Lutereau Ya No Hay Hombres

March 15, 2018 | Author: Fabricio Silverio | Category: Jacques Lacan, Oedipus Complex, Psychoanalysis, Man, Woman
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Descripción: Luterau - Ya no hay hombres...

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Ya no hay hombres

Ya no hay hombres Ensayos sobre la destitución masculina Luciano Lutereau

Índice de contenido Portadilla Legales La potencia impotente Ya no hay hombres El sexo nuestro de cada día Elogio de la impotencia “Tener huevos” El mito del deseo fálico Devenir hombre Adiós al padre ¡Hacete hombre! El hombre que no existe El matrimonio aún La seducción y sus fantasías El donjuanismo Figuras de lo masculino La hetero-amistad La hermandad masculina Friends and lovers El malestar contemporáneo El pánico sagrado(En colaboración con Lucas Boxaca)

Los celos feminizan

Lutereau, Luciano Ya no hay hombres / Luciano Lutereau. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: online ISBN 978-950-556-688-4 1. Estudios de Género. I. Título. CDD 305.4

Diseño de tapa: Margarita Monjardin Diagramación de interior: b de vaca

© 2016, Luciano Lutereau © 2016, QUELEER S.A. Lambaré 893, Buenos Aires, Argentina.

Primera edición en formato digital: agosto de 2016 Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-687-7

“Cuando los taxistas dicen en tono risueño algo que los psicoanalistas dicen en tono solemne, ¡algo está mal en el mundo! Y encima, el psicoanalista cobra y el taxista lo dice gratis.” Silvia Bleichmar “En las historias de amor las mujeres son mucho más precisas que los hombres; estos son muy confusos, no saben demasiado lo que quieren. Por el contrario, cuando la mujer encuentra a un hombre sabe, normalmente, lo que quiere de él; sabe lo que quiere dar y recibir mientras que, en general, para un hombre el amor es una emoción fuerte pero vaga, y no sabe exactamente lo que quiere dar o recibir ya que está demasiado preocupado por los problemas sociales.” François Truffaut

Para Luciana Saldivia… It’s time the tale were told / Of how you took a child / And you made him old. (The Smiths)

La potencia impotente

Ya no hay hombres

En el año 2005, el músico Gabo Ferro editó el disco Canciones que un hombre no debería cantar. El título proviene de la frase que, en 1959, Édith Piaf habría dicho luego de escuchar a Jacques Brel cantar Ne me quitte pas: “¡Un hombre no debería cantar cosas así!”, exclamó el gorrión de París. En dicha canción, Brel interpretaba a un hombre que suplicaba no ser abandonado. ¿Qué puede tener de escandaloso un gesto semejante? En palabras de Ferro: “¿Acaso ver a un hombre en el lugar en que cierta (gran) parte de la sociedad y la cultura venían (con pocas excepciones) colocando a la mujer?”. Asimismo, cabe acompañar esta pregunta con otra: “¿Qué cosas deberíamos, entonces, cantar los hombres?”. Desde hace algunos años se habla, en el contexto del psicoanálisis, de cierta “feminización del mundo”. (1) La expresión es curiosa: retoma, por un lado, la llamada “estetización de la vida cotidiana”, (2) de la que algunos filósofos han hablado desde los ’80 hasta nuestros días; pero también, por otro, agrega un matiz suplementario, referido a una cuestión de las posiciones sexuadas. En sentido amplio, la concepción vulgar entiende esta expresión en función de una mayor disposición de las mujeres para acceder a lugares anteriormente ocupados por varones. No obstante, no podría afirmarse con certeza que esto sea algo universal, como tampoco que este acceso sea un índice de feminidad. En varios casos no demuestra más que la aptitud masculina de algunas mujeres, su competencia para la destreza fálica. Este libro avanza en sentido contrario. Antes que un ascenso de lo femenino a la esfera pública, determinados fenómenos sociales contemporáneos demuestran que los hombres (varones y mujeres) ya no tienen interés en continuar asociados a la potencia del falo. Esta podría ser una forma menos tonta de entender el desenlace del patriarcado. Ya no hay hombres… en el sentido tradicional de la palabra. Pensemos un ejemplo. Suele hablarse hoy en día de “femicidios”. Evaluar

la pertinencia de esta categoría es poco interesante. Mejor atendamos a la circunstancia siguiente: se vincularía este tipo de violencia con la consideración de la mujer como objeto. Sin embargo, en diferentes casos se comprueba todo lo contrario; es lo que ocurre cuando muchas veces el varón que ataca a la mujer lo hace a partir de sentir celos. El varón celoso de nuestro tiempo ya no corre en busca de su rival, al que desafía a través de un duelo; por el contrario, vive atormentado por el goce que le supone a la mujer. “Mientras yo estoy acá hablando, ella seguro está pasándola bomba…”, decía un analizante mientras se retorcía en el diván. Ya no hay duelo, ya no hay hombres. Sólo existen los retornos imaginarios del goce que se supone a las mujeres. Porque, si como decía Lacan en los ’70: “La mujer no existe”, sólo nos queda fantasearla. Éste es el sueño eterno del mundo contemporáneo. La mujer ya no es objeto, sino sujeto supuesto al goce, y esta hipótesis podría volver inteligibles muchos de los actos violentos de esta época. Por otro lado, en el seminario La relación de objeto (1956-57) Lacan propuso una indicación inquietante al comparar al varón contemporáneo con el caso de Freud conocido como “El pequeño Hans”. La idea también es atractiva. ¿Acaso no se afirma hoy en día que muchos de los hombres son “fóbicos”? Sin embargo, antes que un tipo clínico, quizá sea más interesante ubicar la posición de niño en que se encuentran los hombres de nuestro tiempo. Esto es algo que también Lacan supo entrever, en el “Discurso de clausura de las Jornadas sobre psicosis en el niño” (1967), cuando se refirió a nuestra época como la del “niño generalizado”. En cierta ocasión, un analizante anunciaba su separación en los siguientes términos: “Soltero de nuevo”. La pregunta con que lo interpelamos fue inequívoca: “¿Soltero o en adopción?”. Ya no hay hombres, sino niños, en un mundo que sólo ofrece la posibilidad de consumir a falta de experiencia.

1- Cf. Miller, J.-A.; Laurent, E. (2005) El Otro que no existe y sus comités de ética, Buenos Aires, Paidós. 2- Cf. Vattimo, G. (1986) “Muerte o crepúsculo del arte” en El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Barcelona, Gedisa. Más recientemente: Lipovetsky, G.; Serroy, J. (2013) L’esthétisation du monde. Vivre à l’âge du capitalisme artiste, Paris, Gallimard.

El sexo nuestro de cada día

Por lo general, se tiene la impresión de que la sociedad contemporánea sería más permisiva y, en lo que respecta a la sexualidad, que viviríamos en una época en que ya no habría represiones. Suele fecharse en la década del ’60 el comienzo de la liberación sexual; y para ciertas personas es un indicador de falta de tabúes el hecho de que puedan verse cuerpos desnudos por televisión. En el célebre primer volumen de Historia de la sexualidad, el filósofo Michel Foucault se ocupó de cuestionar la hipótesis represiva de la sexualidad, basada en la idea de que la cultura victoriana (en el pasaje del siglo XVIII al XIX) habría sido especialmente pacata y oscurantista en lo que refiere a cuestiones sexuales; en todo caso, antes que un período de restricciones, lo que inicia en dicho momento es la posibilidad de un discurso sobre la sexualidad que implementó dispositivos específicos para poner en palabras los modos de gozar. La voluntad moderna empuja a hablar de sexo, requiere que éste sea dicho y capturado en las redes del saber. En este contexto es que Foucault ubica el psicoanálisis como un dispositivo de codificación de lo sexual (en continuidad con la práctica religiosa de la confesión). Cuestionar esta versión foucaultiana del psicoanálisis sería vano. Mucho más interesante sería interrogar cuál es la situación de la sexualidad en nuestro tiempo, cuando no sólo encontramos dispositivos que conducen a establecer discursos sobre el sexo, sino también un axioma (propio de nuestra época) que podría enunciarse con estos términos: una vida sin plenitud sexual es una vida trunca. Esto último puede comprobarse cuando en una noticia reciente se planteaba la necesidad de incluir en el plan médico obligatorio (de prestaciones de obras sociales) la cobertura de la conocida “pastilla” para la impotencia masculina. En resumidas cuentas, ¡la potencia masculina pasaría a ser una cuestión de Estado! En esta dirección podrían mencionarse otros casos, en un campo que hasta hace poco estaba reservado a cuestiones relacionadas con la

(anti)concepción. Podríamos imaginar un futuro próximo, como lo han hecho varias novelas de ficción, en que la “realización sexual” (si algo así existe) de los hombres y mujeres, sería un asunto estatal; aunque bajo un prejuicio singular: prescribir un imperativo de goce, que se identifica con la genitalidad y un paradigma de la salud. Para el caso, vemos proliferar notas periodísticas que comentan estudios “científicos” que afirman que tener sexo durante las mañanas, o bien con amigos, etc., sería “saludable”. En nuestros días es más importante estar sano que vivir una vida que tenga sentido. Se aspira al ideal de una pureza sin arrugas, a expensas de las huellas de la experiencia. En este punto es que el psicoanálisis demuestra una posición radicalmente opuesta a la entrevista por Foucault. ¿Dónde, si no en un análisis, los hombres pueden hablar de esa impotencia que no se reduce al funcionamiento de un órgano? ¿Con quién, si no con un analista, un hombre puede destituir ese ideal que, en nuestros días, lo consagra a una erección permanente? Sin embargo, este imperativo no sólo condiciona la vida de los hombres, ya que también proliferan para las mujeres marcas de productos que imponen una nueva imagen de lo femenino: reservorio de múltiples orgasmos; mientras que la práctica del psicoanálisis aloja la queja frecuente de aquellas que no sienten aquello que deberían sentir, pero también de aquellas que sienten… aunque no sepan identificarse como “agentes” de esa satisfacción. Por esta vía se accede a dos motivos fundamentales de la sexualidad de nuestra época, para los cuales el psicoanálisis ofrece su escucha despojada de toda orientación normativa: para los hombres, la posibilidad de que la impotencia ya no sea un déficit, sino un modo de recuperación del sujeto ante una exigencia normalizante; para las mujeres, la ocasión de que su relación con el goce ya no se encuentre basada en el falicismo del orgasmo, de cuya cantidad sabemos que sólo presumen los varones. Para hombres y mujeres, en su discordancia fundamental, el psicoanálisis sigue siendo uno de los pocos dispositivos que permite pensar la posición sexuada por fuera de toda intención que reduzca la sexualidad a una performance.

Elogio de la impotencia

La sexualidad masculina tiene en su centro la identificación con el orgasmo como demostración de la potencia. En efecto, para el hombre coinciden la potencia, el orgasmo y la eyaculación. De ahí que, en última instancia, para el varón la cuestión sexual se resume en el modo en que se posiciona respecto de si pudo o… no. Y, en este sentido, la respuesta es concreta. Imaginemos la siguiente situación: un hombre invita a salir a aquel o aquella de quien está prendado y, luego de ir a cenar, al cine, etc. (complétese con los valores ideales correspondientes según el tipo subjetivo), llegado el momento de la verdad, la cosa no funciona. Por lo general, este es un incidente difícilmente superable; para las mujeres suele acarrear un desprecio insoportable y, para otros hombres, un incordio motivo de desesperación. La escena de galanteo sólo podía sostenerse con la presencia velada del falo; ahora bien, llegado el momento en que es convocado, la impotencia deshace la situación. En ese punto, ya no hay sustituto fálico (ver una película, conversar sobre la familia, etc.) para evadir la incomodidad. Algo ha pasado o, mejor dicho, lo que no pasó deja su marca. Asimismo, la coincidencia de la potencia con la eyaculación permite al hombre todo tipo de destrezas. Entre los más jóvenes, la competencia que permite contar (cuántos goles se metieron, cuántas chicas se transaron en el boliche, cuántos polvos…) y situar una medida según la cual hay más y menos. Mientras que para las mujeres siempre es difícil encontrar que puedan hablar de eso; e incluso a veces el orgasmo clitorideo puede ser un modo defensivo respecto de otro goce menos localizable y que no tiene referente. Si el hombre se identifica con su eyaculación, la mujer encuentra su fijación en la demanda amorosa, en la voluntad de ser amada (de la que Freud decía que era el equivalente femenino del complejo de castración). El hombre es un ser de destreza, aunque la mayor demostración de hazañas suele tener como fundamento la impotencia. Es conocido el refrán: “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”. De este modo, la detumescencia es

algo consustancial a la potencia fálica. (3) En este sentido es que Jacques Lacan, en el seminario La angustia, afirmaba que “la mujer castra al hombre”, o bien que ella es la “dueña” de su erección; en última instancia, estas breves indicaciones permiten entender por qué los varones suelen realizar chistes misóginos acerca de lo que ocurre después del acto sexual. “La mujer perfecta es la que después de coger se convierte en pizza”, dice una humorada grotesca que expone el ocultamiento, a través de un objeto oral, de la vergüenza que solicita se elimine de la escena al único testigo. La potencia sólo es tal en el marco de su amenaza. Y, por cierto, entre muchos varones la impotencia es el mejor indicador del deseo. Aquel que tenía fama de mujeriego empedernido, el día que consigue salir con aquella que le interesaba demuestra… que la cosa no funciona. De esta manera, ¡la impotencia tiene un valor subjetivo importantísimo! El deseo no se reconoce sino por los tropiezos; es cierto idealismo de la época el que sostiene que si uno no llega a la meta es porque, en realidad, no estaba del todo motivado. El psicoanálisis viene a mostrar todo lo contrario, siempre el único acto es el acto fallido. Sólo podemos sintomatizar el acto, dado que también es la única vía de delimitar las coordenadas subjetivas que implica. En este sentido es que el psicoanálisis, al igual que la tragedia griega, se basa en la idea de que sólo hay un efecto didáctico en las pasiones negativas (“temor” y “compasión”, según Aristóteles en la Poética). Por lo tanto, la impotencia no es un avatar de la masculinidad. Mucho menos un síntoma de la época. En todo caso, nuestro tiempo pone de manifiesto una intolerancia radical al “no poder”. En La agonía del Eros, Byung-Chul Han dedica un capítulo al “no poder poder” que caracteriza a la relación sexual y que la sociedad capitalista contemporánea rechaza bajo una expectativa de rendimiento, cuyo correlato no es ninguna negatividad (como la del síntoma) sino la depresión y el agotamiento. Así es que Han analiza el best-seller Cincuenta sombras de Grey de acuerdo con un mandato que rechaza lo fundamental del sexo: la relación con el otro, entendido como alteridad radical. La sexualidad, hoy en día, se ha vuelto una destreza más; y perdió su capacidad de interpelación. Por eso, en el caso de los varones, es especialmente importante tener presente esa instancia negativa, la pérdida que fundamenta toda potencia; para no degradar la sexualidad en disciplina de consumo, pero también para que el sujeto no se dilapide en esa instancia anónima para la cual, en el mundo capitalista, nothing is impossible.

3- En efecto, el goce fálico no es algo subjetivable, cosa que ya sabía Aristóteles cuando afirmaba que “La verga, como el corazón, son órganos que se mueven por sí solos”. Cf. Mimoun, S; Chaby, L., La sexualité masculine, Paris, Flammarion, p. 21. Asimismo, estos autores destacan que “paradójicamente, la erección es un fenómeno pasivo, y en cambio la flaccidez es un fenómeno activo” (Ibid., p. 18).

“Tener huevos”

En el libro Genealogía de lo masculino, Monique Schneider menciona un artículo de Maurice Clavel (en Le Nouvel observateur) en el que se refiere a la elección de Juan Pablo II, en 1978, en los siguientes términos: “Primero él. Lo veo. Los tiene. Duas et bene pendentes. Esos hombros, esas mandíbulas proletarias. Uno de esos mozos robustos, garañones, machos cabríos que tenían algo al menos que ofrecer a Dios…”

Clavel retoma una cita latina (aunque feminizándola: “Duas et bene pendentes”) que proclamaba la virilidad del papa: “Habet duos testículos et bene pendentes”. La mención reenvía a que, antiguamente, luego de la elección era un diácono quien debía verificar la masculinidad en cuestión… con sus manos. (4) Esta indicación de Schneider tiene como referencia el libro de Alain Boureau, La papisa Juana, que restituye en el contexto medieval, una leyenda según la cual una mujer disfrazada de hombre se apoderó del trono pontificial. Para no volver a caer en este desliz, se habría instituido un rito: en el momento de su nominación, el papa debía sentarse en un asiento agujereado, para que se realizara la fehaciente comprobación. Boureau deja la palabra a un cronista de 1379: “Para evitar semejante error, no bien el elegido se sienta en la silla de Pedro, el último de los diáconos le toca los genitales, en un asiento provisto al efecto de un orificio.”

De esta anécdota se desprenden dos observaciones: por un lado, que para ser hombre es preciso demostrar que no se es mujer. Asimismo, por otro lado, en esta versión de la masculinidad no cuenta la potencia de la erección, sino, para decirlo con una cláusula contemporánea: “Tener huevos”. He aquí una expresión con una connotación específica en el mundo de los hombres; remite a la entereza, al coraje y la valentía con que un hombre puede

afrontar una situación adversa. De ahí que sea interesante que en la referencia del artículo de Clavel se hable de la mandíbula del papa, de su robustez, etc., porque en última instancia si algo ofrece el papa a Dios no es una demostración de su “destreza fálica”. En última instancia, he aquí incluso el signo de una destitución, en pos de rasgos que lo feminizan (los “hombros”). Una masculinidad que se consigue a expensas del falo, como expone el carácter proletario de Juan Pablo II. Se lo tiene (el falo), porque se lo ha perdido. Este índice de masculinidad, que habla menos de la impostura (o de la “parada”), también puede probarse en ciertas mujeres, como bien lo justifica una canción de Erica García, titulada “Tengo pelotas”: Tengo pelotas para haber olvidado que existe la tristeza Tengo pelotas para estar sola Tengo pelotas y es obvio Es que soy una mujer No hace falta tener novio para estar bien Tengo pelotas para bajar hasta mi capa más profunda Tengo pelotas para ser frágil y pedirte ayuda.

En este punto, puede notarse que “Tener pelotas” (o “Tener cojones”, como también se dice en ciertas latitudes) remite a cierta lucidez vinculada a hacer de la debilidad una fortaleza, del reconocimiento de la fragilidad algo que no produce vergüenza. Para el varón, “tener huevos” es la posibilidad de pensarse también en la detumescencia, en el fuera de juego de la prestancia que, por cierto, lo feminiza, pero con una feminidad que no es la mascarada fálica (y que lo fijaría a un ser de seducción y galanteo), sino condición de lo masculino.

4- El término latino testis revela la homonimia entre el testigo (función de la que nos ocuparemos en un capítulo posterior) y testiculus. El testigo hace referencia directa a una prueba de masculinidad: el testículo es el testigo del sexo masculino. Incluso, de acuerdo con cierta práctica todavía corriente, la anatomía tiene su incidencia en lo simbólico-jurídico: los hombres atestiguan, por ejemplo, de un linaje o una deuda, al jurar con la mano en lo más querido (que no es el corazón). También el lenguaje cotidiano avanza en esta dirección cuando delimita una coordenada específica en la expresión “romper los huevos”.

El mito del deseo fálico

Devenir hombre

Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo. Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo… la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.). Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el

deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre? En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre. De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún…”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre? Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo. Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal. Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de

1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor. En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre

En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista. Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo…”, “Esto y no otra cosa…”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones. En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático? En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre… cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que

se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo. Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante. Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”. Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares: “En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”

En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él. Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que

arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!

En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc. No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo? En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular. Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a

la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo. Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta. No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje. En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios. Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés. En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo

podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

El hombre que no existe

El matrimonio aún

¿Quién se casa todavía? En estos tiempos, el matrimonio pareciera una institución pasada de moda, interesante sólo para aquellos que satisfacen algún ideal familiar, o bien para esos otros que gustan de las películas románticas de Hollywood. Para dar cuenta de esta cuestión, no alcanzaría con enfatizar el avance del laicismo de nuestra época (ya que también el pacto civil se encuentra en crisis) en un mundo cuya otra novedad es la aparición de contratos prenupciales. En resumidas cuentas, la verdad del casamiento contemporáneo es que pone en forma y prepara respecto de la eventual separación. ¿Quién querría casarse cuando el divorcio es el horizonte, y la condición de posibilidad del acto en cuestión? Por esta vía, no es que el matrimonio vaya a desaparecer, sino que se volvió una institución paradójica y, por eso, le cabe la suerte agónica de las cosas del pasado destinadas a perdurar. Esto mismo decía G. W. F. Hegel del arte. Una vez que éste perdió su función social (y religiosa) conservó su presencia como una forma vacía para la reflexión filosófica. Y, por cierto, el arte contemporáneo es una invitación constante a pensar en su propio estatuto artístico. Lo mismo podría decirse del matrimonio, de acuerdo con el título de un hermoso ensayo de S. Kierkegaard: vivimos en la época de la Estética del matrimonio. El casamiento se ha vuelto una institución divertida, sin gravedad. Ahora bien, ¿qué era lo grave del matrimonio? Los historiales freudianos lo muestran con claridad: tanto el Hombre de las ratas como esa jovencita llamada Dora enferman en ocasión de una decisión que modificaría su estatuto sexuado. El primero se “refugia en la neurosis” (la expresión es de Freud) para evitar decidir con qué mujer se casaría; la segunda enferma en el momento de verse confrontada con la posibilidad de dejar de ser la “nena de papá”… para pasar a ser la “mujer de un hombre”. En última instancia, para ambos casos vale el mismo motivo: en la causa de la neurosis se encuentra el eventual matrimonio como un acto que modificaría la posición sexuada. He

aquí un aspecto crucial: hasta hace unos años, el matrimonio era una coordenada simbólica cuyos efectos subjetivos tenían alcance en la distribución del ser para el sexo del hombre y la mujer. De esta observación se desprende una conclusión fundamental: no se enferma (de neurosis) ante cualquier circunstancia más o menos traumática, sino que el trauma descubierto por el psicoanálisis se circunscribe en la esfera sexual; pero no se trata de pensar que el trauma sexual sería, nuevamente, un evento más o menos disruptivo, sino que apunta a la condición electiva en que alguien puede determinarse en su relación con el sexo. Un acto significativo en psicoanálisis no es cruzar el Rubicón u otra proeza (que quedaría más del lado del engaño narcisista); muchas veces encontramos la incidencia más elemental en el paso mínimo de la confesión de la palabra de amor. De este modo, desde el punto de vista psicoanalítico, el matrimonio es menos un acto formal que la forma de un acto, sea que se realice ante Dios, un juez… o bien cada día ante y con la persona que encarna la causa de nuestro deseo. En otra época se enfermaba para no casarse, hoy en día nos casamos pensando en que después del divorcio todo volverá a ser como antes. Si una virtud tuvo el matrimonio, entonces, fue la de encarnar ese acto irreversible, cuyas consecuencias se hacían sentir en la nominación (de la esposa, de los hijos, de los bienes, etc.). Hoy vivimos en una época en que el nombre del Otro ya no nos afecta. Vivimos juntos, convivimos, pero sin que nada nos afecte. Nos parece terrible, una merma (a la libertad individual) que el ser del Otro nos fije un destino. Somos cada día más libres, pero vivimos cada vez más atados a nosotros mismos.

La seducción y sus fantasías

De modo ocasional, nos encontramos con sujetos cuya posición de seductores “natos” es particularmente incómoda. La mayoría de la veces se trata de hombres que no pueden dejar de inmiscuirse en diversos deseos con los que se cruzan, al punto de que luego, no pocas veces, terminan quejándose del particular esfuerzo que les requiere estar a la altura de lo que han generado. Como contrapunto, es una queja corriente de las mujeres de nuestra época hablar de una “histeria” masculina, como un modo de referirse a esos hombres que sólo se erotizan preliminarmente –que disfrutan de la seducción– y, luego, en el momento de condescender al deseo, desaparecen. Asimismo, si la cuestión de la seducción no ha despertado demasiado interés en la teoría psicoanalítica, esto puede deberse también a un motivo estructural: por lo general, cuando se interroga la vida amorosa, se intenta esclarecer las condiciones del objeto deseado, y no tanto la posición del deseante. Así, por ejemplo, en la primera de las Contribuciones a la psicología del amor (titulada “Sobre un tipo de elección de objeto en el hombre”) Freud elucida un tipo particular de interés en el deseo del hombre que requiere la conjunción de diversas “condiciones de amor”: a) la condición del “tercero perjudicado”, por la cual se elige como objeto de amor a una mujer que no esté “libre”, sino a una sobre quien otro hombre puede reclamar “derechos de propiedad”; b) la mujer que ejerce atracción es aquella cuya castidad puede suponerse en cuestión, o bien a la que puede reputarse una conducta disoluta o infiel; c) estas condiciones, asociadas con una sobrestimación del objeto amado, se repiten varias veces en la historia de la vida amorosa del hombre formando lo que Freud llama “una larga serie” – podríamos añadir que se trata de esos hombres que se enamoran siempre “por última vez”, es decir, para los cuales la última es siempre la “primera” (“ahora sí estoy enamorado de verdad”); d) en los amantes de este tipo suele exteriorizarse una tendencia particular a querer “rescatar” a las amadas. De esta presentación de los rasgos de amor de este tipo de elección, la

segunda condición de las mencionadas se encuentra vinculada, según Freud, con la cuestión de los celos, sin que quede del todo claro por qué la primera de ellas no lo estaría. En todo caso, podría suponerse que el “derecho de propiedad” cancela el carácter erótico de la mujer para el reclamante, es decir, no es en tanto objeto de deseo que la reclama ese vínculo –podría pensarse aquí, por ejemplo, en la novela El túnel, de E. Sábato, en la que el hecho de que María Iribarne se encuentre casada no es el principal desencadenante de los celos enloquecedores del protagonista–, como sí ocurría en el caso de la suposición de un amante (en la segunda condición). Quizá por eso, eventualmente, los hombres pueden bromear y decir, a una mujer casada, “no soy celoso”, mientras que enloquecen con la posibilidad de que su amante esté con otro… que no sea su marido. A propósito de la tercera de las condiciones, cabría apreciar que se vincula directamente con la fascinación del encuentro amoroso, eso que habitualmente llamamos “el flechazo”, que ubica inmediatamente al objeto amado en un rango diferencial respecto de los demás objetos. En relación a la cuarta condición, quizá parezca un poco “desusada” la fantasía de “salvación” de la amada –demasiado próxima, tal vez, a ciertos dramas narrativos del siglo XIX, como en la novela Naná de E. Zola–; no obstante, podría pensarse en figuras actuales, como la del hombre que se convierte en una suerte de manager de su amada, a la que asiste e intenta orientar en sus proyectos, etc.; en definitiva, de lo que se trata en esta cuarta condición es de la ternura –como moción libidinal– y de cierto desvalimiento que se le supone al objeto de amor. “¿Qué sería de ella (sin mí)?”, podría parafrasearse esta condición, que no hace más que iluminar en su último tramo el sostén narcisista que la funda –y que actualmente se verifica en aquellos hombres que no pueden dejar de “apoyar” (económicamente, emocionalmente, etc.) a sus ex-parejas incluso muchos años después de separados–. De este modo, la seducción se articula con diferentes fantasías que hacen del erotismo una forma variada y singular. A continuación, detengámonos en el caso particular del llamado “Don Juan”.

El donjuanismo

En la escena amorosa contemporánea, una fantasía se desprende como privilegiada: la del Don Juan, es decir, aquel que sería capaz de ver la singularidad de cada mujer; o, dicho de otro modo, ese hombre que podría apreciar a cada mujer como única, para el cual sólo existirían las mujeres y nunca buscaría en una los rastros de otra. No obstante, este hombre no existe. Y, según Lacan, en el seminario La angustia, habría que entreverlo como un fantasma femenino: “Si el fantasma de Don Juan es un fantasma femenino, es porque responde al anhelo de la mujer de una imagen que desempeñe su función, función fantasmática –que haya uno, un hombre, que lo tenga– lo cual, en vista de la experiencia, es un desconocimiento de la realidad –todavía más, que lo tenga siempre, que no pueda perderlo. Lo que implica precisamente la posición de Don Juan en el fantasma es que ninguna mujer puede arrebatárselo, he aquí lo esencial. Es lo que él tiene en común con la mujer, a quien, por supuesto, no puede serle arrebatado porque no lo tiene.”

La mujer imagina que podría haber un hombre que no estuviese atravesado por la castración. Sería un hombre, entonces, al que nada le faltaría… como a la mujer –he aquí por qué Lacan dice que se trata de un fantasma femenino, aunque sería más correcto decir que se trata de un fantasma neurótico que imagina en el hombre un goce simétrico al de la mujer–. Podría pensarse, por ejemplo, en el caso del padre de la histérica, cuya castración es objetada por el síntoma, en la medida en que este último le está ofrendado. El síntoma histérico es un monumento a la idealización del padre, a la potencia del padre (aunque más no sea para demostrar la inscripción de su impotencia, como lo demuestra el caso Dora), el primer seductor que admitiría la estructura. Cabe recordar que, ya en el comienzo de su práctica, Freud se encontró con la cuestión de la queja respecto de la seducción en la histeria, al punto de apreciar que se trataba de una fantasía y no de un hecho efectivamente vivido – o bien, independientemente de lo acontecido, lo que importaba era la posición pasiva asumida por el sujeto en la fantasía–. Ese Otro seductor no es el partenaire al que muchas veces la histérica ataca furiosamente (y que,

eventualmente, suele representar el lugar de competencia fálica con algún hermano), ni el seductor efectivo que puede piropearla en la calle (y al que puede responder con diversas actitudes, desde la indiferencia hasta la sonrisa), sino que se trata de una función de reserva fálica, que sostiene un ideal de existencia de “uno que no” (no afectado por la castración). Por eso, incluso podría pensarse que el mito freudiano del padre de la Horda – elaborado en Tótem y tabú– es una suerte de fantasma femenino, que supone que habría un padre que gozaría de todas las mujeres o, mejor dicho, que podría gozar de todas la mujeres sin verse afectado por la detumescencia, por el carácter discontinuo del goce fálico, asociado a la insatisfacción. Ese lugar que la histeria suele reservar al padre, en el amor, puede ocasionalmente encarnarlo el partenaire en la figura de esos maridos que requieren todo tipo de atenciones; que, a primera vista, son todo lo contrario de un seductor, pero sostienen esta función fantasmática de la excepción. De este modo, puede verse cómo el donjuanismo no está asociado a la delicadeza o al mero coqueteo de que puede hacer gala el hombre. En todo caso, estas actitudes remiten al pavoneo fálico con el que un hombre puede “vestirse” –su relativa impostura– para demostrar su interés por una mujer. Pero el caso del Don Juan, como fantasía femenina, remite a ese punto en que ese hombre –que se supone que existe– no estaría interesado por ninguna. Al igual que al padre de la Horda, le corresponderían todas, pero este no sería sino un modo de indicar que desea a ninguna. En este punto, cabría trazar una distinción entre Don Juan y el padre de la Horda, de acuerdo con Lacan en el seminario ya mencionado: “Casi parece un camelo subrayar la relación de Don Juan con la imagen del padre en tanto que no castrado. Quizás lo sea señalar que se trata de una pura imagen femenina.”

El argumento de Lacan no parece concluyente. ¿Por qué el hecho de que se trate de un fantasma femenino debería llevar a distinguirlo de la función del padre de la Horda? En principio, porque este último es una función estructural de todo fantasma neurótico. En todo caso, cabría pensar que el Don Juan es la versión histérica del padre de la Horda. Así parece entreverlo Lacan en este seminario cuando describe la práctica mítica del derecho de pernada y otros ritos de desfloración. Curiosamente, quien se encargaba de estos actos era el sacerdote de una sociedad, a un tiempo representante de la función paterna, pero también de quien se esperaría que no sea un galán, sino que haga su

trabajo. Por eso, la función del donjuanismo no nombra lo que habitualmente llamamos un “Don Juan” –el mujeriego–, sino una condición estructural: “La huella sensible de lo que les planteo acerca de Don Juan es que la compleja relación del hombre con su objeto está borrada para él, pero a costa de aceptar su impostura radical. El prestigio de Don Juan está ligado a la aceptación de dicha impostura.”

Dado que para él está borrada la relación con el objeto, por lo tanto, Don Juan no es un hombre deseante. De este modo, cumple asimismo –como todo fantasma– una función defensiva: “Hay que decirlo, no es un personaje angustiante para la mujer. Cuando sucede que una mujer siente que es verdaderamente el objeto en el centro de un deseo, pues bien, créanme, de esto es de lo que en verdad huye.”

En definitiva, el fantasma de Don Juan es una forma de defensa contra el interés (y el deseo) que un hombre podría manifestar por una mujer. Una deriva de este ponerse a resguardo se da a través de la idealización del hombre, al cual se le supone que podría tener a todas las mujeres, como un modo de indeterminar el carácter singular del deseo. Otra deriva podría estar en un fantasma de celos y, en este caso sí, en la suposición de que el hombre es un mujeriego, como una manera de salir del “centro”. Ambos aspectos podrían resumirse en la idea de que la habitual acusación de donjuanismo que las mujeres reprochan a los hombres aúna un componente celotípico tanto como cierta idealización. Por esta vía, es curioso advertir que la atribución de un más allá de la castración termina siendo un modo de rechazar una condición deseante; o bien, es un modo de volver a notar que, en psicoanálisis, la castración es constitutiva del deseo.

Figuras de lo masculino

La hetero-amistad

En el capítulo 4 del libro IX de la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que la amistad (philia) deriva del amor de sí (philautia). En efecto, demuestra el Estagirita, todas las definiciones que pueden darse de la amistad (aquel a quien se hace bien, se desea una vida prolongada, con quien se comparten alegrías y tristezas, etc.) dependen de la relación que cada uno tenga consigo mismo. He aquí el núcleo de la relación con el semejante, en una concepción que hallaría su continuidad en la elaboración freudiana que establece que la amistad entre varones se basa en una sublimación de pulsiones homosexuales. Esta doctrina de la amistad, basada en el amor de sí, fue retomada en el curso de la Edad Media, especialmente por Tomás de Aquino, a quien Jacques Lacan cita en su conferencia de Italia (el 4 de febrero de 1973) en los siguientes términos: “No hay teoría del amor que pueda fundarse […] en el amor de sí, es decir, en eso que, por lo general, llamamos ‘egoísmo’.”

Esta afirmación de Lacan permite extraer una conclusión respecto de la relación con el prójimo: desear el bien de alguien quiere decir someterlo. Por esta vía, el amor en que se funda la amistad lleva, finalmente, a la guerra con el otro. Se trata, entonces, del amor basado en el narcisismo y en el reconocimiento, donde la falta de este último introduce la discordia. Sin embargo, no es este el único modelo que puede tomarse de la Antigüedad para pensar una relación entre amigos. Podría pensarse también, por ejemplo, en el canto XXIII de la Iliada, que narra los ritos funerarios que son dedicados al amado de Aquiles, quien se hubiera presentado por la noche ante su amante en calidad de fantasma (psyché eidolon) solicitando una sepultura humana. Patroclo no podía morir hasta tanto no se realizara el duelo que, simbólicamente, inscribiera su pérdida. G. Agamben ha dedicado páginas hermosas a esta cuestión en su libro Infancia e historia.

Desde la infancia, Patroclo era el mejor amigo de Aquiles; eran amantes, y la muerte de aquél acontece en el contexto en que simuló ser Aquiles al ponerse su armadura. Esta última indicación basta para apreciar de qué modo su relación era intransitiva y cómo Aquiles sólo puede responder por su amistad con un acto que rinda tributo al ausente, sacrificando varias de sus propias pertenencias. Esta indicación del amigo que responde ante la muerte de otro, en una actitud que desafía la empatía y el amor de sí, es la que puede encontrarse en una referencia contemporánea a partir de la obra de M. Blanchot. En un artículo escrito en homenaje a G. Bataille, titulado justamente “La amistad” (1971), Blanchot encuentra la ocasión para pensar sobre la amistad en su relación con la inminencia de la muerte e introduce algunas reflexiones que permiten circunscribir la función del interlocutor: “Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento.”

Una paráfrasis de esta referencia de Blanchot permite apreciar diferentes elementos: a) en primer lugar, el amigo no puede ser conocido, esto es, no cabe plantear una relación simétrica de comprensión o empatía; b) en segundo lugar, si hay reconocimiento sólo es de la extrañeza del prójimo, una “extrañeza” que es recíproca, es decir, una relación que consiste en la “no relación” misma; c) en tercer lugar, a partir de lo anterior, el amigo no puede ser el objeto de un enunciado, sino un destinatario específico: el interlocutor o, para utilizar la expresión de Blanchot: “Aquellos a quienes se habla”. De acuerdo con esta perspectiva, se habla a los amigos en su ausencia –de ahí la referencia inevitable a la figura de la muerte–, en una distancia que no es reducible pero que es, al mismo tiempo, lo que pone en contacto. De este modo, la función del interlocutor es la de sostener un discurso, más allá de todo acuerdo potencial, o asentimiento; por eso, el homenaje (o el rito fúnebre) es la mejor manera de sancionar la amistad. Así lo expresa también una célebre canción de J. M. Serrat, “Si la muerte pisa mi huerto”, cuando en ella se formula la siguiente pregunta: “¿Quién será ese buen amigo/ que morirá conmigo,/ aunque sea un tanto así?”.

La hermandad masculina

“Los hermanos sean unidos. Porque ésa es la ley primera. Tengan unión verdadera. En cualquier tiempo que sea. Porque si entre ellos pelean. Los devoran los de afuera”. He aquí uno de los pasajes más célebres del poema nacional argentino Martín Fierro, escrito por José Hernández, y que expone una conclusión que bien podría ser suscrita a partir de la relectura de la obra freudiana Tótem y tabú realizada por Jacques Lacan en el seminario El reverso del psicoanálisis. En los siguientes términos se refería Lacan al mítico asesinato del padre en la horda primitiva: “El viejo papá las tenía a todas para él, cosa ya fabulosa –¿por qué las tendría a todas para él?– pero resulta que de todos modos hay otros chicos, ellas también pueden tener algo que decir. Le matan. Las consecuencias son muy distintas que en el mito de Edipo. Como matan al viejo, al viejo orangután, ocurren dos cosas. Una la pongo entre paréntesis, porque es una fábula –descubren que son hermanos. En fin, eso puede darles alguna idea de lo que es la fraternidad…”

La segunda de las dos cosas que ocurren es que “luego deciden todos a una que nadie tocará a las mamaítas”. Respecto de esta segunda consecuencia, Lacan destaca su carácter inconsecuente, dado que no todos son hijos de la misma mujer; entonces, “podrían acostarse con la mamá del hermano, precisamente porque sólo son hermanos de padre”. En definitiva, esta observación apunta a mostrar hasta qué punto Tótem y tabú no puede ser reducido a la interpretación edípica –es desde esta perspectiva que se muestra frívolo–, sino que implica otra coordenada mucho más significativa: una versión del padre que va más allá de la concepción lacaniana de la metáfora paterna, introducida en los primeros seminarios, que hacía de aquél un nombre del Ideal que intercedía en la relación fálica de la madre con el hijo. A partir de esta nueva referencia, el deseo de la madre dejaría de funcionar como instancia de mediación entre el padre y el hijo, y podría plantearse una relación directa entre ambos, vinculada a otro de los tópicos centrales de este seminario, esto es, la transmisión entendida como sucesión:

“[Al criticar una vez más la referencia edípica y el modo en que Edipo asume al poder, Lacan pregunta] ¿Qué quiere decir esto sino que surge la pregunta de saber si lo que debe pagar es haber llegado al trono, no por la vía de la sucesión […] Si –fantasma que siempre se indica, es curioso, pero sin vincularlo propiamente con el mito fundamental del asesinato del padre– si la castración golpea al hijo, ¿no le hace acceder también por el camino adecuado a lo que constituye la función del padre? Toda nuestra experiencia lo muestra. ¿No se indica así que es de padre a hijo como se transmite la castración?”

En este contexto, ya no se trataría tanto de apreciar el lugar de privador del padre, cuya operación era fundamentalmente sobre la madre, sino su participación como transmisor de la castración, la cual no debe ser entendida en términos prohibitivos (como la suele fantasear el neurótico) sino positivamente: el padre se ofrece a la sucesión cuando transmite una versión singular del goce –su respuesta a la falta intrínseca de la estructura a través del objeto a–. Por esta vía se abre un campo de investigación en la enseñanza de Lacan que conduce a la noción de pére-version y a esa célebre formulación del seminario RSI: “Un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho amor, el dicho respeto está père-versement orientado, es decir, hace de una mujer objeto a minúscula que causa su deseo.”

Este breve recorrido sobre el desplazamiento de la figura del padre en la enseñanza de Lacan es capital para entender el contexto de las afirmaciones en torno a la fraternidad en El reverso del psicoanálisis. Olvidar este contexto de producción podría recaer en una mera definición negativa: hermanos serían los que comparten una asociación exterior, una diferenciación respecto de lo demás –y, de hecho, así podría entenderse de modo superficial la expresión “segregación”–. Recordemos para el caso, la continuación de la cita anticipada: “Este empeño que ponemos en ser todos hermanos prueba evidentemente que no lo somos. Incluso con nuestro hermano consanguíneo, nada nos demuestra que seamos su hermano […]. Sólo conozco un origen de la fraternidad […], es la segregación. […] Incluso no hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto…”

Desde un punto de vista apresurado, podría reducirse la fraternidad a la “unión contra otros”, esto es, entreverla en función de su separación del resto; sin embargo, este esquema interpretativo no haría más que regresar al planteo freudiano de Psicología de las masas y análisis del yo –que, justamente,

Lacan busca superar con su relectura del mito de la horda, ya que el padre ocupa el lugar de amo sólo de una manera subsidiaria–. Para avanzar más allá de esta interpretación infundada, sería importante interrogar ese otro resto cuya función es unir a los hermanos en un pacto de complicidad. ¿De qué goce compartido se habla en la fraternidad? ¿Qué extraña cercanía es la que se denota en la culpabilidad por el asesinato, cuyo carácter paradójico radica en ser un signo del amor por el padre? De este modo, si no respondiéramos a estas preguntas, la fraternidad sería –para decirlo con Lacan– una suerte de “fábula”. De hecho, Lacan es explícito respecto de que su afirmación del motivo de la segregación es meramente aproximativa: “Se trata de captar esa función y saber por qué es así […]. Esto que les digo es medio decir. Si no les digo por qué es así, es de entrada porque si digo que es así no puedo decir por qué es así.”

Pensemos aquí en el caso de un analizante que, luego de la muerte de su madre (su padre había muerto unos años antes), al venir a sesión, se recostó en el diván y dijo: “Mis padres podrían no estar muertos. La única seguridad que tengo al respecto es la presencia de mis hermanos. Ellos dan cuenta de la certeza de su muerte. Ellos son los únicos testigos”. De acuerdo con esta formulación, la declinación misma de la frase podría hacer pensar en la escena misma de un asesinato. Sin embargo, en el curso de la asociación esta intervención fue dejada a un lado y el decir se orientó en otra perspectiva. Este analizante testimoniaba acerca de una historia que sólo se construye a través de los otros, que decanta a partir de que otros hayan pasado por una experiencia compartida (aunque hayan adoptado posiciones diferentes). En todo caso, esos hermanos eran partícipes de un mismo “trauma”, no la muerte en sí de los padres, sino el fragmento de pasado que luego no dejaría de insistir como un presente que resiste al olvido (en el duelo), una especie de futuro congelado en anécdotas que denotan la transmisión que esos padres hicieron como hombre y mujer respecto de la relación de deseo que los unió alguna vez. De acuerdo con el título de un libro reciente (L’ére du témoin, de A. Wieviorka) puede decirse que hoy vivimos en una época en que la función del testigo cobra una especial relevancia. Para el caso, no hay más que pensar en los diferentes autores que se han ocupado del lugar del sobreviviente después del Holocausto (por ejemplo, G. Agamben en su clásico libro Lo que queda

de Auschwitz: el archivo y el testigo… en una dirección que conduce a las inevitables intervenciones de Primo Levi). R. Dulong, en su libro Le témoin oculaire (1998) define al testigo en los siguientes términos: “ser testigo no es solamente haber sido espectador de un evento sino declarar haberlo visto”. De este modo, puede destacar que el testigo no es un mero “espectador” porque, justamente, en esa declaración – que puede ser efectiva o no, es decir, no se trata de un hecho empírico– se inmiscuye la cuestión de la marca de una transmisión: “[Los testigos] deben plantearnos el problema de la transmisión, vale decir todo aquello que gira en torno de lo que designa la expresión inglesa ‘vicarious witness’.”

En este sentido, el testigo no es tampoco un historiador, sino que se encuentra afectado por eso que se transmite. De ahí la importante figura del “superviviente”, que indica el papel que ocupa la experiencia compartida. En su célebre Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, E. Benveniste relaciona la figura del testigo con la del superstes, definida como “aquel que subsiste más allá”. A su vez, en griego se lo denominada “martus”, cuya etimología conduce hacia la raíz del verbo “recordar” (en sánscrito “smarati”, en griego “mermina”, de donde deriva el latín “memoria”). De los diferentes vocablos del latín estudiados por Benveniste, cabe destacar también los siguientes, que amplían el campo semántico que delimita la función del testigo: arbiter (aquel que asistió); testis (quien participa como tercero); auctor (garante), siendo que esta última deriva conduce hacia el papel de verdad que ocupa el testigo. De regreso a la afirmación del analizante mencionado, puede entenderse con mayor amplitud el registro de su decir cuando otorgaba a sus hermanos la función de certificar la muerte de sus padres; o bien –como dijera en otro contexto, en una descripción ciertamente visceral de su duelo– que “sólo ellos pueden juzgarme, porque son los que saben de dónde vengo”. De este modo, la función del testigo permite cernir con mayor especificidad esa complicidad que los hermanos pueden tener, más allá de la interpretación edípica que los reduce a una situación de semejanza y rivalidad, y con respecto a ese goce próximo que se transmite de padres a hijos.

Friends and lovers

En el tercer volumen de Historia de la sexualidad, titulado “La inquietud de sí”, Michel Foucault considera las mutaciones del matrimonio en los primeros siglos de la civilización greco-romana. En esto contexto, junto a las funciones de una institución meramente política, se añaden elementos de reciprocidad entre los esposos: “…el esbozo de un ‘modelo fuerte’ de la existencia conyugal en el cual la relación con el otro que aparece como la más fundamental no es ni la de sangre ni la de amistad.”

De este modo, la referencia familiar y el sistema de amistades fueron perdiendo algo de su valor frente al lazo que liga a dos personas de sexo opuesto. Según Foucault, el matrimonio consigue, entonces, un privilegio natural, ontológico y ético; y la esposa “es valorada como el otro por excelencia, debe ser reconocida como parte de la unidad que constituye con él”. En relación con las formas tradicionales del matrimonio, se trata de un cambio radical, que perduraría hasta nuestros días, incluso cuando para elegir a una mujer no sea necesario atravesar una ceremonia formal. En todo caso, la pervivencia del peso del matrimonio como acto se reconoce en una bellísima página de una novela ejemplar sobre esta cuestión, Ana Karenina, de León Tolstoi, cuando resume la incidencia de la unión entre Kitty y Levine: “Estas seis semanas habían sido para Kitty las más felices, pero también las más penosas de su existencia. […] Sus costumbres pasadas, las cosas que había amado, e incluso sus propios padres, a los que afligía su indiferencia, no existían ya para ella. Al Kitty la asustaba este giro de su corazón […]. Había terminado una etapa de su vida y empezaba otra.”

Ahora bien, podríamos preguntarnos qué ocurre en nuestro tiempo cuando el matrimonio parece una institución en decadencia (aunque no por eso los hombres dejan de elegir a una mujer) y, por cierto, ciertos motivos propios de

la institución clásica han desaparecido (que la mujer lleve el apellido del hombre, que éste se vea en la obligación de trabajar para mantenerla, etc.). A primera vista, se podría creer aún que hubo un recubrimiento del lazo de amistad sobre el vínculo erótico. No hay más que pensar en el éxito de la serie televisiva Friends, que exponía los enlaces y desenlaces de quienes, a pesar de las rupturas amorosas, nunca dejaban de ser amigos. Sin embargo, el mundo contemporáneo demuestra también un tipo de elección mucho más fuerte. Quizá ya no se trate de un vínculo para-toda-lavida, ni concierne a las llamadas “obligaciones” matrimoniales, pero no por eso deja de ser un tipo de relación dirigida a la alteridad del Otro sexo. Un modelo de esta elección se encuentra en el último capítulo de “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en el que Lacan comenta el caso de un hombre que, llegado el fin de análisis, realiza un síntoma de impotencia con el cual, a su vez, impotentiza al analista: “Digamos que, de edad madura […] nos engañaría gustoso con una su menopausia para excusarse de una impotencia sobrevenida, y acusar a la nuestra […]. En resumen, es impotente con su amante, y habiéndole ocurrido utilizar sus hallazgos sobre la función del tercero en potencia en la pareja, le propone que se acueste con otro hombre.”

En este punto, puede advertirse cómo el propio Lacan se declara fuera de juego… hasta que acontece esa intervención que sabe cómo responder a esta coyuntura de aferramiento fálico, una interpretación que proviene de un sueño de su pareja: “Ahora bien, si ella permanece en el lugar donde la ha instaurado la neurosis, y si el análisis la alcanza allí, es por la concordancia que ha realizado desde hace mucho tiempo sin duda con los deseos del paciente, pero más aún con los postulados inconscientes que mantienen.”

De acuerdo con esta indicación puede entenderse por qué Lacan sostiene que se trata de un caso de fin de análisis. En última instancia, su mujer “le habla tan bien como podría hacerlo un analista”, y en la cura de un obsesivo no es un detalle menor este acceso a la alteridad fundamentada en el decir (para quien la relación con el partenaire se basa en la degradación al objeto parcial del complemento fantasmático). ¿Cuántas veces no hemos escuchado que un hombre se refiere a su esposa como “la bruja” (o “la patrona”, etc.)? En efecto, esta nominación se fundamenta en otro tipo de elección que la de un objeto amoroso… pero que

no deja de lado el amor. En estos términos lo dice Lacan en su seminario RSI: “Uno cree lo que ella dice: es lo que se llama el amor. Y es por eso que éste es un sentimiento que he calificado, en la ocasión, de cómico”. Esta misma referencia es la que permite entender por qué Colette Soler –en su libro La maldición sobre el sexo– sostiene que los hombres no escuchan a las mujeres: ¡porque les creen! En los últimos capítulos de este libro consideramos diversas versiones actuales del prójimo (amigo, hermano, amante), con el propósito de repensar – en un contexto teñido por el pesimismo (se habla de diversos tipos de fines en nuestros días: del arte, de la historia, de la histeria, del padre, etc.)– cómo la vida contemporánea no perdió su referencia al Otro, sino que eventualmente la promueve. Sin duda ya no se trata del Otro que caracterizó a los siglos precedentes (por el cual, por cierto, no sería preciso tener nostalgia alguna), sino de un Otro que se hace presente en la referencia más inmediata, en las elecciones más próximas: en la interlocución de la amistad, en la función del testimonio ante los hermanos, en la interpelación del amante. Después de este rodeo, podemos pasar a la última sección de estos ensayos, dedicada a dos síntomas habituales del hombre de nuestro tiempo: el pánico y los celos.

El malestar contemporáneo

El pánico sagrado (En colaboración con Lucas Boxaca)

Carlos ingresa al consultorio e inmediatamente pide que se “le pregunte”. Se le pregunta qué lo trae a consulta y dice que viene porque tuvo lo que llama “ataque de pánico”. Súbitamente sintió unas palpitaciones y mareo. “Pensé que me iba a morir, tenía mucha taquicardia y pensé que me moría”, expresa. “Después de eso, días después, me agarró miedo a que me pasara de nuevo”. Agrega, entre otras cosas, que tras visitar varios médicos, estos le han dicho que no tenía nada y que debería consultar a un psicólogo. Duda que sea de orden psicológico la causa de lo que le sucede dado que lo que le pasa a él, lo siente en el cuerpo. Describe entonces al detalle todas las manifestaciones corporales como sudoración, aumento de la respiración, mareos ocasionales, taquicardia, etc. “No sé qué es lo que me pasa, es un castigo, no me deja hacer nada. A veces voy al supermercado y me parece que me va a pasar lo mismo que esa vez, que me va a volver el ataque y me da miedo de morirme.” Primera entrevista, pero ya hay algo que insiste. Temor a que algo se repita. En los dichos del paciente se escucha: la muerte como algo inminente. Pero la repetición no es solamente interna al caso; algo se repite en los dichos del paciente y en algunos casos que presentan la fenomenología nombrada como ataque de pánico. Algo de la muerte como inminente se presenta en derredor de lo que se nombra como pánico. ¿Podría ser este un elemento clínico típico? En posteriores entrevistas, Carlos intenta construir las circunstancias que rodean sus ataques de angustia. Su padre ha muerto hace un año, “de cáncer por fumar”. “Yo también fumo, siempre termino haciendo lo que critico en los demás”. Se le pregunta qué fuma y expresa que el primero de sus ataques lo tuvo el día de su cumpleaños, tras haber fumado marihuana. En este punto pregunta: “¿Puede ser que sea por haber fumado?”. Comenta que recuerda que en el momento en que estaba fumando con sus amigos pensó: “Si me ve mi tía me mata”. Y luego: “Vamos a ir todos en cana”.

He aquí un contenido ideativo que se agrega a la manifestación puramente corporal de la crisis de angustia: una presencia punitiva del Otro que parece tener alguna injerencia en lo que se presentaba como sin causa psíquica, cuestión que parece tener conexión con el “castigo” que el pánico representa para el paciente. Es de ese mismo modo que se refiere a su infancia: “Un castigo”. De su padre dice: “Nunca estaba en casa, siempre estaba borracho, salvo cuando trabajaba. Mi madre es loca, está internada”. Desde chico se ocupó de cuidar a su sobrina: “Me quedaba en casa solo y a veces no teníamos nada de comer, le daba agua con azúcar para que no llorara. Tenía miedo de que se muriera”. “Para que no saliera me decían, mis hermanos y mi papá, que me iba a agarrar la policía”. Le pegaban continuamente y se pregunta: “¿Por qué todo fue a los golpes?, ¿por qué tanto castigo? Pero no siento rencor”, aclara inmediatamente, dado que no quiere hablar “mal” del padre, “porque los padres son sagrados”. Recuerda una escena que se repetía en su hogar. Su padre llegaba tarde en la noche, ebrio, y lo despertaba para que le hiciera mate. Luego “servía dos vasos de vino, brindaba y se tomaba los dos vasos, diciéndome que no debía beber, porque me haría mal”. El motivo del brindis: su muerte. “Celebraba que quizás ese fuera el último día de su vida”, aclara el paciente. Carlos comenta que su padre era un soñador, que lo despertaba por las noches para decirle que lo traería a Argentina. “Yo le creía, pero un día me cansé y lo perseguí con una navajita, se reía de mí y yo le decía que lo iba a matar”. Tras lo dicho el paciente no oculta su sorpresa: ¿qué relación entre este deseo de muerte hacia un padre demasiado vivo y lo que resuena en el ataque como angustia de muerte? Siguiendo las palabras de Carlos: “¿Por qué tanto castigo?”. Tanto castigo, ¿tendrá relación con lo que se le genera a Carlos con respecto a ese padre? Quizás esta modalidad de presentaciones clínicas, en las que el ataque de angustia se acompaña del sentimiento de muerte inminente, sea un modo de expresión que cobra la tensión entre el yo y el superyó. Freud no deja de hacer esta correlación: “La angustia de muerte, que nos domina más a menudo de lo que pensamos, es en cambio algo secundario, y la mayoría de las veces proviene de una conciencia de culpa”. Carlos relata el modo en que vivenció la muerte de su padre: no ha podido “llorarlo”. Expresa que iba poco al hospital porque no podía verlo tan mal: “Se ahogaba... no podía respirar”. “Ahogo” que el paciente nota, no sin

sorpresa, que utiliza para referirse a su padecimiento. Trabajo de duelo que Carlos encuentra dificultades en realizar. En el seminario 10 Lacan afirma: “El trabajo de duelo se aplica a un objeto incorporado, un objeto al cual no se le desea demasiado el bien. Entonces, si incorporamos al padre para ser malvados con nosotros mismos es quizás porque tenemos muchos reproches que hacerle a ese padre”. Reproches, que aunque silenciados por lo sagrado del padre, son igualmente penalizados. Una penalización que retorna a través de la angustia de muerte. Un saldo de lo agresivo hacia el padre que a través de la moralidad silenciosa del superyó se orienta contra el yo. Una moralidad que no distingue entre la acción ejecutada y el deseo que surge de la renuncia a desplegar la acción agresiva. Carlos comienza a desplegar estos reproches, no sin dificultad porque “Los padres son sagrados”. Tras ser enunciados, éstos permiten contornear cuestiones relativas a la inconsistencia del padre. Comenta que mientras su padre estaba en el hospital hablaba con él: “Yo le decía a mi papá que me pasaba lo de los ahogos, el pánico, pero me decía que era una cuestión de edad y que se me iban a pasar, pero me seguían. Pero bueno qué iba a saber él, además él se estaba muriendo y yo ni bola”. Todo este recorrido en derredor de la muerte del padre y las circunstancias que la rodearon viene acompañado por una disminución en los montos de angustia y la circunscripción de los miedos, que permite preguntar si el pánico, al menos en este caso, no constituye una manera de tener idea de su muerte y transitar el duelo.

Los celos feminizan

Habitualmente, es la histeria quien mejor testimonia del estatuto sintomático de los celos, en la medida en que sus corrientes celotipias son un modo de interrogar el carácter enigmático del deseo del hombre en función de la Otra. “¿Qué le viste a ésa?” o bien “¿Cómo pudiste estar antes con ella?” son preguntas habituales que, en la histeria, apuntan menos a buscar una respuesta que aporte un dato que al propósito de sostener una versión del deseo que la ubique en la escena como excluida y, por ende, no la toque como causa. Por esta vía, asimismo, los celos histéricos son una vía privilegiada para sostener el goce de la sustracción –cuestión que incluso se corrobora en que, como ocurre en nuestros días, la histérica preste el cuerpo para el acto sexual, es decir, condescienda a ser objeto de goce… a expensas de una fantasía en la cual se pregunte si acaso él no piensa en otra mujer en ese momento–. Por lo tanto, los celos de la histérica pueden ser una defensa eficaz (sostenida en la posición antedicha) contra el acto (de ser tomada por un hombre) y, cabe pensar, un análisis de un caso de histeria que no haya elaborado este trasfondo celotípico seguramente no habrá avanzado demasiado. Asimismo, respecto del uso defensivo de los celos puede destacarse una elaboración que se desprende de otro libro reciente: ¿Qué quiere decir “hacer” el amor? (2010) de G. Pommier. Para dar cuenta de este aspecto, mencionaremos un breve recorte clínico del tratamiento de un obsesivo que, luego de un episodio de fuerte celotipia respecto de su esposa, que llevó a una discusión (y una reconciliación en el período de una semana), tiene el sueño siguiente: “Mi mujer está en una oficina, mi oficina, y hace mi trabajo. De repente entra un hombre que dice querer conversar con ella, y yo escucho las preguntas que le hacen. Son preguntas sobre cuestiones profesionales, pero yo interpreto –me resulta evidente– que esas preguntas son tendenciosas, ya que el hombre está interesado en mi mujer. Siento celos. Me angustio y me despierto.”

Curiosamente, este sueño angustiante tiene también la función de demostrar

la condición interpretante del inconsciente: en el curso de las asociaciones, este analizante se sorprende al notar que sus celos sobrevinieron en un momento singular, ya que en ese entonces la relación con su mujer alcanzaba una suerte de reencuentro en el cual él podía sentirse enamorado “de nuevo”. En este punto, la interpretación fue una traducción brusca: sus celos –en el sueño– mostraban un punto de identificación narcisista con su mujer, es decir, ese punto en que él podía volver a verse a sí mismo a través de ella y reconocer el rebrote de su condición de seductor (el día que precedió al sueño se había encontrado pensando en “lo bien y lo lindo” que se sentía junto a su mujer… y el efecto cautivante que eso producía en otras mujeres). En definitiva, el inconsciente le interpretaba que sus celos eran una manera de defenderse de ese nuevo amor que sentía por su mujer; su celotipia era una proyección del temor que sentía por volver a enamorarse. Como sostiene G. Pommier en el libro que mencionamos, el amor feminiza a un hombre –a menos que su amor sea la demanda infantil de ser amado–; por lo tanto, la angustia de castración para un hombre no tiene que ver con la expectativa de que el falo le sea cortado, sino con la capacidad de asumirse como amante ya que “cuando una mujer provoca una erección, ese falo le pertenece y su amante puede experimentar por ello una angustia de castración que lo feminiza”. (5) De este modo, el análisis de la bisexualidad constitutiva del hombre no tendría tanto que ver con el deseo por otro hombre sino con la asunción, propiamente dicha, de una posición de amante –ya que cuando un hombre ama… lo hace como mujer–. Así, en función del recorte clínico anteriormente mencionado, no alcanza con decir que allí los celos eran un reaseguro narcisista contra el deseo, sino que el análisis de un hombre que no haya considerado su posición respecto del amor –más allá de la degradación del partenaire a la condición de objeto fantasmático– tampoco habrá avanzado demasiado. Por último, cabe retomar la indicación anterior a la proyección. Es un hábito reducir la concepción psicoanalítica de los celos a este único mecanismo. En otro contexto ya hemos estudiado la diversidad de referencias relativas a esta cuestión. (6) Expongamos aquí sólo algunos resultados de ese trabajo anterior: no sólo desde la perspectiva freudiana pueden encontrarse otras variables junto a la proyección (que, en realidad, se aplican a la paranoia), como en el caso de los celos normales o edípicos, o bien en un caso singular de celos que Freud –en su célebre artículo de 1922– adscribe a una

asunción del “punto de vista de la mujer”. En función de esta última mención, en el contexto antedicho, hemos construido el fantasma que subtiende los celos proustianos de En busca del tiempo perdido, donde los celos del protagonista por Albertine restituyen un goce supuesto a la mujer (como un modo neurótico de responder a la pregunta por el goce femenino a través de un fantasma escópico articulado a un deseo de ver). Asimismo, en dicho contexto hemos apreciado que los celos del protagonista eran muy distintos de, por ejemplo, los que padecían Swann o Charlus respecto de sus amantes. Por lo tanto, el interés –antes que en proponer una “teoría general” de los celos, a través de un mecanismo ubicuo– radica en establecer diferencias clínicas que no se confunden con un retorno larvado a la pasión clasificatoria de una psicopatología, esta vez, de la mano de una pseudo-hipótesis etiológica, sino de atenerse al despliegue de un caso en función de lo que se produce en la dinámica de la dirección de la cura. No otra cosa decía Lacan cuando sostenía en la Apertura de la sección clínica que “la clínica psicoanalítica consiste en el discernimiento de cosas que importan y que cuando se haya tomado conciencia de ellas serán de gran envergadura”.

5- Esta indicación de Pommier remite, indirectamente, a una formulación de Lacan en el seminario 10: “Sea como sea, si la mujer suscita mi angustia, es en la medida en que quiere mi goce, o sea, gozar de mí. […] En la medida en que se trata de goce, o sea, que ella va a por mi ser, la mujer sólo puede alcanzarlo castrándome”. 6- Cf. Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante, Buenos Aires, Letra Viva, 2013.

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