni do una conversación provechosa con el banco coreano, y ambas partes habían estado de acuerdo en seguir con las conversacio nes. Sabía que aún quedaba un largo camino, pero el KDB se ha bía convertido en su mayor esperanza. Min había indicado que estaría interesado en comprar una participación mayoritaria en Lehman. Sabía que Min seguía preocupado con respecto a la cartera inmobiliaria de Lehman —cargada de activos tóxicos— pero tam
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bien parecía estar interesado en el proyecto de convertir el KDB en un actor de primera en el escenario mundial. Fuld también estaba satisfecho por haber mantenido las con versaciones sin dar cuenta de ellas a la prensa. Esta vez estaba tan preocupado por las filtraciones que había dado instrucciones al equipo que lo acompañó de que no contestaran sus móviles. En el viaje de vuelta, el equipo de Lehman vio en la pantalla gigante del avión El gran golpe* una película británica de un atraco a un banco. Fuld ya la había visto y dijo que prefería una de acción, pero McDade, que se estaba haciendo con el control de la firma poco a poco, impuso su elección. Mientras correteaban hacia la estación de repostaje, de repente se desvaneció su buen humor: el equipo de mantenimiento había descubierto una fuga de aceite. McDade optó por llamar a su secretaria para ver si podían abordar un vuelo comercial de regreso a casa. —¿Cuándo fue la última vez que utilizaste un vuelo comer cial? —McDade bromeó con Fuld, que no estaba nada divertido.
El 6 de agosto de 2008, un equipo de banqueros de Morgan Stanley llegó al edificio del Tesoro y fue acompañado hasta una sala de conferencias cruzando el despacho de Paulson para lo que todos sabían que iba a ser una reunión excepcional. Buscando ayuda con lo de Fannie Mae y Freddie Mac, Paulson había llamado a John Mack una semana antes para contratar a su firma como asesora del Gobierno. Paulson habría elegido a Goldman de no haber sido por el problema obvio de las relaciones públicas o por el hecho de que estaba asesorando a Fannie. También consideró por un instante la posibilidad de contratar a Merrill Lynch, pero Morgan Stanley le pareció la mejor opción. En un primer momento, Mack se había mostrado incluso re nuente a aceptar el encargo, porque el coste de asesorar al Tesoro sobre Fannie Mae y Freddie Mac era que la firma no podía reali zar ninguna transacción con los gigantes hipotecarios durante los * The Bank Job (Roger Donaldson, 2008). (N del t.)
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próximos seis meses, y por lo tanto se ponía en la situación de per der decenas de millones de dólares en honorarios. —¿Cómo vamos a decir a nuestros accionistas que renuncia mos a este dinero? Me van a preguntar por qué lo hice —aseguró ante su equipo. Pero después de unos minutos de examen de conciencia, Mack decidió que trabajar para el Gobierno era lo más patriótico. Mor gan Stanley recibiría un pago convenido de noventa y cinco mil dólares, que apenas cubría las horas extras de sus secretarias.4 Precisamente una semana antes el Senado había aprobado, y el presidente Bush firmado y convertido en ley, una proposición que otorgaba al Tesoro la autoridad temporal para respaldar a Fannie y Freddie. Ahora Paulson se enfrentaba a la cuestión de qué hacer con esa autoridad. Reconoció que había creado un extraño dilema: ahora los in versores asumían que el Gobierno proyectaba involucrarse. Eso ha ría aún más difícil para Fannie y Freddie captar capitales propios, porque los inversores temían que una intervención del Gobierno pudiera significar que los liquidara. Cualquier tipo de inversión realizada por el Gobierno parecía convertirse cada vez más en una profecía autocumplida. —O bien los inversores quedan masivamente diluidos, dada la cantidad de capital que van a necesitar, o Freddie y Fannie aca ban nacionalizadas5 —había declarado Dan Alpert, director gerente de Westwood Capital LLC a la agencia Reuters esa mañana. Sin una base más amplia de capital propio, no serán capaces de sobre vivir. En una sala de conferencias del Tesoro, Anthony Ryan, subse cretario para los mercados financieros, ponía al corriente a los ban queros sobre el trabajo del departamento en las GSE. Por parte de Morgan Stanley estaban presentes Robert Scully, Ruth Porat y Da niel A. Simkowitz. 226. Aaron Lucchetti, «The FannieFreddie Takeover. Two Veterans Led Task for Morgan Stanlep>, The Wall Street Journal, 8 de septiembre de 2008. 227. Al Yoon, «Freddie Posts 4* Straight Quaterly Loss, Slashes Dividend», Reuters, 6 de agosto de 2008.
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Cuando la presentación de Ryan iba por los diez minutos, entró Paulson, con la mirada ligeramente distraída. —Todo el mundo está analizando al milímetro lo que hace mos —dijo dirigiéndose al grupo, tratando de inspirarlos y de asus tarlos a la vez—. Os voy a hacer trabajar como esclavos. Pero tengo total confianza en que éste será el cometido más significativo de vuestra carrera. Scully apremió a Paulson a que les explicara sus razones. —Díganos qué piensa realmente que debemos hacer aquí —preguntó—. ¿Quiere darle una patada a la lata para que ruede calle abajo? —No —dijo Paulson, negando con la cabeza—. Quiero diri girme a la salida. No deseo dejar el problema sin resolver. Estaba firmemente decidido a que el proyecto no se convirtie ra en otro ejercicio burocrático que diera lugar a presentaciones en PowerPoint que sólo servirían para archivarlas. —Yo, bueno, nosotros tenemos tres objetivos: estabilidad del mercado, disponibilidad de las hipotecas y protección del contribu yente. —¿Hay opciones políticas que no se hayan puesto sobre la mesa o, de manera alternativa, tiene algunas ideas en mente por lo que se refiere a puntos de partida y enfoques del problema sobre las que le gustaría que reflexionásemos? —insistió Scully. —No, estáis ante una hoja de papel en blanco —respondió Paulson—. Todas las opciones están sobre la mesa; estoy dispuesto a tomarlo todo en consideración. Paulson estaba preparado para tomar un vuelo con su familia con el fin de asistir a los Juegos Olímpicos de Pekín. Sin embargo se trataba de unas vacaciones de trabajo; tenía una completa agenda de reuniones con distintos funcionarios chinos, y como todos sa bían, estaría pegado a su móvil. Pidió disculpas al grupo por tener que abandonar la reunión apresuradamente. —Dentro de diez días estaré de vuelta —les dijo—. Quiero encontrarme con grandes avances. En la primera semana de agosto, Min Euoosung llegó a Man
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hattan desde Seúl para reanudar las conversaciones con Lehman Brothers.6 Ese lunes, McDade, que seguía siendo escéptico sobre la posi bilidad de que se produjera un acuerdo, se dirigía a pie a las oficinas de Sullivan & Cromwell del centro de la ciudad con sus colegas para iniciar las negociaciones formales. —No van a tener huevos para hacer esto. McGee había reiterado a Fuld la conveniencia de que se que dase su despacho, a pesar de su insistencia en asistir a la reunión. —Tranquilízate —le aconsejó McGee—. Tú eres el CEO. Tie nes que ser el «desaparecido». En la jerga de Wall Street, el missing man es la excusa fácil que se puede usar cuando se llega a un acuerdo final sobre las condicio nes de un contrato pero se desea obtener condiciones todavía mejo res: simplemente se dice que aún falta la aprobación del CEO. McDade también estaba cada vez más ansioso porque la situa ción de fragilidad en la que se encontraba Fuld no ayudaría en las negociaciones. Empezaba a temer que Fuld tuviera la sospecha de que estaba tratando de hacerse con la compañía. A menudo, cuan do conversaba con Gelband y Kirk, sus protegidos, daba la impre sión de que Fuld estaba aprehensivo, como si estuviera imaginando que se maniobraba a sus espaldas. La paranoia de Fuld no hizo más que aumentar cuando McDade rehusó ocupar el antiguo despacho de Joe Gregory al lado del de Fuld, apoyándose en su «mal karma»; en cambio, se instaló en un despacho más alejado que daba al ves tíbulo, donde a Fuld le resultaba más difícil controlarlo. La verdad era que McDade se estaba haciendo poco a poco con el control de Lehman. Estaba en vías de reunir en un docu mento denominado El plan de juego un examen detallado de las finanzas de la firma y una visión del camino para salir adelante. 6. Las «reuniones secretas» de Lehman» con KDB fueron desveladas por Henny Sender y Francesco Guerrera, «Lehman's Secret Talks to Sell 50 % Stake Stall», Financial Times, 20 de agosto de 2008. Estas reuniones se celebraron los días 4 y 5 de agosto.
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Reunía media docena de escenarios posibles, la mayoría de los cuales incluía la misma variante, que era la división de Lehman en dos: un «banco bueno» con el que se quedarían y un «banco malo» del que se desprenderían, deshaciéndose así, al menos sobre el pa pel, de sus peores activos inmobiliarios. La primera reunión de esa mañana en Sullivan & Cromwell iba a permitir a los coreanos revisar los activos inmobiliarios comer ciales de Lehman. Mark Walsh, el artífice de la incursión de la empresa en el mercado comercial inmobiliario, hizo una presenta ción al grupo. Pero Min no tardó en considerar que Walsh no esta ba preparado y llamó a su lado a Kunho para decírselo. —Necesito entender esto mejor —le dijo en coreano—. Me siento muy incómodo con las valoraciones que se están haciendo. En seguida quedó claro que Min no quería saber nada de los ac tivos inmobiliarios comerciales de Lehman. Durante casi una hora pa recía que las conversaciones estaban a punto de fracasar. Pero esa tarde ambas partes empezaron a trabajar en una nueva estructura. Min dijo que estaba interesado en comprar una participación mayoritaria en Lehman, pero sólo si ponía todos los activos inmobiliarios comerciales y residenciales en una empresa aparte para que la inversión de KDB no resultara afectada. Las conversaciones parecían ir por buen camino, salvo por el hecho de que Fuld no dejó de llamar a los móviles de Mc Dade y McGee cada veinte minutos pidiendo noticias. A la mañana siguiente, a las once, Min dijo que había recibido autorización de los reguladores coreanos para hacer una oferta ini cial. Añadió que estaba preparado para pagar por Lehman 1,25 veces su valor en los libros, e incluiría la venta por parte de Lehman de sus negocios inmobiliarios, lo cual significaba que KDB estaba valorando a Lehman en una cifra entre veinte y veinticinco dólares por acción, una prima sobre su precio, ya que habían cerrado el día anterior a 15,57 dólares. McDade, McGee y el resto del equipo de Lehman se mostra ron inclinados a aceptar esta oferta. Sin embargo, McDade dijo que deseaba retirarse a las oficinas de la compañía para tratarlo antes de nada con Fuld. Estuvieron de acuerdo en que ambas partes volve rían a reunirse a las siete de la tarde, con la esperanza de alcanzar al menos un principio de acuerdo.
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Cuando unos y otros volvieron a encontrarse varias horas más tarde, apareció un invitado sorpresa: Fuld. El objetivo del equipo de Lehman era presionar a Min para que firmara una carta de in tenciones antes del acuerdo definitivo, aunque eso significase que demandaría algunas semanas más para discutir los detalles. Ese ges to, según todos coincidieron, aliviaría un poco la presión sobre las acciones de Lehman. Fuld se sentó junto a McDade, McGee y Kunho, con el ceño inexplicablemente fruncido. Frente a ellos, al otro lado de la mesa, estaban Min y su banquero, Gary Barancik, de Perella Weinberg Partners. —Bien, te escuchamos. Comprendemos lo que quieres hacer —dijo McDade, refiriéndose al plan de Min de hacerse con un paquete de control en Lehman después de que vendiera los activos inmobiliarios. —Empecemos —lo interrumpió Fuld—. Creo que estás co metiendo un gran error —le dijo a Min—. Estás perdiendo una gran oportunidad. Estos activos inmobiliarios tienen un gran va lor. Trataba de presionar a Min para que comprase al menos algu nos. A medida que avanzaba la conversación, Fuld sugirió que el plan de Min de pagar 1,25 veces el valor en los libros era «demasia do bajo», y les recomendó que negociaran sobre la base de 1,50 veces ese valor. McDade y McGee no se podían creer lo que estaban escu chando. Se habían pasado dos días orquestando un acuerdo basado en la venta de los activos inmobiliarios, y ahora Fuld estaba tratan do de renegociar todo lo que habían hecho. Y lo peor de todo fue que el rostro de Min reflejó un sentimiento de horror. Min se acer có a Barancik y susurró: «No me siento cómodo con esto», y en respuesta, Barancik habló en nombre del KDB. Dijo que sólo ne gociarían sobre la base de 1,25 veces la valoración de los libros, y luego, a medida que su bronca fue aumentando, empezó a cuestio nar la contabilidad de Lehman. —No creo que hayáis recogido todos los fallidos —dijo, reite rando que no estaban interesados en los activos inmobiliarios. —De acuerdo —dijo Fuld, poniendo de manifiesto su frus
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tración—. ¿A qué precio pensáis que debería venderse la cartera inmobiliaria? Antes de que Barancik pudiera responder, se le adelantó. —Bueno, ya tenemos un pliego de condiciones —intervino, tratando de reorientar la conversación en una dirección más pro ductiva—. ¿Por qué no le echamos un vistazo? —Mira, creo que lo que necesitamos ahora es tomarnos un descanso —dijo Barancik, presintiendo que la tensión podría atas car las conversaciones. Cuando salieron al pasillo, Fuld, que había interpretado mal el estado de ánimo de Min, se le acercó y volvió a reiterar la idea de venderle las propiedades inmobiliarias. McGee, que se encontraba detrás de Min y que se dio cuenta de que esta conversación no hacía más que predisponerlo en con tra, trató de hacer una seña a Fuld, deslizando su índice por la garganta, para que dejase de agobiar al coreano. Cuando finalmente logró sacarse de encima a Fuld, Min se llevó a Barancik a una pequeña habitación para estudiar el pliego de condiciones, que era más una lista de principios generales que un acuerdo formal. Mientras la revisaban, Min asentía a cada apar tado hasta llegar al punto final, donde se estipulaba que el KDB proporcionaría un crédito a Lehman para respaldar a la compañía. Para Min, ésa fue una bandera roja instantánea. ¿Buscaba Lehman una línea de crédito abierta, esperando apalancar el balance del KDB con el fin de reforzar su propia posición? Min, que parecía afligido, se acercó a Kunho Cho, su amigo desde que ambos trabajaran en Lehman, y lo invitó a mantener una conversación privada. Antes de que Min dijera una sola palabra, Cho podría decir que las cosas no iban bien. —Aquí hay un problema muy serio de credibilidad —dijo en coreano—. Hasta ahora hemos venido negociando de buena fe y con coherencia, y avanzábamos hacia la meta que todos deseába mos, y ahora, de repente, cambia el panorama —claramente frus trado, Min siguió hablando—. Mira, no se trata de 1,25 frente a 1,5 veces el precio en libros, ni de una línea de crédito de dos mil millones frente a cuatro mil millones. No es nada de eso. Es por el modo en que estáis llevando la reunión. No me siento cómodo con
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cómo la alta dirección de Lehman está llevando el asunto. No pue do seguir adelante sobre estas mismas bases. Cho, que había ayudado a convencer a Min para que viajase a Nueva York para la reunión, estaba destrozado. Cuando Min volvió a la sala principal de conferencias miró con aire de disculpa a Fuld y al resto de los banqueros reunidos en torno a la mesa. —Querría darles las gracias por todo, pero no creo que conte mos con un andamiaje que resulte útil —dijo y se levantó para marcharse—. Gary Barancik quiere continuar el diálogo. En la cara de Fuld apareció un gesto de dolor. —¿Quiere decir que se acabó? —preguntó, elevando la voz—. ¿Y usted se vuelve a Corea? Steve Shafran estaba en una estación de servicio de Sun Valley, Idaho, una fresca mañana de agosto cuando recibió la llamada de Hank Paulson. Shafran, que era uno de los principales asesores es peciales de Paulson en el Tesoro, estaba de vacaciones. —Ponme al día de lo que pasa con Lehman —pidió Paulson. Shafran estaba actuando como coordinador entre la SEC y la Reserva Federal para poner en marcha los planes de contingencia para una bancarrota de Lehman Brothers. Por su propia naturaleza era un encargo secreto, dado que no quería que nadie supiera —y mucho menos Lehman Brothers— que el Gobierno ya estaba pensando en la posibilidad de que pudie ra producirse, independientemente de lo improbable que pareciera. Además, Paulson estaba tan frustrado con los diferentes planes de Fuld que había asignado a Ken Wilson como enlace personal con Fuld. —Voy a decirle a Dick que se ponga al habla contigo —le dijo Paulson—. No es más que una pérdida de tiempo. Hablaré con él sólo cuando tenga algo importante que decirme. Para Shafran el proyecto de Lehman era aún más incómodo que para otros funcionarios del Tesoro porque era amigo de Fuld. Se conocían de Sun Valley, donde Shafran se había convertido en concejal del Ayuntamiento de Ketchum y Fuld tenía una propie
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dad de cuarenta y nueve hectáreas7 (con un valor de unos veintisiete millones de dólares), con una casa principal que daba a la carretera privada que cruzaba el río Big Wood y una cabaña a orillas del Lago Pettit, cerca de la de Shafran. Jugaban juntos al golf en el Club Valley y de vez en cuando se visitaban. Shafran sentía simpatía por Fuld y admiraba su intensidad. Pero ahora, sentado en el aparcamiento de la estación de servicio, hablando por teléfono, le dio a Paulson un informe de sus avances. Le explicó que habían identificado cuatro riesgos en Lehman: su libro de reposiciones o cartera de acuerdos de recompra, su libro de derivados, su corredor de valores y sus activos difícilmente reali zables, tales como propiedades inmobiliarias e inversiones en ac ciones. Paulson sabía que no podía hacer mucho por Lehman. En sí, el Tesoro no tenía poderes para regular a Lehman, por eso dejaría a otras agencias que ayudasen a gestionar la quiebra. Pero eso le pro ducía ansiedad. A principios del verano, David Nason había mantenido una reunión con la SEC y le había dicho a Paulson que no controlaban la situación. Con montones de hojas de las posiciones derivadas de Leh man desperdigadas delante de ellos sobre la mesa en la sala de conferencias, Grant había preguntado a Michael A. Macchiaroli, director asociado de la SEC, qué harían si Lehman quebraba. —Hay muchas posiciones —respondió Macchiaroli—. No estoy seguro de lo que vamos a hacer con ellas, pero trataremos de ponerlas en limpio, e iremos allí y vendría el SIPC —agregó, refi riéndose a la Corporación de Protección del Inversor de Valores, que actúa con una capacidad similar a la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) pero en una escala mucho menor. —Ésa puede ser la respuesta —respondió Nason—. Sería un desastre. —El problema es que la mitad de su contabilidad está en el Reino Unido —dijo Macchiaroli, explicando que muchas de las 7. «Lehman Brothers CEO Is Local Land Barón», Idaho Mountain Ex press, 24 de septiembre de 2008.
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operaciones de Lehman se hacían a través de la sucursal de Lon dres—. Y sus contrapartes están fuera de Estados Unidos, y no te nemos jurisdicción sobre ellas. En caso de desastre, todo lo que la SEC podía hacer era tratar de mantener la unidad de operador de valores de Lehman en Esta dos Unidos, pero la compañía tenedora y todas sus subsidiarias in ternacionales tendrían que ir a la bancarrota. —Para garantizar todas las obligaciones de la compañía tene dora, tendríamos que pedir al Congreso que utilizara el dinero de los contribuyentes para garantizar las obligaciones que están fuera de Estados Unidos —anunció a los presentes—. ¿Cómo diablos vamos a pedir eso?
Más allá de la amplia pradera que se extendía ante el hotel del lago Jackson, los elevados y blancos picos de los Tetons ofrecían una vista majestuosa, que ya no dejaba sin aliento a Ben Bernanke como en el pasado. Mientras avanzaba por los senderos el 22 de agosto recordó que estaba allí, en el simposio de verano del Banco de la Reserva Federal de Kansas City, en el Parque Nacional Grand Tetón, cuyo nombre había oído por primera vez hacía casi una dé cada. Sin embargo, durante los tres próximos días, poco más podía esperar que críticas, el cuestionamiento de sus actuaciones durante el año anterior, y preguntas sobre el papel que debía desempeñar el Gobierno con respecto a Fannie y Freddie. Un año atrás, Jackson Hole había sido una experiencia más dura para Bernanke. A medida que se extendía la crisis aquel verano, Bernanke y un grupo muy reducido de asesores se reunieron en el hotel del lago Jackson, tratando de idear la manera en la que la Reserva Federal debería responder a la crisis de confianza. El grupo diseñó a grandes rasgos un enfoque con dos salidas que algunos acabarían llamando «la doctrina Bernanke».8 La pri mera parte implicaba el uso del arma mejor conocida del arsenal 8. John Cassidy, «Anatomy of a Meltdown», The New Yorker, 1 de di ciembre de 2008.
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del Fed: reducir las tasas de interés. Para hacer frente a la crisis de confianza de los mercados, los planificadores políticos querían ofre cer apoyo, pero no a expensas de alentar la imprudencia con miras al futuro. En su alocución a la conferencia de 2007, Bernanke había dicho: —No es responsabilidad de la Reserva Federal9 —ni sería apropiado— proteger a los prestamistas y a los inversores de las consecuencias de sus decisiones financieras. Aunque su frase siguiente («pero la evolución de los mercados financieros puede tener amplias repercusiones económicas para muchos más allá de los mercados, y la Reserva Federal debe tomar en cuenta dichas repercusiones a la hora de establecer las políticas») reforzó lo que se había percibido como la política del banco central desde el precipitado rescate, Fedorganizado, financiado por Wall Street, del fondo de alto riesgo LTCM en 1998: si aquellas repercu siones fueron lo bastante graves como para producir un impacto en todo el sistema financiero, el Fed podría tener incluso obligaciones más amplias que requerirían la intervención. Este punto de vista fue precisamente lo que influyó en su decisión de proteger a Bear Stearns. En la conferencia de ese año, la doctrina Bernanke había sido puesta en tela de juicio. Cuando Bernanke, al que se veía agotado, se dejó caer en su silla frente a la larga mesa de la sala de conferen cias del hotel, enteramente recubierta de madera, orador tras ora dor se levantaron para criticar el enfoque que hacía el Fed de la crisis financiera como esencialmente improvisado e ineficaz, y sus ceptible de promover un riesgo moral. Sólo Alan Blinder, antiguo vicepresidente del Fed y colega de Bernanke en Princeton, defendió al Fed. Blinder contó la siguiente historia: —Un día un muchachito holandés iba camino de su casa cuando observó una pequeña fuga en el dique que protegía a la po
9. Ben Bernanke, «Housing, Housing Finance, and Monetary Policy», Federal Reserve Bank of Kansas City's Economic Symposium, Jackson Hole, Wyoming, 31 de agosto de 2007. Véase http.//www.federalreserve.gov/newsev ents/speech/bernanke20070831 a.htm
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blación de aquella ciudad.10 Empezó a meter el dedo por la rendija. Pero entonces recordó la lección del riesgo moral que había apren dido en la escuela... «Las empresas que han construido este dique hicieron un trabajo malísimo», se dijo el niño. «No se merecen que las rescaten, y si se hiciera eso, no haría más que alentar la aparición de más construcciones de mala calidad. Además, la gente ignorante que vive aquí nunca debería haber construido sus casas en una lla nura desecada.» Así pues, el niño siguió su camino a casa. Antes de que llegara, el dique reventó, provocando la inundación de varios kilómetros alrededor y el ahogamiento del niño holandés. Tal vez los presentes hayan oído la versión alternativa del Fed de esta histo ria. En esta versión más amable y menos dramática, el muchachito holandés, desesperado en parte y preocupado por los horrores que conllevaba una inundación, metió el dedo en la rendija del dique y lo mantuvo allí hasta que vinieron a ayudarlo. Resultaba doloroso y no había garantía alguna de éxito, y el niño podría haber hecho otras cosas. Pero de todos modos lo hizo. Y la gente que vivía detrás del dique se salvó del error que había cometido. El día anterior, Bernanke, en su discurso al simposio, había hecho un llamamiento para ir más allá de la estrategia de tapar la rendija con un dedo, urgiendo al Congreso a crear un «régimen de resolución estatutaria para los no bancos».11 —Una infraestructura más sólida ayudaría a reducir los ries gos sistémicos —manifestó Bernanke. Bernanke no mencionó ni a Fannie ni a Freddie, pero el desti no de ambos estaba en la mente de muchos de los asistentes a Jack son Hole. Ese viernes, Moody's bajó la calificación de las acciones preferentes de ambas compañías hasta el nivel «no invertir», o ba
228. Alan S. Blinder, «Discussion of Willem Buiter's, "Central Banks and Financial Crises"», Federal Reserve Bank of Kansas City's Annual Economic Symposium», Jackson Hole, Wyoming, 23 de agosto de 2008. Véase http.// www.kc.frb.org/publicat/sympos/2008/blinder.08.25.08.pdf 229. Ben Bernanke, «Reducing Systemic Risk», Federal Reserve Bank of Kansas City's Annual Economic Symposium», Jackson Hole, Wyoming, 22 de agosto de 2008.
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sura.12 Aumentaron las expectativas de que el Tesoro apretara el gatillo y pusiera capital en Fannie y Freddie. Jackson Hole también había sido, por supuesto, un destino popular para los muy ricos. James Wolfensohn, antiguo banquero de Schroder y Salomón Brothers, que llegó a ser presidente del Banco Mundial, fue uno de los residentes célebres de Jackson Hole, y durante el simposio de 2008 organizó una cena en su casa. Ade más de Bernanke, en la lista de invitados figuraban antiguos fun cionarios del Tesoro como Larry Summers y Roger Altman, así como Austan Goolsbee, asesor económico de Barack Obama, que iba a ser nombrado oficialmente candidato demócrata a la presi dencia. Esa noche, Wolfensohn planteó dos preguntas a sus invitados: la pérdida de confianza, ¿debería ser un capítulo o una nota a pie de página en los libros de historia? A medida que iba dando vuelta a la mesa y recogiendo opiniones, todos iban coincidiendo en que probablemente sería una nota a pie de página. Luego, Wolfensohn preguntó qué les parecía más probable, que hubiera otra Gran Depresión, o que se pasara por una década perdida, como había sucedido en Japón en los años noventa. La respuesta de consenso fue que la economía de Estados Unidos pro bablemente pasaría por un prolongado estancamiento, similar al de Japón. Sin embargo, Bernanke, para sorpresa de los reunidos, dijo que ninguno de los dos escenarios era una posibilidad real. —Hemos aprendido tanto de la Gran Depresión y de Japón que no caeremos en ninguna de las dos situaciones —dijo con gran seguridad. —Hemos tomado una decisión —anunció Paulson a su equi po de asesores en una sala de conferencias del Tesoro la última se mana de agosto refiriéndose al destino de Fannie y Freddie—. No pueden sobrevivir. Tenemos que arreglar este asunto, si nuestro ob jetivo es arreglar el mercado hipotecario. Desde su regreso a Washington después de su estancia en Pe kín, Paulson había pasado todo un día escuchando las presentacio 12. Jody Shenn, «Fannie, Freddie Preferred Stock Downgraded by Moo dy's», Bloomberg News, 22 de agosto de 2008.
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nes de Morgan Stanley y de otros, y había decidido que la única opción que tenía era entrar en acción, sobre todo porque veía que las acciones de ambas compañías seguían cayendo. A juicio de Paul son, a menos que se resolviera lo de Fannie y Freddie, toda la eco nomía estaría en peligro. Morgan Stanley se había pasado las tres últimas semanas tra bajando en lo que internamente se conocía como Proyecto Funda mentos.
La firma había emprendido un análisis, crédito por crédito, de las carteras de dos gigantes de las hipotecas, enviando gran cantidad de datos de Fannie y Freddie a la India, donde unos mil trescientos empleados del centro de análisis de Morgan revisaban las cifras de cada préstamo, casi la mitad de las hipotecas de Estados Unidos. Los banqueros de Morgan Stanley calcularon que las dos com pañías hipotecarias necesitarían unos cincuenta mil millones de inyección de liquidez, sólo para cubrir sus necesidades de capital, que ascendía al 2,5 por ciento de sus activos; los bancos debían te ner, como mínimo, el 4 por ciento. Con el deterioro del mercado de la vivienda estaba claro que el delgado colchón de capital de las GSE estaba en peligro. Y lo que era peor, Paulson podía ver señales de que China y Rusia podrían dejar de comprar muy pronto, y tal vez empezar a vender, deuda de Fannie y Freddie. Jamie Dimon lo había llamado y lo había animado a poner en marcha una actuación decisiva. Paulson dirigió un debate en una reunión en la sede del Tesoro so bre si tenía sentido o no poner a Fannie y Freddie en la protección de quiebra del capítulo 11 o si la mejor opción era actuar de una manera conservadora, según la cual las compañías seguirían ope rando públicamente con el control del Gobierno en calidad de ad ministrador fiduciario. Ken Wilson estaba un poco ansioso por el hecho de que se fuera a llevar a cabo sin una mayor orientación profesional lo que Paulson estaba describiendo como «absorción hostil». —Hank, no hay ni un puñetero modo de que podamos llevar adelante este tipo de alternativas sin contar con una firma de abo gados de primera categoría —le dijo Wilson.
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—De acuerdo —aceptó Paulson—. ¿En quién estás pen sando? —Déjame que llame a Ed Herlihy en Wachtell y vea si él lo puede hacer —respondió Wilson. —La idea de meter a estos tipos en el capítulo 11 es una bro ma. Todavía son entidades de propiedad privada con obligacio nes hacia sus accionistas y tenedores de bonos. Esto se está ponien do feo. Wilson tenía una razón de peso para haber recomendado a Herlihy: había estado involucrado en algunas de las mayores bata llas de absorción corporativa de Estados Unidos. A principios de ese año había participado en el asesoramiento de JP Morgan Chase para la adquisición de Bear Stearns. Su firma —Wachtell, Lipton, Rosen & Katz— era sinónimo de guerra corporativa. Uno de sus socios fundadores, Martin Lipton, había inventado una de las de fensas más famosas contra las fusiones, la «pildora venenosa». Si el Tesoro estaba planeando una absorción hostil dirigida por el Go bierno —la primera de la historia— entonces Herlihy era sin la menor duda el abogado que necesitaban. Empezaron a preparar sus planes de batalla el fin de semana del 23 de agosto. Herlihy y un equipo de abogados de Wachtell, Lipton, Rosen & Katz vinieron a Washington en media docena de lanzaderas diferentes de Delta y US Airways para no levantar sospe chas. Paulson los introdujo en el plan del juego, auxiliado por Dan Jester, el texano larguirucho que se había incorporado al Tesoro hacía un mes. La esperanza era que, al igual que las megaabsorcio nes se llevaban a cabo durante un fin de semana largo de tres días para evitar una filtración que pudiera impactar en la bolsa, ellos podrían absorber a Fannie y Freddie durante la jornada festiva del Día del Trabajo, que sería el siguiente fin de semana. Pero Paulson se dio cuenta muy pronto de que el objetivo del Día del Trabajo no se iba a poder cumplir. Uno de los abogados se había dado cuenta de que el regulador de Fannie y Freddie de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda, James Lockhart, había escrito cartas a ambas compañías en el verano diciendo que se las consideraba adecuadamente capitalizadas.
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—Te estás quedando conmigo —respondió Paulson al oír lo de las cartas. El Tesoro podría encontrar resistencia de los valedores de los GSE en el Congreso y de las propias compañías si el Gobier no invirtiera de una manera aparentemente arbitraria. La afirma ción de que las compañías estaban bien capitalizadas y el apoyo del regulador representaban un desafío. —Son intangibles y lo que yo llamaría capital basura —se quejó Paulson. —Tenemos que rehacer el acta —anunció Jester con respecto a las cartas de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda. —Bien, bien —convino Herlihy—. Necesitamos nuevas car tas que pongan las cosas un poco peor, o que sean menos con cretas. Cuando el equipo del Tesoro se reunió en torno a la mesa, se planteó el asunto de cómo proceder en el caso de la absorción: ¿qué pasaría si los consejos de administración de ambas entidades se re sistían? —Vamos, hacedme caso —dijo Paulson—. No me estáis cre yendo, pero conozco a los consejos de administración, y seguro que van a aceptar. Cuando empecemos a tratarlo con ellos, aceptarán. En la mañana del martes 26 de agosto, Paulson entraba en la Casa Blanca y lo conducían escaleras abajo hacia el sótano del Ala Oeste, donde se le ofreció un asiento en la Sala de Situación. A las 9.30 apareció la imagen del presidente Bush en una de las grandes pantallas, transmitida desde su rancho en Crawford, Texas, me diante videoconferencia segura con Paulson. Después de los cum plidos de rigor, Paulson expuso su plan para organizar el equivalen te a una invasión financiera de Fannie y Freddie. Bush le dijo que podía seguir adelante con los preparativos. Como se acercaba el fin de semana del Día del Trabajo, el equipo del Tesoro y sus asesores empezaron a planear los detalles concretos de la doble absorción. Sabían que tendrían que moverse con rapidez, con precisión militar y en secreto antes de que las GSE tuvieran tiempo para reunirse con sus valedores en el Congreso. Redactaron escritos especificando con exactitud lo que dirían a las compañías y a sus consejos de administración. Querían dejar claro que no habría compromisos ni demoras. Entre ellos, los funciona
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rios del Tesoro hablaban de ofrecer a Fannie y Freddie dos salidas: salida 1, ellos cooperaban; salida 2, el Tesoro actuaba sin su colabo ración de todos modos. El martes 28 de agosto por la mañana, Bob Willumstad y el jefe de estrategia de AIG, Brian Schreiber, llegaron al cuartel gene ral de JP Morgan en el 270 de Park Avenue. Escoltados por un guardia de seguridad, fueron conducidos por un ascensor privado hasta la planta de los ejecutivos de la firma, donde tenían una cita con Jamie Dimon. Después de cruzar las puertas de vidrio de la entrada principal, internándose en la amplia recepción forrada de madera, Willumstad y Schreiber llegaron a las oficinas recién reno vadas de la planta 48. Cuando los dos hombres se sentaron a espe rar, Willumstad sabía que su asociado mantenía un silencio airado. Schreiber había estado trabajando todo el mes de agosto en distin tos planes para captar capital y ampliar las líneas de crédito para no tener que hacer frente a una crisis de liquidez si los mercados fueran a peor. Como parte de sus esfuerzos había mantenido una reunión con un determinado número de bancos y le había causado una mala impresión el tono de JP Morgan, y seguía resentido por la actitud agresiva de la empresa cuando retiró el capital de AIG en la primavera. Los ejecutivos de AIG fueron conducidos hasta el despacho de Dimon, que en realidad era una oficina con un escritorio, una sala de estar y una sala de conferencias. En ésta, tomaron asiento alrede dor de la mesa Dimon, Steve Black, codirector del banco de inver siones, Ann Kronenberg y Tim Main, de espaldas a una pizarra blanca. Después de un breve intercambio de saludos, Dimon les agra deció su presencia, y Main, que dirigía el grupo de instituciones financieras del banco, explicó los motivos por los cuales AIG debía contar con JP Morgan. Main destacó la posición de número uno que ocupaba su grupo en la clasificación más reciente y puso el acento en que su trabajo para ayudar al Grupo CIT dio lugar a dos ofertas de capital por valor de mil millones de dólares. —Es un logro dudoso para citarlo aquí —comentaría más tar de Willumstad a Schreiber—, si tenemos en cuenta que las accio nes de CIT se negociaron por debajo de los diez dólares en agosto
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de 2008, cuando cuatro años atrás valían cuatro veces esa cantidad y más. Pero entonces Main concluyó con una indirecta nada sutil so bre AIG y su pasada experiencia en la compañía. Señaló que JP Morgan tenía mucho que ofrecer, pero insistió en que era impor tante que sus clientes reconocieran sus propios problemas y defi ciencias. Muchos de los presentes, incluido Dimon, quedaron sor prendidos. —¿Por qué no dejamos a un lado los agravios? —intervino Dimon, interrumpiendo a Main. Pero el daño ya estaba hecho, y los ejecutivos de AIG estaban claramente molestos. Willumstad encontró que su comportamien to había sido impropio, mientras que Schreiber pensó que había sido ofensivo. Unos minutos después olvidaron el comentario y reanudaron las conversaciones directamente con Dimon, mientras que Main se dejaba caer en su silla cariacontecido. —Jamie, una de las preocupaciones que me traen aquí es la alta probabilidad de que nos rebajen la calificación 13 —explicó Wi llumstad—. Las agencias de calificación me prometieron que espe rarían hasta finales de septiembre, pero entonces salió el informe de Goldman y se pusieron nerviosos —dijo, haciendo referencia a un informe analítico realizado por Goldman Sachs que planteaba pre guntas acerca de la compañía. El informe había tenido tanta repercusión que Willumstad ha bía recibido una llamada de Ken Wilson y Tony Ryan del Tesoro para interesarse por la compañía. —Tal vez debas aceptar la rebaja. No es el fin del mundo —sugirió Dimon. —No, no se trata sólo de la rebaja de calificación —insistió Willumstad—. Dado que la compañía había recibido un aviso de la SEC va rias semanas atrás, una rebaja resultaría muy cara.14 Si Standard & Poor s o Moody's rebajaban su calificación un punto, AIG necesita 230. Hugh Son, «AIG Falls as Goldman Says a Capital Raise Is "Likely"», Bloomberg News, 19 de agosto de 2008. 231. Las cifras son del archivo 10Q de AIG del 6 de agosto de 2008.
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ría destinar diez mil quinientos millones de dólares de garantías subsidiarias; si ambas agencias reducían sus calificaciones, el daño se elevaría a trece mil trescientos millones. Sus ejecutivos estaban calculando que muy pronto la firma podría tener que enfrentarse a solicitudes de dieciocho mil millones de garantías subsidiarias. Lo que quedó en el tintero fue el hecho de que si AIG llegara a no tener liquidez para hacerles frente, la bancarrota sería la única alternativa. Según lo veía Dimon, era un problema de liquidez a corto plazo. —Tenéis un montón de garantías subsidiarias, ya lo sabéis, tenéis un balance de un billón de dólares, tenéis abundancia de tí tulos —les dijo—. Sí, podría ser mucho peor, pero por el momen to, sólo es un contratiempo pasajero. —Es cierto —convino Willumstad—, pero no es tan sencillo. La mayor parte de las garantías está en compañías de seguros regu ladas. A mediados de ese año, AIG tenía setenta y ocho mil millones de dólares más en activos que en obligaciones. Pero la mayoría de esos activos se encontraba en sus setenta y una compañías de segu ros subsidiarias, reguladas por el Estado, y la empresa matriz no los podía vender tan fácilmente.15 Prácticamente no había ninguna posibilidad de que AIG cap tara efectivo rápidamente mediante la venta de esos activos. Ahora comprendió finalmente Dimon el alcance del proble ma, al igual que todos los presentes. Mientras salían, Dimon se llevó a Willumstad aparte. —Escucha, el tiempo es un lujo que no está a vuestro alcance. Si no somos nosotros, busca a cualquier otro, pero tenéis que hacer frente a esto. 15 AIG sacó un comunicado de prensa el 18 de septiembre de 2008, asegurando a los responsables de la política que su protección era un prioridad máxima: «Las setenta y una aseguradoras subsidiarias de AIG reguladas por el Estado no recibirán un rescate; son financieramente solventes —decía—. El res cate federal de las partes de AIG que no son de seguros no cambia negativamen te la fuerte solvencia de sus subsidiarias de seguros.», véase http.//www.aig.com
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Al día siguiente, Willumstad siguió con la reunión. —Jamie, esto sólo va a funcionar si hay química entre ambas partes —empezó Willumstad—. Con el debido respeto, sé que confiáis mucho en Tim Main, pero la realidad es que habéis visto lo mismo que yo. Dimon sabía, exactamente Jo que iba a decir WiJJumstad y Jo interrumpió. —Lo llevará Steve Black. —Bien —respondió Willumstad.
—Tienes que ir pensando en hacer la maleta y venirte —le dijo Ken Wilson a Herb Allison, ex ejecutivo de Merrill Lynch y TIAACREF cuando lo localizó en la playa de las Islas Vírgenes el miércoles por la noche y le hizo partícipe del gran secreto: el Go bierno planeaba absorber a Fannie y Freddie el próximo fin de se mana, 6 de septiembre. Sin embargo, no era una llamada de carácter social; Wilson había telefoneado a Allison para contratarlo como CEO de Fannie. Después de todo, si se iban a hacer cargo de la compañía, necesita ban nombrar su propia dirección. —Mira, Ken —respondió Allison—. Me gustaría. Por razones de servicio público estoy interesado en ese puesto. Quiero ayuda ros, tíos, y tienes que ponerme al corriente de lo que hay que hacer. No tengo qué ponerme. Todo lo que me traje son pantalones cortos y chancletas. Wilson prometió comprarle algo de ropa cuando llegara a Washington. Paulson había decidido ejecutar el plan de la absor ción a principios de la semana después de una visita de Richard Syron, director ejecutivo de Freddie Mac. La conversación de Paul son con Dan Mudd, CEO de Fannie Mae, con el que Paulson se llevaba mejor que con Syron, aún no le había servido de inspira ción. Y por eso la noche del jueves 4 de septiembre el Tesoro puso en marcha su plan de batalla. Con toda precisión, los directores ejecutivos de Fannie y Freddie recibieron la petición de que acudieran a sendas reuniones
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el viernes por la tarde con Paulson y Bernanke en las oficinas de la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda. La reunión de Mudd empezaría a las tres de la tarde; la de Syron a las cuatro. Se les avisó de que fueran con sus directores generales, pero que no lo comentaran con nadie. Paulson se imaginó que para cuando pudie ra filtrarse algo los mercados estarían cerrados y él tendría cuarenta y ocho horas para ejecutar su plan. Esa tarde se cernían sobre la capital oscuras nubes de lluvia a medida que se aproximaba la tormenta tropical Hanna. En una sala de conferencias unas plantas más arriba, Bernanke tomó asiento a un lado de James Lockhart mientras Paulson se sentaba al lado con trario. En las dos reuniones, James Lockhart empezó por decir a los ejecutivos de Fannie y Freddie y a sus abogados que sus compañías estaban ante unas pérdidas potencialmente tan elevadas que no po drían funcionar y cumplir con su cometido. La Agencia Federal de Financiación de la Vivienda les dijo, leyendo lo que llevaba escrito, que estaba actuando «en lugar de permitir que las condiciones em peorasen». Habría que poner a las empresas en el refrigerador, explicó, y a pesar de que seguirían siendo compañías privadas con acciones cotizadas en bolsa, el control de ambas pasaría a manos de la Agen cia Federal de Financiación de la Vivienda. La actual dirección sería reemplazada. No habría paracaídas dorados.16 —Voy a ser claro, abierto y sincero —les dijo Paulson—. Nos gustaría contar con vuestra cooperación. Necesitamos vuestro con sentimiento —pero a renglón seguido agregó—: tenemos apoyo para hacer esto en contra de vuestra voluntad, y elegiremos ese ca mino si es necesario.
16. «El resultado ha sido que no fueron capaces de proporcionar la nece saria estabilidad al mercado. También se sintieron incapaces de cumplir su mi sión de proporcionar vivienda asequible. Antes de permitir que estas condiciones empeoren y pongan nuestros mercados en peligro, la FHFA, después de una me ticulosa revisión, ha decidido tomar cartas en el asunto ahora.» Véase «FHFA Director Lockhart Issues Statement on Safety and Soundness Concerns», US Fed News, 7 de septiembre de 2008.
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Syron se rindió rápidamente, llamando a su consejo de admi nistración y dándoles las malas noticias. El CEO de Fannie, Daniel Mudd, se lo puso más difícil. Él y sus abogados se retiraron a las oficinas de Sullivan & Cromwell en Washington. Los abogados estaban furiosos, y Rodgin Cohén, un hombre habitualmente mesurado, llamó a Ken Wilson al Tesoro y le gritó: —Ken, ¿qué está pasando aquí? ¡Esto es una mierda! Cuando los ejecutivos de Fannie empezaron a pedir apoyo a los legisladores del Congreso descubrieron que Paulson y el Tesoro ya los habían estado presionando en secreto, haciéndoles ver lo pru dente que era la absorción. Los abogados de Fannie convocaron a todos los miembros del consejo de administración en Washington para una reunión con la Agencia Federal de Financiación de la Vivienda al día siguiente. El Tesoro había dejado claro que sólo tenían que estar presentes los consejeros, por lo tanto Fannie no podría traer a la reunión a su asesor bancario, Goldman Sachs. A mediodía del sábado, los abogados —Beth Wilkinson, Rod gin Cohén y Robert Joffe, de Cravath, Swaine & Moore, que esta ban asesorando al consejo de administración de Fannie—, acompa ñados por los trece consejeros, se amontonaban en la misma habitación de reducidas dimensiones de la Agencia Federal de Fi nanciación de la Vivienda que se había utilizado el día anterior, cuando el Tesoro les había presentado sus condiciones:17 el Tesoro compraría mil millones de dólares de nuevas acciones prioritarias preferentes de cada compañía, lo cual representaba el 79,9 por ciento de las acciones comunes de cada una de ellas. El Gobierno contribuiría con unos doscientos millones de dólares en cada com pañía, si fuera necesario. Los términos no eran negociables. La reunión finalizó rápidamente, y los directores de Fannie se retiraron para deliberar. Beth Wilkinson se dio cuenta de que tendría que cancelar la cena de cumpleaños que había planeado con su marido, David 17. Rebecca Christie y John Brinsley, «US Takeover of Fannie, Freddie
Off ers "Stopgap"», Bloomberg News, 8 de septiembre de 2008.
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Gregory, de NBC News. Horas más tarde, ese sábado noche el con sejo de Fannie Mae votó finalmente la aprobación. A Paulson lo despertó a las 22.30 de ese mismo día una llamada de Barack Oba ma, en ese momento candidato demócrata a la presidencia. Horas antes, en una alocución de campaña en Indiana, Obama había di cho acerca de la situación de Fannie y Freddie que cualquier actua ción que se llevara a cabo debía centrarse «no en los caprichos de los cabilderos ni en los intereses especiales que los hacen temer por sus bonos y honorarios, sino en la cuestión de si saldrá fortalecida nues tra economía y ayudará a los propietarios en apuros».18 Obama y Paulson hablaron casi una hora. Después del anuncio el domingo de la toma de control, se produjo un notable alivio en el equipo del Tesoro que había traba jado en ello durante semanas. Habían conseguido algo que estaban seguros influiría en gran medida en la estabilización del sistema financiero. Los mercados apreciarían rápidamente que se había eli minado una de las principales fuentes de incertidumbre. El equipo había marcado un gol. Sin embargo, Paulson tenía una preocupación que no lo aban donaba: Lehman Brothers. Ken Wilson, con una tarde libre a su disposición por primera vez desde que había empezado a trabajar con Paulson, abandonó el Tesoro y se dirigió a pie a su apartamento, y de allí a una taberna en Georgetown para cenar mientras veía un partido de fútbol. Esa noche revisó su correo de voz y se encontró con varios mensajes de Dick Fuld. Cuando le devolvió la llamada, Fuld le habló de lo animado que estaba por las noticias sobre Fannie y Freddie, y dijo que espe raba que eso calmara los mercados. Pero estaba angustiado por el hecho de que no surgieran posibilidades de acuerdos para Lehman. La posibilidad coreana parecía condenada al fracaso. El Bank of America estaba perdido. Fuld dijo que la empresa estaba planeando poner en marcha la estrategia del banco viablebanco inviable, con la que esperaba colocar los activos inmobiliarios tóxicos de la com 18. Mientras, Obama hablaba a los periodistas en Indiana el 6 de sep tiembre de 2008. Véase http.//www.msnbc.msn.com/id/26577811/
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pafiía en una firma aparte. Stephen Schwarzman, cofundador de Blackstone Group y antiguo banquero de Lehman, acababa de te ner una conversación franca con Fuld. —Dick, esto es como un cáncer. Tienes que eliminar las partes afectadas. Tienes que volver a la antigua Lehman. Wilson, nervioso ante la posibilidad de que el plan de deriva ción no fuera suficiente, le dijo a Fuld: —Debes pensar seriamente en lo que le conviene a la empresa —con lo que trataba de sugerirle educadamente que tenía que ven der la firma, pero sin utilizar la palabra venta. —¿Qué quieres decir? —preguntó Fuld. —Si las acciones siguen bajando, podría salir de este largo le targo con un precio que no pareciera tan atractivo. Pero tal vez tendrías que aceptarlo para mantener la organización intacta. —¿Qué quieres decir con bajar el precio? —Podría bajar hasta cifras de un solo dígito. —De ningún modo —dijo Fuld con indignación—. ¡Bear Stearns consiguió diez dólares por acción, y no tengo ni puñetera intención de vender la compañía por menos!
Capítulo 12
La noticia empezó a acaparar los teletipos el lunes por la noche, y a las dos de la mañana ya había sido recogida por todas las agencias de noticias del mundo: el KDB ya no pujaba por Lehman. «Todos los ojos están puestos en el rescate de Lehman mientras el salvavi das coreano flota a la deriva», pregonaba el titular de Reuters.1 Jun Kwangwoo, presidente de la Comisión de Servicios Fi nancieros de Corea, había mantenido una breve sesión informativa en Seúl esa noche con los periodistas y había manifestado que las conversaciones mantenidas con Lehman a lo largo del verano esta ban muertas: «Considerando las condiciones del mercado financie ro en el ámbito nacional e internacional, el KDB debía abordar con suma cautela la inversión en Lehman en este momento.»2 El martes por la mañana, Dick Fuld, sentado a solas en su oficina con la mirada fija en las pantallas de los ordenadores, a duras penas contenía su rabia. Para él, las conversaciones habían acabado hacía tiempo. KDB había hecho otro breve intento con una oferta de 6,40 dólares la acción, aunque Fuld no pensaba que fueran en serio, pero para el público, al que habían llegado rumores de un acuerdo, la noticia sería como un mazazo. Las acciones de
232. Kim Yeonhee y Chris Wickham, «Eyes on Lehman Rescue as Korea Lifeline Drifts», Reuters, 8 de septiembre de 2008. 233. Ibídem. Véase además Susanne Craig, Diya Gullapali y Jin Young Yook, «Korean Remarks Hit Lehman», The Wall Street Journal, 9 de septiembre de 2008.
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Lehman cayeron en picado prácticamente desde el momento mis mo en que abrió el mercado.3 El momento del anuncio resultaba especialmente embarazoso para Fuld por cuanto Lehman estaba en medio de la celebración de su conferencia anual de banca en el hotel Hilton de Midtown Man hattan, a escasas dos calles de sus oficinas centrales. 4 Había un ve hículo de la CNBC aparcado justo enfrente para cubrir el segundo día del evento; estaban previstas las intervenciones de Bob Steel, que ahora estaba en Wachovia, y Larry Fink, de BlackRock, para esa mañana. Bob Diamond, de Barclays Capital, había hablado el día anterior. Bart McDade entró en la oficina de Fuld justo después de la apertura del mercado, pero antes de que pudiera decir nada, Fuld empezó a vociferar señalando el televisor: «Otra vez lo mismo. Otra vez la percepción supera a la realidad.»5 McDade, educadamente, se fijó en la pantalla. El titular de la CNBC advertía: «A Lehman se le acaba el tiempo.»6 David Faber, el avezado reportero de la cadena, especulaba sobre el tema, señalando: «Tienen mucho que hacer en tre este momento, y el viernes [...] la compañía anunciará sus bene ficios», para añadir luego en tono profético: «¿Realmente pueden informar de las pérdidas previstas el viernes y decir a continuación que siguen considerando alternativas estratégicas? Puede que sí, y tal vez tengan que hacerlo, pero sin duda surgen muchas pre guntas.» El hecho es que McDade quería hablar con Fuld precisamente del tema que Faber acababa de plantear. McDade le dijo a Fuld que 234. Joe BelBruno, «Lehman Shares Plunge 30 Percent on Report that Talks with Korea Development Bank Ended», Associated Press, 9 de septiembre de 2008. 235. La Conferencia se celebró en el hotel Hilton de Nueva York del 8 al 10 de 2008. El consejero delegado de Wachovia Robert Steel presentó el martes 9 de septiembre, según el comunicado de prensa. «Wachovia CEO Robert K. Steel to Present at Lehman Conference», PR Newswire, 3 de septiembre de 2008. 236. Fuld, según se cita en un artículo de John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Refused as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008. 237. «Stocks to Watch», CNBC, 9 de septiembre de 2008.
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él pensaba que deberían preanunciar beneficios antes de la convo catoria prevista para el jueves siguiente, tal vez incluso al día si guiente. —Tenemos que tranquilizar la cosa —le dijo. —Sí —coincidió Fuld—. Tenemos que actuar con rapidez para que este maremoto financiero no nos arrastre.7 Hank Paulson tenía un aire sombrío el martes por la mañana cuando entró en la sala de juntas situada frente a su oficina en el edificio del Tesoro, seguido por su equipo de asesores: Tony Ryan, Jeremiah Norton, Jim Wilkinson, Jeb Masón y Bob Hoyt. Su reu nión de las diez con Jamie Dimon y con el comité operativo de JP Morgan Chase había sido concertada hacía semanas como parte de una serie de reuniones que la empresa había programado para me jorar las relaciones con el Gobierno.8 —Gracias por venir hasta aquí —dijo Paulson con poco áni mo al abrir la reunión. En realidad, seguía preocupado por la reac ción ante la absorción de Fannie y Freddie, de la que apenas habían pasado cuarenta y ocho horas. Creía que había hecho los movi mientos debidos para orquestar el problema, pero al parecer los inversores no estaban de acuerdo. Lejos de estabilizarse, como pen saba que sucedería, los mercados parecían otra vez a punto de vol verse locos. Pero lo más chirriante de todo era la reacción del Congreso. Estaba especialmente molesto con el senador Dodd, al que perso nalmente había informado el domingo, poco después del anuncio. Él pensaba que Dodd había concedido tácitamente su apoyo, pero al día siguiente se había mofado de él públicamente, dando a en tender que su solicitud de poderes temporales —que Paulson había
238. John Helyar y Yalman Onaran, «Fuld Sought Buffett Offer He Re fiised as Lehman Sank», Bloomberg News, 10 de noviembre de 2008. 239. Según las agendas oficiales conseguidas en el Departamento del Teso ro, esta reunión estaba prevista para las 8.30 del 9 de septiembre de 2008, y fue una de las muchas enumeradas en la agenda de Paulson.
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dicho claramente que no tenía intenciones de utilizar— había sido sólo una treta. —Quería el bazuca, pero no para utilizarlo9 —había comenta do Dodd ante los reporteros el lunes en una conferencia de prensa —. Aceptamos su palabra de que eso era todo lo que iba a ser necesario. Si me engañas una vez, es tu culpa. Si me engañas dos veces, la culpa es mía —y luego planteó abiertamente la pregunta que hasta entonces sólo se susurraba en Washington—: ¿Va a pro ducir esta medida los resultados deseados, o se están contemplando otras? El senador Jim Bunning, que había atacado a Paulson en el verano, llegando incluso a tacharlo de socialista, fue todavía más mordaz: —El secretario Paulson sabía más de lo que dijo ante el Comité de Banca. Sabía que Fannie y Freddie estaban irremisiblemente dañadas. Sabía todo el tiempo que iba a tener que hacer uso de su autoridad a pesar de lo que estaba diciendo ante el Congreso y el pueblo americano.10 Paulson había reservado menos de una hora a la reunión con JP Morgan, a pesar de que sabía lo importante que era para Di mon. —He tratado de alentar la apertura de líneas de comunicación entre Wall Street y el Capitolio —les dijo en esta ocasión a los ban queros, explicando que cuando él dirigía Goldman no había «reco nocido lo importante que era establecer las relaciones adecuadas en Washington». —Conseguir que se hagan las cosas aquí no es tan fácil como parece —dijo, y todos los presentes rieron ante la clara referencia a la nacionalización de Fannie y Freddie. Cuando le preguntó a Dimon lo que pensaba de la jugada, éste, que había alentado a Paulson a aplicar el conservadurismo, respondió de forma positiva y diplomática: 9. Alison Vekshin, «Dodd Plans Senate Hearing on Fannie, Freddie Takeover», Bloomberg News, 8 de septiembre de 2008. 10. Afirmación realizada por Bunning el 8 de septiembre de 2008, titu lada «Bunning Rips Bailout of Fannie and Freddie».
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—Era lo que había que hacer. Pudimos ver la magnitud que estaba alcanzando el problema a lo largo del fin de semana —y añadió que había quedado claro que ciertos vínculos de Fannie y Freddie no se sostendrían al llegar el lunes. Dimon, con gran tacto, evitó mencionar el hecho de que el mercado bursátil no daba la impresión de ir estabilizándose. —Si vosotros lo creéis, chicos, hacedlo saber —dijo Paulson antes de que se levantaran para marcharse—. Me vendría bien la ayuda. Por aquí nadie quiere oír mi análisis.
Tras esa singular petición de ayuda del secretario del Tesoro, los altos ejecutivos de JP Morgan se dividieron en pequeños grupos para realizar las visitas de cortesía de rigor a sus supervisores fe derales. De esas visitas, la más importante fue la de Dimon al presi dente de la Reserva Federal, Ben Bernanke. Dimon llevó consigo a Barry Zubrow, el director de riesgos de la empresa. Cuando Dimon y Zubrow entraron en el edificio Eccles de la Reserva Federal, en la avenida de la Constitución, Zubrow echó una mirada subrepticia a su BlackBerry antes de pasar por los rayos X de seguridad. Lo que vio lo alarmó: las acciones de Lehman ha bían caído un 38 por ciento, desplomándose hasta los 8,50 dólares por acción.11
En el distrito financiero de Lower Manhattan, Robert Wi llumstad, consejero delegado de AIG, estaba en la planta 13 del Banco de la Reserva Federal de Nueva York esperando a que lo re cibiera Tim Geithner. —Va a tardar unos minutos. Está al teléfono —le dijo el asis tente de Geithner. —No hay problema, tengo tiempo —respondió Willumstad. Pasaron cinco minutos, luego diez. Willumstad miró el reloj 11. Joe BelBruno, «Lehman Shares Plunge 30 Percent on Report That Talks with Korea Development Bank Ended», Associated Press, art. cit.
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tratando de no enfadarse. Estaba previsto que la reunión empezara alas 11.15. Después de unos quince minutos, uno de los empleados de Geithner, evidentemente molesto, se acercó a hablar con él. —No quiero ocultarle información —dijo—. Está al teléfono con el señor Fuld —le reveló con una sonrisa de complicidad, como para indicarle que tal vez tendría que esperar todavía un rato—. Está hasta las cejas con lo de Lehman. Por fin, media hora después apareció Geithner y saludó a Wi llumstad. Tras intercambiar algunas fórmulas de cortesía, Willumstad explicó el propósito de su visita: quería que se concediera a AIG la categoría de operador financiero directo, lo cual le daría acceso a las medidas de emergencia puestas en marcha después de la venta de Bear Stearns, con lo cual podría beneficiarse de los mismos présta mos a muy bajo interés sólo disponibles para el Gobierno y otros operadores directos. Geithner se quedó mirando a Willumstad con cara de póquer y preguntó por qué AIG FP merecía tener acceso a la ventanilla de la Reserva que, como Willumstad bien sabía, estaba reservada sólo a las instituciones financieras más necesitadas, que en aquel mo mento eran muchas más que de costumbre. Willumstad volvió a argumentar en su favor, esta vez con una letanía de cifras para respaldar sus razones. Mencionó que AIG FP poseía 188.000 millones en bonos del Gobierno, pero sobre todo, le dijo a Geithner que AIG había vendido lo que se conocía como protección CDS —esencialmente seguros no regulados para inver sores— a todas las principales empresas de Wall Street. —En el tiempo que llevo aquí, nunca hemos concedido una nueva licencia de operador directo, y ni siquiera sé con certeza cuál es el procedimiento —dijo Geithner—. Deja que hable con mi gen te y lo averigüe —sin embargo, antes de que Willumstad se volviera para marcharse, Geithner le planteó la pregunta que realmente le preocupaba, la que lo había tenido pensando toda la mañana—. ¿Se trata de una situación crítica? ¿De una emergencia? Por fortuna, Willumstad iba preparado para abordar esta cues tión.
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—Bueno, ya sabes, sólo te diré que sería beneficioso para AIG —le respondió muy cauto. Se marchó dejando a Geithner dos documentos.12 Uno era una ficha técnica en la que se enumeraban todos los atributos de AIG FP y se explicaba por qué debería darse a la empresa la catego ría de operador directo. El otro era una bomba que Willumstad confiaba en que llamaría la atención de Geithner, un informe sobre el riesgo de AIG como contraparte en todo el mundo, que incluía «2,7 billones de dólares de préstamos pendientes derivados nacio nales, con doce mil contratos individuales». Aproximadamente en mitad de la página, resaltado en negritas, estaba el detalle de lo que Willumstad esperaba que a Geithner le resultara sorprendente: «Un billón de dólares de riesgos concentrados con doce de las principa les instituciones financieras.» No era necesario tener un máster de Harvard en administración de empresas para comprender de inme diato la importancia de esa cifra: si AIG caía, arrastraría consigo a todo el sistema financiero. Geithner, que todavía tenía todos sus pensamientos puestos en Lehman, echó una mirada al documento y lo dejó a un lado. En el Tesoro, Dan Jester, asistente especial de Paulson, acababa de volver a su oficina cuando su secretario le anunció algo sorpren dente: David Viniar, director financiero de Goldman Sachs, estaba al teléfono. Una llamada de Goldman era siempre algo embarazoso para Jester, ya que él había trabajado allí. Con la que estaba cayendo en los mercados, no era momen to para llamadas sociales. Tras una breve pausa, Jester cogió el te léfono, y Viniar, después de saludarlo brevemente, fue derecho al grano. —¿Podemos resultar útiles con lo de Lehman? A continuación, Viniar le dijo que Goldman estaría interesada en adquirir algunos de los activos más tóxicos de Lehman; por su puesto, estaba claro que Goldman sólo lo haría en caso de poder comprar los archivos a la baja, y quería saber si el Tesoro podía ayudar a hacer una aproximación. En cuanto colgó, Jester informó de la llamada a Robert Hoyt, 12. Conseguido por el autor de una fuente confidencial.
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asesor legal del Tesoro. Con todas las teorías de la conspiración que circulaban sobre Goldman y el Gobierno, cualquier filtración so bre la llamada podría ser explosiva, y él no quería quedarse con el culo al aire. Era hora de decírselo a Paulson.
En la torre de Lehman, Alex Kirk atravesó precipitadamente el vestíbulo hasta la oficina de McDade. —Algo raro está pasando —dijo, recobrando el resuello—. Acabo de recibir una llamada de Pete Briger. Briger, el presidente de Fortress Partners, un gigantesco fondo de alto riesgo y firma de capital privado, estaba bien metido en el torbellino de los rumores, una secuela de sus días de asociado de Goldman Sachs. Según explicó Kirk, llamaba con una propuesta que tenía resonancias realmente ominosas. —Sé que eres leal a Bart y a Lehman Brothers, y jamás te haría esta llamada en otras circunstancias —le había dicho Briger—, pero si a lo largo del fin de semana fuerais absorbidos por cualquier otra institución financiera y no estuvieras seguro de querer trabajar con dicha institución en lugar de con Lehman Brothers, realmente me gustaría que vinieras a hablar conmigo. Kirk, estupefacto, a duras penas logró articular una respuesta mientras su mente era un torbellino. —Me siento halagado, aunque realmente espero que no suce da. Ni siquiera tenía idea de que me tuvieras tanto aprecio. —Estuve hablando de ti con Wes el otro día13 —dijo Briger, en referencia a Wesley R. Edens, consejero delegado de Fortress—, y le dije (ya sabes, no es que no te aprecie, pero es lo que le estaba
13. Se pidió a Peter Briger que hiciese memoria para confirmar eso, aun que él reconoce que esta conversación tuvo lugar y expresa exactamente sus sen timientos, niega haber usado la expresión «hijos de puta». Basado en las fuentes del autor, Alex Kirk, que fue visto por el escritor relatando esta conversación a Bart McDade, usó la palabra «hijos de puta» al volver a contarlo.
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diciendo a Wes): «Prefiero tener asociados que sean unos auténticos cabrones y no tipos que cuenten con mi aprecio.»14 Kirk se rió al comentar la conversación con McDade, y repitió dos veces la frase. Sin embargo, lo que lo sorprendía no era el equí voco cumplido de Briger, sino el momento en que lo había hecho y que no podía haber sido una coincidencia; Kirk estaba convencido de que era el resultado de una filtración. —¿Por qué diablos me llama ahora? —le preguntó Kirk a Mc Dade alzando los brazos. Lehman no tenía planteada una fusión con nadie, al menos no todavía. Al ver que McDade se lo quedaba mirando sin responder, Kirk respondió a su propia pregunta. —Estoy seguro de que saben algo que nosotros no sabemos.
Jamie Dimon y Barry Zubrow estaban sentados en la antesala de la Reserva Federal esperando que aparecieran el presidente Ber nanke y sus colegas. Estaba previsto que su reunión transcurriera entre las 11.15 y las 11.45 de la mañana, lo cual significaba que los dos representantes de JP Morgan tendrían que exponer rápidamen te sus argumentos si querían decirle al «guardián de los secretos del templo» todo lo que tenían planeado. Bernanke llegó por fin y ocupó su asiento. También a él le habían llegado informes privados de que Lehman podría preanun ciar unas pérdidas apabullantes al día siguiente, pero había decidido no revelar su información en esta entrevista con los ejecutivos de JP Morgan. Dimon informó a Bernanke de que acababan de hacer una visita a Paulson en el Tesoro, y la conversación giró en torno al va rapalo que estaba recibiendo por orquestar la absorción de Fannie Mae y de Freddie Mac. —La publicidad negativa realmente lo está afectando —reco 14. El señor Briger confirmó haber hecho esa observación pero no está de acuerdo con el uso de la expresión «hijos de puta» a pesar de los relatos de muchas otras fuentes que o bien lo oyeron directamente o bien lo escucharon de labios de Alex Kirk después de localizarlo en el vestíbulo.
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noció Bernanke. Paulson había hablado con él el día anterior y le había lanzado una andanada sobre la cobertura en la prensa. A continuación, Dimon arrancó con lo que llevaba más o me nos preparado, mirando ocasionalmente un papel en el que había garabateado algunas notas mientras venían en el coche. —Ahí fuera hay una falta generalizada de confianza —dijo—. Se lo oímos decir a nuestros clientes; lo notamos en nuestras principales cuentas de corretaje —señaló que si bien el tumulto estaba benefician do, temporal y perversamente, las transacciones de JP Morgan, ya que los clientes lo consideraban uno de los bancos más sólidos, era malo para todos los demás y, a la postre, sería también malo para ellos. Por supuesto, esto no era ninguna novedad para Bernanke, que se limitaba a asentir con su aire más académico. Dimon le dijo a continuación que estaba especialmente pre ocupado por Lehman Brothers. Alabó la decisión de nacionalizar Fannie y Freddie, pero apuntó que la jugada no había calmado los mercados. —Hay confusión sobre el papel que va a desempeñar el Go bierno en el futuro —dijo, esperando una respuesta a la pregunta que estaba en la mente de todos: ¿respaldaría la Reserva Federal otros rescates? Bernanke, sin embargo, no estaba dispuesto a mostrar sus car tas, y cuando la reunión llegó a su fin se limitó a decir: —Estamos barajando algunas iniciativas. Sólo tratamos de ir por delante de todo esto.
Rodgin Cohén, que sufre de la espalda, estaba de pie ante el ordenador en su despacho de la planta 30 de las oficinas de Sullivan & Cromwell con vistas al puerto de Nueva York cuando sonó el teléfono. Era Dick Fuld, quien le dio instrucciones de llamar a Curl del Bank of America. Cohén garabateó un guión mientras hablaba con Fuld. Lo que se jugaban en esto era demasiado como para im provisar una presentación. —De acuerdo. Te llamo en cuanto haya hablado con él. Cohén volvió a estudiar el guión una vez más y ya tenía a Curl en la línea.
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—Mira —le dijo en tono amigable—, el mundo ha dado mu chas vueltas. Nos gustaría volver a considerarlo. —Bueno... vale —dijo Curl lentamente, dejando claro que, aunque estaba dispuesto a escuchar las palabras de Cohén en nom bre de su cliente, tenía sus reservas. —Tenemos dos prioridades. Preservar la marcha y la repu tación de Lehman y dejar en buena situación a su gente —dijo Cohén. A continuación, comprobando la línea siguiente de su guión, hizo una pausa para conseguir más efecto. —Te habrás dado cuenta de que el precio no es una prioridad —prosiguió—. Aunque, por supuesto, hay un precio por el cual no podríamos hacer una transacción. —Podría interesarnos —respondió Curl manteniendo su cau tela—. Déjame hablar con el jefe y te vuelvo a llamar. —Greg, nos interesaría hacer algo pronto —le dijo Cohén. —Lo entiendo.
Dimon y Zubrow saltaron de su coche negro frente al 601 de la avenida Pensilvania, un moderno edificio de piedra de seis plan tas, situado al noroeste de la Casa Blanca, que alberga el cuartel general de JP Morgan en Washington. Allí trabajaba toda la gente con relaciones en el Gobierno, de modo que no era raro ver un constante desfile de cabilderos vestidos de Gucci. Cuando Dimon y Zubrow llegaron, la mayor parte de los miem bros del comité operativo había acabado sus reuniones de la mañana y estaba almorzando en una sala de juntas de la segunda planta. Hacían circular una bandeja con sandwiches y refrescos mientras Cavanagh contaba cómo había ido su conversación con Sheila Bair y Black entre tenía al grupo con anécdotas de su encuentro con James Lockhart. Cuando, como era inevitable, la conversación pasó a Lehman y a la caída del precio de sus acciones, Dimon les contó lo de su conversación con Bernanke. —Creo que lo ha captado —dijo Dimon, pero cuando un banquero preguntó si la Reserva Federal iba a rescatar a Lehman, la respuesta de Dimon fue categórica:
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—Eso no va a suceder. Los ánimos se volvieron más sombríos todavía cuando todos se dieron cuenta de lo que representaría para ellos un desastre de esa magnitud. Si Lehman se venía abajo —y el Gobierno optaba por no intervenir— la propia JP Morgan podría sufrir pérdidas colosa les. Zubrow informó al grupo de que John Hogan, principal res ponsable de riesgos del banco de inversión de JP Morgan, había solicitado a Lehman más de cinco mil millones de garantías sub sidiarias la semana anterior, y lo había vuelto a hacer durante el fin de semana, pero todavía no había recibido nada. Además, Zu brow había ido a ver al director financiero de Lehman, Ian Lowitt, y lo había puesto sobre aviso de que en JP Morgan estaban preocu pados por ellos. Decidieron llamar a Fuld para exigirle que enviara las garan tías subsidiarias de inmediato. Black y Zubrow se retiraron e hicieron la llamada sabiendo que no iba a ser una conversación agradable. —Ya sabes que tenemos un riesgo interdía por un valor de entre seis mil y diez mil millones y no tenemos garantías subsidia rias suficientes —dijo Black, recordándole además que JP Morgan había pedido cinco mil millones la semana anterior—. Sabemos que éste es un trago duro para vosotros —continuó—, de modo que dediquemos algo de tiempo a solucionar esta cuestión sin que represente para vosotros un gran problema. En el fondo, Black sabía que estaba siendo excesivamente ge neroso. Podría haber dicho sencillamente: «Si no lo hacéis, pode mos hacer que bajéis la persiana mañana por la mañana, y tenemos todo el derecho a hacerlo.» En un principio dio la impresión de que Fuld había entendido la velada amenaza. —Voy a reunirme con mis muchachos y le echaremos una mirada —dijo con resignación. A continuación incorporó a Lowitt a la conversación y le explicó con calma la situación. Los cuatro hablaron de algunas opciones que podrían permitir a Lehman en tregar las garantías subsidiarias. Tal vez Lehman podría trasladar todo su líquido a JP Morgan y dejarlo sólo en depósito para que respaldara el capital de la compañía.
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—Nos estamos preparando para preanunciar mañana —le dijo Fuld a Black—. Tal vez necesitaríamos retrasarlo un día si vo sotros realmente pensáis que Jamie podría acceder a mantener una conversión y asumir parte de lo nuestro. A los banqueros de JP Morgan les pareció una idea absurda, como si alguien le pidiera cambio al cobrador del frac. Black miró a Zubrow como diciendo: Fuld tiene la partida perdida. Fue muy cauto en su respuesta. —No se me ocurre ninguna idea, ninguna idea brillante, pero si lo que me estás diciendo en que habéis llegado a ese punto en el que podríais considerar... que estáis en ese punto en el que la cosa se está poniendo realmente difícil, entonces deja que nos sentemos a conversar y veamos si hay algo que podamos hacer. Cinco minutos después, tras una rápida y sobria discusión con sus colegas, Black estaba otra vez al teléfono con Fuld. —Dick, nadie va a... no hay nada que podamos hacer y, fran camente, no hay nadie que vaya a hacer nada que no responda a sus propios intereses —explicó Black—. Lamento decir esto, pero lo que te sugiero es que llames a la Reserva Federal para ver si ellos pudieran tratar de armar una propuesta del tipo Capital a Largo Plazo y aunar todas las voluntades. Se produjo una pausa al otro lado de la línea y luego Fuld dijo con tono gélido: —Eso sería terrible para nuestros accionistas. Black casi no pudo contener la risa. —A nadie le van a importar una mierda vuestros accionistas —respondió. Fuld trató de contener su frustración mientras trataba de vol ver a interesar a Black. —Acabo de hablar con Vikram —anunció—. El Citi va a en viar a un puñado de tipos para hablar con nuestros chicos de los mercados de capital, y con algunos de nuestro equipo de dirección, y ver si hay algún tipo de solución de mercado de capital que pu diéramos anunciar al mismo tiempo que nuestros beneficios. ¿El Citi? ¿Estaba de broma? —Está bien —dijo Black cautamente—. Podemos enviar a algunos de los nuestros.
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Black llamó de inmediato a Doug Braunstein, jefe de la con sultoría de banca de inversión de JP Morgan. —Me gustaría que fuerais tú y John Hogan —le dijo tras ex plicarle la situación—. No tengo ni idea de lo que quieren. El he cho de que el Citi tenga una idea probablemente significa que no funciona —dijo con una risita—. Pero veamos en qué andan y de qué están hablando. Hank Paulson tenía la mirada fija en su terminal Bloomberg, observando con atención el precio de la acción de Lehman. Eran las 14.05 y había bajado un 36 por ciento, hasta los nueve dólares, su nivel más bajo desde 1998. Acababa de hablar con Fuld, que lo había llamado para poner lo al día de su intento con el Bank of America. A Paulson le com placía ver que Fuld se estaba tomando la cosa en serio, pero temía que fuese demasiado tarde. En ese momento, en su televisor sintonizado en la CNBC, los comentaristas de la cadena hablaban de la especulación. Paulson cogió el teléfono para llamar a Geithner. Quería ha blar con él para ver qué otras opciones podían considerar. Al cierre de la Bolsa de Nueva York, las acciones de Lehman habían sufrido un golpe brutal, acabando el día a 7,79 dólares, es decir, con una caída del 45 por ciento.15 La secretaria de McDade no podía atender tanta llamada. El propio McDade tenía que ayu dar a su nuevo director financiero, Ian Lowitt, a preparar los núme ros para el anuncio de beneficios del día siguiente. Habían decidi do oficialmente que tenían que preanunciar algo, lo que fuera, ya que los inversores querían oír algún comentario de su parte. McDade acababa de tener una desconcertante conversación con Fuld, quien le informó de que Paulson lo había llamado direc tamente para sugerirle que la firma abriese sus libros a Goldman Sachs. McDade nunca había dado mucho crédito a la teoría de la conspiración de Goldman, pero el informe de Fuld le resultó in quietante y un momento después estaba hablando por teléfono con 15. Dick Bove a Erin Burnett, StreetsSigns, «LEH Shares Down», CNBC, 9 de septiembre de 2008.
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Harvey Schwartz, el responsable de mercados de capital de Gold man. Comenzó diciendo que llamaba por sugerencia de Hank. Después de otra conversación desconcertante, McDade cruzó el vestíbulo y le dijo a Alex Kirk que llamara inmediatamente a Schwartz, de Goldman, y le dio instrucciones para concertar una reunión y obligarlos a firmar un acuerdo de confidencialidad, acla rándole que era sugerencia directa de Paulson.16 A las 16.30, Paulson le pidió a su asistente, Christal West, que llamara a Ken Lewis.17 Ken Wilson acababa de ponerlo al tanto de su llamada más reciente a Fuld —la séptima del día— otra vez con respecto al Bank of America. Wilson le dijo a Paulson que todo lo que necesitaban hacer ahora era exponer el caso directamente a su consejero delegado. —Tengo a Lewis en la línea —dijo West por fin a Paulson, que cogió el teléfono. 240. Esta cita es una de las pocas que causaron confusión y consternación en distintas fuentes. Todas las fuentes de esta escena están de acuerdo en que éste fue el comentario que McDade hizo en ese momento, basado en su conversación con Fuld. También está claro que Paulson habló con Blankfein y con Fuld sobre cómo debían tratar las dos compañías una con otra acerca de una venta de los activos inmobiliarios de Lehman, y que David Viniar, director financiero de Goldman, hizo una llamada a Dan Jester a primera hora de ese día para ayudarlo a orquestar las negociaciones, que se detallan en una escena anterior. La agenda de Paulson cita una serie de llamadas telefónicas entre Paulson y Fuld, y Paulson y Blankfein ese día, con al menos una que dio lugar a una rápida respuesta de cada uno de ellos entre sí. Además, numerosas fuentes que tienen conocimiento de esas conversaciones dicen que Paulson sugirió que Fuld mantuviese conversa ciones con Goldman, como una posibilidad más. Hasta aquí, todos de acuerdo. Lo que está confuso es por qué Fuld tenía la impresión de que Goldman estaba trabajando para el Gobierno. No hay pruebas de que fuera así, ni tampoco de que Paulson lo dijera directamente. Lo que parece más probable es que se trate de un malentendido, sobre el cual Fuld hizo algunas suposiciones, y Goldman, durante sus llamadas de teléfono a McDade y Kirk, hizo muy poco por desmentir esas apreciaciones hasta el miércoles por la mañana, cuando se requería claridad para ejecutar el acuerdo de confidencialidad e iniciar la diligencia debida. 241. Shawn Tully, «Meanwhile, Down in Charlotte...», Fortune, 13 de oc tubre de 2008.
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—Ken —comenzó con tono serio—, te llamo por lo de Leh man Brothers —y tras una pausa añadió—: Me gustaría que le echaras otra mirada. Tras algunos segundos de silencio, Lewis accedió a considerar lo, pero agregó: —No sé qué utilidad estratégica puede tener para nosotros —no obstante, dejó claro que el precio tendría que ser adecuado—. Si hay un buen acuerdo financiero, creo que podría hacerse. Según le dijo a Paulson, su mayor preocupación respecto de un posible acuerdo era Fuld, del que Lewis pensaba que podía ser poco realista a la hora de poner precio. Le contó a Paulson lo mal que había ido su reunión de julio. —Esto no está en manos de Díck —le aseguró Paulson. Era una afirmación contundente que sólo podía interpretarse de una manera: podéis negociar directamente conmigo.
A las 19.30, la sala de juntas de la planta 30 de Simpson Tha cher estaba repleta de ejecutivos de JP Morgan y Citigroup, presas de la impaciencia. —Esto va a significar la pérdida de dos horas de nuestro tiem po —le susurró John Hogan de JP Morgan a su colega Doug Braunstein, que se limitó a sonreír secamente. Larry Wieseneck saludó a Gary Shedlin —corresponsable de instituciones financieras mundiales de M & A de Citigroup y uno de sus amigos más íntimos— y se dio cuenta de que no conocía a muchos de los presentes. A Wieseneck le preocupaba especialmente el desequilibrio de gente del departamento de riesgos de JP Morgan, por comparación con los banqueros negociadores que había supuesto vendrían para ayudarlos a considerar sus opciones. Tras disculparse por el retraso, Wieseneck anunció a los pre sentes que estaban esperando a Skip McGee, director de banca de inversión de Lehman. —Tenemos aquí a un montón de gente —se quejó Braun stein, que se había traído a todo su equipo—. No podemos esperar toda la noche.
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Mientras iba creciendo la tensión en la sala, Whitman recibió por fin un correo de McGee diciéndole que empezaran sin él, pues era poco probable que pudiera llegar. Después de llamar al orden, Wieseneck empezó a exponer el plan de Lehman para desprenderse de sus activos inmobiliarios como un «banco tóxico». Todos estuvieron de acuerdo en que era un buen plan, pero expresaron su preocupación de que tal vez lle gara demasiado tarde, ya que llevaría meses hacerlo realidad, ade más Lehman tendría que dotar a la entidad por lo menos de un capital módico para evitar que cayera inmediatamente. Wieseneck abrió entonces el turno de preguntas, y casi de inme diato se molestó por la gran cantidad de dudas planteadas por los ban queros de JP Morgan y que, en su mayoría, no tenían nada que ver con ayudar a Lehman a captar capital. Todas eran preocupaciones legítimas que podía tener cualquier inversor prudente, pero en este caso Wieseneck y Whitman sospechaban que estaban más dirigidas a proteger a JP Morgan. Las preguntas de Shedlin, en cambio, iban orientadas a diversas estructuras posibles de acuerdos capaces de ayudar a Lehman, pero quedaban ahogadas por los demás banqueros sentados a la mesa. El único punto en que estaban de acuerdo los banqueros de ambos lados era en que Lehman no debería anunciar su plan de se gregación a menos que pudiera identificar la magnitud exacta del «agujero» que necesitaba llenar. —Anunciándolo —les advirtió Hogan—, sólo conseguiríais añadir más incertidumbre al mercado. Os aplastarían. Shedlin fue todavía más crudo: —Mirad, creemos que es muy peligroso para vosotros plan tear una estrategia de segregación que llevaría a todos a creer que tenéis todavía un agujero financiero muy significativo. Tras terminar la reunión, Wieseneck y Whitman se quedaron con dos mensajes tan claros como el agua. El primero: olvidaos de anunciar el plan, pero si creéis que debéis hacerlo, mucho cuidado con hablar de captar nuevo capital y no os pilléis los dedos con una cifra específica. Sin embargo, fue el segundo mensaje el que les hizo compren der la verdadera gravedad de su situación: estáis solos en esto. Ningu no de los bancos se ofreció a abrir nuevas líneas de crédito.
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En cuanto abandonaron el edificio y cruzaron la avenida Lexington, Braunstein y Hogan llamaron a Jamie Dimon y Steve Black para explicarles con pelos y señales lo que Lehman se dispo nía a anunciar al día siguiente. —Tenemos que asegurar nuestros riesgos contingentes —in sistió Hogan—. No quiero participar en esto.
Desde el cuartel general de Bank of America en Charlotte, Carolina del Norte, Greg Curl llamó a Ken Wilson, del Tesoro, que seguía en su oficina respondiendo una llamada tras otra. Lo que esperaba Wilson era que Curl le anunciara que iba a tomar un avión a Nueva York para empezar a trabajar en lo de Lehman, pero la noticia que le dio fue muy diferente. —Estamos en un impasse con la Reserva Federal de Richmond —explicó. Jeff Lacker, su presidente y regulador del Bank of Ame rica, estaba preocupado por la salud del banco y les estaba metien do presión para que captaran capital nuevo desde que en julio hu bieran cerrado su adquisición del Countrywide. —No dejan de hacernos la puñeta —se le quejó Curl a Wil son, que era la primera noticia que tenía de esto. Según le contó Curl, cuando el Bank of America estaba considerando la adquisi ción del Countrywide, allá por enero, una compra que el Gobierno había alentado calladamente para evitar la implosión de esa empre sa, la Reserva Federal había dado a entender que relajaría las exigen cias de capital si se cerraba el trato, o al menos eso era lo que había entendido Ken Lewis—. Vamos a necesitar tu ayuda —le dijo a Wilson—, o no podremos seguir adelante. Wilson reconoció claramente la jugada: Bank of America esta ba usando la situación de Lehman como moneda de cambio. El banco ayudaría a Lehman, pero sólo si el Gobierno le hacía un fa vor a cambio. Lewis estaba jugando duro a través de Curl. Wilson prometió echar una mirada al asunto e inmediatamen te llamó a Paulson. —No te vas a creer esto...
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A las diez de la noche, un frustrado McDade seguía atendien do consultas en la sala de juntas del piso 31 de Lehman Brothers. Acababa de enterarse de que Bank of America no iba a acudir a Nueva York a la mañana siguiente, aunque todavía no entendía muy bien por qué. —Vamos a contrarreloj —dijo. Horas antes, McDade había rogado a Fuld que se fuera a casa y durmiera un poco. Necesitaba estar en su mejor forma para anun ciar los beneficios al día siguiente. Desde que Fuld se había ido, había estado revisando varios borradores del comunicado de pren sa. ¿Qué debían decir? ¿Qué podían decir? ¿Cómo debían hacerlo? Acababa de aleccionar a Lowitt, su director financiero, sobre cómo abordar su parte de la presentación cuando Wieseneck y Whitman llegaron de su encuentro con JP Morgan y el Citigroup. Antes de reunirse con todos en la sala de juntas, lo hicieron con Jerry Donini, Matt Johnson y media docena más de banqueros a los que Whitman describió toda la entrevista. —Fue increíble —fue su conclusión mientras meneaba la ca beza—. ¡Fue como una convención de riesgos de JP Morgan! A continuación, todos se reunieron con McDade en la sala de juntas, donde, después de que Wieseneck y Donini pusieron a to dos al tanto del plan de segregación, el primero los hizo partícipes del consejo que les habían dado JP Morgan y el Citigroup. —Tenemos que tener cuidado sobre la forma de transmitir el mensaje de que queremos o no captar capital —advirtió Donini. Cuando finalmente levantaron la reunión, era más de la una de la madrugada. Una pequeña flota de berlinas negras esperaba en la Séptima Avenida, frente al edificio, para llevar a los banqueros a casa. Tenían que estar de vuelta en la oficina apenas cinco horas después, lo que les daba tiempo tal vez para un sueñecito y una ducha como preparación para un día que, sospechaban, sería deci sivo para su futuro.
Capítulo 13
Los diarios del miércoles 10 de septiembre de 2008 estaban exten didos por toda la oficina de Dick Fuld, a la que habían llegado a las 6.30 Bart McDade, falto de sueño, y Alex Kirk para hacer los pre parativos de última hora para la teleconferencia que tendría lugar apenas tres horas y media más tarde. Las noticias no eran buenas. La portada de The New York Times rezaba: «Apenas unos días después de que la Administración Bush tomara el control de las dos empresas financieras hipotecarias de la nación, Wall Street está ate nazada por el miedo de que otra gran institución financiera, el ban co de inversión Lehman Brothers, pueda irse a pique... y de que esta vez el Gobierno no pueda acudir al rescate.»1 Varios párrafos más abajo venía la cita que sucintamente esbo zaba la amenaza a la que ahora se enfrentaban: «A algunos puede preocuparles que el Tesoro ya haya asumido demasiadas cargas a costa del contribuyente y que no le quede capacidad para hacer se cargo de Lehman»,2 decía David Troné, un analista de FoxPitt Kelton. The Wall Street Journal señalaba las diferencias entre lo que había ocurrido durante los últimos días de Bear Stearns y lo que es taba sucediendo ahora en Lehman.3 Sobre todo había una: Lehman podía acudir a un préstamo de la Reserva Federal. 242. Jenny Anderson y Ben White, «Wall Street s Fears on Lehman Bros. Batter Markets», The New York Times, 10 de septiembre de 2008. 243. Ibídem. 244. «La situación de la firma difiere notablemente de la de Bear Stearns, que fue intervenida a principios de este año después de entrar en una crisis de
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No sólo los inversores en acciones estaban nerviosos. Fuld y McDade ya habían empezado a recibir noticias del parqué esa mañana que indicaban que más fondos de alto riesgo estaban retirando su dinero de Lehman. Una señal de lo desesperada que se había vuelto la situación era que GLG Partners de Londres — cuyo mayor accionista, con una participación del 13,7 por ciento, era Lehman— reducía el monto de negocios que tenía con la empresa. 4 Mientras repasaban una vez más el guión del anuncio de beneficios, sonó el teléfono móvil de Kirk. Era Harvey Schwartz, de Goldman Sachs, que llamaba por lo del acuerdo de confidencialidad que estaba preparando Kirk. Sin embargo, antes de empezar a hablar de esa cuestión, le dijo a Kirk que tenía algo importante que decirle: «Para despejar cualquier duda, Goldman Sachs no tiene un cliente. Estamos haciendo esto como principal.» Kirk hizo una pausa para tratar de asimilar lo que acababa de decir Schwartz. —¿Ah sí? —trataba de que no se notara su conmoción—. ¿Goldman es el comprador?
—Sí —respondió Schwartz perfectamente tranquilo. —De acuerdo. Tendré que volver a llamarte —dijo Kirk, poniendo fin nerviosamente a la conversación.
liquidez. A diferencia de Bear Stearns, Lehman tiene acceso a las nuevas ayudas de la Reserva Federal, que puede proporcionar fondos a corto plazo cuando los mercados no lo hacen, además de la posibilidad de intercambiar activos líquidos por valores más seguros, como los valores del Tesoro.» Susanne Craig, Randall Smith, Serena Ng y Matthew Karnitschnig, The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2008. 4. El 16 de septiembre de 2008, GLG Partners sacó el siguiente comuni cado sobre Lehman Brothers: «Con respecto a Lehman, la semana pasada GLG transfirió sustancialmente todas las posiciones restantes de sus fondos a otros operadores de primera línea. La mayoría de estas transferencias ya ha sido liquidada y esperamos que en breve se liquiden las restantes. Creemos que la exposición residual de los fondos GLG en Lehman no será material. Lehman también es accionista de GLG, con un paquete de aproximadamente 33,7 millones de acciones, a través de Lehman (Cayman Islands), compañía de las islas Caimán, que representan el 13,7 por ciento del total de las acciones de GLG en circula
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—¡Eh, chicos! —casi les gritó a Fuld y McDade—. ¡No tienen un cliente! —¿Qué quieres decir? —preguntó Fuld, alzando los ojos can sados de sus notas. —Actúan por su propia cuenta. Por Goldman. Eso fue lo que me dijo. Los minutos que siguieron los tres estuvieron lanzando al aire ideas sobre el curso que debía tomar la acción. Como era natural, McDade estaba preocupado por la perspectiva de compartir infor mación con un competidor directo. ¿Cuánto querían divulgar real mente? Al mismo tiempo, tenía la sensación de que no podían opo nerse a un plan que, según creía, había partido de Paulson. Kirk todavía tenía más reservas. ¿Por qué dar acceso a Gold man Sachs a sus oficinas? ¿No habían leído When Genius Failedi Era evidente que se refería al éxito de ventas de Roger Lowenstein sobre la crisis de LTCM. En él se describe en una escena a Goldman Sachs, que trata de aprovecharse del desastre ofreciendo su ayuda como forma de meterse en los libros de LTCM y descargar todas sus posiciones en un portátil, una acusación que Goldman negó en todo momento. —Nos la van a dar con queso —advirtió Kirk. McDade, volviendo a sus preparativos para la teleconferencia dejó bien clara su postura: —Hank Paulson nos dijo que los dejáramos entrar y los va mos a dejar entrar.
Gregory J. Fleming, presidente y director general de Merrill Lynch, tenía un ojo puesto en la CNBC mientras corría en una cinta del gimnasio del hotel RitzCarlton en el centro de Dallas. Había pasado el día anterior con clientes en Houston y tenía pro gramada una sesión en el ayuntamiento con los empleados de Merrill antes de tomar el vuelo de regreso a Nueva York. Mientras corría, la CNBC informó de que Lehman Brothers acababa de anunciar sus beneficios anticipándose a su teleconferen cia y había comunicado extraordinarios planes de segregación. —Esto se está poniendo feo —le dijo Fleming a Herlihy cuan
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do contestó su llamada en el móvil—. ¿Cómo están mis amigos de Charlotte? Herlihy se dio cuenta del camino que llevaba la conversación y trató de desviarla inmediatamente. —No vayamos por ese camino, Greg —respondió. —Sólo quiero que me digas una cosa. Si estás pensando en Lehman tienes que decírmelo. Podríamos estar interesados en tener una conversación. Tú y yo sabemos que sería un acuerdo mucho más conveniente. —Ya hemos transitado antes este camino —dijo Herlihy, evi dentemente incómodo. No vamos a hacer nada a menos que se nos invite. Si vas en serio, éste sería un buen momento para ponerte en marcha. Esa era toda la confirmación que Fleming necesitaba para quedar convencido de que Bank of America iba a pujar por Leh man. A continuación llamó a Peter Kelly, abogado especialista en transacciones de Merrill, y le contó su conversación con Herlihy. —Mira, tenemos que asegurarnos de que Bank of America hable por nosotros —le indicó Kelly después de que los dos hubie ron discutido las ramificaciones—. Tienes que convencer a John. —Es un listón alto —dijo Fleming. Los dos sabían que él y Thain estaban enfrentados. —Lo sé —dijo Kelly—, pero por eso te pagan lo que te pagan —antes de cortar hizo una última puntualización: tal vez tendrían que pasar por encima de Thain—. Si no puedes convencer a John (y sé que es un procedimiento subversivo, pero es en interés de los ac cionistas) tienes que tratar de llegar al consejo de administración.
La sala de juntas de la planta 31 de Lehman Brothers estaba más atestada que de costumbre para un anuncio de beneficios, pero lo que normalmente era una cuestión más o menos rutinaria había empezado a percibirse últimamente como algo más parecido a un juicio por prevaricación. Fuld entró con paso seguro, como si no sucediera nada fuera de lo común. Sin embargo, todos los presentes sabían que siempre había dejado que su director financiero se ocupara de estas cuestio
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nes porque no se sentía cómodo participando en ellas. Muchas co sas dependían de lo que dijera ese día; millones de dólares se gana rían o perderían en intercambios en todo el mundo dependiendo de cómo fuera recibida su presentación. Shaun Butler, el director de relaciones con los inversores, echó una mirada a su jefe. —¿Estás listo? —Sí —respondió Fuld, casi con un gruñido. Cuando se estableció la línea, lentamente bajó la cabeza y se lan zó a la lectura de su guión, pronunciando las palabras con decisión. A la luz de lo ocurrido en los dos últimos días, esta mañana hemos adelantado la publicación de nuestros resultados trimestra les.5 También aprovechamos para anunciar varios cambios finan cieros y operativos que constituyen un significativo reposiciona miento de la empresa, entre otras cosas reduciendo agresivamente nuestro riesgo en el campo de los activos inmobiliarios, tanto co merciales como residenciales. Estas medidas conseguirán reducir sustancialmente el riesgo de nuestro balance y reforzar el énfasis en nuestros negocios cen trados en el cliente. También pretenden mitigar la posibilidad de futuras depreciaciones, y permitir que la firma recupere su rentabilidad y refuerce nuestra capacidad para ganar retornos apropiados de nuestro activo neto sin ajustes por riesgos. Resumiendo: Lehman Brothers va bien. Apreciamos su pre ocupación, pero tenemos la situación bajo control. Esta firma tiene una historia [de hacer frente a la adversi dad] —continuó—. En muchas ocasiones hemos tirado juntos del carro cuando los tiempos eran difíciles [...]. Estamos en el buen camino para dejar atrás estos dos últimos trimestres. Fuld pasó el testigo entonces a su director financiero, Lowitt, que, con su cerrado acento sudafricano describió lo que Lehman quería vender como sus «iniciativas estratégicas clave». 5. Transcripción de la comunicación de beneficios preliminar F3Q08 de Lehman Brothers, del 10 de septiembre de 2008.
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Explicó su maniobra para segregar sus activos tóxicos en una empresa aparte a la que llamarían REÍ Global, a fin de que no conta minaran el resto de sus activos. A primera vista, la segregación parecía una solución limpia y elegante que, al eliminar los activos conflicti vos del balance de Lehman Brothers, haría que la empresa quedara fortalecida, tal como Fuld había indicado que sucedería. Pero de lo que no se hablaba era precisamente de lo que había preocupado a los banqueros en la reunión mantenida con JP Morgan y con el Citi la noche anterior: la posibilidad de tener que dotar de fondos a la nueva empresa. ¿De dónde iba a sacar Lehman el dinero para ello cuando necesitaban retener la mayor cantidad posible de capital? A menos de un kilómetro de allí, en su oficina próxima a la Estación Central, David Einhorn estaba reunido con su equipo de analistas, escuchando la comunicación de los resultados de Lehman en un altavoz. No daba crédito a lo que oía. Seguían tratando de evitar la depreciación de esa basura, de los activos tóxicos. ¿Qué espera
ban conseguir? Él tenía muy claro que los activos en cuestión valían mucho menos de lo que Lehman decía. —¡En el mismísimo comunicado de prensa se admite que no van a depreciarlos! —dijo Einhorn a sus analistas. Señaló una frase que figuraba en la declaración de la compañía—: «REÍ Global po drá gestionar los activos sin la presión de la volatilidad de los ajustes al mercado.» En lugar de eso, Lehman sostenía que al segregar los activos inmobiliarios podrían «contabilizar sus activos como valores reteni dos hasta su vencimiento». En otras palabras, tal como Einhorn si guió exponiendo, «pueden seguir componiendo los números como les dé la gana». En el centro de la ciudad, Steven Shafran y un equipo de fun cionarios de la Reserva Federal también estaban escuchando la tele conferencia, algunos sin poder salir de su asombro. Shafran, el ad junto especial del Tesoro, había volado a Nueva York la noche antes a instancias de Paulson para facilitar la coordinación entre el Teso ro, la Reserva Federal y la SEC en caso de que la situación de Leh man experimentara un rápido deterioro. A medida que avanzaba la exposición, Shafran le comentó a su gente:
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—Lo realmente apabullante de todo esto es que estos tipos son banqueros de inversión a los que les pagan las grandes corpora ciones para asesorarlos en situaciones difíciles. ¿Conocéis esa vieja máxima según la cual un médico jamás debería tratarse a sí mismo? Ésta parece una de esas situaciones. En la parte de preguntas y respuestas, Michael Mayo planteó la tan temida cuestión, de dónde saldría el dinero. Lowitt salió del paso haciendo una finta: al reducir su tamaño con la segregación, Lehman necesitaría menos capital. Aunque las dudas quedaron flotando en el aire, por unos mo mentos casi pareció que Fuld podría proclamarse victorioso: las ac ciones de Lehman Brothers abrieron esa mañana con un ascenso del 17,4 por ciento. Eso podría darle el respiro que necesitaba. Al otro lado del Atlántico, un grupo de altos ejecutivos de Bar days, en Londres, también escuchaba atentamente, tomando meti culosas notas, en la sede central de la empresa a la que llamaban «el Bungalow», en Canary Wharf.6 Se habían inscrito en teleconfe rencia con un nombre supuesto. Bob Diamond, consejero delega do de Barclays Capital, llevaba meses dándole vueltas a la posi bilidad de comprar Lehman, desde que en abril había recibido la llamada de Bob Steel cuando éste todavía estaba en el Tesoro. En cuanto terminó la teleconferencia, los ejecutivos de Bar clays descubrieron que estaban de acuerdo: apostarían por la em presa, pero sólo si la podían conseguir a muy bajo precio. Diamond volvió a su oficina y llamó a Bob Steel a su nuevo número en Wa chovia. —¿Recuerdas nuestra conversación sobre Lehman? —le pre guntó. 6. «Las torres de la sede central de HSBC en Canary Wharf sobresalían por encima de la de Barclays, hasta el punto de que los empleados de HSBC habían rebautizado a su vecino edificio como "el Bungalow". Un portavoz de Barclays replicó: "El tamaño no es nuestro objetivo, sino el crecimiento." Toucbé.» Dominic Walsh, «Barclays Bungalow; City Diary», Times (Londres), 8 de julio de 2006.
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—Por supuesto —fue la respuesta de Steel. —Bueno, ahora estamos interesados.
Puede que las acciones de Lehman se estabilizaran temporal mente tras la teleconferencia, pero apenas una horas después, Fuld se enfrentó a un nuevo problema: el servicio a los inversores de Moody's anunció que se estaba preparando para someter a revisión la calificación crediticia de Lehman, advirtiendo que si la empresa no entraba en breve en «una transacción estratégica con un socio financiero más fuerte», rebajaría su calificación. Fuld decidió lla mar a John Mack, consejero delegado de Morgan Stanley. Necesi taba opciones, y a diferencia de la relación que mantenía con Ken Lewis y Lloyd Blankfein, en Mack sí confiaba. —Oye, realmente necesito hacer algo —le dijo Fuld—. Hagá moslo juntos. —Dick, quiero ayudar, pero realmente no tiene el menor sen tido. Ya hemos hablado de esto antes —respondió Mack, recordán dole la reunión que habían tenido en su casa en el verano—. Hay mucho solapamiento. No obstante, después de colgar, Mack siguió pensando sobre la posibilidad de un acuerdo con Lehman y sintió curiosidad. —Lo he estado pensando —dijo devolviéndole la llamada a Fuld—. Estoy de acuerdo contigo. Deberíamos hablar. Después de que Fuld le diera las gracias por reconsiderarlo, Mack hizo una pausa y luego continuó con firmeza: —Dick, soy un tipo muy directo. Me caes muy bien, pero debemos dejar las cosas muy claras, ésta no es una fusión en pie de igualdad. Sólo una persona puede ponerse al frente de esto. Eso tiene que quedar claro desde ahora. Después de un silencio incómodo, Fuld respondió por fin. —No lo había pensado así —y luego, tras otra breve vacila ción, añadió—: Déjame que lo piense. Te volveré a llamar. Veinte minutos después, Fuld estaba otra vez al teléfono. —Mira, tienes razón —dijo con voz que acusaba la tensión de los últimos días—. Quiero hacer lo correcto. Veamos qué puede hacerse.
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Fuld sugirió que concertasen una reunión entre los altos direc tivos de ambas empresas, sin que ni él ni Mack estuvieran presen tes. Que ellos decidieran si era o no una buena idea. La reunión quedó fijada para esa noche en el apartamento de Walid Chammah, copresidente de Morgan Stanley. Bob Diamond tamborileaba con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba que se pusiera al teléfono Tony Ryan, del Tesoro, a quien Bob Steel había sugerido que llamara. —Tony —empezó Diamond—. ¿Recuerdas la conversación que tuve con Steel? Durante un momento Ryan pareció confundido. —¿Cuál? —preguntó, tratando de actuar como si supiera de qué le estaba hablando Diamond. —Sobre Lehman. —Oh, sí, sí. —Quería llamarte porque pensé que valdría la pena que ha blara con Hank. Si no, no pasa nada, pero tengo la sensación de que deberíamos tener una conversación. Ryan dijo que haría que Paulson se pusiera en contacto con él en cuanto pudiera. Una hora más tarde, la secretaria de Diamond lo informó de que Tim Geithner estaba al teléfono. —¿Qué puedo hacer para ayudar con esto? —preguntó. Diamond explicó que estaba muy interesado en comprar Leh man si se podía conseguir a buen precio. —¿Por qué no llamas a Fuld? —preguntó Geithner. —No lo entiendes —dijo Diamond—. No quiero actuar de una forma provocadora en esto. Y contó a Geithner la experiencia que habían tenido cuando trataron de comprar ABN Amro, cómo habían fracasado las con versaciones y la situación tan embarazosa que había causado a la compañía.7
7. Después de una dura batalla de nueve meses, Barclays retiró su oferta de sesenta y siete mil quinientos millones por ABN Amro en octubre de 2007, que finalmente se adjudicó a un consorcio liderado por el Royal Bank of Scot
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—No queremos dar la impresión de que andamos politiquean do. No sería apropiado. —Necesitamos que nos vean, ser invitados por vosotros y orientados por vosotros —insistió Diamond—. Vosotros me pre guntasteis si había un precio al que pudiera interesarnos y qué ne cesitaríamos de ser así. Eso no significa que yo vaya a llamar a Fuld. Eso es algo totalmente diferente. —¿Por qué simplemente no hablas con Fuld? —volvió a pre guntar Geithner, cada vez más frustrado por su equivocación—. ¿Por qué no puedes hacerlo? —No voy a llamar a un tipo y preguntarle si puedo comprar lo, ya sabes, a precio de saldo —dijo Diamond—. Sólo funciona si vosotros estáis tratando de cerrar un acuerdo. Si no, de acuerdo, tan amigos. Por mucho que Barclays quisiera que no diera la impresión de que pudieran estar sacando ventaja de la desgracia de otros, preci samente era eso lo que estaban tratando de hacer. A Ben Bernanke le estaba costando concentrarse en esa reu nión del miércoles por la tarde con el comité local de la Reserva Federal. A pesar del caos en Wall Street, había seguido haciendo sus visitas regulares a las oficinas regionales de la Reserva Federal, y esta vez le había tocado a la filial de St. Louis, situada en un edificio cuadrado de North Broadway, en el centro de la ciudad. No obstante, la crisis de Lehman nunca estaba demasiado le jos. Ya había estado dos veces al teléfono con Tim Geithner y Hank Paulson al respecto. Una vez a las 8.30 y otra vez a la una de la tar de, y tenían otra llamada prevista para las seis.8 En la última llamada, Geithner y Paulson habían hablado a Bernanke de su último dolor de cabeza: la exigencia de Bank of America de que aflojase su ratio de capital. —Están muy molestos porque cuando cerraron lo de Coun trywide pensaron que lo hacían en condiciones muy ventajosas —explicó Paulson. land. Julia Werdigier, «Barclays Withdraws Bid to Take Over ABN Amro», The New York Times, 6 de octubre de 2007. 8. De la agenda de Geithner del miércoles 10 de septiembre de 2008.
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Geithner era partidario de hacer que Bank of America fuese a Nueva York por todos los medios para que pudieran iniciar la tra mitación pertinente; temía que estuvieran perdiendo un tiempo vital. Paulson pidió a Bernanke que llamara él mismo a Ken Lewis para ver si podía suavizar las cosas. —Tenemos que allanarles el camino —volvió a insistir. Desde una oficina temporal en la Reserva de St. Louis, Ber nanke llamó a Lewis. —Realmente tendrías que venir a echar una mirada a lo de Lehman —aconsejó Bernanke, todavía un tanto incómodo con su nuevo papel de negociador—. Trabajaremos juntos lo de la deduc ción de capital y todo lo que podáis necesitar. Lewis le agradeció la llamada y dijo que tenía pensado enviar a sus hombres a Nueva York a iniciar conversaciones con Lehman. Creyendo solucionado el problema, Bernanke volvió a lo que le había llevado a St. Louis: visitar a los funcionarios y pasar más tiempo con el nuevo presidente de aquella filial, James Bullard. Bullard había ocupado su puesto en abril, reemplazando a William Poole, uno de los presidentes más abiertos de la Reserva Federal que, casualmente, estaba dando ese día una conferencia en Wash ington sobre los rescates de la Reserva Federal. Teniendo en cuenta las especulaciones que se estaban haciendo en el mercado sobre la necesidad de un rescate de Lehman por parte del Gobierno, los comentarios de Poole habían despertado una atención fuera de lo común. —A menos que me haya perdido algo, la Reserva y el Tesoro han guardado silencio sobre quién tendrá acceso a los recursos de la Reserva, excepto en los casos de Fannie y Freddie9 —aseguró Poole durante su intervención—. La Reserva Federal dijo que no a la ciudad de Nueva York en 1975 y a Chrysler en 1979 —recordó a su público—, pero con el precedente de Bear Stearns no le resultará tan fácil decir que no la próxima vez. Lo que yo supongo es que no sabremos cuáles son los límites de los préstamos de la Reserva 9. Brian Blackstone, «ExFed Official Poole. Fed Not Defining Post Bailout World», Dow Jones Newswires, 10 de septiembre de 2008.
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hasta que ésta se los niegue a una empresa grande e influyente que solicite ayuda. Ken Lewis se apoyaba decididamente en la Reserva Federal. Casi no había dejado de hablar con Bernanke cuando ya estaba llamando aTim Geithner. Lexis le explicó que había recibido una llamada alentadora del señor Bernanke, pero que todavía no podía mandar a su equipo a Nueva York hasta que la situación crediticia estuviese oficialmente resuelta. —Estamos tratando de ayudarte con esto —dijo Geithner, cortés pero firmemente. Lewis, sin embargo, no se fiaba de esas palabras tranquiliza doras. —Se nos han dado largas durante demasiado tiempo —se quejó—. Si quieres que participemos en lo de Lehman, vamos a necesitar algo por escrito. —Ya oíste lo que el presidente dijo que haría —replicó Geith ner, descolocado al oír semejante ultimátum—. Si no crees en la palabra del presidente de la Reserva Federal, tenemos un problema más gordo. Dándose cuenta de que Geithner no iba a ceder sobre la cues tión, Lewis finalmente se apeó y accedió a enviar un equipo de ejecutivos para iniciar las diligencias debidas el jueves por la ma ñana. A última hora del miércoles, Fuld seguía pegado al teléfono. Tenía una lista en la que prácticamente estaban todas las figuras importantes de Wall Street y de Washington, y mientras llamaba tenía un ojo puesto en los mercados para detectar cualquier señal adicional de pánico. La evolución de la bolsa dejaba claro que los inversores esta ban apostando por que la situación no podía por menos que em peorar. Cualquier esperanza de que el plan de segregación fuera a cambiar la suerte de Lehman se desvaneció rápidamente.10 Tam poco eran alentadores los resultados del bombardeo telefónico de 10. Susanne Craig, Randall Smith, Serena Ng, y Matthew Karnitschnig, «Lehman Faces Mounting Pressures», The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2008.
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Fuld. Ese mismo día había tenido una dura conversación con Lloyd Blankfein, que había llamado para expresar su frustración por el hecho de que Lehman hubiera puesto fin a sus conversaciones con Goldman. Fuld también había charlado con Paulson, quien había tratado de convencerlo de las ventajas de un acuerdo con Barclays. Sin em bargo, esa perspectiva no terminaba de convencer a Fuld, que no quería poner en peligro un posible acuerdo con Bank of America. —Dick —le recordó Paulson pacientemente—, Ken Lewis te ha dejado plantado muchas veces, mientras que los otros han ex presado su interés. Tenemos que considerar ambas opciones. En Londres, Bob Diamond, de Barclays, esperaba en la barra del Fifty, un club privado de la calle St. James, a un paso de Picca dilly. Había invitado a unas copas a Jeremy Isaacs, el antiguo direc tor de operaciones europeas de Lehman, que había anunciado sus planes de «retirarse» de la firma apenas cuatro días antes.11 Isaacs se había marchado cuando se hizo evidente el ascenso de McDade. La verdad, tal vez no debería haber aceptado la invita ción, ya que estaba en medio de una negociación con Lehman de cinco millones de dólares por dejar su puesto que sería aprobada al día siguiente y que contenía una cláusula de confidencialidad. 12 Esa noche estaba a punto de romper todo lo establecido en ese documento con la intención de ayudar a la supervivencia de Lehman.
El apartamento de Walid Chammah está en una de las tres únicas casas del Upper East Side con portero propio. El edificio situado a un paso de la Quinta Avenida sólo tiene nueve aparta mentos. La distancia que lo separaba del bullicio bancario de Park Avenue lo convertía en el lugar ideal para mantener una reunión secreta donde discutir una fusión entre Lehman y Morgan Stanley. 245. Mark Kleinman, «Jeremy Isaacs to Step Down at Lehman», Daily Telegraph, 7 de septiembre de 2008. 246. Danny Fortson, «Five Lehman Chiefs Coop $100m Days Before Collapse», Sunday Times (Londres), 12 de octubre de 2008.
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La esposa y los hijos de Chammah estaban en Londres, donde él tenía su base permanente, de modo que el grupo tenía la casa a su entera disposición. A las nueve de la mañana, Chammah, James Gorman, el otro presidente de Morgan Stanley, y el resto del equipo de esta empre sa, andaban dando vueltas por su cocina, esperando la aparición de Bart McDade y el contingente de Lehman. —Al menos repasemos los movimientos —indicó Chammah a sus colegas—, pero tengamos presente que es muy probable que esta reunión no nos lleve a ninguna parte. Cuando por fin llegó McDade, acompañado de Skip McGee, Mark Shafir, Alex Kirk y algunos más, en sus caras se notaba con claridad lo estresante que había sido el día. Chammah sirvió una botella de Tenuta dell'Ornellaia del 2001, un vino de ciento ochenta dólares la botella, en un intento de mejorar el clima y el avance de las conversaciones. Todos se aco modaron rápidamente en la sala de estar. McDade les dijo a los presentes que aquella reunión era para él una especie de déjh vu; hacía apenas unos meses que casi todos los allí reunidos se habían juntado para hablar del mismo tema. Sólo que ahora —esta observación se la calló— Lehman estaba de sesperada. A continuación pasó a explicar que Lehman estaba ex plorando varias opciones para captar capital: vender activos, o tal vez vender la totalidad de la empresa. Por si aquello no había que dado del todo claro, señaló que si Morgan Stanley estaba interesada en comprar, él no se pondría exigente sobre las condiciones. Acto seguido dijo que las «cuestiones sociales» no deberían impedir un acuerdo potencial, una clave para la cuestión de quién dirigiría la suma de las empresas. McDade acababa de desahuciar a Fuld. —Si queréis que alguno de nosotros participe, lo haremos; si no nos queréis, no tenemos por qué estar. Ya no somos nosotros la cuestión —dijo. Shafir les dijo que un acuerdo «podría percibirse como una extensión», pero pensaba que había una oportunidad para eliminar muchos costos de ambas empresas, lo cual, después de todo, era la línea de partida básica para cualquier fusión corporativa. A pesar del giro optimista de Shafir sobre un acuerdo potencial, Chammah
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era muy consciente de que un acuerdo de esta magnitud iba a aca bar en un baño de sangre, con cientos, si no miles, de despidos. También sabía que la parte positiva de cualquier fusión era difícil de apreciar. Poco después de que se marchara el equipo de McDade, Gor man miró solemnemente a los suyos como para recordarles: «Po dríamos ser nosotros», pero sólo dijo: «Acabamos de ver a unos ti pos que están al borde del abismo.» Poco después del amanecer, Greg Curl atravesaba la plaza del edificio Seagram, la obra maestra de treinta y ocho pisos del mo dernismo arquitectónico y lugar emblemático en Park Avenue. En tró en el vestíbulo, miró su reloj, y esperó a que le dieran acceso. Curl, el emisario de Bank of America para un posible acuerdo con Lehman Brothers, había volado desde Charlotte a Nueva York el miércoles por la noche con un equipo de más de cien ejecutivos para iniciar sus diligencias en el centro de conferencias de Sullivan & Cromwell. Como apoyo, había traído a Chris Flowers, un inver sor de activo neto privado cuya especialidad eran los entresijos del sector bancario. Los dos hacían una extraña pareja: Curl era un veterano de Bank of America de bajo perfil y con escasas conexio nes en Wall Street; Flowers, en cambio, era de palabra fácil, ex ban quero de Goldman Sachs, cuyos osados acuerdos a menudo lo ha cían aparecer en los titulares. Curl confiaba en muy pocos banqueros, pero Flowers era una excepción. Admiraba especialmente su abordaje desapasionado, sin rodeos, de las negociaciones y de la vida. En 2007, justo antes de que se desencadenara la crisis crediticia, habían pujado juntos por Sallie Mae, la empresa de créditos a estudiantes. No tardaron en darse cuenta de que el acuerdo era un error, y dedicaron el resto del año a trabajar de consuno para deshacerlo. Curl no había manteni do la inversión de Sallie Mae contra Flowers, en gran medida por que Flowers tenía la posibilidad última de sacarlos de él invocando una cláusula de escape del acuerdo de fusión, con los consiguientes fuegos de artificio. La utilidad de Flowers no se limitaba a prestar asesoramiento,
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ya que Lehman sabía que podría estar interesado en invertir junto con Bank of America en la firma. Curl pensaba incluso que podría estar dispuesto a hacerse cargo de los activos de mayor riesgo de Lehman. Cuando quiso ponerse en contacto con Flowers apenas veinticuatro horas antes, Curl lo había encontrado en Tokio, donde estaba en medio de una reunión del consejo del Shinsei. —Te interesará echar una mirada a Lehman Brothers si nos planteamos la operación en sociedad contigo —le dijo Curl—. ¿Puedes volver a Nueva York para ese fin? Flowers casi no necesitó que lo convencieran y rápidamente se dirigió en coche al aeropuerto para emprender el vuelo de catorce horas de regreso a Manhattan. Cuando llegó, con señales inconfundibles de desfase horario en la cara, lo hizo con Jacob Goldfield, quien casualmente era el banquero que había descargado subrepticiamente toda la información de LTCM en un portátil cuando se produjo el supuesto intento de Goldman de ayudar a la empresa en apuros. También tenía conocimiento de Lehman por haber ayudado a Hank Greenberg en primavera a examinar la firma para una adquisición de acciones comunes y preferentes. Durante el vuelo, Flowers había estudiado el informe de Lehman del segundo trimestre y se había centrado en lo que sabía que iba a ser el punto central de la discusión: el valor de los activos inmobiliarios de Lehman. ¿Era posible que valieran entre veinticinco mil y treinta mil millones de dólares? Curl, Flowers y Goldfield prepararon su campo de operaciones en una sala de juntas que Sullivan & Cromwell habían puesto a su disposición con café y pastas incluidas. Iba a ser un día largo.
Después de veinticuatro horas para asimilar el plan de segregación de Lehman, los analistas de Wall Street se lanzaron en tromba contra él y contra la empresa. El jueves por la mañana empezaron a bombardear a los clientes con correos electrónicos escépticos que contribuyeron al hundimiento de las acciones de la firma. Su precio había acabado el día anterior con un descenso del 7 por ciento, a 7,25 dólares la acción, y estaba a punto de caer todavía más.
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Hasta los analistas que creían que Lehman era básicamente sólida, estaban empezando a ver que sus principios se tambaleaban: la caída en picado del precio de las acciones disparó los temores del mercado, dando lugar a una profecía autocumplida que obligaba a Lehman a encontrar un comprador, y rápido. Mientras los analistas de Wall Street parecían decididos a es cribir el epitafio para la empresa de Fuld, la única persona que salió a defenderlo en público fue John Mack, el hombre que Fuld había esperado que fuera su socio en la fusión. En el Times de esa mañana se citaban unas declaraciones suyas: —Él está tan animado como siempre, pero no cabe duda de que esto le está haciendo mella, como haría mella en cualquiera.13 En privado, en cambio, Mack acababa de darle a Fuld una noticia aplastante: no creía que hubiera ninguna buena razón para que Morgan Stanley siguiera adelante con las conversaciones. Sin embargo, todavía había señales de vida. Tim Geithner confirmó a Fuld que Barclays estaba realmente interesado en pu jar por la empresa, aunque no se habían puesto en contacto con él directamente, y le dio el número de teléfono de Diamond en Londres. —Sabe que lo vas a llamar —le aseguró Geithner. —Tengo entendido que esperas mi llamada —dijo Fuld cuan do se puso en contacto con Diamond. Diamond estaba evidentemente nervioso, ya que creía haber dejado claro con Geithner que él no quería hablar directamente con Fuld sobre un acuerdo.14 El Gobierno de Estados Unidos tenía que actuar como intermediario. —Creo que deberíamos hablar —dijo Fuld, tratando de ini ciar la conversación. —No creo que haya una oportunidad para nosotros en esto —dijo Diamond. Fuld no entendía nada. Geithner le había dicho que hiciese este contacto y ahora Diamond le salía con que no estaban interesados. 247. Louise Story, «Tough Fight for Chief at Lehman», The New York Times, 11 de septiembre de 2008. 248. Carta conseguida por el autor.
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Sin querer forzar las cosas, puso fin a la conversación y volvió a llamar a Geithner. —Acabo de hablar con Bob Diamond —le dijo a Geithner indignado—. Dice que no está interesado. ¿No habías dicho que quería hablar con nosotros? —Y así es —insistió Geithner—. Deberías volver a llamarlo. Cinco minutos después, lo intentó otra vez con Diamond. —Acabo de decirte que no estamos interesados —repitió Dia mond. Fuld, que a esas alturas ya se creía víctima de una broma, vol vió a telefonear a Geithner. —No sé qué está pasando aquí. Lo he llamado dos veces e insiste en que no quiere hablar conmigo. Tú me dices que está in teresado y él me dice que no. Geithner prometió ponerse en contacto con Diamond e instó a Fuld a tratar de hablar con él por última vez. Cuando hizo su intento final, resultó que Diamond de repente sí quería hablar. —Vamos a volar esta noche —dijo Diamond—. Tendré un equipo preparado para el viernes por la mañana. Con esta frase, se hizo oficial: Barclays y Bank of America competían ahora por Lehman. Lo que Fuld no sabía era que durante toda la mañana, Dia mond y los suyos habían estado en contacto con Geithner y Paulson, y habían llegado a un acuerdo con Barclays para que examinaran los libros de Lehman lo antes posible. El papel de Fuld en cualquier in tento de rescate no era más que una cortés formalidad. Antes de salir esa noche hacia Nueva York, Diamond quería te ner cierta seguridad de que su viaje valdría la pena. En su llamada a Paulson, había preguntado específicamente si Barclays podría pujar en exclusiva por Lehman. Había leído la noticia sobre el interés de Bank of America, y sabía por experiencia propia que podía ser un rival formidable y un potencial aguafiestas, ya que un año antes había des baratado sus planes para hacerse con el banco holandés ABN Amro. —Si va a andar en esto Bank of America, no nos metáis en el medio —le dijo Diamond a Paulson—. No nos hagáis llegar a un acuerdo para que vengan ellos y ofrezcan más.
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—No podéis tener una exclusiva —respondió Paulson—. Pero permitidme que os diga que estáis en una posición fuerte y yo me aseguraré de que no os pongan en una situación violenta. Antes de terminar la llamada, Diamond quiso dejar clara otra cosa: lo que él quería era un acuerdo Jamie, en otras palabras, espe raba conseguir algún tipo de ayuda del Gobierno. Paulson afirmó con rotundidad que no habría ayuda guberna mental alguna, pero añadió que buscarían alguna fórmula para conseguirles otros apoyos.
Cuando Tom Russo irrumpió en su oficina, su expresión som bría llamó la atención de Dick Fuld, lo cual era notable, conside rando el clima de desánimo que reinaba en la planta 31. —¿Qué pasa? —preguntó Fuld con voz ronca. —Acabo de hablar con Tom Baxter —dijo Russo, refiriéndose al director del departamento jurídico de la Reserva Federal de Nue va York—. Dijo que Geithner quiere que renuncies a tu puesto en el consejo directivo. —Russo hizo una pausa para dar a Fuld oca sión de asimilar la noticia antes de proseguir—. Que teniendo en cuenta nuestra posición, es demasiado complicado, crea demasia dos conflictos. —No puedo creerlo —dijo Fuld, casi al borde de las lágri mas. Juntos, él y Russo dictaron una carta de renuncia dirigida a Stephen Friedman, presidente del consejo de administración: Estimado Steve: Con gran pesar ofrezco por la presente mi renuncia como miembro del consejo directivo del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. A la luz de mi actual situación en Lehman Brothers, desgraciadamente no tengo tiempo que dedicar a los asuntos del consejo y, por lo tanto, considero que, por el bien de este organis mo, debo presentar mi renuncia con efecto inmediato. Ha sido una satisfacción el tiempo pasado en el consejo y tengo un enor me respeto tanto por él como por la institución. Gracias. Te saludo atentamente.
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Con un contenido pero profundo suspiro, Fuld añadió su fir ma, poniendo una «D» enorme en su sitio por encima de «Dick». En el número 70 de Pine Street la presión crecía por momen tos mientras Bob Willumstad se paseaba arriba y abajo por su ofi cina antes de una reunión crucial que tendría lugar esa mañana con la agencia de calificación de solvencia, que había estado emitiendo mensajes amenazadores sobre una rebaja de la calificación. Acaba ba de hablar con Geithner con el fin de no perder de vista la entre vista prometida para convertir AIG en operador directo y aumentar un poco la presión.15 —Ahora estamos un poco atareados con Lehman —se discul pó Geithner—. Pero volvamos a hablar mañana por la mañana. Eran sólo las 10.30, pero el mercado ya acusaba el nerviosismo que Willumstad había estado haciendo lo posible por ocultar toda la semana. El coste de asegurar la deuda de AIG había dado un salto del 15 por ciento hasta los seiscientos doce puntos básicos, el nivel más elevado de su historia.16 Eso significaba que a los inverso res les costaría seiscientos doce mil dólares anuales asegurar diez millones de la deuda de AIG durante los próximos cinco años. Con la evidente desesperación de Lehman por captar dinero, los inver sores apostaban claramente por que AIG no tardaría en enfrentarse al mismo problema. Además, podría tener que pagar cantidades astronómicas a los inversores que se estaban proveyendo de asegu ramiento para protegerse de una posible insolvencia de Lehman. Para complicar más las cosas, Hank Greenberg, destituido ese día por el fiscal general del estado de Nueva York por anteriores 249. The Wall Street Journal informó que Willumstad hizo su primera lla mada a Geithner el martes, pero en realidad no hablaron por teléfono hasta el viernes por la mañana. Los informes del autor sitúan la conversación telefónica el jueves por la mañana. Véase Monica Langley, Deborah Solomon y Matthew Karnitschnig, «Bad Bets and Cash Crunch Pushed Ailing AIG to Brink», The Wall Street Journal, 18 de septiembre de 2008. 250. Lilla Zuill, «AIG Woes Knock Its Market Valué Below Peers», Reu ters, 11 de septiembre de 2008.
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prácticas contables cuestionables en AIG, no perdía ocasión de aco sarlo.17 Tal vez el más apremiante de los problemas que atenazaban a Willumstad era el resultado de una conversación que había mante nido con Jamie Dimon esa misma semana. —Parece que nunca hacemos lo suficiente —le había dicho Willumstad, urgiéndolo para que lo ayudara a captar capital o pres tar él mismo el dinero a la empresa. —Bueno, ya sabes. Tenéis un problema mayor del que había mos previsto —replicó Dimon—. Nuestros modelos dicen que nos quedaremos sin dinero la semana próxima. En ese momento Willumstad aceptó el hecho de que JP Mor gan tal vez no estaría dispuesto a allegar más fondos. El tesorero de AIG, Robert Gender, ya le había advertido de que eso podría su ceder, pero Willumstad no lo había creído del todo. «JP Morgan siempre se muestra dura —le había recordado a Gender—. Citi hará lo que tú les pidas; sólo pueden decir que sí.» Pero el prudente Gender le respondió con tono ácido: —Francamente, nos vendría bien parte de la disciplina que JP Morgan trata de imponernos. Por fin había llegado el momento de la temida reunión con Moody's. Steve Black, de JP Morgan, había ido a la ciudad para dar algo de credibilidad al asunto y ayudar a responder a las pre guntas sobre los planes de AIG de captar capital. Una cosa era que Willumstad afirmase que tenía toda la intención de captar capital, y otra muy diferente que el presidente de JP Morgan dije ra que tenía intención de respaldar a la empresa en ese esfuerzo. Las apuestas eran altas: si la agencia recortaba el crédito de AIG aunque sólo fuera mínimamente, podría desencadenar una necesi dad de garantías subsidiarias de diez mil quinientos millones de
17. En medio de la colocación a un accionista de Delaware de un paque te de ciento quince millones de dólares, Greenberg empezó su consulta con An drew Cuomo para un juicio de fraude civil, que se presentaría en el plazo de siete días. Amir Efrati, «Greenberg Settles AIG Shareholder Case», The Wall Street Journal, 12 de septiembre de 2008.
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dólares.18 Si Standard & Poor's seguían la misma tendencia, lo cual era probable —«los ciegos guiando a los ciegos», solía decir de ellos Willumstad—, la cifra podría ascender a trece mil trescientos mi llones. Si eso llegaba a suceder y AIG era incapaz de presentar el capital extra, sería prácticamente una sentencia de muerte. Cuando sólo llevaban quince minutos de reunión, el analista de Moody's dejó claro que rebajarían la calificación de AIG por lo menos un punto, y tal vez dos. Según los cálculos de Willumstad, si lo hacían el lunes, la empresa dispondría al menos de tres días antes de presentar las garantías subsidiarias. Eso significaba que tenían hasta el miércoles, o a lo sumo hasta el jueves, para reunir una suma astronómica de dinero. Black, de JP Morgan, temía que tuvieran incluso menos tiempo. Según sus cálculos, el martes por la mañana sería la fecha tope. Después de la reunión, llevó a Willum stad a un aparte y le advirtió: —Os van a bajar la calificación, de modo que vais a tener que pensar qué vais a hacer. —Tenemos que prepararnos para eso —dijo Willumstad, afir mando con la cabeza—. Estoy totalmente de acuerdo. Black se marchó del edificio aún más abatido que al llegar. Iba pensando: «Nadie se mueve con toda la rapidez que necesita.»
En el edificio de General Motors que ocupa toda una manza na de la Quinta Avenida con la Calle 59, Harvey Miller, el legenda rio abogado de quiebras de Weil, Gotshal & Manges, se levantó de su escritorio y empezó a pasearse arriba y abajo por su oficina mien tras contemplaba las miniaturas de camiones Texaco y de aviones de Eastern Airlines que adornaban sus estantes de libros, recuerdos de dos de sus casos más famosos.19 A sus setenta y cinco años, Miller era considerado el decano de las bancarrotas y facturaba a sus clientes casi mil dólares por una 251. Mary Williams Walsh y Jonathan D. Glater, «Investors Turn Gaze to AIG», The New York Times, 12 de septiembre de 2008. 252. Stephen Labaton, «Bankruptcy Bar. Never So Solvent», The New York Times, 1 de abril de 1990.
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hora de sus servicios.20 Además de Texaco y de Eastern, había participado en las quiebras de Sunbeam, Drexel Burnham Lambert y Enron, y también se había contado entre los abogados que habían representado a la ciudad de Nueva York durante su crisis financiera de la década de 1970. Era famoso por su talante tranquilizador y también por sus trajes de corte exquisito, su amor por la ópera y su capacidad para hablar con frases largas y elocuentes. Hijo de un vendedor de suelos de madera, se había criado en el vecindario de Gravesend, en Bróoklyn, y había sido el primero de su familia que había pasado de la educación secundaria y había asistido al Broo klyn College.21 Después de un breve período en el Ejército, había ingresado en Columbia para estudiar derecho. Por aquel entonces, la de quiebras era una de las pocas áreas de las finanzas corporativas dominada por los pequeños bufetes, predominantemente judíos, dentro del sector todavía infestado por los wasp. En 1963, Miller se incorporó al pequeño bufete de quiebras de Seligson & Morris; seis años después, Ira Millstein, el gurú de la gobernanza, contrató a Miller para iniciar una oficina de quiebras y reestructuraciones en Weil, Gotshal & Manges. Esa misma tarde, el presidente de la empresa, Stephen J. Dannhauser, lo había llamado por teléfono y le había planteado una pregunta sorprendente: ¿estaría disponible el bufete para hacer algo de trabajo preliminar sobre Lehman...? Por si acaso. Miller dijo que lo entendía; había estado leyendo la prensa financiera. Lehman era un cliente muy importante, en realidad, el principal, y la fuente de más de cuarenta millones de ingresos todos los años. Conocía muy bien la empresa. Como abogado de quiebras, Miller estaba acostumbrado a estos delicados pas de deux con los clientes. —Una quiebra —había dicho una vez— es como bailar con un gorila de doscientos cincuenta kilos. Bailas si el gorila quiere bailar.22 253. Jonathan D. Glater, «The Man Who Is Unwinding Lehman Broth ers», The New York Times, 14 de diciembre de 2008. 254. Ibídem. Véase además Labaton, «Bankruptcy Bar», The New York Times, art. cit. 255. Ibídem.
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Sin embargo, unas horas más tarde, Miller recibió otra llama da del banco asediado. —Soy Tom Russo, director del departamento legal de Leh man Brothers —dijo la voz en el otro extremo de la línea—. ¿Estáis trabajando sobre Lehman? Miller, que no conocía a Russo, quedó descolocado. —Bueno, la verdad es que sí. Russo no tenía interés en discutir ningún detalle, sólo quería hacer llegar un mensaje. —Ya sabéis que no podéis hablar de esto con nadie. Hay una situación muy tensa. No podemos permitir que se filtre ningún rumor. Miller estaba a punto de asegurarle que apreciaba la urgencia de la cosa cuando Russo le preguntó ansiosamente: —¿A cuánta gente tenéis trabajando en ello? —A unos cuatro tal vez —le dijo Miller—. Bueno, es algo preliminar todavía. —Sí, preliminar —insistió Russo—. No pongáis a nadie más. Tenemos que mantenerlo controlado. Russo puso fin a la llamada y dejó a Miller atónito, pregun tándose qué estaría sucediendo realmente.
Con su equipo en Sullivan & Cromwell, trabajando con Bank of America, Dick Fuld decidió llamar a Ken Lewis, en Charlotte. Después de todo, si iban a cerrar un acuerdo suponía que lo mejor era hablar de consejero delegado a consejero delegado. Cuando Fuld entró en contacto con Lewis se embarcó en un sincero soliloquio sobre trabajar juntos y lo entusiasmado que esta ba con la fusión, con la unión de la franquicia de inversión de altos vuelos de Lehman Brothers y Bank of America, un enorme banco comercial. Sugirió que los recursos de la entidad resultante serían comparables a los de JP Morgan y Citigroup, lo que convertiría Bank of America en un auténtico supermercado financiero. Lewis lo escuchó pacientemente, sin saber muy bien cómo responder. A su modo de ver, no estaba negociando con Fuld, esta ba negociando con el Gobierno. Lo que Fuld tuviera que decir, sinceramente, carecía de importancia.
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Antes de poner fin a la llamada, Fuld, lleno de confianza, dijo: «Ambos sabemos que vamos a cerrar este trato. Me alegro de que seamos socios.» BlackRock estaba en medio de una reunión del consejo de administración prevista para dos días en su sede central de la Calle 50, a un paso de Madison Avenue, cuando se produjo el cierre de los mercados de ese día. Como propietario parcial de BlackRock, Merrill tenía dos votos en el consejo de administración, y John Thain y Greg Fleming, que lo representaban ese día, consultaron rápidamente su BlackBerry para comprobar los precios de cierre. Las acciones de Merrill habían caído un 16,6 por ciento, hasta los 19,43 dólares, la mayor caída de todos los bancos de inversión en ese día, excepto Lehman, que había bajado un 42 por ciento, que dándose en 4,22 dólares. Si Lehman se encontraba en tan tremen dos apuros, al parecer todos pensaban que Merrill podría ser el si guiente. En una pausa de la reunión, Fleming salió a hacer una llama da. Llevaba todo el día pensando en la conversación que había te nido con Herlihy sobre la posibilidad de un acuerdo con Bank of America. Todavía tenía que abordar a Thain sobre este asunto, y esperaba a que se presentara la mejor oportunidad. No obstante, ya había hablado en privado con John Finnegan, un miembro del consejo de Merrill con el que tenía una buena re lación. A Finnegan, que, al igual que Fleming, era de natural ner vioso, lo preocupaba que Thain pudiera tener poco interés en ven der la compañía; al fin y al cabo sólo hacía diez meses que lo habían nombrado consejero delegado. La persona con la que Fleming necesitaba contactar ahora era Rodgin Cohén, también amigo suyo y, lo sabía, abogado de Leh man. Fleming estaba ansioso por saber cómo iban las conversacio nes con el Bank of America y hasta qué punto era desesperada la situación de Lehman y, en consecuencia, de Merrill. Cuando Cohén, que estaba en una sala de juntas reunido con los equipos de Lehman y Bank of America, salió para atender la llamada, Fleming lo saludó con aire informal, como si se tratara de
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una comunicación social. Después de las frases cordiales de rigor, le habló como de pasada de la caída de las acciones de Merrill y le dijo a continuación: «Estamos valorando nuestras opciones. No sé cuán to recorrido nos queda.» Cohén, sin embargo, lo vio venir. Sabía que Merril no estaba en situación de comprar Lehman, y siendo como era un estudioso de los negocios de fusiones y adquisiciones, sabía que Fleming tal vez quisiera hacer un trato con Bank of America, echando por tie rra los esfuerzos de Lehman. —Yo poco puedo decir —le respondió. Renunciando a ocultar sus motivos, Fleming decidió confiar se a Cohén. —Tenemos que hacer un trato. Los números pintan muy pe ligrosos. Si Lehman cae, a continuación iremos nosotros. Cohén no sabía qué responder y se limitó a excusarse lo antes posible. Al menos por ahora mantendría la conversación en el pla no confidencial.
Cuando Steve Black volvió a JP Morgan desde AIG, le descri bió la reunión a Dimon como «una jodida pesadilla». Le pidió a Tim Main que llamara a Brian Schreiber para ponerse al día sobre la última previsión de AIG y para ver si Schreiber había firmado la carta de compromiso, esencialmente una especificación de las con diciones de JP Morgan para tratar de recomponer AIG. Main le dijo a Black que el documento todavía no se había firmado, pero que llamaría esa tarde para ver en qué situación se encontraba. —¿Podemos programar mi paliza semanal para las dos? —pre guntó, en broma sólo a medias. Su relación con la gente de AIG seguía siendo tan gélida como siempre. Cuando Main por fin se puso en contacto con Schreiber, le preguntó sin andarse con vueltas: —¿En qué punto estáis en lo de la carta de compromiso? Schreiber siempre había creído que las condiciones de esa car ta eran excesivas. JP Morgan no sólo pedía unos honorarios de diez millones de dólares, sino que además el banco exigía trabajo garan
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tizado en cualquier asignación importante de AIG durante los dos años siguientes. —¿En qué punto estáis vosotros con lo del compromiso de recompra? —le retrucó Schreiber indignado. Main, que ya estaba cabreado por los rumores de que Schrei ber había estado hablando también con Blackstone y Deutsche Bank, perdió por fin los nervios. —¿Me estás tomando el puto pelo? ¿Crees que vamos a pres taros dinero? —gritó. Pero sólo estaba en el precalentamiento—. Estás llevando a cabo un proceso de mierda. ¡Tu empresa está jodi da\ Estás en tratos con otros banqueros a nuestras espaldas. Te estás cavando la fosa. —A mí no me grites —replicó Schreiber fríamente—. No te lo voy a permitir. Tengo que hablar con Bob. Cinco minutos después, Schreiber le estaba contando la con versación a Willumstad, que a su vez llamó a Black para pedir una explicación por el comportamiento de Main, pero lejos de discul parse, Black también explotó.
Cuando a última hora del jueves llegó la llamada de Ken Lewis, Paulson ya sabía lo que iba a oír. —Lo hemos estado mirando y no podemos hacerlo... no po demos sin ayuda del Gobierno —dijo Lewis tajante—. Simple mente no podemos hacerlo porque no podemos llegar —como muchos de los detractores de Lehman en ese momento, incluidos los ansiosos accionistas que inundaban el mercado con órdenes de venta, Lewis dijo que las valoraciones que Lehman había hecho de sus activos eran demasiado altas. Adquirir la compañía expon dría a Bank of America a enormes riesgos. Sin embargo, Paulson no estaba dispuesto a recurrir al dinero federal, al menos no todavía. Políticamente era inaceptable, espe cialmente cuando los rescates de Fannie y Freddie todavía ocupa ban los titulares. Y si esto se iba a convertir en una negociación, Paulson no quería mostrar todas sus cartas tan pronto. Sabía, no obstante, que necesitaba mantener el interés de Bank of America, de modo que ofreció:
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—Vale, si necesitáis ayuda con los activos, nos decís en qué podemos ayudar y daremos con la forma de llegar a ello. —Pensaba que habías dicho que no habría dinero público —replicó Lewis desconcertado. —Me pondré a trabajar en ello —prometió Paulson—. Hare mos que participe el sector privado. Lewis hizo una pausa. No le gustaba nada lo que Paulson pa recía estar sugiriendo. No quería verse envuelto en un rescate semi públicosemiprivado; quería un acuerdo Jamie. Y sabía muy bien que era muy improbable que sus rivales quisieran firmar la cuenta para que él pudiera comprar Lehman por nada. De todos modos, se comprometió a seguir examinando Leh man con la mirada puesta en una oferta. Cuando había tanto en juego, supuso que finalmente conseguiría apoyo de algún tipo, del tipo que fuera. El jueves por la tarde, David Boies, abogado de Hank Green berg, llegó a las oficinas de Simpson Thacher para reunirse con los abogados de AIG: Dick Beattie, presidente de la firma, y Jamie Gamble. Sólo un círculo muy reducido sabía de la reunión y de cuál era su objetivo. Después de cuatro años de combates públicos, AIG estaba a punto de llegar a un acuerdo con Greenberg, un acuerdo que lo devolvería al seno de la empresa. Willumstad había dado instrucciones a Beattie y a Gamble de meterse en una habita ción con Boies y forjar un acuerdo de una vez por todas. Teniendo en cuenta el tumulto reinante en el mercado, Wi llumstad estaba ansioso de anunciar que Greenberg volvía a AIG como presidente honorario. Willumstad sabía que Greenberg estaba empeñado en ayudar a AIG a captar capital, y dadas sus sólidas relaciones con acaudala dos inversores de Asia y de Oriente Próximo, podía resultar un ac tivo importante. Todavía tenían que trabajar sobre los detalles, pero habían lle gado a un principio de acuerdo que resolvería la disputa. AIG le devolvería material gráfico, documentos y propiedades por valor de quince millones de dólares que Greenberg consideraba suyos, y pa garía la defensa de Greenberg en las docenas de juicios que se ha bían abierto contra él. A su vez, Greenberg devolvería entre veinti
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cinco y cincuenta millones en acciones de AIG que tenía Starr International en un fondo fiduciario y que había sido uno de los puntos centrales de la disputa. En total, el acuerdo le costaría a Greenberg la friolera de ochocientos sesenta millones de dólares, tomando como base el precio de las acciones de AIG de ese día, pero pondría fin al juicio por cuatro mil trescientos millones con tra él y lo devolvería al seno de la empresa que tanto amaba. Acordados ya los aspectos básicos del trato, Boies, vestido con una chaqueta azul y zapatos Merrell negros, agradeció a los demás y les sugirió que trataran de conmemorar el acuerdo reuniendo a Willumstad y a Greenberg en una habitación para cerrarlo la sema na siguiente. —Llamadme este fin de semana —les dijo Boies, volviéndose para marcharse. Por su parte, Paolo Tonucci, tesorero global de Lehman, llamó horrorizado por su teléfono móvil. —¡Tengo que hablar con vosotros ahora mismo! —dijo en voz baja a Bart McDade y Rodgin Cohén—. Tenemos un verdadero problema. Todo había ido como la seda en las oficinas de Sullivan & Cromwell, donde habían estado ayudando a Bank of America a llevar a cabo la diligencia debida, pero ahora, tal como Tonucci re veló, JP Morgan les pedía otros cinco mil millones de dólares en garantías subsidiarias. «Acabo de hablar con Jane Byers Russo [jefe de la correduría de valores de JP Morgan]. Dice que tenemos que girarlo antes de mañana. Y podría exigirnos otros diez mil millones antes del fin de semana.» —I Qué\ —preguntó Cohén, evidentemente descolocado por las exigencias—. Me parece increíble. No lo puedo entender. Sé que todos son presa del pánico, pero esto es demasiado. Tonucci hizo partícipe de las novedades a su jefe, Ian Lowitt, director financiero de Lehman, y al resto de los presentes. —Esto es una mierda —gritó McGee, rompiendo un incómo do silencio. Tonucci y Lowitt llamaron a Fuld para ponerlo al tanto y con certar una teleconferencia con Jamie Dimon. —Mirad, necesitamos que nos enviéis las garantías subsidia
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rias —le dijo Dimon al grupo cuando por fin se incorporó, y aña dió que era una petición justa teniendo en cuenta el deterioro de la posición de Lehman. Fuld le dijo tranquilamente a Dimon que pondría a su equipo a trabajar en ello. Tonucci, sin embargo, susu rró al resto del equipo: —¿Es que Dick no lo entiende? Desde el punto de vista ope rativo, es casi imposible que hagamos eso. A Dimon también le preocupaba que Fuld pudiera estar to mando la cosa demasiado a la ligera. —¿Estás tomando nota? —le soltó. Cuando terminó la teleconferencia, McDade estaba al borde de un ataque. —Tenemos que llamar a la Reserva Federal —dijo—. Jamie no puede hacer esto. Cohén, que era quien tenía más experiencia en las cuestiones de la Reserva, no estaba tan convencido. —Estoy casi seguro de que Jamie habrá hablado con ellos an tes que nosotros —les dijo—. Jamie es duro. No lo habría hecho sin la aprobación tácita de la Reserva. Los diez minutos que siguieron fueron una cacofonía de di ferentes conversaciones simultáneas, todas sobre un tema común. «¡Están tratando de dejarnos inoperantes!» Por fin decidieron que lo mejor era llamar a Tim Geithner. Cuando Cohén por fin contactó con Geithner y lo puso en el altavoz, le explicó rápidamente la situación. A Geithner no pareció preocuparle, como si hubiera estado esperando la llamada. McGee lanzó una mirada nerviosa a McDade, como diciéndole: «Estamos jodidos.» —No puedo aconsejar a un banco que no se proteja —dijo Geithner imperturbable. Cohén, esperando hacer con buenos modos que Geithner se diera cuenta de que creía que JP Morgan estaba tratando de cortarle la hierba debajo de los pies a su rival, preguntó: —No estoy en condiciones de juzgar eso —respondió Geith ner. A las 18.00, Paulson organizó una teleconferencia con Geith ner, Bernanke y Cox. Tenía la sensación de que se iba a desencade
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