MacGillivray, Joseph Alexander - El Laberinto Del Minotauro

November 27, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Archaeology, Truth, Minotaur, René Descartes, Science
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J. ALEXANDER MACGILLIVRAY - EL LABERINTO DEL MINOTAURO Sir Arthur Evans, el arqueólogo del mito Sir Arthur Evans (1851...

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Sir Arthur Evans,

Joseph Alexander MacGilliv

Sir Arthur Evans (1851-1941) revolucionó gicos de su tiempo, y la periodización de la historia de la huma­ nidad, a raíz del espectacular descubrimiento a principios del siglo X X del palacio de Knosos, en Creta, que identificó con el labe­ rinto del Minotauro y que reconstruyó en una de sus acciones m ás polémicas y controvertidas. Evans no sólo formuló una nue­ va concepción de la cultura cretense, sino que obligó a la comu­ nidad científica a replantearse los orígenes de la sociedad occi­ dental. Si Heinrich Schliemann había descubierto Troya, Micenas y Tirinto, poniendo de manifiesto así la historicidad de la Ilíada homérica y la Eneida virgiliana, sir Arthur Evans se propuso hallar la base histórica del mito de Dédalo y el Minotauro en su labe­ rinto, y lo que halló fue un pasado remoto que bautizó a partir del nombre del mítico rey: la cultura minoica. Sin embargo, el legado y la importancia de personajes como Schliemann o Evans reside sobre todo en el hecho incontrovertible de que con ellos nace una disciplina histórica, la arqueología moderna. Basándose principalmente en los textos publicados e inédi­ tos de sir Arthur Evans, tanto como en su rico y en ocasiones críp­ tico epistolario, John A. MacGillivray arroja luz sobre unas déca­ das trascendentales e-n el conocimiento de los orígenes de la humanidad, de las relaciones entre las culturas de Egipto y del Mediterráneo y en los vínculos entre los mitos y los hechos. J. Alexander MacGillivray (Montreal, 1953) se formó en. arqueo­ logía en las universidades McGill (Canadá) y de Edimburgo (Esco­ cia), y posteriormente ha impartido estudios de su especialidad en Oxford y Berkeley. Desde 1980 ha participado y dirigido diver­ sas excavaciones arqueológicas en Creta. Ha publicado un buen número de estudios y ensayos especializados sobre arqueolo­ gía de la Grecia preclásica.

Ensayo

a l edhasa

J. A L E X A N D E R M A CG ILLIV RA Y

EL LABERINTO DEL MINOTAURO Sir Arthur Evans, el arqueólogo del mito

Traducción de RoserVilagrassa

Consulte nuestra página web: www.edhasa.com En ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Minotaur. Sir Arthur Evans and the Archaeology o f the Minoan M yth

Título original:

D iseño de la cubierta: basado en un proyecto de Jo rd i Sábat

Primera edición: m ayo de 2006

© 200 by Jo sep Alexander M acGillivray published by arrangement w ith Farrar, Strauss & Giroux, L L C , N ew Y ork © de la traducción: R o se r Vilagrassa Sentís, 2006 © de la presente edición: Edhasa, 2006 Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2o piso, unidad 6 08029 Barcelona C 1054A A T Capital Federal Tel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432 España Argentina E -m ail: in fo@ edh asa.es E -m ail: in fo @ edh asa.com .ar

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D ep ósito legal: B - 1 6 .4 4 0 -2 0 0 6

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Para Bob, uno de los dos esenciales de la libertad intelectual

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Indice

Agradecimientos .................................................................

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Introducción.........................................................................

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1. 2. 3. 4. 5. 6.

Aprendiz de arqueólogo (1851-1883) ........................ Los laberintos de la Antigüedad (1883-1893)............ Candia (1893-1900)........................................................ Knosos (1900-1907)........................................................ La escuela panminoica (1908-1941) ........................... El laberinto minoico .....................................................

29 117 183 275 389 487

Notas ..................................................................................... 501 B ib liografía........................................................................... 527 índice on om ástico............................................................... 565

TABLA CRONOLÓGICA DEL ANTIGUO EGIPTO Y LA CRETA MINOICA CRETA

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Tutankhamón (1336-1327) Akhenatón (1352-1336) Tutmosis III (1479-1425) Ahmosis (1550-1525) Segundo Período Intermedio (1650-1550)

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Laberinto de Hawara Amenemat III (1853-1808) O υ o z Primer Período § Intermedio (2160-2025)

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Unificación del Alto y el Bajo Egipto

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Agradecimientos

Pensé en escribir este libro en 1992, mientras Bob Cornfield y yo esperábamos tumo para jugar en las pistas de tenis del Cen­ tral Park, en Nueva York. Trataba de convencerlo de que Evans no había descubierto a los minoicos, sino que los había creado. Bob me sugirió que trasladara la idea a un público más amplio que el de mis clases, que consistían en hacer una crítica dete­ nida de Evans con lecturas guiadas en la Universidad de Colum­ bia. Durante el segundo trimestre de 1993, me reunía cada lunes por la noche en mi piso de Riverside Drive con dos estudian­ tes de segundo ciclo, Senta German y Paul Christensen. Y o cocinaba y ellos presentaban sus informes sobre las lecturas de la semana anterior de los primeros textos de Evans. Sin embar­ go, no consideré seriamente la sugerencia de Bob hasta otoño de 1994. U n año después, durante una beca de visita en el All Souls College de Oxford, empecé a escribir este libro. En los siguientes años, fui objeto de atenciones en los hogares de Ste­ ve MacGillivray y Hannah McCouch, Judith Weingarten, Bob Cornfield, y Ann y Gordon Getty, y tuve la suerte de pasar lar­ gos períodos de soledad para estudiar los complejos detalles de la vida de Evans y de la mía propia. Muchos amigos y compañeros me ayudaron con el pro­ yecto. Gracias a Michael Vickers, del Museo Ashmolean, me interesé por los Héroes de Charles Kingsley; Sue Sherratt me faci-

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litó el acceso al Archivo Evans y las directrices para entender­ lo, y Julie Clements me proporcionó copias de las fotografías de la excavación de Evans, que pudimos reproducir gracias al amable permiso de la Asociación de los Visitantes al Museo Ash­ molean. La Escuela Británica de Atenas tuvo la gentileza de dejarme acceder al Archivo Pendlebury. Cindy Ciparelli se tomó la molestia de copiar los informes de Evans al Times de la Biblioteca Pública de Nueva York. Jan Driessen ayudó con los documentos sobre las excavaciones de Kalokairinos en Knosos. Iannis Kaphesakis y Nikos Papadakis me iniciaron en el cono­ cimiento de los sellos de correos cretenses. Ariane Marcar com­ partió conmigo sus nuevas teorías sobre la base egipcia de bue­ na parte de la religión minoica. Nico Momigliano me permitió comprender mejor la compleja relación entre Evans y su «pri­ mer lugarteniente», Duncan Mackenzie; además, tuvo la gen­ tileza de enviarme una copia de su libro sobre el «cauto y astu­ to montañés», antes de publicarlo. Natalia VogeikofF, archivista de la Escuela Estadounidense de Cultura y Civilización Clási­ ca de Atenas, tuvo la cortesía de enviarme la correspondencia de Evans y sobre Evans, que se guarda en el Archivo Blegen. S. J. Berwin & Co., de Londres, fueron de lo más eficientes en la investigación de los temas legales relacionados con la deten­ ción de Evans y el consiguiente ju icio en Londres. Juanita W ichienkuer dibujó los mapas y el plano del palacio. Alisia Margolis, Delia Riccardi-Percy y Maria Xanthopoulou pasa­ ron a tinta los dibujos lineales. Doy las gracias a todos. Ann Brown, Bob Cornfield, Ruth Davis, Trinity Jackman, Steve MacGillivray, Hannah M ocCouch y Spencer Harring­ ton leyeron las primeras versiones de parte del libro, pero el mérito editorial más importante recae sobre Elisabeth Sifton, que recortó y quemó parte de las primeras versiones y me ayu­

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dó en la redacción final del libro. ¡Ha sido todo un privilegio trabajar con ella! En enero y mayo de 1996, se hicieron tres sondeos en el ámbito universitario con el propósito de conocer la opinión sobre algunas de las ideas que se expresan en el presente libro. El primero fue organizado por Cyprian Broodbank, en Lon­ dres; Sophia Voustaki y Tod Whitelaw se encargaron de orga­ nizar el segundo sondeo en Cambridge, y Nico Momigliano se encargó del tercero en Balliol College (Oxford). A las respuestas positivas de los dos primeros siguió la reacción rotundamente negativa del tercero, lo cual era indicativo de que estaba hacien­ do avances y abriendo nuevos caminos. La libertad necesaria para investigar y escribir este libro, así como el compromiso con el tema que trata, me fueron dados gracias a la capacidad de convicción de Bob Cornfield a lo lar­ go de los últimos siete años. Este libro no existiría sin él.

Introducción

Como la mayoría de visitantes que acuden a Knosos para ver los restos de la civilización europea más antigua, la primera vez que vi un yacimiento arqueológico fue en una fotografía. Sobre la pared de una clase improvisada durante mi primer año en la Uni­ versidad en Montreal, se proyectó la imagen del feroz toro marrón embistiendo entre columnas negras, en un bastión de piedra sobre el pasaje de la entrada norte. El joven profesor nos informó de que aquélla era «la prueba que sir Arthur Evans descubrió en Knosos, que confirma la existencia de unos hechos que subyacen al mito del Minotauro y al laberinto que Dédalo construyó para el rey Minos en Creta». Sólo esperaba que retu­ viéramos la información hasta el día del examen que nos pon­ dría al final de la semana. Sin embargo, yo jamás la olvidaría. Tuve que cursar seis años de universidad y un postgrado en arqueología antes de estar frente al palacio de Minos, en Knosos, y paladear, al igual que un millón de turistas anuales, la sublime emoción de ver por primera vez las columnas tiz­ nadas, en forma de cono invertido, y las vigas de madera con un rico veteado sobre los inmensos y oscuros pasillos y pasa­ dizos. Sin embargo, al tocar las paredes no pude sentir la cali­ dez de la madera natural, sino más bien el frío extraño del hor­ migón que, en su momento, cubría con una lustrosa capa la superficie ahora agrietada y desconchada, o sencillamente rota,

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y que sólo deja a la vista un apagado vestigio del antiguo esplen­ dor. Ahora bien, ¿el esplendor de quién y de qué época? Tras aquel áspero encuentro con la fría y dura realidad, el .desconcierto y la decepción se mezclaron con la vergüenza y la sensación de haber sido engañado. Contemplé las paredes que me rodeaban y comprendí que era incapaz de distinguir las modernas de las antiguas. Y si yo estaba confuso, ¿cómo iban a estar aquellas personas que no habían estudiado arqueología, como yo? Si Evans había construido, literalmente, la mayor par­ te del palacio, ¿cuánto más se habría inventado? En 1980, tres años después de mi primera visita a Creta, trabajé como conservador de Knosos en la Escuela Británica de Atenas. M e propuse revisar la obra de Evans con detalle, empe­ zando por la excavación del primer palacio, situado bajo el inmenso conjunto de salones y depósitos construidos alrededor del patio principal, en la actualidad un lugar muy familiar para los turistas. Centré mi investigación en objetos materiales, como piezas de cerámica y muros, pero gracias a las notas e infor­ mes de los excavadores conocí al hombre que tanto había hecho para sacar a la luz Knosos y hacerlo renacer. Cuando estaba a punto de terminar un informe técnico sobre el primer palacio de Knosos, empecé a leer las cartas personales de Evans, y otras de valor testimonial, y entré en un laberinto de movimientos sociales, políticos, religiosos y artísticos, que se remontaban a una época muy anterior a su nacimiento y culminaban en sus deslumbrantes descubrimientos a las puertas del siglo X X . ★ ★ ★

Los mitos que los antiguos griegos «veneraban y creían al pie de la letra», entre otros, los «fabulosos acontecimientos que se

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asocian al nombre de Minos —escribió el parlamentario britá­ nico e historiador, George Grote en 1846 en su History of Gre­ ece (Historia de Grecia), obra de doce volúmenes de prestigio internacional—, a los ojos de las investigaciones módernas no eran más que leyendas». Cinco años después, Arthur Evans nació para demostrar que éste se equivocaba. «Ahora sabemos que la antigua tradición era verdadera», declaró Evans casi un siglo más tarde, de pie, junto a un busto de sí mismo en bronce, esculpido para dejar constancia de su logro en el patio oeste del palacio del rey Minos, palacio que él había descubierto en el yacimiento del laberinto de Knosos que Dédalo construyó para alojar al Minotauro, el resultado monstruoso de la concupiscencia de la reina Pasífae con Zeus, el dios griego, bajo la forma de un toro. «Es cierto que en el antiguo emplazamiento del palacio sólo hay ruinas sobre rui­ nas —reconoció—, pero el conjunto está inspirado en el espíri­ tu de orden y organización de Minos, así como en el arte libre y natural del gran arquitecto Dédalo.» Evans entró en el siglo X X convencido de que Knosos había existido de verdad: lo halló en marzo de 1900 en Creta, soterrado bajo una loma, según la ubicación tradicional griega. A lo largo de treinta años de excavación, reveló al mundo un nuevo período de la historia antigua,’ el llamado «minoico». Arthur Evans «fue un hombre paradójico ..., extravagan­ te y, curiosamente, modesto; circunspecto y adorablemente ridículo ..., derrochador, aunque jamás se permitía excesos y con algunas cosas era austero ... siempre fiel a sus amigos». Así lo ensalzaba Joan Evans en Time and Chance (Tiempo y azar), una biografía de su hermanastro, del que le separaban cuaren­ ta años de edad. Y a estos elogios añadía: «Vivió como el genio que era, y un genio es un hombre cuya mente funciona de una

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forma tan poco com ente que su fidelidad hacia ese funcio­ namiento vital debe ser el único criterio de su vida». El genio de Evans le permitía percatarse de algo inusual sobre un lugar o una cosa, y dejar que su imaginación sin límites lo elevara de lo mundano a lo eterno. Su entusiasmo infantil y su tenaz insistencia en revelar la verdad se combinaban perfectamente con su independencia obstinada, y todo ello impulsaba su inten­ so deseo de dar una explicación al folclore y los mitos de la antigua Grecia. ¿De dónde procedía ese intenso deseo y por qué era tan importante para Evans y su sociedad? Hijo de John Evans, un próspero fabricante de papel británico, Arthur John Evans nació en Herefordshire en 1851. Era «hijo de un hombre rico», lo cual en buena parte le permitió dedicarse a aquello que le gus­ taba, pero la fuente de riqueza de la que dependía su libertad también alimentaría su anhelo por lo fantástico. Evans creció en un entorno lúgubre y sombrío de la Ingla­ terra industrial, donde la armonía dispersa de la naturaleza había sido sustituida por la geometría humana, y sólo era aprovecha­ da para cubrir las vanas necesidades de la sociedad de controlar sus recursos en nombre del progreso. Según él, la codicia de la nación, el apremio engañoso por crear beneficios y un mun­ do mecanicista y materialista habían esclavizado a las comuni­ dades que le rodeaban. Sus habitantes habían olvidado cómo era vivir en el mundo natural, antes de que el reloj reempla­ zara al sol y el calendario a la luna, y antes de que el agua salie­ ra de una cañería y la luz de un cable. Evans rechazaba las «comodidades modernas», y sólo usaba la luz eléctrica y el telé­ fono en contadas ocasiones, siempre y cuando, como ocurría con el automóvil y el avión, le hicieran ahorrar tiempo, un con­ cepto que le obsesionaba.

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Evans se negó a formar parte del mundo de comerciantes y fabricantes al que pertenecía su padre, de modo que siem­ pre que podía evitaba sus responsabilidades familiares y socia­ les para refugiarse en su propio mundo de aventuras y descu­ brimientos. Pese a la miopía y a la absoluta ceguera nocturna que sufría —además de su miedo al agua, «ese elemento inesta­ ble» que hacía tan difícil cruzar el Canal de la Mancha—, ado­ raba explorar nuevos lugares y conocer gente nueva. Cuanto más se alejaba de su tierra natal, más difícil se le hacía pensar en el regreso. Evans acabó por crear su propio mundo, un mundo «que se ajustaba a su gusto -com o admitía Joan Evans-, situado en un hermoso país mediterráneo, de ambiente aristocrático y humano; un mundo que propiciaba la aparición de un arte de colores luminosos y formas fuera de lo común, inspirado en las flores, en las aves y otros animales que él adoraba ..., un mun­ do que le sirvió para aislarse de un presente en el que no había encontrado su lugar». Era el antídoto perfecto contra la Euro­ pa y la América industrializadas que, según él, estaban atrapa­ das en el pesimismo y la excesiva preocupación por el futuro que reinaban en aquel momento, y que se reflejaron en las obras de Henry James, Joseph Conrad y H. G. Wells, así como en Decadence (Decadencia), de Arthur Balfour, dirigente del parti­ do conservador británico y primer ministro de 1902 a 1905. Creta era el lugar al que Evans necesitaba acudir para curar sus heridas. La muerte de su madre cuando él tenía seis años dejó un vacío en su vida que ni siquiera su esposa consiguió lle­ nar, la cual también murió de forma prematura y sin dejarle ningún hijo. La Creta minoica no era precisamente el Jardín del Edén. Allí las mujeres cargaban con la culpa de haber intro­ ducido todo lo maligno, pero había igualdad de sexos; los hom-

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bres controlaban los asuntos de Estado, pero las mujeres gober­ naban el corazón y las creencias de una sociedad que vivía en paz con ella misma y sus vecinos. Los minoicos de Evans ado­ raban a la «gran madre» de la creación, y si la destrucción lle­ gó a este pueblo fue de la mano de una sociedad masculina, los aqueos de H om ero, bajo el dominio de un amo vengativo, Zeus. Los minoicos de Evans son un ejemplo de cómo un des­ cubrimiento arqueológico se manifiesta primero en la mente, a partir de la necesidad de aquel que lo concibe de demostrar al­ go que considera de vital importancia. El hecho de encontrar en la tierra pruebas que lo demuestren es la etapa final del pro­ ceso de satisfacer un deseo. Apenas nos damos cuenta de la capa­ cidad inventiva y creativa de los arqueólogos. Sólo podemos hacer conjeturas sobre los orígenes abstractos de los descubri­ mientos arqueológicos a posteriori; por otra parte, suelen pare­ cer hechos sorprendentes y fortuitos. Joan Evans atribuyó el brillante descubrimiento de la cul­ tura minoica de su hermanastro Arthur a que éste se hallaba en el lugar adecuado en el momento preciso. «El tenía la inten­ ción de encontrar un tipo de escritura —idealizaba aquélla—, pero el tiempo y el azar quisieron que descubriera una nueva civi­ lización.» Nada más lejos de mi idea sobre cómo Evans des­ cubrió Knosos o sobre cómo se lleva a cabo una excavación ar­ queológica. Sostengo que cada detalle de una investigación debe ser tratado como una parte intencionada y relevante de un con­ junto más amplio. Si no es así, limitaríamos el estudio a selec­ cionar el material que se adecuara a una idea preconcebida o a un proyecto de investigación. Sin embargo, al tener en cuen­ ta el azar, imponemos otra limitación, pues aceptamos que ocu­ rren hechos casuales y que algunas cosas no tienen explica­

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ción posible, con lo cual hacemos una distinción entre aquello que creemos que merece la pena analizar y aquello que está por encima de nuestro interés o no está a nuestro alcance. Las casua­ lidades son un factor aleatorio hasta que conseguimos darles una explicación; es entonces cuando dejan de parecer algo fortui­ to. Así pues, no existen los encuentros azarosos o los hallaz­ gos casuales. Si existieran, nos veríamos obligados a abandonar toda esperanza de dar una explicación a cualquier hecho. Al contemplar los descubrimientos de su hermanastro como algo casual, Joan Evans evitó investigar el aspecto más importante de su estudio: el trabajo activo de Evans al concebir y descu­ brir la civilización minoica. La mayoría de los arqueólogos opta por la comodidad de ser observadores imparciales que aplican técnicas científicas; creen que éstas les protegen casi de todo, menos de una impli­ cación pasiva en sus descubrimientos. Para ellos, la arqueología es el proceso de trasladar el pasado al presente, y el objeto halla­ do es el mensaje que deben descifrar. Sin embargo, esta dife­ renciación es ilusoria. Evans no era un simple muchacho des­ carriado; el mensaje que comunicó procedía tanto de él como a través de él. Los arqueólogos desempeñan el papel de pro­ genitores y, a la vez, de parteros en el proceso de nacimiento que denominamos excavación. Para comprender este proyec­ to, me gustaría analizar la relación entre Evans, a quien su socie­ dad le asignó la labor de buscar: una serie de verdades concre­ tas y tangibles, y la prueba material que llegó hasta sus manos en Creta. El corazón de aquello a lo que yo llamo arqueología rela­ tiva es complejo; es decir, el estudio de los orígenes de la aso­ ciación entre un objeto y su creador o descubridor es bastante intrincado. Çonsidero todos los hallazgos arqueológicos hechos

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creativos en su origen, más o menos como las ideas de Miguel Angel Buonarroti respecto a su propia obra escultórica. El artis­ ta florentino tenía la creencia de que liberaba a las figuras que había atrapadas en las piedras de las canteras de mármol de Carra­ ra (imágenes sumergidas o aspectos reprimidos de su propia per­ sonalidad) al darles forma material. Tengo la impresión de que los grandes arqueólogos —como le sucedió a Henry Schliemann con el yacimiento en el que creyó descubrir Troya—hacen algo semejante cuando miran bajo el manto de la tierra para buscar pistas que les conduzcan a la historia que desean encontrar. Buena parte de este proceso creativo no es aceptado como intuición arqueológica; pero, ¿qué significa ésta exactamente? Intuir es adquirir el conocimiento de una cosa a través de una percepción directa, exenta de razonamiento. N o obstante, esto implica que el conocimiento tiene una verdad absoluta. Decir que Evans tuvo una intuición con Knosos es reconocer que lo que encontró fue una verdad absoluta. A mi parecer, lo que halló fue una verdad relativa. Principalmente, relativa para él, y lue­ go para quienes más la deseaban y se comprometieron con él y sus compañeros a revelarla; y sólo veraz hasta que los hechos que sacó a la luz fueron necesarios para apoyar la historia deseada. Los arqueólogos crean una versión de la historia que, a su vez, hace que la arqueología siga un movimiento circular que, de forma ideal, está en constante cambio a medida que cada hallazgo aporta una nueva valoración de la historia. Los nue­ vos hallazgos cambian el rumbo de la investigación, que a su vez da lugar a nuevos objetos y nuevas historias que condu­ cen a los arqueólogos por nuevos caminos, de modo que no tengan que estudiar el mismo terreno dos veces. Esta dinámi­ ca permite que no haya estancamiento, que no haya un punto fijo y, por tanto, que no haya una verdad histórica absoluta. Al /

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contrario, se suceden distintas verdades relativas, con historias relativas que satisfacen durante un tiempo una serie de necesi­ dades cambiantes. Cuando Evans formuló su idea de lo que había sido la cultura minoica en Creta, interrumpió esta suce­ sión al insistir en una historia absoluta e invariable. Esta histo­ ria fue aceptada durante mucho tiempo debido a su elevada posición social, pero hasta después de su muerte, en 1941, difi­ cultó el desarrollo de los conocimientos. Además, Evans no se limitó a la Antigüedad, sino que también era un obstinado creador de naciones modernas, como demuestra su implicación en la formación de Checoslovaquia y Yugoslavia durante la Pri­ mera Guerra Mundial. El gran descubrimiento que hizo Evans de la civilización cretense de la Edad de Bronce, la civilización minoica, le valió un lugar en la historia. Pero, ¿qué sabemos en realidad de los minoicos? Han sido un elemento tan importante en tantos deba­ tes conflictivos, antiguos y modernos, de carácter político, social y espiritual, que parece que hayamos perdido de vista quiénes / fueron esos primeros habitantes de Creta. Estos siguen estando clasificados dentro del período prehelénico, una marca distin­ tiva que no dice nada de ellos, que los sitúa en la incertidumbre, a la espera de ser algo que nosotros reconocemos como «helénico». Se les presenta como el último bastión de un gobier­ no matriarcal y, por adorar a una «diosa madre», como un pue­ blo que cree que la naturaleza es una madre bondadosa a la que un padre celestial fecundó (según la última modificación de la teoría de Evans). Esta idea sostiene que los minoicos sobrevi­ vieron hasta una época «protohistórica», cuando nuestros san­ guinarios ancestros «indogermánicos», constituidos en socieda­ des dominadas por los hombres, les conquistaron y acabaron con su civilización. Estudios recientes los relegan a un reino

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bastante más fantástico que el de Minos: la Atlántida, el con­ tinente perdido de Platón. Hay quien sugiere que la Atlántida era Creta, que quedó sumergida en el momento álgido de su dominio por un maremoto originado a partir de una erup­ ción que se produjo en la isla vecina de Tera, un cráter volcá­ nico. La mayor erupción que se conoce de éste, y la más devas­ tadora, sé produjo en el siglo XVI a. C. y extinguió la civilización minoica. U n siglo después de los descubrimientos de Evans en Kno­ sos, ha llegado el momento de recapacitar nuevamente sobre las circunstancias bajo las que esta temprana sociedad cretense resurgió, aunque sólo fuera para aclarar los orígenes de muchas cosas a las que aún denominamos «minoicas». Para ello, debe­ mos empezar con el propio Evans, el producto de sus genes y su experiencia vital, y con su propia búsqueda para explicar aspectos de sí mismo, como su carácter explosivo, al que su madre llamaba su «genio volcánico», y sus frecuentes referen­ cias jocosas a sus «guaridas bestiales». Evans se identificaba con el mítico Minotauro, una alegoría del monstruo que hay en los hombres, pero, ¿cuál era su monstruo particular, el monstruo que luchaba por retener en su guarida y ocultar a los ojos de los demás? M e inclino a pensar que acaso fuera la «animalidad» reprimida de su homosexualidad, que dio a su vida parte de su impulso creativo hasta que dejó de contenerlo durante los últimos años. Sin embargo, Evans no vivió aislado del resto del mundo, de manera que también debemos reconstruir el clima social, político e intelectual en el que vivió, y que lo llevó a emprender la excavación de Knosos. ★ ★

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El presente estudio sobre arqueología relativa es una revisión radical de la perspectiva habitual de cómo se desarrollan la arqueología y la labor de los arqueólogos. Desde mi punto de vista, los arqueólogos deben dejar de creer que su labor con­ siste en revisar un planteamiento erróneo de los hechos con el fin de apoyar una verdad histórica, y deben tener mucho más presente que su trabajo de interpretación de los hechos es real­ mente creativo. Deben tener conciencia de su participación activa en las fases de formación y recuperación del proceso arqueológico. En pleno siglo X X I, deben plantearse preguntas mucho más perspicaces que sus predecesores del siglo X X , tan­ to sobre sus descubrimientos como sobre sí mismos. Este estu­ dio es sólo parte de una revisión más amplia de la gran cuestión a la que todo arqueólogo debe enfrentarse: cómo nos relacio­ namos con el pasado a partir del único punto permanente que conocemos en el tiempo, el presente.

Capítulo 1 Aprendiz de arqueólogo 1851-1883

Fosilizando La primera vez que sir Arthur Evans entró en las zanjas de Kno­ sos fue el 19 de marzo de. 1894, seis años antes de iniciar las exca­ vaciones. «Cuando descubrí el yacimiento —contaría más tarde—, había un pequeño muro antiguo en uno de los extremos. Era sólo un muro. Exploré la superficie con mucho cuidado, y reco­ gí pedacitos de yeso pintado y de cerámica, elementos suficien­ tes para convencerme de la maravilla que tenía ante mí. Obser­ vé que los habitantes del lugar llevaban en las manos fragmentos de unas tablillas de cerámica en las que había unos signos ins­ critos en una lengua desconocida.» El relato que hace Evans del descubrimiento del palacio de Minos en Knosos, que le valió un lugar elevado y muy merecido en la historia de la arqueología, coincide en buena parte con la versión de su hermanastra y biógrafa Joan Evans al decir de él que se encontraba «en el lugar ade­ cuado en el momento preciso». Sin embargo, la verdad sobre los hallazgos de los arqueólogos dista mucho de la idea extendida de que son hallazgos fortuitos y encuentros casuales. Debe invertir­ se el tiempo necesario en analizar las personalidades y aconteci­ mientos que conducen hasta estos descubrimientos.

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Nunca se ha negado la labor de Evans en Creta ni su des­ cubrimiento de la civilización minoica, que han representado muchas cosas para muchas personas, pero el reconocimiento no sólo ha sido para él. El descubrimiento de una sociedad anti­ gua y el desarrollo progresivo de un consenso académico sobre el significado de ésta provienen del esfuerzo de muchas per­ sonas de diversos campos de estudio y experimentación. N o obstante, aquel que toma la iniciativa y asume la responsabili­ dad es a menudo quien acapara el reconocimiento. En el caso de Knosos y la civilización minoica, esa persona es Arthur Evans. Espero que este estudio sobre sus orígenes y experiencia mues­ tren que Evans vislumbró la idea de esta civilización mucho antes de que aquellos objetos antiguos cayeran en sus manos en Creta; que empleó esas pruebas tangibles para escribir un nue­ vo capítulo de la historia de la humanidad y, a la vez, para crear un monumento imperecedero que se ha convertido en uno de los yacimientos arqueológicos más visitados del mundo. En 1781, cerca de Ashbury, al suroeste de Oxfordshire, nació el abuelo de Arthur Evans, Arthur Benoni Evans, hijo de un coadjutor. A finales del siglo xviii, Gran Bretaña aún vivía bajo el dominio de una nobleza hereditaria que obedecía a una monarquía «de inspiración divina». Sin embargo, tanto en Ingla­ terra como en la Europa continental ya empezaban a notarse ciertos cambios, que se precipitaron a raíz de los veloces ade­ lantos en el campo de la experimentación y aplicación cientí­ ficas, y a raíz de una nueva preocupación por los derechos huma­ nos. La referencia más directa de la Ilustración, nombre que se dio a este movimiento filosófico de la época, era el R ena­ cimiento, y de éste el resurgimiento de los valores grecolatinos. La «revolución científica» que se forjó en la Ilustración fue un proceso lento y doloroso, que se inició en 1543 con Copér-

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nico, quien, con una lógica matemática irrefutable, se atrevió a situar al Sol en el centro del cosmos. Sin embargo, a pesar de los feroces ataques de la Iglesia católica, las observaciones de C opérnico y sus sucesores aportaron poco a poco una nueva con­ ciencia del mundo natural después de siglos en los que la creen­ cia de que el universo era una obra de inspiración divina parecía irrefutable, según dictaba la Biblia. Aquella nueva perspectiva de la realidad, que más de un testimonio había demostrado y verificado con hechos tangibles, fue denominada «científica» a partir del vocablo latino scientia, «conocimiento». En el siglo x v i i , el filósofo francés R en é Descartes llevó el método científico hasta el límite al expresar sus teorías de físi­ ca determinista y materialista con el objeto de apoyar su creen­ cia de que el universo era poco más que una inmensa máqui­ na. En este modelo cartesiano de un mecanismo absoluto y predecible, habitado por autómatas, no cabían pruebas percep­ tibles de una presencia divina. N o obstante, la clerecía instaba a los fieles a creer en la supremacía de las enseñanzas de la Biblia, pese a no poder aportar las pruebas tangibles que exigían los hombres de ciencia, a quienes la sociedad consideraba cada vez más una autoridad que poseía la verdad. Isaac Newton aportó una oportuna combinación de las doctrinas divina y materia­ lista en sus célebres Philosophiae naturalis principia mathematica, publicados en 1687. Según su doctrina, las leyes del universo eran mecanicistas, pero él creía que ponían de manifiesto la sabi­ duría y el poder de la «Gran Mecánica, el propio Dios». Es evi­ dente que el fundamento de esta teoría no podía ponerse en duda en la mayoría de círculos sin correr ciertos riesgos, sobre todo en el ambiente británico del cristianismo evangélico, que se adhería con rigidez al evangelio, o a la «buena nueva» del Nuevo Testamento. La base de los principios de Newton era

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«el tiempo absoluto, verdadero y matemático», algo que en 1657 pudo observarse y demostrarse con la invención del péndulo como mecanismo de cálculo preciso; con este invento proliferó la producción de relojes, símbolos del progreso, que se eri­ gieron en lugares públicos de todo el Reino Unido. Pero, ¿dón­ de encajaba el hombre dentro de esta inmensa máquina? Como cabía esperar, aparecieron teorías sobre la «máquina humana». La primera vino de la mano del médico francés Julien de la Mettrie, quien reflejó en su libro El hombre máquina, en 1748, la idea de Descartes de que los animales son autómatas irraciona­ les frente a los humanos. Esta obra, precursora del materialis­ mo moderno, presentaba una actitud objetiva e imparcial, esen­ cial para una investigación médica moderna. La revolución científica contra la autoridad religiosa esta­ lló de forma simultánea con una revolución contra el control secular, que Jean-Jacques Rousseau expresó en su obra El con­ trato social, en 1762. Su afirmación de que «el hombre nace libre, pero está encadenado a todo» ayudó a fundar el culto román­ tico del hombre común. Así, la gente corriente empezó a poner en tela de juicio la jerarquía social existente y a adquirir con­ ciencia política. La creencia de que el Estado ideal está for­ mado por ciudadanos que encomiendan los poderes del gobier­ no a un cuerpo elegido que los representa desembocó en la doctrina de la soberanía popular, que encontró su máxima ex­ presión en la Declaración de la Independencia de las colonias americanas, en 1776. La expresión más gráfica de la voluntad popular contra la élite reinante se desencadenó el 14 de julio de 1789, cuando la plebe parisina asaltó la prisión de la Basti­ lla. La Revolución Francesa fue el catalizador de una serie de transformaciones mayores en toda Europa, y marcó el inicio de la era moderna. Los derechos del individuo y el derecho de las

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naciones a tener un gobierno propio fueron los temas más des­ tacados de la política de los siglos posteriores, empezando por la Constitución francesa de 1791, que afirmaba: «La soberanía es indivisible, inalienable e imprescriptible; pertenece a la nación; ningún grupo puede atribuirse soberanía, y ningún individuo puede arrogársela». Ocho años después, Napoleón Bonaparte dirigió un gol­ pe parlamentario, y su primer objetivo fue la Constitución. Napoleón se ganó su autoridad tras una serie de campañas mili­ tares en Italia, Austria y los Países Bajos que culminó con éxi­ to, excluyendo a los británicos de la Europa continental. A raíz de ello, éstos le declararon la guerra en 1793. ★★ ★ El tumulto de la guerra británica contra Napoleón nunca fue un hecho demasiado ajeno para Arthur Benoni Evans, aun­ que pasó sus primeros años de vida en una remota región de Oxfordshire, sumida en una superstición ancestral. Se trata de la zona situada en el extremo sudeste de la región Vale o f White Horse, a los pies de una inmensa ladera de caliza que presenta la forma estilizada de un cuadrúpedo grabada sobre la piedra, que da nombre al lugar, «el valle del caballo blanco». Este gra­ bado gigantesco, atribuido a una tribu celta local de la Edad de Hierro —los belgae—, poco antes de las primeras incursiones romanas en el año 54 a. C., es tan desconcertante como la infan­ cia de Arthur Benoni Evans. Igualmente misteriosa es la ubi­ cación del caballo, a unos tres cuartos de milla del sendero pre­ histórico de R idge Way que, desde Beacon Hill (al norte de Londres) hace un recorrido de unos ciento treinta y siete kiló­ metros hasta las enigmáticas piedras verticales de los círculos de

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Avebury, en Wiltshire. Evans vivió hasta la edad adulta con su tocayo, el reverendo Arthur Benoni Evans, un tío soltero de Gloucester que le acogió tras la muerte de su madre, en 1788. Parecía normal que él también se ordenara sacerdote, y así fue. En 1805, recibió las órdenes en la catedral de Gloucester, poco después de terminar sus estudios en el colegio universitario de St. John (Oxford). Sin embargo, la vida eclesiástica no le gus­ taba, y mucho menos la exigua asignación que recibía. Así pues, gracias a los contactos de su padre, entró como profesor de his­ toria y lenguas clásicas en un colegio universitario recién inau­ gurado, el Royal Military College, de Great Marlow. Este alti­ sonante cargo ocultaba una realidad bien distinta, que consistía en enseñar gramática latina a fuerza de insistencia a los hijos de los oficiales que no creían que aquella lengua les fuera a servir de mucho para alcanzar su aspiración de alistarse en las Fuerzas Armadas Británicas. Desilusionado con la vida militar y, sin duda, con su pro­ pia situación a poco de cumplir los treinta, Evans trató de paliar su descontento escribiendo dos breves obras satíricas. En la pri­ mera, The Cutter, in Five Lectures upon the Art and Practice of Cut­ ting Friends, Acquaintances and Relations (El tajante, en cinco apuntes sobre el arte y la práctica de ser tajante con amigos, conocidos y parientes), editada en Old Bond Street en 1808, revelaba su infelicidad y falta de madurez, aunque aquel libelo quizá fue de interés para otros bajo las mismas circunstancias. Por ejemplo, Evans aconsejaba lo siguiente sobre la belleza pere­ cedera: N o te relaciones con nadie que esté por encima de los vein­ ticuatro años; sé divertido; habla de vestidos, bailes, inter­ nados y fugas; da a tus comentarios un toque juvenil e inex­

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perto. Si sigues esta línea de comportamiento, harás de ti una persona tan superior a las de tu edad, que te resultará inevitable atajar sus comentarios maliciosos. Cuando un nefasto imprevisto te traiga su compañía, atácalos indirec­ tamente con constantes miradas de desdén; no les prestes atención, como haces con las personas mayores que tú; y cuando te pregunten quiénes son, puedes responder conje­ turando que son tías solteronas de la anciana dama de la casa.

Más cruel todavía e igualmente reveladora es la siguiente afir­ mación: «Si te avergüenza reconocer a un amigo pobre ... y sin recursos en una fiesta, un baile o una jarana, no lo saludes en toda la noche y disimula; llámalo al día siguiente y dile cuánto te habría gustado presentarlo a un conocido muy importante, pero que no conseguiste llamar su atención para hacerlo; aña­ de también que estabas muy ocupado con un grupo muy agra­ dable».1 El segundo relato, una novela satírica titulada Fungusiana,

or the Opinions and Table Talk of the Late Barnaby Fungus, Esq.,

(Fungusiana o las opiniones y las charlas de sobremesa del falle­ cido Sr. Barnaby Fungus) apareció un año después. Al igual que el primer volumen, mostraba el lado perverso del carácter de Evans. Tampoco su acogida fue tan buena como para liberar al autor de su monótono trabajo. Sin embargo, estos libros segu­ ramente cayeron en manos de su nieto y homónimo, Arthur John Evans, en un momento en que el joven se sentía abatido y era fácilmente impresionable, pues podrían haberle servido de fuente de inspiración para reaccionar de una forma pareci­ da contra lo que él consideraba las injusticias de la vida. En 1812, el Royal Military College fue trasladado de Great Marlow a Sandhurst, cerca de Aldershot (Berkshire). Parece ser

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que Evans se adaptó bien al nuevo lugar y, con la promesa de un futuro como profesor, aunque con unos ingresos modestos, cortejó a Anne Dickinson y contrajo matrimonio con ella en junio de 1819. U n año después, nació su primer hijo, una niña a la que también llamaron Anne; su primer hijo varón, al que llamaron Arthur por él mismo y por su tío predilecto, nació en 1822. Sin embargo, en aquel momento de su vida, Arthur tuvo que dimitir de su puesto en Sandhurst. La derrota de Napole­ ón en 1815 y la llegada de la paz redujo el número de soldados de las Fuerzas Armadas, de modo que, tras diecisiete años como profesor de latín, fue sustituido por un joven veterano de gue­ rra. Lo que en ese momento fue sin duda una situación difícil para Evans padre —con una esposa y dos hijos a los que man­ tener y sin pensión—, a posteriori puede verse como un revés favorable del azar. Las circunstancias permitieron a la familia Evans dejar de lado una vida mediocre. A través de unos parien­ tes de la familia, Anne Evans consiguió para su marido un pues­ to de coadjutor en Burnham, cerca de Slough y, pese a que el sueldo era exiguo, también consiguió un préstamo para com­ prar una casa grande y un terreno en la calle principal entre Burnham y Farnham Royal, donde ella y su marido fundaron un colegio primario privado para futuros cadetes. El sueldo y los ingresos de las familias de sus estudiantes con­ cedieron por primera vez a Arthur Benoni Evans seguridad eco­ nómica, y empezó a disfrutar de su papel como propietario de una finca rural. A partir de entonces, tuvo más tiempo para dedi­ carse a las actividades que le gustaban, y desarrolló su pasión por el dibujo. Pasaba horas y horas en el jardín de su casa dibujando y haciendo estudios de los árboles con carboncillo sobre un cua­ derno de borrador, o esbozos en sepia. El «tajante» se desvane­ ció en la sombra del pasado, y los diarios de Anne Evans, que

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escribió desde los años de triste monotonía hasta 1822, fueron destruidos con diligencia, para evitar que volvieran a aparecer en el futuro y les recordaran una época que preferían olvidar.2 Por entonces, vivían en las afueras de Londres y, a medida que la fortuna familiar fue creciendo, Evans empezó a frecuentar el centro de la ciudad. Así, se convirtió en un cliente habitual de una librería de Holborn Street, que lo mantenía al día de los últimos avances en el campo de la educación, así como de la revolución intelectual que estaba teniendo lugar en el mundo de la historia natural y la geología. Evans se interesó en con­ creto por las ideas del naturalista francés Georges Cuvier, que adquirió muy mala fama con su obra Recherches sur les ossements fossiles des quadrupèdes, publicada en 1812. Cuvier observó los huesos fosilizados que empezaron a aparecer en las hendiduras profundas de la cantera de yeso de Montmartre (París), que en aquel momento se estaban explotando para hacer escayola. Llegó a la conclusión de que los huesos correspondían a una época anterior al diluvio que se describe en el Génesis, ya que la prueba evidente era que los restos se hallaban en una capa inferior a la de los fósiles de las especies marinas. Las asevera­ ciones de Cuvier marcaron el principio del estudio moderno de la paleontología de vertebrados, y fueron muy útiles para apoyar los grandes esfuerzos de los geólogos en un debate cada vez más acalorado con la clerecía sobre la edad de la tierra. Apenas dos siglos antes, en 1642, el doctor John Lightfoot, director del colegio universitario St. Catherine’s College y vice­ rrector de la Universidad de Cambridge, había declarado con absoluta convicción: «La Trinidad creó al hombre alrededor de la tercera hora del día, o a las nueve de la mañana el 23 de octubre del año 4004 a. C.».3 El texto que otorgaba a Lightfoot la autoridad para emitir semejante afirmación estaba en la epo-

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peya judeocristiana de la creación según la Biblia, de la cual los académicos tomaban el Génesis como marco contextual para explicar la antigüedad del mundo. Sin embargo, en el siglo xix, una generación de pensadores laicos que no se consideraban vin­ culados a las Escrituras y se inclinaban por una nueva forma de hallar pruebas, la científica, sometieron a un nuevo análisis las fechas establecidas a partir de la lectura del Génesis. Evans inició sus propias investigaciones en 1823, en una visita a una cantera de caliza que se explotaba con el mismo fin que las minas de Montmartre, situada cerca de B ox Hill, al este de Dorking (en el condado de Surrey). Aquel mismo año, nació su segundo hijo varón. Evans acudió a Box Hill en diversas oca­ siones con el fin de hallar huellas de especies extinguidas, o «fósiles», según las llamaban los geólogos (del latínfossilis, «extraí­ do cavando»). Entre 1830 y 1833, Charles Lyell publicó en Londres un texto fundamental, Principles of Geology, being an attempt to explain

the former changes of the Earth’s surface by reference to causes now in action (Principios de Geología, un intento de explicar los anti­

guos cambios de la superficie de la tierra con referencia a cau­ sas activas en la actualidad). Lyell empleó el cada vez más amplio conjunto de estudios científicos de académicos británicos y eu­ ropeos en lo que venía a ser una historia de la tierra comple­ tamente nueva. Realizó un esfuerzo consciente y sin reservas para alejar su explicación del ámbito de la especulación bíbli­ ca, «para liberar de Moisés a la ciencia», como decía, y su obra ayudó a dilatar el abismo cada vez más profundo que se estaba abriendo entre los partidarios de las Escrituras y los de una ver­ dad nueva y objetiva. Lyell apoyaba el consenso creciente entre los científicos de todo el mundo de que la historia del planeta debía contemplarse

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como un período de formación largo e ininterrumpido y un crecimiento uniforme. Esta teoría «uniformicista» pronto fue aceptaba y predicada como una doctrina religiosa, y allanó el terreno para que la teoría evolucionista subsiguiente fuera acep­ tada. El «uniformicismo» de Lyell era una reacción a la teoría de su tutor, el sacerdote anglicano William Buckland, el pri­ mer profesor de mineralogía de Oxford, que abogaba por el «catastrofismo» como la mejor forma de explicar la aparición y la desaparición de las especies. Buckland creía que la histo­ ria geológica consistía en una serie de períodos separados por catástrofes naturales que aniquilaban todas las especies. Al igual que Cuvier, Buckland escogió como modelo de referencia la historia bíblica del diluvio, y sugirió que Dios creaba nuevas especies después de cada uno de estos cambios geológicos radi­ cales. Las especies cuyos restos fosilizados se extraían de capas geológicas inferiores a los niveles diluviales eran clasificadas como «antediluvianas». Lyell hizo una gran labor para reafirmar y desarrollar el consenso contra el «catastrofismo», pero la sen­ cillez de su tabula rasa como modelo explicativo, sobre todo para aquellos que temían a las autoridades superiores, segura­ mente explica su renovación periódica como un argumento para la desaparición de una civilización y la atracción cons­ tante que sienten por este modelo tanto académicos como legos. La nueva fe en la ciencia se formuló a partir de hombres que rechazaban las creencias sin fundamento de los creacionistas y, a diferencia de éstos, trataban de explicar el mundo que les rodeaba con observaciones verificables. El método cientí­ fico exigía que una teoría fuera propuesta con claridad, con un lenguaje sin ambigüedades, y que fuera posible repetir todos sus aspectos experimentales para demostrarlo. La popularidad de las nuevas ideas y la polémica que levantaron llevaron a fundar

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la Asociación Británica para el Fomento de la Ciencia (British Association for the Advancement o f Science), que se reunió por primera vez en 1832. La Asociación Británica aprovechó los últimos avances en ingeniería y usó los ferrocarriles para promocionar una asociación realmente británica, que cada año se reunía en una ciudad distinta; la primera fue York. ★ ★ ★

C on el tiempo, el negocio de la escuela privada acabó por de­ caer, y Evans elevó sus aspiraciones a un ámbito del conoci­ miento que representara una fuente de ingresos más fiable. Pri­ mero, consideró el puesto de director en la Escuela de Rugby, luego en la Academia de Edinburgh, pero en realidad no era apto para ninguno de los dos cargos. Finalmente, le nombra­ ron director de un nuevo colegio de enseñanza secundaria en Market Bosworth, en el condado de Leicestershire, donde se trasladó con su familia el otoño de 1829. Hacia 1832, Evans y sus hijos se dedicaban a menudo a «fosilizar» —así llamaban a la actividad de buscar objetos antiguos—en las graveras del lugar y en las rocas de piedra caliza de Cloud Hill. Sin embargo, fue­ ron ampliando poco a poco sus indagaciones hasta las canteras de esquisto de W enlock (en la región de Dudley, al oeste de Birmingham), y luego hasta la región de Peak, donde se delei­ taban con las formaciones geológicas del lugar. Al parecer, las excursiones que hacía la familia a las canteras de yeso y for­ maciones geológicas al aire libre no hicieron mella en el hijo mayor, Arthur. Según la tradición familiar, fue enviado a O x­ ford, donde fue un alumno mediocre, y luego regresó a casa para ordenarse sacerdote. En cambio, estas excursiones produ­ jeron en John el efecto contrario, quien nunca dejó de salir al

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campo y dedicó buena parte de su tiempo libre a la prospec­ ción geológica. Evans tenía otras aficiones. En 1832, adquirió una vitrina para guardar su colección de monedas, que era cada vez mayor. Al principio, sus amigos le regalaban monedas antiguas, que él iba guardando, hasta que llegó a acumular una cantidad con­ siderable, equiparable a la variedad de fósiles que iba extrayen­ do de la superficie de antiguos yacimientos. Hacia 1834, man­ tenía correspondencia e intercambiaba piezas con célebres numismáticos londinenses, y compraba monedas para comple­ tar su colección. A partir de cierto momento centró su interés en monedas romanas y griegas antiguas de valor intrínseco, y regaló sus primeras adquisiciones, junto con unos textos de ini­ ciación y un adelanto en metálico para la compra de una nue­ va vitrina, a su hijo John, que compartía afinidades con su padre y acabó convirtiéndose en un experto en monedas británicas. Su madre, una mujer práctica, lo consideraba «demasiado sensato y trabajador para estar en una clase o en una parroquia», de modo que en abril de 1840, a los dieciséis años, lo enviaron a Nash Mills, en el condado de Hertfordshire, a trabajar en la fábrica de papel de su tío y padrino, John Dickinson.4 Su pues­ to en la empresa fue visto como un favor de la familia durante muchos años, de modo que sus esfuerzos por sobresalir no reci­ bieron el reconocimiento que merecía. Aun así, John Evans siguió trabajando duro en la fábrica, mientras mantenía una vida social mínima. Sin embargo, empezó a fijarse en Harriet, la hija de su tío, cinco meses mayor que él. El primer recuerdo que ella guardaba de John Evans era la imagen de un muchacho «cami­ nando de un lado a otro por un campo labrado, inclinado casi hasta el suelo, estudiando minuciosamente el terreno con unas gafas con montura de acero, en busca de fósiles».5 N o era pre-

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cisamente su idea del hombre ideal, pero parece que a la larga ella correspondió a sus miradas de admiración. Su padre habría preferido que la joven se casara con un hombre rico y de bue­ na posición, como cualquier padre ambicioso de la época, pero acabó por ceder a los deseos de su hija. Tras largos meses de pro­ fundo anhelo, que quedó plasmado en la correspondencia secre­ ta que mantuvieron, John y Harriet contrajeron matrimonio en septiembre de 1850. Pasaron en París la luna de miel, y su pri­ mer hijo nació poco más de nueve meses después. D e camino a París, pasaron por la región de la Somme en una línea de ferrocarril recién construida. John observaba las paredes de roca a los lados de las vías del trayecto y las capas geológicas que revelaban. En el viaje de vuelta, tuvieron que hacer trasbordo en Amiens, de modo que John aprovechó el tiempo de espera para ver a toda prisa la catedral gótica de la ciudad y las famosas esculturas que alberga. Regresó a Amiens nueve años después sin Harriet, pero con una nueva misión.

Un mundo perfecto Arthur John Evans nació el 8 de julio de 1851 en una autoproclamada Edad de Oro. Dos meses antes, la reina Victoria había inaugurado la Exposición Universal en el Palacio de Cris­ tal de Londres, ciudad que, según un artículo del Times del 2. de mayo de aquel año, los ingleses consideraban no sólo el cen­ tro del mundo civilizado, sino lo más parecido a un paraíso terrenal: Ayer se vio algo que no había ocurrido jamás ... En un edi­ ficio cuyo aforo podría albergar el doble de personas, había

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veinticinco mil, según se ha calculado, dispuestas en orden alrededor del trono de nuestra Soberana. Aquí y allá, entre la gente y sobre ella, se expusieron todo tipo de cosas natu­ rales o artísticas, útiles y bellas. Sobre los congregados se alzaba un arco rutilante mucho más grande y espléndido que las bóvedas de cualquiera de nuestras majestuosas cate­ drales. A ambos lados, la vista casi parecía infinita ... Había quien veía en esa cúpula de cristal ... un solemne tributo al arte y sus recursos; había a quien le recordaba el día en que todos los tiempos y lugares se reunirán alrededor de su Creador ..., todo contribuía a crear un efecto tan esplén­ dido y a la vez tan natural, que apenas parecía ser el resul­ tado de un diseño u obra de ingenieros humanos.

La prosperidad reinaba en Inglaterra. El repentino aumento de la producción industrial y el crecimiento de los mercados inter­ nacionales que el país tenía bajo su dominio concedió a los ingleses de mediados de la época victoriana una confianza sin precedentes. El período comprendido entre la batalla de Waterloo en 1815 y el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 se conoce como el «Siglo de la Paz», en que Gran Bretaña esta­ ba ensimismada en su preeminencia como la mayor potencia mundial. N o obstante, con semejante prestigio internacional, en Inglaterra surgió la necesidad de comprender su buena suer­ te, aunque sólo fuera para no perderla. Con History of England (Historia de Inglaterra), publicada en 1848, lord Macaulay se propuso explicar qué elementos del carácter anglosajón habían contribuido a hacer de Inglaterra el país más próspero del mun­ do. Iniciaba el discurso con la siguiente opinión personal: «La historia de nuestro país de los últimos ciento sesenta años es, en esencia, la historia de una mejora material, moral e intelectual».

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Esta afirmación apunta claramente a los tres principios funda­ mentales que estaban a la orden del día en la Inglaterra victoriana. La mejora material estaba relacionada con la industria y la ética laboral; la mejora moral reflejaba la adscripción riguro­ sa de muchos ingleses al evangelismo cristiano, que la Iglesia anglicana y las demás Iglesias protestantes propugnan con su acatamiento a la autoridad suprema de la Biblia; y la mejora intelectual era evidente en todo el ámbito de las ciencias y las humanidades. La adhesión estricta a estos tres principios fun­ damentales desembocaría en aquello a lo que el príncipe con­ sorte describió en 1851 como «el gran fin al que apunta toda historia: lograrla unidad del género humano».6 Es decir, el géne­ ro humano alcanzaría la unidad si adoptaba los parámetros que hacían grande al pueblo inglés; éste era el principio rector del imperialismo británico. Hay un aspecto del carácter de Arthur Evans que nunca dejó de manifestarse a lo largo de su vida y que se vio desde el prin­ cipio. Poco después de su bautismo, su madre escribió una car­ ta a su cuñada Emma, en la que decía: «El niño tiene muchos rasgos de los Dickinson, claro que le viene por partida doble, y temo que también herede el carácter fuerte, el carácter “vol­ cánico” , como dice tu padre ... espero que no le falte sensatez y que pueda corregirse con una buena educación».7 Pero por mucho que se intentara, no se consiguió aplacar esa parte «vol­ cánica» que estallaría en los momentos fundamentales de la vida de Arthur Evans y que empañaría los buenos recuerdos de los que sus amigos y seres queridos dejaron constancia. En septiembre de 1851, la joven familia se mudó a una casa de ladrillos rojos recién construida en las cercanías de Nash Mills. Pese a que estaba hecha de los mismos materiales que los edificios vecinos, se la llamó la Casa R o ja porque destacaba

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de forma radiante en el paisaje industrial de fábricas y casas tiz­ nadas, cerca de Abbot’s Langley (al norte de la región de Wat­ ford), junto a las aguas turbias del canal Grand Union. Los cui­ dados y la alegría de la familia aportaron nueva vida al edificio. Parece ser que una de las primeras habitaciones que se orga­ nizó fue el estudio de John Evans, según cuenta Harriet en una carta que escribió a su hermano: «La biblioteca de John es la viva imagen de la comodidad. Es una habitación pequeña y agradable, con una ventana que da al pueblo de Nash Mills (ahora nuestra casa es la primera de una hilera de casas de cam­ po), y otra que da a la fábrica de papel. Las paredes más largas es­ tán cubiertas de estanterías, donde ya casi no caben más libros».8 La sala también albergaba las diversas vitrinas con monedas y otros objetos de valor que había acumulado hasta entonces. John parecía mostrar un interés especial por los ejemplares de Sicilia, quizá porque sabía que su padre descendía de allí. En 1848, John Evans presentó un artículo suyo a la Socie­ dad Arqueológica sobre la acuñación de monedas en Britania antes de la conquista de los romanos. La buena acogida marcó el inicio de una carrera intelectual extraacadémica que se le había negado de joven.9 También probó suerte en una exca­ vación arqueológica situada en un yacimiento próximo a una villa romana. Según los parámetros actuales, apenas fue una bús­ queda del tesoro documentada; realizó algunos dibujos de la cerámica y del mosaico del suelo que desenterró, y presentó los resultados en una conferencia que dio durante un encuentro de anticuarios en las cercanías de St. Albans, en abril de 1852. Sus esfuerzos le permitieron ser elegido como miembro de la selec­ ta Sociedad de Anticuarios en diciembre de aquel mismo año. Este club, fundado en torno a 1585 con el fin de dar una base consistente a la historia británica, estaba integrado por un gru-

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po de individuos de ideas afines a las de John Evans, un grupo al que éste deseaba impresionar. N o obstante, el mayor inte­ rés de John Evans era estudiar geología, y no sólo seguir una búsqueda intelectual. John Evans pensó que sus observaciones científicas podrían beneficiar el negocio familiar en lo relativo al conflicto que sos­ tenía con la autoridad del canal navegable del lugar. Los encar­ gados del canal Grand Union, una importante vía fluvial arti­ ficial abierta para facilitar la comunicación entre Londres y las ciudades industriales del norte, habían reducido el flujo de agua necesario con perforaciones y desviaciones, con el fin de abas­ tecer las fábricas. John investigó por su cuenta las razones geo­ lógicas para las condiciones fluviales cambiantes. A medida que su investigación sobre las condiciones del suelo y las rocas fue adquiriendo renombre, así como su habilidad para presentar sus conclusiones y obtener un fallo a su favor en los juzgados, otras empresas que sufrían el mismo tipo de problema empezaron a requerir sus servicios. En uno de los muchos viajes que hizo para presentar las pruebas ante un juez, coincidió en un vagón de tren con un tal Joseph Prestwich, quien también se dirigía al mismo juicio, en representación de la parte contraria. Al final del viaje, ambos se dieron cuenta de cuánto tenían en común. Prestwich era un comerciante de vinos en el selecto Mark Lane de Londres y, al igual que Evans, era aficionado a la geología. Se desconoce el desenlace del caso, pero el encuentro en el tren fue el inicio de una larga y estrecha amistad. La unión de John Evans con la hija de un Dickinson le valió ser nombrado socio comanditario de la fábrica de papel. En un principio, esta ascensión no supuso tanto una recompensa mate­ rial como una oportunidad para tener un papel más participativo en el negocio de la fábrica, que pronto tuvo sus beneficios

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cuando la industria papelera empezó a florecer debido a la cada vez mayor eficacia de la Dirección General de Correos y Telé­ grafos. La prosperidad llevó a John y Harriet Evans a aumentar la familia a una media de un hijo por año. Así, entre 1853 y 1854 nacieron dos hijos varones, Lewis y Philip Norman res­ pectivamente, y en 1856 una niña, Alice. Sin embargo, la dicha que acompaña el milagro de una nueva vida se vio salpicada por las enfermedades; la salud de Harriet se debilitó profun­ damente al sufrir de fiebre tifoidea, escarlatina y pleuresía, a veces de forma concomitante, durante meses. En 1856, los Evans se trasladaron a la casa grande de Nash Mills, en la que Harriet había crecido. Allí los niños tenían un jardín en el que jugar mientras Harriet cosía y leía. John ins­ taló su biblioteca en la que fuera la oficina de John Dickin­ son, con una ventana con vistas al camino que llevaba a la fábri­ ca. Era una sala espléndida, con unas estanterías elegantes y puertas de cristal con celosías, y dos grandes cajas fuertes para guardar la colección de monedas. Al parecer, el joven Arthur fue un niño de desarrollo len­ to. En una nota de 1857, su abuela paterna expresa a Harriet su inquietud por el progreso intelectual del niño al compararlo con el de su padre a la misma edad: «Siento oír que nuestro querido Trot parece poco espabilado ... Espero que, cuando cumpla los seis años y sea algo más maduro, se vuelva ambi­ cioso y se proponga superarlo».10 El 19 de diciembre de 1857, nació la segunda hija del matri­ monio, pero la enfermera contagió a la madre. Harriet, que ya contaba con treinta y cinco años, volvió a caer enferma. A consecuencia de ello, decidieron enviar a su hijo Arthur a la casa de su abuelo Dickinson, Abbot’s Hill, al final de la mis­ ma calle. Años después, su hermanastra Joan, en una de las con-

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fesiones más íntimas de Arthur, sin lugar a dudas, contaba lo si­ guiente: Oyó a las enfermeras y supo que [su madre] estaba muy enferma; decían que si moría, vendría alguien de Nash Hou­ se y lanzaría piedrecitas a la ventana del cuarto de los niños para advertir a la niñera. Procuraba mantenerse despierto y estar atento cada noche; en Nochevieja, oyó el sonido que tanto temía. Luego lo llevaron a ver a su madre, que yacía pálida e inmóvil. Sabía que jamás la volvería a ver, de modo que observó atentamente sus rasgos, tan familiares y distintos a la vez; decidió que debía recordarla para el res­ to de su vida por si nunca la volvía a ver. Al perderla, el mundo se le vino abajo. Cuando los ni­ ños regresaron de Abbot’s Hill, John Evans escribió en el diario de su esposa que los niños no parecían sentir la pér­ dida de su madre; más de setenta años después, Arthur Evans escribiría un N O en el margen. Arthur sólo tenía seis años ... había aprendido demasiado pronto qué amargo dolor podía darle el amor. A partir de entonces, el miedo prote­ gió el lugar más recóndito de su corazón. Nunca fue insen­ sible ..., pero se mantenía distante ... y prefería relaciones impersonales ..., quienes lo amaban sentían que en él había algo de enigmático y oculto.11

U n año después, en una carta a su prima Fanny Phelps, la que sería madrastra de Arthur, John Evans hacía la observación de que su hijo era como «... un niño viejo, y aunque yo mismo soy un Evans de pura cepa, no acabo de entenderle. Imagína­ telo enterrando una muñeca china (con las piernas rotas) con una mariposa y otras cosas en el jardín, con un rótulo encima

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en el que pone “ R E Y E D U A R D O s e x t o y la mariposa y su ropa y cosas” . N o sé si tenía ya alguna idea sobre la resurrección, pero el elemento psíquico es muy peculiar, y el hecho de dis­ poner la ropa para su renacimiento parece algo propio de. una reflexión previa».12 Este curioso episodio, con la cápsula del tiempo marcada con el nombre de un rey que gobernó trescientos años antes y una mariposa, símbolo universal del renacimiento, es mucho más asombroso al saber que el niño dedicó su vida a desente­ rrar lo que en esencia son cápsulas del tiempo que albergan los secretos de civilizaciones mucho más antiguas. Y a de niño asociaba objetos enterrados con la historia enterrada, y parti­ cipaba en el proceso de enterrarlos él mismo. La introversión de Arthur Evans lo llevó a encerrarse en un mundo de lecturas e imaginación. Arthur Benoni y Anne Evans, al saber que eran abuelos, empezaron a recopilar, como a ella le gustaba contar, «dos exquisitos volúmenes infolio de percal pintado, llenos de una inmensa variedad de pequeños grabados y aguafuertes de todo tipo; en total, unos 1.500».13 El abuelo Evans había transmitido a su hijo su interés por los libros, las monedas y los fósiles, y era el momento de transmitir algo a la siguiente generación, algo con lo que él y los suyos sólo pudieron soñar o vivir a través de la prosa, la poesía y el retra­ to de aventureros en lugares lejanos que sobrevivían a las difi­ cultades de la exploración y trasladaban sus momentos más pre­ ciados a un público que por fuerza debía escucharles en su país natal. En muchos de sus viajes a Londres, Arthur Benoni Evans acudía a un lugar donde había un diorama, a través del cual con­ templaba maquetas diminutas de románticos paisajes, ilumi­ nados con unas luces colgantes que se balanceaban ligeramen­ te para crear el efecto de un cielo espectacular; allí también había

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un Cosmorama que sin duda también visitó para contemplar una vista fija sobre una superficie cilindrica, que le transporta­ ba a los Alpes suizos, a una calle de Pompeya o a las montañas de Nueva Zelanda14 (se adelantó por pocos años: en 1855, Tho­ mas Cook se dio cuenta de que había muchos hombres y muje­ res con las mismas necesidades que él, y organizó el primero de los muchos viajes para gentes con inquietudes culturales que querían ver Europa y Oriente). Estos aguafuertes de lugares románticos y exóticos, como Atenas, Nínive o El Cairo, trans­ mitían un legado que él no había siquiera conocido, la expe­ riencia del nómada imaginario. El sueño de viajar de su abue­ lo tuvo una fuerte influencia en el joven Arthur Evans, y los deseos de una generación frustrada le permitieron tener una visión con la que construir su propio futuro; decidió que debía convertirse en uno de esos viajeros a los que su abuelo tanto admiraba, y consiguió realizar esta ambición guiado por las directrices que había establecido aquel soñador rebelde. Aquellos libros que Arthur Benoni Evans no dio a su hijo John en vida, los recibió como herencia tras su muerte, en 1854. En una ocasión, escribió: «Tengo unos miles ... que recogimos entre mi tío y yo, así como una biblioteca útil y curiosa de libros de matemáticas de nuestro abuelo ... también tengo más de cien gramáticas de todas las lenguas».15 El pequeño estudio acabó por albergar una enorme colección de todo tipo de disciplinas, y Nash Mills se convirtió en un paraíso para el joven lector. Arthur aprovechó las experiencias que aquellas lecturas le aporta­ ban, y su imaginación viajó por el mundo conocido descifrando los secretos de las culturas más remotas. U n libro en concreto, publicado en 1828, pareció influir en él de forma especial: Nana tive of aJourney from Constantinople to England (Narración de un viaje desde Constantinopla a Inglaterra), de Robert Walsh. En

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sus páginas, se contaban historias trepidantes sobre países que, pese a estar dentro de los límites geográficos de Europa, dista­ ban mucho de la Inglaterra victoriana y sus costumbres y com­ portamiento. Tal fue el efecto que este libro produjo en Arthur Evans, que lo usó de guía cuando tuvo que emprender su pri­ mer viaje. El mismo año en que Thomas Cook llevó por primera vez a viajeros adultos al «continente» europeo, Charles Kingsley publicó la primera de una serie de cuentos que transportó a generaciones de niños británicos a lugares aún más fantásticos y remotos. Cuando no redactaba sermones como canónigo de Eversley en Hampshire, Kingsley escribía novelas con la intención de despertar la conciencia social de la flor y nata bri­ tánica; fue miembro fundador del Movimiento Socialista Cris­ tiano, que tenía por objeto corregir las desigualdades que la industrialización había propiciado, mediante la aplicación de una ética cristiana. Escribió para sus propios hijos una versión moderna de los mitos griegos, a la que tituló Los héroes. Las ver­ siones que el canónigo hizo de las intrépidas búsquedas de Perseo, Jasón y los Argonautas y Teseo tuvieron tan buena aco­ gida que se hicieron diversas reimpresiones del libro. Fue tal el renombre que alcanzó Kingsley, que acabó siendo nombrado canónigo de Westminster y capellán de la reina Victoria. Su relación con los Evans empezó al entrar a formar parte de la Sociedad Geológica, de la que John también era miembro. Fue allí donde conocieron a Charles Darwin, así como sus ideas revolucionarias, que despertaron una gran admiración en ambos. Arthur Evans era uno de esos miles de adolescentes que descubrieron los mitos griegos a través de Los héroes de Kings­ ley, y la aventura heroica que más le cautivó se relataba en el último capítulo. En ella, el autor contaba las hazañas de Teseo,

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que se ofrece voluntario para formar parte del grupo de siete hombres jóvenes y siete doncellas, que su padre, el rey ateniense Egeo, enviaba a Creta como tributo anual. Para vengar la muer­ te del hijo del rey Minos a manos de un criminal del reino de Atica, «Minos los hace entrar en un laberinto, que Dédalo cons­ truyó en la roca —fantaseaba Kingsley—. Nadie puede escapar de aquel laberinto, que se enreda en sus curvas, antes de encon­ trar al Minotauro, el monstruo que se alimenta de carne huma­ na». A pesar de que Kingsley no dejaba claros los orígenes del monstruo, escribía detalladamente sobre los logros, las proezas y el resultado de la obra de Dédalo. Describía cómo Dédalo creó para Minos, aparte del laberinto, «estatuas que hablaban y se movían, el templo de Britomartis, y la sala de baile de Ariad­ na, que talló a partir de una piedra blanca y fina». Sin embar­ go, el astuto arquitecto cometió un delito y se vio obligado a huir. Com o el dominio de Minos se extendía por tierra y por mar, Dédalo ideó unas inmensas alas unidas con cera para él y / su hijo Icaro, con las que saltaron desde lo alto de una mon­ taña en pos de su libertad. Sin embargo, el joven voló dema­ siado cerca del sol, la cera se derritió, y murió al caer al mar que hoy lleva su nombre. El padre siguió volando hasta Sicilia, y allí acabó trabajando para el rey Cócalo, donde Minos lo encon­ tró al final de sus días. Kingsley encandilaba a los adolescentes Victorianos contando cómo el héroe ateniense Teseo se gana­ ba el corazón de Ariadna, la hija del rey Minos, que conspiró para ayudarle en su misión: «Te daré una espada, y quizá des muerte a la bestia con ella; y un ovillo de hilo, y quizá puedas regresar sobre tus pasos». Así pues, armado y pertrechado, Teseo es conducido hasta el laberinto por la noche y es obligado a entrar:

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... en ese lúgubre abismo, a través de caminos sinuosos entre rocas, bajo cavernas, arcos, galerías y montones de piedra caída. Tom ó una u otra dirección, y subió y bajó hasta ma­ rearse, pero en ningún momento soltó el ovillo. Y es que antes de entrar había atado el hilo a una piedra y fue desen­ rollando el ovillo a medida que avanzaba; y el hilo le alcan­ zó hasta que se encontró frente al Minotauro, en una estre­ cha sima entre dos acantilados. Cuando lo vio, se detuvo un instante, pues sus ojos ja­ más habían visto animal semejante. Tenía cuerpo de hom­ bre y cabeza de toro, y unos dientes de león con los que despedazaba a sus presas. Al ver a Teseo, el Minotauro rugió, agachó la cabeza y embistió.

El ateniense era un joven ágil, de modo que dio un salto a un lado y empezó a apuñalar al monstruo como el picador que hie­ re a su adversario, y luego persiguió a la bestia herida «de una caverna a otra, bajo las bóvedas de piedra excavada, entre espe­ sas cañadas y cauces torrenciales, entre las raíces de Ida, donde no llega el sol, y cazador y presa llegaron hasta el límite de las nieves perpetuas, donde las montañas retumbaron con el bra­ mido del monstruo». La imaginería, la topografía, la aventura y el horror de la historia que Kingsley contaba de Teseo y los peligros de Cre­ ta nunca abandonarían ya a Evans. Incluso antes de contemplar con sus propios ojos las llanuras del monte Ida, Evans buscó al Minotauro y su guarida en los Balcanes. Y una vez puso los pies en las orillas de la isla de Minos, redescubrió buena parte de la decisión del héroe ateniense en su propia búsqueda del labe­ rinto y sus moradores. Para el joven Arthur, las monedas, los fósiles, los anillos y los broches de Nash House eran una vía de

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escape del mundo de amargura indescriptible en el que vivió tras la muerte de su madre. Las horas que pasaba leyendo sólo fueron el período de incubación para lo que surgiría después al abandonar su retiro de saber particular y pasar a formar parte de su generación y clase social en el colegio.

Tiempos prehistóricos A finales del siglo XVIII, unos historiadores daneses sugirieron que la historia más temprana del ser humano debía organizarse a par­ tir de estadios que reflejaran las innovaciones en la construc­ ción de armas y, como había hecho Hesíodo con los primeros griegos, propusieron una sucesión de edades: la Edad de Pie­ dra, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro. Este sistema de clasificación en tres edades se formalizó con la publicación de la Guide to Northern Antiquities (Guía de las antigüedades del nor­ te), de Christian J. Thomsen, un catálogo ordenado del Museo Nacional de Copenhague que se publicó en Inglaterra en 1848, y acabaría convirtiéndose en un modelo internacional cuya vigen­ cia ha llegado hasta nuestros días. El coleccionismo de objetos antiguos en el siglo X I X dio paso a una investigación sistemática, y los arqueólogos dedi­ cados de forma exclusiva a su trabajo intentaron que la arqueo­ logía fuera reconocida como una de las ciencias incipientes. Decidieron, por tanto, definir y delimitar la labor, y así poder justificarse a los ojos del entorno académico. Una de las defi­ niciones más completas, elocuentes y decisivas fue la que for­ muló Charles T. Newton. Este investigador nació en 1816 y cursó sus estudios en Shrewsbury y en el colegio universitario Christ Church College (Oxford). Entró a formar parte del

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Departamento de Antigüedades del Museo Británico en 1840, y adquirió experiencia de primera mano con una amplia gama de objetos de todo el mundo. Su experiencia personal fue funda­ mental para elaborar la definición que presentó en la reunión del Instituto Arqueológico celebrada en Oxford el 18 de junio de 1850: El testimonio del pasado humano no puede limitarse al que nos ofrecen los libros. La historia del hombre ha quedado grabada en las rocas de Egipto, estampada en los ladrillos de Asiría, conservada en el mármol del Partenón; en los arcos superpuestos del Coliseo se alza ante nosotros una presencia majestuosa ... que está encarnada en las reliquias de todas las religiones, razas y familias; en las reliquias que el afecto y la gratitud personales o nacionales, con el orgu­ llo de un país o de un linaje, han conservado para noso­ tros. Está viva en los labios de los campesinos, en sus can­ ciones y tradiciones, renovada en sus toscas costumbres con el paso de cada estación. La encontramos en el habla, en las costumbres, en la forma de ser de las naciones actua­ les; el conjunto de asociaciones adquiere el cariz de una vestimenta, y sólo el análisis de cada una de sus partes per­ mite comprenderla. Desenterramos la historia del hom ­ bre de los túmulos y las necrópolis, y a partir de los frag­ mentos que hallamos podem os reconstruir una imagen sucinta del pasado en nuestros museos; allí contemplamos esa imagen desde una óptica más imparcial, observamos sus peculiaridades con mayor precisión, con la infinitud de reflejos que nos ha transmitido el espejo del arte roto en pedazos.16

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Newton afirmaba que la función de la arqueología consistía en «recopilar, clasificar e interpretar todas las pruebas de la histo­ ria del hombre que aún no han sido incorporadas al material impreso». Por otra parte, contemplaba las pruebas desde una perspectiva triple: la oral, «el habla, las costumbres y las tradi­ ciones»; la escrita, «los documentos y el material manuscri­ tos»; y la monumental, «el legado de la arquitectura, la pintu­ ra y la escultura, y de las artes decorativas subordinadas». Quien decidiera emprender aquel cometido, debía «... combinarla cul­ tura estética de un artista y el criterio cualificado de un histo­ riador con buena parte de los conocimientos de un filólogo. El trabajo necesario para reunir el material, laborioso y monótono, no debe embotar la agudeza crítica que se requiere para clasi­ ficarlo e interpretarlo; el recelo, que siempre debe estar pre­ sente al analizar las pruebas arqueológicas y debe garantizar de antemano su validez, tampoco debe dejarse llevar en exceso por el escepticismo». Para que un arqueólogo hiciera bien su trabajo, debía «via­ jar, excavar y recopilar, organizar, dibujar, descifrar y trans­ cribir, antes de poder definir en su mente el objeto en su con­ junto». La amplia visión de Newton nos da una idea de la discipli­ na que se desarrolló en esta época. La definición que dio de la arqueología era muy apropiada para la generación de John Evans y sus colegas, que en aquel momento estaban muy ocupados en clasificar la diversidad de pruebas existentes de las edades de Piedra, Bronce y Hierro. El padre de John Evans le alentó a aden­ trarse en el camino que seguiría, e hizo una gran aportación a la gran síntesis de Newton en dos campos distintos. La primera fue su investigación con monedas y medallones. Entre 1852 y 1872, escribió cuarenta y siete artículos sobre el tema, pues dedi­

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caba parte de su tiempo a la edición de la revista Numismatic Chro­ nicle y era además el presidente de la Sociedad Numismática. N o obstante, fue su aportación al segundo campo el que le valió un gran prestigio en el mundo académico. Su pericia con las herra­ mientas desportilladas de piedra, adquirida con las salidas que hacía con su padre a Box Hill, alcanzó gran renombre, y su capa­ cidad para resolver el problema de la Edad a la que pertenecían le valió un lugar en la historia de la arqueología. La nueva historia de la Tierra, según la concebían los geó­ logos modernos, tuvo claras repercusiones en la historia del hom­ bre. Jacques Boucher de Crèvecoeur, de Perthes, un hombre de buena posición económica, director de la aduana de Abbe­ ville (localidad próxima a la desembocadura del río Somme, al norte de Francia), fue hasta Picardy atraído por la meseta cal­ cárea, donde podían hallarse fósiles a orillas del río. Mientras Arthur Benoni Evans iniciaba a su hijo John en la localización de fósiles en Inglaterra, Boucher se dedicaba a seguir las zanjas del ferrocarril que los ingenieros franceses estaban excavando para construir una vía férrea cerca de Abbeville. Observaba las capas recién cortadas de las terrazas de caliza a treinta y tres metros sobre el nivel del mar, y clasificaba las especies que encon­ traba en cada una según el tipo. En las capas inferiores a la que él suponía que indicaba el Diluvio Universal de la Biblia, mez­ clados con fósiles de especies como el mamut, los elefantes del sur con colmillos rectos o el bisonte y el rinoceronte primige­ nios —todos ellos extintos desde hacía mucho tiempo—, halló piezas de sílex, y reparó en que habían sido tallados por seres humanos para ser usados a modo de utensilios primitivos. Entre 1830 y 1838, Boucher expuso muchos de estos pedernales talla­ dos en Abbeville. También publicó descripciones de los obje­ tos encontrados y de su entorno, acompañadas de dibujos rea-

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lizados con sumo cuidado en una serie de cinco volúmenes titu­ lada De la Création: essai sur Vorigine et la progression des êtres (De la creación, un ensayo sobre el origen y el progreso de los seres), que apareció entre 1838 y 1841. La Académie des Sciences y la Académie des Inscriptions et Belles Letres de París acogió sus ideas con un escepticismo cercano a la socarronería. Sin embar­ go, Bocher no dependía de la idea que pudieran tener los aca­ démicos de su condición intelectual, de modo que mantuvo sus convicciones, dio un discurso en público en la Académie des Sciences en 1846 y financió personalmente un nuevo estudio, Antiquités celtiques et antédiluviennes (Antigüedades celtas y ante­ diluvianas), en 1847. En Inglaterra, mientras tanto, también se daban casos de aficionados que presentaron pruebas similares, que los exper­ tos rechazaron de forma parecida. En 1797, un tal John Frere envió una reseña a la Sociedad de Anticuarios en la que habla­ ba de unos sílex tallados en las graveras próximas a Hoxne, en el condado de Suffolk. Frere había encontrado los utensilios junto a la inmensa mandíbula de «un animal desconocido» en un yacimiento, bajo una capa de arena mezclada con conchas de mar que, según creía él, en cierta época debía de haber sido el fondo del mar o un tramo de la orilla. Hizo la siguiente obser­ vación: «... la posición en que han sido halladas estas armas nos induce sin duda a situarlas en un período muy remoto, inclu­ so muy anterior al del mundo actual».17 La reseña de Frere fue publicada en 1800, pero no se le prestó la atención que mere­ cía, hasta que en 1859 John Evans lo recuperó como parte de un conjunto de pruebas cada vez más denso. Evans, que fue admitido como miembro de la Sociedad Geo­ lógica en 1857, estaba al corriente de las voces de todo el país que afirmaban que los productos hechos por las manos del.hom­

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bre se encontraban en sedimentos donde también había huesos de animales extinguidos y, por tanto, no pertenecían al «mun­ do actual». U n sacerdote católico, el padre MacEnery, refirió una serie de afirmaciones similares tras realizar unas excavaciones en la caverna de Kent, cerca de Torquay, entre 1824 y 1829, y hallar restos de animales extinguidos junto a objetos de creación huma­ na bajo una capa de estalagmitas, el carbonato de calcio acu­ mulado a lo largo de muchos siglos en el suelo de una cueva a partir de gotas de agua del techo. Presentó las pruebas ante W i­ lliam Buckland, quien declaró que los utensilios de piedra per­ tenecían a los antiguos britanos del período romano, que habían quedado incrustados en la estalagmita en una época más recien­ te, con lo cual la relación que se había postulado con los ani­ males extinguidos era fortuita.18 MacEnery, un intruso para el ámbito científico, no insistió en sus ideas ni trató de publicar los resultados. Murió en 1841, desencantado con el mundo aca­ démico y sin dejar de creer en aquello que había visto con sus propios ojos. N o fue hasta el año 1858 cuando la Sociedad Geo­ lógica accedió a subvencionar y supervisar las excavaciones de la cueva de Brixham, que acababan de descubrir cerca de la cueva de Kent, bajo la dirección de William Pengelly, un geólogo de prestigio, especialista en la región de Devonshire, su tierra natal. La implicación de científicos ilustres, entre ellos Charles Lyell, dio un halo de respetabilidad a un proyecto que generó unos resultados demasiado evidentes para ser desoídos. Y es que Pen­ gelly halló y, según el procedimiento más aceptable en el ámbi­ to académico, documentó que las herramientas humanas estaban mezcladas con los huesos de animales extinguidos bajo una «capa de estalagmita de entre unos siete y veinte centímetros de gro­ sor, en la que hay restos de leones, hienas, osos, mamuts, rino­ cerontes y renos», justamente lo que había observado MacEnery.

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John Evans expresó su fascinación por estos descubrimientos y la repercusión que iban a tener sobre la historia de la huma­ nidad en una carta a Fanny Phelps escrita a finales de marzo de 1859. «Sé consciente de que han encontrado hachas de sílex y puntas de flecha en Abbeville», exclamaba, ... junto a huesos de elefantes y rinocerontes, a unos doce metros bajo una capa de terreno de acarreo. En esta cueva de Devonshire que la Sociedad Geológica está excavando ahora, dicen que han hallado puntas de flecha de sílex entre los huesos, y lo mismo dicen de una cueva de Sicilia. Resul­ ta difícil de creer. Los britanos pertenecerán a un período bastante moderno si se remonta la existencia del hombre a la época en que los elefantes, rinocerontes, hipopótamos y tigres habitaban Inglaterra.19

Los resultados obtenidos en Torquay animaron a Joseph Prestwich a intentar que la Sociedad Geológica organizara una visi­ ta a Abbeville, a fin de demostrar las afirmaciones de B o u ­ cher. Al final, el único que se interesó lo bastante en el proyecto fue su amigo John Evans. Así, el 1 de mayo de 1859, Prestwich y Evans estaban ya en Abbeville, y al día siguiente Boucher les condujo hasta las graveras en las que había hecho la mayo­ ría de descubrimientos. N o encontraron nada que fuera de interés, de m odo que fueron a casa de Boucher para ver su colección. Evans, impresionado, la describió como «un museo completo de arriba abajo, repleto de pinturas, tallas antiguas, objetos de cerámica y otros hallazgos, además de una magnífica colección de hachas de sílex y utensilios que ha encontrado entre las capas de grava, y que, como es lógico suponer, perte­ necen a la misma época de hecho, se trata de los restos de

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una raza de hombres que existió en la época del diluvio, o cuan­ do fuera que se formaron estas capas de grava».20 Después de ver la magnífica colección de Boucher, se dirigieron a Amiens, donde les enseñaron un hacha intacta, incrustada en una gra­ vera. Hicieron que les acompañase un fotógrafo para que deja­ ra constancia de ello, y «corroborara, así, nuestro testimonio», y recogieron otros ejemplares que los trabajadores de la can­ tera extrajeron para ellos. Evans y Prestwich regresaron a Inglaterra y trataron de emplear el poco tiempo que tenían para preparar un informe que otros geólogos querían evaluar de inmediato. Conviene recordar que estos dos innovadores no pertenecían.al ámbito académico. Se trataba de un fabricante de papel y de un comer­ ciante de vino que se estaban preparando para presentar unas pruebas facilitadas por un oficial de aduanas, con el fin de demos­ trar a un conjunto de académicos especialistas que habían vis­ to de verdad lo que proclamaban haber visto, y que no se equi­ vocaban al afirmar que el ser humano había vivido sobre la tierra mucho más tiempo del que la Iglesia postulaba. La responsabi­ lidad era inmensa, y no hay duda de que Evans sentía su peso, a pesar de no poder escribir más que un borrador de su parte del informe el día antes de la presentación ante la R eal Acade­ mia de Ciencias de Londres, el 26 de mayo. Evans escribió tam­ bién a Fanny, y le indicó que había enviado a Prestwich su des­ cripción de los sílex, para que la utilizara en su conferencia, pero, al parecer, Prestwich apenas tuvo tiempo para presentar «un resumen anodino de ésta, y su voz era casi inaudible», y además había tenido la «habilidad» de olvidar la carta que él le había enviado. En esta misma carta, Evans añadía: «Tuve que ponerme en pie y dar una conferencia improvisada sobre los utensilios de sílex, y creo que salió bastante bien».

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La importancia de aquella ocasión y, por tanto, los moti­ vos de inquietud que tenía John Evans, pueden medirse en este párrafo: «Allí había un buen puñado de encopetados como sir C. Lyell, Murchison, Huxley, Morris, el doctor Perry, Fara­ day, Wheatstone, Babbage, etcétera, de modo que el público era bastante distinguido».21 Parece que causó muy buena impre­ sión, pues en la siguiente reunión de la Asociación Británica, celebrada en 1861, se dirigieron a él como «Evans Sílex», y a principios de 1862 fue elegido miembro de la R eal Academia de Ciencias de Londres para el Fomento de los Estudios Natu­ rales. La R eal Academia de Ciencias, fundada en 1660, era el foro científico más antiguo de Gran Bretaña. Entre los miem­ bros más ilustres que pertenecieron a ella destacan el arquitec­ to Christopher Wren, el astrónomo Edmund Hailey y sir Isaac Newton. Tras ser elegido miembro del Athenaeum, un selec­ to club londinense, llamado así por el centro cultural griego del templo de Atenea, John Evans, el fabricante de papel, se con­ virtió en John Evans, el arqueólogo. Así, Evans y Prestwich pasaron a ser considerados miem­ bros leales de un grupo intelectual que valoraba sus opinio­ nes, y sus novedosas ideas fueron toda una revolución. La comu­ nidad académica aceptó que la Humanidad era más antigua de lo que se creía, ya que ello se demostró mediante procedi­ mientos científicos. John Frere y el padre MacEnery, sin embar­ go, no vivieron para ver confirmadas sus observaciones. Como suele ocurrir, quienes tienen por labor conservar los conoci­ mientos de una generación, los llamados «sabios» que enarbolan el poder del veto intelectual, no estaban dispuestos a per­ mitir un cambio precipitado. La clase dirigente proporciona la financiación necesaria para fomentar teorías innovadoras, lo que también le permite controlar el curso de las investigacio-

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nes futuras. A consecuencia de ello, las pruebas y las nuevas teo­ rías suelen tener su origen al margen del dominio universita­ rio, y ha de transcurrir una generación intelectual o unos vein­ ticinco años antes de que éstas tengan suficientes seguidores para inclinar el peso de la opinión a su favor y lograr el reconoci­ miento de sus méritos. Boucher de Perthes sobrevivió a la prueba del tiempo y pudo disfrutar de la victoria sobre sus detractores de la Acade­ mia Francesa. En su obra De l’homme antédiluvien et ses oeuvres (El hombre antediluviano y sus obras), publicada en 1860, recor­ daba a sus lectores que, veinticinco años atrás, cuando había expuesto su teoría sobre el hecho de que el hombre había con­ vivido con los «mamíferos gigantes», le habían exigido más prue­ bas. Ahora, geólogos británicos y franceses habían corrobora­ do su teoría. Curiosamente, Boucher seguía necesitando el «dedo de Dios» para explicar las «convulsiones de la naturaleza» que se reflejaban en los estratos superpuestos. Evans y Prestwich, por su parte, también eran partidarios de la teoría catastrofista; en el discurso que leyeron ante la R eal Academia de Cien­ cias, llegaban a la conclusión de que el «período en que el hom­ bre y los mamíferos extinguidos habían convivido ... fue inte­ rrumpido por una inundación repentina de la tierra»,22 una clara aseveración en favor del Diluvio Universal, a pesar de que entre sus colegas cada vez había una mayor aceptación del «uniformicismo». El concepto de un período «prehistórico» apareció por pri­ mera vez en 1833, de la mano de un farmacéutico francés, Paul Tournai, quien lo definió como la época que va desde la prime­ ra aparición del hombre sobre la tierra hasta el principio de las «culturas más antiguas» del período «histórico» que, según él, em­ pezaba en Tebas durante la X IX dinastía egipcia, en tomo al año

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1200 a. C .23 Daniel Wilson, en Archaeology and Prehistoric Annals of Scotland (Arqueología y anales prehistóricos de Escocia), obra publicada el año del nacimiento de Arthur Evans, acercó el con­ cepto de «prehistoria» al lector inglés, que lo aceptó como la épo­ ca anterior a la existencia de documentos escritos sobre personas o acontecimientos. Más adelante, en 1865, el banquero John Lub­ bock definiría con mayor precisión el Paleolítico y el Neolítico, la Antigua y la Nueva Edad de Piedra de la prehistoria, en su libro Prehistoric Times (Tiempos prehistóricos). La idea de una época prehistórica daba a entender que el desarrollo humano era uniforme y predecible, y que, con el tiem­ po, toda sociedad «alcanzaría» la complejidad necesaria para pro­ ducir documentos escritos. El concepto de un desarrollo social uniforme combinado con la visión de un desarrollo uniforme de la historia geológica de la tierra hizo posible que la teoría de la selección natural de Charles Darwin, formulada en El origen de las especies (1859), fuera aceptada entre los naturalistas. El éxito de Darwin ayudó a consolidar la idea de que la evolución del hom­ bre seguía una trayectoria lineal, que incluía una serie de etapas predecibles que iban del simio salvaje al Homo sapiens moderno. El verano de 1859 fue también propicio para John Evans padre, que entonces contaba con treinta y seis años. El 23 de julio contrajo matrimonio en segundas nupcias con Fanny Phelps. Tenía treinta y dos años, «era bastante bajita y algo regordeta, aunque resultaba atractiva —según cuenta Joan Evans—, ... llevaba largos tirabuzones, y tenía las manos menudas y boni­ tas; era una mujer de mucho talento, y una buena lingüista»; se olvidó de añadir que también era una brillante pianista.24 Al parecer, Arthur tomó afecto a su madrastra, que no tenía hijos propios, aunque pronto abandonaría la guardería de la que ella se encargaba en Nash House.

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una revista cóm ica y satírica

En septiembre de 1860, tras pasar unas vacaciones con su padre buscando objetos de cerámica antigua en los acantilados de Dunwich, Suffolk, Arthur Evans empezó su educación formal. Pese a que no tenía más de nueve años, era considerado un niño de baja estatura; de hecho, siempre fue un hombre extremada­ mente pequeño. Ingresó en Callipers, un colegio primario pri­ vado próxim o a Chipperfield, dirigido por C. A. Johns, un entusiasta naturalista y botánico de campo que influyó mucho en la pasión de Arthur por la naturaleza; le enseñó a clasificar las especies de animales y plantas, del mismo modo que su padre le había enseñado a organizar utensilios hechos por el hombre. Arthur aprendió a contemplar el paisaje con los ojos de un natu­ ralista y se deleitaba con el arte de la creación. Más tarde ingresaba en Harrow School. En un principio, esta escuela se había creado tres siglos atrás con el fin de pro­ porcionar una educación a los niños pobres de Harrow, pero acabó por aceptar la asistencia de «forasteros» de otros distritos. En la época de Arthur Evans, ya se había convertido en uno de los colegios más prestigiosos de Inglaterra. Entre sus alumnos más ilustres se contaban Robert Peel, quien más tarde sería pri­ mer ministro, de 1834 a 1835, y fundador del Partido Conser­ vador británico, y lord Byron, el poeta romántico y guerrero que lucharía por la independencia de Grecia. Arthur era un joven de ojos azules y penetrantes (el izquier­ do más hundido que el derecho) y cabello negro y abundan­ te. Según supo su hermanastra años más tarde, sus compañeros lo recordaban como a un chico «bajo y más bien insignifican­ te; era miope y se negaba a usar gafas, lo cual le confería una mirada bastante escrutadora. Además, sufría una ceguera noc­

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turna tan pronunciada que, en invierno, necesitaba a alguien que se ofreciera a acompañarlo a las clases de tarde, y de allí a casa».25 Parece ser que el profesor encargado del colegio, el reve­ rendo F. Rendall, lo consideraba «poco inteligente» y se que­ jaba de que siempre iba «sucio y desaliñado».26 Arthur empe­ zó a usar μη bastón, no tanto para apoyarse como para tantear el camino al andar. En un momento dado, se hizo con otro bas­ tón más elegante y resistente, al que llamó Prodger, que acabó por convertirse en su sello característico, como puede serlo para otros hombres un cigarro o una pipa. A partir de entonces, Prod­ ger siempre le indicaría el camino, aparecería en muchas aven­ turas de su vida, y seguiría con él durante más tiempo que cual­ quiera de los objetos antiguos que tanto apreciaba. El interés de Evans por el mundo natural que Johns le trans­ mitió en Callipers creció y se consolidó en Harrow, cuando en 1865 se fundó la primera sociedad de historia natural en un colegio público, dirigida por figuras tan destacadas como John Ruskin, el ilustre crítico de arte, y Alfred Russel Wallace, el naturalista galés, padre de la zoogeografía, que hizo la distin­ ción evolutiva entre la fauna de Asia y Australia, que recibe su nombre. Arthur fue un miembro de la sociedad muy participativo; daba charlas sobre «Moisés» y la «antigüedad del hom­ bre», y exponía minerales, fósiles, antigüedades y monedas de la colección de su padre. Para demostrar cuánto le gustaban las serpientes, y sin duda para impresionar a sus compañeros, ense­ ñó a una a entrar por el puño de la camisa y salir por el cuello durante las clases. Las serpientes, tanto las reales como las sim­ bólicas, le fascinarían a lo largo de toda su vida. En enero de 1866, durante las primeras vacaciones de invier­ no en Harrow, padre e hijo partieron hacia la Europa conti­ nental. Arthur vivió por primera vez los horrores del «paso inter-

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medio», término que los viajeros británicos empleaban para denominar al tramo de dos horas sobre las aguas agitadas entre Folkestone y Boulogne, y nunca acabó de acostumbrarse a navegar a través de lo que más tarde llamaría «ese elemento inestable». Viajaron durante diez días por el norte de Francia, de cantera en cantera, en busca de utensilios y herramientas prehistóricos, a la vez que el padre acudía a reuniones de nego­ cios. U n año más tarde, a los dieciséis años, ya consideraban a Arthur lo bastante mayor para asistir a una conferencia en la Sociedad de Anticuarios que su padre dio sobre los sílex recogidos en Irlanda. N o fue hasta el último año de colegio cuando Arthur Evans surgió del anonimato para convertirse en una figura destaca­ da, con una individualidad notoria. Su compañero Gerald Rendall contaba que, debido a sus problemas de visión, «la única hazaña atlética que podía permitirse era “ precipitarse a sacar conclusiones” en una ponencia informativa», pero mantenía cierta «actividad física haciendo y deshaciendo cosas sencillas, se rebelaba por instinto contra toda convención», y mostraba «un gracioso desdén por las cosas importantes».27 Pese a que estos rasgos suelen ser propios de los jóvenes, fueron los más distintivos del carácter de Arthur Evans, y acabaron siendo moti­ vo de muchos incidentes problemáticos y peligrosos en su vida, así como la solución a ellos. En el curso escolar de 1869-1870, Arthur y un amigo suyo, S. H. Hood, se unieron para recuperar el Harrovian, la publi­ cación del colegio, en la que aquél colaboró con la visión de un historiador natural de los «Animales de Harrow». En su catá­ logo, incluía el Aper domesticus, o pelmazo, el Canis ignavus, el perro haragán, y la Rana parasiticus, el adulador o sifocante. En el invierno de 1869, el lado más oscuro de Arthur se manifes­

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tó —no podemos dejar de recordar los momentos más desafor­ tunados de su abuelo—al concebir la revista cómica y satírica Pen- Viper, una cuartilla de dos páginas en la que escribió el siguiente consejo para un aspirante al colegio de Harrow: «Ante todo, has de ser tan bullicioso como puedas ... N o debes mos­ trarte escrupuloso a la hora de mentir a los profesores... emplea la máxima jerga posible al hablar ... leyendo tantas novelas de tres al cuarto como sea posible ... Huelga decir que trabajar mucho en clase ... te perjudicará». Estas máximas recuerdan en exceso la voz de su abuelo, «el Tajante», y son una muestra de que Arthur pasaba por un momento de su vida un tanto des­ concertante. En Harrow, como en casi todos los colegios encargados de educar a los caballeros del país, se obligaba a los estudiantes a asumir la obsesión británica por la Antigüedad clásica, instiga­ da en gran medida por la influencia de un grupo londinense lla­ mado la Sociedad de los Diletantes. Fundada en 1734, esta agru­ pación fomentaba las investigaciones arqueológicas de Italia, Grecia y el Próximo Oriente, y a través de sus publicaciones despertaba el interés popular por un tema que, de otro modo, habría quedado restringido a la aristocracia pudiente, para la que un viaje por la Europa continental era una parte impres­ cindible de su educación. Desde 1453, la zona que había com­ prendido la antigua Grecia, conocida a través de los escritos de los autores de la Antigüedad, formaba parte del Imperio oto­ mano, el dominio musulmán que Osmán I fundara en el si­ glo XIV. Muchos europeos románticos, la mayoría de ellos cris­ tianos que idealizaban Grecia como la cuna de su propia cultura y democracia, consideraban esta situación intolerable. Lo cierto es que la actitud de la Europa occidental hacia el Imperio otomano recordaba en muchos aspectos la de los cru-

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zados que envió el Papa en los siglos XII y x m para defender a la cristiandad de los «infieles», «herejes» y «cismáticos» en Orien­ te. En un principio, las ocho cruzadas se concibieron con el fin de ayudar a los cristianos griegos contra los seljuk turcos de. Asia Menor, y salvaguardar así las rutas de peregrinación al Santo Sepulcro de Jerusalem Pese a que, al final, se convirtieron en una confusión de ideales y política, siempre mantuvieron el objetivo evidente de recuperar del Islam aquellos lugares que los cristianos consideraban sagrados. Cuando, en 1815, Inglaterra instauró un protectorado en las islas Jónicas, entre Italia y Grecia, proporcionó una base para los amantes del helenismo, aristócratas adinerados que consa­ graron su energía, su fortuna y, en casos extremos, como lord Byron, sus vidas por el movimiento por la independencia de Grecia. Este movimiento hizo estallar una guerra con la Tur­ quía otomana en 1821, y terminó con la instauración de un nuevo Estado griego en la Conferencia de Londres de 1832. Acaso la aseveración más evidente de la identificación de los británicos con los ideales del filohelenismo fue la que escribió Percy Shelley en el prefacio de su mayor obra poética, «Helias»: «Todos somos griegos ... Pero para Grecia quizás aún hayamos sido salvajes e idólatras».28 Con la publicación, en 1764, de Geschichte der Kunst des Altertums (Historia del arte antiguo), de Johann Winckelmann, la exal­ tación del arte clásico de Grecia y todo lo relacionado con Ate­ nas en el siglo V a. C. quedó canonizada para la era moderna; la obra ensalzaba el Partenón y las esculturas que lo integraban como el canon con que debía medirse la belleza. Se considera­ ba a los autores y filósofos griegos la fuente de todo conocimiento, y sus obras la esencia de todo saber. La tendencia que Evans tenía a «rebelarse por instinto contra toda convención» y el amplio cri-

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teño de la Antigüedad que compartía con su padre fueron para el joven motivo de conflicto en un entorno de horizontes tan limitados como Harrow. Entró a formar parte del círculo de deba­ te y discusión, y adoptó una firme postura: «El sistema actual de educación clásico es llevado hasta la exageración». N o obstante, sabía que, si no quería perder su posición entre la élite social, y poder asistir así a la universidad a la cual su familia había estado vinculada durante generaciones, tendría que demostrar su conW petencia en griego antiguo. Sin embargo, se negó a comprome­ terse del todo y no aprendió el sistema de acentos, tan difícil y complejo, que ayudaban a respirar y pronunciar correctamen­ te. Al final, Arthur obtuvo unos resultados más o menos acepta­ bles y, curiosamente, sólo destacó en redacción de griego anti­ guo, aunque protestaba contra la «tiranía de los acentos» dejando sin acentuar sus versos premiados. Cuando Evans abandonó Harrow, Rendall, el profesor en­ cargado de su colegio, escribió en su favor al director del Brasenose College, Oxford: «Creo que le parecerá un muchacho de una mente original y poderosa si alguna de las preguntas del examen de ingreso le hacen salirse del camino trillado».29 Evans rechazó rotundamente la invitación de su padre a unirse como socio al negocio familiar, pues prefería seguir la vida pausada del· estudioso, lo cual consideraba su deber. Evans se llevó a Oxford su postura contraria a «los griegos», y se matriculó en Brasenose en 1870. Descontento con sus pro­ fesores y el plan de estudios, en diciembre de 1871 pasó, sin destacar, los «Mods» (apócope del vocablo inglés «Modérations»), el primer examen de carácter público, que consistía esencial­ mente en una preparación para los «Greats», un curso intensi­ vo de estudio en una disciplina especializada. Es evidente que era en este segundo ciclo donde tanto la universidad como su

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padre veían más expectativas para el joven Arthur, ya que era aquí donde su experiencia y competencia, en este caso, la anti­ güedad del hombre y los clásicos, podían ayudarle más. Sin embargo, Arthur prefirió seguir un camino inopinado, y optar por la escuela de historia moderna recién inaugurada, en la que trabaja el profesor nombrado por el rey, William Stubbs, que por entonces estaba redactando su Constitutional History of Englaá (Historia constitucional de Inglaterra). Evans no sentía simpa­ tía por él, ni por su limitado campo de interés. Otro profesor de Oxford estaba escribiendo una historia completamente dis­ tinta, a la que llamaban «lingüística», que a los ojos de Evans era mucho más atractiva y, a la larga, sería más admirable.

El castigador de pachás El filólogo alemán M ax Müller, que había empezado a estudiar los Avesta, los libros sagrados de la religión de Zoroastro, escri­ tos en avéstico, se trasladó a Oxford en 1849, donde acabó tra­ bajando como profesor de filología comparada en 1868. Poco después de la llegada de Müller a Inglaterra, la Compañía Bri­ tánica de las Indias Orientales le encargó la traducción del «Rigveda», el himno hindú más antiguo, del sánscrito, la lengua clá­ sica de la India y el brahmanismo. La versión inglesa de Müller dio a conocer a eruditos británicos y europeos la historia de los arios, que en el pasado habían emigrado a la India desde el nores­ te (el significado literal del vocablo sánscrito «arya» es «noble».) El interés de Müller se centraba en la expansión de las lenguas y las ideas, pero enseguida se empezó a especular sobre el ori­ gen de la etnia aria, y la emigración del mito hindú se convir­ tió en una realidad histórica.

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A principios de aquel siglo, dos alemanes habían unido la ciencia de la lingüística histórica con la ciencia del folclore. Se trataba de los hermanos Grimm, que en su búsqueda de manuscritos legales de la Edad M edia recopilaron la primera colección de cuentos populares, conocida en la actualidad con el nombre de Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Sin embar­ go, la línea que separaba las historias de la historia desapareció cuando Jacob Grimm observó la regularidad de los cambios de sonidos en las vocales y consonantes en diversas lenguas que estudiaba, y demostró el principio de la regularidad de corres­ pondencia entre consonantes en lenguas que tenían una rela­ ción genética. Fue la base de la ley lingüística que postuló, con la que demostraba que «todas las naciones europeas habían emi­ grado de Asia en la Antigüedad». Esta sencilla explicación de Grimm respondía al «impulso irresistible» de desplazarse de este a oeste.30 M ax Müller dedicó grandes elogios al «impulso» de Grimm en su History of Ancient Sanskrit Literature (Historia de la litera­ tura sánscrita antigua), en la que afirmó que: «... el flujo princi­ pal de las naciones arias siempre se ha decantado por el noro­ este. Ningún historiador puede explicar qué llevó a aquellos nómadas aventureros a atravesar Asia hacia las islas y orillas de Europa, pero fuera lo que fuere, el impulso era tan irresistible como el hechizo que conduce a las tribus celtas de nuestro tiem­ po a las praderas, o a las tierras del oro al otro lado del Atlán­ tico». La fantasía de Müller, una epopeya sobre la fundación de la sociedad europea, idealizaba a aquellos aventureros ancestra­ les al contemplarlos como hombres de marcada individuali­ dad y gran independencia. Dicho de otro modo, los definió como los ancestros perfectos de los líderes europeos de los movi­ mientos sociales modernos.

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La tierra natal indo-aria se ubicó en el Cáucaso, en las este­ pas al norte y al este del mar Caspio, la línea divisoria tradicio­ nal entre Asia y Europa. Pronto la historia aria se convirtió en parte esencial del imperativo histórico para reafirmar la supe­ rioridad del tipo racial blanco, o caucásico, que según se creía era el antecedente de las tribus que emigraron en la Antigüe­ dad desde el Cáucaso, y cuyo acmé se manifestaba en la raza germánica moderna. El diplomático y pensador social JosephArthur de Gobineau defendió la doctrina de la supremacía ger­ mana en su Essai sur l’inégalité des races humanes (Ensayo sobre la inigualdad de las razas humanas), que se publicó en cuatro volúmenes entre 1853 y 1855, y en el que decía que el desti­ no de una sociedad estaba condicionado por su mezcla racial. Su tesis, según la cual los arios germánicos conservarían la supe­ rioridad racial, siempre y cuando conservaran la pureza y no diluyeran su herencia genética mezclándose con razas inferio­ res como la negra o la amarilla, devino la base del movimien­ to político conocido como «gobinismo», de finales de siglo; el filósofo alemán Friedrich Nietzsche la empleó para crear el ideal del Übermensch, el superhombre. Sin embargo, y ya en 1869, el ilustre compositor alemán Richard Wagner empezó a intro­ ducir elementos de la mítica superioridad de su nación en sus obras, creadas a partir de los cuentos teutónicos que los her­ manos Grimm recopilaron. Al igual que había hecho Kings­ ley con los griegos, Wagner hizo su propia adaptación artísti­ ca de los elementos esenciales del mito germánico y nórdico, como el fresno sagrado, el Yggdrasil, en el centro del univer­ so, y la personificación de las fuerzas naturales, como las valquirias y las sirenas del R in qüe, a partir de luz divina creaban una herramienta sobrenatural, el anillo dorado de los Nibelungos, para poseer el saber supremo. Los cuentos conformaban la

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parte central de la ópera El anillo de los Nibelungos, obra dra­ mática que culmina con la muerte prematura del guerrero Sigfrido, que simboliza la fuerza individual y el valor excepcional. Las óperas llevaban al público alemán estas leyendas, al tiem­ po que los anglosajones buscaban las claves que explicaran sus orígenes étnicos tan evolucionados. Evans llegó a Oxford en el preciso momento en que el mito de los arios pasó a adoptar un cariz histórico, y él estaba tan orgulloso como cualquiera de proclamar su relación con ellos. La primera ocasión de viajar le llegó con el final del tri­ mestre de la Trinidad, en junio de 1871, cuando él y su her­ mano Lewis se propusieron pasar las vacaciones de verano en la Europa continental. Con la idea de tener un aspecto elegan­ te, Evans salió de Gran Bretaña envuelto en un abrigo negro con un forro de color rojo escarlata, pero cuando un oficial de aduanas francés le comunicó que podían confundirlo con un espía y «matarlo a tiros como a un perro», decidió guardar el abrigo en la maleta de mala gana. Esto ocurrió apenas un mes después de que terminara la breve aunque sangrienta guerra franco-prusiana, declarada por el emperador Napoleón III en julio de 1870, pero instigada por el canciller prusiano Otto von Bismarck en un intento de que el príncipe Leopoldo de la casa real prusiana ocupara el trono español. La derrota de Francia marcó el final de la hegemonía de este país en Europa y deri­ vó en la creación de una Alemania unificada. Durante aquellas vacaciones, Evans escribió a casa: «En Amiens nos encontramos una vez con los prusianos, unos sol­ dados magníficos y de excelente precisión». Vio con sus pro­ pios ojos a los arios de Gobineau y, claro está, quedó impre­ sionado. Según Evans, el triunfo de Prusia sobre Francia se había debido en buena parte a su ejército profesional y muy bien

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adiestrado, con un código de honor que los escolares británi­ cos admiraban. Arthur llevó a su hermano a las graveras de la ciudad, donde supo, para su alivio, que a los «prusianos aún no les había dado por recoger fósiles», aunque, para su indigna­ ción, «van por ahí comprando todas las monedas que se han encontrado, y se les ve por todas partes persiguiendo maripo­ sas e insectos». Las notas sobre desplazamientos de tropas alre­ dedor de Amiens, que aparecen en la primera carta que envió a casa desde París, son al parecer signos tempranos de un rego­ cijo inocente e infantil que le pondría constantemente en con­ tra de las autoridades. En Versalles, los hermanos asistieron a una sesión de la Asamblea Nacional, presidida por Louis-Adolphe Thiers, un político sagaz que había renegado de su lealtad a su país al estallar la guerra para sobrevivir, así, a la transfe­ rencia de la administración prusiana al ser nombrado presiden­ te de la tercera república francesa. U n mes antes, Thiers había conducido a tropas alemanas contra una insurrección de traba­ jadores en París, para terminar con efectividad con las aspira­ ciones del movimiento socialista francés. Evans consideraba a Thiers un embustero chaquetero y, según recordaba su hermanastra, tras aquella visita, «desconfiaría para el resto de su vida de la capacidad política de la nación francesa».31 Los jóvenes hermanos dejaron atrás un París agitado, bien que pacífico, para dirigirse a unos Estados claramente inestables como Eslovenia y Croacia, que por entonces se hallaban bajo el dominio de los turcos otomanos, cuya blanda autoridad había generado una sociedad rural empobrecida y aislada del resto del mundo. Los Balcanes eran tierra desconocida para los británi­ cos. Evans no estaba preparado para que nada o nadie le aco­ giera de buena gana al entrar en la pequeña ciudad de Kostainica, al sureste de Zagreb. En aquel lugar, el misterioso Oriente

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se mezclaba con el familiar Occidente: los turcos vestían pan­ talones bombachos de colores oscuros y fajas de rojo carmesí que les ceñían la cintura, chaquetas de color azul sin mangas, bordadas en dorados y azules, e iban tocados con unos feces de un rojo vivo. Arthur regresó a Londres con el conjunto com­ pleto, a pesar de que las ocasiones en que pudiera lucirlo serían pocas. Durante los meses grises del invierno en Oxford, aquel atuendo era el recuerdo del mundo nuevo y maravilloso que había descubierto en los Balcanes. La primera publicación académica de Evans, «On a hoard o f coins found at Oxford» (De un tesoro de monedas hallado en Oxford), apareció en el Numismatic Chronicle de aquel año. Para un académico, ver por vez primera su nombre impreso es un auténtico hito en su carrera. Para Evans supuso entrar a for­ mar parte de un grupo exclusivo de especialistas de prestigio. El hecho de que lo consiguiera a los veinte años, cuando aún no se había licenciado, demuestra su seguridad para tratar la materia a una edad muy temprana, así como su capacidad para comunicar sus ideas con resolución. También revelaba que los contactos familiares, los de su padre, eran de gran ayuda. Fue la primera de las muchas colaboraciones que demostra­ rían la capacidad de Arthur para reparar en objetos y describir­ los con minuciosidad. Y la numismática le enseñó a pensar de un m odo que aplicó a las demás disciplinas. Al igual que su padre, empezó a interesarse por objetos, sobre todo por el hecho de poseerlos. Así, escribía informes sobre alguna clase de obje­ to antiguo relacionado con el conjunto de uno o más objetos de su colección privada. N o importaba que el tratamiento que le diera fuera objetivo y científico, pues el elemento subjetivo del valor monetario de un objeto siempre estaba relacionado con su valía académica y con el orgullo personal del coleccio­

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nista. El fuerte sentido del derecho de propiedad que tenía Evans sería motivo de confusión en cuanto a la identificación e inter­ pretación del material. En las vacaciones del año siguiente, 1872, surgió otra opor­ tunidad de viajar al extranjero, y esta vez Arthur se llevó con él a su hermano Philip Norman, que aún estaba en Harrow. Las cartas que escribió a casa constituyen la base de sus escritos periodísticos. Se publicaron bajo el título «Over the Marches o f Civilized Europe» (Sobre las zonas fronterizas de la Europa civilizada) en el Frazer’s Magazine, en mayo del año siguien­ te. En este artículo puede observarse con extraordinario deta­ lle el maravilloso mundo de los montes Cárpatos, con su flora y fauna, así como una minuciosa observación de sus habitan­ tes, a través de los ojos abiertos de dos muchachos que sabo­ rean cada aventura, desde dormir a la intemperie, hasta desen­ fundar los revólveres al cruzar fronteras en los bosques, donde esperaban que no apareciera ningún guardia que les pidiera unos papeles que no tenían. Estas aventuras tenían algo de las historias infantiles de Walsh en Narrative of aJourney (Narración de un viaje) y A Boy’s Own Annual (El anuario personal de un m uchacho). En los artículos de Arthur, pueden encontrarse algunas comparaciones extrañas, que sólo podían provenir de un anticuario como él. Por ejemplo, Evans se maravillaba de cómo los valacos de Rum ania preparaban la comida en unas jarras que presentaban una forma similar a las que podrían haber­ se encontrado en un túmulo de la Edad de Bronce. También observó que los montañeses llevaban «un cinturón ancho con un puñal al lado, adornado con grabados en forma de extrañas espirales, que curiosamente recordaba uno de los cinturones de bronce que se descubrieron en el cementerio prehistórico de Hallstadt [sic]»,32 el cementerio de la Edad de Hierro locali-

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zado en el norte de Austria, que data aproximadamente entre 1100 y 450 a. C. Evans estaba familiarizado con las costumbres primitivas y las armas de la región, pues su padre había exca­ vado en Hallstatt en 1866 y se había llevado consigo magnífi­ cos ejemplares de hachas, cuchillos, puntas de lanza y otros objetos que tenían grabadas las espirales propias del arte pri­ mitivo europeo. Evans se dedicó a sus estudios durante el curso de 1874, pero suspendió algunos exámenes, ya que fue incapaz de res­ ponder cualquier pregunta sobre historia del siglo XII en ade­ lante, lo cual dio lugar a un debate entre sus examinadores. Como había ocurrido en Harrow, no logró ser un alumno des­ tacado, aunque consiguió obtener una matrícula de honor, que fue firmada en diciembre, y no con poca renuencia, de la mano de W. Stubbs y los dos examinadores de historia, G. W Kit­ chen y J. R . Green, gracias a la coacción universitaria de uno de los tutores de historia moderna, Edward Freeman, que veía en el joven Arthur un gran potencial, y del comité escolar, que conocía el prestigio de su padre en los círculos académicos.33 Cuando se licenció «a los veinticuatro años, Arthur Evans, era un joven increíblemente orgulloso, que sabía mejor que nadie cuán magníficos eran los talentos naturales que tenía; supo emplearlos, e hizo lo posible por que el mundo los valorara».34 Sabía perfectamente que lo comparaban con su padre. J. R . Green, su examinador, se refería a Arthur como «el Pequeño Evans, hijo de John Evans, el Grande».35 Era un protegido de su padre en muchos aspectos. El le había enseñado desde muy pequeño a recoger y clasificar objetos antiguos de todo tipo, así como a extraer todo su valor histórico. Sin embargo, aunque fuera mínima, la comparación con su padre no le dejaba expre­ sar su individualidad. En cualquier caso, su padre había traba­

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jado duro para ser respetado tanto en el mundo de la industria como en el de la ciencia; Arthur, en cambio, nunca había teni­ do la necesidad de hacerlo. Daba por sentada la estabilidad de un hogar acogedor y de un servicio obediente, como el sastre de Oxford que satisfacía las exigencias de su elegancia en el ves­ tir, el zapatero que revisaba el desgaste de las magníficas botas hechas a mano del joven viajero, o la asignación garantizada de 250 libras al año que recibía sin que nadie le exigiera cuentas. Al igual que muchos jóvenes que nacen ricos y se rebelan con­ tra unos padres conservadores y contra la facilidad con que consi­ guen las ventajas materiales de la vida, Arthur se sintió atraído por el idealismo humanista de William Gladstone. El «Gran Jefe del Liberalismo», primer ministro en 1868 y 1874, encabezó uno de los gobiernos más fuertes de la era victoriana. Sin embar­ go, la compasión que sentía por las clases más desfavorecidas, como demostró con su posición contraria a los terratenientes opresivos de Irlanda, las obras de caridad que dedicó a las pros­ titutas de Londres y el interés que mostró por las dificultades de las clases marginadas de la Europa otomana en concreto, hicieron mella en el espíritu idealista de Evans. Tanto fue así que, a principios de 1875, Evans pensaba que no tenía madera de investigador académico, y no sabía qué hacer de su vida. El director de Harrow, el doctor Henry Montagu Butler, un hombre que ansiaba promocionar a sus alumnos, sugirió que Evans podía contemplar la posibilidad de dedicar­ se a la investigación histórica; llegó incluso a decir de él que era «uno de los pocos hombres de Harrow de los últimos quince años que podrían hacerlo sin presunciones».36 La disciplina de historia moderna era una novedad en Inglaterra, pero en las universidades alemanas ya existía y era respetada desde hacía un siglo. Así pues, aquel verano Evans decidió estudiar en Gotin-

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ga bajo el tutelaje del profesor Pauli, un colega de J. R . Gre­ en y gran admirador de William Stubbs. D e camino a Gottingen, Evans se detuvo en Trier, don­ de se alegró de encontrar excavadores saqueando tumbas en el cementerio romano de las afueras de la ciudad. Era una épo­ ca en que las reliquias antiguas eran de fácil acceso para cual­ quier persona que tuviera el interés y los recursos para buscar­ las, y este fácil acceso había malogrado la actitud de Evans, al igual que la de muchos de su generación. Al día siguiente, con­ trató a sus propios hombres y se unió al saqueo. «Cuando dába­ mos con algo, lo arrancaba de la tierra con la ayuda de un cuchi­ llo; era una labor de lo más emocionante», dijo en una carta a sus padres.37 Desenterró numerosos objetos, aunque de poca importancia, como lámparas, cerámica, una fíbula corroída (un broche de los antiguos romanos) y unas cuantas monedas.38 Su sistema de valores personal, basado en la valía económica, le permitía tratar como algo corriente objetos que los arqueólo­ gos modernos están obligados a registrar y publicar con deta­ lle. Los hallazgos que hizo en Trier se convirtieron en sus bara­ tijas particulares, que empaquetó en un cajón de embalaje y envió a su padre por barco. Evans dedicó aquel trimestre de verano en Gottingen no tanto a buscar restos del pasado como a explorar el presente. Sus cartas revelan que quedó impresionado con las condicio­ nes de vida de los campesinos que habitaban los pueblos de los alrededores; observó que los «habitantes asolados por la fie­ bre» vivían rodeados de una «inmundicia indescriptible» a «pocos kilómetros de una universidad en la que había diecisiete pro­ fesores de medicina». Su lado naturalista se ofendió ante el esta­ do del campo: «Allí donde haya pequeñas tierras de propiedad, tanto aquí como en Francia, seguro que habrán destruido todos

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los árboles y muchos placeres de la vida». El sistema ideal para Evans era el de los hacendados ingleses, ya que una autoridad del gobierno central encargaba a los terratenientes la supervi­ sión de la producción agrícola en las fincas de gran extensión. En Alemania, encontró los peores efectos posibles de una sociei i · · 39 dad «sin terratenientes». En Gotinga, completó un trabajo preliminar, pero su inten­ ción era regresar a las tierras situadas más allá de Zagreb para realizar una labor más sistemática. Esta vez llevaba con él un pasaporte y un mapa. Ante la buena acogida que había tenido la historia de su primer viaje, trató de relatar aquella segunda incursión con mayor amplitud de detalles e ilustraciones, para lo cual se llevó con él una cámara, que rompió al poco de adqui­ rirla y no llegó a usar. Adornó su cuadernillo con el escudo de armas bosnio; a modo de introducción escribió una lista de palabras útiles en bosníaco, notas sobre el gobierno, la religión, los tipos étnicos y la moneda, y un resumen sobre los dirigen­ tes y los acontecimientos más destacados de la historia de la región. Durante los siglos I y II a. C., los romanos conquistaron las tribus ilirias en la zona actual de Bosnia Herzegovina, y las ane­ xionaron a la provincia que llamaron Dalmacia. Los godos ex­ pulsaron a los ejércitos romanos en el siglo V d. C., pero a su vez el emperador Justiniano I les obligó a salir del país en el siglo VI, pues reclamó el territorio para expandir el Imperio bizanti­ no. Éste recibía el nombre de la antigua colonia griega de Bizan­ cio, que se había convertido en la Nueva R om a en 324 d. C., durante el reinado de Constantino el Grande, quien más tarde la llamaría Constantinopla, la actual Estambul. El mayor cam­ bio de población se produjo con las emigraciones eslavas de los siglos VI y Vil, cuando los croatas se establecieron en el oes­

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te, centro y norte de Bosnia, y los serbios ocuparon la actual Herzegovina. El noroeste de Bosnia fue conquistado por los francos de Carlomagno en el siglo IX, pero fue devuelta a Bizancio en el siglo X . En el año 1180, el dominio bizantino llegó a su fin, y Bosnia fue independiente durante casi tres siglos, has­ ta que, en 1463, Constantinopla volvió a conquistar el país, esta vez bajo el dominio de los turcos otomanos, que apenas una década antes habían conquistado la gran ciudad del Bosforo. A lo largo del siglo siguiente, buena parte de la población autóc­ tona cristiana se convirtió al Islam, pues los musulmanes goza­ ban de mayores beneficios económicos y sociales. El d o m inio otomano en los Balcanes trajo a la región cier­ to grado de progreso. Así, centros urbanos como Sarajevo y Mostar prosperaron para convertirse en centros académicos con grandes escuelas, bibliotecas y mezquitas, construidas para los habitantes musulmanes, quienes encargaban fuentes muy ela­ boradas y puentes elegantes, muchos de los cuales sobrevivie­ ron hasta 1992 y 1993, cuando fueron destruidos deliberada­ mente por la milicia croata bosnia. Sin embargo, los otomanos también trajeron la miseria a la población rural, sobre todo a la que se mantenía bajo la fe cristiana, que debía pagar unos impues­ tos cada vez más onerosos. Los efectos más recientes que pro­ vocaron estos impuestos, unidos a unas cosechas especialmen­ te malas en 1875, desencadenaron la revuelta que esperaba a Evans en Bosnia Herzegovina. Más tarde, su hermanastra com­ pararía su llegada con la de un ave de las tempestades, un heral­ do alado que se abate sobre aguas agitadas. Sin embargo, esta comparación solamente oculta que, en realidad, Arthur estaba al corriente de los problemas de la región, y que había hecho pla­ nes contando con ello.40 Aquel periodista en ciernes considera­ ba que se dirigía al lugar adecuado en el momento preciso.

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A finales de ju lio, el mes exacto en que estalló la insu­ rrección contra los turcos, Arthur se reunió con su hermano Lewis en Zagreb. Descendieron en un barco por el río Save, la frontera natural entre los croatas cristianos de la orilla oeste, bajo el control de Viena desde la restauración en 1867 de los Habsburgo para gobernar Austria-Hungría, y los serbios musulma­ nes de la orilla este. El primero de una sucesión de encuen­ tros hostiles con oficiales de diversas nacionalidades, parece ser que el temerario joven británico tenía una habilidad especial para tratar con estas situaciones, se produjo en su primera para­ da en la ciudad de Brood. A pesar de su traje, claramente inglés (una chaqueta con una fila de botones con tablas y un cinturón entallado, conocida como «chaquetilla Norfolk», diseñada como ropa deportiva y campestre para un caballero Victoriano, toca­ do con un salacot, un sombrero de palma que solían llevar los soldados indios de las colonias británicas), la policía austríaca, obviamente poco ducha en moda contemporánea, detuvo a Evans y a su hermano al creer que eran espías rusos, pues por entonces Rusia siempre estaba dispuesta para adentrarse en la parte de Serbia y Montenegro, en su lucha contra Turquía. Per­ manecieron detenidos hasta que el alcalde se encargó de libe­ rarlos personalmente. Al día siguiente, cruzaron hasta la Bosnia turca con un pase firmado por Dervish Pachá (los soldados de alto rango y los fun­ cionarios del Imperio otomano añadían a su nombre el título honorífico turco de Pasa), el gobernador general, que acababa de proclamar la ley marcial en todo el país. A medida que los jóvenes descendían hacia el sur, la tensión aumentaba en la zona; cuando llegaron a Sarajevo, el barrio cristiano de la ciudad había sido atacado e incendiado, y los turistas británicos habían sido alojados en el consulado inglés. Evans hizo caso omiso de la

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reclusión amistosa que le ofrecía la protección oficial, y pron­ to consiguió adentrarse en el barrio antiguo de la ciudad, en busca de curiosidades. Sin embargo, volvió a encontrarse con una autoridad austríaca. En esta ocasión, no se equivocaron de nacionalidad, pero lo acusaron de ser un agitador a sueldo, que Inglaterra había enviado para avivar el descontento entre los cristianos. El cónsul inglés intervino, y los hermanos fueron enviados al sur de Mostar, que recibe su nombre por su puente de piedra (most en serbocroata), al otro lado del río Neretva, una obra maestra de ingeniería otomana, construida en el siglo XVI y destruida en 1993. Gracias al cónsul, pudieron unirse a una caravana de sesenta jinetes, que les ayudaron a atravesar Her­ zegovina sin ningún percance hasta Metkovic, cerca de la fron­ tera de Dalmacia. Dalmacia, nombre derivado seguramente de la tribu Delmata de los antiguos ilirios, es una estrecha franja de la costa adriática con varias islas diseminadas a lo largo de su franja cos­ tera, al oeste de Herzegovina. Los primeros datos históricos que se conocen de los ilirios se remontan a la época en que los colo­ nos griegos empezaron a asentarse en las islas en el siglo IV a. C. y entraron en conflicto con ellos. Apelaron a sus aliados roma­ nos, quienes iniciaron las largas guerras romano-ilíricas, que lle­ garon a su fin en el año 155 a. C. con la caída de la capital en Delminio, tras lo cual la provincia pasó a llamarse Dalmacia. Durante el tiempo que va de la conquista romana a la imposi­ ción del gobierno veneciano en 1420, las ciudades costeras que gozaban de una situación estratégica pasaron por las manos de príncipes griegos, magiares, tártaros, croatas y serbios, venecia­ nos, sicilianos y cruzados normandos. Después de tres siglos y medio de prosperidad y esplendor cultural bajo el dominio vene­ ciano, conocidos como el Renacimiento croata, en 1797, cuan-

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do Venecia fue entregada a Austria, Dalmacia quedó bajo su control hasta la Primera Guerra Mundial (a excepción de una década de dominio napoleónico). Los hermanos Evans entraron en la antigua región de Ili— ria a bordo de una «embarcación plana con forma de escara­ bajo» que habían alquilado en Metkovic para llegar hasta la cos­ ta adriática a través del río Neretva. Según recuerda Evans, el viaje alcanzó una dimensión mítica: «Justo después del fuerte Opus, de vez en cuando pudimos oír unos misteriosos retum­ bos y bramidos, procedentes de lo más recóndito de la monta­ ña. Quienes lo han oído dicen que parece el bramido de un toro». Se le ocurrió la explicación racional de que podía tra­ tarse de aire acumulado en cuevas sumergidas, pero prefirió una versión de la creación monstruosa de Charles Kingsley: «Un velo de misterio lo envuelve todo ...; nada, salvo el augurio, es cierto; y como temo anunciar palabras portadoras de desgra­ cias, no puedo evitar sentir la sospecha de que este bramido profano acaso sea de algún horrible minotauro oculto en su laberíntica guarida».41 Ya fuera en serio o en broma, Evans mos­ traba ya fascinación por el monstruo con cabeza de toro mucho antes de ver el monte Ida en Creta, o el Knosos de Minos. La metáfora mítica de la bestia reprimida que el hombre lleva en su interior tenía su manifestación particular en su «genio vol­ cánico», que estuvo presente a lo largo de toda su vida. Cuando llegaron a la costa, se dirigieron hacia el sur a tra­ vés de una campiña que embriagó a un naturalista como Evans con su «vegetación meridional» de viñedos, verdes olivares y cipreses majestuosos, y sus casas de campo «con jardines perfu­ mados, donde las rosas y las verbenas se mezclan con limone­ ros y mirtos, que son la flora más típica del lugar». En R agusa, la actual Dubrovnik, las hermosas casas de piedra, las iglesias

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venecianas y el Palazzo Rettorale fascinaron a Evans como nin­ gún otro lugar que había visto hasta entonces: Aquí, al fin, tras la exasperante exploración de arroyos y riachuelos turbios de la civilización medieval bosnia,, nos sentamos junto a la cuna de la cultura iliria. Es ... la «Ate­ nas de Iliria» ... el delicioso puente que une la sabiduría de los antiguos con la tosca mentalidad eslava, que aclimató las flores de la genialidad grecorromana a la tierra dálmata ... la «Palmira entre grandes imperios» ... la ciudad del Refu­ gio que acogió ... a los caballeros cristianos perseguidos que quedaban y que prefirieron exiliarse a renegar de su fe cuan­ do los cascos del Infiel aplastaron Bosnia.

El estilo retórico y la expresión poética de Evans, que refleja­ ban una idea romántica de la historia normanda de la ciudad, marcaron el tono de parte de sus escritos posteriores, sobre todo cuando instaba a sus lectores a unirse a él en su cruzada parti­ cular contra el «infiel». Evans regresó al entorno menos dramático de Oxford en septiembre de 1875. Una vez más, intentó ingresar en un depar­ tamento universitario, de modo que se examinó para obtener una beca en el Magdalen and All Souls. Sin embargo, volvieron a considerar que no era el tipo de pensador adecuado, y que no parecía estar preparado para un mundo académico preconce­ bido. Pasó el invierno reviviendo sus viajes y redactando sus impresiones en un manuscrito que titularía Through Bosnia and

the Herzegovina on Foot, during the Insurrection, August and Sep­ tember 1875, with an Historical Review of Bosnia and the Glimpse at the Croats, Slavonians and the Ancient Republic of Ragusa (A través

de Bosnia Herzegovina a pie, durante la insurrección, agosto y

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septiembre de 1875, con una revisión histórica de Bosnia y una leve retrospectiva del pueblo croata y esloveno y de la antigua república de Ragusa). Un conocido de la familia Dickinson, que tenía buenas relaciones con el editor londinense William Long­ man, facilitó la salida al mercado del primer libro de Arthur; Evans aportó cien libras para'financiar la obra, que salió a la ven­ ta, como estaba previsto, en junio del año siguiente. En su libro, Evans describía la República de Ragusa como uno de los primeros grandes centros de la civilización y el comer­ cio; decía también que el secreto de su prosperidad residía en la «sobria genialidad tanto de la aristocracia como del pueblo de Ragusa». Y , al igual que en su tierra natal, «las clases gober­ nantes contemplaban su autoridad, no. como un mero derecho de nacimiento, sino como un deber sagrado», que no corres­ pondía a la plebe «sin escudero». Com o cabía esperar, y para deleite de sus lectores británicos, describía un imperio naval de comerciantes que se extendía hasta el océano índico, algo que ofrecía a sus ciudadanos tal sobreabundancia cultural que, al parecer, llegó hasta los territorios del interior: «La mayor glo­ ria de Ragusa no reside en. su riqueza ni en su espléndida hos­ pitalidad, sino más bien en la influencia que tuvo como civi­ lización sobre los miembros europeos más bárbaros de nuestro pueblo ario». Com o todas las grandes eras deben llegar a su fin, Evans escogió el gran terremoto de 1667 para la desaparición final de aquélla: Eran las ocho y media de la mañana del 6 de abril ... La mayoría de los habitantes de R agusa estaban en sus casas, o en las iglesias para asistir al oficio de maitines, cuando un tremendo terremoto sacudió la tierra, devastó la ciudad

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entera y sepultó una quinta parte de la población ... Pala­ cios de mármol, ornamentos acumulados durante siglos de prosperidad, bibliotecas de valor inestimable, manuscritos irreemplazables ... todo pereció. El mar secó el puerto cua­ tro veces, y cuatro veces se levantó a una altura descomu­ nal para amenazar con engullir la tierra. El vórtice de las profundidades succionó los barcos del puerto o los estrelló contra las rocas. Los pozos se secaron ... U na espesa nube de arena oscureció el cielo. Al terremoto siguieron los incendios, y un fuerte vendaval extendió las llamas sobre cada rincón de las ruinas. Por último, para consumar la des­ gracia, los salvajes morlacos descendieron de las montañas para saquear lo que quedara. Ragusa nunca se recuperó de aquel golpe.

N o deja de sorprender el parecido del final catastrófico que Evans da a esta primera Edad de Oro recién recuperada, con otro que planteó muchos años más tarde en Creta cuando vol­ vió a defender un centro de civilización que también estaba sumergido en el tiempo, más allá de la memoria de «O cci­ dente». Al final del libro, Evans revela con franqueza insólita una gran pomposidad y un racismo manifiesto contra los bosnios del interior, sentimiento hostil que resume de la siguiente mane­ ra: «¡No cabe la menor duda de que los bosnios no son preci­ samente caballeros por naturaleza! ... no tienen bastante deli­ cadeza para percatarse de que molestan con su impertinencia y su excesiva curiosidad ..., nunca daban muestras de gratitud ... En estas regiones ilíricas, a menudo se han dirigido a mí lla­ mándome mocoso o hermano ..., personalmente, no me gusta este espíritu égalitaire. N o permito que cada bárbaro que conoz-

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ca me diga que es un hombre o un hermano». Dada la clase social y la educación de Evans, cabría esperar que considerara la igualdad como un derecho de nacimiento, y no como un derecho universal, pero no que fuera tan radical para expresar una opinión tan escandalosa en su conclusión: «Creo que exis­ ten razas inferiores, y me gustaría verlas exterminadas a todas».42 Una cosa es abrazar los principios del gobinismo, pero confe­ sar que es necesario el genocidio es algo muy distinto. Esta con­ vicción pone de manifiesto el lado más oscuro de las presun­ ciones elitistas de Evans, que apenas se relacionaba con personas que no formaran parte del limitado grupo de hombres que inte­ graban su círculo social. Aunque podía simpatizar con las aspi­ raciones nacionalistas de otros pueblos, como los humildes «bos­ nios», no se permitía profundizar en ninguna amistad. El interés del libro de Evans residía en el detalle de las obser­ vaciones, que abarcaban tanto los placeres de la contemplación y el estudio de los pasajes naturales y sus habitantes salvajes, entre los que Evans se sentía como en casa, como los retratos explícitos de las costumbres y los vestidos de los habitantes de la región. El crítico del Manchester Guardian consideró que era «una aportación oportuna para la geografía, las costumbres y la historia de un país que, de pronto, surgía de la más recón­ dita oscuridad para mostrarse a la luz de la observación euro­ pea». Evans tuvo la gran suerte de que el libro se publicara en junio de 1876, cuando Serbia y Montenegro declararon la gue­ rra a Turquía. Las represalias del Sultán contra la población civil, que en aquel momento ya se había sublevado en toda la región de los Balcanes, se convirtió en el tema principal del resenti­ miento público británico contra el Parlamento conservador, que se negaba a intervenir en el conflicto por miedo a perder el statu quo. La furia de Gladstone contra la aparente compla-

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cencía del gobierno estalló con un discurso vehemente sobre «la cuestión de Oriente», en el cual aludió al informe de Evans sobre la situación de Bosnia. El tono del discurso le valió a Gladstone, quien, tras retirarse, volvió al poder en 1880, el títu­ lo del «azote de Turquía», y la eterna admiración del joven periodista, quien de algún modo también se había convertido en un azote. De repente, empezaron a tratar a Evans como un experto en los Balcanes, a pesar de que aún no tenía trabajo ni sabía a qué iba a dedicarse. En lo que fue un gesto de afecto hacia su viejo amigo John Evans, Joseph Prestwitch, que en aquella épo­ ca era profesor de geología en Oxford, se puso en contacto con su sobrino C. P. Scott, que recientemente había sido nom­ brado editor del Manchester Guardian, el periódico liberal que apoyaba abiertamente la postura de Gladstone contra los diri­ gentes otomanos en Turquía. Scott convirtió a Evans en corres­ ponsal especial en los Balcanes, un puesto de trabajo no remu­ nerado que tan sólo le proporcionaba una pequeña suma para cubrir el envío de telegramas, pero, al fin y al cabo, un puesto oficial. A fin de prepararse, Evans acudió a Londres para encon­ trarse con W. J. Stillman, el corresponsal en los Balcanes para el Times. Stillman, un diplomático norteamericano, escritor y fotógrafo precursor, era un experto en conflictos étnicos. Diez años atrás, en calidad de enviado norteamericano en Creta, había sido testigo y había informado de la insurrección cretense con­ tra los turcos y su sangrienta represión en 1866, una vivencia que le había valido una profunda cicatriz y había despertado su desconfianza hacia los otomanos.43 El experto observador ase­ guró al joven reportero que iba a estallar la guerra, pues Rusia y Alemania pretendían crear una confederación de países esla­ vos del sur, mientras que a Gran Bretaña le interesaba frenar

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la expansion rusa y trataba de mantener su hegemonía ofre­ ciendo apoyo a Turquía. El 20 de enero de 1877, pese al ambiente bélico que se res­ piraba, Evans zarpó rumbo a Trieste, que entonces estaba bajo el dominio de Austria. Iba en calidad de periodista, pero en su fuero interno se veía como una mezcla de escritor de aventuras, anticuario y solidario benefactor. Durante el viaje de 1875, había conocido a una tal señorita Irby, que tenía una escuela cristia­ na en Sarajevo. Arthur mantuvo el contacto con ella, de modo que fue nombrado secretario del organismo de ayuda que la joven había fundado en Gran Bretaña con el propósito de asis­ tir a los refugiados. Así, cuando Evans llegó a Trieste con pro­ visiones y fondos, se halló en una situación favorable para reco­ pilar la información que necesitaba para sus expediciones; por otra parte, tuvo ocasión de entrevistar a algunos sublevados. Su carácter nunca le permitió tener una opinión imparcial. Pese a la influencia de Gladstone, Evans era partidario de los nacionalistas eslavos, cuyo objetivo era vivir en una patria demo­ crática, y nunca llegó a identificarse con los musulmanes. Sin embargo, el odio y la intolerancia que vio en ambos bandos eran tan radicales, que el único modo de conseguir la paz pare­ cía ser la imposición de la fuerza por parte del ejército austría­ co. Com o cabía esperar, Evans relataba esto a sus lectores, así como las masacres de civiles a manos de los turcos, cuestiones y sucesos a los que el consulado inglés restaba importancia, o sencillamente negaba. El historiador Edward Freeman, que había mostrado inte­ rés por Evans en Oxford, fue una figura destacada en la organi­ zación benéfica de la señorita Irby. Freeman, que había nacido en 1823 y quedó huérfano a una edad muy temprana, aunque gracias a la holgada posición económica de su familia nunca tuvo

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que preocuparse de ganarse la vida, había sido educado bajo los ideales más estrictos de la Iglesia anglicana y de la aceptación victoriana de su supremacía absoluta, basada en un vínculo histó­ rico con la «raza germánica». Había contraído matrimonio con la hija de su tutor, Eleanor Gutch, que murió de forma pre­ matura y con la que tuvo dos hijas, Margaret y Helen. Era cono­ cido sobre todo por una obra de seis volúmenes, History of the Norman Conquest (Historia de la conquista normanda); el primer volumen apareció en 1867, y el último en 1879, aunque para entonces la obra ya era muy completa.44 Freeman era el más des­ tacado de los miembros del movimiento de historiadores y polí­ ticos partidarios de que cada nación tenía derecho a su propio gobierno. La acusación de Freeman contra «el turco» quedaba clara en su obra recién publicada, The Otoman Power in Europe (El poder otomano en Europa). En ésta, usaba la historia para identificar los antiguos precedentes de sus propios ideales, y se presentaba como un misionario devoto que buscaba las pruebas para ilustrar y ensalzar el elevado grado de unidad política y cul­ tural de los arios de Gobineau. Freeman y Evans empezaron a escribirse en 1877, cuando éste se hallaba en los Balcanes. Poco a poco, aquél empezó a ejercer cierta influencia en el joven, que en muchos aspectos se adjudicaba el papel ejemplar de un caba­ llero patriota y un académico que se expresaba sin ambages. Freeman viajó hasta Ragusa el 18 de junio con sus dos hijas, a fin de supervisar la obra de beneficencia. Exista o no el amor a primera vista, no cabe duda de que, a finales de aquel mes, Art­ hur y Margaret se habían entregado sus corazones. Ella era una mujer práctica, tres años mayor que él; había estudiado lenguas antiguas y modernas, y tenía amplios conocimientos de histo­ ria; además, durante muchos años, había ejercido de secretaria para su padre.

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Margaret también compartía las ideas radicales de su pro­ genitor sobre la supremacía de su raza, aunque no las expresaba con la misma libertad. Poco después de su visita a Ragusa, en una carta a su amigo naturalista W. B. Dawkins, Freeman escribió algunos elogios sobre su joven colega: «Hemos pasado mucho tiempo con Arthur Evans en Dalmacia. Está enviando artículos maravillosos a nuestro Manchester Guardian». Y en la misma cita añade: «He realizado algunas observaciones de la naturaleza en Grecia ... Hay tortugas de tierra por el campo, y tortugas de agua en los arroyos, que luego dicen que apestan como un judío».45 Parece lógico que semejante observación provenga de una per­ sona que se siente tan recta que no es capaz de reconocer que sus palabras son ofensivas. En una conferencia que dio cuatro años más tarde en los Estados Unidos, Freeman expresó en público su deseo de que cada irlandés, despojos de la élite británica de me­ diados de la era victoriana, matara a un negro, raza a la que asig­ naba un papel similar al de su público norteamericano, y fueran ahorcados por ello, para bien de la raza germánica.46 Cuando se le pidió que aclarara aquel comentario ante un público indig­ nado, respondió: «Así como todos los teutones son casi como nosotros, no hay ningún europeo ario que sea muy distinto de nosotros».47 Antes de partir hacia Ragusa, había escrito a Evans un comentario sobre Through Bosnia and Herzegovina en el que decía: «Estoy leyendo su libro con más atención que antes. He visto cómo se da cuenta de todo, de los entresijos que yo nun­ ca encontraría, de cosas sobre ojos y narices que me gustaría per­ cibir, pero no sabría cómo».48 Parece que coincidían en que había «razas inferiores» que molestaban, y por otra parte podían ape­ lar a Margaret como lazo de unión entre ellos. Evans regresó a Inglaterra en otoño y se dedicó a presio­ nar a los políticos conservadores... en beneficio de los eslavos.

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Margaret Freeman regresó de Sicilia, donde había estado ayu­ dando a su padre a investigar sobre là historia normanda de la isla. Arthur y Margaret pasaban mucho tiempo juntos y, al poco tiempo, se prometieron. Edward Freeman estuvo encantado de aprobar aquella futura unión, como expresaba en una carta que escribió a finales de marzo a John Meredith, el embajador esta­ dounidense en Atenas: «Mi hija mayor ... va a contraer matri­ monio con Arthur Evans, que seguramente usted conocerá como el “ castigador de pachás” ».49 Y es que la postura con­ traria al Islam de Evans se extendía hasta el mar Egeo. La pareja vivió una época feliz, y esperaban pasar toda una vida juntos. Hicieron muchas salidas, entre ellas un viaje a Lon­ dres en marzo, con el objetivo de ver en Burlington House una exposición de los hallazgos espectaculares que el célebre arqueó­ logo alemán Heinrich Schliemann había hecho en una peque­ ña colina de Turquía, donde situaba la Troya de Príamo. N o se sabe hasta qué punto el esplendor y el halo romántico de la haza­ ña troyana entretuvo a la joven pareja. A finales de marzo, Evans regresó a Ragusa para seguir informando del estado del conflic­ to. Volvió a Inglaterra el 19 de septiembre de 1878, contrajo ma­ trimonio con Margaret y, a finales de octubre, la pareja estaba otra vez de vuelta en los Balcanes. Se instalaron en Ragusa, en una casa modesta llamada Casa San Lázaro, con vistas al mar. Evans siguió haciendo viajes al interior, mientras Margaret per­ manecía en la costa, tratando de arreglárselas con la fauna domésti­ ca salvaje (pulgas, moscas y mosquitos), así como con la comida y la lengua, que le resultaban extrañas. Su padre, que les había advertido que no era recomendable instalarse en un país como aquél, trató de encontrar trabajo a Arthur en Oxford. En junio de 1879, Freeman escribió que en Inglaterra se estaba financiando una beca de arqueología, para la cual Arthur

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era el candidato ideal. Freeman había recibido la propuesta de unirse a la Sociedad para el Fomento de la Lengua y la Civili­ zación Helénicas (Society for the Promotion o f Hellenic Stu­ dies), fundada recientemente. El 16 de junio, ésta había orga­ nizado una primera reunión, presidida por Charles Newton, que en ese momento era el conservador de las antigüedades griegas y romanas del Museo Británico. La sociedad se había creado con la intención de ser el equivalente inglés a la agru­ pación francesa Association pour l’Encouragement des Etudes Grecques (asociación para el fomento de la lengua y civiliza­ ción griegas), y por el deseo creciente entre los académicos bri­ tánicos de promover el estudio del griego antiguo y moderno entre un público general, y no sólo entre la élite cultivada. En la primera reunión, se eligió a más de cincuenta miembros, entre ellos Freeman, y se discutió sobre la recaudación de fondos para crear becas.50 Arthur tenía muy presente la vergonzosa serie de fracasos anteriores en sus intentos de obtener una beca en Oxford, con lo cual respondió a Freeman: «Siento un miedo atroz a los exá­ menes y ese tipo de cosas, y no quiero participar a menos que las probabilidades de obtener el puesto me sean favorables ... Vuelvo a tener la impresión de que quieren un estudiante de “Arqueología Clásica” , y quien no lo sea no será tratado con justicia en Oxford». Estas sospechas eran infundadas, pues la beca estaba destinada exclusivamente a la arqueología griega. La reacción de Arthur pone de manifiesto que no le gustaba la preferencia que mostraba la asociación por lo griego. «Es bas­ tante evidente que el único interés de Newton es Atenas, y nin­ gún otro lugar», escribió, y señaló que la palabra «arqueolo­ gía» debía tener una aplicación más universal, e incluir la Europa prehistórica. Y añadía: «No obstante, de un tiempo a esta par­

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te, Oxford parece desentenderse de cualquier otra rama de la arqueología que no sea su propio ámbito clásico».51 Margaret no era feliz lejos de Inglaterra, de sus amigos y su familia, y esto empezó a hacer mella en su salud. Tanto ella como Arthur querían tener hijos, pero parecían tener dificul­ tades para concebirlos, de modo que ella se trasladó a Inglate­ rra para someterse a una operación. Arthur no se mostró aten­ to con ella, pues ni siquiera se molestó en acompañarla. Es más, se limitaba a escribir cartas sobre sus explotaciones, que con­ sistían en perpetrar más y más excavaciones ilegales, o incluso robar cráneos del panteón de una iglesia vecina para un médi­ co militar austríaco, el secretario de la Sociedad Antropológi­ ca de Viena. La actitud displicente que mostraba por los cadá­ veres recientes era similar a la que mostraba hacia Margaret, algo que su madrastra, Fanny Phelps, le reprochó en una car­ ta, en la que lo amonestaba por sus constantes correrías y por no tener en cuenta que su «pobre esposa» necesitaba atención. / El hizo caso omiso de estos consejos, y no con poca irrita­ ción: «No puedo evitar pensar que las mujeres hacen más hin­ capié que los hombres en cuestiones personales».52 Evans debió de haber prestado más atención a la sabia advertencia de su madrastra, pero el joven ensimismado que era, que quizá ya sabía que había cometido un error al casarse y ya conocía sus verdaderas inclinaciones sexuales —que no se manifestarían has­ ta mucho más tarde—, prefirió mantener su conducta negligen­ te, hasta que fue demasiado tarde para rectificarla. / El mismo enfermó de agotamiento en 1880, y regresó a Inglaterra unos días para descansar. Sin embargo, a principios de 1881 convenció a Margaret para que volviera con él a Ragu­ sa. Los austríacos de los Balcanes no se parecían en nada a los «nobles» prusianos hacia los que tanta admiración había profe-

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sado. Así, con la idea de que los austríacos eran poco más que unos sustitutos eficientes de los turcos como oposición, Arthur emprendió una nueva cruzada en favor de sus desvalidos esla­ vos. Lanzó una campaña de crítica abierta contra Viena, que tanto la prensa británica como la local se encargaron de fomen­ tar, hasta que fue detenido el 7 de marzo de 1882. Ya fuera por insolencia, ingenuidad o mera estupidez, había alentado una oposición pública contra el dominio militar de Austria en los Balcanes, y le habían visto en compañía de insurgentes; uno de éstos, tras ser detenido, declaró que Evans había entregado libras de oro a sus hombres con el fin de enfrentarlos a su propio co­ mandante, que apoyaba a los austríacos. La detención cons­ ternó a Arthur, que se vio obligado a aplacar su «genio volcá­ nico», mientras que amigos y familiares pedían con insistencia al ministerio de relaciones exteriores que interviniera. Duran­ te la espera, se obligó a Margaret, que también estaba bajo sos­ pecha, a entregar todas las cartas que había recibido de su mari­ do. En su papel de digna hija de su padre, escribió: «Puedes imaginarte cuánto he odiado esa idea desde el primer día ... ¿te gustaría ver cómo un judío insignificante lee tus cartas de amor delante de ti?»53 Tenía la impresión de que los vecinos eran menos amables que de costumbre, y acabó por odiar el entor­ no en que vivía. Cuando sofocaron la última sublevación, a la que Arthur estaba sin duda alguna vinculado, fue liberado para abandonar Austria el 23 de abril y no regresar jamás. Ragusa, ciudad de la que había afirmado en una ocasión que, por derecho, era la «ciu­ dad del Refugio» que había acogido a «los caballeros cristia­ nos perseguidos que quedaban», retiraba su promesa de asilo, pues ya no podía permitirse proteger al caballero errante, tan impopular. Pese a todo, Evans se había convertido en un ele-

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mento imprescindible de la historia moderna de la ciudad y la región, para poder hacer el estudio detallado de la antigua Ili­ ria que tanto había deseado. Tendría que contentarse con artícu­ los de investigación de la publicación periódica especializada en la Antigüedad, Archaeologia, y con escribir las entradas de his­ toria moderna de la Encyclopaedia Britannica.

El héroe de Homero La súbita expulsión de su adorada Ragusa y el regreso forzoso a Inglaterra en 1882 supuso un duro golpe y un disgusto para un joven idealista como Evans. Por lo visto, el mundo moder­ no de la política balcánica no era lugar para él, si bien se man­ tuvo implicado desde una distancia más segura. Evans no esta­ ba dispuesto a volver a asumir su papel del «Pequeño Evans, hijo de John Evans el Grande», de modo que se trasladó con Mar­ garet a Oxford, donde ambos tenían amigos, y donde podría buscar un puesto de trabajo cerca de la familia. Arthur y Mar­ garet se instalaron en el número treinta y dos de Broad Street, en el corazón de Oxford, a principios de enero de 1883. Edward Freeman empezaba a tener problemas de salud, se quejaba de gota y de bronquitis, pero su detestable retórica y su creencia en la superioridad de la raza teutónica eran más sóli­ das que nunca. Hasta tal punto que había llegado a reprender a alumnos y colegas suyos por emplear palabras de raíz latina; en su presencia, sólo podían usarse palabras inglesas de origen germánico o, cuando menos, de origen griego.54 Com o his­ toriador interesado en los acontecimientos de su época, sobre todo cuando «el turco» estaba involucrado en ellos, Freeman había empezado a mantener correspondencia con W. J. Still­

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man, para estar al corriente de los constantes problemas de Cre­ ta, ya desde abril de 1881. La opinión que Freeman tenía res­ pecto de la independencia de Creta, una pieza del complejo rompecabezas conocido como la «cuestión de Oriente», según el nombre que usara Gladstone en su famoso discurso, quedó claramente establecida cuando se le preguntó: «¿Qué va a ocu­ rrir? ¿Puede salir algo de un movimiento que, según veo, mues­ tra indicios de que no va a aportar nada al reino, sino que va a dar mucha autonomía —odio la palabra en letras romanas, pero puedo soportar α υ τ ο ν ο μ ία [autonomía], cuyo significado conozco—a una región de la Grecia esclavizada mucho más extensa? N o discutiré esto, pues mi objetivo es liberar del ene­ migo turco cuantas almas cristianas sea posible».55 Esta declara­ ción de una cruzada moral contra «el turco» estaba presente en todo lo que Freeman escribía y, como todos los liberales, le consternó la posición del gobierno británico con respecto a Constantinopla. En una nota con fecha del 1 de octubre de 1882, recordaba al parlamentario J. Bryce: «Cada vez que un ministro británico trata al turco como a un semejante, le lla­ ma Majestad, contempla su vulnerabilidad y todo eso, se pro­ longa un poco la esclavitud de la cristiandad».56 Esta posición moral, bien que repulsiva a los ojos de los historiadores impar­ ciales, llevó a Gladstone a ofrecer a Freeman el 24 de marzo de 1884 la Cátedra de Historia Moderna concedida por el Rey. Aunque le fue otorgada en los últimos años de su carrera, la aceptó gustosamente.57 Poco después de que Arthur y M argaret regresaran a Oxford, apareció una carta en el Times que les trajo a la memo­ ria los primeros días de su historia de amor, cuando habían asis­ tido a la exposición sobre Troya, inaugurada en Burlington House. El 10 de enero de 1883, se informó de que las últimas

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excavaciones que Heinrich Schliemann había hecho en Tur­ quía no habían confirmado su hipótesis de que el montículo de Hisarlik era la Troya de Homero, y que la historia arquitectó­ nica que aseguraba haber desentrañado allí era poco convint 58 cente. Schliemann había entrado en escena solamente doce años atrás. Nació en 1822 y trabajó los primeros años de su vida en el sector comercial, con tal éxito que a los cuarenta años ya era millonario. Schliemann consagró la segunda etapa de su vida a realizar lo que luego consideraría su ambición de la infancia. Así, se dedicó a descubrir los lugares donde los héroes «huma­ nos» de los poemas homéricos —Aquiles y Agamenón, Helena y Menelao, Odiseo, Penélope y Telém aco- habían alcanzado su inmortalidad, y de este modo alcanzar la suya propia. Mien­ tras Arthur Evans trataba de descubrir a sus veinte años las intri­ gas de los conflictos que estaban surgiendo en la Europa del Este, Schliemann se había embarcado a los cincuenta en la inge­ nua búsqueda del lugar exacto donde se habían desarrollado los conflictos de la Antigüedad. En 1871, cavó las primeras zanjas en uno de los inmensos tells (el nombre árabe para designar el montículo de tierra formado siglo tras siglo por acumulación de detritos arquitectónicos) que había a lo largo de toda la par­ te turca de la costa norte del Egeo. Schliemann pronto halló algo que le permitió declarar al mundo que había encontrado las murallas de la ciudad que el rey Príamo defendió contra sus agresores, los aqueos, bajo el mando de Agamenón: los muros de la mítica ciudad de Troya. A los catorce años, Schliemann trabajaba en una tienda de comestibles y no había recibido clases particulares de nin­ gún tipo. Aceptaba sin sentido crítico alguno la fatalidad de los personajes alegóricos con papeles metafóricos de las leyendas y

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los mitos griegos; los entendía como historias auténticas, basa­ das en hechos reales. Como diría más tarde un historiador, «Sch­ liemann inició su carrera de veintidós años trabajando de arqueó­ logo con la firme convicción de que las narraciones de Homero en la Ilíada debían leerse como si éste fuera un «corresponsal de guerra» fidedigno ... y que la Odisea era una combinación de guía cartográfica y libro de navegación».59 Si Schliemann hubiera tenido el privilegio de recibir una educación adecuada, habría aprendido que el punto de partida de la historia de Grecia eran las primeras Olimpíadas, en el 776 a. C., y que cualquier hecho anterior formaba parte de la mitología e iba más allá del interés razonable de todo historiador. George Grote, un banquero y parlamentario londinense, publicó en doce volúmenes (entre 1846 y 1856) la History of Greece (Historia de Grecia), que gozó de la aceptación general del público. Este mostraba la siguien­ te perspectiva académica al escribir de la Guerra de Troya: «A pesar de que el público griego cree que existió, a pesar de que le ha dado un valor reverencial y de que lo inscribe entre los acontecimientos colosales del pasado, a los ojos de los estu­ dios actuales no es más que una leyenda».60 La visión para los negocios y el poder de la riqueza die­ ron a Schliemann la iniciativa y los recursos necesarios para tra­ tar de cumplir su objetivo, estuviera éste inmerso en la leyen­ da o no. Tras su primera visita al mar Egeo en 1868, comunicó su intención de hallar los palacios de sus héroes de la infancia, a fin de demostrar que aquellos hombres inmortales habían habi­ tado la tierra. Al año siguiente, se publicó Ithaque, le Péloponnèse, /

Troie. Recherches archéologiques.

Las revelaciones troyanas de Schliemann empezaron a apa­ recer en 1871, con las excavaciones que realizó en el montícu­ lo de Hisarlik, que, según él, ocultaba la hermosa ciudad de

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Priamo. Con más de cien manos no especializadas en este tipo de empleo, se abrió camino en el inmenso tell como un niño glotón se abalanza sobre un roscón en busca del tesoro que lle­ va dentro, y encontró una formación de niveles acumulados a lo largo de milenios. En pocos meses, retiró toneladas de tierra y recuperó miles de objetos entre lo que parecía una masa con­ fusa de restos de edificios superpuestos. El hallazgo más espec­ tacular fue un tesoro compuesto de joyas de oro, que apare­ ció en mayo o junio de 1873. Como suele suceder casi siempre que se descubre un objeto de auténtico valor, un velo de rece­ lo envolvió el hallazgo de este tesoro desde el principio. Sch­ liemann contó que había visto refulgir el preciado metal en un muro, permitió un rato más de descanso a sus trabajadores, y luego, a pesar del peligro que representaba el saliente del terre­ no, extrajo con cuidado los doscientos cincuenta objetos de oro, a los que denominó el tesoro de Príamo. Y añadió que su esposa griega, Sophia, envolvió aquella carga valiosa en su chal, para llevarla así a su casa de Atenas. El alcance del hallazgo trajo consigo la indignación de las autoridades turcas. Y es que, pese a que Schliemann tenía dere­ cho legal a conservar un tercio de los hallazgos más comunes, por ley se le exigió que devolviera al Estado todos los hallazgos importantes, singulares u «originales», de los que él sólo podía tener «duplicados» (término vago que define objetos que apa­ recen con tanta frecuencia, o son tan parecidos a otros de su clase, que no merecen ser clasificados). En la práctica, los dupli­ cados exactos eran raros, pero esta laguna legal permitía a los oficiales hacer la vista gorda a la exportación de antigüedades menores. N o obstante, el tesoro de Príamo no era una colec­ ción de antigüedades menores. Schliemann aplacó el furor del Estado turco con una compensación de 50.000 francos. Sin

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embargo, las circunstancias que rodeaban el descubrimiento levantaron sospechas entre los académicos de Europa, donde se puso en tela de juicio la autenticidad del tesoro; incluso en la actualidad despierta sospechas, pues se sabe que Sophia no se hallaba en Hisarlik en aquel momento, y el diario de Schlie­ mann demuestra que él estaba en Atenas cuando escribió el comentario.61 La decisión que había tomado Schliemann de ensalzar su propio prestigio mediante la divulgación de sus descubrimien­ tos, puso el dedo en la llaga en los círculos académicos de Euro­ pa. Nunca obtendría de ellos lo que más deseaba, entrar en la prestigiosa Academia de Berlín. De hecho, Adolf Furtwángler, el influyente director adjunto de los museos de Berlín, que había reunido maravillas de Grecia, Egipto y Oriente Próximo a lo largo de más de un siglo, y debía su reputación al estudio de objetos de cerámica de la Edad de Bronce, que Schliemann halló en grandes cantidades, afirmaría más tarde: «Está medio loco y sigue estándolo; es un hombre de pensamientos confu­ sos que desconoce el valor que tienen sus hallazgos».62 La acogida de los descubrimientos de Schliemann en Ingla­ terra fue bastante distinta. Charles Newton, como decano de arqueología helénica en Gran Bretaña, dedicó unas efusivas ala­ banzas al «entusiasmo incansable y la liberalidad de un hombre cuyos logros le hacen merecedor, no sólo de la satisfacción de Grecia, sino de todas las razas civilizadas, en tanto que el pasa­ do de la Humanidad es de interés para todo ser humano».63 En la prensa popular se publicaron las osadas declaraciones de Sch­ liemann y el hallazgo del fabuloso tesoro de joyas y objetos de oro, lo cual despertó entusiasmos tanto entre el público gene­ ral como en el especialista. En Burlington House, en presencia de Gladstone, él y Sophia fueron nombrados miembros hono-

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ratios de la Sociedad de Anticuarios. Allí, en diciembre de 1877, se expuso el tesoro de Priamo, para alegría de los londinenses, que hacían largas colas para poder contemplar las suntuosas prue­ bas que demostraban que la Troya de Homero había sido des­ cubierta. En parte, es posible que tanto la popularidad de Sch­ liemann com o la cálida acogida que le dedicó Inglaterra se debieran a su tenacidad para superar su conocido origen humil­ de. El hecho de que hubiera triunfado muy pronto en los nego­ cios, y su vano esfuerzo por ser reconocido en Europa, a pesar del éxito evidente que había alcanzado con su empeño, eran aspectos que le hacían merecedor de la estima de John Evans y sus colegas. En 1872, Schliemann fue hasta Micenas en busca del pala­ cio de Agamenón. Esta modesta ciudadela, situada al noreste del Peloponeso, que durante siglos los viajeros han reconocido por sus murallas macizas de piedras toscamente labradas, y que la mitología griega atribuye a la destreza de los Cíclopes en el arte de la construcción, se recuerda sobre todo por ser donde se alzaba la desventurada casa de Atreo, cuyos infortunios sir­ vieron de inspiración a algunas de las más conocidas tragedias de la literatura clásica griega. La historia cuenta el asesinato de Atreo, rey de Micenas, a manos de su sobrino Egisto. Los hijos de aquél, Agamenón y Menelao, se refugiaron en Esparta, don­ de se desposaron con Clitemnestra y Helena, hijas de su anfi­ trión, Tindáreo. Agamenón regresó a Micenas con el fin de reclamar el trono, y tuvo un hijo, Orestes, y tres hijas, Elec­ tora, Ifigenia y Crisótemis. Durante la ausencia de su esposo, que se hallaba en el sitio de Troya, Clitemestra conspiró con su nue­ vo amante, Egisto, para dar muerte al héroe a su regreso, y Orestes vengó debidamente la muerte de su padre. Ahora bien, lo que atrajo la atención del cazador de tesoros que había en Sch-

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liemann no era el emplazamiento de estos acontecimientos trá­ gicos, sino las referencias que hace Homero al brillo rutilante de las «amplias calles» de Micenas y a su «abundancia en oro». Sin embargo, a causa de la mala prensa que había en torno a sus relaciones con el gobierno turco, no pudo empezar a cavar hasta 1876, tras comprar el apoyo de la Sociedad Arqueológi­ ca griega. Era una asociación influyente a la que había dona­ do fondos para echar abajo una torre medieval de piedra que, según creía, empañaba la belleza de los hermosos edificios de mármol de la Acrópolis ateniense. Charles Newton se jactaba de haber participado en este acto vandálico, entendido así desde la perspectiva actual. Pronto se demostró que el epíteto «dorado» de Homero era correcto, pues, al abrir algunas tumbas situadas en el inte­ rior de las murallas de la ciudad de Micenas, se descubrió un tesoro escondido de jarrones de oro y plata, joyas y máscaras mortuorias; Schliemann atribuyó la primera de estas máscaras a la del propio Agamenón. Se extrajeron casi catorce kilos de objetos de oro, así describió el comerciante estas antigüedades de valor inestimable, y se enviaron a Atenas, donde se con­ virtieron en el centro de interés del Museo Nacional de Arqueo­ logía. Los objetos hallados en estas tumbas, conocidas en la actualidad como el «eje de tumbas del círculo de tumbas A», despertaron un gran entusiasmo en el mundo del arte; las bellas representaciones de la naturaleza y las figuras de mujeres ele­ gantes, ataviadas con túnicas largas, eran un puente hacia el espí­ ritu del arte griego, y fueron reconocidos de inmediato como sus precursores. En lo más alto de la acrópolis micénica, sobre el círculo de tumbas, Schliemann halló los restos de un edificio rectangular de grandes dimensiones, con un extenso hogar circular en el

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centro de una amplia sala. Bautizó el lugar con el nombre de Megarón, por la «gran sala» que había en el centro del palacio de un rey aqueo a la que aludía Homero. Schliemann no tenía duda alguna de que el propio Agamenón se había sentado en su trono frente a aquel mismo hogar. La polémica sobre Troya acabó por levantar agitación entre los arqueólogos británicos y, en enero de 1883, el Times dio a conocer argumentos a favor y çn contra de las prácticas de Sch­ liemann. Pese a que vendió muchos ejemplares de la primera edición de su obra Ilios: the City and Country of the Trojans (Ilio: la ciudad y el país de los troyanos), que se publicó en noviem­ bre de 1880 en la lengua de sus grandes admiradores, la opi­ nión general de la crítica no fuy muy elogiosa.64 Quizá la más polémica de todas fuera la de un clasicista influyente como Richard C. Jebb, de la Universidad de Glasgow, que atacó la reconstrucción histórica que Schliemann había hecho de las ciudades posteriores, aunque la alternativa que propuso era tan insostenible y fantasiosa como la de aquél. Schliemann locali­ zó al reducido grupo de críticos británicos que podrían ofrecer una opinión favorable de él, y los sobornó para que escribieran réplicas a las acusaciones de sus opositores, entre los que se encontraba Jebb. Su mejor aliado en el asunto fue el reveren­ do Archibald Henry Sayce, miembro y tutor del Queens Colle­ ge (Oxford), quien, al igual que Schliemann, hablaba diversos idiomas; su obra más importante fue una gramática asiría, si bien estudiaba distintas lenguas de Oriente Próximo. A fin de evitar más acusaciones de haber hecho un mal tra­ bajo, Schliemann contrató a Wilhelm Dôrpfeld para ganar cre­ dibilidad. Dôrpfeld, de veintinueve años, se había hecho un nombre al haber aplicado el concepto revolucionario de arqueo­ logía estratigráfica a las excavaciones alemanas en Olimpia, al

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sur del Peloponeso. Demostró a los historiadores más vetera­ nos que sus cálculos de la cronología de sus descubrimientos, que abundaban en prejuicios, no eran seguros, cuando obser­ vó, como ya hacían John Evans y sus colegas en cuevas y zan­ jas, la posición de los objetos en el suelo con respecto a los demás, y a,los edificios que se construyeron para los Juegos Olímpicos a lo largo de los siglos, desde el año 776 a. C. Las técnicas de documentación detallada de Dorpfeld aportaron cierto carácter científico a lo que apenas había sido una carre­ ra por hacerse con objetos de arte valiosos, de modo que Sch­ liemann, con la esperanza de adquirir un poco de la respeta­ bilidad que empezaba a ganar la arqueología, viajó hasta Olimpia en 1881 para contratar al joven erudito. Sin embargo, el prag­ mático Dorpfeld no pudo trabajar para él a tiempo comple­ to, ya que acababa de ser nombrado arquitecto del Instituto Arqueológico alemán de Atenas, donde aportaba ideas acerca de ingeniería y materiales para un campo en que predomina­ ban los observadores faltos de sentido práctico, que sólo tenían conocimientos de historia del arte. Aun así, firmó un contra­ to y trabajó para él durante la temporada de 1882 en Troya. Allí enseñó a Schliemann la técnica de excavar y observar de forma aislada las capas superpuestas de períodos históricos, a partir de lo cual fue posible rectificar muchos de los errores que se habían cometido en etapas anteriores de estudio arqueo­ lógico. A pesar de que parece que Dorpfeld y Schliemann se llevaban bien en su trabajo arqueológico compartido, aquél no compartía del todo la opinión que éste tenía en cuanto a la his­ toria de las ciudades. Esta diferencia se hizo patente en una car­ ta que el joven publicó en el Allgemeine Zeitung para rebatir las declaraciones de un tal profesor Brentano en un panfleto dis­ tribuido en agosto de 1882. Jebb aprovechó esta discrepancia

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y adoptó la visión de Dôrpfeld en una conferencia que ofre­ ció en la Sociedad Helénica el mes de octubre. Las cartas que se publicaron en el Times en enero de 1883 atrajeron la aten­ ción sobre el enfrentamiento de Schliemann con una insti­ tución académica crítica y hostil. Aquel año, Evans tuvo sus propias diferencias con la Universidad de Oxford. En marzo de 1883, escribió a Freeman que: ... van a crear una cátedra de arqueología y he sido reco­ mendado para ocuparla. N o pensaré en que vaya a ser así hasta que no vea perspectivas reales de ocuparla ...; para empezar, quieren llamarla Cátedra de Arqueología Clásica, y entiendo que los electores, sin excluir ajow ett [Benjamín Jowett, el rector] y Newton del Mus. Brit. (que en una oca­ sión me impidió obtener la beca de viaje para estudios de arqueología) consideran que la «arqueología» termina con la Era Cristiana. Limitar una cátedra de arqueología a la épo­ ca clásica es, a mi entender, tan razonable como crear una cátedra de «geografía insular» o «geología mesozoica».

Freeman respondió con la malicia que le caracterizaba: «Un asno siempre conoce el pesebre de su amo, y ellos lo conocen por lo que llaman los “ Greats” [un curso intensivo de estudio en una disciplina especializada]. Es normal que toda esta gen­ te se oponga a ti por el mero hecho de que sepas más que ellos y tengas una visión más amplia que la suya, que limitan a su tris­ te y estrecho círculo». N o obstante, instó a Arthur a inscribir­ se: «Sólo para entrar y decirles un par de cosas, [aunque] haya algún descerebrado de Balliol que te restriegue en sus narices esos conocimientos irrebatibles y retorcidos, con el propósito de revelar su ufana ignorancia ante ti».65

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El puesto, al que llamaron Cátedra Lincoln y Merton de Arqueología Clásica, fue ofrecido a William Ramsay, conoci­ do por sus exploraciones en la antigua Anatolia, pero al poco lo abandonó para marcharse a la Universidad de Aberdeen. Percy Gardner, que había estudiado con Charles Newton en el M useo Británico, aceptó entonces el nombramiento y dio a conocer el mundo antiguo a generaciones de mentes jóvenes y entusiastas, que acabaron por mostrar su interés en el campo de la arqueología. Uno de estos neófitos fue Max Mallowan, quien más tarde encabezaría las excavaciones de Nimrud y ocuparía el puesto de director del Colegio Británico de Arqueología de Bagdad. Mallowan decía que Gardner era «un hombre alto y robusto, [que] daba sus clases con una levita y el cuello de pajarita que estaba de moda en la década de 1860. Compartía con nosotros su incomparable bagaje intelectual con una expre­ sión aburrida, con un discurso monótono, pero, no sé cómo, conseguía absorber nuestra atención».66 Gardner consiguió con­ sumar con éxito la unión entre textos y monumentos que dio lugar al estilo de là arqueología clásica que se emplearía en Oxford a partir de entonces; unión que Evans nunca intenta­ ría siquiera por la amplia visión que tenía de la historia y la prehistoria del mundo. La primavera de 1883 despertó su instinto de viajar, y dado que el territorio austríaco era zona prohibida, había llegado el momento de que los Evans vieran con sus propios ojos los anti­ guos monumentos que habían maravillado a los viajeros duran­ te siglos. Una vez más, Arthur y Margaret partieron de Oxford rumbo a los Balcanes, aunque en esta ocasión su viaje les lle­ vó hasta la agridulce costa de Dalmacia y más al sur, hasta un paisaje que todo estudiante de literatura griega antigua había imaginado, pero que pocos habían visto. A principios de mayo,

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justo en el momento en que empezaban las fiestas de primave­ ra, llegaron a Delfos, al sagrado oráculo de Apolo. Margaret se quejó de que los monumentos griegos eran inferiores a los de su país natal, pero Arthur se mostraba embelesado a su paso por valles sembrados de anémonas, euforbios y salvias amari­ llas, y al cruzar puertos de montaña cubiertos de todas las plan­ tas que podría necesitar un herborista, donde las fragancias mez­ cladas de la salvia, el romero y el orégano ascendían desde el suelo que pisaban los caballos. Evans quedó impresionado con aquel primer contacto con el escenario real de mitos, historias y hazañas de los griegos antiguos. Asimismo, dejó constancia del vínculo de los habi­ tantes griegos de su época con sus ancestros. «Es difícil ima­ ginar una escena más hermosa —escribió Arthur desde el pue­ blo de Stiris, cerca de Delfos, donde se estaba celebrando un baile de Pascua—que esta cadena de muchachas vestidas de blanco y rojo escarlata danzando con pausa y majestuosidad, con pasos gráciles sobre la hierba ... una cañada que resplan­ dece como campos de maíz encendido; detrás y sobre ellas, las pendientes purpúreas, las nieves y el velo nebuloso del viejo Parnaso», el monte que se alzaba en el centro de Grecia.67 Via­ jaron por Beocia en coche de caballos durante una semana, a través del collado del monte Helicón, morada de las musas, hasta llegar a Leivadeia. Allí cambiaron de rumbo al noreste hacia Orchomenos, con el fin de visitar el yacimiento que Sch­ liemann había descubierto.en 1874 para desenterrar la ciudadela del rey Minos, pero donde sólo halló una inmensa sala subterránea abovedada, que supuso que era la última morada del legendario monarca, saqueada mucho tiempo atrás. Su via­ je por el centro de la península griega les condujo hasta Tebas, la que fuera dominio del rey Layo, a quien su hijo Edipo mató

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sin saber que era su padre, para casarse luego con su madre, sin saber tampoco que ésta lo era. Los espíritus de la mitología griega iban surgiendo a su paso, al avanzar hacia Atica y seguir la ruta que tomara Teseo de camino al Peloponeso para rei­ vindicar su derecho natural al trono de Atenas, antes de adqui­ rir mala fama en Creta. En Atenas, se encontraron con Heinrich y Sophia Schlie­ mann en su nueva casa, una mansión de estilo neoclásico que fue terminada en 1880, y a la que bautizaron con el nombre de Iliou Melathron, el palacio de Ilios, o Troya. El visitante no podía dudar de la identificación entusiasta de su dueño con la Grecia antigua: las cenefas de los techos eran aforismos de la lite­ ratura griega, y las paredes estaban decoradas con tablas en las que se representaban, no sólo los acontecimientos de la Gue­ rra de Troya, sino también los hechos y los «héroes» relaciona­ dos con el descubrimiento de ésta en la edad moderna. Los sue­ los de madera incorporaban dibujos pintados a partir de objetos que el propio Schliemann había encontrado en las excavacio­ nes de Troya y Micenas, un detalle que Evans recordaría y copia­ ría al levantar su propio palacio privado diez años después. La casa estaba dedicada al redescubrimiento del paisaje legenda­ rio del Egeo, y su constructor también se convertiría en un mito moderno a los sesenta y un años de edad. Evans sentía curiosidad por Schliemann, y más tarde lo recordaría como alguien divertido, como «aquel hombrecillo anciano interesado por Homero» con sus «anteojos de fabri­ cación extranjera».68 Años más tarde, cuando le tocó a Evans ocupar el puesto de «célebre explorador», pudo permitirse decir que «en Schliemann la ciencia de la Antigüedad clásica tuvo a su Cristobal Colón».69 Los descubrimientos de Schliemann, en concreto los objetos de oro de Micenas, cautivaron al instante

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el interés de Evans y dejaron en él una huella duradera. Evans se mostraba cada vez más opuesto al culto que Inglaterra ren­ día al arte clásico griego, y esto le llevó a sentir aún más atrac­ ción por aquellas imágenes recién descubiertas, de una cultura perteneciente a varias generaciones anteriores al esplendor de la Atenas del siglo V. En los relieves de oro y plata, sobre todo en los anillos y en las piedras preciosas talladas, Evans veía ele­ mentos de Egipto y Babilonia y algo más, algo indefinido y que no conseguía identificar con nada que hubiera visto hasta enton­ ces, pero indudablemente apasionante. Poco tiempo después, Schliemann regresó a Oxford, don­ de, con el apoyo de Sayce, fue nombrado miembro honorario del Queen’s College. Ello le permitió vestirse de color rojo escar­ lata, un color acorde con su personalidad extravagante, cuan­ do le concedieron el doctorado honoris causa en la ceremonia conmemorativa anual el 13 de junio, para admiración de todos los presentes en el. Great Quad, nombre con que se conocía el patio cuadrangular de ceremonias del All Souls College. Arthur y Margaret se embarcaron rumbo a la isla de Egina, frente a Atenas, y luego a Nauplion, la primera capital de la Grecia moderna, situada en el noroeste del Peloponeso. Aquel fue su primer contacto con el «ponto vinoso», el mar Egeo, que recibe su nombre del rey ateniense Egeo, que se precipitó al agua desde los acantilados del extremo de Atica, al no soportar la idea de haber perdido a su hijo Teseo a manos del Minotauro en Creta. Desde el puerto, subieron a caballo por la llanura Argiva hasta la gran ciudadela de Micenas, una obra de albañilería «ciclópea», que ostenta un friso de piedra caliza esculpi­ do en lo alto de la entrada a la fortaleza, y unos leones herál­ dicos frente a una columna que se estrecha en la base, como si desafiara el canon clásico del estilo arquitectónico, un deta/

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lie que no pasó por alto un observador inquieto como Evans. Poco a poco, éste fue sucumbiendo a la misma fuerza que había cautivado a Schliemann. Quizás había algo en la insistencia de aquel anciano hombrecillo sobre la mortalidad de los héroes de Homero. Evans empezó a sentirse atraído por un mundo nuevo, ignoto, que el dogma de los académicos aún no había contaminado, listo para ser explorado y explotado. Los Evans permanecieron en la región del Egeo hasta sep­ tiembre, cuando regresaron a Oxford. Arthur empezó a tra­ bajar con las notas sobre los lugares y la topografía de la anti­ gua Iliria que había tomado durante su estancia en Ragusa. Mientras, Schliemann, a fin de evitar las críticas hostiles que había suscitado anteriormente en Gran Bretaña, se puso en con­ tacto con Edward Tylor, conservador del University Museum de Oxford, para que se encargara de la crítica de su nuevo libro Troya para Academy, a cambio de ofrecerle unas antigüedades «troyanas» para el m useo.70 Tylor pasó este dudoso honor a Evans, quien asumió el compromiso con seriedad y presentó una valoración larga y detallada en diciembre. Evans aprove­ chó la reseña para elogiar a Schliemann. Por un lado afirmó: «N o cabe duda de que la fe ha llegado a “ mover montañas” , y por consiguiente el escepticismo debe combatirse con escu­ do y espada. Gracias a la diligencia y persistencia indómitas de un hombre aparentemente vencido, ahora podemos ver con nuestros propios ojos, de la mano de arquitectos capacitados, el plano de una ciudad que, de no ser la ciudad de Príamo, cuan­ do menos debe su descubrimiento bajo el túmulo del tiempo a la “historia de la divina Troya” ». Por otro lado, Evans recor­ daba al lector que «quizá la arqueología tenga pocos motivos para interesarse por ... la topografía poética», y manifestaba que la identificación del lugar en que Schliemann ubicaba Troya

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debía considerarse con prudencia, y por tanto prefería llamar­ lo «el monte de Hisarlik». N o obstante, hacía hincapié en que las excavaciones «son de un interés profundo e imperecedero en cuanto al pasado prehistórico de la cuna de la civilización helénica».71 Expuso argumentos en favor del origen de muchas vasijas de la Grecia más tardía con formas iguales a las de las que se habían hallado en Hisarlik, pero también señaló similitudes entre los primeros objetos de cerámica que habían encontra­ do allí, y otros encontrados en yacimientos de Suiza y del nor­ te de Europa que, según se aventuró a decir, «podrían ser el legado original de los pueblos arios». Sin embargo, los arios que­ daban al margen en la conclusión de la crítica, con una evo­ cación conmovedora de los orígenes de la cultura helénica en la región del Troad, donde «una civilización espoleada por la brisa del Egeo, que se expandió con el sol oriental, ya avanza­ ba hacia un estado de progreso considerable cuando en las cos­ tas ilirias y en las llanuras del Danubio aún dormían en la Edad de Piedra».72 Esta curiosa opinión, que sin duda estaba inspira­ da por el deseo de conocer la historia anterior a la Grecia clá­ sica, fue más bien efímera, pues durante la década siguiente Evans se adentraría con profundidad en el mundo egeo.

Capítulo 2 Los laberintos de la Antigüedad (1883-1893)

Un lugar para la arqueología La tradición secular de los ex alumnos de Oxford de hacer dona­ ciones, con gustos que abarcaban desde curiosidades anglosa­ jonas y antigüedades, hasta «aves, bestias y peces» traídos de las islas del Pacífico Sur en los viajes del capitán Cook, se había extendido a lo largo del siglo XVII, para convertirse en un con­ junto de posesiones dispares que en el círculo universitario pocos estaban dispuestos a aceptar y, mucho menos, a hacerse cargo de ellas. Cuando el astrólogo y anticuario de Oxford Elias Ashmole aportó su legado de rarezas botánicas en 1677, la univer­ sidad decidió proporcionarle un edificio para albergar su colec­ ción y la de otros; este edificio recibió el nombre de Ashmole, el donante más reciente. Nadie prestó el mínimo interés por la colección durante dos siglos, tiempo en que estuvo a cargo de conservadores mal pagados. El más próximo a la época de Evans fue John Henry Parker, un librero del lugar al que dieron el puesto en 1870. Parker ya era mayor, y en pocas ocasiones estaba en el museo. Mientras tanto, el nombramiento de Percy Gardner a la Cátedra de Arqueología Clásica, y las acciones que

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se estaban realizando para llevar la Grecia antigua y sus teso­ ros a Oxford, despertaron un nuevo interés por el Museo Ashmolean, y su colección empezó a considerarse una auténtica fuente de conocimientos. Parker dimitió de su cargo y, a prin­ cipios de 1884, se anunció la vacante del puesto. Arthur Evans tocó las teclas acertadas y fue elegido para el cargo el 17 de junio de aquel año. Las colecciones del Ash­ molean estaban tan desordenadas y descuidadas, que iba a nece­ sitar una buena década para ordenarlo todo. Y si Evans creía que había dejado en los Balcanes sus enfrentamientos con ofi­ ciales negligentes o intransigentes, estaba equivocado. Pronto se topó con las tácticas inglesas de demora o falta de coopera­ ción del rector de la universidad, Benjamin Jowett, un reputa­ do estudioso del mundo clásico y experto en Platón, que osten­ taba el cargo de director del Balliol College, si bien para Evans no era más que un «maestro de la intriga». Sin embargo, la atrac­ ción natural de Evans por las situaciones conflictivas le habían ■preparado para la táctica de Jowett, y reafirmó su determina­ ción a seguir su propia iniciativa, como acabó por hacer. Así, Evans insistió en que la colección debía integrar todos los obje­ tos, luchó contra lo que él veía como «la absurdidad de clasi­ ficar aparte como objetos “ clásicos” restos de unos pocos siglos privilegiados», y decidió incorporar todas las ramas de la histo­ ria del arte y la arqueología al museo.1 El 2 de noviembre, Evans dio una conferencia inaugural, «The Ashmolean as a Hom e o f Archaeology in Oxford» (El Ashmolean, un hogar para la arqueología en Oxford). Pese a que el discurso estaba pensado para atraer la atención de las au­ toridades académicas, cuya colaboración necesitaba para con­ servar el museo, y de posibles donantes y benefactores, a los que recordó las lagunas que tenían las colecciones, Evans tam­

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bién informó a su público del estado en que se hallaba la nue­ va ciencia de la arqueología. «El tema que nos atañe es la his­ toria, la historia del surgir y el desarrollo de las artes, las insti­ tuciones y las creencias humanas... La historia de la Humanidad sin documentos escritos precede a la historia escrita, la tradi­ ción de los monumentos precede la de los libros.» En favor de su padre, pidió al público que tuviera ... en cuenta, por un momento, todo cuanto aquello a lo que se ha llamado arqueología prehistórica nos ha aporta­ do en los últimos años; de hecho, nunca ha sido algo tan histórico, pues ha ampliado el horizonte de nuestro pasa­ do. H a quitado el velo para revelarnos los albores de la Humanidad. Ha disipado, como fantasmas vacuos de un sueño, aquellas ideas preconcebidas en cuanto al origen del arte y las instituciones humanas de las que Epicuro y Lucre­ cio ya se reían, antes de los días de la cronología bíblica.

Por deferencia a lo que él llamaba en su círculo privado la «Es­ cuela Clásica» de Oxford, añadió: «La ciencia de la arqueolo­ gía ... ha recuperado algunos de los monumentos que el hom­ bre creía haber perdido de manera irrevocable. Sin embargo, gracias a la recopilación perseverante de material de primera mano, el oro puro de las obras griegas se ha podido limpiar y separar de la última aleación. Ya no tenemos aquella imagen oscura del carácter griego, visto a través del reflejo romano, sino que nos hallamos cara a cara ante su esplendor iluminado».2 En Gran Bretaña, la «ciencia de la arqueología» había avan­ zado bastante desde los años en que Evans había hecho sus pri­ meras excursiones con su padre un cuarto de siglo atrás. Para entonces, el coronel Augustus Henry Lane-Fox, un orientador

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profesional ascendido a general que se había visto obligado a cambiar su nombre por el de Pitt-Rivers para poder recibir su herencia, ya empezaba a dar carácter oficial a las técnicas de excavación con un código de conducta que le valdría el título de padre de la arqueología científica. Pitt-Rivers integró la etno­ logía, la antropología y la arqueología en una misma actividad, y buscó pruebas que demostraran su creencia de que la evolu­ ción gradual de las especies (según la teoría de Darwin) podía aplicarse a la evolución gradual de la cultura. Pitt-Rivers y John Evans eran compañeros por su pertenencia al Instituto Antro­ pológico, y ésté, como presidente de la Sociedad Numismáti­ ca, diseñó los medallones que aquél siempre emplearía como tarjetas de visita al ocupar sus zanjas.3 Con el advenimiento de la arqueología científica, la defi­ nición de Charles New ton se hizo más precisa, a fin de ade­ cuarse a una especialización creciente. En 1883, J. R om illy Alien escribió desde Cambridge: «La base de las ciencias físi­ cas es la medida exacta. Así, puede decirse que la arqueología es una ciencia, pues su objetivo principal consiste en deducir de los materiales que se tienen una teoría sólida de la historia del hombre, según se revele en las obras creadas, y del desa­ rrollo de su civilización y cultura a lo largo de los siglos pasa­ dos». Por tanto, la función del arqueólogo como especialista era «reunir [esas construcciones fijas, esos objetos móviles y esos documentos históricos] y descifrar, traducir, copiar y hacer ano­ taciones ... para darle una forma de fácil manejo para el histo­ riador».4 Esta separación entre la arqueología de campo y el his­ toriador derivó en la práctica actual de desarrollar métodos, herramientas y técnicas para el propio trabajo de campo de la arqueología, que apoya la opinión purista de que los excava­ dores son en realidad observadores imparciales de un pasado

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intacto. La arqueología científica moderna afirma tener todas las respuestas, cuando ha olvidado las preguntas que plantearon los arqueólogos históricos. A las grandes edades del hombre que la generación de John Evans definió en su momento, ahora podía añadirse el concepto mejorado de «evolución social». En el año 1871, se publicaron La ascendencia del hombre, de Charles Darwin, y Primitive Cultu­ re (Cultura primitiva) de Tylor, obras que fueron leídas por un amplio público lector. El pensamiento evolutivo de Darwin causó un efecto duradero en la familia Evans; Arthur creció con una «estatua de yeso del gran hombre» que, según cuenta su hermanastra, «se alzaba imponente junto a la puerta del come­ dor de Nash Mills», para recordar al amigo de su padre.5 Ambos libros dieron a la generación de Arthur Evans una serie de sub­ divisiones que añadir a las categorías que ya tenían. Así, la his­ toria del ser humano se trazaba como un proceso de evolución lineal, que empezaba con una etapa de caza primitiva y reco­ lección, a la que se llamó «estado salvaje», seguida de una eta­ pa de cultivo y crianza, a la que se llamó «barbarismo», hasta llegar a la etapa de «civilización», que se definía a partir del uso de la escritura. Aún llegaron a establecerse otras tres subdivi­ siones progresivas, el «nacimiento», el «desarrollo» y el «decli­ ve», que surgieron a partir del concepto que el historiador natu­ ralista trazó sobre el proceso cíclico de la vida. La combinación de estas categorías antropológicas y biológicas deterministas die­ ron lugar a un paradigma de la «evolución de la cultura», con el que historiadores y arqueólogos explicarían durante gene­ raciones el surgimiento, el esplendor y la decadencia de las civi­ lizaciones.6 Claro está que la definición que hizo Tylor de la civilización fue un desafío para una Europa «civilizada», por lo que la búsqueda del primer documento escrito de la Euro-

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pa continental, ya iniciada al definir el concepto de prehisto­ ria, fue adquiriendo impulso. Entre los primeros objetos que se rechazaron, se cuentan vasijas y espiras de husos con señales gra­ badas, hallados en las excavaciones llevadas a cabo por Schlie­ mann en Hisarlik, que fueron «interpretados» como una forma de griego ya en 1874.7John Evans recordaría más tarde que fue entonces cuando formuló por primera vez su teoría de que se trataba de un sistema de escritura «prehistórica» en Grecia.8 En 1886, Schliemann volvió a enfrentarse al escepticismo del mundo académico, lo cual fue motivo de agitación. John Evans presidió una reunión de la Sociedad Helénica que tuvo gran resonancia, celebrada en las salas de las Sociedad de Anti­ cuarios de Londres el 2 de julio, y a la que habían invitado a Schliemann y Dórpfeld con el propósito de que pudieran res­ ponder a las acusaciones de incapacidad y falsa deducción que habían lanzado contra ellos en el Times.9 Stillman, que en aquel momento era el corresponsal del Times en Atenas, había escri­ to dos artículos en abril en los que afirmaba que los muros del círculo de tumbas de Micenas y, por tanto, los famosos cemen­ terios en sí, eran bastante más recientes de lo que Schliemann había dado a entender, e insinuaba que la escasa competencia de Schliemann en el campo de la arqueología le había llevado a situar una serie de monumentos, entre ellos el palacio de Tirinto, en un período preclásico, cuando en realidad era más pro­ bable que fueran bizantinos. Definió los resultados de Schlie­ mann como «una de las alucinaciones más extraordinarias de un entusiasta falto de rigor científico de las que puede vana­ gloriarse la literatura».10 F. C. Penrose, el reputado historiador de arquitectura que había publicado el primer estudio de las medidas del Partenón, y H. F. Pelham, el antiguo historiador de Oxford, apoyaron las

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observaciones de Stillman, lo cual dio crédito a la sorpren­ dente acusación. Esta inculpación contra Schliemann, que Pen­ rose leyó ante una asamblea alborotada, quedó aclarada cuan­ do el propio Schliemann admitió que las murallas de Tirinto eran en realidad las de una villa bizantina construida sobre res­ tos más antiguos, y que las habían enterrado para protegerlas. En cuanto a las murallas de Micenas, dijo que en realidad eran más recientes; de hecho, tan sólo tenían una década, pues las había construido la Sociedad Arqueológica de Grecia en 1876, con la intención de dar estabilidad a los lados del eje de las tum­ bas que habían sido desmanteladas durante la excavación para extraer hasta el último fragmento de oro.11 Schliemann ase­ guró a sus seguidores que su intención no había sido engañar a nadie, y los acontecimientos terminaron sin incidentes y con su exoneración. ★★★ El Museo Ashmolean era la base ideal para un hombre ensi­ mismado y con interés por viajar como Evans. Pese a que el sueldo de conservador dejaba mucho que desear, las condicio­ nes de residencia eran muy generosas, y el único compromiso firme que debía atender era dar charlas ocasionales sobre el desa­ rrollo de la investigación llevada a cabo, y que estuviera rela­ cionada con las colecciones del museo. Lo más atractivo del puesto era que el conservador podía y debía viajar para obte­ ner nuevas adquisiciones. Se ausentaba con tanta frecuencia y, al parecer, de forma tan espontánea, que al conservador adjun­ to, Edward Evans (con el que no tenía ningún parentesco), le encantaba decir a quienes preguntaban por él que «el conser­ vador, señor, está en algún lugar de Bohemia».12 En realidad,

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Arthur y Margaret hacían muchos viajes a Italia y, sobre todo, a Sicilia, donde su suegro se había embarcado en una historia monumental de la isla en todos los períodos, y donde Arthur amplió el estudio de monedas de su familia en las ciudades colo­ niales de Siracusa y Tarento. El artículo que publicaría en 1889 sobre los jinetes de Tarento fue aplaudido tanto en el ámbito de la historia antigua como en el de la numismática, una rama de aquélla. Para crear un nuevo Museo Ashmolean, Evans consiguió el apoyo de Charles Drury Fortnum, el propietario de la tien­ da de ultramarinos de Piccadilly Fortnum and Mason, que bus­ caba un lugar permanente en el que guardar su colección de cerámica y piezas de bronce antiguas, mayólicas (loza italiana) y bronces y esculturas renacentistas. El procedimiento de adqui­ rir de forma gradual el surtido de «tesoros» que Fortnum po­ seía, y de convencer a aquel coleccionista selecto de dotar al museo de los fondos necesarios para crear y mantener una cali­ dad de exposiciones de talla mundial, fue una de las labores más agotadoras para Evans. Aunque le llevó muchos años conse­ guirlo, fue también uno de sus mayores logros. En noviembre de 1886, Arthur, acompañado de su padre y su tío Sebastian, fue hasta Aylesford (en el condado de Kent) para hacer lo que la familia había hecho a lo largo de medio siglo, buscar utensilios del Paleolítico. Sin embargo, en esta oca­ sión diversificaron su atención en hallazgos más recientes que localizaban capas superficiales, los restos mortales de unos «anti­ guos britanos» entre los recipientes de arcilla del cementerio céltico. Los objetos de cerámica rústica no atrajeron tanto la atención de Evans como los de metal que había con ellos; sugi­ rió que su origen podía ser griego o romano. Arthur se dedi­ có entonces a localizar objetos que habían salido a la luz en

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exploraciones que habían hecho con anterioridad en el cemen­ terio. Así, en septiembre de 1887, regresó al yacimiento, con­ trató a seis obreros y dirigió una de las primeras excavaciones sistemáticas de un cementerio céltico en Gran Bretaña. Evans había aprendido algunos de los métodos de campo del general Pitt-Rivers quien, en 1880, en su finca de Cranborne Chase, había emprendido excavaciones a gran escala, en las que com­ binaba sus habilidades de oficial militar y jefe respetado para animar a su grupo de agricultores a llevar a cabo tareas de arqueó­ logo; en 1887, empezó a divulgar informes completos y deta­ llados de sus descubrimientos. La diferencia entre los robos des­ considerados de antigüedades que Arthur Evans perpetraba en Trier en 1875, y las notas claras que tomó con dibujos de los lugares donde hallaba los objetos, así como el respeto que mos­ tró por los objetos de Aylesford, revelan no sólo que había mejo­ rado como arqueólogo de campo, sino que respetaba mucho más a los antiguos britanos y sus productos que a los romanos provincianos de Germania. Aqüel compromiso que Evans acababa de contraer con la arqueología también se refleja en una crítica que hizo en 1888 a un libro de Julius Nane sobre excavaciones de túmulos de la Edad de Bronce en la alta Baviera, en la que decía que Nane había hecho: ... una exploración concienzuda, además de dar una des­ cripción sucinta del contenido hallado en la tumba de cada individuo, un aspecto de vital importancia que los explo­ radores suelen omitir, porque anteponen su fervor por encontrar reliquias a la paciencia que exige tomar notas científicas de sus observaciones. ¡Sé muy bien cuáles son las consecuencias: el consabido atlas y la édition de luxe,

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un «objeto disecado» de museo, y todo un capítulo de la historia antigua dedicado a una raza europea mutilada de forma irrevocable!13 Parece ser que Evans estaba dispuesto a expiar el mal ejemplo que había dado en Trier. En Aylesford, halló seis urnas funerarias intactas y recogió otros objetos del yacimiento en un catálogo detallado, en el que hacía un análisis minucioso que mostraba un profundo cono­ cimiento tanto de las pautas más actuales de la arqueología euro­ pea del momento, como de la Grecia y la R om a clásicas y de otras civilizaciones. Había tres sepulturas que tenían losas con agujeros lo suficientemente grandes para introducir una mano. Evans estableció un parangón entre estos túmulos y los arcones mortuorios de los indios natchez del noroeste americano, una muestra de su constante interés por encontrar paralelismos etno­ gráficos en todo el mundo.14 Evans empleó los resultados obtenidos en Aylesford para crear una nueva síntesis del arte y la sociedad celtas. Empezó a formular ideas sobre los vínculos entre las civilizaciones medi­ terráneas y los primeros grupos humanos de las islas Británicas y, en febrero y marzo de 1888, presentó sus primeras impre­ siones en una serie de conferencias sobre el arte y la cultura de la época céltica tardía. Leyó un informe completo de la exca­ vación y de sus repercusiones en la Sociedad de Anticuarios de Londres el 5 de diciembre de 1889 y el 20 de marzo de 1890, y lo publicó bajo el título «On a Late Celtic Urn-Field at Ayles­ ford, Kent» (De un cementerio de urnas de la época céltica tar­ día hallado en Aylesford, Kent), en la publicación periódica de la sociedad al año siguiente. N o obstante, a medida que su inte­ rés por las civilizaciones del Mediterráneo oriental se hacía más

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intenso, Evans fue combinando su conocimiento y curiosidad por el arte celta con aquello que veía en las primeras culturas de las que hablaba Schliemann; al final, sacó una impresión del arte celta que debía parte de su vitalidad a su análisis de las civi­ lizaciones micénica y egea. Evans también estaba interesado por otro aspecto menos tangible de la cultura celta. El 6 de diciembre de aquel año, dio una conferencia pública, como le correspondía en calidad de conservador del Museo Ashmolean, sobre Stonehenge (el monu­ mento prehistórico formado por una estructura de piedras colo­ cadas en posición vertical, dispuestas en círculo, al sur de Ingla­ terra) y su posible función.15 Añadió una síntesis de las religiones indo-aria y teutónica para explicar el gran círculo de piedras coronadas, para lo cual propuso que aquellos enormes mono­ litos tan perfectamente alineados habían sido erigidos para ro­ dear un árbol sagrado, una alusión al Yggdrasil de Wagner, el fresno del centro del mundo. A Evans le entusiasmaba la idea de adorar árboles, y también la de adorar un símbolo más dura­ dero que la fuerza de un árbol, el pilar de piedra. Entendía ambos elementos como símbolos clave de un sistema de creencias de la Europa prehistórica, cosa que trató de verificar constante­ mente en sus documentos sobre arqueología. A finales de 1888, Evans adquirió para el Ashmolean una colección de sellos «fenicios» del reverendo Greville Chester, que había trabajado en excavaciones en Palestina. Se trataba de unas piezas de un centímetro cuadrado de jade rojo y verde, amatista, cornalina y otras piedras semipreciosas, a menudo tras­ lúcidas, con un agujero para llevar colgadas, y con minúsculas escenas grabadas de una complejidad asombrosa, dadas sus dimensiones. Se empleaban para controlar el acceso a lugares o documentos, el mismo uso que se ha dado a los sellos a lo lar-

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go de casi toda la historia. Al numismático que había en Evans le entusiasmaban estas escenas en miniatura de las gemas, que miraba de cerca para analizar minuciosamente, pero en la colec­ ción de Chester, que éste había adquirido en bazares de Gre­ cia y Oriente Medio, también había un conjunto de sellos con unos peculiares caracteres inscritos que resultaban ilegibles, lo cual aumentaba su encanto en gran medida. Las excavaciones de Schliemann habían demostrado el ori­ gen egeo de buena parte de lo que hasta el momento había sido clasificado bajo la categoría genérica de «fenicio» y, en 1883, el historiador de arte alemán, Arthur Milchhofer, propuso que la fuente de muchos de los sellos que Schliemann había encon­ trado en Micenas y Tirinto, conocidas entonces también como «piedras de las islas» por menudear en las islas griegas, podía ser Creta. Evans observó que los símbolos de las piedras que Ches­ ter había adquirido en Creta eran muy similares, aunque no idénticos, a los signos que su compañero de Oxford, Sayce, había reconocido hacía poco como hititas; además, se parecían a los jeroglíficos egipcios, aunque se diferenciaban en algo. Al principio, las piedras grabadas no fueron más que un curioso enigma para Evans, pero en pocos años se convirtieron en su centro de atención, cuando se dio cuenta de que eran parte esencial de un rompecabezas histórico incipiente y muy atrac­ tivo, cuya importancia él fue el primero en comprender.

El laberinto egipcio Entre las adquisiciones más importantes que empezaron a ocu­ par el Museo Ashmolean gracias a la insistencia de Evans, se cuentan parte de los descubrimientos de la excavación de Flin-

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ders Petrie en Egipto. Dos años menor que Evans, William Matthew Flinders Petrie, un explorador australiano, también tenía una experiencia con la arqueología que se remontaba a una edad temprana. De mayor, recordaba haber sentido horror al presenciar a los ocho años la demolición de una villa roma­ na en la isla de Wright; no cabe duda de que de este aconte­ cimiento se desprendió la iniciativa de dedicarse a excavar y documentar una serie de técnicas que, según se cree, él mismo introduciría años más tarde en el campo de la egiptología.16 Flinders Petrie inició sus excavaciones en Egipto bajo los auspicios del Fondo para la Exploración de Egipto fundado en 1882, el mismo año en que Evans fue expulsado de R agusa. A Flinders Petrie le repugnaba la destrucción gratuita de em­ plazamientos antiguos, y consideraba a sus predecesores meros saqueadores. Y es que la primera expedición científica moder­ na a Egipto coincidió con la invasión de Napoleón Bonaparte en 1798, como parte de una estrategia para interceptar las rutas comerciales de Gran Bretaña con Oriente. Los artistas y arqui­ tectos que Napoleón llevó consigo realizaron miles de dibu­ jos exactos de los monumentos y el arte egipcios, que publica­ ron entre 1809 y 1828 en la Description de VEgipte, una amplia recopilación de documentos sobre el antiguo Egipto, desco­ nocida hasta el momento, al alcance de académicos y público general. La consecuencia inmediata fue que en Europa se puso de moda la «egiptomanía». N o obstante, la ocupación de Napo­ león duró poco; en 1801, un ataque de los ejércitos otomano y británico lo derrotaron. Los británicos trataron de mantener una posición estratégica en Egipto, pero en 1803 también tuvie­ ron que retirarse cuando los otomanos se hicieron con el poder del país. Tras una serie de revueltas en El Cairo y un golpe mili­ tar, un teniente albanés, Mohamed Ali, subió al poder y domi­

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nó Egipto de 1805 hasta 1849. Ali abrió las fronteras de Egip­ to a ciudadanos europeos y consulados, y los aventureros empe­ zaron a llevarse antigüedades, que vendían al extranjero pará crear, así, las grandes colecciones de arte egipcio de los museos europeos y norteamericanos. Los museos extranjeros llegaban incluso a subvencionar las expediciones científicas; a cambio, esperaban recibir objetos dignos de ser expuestos al público. Uno de los exploradores más reputados de la época fue Karl Lepsius, filólogo alemán y profesor en la Universidad de Ber­ lín, que, entre 1843 y 1845, bajo los auspicios de Federico Gui­ llermo IV de Prusia, encabezó una expedición a Egipto y Sudán. Lepsius encontró la prueba que situaba a las pirámides a prin­ cipios de la historia de Egipto, y halló la primera prueba con que retratar el carácter del rey Akenatón, también llamado Amenotep IV, el polémico faraón que estableció la adoración de un solo Dios cuando los antiguos egipcios veneraban a varios. Lep­ sius fue el primero en medir el valle de las Tumbas de los Reyes en Tebas, y documentó innumerables descripciones de todo un país cuya historia antigua acaba de surgir de las arenas a ambos lados del río Nilo. La historia de Egipto conocida hasta entonces se basaba sobre todo en un papiro incompleto que el rey de Cerdeña había conseguido en 1824, apenas dos años después de que el lingüista francés Jean-François Champollion empezara a publi­ car antiguos escritos egipcios descifrados. El papiro, conocido como el Canon de Turin por estar guardado en el Museo Regio de esta ciudad, presenta una lista de los reyes egipcios hasta el final del período Hiksos, en torno al año 1550 a. C., junto a los años que gobernaron y observaciones astrológicas de la salida de la estrella Sotis (nuestra Sirio) al amanecer, lo cual ha per­ mitido a los astrónomos de la actualidad calcular las fechas con

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exactitud. Champollion consiguió descifrar correctamente el papiro gracias al descubrimiento, durante la invasión de Napo­ león, de una piedra con una inscripción trilingüe en tres siste­ mas de escritura antigua, la demótíca egipcia, la jeroglifica y la griega antigua, cerca de la ciudad de Rosetta, al noroeste de Alejandría, en el delta del río Nilo. La piedra Rosetta pro­ porcionó a Champollion el equivalente en griego, lengua que conocía, de la escritura «demótica» (o «popular»), cursiva e ile­ gible, y del «grabado sagrado» formal, el significado literal en griego de «jeroglífico», que para los antiguos egipcios eran las «palabras de los dioses» de la clase sacerdotal. Lepsius recopiló bastantes más transcripciones de docu­ mentos históricos y, en 1849, publicó Chronologie der Agypter (Cronología de Egipto). Pese a que entre los académicos sur­ gieron diferencias de opinión en cuanto a algunos detalles (y sigue habiéndolas en la actualidad), la historia antigua de Egip­ to, según los propios egipcios, tiene su origen en la unificación del alto Egipto, todo el valle del Nilo, que atraviesa el desier­ to situado al sur de Aswan (cerca de la primera Catarata y el lago Naser, formada por la presa de Aswan) hasta El Cairo, y el bajo Egipto, la región triangular del delta del Nilo, que destaca por las extensiones de tierra fértil qüe quedan inundadas cada año con las subidas del río, y lindan al norte con el mar M edite­ rráneo. Menes consiguió llevar hasta el final esta hazaña y, en torno al año 3200 a. C., fundó la I dinastía. Con los monarcas hereditarios de la IV dinastía, bajo cuyos reinados se erigieron las grandes pirámides de Giza, se inició el Imperio Antiguo, que empezó alrededor del año 2680 a. C. y llegó a su fin con el últi­ mo gobernante de la VI dinastía, sobre el 2258 a. C. A esta eta­ pa siguieron un interregno y una división del poder, el perío­ do Intermedio I, que duraría hasta el 2134 a. C., cuando el país

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volvió a ser unificado bajo la autoridad central de la X I dinas­ tía, con sede en List, cerca de Fayum, una extensa región fértil al sur de El Cairo. Este período de Imperio Medio, que abarca las X I y X II dinastías, estuvo comprendido entre los años 2134 y 1786 a. C., tras el cual vino el período Intermedio II, con la ocupación de la región del Delta por parte de un pueblo extran­ jero de los hiksos. En torno al 1550 a. C., Amóse, un gober­ nante con carácter, subió al poder, expulsó a los hiksos, y reunificó Egipto para iniciar, así, la X V III dinastía del Imperio Nuevo, un período de renacimiento en las artes y las letras que duró hasta el año 1100 a. C. y el período Intermedio III. A pesar del exhaustivo estudio filológico de Lepsius y sus contemporáneos, Flinders Petrie criticó mucho sus técnicas de campo. Sin recibir ayuda alguna de la empresa que lo había con­ tratado, que por otra parte tampoco tenía experiencia en la materia, desarrolló sus propios métodos de excavación y docu­ mentación arqueológicas, basados en los principios que PittRivers recomendaba. Estos principios fundamentales, que aca­ baron por convertirse en el criterio para Oriente Próximo, eran los siguientes: primero, cuidar el monumento que se está exca­ vando y mostrar consideración hacia futuros visitantes y futu­ ras excavaciones; segundo, prestar una atención minuciosa a la excavación que se esté realizando, así como a la recopilación y descripción de todo lo hallado; tercero, hacer una medición y trazar planos de todos los monumentos y excavaciones con pre­ cisión; y cuarto, complementar el trabajo con la publicación de todos los resultados lo antes posible.17 Al igual que Dôrpfeld en Olimpia, Petrie fue el primer explorador de Egipto en dirigir excavaciones estratigráficas de tells, los grandes montículos de tierra formados por acumulación de edificios arquitectónicos construidos sobre otros derruidos a lo largo de miles de años

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sobre el mismo lugar. Petrie documentó la estratigrafía del mon­ tículo, lo cual le permitió dar una secuencia cronológica a los objetos recuperados de una señe de capas, sobre todo de la cerá­ mica decorada que, según observó, cambiaba de estilo con el tiempo. Por lo general, cuanto más baja era la capa, más anti­ guos eran los objetos que contenía. Incluso se estableció un cri­ terio para los mismos objetos, pues Petrie insistía en que todos los hallazgos debían ser analizados y clasificados, independien­ temente de su valor económico. Así, se creó la primera de una serie de categorías tipológicas y estilísticas de antigüedades egip­ cias de materiales diversos, ubicadas en un contexto cronoló­ gico fidedigno. Las nuevas técnicas de Petrie permitieron añadir períodos de mayor antigüedad que no estaban registrados en la historia oficial, y a los que llamó «predinásticos». Sin embargo, los mu­ seos no estaban preparados para reconocer la importancia que él otorgaba a la cerámica y las herramientas de piedra primiti­ vas de aquel nuevo período. Cuando seleccionó una serie de objetos «duplicados» del antiguo cementerio de Nadca para el Museo Británico, le dijeron que eran más bien «no-históricos que prehistóricos». Arthur Evans no perdió el tiempo ni dejó escapar la oportunidad, y adquirió algunos para la colección egipcia del Museo Ashmolean, además de la mejor parte de los hallazgos que Petrie había exportado. La revolución de Petrie en el campo de la egiptología no sólo redefinió cómo debía recuperarse la historia de Egipto, sino que tuvo consecuencias que trascendieron a los países vecinos. Estudiantes jóvenes y brillantes acompañaban a Petrie en sus expediciones, y les enseñaba los conocimientos prácticos que asegurarían un trabajo de calidad para la generación siguiente de arqueólogos. Uno de estos afortunados fue David George

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Hogarth. Nació en 1862, y fue uno de los ocho hijos de un párroco de Lincolnshire. Su familia era humilde, de modo que, pese a ser descendiente de William Hogarth, el célebre pintor del siglo X V I II , tuvo que luchar por su éxito.18 Hogarth fue alum­ no del colegio Winchester y luego de Oxford, donde se le con­ cedió una beca de investigación en el Magdalen College, y allí, desde 1886 hasta 1893, ejerció de tutor. En 1888, se hallaba trabajando en Pafos (Chipre), donde conoció a Gregóri Anto­ niou, un técnico de campo originario de Larnaca, por quien sentía respeto y confianza, y a quien consideraba su mentor. Durante los tres años siguientes, fue el responsable de las exca­ vaciones subvencionadas por el Fondo para la Exploración de Egipto en el templo de la reina Hatsepsut en Deir el-Bahari (Tebas). Más tarde recordaría: «... en buena parte aprendí a cavar por darme a conocer a Petrie y vivir con hombres que habían sido sus aprendices».19 Así, la formación de Hogarth en el cam­ po de la egiptología modificó el ejercicio de la arqueología en el Egeo cuando, en calidad de director de las excavaciones de Filacopi (en la isla de Melos), en 1898, introdujo el concepto de estratigrafía y clasificación en un mundo que apenas se recu­ peraba de la búsqueda de tesoros de Schliemann. En 1888, Petrie dirigió unas excavaciones de gran escala en el Fayum, cerca de la capital del Imperio Medio, List, don­ de Lepsius había buscado los monumentos que habían descri­ to Herodoto, autor del siglo v a. C. que escribió sobre la his­ toria real de la Antigüedad de Grecia, Plinio el Viejo, soldado del siglo i d. C., más conocido por su Historia Natural, y Estrabón, geógrafo e historiador del siglo I d. C. Cuando Petrie iden­ tificó correctamente los restos de la pirámide de Hawara como los de Amenemat III, uno de los grandes monarcas del Impe­ rio Medio, buscó al sur de éstos el templo funerario conocido

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por ser una de las maravillas del antiguo Egipto. Una vez más, con la ayuda de escritores de la Antigüedad, abrió zanjas de prueba en una amplia extensión de terreno y, en junio, ya infor­ maba de que «sin duda, el lugar del laberinto ya está localiza­ do». En egipcio, la palabra «laberinto» significa «el templo de la entrada al lago». El yacimiento estaba emplazado al este del lago de Moeris, de modo que parecía el correcto. Así, Petrie sacó la conclusión de que, «después de ver todo el país, no cabe duda de que la descripción de Estrabón solamente concuerda con el emplazamiento de la pirámide de Hawara». Los edificios de ladrillos de barro que Lepsius había atribuido a los restos del laberinto eran en realidad los de una villa romana, algo que Petrie demostró con una descripción minuciosa de la cerámi­ ca que encontró allí. Cuando excavó bajo estos restos, descu­ brió que «se alzaban sobre una masa de esquirlas de piedra cali­ za. Por toda una zona inmensa de decenas de hectáreas ..., hallé pruebas de la existencia de un edificio magnífico. En cada hoyo que cavaba había suelo llano a modo de pavimento, hecho de arena limpia y aplanada o, en la mayoría de casos, de esquirlas de piedra apisonadas, formando una suerte de cemento. En algu­ nos casos, el pavimento que había sobre estas capas de suelo aún se conservaba; mientras que el resto estaba cubierto de una masa profunda de esquirlas de piedra caliza de excelente calidad». Lle­ gó a la conclusión de que «no hay otro lugar donde pueda loca­ lizarse el laberinto; y no hay otro edificio conocido al que pue­ dan atribuirse unos restos de semejante extensión. Sólo puede ser éste; creo que nadie será capaz de hallar una prueba más cla­ ra de ello, pues la devastación del lugar, por lo que parece, fue absoluta».20 Según la descripción de Herodoto, el edificio en su con­ junto estaba rodeado por un único muro, albergaba doce patios

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y 3.000 habitaciones, 1.500 en la planta baja y 1.500 en la plan­ ta subterránea. Los techos eran todos de piedra, y las paredes estaban cubiertas de esculturas. A un lado, se alzaba una pirá­ mide de 74 metros de altura. El propio Herodoto tuvo el pri­ vilegio de visitar las habitaciones superiores, aunque parece ser que no se le permitió entrar en las subterráneas, pues alojaban las tumbas de los reyes que habían construido el laberinto, y las tumbas de los cocodrilos sagrados. En cambio, en su Historia Natural, Plinio afirmaba que posteriormente el laberinto sir­ vió de cantera para la piedra fina que se usó, con lo cual Petrie apenas se sorprendió de encontrar más de ciento ochenta cen­ tímetros de esquirlas de piedra en una amplia zona, y poco más.21 ¿Acaso los lectores de Petrie, tras aceptar esta identificación del lugar, dieron el salto de fe pertinente y creyeron el resto de la crónica de Plinio? Plinio describía Hawara como el primer laberinto, y men­ cionaba otro del mismo estilo, hecho de un «mármol blanco» similar, con 150 columnas, situado mucho más al norte, en la isla egea de Lemnos. Citaba al antiguo arqueólogo romano Varro para ubicar otro en la tumba de Lars Porsena, en Clusio, Etruria (que en la actualidad se cree que está en el monte de Poggio Gajella, cerca de Chiusi). Sin embargo, era un cuarto laberinto el que despertaba mayor entusiasmo entre la flor y nata británica, que conocía muy bien a los autores de la Anti­ güedad desde la escuela: el famoso laberinto creado por Déda­ lo a semejanza del original egipcio, en Knosos, para el rey Minos de Creta. U n informe elaborado de la mano de una figura tan res­ petada como Flinders Petrie llevaba impresa una marca de auto­ ridad indiscutible, y la identificación que hizo del laberinto en Hawara aún permanece intacta más de un siglo después.

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Evans, que profesaba una gran admiración por Petrie y respe­ taba sus opiniones, quedó muy impresionado con el anuncio de aquel descubrimiento. Y es que la conclusión de Petrie de que había encontrado el laberinto de Egipto causó mayor sen­ sación que la insistencia de Schliemann en la veracidad de las historias homéricas. Suponía que los demás laberintos existían y podían descubrirse si se excavaba. Evans se vio obligado a revisar con un respeto y entusiasmo renovados las pruebas que había de la existencia del laberinto de Creta, en el que Char­ les Kingsley había basado su cuento, al plantearse las conse­ cuencias de hallar el laberinto de Dédalo. Otro aspecto innovador del trabajo de Petrie era que apor­ taba los datos cronológicos necesarios para ubicar los descubri­ mientos que Schliemann había hecho en el Egeo, en un mar­ co histórico concreto de las dinastías egipcias. Se consideraba que los micénicos eran anteriores a Homero y, por consiguien­ te, anteriores al año 850 a. C., la fecha que se daba tradicional­ mente a la composición de las epopeyas, de modo que no se aceptó otra más exacta. Tras los primeros siete años de explora­ ciones, Petrie escribió con su habitual seguridad: «Los estudio­ sos de las civilizaciones clásicas deben agradecer a las fuentes egipcias que hayan descubierto el auténtico valor de las anti­ güedades de Grecia. Sin las colonias extranjeras del Nilo, aún estarían dando palos de ciego con restos inertes de un siglo o mil años de antigüedad, por algo que podría definirse con excava­ ciones en Grecia».22 Petrie demostró que la cerámica egea halla­ da en Egipto, en concreto los tipos característicos de vasijas de transporte de mercancías con cuello falso y doble asa, típicos de la Grecia micénica, que Adolf Furtwángler y G. Loeschcke clasificaron en 1886 con el nombre de Bügelkanne o «vasija con asa en estribo», tenían una historia de desarrollo que iba desde

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aproximadamente el año 1400 hasta el 1050 a. C., lo que suge­ ría un desarrollo paralelo en Grecia. N o obstante, las pruebas de Petrie se trasladaban a una época anterior que aún no se había explorado en el Egeo. En su innovador ensayo de 1890, «The Egyptian Bases o f Greek History» (Las raíces egipcias de la his­ toria de Grecia), proponía lo siguiente: «La civilización micéni­ ca no apareció de forma repentina; debieron de precederle siglos de preparación, y ahora dirigimos nuestra atención hacia ese período anterior».23 Durante las campañas de 1889 y 1890 en Kahun, un yacimiento situado en la entrada a Fayum, halló cerá­ mica de una elaboración y una decoración delicadas en los mon­ tones de restos de la X II dinastía, y pensó en la posibilidad de que fuera de origen egeo, aunque observó: «El estilo de los dibu­ jos se parece mucho más al ingenio salvaje de la ornamentación polinesia».24 Situó el contexto histórico entre el año 2500 y el 2000 a. C., y confirmó su creencia de que los habitantes del lugar debían de ser en su mayoría extranjeros. Tras esos descubrimientos, Petrie «propuso una hipótesis sobre su forma de trabajar» que marcó la dirección de los estu­ dios de la zona del Egeo en los cincuenta años siguientes: La civilización más antigua al completo ..., que conocemos como el «período micénico», es una rama de la civilización de la Edad de Bronce europea, que tuvo muy poco con­ tacto con Oriente ... El fruto de esta civilización y su poder se observan en las guerras enérgicas que provocó en suelo egipcio ...; si éste fue el caso en el segundo milenio a. C. ... y si en esa época fue cuando se crearon los lujosos y her­ mosos objetos hallados en Micenas y Tirinto, ¿por qué iba a sorprendemos que esa cultura surgiera miles de años antes?25

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Su hipótesis consistía en que durante aquel período había lle­ gado a Egipto una oleada de extranjeros, pues había aconteci­ mientos similares y bien documentados que se habían dado durante la X X V I dinastía, como la invasión de los hiksos, y pos­ teriormente, en 1200, 1100 y 1000 a. C., con la confederación poco rígida conocida como «los pueblos del mar». Petrie ter­ minaba su escrito con una aseveración provocadora: «Hemos trasladado una región vaga y especulativa a una época anterior a 2000 a. C., y hemos aportado algunas razones para definir el surgimiento de la civilización europea antes del año 2500 a. C.».26 Luego Petrie impulsó la teoría de que las civilizaciones egeas eran de origen europeo, habían invadido Egipto en intervalos de tiempo y habían influido en el arte egipcio, de modo que debía de existir un período anterior tan rico como el «perío­ do micénico» que seguía enterrado en Grecia. En 1892, lanzó una nueva incitación al declarar de los micénicos: «Estamos viendo surgir ante nosotros un pasado grandioso, mudo, pero lleno de significado».27 En 1893, Flinders Petrie accedió a la cátedra Edwards de Egiptología en el University College de Londres, y a través de su estrecho vínculo con el Ashmolean, ejerció una gran influencia sobre Evans, que fue uno de los especialistas que más se interesó por su provocación, y que por consiguiente res­ pondió a ella. Al mismo tiempo, un joven alto, atractivo y con mucha motivación se presentó en el N ew College de Oxford. John Linton Myres nació en Preston en 1869, estudió civilización y cultura clásicas en Winchester School, además de química, físi­ ca y geología, que incluía en sus campos de interés; había sido el responsable de la colección de fósiles y antigüedades del cole­ gio, procedentes sobre todo de Chipre. Myres llegó a Oxford

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en 1888, donde en un principio los profesores no le causaron muy buena impresión, si bien mantuvo su interés por lo cien­ tífico trabajando en el museo de la universidad. Más tarde, en 1891 hizo su primera visita a Grecia; fue el momento de su vida que le condujo hasta Evans. Inició su viaje en Marsella, de don­ de partió en un torpedero griego que lo llevó por el Peloponeso en una serie de aventuras; al llegar a Atenas, se quedó en la Escuela Británica. El viaje le sirvió para dar a las historias que había leído un contexto topográfico; le enseñó que Grecia «era un país verdadero, constituido con coherencia y habitado por un pueblo que aún poseía gran parte de sus antiguas costumbres y perspectivas».28 Myres regresó a Oxford en otoño, enarde­ cido por un ansia de saber del pasado helénico. Junto con David Hogarth, que en aquel momento daba clases sobre la Grecia prehistórica, formuló un tema de investigación, que titularon «Influencias orientales en la Grecia prehistórica». Al año siguien­ te, sacó la mejor nota en el examen final de lengua y cultura clásicas, y se le otorgó la beca Burdett-Couttsa de Geología en el Magdalen College, y una beca de investigación Craven. Los requisitos de ésta eran viajar y estudiar en el extranjero, y el momento no podía haber sido más oportuno. Myres conoció a Flinders Petrie, quien le mostró el conjunto de antigüeda­ des egeas de Kahun; cuando Myres preguntó por qué el gran egiptólogo creía que podían ser egeas, la respuesta profética fue ir al Egeo y encontrar más.29 ★ ★ ★

El 22 de septiembre de 1890 falleció Fanny Phelps, la madras­ tra de Arthur Evans. John Evans, que quedó viudo por segun­ da vez a la edad de sesenta y siete años, parecía inconsolable.

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Arthur reaccionó a este desconsuelo ofreciéndose a volver a su hogar de Nash Mills con la familia, pero su padre, con la sabi­ duría y el recelo del viejo Cronos, se negó amablemente a ello, pues creía que su hijo acabaría reemplazándolo en su papel de propietario y cabeza de familia. Margaret y su trato prepoten­ te también representaban un problema para el servicio de Nash Mills, pues cuando había participado en llevar la casa en una ocasión, se había mostrado tan inflexible que, según contaría más tarde Joan Evans, cuando se marchó, el mayordomo lo celebró «tocando un carillón por cada habitación, con el palo de una escoba en los resortes de las campanas que había col­ gadas en el pasillo de la cocina».30 Arthur estaba cansado de su vida en Oxford y había mani­ festado su intención de dejar el Ashmolean y seguir adelante, pues creía que había hecho todo cuanto había podido por el museo. Estaba convencido de que el clima húmedo del lugar era la causa de una nueva serie de enfermedades a las que M ar­ garet sucumbió a finales de 1890. Los médicos especialistas le diagnosticaron tuberculosis, pero dado que Evans «sentía un desprecio Victoriano por los microbios», según recordaría su hermanastra, estaba convencido de que el aire fresco y el sol mediterráneo serían la terapia ideal, de modo que se la llevó a Torre del Greco (Italia) y desde allí, más al sur, a Taormina (Sicilia), para pasar el invierno. N o muy lejos del lugar al que Evans había llevado a su mu­ jer para prolongarle la vida, Heinrich Schliemann sufrió una muerte dolorosa e inesperada. Schliemann se había quejado de una sordera gradual en el oído izquierdo y consultó a un ciru­ jano de Halle (Alemania). Fue operado a mediados de noviem­ bre de 1890, y tras pasar en vano un mes de convalecencia, se desplazó a Berlín para acudir a un viejo amigo, el doctor R udolf

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Virchow, a quien anunció su próximo destino arqueológico, las islas Canarias. El tratamiento de Virchow tampoco tuvo éxito, y Schliemann se dirigió entonces a París, pero cuando llegó a la ciudad habían surgido complicaciones, de modo que tuvo que posponer sus planes y emprender el viaje de regreso a su casa de Atenas. Al llegar a Ñapóles, donde pensaba tomar un barco hacia el Pireo, la infección del oído se había extendido al cerebro. Schliemann se quedó en Ñapóles para recibir tratamiento médi­ co, pero el día de Navidad se desplomó en la calle durante un paseo, solo y como un desconocido, ante un transeúnte que se detuvo para ayudarle. Al día siguiente, falleció.31 Arthur y Margaret se enteraron de la muerte de aquel gran explorador con una combinación de sensaciones. Y es que se trataba de un hombre de la misma edad que sus padres, que había tenido una vida llena de aventuras, como unirse a la fie­ bre del oro de California, naufragar en la costa holandesa o que­ dar varado en Panamá; un hombre que había amasado una for­ tuna increíble con el comercio de índigo en R usia y con la especulación en la guerra de Crimea; un hombre que hablaba al menos quince lenguas, antiguas y modernas, a pesar de lo cual habría sido una figura anónima de no haber elegido un camino diferente en la mitad de su vida. A los cuarenta y siete años, Schliemann se propuso demostrar los hechos tangibles que había detrás de algunas de las historias más antiguas del mundo, y había logrado transmitir esta convicción a un mun­ do escéptico. La pareja leyó en los diarios que los restos mor­ tales del héroe regresaban triunfantes a Grecia, su patria adop­ tiva. Quizá les recordara a Teseo, cuyos huesos fueron llevados a Atenas el siglo v a . C. También supieron que se celebró un funeral oficial en honor al alemán que había mostrado a los grie­ gos modernos su pasado homérico en un momento en que

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necesitaban más que nunca sus hazañas. Se leyeron discursos ante los asistentes a la capilla ardiente, que se instaló en el salón de la casa Schliemann, donde se expuso el cuerpo con una copia de la Ilíada y de la Odisea a cada lado, y un busto de Homero que presidió el cortejo fúnebre en el que participaron la casa real griega, el gobierno, el mundo académico y las asociacio­ nes arqueológicas. El funeral de Schliemann, celebrado el 4 de enero, terminó en su última morada, situada en la parte más elevada del antiguo cementerio de la Atenas moderna, con una vista clara sobre el Partenón. Allí, según informaban los perió­ dicos, a modo de recordatorio final para la asamblea de dolien­ tes, «el Néstor canoso de la literatura neohelénica, M . Rhangabé, recitó unos versos de despedida ... en la medida tan adorada por el fallecido, el hexámetro homérico, versos que manifesta­ ban la misma confianza en la realidad histórica del mundo de Hom ero que el propio Schliemann».32 Es posible que Evans sintiera cierto asombro ante la pompa y la ceremonia dedica­ das a un aficionado a la arqueología, pero también es cierto que empezaba a tener conciencia del importante campo que Sch­ liemann había abierto y de la gran cantidad de trabajo arqueo­ lógico que había dejado sin terminar. En junio de 1891, Evans regresó a Oxford con las ideas más claras y, al parecer, menos convencido de dejar el Ashmolean. En sus años de universidad, Arthur se sentía atraído por un lugar de Boars Hill, al oeste de la ciudad, donde la vista parecía inter­ minable en todas direcciones y el sol crepuscular daba a las leja­ nas torres en aguja de los colegios de Oxford un resplandor mágico. En el extremo norte de la colina, había una hondona­ da resguardada por el bosque, robles al este y pinos al norte y sureste. Fue en ese momento, veinte años después, cuando Evans decidió vivir allí. En septiembre de aquel año, empezó a con-

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templar la compra de una finca de unas veinticuatro hectá­ reas, que su padre, que aportaría el capital, consideraba «dema­ siado cara» y «demasiado extensa», y donde pretendía construir una casa «demasiado grande». Evans retrasó el proyecto, aun­ que no lo abandonó, para ocuparse de las intrigas de los comi­ tés de Oxford y del sufrimiento que la enfermedad causaba a Margaret. Por ella pasaron el invierno en Bordighera y el prin­ cipio de la primavera en Alassio, dos centros turísticos de la Riviera italiana, de moda en la época.

El laberinto de Creta El 3 de febrero de 1892, Evans dejó a su esposa Margaret en la costa y viajó hasta R om a para conocer al hombre que le guia­ ría a través del laberinto de Creta. Federico Halbherr era un «ita­ liano de descendencia alpina, menudo y nervudo, austero y de­ voto; sus modales sencillos y amables, el amor desinteresado por su trabajo y su entusiasmo por los viajes enseguida hicieron de él un amigo agradable».33 El nombre de Halbherr se había con­ vertido en sinónimo de la historia antigua de Creta gracias a la divulgación de muchos de sus descubrimientos recientes, desde 1884. Los intelectuales británicos habían seguido sus primeros avances en arqueología a través de las colaboraciones entusias­ tas de Joseph Hirst en Athenaeum y, más recientemente, a través de los informes detallados que el propio Halbherr hizo en 1888 y 1890. El noviembre anterior, incluso había empezado a resu­ mir sus viajes a Creta en una serie de reseñas descriptivas en Anti­ quary. Evans quería saber más acerca de la isla, marco de las his­ torias de heroísmo contra un monarca implacable y de las noticias modernas que hablaban de los actos de valentía contra el duro

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régimen de Su Majestad Imperial Abdülhamit, sultán del Impe­ rio otomano. Halbherr conocía muy bien ambos contextos e informó a Evans con todo detalle. El filólogo holandés Karl H oeck había recopilado textos de antiguas fuentes literarias sobre Creta, que abarcaban desde los primeros poetas griegos hasta algunos escritores romanos; lo hizo en tres volúmenes que reunió bajo el título de Kreta, y publicó entre 1823 y 1829; era la primera descripción acadé­ mica moderna de una isla en la que el autor ni siquiera había estado.34 El segundo volumen, Das Mínoische Kreta (La Creta minoica) trataba sobre los mitos, pero también de las primeras referencias fidedignas, empezando por los antiguos escritores griegos. Herodoto contaba en sus Historias cómo una expedi­ ción de cretenses acompañó al rey Minos hasta Sicilia para bus­ car a Dédalo, y Tucídides contaba en el prefacio de Historia de la guerra del Peloponeso que el rey Minos fue el primero en eli­ minar a los piratas del mar Egeo y en «controlar las olas» —su control era la talasocracia, o dominio del mar—gracias a un poderoso navio. Sin embargo, en 1846, George Grote se mos­ tró categórico al afirmar en su Historia de Grecia que aquellas historias de Creta eran de poco valor para un historiador: recha­ zó el relato de Tucídides sobre la talasocracia de Minos por ser una conjetura «derivada de la analogía del imperio marítimo ateniense de tiempos históricos, sustituida por los fabulosos inci­ dentes y relacionada al nombre de Minos sin ningún criterio sólido».35 Más tarde, la identificación que hizo Schliemann de T ro­ ya en Hisarlik, y en concreto sus revelaciones de Micenas, supu­ sieron un gran cambio a la hora de interpretar la historia anti­ gua de Grecia, hasta el punto de que los poemas homéricos empezaron a leerse, si bien con prudencia, como documen-

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tos históricos. Para Evans y Halbherr, Creta formaba parte de la historia escrita a través de los relatos de Herodoto y Tucídides, en el siglo V a. C., al tiempo que Platón, el filósofo ate­ niense, admiraba sus antiguas instituciones en sus Leyes, y Aris­ tóteles recordaba en su Política que el sistema de castas cretense de su época tenía su base en el que introdujera Minos. Al menos para estos filósofos, M inos era una figura histórica y un gran reformador de las leyes. N o obstante, en su época Creta no estaba unificada, sino que la constituían distintas ciudades esta­ do que a menudo se aliaban y se enfrentaban, hasta la conquista romana del 67 a. C., cuando los nuevos gobernantes estable­ cieron una capital para la provincia compartida de Creta y Cirenaica (Libia), en Gortina, en la región cretense de Mesara, la llanura más vasta y fértil del centro de la costa del sur; sabían que las tribus del desierto no osarían cruzar el mar para inva­ dir los templos y edificios administrativos. En el centro de la costa norte de Creta los romanos alzaron una ciudad portuaria llamada Heracleio, que desde sus principios fue un lugar con­ flictivo y que, a partir de 1898, recibió un nuevo nombre ofi­ cial, Herakleion, el principal puerto de la isla en el comercio del mar Egeo y del norte. Las reformas de R om a en siglo III d. C. separaron Cirenaica de Creta, que quedó anexionada al Imperio romano orien­ tal, bajo el dominio de Constantino el Grande, que estableció en la antigua ciudad griega de Bizancio la capital de su Impe­ rio. Constantino se convirtió al cristianismo en 312, y poco a poco la ciudad devino el centro religioso y político del Impe­ rio bizantino. Creta fue bizantina hasta el año 823, cuando los sarrace­ nos, piratas musulmanes que recibían este nombre por una tri­ bu originaria de la península del Sinaí, invadieron la isla y ocu-

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paron Heracleio; ésta recibió entonces el nuevo nombre de Kandak, la palabra árabe para la inmensa zanja que cavaron alre­ dedor de la ciudad para protegerla. Durante un siglo, Khandax, como sería conocida con el tiempo, ostentaba uno de los mer­ cados de esclavos más próspero del Mediterráneo, hasta que Nikiforos Focas reconquistó Creta para Bizancio en el año 960. Posteriormente, los mercaderes venecianos la compraron a Boni­ facio, marqués de Montferrat, a quien se le asignó con la con­ quista latina de Bizancio durante la Cuarta Cruzada en 1204, tiempo en que la isla fue conocida como Khandax y Candía. La República de Venecia dominó Creta con más de cua­ tro siglos de esplendor cultural; los venecianos fomentaron escuelas para el estudio de las artes (en una de las cuales se for­ mó el pintor Doménikos Theotokópoulos, más conocido como «El Greco», que completaría sus estudios en Venecia), y eri­ gieron fortificaciones inmensas, fuentes y otras obras públicas que reflejaban la prosperidad material del lugar, aunque todo ello no dejó de tener un alto precio para sus habitantes. Los beneficios provenían de un sistema de impuestos y trabajo for­ zado, que a menudo daba lugar a sublevaciones, no sólo de los isleños contra sus señores, sino también de los colonos vene­ cianos contra la República. Los cretenses hicieron un llama­ miento a Génova, el rival de la República, para salvarse del dominio veneciano, una empresa difícil que no tuvo éxito. Pusieron entonces su esperanza en sus vecinos del este y pidie­ ron ayuda a los turcos, pero los otomanos tenían sus propios problemas. Tras la muerte de Suleimán el Magnífico en 1566 —conocido sobre todo por ser un mecenas de las artes, aunque también por sus conquistas en Europa y el norte de Africa—, los otomanos sufrieron una serie de derrotas militares y conflictos internos de carácter social, político y económico hasta la llega­ /

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da al poder de Murat IV, que entre 1623 y 1640 impulsó nue­ vas conquistas. Esta recuperación alentó a los otomanos a responder a las dificultades de Creta, que recibieron mayor apoyo del que cabía esperar. Así, cien barcos con cincuenta mil tropas otomanas lle­ garon a la isla en 1645 para iniciar una guerra abierta con Vene­ cia. Los otomanos se hicieron con Canea (la actual Chania), un puerto fortificado de la costa noroeste, para desplazarse al este hacia el siguiente fuerte costero de Rethimnon en 1646. Dos años después, llegaron al centro, colocaron su cañón sobre la colina más elevada al sur de Candía -que más tarde se llama­ ría Fortetsa—, e iniciaron un reinado de terror sobre la ciudad que duró veintiún años de estruendo. Los venecianos lucharon a muerte por su última posesión en el Mediterráneo oriental, y llegaron incluso a enviar una flota para invadir Constantinopla, pero el Imperio triunfó sobre la República, y en 1669 Candía se rindió a los turcos. A partir de entonces, los cretenses fueron súbditos de la Sublime Puerta, el centro del gobierno otomano (de la tra­ ducción francesa del vocablo turco bâbiâli), el nombre oficial del gran portal por el cual se accedía al conjunto de edificios de Constantinopla que albergaban los ministerios del Imperio. En un principio, el gobierno otomano convenía a los isleños. Se abolieron los trabajos forzados, y más de un cuarto de la pobla­ ción se convirtió al islamismo. Creta se convirtió en un lugar conocido por la producción de miel, cera, almendras, castañas, pasas y vino, así como por la diversidad de tejidos de lana, algo­ dón, lino y seda. Sin embargo, a medida que las riquezas del reino empezaron a decaer a finales del siglo xvm, Creta, al igual que otros puestos de avanzada, sufrió la crueldad de algunos gobernadores y un aumento de los impuestos. La primera gran

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revuelta se desencadenó en 1770, encabezada por los violentos sphakiots, habitantes de una región escarpada de la región sur­ oeste llamada Sphakia, pero fue sofocada. En 1821, volvieron a intentarlo, cuando la revolución en la Grecia central, que lle­ varía a la formación de un reino griego independiente, avivó el sentimiento nacionalista entre los cretenses griegos. Tenían en común con los griegos de la Península la lengua, la orto­ doxia cristiana y el sentimiento nacionalista. Así, tomaron las zo­ nas rurales y obligaron a los musulmanes a desplazarse a las ciu­ dades, hasta que Mohamed Ali acudió desde Egipto a petición del Sultán y sometió la isla una vez más en el año 1824. Francia, Gran Bretaña y Rusia, conocidas entonces como las Fuerzas Aliadas, concertaron en el Protocolo de Londres de 1830 que Grecia debía ser un reino independiente, sin dejar de ser un Estado pequeño y manejable. Así pues, Creta fue ce­ dida a Egipto cuando Grecia ganó la independencia en 1832. M oham ed Ali nombró gobernador al albanés Mustafá, y la isla conoció un período singular de obediencia civil. Mustafá fomentó la agricultura con una mejora de los caminos y ofre­ ció seguridad a las zonas rurales contratando a un cuerpo de la policía albanesa para mantener el orden, lo cual se consiguió al eliminar el bandolerismo. Incluso después de que Creta fuera devuelta a Turquía en 1840, Mustafá siguió gobernando la isla hasta 1852, momento en que se trasladó a Constantinopla como gran visir, un alto cargo que lo situaba en segunda posi­ ción de autoridad después del Sultán y le confería el derecho de exigir y recibir absoluta obediencia. Los cretenses cristianos salieron perdiendo con esta idea de aquiescencia, y reivindi­ caron igualdad de derechos y privilegios con los musulmanes de la isla. Estos se les concedieron por decreto imperial a con­ dición de que depusieran las armas. Sin embargo, en 1864 los /

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derechos prometidos aún no se habían instaurado, de modo que una asamblea de cristianos cretenses dirigió una petición al Sultán. Este respondió ordenando a los cretenses prestar obedien­ cia incondicional a las autoridades, lo cual agravó la tensión has­ ta mayo de 1866, cuando la primera asamblea pancretense se reunió para presentar otra petición al Sultán, en la que pro­ testaban por el constante aumento de los impuestos. La reac­ ción de la Sublime Puerta volvió a ser hostil, de modo que la asamblea se convocó en agosto e instó una revuelta contra Tur­ quía con la intención de unirse a Grecia. En septiembre, desem­ barcaron en Creta tropas turcas adicionales, que en dos años se extendieron por toda la isla, atacando tanto a rebeldes como a civiles pacíficos de su bando. Así pues, la sublevación fue sofo­ cada con brutalidad, pero indujo a la Sublime Puerta a com­ poner el Estatuto Orgánico de 1868, que concedía algunos dere­ chos a los cretenses, entre ellos el de tener un Concilio general elegido por el pueblo; en resumidas cuentas, se les concedió el derecho a crear el primer gobierno constitucional en la his­ toria moderna de la isla. N o obstante, la aplicación de las con­ cesiones siguió un desarrollo lento, y tras una década de males­ tar, en junio de 1878 Austria convocó el Congreso de Berlín al terminar la guerra ruso-turca. El Congreso de Berlín estaba encabezado por el Canciller de Prusia, Bismarck, que satisfizo los intereses de Austria-Hungría al concederle un mandato para ocupar Bosnia-Herzegovina y, por consiguiente, aumentar su influencia en los Balcanes. Otro miembro de peso en el congreso fue lord Salisbury, minis­ tro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, que cuidó de los intereses de su país ocupando Chipre, negando a Rusia el per­ miso para ampliar su fuerza marítima y manteniendo el Impe­ rio otomano como fuerza europea (aunque hubiera sido des­ ✓

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pojado de parte de sus territorios europeos), una política a la que se opusieron los filohelénicos británicos. Grecia no fue invi­ tada a participar formalmente en el Congreso, pero el Sultán fue animado a reiniciar el diálogo con Jorge I, rey de los grie­ gos. Creta permanecería bajo el dominio turco, aunque la Subli­ me Puerta se comprometió a respetar el Estatuto Orgánico de 1868, de modo que el 25 de octubre de aquel año se negoció y se firmó un nuevo pacto en Halepa, una zona residencial de Chania, la nueva capital cretense. Tras esto, se eligió a una asam­ blea cretense, que se formó con cuarenta y nueve diputados cristianos y treinta y un diputados musulmanes; John Photiades, un griego cristiano, fue nombrado gobernador general. El pacto de Halepa concedía también una serie de privi­ legios nuevos e importantes para los cretenses nacidos en la isla. Así, el Artículo X V decía: «Los habitantes de la isla deben tener derecho legítimo a fundar asociaciones literarias, a crear impren­ tas y a publicar periódicos conforme a las leyes y regulaciones del Imperio». U n grupo literario y científico griego, llamado Asociación de Amigos de la Educación, fundado en Candía en 1875 a partir del modelo del famoso Syllogos Filológico grie­ go de Constantinopla, se convirtió en una organización legal por decreto imperial, y de 1879 en adelante, cada año elegía a un presidente. Dos médicos, Sphakianakos y Zaphirides, fue­ ron presidentes después del director de la escuela-gimnasio de Candías, el profesor Michelides; luego fue elegido el arzobis­ po Dyonisios de Chersonissos, responsable de la creación de una biblioteca y de organizar conferencias para mejorar el nivel de educación de las nuevas generaciones de ascendencia grie­ ga. El Syllogos, como sería conocido, abrazaría dos objetivos muy pronto: secundar y fomentar la educación griega cristiana en Creta, y luchar por la unificación de Grecia.36

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En 1883, nombraron presidente de la asociación a Joseph Hazzidakis, otro médico además de filólogo, que había ido a Creta por primera vez dos años antes, atraído por las antigüedades de la isla. Este observó que era necesario una lideraz­ go firme y permanente y empleó su autoridad para guiar los orígenes idealistas del Syllogos hacia una posición de autoridad práctica. Hazzidakis era originario de la isla de Melos, había estudiado en Atenas y Alemania y, al igual que cualquier hom­ bre de letras de su tiempo, también hablaba un francés exce­ lente. Se convirtió en un fuerte defensor del nacionalismo gre­ co-cretense. En aquel momento, el Imperio otomano podía exigir que todas las antigüedades importantes que se descubrieran en Cre­ ta fueran enviadas al Museo Imperial de Constantinopla, pues la isla estaba sujeta a la legislación de la Sublime Puerta. Haz­ zidakis y el Syllogos se encargaron de hacer valer la voluntad de la mayoría griega cristiana de la Asamblea de Creta, que con­ sideraba que el mejor lugar para los antiguos monumentos de la isla era el seno de la «madre tierra» hasta que se retiraran las guarniciones turcas que ocupaban las ciudades portuarias más importantes de la isla y, con ello se desvaneciera el peligro de que las antigüedades sufrieran saqueos. Hazzidakis fue el prin­ cipal impulsor del primer museo moderno griego, que se esta­ bleció durante su primer año como director, bajo la mirada atenta del dios cristiano, en un edificio del patio de Agios Minas, la catedral de Candía. Fue el primer intento formal de prote­ ger las antigüedades de la isla de ser exportadas, y de crear un museo arqueológico. Siguiendo la línea del fervor nacionalis­ ta, Hazzidakis definió el curso que debía seguir la arqueología cretense, y sus motivos estaban claros: la población musulma­ na no tenía cabida en la nueva versión de la historia antigua que

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el Syllogos pretendía escribir. La fuerte inclinación greco-cristiana del Syllogos resurgió cuando hubo un intento de incen­ diar el museo veinte años después, pero para entonces el tra­ bajo ya estaba hecho. Y es que la cultura y el Imperio otomanos habían sido eliminados con eficacia en el proceso de selección que los historiadores realizan cuando eligen sus pruebas y elo­ gian los méritos relativos de un período frente a otro. En aquella época, el conjunto de inscripciones antiguas de Grecia se estaba complementando a pasos agigantados con des­ cubrimientos en la Grecia continental, de modo que en 1884 el tutor de Halbherr en Rom a, el reputado latinista Domeni­ co Comparetti, lo envió a las islas griegas y a Creta para inves­ tigar.38 El año anterior, la Escuela Francesa de Atenas había enviado a Bertrand Haussoullier, y los alemanes a Ernst Fabri­ cius con el mismo propósito. El Syllogos ansiaba fomentar el interés extranjero en su pasado griego, pero a la asociación tam­ bién le interesaba hacer respetar las estrictas directrices que la Asamblea de Creta consideraba necesarias para proteger las anti­ güedades. En los cinco meses que transcurrieron entre junio y octu­ bre de aquel año, Halbherr reunió nada menos que 166 ins­ cripciones inéditas. Al principio, se contentó con recopilar pie­ dras grabadas que había dispersas por el campo y con buscar en los tabiques de construcción de monumentos recientes vesti­ gios de materiales antiguos que se habían vuelto a utilizar, prác­ tica, por otra parte, que lo enfrentó a clérigos suspicaces que temían tener que desmantelar sus iglesias en virtud de la gloria del Syllogos y su misión. Sin embargo, Halbherr pensó en la riqueza que podía ofrecerle un tesoro enterrado el día en que su caballo tropezó con un pedazo de mármol que sobresalía en el camino.39 Al analizar de cerca el objeto que había causado

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el incidente, observó que se trataba de una superficie plana con inscripciones que estaba hundida en el terreno. Poco después, un campesino le hizo saber que en un canal que solía usarse para el molino de agua de Gortina, otro extranjero había reco­ gido una serie de piedras grandes con el mismo tipo de ins­ cripciones que parecían interesar al joven italiano. Así pues, Halbherr decidió seguir su ejemplo; supo que el lecho del canal podía examinarse porque habían cerrado el molino para repa­ rarlo y habían desviado el cauce. Era el mismo lugar que el explorador francés Léon Thénon describiera en 1868, y del cual había extraído dos bloques grabados (que en la actuali­ dad están expuestos en el Louvre).40 Halbherr hizo lo posible por extraer del fango cuanto pudiera antes de que terminaran de reparar el molino. Consiguió descubrir y leer partes de un código legal inscrito sobre un muro semicirculár de unos trein­ ta metros de largo y dos de alto, que creyó que podía ser la pared del fondo de un antiguo tribunal de justicia, donde ha­ bían escrito las leyes literalmente sobre la piedra de las pare­ des situadas detrás de donde, en teoría, se sentarían los jueces, para que todos los asistentes pudieran leerlas. Las partes que consiguió exponer al apartar el fango parecían tratar sobre leyes de endeudamiento y herencia, pero antes de poder asegurarlo casi perdió la vida cuando sin aviso previo retiraron el dique provisional y volvieron a llenar el canal de agua. N o sirvie­ ron de nada las súplicas que hizo al molinero para convencer­ lo de desviar el agua por otra parte, de modo que Halbherr se dirigió sin dilación a Candía, para volver a Gortina con Haz­ zidakis. Al final, Domenico Comparetti resolvió la situación tras interminables discusiones con el molinero; compró la pro­ piedad y resarció a los antiguos propietarios por la pérdida del molino, su fuente de ingresos.41 Podría decirse que se ganó la

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inscripción más importante jamás hallada en el mundo griego. Se pidió ayuda a Fabricius, y los especialistas prepararon una publicación conjunta del código legal más antiguo de Euro­ pa.42 La inscripción es conocida desde entonces como «las leyes de Gortina», y el emplazamiento recibe la visita anual de miles de turistas; no cabe duda de que Halbherr se aseguró un lugar en la historia de la arqueología. El significado que tenía un código legal de Creta, famoso en la Antigüedad tanto como los dominios del rey Minos el Legislador, no pasó por alto a Evans, a pesar de que no com­ partía con Halbherr el entusiasmo por los grabados griegos y romanos. El código esbozaba la conducta correcta y los dere­ chos humanos que debían existir en una sociedad justa en la antigua Creta, donde la herencia se transmitía a través de la línea materna.43 Las madres administraban la propiedad en favor de sus hijas, según un auténtico sistema matriarcal al que se atri­ buía un origen antiguo. Evans consideraba esta idea bastante atractiva, aunque lo que más le interesaba eran los conocimientos del italiano acerca de los descubrimientos en el antiguo empla­ zamiento de «Knosos», donde Halbherr dirigió excavaciones de prueba en 1885. Gracias a las concesiones del Sultán en 1878, apenas dos años después de que el descubrimiento de Schliemann del círcu­ lo de tumbas en Micenas despertara el interés público por el pasado prehelénico y su esplendor dorado, en Candía, un hom­ bre llamado Minos Kalokairinos consiguió la aprobación de los propietarios de una loma en el valle del río Katsambas e ini­ ció la búsqueda moderna de la legendaria ciudad de Minos. Minos Kalokairinos, nacido en 1843 en la isla griega de Kitera, al sur del Peloponeso, dejó la Universidad de Atenas tras cursar un año de la carrera de derecho, para marcharse a

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París a estudiar lenguas. Al morir su padre de cáncer en 1864, asumió los negocios que la familia tenía en Creta. Cuando se firmó el pacto de Halepa, M inos Kalokairinos era trujamán (intérprete) del vicecónsul británico en Candía, que no era otro que su hermano mayor Lysimachos. El trujamán —del árabe turyuman o del turco tercüman— era el intérprete local en países don­ de el árabe, el turco y el persa eran las lenguas oficiales, y donde la prohibición islamista de emplear lenguas de pueblos no musul­ manes obligaba a los pachás a tener intermediarios en su lugar de residencia. Así pues, era inevitable que los trujamanes tuvie­ ran con el tiempo una influencia política considerable, pues se implicaban con profundidad en negociaciones confidencia­ les, hasta el punto de adquirir una categoría casi diplomática. N o obstante, también tenían que cargar con la lacra de ser cóm­ plices de la Sublime Puerta. Como dice el historiador creten­ se Theocharis Detorakis, «solían ser codiciosos, mezquinos, y podían oprimir sin vacilaciones a sus compatriotas y a los cris­ tianos».44 A decir de todos, Kalokairinos no era así, aunque tan­ to griegos como extranjeros lo miraban con cierto recelo. En diciembre de 1878, Kalokairinos acudió a la colina conocida en el lugar como tou Tselve he Kefala, un topónimo que combina el griego κεφ(!λ(Χ (Kefala) o «cabo» y el turco tselevi, «terrateniente» o bey, en inglés se le llamó Squirel’s Knoll, la «loma del terrateniente». Aquel lugar fue considerado el emplazamiento de la antigua ciudad de Gnosus (Knosos) duran­ te siglos, y se llevaba hasta allí a los turistas extranjeros para con­ templar los restos de la legendaria ciudad como parte de una visita que incluía también la gruta de Zeus y el laberinto de Dédalo.45 El pintor y poeta Victoriano Edward Lear, contaba que, tras visitar estos lugares en 1864, «en el emplazamiento de Knosos hay agua y árboles y muchos aidhonia [en griego,

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αηδόνια, “ ruiseñores”], pero salvo algunos bloques de “ladri­ llo» aislados, apenas hay restos” .46 Esos «bloques de ladrillo» eran parte de los restos de un teatro construido en la ladera, y de una inmensa basílica romana que aparece en un mapa de Onorio Belli de 1586; mapa que, más tarde, en 1854, Edward Falkener revelaría al público lector moderno.47 Belli no tenía duda de que se hallaba ante la antigua ciudad de «Gnossus», pues era habitual encontrar por la zona monedas antiguas con la palabra ΚΝΩΣΙΟΝ (Knosion ), o la abreviatura más frecuen­ te Κ Ν Ω Σ (Knos ), en el anverso, y una versión del símbolo del laberinto en el reverso. Belli no había encontrado rastro alguno del laberinto de Dédalo, si bien tampoco esperaba que así fuera, pues Plinio dejó escrito que no quedaba nada de la famosa construcción. Por. otra parte, la mayoría de viajeros que habían ido hasta allí en busca del laberinto habían sido condu­ cidos hasta una cantera subterránea inmensa y «laberíntica» en la ladera del monte Ida, próximo a Gortina, y entraban entu­ siasmados en la mazmorra, esperando encontrar un Minotauro al acecho. En 1680, uno de estos viajeros, Bernard Randoph, añadió el detalle gráfico y desagradable de que la «curiosidad del grupo no nos llevó a entrar, pues fuera o no verdad, y es probable que no, los hedores fétidos bastan para asfixiar al que entra». 48 Com o coleccionista que era, el propio Kalokairinos esta­ ba al corriente de que los pastores y agricultores del lugar ha­ bían encontrado «piedras de la isla» en el montículo durante generaciones. Antes de que los coleccionistas modernos se inte­ resaran en estos sellos de piedra, las mujeres cretenses ensarta­ ban las gemas de colores vivos y las usaban a modo de collar durante los años fértiles de maternidad, pues se las considera­ ba talismanes con poderes que aseguraban la lactancia, de ahí el

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nombre de γαλόπετρες (galópetres), literalmente, «piedras de leche». Las llevaban colgadas bien sobre los pechos durante el período de lactancia, bien sobre la espalda para volver a atraer la leche. Kefala era un lugar conocido por tener muchas de estas piedras singulares, tan importantes para una población que bus­ caba todos los medios posibles para hacer frente a un elevado índice de mortalidad infantil. Parece que Kalokairinos esperó a que pasara el invierno para regresar en abril de 1879 con vein­ te trabajadores a Kefala, donde pasó tres semanas de intensas labores de excavación, hasta que la Asamblea de Creta le orde­ nó que interrumpiera el trabajo.49 Durante ese tiempo, halló vestigios de un edificio rectangular que medía treinta metros de este a oeste por sesenta de norte a sur, con un depósito o sala lleno de inmensas vasijas de cerámica de más de un metro y medio de alto, algo que parecía haber salido de la historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones, llamadas πίθοι (pitos). En la parte sur había accesos a la ladera que parecían conducir a sóta­ nos donde esperaba encontrar un tesoro de las proporciones del que Schliemann había descubierto recientemente en M ice­ nas. Cuando las noticias del éxito de Kalokairinos llegaron a oídos de la Asamblea de Creta, enseguida hicieron detener las excavaciones. Kalokairinos aceptó las razones que argüyeron, basadas en el hecho de que podía sacar a la luz el tipo de anti­ güedades que el gobierno turco podría codiciar y acabar tras­ ladando a Constantinopla, algo que ni a Creta ni a la asam­ blea le convenía. En una recopilación de anotaciones escritas veintidós años atrás como esquema de un informe sobre unas excavaciones que nunca terminó, Kalokairinos identificaba el edificio de Kefa­ la como «le Palais Royale du R o i Minos».50 Al norte del pala­ cio, identificó los restos de lo que creyó que era una cámara

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circular de doce metros de diámetro como «la Cour de la jus­ tice à Cnossos», que se completaba con tres tronos de magis­ trados, situados cerca de la entrada; e identificó una enorme cantera subterránea que encontró en Ayia Irini, a unos mil me­ tros al sur de Kefala, como el laberinto. Kalokairinos tenía la hipótesis de que hacían marchar a los prisioneros atenienses, entre ellos Teseo, por un bosque que había allí —al que él deno­ minó el «bosque de Júpiter»—, para luego encarcelarlos. Creía que Dédalo había excavado en la tierra aquel laberinto subte­ rráneo al retirar la piedra con la que construir el palacio de Kefa­ la. Cualesquiera que fueran las asociaciones mitológicas que hiciera, no cabía duda de que tanto el plano regular de los muros de Kefala, como la forma y el diseño de los objetos de cerá­ mica y el yeso pintado de las paredes recordaba al palacio de la acrópolis de Micenas, que, según afirmaba Schliemann en una publicación reciente, era la residencia de Agamenón. Los descubrimientos de Kalokairinos, y su deseo de com­ partirlos con quienes mostraran interés convirtieron al yaci­ miento de Kefala en el centro de atención en los años que si­ guieron. Poco después de interrumpir la excavación, Photiades declaró en la prensa cretense que era necesario crear un museo de antigüedades en Candía.51 Esta publicidad y la estrecha rela­ ción que la familia de Kalokairinos tenía con el consulado bri­ tánico de Candía contribuyeron a que el éxito de sus excava­ ciones se extendiera enseguida hasta los círculos diplomáticos. A finales de aquel mes, Thomas Backhouse Sandwith, el cón­ sul británico de Creta desde 1870, que había participado en la negociación del pacto de Halepa y, por tanto, gozaba de una buena reputación en la isla, instó a Charles Newton, el con­ servador del Museo Británico, a considerar una visita a Kefala con el fin de emprender nuevas excavaciones para Gran Bre­

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taña. Sandwith, al igual que muchos diplomáticos coetáneos, era un coleccionista ávido de antigüedades que había reunido un importante conjunto de objetos de cerámica antiguos, halla­ dos en un cementerio de Rhodovani, al oeste de Creta. En una carta que escribió a Newton, con fecha del 27 de abril, le infor­ maba de que Kalokairinos «abrió una sala inmensa en la que había unas veinte vasijas alineadas en hileras ... Además de las vasijas, se encontraron muchos fragmentos de cerámica que parecen ser de elaboración fenicia». Sandwith deja claros sus motivos en la posdata de la carta, en la que declara: «No pue­ de haber mejor ocasión para excavar que ahora, antes de que los turcos se interesen por Creta, y siempre y cuando usted con­ sidere que Gnossos merezca la pena».52 Sin embargo, Newton, que ya en 1879 era el «decano en el ámbito de lengua y civili­ zación griegas de Inglaterra»53, estaba muy vinculado a la crea­ ción de la Sociedad Helénica de Gran Bretaña, que se reunió varias veces en mayo, y el 16 de junio celebró su reunión inau­ gural, que él mismo presidió.54 Bertrand Haussollier, de la Escuela Francesa de Atenas, vio los descubrimientos de Kalokairinos y, en 1880, publicó el pri­ mer informe académico sobre los hallazgos de Kefala.55 Haus­ sollier se interesó en concreto en la cerámica pintada que Kalo­ kairinos había desenterrado, e hizo hincapié en la similitud de la cerámica hallada en otras partes de Creta, así como en Rodas y Tera, a las que primero se había llamado fenicias y pelagianas, y luego micénicas debido a la abundancia de hallazgos en Micenas. Al parecer, el académico francés se apresuró a intervenir, pues el 24 de febrero de 1880, Sandwith escribió a Newton: «La Escuela Francesa de Anticuarios de Atenas acaba de proponer ... que se emprendan excavaciones en Gnossos ... a condición

H arrie t A n n Evans (de soltera, D ickinson) hacia 1857, año en que m u rió y dejó a A rth u r Evans, a los seis años, sin el «centro activo de su m undo» 1943)

(JOAN EVANS,

J o h n Evans hacia 1855. Estaba considerado p o r su m adre, una m u jer práctica, «demasiado sensato y trabajador para estar en una clase o en un a parroquia». J o h n Evans «Sílex» hizo fortuna en la fábrica de papel de la fam ilia D ickinson, y en tró a form ar parte del m u n d o académ ico com o anticuario aficionado (JOAN EVANS

1943)

A rth u r J o h n Evans hacia 1867. E ra u n jo v e n de ojos azules y penetrantes (el izquierdo más h u n d id o q u e el derecho) y cabello negro y abundante. E n H arro w School era un m uchacho reservado y se le recordaba p o r una única actividad atlética: «precipitarse a sacar conclusiones»

(m u s e o a s h m o l e a n )

A rth u r J o h n Evans e n 1878. C u a n d o se licenció en O x fo rd , era «un jo v e n increíb lem en te orgulloso, que sabía m ejo r q u e nadie cuán m agníficos eran los talentos naturales que tenía», recordaría su herm anastra Jo a n Evans (m u s e o a s h m o l e a n )

M argaret F reem an en 1877. C ontrajo m atrim o n io co n Evans en 1878 y «fue una abnegada esposa, com o pocos han conocido», recordaría con cariño tras su m u e rte prem atura en 1893 (j o a n e v a n s )

Fiesta de despedida de A rth u r y M argaret en la víspera de su viaje a R agusa en 1878 (m u s e o a s h m o l e a n )

Esbozo de u n m apa de «Cnossos» de M inos Kalokairinos, el p rim e r explorador m o d ern o del yacim iento, en 1878-1879, d onde se observa la «gran carretera» de C andía que pasa p o r el «Kefala», co n el «palacio real del rey Minos» y el «bosque de Júpiter» en la entrada al «laberinto» (según K opaka, 1995, Ilustr. 5)

Esbozo d e u n m apa de K alokairinos del «palacio real del rey M inos» que m uestra la situación de las vasijas grandes, o pitaría. (según K opaka, 1995, Ilustr. 7)

Esbozo de u n m apa d e C andía y del valle de K nosos en el m o m e n to de la p rim era visita de E vans en 1894 (según M ariani, 1895, co n transcripción al

M A T I ON?

alfabeto latino añadida)

cem enterio cristiano

Academia D erviche , Fortaleza

i 'v · .

É

o

ΚΝΩ Esbozo de una pitos cretense, una vasija de alm acenam iento, de las excavaciones de K alokairinos (según Fabricius, 1886)

R e co n stru cció n im aginaria del «tribunal de justicia de Cnossos» e n u n a zona que más tarde Evans identificó com o la «sala del trono» (según K opaka, 1995, Ilustr. 8)

D etalle del dibujo co n incrustaciones de niel e n el «puñal de la caza del león» que S chliem ann halló en la excavación de M icenas, cuyo b u e n estado de conservación revelaba la b uena calidad de la m etalurgia m icénica, así com o la anim ación de su arte (según Evans, 1930a, Ilustr. 71)

if íf t 1

Escenas de las dos copas de o ro que T sountas halló D etalle del «asedio en el ritoti de plata» de M icenas. Evans co m en tó al respecto q u e se había

en Vafeio. U n a escena recordaba a Evans la frase de H o m ero «se agitaba com o un buey a q u ien los

«hallado p o r prim era vez en el arte m icénico el

pastores h an atado e n el m o n te co n recias cuerdas», y la ensalzaba así: «... la dem ostración artística es

tem a co n o cid o e n arte oriental», del que im aginaba «un espíritu m u c h o m ás libre y

posterior. N o es esquem ático, y su originalidad

dem ocrático» p o r 110 saberse el desenlace de la batalla (según Evans, 1930a, Ilustr. 52)

asom brosa y parece q u e perten ece a un perío d o m uy m uestra q u e n o sigue ninguna tradición de las form as antiguas (¡¡Com párese co n el arte griego arcaico!!)» (según Evans, 1930a, Ilustr. 123)

Los keftiu de piel roja, co n cabellos largos y sueltos, aparecían rin d ie n d o trib u to con objetos egeos al rey egipcio en la tu m b a de un o de sus nobles, M e n k e p e r ‘ra-senb en Tebas. Evans creía que el to n o ro jo de su piel se debía a «la técnica q u e los egipcios usaban para representar las mejillas rosadas de los europeos», y llegó a la conclusión de que eran cretenses (según Evans, 1928b, 746 Ilustr. 482)

Y oulbury, la casa q u e Evans construyó e n 1894 sobre Boars H ill, cerca de O xford, q u e e n su m áxim a extensión, com prendía veintidós habitaciones, cinco cuartos de baño (uno co n una bañera rom ana hundida), una biblioteca, u n estudio y varios com edores y salas de estar de grandes proporciones (p a ú l h a s k i n s )

Evans sentado (a la izquierda) co n H azzidakis (centro) y H alb h err, S avignioni y M ariani (de pie). A p ren d ió m u ch o de los precursores de la arqueología, (m u s e o a s h m o l e a n )

El vestíbulo d e Y o u lb u ry , co n u n techo c o n b óveda de cañ ó n renacentista y u n suelo de baldosas dispuestas de tal m o d o q u e form aban u n laberinto rectangular co n u n m in o tau ro d e la G recia clásica en el centro.

E sbozo de la escena del anillo de K nosos q u e Evans co m p ro en 1894. E n ella, Evans veía «una form a de ad oración d e las piedras q u e en la actualidad aú n se practica en la India y otros lugares. El dios, al que hacen descender m ediante u n ritual y la encarnación, aparece suspendido ante u n obelisco sagrado que v iene a ser una m orada tem poral o, según el lenguaje bíblico, u n “B e te l”» (según Evans, 1901c, Ilustr. 48) F ragm ento de una vasija de piedra de Knosos. E n 1894 Evans escribió: «Al principio, pensé que era u n pedazo de algún tip o de cerám ica rom ana en relieve, p ero, para m i asom bro, reparé en q u e era m icénico, co n parte d e u n relieve que representaba a unos hom bres arando o quizá sem brando -¿acaso u n altar?- y

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u n recin to tapiado con una higuera. ¡C om plem entaba las vasijas de V afeio y era de estilo coetán eo a éstas!» Evans convirtió aquel o bjeto de culto co n form a de astas, u n sím bolo conocido desde hacía tiem po p o r los egiptólogos co m o el signo jeroglífico que designaba el h o rizo n te, en un nuevo co n cep to al que llam ó los «cuernos de consagración» (según Evans, 1901c, Ilustr. 2)

El sello de cuatro caras que Evans co m p ró en Palaikastro en 1894. Fue el p rim ero e n reco n o cer la im portancia de que tenían aquellos sím bolos grabados (según Evans, 1894e, Ilustr. 35)

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M apa esbozado p o r Evans de la cueva de Psicro en Lasiti, don d e dirigió excavaciones ilegales en 1895 y 1896, y d o n d e halló pequeñas hachas de doble filo, com o aquellas a las que S chliem ann había atrib u id o el culto al Z eus L abrandeo y, p o r tanto, eran la pru eb a de q u e aquella era la cueva de D ik te d o n d e Z eus había sido am am antado (según Evans, 1897a, Ilustr. 26)

Las inscripciones sobre el borde de la tabla de piedra aportaron a Evans la prim era prueba tangible de su teoría sobre el em pleo de escritura lineal en la prim era época de Grecia. R e co n stru y ó la tabla com o u na tabla de ofrenda co n tres partes em pleada en u n ritual en h o n o r al Z eus de C reta; los tres cuencos eran para leche y m iel, vino dulce y agua, que se m ezclaban para conm em o rar el alim ento q ue la m ítica Am altea (la cabra) y Melisa (la abeja) ofrecieron al infante Z eus (Evans, 1897a)

Vista de las zanjas de K alokairinos en el Kefala (Knosos) d uran te el inicio de las excavaciones de E vans en 1900. «Aquí, en u n lugar llam ado τ α π θ ά ρ ι α [ta pitaría] se hallan los restos de m u ro s y pasillos m icénicos», anotó Evans sobre las prim eras pruebas, cuando vio p o r prim era vez el lugar en 1894 ( m u s e o a s h m o l e a n )

Evans y D u n can M ackenzie, su supervisor en Knosos, m iran de cerca el trabajo del chipriota G regóri A n toniou y u n excavador cretense (m u s e o a s h m o l e a n )

G regóri A n to n io u , «el ladrón de tum bas más célebre de Levante», rodeado de su equipo de expertos excavadores cretenses (m u s e o a s h m o l e a n )

Los siglos de tierra que cu b rían el palacio se retiraban con cestas y eran depositados sobre los «m ontones de tierra im productiva» en carretillas. (m u s e o a s h m o l e a n )

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de entregar a las autoridades de la isla todas las antigüedades que encuentren ... Sé que Photiades Pachá ansia fundar un museo de antigüedades en Candía, y creo que aceptará la oferta al vue­ lo». Y para hacer honor a su condición de diplomático añadió: «He pensado que le gustaría ser informado de ello, si bien dudo que las autoridades del museo quieran frustrar la propuesta de la Escuela Francesa».56 N o obstante, parece que Photiades no acep­ tó la propuesta al vuelo, como creía, y de haberla aceptado no habría sido capaz de transmitir su entusiasmo a los demás miem­ bros de la Asamblea de Creta. Cuando el siguiente aspirante pidió que se le tuviera en cuenta, dio la sensación de que la peti­ ción francesa no había existido nunca. W. J. Stillman había abandonado Creta en 1868, profun­ damente afectado por los horrores presenciados durante la insu­ rrección de 1866. Consideraba que las desgracias acaecidas durante los años que pasó en Canea como cónsul estadouni­ dense —dos años de privaciones y arresto domiciliario—habían sido las causantes de la enfermedad mortal que se llevó a su ama­ do hijo, John, así como del desequilibrio psíquico y el suicidio de su esposa Laura Mack en Atenas, en 1869. Aun así, Stillman mantuvo el interés por la historia de Creta y regresó a la isla en 1881, bajo la autoridad del Instituto Arqueológico de Estados Unidos, con el objetivo de evaluar las pruebas de Kalokairinos en Kefala y contemplar la posibilidad de emprender excava­ ciones para su país en el yacimiento. El informe que Stillman redactó para el Instituto Arqueo­ lógico estaba lleno de novedades, no sólo en cuanto a sus pro­ pias hazañas, no menos gloriosas, sino también en cuanto a las de Kalokairinos, que volvía a compartir gustoso los descubri­ mientos que había hecho en Knosos, acaso con la intención de que un extranjero pudiera tener más influencia con Photiades

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y la Asamblea de Creta que él. Stillman fue el primero en apor­ tar un mapa y una descripción de las excavaciones de Kefa­ la.57 Informó de que antes de interrumpir la obra, Kalokairinos había «dejado al descubierto partes de muros antiguos. A pesar de que los restos no miden más que entre un metro ochenta y dos metros diez, son de gran interés, pues se construyeron con inmensos bloques de piedra extraída, yeso y arenisca, y la peque­ ña parte que queda descubierta presenta un pasaje estrecho que, según creo, podría ser un acceso a la ciudad. La construcción es la muestra más antigua del estilo conocido como helénico que he visto nunca». En una visita posterior, observó que la llu­ via había limpiado los muros que albergaban los bloques talla­ dos, lo que le permitió distinguir señales buriladas con forma de dobles hachas, una estrella y una verja. Kalokairinos también le habló de las grandes vasijas de aceite, o pitos, que había encon­ trado allí también. Al norte de los depósitos, mostró a Stillman otra zona excavada, que contenía algo que para él podía ser par­ te del mismo edificio, y «que, al parecer, fue un aditum [sanc­ tum interior, por lo general de un templo]. En él hay unos asien­ tos de piedra (?) de unos quince centímetros de alto». A esta sala se la llamó el tribunal de Kalokairinos. La descripción de Stillman termina con la especulación tentadora de que «no se le ocurría otra época a la que atribuir la obra ni otra función que no fueran las del laberinto de Dédalo ... Si las excavacio­ nes futuras corroboran el carácter que se le atribuye, es evidente que nos hallamos ante un descubrimiento importante». Para Stillman, el conjunto de salas halladas en Kefala eran el labe­ rinto de Creta. Stillman consiguió llegar a un acuerdo con el propietario del terreno para iniciar excavaciones, con la garantía de Photiades Pachá de que no tendría problema alguno para obtener

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permiso oficial. Había solicitado una carta de autorización a la Sublime Puerta a través del ministro estadounidense en Cons­ tantinopla, pero al final fue rechazada, al parecer por consejo de Photiades. Pese a que Stillman, resentido por lo ocurrido, supuso que el problema estaba en que «no se había ofrecido a entregar a su excelencia [Photiades] las monedas que hallara en la excavación»,58 también es cierto que sabía que Photiades esta­ ba en una situación difícil frente a la Asamblea de Creta. Tam­ bién abandonó todo intento de conseguir la aprobación para una propuesta alternativa —la cueva de Zeus en el monte Juktas, seis kilómetros al sur de Knosos—a causa de los disturbios que siguieron al asesinato de dos musulmanes en Gortina, y las represalias previsibles contra los cristianos en Candía. Otra cir­ cunstancia que Stillman no pudo prever fue el nombramiento de Osmán Hamdi Bey aquel año como director del M useo Imperial de Constantinopla. A fin de competir con los museos imperiales de Europa, Hamdi Bey se dispuso enseguida a for­ mar una colección; ansiaba adquirir a toda costa antigüedades cretenses de valor, como bien sabían Photiades y la Asamblea de Creta.59 El informe de Stillman sobre el «laberinto de Dédalo» en «Gnossos» contribuyó a alimentar el entusiasmo proyectado en las excavaciones del Kefala, que acabaron por despertar el interés de Heinrich Schliemann, el cual, como era de esperar, tuvo la perspicacia de dirigir su atención a la isla de Creta. El 7 de enero de 1883, Schliemann escribió a Photiades a fin de pedirle permiso para excavar en Knosos, sin siquiera haber vis­ to todavía el emplazamiento.60 Tenía buen trato con Photia­ des, ya que lo conocía de la época en que éste fuera embajador turco en Atenas, de modo que esperaba que interviniera en la Asamblea de Creta para conseguirle el permiso. Dado que Cre-

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ta era turca, Schliemann aceptó atenerse a la legislación de Tur­ quía y conformarse con una tercera parte de los hallazgos. Pho­ tiades se anticipó a la reacción hostil de la mayoría cristiana de la Asamblea, y pensó en el nuevo museo de Candía que él y Hazzidakis habían propuesto; de modo que recomendó a Sch­ liemann que se ofreciera a entregar todas las antigüedades que el Estado considerara importantes y que él sólo conservara algu­ nos «duplicados», según el consentimiento de la autoridad local, como estipulaba la ley griega.61 Así, se anticiparía a los cambios que el gobierno turco pretendía aplicar a las leyes que prohi­ bían exportar antigüedades, que debían hacerse efectivas al año siguiente. Schliemann sabía perfectamente que era improbable que incluso una concesión como aquélla pudiera dar fruto, de modo que consideró qüe tendría que acudir a Creta en per­ sona para ejercer presión sobre los miembros de la Asamblea durante las próximas sesiones de abril y mayo. N o obstante, la reunión coincidía en el tiempo con su investidura como doc­ tor honoris causa en Oxford, de modo que se vio obligado a posponer los planes de Creta. Al año siguiente, Schliemann consiguió permiso para excavar en Tirinto en primavera, y en 1885 regresó a Inglaterra para recibir una medalla de manos de la reina Victoria, en representación del Real Instituto de Arqui­ tectos británicos. Durante el mes de octubre de 1885, Halbherr viajó hasta Knosos y desenterró parte de un edificio romano en la pobla­ ción de στο Κ ατσούνΐ (sto Katsouni), cerca de Makriteicos, una aldea al norte del monte Kefala.62 Los resultados que obtuvo a los pocos días de excavar le bastaron para convencerse de hasta qué punto era importante el yacimiento de Knosos, de modo que propuso a Comparetti, su antiguo profesor, que los italianos tomaran la iniciativa para adquirirlo y estudiarlo. Comparetti

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declinó la propuesta de iniciar nuevas obras en la pequeña ciu­ dad de Knosos, y prefirió concentrar sus recursos en Cortina, la gran capital de aquella antigua provincia romana. Los descubrimientos de Knosos y Cortina que Halbherr y el Syllogos, Haussollier y Stillman dieron a conocer al mundo académico y al público interesado en ellos, renovaron la fasci­ nación por la historia antigua de Creta. Al poco, Warwick Wroth publicó un estudio sobre las monedas cretenses conservadas en el Museo Británico,63 en el que reveló que hasta treinta ciuda­ des-estados del período helénico, comprendido entre el 220 a. C. hasta la conquista de R om a en el 67 a. C., acuñaban sus propias monedas y empleaban figuras mitológicas a modo de emblemas representativos de cada región. El diseño de las mone­ das de Gortina —una mujer montada sobre un toro—se había ele­ gido en recuerdo a cómo Zeus, bajo la forma de un toro, sedu­ jo a la doncella fenicia Europa, que se montó en su lomo y cruzó el mar hasta llegar a las llanuras de Mesara. El diseño de un labe­ rinto geométrico, o concéntrico, con una estrella en el centro de las monedas de Knosos tenía relación con Asterión, al que se había asociado al Minotauro representado en el anverso; y el aspecto de las monedas de Faistos, con figuras como Talos, el hombre de bronce que, según cuenta Diodoro Siculo (escritor griego del siglo I a. C., autor de una historia universal de cua­ renta volúmenes), viajaba hasta los confines de Creta para pro­ teger a la isla de los intrusos, recordaba a los académicos algu­ nos de los mitos menos conocidos de la isla. La crítica que el Athenaeum publicó del estudio de Wroth elogiaba el trabajo rea­ lizado, si bien señalaba lo siguiente: «El verdadero interés de la historia de Creta reside, por así decirlo, en el período prehis­ tórico, cuyos acontecimientos se nos han presentado siempre a través de leyendas confusas, distorsionadas e insólitas».64

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Schliemann no pudo ir a Creta hasta mayo de 1886, en com­ pañía de Dôrpfeld. Dejó constancia de las primeras impresiones que tuvo de la aldea de Makriteicos en una carta con fecha del 22 de mayo a su amigo Müller, de Oxford. A diferencia de la mayoría de visitantes de la época, Schliemann podía hacer com­ paraciones de primera mano con otros edificios «prehistóricos», en concreto con uno que él y Dôrpfeld habían sacado a la luz el año anterior. En la carta, decía a Müller que Kefala alberga­ ba «un edificio de grandes dimensiones, semejante al palacio prehistórico de Tirinto y, al parecer, de la misma época, pues la cerámica hallada era totalmente idéntica a la encontrada en T i­ rinto y en los sepulcros reales de Micenas».65 Aquel mismo año, Ernst Fabricius publicó un informe detallado de las excavacio­ nes de Kalokairinos, en el que coincidía con Haussollier en que la fecha del edificio y los objetos de su interior eran la misma que la de los palacios de Micenas y Tirinto.66 Una vez disipadas todas sus dudas acerca de la importancia del emplazamiento arqueológico, Schliemann reanudó sus esfuerzos para obtener los derechos de la excavación. Entre­ tanto, el poder sobre las antigüedades de Creta había pasado de Photiades a Hazzidakis, quien había decidido mantener la pre­ sidencia del Syllogos de Candía, antes de terminar su período de dirección en 1883, y aparecer así como el defensor más influ­ yente del patrimonio griego de la isla. Por consiguiente, Sch­ liemann ya no vio la necesidad de dirigirse a la Asamblea en persona; trataría de convencer a Hazzidakis de hacerlo por él. Hazzidakis no fue del todo honesto con Schliemann en cuan­ to a las posibilidades que tenía de que la Asamblea aprobara su petición;67 por otra parte, había asuntos pendientes con los propietarios de las tierras. Schliemann hizo lo posible por lle­ gar a un acuerdo con ellos, como publicaría el Athenaeum con

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pesar el 16 de octubre: «El doctor Schliemann sigue topándo­ se con impedimentos para emprender las excavaciones que tan­ to desea llevar a cabo en Creta. Tenía intención de excavar en una colina donde se halla el yacimiento arqueológico de Gnossus [sic], pero el propietario ha muerto recientemente, y los tutores de sus hijos no permitirán ningún tipo de excava­ ción, a menos que el doctor Schliemann desee adquirir toda la propiedad —casi todo el emplazamiento de Cnossus—por varios miles de libras».68 Parece que «todo el emplazamiento de Cnossus» ocupaba una zona extensa, y comprendía una finca agrícola abandona­ da y poco deseable, según daba a entender el Athenaeum el 6 de noviembre, que no dejaba de informar del desarrollo de los acontecimientos: «Lamentablemente, el doctor Schliemann ha regresado a Atenas tras su infructuosa misión en Creta».69 Al parecer, las autoridades turcas de Constantinopla le dijeron que llegara al acuerdo que quisiera con los terratenientes, «pero que, fuera como fuera, debería entregar una fianza de mil libras como garantía de no conservar nada de las excavaciones». Mil libras eran incluso para Schliemann una cantidad desmesurada. O b­ viamente los turcos habían aprendido la lección, pues en el informe añadían: «Las condiciones anteriores que propuso en el Troad de quedarse con los “ duplicados” fueron considera­ das excesivamente indulgentes, pues nunca se han encontrado verdaderos “ duplicados” , ya que en realidad siempre hay algu­ na que otra diferencia entre las muestras, aunque sea míni­ ma». La Asamblea de Creta se negó a expropiar la finca para el Estado, según la práctica generalizada en la Grecia peninsu­ lar, de manera que los dueños, al verse en una posición fuer­ te, elevaron el importe a cuatro mil libras. El informe reco­ nocía: «Es cierto que en la finca había doscientos olivos, pero

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la suma era ridicula de tan exorbitante, e insistían en obligarle a comprar más tierra de la que necesitaba. El lugar que pide el doctor Schliemann es un promontorio no natural que ocupa el centro de la antigua Gnossus, bastante alejado de la aldea dise­ minada que hay en la actualidad, en la que ya se habían des­ cubierto restos arcaicos» . Schliemann tenía la impresión de que querían engañarle para que comprara el valle entero, con la aldea de Makriteicos incluida, de modo que rehusó aceptar tan­ to las exigencias como el precio. El informe terminaba con una conclusión apesadumbrada al recordar que Schliemann había visto en Kefala «un edificio inmenso que asomaba, pero no podía saber con exactitud qué era —si un Megarón, como espe­ raba, o un templo—, con lo cual se vio obligado a marcharse sin haber conseguido hundir la pala en el suelo». Schliemann no regresó a Creta hasta febrero de 1889, cuan­ do hizo un último intento de hacerse con Knosos. Una vez más, contemplaba el edificio subterráneo de Kefala con la esperan­ za de revelar él mismo los misterios que entrañaba. N o obs­ tante, en esta ocasión se jactó en una carta a su amigo Virchow de que, dado que sólo medía cincuenta y cinco metros de lar­ go y cuarenta y tres de ancho, podría desenterrarlo en cuestión de una semana con cien hombres,70 afirmación que habría hecho palidecer a Dorpfeld. Aun así, tampoco esta vez logró llegar a un acuerdo con los propietarios del terreno. Al parecer, sospe­ chaba que querían estafarle al enumerar más olivos de los que había en la finca, un ardid cretense bastante habitual en la épo­ ca. Aquel fue el último intento de Schliemann de adquirir Kefa­ la, así como su última visita a Creta; su muerte en 1890 dejó vía libre al siguiente aspirante. Cuando apenas habían pasado cuatro meses del funeral de Schliemann, el erudito francés André Joubin consiguió de uno

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de los propietarios de Kefala el permiso para excavar durante dos años. Poco después de ser nombrado director de la Escue­ la Francesa de Atenas, Théophile Homolle había enviado a Joubin a Creta para que iniciara las exploraciones, como habían hecho Halbherr y Fabricius, si bien con instrucciones concre­ tas de reivindicar el yacimiento arqueológico para Francia —pues Haussoullier era quien había dado a conocer por vez primera la importancia del lugar—, antes de que Alemania reiterara su petición.71 En 1890, los disturbios sociales impidieron a Joubin dirigir siquiera una excavación, de modo que a finales de mayo tuvo que regresar a Atenas. N o obstante, aquel otoño el A nti­ quary prometió que: «La Escuela Francesa ha formalizado el contrato con los propietarios de las ruinas del gran edificio anti­ guo de Cnossos, con el fin de excavar; las obras concluirán en dos años».72 En febrero de 1892, Halbherr puso al corriente a Evans de la situación. La Escuela Francesa había consultado a quie­ nes habían mostrado un interés previo por el yacimiento, entre los que se contaba el propio Halbherr, y correspondía a Joubin iniciar las excavaciones científicas modernas en Knosos en repre­ sentación de la institución.73 El encuentro de Evans con Halbherr fue uno de los m o­ mentos decisivos para la carrera del primero. La desilusión del trabajo en el museo y el deseo de ampliar sus horizontes con­ tribuyeron a acentuar el interés de Evans en el mundo que Sch­ liemann, sin darse cuenta, había sacado a la luz en la Grecia peninsular, y que Kalokairinos había empezado a revelar en Creta. Si se aceptaba la previsión de Petrie de que había un importante precedente en Micenas, y si la teoría de Milchhófer sobre la ubicación original de las «piedras de la isla» de Cre­ ta con inscripciones iba a ponerse a prueba, Halbherr era el guía idóneo. Evans procuró sacar el máximo provecho de un lugar

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que para la mayoría seguía siendo un misterio, poco más que el lugar ancestral de las leyendas, una isla encantada donde habi­ taban los grotescos personajes de los mitos fantásticos. En Roma, ya se habían concebido nuevas ideas al respecto, pero aún no habían dado sus frutos. Antes de embarcarse en nuevas aven­ turas en el extranjero, aún quedaba mucho por consolidar en Inglaterra.

Forasteros civilizados Edward Freeman había viajado a España a principios de año, mientras Arthur y Margaret se hallaban en Italia. Freeman con­ trajo entonces una extraña fiebre -que resultó ser viruela—y murió en Alicante el 16 de marzo. Fue un duro revés para su hija, cuyo estado de salud también era débil. En cambio, en la casa de los Evans de Nash Mills la vida había dado un giro afor­ tunado. John Evans entró a formar parte en junio de la lista honorífica de la reina Victoria como Caballero Comendador de Bath. Poco después de obtener el título de «sir John», con­ trajo matrimonio nuevamente. Su nueva esposa, Maria Milling­ ton Lathbury entró en su vida cuando le permitió asistir a la reunión de Anticuarios —que no aceptaba la participación de mujeres—en calidad de invitada del orador, F. C. Penrose. Los amigos y la familia de John le habían instado a casarse otra vez, pero éste se había quejado de que no le interesaban las «seño­ ras mayores ni los niños». María no era ni una cosa ni la otra. Rondaba la treintena, acababa de licenciarse en el Somerville College (Oxford), donde había estudiado lengua y cultura clá­ sicas, y además conocía a Arthur y a Margaret. Su especiali­ dad era la indumentaria de la antigua Grecia, y había estado en

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la Península para estudiar una serie de representaciones que le valieron de base para el libro que estaba preparando sobre la materia.74 A aquel primer encuentro siguió un breve noviazgo, que se consumó en matrimonio el 9 de julio de 1892. Arthur regresó a Oxford y dejó a Margaret bajo el sol esti­ val de Dover. Su máxima preocupación era trasladarse a Boars Hill para huir de lo que consideraba en muchos aspectos un cli­ ma insalubre. A principios de octubre, llevó a Margaret para dar su visto bueno al lugar donde construirían su futura casa. Pasearon por el bosque y es posible que Arthur le hablara de por qué la colina recibía aquel nombre. Por el lugar circula la leyenda de que un académico de Oxford llegó hasta allí un día soleado con la idea de buscar un lugar tranquilo donde estu­ diar. De repente, un jabalí arremetió contra él para devorarlo. El académico, que sólo iba armado con una costosa edición de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, metió el libro en la boca del animal y lo mató de asfixia.75 Arthur debió de quedar encan­ tado al poder dar al fin un uso práctico a una obra de referen­ cia clásica. Margaret dio su aprobación, y Arthur insistió para que su padre le ayudara a conseguir aquellas veinticuatro hectáreas, y además alegó que el lugar era idóneo para encontrar paz. Al final, John Evans accedió, y en los últimos días de octubre cerra­ ron el trato. Arthur levantó la primera casa con la madera de los pinos del lugar, que medían casi dos metros y medio; ins­ taló una plataforma sobre los tocones, y construyó una cabaña de madera elevada con una amplia galería cubierta que rodea­ ba la plataforma. Su intención era evitar que la humedad del suelo afectara a Margaret, aunque quizá también pensaba en la posibilidad de encuentros imprevisibles con los animales del bosque. Vivirían en la cabaña durante el tiempo que emplea-

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ran en construir la casa definitiva en el centro de la finca. Con la tranquilidad que le daba pensar que todo estaba en orden para emprender la siguiente etapa de su vida en Oxford, regresó a Italia con su esposa para pasar el invierno. Margaret se quedó en Bordighera con su hermana, y Ar­ thur viajó hasta Sicilia para completar el cuarto volumen de su fallecido suegro, Sicilia, el tributo final a su maestro. Parece que llegó a escribir un cuarto del libro, pero, según admitió el propio Freeman, su influencia era patente en buena parte de la obra.76 La crítica se fijó en las aportaciones del joven a la obra y presagió: «Tiene más perspicacia histórica, y un instinto más auténtico para determinar aquello que tiene importancia his­ tórica y localizarlo, de los que Freeman ha tenido jamás».77 Al terminar el volumen sobre Sicilia, Evans tuvo tiempo para pensar en su próximo objetivo: la isla que Halbherr le había mostrado. En enero de 1893, pidió por carta a su ayudante en el Ashmolean que le enviara su ejemplar personal del Anfange der Kunst de Milchhôfer a Italia, mientras iniciaba un estudio minucioso de las «piedras de la isla».78 A mediados de febrero, Evans fue hasta Atenas para encon­ trarse con John Myres en la Escuela Británica. Myres había lle­ gado a Atenas para impartir clases durante el trimestre de oto­ ño de 1892, y había sacado el m ejor partido posible de las asignaciones de su beca de investigación viajando por toda Grecia. Llevó a Evans a Shoe Lane, en el mercadillo situado bajo la Acrópolis ateniense, donde regateaban con los trafican­ tes de antigüedades. «He comprado una preciosa cuentecilla de oro de la época micénica», decía Evans en una carta a Marga­ ret. «La he encontrado entre muchas baratijas. La pieza, una daga micénica, está partida en tres pedazos, pero los uniré; ade­ más, son prácticamente desconocidas fuera de Grecia.»79

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En el mercadillo de Atenas, Evans realizó el primer gran descubrimiento de su carrera, el descubrimiento al que suelen referirse como «el decisivo» para alejarlo de una vida rutinaria como académico y conservador de un museo. Con las imáge­ nes de M ilchhôfer y con el recuerdo aún fresco de los m i­ núsculos sellos fenicios que Greville Cheste había donado al Ashmolean cuatro años atrás, Evans adquirió unos sellos nue­ vos que, según le habían asegurado los comerciantes, eran cre­ tenses. Al contemplar durante los meses siguientes las piedras semipreciosas con aquellas extrañas inscripciones, inició el pro­ ceso de alquimia intelectual que su padre aplicaba con las mone­ das y otros objetos: una vez la antigüedad había sido adquirida, cobraba un significado mucho mayor del que podía tener en la vitrina de un museo o como parte de la colección de otro. Y es que ofrecía al especialista la posibilidad de crear en torno al pre­ ciado objeto una teoría que pudiera explicar su función en un contexto antiguo y al mismo tiempo otorgarle la importancia con­ siguiente en un contexto moderno para, de este modo, real­ zar el valor del mismo en todos los aspectos. Así pues, acaba­ ba de comenzar el período de gestación para la nueva teoría de Evans sobre los sellos de piedra, que tanto influiría en los estu­ dios sobre la cuenca del Egeo y que abriría paso a una segun­ da mitad de su vida mucho más gratificante. En el M useo Arqueológico Nacional de Atenas, Myres mostró a Evans las antigüedades que había estado estudiando, y analizaron detenidamente los asombrosos objetos que Sch­ liemann había hallado en Micenas y que tanto habían llamado la atención de Evans diez años atrás. Sin embargo, había algo más importante que las máscaras de oro que Schliemann dio a conocer; algo que se reveló posteriormente, durante la fase de estudio arqueológico menos sofisticada, pero no menos fasci-

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nante, que sigue al trabajo preparatorio. Lo que más preocu­ paba a Schliemann era contar y valorar los objetos de oro, que, al igual que suele ocurrir con el mineral, eran extraídos de la tierra, y por tanto con un cepillo suave bastaba para poner al descubierto su esplendor. Por consiguiente, el conservador ate­ niense Athanasios Koumanydes se encargó del resto de hallaz­ gos, para los que era necesario invertir tiempo, cuidado y pacien­ cia al limpiar las capas de tierra y corrosión, y reveló así los secretos que entrañaban. Los conservadores de los museos son los héroes olvidados de la arqueología. Desde sus laboratorios, limpian y recuperan con tranquilidad materiales antiguos; pueden llegar a dedicar cientos de horas a un único objeto que el arqueólogo de cam­ po ha extraído del lugar de la excavación en cuestión de segun­ dos. Los metales en concreto suelen presentar problemas: la pla­ ta se vuelve negra con el paso de los años, el bronce se recubre de una pátina verde que le sirve de capa protectora, pero lue­ go se desmenuza y se deteriora. El conservador no puede dete­ ner el proceso de deterioro, pero trata de hacerlo lo más lento posible para que pueda apreciarse la obra de arte. Koumanydes limpió con meticulosidad una colección de dagas de bronce halladas en el círculo de tumbas A de M ice­ nas, y descubrió que muchas tenían incrustaciones de oro, pla­ ta y cobre, y algunas estaban decoradas con la complicada téc­ nica de niel, que consiste en rellenar con una mezcla negra de azufre y plata, o cobre, los huecos superficiales que han que­ dado al fundir el metal, y luego calentarla hasta que se adhie­ ra. Fue el primer hombre moderno en ver las magníficas esce­ nas de caza de leones con dibujos de animales y flores, pintadas esencialmente sobre metal, gracias a las cuales los entendidos empezaron a fijarse en el arte micénico y sus creadores, hasta el

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punto de equiparar sus habilidades con las de los mejores meta­ lúrgicos del mundo. Sin embargo, lo que más impresionó a Evans fueron los frag­ mentos de una vasija de plata de Micenas con el borde chapa­ do en oro, decorada con unas figuras humanas minúsculas hechas con la técnica del repujado, es decir, modeladas para formar un relieve, y luego cinceladas, o grabadas, para añadir otros deta­ lles. N o se conservaban más que unos pocos fragmentos de la enorme vasija, que debía de haber medido unos tres metros sesenta y cinco de alto, pero bastaban para revelar la escena de dos honderos frente a unos arqueros arrodillados, todos ellos desnudos, luchando por defender una ciudad donde se ve a las mujeres agrupadas tras un parapeto. En una serie de anotacio­ nes que Evans debió de esbozar allí mismo,80 el joven deja cons­ tancia de una primera impresión muy entusiasta: «Con esto, se ha hallado por primera vez en el arte micénico un tema muy conocido en arte oriental. Pero Homero y Hesíodo ya lo cono­ cían. Confróntense las descripciones de escudos de Aquiles y Heracles». En las notas descartaba las sugerencias de otros espe­ cialistas, que apuntaban a que la vasija era de origen egipcio o sirio, y prefería ubicar aquel excelente trabajo estrictamente en el Egeo, para lo cual citó una vez más al escritor beocio del siglo VI, autor de Teogonia, el estudio más antiguo sobre los mitos grie­ gos: «Tanto en el tratamiento que da Hesíodo al tema, como en el que se da en la vasija de plata, existe una diferencia con lo egipcio, sirio, etcétera. En este arte, el enemigo suele aparecer derrotado (por lo general, asediado). En cambio aquí, aunque por desgracia sólo podemos ver un lado, por la actitud de las mujeres es evidente que el desenlace del combate es aún incier­ to. El objeto del artista —como el de Hesíodo—era sencillamen­ te representar el fervor de la batalla». Evans se maravillaba del

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efecto emotivo de la escena, en la cual veía «un espíritu mucho más libre y democrático», un concepto que para él distinguía a los micénicos europeos de sus contemporáneos asiáticos. Al repertorio de arte micénico se añadieron más y mayores maravillas. Unos años antes, Schliemann había pretendido exca­ var en una tumba circular próxima a Esparta, pero cuando Sayce fue hasta el lugar para hacer un reconocimiento, informó de que había sufrido demasiados saqueos, de modo que se mar­ chó.81 Christos Tsountas, el joven arqueólogo griego que, tras el abandono de Schliemann, se había hecho cargo de las exca­ vaciones de Micenas en 1886, asumió el relevo en Esparta y diri­ gió una excavación de rescate en la tumba en ruinas próxima a Vafeio, en el yacimiento de Pharis, en 1888. Tsountas descu­ brió que Schliemann no iba mal encaminado y que los saquea­ dores de tumbas no habían encontrado los tesoros más valiosos de arte micénico hallados hasta ahora. Se trataba de dos copas de oro, cada una de unos diez .centímetros de alto, con unos dise­ ños cuidadosamente cincelados. Los objetos estaban tan bien conservados y la elaboración era de una minuciosidad tan exqui­ sita, que aún hoy siguen asombrando al mundo del arte.82 La primera de las «copas de Vafeio», como se las conoce, presenta una cacería de toros salvajes con una red extendida entre dos árboles, en la que uno de los animales ha caído, mien­ tras otro ataca a sus perseguidores y un tercero huye galopan­ do sin tocar el suelo por un paisaje con palmeras. La segunda copa muestra un ganado domesticado pastando entre los oli­ vos. Evans copió las imágenes de las copas con minuciosidad, y consideraba la composición extraordinaria, aunque comentó de la primera que «... la postura del toro no es muy natural, y la del toro que embiste detrás con todo el cuerpo es poco acer­ tada. La posición del hombre corneado tampoco está bien cal­

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culada». Sin embargo, reconocía que, «por lo demás, la demos­ tración artística es asombrosa y parece que pertenece a un perío­ do muy posterior. N o es esquemático, y su originalidad muestra que no sigue ninguna tradición de las formas antiguas (¡¡Com­ párese con el arte griego arcaico!!)». Cada vez eran más los académicos que se daban cuenta de que los utensilios, las imágenes y las ideas en el arte de los micénicos podían asociarse fácilmente con los hechos y los objetos descritos en los poemas homéricos. Por su parte, Evans relacio­ naba la escena pacífica de las reses domesticadas de la segunda copa con el pasaje de la litada que relata cómo el guerrero Ada­ mas, tras ser atravesado por una lanza por Meriones, «se agita­ ba como un buey a quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas». Por otra parte, el mugido del toro de la copa con la escena violenta le recordaba otra muerte truculenta, la de Hipodamante atravesado por la lanza de Aquiles al saltar de su carro para huir: «Aquél exhalaba el aliento y bramaba como un toro al que los jóvenes arrastran a los altares de Poseidón ...».83 Sólo una década antes, Evans se había mostrado reacio a tener en cuenta la insistencia de Schliemann sobre el hecho de que los micénicos eran los héroes de Homero. En cambio, aho­ ra acogía maravillado el nuevo reino de los micénicos de H o ­ mero. En un manuscrito inédito, titulado «Notas sobre los orí­ genes y las afinidades de la cultura micénica», las primeras palabras decían: «La cultura micénica surge como Afrodita del mar. Se alza ante la vista como una cultura desarrollada; es como si en tierra europea desembarcara una civilización extraña entre bár­ baros».84 Evans imaginaba a Europa descendiendo del lomo del toro, o la figura de una mujer espléndida surgiendo de la men­ te de Schliemann, como Atenea surge de la cabeza de Zeus en el mito griego.

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Las notas sueltas de Evans —que seguramente datan de febre­ ro de 1893—revelan que se trata de un período en que dejó atrás el escepticismo en cuanto al hecho extraordinario de que el arte griego surgió de Micenas, pero también muestran la dirección hacia la que empezaban a conducirle sus observaciones. Así, escri­ be: «Todo apunta a que el sudoeste asiático es la fuente orig. de la pobl. mic. en Creta como centro del primer Estado griego. Es posible que Minos contribuyera en buena parte a extender esta cultura».85 El legendario rey cretense empezaba a convertirse en una figura histórica, y las raíces del helenismo, por tanto, estarían en Creta.

De Margaritas y brezos Con las maletas llenas de nuevas adquisiciones y nuevas ideas cerniéndose en su cabeza, Evans partió de Atenas para ir hasta Italia a principios de marzo de 1893 y encontrarse con M ar­ garet. Quizás al fin se había dado cuenta del grave estado de salud en que se hallaba su esposa, pero ya era demasiado tar­ de. El domingo 11 de marzo, Margaret «tuvo un violento paro­ xismo de dolor, y murió al cabo de una hora, sujetando la mano de Arthur hasta el final», recordaba su hermanastra.86 Tras la muerte de su padre, apenas hacía un año, Margaret había inten­ tado organizar los documentos de éste con la intención de pu­ blicar un libro sobre su vida y una selección de su correspon­ dencia, pero su debilidad se lo impidió, y el reverendo William Stephens, amigo de la familia, asumió la tarea. En el prefacio de la Vida y cartas de Freeman, aquél elogia la devoción de la joven por su padre: «Jamás una hija ha sentido tanto afecto por un padre como ella; jamás una hija se ha esforzado con tanta

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diligencia como ella para ayudar en un trabajo que debía sal­ vaguardar la memoria de su padre».87 El funeral se celebró el domingo por la tarde. Margaret fue enterrada en la parte del cementerio de Alassio destinada a ciu­ dadanos británicos. Su lápida conmemoraba la devoción que en vida mostrara por su padre, para el que «había sido su mano derecha», y por su esposo: «En viajes agitados, en épocas tur­ bulentas y en momentos tranquilos de estudio, fue una abne­ gada esposa, como pocos han conocido. Su espíritu entusiasta y radiante, impertérrito ante el sufrimiento hasta el final, siem­ pre en pos del bienestar de quienes la rodeaban, hizo larga una vida corta».88 Evans hizo él mismo una corona con margari­ tas, retamas fragantes y brezo blanco del Mediterráneo, que le sirvió de inspiración para un poema que conservó para sí.89 A Margaret, mi amada esposa De Margaritas y brezos y retama fragante es esta corona blanca que esta noche le entretejo. Flores del sol y de los páramos altos que recorrimos juntos. Una es el ojo del día que anuncia el nombre de mi bienamada. Era libre como el aire, pura como el azul del cielo, y jamás un hombre conoció perla tan rara, ¡amor tan verdadero!

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«Aún no he asimilado del todo la desgracia que me ha sobre­ venido ... N o creo que nadie sepa jamás lo que Margaret ha significado para mí. Todo parece sombrío, y no hay lugar para el consuelo», decía Evans en una carta a su padre.90 Nunca vol­ vería a casarse, ni a estar tan cerca de una mujer como lo había estado con ella. Aquella temprana muerte le había afectado pro­ fundamente, y Evans pertenecía a una generación que entregaba sus corazones a una sola mujer para siempre. El y M ar­ garet habían intentado tener hijos, y le achacaban el fracaso a ella, pese a que la falta de atención de Arthur, además del deseo por hombres jóvenes que éste reprimía —y que afloraría poste­ riormente—, podrían haber contribuido a ello. Ahora ella había muerto, y él estaba solo. Su instinto paternal resurgiría más ade­ lante, al encontrar estabilidad y seguridad material, y adopta­ ría a dos niños; pero hasta el momento, cualesquiera que fue­ ran las emociones que expresara a través de Margaret estaban guardadas bajo llave en lo que su hermanastra llamaba «la for­ taleza secreta de su corazón». Con Margaret quedaron atrás muchos aspectos de la pri­ mera etapa de la vida de Evans. Su último proyecto compar­ tido había sido terminar la historia de Sicilia, y fue también su último vínculo con la isla, que a partir de entonces le recor­ daba demasiado la muerte y el espíritu de los seres queridos que habían fallecido. Pasados tres días de duelo, Evans partió rumbo a Parma, donde exploró Terramare y las cuevas de Liguria en busca de pistas que revelaran la existencia de una sociedad neolítica de habitantes de las cavernas;91 luego se desplazó hasta Zagreb para volver a visitar el lugar donde había vivido su primera aven­ tura en los Balcanes, acaso en un intento de revivir los tiempos en que era un joven estudiante, valiente y desinhibido, años /

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atrás. En junio, regresó a Oxford para refugiarse en la soledad que le ofrecía la cabaña de Boars Hill, el nido que había cons­ truido sobre los árboles para Margaret. Poco después de perder Arthur a su mujer, sir John y lady Evans tuvieron una niña, a la que llamaron Joan por su padre. Arthur compartió con Charles Fortnum la inquietud que le causó la noticia, quizá porque él mismo no había sido capaz de consumar su paternidad, y su padre, un hombre ágil de sesen­ ta y nueve años, era capaz de hacerlo con facilidad. Con el tiem­ po, Evans aceptó a su hermanastra, que para él resultó ser tan útil y competente como su fallecida esposa, además de una con­ fidente íntima. El tono de la emoción que sintió queda patente en el papel de carta que encargó: con un elefante en el membrete, el pa­ pel blanco habitual llevaba una gruesa franja negra en los bor­ des, para recordar su pérdida y afirmar su intención de no olvi­ darla nunca. Evans siguió empleando el margen negro en toda su correspondencia, como si se tratara de una barrera contra cualquier posible intruso de la intimidad de una persona que había decidido mantener la privacidad en todos los aspectos para el resto de su vida. Tenía cuarenta y dos años y era un periodista frustrado al que habían vedado la entrada en Aus­ tria, un marido fracasado, que acababa de quedar viudo, sin herederos, y tenía fama de ser un oponente tenaz, aunque un idealista incorregible, de la tiranía. Sin embargo, sobre todo estaba cansado de administrar el Ashmolean y de tratar de recau­ dar fondos constantemente para el museo; estaba harto de tra­ tar con las autoridades de Oxford, pues no podía acceder a sus círculos académicos porque eran demasiado cerrados, y por­ que tenía un espíritu inconformista. Estaba preparado para un nuevo giro en su vida, y el camino más atractivo era el que

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le había mostrado Halbherr. La diligencia juvenil de John Myres preparaba un nuevo camino, pues ya había empezado a explo­ rar las amplias avenidas que se abrían a un nuevo mundo con las claves para descubrir una nueva civilización, «espoleada por la brisa del Egeo».

Capítulo 3 Candía (1893-1900)

Jeroglíficos micénicos Mientras Arthur Evans iniciaba un largo y solitario viaje a tra­ vés de Europa a mediados de marzo de 1893, aferrado a los sellos de piedra que había encontrado en Atenas y que llevaban grabadas las claves de su próxima existencia, un entusiasta John Myres empezaba a abrir el camino de la nueva etapa en la vida de Evans. Arthur y Hogarth habían pedido a Myres que usara las becas de investigación para iniciar un estudio sobre los yaci­ mientos prehistóricos en Grecia y las islas, y explorar posibles yacimientos prehistóricos en Creta. El estudio arqueológico, que sobre todo consistía en visi­ tar yacimientos antiguos, observar los restos visibles y hacer una lista de éstos según los posibles períodos de ocupación, fue apla­ zado cuando Myres se lastimó la rodilla y tuvo que trasladarse a Euboea para recuperarse. Se instaló en la casa del helenista Edward Noel, que Myres describió como un lugar en el que imperaba la atmósfera feudal propia de una casa de campo ingle­ sa, pero en el centro de un pueblo griego. El joven aprove­ chó los dos meses de convalecencia para estudiar griego moder­ no y familiarizarse con las costumbres del lugar. Una de las que

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más le impresionaron fue la celebración de la Pascua ortodoxa. Según contaría años más tarde, la conmemoración de la resu­ rrección de Cristo con luces y fuego no habría sido posible aquel año si no hubiera oído al sacerdote comentar entre dientes que las cerillas para encender los cirios estaban húmedas. Así, entre iconos pintados al fresco, aquel inglés de recursos acercó una caja de cerillas seca al sacerdote, que la aceptó con sincero ali­ vio y susurró: «Gracias a D ios, porque Cristo resucitará des­ pués de todo».1 Al día siguiente, los hombres del lugar pre­ senciaron un acontecimiento cristiano ortodoxo, la «muerte de Judas», en el cementerio, una ceremonia que consistía en hacer estallar un muñeco que representaba al apóstol Judas y al que por ello vilipendiaban.2 En mayo, Myres ya estaba lo bastante recuperado para res­ ponder con entusiasmo a una petición de W. R . Patón, un esco­ cés de Aberdeen casado con Olympidis, la hermosa hija del alcalde de la isla griega de Kalimnos. Com o parte de su dote, había recibido una finca en la península turca, situada en el anti­ guo emplazamiento de Mindus, en la región de Canria, con el fin de contribuir al proyecto de su esposo de iniciar un estu­ dio sobre los monumentos antiguos de la península turca de Halicarnaso y Mindus, cerca de Bodrum, en la costa egea. A finales de mayo, Myres partió del Pireo, el puerto de Atenas, e hizo escala en varios puertos del Egeo sin perder ocasión de gozar de todas aquellas aventuras que solían presentarse a jóve­ nes curiosos, y por último desembarcó en el puerto de Kalim­ nos, donde vivía Patón. Kalimnos, una de las islas del Dodecaneso —en griego significa literalmente las «doce» islas—dispersas a lo largo del sudeste del litoral egeo de Turquía, era conoci­ da por sus pescadores de esponjas. Myres recordaba estar «rodea­ do de una flotilla de barquitas tripuladas por muchachos des­

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nudos de piel cobriza, que parecían estatuas de bronce anima­ das, como los conocían los antiguos». Le contaron que «eran hijos de los pescadores de esponjas ..., y que los padres solían lanzarlos a las aguas del puerto al cumplir el año: si flotaban y regresaban a la orilla, serían buenos pescadores de esponjas; si se hundían sin dejar rastro, habían tenido suerte de librarse de ellos».3 Myres trabajó con Patón durante dos meses, tiempo en el que se dedicó a recorrer las colinas de Caria; siempre encon­ traba algo de interés, tanto entre las ruinas antiguas como entre los carios y su estilo de vida. Era un observador entusiasta y le gustaba confraternizar con los lugareños (a diferencia de Evans, que siempre guardaba la distancia), lo cual le permitía adquirir conocimientos de primera mano sobre la costa de Anatolia y las islas adyacentes, y además le sería de gran ayuda en el futu­ ro, cuando veinte años después lo llamaran para luchar por su país en la zona. El estudio en Caria terminó a finales de julio de aquel año, tras lo cual Myres zarpó hacia Creta. En diciembre había escri­ to a Thomas Sandwith, que ya había abandonado sus labores consulares en Canea para jubilarse, con la intención de pedir­ le consejo sobre cuál era a su entender la mejor forma de bus­ car yacimientos prehistóricos. Al responderle, el ex diplomá­ tico le explicó en detalle lo que él recordaba como las normas de la ley turca en cuanto al hallazgo de antigüedades: «El des­ cubridor sólo puede quedarse duplicados; todos los originales, salvo en el caso de piezas pequeñas de joyería, pertenecen al Museo de Constantinopla». Las autoridades turcas sabían, sin embargo, gracias a Schliemann, que el término «duplicado» daba un margen muy amplio a quienes decidían sobre el valor que adjudicar a una antigüedad, sobre cuáles debían quedarse en

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el país donde habían sido descubiertas, y cuáles podían enviar­ se al extranjero sin pagar tasas. En la carta, Sandwith añadía a su consejo al joven explorador la siguiente advertencia: El botín se divide también entre el gobierno, el propieta­ rio de las tierras y el descubridor. Pero en la práctica, al no ser ésta una de las leyes irrevocable de los medas y los per­ sas, es susceptible de ser modificada ... Sin embargo, hay un obstáculo mayor que se presenta al descubridor de anti­ güedades, y son los celos patrióticos con que algunos grie­ gos cultos contemplan al extranjero. En Candía, se está crean­ do un museo donde estos caballeros cretenses ansian destinar todos los objetos de interés arqueológico que se descubran, y mientras las autoridades turcas prefieran enviarlos a Constantinopla, aquéllos no fomentarán la búsqueda de anti­ güedades, a la espera de que llegue el día en que la isla pase a manos del gobierno griego, lo cual no parece que vaya a ocurrir dentro de un tiempo apreciable.4 Sandwith apoyaba la posición oficial del gobierno británico de que la autoridad otomana, aun siendo imperfecta, ofrecía más estabilidad al Mediterráneo oriental de la que podían ofrecer unos gobiernos nacionalistas jóvenes a la hora de tratar con los problemas de poder después de varias generaciones de sumi­ sión a pueblos extranjeros. Myres hizo caso de la recomendación de Sandwith y se puso en contacto con el cónsul sucesor en Creta, Alfred Biliotti, quien le aseguró que no tendría dificultades para viajar en la mayor parte de la isla, y se ofreció a ayudarle facilitándole car­ tas de recomendación y suministros. Más tarde, Myres supo que, desde que Sandwith se había jubilado, el gobierno turco

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había modificado las viejas «normas sobre las antigüedades». Así, desde 1884 estaba prohibida la exportación de todas las obras de arte halladas en territorio turco. Para colmo de males, el Syllogos de Candía había adoptado una ley griega reciente según la cual todos los objetos antiguos pertenecían al Estado. Quien quisiera excavar en Grecia debía cubrir los gastos de un ins­ pector del gobierno, y sólo podía sacar del país dibujos o mol­ des de los objetos hallados.5 Sin embargo, para alivio de Myres, también descubrió que, por lo general, las normas turcas casi nunca se observaban y casi siempre eran desoídas. En Candía, Myres se alojó en casa del vicecónsul, Lysimachos Kalokairinos, el hermano mayor de Minos, el trujamán. Los tres fueron hasta Kefala, donde Minos habló al joven aca­ démico inglés de sus descubrimientos. En el Syllogos, Hazzi­ dakis mostró a Myres con orgullo la colección de antigüeda­ des, que iba en aumento; un grupo de objetos enseguida le llamó la atención o, al menos, así lo recordaría años más tar­ de. «Unos días antes, unos campesinos habían bajado una canas­ ta repleta de trozos de cerámica de la cueva de Kamares, en lo alto de la vertiente sur del monte Ida», escribió. Myres reco­ noció la similitud que había entre éstas y las que Flinders Petrie le había enviado a buscar tiempo atrás, cuando le aseguró su procedencia egea, y no egipcia, y allí podía demostrar con cer­ teza que eran de origen cretense, pues parecía que abundaban en la cueva. Asimismo, estaba prácticamente seguro de la época a la que pertenecían, pues en una tumba próxima habían hallado pie­ zas parecidas con un escarabajo de amatista, de la X II dinastía egipcia: la fecha coincidía con la que Petrie había asignado al material de Kahun. Al percatarse de lo importante que era aque­ lla correlación, Myres realizó dibujos en color de las piezas, se embarcó en el siguiente buque a vapor hacia Atenas y, en cues­

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tión de seis días, estaba comparando sus dibujos con los de los hallazgos egipcios en el Museo Británico de Londres.6 La corres­ pondencia era exacta. En septiembre, presentó el descubrimiento de lo que denominó «cerámica de Kamares» a la Asociación Bri­ tánica y aportó así, como predijera su maestro Petrie, uno de los medios más fidedignos para situar los descubrimientos de Cre­ ta en un período histórico, bien que un período calculado des­ de la perspectiva egipcia.7 Al poco de su regreso a Inglaterra, Myres trató de obte­ ner permiso para excavar en Creta. A diferencia de Evans, care­ cía de ingresos personales, pero confiaba en que Oxford, la Sociedad Helénica y la Escuela Británica de Atenas proporcio­ narían los fondos de buen grado. Escribió a Biliotti en octubre preguntándole si podía obtener permiso de las autoridades: «Propongo empezar en Gnossos, pero quiero conseguir un per­ miso general para mi próximo viaje, a fin de poder realizar exca­ vaciones de prueba en otros yacimientos que a mi parecer alber­ guen posibilidades. Y a poder ser, el gobierno debería conceder el permiso en el mismo lugar de las excavaciones, con tal de no toparnos con las autoridades del Museo de Constantinopla, pues lo echarían todo a perder al exigir que la parte que corres­ ponde al gobierno fuera transferida a Constantinopla».8 Aquel joven presuntuoso parecía no estar al corriente, o bien desen­ tenderse, de las anteriores peticiones de permiso para excavar y, además, parecía estar convencido de que podría embarcarse en un programa de investigación magnífico. N o obstante, al mismo tiempo el Instituto Arqueológico de los Estados Unidos hacía la corte a Halbherr ya que, al parecer, estaban interesados en que iniciara excavaciones en Knosos. El 1 de noviembre, Ernest Gardner, director de la Escuela Británica de Atenas, advertía a Myres: «Espero que no vaya y se te adelante en Gnos-

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sos; en Creta hay cabida para todos, pero en ocasiones ocurren cosas molestas como éstas».9 Myres escribió a Hazzidakis para pedir una aclaración, y a su vez éste le contestó: «Del modo en que están las cosas ahora, creo que será imposible concederle un permiso para excavar en Creta». Le habló de las dificultades que la isla tenía en aquel momento con Constantinopla, y le sugirió que no volviera a intentar obtener un permiso hasta al menos pasados tres meses.10 Así pues, Myres dirigió su atención hacia Chipre, que también estaba bajo el dominio turco, pero desde la Convención de Chipre celebrada en 1878 entre Gran Bretaña y Turquía, el gobierno británico administraba la isla como parte de la garantía británica para proteger los territorios del sultán asiático de la amenaza rusa y, por consiguiente, para los arqueólogos ingleses, que habían creado el Fondo para la Exploración de Chipre, era más fácil excavar allí. En la pri­ mavera de 1894, Myres se unió a las excavaciones de Amathus a cargo del Museo Británico, y durante la década siguiente se convirtió en uno de los especialistas en historia antigua de Chi­ pre más destacados. Myres ocuparía el octavo lugar en la lista de investigadores ilustres por tratar de revelar los misterios del Kefala, pero, como bien sabían quienes le antecedían, aún no había llegado el momento. ★★*

Arthur Evans llegó a Oxford el verano de 1893 para supervisar la construcción de su primera residencia permanente en Boars Hill, al tiempo que revisaba propuestas para el Museo Ashmo­ lean. Era el momento de construir con perspectivas de futuro. En septiembre, leyó un artículo en la Asociación Británica que hablaba del descubrimiento de un antiguo emplazamiento de pi-

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lares cerca de Glastonbury. Los primeros emplazamientos de pilares se descubrieron después de la sequía de 1851 en Suiza, cuando las aguas de los lagos alpinos descendieron a unos nive­ les sin precedentes y dejaron al descubierto los restos de made­ ra anegados de unas viviendas construidas sobre pilares levanta­ dos sobre el fondo del lago, que databan de entre el año 3000 a. C. y la conquista romana del siglo I a. C. Tras descubrirse, se anunció que las viviendas, llamadas las Moradas del Lago (en la actualidad, se cree que se trata de casas construidas sobre pantanales próximos a los lagos), eran de unas características pro­ pias de la Europa antigua. Evans se deleitó ante la posibilidad de la temprana llegada a Inglaterra de una forma respetada de civi­ lización, que él situó tres siglos antes de la conquista de Julio César en el 55 a. C. Formuló la hipótesis de que las tribus bel­ gas habían sido las primeras en llevar ideas europeas a Gran Bre­ taña, y fijó la fecha en el año 300 a. C., aspecto que explicaba en un extensa carta que se publicó a finales de septiembre en el Times bajo el título de «Influencias griegas e italianas en la Gran Bretaña prerromana». Evans añadía sus ideas recientes sobre lo que creía que podían ser los «efectos en el norte» del arte micé­ nico, que tanto le habían cautivado en Atenas: Poco más puede hacerse que aludir a esta cadena de causa-efecto de gran alcance, cuyos eslabones, como espero poder demostrar al final del modo más concluyente posi­ ble, forman una relación directa entre el estado de desa­ rrollo superior de los antiguos britanos o del arte céltico tardío, según los esclarecimientos más recientes, y las obras de orfebrería de la Irlanda cristiana por un lado, y por el otro el sistema ornamental más antiguo del mundo helé­ nico, el arte de Micenas.11

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Evans creía que el uso de espirales como diseño decorativo en ambas regiones era una prueba específica de algún tipo de con­ tacto entre las dos culturas; y este tema —el de la civilización griega más temprana, para la cual el arte micénico se estaba con­ virtiendo cada vez más en un modelo, y sus efectos sobre la In­ glaterra prehistórica—le permitía unir los dos mundos de la Anti­ güedad que más admiraba: su Gran Bretaña natal y el Egeo homérico. El 27 de noviembre, Evans dio su primera conferencia sobre aquellos micénicos recién adoptados en la Sociedad Helénica de Londres, concretamente acerca de una extraña variedad de obje­ tos de oro y joyas que había adquirido el Museo Británico el año anterior. El título de la conferencia fue «Un tesoro micénico de Egjna» («A Mykênæan Treasure fromÆgina»).12 Curiosamente, mantenía la grafía anacrónica y los acentos usados en griego anti­ guo, como «Mykênæ» en vez de la grafía correcta en inglés «Mycenae» y «Knossos» en vez de «Knossos», estilo que respon­ día a las estrictas normas de «pureza» del lenguaje que Edward Freeman dictaba. Esta ortografía siguió apareciendo en las notas de Evans mucho después de que la influencia de su suegro pudie­ ra haberse desvanecido, y mucho después de que, ante la pro­ ximidad del siglo X X , los editores hubieran modernizado las trans­ cripciones para adaptarlas a la máquina de escribir y a la industria de la imprenta.13 Evans aprovechó la ocasión de su entrada formal en el mun­ do de la arqueología para manifestar su opinión acerca de las «nor­ mas sobre las antigüedades» griegas y turcas, que prohibían la exportación de todas las obras de arte halladas en su territorio: Puede que haya diferencias de opinión en cuanto a las con­ venciones sobre retirar los grandes monumentos de la Anti­

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y güedad clásica del suelo en que han sido hallados, del sue­ lo al que pertenecen por naturaleza. En cambio, en el caso de objetos pequeños —hechos precisamente para el uso comercial, y que por ese mismo motivo no están vincu­ lados a su lugar de origen—, las consideraciones que cuen­ tan bajo otras circunstancias pierden su validez ... Es cierto que los griegos, o más bien el gobierno turco, no compar­ ten este punto de vista. Sin embargo, la teoría de que los actuales ocupantes de Grecia o los amos otomanos del Impe­ rio oriental son los únicos herederos de los monumentos menores de la cultura antigua seguramente no encontrará aceptación en el mundo exterior. ¡De hecho, sería muy duro que ni siquiera pudiera llegar hasta nosotros un jugue­ te de la cuna de la civilización!14

El contraste entre los «ocupantes» griegos y los «amos» turcos era una declaración más que evidente de sus preferencias par­ ticulares en cuanto a la precedencia étnica y el imperativo his­ tórico, y gustó a sus compañeros de la Sociedad Helénica. En lo que respecta a la Antigüedad, los «juguetes» con los que Evans había disfrutado en la infancia eran exactamente esos objetos que pretendía exportar de Grecia para seguirlos disfrutando de adulto. «Las leyes que no permiten que ni una moneda, ni una joya, ni una vasija salgan de una zona privilegiada, ade­ más de ser frívolas en sí mismas y de no poder asegurar el obje­ tivo que se proponen, infieren un grave daño contra la cien­ cia», añadía, y señalaba que la rigidez que caracterizaba las leyes provocaba la recuperación ilícita de objetos, excluyendo así todo contexto arqueológico. Ningún conservador europeo que quisiera aumentar las donaciones a su museo a través de activi­ dades en el Egeo estaba dispuesto a aceptar las condiciones de

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Grecia y Turquía. Al contrario, preferían buscar alternativas con las que burlar a las autoridades. Evans trazó la relación de paralelismos de estilo para las joyas de oro a partir de sus conocimientos de arte egipcio, sirio, griego, italiano, sardo, centroeuropeo y hasta caucásico. Al final, llegó a la conclusión de que el tesoro era sin duda micénico, aunque databa aproximadamente del año 800 a. C .; a pesar de que la época gloriosa de Micenas era anterior, en la isla de Egina habían sobrevivido algunas características de su arte. En la actualidad, esta perspectiva ha perdido su vigencia, ya que los propios descubrimientos que Evans realizó en Creta más ade­ lante demostraron que los hallazgos eran mucho más antiguos.15 Durante el debate que se entabló al terminar el discurso, Evans dio a conocer la noticia extraordinaria de que había des­ cubierto un sistema micénico de escritura jeroglífica. Desde que regresara de Atenas, había vuelto a examinar diversas veces los sellos «fenicios» que Greville Chester había donado al Ash­ molean en 1888, y había comparado los signos grabados con algunos de los publicados por Milchhófer, de los cuales Adolf Furtwángler le había enviado unas copias impresas desde Ber­ lín. Durante el debate, Evans aportó sus propios originales, que había adquirido recientemente en Shoe Lane y seguían siendo de su propiedad, y aquellos que Myres había comprado en Cre­ ta para donar al Ashmolean.16 Declaró que tenía suficientes prue­ bas, unos sesenta símbolos, para afirmar que había existido una escritura «originaria de Grecia» y que las inscripciones eran seme­ jantes al conjunto de escrituras jeroglíficas de Egipto y Anato­ lia, aunque independientes. Aplicó las lecciones que había reci­ bido de su padre sobre clasificación, y dividió los símbolos en tres tipos que, según intuía, representaban estadios de desa­ rrollo que iban de dibujos a jeroglíficos hasta llegar a una escri­

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tura lineal.17 Quizás este primer resultado, que se había inicia­ do en el mercadillo de Atenas, fuera toda una sorpresa para muchos, aunque no para John Evans. Para él, aquello signifi­ caba que su deseo de ascender a los ancestros europeos de una categoría inferior de bárbaros a una categoría de civilización superior empezaba a forjarse como una realidad. El descubri­ miento empujó a Arthur a viajar cuanto antes a la supuesta fuen­ te de las gemas grabadas. En una carta que escribió a Charles Fortnum en noviembre, decía: «Cada vez estoy más impacien­ te; ¡quiero ponerme en marcha! ... Lo único que puede satis­ facerme es ir a Creta pasando por Sicilia», del camino trillado a lo desconocido.18

¡Cómo cayeron los héroes! Evans partió rumbo al Mediterráneo tan pronto el tiempo lo per­ mitió, y llegó a El Cairo en febrero de 1894. Aunque no le gus­ taba hallarse en el Egipto de su época y había contraído la mala­ ria, aprovechó la ocasión para completar de primera mano sus conocimientos —ya bastante amplios- de arte y arqueología egip­ cios con un estudio minucioso de la escritura jeroglífica, que Champollion había descifrado setenta años atrás. En muchos aspectos, Evans también era un discípulo de Flinders Petrie. Y es que buena parte de su vision sobre la dominación cultural y polí­ tica del antiguo Egipto sobre Oriente Próximo la debía a las rese­ ñas fidedignas de este estudioso. En marzo, Evans zarpó hacia Atenas, donde compró un pasaje para Creta en el Juno, un barco de la empresa austríaca Lloyd. Con el Juno —nombre romano de Hera, esposa de Zeus— Evans hizo su primer viaje a la tierra en la que «exploraría aque-

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lio que había detrás de las tradiciones de Minos y Dédalo, del legendario laberinto, y donde seguiría la búsqueda de una for­ ma de escritura aún más antigua»,19 como recordaría más tar­ de. N o obstante, en aquella' primera ocasión sólo se reservó quince días para aquel trabajo. Así, durante los idus de marzo de 1894, justo un año des­ pués de la muerte de Margaret, Evans pudo contemplar por pri­ mera vez el paisaje aparentemente inhóspito que había dado origen a las historias, a los misterios y a las claves para el nue­ vo mundo con el que se había obsesionado. Al amanecer, sobre la neblina de la mañana, se alzaban las grandes Lefka Ori, o Montañas Blancas, a medida que el Juno se alejaba de Melos e iniciaba el viaje de norte a oeste, hacia la parte más septen­ trional de Creta, dirección que la mayoría de viajeros tomarían, tanto en sentido figurado como literal, durante el próximo siglo de exploraciones. Desde una perspectiva marítima, Creta parece alzarse en medio del mar Egeo como la cabeza de un inmenso toro que embiste en dirección oeste. Sus cuatro macizos montañosos de caliza dura de color gris azulado surgen del mar para elevarse enseguida a 2.200 metros en las Montañas Blancas en el extre­ mo oeste, e incluso más alto, a 2.456 metros en Psiloritis, la cima de la cordillera de Ida, a la que se unen las Montañas Blan­ cas sobre Retimnon. El Psiloritis, el antiguo monte Ida, es el pico más elevado de la isla, así como el centro de leyendas tan­ to antiguas como modernas; era claramente el marco donde el Teseo de Kingsley perseguía al Minotauro. En medio de Cre­ ta, hay una ruptura que une las colinas onduladas del centro norte, donde está situado el pueblo de Herakleion (Candía), con la llanura de Mesara, en el litoral sur. Allí, las estribaciones del monte Ida se funden con el principio de la cordillera de

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Dikte que, en ese punto, se eleva al este rodeando la llanura de Lasiti, una meseta oculta a 900 metros sobre el nivel del mar. La cordillera se interrumpe de nuevo en el golfo de Mirabello, en cuya costa norte está enclavado el puerto de Agios N ikolaos, donde nace la casi impenetrable cordillera de Trifti, que domina el puerto de Siteia y se estrecha gradualmente hasta el mar de Egipto, por el extremo oriental de la isla. La luz del amanecer reveló el perfil del monte Juktas, un punto solitario de las estribaciones de la cordillera de Ida, más onduladas, en el mismo centro de la isla, y Evans distinguió entonces la inmensa frente, la nariz puntiaguda y la barba inter­ minable del fallecido Zeus, que yace de norte a sur y que, según decían los cretenses, estaba enterrado allí (éste es uno de los motivos por los que los griegos, para quienes Zeus es inmor­ tal, consideraban a todos los cretenses unos farsantes). Esta silue­ ta característica debió de bastar para superar el mareo de un via­ je de veinticuatro horas en barco. Al poco, el viejo vapori, como llamaban los griegos al barco de vapor, redujo la velocidad al aproximarse al resguardo del puerto de Candía. Las grandiosas bóvedas de piedra que los venecianos construyeran en su m o­ mento se alzaban, firmes, a lo largo de la orilla, mientras el León de san Marcos, símbolo del santo patrón de la República, con­ templaba sobre el fortín peninsular las oscilantes embarcacio­ nes de desembarco, que acudían a buscar a los recién llegados para competir por la clientela. Evans no tardó en encontrar una habitación con vistas al puerto y salir a descubrir en solitario el pueblo de Candía. La ruta desde el puerto le condujo hasta la gran iglesia de San Tito, el primer obispo católico de Creta, del que se cuen­ ta que fue nombrado por el propio san Pablo cuando naufragó en la costa sur de la isla durante la ocupación de R om a el siglo I

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d. C .20 Luego pasó a su izquierda, por delante de la Loggia, una elegante construcción de principios del siglo XVII, obra de Fran­ cesco Morosini, uno de los últimos gobernadores venecianos, autor también de la fuente que lleva su nombre en la plazole­ ta de enfrente, al norte, al fondo de la plaza del mercado, el pri­ mer lugar al que Evans se dirigió. Entre las estrechas callejue­ las del bazar, abarrotadas de tenderetes, Evans buscó a los vendedores de antigüedades y compró nada menos que vein­ tidós sellos de piedra cretenses por una piastra y media cada uno (una piastra equivalía a la centésima parte de una libra turca), con lo cual pagó por todas las piezas aproximadamente la cuar­ ta parte de una libra esterlina de aquella época; se miré por don­ de se mire, pagó un precio asombrosamente bajo. Evans buscó entonces a Fíalbherr pero, muy a su pesar, tan­ to él como Hazzidakis se hallaban en Canea. Al día siguiente, visitó al vicecónsul de Rusia, Ioannis Mitsotakis, que había par­ ticipado en el saqueo de la cueva de Zeus en el monte Ida poco después de que unos pastores la descubrieran en 1884. Por otra parte, había amasado una colección impresionante de exvotos —entre los que se contaban antiguas armas y armaduras grie­ gas, objetos que los guerreros solían entregar a Zeus en agra­ decimiento por una victoria—, antes de que el Syllogos intervi­ niera y enviara a Halbherr con un tal señor Aerakis de Candía para realizar excavaciones el verano de 1885.21 Mitsotakis esta­ ba más que dispuesto a desprenderse de los objetos robados, de modo que vendió a Evans veintiún sellos de piedra; pero hubo un objeto mucho más importante que todas las gemas que le ofreció, un objeto cuya visión sin duda le emocionó. Mitsotakis poseía un anillo de oro como los que Schliemann había hallado en Micenas y Tirinto, pero, según dijo, aquél pro­ cedía de Knosos. Seguramente Evans no pudo ocultar sus sen-

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timientos al contemplar aquel objeto de oro. Tenía en las manos una pista valiosísima, forjada en una antigüedad remota. Para él, la escena que había grabada en el anillo parecía «ilustrar una for­ ma de adoración de las piedras que en la actualidad aún se prac­ tica en la India y otros lugares. El dios, al que hacen descender mediante el ritual de la encarnación, aparece suspendido ante un obelisco sagrado que viene a ser una morada temporal o, según el lenguaje bíblico, un “Betel” ».22 A la izquierda del obe­ lisco, Evans distinguió un edificio que parecía un santuario con un árbol en su interior, quizá como el fresno sagrado Yggdrasil, el árbol de la vida, origen de los mitos teutónicos. Al ponér­ selo en el dedo, debió de sentir la presencia de Alberich o Wotan, o sus equivalentes griegos, Prometeo y Zeus. Según la leyenda germánica, quien poseía el anillo de los Nibelungos se conver­ tía en una suerte de iluminado, adquiría una conciencia más pro­ funda de sí mismo y de su misión en la vida. Evans se apresuró a comprar el anillo de Knosos, al que más tarde se referiría como uno de los «botines más valiosos» que halló en Creta. Al igual que otras veces, tenía la necesidad de poseer aquel vestigio de la Antigüedad; el anillo actuaba como un imán con otros objetos que empleó para construir un mundo de ideas, su primera com­ posición de lo que podía haber sido la religión cretense, y para crear un vínculo entre las Rhinemaidens (las sirenas del Rin) y sus primos naturales de los bosques de Creta. Es como si el poder del anillo hubiera dado a Evans la confianza de un Sigfrido en sus aventuras futuras, si bien con unas consecuencias menos trá­ gicas de las que sufrió el héroe germano. Pese a que el anillo era, estrictamente hablando, un objeto antiguo de gran valor cul­ tural, y por tanto debía de haber ido a parar a un museo, Evans conservó su poder para sí durante los cuarenta y cuatro años que siguieron.

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Lo siguiente que hizo fue acudir a la catedral de Agios Minas, que albergaba en un patio a la izquierda de la puerta principal el pequeño edificio que Hazzidakis y el Syllogos habían conver­ tido en un museo. Un año antes, el viajero italiano Vittorio Simonelli había quedado fascinado con el pequeño museo de una sala única, alargada, y lo describió de la siguiente manera: «... una auténtica sorpresa. U n lugar que alberga un verdadero tesoro de objetos de bronce, inscripciones, vasijas, piedras labradas y escul­ turas de mármol». Las piezas más destacables eran los bronces de la cueva de Zeus que Halbherr había rescatado de las manos de Mitsotakis. Cuando Simonelli había preguntado a su guía si tenían pensado ampliar la colección, éste respondió que esta­ ban esperando el momento oportuno; creían que era «preferible esperar un poco más, aunque nada es capaz de conservar mejor un monumento antiguo que la tierra, que ya ha hecho un buen trabajo durante muchos siglos».23 Al decir esto, el guía repetía la opinión de los griegos cretenses, como había descubierto Myres recientemente, ya que cualquier excavación que se emprendie­ ra en ese momento sólo iba a beneficiar al Museo Imperial de Constantinopla. El peligro era real, pues según oyó Evans había rumores de que Hamdi Bey amenazaba con ir a Creta para explo­ rar los yacimientos arqueológicos en persona. Aquella tarde, Evans conoció a Minos Kalokairinos y exa­ minó su colección de hallazgos hechos en las excavaciones de Kefala. Es evidente que Evans quedó muy impresionado con la cerámica, que, según observó, presentaba «diseños micénicos muy buenos», aunque tenía dudas en cuanto a los méritos de su descubridor, del que decía en su diario: «¡Tiene algo que de­ cir hasta de su antepasado más lejano!».24 Ya fuera por el poco respeto que sentía desde hacía mucho tiempo por hombres que se habían forjado una carrera por su

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cuenta, ya por tratarse de un asunto más personal, para Evans era difícil creer que Kalokairinos hubiera descubierto Knosos, y en el futuro lo excluiría de la historia moderna de los yaci­ mientos arqueológicos. Sin embargo, por el momento le seguía la corriente a aquel soñador que contaba historias inverosími­ les sobre el rey M inos —del que decía que recibía a la corte acompañado de sus jueces en la sala situada junto al palacio real de Knosos—, y se aprovechaba de sus amplios conocimientos sobre la región. Evans estaba impaciente por visitar el lugar de origen de todo cuanto había oído decir a Halbherr, Still­ man, Myres y ahora a Kalokairinos, de modo que contrató a un guía local llamado Poulakakis al quinto día de lo que pen­ saba que iba ser una breve visita, y el 19 de marzo se dirigió a Knosos. El trayecto de seis kilómetros pasaba por un campo que volvía a la vida después de un invierno lluvioso. Todo era nue­ vo para Evans, a la vez que familiar, quizá debido a los viajes que él había imaginado. Y es que Evans recorrería aquella ruta con regularidad durante la que sería la parte más creativa y más rica en experiencias de su vida. Salieron de Candía a caballo, a través de la puerta Kainoriou de la fortaleza veneciana, y cruzaron el gran foso sarraceno por un puente estrecho. Al llegar a la orilla opuesta, se encontraron con un grupo de tristes almas harapientas a las que se les prohi­ bía la entrada al pueblo. Se trataba de leprosos, que exhibían sus extremidades deformadas con la esperanza de despertar com­ pasión a los viajeros adinerados. La aflicción de aquellas personas conmovió a Evans, y repartió entre ellos parte de su dinero. Des­ de la orilla sur, el camino les condujo por cuestas embarradas y resbaladizas, y a través de un paisaje consagrado a la muerte. Aquellos eran los campos que el viajero británico Bernard R an­ dolph describió en 1680, once años después de la derrota de la

Ciudades Portuarias- CANDIA Pueblos modernos-Agios-Nikolaos Yacimientos antíguos-Knosos

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Candía veneciana frente a los turcos: «... es como un campo recién labrado, sobre el que apenas puedes caminar, en el que encuen­ tras pedazos de huesos de los hombres que murieron».25 En la época de Evans, ya se había establecido cierto orden y había un cementerio musulmán que crecía sin control. Unas diez genera­ ciones de cretenses musulmanes, entre ellos, muchos de los grie­ gos que se convirtieron al Islam a fin de asegurarse una parte de la administración de la isla, están enterrados allí, en su tierra natal. Muchos vivieron y murieron en la misma tierra que labraron y amaron; otros murieron durante las insurrecciones contra el gobierno turco. En todo el lugar, se alzaron los indicadores altos y relucientes mientras hubo conservadores encargados de man­ tener los recuerdos de las vidas que describían en escritura cur­ siva; más tarde, serían destruidos y usados para construir bloques de edificios cuando a principios del siglo X X los cristianos saquea­ ron el cementerio. Siguieron adelante, y Evans y su guía llegaron a un camposanto más pequeño y tapiado, donde las flores de colo­ res vivos del cementerio atrajeron su atención. Allí los cristianos habían enterrado a sus muertos, y siguieron haciéndolo después de profanar los monumentos musulmanes. Hicieron la primera parada en el monasterio turco (o Tekke) de Ambelokipi, una finca extensa de viñedos que delimi­ taba la frontera norte de Knosos. Los derviches los acogieron con la hospitalidad que les caracteriza, y hablaron a Evans de los motivos por los que había tensiones entre los lugareños. Así, le contaron que en su misma comunidad musulmana había gra­ ves divisiones: los campesinos gustaban de relacionarse con sus convecinos musulmanes, pero los «mahometanos del pueblo son una casta orgullosa y excluyente», entregada a una forma de fanatismo que promueve el odio.26 Dado que Evans había estado en Bosnia, se interesó por la difícil situación que vivía el

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país y buscó maneras de salvar el abismo, pero aun así jamás podría perder del todo la desconfianza y el odio por «el turco» que Freeman le había inculcado. Una vez recuperados, Evans y su guía abandonaron Tekke y al poco se adentraron en un paisaje donde los peñascos cedían paso a una construcción de ladrillos y piedra erosiona­ da, que sobresalía de la ladera y los viñedos. Se trataba de unos vestigios que recordaban que, en la época de Cristo, Rom a tenía derecho a reivindicar la riqueza de Creta. El camino les con­ dujo hasta una antigua ciudad fantasma, la colonia Juliana, des­ pués de pasar junto a la gran basílica de Belli y a través de la orquestra del anfiteatro, donde los colonos romanos pasaran las noches de verano inmersos en las historias interminables repre­ sentadas en forma de obras dramáticas, entre las que segura­ mente habría algunas originarias de su tierra natal, o quizás has­ ta de sus propios campos. Al torcer la última curva del camino, le mostraron su objetivo, situado en el fondo de un valle a la izquierda, pero a aquella distancia apenas podía divisar nada sin entornar los ojos. Así pues, se limitó a imaginar la protuberan­ cia de poca altura que sobresalía de una pendiente poco pro­ nunciada en la orilla oeste del río, como tantos predecesores suyos habían descrito. Descendieron la cuesta, ataron los caba­ llos a los árboles del borde del camino y cruzaron el montícu­ lo a pie, que para deleite de Evans, «estaba resplandeciente de anémonas de un blanco púrpura y rosado e iris azules».27 Evans bajó de un salto a las zanjas desmoronadas que Kalo­ kairinos había abierto quince años atrás. Retiró la maleza y, por primera vez, pasó los dedos sobre los signos tallados en los blo­ ques de arenisca que su amigo Stillman había descrito e ilus­ trado tan bien en 1881. ¡Halbherr y Myres tenían razón! Aque­ llo era en esencia lo que le había llevado hasta una isla de los

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confines de Europa. Fue un momento de reconocimiento en el que pensaría a menudo durante los años siguientes, sobre todo después de la vorágine publicitaria que acompañaría a la importancia internacional que alcanzaría Knosos y, por consi­ guiente, de la fama que alcanzaría el propio Evans. Tanto fue así que, en su memoria, se convirtió en un momento mítico. Resulta interesante comparar lo que afirmó más de treinta años después a Vera Hemmens, una periodista británica, con los acontecimientos que dejó escritos en sus libretas y publicacio­ nes de aquella primera etapa. «La primera vez que exploré el emplazamiento del palacio de Minos fue en 1894, en mi primera visita a Creta», recor­ daba Evans durante una entrevista con Hemmens en septiem­ bre de 1926, y añadía: En cuanto lo vi, sentí que era muy importante porque era el centro en torno al que giraban todas las leyendas de la Grecia antigua. Cuando descubrí el yacimiento había un viejo muro de poca altura en un extremo. Eso era todo. Exam iné la superficie del lugar detenidamente y recogí pedacitos de estuco pintado y de cerámica, suficiente para acabarme de convencer de que aquello era una maravilla. Vi que los lugareños tenían en las manos los trozos de unas tablillas de barro en las que había grabados unos signos de escritura en una lengua desconocida.

Esta versión resumida de un «descubrimiento» en primera per­ sona del singular en cuanto a Knosos era adecuada para la ima­ gen romántica que el público tenía de la arqueología, pero no era precisamente cierta. En el diario que mantenía en aquella época, escribió:

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El yacimiento de Knosos es muy extenso y ocupa varias colinas. Sin embargo, no parece que la acrópolis micéni­ ca sea la más elevada, sino la que hay al suroeste ... Aquí, en un lugar llamado XCL πίθβφία [ta pitaría], se hallan los restos de muros y pasillos micénicos (donde fueron halla­ das las grandes vasijas, o pitos) que Stillman y otros descri­ bieron.28 Así pues, no se trataba de una feliz combinación de «tiempo y azar», como diría su hermanastra años más tarde. Evans sabía perfectamente que Knosos era un emplazamiento importante desde que Stillman publicara su informe en 1881, trece años atrás. Además, durante el tiempo que pasó en las zanjas de Kefa­ la, había leído informes de una larga serie de expertos que ya habían recopilado pruebas que les permitieron formular teorías contradictorias sobre la edad y la identificación del yacimien­ to. Había conocido al primer descubridor de éste, y en casa de Kalokairinos había tenido en las manos «pedacitos de yeso pintado y de cerámica» que éste había recogido, aunque debe decirse que no mintió sobré la superficie de estas muestras. Su relación con Knosos no fue tanto un acontecimiento fortuito como una decisión consciente. Evans quería dedicar su esfuer­ zo a sacar a la luz la antigua Knosos, porque creía que ello le ayudaría a encontrar la respuesta a los orígenes desconocidos de los micénicos. Sabía muy bien que él era el noveno en una suce­ sión de aspirantes reputados que habían fracasado en el inten­ to, pero aquella tarde se concentró en sus posibilidades. En el camino de regreso a Candía, Evans y el guía se detu­ vieron en la aldea de Makriteicos, y parece ser que, mientras Evans buscaba vagamente antikas, se encontró un «fragmento extraordinario de una vasija de basalto negro». El inglés obser­

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vó: «Al principio, pensé que era un pedazo de algún tipo de cerámica romana en relieve, pero, para mi asombro, reparé en que era micénico, con parte de un relieve que representaba a unos hombres arando o quizá sembrando —¿acaso un altar?— y un recinto tapiado con una higuera. ¡Complementaba las vasi­ jas de Vafeio y era de estilo coetáneo a éstas!».29 Después del anillo de Knosos, Evans acababa de hallar el segundo vínculo material a los tesoros más grandes del arte micénico, además lo había vuelto a encontrar en suelo cretense, y en Knosos. Aquella mañana, Evans había llegado a Kefala algo escépti­ co, sobre todo tras la conversación con Kalokairinos, pero se mar­ chó de allí convencido de algo: en su diario anotó que los muros «a simple vista son muy complejos, pero no son precisamente el laberinto, como supone Stillman» (posteriormente añadió: «No, tras examinar el lugar más veces, creo que podría serlo»).30 Al día siguiente, su amigo Halbherr llegó de Canea con Hazzidakis y le guiaron en una visita por el museo. Hablaron de posibles excavaciones en el yacimiento de Kefala, y, según Evans, Hazzidakis «se burló» de la reivindicación de André Joubin. La posibilidad de excavar en Knosos que Joubin había obtenido en 1890 para la Escuela Francesa de Atenas se había acordado solamente con uno de los cuatro propietarios y duran­ te dos años, tiempo que ya había transcurrido. Además, había otro asunto más grave: Joubin había manchado su reputación a los ojos de los cretenses de origen griego al acudir a Constantinopla para ayudar a Hamdi Bey a organizar los catálogos del Museo Imperial, recién terminado, con lo cual era persona non grata. Com o escribió Evans: «Hadjidakis [Hazzidakis] y todos los griegos de la isla se muestran reacios a que Joubin dirija nin­ guna excavación, ahora que se ha convertido en un empleado turco y en un subordinado de Hamdi Bey».31 Evans aprove­

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chó la ocasión para presentarse como el mejor candidato para el puesto. El 21 de marzo por la tarde, Halbherr y Kalokairinos acom­ pañaron a Evans al yacimiento de Kefala y le mostraron otras antigüedades del valle de Knosos. Aquella noche, entabló una discusión formal con Hazzidakis, pero no sobre el derecho a excavar como habían hecho otros —aquel asunto sería tratado más adelante—, sino sobre adquirir la tierra en la que se hallaba el emplazamiento. Como coleccionista que era, Evans conocía muy bien los privilegios que acompañaban a la condición de propietario, y puso en marcha el plan que le valdría la mayor de las recompensas. Prolongaron sus conversaciones a lo largo del día siguiente y, al fin, acordaron que Hazzidakis negociaría con uno de los propietarios que parecía estar dispuesto a ven­ der y compraría una cuarta parte de la propiedad en nombre de Evans, lo que le daría el derecho a forzar la compra del resto de la propiedad. Luego Evans prometió que obtendría los fon­ dos de un organismo que pretendía crear en Inglaterra: «... el Fondo para la Exploración de Creta, que aún no existe».32 El plan estaba en marcha, y Evans decidió iniciar una pri­ mera expedición para explorar Creta por su cuenta. Salió de Candía el 23 de marzo hacia Retimnon, en dirección oeste. De camino, reparó en que las carreteras y los puentes estaban en mal estado. «N o encontré, ni siquiera en el pueblo, un lugar que pudiera considerarse un hostal. Debido a las insurreccio­ nes periódicas, la mitad de pueblos son un conjunto de edifi­ cios ennegrecidos, y por lo general el único alojamiento posi­ ble son unas cabañas con el suelo de tierra, aunque los habitantes me parecieron hospitalarios y serviciales.»33 En Retimnon, buscó al mismo guía de Halbherr, Alevisos Papalexakis, y contrató sus servicios. Como la excursión que él

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propuso coincidiría con el ayuno de la Cuaresma cristiana orto­ doxa que precedía el inicio de Semana Santa, «cuando el cara­ col común se convierte en el sustento principal de los orto­ doxos», Evans estaba encantado de haber encontrado a «un mulero que sabe hacer estofados de liebre cretense y, de vez en cuando, hacer sopa de ave ..., un ayudante de valor inestima­ ble». Sin embargo, lo que más elogiaba de Alevisos era «su ver­ dadero olfato para las antigüedades», algo que no era de extra­ ñar, dado que el cretense había servido de guía a los visitantes de la isla durante al menos una década, de modo que estaba muy familiarizado con los monumentos antiguos diseminados por el accidentado terreno de Creta.34 Evans encontró más ejemplares de gemas antiguas en la tienda de un orfebre en Retimnon, y al darse cuenta cada vez más de lo que representaban, observó con entusiasmo: «La importancia proporcional de restos micénicos me asombra a cada momento. La época legendaria de Minos, la talasocracia de Idomeneo y las Cien Ciudades fue la gran época de Cre­ ta».35 N o cabía duda de que estaba en la isla que Homero había descrito con tanto encanto, y que la generación anterior aún consideraba poco más que una fábula, una historia de sucesos fabulosos con personajes fantásticos. En aquel momento, Evans estaba siendo transportado a un escenario poético y, pese a pro­ curar mantener una actitud racional, cuanto más veía, más creía en la posibilidad de que, tras los mitos, se ocultaba la historia real. Tom ando la identidad de un jefe nómada cretense ante Penélope, Odiseo describía la Creta de Homero del siguiente modo: «... por el mar rodeada, en el vinoso ponto, se encuen­ tra / una tierra muy bella y fértil, Creta, y en ella / hay noven­ ta ciudades y muchos, innumerables hombres. / ... Allí encuén­

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trase Knosos, famosa ciudad donde M inos / fue rey durante nueve años, quien con el gran Zeus conversaba». D e los pro­ pios cretenses dijo: «Allí se oyen mezcladas varias lenguas, pues viven en aquel país los aqueos, / los magnánimos cretenses indí­ genas y los cidonios, / las tres tribus dóricas y los divinos pelasgos».36 Com o narra Homero, Idomeneo era hijo de Deucalión y nieto de Minos, quien a su vez era hijo de Zeus. El condu­ jo a la flota cretense —la tercera en número de naves después de las de Agamenón de Micenas y Néstor de Pilos—a la guerra que unió a los aqueos para enfrentarse a Troya, y regresó a su hogar con toda su fuerza intacta.37 ¿Acaso Evans se convenció de que el paisaje de Creta era en realidad el del poema? ¿Eran aquellos muros derruidos y abandonados las antiguas moradas del recuer­ do del poeta? ¿Fue ésta la isla a la que Idomeneo regresó vic­ torioso de Troya, para ser el señor de una población vencida por la enfermedad, y de una tierra sobre la que cayó al poco tiempo la maldición del hambre y la pestilencia? Si era así, Evans fue testigo del proceso cíclico de la historia, pues allí iba a enfrentarse también al hambre y la enfermedad. El 27 de marzo, Evans y Alevisos se marcharon de Retim non para subir a las estribaciones del monte Ida, hacia el monas­ terio de Arkadi, donde les recibió el abad Gabriel. Evans des­ cribió al religioso como «un hombre jovial al que el ayuno de cuaresma no sentaba bien», y aún peor le habían sentado los recientes acontecimientos.38 El abad relataba la historia de la masacre indiscriminada de quinientos cincuenta hombres, mu­ jeres y niños que habían huido de los pueblos del litoral en bus­ ca de refugio, un horror que Stillman había presenciado duran­ te la insurrección de 1866. Al final del ataque, cuando parecía evidente que todo estaba perdido para los cristianos, el abad prendió fuego al almacén de pólvora y lo hizo estallar. Le con­

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tó a Evans que sólo había sobrevivido un monje, y que vio con sus propios ojos cómo la espléndida iglesia veneciana de anta­ ño quedaba reducida a escombros. Cuanto más viajaba Evans por aquellos parajes de granjas y aldeas calcinadas, y cuantas más historias oía sobre conflictos intestinos y enfermedades —al parecer la lepra resurgía con regu­ laridad-, más pensaba en el contraste entre las «grandes épocas» de la civilización y el paso a un tiempo de desesperación que parecía inevitable. Al igual que en los pueblos, en el campo aún quedaban vestigios del esplendor artístico del renacimiento cre­ tense, período en que el gobierno veneciano había traído a la isla la educación y la estética; sin embargo, tras el marco ya des­ moronado del intento de la República de gobernar a los isle­ ños, se escondía un pueblo por el que Evans sentía poco res­ peto, si bien es cierto que en ocasiones lo compadecía un poco. Su viaje le condujo hasta el monasterio de Asomatos y, des­ de allí, a Apodoulou, donde se alojó en casa del sacerdote del pueblo: Era viejo y cojo, y su refugio, frente a una hoguera, era una pequeña habitación con el suelo de tierra, donde las ove­ jas entraban y salían a sus anchas, así como, de vez en cuan­ do, algún que otro cerdo entrometido; cuando menos lo esperaba, pasó bajo mis piernas un conejo, y descubrí que había una camada entera bajo el camastro de su reverencia. La habitación de invitados estaba en el lado opuesto a una suerte de galería rudimentaria, y era mejor que la otra, aun­ que las ovejas y los corderos también solían entrar allí con toda libertad, ya que al parecer dormían con la mujer y los niños en otro «santuario» que no llegué a conocer ... Duran­ te la insurrección de 1866, Apodoulou había sido incen­

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diado, pero los habitantes habían huido. Aún hoy, al igual que todos los pueblos por los que uno pasa, está medio derruido.39

Al día siguiente Evans tenía intención de subir a la cueva de Kamares, donde se había encontrado la cerámica que Myres había hecho famosa. Sin embargo, el fuerte viento que sopla­ ba y la advertencia de que la cueva estaría cubierta de nieve le hicieron detenerse en las laderas inferiores. El viento los hizo bajar hasta la llanura de Mesara, donde Evans se mostró ansio­ so por explorar una cima asociada con Faistos. Homero relata cómo Idomeneo, al subir al poder antes de estallar el conflicto de Troya, mató a Faistos (quizás era una referencia a algún an­ tiguo conflicto entre Knosos y aquel lugar).40 N o obstante, Evans vio pocos vestigios que confirmaran la alusión del poeta a la que antaño fuera una gran ciudad situada en la parte inferior de la la­ dera que se le mostró. Por consiguiente, siguió avanzando, lo que permitiría que fuera Halbherr quien, más adelante, descu­ briera el valor de aquel yacimiento, segundo en importancia des­ pués de Knosos. Buscaron el emplazamiento de Agios Onoufrios, que según había dicho Halbherr estaba en las cercanías de Faistos. Siete años atrás, un niño había recogido una pieza de oro en aque­ lla loma, lo cual dio lugar a una fiebre de excavaciones ilícitas que sacaron a la luz objetos de un período conocido entonces como la época de la «Adoración de las Islas», debido a que entre los hallazgos había estatuillas de mármol semejantes a las que se habían encontrado en las islas Cicladas de Melos, Amorgos, Keros y Tera, y que se asociaban con una forma de veneración temprana. El experto alemán, Ludwig Ross, estudió estas pie­ zas por primera vez en 1830. Las agrupó en la categoría de lo

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que llamó Inselkultur (cultura insular), y las situó en una época anterior a la de los fenicios, más tarde los micénicos de Sch­ liemann; en la actualidad, estos ídolos característicos están con­ siderados como sellos distintivos de la primera Edad de Bronce en el Egeo. El Syllogos examinó el lugar en 1888, y halló tan­ tos huesos humanos y restos de armas corroídas que llegaron a la conclusión de que el lugar debió de haber sido un antiguo campo de batalla.41 Fuera cual fuera la identificación correcta del lugar, la decisión de Evans tendría que esperar, pues no con­ seguía localizar la colina (que en la actualidad está catalogada como un lugar funerario). Así pues, se fue hasta Gortina, don­ de esperaba encontrarse con Halbherr. Sin embargo, su amigo italiano no estaba allí, sino que se encontraba explorando otra región de la isla, de modo que Alevisos mostró a Evans los res­ tos de la gran ciudad romana con la famosa inscripción y la basí­ lica cristiana de san Tito. Viajaron hacia el este hasta Mirtos, para seguir a lo largo de la costa del mar de Libia hasta Hierapetra, donde la degrada­ ción conmovió una vez más a Evans, que exclamó: «¡Cómo caye­ ron los héroes!». La ciudad romana de Hierapitna había sido una de las joyas del antiguo Mediterráneo. Evans conocía bien sus monedas de estilo elaborado y los dos extraordinarios sarcófagos que el capitán Thomas Spratt, el hidrógrafo contratado por el Ministerio de Marina británico para trazar el mapa de la costa de Creta, había comprado allí en 1861 y había enviado al Museo Británico. N o obstante, el saqueo y la destrucción sistemática de la mano de los propietarios de las tierras había reducido una ciu­ dad poderosa, «antaño soberana de esta parte de Creta», a «un pueblecillo en su último estadio de deterioro y decadencia».42 D e Hierapetra viajaron hacia el noreste hasta Praisos, don­ de Halbherr había hallado e.n 1884 una inscripción «en un extra­

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ño alfabeto de alguna lengua desconocida».43 Dado que Home­ ro situó la tierra natal de los cretenses eteos (o «verdaderos») en el este, se supuso que Praisos podía haber sido el centro de ésta, y aquel «extraño alfabeto» —que aún no se había descifrado— quizá pertenecía a su lengua, el eteocretense. A partir de ese punto, Alevisos llevó a Evans a través de una meseta árida, azotada por el viento, sobre la cordillera de Trifti, para luego descender hasta el valle de Zakros, que compa­ rado con lo que habían visto parecía un paraíso terrenal. Una fuente que había en el mismo centro del valle creaba a su alre­ dedor «un auténtico oasis dominado por el murmullo de peque­ ños cauces rodeados por olivos, algarrobos, higueras y una vege­ tación rica en árboles de todo tipo, flores de melocotoneros y manzanos, álamos de color verde claro de primavera, y cipreses altos que destacaban sobre el fondo gris de los riscos de pie­ dra caliza».44 En este bucólico escenario, exploraron un refu­ gio de rocas en el stous Anthropolithous, «el lugar de los seres de piedra», y recogieron figurillas de arcilla de hombres y ani­ males. Evans imaginó que aquello podía ser una «gruta sagra­ da», o un santuario natural. En la llanura litoral de Palaikastro, o «viejo castillo», Evans ascendió por el promontorio cónico que, por sus restos anti­ guos, da nombre a la región. Aunque olvidó tomar nota del nombre antiguo del pueblo, Rousolakos (o «el hoyo rojo»), que tan bien describió Halbherr45, adquirió una gema en la que había unos delfines grabados que aún conservaba la capa de pan de oro, de la que escribió: «Muestra el modo en que se traba­ jaban las piedras negras decorativas y confirma mi idea de que los fragmentos de la vasija de piedra de Knosos con relieves estuvo recubierta originalmente por pan de oro. Con este méto­ do, conocemos el origen de los relieves de oro micénicos, como

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las vasijas de Vafeio».46 Evans también compró un sello de pie­ dra con tres caras con símbolos grabados, y fue el primero en reconocer su valor. Y es que las largas horas que llegó a pasar sobre la silla de montar le permitieron considerar con pro­ fundidad la trascendencia de lo que tenía delante, y dónde enca­ jaban los objetos que iba adquiriendo dentro de su teoría sobre una forma de escritura primitiva, anterior incluso a la Grecia antigua. En cuanto llegaron al pueblo de Palaikastro, donde le dijeron que allí abundaban las gemas de tres y cuatro caras que había comprado en otra parte, se disipó cualquier duda que podía quedarle al respecto de que su identificación de los sím­ bolos que presentaban era un complejo sistema de escritura en jeroglíficos.47 Así, escribió que «una feliz casualidad de la superstición cre­ tense» le permitió «reunir un número considerable» de sellos de piedra. Com o ya le había dicho Halbherr, «las mujeres las lla­ maban “ piedras de leche” y las llevaban alrededor del cuello como un amuleto muy efectivo». Sin desanimarse, Evans hizo lo siguiente: ... fui de casa en casa por los pueblos y, de un modo u otro, convencí a muchas mujeres para que me entregaran sus talis­ manes. Al poco, descubrí que las señoras de edad avanza­ da no eran totalmente reacias a desprenderse de sus «piedras de leche» por una suma de dinero, pero con las jóvenes era un asunto más delicado. En algunos casos, conseguí inter­ cambiarlas por piedras de menor valor arqueológico, pero cuyas cualidades lactíferas garanticé sin ningún problema. Sin embargo, fueron muchas las ocasiones en que era inú­ til cualquier petición, y la única respuesta que obtenía era: «¡No lo vendería ni por diez libras! ¿Acaso no ve al niño?».48

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Se alejaron de la costa y , a través de unas cimas de piedra caliza, subieron hasta una meseta oculta, donde unos monjes cristianos habían encontrado refugio en el siglo XII y habían construido una capilla, que posteriormente se convertiría en el monaste­ rio Toplou, la palabra turca para «canon», capilla que sería el único ejemplo existente de los monasterios del lugar. Halbherr había acudido a aquel lugar una década atrás, y dejó constancia de las inscripciones antiguas recopiladas por aquellos monjes dili­ gentes a lo largo de siglos en los santuarios derruidos entre las ruinas de la costa, para luego integrarlas en su propia arquitec­ tura sagrada. También había identificado las ruinas de Erimoupolis, o la «ciudad desierta», con la antigua Itano, famosa en la Antigüedad por ser un regalo que Marco Antonio hizo a Cleo­ patra. Una inmensa piedra colocada en el interior de un muro de la capilla recordaba la época en que los magnesios del norte de Grecia mediaron en una disputa sobre los derechos por el tem­ plo del Zeus de Dikte, un predecesor cretense del dios de dio­ ses del panteón griego, del que se decía que se hallaba en algún lugar entre los territorios de Itanos y Praisos. Evans fue testigo de un intento contemporáneo de mediación equivalente al de los magnesios, y elogió al abad por ello, pues había ofrecido cobi­ jo a dos viajeros musulmanes. Diez años después, un estudioso británico en busca del templo no lo consideraría un lugar tan caritativo y lo describiría así: «El lugar es terriblemente medie­ val; son sucios e ignorantes, son aficionados al vino y tienen a un enano que les entretiene».49 Dejaron atrás Toplou bajando por las crestas erosionadas, y llegaron al pueblo portuario del extremo oriental de la isla, Siteia, creado a partir de un fortín veneciano. Este pequeño puesto de avanzada había sufrido un saqueo en 1538 de la mano del famoso Barbarroja, el gran almirante de la flota otomana,

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como parte de su campaña victoriosa para controlar el M edi­ terráneo oriental, y conseguir para el sultán la talasocracia. Evans encontró un nuevo pueblo que crecía alrededor de un puerteci11o. Se quedó el tiempo suficiente para conseguir más gemas de sus habitantes, antes de partir hacia el interior de la isla el 13 de abril. Parece ser que lo que más fascinó a Evans fue la naturale­ za, incluso más que los pueblos costeros y sus tristes historias. En lo alto de las montañas de Thrypthi, pasaron por Roukaka (en la actualidad, Crisopigi) y «ascendimos por un desfiladero natural de caliza, a los pies de la cordillera AfFendi Vonou, cuya parte inferior es amarilla por las oxalis [acederas] y más arriba, entre las rocas, por la gran cantidad de árums [carrizos] altos y amarillos. Desde la parte más elevada del paso (1 hora) se abre un panorama precioso de las aguas azules del golfo de Mirabello y, al fondo, las cumbres nevadas del Dikte».50 Evans desa­ rrolló una verdadera pasión por la belleza natural de la isla duran­ te su primer viaje y se propuso hacer largas caminadas por el entorno natural, incluso en años posteriores, tras comprome­ terse a dirigir excavaciones a gran escala en Knosos. En la ladera oriental del monte Dikte, con vistas al golfo de Mirabello, encontraron Kritsa, «el pueblo más grande de Creta» y «el punto de partida de ... sin duda alguna la más impo­ nente ... ciudad primigenia en ruinas, conocida como Goulas (del turco “ torre” ), cuyo nombre antiguo se ha perdido en la noche de los tiempos. De hecho, la ciudad parece estar desier­ ta desde los albores de la historia». Evans quedó realmente arro­ bado con aquella acrópolis tosca e inexplorada. «El efecto gene­ ral es formidable: toda la cumbre, que culmina en una punta rocosa al noreste, está lleno de montones de ruinas ciclópeas esparcidas.» Aquel yacimiento era conocido por los viajeros des­

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de hacía tiempo; no hacía mucho Halbherr había tratado de animar a Schliemann en vano a descubrir los secretos del lugar.51 Los diversos paseos por las colinas de Goulas convencieron a Evans de que había hallado un palacio del período homérico: Sobre una segunda acrópolis, hasta la fecha no descrita, en cuya cumbre se alzaban las paredes más bajas de la entra­ da de un edificio, o megarón, que presenta varios aspectos comparables con más de un edificio de la Sexta Ciudad de Troya, o la ciudad micénica de Troya, la auténtica Pérgamo de Homero. En cuanto a la extensión, las ruinas de Goulas (sic) son sin duda inigualables a las de los restos pri­ migenios que puedan haberse encontrado en suelo euro­ peo. La visión del litoral vecino nos dice que estamos a un tiro de piedra de los puertos principales de la Creta orien­ tal, frente a las islas que son el puente con Asia Menor. Sin lugar a dudas, las investigaciones futuras y las excavaciones necesarias revelarán que Goulas es uno de los principales bastiones de la antigua civilización del Egeo.52

Evans apostó por la segunda acrópolis de Goulas, pues ansiaba ocupar un lugar junto a Schliemann como descubridor de las ciudades homéricas. Sin embargo, reservaba su interés princi­ pal para Knosos, donde las fuentes antiguas y la exploración moderna convergían para garantizar ricas recompensas al exca­ vador. El 24 de abril, Evans regresó al valle de Knosos con Halb­ herr y Kalokairinos con el fin de explorar las laderas orientales y analizar las tumbas cavadas en la roca del período romano que había en el extremo del valle, en Spilia. Estas se hallaban cer­ ca del camino que llevaba por un estrecho desfiladero hasta la

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inmensa cueva subterránea en Ayia Irini, lugar que para Kalo­ kairinos había servido de inspiración para la leyenda del labe­ rinto, aunque Evans no lo creía así. La imagen que éste tenía del antiguo laberinto era la que se narraba en la versión de Pli­ nio, y la del laberinto descubierto por Flinders Petrie; la iden­ tificación que Stillman había hecho del laberinto con la cons­ trucción sobre la colina Kefala era mucho más adecuada que la identificación con aquella cantera artificial oculta en un oscu­ ro desfiladero. El viaje de dos semanas que tenía pensado hacer se había convertido en los cuarenta días más productivos de la vida de Evans. El 25 de abril, envió un comunicado al Athenaeum con el anuncio concluyente de que había descubierto un «sistema de escritura micénico en Creta y el Peloponeso». Esta vez, las hipótesis que había formulado en torno a sus descubrimientos en el mercadillo un año atrás se veían respaldadas con nuevas pruebas: los sellos de piedra grabada que había obtenido de casi todo el territorio de la isla. Gracias a éstos, pudo aportar un catálogo con más de ochenta símbolos distintos que pertene­ cían, al menos, a dos formas de escritura distintas, una picto­ gráfica y otra lineal y alfabética. «Las pruebas que aportan estos hallazgos de Creta demuestran que, mucho antes de que se introdujera el alfabeto fenicio en Grecia, los habitantes de las islas del Egeo, al igual que sus vecinos asíanos, ya habían desa­ rrollado un sistema de escritura independiente.» Propuso que aquella misma escritura se había empleado en la península grie­ ga, pero «parece que Creta fue el lugar donde más se usó, y parece evidente que fueron utilizadas al menos por parte de los miembros de los descendientes helenos, pues pertenecían al ámbito cultural “ micénico” ». La conclusión de la carta termi­ naba con una provocación: «No creo que sea muy arriesgado

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decir que tenemos ante nosotros los aTjjlOCTOt λυγρΟί [semata lygra o “ signos funestos”] de Homero».53* Hay cierta tendencia a proyectar sospechas sobre un arqueó­ logo que encuentra lo que está buscando, así como a rechazar a los que no lo encuentran. Evans había ido hasta Creta para comprobar una teoría que había planteado a finales de noviem­ bre. Cinco meses después, había conseguido demostrar no sólo que estaba en lo cierto, sino que había podido ir más allá de lo que su desbordante imaginación le sugería.

La Creta minoica y la Grecia micénica En mayo de 1894, Evans regresó a Inglaterra triunfante y con una nueva misión: concentrar toda su energía en la colina Kefa­ la. Antes de nada, debía conseguir que la propiedad estuviera bajo su nombre, y luego convencer a la Asamblea de Creta de que le permitiera excavar. Escribió para el Times un resumen de su viaje que fue muy bien acogido por el público, y que empezaba con una explica­ ción sobre cuán importante fue Creta en la Antigüedad: Creta podría describirse como un término medio entre dos continentes. Situada en el extremo oriental del Mediterrá­ neo, su costa meridional mira hacia Libia y Egipto, y cada

* Estos signos se m encionan en la Ilíada (6, 168) y es la única referencia que se hace a una escritu­ ra en los poemas homéricos. Preto las grabó en una «tablilla plegada» y las entregó al heroico Belerofonte, para que las llevara con él a Licia. Allí las mostraría a Yobates, padre de Estenobea, esposa de Preto. Los signos son perniciosos porque solicitan a Yobates que dé m uerte a Belerofonte (m uer­ te que no llega a consum ar cuando el héroe demuestra que es de origen noble y hom bre de gran valía). Esta historia, así com o la referencia, sería bien conocida de los lectores de Evans.

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extremo de la isla se extiende hacia Grecia a un lado y hacia Asia M enor al otro desde la Antigüedad, su posición excepcional ha hecho de ella el punto de encuentro natu­ ral entre los elementos europeos y orientales egipcios. Esta constante hibridación de Oriente y Occidente sitúa el estu­ dio arqueológico cretense en un campo de interés mucho más amplio que el local. En el arte antiguo, el resultado de esta conjunción se nos presenta bajo el legendario nombre de Dédalo.54

Evans apenas ocultaba sus necesidades más acuciantes, si es que las ocultaba. Anhelaba destacar la importancia de la explora­ ción arqueológica en Creta con la intención de beneficiar al Fondo para la Exploración de Creta que pretendía crear. Había prometido a Hazzidakis que pronto dispondrían de fondos, y esperaba ser compensado con creces por la compra de su par­ te de Kefala. En la comunicación, Evans añadía: «No cabe duda de que ya se han descubierto los suficientes restos para demos­ trar que Creta formaba parte del ámbito de la civilización micé­ nica. Sin embargo, comparada con la investigación en la penín­ sula griega, la que debe llevarse a cabo en esta dirección no ha hecho más que empezar: muchas épocas primitivas de la Antigüedad cretense aún están envueltas en la más profunda oscuridad». Evans también quería atraer la atención del gran público a la importancia estratégica de la isla como vínculo ente Orien­ te y Occidente, y crear así la sensación de apremio entre los políticos británicos para intervenir en la lucha de los cristianos contra los musulmanes y ayudar a expulsar al «turco>>, lo que, por otro lado, también le permitiría iniciar su propia explora­ ción de Knosos. La carta no acababa aquí:

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Lo más sorprendente de todo ... es que el gobierno tur­ co, que «no suele implicarse en este tipo de cosas», de repen­ te muestre un interés extraordinario por los monumentos de la Antigüedad clásica. De hecho, según supe en Canea, el gobernador Mahmoud Pachá confiscó varias estatuas des­ cubiertas recientemente, y las envió a Constantinopla, para indignación de los cretenses más destacados e influyentes, que desean conservar los monumentos en la isla.

A continuación, Evans daba una lista de varios «botines pre­ ciosos» que había adquirido durante sus viajes por la isla, segu­ ro de que aquella práctica era considerada aceptable para un occidental o un cristiano. En septiembre, presentó a la Asociación Británica de O x­ ford un informe completo y detallado de su descubrimiento, al que tituló «Sobre un nuevo sistema de jeroglíficos y una escri­ tura prefenicia de Creta y el Peloponeso»; adjuntó también un anexo sobre «una nueva “ prehistoria” de Grecia». Evans empezaba su discurso con una cita de Edward Tylor, en la que definía la civilización: «A pesar de la ausencia de monumen­ tos duraderos ..., en todo el territorio que hoy ocupa la Euro­ pa civilizada debieron de haber existido sistemas de escritura pictórica como los que aún perduran entre las razas más pri­ mitivas del ser humano». A modo de posibles ejemplos, Evans mencionó casos de signos pintados o grabados en Dinamarca, Laponia, los Alpes y a lo largo de la costa de Dalmacia, que comparó con las pinturas de los cheroquis o los zulúes: «Sin duda, es imposible que esta población europea se encontrara en un estadio inferior, incluso al de estadio de cultura de los pie­ les rojas, hasta el punto de no recurrir a la pictografía como ins­ trumento de ayuda a la memoria y la comunicación». En el

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informe, instaba a los lectores a tener en cuenta «razones apriorísticas de peso para creer que en el territorio griego, donde la civilización echó sus primeras raíces en suelo europeo», ... debió de haber existido un sistema de escritura primi­ tivo, dado que en la actualidad sabemos que en la parte sureste de nuestro continente existió una cultura indepen­ diente mucho antes de que hubiera contacto con los feni­ cios ..., más convenientemente conocida ahora como civi­ lización micénica. ¿Es posible imaginar, por tanto, que en cuanto a algo tan esencial como la escritura estuvieran tan atrasados con respecto a sus rivales de las costas del sur y el este del Mediterráneo?

Seguramente, la respuesta que esperaba del público al final del discurso era un «no» rotundo. Acto seguido, añadió: «Si nos ceñimos a los hechos, existió de verdad un sistema de escritu­ ra complejo dentro del mundo micénico; es más, entre la pobla­ ción es posible seguir la pista hasta dos fases bien diferenciadas ... como los jeroglíficos egipcios y otra lineal y casi alfabética.»55 En un intento de predecir qué lenguas podrían revelar aquel primer sistema de escritura complejo, Evans esbozó una his­ toria basada en el análisis exhaustivo de las que Karl Hoeck pre­ sentaba en Das Minoische Kreta (La Creta minoica). Apenas una década atrás, cuando puso en duda la identificación que hacía Schliemann del montículo de Hisarlik con Troya, había afir­ mado: «... quizá la arqueología tiene pocos motivos para inte­ resarse ... en la topografía poética».56 Sin embargo, parecía que para él las cosas eran distintas ahora, y la topografía poética se había convertido de pronto en una rama de la ciencia. Así, afir­ mó que los acontecimientos más trascendentes que dejaron su

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huella en la tradición podían formar la siguiente secuencia: tras la muerte de Minos en Sicilia, siguió una despoblación gene­ ralizada en Creta; la llegada de pobladores dorios, aqueos y pelagianos de Tesalia tuvo lugar en torno al año 1415 a. C.; a ello siguió la expedición a Troya encabezada por Idomeneo, que se vio seguida de una segunda despoblación generalizada debida a una posible sucesión de epidemias, y por último, la llegada a Creta de más pobladores dorios. Evans empleó el término «Creta minoica», al igual que hi­ ciera Hoeck en un sentido amplio, para referirse a la época de los personajes que aparecían en los mitos, y sostuvo que los monumentos micénicos de Creta databan de aquella época. A medida que las designaciones míticas fueron adquiriendo vali­ dez histórica para él, empezó a hablar de «épocas preminoicas» para referirse al período anterior a los micénicos.57 Al poco, aquellas designaciones adquirieron para Evans un significado geográfico, y empezó a hacer la distinción entre «la Creta minoi­ ca y la Grecia micénica».58 El conocido historiador del siglo V, Herodoto, afirmó que en el pasado toda Creta había sido ocupada por «bárbaros», un pueblo cuya lengua sonaba a los griegos como «bar bar».59 Cuan­ do Homero hizo una lista de los pueblos étnicos de Creta, se refirió a los «eteocretenses de gran corazón» como un linaje autóctono, de modo que Evans sugirió que la escritura picto­ gráfica o jeroglífica (de la que sospechaba que era anterior a la primera) representaba una lengua a la cual «podía dar el nom­ bre provisional de eteocretense». Para la escritura lineal, predi­ jo que «todo parece indicar que este grupo de signos casi alfa­ bético representa la típica forma de escritura micénica», pues en el Peloponeso también se habían hallado ejemplos de ésta que, según creía Evans, databan de una época anterior a la con­

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quista doria de la que H erodoto y Tucídides habían dejado constancia. Así pues, «entre aquellos que empleaban esta curio­ sa escritura cretense de la época micénica y épocas anteriores es posible que hubiera habido hombres de habla helena».60 Otras fuentes aportaron más claves para descubrir la iden­ tidad étnica de los primeros cretenses. En las excavaciones de 1892 que Flinders Petrie había dirigido en la joven localidad de Akenaten, en Tell el-Amarna, habían hallado cerámica micé­ nica en tales cantidades que podían situar tranquilamente el pala­ cio de Micenas y, por asociación, el edificio de Kefala, en la época de la XVIII dinastía egipcia, en concreto, en los últimos treinta y siete años de ésta, en torno al año 1380 a. C., tras la muerte del «rey hereje».61 Dibujados sobre las paredes pinta­ das de las tumbas de las dinastías nobles de Tebas, aparecía un grupo de extranjeros con cabellos largos y sueltos rindiendo tri­ buto, a quienes los egipcios llamaban «keftiu». En la actualidad, los especialistas los han identificado como fenicios basándose en la descripción de Homero, pero a medida que surgían los micénicos y su cultura, podía empezarse a sugerir que los anti­ guos visitantes de Egipto tenían un gran parecido a las figuras de las vasijas de Vafeio, y que las ofrendas que sostenían recor­ daban algunos de los objetos hallados en Micenas. Evans desa­ rrolló más la teoría, y observó que «es evidente que el color rojizo de los jefes kefti que aparecen en las pinturas de Tebas —al parecer, se trata de la técnica que los egipcios usaban para representar las mejillas rosadas de los europeos—, así como las vestimentas y la forma del rostro, no son de carácter semítico».62 Dado que Evans ya consideraba Creta parte de la civilización micénica, los habitantes de la isla también podían ser inclui­ dos en esta designación. M ax Müller había demostrado que los keftiu probablemente debían de tener alguna relación con la

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isla de Kaftor, de tradición hebrea, lugar de procedencia de los filisteos. Esto llevó a Evans a hacer la conjetura de que Kaftor era Creta y que posteriormente los filisteos llegaron en «una oleada de semitas europeizados que regresó».63 Otro papel que Evans asignó a los primeros cretenses fue el de intermediarios entre la gran cultura del Egipto dinástico y los inicios de la civilización en Europa. Relacionó los deta­ lles decorativos con forma de espiral que se usaban en Creta con los escarabajos egipcios de la X II dinastía, época en que los cretenses, como había demostrado Petrie, tenían un estrecho vínculo con los faraones, de modo que las espirales cretenses fueron el modelo de las halladas en Micenas. «Así pues, ... pode­ mos decir que Creta fue el origen de aquel sistema de espirales que más tarde desempeñaría un papel importante, no sólo en el arte micénico, sino también en el de una amplia área de Euro­ pa ... Ya en aquella época remota, Creta empezaba a desem­ peñar el papel que le correspondía como puente de unión entre continentes.»64 Esta reconstrucción exhaustiva de la historia más antigua de Creta es tanto más destacable si se tiene en cuenta que Evans no pasó más que cuarenta días en la isla antes de dar aquella con­ ferencia, y que conseguiría que no tuvieran que pasar otros seis años más antes de que se iniciaran excavaciones modernas en la isla. El complejo horizonte que describía en la tradición anti­ gua y su propia sensibilidad conjugaban tanto elementos racio­ nales como fantásticos, y sin duda lo hacía de una forma cons­ ciente. Por ejemplo, explicó en detalle cómo un mito, el que narra «la “ adopción” de Minos por parte del hijo del jefe dorio —después de que los pobladores vieran crecer a una segunda gene­ ración en suelo cretense—, es sin duda indicio de que hubo una fusión incruenta de elementos helénicos y autóctonos». Estaba

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convencido de que aquello demostraba que, con sus «propias investigaciones de las antigüedades prehistóricas de Creta, había logrado destacar ... la gran homogeneidad ... de la cultura micé­ nica ... común en toda la isla».65 El público de la conferencia era muy consciente del contraste que había entre aquella fusión incruenta del pasado que presentaba Evans y la sangrienta segre­ gación que vivía en aquel momento la población de Creta, de modo que es posible que aquel intento idealista de integrar un antiguo precedente de coexistencia pacífica en el contexto de discordia del momento conmoviera a los presentes. ★ ★ ★

A finales de septiembre de 1894, Evans buscaba también for­ mas pacíficas de coexistencia con las autoridades académicas de Oxford. Había empezado a reorganizar el Ashmolean y trata­ ba de unir lo antiguo con lo nuevo, pero no encontraba más que obstáculos. Concluyó su informe anual como conservador con una crítica a sus adversarios de Oxford: «Cuando todos los preparativos del Museo Ashmolean y de las galerías de la Uni­ versidad estén a punto, los miembros de la universidad caerán en la cuenta de que sus edificios albergan un surtido de colec­ ciones de arte fuera de lo común. De hecho, en este sentido mu­ chas ciudades de Europa estarán por debajo de Oxford».66 Un tal Fortnum, que compartía la idea de este comunicado, le con­ testó lamentándose: «En ocasiones desearía no tener nada que ver con Oxford; son gente impertinente. M i viejo amigo Hope estaba indignado, así como Ruskin; y parece que yo voy por el mismo camino, y usted como yo, hacia la decepción y el des­ contento por la forma en que los cargos más influyentes de esta universidad toman decisiones».67

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Para consuelo de Evans, acababan de terminar su nueva casa de Boars Hill, a la que llamó Youlbury por el antiguo nom­ bre del terreno sobre el que se asentaba. Era u npalazzo esplen­ doroso. La entrada principal daba lugar a un largo vestíbulo con una hornacina italiana coronada por una voluta en forma de concha al fondo, al final de una doble columnata que sostenía un techo con bóveda de cañón renacentista; las columnas flan­ queaban un suelo de baldosas dispuestas de tal modo que for­ maban un laberinto rectangular, semejante al de las catedrales góticas, pero con un minotauro en el centro, inspirado en el dibujo de una vasija griega. En la actualidad, no existen ni la casa ni los planos, pero se sabe que comprendía veintidós habi­ taciones, cinco cuartos de baño (uno con una bañera romana hundida), una biblioteca, un estudio y varios comedores y salas de estar de grandes proporciones. Sobre la parte más elevada de la casa, Evans erigió una torre con estructura de hierro, si­ milar a la que acababa de terminar Alexandre-Gustave Eiffel para la Exposición Universal de 1889 en París, con una inmen­ sa plataforma que ofrecía una vista espectacular de las colinas más allá del bosque, que dejó intacto en gran parte, pues se limi­ tó a despejar los senderos entre pinares y robledales. Diseñó un jardín de rododendros, azaleas y brezos junto a la casa; cons­ truyó una presa al final de una hondonada y la convirtió en un lago revestido de arcilla para recrear la serenidad de un claro alpino. El 21 de septiembre, Evans invitó a Fortnum, la pri­ mera de las tres generaciones de arqueólogos y amigos que lle­ garon a conocer Youlbury como su centro espiritual.

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Folclore y topografía poética El 21 de noviembre de 1894, Evans se enfrentó a otro grupo tradicional cuando entró a formar parte de la Sociedad Folcló­ rica y leyó ante ésta un ensayo minucioso sobre «las piedras de Rollright y el folclore en torno a ellas». En el trabajo ante­ rior que había hecho sobre Stonehenge, había sugerido que el árbol sagrado de la raza aria se alzaba en el centro del gran círcu­ lo de piedra.68 En esta ocasión, había investigado otro antiguo monumento prehistórico muy conocido, las piedras de R oll­ right, situadas en el campo, en una región al norte de Oxfords­ hire. Expuso argumentos históricos y etimológicos para rela­ cionar el nombre del antiguo círculo con la Canción de Roland, de manera que establecía un lazo de unión entre «el antiguo linaje británico» —o los «antiguos britanos» a los que aludía su padre—y los celtas de la Bretaña y de Iberia. En su estudio se alternaba, y en ocasiones se solapaba, el «linaje de los naturales de Creta» y su influencia en los primeros europeos. En la primavera de 1895, Evans regresó a Candía, y el lunes 15 de abril él y Alevisos emprendieron un nuevo viaje por la «prehistoria» de Creta, esta vez acompañados de John Myres, a quien Joan Evans describió como «un Ulises de veintiséis años, de barba negra, que habla muy deprisa, ducho en una gran varie­ dad de tradiciones, y un compañero apropiado para las aven­ turas homéricas».69 Hazzidakis los acompañó hasta Knosos, don­ de Evans se deleitó con la visita de Kefala, durante la cual tuvo ocasión de recoger más pedazos de cerámica y algunos frag­ mentos diminutos de pinturas murales. Subieron por la parte oriental de la colina de la Acrópolis y almorzaron en un cam­ po abierto con vistas a Kefala. En un momento dado, Evans se volvió hacia Myres y dijo: «Aquí es donde quiero vivir cuan­

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do venga a excavar en Knosos».70 Apenas hacía cuatro años que se había embarcado en la construcción de su residencia priva­ da en Boars Hill. C on la necesidad de encontrar estabilidad doméstica y el deseo de combinar la investigación con la como­ didad, una actitud propia de alguien nacido bajo el signo de Cáncer, Evans empezó a hacer planes para su finca en Creta. Com o se ha visto, solía lograr convertir imágenes mentales en algo real, y el lugar exacto que escogió aquel día sería final­ mente donde construiría su casa de Creta. La ruta sureste desde el valle de Knosos les condujo hasta los campos ondulados de las estribaciones de la cordillera de Dikte, y de allí se adentraron en el empinado desfiladero cono­ cido como «la tumba de Tsouli». Se trataba de un paso que reci­ bía este nombre por un turco que, según cuenta la leyenda moderna, hizo danzar ante él a las mujeres de Lasiti, un insul­ to grave que llevó a los habitantes de la ciudad a tenderle una emboscada en el paso, a cortarle la cabeza y lanzar el cuerpo desfiladero abajo, para después enviar a su casa, en la alforja de su muía, la horripilante máscara de la venganza.71 Desde el paso, el sendero descendía bruscamente hasta la inmensa llanura de Lasiti, oculta por un anillo de piedra. Se quedaron en el pue­ blo de Psicro, donde Evans había adquirido algunos objetos de bronce el año anterior, durante su estancia en Candía. Sus habi­ tantes habían hallado figurillas de bronce y de arcilla en una cueva situada bajo el pueblo en 1883, y en 1886 Halbherr y Hazzidakis habían ido hasta allí con la intención de recuperar parte de la historia arqueológica del lugar antes de que fuera echada a perder del todo.72 Evans y su grupo comprobaron que nada había cambiado: «Al ser época festiva, la Pascua griega, buena parte de los varones del pueblo se dedicaban a escarbar entre los intersticios de las rocas».

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Evans mostró interés por lo que iban encontrando y sope­ só las características de la cueva para evaluar las posibilidades de emprender excavaciones allí. Sin embargo, llegó a la siguiente conclusión: «Las inmensas masas de roca desprendida que hay esparcidas por la amplia entrada de la cueva descartan cualquier intento de excavación sistemática a gran escala en el interior, salvo si se hace una enorme inversión económica».73 N o obs­ tante, aquella circunstancia no descartaba una excavación «no sistemática» y Evans se vio obligado a «colaborar en una exca­ vación de poca magnitud en la que se estaban encontrando diversas reliquias prehistóricas».74 Parece que la postura desa­ fiante que mantenía contra las leyes de antigüedades de Grecia y de Turquía eliminó todo impedimento moral para incum­ plirlas. Así, pese a que condenaba públicamente que «los explo­ radores cuyo afán por encontrar reliquias supera su paciencia para hacer un seguimiento científico de sus observaciones»,75 Evans se unió a los saqueadores. Entre los utensilios que todo el grupo de «escarbadores heleno-británicos» que hallaron, había pequeñas hachas de bronce de dos filos, semejantes a las que Schliemann había hallado en Micenas y a otras desenterradas en la cueva del monte Ida, cer­ ca de Retimnon. De forma similar al hacha de leñador actual, éstas eran unos centímetros más anchas y estaban hechas a par­ tir de finas láminas de metal, lo cual las convertía en objetos por completo simbólicos. Schliemann había sugerido que los moti­ vos representados acaso simbolizaban a Zeus Labrandeo,76 una de las primeras representaciones de la principal deidad griega, venerada sobre todo en Anatolia. Tras hallar aquellos nuevos utensilios que apuntaban a un culto primitivo de Zeus, parece que fue inevitable concluir que la cueva de Psicro era en rea­ lidad el Dikteion Antron (la cueva de Dikte) que Hesíodo, el

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antiguo mitógrafo griego, identificaba con el lugar donde había nacido Zeus. Sin embargo, Zeus tendría que esperar. Evans ansiaba seguir adelante y llevar a Myres ante el verdadero obje­ tivo de aquel viaje, la ciudadela homérica de Goulas. Atravesaron Agios Giorgos, subieron hasta la llanura y la dejaron atrás, rumbo a Kataro. Al llegar, tuvieron el placer de contemplar «uno de los panoramas más espectaculares de Cre­ ta, que abarca tanto las montañas de Siteia, los promontorios que sobresalen de la extensión baja y donde se encuentra el emplazamiento de Minoa, como la elevación cónica de Axos y las cordilleras de Mirabello».77 Por lo general, Myres foto­ grafiaba los monumentos que visitaban, mientras que Evans se inclinaba por el arte más tradicional de esbozarlos para su memorándum particular. Sin embargo, en este caso Myres pin­ tó un amplio panorama a plumilla, que abarcaba los 180 gra­ dos de oeste a este, probablemente para cubrir la necesidad de incluir la topografía general del lugar y poder luego examinar sin problemas cualquier elemento del paisaje.78 Evans observó a lo lejos la fortaleza de Goulas, y comprobó que, en distintos puntos estratégicamente situados a lo largo del camino que con­ ducía a Goulas desde la llanura, había restos de aquella «mani­ postería ciclópea» tan característica; aquello le recordó los bas­ tiones de Grecia, y llegó a la conclusión de que pertenecían a «un camino fortificado de antigüedad primigenia, que llevaba hasta el fértil valle de Kristá, sobre el que se alzaba —a juzgar por los restos existentes—la mayor ciudad de la Creta micénica».79 Pasaron tres días y medio en plena actividad, recogiendo fragmentos de cerámica, esbozando muros, trazando mapas de los yacimientos y fotografiándolos; durante este tiempo, se iban convenciendo cada vez más de que la ubicación de aquel lugar gozaba de una situación de superioridad en la región. N o

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obstante, Evans no tenía duda de que esa superioridad era frá­ gil. Al analizar la complejidad de las fortificaciones de la región, observó: ... es interesante señalar que, ya en esta época remota, Cre­ ta presentaba un fenómeno que nos resulta más que fami­ liar en la actualidad, a saber, la combinación de líneas de comunicación de ingeniería para cuya construcción fue necesario aplicar buenos conocimientos y mano de obra, con inmensas construcciones defensivas que revelan que el vecino podía ser un invasor hostil. Parece que estemos en los Vosgos, y no en las montañas de Creta.80

Para contrarrestar la euforia del descubrimiento, Evans regresó a Candía donde volvió a pasar por la frustración de tener que negociar con los propietarios por las tres cuartas partes de Kefa­ la que quedaban. El 20 de mayo, Evans y Myres habían regresado a Oxford y ya habían terminado el relato de sus descubrimientos para Aca­ demy, en un artículo que tituló «Una carretera micénica en Cre­ ta». Sería la primera y última vez que Evans permitiría la pre­ sencia de otra firma en un documento del cual fuera único autor o coautor; sólo lo había hecho una vez, en la publicación de un informe que llegó a comprender más de 150 notas, artícu­ los y libros. ¿Cómo debe interpretarse esto? ¿Acaso el hombre de cuarenta y cuatro años con experiencia ofrecía una parte equitativa del mérito de la investigación conjunta al protegi­ do de veintiséis años como un incentivo? ¿O quizá se sentía en deuda por haber arrebatado al joven el mérito de Kefala, que tanto sudor le había costado conseguir años antes de que Evans se interesara por él?

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En una reunión de la Escuela Británica de Atenas cele­ brada en julio en el palacio de St. James, que el Príncipe de Gales presidió, se anunció que el gobierno británico había pro­ metido hacer una donación considerable durante los cinco años siguientes. Sin embargo, para Evans aún fue más importante la opinión que William Gladstone, el gran hombre de Estado, expresó en una carta que leyó a los presentes, en la cual decla­ raba su alegría al saber que la escuela iba a incluir en su ámbi­ to a la Grecia prehistórica. «Grecia en sí misma nos ofrece todo un campo de posibilidades», señaló, y «el trabajo que Schlie­ mann desempeñó en la Península no fue más que el primero de los frutos de una cosecha abundante» de valiosos descubri­ mientos.81 Parecía que la competencia con los clásicos ya que­ daba atrás. La Grecia micénica era un campo reconocido, y Evans estaba decidido a ser su figura más destacada. Aquel verano, la Académie des Inscriptions de París cele­ bró una serie de encuentros para discutir la reciente publica­ ción de un libro importante sobre arte micénico, el sexto volu­ men de una historia del arte antiguo de peso, en la cual Georges Perrot y Charles Chipiez llegaban a la conclusión de que los grandes tesoros de Micenas, Vafeio y otros yacimientos grie­ gos, fueron construidos y elaborados durante la época de los relatos homéricos sobre Troya y, por tanto, podían conside­ rarse los inicios del arte griego. La reacción más hostil hacia esta idea vino de Wilhelm Helbig, quien, en un libro sobre las epo­ peyas de Homero publicado en 1884, concluía que el arte sus­ ceptible de ser trasladado de un lugar a otro —como los puña­ les con incrustaciones nieladas o las obras en metal repujado halladas en Micenas y otras partes de Grecia—contrastaba tan­ to con los monumentos in situ, como la puerta del León, que debieron de haberse hecho fuera de Grecia; aquello a lo que ha­

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bían denominado arte micénico, para él no era otra cosa que arte fenicio.82 Otros argumentaron que los contrastes que exis­ tían entre la figura humana que se representaba en las copas de Vafeio y el arte fenicio, asirio y egipcio se debía a un «gran esfuerzo por expresar, a través de formas excesivamente esbel­ tas y flexibles, las ideas de la fuerza y la actividad heroicas ... que se han conservado en esencia a lo largo de todos los períodos del arte griego». Evans coincidía con este punto de vista, aun­ que la opinión general que situaba los orígenes del pueblo micénico en el norte de Grecia no concordaba con su tesis, que le estaba conduciendo exactamente hacia la dirección contraria. En septiembre de 1895, Evans dio una conferencia en la Asociación Británica que tituló «De “ídolos” primitivos euro­ peos a la luz de nuevos descubrimientos». Para ello trató de reu­ nir todas las figurillas femeninas de las islas del Egeo y Grecia e investigar sus orígenes en relación con Sala, la diosa caldea del infierno (la diosa Istar para los babilonios),83 para demostrar que se habían extendido por Europa a través del Bosforo, Tracia y el río Danubio hasta los montes Cárpatos. Esta idea se oponía directamente con la de Salomon Reinach, el director del museo arqueológico de St. Germain (Francia), toda una autoridad en prehistoria europea, que había propuesto recientemente la teo­ ría de que las imágenes mediterráneas habían sido inspiradas a partir de las primeras afroditas europeas.84 Evans mantenía correspondencia con Reinach desde 1888, y compartía con él la fuerte antipatía por la obsesión del mun­ do académico con la «Escuela de Helias»; Reinach estaba en el proceso de formular una teoría sobre desarrollo artístico y social de los pueblos autóctonos de Europa sin la influencia de la Grecia clásica. N o obstante, había rechazado con despre­ cio una de las teorías de Evans. Reinach era un firme oponen-

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te de las teorías racistas que habían empezado a surgir sobre los primeros europeos, sobre todo en Alemania. Mientras a Evans le habían influido obras como la del doctor Otto Schrader, A nti­ güedades prehistóricas del pueblo ario (1890), Reinach la criticaba diciendo que: «... hablar de una raza aria que existió hace tres mil años es plantear una hipótesis infundada; hablar de esa raza como si aún existiera hoy en día no es más que un absurdo».85 Quizás Evans no era un seguidor tan abierto del renacer ario como lo fuera su fallecido suegro, pero no cabe duda de que simpatizaba con una teoría que sostenía la superioridad de la raza germánica o teutónica, cuya tierra de origen era, según él creía, Europa. Reinach publicó dos extensos artículos entre 1893 y 1894, en los que explicaba con detalle su oposición a la creencia gene­ ral de que la primera civilización europea occidental surgió a partir de la influencia oriental. Propuso que la mayor parte de Europa compartía una civilización común, que no debió su desarrollo a sus contemporáneos egipcios, palestinos, sirios y babilonios, y adoptó la idea del filólogo suizo Adolphe Pictet de que el grupo de lenguas arias era de origen europeo. En 1859, Pictet había iniciado una nueva disciplina, lo que él lla­ maba «paleontología lingüística», es decir, la ciencia que con­ sideraba las palabras o, para ser más exactos, los nombres, como instrumentos arqueológicos, para discutir sobre su significado y origen como si fueran objetos físicos.86 Reinach empleó estas pruebas tangibles más convencionales para contradecir la opi­ nión dominante, que situaba la cuna del pueblo ario en Irán, y afirmaba que las obras de bronce de Europa, por ejemplo, de­ bían de tener su origen en la «islas celtas del Oeste», dicho de otro modo, Gran Bretaña, donde se hallaban con frecuencia objetos para cuya confección se precisaba estaño aleado, sobre

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todo en Cornwall. Agrupó a los micénicos de Schliemann y a las demás civilizaciones del Egeo bajo el grupo europeo, que tenía su centro en el norte o en el centro de Europa. Muchas de las ideas de Evans eran tan semejantes a las de Reinach que éste llegó a acusarle de plagio, algo que Evans con­ sideró un agravio; Reinach se retractó de la acusación en una carta personal.87 N o obstante, no podía negarse que la tesis de Reinach tuvo un efecto profundo en la forma de pensar de Evans, que apelaba a su idea de una sociedad europea primitiva que luchó por la autodeterminación contra el poder de los gran­ des imperios de Oriente.88 En ocasiones, las corrientes parale­ las de los mundos antiguo y moderno se entrecruzaban en la barrera del tiempo con tanta facilidad a lo largo de los años que siguieron, que la propia barrera temporal dejó de tener sentido en la mente de Evans. Arthur pasó buena parte del otoño poniendo en orden sus ideas sobre el origen del arte celta para exponerlas en las con­ ferencias que dio en la Sociedad de Anticuarios de Escocia en diciembre de 1895. La asociación había pedido a su padre que pronunciara unos de sus prestigiosos discursos, pero respetó los conocimientos más amplios del hijo al respecto. El programa muestra que Evans hizo un trabajo exhaustivo al preparar seis extensas conferencias con todo lujo de detalle, que impartió en días altemos a media tarde entre el 10 y el 20 de diciembre en la Galería Nacional de Retratos de Edimburgo. Arthur hizo gala de una profunda erudición en sus disertaciones. Llevó al es­ pectador de las primeras manifestaciones del arte celta hasta su origen en los «días de esplendor micénico». Habló de su tra­ yectoria y desarrollo a través de Iliria y las culturas del Adriá­ tico, para recorrer el norte de Italia y los países «celtas transal­ pinos», que posteriormente cruzaron el mar hasta Gran Bretaña

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y llegaron a la tierra de un público embelesado. Allí, los gru­ pos que resistieron la conquista romana mantuvieron vivas las tradiciones celtas, hasta que pudieron resurgir bajo la influen­ cia de la «cristiandad celta». Myres recordó que los discursos «estaban preparados con esmero, profusamente ilustrados, y que se publicaron resumidos en The Times y The Scotsman, pero cuando se reprodujeron en Oxford, el interés del público, que no era muy amplio, decayó; y allí no llegaron a publicarse».89 Evans tuvo dificultades para conseguir que Oxford se interesa­ ra en los antiguos britanos, pues el asunto debió de parecerles una rama burda y aburrida del mundo clásico, que seguía cen­ trando su interés. ★★★ Al fin, los intentos de Evans por unir las colecciones dispares del Museo Ashmolean bajo un mismo conservador y obtener algo de colaboración con un subalterno surtieron efecto, y el 4 de febrero de 1896 proclamaba: «¡Por fin, victoria! ¡Victoria en toda la línea!». Iban a construir un nuevo edificio dedicado al completo al Ashmolean, y estaban considerando nombrar a un asistente de conservador para aligerar sus tareas.90 Poco después, Evans, bastante más aliviado, partió hacia aquella Europa con­ tinental que tan bien conocía y puso rumbo a la isla que desea­ ba conocer mejor.

Ayuda divina En abril de 1896, Evans volvía a estar en Candía, instando a Hazzidakis a insistir a los dueños de Kefala para llegar al acuer-

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do de vender las tierras al completo. Mientras los represen­ tantes a los que había designado negociaban de su parte, el explo­ rador volvía a emprender la búsqueda de piezas que encajaran en el rompecabezas de la historia temprana de Creta. Con el deseo de reanudar los años de búsqueda de tesoros de los años anteriores en Psicro, Evans se desplazó hasta la lla­ nura de Lasiti, donde descubrió que alguien se le había anticipa­ do. Uno de los jóvenes con los que había «escarbado» en 1895 había regresado a la cueva durante el deshielo primaveral, ya en 1896, y había cavado hasta el suelo de piedra en una zona abier­ ta. Mostró a Evans varios «toros de arcilla y otras figuras de la típi­ ca clase micénica, que había obtenido en su excavación, además de otras copas de terracota sencillas». Sin embargo, Evans escri­ bió: «... como si se tratara de algo menos importante, me infor­ mó de que él y un amigo ... habían hallado en el fondo de un agujero una “piedra partida con algo escrito” . Es de imaginar que sin perder tiempo me hice con la piedra y le insté a que me seña­ lara las circunstancias exactas de su posición».91 Era un frag­ mento de una vasija de piedra rectangular, «en la que había par­ te de una inscripción claramente tallada con unos caracteres de aproximadamente dos centímetros y medio de alto, dispuestos en una única línea, que pertenecían a la misma escritura micé­ nica que aparece en los sellos de piedra, y de un tipo que repre­ senta el paso a una forma de escritura lineal de los caracteres pictográficos iniciales». En la parte superior de la vasija, que pre­ sentaba dos de las tres cavidades aún conservadas, distinguió nue­ ve caracteres que, por las dimensiones originales de la piedra, cal­ culó que podían haber sido dieciocho. «Nadie pondrá en duda que estamos ante una inscripción en toda regla», declaró en su primer informe sobre el descubrimiento y sus exploraciones en Academy.92 Sin pagar los gastos de un inspector del gobierno y

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con un osado desafío a la ley al pretender llevarse algo más que los dibujos o moldes de los objetos que había recuperado, «deci­ dió seguir con la excavación inmediatamente».93 La vasija grabada, que Evans consideró una tabla de ofren­ da, había sido hallada a cierta profundidad, contra la pared del fondo del «atrio» opuesto a la entrada. «Cavé un espacio de unos dieciséis metros cuadrados -escribió- en redondo hasta la roca que, en la mayor parte del suelo, se encontraba a unos dos metros bajo la superficie.» N o fue posible recuperar el resto de la tabla, pero «a un metro y medio de profundidad, encontramos una capa ininterrumpida que parecía contener un depósito expia­ torio de huesos, cuernos y objetos de cerámica, enterrado entre carbón y cenizas».94 Las cerámicas y los exvotos eran del mis­ mo tipo que los que se decía que procedían de los depósitos micénicos hallados en otras partes de Creta, lo cual le llevó a concluir que, sin lugar a dudas, la «capa expiatoria» y, por tan­ to, la «dedicatoria» grabada, pertenecían al período micénico. Aquella vasija de piedra aportaba la primera prueba tangi­ ble de su teoría sobre el empleo de la escritura en la primera época de Grecia. Así pues, Evans debía permitir que otros ana­ lizaran el objeto, para lo cual lo presentó en el Museo Ashmo­ lean con la intención de exponerlo al público. Era la primera posesión personal de la que se desprendía de aquella manera. En un exaltado panegírico del mensaje ilegible que había ins­ crito en la vasija, declaró: Aquí, pues, sobre suelo europeo, en un santuario históri­ camente griego, tenemos una inscripción formal que data, haciendo un cálculo aceptable, de unos seis siglos antes de la primera escritura helénica que conocemos hoy, y es al menos tres siglos posterior a la primera escritura feni-

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y cía. El dato es mucho más interesante, pues durante la épo­ ca a la que se remonta este ejemplar de escritura helénica, los semitas sirios, según sabemos por las tablillas de Tell elAmarna, ya hacían uso de los caracteres cuneiformes en toda su extensión.95

En su interpretación de aquel hallazgo, Evans recurrió con total libertad al folclore griego sobre Creta: «El receptáculo de tres caras de la tabla de Dikte lleva a establecer algunas analogías con una costumbre ritual que se remonta al estrato religioso más antiguo de Grecia». Cuando Odiseo pregunta a Circe cómo llegar a la oscura morada del Hades, lo envía hacia un lugar más allá de la corriente del océano, donde debe abrir un hoyo y hacer en torno a él tres ofrendas por todos los muertos: la pri­ mera de leche y miel, la segunda de vino dulce y la tercera de agua.96 Evans propuso entonces lo siguiente: Dado el carácter heroico y fúnebre de la primitiva adora­ ción a Zeus de Creta, cabe la posibilidad de que aquí tam­ bién imperara una costumbre similar, y en la misma cueva en la que, según la leyenda, Zeus fue amamantado por las ninfas con «leche y miel mezcladas» (Diodoro, v. 70), la ofren­ da de μελίκρητα [miel de Creta] habría sido particular­ mente apropiada. De hecho, se nos cuenta expresamente que el ritual que se hacía en honor al Zeus cretense permi­ tía la milagrosa supervivencia de un infante, y que éste fue­ ra alimentado por Amaltea [la cabra] y Melisa [la abeja].97* * Este rito siguió vigente en Creta, com o pudieron com probar quienes posteriorm ente excavaron en PalaikastLO. U n trabajador gravem ente herido por un derrum bam iento de rocas fue envuelto con la piel caliente de una cabra recién sacrificada y se le dio leche y miel, com o si así fueran a recom ­ poner las heridas desde el interior.

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El plano que Evans trazó del atrio de la cueva mostraba un espa­ cio cubierto en buena parte de grandes bloques desprendidos. El derrumbe de rocas, teniendo en cuenta además la observación de que «es muy probable que la “ tabla de ofrendas” en forma de recipiente o vasija se rompiera al caer sobre ella una roca des­ prendida del techo de la cueva»,98 podía significar que quedaba por encontrar la otra parte de la tabla. El informe animó a otros a acudir a la cueva en busca de la parte que faltaba de la inscrip­ ción, y alimentó la esperanza de que bajo aquel «extenso mon­ tón de ruinas» se hallarían más «vestigios» escritos bien conser­ vados, esperanza que se vio cumplida pocos años después, de la mano de un rival francés. Al finalizar su primera excavación en Creta, Evans atravesó el valle de Lasiti y ascendió a la gran cumbre, que recibía un nom­ bre tan apropiado como Karfi, la «aguja», en el límite noroeste de la llanura. En una de sus laderas abrió una antigua tumba y extra­ jo su contenido sin pudor alguno.99 Unas tres horas después, al noreste de Karfi, llegó a la llanura de Ornales, donde se maravi­ lló: «En un páramo de roca, a los pies de un bosque de acebos, donde en ocasiones aún puede verse alguna que otra cabra sal­ vaje de Creta, se encontraba uno de los asentamientos primitivos más interesantes que he tenido la suerte de explorar. Bien podría definirse como una “ciudad de castillos”».100 Exploró seis de ocho posibles cimas fortificadas de poca elevación, y a la mayor de ellas, llamadas Frouria (o «fuertes»), la denominó la fortaleza «madre» ya que estaba situada en el centro de una συνοικισμός (synoikismos), o comunidad, de viviendas fortificadas. D e regreso a la llanura de Lasiti, mostraron a Evans otra cueva, situada en un lugar llamado Trapeza, sobre el pueblo principal de Tsermiado, donde anteriormente se habían halla­ do huesos y cerámica. Arthur anotó:

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y Gracias a la ayuda de unos lugareños pude hacer una exca­ vación de tipo preliminar. Cavamos en dos lugares ... El suelo, tanto aquí como en toda la cueva, estaba repleto de huesos y fragmentos de cerámica desparramados, como re­ sultado de socavaciones «anárquicas» por parte de los cam­ pesinos. En la prospección que hice, encontré muchas reliquias parecidas ..., cuentas de esteatita y pedazos de orna­ mentos de oro, entre ellos, un tubo de oro y dos colgan­ tes con forma de hoja de la época micénica, así como par­ te de un hacha votiva de doble filo en miniatura.101

Quizás el hecho de que se hallara en un lugar apartado le hizo bajar la guardia. Lasiti se extiende por encima de las llanuras cos­ teras y los grandes pueblos portuarios, donde viven las tres cuar­ tas partes de la población cretense. O tal vez fue la impunidad con que los pastores harapientos del lugar asaltaban los yacimien­ tos antiguos, lo cierto es que Evans volvió a hacer lo mismo que había hecho en Trier veinte años atrás, y se dejó llevar por la emoción de extraer con sus propias manos los secretos del seno de la tierra, para poseerlos al instante sin debates ni remordi­ mientos. Tan seguro estaba de sus actos, que mencionó en los informes que publicaba la mayor parte de los hallazgos ilegales que había hecho, así como la forma irresponsable en que eran desenterrados. Sin embargo, algunos no los mencionó, al menos al principio. Tuvo que pasar un cuarto de siglo antes de que mos­ trara uno de los grandes hallazgos de Psicro, una extraordinaria tablilla de bronce en la que se representaba la misteriosa escena de una bailarina con un ave y un pez bajo el sol y la luna, junto a unos símbolos que Evans aún no era capaz de descifrar.102 Poco después, abandonó Lasiti por la ruta oriental y se aden­ tró en el territorio al que había dado el nombre del «Dikte micé-

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nico». Diodoro narra una tradición cretense según la cual Zeus, al alcanzar la edad adulta, regresó a su tierra natal en Dikte, y de allí fue conducido a la cueva de Dikte, donde fundó una ciu­ dad. En la época de Diodoro, la ciudad estaba abandonada, aun­ que las ruinas aún eran visibles.103 Mientras Evans inspeccionaba las cumbres de Goulas y se convencía de su valor, llegó a la con­ clusión de que aquélla tenía que ser Dikte, la ciudad de Zeus. Tres años atrás, Halbherr, a partir de la interpretación de varios escritos de geógrafos de la Antigüedad y de algunas inscripcio­ nes, identificó el lugar como uno de los dos pueblos llamados Lato. Este era el asentamiento interior conocido como Lato mesogeios (tierra del interior), y el pueblo pesquero próximo, Agios Nikolaos, era el sucesor moderno del antiguo puerto de Lato.104 N o obstante, Evans señaló: «De hecho, la única dificultad que hay en identificar Goulas [sic] con el “Lato interior” de la épo­ ca clásica es que en todo el emplazamiento hay una ausencia casi absoluta de reliquias del período histórico».105 Evans aprovechó la visita para verificar las notas que había tomado el año anterior con Myres, y para preparar la publica­ ción final de su investigación conjunta. Se convenció de que los restos eran muy antiguos, así como del carácter sagrado de un pequeño recinto de piedra al que denominó hypæthral (san­ tuario al aire libre), y que relacionó con otro que había en Chi­ pre, dedicado a Afrodita de Pafos, parte esencial de su incipiente reconstrucción de las prácticas rituales de los primeros creten­ ses. A diferencia del informe del año anterior para Academy, el nuevo artículo que presentó a la Escuela Británica de Atenas sólo llevaba su firma; al parecer, le había costado mucho sepa­ rar sus aportaciones de las de John Myres.106 Evans salió de Goulas por la orilla norte y enseguida llegó a «Gurnià [sic], una polichna prehistórica con restos de casas pri/

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mitivas adaptadas a casuchas posteriores, y vestigios de caminos que descansan sobre obras de mampostería ciclópeas».107 Sin embargo, parece que cualquier intuición que pudiera haber tenido en cuanto a la fecha y la importancia del emplazamien­ to le falló en ambos casos. Posteriormente, se demostró que Goulas perteneció casi de forma exclusiva al período helénico, mientras que Gournia resultó ser uno de los pueblos de la Edad de Bronce mejor conservados de Creta. Evans siguió su camino hacia arriba, por el interior de la cordillera Trifti, cruzó los valles apartados y azotados por el viento, y se detuvo en las lomas fortificadas, que comparó con las de Ornales; observó que, en la época micénica, Creta debía de estar repleta de puestos de avanzada como aquél. Sin embar­ go, después de las excavaciones en Knosos, no tuvo en cuenta aquellos vestigios de un territorio interior bien protegido en toda la ruta cuando se dispuso a recrear la Creta de Minos, un reino pacífico. Evans se dirigió entonces hacia el oeste por la ruta del sur, por las faldas de la cordillera de Dikte, que se alza de forma abrupta desde el mar de Libia. Cerca del pueblo musulmán de Ligortino, en el yacimiento de la ciudad micénica, el maes­ tro del lugar había excavado en un grupo de tumbas «de col­ mena». Los habitantes del pueblo recelaban de los cristianos, pero Evans despertó la hospitalidad del maestro al alegar que estaba agotado, de manera que pudo descansar en el refugio donde éste guardaba algunos de sus hallazgos. Así, tuvo ocasión de esbozar la mayor parte de los objetos, entre los que se con­ taba una gema lenticular (en forma de lenteja) de la que escri­ bió: «Presenta mujer venerando en santuario con árbol y deba­ jo luna creciente = ¿Astarte? (¿“ Pasífae” ?)».108 Literalmente, Pasífae significa «la que brilla», y Evans hacía en estas notas una

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asociación entre la Venus de Babilonia y la esposa de Minos, madre del temido Minotauro. Entre las diversas vasijas del «buen período micénico» extraídas de las tumbas, había un larnax (fére­ tro profano) decorado con aves acuáticas, una de las cuales «lle­ va un gusano en el pico y otra aparece volando tras una mari­ posa».* Evans comparó una planta acuática de la escena con el loto egipcio, y llegó a la siguiente conclusión: «Casi no hay duda de que toda una serie de motivos ribereños que aparecen en el arte micénico se deben a la misma fuente egipcia ..., al mismo origen nilótico», pese a que también estaba seguro de que el diseño de aquellos larnakes en concreto reflejaban el esti­ lo de «las escuelas de arte cretense locales».109 Arthur contemplaba la fuerte influencia artística de Egip­ to en Creta como algo inevitable: «Sin duda, esta acumulación de vestigios de un contacto temprano con el valle del Nilo no sorprende a un viajero que acaba de explorar varios yacimien­ tos de ciudades primigenias que una vez fueron más allá de los ramales de Dikte, a las lejanas tierras situadas al otro lado del mar de Libia, y cuyas radas están a cuarenta horas en barco del delta del Nilo».110 Mientras contemplaba un mar reluciente, Evans pensó en la proximidad del norte de Africa y se vio obligado a escribir otra de sus observaciones en que pasado y presente se con­ fundían: /

En el monasterio de Hagios Giorgios ... me esperaba otra visión que me hizo pensar claramente en otra relación geo* Evans no estaba en disposición de com prar sus hallazgos, la mayoría de los cuales fueron poste­ riorm ente adquiridos por el viajero Charles Clevm ont-G anneau y enviados al Louvre. E n cualquier caso, la gema a la que alude desapareció y la descripción que de ella hace Evans es todo cuanto nos ha quedado.

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y gráfica de esta isla fundamental, una relación que no debe­ ría omitirse al considerar su historia antigua. En el exterior, ante la verja del monasterio, había un grupo de árabes de Benghazi pidiendo limosna a los cristianos. Al igual que muchos de sus correligionarios, habían llegado hasta la isla con pequeñas embarcaciones comerciales, procedentes de la costa de Trípoli, para pasar el verano pidiendo limosna de pueblo en pueblo, sobre todo en las regiones mahome­ tanas de Creta. Los frecuentes hallazgos de monedas cirenaicas en toda la isla dan fe de las estrechas relaciones comer­ ciales que Creta mantenía con Cirene en la época clásica. Queda por demostrar una relación más antigua de Creta con las tribus de Libia.111

El 6 de mayo, gracias a los incansables esfuerzos de Hazzida­ kis, Evans desembolsó 30.000 piastras (235 libras) más los gas­ tos por una cuarta parte de Kefala; fue una victoria gloriosa. Adquirió una parte de la que sería la mayor de sus posesiones, y mantuvo una postura negociadora que ninguna de las otras par­ tes interesadas podía igualar. Además, podía emplear su propie­ dad para forzar la venta del resto de la finca, y eso es precisamente lo que pidió a Hazzidakis que hiciera. El valle de Knosos sería su modesto equivalente a la finca de Rivers, la propiedad de la que el general Pitt-Rivers se había hecho cargo en Cranborne Chase en 1880, y que seguía administrando como terreno agrí­ cola, al tiempo que dirigía exploraciones arqueológicas. Sin embar­ go, Evans aún tenía mucho que hacer antes de obtener el con­ trol absoluto del que gozaba Pitt-Rivers. El siguiente obstáculo que se le presentó fue el permiso que la Asamblea de Creta debía concederle. Evans sabía que la admi­ nistración otomana debía ser expulsada de la isla antes de que

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pudieran permitirle la excavación a gran escala que sería nece­ saria emprender en Knosos. Así pues, a partir de entonces empe­ zó a concentrarse en el momento en que Kefala fuera suyo, para poder hacer lo que quisiera, sin que nada interfiriera en la pros­ pección. Mientras, los cretenses cristianos, como si hubieran que­ rido complacerlo, estaban al borde de otro alzamiento. Casi tres semanas después, el 24 de mayo, las calles de Canea volvieron a llenarse de insurgentes, lo cual supuso el último empujón para ascender a los cristianos al poder político. A medida que la auto­ ridad otomana declinaba, las naciones modernas empezaron a fraguar sus conocidas intrigas para repartirse el botín en una pri­ mera fase de la situación, a fin de que no hubiera una sola poten­ cia que ejerciera su influencia con exclusividad. Se temía que Creta se convirtiera en otra joya de la corona de la reina Vic­ toria para tender un puente entre Chipre y Corfú, pero Fran­ cia, Italia y Rusia estaban alerta para frenar el deseo de Gran Bretaña de anexionarse las islas griegas. Por su parte, al gobierno de Su Majestad le interesaba que Creta no formara parte del go­ bierno de Grecia, como había ocurrido con muchas islas del Egeo, de modo que se manifestaron en favor del dominio tur­ co de la isla. Aquella postura fue motivo de indignación para el pueblo británico. Un corresponsal airado declaró: En cuanto a la situación de Inglaterra con respecto a Cre­ ta, no hay nada más inesperado que la política del partido conservador. Hay una mansedumbre, una docilidad, una disposición tal para estar de acuerdo a toda costa con casi todo el mundo ... En toda Creta, Britania domina los mares. No hay un solo soldado turco o una sola nave turca que pueda desplazarse sin su permiso ... [pero] ... todas las can­

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y cillerías están emitiendo feroces amenazas, no contra los turcos, sino contra los cristianos. Esta vez no es el infame Sultán de siempre quien despierta la ira diplomática, sino los cristianos a los que ha robado y matado durante dos siglos.112

El sentimiento helenófilo de la flor y nata cultivada de Gran Bretaña, junto a su fe absoluta en los evangelios cristianos, era muy fuerte, pero las políticas poderosas del Mediterráneo orien­ tal aún eran más fuertes, al menos por el momento. D e regreso' a Oxford a finales de mayo, Evans empezó a informar a los lectores de Academy de sus explotaciones, des­ cubrimientos e impresiones en una serie de cinco relatos infor­ males que se publicaron en junio y julio: La Edad de Oro de Creta reside más allá de los límites del periodo histórico: su cultura no sólo se manifiesta en los tres mares con una uniformidad jamás alcanzada, sino que es casi idéntica a la del Peloponeso y buena parte de la del mundo egeo. Las comunicaciones eran infinitamente más re­ gulares y extensas; la densidad de la población, sustentada por la agricultura y las empresas marítimas, era muy supe­ rior a la de cualquier período posterior de la historia de Creta. De hecho, era la isla de las «Cien Ciudades».113 ¿Por qué ahora llamaba a esta época la Edad de Oro? Evans ya estaba seguro de que «los días gloriosos de Creta eran aque­ llos que se reflejan en los poemas homéricos; es el período de la cultura micénica al cual, al menos hasta ese momento, pode­ mos asignar de buen grado el nombre de “ minoico” ».114 Evans había empleado esta designación hacía mucho tiempo para refe-

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rirse a un período de tiempo determinado, la época de las mayo­ res consecuciones de la isla, pero por el momento él y sus com­ pañeros usaban generalmente el término «micénico». El anillo de Knosos, al igual que muchas de sus adquisi­ ciones, se convirtió en el centro de una teoría osada. Durante la reunión de la Asociación Británica, celebrada el 17 de sep­ tiembre de 1896 en Liverpool, Evans presentó las primeras ideas de esta teoría bajo el título «La adoración de pilares y árboles en la Grecia micénica».115 La adoración de fetiches —es decir, objetos inanimados a los que se atribuyen poderes mágicos, como árboles sagrados, belemnitas (huesos fosilizados) y piedras metcóricas-, que habían, entrado a formar parte de una hipo­ tética religión aria,116 le llevó a proponer que «la adoración de deidades con forma anicónica [simbólica] como pilares de pie­ dra o árboles» era una parte importante de la cultura micéni­ ca. Evans había continuado en Creta la búsqueda de los mis­ mos recintos destinados a albergar árboles sagrados que se habían hallado en los monumentos cercados con una zanja en Gran Bretaña. Creía que había descubierto un recinto parecido en Goulas, y había visto la misma representación grabada en ani­ llos de oro y sellos, lo cual implicaba una relación entre la ado­ ración a la naturaleza que se practicaba en Creta y la religión teutónica en torno al fresno sagrado. La piedra sagrada —o, como prefería decir Evans, el «beri­ lo», del griego βαΐχυλος (baitilos), derivado seguramente del Betel semítico, o Casa de Dios—representaba en su forma ani­ cónica a la deidad suprema en la religión micénica de la que él hablaba.117 Evans utilizó la sugerencia de Schliemann de que el motivo del hacha de doble filo simbolizaba a «Zeus Labrandeo»,118 y planteó que los objetos hallados en Psicro «tal vez encarnaban la presencia del propio dios». Y añadió: «La religión

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de aquella época no necesitaba la imagen actual que tiene for­ ma antropomórfica». Una vez dicho esto, tuvo que explicar las representaciones humanas y animales del arte micénico y la gran cantidad de representaciones plásticas de los lugares sagrados que había estado explorando. Concluyó el discurso diciendo: «La gran cantidad de imágenes votivas halladas en los depósitos ex­ piatorios de estas cuevas de Creta no contienen características distintivas de divinidad. Parecen ... ser simples representaciones en miniatura de veneradores humanos con sus animales domés­ ticos que, según la costumbre, se colocaban junto a sus posesio­ nes, bajo la protección de poderes superiores».119 Su dedicación a esta idea de «poderes superiores» y la creencia de que, en un momento dado, se habían prohibido las representaciones antropomórficas, relegaba a la mayoría de las figuras humanas y ani­ males del conjunto de arte egeo temprano, cada vez mayor, a la categoría de veneradores mortales, a la que muchos de ellas siguen perteneciendo más de cien años después. Según Evans, el ave como emisaria simbólica entre dios y el hombre era «el culto a la paloma de la Grecia primitiva». Basa­ ba esta hipótesis en las figuras de palomas dibujadas en bordes de cuencos, y en las palomas silvestres que los adivinos emplea­ ban para rendir culto a Zeus en Dodona.120 Su idea de la palo­ ma como un «agente de inspiración» divina era una clara alu­ sión a la paloma que simboliza al Espíritu Santo en la Trinidad. Asimismo, el hacha de doble filo se convirtió para Evans en un precedente del crucifijo cristiano. Señaló la coincidencia que había entre las cuevas de Creta usadas para rendir culto a Zeus con ofrendas y las capillas próximas de Afendi Cristos, Cristo Señor: «Es como si en todos estos casos estuviéramos ante el mismo culto primigenio al Zeus-Minós de Creta; y la asimi­ lación posterior de la religio loci que sobrevivió a la de “ Cristo

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Señor” da mucho que pensar La perdurable devoción por la tierra de Minos sencillamente ha pasado del dador de la ley antigua de Ida al dador de la nueva ley».121 Se ahorró cualquier consideración a otros profetas. La tradición cristiana de su fami­ lia encajaba bien con esta teoría de un aparente «renacer» grie­ go ortodoxo en los cultos más tempranos.

El yugo de Asia Com o presidente del departamento de antropología de la Aso­ ciación Británica, Evans leyó un discurso conmovedor en la reunión celebrada en Liverpool en septiembre. En aquella oca­ sión, tampoco parecía tener en cuenta el tiempo histórico, pues situaba algo tan contemporáneo como la «cuestión oriental» enfrentándose a las grandes potencias en un escenario anti­ guo, casi eterno. Su postura era bastante clara, si bien la crono­ logía algo confusa, al comparar «la civilización de los hititas en Anatolia y el norte de Siria», a la que «el contacto con Orien­ te había adulterado y entorpecido» el desarrollo de «sus elemen­ tos autóctonos», con «la Grecia prehistórica», donde «el elemento indígena pudo mantenerse, además de reconfigurar la influen­ cia de otros pueblos a partir de un molde original. Todos sus ob­ jetos artesanales exhalan el espíritu europeo de la individuali­ dad y la libertad».122 Sin la menor ambigüedad, expuso su interés político en la conclusión del discurso: Si miramos al pasado, para Creta la tradición más antigua de Grecia es el origen de la legislación de inspiración divi­ na y el primer centro de dominio marítimo. Habitada des­ de la época de los primeros asentamientos griegos de la mis-

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y ma raza, Creta vuelve a representar hoy al paladín del espí­ ritu europeo contra el yugo de Asia.123

N o cabe la menor duda de que estaba haciendo un llamamien­ to a las «grandes potencias» para que intervinieran en favor de los griegos cristianos de Creta y los liberaran del yugo otomano. En noviembre, Evans dio un discurso en la Sociedad Helé­ nica, que tituló «Otros descubrimientos sobre la escritura de Creta y el Egeo», en el que presentaba una lista de sus adqui­ siciones más recientes. Una vez más, manifestó su opinión, cada vez más vehemente, acerca del «aspecto europeo» de la socie­ dad cretense más antigua. Evans recordó a sus oyentes que los signos grabados aparecían «en columnas verticales, así como en orden horizontal, y en algunos casos las líneas parecían conti­ nuar en bustrófedon [como el trazo que sigue el buey en el ara­ do], de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, de for­ ma alterna».124 Este fue un claro paralelismo para posteriores inscripciones griegas —a las que también se llamaría bustrófe­ don—, en contraposición a la escritura cursiva arábiga de los oto­ manos. Evans consideraba que aquella era recta y clara, como el carácter tradicional europeo, mientras que la escritura cursi­ va o «corrida» definía, a su parecer, la idiosincrasia de la socie­ dad oriental antigua, así como de la moderna. Lo más destacado del discurso fue el informe de las exca­ vaciones ilícitas en Psicro y el descubrimiento de la tabla de libaciones con signos grabados sobre la que afirmó: «Es el úni­ co documento escrito que tenemos de nuestro continente». Evans presentó al público una división de estas escrituras cre­ tenses en tres clases. La primera y la más antigua aparecía en unos «sellos de piedra que mostraban trazos y caracteres de tipo lineal», la segunda aparecía en sellos con trazos de esti­

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lo pictográfico, y la tercera escritura, la más reciente, apare­ cía en «sellos de piedra eteocretenses que presentaban una es­ critura pictográfica más clásica».125 Al parecer, había basado la clasificación en función de la posible evolución que había seguido la escritura, ya que no había estratos arqueológicos que le permitieran demostrar que una clase era más antigua o más reciente que otra. Sin embargo, posteriormente resulta­ ría muy difícil alterar el orden y la clasificación fijados por Evans en su tabla, incluso cuando la estratigrafía —según él mis­ mo revelaría más adelante—demostró que el orden era inco­ rrecto. Los problemas religiosos y étnicos de Creta se habían com­ plicado tras la marcha de Evans en 1896 y, hacia 1897, la gue­ rra entre Grecia y Turquía parecía inminente. En febrero de 1897, Grecia envió una fuerza expedicionaria con el fin de ocu­ par la isla en nombre del rey Jorge, y sobre todo para animar a los griegos cristianos a creer que podían y debían alzarse con toda impunidad contra los turcos. El fervor musulmán se enar­ deció con la llegada de un tal Kalil, «un miembro de la guardia negra del sultán, que había destacado en las masacres armenias de Constantinopla», según sabría Evans más tarde, y quien se dispuso a ir por los pueblos musulmanes «incitando a los fieles a hacer lo mismo con los cristianos de Creta».126 Las grandes potencias acordaron crear una fuerza de vigilancia en la isla para asegurarse de que Creta se convirtiera en un Estado autónomo, y no se anexionara a Grecia. Así, Francia ocupó Siteia y la par­ te oriental de la isla, Gran Bretaña estableció un cordón alre­ dedor de Candía y el centro, Rusia hizo lo mismo en Retim non, mientras que Italia se hizo cargo de Kissamos y el extremo occidental. La capital estratégica, establecida en Canea y la bahía de Suda, se convirtió en un protectorado internacional. Las tro-

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pas griegas se retiraron en mayo, pero el verano avivó el ardor de la revuelta, que estalló en otoño. La agitación en Creta se conoció en todo el mundo. En Londres, el Illustrated London News informó a sus lectores del siguiente m odo: «A decir de todos, los soldados turcos han demostrado en esta isla un declive extraordinario de su antigua capacidad militar, pues se comportan más como forajidos en una orgía cruel de masacres, atrocidades y saqueos». Asimismo, «algunos grupos de insurgentes griegos de una tosca raza mon­ tañesa, falta de disciplina y orden militar, han perpetrado tam­ bién asesinatos y otras atrocidades». Evans y Myres se atu­ vieron a aquellas advertencias y se cuidaron de no viajar a Grecia en 1897. En cambio, D avid Hogarth reaccionó de forma distinta ante el anuncio de un conflicto armado. Acababan de nom ­ brarlo director de la Escuela Británica de Atenas, y no empe­ zaría a desempeñar su cargo hasta el verano de 1897, de modo que aquella primavera se encontró sin nada que hacer. U n corresponsal británico en los Balcanes que debía cubrir la suble­ vación en Macedonia y Bulgaria, le pidió que le ayudara a infor­ mar de la insurrección de Creta. Más tarde, Hogarth recorda­ ría: «El corresponsal que había en aquel momento, un griego, encubre los envíos a Londres de blanco y azul. Y o me pregun­ taba si podía sustituirle durante un tiempo. N o obstante, la tenta­ ción fue breve. Nunca había estado en Creta, y observar la gue­ rra no es muy propio de un investigador».128 El primer contacto que Hogarth tuvo con la guerra, y que despertó en él la curio­ sidad por los derramamientos de sangre, fue el día de su llega­ da a Canea a principios de mayo. Desde la cubierta del barco de vapor, contempló un pueblo en llamas y a sus habitantes luchar unos con otros en las laderas de alrededor:

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Era un asunto insignificante e impreciso por el que menos de una veintena de hombres muertos y heridos eran lleva­ dos hasta las puertas; la mayoría eran resignados campesi­ nos de Anatolia, que habían vivido el tiempo debido y luchaban sin pasión ni sin saber por qué. Junto a ellos, iban los cadáveres de dos o tres bashibazuk de Creta, de habla y rasgos griegos, musulmanes por azar, que habían muer& que apenas conocían. /

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Debido a su vasta experiencia con el estilo de vida de los pue­ blos de Chipre, Egipto, Levante y Anatolia, parece que Hogarth vio con malos ojos la ortodoxia griega, y creía lo siguiente: Ningún griego puede responder con seguridad por otro griego, pues su raza lleva en la sangre el individualismo y la intolerancia a la disciplina. En la historia agitada de las religiones levantinas, puede observarse una ley constante de congruencia. Allí donde han dominado los musulma­ nes, los fieles de las dos creencias han reanudado una vida pacífica como en la Antigüedad, pues los cristianos saben que los musulmanes actúan como uno solo bajo una mis­ ma disciplina, y que cuando el Islam es vencedor, las vidas de sus seguidores están a salvo. Ahora bien, si los cristianos obtienen la libertad, el musulmán abandona su tierra natal. Porque por muchos privilegios que conceda la nueva auto­ ridad, sabe que cada cual actuará en alguna ocasión a su libre albedrío, pues la cristiandad oriental no redunda en disciplina social.130 Hogarth prefirió la compañía de griegos musulmanes a la de griegos cristianos durante todos los años que vivió en Grecia,

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y posteriormente transmitió esta preferencia a sus alumnos de Oxford. También consideró acertado el papel intermediario de los británicos en una situación tan delicada como aquélla. D ejó constancia de la admiración que sentía por sir Herbert Chermside, el comandante británico que, a su parecer, «enarboló el nombre de Gran Bretaña con su sereno valor y templado cum­ plimiento del deber durante aquellas semanas de agitación».131 En Candía, Hogarth se relacionó con las unidades militares de su país, ya que prefirió armar una tienda cerca de la batería apostada en las murallas de la montaña a arriesgar un contacto con la viruela, que se estaba extendiendo por los barrios más pobres de la ciudad. Dedicó su tiempo a evaluar los informes oficiales y a ir a caballo hasta las filas rebeldes para hacer sus pro­ pias observaciones. U na década después, recordaría: «En una de aquellas excursiones, visité Knosos por primera vez y soñé con excavar en el palacio de Minos, donde algunas de las pie­ dras grabadas ya estaban al descubierto. D e hecho, me dijeron que podía empezar a excavar con una brigada de zapadores en aquel mismo momento». Rechazó la oferta, pero no por defe­ rencia al propietario del emplazamiento —es decir, Evans, que además era su compañero en Oxford—, ni tampoco por respe­ to a las leyes de Estado o al código de su seguidor, sino «por falta de tiempo y por desconfiar de los gastadores».132 El destino de Creta dependía de las grandes potencias, que trataron de establecer ciertas leyes y mantener cierto orden a lo largo de 1897, según recordaría más tarde un marino británico con una mezcla de regocijo infantil y horror adulto: Cada nación tenía su manera particular de castigar a unos lugareños sanguinarios. Los italianos los fusilaban en el acto;

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los franceses les cercenaban la cabeza; los rusos los azota­ ban hasta la muerte; todo ello sin juicio previo. En cam­ bio, los británicos —con la firmeza que les caracteriza—los subían a los barcos de guerra, los encerraban dentro de unas jaulas en la cubierta del comedor, en las que había redes con torpedos, y los juzgaban en un consejo de guerra. Lue­ go los colgábamos con solemnidad ante todos; y no creo que entre nosotros hubiera un solo hombre que sintiera lástima por aquellos animales degradados, autores de espantosos asesinatos. 133 Hogarth se despidió de Creta para siempre, o eso creía, en mayo de 1897. Sin embargo, pese a sus sentimientos por la mayor parte de sus habitantes, no tardó en regresar como figura prin­ cipal en la búsqueda de la «Edad de Oro preclásica» de la isla. ★ ★ ★

Entretanto, Evans aprovechó para ampliar sus horizontes en el norte de Africa. Con la idea de explorar «trilitos prehistóri­ cos» o «grandes templos de piedra», que demostró que eran prensas de aceite de la época de los romanos, se encontró con Myres en Túnez a principios de marzo, y juntos exploraron el interior de Libia hasta que despertaron la sospecha de las au­ toridades turcas y fueron obligados a regresar a Trípoli. Evans se había llevado el mismo pasaporte que había expedido para sus primeras aventuras, y las «notas personales sobre las órdenes militares austríacas que tenía garabateadas en el dorso», como recordaría Myres posteriormente, bastaron para convencer a un oficial local de que no había viajado hasta allí por asuntos aca­ démicos.134 Ahora bien, la razón más importante del viaje era

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investigar la hipótesis reciente de que los primeros egipcios eran de origen libio. En las excavaciones que Flinders Petrie había dirigido en Naqada, en el alto Nilo, había descubierto un cementerio de egipcios «prehistóricos» que parecían pertenecer a lo que deno­ minarían la «nueva raza». Petrie creía que ésta había existido en Egipto antes de que los conocidos egipcios del período faraó­ nico conquistaran el país por el sureste.135 La nueva raza, al menos según Evans creía, debía «ser identificada con el pueblo de los oasis, los tahennu o tamahu, una raza de ascendencia li­ bia». Para Evans y su propia raza, el atractivo de esta teoría resi­ día en que, entre los bereberes libios, había miembros de una «raza de piel blanca, con rasgos muy europeos».136 Evans y sus compañeros quedaron muy impresionados con la obra La stirpe Mediterranea de Giuseppe Sergi, publicada en 1895 y traducida al inglés en 1901 como The Mediterranean Race (La raza mediterránea). La teoría de Sergi declaraba que los pue­ blos del litoral mediterráneo eran una raza de rasgos muy dife­ renciados que había dado lugar a las grandes civilizaciones de Grecia y Rom a; posteriormente, entró en detalles para mostrar que los etruscos no permitían la entrada a Italia a los arios eu­ ropeos.137 Así, Sergi quería demostrar que las primeras socie­ dades mediterráneas no eran arias ni semíticas, sino una raza intermedia. En virtud de la geografía, los primeros ascendien­ tes libios, por los que Evans llegaría a sentir admiración, podían contarse entre los pueblos de raza mediterránea a los que alu­ día Sergi, y dados sus rasgos «europeos», parecían el origen más conveniente de los habitantes autóctonos de Creta. Sin embar­ go, Evans ya conocía a la autoridad de Libia, que desdeñaba por los tropiezos burocráticos que había tenido con el país, simi­ lares a los que había vivido en los Balcanes. Así pues, fue para

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él un alivio abandonar el país, según dijo en una carta a Fortnum con fecha del 18 de abril, y estar «a salvo de las manos de “tur­ cos, herejes e infieles” ».138

El guardián de Creta Evans regresó a Creta a finales de marzo de 1889, junto a Myres y Hogarth. Según fuentes oficiales, la revuelta había llegado a su fin, y las grandes potencias hacían cumplir la ley y mante­ nían el orden. Los tres arqueólogos volvieron a Kefala, que no había sufrido ningún daño, y recuperaron su relación con sus compañeros cretenses, antes de que Myres y Hogarth par­ tieran a la isla griega de Melos con el fin de organizar la cam­ paña de excavaciones de aquel año. En calidad de director de la Escuela Británica de Atenas, Hogarth asumió la responsabi­ lidad de la primera excavación importante del equipo británico en el emplazamiento de la ciudad prehistórica de Filakopi, en el Egeo. Hogarth describió este proyecto como «una excava­ ción sin incidentes que dirigí en Melos».139 Evans prefirió quedarse en Creta para proseguir con su inves­ tigación. Al principio, creyó que la mejor forma de emprender­ la era el modo en que lo había hecho veinte años atrás en cir­ cunstancias parecidas en Bosnia, de manera que ayudó a una misión humanitaria británica con el reparto de sacos de cebada entre los pueblos más peijudicados por la contienda. Al igual que había hecho en Bosnia, se vio obligado a informar al Manchester Guardian de una situación que le parecía fruto de una decisión errónea, y volvió a tropezarse con la autoridad, aunque no con agentes del Imperio austríaco ni del otomano, sino con los de los Dominios de Su Majestad, de la cual él era un súbdito leal.

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Evans no compartía con Hogarth la admiración por las auto­ ridades británicas establecidas en Creta. Indignado con la polí­ tica de cooperación de éstas con el gobierno turco, se refirió al coronel sir Herbert Chermside, por quien Hogarth sentía gran estima, como el «ayudante británico pachá» del «régimen turcobritánico en Candía». Su ira culminó con el posterior arresto y encarcelamiento de su mulero, Herakles, al cruzar el cordón británico que rodeaba Candía, al regresar de una jornada de exploración en la parte oriental de la isla. Herakles, originario de Siteia, no tenía el pase que se necesitaba para poder entrar en Candía. Evans lo había contratado para el viaje en Siteia, y es posible que éste pretendiera regresar a su ciudad tras dejar a Evans en la frontera de Candía, pero también que Evans le con­ venciera de acompañarle hasta territorio británico. Según docu­ mentos posteriores, es muy probable que Evans tratara de per­ suadirle a seguir un viaje que no había planeado. Casualmente, Chermside pasaba por el puesto de control en aquel momen­ to, presenció la renuencia de Herakles a seguir adelante y le ordenó que se presentara ante la policía. Evans se adentró en la ciudad de Candía solo, pero cuando supo que el muletero no se había presentado, salió en su busca. Cuando la policía encon­ tró a Herakles, éste no llevaba documentos de viaje y fue encar­ celado. Con una muestra de la arrogancia inquebrantable que caracterizaba a Evans, y de la que parecía disfrutar cada vez más, localizó la prisión, insistió en que le dejaran entrar, encontró a Herakles y, como informó al Manchester Guardian, «le di la mano y, cuando me disponía a sacarlo de allí, la policía arma­ da nos retuvo a la fuerza». Herakles temió por sus vidas, pero Evans dio rienda suelta a su «genio volcánico» y actuó como pensaba que debía actuar en semejantes circunstancias: «Las diversas experiencias que he tenido en algunos de los lugares

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más remotos y bárbaros de los dominios turcos me han ense­ ñado que, cuando la persuasión o el razonamiento no sirven de nada, adoptar una postura autoritaria como la suya, e incluso recurrir discretamente a la fuerza física, suele surtir efecto, con esta gente». Sin embargo, no había contado con tener que tra­ tar con su enemigo habitual sobre un territorio temporalmen­ te británico. «Aquí, bajo protección británica, los turcos tienen un actitud muy distinta con respecto a las pretensiones “ euro­ peas” »,140 reconoció, y Herakles tuvo que permanecer ence­ rrado en una mazmorra inmunda hasta que Evans pudo enmen­ dar la situación. Es probable que en aquel momento tuviera muy presente su propio encarcelamiento en Ragusa a manos de las autorida­ des austríacas, y que cargara en silencio con la culpa, de modo que trató de contactar con Chermside en persona. Al no con­ seguirlo, le escribió una nota severa para expresar su desapro­ bación. Obtuvo una respuesta igualmente severa del ayudante de campo y secretario del comandante, que le preguntaba: «¿Cree usted que debe permitirse que un simple civil inglés que cree poder hacer cuanto le plazca por interés, dé órdenes a un oficial turco o británico?». Es evidente que Evans sabía qué res­ puesta merecía aquella pregunta retórica, y que él y el agente de Su Majestad no estaban de acuerdo. Por consiguiente, acu­ dió al vicecónsul británico, que lo recibió en audiencia con el gobernador turco, Edhem Pachá. Con la observación que Evans hizo del aspecto del gobernador —«la mirada inexpresiva, la expresión avinagrada y el rostro largo, estrecho y arrugado como una manzana recogida hace un año»—, quedó claro que cual­ quier posible negociación no sólo sería tensa, sino inútil. Según dijo Evans, al no tener motivos suficientes para retener al mule­ tero, el pachá «cambió radicalmente su postura con la actitud

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furtiva propia de un turco. “ ¿Acaso yo no sabía —dijo—que este cristiano viene de Sitia? En Sitia mataron a muchos turcos ...” , y acto seguido, aquel títere del asesino imperial, afectando horror, representó una muy realista degollación».141 La fuerza de voluntad y el empecinamiento que mostró Evans no sólo no habían servido de nada, sino que habían empeo­ rado la situación. En veinticuatro horas, Herakles había pasado de ser un inmigrante ilegal a ser el autor de una matanza. Iban a confiscar sus muías y pronto, su vida, o al menos eso decían los guardias al burlarse de él. Por tanto, Evans debía pensar en algo y actuar deprisa. Redactó un telegrama dirigido al coman­ dante francés de Siteia, en el que narraba su versión de los hechos y hablaba de la falta de autoridad del comandante británico con los turcos. Chermside interceptó y censuró el telegrama, como Evans sabía que haría, y le concedió audiencia. Pese a que era obvio que Evans había obrado de forma inadecuada, consiguió calmar lo bastante al coronel para conseguir que las tropas bri­ tánicas pusieran en libertad a Herakles y lo embarcaran de vuel­ ta a Siteia. La feliz resolución de aquellas peligrosas circunstancias, a pesar de haberlas provocado el propio Evans, fue anunciada como una acto sumamente heroico entre los cristianos de Cre­ ta, mientras él seguía denigrando a los británicos por colabo­ rar con los turcos en las cartas que enviaba al Manchester Guar­ dian. En cambio, ensalzaba a los franceses y rusos por ilustrar a la perfección una conducta «correcta»: «Están en la isla con el objeto de preparar a la población para la nueva situación, y hacer respetar a los mahometanos la lección más importante y nece­ saria: que ahora es Europa quien manda». Como Evans no tenía pelos en la lengua y conocía muy bien el efecto que iban a cau­ sar sus palabras, afirmó: «Declaran abiertamente que el prínci­

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pe Jorge vendrá, y que las tropas turcas serán retiradas».142 El «castigador de pachás» volvía a manifestarse con ingenio, y el título podía darle muchas ventajas en Creta. Sin embargo, en aquella sangrienta guerra civil que ame­ nazaba con diezmar a la población de la isla, no todo era uni­ lateral. Había pruebas tangibles de que los cristianos habían cometido brutales acciones en la parte oriental de la isla, lo que había indignado a los musulmanes de Candía. En el pueblo de Etia, próximo a Siteia, los musulmanes se habían refugiado en su mezquita, pero los engañaron para que salieran y luego los mataron salvajemente. Cuando Evans inspeccionó la escena del crimen, informó de que habían dejado la mezquita como la ha­ bían encontrado, hasta que entró: ... en el recinto no consagrado ... La ropa de los desdi­ chados aldeanos, que habían reunido para huir y habían dejado allí al ser llamados para morir, cubría todo el suelo: pedazos brillantes de capas orientales entre harapos infec­ tos, sacos de crin con escasas reservas de comida, la cinta verde de un turbante, tal vez de algún descendiente del profeta.143 Cinco años después, Charles Trick Currelly, uno de los exca­ vadores de Palaikastro, oyó la historia entera. Currelly había sido ayudante de Flinders Petrie en Egipto, y posteriormente sería el fundador del Museo Royal Ontario. Según dijo, ... la mano de obra acudía desde más de un kilómetro para trabajar en las excavaciones. Eran gente muy alegre y devo­ ta, y me parecían fascinantes: resultaba muy interesante ir a la iglesia con ellos y observar su profunda piedad. Era difí-

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parientes hasta el pueblo mahometano, la hizo caer y la cubrió con su capa negra; la niña fue lo bastante lista para permanecer oculta hasta que todo hubiera terminado. En un pueblo cercano, se dio una masacre semejante, pero en este caso los cristianos se llevaron a los musulma­ nes hasta un acantilado y, uno a uno, les clavaron un puñal en el pecho y los lanzaron precipicio abajo.144 Evans pensaba que las envidias entre los cristianos aún compli­ caban más la guerra civil. Los hombres de Krista —el mayor pue­ blo de Creta por entonces—formaron un grupo de unos «seis­ cientos guerreros armados hasta los dientes», organizados por brigadas que, según informó Evans, «a cambio de una retri­ bución pecuniaria se ofrecían para proteger a los campesinos más pacíficos de los distritos colindantes, pero éstos no tarda­ ron en descubrir que su verdadero interés era hacerse con bue­ na parte del botín obtenido al saquear los pueblos turcos». Los hombres de Krista, «al mando del temible jefe Tavlàs», fueron los responsables de las peores masacres de cristianos, así como de una de las hazañas más extrañas de la insurrección. Por envi­ dia de que la ciudad vecina de Neapolis se hubiera convertido en el centro administrativo de la parte oriental de la isla, deci­ dieron presentar una protesta de la única manera que sabían. Así, invadieron el pueblo con la única intención de destrozarlo y, aunque las tropas napolitanas consiguieron evitarlo, se per­ dieron muchas vidas en el asedio.145 Hogarth debió de esbo­ zar una sonrisa irónica y de complicidad al leer los comunica­ dos de Evans.

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Una Edad de Oro Evans cautivó a sus lectores con las descripciones de los festejos especialmente entusiastas para celebrar la fiesta de San Jorge en 1898, ya que habían propuesto nombrar al príncipe Jorge, segun­ do hijo del rey Jorge I de Grecia, alto comisario de las poten­ cias establecidas en Creta.146 Los cristianos contemplaban este nombramiento como el primer paso hacia la unificación con Gre­ cia, pero las grandes potencias insistían en que Creta debía seguir siendo independiente. Las prórrogas burocráticas se extendieron hasta principios de septiembre, cuando unos musulmanes mata­ ron a algunos soldados británicos durante unos disturbios en Can­ día. A raíz de este acontecimiento, el gobierno británico consi­ deró que no podía mantener por más tiempo la política de statu quo, de modo que acabó por unirse al grupo de naciones euro­ peas que estaban contra la Sublime Puerta. Así, las últimas tro­ pas turcas abandonaron Creta el 14 de noviembre de aquel año, y el príncipe Jorge desembarcó en la bahía de Suda el 21 de di­ ciembre. En un artículo, un corresponsal ateniense ensalzaba el matiz «blanco y azul» de la nueva situación: «... después de sufrir vein­ ticinco años de guerra civil desgarradora, veinticinco años de conquista extranjera y veinticinco años de opresión indescrip­ tible, de pronto Creta ha obtenido la libertad y un gobierno adecuado, bajo un gobernante de su misma raza y de su misma lengua».147 Los griegos reivindicaban el pasado histórico de Cre­ ta, que se remontaba a los tiempos de la Atenas de Pericles, en el siglo Va. C., e insistirían en que la isla era de raza y len­ gua griegas. Aun así, el rey Jorge hizo lo posible para fomentar la paz en Creta, para lo cual instó a musulmanes y cristianos a dejar atrás el pasado y colaborar; pero la orden era demasiado

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elevada, y a ninguna de las partes le resultaría fácil cumplirla. Es más, la mayoría de los musulmanes que se negaban a con­ vertirse vendieron sus propiedades por el precio equivalente del pasaje en barco a la costa de Anatolia, como Hogarth predije­ ra en su momento. El príncipe Jorge estaba a favor de la exploración y las exca­ vaciones en Creta, pero quería que estuviera rigurosamente regulada. Com o informó Hazzidakis a Evans a principios de 1899, no podía pensarse en excavar hasta que no fueran apro­ badas las leyes sobre la exportación y recuperación de antigüe­ dades, y fueran incluidas en la Constitución planeada para Cre­ ta.148 En la misma carta a Evans, daba la noticia de que había perdido Goulas frente a los franceses, que al cabo estaban al mando de la región de Mirabello, y por consiguiente fuera de la influencia de Hazzidakis. Para disgusto de Evans, Jean D emargne había excavado en la cueva de Psicro en 1897 al ampa­ ro de los franceses, y había recuperado más fragmentos de la famosa tabla de libaciones con signos grabados.149 Además, el mismo arqueólogo pretendía llevar a cabo excavaciones en Gou­ las y la ciudad grecorromana de Itanos, próxima a Siteia, en el extremo oriente de la isla. Asimismo, la Escuela Francesa estaba impaciente por ini­ ciar excavaciones en Knosos. Dado que André Joubin se había encargado de organizar la última declaración sobre los derechos de los exploradores para el director de la Escuela Francesa, Théo­ phile Ho molle, fue una sorpresa enterarse de que, entretanto, Evans se saltó los preceptos. Ello dio lugar a una correspon­ dencia acalorada entre Hogarth y Evans durante la primavera de 1899, y Hogarth, como director de la Escuela Británica, que­ dó atrapado en medio. Este quería evitar una disputa diplomá­ tica a toda costa, de modo que trató de restar importancia al

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valor de Knosos. Así, escribió a Evans: «El yacimiento de Kno­ sos, profundo, caro y romanizado, no me despierta un gran inte­ rés, pero, si usted lo desea, le apoyaré hasta el límite de la cor­ tesía internacional». Al final, Homolle se negó a desempeñar el papel del «perro del encargado», como él mismo dijo, y se reti­ ró.150 La tenacidad de Evans había dado resultado con él, y su carta más importante —dividir la propiedad de Kefala comprando una parte—le había hecho ganar la partida. El siguiente paso era obtener el permiso para excavar del nuevo alto comisario, y adquirir el resto de la propiedad. Evans llegó a Canea el 22 de marzo, y se reunió con el prín­ cipe tres días después. Los días en que se permitía que un indi­ viduo como Schliemann excavara un yacimiento antiguo por su cuenta quedaban atrás; el gobierno de Creta insistió en que los derechos de exploración debían concederse a instituciones reconocidas, según dictaba la ley griega. Así, Evans se presen­ tó como el representante de la Sociedad Helénica y del comi­ té londinense de la Escuela Británica de Atenas, encargado de «conseguir algunos emplazamientos en Creta para la explora­ ción arqueológica de Gran Bretaña». En realidad, representaba a sus propios intereses. Lo que más interesaba a Evans era con­ seguir «el antiguo montículo llamado Kefala, situado en el yaci­ miento de Knosos», pero también solicitó «el antiguo Lyttos y la cueva de Psicro, la cueva de Kamares, la cueva de Hermes Kranaios, y los emplazamientos de Zakros y Kalamafka, al este de la isla». Todos ellos eran yacimientos que, por las observa­ ciones que había hecho, él consideraba importantes; en algu­ nos casos esa importancia radicaba en que los autores de la Anti­ güedad los habían mencionado al referirse a figuras míticas. Hogarth apoyó a Evans en su reclamación de Kefala, pero éste era un hábil estratega que no precisaba de mucha ayuda,

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como Hogarth diría más tarde: «Hacía tiempo que Arthur Evans tenía hechos sus planes y, con la previsión propia de un genio, actuó sin esperar nada a cambio al comprar la parte de Bey del yacimiento». El príncipe sabía perfectamente que Francia esperaba obtener Knosos, pero, según explicó Hogarth, «cuan­ do aquellos que codiciaban Cnossus alegaron a su favor unos derechos morales, sólo él podía insistir en una reivindicación tan convincente como el esfuerzo material que el había hecho por salvaguardar la zona, y los cretenses, a quienes tanto había ayu­ dado cuando estuvieron en peligro, respetaron y defendieron su causa cuando fueron libres».151 A la espera de la decisión del príncipe, Evans y Hogarth viajaron por el este de Creta «clavando estacas en lugares don­ de pretendían excavar», en un paisaje marcado por los actos de venganza. Hogarth sintió tristeza por tanta destrucción y, pos­ teriormente, se lamentaría: «... de muchos pueblos no queda­ ba más que las ruinas desoladoras de los edificios; allí donde antes había olivares, sólo quedaban cepas ennegrecidas y zanjas que recordaban la furia etnicida de la guerra de religiones en el Próximo Oriente, que siempre arranca de raíz la esencia de la vida del enemigo, tras haber matado a madres e hijos».152 Mien­ tras tanto, el príncipe aprobó la petición de Evans para excavar en Kefala, «en cuanto obtenga el derecho legal por el suelo», decía la nota triunfante con fecha del 14 de abril. Evans ya podía planear la primera excavación moderna a gran escala en la coli­ na que tantos habían anhelado antes que él. Ahora bien, no podía extraer una sola palada de tierra hasta que no adquiriera el resto de la propiedad, y hasta que se aclarara la situación legal de los hallazgos previstos. Aquel verano, el gobierno cretense formuló una nueva Constitución, basada en buena parte en la de Grecia. Hazzida-

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kis y el nuevo secretario del Syllogos de Candía, Stephanos Xanthoudides, un filólogo griego y partidario acérrimo del movi­ miento por la unificación con Grecia, esbozó la primera versión de una ley de protección de antigüedades cretenses, que el prín­ cipe debía considerar. N o es de extrañar que la ley de antigüe­ dades que se aprobó a principios de agosto fuera casi idéntica a la que se había aprobado en Grecia pocas semanas antes. La ley de arqueología griega de 1834 no había servido para frenar el flujo de salida de antigüedades del país. Además, los traficantes se jactaban abiertamente de su capacidad para cumplir los encar­ gos que los museos extranjeros hacían de todo tipo de anti­ güedades griegas.153 La nueva ley convertía la posesión y expor­ tación de antigüedades en un delito. Todas las antigüedades de Creta debían ser custodia exclusiva del gobierno cretense, por consiguiente, la adquisición de objetos por parte de los museos extranjeros —objetivo principal de las excavaciones arqueológi­ cas—estaba estrictamente prohibida. Aquella ley no debió de ser precisamente motivo de alegría para Evans, pero tampoco le inquietó demasiado, pues casi nunca permitía que los asuntos de Estado afectaran a sus propios asuntos, y siempre encontraba for­ mas de burlar las leyes. Por otra parte, Xanthoudides le había asegurado personalmente que «los ejemplares desechados» po­ dían exportarse, en concreto, los hallazgos que el Syllogos con­ sideraba que no merecían tenerse en cuenta.154 En cuanto a mediados de agosto se estableció definitiva­ mente la reglamentación, empezó la era moderna de la arqueo­ logía en Creta. N o fue casualidad que las escuelas de Italia, Fran­ cia y Gran Bretaña adoptaran una postura dominante al respecto, ya que trasladaron los protectorados del pasado al presente de forma casi imperceptible. Halbherr, en representación de la Escuela Italiana, y Hazzidakis empezaron a limpiar el Ágora de

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Gortyn. Al francés Demargne se unió Xanthoudides en nom­ bre de la Asociación de Creta, ambos seducidos por la pro­ mesa de Evans y Myres de que en Goulas había una acrópolis micénica fortificada. Hazzidakis había asediado sin tregua a los propietarios del terreno de Kefala por encargo de Evans y, a mediados de agos­ to, consiguió que accedieran a vender las tres cuartas partes res­ tantes por 200 libras. El hecho de que el acuerdo de venta coin­ cidiera con la aprobación de la nueva ley de antigüedades, delató el deseo de los propietarios de vender cuanto antes y a un pre­ cio reducido, dada la posible pérdida de valor de la propiedad, pues el nuevo propietario ya no podría conservar las antigüe­ dades que hallara en el lugar. Sin embargo, a Evans esto le traía sin cuidado, pues sabía que siempre podría cubrir las necesi­ dades del Ashmolean sin que los oficiales de aduanas supieran nada. Hazzidakis negoció un acuerdo de adquisición legalmente vinculante, y sorteó así el último obstáculo del camino hacia Knosos. Evans había luchado con firmeza por ello desde el 19 de marzo de 1894, momento en que decidió adquirir el «labe­ rinto de Dédalo». Ahora iba a ser suyo. ★* *

Había llegado el momento de hacer realidad el Fondo para la Exploración de Creta. El príncipe Jorge había accedido a ejercer de mecenas, Evans y Hogarth serían los directores, y Myres el secretario. Su objetivo era recaudar 5.000 libras para cubrir el gas­ to de todas las excavaciones británicas en Creta y reembolsar a Evans los gastos de Kefala. Sin embargo, los periódicos británi­ cos sólo hablaban de la guerra que Gran Bretaña estaba perdien­ do contra los Bóers en Sudáfiica, desencadenada a raíz del inten-

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to por parte británica de ampliar sus plazas en Witwatersrand, una región con minas de oro del Transvaal. U n acontecimien­ to en concreto, el asedio al puesto británico de Mafeking, ini­ ciado el 14 de octubre, atrajo la atención del público. La prensa informaba a diario de la firme determinación del coronel Robert Baden-Powell, que logró resistir a los atacantes hasta mediados de mayo de 1900, lo cual lo elevó a la condición de héroe. Sin embargo, esta hazaña distrajo la atención de otras noticias, y la Fundación de Creta sólo recogió la desalentadora suma de 520 libras, 100 de las cuales procedían de Arthur y su padre. Hogarth intuyó que Evans se sentiría decepcionado con el proyecto del Fondo para la Exploración de Creta, de modo que le escribió el 1 de enero del nuevo siglo para ofrecerle una par­ te de su material de excavación, que ascendía a 16 libras, pero Evans ya había decidido de qué podía prescindir. En su pedi­ do -que envió con los pertrechos de la armada subalterna de Londres y que ascendía hasta cuatro veces más el pedido de H o­ garth—, escribió a modo de biógrafo: «... al igual que el conte­ nido de la cesta para el almuerzo que lleva el personaje de R at en el cuento infantil The Wind in the Willows [El viento entre los sauces]: en una caja había 24 latas de lengua de buey, 3 de ternera prensada, 36 de paté de pavo y lengua, 2 de jam ón, 12 pudines de pasas, 12 jaleas de guayaba, y 20 latas de sardi­ nas. En total había 14 cajas y el coste total fue de 56 libras y 1 chelín. En general, no es extraño encontrar ... 12 botellas de sal de frutas de la marca Eno entre las pastillas de quinina».155 Evans sabía qué cabía esperar de Creta y no tenía intención de renun­ ciar a las comodidades y satisfacer la imagen tosca y burda que el público tenía del explorador. Evans se hallaba a las puertas de un nuevo mundo, a prin­ cipios de un nuevo siglo. Todo estaba listo para emprender su

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mayor aventura. Su labor en el Ashmolean había concluido, y su ayudante de conservador, Charles F. Bell, era un hombre joven y leal, a quien Evans dejaba a cargo con gusto; poseía Youlbury, una residencia fija desde la cual explorar el mun­ do; y Kefala ya era de su propiedad. En su mente albergaba la vaga historia de Knosos y de la gran época en que el rey Minos reinó sobre todo el m arEgeo. Flinders Petrie había propuesto el marco de la X II dinastía egipcia para el período de forma­ ción y el de la XV III para la Edad de Oro de Creta. Para sus contemporáneos egipcios, los cretenses eran los keftiu, y para sus vecinos del litoral palestino eran los kaftoritas. Evans atri­ buía a esta época dorada el espléndido arte del período micénico que representaba la adoración de árboles y pilares como antecedentes de los verdaderos dioses de la religión indo-ariateutónica, que surgieron posteriormente en Europa. En todas las disciplinas existe el peligro de que, una vez se propone una nueva teoría, ésta desencadene una serie de investigaciones por parte de quien la ha ideado, claro está, pero también por parte de quienes la consideran verosímil, adecua­ da o incluso oportuna para corroborar sus propias teorías. Las conclusiones que Evans sacó del primer estudio detallado que hizo de la historia y la sociedad antiguas de Creta, se convir­ tieron en la plataforma que se usaría para construir y recons­ truir las subsiguientes teorías. Lo ideal es que un investigador científico revise de forma periódica el estado de las pruebas objetivas relacionadas con su teoría, y rechace los aspectos que acaban siendo insostenibles. Independientemente del concep­ to científico que Evans tuviera de sí mismo, tenía ideas evo­ lucionistas, como también lo era su forma de elaborarlas. El componente básico de su enfoque tenía el riesgo añadido de que podía llegar a desplazar el carácter provisional de la base

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de sus teorías al ámbito de lo posibler y otorgarles, así, una base real, algo que no siempre estaba garantizado. En el ámbito cien­ tífico, para que una teoría se convierta en una ley, antes debe haber pasado por el proceso interminable de experimentos y verificaciones del consenso internacional. En cambio, en huma­ nidades este riguroso sistema pocas veces se aplica para fomen­ tar nuevas ideas. La interpretación de pruebas tangibles se acep­ ta más bien como algo probable o posible en cuanto el consenso encuentra alguna utilidad que aporte más explicaciones sobre la conducta humana, pero no va más allá. Esto asegura que exis­ ta un proceso de revisión constante, pese a que el cuerpo del consenso en sí cambie con las necesidades que vayan surgien­ do. Ahora bien, la «rebeldía instintiva contra toda convención» de Evans, que pudo mantener gracias a su seguridad económi­ ca, le permitió actuar con independencia del consenso ante el cual, de lo contrario, habría sido y debió haber sido responsa­ ble. Sin embargo, Evans prefería guardar las distancias y apenas revisaba sus pruebas. Y, si alguna vez lo hacía, los cambios de planteamiento eran más la excepción que ,1a regla.

Capítulo 4 Knosos (1900-1907)

La Creta prehelénica Evans partió rumbo a Candía la primera semana de marzo de 1900, ansioso por iniciar cuanto antes la campaña de excava­ ciones ; aunque desembarcó bajo una de las peores tormentas que se recuerdan, se encontró con un pueblo rebosante del opti­ mismo que correspondía al estreno de un siglo y de un país nue­ vo e independiente. La primavera de 1900 trajo consigo el sue­ ño esperanzador de la reconstrucción, después de una de las pesadillas más largas y amargas de la historia de Creta. Nadie dudaba de que las huellas que habían dejado los recientes actos de hostilidad tardarían en borrarse, pero el príncipe Jorge y el nuevo gobierno estaban decididos a conseguirlo. El futuro no podía ser más prometedor, si bien la nueva administración cre­ tense aún miraba atrás, al remoto y glorioso pasado de la isla, en busca de la inspiración que les ayudara a superar aquella difí­ cil época de transición. A Evans le alegró saber que habían emi­ tido una serie de sellos de correos en conmemoración de sus héroes míticos, como hicieran las antiguas ciudades de Creta al acuñar sus monedas.1 El sello de 1 dracma mostraba una imagen de Talos, el gigante de bronce que defendía a Creta de todos

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sus invasores arrojando rocas inmensas a todo el que se acerca­ ra a las costas de la isla.2 Para el sello de 2 dracmas, se habían inspirado en una moneda de Knosos, que representaba al rey Minos sentado en el trono, emitiendo su sabias sentencias. En cambio, el sello de 5 dracmas representaba un mito más recien­ te: san Jorge dando muerte al dragón. Por otra parte, en los sellos de unidades inferiores, destinados sólo a la circulación in­ terna, aparecía un retrato de su homónimo, el príncipe Jorge, con el atuendo militar. La responsabilidad jurídica del nuevo país recayó sobre el ministro de justicia del príncipe Jorge, un abogado y perio­ dista cretense de treinta y cinco años, llamado Eleutherios Veni­ zelos, miembro además de la Asamblea de Creta y dirigente del Partido Liberal, que había sido formado recientemente. Veni­ zelos, un nacionalista griego declarado, que más tarde sería pri­ mer ministro de Grecia, así como el político griego más influ­ yente del siglo X X , dejó claro que la Asamblea de Creta no tenía ninguna intención de mantener la independencia de la isla; el grito popular era enosis (unión), y su verdadero objetivo era la unidad con Grecia. Esta sentida aspiración de la mayoría de cre­ tenses dictó el propósito y la dirección de toda actividad arque­ ológica, pues aclarar la historia antigua de la Creta griega pasó a ser el único centro de interés del nuevo trabajo de campo y sus resultados. Incluso los minoicos —a los que Evans relacio­ naba con los eteocretenses de Homero y, por tanto, situaba en un contexto histórico anterior a los griegos—fueron consi­ derados «prehelénicos», lo cual significaba que sólo era impor­ tante estudiarlos en tanto que ello demostrara qué aspectos de su cultura habían sobrevivido en la cultura helénica, o incluso cuáles habían dado lugar a ésta. Se consideró a la cultura minoi­ ca el origen del helenismo y, como tal, brindó a los europeos

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la posibilidad de tener su propia y más antigua «civilización ele­ vada» con la que tener contacto, muy distinta de las de Egipto y de Oriente Próximo. N o sólo se estudiaría a los cretenses de la Edad de Bronce por su interés como «precursores de los griegos», como una sociedad compleja y multicultural en poten­ cia, cruce de las culturas del Mediterráneo oriental, sino como un pueblo que generó aspectos de la cultura griega que sim­ bolizaban los grandes logros de Europa. Winckelmann ya había dicho un siglo atrás que el arte figurativo que se aproximaba al realismo, seguido de una arquitectura diseñada a gran escala, tenía su máxima expresión en el Partenón ateniense. Así pues, no era probable que los minoicos, al igual que los cretenses mo­ dernos, llegaran a contemplarse como pueblos independientes de Grecia y Europa. El primer gran objetivo de Evans fue recibir la ansiada transferencia de fondos para pagar las tres cuartas partes del te­ rreno de Knosos que faltaban; a continuación, él y Hogarth se dispusieron a reparar la casa que pertenecía al bey turco, situa­ da a la orilla del río, bajo la colina de Kefala, con el fin de usar­ la como almacén. «Está un poco destartalada, y se hace difícil desinfectarla a fondo y encalarla por dentro; es una auténtica residencia oriental, con una suerte de fuente en cascada en el salón principal y un pequeño acueducto que recorre toda la casa», escribió Evans a su padre el 7 de marzo.3 Hogarth encon­ tró para ellos alojamientos más «civilizados» en Candía, pues en el valle de Knosos había peligro de contraer la malaria, y contrataron a un mayordomo y un ama de llaves. Lo siguiente fue organizar la excavación propiamente dicha. Hogarth recelaba de la falta de experiencia de Evans en traba­ jo de campo, y no estaba seguro de que su colaboración fuera de gran ayuda. U n año atrás, había escrito en una carta a Evans:

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«Para mí, la excavación se ha convertido en un oficio, hasta tal punto que conozco diversos modos y métodos (la mayor par­ te, claro está, los aprendí de Petrie) que considero esenciales y que debo aplicar por mí mismo, y sólo bajo las instrucciones generales de mi país. Creo que me he ganado el derecho a tener libertad para decidir cuándo y cómo cavar. Eso es todo. Usted y yo podemos trabajar juntos, y de forma excelente.»4 Sin em­ bargo, ahora parecía haber cambiado de opinión y no estaba tan convencido de su capacidad para compartir responsabilida­ des, como escribió el 8 de marzo en su diario: «Sólo podría tra­ bajar con él si todo consistiera en que yo hallara y Evans obser­ vara, pero como es natural a Evans eso no le gusta». Hogarth estaba bastante seguro de que Evans era incapaz de dirigir la excavación y observó: «He hablado claro con Evans sobre Refa­ la; he hecho hincapié en el tamaño del yacimiento y en que es imposible emprenderlo solos. He propuesto a Mackenzie».5 Duncan Mackenzie, nacido en Rosshire, Escocia, en 1861, se había licenciado en la Universidad de Edimburgo, donde había estudiado filosofía; recientemente, había cursado también un doctorado en arqueología clásica en Viena. Era un escocés alto y delgado «con una voz inaudible de las tierras altas de Es­ cocia y una mata de pelo rojo; tenía un carácter inseguro [y] facilidad para las lenguas», según recordaba Joan Evans.6 Apenas diez años más joven que Arthur, Mackenzie se había foijado una reputación impecable como arqueólogo de campo en Filakopi (Melos), donde fue el único profesional cualificado que estuvo presente a lo largo de toda la campaña entre 1896 y 1899. Mackenzie era el cuarto de nueve hermanos; su padre era guardabosques, de modo que debía ganarse la vida con becas y trabajo remunerado, aunque nunca fue capaz de alcanzarla esta­ bilidad económica necesaria, debido en buena parte a que era

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incapaz de controlar sus ingresos. Durante el tiempo que traba­ jó con los hallazgos de Filakopi, obtuvo una beca de un año por valor de 50 libras, pero tuvo un conflicto con la Escuela Britá­ nica de Atenas al obtener fondos de otra fuente para proseguir su investigación en Italia en 1899. La escuela le ordenó inme­ diatamente que enviara las deudas que había acumulado para su alojamiento en Atenas, e insistió en que «debía entregar sin dila­ ción al comité los diarios y notas relacionados con las excava­ ciones de Filakopi entre los años 1896-1899». Pero Mackenzie pasó por alto la orden, y se apresuró a marcharse a Italia con las anotaciones de la excavación. Flogarth sabía que era un hom­ bre «difícil de someter a normas y fechas», pero lo recomendó como un «tipo interesante y un arqueólogo de campo de pri­ mera».7 Evans cedió a la experiencia de Hogarth y envió el si­ guiente telegrama a Mackenzie, que estaba en Rom a: «¿Podría venir supervisar bajo mi dirección importante excavación Kno­ sos? Particular nada con asunto de la Escuela cuatro meses sesen­ ta libras y gastos pagados incorporación inmediata». La clara afir­ mación de que se trataba de una iniciativa privada que nada tenía que ver con la Escuela Británica, así como el sueldo y los gene­ rosos beneficios bastaron para convencer a Mackenzie de dejar los estudios que en aquel momento cursaba en Rom a. La res­ puesta que envió el 16 de marzo era propia de lo que Evans aprendería a apreciar como la franqueza y economía de palabras de un escocés: «De acuerdo llego próximo barco».8 Así empezó una asociación caracterizada por una mezcla de colaboración y dependencia recíproca. Evans era el director nomi­ nal, y Mackenzie dirigía las excavaciones, lo que consistía en supervisar a los trabajadores, llevar las cuentas y redactar el dia­ rio de la prospección, en el que Evans basaba sus publicaciones. Sin embargo, Mackenzie nunca estuvo en situación de protestar

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de algo que en ocasiones parecía una injusticia, pues necesitaba el apoyo económico de Evans, mientras que éste no podía pasar sin la experiencia técnica del escocés. Evans lo llamaba «mi lugar­ teniente», pero Mackenzie tenía pocas posibilidades de ascenso, y sin duda no albergaba esperanzas de ascender en el mundo de Evans, donde el nacimiento y la clase, y no el talento, determi­ naban la categoría social. Mackenzie empezaba a asumir una posi­ ción similar a la de su padre en la finca Fariburn, en Escocia. Arthur siguió otro sabio consejo de Hogarth y, con la idea de evitar la crítica que persiguió a Schliemann durante la mayor parte de su carrera, contrató a un arquitecto desde el principio. La elección fue sencilla: David Theodore Fyfe. Nacido en las Filipinas en 1875 y formado en Glasgow, Fyfe -que acabó sien­ do el director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Cambridge—se hallaba en aquel momento de viaje en Gre­ cia con una beca de postgrado, otorgada por la Escuela de la Asociación de Arquitectos de Londres, en 1899. Com o cabía esperar, había impresionado a Hogarth, que lo recomendó a Evans. Así, como directores del Fondo para la Exploración de Creta, lo nombraron arquitecto encargado de todos sus pro­ yectos en la isla.9 El joven becario no tuvo la misma libertad de expresión de la que había gozado Dorpfeld con Schliemann, de modo que nunca se encontró en la situación de contradecir a su maestro, otra lección que Evans había tomado en serio a raíz de la experiencia de Schliemann. Hogarth advirtió también a Evans de lo siguiente: «Si el obrero, que es tonto, no es capaz de ver qué está removiendo ante sus ojos, tú a su lado no lo verás mejor, porque no eres tú quien lo está removiendo». Hogarth creía que era,necesa­ rio instruir a sus trabajadores en la labor de excavar yacimien­ tos arqueológicos y que era imprescindible concienciarlos de

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qué esperaba hallar un arqueólogo, a fin de aumentar las posi­ bilidades de éxito.10 Así pues, hizo llamar al «mayor experto “ cazador de tumbas” de todo Levante» -expresión que debe entenderse como «ladrón de sepulcros y saqueador de antigüe­ dades»-, su fiel criado chipriota, Gregorios Antoniou. Más cono­ cido como Gregóri, el chipriota hacía gala de «un conocimiento asombroso de las plantas silvestres que traicionan a los “ antikas” por las raíces», como recordaría John Myres posteriormente.11 El trabajo de Gregóri consistía en poner a prueba su talento y encontrar los cementerios antiguos que Evans y Hogarth supo­ nían que podían estar en los alrededores de Kefala. A diferen­ cia de los terrenos de asentamientos, las tumbas solían alber­ gar antigüedades de mayor interés para los conservadores y el público de un museo, como vasijas y joyas, justo el incentivo que necesitaba el Fondo para la Exploración de Creta. El 13 de marzo, Hogarth y Gregóri, acompañados de un grupo de excavadores fuertes, partieron rumbo a las laderas que rodeaban el valle de Knosos, sin llegar a invadir la propiedad aje­ na del montículo central de Kefala, pues era una parte reserva­ da para un tipo de actividad muy distinta, y para ello habría que esperar a Evans, que a su vez esperaba la llegada del supervisor de la excavación. Durante dos meses, Hogarth se encargó de supervisar las pruebas, es decir, zanjas de prueba de un metro por dos de ancho, cavadas hasta roca firme. Esto daba una idea de qué podía haber bajo la superficie, y le permitía identificar tumbas o decidir si en una zona determinada podía emprenderse una futura excavación a gran escala que mereciera la pena, por ejemplo en caso de que se hallaran vestigios de un edificio. Las zanjas alcanzaban una gran profundidad, incluso hasta los diez metros en algunas partes, hasta que se alcanzaba el nivel del sue­ lo natural o el lecho de roca, donde no había habido ocupación

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humana y, por tanto, tampoco había objetos que buscar. Cuan­ do los trabajadores tapaban las zanjas con la misma tierra que habían extraído, no señalaban el lugar con ninguna indicación, ni trazaban mapas para controlar la zona exacta donde habían cavado. Sencillamente, volvían a excavar en el siguiente lugar que despertaba el interés de Gregóri. En la actualidad, los ar­ queólogos llaman hogeys a estas zanjas cavadas sin orden ni con­ cierto, con las que tienen la mala suerte de encontrarse duran­ te las nuevas excavaciones en el valle de Knosos.*

El palacio de los reyes micénicos La mañana del viernes del 23 de marzo, Evans, Hogarth y Fyfe se montaron en unos asnos muy pequeños, sobre sillas de made­ ra, y cabalgaron a través del largo y oscuro túnel de la puerta de Kainoriou de las murallas venecianas de Candía, e iniciaron el viaje hacia Knosos por una ruta que en los próximos treinta años sería tan familiar para ellos como cualquier sendero que pudieran conocer de su tierra natal. Cruzaron el puente y siguie­ ron por el camino de tierra que ascendía por las laderas al sur, donde el cementerio musulmán se extendía ante ellos con el resplandor silencioso de los elevados pilares de las lápidas de mármol coronadas con turbantes. U n poco más adelante se hallaba el cementerio cristiano, donde recordaron a los solda­ dos de su país que habían perdido la vida en la última contien­ da y ahora yacían allí. En ese lugar, el camino se allanaba al lle­ gar a una cresta de poca altura sobre el río Katsambas, que estaba * El térm ino fue acuñado por Philip M udd, a quien se le dio lo que en justicia le correspondía en las excavaciones del M useo Estratigráfico de 1978-1980.

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crecido por las lluvias de invierno y bajaba en dirección con­ traria a la del grupo, hacia Tripiti y el mar. La ruta los condujo a las laderas de la cordillera de la Fortetsa, desde cuyas cumbres los musulmanes sembraron el terror abriendo fuego sobre la fortaleza de Candía. Más recientemente, los cañones de la armada británica y los fusiles de Francia, Ita­ lia y R usia habían descargado a su vez con no menos terror sobre Candía, marcando así el comienzo del siguiente capítu­ lo de la historia de Creta. Sin embargo, en aquella mañana de primavera de un nuevo siglo imperaba el silencio. Al final del camino, les esperaban unas fuerzas de asalto bien distintas. Una multitud abarrotada rodeaba la taberna, un edificio de una sola planta de estilo típicamente cretense, situado en las laderas del norte de Kefala. Musulmanes y cristianos de ambos sexos y de todas las edades habían acudido desde tan lejos como Laithi, a un día andando, con la esperanza de ser elegidos por Alevisos, a quien Evans había contratado como capataz.* Se dio preferencia a quienes habían trabajado para Evans en las excavaciones de Lasiti, y entre algunos de éstos Alevisos selec­ cionó excavadores, paleros, carretilleros y aguaderos, así como lavanderas para limpiar los hallazgos, e hizo saber a todos que la jornada empezaba al amanecer y concluía al caer el sol. Lue­ go, a las once en punto, Evans experimentó el momento que tantas veces había reproducido en su mente a lo largo de los últimos seis años. La partida de arqueólogos, seguida de trein­ ta y un trabajadores, los mejores y más capaces para sobrevivir a la devastación que acababa de sufrir la isla, descendió por la ladera hasta el promontorio de Kefala. Hogarth recordaría: «Así, * D eduzco que debe de tratarse del m ism o Alevisos Papalexakis con quien Evans había viajado por la isla entre 1894 y 1896.

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a nosotros, y solamente a nosotros, Minos nos aguardaba. Sobre el mismo emplazamiento de su trono enterrado languidecía un triste asno, el único ser vivo a la vista».12 Echaron al animal de allí, una burda imitación del Minotauro que a Evans le habría gustado encontrar guardando los secretos de la colina, e inicia­ ron el proceso inverso que había formado el montículo. Los hombres armaron una tienda, que habían tomado prestada del ejército británico, y Evans se puso a la sombra, para luego izar la bandera inglesa en un asta de poca altura, y recordar así que aquello era ahora territorio británico. Para los campesinos cretenses, aquellos arqueólogos extran­ jeros eran como hechiceros con poderes sobrenaturales, como ver a través de la superficie del suelo y saber qué había debajo. Evans siempre disfrutaría contando la anécdota de cómo, con la inten­ ción de limpiar los hallazgos y abastecer de agua a todo el equi­ po, ordenó que se cavara un pozo cerca de Kefala, exactamente en un lugar que indicó con Prodger, su bastón. Alevisos se rió y muchos de los lugareños, que habían labrado el suelo cretense a lo largo de toda la vida, aseguraron que aquel era el último lugar donde podía hallarse agua. Evans montó en cólera; blandió a Prod­ ger como una varita mágica y lo clavó en una parte del suelo don­ de ordenó a sus hombres cavar. N o tardaron en dar con el hoyo de un antiguo pozo. Retiraron todos los objetos antiguos que hallaron dentro hasta llegar al fondo, donde, para deleite de Evans y eterno asombro de los campesinos, encontraron una fuente natu­ ral que, al limpiarse, llenó el pozo. A partir de lo ocurrido, los tra­ bajadores se convencieron de que su jefe poseía poderes divinos.13 Todos los arqueólogos que han invertido tiempo, energía y capital para conseguir un terreno y luego han luchado por obte­ ner permiso para excavar en él, también sienten la inquietud de preguntarse, en el momento crucial de abrir el suelo por pri­

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mera vez, qué van a encontrar. Durante seis años, Evans había hecho una inversión de su bolsillo (y de una energía que supe­ raba a la de cualquier mortal) por tener el privilegio de decir a aquellos treinta y un trabajadores que retiraran la tierra fértil de la colina para buscar las claves de la historia que la mayoría de ellos no alcanzarían a comprender, y de la que ni siquiera senti­ rían formar parte. Todos ellos iban a enfrentarse al riesgo de haber retirado, en pocas horas, nada más que una fina capa de tierra erosionada que dejara al descubierto un afloramiento de roca fir­ me con algún que otro casco de poco valor. Quizá descubrieran que Kalokairinos había hallado lo más importante en 1879. Tal vez Evans iba a darse cuenta de que había ahuyentado a los otros compradores interesados para encontrarse con una tierra estéril, que nada prometía. Son los riesgos que comporta una excava­ ción. Sin embargo, al final de la primera semana, cualquier posi­ ble preocupación inicial se disipó para siempre. Es más, la ima­ ginación de Evans se llenó de personajes mitológicos y, con el entusiasmo propio de un niño, anotó las primeras impresiones que tuvo de los tesoros que empezaron a surgir del pasado remo­ to, tan remoto que casi era irreconocible. «Kefala», dice la primera página de su diario, que escribió con frases cortas, a menudo sin participios, y al parecer inme­ diatamente después de lo sucedido (las fechas que utilizó no siempre se corresponden con las de las notas de Mackenzie). El testimonio de Evans empieza así: «23 de marzo. Se inició exca­ vación con 31 hombres (8 piastras al día)». Mackenzie, que desembarcó en la isla a mediodía, llegó al yacimiento a pri­ meras horas de la tarde y enseguida empezó a tomar notas de cada detalle de la excavación bajo el título «Diario de las exca­ vaciones de Knosos —1900, Duncan Mackenzie», que escribió con letra enérgica en la primera página. La primera anotación

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—«Las excavaciones del señor Arthur Evans en la acrópolis de Knosos se iniciaron esta mañana con el trabajo de 31 hombres y capataces»—marca el estilo de todas las posteriores. La grafía preferida era «Knosos», según solía escribirla Freeman; así se referían al lugar los autores de la Antigüedad y ése era también el nombre que usaron los griegos y romanos para las monedas que allí se acuñaron. Sin embargo, existía una teoría lingüísti­ ca según la cual los nombres geográficos con ss y nth eran más antiguos que aquellos con claras raíces griegas, de modo que Evans, que ansiaba incluir su yacimiento en el período prehe­ lénico, prefirió la grafía «Knossos». En las primeras páginas del diario, Mackenzie describe, como es natural, la textura y los colores del suelo, el trabajo propio de un arqueólogo científi­ co cualificado. En cambio, Evans concentraba su interés en mencionar objetos insólitos, y su selección de objetos da una idea clara de qué era para él importante. El diario de todo arqueólogo suele registrar la primera vez que aparece un objeto o un elemento arquitectónico, mucho antes de relacionarlo con un contexto más amplio como el pe­ ríodo y el lugar al que pertenece. Se trata de un registro provi­ sional de objetos antiguos trasladados a la época del excavador, una suerte de certificado de «renacimiento» que se emite antes de definir completamente el perfil del objeto. Los exploradores británicos que cavaban en aquella loma polvorienta, en los con­ fines de su mundo civilizado, no podrían haber imaginado la importancia que tendrían con los años las anotaciones que gara­ bateaban para su propia orientación y que no pretendían ser más que un memorándum que les serviría para el informe que publi­ carían posteriormente. Medio siglo después, las notas empíricas que se tomaron sobre los fragmentos de los objetos hallados —muchos de los cuales, al ser restaurados, han sido considerados

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como las imágenes más poderosas que tenemos de la Antigüe­ dad—fueron examinados por expertos con criterio y tratados como textos religiosos escritos por sabios o profetas. Aun así, la ingenuidad y el entusiasmo casi juvenil que impregna las notas de Evans parecen casi simplistas a los ojos de un lector de nues­ tro tiempo. El segundo día, esbozó una figura minúscula y escri­ bió «Una imagen de T. C. [terracota]», a la que llamó la «¡Afro­ dita de Knosos!», una alusión a los «ídolos primitivos europeos» que había estudiado en 1895. N o obstante, también anotó que los trabajadores se referían a ella como un «Stavros», un crucifi­ jo cristiano, pues también participaban en la búsqueda de sím­ bolos que pudieran identificar y que pudieran tener un signifi­ cado. En una nota escueta, Mackenzie apuntó que aquel mismo objeto —reconocido en la actualidad como una estatuilla neolí­ tica- era una «estatuilla de barro cocido, pulida y grabada a mano, de una mujer sin piernas, aunque la parte rota que unía el tor­ so podía imaginarse». La variedad de valoraciones, expectativas y deseos del director, el supervisor y los empleados, que surgie­ ron el primer día, se convirtió en un tema constante a lo largo de los primeros años en la excavación de Knosos. Hogarth sugirió que la excavación de Kefala empezara con dos días de prueba en la ladera a fin de encontrar un lugar don­ de no hubiera antigüedades, en el que «arrojar», según sus pro­ pias palabras, los montones de tierra que se esperaba extraer de la parte más elevada del tell, donde Kalokairinos había desen­ terrado los depósitos que contenían vasijas de gran tamaño. Las acumulaciones de tierra de una excavación se asemejan a los montículos artificiales que hay junto a las entradas de las minas; y es que, al igual que los mineros, los arqueólogos desechan la materia que no les interesa, y sólo conservan la materia prima que consideran necesaria para elaborar la historia deseada.

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Al poco, empezaron a aparecer restos humanos en los lími­ tes de la parte norte de la propiedad. Mackenzie señaló que la «cabeza W.» y los «pies E.» hacían pensar que se trataba de sepul­ turas cristianas. «Así lo indicaba uno de los cuerpos que tenía las manos cruzadas sobre la pelvis; por consiguiente, las tumbas deben de ser cristianas.» Evans decidió erradicar cualquier anta­ gonismo que pudiera surgir entre sus trabajadores musulmanes y cristianos; si no se adelantaba a cualquier incidente, la exca­ vación podría verse interrumpida. Así, afirmó: «Seguramente estas tumbas son recientes, pero no coinciden con el tipo tur­ co ni cristiano actual». Mackenzie también eliminó toda posi­ bilidad de suscitar problemas al descartar las «tumbas, que no aportan ninguna prueba de interés favorable para la excavación». Evans ya había presenciado bastantes conflictos étnicos en su vida, de modo que aquellos restos mortales anónimos acabaron en el montón de tierra con pruebas desechadas. La operación para abrir zanjas de prueba en las laderas de alrededor duró una semana entera, durante la que hallaron pocas cosas, hasta que el segundo martes «se inició la excavación ... en la parte superior de la acrópolis», a lo cual Evans llamó su «asal­ to a la fortaleza principal de la cumbre».14 Su estrategia consis­ tía en localizar los límites del edificio principal que Kalokairi­ nos había descubierto al excavar hasta la planta superior. Una vez en el interior de los antiguos muros, el tipo y la cantidad de hallazgos cambiaron de forma radical. El viernes 30 de marzo, Evans escribió: «Hoy han aparecido dos objetos singulares». El primero era una vasija con asa en estribo, o bügelkanne, una cla­ se de recipiente cuya forma era bien conocida desde las exca­ vaciones de Schliemann en Micenas. «Parece que demuestra que la forma más típica de las vasijas micénicas es de origen creten­ se», reveló. Hasta Mackenzie estaba entusiasmado con aquella

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«ánfora de cuello falso», que debió de ser la «forma original». Ambos sabían muy bien la importancia que tenía un hallazgo como aquél para ayudar a demostrar que los orígenes de la socie­ dad micénica y, por tanto, de la europea, estaban en Creta. El «segundo hallazgo importante», señaló Evans, «fue una especie de barra de arcilla cocida —por la forma, más bien pare­ cía un cincel de piedra o de bronce—en la que había grabadas una inscripción y, al parecer, unas cifras. Enseguida la relacio­ né con una tablilla de barro de una época desconocida que copié una vez en Candía, también hallada en Knosos. Com o aqué­ lla, también estaba rota. En ambas aparece una suerte de escri­ tura cursiva». Mackenzie estaba encantado con aquel hallazgo y, al recordarlo, dijo que «demostraba ser nada menos que una inscripción micénica grabada en un objeto de terracota seme­ jante a un afilador de cuchillos [una piedra de afilar]». Y es que, por una vez, Evans y Mackenzie estaban en igualdad de con­ diciones con sus subordinados analfabetos, pues la inscripción era ilegible para todos. A lo largo del domingo, el día de descanso en que los tra­ bajadores regresaban a sus pueblos, Evans esbozó un plano de los muros que se iban desenterrando. Su lado juguetón aña­ dió en los bordes unas espirales que evocaban el mapa del teso­ ro de un pirata, como los de The Boy’s Own Annual (El anua­ rio personal de un muchacho), y lo completó con unas equis para marcar los sitios en que habían encontrado vestigios de interés. Con ganas de encontrar más ejemplos de escritura gra­ bada, contrató a setenta y nueve hombres más al reanudar el trabajo el lunes por la mañana, de modo que, además de los ces­ tos de mimbre usados para cargar la tierra que retiraban, empe­ zaron a emplear carretillas de hierro nuevas a fin de acelerar el proceso.

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Durante las primeras dos semanas, las ideas contradicto­ rias que surgieron acerca de los objetos hallados —influidas por los mitos griegos, el antiguo simbolismo cristiano y la arqueo­ logía científica moderna—no eran nada comparadas con las que provocó el hallazgo de las primeras representaciones humanas a gran escala. El 5 de abril, Evans escribió: ¡Un gran día! A primera hora de la mañana, a medida que han retirado la tierra de la superficie del pasillo al E. del «megarón», cerca de su extremo S., han quedado al descu­ bierto dos grandes fragmentos de un fresco míe. ... Uno representaba una cabeza y una frente, otro la cintura y par­ te de una falda de una figura femenina que sostiene en las manos un «ritón» micénico alargado, una copa alta con for­ ma de embudo ... La figura era de tamaño natural; el tono del color de la piel era rojizo oscuro, como el de las figu­ ras de las tumbas etruscas y los keftiu de las pinturas egip­ cias. El perfil del rostro era majestuoso; tenía unos labios carnosos, y el labio inferior presentaba una ligera curva peculiar en la parte de abajo. El ojo era negro y algo almen­ drado, de perfil, mirando al frente, semejante a las figuras egipcias. Delante de la oreja hay una especie de ornamen­ to, y también se aprecian un collar y un brazalete. Los bra­ zos están bellamente elaborados. La cintura es estrechísima ... Es con mucho la figura humana más destacable de la épo­ ca micénica que ha salido a la luz hasta ahora. El esbozo de Evans sugiere que creía que la figura era una mujer con mucho busto. El 10 de abril, le puso nombre: «Creo que la “Ariadna” había caído de la antesala del megarón». Tenía en la mente los dibujos que había hecho Schliemann del megarón

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micénico-homérico, un edificio principal con un inmenso hogar, como los hallados en Micenas o Tirinto, pero con las paredes decoradas con hermosas pinturas; al parecer, retratos de los ocu­ pantes más importantes de la casa. El descubrimiento dejó indiferente a Mackenzie, que anotó: Resultó ser la cabeza de una figura humana (un joven) de tamaño natural con la mano derecha sobre el asa de la mis­ ma jarra. Algo más tarde, apareció parte del cuerpo, inclui­ da la mano y el brazo izquierdos ... La figura estaba desnuda hasta la cintura. Alrededor de ésta presentaba una cinta azul con dobles espirales en negro sobre un fondo rojo sobre azul. Tenía las caderas cubiertas con un taparrabo ajustado con un complejo sistema de escarapelas ..., las piernas que queda­ ban debajo de la tela no se habían conservado ... Mackenzie no hace ninguna alusión al sexo de la figura, aun­ que tanto «un joven», como «taparrabo» dan a entender que se trata de un hombre, sin contradecir claramente a su superior. U n muchacho corpulento, jovial y ambicioso llamado Emmanuel Akoumianakis acudió a Knosos para vender cere­ zas a los trabajadores, pero acabó participando en la excavación. El joven llamó la atención de Evans.15 Manoli (el diminutivo griego de Emmanuel) era un muchacho con ansias de compla­ cer, de modo que se ofreció para vigilar el yacimiento con la intención de evitar posibles saqueos nocturnos. Su reacción a este fresco en concreto ilustra el entusiasmo que se respiraba en Knosos: «De noche, Manoli primero en contemplar fresco», anotó Evans. «¡Cree que es un santo con halo! Su sueño inquie­ tante, un santo iracundo, se despierta y oye mugidos y relin­ chos, hay algo, algo fantasmal, φανχΟόζεί ¡fandázi], ¡que asus-

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ta!» El joven sentía una mezcla de miedo y adoración. El úni­ co arte con el que había tenido contacto, los cuadros de las igle­ sias ortodoxas, le había afectado en lo más profundo. Su reac­ ción expresaba muy bien lo que esperaban encontrar en Knosos los cristianos de Creta, y recuerda la veneración que sentían los trabajadores de Schliemann por la «máscara de oro de Aga­ menón» hallada en Micenas, que tomaron por un icono cris­ tiano. La imagen de aquella figura rondó en la mente de Evans durante días; el 13 de abril, escribió: El acontecimiento más destacable del día fue el resultado de excavar ininterrumpidamente en la sala de baños. Con el parapeto del baño apareció otra zanja transversal en el extremo este, llena de madera carbonizada —de ciprés—; es obvio que se trataba de vigas hechas para las columnas. Al otro lado del muro norte había un banco de poca altura semejante al de la otra sala, y separado de éste por un espa­ cio había un asiento honorífico o un trono. Presentaba un respaldo alto, como el asiento de yeso, que estaba parcial­ mente empotrado en el estuco de la pared. Se alzaba sobre una base cuadrada y presentaba unas molduras curiosas con follaje en la parte baja (¡casi góticas!). Originalmente, debió de estar pintada en armonía con el fresco junto al que se encuentra. Estaba en mal estado de conservación, pero aún se veían las hojas superiores de una palmera (¡no!: unos jun­ cos) y una parte de otra planta de un color marrón rojizo sobre un fondo claro. Evans llegó a la conclusión de que la estancia «parecía el baño de una mujer, y el trono aislado parece indicar que se trataba

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del baño de la reina, el baño de Ariadna». Mackenzie no men­ cionó a Ariadna al describir el momento en que se despejaba el baño y la «silla o trono, como siempre ajeno a todo menos las pruebas concretas». Aunque es tentador querer disculpar a Evans por ese entu­ siasmo infantil que dominaba una imaginación tan fértil como la suya, y esperar que la falta de rigor científico de sus obser­ vaciones se limitara al diario donde hacía sus anotaciones, éste no era el caso. Cuando la joven arqueóloga estadounidense Ha­ rriet Boyd, la primera mujer que excavó en Creta, llegó el 11 de abril para visitar Knosos, Evans se mostró tan desinhibido con ella como con su diario. Boyd escribió: «Grandes muestras de entusiasmo cuando, en presencia del doctor Evans, un gru­ po de trabajadores retiraron el último puñado de tierra que cubría el “ trono más antiguo de Europa” y vieron que la silla de piedra se alzaba ante ellos intacta».16 Más tarde, escribió que «Evans enseguida lo llamó en broma “ el trono de Ariadna” .»17 El investigador británico le impresionó tanto, que entendió que bromeaba en cuanto a la legendaria princesa y su baño, pero no era así. Cuando se trataba de comprobar los mitos griegos, Evans hablaba en serio, como lo confirma este comentario con fecha del 13 de abril: «Rincón próximo a la sala N .O . ..., un curio­ so fragmento de esteatita micénica que muestra la puerta prin­ cipal de un edificio con cavidades circulares alrededor de la entrada ..., sobre ésta aparece la parte inferior de una extremi­ dad de un toro echado ... ¡¡El Minotauro sobre la entrada del laberinto!!»18 A esta sala con una decoración tan elaborada se la llamó la «sala del Trono», pero ¿el trono de quién? Durante un tiem­ po, Evans no supo qué pensar sobre el antiguo ocupante de la silla real. En su primer artículo para la célebre publicación

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escribió: «No cabe duda de que era la sala con­ sistorial de un rey micénico o de una soberana». N o obstan­ te, con el tiempo fue cediendo autoridad al rey Minos. El 10 de abril, la tierra de muchas partes del yacimiento se pasaba por cribas de metal a fin de no pasar por alto ningún fragmento de pinturas murales ni de inscripciones. Para delei­ te de Evans, pronto halló lo que buscaba: Un resultado obtenido [al pasar las cribas] fue el descu­ brimiento de lo que siempre había esperado encontrar, la huella impresa de un [anillo de] sello. Presentaba un dibu­ jo llamativo, aunque algo imperfecto, de un león en una postura contraída, con un objeto semejante a una estrella en el hombro más echado hacia delante ... La impresión de arcilla estaba hecha con un pulgar y otro dedo a un lado y debajo. Parte del dorso se había roto, y dejaba al descu­ bierto un hueco por donde debía de pasar el hilo, ya que aún se veían algunas hebras, tejidas en espiral. Cerca se ha­ llaron cuatro bisagras, que claramente habían pertenecido a la caja que habían sellado. También se halló un pedazo carbonizado de madera tallada, que debió de ser parte del mismo cofre. La abundancia inesperada de hallazgos delicados obligó a Evans a contratar los servicios de un conservador profesional. Así, des­ de el Syllogos de Candía trajo a Ionannis Papadakis, experto en pinturas murales de estilo bizantino, y lo puso a trabajar con la «Ariadna». Papadakis excavó con cuidado alrededor de los fragmentos, y los fue tallando en relieve a medida que los fue depositando sobre el suelo; por último, aplicó un revoque de yeso —el mismo que se emplea para hacer moldes—a la parte

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inferior. Cuando el yeso se hubo secado, los fragmentos podían levantarse sin riesgo de rotura. Sin embargo, tras la restauración pesaban tanto que hicieron llamar al joven Emmanuelle para cargarlos hasta el almacén situado junto al río, cosa que hizo con ceremonia, alzándolos en lo alto. Papadakis también se encargó de las tablillas grabadas, muchas de las cuales «se habían desmenuzado» al intentar levantarlas los trabajadores. A dife­ rencia de las tablillas babilónicas o hititas, que se cocían, como en todas partes, como cerámica para fines de transporte y alma­ cenamiento, las tablillas y los sellos de arcilla de Knosos habían sobrevivido gracias a un incendio que había devastado el pala­ cio entero, como podía observarse claramente, y, en consecuen­ cia, había cocido parte de los documentos amontonados, que, de otro modo, no habrían resistido al paso del tiempo. Papa­ dakis aplicó el mismo método de extender una capa de yeso en la parte inferior de los fragmentos, dejarlos secar y recogerlos. Aun así, algunas de aquellas valiosas inscripciones se perdie­ ron con la lluvia nocturna que se filtró por el techo del alma­ cén y, por la mañana, habían reducido las tablillas a «una masa informe de arcilla».20 «Puede imaginar la satisfacción que siento por haber veni­ do aquí», decía Evans con deleite en su primer telegrama al Times de Londres con fecha del 6 de abril, en el que informa­ ba de que estaba «retirando poco a poco las capas superficiales» de lo que era, «sin duda, un palacio», y de que había hallado «en distintas salas toda una serie de tablillas de arcilla con ins­ cripciones grabadas ... Ayer mismo encontramos un recipien­ te de arcilla que parece una bañera, con todo un depósito de tablillas y fragmentos». Joan Evans reaccionó al instante tras leer las noticias a la mañana siguiente, y envió 500 libras a nombre de su herma-

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no Arthur, la cantidad equivalente al conjunto de donaciones que el Fondo para la Exploración de Creta había recibido has­ ta el momento. Com o muestra de agradecimiento, Evans le escribió el 15 de abril contándole excitantes novedades: Los últimos grandes descubrimientos han sido unos depó­ sitos, enteros o fragmentados, llenos de tablillas de arcilla análogas a las babilónicas, pero con inscripciones en la escri­ tura prehistórica de Creta. Por ahora, tengo más o menos setecientas piezas. Es toda una satisfacción, pues esto es lo que vine a buscar a Creta hace siete años, algo que ahora he conseguido. Estas inscripciones grabadas sobre arcilla húmeda son, sin duda, obra de escribas expertos, y tam­ bién hay muchas figuras que no pueden ser más que cifras. Un número determinado de caracteres son pictográficos, y muestran el asunto que trataba el documento. Así, en una sala apareció una serie con carros y cabezas de caballos, otra con vasijas, etc.21 Aunque Evans ya había anunciado que iba a hallar pruebas de escritura, la abundancia de aquel gran descubrimiento le cau­ só una fuerte impresión. John Myres se sirvió del servicio de telegrafía del Times para despertar el interés del público y para obtener un mayor apo­ yo para el Fondo para la Exploración de Creta. Iniciaba el tre­ pidante informe que escribió para el Oxford Magazine con este recordatorio: Se sabe desde hace tiempo que el yacimiento de Gnossus sería uno de los más prometedores que quedaban por explo­ rar ..., que el montículo llamado Kefala ocultaba los res­

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tos de un palacio prehistórico, como el de Micenas o Tirinto, y que en las paredes de este palacio había inscritos una serie de símbolos que pertenecían al sistema pictográfico de escritura egea. Sin embargo, seguramente son pocos los que habrán osado esperar que Kefala albergara algo más que los restos que suelen encontrarse en un buen emplazamiento arqueológico, y mucho menos los archivos de un Estado egeo. Era de esperar que correspondiera al señor Arthur Evans tener la suerte de descubrir este conjunto de ins­ cripciones egeas. Fue el primero en mencionar la existen­ cia de un sistema de escritura egea ... y a su energía y persis­ tencia debemos ... la gran cantidad de yacimientos en Creta que el príncipe Jorge ha cedido a los excavadores britá­ nicos.22 Con la elegancia que le caracterizaba, John Myres, que tanto se había esforzado para poder excavar en Knosos y que, pos­ teriormente, tanto había hecho para allanar el camino a Evans, se hizo a un lado para que recayera en su compañero el méri­ to del descubrimiento que lo convirtió en uno de los arqueó­ logos más prestigiosos del siglo X X . El lunes 16 de abril, gracias a la generosidad del padre de Evans, la mano de obra aumentó hasta noventa y ocho pares de manos entusiastas. De repente, la multitud de hombres que había en la colina hizo que la exploración no pareciera tanto un experimento científico como un ejército de hormigas que entraban y salían del suelo. La excavación se había concentra­ do en el palacio, pues así denominarían a partir de entonces al conjunto de paredes halladas. A medida que el trabajo avanzaba hacia los límites occi­ dentales del edificio, Evans anotó el 18 de abril: «Aquí hay una

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serie de pasajes estrechos (o cámaras), algunas de ellas sin sali­ da. T odo el plano es muy laberíntico». Para Mackenzie, los estrechos pasajes no eran más que un «sistema de galerías» que, según apuntó, «en parte ya habían sido excavadas durante una excavación dirigida por M . Kalokairinos». Evans era menos objetivo, como confirma esta observación: «Acabamos de entrar en las excavaciones de Minos, y en el primer pasillo en direc­ ción norte ya encontramos pedazos de tablillas, lo cual demues­ tra el poco cuidado que tuvieron durante la excavación». Este comentario también demostraba que Kalokairinos, al igual que Schliemann en Micenas y Tirinto, no reconoció las tablillas ni los sellos porque no era lo que estaba buscando; del mismo m odo, Evans tampoco había entendido el valor de la tablilla que le habían mostrado en Candía, en 1896.23 La resurrección anual del joven dios cristiano en Pascua obligó a detener las excavaciones entre el Jueves Santo y el Lunes de Pascua (del 19 al 23 de abril), pero el trabajo se retra­ só algo más a causa de las fuertes rachas de viento procedente del sur, que traían arena del desierto norteafricano; fue el pri­ mer contacto de los excavadores con el famoso siroco creten­ se. Evans aprovechó aquella pausa para redactar su informe ini­ cial, «Los archivos del palacio del Cnossus micénico» (por norma, empezó a emplear la grafía prehelénica), que envió al Athena­ eum el 23 de abril. En éste se reflejaba cierto resentimiento por los enredos burocráticos de los siete años anteriores y recor­ daba a sus lectores que las cosas no se conseguían fácilmente. «Tras encontrarme con todo tipo de dificultades, conseguí, ape­ nas hace unas semanas, adquirir el resto de terrenos del yaci­ miento.» N o obstante, el tono cambiaba al referirse a sus hallaz­ gos: «Los resultados obtenidos hasta el momento han satisfecho con creces mis esperanzas más optimistas ... N o cabe duda de

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que el edificio es en sí un palacio de reyes micénicos; de hecho, podría decirse con seguridad ... que apenas ha salido a la luz ni un atisbo de algo posterior a los grandes días de Micenas ...». Evans ansiaba señalar qué lugar ocupaba su descubrimien­ to con respecto a otras revelaciones arqueológicas públicamente conocidas: En cuanto a los restos de frescos y tallas de piedra de aquel período, se distinguen de todo cuanto ha sido hallado en la península griega. El baño real, con su trono principal, conservados como una pieza de Pompeya, presentan un lujo que se desconocía en Micenas. Sin embargo, aún más interesante que estas reliquias artísticas es el descubrimien­ to ... de las tablillas de barro ..., los equivalentes perfectos de las tablillas de escritura cuneiforme de Babilonia, aun­ que en este caso grabados en escritura micénica. Cuando sólo hacía un mes que se habían iniciado las excava­ ciones y tres semanas del descubrimiento de las primeras tabli­ llas, Evans se atrevió a declarar: Estos archivos palaciegos del Cnossus micénico no sólo demuestran que existía un sistema de escritura en territo­ rio griego al menos seis siglos antes de la introducción del alfabeto fenicio, sino que además demuestran que ya en aquella época este sistema autóctono había alcanzado una desarrollo elaborado. Estas inscripciones son obra de escri­ bas expertos, que seguían métodos y procedimientos con­ vencionales, lo que indica la antigüedad de su uso. No obs­ tante, este desarrollo se alcanzó de forma independiente; no es babilónico ni egipcio, ni hitita ni fenicio: es obra de

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un pueblo egeo, realizada en suelo cretense. Es un produc­ to propio de un país al que la tradición griega más reciente ha considerado el modelo más antiguo de legislación civi­ lizada. Evans escribió estas palabras en las lúgubres salas de estudio situa­ das en la ladera sur de la colina de Kefala, justo bajo la exca­ vación, mientras los trabajadores retiraban de la tierra las tabli­ llas cocidas por accidente más de tres mil años atrás, y antes de que apareciera ningún archivo de mayor importancia. Habría hecho bien en dejar de lado las ideas prematuras sobre la his­ toria antigua de Creta que se había formado durante los viajes que había hecho años atrás. Sin embargo, no fue así, y las pri­ meras impresiones que había tenido fueron la base para las con­ clusiones que sacaría posteriormente sobre la naturaleza de las inscripciones halladas, lo que acabó convirtiéndose en el prin­ cipal obstáculo para interpretar los documentos que le habían conducido hasta Knosos la primera vez, y cuya importancia fue el primer hombre de nuestro tiempo en descubrir. En una nota precipitada que dirigió a Salomon Reinach, dijo lo que aquel acérrimo «aborigenista» quería oír, que Evans había hallado una biblioteca de tablillas de arcilla inscritas con una escritura autóctona, que demostraba la existencia de una forma de escritura en el «mundo helénico 500 años anterior a Homero y a la época en que la tradición sitúa la Guerra de Tro­ ya».24 La noticia de aquellos apasionantes hallazgos se exten­ dió rápidamente y, mientras Evans reivindicaba sus derechos por el descubrimiento, Minos Kalokairinos pasó la observancia religiosa de Pascua esbozando una Guide de L ’Antique Ville de

Cnossos. Rapport des fouilles faites à Cnossos en Avril 1877 par Minos A . Calocairinos qui a découvert Le Palais Royal ou le Mega-

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rón du Roi Minos et Le Fameux Labyrinthe situé près de Cnossos dans le bois sacré de Jupiter. Héraclion, le 23 Avril 1900.25* Sin embargo, la apelación de Kalokairinos llegaba tarde y no era gran cosa. Además, la escribía un hombre que se había dejado el ánimo y el corazón en la sangrienta sublevación final de sep­ tiembre de 1897, en el que perdieron la vida su hermano y su hijo. Los insurgentes habían incendiado su casa de Candía, y las llamas habían consumido todas las notas y los hallazgos que pre­ tendía donar a los museos. Con ello, también se había desva­ necido el espíritu jovial y solidario con el que había presenta­ do al mundo las maravillosas posibilidades que ofrecía la colina de Kefala. Por mucho que tratara de convencer al público de que él había sido el primer explorador de Knosos, Evans, un hombre acomodado, influyente y decidido, ocupaba ahora el trono, así como el lugar principal en los libros de historia del siglo X X . Las excavaciones se reanudaron el miércoles 25 de abril, y la larga espera pronto quedó olvidada cuando apareció un cla­ ro vínculo con el Egipto dinástico. Era como si alguien hubie­ ra escuchado el ruego de Flinders Petrie de que habían existi­ do relaciones diplomáticas entre Creta y los faraones. Justo bajo la superficie del suelo, apareció una estatuilla de diorita. La fas­ cinación que despertaba en Evans el arte de Tell el-Amarna, y el hecho de que allí se hubieran hallado abundantes restos de cerámica micénica, le llevaron a asumir inmediatamente que la figura era Akhenaten, el rey hereje y monoteísta. En aquel lugar —así lo creía Evans—se hallaba el puente entre la VIII dinastía y

* Guía de la antigua ciudad de Knosos. R elato de las excavaciones realizadas en Knosos en abril de 1877 por M inos A. Kalokairinos, que descubrieron el palacio real o M egarón del rey M inos y el famoso laberinto cercano a Knosos en el bosque sagrado de Júpiter. Herakleion, 23 de abril de 1900.

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las dos épocas doradas del mundo antiguo. Hasta Mackenzie manifestó un entusiasmo impropio de él al referirse a la figura como un descubrimiento «de importancia primordial». El víncu­ lo egipcio era esencial para Evans; en todas sus anotaciones com­ paró el estilo y los colores de los frescos de Knosos con los que Petrie había hallado en Tell el-Amarna. ¿Pero qué dirección seguía la influencia artística, de Egipto a Creta o de Creta a Egipto? Cuando se hubieron limpiado los fragmentos después de la pausa de Pascua, el retrato de «Ariadna» devino el «fresco de una muchacha» menos preciso, pero parece que la calidad y la cantidad del yeso pintado abrumó a Papadakis, de modo que Evans hizo buscar al conservador y artista más reputado de Ate­ nas. Emile Victor Gilliéron, nacido en Villeneuve (Suiza) el mismo año que Evans, había estudiado arte en las escuelas de París y M unich y se había trasladado a Atenas en 1877, tras los brillantes descubrimientos de Schliemann en M icenas.26 Gilliéron adquirió fama como dibujante en los círculos arqueo­ lógicos en una época en que la fotografía aún era una técnica cara y poco definida; además, al ser las imágenes en blanco y negro, apenas captaban la esencia brillante dé los objetos daña­ dos. Gilliéron tuvo claro desde el principio que quería ganar­ se la vida con la arqueología.27 Cobraba tarifas elevadas, pero a cambio pintaba con acuarelas reproducciones de objetos que de otro modo no era posible imaginar, dado el mal estado de conservación. Una de éstas fue la restauración de un fresco que mostraba a un «hombre bailando sobre un toro» encontrado en las excavaciones de Schliemann en Tirinto, quien le contrató en 1884.28 Tanto gustó al público especialista como al general, que Schliemann lo copió en la portada de su informe. Asi­ mismo, el Syllogos de Candía había acudido a Gilliéron duran­

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te las excavaciones de rescate en la cueva del monte Ida. R e s­ tauró y dio nueva vida en dibujo a unos objetos votivos de bronce, algunos con complejas escenas de la mitología griega, que habían hallado resquebrajados y corroídos. Ahora Evans acudía a él para recuperar toda una galería de arte. Gilliéron había estado de visita en Creta antes de Pascua, y había pasa­ do por Knosos para indagar sobre los rumores en torno al éxi­ to de Evans. Intrigado por los hallazgos e influido por el poder de negociación de Evans, hizo un breve viaje a Atenas para can­ celar otros planes, y luego regresó a Creta, donde se unió al equipo durante una larga estancia. Gilliéron estaba decidido a disfrutar del éxito de Evans, ya que su participación le asegu­ raría su propia fama y fortuna. El 3 y 4 de marzo, empezaron a aparecer las piezas de otro rompecabezas, que formarían la imagen que acompañaría el texto que Evans tenía en la mente. A medida que los fragmentos iban apareciendo, Evans fue escribiendo en su libreta sobre una bailarina, sin duda basada en su deseo de ver el «salón de baile de Ariadna», que según Homero, Dédalo había construido para la princesa de Knosos. N o obstante, Evans tachó estas prime­ ras impresiones posteriormente, y añadió al margen que se tra­ taba de un muchacho que había dejado el baile para convertir­ se en «recolector de azafrán». Más adelante, cuando se hubieron lavado los fragmentos, reconoció: «Está demostrado que la bai­ larina es más bien un muchacho recogiendo flores, inclinado sobre una cesta». Tuvieron que pasar muchos años antes de identificar el dibujo definitivamente como un mono azul. Dôrpfeld, acompañado de una comitiva de cincuenta y dos entusiastas seguidores, visitó el lugar el 7 de mayo. Evans esta­ ba muy preocupado por causar una buena impresión a la mayor figura de la arqueología micénica, como escribió Mackenzie:

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«Hasta el mediodía, no se trabajó mucho en la excavación, sal­ vo en las galerías, ya que fue necesario barrer todos los suelos con vistas a la llegada de los alemanes». Dôrpfeld mostró entu­ siasmo y curiosidad por aquello que tenían que mostrarle sus compañeros, y aunque declaró que la «sala de baños» frente al torno era una pecera, Mackenzie agradeció que otros expertos confirmaran que la cerámica, y por consiguiente el edificio, per­ tenecían al período micénico. La interpretación que hizo Dôrp­ feld de la cámara sumergida no impresionó a Evans, pues esta­ ba convencido de que era el baño del rey. «¿Para qué crear, si no, un medio de aproximación tan elaborado como unos pel­ daños?», se quejaba en la libreta, «¿acaso la realeza iba a sen­ tarse cerca de un depósito abierto hediondo como debía de ocurrir con un receptáculo de este tipo en verano?».29 Evans no cambiaba sus interpretaciones con facilidad, si es que las cam­ biaba alguna vez, sobre todo, después de haber hecho hincapié por escrito en una opinión. Aquel mismo día, Hogarth y Gregóri completaron todo el recorrido del valle. Habían empezado buscando tumbas en la colina de Gipsades, al sur de Kefala; luego en las laderas occi­ dentales, cerca del valle del río al norte, y por último habían explorado la empinada colina de Ailias que se alzaba al este de Kefala. Después de tres semanas con el ladrón de tumbas más célebre de Levante, no habían encontrado una sola sepultura antigua, ni siquiera en las proximidades del palacio. En cam­ bio, habían encontrado muchos restos de la gran ciudad que rodeaba el edificio principal, cuyo núcleo Evans estaba recu­ perando. Pero, ¿dónde estaban los restos mortales? Hogarth alzó los brazos y reconoció que, «después de dos meses de búsque­ da, no he hecho adelantos en la resolución del problema del cementerio de Knosos».30 Evans y Gregóri volverían a hacer

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frente al problema años más tarde, y hallarían lo que buscaban un poco más lejos. «Y siguen apareciendo», contaba Evans a su padre con rego­ cijo sobre las nuevas inscripciones. «Acabo de dar con el mayor depósito encontrado hasta el momento, en el que hay unos cientos de fragmentos. Aunque dudo que sea posible sacar del país alguna pieza original.» Empezó a preocuparse por cómo estudiar la gran cantidad de hallazgos, pues no podía seleccio­ nar ni exportar ninguna pieza, como hacían sus compañeros en Egipto y Levante. «No creo que pueda volver a Inglaterra has­ ta la segunda semana de junio, y enviar el material supone un problema, pues no puede abandonar la isla.»31 El nuevo gobierno cretense había elevado la categoría del Syllogos de Candía y le había concedido permiso para acondi­ cionar un nuevo museo en el antiguo cuartel turco para la colec­ ción. El Syllogos no tardó en organizarse para exponer los múl­ tiples nuevos hallazgos, la primera hornada que recogieron los excavadores extranjeros que habían participado con tanto entu­ siasmo en la búsqueda de tesoros históricos de Creta. Halbherr fue hasta la colina de Faistos, que Evans había inspeccionado pero desestimado en 1894, y empezó a desenterrar un inmen­ so edificio muy parecido al de Kefala, que muy bien podía ser el digno rival al que Homero se refiriera. Harriet Boyd había seguido la sugerencia de Evans y estaba excavando en los ris­ cos del pequeño y ventoso pico de Kastro («castillo»), próxima a Kavousi, en el lado oriental de la bahía de Mirabello. Allí había desenterrado «la morada de un jefe de las tierras altas de la épo­ ca de Homero»; se refería a la «edad de las tinieblas» griega, una época en que claramente no se había dado ninguna forma impor­ tante de arte, posterior a los tiempos de esplendor micénico y anterior a los conocidos períodos de la Grecia arcaica y clásica.

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Al mismo tiempo, Hogarth había ido a la meseta de Lasiti en busca de aventura y del «mítico lugar de nacimiento del Dios Padre de Creta», y había encontrado las dos cosas.32 Tras hacer estallar las rocas derrumbadas que habían impedido a Evans y Myres explorar la cueva de Psichro a fondo, se adentró en la parte inferior de la gruta, que aún no había sido explorada, y saqueó el sanctasanctórum; ofreció a sus empleados una recau­ dación adicional «por los mejores objetos», con lo cual instigó una «actividad frenética» que, según confesó, dejó a su paso «una visión grotesca sin precedentes en el ámbito de la arqueología». Y es que hombres, mujeres y niños se aferraban a las estalacti­ tas y las rompían a fin de llegar hasta los exvotos que sus ante­ pasados cretenses habían dejado allí miles de años atrás. Con aquella profanación, el Syllogos de Candía adquirió quinientas nuevas antigüedades33, y Hogarth, mala fama entre los creten­ ses.34 Prefería estar en compañía de musulmanes, pues más tar­ de recordaría: «El campesino griego no es ni un bruto ni un vividor; es más bien un hombre inerte por naturaleza, un hom­ bre físicamente curtido. La raza entera, a mi parecer, sufre de extenuación. Vivió deprisa, a la vanguardia de la Humanidad mucho tiempo atrás, y ahora es demasiado vieja; y en su tierra sientes que has entrado en la sombra de lo que fue, en un ambiente en que el hombre prefiere ser que hacer».35 El 16 de mayo, Evans ya se había convencido de que se había adentrado en los dominios del Minotauro. En las entra­ das norte y oeste del palacio, los excavadores habían hallado frescos de tamaño natural de toros, hechos con gesso duro, una técnica de estuco en alto reheve que crea un efecto tridimen­ sional muy realista. «¡Qué papel desempeñan estos animales en este contexto!», exclamaba en sus notas. La figura también impre­ sionó al cavador musulmán cuando, bajo la tierra que limpia­

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ba, aparecieron los enormes cuernos del toro y los orificios que parecían resoplar; dio un grito, temeroso de haber despertado a un djin —como el de la lámpara de Aladino—o al mismo dia­ blo. Posteriormente, Evans reflexionó: «¿Acaso se trate de una de esas criaturas que hay en las ruinas del yacimiento de la épo­ ca doria, de donde procede la tradición del toro de Minos?». Evans contrató a ciento cincuenta trabajadores el lunes 21 de mayo para una última semana de excavaciones frenéticas en que los días empezaban a alargarse con la llegada del vera­ no. Sin embargo, él no pudo estar presente la mayor parte del tiempo al enfermar gravemente de malaria.36 En la última ano­ tación de aquel año, con fecha del mismo 21 de mayo, hace referencia a las primeras inscripciones en escritura pictográfica, que hasta el momento sólo conocía por los sellos de piedra que había adquirido en la parte oriental de la isla. En las últimas páginas del diario, sin fecha, aparecen unos esbozos de los sig­ nos grabados en los bloques de piedra caliza del palacio, las «mar­ cas distintivas del albañil» que Stillman mencionó por primera vez veinte años atrás. Así pues, la dirección y las anotaciones quedaron en manos de Duncan Mackenzie. En la actualidad, los excavadores, expertos en observar y anotar todo cuanto ven, se horrorizan al pensar en tantos hombres excavando diez horas al día bajo la dirección de un solo hombre. N o es de extrañar que haya algunas incoherencias en las notas, ya que Mackenzie intentaba no perder el hilo de los lugares donde hallaban los cientos de objetos que aparecían a diario. Por desgracia, el mayor problema residía en la posición estratigráfica de los hallazgos más importantes: las tablillas y los sellos. Evans hacía anotaciones en una libreta independien­ te con dibujos y descripciones precisas sobre las tablillas gra­ badas y el lugar en que habían sido encontradas. Sin embargo,

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estas notas también eran incoherentes, porque la primera vez que aparecieron, Evans y Mackenzie se contentaron con incluir­ las en el período micénico, de modo que la información carece de datos estratigráficos precisos. Cuando el edificio empezó a presentar una mayor complejidad con cada nueva habitación que abrían, y cuando empezó a complicarse su historia al adver­ tir que había restos que pertenecían a distintos períodos, se die­ ron cuenta de que el lugar había estado ocupado desde una épo­ ca muy antigua, situada en la Edad de Piedra, y que tendrían que crear subdivisiones temporales exactas basadas en la obser­ vación de los estratos, donde las partes inferiores del suelo son generalmente de épocas más antiguas que las superiores. Sin embargo, esto no siempre fue posible después de lo sucedido, dadas las suposiciones que hicieron al iniciar la primera exca­ vación, y dado que las notas que tomaron no eran bastantes detalladas. El incendio que destruyó el palacio y quemó las ta­ blillas se convirtió en «un momento fundamental de la prehis­ toria de Europa», pero los arqueólogos se lamentaron del modo en que Evans dejó constancia de los restos primordiales, que a causa del propio sistema de excavación nunca pudieron datar­ se con precisión.37 La última nota de la temporada que Mackenzie escribió tiene fecha del sábado 26 de mayo, día en que se detuvo la exca­ vación a gran escala y los tres exploradores empezaron cribar la nueva información acumulada a lo largo de las nueve semanas. Mackenzie se encargó de estudiar los datos sobre la cerámica, que podían facilitar el contexto histórico en el que enmarcar la construcción del edificio, los períodos de ocupación y la con­ flagración final. Los cambios en las formas y los estilos deco­ rativos de las vasijas, junto con su posición en la estratigrafía, le permitieron crear una secuencia cronológica relativa del edi­

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ficio. Esto definiría las fechas de los hallazgos en el edificio y podría aplicarse a los otros yacimientos que albergaran objetos de cerámica similares. Fyfe completó un plano de planta a par­ tir de cientos de mediciones exactas del edificio, mientras, que Evans sintetizó sus notas en informes. Al primer comunicado para el Athenaeum que Evans escri­ bió apresuradamente sobre los archivos del palacio, siguió el segundo, que envió el 8 de junio. El «palacio de reyes micénicos» que mencionaba en el anterior quedaba identificado de for­ ma concluyente en éste como «el palacio de Minos», el título usado sólo seis años atrás por Kalokairinos, del que el propio Evans se había burlado. Su informe se centraba en el descu­ brimiento, hecho durante la última semana bajo condiciones muy caóticas, de un conjunto de tablillas de arcilla de cuatro lados y con marcas grabadas en el «tipo de escritura jeroglífica» que había visto por primera vez durante sus viajes a la parte oriental de Creta; con ello, llegó a la conclusión de que «[este tipo de escritura] se usaba entre los antiguos ascendientes indí­ genas de Creta, es decir, los verdaderos eteocretenses de la Odi­ sea». El contexto del descubrimiento —conocido en la actuali­ dad como «el depósito de jeroglíficos»—parecía ser la última fase de la historia del edificio, «caracterizado por una catástrofe devas­ tadora y el posterior abandono del área en torno al palacio». Esto hizo pensar a Evans que podía ser contemporáneo al «sistema lineal de los verdaderos archivos “minoicos”», que, según creía, estaban «en una fase de desarrollo superior». U n siglo después, la fecha de este depósito sigue generando acalorados debates, si bien existe el consenso de que ésta y la escritura jeroglífica per­ tenecen a un período de destrucción distinto, seguramente unos quinientos años más antiguo de lo que.Evans supuso en su m o­ mento.

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La historia mítica Una semana después, de regreso sin ningún percance a la como­ didad de Youlbury, Evans empezó a escribir una serie de infor­ mes elogiosos sobre una primera temporada excelente en todos los sentidos. Los temas principales que trató fueron el arte, la arquitectura y, sobre todo, la escritura, elementos clave en su búsqueda de la civilización. Los explotó de forma exagerada en favor de los partidarios del Fondo para la Exploración de Creta, pues consideraba que era muy importante despertar el interés del público por las obras cretenses. George Augustin Macmillan -socio de la editorial de su familia en Londres, co­ nocida por la publicación de libros científicos, y amigo íntimo de los Evans- se encargó del llamamiento al interés por Cre­ ta. La compañía Macmillan publicó un folleto publicitario para obtener ayuda económica; en la cubierta, podía verse una foto­ grafía de los trabajadores excavando en la sala del trono, y el fo­ lleto incluía parte de uno de los discursos más animados de Evans, que ilustró con una linterna de diapositivas de última tecnología: «Podemos estar casi seguros de que este inmenso edificio, con su laberinto de pasillos y pasajes tortuosos, la com­ binación de salas pequeñas y la larga serie de depósitos sin sali­ da, fue en realidad el laberinto de la tradición posterior que dio alojamiento al Minotauro, de truculenta fama». Evans esta­ ba convencido de que el Minotauro, al que muchos analistas aún consideraban una metáfora del lado brutal del carácter humano, había vivido tiempo atrás en el edificio donde esta­ ba excavando, y de que estaba buscando «la verdad esencial de la antigua tradición». De hecho, era un discurso muy distinto de las primeras críticas a la búsqueda de la «topografía poética» de Schliemann.

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Evans preparó un informe aparentemente serio y detalla­ do para el colectivo académico. Inició su discurso para el Annual of the British School at Athens (El anuario de la Escuela Británi­ ca de Atenas) con un homenaje franco y agradecido a sus pre­ decesores en Kefala, y a continuación parafraseó buena parte de las anotaciones de Mackenzie para describir el yacimiento y los hallazgos. A fin de ayudar a los novicios a imaginar el edi­ ficio original como él lo concebía, presentó un dibujo recons­ truido de Gilliéron de un fragmento de un fresco en miniatu­ ra que representaba «un santuario micénico». Evans insistió en que éste ofrecía, «sin duda, una idea gráfica de la altura a la que debía situarse el espectador. Este fresco muestra con claridad una infraestructura de bloques blancos de yeso, de un tipo pare­ cido alas del muro oeste, mientras que más arriba ... se encuen­ tran las zonas de yeso rodeadas de una estructura de madera».38 Dicho de otro modo, la pintura mural era una ilustración del propio edificio, al que Evans y Fyfe habían considerado un almacén; era como una postal antigua con el dibujo del edifi­ cio (hallado abandonado y derruido) en sus buenos tiempos. La fachada del dibujo se convirtió en el palacio en la imagina­ ción de Evans, y la estructura que estaba desenterrando en Kefa­ la se convirtió para él en la misma del dibujo. Evans entendió que el santuario micénico dibujado en el centro de la imagen era parte de un conjunto, y así nació el concepto del «pala­ cio-templo». N o obstanté, había una característica aún más in­ trigante: «En el caso de este pequeño templo, había además tres aberturas que mostraban pilares con la forma típica de la arqui­ tectura micénica, que se estrechan hacia la base, y se sabe que era sagrado por el objeto de culto astado dispuesto en las bases». Este objeto de culto astado era como la figura en espiral dibu­ jada sobre una plataforma en la Vasija con relieve que había

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adquirido en su primera visita al lugar, en 1894. Así fue como Evans convirtió un símbolo conocido desde hacía tiempo por los egiptólogos como el signo jeroglífico que designaba el hori­ zonte o infinito, en un nuevo concepto al que llamó «cuernos de consagración».39 El significado que Evans quería dar con esta denominación es impreciso, pero tenía algo que ver con las astas bovinas es­ tilizadas que simbolizaban las de los toros sacrificados que se ofrecían en los altares. También había alterado el sexo de estos animales sagrados, ya que los cuernos estilizados y las cabezas bovinas dejaron de ser de vacas (que Schliemann comparó con la diosa Hera), o incluso de bueyes, para coincidir con las leyen­ das griegas que habían conducido a Evans hasta Kefala, y conver­ tirse en astas de toros. Una vez más, esto vulneraba las conocidas representaciones de toros del arte egipcio, que los representaba de perfil para demostrar que eran machos; cuando se trataba de vacas, el artista se limitaba a representar la cabeza. La autoridad política del edificio también había pasado a ser masculina. «El tamaño y la altura superiores del asiento de yeso demuestran claramente que se trata de un trono», afirmó Evans; además, añadía que, «dado el valor intrínseco de los objetos de la sala, en otra época allí se sentaba una figura de la realeza para presidir consejos, o para disfrutar del kéif oriental», una licencia más que le permitía imaginar a un grupo de personas alrede­ dor de un narguile, la pipa de agua. Pese al pequeño tamaño y las estrechas proporciones del hueco del asiento, en la mente de Evans la clave final llevaba a la conclusión definitiva de que el ocupante del trono era un rey, y no una reina.40 En cuanto a las dimensiones masculinas o femeninas, el trono de Ariadna, con proporciones adecuadas para una reina, pasó a ser el trono peque­ ño del rey Minos, a pesar de que Evans era consciente de «la

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importancia que se daba a lo femenino en el período micénico —como ponen de manifiesto las escenas de culto de los anillos de sello—, lo podría favorecer la teoría de que el trono era ocu­ pado por una mujer». Evans hacía una distinción entre la auto­ ridad política, que ponía en manos de su rey legendario, y la religiosa, para la que el arte representaba el «papel más destaca­ do, desempeñado por la diosa y las veneradoras de las escenas de culto». Creía que éstas «se debían a que sobrevivieron más tiem­ po en el ámbito de las ideas religiosas que acompañan un siste­ ma matriarcal».41 Así pues, la prehistoria de las costumbres ma­ triarcales de la Creta clásica —según se decreta claramente en las leyes de Gortina, y según la suposición de que evoluciona­ ron a partir de instituciones matriarcales más antiguas—empe­ zaba a manifestarse en el arte de Knosos. Poco a poco, el culto anicónico de los «proto-arios» empezaba a dar paso a «la ado­ ración matriarcal de la Creta minoica», como recordaba Joan Evans, la figura materna a la que Evans apenas recordó durante su propia vida, pero a la que nunca olvidó.42 La reconstrucción que Gilliéron hizo a partir de fragmen­ tos de los frescos en miniatura mostraba un retrato de algunos de los miembros más pintorescos de una corte real idealizada. Evans comparó el estilo de las pinturas con los elegantes boce­ tos del período clásico, pero señaló que sus frescos cretenses eran «incomparablemente más modernos y presentan una in­ tensidad y unas posturas bastante ajenas al arte clásico». Ade­ más, en un alarde inesperado de conocimientos de la moda de su época, añadió: «Con una mirada atenta, puede obser­ varse que las mujeres se han arreglado con esmero. Acaban de ser peinadas, pues tienen el cabello rizado, que les cae sobre los hombros y la espalda en mechones largos y separados». En la siguiente descripción de la atrevida indumentaria, acaso se per-

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ciba el asombro propio de un inglés de mediados de la época victoriana: «Las mangas de las camisas son muy abombadas y se unen en el escote con una cinta cruzada, pero en cuanto al res­ to, el pecho y el tronco están desnudos ... En los fragmentos mejor elaborados, estas mujeres tan escotadas aparecen senta­ das en grupo con las piernas medio flexionadas, manteniendo una animada conversación, que se acentúa con ademanes muy expresivos».43 El fresco de tamaño natural identificado al prin­ cipio como «Ariadna» era ahora «la hermosa pintura de tama­ ño natural de un joven con un perfil europeo, casi de la Gre­ cia clásica».44 Cuando el escritor satírico inglés Evelyn Waugh visitó el Museo de Candía en 1929 «para admirar las barbari­ dades de la cultura minoica», quedó desencantado: «No pue­ den valorarse bien los méritos de la pintura minoica, porque sólo una mínima parte de la extensa zona que hay expuesta tie­ ne más de veinte años de antigüedad», y los pintores que habí­ an ampliado los fragmentos «habían desvirtuado su afán de reconstrucción con su predilección por las portadas de Vogue».45 Para Evans, el arte de Knosos representaba un edificio de vivos colores habitado por personas educadas y distinguidas, pero para los lectores de una publicación popular como M on­ thly Review se permitió hablar del lado más siniestro del yaci­ miento: Todo cuanto lo rodea ... los oscuros pasillos, las figuras de tamaño natural que han sobrevivido a un mundo más anti­ guo ... conspirarían para crear una sensación sobrenatural. Era un lugar encantado y, en aquella época, como ahora, rondaban los fantasmas. Del suelo surgían las historias más recientes de este rey truculento y su toro devorador de hom­ bres, que daban al lugar un aire estremecedor. Los recién

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llegados lo abandonaban sin contemplaciones. Al norte, en las faldas más bajas de la colina, creció otro Knosos, y el emplazamiento anterior del antiguo palacio se convirtió en un lugar «desolado y sibilante».46 Sin embargo, esta atmósfera sombría no era más que produc­ to de su imaginación, basado en los mitos griegos más recien­ tes, que no dejaban de proyectarse sobre su razón e imponer su presencia en el edificio que estaba desenterrando. En esta misma revista popular, había nacido un nuevo mi­ to. «No encontramos ningún vestigio que indicara la existen­ cia de un sistema de fortificación elaborado como los de Tirinto y Micenas», contaba Evans. Y añadía: «No hay que ir muy lejos para saber por qué. ¿Por qué París tiene una sólida forti­ ficación, mientras que Londres está casi expuesta al enemigo? Cabe recordar que la ciudad de Minos era el centro de un gran poder marítimo, de modo que sus gobernantes debieron depo­ sitar su confianza en «murallas de madera». Las murallas de made­ ra eran una clara alusión al «dominio del mar», y la comparación de Londres con Knosos era una clara afirmación de la impor­ tancia de la Creta minoica en cuanto precedente histórico de la preeminencia de -la Inglaterra victoriana. Así, el mito de un pueblo minoico pacífico y marinero empezó a forjarse en la mente y los escritos de Evans, un mito tan atractivo que duró hasta la década de 1980, cuando un grupo de arqueólogos grie­ gos visitaron de nuevo los fuertes y castillos donde había esta­ do Evans en sus primeros viajes a Creta.47 A principios de septiembre, Evans dio una conferencia ante compañeros que lo admiraban, en el encuentro anual de la Aso­ ciación Británica de Bradford; de todos los magníficos hallaz­ gos de la temporada, decidió hacer públicos los más preciados

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de su labor en Creta. Su discurso trató sobre la «Escritura en la Grecia prehistórica». Evans recordó a sus oyentes el infor­ me profético que les había presentado en 1894, en el que había predicho sus últimos descubrimientos. Por otra parte, fue un orgullo para él recordar también la predicción que había hecho sir John Evans en la Institución R eal en 1872 de que las cartas fenicias —que los historiadores europeos consideraban de gran importancia por haber sido adoptadas por los griegos en el si­ glo Vil a. C .—se basaban en pictografías sencillas. En la excava­ ción, Evans había hallado pruebas de ello en forma de signos «jeroglíficos o pictográficos formalizados», dos tercios de los cuales coincidían con los que su padre había esbozado veinti­ cinco años atrás. Al no conocer muy bien la diferencia entre el valor pictográfico y el fonético, Arthur Evans sacó conclusio­ nes fantasiosas: «Puede decirse que los signos pictográficos cons­ tituyen una historia ilustrada de la cultura cretense de la época micénica.» Para finalizar, afirmó de la escritura pictográfica: «Presenta en sí misma cierto paralelismo con las inscripciones “ hititas” de Anatolia y del norte de Siria. N o obstante, su ori­ gen puede localizarse en Creta, y es incuestionable que repre­ senta la escritura de un pueblo originario de esta isla». Evans comparó la escritura lineal y las tablillas en las que ésta aparecía, con las tablillas de Babilonia, pero afirmó que «las propias cartas ... presentan unos caracteres europeos sueltos y verticales», a diferencia de la escritura cursiva de los árabes y las letras cuneiformes de los asirios, que un explorador occiden­ tal describió como «arañazos de pollo». Evaris se cuidó de no trazar demasiados paralelismos con las escrituras más antiguas de Mesopotamia y Oriente Medio, no fuera a ser que debilita­ ran la importancia que prefería conceder a Europa; toda posi­ ble influencia iba de Occidente a Oriente, y no en sentido con-

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trario. Insistió en que el archivo real de Knosos pertenecía a la primera mitad del siglo X V a. C., porque «los jefes kieft apa­ recen llevando vasijas y lingotes preciosos y cabezas de buey de oro como ofrenda tributaria al faraón en las paredes de la tumba de Recmara, el gobernador de Tebas bajo el reinado de Totmes III», sexto rey de la XVIII dinastía egipcia. Las ofren­ das de los keftiu también se representaban en las tablillas de Knosos, explicó, de modo que el archivo y la destrucción final del palacio son un siglo anteriores al faraón hereje Akenaten y dos siglos anteriores a «los elementos prehistóricos de M ice­ nas más recientes».48 Evans ya sabía por entonces que la ima­ gen de diorita que había confundido con Akenaten durante la excavación era la de un tal Ab-nub-mes-wazet-user, de la X II o X III dinastía de la época de la cerámica de Kamares creten­ se de Egipto. Por tanto, aún era más importante de lo que había imaginado, pues aseguraba tanto el vínculo político como el diplomático entre Knosos y el Imperio Medio de Egipto, y por tanto se remontaba a una década anterior, como Petrie había ya vaticinado.49 Así pues, sobre la base de la gran antigüedad de las ins­ cripciones de Knosos, Evans presuponía que las inscripciones fenicias tenían su origen en Creta; habían surgido «de los influ­ yentes pueblos de la isla egea que estaban asentados en la cos­ ta de Canaán, representados por los filisteos y el pertinaz nom­ bre de Palestina», si bien «sabemos que, poco después, perdieron su lengua autóctona y pasaron a ser un pueblo semítico ..., sus nombres bíblicos, Kaftorimy Keretim, o cretenses, bastan para demostrar su origen en el Egeo».50 Esta conclusión no deja lugar a dudas de que Evans creía que el pueblo griego era muy pos­ terior y empleaba la escritura fenicia para escribir en su propia lengua; ésta no podía ser la lengua de los primeros cretenses,

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que, después de todo, eran los «eteocretenses autóctonos» de Homero. Salomon Reinach, que creía al pie de la letra todo cuanto decía Evans, repitió este argumento y además advirtió a los expertos que pudieran atreverse a buscar en las tablillas de Knosos indicios de finlandés, hebreo, bajo bretón y hasta grie­ go homérico,51 Así pues, los orígenes del pueblo minoico se remontaron a los primeros tiempos de la genealogía cretense de Homero. Esta adhesión a los textos de Homero, así como el hecho de que las tablillas estuvieran en posesión de Evans, permitió la aparición de grupos de intelectuales para descifrarlos. Evans ya tenía su propia colección de «signos nefastos» y, al igual que Belerofonte en la Uíada, desconocía el significado, aunque anun­ ció: «... hemos hallado materiales que tal vez algún día amplíen los límites de la historia».52 Ahora bien, a diferencia del héroe argivo, prefirió no mostrarlos a nadie, de modo que las inscrip­ ciones se convirtieron en algo realmente «nefasto», y por con­ siguiente esto acabó perjudicándole. Si Evans hubiera decidi­ do compartir las transcripciones de las tablillas con los expertos desde el principio, quizás habría impedido que a la larga se des­ moronara su reconstrucción minoica, lo cual ocurrió mucho más tarde, cuando las tablillas fueron descifradas. Prefirió guar­ dar los secretos que ocultaban e hizo caso omiso de las suge­ rencias de aficionados como C. R . Condor, que propuso: «Estos textos quizá fueron escritos en un dialecto arcaico del griego, una conclusión que el arte que la acompaña parece confirmar».53 Aunque el razonamiento del filólogo diletante no era el ade­ cuado, cincuenta años después se confirmó lo que predijo. La Escuela Británica de Atenas obtuvo grandes beneficios de la popularidad que alcanzaron las exploraciones de Creta. Dada la agitación que habían levantado los hallazgos de Kno-

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sos, el encuentro anual de adeptos del 30 de octubre prometía ser tan concurrido que tuvo que celebrarse en las salas grandes de la Sociedad de Anticuarios. H. H. Asquith, el parlamentario que pronto sería nombrado primer ministro británico, presidió el encuentro. Expuso un resumen del trabajo de un año, en el que trató una serie de temas sobre el futuro de la arqueología egea con perspicacia y acierto.54 Evocando la educación de civi­ lización clásica que él mismo había recibido, se aventuró a cal­ cular que tal vez uno entre cien filólogos leían textos de arqueo­ logía. Y añadió la siguiente reflexión: «El valor de una partícula, el matiz de un enclítico, las intenciones poéticas o retóricas de los deslices esporádicos de algunos escritores griegos famosos, que la gente corriente podría entender como errores gramaticales, imagino que eran tan importantes como para sus sucesores actua­ les lo son las amplias posibilidades de acierto O error de las que depende una clasificación correcta de dos o tres fragmentos de cerámica premicénica». Asquith advirtió de que, en el campo de la arqueología, debía contemplarse un sentido proporcionado adecuado, y que en él había cabida para el filólogo, el crítico de textos, el historiador y el anticuario. Sin embargo, nadie hizo caso de estos consejos, pues el estudio y la clasificación de la cerá­ mica como base para entender la historia se había extendido bas­ tante, y al poco pasó a predominar en el estudio de las civi­ lizaciones del Egeo, con Evans y Mackenzie al frente, durante buena parte del siglo X X . «Deduzco que la montaña en la que supuestamente Zeus descansó de su trabajo y el palacio en el que Minos inventó la ciencia de la jurisprudencia, han sido trasladados del ámbito de lo mitológico al ámbito de una posible realidad», señaló Asquith acaso con menos entusiasmo del que mostrara Gladstone al hablar de Schliemann veinticinco años atrás, pero con el mis-

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mo resultado popular de ayudar a convertir un mito en histo­ ria. Por otra parte, se burló de los excavadores que había entre el público al hacer un comentario hiriente sobre el descenso de categoría que había sufrido el arqueólogo moderno: Seguramente, al señor Hogarth y sus asociados se les hace la boca agua al pensar en los tiempos en que sir Charles Newton —con un firman en el bolsillo, acompañado de un grupo de ingenieros y zapadores reales y con un buque de guerra atracado en una bahía, a una distancia adecuada— podía desvalijar a voluntad los tesoros parcialmente ente­ rrados de Cnido y Halicarnaso. Estos procedimientos tan drásticos solían darse a principios de la década de 1850, épo­ ca en que la llamada Escuela de Manchester estaba en alza en este país. En los últimos tiempos en que, como dicen los periódicos, todos somos imperialistas, el explorador bri­ tánico desempeña su labor con una actitud más humilde y contrita. Algunos espectadores debieron de ofenderse especialmente al oír el último lamento de Asquith: «Ya no hay orgullo en su pico ni desafío en su espada». Sin embargo, Evans no tenía inten­ ción alguna de arriar la bandera y seguir adelante «con una acti­ tud más humilde y contrita». Al contrario, trató Knosos como su dominio en el extranjero hasta el momento en que consi­ deró que debía abandonarlo. Uno de los actos inevitables del encuentro fue la elección de Evans como miembro del comité directivo de la Escuela Británica, un puesto con cierta influencia, del que se benefi­ ciarían él y sus partidarios durante el resto de su vida. Aquél fue el último acto oficial al que asistió Hogarth, ya que dejó sus

Las m ujeres lim pian los cascos de cerám ica en el patio principal de K nosos, m ientras los excavadores hacen una pausa para b eb er agua (m u s e o a s h m o l e a n )

Tras una lim pieza rápida, acum ulaban toneladas de cerám ica desm enuzada en m o n to n es para secarse ju n to a los m on to n es de tierra im productiva; al fondo, soldados británicos (m u s e o a s h m o l e a n )

Ioannis Papadakis era u n ex p erto en conservar frescos bizantinos cretenses; Evans lo co n trató desde el p rincipio para excavar y restaurar los frescos m inoicos, así com o para reco m p o n er los restos de cerám ica, com o las inm ensas vasijas de alm acenam iento (m u s e o a s h m o l e a n )

Los cretenses estaban acostum brados a ver vasijas d e cerám ica de tam año h u m an o , de m o d o que los ejem plos m inoicos de depósitos del palacio que aparecen en la foto ju n to a las m ujeres del lugar les resultaban familiares (m u s e o a s h m o l e a n )

E n el ex terio r del p equeño taller y alm acén al sur del palacio, Evans m ira al frente m ientras M ackenzie analiza la cerám ica seleccionada de los m o n to n es puestos a secar al sol (m u s e o a s h m o l e a n )

Evans, Fyfe y M ackenzie posan ju n to a algunos objetos restaurados fuera del alm acén

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Evans sostiene u n riton de piedra com o u n keftiu; la uña larga del m eñique d erecho era su «herram ienta de excavación de bolsillo» (m u s e o a s h m o l e a n )

H o g arth y Evans en su casa de Candía (H erakleion). H o g arth censuraba a Evans p o r llevar un nivel de vida dem asiado elevado y ahuyentar, así, a posibles donantes del F ondo para la E xploración de C reta (m u s e o a s h m o l e a n )

M ackenzie cabalga en «su caballito Fuego del Infierno» hacia K nosos detrás de G regóri A n to n io u en su m uía (m u s e o a s h m o l e a n )

El fresco del «m uchacho sosteniendo una copa» fue visto p o r p rim era vez in situ el 5 de abril de 1900: «A prim era h o ra de la m añana, a m edida que han retirado la tierra de la superficie ... ha quedado al d escubierto dos grandes fragm entos de u n fresco m ic. ... U n o representaba una cabeza y una frente, o tro la cin tu ra y parte de una falda de una figura fem enina que sostiene en las m anos u n «riton» m icén ico alargado, una copa alta co n form a de em budo». Lo llam ó el «fresco de Ariadna», y señaló que «la figura era d e tam año natural; el to n o del color de la piel era rojizo oscuro, com o el de las figuras de la tu m b a etrusca y los keftiu de las pinturas egipcias» ( m u s e o a s h m o l e a n )

Esbozo que Evans trazó de «Afroditi de Knosos» el 26 de m arzo de 1900, con u n dibujo posterior de la estatuilla neolítica de arcilla (según la libreta de notas de Evans de 1900, p. 3)

El p rim e r esbozo qu e Evans trazó de u n m apa de K nosos, el 1 de abril de 1900, recuerda el m apa del tesoro de un pirata, co n cruces que m arcan d ó n d e se oculta el tesoro (según la libreta de notas de Evans de 1900, p. 13)

E sbozo que Evans trazó de «Afroditi de Knosos» el 26 de m arzo de 1900, co n u n dibujo p osterior de la estatuilla neolítica de arcilla (según la libreta de notas de Evans de 1900, p. 3)

E sbozo q u e Evans trazó de «¿un to ro echado...? ¡¡El M in o tau ro sobre la entrada del laberinto!!» y su dibujo de reconstrucción a p artir del fragm ento de u n riton de piedra (según la libreta de notas de Evans de 1900, p. 34; y Evans, 1921a, 688 Ilustr. 507)

E sbozo de Evans de la prim era tablilla co n inscripciones hallada en Knosos (según Evans, 1900b)

El 10 de abril de 1900, los excavadores h abían desenterrado «un asiento h o n o rífico o u n trono», an o tó Evans en su diario; inm ed iatam en te lo llam ó «el trono de Ariadna» (m u s e o a s h m o l e a n )

Evans contem pla el co n ju n to de la sala del tro n o , del que en un principio dijo que sin duda era «la sala consistorial de un rey m icénico o de una soberana», y al final concedió el p o d e r al legendario rey M inos ^■>1

(m u s e o a s h m o l e a n )

La cám ara h u n d id a en el lado opuesto al tro n o , del q u e Evans dijo que «parecía el b añ o de una m u jer, y el tro n o aislado parece indicar que se trataba del baño de la reina, del b añ o de Ariadna», hasta que consideró que M in o s era el soberano, y lo llam ó la «pila lustral» (m u s e o a s h m o l e a n )

U n a reconstrucción im aginada de la sala del tro n o p o r E. J. L am bert (m u s e o a s h m o l e a n )

La fachada oeste de yeso del palacio, según la descubrió Evans en 1900

La fachada oeste según la reconstrucción de Evans y D oll

(m u s e o a s h m o l e a n )

(m u s e o a s h m o l e a n )

E m m anuel (M anoli) A koum ianakis, a q uien Evans llam aba co n cariño «mi lobo de m ontaña», posa ju n to al prim er pilar hallado en K nosos, en 1900, que se dio a co n o cer am pliam ente a fin de dem ostrar el carácter sagrado, n o sólo del pilar en sí, sino del sím bolo del hacha de doble filo grabado en él y sobre el q u e Evans propuso: «era una im itación de la divinidad ... N o se conocían im ágenes co n form a an tropom órfica en los templos» (m u s e o a s h m o l e a n )

P in tu ra reconstruida del fresco del m u ch ach o q u e sostiene una copa (Evans 1928b, lám ina X II)

«Mais, ce sont des parisiennes!», exclam ó

El «príncipe de los lirios» nació a partir

u n arq u eó lo g o francés en 1901,

de fragm entos distintos de frescos, unidos para satisfacer la necesidad de

y así se llam ó a p artir de entonces a la principal figura fem enina del fresco, co n o cid o en la actualidad co m o el «fresco

Evans de q u e existiera una autoridad terrenal en Knosos, su «rey-sacerdote» (Evans 1928, lám ina XIV)

de los catrecillos». Aquella prim era visión de la parisienne fue u n coup de foudre (am or a p rim era vista), co n «... aquel cabello alborotado, aquel m ech ó n provocativo q u e cae sobre la frente en u n rizo que te “arrebata el co razó n ” , aquel inm enso ojo y aquella boca sensual ... m anchada de u n rojo intenso, aquella túnica de rayas rojas, azules y negras, aquel co n ju n to de cintas que echadas hacia atrás y que parecen decir «sígueme, m uchacho»» (H o o d y C am ero n , 1967, lám ina fl)

D ib u jo reconstruido del fresco en m iniatura que, según Evans, da «sin duda una idea gráfica de la altura ante la que se debía de hallar el espectador», co n «estas m ujeres tan escotadas» de las que dijo que «acaban de ser peinadas, pues tien en el cabello rizado, que les cae sobre los hom bros» (Evans 1930, Lám ina X V I) C u an d o este fresco, conocido en la actualidad com o el «fresco de los toreros», apareció en 1901, Evans llam ó a las figuras «muchachas ataviadas com o vaqueros micénicos», y al p o c o se co nvirtieron en la envidia del creciente m o v im ien to sufragista de Inglaterra y Estados U nidos (H o o d y C am eron, 1967, L ám ina IX)

La «diosa sobre la m ontaña» de Evam s im presa sobre u n sello de piedra hallado en 1901 se co n v irtió en A rtem isa co n el arco para los cretenses, q u e la em plearon com o

La O ficina de C orreos de C reta decoró el sello de 3 dracm as de 1904 con u n a vista de la excavación de Evans en el «laberinto», el m o tiv o m in o ico co n form a de espiral, y u n h ero ico arquero cretense a la derecha, q u e apunta contra el «M inotauro» de K ato Z akros a la izquierda

im agen de u n sello de C reta

Vista de las excavaciones de K nosos desde el este, al final de la cam paña de 1901 (m u s e o a s h m o l e a n )

Vista general de las excavaciones de K nosos desde el norte, con la to rre de observación al fondo, en el patio oeste, y el tech o tem poral sobre la sala del tro n o ( m u s e o a s h m o l e a n )

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funciones como director de la Escuela. Le sucedió Robert Carr Bosanquet, un hombre procedente de Cambridge, de voz sua­ ve y carácter sensible, veterano de las excavaciones de Filocapi, que se unió a él y a Evans en la dirección del Fondo para la Exploración de Creta.55 Como director de la escuela, se espera­ ba que Bosanquet emprendiera una excavación en Creta y, en virtud del magnífico descubrimiento de Evans en Knosos —y de una afirmación que Halbherr observó en una tablilla que decía que existía un templo dedicado al Zeus de Dikte en un lugar conocido en la Antigüedad con el nombre de Elaia—, en 1902 llevó a Palacastro, en el extremo oriental de Creta, a un grupo de estudiantes de la Escuela Británica de Atenas para ini­ ciar su propia búsqueda. A Bosanquet se unieron Richard MacGillivray Dawkins —miembro del cuerpo docente del Emma­ nuel College. (Cambridge), que acaba de iniciar una carrera de éxito en filología griega y arqueología—y Charles Currelly, del Victoria College (Toronto). Dos días después del encuentro de la Escuela Británica, Evans dio una conferencia en la Sociedad Helénica de Londres sobre sus últimas reflexiones acerca del «Culto a los árboles y pilares». Pensaba que el «verdadero carácter de la religión micénica» que había vaticinado a raíz de sus observaciones de 1894, quedaba confirmado con los pilares hallados en el palacio-templo. Demostró con orgullo que ambos eran una realidad física con el descubrimiento de las columnas y los pilares del interior del palacio, y de la huella que había dejado el artista micénico en el palacio-templo que Gilliéron había restaurado en color. Evans hizo lo posible para demostrar «que los objetos de culto de la época micénica consistían casi exclusivamente en piedras, pilares y árboles sagrados». Lo que más le convencía de ello era el valor sacro no sólo del pilar en sí, sino de los símbolos en for-

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ma de hacha de doble filo que en él había inscritos. Sobre éste propuso: «... representaba una imitación visible de la divinidad ... La religión de la época no necesitaba una imagen real con forma antropomórfica ... Se desconocía la existencia de imá­ genes con forma humana en los templos».56 Era una teoría osa­ da, y no convenció a muchos expertos, si bien callaron para permitirle disfrutar de su momento de fama. Evans tenía plena conciencia de que los gastos de la pri­ mera temporada en Knosos habían excedido los medios eco­ nómicos que tenía a su disposición. Sabía perfectamente que, a pesar del dinero que recaudara el Fondo para la Exploración de Creta, él perdería la inversión que había hecho para llevar a cabo el trabajo realizado hasta el momento. Además, empezó a preocuparse por perder el control sobre su posesión más pre­ ciada, ahora que había demostrado su valor. Al saber que su padre tenía pensado hacer una sustanciosa donación al Fondo de Creta, Evans le envió una carta en la que exponía una serie de argumentos a favor de tener el control absoluto sobre su inves­ tigación: El palacio de Knosos fue mi idea y mi trabajo, y resulta ser un hallazgo que no podría haber esperado descubrir en to­ da una vida o en varias vidas. Otro asunto es que la fun­ dación debería ayudarme. También sería conveniente que quisieras darme el dinero personalmente. Por otro lado, ¡no estaría de más que parte de Knosos pasara a ser de la fami­ lia! Estoy bastante decidido a no mantener «un fondo común» por muchas razones, pero en concreto porque yo debo tener el control exclusivo de algo que he empren­ dido por mi cuenta. Puede que otros tengan una forma dis­ tinta de hacer las cosas, pero así las hago yo; puede que éste

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no sea el mejor modo de hacerlas, pero no sé trabajar de otro modo.57 Com o esperaba, su padre accedió, y Evans consiguió acaparar el control de su trabajo, así como el dinero de las excavaciones. A finales del primer año del siglo, Evans estaba en el pun­ to álgido de su carrera. Aquel fue, con diferencia, el momento más célebre de su vida, y al cumplir los cincuenta estaba listo para tomar un nuevo impulso. Al mirar atrás, 1900 puede con­ templarse como su solsticio de verano; fue el año más largo y espléndido de una existencia vivida a medias. Su vida empezó con grandes intenciones, y ahora culminaba con la satisfac­ ción de haber logrado todo cuanto se había propuesto, y mucho más. Evans había encontrado la máxima expresión de sus anhe­ los en un único lugar, en la colina de Kefala, y todo ello duran­ te la primera temporada de excavaciones. Allí encontró el labe­ rinto que Dédalo había construido para alojar al Minotauro, el palacio del rey Minos, el templo principal, dedicado a la ado­ ración del árbol y el pilar sagrados, y los documentos que daban fe de la condición civilizada de sus ocupantes, los burócratas más antiguos de Europa. Evans no sólo había hallado las prue­ bas que había vaticinado en sus primeras teorías; también había encontrado una representación de los mejores tiempos del edi­ ficio, además de los retratos de los propios habitantes del lugar, personas cosmopolitas y muy de su gusto. 1900 fue un año fun­ damental en la carrera del explorador, que pasó a convertirse, con Schliemann, en uno de los mejores artífices del pasado egeo.

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Un arte turbador y escandaloso La reina Victoria murió el 22 de enero de 1901, poniendo fin a uno de los reinados más largos de Europa y a uno de los perío­ dos más fructíferos y estables de la historia de Inglaterra. El intento frustrado de derrotar fácilmente a los Boers en Sudáfrica debilitó la confianza y marcó el comienzo de un inminente declive, que, según creían los británicos, iba a ser inevitable si estaban viviendo su propio ciclo histórico, las tres etapas de evo­ lución —nacimiento,· madurez y decadencia—que el general PittRivers había trazado en su obra Evolution and Culture (Evolu­ ción y cultura), al igual que muchos otros ensayos de la época. El público inglés había leído acerca de su nacimiento como nación en innumerables historias, y muchos, como Evans, ha­ bían vivido en persona la madurez de mediados de la era vic­ to riana. Ahora avanzaban hacia una fase que, según los estudios realizados sobre civilizaciones superiores del pasado como la griega y la romana, se había confirmado como la tercera y últi­ ma en un proceso tan previsible como la puesta del sol, pues tras la madurez siempre llega la decadencia. La era eduardiana subsiguiente, llamada así por el hijo de la reina Victoria, se carac­ terizó por una atmósfera de decadencia y declive inevitables.58 Mackenzie, muy en sintonía con el clima social del momen­ to, envió a Evans una carta el 5 de febrero con sus conclusiones respecto a los principales períodos históricos de Knosos. El pri­ mero era el del «palacio “Kamarais” ... situado bajo el nivel del suelo micénico», que se correspondía con el «palacio de “Kama­ rais” de Faistos» y estaba vinculado al Imperio Medio egipcio, en torno al año 1800 a. C. El segundo período era el del «palacio micénico» con la «sala consistorial», como llamaba a la sala del tro­ no; era la época de apogeo a la que pertenecían la arquitectura

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y las pinturas más refinadas, en tomo al 1550 a. C. Al tercer perí­ odo atribuía «construcciones posteriores que pertenecían a una época de declive»59, alrededor del año 1400 a. C. Evans hizo de estas líneas fundamentales la base de su esquema cronológico de la civilización minoica y, pese a que introdujo algunas modifica­ ciones en el primer y segundo período, siempre consideró el últi­ mo como una etapa final de decadencia, una idea preconcebida que distorsionó como ninguna su percepción de la última etapa de Knosos y de la Creta minoica y creó demasiado pronto un prejuicio contra los últimos depósitos hallados en el palacio. Evans, Mackenzie y Fyfe regresaron a Creta a finales de febrero y se dieron cuenta de que el palacio, que había perma­ necido aletargado bajo la capa protectora de tierra durante miles de años hasta ser expuesto a la intemperie, se hallaba en un lamentable estado de deterioro. Las lluvias de invierno, en for­ ma de aguaceros torrenciales, habían llenado las zanjas hasta el borde y las frágiles construcciones de ladrillos de barro se esta­ ban desmenuzando. Aún más desalentador fue descubrir el efec­ to que estaba causando la lluvia sobre el trono de yeso, los ban­ cos contiguos y el parapeto. El yeso cretense es un alabastro cristalino disoluble en agua, de modo que es necesario recu­ brirlo regularmente con capas de aceite o cera para imper­ meabilizarlo. Com o el edificio no había recibido ningún tipo de mantenimiento en tres mil años, y Evans no estaba seguro de cómo tratarlo, su primera reacción fue poner a cubierto la sala del trono. «La necesidad y el deseo de evitar introducir algún elemento perjudicial» le obligó a «reproducir la forma original de las columnas» que en aquella época, según creía, había en la balaustrada situada en el lado opuesto al trono, y cuya aparien­ cia dedujo a partir de los frescos arquitectónicos hallados la tem­ porada anterior. Así empezó el proceso de «reconstruir» el edi-

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ficio para darle el supuesto aspecto que había tenido en su épo­ ca de esplendor, proceso que se aceleró con la llegada de su benefactor más importante. John Evans, a los setenta y siete años de edad, hizo el lar­ go viaje a través de Europa y el mar Egeo para ver con sus pro­ pios ojos el· triunfo de su hijo. Se alojó en Candía y ayudó en las excavaciones durante un tiempo. Luego viajó hasta el mon­ te Ida para ver la sagrada cueva de Zeus, y después se dirigió a Faistos para visitar a Halbherr. El anciano dejó constancia en su diario de las penurias del viaje —camas de simples tablones sobre caballetes y recorridos de unos ciento treinta kilómetros duran­ te tres días a lomos de un burro en sillas de montar de madera—, pero éstas no minaron su entusiasmo. Arthur, crecido por la pre­ sunción propia de un descubridor, llevó a su orgulloso padre —quien antaño fuera John Evans «el Grande», suplantado, como Cronos, por su hijo, «el Pequeño» Arthur—a contemplar unos terrenos tan familiares para Arthur como cincuenta años atrás lo fueran para su padre los que le había mostrado en Inglaterra. La segunda temporada en Kefala se inició el 27 de febre­ ro. El 17 de junio las aguas estancadas de las charcas del valle favorecieron una epidemia de malaria, lo cual les obligó a dete­ ner las excavaciones. Para entonces, ya habían desenterrado más de la mitad del edificio, un asombroso complejo de pasillos y escaleras que comunicaba salones, almacenes y santuarios. Ahora, Evans podía imaginarse en el patio oeste del pala­ cio del gran rey, donde un paso elevado guiaba al visitante has­ ta la entrada. La fachada consistía en un plinto de bloques de pie­ dra cubierto con losas de yeso; Evans suponía que «debía de haber sido un lugar para sentarse asombroso, con capacidad para albergar a un número elevado de personas; de hecho, mis tra­ bajadores a menudo le daban este uso. N o hace falta tener mucha

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imaginación para ver a los más ancianos de la asamblea micénica sentados allí, mientras el rey se sentaba orientado hacia la entrada, en la Silla de la Justicia situada en el majestuoso pórti­ co del otro lado».60 A través del pórtico oeste se accedía a una entrada doble: una que conducía directamente a lo que él deno­ minó el pasillo procesional, y otra que daba a una sala aislada, a la que Evans asignó un «uso real». El pasillo procesional —llamado así por hallar pinturas de pies humanos y otras partes del cuerpo a cada lado del pasi-

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lio—conducía a la sala donde habían descubierto el «fresco de la muchacha que sostiene una copa», la imagen con la que Evans identificaba a Ariadna desde los últimos años. Ahora conside­ raba esta pintura como parte de «los frescos procesionales, que al parecer mostraban a jóvenes llevando tributos» a los que Evans equiparó con los «monumentos contemporáneos de Egipto en los que los representantes de diversas razas rinden sus tributos a Totmes III», recordando a los keftiu.61 El pasillo termina en la entrada de la parte sur y da paso a una amplia zona abierta (de 54 por 24 metros) al este de la sala del trono, a la que Evans denom inó el patio principal. Allí halla­ ron fragmentos de la pintura de una figura que se ha converti­ do en la más conocida de las figuras minoicas modernas. La pri­ mera parte que apareció mostraba la espalda y la oreja de una cabeza masculina con una corona. Evans escribió enseguida un apresurado informe al Times:

... proporciona un distintivo que apoya la idea de una pre­ sencia real. Muestra la parte superior de una cabeza con una corona, que termina en la parte superior con un con­ junto de cinco lirios de metalistería diversa con uno más alto en el centro. El hecho de que la flor de lis de nuestros monarcas ingleses tenga su modelo en la Grecia prehistó­ rica es una revelación extraordinaria; y es que, si la exca­ vación del año pasado en Knosos sacó a la luz «el trono más antiguo de Europa», tal vez era inevitable que en las bús­ quedas posteriores se hallara la corona más antigua.62 Más adelante apareció el torso con un brazo derecho muscu­ loso y el puño cerrado en gesso duro (estuco muy duro en bajo relieve), que imitaba las obras de manipostería egipcias de la épo­

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ca. Con el tiempo, aparecieron fragmentos de un pie y otro bra­ zo. Al principio, Evans creyó que eran de distintos individuos, pero luego él y Gilliéron los unieron para crear una misma figu­ ra humana, una osadía que ha sido criticada en los últimos tiem­ pos.63 Dada la analogía con las pinturas egipcias, Evans llegó a la conclusión de que «en estos relieves ... quizá tengamos que tratar con personajes humanos», y no divinidades, y «estas ana­ logías hacen suponer que esta figura con corona que tenemos delante es realmente un rey micénico».64 Y así fue cómo nació la figura, que en la actualidad se venera como el «príncipe de los lirios» o el «rey-sacerdote de Knosos» de Evans, a partir de extre­ midades distintas, unidas para satisfacer la necesidad de Evans de que existiera una autoridad terrenal en Knosos. A medio camino de la parte sur del pasillo procesional, el visitante podía girar a la izquierda, hacia un sistema de tres puer­ tas entre pilares que se adentraba en una galería con columnas, que Evans denominó «propileo sur» a partir del término arqui­ tectónico griego para «pórtico», como hiciera Schliemann en Micenas y Tirinto. En la siguiente visita de Dôrpfeld y su séqui­ to, éste se mostró encantado con la identificación y contribu­ yó a que Evans imaginara una amplia escalinata sobre el propi­ leo, donde los trabajadores habían encontrado una gran masa de tierra tamizada, a raíz de lo cual fue llamada la «zona principal de tierra». Esta se interpretó como un soporte de ladrillo derrum­ bado, que en su momento había aguantado una «gran escalina­ ta», donde Evans situó el acceso principal a la planta superior, el piano nobile. Empleaba el término italiano para referirse a la primera planta de una casa noble. A la dudosa evidencia de que habían existido dos soportes para unas columnas de madera, Evans añadió su teoría de que los pilares de la planta baja debían sostener las columnas de la superior. Entonces aplicó la misma

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distribución de Faistos a lo que llamó el «salón minoico» —es decir, una serie de tres salas contiguas que comprendían una galería, una antecámara y una sala interior, que daban a un espa­ cio descubierto o patio—, y creó una combinación perfecta al final de la escalinata. A esta parte la denominó el «megarón supe­ rior oeste», pese a ser bastante distinto del megarón homérico de la arquitectura micénica, con cuatro columnas alrededor de un hogar, del que carece la casa minoica.65 Durante la exploración de la zona norte de la sala del tro­ no, descubrieron más frescos de una cuarta parte del tamaño natural, que aportaron datos asombrosos sobre el mundo de las mujeres minoicas. «Mais, ce sont des parisiennes!», exclamó el ar­ queólogo francés Edmond Pottier durante una visita al ver por primera vez los fragmentos —Gilliéron los restauró enseguida-, y desde entonces la principal figura femenina del fresco, cono­ cido en la actualidad como el «fresco de los catrecillos», se la llama popularmente la «parisienne». Aquella primera visión de la parisienne fue para Poittier un coup de foudre (amor a primera vista). Dijo de ella: «... aquel cabello alborotado, aquel mechón provocativo que cae sobre la frente en un rizo que te “ arreba­ ta el corazón” , aquel inmenso ojo y aquella boca sensual ... manchada de un rojo intenso, aquella túnica de rayas rojas, azu­ les y negras, aquel conjunto de cintas echadas hacia atrás y que parecen decir “ sígueme, muchacho” ». Poittier hablaba en nombre de los hombres de su época al suponer que «esta Pasífae que recuerda una habituée de los bares de París» perte­ necía a «un arte que nos turba y escandaliza».66 La pintura tam­ bién cautivó a Bosanquet, si bien de un modo más infantil que apasionado, como se aprecia en estas palabras vacilantes que es­ cribió a su mujer: «... una muchacha —no sé por qué la pluma ha emborronado la palabra con tanto remordimiento- que no

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es ni la mitad de bonita que otra muchacha que conozco; pero allí está, con los cabellos ondeando al viento, con la brisa que sopla de varias partes».67 Evans mostró una admiración reser­ vada, y se limitó a observar que el «vestido fruncido sobre el hombro hace pensar en una influencia norteafricana», en su empeño por encontrar características que revelaran el origen libio de los minoicos.68 Aun así, le seguía fascinando la expre­ sividad de aquellas pinturas minoicas femeninas frente a sus coe­ táneas de Egipto y Oriente Próximo, y el atrevimiento de sus gestos, como se vio en el siguiente fresco que hallaron. Gilliéron debió de tener la impresión de haber visto antes aquella escena al componer los fragmentos y descubrir una figu­ ra de piel oscura abalanzada sobre un toro furioso, con un bra­ zo a cada lado del lomo del animal al galope, ya que había res­ taurado una pintura muy similar para Schliemann en Tirinto. La escena cretense presentaba a dos figuras de piel blanca a cada lado del toro, una agarrando los cuernos del toro y la otra dis­ puesta para ayudar a la tercera. Com o en el arte egipcio, solía distinguirse el sexo con el tono de la piel —las mujeres eran blan­ cas, y los hombres rojos—, por lo que las figuras situadas a cada lado de la composición, a las que Evans llamó «muchachas ata­ viadas como vaqueros micénicos»,69 eran femeninas, y al poco se convirtieron en la envidia del creciente movimiento sufra­ gista de Inglaterra y Estados Unidos, donde las mujeres moder­ nas competían por la igualdad con los hombres. N o obstante, algunas mujeres habrían preferido ser segregadas en cuanto a algunas funciones. «Bien podría ser que mucho antes de la épo­ ca en que se daba muerte a los bárbaros para “los festejos roma­ nos” , los cautivos, acaso de linaje noble, compartieran la mis­ ma suerte en el contexto de la “ casa de M inos” .» Para Evans, las figuras «están en la arena, y son una clara prueba de que los

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señores de Knosos en la época micénica se cansaban de ver espectáculos en los que tanto doncellas como muchachos eran entrenados para lidiar con toros, considerado en aquel tiempo el rey de los animales».70 Así pues, aquellos eran tres de los siete jóvenes y siete doncellas de la historia de Teseo; para Evans, aquélla era la prueba pictórica «de que las leyendas sobre los pri­ sioneros atenienses que devoraba el Minotauro contienen una tradición real de aquellas crueles diversiones». Así, Evans idea­ lizó el espectáculo de la taurokatapsia (saltar sobre toros) para explicar la escena, que también halló representada en sellos de piedra y sus impresiones. Luego vino la manifestación divina. El 24 de abril, Evans escribió a su padre: «A partir de cinco fragmentos distintos de un sello de arcilla que pertenecen a otras tantas impresiones, pero con diseños superpuestos, he podido reconstruir una mag­ nífica escena religiosa. Se trata de una diosa sobre una roca o una montaña con dos leones rampantes a cada lado de ella, con el templo al fondo y un venerador frente a ella: una clara com­ posición heráldica».71 Siempre había querido tener pruebas más concretas del culto a la diosa madre, a la que ya se había refe­ rido en el discurso sobre el culto a los árboles sagrados en 1896 como el «prototipo de la posterior Cibeles y Rea» (la mítica esposa de Cronos y madre de Zeus), y la había encontrado. En las impresiones sobre arcilla, hechas con el engaste de un ani­ llo de oro, aparecía aquella figura femenina de pie, en el cen­ tro y en un plano superior dos leones y un hombre, todos ellos en actitud claramente servil. Su preeminencia era innegable, y el bastón que extendía en vertical ante sí no dejaba lugar a dudas en cuanto a su poder. Evans propuso que la diosa del sello era R ea, o la «“madre de Ida” de pie sobre la montaña sagrada»,72 pero los cretenses

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griegos tenían sus propias ideas. Usaron el dibujo reconstruido de la escena para la siguiente edición de los sellos de correos cretenses y adornaron la unidad de 2 lepta con la antecesora de la diosa griega de la caza. La descripción decía: «Artemisa (dio­ sa micénica) entre dos leones, tensando un arco».73 El hombre de la escena aparecía erguido frente a la diosa en ademán venerador, o así lo suponía Evans, lo cual relegaba a los hombres a la mera condición de mortales en el arte minoi­ co. Y es que para Arthur la figura masculina raras veces estaba por encima del grado de sacerdotisa, ayudante o veneradora de una dadora de vida mucho más impresionante; su condición era claramente mundana. Detrás de la diosa, sobre la montaña sagrada, aparecía una construcción con «cuernos de consagra­ ción ... colocados ante las columnas del santuario ... qué ..., en este caso, representan las formas del pilar artificial objeto de cul­ to, claramente diferenciado de la montaña sagrada sobre la que se eleva la diosa». Así, «tanto el pilar como la cumbre sagrada eran igualmente venerados».74 Los sellos de arcilla procedían de una zona del palacio a la que Evans llamó la «sala de las basas», en mitad de la fachada del patio principal. Estos le hicieron suponer que en aquel lugar había habido un santuario, como mostraba el «fresco del tem­ plo» de la temporada anterior. Los nuevos sellos de arcilla de la diosa le acabaron de convencer de que estaba en un lugar sagra­ do, de modo que allí situó el «sepulcro principal». Aquella ima­ gen recién hallada le hizo añadir además unos «cuernos de con­ sagración» sobre el entablamento (el espacio arquitectónico que descansa sobre las columnas de un templo) de aquel hipotético santuario. Gilliéron seguía restaurando frescos en miniatura, y Evans reafirmó su creencia de que el fresco del santuario «repre­ senta en colores intensos» el santuario principal que había desen­

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terrado, y de cpe en torno a él se «reunía una congregación re­ finada».75 Pero, ¿en honor a quién? Evans tenía claro a quién estaba consagrado el edificio, como demuestra esta afirmación: «... las pruebas de que rendía culto a una diosa similar que apa­ rece en otros sellos de arcilla hallados en el edificio permiten suponer que el santuario del fresco estaba consagrado, por lo menos en parte, a la adoración de la misma divinidad micénica». Evans creía que, con los cambios en las tradiciones, le ha­ bían dado otro nombre. «Diodoro cuenta que, en su época, aún se veía en las tierras de Knosos el emplazamiento y los cimien­ tos de la casa de Rea, así como un antiguo bosquecillo de cipreses (Diodoro. Sic.v. c. 66).»76 A lo que Evans añadió: «Los gru­ pos desordenados de cipreses ... aún se ven en el estrecho valle situado bajo el emplazamiento del palacio, y perpetúan así la tradición sagrada del lugar».77 Así pues, la principal deidad de Knosos era una anteceso­ ra de la madre de Zeus. Sin embargo, había otra figura que no dejaba de asomar su terrible cabeza. En un sello de arcilla se había conservado la impresión de una escena con «un hombre ataviado con una suerte de coraza, inclinado sobre un mons­ truo sentado en una silla de patas en cruz, que tenía las pier­ nas de un hombre, pero la cabeza, las patas delanteras y el tron­ co, así como el rabo, eran de un animal parecido a una vaca».78 Evans reunió esta imagen con otros sellos de piedra que pre­ sentaban cabezas bovinas sobre cuerpos de hombres, y empe­ zó a recopilar imágenes de antiguos minotauros, a lo cual Hogarth pronto contribuyó. Hogarth llegó a Creta en mayo de 1901, en busca de un palacio situado en los confines de lo que él llamó el «país eteocretense» de la Creta oriental. Sus razones eran evidentes. Home­ ro y otros autores de la Antigüedad posteriores ubicaban clara­

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mente la tierra de los indígenas cretenses en el este, de modo que los arqueólogos que buscaran los orígenes de aquella socie­ dad esplendorosa que Evans había sacado a la luz en Knosos, tenían que seguir la palabra del antiguo bardo e ir en dirección este. Halbherr había tomado notas de algunas inscripciones durante sus viajes en 1892, y creía que la clave para interpre­ tar los documentos que Evans había reunido en Knosos esta­ ba en esa zona. Hogarth siguió la recomendación de Evans y decidió trabajar en la bahía de Kato Zakros, el último puerto de la ruta marítima a «la costa de Cirenaica», la tierra de la «nue­ va raza de libios» de Petrie en la cual Evans había depositado tantas esperanzas.* En tres semanas de excavaciones, no hallaron casi nada de interés arquitectónico. Ello se debía a la «terrible denudación» causada por las tormentas repentinas que cayeron sobre la parte este de las montañas de Siteia, que probablemente arrasaron todos los edificios de interés. El 15 de mayo, una inun­ dación destruyó el almacén con todo lo hallado hasta el momen­ to. Hogarth se lamentó: «Arrasó toda la llanura y en dos horas cambió el aspecto del paisaje, ya que dejó piedras y rocas allí donde había habido campos, viñedos y arboledas, y arrastró cua­ tro mil árboles al mar».79 Acaso fuera esta manifestación salva­ je de la naturaleza lo que llevó a Hogarth a recaudar fondos para construir una fuente en el nacimiento de un río, situada en el pueblo de Zakros, una fuente que aún lleva el nombre del explo­ rador.80 Sin embargo, el agua no lo había «denudado» todo. En un ramal rocoso sobre las marismas, Hogarth localizó un edificio rectangular —que el explorador italiano Lucio Mariani identificó * La intuición de Evans era acertada, pero H ogarth no era el hom bre adecuado para esa tarea. Se adentró algunos metros en el rico palacio, que descubriría en 1962 Nicolas Platon.

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como un templo—, y empezó a excavar a fondo en una parte a la que denominó «casa A». Justo al adentrarse en una sala peque­ ña, cerca del acceso a ésta halló casi quinientos nodulos de arci­ lla muy bien conservados, impresos con sellos de piedra como los hallados en Knosos, aunque en este caso muchos presentaban unas turbadoras imágenes de monstruos. Las más inteligibles, en las que aparecían cabezas bovinas, eran equiparables a las que tenía Evans con imágenes del Minotauro. Sin embargo, ni éste ni Hogarth sabían cómo interpretar la extraña combinación de componentes humanos y animales representadas en ellas. Aho­ ra bien, Evans estaba seguro de que eran «puras monstruosidades y no pertenecían a ningún culto». Si bien añadió: «El propio Minotauro aparece por primera vez con ellas».81 Cuando, en 1905, el gobierno de Creta emitió nuevos sellos, eligió una de las imágenes más inquietantes de Hogarth para representar al Minotauro en el sello de 3 dracmas; al parecer, mostraba una mano fláccida en la boca de una cabeza bovina.82 Las exploraciones de Evans frente al edificio del santuario, en la parte este del patio principal de Knosos, aportaron reve­ laciones de mayor interés. «Fue justo en ese momento cuan­ do el desarrollo de la excavación dio un giro absolutamente radical», anotaría después.83 El 4 de junio, escribió a su padre: Los descubrimientos arquitectónicos son cada vez más importantes. Es evidente que apenas hemos entrado en el centro físico de los edificios que conforman el palacio. Aho­ ra acabamos de hallar un salón con dos bases de columnas unidas por cuatro tramos de escaleras. Hemos tenido que abrirnos paso en dos de éstos, que están construidos bajo los otros. Alrededor del lado oeste de esta sala, se exten­ día una galería con una columnata de madera en dos nive­

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les. Al final del salón, hay una sala más amplia —que hemos excavado sólo en parte—con más basas. Seguramente resul­ tará ser el megarón principal del palacio ... Sobre las esca­ leras hay vestigios de la existencia de un tramo superior y, en algunas partes, de dos plantas sobre el sótano. Se tra­ ta de un descubrimiento inesperado y sin precedentes.84 N o obstante, como suele ocurrir con muchos descubrimien­ tos, había algunos riesgos. «Fue extremadamente difícil exca­ var en esta parte, porque corríamos el riesgo de que la escale­ ra superior se derrumbara sobre nosotros. Era una labor propia de un minero.» Esta era la situación al excavar el acceso, aun­ que Arthur estaba deseando saber adonde les llevaría. D e hecho, dos de los excavadores habían trabajado en las minas de plata próximas a Atenas, de modo que aplicaron sus conocimientos para apuntalar el techo con soportes de madera al adentrarse por las oscuras entrañas de la ladera. Tras descender cuatro tra­ mos de escaleras, llegaron a una gran sala con hileras de pilares, a la que Evans llamó el «salón de las columnatas». Siguieron avanzando por un pasillo en dirección este, que les condujo has­ ta un espacio alargado de ocho metros por veinticuatro, con ocho tabiques de puertas y pilares y, en el extremo oeste, con blo­ ques de mampostería de fina arenisca, en los que había graba­ dos el signo del hacha de doble filo. Este detalle llevó a Evans a llamarlo el «megarón [posteriormente “ el salón”] de las hachas de doble filo». Los efectos que Evans había visto en las paredes de una planta expuestos a las inclemencias de un solo invierno, basta­ ron para convencerlo de la imperiosa necesidad de tomar medi­ das en aquella extraordinaria, aunque frágil, construcción sub­ terránea de al menos tres plantas. Theodore Fyfe asumió el reto /

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y empezó a recomponer algunas de las paredes. Observaron que los antiguos cretenses habían construido buena parte de la estruc­ tura con un armazón de vigas de madera entrecruzadas, entre las que había tierra apisonada y cascotes, algunos de los cuales estaban revestidos con bloques de arenisca finamente tallados que le daban un aspecto de firmeza y monumentalidad. N o obs­ tante, una vez la madera se descompusiera, todo el conjunto empezaría a derrumbarse. Sólo se había mantenido en pie por­ que las vigas se habían ido deshaciendo de forma muy gradual, de modo que los escombros de las plantas superiores y la acu­ mulación de tierra en las salas se había asentado contra las pare­ des y, así, las había mantenido en su lugar. De modo que, cuan­ do los excavadores hubieron retirado la tierra depositada, las paredes empezaron a ceder. Por tanto, allí donde había habido una estructura de madera, Fyfe limpió los espacios vacíos para introducir vigas modernas, talladas a semejanza de las origina­ les. El procedimiento era fundamental para conservar el edifi­ cio; era una suerte de primer auxilio arquitectónico. Sin embar­ go, a Evans le gustó el aspecto que daban al lugar las nuevas vigas, y pronto empezó a pensar en aplicar técnicas de recons­ trucción similares en otras partes del palacio menos amenaza­ das con la sola intención de mejorar su aspecto. Una excavación a gran escala, con toda la tensión y la agi­ tación que conlleva, pone a prueba incluso a los hombres más robustos, y tres meses y medio de trabajo de sol a sol superan el límite de aguante de la mayoría de excavadores. La excava­ ción se interrumpió a mediados de junio, cuando «llega la épo­ ca de las fiebres» en Creta. Evans zarpó rumbo a Atenas de inme­ diato, pero Fyfe y M ackenzie se quedaron para ordenar los hallazgos y proseguir con sus investigaciones sobre cerámica y arquitectura hasta bien entrado el mes de agosto, si bien ambos

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estuvieron enfermos la mayor parte del tiempo. Evans se sor­ prendió al encontrar a uno de sus comerciantes de antikas en Shoe Lane vendiendo tablillas inscritas, exactamente iguales a las que había desenterrado hacía poco. Al observarlas más deta­ lladamente, reconoció el grupo al que pertenecían, y consiguió acusar a un tal Aristides, un trabajador eventual en la excava­ ción, de crear copias de tablillas de Knosos muy parecidas a aquellas de Atenas; el excavador acabó por ser detenido. La noticia del incidente hizo gracia tanto a los expertos griegos como a los extranjeros, pese a la sorpresa y consternación, por la coincidencia del nombre del ladrón —«Aristides el Injusto », como lo llamó Mackenzie—con el del político ateniense del siglo V a. C. condenado al ostracismo (destierro) por haber dado apoyo a los persas cuando invadieron Grecia. Ahora bien, lo importante fue que, tras lo ocurrido, Evans tomó más precau­ ciones contra posibles robos futuros.

El señor Evans y sus botas de siete leguas Una vez más, Evans regresó triunfante a Inglaterra y recibió los elogios que merece un explorador y un académico de éxito. Las universidades de Dublin y Edimburgo lo nombraron doctor honoris causa, y la Real Academia de Ciencias británica lo eli­ gió miembro. Fue el último arqueólogo en incorporarse a la Real Academia de Ciencias, ya que a partir de entonces ésta se con­ virtió en dominio exclusivo de las ciencias «de peso»; la arqueo­ logía, considerada como una ciencia «ligera», pasó a formar par­ te de las Humanidades, para las que aquel año se fundó la Escuela Británica, que enseguida nombró miembro a Evans. Aun así, no todo eran honores.

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En la arqueología, como en tantos otros campos acadé­ micos, suele haber creadores y detractores. Los primeros con­ ciben teorías y se implican en trabajos de campo para hallar pruebas físicas que las apoyen. Los segundos ponen trabas a los investigadores desde su cómodo y tranquilo estudio o des­ de la biblioteca de la universidad, exigiendo pruebas irrefu­ tables. Entre unos y otros están quienes prefieren sintetizar los resultados de sus compañeros más aventureros y, al hacerlo, realizan el procedim iento crítico necesario para revisar las conclusiones dudosas o aquellas con argumentos insuficien­ tes. N o obstante, no todos estos «arqueólogos de salón» —tér­ mino que utilizan los arqueólogos de campo para referirse peyorativamente a quienes no salen al mundo para estudiar— pierden de vista sus obligaciones críticas ni pasan la mayor parte del tiempo rebatiendo, perpetuamente insatisfechos con las pruebas aportadas. Aunque, a menudo, suele haber un gru­ po reducido de críticos destructores e insaciables, que siem­ pre muestra una actitud negativa con respecto a los arqueó­ logos y una insistencia infatigable en poner en tela de juicio todo tipo de pruebas. El primer gran adversario de Evans fue sir William R id ­ geway, que ocupaba la cátedra Disney de Arqueología en la Universidad de Cambridge, y era buen amigo de John Evans. Ridgeway aplicó estudios de filología y antropología a la arque­ ología en una de sus grandes síntesis del «problema griego», es decir, del problema sobre «quiénes eran los griegos y de dón­ de venían». En 1901, publicó un ensayo bajo el título de The Early Age o f Greece (La época antigua de Grecia), en el que citaba a Herodoto y a Tucídides para argüir que los pelagianos (la pri­ mera raza de la península del sur de los Balcanes) hablaban grie­ go y habían vivido «desde tiempos inmemoriales» en Grecia, y

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se habían convertido en la civilización micénica. Esta opinión contrastaba con la creencia «ortodoxa» sostenida por clasicistas e historiadores de la Antigüedad, con Percy Gardner a la cabe­ za, de que los micénicos eran los aqueos de Homero, los.pri­ meros invasores arios de Grecia.85 Tanto Ridgeway como Evans consideraban que no necesariamente tenían que haberse dado migraciones desde Europa Central o de Oriente Próximo para explicar la civilización micénica. Creta fue el contexto en el que Ridgew ay y Evans se enfrentaron. Ridgeway se adhería tanto a los autores de la Antigüedad, que tomaba al pie de la letra la afirmación de Pausania sobre el origen de Dédalo. Según el académico, éste —a quien Homero atribuía en la Ilíada (18, 591) la «sala de baile de Ariadna en Knosos»—descendía de los metiónidos, la casa real de Atenas, lo cual le hizo llegar a la con­ clusión de que «el impulso principal en el desarrollo del arte cretense de la época micénica procedía de la Grecia continen­ tal».86 Para Ridgeway, el palacio que Evans había desenterrado en Knosos con todos sus frescos y objetos antiguos era el resul­ tado de un impulso artístico originado en la península griega. En petit comité con Evans, Myres consideraba a Ridgeway un aficionado en lo relativo al trabajo de campo, y en la extensa reseña que escribió sobre el libro de Ridgeway le respondió: «... dado que todos los vestigios de la época “ adolescente” de la civilización micénica se han hallado en las islas y en Creta ..., no cabe duda que el centro de su origen ha de hallarse en las Cicladas y en Creta».87 La insistencia de Ridgew ay en que los generadores de la cultura griega habían sido los micénicos, y no los minoicos, moti­ vó una división en el ámbito de la arqueología egea que pro­ dujo dos vertientes académicas: la Universidad de Oxford, par­ tidaria de Evans, y la Universidad de Cambridge, partidaria del

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«ridgewayismo», término que acuñaron Evans y sus seguidores para referirse a la causa que defendía la hegemonía micénica. Este cisma en el mundo académico británico -esencialmente, minoi­ cos contra micénicos—se acentuó con el tiempo. Sin embargo, Evans se mantuvo fiel a la teoría de que las sociedades del Egeo más recientes, incluida la micénica, estaban profundamente arrai­ gadas a la civilización minoica de Creta. Como la historia da la razón a sus artífices y no a sus detractores, a quienes erigen y no a quienes destruyen, en todas las enciclopedias aparecen los logros de Evans, y Ridgeway, pese a que su hipótesis se apro­ xima más al consenso actual, no aparece en ninguna. W. H. D. Rouse, filólogo de la Escuela Persa en Cambrid­ ge, lanzó una campaña de mayor alcance y más perjudicial en potencia. Atacó sin miramientos la designación que Evans había dado a las hachas de doble filo achacándola a una obsesión con Zeus y, así, censuró: «Seguramente, los griegos estarían dispuestos a venerar las botas de un superior».88 Buena parte de la identi­ ficación del laberinto de Knosos se apoyaba en la abundancia de signos de hachas de doble filo que habían hallado alH. Evans había adoptado la teoría de Schliemann que afirmaba que las ha­ chas de doble filo simbolizaban al «Zeus Labrandeo», una for­ ma primitiva de culto al principal dios de Grecia en la ciudad caria de Labraunda, en la costa turca del Egeo. Además, argü­ yó que la palabra caria para «hacha», labrus, era la raíz de la pala­ bra griega «laberinto», que por consiguiente significaba la «casa del hacha». Quería establecer aquella relación con Zeus sobre todo para demostrar que la cueva de Psicro, donde Hogarth había hallado tantas hachas votivas de oro y de bronce, estaba vinculada a una antigua forma de culto a Zeus. El argumento de Rouse contra esta opinión fue el siguien­ te: «No existe ninguna norma lingüística conocida que permi-

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ta que Λ α βύρινθος [labyrinthos] se derive de λοόβρυς [labros]. La idea de la derivación no es más que una suposición, que no se sostiene siquiera por el significado, ya que un “laberin­ to” no tiene nada que ver con un hacha [y] el hacha nunca ha sido símbolo de Zeus en ninguna época y en ningún lugar del mundo». Asimismo, Rouse ridiculizó la facilidad con que Evans omitía amplios espacios temporales entre períodos históricos: No debería olvidarse que conocemos el término λΟίβρυς solamente desde el siglo id . C., y el señor Evans, con sus botas de siete leguas, ha saltado de aquel siglo a la época clásica y, por consiguiente, al segundo milenio a. C. ... He analizado [Knosos] dos veces detalladamente y puedo ase­ gurar que las pruebas, se han presentado de forma incom­ pleta y de un modo que puede inducir a error ... Claro está, no es algo intencionado, pero sea como sea es desafortu­ nado, y toda identificación de Cnosos con el laberinto es infantil de tan fantástica. Por último, hasta Evans tuvo que reconocer el argumento más importante de Rouse, que afirmó: «No, hay ni una sola prue­ ba que demuestre que existió un Zeus en Cnosos ... La única deidad de la que se tiene constancia es un ente femenino». Aunque fue capaz de reconocer esta evidencia, Evans no cedió al ataque contra el laberinto. Se aferró a la identifica­ ción de la «casa de las haichas de doble filo», pese a que las obje­ ciones de Rouse eran muy sólidas, pues constituían la base de una ingeniosa teoría propuesta por Ronald M. Burrows, pro­ fesor de griego en el University College (Cardifï). En 1907, en un popular ensayo titulado The Discoveries in Crete (Los descu­ brimientos de Creta), Burrows propuso un origen egipcio para

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la palabra. En él, señaló que el laberinto original de Hawara había sido construido para un faraón de la X II dinastía, Amenemat III, cuyo nombre de pila era Nemarí, que en su trans­ literación al griego pasó a ser Labaris o Lamaris, dado el inter­ cambio habitual de la n por la l. Así pues, Labaris es el nombre que debió darse al antecesor del edificio de Creta, construido más o menos en la misma época (en torno a 1900 a. C.), y no tenía nada que ver con «hacha». Burrows añadía que el signi­ ficado griego, romano, medieval y moderno del término «labe­ rinto» podía proceder de la palabra griega labra, que pasó a sig­ nificar «lugar de paso».89 Aun así, ningún razonamiento contrario iba a convencer a Evans de que la nueva etimología que ha­ bía dado a la palabra era falsa, pues, como observó Rouse, «se había enamorado hasta tal punto de ella, que todo cuanto veía eran hachas de doble filo».90 Pese a que muchos expertos esta­ ban de acuerdo con R ouse y Burrows, sus voces se desvane­ cieron en el revuelo que levantó el descubrimiento de un labe­ rinto legendario en Knosos. En la actualidad, algunos diccionarios de etimología incluyen como válido el origen de la palabra que Evans propuso, y el palacio de Knosos es hoy «el laberinto», con­ tra toda lógica del pasado, lo cual demuestra que la fuerza de voluntad de un solo hombre puede cambiar y cambia tanto el curso de la historia antigua como el de la moderna. Cuando la Asociación Británica se reunió en Glasgow, en septiembre de 1901, Evans se abstuvo de jactarse de los descu­ brimientos de inscripciones y elementos arquitectónicos recien­ tes. Se limitó a informar de los resultados obtenidos en las pro­ fundas zanjas de prueba (en algunas partes alcanzaban los diez metros bajo la superficie, como ya se ha dicho) excavadas en el tell de la Edad de Piedra junto al emplazamiento del palacio. Al trazar paralelismos entre los objetos de cerámica, los utensi­

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lios hallados y las culturas más antiguas de Babilonia, Asia Occi­ dental y Egipto, Evans remontó el origen de las estatuillas de arcilla (como la «Afrodita de Knosos») a la diosa madre babiló­ nica. Terminó el discurso con su primera propuesta pública, basada en el marco que Mackenzie había sugerido de tres «cla­ ses distintas» de edificios prehistóricos, sobrepuestos en el tell neolítico: «El “Kamares” , o el período que corresponde a la Alta Edad de los Metales de Creta ..., el período micénico propia­ mente dicho, la época floreciente, establecida a partir de la corres­ pondencia entre algunos frescos con los de los keftiu represen­ tados en las tumbas egipcias, alrededor de 1550 a. C.» y aquel al que llamó el «período de Transición» entre los otros dos.91 Evans terminó el año preocupado por su situación econó­ mica. Había invertido más de 4.500 libras en Knosos, de las cuales el Fondo de Creta había subvencionado menos de la mitad. Por consiguiente, la carta que Mackenzie le escribió el 6 de enero de 1902 lo desconcertó sobremanera. En ella, le hablaba de la dudosa conducta de su capataz y muletero, Alevisos, y de un cómplice suyo, Evangelis. Habían acordado con los comerciantes del lugar comprar sus productos a un precio inferior al que aparecía en los recibos, y embolsarse la dife­ rencia. Mackenzie recomendaba el despido: Son una pareja que han trabajado conjuntamente en un sis­ tema de beneficio mutuo durante años, y han vivido fue­ ra de la ley durante demasiado tiempo para estar satisfechos con el salario, o incluso con los beneficios considerables, que les aporta su trabajo. Si tomo en cuenta mi experien­ cia con los griegos, éstos (A. y E.) no son lo bastante sim­ ples o ingenuos para siquiera poder reformarse, y por eso mismo no se les debe conceder ni una sola oportunidad.

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Cuando a un griego se le da una oportunidad bajo estas cir­ cunstancias, el resultado siempre es el mismo: como ellos mismos dicen, adquieren más coraje y recursos para seguir aplicando las viejas tácticas. Los viejos impostores como Alevisos y Evangelis no podrían renunciar a esta práctica, como no pueden renunciar al hábito innato de robar.92 Evans estaba de acuerdo con que aquel viejo muletero había traspasado «los límites permisibles del desfalco», y se puso en contacto con Hogarth para que le ayudara a contratar los ser­ vicios del legendario cazador de tesoros Gregóri Antoniou. Com o Hogarth había renunciado a seguir trabajando en Cre­ ta después de la desastrosa excavación emprendida en Kato Zakros, Evans contrató a Antoniou, y lo mantuvo hasta el final de las primeras temporadas en Knosos, con lo cual la calidad de la excavación mejoró considerablemente a partir de 1902. Hogarth, como miembro del consejo de administración del Fondo de Creta, no compadecía precisamente a Evans por las dificultades económicas de las que se lamentaba. «Eres hijo de un hombre rico, y seguramente nunca te ha faltado el dinero», le escribió con franqueza en una carta. Al igual que Macken­ zie, Hogarth procedía de una familia con recursos modestos y, en buena parte, tenía que ganarse la vida y mantener a su familia como arqueólogo de campo.93 Evans nunca lo llegaría a entender; como dijo su hermanastra, su opinión de «un hom­ bre que se ganaba la vida excavando era la misma que puede tener un místico de un hombre que, por muy honorable que sea, se gana la vida con la religión».94 «N o puedes quejarte de tener que asumir el gasto de tus propios caprichos», le reprochaba Hogarth en la carta. Y añadía: «... es decir, unos gastos que podrían haberse evitado si hubie­

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ras querido. Por ejemplo, las restauraciones y el edificio tan caro que has hecho erigir sobre la sala del trono». Hogarth le impu­ tó la responsabilidad del déficit del Fondo para la Exploración de Creta por situar los «métodos costosos en la excavación ..., en la recopilación de datos y en la vida cotidiana» en el extremo opues­ to de los que empleaba Flinders Petrie, la viva imagen de un arque­ ólogo ascético, y el Fondo para la Exploración de Egipto: Todo el plan de vida «prehistórica» de Petrie ha sido adop­ tado deliberadamente para convencer a sus seguidores de que cada céntimo va destinado a la tierra. El inconvenien­ te de tu método es que no motiva al bolsillo de sus segui­ dores. Y esto no son suposiciones, ya que me irrita obser­ var constantemente la forma «esplendorosa» en que hacemos las cosas en Creta. Es más, últimamente he oído lo que di­ cen -los grandes grupos de turistas cuando regresan, supon­ go—de nuestras excavaciones en Creta; al parecer, nuestros seguidores van a dejar de invertir.95 Por tanto, Evans tuvo que seguir pagándose los caprichos, lo cual, si bien al principio supuso un amargo trago, le dio liber­ tad para dirigir la excavación y la restauración de Knosos según estimó conveniente, sin tener que rendir cuentas a nadie de los medios y métodos empleados.

El megarón de la reina La tercera y, según estaba previsto, última temporada, se puso en marcha el 12 de febrero de 1902, y se prolongó sin pausa alguna hasta finales de junio..Durante el tiempo que duró, 250

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hombres se dedicaron bien a reconstruir el moderno m onu­ mento de Evans con madera, ladrillo y hierro, bien a desente­ rrar lo que quedaba del antiguo. «M e abruma pensar en todo cuanto queda por hacer», escribió Evans al poco de iniciar la campaña. «En cuanto al Fondo, no parece que vaya a haber ninguna donación, ¡de modo que tendré que reunir bastante dinero!» Y así fue. D es­ pués de que los obreros interrumpieran el trabajo a causa de un frío glacial y de las lluvias torrenciales, el 25 de febrero la situación cambió, y Evans anotó al respecto: «Un día de fres­ cos». En el fondo oeste del pórtico sur del salón de las Hachas de Doble Filo encontraron un inmenso depósito lleno de frag­ mentos de yeso pintado con una «muchacha vestida con una camisa alegre con un bello perfil, nariz respingona y ojos con un matiz púrpura, el cabello suelto y un brazo extendido». El esbozo apresurado que aparece en sus notas presenta a una doncella sonriente y desenfadada, a la que imaginaba girando en una danza. Y a continuación, fantaseaba: «Es fácil creer que figuras como ésta, que han sobrevivido pese al estado ruino­ so de las paredes del palacio, acaso surgieran del pasaje homé­ rico que describe la obra más famosa de Dédalo en Knosos, el “ Choros” [sala de baile] de Ariadnê [sic]».96 Sin embargo, había poco espacio para danzar en aquellas pequeñas salas subterrá­ neas donde habían aparecido los fragmentos. Por tanto, la pre­ sencia de la «bailarina» —como se la conoce en la actualidad— le hizo suponer que aquel espacio eran las dependencias de las mujeres, a las que se accedía por un pasillo privado, «clara­ mente controlado por un estricto sistema de guardias y vigi­ lantes»,97 que conducía al magnífico salón de las Hachas de Doble Filo. Sin embargo:

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aplicar a esta sección el oriental de «haremlik» podría trans­ mitir una idea equivocada, pues —si se observan los fres­ cos en miniatura [a saber, las figuras que saltan sobre el toro]—no hay duda que en la «casa de Minos» se separa rigurosamente a hombres y mujeres. Podemos creer que este cuarto apartado era, en especial, el dominio de las muje­ res. Así pues, se lo ha bautizado con el nombre distintivo del «megarón de la reina», por tratarse de la sala de retiro más señorial de la región.98 En el mismo montón de yeso pintado había fragmentos con peces y paisajes marinos que, tras ser limpiados y restaurados, revelaron las imágenes más imperecederas del arte minoico. Evans informó de ello encantado: «Había dos delfines y otros peces más pequeños representados con gran realismo». Se mara­ villó ante el modo en que «la espuma y las burbujas queda­ ban a los lados de aletas y cola, creando un efecto de movi­ miento inmejorable». Ahora bien, lo que más le impresionó fue «la vida que representaban los dibujos, el color predomi­ nante de los peces, azul con sombras variadas, negro y amari­ llo, las rocas submarinas con coral incrustado y, aún más, la manera de representar el mar». Le pareció que «revelaba una identidad de m étodo», de m odo que la bautizó com o obra de la «Escuela de Knosos». U n pedazo de yeso con el dibujo del ala de un ave com­ pletaba la composición, que él imaginó como «el sustituto artís­ tico de una vista natural, con un propósito idéntico al de las escenas de paisajes recreadas en las paredes sin ventanas que rodeaban los patios y los espacios más pequeños de las villas ita­ lianas, y que creaban el efecto óptico de un panorama natu­ ral».99 Así pues, el megarón de la reina devino el centro de la

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supuesta «sala de retiro de las dependencias de la familia que habitaba el palacio», situado en un espacio que aún hoy se cono­ ce como las «dependencias domésticas». La excavación de un monumento tan profundo y tan bien conservado puso a prueba la habilidad y el ingenio de todos los implicados: Cuando se retiraron los ladrillos derruidos —que habían caído sobre espacios abiertos—, las paredes de piedra empezaron a desmoronarse, ya que las sostenía una infraes­ tructura de madera, podrida desde hacía siglos. Sin embargo, Evans nunca vacilaba ante las adversidades. «El otro día logré sacar adelante un osado experimento», alardeaba en una carta a su padre. «Había una pared construida con argamasa muy incli­ nada, de más o menos un metro de ancho, en la parte superior de la escalera principal, que amenazaba con destruir todo cuan­ to había debajo, sobre todo teniendo en cuenta que presenta­ ba una inclinación de 75 grados. Tras apuntalarla debidamen­ te por detrás, hicimos unas hendiduras a lo largo de la base, a ambos lados; entonces introdujimos unos tablones, los amarra­ mos y cincuenta hombres tiraron de las cuerdas. Conseguimos enderezarla contra un tope, armado para tal propósito».100 Fyfe enseguida añadió vigas de madera en sustitución de las podri­ das, y el trabajo prosiguió. Bajo la planta baja de las dependencias domésticas, Evans descubrió las aberturas de un sistema de canales, recubiertos con piedra, lo bastante grandes para poder pasar a gatas, como él mismo hizo en cuanto los trabajadores confirmaron que era fir­ me. Evans creía que aquel canal rectangular era el desagüe de los patios abiertos, próximos a la escalinata cuádrupla, «ya que, si hoy la lluvia en Creta suele ser torrencial, en el período minoi­ co, cuando sin duda había más bosques en la región, las preci­ pitaciones debían de ser mucho más intensas de lo que son en

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la actualidad».101 Sin embargo, el arquitecto que había cons­ truido el canal había añadido un detalle que impresionó sobre­ manera a los caballeros Victorianos. Cerca del megarón de la reina, en un cuarto retirado de un metro de ancho y dos de lar­ go, Evans descubrió unas aberturas que daban al sistema de dre­ naje, en un espacio estrecho separado por tabiques de yeso a cada lado, y con una hendidura tallada en la pared del fondo, aproximadamente a medio metro sobre el nivel del suelo (la altura exacta del asiento del trono). Su deducción fue la siguien­ te: «... no cabe duda de que esta pequeña cámara era usada como una letrina».102 Ahora bien, aparte de la abertura que había bajo el hipotético asiento de madera, descubrieron una segunda ju s­ to delante, donde podía introducirse agua para ser descargada en el retrete. Evans invitó al capitán T. H. Clarke, asesor médi­ co del príncipe Jorge, a analizar aquella maravilla sanitaria y a publicar un informe en el British Medical Journal. Clarke obser­ vó que las cañerías estaban ingeniosamente colocadas en la par­ te del edificio con declive hacia el río, pero lo que más le sor­ prendió fue que el retrete terminaba en una curva a modo de sifón, para «aislarlas fugas de gas de la cloaca». Posteriormente, Clarke recordaría que en la época en que había sido asesor sani­ tario para la administración de Chermside en Candía, había tenido «ocasión de conocer los servicios sanitarios de Creta en la actualidad y de observar hasta qué punto había dismi­ nuido el nivel de salubridad con respecto al de los minoicos», aunque señaló que «no nos debería sorprender, pues ya cono­ cemos la actitud de algunos de nuestros compatriotas con res­ pecto a este tipo de asuntos».103 Así pues, Evans había hallado el retrete con cisterna más antiguo del mundo. El 1 de marzo, Arthur descubrió lo que anotó en su diario como «la casa de los dioses». En un espacio muy reducido al sur

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de las dependencias domésticas, sobre un banco de piedra que se extendía a lo largo de la pared norte, halló una figura de arci­ lla de un hombre con una gorra plana en la cabeza y una palo­ ma, sostenida con ambas manos en actitud de ofrenda. Evans enseguida hizo sus conjeturas, y pensó que el objeto de ado­ ración de aquel humilde gesto de devoción era la figura feme­ nina del extremo opuesto del banco, ya que «tenía una paloma sobre la cabeza, y ambas manos en el aire, a modo de adora­ ción, aunque sin duda es una diosa que está siendo venerada». Con este hallazgo, se confirmó una suposición que había hecho anteriormente sobre el carácter sagrado de la paloma, y el indi­ cio del «descenso del espíritu divino» en forma de ave sobre la cabeza de una mujer le llevó a llamarla la «dama de la palo­ ma».104 Al poco tiempo, junto a la figura masculina, apareció la confirmación definitiva del «interés religioso de la escena» que él necesitaba: «Un hacha de doble filo de esteatita gris lamina­ da».105 Entre las dos imágenes de cada extremo había otras figu­ ras, además de los restos de dos «cuernos de consagración» en yeso blanco sobre una matriz de arcilla. En el centro de la cur­ va de cada cuerno, se había perforado un agujero que, según supuso Evans, debía encajar en el «hacha de doble filo sagrada», como aparecía representado en algunos fragmentos de cerámi­ ca. Pese a que las hachas en sí habían desaparecido, él veía cla­ ramente que las cavidades no podían tener otro uso; las colum­ nas representadas en los frescos en miniatura ni siquiera fueron tenidas en cuenta, y a aquel reducido espacio se lo llamó «el santuario de las Hachas de Doble Filo». Evans reconoció que «la presencia de ídolos femeninos, del mismo m odo que los cuernos sagrados y las hachas de doble filo, parece demostrar que esta arma simbólica estaba asociada tanto al culto de una diosa como al de un dios». Sin

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embargo, aludió a su predicción anterior de que «el aspecto femenino de la divinidad predominaba» en el culto a árboles y pilares del período m icénico, y «la divinidad masculina no es tanto el consorte como el hijo o el joven predilecto».106 La cerámica hallada en el santuario se remontaba a los «perío­ dos de decadencia» propuestos por M ackenzie, posteriores a la época de esplendor de los keftiu en 1550 a. C., y Evans se atrevió a sugerir, aludiendo una vez más a D iodoro, que «el culto al Zeus cretense estaba vinculado al de R ea, pues posteriormente situaron en Knosos las ruinas de su templo con su círculo de cipreses sagrados».107 Evans estaba tan obce­ cado con que aquel era el palacio de Minos, que al parecer no se le ocurrió pensar que el objeto de toda su atención y todos sus recursos podía ser el mismo templo dedicado a la diosa que Diodoro describió. Ahora bien, al reflexionar sobre la ausencia de restos de ocupación griega y rom ana en el emplazamiento del palacio, Evans admitió: «Casi parece que los vestigios de la tradición del aspecto religioso del edificio minoico como santuario y como palacio hubiera servido para proteger el lugar ... También podría ser, claro está, que for­ mara parte de un temenos incorporado posteriormente, como el del círculo de cipreses y el templo de R ea».108 A pesar de que aquella temporada resultó ser más larga y agotadora de lo esperado, llegó a su fin por todo lo alto. En un espacio de las dependencias domésticas —llamado en broma «la guarida» por las dificultades de excavación que presentaba, y porque «lo envolvía cierto halo de misterio», como informó Evans posteriormente, sin dar más explicaciones—, encontró un tesoro de objetos de oro, bronce, marfil, porcelana y cristal de roca. A principios de junio, Evans escribió en una última carta a su padre, pletórico de entusiasmo: «Nuestro último des­

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cubrimiento han sido los restos de unas estatuillas de marfil de extraordinaria delicadeza ...; el tallado supera lo imaginable y parece más una obra renacentista de calidad que una obra del período clásico».109 Posteriormente, añadiría: La vida, la libertad y la expresividad que estas figurillas de marfil rebosan es una auténtica maravilla, y en algunos aspec­ tos parecen traspasar los límites del arte del escultor. El grá­ cil ladeo de los brazos y las piernas, la inclinación hacia atrás de la cabeza y el cuerpo crean la sensación de un movi­ miento libre ... Estas figuras juveniles de natural atlético —por no decir acrobático-, presentan ciertos paralelismos con los frescos de las paredes, y con una serie de impre­ siones de gemas, que parecen vincularlas de una manera inequívoca con el deporte preferido de la arena minoica, las escenas de danza con toros. Se refería al «fresco de los toreros», que Gilliéron había termi­ nado de restaurar, para mostrar, como Evans había descrito, a «un toro empitonando por las axilas a una torera ataviada como un vaquero. Un joven que ya parece haber sido lanzado al aire, hace una voltereta sobre el lomo del animal, mientras una joven de piel blanca situada detrás de éste, que supuestamente está de pie sobre la arena, extiende las manos para facilitar la caída de la figura suspendida en el aire».110 Evans nunca dudó de que estas escenas debían interpretar­ se de forma literal. Al parecer, no se le ocurrió que podían tener otras explicaciones menos literales, más simbólicas, o incluso astrales. Prefirió entenderlas como una práctica de toreo, me­ diante la cual se sacrificaba a los jóvenes y las doncellas ate­ nienses, que los griegos recordaron posteriormente con el mito

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del Minotauro. Esta opinion era compartida por muchos idea­ listas, como su compañero H. R . Hall, del departamento de Anti­ güedades Egipcias y Asirías del Museo Británico y autor de The Oldest Civilization of Greece (La civilización más antigua de Gre­ cia), el primer libro académico que tuvo en cuenta los descubri­ mientos de Evans. Hall llegó a Creta durante la temporada de excavación, y dejó constancia de sus revelaciones en la reputada publicación científica Nature. Animó a los lectores a imaginar el camino que él mismo había recorrido desde Candía, que pasaba por «un par de posadas de camino, una casa y un sendero a la izquierda que atravesaba los campos hasta una parcela con una cerca blanca y un cenador de madera en medio, en la que ondea la bandera del R ein o Unido; allí está Knosos, donde Minos dictaba las leyes, donde Teseo dio muerte al Minotauro». Halls apoyaba de forma incondicional a Evans, y a la validez que éste conce­ día a la historia mítica: «Al llegar por el oeste, primero se entra en el gran patio oeste, que, si uno no es un arqueólogo adus­ to que se atiene a lo académico, sino uno de los que disfrutan con repoblar el suelo que pisa con aquellas figuras heroicas que se asocian al lugar, si lo desea puede considerarlo la sala de bai­ le de Ariadna».111 «Esta civilización cretense es algo extraña», escribió Hall más entrado el año, con la intención de difundir la idea de que los «minoicos eran pacíficos»: Conocemos Micenas, pero esto no es Micenas ... Knosos es más antiguo, y Knosos es más civilizado. No se trata de un poblado fortificado ..., parece un lugar acostumbrado a la paz, al parecer sin muros defensivos, un palacio con baños lujosos y pistas de baile pulimentadas, habitado por unos

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príncipes que parecían disfrutar con una vida desahogada y suntuosa, rodeada de una corte de damas con unos ves­ tidos escotados asombrosamente modernos y unos pei­ nados propios de un escaparate de Regent Street, y hom­ bres con cabellos tan largos como los de las mujeres, ataviados con ropas igual de elaboradas, con multitud de esclavos a su servicio y de personas con tributos que ofre­ cerles ... Todo esto son conjeturas, pero reflejan una impre­ sión ... de una cultura antigua, muy desarrollada, pacífica, amante del arte y del lujo, si se prefiere, afeminada; pero también era brutal [en alusión a los espectáculos con toros], y tenía algunos aspectos siniestros que abruman nuestra imaginación.112 Hall, al igual que Evans, buscaba un equilibrio entre una socie­ dad justa y cruel. El invierno pasó deprisa. Evans se aplicó en preparar con detalle los informes preliminares de aquella temporada. Por una parte, expuso una «Perspectiva del palacio de Minos en Kno­ sos (Creta) a vista de pájaro», que consistía en un recorrido ilus­ trado del palacio para los arquitectos más reputados del R eal Instituto de Arquitectos británicos en diciembre de aquel año.113 Por otra parte, dio una serie de conferencias sobre la «Escritu­ ra prefenicia en Creta» en la Real Fundación para la Ciencia de Londres. A mediados de febrero de 1903, regresó a Creta, y el 23 de febrero contrató a cincuenta obreros, convencido de que «con una campaña más o menos corta, agotarían los recur­ sos del emplazamiento del palacio».114 Una vez más, Duncan Mackenzie volvió de Italia, y Fyfe acudió para supervisar los planos y la reconstrucción. También contrató a Halvor Bagge, del que solamente sabemos que era un «artista danés», que se

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encargó de dibujar los hallazgos de aquel año. A partir de ese momento, ni Evans ni Mackenzie siguieron un diario de ano­ taciones, tal vez porque pensaban que el trabajo de aquel año sólo complementaría el más exhaustivo de las tres primeras tem­ poradas; los informes, pues, son resúmenes escritos a menudo varios días después de hacerse los descubrimientos.115 Las lluvias desalentaron a los excavadores y dificultaron el trabajo a gran escala hasta bien entrado abril, pero también deja­ ron al descubierto unas marcas en la piedra que el cepillado en seco no había revelado. En los umbrales de las entradas, observaron marcas dejadas por el roce de las puertas de made­ ra, lo cual indicaba que cada pasaje estaba cerrado con puertas de hoja doble con un pestillo vertical que fijaba uno de los lados. Estas elegantes puertas eran parte de un ingenioso sistema de puertas dobles entre pilares que, al abrirse, dejaban a la vista una hilera de pilares, ya que las hojas de las puertas se deslizaban por el interior de unas hendiduras talladas en los soportes, aunque podían abrirse tanto ambas como una sola. Estos «tabiques de puertas y pilares», como los llamó Evans, eran otra maravilla de la ingeniería cretense, que situaba a los minoicos en un nivel superior de sofisticación estética, pues este sistema de puertas no volvió a existir hasta el siglo xvm en Francia. Cuando el tiempo mejoró en abril, Evans contrató a cien­ to cincuenta hombres más, y excavó en una nueva zona, al noroeste del palacio. En una carta a su padre escribió: «Las cosas han avanzado —como de costumbre—mucho más de lo que cabía esperar ... En la parte noroeste empezaron a aparecer unas amplias escaleras, que descienden en dos tramos formando ángu­ los rectos ... y se ha descubierto que conducen a un espacio pavimentado, que debió de emplearse para algún tipo de espec­ táculos. De hecho, tengo la impresión de que podría ser parte

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de un teatro primitivo». Es más, calculaba que podía haber afo­ ro suficiente para unos cuatrocientos o quinientos espectado­ res en aquella inmensa «galería» situada sobre el tramo sur de escaleras junto al «palco real», como denominó al baluarte rec­ tangular que había en la convergencia de las dos escaleras. Y se preguntaba: «¿Qué tipo de actos se representarían en aquella zona pavimentada? El espectáculo preferido de los minoicos quedaba descartado, pues el recinto no parecía estar adaptado para la presencia de toros ... Pese a tener forma rectangular, ser de una altura mayor a los escenarios actuales y estar recubierta de cemento, bien podría ser que el espacio estuviera destinado a las danzas», hipótesis que se confirmó cuando Evans invitó a los obreros y sus familias a exhibir sus habilidades para el baile ante el grupo de estudiantes alemanes a cargo de Dôrpfeld, duran­ te su visita anual a Creta. «Es difícil rechazar la conclusión de que este teatro primigenio, el espacio escalonado con un pista de baile, aporta una prueba material de la famosa tradición homé­ rica del “ choros” .» Por tanto, se le llamó la «zona teatral» —aun­ que también podría haberse tratado de un mercado al aire libre o un lugar de reunión público-, y con ésta Evans pudo alegar más pruebas materiales que corroboraran la «veracidad del mito».116

La diosa de las serpientes Como había ocurrido hasta el momento, el hallazgo más impor­ tante de la temporada se descubrió al final. «Al observar una ligera depresión sobre el pavimento», informó Evans poste­ riormente, «hice levantar algunas losas» en una pequeña cáma­ ra al oeste del patio principal. Para su deleite, encontró prue-

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bas más que suficientes para confirmar el nombre que había dado a aquel conjunto de habitaciones, el «santuario principal», con la estatua que representaba la divinidad a la que estaba con­ sagrado. Halló, pues, dos arcones revestidos de piedra, como joyeros cuadrados bajo el nivel del suelo, llenos de objetos de oro, piedra y, sobre todo, de loza vidriada de tal calidad que Evans no pudo más que encomiar «la manufactura de loza del palacio de Knosos como el antiguo predecesor de la porcela­ na de Vincennes y Sèvres de la Florencia medieval, de Urbi­ no o Capodiminte, o de Messiens, y otros géneros de exqui­ sitez parecida».117 El más destacado entre los objetos era, sin embargo, el torso y la cabeza de una mujer con «pechos de matrona; una diosa madre», observó Evans.118 Tres serpientes se enroscaban en la cintura y los brazos, con las cabezas sobré el cinturón, la mano derecha (le faltaba la izquierda) y la tiara que la coronaba. Evans y Bagge reconstruyeron aquella diosa de las serpientes en posición vertical, a partir de otra figura feme­ nina, también de loza vidriada, que por ser más pequeña se la llamó la «mujer devota». Esta figura inferior, a la que le falta­ ban la cabeza y el brazo izquierdo, sostenía un trozo de cor­ del rizado en la mano extendida. Sin embargo, Evans y Bagge, influidos por la primera figura, colocaron cabezas de serpiente en el extremo inferior del cordel y en el puño del brazo izquier­ do que reconstruyeron, sin saber que no hay serpientes con rayas de color verde menta, cosa que Evans debía saber, dada su afición a los reptiles en la infancia. N o obstante, «el arte minoico alcanza su máxima expre­ sión en los relieves que muestran grupos de vacas y cabras ama­ mantando a sus crías», escribió Evans, «lo cual revela una re­ ferencia directa a la diosa madre de la Creta minoica». A continuación, hacía una comparación interesante: «... el grupo

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de la vaca y la ternera, de hecho, es el mismo tipo de diseño que la vaca y la ternera de Hator e Isis».119 Hator, la diosa egip­ cia del cielo, simbolizada como una vaca que levanta con sus cuernos al dios del sol al cielo, a menudo era representada como una cabeza bovina rodeada de estrellas. La comparación era muy evidente. Luego tomó una crucecilla de mármol que habían hallado entre las figuras de loza; teniendo en cuenta que la «sen­ cilla cruz griega como símbolo de una estrella con carácter reli­ gioso ya existía en Egipto como una marca de Hator»,120 dis­ puso las piezas restauradas según imaginó que debían de estar expuestas en un altar como el del santuario de las hachas de doble filo, es decir, en el centro, con la diosa y sus veneradores a cada lado. Sin embargo, Hator era egipcio, y aquél era el con­ texto de la Creta «prehelénica», donde el sistema de mitos era completamente distinto. Com o Evans sabía que Hera era el equivalente para la Grecia clásica de la diosa egipcia con aspec­ to bovino, se remontó a un período anterior para identificar a la diosa de las serpientes, hasta encontrar una diosa de la natu­ raleza «de la cual Afroditê Ariadné es una transformación pos­ terior».121 La supuesta santidad del sepulcro principal, al que Evans se refirió por primera vez tras verlo representado en el fresco en miniatura, quedaba confirmada con aquel nuevo depósito de objetos, al que denominó el «almacén del templo». Asimismo, parecía quedar demostrado el culto de los cretenses a la diosa madre, la dama de la paloma, y la diosa de las serpientes, todas ellas bajo el nombre de Ariadna. Aun así, como Evans daba por sentado que existía un lazo entre el hacha de doble filo -un sím­ bolo que aparecía con tanta frecuencia grabado en los bloques de piedra del lugar, como una marca distintiva, propia de un albañil—, Zeus y su hijo M inos, llegó a la siguiente conclu-

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sión: «Al parecer, aquí hubo, como en la antigua Anatolia, reyes sacerdotes; y la antigua tradición que convirtió a Minos en hijo y “ compañero” de Zeus y en un Moisés cretense vuelve a fun­ damentarse, una vez más, en hechos reales».122 Evans era inca­ paz de abandonar el concepto de una autoridad masculina por inspiración divina. La excavación llegó a su fin la primera semana de junio, y parecía obvio que había «agotado todos los recursos» del yaci­ miento. Evans quiso compartir sus descubrimientos de pri­ mera mano con el público británico. Para ello, empezó a pen­ sar en cómo trasladar una selección de objetos a Inglaterra, ateniéndose a una cláusula de la ley de antigüedades que per­ mitía exportar 0t%pTJGTOC (acrista) o, literalmente, hallazgos ar­ queológicos «sin utilidad». Trató de convencer a R . W. Gra­ ves, el cónsul británico de Creta, de poder trasladar los «duplicados y objets sans valeur» de Knosos al Museo Ashmo­ lean. Graves aconsejó lo siguiente a Evans: «... si echáramos una mano en forma de intercambios que beneficiaran al Museo de Candía, facilitaríamos mucho las cosas». Evans no supo apre­ ciar el consejo, y habló con el alto comisario. Obtuvo la pro­ mesa del príncipe Jorge de que el asunto se plantearía al final de la sesión legislativa, por sorpresa, de manera que tuviera que tomarse una decisión rápida, pues temía «que el éforo princi­ pal griego [Kavadias, supervisor de las antigüedades de Atenas], que es reacio a este tipo de propuestas», empleara su influencia con los diputados de Creta. «Confieso que no me fío ni un pelo de esta gente, y no estaré tranquilo hasta que no sea un fait accom­ pli», reconoció Graves.123 La desconfianza entre Evans y los cretenses era recíproca. Aquel año había organizado una exposición con las estatuillas restauradas en el santuario de las hachas de doble filo en una

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sala del palacio de pequeñas dimensiones, con el fin de dar a los visitantes una idea de la atmósfera que se respiraba en aquel minúsculo santuario, a través de un agujero hecho en la puer­ ta. Más tarde, Currelly recordaría: Por desgracia, uno de los soldados del medio batallón que había emplazado en Candía era lo bastante pequeño para deslizarse a través del agujero, y robó algunas antigüedades. Evans las recuperó, pero algunos cretenses insinuaron que había sido un intento de robo por parte de los británicos. Y es que los cretenses no permitían que saliera ningún obje­ to antiguo de su país, y cuando alguno de nosotros partía, tenía que pasar una hora con los oficiales de aduanas, rodea­ do de holgazanes curiosos, con la maleta abierta. Vaciaban los pastilleros y rebuscaban incluso en los cepillos de pelo. Aquello era ridículo, porque si uno quería robar un obje­ to pequeño, no tenía más que llevarlo en los bolsillos. Pero, claro, todo cretense quería un puesto de funcionario, de modo que los oficiales de aduanas demostraban su eficien­ cia de la manera más ostentosa posible.124 Los cretenses tenían sus razones para dudar que Evans respe­ tara sus leyes. En una entrevista en 1926, Evans explicó: Un día fui a ver a un americano que había estado exca­ vando en la parte oriental de Creta. Me regaló una antigua vasija griega. Al partir de la isla, envolví la parte superior de la vasija con una hoja de periódico, y la introduje en el bolsillo de la mochila. Guardé el resto de la jarra en el baúl de viaje. Por lo general, los oficiales de aduanas sue­ len ser amables y corteses, pero aquel día me recibió uno

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nuevo, que al hallar el pedazo de vasija en la mochila, ense­ guida puso reparos. Decidí que no se lo iba a dar, así que lo lancé al mar. No encontraron el fragmento que guarda­ ba en el baúl. Cuando llegué a Inglaterra, supe que, en cuanto salí de Creta, hubo un gran revuelo en el gobier­ no. El éforo (el supervisor) de antigüedades fue hasta el puerto y ordenó a submarinistas que rescataran mi triste fragmento de la vasija del fondo del mar. Por toda Creta corrió la noticia de que les había robado el mayor de sus tesoros, ¡una figura de oro con ojos de diamante! En fin; cuando hubieron recuperado de las profundidades el frag­ mento, lo llevaron en procesión al museo. Al volver a Cre­ ta, fui a visitar el museo y, durante una conversación, pre­ gunté dónde estaba mi trozo de vasija de barro. «En la vitrina», dijo el éforo. Abrió la vitrina, me puso la pieza en el bolsillo, y me la traje a casa. Hoy se encuentra en el Museo Ashmolean. A pesar de todo, le concedieron permiso para llevarse la mayo­ ría de objetos que solicitó, salvo las tablillas con inscripciones, como Hazzidakis le informó con cortesía en una misiva con fecha del 26 de junio. Evans y Mackenzie empaquetaron una modesta selección de cascos de cerámica, encargaron moldes de yeso de los objetos más dignos de admiración, y lo manda­ ron todo por barco a Londres. Una vez allí, fueron expuestos en la Burlington House, junto con fotografías y planos de los hallazgos en las excavaciones británicas. Habían pasado vein­ tiséis años desde que Evans, recién casado con Margaret, viaja­ ra a Lonres para ver el tesoro troyano de Schliemann, de quien se había mofado por considerarlo un aficionado a Troya y al rey Príamo con pretensiones. Casi tres décadas después, Evans

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exponía en la misma sala que aquél su propio trabajo de inves­ tigación a «quienes quieran ver con sus propios ojos que el “mito” de Minos y Dédalo, y el laberinto, partía de una base sólida», se dijo a los lectores del Manchester Guardian.125 Evans regresó a Oxford en julio para redactar otro infor­ me preliminar detallado y consolidar sus ideas sobre los minoi­ cos, que presentó como las «conferencias de Yates» en el U ni­ versity College, a principios de noviembre. Mackenzie aportó un nuevo esquema cronológico de «tres estratos distintos de depósitos» en el palacio. El primero, al que pasó a llamar «estra­ to prehistórico, neolítico», estaba «debajo del depósito más reciente del palacio, y podría designarse con las categorías del período minoico Antiguo y Medio». El tercero era «un estra­ to minoico reciente, que se daba en toda la zona del palacio la última fase de esta categoría cubre los materiales [la cerámi­ ca] referidos en otros textos como “ m icénicos” ».126 A esto, Evans añadió la explicación de que la escritura pictográfica per­ tenecía al «período M inoico M edio», de que había existido un «palacio anterior» (el palacio de «Camarias» de Mackenzie, de 1900 a. C.), que fue destruido durante «lo que al parecer fue una revolución dinástica». En una mejora posterior «el propio palacio fue dividido en dos períodos diferenciados, a causa de una alteración interna, seguramente relacionada con algún cam­ bio en el gobierno».127 Evans explicó en mayor detalle sus ideas acerca de las ins­ cripciones de Creta en una conferencia que dio en la British Academy, a finales de noviembre. Propuso que había dos cla­ ses de escritura lineal. La primera, hallada en antiguos depósi­ tos del palacio más reciente, como el almacén del templo, había sido «sustituida por otra debido a un cambio dinástico»; y la segunda, de la que tenía ejemplos en 1.600 tablillas numeradas,

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pertenecía al último período del palacio. A estas últimas ins­ cripciones las llamó «lineal A» y «lineal B». Evans se esforzó en traducir su hallazgo más trascendente. Descubrió nombres propios unidos a los signos distintivos para «hombre» y «mujer», lo cual le permitió «identificar termina­ ciones femeninas y masculinas, así como sufijos que se modifi­ caban, y formaciones compuestas de tipo similar al indoger­ mánico». Aun así, seguía sin poder descifrar las tablillas porque insistía en que «la unidad de lenguaje en la Creta minoica se remontaba a un período antiquísimo, que seguramente se co­ rrespondía con la lengua eteocretense», y por consiguiente, no 1 . 1 0R con el griego. A finales de 1903, nuevas discrepancias étnicas dieron lugar al primer ataque de gravedad contra el creciente conjunto de objetos minoicos. Así, Currelly recordaría: Los cretenses habían tomado el antiguo cuartel turco que se usaba como museo. A pesar de que las paredes eran de piedra, las vigas y el suelo de madera lo convertía en un edificio peligroso en caso de incendio. Cada noche era vigi­ lado por siete guardas cretenses, aunque queda la duda de si llegaron a aprovecharse de la situación. Como los cre­ tenses habían decidido que si alguien quería ver su antigua civilización debía ir a Creta, se trataba de un caso de jugar­ lo todo a una carta.129 De lo que no cabe duda es de que, en diciembre, hubo quien aprovechó el peligro potencial y prendió fuego al cuartel. Pese a que el culpable nunca fue juzgado, el consenso general era que un turco celoso de la historia de Creta había intentado des­ truirlo. En los periódicos cretenses se planteó por qué no se

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había construido un museo adecuado para albergar los tesoros de la isla, y se sugirió que el retraso y acaso el incendio se de­ bían al conflicto existente entre musulmanes y cristianos. Ambos grupos eran cretenses, pero sus creencias y principios eran tan distintos, que el debate sobre la historia de cuál de los dos pue­ blos debía ser contada en el museo generó un clima explosivo. Al final, como la población musulmana era menguante, tam­ bién fue menguando su derecho a ser representados en la his­ toria de la isla, de manera que el nuevo museo reflejó los de­ seos de la mayoría cristiana. Evans volvió a Creta en marzo de 1904, para encontrarse con que la quinta temporada estaba en pleno desarrollo bajo la supervisión de Mackenzie desde el 15 de febrero. Habían vuelto a servirse del talento de Grégrori Antoniou para hallar tumbas, pero esta vez se le recompensó, acaso porque junto a él trabajó un hombre igual de intuitivo, Ioannis Papadakis, a quien Evans atribuyó los primeros descubrimientos. «Restos desenterrados de gran mausoleo de piedra», escribió Evans en un telegrama a Macmillan, que se apresuró a enviar el comu­ nicado al Times de Londres. El telegrama proseguía de este modo: «Monumento único de su clase. Casi todos los objetos de metal extraídos en épocas antiguas, pero quedan muchas reli­ quias dispersas. Impresiones sobre arcilla repetidas anillo de se­ llo real ... cuenco de basalto egipcio; mucho alabastro [vasijas egipcias de alabastro]; collar egipcio de lapislázuli con figuras colgantes». A este lugar lo llamó la «tumba Real», una gran cá­ mara rectangular de ocho metros de largo por seis de ancho, recubierta de sillería finamente labrada, que estaba situada sobre una cumbre plana llamada Isopata, con vistas a las murallas vene­ cianas de Candía. El plano rectangular de las tumbas recorda­ ba las de los nobles egipcios de Tebas, y Evans, que esperaba

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encontrar una tumba circular con forma de cúpula, como las de Micenas, señaló en una carta a su padre: «Es curiosa la pre­ sencia de elementos egipcios».130 Ahora bien, para el comuni­ cado de prensa se atrevió a decir: «Es probable que se trate de la tumba de uno de los últimos reyes minoicos. Un lugar que otros nunca ocuparon. Este gran monumento posiblemente representa la tumba tradicional de Idomeneo».131 Los parale­ los con Egipto eran abundantes, pero no suficientes para que Evans cambiara sus ideas prehelénicas por ideas indoeuropeas. Arthur volvió a escribir a su padre: «[En el palacio] hemos topado con una prolongación de la calzada en la parte oeste del teatro, y parece que conduce a algún lugar». Se contrataron doscientos obreros para retirar un «inmenso montón de tie­ rra, incluidos los restos de ocupación griega y romana»132 que, según Evans afirmó en el informe que había publicado, «care­ cían de importancia».133 El método empleado para retirar los restos de historia «sin importancia» era conocido como el «sis­ tema de apuestas». «Trabajan en cuadrillas con un ingenioso sistema que ha inventado Mackenzie, un sistema de στοίχημα [stirina] o “ partido” », explicaba Bosanquet en una carta a su esposa. «A cada dos cuadrillas de hombres se les da una mis­ ma cantidad de metros cúbicos, y el premio de un franco por cabeza al día al equipo que termina antes. Trabajan como héro­ es en estas competiciones, y además se les paga más de lo habi­ tual, aparte de un premio insignificante. Claro está, el sistema sólo puede aplicarse cuando hay montones de tierra impro­ ductiva que retirar.» A los hoyos irregulares que quedaban des­ pués se les llamaba «zanjas de apuesta». La presión de excavar a gran escala empezó a afectar a Mac­ kenzie. Aquel mismo año, el egiptólogo Arthur Weigall invi­ tó a Mackenzie a Saqqara (Egipto). El anfitrión quedó asom-

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brado con la capacidad de su invitado para beber whisky esco­ cés en la cena como si de vino sé tratara; le preguntó si no temía emborracharse. «¡Ebrio, yo!», replicó Mackenzie, según contó Weigall. Y añadió: «Claro, hombre, que me preocupa, pero me preocupa no conseguirlo con tan poquito whisky. Si puedo, quiero emborracharme; porque en una noche oscura como ésta, con un camino lleno de baches, cuanto más alumbrado esté, más deprisa cabalgaré». A esto añadió que en Knosos, antes de cabalgar de regreso a su casa de Candía, siempre se bebía cua­ tro vasos de whisky. Mackenzie contó a Weigall: «Allí tengo un caballito al que llamo Fuego del Infierno y regreso a casa a galope con él. Piensa que, si volviera sobrio, ¿acaso podría galo­ par sin resultar ileso por las calles de la ciudad, y por un cami­ no retorcido como un sacacorchos en plena oscuridad?»134 El raqui cubría la necesidad manifiesta de whisky que tenía Mackenzie. Esta bebida alcohólica cretense se destilaba en las casas particulares cada otoño en los meses inmediatos a la cose­ cha de uvas, a partir del mosto extraído de los lagares —pareci­ do a la grappa italiana o al marc francés—, y la podía obtener de forma gratuita en cantidades ilimitadas en cualquier casa de Cre­ ta. La necesidad de beber alcohol creció con los años hasta con­ vertirse en uno de los obstáculos insalvables que le impidió con­ seguir un puesto permanente en el campo de la arqueología, y que a la larga le obligó a retirarse de Knosos antes de tiempo. El éxito de la exposición de Knosos en la Burlington H ou­ se, que se prorrogó hasta marzo de 1904 debido a la demanda del público, llevó a Bosanquet a pedir a Evans: «¿Cree usted que valdría la pena organizar una exposición de antigüedades de Creta en Londres?».135 A ambos les entusiasmó la idea de obtener el apoyo público que necesitaba el Fondo para la Explo­ ración de Creta, de modo que Evans permaneció en Candía

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hasta bien entrado el mes de julio, «principalmente, para nego­ ciar qué tipo de “ duplicados” pueden exportarse», explicó en una carta a su padre. «Tengo un catálogo de objetos, la mayo­ ría de los cuales están rotos, pero no sé si estarán dispuestos a interpretar la nueva ley con una actitud generosa.» Pese a que la Asamblea de Creta en principio accedió a las peticiones, pun­ tualizó que antes «debía nombrarse una comisión para cum­ plimentar ciertas formalidades». La Asamblea de Creta reco­ noció que había mucho que agradecer a Evans y al gobierno británico, de modo que la comisión acabó por aprobar la expor­ tación de cascos de cerámica a los museos británicos, de los cua­ les el Ashmolean fue el que más se benefició; en la actualidad, alberga la colección más variada de antigüedades de Creta fue­ ra de Grecia. «En una época en que la atención del público inglés se ha dirigido con toda razón a unas exploraciones tan prósperas como las de Cnossus, emprendidas de la mano del señor Arthur Evans y sus camaradas ...», decían las primeras líneas de una reseña anónima publicada en la Edinburgh Review sobre cómo los des­ cubrimientos arqueológicos más recientes estaban afectando a la forma de entender a Homero. «No estaría de más tener en cuenta el valor y el alcance general de nuestros conocimien­ tos sobre el Mediterráneo en épocas prehistóricas, y sobre los poemas homéricos, nuestra principal fuenté literaria.»136 Los descubrimientos de Schliemann fueron como «las excavacio­ nes de fósiles de animales desconocidos» de Cuvier, que no sig­ nificaban nada sin el conocimiento de la historia de la tierra, pero dieron lugar al estudio de la geología. Com o Schliemann empezó en Micenas, «ahora ya tenemos un período micénico», observaba el crítico, «pero el señor Arthur Evans ha asestado el “ golpe mortal” a esta definición», y «desea sustituirla por “minoi-

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co”». El descubrimiento de una influencia y materiales egipcios en Knosos «ha convertido a las flotas de Minos» —la famosa talasocracia de Tucídides—en un «hecho histórico». Estas flotas de la Edad de Bronce, proseguía el crítico, estaban «preparadas para el comercio y la guerra en el mar Egeo», funciones que asumieron luego los fenicios, que extendieron su dominio has­ ta el Mediterráneo occidental (claro está, ambos fueron pre­ cursores de la «Inglaterra actual», que, «de Gibraltar al canal de Suez, controla las explotaciones de carbón y los puntos estra­ tégicos sin ocuparse de las regiones del interior»). La reseña con­ cluía: «Si el señor Arthur Evans fuera un mero excavador, nun­ ca se habría escrito este artículo, pues no habría servido de nada. Si se ha escrito es porque los profundos y extensos conoci­ mientos de arqueología prehistórica, de antigüedades locales, así com o su experiencia como conservador —dicho de otro modo, su experiencia en la“ atmósfera de la Antigüedad”—, hacen que su obra y la del señor Hogarth merezcan el inteligente apo­ yo y la generosa ayuda de todo académico ilustrado». En otoño de 1904, la Asamblea de Creta encargó a la ofi­ cina de correos cretense emitir una nueva serie de sellos, que apareció en febrero. Una vez más, la oficina de correos recu­ rrió a la inspiración del numismático J. Svoronos para diseñar escenas de la historia, mitología y tradición de Creta. En esta ocasión, le mostraron una serie de representaciones nuevas en las que inspirarse, y decidió combinar imágenes de antiguas monedas de Creta que presentaban «las impresiones de sellos de la más remota Antigüedad» de Evans con escenas de Creta, «célebres por razones históricas o arqueológicas». Muchos de los objetos que un arqueólogo desentierra perduran para siem­ pre como iconos, o memorias visuales, de un tiempo y un lugar, las imágenes que usamos en el presente para asociar con aque-

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lias épocas del pasado con las que no queremos perder el con­ tacto. La selección de estos iconos es crucial para imaginar el pasado en el momento presente. La variedad de imágenes que Evans y sus compañeros aportaron parecía, en cuanto a los cre­ tenses, una selección bastante limitada. Por ejemplo, uno de los primeros hallazgos, la «Afrodita de Knosos», nunca podría evo­ car la antigua Creta. Era neolítica, primitiva, tribal; no tenía nada que ver con el concepto de civilización que se tenía a prin­ cipios del siglo X X , ni con el programa prehelénico de la Asam­ blea de Creta. La «parisienne», e incluso el «príncipe de los lirios», tenían algo de egipcio. En cambio, la «Diosa sobre la roca sagra­ da o la cumbre de una montaña» de Evans —a la que los cre­ tenses habían convertido en «Artemisa (diosa micénica) entre dos leones, tensando un arco»,137—era el símbolo perfecto para expresar sus lazos con los minoicos. También lo era el arquero que aparecía en el fragmento de una vasija de piedra —ya que en la Grecia clásica Creta era famosa por sus arqueros—, que dibu­ jaron frente a uno de los «minotauros» de los sellos que Hogarth había hallado en Zakros, con cenefas en forma de espiral entor­ no a un grabado de Knosos, con el aspecto que presentaba al final de la temporada de 1902.138 Así, el Estado moderno de Cre­ ta empleó las mismas impresiones que los minoicos quizás ha­ bían empleado para expresar su autoridad, y por esta misma razón. Una vez más, el presente cribaba su pasado en busca de símbolos de garantía de futuro. Evans regresó a Creta a mediados de marzo de 1905, para encontrarse una isla en estado de rebelión. El príncipe Jorge había mantenido una actitud firme con respecto a los princi­ pios de autonomía de Creta; autonomía que las grandes poten­ cias, que actuaban como una fuerza policial internacional, man­ tenían con tropas en las ciudades de mayor extensión. Sin

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embargo, a los griegos cristianos no les interesaba la indepen­ dencia de Creta -la unidad con Grecia seguía siendo su irresis­ tible deseo—, y encontraron a su paladín en la figura de Venizelos. Este joven abogado se oponía a lo que consideraba el dominio autocrático del príncipe Jorge, y declaró abiertamen­ te que, en el futuro, los cretenses debían tener más participa­ ción en la toma de decisiones. Ello le valió la expulsión del gobierno en 1901. Su campaña contra el gobierno del prínci­ pe alcanzó su punto crítico en febrero de 1905, cuando algu­ nos miembros de la Asamblea de Creta partidarios de la unidad de Grecia se reunieron en Terisos, cerca de Canea, y declara­ ron que tenían intención de modificar la Constitución creten­ se y amenazaron con una insurrección armada si no se cum­ plían sus exigencias. Venizelos se situó a la cabeza de un gobierno provisional, mientras que el príncipe Jorge declaró la ley mar­ cial. A mediados de marzo, la rebelión de Terisos (como se la llamó) se.había extendido por toda la isla, y Creta volvía a estar en guerra. La rebelión se prolongó hasta noviembre, cuando Venizelos se reunió con los cónsules de las grandes potencias y acordaron recurrir a una comisión internacional para resolver la disputa. Los comisarios desembarcaron en la isla en 1906, y recomendaron la retirada de las tropas extranjeras y la instaura­ ción de una fuerza policial cretense dirigida por oficiales cre­ tenses del ejército griego. Era evidente que el príncipe Jorge había perdido la confianza que tanto los cretenses como las grandes potencias habían depositado en él ocho años atrás, de manera que en septiembre de 1906 abdicó. Alexander Zaimis, un político veterano griego, le sustituyó y se encargó de formar la milicia cretense y de restaurar el orden. La rebelión había reavivado la tensión entre cristianos y musulmanes, pero esta vez también entre los cretenses y los

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supervisores extranjeros de la isla. «Al estar Palaikastro aparta­ do de las ciudades de mayor tamaño en las que están empla­ zadas las tropas extranjeras, y al ser sus habitantes simpatizan­ tes del movimiento revolucionario, la policía tuvo que retirarse», explicaba Bosanquet, que permaneció en Atenas para sustituir a Dawkins en el mando de unas excavaciones. «En una ocasión, un grupo de hombres armados con rifles atemorizó al resto para que se declaran en huelga en demanda de un aumento del sala­ rio.» También asediaron varias veces el monasterio Toplou, pero el «señor Dawkins no cedió terreno ... y mantuvo a su gente bajo control».139 Dado que Evans trabajaba bajo la bandera inglesa en una finca de su propiedad, agradeció tener cerca al medio batallón británico apostado en Candía, y la sublevación no le afectó demasiado. Si bien perdió la dedicación absoluta de Theodo­ re Fyfe, que prefirió regresar a Escocia para ejercer la arquitec­ tura en vez de reconstruir los sueños desmoronados de Evans, consiguió la colaboración de Christian Charles Tyler Doll. N a­ cido en 1880, Doll era hijo de un reputado arquitecto de Blo­ omsbury, el sofisticado barrio londinense, y había estudiado arquitectura en Cambridge. En 1905, estaba haciendo prácti­ cas de arquitectura con su padre —entonces arquitecto de la Escuela Británica—, cuando se le presentó la oportunidad de encargarse del mayor proyecto de Evans hasta la fecha.140 Las lluvias de invierno habían socavado el segundo rellano de la gran escalinata de las dependencias domésticas, y los so­ portes de madera que Fyfe había colocado se habían podrido. Parte del rellano se había derrumbado, y el resto del conjunto estaba a punto de ceder. «Para impedir el desastre que nos ame­ nazaba, exigí que se tomaran medidas colosales», escribió Evans en su informe. Doll supervisó el desmantelamiento del tramo

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superior de escaleras piedra por piedra, limpió los escombros de la zona, para luego sustituir, «con la mínima incongruencia posible», las columnas de madera de la balaustrada por otras de piedra, recubiertas con una capa de yeso rojo, e introducir vigas de hierro donde antes había arquitrabes de madera y vigas cruzadas. Este procedimiento le complació: El efecto de este legítimo método de reconstrucción es tal, que despertará el sentido histórico hasta en las personas con menos imaginación. A una altura de unos seis metros, se alza ante nosotros la gran escalinata y la sala de acceso con sus columnas. Casi no ha cambiado nada desde que los reyës y las reinas descendientes de Minos atravesaban esta sala, hace unos tres milenos y medio, al volver de las ceremo­ nias públicas y religiosas celebradas en el ala oeste del pala­ cio, de camino a las dependencias más privadas de la casa real.141 De hecho, el efecto era y es asombroso. Más adelante, Evans confesó haber tenido una visión de una noche de verano en la gran escalinata, quizá provocada por la malaria: ... bajo la cálida luz de la luna, tuve la tentación de mirar en el hueco de la escalinata. Todo el lugar parecía haber vuelto a la vida por un momento. Tal era el poder de la ilusión, que el rey sacerdote, con su corona de plumas, las espléndidas damas, los sacerdotes encorsetados con largas estolas de vo­ lantes, seguidos de un séquito de jóvenes elegantes y muscu­ losos —como si el muchacho que sostiene la copa y las demás figuras hubieran descendido de las paredes—pasaban una y otra vez ante mí por los tramos inferiores de la escalera.

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Es posible que la vision se derivara en parte de algo que M ac­ kenzie le había contado, no poco descontento, sobre la visita de Isadora Duncan, la gran bailarina norteamericana, célebre por su recreación de movimientos de danza clásica basados en el estudio de esculturas griegas, aunque también por bailar des­ calza con ropas vaporosas, como si fuera una ninfa de los bos­ ques. Al parecer, a Mackenzie le había indignado una actua­ ción improvisada de la bailarina en la gran escalinata.142

Los nueve períodos de Minos Evans hizo el esfuerzo de irse de Knosos en abril, para abogar a favor de la aceptación del nuevo capítulo de la historia del mundo que estaba escribiendo, en el Congreso Internacional de Arqueología que se celebró en Atenas, en calidad de presi­ dente de la sección de prehistoria. Se dirigió a sus colegas como abogado ante un jurado. «¿Acaso las pruebas arqueológicas que tenemos no permiten justificar que podemos sustituir los nue­ ve períodos de la cultura minoica por los nueve “ años” de Minos de tradición legendaria?», preguntó, citando a Homero («Minos, que gobernó durante nueve años»), aunque la palabra que los griegos tradujeron como «años» era en realidad una unidad inde­ terminada de tiempo. Así, podían haber sido meses, estaciones, y hasta períodos; Evans se inclinó por esta opción para justifi­ car su clasificación de nueve períodos.143 Arthur estableció tres períodos principales en la civilización minoica: el antiguo, el medio y el reciente, como los imperios egipcios, cada uno de los cuales estaba dividido en I, II y III, según se correspondía con «el nacimiento, el florecimiento y la deca­ dencia de cada fase característica de la cultura minoica». Evans

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creía que seguían una evolución continua, ya que los docu­ mentos grabados con escrituras lineales «presentan una unidad lingüística», afirmó, a pesar de que aún no sabía interpretarlas. Así pues, los dos períodos de mayor esplendor en el palacio eran el primer palacio del períodQ minoico medio II, que coincidía con los largos y estables imperios egipcios de la X II dinastía (si­ glos X V I I I y X I X a. C.), y el segundo palacio del minoico recien­ te II, (aproximadamente entre 1550 y 1400 a. C.), cuando «se hubo completado la transformación del palacio». A este perío­ do corresponden las enormes vasijas de «estilo palaciego», como él las definió, el uso de la escritura lineal B, y los frescos que recuerdan a las pinturas egipcias contemporáneas de la XVIII dinastía. «La gran catástrofe del segundo palacio de Knosos mar­ ca el final de este período», concluía. A éste, siguió una etapa de declive durante la cual, según Evans, en el edificio se instala­ ron ocupantes ajenos al palacio. Evans defendió su empleo del término «minoico» arguyendo que, desde una perspectiva etno­ gráfica, era neutro y, por tanto, no podría confundirse con las culturas históricas de los pueblos pelagiano y cario. Evans insis­ tió en que «Minos» era una designación que evocaba «el título de una dinastía, a diferencia del de “ césar” o “ faraón” ». N o obstante, sus compañeros de la sección prehistórica del Congreso de Arqueología no estaban de acuerdo con aquellas designaciones, y los organizadores decidieron que no iban a pu­ blicar el informe de Evans al completo en las actas. Por otra par­ te, el resumen impreso de éste, que aceptaron, presentaba tantos errores que Evans se quejó: «¡Me hicieron atribuir las principales obras maestras del arte minoico a la última época de decaden­ cia!».144 Decidió escribir, pues, su propia versión del resumen, y además en francés, para dar brillo a su entrada en el Institut de France, el equivalente de la Sociedad de Anticuarios en Francia.

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Otros excavadores de Creta se opusieron en buena medida a aque­ lla nueva clasificación. En una carta a Halbherr, Gaetano de Sanc­ tis afirmaba que él y Luigi Pernier —de la nueva generación de exploradores italianos en Creta—«estaban de acuerdo en dos aspec­ tos fundamentales, basados en el análisis de vasijas y fragmentos de vasijas hallados en Faistos: reconocemos que la triple división de cada una de las épocas principales de la prehistoria de Creta es inadecuada, incierta y artificial. Es más, sostenemos que es impo­ sible que la cerámica micénica fuera producto de un desarrollo interno, autónomo, de la cerámica cretense posterior al período Kamares».145 Pero Evans se mantuvo firme en su posición de deca­ no de los excavadores de Creta, y su sistema prevaleció. Arthur regresó a Knosos en cuanto hubo concluido el con­ greso, deseoso de saber qué ocultaba la ladera situada frente a la zona donde estaba el supuesto «teatro», al final del camino elevado, perfectamente construido y alineado, donde imagina­ ba una «construcción monumental». Contrató a su propio ejér­ cito de obreros y siguió la ruta hasta el sendero que conducía a Candía, donde giraba al norte. Cavaron una extensa zanja en la pendiente, de 24 metros de largo por 2,5 de ancho (enorme, para las medidas de 4 por 4 empleadas en la actualidad), y al poco obtuvieron resultados. Hallaron una tablilla de barro coci­ do con inscripciones en lineal B, que Evans entendió como «el presagio de que allí había un edificio importante», según él, pro­ bable destino final de la «carretera real», pues así llamó al cami­ no. Entonces salió a la luz un inmenso complejo de patios pavi­ mentados, con columnatas y tabiques de puertas y pilares, que recordaban los del salón de las hachas de doble filo. Poco a poco, fue emergiendo de la ladera una versión reducida del palacio principal. Aquel «palacete», como Evans lo definiría posterior­ mente, también había sido incendiado, pero las características

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arquitectónicas estaban mejor conservadas que las del palacio principal, y además presentaba otras que no habían visto en nin­ guna parte, como columnas con ondulaciones en reheve, «una moldura claramente tomada de las columnas egipcias que imi­ taban tallos de papiro agrupados o haces de juncos».146 Al oeste de la sala de acceso al palacete, cerca de la super­ ficie, hallaron un bulto natural de piedra caliza, que impresio­ nó a Evans por su «aspecto casi humano», del que dijo: «... sin lugar a dudas, por las características de su forma, bien podría tratarse de la diosa madre». Hallaron también una sala de peque­ ñas dimensiones (de aproximadamente 2 por 2,5 metros), con una balaustrada en tres de sus lados; sobre ésta, en la pared con­ traria a la entrada, había un fresco con cuernos de consagración representados; para Evans, el «complemento indefectible de los santuarios minoicos». En vez de imágenes reconocibles, «he­ chas con las manos», como las halladas en el santuario de las ha­ chas de doble filo y en el almacén del templo, aquéllas eran «ídolos fetiche de un culto mucho mas arcaico», de modo que Evans llamó al lugar la «casa de los fetiches» antes de darle el nombre definitivo de «palacete». Flinders Petrie había visto simios en las «extrañas formas de unos sílex» en el templo de Abidos en Egipto, lo cual llevó a Evans a reconocer que «la figura principal y de mayor tamaño había sido claramente repre­ sentada a partir de su parecido a una mujer de generosos con­ tornos», mientras que otra con «un pequeño nodulo hacía pen­ sar que se trataba de un niño», y una tercera recordaba un simio egipcio. «Es difícil no sacarla conclusión», escribió en su infor­ me, «de que estamos ante la forma más primitiva de R ea madre y el niño Zeus, el hijo divino que en realidad se muestra bajo la forma de la piedra sagrada o βα ίτυ λ ο ς [baitilos]». Esta era la piedra que se dio a Cronos para satisfacer su infanticidio, el

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«betilo» del «culto a los árboles y pilares» de Evans, que ya no consideraba que representara a la autoridad masculina suprema. Aquella nueva imagen de la madre con el hijo empezó a obse­ sionar a Evans, e hizo del parentesco madre-hijo el nuevo cen­ tro en torno al cual giraría su religión minoica. «En el fetiche de la matrona de piedra natural reconocemos sin duda alguna a la misma diosa madre que tanto se repite en el arte minoico, acompañada de su satélite, del hacha de doble filo sagrada y de los guardianes, así como de las palomas y serpientes, que le confieren alternativamente aspecto de diosa celestial o estigia».147 Era la R ea griega, la Ops romana, la Hator —posteriormente Isis—egipcia, la Cibeles de Anatolia y, de acuerdo con Evans, Ariadna, Britomartis o Dictima para los minoicos.148 Su des­ dichado hijo, cuya existencia consistía en morir y regenerarse cada año, era el clásico Zeus Cretagenes (Zeus nacido en Cre­ ta), un equivalente del griego Dionisos; al igual que el Zeus de Olimpia o el Júpiter romano, era inmortal. El joven sacrifica­ do era Osiris para los egipcios y Atis o Adonis en los cultos de Anatolia. Todos ellos eran claros precedentes de la Virgen cris­ tiana y el Niño, y Evans tenía claro que los antecesores huma­ nos habían existido, al igual que las figuras cristianas. El gran filólogo alemán August Fick tenía unas ideas dife­ rentes. En un libro sobre los topónimos prehelénicos, publicado aquel mismo año, Fick argumentaba que el Minotauro era el Sol y Pasífae, que significa bien «la iluminada», bien «la que todo lo ilumina», era la Luna. Para Fick, el laberinto era el lugar donde los sabios seguían el rastro a las estrellas. Sin embargo, Evans no tenía paciencia para las metáforas astrales ni «mitos del sol», ya que buscaba la verdad histórica que había tras las leyendas.

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El Palazzo Evans La temporada de 1905 fue la última campaña de excavación en el palacio de Knosos con resultados importantes. La mayor par­ te del edificio de menos de una hectárea ya estaba al descubierto y, a los ojos de Evans, todo cuanto quedaba era en compara­ ción de menor importancia. En esta ocasión, el informe preli­ minar que redactó fue muy conciso, ya que tenía la mente pues­ ta en un documento definitivo, más extenso y detallado, que publicaría una vez hubiera estudiado todos los hallazgos. Había seleccionado los mejores ejemplos de arte minoico para ilustrar sus informes y conferencias, pero en las excavaciones del Egeo, el conjunto de éstos conforma una parte ínfima del cúmulo de objetos que se encuentran a diario entre la tierra. La ingrata labor de pasar por la criba millones de cascos de cerámica para entender la cronología relativa de Knosos a partir de observa­ ciones en los cambios de estilo de un estrato a otro, recayó sobre Mackenzie, que empezó a organizar la cerámica en cajones que guardaban en unas habitaciones que acaban de cubrir con techo, situadas detrás de la sala del trono. Evans había abierto un nuevo capítulo en la historia del mundo, pero todo el proceso le había agotado física y econó­ micamente. En julio, dijo en una carta a Halbherr: «No creo que vaya a seguir excavando en Knosos ... Es un trabajo dema­ siado ruinoso. He perdido entre 700 y 800 fibras con el traba­ jo de este año, y tengo que vender parte de mis colecciones para pagarlo».149 Gomo Evans no sabía moderar sus gastos, y había agotado sus medios y los últimos recursos del fracasado Fondo para la Exploración de Creta, se vio obligado a cancelar las exca­ vaciones de 1906. Es más, había empleado su última asignación para materializar otro sueño. Consideró que debía vivir cerca

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del palacio, con vistas a los años de estudio y consolidación que tenía por delante, de modo que volvió a la ladera de Kefala sobre la que él y John Myres habían estado diez años atrás durante un descanso. Hizo planes con Doll y encargó que le enviaran mate­ riales a Candía. Doll pasó buena parte de 1906 supervisando la construcción de lo que al principio los visitantes llamaban Palaz­ zo Evans y en la actualidad se conoce como Villa Ariadne. D u ­ rante todo el tiempo que duró la construcción, Doll tuvo que insistir incansablemente para que los oficiales de aduanas le per­ mitieran importar vigas de acero desde Inglaterra, a fin de que aquel edificio aguantara cualquier inclemencia del clima de Cre­ ta. A principios del verano de 1907, Doll había erigido un edi­ ficio del que alardeaba que, al compararlos, eclipsaría Youlbury. Sin embargo, al nuevo amigo y compañero norteamericano de Evans, Richard Seager, le pareció «espantoso». Evans y Seager congeniaron en cuanto aquel rico y gua­ po americano de veintiún años llegó a Creta en 1903, en cali­ dad de ayudante de Harriet Boyd en las excavaciones de Gournia. En otoño de 1905, Seager estaba con él en Inglaterra cuando Evans se estrelló con su magnífico Wolseley negro. «Si el rey Minos supiera qué estaba ocurriendo, estoy segura de que iba a temer por su reputación, que está completamente en tus manos», escribió Harriet Boyd al saber la noticia, y añadió: «Me alegro de que mi joven compatriota saliera ileso».150 Evans y Seager se hicieron muy buenos amigos; Arthur se convirtió en su principal mentor. Sin embargo, en 1907 Seager manifestó su rechazo hacia la casa de Creta y, en una carta personal, la com­ paró con una villa francesa de mal gusto.151 En cambio, a Bosanquet le encantó. En una misiva a su esposa, daba una descripción del aspecto inicial de Villa Ariad­ ne, como Evans «se refiere a ella en broma»:

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Llegamos hasta allí a través de campos con inmensas ané­ monas blancas e iris azules aquí y allá. Cerca de Cnossos, una calzada estrecha gira a la derecha; tras ascender unos cuarenta y cinco metros por una ladera empinada entre pinos jóvenes, llegamos a una terraza cubierta de grava con arriates floridos y arbustos recién plantados, ante una majes­ tuosa villa con tejado llano y de plano irregular, con una planta bajo el nivel del suelo para obtener frescor, con vis­ tas a un olivar, al palacio y al extenso valle. Desde mi habi­ tación, veo el mar. Los pasillos son amplios, los suelos y las paredes son sencillos, de cemento, los pomos de puertas y ventanas son de latón bruñido, y la construcción en sí evo­ ca una solidez británica. Bajo cada ventana hay un enorme asiento empotrado; muebles, los necesarios, la mayoría son de la casa de Candía; un auténtico cuarto de baño y unos sirvientes estupendos.152 Evans contrató a Manoli, o Manolaki Akoumianakis —«mi lobo de montaña», como solía llamarlo Evans cariñosamente—153 para que se ocupara del mantenimiento del jardín. Kostis Chronakis, un hombre irascible, cuyos cambios de humor molestaban a Mackenzie, se encargaba del mantenimiento de la casa, además de ejercer de mayordomo y cocinero, y su esposa María era el ama de llaves.154 La vida en Knosos cambió de la noche a la maña­ na, pues ya podían disfrutar de la comodidad de una casa gran­ de y un jardín ordenado, con servicio al completo, en medio del paisaje cretense. Villa Ariadne pasó a formar parte de Knosos como cualquier antigüedad, y en ella se ofrecía té y bocadillos a los visitantes después de ver el palacio. Evans siguió encargan­ do provisiones en Inglaterra; prefería no consumir los licores del lugar, de manera que tenía una reserva de ginebra, whisky, vino

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francés y, para ocasiones especiales, champán. Insistió en que en la casa debían seguirse estrictas normas victorianas. Posterior­ mente, Kostis contaría que, en una ocasión, Evans entró en el baño y, al ver que alguien había usado una barra de jabón sin estrenar, montó en cólera, dando patadas y agitando los brazos, y se puso a gritar. «Solía pegarme, solía agarrarme de la camisa y sacudirme —confesó el cretense años después al crítico de cine británico Dilys Powell—, era un hombre muy extraño, un hom­ bre muy extraño.»155 ★ ★ ★

En 1906, tras cinco años como director de la Escuela Británi­ ca de Atenas, Bosanquet se retiró, y Evans, como miembro del subcomité elegido para buscar al sucesor, preguntó a M ac­ kenzie si quería ocupar el puesto. Mackenzie se mostró reacio a presentarse como aspirante, pues creía que era más apropia­ do para el cargo de ayudante de director. Aun así, Evans le ins­ tó a que se presentara, y lo puso al corriente del estado de las cosas y las intrigas: John Myres era el favorito de Oxford, a quien le preocupaba que «ese grupito de partidarios de Cam­ bridge» fuera a elegir a Dawkins, propuesto por Bosanquet, pues habían trabajado juntos en Palaikastro. Pese a que «el señor Duncan Mackenzie tenía años de experiencia práctica en ar­ queología de la época prehelénica y había estudiado arte clá­ sico», además de «la experiencia excepcional de toda una vida en las islas griegas», el comité admitió: «... por contra, se plan­ teaba la duda de hasta qué punto iba a estar de acuerdo con el tipo de estudiantes que suelen enviarse a Creta o con el comi­ té ejecutivo. También tenía en su contra su estilo de redacción». Por consiguiente, nombraron a Dawkins.156 Aquella decepción

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corroboró la desconfianza de Mackenzie en la Escuela Británi­ ca, de modo que en el futuro inmediato seguiría a cargo de Evans. El y Mackenzie regresaron a Creta en abril de 1907, para hacer modestas «excavaciones complementarias en el ala oeste, con vistas al informe definitivo» sobre el palacio.157 «Lo cierto es que el gran palacio prehistórico de Knosos es inagotable.» Así empezaba el comunicado anual al Times, donde Evans publi­ có todos los informes posteriores, absteniéndose de hacer las detalladas descripciones científicas de las primeras campañas. Aun así, la excavación de 1907 tuvo poca trascendencia. El mayor descubrimiento de aquel año se realizó en la tienda de un comerciante de Atenas, por donde Evans pasó a su regreso a Inglaterra. Se trataba de un sello con una cuenta de hemati­ tes en el que había grabado un león con la cabeza vuelta, que le recordó algunos de los sellos encontrados en la tumba Real y en los depósitos de los almacenes de la parte oeste de Kno­ sos. Sin embargo, en aquel, el león aparecía bajo «dos grifos guardianes a cada lado de otra figura» que Evans reconoció al principio como «el ideograma de un cereal que a veces apare­ ce vinculado a un tipo de depósito en una suerte de inventa­ rios de arcilla, en concreto, al Tercer Almacén, donde de hecho se han hallado granos de maíz quemados». Y concluía: «En rea­ lidad, estamos ante la verdadera sortija del oficial de palacio, a saber, el administrador de los graneros reales».158 Evans contó que el sello había sido hallado hacía poco en Knosos por «un campesino de los alrededores, mientras labra­ ba la tierra», pero «el sello había salido del país» gracias a «la rigu­ rosa e infantil ley griega que permite a las autoridades confiscar reliquias menores como ésta».159 Es difícil seguir la lógica de Evans, a menos que se suponga que estuviera enfadado porque, al intentar adquirir el sello en Creta, permitió que fuera el co­

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merciante de Atenas quien se arriesgara a pasarlo a Grecia de contrabando; las exportaciones a la península griega estaban per­ mitidas, pero a cambio de un recargo. El resentimiento que le causó tener que pagarlo, combinado con su firme oposición a la ley de antigüedades, debió de agravarse con la orden que Minos Kalokairinos expidió contra él el 30 de junio de 1907. Kalokairinos había vuelto a ingresar en la Universidad de Atenas para terminar la carrera de derecho. Cuando se hubo licenciado, interpuso una demanda en contra de Evans por haberse «apoderado arbitrariamente» en 1904 de un terreno de su propiedad en Hellenika, situado en las laderas al oeste del palacio, y por haber exportado de forma ilegal las antigüedades halladas allí, además de haberlas «tratado como suyas, mientras la legislación actual dicta que estas antiguas reliquias —sin excep­ ción en ningún caso—pertenecen al Estado de Creta». La deman­ da se refiere a la época en que habían encargado a Gregóri ras­ trear tumbas fuera de los límites de la propiedad de Evans. En concreto, se refiere a una tumba de la que Evans, en un infor­ me escrito años después, dijo que «había aparecido en un cam­ po de cultivo al oeste del palacio», y los objetos que hallaron en su interior -en la actualidad se encuentran en el Museo Ash­ molean—«fueron adquiridos hace años de su propietario».160 Kalokairinos señaló que Hellenika era una propiedad que había donado al Estado de Creta, y exigió que los hallazgos fueran devueltos a la isla y que Evans fuera expulsado del país. Arthur trató de solucionar el problema cuanto antes, para lo cual propuso comprar la propiedad que Kalokairinos había donado al Estado. Sin embargo, la raíz del problema era otra. Kalokairinos estaba resentido por haber sido excluido de las excavaciones arqueológicas en Creta a pesar de que él había sido su fundador. En 1905, había empezado a publicar Archaeo-

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logical Newspaper of Crete, donde informaba de todos los hallaz­ gos arquitectónicos, empezando por los suyos, pero sin siquie­ ra mencionar en ningún número a Evans. Su abogado creten­ se le aseguró que, en Creta, Kalokairinos era conocido por ser un hombre insatisfecho. Aun así, Evans estaba preocupado por los problemas que podía crearle en Creta y Grecia la acusación —era evidente que había obrado mal—, así como por la publi­ cidad adversa que ésta iba a generar. Sin embargo, antes de que el asunto fuera debatido, Kalokairinos murió y cayó en el olvi­ do. Años después, Evans haría una breve alusión a aquel «explo­ rador local» que había dirigido una «excavación indiscrimina­ da en su busca de objetos antiguos» en Knosos.161 Plenamente consciente de su precaria situación económi­ ca, Evans alquiló una casita cerca de Boars Hill con la inten­ ción de vender Youlbury, pues ya no podía mantenerla.162 En seis campañas de excavación a gran escala, había hallado cuanto buscaba y ya era conocido en la esfera internacional por sus des­ cubrimientos sobre la Creta antigua, algo que lo convirtió en una figura fundamental en el ámbito de la arqueología; sin embargo, se había arruinado en el proceso. El Fondo para la Exploración de Creta había sido un fracaso estrepitoso, ya que el público se había negado a dar apoyo económico al «hijo de un hombre rico» que perseguía sus sueños en una remota isla del Mediterráneo, cualquiera que fuera la magnitud de los descubrimientos. Los amigos íntimos y compañeros de Evans encargaron al pintor británico sir William Richm ond un retrato suyo, que entregaron al Museo Ashmolean en una solemne ceremonia en diciembre de 1907. El cuadro presenta a un Evans joven con una masa de cabello oscuro y un espeso bigote, ataviado con un holgado traje de lino blanco y una camisa abierta, sujeta en la cintura con un fajín. Aparece sentado delante de un muro de pie­

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dra labrada, ocupado en parte con el fresco del joven que sos­ tiene una copa; a la izquierda, en el plano de fondo, se obser­ va un paisaje egeo de olivares y, en la lejanía, unas montañas azules y neblinosas. La rosa inglesa en el ojal revela su nacio­ nalidad. Richm ond retrató a Evans rodeado de las copias de yeso de sus hallazgos más famosos —llevadas a Londres en 1903—, sosteniendo entre las manos el fragmento de una tablilla con inscripciones sobre la que pasa los dedos suavemente, en acti­ tud de tratar de descifrar con el tacto los signos ilegibles; tiene la mirada perdida y una leve sonrisa que parece irradiar satis­ facción. Era la imagen del descubridor rodeado de sus recrea­ ciones de objetos antiguos, extraídos de un mundo fantástico al que él había vuelto a dar vida. En la ceremonia de entrega del cuadro, Evans agradeció a sus compañeros del Ashmolean por encargarse de su trabajo mientras él se hallaba en Creta. Sin embargo, acabó el año con la preocu­ pación de sus problemas económicos y con la duda de si iba a poder terminar la hercúlea labor que había iniciado en Knosos.

Capítulo 5 La escuela panminoica (1908-1941)

La esperanza de Minos El interés público en la arqueología pocas veces perdura después del descubrimiento inicial y asombroso de un monumento úni­ co o de un objeto antiguo deslumbrante que parece surgir por arte de magia allí donde un explorador con suerte ha hundido la pala. Sin embargo, «el verdadero trabajo de una exploración empieza donde acaba una exploración sistemática», escribió Evans en el Times al concluir la temporada de 1908.1 Para Evans, los hechos más importantes de Knosos y el laberinto ya se habían definido hacia 1905. Para escribir la historia sólo quedaba orde­ nar los detalles minuciosos, lo cual debía hacerse mediante lo que él llamaba un «análisis de las paredes del palacio». Mackenzie llegó a Knosos a mediados de marzo de 1908 para supervisar las pequeñas zanjas de prueba que habían exca­ vado bajo los niveles de suelo inferiores y junto a paredes con fecha de construcción incierta. Reunió cuidadosamente todos los cascos de cerámica de las pruebas con la intención de deter­ minar la fecha a la que pertenecía el estilo del fragmento más reciente, en función de la cual definiría el posible período en que había sido construida la pared. Ahora bien, una de las ñor-

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mas tácitas en arqueología es que lo mejor siempre está en los alambores, es decir, las divisiones de tierra (o escarpas) que han quedado intactas durante las campañas de limpieza a gran esca­ la. Resultó que, después de llegar Evans, descubrieron «en una zanja, quizás el hueco de un sumidero», una magnífica cabeza de toro de esteatita en el Petit Palais, como Evans solía llamar al palacete. En la actualidad, esta pieza está reconocida como una de las obras maestras del arte minoico. «El modelado de la cabeza y del pelo rizado son de her­ mosa elaboración, y algunos detalles técnicos son únicos», se maravillaba Evans. El hallazgo medía unos cuarenta centíme­ tros del morro a la parte superior de la cabeza, más o menos la mitad del tamaño natural. «Los orificios de la nariz están incrustados con algún tipo de concha», observó, material que luego identificó como tridacna squamosa, un tipo de concha del golfo Pérsico. Lo que más le fascinó, sin embargo, fue el ojo derecho de cristal de roca perfectamente conservado, ligera­ mente hundido en la parte inferior, donde el blanco de la cór­ nea contrasta con el iris negro y la pupila de intenso color escar­ lata. El cristal está rodeado con jaspe rojo, que a su vez «rodea la parte blanca del ojo como el borde de un párpado rojo», seña­ ló Evans, para añadir: «La lente de cristal del ojo ilumina y mag­ nifica la brillante pupila roja, y confiere al conjunto la inquie­ tante sensación de que irradia vida». Gilliéron restauró el ojo que faltaba y, a partir de un esbozo de una cabeza bovina con cuernos grabada en una vasija, le añadió dos cuernos de oro bruñido; supusieron que los fragmentos de oro laminado que habían hallado junto a la cabeza eran parte de la capa que debió de haber recubierto en su momento unos cuernos de madera fijados sobre las orejas. El resultado fue una espectacular obra de arte realista, que hizo recordar a Evans que unos de los arte­

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sanos keftiu representados con un príncipe sirio en Egipto era descrito como «el dador de vida».2 Evans clasificó la cabeza como un ritón, un tipo de recipiente empleado para verter los líquidos que se utilizaban en rituales o ceremonias (del verbo griego antiguo ρέω \reo\ , fluir). M en­ cionó las representaciones bovinas de la diosa egipcia Hator en su informe, pero en la Creta de Evans prevaleció el culto minoi­ co al Minotauro, de modo que el recipiente se hizo famoso como el «ritón con cabeza de toro». Asimismo, Evans observó que la cabeza bovina era como las que llevaban los emisarios keftiu en procesión, como extran­ jeros ofreciendo sus tributos al faraón egipcio, representados en las tumbas de Tebas. Atribuyó la cabeza a la misma época, el segundo período del palacio del Minoico Reciente II, «la últi­ ma fase brillante del palacete antes de la destrucción parcial y de la reocupación», época en la que encajaba perfectamente con las imágenes egipcias, que a partir de entonces también consi­ deraron ritons. Aquel nuevo descubrimiento ayudaría a apreciar inmediatamente el valor de su antigüedad y la calidad de su ela­ boración.3 Los excavadores que estaban trabajando en el palacio desen­ terraron luego un acceso con una pequeña galería bajo la cual Evans observó una cavidad circular. Hizo retirar la tierra para verla mejor, pero enseguida se dio cuenta de que era de una profundidad y un tamaño mayores de lo esperado. Todos los cascos de cerámica hallados en el interior pertenecían a una épo­ ca muy temprana. A medida que iban pasando los días sin que lograran alcanzar el fondo, Evans empezó a forjarse la imagen de una «tumba primitiva con cúpula» muy antigua, que podría demostrar que la forma arquitectónica, atribuida a la Grecia micénica de Schliemann, se remontaba a una época muy anti-

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gua de Creta. «Sin ninguna novedad sobre la “ tumba” », escri­ bió Bosanquet a su esposa a principios de abril; se estaba recu­ perando de una enfermedad en Villa Ariadne, aprovechando las comodidades que ésta ofrecía. «Aún no se ha llegado al fondo del hoyo; se sigue excavando lentamente sin alcanzar la roca fir­ me. Sin duda será superior al tesoro de Atreo en Micenas, pero no podemos estar aún seguros. Podría haber sido una cisterna, en vez de una tumba.» N o obstante, Bosanquet compartía la excitación de Evans en cuanto a aquel agujero que parecía no tener fondo, ya que en la carta añadía: «Si encuentras Los héro­ es de Kingsley, léele a Carol [su hijo] tanto sobre Teseo como del Minotauro, siempre y cuando no le aterre demasiado, y cuén­ tale que estoy ayudando a excavar las ruinas del laberinto».4 El gran «hipogeo», como Evans llamó a esta bóveda subterránea, resultó ser una inmensa cisterna de agua, como Bosanquet había sospechado —de quince metros de profundidad y ocho de ancho en la base—, excavada en el lecho de roca blanda, y tenía una escalinata con ventanas interiores que cerraban un lado. Es cier­ to que era una asombrosa obra de ingeniería de principios del primer período (en torno al año 2000 a. C.), pero no era la tum­ ba que Evans esperaba encontrar. Seager estaba excavando tumbas antiguas en el minúsculo islote de Mochlos, en la costa noreste de la isla, y Evans, en un gesto de colaboración poco habitual, dejó Knosos para unirse a él durante unos pocos días. Informó de sus logros en el Times, y elogió una «serie de pequeños objetos de oro sorprendentes ..., de tan bella elaboración como los mejores tejidos de Ale­ jandría de principios de nuestra era; hojas y flores artificiales, y (sin duda los antiquísimos predecesores de las máscaras de oro de las tumbas micénicas) tiras de oro con grabados y ojos repu­ jados para proteger las vendas que cubrían los ojos de los muer­

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tos». Evans nunca ocultó su deseo de encontrar antecesores para cada aspecto de los micénicos de Schliemann, de modo que explotaba al máximo cualquier pista que apuntara a Creta. Seager, un joven cualificado, tenía dificultades para recaudar dine­ ro para su trabajo, porque, al igual que a Evans, el público lo con­ sideraba el hijo de un hombre rico y creía que él mismo podía costearse el trabajo de investigación. Por otra parte, las insti­ tuciones norteamericanas no iban a tomar en serio a los exca­ vadores de su país que había en Creta, a menos que ayudaran a encontrar los orígenes de la Grecia clásica, un elemento esen­ cial en la identificación ideológica de los Estados Unidos con la Atenas de Pericles y la primera democracia del mundo. Los Padres Fundadores se habían hecho a sí mismos con la demo­ cracia ateniense, hasta el extremo de sugerir el griego ático del siglo V a. C. como lengua oficial de la nueva democracia, del mismo modo que los nuevos edificios oficiales reflejaban la adopción de los ideales áticos. Las instituciones norteamerica­ nas querían ser asociadas con la búsqueda de los orígenes de Grecia, lo cual recordó a Evans los problemas que tenía en Gran Bretaña para ser reconocido en el campo de la arqueo­ logía egea. «Cuando hablo del trabajo del señor Seager, estoy en lo cierto», escribió Evans pocos meses después en una carta de recomendación para la American School o f Classical Studies (la escuela de cultura y civilización clásicas) de Atenas. No solamente tiene, como dicen los franceses, la main hereuse con las labores de descubrimiento, sino que su trabajo de excavación e investigación posee un profundo rigor científico ... Los métodos que busca son aquellos que mejor le permiten recuperar los orígenes de la civilización euro­

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pea en Creta y buena parte de los fundamentos sobre los que se asienta la cultura clásica más reciente. Son todo un contraste con la tendencia que existe en algunos ámbitos a tratar estos monumentos tan antiguos desde una perspec­ tiva subjetiva.5 Seager estaba encantado con que «el decano de los excavado­ res de Creta», como solía llamarle, publicara sus descubrimien­ tos. Igualmente encantados estaban Harriet Boyd y su esposo, Charles Hawes, un antropólogo de Cambridge6 que pidió a Evans que escribiera el prefacio a su estudio general de un libro con el título idóneo de Crete, y el subtítulo The Forerunner of Greece (Creta, la precursora de Grecia), añadido para promocionar la venta en el mercado norteamericano. En Knosos, Doll reanudó las labores de restauración de Fyfe en las dependencias domésticas, donde observó que las vigas de madera añadidas al salón de las Hachas de Doble Filo en 1901 habían «resultado ser insuficientes para soportar los violentos extremos del clima de Creta», con lo que buena parte de la plan­ ta superior debía ser desmantelada y reconstruida. Doll recons­ truyó casi todo el megarón de la Reina, y tuvo ocasión de abrir algunas de las ventanas obstruidas de los patios inferiores, lo cual permitió a Evans imaginar «la luz penetrando entre los pilares y las columnas como en tiempos antiguos ... En el pequeño baño de atrás, entra sigilosamente en tonos más suaves». Com ­ partió esta visión con los lectores del Times: «Ilumina débil­ mente la cornisa con espirales pintadas, que descansa sobre el friso y cae sobre la pequeña bañera de terracota que sigue allí, como si alguien la hubiera abandonado hace tres milenios y medio. La bañera presenta un dibujo con unas características que marcan en final del estilo palaciego. ¿Quién fue el último

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en usarla?». Y en respuesta a su propia pregunta, Evans imagi­ nó: «¿Acaso una reina, una madre que abrigaba alguna espe­ ranza para Minos, esperanza que se malogró?».8 Hacía alusión a la destrucción del palacio al final del M inoico Reciente II. Esta alusión sentimental a «alguna esperanza para Minos», que escribió en agosto de 1908, debió de surgir al final de un perío­ do de meditación durante el cual Evans reflexionó sobre su rela­ ción con su propio padre, John Evans «el Grande», fallecido en su ausencia a finales de mayo. Su padre también había deposi­ tado en él una esperanza, pero ésta se había cumplido. Evans heredó una «fortuna considerable» de su progenitor, según cuenta Joan Evans, y en octubre de aquel mismo año here­ dó todo el patrimonio de la familia Dickinson al fallecer el últi­ mo heredero. Por tanto, Evans pasó a ser más rico y célebre de lo que había sido su padre, y acariciaba su propia esperanza, aun­ que era improbable que se realizara como la de aquél. Evans adop­ tó a Lancelot Freeman, el hijo de un hermano de Margaret que había emigrado a América, y «le prodigó toda clase de ventajas», recordaría su hermanastra. Sin embargo, Lance era «un niño de­ licado, poco dado a las actividades intelectuales» y con pocas posi­ bilidades de tener éxito en el mundo académico.9 Así, prefirió hacer carrera en la escuela militar de Sandhurst. Evans no tardó en adoptar a otro niño frágil y sencillo, al que Joan Evans excluyó ex profeso de la biografía que escribió de su hermanastro, a pesar de que se convirtió en el centro de devoción de Arthur, o precisamente debido a ello. James Candy, uno de los seis hijos de un matrimonio pobre de arrendatarios que vivían al pie de Boars Hill en 1902. Cuando Evans lo cono­ ció durante la exposición de flores que ofrecía en Youlbury cada año, era un niño enfermizo a quien, después de ser ope­ rado de mastoides dos veces sin resultados (la misma operación

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que provocara la muerte de Schliemann), una infección le había afectado al oído derecho. Evans vio al niño llorar porque no veía el juego de tira y afloja entre dos equipos locales y, con el permiso de su madre, Evans lo aupó y lo sentó sobre sus hom­ bros. Más adelante, cuando Candy se unió a unos amigos para fundar una tropa de boy scouts en Boars Hill, Evans le dedicó más atenciones. James Candy y sus amigos eligieron a Arthur Shepherd, un niño mayor de Boars Hill, jefe del grupo para que les repre­ sentara en aquel nuevo movimiento que se estaba extendien­ do por toda Inglaterra. El coronel Robert Baden-Powell, céle­ bre en Mafeking, fundó la asociación de los Boy Scouts en 1908 para combatir lo que él consideraba el estado de degeneración social que predominaba en Inglaterra tras perder la guerra surafricana. Bajo el simple lema «Estad preparados» [en inglés, “Be prepared”, es un ju ego de palabras con sus iniciales], BadenPowell divulgó un código de conducta moral llamado «Las nor­ mas del scout» en una gran campaña periodística, apoyada con conferencias, que no tardó en penetrar en todos los estratos sociales. Promulgó nueve preceptos basados en el honor, la leal­ tad, la autoridad (de Dios hacia bajo), la caridad, la fraternidad, la cortesía, el respeto por el reino animal (aunque matar a un animal para alimentarse estaba permitido), la obediencia, la ale­ gría y la frugalidad (para que el dinero sobrante pudiera darse a los necesitados).10 El lenguaje positivista del m ovim iento Boy Scout atrajo la atención de Evans, así como las actividades al aire libre pensadas para crear jóvenes sanos que amaran y res­ petaran la naturaleza, de modo que no tardó en unirse a la aso­ ciación. Permitió el uso público de las veintiocho hectáreas de bosque de Boars Hill, y donó la casa sobre pilares que había edi­ ficado para Margaret, para que fuera el cuartel general.

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Evans se unió al movimiento Boy Scout para el resto de su vida, y al final de ésta se le otorgó el premio más elevado, el Lobo de Plata, en 1938. Se tomó muy en serio las normas del scout, como contó en sus memorias sir Mortimer Wheeler, uno de los pioneros de la arqueología india. Wheeler era un recién licenciado sin un céntimo cuando conoció a Evans en un comi­ té extraordinario que concedió al joven investigador una beca prestigiosa, bien que exigua, de cincuenta libras al año: Sin lugar a dudas, mi futuro estaba escrito: tenía que ser arqueólogo; pero todo lo demás era terreno pantanoso. Al alejarme lenta y pensativamente por el largo pasillo, oí unos pasos ligeros que me seguían. Me di la vuelta y vi la figu­ ra menuda de Arthur Evans, tratando de recuperar el alien­ to después de la carrera. «Cincuenta libras —dijo con aque­ lla voz tranquila—, no es mucho; me gustaría doblar la cantidad». Y se marchó casi antes de que pudiera darle las gracias. Aquel gesto típicamente generoso de Evans cam­ bió todo el cariz de la situación.11 Quizás Wheeler no reparó en que Evans se había limitado a cumplir la tercera y la novena normas de un scout. Al poco se añadió la décima —«Un scout es puro de pensa­ miento, palabra y obra»—para solucionar un dilema moral espe­ cífico al que Baden-Powell se enfrentó toda su vida, según cuen­ ta Tim Jeal, su biógrafo más reciente y convincente. Seguramente, la cláusula de la «pureza» se derivaba de la actitud del coronel hacia toda forma de sexo, pero en concreto la masturbación y los «infames» actos homosexuales. Jeal está de acuerdo con el consenso general de que Baden-Powell tuvo una relación «emo­ cional muy intensa» con un tal comandante Kenneth McLaren,

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que sirvió con él en Mafeking y a quien describía como «mi mejor amigo del mundo», si bien sostiene que siempre fue «físi­ camente casto». La repulsión de Baden-Powell por la mastur­ bación quedaba demostrada en una descripción muy gráfica en el texto original de su manual para scouts, que el editor censu­ ró por ser excesivamente explícita. Así empezaba su intento de aterrar a posibles transgresores del código moral: «La conse­ cuencia del placer solitario es que, con el tiempo, el niño siem­ pre —que quede claro: siempre—se vuelve débil, nervioso y tími­ do ... Tiene dolores de cabeza, le palpita el corazón, y si va demasiado lejos, a menudo pierde la cabeza y se vuelve idiota. Un elevado número de los locos de nuestros manicomios deben su trastorno al hecho de entregarse a este vicio». Jeal sugiere que «las propias inquietudes sexuales que tenía Baden-Powell eran la causa de aquella oposición desmesurada a la masturbación, pues los hombres jóvenes le parecían bellos y solía sentir lo con­ trario por las mujeres,..., dado que el interés por el sexo parecía conducir a los niños con toda seguridad a tener una actitud «in­ fame» hacia las mujeres, o bien a una inclinación por “ el amor que no osa decir su nombre” , debía ser aplastado con una férrea fuerza de voluntad».12 Por otra parte, había que tener presente la opinión públi­ ca y la ley. Sólo habían pasado veinte años desde que el mar­ qués de Queensberry acusara al poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde de sodomía, entonces un grave delito. La acusa­ ción dio lugar a un debate sobre los males de la homosexuali­ dad, y a la humillación, el encarcelamiento y la consiguiente muerte prematura de Wilde en 1900. El famoso juicio contra Wilde dejó claro que la conducta homosexual era degenerada y el público británico no iba a consentirla. En aquella época, muchos homosexuales, entre ellos Wilde, se casaban y forma-

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ban familias, pero reprimían sus verdaderos sentimientos. Evans tuvo que enfrentarse a un dilema personal similar. Había con­ traído matrimonio con Margaret Freeman, a la que le unía una buena amistad y por la que sentía auténtica admiración, pero había reprimido su preferencia por la compañía masculina. Ima­ gino que dominó sus deseos homosexuales, al igual que BadenPowell, pero, a diferencia de éste, con el tiempo acabó por en­ tregarse a ellos. Cuando Arthur Shepherd llegó con su tropa de scouts has­ ta la entrada de Youlbury para una inspección, trajo una nue­ va dicha a la vida de Evans. «Imagine qué cara pusimos cuan­ do llamamos al timbre, y sir Arthur nos abrió para recibirnos», escribió Candy en su autobiografía, «de pie, en su majestuoso vestíbulo, donde las baldosas blancas y negras de mármol for­ maban un laberinto con el Minotauro en el centro». El cari­ ñoso recuerdo que Candy tenía del «hombre más amable que he conocido nunca» aporta una mirada sincera de la vida ínti­ ma de Evans en su «guarida». Candy pensaba: «Al recordar aquellos días, poco a poco me fui dando cuenta de cuánto le gustaba hablar conmigo y jugar a ciertos juegos, como el “ robo de la bandera” , que consistía en ir a gatas entre los helechos y hacerse con la bandera del opo­ nente ... Al parecer, sir Arthur reparó en que yo estaba muy pálido, y preguntó a Arthur Shepherd si sabía por qué». Evans fue a ver a los padres de Candy y se prestó a ser el tutor del niño, a lo cual accedieron, pues no tenían medios para afron­ tar los problemas de salud de éste y entendieron que era una gran oportunidad para su hijo de ocho años. «De vivir en una casa de labranza, pasé a vivir en una mansión», recordaba Candy. «Cuando el chófer llamó al timbre y Emma, la doncella, me lle­ vó ante sir Arthur y dijo “ sir Arthur, el señorito Jim m ie” , mi

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vida entera cambió. La primera sorpresa fue que sir Arthur me dio un beso.» Y es que su padre nunca le había besado. «Para mí, aquella casa era de otro mundo. El lujo, la elegancia, la amplitud de las salas, los cuadros, los tapices ..., pero lo que más me impresionó ... fue la cantidad de habitaciones ... los cinco cuartos de baño, en concreto, un baño romano con tres esca­ lones para bajar hasta él.» Al recordar aquella primera visita fas­ cinante a Youlbury, añadía un detalle entrañable, y es que un inglés Victoriano como «sir Arthur, con baños de sobra, prefi­ rió usar toda su vida una gran bañera de estaño que guardaba bajo la cama». Mostraron a Candy su habitación, que estaba junto a la de Evans y tenía una campanilla: «Si necesitaba algo durante la noche, acudiría a reconfortarme», recordaba Candy con cariño.13 La rutina diaria en Youlbury empezaba a las ocho, cuando Ada Porter, el ama de llaves, llegaba a las habitaciones con un plato lleno de la fruta del jardín y preparaba la ropa de Evans, que encargaba a medida: ... pese a ir contra la moda del momento, los pantalones no debían tener vuelta. Las botas (no podía llevar zapatos) tenían que ser sin cordones, por considerarlos «una pérdi­ da de tiempo». De modo que tenían un tirador en la par­ te delantera y otro detrás del talón, lo cual le permitía ponér­ selas deprisa. No soportaba perder el tiempo, de manera que los cuellos de las camisas eran fijos, duros y vueltos [y] nunca le faltaba Prodger, su famoso bastón.14 El gong del desayuno sonaba alas nueve. «¡Qué festín!», se mara­ villaba Candy años después. «Había copos de avena, jamón coci­ do o arenques ahumados, huevos con panceta y riñones, todo

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caliente, y podíamos servirnos tanto cuanto quisiéramos.» Des­ pués del desayuno, Evans iba a la biblioteca, donde la señora Judd, la cocinera, y le mostraba la pizarra con los menús del día para que diera su aprobación. Esta tenía a su cargo una ayu­ dante de cocina, una fregona y un muchacho que se encarga­ ba de limpiar los zapatos y de ir a buscar madera y carbón. Cua­ tro sirvientas de la planta baja quitaban el polvo y limpiaban vestidas con uniformes exclusivos para las mañanas, mientras Evans pasaba horas escribiendo con una pluma de oca blanca, que usó durante toda su vida, pese a que la máquina de escri­ bir se había inventado en 1873 y su uso se había extendido ya.15 El almuerzo, que servían dos doncellas, consistía en un menú con tres platos y café; una vez terminaban, Evans dormía una siesta en la biblioteca. Se despertaba a las tres y, a menudo, daba un paseo por el jardín, que el señor Osbourne, el jardi­ nero principal, y cuatro ayudantes, mantenían impecable. «Po­ día hablarte con facilidad ya sobre la vida del fondo del lago, como de la arqueología de Knosos»,16 o de la taxonomía de las mariposas o de cualquier cosa con que toparan. Candy recor­ daba que Evans «siempre llevaba encima su propia herramien­ ta de excavación: se dejaba crecer unos seis milímetros la uña del dedo meñique derecho». «Ello le permitía retirar la tierra de los objetos hallados. Es como si todavía le viera: inclinado, mirando de cerca un objeto pequeño, tratando de introducir la uña entre las grietas y ranuras.»17 Si el tiempo lo permitía, juga­ ban al criquet en el césped; ésta era una de las pocas ocasiones en que Evans usaba quevedos para ver la pelota. Cuando tenía ganas de aventuras, Arthur se llevaba a Jimmie y a su niñera con la majestuosa limusina negra de tres asientos de la marca Wolseley, que solía conducir un ayudante, Charlie Mott. A menu­ do iban a explorar abadías o catedrales en ruinas, para regresar

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a la hora del té, que tomaban en un magnífico salón, donde Evans hacía las veces de maestro de ceremonias, rodeado de sus queridos cuadros de Bronzino, Caravaggio y artistas renacen­ tistas de las escuelas veneciana y veronesa, así como de los bor­ dados traídos de las islas griegas y los Balcanes, mientras solta­ ba largas peroratas sentado en su silla predilecta. A las seis en punto, regresaba a la biblioteca a escribir car­ tas. La cena se servía a las siete, «y pobre de ti si llegabas tarde», contaba Candy. Este se ponía una chaqueta de la reputada escue­ la de Eton y seguía a Evans, ataviado con un traje de color oscu­ ro, hasta el comedor, donde les esperaba una espléndida mesa con un centro de flores frescas. Nunca se bebía antes de cenar, aunque la cena siempre iba acompañada de vino, y champaña cuando había invitados. «Un menú habitual —recordaba Candy— eran ostras, faisán con la guarnición tradicional, budín y un bocado salado, y para terminar cualquier pieza de fruta del tiem­ po cultivada en el invernadero.» El café se tomaba en el salón, donde Emma servía whisky de una licorera al señor y galletas de una caja de plata a su pupilo. Era ei momento para los ju e­ gos de salón, y como Evans no era un hábil jugador de bridge —perdía la cuenta de los números—prefería el whist, el solitario o las charadas. Cuando Candy empezó a crecer, Evans le reta­ ba al billar, juego que le encantaba, pero en el que siempre per­ día debido a sus «problemas de visión», contaba Candy. Estos eran tales que, de noche, «a menos que llevara una linterna o alguien le guiara, tropezaba con árboles y arbustos». Por últi­ mo, a las nueve y media en punto, hubiera o no invitados, Evans se retiraba a dormir.18 Youlbury abría sus puertas a los niños de la comunidad la noche de Reyes, para celebrar la adoración de los Reyes Magos al niño Jesús. En su versión particular de la Epifanía, Evans apa­

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recía como el Minotauro para devorar a los niños, al entrar éstos en el vestíbulo y pasar por el centro del laberinto representa­ do en las baldosas. Arthur daba un baile formal al que llamaba «cotillón», un baile de salón francés en el que participaban cua­ tro parejas de pie, formando un cuadrado (la distribución ha sobrevivido en la actualidad en «la cuadrilla»). Una orquestra marcaba la pauta y los jóvenes bailarines se ofrecían «regalitos» que Evans les proporcionaba. Al final del festejo, se servían dos grandes pasteles, uno para los niños y otro para las niñas, cada uno de los cuales contenía una judía; quienes la encontraban eran coronados como rey Minos y reina Pasífae, eran invitados a sentarse en dos réplicas de caoba del trono de Knosos, y los demás los honraban con un baile final. Para los niños de Boars Hill y Oxford era el acontecimiento social más importante de aquella época del año.19 «Rebosaba gentileza; pero, claro está, cuando te ordenaba algo, diantre, tenías que obedecer.» Candy recordaba que, a los sesenta años, Evans aún mantenía su «genio volcánico» intacto. «Le costaba poco enfadarse, pero también perdonar, y era tes­ tarudo, y algunos de sus compañeros arqueólogos lo conside­ raban un poco tirano», reconocía Candy. «Sabías que iba enfa­ darse en cuanto empezaba a rascarse la parte de atrás de la cabeza ... Muchas veces, si íbamos a un hotel y sir Arthur pedía el almuerzo o un cuchillo o tenedor, y el camarero le hacía espe­ rar, se ponía “hecho una furia” y lo reprendía a diestro y sinies­ tro delante de todo el mundo.» «Usted sabe que le he dado a Jimmie un pedazo de mi cora­ zón», confesó Evans a la madre de Candy, y no cabe ninguna duda. Joan Evans era consciente de la inclinación de su her­ manastro por los jóvenes, de modo que jamás mencionó a Candy en su biografía de Evans, bien porque sospechara que había teni-

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do algún trato ilícito con el muchacho, bien por miedo a que otros pudieran pensarlo. Aun así, el cariñoso recuerdo de Candy demuestra que el amor que Evans sentía por él era paternal. En 1908, Evans tomó una decisión sin precedentes: anun­ ció que iba a dejar el Ashmolean. Nadie había hecho algo así en Oxford, y lord Curzon, el rector de la universidad, le escri­ bió para decirle: «Su verdadero monumento es el Ashmolean en sí mismo ..., sería irreconocible para un habitante de Oxford de veinticinco años atrás». Y sugería: «... aunque renuncie a su puesto, confío en que ello no supondrá ruptura alguna entre usted y la universidad». De manera que Evans aceptó un cargo honorario de conservador, que le permitía tener una plaza per­ manente en el organismo rector.20 Hogarth ocupó su puesto de conservador del Ashmolean en 1909, y participó activamente en la enseñanza. En junio, Evans fue nombrado profesor extra­ ordinario de arqueología prehistórica en la universidad, un pues­ to honorario con un sueldo simbólico y escasas obligaciones, y, a partir del año siguiente, cuando John Myres aceptó la cáte­ dra Wykeham de Historia Antigua, creada hacía poco tiem­ po, los tres avezados arqueólogos desempeñaron un papel impor­ tante en definir el currículum de una nueva generación de arqueólogos de Oxford. La nueva situación permitió a Evans dedicar todo su tiem­ po a la publicación de su trabajo en Knosos y dar los últimos toques al primer volumen de Scripta Minoa, un corpus completo de las inscripciones jeroglíficas de Creta. En él daba sus razo­ nes en favor del origen minoico del alfabeto fenicio que los pos­ teriores colonizadores griegos en Levante adaptaron para escri­ bir en su lengua. Era el mismo argumento que había dado más de diez años atrás en «Cretan Pictographs» (Pictografías cre­ tenses).21 Con un conjunto de pruebas mucho mayor, consi­

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guió apartar Egipto —entendido hasta el momento como el pue­ blo que había influido en los fenicios—de la línea de transmi­ sión cultural que culminaba en los textos más importantes de la Grecia clásica. Evans pasó la campaña de 1909 en Knosos supervisando las «reconstrucciones» de Doll en las dependencias domésticas del palacio, y buscando en las laderas próximas a Isopata, junto a Gregóri y Mackenzie, los restos de la Tumba Real y del cemen­ terio del segundo gran período del palacio. Evans estaba con­ vencido de que, en aquella zona, debía existir un cementerio similar con los restos de los edificadores y gobernantes del pri­ mer palacio. Sin embargo, tan sólo hallaron más tumbas del últi­ mo período que, pese a haber sido objeto de saqueos en la Anti­ güedad, aún contenían pequeños tesoros que habían pasado inadvertidos, uno de los cuales indujo a Evans a replantear la religión minoica. El anillo de Isopata, una minúscula sortija con sello que encontró en un rincón de la primera tumba en la que entraron, tenía grabado en el sello cuatro mujeres adultas en un campo de lirios, vestidas con las típicas faldas minoicas con volantes. Tres de ellas adoptan posturas de veneración, mien­ tras que la figura central tiene la cabeza inclinada, la mano dere­ cha alzada y la izquierda junto al cuerpo. A Evans le sorpren­ dió la similitud de la posición de las manos de la figura central con un ademán particular que conocía muy bien por el baile religioso contemporáneo de Evans, que se practicaba a poco más de un kilómetro de aquella tumba. La Academia Derviche de Tekke, a medio camino ente Knosos e Isopata en el reco­ rrido que Evans hacía cada mañana, cuyo abad era un buen ami­ go suyo y de Mackenzie, era el paralelo viviente para aquella antigua escena. Los derviches son una secta mendicante musul­ mana muy conocida por su «danza de giros». Esta consiste en

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girar sobre un pie, alzando al tiempo la mano derecha con la palma hacia arriba, con la izquierda bajada, símbolo de ofren­ da y aceptación. A medida que el baile se acelera, entran en trance para perder su identidad personal y alcanzar así la unión con su dios. La posición de las manos de la figura central del anillo y la de los derviches llevó a Evans a pensar que las muje­ res interpretaban «una suerte de danza orgiástica» para invocar a su diosa, que en la escena aparecía representada como una figura minúscula descendiendo del cielo. Ilustró el funciona­ miento de aquella práctica tomando como ejemplo un docu­ mento egipcio sobre el príncipe Badira de D or (lo cual le hizo suponer que era «de una ascendencia colonial en buena parte de origen cretense»), en que aparece haciendo una ofrenda a su dios, que a su vez «posee a su mensajero principal, a quien le invade un delirio extático, determinado por una danza. Bajo este estado, expresaba órdenes divinas».22 Así, el concepto de ex­ presión extática en la religión minoica pasó a formar parte de la interpretación teutónica que Evans había dado al período más temprano de Creta.23 Quizás esta asociación con el sacerdocio masculino musul­ mán coetáneo de Evans le indujo a idear la ingeniosa teoría de que el a n illo de Isopata y otros parecidos estaban hechos «in usum mortuorum, y que se introducían en los dedos cuando la carne ya estaba en estado de descomposición», ya que el diá­ metro interior del a n i l l o (1,4 por 1,2 centímetros) era «dema­ siado pequeño para un adulto».24 Con esta hipótesis rechazaba la alternativa de que el anillo pudiera haber sido de una mujer delgada con manos pequeñas, acaso porque le costara aceptar que una mujer pudiera tener una función tan importante para poseer tanto el a n i l l o como una tumba bien construida. Esto habría significado que las impresiones hechas con anillos de oro

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que habían hallado en el palacio de Knosos habrían sido estam­ padas por mujeres con cargos de autoridad, una idea que supe­ raba la imaginación de Evans o de la sociedad de su época, que limitaba los derechos de las mujeres, ni siquiera les permitía votar y mucho menos tener un cargo político. Por el contrario, el sexo y la talla internacional de Evans hacían de él un atractivo candidato para ocupar un cargo públi­ co. El verano de 1909, recibió una carta en Knosos en la cual se le pedía que se presentara como diputado parlamentario para la Universidad de Oxford en las elecciones generales de 1910. Por consiguiente, pasó los seis meses siguientes haciendo una campaña para un cargo político en el que no creía, y para un puesto que no quería ocupar. «La comedia llegó a su fin —comen­ taba Joan Evans—, -en diciembre, cuando vio con claridad que no tenía bastante apoyo y se retiró de la candidatura. N o obs­ tante —señalaba—, aquello sirvió para despertar en Evans repul­ sión por la política.»25 El Real Instituto de Arquitectos británicos (el instituto bri­ tánico de arquitectura) obsequió a Evans con la R oyal Gold Medal por el fomento de la arquitectura en una solemne cere­ monia que se celebró el 1 de noviembre de 1909. El presiden­ te del instituto empezaba así su discurso: «Mientras la mayoría ocupamos el tiempo con objetivos y provechos personales que nos beneficien o nos permitan progresar, concediendo impor­ tancia a la grandeza de nuestro arte y acaso también al necesa­ rio pan de cada día, entre nosotros hay un pequeño grupo de hombres que trabajan en una esfera superior, hombres que dedi­ can su vida a ampliar el conocimiento humano». Mencionó a científicos que investigaban para hallar un remedio contra «la enfermedad y el dolor» y a exploradores que cruzaban desier­ to y montañas para «incrementar los recursos del hombre», pero

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resaltó que en el mundo habitado había algo de mayor interés para un arquitecto, y añadió: «... debemos mucho a esos entu­ siastas aventureros que han dedicado sus vidas a descubrir reli­ quias de antiguas razas ... que nos muestran cómo el hombre ha vivido, luchado y creado». El primer «aventurero» en reci­ bir la medalla había sido sir Henry Layard, cuyos toros de Nini­ ve aún vigilan la entrada a la colección asiría del Museo Britá­ nico. El siguiente en recibirla fue Schliemann por la «inagotable tenacidad en su propósito», gracias a la cual descubrió Troya y Micenas. La tercera medalla le correspondía a Evans, que «había consagrado su intelecto, su tiempo y sus medios» a des­ cubrir «el palacio de Minos», que, «sin exagerar, revolucionó al completo las ideas asentadas sobre las civilizaciones antiguas de la cuenca del Mediterráneo». Y concluía: «Ha convertido el mito en historia y la vaga tradición prehistórica en un hecho establecido. Gracias a él, sabemos que Homero no era un román­ tico fabulador, sino un historiador». Evans aceptó con gratitud la medalla, y destacó que en rea­ lidad debía extenderse aquel honor a «aquellos que han com­ partido el trabajo de Creta conmigo», y mencionó a Macken­ zie, Fyfe y Doll. Acto seguido, presentó sus argumentos a favor del «palacio de Knosos como santuario» con numerosas diapo­ sitivas, e invitó a los arquitectos presentes a imaginar el Knosos de Minos como el Vaticano de Roma, «con santuarios por todas partes y salones con funciones rituales». En concreto, hizo hin­ capié en los argumentos para identificar la zona de los almace­ nes del templo con el santuario principal representado en los frescos en miniatura, hipótesis que, de hecho, había planteado desde la primera temporada de excavación. Por otra parte, Gilí iéron había hallado más pruebas a favor con unos frescos limpia­ dos recientemente, que había recolocado sobre la pintura que

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mostraba el santuario en el centro de una composición larga y estrecha, con la presencia de majestuosas mujeres a cada lado, y al fondo una muchedumbre en un patio rectangular (en la actualidad, se lo conoce como el «fresco Panorámico»). Del mis­ mo «montón» de fragmentos de yeso pintado hallado en 1900, Gilliéron unió unos cuantos para formar lo que Evans interpre­ tó como «una multitud de espectadores sentados en un recinto cerrado con olivos —es evidente que se trata del temenos (recin­ to) de un olivar sagrado—, contemplando una danza orgiástica, como las que se celebraban en honor a la diosa madre minoi­ ca».26 Finalmente, remató la presentación con una magnífica dia­ positiva del anillo de oro de Isopata, su nueva aportación a la devoción minoica. Dado que Evans creía que la diosa madre minoica pasó a ser con el tiempo Afrodita-Ariadna, propuso: «El patio, con bailarinas pintadas en un fresco —que claramente era parte del organismo real del palacio—, se empleaba para repre­ sentar la verdadera “ sala de baile de Ariadna” que según la tra­ dición homérica Dédalo construyó “ en el vasto Knosos” ».27 Para Evans, la danza de Ariadna era de carácter orgiástico y proba­ blemente se celebraba en la zona teatral, al oeste del palacio.

La biografía minoica ilustrada Sin lugar a dudas, Evans había convertido «la vaga tradición prehistórica en un hecho establecido» a los ojos de quienes pro­ tegían el conocimiento, de modo que le propusieron redactar su nuevo capítulo de la historia para la décimo primera edición de la Encyclopaedia Britannica, «un diccionario de las artes, las cien­ cias, la literatura y de información general». El palacio de Kno­ sos, «con sus magníficas obras de arte, que el arquitecto Déda­

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lo construyó para Minos, ya no pertenece al reino de la imagi­ nación», afirmaba en la entrada del diccionario. «Con el des­ cubrimiento de tales restos, ya no basta relegar Minos a la esfe­ ra de los mitos del sol. Su legendaria presentación como el “ amigo de dios” —al igual que Abraham o Moisés, a quienes se reveló la ley en la montaña sagrada—evoca sin duda a un rey sacerdote de la Antigüedad, como invita a pensar la existencia del palacio-santuario de Cnossus.» A pesar de que las inscrip­ ciones de Creta aún estaban por descifrar, Evans interpretó que «los títulos de una sucesión de dinastías minoicas» aparecían en sus fórmulas reiterativas. Ello le hizo ir más allá y sugerir que los dos perfiles masculinos de las impresiones sobre arcilla de los almacenes del templo —una de las cuales presentaba una ins­ cripción—eran «los rostros de un hombre y un niño retratados, que evocaban las imágenes que se acuñaban en las monedas de la R om a imperial». Mencionaba el caso de Severo, el empe­ rador romano del siglo I I, y a su hijo y sucesor Caracalla, que a menudo aparecía retratado en las monedas.28 En 1911, Myres publicó El amanecer de la historia, obra que alimentó aquella supuesta personificación de «Minos de Cnossus», al que des­ cribía como «un monarca que gobernó los mares y atemorizó la tierra, absoluto e implacable, aunque sólo por aplicar una jus­ ticia inflexible».29 Al tiempo que los minoicos entraban en la historia, y Evans y Myres componían una biografía ilustrada del dirigente más conocido de la Creta antigua, Un crítico anónimo hacía una evaluación de los diez primeros años de la «Creta minoica» en la Edinburgh Review y contribuía, así, a la recreación fantástica de aquéllos. «Minos tiene un lugar en la historia de Grecia aná­ logo en algunos aspectos al de Carlomagno en la literatura de los últimos años de la Edad Media», decía el crítico, afirmando

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con ello que en Creta había existido un soberano de la misma talla que Carlos I de Francia, coronado Sacro Emperador Roma­ no en el año 800, y prototipo de rey y emperador cristiano en toda la Europa medieval. El lazo directo del monarca cre­ tense con las naciones occidentales iba «de Knosos a Micenas, de Micenas a Atenas, de Atenas a Alejandría, de Rom a a Bizancio ... para pasar por toda la Edad M edia y el Renacimiento hasta nuestros días», y la prueba material que demostraba esta descendencia cultural lineal representaba «el triunfo de la pala sobre la pluma».30 Las teorías astrales de Fick no tenían cabida en aquella interpretación literal de las leyendas y los mitos de Grecia. Evans reanudó sus labores de excavación a principios de 1910 e informó cansinamente al Times: «Un yacimiento arqueo­ lógico como el de Knosos nunca tiene fin». Y proseguía: «... las responsabilidades que debe asumir el explorador no se aligeran mucho con el paso de los años».31 Se dedicó sobre todo a «labo­ res de conservación y reconstrucción urgentes» en las depen­ dencias domésticas, pero su espíritu indagador lo llevó a las lade­ ras situadas al norte de la tumba real, donde Gregory había hallado «hinojo silvestre con raíces muy profundas, que al pare­ cer tiende a crecer en terreno sobre antiguas zanjas, [y que] a menudo le servía de guía», como en aquella ocasión, que le condujo hasta seis nuevas tumbas. Evans aún tenía la esperan­ za de encontrar un cementerio del período más temprano del palacio, pero aquellas nuevas tumbas no resultaron ser más que una prolongación del mismo cementerio. Aun así, una de ellas presentaba unas nuevas características que, según creía Evans, decía mucho a su favor en cuanto al antiguo debate con R o u ­ se. La cámara subterránea estaba rodeada de bancos, y el hoyo de la sepultura tenía forma de hacha de doble filo; es más, en

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el suelo de aquella antigua tumba saqueada, entre armas y vasi­ jas esparcidas, aún había dos hachas de doble filo de bronce de carácter votivo, de unos veinte centímetros de ancho. En aquella «tumba de las hachas de doble filo», como Evans la lla­ mó, también encontraron partes sueltas de un segundo riton con forma de «cabeza bovina», como la del «palacete», pero con in­ crustaciones cuadrifoliadas que Evans volvió a comparar una vez más con la «decoración cruciforme convencional que es indicativa de las manchas en algunas vacas de la diosa egipcia Hator».32 La tumba es equiparable a las halladas en la Tebas egip­ cia, donde Hator, en su forma bovina, era adorada como una diosa mortuoria —porque los muertos deseaban ser «seguido­ res de Hator»—, que protegía al sol de las fuerzas de las tinie­ blas.33 N o obstante, Evans, satisfecho de que volviera a demos­ trarse la función sagrada del hacha de doble filo, sacaba la siguiente conclusión: «Así pues, la tumba era a la vez una capi­ lla, donde el guerrero fallecido encontraba la protección de la diosa madre, prehistórico culto cretense en el Más Allá».34 Gilliéron siguió trabajando en los frescos del palacio; aña­ dió la parte superior del cuerpo a los pies del «fresco proce­ sional» en la entrada que Evans empezó a llamar «el pasillo del vestíbulo real». La figura principal era una mujer ataviada con la falda de volantes minoica, a cuyos lados aparecían parejas de jóvenes veneradores acompañados por «músicos sacerdota­ les tocando flautas y liras», inspirados por los músicos repre­ sentados en un sarcófago hallado hacía poco en Ayia Triada, cerca de Faisto. Contrataron la maestría de Gilliéron aquel año en Tirinto, donde Kurt Müller, del Instituto Arqueológico de Atenas, encontró lo que Evans consideró «un montón de fragmentos de frescos de un estilo que se corresponde casi exactamente con

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el del período más reciente del palacio de Knosos», aun así, observó, «[presenta] una divergencia característica con el ves­ tuario minoico». Ello le hizo pensar que «los “micénicos” de la Península representaban una cultura aliada, bien que inde­ pendiente, que se distinguía por unos rasgos nacionales con­ cretos, distintos de los pueblos de la Creta contemporánea». Los primeros frescos de Tirinto mostraban una procesión de gue­ rreros de tamaño natural —algo impensable en Creta—y una escena en miniatura con perros cazando jabalíes y mujeres con­ templando la escena desde unos carros, la última de la cuales recordaba a Atalanta en la famosa caza del jabalí Calidonia, des­ crita en la Ilíada (9, 529-599).35 Aquella representación podía interpretarse como unas ilustraciones de la descripción que ha­ cía Homero de los aqueos, señores de Micenas; Homero no los situó en Creta hasta el final de la Edad de Bronce, lo cual le valió a Evans para demostrar que «la teoría de que la civiliza­ ción minoica reciente de Creta fue importada por conquista­ dores micénicos, o incluso aqueos [como insistía Ridgeway], pierde así toda base que pudo haber tenido».36 Evans tuvo otra oportunidad para argumentar su idea a favor de la hegemonía micénica y de la importancia de la arqueo­ logía egea al aceptar la presidencia de la Sociedad Helénica de Londres, cuando Percy Garner dejó el puesto en abril de 1911. Arthur aceptó aquella honorable responsabilidad «con no poca reticencia», según confesó en su discurso de presentación un año después: «Imagino que mi presencia en el puesto se debe a la sensación de que lo que podría considerarse un departamento embrionario tiene un lugar en nuestros estudios». En repre­ sentación de los eruditos en civilización y cultura clásica más destacados, Evans luchó contra la preferencia intelectual por «el fruto frente a las raíces» afirmando: «Lo cierto es que el viejo

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concepto de la civilización griega como una especie de enfant de mímele ya no puede sostenerse». Jugando con el tema de los orígenes, que se había puesto de moda tras el reciente anun­ cio de que el cráneo y la mandíbula con rasgos simiescos más antiguo de Europa habían sido hallados en una zanja de Piltdown, cerca de Lewes (Sussex) —todo un triunfo de la paleon­ tología británica, que cincuenta años después resultó ser un engaño-37, Evans dio una lista de lo que a su parecer eran los orígenes minoicos y micénicos para conceptos generalmente asociados con la Grecia clásica. En una carta desenfadada a Char­ les Bell, escribió: «Les dije con un fervor digno de elogio que Homero, para ser exactos, era traductor, y que parte de una edición ilustrada del original había salido a la luz recientemen­ te en Creta y Micenas». Y añadía: «Dicho de otro modo, escri­ bió su obra a partir de una epopeya minoica más antigua y, al fin y al cabo, era una especie de “ tipo literario”».38 Evans encon­ tró escenas de caza y lucha a partir del arte minoico y micénico, que interpretó como escenas de la Ilíada y la Odisea, y lue­ go abogó a favor de la existencia de una población bilingüe en Grecia, capaz de traducir del «epos original» —como se mostra­ ba en los sellos de arcilla de Creta—a la lengua griega de los aqueos. Era el razonamiento que exigía su creencia de que la lengua empleada en las tablillas de Knosos no podía ser el grie­ go. Por otra parte, reconocía: «Al menos a mi parecer, la idea de que la población eteocretense, que conservó su propia cul­ tura hasta el siglo III a. C ., hablara griego en una época tan prehistórica repele a los dictados más sencillos del sentido co­ mún». Evans era partidario de que «el “micénico” es sólo una va­ riante provinciana de la misma “ civilización minoica” », para lo cual argüía que los cambios en la vestimenta y la necesidad de tener un hogar fijo se debían a «una tendencia entre los [ere-

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tenses] recién llegados [a Grecia] para adaptarse a las condi­ ciones climáticas algo más extremas ... de ese asentamiento en la Península del Peloponeso griego».39 N o ha quedado cons­ tancia de la reacción de sus colegas, pero la del público siguió respondiendo de manera favorable a la reconstrucción imagi­ naria de Evans, y lo recompensó al estilo tradicional inglés con el título de sir, que se le concedió durante la ceremonia de coro­ nación del rey Jorge V, en 1911. U n año después, sir Arthur Evans fue invitado a presen­ tarse a la candidatura de presidente de la Sociedad de Anti­ cuarios, un honor concedido en su momento a su padre, pero alegó que tenía demasiado trabajo. Además de sus obligaciones para con la arqueología y Knosos, Evans había recuperado su lealtad por el pueblo serbio, para ayudarles en su lucha por la independencia del Imperio otomano durante la fase más recien­ te e inestable del conflicto de los Balcanes. Los intelectuales turcos con tendencias occidentales, en un intento desesperado por salvar la Sublime Puerta, habían uni­ do sus fuerzas con las fuerzas militares descontentas en julio de 1908, y perpetraron una revuelta en la ciudad macedónica de Sa­ lónica (la actual Tesalónica) contra el sultán Abd al-Hamid II, que había revocado la Constitución. El Sultán no tardó en ceder poder político a los Jóvenes Turcos (nombre con el que se cono­ cía a este grupo revolucionario) para mantener una monarquía constitucional. Sin embargo, la inestabilidad resultante desen­ cadenó una reacción en cadena en cuanto Bulgaria se declaró independiente. Entonces, Austria se anexionó Bosnia y Her­ zegovina, un acto ilegal pensado para evitar que Bosnia formara una alianza con Serbia, que en aquel momento promovía una federación yugoslava (una federación «eslava del sur»). Mien­ tras, el heredero al trono de los Habsburgo, el archiduque Fran-

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cisco Fernando, proclamó que estaba a favor de un imperio aus­ tro-húngaro compuesto de una federación de estados naciona­ les, algunos de los cuales sería eslavos. El archiduque mostraba una actitud complaciente hacia el movimiento paneslavo, una causa que investigaba el patrimonio cultural común a los esla­ vos en Europa del este y centroeste y protegía a los eslavos rusos de los nobles austro-húngaros y turcos. Al leer los periódicos, Evans debió de tener la sensación de ya haber vivido aquella situación. En septiembre de 1908, la Asamblea de Creta declaró su deseo de unirse a Grecia y su lealtad al rey Jorge I de Grecia. Por miedo a la ira de Constantinopla y de las grandes poten­ cias, el Parlamento griego rechazó la petición de Creta, y el gobierno provisional cretense renunció a sus funciones en 1909. En Grecia, un grupo de oficiales jóvenes, descontentos por el rechazo de su gobierno a la petición de Creta, formó la Liga Militar. Ésta paralizó el Parlamento griego hasta que hicieron llamar a Venizelos a Atenas para formar un nuevo gobierno, lo cual se hizo efectivo en septiembre de 1910. Venizelos demos­ tró ser un líder tan aclamado que en las elecciones generales de marzo de 1912 recuperó su posición al obtener una mayo­ ría de cinco sextos. Ello le permitió reformar las fuerzas arma­ das y establecer lazos diplomáticos de cordialidad con sus veci­ nos de los Balcanes, Serbia y Bulgaria. Los tres países se unieron en secreto para formar la Alianza de los Balcanes contra Tur­ quía (que, en aquel momento, quedó en segundo plano tras la invasión italiana de Libia, en 1911). Durante el verano de 1912, Italia ocupó Rodas, Kos y diez islas más al sureste del Egeo, el Dodecaneso. El poder de la nueva Grecia y sus aliados, y la débil posi­ ción del pachá, dieron suficiente confianza a Venizelos para

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anexionarse Creta el lunes 14 de octubre de 1912. Tres días después, Turquía declaró la guerra a la Alianza de los Balcanes, y a finales de aquella semana Grecia entró en la Primera Gue­ rra de los Balcanes. En menos de un mes, los griegos habían entrado en Salónica, horas antes de que la división búlgara tra­ tara de reivindicar la codiciada capital de Macedonia, la prin­ cipal fuente de conflictos entre las dos naciones. En una con­ ferencia pública a finales de noviembre, Evans proclamó su asombro ante el hecho de que «griegos y búlgaros lucharan al fin mano a mano, y dejaran de lado la rivalidad y animosidad seculares a favor de una acción conjunta», que en apenas un mes había «cambiado toda la configuración política de la penín­ sula de los Balcanes». El «castigador de pachás» se refocilaba: «Un Imperio que ha existido desde hace cinco siglos ha sido privado de sus provincias europeas ... por parte de poderes me­ nores unidos en una alianza que, hace pocas semanas, habría sido inimaginable para aquellos que creían conocer el territo­ rio y el pueblo de los Balcanes con profundidad».40 Cuando fueron suspendidas las hostilidades y se iniciaron las conferencias de paz en Londres, en diciembre de 1912, Evans recibía a Venizelos y otros delegados de los Balcanes en Youl­ bury, donde hablaron del sueño común de los Estados balcá­ nicos independientes, liberados del dominio turco. Uno de es­ tos sueños se cumplió cuando el pachá cedió Creta a Grecia con el Tratado de Londres, para poner fin a las hostilidades a finales de mayo de 1913. N o obstante, la incredulidad estupe­ facta de Evans ante la cooperación búlgara quedó justificada en junio, cuando Bulgaria desplegó sus armas al oeste y lanzó un ataque contra Grecia y Serbia con el objetivo de hacerse con una parte más extensa del territorio obtenido. Los dos antiguos aliados mantuvieron sus fronteras, pero Turquía reaccionó depri-

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sa y recuperó gran parte del territorio que Bulgaria se había adjudicado. La Segunda Guerra de los Balcanes llegó a su fin en julio: Grecia y Serbia habían aumentado su territorio en un cincuenta por ciento, al compartir lo que había sido M acedo­ nia bajo los otomanos. Los eslavos bosnios deseaban más que nunca unirse a los serbios victoriosos en el movimiento para crear Yugoslavia, de manera que el gobernador austríaco invi­ tó a Francisco Femando a Sarajevo para hacer una gira por la región y explicar sus intenciones nacionalistas. Entonces, la Mano Negra (una organización terrorista serbia formada por fuerzas militares en 1911 para liberar a los serbios del dominio otoma­ no o austro-húngaro) puso rápidamente fin a las aspiraciones del archiduque al darle muerte el 28 de junio de 1914. Aus­ tria declaró la guerra a Serbia un mes después, en la que se impli­ caron Rusia y su aliado europeo, Francia. Alemania se unió a Austria, y enviaron sus tropas a Francia, que había formado la Triple Alianza con Gran Bretaña y Rusia en 1907. Cuando Ale­ mania anunció su intención de invadir Francia a través de la parte belga de Flandes, el 4 de agosto, Gran Bretaña entró en la lucha, que se extendió hasta Asia y África. Fue la mayor gue­ rra de la historia.

La arqueología en medio del Apocalipsis Evans, que nunca había usado armas, era demasiado miope y, a la edad de sesenta y tres años, demasiado viejo para prestar servicio militar, se unió a la lucha a su manera y lidió sus pro­ pias batallas de la mejor forma que sabía. Aceptó la presidencia de la Sociedad de Anticuarios en 1914, y lo primero que hizo fue enviar un com unicado al Times, publicado el 1 de sep-

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tiembre. En representación de los anticuarios, la R oyal Aca­ demy, la British Academy, el Royal Institute o f British Archi­ tects, la Society for the Protection o f Ancient Buildings, la National Trust y el gremio de artistas, Evans protestó contra «la destrucción sistemática causada por las tropas alemanas de forma metódica, cumpliendo órdenes superiores, en edificios, bibliotecas, instituciones del conocimiento y obras de arte en Lovaina, Malinas y otras ciudades belgas», con bombardeos excesivos que «iban más allá de la licencia de operaciones béli­ cas». Sobre todo, le entristecía que «gracias al perfeccionamiento de las máquinas de destrucción ..., la catedral de Rheims, “ el Partenón de Francia” », se había perdido con «los estragos cau­ sados ..., llevados hasta un extremo sin precedentes en la his­ toria del mundo». N o obstante, Evans limitó sus hostilidades al ejército alemán. Contra el creciente consenso a favor de reti­ rar a ciudadanos alemanes y austríacos de las instituciones aca­ démicas británicas, Evans, como presidente de los anticuarios, recordó a los miembros de la asociación «que están en el cam­ po neutral de la ciencia», que no había «dejado de compartir una labor común con aquellos que hoy son nuestros enemi­ gos», y que mañana «volverán a trabajar en el mismo campo histórico».41 Hasta en los momentos más aciagos de la guerra, Evans se resistió a unirse a la histeria general contra académi­ cos y civiles alemanes. En Youlbury, Evans erigió una atalaya de más de cuaren­ ta y cinco metros de altura con cuatro astas en cada esquina, una para cada aliado; cuando se sabía de una victoria, izaba la bandera de la nación correspondiente a modo de tributo. Candy recordaba que cada mañana a las once, Evans bajaba a la coci­ na, donde estaba el único teléfono de la casa (Arthur usaba el teléfono raras veces, pues prefería el arte Victoriano de escri-

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bir cartas y notas), y hablaba con el editor del Manchester Guar­ dian para informarse de las últimas novedades de la guerra. Como no tenían radio, quienes vivían en Youlbury seguían el avance de los aliados por las banderas izadas en Boars Hill un día antes de que las noticias fueran publicadas en los periódicos.42 Evans concentró su lucha en dos frentes: en la posición esla­ va a favor de los Estados independientes, y en la conserva­ ción, según creía, de la civilización en sí frente a la barbarie. En este último, Evans dio refugio a Tomás Masaryk —que poste­ riormente sería elegido presidente de Checoslovaquia—en 1915, durante su exilio de Moravia. Masaryk, uno de los grandes diri­ gentes del m ovim iento paneslavo y afiliado al movimiento clandestino por la liberación checa, buscaba apoyo francés y británico para ayudar a recuperar la independencia a Bohemia, a establecer un estado checoslovaco independiente, a desinte­ grar el Imperio austro-húngaro siguiendo unas pautas étnicas y a establecer nuevos estados naciones entre Alemania y Rusia, a modo de cordón sanitario para frenar la infección del imperia­ lismo alemán. Masaryk recibió una cálida acogida en Youlbury y encontró a un Evans dispuesto a escucharle; éste defendía sus objetivos en Whitehall y organizaba reuniones clandestinas entre eslavos y miembros influyentes del Ministerio de Asuntos Exte­ riores británico. Candy recordaba que llegaban a Youlbury gru­ pos de hombres vestidos con capas y trajes oscuros cerca de la medianoche y entraban sigilosamente en la biblioteca, donde conversaban en una lengua «extranjera» y en inglés hasta el alba, «todo era muy intrigante y misterioso».43 Las reuniones eran parte de las negociaciones privadas para el tratado «secreto» de Londres de abril de 1915, que implicó a Italia en el conflicto al lado de los Aliados a cambio de la promesa de la anexión del norte de Dalmacia, si bien no del resto de territorios eslavos,

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que tanto deseaban los italianos y que Evans tanto luchó por mantener independientes. En un gesto exagerado de la solidaridad con los Balcanes, Evans atravesó Francia en julio de 1917 y, en Marsella, se embar­ có rumbo a Corfú, una de las islas griegas del oeste, en la cual se encontraba el gobierno serbio en el exilio. Evans desembar­ có con el Com ité Yugoslavo, un grupo londinense de ser­ bios, croatas y eslovenos que, junto con los serbios exiliados, declararon su intención de mantener la unidad nacional y su independencia de Austria. A medida que la guerra se prolon­ gaba, y los austríacos empezaban a desesperarse con la escasez de recursos humanos, Evans puso los bosques de Youlbury y las facilidades del movimiento scout a disposición de cientos de muchachos afectados por el conflicto de Serbia y Montenergo. Evans combatió en su segundo frente desde el Museo Bri­ tánico, del que era miembro del consejo de administración ex officio, como presidente de los anticuarios. Cuando la guerra obligó a recortar los gastos públicos, Arthur dirigió su ira hacia las tácticas que el Ministerio de la Guerra empleaba en las matan­ zas. «La idea en que se han basado los Estados civilizados hasta el momento -a saber, que ninguna miserable función de la habi­ lidad de las fuerzas de combate debe anteponerse a la conti­ nuidad de la investigación—parece haber sido omitida por nues­ tros gobernantes», decía Evans en su informe a los anticuarios en abril de 1918. Su enfado se debía a que el gobierno había cerrado las galerías del Museo Británico para ahorrar gastos, el suficiente para el fisco, según calculaba Evans, por tres minu­ tos de guerra. El Consejo de aviación trató de requisar el edi­ ficio para usarlo como cuartel general, pero «contra esta pro­ puesta de convertir el museo en la sede de un departamento de combate y, por tanto, en blanco legítimo para las bombas ale­

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manas», Evans, como él mismo informó, provocó «una oleada de indignación general en toda la prensa y entre el público gene­ ral» en la medida que pudo, a la que se llamó «La maravilla de los nueve días»; el Consejo de aviación acabó ocupando el Hotel Savoy.44 N o obstante, los departamentos civiles del gobierno fueron trasladados a las galerías, que tuvieron que vaciarse pre­ cipitadamente, «para ruina definitiva de una labor de siglo y medio». Evans advirtió: «Esa burocracia que se está extendien­ do por todas partes, y que se establece allí donde puede, y la multiplicación de oficinas públicas y “ consejos de autoridad” parecen no tener fin.» Ahora bien, lo que más le enfurecía era el trato que las universidades estaban recibiendo de ... aquellos que controlan la administración ... les mueve un espíritu filisteo sin parangón entre los gobiernos civili­ zados. La implacable proscripción, resultado del terror, ame­ naza a cada segundo los propios santuarios del saber. Aque­ llos que representan sus intereses son sin duda alguna una raza muy inferior a los ojos de los políticos. N o estamos en posición de discutir su veredicto, pero no está de más recor­ darles que hasta las tribus de salvajes más inferiores tienen sus reservas aii respecto. 45

Cuando la Asociación Británica se reunió en Newcastle en 1916, Evans, en calidad de presidente, compartió sus inquietudes y aspiraciones sobre el futuro de su campo científico: La arqueología, el estudio de las civilizaciones antiguas, ¡cuando nuestros propios cimientos se ven amenazados por una nueva barbarie! La investigación de las ruinas del pasa­ do, ¡en una época en que el infierno parece haber sem~

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brado el caos en nuestro continente, superando con creces los sueños de Atila! «La ciencia de la pala», ¡en un momen­ to en que la ciencia nos enfrenta a cada momento con valo­ res nuevos y más severos! La mera insinuación del tema de . este discurso puede parecer una ironía.

N o obstante, defendía la arqueología «en medio del Apocalip­ sis», porque «permite distraer el pensamiento de las inquietu­ des actuales, y centrarlo en el ámbito tranquilo, desapasionado del pasado, que incluso está por encima de las controversias his­ tóricas». Para Evans, la prehistoria representaba una continui­ dad innegable porque estaba construida de forma estratigráfica, al igual que las capas geológicas, que podían analizarse una y otra vez con las excavaciones. «Es más, evocar el pasado de este modo es como ver en un espejo el futuro, ya que permite corre­ gir impresiones equívocas; es como el resultado de una revo­ lución pasajera en la espiral del tiempo, a través del principio más absoluto de las condiciones permanentes, y que permite asegurar el equilibrio de la “ esencia de las cosas que esperába­ mos” a partir de las sólidas pruebas del pasado.» Citó el caso de la larga historia de Serbia, revelada gracias a la exploración arqueo­ lógica, que constituye la base de aspiraciones nacionalistas de los serbios de la época. N o obstante, la mayor preocupación de Evans apuntaba al avance de la ciencia a través de la educación, para asegurar que «la antorcha encendida que había llegado hasta nosotros con el paso de los siglos fuera legada con una llama aún más inten­ sa», para lo cual propugnaba: «Permítannos llevar adelante nues­ tra propia labor, en busca de la verdad estoicamente, con la seguridad de que, en la eterna continuidad, las generaciones sucesivas de indagadores estén cada vez más cerca del objetivo

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final».46 Evans jamás dudó que había una verdad absoluta y que él cumplía parte de una función para revelarla. Tenía la cre­ encia de que la revelación del saber era lineal, y que aquello que él demostró que era «cierto» suponía el siguiente eslabón en un desarrollo ascendente que conducía a la sabiduría, lo cual convertía las opiniones ajenas en algo innecesario y esencial­ mente incorrecto. En el Mediterráneo, los compañeros de Evans desempe­ ñaban sus funciones con la misma facilidad que Arthur desde Inglaterra. En teoría, Grecia era un país neutral en el conflic­ to; en la práctica, sin embargo, el rey Constantino I apoyaba a los Poderes Centrales y le hacía la vida difícil a los oficiales de los Aliados que se dedicaban bien a espiar, como Dawkins, que re­ gresó a la parte oriental de Creta como teniente de la armada británica para controlar la última arma alemana, el submarino, bien a participar de forma activa en los buques aliados, como Myres, que se implicó en la guerra no tanto como coman­ dante de la armada británica como en el papel de héroe de la Ilíada. El novelista británico Compton Mackenzie, que había servido a bordo del S. V. Aulis —antaño el yate particular del príncipe Jorge, fletado por la armada británica para controlar al servicio de inteligencia turco—, se quejaba en sus memorias de que la barba «asiría» de Myres, y el hecho de ser catedrático de Oxford, dieron a éste «mayor libertad que a cualquier otro oficial temporal del Mediterráneo oriental»; ello, combinado con sus incursiones sobre ganado en la costa turca, que cono­ cía por sus estudios de topografía de 1893, le valieron el apo­ do de «Barbanegra del Egeo».47 La tendencia de Myres a «pasar de ser un pirata a ser un profesor de forma repentina», se lamen­ taba Mackenzie, hacía de él la pesadilla de muchos marineros. Hogarth, que en 1911 había emprendido excavaciones en Car-

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chemish, la gran ciudad comercial hititita sobre el río Eufrates, al norte de Siria, se unió al servicio de inteligencia británico al estallar la guerra y tuvo a su cargo a un grupo de jóvenes espías durante la revuelta árabe contra el dominio otomano. El más conocido de éstos era su protegido y ayudante, T. E. Law­ rence, del cual había sido mentor en Oxford. Lawrence desem­ peñó un papel importante a la hora de hacer realidad los sue­ ños de Hogarth de lograr la independencia y la unidad árabes. Otro protegido era Leonard Woolley, un licenciado del N ew College (Oxford), que había hecho las prácticas de arqueolo­ gía con Evans en el Ashmolean. Trabajó para Hogarth en Carchemish, donde más tarde quedó a cargo de la situación; pos­ teriormente sirvió con él en El Cairo. Woolley escribe en sus memorias que su servicio en la guerra le valió una nueva crí­ tica. El público le consideró un «ridículo y patético arqueólo­ go ..., viejo como la cerámica que desentierra», opinión que compartían los oficiales del ejército británico, que describían a Woolley y a Lawrence como dos «viejos chochos del Museo Británico».48 El filólogo J. C. Lawson, miembro del cuerpo docente del Pembroke College de Cambridge, controlaba el servicio de inteligencia de los Aliados en Creta y participó en una de las transiciones más volátiles de la Grecia moderna, la revolución que depuso al rey Constantino I e hizo entrar a Grecia en la guerra.49 Venizelos, entusiasta defensor del apoyo de Grecia a los Aliados, se enfrentó al rey Constantino por su opinión y su falsa postura neutral. Venizelos, un primer ministro reelegido, dimitió dos veces del cargo en 1915. En 1916, con ayuda alia­ da encubierta, según cuenta Lawson en sus memorias, esta­ bleció un gobierno rival en Salónica, hasta que los Aliados derro­ caron al rey en junio de 1917 e instauraron a Venizelos como

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diligente de una nación muy dividida. En 1912, ante la pro­ mesa de que Grecia iba a anexionarse territorio turco de la cos­ ta del Egeo una vez los Aliados hubieran derrotado a los Pode­ res Centrales, Venizelos hizo participar a Grecia en la guerra a favor de la Triple Alianza. En Atenas, Alan Wace, otro miembro del personal docen­ te de Pembroke, sucedió a Dawkins en la dirección de la Escue­ la Británica de Atenas en 1914. Compton Mackenzie lo des­ cribía como «un hombre alto y esbelto, nervioso y entusiasta, de aspecto lozano y con unos alegres cijos azules».50 Wace tenía una sólida base en cultura y civilización clásicas cuando empe­ zó a estudiar arqueología en 1901, el mismo año en que William Ridgeway publicó el libro Early Age of Greece (La época anti­ gua de Grecia), en el que presentaba la teoría que sacaba de qui­ cio a Evans. «No puede negarse que la personalidad y los méto­ dos de R idgew ay ejercían una fuerte influencia sobre sus alumnos», reconocería Wace años después. Ridgeway les decía que no debían «quedar satisfechos con conclusiones superficia­ les», sino que debían «buscar la prueba primigenia en la medi­ da de lo posible», que en el caso de un arqueólogo era el pro­ pio objeto antiguo. Aprendían «la utilidad de los paralelismos antropológicos, el valor de ser crítico con uno mismo, a detes­ tar las patrañas, a ser prudentes con teorías verosímiles y a que era necesario recopilar pruebas antes de extraer conclusiones lógicas. Por último, en caso de polémica, se les aconsejaba guar­ dar una carta en la manga, a fin de turbar al oponente si reac­ cionaba con una respuesta precipitada».51 Wace seguía al pie de la letra las lecciones de Ridgeway y acabó siendo un ferviente partidario de sus métodos, así como un acérrimo seguidor del «ridgewayismo», contrario a lo que se conocería como la escue­ la «panminoica» de Evans. Ahora bien, en principio Arthur res­

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petaba la maestría de Ridgeway, el cual, como director de la Escuela Británica, mantenía correspondencia frecuente con Evans para informarle de las personalidades y acontecimientos en Grecia. «Es poco práctico, obstinado y desconfiado», escribió Wace a Evans en una carta en mayo de 1915, refiriéndose a Duncan Mackenzie, que vivía sumido en la indigencia en Atenas.52 El Fondo para la Exploración de Palestina, con sede en Londres, había contratado a Mackenzie para dirigir unas excavaciones en el yacimiento de un tell próxim o a Jerusalén en 1910, pero en 1912 estaban tan descontentos con el desdén que mostraba por las anotaciones y los informes que debía mantener, que lo despidieron. Entonces trabajó en Sudán durante un año, y aca­ bó en Atenas sin empleo en el momento de estallar la guerra. Evans trató de convencerlo para que se instalara en Youlbury, no sólo porque sintiera compasión por la situación de su ami­ go, sino también porque necesitaba su ayuda para preparar la publicación final sobre Knosos. Mackenzie mantenía la espe­ ranza de encontrar un empleo permanente lejos de Evans, pero su reputación de «tipo raro y fantasioso con cambios de humor», según palabras de Wace, no le permitía tener acceso a ningún trabajo. Al final, se dio por vencido y acabó trabajando otra vez para Evans. En la misma carta, Wace hablaba a Evans de «un tal Gor­ don Childe, un australiano de Queen’s y alumno de Myres», que había pasado las vacaciones de Pascua en Grecia. Childe, destinado a ser uno de los principales referentes en la arqueo­ logía del siglo X X , «estaba aplicando [en sus estudios universi­ tarios] la arqueología prehistórica a cuestiones etnológicas», le informó Wace. «Lo envié a Creta; pasó cinco días en Candía y Cnossus y ahora se dirige a Nauplia, Tilinto, Argos y Micenas.

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Después de Pascua voy e enviarlo a Cheronea y Tebas dos días, y luego tendrá que volver a Oxford enseguida. Parece entu­ siasta e inteligente, y espero que pueda venir aquí más adelan­ te, sobre todo si podemos emprender una excavación prehis­ tórica en Macedonia.» Childe nació en 1892, estudió cultura y civilización clásicas en la Universidad de Sydney entre 1911 y 1914, para luego trabajar bajo la influencia de un profesor que lo instruyó en las obras de Hegel, Marx, Engels y lo animó a participar en el movimiento sindicalista. Childe era un socia­ lista convencido cuando entró en el Queen’s College (Oxford), en 1914, para licenciarse en arqueología clásica bajo la tutela de John Myres. Se unió a los Oxford Fabians (que en 1915 pasó a ser la Sociedad Socialista), y mostró abiertamente sus ideas de izquierdas hasta el momento de licenciarse en 1917, cuando se negó a alistarse en el ejército y regresó a Australia. El apodo de «Childe el Guapo» que le pusieron en Oxford ridiculizaba su «nariz de patata, como la de Cyrano de Bergerac», que, según M ax Mallowan, lo convertía en el «hombre más feo que he conocido, y hasta duele la vista al mirarlo».53 Childe se oponía abiertamente a la Gran Guerra y se resis­ tió a alistarse desde Australia, donde era impensable conseguir un puesto en la docencia. Se unió a los Industrial Workers o f the World («los wobblies», una asociación internacional de tra­ bajadores fundada en los Estados Unidos en 1907 para fomen­ tar la filosofía marxista entre los sindicalistas y luchar contra el capitalismo) y se convirtió en la fuerza intelectual que respaldó a la sección de Nueva Gales del Sur. Para los socialistas, la tran­ sición de la teoría filosófica a la práctica política dio un gran paso adelante en octubre de 1917, cuando los bolcheviques, la facción más radical del Partido Laborista Socialdemócrata ruso, con Lenin a la cabeza, hicieron estallar una violenta revo­

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lución en Petrogrado que permitió instaurar el primer gobier­ no de la asamblea de trabajadores, o soviets, de Rusia. «El dis­ paro que se oyó en todo el mundo», como pasaría a conocer­ se aquella primera descarga, tuvo que impresionar sin duda a la nueva generación de arqueólogos. Por otra parte, cuando las excavaciones se reanudaron tras la guerra, Gordon Childe y muchos otros de su generación se dispusieron a sacar a la luz un conjunto de precedentes históricos para explicar su nueva percepción del mundo, que modificaba en buena medida la de sus tutores. Los bolcheviques retiraron a Rusia de la guerra al firmar el armisticio con Alemania en noviembre de 1917, lo que per­ mitió a los alemanes preparar una gran ofensiva contra París a principios de 1918. Sin embargo, la llegada de refuerzos desde Estados Unidos —que declararon la guerra a Alemania después de que ésta diera un uso ilimitado a sus submarinos y hundie­ ra muchos barcos neutrales—proporcionó a los aliados un millón de nuevos efectivos para resistir a la última ofensiva alemana. Aun así, los invasores se recuperaron a quince kilómetros de París. Fueron momentos tensos para quienes conocían las noti­ cias por las banderas de Youlbury. Los alzamientos naciona­ listas, alentados por el éxito bolchevique en Rusia, se exten­ dieron por todo el Imperio austro-húngaro y debilitaron su fuerza militar, entre la que se contaba una cantidad considera­ ble de serbios. La guerra terminó de forma súbita, poco des­ pués de la caída del ejército austríaco en el puerto adriático de Fiume, en octubre de 1918, y los Aliados enseguida recu­ peraron la mayor parte de territorios franceses y belgas ocupa­ dos por los alemanes. En Alemania, el malestar popular obli­ gó al kaiser Guillermo II a abdicar, y los generales alemanes firmaron un armisticio con los Aliados el 11 de noviembre, para

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poner fin de forma oficial a la primera Gran Guerra del siglo X X . El armisticio marcó el inicio de las muchas disputas territoria­ les que surgieron cuando el Imperio austro-húngaro empezó a desintegrarse y las naciones de Europa del este no se ponían de acuerdo para definir sus fronteras. Evans enseguida reparó en la amenaza inmediata que suponía el imperialismo italiano en el Adriático en Fiume. En diciembre de 1918, nuevas tropas ita­ lianas ocuparon un territorio que, según lo acordado en el Tra­ tado de Londres firmado en secreto, iba a ser parte del nuevo estado de Yugoslavia. «En este momento, una sola chispa podría provocar una conflagración que se extendería desde los Alpes carintios hasta las fronteras de Albania y Grecia», vaticinó Evans en una larga carta al Manchester Guardian el 26 de diciembre. En un segundo comunicado que envió dos días después, señaló que los gobiernos francés y británico, en un intento de aplacar la ira de Italia, habían censurado su prensa nacional para no permitir que la verdad apareciera impresa en los periódicos más impor­ tantes. Ambas invectivas fueron traducidas al francés y se die­ ron a leer a los delegados de la conferencia por la paz celebra­ da en París, en la cual Evans y Hogarth procuraron participar, en el animado frenesí de las naciones victoriosas al repartirse el botín de guerra y tratar de unir las piezas del mapa de Europa y Oriente M edio.54 Hogarth era el comisario encargado de las reivindicaciones de los países árabes, mientras que Evans trabajaba entre basti­ dores, como delegado extraoficial, para prestar apoyo a los esla­ vos. La presión contundente que ejerció sobre Arthur Balfour -que había sido primer ministro británico entre 1902 y 1905 y en aquel momento era ministro de Asuntos Exteriores—influ­ yó de forma definitiva para que el gobierno conservador britá­ nico de Lloyd George cambiara de parecer. Así, en vez de apo-

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yar la reivindicación de sus aliados italianos (anexionarse la cos­ ta sur de Dalmacia), pasó a ser partidario de la causa eslava, para obligar asi a Italia a retirar sus tropas del territorio ocupado. Los delegados de París firmaron el Tratado de Versalles exactamente cinco años después del asesinato del archiduque en Sarajevo. En teoría era un tratado por la paz, pero en la prác­ tica fue más bien un documento cruel y vengativo diseñado para castigar a Alemania y Austria. Y es que estipulaba unas con­ diciones de pago imposibles por las bajas de guerra de los Alia­ dos, y aseguraba la persistencia de la hostilidad entre las nacio­ nes beligerantes durante un período que debía haber sido reconciliador, como Evans tuvo ocasión de comprobar en su viaje a Estocolmo en 1920 para recibir la Gran Medalla de Oro de la Sociedad Sueca de Antropología y Geografía. En aquella reunión tuvo la sensación de que algunos viejos amigos ale­ manes aún estaban dispuestos a colaborar en labores de inves­ tigación, pero sólo como especialistas, pues la amistad ya no tenía cabida.55 Las negociaciones sobre el territorio eslavo se prolongaron de manera irregular hasta finales de la década de 1920, cuando el Tratado de Rapallo estableció al fin la nueva Yugoslavia. Para Evans fue un proceso tan gratificante como agotador, pues esta­ ba decidido a que los eslavos salieran victoriosos, pese a que a menudo sus dirigentes no estuvieran de acuerdo. «El clima de la sala del comité y la sala consistorial siempre le repugnaba -dijo Joan Evans refiriéndose a su hermano—, y la codicia que mostra­ ban las naciones insultaba a sus principios morales tanto como la ignorancia geográfica de los políticos indignaba a su intelecto.»56 En Youlbury, «le perseguía el recuerdo de los niños que antaño pasaban allí las vacaciones y que no volverían jamás», recordaba Joan Evans. Para Arthur Shepherd, el primer jefe de

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scouts de Y oulbury, que había muerto en Francia, Evans cons­ truyó un banco semicircular con un reloj de sol en medio con la hora de verano, donde había inscrito: «Horas non numero nisi serenas» (cuento las horas soleadas) y la siguiente dedicatoria: En memoria de un grupo de jóvenes que de niños jugaban en estos bosques y montes, y compartieron en Youlbury días felices. N o era su hora cuando cayeron en la Gran Guerra por su país y la Humanidad. Pero allá donde yazcan siempre estarán cerca de este lugar. En los pilares que flanqueaban el banco, Evans hizo esculpir: N o sólo perdieron la juventud, el amor y la vida por su madre patria; el halo de gloria que los corona resplandece en un firmamento más vasto. Noble fue su sacrificio, que con el tiempo unirá a las naciones y al hombre en la fe y la humanidad. Lucharon en guerras que deberían acabar, Y ahora todos descansan en paz.57 Una de las últimas funciones que Evans ejerció como presi­ dente de los anticuarios fue la de asistir a la ceremonia de pre­

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sentación de Stonehenge cuando su propietario, el señor C. H. E. Chubb, donó este legendario lugar a la nación británica en 1919. Evans aprovechó la ocasión para dar su última interpre­ tación sobre el célebre círculo de piedras como indicador de sepulturas de la Edad de Bronce en Gran Bretaña. «En una épo­ ca en que a muchos de nosotros nos preocupa erigir m onu­ mentos en memoria de nuestros muertos en tantos campos de batalla extranjeros, este aspecto de Stonehenge acaso sirva para dar un significado solemne, y para, restablecer la confianza en un momento como éste, en la nación, la custodia de este gran monumento de nuestros ancestros debe reconocerse como algo singularmente oportuno.»58 Evans elogió «el gesto liberal y patriótico del hombre que había donado aquel símbolo a su país», y volvió a considerar su propio monumento de la Anti­ güedad una vez terminadas sus funciones en la guerra. Revisó sus anotaciones para la reunión anual de la Asociación Británi­ ca en Bournemouth en septiembre de 1919, donde leyó un dis­ curso sobre el «palacio de Minos y la civilización prehistórica de Creta».59 Arthur tenía intención de publicar los resultados de las ex­ cavaciones de Knosos bajo el título de «Los nueve períodos micénicos». Sin embargo, a medida que describía los paralelismos para sus hallazgos en Creta y el Egeo y recurría a los trabajos de otros para rellenar las lagunas históricas de Knosos, el texto no parecía tanto el informe de una excavación como una síntesis de su visión de la civilización minoica, que giraba alrededor de «El palacio de Minos». Este fue precisamente el título que Evans y George Macmillan decidieron dar al informe; Macmillan había accedido a publicar el libro, cubriendo todos los gastos, pero dividir los beneficios (los de la primera edición serían para Evans, pues había pagado la impresión de todas sus obras anteriores).

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Evans hizo hincapié en que se imprimiera en la Oxford U ni­ versity Press, de manera que pudiera estar en contacto con los tipógrafos, algo que en un principio parecía una comodidad, de la cual Macmillan al final se arrepintió. Evans mostraba «una fal­ ta de consideración por el gasto que suponían las correcciones», como contaba su hermanastra, «ya que no sólo corregía, sino que rescribía» pruebas de imprenta, hasta el extremo de que sólo el gasto de las modificaciones ascendió a 2.300 libras, bastante más del coste original de composición.60

El palacio de Minos: Un informe comparativo de los estadios suce­ sivos de las antiguas civilizaciones cretenses según demuestran los descubrimientos de Knosos apareció en 1921, la reacción fue poco entusiasta. Bosanquet hizo una valoración lírica del «informe comparativo de Evans ... que proporciona a la cultura europea de hoy unos títulos de propiedad que se remontan al iv mile­ nio a. C.», y elogiaba su forma de tratar «un gran tema rodea­ do de dificultades, pero el autor tiene un talento que le permite hacer de guía a través del laberinto». Y concluía con elocuen­ cia: «Los hilos que la arqueología ha puesto en manos de sir Ar­ thur Evans estaban inevitablemente enmarañados, desvaneci­ dos y rotos; no obstante, el saber y la intuición que posee le han permitido tejerlos para crear un conjunto coherente que casi es historia».61 Por otra parte, en el suplemento literario del Times, Hogarth amonestaba a Evans por «combinar narrativa y des­ cripción con especulación», y sugería que debía haber escrito dos libros, uno sobre los hechos y otro sobre lo imaginado. En la conclusión, hacía una observación perspicaz. «Las limita­ ciones de la arqueología son irritantes. Recoge fenómenos, pero apenas puede aislarlos para interpretarlos desde una perspecti­ va científica; puede formular todo tipo de hipótesis, pero raras veces, si es que alguna, puede demostrarlas científicamente.»

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N o obstante, Hogarth reconocía: «Si algún arqueólogo pre­ tende trasladar los límites de su ciencia al dominio de la histo­ ria especulativa, el más indicado para ello es sir Arthur Evans. Lo hace con un entusiasmo contagioso, y su inmenso saber comparativo da a conocer muchas cosas al respecto.»62 Evans nunca creyó que estaba escribiendo una historia que no había existido, y en El palacio de Minos remontaba los hechos históricos hasta el saqueo del primer palacio de Knosos, al final de lo que él llamaba el período Minoico Medio III. Sugería que en esta época la riqueza de Knosos era tal que se empleaba para llenar las tumbas de los jefes de la Península en el círculo de tumbas de Micenas, lo cual explicaba la manufactura de exce­ lentes obras de arte móviles halladas en Micenas, que no se encuentran en buena parte de Creta. El gran palacio de los períodos Minoicos Recientes I y II, se reservaba para el siguien­ te volumen.

L a herejía heládica El mismo año que El palacio de Minos decretó la «visión orto­ doxa» que Evans tenía de la primera mitad de la Edad de Bron­ ce griega, la modesta publicación del título de Cari Blegen Korakou (el resultado de las excavaciones norteamericanas en un pequeño tell cerca de la actual Corinto, en el Peloponeso) de­ mostraba hasta dónde había llegado el alcance del «movimien­ to micénico independiente» de Ridgeway durante los años de guerra, de la mano de uno de sus discípulos más brillantes. Wace, como director de la Escuela Británica de Atenas, iba a iniciar un proyecto de campo de gran magnitud, pero la guerra se lo impidió. Com o alternativa, ayudó a Cari Blegen, el secretario

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de la Escuela Norteamericana de Civilización y Cultura Grie­ gas, en las excavaciones de una loma llamada Korakou, en 1915 y 1916. Blegen, nacido en Minnesota en 1887, tenía sólidos cono­ cimientos de cultura y civilización clásicas y se había doctora­ do en Yale en 1910. Creía que el emplazamiento micénico que habían desenterrado en K orakou era la «próspera Efira» de Homero. El período en que había sido construida (lo descri­ bían como «edad de plata») era anterior a la época de esplendor de Micenas y Tilinto, y se caracterizaba por un estilo decora­ tivo de cerámica que denominaron «efiro» y trataron de expli­ car como una iniciativa local bajo la influencia menor de los estilos decorativos de Creta. Vlegen y Wace hallaron pruebas de ello en estratos que diferenciaban claramente distintos pe­ ríodos, lo cual les dio razones para poner en tela de juicio los períodos micénicos que Schliemann había establecido. Wace deseaba demostrar sus nuevas teorías con nuevas excavaciones en Micenas, pero al empeorar la situación bélica fue trasladado temporalmente a la legación británica de Atenas como direc­ tor en la sección de ayuda a los refugiados británicos proce­ dentes de Turquía, y no pudo ausentarse para excavar. En com­ pensación, revisó los hallazgos de Schliemann en el M useo Nacional de Atenas, y en 1918 él y Blegen publicaron un infor­ me revolucionario titulado «La cerámica premicénica de la Península», una labor que tenía por objetivo principal dar a Gre­ cia una cronología relativa, basada en restos de cerámica halla­ dos, que pudiera compararse con los períodos minoicos de Evans y Mackenzie. Blegen y Wace propusieron el término «heládico» para el período griego peninsular del período «minoico», y el término «cicládico» para el insular. A Evans le molestó que aquéllos die-

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ran a entender que su terminología «minoica» sólo podía loca­ lizarse en Creta, y montó en cólera ante la propuesta de que «el esplendor de Tirinto y Micenas era el punto álgido del arte prehistórico en la península griega», y sobre todo ante la idea de que ese período fuera llamado micénico. Admitían que aque­ lla forma de arte «era fruto de la influencia de los cretenses cul­ tivados sobre los ascendientes salvajes de los griegos peninsula­ res», pero añadieron que un elemento de la península subyacente influyó en el arte minoico hasta el punto de convertirlo en micé­ nico en oposición a cretense».63 Esta teoría era puro «ridgewayrismo», pero estaba respaldada con pruebas arqueológicas espe­ cíficas en la forma de cerámica bien estratificada, de modo que Evans debía respetarla. Por tanto, cuando Wace quedó libera­ do de sus obligaciones en la embajada en noviembre de 1919, Evans intervino en su favor en la Escuela Británica —el comité quería invertir sus recursos en una excavación clásica—, e hizo uso de su antigüedad para convencerlos de cuán importante era el deseo que Wace tenía desde hacía tiempo de reanudar las excavaciones en Micenas, «en vistas de los grandes descubri­ mientos en Creta, que han arrojado una luz completamente nueva sobre el origen y la evolución de la civilización micénica».64 Sin embargo, más bien parece que el caso no consistía tanto en la actitud abierta de Evans como en que esperaba que Wace confirmara la estratigrafía de Knosos en Micenas. En Korakou, Blegen también expresaba el nuevo espíritu con que los jóvenes arqueólogos indagaban en el pasado: Agamenón y sus nobles coetáneos han gozado durante sufi­ ciente tiempo de la importancia que les correspondía; aho­ ra se arroja luz sobre el humilde plebeyo, el anónimo τις [alguien] de los poemas homéricos, que, junto a los suyos,

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y formaba el grueso de la población e hizo posible la gloria de Agamenón. Hemos recuperado su modesta casa, aun­ que las paredes de barro están derruidas desde hace mucho. Podemos imaginarlo rindiendo culto en su hogar, junto al pilar del megarón. Hem os visto su sencilla cama, a poca altura del suelo. H em os hallado las vasijas de almacena­ miento en la que guardaba el aceite y el grano; la rueda con la que molía la harina; el hogar en el que preparaba la comi­ da; las vasijas con las que cocinaba; los platos de los que comía y la copa con la que bebía el vino. Y en el desorden de su casa abandonada, podem os apreciar que huyó de allí precipitadamente antes de que el misterioso peligro —acaso el que conocemos como la «invasión doria»—, engu­ llera una civilización que ya declinaba.65

Empezaba a surgir un nuevo mito en la arqueología, la exal­ tación del trabajador común, como una suerte de noble salva­ je prehistórico. La arqueología del plebeyo era parte del encum­ bramiento del obrero medio como la columna vertebral de la sociedad, que reflejaba el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, así como el creciente llamamiento al socialismo en Europa y Norteamérica. Wace llegó a Micenas en la primavera de 1920 para iniciar un programa de «análisis de muros» en todo el yacimiento, simi­ lar al que Evans hiciera en Knosos. Hacia junio, envió un infor­ me concluyente al suplemento literario del Times, en el que explicaba que las tumbas halladas bajo el círculo de tumbas rea­ les —donde Schliemann creía haber visto la máscara de oro de Agamenón—eran anteriores a las tumbas abovedadas de piedras circulares (tholos), por ejemplo, el Erario de Atreo. Asimismo, creía que los entierros más recientes en aquellas tumbas eran los

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de una dinastía heládica autóctona, que situó mucho más atrás en el tiempo que el gran palacio homérico de la ladera bajo la cual se hallaban. Sugirió que el palacio, que alberga los «monu­ mentos más conocidos de Micenas (la Puerta de los Leones, la muralla ciclópea de la acrópolis y el círculo de tumbas Reales que marcan las tumbas excavadas bajo tierra), bien podría haber sido obra de los príncipes de la dinastía que culminó con Aga­ menón, siempre y cuando atribuyamos un ápice de verdad his­ tórica a las antiguas leyendas griegas».66 Evans contestó tres semanas después en el mismo periódico: «A excepción de algún que otro resto insignificante de cerámi­ ca autóctona, a casi todos los objetos hallados en las tumbas se les puede atribuir un origen minoico, perteneciente al final del perío­ do Minoico Medio». Sostenía la hipótesis de que las tumbas exca­ vadas eran las de soberanos minoicos que habían ocupado el gran palacio durante el período Minoico Reciente I. N o obstante, Wace había demostrado que el palacio y el gran Erario de Atreo y otros tholos micénicos eran casi trescientos años posteriores a las tumbas excavadas, pues había hallado cascos de cerámica, que correspondían al estilo propio del Heládico Reciente III, bajo los bloques de un umbral y en las paredes. Evans le advirtió de que «era curioso que los cascos de cerámica estuvieran entre los bloques» y que debían tenerse en cuenta «las alteraciones causa­ da por la intervención de cazatesoros posteriores», una alusión a las técnicas de excavación de Schliemann.67 Com o cabía esperar, los informes de Wace fueron motivo de irritación para Evans. Envió copias de éstos con su respues­ ta a George Karo, el especialista alemán que había analizado las tumbas excavadas de Schliemann en Micenas y había publica­ do un estudio magistralmente detallado sobre éstas, a fin de granjearse su apoyo. Sin embargo, Karo respondió a Evans:

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J . A l e x a n d e r M a c G il l iv r a y No puedo estar de acuerdo con la presencia de «soberanos minoicos en Micenas» o en cualquier otra parte de la Penín­ sula. Mi teoría es la siguiente: 1) ascendencia autóctona, Heládico Antiguo y Medio, 2) hacia finales de MM III (cronológicamente) inmigración de una raza fuerte, gue­ rrera, hábil, aunque primitiva, los «aqueos» o como prefie­ ra llamarla. La ocupación del Peloponeso, la construcción del palacio micénico tras incursiones propicias, permitió a los jefes perpetrar saqueos y hacerse con esclavos (entre ellos, artistas) de Creta: estas incursiones ... podrían tener relación con el incendio del palacio de Knosos y Faistos. Aun así, el poder minoico no fue eliminado, y pronto expulsaron a los invasores; a estas incursiones sigue una época de renacimiento, la civilización minoica los domi­ na, como suele ocurrir en estos casos, aunque no ejerce un dominio militar ni político. Esta teoría explica la variedad de hallazgos en las tumbas excavadas, las diferencias en la arquitectura, la indumentaria, el culto (¡no hay presencia de capillas ni de cuevas sagradas!), la ausencia de docu­ mentos descritos o sellos, lo cual sería incomprensible si las dinastías eran minoicas.68

L a óptica de K aro reflejaba la de aquellos arqueólogos que exca­ vaban en la península griega y m ostraba hasta qué punto había llegado la escisión entre los seguidores del m od elo de h e g e ­ m onía m inoica sobre el E g eo que proclam aba Evans y aquellos que estaban a favor de un desarrollo local in dep en d ien te de Creta. R e cié n salido del concilio de París, y tras el éxito del m ovi­ m ien to p an eslav o , E v an s b u scó u n ideal de u n id ad p o lític a m inoica basado en los principios com partidos de un patrim o-

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nio cultural común, y lo hizo con tal resolución que sus críti­ cos llamaron a su idea la «escuela panminoica». Cuando Evans empezó a ejercer presión sobre especialistas, como había hecho con los políticos, el debate sobre las fronteras nacionales o cul­ turales se convirtió en el tema principal de la investigación sobre el Egeo en el período que siguió a la guerra, y aún en la actua­ lidad divide el campo de la arqueología tanto como a las nacio­ nes modernas.

La guarida del Minotauro Mackenzie regresó a Creta en septiembre de 1920 para hallar el palacio de Knosos en estado de abandono. Era «una autén­ tica jungla de maleza de un metro de alto». Y añadía en una carta a Evans: «Todo el palacio estaba así, salvo la parte cubier­ ta de las dependencias domésticas, y el megarón de la reina, gra­ cias al techo de losas maltesas, [que] estaba casi intacto». M ac­ kenzie culpó a Hazzidakis, pues era el responsable de Knosos; los demás yacimientos «estaban en mejores condiciones». La unión con Grecia en 1913 hizo que las antigüedades de Creta estuvieran regidas por la ley arqueológica de Grecia, y el gobier­ no griego asumió la responsabilidad de proteger los yacimien­ tos más importantes. Se establecieron dos oficinas. Una se ocu­ pó del M useo de Candía (llamada ahora Herakleion) y de Knosos, a cargo de Hazzidakis; la otra comprendía las colec­ ciones menores de Canea y Retym non, y todos los antiguos emplazamientos arqueológicos de la isla, que quedaron a car­ go de Xanthoudides, el que fuera secretario del Syllogos. «Le ruego que se abstenga de escribir sobre el tema en el m o­ mento presente —advertía Mackenzie a Evans—. Wace me ha

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dicho que, como propietario de Knosos, la ley griega le da a usted derecho a quedarse con la mitad de los hallazgos; con vis­ tas a obtener en el futuro parte de éstos, de momento es pre­ ferible no hacer nada que pueda irritar a los cretenses.»69 Sin embargo, Hazzidakis tenía otras ideas, como Mackenzie indi­ caba en otra carta: La visita de Hajidaki [sic] al palacio ha sido algo angustiante. Ha empezado por tratar de engañarme al preguntar si Wace había dicho algo en Atenas sobre el estado del palacio. Le he dicho con franqueza que han informado de que se encuentra en estado lamentable. Sin embargo, tiene en la cabeza la vieja idea de que el palacio ya no le pertenece a usted, que volvió a ser propiedad del gobierno de Creta hace unos años. Le he dicho que usted no compartía esta opinión en absoluto y que, mientras usted conserve sus derechos de propiedad, será normal que se muestre inte­ resado por el estado de los restos y, claro está, de sus dere­ chos arqueológicos.70

La anexión de Creta a Grecia trajo consigo lo que Joan Evans definió como «un patriotismo demasiado helénico» en la isla.71 Los monumentos nacionales que tenían una relación directa con la historia de Grecia eran codiciados hasta el extremo de excluir a todos los demás, algo que recordó a Evans la actitud extremista de sus colegas «clásicos» de Inglaterra. En el verano de 1918, él y Hazzidakis habían tratado de impedir que los cretenses na­ cionalistas echaran abajo las murallas venecianas de Herakleion, que consideraban el recuerdo de una fuerza de ocupación, y un inhibidor de su crecimiento económico. Ahora Evans tenia que resistir a las intenciones de la autoridad griega de quitarle Kno-

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sos; había luchado con todas sus fuerzas por conseguirlo, de manera que no iba a darse por vencido fácilmente. La preparación del segundo volumen de El palacio de Minos y los resultados polémicos de Wace en cuanto a Micenas, hicie­ ron ver claro a Evans que tenía muchas cosas que averiguar so­ bre Knosos. Arthur partió rumbo a Grecia a principios de febre­ ro de 1921 para detenerse en Micenas, Tilinto y Tebas y analizar por su cuenta los ejemplos de escritura «micénicas», como Wace llamaba a las inscripciones halladas en toscas vasijas con asa. Lle­ gó a la conclusión de que podía haber existido «un dialecto dis­ tinto en la misma lengua», pero las «formas lingüísticas debie­ ron de ser muy similares a las de la Creta m inoica»,72 una conclusión insólita, teniendo en cuenta que seguía sin enten­ der la lengua en sí, y que no podría ser demostrada ni recha­ zada. Una vez en Knosos, Evans y Mackenzie recibieron al arqui­ tecto Francis G. Newton —que había trabajado con el escocés en Palestina y luego había ido a Egipto—y a Piet de Jong, un artista de Yorkshire, hijo de inmigrantes holandeses, que había estudiado en la Escuela de Arte de Leeds y era un experto en reconstruir con dibujos restos de edificios arquitectónicos y objetos antiguos. D e Jong era además un observador entusias­ ta de la naturaleza humana y nunca ocultaba sus sentimientos —unas veces fantasiosos y otras cáusticos—para con sus compa­ ñeros, entre los que se contaban los más ilustres excavadores británicos y norteamericanos de Grecia.73 Gregóri Antoniou regresó a Oriente Medio para excavar con Hogarth y más tarde con Woolley en Carchemish. Alí Baritakis, un musulmán bektashi, había sido la mano derecha de Antoniou desde el inicio de las excavaciones de Knosos, y Anto­ niou recurría a él para excavar depósitos especialmente difíci­

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les, dada su destreza e intuición, adquiridas con las labores de capataz.74 Conocido como Alí Aga, siempre vestía el atuendo cretense otomano: pantalones bombachos oscuros con un cha­ leco a juego, una camisa blanca inmaculada y un fajín rojo en la cintura. De Jon g lo recordaba con cariño como «un hombre bastante filosófico, un típico turco que amaba el campo, los árboles, las flores y el agua de los arroyos». Y añadía: «Admi­ raba la belleza de las nubes al cambiar de forma, y preveía el tiempo que iba hacer por el modo en que las nubes combatían con los vientos».75 La primera gran campaña de excavación que inauguró la «Nueva Era» de excavaciones en Knosos empezó a mediados de febrero y duró hasta principios de julio. «Mediante las indi­ caciones que mi capataz, Alí Baritakis, iba siguiendo con gran habilidad», informaba Evans con satisfacción al Times; la tem­ porada se estrenó con el descubrimiento de un inmenso bas­ tión exterior en la entrada norte, además de otras estructuras alrededor del edificio. En el ángulo sureste del palacio, cavaron hasta encontrar los inmensos bloques de una construcción de­ rruida; algunos de ellos pesaban más de una tonelada, se habían desprendido de la fachada del palacio y habían caído sobre casas particulares al final del primer período del palacio, en torno a 1750 a. C. Entre los escombros, Evans encontró dos inmen­ sos cráneos de buey, y empezó a forjar la teoría de una des­ trucción sísmica. Estableció una relación entre aquellos crá­ neos y el apelativo homérico de Poseidón, «con bueyes se deleita el que agita la tierra». Com o si Evans lo hubiera profetizado, el 20 de abril un terremoto agitó la isla, con el epicentro entre Creta y Santorini. «El que agita la tierra no parecía estar con­ tento con nuestras labores de demolición —escribió Evans—, pues justo cuando empezaban a aparecer las pruebas del primer desas-

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tre, una roca puntiaguda cayó sobre el yacimiento con gran es­ truendo.»76 La roca permitió a Evans valorar la fuerza destructora de la naturaleza e idear una nueva teoría para explicar la destrucción del primer período del palacio, que había pasado de ser una «revolución dinástica» a ser «el gran terremoto de Knosos». Se puso en contacto con el Observatorio Nacional de Atenas para confirmar el epicentro y saber si una erupción volcánica podía o no tener consecuencias similares. La respuesta confirmó el epicentro, pero negó que hubiera una relación con erupciones volcánicas.77 La segunda circunstancia se había convertido en una posibilidad en 1909, cuando K. T. Frost, un joven filólo­ go con mucha imaginación de la Universidad de Queen (Bel­ fast), emitió una nueva teoría. Según Frost, la erupción prehis­ tórica de la isla de Santorini, llamada también Tera, puso fin a los palacios cretense y «sumergió» la civilización minoica; es más, este hecho tenía su origen en los antiguos cuentos griegos y egipcios sobre el continente perdido de Atlántida.78 El artícu­ lo de Frost para el Times no recibió mucha atención, si bien pu­ blicó una versión más detallada para especialistas; pereció en la Gran Guerra, sin que nadie secundara su teoría. Al examinar la cerámica hallada por antiguos exploradores en Santorini, Evans señaló que, pese a estar elaborada bajo una fuerte influen­ cia cretense y pese a haber incluso fragmentos de manufactura cretense, era de un estilo posterior que la cerámica hallada en los «depósitos sísmicos» de Knosos y, por tanto, pertenecía a una fase de cerámica posterior a la representada en el interior de las casas de Knosos».79 Después de esto, Evans desdeñó la re­ lación de Creta con la Atlántida. Cerca de la «casa de los bueyes sacrificados», como se cono­ ció el edificio derruido a partir de entonces, los obreros des­

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cubrieron una gran bóveda de unos nueve metros de profun­ didad por debajo de una esquina del palacio. «Allí no había indi­ cios de ocupación humana —contaba Evans al Times—, pero en la parte sur apareció la entrada a una cueva artificial, con tres escalones toscamente tallados que conducían a un lugar que sólo puede describirse como una guarida adaptada para una bes­ tia de gran tamaño —bromeaba. Y añadía—: ... pero en este caso, es mejor dar rienda suelta a la imaginación.» N o obstante, Evans dejó vagar su imaginación algo más al dirigirse a los anticuarios de Londres a su regreso en julio. «¿Podría ser que [en Knosos] tuvieran leones para amenizar algún tipo de espectáculos?», pre­ guntaba a sus eruditos colegas. Evans estaba convencido de que había hallado la guarida de un monstruo, y tan sólo había un monstruo asociado al laberinto de Knosos. «Las tradiciones de este tipo de costumbres, sin más aditamentos —sugería—, bien podrían haber contribuido a generar los cuentos sobre el Mino­ tauro que rondaba por el lugar en tiempos históricos.»80 ★ ★ *

U n monstruo distinto no tardó en asomar la cabeza sobre el Egeo. Las tropas griegas habían desembarcado en Ismir (la anti­ gua Esmirna), en la costa turca del Egeo, en mayo de 1919, para reivindicar el territorio prometido por los Aliados, que ocupa­ ron Estambul. Al tiempo, el héroe de guerra turco, el general Mustafá Kemal (Atatürk), desembarcó en Samsun, en el mar Negro, e inició la revuelta contra el sultán, que permitió for­ mar la República turca actual. Los nacionalistas de Atatürk inva­ dieron Esmirna en agosto de 1922 e incendiaron la ciudad por­ tuaria, lo que provocó la rápida evacuación de las tropas griegas y el desplazamiento de un millón y medio de refugiados. Aquel

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acontecimiento cambió por completo el entramado cultural de la Grecia actual. El «desastre de Asia Menor» de 1922, nombre con que los griegos conocerían la derrota, llegó a su fin en ene­ ro de 1923, con la firma del Tratado de Lausanne, que orde­ naba a Grecia y Turquía un intercambio de su población. A Cre­ ta llegaron alrededor de tres mil cristianos procedentes de Turquía para ocupar el lugar de los treinta mil musulmanes a los que se obligó a abandonar sus hogares. Alí Aga se encontró de repente entre dos aguas. Evans y Mackenzie lucharon para que pudiera quedarse en Creta y sus bienes quedaran intactos, pero con las quejas que presentaron a la embajada británica sólo consiguieron una victoria parcial. Así, pudo quedarse en Cre­ ta, pero perdió todas sus tierras; pocos años después, falleció. Evans y Mackenzie regresaron a Creta para cuatro meses de excavaciones y exploraciones, durante la primavera y el vera­ no de 1923. Manoli, el «Viejo Lobo» de Evans, sustituyó a Alí Aga en sus labores. Generaciones posteriores de arquitec­ tos dirían de él que sabía «tanto de arqueología como el propio Evans», dado su contacto con las excavaciones de Knosos des­ de bien temprano.81 Empezaron la temporada reanudando la exploración de la «guarida del Minotauro», que ya reconocían como una cante­ ra subterránea, y de las laderas vecinas, en la parte sur del pala­ cio, donde hallaron vestigios de una antigua vía que llegaba cer­ ca de la galería sur. Sin embargo, prefirieron no seguir adelante en aquel lugar e interrumpieron la excavación. Reanudaron el trabajo en una nueva zona al haberse hallado un gran «montón» de fragmentos de frescos —suficientes para llenar más de ochen­ ta bandejas de madera de un metro de largo—, dispuestos de un modo poco habitual. Posteriormente, Piet de Jon g recordaría:

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Sir Arthur se enfadó mucho al saber que un hombre había decidido levantar una taberna bastante cerca del acceso a la excavación, cerca de la casa de David. Para su desgracia, ya había depositado varias toneladas de azulejos y ladrillos al sur del sendero, considerando que su edificio iba a que­ dar en la parte norte, sobre un terreno que sir Arthur no había podido comprar. Sir Arthur hizo llamar a todos los hombres de la excavación, para hacerles cargar el material para la taberna y «ponerlo en un lugar seguro». Lo guardó bajo llave y colocó encima la bandera de Inglaterra. Al mis­ mo tiempo, inició excavaciones en la propiedad de aquel hombre aplicando el «sistema de apuestas». Allí encontró los frescos y el lugar al que llamó la Casa de los Frescos. Entonces, claro está, podía confiscar el terreno, o bien com­ prarlo a un precio muy bajo.

En la Casa de los Frescos hallaron magníficas pinturas de la «na­ turaleza en estado salvaje —informó Evans—, hay pajarillos azu­ les aquí y allá, entre rocas agrestes y grotescas, en las que cre­ cen flores y enredaderas». Le llamó la atención una especie en concreto, e informó pletórico de entusiasmo de la identifica­ ción de «simios del género cercopithicus [el lugar más próximo donde había simios de este género era Sudán] representados con tal veracidad», que pensó que el artista los debía de haber estu­ diado de primera mano. De Jon g también quedó impresiona­ do; utilizó aquel monito azul del dibujo minoico como base para una traviesa caricatura de Evans, aludiendo a las referen­ cias reservadas que Mackenzie hacía de su jefe llamándole «ese macaco». 82 Evans obsequió a los asistentes a la reunión anual de la Aso­ ciación Británica, celebrada en otoño, sus nuevos ejemplos de

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arte minoico, y destacó sus ideas principales sobre Creta como puente entre antiguas culturas. Sugirió que las relaciones comer­ ciales con Africa quedaban parcialmente confirmadas por la exis­ tencia de un camino que había descubierto, que iba en direc­ ción sur desde el palacio y terminaba en Mesara; camino que prometió explorar más adelante. Evans estaba entusiasmado con su trabajo y parecía tener intención de retomar el ritmo de las excavaciones y exploraciones de Creta, de manera que debió de ser una sorpresa para sus colegas leer en el Times del 5 de febrero de 1924 la asombrosa noticia de que entregaba su pro­ piedad de Knosos —que incluía el palacio, Villa Ariadne y los viñedos—a la Escuela Británica de Atenas. «Mi intención es que la propiedad sea la sede de la Escuela Británica de Atenas en Grecia, y que la villa se convierta en un lugar de estudio para los estudiantes de la escuela —explicó Evans a los periodistas—. Se han descubierto tantas cosas en los últimos años, que es im­ prescindible que los estudiantes de arqueología puedan venir en grupo y pasar unas semanas en la isla. Tengo la seguridad de que queda un vastísimo campo de trabajo de investigación para los próximos cien años en Creta, y de que estamos en el inicio de una nueva era de descubrimientos.»83 El mismo documen­ to incluía una carta de Macmillan en la que hablaba de la «muni­ ficencia de Evans»: «El nombre de Arthur Evans encabezará la lista de benefactores de la Escuela, así como la de eruditos y ex­ ploradores británicos, para la eternidad».84 Com o se ha visto, un factor importante que permitió a Evans disfrutar de un mayor derecho de propiedad sobre los minoicos del que suele conce­ derse —derecho que todos los arqueólogos suelen sentir por esa parte del pasado a la que dedican su vida—fueron las extensas dimensiones de su propiedad. Y ahora, de repente, renunciaba a ella.

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Acaso el verdadero motivo quedaría claro para los obser­ vadores externos al día siguiente. Los comunicados de prensa del 5 de febrero estaban preparados para ser divulgados el mis­ mo día que Evans compareciera en el juzgado de guardia de Marlborough Street con George Cook, un «vendedor ambu­ lante» (dispuesto a vender cualquier cosa a cambio de obtener beneficios), según se explicaba en una breve noticia en el Times del 6 de febrero, que alegó hospedarse en el albergue de la Aso­ ciación Cristiana de Jóvenes. A ambos se les imputaban «car­ gos con libertad bajo fianza por estar implicados en un acto de violación de la decencia pública en Hyde Park, la noche del 29 de enero». El abogado de Evans alegó que ambos acusados «negaban algunos de los incidentes declarados por la policía, que el acusado de mayor edad sufría “ ceguera nocturna” , y necesitaba de un guía para caminar». Sin embargo, reconoció que cabía la posibilidad de que se hubiera cometido el delito y propuso al juez que la acusación se mantuviera y no llamó a testificar a nadie. El juez consideró que «cuanto menos se habla­ ra de ello, mejor, y las pruebas le convencieron de que se había cometido una infracción». Evans pagó una multa de 5 libras y los gastos del juicio; la pena para el muchacho fue vivir fuera del condado de Londres en los siguientes doce meses, segura­ mente para evitar que hablara con la prensa. Parece que el gene­ roso gesto de hacer una donación importante al Estado fue más bien un acto de contrición público, acaso recomendado por su abogado. Esta es la primera prueba concluyente que se recoge en los documentos biográficos de Evans que demuestra que mantu­ vo relaciones físicas con un joven. Quizás era la primera vez que lo hacía y metió la pata, o quizá lo hacía a menudo cuan­ do iba a Londres, y aquélla fue la primera vez que le sorpren­ /

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dieron. Sea como fuere, Evans, a los setenta y tres años, empe­ zaba a decaer y a perder la intimidad de su vida privada. Qui­ zá todo era parte de un asunto mayor; bien empezaba a bajar la guardia, bien ya la había bajado del todo. Los periódicos del mes de enero llenaron sus páginas con fotografías de los magníficos hallazgos de Howard Carter en la tumba de Tutankamon, en el valle de los Reyes (Egipto); no pasó un solo día sin que no hubiera una nueva revelación cuan­ do Carter dirigió el acto de desenvolver la momia del faraón, el punto culminante de su extraordinario descubrimiento del año anterior. El 19 de enero, Leonard Woolley anunció su des­ cubrimiento de U r de Caldea, la gran ciudad sumeria de la Biblia, con fotografías de joyas exquisitas y estatuas de oro con incrustaciones de piedras semipreciosas.85 Evans se sintió rele­ gado al olvido, y no pudo ocultar su envidia en su estudio sobre «Nuevos descubrimientos en el arte minoico de Creta», que leyó en la R eal Fundación para la Ciencia el 8 de febrero. Ini­ ció el discurso destacando el origen libio común de cretenses y egipcios, que habían mantenido estrechas relaciones en el pasa­ do. Sin embargo, acto seguido criticó lo previsible del arte egip­ cio para restar importancia al éxito de Carter, planteando la siguiente pregunta: «¿Cuánto habrá podido extraer de antema­ no un experto egiptólogo de los tesoros inagotables de la tum­ ba de Tutankamon?». Contrastó este descubrimiento con la entusiasta predicción de que «allí donde se descubra una tum­ ba real intacta de los días de esplendor de Knosos, ¡¿quién osa­ ría prever las revelaciones artísticas que tendría que ofrecer­ nos?!». Como entretenimiento, Evans proyectó unas diapositivas sobre la «famosa diosa de marfil que hoy se halla en Boston». «Tiene una expresión tan actual que muchos han dudado de su autenticidad», reconoció. Sin embargo, a continuación mostró

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las diapositivas de «una figura de un dios niño, al parecer talla­ da con la misma mano, e indudablemente auténtica, que pare­ ce adorar a su señora madre». Aquélla fue la primera revelación pública de su última adquisición, una estatuilla de marfil que, según decía, «presentaba una talla tan delicada y hermosa, que más evocaba a Leonardo que a cualquier otro modelo de la Antigüedad».86 La diosa de Boston fue la primera de una docena de ejem­ plares de figurillas de marfil minoicas que aparecieron no sólo durante los años de la guerra, sino también después de la gran conflagración. Estudios recientes ponen en duda la autentici­ dad de la mayoría de las figuras, si no de todas, que aparecie­ ron en el mercado de objetos de arte, debido a que los incul­ pados de falsificación eran conocidos por muchos arqueólogos, entre ellos Evans.87 W oolley cuenta que se hallaban en Villa Ariadne cuando la policía los llamó. «Evans había contratado durante años a dos griegos para restaurar las antigüedades que encontraba. Eran hombres de un talento extraordinario —uno viejo y otro joven—, y él mismo les había enseñado; trabaja­ ban bajo las órdenes de un artista y llegaron a hacer restaura­ ciones magníficas para él. Luego el viejo se puso enfermo, y el médico le dijo que iba a morir.» El hombre hizo llamar a la policía, y no a un médico, pues quería confesar que él, Geor­ ge Antoniou, y su joven compañero se habían dedicado a fal­ sificar antigüedades durante años. La policía hizo llamar a Evans y Mackenzie, que invitaron a Woolley a unirse a ellos, a fin de analizar las premisas: Jamás había visto una colección de falsificaciones tan mag­ nífica como la que habían llegado a reunir aquellos tipos. Había objetos en cada estadio de elaboración. Por ejem-

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pío, había quien se asombraba de adquirir estatuillas criselefantinas, como las llamaban, de Creta; estatuillas de mar­ fil con adornos de oro (hay una en el Museo de Boston y otra en el Museo de Candía en Creta). Aquellos hombres estaban decididos a falsificar aquel tipo de figuras y tenían todo lo necesario para hacerlo, desde el colmillo de mar­ fil en estado puro, hasta una primera talla tosca, otras per­ fectamente acabadas y otras decoradas con oro. Luego in­ troducían la figura terminada en ácido, para que corroyera las partes blandas del marfil y creara, así, el efecto de haber estado enterrada durante siglos.* ¡Y nadie era capaz de dife­ renciar las falsificaciones de un original! Le dije a Evans: «Nunca pienso comprar una antigüedad griega». Y él con­ testó: «La verdad es que hasta yo tengo dudas ahora». Y eso que era un experto.88 A m bos hom bres habían trabajado para Gilliéron, de m odo que eran m uy versados en los entresijos del arte m inoico y, por tan­ to, sabían cóm o reproducirlo. D e hecho, Gilliéron trabajaba en aquella época con su hijo (también llam ado Em ile) en un prós­ pero negocio de venta de «copias de m useo» de metal m inoico y m icénico, así com o piezas de marfil, y se habían especializado e n jo y a s de oro. L o curioso es que Evans era efectivam ente el extraordinario experto que W oolley había dicho, pero a partir de aquel m om ento insistió en incluir m uchas piezas claramen­ te modernas en la reconstrucción del pasado, que además empleó para reafirmar sus argum entos sobre la religión m inoica. * U na variante de la técnica con ácido consistía en enterrar las piezas recién construidas en alguna zona del jardín donde orinaban los m iem bros del servicio doméstico, contribuyendo de este m odo a la buena marcha del negocio familiar. Esto me contó Vangeüs Kyriakides, de Herakleion (Creta), a quien a su vez se lo contó su abuelo.

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E n las m em orias que publicó K aro tras la m uerte de Evans, recordaba que G illiéron le había ofrecido a Evans la diosa de B oston en 1914, pero que Arthur la había rechazado. K aro aña­ dió la siguiente reflexión:

La primera vez que se supo de las estatuillas de oro y mar­ fil decoradas con incrustaciones de oro «de Creta» fue duran­ te el período de 1915 a 1918. Estas piezas de diestra ela­ boración tenían que ser exactas a los resultados obtenidos de la investigación de Evans sobre la religión minoica. Evans no tenía dudas sobre su autenticidad —como me dijo [Gillié­ ron] una vez en una carta—, y nadie conocía todavía aque­ llos resultados de la investigación, pues aún no se habían publicado. Era incomprensible para un hombre de su talla que los hombres a los cuales, al fin y al cabo, debió mos­ trar parte de los resultados de su investigación, correspon­ dieran a su benevolencia de tantos años de aquella manera. Por lo visto, el éxito de los esfuerzos de Spyridon Marinatos desde su puesto de éforo (es decir, conservador pro­ vincial de Creta) para desenmascarar a actores secunda­ rios (orfebres) que trabajaban como falsificadores, no sirvió para sacar a la luz a los que estaban entre bastidores.89 T o d as las sospechas recayeron sobre G illiéron y sus ayudan­ tes, pero p ocos alzaron sus voces, por deferencia a su em inen­ te jefe. U n a vez más, cabe la duda de si lo sucedido era parte de un panoram a en el que Evans em pezaba a perder criterio y cada vez le resultaba más difícil distinguir la realidad de la fic­ ción o la vida de la im aginación. Su buena disposición a apoyar a jóven es académ icos tam ­ bién em pezaba a m enguar, a m enos que, claro está, que com -

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partieran sus ideas. «Jamás volveré a excavar! —escribía Wace en una carta desesperada a Blegen en abril de 1921—, ¡Ni M ac­ millan y compañía (ni A. J. E., mucho me temo) me permiti­ rán volver a excavar!» Wace se había negado a ceder a los argu­ mentos de Evans sobre las fechas de las principales características arquitectónicas de Micenas, y acabó por tener a Evans en su contra. Lo que había empezado como un debate académico fue a peor cuando Evans y Mackenzie se dieron cuenta de que no podían obligar a los «herejes heládicos» a cambiar de parecer. Sin embargo, el verano de 1923, tanto Evans como Mackenzie aca­ baron por quitar hierro al asunto, al igual que Blegen, que res­ tó importancia a la situación, según cuenta en una carta a su pro­ metida. Mackenzie había llegado antes que Evans a Atenas, a finales de marzo, y Wace y Blegen lo habían llevado a ver los planos de Micenas a la Escuela Norteamericana, situada frente a la Escuela Británica, al otro lado del jardín. «Al parecer, el vie­ jo Duncan creía estar en un lugar peligroso, en medio de terri­ torio enemigo. Se mostró más tímido y asustado de lo habitual, y reaccionaba a cualquier comentario mío o de Wace con la cautela y la sospecha propias del montañés astuto que es -con ­ taba Blegen con regocijo, y añadía-: Sabes, (según dice Seager) Duncan cree (o creía) que soy el villano que pasa inad­ vertido, ¡y que animo a Wace a exponer todas esas ideas heréticas sobre la cronología micénica!» Sin embargo, la verdadera natu­ raleza de la estricta adherencia de Mackenzie a la reconstrucción de la historia de su maestro no dejaba lugar al diálogo. «Ni fal­ ta hace decir que la discusión no conducía a ninguna conclu­ sión», se lamentaba Blegen. El asombro de Mackenzie fue indescriptible al dar Wace una fecha tan tardía (Heládico Reciente III) al hogar del

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megarón de Micenas, y su comentario al respecto fue bas­ tante bueno. Dijo: «Por Dios, es inaceptable. Nosotros lo remontamos a partir del M R I. Está escrito bien claro. Está en el libro» [al decir «nosotros» se refiere a él y a sir Arthur Evans, y «el libro» es El palacio de Minos]. Parecía una acti­ tud propia de él en muchos aspectos.

Evans llegó una semana después, y Blegen observó que cada vez se mostraba menos transigente para sopesar nuevas ideas. «Parece que Evans, animado por Mackenzie, discrepa con vehe­ mencia con muchas de nuestras teorías principales acerca de la cronología de las cosas en Micenas, si bien el año pasado se mostró muy razonable, y creíamos que había aceptado la mayo­ ría de ellas.» Sin embargo, Blegen opinaba que era «un tipo encantador y la verdad es que me cae muy bien». «Creo que le alegraría mucho que Wace y yo dejáramos el campo micénico y las dificultades y peligros que nuestro estudio conlleva, y que nos dedicáramos al neolítico o, cuando menos, a los períodos heládicos más tempranos que no son cretenses en absoluto y sobre los que, por otra parte, ¡el punto de vista herético no supone ninguna amenaza!» N o obstante, un año después, el debate degeneró en un enfrentamiento enconado en el que Evans atacó los métodos de excavación de Wace públicamente en el Times; en la inti­ midad, decía de él que escribía «más como un abogado pedan­ te que como un investigador judicial», pues «hacía que todo encajara en una teoría imposible e inconcebible».90 «Ya sabes que el viejo Foxy sugirió hace años que A. J. E. tenía envidia de Micenas -c o nfió Wace a Blegen—. Me cuesta creerlo.» Foxy era el apodo de Edgar John Forsdyke, conservador de la colec­ ción de antigüedades griegas y romanas del Museo Británico y,

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como licenciado en Keble College (Oxford), era seguidor de la escuela panminoica de Evans.91 Es probable que la envidia y la ira de Evans se acentuaran cuando leyó la entrada sobre civilizaciones egeas para la publicación Cambridge Ancient H is­ tory que encargaron escribir a Wace. En ella, el joven se atre­ vía a afirmar: «Hay un hecho indiscutible, y es que Creta, que entonces se encontraba en el principio del segundo apogeo de su civilización de la Edad de Bronce, era tan superior en arte y artesanía que era previsible que dominara a sus vecinos. Habría sido un hombre osado de haber vaticinado que antes del fin de la Edad de Bronce la recién fundada plaza fuerte de Micenas eclipsaría el poder y la riqueza de Cnosos».92 Com o sucede en muchas disciplinas, los hombres de talen­ to con carácter son reacios a tolerar a académicos jóvenes, pues amenazan con desbaratar sus ideas, y olvidan que ellos también fueron jóvenes y rebeldes. Evans apoyó a la siguiente genera­ ción, siempre y cuando se atuviera a una disciplina. Así, cuan­ do Wace se negó a apoyar la versión de la historia de Evans, éste echó mano de su influencia para apartarlo de la especiali­ dad, y su influencia no era poca. La junta directiva de la Escue­ la Británica decidió no mantener a Wace en el cargo de direc­ tor en 1923, de modo que abandonó Grecia en busca de trabajo. Encontró un puesto de conservador suplente en la sección de textiles del museo londinense Victoria & Albert en 1924. Siguió publicando sus ideas sobre la arqueología de la Grecia prehelé­ nica, y Evans siguió combatiéndolas. Sin embargo, Wace no volvió a excavar en Grecia hasta que no murió Evans.

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Un Julio Verne de la arqueología En mayo de 1924, Evans y Mackenzie volvieron a ponerse al mando de un inmenso grupo de trabajadores, en busca de los primeros vestigios de una ruta pavimentada al sur de Knosos. A principios de junio, Evans envió un telegrama al Times para informar de que había hallado «la construcción más imponen­ te que ha salido a la luz hasta ahora en Creta».93 Bajo un den­ so depósito aluvial del río Vlychades, que bordea la parte sur de la colina del palacio, Evans encontró los pilares de piedra caliza, toscos e inmensos, de un viaducto y una cabeza de puen­ te, que restauró con una reconstrucción artística de un inmen­ so puente sobre el río. Aquello le convenció de que el acceso principal al palacio, que no había hallado ni al norte ni al oes­ te, debía estar en la parte sur, donde la erosión habría arrastra­ do cualquier resto al río. Animado por esta idea, Evans orga­ nizó una serie de expediciones espectaculares a los posibles puertos de la costa sur de la isla. Piet de Jon g recordaba: En aquella época, las excursiones se hacían a caballo o con muía, siempre con mucha solemnidad. Sir Arthur siempre iba a la cabeza, yo detrás de él, porque Mackenzie no que­ ría estar demasiado cerca de una personalidad tan electri­ zante y errática como la de sir Arthur, y verse obligado a darle conversación; por tanto, siempre iba detrás de mí. Yo hacía de amortiguador. Mackenzie iba seguido de compa­ ñía más agradable y siempre en el mismo orden: Manolaki, Kronis (que se encargaba de los animales), Kosti, el mayordomo, su ayudante Hassan y, por último, un asno cargado con distintos tipos de vino.94

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Evans describía estas excursiones para enviarlas como crónicas al Times, y los comunicados recordaban los viajes de treinta años atrás junto a Myres, pero con un entusiasmo distinto. El asom­ bro y la especulación de los informes de antaño habían sido sustituidos por la confianza que le proporcionaba su propia ex­ periencia en antigüedades de Creta de todos los períodos, com­ binada con «la vista de lince de Manolaki, a quien no le pasa por alto nada que sea minoico». Sin embargo, aún quedaba una pizca de aventura. Evans montó su tienda en el Kali Limenes, donde supuestamente había estado el «Buen Puerto» citado en el Nuevo Testamento, donde se dice que san Pablo se demo­ ró por culpa del mal tiempo. Evans observó que «la orilla esta­ ba llena de fragmentos de jarras de vino romanas, vino que podría haber proporcionado alegría a la tripulación del barco de los Apóstoles». D e repente, al atardecer empezó a soplar un viento «hura­ canado» procedente del sureste, que levantó mar gruesa, y de madrugada me desperté al oír el embate de las olas. Desabroché la puerta de lona de la tienda, y una inmensa ola irrumpió y lo mojó todo. Para alguien que padece de ceguera nocturna como yo, fue una situación aparatosa, pero por suerte unos marineros que trataban de salvar su barca medio hundida me ayudaron a salir. A la mañana siguiente, las olas rompían sobre el lugar donde había esta­ do mi tienda.

Evans encontró numerosos lugares de interés durante estos via­ jes, entre ellos, el asentamiento minoico de Tripiti —excavado recientemente por el Servicio de Arqueología griego—,95 pero el más extraordinario fue el principal objeto de su exploración,

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el más importante puerto del sur de Knosos, que halló cubier­ to por dunas de arena en Kommos, en las orillas del Mesara. Excavaciones norteamericanas recientes han confirmado las suposiciones de Evans de que en Kommos había una aduana donde «se imponían aranceles de exportación a los oficiales de los reyes sacerdotes de Knosos».96 Aquel mismo año, Evans pre­ sentó en la Sociedad de Exploración de Egipto sus pruebas para «la Gran R uta de Tránsito» que conectaba el mar de Libia con el Egeo en Knosos, donde el equivalente de los «grupos pro­ cesionales de enviados minoicos que llevaban tejidos exóticos como ofrendas a Egipto», los keftiu, «era el fresco procesional de Knosos, y en este caso la ofrenda se hacía a la diosa minoica». Realzó las relaciones comerciales con ejemplos de las «pinturas murales con monos del Sudán entre plantas de papiro, y la mag­ nífica escena que muestra a un capitán minoico dirigiendo tro­ pas negras, una práctica claramente traída del Egipto contem­ poráneo».97 Aun así, seguía sosteniendo que la cultura minoica era independiente de la egipcia, a pesar de seguir recopilando él mismo pruebas que demostraban lo contrario. De forma simultánea a aquellos descubrimientos reales de Evans bajo el suelo, iban surgiendo «revelaciones» espectacula­ res de objetos lejos de su atenta mirada. «Yo soñaba con un Julio Verne de la arqueología —escribió Salomon Reinach en su rese­ ña sobre la publicación de Evans del primer grupo de joyas de fuentes clandestinas. Y añadía—: ... soñaba con una historia de niños de ocho a doce años que hallaban objetos maravillosos bajo tierra. Sin embargo, ¿cómo iba yo a imaginar algo tan mara­ villoso como lo que sir Arthur Evans tenía que enseñar?»98 Una oleada de gemas y anillos de oro con escenas en miniatura que encajaban a la perfección con las teorías de Evans sobre la reli­ gión y el mito minoicos (empezando por un grupo del que se

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dijo que procedía de Tisbe, cerca de Tebas) coincidió con la afluencia de estatuillas de incierta antigüedad. C om o Evans había predicho la existencia de un «epos minoico» en el que Homero y autores griegos posteriores basaron sus historias so­ bre héroes, prefirió dejar pasar por alto su dudosa autenticidad, y las hizo públicas, con comentarios explicativos. Entre aquel «tesoro de Tisbe» había escenas grabadas de sacrificios de toros y escenas de la diosa minoica en una variedad de posturas impre­ visibles, pero además había imágenes que recordaban episodios de la historia de Tebas sobre el rey Edipo, el joven héroe que mató a su padre y desposó a su madre sin saber que lo eran. Junto a las joyas de Tisbe, Evans presentó en público dos anillos de oro recién descubiertos. De uno dijo que había sido hallado en una tumba con aspecto de gruta cerca de Arcana, al sur de Knosos. El anillo de Arcana mostraba a un hombre sal­ tando sobre el lomo de un toro que iba al galope, una escena casi idéntica a la que habían restaurado con los fragmentos de yeso pintado del palacio. En el segundo anillo de oro —al que Evans llamó «el anillo de Néstor» porque le habían dicho que pro­ cedía del cementerio micénico de Kakovatos, cerca del areno­ so Pilos de Néstor, en la costa occidental del Peloponeso—apa­ recían representadas partes de otro mito que había arrobado a Evans desde la primera vez que había predicho el culto egeo a los árboles y pilares. En el centro de la escena grabada del engar­ ce, como parte principal de la composición, había un árbol con ramas retorcidas, que Evans comparó con «el antiguo árbol escandinavo, “ el árbol del mundo” , el fresno del corcel de Odín, el Yggdrasil».99 Muchos críticos se mostraban reacios a acep­ tar la autenticidad de las piezas, pero Gordon Childe estuvo encantado de escribir un extenso elogio al respecto en Nature, halagando a Evans por las pruebas aportadas de la epopeya, qui-

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zá porque él mismo estaba ocupado construyendo sus propios mitos. Childe había regresado a Inglaterra al terminar la guerra, muy impresionado con el funcionamiento del estado soviético de la U .R .S.S. Empezó a ensalzar una teoría que en la actuali­ dad está considerada como la destrucción masiva de la natura­ leza para obtener ganancias y beneficios. Childe incorporó los principios prácticos de Karl Marx —«El cambio se consigue con la acción, no con pensamientos ni palabras, y las fuerzas de pro­ ducción son fundamentales para la estructura económica en la que la sociedad se asienta»—al materialismo fundamentalista, cu­ ya encarnación viviente estaba, según él, en la Rusia soviética. Childe publicó un resumen de sus ideas sobre el origen de las lenguas indoeuropeas en 1926, en un libro titulado The Aryans: A Study of Indo-European Origins (Los arios: U n estudio sobre los orígenes del indoeuropeo). En él desdeñaba rotunda­ mente las ideas de Gobineau. Hablaba de la llegada de un gru­ po de salvajes rudos y diestros, cuyo único mérito era la rique­ za de su lengua, que arrasaron toda Europa con una oleada de destrucción, pero «en los campos por donde pasaban crecían flores delicadas». La mezcla de los arios con los «nórdicos» mejo­ ró sus cualidades físicas «para conquistar a pueblos incluso más avanzados y así poder imponer su lengua en territorios en los cuales casi habían desaparecido las características de su raza». Y concluía: «Esta es la verdad que subyace en los panegíricos de los germanistas: la superioridad física de los nórdicos fue idó­ nea para canalizar una lengua superior».100 Inintencionadamente, la obra de Childe proporcionó el precedente histórico y la prue­ ba material para el estridente sentimiento antisemita comparti­ do en los encuentros de veteranos de guerra desposeídos de sus bienes en las cervecerías de Munich, y no tardó en formar par-

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te de la campaña del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores. Era una época de creación de mitos, y las sortijas de oro, al igual que las estatuillas de marfil, eran demasiado oportu­ nas. Pese a que en la actualidad aún hay un grupo académico que se aferra con tesón a la autenticidad de aquéllas,101 lo cier­ to es que, al final de la vida de Evans, apareció en su colección una segunda copia idéntica del anillo de la Arcana, lo cual con­ firma la sospecha de que era el producto de un taller de nues­ tra época. Y en Atenas sólo había un taller de renombre mun­ dial por sus copias de oro de joyas minoicas y micénicas, el taller de los dos hombres que habían estado más cerca de los origi­ nales: Gilliéron père et fils. Si bien nunca podrá demostrarse de forma concluyente, la sombra de la sospecha se cierne sobre el padre y el hijo en lo que respecta al período del arte minoi­ co que podría definirse como el «período neodedálico». «He llegado en un momento muy triste», escribió en una carta Evans a su prima Josephine Phelps desde Knosos, en junio de 1925. Durante su ausencia en Atenas, supo por Blegen que Richard Seager había caído enfermo en el barco de Egipto a Creta. Evans consiguió zarpar rumbo a Creta en un barco de la marina griega, con el propósito de trasladar a Seager a Ate­ nas, pero fue demasiado tarde. Arthur tan sólo llegó a tiempo para asistir al funeral de su amigo. Bajó de su carruaje y cami­ nó detrás del féretro con la cabeza descubierta. «Sentía su muer­ te en lo más profundo», dijeron algunos de los presentes.102 Evans había estado muy unido a Seager, y en la carta a su pri­ ma lo describía como «el americano más inglés que he conoci­ do nunca».103 La temprana muerte de Seager alimentó las conjeturas popu­ lares de que aquellos que visitaban la tumba de Tutankamon

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—como era el caso de Seager poco después de ser descubiertaeran víctimas de la «maldición de la momia». Apenas cinco meses atrás, Francis Newton, un nuevo miembro del Fondo para la Exploración de Egipto, había fallecido en Asiut (Egipto) a los treinta y seis años. Newton también había sido uno de los pri­ meros en visitar las excavaciones de Howard Carter en el valle de los Reyes, de modo que su misteriosa muerte, atribuida a la enfermedad del sueño (encephalitis lethargica), alimentó el mie­ do popular a la maldición egipcia. Evans no dedicó mucho tiempo a excavar en 1925. Aquel año, prefirió contratar a un grupo de hombres para reconstruirpartes del ala oeste del palacio y supervisar a Gilliéron hijo en la restauración de miles de fragmentos de yeso de la Casa de los Frescos. Evans siguió explorando Creta y visitó Malia, donde Hazzidakis había descubierto en 1913 un nuevo palacio, a unos treinta y dos kilómetros al este de Knosos, en la costa norte. Hazzidakis se retiró de la arqueología e invitó a la Escuela Fran­ cesa a ir a Creta y excavar en su yacimiento, a principios de 1919. Evans quedó muy impresionado con los hallazgos, que utilizó para animar una conferencia que dio en la Sociedad Helé­ nica de Londres en noviembre; aun así, fue muy crítico con los métodos que los franceses empleaban. «Hacen durar mucho la excavación, sólo trabajan unos pocos hombres y muchachos, y hay constantes cambios de dirección.»104 Aquel mismo otoño, el R oyal Anthropological Institute honró a Evans con la célebre medalla Huxley por su distingui­ da aportación a la antropología, y él respondió a ésta con una conferencia sobre los orígenes de la raza minoica. Daba a enten­ der que los habitantes más antiguos procedían de Anatolia y de Oriente, como demostraban las nalgas prominentes de las esta­ tuillas neolíticas (se refirió a este detalle empleando el término

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griego steatopygia, nalgas con tejido adiposo). N o obstante, las costumbres libias no «arraigaron» en Knosos hasta finales del período Neolítico, en torno al 3000 a. C., al tiempo que empe­ zaban a emular el Egipto predinástico. «La diosa Delta libia pare­ cía haberse adaptado, al menos en parte, a la diosa madre de Creta», concluyó Evans, quien no había dejado de buscar los orígenes de su diosa de la naturaleza.105

Art decó dedálico Arthur regresó a Knosos a mediados de marzo de 1927, acom­ pañado de Theodore Fyfe, que ocupó el lugar de Newton, y trabajó durante un mes para completar la reconstrucción del pro­ pileo sur, de manera que las copias enteras de Gilliéron de los frescos del rey sacerdote y del muchacho sosteniendo una copa fueron terminadas antes de que «el dios que sacude la tierra» volviera a manifestarse. «Estaba pensando en los terremotos del pasado —escribió Evans a su prima—, cuando el pasado 21 de ju ­ nio, a las nueve y cuarenta y cinco, después de un día tranqui­ lo y cálido, empezaron los temblores.» Se encontraba en Villa Ariadne leyendo en la cama, en la habitación construida bajo el nivel del suelo, cuando vio que «objetos pequeños cayeron al suelo, y un balde con agua casi se vació. El movimiento, como el de un barco en plena tormenta, pero que duró poco más de un minuto, empezó a producirme el mismo efecto que un mar embravecido. De las profundidades de la tierra surgió un ruido sordo, como el mugido apagado de un toro enfurecido». Fascinado por aquel suceso, Evans mezcló realidad con ima­ ginación. «Uno tiene que haberlo escuchado con sus propios oídos para saber qué se siente al oír el bramido de un toro que,

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según la primitiva creencia, embiste a la tierra con sus cuernos. Sin duda, era la necesidad permanente de protegerse contra las explosiones iracundas de las fuerzas del infierno lo que expli­ caba la tendencia de los minoicos a adorar a una diosa con aspec­ to estigio, rodeada de serpientes como la Dama del Averno.» Y en un informe en que volvía a confundir fantasía y reali­ dad, afirmaba: «Si hay algo que sirva de consuelo es que el Pala­ cio y las plantas superiores reconstruidas han resistido. La copia del muchacho con la copa, además de otras figuras procesio­ nales, están sobre las paredes, en el lugar que les corresponde, y el rey sacerdote vuelve a contemplar desde la pared el pasi­ llo que lleva al patio principal. El efecto es maravilloso».106 Evans hizo entrega oficial del palacio de Knosos y Villa Ariadne a la Escuela Británica en 1926, tras un largo retraso, provocado por el debate sobre los impuestos sostenido entre los gobiernos griego y británico, que al final decidieron no aplicar. Evans, que solía perder la calma cuando las cosas iban despacio, se alegró en aquel caso de que el proceso se hubiera alargado. Estaba sorprendido y decepcionado por que los estu­ diantes de la Escuela Británica no hubieran aprovechado el lugar, pero, como recordaba D e Jong, «la reticencia se debía a que éstos no querían que sir Arthur sintiera que Knosos ya no le pertenecía, lo que él no comprendió». Concedieron a M ac­ kenzie el honor de ser el primer «conservador de Knosos para la Escuela Británica», puesto que se fundó gracias a una gene­ rosa donación de Evans. N o obstante, la salud de Mackenzie empezaba a flaquear, tras años de infelicidad y abuso del alco­ hol, y por ello pasó el primer año en los Alpes suizos para recu­ perarse de la gripe. A fin de poder mantener Knosos, Evans tuvo que olvidarse de otras partes del pasado y vender buena parte de su colección de monedas a un «hombre de Cambrid­

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ge», en septiembre de 1926, por 18.000 libras y, más adelante, sacar a subasta su preciada colección de monedas cretenses en Genova, en octubre de aquel mismo año. Había adquirido muchas monedas durante los primeros viajes a Creta; en la actua­ lidad, se ha sabido que muchas se remontan a la época en que trabajó para el Museo Ashmolean. Las monedas que vendió en Génova seguramente pertenecen a los niveles que correspon­ den a Grecia y Rom a en sus excavaciones de Knosos, sobre todo allí donde se aplicó el «sistema de apuestas» de Mackenzie. En la década de 1920, el trabajo de Knosos consistió sobre todo en lo que Evans denominaba «la reconstrucción» del pala­ cio y los edificios de alrededor. «No es una exageración decir que, en los últimos años, el yacimiento de Knosos ha vuelto a la vida.» Así empezó Evans el discurso de noviembre de 1928 en el Real Instituto de Arquitectos británicos. Ilustró la confe­ rencia con imágenes de las últimas reformas que había hecho aquel año en las dependencias domésticas del palacio. La reac­ ción de Christian Doll fue la siguiente: «Ha pasado mucho tiem­ po desde que estuve en Knosos, y lo que he visto esta noche en la pantalla en cierto modo me ha quitado el habla». Doll habló entonces con cariño de la época en que había trabajado con Evans, recuerdos que, por otra parte, son bastante revela­ dores. «Antes de restaurar un objeto, se acercaba a ti y te decía: “Esto y aquello lo encontrarás aquí y allí” , y siempre tenía razón; nunca se equivocaba.» Doll elogió encarecidamente el trabajo de Evans, aunque reconoció: «Entiendo que muchos de uste­ des se opongan a buena parte de las tareas de restauración, sé que muchos anticuarios se oponen a ello; pero es imposible evi­ tarlo en Knosos». Dicho esto, señaló que si Evans no hubiera hecho aquella reconstrucción, no habría habido mucho que ver en Knosos.

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Pese a ello, lo cierto es que incluso para algunos compa­ ñeros y amigos íntimos de Evans era desconcertante observar la magnitud de las «reconstrucciones», aunque pocos osaban expresar su desacuerdo en público. En una carta privada a un compañero, Halbherr refleja el parecer de muchos seguidores de Evans: «L’Evans continua le sue ricostruzioni a Cnosso, molto istruttive per i profani, ma molto ardite» (Evans prosigue con sus reconstrucciones en Knosos, muy instructivas para los legos, pero también muy osadas).107 Evelyn Waugh, durante un crucero con unos amigos en febrero de 1929, dio una de las impresiones más perspicaces sobre la restauración de Knosos. Waugh y unos amigos alqui­ laron ... un Ford con un guía para Cnosos, donde sir Arthur Evans —el guía siempre se refería a él como «el señor inglés Evans»— está reconstruyendo el palacio. De momento, sólo se han terminado unas cuantas salas y galerías, y lo mejor es una ladera llena de marcas de excavaciones, pero pudimos ha­ cernos una idea de la magnitud y complejidad de la ope­ ración con los planos de la obra, dispuestos sobre la plata­ forma principal para facilitar la visita. Creo que si «el señor inglés Evans» termina algún día una parte de este inmenso proyecto, será un lugar de perversidad sofocante. No creo que sólo sea la imaginación y la reconstrucción de una mito­ logía sangrienta lo que convierte en algo aterrador y malig­ no esas galerías estrechas y esos senderos retorcidos, esas columnatas de pilares cónicos invertidos, esas salas que no son más que pasillos sin salida al final de unas escaleras adon­ de nunca llega la luz del sol; ese trono pequeño y achapa­ rrado, situado en un rellano donde se cruzan los pasillos del

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palacio, que no es el asiento de un legislador ni el diván para el reposo de un guerrero. Es el lugar donde un déspota ave­ jentado debía de agazaparse en su propia silla y, entre las paredes de una galería con ecos, escuchar los murmullos que anunciaban la proximidad de su propia muerte.108 Aquel escenario también inquietó al historiador y filósofo bri­ tánico R . G. Collingwood. «La primera impresión en la men­ te de un visitante es que la arquitectura de Knosos consiste en garajes y lavabos publicos», escribió, aunque reconocía que podía deberse a las reconstrucciones que habían hecho con cemento que, «en este sentido, dan una idea falsa del original». Lo que dejó indiferente a Collingwood fue el aspecto utilitario de los edificios y el hecho de que no había «buen gusto ni elegancia, ni sentido de proporción», sobre todo al compararlo con la per­ fección matemática de la arquitectura griega y romana.109 Para concretar algo más su opinión, señaló que la arquitectura minoi­ ca, como todo lo de su época, era una arquitectura basada en la «comodidad y la funcionalidad, era un oficio y no un arte». Sin embargo, se equivocaba al pensar que el objeto de su crí­ tica era el arte minoico, ya que en realidad estaba ante la visión y recreación de Knosos que había hecho Evans. El observador más sagaz de Knosos que yo mismo conocí fue Pierre Elliott Trudeau, el primer ministro canadiense, a quien tuve el placer de acompañar en una visita al palacio en 1983. Trudeau se maravilló por la visión de futuro del arqui­ tecto minoico, pues se adelantó al art decó. Acto seguido, se con­ tuvo, me miró y preguntó: «¿Cuándo exactamente ha dicho usted que fue restaurado?». Esbozó una sonrisa picara, que man­ tuvo a lo largo de toda la visita. Quizá la actitud de Trudeau es la más sana que puede adoptarse al visitar Knosos.

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Entre todos los compañeros de Evans, Bosanquet fue quien supo ver mejor que nadie el valor futuro de aquel inmenso pro­ yecto de tres décadas, al señalar que Evans sentó un prece­ dente «que hizo aumentar sobremanera el nivel de responsabi­ lidad de un excavador». D e hecho, las restauraciones de Evans son la base de lo que hoy conocemos como «parques arqueo­ lógicos». Las «reconstrucciones» son ahora un símbolo de Kno­ sos, mucho más que sus paredes originales, y en la actualidad son el centro de un amplio programa de conservación arqueo­ lógica.110

El deportista de Cambridge La salud mental de Mackenzie se fue debilitando por momen­ tos tras la primera gripe de 1926. Al principio, cautivaba ajames Candy con cuentos de hadas, pero a medida que fue sumién­ dose en una depresión y empezó a beber más y más, Macken­ zie se limitaba a salir al jardín y a tirar piedras a los ruiseñores, quejándose de que no le dejaban dormir. Evans planeó el reti­ ro de su mano derecha a Escocia a finales de 1929, pero M ac­ kenzie precipitó los acontecimientos ingiriendo grandes dosis de alcohol y fingiendo estar enfermo. Una mañana de junio de 1929, en Knosos, explicaba Evans al director de la Escuela Bri­ tánica: «... vi que aún había luz y desperté a De Jong, y ambos fuimos a indagar. Al llegar al comedor, vimos que junto a la lámpara había una vela encendida y, al entrar, quedamos muy impresionados. Primero pudimos ver, detrás de tres botellas, algo que parecía una calabaza grande dentro de un plato. Al acercarme, vi que era la cabeza de Mackenzie con la nariz den­ tro del plato; al principio, ambos creimos que había sufrido un

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ataque cardíaco mortal». Pero Mackenzie simplemente había bebido mucho. Tenía sesenta y ocho años, y había dedicado casi la mitad de su vida a Evans y Knosos. En la actualidad, muchos especialistas han señalado que la arqueología debe mucho a los informes y opiniones de Mackenzie, deuda que nunca se le recompensó en vida, pues se limitó a hacerse a un lado mien­ tras Evans recibía innúmeros reconocimientos. Evans le relevó de sus tareas y lo envió a Atenas con la esperanza de que segui­ ría el viaje hasta Italia para quedarse allí con su hermana. Así fue, y murió en un sanatorio en 1934. ★★★ La ausencia de Mackenzie dejó un vacío en Creta que nadie iba a poder llenar. Su dedicación a Knosos y a Evans era insus­ tituible. N o obstante, una nueva forma de dedicación a Knosos y Creta, tanto antigua como moderna, apareció con John Pendlebury. Nacido el 12 de octubre de 1904 en Londres, Pend­ lebury era un hombre de acción e inteligencia, licenciado en Pembroke (Cambridge). Había representado a la universidad contra Oxford en los cien metros vallas y había obtenido el títu­ lo de deportista representante de Cambridge para el salto de altura en 1926 y 1927. Fue el primer estudiante de Cambridge en alcanzar el metro ochenta y tres en el ámbito deportivo uni­ versitario. Pendlebury ingresó en la Escuela Británica de Ate­ nas en noviembre de 1927, con la intención de iniciar estudios de antigüedades del Egeo, pero no tardó en sentirse fuera de lugar entre sus propios compatriotas. «Ojalá no fueran todos tan profundamente doctos», contaba en una carta a su padre, con quien mantuvo una correspondencia regular a lo largo de toda su vida.111 «Hacen que me sienta como un impostor por estar

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aquí. ¡La mayoría creen que el título de deportista represen­ tante me hace inaceptable!» La descripción de los demás estu­ diantes es muy reveladora: «El grupo está compuesto por un tipo llamado Davis, un licenciado de Oxford horrible con la cara alargada, el porqué de cuya existencia es, supongo, uno de los misterios del universo». Otros no quedaban mucho mejor parados. Sylvia Benton, la excavadora de Itaca, era a los ojos del joven «una anciana maestra de escuela, dura e insensible como una piedra». Los demás eran «la señora Whitfield, otra joya de Oxford, tan engreída que no sabe qué hacer ni consi­ go misma; la señora R oger, una sudafricana inepta, que acaba de terminar sus estudios en Oxford; la señora Turnbull, una neozelandesa casi inexistente». Al parecer, sólo se llevó bien con uno de sus compañeros: «La señora White ... es la única del grupo que parece humana ... el resto son decididamente inhumanos».112 A principios de 1928, Pendlebury viajó a Creta junto a Hil­ da White, y vio Knosos por primera vez. «Es muy desconcer­ tante —dijo a su padre, y—: la restauración de Evans ha echado a perder algunas partes.»113 Com o era de esperar, él fue invi­ tado a alojarse en Villa Ariadne, pero Hilda no, y le molestó que no invitaran «a ninguna mujer a quedarse en aquella casa de soltero».114 A pesar de todo, Pendlebury congenió muy bien con Evans, pues escribió a su padre: «El viaje a Creta fue todo un éxito. ¡Allí hay un montón de oportunidades! Evans dio a entender -en secreto, claro está- que iba a emprender una exca­ vación del Neolítico bajo el patio central de Knosos o bien bajar hasta Komo, en la costa sur, el antiguo puerto del mar de Libia». También cambió su opinión con respecto a la obra de recons­ trucción: «¡Parece que Evans está reconstruyendo el palacio al completo en un estilo de lo más espléndido!».115

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John y Hilda contrajeron matrimonio en septiembre de 1928 y pasaron el invierno excavando en Luxor (Egipto). A principios de mayo de 1929, Pendlebury recibió un telegrama de Villa Ariadne en el que Evans le preguntaba si estaría dis­ puesto a continuar el trabajo de conservador de Knosos en caso de que Mackenzie abandonara el puesto en otoño.116 Acep­ tó, y los Pendlebury llegaron a Knosos a mediados de marzo de 1930. En previsión de la llegada a Knosos de posibles estu­ diantes femeninas, Evans pidió a De Jon g que hiciera un pla­ no para añadir una segunda planta a la taberna que había jun­ to al camino de entrada. N o obstante, como recordaba D e Jong, a Evans: ... le gustaba que las cosas fueran deprisa y se hicieran rápi­ damente; no soportaba los preliminares. La restauración de la taberna era un ejemplo de ello. Una tarde me llamó para hablar sobre qué podía hacerse con el edificio para hacer­ lo habitable, para convertirlo en un lugar agradable de la villa. Analizamos las paredes, el techo, etc., y al día siguien­ te empecé a trabajar con un par de proyectos a fin de cons­ truir una casa bonita y agradable en la que vivir. Durante el estudio de los planos, fui hasta la taberna para echar una ojeada a algo y me encontré con que el edificio ya había sido modificado. Cuando le dije a sir Arthur que estaba haciendo un plano para establecer las directrices, dijo que no era necesario, que ya había dicho a los obreros qué te­ nían que hacer indicando los cambios deseados con la ayu­ da de su bastón. El resultado fue un auténtico desastre. Cuando llegó Pendlebury y se instaló, quiso hacer refor­ mas, pero la oportunidad de hacer algo bien se había echa­ do perder.117

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El primer trabajo de Pendlebury consistió en limpiar la finca y catalogar las montañas de cerámica acumuladas a lo largo de treinta años de excavación. «Una labor larga y dificultosa —expli­ caba en una carta a su padre—, teniendo en cuenta que sólo ten­ go que mirar las etiquetas (¡que están escritas a lápiz sobre tro­ zos de madera carcomida que datan de 1901, escritas por un capataz griego que cometía faltas de ortografía y que daba a los sitios nombres bastantes distintos según la época en que los es­ cribía!).»118 Pendlebury no era tan reservado como Mackenzie, de modo que su relación con Evans fue más difícil. N o obs­ tante, con su presencia había traído una bocanada de aire fresco a la labor, y nunca perdió el buen humor, como demuestra este «aire» que envió a su padre: Evans tuvo un vástago que casó con la hija de Wace. Casi arruinó su enemistad por querer mezclar estratos. (con la música de Phairson’s Feud)119 Evans nunca perdió la esperanza de encontrar la «tumba real» en Knosos, y la mejor oportunidad se le presentó en 1931, cuan­ do un sacerdote de Fortesta —según él mismo contó—trató de venderle un inmenso anillo de oro como los de Arcana y Pilos, con una escena religiosa grabada. Evans se mostró reacio a acep­ tar el precio, pero supo que lo había encontrado un niño en unos viñedos al sur del palacio. Evans y Pendlebury fueron has­ ta el lugar indicado, y hallaron un antiguo cementerio griego de pocas dimensiones en una escarpada ladera sobre vestigios de una gran construcción minoica, que empezaron a despejar en abril.

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«La excavación está resultando ser formidable —informó con entusiasmo Pendlebury a su padre al inicio de su colaboración con Evans—. Hemos encontrado algo que parece ser una tum­ ba real con capillas a los lados y salas con pilares.» Tras son­ dear la zona, apareció «una suerte de catedral, sin duda un tem­ plo o un santuario importante». «Por desgracia, pasa por debajo de la carretera moderna. Sólo espero que Evans no haga muchos túneles, y luego se largue y me deje solo para lidiar con la furia de posibles inspectores de caminos.»120 Com o Pendlebury no estaba dispuesto a bajar la cabeza ante los caprichos de Evans, cada vez le resultó más difícil tra­ bajar con él. A finales de mayo de 1932, escribió: «Por fin he­ mos acabado con la excavación, y empezamos a dominar la cerámica. Evans está peor que nunca, y lo cierto es que no sé cómo vamos a aguantarlo un año más».121 Evans estaba con­ vencido de que la construcción —que consistía en una cripta con pilares y un patio pavimentados—era un cenotafio, una tumba vacía, del rey Minos. La leyenda griega cuenta que M i­ nos murió en Sicilia persiguiendo a Dédalo para darle muer­ te, lo cual indujo a Evans a pensar que habían erigido un tem­ plo en su honor en Knosos. Llamó al edificio «la tumba del templo», y por supuesto lo restauró; lo llenó de cuernos de consagración durante la excavación, y Pendlebury conside­ ró que «trataba la tumba a su antoio de una forma abomina­ ble».122 Al final, Evans consiguió crear su tumba real, a pesar de que en el interior de la «cripta sepulcral» había material del pe­ ríodo micénico, y no minoico. Pendlebury reconoció que era como trabajar con «el pequeño Arthur», como empezó a refe­ rirse a él. La última ofensa que soportó fue cuando a Evans se le otorgó la medalla Flinders Petrie por el descubrimiento y la

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excavación de aquella tumba, a la que Pendlebury prefería lla­ mar «nuestra tumba».123 Era obvio que Pendlebury no estaba dispuesto a quedar a la sombra de Evans, como ocurriera con Mackenzie, ni a ver cómo Evans se llevaba todo el reconocimiento por su tra­ bajo. En los años siguientes, Arthur no visitó Creta, de mane­ ra que el inevitable enfrentamiento se postergó hasta 1934, cuando el comité de la Escuela Británica comunicó a Pendle­ bury que debía trabajar a tiempo completo en Knosos y dejar de viajar por Creta como estaba haciendo. El joven especia­ lista estaba creando un índice geográfico de yacimientos arque­ ológicos, que incluiría en un libro de arqueología general de Creta, de modo que sus viajes eran una combinación de aventura y descubrimientos; llegó a amar Creta, así como a los cretenses, com o jam ás Evans lo había hecho. A Arthur le molestaba que un sirviente al que pagaba —así veía a Pend­ lebury—pasara tanto tiempo lejos de Knosos, por no hablar de su osadía al iniciar excavaciones en Egipto. Pendlebury abandonó finalmente el puesto de conservador de Knosos, pero regresaría a Creta cada año para dirigir sus propias exca­ vaciones en Lasiti. El anillo de Minos que había llevado a Evans hasta la tum­ ba del templo fue adquirido por el Museo de Herakleion, pero posteriormente se supo que era falso y fue devuelto a su ven­ dedor, cuya esposa supuestamente lo perdió, pero después de haber sido dibujado y fotografiado para que Gilliéron hijo pu­ diera hacer una copia. El grabado volvía a representar escenas del «Epos perdido de Minos»; en este caso, aparecía un barco con forma de hipocampo, o caballito de mar, con unos cuer­ nos de consagración en la cabina del barco, con la diosa minoica al timón. Al igual que el anillo de Arcana, las dos copias se

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conservan en la actualidad, aunque ninguna es convincente; a pesar de todo, siempre habrá quien las defienda. La pluma de oca de Evans terminó de escribir la visión for­ mal de los minoicos con el cuarto y último volumen de El pala­ cio de Minos, el 4 de septiembre de 1934. Al igual que los volú­ menes primero y segundo, la inclusión arbitraria de objetos antiguos y modernos hacía que fuera casi imposible tomar en serio el análisis. Las estatuillas de marfil y los anillos de oro apa­ recían de forma destacada junto a extensos textos sobre restau­ raciones arquitectónicas. N o obstante, Evans había conseguido lo que se había propuesto en su primer viaje a Creta cuarenta años atrás, y los cretenses le estaban muy agradecidos. Regresó a Knosos por última vez en abril de 1935, para ser nombrado ciu­ dadano honorario de Herakleion. Diez mil personas acudieron a ver al hombre que les había dado un monumento en el centro de la Creta moderna, y a cambio le ofrecieron una atrevida esta­ tua que aún hoy se alza como un centinela en el patio exterior próximo a la entrada de Knosos. Bajo el ardiente sol de abril, se leyeron discursos, que parecían no tener fin, que mencionaban toda su labor y agradecían en nombre de los cretenses aquel ob­ sequio. A su vez, Evans leyó un discurso en una mezcla de grie­ go antiguo y moderno, dedicado a quienes más se habían bene­ ficiado de sus descubrimientos. Su emotiva alocución de despedida al lugar de su mayor logro concluyó con una clara afirmación de los temas dominantes en su vida. Recordó a los presentes el valor de los logros humanos como recompensa del esfuerzo y la per­ severancia, pero además, como él mismo dijo, el valor de la humil­ dad ante la presencia de un poder superior al del hombre: Ahora sabemos que las antiguas tradiciones eran reales. Tenemos ante nosotros un espectáculo maravilloso; a saber,

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el resurgir de una civilización dos veces más antigua que la de Grecia. Es cierto que en el antiguo emplazamiento del palacio solamente vemos las ruinas de las ruinas, pero en el conjunto aún está presente el espíritu del orden y la orga­ nización de Minos y el arte libre y natural del gran arqui­ tecto Dédalo. El espectáculo que tenemos ante nosotros es sin duda de importancia mundial. ¡Cuán minúscula es toda contribución, comparada con la magnitud del conjunto! En lo que a mí respecta, puede haber sido un logro para el explorador, pero no es más que un humilde instrumento a quien el gran poder ha inspirado y guiado. Cuando las celebraciones llegaron a su fin, Evans dedicó su últi­ mo adiós a Knosos. Pendlebury expresó su emoción por el paso de las genera­ ciones. «Evans partió ayer —escribió a su padre—. Ha habido una triste ruptura en la continuidad del esplendor hasta nuestros días. Ha sido bastante desalentador.»124 Evans tenía muy presentes sus fracasos, sobre todo su inca­ pacidad para descifrar las inscripciones de las tablillas, como reconocía en 1935: En su momento, el hallazgo de estos documentos que ava­ lan la existencia de un sistema de escritura desarrollado en la Creta minoica —que en su fase más temprana precedió a Grecia en unos siete siglos—despertó más el interés gene­ ral que cualquier otro descubrimiento hecho entre las pare­ des del palacio de Knosos. No obstante, las esperanzas con­ cebidas en tomo a las primeras interpretaciones nunca fueron comprobadas. En realidad, nadie que comprendiera las ver­ daderas circunstancias podía esperar que se hallara una pron-

L a e s c u e l a p a n m in o ic a ( 1 9 0 8 - 1 9 4 1 )

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ta solución al problema ... En cuanto a la escritura minoi­ ca, no sólo se ha perdido la lengua, sino además la mayor parte de los valores fonéticos de las letras.125 Ahora sabemos que se perdieron debido a los límites que Evans les impuso. El primer obstáculo para descifrar las tablillas fue que su descubridor nunca llegó a publicarlas todas. En aquel cuarto volumen aparecían algunos dibujos de éstas, pero los años de notas, copias y fotografías de las 1.800 tablillas, apro­ ximadamente, con escritura lineal B estaban bajo llave en el estudio de Youlbury. Las tablillas fueron el hallazgo más impor­ tante de su carrera, e incluso en los últimos años de su vida no soportó la idea de darlas a conocer. Seguramente, nunca per­ dió la esperanza de dar con la solución a su significado y asom­ brar al mundo con una última revelación, pero, por mucho tiempo que las guardara, núnca iba a lograr interpretarlas. Lo que no imaginaba era que precisamente el enfoque contrario a lo clásico que había mantenido a lo largo de su vida, y la fir­ me creencia del carácter prehelénico y eteocretense de sus minoicos —según había decretado Homero—, iban a impedirle descifrar aquellos caracteres, tan grabados en su mente como en el barro blando de las tablillas. Evans volvió a recitar su lamento a un público general en Londres en 1936, donde una nueva generación sin las ideas pre­ concebidas que Evans se había impuesto asumió el reto y triun­ fó allí donde el descubridor había fracasado. Aquel año, un ni­ ño de catorce años, Michael Ventris, acudió con su madre a los festejos que la Escuela Británica de Atenas celebró con motivo del Jubileo. Allí oyeron el discurso de Evans sobre el descubri­ miento que había sido la gloria y la desesperación de su vida. Al terminar el discurso, el niño fue presentado al anciano caba-

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llero, y tomó muy en serio la exhortación de Evans. Ventris estaba decidido a interpretar los textos, y así fue, aunque eso no ocurriría hasta después de la muerte de Evans.

Una Virgen minoica El décimo quinto aniversario de la Escuela Británica de Ate­ nas se celebró fastuosamente, con una exposición abierta al pú­ blico y un ciclo de conferencias en la Royal Academy o f Arts, en octubre y noviembre de 1936. Pese a la gran cantidad de importantes proyectos y eminentes personalidades de la escue­ la, que habían participado en el descubrimiento de «todas las épocas de la historia de Grecia y su pueblo», y pese a que la labor de Evans no estaba directamente vinculada a la escuela, ocupó el lugar de honor a sus ochenta y cinco años. El 13 de octubre, fue invitado a sentarse en medio de las figuras más des­ tacadas durante la cena del Jubileo, con Alan Wace en el extre­ mo derecho y Bernard Ashmole —una autoridad en escultura griega clásica y descendiente colateral de Elias Ashmole—en el extremo izquierdo. Joh n Myres, en las palabras con las que abrió la cena como presidente, habló por una parte de la labor de Evans en «los estudios clásicos principales», con su descu­ brimiento de la «cultura minoica prehelénica», y por otra de la civilización bizantina.126 La percepción pública del tiempo que­ da afirmada con claridad y concisión en la respuesta del minis­ tro griego Simopoulos. «Las excavaciones en Knosos han hecho célebre el nombre de sir Arthur Evans, que ha tenido el honor especial de convertir en historia lo que estaba considerado como mitología.»127 Para no decepcionar a los presentes, Evans apro­ vechó el primero de sus discursos sobre «el mundo minoico»,

El m inúsculo santuario de las hachas de doble filo, despejado y reconstruido en 1902, ju n to a los objetos hallados dentro recom puestos y colocados sobre el banco restaurado, al lado opuesto de la entrada. Evans creía que las «hachas de doble filo» de m etal encajaban en un agujero perforado en el centro de los dos «cuernos de consagración» de yeso (m u s e o a s h m o l e a n

O b jeto s del alm acén del tem p lo , desenterrado en 1903, reco m p u esto y dispuesto según có m o Evans im aginaba, en u n santuario co n la «diosa de las serpientes» y su adoradora sin cabeza a cada lado de una «sencilla cruz griega co m o sím bolo de una estrella con carácter religioso que existía en E gipto co m o una m arca de H ator» (m u s e o a s h m o l e a n )

El g obierno de C reta concedió al Syllogos de C andía un nuev o m useo, en el antiguo cuartel de los turcos, para ex p o n er la prim era hornada que habían recogido los excavadores extranjeros que con tanto entusiasm o habían participado en

,Musée de Candle

la búsqueda de tesoros históricos de C reta; los hallazgos de K nosos, en prim er plano, ocupaban el

kH b q h

lugar de h o n o r

El m inúsculo santuario de las hachas de doble filo, despejado y reconstruido en 1902, ju n to a los objetos hallados dentro recom puestos y colocados sobre el b anco restaurado, al lado opuesto de la entrada. Evans creía que las «hachas de doble filo» de m etal encajaban e n un agujero perforado e n el centro de los dos «cuernos de consagración» de yeso (m u s e o a s h m o l e a n

O b jeto s del alm acén del tem plo, desenterrado en 1903, reco m p u esto y dispuesto según co m o Evans im aginaba, en u n santuario c o n la «diosa d e las serpientes» y su adoradora sin cabeza a cada lado de una «sencilla cru z griega co m o sím bolo de una estrella con carácter religioso que existía en E gipto co m o una m arca de H ator» (m u s e o a s h m o l e a n )

El gobierno de C reta concedió al Syllogos de C andía un nuev o m useo, en el antiguo cuartel de los turcos, para ex p o n er la prim era hornada que habían recogido los excavadores extranjeros que co n tanto entusiasm o habían participado en la búsqueda de tesoros históricos de C reta; los hallazgos de Knosos, en prim er plano, ocupaban el lugar de h o n o r

1*37.

R e tra to ro m án tico de Evans de 1907, que sir W . B. R ic h m o n d p in tó en 1907. R ep resen ta la im agen del descubridor rodeado de sus recreaciones de objetos antiguos, extraídos de u n m u n d o fantástico al q u e

él

había vuelto a dar vida

(m u s e o a s h m o l e a n )

D oll diseñó y term inó Villa A riadne en 1906 (m u s e o a s h m o l e a n )

El «Palazzo Evans», com o algunos preferían referirse a Villa A riadne, ostentaba el ú n ico jard ín eduardiano de los Balcanes (m u s e o a s h m o l e a n )

Evans y M ackenzie, en el ángulo inferior d erecho, pagaban a los o breros e n u n acto sem anal en el jard ín de Villa A riadne (m u s e o a s h m o l e a n )

«Es difícil rechazar la conclusión de que este teatro prim igenio, el espacio escalonado co n u n pista de baile, aporta una prueba m aterial de la famosa tradición hom érica del “ ch o ro s” », la pista de baile que D édalo construyó para A riadna en K nosos, según creía Evans. P o r ello llam ó a aquel espacio del palacio en tre escaleras la «zona teatral» (m u s e o a s h m o l e a n )

El cam ino que salía d e la zona teatral co n d u jo a Evans hasta el palacete en terrad o bajo las laderas al noroeste del palacio principal (m u s e o a s h m o l e a n )

M ackenzie (centro, derecha) dirige a los obreros c o n el «sistema de apuestas» en el palacete. «A cada dos cuadrillas de hom bres se les da una m ism a cantidad de m etros cúbicos —explicaba B osanquet— y el prem io de un franco p o r cabeza al día al equipo que term ina antes. T rabajan com o héroes en estas com peticiones, y adem ás se les paga más de lo habitual, aparte de u n prem io insignificante». A los hoyos irregulares que quedaban después se les llamaba «zanjas de apuesta», ( m u s e o a s h m o l e a n ) Las piedras fetiche halladas en el palacete im presionaron a Evans p o r su «aspecto casi h u m an o ... que, sin lugar a dudas, p o r las características de su form a, bien podría tratarse de la diosa m adre» en el centro, ju n to a un n iñ o (izquierda) y un sim io egipcio (derecha) (m u s e o a s h m o l e a n )

R estauración de G illiéron de la cabeza bovina de piedra hallada en el palacete en 1908. Evans se m aravilla al ver cóm o «la lente de cristal del ojo ilum ina y m agnifica la brillante pupila roja, y confiere al co n ju n to la inquietante sensación de q u e irradia vida» (Evans, 1914, Ilustr. 87a)

D oll reconstruyó casi to d o el m egarón de la R e in a , y tuvo ocasión de abrir algunas de las ventanas obstruidas de los patios inferiores, lo cual perm itió a Evans im aginar «la luz p en etran d o entre los pilares y las colum nas com o en tiem pos antiguos ...Ilum ina débilm ente la cornisa con espirales pintadas, que descansa sobre el friso y cae sobre la pequeña bañera de terracota que sigue allí, co m o si alguien la hubiera abandonado hace tres m ilenios y m edio. La bañera presenta un dibujo con unas características q u e m arcan en final del estilo palaciego. ¿Q u ien fue el últim o en usarla? ... ¿Acaso una reina, una m adre que abrigaba alguna esperanza para M inos, esperanza q u e se malogró?»

(m u s e o a s h m o l e a n )

D ib u jo de escena del sello del anillo de Isopata, hallado en 1909. A Evans le sorprendió la sim ilitud de la posición de las m anos de la figura central co n u n adem án particular, q u e conocía m u y bien p o r el baile religioso co n tem p o rán eo de Evans que se practicaba e n la A cadem ia D erviche, próxim a al lugar (según Evans, 1914, Ilustr. 16)

Al rean u d ar las excavaciones en la parte sur del palacio en 1922, en co n traro n «la entrada a una cueva artificial, co n tres escalones toscam ente tallados que conducían a u n lugar que sólo p u ed e describirse com o una guarida

La salud de M ackenzie fue em peorando a m edida que aum entaba su adicción a la bebida, y Evans le obligó a retirarse a los sesenta y o c h o años de edad; m u rió en u n asilo en 1934 (a s h m o l e a n m u s e u m )

adaptada para una bestia de gran tam año», inform ó Evans la prim era vez, para luego decir que aquélla «bien podría haber co n trib u id o a generar los cuentos sobre el M in o tau ro que rondaba p o r el lugar en tiem pos históricos»

(m u s e o a s h m o l e a n )

Jo h n P endlebury (segundo p o r la Evans estaba tan co n v en cid o de que la estructura (que incluía una cripta con colum nas y u n atrio pavim entado), era el cenotafio del rey M in o s que la llam ó el T em p lo de la T u m b a y durante el curso de la excavación la restauró com pletándola c o n cuernos de consagración, p o r lo que P endleb u ry consideró que «trataba la tum ba a su antojo de u n a form a abom inable»,

(a s h m o l e a n m u s e u m )

izquierda, sobre el m uro) llegó a Knosos en 1930 y dirigió las excavaciones de la llam ada tum ba del tem plo, q u e aparece aquí en una fotografía de 1931 ( m u s e o a s h m o l e a n )

Evans fue h o n o rad o p o r su descubrim iento de la

Evans en su b iblioteca d e Y o u lb u ry en 1935, rod ead o de libros y papeles, co n el A donis de marfil

«cultura m inoica prehelénica» d urante la celebración del Ju b ileo en la Escuela B ritánica de A tenas en L ondres en 1936

en la m ano derecha; seguram ente una falsificación

(m u s e o a s h m o l e a n )

(esbozo a lápiz de Francis D odd)

Evans (sentado en el centro) se u n ió e n 1908 al m o v im ien to boy scout, del q u e sería u n m iem b ro activo hasta el final de su vida, cu an d o se le o to rg ó el prem io más elevado, el L obo de Plata, e n 1938 (m u s e o a s h m o l e a n )

La e s c u e l a

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(1908-1941)

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pensado para iniciar al gran público en los aspectos del arte y la arqueología griegas, como se explicaba en las actividades de la escuela, para reafirmar su propio lugar con respecto a Schliemann, demostrar la importancia de su descubrimiento al vin­ cularlo con Egipto y, sobre todo, para dar validez a la rela­ ción entre las escenas del arte minoico y las escenas de los mitos griegos (y, por consiguiente, a la autenticidad de las dudosas figuras de marfil y joyas de oro que expuso al final del discur­ so a los interesados). La transcripción del discurso es la última publicación de Evans sobre los minoicos. N o hay duda de que él fue su autor, a pesar de que las referencias a sus acciones aparezcan en ter­ cera persona del singular. Com o un Julio César que escribe la historia de sus propias hazañas, cuenta cómo Evans «dio» con los minoicos la primera vez: «En el Museo de Atenas y en una colección privada, había visto unos antiguos sellos hallados en Creta». Esto puede pasarse por alto como parte del trabajo de un escriba diligente de la R eal Academia de Bellas Artes, que ha olvidado personalizar el discurso antes de enviarlo a la im­ prenta. Sin embargo, es imperdonable que empleara una E mayúscula al referirse a sí mismo como el «Excavador» (¿acaso debamos entender el «Creador»?) que propuso la subdivisión de los períodos unos treinta y cinco años atrás. Las últimas ideas que Evans forjó en torno al averno y a la religión minoica, temas que le habían preocupado sobrema­ nera en el pasado, sacaron a la luz los principales temas de su vida: «En conjunto, las sortijas con sello minoicas proporcio­ nan la fuente principal de conocimiento de la religión minoi­ ca ... Desde el punto de vista cristiano, ésta estaba con diferen­ cia en un nivel superior a la forma clásica posterior. Incluía ... un elemento primitivo que consistía en infundir, con el debi-

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do ritual, el espíritu divino (que a menudo desciende en forma de paloma) a unos “beteles” con forma de santuarios con pila­ res». N o se sabe con seguridad si trataba de identificar la palo­ ma de la religión minoica con el Espíritu Santo de los cristia­ nos, a menudo representado como aquélla. La culminación de su búsqueda de la raíces cristianas en la prehistoria de Cre­ ta fue explicada con mayor profusión: Los propios cretenses de la Antigüedad eran descendientes de una etnia ... cuya pista puede seguirse hacia Oriente, a través de buena parte de Anatolia y el norte de Siria, y la misma religión se daba esencialmente en Asia Occidental. No es extraño, pues, que la forma de creencia cristiana que hoy vemos en todo el Mediterráneo tuviera algún intere­ sante antecedente en la religión minoica de Creta. La idea original era matriarcal, y la diosa madre es la figura prin­ cipal. La adoración de la Madre y el Hijo que aparece en el sello de un anillo, con los Reyes Magos bajo el aspecto de guerreros que le llevan ofrendas, es casi una réplica de una escena representada en un anillo de piedra del siglo X V I de nuestra era. La mujer que aparece en aquél con un niño en brazos es una auténtica Virgen. En otra escena intere­ sante, hay una clara alusión al nacimiento y la muerte de un dios joven ...; la idea de renacer tras la muerte tam­ bién se repite en dichas escenas con el símbolo de la cri­ sálida y la mariposa ... Sin embargo, a pesar de que en esas escenas el paralelismo con el Tanimuz y la Gran Madre de la parte siria es inequívoco, la perspectiva del minoico era más pura, y en todas las ramas de su arte -que se extienden a lo largo de siglos—no ha aparecido ni una sola represen­ tación indecorosa.

La e s c u e l a

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Así pues, el arte minoico no sólo presentaba elementos del cul­ to cristiano, sino que además, los cretenses que él imaginaba tenían un concepto de «decencia». Ahora bien, el motivo que más le absorbió en los últimos años de su vida fue el de la Vir­ gen y el Niño. ★★ ★ Los imperativos históricos basados en el mito ario en Alemania y en la nostalgia del Imperio romano en Italia, alentados por la intransigencia de los políticos de la época, volvió a conducir a Europa a la guerra cuando Alemania, bajo el gobierno.de Hitler, invadió Polonia en 1939, como primer paso hacia la creación de una tercera y nueva variante del Imperio germánico. Los Aliados volvieron a unir sus fuerzas, esta vez sin Italia, que apo­ yo a Hitler con el gobierno fascista de Mussolini. Una vez más, los arqueólogos ejercieron la función de vínculo en el campo de operaciones. El capitán John Pendlebury regresó a Creta como vicecónsul británico, pero su misión fue en realidad la de dirigir un grupo de guerrillas cretenses para atacar los territo­ rios italianos en el Dodecaneso. Pendlebury asumió la responsabilidad con su indomable espíritu de aventura, y marchó alrededor de Herakleion con la actitud despreocupada que le caracterizaba, con un bastón-espa­ da (una suerte de mango que ocultaba en su interior una hoja de acero) bajo el brazo. Fue un excelente adiestrador para sus viejos amigos en las montañas que tanto adoraba, pero la gue­ rra acabó con él. El 7 de marzo de 1941, escribió a Hilda para preguntarle por «el pequeño Arthur, Myres ..., todos esos gra­ nujas de antaño»; pero la carta terminaba diciendo: «En este momento, parece que estamos tan a salvo como tú, pero pue­

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de que cuando esta carta llegue no lo estemos tanto». Fue la últi­ ma vez que supo de él. El 21 de mayo, Hitler envió a Creta su arma secreta más nueva, infantería ligera de paracaidistas, y Pendlebury desapareció entre el humo y el fragor de la batalla. Pendlebury había sentido pasión por Creta y los cretenses. Era evidente que había entregado su corazón y su alma a los isleños y a su paraíso natural. En la introducción de su último texto sobre los cretenses, su libro de 1939 The Archaeology of Crete (La arqueología de Creta), termina con un reconocimiento conmovedor a los vivos: Y por último, pero no por ello menos importante, quie­ ro mencionar a todos mis compañeros de viaje, y la hos­ pitalidad de los propios cretenses. Un viaje es un auténti­ co disfrute, ya vaya acompañado de un joven vigoroso como Kourete de Dikte u otro hombre igual de vigoroso, bien que algo más nostálgico y anciano, como Daktyl de Ida, ya uno se aloje en el pueblo del maestro, en un monasterio o en la desnuda ladera con un grupo variopinto de gitanos. Haber podido subir al monte Ida, al Dikte y al AfendesKavousi y sentir en la cara ese viento estridente, abrirse paso a duras penas a través de calurosos valles, entre la fragancia inolvidable de las hierbas que crecen allí es una experien­ cia que jamás puede olvidarse.128 Pero él y sus recuerdos quedaban atrás. El mundo sabría más tarde que Pendlebury había sido herido durante la lucha, des­ pués de que la primera oleada de paracaidistas alemanes die­ ran comienzo a la batalla de Creta, que se desarrollaría al día siguiente. En pocos días, los puntos principales de la isla habían sido tomados, y el general conquistador de las fuerzas de ocu-

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pación se instaló en el único alojamiento apropiado de la islas: Villa Ariadne. Evans reaccionó con austeridad al saber de la batalla de Cre­ ta y la muerte de Pendlebury. Era como si todo cuanto había hecho en Knosos se hubiera perdido en manos de unos bár­ baros, y como si la muerte de Pendlebury a los treinta y cinco fuera a eclipsar el brillante futuro de la arqueología. Evans nun­ ca se habría sacrificado de la manera en que lo había hecho Pendlebury. Se veía a sí mismo como un salvador que podía prestar ayuda con su mera presencia; nunca se habría unido a un movimiento de un modo tan personal como lo hizo el joven investigador. Incluso durante el tiempo que había pasado en los Balcanes, Evans había sido un traductor a través del cual un pueblo oprimido podía expresar sus más profundas inquietu­ des, pero nunca se había implicado personalmente. Pendlebury era un hombre de su época, alguien que prefería la acción fren­ te a las palabras; un hombre que llegó a identificarse tanto con un pueblo apasionado como el cretense, con su euforia y su sufrimiento, que acabó por ser uno de ellos y pagó con su vida por ello. ★★* La mañana del 8 de julio de 1941, Myres, Dawkins (profesor emérito que ocupaba la cátedra Bywater y Sotheby de Griego Bizantino y Moderno en Oxford) y Edward Thurlow Leeds, conservador del Ashmolean, fueron en coche hasta Youlbury para felicitar a Evans por su nonagésimo aniversario. Lo encon­ traron muy débil, preocupado porque debía trasladarse a la casa del guarda de Youlbury por haber «gastado todo el dinero en Knosos».129 N o obstante, se animó cuando, en representación

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de la Sociedad Helénica, le hicieron entrega de un ampuloso documento para «honrarle por sus aportaciones al saber» y «ante todo» para celebrar la «inspiración y el aliento inagotables que había ofrecido a todos los colaboradores de este extenso cam­ po de investigación, su iniciativa y sabio consejo en el desa­ rrollo de los conocimientos en diversas ocasiones y la tenaz dedicación de toda una vida a la causa de la libertad de pensa­ miento y acción».130 Si aquel documento se le hubiera entre­ gado en su septuagésimo aniversario, los mensajeros no se ha­ brían sentido tan culpables por representar la hipocresía con que las autoridades académicas tratan a los eruditos de mayor anti­ güedad. Al igual que muchos premios de prestigio, llegaba vein­ te años tarde. Por entonces, Evans ya no era más que un incor­ dio para los jóvenes investigadores a los que juró que ayudaría; muchos creían que, sin lugar a dudas, había echado a perder la carrera de Wace. Pero no era el momento de sincerarse. En aquel momento, se exigía dar muestra de respeto a uno de los arqueólogos más influyentes del siglo X X , y así se hizo. Tres días después de la visita, Arthur John Evans falleció mientras dormía. Fue incinerado en la hoguera purificadora de los griegos y sus restos mortales fueron enterrados en el cemen­ terio de la iglesia de Abbot’s Langley, donde yacen junto a los de su padre y su madre, lejos del mirador de Youlbury sobre el valle de White Horse, donde empezara esta historia con el naci­ miento de Arthur Benoni Evans en 1781. Tres generaciones de varones Evans a lo largo de un siglo y medio habían ayuda­ do a rescribir la historia del mundo, pero la contribución más significativa era obra de la tercera y última línea de descen­ dencia.

Capítulo 6 El laberinto minoico

Epitafio La muerte de sir Arthur Evans trajo consigo tristeza y alivio a sus amigos y compañeros. Myres escribió las notas necrológi­ cas para la Academia Británica y la Real Academia de Ciencias a partir de su experiencia personal y de sus propios conoci­ mientos, así como de las cartas que solicitó a compañeros que a su vez expresaron sus propias impresiones. Bell, el conserva­ dor del Museo Ashmolean, propuso a Myres que aprovechara las circunstancias para poner las cosas en su lugar: «Tú eres el más indicado para distinguir mejor que nadie qué corresponde a cada uno de los que colaboraron en el descubrimiento de la civilización minoica (lo cual debe hacerse con rigor), siempre y cuando no trates de restar importancia a la parte que te corres­ ponde, que es considerable, como saben todos cuanto allí estu­ vieron».1 N o obstante, Myres optó por escribir el «epitafio a un héroe» para su tutor, mentor y compañero, y dio un discurso en el mismo tono sobre la vida y obra de Evans el otoño de 1941, en la Sociedad Helénica. Es más, rehusó publicar sus notas en un libro cuando los editores de Chatto and Windus se lo propusieron. Cualesquiera que fueran sus motivos —tal vez por­

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que sabía que no iba a poder mantener la máscara de elogio incondicional por mucho tiempo, después de que las palabras de Bell y sus propios recuerdos retumbaran en su cabeza-, Myres pasó la oferta a Joan, la hermanastra de Evans. Ninguna per­ sona que perteneciera al campo de la arqueología habría podi­ do escribir una biografía sin hacer referencias a acciones que seguramente habrían sido consideradas irrespetuosas para con el recién fallecido. A medida que la guerra se intensificó en Europa, el Minis­ terio de la Guerra requisó Youlbury en otoño de 1941 a fin de alojar a un regimiento de la Fuerza Aérea, y destruyó la casa; era como si hubieran querido vengarse de Evans por defender en 1917 una campaña contra ellos. Joan Evans se encargó de la fin­ ca y de poner en orden los documentos de una larga vida, acti­ va y compleja. Estableció una correspondencia con Myres en la que ella deja claro que era una empresa ardua. En muchos aspec­ tos, Joan Evans fue la persona idónea para ello, aunque en su momento no lo creyera así. Había conocido la labor académi­ ca de Evans al compilar el índice para El palacio de Minos en 1936. Sin embargo, como en el caso del índice, había sido muy selec­ tiva al decidir qué quería destacar de la historia intelectual de su hermano. La biografía que escribió puso en orden la vida y la carrera de un hombre cuya existencia había consistido en una serie de intensos episodios. N o mencionó algunos asuntos y per­ sonas, y no porque no fueran importantes. Por ejemplo, no se refirió ala adopción de James Candy, un contemporáneo suyo, a pesar de ser miembro del movimiento de los boy scouts, un aspecto importante en la vida de Evans. Evitó hablar del lado tormentoso del carácter de Evans y consideró que era innece­ sario incluir en el retrato postumo de su hermanastro el debate público que había sostenido con Wace. Decidió presentar a su

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hermanastro como lo habría hecho un pintor a quien le encar­ gan un retrato: como una figura formidable, rodeada de sus mag­ níficos hallazgos. Hizo una versión aséptica de su historia, como la madre de Peter Pan, el cuento infantil de J. M. Barrie, que. en­ tra en la mente de sus hijos mientras duermen y ordena sus pen­ samientos de la forma que considera conveniente, descartando cuanto cree que no debe estar allí. Sin embargo, lo que Joan consideraba que debía eliminar­ se en su reconstrucción era, en muchos aspectos, más intere­ sante de lo que ella creía. Su labor biográfica podría comparar­ se con la esposa estricta que Evans podría haber tenido en vida, una persona que templara su entusiasmo infantil y sus recons­ trucciones creativas con un razonamiento lógico. Sin embar­ go, el éxito popular de Evans se debía en buena parte al hecho de que no permitía a nadie poner sus teorías en tela de juicio, de modo que fue capaz de hacer valer la «validez» de éstas sin dema­ siada oposición. Joan debió de entender que su deber era hacer correcciones postumas en la vida de aquel a quien admiraba. Por desgracia, su descripción carece de profundidad, y es lec­ tura tan cansina como la de sir William Richmond. Al relegar los descubrimientos más célebres de Evans al resultado de haber estado en el lugar adecuado en el momento preciso, o al «tiem­ po y al azar», y al referirse a su perspicacia como mera intui­ ción, negó en primer lugar lo que hacía a Evans merecedor de una biografía: su fuerza de carácter, su capacidad de supe­ rar las circunstancias adversas o las opiniones contrarias y, sobre todo, su gran capacidad creativa. Arthur Evans no dio con Knosos por casualidad. Se puso a pensar en cómo adquirir los derechos de un yacimiento bien documentado y pasó siete años preparándose, visitando yaci­ mientos similares, tomando notas detalladas sobre los hallazgos

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y las conclusiones de sus predecesores en la materia, hasta lle­ gar a tomar parte activa en la política de Creta. Al igual que cualquier arquitecto de la Antigüedad, sabía que él también debía ser un arquitecto del presente y el futuro, y procuró en­ contrar la pericia que a él le faltaba en las personas de un capa­ taz que supervisara el emplazamiento, arquitectos y conserva­ dores; además, buscó los medios necesarios que le dieran la libertad de revelar Knosos y el dictado de su visión particular. ★★★ Michael Ventris, el muchacho que había prestado atención al lamento de Evans sobre el silencio mantenido de las tablillas de Knosos en 1936, asombró al mundo en 1956 al anunciar que había descifrado la escritura lineal B. Las tablillas estaban escri­ tas en una forma temprana de griego antiguo. Ventris atribuyó su logro a la fácil disponibilidad de las transcripciones de las tablillas halladas en las nuevas excavaciones que Cari Blegen había emprendido en Pilos (Mesenia), y a que Myres había con­ seguido tener acceso a las de Knosos, medio siglo después de que Evans hubiera podido facilitar la labor publicando sus ano­ taciones. En Micenas, también se hallaron nuevas tablillas cuan­ do Wace regresó allí, después de treinta años de destierro, al justificar con pruebas que los griegos micénicos estaban a car­ go de Knosos cuando el gran incendio que coció las tablillas arrasó el palacio al final del segundo período del palacio esta­ blecido por Evans. Los especialistas enseguida aceptaron la teoría de W ace de la dominación micénica de Creta, pero Blegen no tardó en señalar que la fecha establecida por Evans (en torno a 1400 a. C.), era dos siglos anterior a las tablillas tan similares halla­

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das en Pilos y Micenas.2 Leonard Palmer, profesor de filología comparada en Oxford, que escribió una síntesis de las tablillas y su contenido para el público general en 1960, demostró que la lengua de las tablillas de los tres yacimientos era uniforme, y que debió de haber sido escrita en la misma época. Inició una segunda investigación minuciosa de las tablillas de Knosos para verificar la fecha. Halló pruebas convincentes que demostraban que, no sólo la fecha establecida por Evans era errónea, sino que éste había falsificado deliberadamente los documentos para ajus­ tarlos a su deseo de que las tablillas pertenecieran al momento de mayor esplendor de la civilización minoica, antes de la reo­ cupación por parte de un grupo ajeno al palacio, el período al que Palmer atribuyó los documentos. En 1961, Palmer lanzó una feroz campaña por radio y prensa escrita contra Evans, en la que resaltaba las contradicciones y contrastaba sus notas con las de Mackenzie.3 Sir John Boardman, profesor adjunto de la Universidad de Oxford en arqueología clásica, tomó cartas en el asunto para defender a Evans. Desde entonces, muchos más han intervenido en un asunto al parecer inextricable, si bien importante porque destaca la cuestión fundamental de la his­ toria y la arqueología griega: ¿quiénes eran los griegos y de dón­ de procedían?4 Dos bandos siguen debatiendo si se remontan a una fecha más reciente o más temprana,5 y en los últimos tiem­ pos se lanzó al ruedo una nueva alternativa: acaso las tablillas pertenezcan a más de un período.6 Una consecuencia constructiva de la inquisición de Palmer ha sido que los seguidores de Evans han definido con mayor precisión el período M R II de Evans, para establecer el perío­ do posterior M R IIIA, aproximadamente en el año 1350 a. C. Otra consecuencia es que se ha reconocido la gran aportación de Mackenzie a la excavación y publicación de Knosos; recien-

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temente, se ha publicado su biografía.7 Tal vez su fantasma, del que se afirma que vaga por los pasillos de la planta baja de Villa Ariadne, deje de lado la sombra de Evans para siempre. Gordon Childe se sintió muy consternado al ver con qué facilidad fue derrocada la escuela panminoica, y desilusionado al presenciar el fracaso de aquel «magnífico y esperanzador expe­ rimento»8 que era la autoridad soviética cuando salieron a la luz los detalles truculentos del despotismo de Stalin a su muerte, en 1953, tras su denuncia pública en 1956. Con el desmantelamiento del gobierno estalinista en pleno desarrollo, Childe se retiró de la arqueología y se suicidó lanzándose desde un pre­ cipicio en 1957. Explicaba su suicidio en una nota en la que se quejaba de los «discursos entre dientes y obsoletos» que daban los «profesores ineptos» y «catedráticos distinguidos» de las uni­ versidades británicas. «Pero es que, incluso cuando ya han aban­ donado la docencia, su prestigio es tal que pueden entorpecer el desarrollo de ideas progresistas y malograr la carrera de inno­ vadores que retan con falta de tiento los métodos y teorías que diez o quince años atrás fueron originales y fructíferas (se me ocurre, por ejemplo, el caso de Arthur Evans)».9 Childe pedía a su sucesor que no iniciara la década con un nuevo debate, «pues puede dar lugar al sufrimiento y hasta desatar actos de injuria».10 Al final de la nota, quería dejar claro que había toma­ do la decisión correcta, cuando aún tenía pleno uso de sus facul­ tades mentales, de no unirse a las filas de profesores eméritos, que aunque distinguidos, eran viejos temblorosos. Es inevita­ ble apreciar que había apoyado toda su vida a caballos perde­ dores, de modo que le debió, parecer que lo más adecuado era acabar con ella antes de volver a meter la pata.

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La Ariadna negra La toma del poder en Knosos por parte de los griegos micénicos se ha convertido con los años en un hecho histórico acep­ tado, basado sobre todo en la lengua de los textos en lineal B. N o obstante, la fuerte presencia del elemento egipcio, al que Evans apuntaba constantemente, se está reconsiderando desde hace poco tiempo. U n geólogo alemán llamado Hans Georg Wunderlich propuso que Knosos era un templo funerario de estilo egipcio en su libro de 1972, Wohin der Stier Europa trug (El secreto de Creta). Este científico pragmático no concebía que se hubiera empleado yeso cretense —pues se desintegra rápi­ damente al entrar en contacto con los elementos—para cons­ truir una estructura funcional. Según Wunderlich, Knosos era un lugar ocupado por los muertos, y no por los vivos. Su teo­ ría fue descartada sin siquiera ponerla a debate, y falleció poco después de publicarla. Wunderlich era un intruso, y su pro­ puesta distaba demasiado del concepto que tenía Evans del edi­ ficio. Incluso el filólogo americano Martin Bernal se abstuvo de mencionar la teoría de Wunderlich, a pesar de ajustarse a la suya. En su libro de 1987, Black Athena (Atenea negra) —en líneas generales, una historiografía de las teorías antiguas y modernas sobre el origen del pueblo griego—, Bernal afirmaba que existían muchas pruebas que demostraban la soberanía de Egipto sobre Creta y partes de Grecia. La idea de Bernal —que los antiguos griegos nunca ocul­ taron su deuda para con el Egipto faraónico, influencia que los académicos modernos rechazaban a favor del origen ario de la lengua y la sociedad griegas—fue bien acogida, tanto por el público general como en el ámbito académico. Y es que des­ cribía los prejuicios raciales y étnicos inherentes a los antiguos

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textos sobre historia y prehistoria. El subtítulo del libro, The Afroasiatic Roots of Classical Civilization (Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica) garantizó una reacción rápida y nega­ tiva de los círculos académicos de Europa y Estados Unidos. N o obstante, aún queda en el aire la pregunta de hasta qué pun­ to el antiguo pueblo griego estuvo influido por el egipcio; muchos académicos de raza negra opinaban que los griegos habían sido africanos negros y, por consiguiente, una fuente de orgullo ancestral para todas las personas de raza negra. Bernal pensaba que decir que «en Creta se había hallado una gran cantidad de objetos egipcios en todos los niveles de suelo»11 era una exageración, y que la tesis de que el fuerte ele­ mento egipcio presente en la época más antigua del Egeo —que Evans explicaba como un «auténtico sincretismo religioso», una fusión de creencias—se debió a las invasiones egipcio-fenicias en torno al año 1550 a. C., es problemática. El Hiksos, un gru­ po semítico que la X V dinastía egipcia fundó cuando ocupa­ ron a la fuerza la parte oriental del delta del Nilo entre 1650 y 1550 a. C., interrumpió las relaciones regulares entre los farao­ nes de Tebas y Creta. De hecho, la mayoría de antigüedades egipcias halladas en Creta datan de finales del segundo período del palacio, durante el cual Evans reconoció una fuerte influen­ cia en el arte minoico. Evans había declarado: «En lo que respecta a Egipto, la Cre­ ta minoica no estaba en la misma posición que Palestina y Feni­ cia, que al tener sólo fronteras terrestres estaban al otro lado de los grandes Poderes del Nilo y del Eufrates». Había sostenido que «al tener el mar de por medio, siempre quedaba lejos de las civilizaciones extranjeras ... Sus habitantes eran emprendedo­ res, y adoptaban y asimilaban constantemente las formas e ideas egipcias, hasta desarrollarlas en una línea independiente». Evans

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imaginaba que «tomaban lo que querían, nada más, y no fue­ ron esclavizados ni artística ni políticamente».12 N o obstante, ahora vemos que no era más que su propia visión del «espíritu libre e independiente» de los minoicos, una idea que se ha resen­ tido mucho desde que se demostró la conquista micénica de Creta. Es posible que Egipto hubiera dominado Creta, ya en el ámbito económico, ya en el político, o en ambos, pero no antes de que los faraones dinásticos de la XVIII dinastía reconquis­ taran el delta del Nilo alrededor de 1550 a. C. y extendieran su control sobre los pueblos vecinos para crear el imperio más vas­ to y poderoso de su época.13 Si se tiene en cuenta la posibilidad de que Knosos estuvie­ ra bajo la autoridad de Egipto en algún momento del segun­ do período del palacio, cuando los mercenarios griegos micénicos impusieron su control en la zona, podría justificarse la frecuente identificación de Afrodita-Ariadna con la diosa egip­ cia Hator-Isis, y su primera impresión de que una mujer se sen­ taba en el trono de Knosos. De hecho, el especialista británi­ co R odney Castleden, en su libro The Knossos Labyrinth (El laberinto de Knosos), de 1989, propuso que una representan­ te femenina de la diosa de la naturaleza minoica podía haber ocupado el trono en un «templo-edificio compuesto», como prefirió denominarlo.14 La teoría de Castleden puede vincular­ se al movimiento de otorgar poder a las mujeres en la prehis­ toria, encabezado a principios de la década de 1970 por la arqueóloga y filóloga lituana Marija Gimbutas. Gimbutas sostenía que hubo una época, durante el período Neolítico en Europa, en que hombres y mujeres vivían en paz y armonía, y adoraron a una diosa de la naturaleza hasta más o menos el año 4000 a. C., cuando los invasores indoeuropeos —acaso los arios—impusie­ ron sus normas patriarcales y sus dioses de la guerra.15 Gim-

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butas consideraba que la Creta minoica era una superviviente de lo que hoy llamamos el «antiguo matriarcado europeo» de la Edad de Bronce, que llegó a su fin con la conquista micénica de Knosos. El cambio de una diosa de la naturaleza a una diosa egipcia del averno quizás habría sido verosímil, y hasta atractivo, a los ojos de Evans, de no haber concedido ese cam­ bio a Minos. La propia talasocracia de Minos, que Evans y su generación jamás pusieron en duda, fue atacada por parte del historiador norteamericano Chester Starr, quien en 1955 sugirió que Tucídides, de origen ateniense, usó el mito a modo de ejemplo his­ tórico para su ciudad natal al establecer su propio dominio marí­ timo sobre las islas del Egeo.16 Más adelante, en 1979, las «paredes de madera» de la talasocracia de Evans fueron atacadas por el arqueólogo griego Stylianos Alexiou, quien señaló que en la Creta minoica había abundantes restos de arquitectura militar de piedra, muchos más de los que había observado el propio Evans durante los primeros viajes junto a Myres.17 Las observa­ ciones de Alexiou fueron añadidas a las de otra arqueóloga griega, Stella Chryssoulaki, que recordaba haber visto muchos muros de piedra en la infancia, durante excursiones por las coli­ nas de Creta con su padre, que reconstruyó las carreteras des­ truidas durante la Segunda Guerra Mundial. Chryssoulaki reu­ nió pruebas convincentes de que, durante el período del palacio más temprano, el campo de Creta se controlaba desde unos for­ tines que Evans prefirió obviar tras descubrir Knosos.18 Sin embargo, Creta está inextricablemente unida a la mito­ logía. Durante el verano de 1979, el arqueólogo británico Peter Warren y sus colegas griegos Efi y Iannis Sakellarakis descu­ brieron unas escenas macabras durante sus excavaciones, la pri­ mera en la ciudad de Knosos y la segunda en un ramal azotado

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por el viento del monte Juktas, llamado Anemospila, «las cue­ vas del viento». El equipo de Knosos halló un depósito caótico de huesos humanos descuartizados, algunos articulados en parte, espar­ cidos por toda una casa pequeña incendiada durante el segun­ do período del palacio. Unos osteólogos analizaron los restos de al menos cuatro niños que gozaban de buena salud en el momento de ser masacrados del mismo modo en que los minoicos solían matar a sus cabras y ovejas, lo cual hacía pensar que habían sido sacrificados y devorados.19 Warren empleó esta conclusión, desagradable para algunos académicos modernos,* para proponer que los minoicos practicaban sacrificios huma­ nos y canibalismo, como narra el mito griego de Cronos, quien devoró a sus hijos.20 En otro lugar de la excavación, Warren identificó tres estructuras circulares como la «sala de baile de Ariadna», basado en la descripción de Homero de una construi­ da por Dédalo.21 En Anemospilia, el equipo de los Sakellarakis encontró cua­ tro esqueletos atrapados al caer sobre ellos un edificio de peque­ ñas dimensiones descrito como un santuario; los identificaron como un sacerdote, una sacerdotisa, otro empleado público y un joven. El joven yacía sobre una mesa de piedra, que supu­ sieron que era un altar para sacrificios. Con aquel descubri­ miento, tenían la prueba más contundente de la práctica de sacrificios humanos en la Creta minoica, donde los espectácu­ los bovinos quizá no bastaban para saciar la sed de sangre de los minoicos. U na vez más, el mito de Cronos y Zeus volvía a ser objeto de debate en el ámbito científico.22 * E l arqueólogo cretense N icolas Platon, ya retirado, se horrorizó tanto ante la idea, que insistió en que los huesos debían de ser de simios, y no de seres hum anos.

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Aquel fue un año aciago para la estética minoica de Evans, que Leonard W oolley describiera en una ocasión como «el encanto de un mundo de hadas» y «la aceptación más absoluta de la gracia de la vida jamás conocida en el mundo»,23 acusada ahora de asesinato y canibalismo. Tal vez podría darse otra inter­ pretación a los descubrimientos de 1979; como la preparación de restos mortales para la excarnación, la práctica de exponer al fallecido a merced de las aves y las bestias para reciclar la car­ ne de una forma pura y natural. Sin embargo, incluso esta suge­ rencia pertenece a una época en que los arqueólogos están obse­ sionados con asuntos medioambientales y tratan de convencer a gobiernos recelosos de que es necesario tener en cuenta un cambio ecológico a largo plazo. ★★ ★ Al final, incluso Knosos y los objetos desenterrados allí duran­ te las excavaciones realizadas bajo control, que constituían la única prueba realmente sólida de los minoicos de Evans, tam­ bién han dado problemas. El palacio y sus alrededores se están desmoronando con la misma rapidez que la reconstrucción inte­ lectual de su antigua sociedad minoica. Las técnicas de cons­ trucciones de nuestro siglo no han resistido los rigores del cli­ ma de Creta ni el incesante paso de más de un millón de visitantes que acuden a Knosos cada año en busca de una par­ te de su historia. Esta afluencia ha requerido una nueva cam­ paña de restauraciones, que valora tanto la arquitectura moder­ na como los vestigios de la Antigüedad. Quizás ha llegado el momento de aceptar que Knosos ya no es antiguo, ni minoico ni micénico, sino atemporal, tan importante para nosotros como lo fue para quienes lo construyeron cuatro mil años atrás.

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Con la restauración del palacio de Knosos, estamos inten­ tando recrear una época dorada del pasado y conservar a la vez un edificio al que se han dado numerosas interpretaciones a lo largo del siglo X X . Laberinto, palacio y templo a la vez, Kno­ sos se ha convertido en el símbolo de nuestra mayor aspiración, un yacimiento que nos ayuda a comprender la transformación de las ideas y la naturaleza relativa de la historia y la arqueolo­ gía. Y dónde cumplir mejor nuestro propósito en esa fluida interacción de pasado y presente que en el laberinto minoico de Knosos, del que Evans fue descubridor ... y artífice.

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Capítulo 1 Aprendiz de arqueólogo (1851-1883) 1 Joan Evans, 1943, p. 13. 2 Joan Evans relató los actos de su abuela con aprobación; en cambio, no limpió con tanto ahínco los de su hermanastro Arthur, que escribió un siglo más tarde. Ibid., 1943, p. 24. 3 Daniel, 1981a, p. 34. 4 Joan Evans, 1943, p. 50. 5 Ibid., p. 83. 6 Thomson, 1950, pp. 102-103. 7 Joan Evans, 1943, p. 83. 8 Ibid., p. 83. 9 Ibid., pp. 65-66. 10 Ibid., p. 93. 11 Ibid., pp. 93-94. 12 Ibid., p. 99. 13 Ibid., p. 83. 14 Ibid., p. 55. 15 Ibid., p. 64. 16 Newton, 1850, p. 1. * Véanse las referencias bibliográficas completas en pp. 527-564.

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17 Frere 1800, p. 204. Para consultar un resumen y los resultados de su obra reciente, véase R . Singer et al., 1993. 18 Daniel, 1981a, p. 49. 19 Joan Evans, 1943, p. 100. 20 Ibid., p. 101. 21 Ibid., p. 103. 22 Prestwich, 1860. 23 Daniel, 1967, pp. 13-14. 24 Joan Evans, 1943, p. 104. 25 Ibid., p. 144. 26 Ibid., p.' 130. 27 Myres, 1942, p. 324. 28 Turner, 1981. 29 Brown, 1993, p. 13. 30 Grimm, Geschishte der deutsche Sprache, 1848, 6, p. 162. 31 Joan Evans, 1943, p. 165. 32 Brown, 1993, p. 13. 33 J. L. Myres, 1942, p. 325. 34 Joan Evans, 1943, p. 163. 35 Ibid., p. 163. 36 Ibid., p. 176. 37 Ibid., pp. 176-177. 38 Brown, 1993, 17, ilustración 12. 39 Joan Evans 1943, p. 177. 40 Ibid., p. 178. 41 Evans, 1876. 42 Ibid., p. 308. 43 Los comunicados de Stillman aparecieron en The Nation, num. 3 de 1866, pp. 275-277; núm. 4 de 1867, pp. 54-55, 76, 318-319, 459; núm. 5 de 1867, pp. 337-338; núm. 7 de 1868, pp. 10-11, 290-291, 366-367; núm. 8 de 1869, pp. 48-49. Para

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consultar sus recopilaciones posteriores, véase Stillman, 1901, II, pp. 21-45. 44 A. D. Momigliano, 1994. 45 Stephens, 1895, II, p. 152. 46 Poliakov, 1974, p. 299. 47 Gossel, 1965, pp. 109-110. 48 Joan Evans, 1943, p. 190. 49 Stephens, 1895, II, p. 163. 50 Macmillan, 1929. 51 Joan Evans, 1943, pp. 221-222. 52 Ibid., p. 227. 53 Ibid., p. 252. 54 A. D. Momigliano, 1994, p. 203. 55 Stephens, 1895, II, p. 223. 56 Ibid., p. 259. 57 Joan Evans, 1943, p. 267. 58 Traill, 1995, p. 229. 59 Finlay, 1974, pp. 6-7. 60 Grote, 1846-1856, I, pp. 434-435. 61 TraiU, 1995, pp. 112-121. 62 Duchene, 1996, p. 92. 63 Newton, 1878. 64 Traill, 1995, p. 207. 65 Joan Evans, 1943, pp. 261-262. 66 Mallo wan, 1977, p. 26. 67 Joan Evans, 1943, pp. 262-263. 68 Evans, 1931b, p. 21. 69 Evans, 1901a. 70 Traill, 1995, pp. 231-233. 71 Evans, 1883c, p. 438. 72 Ibid., p. 439.

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Capítulo 2 Los laberintos de la Antigüedad (1883-1893) 1 Joan Evans, 1943, p. 269. 2 Ibid., p. 271. 3 Bowden, 1991, p .1 6 3 , figuras 59-60. 4 Alien, 1883, pp. 236-237. 5 Joan Evans, 1943, p. 156. 6 Pitt-Rivers, 1906. 7 Schliemann, 1875, p. 363. 8 J. L. Myres, 1942, p. 354 n. 1. 9 Macmillan, 1929, XVII. 10 Times, 24 y 29 de abril de 1886; Traill, 1995, p. 254. 11 Academy, 10 de julio de 1886, p. 31; J H S VII, 1887. 12 Joan Evans, 1943, p. 276. 13 Evans, 1888b. 14 Evans, 1891b. 15 Evans, 1889a. 16 Flinders Petrie, 1931. 17 Flinders Petrie, 1901. 18 N. Momigliano, 1999, 5; Lock 1990, p. 177. 19 Hogarth, 1910, p. 19. 20 Flinders Petrie, 1888, p. 402. 21 Hist. Nat. X X X V I, pp. 13, 19, 85. 22 Flinders Petrie, 1890, p. 271. 23 Ibid., p. 275. 24 Fitton, 1995a, p. 276. 25 Flinders Petrie, 1890, p. 276. 26 Ibid., pp. 275-277. 27 Flinders Petrie, 1892b, p. 152. 28 Dunbabin, 1956, p. 351.

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29 Brown, 1986, p. 41. 30 Joan Evans, 1943, pp. 291-292. 31 Traill, 1995, pp. 293-297. 32 Lambros, 1891, p. 95. 33 Joan Evans, 1943, p. 309. 34 Hoeck, 1823-1829. 35 Grote, 1846-1856, I, p. 311. 36 Hirst, 1887a, pp. 230-231; Hazzidakis, 1931. 37 Hazzidakis, 1881. 38 D i Vita, 1985, p. 17. 39 Hirst, 1885, p. 128. 40 Thénon, 1866-1868. 41 Hirst, 1887b, p. 157. 42 Halbherry Fabricius, 1885. 43 Willetts, 1955, capítulo IX. 44 Detorakis, 1994, p. 265. 45 Warren, 1972. 46 Fowler ,1984, p. 66. 47 Falkener, 1854, p. 24. 48 Warren, 1972, p. 80. 49 Hay cierta confusion en cuanto a las fechas exactas: véa­ se Hood, 1987, p. 86; Kopaka, 1990, p. 19. 50 Kopaka, 1990, 1995. 51 Aposkitou, 1979, p. 83; Hood, 1987, pp. 88-89. 52 M. S. F. Hood, 1987, pp. 87-88. 53 P. Gardner, 1894, p. 476. 54 Macmillan, 1929, III. 55 Haussoullier, 1880. 56 M. S. F. Hood, 1987, p. 90. 57 Stillman, 1881; repetido en Driessen, 1990, pp. 17-18. 58 Stillman, 1901, II, p. 220.

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59 Brown, 1986, p. 37. 60 Stoll, 1961, p. 53; Hood, 1992, pp. 224-225. 61 Traill, 1995, p. 226. 62 Halbherr, 1893, pp. 110-112; Di Vita, 1984, p. 33 con el esbozo. 63 Wroth, 1886. 64 Athenaeum, 3077 (16 de octubre de 1886), p. 507. 65 Driessen, 1990, pp. 24-25; Hood, 1992, pp. 226-227. 66 Fabricius, 1886. 67 M. S. F. Hood, 1992, p. 226.. 68 Athenaeum, 3077 (16 de octubre de 1886), p. 508. 69 Athenaeum, 3080 (6 de noviembre de 1886), p. 607. 70 Stoll, 1961, p. 66; Hood, 1992, p. 226. 71 Driessen, 1990, pp. 26-27. 72 Antiquary, septiembre de 1891, p. 95. 73 Homolle, 1891, p. 452. 74 Milington-Evans, 1894. 75 Horwitz, 1981, p. 76. 76 Stephens, 1895, ii, p. 420. 77 Joan Evans, 1943, p. 306. 78 A. Brown, 1986, p. 39. 79 Joan Evans, 1943, p. 304. 80 Archivo Evans, Museo Ashmolean. 81 Traill, 1995, pp. 228-229. 82 Perrot, 1891. 83 Iliada, 13, 570; 20, 403. 84 Archivo Evans, Museo Ashmolean. 85 Ibid. 86 Joan Evans, 1943, p. 304. 87 Stephens, 1895, I, VI. 88 Joan Evans, 1943, p. 305.

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89 A. Brown, 1993, p. 34, ilustración 30. 90 Joan Evans, 1943, p. 304. 91 Evans, 1893b.

Capítulo 3 Candía (1893-1900) 1 Brown, 1986, p. 39. 2 J . L. Myres, 1950. 3 J. N. L. Myres, 1980, p. 10. 4 Brown, 1986, p. 39. 5 S. Reinach, en Revue Archéologique, 1884, I, pp. 336343: A JA 1, 1885, p. 225. 6 Brown, 1986, p. 41. 7 J. L. Myres, 1895. 8 Brown, 1986, p. 42. 9 Ibid., pp. 42-43. 10 Ibid., p. 43. 11 Times, sábado 23 de septiembre de 1893. 12 Higgins, 1979. 13 Joan Evans, 1943, 316, núm, 1. 14 Evans, 1893a, p. 195. 15 Fitton, 1995, pp. 141-143. 16 Academy, 1156 (30 de junio de 1894), p. 540. 17 JH S 14, 1893, X I, 266; Macmillan, 1929, X IX ; Pope, 1975, 146, núm. 1. 18 Brown, 1993, p. 37. 19 Evans, 1935b, IX. 20 Hechos de los Apóstoles, 27:8. 21 Athenaeum, 21 de noviembre de 1885, p. 675; Hirst, 1887, p. 231.

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22 Times, 29 de agosto de 1894. 23 Foundoulaki, 1996, pp. 177-178. 24 Joan Evans, 1943, p. 311. 25 Randoloh, 1687; Warren, 1972, p. 77. 26 Joan Evans, 1943, p. 311. 27 Ibid., p. 312. 28 Ibid. 29 Ibid. 30 Ibid. 31 Ibid., p. 314. 32 Ibid., pp. 313-314. 33 Times, 29 de agosto de 1894. 34 Ibid. 35 Joan Evans, 1943, p. 314. 36 Odisea, 19, 172-179. 37 Iliada, 3, pp. 645-652. 38 Joan Evans, 1943, p. 315. 39 Ibid. 40 Iliada, 5, 43. 41 Hirst, 1887c. 42 Brown, 1993, p. 47. 43 Halbherr, 1892, p. 215. 44 Brown, 1993, p. 48. 45 Halbherr, 1892, p. 115. 46 Joan Evans, 1943, p. 316. 47 Ibid. 48 Times, 29 de agosto de 1894. 49 E. S. Bosanquet, 1938, p. 147. 50 Brown, 1993, p. 50. 51 Halbherr, 1893, p. 198; Brown, 1993, pp. 51-52. 52 Times, 29 de agosto de 1894.

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53 Evans, 1894ç. 54 Times, 29 de agosto de 1894. 55 Evans, 1894e, pp. 270-274. 56 Evans, 1883c, p. 438. 57 Evans, 1894e, p. 357. 58 Ibid., pp. 367-368. 59 Herodoto, Historias, I, 173. 60 Evans, 1894e, pp. 358, 362. 61 Flinders Petrie, 1894e, pp. 356-357; 1894. 62 Evans, 1894e, p. 370. 63 Ibid., pp. 369-371. 64 Ibid., p. 372. 65 Ibid., p. 358. 66 Oxford Magazine, citado en Academy, 1175 (10 de noviembre), p. 382. 67 Joan Evans, 1943, p. 307. 68 Evans, 1889a. 69 Joan Evans, 1943, p. 318. 70 Ibid., p. 318. 71 Brown, 1993, p. 54. 72 Halbherr, 1893, pp. 13-14. 73 Brown, 1993, p. 55. 74 Evans, 1896a. 75 Evans, 1888b. 76 Schliemann, 1878, pp. 252-254. 77 Evans y Myres, 1895, p. 469. 78 Evans, 1896h, p. 173, ilustración 1. 79 Evans y Myres, 1895. 80 Ibid. 81 Academy, 1210 (13 de julio de 1895). 82 Helbig, 1896; véase también la reseña de Myres en Clas­ sical Review 10 (1896), pp. 350-357.

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83 Evans, 1895d. 84 Reinach, 1895. 85 Reinach, 1892, p. 90. 86 Renfrew, 1987, p. 14. 87 Reinach, «Cronique d’Orient», en Revue Archéologi­ que, 27 (1895), p. 357, y 28, p. 384. 88 J. L Myres, 1942, p. 335. 89 Ibid., p. 332. 90 Joan Evans, 1943, p. 307. 91 Evans, 1897a, p. 351. 92 Evans, 1896a. 93 Evans, 1896a; 1897a, p. 351. 94 Evans, 1897a, pp. 354-355. 95 Evans, 1896a. 96 Odisea, 10, 519-520. 97 Evans, 1897a, p. 358. 98 Ibid., p. 355, ilustración 26. 99 Pendlebury y Money-Coutts, 1938, 57, p. 101. 100 Evans, 1896b, p. 513. 101 Ibid. 102 Evans, 1921a, pp. 632-633, ilustración 470. 103 Diodoro, V. c. 70, 6. 104 Halbherr, 1893, p. 198. 105 Evans, 1896h, pp. 170-171. 106 Ibid., p. 170. 107 Evans, 1896c, p. 18. 108 Brown, 1993, p. 63., fig. 74 109 Evans, 1896d, p. 54. 110 Ibid. 111 Ibid. 112 E. L. Godkin, «Crete in England», The Nation, 25 de marzo de 1897, pp. 217-218.

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113 Evans, 1896b, p. 512. 114 Ibid. 115 Evans, 1896g. 116 Taylor, 1890, p. 310. 117 Evans, 1901c, p. 112. 118 Schliemann, 1878, pp. 252-254. 119 Evans, 1901c, p. 100. 120 Ibid., p. 105. 121 Evans, 1896b, p. 513. 122 Evans, 1896f, p. 919. 123 Ibid. 124 Evans, 1897a, pp. 389-390. 125 Ibid., p. 361. 126 Evans, 1898a, pp. 14-15. 127 Illustrated London News, 20 de junio de 1896, p. 776. 128 Hogarth, 1910, p. 21. 129 Ibid., pp. 21-22. 130 Ibid., p. 25. 131 Ibid., p. 23. 132 Ibid., p. 41. 133 «The restless isle», Dundee Advertiser, 21 de febrero de 1913. 134 J. L. Myres, 1942, p. 335, num. 7. 135 Evans, 1897a, p. 367. 136 Ibid., p. 379. Mclver y Wilkin hicieron un viaje a Alge­ ria en 1900, y «el principal objetivo de éste era investigar las pruebas del origen libio de la “ nueva raza” » del profesor F. Petrie. Llegaron a la conclusión de que «los bereberes son una raza blanca, de cabello marrón oscuro y ojos color avellana, y una piel que en realidad es roja y blanca. Por consiguiente, son

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los representantes genuinos de los libios blancos que aparecen en los frescos egicpios». Athenaeum, 1 de diciembre de 1900, pp. 728-729. 137 Poliakov, 1974, p. 68. 138 Brown, 1993, p. 75. 139 Hogarth, 1910, p. 66. 140 Evans, 1898a, p. 29. 141 Ibid., pp. 30-32. 142 Ibid., pp. 37-38. 143 Ibid., p. 18. 144 Currelly, 1956, pp. 60-61. 145 Evans, 1898a, pp. 12-13. 146 Ibid., pp. 46 y ss. 147 Kalopothakes, «Crete under Prince George», The Nation, 13 de noviembre de 1899, p. 386. 148 Carta del 3/15 de enero, 1899, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 149 Demargne, 1902; Boardman, 1961, pp. 63-64, num. 270. 150 Brown, 1983b, p. 14. 151 Hogarth, 1910, pp. 66-67. 152 Ibid. 153 E. Capps, «A N ew Archaeological Law for Greece», The Nation, 3 de agosto de 1899, pp. 88-90. 154 Joan Evans, 1943, p. 327. 155 Brown, 1983b, p, 15.

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Capítulo 4 Knosos (1900-1907) 1 Poole, 1922. 2 Appolonius Rhodius, The Argonautica, 1639-1650. 3 Joan Evans, 1943, p. 329. 4 Carta de Hogarth a Evans, 6 de abril de 1899, Archi­ vo Evans, Museo Ashmolean. 5 N . Momogliano, 1999, p. 39. 6 Joan Evans, 1943, p. 330. 7 N . Momigliano, 1999, pp. 28-32. Tributo de Hogarth a Mackenzie: Wellcome Papers W /24 (octubre de 1912). 8 N . Momigliano, 1995, p. 165. 9 Builder, 168 (19 de enero de 1945), p. 59. 10 Hogarth, 1910, p. 20. 11 J. L. Myres, 1942, p. 337. 12 Hogarth, 1910, p. 68. 13 Candy, 1984, p. 21; quizá se trate del mismo inciden­ te que se cuenta en Evans, 1928b, pp. 546-547, en cuyo caso se remonta a 1906 o más tarde. 14 J. L. Myres, Oxford Magazine, 9 de mayo de 1900. 15 N . Momigliano, 1999, p. 67. 16 Allsebrook, 1992, p. 88. 17 Hawes, 1965, p. 97. 18 Evans, 1921a, p. 688, figura 507. 19 Evans, 1901a. 20 Evans, 1900f, p. 56. 21 Joan Evans, 1943, p. 333. 22 J. L. Myres, 1900. 23 Formaba parte de la colección de Antonios Zacharakis. Evans 1900f, 18, núm. 1.

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24 Publicado por Reinach en Le Petit Temps, 6 de mayo de 1900. 25 Kopaka, 1990; 1995. 26 De próxima aparición en Lapatin. 27 Rizzo, 1985, p. 29, cita una carta de Halbherr a Com paretti con fecha de 1886, en la que manifiesta su preocupa­ ción por las tarifas de Gilliéron. 28 Traill, 1995, p. 238. 29 Libreta de Evans de 1900, p. 40, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 30 Hogarth, 1900a, p. 85. 31 Joan Evans, 1943, p. 334. 32 Hogarth, 1910, p. 69. 33 Hogarth, 1900b, pp. 100-101. 34 Asi aparece en una mantinada (version popular de un poema lírico cretense ) por Spiros Voskakis de Epano Zakros:

Ο κερατάς ο Κόγκαρυς που ήρθ’ απ ’ την Αγγλία μας έκανε ερείπια τα εθνιά μνημεία Traducción aproximada: Ese cornudo de Hogarth que vino de Inglaterra y convirtió el patrimonio griego en una ruinosa pena. 35 Hogarth, 1926. 36 Carta de C. F. Bell, Budapest, con fecha del 26 de mayo, en la que se interesa por su salud; en ella dice: «Espero since-

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ramente que ya te encuentres un poco mejor, y que por el momento te hayas quitado de encima la malaria». Archivo Evans, Museo Ashmolean. 37 Palmer, 1961, p. 357. 38 Evans, 1900f, p. 10. 39 Ibid., p. 11. Véase B. B. Powell, 1977, para una valo­ ración reciente. 40 Ibid., p. 42. 41 Ibid., núm. 1. 42 Joan Evans, 1943, p. 389. 43 Evans, 1900f, p. 47. 44 Man, I (1901), p. 5. 45 Waugh, 1946, pp. 51-52. 46 Evans, 1901a, p. 132. 47 Tzedhakis et al., 1989. 48 Times, 15 de septiembre de 1900. 49 Evans, 1900c. 50 Evans, 1900d; carta a Times , 15 de septiembre de 1900. 51 Reinach, 1902, p. 8. 52 Fondo para la Exploración de Creta, 1900. El primer informe para subscriptores, de circulación extraoficial. 53 Publicado en forma de carta para el editor del Times, 2 de abril de 1901, a la que siguió una segunda carta del 12 de abril, publicada el 16 de abril. 54 Annual of the British School at Athens 6 (1900), pp. 135137. 55 Athenaeum, 10 de noviembre de 1900, p. 621. 56 Evans, 1901c, pp. 100, 106; Athenaeum, 10 de noviem­ bre de 1900, p. 620. 57 Joan Evans, 1943, p. 335. 58 MacEnroe, 1995, p. 11.

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59 N . M omigliano, 1999, pp. 154-155; Archivo Evans, Museo Ashmolean. 60 Evans, 1901d, p. 6. 61 Ibid., p. 15. 62 Horwitz, 1981, p. 138. 63 Neimeier, 1988. 64 Evans, 1901d, p. 15. 65 Ibid., fig. 8. 66 Farnoux, 1993, p. 105. 67 E. S. Bosanquet, 1938, p. 106. 68 Evans, libreta de 1901. 69 Times, 14 de junio de 1901, p. 8. 70 Evans, 1901, pp. 94-95. 71 Joan Evans, 1943, p. 337. 72 Evans, 1901d, p. 30. 73 B. T. K. Smith, Philatelic Record, marzo de 1905. 74 Evans, 1901d, p. 30. 75 Times, 15 de julio de 1907, p. 8. 76 Evans, 1901d, p. 30. 77 Evans, 1921a, p. 344. 78 Evans, 1901d, p. 16, fig. 7a. 79 Hogarth, 1901, p. 123. 80 Papadakis, 1992, pp. 55-56. 81 Evans, 1921a, pp. 707-708; véase Weingarten, 1983, para un estudio exhaustivo de los sellos de Zakros con una bibliografía. 82 Poole, 1922, p. 14. 83 Evans, 1910d, p. 102. 84 Joan Evans, 1943, p. 338. 85 Gardner, 1892. 86 Ridgeway, 1901, p. 202.

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87 La reseña que hizo Myres de Ridgeway 1910 está en 16 (1902), p. 70. 88 Rouse, 1901, p. 272. 89 Burrows, 1907, p. 117. 90 «The double axe and the labyrinth», en Saturday Review, 26 de julio de 1912, pp. 105-106. 91 Evans, 1901b. 92 N . Momigliano, 1999, p. 162. 93 Lock, 1990, p. 177. 94 Joan Evans, 1943, p. 340. 95 Ibid., p. 341. 96 Evans, 1902b, p. 58. 97 Ibid., p. 54. 98 Ibid., p. 45. 99 Ibid., p. 59. 100. Joan Evans, 1943, pp. 344-345. 101. Evans, 1902b, p. 89. 102. Ibid., p. 86. 103. Clarke, 1903, p. 598. 104 Evans, 1902b, p. 100. 105 Evans, libreta de 1902, p. 31. 106 Evans, 1901c, p. 168. 107 Diodoro, V. c. lxv. I. 108 Evans, 1904c, p. 51. 109 Joan Evans, 1943, p. 345. 110 Evans, 1902b, pp. 73-74. 111 Hall, 1902b, p. 57. 112 Hall, 1902a, p. 393. 113 Evans, 1903d. 114 Evans, 1903b, p. 1. 115 N . Momigliano, 1999, p. 42.

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116 Evans, 1903b, p. 111. 117 Ibid., p. 67. 118 Panagiotaki, 1993, p. 54. 119 Evans 1903b, p. 71. 120 Ibid., p. 89. 121 Ibid., p. 111. 122 Ibid,, p. 38. 123 Carta de R . W. Graves a Evans con fecha del 6 de junio de 1903, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 124 Currelly, 1956, pp. 63-64. 125 Brown, 1983a, p. 11. 126 Duncan Mackenzie, 1903, pp. 157-158. 127 Evans, 1904b, p. 137. 128 Ibid., pp. 138-139. 129 Currelly, 1956, p. 65. 130 Joan Evans, 1943, p. 347. 131 Times, 25 de abril de 1904. 132 Joan Evans, 1943, p. 348. 133 Evans, 1904c, p. 51. 134 N. Momigliano, 1999, p. 71. 135 Carta de R . C. Bosanquet a Evans, 18 de noviem ­ bre, 1903, en Archivo Evans, Museo Ashmolean. 136 «Homer and his commentators», Edinburgh Review, enero de 1905, pp. 189-215. 137 B. T. K. Smith, Philatelic Record, marzo de 1905. 138 Poole, 1922, p. 16. 139 «Recent work in Crete and elsewhere», Times, 1 de agosto de 1905. 140 Builder, 6 de mayo 1955, p. 761. 141 Evans, 1905a, p. 26. 142 Candy, 1984, p. 26.

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143 Odisea, X IX , 178, 179. 144 Evans, 1921a, VI. 145 Di Vita, 1985, pp. 33-34. 146 Evans, 1905a, p. 7. 147 Ibid., pp. 9-11. 148 Véase Warren 1990 para una consolidación de la for­ mula Baetyl = Rhea. 149 N . Momigliano, 1999, p. 75. 150 Carta de Harriet Boyd a Evans con fecha del 7 de octu­ bre de 1905, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 151 Becker y Betancourt, 1997, p. 74. 152 E. S. Bosanquet, 1938, p. 169. 153 J. L. Myres, Times, 14 de julio de 1951. 154 N . Momigliano, 1999, p. 68. 155 D. Powell, 1973, pp. 42-43. 156 N. Momigliano, 1999, pp. 78-79. 157 Times, 15 de julio, 1907, p. 8. 158 Ibid. 159 Ibid. 160 Evans, 1935b, p. 849, fig. 832; Hodd y Smith 1981, núm. 149. 161 Evans, 1935b, p. 621. 162 Joan Evans, 1943, pp. 354-355.

Capítulo 5 La escuela panminoica (1908-1941) 1 Times, 27 de agosto de 1908, 6. 2 Evans, 1914, 93, núm. 6. 3 Ibid., 89.

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32 Evans, 1914, p. 83. 33 Lurker, 1980, pp. 58-59. 34 Times, 16 de septiembre de 1910. 35 Rodenwaldt, 1912, p. 121, il. 14, 1. 36 Times, 16 de septiembre de 1910. 37 Spencer, 1990. 38 Joan Evans, 1943, p. 365. 39 Evans, 1912b, pp. 281-282. 40 Joan Evans, 1943, pp. 366-367. 41 Times Literary Supplement, 18 de mayo de 1916, p. 237. 42 Candy, 1984, pp. 22-23. 43 Ibid., p. 36. 44 Joan Evans, 1943, p. 369. 45 Evans, 1918a, pp. 205-207. 46 Evans, 1916b, p. 23. 47 C. Mackenzie, 1940; J. N . L. Myres 1980. 48 Woolley, 1920. 49 Lawson, 1920. 50 C. Mackenzie 1931, p. 194; H ood 1998, p. 45. 51 Wace 1931, XXIII. 52 A. J. B. Wace a Evans, 3 de marzo de 1915, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 53 Mallowan, 1977, p. 235. 54 Evans, 1919a. 55 Joan Evans, 1943, p. 373. 56 Ibid., p. 372 57 Ibid., p. 374. 58 Evans, 1919b, pp. 192-193. 59 Evans, 1919c. 60 Joan Evans, 1943, pp. 363-364. 61 R . C. Bosanquet, 1922, pp. 51, 70.

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de diciembre de 1921, p.

869. 63 Blegen y Wace, 1918, p. 188. 64 Waterhouse, 1986, pp. 26, 108. 65 Blegen, 1921, pp. 125-126. 66 Wace, 1920a. 67 Times Literary Supplement, 15 de julio de 1920, p. 454. 68 Karo a Evans, 27 de agosto de 1920, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 69 Carta a Evans con fecha del 14 de septiembre de 1920, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 70 M ackenzie a Evans, 2 de octubre de 1920, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 71 Joan Evans, 1943, p. 372. 72 Times Literary Supplement, 16 de noviembre de 1922, p. 747. 73 R . Hood, 1998; presenta una colección de las carica­ turas de De Jong, acompañadas de comentarios sinceros. 74 Véase el tributo que rinde Mackenzie en defensa de Alí en el Archivo Evans, Museo Ashmolean. 75 Piet de Jong a Myres, Archivo Evans, Museo Ashmo­ lean. 76 Evans, 1922, p. 326. 77 D. Eginitis a Evans, 14 de junio de 1922, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 78 Frost, 1909; 1913. 79 Evans, 1922, p. 328. 80 Ibid., p. 329. 81 Waterhouse, 1986, p. 95. > 82 R . Hood, 1998, p. 11. 83 Times, 5 de febrero de 1924.

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84 Ibid. 85 Times, 19 de enero de 1924. 86 Texto mecanografiado en el Archivo Evans, Museo Ashmolean. 87 Lapatin, 1997, pp. 663-682, esp. 664, núm. 7; Heming­ way, 2000. 88 Woolley, 1962, pp. 21-23. 89 Karo, 1959, pp. 41-42. 90 Times, 8 de abril de 1924, p. 10; Koehl 1990, p. 48. 91 R . Hood, 1998, pp. 28-32. 92 Wace, 1923, p. 615. 93 Times, 11 de junio de 1924. 94 Carta a J. Myres, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 95 Vasilaki, 1989. 96 Shaw, 1995. 97 Times, 19 de diciembre de 1924. 98 Hughes-Brock, 1994, p. 7. 99 Evans, 1925b, p. 51. 100 Childe, 1926a, p. 212. 101 Anotado en Hughes-Brock, 1994. 102 D. Powell, 1973, p. 41. 103 Joan Evans, 1943, p. 379. 104 Ibid., p. 380. 105 Evans, 1925a. 106 Joan Evans, 1943, pp. 382-383. 107 Accame, 1984, pp. 209-210. 108 Waugh, 1946, p. 52. 109 M. S. F. Hood, 1995. 110 Harrington, 1999. 111 Archivo Pendlebury, British School at Athens.

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112 Carta con fecha del 20 de noviembre de 1927, Archi­ vo Pendlebury, JP /L /2 6 8 . 113 Carta con fecha del 12 de febrero de 1928 a su padre, Archivo Pendlebury, JP /L /2 9 2 . 114 Carta con fecha del 10 de mayo de 1928, Archivo Pendlebury, JP / L /3 13 115 Ibid., J P / L /3 14. 116 Ibid., JP /L /4 0 5 . 117 Carta a Myres, Archivo Evans, M useo Ashmolean. 118 Archivo Pendlebury, JP /L /4 2 5 . 119 Carta a su padre, Archivo Pendlebury, JP /L /4 5 1 . 120 19 de mayo de 1931, Archivo Pendlebury, JP /L /4 5 8 . 121 31 de mayo de 1931, Archivo Pendlebury, JP /L /4 6 4 . 122 9 de junio de 1921, Archivo Pendlebury, JP /L /4 6 5 . 123 10 de diciembre de 1931, Archivo Pendlebury, JP /L /4 7 7 . 124 23 de abril de 1935, Archivo Pendlebury, JP /L /6 4 6 . 125 Evans, 1935, X IX . 126 British School at Athens Annual Report para la sesión de 1936-1937, p. 14. 127 Ibid., p. 15. 128 Pendlebury, 1939, X X IX . 129 Candy, 1984, p. 82. 130 Joan Evans, 1943.

Capítulo 6 El laberinto minoico 1 E. Bell a Myres, 5 de septiembre de 1941, Archivo Evans, Museo Ashmolean. 2 Blegen, 1958.

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Indice onomástico

Abd al-Hamid II, sultán, 415 Abdulhamit, sultán del Imperio otomano, 145 Abraham, 410 Adamas, 177 Adonis, 379 Agamenón, 101, 105, 106, 107, 159, 209, 292, 437-438, 439 Agios Onoufrios, 211 Akenatón, 130 Akoumianakis, Emmanuel (Manoli), 291, 382, 447 Alberich, 198 Alexiou, Stylianos, 496 Ali, Mohamed, 129-130, 149 Allen, J. Romilly, 120 Amaltea, 240 Amenemat III, 134, 344 Amenotep IV, 130 Amóse, 132 Antoniou, George, 452 Antoniou, Gregorios (Gregóri), 134, 281, 346, 366, 443

Aquiles, 101, 175, 177 Aristides el Injusto, 339 Aristóteles, 146 Artemisa, 333, 371 Ashmole, Elias, 117, 480 Asquith, H. H., 319-320 Atatürk, Mustafá Kemal, 446 Atenea, 62, 177, 493 Baden-Powell, coronel Robert, 272, 396, 397-398, 399 Badira de Dor, 406 Bagge, Halvor, 356, 359 Balfour, Arthur, 21, 430 Barbarroja, 215 Baritakis, Ali (Ali Aga), 443, 444, 447 Barrie, J. M., 489 Belerofonte, 219n, 318 Bell, Charles F., 273, 414, 487, 488 Belli, Onorio, 157, 203

566 Benton, Sylvia, 472 Beocia, 111 Bernal, Martin, 493, 494 Bey, Osman Hamdi, 163, 199, 206, 269 Biliotti, Alfred, 186, 188 Bismarck, Otto von, 74, 150 Blegen, Carl, 435-436, 437, 455-456, 463, 490 Boardman, John, 491 Bonaparte, Napoleón, 33, 36, 129, 131 Bosanquet, Robert Carr, 321, 330, 367, 368, 373, 381, 383, 392, 434, 470 Boucher de Crèvecoeur de Perthes, Jacques, 57, 60, 61, 63 Boyd, Harriet, 293, 305, 381, 394 Bryce, J., 100 Buckland, William, 39, 59 Burrows, Ronald M., 343-344 Butler, Henry Montagu, 79 Byron, George Gordon, lord, 65, 69 Candy, James, 395-396, 399404, 419, 420, 470, 488 Carter, Howard, 451, 464 Castleden, Rodney, 495 César, Julio, 190, 481

J . A l e x a n d e r M a c g il l iv r a y

Champollion, Jean-François, 130-131, 194 Chermside, Herbert, 256, 260, 261, 262, 351 · Chester, Greville, 127, 128, 193 Childe, Gordon, 427-429, 461462, 492 Chipiez, Charles, 233 Chronakis, Kostis, 382 Chronakis, Maria, 382 Chryssoulaki, Stella, 496 Cibeles, 332, 379 Cíclope, 105 Clarke, capitán T. Η. Μ., 351 Cleopatra, 215 Clevmont-Ganneau, Charles, 245n Clitenmestra, 105 Cócalo, rey de Sicilia, 52 Collingwood, R. G., 469 Comparetti, Domenico, 153, 154, 164 Condor, C. R., 318 Conrad, Joseph, 21 Constantino I, rey de Grecia, 424, 425 Constantino el Grande, 81, 146 Cook, capitán James, 117 Cook, George, 450 Cook, Thomas, 50, 51 Copérnico, Nicolás, 31

Ín d ic e o n o m á s t ic o

Cronos, 141, 326, 332, 378, 497 Currelly, Charles Trick, 263 Curzon, lord, 404 Cuvier, Georges, 37, 39, 369 Darwin, Charles, 51, 64, 120, 121 Dawkins, Richard MacGillivray, 321, 373, 383, 384, 424, 426, 485 Dawkins, W. B., 94 De Jong, Piet, 443-444, 447, 448, 458, 466, 470, 473 Demargne, Jean, 267, 271 Dervish Pachá, 83 Descartes, René, 31, 32 Detorakis, Theocharis, 156 Dickinson, John, 41, 47 Diodoro Siculo, 165, 243, 334, 353 Dionisos, 379 Doll, Christian Charles Tyler, .373, 381, 394, 405, 408, 467 Dorpfeld, Wilhelm, 107-109, 122, 132, 166, 168, 280, 303, 304, 329, 358 Duncan, Isadora, 375 Edhem Pachá, 261 Edipo, 111, 461

567 Eduardo VI, rey de Inglaterra, 49 Eduardo VII, 233-234 Egeo, rey de Atenas, 52, 113 Egisto, 105 Eiffel, Alexandre-Gustave, 227 Engels, Friedrich, 428 Epicuro, 119 Erimoupolis, 215 Estrabón, 134-135 Evans, Alice (hermana de Arthur John), 47 Evans, Anne (hermana de Arthur John), 36 Evans, Anne Dickinson (abuela de Arthur John), 36, 49 Evans, Arthur Benoni (abuelo de Arthur John), 30, 33, 36, 49, 50, 57, 486 Evans, Edward, 123 Evans, Fanny Phelps (madrastra de Arthur John), 48, 60, 61, 64, 97, 140 Evans, Harriet Dickinson (madre de Arthur John), 41, 42, 45, 47 Evans, Joan (hermanastra de Arthur John), 19, 21, 22, 23, 29, 47-48, 64, 141, 228, 278, 295, 313, 395, 403, 407, 431, 442, 488, 489

568

J.

A l e x a n d e r M a c g il l iv r a y

Flinders Petrie, William Evans, John (padre de Arthur Matthew, 129, 132, 136, John), 20, 41, 42, 45, 46-47, 139, 140, 187, 194, 218, 224, 48, 50, 51, 56, 57, 58, 60, 258, 263, 273, 301, 347, 378, 62, 64, 78, 91, 99, 105, 108, 475 120, 121, 122, 140, 170, 171, 181, 194, 316, 326, 340, 395 Focas, Nikiforos, 147 Forsdyke, Edgar John, 456 Evans, Lewis (hermano de Fortnum, Charles Drury, 124, Arthur John), 47, 74, 83 181, 194, 226, 227, 259 Evans, Margaret Freeman Francisco Fernando, (esposa de Arthur John), 93archiduque, 416, 418, 431 94, 95, 97, 98, 99, 100, 110, 111, 113, 124, 141, 142, 144,Freeman, Edward, 78, 92-96, 99-100, 109, 170, 172, 178, 170, 171, 172, 178-181, 195, 191, 203, 286 363, 395, 396, 399 Freeman, Eleanor Gutch, Evans, Maria Millington 93 Lathbury (tercera esposa de Freeman, Helen, 93 Arthur John), 170, 382 Freeman, Lancelot, 395 Evans, Philip Norman Frere, John, 58, 62 (hermano de Arthur John), Furtwangler, Adolf, 104, 137, 47, 77 193 Evans, reverendo Arthur Fyfe, David Theodore, 280, Benoni, 34 282, 309, 311, 325, 337, 338, Evans, Sebastián (tío de Arthur 350, 356, 373, 394, 408, 465 John), 124 Fabricius, Ernst, 153, 155, 166, 169 Falkener, Edward, 157 Faraday, Michael, 62 Federico Guillermo IV, rey de Prusia, 130 Fick, August, 379, 411

Gabriel, abad, 209 Gardner, Ernest, 188 Gardner, Percy, 110, 117, 341 Gilliéron, Emile Victor, 302303, 311, 313, 321, 329, 330, 331, 333, 354, 390, 408, 409, 412, 453, 454, 463, 465

Ín d ic e o n o m á s t ic o

Gilliéron, Emile Victor (hijo), 464, 476 Gimbutas, Marija, 495 Gladstone, William, 79, 90-91, 92, 100, 104, 233, 319 Gobineau, Joseph-Arthur de, 73, 74, 93, 462 Goulas, 216, 217, 231, 243, 244, 249, 267, 271 Graves, R. W., 361 Greco, El, 147 Green, J. R ., 78, 80 Gregri, véase Antoniou, Gregorios Grimm, hermanos, 72, 73 Grote, George, 19, 102, 145 Guillermo II, káiser, 429 Halbherr, Federico Evans, 144145, 146, 153, 154, 155, 164, 165, 169, 172, 182, 188, 197, 199, 200, 203, 206, 207, 211-215, 217, 229, 243, 270, 305, 321, 326, 335, 377, 380, 468 Hall, H. R ., 355, 356 Hailey, Edmund, 62 Hator (Isis), 360, 379, 391, 412, 495 Hatsepsut, reina, 134 Haussoullier, Bertrand, 153, 169

569 Hawes, Charles, 394 Hazzidakis, Joseph, 152, 154, 164, 166, 187, 189, 197, 199, 206, 207, 220, 228, 229, 237, 246, 267, 270, 271, 363, 441, 442, 464 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 428 Helbig, Wilhelm, 233 Hemmens, Vera, 204 Herodoto, 134, 135, 136, 145, 146, 223, 224, 340 Hesiodo, 54, 175, 230 Hierapetra, 212 Hirst, Joseph, 144 Hitler, Adolf, 483, 484 Hoeck, Karl, 145, 222, 223 Hogarth, David George, 133— 134, 140, 183, 254-256, 257, 259, 260, 265, 267, 268-269, 271, 272, 277-283, 287, 304, 306, 320, 334-336, 342, 346347, 370, 371, 404, 424-425, 430, 434-435, 443 Hogarth, William, 134 , Homero, 22, 99, 101-102, 105-107, 112, 114, 137, 143, 175, 177, 208-209, 211, 213, 217, 219, 223, 224, 233, 276, 300, 303, 305, 318, 334, 341, 369, 375, 408, 413, 414, 436, 461, 479, 497

570 HomoUe, Théophile, 169, 267268 Hood, S. H., 67 Huxley, Thomas Henry, 62 /

Icaro, 52 Idomeneo, 208, 209, 211, 223, 367 Isis (Hator), 360, 379, 495 ístar, 234 James, Henry, 21 Jeal, Tim, 397-398 Jebb, Richard C „ 107, 108 Johns, C. A., 65, 66 Jorge I, rey de Grecia, 151, 253, 266, 416 Jorge V, rey de Inglaterra, 415 Jorge, príncipe, alto comisionarlo de Creta, 263, 266, 267, 271, 275, 276, 297, 351, 361, 371-372, 424 Joubin, André, 168-169, 206, 267 Jowett, Benjamin, 109, 118 Júpiter, 159, 301n, 379 Justiniano I, emperador bizantino, 81 Kalokairinos, Lysimachos, 156, 187

J.

A l e x a n d e r M a c g il l iv r a y

Kalokairinos, Minos, 14, 155— 162, 178, 166, 169, 187, 199-200, 203, 205, 206, 207, 217-218, 285, 287, 288, 298, 300-301, 309, 385-386 Karo, George, 439-440, 454 Kato Zakros, 335, 346 Kingsley, Charles, 13, 51-52, 53, 73, 85, 137, 195, 392 Kitchen, G. W., 78 Koumanydes, Athanasios, 174 Kyriakides, Vangelis, 453n La Mettrie, Julien de, 32 Lane-Fox, Augustus Henry, véase Pitt-Rivers, general Augustus Henry Lapland Lato, véase Goulas Lawrence, T. E., 425 Lawson, J. C., 425 Layard, Henry, 408 Lear, Edward, 156 Leeds, Edward Thurlow, 485 Lenin, V. I., 428 Leopoldo, príncipe de Prusia, 74 Lepsius, Karl, 130, 131, 132, 134, 135 Lightfoot, John, 37 Lloyd George, David, 430 Loeschcke, G., 137

Ín d i c e o n o m á s t ic o

Longman, William, 88 Lubbock, John, 64 Lucrecio, 119 Lyell, Charles, 38-39, 59, 62

571

Michelides, profesor, 151 Milchhôfer, Arthur, 128, 169, 172, 173, 193 Minos, rey de Beocia, 17, 19, 26, 52, 111, 136, 145-146, Macaulay, lord, 43 155, 195, 200, 208, 209, 223, MacEnery, padre, 59, 62 225, 244, 245, 250-251, 273, Mackenzie, Compton, 424, 276, 283, 294, 298, 301n, 426 307, 312, 319, 323, 355, Mackenzie, Duncan, 14, 278360-361, 364, 370, 374, 375280, 285-289, 291, 293, 298, 376, 381, 389, 395, 403, 410, 475, 476, 478, 496 302-304, 307-308, 311, 319, 324, 325, 338, 339, 345, 346, Mitsotakis, Ioannis, 197, 199 353,356-357, 363, 364, 366- Moisés, 38, 66, 361, 410 368, 375, 380, 382-384, 389, Morosini, Francesco, 197 405, 408, 427, 436, 441-443, Müller, Kurt, 412 447, 448, 452, 455-456, 458, Müller, Max, 71, 72, 166, 224 466-467, 470-471, 473, 474, Murat IV, emperador otomano, 476, 491 148 Macmillan, George Augustin, Mussolini, Benito, 483 310, 366, 433-434, 449, 455 Myres, John Linton, 139-140, Mahmoud Pachá, 221 172, 173, 182,183-189, 193, Mallowan, Max, 110, 428 199, 200, 203, 211, 228, 231, Marco Antonio, 215 232, 237, 243, 254, 257, 259, Mariani, Lucio, 335 271, 281, 296, 297, 306, 341, Marinatos, Spyridon, 454 381, 383, 404, 410, 424, 427, Marx, Karl, 428, 462 428, 459, 480, 483, 485, Masaryk, Tomá?, 420 487-488, 490, 496 McLaren, comandante Kenneth, 397 Nane, Jules, 125 Melisa, 240 Napoleón III, emperador de Menelao, 101, 105 Francia, 74

572 Néstor de Pilos, 209, 461 Newton, Charles T., 54, 56, 96, 104, 106, 109, 110, 120, 159-160, 320 Newton, Francis G., 443, 444, 465 Newton, Isaac, 31, 62 Nietzsche, Friedrich, 73 Noel, Edward, 183 Odin, 461 Odiseo, 101, 208, 240 Orestes, 105 Osiris, 379 Osmán I, emperador otomano, 68

Pablo, san, 196, 459 Palaikastro, 213, 214, 240n, 263, 373, 383 Palmer, Leonard, 491 Papadakis, Ioannis, 294-295, 302, 366 Papalexakis, Alevisos, 207, 283n Parker, John Henry, 117-118 Pasífae, reina, 19, 244, 330, 379, 403 Patón, Olympitis, 184 Patón, W. R., 184-185 Pauli, profesor, 80 Peel, Robert, 65

J . A l e x a n d e r M a c g il l iv r a y

Pelham, H. F., 122 Pendlebury, Hilda White, 472, 473, 483 Pendlebury, John, 471-476, 478, 483-485 Penelope, 101, 208 Pengelly, William, 59 Penrose, F. C., 122-123, 170 Pernier, Luigi, 377 Perrot, Georges, 233 Perseo, 51 Petrie, William Matthew Flinders, 128-129, 132-140, 169, 187-188, 194, 218, 224, 225, 258, 263, 273, 278, 301, 302, 317, 335, 347, 378, 475 Phelps, Josephine, 463 Photiades, John, 151, 159, 161164, 166 Pictet, Adolphe, 235 pirámides, 130, 131, 134-135, 136 Pitt-Rivers, general Augustus Henry, 119-120, 125, 132, 246, 324 Platón, 26, 118, 146, Platon, Nicolas, 335n, 497n Plinio el Viejo, 134, 136, 157, 218 Poseidon, 177, 444 Pottier, Edmond, 330 Powell, Dilys, 383

Ín d ic e o n o m á s t ic o

Prestwich, Joseph, 46, 60-63 Priamo, rey, 95, 101, 103, 105, 114, 363 Prometeo, 198 Psicro, cueva, 230, 267, 268, 342 Queensberry, marqués de, 398 Randolph, Bernard, 200 Read, John Meredith, 95 Reinach, Salomon, 234-236, 300, 318, 460 Rendall, F., 66, Rendall, Gerald, 67, 70 Rhangabé, M., 143 Richmond, William, 386-387, 489 Ridgeway, William, 340-342, 413, 426-427, 435 Ross, Ludwig, 211 Rouse, W. H. D., 342-344, 411 Rousseau, Jean-Jacques, 32 Rousola, véase Palaikastro Ruskin, John, 66, 226 Sakellarakis, Efi, 496, 497 Sakellarakis, Iannis, 496, 497 Salisbury, lord, 150 Sanctis, Gaetano de, 377 Sandwith, Thomas Backhouse, 159-160, 185-186

5 73 Sayce, Archibald Henry, 107, 113, 128, 176 Schliemann, Heinrich, 24, 95, 101-109, 111, 112-113, 114, 122-123, 127, 128, 134, 137, 141-143, 145, 155, 158, 159, 163-164, 166-168, 169, 173174, 176, 177, 185, 197, 212, 217, 222, 230, 233, 236, 249, 268, 280, 288, 290, 292, 298, 302, 310, 312, 319, 323, 329, 331, 342, 363, 369, 391, 393, 396, 408, 436, 438, 439, 481 Schliemann, Sophia, 103, 104, 112 Schrader, Otto, 235 Scott, C. P., 91 Shepherd, Arthur, 396, 399, 431 Sigfrido, 74, 198 Simonelli, Vittorio, 199 Simopoulos (ministro giego), 480 Sphakianakos, doctor, 151 Spratt, capitán Thomas, 212 Stalin, Joseph, 492 Starr, Chester, 496 Stephens, William, 178 Stillman, Laura Mack, 161 Stillman, W .J., 91, 122, 123, 161-163, 165, 200, 203,205, 206, 209, 218, 307 Stubbs, William, 71, 78, 80

574 Suleiman el Magnífico, 147 Svoronos, J., 370 Syllogos Filológico Griego, 151-153, 165, 166, 187, 197, 199, 212, 270, 294, 302, 305, 306, 441 Tarento, jinetes de, 124 Tavlàs, 265 Telémaco, 101 Teseo, 51-53, 112, 113, 142, 159, 195, 332, 355, 392 Thénon, Léon, 154 Theotokôpoulos, Doménikos, 147 Thiers, Louis-Adolphe, 75 Thomsen, Christian J., 54 Tindáreo, 105 Tito, san, 196, 212 Totmes III, 317, 328 Tournai, Paul, 63 Trudeau, Pierre Elliott, 469 Tucídides, 145-146, 171, 224, 340, 370, 496 Tutankamon, 451, 463 Tylor, Edward, 114, 121, 221 Venizelos, Eleutherios, 276, 372, 416, 417, 425-426 Ventris, Michael, 479-480, 490 Victoria, reina de Inglaterra, 42, 51, 164, 170, 247, 324

J . A l e x a n d e r M a c g il l iv r a y

Virchow, Rudolf, 142, 168 Wace, Alan, 426-427, 435-439, 441-443, 455-457, 474, 480, 486, 488, 490 Wagner, Richard, 73, 127 Wallace, Alfred Russel, 66 Walsh, Robert, 50, 77 Warren, Peter, 496-497 Waugh, Evelyn, 314, 468 Weigall, Arthur, 367-368 Wells, H. G., 21 Wheatstone, Charles, 62 Wheeler, Mortimer, 397 Wilde, Oscar, 398 Wilson, Daniel, 64 Winckelmann, Johann, 69, 277 Woolley, Leonard, 425, 443, 451-453, 498 Wren, Christopher, 62 Wunderlich, Hans Georg, 493 Xanthoudides, Stephanos, 270271, 441 Zaimis, Alexander, 372 Zaphirides, doctor, 151 Zeus, 19, 22, 156, 163, 165, 177, 194, 196-199, 209, 215, 230-231, 240, 243, 249, 250, 319, 321, 326, 332, 334, 342-343, 353, 360-361, 378, 379, 397

E s t a e d ic ió n d e E l l a b e r in t o d e l m in o t a iir o , d e J. A le x a n d e r M a c G ilu v r a y SE T E R M IN Ó DE IM PRIM IR EN H U R O P E , S X . EL DÍA

14 DE A BR IL DE 2006

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