Maite Alvarado, Gloria Pampillo - Talleres de Escritura. Con Las Manos en La Masa

May 4, 2018 | Author: Javo Olabarrieta | Category: Author, Reading (Process), Writing, Literary Criticism, Teachers
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Descripción: Talleres de Escritura. Con Las Manos en La Masa libro de Maite Alvarado, Gloria Pampillo...

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Maite Alvarado / Gloría Pampillo

Talleres de escritura Con las manos en la masa

Maite Alvarado / Gloria Pampillo

Talleres de escritura Con las manos en la masa C olección dirigida p o r María Adelia D íaz Ronner

LIBROS DEL QUIRQUINCHO

D e la “composición tema ... ” al taller de escritura Talleres de escritura © 1 9 8 8 , Coquena Grupo Editor S.R.L.

Libros del Quirquincho Sarmiento 1562, 3 S E, Buenos Aires H ech o el depósito que establece la ley 11.723. Libro de edición argentina. Printed in Argentina. ISBN 950-9732-82-6 Tercera edición. Diseño: Oscar Díaz

M a ite A l varado

Los géneros escolares

Maite Alvarado es docente y escritora. Formó parte del grupo Grafein desde sus inicios en 1975 hasta su disolución en 1980 y es coautora del libro. Grafein. Te­ oría y practica de un taller de escritura. Junto con María del Carmen Rodrí­ guez y Hugo Correa Luna coordinó el taller abierto de escritura dependiente de la Secretaría de Extensión Universitaria de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (1984-1985) y en la misma Facultad coordina desde 1984 un taller de escritura con orientación docente junto con Gloria Pampillo. Reflejo de esas experiencias son los cuadernillos Ta ller abierto de escri­ tura y Ta ller de escritura con orientación docente de la serie Cursos y Con­ ferencias publicadas por la Secretaría de Extensión Universitaria de la Facultad de Filosofía y Letras. Entre 1985 y 1987 se hizo cargo de la cátedra Taller de Redacción de la carrera de periodismo de la Universidad de Lomas de Zamora y actualmente integra la cátedra de Taller de Expresión I en la carrera de Cien­ cias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. También escribe literatura infantil y poesía.

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Es en los institutos de formación docente donde la mayoría de los maestros y profesores internalizan contenidos, técnicas y metodologías de trabajo que luego, con más o menos modifica­ ciones, trasladarán al aula. El futuro docente de Lengua aprende­ rá allí que en la escuela no se escribe, se “ com pon e” , y no se lee, se corrige. La escritura se vuelve así, com o por arte de magia, co m p osición , género escolar por excelencia y que comparte es­ te privilegio con la prueba escrita. Es imposible pensar en la composición fuera de las paredes de un aula, con pizarrón al frente y dos retratos a ambos lados: el padre de la patria y el padre del aula. Miradas paternales am­ bas, que inhiben el juego y la osadía y vuelven “deber” cualquier ejercicio. Puesto que el docente es el único lector del texto de la composición y la finalidad del ejercicio es aprobar la materia, el conocimiento que esa práctica pudiera aportar se vuelve nulo por intransferible. El registro culto, formal, libresco, que suele carac­ terizar a la composición, responde por lo general al modelo de los fragmentos literarios de las antologías escolares, en las que los alumnos aprenden a descontextualizar un texto, a obviar su situa­ ción de enunciación 1y a internalizar una visión ornamental de la escritura literaria. P or añadidura, la composición descansa sobre un equívoco (o una trampa): se formula al alumno una propues1 El conocimiento de la situación de enunciación de un texto, es decir, en qué circunstan­ cias fue producido, aporta información indispensable para la comprensión del mismo.

ta temática, referencial (“Composición tem a...”) y la devolución es metalingüística, ya que se evalúa el dominio que el alumno tie­ ne del código2 . Y lamentablemente, este ejercicio estéril, que consiste desde el vamos en decir por escrito lo que jamás se di­ ce por escrito (cóm o pasé mis vacaciones, cóm o es la vaca, quién es mi mejor amigo, cuál fue el día más feliz de mi vida, etc.), con­ diciona la relación que niños y adultos mantendrán de allí en más con la escritura: se trata de una práctica inútil y cuyos resultados las más de las veces son frustrantes. Es habitual comprobar que maestros y profesores de Len­ gua, puestos en situación de escribir — muchos de ellos por pri­ mera vez desde que dejaron la escuela— , sienten renacer de sus cenizas el fantasma de la composición y dan rienda suelta a to­ dos los estereotipos del género. Se trata de una verdadera ideo­ logía de la escritura, acuñada a lo largo de los años de escolari­ dad: una ideología de la repetición, de la ausencia de placer, de juego, de experimentación; una ideología de la escritura en la que el significado tiraniza al significante, en la que la polisemia 3 se vuelve desvío y los tropos y figuras adornos de la expresión. Es cierto que en los últimos veinte años la gramática estruc­ tural fue creciendo hasta desplazar casi de los programas de Len­ gua aquellos aspectos que hacen a la p erfom a n ce. Una gramá­ tica que, por añadidura, se detiene en la frase, y que por consi­ guiente no atiende a los mecanismos de coherencia textual, no sirve para la producción de textos. Tam poco se orienta a ella. Por otra parte, se ha negado sistemáticamente a la escritura un esta­ tuto lingüístico propio, impidiendo de ese modo llevar a cabo una práctica eficaz de los discursos escritos.4 ¿Y qué decir de la prueba escrita, que, bajo diversos disfra­ ces, es una constante en la institución educativa desde sus nive­ les inferiores hasta los superiores? Llámese prueba escrita, 2 Y p or lo general, en sus aspectos normativos. 3 El término polisem ia designa una cualidad propia del lenguaje, que es la pluralidad de sentidos. La literatura, en buena medida, se construye sobre esta capacidad de significar. 4 Para Ferdinand D e Saussure, fundador de la lingüistica estructural, la escritura era un código segundo, mera transcodificación de la oralidad. Durante mucho tiem po se con­ sideró, por lo tanto, que podía escribir correctamente quien hablara con propiedad, ig­ norando así la existencia de múltiples escrituras que no pasan por el relevo del habla.

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examen o parcial, se trata de un género que ha demostrado con largueza su resistencia al cambio. Discurso parasitario, en el que el sujeto que escribe busca borrarse, reprimir las marcas de su propio lenguaje, para dar cuenta del otro texto, el del manual, el apunte de clase o el artículo de la bibliografía, según los casos. Si, com o afirma R. Barthes,5la posibilidad de borrado o tachadura es un rasgo que diferencia a la escritura del habla (el habla solo admite la rectificación por el agregado de más habla), la escritu­ ra del examen no es más que un habla disfrazada. Transforma­ da en burda caricatura del habla, la escritura del examen se esfuer­ za por adelgazarse todo lo posible para que aparezca en su lugar — com o los viejos cuadros que afloran con el tiempo por debajo de capas sucesivas de pintura— la voz del maestro, del autor es­ tudiado, del saber, que siempre está en otro lado. Y ese esfuer­ zo debe reprimir incluso sus propias características de esfuerzo: la voz del maestro debe fluir naturalmente de la pluma del alum­ no, por eso es frecuente la prohibición de tachar o borrar en el examen. Género a dos voces, con reminiscencias bélicas, en el que el saber está del lado del que pregunta y en el que la pregun­ ta no vehiculiza por lo tanto el deseo de saber sino de poner a prueba al que responde, el examen tiene también algo de tram­ pa (com o la P R U E B A en el esquema de Propp 6, o el duelo ver­ bal que libra el pequeño Bilbo con Gollum, ese ser viscoso que lan­ za acertijos com o dardos en E l h ob ito de J. R. T o lk ie n 7; allí, co­ mo en la prueba escrita, la suerte del héroe dependerá de la con­ junción del azar, la magia y la rapidez para contestar). Las con­ signas del examen son, com o corresponde a este género tram­ poso por excelencia, actos de habla indirectos 8, órdenes disfra5R. Barthes, “Escritores, intelectuales, profesores” , en E l p roceso de la escritu ra , Caldén, Buenos Aires, 1974. 6 V. Propp, M o rfo lo g ía del cu en to, Madrid, Fundamentos, 1981. 7 J. R.ToIkien, E l h ob ito , Buenos Aires, Sudamericana, 1984. (Colección Minotauro) 8 Se denomina a cto de habla a la acción que se ejecuta al hablar (preguntar, jurar, pro­ meter, declarar, confesar, invitar, perdonar, etc). Cuando una acción verbal reviste el as­ pecto de otra — lo que suele darse en función de la cortesía— , se habla de a c to de ha­ bla in d irecto . Las órdenes, salvo en aquellos contextos que están sustentados p o r ellas — com o es el caso de la institución militar— , suelen darse en form a indirecta, disfraza­ das de instrucciones (“Tachar lo que no corresponda”) o de preguntas (“¿Quién era Fer­ dinand D e Saussure?”). Detrás de ambas formulaciones se esconde un im perativo (“T a ­ che” , “ Conteste”).

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zadas de preguntas o instrucciones, que a veces exigen la pues­ ta en práctica de operaciones que no han sido ejercitadas con an­ terioridad. Así. en un parcial de una materia del C B C de la UBA, se pedía al alumno: “A rg u m e n te a favor o en contra de la siguien­ te afirmación.-...” , cuando no se había escrito una línea en lo que iba del cuatrimestre y se desconocían las características de la ar­ gumentación. C om o una broma macabra, las respuestas rem e­ daban los tests de “Verdadero o Falso” con un ingenuo “a favor” o un osado “en contra” .

La carrera de Letras

En cuanto a las facultades de Letras, allí también suele es­ casear la escritura. Los docentes que se arriesgan a exigir la pre­ sentación de un trabajo monográfico suelen arrepentirse ni bien se enfrentan con los resultados: desde las hojas mecanografiadas o manuscritas, una escritura precaria parece señalarlos. Pero es común que se evite esa situación conflictiva, y la carrera de L e ­ tras, cuya razón de existir es la producción literaria, critica y te­ órica, borre la práctica de la escritura en beneficio de un discur­ so oral de registro académico. La escritura retrocede y un cerco invisible la confina a los cuadernos de apuntes, imprecisos regis­ tros de la oralidad, y a otras formas marginales, com o notas, su­ brayados, signos de interrogación y admiración, citas, remisiones bibliográficas, objeciones, comentarios, que dialogan desde la clandestinidad con los textos de la bibliografía y las clases impre­ sas y que constituyen el doblez de una lectura atenta, el balbuceo inicial de una escritura que nunca se concreta. Ni qué hablar de la escritura literaria. “ N o es el lugar” sue­ le ser el argumento para desalentar a los novatos que esperan de la carrera de Letras alguna formación escrituraria. Ingenuamen­ te, algunos se preguntan cuál es entonces ese lugar. La respues­ ta flota en el ambiente: el lugar no existe, a escribir no se apren­ de. El final de esta historia es conocido para cualquiera que ha­ ya transitado por las aulas de alguna facultad de Filosofía y Letras: se inhibe el deseo, se abandona la carrera, o se la com plem en­ ta con algún taller. P ero aun esta opción conciliadora es mirada

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con recelo por cierta élite intelectual para la que los talleres son, en el mejor de los casos, un equívoco, y en el peor, una estafa. Es cierto que hemos asistido a una proliferación de talleres que en los últimos años alcanzó proporciones epidémicas. Sínto­ ma de la existencia de una demanda real por parte de un públi­ co cada vez más amplio y variado, cuyas expectativas en relación con la escritura son igualmente diversas. Se trata, en verdad, de una demanda confusa, en la que se entreveran distintas ideologí­ as de la escritura, difusas ambiciones de prestigio intelectual, la búsqueda de una escucha competente para los propios textos, la búsqueda, en fin, de un grupo de pertenencia intelectual y has­ ta afectiva. Pero lo cierto es que la demanda cada vez mayor de este tipo de práctica está hablando de la apropiación de la mis­ ma por parte de un público que se niega a seguir considerándo­ la patrimonio de aquellos que tienen acceso a una formación cul­ tural ventajosa. C om o contrapartida, dentro de las-instituciones consagra­ das al estudio de las Letras, las instituciones formadoras de espe­ cialistas en lengua y literatura y profesores de nivel medio y ter­ ciario, se siguen cultivando — aunque a escondidas— el mito de la inspiración y una concepción de la escritura com o creación so­ litaria y experiencia intransferible. Los propios escritores no son ajenos a estas ideas románticas: “El escritor es un demonio que sufre” , declaraba hace un par de años Antonio Di Benedetto a un periodista de C larín. A diferencia de las artes, la escritura literaria, en efecto, no se enseña. Las escuelas de artes, los conservatorios de música, combinan en sus programas las materias teóricas con las prácti­ cas, de tal manera que los egresados de esas escuelas superiores son especialistas en su materia, además de pintores, escultores, compositores. Existen también numerosos talleres particulares o dependientes de distintas instituciones a los que no sólo acuden los legos, sino también los estudiantes y egresados de esas mis­ mas carreras. Y esta avidez no está mal vista, sino todo lo con­ trario. Distinta es la situación de las bellas letras, que parecen ha­ ber accedido al recinto universitario a fuerza de sacrificar la prác­

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tica en función de un modelo de profesional especulativo y diser­ tante. Y de esas aulas egresan buena parte de los profesores que se encargarán de reproducir ese modelo ágrafo en las escuelas y en los profesorados de donde salen a su vez los profesores de es­ cuela media.

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El boom de los talleres literarios

Si definimos al taller literario com o un grupo de personas que se reúnen periódicamente a escribir, leer lo escrito, com en­ tarlo, criticarlo y eventualmente corregirlo, bajo la conducción de un escritor profesional, los primeros talleres literarios datan de principios de la década del ’60. El escritor correntino Gerardo Pisarello coordinaba por en­ tonces un grupo que se reunía una o dos horas por semana a con­ versar sobre algún tema concerniente a la creación literaria, co­ mentar alguna lectura que viniera al caso y realizar algún traba­ jo escrito, que era leído luego a manera de cierre. Los textos que los talleristas escribían eran comentados y todos opinaban al res­ pecto. El comentario era valorativo: se trataba de encontrar qué estaba bien y qué no en cada texto, de manera que el autor pu­ diera corregirlo para la vez siguiente. Se leían y discutían textos en los que los escritores consagrados, los críticos y artistas se re­ ferían a la creación. Así fueron desmenuzados Poe, Quiroga, Pound, Rousseau. Brecht. Horacio. Boileau, Darío. Auerbach, Lukacs. Avanzando en la década d e l’60. nos encontraremos con al­ gunos de los talleres de más larga data, com o los de José Muri11o y Abelardo Castillo. Este último, director sucesivamente de El escarabajo de o ro y E l o rn ito rrin c o , además de narrador reco­ nocido, integra a sus revistas los talleres que coordina. Los aspirantes a narradores cuentan así con un doble incen­

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tivo: recibir las enseñanzas de un escritor profesional y la opor­ tunidad de publicar sus relatos en la revista literaria que él dirige. De esta manera, las obras que se producen en taller pueden ac­ ceder a un público más amplio. Los talleres literarios se nuclean alrededor de un escritor prestigioso, que hace las veces de maestro y legitimador, y cuyo juicio funciona com o criterio de verdad. Es por eso que, de mu­ chos de estos talleres, suelen egresar verdaderos epígonos del maestro, de quien han recibido un conjunto más o menos siste­ matizado — según los casos— de preceptos vinculados con el ofi­ cio y que se derivan por lo general de su experiencia personal. Pero si bien los talleres de más larga trayectoria comienzan a funcionar en la década del ’60, es en la década siguiente que esa práctica adquiere dimensiones de boom . En efecto, en los ’ 70 se recogen algunos frutos tardíos del movimiento cultural generado en la década anterior. El lugar privilegiado que la literatura nacional y latinoame­ ricana pasó a ocupar en los ’60, con la espectacularización de la figura del escritor — entrevistado en la T V y tapa de revistas de actualidad— y los records de venta alcanzados por autores com o García Márquez y Julio Cortázar, entre otros, vuelven deseable ese lugar, antes reservado a una élite de gustos refinados, ahora públicamente reconocido, exitoso y redituable. Claro que, para llegar a ser un escritor famoso, era indispen­ sable el dominio de un repertorio de técnicas que en aquel m o­ mento causaban sensación y daban qué hablar a la crítica. Es así que los programas de algunos talleres literarios de principios de los ’70 incluían la técnica del “ m onólogo interior” , el “ montaje paralelo” y la explotación de los “ blancos activos” , a la vez que exigían com o lectura previa las novelas del peruano Vargas Llo­ sa, considerado ejemplo de virtuosismo técnico. Tam poco debemos olvidar que algunas propuestas literarias participativas, com o las del Julio Cortázar de Rayuelo o 62 m o ­ delo para arm ar, llamaban al lector a abandonar la actitud de re­ ceptor pasivo para colaborar en la construcción de la novela. Es­ tas propuestas, que entroncaban con las teorías postestructuralistas en boga entonces en Europa, abrieron nuevos horizontes a

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los lectores ávidos, en especial en sus capas más jóvenes. Elegir un derrotero propio para leer un texto era un primer paso hacia la producción del texto propio. Nos encontramos, entonces, a comienzos de los ’ 70, con un público inquieto, que progresivamente irá cruzando la frontera que separa producción de recepción, para tomar el poder de la palabra escrita. Este es, en buena medida, el público que nutre los talleres literarios en busca de un saber ligado al oficio. Pero es durante la última dictadura militar que se produce la eclosión tanto de los talleres literarios com o de los talleres de es­ critura (de los que nos ocuparemos a continuación). En esos años también proliferaron los grupos de estudio particulares o depen­ dientes de instituciones privadas, todos ellos — al igual que tos ta­ lleres— formaciones culturales típicas — aunque n o exclusivas— de los períodos de represión y censura, que tienden a paliar el va­ ciamiento ideológico e intelectual del que son víctimas las institu­ ciones oficiales. Reductos a los que no llegaba el haz de luz inqui­ sidor, a su cobijo se producía, se leía lo que había sido arrasado de vidrieras, mesas de librerías y listas de bibliografía de escuelas y facultades, se discutía, se pensaba. Verdaderos focos de resis­ tencia, nucleados por lo general alrededor de algún intelectual re­ conocido que había sido marginado del ámbito universitario o ha­ bía elegido esa clandestinidad com o trinchera. Gracias a ese tra­ bajo subterráneo, las facultades contaron, desde su reapertura democrática, con un cuerpo docente capacitado para hacerse cargo de las cátedras, y cuya pasión, alimentada en los años de resistencia, ha actuado de contrapeso a lo exiguo del salario.

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Los talleres de escritura

A l promediar los ’60, en Europa — especialmente en Fran­ cia— , el postestructuralismo profundiza los cuestionamientos a la crítica literaria tradicional y arremete contra algunos de sus bas­ tiones: la noción de “obra” , de “creación” , de “significado” , etc. Sustituye estas nociones por las de “ texto” , “ producción” , “sig­ nificación” . El término “ escritura” aplicado a esa práctica de pro­ ducción significante accedió al ámbito universitario argentino a principios de los ’ 70 y constituyó algo así com o el flequillo de los Beatles para lo más vetusto de la intelectualidad de Letras. (“ ¿Es­ critura? ¿De qué está hablando? Escritura hacen los carniceros” se indignaría poco más adelante un profesor restituido a su car­ g o por la intervención Ottalagano en el transcurso de un soño­ liento examen oral de literatura hispanoamericana.) Para esa época, lectura y escritura ya eran sinónimos. La lectura era la con­ dición de existencia del texto, concebido com o tejido, red de sig­ nificaciones, siempre cambiante toda vez que cambia el sujeto que la produce. Cada nueva lectura “escribía” un nuevo texto en tanto producía significaciones nuevas. La voz del autor fue des­ plazada por la voz del texto. De este modo, poco a poco, la lec­ tura se volverá decisiva para pensar la literatura. En el ámbito universitario argentino — específicamente en la factulrad de filosofía y letras de la U B A — , fuertemente conm o­ cionado por las nuevas teorías que afluían en el marco de una uni­ versidad en proceso de democratización y propicia a los cambios y a la apertura ideológica com o la del 73-74, surge la inquietud

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por renovar metodologías y técnicas de aprendizaje, además de contenidos y programas. Los alumnos de la cátedra de Literatu­ ra Iberoamericana de la carrera de Letras solicitan a su titular, N oé Jitrik, la constitución de un taller de “escritura” dependien­ te de la cátedra. Es así que surge el primer taller de escritura, en el ámbito de la facultad de Filosofía y Letras de la UB A, en 1974, a cargo de Mario Tobelem, ayudante de la cátedra y especialis­ ta en juegos. Este taller, que la intervención Ottalagano expulsó de la facultad junto con la cátedra a la que pertenecía y siguió fun­ cionando independientemente de la universidad con el nombre de Grafein (talleres de escritura e investigación teórica), inaugu­ ró una modalidad de taller, no ya centrado en la figura de un es­ critor prestigioso, sino coordinado por alguien lo bastante capa­ citado com o para proponer ejercitación motivadora, desmontar los mecanismos de producción de un texto y descubrir en él las más recónditas huellas del intertexto.9 H e aquí el aviso con el que se promocionaban, en el año 1975, los talleres de escritura del grupo Grafein:

ADIVINANZA ¿EN QUE SE DIFERENCIA UN SALON LITERARIO DE UN TALLER DE ESCRITURA? RESPUESTA: EN EL SALON LITERARIO

EN EL TALLER DE ESCRITURA

Se muestra lo ya escrito a partir de '‘nada’’ (?). Se reciben críticas valorativas con carácter competitivo. No se juega: hay solemnidad y desorden. Se contía en la “inspiración”. Se confía en la “expresión”. Se confía en la “sensibilidad”. Se repiten “sentidos” previos.

Se escribe a partir de ejercicios concretos. Se produce reflexión teórica con carácter de investigación. Se juega: hay orden y placer. Se trabaja. Se trabaja. Se trabaja. Se producen significaciones nuevas. Se estudia la teoría por enriquecedora. Se requieren ganas de escribir.

Se rechaza la teoría por “castradora”. Se requieren títulos y “talentos” previos. Son gratis o muy caros.

Se cobra moderadamente.

9 Se denomina intertexto al conjunto de textos que cada texto particular convoca. P or eso no se habla más de “creación literaria” , ya que el término “creación" supone una nada anterior, mientras que para el post-estructuralismo todo texto se produce a partir de otros textos y lleva en sí los ecos de ese intertexto.

Los talleres de escritura funcionaban en base a consignas (“ Una consigna es para nosotros una fórmula breve que incita a la producción de un texto... es un p re te x to , un texto capaz, co ­ mo todos, de producir otros”) comunes a todos los talleristas, y a la lectura y comentario de los textos resultantes, comentario del que estaba expresamente excluido el juicio de valor (“ Para noso­ tros, los textos se presentan, por definición, com o inm ejorables. Todos lo son, porque son lo que son. Un texto no tiene otra p o­ sibilidad que ser él mismo: y com o tal debe ser analizado”). El co­ mentario se aproximaba más a un análisis que a una crítica, y de ese análisis participaban todos los talleristas, partiendo de la pre­ misa de que no había un sentido a encontrar sino tantos sentidos

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com o los lectores le quisieran dar. El autor del texto analizado par­ ticipaba com o un lector más, nunca com o autor. La prohibición de la palabra al autor com o tal respondía al deseo de no condi­ cionar las lecturas de los demás (“ En un mundo antropocéntrico, devoto de la propiedad y el causalismo, ¿quién no se siente con ‘derechos de autor’?). Los talleres de escritura, que proliferaron durante la dicta­ dura, y especialmente a partir de la publicación del libro del gru­ po G rafein 10, aportaron una nueva ideología al taller. P or lo pronto, se generalizó la utilización de consignas com o disparado­ ras de determinados problemas, mecanismos textuales, procedi­ mientos literarios y, principalmente en los talleres de principian­ tes, com o estrategia para conjurar el temor a la página en blan­ co. A través de la erradicación del juicio de valor, se logró pa­ liar la producción en serie y respetar en cambio los estilos indi­ viduales, así com o la diversidad en las formas de acceso al texto literario. Claro que a menudo los talleres de escritura tendieron a transformarse en talleres de lectura, coherentemente con la iden­ tificación escritura/lectura propiciada por el postestructuralismo que les servía de sustento teórico. En este corrimiento, la lectu­ ra se enriqueció, en tanto la escritura perdió especificidad. Los ta­ lleres de escritura rara vez atendían a la problemática propia del quehacer escriturario, ya que la mayor parte de su tiempo esta­ ba dedicado a la lectura, comentario y análisis de los textos ya pro­ ducidos y considerados com o textos terminados e imperfectibles. Muchos de estos talleres incluían además lecturas teóricas que contribuían a la formación crítica del escritor en potencia. Por su parte, el rechazo a los comentarios del autor en re­ lación con los procesos de elaboración de su texto, así com o a la formulación de dudas, dificultades, objetivos, hallazgos, despoja­ ba al taller de escritura de una función cuanto menos importan­ te: la de ayudar a sus integrantes a escribir lo que desearan es­ cribir. En lugar de aprovechar la presencia del autor, se simula
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