Luis Maíia Grignion de Montfort

March 19, 2017 | Author: escatolico | Category: N/A
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(Contraportada) Apoyándose en profundas investigaciones históricas, Théodule ReyMermet, escritor conocido por sus obras de amplia difusión, relata la vida desconcertante de este sacerdote francés de los años 1700, las etapas originales de su experiencia cristiana, su peregrinar místico, su predilección por los pobres y su sentido de la misión que, en el siglo de Luis XIV, lo condujo a recorrer pueblos y ciudades del occidente de Francia proclamando la Buena Noticia. En su prefacio, el cardenal Marty nos recuerda la irradiación universal del P. De Montfort —el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen ha sido traducido a más de veinticinco lenguas—, el influjo directo o indirecto del “Misionero Apostólico” sobre múltiples institutos y movimientos, su personalidad profética en la Iglesia, y nos invita a la lectura de estas páginas: “¿Quieres encontrar a este santo en toda su autenticidad, descubrir las múltiples facetas de su personalidad, entrever cómo transformó Dios ese material denso, pero áspero? Lee este libro ágil, que, con escrupuloso respeto a la verdad, nos muestra a un hombre en marcha hacia la realización de su vocación. En su época no siempre captaron el aspecto profético de la misión de San Luis María Grignion de Montfort. Hoy comprendemos mejor que es un testigo para nuestros días”. 1

LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT 1673-1716 POR

THEODULE REY-MERMET PREFACIO POR EL CARDENAL MARTY

MADRID 1988

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Título de la edición original: LOUIS-MARIE MONTFORT. 1673-1716. Nouvelle Cité, París 1984.

GRIGNION

DE

La traducción ha sido realizada por Pío Suárez Bohórquez y Luis Salaün Perrot.

Con licencia del Arzobispado de Madrid-Alcalá (30-XI-1988)

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INDICE

Prefacio.........................................................................................................................7 1. ¿Qué va a ser este niño?.........................................................................................9 En Montfort esperan un nacimiento............................................................................10 Una infancia poco abierta en Iffendic.........................................................................13 2. El secreto del adolescente......................................................................................16 Un alumno diferente de los otros................................................................................17 ¿En qué piensa este muchacho?..................................................................................19 3. En la tradición espiritual de San Sulpicio de París............................................24 Entre seminarios y Sorbona.........................................................................................25 Entre Dios y el hombre: el misterio de la Encarnación...............................................28 Cristo y María en el corazón de la vida cristiana........................................................31 4. Un seminarista fuera de serie...............................................................................36 En la argolla del reglamento........................................................................................38 En los puños de los directores de San Sulpicio...........................................................42 5. Pobre entre los pobres en Poitiers........................................................................47 Capellán del hospital general......................................................................................50 La locura de la Sabiduría.............................................................................................53 Hacia otra forma de estar con los pobres.....................................................................58 6. El descubrimiento de La Sabiduría.....................................................................61 El encuentro de la Esposa............................................................................................62 “El Amor de la Sabiduría eterna”................................................................................66 7. En la larga noche...................................................................................................72 ¿Ermitaño en el Monte Valeriano?..............................................................................73 ¿Vendrá de Roma la luz?.............................................................................................75 Éxitos y fracasos en las diócesis de Saint-Malo y Saint-Brieuc..................................81 8. Movilización de un pueblo entre el Loira y el Vilaine........................................87 Su ascendiente en parroquias de la región de Nantes..................................................88 El Calvario de Pont-Château.......................................................................................92 9. La experiencia del misterio de la Cruz................................................................97 La meditación sobre la cruz.........................................................................................98 Realismo y mística....................................................................................................103

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10. Una pastoral misionera original en la región de la Rochelle.........................105 El misionero y la misión............................................................................................107 El horario de un día de misión...................................................................................112 El desarrollo de una misión.......................................................................................114 Para que la misión no fuera fuego de paja.................................................................118 El rosario...................................................................................................................120 11. Las realizaciones de la edad madura...............................................................125 La Compañía de María..............................................................................................127 Las Hijas de la Sabiduría...........................................................................................130 Un santo que se humaniza.........................................................................................134 La redacción del Tratado de la verdadera devoción.................................................137 12. Una experiencia mística de María....................................................................142 María y el joven Luis María......................................................................................143 María en la misión de la Iglesia.................................................................................145 María en la purificación del corazón.........................................................................146 María y el Espíritu Santo...........................................................................................148 13. En la esperanza de una iglesia pobre y libre...................................................150 Tras las huellas de los Apóstoles y de Jesucristo.......................................................151 Dos visiones de la Iglesia..........................................................................................153 La esperanza de discípulos pobres y libres................................................................155 La muerte, en San Lorenzo de Sèvre, de un testigo del Evangelio...........................159

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PREFACIO

“El mundo moderno necesita testigos”, decía el Papa Juan Pablo II en Lisieux, el 2 de junio de 1980, antes de abandonar el suelo de Francia. Sí, necesitamos testigos, testigos para hoy. Los hay que vivieron ayer y profetizaron el mundo de hoy. Algunos nombres: Francisco de Asís, Francisco Javier, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Carlos de Foucauld, Teresa de Lisieux... Y ¿por qué no podría serlo también el buen Padre de Montfort — como lo llamaban las gentes del oeste de Francia?—. Presidía yo una peregrinación montfortiana a Lourdes cuando era arzobispo de Reims. Entonces descubrí a San Luis María Grignion de Montfort. Se acababa de clausurar el Concilio Vaticano II y el Papa Pablo VI había dicho a los obispos en la plaza de San Pedro el 8 de diciembre de 1965: “Salid al encuentro de la humanidad”. San Luis María salió en su época al encuentro de la humanidad con su fe profunda, su ardor misionero, su amor a la Iglesia. Montfort tiene discípulos directos que actualizan su misión: los Padres y Hermanos de la Compañía de María, las Hijas de la Sabiduría, los Hermanos de San Gabriel. Que extienden directamente su irradiación por los diversos continentes: Estados Unidos y Canadá, Argentina y Colombia, Haití, Zaire y Madagascar, India y Tailandia y hasta Papuasia, para no citar sino algunas regiones donde han hecho fundaciones fuera de los países de Europa occidental. Otros movimientos se refieren más o menos explícitamente a San Luis María: la Legión de María, los Foyers de Charité, los Focolares..., entre otros. San Luis María es conocido universalmente gracias a una de sus obras, el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, traducido a 25 lenguas. Para cristianos de todos los continentes, Grignion de Montfort significa fervor mariano. Y esto nos alegra. Leyendo el libro del Padre Rey-Mermet, descubrimos otros aspectos de su vida interior y de su audacia misionera. 7

Y esto, lejos de perjudicar al aspecto mariano de su mensaje, lo hace resonar con mayor precisión. ¿Quieres encontrar a este santo en toda su autenticidad, descubrir las múltiples facetas de su personalidad, entrever cómo transformó Dios ese material denso pero áspero? Lee este libro ágil que, con escrupuloso respeto a la verdad, nos muestra a un hombre en marcha hacia la realización de su vocación. En su época no siempre captaron el aspecto profético de la misión de San Luis María Grignion de Montfort. Hoy comprendemos mejor que es un testigo para nuestros días. Felicito al Padre Rey-Mermet por habernos entregado, con la colaboración de los Institutos Montfortianos, los secretos del alma de este santo y por revelárnoslo como un apóstol seductor y atrayente para la vida de la Iglesia en esta época postconciliar. 18 de febrero de 1984, en la fiesta de Santa Bernardita. † Fr. Card. MARTY.

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1. ¿QUÉ VA A SER ESTE NIÑO? (1673-1684)

Últimos días de 1672. El reino de Francia se halla en plena expansión económica. El joven Luis XIV, sediento de gloria y de conquistas, ha declarado la guerra a los Países Bajos. Una guerra que le valdrá el apelativo de Grande. El “Rey Sol” acaba de consagrar su culto instalándose definitivamente en los esplendores del castillo de Versalles. Sin embargo, diciembre toca a su fin. En medio del frío, cristianos e irracionales saludan el solsticio de invierno. El sol verdadero parte a la conquista de días más largos, mientras que nobles, burgueses y campesinos sólo tienen pensamientos y cánticos para un establo y para el Rey eterno, que viene al mundo sobre la paja entre la muía y el buey. “¡Qué fría es la nieve que cayendo está! Al recién nacido, ¡qué frío le dará! Vámonos, pastores, marchémonos ya, que su linda madre nos esperará. ¡Ya las avecillas con trinos de amor, la venida cantan del Dios Salvador!” Los villancicos resuenan de Flandes a Provenza, de Alsacia a Bretaña, despertando los ecos con el nombre de un pueblo que Versalles envidiará siempre: Belén. Precisamente en Bretaña, cuatro leguas al oeste de Retines, la capital, una pequeña ciudad aguarda el nacimiento de alguien que llevará su nombre mucho más allá de las fronteras del reino. Montfort-la-Cane (hoy Montfort-sur-Meu) está edificada en la confluencia de dos riachuelos, el Meu y el Garún. Después de atravesar el suburbio de San Nicolás, pasamos bajo la puerta del reloj. Allí está la sede de la “Comunidad de la villa” —hoy diríamos: la alcaldía—. A la izquierda se levanta el increado, donde, con ocasión de las cuatro grandes ferias anuales, debaten y discuten los mercaderes de la región. A la derecha, la única verdadera calle que trepa a flaneo del cerro señorial, la calle de la Saulnerie. En realidad, es 9

más bien una callejuela entre casas mal alineadas que avanzan sus pisos colgantes. Vestidas por igual de esquisto violeta, las modestas casas alternan con las residencias de los ricos. A mecha pendiente, a la izquierda, un inmueble de dos pisos, con dos alas que encuadran un pequeño patio. Allí vive Juan Bautista Grignion, abogado y procurador señorial, y su esposa, Juana Robert. Habían contraído matrimonio en Rennes el 10 de lebrero de 1671. El dueño de casa es “Señor de la Bachelleraic”. No se trata de un título de nobleza. Es sólo un “aire” que se daban gustosos los burgueses de la época.

En Montfort esperan un nacimiento En estas vísperas de Navidad de 1672, mientras cada familia se prepara a celebrar el nacimiento del Hijo de Dios, la joven pareja Grignion piensa más en el bebé que espera para las semanas siguientes. ¿Será niño o niña? ¿Qué le deparará la vida? Y, ante todo, ¿será fuerte o enfermizo?, ¿bien o mal formado? Quizá las estrofas que ya se cantaban en la región de Rennes reavivan la esperanza de los Grignion: “¿De dónde vienes, pastora, de dónde vienes? —Vengo ahora del portal de ver al Niño Jesús: sobre pajas frías, dormido lo vi. ¿Es bello el niño, pastora, es bello el niño? —Es más bello que la luna, mucho más bello que el sol: jamás en la vida he visto otro igual”. A decir verdad, la casa de los Grignion no se. parece en nada al establo de Belén. El inmueble principal, con sus dos alas, se prolonga por un patio y un jardín hasta el muro de la ciudad. Juan Bautista se ha instalado muy pronto entre la alta sociedad de Montfort-la-Cane. Más aún, acaba de ingresar en la “Comunidad de la villa”. En cuanto a Juana, su esposa, por más discreta que sea, es hija de un magistrado de Reúnes, procurador de esta capital de provincia. El niño que va a nacer encontrará una cuna prepararla y provista con algo mejor que unas “pajas frías”. 10

Pero la pareja ha experimentado ya la prueba. Su espera se halla indudablemente surcada por nubes de inquietud. Va en el lebrero anterior les había nacido a los Grignion un primer hijo que, por desgracia, murió cuatro meses después. Hoy día, una prueba de esta clase es cosa rara. En aquellos tiempos moría, por término medio, uno de cada ocho primogénitos... ¡Quizá la pequeña mortaja esté ya casi olvidada, envuelta en la esperanza! La esperanza... ¿No la garantiza acaso el pasado? Como María y José de camino a Belén podían evocar su ascendencia davídica, así Juan Bautista y Juana tienen raíces familiares que les permiten soñar un poco. En 1609, el padre del “Señor de la Bachelleraie” representó a la ciudad ame los Estados de Bretaña. El abuelo empezó a hacer de los Grignion una familia de peso en la buena sociedad monfortesa. Si nace niño, quizá pueda él proseguir el ascenso social de la “dinastía”. Juana, por su parte, mirando a su propia familia, puede esperar para su hijo —pero ¿será niño? — una promoción no menos brillante. Sin embargo, en estas vísperas de Navidad, quizá piense ella en otra de las tradiciones de la familia: su hermano mayor, Pedro, ha profesado con los Capuchinos hace cuatro años; sus hermanos menores. Alan y Gil, han podido confiarle su proyecto de hacerse sacerdotes... A medida que se acerca el momento, ambos esposos Grignion y sus amigos se plantearían a menudo unos a otros la pregunta que había suscitado el nacimiento ya próximo del Precursor: “¿Qué va a ser este niño?” Viene al mundo el 31 de enero de 1673. Es un niño. Hoy no. acabaríamos con las precauciones de higiene infantil; entonces tenían prisa por incorporar al recién nacido en la familia de Dios. Había, pues, que reunir pronto a los padrinos. El padrino será Luis Hubert, cirujano mayor, señor de Beauregard. La tradición era que el transmitiera su nombre al ahijado. A su lado, María Lemoyne, dama de Tressouéë, sostendrá al pequeño Luis en la pila bautismal. La ceremonia tiene lugar al día siguiente, 1.” de febrero, en la iglesia de San Juan, ubicada fuera de los muros, cerca de la actual casa cural. Era la parroquia burguesa de la ciudad. ¿Recibió el niño de su madrina el segundo nombre —María— o lo tomó con ocasión de su confirmación, como lo asegura algún testigo? Luis María no responderá nada a nuestra curiosidad. 11

En la ceremonia, por lo menos ocho personas de la parentela rodean a don Pedro Hindré, “rector y deán” de Montfort. Y mientras del campanario se desgrana un jubiloso repique, las conversaciones —los pensamientos, por lo menos— versarían a no dudarlo acerca del provenir de este angelito. Todo niño es una promesa. Hijo de magistrados, ¿qué aportará a su pequeña ciudad? Luis les responderá a su manera treinta años más tarde, cuando, una vez misionero, opte por dejar su apellido en la sombra y hacerse llamar “Señor de Montfort” o, en forma más sencilla y sonora, “Montfort”. Unas semanas más tarde, el lactante abandona a su madre y la casa paterna. Siguiendo una lamentable tradición de la época, la madre deja de amamantarle y lo confía a una nodriza, la “madre Andrea”, una fuerte campesina de una aldea cercana. Hoy no entendemos que se prive así a un recién nacido de lo que para el es aún más necesario que la leche: las caricias, los besos y la voz de la madre. Pero en aquella época, guardar al niño en casa hubiera significado que no tenían con qué pagarle una nodriza. El honor del padre no podía soportarlo. Además, no soplaban aún los vientos de la contracepción: dejar de amamantar significaba para la madre la posibilidad de quedar embarazada y entrever sin tardar un nuevo nacimiento. De hecho, este tendrá lugar menos de trece meses después del de Luis María. Y así sucesivamente, como en cadena: de 1672 a 1691, la esposa de Juan Bautista dará a luz dieciocho veces; en cada primavera, hasta 1679 y, en cada otoño, entre 1680-1686. Si los tres últimos sólo ven la luz tras dos años completos de descanso, la causa podría atribuirse a algún accidente de salud. Sin embargo —en contra de lo que se ha repetido durante demasiado tiempo—, el ritmo de un nacimiento cada año no era, en forma alguna, general en la Francia de aquella época: la media nacional se situaba entre ocho y nueve hijos por pareja; pero el embarazo anual era frecuente en algunas regiones francesas, entre ellas Bretaña. ¿Hay que añadir que al menos la mitad de esos niños moría antes de cumplir los diez años? Es prácticamente el caso de los Grignion: de los dieciocho hijos, ocho morirán antes de esa edad. Y de estos, cuatro al menos, antes de cumplir los dos años. ¡Hay un abismo entre el siglo XVII y nuestra época! Ahora bien, durante estos dos decenios de nacimientos (1672-1691), la familia Grignion va experimentando un revés tras otro. Juan Bautista había empezado bien, en 1672, para lograr un éxito social. Pero al año siguiente pierde un proceso que le es muy caro. Pronto 1c reprochan el haber actuado demasiado a su antojo en la gestión de los bienes de la pa12

rroquia: dos sacerdotes y varios notables firman incluso una censura en contra suya. Siente que cada vez es más el blanco de las críticas de sus conciudadanos, se ve comprometido en varios procesos espinosos y sumergido en las dificultades administrativas. El pobre hombre rodará de desilusión en desilusión hasta su muerte, en 1716. De momento, ¿quiere en su irritabilidad romper con un ambiente que le exaspera? O, lleno todavía de optimismo, ¿piensa en ensanchar sus dominios? El caso es que, durante el verano de 1675, adquiere a bajo precio la casa solariega del Bois-Marquer, en la vecina parroquia de Iffendic. adonde se traslada con toda su familia.

Una infancia poco abierta en Iffendic Hoy día, el Bois-Marquer no es más que una granja de dos pisos. Entonces era una presuntuosa casa solariega medieval, con portal grande, patio interior y dependencias, fosos y torrecillas de prestigio: un pequeño castillo rodeado de setos verdegueantes y gigantescos árboles. El padre había soñado encontrar allí la paz y levantar cabeza haciéndose pasar por noble castellano. Esta mansión le daba derecho, en la iglesia de Iffendic, a un banco señorial con escudo de armas y una tumba para sepultura de los suyos bajo una de las losas funerarias. En espera de encontrar allí el descanso eterno, hubiera podido conformarse con la administración de sus tierras —las dos granjas de Le Plessis y La Chesnaie— y el desempeño de algún cargo lucrativo como el de procurador o notario en los pequeños juzgados señoriales del vecindario. Pero ha heredado de sus antepasados el afecto al dinero y a la fama. ¿No está acaso tan dotado como su hermano menor, Félix, quien en 1689 conseguirá el resonante título de Consejero real? No se resuelve, pues, a desaparecer de Montfort, donde lo veremos aún, en 1680, disputar dos pleitos. Y el dinero... Ciertamente en el Bois-Marquer va aumentando el número de bocas que es preciso alimentar. Pero da la impresión de no carecer de fondos, ya que él mismo presta dinero. Precisamente lo ha prestado a su suegra Robert. Y ésta, consciente de que envejece, decide en 1683 repartir sus bienes entre sus cinco hijos que aún viven. Juan Bautista se dirige, pues, a Rennes para la reunión de familia, a fin de cobrar sus haberes y la parte de su esposa. Pues bien, ¡conseguirá además que le reintegren los gastos del viaje! 13

Lo habrá logrado sin discusiones, porque en la medida en que vive obsesionado por la posible falta de dinero, la familia de su esposa se muestra desapegada. Empezando por el cuñado Gil Robert, quien en 1683 renuncia a su herencia y, nombrado rector de Lanrelás en 1687, hará entrega de todos sus bienes a sus hermanos. Por cierto, ¡los Robert y los Grignion no estaban hechos de la misma madera! Intuimos que en Iffendic el clima hogareño insuflaba a la vez calor y frío en torno al pequeño Luis María. ¿Cómo entender de otra manera el único testimonio que nos queda de esta época? Proviene de su tío Alán Robert, vicario de San Salvador de Rennes, uno de los tres hermanos sacerdotes de la madre: “Desde su más temprana edad dio muestras de lo que llegaría a ser un día; pues no tenía aún más de cuatro o cinco años cuando ya hablaba de Dios y se acercaba a su madre para consolarla y exhortarla a sufrir con paciencia”. Ahora bien, es esa la edad en que normalmente el muchacho debe comenzar a desprenderse de la madre para tratar de identificarse con el modelo paterno. Toda su vida futura pondrá de manifiesto que el niño tenía más de los Robert que de los Grignion. Pero Luis María es también el mayor de una “fraternidad” que aumenta en una unidad cada año. Pronto tiene que ofrecer la mano y el corazón para vestir o dar de comer, entretener o consolar a los más pequeños. Eran nueve sobrevivientes cuando el andaba por los once años. Entre sus hermanos tenía como preferida a Guyonne Juana, nacida en 1680, a quien de ordinario llamaban Luisa: “Desde su niñez trabó una amistad estrecha con la que llamaban Luisa, porque la encontraba más dócil en seguir los sentimientos y prácticas de piedad que él quería inspirarle... Ponía en juego todos los medios posibles para alejarla de las diversiones propias de la juventud; la llamaba en secreto y con astucias de entre sus pequeñas compañeras para llevarla a rezar a Dios”. Este testimonio de su tío Alán Robert nos muestra a un niño ya muy piadoso e inclinado al apostolado: un pequeño misionero. Pero nos descubre también en él cierto gusto por la soledad, gusto que intenta 14

comunicar a su hermanita. ¿No es acaso todo auténtico apóstol, antes que nada, un contemplativo? “Alejándose de la compañía de los jóvenes de su edad... para evitar sus diversiones, se retiraba a algún rincón de la casa para dedicarse a la oración y rezar el rosario ante una pequeña imagen de la Santísima Virgen”. Hoy día, padres normales se preocuparían, no sin razón, ante una falta así de relaciones con los muchachos de su edad. En aquel entonces, probablemente se alegraban ante esa inclinación a la oración y ante la presencia del hermano mayor juicioso en medio de una muchachada siempre necesitada de vigilancia. Sin embargo, ¿no se mezclaba Luis María con sus compañeros de escuela para aprender a leer y escribir? Si nos fiamos de la primera firma suya que conocemos —1691: tiene entonces ocho años y medio—, quedamos con la impresión de que su letra es menos hábil que la de otros niños de su edad. Hay biógrafos que pretenden que su única escuela para aprender a leer y escribir fue la de su madre; y los hay según los cuales habría seguido los cursos impartidos por un sacerdote de San Nicolás de Montfort, Juan Monazán. Fiémonos más bien del testimonio de su tío Alán: “Sus maestros aseguraron que jamás les causó disgusto alguno; cumplía por iniciativa propia todos sus deberes, sin que fuera necesario obligarlo a ello mediante castigos o amenazas”. Y ¿cómo hubiera podido “alejarse de la compañía de los jóvenes de su edad..., para evitar sus diversiones”, sino después de las clases, cuando deshacía a la carrera los pocos kilómetros que separan el Bois-Marquer de Iffendic o de Montfort? Pero los años pasan. La enseñanza primaria se completa rápidamente. Luis María va a cumplir doce años. Por eso, en 1684, sus padres deciden enviarlo a estudiar al colegio de los jesuitas de Rennes. La madre se alegra también, al ver que su hijo mayor puede entablar relaciones más estrechas con su ciudad natal y con su propia familia. El padre es más sensible a las oportunidades que ofrecerán a su muchacho unos estudios realizados en un colegio donde se congregan y educan los hijos de las mejores familias de toda Bretaña. Tal vez ambos esposos se comunican la respuesta que dan, cada uno a su manera, al mismo interrogante: “¿Qué va a ser este niño?” 15

2. EL SECRETO DEL ADOLESCENTE (1684-1692)

Cierta mañana de octubre de 1684, Luis María se desprende de su familia y toma el camino del colegio de Rennes. Luego de franquear el río Vilaine por el puente de San Germán, descubre la iglesia y la mole cuadrada de los edificios escolares. Desde que en el año 1604, se encargaron los jesuitas de esa institución, el número de estudiantes ha pasado de seiscientos a unos tres mil, desde primero de bachillerato hasta teología. Luis María se sentirá un poco perdido entre los cuatrocientos aprendices de latín. Esta afluencia sólo se explica por el carácter muy democrático del reclutamiento. Gracias a la escolaridad gratuita, al menos en casa de los jesuitas, los niños de los bajos estratos del “Tercer Estado” tenían acceso al latín, al griego, a los estudios literarios clásicos, que constituían entonces la escala de la promoción social. Pero los colegios no tenían internado. Los escolares vivían en casa de familiares o amigos o en las ‘pedagogías’, es decir, en los hogares para estudiantes. Rennes, capital de provincia, orgullosa de su Parlamento, centro intelectual de toda Bretaña, quería ser ante todo una ciudad cristiana. Las intenciones de la Corporación municipal sobre toda esta juventud no eran sólo de orden intelectual: el procurador síndico había escrito en 1606 a los Padres de la Compañía de Jesús que los había llamado “no tanto y en primer lugar para enseñar letras humanas cuanto para cultivar nuestras almas y para la instrucción espiritual”. El celo de los religiosos irradiaba, pues, entre los muros de la ciudad y no sólo entre los del colegio. La pedagogía misma era ‘abierta’, con sus funciones teatrales y sus discusiones teológicas, donde los alumnos se enfrentaban en sesiones públicas anunciadas por medio de carteles. Ya en 1609 se había dotado al colegio Santo Tomás de un “salón de actos”, amplia aula de fiestas “para las declamaciones, discusiones y funciones públicas”.

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Al entrar en Rennes en ese otoño de 1684, Luis María Grignion no llegaba a un país desconocido. Ya había estado allí de paso, tal vez había permanecido algún tiempo con la familia de su madre. Tomará pensión en casa de su tío Alán Robert, sacerdote de la iglesia de San Salvador. A pesar de eso, en la mañana del ingreso al colegio, perdido en esa marea de alumnos, experimentaría el mordisco de la angustia igual que todo nuevo estudiante. ¡Qué diferencia entre esta marea escolar y las clases reducidas de Montfort o de Iffendic, donde en aquella época al menos las tres cuartas partes de los niños quedaban analfabetos! De buen grado, sin embargo, se ha amoldado a la voluntad paterna para ir a estudiar a Rennes, conforme a la tradición familiar. Pero es consciente de que, esta vez, al cruzar el Vilaine, ha franqueado el dintel de la adolescencia para encaminarse solo por la senda misteriosa donde Dios le espera.

Un alumno diferente de los otros Luis María adelantará en el colegio de Rennes ocho cursos, entrecortados cada verano por largas vacaciones. De 1684 a 1690 estudia humanidades clásicas con los Padres Le Camus y Gilbert. Entre 1690 y 1692 completa los dos años de filosofía bajo la dirección del Padre Provost; en el otoño de 1692 iniciará incluso la teología antes de partir hacia París. De su aplicación al estudio, sólo tenemos el testimonio, tan breve como elogioso, de su tío Alán: “Todos sus maestros le tuvieron afecto y aprecio singulares. Lo proponían a todos sus compañeros como ejemplo excepcional de diligencia y aplicación al estudio; por lo cual se llevaba todos los premios al final de cada año”. Inteligente y trabajador, nuestro colegial es también “espontáneamente inventivo y de fecunda imaginación”. Parece que le apasionan el dibujo y la pintura: “Pasaba la mayor parte de su tiempo libre —prosigue su tío Alán— haciendo miniaturas y pequeños cuadros piadosos. Y alcanzó tal éxito, que habiendo mostrado cierto día una estampa hecha por él 17

de un pequeño Niño Jesús jugando con San Juan Bautista a un concejal del Parlamento, ese oficial le dio por ella un luis de oro”. Este rasgo hace pensar que Luis María, no obstante su asiduidad en las clases, crece más bien fuera del colegio. Un joven de Rennes, veintiún meses menor que él, Juan Bautista Blain, que entró probablemente a primero de bachillerato el mismo año que Luis María, nos lo confirma expresamente: “Aunque hayamos cursado juntos las humanidades con el Padre Le Camus... sólo comencé a conocerle cuando estudiábamos retórica con el Padre Gilbert, porque el señor Grignion era muy retirado y casi no tenía trato con los demás estudiantes”. ¿Le parecía quizá que muchos de ellos eran ‘libertinos’? Habría que ponernos de acuerdo sobre el significado del término. Con él se calificaba entonces a cualquiera que se entregara a regocijos que hoy nos parecen normales entre los jóvenes: “Su tío materno sacerdote... da testimonio de que Luis... tenía horror a las mascaradas carnavalescas, no podía tolerarlas. Le habían invitado un día de carnaval a cenar en casa de uno de sus amigos. Un joven enmascarado entró en la sala donde cenaban. Luis se levantó en seguida de la mesa para no ser testigo de un espectáculo tan escandaloso”. Decididamente, Luis María se nos presenta como un muchacho muy serio, demasiado serio. Su compañero Juan Bautista Blain atestigua que, aún a los diecinueve años, “era tan ignorante de cuanto puede alterar la pureza que, un día, hablándole de las tentaciones contra esa virtud, me dijo que no sabía lo que era”. Además de una delicadeza admirable, ¿no habrá que ver en ello cierto retraso afectivo? Sin embargo, Luis María se nos presenta como un muchacho muy cariñoso: “Tenía el corazón más tierno que nadie”, asegura el mismo Blain, quien tuvo la oportunidad de pasar por la casa de la familia en Iffendic, durante el verano de 1692. Luis le mostró entonces en el jardín “lugares 18

apartados y aptos para la oración, donde estaba a gusto y donde pasaba lo mejor de su tiempo en ese santo ejercicio”. ¿No será éste el secreto de su inocencia y de su vivo afecto hacia la Madre del Señor? En efecto, para hablar de la devoción mañana de Luis María, Blain no encuentra expresiones lo suficientemente fuertes: “Cuando se encontraba delante de una imagen de María, el joven Grignion parecía no conocer a nadie más”. Y este compañero ilustra su afirmación con hechos concretos. Por ejemplo, respecto del santuario de Nuestra Señora de los Milagros, aún hoy tan querido por los habitantes de Rennes, anota: “La iglesia de San Salvador, su parroquia, lo veía todos los días, al ir y volver de clase, acudir a visitar una antigua y milagrosa imagen que había allí; y su tío da testimonio de que a veces pasaba allí una hora... Acudía a Ella con la sencillez de un niño a implorarla en todas sus necesidades, tanto temporales como espirituales... A su parecer, todo estaba resuelto cuando había implorado a su buena Madre...” Ya está ahí, alta y fulgurante, esa llama que, un cuarto de siglo más adelante, llevará a Montfort a escribir el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.

¿En qué piensa este muchacho? El año 1686 abre una nueva secuencia en la vida de nuestro escolar. En primer lugar, su familia deja Iffendic para instalarse en Rennes. Así se facilitarían los estudios de otros dos hijos, José Pedro y pronto Gabriel Francisco: “Luis sirvió de preceptor a los otros dos y los llevaba a la piedad por sus discursos y más aún por sus actuaciones”. En segundo lugar, ese año se ordena Julián Bellier. Destinado al servicio de la catedral, su celo se multiplica en seguida en nuevas formas de apostolado: predicación de misiones, ayuda a los pobres, formación de candidatos al sacerdocio... Apenas iniciado su ministerio, había empezado, en efecto, a reunir en su casa a escolares que pensaban en el sacerdocio. “Luis Grignion fue uno de los primeros y más asiduos en acudir a esas reuniones”. 19

El celo puede ser intempestivo y utópico. El del señor Bellier era inteligente, pastoral y eficaz. Con sus jóvenes, mataba dos pájaros de un tiro: preparaba sacerdotes según el Evangelio, es decir, pobres y sensibles ante los pobres, y multiplicaba su ministerio en los hospitales: “Este sacerdote los enviaba cada semana, los días de descanso, después de la conferencia, de dos en dos o de tres en tres, a servir a los pobres del hospital general y del hospital de incurables, a leerles algún libro bueno y enseñarles luego el catecismo. Luis no dejó nunca de cumplir todos estos ejercicios”. Servir a los pobres para amarlos y hacerse amar, leer con ellos la vida de los santos, enseñarles el catecismo, era un apostolado misionero. Además, Julián Bellier se alejaba a veces de sus jóvenes amigos para dedicarse a la predicación de misiones con un tal Padre Juan Leuduger y su equipo. Era suficiente para despertar a Luis María, quien, nos confiesa Blain, “había nacido con la inclinación para las funciones de la vida apostólica”. El círculo del señor Bellier era una escuela de amor cristiano. Y el de Luis María desbordó pronto los hospitales para mostrarse atento y caritativo frente a cualquier necesidad. Fue la suerte de un estudiante pobre cuyos vestidos gastados provocaban las burlas despiadadas de los escolares. Grignion se hizo mendicante en favor de su condiscípulo. Y los burlones compañeros, que no eran malos chicos, contribuyeron con su óbolo. La colecta —nos cuenta Blain— “sólo alcanzaba a la mitad de la suma requerida”. ¡Qué importa! Nuestro limosnero lleva al escolar mal trajeado a casa del mercader: —Este es hermano mío y suyo —le dice, sin preámbulos—. He recogido en clase cuanto he podido para vestirle. Si esto no alcanza, añada usted lo que falte. El comerciante accedió. Y el estudiante mal vestido volvió muy elegante al colegio, en medio del asombro de los burlones. Este acto de caridad, concluye Blain, “fue el primero que se sepa entre mil más que irrumpieron después”. En el colegio mismo no faltaban los necesitados, ya que, según anotan los Archivos municipales, “todos los estudiantes... pobres o no son recibidos e instruidos gratuitamente, sin que tengan que pagar nada por el ingreso ni por ningún otro concepto”. Luis María prestaba ayuda con todo 20

su poder, o mejor dicho, con todo su haber, a sus condiscípulos necesitados. Y cuando no tenía nada que darles, acudía a personas que sabía eran ricas y caritativas y les pedía limosna para ellos. Pero su amor a los pobres desbordaba ampliamente el recinto del colegio. Sus pinceles y los hospitales no absorbían todo su tiempo libre: le gustaba dedicar unos días de descanso a la visita de los enfermos a domicilio. Su tío Alán relata este hecho sugestivo: “Cierto día, su madre, que había venido a Rennes..., fue al hospital San Ivo a visitar a los enfermos. Reconoció allí a una pobre mujer y le preguntó quién la había llevado allá. La mujer le contestó: Fue su hijo, señora, quien me consiguió la entrada a esta casa y me hizo traer a ella”. No cabe duda que la señora Grignion se sintió feliz y orgullosa. La connivencia entre la madre y el hijo parece haber sido total. No se puede decir lo mismo de las relaciones con el padre por lo que de ellas nos relata J. B. Blain. Empecemos por el hecho siguiente, acaecido probablemente en 1692, y a propósito del cual este compañero, en tono épico, compara a Luis María con José, el hijo de Jacob, que rechaza las solicitaciones de la mujer de Putifar: “Su padre tenia en casa un libro inmundo y lleno de dibujos obscenos. El casto José toleraba en casa con pena y dolor desde hacía mucho tiempo ese material de las llamas impuras. Pero el temor a un padre violento lo detenía y le impedía exponerse a su furor echando el libro al fuego. Finalmente su celo, acrecentado por la edad, incapaz de contenerse, supo escoger el momento oportuno para arrebatarle sus armas al demonio de la impureza. Hallándose solo en casa, consumió en las llamas el libro infame, resuelto a padecer todos los malos tratos que le amenazaban si su padre llegaba a enterarse. El santo joven acababa de dar el golpe cuando lo encontré en casa, temeroso y casi temblando, por el temor a la llegada de su padre, pero muy contento, por lo demás, por haber hecho su sacrificio”. ¿Qué era ese libro “lleno de dibujos obscenos”?¿Una obra picaresca o realmente pornográfica? Conocemos la reserva de Luis María en esta materia. El hecho no demuestra, pues, que su padre fuera un obseso sexual, 21

pero sí que las relaciones con su hijo mayor eran difíciles. Al respecto, Blain nos cuenta escenas dolorosas: “En casa, no era poco lo que tenía que sufrir de parte de un padre de temperamento violento. La dulzura y docilidad de Luis María no hubieran podido a menudo defenderle de sus arrebatos caprichosos de no haberse sustraído a sus ojos mediante una juiciosa huida. Como esto ocurría, varias veces, cuando estaban a la mesa y durante la comida, el piadoso joven se veía obligado a una abstinencia que le resultaba muy penosa, porque era... de un temperamento que exigía abundante alimento”. Oponer la violencia del padre a la dulzura del hijo sería ignorar que este último demostrará, a lo largo de su existencia, una tendencia muy clara a gestos arrebatados y excesivos. Desde este punto de vista, es muy hijo de su padre. Pero ¿por qué se halla éste tan a menudo de humor machacante y muy especialmente con su hijo mayor? Parece que, Juan Bautista Grignion no fue feliz ni en los negocios ni en las relaciones sociales. Durante los veinte años de su permanencia en Rennes cambiará de domicilio no menos de seis veces, además de un regreso al Bois-Marquer por seis años. Cuando uno se encuentra a gusto y feliz en su ambiente, se queda donde está. Pero probablemente a nuestro pequeño hombre de leyes no le sonríe la fortuna. Entonces tiene que moverse y cambiar de piel para disimular lo mejor posible sus fracasos e intentar mantener una posición honorable entre la burguesía de Rennes, donde ha tomado esposa. Entendemos sin dificultad que el padre haya contado con su hijo mayor para que le ayudara a devolvía a los Grignion el prestigio de antaño. ¿Quería el muchacho hacerse sacerdote? Juan Bautista, buen cristiano, no se oponía: ese proyecto permitía esperar un honroso curato con buena renta o una canonjía que redundaría indirectamente en beneficio de toda la familia. Y si piensa en una carrera de predicador de misiones al estilo de Juan Leuduger, pase todavía: llevaría el apellido de los Grignion hasta Saint-Malo y Saint-Brieue. Pero Luis María tenía en mente planes muy diferentes y no conseguía ocultarlos del todo. Más tarde hablará de ellos a su más fiel compañero de misiones, quien dará testimonio en estos términos:

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“Desde su más tierna juventud... había pensado muy en serio dejar la casa paterna y viajar a un país desconocido, a fin de poder vivir pobremente y mendigar su sustento... Y al preguntarle yo… qué oficio hubiera escogido, me contestó que hubiera preferido... el más ruin de todos”. En resumen, padre e hijo habían vivido más o menos de espaldas: el uno para el dinero, el otro para la desnudez; el uno para la vanidad, el otro para la humillación. En el primero, por buen cristiano que fuera, alentaba el espíritu del mundo; en el segundo, el espíritu del Evangelio, o —a secas — el Espíritu. Pues bien: en la fiesta de Todos los Santos de 1692, el Espíritu pone fin, en forma brusca, a esa insostenible falla de armonía. A Luís María le faltan tres meses para cumplir los veinte años. Por fin, escribirá a su amigo Blain, puede responder a la llamada liberadora del Señor a Abrahán: “Sal de tu país, de tu familia, de la casa de tu padre…” Ignora sin duda “la patria que Dios le mostrará”, Pero cuando franquea el viejo puente en forma de caballete que salva el río Vilaine en Cesson, tiene el corazón dilatado porque comienza una etapa que, lo intuye, será decisiva hacia su libertad.

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3. EN LA TRADICIÓN ESPIRITUAL DE SAN SULPICIO DE PARÍS (1693-1695)

¿A que ha venido a Rennes esa parisiense de la elegante sociedad? La señorita Montignv —así se llama— vive en la capital, en el barrio de Saint-Germain, en la parroquia de San Sulpicio. Piensa haber venido a Rennes para tratar “algunos asuntos” ante el Parlamento de Bretaña. El Señor la condujo allá con designios muy distintos: arrancar a Luis María de su familia y provincia y trasplantarlo al ambiente espiritual e intelectual más estimulante de aquel tiempo para un candidato al sacerdocio. ¿Se conocían ya? ¿O la señorita Montignv necesitaba la ayuda del hombre de leyes para defender su causa? El caso es que tomó pensión en casa de Juan Bautista Grignion. Pronto se dio cuenta de que el abogado tenía más bocas que alimentar que monedas contantes y sonantes. Propuso, pues, a los padres que se llevaría a París y tomaría a su cargo a una de las hijas, Guyonne Juana, llamada Luisa. La caritativa parisiense se había fijado en el hermano mayor. Le habló sin duda de los seminarios establecidos en San Sulpicio. “El señor Grignion no sabía nada de estos santos lugares”, escribirá Blain, su confidente, un cuarto de siglo más tarde. Y los describirá como “la escuela de las más puras virtudes eclesiásticas”. ¡Un sueño paradisíaco para nuestro teólogo del colegio Santo Tomás! Pero hay sueños que llegan a hacerse realidad. De regreso a París, la señorita Montignv logra interesar por este estudiante pobre a una dama de entre sus amigas. Pudo escribir a Rennes que había una plaza para Luis María en esa “tierra de santos” que eran los seminarios de San Sulpicio. Juan Bautista, el padre, es más sensible al prestigio que a la santidad; ¡que esperanza tan bella para encaminar a su hijo hacia una prestigiosa carrera eclesiástica! Es, además, en lo inmediato, la oportunidad 24

‘providencial’ de alejar a este hijo mayor en el cual no se reconoce en absoluto. Para celebrarlo, le ofrece incluso un caballo que le ahorrará fuerzas en el trayecto Rennes-París. Luis María rehúsa el caballo. Acepta, en cambio, un traje nuevo, diez escudos y un hatillo que se echa a las espaldas. Así, por la fiesta de Todos los Santos de 1692 dice adiós a Rennes, al colegio Santo Tomás, a su familia... Su hermano José y su tío Alán —y el padre, ¿dónde está?— le acompañan durante una legua, hasta Cesson. Franquea solo el río Vilainc... como quien pasa a otro mundo... Tiene ahora por delante las 76 leguas —364 kilómetros— que lo separan de París. Pero ya nadie se interpone entre él y su ideal de despojo total del que tiene hambre “desde su más tierna juventud”. A los primeros pordioseros que encuentra les entrega los diez escudos y el hatillo. Cambia incluso su traje nuevo por el de un mendigo. En diez días, Luis María, con los harapos empapados, el estómago vacío y las piernas pesadas, ha recorrido la distancia que lo vincula ahora a París.

Entre seminarios y Sorbona En la parroquia de San Sulpicio coexistían varios seminarios: “el seminario” propiamente dicho, para quienes tenían salud y dinero suficiente para pagar pensión completa; “la pequeña comunidad”, para quienes no tenían la salud; “el pequeño seminario”, para quienes no tenían el dinero: la pensión allí era mucho más barata. Varias casas más, regentadas por sulpicianos o en órbita suya, gravitaban en torno al seminario de San Sulpicio, tales como la comunidad del señor de la Barmondière o la del señor Boucher para los alumnos más pobres. Luis María pasará primero por estas dos últimas, de 1692 a 1695, antes de llegar al “pequeño seminario”. Sin embargo, estos diferentes establecimientos no eran otra cosa que ramas diversificadas de un mismo árbol: el que Juan Jacobo Olier (16081657) había plantado, primero en Vaugirard, en 1641, y luego en el mismo París, en la parroquia de San Sulpicio, en 1642. Su finalidad, proseguida por la Compañía de San Sulpicio fundada por él, era la formación de sacerdotes más apostólicos, más dignos en su comportamiento de la grandeza del sacerdocio y, por fin y sobre todo, más arraigados en el misterio de Cristo. 25

En ninguno de estos puntos había sido precursor el señor Olier. Había entrado en la corriente de Francisco de Sales, del cardenal de Bérulle y del Oratorio, de Vicente de Paúl y los sacerdotes de San Lázaro, de SaintCyran y de Port-Royal, de Adriano Bourdoise en San Nicolás de Chardonnet, sin hablar de Luis Lallemant y toda una generación de jesuitas. Pero al instaurar definitivamente la fórmula de los seminarios, Olier era tal vez quien mejor había captado y fusionado todas las fuentes místicas y misioneras de la Iglesia de Francia hacia 1640. Es verdad que medio siglo más tarde, cuando Luis María Grignion llegue a París, el rostro de la institución sulpiciana estará marcado ya por algunas arrugas. Ciertas fórmulas de oración, algunas prácticas fechadas estarán ya inmovilizadas por la esclerosis. Con todo, los seminarios de San Sulpicio seguirán siendo el ambiente ideal donde aprender y vivir la espiritualidad de lo que Enrique Bremond denominó “la Escuela Francesa”. En efecto, constituían ante todo escuelas de vida interior. Los estudiantes acudían a la Sorbona a sacar lo esencial de la enseñanza; los seminarios sólo aseguraban la asimilación de los conocimientos. Sin embargo, el señor de la Barmondière velaba por los estudios de sus discípulos: “Dos veces al año... examinaba personalmente a los que había admitido para evaluar sus progresos en teología. Y aunque había varios jóvenes muy consagrados al estudio y brillantes en él, el santo superior declaró, en cierta ocasión, que el señor Grignion había superado a todos los demás. Algunos años más tarde tuvo que sostener una disertación sobre la gracia ante sus condiscípulos. Era, en el siglo XVII, el lema candente en que partidarios absolutos de la gracia y defensores incondicionales de la libertad se enfrentaban en épicos combates. “Sus condiscípulos resolvieron plantearle argumentos tan fuertes que no podría contestarlos y citarle los pasajes más difíciles de los Padres para ponerlo en aprietos y, de esta manera, obligarle a dedicar más tiempo al estudio que a la contemplación. Pero quedaron muy sorprendidos a oírlo contestar con maestría y acotar largos pasajes de San Agustín y demás Padres de la Iglesia para explicar los que le presentaban como objeciones”. 26

Entre tanto, el terrible invierno de 1693-1694 había causado estragos. Francia, agotada ahora por las victorias de Luis XIV, había experimentado el hambre en la capital y en las provincias. En esos meses de calamidad, la bienhechora de Luis María había dejado de pagar la pensión. El señor de la Barmondièrc no hubiera abandonado a su suerte por nada del mundo a un estudiante de la calidad del señor Grignion. Lo escogió, pues, junto con tres compañeros tan carentes de todo como él, para velar a los muertos de la parroquia de San Sulpicio. Las retribuciones correspondientes a este macabro y piadoso oficio ayudarían a los vivos a pagar su pensión. En esta inmensa parroquia, las defunciones eran numerosas. El ‘trabajo’ no escaseaba: Luis María dedicaba dos o tres noches semanales a estas veladas fúnebres. Lejos de sentir repugnancia, encontraba en ellas la oportunidad para saciar esa sed de ‘contemplación’ que le reprochaban sus condiscípulos: “Dedicaba a la oración cuatro horas completas...; luego, dos a la lectura espiritual; las dos horas siguientes, al sueño; y las restantes, al estudio de los cuadernos de teología, cuyas lecciones iba a tomar a la Sorbona”, Sólo frecuentó durante tres años la prestigiosa Universidad. En 1693 lo admitieron en el “pequeño seminario” de San Sulpicio y los superiores no juzgaron conveniente obligarle a seguir frecuentando los cursos. Se conformó con las repeticiones que daban, por la noche, dentro de la casa. Podríamos pensar que semejante destete era una prueba para un estudiante tan dotado. Nada de eso. Muy al contrario, porque —dice Blain — “tenía mayor interés por la ciencia de los santos que por la teología”. ¡Qué contraposición tan extraña, ya que la “teología” es el “conocimiento de Dios”! De hecho, hasta Santo Tomás de Aquino, todos los grandes teólogos fueron santos. Pero, por lo que podemos saber a través de los voluminosos manuales publicados después de 1700, la ciencia del Dios vivo, que hubieran debido brindar en la Sorbona, no era más que la repetición estereotipada de los maestros de la Edad Media que habían constituido la gloria de esa casa. En el siglo XVII, la innovación teológica —al menos en Francia— se incubaba más entre los escritores espirituales.

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Si nos atenemos al único documento personal que nos queda del seminarista Luis María, diríamos que no se benefició mucho de la inspiración de Juan Jacobo Olier ni de “la Escuela Francesa” de espiritualidad, en la que se alimentaban los sacerdotes de San Sulpicio. Empieza, en efecto, a organizar un Cuaderno de notas, que irá enriqueciendo poco a poco durante sus años de ministerio. El plan y el texto han sido tomados, en lo esencial, de la obra del jesuita Francisco Poiré: La triple corona de la Bienaventurada Virgen María. Toma de ella ahora pasajes sustanciales, ahora sólo algunas líneas; intercala notas tomadas de autores diversos, aunque todos hijos de San Francisco de Asís o de San Ignacio de Loyola. Sólo después de 1703, al rellenar poco a poco los espacios dejados en blanco en ese Cuaderno, añade, entre numerosas citas más, breves extractos sacados de Bérulle y sus discípulos, es decir, de los fundadores de “la Escuela Francesa” de espiritualidad. ¿Habrá quedado poco sensible a estos grandes autores y, finalmente, al espíritu de San Sulpicio? En realidad, el Cuaderno de notas sólo nos revela algunas de las fuentes utilizadas por Luis María. El mismo nos dice que leyó muchos autores espirituales. Recordemos que en cada una de sus frecuentes noches de vela junto a los muertos dedicaba “dos horas” a la lectura espiritual. Sallemos en particular por J. B. Blain que se alimentó durante largo tiempo con las obras de Enrique María Boudon (1624-1702). La extensa producción de este arcediano de Évreux —unos treinta volúmenes— alcanzaba un éxito extraordinario. En efecto, estaba enriquecida con las mejores corrientes espirituales —Teresa de Avila, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, la joven tradición sulpiciana—, corrientes asimiladas por un santo. Sin embargo, como es normal, si las Notas de nuestro seminarista recogen ante todo la miel de sus lecturas hechas pluma en mano, él mismo se halla más impregnado aún de los temas de meditación, de las fórmulas de oración, de las tradiciones de la casa y de la irradiación de los maestros de San Sulpicio. Durante toda su vida, la espiritualidad sulpiciana será la base y el alimento de su propio pensamiento. Esbocemos pues, algunos de sus rasgos más significativos.

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Entre Dios y el hombre: el misterio de la Encarnación Toda espiritualidad cristiana se inspira, evidentemente, en la Revelación divina, especialmente en el Evangelio. Pero, dado que el Espíritu Santo sopla donde y como quiere, hay formas diferentes de pensar y vivir la propia fe. Así, Francisco de Asís se desposa con la pobreza, Vicente de Paúl con la caridad, Francisco Javier con la evangelización de los pueblos, Alfonso de Ligorio con la adhesión a Jesús y Jesús crucificado. San Sulpicio vivía de “la Escuela Francesa” de espiritualidad, cuyo jefe fue el cardenal Pedro de Bérulle (1576-1629), fundador del Oratorio de Francia. El Papa Urbano VIII lo caracterizó como “el apóstol del Verbo encarnado”. Montfort lo será después de él y como él. Pero en la perspectiva del siglo XVII, muy diferente de la actual. Para entenderla, tenemos que preguntarnos primero que visión tenían ellos de Dios y del hombre. Se ha dicho de Bérulle que realizó una “revolución” al colocar a Dios en el centro de la vida cristiana. Este “teocentrismo” —es evidente— no lo inventó él: todos los cristianos deben colocar a Dios como centro de todo. Pero en las obras del cardenal asume un relieve extraordinario. “Con él y por él —escribe Enrique Bremond—, el teocentrismo, ya caro a los místicos, se libera, se dilata, se simplifica, se manifiesta en pleno día, se ofrece y se impone a la oración de todos”. A un Dios tan grande, ¿cómo no exaltarlo y adorarlo “en su esencia y en sus personas, en su ser y en sus obras”? “Está infinitamente presente e infinitamente distante; está infinitamente elevado e infinitamente cercano a cada creatura; es infinitamente delicioso e infinitamente riguroso”. La actitud fundamental de Bérulle marca profundamente a sus discípulos. La expresión clave de Boudon es “Dios solo”, mientras Olier se halla en constante actitud de “religión” delante del Soberano absoluto, Aquel cuya grandeza no tiene medida. 29

En Montfort, esta visión de Dios queda absolutamente fundamental. Con frecuencia lo manifiesta, sea por actitudes concretas, como su costumbre de caminar con la cabeza descubierta por respeto a la presencia divina; sea mediante comparaciones populares, por ejemplo, cuando evoca al campesino que quiere ofrecer una manzana a Dios: “Acercarte directamente a la santidad divina sin recomendación alguna... es hacer menos caso de este Rey de reyes del que harías de un soberano o príncipe de la tierra”. A veces, también su pluma adopta un tono más abstracto: “El Altísimo, el Incomprensible, el Inaccesible, el que es, ha querido venir a nosotros, gusanillos de tierra que no somos nada”. ¡Ahí está el contraste entre Dios, que lo es todo, y el hombre, que no es nada! Esta falta de estima por el hombre es común a muchos autores espirituales del siglo XVII. Es el pesimismo de San Agustín, llevado a su paroxismo por Lutero: “El hombre no es nada, no vale nada, no puede nada, sino pecar”. En particular para J. J. Olier, la “carne”, es decir, todo lo humano, no merece sino rechazo y menosprecio. En Montfort, esta visión inhumana —hay que confesarlo— llega a lo excesivo: “Conocerás tu mal fondo, tu corrupción e incapacidad para todo lo bueno, si Dios no es su principio... Y, a consecuencia de este conocimiento, te despreciarás y no pensarás en ti mismo sino con horror”. “Persuádete bien de que cuanto hay en nosotros ha quedado corrompido por el pecado de Adán y los pecados actuales... y de que tan pronto nuestro espíritu corrompido mira algún don de Dios en nosotros con... complacencia, esta gracia queda totalmente manchada y corrompida”. El cardenal de Bérulle no compartía semejante pesimismo: la nada del hombre ante Dios, sí; la corrupción radical de la “carne”, no. Bérulle consideraba al hombre ante todo como una creatura capaz de abrirse a Dios. En el curso del siglo XVII, los escritores espirituales, pujando unos sobre otros, se fueron deslizando de la nada del hombre a la corrupción radical del mismo. ¿Que culpa tiene Luis María de pertenecer al final de ese siglo, tan alejado de la visión optimista propuesta por el Vaticano II? 30

Entre el Dios Altísimo y este hombre que no es nada (Bérulle) e incluso se halla corrompido (Olier, Montfort...), es necesario un puente: la Encarnación, que realiza al Hombre-Dios. A partir de entonces, dice Bérulle, “el principal empeño y la mayor piedad de la religión cristiana no se dirigen a la Trinidad, sino a la Encarnación”. El misterio de la Encarnación lo sumerge en el arrobamiento. Bérulle escribe: “Hemos nacido en la tierra y renacido en la gracia para ver el sol de justicia, la luz increada y personal, luz de luz, Dios de Dios, el Hijo único de María, Jesucristo, nuestro soberano Señor”. Esta luz, que es también llama de amor, abrasa con destellos diferentes a cada uno de los discípulos del fundador del Oratorio. Luis María se ubica bajo esta ardiente iluminación. Cuando quiere establecer el fundamento de la devoción mariana y, en forma más amplia, de la vida cristiana, parte exclusivamente de la Encarnación: “Profesarán singular devoción al gran misterio de la Encarnación... Este es, en efecto, el misterio propio de esta devoción... Es el primer misterio de Jesucristo, el más oculto, el más elevado y el menos conocido... En este misterio ha operado ya todos los misterios de su vida que vinieron después”. Y lo explica en otro lugar, hablando de María: “Este Dios hecho hombre encontró su libertad al verse prisionero en su seno; hizo estallar su fuerza dejándose llevar por esta doncellita...; glorificó su independencia y majestad al depender de esta Virgen amable...”

Cristo y María en el corazón de la vida cristiana El señor Grignion permanece también muy cercano a Bérulle cuando define la actitud fundamental del cristiano ante el Hijo de Dios. Más allá de los actos pasajeros de devoción, el cardenal preconizaba “el estado de servidumbre”: entregar a Cristo no sólo las acciones, las palabras, los sufrimientos, sino también la libertad y el mismo ser. Es la consagración de sí mismo a la “santa esclavitud” —para utilizar el lenguaje de la época — que Luis María hizo durante su seminario. Cuando, en su Tratado de la 31

verdadera devoción a la Santísima Virgen, busque fundamentar su propósito de entrega total a Jesucristo, se referirá precisamente con mayor extensión a Pedro de Bérulle: “El Cardenal de Bérulle... fue uno de los más celosos en propagar por Francia esta devoción, a pesar de todas las calumnias y persecuciones que le hicieron los críticos... Pero este ilustre y santo varón… los refutó victoriosamente, demostrando que esta práctica se funda en el ejemplo de Jesucristo, en las obligaciones que tenemos para con El y en las promesas de santo bautismo”. ¿Se entregó Jesucristo al Padre sólo en forma intermitente? ¿Puede el cristiano dejar su bautismo en el guardarropas como se guardan en él los vestidos del domingo? Para Bérulle u Olier, la “entrega de servidumbre” no puede limitarse a actos ni a momentos pasajeros. Consiste en formar un solo ser con Cristo, continuamente presente en el corazón y en la vida del bautizado. En Montfort también. Cristo ocupa realmente todo el campo: “No trabajamos —como dice el Apóstol— sino para hacer a todo hombre perfecto en Jesucristo... Efectivamente, sólo en El hemos sido bendecidos con toda clase de bendición del Espíritu... Quien no está unido a Cristo como el sarmiento a la vid, caerá, se secará y lo arrojarán al fuego. En cambio, si permanecemos en Jesucristo y Jesucristo en nosotros, no pesa ya sobre nosotros condenación alguna. ... ni los hombres de la tierra.... ni creatura alguna podrá separarnos de la caridad de Dios presente en Cristo Jesús”. El señor Grignion recoge aquí con toda su fuerza las fórmulas demasiado desconocidas de San Pablo. El verdadero cristiano “está en Cristo”; está unido a El “como el sarmiento a la vid”. No se trata, pues, de encuentros intermitentes, de imitación pasajera, sino de un estado en el que “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Los maestros de “la Escuela Francesa” distinguen, en efecto, los actos y los estados del Verbo encarnado, lo exterior y lo interior de los misterios de Cristo. Los actos de la vida de Jesús son exteriores, pasajeros, cambiantes: por ejemplo, su nacimiento, su permanencia en el portal, su infancia, su 32

predicación, la institución de la Eucaristía, su pasión, su muerte. El cristiano puede tratar de imitar tal actitud, tal gesto de Jesús, pero tiene pocas oportunidades para ello. Además, ese es el Jesús de antaño. Pero el estado interior de Jesús, las disposiciones y sentimientos que lo llevaban a actuar en cada uno de esos misterios, no cambian, son permanentes en Jesús. Constituyen el Jesús de ayer, de hoy y de siempre. Tales misterios de Cristo son para siempre actuales y resplandecen sin cesar sobre quienes los contemplan y se consagran a ellos. No dice San Pablo: “Reproducid los actos del Señor”, sino “tened los mismos sentimientos de Jesucristo”. Contemplar los estados de Jesús, abrirse a ellos para asimilarlos, sumergirse en ellos como en la fuente permanente de la santidad cristiana, este es el método de la Escuela beruliana. No se trata de imitar los actos de Jesús, sino de permitirle que viva en mí sus estados y sentimientos permanentes que, de un solo golpe, me transforman en El. Montfort lo explica en lenguaje simbólico y brinda su mejor secreto: dejarse formar y moldear en la que dio a luz al Verbo encarnado: “Paréceme que los directores y devotos que quieren formar a Jesucristo en sí mismos o en los demás por prácticas diferentes a ésta pueden muy bien compararse a los escultores que, confiados en su habilidad, destreza y arte, descargan infinidad de golpes de martillo y cincel sobre una piedra o un trozo de madera tosca para sacar de ellos una imagen de Jesucristo. Algunas veces no aciertan a representar a Jesucristo a la perfección, ya por falta de conocimiento y experiencia de la persona de Jesucristo, ya a causa de algún golpe mal dado que echa a perder toda la obra. Pero a quienes abrazan este secreto de la gracia que les estoy presentando, los puedo comparar, con razón, a los fundidores y moldeadores que... se arrojan y pierden en María para convertirse en retrato perfecto de Jesucristo”. En lugar de tratar de repetir ciertos gestos del Jesús de hace dos mil años, convertirse en la cotidianidad de la vida en “el retrato perfecto” del Jesucristo de hoy, viviendo sus sentimientos e intenciones de siempre: esta es toda la dinámica espiritual de Bérulle y de sus discípulos. Y ¿cómo realizar mejor esa continuada Encarnación del Hijo en nuestros comportamientos que mediante la acción de Aquella que le dio la vida, la Virgen María? 33

Igualmente, con su Método para recitar con fruto el santo rosario, quiere Luis María que pasen a la vida de los fieles los misterios siempre vivientes de Cristo. Compara el alma a un lienzo en el que “un pintor, para sacar un retrato perfecto, coloca ante sus ojos el original, y a cada pincelada que da, vuelve a mirarlo; así el cristiano debe tener siempre ante los ojos la vida y virtudes de Jesucristo para no decir, pensar ni hacer nada que no este conforme a El”. Por eso propone a las gentes sencillas que, al rezar el rosario “con modestia, atención y devoción, como si fuera el último de su vida”, contemplen, de decena en decena, a Jesús anonadado en la humildad, niño pobre, condenado, agonizante, torturado, resucitado... y pidan, “por intercesión de su Santísima Madre”, las actitudes y “sentimientos propios de Jesucristo” (Flp 2,5). J. J. Olier no expresaba otra cosa cuando hablaba del “interior de Jesús y de María”. El siglo XVII francés manifiesta una gran devoción mariana. En los colegios florecen las congregaciones de la Santísima Virgen, y en el campo, las cofradías del rosario. La Asunción es la fiesta patronal de toda la nación, en conmemoración del voto de Luis XIII a fin de obtener un heredero. En el plano espiritual y doctrinal, la renovación de la piedad mariana fue, en parte, obra de Bérulle y de sus discípulos. El misterio de la Encarnación no permite deshacerse de la Madre y pretender guardar al Hijo. El cardenal escribe en su Vida de Jesús: “Esta alma santa y divina es en la Iglesia lo que la aurora en el firmamento y precede inmediatamente al sol. Pero Ella es más que la aurora, pues no sólo precede, sino que debe llevar y dar a luz y comunicar la vida, la salvación, la luz del universo, y producir en éste un Sol de Oriente, del cual el sol que nos alumbra es sólo la sombra y la figura”. En Montfort, esta devoción mariana asume una tonalidad mucho más afectiva, resonancia de su ser profundo más que herencia de Bérulle y Olier. Pero cuanto escriba sobre María descansa sobre el mismo fundamento doctrinal: el puesto de Nuestra Señora en el misterio de la encarnación. 34

“Dios Padre no entregó su Unigénito al mundo sino por María... El Hijo de Dios se hizo hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo formó a Jesucristo en María, pero sólo después de haberle pedido su consentimiento”. Luis María revestirá esta elevada teología con expresiones más concretas, más afectuosas, tomadas de los autores más diversos del Gran Siglo. El mismo atestigua que “leyó casi todos los libros que tratan de la devoción a la Santísima Virgen”. Pero su piedad mariana se nutrió también con las fórmulas de oración, las prácticas particulares inspiradas en Bérulle y dejadas como herencia por J. J. Olier a los Sacerdotes de San Sulpicio. Citemos, entre otras, relatadas por Blain, la peregrinación que hizo, durante el verano de 1699, con un cohermano seminarista, a Nuestra Señora de Sous-Terre, en Chartres, siguiendo una tradición de San Sulpicio. Limitándonos al interior del seminario, conocemos la oración más célebre de esta casa, y que sirve de apoyo a Luis María para justificar su “esclavitud” de Jesús encarnado en María: “¡Oh Jesús, que vives en María! Ven a vivir en nosotros, con tu espíritu de santidad, con la plenitud de tus dones, con la perfección de tus caminos, con la realidad de tus virtudes, con la comunión de tus misterios. Domina en nosotros sobre todo poder enemigo (el mundo, el demonio y la carne), por la fuerza de tu Espíritu Santo y para gloria del Padre. Amén”. La piedad mariana había llevado a J. J. Olier a enriquecer la liturgia de su seminario con fiestas olvidadas o incluso contestadas, como la de la Presentación de María en el templo, el 21 de octubre. Esta leyenda, nacida de un texto apócrifo, el Protoevangelio de Santiago, dio lugar incluso a la solemnidad por excelencia de todo el clero francés, desde el siglo XVII hasta el XX, con la renovación de las promesas sacerdotales. Para comprender esta innovación es preciso saber que Olier, más que sus antecesores, había subrayado la sublimidad del sacerdocio de Cristo y las exigencias espirituales que implica para el sacerdote. No cabe duda de que, durante sus años de seminario, Grignion vivió esta espiritualidad sacerdotal. ¿Será por eso que, al igual que otros clérigos, duda ante su acceso a las órdenes sagradas? Blain nos dice: 35

“Lejos de apresurarse, retrasaba la ordenación. Lejos de incomodarse por los largos intersticios que ponen en San Sulpicio entre una y otra orden, los hallaba demasiado cortos y trataba de alargarlos”. Pero aún no hemos llegado a este punto. Antes tenemos que descubrir que Luis María, tan profundamente marcado por la tradición espiritual que representaba San Sulpicio, no por eso era un seminarista como los demás.

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4. UN SEMINARISTA FUERA DE SERIE (1695-1700)

Junio de 1095. ¿Qué le pasó a don Antonio Brenier para que aquel día hiciera añadir un Te Deum a las oraciones acostumbradas? Prudente y discreto, el superior del “pequeño seminario” no dará explicaciones al respecto; pero en la comunidad cada uno adivinó y cuchicheó que se debía a la llegada del seminarista Grignion. “El señor Grignion —escribe Blain fue recibido en la casa como un ángel del cielo... por el señor Brenier”. Las cosas empezaban demasiado bien... ¿Qué había pasado? Luis María llevaba unos treinta meses en París. Lo habían acogido, recordémoslo, en la comunidad fundada por el señor de la Barmondière para los estudiantes pobres. Pobre, nuestro estudiante lo era y quería serlo. No hemos olvidado que su proyecto fundamental era la privación total, incluso más que el sacerdocio mismo. Es así como sus vestidos de pordiosero excitaron cierto día la compasión de una persona generosa, que lo puso a estrenar ropa. Pero la sotana nueva y caliente pasó en seguida a cubrir las espaldas de otro clérigo necesitado, mientras nuestro pobre hombre seguía tiritando en sus propios andrajos. Al salir del retiro preparatorio a las órdenes menores, se enteró de que el señor de la Barmondière había fallecido casi de repente, el 18 de septiembre de 1694. Con ello, nuestro estudiante lo perdía todo..., menos la paz. En efecto, dos días después escribía a su tío Alán Roben: “El señor de la Barmondière. mi director y superior, que me hizo aquí tanto bien, fue enterrado el domingo pasado... Fundó el seminario en que me encuentro y tuvo la bondad de recibirme en él gratuitamente. No sé todavía cómo se resolverán las cosas... pues aún no se ha abierto su testamento. Pase lo que pase, nada me preocupa; 37

tengo un Padre en el cielo que no me falla jamás, El me condujo hasta aquí, me ha conservado hasta hoy, y lo seguirá haciendo según su constante misericordia. Aunque no merezco sino castigos a causa de mis pecados”. Esta serenidad de Luis María ante la desaparición de aquel a quien lo debía todo le atrajo esta interpelación pública de un cohermano: “Eres muy santo o muy ingrato. Muy ingrato, si no te hiere la muerte de tu bienhechor; muy santo, si aunque te hiera, ahogas el sentimiento por virtud”. Santo y apreciado como tal, lo recibió una casa aún más pobre: la comunidad del señor Boucher, donde vivían casi en la miseria: “La carne de deshecho... se repartía en muy pequeña cantidad... Con sólo verla, calmaba cualquier apetito. Había que hacerse gran violencia… para consumir, entre náuseas, una carne contra la cual se rebelaba el estómago”, asegura Blain. Quien añade: “Todos tenían el gusto de envenenarse por turno”. Le llegó el turno a Luis María. Lo llevaron de urgencia al hospital, donde, conforme a la mejor terapéutica de la época, con sangrías reiteradas, casi acaban con él. Pero no perdió ni la alegría ni la confianza: “El hospital —le decía a su amigo Blain— es la casa de la pobreza. Este hospital se llama ‘Hostal de Dios”: estoy, pues, en la casa do Dios. ¡Qué felicidad!... Tal vez no les guste mucho a mis padres, pero ¿estará la naturaleza de acuerdo con la gracia en alguna ocasión?” Y añadió “que no moriría y que se recuperaría pronto”. Sin embargo, “creíamos ver salir la última gota de su sangre seguida de su último suspiro... Ya no lo contábamos entre los vivos”. Se recuperó, no obstante, como lo había dicho, y salió del hospital con la aureola de santo y casi con la de profeta. J. B. Blain refirió esas palabras y hechos a don Antonio Brenier, superior del “pequeño seminario”, quien los interpreto como una de esas gracias que Dios otorga a sus privilegiados “para hacer resplandecer en ellos su poder y su ternura”. Una dama de Alègre resolvió el problema de la pensión y Luis María pudo dejar la casa del señor Boucher, la cual casi lo mata, para ingresar en el “pequeño seminario”. El más feliz de todos fue, pues, el señor Brenier, que lo manifestó con su discreto pero fervoroso Te Deum. 38

En la argolla del reglamento Cuando el señor Olier fundó en 1642 el primer seminario —el ‘grande’— cerca de la Iglesia de San Sulpicio, quiso que estuviera vinculado a la vida parroquial. Lo que suponía una forma de vida bastante flexible. Pero todo poder tiende a manifestarse; toda institución, a estructurarse, a osificarse, a cargarse con una armadura de Goliat. De hecho, poco a poco, el correr del tiempo, el aumento del número de alumnos, la dirección del señor Bretonvillers y luego la del señor Tronson, habían llevado la casa a cerrarse prácticamente sobre sí misma dentro do un reglamento cada vez más rígido y quisquilloso. Podemos formarnos una idea del mismo a partir de los famosos Exámenes particulares escritos por el señor Tronson y publicados en 1690. Por cierto, descubrimos en ellos algo del dinamismo espiritual del señor Olier, pero entorpecido por prescripciones y prohibiciones que dificultaron la vida, en los seminarios y algunas comunidades religiosas, hasta después de 1950. Así: “Que no se convierta en costumbre el tener la boca abierta o los labios demasiado apretados”. “¿No hemos hecho la genuflexión sin tocar el suelo con la rodilla?” Tales minucias nos parecen hoy como un apagador de la espontaneidad y una argolla de la libertad. Pero hacia 1695, y durante mucho tiempo después, eran el non plus ultra para la formación de los futuros sacerdotes y de los buenos religiosos. J. B. Blain, que aprendió bien la lección, lo explica con convicción: “En una comunidad santa, la regla es la voz de Dios, que anuncia en todo su voluntad. El Evangelio nos la señala en bloque y en general; la regla la aplica en particular y la prescribe en los pormenores. No deja al hombre el menor uso de su libertad, porque lo sujeta al lugar, al momento, a la acción, y sólo bajo orden suya le permite disponer de sus movimientos”. Adivinamos que Luis María, tan original como era, no debió de sentirse muy a gusto en ese ambiente gregario y acompasado. Pero era partidario del orden. Además, en espíritu de penitencia se había impuesto 39

más cilicio que el del reglamento. Entonces, para ser totalmente del Señor, entró a fondo en el juego. Leamos a J. B. Blain: “En los ejercicios de comunidad era el primero y el más asiduo. No conocía dispensas ni exenciones; y que yo sepa, nunca se sirvió de ellas una sola vez en su vida. No daba ni un paso sin permiso y jamás se hastiaba ni cansaba de pedirlos. En esto hallaba gozo y alegría”. El carácter exuberante de su temperamento, unido al de la juventud, lo llevaron incluso a exagerar: “Se negaba a sí mismo incluso lo más permitido hasta no haber conseguido el derecho de hacerlo por una obediencia más señalada. Para alcanzarlo lo he visto acudir a inocentes rodeos y piadosas estratagemas, si puedo utilizar esta palabra. Me ocurrió a mí mismo que yendo a verle... se me escapaba cuando quería detenerle e iba a conseguir el permiso de hablar conmigo”. Aparentemente, esta obediencia integral, esta meticulosa regularidad no le costaban trabajo, salvo en un punto: la recreación. “... No deseaba otra cosa que verse ausente de ella. Sólo la regla y la orden de Dios lo llevaban a ella. De haber seguido su inclinación personal, después de las comidas se hubiera retirado a su cuarto para hablar a solas con Dios”. Al crecer, nuestro hombre sigue siendo el niño y adolescente que siempre había sido. Es el mismo árbol que va creciendo y extendiendo sus ramas. Por eso volvemos a encontrar en San Sulpicio al ermitaño y orante de los setos del Bois-Marquer. Adornas, la soledad que siempre había buscado en Iffendic y Rennes le había comunicado cierto porte más original, modales menos pulidos. Tenía más de la piedra afilada que del canto rodado. Adaptarse a las recreaciones del seminario parisiense constituyó, pues, para él una prueba doble. Blain lo explica: “Los jóvenes que se congregan allí de todas las provincias de Francia... no dejan pasar nada que choque a los ojos y a los oídos, y 40

se divierten tanto a costa de quien manifieste modales extraños, que éste se ve obligado a corregirlos lo más pronto posible”. La minucia de los Exámenes del señor Tronson, en los que “la modestia exige que te quites la ropa de manera que si alguien te sorprendiera y entrara en ese momento en tu cuarto, no te viera nunca sin sotana” (sic); esta minucia, en la que se extraviaba la “perfección’, hacía olvidar a algunos de estos jóvenes que hubiera sido más importante no despojarse, a lo largo del día, de una caridad elemental. Estos últimos tomaron ocasión del comportamiento extraño del seminarista Grignion para “hacer al prójimo lo que no hubieran deseado que les hicieran a ellos” (cf. Lc 6,31 y... el señor Tronson): lo hicieron blanco de sus burlas: “En las recreaciones, era con frecuencia objeto de las conversaciones. Algunos modales raros... ofrecían de qué reír a costa suya. Algunas veces se complacían incluso en mortificarle en lo más vivo: ‘Ya que eres tan mortificado —le decía a veces algún joven irreflexivo—, veamos si eres capaz de sufrir con paciencia lo que voy a hacerte’. Como el señor Grignion se ofrecía gustoso a ello, el otro se creía autorizado... a arrojarle agua a la cabeza, a llenarle de agua los bolsillos, etc.” Y Blain prosigue el relato de esta especie de ‘pasión’, refiriendo que algunos le daban bofetadas “cuando agachaba la cabeza y la inclinaba a un lado, para obligarle a enderezarla”. Un verdadero blanco y seña de todo y de todos. Luis María no sólo soportaba todo aquello sin decir palabra, sino que hacía esfuerzos inauditos para hacerse menos diferente de los demás. En las conversaciones, trataba de evadirse de los únicos temas que le interesaban: las cuestiones espirituales. Durante esos momentos de distensión, que eran para él una penitencia, se esforzaba por “parecer alegre y jovial. Incluso había elaborado con esta finalidad una colección de cuentos y relatos chistosos, que trataba de recitar, lo mejor que podía, en las recreaciones; pero hay que reconocer que no tenía gracia para ello”.

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El éxito estaba en esto. ¡Porque reír, reían! Pero, explica Blain, la verdadera causa de la risa era “el verlo recitar con porte devoto las cosas más cómicas del mundo”. Entonces “se quedaba callado y no tomaba parte alguna en la conversación”. Se sumergía en lo que este mismo condiscípulo llama “una profunda abstracción”, “una especie de alienación de los sentidos”. Semejante fracaso a pesar de tan buena voluntad acabó por preocupar a los responsables del seminario. En vez de empeñarse en meterlo en un molde en el que él, evidentemente, no entraría nunca, más valía buscarle unos derivativos. Fue así como lo encargaron de sacar en limpio, por escrito, el ceremonial litúrgico de San Sulpicio y también de clasificar la biblioteca. El resultado de este último trabajo puede verse en los cinco volúmenes del Catálogo que se conserva en la Biblioteca Mazarine. Pero estas ocupaciones no eran más que ‘distracciones’ para disimular la incapacidad en que se hallaban de corregir esta ‘copia no conforme’. Cada vez menos conforme, ya que el estudiante había tirado sus lápices y colores para que el dibujo y la pintura no pudiesen distraerle más de Jesús y María. Mejor inspirados estuvieron los directores del seminario al confiarle, conforme al reglamento, la catequesis de los niños. Le hicieron incluso el ‘favor’ de confiarle los más turbulentos del barrio de Saint-Germain-dcsPrés. Logró éxito tan grande que todos sus condiscípulos se mostraron escépticos. “Quisieron cierto día ser testigos ellos mismos e ir a escuchar al señor Grignion, más para reír que para llorar. Habló él con tono tan patético y firme que ellos mismos no pudieron contener las lágrimas y volvieron profundamente penetrados por las grandes verdades que le habían oído predicar, persuadidos de que el señor Grignion poseía un carisma especial para conmover los corazones”. Esta vez, por fin, el carisma misionero de Montfort había podido despertar y ponerse de manifiesto ante él y ante los demás. Ese mismo carisma se apoderaba a veces de el en las calles de París. El día, entre otros, en que vio a dos jóvenes alocados, con la espada desenvainada, listos a batirse en duelo. Se precipita entre ellos, crucifijo en mano, y les interpela con palabras tan inflamadas que los irreflexivos no tienen más remedio que reenvainar sus armas. 42

Pero este drama en un acto tuvo un epílogo inesperado. Uno de los peleadores, que por casualidad se llamaba Poignard (puñal), quedó profundamente impactado. Pronto se unió al apóstol en San Sulpicio, llegó a sacerdote y más tarde a canónigo de la catedral de Noyon. ¡La esgrima abre todos los caminos! Con mayor frecuencia, Luis María divisaba a mercaderes ambulantes que cantaban ‘a grito perdido’ canciones ‘licenciosas’. ¡Oh! seguro que nos parecerían cánticos piadosos al lado de las necedades picarescas con que nos inunda la radio. Pero el señor cura no lo entendía así: “Cierto día, pasando por el Puente Nuevo, vio a un charlatán, en torno al cual se había reunido gran número de personas... El señor Grignion, afligido al ver a cristianos ocupados en escuchar a un saltimbanqui, se colocó sobre el ribete, del otro lado del Puente Nuevo, les hizo ver el pecado que cometían al escuchar obscenidades... y logró con ello que se dispersara todo ese populacho reunido”. Sin embargo, los directores de San Sulpicio se inquietaban de que el seminarista se abriera sólo fuera de casa, cuando la formación del futuro sacerdote debía realizarse esencialmente en el molde comunitario del seminario. Dado que este último medio no obtenía los resultados deseados, había que reforzar el otro pilar de la formación sacerdotal: la dirección espiritual.

En los puños de los directores de San Sulpicio Un director espiritual no es forzosamente un hombre de mano dura. El uno es más espiritual que director, atento ante todo a la espontaneidad del Espíritu; el otro es más director que espiritual, amasando a sus dirigidos como el panadero el pan. A decir verdad, sólo a partir de 1696 el director espiritual de Luis María empezó a someterlo a prueba. Al llegar a París, el señor Grignion había confiado su conciencia primero al señor de la Barmondière, a quien “manifestó todo su interior”. Claudio de la Barmondière, “que no los conocía para sí mismo ni ponía límites al fervor, dejó que su penitente soltara las riendas del suyo”. Resultado: oraciones prolongadas, sobre todo la víspera de los cuatro días 43

semanales en que podía comulgar; mortificaciones, por ejemplo, azotes cuyo ruido hacía temblar a su vecino de celda; comportamientos que chocaban a los demás seminaristas: “se complacía incluso en hacer frente al mundo en todo, feliz de atraerse el desprecio del mismo”. Blain compara tales excesos al “ímpetu del vino nuevo del Espíritu, que volvía a los apóstoles locos e insensatos a los ojos de los hombres”. Pero el señor de la Barmondière se inquietó un tanto y prefirió confiar su dirigido a otro sulpiciano, Juan Jacobo Baüyn, hombre de austeridad y paciencia extraordinarias. Luis María pudo, en su mano, lanzarse todavía más en alas del recogimiento y la mortificación. Sin embargo, Baüyn, superior provisional del “pequeño seminario”, se creyó en la obligación de invitar al seminarista Grignion a cierta moderación. “Hay que confesar que este aviso salía como forzado de la boca del señor Baüyn”. Todo cambió con la muerte de este último, en 1696. Luis María se pone entonces en manos de don Francisco Leschassier, nuevo superior del “seminario grande”, hombre de puño de hierro. Blain describe este despiadado amasamiento: “Sé que tornó al señor Grignion por todos los sentidos, sí puedo expresarme así, y que lo estudió a fondo. Para probar su obediencia, le quitaba con frecuencia lo que ya le había concedido, recortaba, disminuía sus oraciones, penitencias y ejercicios de piedad. El director se mostraba como indiferente ante todo lo que parecía gustar al fervoroso penitente y se dedicaba a matar, en los más piadosos deseos de su discípulo, todos los más refinados subterfugios del amor propio. Lo supe porque el misino señor Grignion me lo dijo. “Uno de los artículos del reglamento del seminario de San Sulpicio prescribe que al menos una vez al mes se dé cuenta de la conciencia... El señor de Montfort... no omitía acudir, no sólo una vez al mes, sino varias a manifestar su conciencia al señor Leschassier. Pero, muchas veces, este no lo escuchaba; otras, lo desechaba y rechazaba. El prudente director tenía así en suspenso, a veces, por varios meses seguidos, al señor Grignion, siempre pronto a darle cuenta de su conciencia y siempre rechazado cuando venía a hacerlo. He visto, en estas circunstancias, al señor de Montfort bastante mortificado; lo que le obligaba a abandonarse a Dios y... sin aflojar 44

nada en el deseo de la perfección, desprenderse de los medios que conducen a ella. “Si se hallaba inflamado, encontraba a su director congelado, aparentemente indiferente a todo lo que a él se refería... Con frecuencia le oía tratar como imaginaciones sus sentimientos y proyectos; y sólo le permitía seguirlos después de censurarlos”. Para Luis María, las mortificaciones elegidas y corporales que le habían concedido sus anteriores directores resultaban sustituidas por pruebas impuestas y que herían su dignidad. ¿Quien dirá hasta qué punto realizó Montfort, bajo semejante dirección, el aprendizaje de la obediencia para toda su vida? El hecho es que ‘aquella obediencia ciega recomendada por todos los santos’ (Tronson) no lograba acabar con sus originalidades. Por eso, el señor Leschassier decidió confiar momentáneamente su dirigido a manos más rudas aún que las suyas: las del señor Brenier, superior del “pequeño seminario”. ¿Lo recuerdan? Antonio Brenier y su Te Deum. ¡Pues bien!, era la hora del Miserere, porque este director, preocupado ante todo por el menosprecio de sí mismo, iba a probar en Luis María las recetas que practicaba consigo mismo: “El señor Grignion no podía caer en mejores manos para ser bien humillado. Y lo fue plena, amplia y públicamente. Recibía de él, en toda circunstancia, agrias reprimendas; ... sólo oía salir de su boca palabras secas y ásperas... En fin, el santo superior, que tenía tan agudo conocimiento del corazón humano y de todas las trincheras que el amor propio se construye en él, y que tenía también un arte consumado para hacerle la guerra..., logró su obra maestra en este combate espiritual en la persona del señor de Montfort. Estudiaba a fondo al seminarista, sus inclinaciones, su temperamento... Espiaba en él, en toda ocasión, los recovecos de la naturaleza para mortificarla; y al menor indicio del amor propio, lo perseguía para crucificarlo. Los más rudos asaltos que le daba eran públicos y tenían tantos testigos como eran los jóvenes que componían la comunidad. Porque precisamente al comienzo de las recreaciones el señor Brenier, que sabía cuando se lo proponía hacer temblar a los más fuertes... con una sola mirada o una sola palabra, atacaba al señor Grignion por todos los flancos por donde lo creía más vulnerable y le 45

decía todo lo que le parecía más hiriente y más adecuado para mortificarlo y humillarlo”. Donde el ácido muerde, la cal o el metal echan espuma. Luis María no la echaba. Muy al contrario, cuando el señor Brenier había lanzado sus más duros ataques, el seminarista venía, “con porte alegre, al lado de quien lo perseguía, para darle las gracias”. Al cabo de seis meses, desarmado, el señor Brenier tuvo que confesar su derrota. Hoy nos rebelamos ante una educación como ésta, donde alternaban los alfilerazos con los mazazos. Hacia 1700 no era cosa extraña, aunque tampoco corriente. Se apoyaba en una concepción pesimista del hombre, de la naturaleza —siempre ‘mala’—, de los deseos —esencialmente ‘desarreglados’—, incluso si estos buenos directores se dejaban dominar por el propio subconsciente. Problema nuestro no es juzgarlos, sino preguntarnos cuál pudo ser la incidencia de esta pedagogía sobre Luis María. Este, ciertamente, era singular, como lo repite J. B. Blain. Lo cual se debía, por una parte, a su natural solitario, poco sociable, agravado por sus relaciones poco cálidas con un padre cuya irascibilidad le había obligado con frecuencia a levantarse de la mesa familiar. Por otra parte, esta singularidad se debía a que Luis María aspiraba a una vida apostólica pobre, libre, dedicada a los marginados, ideal que poco armonizaba con el modelo de ‘decoro’ impuesto entonces comúnmente a los sacerdotes en el clero francés. Según J. B. Blain, “el seminario de San Sulpicio, donde perseguían la singularidad como un gran vicio, era el lugar del mundo más apropiado para suprimir en el esos comportamientos extraordinarios”. Podemos pensar, por el contrario, que más bien los agravó, al impedirle ser sencillamente el mismo y privarle, por algún tiempo, de esa necesaria confianza en sí mismo que le permite a uno avanzar con paso natural y seguro. Cuando llegue a Nantes en 1700, sentirá escrúpulos antes de empezar el ministerio de la confesión; necesitará seis meses y una orden perentoria del señor Leschassier para decidirse a ello. ¡Que diferencia con el adolescente que, diez años antes, sólo soñaba con servir a los pobres y predicar misiones con el señor Leudugcr! Sería injusto considerar responsables de todo a los señores Leschassier y Brenier o al seminario de San Sulpicio, del que Blain escribe, con admiración un tanto ingenua: “El espíritu de la casa es 46

totalmente opuesto al de la singularidad”. Al igual que nosotros por el nuestro, aquellos excelentes sacerdotes estaban fuertemente marcados por su tiempo; habían sido profundamente moldeados por una Iglesia tridentina en la que la innovación y la originalidad eran toleradas cada vez menos. Ya el antiguo proverbio decía: Nemo sanctus nisi singularis: “Todo santo es original...”, y pensamos en Francisco de Asís o en el Cura de Ars. Pero ¡no todo original es santo! Era difícil discernir lo que era exceso que moderar, defecto que corregir, vocación personal que respetar y promover. Nos parece que ahí se halla el verdadero discernimiento: en el respeto a las personas, a las vocaciones particulares y a los impulsos del Espíritu; no sin errores ni quebrantos por lo demás. Pero hacia 1700 habían optado por el ‘modelo único’ en que habían plasmado a Jesucristo. Así, en 1701, Francisco Leschassier, ahora superior general de San Sulpicio, escribirá al obispo de Poitiers: “Dios lo ha enriquecido con gracias abundantes y el ha respondido fielmente a ellas... Pero, como su exterior tiene algo de singular, que sus modales no agradan a todos...” Cuando el 5 de junio de 1700 Luis María recibió la ordenación sacerdotal, se planteó a los sulpicianos la cuestión de su porvenir. El no tenía otro anhelo que el de entregarse a las almas. Las misiones extranjeras lo atraían: “¿Que estamos haciendo aquí —exclamaba a veces— mientras tantas almas perecen en el Japón y en las Indias por falta de predicadores y catequistas?” Se ofreció al superior de San Sulpicio para “ir al Canadá, pero no lo aceptaron: enviarlo a esos países nuevos era correr el riesgo de favorecer sus excentricidades. ¿Conservarlo en sus filas? Los sulpicianos aprecian su fervor, pero es demasiado original. Entonces encuentran un termino medio: irá a Nantes, a la comunidad misionera de San Clemente, que dirige desde hace treinta años un viejo amigo de San Sulpicio, don René Levesque. El señor Leschassier lo seguirá ayudando con sus buenos consejos, repitiéndole que “no se aleje de los caminos ordinarios”. Siempre la misma desconfianza ante el no-conformismo de este joven sacerdote guiado por el Espíritu hacia la misión.

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5. POBRE ENTRE LOS POBRES EN POITIERS (1701-1705)

Estamos en septiembre de 1700. Grignion de Montfort tiene veintisiete años. Un sacerdote nantés, el anciano y santo señor Levesque, que vino a hacer un retiro en San Sulpicio, va a llevarlo a su comunidad de San Clemente de Nantes. Ambos llegan a Orleáns y se embarcan en el “río Loira”. ¡Nuestro joven sacerdote va a dedicarse por fin a la vida misionera! Pero, ¡ay!, la casa de San Clemente de Nantes sólo existía, al menos en París, por la fama de las antiguas campañas apostólicas del señor Levesque. “Los que componían la comunidad del santo anciano —dice Blain— no tenían su espíritu”. Y hacían de todo, menos misionar. Ya el 6 de noviembre de 1700, Luis María comunica su decepción al señor Leschassier: “No he encontrado aquí lo que esperaba, aquello por lo cual he dejado, como a pesar mío, una casa tan santa como lo es el seminario de San Sulpicio. Anhelaba, al igual que usted, prepararme para las misiones y, sobre todo, dar el catecismo a las gentes sencillas, que es lo que más me atrae. Pero no puedo hacer nada de esto. Ni sé siquiera si podré lograrlo algún día, pues el personal que hay aquí es escaso y falto de experiencia, excepto el señor Levesque, el cual —a causa de su avanzada edad— no se halla en condiciones de dar misiones...” Ahora bien, Grignion ha venido a San Clemente para llevar la Buena Noticia a los pobres. El futuro fundador traza aquí, como misionero, el programa de su vida. Prosigue, en efecto: “Siendo ello así, me siento, desde mi llegada, como perplejo entre dos sentimientos al parecer opuestos. Por una parte, experimento inclinación secreta al retiro y a la vida escondida. para aniquilar y combatir mi naturaleza corrompida, deseosa de 48

manifestarse. Por otra, siento grandes anhelos de hacer amar a Nuestro Señor y a su Santísima Madre, de correr en forma pobre v sencilla a dar el catecismo a los pobres del campo y de excitar a los pecadores a la devoción a la Santísima Virgen. Es lo que hacía un piadoso sacerdote muerto aquí hace poco en olor de santidad: iba de parroquia en parroquia enseñando el catecismo a la gente del campo a expensas de la Providencia. “Padre carísimo, no soy digno —en verdad— de empleo tan honorífico; pero, ante las necesidades de la Iglesia, no puedo menos de pedir continuamente con gemidos una pequeña y pobre compañía de sacerdotes ejemplares que desempeñen este ministerio bajo el estandarte y la protección de la Santísima Virgen. Trato, sin embargo —aunque con dificultad—, de calmar estos anhelos, por buenos y continuos que sean, mediante el olvido de todo lo mío en brazos de la divina Providencia y una perfecta obediencia, sometiéndome a los consejos de usted, que consideraré siempre como órdenes. “A1 igual que cuando estaba en París, me asaltan deseos de unirme al señor Leuduger, maestro en teología de Saint-Brieuc excelente misionero y hombre de mucha experiencia, o de trasladarme a Rennes y retirarme al hospital general al lado de un sacerdote ejemplar, conocido mío, a fin de dedicarme a las obras de caridad entre los pobres. Pero rechazo todos estos anhelos — sometiéndolos al querer divino— mientras espero los consejos de usted, sea que me ordene permanecer aquí —aunque no siento inclinación alguna a ello—, sea que me envíe a otra parte”. Los “consejos” del señor Leschassier se estaban haciendo esperar: no podía él decir a su viejo amigo Levesque: “Tu casa anda a la deriva”. La señora de Montespán tomó el timón. La celebérrima marquesa, caída ahora en desgracia de Luis XIV, había vuelto a la gracia de Dios y al servicio de los pobres. En París, al morir su amiga, la señorita de Montigny, se había hecho cargo de Guyonne Juana Grignion y se había encontrado con Luis María. Para ayudar a esta familia necesitada había colocado a otras dos niñas Grignion, Silvia y Francisca Margarita, en la abadía mixta de Fontevrault, de la que era abadesa su propia hermana. Ella misma acababa de retirarse a este monasterio. 49

En el mes de abril de 1701, mandó escribir a Luis María que viniera a asistir a la toma de hábito de su hermana Silvia. Error o mala suerte, Montfort llegó allá el día siguiente de la ceremonia. Logró al menos tener varias conversaciones con la marquesa. Que interrogó al joven sacerdote acerca de sus proyectos apostólicos: “Contesté a esta pregunta manifestándole ingenuamente la inclinación —que usted, Padre, conoce— de trabajar por el bien de mis hermanos los pobres”. Cálida aprobación de parte de la gran dama. Esta quiere incluso darle en dote una canonjía que depende de ella y cuyas rentas le permitirían vivir. Grignion da las gracias y rehúsa: no quiere —dice el— cambiar de Providencia... Así resurge siempre el proyecto de “su más tierna juventud... de irse a un país desconocido, a fin de vivir allí pobremente y mendigar su sustento”. —Vete entonces a Poitiers —le dice la marquesa—. El obispo, Mons. Antonio Girard, es el antiguo preceptor de mis hijos. Exponle tus proyectos. Es un hombre de celo y discernimiento. Luis María desgrana metro a metro las veintiséis leguas que lo separan de Poitiers. Pero el prelado se halla ausente. ¡No importa! No vivían entonces la esclavitud a esos amos que nos hemos creado: el reloj, la agenda, los horarios de trenes... Nuestro caminante, que alimenta también “un amor secreto al retiro y a la vida escondida”, se encierra cuatro días “en una pequeña celda” en pleno centro de la ciudad, sobre el espolón rocoso que separa los dos valles de los ríos Clain y Boivre. Luego, cediendo a la otra inclinación del corazón, baja al hospital general, al borde de la ciudad, donde confluyen los dos ríos. Este hospital general no es un hospital para cuidar a los enfermos, sino una especie de gueto donde encierran a los indigentes, vagabundos y otros miserables. Cerca de cuatrocientos pobres se amontonan allí en una casa de ciento cincuenta camas. Esta clase de establecimientos servía a la “política social” puesta en marcha por el ministro Colbert: enclaustrar en la periferia de las ciudades a los marginados peligrosos o considerados tales, relegándolos lejos de las miradas, bajo el régimen de trabajo y oración, que constituía una seguridad para “la buena sociedad”. Para el señor Grignion, que empezaba a aislarse en relación con el “clero digno” de su época, el encuentro con estos marginados va a constituir uno de los grandes momentos de su vida. El nos lo cuenta:

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“Entré a orar a su iglesita. Pasé cuatro horas allí esperando la cena para servirlos. Y me parecieron muy cortas. A algunos pobres, en cambio, les parecieron demasiado largas. Al verme arrodillado y con vestidos semejantes a los suyos, fueron a decirlo a los demás, y se animaron unos a otros para escotar a fin de darme limosna. Unos daban más, otros menos; los más pobres un ochavo; los más ricos un cuarto... Después de esto, se han encariñado tanto conmigo que andan diciendo públicamente que tengo que ser su sacerdote... pues no hay uno fijo en el hospital hace ya tiempo; ¡tan pobre y abandonado está!” Armonía inmediata en los corazones de los pobres. Compartir espontáneo de lo poco que tienen, en la ternura. Es exactamente el sacerdote que necesitan. Y para él, ese es el ministerio soñado desde la infancia: compartir la suerte de los pobres y abandonados.

Capellán del hospital general Sin embargo, mientras el obispo escribe a San Sulpicio para informarse acerca de este extraño sacerdote, Montfort regresa a Nantes, predica algunas misiones rurales... Pero en carta de 25 de agosto, Mons. Girard lo llama a Poitiers, donde, en noviembre de este año de 1701, “Monseñor, importunado por los gritos y deseos apremiantes de los pobres”, lo nombra capellán del hospital general. Apenas en función, emprende un trabajo urgente de “reanimación”. Hay tanto que reactivar y organizar en lo que el mismo llama “una pobre Babilonia”. Los hermosos reglamentos de 1657 no eran casi sino hojas de archivo. Ciertamente, el Buró administrativo, en torno al obispo, reúne a cuantos la ciudad considera como notables; pero deliberan desde lejos. Hay también, en el hospital mismo, administradores u oficiales, personas de buena posición, algunas afiliadas a terceras órdenes, llegadas al hospital general para servir benévolamente a los pobres; conservan, sin embargo, su independencia y no saben ejercer la autoridad. Por lo cual el descontento gruñe entre estos pobres, mal alimentados, poco vigilados y hastiados del trabajo. Montfort comienza por colocarse en la condición de ellos, rechazando cualquier honorario y escogiendo para sí la celda más 51

miserable. Restablece la cuestación diaria a través de la ciudad; va él mismo con algunos de sus nuevos amigos a buscar los deshechos de las familias burguesas y cargarlos en un borriquillo. ¡Ah!, si “el señor de la Bachelleraie”, su vanidoso padre, lo viera! Luego reorganiza las comidas en el refectorio, donde él mismo sirve a la mesa, compartiendo el menú de los pensionados, cuando no se contenta con sus deshechos. Readapta el reglamento diario, con horario preciso para levantarse, orar, comer, acostarse. El mismo duerme sobre paja, como sus ovejas, barre las salas, manifiesta su predilección por los más desgraciados, se despoja de sus mantas para calentarlos. No, los pobres “recluidos” de Poitiers jamás habían visto a un capellán tan cercano a ellos. Comparte su vida, sus sentimientos y resentimientos, como lo atestigua uno de sus cánticos —Los gritos de los pobres—, cuya inspiración data de esta época: Ricos, prestad oído a nuestra amarga súplica: socorrednos, amigos, pues somos miserables, pero somos cristianos y hermanos de vosotros... Oíd nuestros clamores, venid a socorrernos... Dios os ha enriquecido por que seáis nuestros padres, os hizo poderosos por que nos protejáis; os divertís tranquilos, vivís en la abundancia, pero nos abandonáis a nuestra triste suerte. Vosotros, bien vestidos, dormís sobre edredones; a nosotros —sin ropa—, el hambre nos consume. A vosotros os honran, os bendicen y aprecian; a nosotros nos hieren, nos desprecian y ultrajan. Nos rechazan y alejan, ninguno nos da nada, y hay quien piensa obrar bien si nos hiere y golpea; nos ahuyentan o apresan y hasta nos encadenan, y llegan a prohibirnos expresar nuestra angustia. Los ricos nos responden: “¡No tenemos ni cinco!” Los grandes nos maldicen, nos tratan de canallas; “¡Malditos haraganes, raza de pordioseros!”, nos gritan muchos nobles, eco del populacho. En boca de los pobres, semejantes estrofas contestatarias, brotadas del corazón y de la pluma de un sacerdote, chocaban a los administradores y a los “buenos cristianos” de la ciudad. Desde hace dos mil años, el Evangelio de Lucas las pone, y aún más duras, en labios de la Virgen, pero ¿quién presta atención al Magníficat? 52

Prestaron atención a los acentos de Montfort. Para aprobarlos u ofuscarse ante ellos... Al cabo de tres meses, en efecto, uno de los administradores y la administradora en jefe, descontentos por las reformas, empezaron a desacreditarlo ante los miembros del Buró; lograron incluso hallar audiencia entre los pobres, entre “algunos libertinos y libertinas” a quienes incomodaba el orden restablecido. En carta de 4 de julio de 1702, Luis María cuenta al señor Leschassier; “Durante esta borrasca me mantuve callado y apartado, colocando mi causa totalmente en manos de Dios y esperando sólo en su socorro, a pesar de los consejos que en contra se me daban. Con este fin hice un retiro de ocho días en casa de los jesuitas. Allí me sentí lleno de gran confianza en el Señor y su Santísima Madre, seguro de que ellos tomarían ciertamente mi causa en sus manos. Mi esperanza no quedó defraudada. Al salir del retiro, encontré enfermo a dicho señor, que murió a los pocos días... La superiora, joven y llena de vigor, lo siguió seis días más tarde. Más de ochenta pobres cayeron enfermos y varios de ellos murieron. Toda la ciudad pensaba que se había declarado la peste en el hospital. Y, no obstante haber tenido que asistir a todos estos enfermos y muertos, fui el único que no se enfermó”. Esto, que algunos tomaron como juicio de Dios, y la “inhumación” de los rebeldes, devolvieron la paz al hospital. Así, el capellán, “que tenía un don especial para apaciguar a los pobres”, pudo proseguir por algún tiempo mejorándoles la suerte, compartiendo su vida y haciéndose su propia voz. Esta comunión de alma con los pobres no le cegaba sobre el comportamiento de los mismos. Escribe en julio de 1702: “Con firmeza y dulzura al mismo tiempo, les canto la verdad, es decir, sus embriagueces, riñas, escándalos”. E incluso se queja de que los administradores no lo secunden para “castigar estos vicios”. Pero no se contenta con brindarles una moral sin miramientos. Conoce las preferencias de Dios y los senderos de la gracia: experimenta por ellos los celos divinos de San Pablo por sus fieles de Corinto (2 Cor 19,2); pretende conducirlos, más allá de una práctica religiosa elemental, a una vida de piedad. Para levantar a estas rudas gentes, sus palancas son ya 53

el rezo del rosario y la entonación de cánticos. Más aún, propone la “oración mental para quienes lo deseen”. ¡Tales son sus ambiciones respecto de estos menospreciados de la sociedad cristiana y del clero! Sólo la pobreza puede adivinar los recursos básicos de santidad que existen en el corazón de los pobres. Si forma coro con esta miseria “clamorosa”, Montfort —muy de su época— no deja de pensar que una pobreza tolerable constituye una situación ideal para vivir el Evangelio y pertenecer al “pequeño número de los elegidos”. Para él, los verdaderos cristianos son diez veces menos numerosos entre los ricos que entre los pobres. Y después de todo, ¿no hace en ello eco al Señor, que decía: “¡Con qué dificultad van a entrar en el Reino de Dios los que tienen el dinero!” (Me 10,23)? Grignion coloca, pues, en los labios a Jesucristo esta optimista estrofa que se supone dirige a los harapientos: “Vosotros sois mis hijos y mejores amigos, sois mis predestinados, mi templo y mi morada...” Siendo ello así, ¿para qué intentar sacar a los desheredados de su situación? Mejorarla, sí; suprimirla, no. En la mentalidad del siglo XVII, la naturaleza —por tanto, Dios mismo— creaba la distribución de la humanidad en dos niveles. Bossuet decía a los adinerados: “Dios os ha enriquecido para que sirváis de padres a sus pobres”. Y no para elevar su nivel de vida y equilibrar las condiciones sociales de unos y otros. Muy de su tiempo, Luis María sólo contempla para sus amigos una promoción espiritual que los convierta en modelo de las buenas familias que habitan en las suntuosas casas particulares del centro de la ciudad. Pero, ya en 1702, va más allá en esta línea realizando un gesto alocado.

La locura de la Sabiduría Recién ordenado sacerdote, Luis María había deseado rodearse de discípulos que vivieran pobremente y se consagraran a los pobres. A fines de 1701, había propuesto su plan de vida radicalmente evangélica a algunas administradoras del hospital. Hubiera sido matar dos pájaros de un tiro, al asegurar una gestión más religiosa y más atenta de la casa. Pero aquellas señoritas, aunque generosas, lo habían rehusado e incluso se habían rebelado. 54

¿Se acordaría Montfort de la parábola del festín del Reino de Dios, en la que los primeros invitados se mostraron indignos y fueron sustituidos por “lisiados, ciegos y cojos” (Le 14.21)? En noviembre de 1701 obtuvo de la administración del hospital una sala que quiso llamar “La Sabiduría”. Reunió allí a una docena de pensionadas de la casa. De aquellas que se habían dedicado a la meditación cotidiana, evidentemente, pero seleccionadas con un criterio muy nuevo: la gracia del llamamiento llegaría a las menos agraciadas por la naturaleza: minusválidas, cojas, contrahechas, escrofulosas, ciegas... ¿Su intención? No sólo formar una asociación piadosa, sino fundar con estas desdichadas una verdadera comunidad religiosa. —Pero ¡eso es una locura! —No; ¡es “la Sabiduría”!, pero no la del mundo. “¿No ha demostrado Dios —escribe San Pablo a los Corintios — que el saber de este mundo es locura? Mirad, cuando Dios mostró su saber, el mundo no reconoció a Dios a través del saber... Nosotros predicamos un Mesías crucificado... que es portento de Dios y saber de Dios; porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres. Y... lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo despreciado, se lo escogió Dios; lo que no existe, para anular a lo que existe...” (1 Cor 1,20-28). Loco de Dios, como San Pablo, Luis Grignion, poco afecto a las componendas, va hasta la cumbre de su lógica. Hay que “construir la casa de la Sabiduría” (Prov 9,1), y, para ello, salir en busca de una piedra angular. Todavía por la misma época, finales de 1701, recibió en el confesonario a una joven de diecisiete años, María Luisa Trichet. No le cuesta discernir en ella una vocación a la vida consagrada. ¿Por que no en su comunidad del hospital general? Suscita, pues, su interés por los pobres de Jesucristo; ella acude a visitarlos... Pero no pica: aspira más bien a la vida del claustro. Durante el verano de 1702, mientras su director de conciencia se halla en París para ayudar a su hermana Luisa, la señorita Trichet ingresa, 55

como conversa, en Châtellerault, en el convento de las Canónigas de San Agustín. Su padre, el señor Trichet, procurador en el Presidial, es decir, el tribunal de apelación de Poitiers, es comprensivo, como lo son a menudo los padres con sus hijas. Pero la señora Trichet no lo entiende así: impulsiva y autoritaria, manda a la novicia que vuelva a casa. Al enterarse de que María Luisa se confiesa con el capellán del hospital, le espeta: “¡Te volverás loca como ese cura!” ¡Buena profetisa, la señora Trichet! Pero la pobre María Luisa se halla indecisa, desorientada. Un día de diciembre de 1 702, consulta al señor Grignion. —Pues, ¡vete a vivir al hospital! —le responde él. Pero ocurre que no hay vacante entre las administradoras... Entonces, la joven acude al nuevo obispo de Poitiers, Mons. de la Poype, presidente del Buró administrativo: —Estos señores —le dice ella— no quieren recibirme entre las administradoras; ¿no querrán tampoco recibirme en calidad de pobre? Quedan aún los padres... Evidentemente, no les informa acerca del género de vida que quiere abrazar. El padre aprueba, la madre desaprueba; pero a las buenas o a las malas, aceptan que entre al hospital. Prueba de que no están al tanto de sus opciones radicales: pagarán las cincuenta libras que entregan las administradoras. —¡Ni hablar! —dice Montfort—. Vivirá entre las pobres y comerá el pan negro y tosco de ellas. Para que no queden ambigüedades sobre la realidad de su nueva situación. Montfort la hace renunciar a sus vestidos burgueses: —Vestirás como las pensionadas, “ese vestido extraño y tan poco conforme a tu categoría”. Era el 2 de febrero de 1703, fiesta de la Presentación de Jesús en el templo. En lo sucesivo, por fidelidad al Fundador, la Congregación de las Hijas de la Sabiduría celebrará tradicionalmente esta primera toma de hábito. Esperáis —como en ese momento todo el hospital— que la entrada de María Luisa Trichet a la pequeña comunidad de la Sabiduría dé al grupo una base menos irrisoria y más sólida. Por supuesto que la hija del procurador del Tribunal será llamada pronto a sustituir a la primera responsable, inteligente y piadosa, por cierto, pero ciega... —Nada de eso. 56

La recién llegada se presenta un día a hacer la lectura durante la comida. —Puro orgullo —le grita el director— pretender hacerse notar así delante de las pobres. En otra ocasión, la señorita Trichet llega con retraso a un ejercicio comunitario; se apresura a entrar. —¡No, no, hija mía, no entrarás! En castigo de tu falta, te quedarás a la puerta. Entre aquellas mujeres “enclaustradas” cuya suerte ha decidido compartir, María Luisa debe ser la última. Para ello, Montfort vuelve a encontrar los métodos fuertes por los que tanto había aguantado a los señores Brenier y Leschassier en San Sulpicio. Le toca mostrar puños de herrero. La Sabiduría no albergaba un revoltijo, sino un Cenáculo. Un Cenáculo abierto, en esta ciudad de Poitiers donde todas las religiosas vivían detrás de sus rejas: grandes damas, esposas del Señor glorioso, servidas por conversas. Un Cenáculo sobre el cual descendía un Espíritu muy nuevo: la locura de la Cruz que es Sabiduría de Dios. Para que nadie se equivoque acerca de la locura humana de esta iniciativa, el Padre dota a su comunidad con un manifiesto que no permite ilusión alguna: una cruz de madera con estas inscripciones:

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Renunciar a sí mismo cargar su cruz para seguir a Jesucristo SI OS AVERGONZAIS DE LA CRUZ DE JESUCRISTO El. SE AVERGONZARA DE VOSOTROS DELANTE DE SU PADRE Amor de la cruz deseo de cruces desprecio dolores ultrajes afrentas oprobios persecuciones humillaciones calumnias enfermedades injurias Viva Jesús Viva su cruz Amor divino humildad sumisión paciencia obediencia total presta gozosa ciega perseverante Es algo no muy atractivo para las jóvenes del siglo XX. ¡Lo mismo que para las del siglo XVIII! Pero esta cruz revela su profunda actualidad, 58

si la ubicamos entre aquellas pobres lisiadas del hospital general de Poitiers de los años 1700: sufrimientos y humillaciones constituyen la cadena y la trama del tejido de su existencia cotidiana. Y, además, en cualquier época o situación, ¿no es así como participamos en la suerte del “Servidor doliente” y Salvador? Luis María insufla su dinamismo místico en esas penas cotidianas y las ilumina de esperanza con los destellos de luz que derraman las austeras palabras que se leen sobre su cruz: los monogramas de Jesús y de María, el Corazón de Jesús circundado de un gozoso: “¡Viva Jesús, viva su cruz!”, y al pie, una estrella que evoca la presencia de la Madre de los Dolores. En resumen, una “Regla de vida” que no es posible eludir: está en el corazón del Evangelio y a la base de la Salvación, y tiene en cuenta el “menú” cotidiano de las pobres del hospital. Por lo demás, ese camino austero de “seguimiento de Cristo” que Montfort propone a aquellas crucificadas de la sociedad es el mismo que antes que ellas va siguiendo él, pobre entre los pobres y escándalo para los bienpensantes. En efecto, adivinamos sin esfuerzo que una fundación tan desafiante no puede gustar a todo el mundo, en particular a algunas directoras. Quienes, antes que atacar de frente, buscan pretextos. ¿Por qué comulgan todos los días estas mujeres, cuando las religiosas habitualmente sólo lo hacen dos veces por semana? Mons. de la Poype propone transacciones. Finalmente, el Buró mismo, luego de largas discusiones, decide cerrar esta insólita comunidad. El clero y los notables de los años 1700 no estaban preparados para aceptar una Iglesia de los pobres. María Luisa no podrá menos de conservar en su corazón, durante largos años, el recuerdo vivo de esta intensa comunión con la Cruz de Jesucristo que vivió sólo durante dos meses. Gracias a María Luisa, esta Cruz de la primitiva Sabiduría subsiste todavía en Roma.

Hacia otra forma de estar con los pobres Destruir La Sabiduría era herir al fundador en el corazón de su vida personal y de su ministerio en el hospital. El Buró administrativo no hojeaba ciertamente los mismos libros que el capellán. ¿El Evangelio? Sí, pero diluido, diluido... Por otra parte, a través de Poitiers, donde Montfort animaba “una misión perpetua”: predicación, dirección espiritual, obras diversas..., se 59

atraía “el aplauso de casi toda la ciudad”. Pero este “casi” alude a una pequeña minoría virulenta y agresiva que no le dejaba vivir en paz. Don José Grandet, su primer biógrafo, refiere una anécdota colorida y significativa: “Un día de verano en que hacía mucho calor, el señor de Montfort, que pasaba cerca del río (el Clain), divisó en la orilla a varios muchachos que habían venido a bañarse y hacían gestos descarados frente a varias mujeres que estaban haciendo la colada. Arrebatado de celo... tomó una disciplina que llevaba en el bolsillo y propinó dos o tres golpes a uno de aquellos chicos, para obligarlo a retirarse en actitud más modesta. El muchacho no podía tolerar semejante corrección y fue a quejarse a sus padres, diciendo que estaba gravemente herido. La madre, en un primer movimiento de ira, fue a quejarse ante el señor obispo, dándole a entender que su hijo se hallaba en peligro de muerte. El prelado, sin examinar a fondo la cuestión, mandó decir al señor de Montfort que le prohibía celebrar misa. “Este fue en seguida a contar lo sucedido al padre de la Tour, jesuita, confesor suyo, y le comunicó la resolución que tenía de partir de Poitiers. El padre de la Tour le dijo que no había que apresurarse, que él mismo iría a rogarle al señor obispo que examinara las cosas más de cerca, a fin de ver si el señor Grignion era tan culpable como se lo habían hecho creer. Luego de información exacta, el señor obispo vino a saber que el muchacho había gritado más fuerte que el dolor que sentía y ni siquiera estaba herido. Lo que obligó al santo prelado a levantar el entredicho al señor de Montfort y permitirle celebrar misa al día siguiente”. “Su resolución de partir de Poitiers” no carecía de motivos. Las dificultades se amontonaban dentro del hospital. Presentó su dimisión y partió hacia París. Era la primavera de 1703. Nada más llegar a la capital, en lugar de volver al “Hostal de Dios”, donde religiosas cuidan maternalmente de los enfermos, se dirige a un hospital general: allí se pudren las mujeres abandonadas. “Prefería —dice Blain— los hospitales y la abyección reinante en ellos”. Encamina, pues, 60

sus pasos, sus harapos y su amor a la Salpêtrière, donde están encerradas unas cuatro o cinco mil pobres mujeres. “Imposible imaginar cuántas fatigas y esfuerzos se impone allí”. No por largo tiempo. En el curso del verano de 1703, se halla despedido. Mientras busca su camino en París, sus amigos de Poitiers lloran su partida. Ya han hecho varios intentos ante el obispo para hacerlo regresar a su lado. En marzo de 1704 se atreven a escribir directamente al superior de San Sulpicio: “Por la muerte y pasión de Jesús. “Señor: “Nosotros, cuatrocientos pobres, le suplicamos muy humildemente, por el mayor amor y gloria de Dios, que haga volver acá a nuestro querido pastor, el que tanto ama a los pobres, el señor Grignion”. Montfort vuelve, pues, a Poitiers. No como capellán que tiene que hacerlo todo y callar, sino como director del hospital general. Un sacerdote de la ciudad que trabajó varios meses con él, contará: “Desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche, no se le vio inactivo un solo instante. Sus ejercicios de piedad no eran jamás interrumpidos sino por los de caridad pública... El señor Grignion tenía un don muy peculiar para apaciguar a los pobres, a menudo irritados por los rigores de un hospital”. Esto durará quince meses. En lo sucesivo, Montfort tendrá que encontrar obras distintas de los hospitales generales. Pero durante todo el resto de su vida, cuando llegue a una ciudad, reservará siempre su primera visita para los hospitales. Como otros van primero a la iglesia. O, en la iglesia, al Santísimo. ¡Qué signo éste! Y mandará que en toda comida, mediodía y noche, un pobre —de preferencia sucio o enfermo— comparta su alimento y beba en su propio vaso. A medida que se vaya decantando su loca pasión por los pobres, comprenderá mejor el mensaje que debe proclamar ante la Iglesia y la sociedad. Una tarde del invierno de 1706-1707, en Dinan, llevará en brazos a un infeliz cubierto de úlceras. Golpeando a la puerta de una casa 61

eclesiástica, definirá así la identidad de su protegido: “¡Abrid a Jesucristo!”

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6. EL DESCUBRIMIENTO DE LA SABIDURÍA (1702-1704)

El 28 de agosto de 1704, Luis María escribe a su madre muy amada una carta que no puede menos de chocar a cualquiera que no esté familiarizado con el Evangelio y las cartas de San Pablo. En esa época, es verdad, la célula familiar, más amplia, no era tan cálida como hoy, y una vez dispersa la nidada, las relaciones entre aquellos que la vida había separado se iban enrareciendo hasta desaparecer. A no ser que se tuviera, como en el caso de Mme. de Sévigné, el tiempo y la pasión de escribir. Pero el hijo, ya grande —treinta y un años ahora—, sabía escribir. Así, pues, el silencio epistolar que va a romper por un instante es rico en misterio. Por lo demás, quizá piensa que su madre es capaz de comprenderlo: ¡han compartido tantos sufrimientos y confidencias desde sus más tiernos años! Se abre, pues, sin miramientos: “Aunque no te escriba, no te olvido en mis oraciones y sacrificios. Antes bien, te amo y venero tanto más perfectamente cuanto que en ello no intervienen ni la carne ni la sangre. “No me molestes con el cuidado de mis hermanos y hermanas. He hecho por ellos cuanto Dios me pedía por amor. De momento, no tengo ningún bien temporal que proporcionarles, porque soy más pobre que todos ellos. Los pongo, con toda la familia, en manos de quien la ha creado. Que me consideren como muerto. Sí, lo repito para que no lo olviden: considérenme como muerto. No pretendo tener que ver o heredar nada de la familia en la que Cristo me ha hecho nacer. Renuncio a todo, a excepción de mi título, porque la Iglesia me lo prohíbe. Mis bienes, mi Padre y mi Madre están en lo alto; no reconozco a nadie según la carne. “Es verdad que tengo para contigo y para con mi padre grandes obligaciones por haberme dado la vida, haberme criado y educado en el temor de Dios y haberme hecho infinidad de beneficios. Por ello, os doy miles y miles de gracias y ruego diariamente por vuestra salvación. Cosa que continuaré haciendo durante toda vuestra vida y 63

después de vuestra muerte. En cuanto a hacer algo más por vosotros, yo y nada valemos lo mismo en mi antigua lamilla. “En la nueva familia a la que ahora pertenezco, estoy desposado con la Sabiduría y con la Cruz. Ellas constituyen todos mis tesoros temporales y eternos, terrenos y celestes. Tesoros tan grandes que, si los conocieran, los más ricos y poderosos de la tierra envidiarían a Montfort”. Es la ruptura en pro de una alianza: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser”.

El encuentro de la Esposa “Estoy desposado —dice— con la Sabiduría y con la Cruz”. Entre 1701 y 1702, Montfort reunió —recordémoslo— a unas pobres mujeres del hospital general de Poitiers en una comunidad “que —dice Grandet— quería dedicar a la Sabiduría del Verbo encarnado para confundir la falsa sabiduría del mundo, al establecer entre ellas la locura del Evangelio”. Indudablemente se trata en el fondo del seguimiento de Cristo, pero con la finalidad “escandalosa” de contestar la sabiduría de los “mundanos” poniéndoles ante los ojos “la locura del Evangelio”. Y no se entienda por “mundanos” a gentes desvergonzadas o alejadas de la Iglesia, sino en forma monda y lironda a “buenos cristianos” de la mejor sociedad de Poitiers: los “fieles”, a quienes interpela en estos términos por boca de Jesucristo: “Alma fiel y muy querida: yo que soy Dios poderoso amé tanto los oprobios y vi tan bella la cruz que, a fin de unirme con ella, he descendido del cielo y tomado carne humana. Hallo, en mi sabiduría, tesoros en la pobreza, esplendor en la humildad y grandeza en la abyección. Y sólo desdeñar puedo 64

los bienes, el esplendor y la fama de este mundo. He vivido en obediencia, me he sometido a servir; nacer y vivir pobre opté entre miseria y dolor. ¿Quieres tú reinar conmigo? El ejemplo que te he dado es la ley para triunfar”. Desde el día en que, luego de cruzar el Vilainc en 1692, se tomó la libertad de intercambiar su traje nuevo por los harapos del mendigo, Luis María sigue personalmente el ejemplo de Jesucristo crucificado. Pero quiere compartir su tesoro. Y aún más, enarbolar a la faz del mundo la locura de la Cruz. No hemos olvidado que, recién salido del seminario de San Sulpicio, pedía “continuamente con gemidos una pobre y pequeña compañía de sacerdotes ejemplares... bajo el estandarte y la protección de la Santísima Virgen”. Un año más tarde, propone a mujeres que compartan sus aspiraciones. ¿Por qué? ¿Porque la fe y la piedad son más femeninas que masculinas? Indudablemente. Pero en el seminario, ambiente exclusivamente masculino, le han puesto en guardia contra las mujeres, hasta el punto —afirma Blain— que, en las calles de París, sólo las miraba para huir de ellas. Mientras que en el hospital general de Poitiers trabaja tanto entre mujeres como entre hombres. El proyecto de comunidad propuesto a las administradoras y luego a las pobres, la dirección espiritual de María Luisa Trichet revelan, pues, una evolución personal; al mismo tiempo descubre en la Sabiduría una imagen de Dios más femenina que masculina. Ahora lo vemos lanzarse en una búsqueda amorosa de la Sabiduría, como escribe a la señorita Trichet en la primavera de 1703: “¡Oh! qué riqueza, qué gloria, qué placer, si todo esto me alcanza la divina Sabiduría, tras la cual suspiro día y noche”, Seis meses más tarde, escribiendo una vez más a María Luisa, evoca: “el equipaje y cortejo de la divina Sabiduría, que Ella introduce consigo en casa de aquellos con quienes quiere morar. ¡Oh! ¿Cuándo 65

lograré poseer esta amable y desconocida Sabiduría? ¿Cuándo vendrá a morar en mí?” Es un lenguaje absolutamente nuevo en Luis María. El que hasta entonces se aferraba sobre todo a la imagen maternal de María, frente al Dios Altísimo, llega ahora a considerar al Hijo de Dios como el gran amor de su vida. Todo lleva a pensar que esta búsqueda apasionada de la Sabiduría remonta al año anterior. Sabríamos quizá más si pudiéramos precisar la fecha de los cuatro cánticos que son de la misma vena. Canta y hace cantar: “Buscad la Sabiduría, que es un tesoro escondido. Busquémosla sin descanso, con afán y con delirio. Recorramos todo el orbe, la tierra, el cielo y el mar; suframos, sin ahorrar nada, por un bien tan singular”. Pero alguien, antes que nadie, la ha descubierto: “Eres, divina María, la única que has encontrado la Sabiduría infinita en ese Verbo encarnado. Que el amor te obligue ahora a enviarla hasta nosotros, porque a todos nos ayude y que nos instruya a todos...” Estimulado y guiado por Nuestra Señora, desea, busca, llama, al igual que un amante: “Ven, Sabiduría, un pobre te llama...” “¿Por qué alargas mi pena y mi martirio, si yo te estoy buscando noche y día? ¡Ven, por ti suspiro y desfallezco! ¡Ven, por ti de amores peno y muero!” “¡Abre, Amor, que llamo! ¡Abre la puerta! Mira que no soy un desconocido, 66

mira que te amo y busco locamente y en ti tan sólo encuentro mi descanso”. Seguro que Ella abrirá. ¿Para introducir en su casa a este loco dc amor?... Mejor aún: para que Ella abandone su palacio y se instale, como Esposa, en casa de Montfort. “Sabiduría hecha hombre, ven a mi pecho; te conozco y te llamo, tiende tu vuelo, Contigo y con tu cruz, ¡cuánto consuelo! “Poderosa Princesa, ven a mi pecho; excelsa Soberana, tiende tu vuelo; contigo hay más dulzuras de cuantas quiero. “Esposa inmortal mía, ven a mi pecho; mi bella y fiel señora, tiende tu vuelo. Ante ti caen vencidos muerte y averno”. ¿Dónde ha quedado la imagen del Dios distante, majestuoso y un tanto glacial que Montfort había recibido de su educación familiar y clerical? Al poder ser finalmente él mismo, este “original” irreductible se abre en la libertad del Espíritu y manifiesta una singular evolución afectiva, intelectual y espiritual. Ahora escruta la Biblia con ojos nuevos, con preferencia por textos que antes parecen haberlo impactado poco, en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento: el Libro del Eclesiástico, los Proverbios y sobre todo el Libro de la Sabiduría. Desde los años de seminario, Luis María era un lector asiduo de la Biblia. La llevaba habitualmente en su talega. Todos sus escritos aparecen esmaltados de citas bíblicas. Su exégesis, como la de los Padres de la Iglesia, no tiene mucho que ver con el método histórico-crítico de hoy: 67

hunde sus raíces en la interpretación antigua y medieval, de la que nacieron la dogmática, la espiritualidad, la literatura y el arte cristianos de los grandes siglos. Y entonces ya, el Espíritu, coautor de la Biblia, la comentaba a los humildes y a los santos. Es así como, muy especialmente en los Libros sapienciales, descubre una imagen de Dios más interior, más personal, más femenina, más humana, más plenificante que, por ejemplo, en el Libro del Génesis. Y su descubrimiento es para nosotros tanto más interesante cuanto que en el tratado que intitula El Amor de la Sabiduría eterna, llega a un esclarecimiento recíproco del Antiguo y del Nuevo Testamento. Se puede, al parecer, hablar ahora de una lectura bíblica original en el siglo XVIII, una lectura que se apoya en su propia experiencia espiritual.

“El Amor de la Sabiduría eterna” Lector penetrante de la literatura sapiencial, asiduo contemplador de Jesús crucificado, el Montfort de los años 1702-1704 se proyecta todo entero en su primera obra: El Amor de la Sabiduría eterna. En su pensamiento, en efecto, “poseer y conservar la Sabiduría” y “unirse a Jesucristo para llevar la propia cruz en su seguimiento” son dos expresiones que podemos calificar de equivalentes. De esta obra se ha escrito: “Es un libro capital. Es el que nos brinda en su conjunto la espiritualidad monfortiana”. En él emergen, efectivamente, todos los grandes temas preferidos suyos: la Cruz, María, la renuncia al mundo, etc. Pero ha quedado establecido actualmente que si, al final de su vida, Luis María hubiera tenido tiempo y deseo de escribir el conjunto de su experiencia espiritual, habría adoptado un tono y punto de vista notoriamente diferentes. El Amor de la Sabiduría eterna representa sólo una síntesis de su pensamiento y de su vivencia espiritual en un momento concreto de su vida, en los años que siguieron a su salida del seminario. ¿Podemos ser más precisos? En la primavera de 1703, el capellán del hospital general ha presentado su dimisión y abandonado Poitiers por la Salpêtrière de París. Después de cuatro o cinco meses de abnegada dedicación en este nuevo infierno de miseria, “encuentra, cierta tarde, la carta de despido debajo de sus cubiertos”. Se refugia entonces bajo la escalera de un miserable escondrijo, calle de Pot-de-Fer (actual calle Bonaparte), cerca de San 68

Sulpicio. Vive allí en una privación total, pero es el dichoso vecino del noviciado de los jesuitas, de cuya biblioteca saca prestadas las obras de Saint-Jure. Nepveu, Nouet, Bonnefons, que ha resumido o citado literalmente. El Amor de la Sabiduría eterna parece datar, pues, de los años 1703-1704. Pero es el fruto de una maduración anterior, bajo el sol de la oración, de la experiencia y del Espíritu. Esta obra constituye, en efecto, un verdadero tratado. Lejos de ser un revoltijo de notas, sigue un plan bien trazado: el origen, la excelencia y las maravillas de la Sabiduría en sí misma antes de la Encarnación; sus anhelos de comunicarse a los hombres; los efectos maravillosos de la verdadera Sabiduría en los que optan por ella; entonces viene la Encarnación de la Sabiduría, su dulzura, sus oráculos, su pasión y su triunfó por la Cruz; por último, los cuatro medios para alcanzar la Sabiduría: un deseo ardiente, una oración continua, una mortificación universal y una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen. Sin embargo, en este tratado de juventud no encontramos ciertas dimensiones que serán adquisiciones de su edad madura: la referencia a su experiencia misionera, su sentido de la religiosidad popular, su pesimismo acerca de la naturaleza humana. El Montfort, apóstol comprometido, aparece aquí algo fuera de su ambiente. Por el contrario, a pesar de un género literario un tanto escolar, se respira en esta obra un frescor, que es privilegio exclusivo de la mañana. “El peso del día y del calor” marcarán más al escritor de la edad madura. Aquí, el hombre de treinta años nos entrega su vida interior. Ya que no podemos saborearla toda, deleitémonos con dos de los pasajes más significativos. En primer lugar aquel en que Luis María, después de proclamar su admiración ante la Sabiduría en su origen, en la creación y en la Encarnación, la ve tan premurosa de comunicarse al hombre: “Existe un vínculo de amistad tan estrecho entre la Sabiduría eterna y el hombre, que resulta incomprensible: la Sabiduría es para el hombre y el hombre para la Sabiduría... “Esta amistad de la Sabiduría con el hombre proviene de que éste fue en la creación el compendio de las maravillas, el pequeño y gran mundo, la imagen viviente y el lugarteniente de la Sabiduría sobre la tierra. Y desde que, en exceso de amor por él, se hizo semejante al hombre para salvarlo, lo ama como a un hermano, un 69

amigo, un discípulo, un alumno, el precio de su sangre y el coheredero de su reino, de modo que se le hace infinita violencia rehusándole o robándole el corazón de un hombre. “Esta eterna y regiamente amable belleza tiene deseo tan vivo de la amistad del hombre, que para conquistarlo ha escrito expresamente un libro, manifestando en él sus excelencias y los deseos que tiene de los hombres. Libro que es como una carta de la amante a su amado para ganar su afecto. Los deseos de poseer el corazón del hombre que manifiesta en él son tan apremiantes, la solicitud que revela para ganarse su amistad es tan delicada, sus llamadas y anhelos son tan amorosos, que —al oírla hablar— se diría que no es la reina del cielo y de la tierra y que para ser feliz necesita de los hombres”. Página interesante porque nos desvela no sólo a la Sabiduría en sí misma, sino también y ante todo los anhelos personales que Montfort proyecta inconscientemente sobre el objeto de su pasión. Ávido por descubrir y poseer la Sabiduría divina, descubre en ella aspectos que son poco familiares a los escritores espirituales de su época. Otro pasaje, por lo menos, exige que lo valoremos: aquel que, en el contexto de los capítulos sobre la pasión de Jesús y su muerte en cruz, identifica a la Sabiduría con la Cruz: “La Sabiduría amó tanto la cruz desde sus más tiernos años... La buscó fervientemente durante toda la vida... Todos sus caminos, todos sus afanes, todas sus pesquisas, todos sus anhelos, tendían hacia la cruz... “Se desposó con ella con amor inefable en la Encarnación. La buscó y llevó con indecible gozo durante toda su vida, que fue cruz continua, y, después de haber hecho tantos esfuerzos para llegar a ella y morir en ella sobre el calvario... “La Sabiduría logró al fin lo que tanto anhelaba: se vio cubierta de oprobios, cosida y fuertemente adherida a la cruz, y murió con alegría en los brazos de su idolatrada amiga, como si fuera un lecho de honor y de triunfo. “No vayamos a pensar que, después de su muerte, la Sabiduría se haya desprendido de la cruz o la haya rechazado para triunfar mejor. ¡Todo lo contrario! Se ha unido y como incorporado a ella, en 70

tal forma que ni ángel del cielo ni creatura alguna del cielo o de la tierra puede separarla de la cruz. Su enlace es indisoluble y eterna su alianza. Jamás la cruz sin Jesús ni Jesús sin la cruz!” Como se hacía desde siglos atrás, Montfort no prolonga su visión hasta la Resurrección. En la Cruz misma contempla la gloria de Cristo, porque según él “podemos decir con toda verdad: ¡la Sabiduría es la Cruz y la Cruz es la Sabiduría!” Empalma así con lo que escribía a su madre en 1704: “Estoy desposado con la Sabiduría y con la Cruz”. Esta identificación de la Sabiduría con la Cruz se atenuará en él durante los años siguientes. Es verdad que durante toda su vida seguirá siendo el gran predicador de Jesucristo crucificado. Pero su pasión por la Sabiduría experimentará una evolución. En 1706 escribirá todavía, como de paso, a las gentes sencillas de Poitiers: “Busco la Sabiduría: ayudadme a encontrarla”. En 1707-1708, colocará en una capilla de su tierra natal una estatua de Nuestra Señora de la Sabiduría. Pero después de 1711, en sus escritos de madurez, la designación del Hijo de Dios bajo el título de Sabiduría se hace rara en extremo. Lejos de lamentarnos por ello, nos alegramos de ver en Montfort a un hombre que ha evolucionado. Ese caminar lo hace más realista, más humano, más cercano a nosotros. Con todo, su descubrimiento, su pasión por la Sabiduría en los años 1702-1703 representa uno de los momentos fuertes de su experiencia mística. Que nos sigue interpelando. Sin embargo, para comprender toda la espiritualidad de Grignion de Montfort en esta época, hay que evitar disociar tres facetas complementarias: la Sabiduría, la Cruz y la contestación de la locura del mundo. Las tres se unen indisolublemente en su vida de entonces como en la obra en que se proyecta él mismo. Hemos leído ya en su escrito la estrecha unión que existe entre la Sabiduría y la Cruz. Unión que no es menos llamativa en su vida. Por ejemplo, en una carta de la primavera de 1703 a María Luisa Trichet, escribe: “Sigue, más aún, redobla las súplicas en mi favor. Que se trate de una extrema pobreza, de una cruz muy pesada, de abyecciones y humillaciones: todo lo acepto con tal que —al mismo tiempo— pidas 71

a Dios que esté a mi lado y no me abandone un solo instante a causa de mi infinita flaqueza. ¡Oh! ¡Qué riqueza! ¡Qué gloria! ¡Qué placer! ¡Si con todo esto alcanzo la divina Sabiduría, por la cual suspiro día y noche!” Pero esta Sabiduría es locura para el cristiano medio. Hoy diríamos: esta cruz sólo puede soportarse abrochada, suave y brillante, en el ojal: “¡Oh sabios del mundo! ¡Varones ilustres de la tierra! ¡Vosotros sois incapaces de comprender este lenguaje misterioso! ¡Amáis demasiado los placeres, os preocupáis excesivamente de vuestras comodidades, apreciáis demasiado los bienes de este mundo, teméis demasiado los desprecios y humillaciones! En una palabra: ¡sois demasiado enemigos de la cruz de Jesucristo! Sí, estimáis y alabáis la cruz, pero en general y no en concreto la vuestra, de la que huis cuanto más podéis o la lleváis arrastrando de mala gana, entre murmuraciones, impaciencias y lamentos. Me recordáis a aquellas vacas que, mugiendo y muy a pesar suyo, arrastraban el arca de la alianza, que contenía lo más precioso del mundo” (1 Sam 6,12). No, estos propósitos que inspiran El Amor de la Sabiduría eterna, y que además el autor vivía y predicaba, no podían menos de condenarlo a los suplicios. No tendrá que esperar mucho las persecuciones, menosprecios y calumnias que el Señor promete a sus amigos en las Bienaventuranzas. Lo leemos claramente entre las líneas que dirige, siempre desde París, a María Luisa, en octubre de 1703: “Experimento que sigues pidiendo la divina Sabiduría para este miserable pecador. ¡Animo, querida hija! ¡Animo! Te quedo infinitamente agradecido. Experimento los efectos de tus plegarias, porque me encuentro empobrecido, crucificado y humillado como nunca. Hombres y demonios, en esta ciudad de París, me arman una guerra muy amable y dulce. ¡Que me calumnien, que me ridiculicen, que hagan jirones mi reputación, que me encierren en la cárcel! ¡Qué regalos tan preciosos! ¡Qué manjares tan exquisitos! ¡Qué grandezas tan seductoras! Son el equipaje y cortejo de la divina Sabiduría, que Ella introduce consigo en casa de aquellos con quienes quiere morar. ¡Oh! ¿Cuándo lograré poseer esta amable y desconocida Sabiduría? ¿Cuándo vendrá a morar en mí? ¿Cuándo estaré tan engalanado que 72

pueda servirle de refugio en un lugar donde se halla sin techo y despreciada?” ¿Que le pasa a Montfort en ese París donde la divina Sabiduría y su apasionado amante parecen uno y otra sin techo y colmados de desprecios?

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7. EN LA LARGA NOCHE (1703-1708)

“¡Tú, Luis María! ¿Vives ahí...? ¡En ese diminuto hueco de casa tan miserable!... ¡Bajo una escalera que a duras penas ilumina el sol!” Es la exclamación de Juan Bautista Blain cuando, por fin, descubre a su antiguo condiscípulo de Rennes en la calle Pot-de-Fer. Blain está culminando sus estudios de licenciatura, mientras ambiciona un sillón de canónigo en algún capítulo importante. En el verano de 1703 se había enterado de la presencia de su amigo en la Salpêtrière... ¡Pero no! ¡Acaban de echarlo fuera! Blain sale, pues, a buscarlo por las calles de París. Y acaba por descubrirlo en su escondrijo de ermitaño. Sus privaciones no lo sorprenden: ya conoce sus opciones radicales. Pero a su Luis María, “nacido con la inclinación a los trabajos de la vida apostólica”, lo encuentra ahora “dudando... si debe abandonar del todo, o al menos suspender por algún tiempo, el ejercicio del ministerio”. ¿De dónde procedería tan repentina y sorprendente perplejidad? ¿De una poderosa llamada a la contemplación exclusiva de la Sabiduría? “Dios sabía —dice Blain— ... indemnizarlo... por sus sufrimientos con comunicaciones tan íntimas y frecuentes que el servidor de Dios pasaba la mayor parte de los días y las noches en oración”. ¿O quizá de los acerbos fracasos en el hospital general de Poitiers y luego en el de la Salpêtrière? ¿O más bien de las dificultades experimentadas recientemente en París? J. B. Blain evoca “anécdotas picarescas, adornadas de burlesco y revestidas de ridiculeces que hacían circular a costa del humilde sacerdote”. Y cita, a título de ejemplo, el rumor según el cual el arzobispo de París le habría mandado arrestar por haber predicado en forma inconsiderada en las plazas públicas; o que la Oficialidad diocesana lo habría arrestado y encarcelado por haber atacado a los cantantes del Puente Nuevo. 75

Finalmente, para adensar más su noche, sobreviene el cambio de actitud de los sulpicianos respecto de él. Por cierto, ellos habían experimentado siempre dificultad para comprender a este discípulo suyo poco conforme, pero le habían brindado por largo tiempo un juicio más bien favorable. Ahora bien, en noviembre de 1701, el señor Leschassier había pedido a Luis María que se escogiera otro director espiritual, arguyendo la distancia, pero sobre todo por no querer aparecer más como responsable de una conducta tan poco ordinaria. El joven sacerdote pensaba poder contar de todos modos con la confianza y, llegado el caso, con los consejos del superior de San Sulpicio. Pero durante el verano de 1703, el señor Leschassier le hizo sufrir un verdadero rechazo que — refiere Blain— acrecentó la incertidumbre de Luis María: “Entonces, incierto de sus caminos, no sabía por qué sendero seguir. Su oráculo había enmudecido...: éste llegó hasta rechazarlo muy duramente, cuando fue a presentarse a él; hablo del señor Leschassier, quien entonces condenó su conducta y le denegó sus consejos... Muy mortificado quedó cierto día, cuando este sabio superior, que estaba reunido con la comunidad durante el recreo, lo recibió con rostro glacial y lo despidió ignominiosamente, con porte seco y desdeñoso, sin querer hablarle ni escucharlo siquiera. Yo, que estaba presente, quedé consternado”. Blain atestigua que el señor Grignion reaccionó con “un fervor redoblado”, pero evoca también la conmoción causada en la conciencia del joven sacerdote. Verse rechazado en esta forma por el señor Leschassier, que era entonces consejero de numerosos obispos, le parece una desaprobación del camino que sigue. En el escondrijo en el cual se entierra, calle de Pot-de-Fer, al final de este verano de 1703, Luis María llega a preguntarse si realmente estará hecho para el ministerio de los pobres y para las misiones.

¿Ermitaño en el Monte Valeriano? Pero entonces el Señor le concede una tregua. Una experiencia decisiva, ¿quién lo sabe? En todo caso, un tiempo de reflexión y de oración. En el Monte Valeriano. 76

Este cerro que domina a Suresnes, al occidente de París, es tristemente célebre en la actualidad por los cuatro mil quinientos franceses que los alemanes pasaron por las armas en este sitio de 1941 a 1944. Pero ¿quién sabe hoy que antes del fuerte que Thiers hizo construir allí, el lugar estaba poblado de ermitaños a partir del siglo XV? Por los años 1700, en la vertiente de Puteaux, vivía una comunidad de ermitaños —si puede decirse— muy semejante a las de los cartujos: celdas particulares, misa y oficio en común, silencio perpetuo, trabajo manual y oración ocupaban sus días. La paz comunitaria no se consigue de una vez para siempre entre gentes que hablan; paradójicamente es más difícil de conseguir entre quienes guardan silencio: las ocasiones de fricción son las mismas, pero sin el recurso de una oportuna explicación verbal. La discordia se había, pues, infiltrado entre estos monjes. Su superior eclesiástico, Francisco Madot, rogó al señor Grignion, en nombre del arzobispo de París, que restaurara entre ellos el fervor y la armonía. Prueba de que las singularidades de este pobre sacerdote no habían ocultado a todo el mundo su prudencia y santidad. “Fueron, pues —escribe sabrosamente Luis Le Crom—, a buscar al humilde sacerdote bajo el celemín de su escondrijo para colocarlo sobre el candelabro”. Este “candelabro” resultó ser el promontorio más alto de la región donde, en ese rudo invierno do 1703-1704, los vientos glaciales no dejaron de jugar con la lluvia y la nieve. Blain nos dice: “Su recogimiento, su espíritu de oración, su fervor, su mortificación admiraron a aquellos buenos frailes... Seguía el ritmo del reglamento, estaba presente en todos los ejercicios y les daba ejemplo de todas las virtudes más difíciles. A su lado, aquellos solitarios tan austeros no parecían tales, porque él añadía a todas sus penitencias las suyas propias. Lo veían en su capilla entre uno y otro de los ejercicios comunes, siempre de rodillas y en oración, helado y tiritando de frío, porque su pobre sotana y quizá alguna camisa gastada no lograban calentarlo ni defenderlo de la aspereza del frío, que es más punzante en los lugares altos. “Sintieron lástima de él y le rogaron que aceptara uno de sus hábitos. Así, el hombre de Dios, vestido con el hábito blanco de aquellos ermitaños, parecía y vivía como uno de ellos”. 77

Sus palabras y ejemplos restablecieron la armonía. Misión cumplida, regresó a su calle Pot-de-Fer. Su vocación no era la de encerrarse con aquellos ermitaños.

¿Vendrá de Roma la luz? Fue entonces, en esta primavera de 1704 —lo hemos relatado ya al final del capítulo V—, cuando el obispado de Poitiers, sensible a los clamores de los pobres, llamó de nuevo a Montfort, ahora como director del hospital general. Segunda experiencia que resultó tan negativa como la primera. Pero al retirarse, quince meses más tarde, decía a María Luisa: —Me voy. Pero tú, hija mía, quédate en el hospital. Aunque la fundación de las Hijas de la Sabiduría no se realice sino dentro de diez años, Dios estará contento y sus proyectos sobre ti se cumplirán. Entonces, durante el invierno de 1705-1706, se había dedicado totalmente a trabajos misioneros en los suburbios de Montbernage y de San Saturnino, barrios pobres y abandonados de la ciudad. Lo secundaba un joven laico, Maturín Rangeard, que no se apartará más de él. Pero en realidad su celo quemaba demasiado. Es así como transformó un cobertizo, llamado “El Aprisco” —donde la juventud gustaba de bailar y divertirse—, en capilla dedicada a Nuestra Señora de los Corazones o de los Buenos Corazones. Este loco de María colgó incluso al cuello de la Virgen un corazón dorado que llamaba “su corazón”. ¿Se sentiría a gusto el clero ante esta innovación que no procedía de él? Esta y otras... El caso es que el vicario general, el señor de Villeroi, no miraba a Montfort con buenos ojos. Hijo y nieto de mariscales de Francia, este sacerdote era poderoso en Versalles, y el pobre obispo tenía que andar con mucho cuidado. Y anduvo... Unas semanas después de la misión de San Saturnino, el padre Montfort inauguraba los ejercicios de un retiro a las religiosas dominicas de Santa Catalina, en la parroquia de San Hilario de la Celle. Ya el primer día, a la hora de la comida, recibió de la curia una carta en la cual Mons. de la Poype le ordenaba abandonar la diócesis sin demora. “Bendijo a Dios por esta humillación —escribe Grandet— e hizo muchos actos de amor a Dios y de sumisión a su voluntad; lanzó muchos suspiros mezclados de gozo y tristeza y se despidió sin demora de las religiosas”. 78

Durante casi un año había creído Montfort encontrar su camino. Y ahora se halla de nuevo en la noche de la duda. Ocho años más tarde, confesará a su amigo Blain sus sentimientos de entonces: “Veía tantas dificultades para hacer el bien en Francia y tanta oposición por todas partes... que permanecía incierto sobre si debía acabar con todo e irse a buscar en otra parte una cosecha más abundante y segura”. ¿Cuál “otra parte”? Las misiones extranjeras, en las que soñaba desde su ordenación. Pero para ello necesitaba un mandato del Papa. Decide, pues, partir para Roma. Estamos a comienzos de la cuaresma de 1706. Al dejar Poitiers, su pensamiento vuela a los habitantes de los barrios bajos, donde deja un gran vacío... y su corazón. Antes de partir, les escribe este testamento, a estilo de San Pablo, en el que cada línea nos proclama al hombre de Dios y al misionero que es Montfort: “Queridos habitantes de Montbernage, San Saturnino, San Simpliciano, La Resurrección y demás parroquias que se han beneficiado de la misión que Jesucristo, mi Maestro, acaba de daros: ¡salud en Jesús y María! No pudiendo hablaros de viva voz, pues la santa obediencia me lo prohíbe, me tomo la libertad de escribiros, antes de partir, como lo haría un padre afligido a sus hijos, no para enseñaros cosas nuevas, sino para confirmaros en las verdades que os expuse. “¡El cariño cristiano y paternal que os tengo es tan grande, que os llevaré siempre en el corazón, en la vida, en la muerte y en la eternidad! ¡Que me olvide de mi mano derecha antes que de vosotros en cualquier lugar en que me halle, hasta en el altar! ¡Qué digo! Hasta en los confines mismos del mundo, hasta en las puertas de la muerte, creédmelo, con tal que; practiquéis lo que Jesús os ha enseñado por sus misioneros y por mí, pecador, a pesar del demonio, del mundo y de la carne. “Acordaos, pues, queridos hijos míos, mi alegría, mi gloria, mi corona; acordaos de amar ardientemente a Jesucristo, de amarlo por medio de María, de hacer brillar, en todo lugar y a la vista de todos, 79

vuestra verdadera devoción a la Santísima Virgen, nuestra bondadosa Madre, a fin de ser en todas partes el buen olor de Jesucristo, de llevar constantemente vuestra cruz en seguimiento de este buen Maestro y alcanzar la corona y el reino que os aguardan. En consecuencia, no dejéis de cumplir y poner por obra con fidelidad vuestras promesas bautismales y sus prácticas, de recitar diariamente vuestro rosario en público o en privado, de frecuentar los sacramentos, al menos una vez al mes. “Ruego a mis queridos amigos de Montbernage, poseedores de la imagen de mi buena Madre y de mi corazón, que conserven y aumenten el fervor de sus plegarias, no toleren impunemente en su barrio a los blasfemos, perjuros, cantantes de canciones obscenas o borrachos. Digo impunemente, o sea, que si no pueden impedirles que pequen, corrigiéndoles con celo y mansedumbre, al menos que algún hombre o mujer de Dios no omita el hacer penitencia, incluso públicamente, por el escándalo público, aunque no sea más que recitando un avemaría en las calles o en el lugar de oración, o llevar en la mano un cirio encendido en su propia casa o en la iglesia“Es preciso, queridos hijos, es preciso que seáis buen ejemplo para todo Poitiers y sus alrededores. Que nadie trabaje en las fiestas de precepto. Que nadie instale ni siquiera entreabra su tienda, contrariamente a la costumbre de los panaderos, carniceros, revendedores y otras categorías de comerciantes de Poitiers —que le roban a Dios su día y, pese a sus sagaces pretextos, se precipitan en la condenación—, salvo el caso de verdadera necesidad, reconocida por vuestro párroco... “Ruego a las pescaderas de San Simpliciano, a las carniceras, revendedoras y a las demás que continúen dando el buen ejemplo que dan a toda la ciudad por la práctica de lo que aprendieron durante la misión. “Os ruego a todos, en general y en particular, que me acompañéis con la plegaria en la peregrinación que voy a emprender... “Busco la divina Sabiduría: ayudadme a encontrarla. Estoy pensando en mis poderosos enemigos; todos los mundanos, que adoran lo caduco y se deleitan en ello, me desprecian, se burlan de mí y me persiguen; todo el infierno ha tramado mi perdición y levantará contra mí por todas partes a todas las potencias. Y, en medio de todo 80

esto, me siento débil, más aún, la debilidad misma y lo demás... que no me atrevo a decir... “Con María todo es fácil; en Ella pongo mi confianza, aunque por ello rujan el mundo y el infierno... Por María busco y encontraré a Jesucristo, aplastaré la cabeza de la serpiente y venceré a todos mis enemigos y a mí mismo, para la mayor gloria de Dios, “¡Adiós sin adiós! Porque, si Dios me conserva la vida, volveré a pasar por aquí, bien sea para permanecer algún tiempo con vosotros bajo la obediencia de vuestro ilustre prelado, tan celoso de la salvación de las almas y tan compasivo con nuestras debilidades, bien sea de paso para otra región; porque, siendo Dios mi Padre, tengo tantos lugares donde morar cuantos hay en que se ofende injustamente a Dios con el pecado,..” Luis María abandona a Poitiers en marzo de 1706. Recomienda a Maturín Rangcard —el “hermano Maturín”— que espere su regreso. Parte, pues, solo, a pie, “abandonado a la divina Providencia”. ¿Solo? No. Un estudiante español, que hace el mismo camino, se presenta como compañero. Montfort lo acepta... a condición de encargarse de todos los gastos del viaje. Le quedan dieciocho monedas: las regala a los primeros pobres que encuentra. Reclama los treinta soles que estorban a su compañero: pronto los distribuye en limosna. ¡Aligerados así, nuestros viajeros podrán caminar más de prisa! Luis María no lleva más que la Biblia, el breviario, un crucifijo y una imagen de la Santísima Virgen. Estará en Roma a más tardar el 20 de mayo, fecha a partir de la cual su nombre figura durante seis días en el registro de San Luis de los Franceses. ¿Por qué caminos se había lanzado? Francia se hallaba entonces en plena guerra de sucesión de España y los ejércitos imperiales, al mando del príncipe Eugenio de Saboya, asolaban el norte de Italia. Pero se puede ir por mar. En el mes de abril, el padre dominico, J. B. Labat, cuya pluma era tan elocuente como múltiples sus viajes, embarca en Marsella el día 13 para desembarcar en Livorno el jueves 6 de mayo. Tiene como compañeros de viaje “a sacerdotes bretones y grandes bebedores..., cuatro franciscanos de apetito voraz..., cinco sacerdotes españoles suspensos... que iban a implorar la remisión de sus picadillos, un eclesiástico que 81

quería fundar una nueva orden en todo el rigor de la vida de los Apóstoles... No llevaba talega, ni alforja, ni bolsillos en ninguna parte del hábito y, por consiguiente, nada de dinero... y había dejado a la Providencia el cuidado de pagar su pasaje y de alimentarlo... Nunca logré saber de qué nación era el sacerdote apostólico; me lo ocultó”. ¿No será Luis María este pasajero que nuestro cáustico dominico describe como un soñador idealista? Es muy probable. El 6 de junio, gracias a la influencia de un religioso teatino, el Padre Tommasi, el señor Grignion fue recibido en audiencia por Clemente XI. El Papa estaba entonces preocupado por diversos problemas que perturbaban a la Iglesia de Francia: el resurgir del jansenismo, la persistencia del galicanismo “Luis catorce”, la polémica del quietismo, la querella de los ritos chinos... ¿Temía quizá también la generosidad extrema de este sacerdote de treinta y tres años? Lo escuchó con toda benevolencia. Luego su respuesta cayó decisiva: “Señor, usted tiene en Francia un campo bastante amplio para explayar su celo. No se vaya a otra parte. Trabaje siempre en perfecta sumisión a los obispos a cuyas diócesis le llamen. Por este medio, Dios bendecirá sus trabajos”. Para patentizarle su confianza y darle más amplitud en su ministerio, le confirió el título de Misionero apostólico. Este título, de reciente creación, le aseguraba numerosos privilegios de orden práctico, especialmente en lo referente a la celebración de la misa y la administración de los sacramentos. ¿Trabajar en Francia “en perfecta sumisión a los obispos...”? Poitiers lo ha despedido en forma salvaje. Luis María se siente a la vez lleno de seguridad, gracias a las palabras del Papa, e incierto acerca del camino que debe seguir. ¿Adonde ir? Mientras regresa a su patria, trata de ver con mayor claridad su vocación; vuelve a leer su propia historia... Todo había comenzado en Retines, en el encuentro con Bellier y Leuduger. ¿Volver a la fuente misma no será acaso el medio para reencontrar la pista? Se dirige, pues, a Rennes, desviándose apenas por Ligugé para encontrarse con el fiel hermano Maturín.

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Cuando éste lo vio, con los zapatos en una mano —tan desollados estaban sus pies— y el rosario en la otra, enflaquecido, extenuado, quemado por el sol.... le “costó reconocerlo”. Era el 25 de agosto de 1706. Nuestro peregrino sigue presuroso hacia Poitiers a llevar las bendiciones del Santo Padre a “sus hijos de Montbernage y demás lugares”, a sus hijas espirituales María Luisa Trichet y a una tal Catalina Brunet que comparte su Sabiduría de la Cruz. Pero Villeroi vigila. Las bendiciones del Papa pesan menos que las de Luis XIV. Se informa al obispo. Que una vez más cede y envía su secretario a pedir a Montfort “que se retire en el plazo de veinticuatro horas”. Es la primera oportunidad brindada a nuestro Misionero apostólico de poner en práctica la “perfecta sumisión a los obispos”, recomendada por Clemente XI: “¡Levar andas!” ¡Adiós, Poitiers! Y parte hacia su Bretaña nativa. En compañía del hermano Maturín, se dirige al santuario de Nuestra Señora des Ardilliers, cerca de Saumur. En su camino, la abadía de Fontevrault alberga a su hermana Silvia, religiosa conversa, a quien no ve desde hace cinco años. Repitiendo el gesto del peregrino de Roma, se presenta a la portería, pidiendo la caridad “por amor de Dios”. El tono en que pronuncia la fórmula tradicional, su actitud humilde, su fisonomía llena de dulzura intrigan a la Hermana portera. “No hacia falta más — anota Blain con malicia— para picar la curiosidad de una mujer”. Esta multiplica las preguntas, pero el caminante responde invariablemente: “Pido una limosna por amor de Dios”. La Hermana hace llamar a la Madre Abadesa. Que no logra mejor éxito: el sacerdote se contenta con decir: —Madre, mi nombre importa poco: no imploro la caridad en nombre mío, sino por amor de Dios. Cansada, la Abadesa lo despide como a piadoso extravagante. Al salir, Montfort deja escapar estas misteriosas palabras: —Si la Madre Abadesa me conociera, no me negaría la limosna. La comunidad, entonces en recreación, comenta la aventura. La Hermana que había recibido al mendigo lo describe con exactitud, evoca su gran nariz aguileña... —Pero—grita Silvia— ¡si es mi hermano...! 83

Corren en busca suya. Le ruegan con mil excusas que vuelva sobre sus pasos. El responde: —La Madre Abadesa no quiso darme limosna por amor de Dios. Ahora quiere dármela por amor mío. Se lo agradezco. Y, después de tomar algo de reposo y alimento “con los pobres del campo”, prosiguió su viaje.

Éxitos y fracasos en las diócesis de Saint-Malo y Saint-Brieuc Luego de una peregrinación al Monte San Miguel, Luis María y el hermano Maturín llegan a Rennes en octubre de 1706. Montfort expone su situación y sus dudas a aquel que, quince anos antes, había sido su director, don Julián Bellier, quien contará más tarde: “Al señor Grignion lo vi, a su regreso de Roma, muy entregado a la mortificación al sentarse a la mesa, dando siempre de comer a los pobres cuanto le daban. Le animé a ir a la diócesis de Saint-Brieuc y unirse a uno de los primeros y mejores misioneros del reino, llamado el señor Leuduger..., a fin de trabajar bajo la guía de un maestro tan experimentado, tan aceptado por todos como perseguido era el señor Grignion a causa de sus singularidades”. ¿Cómo hubiera podido Julián Bellier, que ha orientado tantas vocaciones, recuerda el celo del joven Luis María y ha probado su profunda obediencia, dar un consejo que no le pareciera el mejor? Piensa que la generosidad de Luis María encontrará un ambiente ideal para su equilibrio bajo la dirección de Juan Leuduger, dentro del numeroso y variado equipo misionero que trabaja con él. El señor Leuduger, entonces de cincuenta y siete años de edad, es discípulo del gran misionero bretón el Padre Maunoir. Ha reanudado, en las diócesis de Saint-Brieuc. Saint-Malo y Rennes, la fórmula de las misiones “a estilo bretón” creada por su maestro. A diferencia de otros equipos que, en cierta forma, tomaban el puesto del clero parroquial durante el tiempo de misión, la fórmula bretona asociaba a un núcleo de misioneros, veinte, treinta y hasta cuarenta sacerdotes del clero diocesano. Completaban esta labor con retiros cerrados en los que campesinos y campesinas venían a pasar toda una semana, en silencio y en oración, 84

dentro de aquellos inmuebles urbanos, amplios pero austeros, que se abrieron en el siglo XVII, precisamente bajo el nombre de El Retiro. Cuando, en noviembre de 1706. el señor Grignion se le une, el equipo de Juan Leuduger trabaja en o cerca de la pequeña ciudad de Dinan. ¡Por fin va a colaborar Luis María con este prestigioso misionero cuya imagen acude con frecuencia a su memoria desde hace más de quince años! Su pequeña ciudad natal. Montfort-la-Cane, quedaba casi en su ruta. Caía la tarde. Parientes o amigos se hubieran alegrado mucho de hospedarlo. Pero él prefirió proseguir hasta el caserío de Heurtebise, donde su antigua nodriza, la “madre Andrea”, vivía retirada en casa de su hija. Le envió al hermano Maturín con esta consigna: —Le pedirás la caridad “por amor de Dios” para ti y para un pobre sacerdote. ¡Ni una palabra más! De acuerdo con su yerno, la “madre Andrea” respondió que no acostumbraban hospedar a desconocidos. Dos puertas más se les cerraron igualmente. La cuarta, la de Pedro Belin, “un anciano bondadoso”... de setenta años, se les abrió de par en par: —Compartirán nuestra humilde cena y recibirán un poco de paja para dormir. Ahora bien: durante la cena, Pedro Belin observa al sacerdote. Su acento, su fisonomía no le son desconocidos. De pronto se hace la luz: ¡el señor Grignion, el hijo del abogado! Al día siguiente, la emoción llega a su colmo en el caserío. Unos acuden a saludar al hijo del señor de la Bachellcraic; otros que le habían denegado la hospitalidad, vienen a presentarle disculpas. La madre Andrea, para conseguir que le perdone, le invita a comer en su casa. Luis María se muestra más indulgente con la humilde mujer de lo que había sido con la Madre Abadesa de Fontevrault: se deja vencer por sus lágrimas. La anciana nodriza lo recibe lo mejor que puede, y él, al despedirse, le subraya la lección: —Madre Andrea, me has atendido muy bien; pero en otra oportunidad sé más caritativa. Olvídate del señor Grignion, que no merece nada; piensa en Jesucristo, que lo es todo y está presente en los pobres. Los pobres... En seguida, en Dinan como en Poitiers, Montfort cede a sus preferencias por el ministerio con los marginados: los soldados, los pequeñitos, con quienes el clero parroquial tiene menos enganche. Parece tomar así su puesto original entre los demás misioneros. Con éstos continúa en los meses siguientes, pasando de la diócesis de Saint-Malo 85

(Saint-Suliac, Bécherel, Montfort-la-Cane, en julio de 1707) a la de SaintBrieuc (La Chèzc, Plumieux, Moncontour) Además, siempre según la fórmula bretona, da retiros cerrados en varias ciudades, por ejemplo, en Saint-Brieuc. ¿Habrá finalmente encontrado su camino en este auténtico movimiento de masas que eran las misiones “a estilo bretón”? Poco a poco se va diferenciando inconscientemente de sus compañeros de equipo. En la Chèzc, encuentra las ruinas de una ermita: Nuestra Señora de los Dolores. Cerca de tres siglos antes, ese movilizador de masas que fue Vicente Ferrer había anunciado una futura restauración. Montfort emprende la realización de esta profecía. Reúne albañiles, dirige los trabajos; la población responde activamente a su llamada y las ruinas se trasforman en una de las ermitas más hermosas de la diócesis. Para la inauguración quiere hacer las cosas en grande: durante los ocho días que preceden se encienden fogatas en las cumbres de los alrededores, y el día de la fiesta, de veinte a treinta parroquias llegan las gentes en perfecto orden para celebrar a Nuestra Señora de los Dolores, cuya estatua de madera dorada queda colocada junto a la cruz erigida en el altar. Nada extraordinario en sí en estas regiones acostumbradas a las romerías tradicionales. Pero a los otros misioneros les parece que su colega se hace notar demasiado. Las gentes murmuran ya: “¡Es un santo!” En otra ocasión, en 1707, decide desplazar en algunos días una gran feria que se celebraba desde tiempo inmemorial el día de la Ascensión. Sus compañeros de equipo no pueden menos de alegrarse de esta iniciativa perfectamente de acuerdo con la reforma católica. Pero, una vez más, el señor Grignion se margina de ellos, tanto más cuanto que las gentes relatan cómo algunos recalcitrantes se han visto golpeados por la desgracia. Los misioneros llegan a Moncontour el día de la fiesta local. Allí, las ceremonias religiosas se mezclan con las danzas v las bebidas. Este maridaje entre lo sagrado y lo profano, por tradicional que sea, incomoda a los misioneros de Juan Leudugcr, que buscan restaurar la dignidad del culto cristiano. Pero, originarios de la región, se sienten obligados a actuar con miramientos. Más libre y audaz a la vez, Montfort no se embaraza con semejantes consideraciones. Se lanza en medio de la multitud y se postra de rodillas en medio de las parejas de danzantes: —Conmigo los del partido de Dios —grita—, póstrense para apaciguar la justicia, divina. 86

La mayoría cede en seguida: los que reaccionan con burlas no demoran en caer también de rodillas o desaparecer entre la multitud. Semejante éxito satisface a los discípulos de Juan Leuduger, cuya tarea se verá facilitada. Pero, una vez más, el señor Grignion aparece superándolos: “Varios de los sacerdotes que acompañaban al señor Leuduger en las misiones... hallaban qué criticar en cuanto hacía. Una secreta antipatía a causa dc sus modales, por no decir una verdadera envidia... contra su persona..., los indisponía contra un hombre que no tenía igual entre ellos”. Esta situación no podía sostenerse por largo tiempo, El mismo Juan Leuduger. se hallaba desconcertado ante este discípulo suyo. Una gota hace desbordar la copa. Predicando, cierto día, sobre la oración por los difuntos, ha conmovido hondamente al auditorio, en esa Bretaña donde el culto a los muertos reviste relieve muy especial. El señor Grignion aprovecha el clima favorable para pedir una limosna en favor de las almas del purgatorio. Algunos misioneros consideran que es una violación al reglamento, que prohíbe pedir dinero a las gentes. El señor Leuduger, exasperado por estas rivalidades entre sus misioneros, declara a Luis María que “no quiere trabajar más con él”. El Padre de Montfort ve así esfumarse sus sueños de adolescente. Pero, aún más que el fracaso, lo que le duele es la duda. Duda tanto más profunda cuanto que, ahora, a diferencia de su ministerio en Poitiers, ha participado en auténticas misiones, en dependencia de los obispos, como se lo había prescrito el Papa. ¿Qué hacer ahora? Lo juzgan inapto para los pobres de los hospitales, inapto para los pobres de las misiones... Entonces, ¿ la soledad, ese otro sueño juvenil...? Cerca de su ciudad natal, en la altura que domina el río Meu, subsistía una antigua leprosería, cuyo patrono, según la costumbre, era San Lázaro. Hay allí, al borde del bosque de Brocéliande, una ermita y un oratorio un tanto deteriorado. Decide retirarse a él. Tendría asegurado un mínimo vital, gracias a las amistades que ha conservado en Montfort, pero quiere hacerse olvidar. Con toda discreción, pues, llega a este lugar de retiro. Por otra parle, no está solo. Con él están el fiel hermano Maturín — como siempre y un recién llegado, el hermano Juan. Los tres se dedican a la oración, a la penitencia y alternan el tiempo con trabajos para restaurar 87

la capilla. Las primeras semanas viven como solitarios, conocidos apenas por algunos campesinos de los alrededores. Conocedores de su pobreza, éstos les traen el uno pan y galletas, el otro verduras o un trozo de tocino. Pero un día, se olvidan. Y nuestros tres ermitaños pasan el tiempo del almuerzo... leyendo, en torno a una mesa vacía. El mismo menú para la noche. Oportunidad inesperada para abandonarse a la Providencia, no sólo respecto del pan cotidiano, sino también del camino por el cual Dios quiere conducirlos. En efecto, en Montfort y sus cercanías se esparce en seguida la noticia de que en San Lázaro moran tres ermitaños que llevan allí vida de oración. Uno de ellos es incluso el hijo mayor de los Grignion. La gente comienza a acudir en peregrinación. Luis María entroniza en la capilla una estatua de Nuestra Señora de la Sabiduría; encima de ella coloca una paloma, símbolo del Espíritu Santo. ¿Cómo habría él, hombre de acción, desaprovechado la circunstancia para hacer rezar el rosario, entonar cánticos e incluso anunciar la Palabra de Dios? El éxito lo impulsa a hacer más. Baja a predicar en la plaza pública de la misma ciudad de Montfort. Pero hablan de esto al obispo de Saint-Malo, Mons. Desmurets, con ocasión de una reunión de sacerdotes de la región. El prelado estaba informado de las dificultades que había tenido el señor Grignion con los misioneros de Leuduger. Para colmo, jansenista de color subido, recibe con disgusto la información de que este movilizador de multitudes proclama en forma incansable la misericordia de Dios y la ternura de la Santísima Virgen; que mendigos y vagabundos le hacen cortejo por todas partes. Lo cita a la casa cural y le prohíbe cualquier ministerio dentro de la diócesis. Estupefacción de Luis María... y vuelco inesperado de la situación: en este momento llega un sacerdote muy estimado, don Pedro Hindré, rector de Bréal, y solicita permiso para utilizar los servicios del señor Grignion en su parroquia. El obispo, consciente quizá de su brutal irreflexión, da un tanto marcha atrás y acepta la petición del rector. Grignion, que aún no se había retirado, se adelanta entonces con sencillez maliciosa y desarmante: —Excelencia, si algunas personas acuden a mí, ¿puedo darles la absolución? —Te concedo autorización para ello —responde el prelado con una brusquedad que intenta disimular su estratégica retirada. 88

Algunos días más tarde —¿en la fiesta de Todos los Santos?— Montfort predica, pues, en Bréal. Con éxito tal, que el mismo señor Hindré queda sorprendido. Y se lo expresa así. —Amigo mío —le responde el misionero—, he peregrinado más de dos mil leguas para pedir a Dios la gracia de conmover los corazones, y me ha escuchado. Nuestro ermitaño ejerce entonces su irradiación en algunas iglesias o capillas de los alrededores, no mediante verdaderas misiones, como se las entendía en aquel tiempo, sino mediante algunas predicaciones y confesiones extraordinarias. En febrero de 1708 se halla incluso tan ocupado que tiene que enviar solo a Bréal al hermano Maturín para presidir la meditación del rosario y la entonación de cánticos. Sin embargo, Luis María y su familia no sólo contaban con amigos en la región. En 1708, el obispo de Saint-Malo, entonces en visita pastoral a las tres parroquias de Montfort-la-Cane, le prohíbe predicar fuera de las iglesias parroquiales; por tanto, también en la ermita de San Lázaro. No se trata de una prohibición total, pero sí de una grave limitación y de una profunda sospecha sobre su ministerio. En el corazón del sacerdote resuenan las palabras del Papa: “ Trabaje siempre en perfecta sumisión a los obispos de las diócesis adonde le llamen”. Por lo visto, no lo desean en la diócesis de Saint-Malo. Entonces la duda se hace más densa. Van cinco años y, a pesar de los éxitos pasajeros, tanto en los barrios de la ciudad de Poitiers como en ciertas parroquias bretonas, no logra encontrar su camino. Siempre, al cabo de algunos meses, experimenta un nuevo fracaso. No es ya la crisis de 1703, cuando contemplaba la posibilidad de dejar todo ministerio; pero la incertidumbre sigue siendo casi tan profunda como entonces. Ahora se siente capacitado para la actividad misionera, pero parece que ningún obispo quiere utilizar sus servicios. ¿Verá por fin despuntar la aurora esta larga noche de dudas?

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8. MOVILIZACIÓN DE UN PUEBLO ENTRE EL LOIRA Y EL VILAINE (1708-1710)

Desde antes de la aurora —en noviembre las noches son largas—, hombres y mujeres, burgueses y mendigos, mezclados unos con otros, llegan por centenares de todas las latitudes. Con azadas, palas y picos al hombro y rosario en la mano. Y ¡ánimo! ¡A trabajar! No hay ruido de conversaciones. Sólo golpes de pico que hacen saltar chispas, el caer monótono de las paladas de tierra en las canastas, el chocar de las grandes piedras que se depositan en las carretas. El hermano Maturín entona de vez en cuando el cántico compuesto para estos “cruzados” de nuevo estilo: “Los turcos, ¡ay!, aún tienen el Calvario, donde Jesús ha muerto. Hay que hacer un calvario en nuestra tierra, hagamos un calvario en este suelo. Hagamos un calvario”. En este ángulo extremo del “Surco de Bretaña”, la fe traslada montañas: a una legua de Pont-Châtcau, toda esta gente eleva, para construir un calvario, una loma que domina ligeramente los pantanos de la Brière, que se extienden hasta la desembocadura del Loira. Es la obra y la esperanza del Padre de Montfort. “¡Que maravillas se verán aquí! Conversiones sin cuento. Curaciones y gracias sin medida. Hagamos un calvario en este suelo. Hagamos un calvario”. En este mes de noviembre de 1709, Gabriel Olivier, sacerdote de la diócesis de Nantes, predica con Luis María la misión de Missillac, entre Pont-Château y La Roche-Bernard. 90

“Mientras dábamos esta misión —cuenta Gabriel Olivier— íbamos una vez por semana, el día de descanso, para animar a las gentes a trabajar. La primera vez que fui, habían sacado ya unas sesenta carretadas de tierra de los fosos; con ellas elevaban la loma. Durante esta misión vi a menudo a cuatrocientas o quinientas personas trabajando allí; unas cavaban la tierra, otras la cargaban y otras la transportaban en cestas. Todos se conformaban con un trozo de pan negro que traían en sus talegas”. ¿Cómo logró Montfort, que todavía año y medio antes sentía dudas sobre su vocación, movilizar así a toda una población?

Su ascendiente en parroquias de la región de Nantes El éxito de Montfort en la región del Bajo Loira se debe ante todo a la actitud valerosa de Juan Barrin, vicario general de la diócesis de Nantes. Hacía ya tiempo que los Barrin conocían a los Grignion. Importante familia bretona, poseían numerosos feudos y tierras en la región de Montfort-la-Cane. El abuelo y el padre de Luis María les habían prestado servicios como oficiales de justicia señorial o como administradores de sus bienes. Juan Barrin había sido quizá informado acerca de las dificultades que Luis María había encontrado en su región natal. De todos modos, se necesitaba mucho valor para presentar este sacerdote poco conformista al obispo de Nantes, Gil de Bauveau, un prelado poco propenso a opciones comprometedoras. Pero el vicario general sabía conjugar la prudencia con la audacia. En agosto de 1709, propone al señor Grignion colaborar en una misión que el Padre Luis Jobart, discípulo de Maunoir, predicaba en San Similiano, parroquia de un suburbio de Nantes. Evaluaría el resultado. Una tarde, el vicario general se desliza entre la multitud, con clara decisión de guardar discreción absoluta. Pero experimenta tal conmoción que estalla en sollozos. En adelante apoyará en forma infatigable al hijo Grignion. Esta confianza a toda prueba permitirá a este último alcanzar su verdadera talla. Luis María tenía don de mando. A partir de ahora se convierte en jefe de un equipo de siete u ocho misioneros. Predica primero en algunas parroquias esparcidas al &sur del Loira: Vallet en la región de los viñedos, 91

Landemont y La Boissière en las fronteras del Anjou, Vertou a las puertas de Nantes, La Chevrolière al borde del lago de Grand Lieu. En la primavera de 1709 pasa al nordeste de la diócesis, entre el Loira y el Vilaine. Ahora puede dar su medida. Casi una tras otra, predica nueve misiones en la región de PontChâteau, hasta la costa atlántica. Lo que más ha impresionado a los observadores es su ascendiente sobre las gentes. “Tenía un talento maravilloso para ganárselas” —atestigua un jesuita, el Padre Prefontainc. El señor Coupperie des Jonchères, arcediano de Nantes, se muestra más explícito: “Sobresalía en un don y gracia singulares para conquistar los corazones. Tan pronto lo oías, ponías en él una confianza total... La confianza pronta y fácil que las gentes ponían en él era tan grande que logró organizar en varias parroquias la oración de la noche y el rosario”. El compartir la suerte de los pobres le daba sobre éstos un gran ascendiente. Sin embargo, lejos de cerrar los ojos ante sus vicios, tenía un arte peculiar de conmover a los vagabundos y mendigos para llevarlos a confesar sus robos y ociosidad, que se avergonzaban de declarar tanto cuanto temían tener que renunciar a ellos. Digamos para consuelo de los misioneros de hoy que los éxitos de Montfort sufrían a veces eclipses parciales. Por ejemplo, en Vallet, los trabajos y gozos de la vendimia relegaban a segundo plano a Montfort y su equipo. Inaugura entonces una forma de publicidad que conocían bien los misioneros napolitanos. En las aldeas y caseríos, a través de viñas y campos, envía al hermano Maturín a tocar una campanilla y cantar con su hermosa voz: “¡Alerta, alerta, alerta! La misión está abierta: ¡Vamos, queridos amigos, a ganar el Paraíso!” Y ellos fueron. Para perpetuar los frutos de la misión, Monfort estableció en Vallet el rezo del rosario diario. Pero, ¡ay!, fuego de paja: abandonaron la práctica. 92

Algunos años más tarde, de camino a Nantes, Luis María pasaba cerca de ese pueblo. Los parroquianos le invitaron a detenerse: —No, no—les respondió—; ¡han abandonado mi rosario! Advertidos y mortificados, reemprendieron y conservaron por largo tiempo la práctica del rosario. Fuego de paja también el fervor por la comunión en la parroquia de Besné. Antijansenista decidido, el Padre animaba por todas partes a los fieles a comulgar con más frecuencia. En Besné, si nos atenemos a las compras de trigo candeal para la fabricación de hostias, vemos que los gastos se triplican en el año de la misión, luego bajan gradualmente hasta volver a la suma anual de los años anteriores a la misión. Es decir que la pesadez rutinaria volvió a la única comunión en las fiestas mayores. El Padre no podía conformarse con ello. La misión debía dar a cada cristiano el impulso normal del bautismo. Por lo cual hacía firmar, o al menos marcar con una cruz —los analfabetos eran numerosos en aquellos tiempos—, un impreso en cuatro páginas llamado “Contrato de Alianza” con Dios. Este contrato implicaba un compromiso de confesarse y, por tanto, normalmente, de comulgar cada mes. La fórmula, ya utilizada por él en Poitiers en 1705, provenía de las “misiones bretonas”. Todavía hoy, entre los papeles de familia, se encuentra algún ejemplar amarillento de este contrato de Alianza, que lleva fecha precisa, probablemente la del día aniversario del bautismo del firmante. Pero veamos una actuación sorprendente en la que el ascendiente del misionero aparece en todo su brillo, porque toca al culto sacrosanto de los muertos y a una superstición de la esperanza cristiana. En muchas parroquias de la región de Pont-Château tenían la costumbre de enterrar a los muertos en el interior mismo del templo, como para mejor garantizar su salvación. En los últimos años del siglo XVII, la curia episcopal de Nantes había resuelto reaccionar contra esta costumbre. Aquí o allá tuvo éxito, pero en otras partes los habitantes, a fin de conservar su privilegio, entablaron una serie de procesos que llegaron hasta el Parlamento de Bretaña. Ahora, seguros de sus derechos, los feligreses estaban resueltos a resistir a las terminantes órdenes episcopales. Pues bien: en tres parroquias por lo menos, al cabo de algunos días de misión, el señor Grignion consiguió que cediesen colectivamente. Al igual que muchos actos de la época, este cambio fue registrado por el notario local. Los estudios realizados sobre los registros de sepultura para estas tres parroquias son sobremanera sugestivos. En Missillac, el resultado 93

aparece un tanto menos garantizado, a causa de la falta de precisión que ofrece el registro parroquial para el 40 o el 50 por 100 de las sepulturas: aunque resalta el hecho de que toda indicación precisa de sepulturas en el templo mismo cesa a partir de la misión, con excepción de una sola. En Besné y Crossac, las imprecisiones son escasas, salvo en 1710. ¿Cómo se las arreglaba Grignion? La persuasión indudablemente y, llegado el caso, las maneras fuertes. Así, en febrero de 1709, en la parroquia de Campbon, predica la misión junto con su joven compañero Pedro Ernault des Bastières. Mientras el cementerio inutilizado se convertía en potrero, el templo se hallaba en un estado lamentable. El pavimento, obstruido por losas funerarias, era muy desigual. Montfort organizó primero la misión. Al cabo de unos quince días, cuando sintió que tenía en la mano la parroquia, se decidió por una vigorosa ofensiva. “Cierto día —cuenta el señor des Bastières—, luego de terminar el sermón de la mañana, mandó salir del templo a todas las mujeres y muchachas y ordenó a los hombres que se quedaran, diciéndoles que tenía un asunto importante que comunicarles”. El misionero habló de la decencia indispensable en la casa de Dios. “Fue breve y conmovedor”. —Hermanos míos —concluyó—, ¿no quiere cada uno, según sus posibilidades, colaborar al decoro del templo? —Ciertamente, Padre, y de todo corazón. —En este caso, hijos míos, colocaos de ocho en ocho sobre cada tumba, de cuatro en cuatro sobre las menos pesadas y de dos en dos sobre las lápidas. Una vez ejecutado el movimiento, añadió: —Levantad la piedra en que os encontráis y llevadla al cementerio. “Dicho y hecho, en un momento, en media hora a lo sumo, el templo quedó desempedrado”. El Padre de Montfort podía permitirse este gesto, dando él mismo ejemplo de renuncia: uno de sus tíos abuelos, en efecto, estaba enterrado en este templo; su losa funeraria fue arrancada lo mismo que las demás. Despejado el terreno, había que rehacer el pavimento. El Padre convocó a toda su gente para los días siguientes. Como hombre práctico, llamó a albañiles y picapedreros; pidió las herramientas indispensables y 94

los materiales necesarios, cal y arena. Con mucho entusiasmo se pusieron a la obra, y “en día y medio” el templo quedó limpiamente pavimentado de nuevo. Quedaban las paredes, de indigna suciedad. El misionero mandó encalarlas sin temor a hacer desaparecer así el escudo de armas del duque de Coislin, señor de la parroquia de Campbon. ¡Sacrilegio! Unos días después, el senescal de Pont-Château, Guischard de la Chauvelière, y varios “oficiales de la jurisdicción” se trasladaron al lugar y prendieron al señor de Montfort al salir de un sermón. Reprochándole usurpar los derechos del señor, le amenazaron con la justicia. Para infundir miedo al señor de Montfort se necesitaba más. En los salones del obispado de Nantes se frotarían las manos por haber ganado así la partida gracias a este misionero, que tenía tanto poder sobre las gentes.

El Calvario de Pont-Château Acabar con un abuso condenado por la autoridad diocesana era un apostolado y, en este caso, una hazaña. Ganar los corazones, ganar parroquias y regiones enteras para Jesucristo constituía para Luis María la razón de ser de su vida. Durante la misión de Pont-Château, en mayo de 1709, decidió, pues, suscitar un amplio movimiento popular promoviendo, con el concurso de toda una región, la construcción de un signo monumental de la fe y de la adhesión al Salvador crucificado. En el curso del siglo XVII se había impuesto la costumbre de clausurar la misión con la erección de un calvario más o menos importante. A veces, este monumento, rodeado de árboles, se convertía luego en lugar de devoción y esparcimiento a la vez. ¿Porqué no —sueña Montfort— levantar un calvario gigante que se divisaría desde varias leguas a la redonda? En julio de 1709 encontró el terreno apropiado: la landa de la Magdalena. Era una loma en forma de hongo que, desde hacía generaciones, se había convertido en lugar “solemne” de oración y recreación el día de la fiesta patronal. Más allá de la gran Brière, permitía divisar el océano Atlántico desde San Nazario y Guérande hasta la punta de San Gildas. Bastaba elevar esta loma con un cerro artificial para que se convirtiera en punto culminante. 95

Una vez determinado el sitio en que se plantaría la cruz, el Padre tomó un cordel y trazó “un círculo de cuatrocientos pies [ciento treinta metros] de circunferencia”; luego un segundo, cien pies más largo. Los cinco metros que los separaban, excavados y vaciados, rodearían la santa montaña y la protegerían como los fosos de un castillo. La tierra sacada de estas excavaciones serviría para elevar la loma. Los trabajos comenzaron con el verano de 1709. Maturín era maestro de obras. Montfort predicaba una misión tras otra, junto con su colaborador Gabriel Olivier. Venía una vez por semana a inspeccionar las obras y animar aquel hormiguero de trabajadores. Olivier relata que en la cuaresma de 1710, durante la misión de Assérac: “El concurso de gente aumentaba cada día, de suerte que alguna vez conté unas quinientas personas y un buen centenar de bueyes para tirar de las carretas; todo el mundo trabajaba con empeño sorprendente, de modo que vi a cuatro hombres cargar con mucho0 esfuerzo una piedra en la canasta de una doncella de dieciocho años y que ella subía con alegría a la loma de la montaña... He visto trabajar allí a toda clase de personas: caballeros y damas de distinción e incluso a varios sacerdotes, que cargaban canastas por devoción. He visto llegar gentes de todos lados; las había de España y hasta de Flandes...” [Probablemente peregrinos, de camino hacia algún santuario]. Esta obra so prolongó más do un año sin interrupción, aun en ausencia dei misionero. Hasta en su Normandía, J. B. Blain oyó hablar de más de veinte mil trabajadores, llegados de diez a veinte leguas a la redonda. Estas cifras son muy verosímiles: el Padre de Montfort había movilizado toda la región. Sin duda, esta movilización no era puramente mística; en estos tiempos de escasez, algunos podían acudir por el pan que el misionero parece haber multiplicado más de una vez. Muchos, sin embargo, estaban entusiasmados por la asimilación de este calvario a la liberación de Tierra Santa y las Cruzadas, cuyos relatos constituían el encanto de las veladas de invierno en todas las chozas de Francia. Precisamente, Luis María, tan dotado para movilizar multitudes, se proponía ante todo encaminarlas hacia una vida cristiana más profunda. Este calvario debía convertirse en lugar de meditación para toda una región. Allí estaría, muy evidentemente, la cruz de Cristo —una cruz de cincuenta pies [dieciséis metros] de alto— pintada de rojo, encuadrada por 96

una cruz verde para el buen ladrón y otra negra para su malvado compañero. Al pie de esta cruz, la Santísima Virgen. San Juan y Santa María Magdalena. Sobre el flanco del montículo, un camino en espiral con tres capillas, cada una rodeada de un jardín, donde estarían representados los misterios del rosario. Cerca del muro que rodearía la colina artificial, ciento cincuenta pinos y diez cipreses, estos últimos para separar las decenas de este rosario de verdor. Todo estaba planeado para impactar la imaginación del pueblo y conducirlo a la oración. Ya durante la construcción, los campesinos venidos a ofrecer un día de trabajo, se veían bien pagados con la contemplación, en una gruta, de las estatuas ya traídas, “espectáculo que, al observarlo sólo a la luz de una lámpara..., excitaba al pueblo a la compunción y le hacia llorar”. Es así como, en esta obra monumental, se expresaban en su paroxismo, de una parte, lo que hoy se llama “la religiosidad popular”, y de otra, la espiritualidad del misionero, que hacía entonar su “Cántico del Calvario de Pont-Château”: “Plantemos, pues, la Cruz, la Esposa fiel. que es el trono regio del Rey de reyes, Sabiduría eterna. Hagamos un calvario en este suelo. Hagamos un calvario. “Para el gentil locura es, y escándalo para el judío y su pueblo, mas para los cristianos Sabiduría es y vida. Hagamos un calvario en nuestro suelo. Hagamos un calvario”. Tomando demasiado a la letra unas palabras del Señor, la Iglesia clerical de entonces quería “reunir a todos sus hijos corno la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas”. Apuntaba a centrarlo todo en torno a la parroquia, a ponerlo todo en manos del clero, a riesgo de sabotear las costumbres ancestrales v ahogar las aspiraciones de las gentes sencillas a manifestaciones correspondientes a su sensibilidad. Ahora bien, ese calvario se erigía lejos de cualquier templo parroquial. Y lo erigían multitudes que acudían sin que su párroco las condujera. Cuanto más exitosa resultaba la empresa, gracias a la movilización de todo un pueblo, tanto más riesgo corría de suscitar ciertas 97

sospechas. Es lo que el prudente señor des Jonchères, por lo demás tan benévolo con el misionero, evocara más tarde: “Esta inmensa confianza de los pueblos lo llevo a emprender una montaña de calvario... lo que, sin embargo, conforme al juicio de muchas personas, no armonizaba con las reglas de la prudencia”. La bendición del calvario, al cabo de quince meses de trabajo, estaba prevista para el 14 de septiembre de 1710, fiesta de la Exaltación de la Cruz. Las gentes se ponían en camino, como solían hacerlo para las romerías a iglesias y ermitas; pero, esta vez, desde casi diez leguas a la redonda. Montfort lo tenía todo previsto: cuatro predicadores en las cuatro esquinas, el recorrido de las distintas procesiones, las ceremonias en las que se repetiría el cántico compuesto para la circunstancia: “¡Queridos amigos, saltemos alegres! ¡Hermanos, tenemos en casa el Calvario! Corramos en alas de amor generoso, a Cristo inmolado por darnos la vida”. Lo había previsto todo... Todo menos que el 13 de septiembre, hacia las cuatro de la tarde, se presentara un párroco portador de un escrito del obispo: prohibición de proceder a la bendición... Al momento, Luis María partió para Nantes, a pie, como siempre. Caminó toda la noche; llamó a la puerta del obispado hacia las seis de la mañana. Para estrellarse contra el “no” irrevocable de Mons. de Bauveau: ¡que no se bendiga ese calvario! Durante todo el día 14 de septiembre, en la landa de la Magdalena, se desarrolló la fiesta para toda la región, tal como el Padre la había programado. Fue realmente “la exaltación de la Santa Cruz”. Salvo que no se bendijo el calvario, ya que Monseñor lo había prohibido... hasta nueva orden. Otra sombra deslució las festividades: Montfort no estaba presente. Cuando regresó, a la mañana del día siguiente, una gran multitud lo esperaba todavía. Sólo pudo confirmar la abrumadora noticia: no hay bendición. Pero, en fin de cuentas, el calvario estaba allí, en pie, grandioso... Este contragolpe no hubiera debido sorprender a nadie fuera del señor Grignion. Ya en 1709, Guischard de la Chauvelière, senescal del duque de Coislin, miraba al misionero con ojos nada favorables desde que éste había mandado borrar los blasones señoriales del templo Campbon: la landa de la Magdalena dependía de este ducado. El senescal había alertado al 98

mariscal de Châteaurenault, comandante militar de la Alta Bretaña, subrayando los riesgos de este observatorio y de estas “trincheras” en caso de desembarco de los ingleses, con los cuales estaban en guerra. También la posibilidad de una atalaya en caso de revuelta interna. El asunto llegó hasta Versalles. Habían encargado al intendente de Bretaña, el señor Ferrand, hacer una investigación en el lugar mismo. Cuando este último, acompañado de algunas damas de alto rango, había llegado para examinar el sitio, el señor Grignion le había acogido con frialdad porque la compañía no se había arrodillado para adorar el crucifijo. Resultado: envío de un informe desfavorable a la corte y, consecuencia lógica, la orden de demoler el calvario. El obispo, hombre de transacciones, hubiera deseado que se dejara “una cruz para contentar al pueblo”, mas no había podido permitir la bendición del calvario. Antes de terminar el mes de septiembre, él mismo notificaba la orden de destrucción total. Durante demasiado tiempo, los biógrafos del santo han ironizado acerca de esta medida: en realidad se hallaba en la perfecta lógica de un poder real preocupado por mantener el orden y la seguridad del reino, acudiendo, de ser necesario, al brazo eclesiástico, lo que entonces no causaba extrañeza alguna. Pero la lógica del poder no correspondía a la del pueblo. En las semanas siguientes, el comandante de la milicia de PontChâteau recibió la orden de proceder a la demolición. Requisó cuatrocientos o quinientos hombres. Que comenzaron por hacer una huelga, de rodillas y entre llantos. Luego se pusieron a trabajar, lo más lentamente posible: “Parecía que aquellos hombres que habían tenido brazos de hierro para levantarlo, los tenían de lana para demolerlo”. En los dos siglos siguientes, la población vendrá a reconstruir “su” calvario: primero en 1758, luego en 1820 y finalmente a partir de 1891. Sólo en el año 1899 llegaron a trabajar allí cuarenta mil personas, algunas en varias ocasiones. Habría incluso que unir estos tiempos fuertes por el tejido misterioso de difusión de los milagros realizados ya sea en el calvario mismo, ya sea, por ejemplo, gracias a bolsas de tierra llevadas de allí. Rara vez encontramos una identificación tan duradera y de tanto éxito entre un lugar, un hombre y una población.

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9. LA EXPERIENCIA DEL MISTERIO DE LA CRUZ (1710-1711)

“El señor de Montfort sintió hondamente la mortificación que le causó la destrucción de su calvario, pero no atacó a nadie... Fue a hacer un retiro a casa de los jesuitas de Nantes, durante el cual, lejos de quejarse y patentizar su pesar, guardó profundo silencio, de modo que los jesuitas, a quienes se relató el incidente tres o cuatro días después del ingreso del misionero a su casa, no podían creer que fuera cierto, dado que él no les había dicho nada al respecto”. Este es el testimonio de José Grandet, que en 1724 publicó la primera biografía del santo misionero. Unos admiran el cambio de actitud, efecto prodigioso de la gracia de Dios; otros le encuentran cierto sabor de “leyenda dorada”. Es cierto que Grandet tiene tendencia a exaltar “a los santos sacerdotes franceses del siglo XVII”. No siempre, pues, presenta las garantías necesarias. ¿Hay, sin embargo, que denegar todo valor a su afirmación? José Grandet no se había lanzado a la redacción de su obra sin haber antes interrogado, oralmente y por escrito, a testigos muy diferentes. Para la diócesis de Nantes cita a algunos, y de los mejores. Los jesuitas de Nantes no podían desconocer la epopeya de la construcción del calvario de Pont-Château ni tampoco los chistes sobre “el loco ése de Montfort”, cuyo rumor circulaba por los salones de la burguesía nantesa. Que la noticia reciente de la prohibición de la bendición del calvario no les hubiese llegado, es algo muy posible, y lo mismo su extrañeza ante el silencio de su huésped. Luis María, con frecuencia algo exaltado, ha podido muy bien pasar de una fase de exaltación apostólica a un abatimiento de silencio absoluto. Pero precisamente, tras este brusco vuelco, se puede percibir una profundización progresiva del misterio de la Cruz a lo largo de los cinco o seis meses de su permanencia en Nantes.

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La meditación sobre la cruz La Cruz. Luis María había cantado líricamente sus desposorios con la Sabiduría unos ocho años antes. En sus sermones había celebrado la excelencia de la Cruz, incluso si, como todos los predicadores a partir del siglo XV, la desvinculaba de la Resurrección. A los cristianos de la región de Pont-Château había trazado, como proyecto de vida en Cristo, “llevar mi cruz en su seguimiento todos los días de mi vida”. Indudablemente, había ya padecido y soportado con heroísmo más reveses y vejaciones de los que le correspondían. Pero en los comienzos, en Poitiers, podía encontrar cierta seguridad en los agravios, evidentes para él, de quienes le buscaban conflictos. Mientras que, entre 1703 y 1708, sus graves tribulaciones le habían llevado a perder la pista: llevar su cruz, sí; pero ¿qué cruz y por qué caminos? Mientras que ahora es ya otro hombre. Como Cristo en Galilea, ha conocido su primer gran éxito sobre todo un pueblo. Del fracaso subsiguiente hubiera podido salir destruido para siempre. Pero no. Profundiza en la fe el sentido de la Cruz, retomando tranquila y modestamente su camino trivial bajo un cielo sereno. Durante su retiro en casa de los jesuitas, se dirige al Padre de Préfontaine. En una carta del 28 de noviembre de 1718, éste dará testimonio de la “mutación” acaecida: “Lo recibí sin que pudiera darme cuenta de que le había acontecido el menor disgusto. Me habló como de ordinario, sin dejar traslucir la menor emoción... “Como aquella orden [de destrucción del calvario] causó gran ruido en Nantes, pronto la supimos. Hablé de ella al señor de Montfort, quien me confirmó lo que se decía, pero sin que se le escapara una sola palabra de queja o descontento contra quienes tenía motivos de sospechar le habían valido una orden tan terminante e inesperada. “Esta paz, esta tranquilidad, esta ecuanimidad, de la que no se contradijo ni un solo momento durante ocho días, me sorprendió; lo admiré. Lo que había visto y oído de él me había llevado a considerarlo hasta entonces como un gran hombre de bien. Pero esta paciencia, esta sumisión a la Providencia en circunstancia tan delicada como ésta, la serenidad, incluso la alegría que resplandecía 101

en su rostro, a pesar de un golpe tan abrumador, me llevaron a considerarlo entonces como un santo”. Al enterarse de su desgracia, su amigo Pedro des Bastières corrió a la casa de los jesuitas para reconfortarlo. Relata así su estupefacción: “Creí hallarlo abrumado de pena, me disponía a hacer cuanto pudiera para consolarlo; pero quedé muy sorprendido cuando lo vi mucho más alegre y contento que yo, que necesitaba más de consuelo que él. Le dije riendo: —Te haces el fuerte y generoso; con tal de que no haya en eso nada afectado, ¡te felicito! —No soy ni fuerte ni generoso —respondió—, pero gracias a Dios no tengo pena ni dolor; estoy contento. —¿Te sientes entonces a gusto con la destrucción de tu calvario? —No me siento a gusto ni molesto. El Señor permitió que lo hiciera construir; ahora permite que lo destruyan: ¡bendito sea su santo nombre! Si el asunto dependiera de mí, subsistiría tanto como el mundo; pero dado que depende inmediatamente de Dios, ¡que se haga su voluntad y no la mía! Dios mío —exclamó alzando las manos y los ojos al cielo—, prefiero morir mil veces antes que oponerme jamás a tu divina voluntad”. Durante los meses que pasa en Nantes, Montfort se deja llevar todavía por algunos gestos impetuosos. Es así como cierto día encuentra en la Cumbre San Pedro una furiosa reyerta de soldados y obreros. Bastonazos, pedradas, blasfemias... El misionero se lanza a cuerpo descubierto en medio de aquellos hombres enfurecidos y logra separarlos. Sólo entonces aparece el cuerpo del delito: una mesa de juego, un damero que llamaban “blanco y negro” y que era ocasión de fuertes querellas y disputas. Montfort derriba la mesa y con unos cuantos puntapiés la deja hecha astillas. La furia vuelve a encenderse, ahora contra él. Cuenta él mismo: “Los soldados a quienes pertenecía la mesa, al verla hecha pedazos, se enfurecieron en contra mía con ira diabólica, y lanzándose contra mí como leones furiosos, unos me agarraron por los cabellos, otros me destrozaron el manto y todos me amenazaron 102

con atravesarme con sus espadas si no les pagaba la mesa de juego que acababa de romper. “Les pregunté cuánto les había costado. Respondieron que la habían comprado en cincuenta libras. Les dije que les hubiera dado gustoso, de todo corazón, cincuenta millones de libras de oro, si las tuviera, y toda la sangre de mis venas para hacer quemar todos los juegos de azar semejantes al que acababa de romper. Mis palabras los irritaron tan terriblemente contra mí, que pensé que me iban a destrozar y molerme a palos. “Pero uno de los soldados dijo a los demás: —No le peguemos; eso nos traería desgracias. Llevémoslo más bien al castillo; el gobernador, señor de Miane, que nos permitió este juego, nos hará estricta justicia”. El Padre no opuso resistencia alguna, se puso a la cabeza de la escolta, caminando a grandes pasos y recitando el rosario en voz alta. El espectáculo atrajo a los curiosos. El señor des Bastières se cruzó con él. Su rostro resplandecía. Casi a su pesar, unos amigos lo liberaron cuando ya llegaban al castillo. Al día siguiente, Pedro des Bastières vino a visitarlo. Montfort estaba exultante: “Me hallaba solo con él en su cuarto; me tomó las manos y me dijo: —¡A ver!, amigo mío, ¿qué me dices del día de ayer? Le respondí que había sido muy humillante para él y muy triste para mí, que había sufrido mucho al verlo tratado tan indignamente. —En cuanto a mí —me dijo riendo—, no recuerdo haber gozado tanto en toda mi vida. Mi alegría hubiera sido completa si hubiera tenido la dicha de que me encarcelaran... Le pregunté luego si, en tan fastidiosa circunstancia, no le había dado miedo de recibir algún golpe mortal. —Muy al contrario —me respondió—; habría llegado al colmo de la dicha. Soy demasiado pecador para merecer gracia tan grande. Viajé expresamente a Roma para pedir al Santo Padre el permiso de irme a los países extranjeros a misionar entre los salvajes e infieles, esperando encontrar entre ellos alguna oportunidad de derramar mi 103

sangre para gloria de Jesucristo, que por mí derramó toda la suya. El Santo Padre me denegó esta gracia porque yo era indigno de ella y sólo me permitió ir por todos los países del mundo cristiano”. Algunos meses más tarde, en enero de 1711, ante una crecida amenazadora del Loira, Montfort será el único que se atreverá a arriesgar su vida enfrentándose a los remolinos para ir a socorrer a los infelices inundados del suburbio de Biesse. Pero estos gestos de alto relieve no deben ocultar lo esencial de lo que vive durante su permanencia en Nantes. Pasa gran parte de su tiempo organizando, en el suburbio de San Similiano, calle de Hauts-Pavés, en un hotel ruinoso —la Cour Cathuit—, un pequeño hospital de incurables. En este establecimiento acepta que le secunden diariamente dos jóvenes generosas, Isabel y María Dauvaisc. Es un despojarse día tras día, como los pobres y para los pobres. En la misma parroquia de San Similiano existía una asociación piadosa bajo el título de Los Amigos de la Cruz. Quizá él mismo la había fundado al pasar antes por esta ciudad. Todo hace pensar que dedicó parte de su tiempo a vivificar esta agrupación mediante exhortaciones que destilaban el jugo de sus meditaciones personales. La carta que escribirá más tarde a asociaciones del mismo nombre podría muy bien haber madurado durante el invierno 1710-1711. Encontramos en ella el calor del predicador: “Os llamáis Amigos de la Cruz. ¡Qué nombre tan glorioso! Os confieso que me encanta y deslumbra... Es el nombre sin equívoco de un cristiano”. Pero la admiración cede pronto el paso a la interpelación: “¿Obráis en conformidad con lo que significa vuestro grandioso nombre? ¿Tenéis, por lo menos, verdadero deseo y voluntad sincera de obrar así con la gracia de Dios, a la sombra de la Cruz del Calvario y de Nuestra Señora de los Dolores? ¿Utilizáis los medios necesarios para conseguirlo? ¿Habéis entrado en el verdadero camino de la vida, que es el sendero estrecho y espinoso del Calvario?” ¿No se encontrará tras este apostrofe una evocación de los acontecimientos, a la vez exaltantes y dolorosos, del calvario de Pont104

Château? Montfort desvela su propia conciencia a estos asociados que constituyen una élite: “El conocimiento práctico del misterio de la Cruz se comunica a muy pocos. Para que alguien suba al Calvario y se deje crucificar con Jesucristo, en medio de los suyos, es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un amigo de Dios, que haga trizas al mundo y al infierno, a su cuerpo y a su propia voluntad; un hombre resuelto a sacrificarlo todo, emprenderlo todo y padecerlo todo por Jesucristo... “El misterio de la Cruz... es el gran misterio que debéis aprender en la práctica en la escuela de Jesucristo”. Pero estas inflamadas exhortaciones están condimentadas con consejos prácticos de una prudencia tal que no era hasta ese momento usual en Luis María: “No os busquéis cruces de propósito y por cuenta propia. No hay que hacer el mal para que se logre el bien... “Si os disponéis a hacer algo en sí indiferente, que —aunque sin motivo— pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad... “Aprovechad los sufrimientos pequeños más aún que los grandiosos. Dios no repara tanto en lo que se sufre cuanto en cómo se sufre... “No os quejéis jamás voluntariamente y con murmuraciones de las creaturas que Dios utiliza para afligiros... “Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación —son las mejores—, cargaos con algunas cruces voluntarias, siguiendo el consejo de un buen director. Por ejemplo, ¿tenéis en casa algún mueble inútil al cual sentís cariño? Dádselo a los pobres... ¿tenéis cariño excesivamente tierno o exagerado a una persona u objeto? Apartaos, privaos, alejaos de lo que tanto os halaga”. El cristiano del siglo XX puede lamentar que esta epístola no culmine con la participación en la Resurrección del Crucificado: era entonces la visión corriente de los místicos. Pero, incluso amputada en esta forma, se descubre todo un aspecto de la experiencia cristiana y a la vez humana de Montfort. Si recibió el golpe terrible de septiembre de 1710, no se dejó 105

aplastar ni destruir; fue interiorizando progresivamente el choque que su fuerte temperamento había, en un primer momento, encajado en forma quizá un tanto forzada. Esto constituyó una etapa en su progresión espiritual. En todo caso, fue ciertamente una etapa en su caminar hacia la madurez.

Realismo y mística Bajo el golpe de la prueba, Montfort se había hecho más realista. El realismo consiste en tomar la vida como es: el sufrimiento que llega, sin añadirle más; el camino ordinario, sin recorrer vías extraordinarias ni pretender abrir nuevas rutas; el trabajo que se presenta, sin apuntar a resultados excepcionales; el vecino que Dios me da, sin buscarlo peor ni mejor... ¿No fue ésta la vida de Cristo? Luis María tiende a acercarse a ella. El que, en los años precedentes, experimentaba la necesidad inconsciente de hacerse sufrir, llega a escribir al respecto a sus discípulos: “No se les prescribe de regla ninguna penitencia”. En él, casi desaparecen esos gestos provocadores que le ocasionaban fatalmente choques violentos como respuesta. Se acabó también su gusto por acciones que movilizaban toda una población. Y se acabó igualmente su tendencia a situarse al margen de la Iglesia y de la sociedad. Cuando vaya luego a trabajar en las diócesis de La Rochelle y de Luçon, se adaptará mucho mejor a la pastoral de los obispos. Indudablemente, esta evolución no se realizó en seis meses. ¿Quién contará los esfuerzos múltiples y continuos de este hombre singular para aproximarse a los demás? Pero la permanencia en Nantes durante el invierno 1710-1711 bien parece constituir una etapa importante en la búsqueda de un realismo mayor. Así escribe a sus Amigos de la Cruz: “El orgullo natural puede pedir, buscar o incluso escoger cruces grandiosas y brillantes. Pero escoger y llevar las cruces pequeñas y sin brillo sólo puede ser efecto de una gracia singular”. Un ejemplo claro de esta evolución puede verse al comparar al calvario de Pont-Château el que edificó en 1712, en Sallertaine, diócesis de Luçon; que es, por lo demás, la única obra de sus últimos cinco años de vida un tanto comparable a la de Pont-Château. En adelante no se trata más 106

de construcción gigante: Montfort utiliza un montículo natural; se contenta con hacer algunos terraplenes e instalar dos capillas superpuestas, lo que no excede un mes de trabajo. No se trata tampoco de movilizar toda una región: los parroquianos ofrecen la mano de obra suficiente. Si hay bendición solemne, como la hay en la clausura de toda misión, será sin gran concurso de los pueblos de los alrededores. Sin duda, este monumento despierta, una vez más, los temores de la autoridad militar, que lo hará destruir. Pero, según las tradiciones recogidas a mediados del siglo XVIII, este contratiempo, ocurrido mientras el misionero predica en una parroquia vecina, sólo le inspira una breve reacción: se pone de rodillas y canta: “¡Dios sea bendito!” Este avance hacia un humilde realismo se acompaña, en Montfort, con un ascenso místico. ¿Místico? ¿Qué quiere decir? “Místico” está vinculado con “misterio”. El termino “místico” evoca, pues, la vida de fe, lo que llamamos “la vida interior”, más concretamente, la experiencia de la unión con Dios: experiencia plenificante, en cuanto Dios lo es todo; experiencia dolorosa, en cuanto Dios nos arranca de todo cuanto no es El. En su comportamiento cotidiano el Padre de Montfort conservará personalmente cierta inclinación a hacerse sufrir físicamente. Hoy se puede discutir del carácter más o menos feliz de esta “ascesis” (askesis =renuncia). La practicaban entonces parte del clero, religiosos y religiosas y grandes santos. Esta mortificación sitúa a Luis María en su época. Pero la supera en parte cuando evoca, porque él mismo lo experimenta, el amor a las pruebas “en la parte superior o cima del alma, que es la inteligencia iluminada por la fe”. También a sabiendas habla, en otros escritos, de quienes “marchan por tinieblas interiores y desiertos donde no hay la menor gota de rocío celestial”. Con estas confidencias, deja entrever algo de su experiencia mística: sus penas interiores, su sed torturante de Dios...

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10. UNA PASTORAL MISIONERA ORIGINAL EN LA REGIÓN DE LA ROCHELLE (1711-1716)

—¡No, no! Jamás pondrás los pies en mi casa. ¡Vete! —Pero, señor cura, ¿no me reconoce? Porque es de noche y estoy muerto de fatiga... El Padre de Montfort, ¡recuérdelo!... Usted me pidió una misión y habíamos quedado en que se abriría mañana en su parroquia... —Claro que te reconozco... Y por eso te echo... ¡Era entonces cuando no te conocía! Pero ahora estoy bien informado: te haces pasar por santo y no eres más que un hipócrita; siembras la guerra dondequiera que haya paz... El obispo de Nantes te echó fuera y ahora vienes a buscar refugio en la diócesis de Luçon para proseguir con tus extravagancias. ¡Sí, pero no en mi parroquia! También yo te echo fuera y espero firmemente que todos mis compañeros hagan lo mismo... Y el párroco de San Hilario de Loulay le dio con la puerta en las narices. Ser lanzado así a la calle, después de cincuenta kilómetros a pie, bajo la lluvia de abril a través de la Vendée, era la “acogida” de Belén, “el gozo perfecto” de San Francisco de Asís. Se hacía tarde. El misionero iba a buscar abrigo en el campo cuando una pobre mujer viéndolo pasar con el hermano Maturín, le preguntó qué deseaba: —Busco a alguien —respondió— que quiera recibirnos esta noche por amor de Dios. —Aún me queda algo de pan y de paja —replicó ella—, entren. Atravesando la diócesis de Luçon, el Padre de Montfort descendía hacia La Rochelle. Llegó allá a fines de mayo de 1711. El obispo, Mons. Esteban de Champflour, acogió con benevolencia al misionero apostólico, le concedió los más amplios poderes y lo envió a predicar a Lhoumeau, pequeña parroquia marítima cercana a La Rochelle. 108

Allí, a la provincia del Aunis y a la parte del Poitou que linda con ella, al norte, en dirección a Fontenay-le-Comte, consagrará ahora lo más precioso de su tiempo durante los cinco años que le quedan de vida. Unas veinte misiones, sin contar las de la ciudad episcopal, donde habita en una casita, entre las de los salineros, en el barrio de San Eloy. Esta duración es un signo de progreso. Sin duda, saldrá de la región para algunos viajes lejanos: a París en 1713, a Rouen en 1714, predicando de paso la misión de Saint-Lô. Dejará también el Aunis para ir a predicar más al norte, en los boscajes. Sin embargo, las cifras dicen por sí mismas que Montfort no es, como se ha repetido tantas veces, el Padre de lo que será ochenta años más tarde la Vendée Militaire: la parroquia de esta región a la que más se apegará —hasta arreglar allí una gruta adonde retirarse— es Mervcnt y se halla en los linderos del país que se sublevará en 1793. Debemos preguntarnos cuáles son las razones de este arraigamiento definitivo en tierras de La Rochelle. Puede ser que el propio obispo de La Rochelle lo haya retenido. La diócesis, de contornos bastante mal trazados, se extendía desde Rochefort. al sur, en la desembocadura del Charente, hasta las riberas del Layon, al norte de Cholct. Hacía varios siglos que este territorio se hallaba, desde el punto de vista religioso, dividido grosso modo en dos partes claramente contrastantes. La mitad septentrional, generosa en vocaciones, provista de una apretada red de cofradías, había enriquecido recientemente la mayoría de sus iglesias con retablos imponentes y ornamentos litúrgicos “a la moderna”. Al contrario, la parte meridional, poblada por campesinos menos pobres, por no decir ricos, no contaba casi con cofradías, era estéril en vocaciones y casi no había dado nada para poner sus iglesias al gusto del momento. Hecho no menos sugestivo: el protestantismo, con sus exigencias cristianas, apenas había cuajado en esta región. Sólo un tanto en las cercanías de la ciudad misma de La Rochelle, una de las capitales de la Reforma en Francia. Hacia 1715, la ciudad contaba entre mil y dos mil calvinistas; la llanura del Aunis, unos mil trescientos, de los cuales más de un tercio en Rochefort y en las tres pequeñas ciudades de Marans, Mauzé y Surgères. Finalmente, la casi unanimidad de la práctica pascual entre los católicos en el conjunto de la diócesis daba la impresión de una fe igual en 109

todo el territorio. Pero era sólo una falsa impresión para el observador superficial. Esta apariencia encubría una profunda disparidad que ciertamente no se le escapaba al obispo. ¿Podemos hablar de “país de misión”? Si se tiene en cuenta el estado religioso de Francia en aquel tiempo, el Aunis representaba ciertamente una tierra árida. Es posible que Mons. de Champflour haya pensado que era un campo de apostolado muy apropiado para el señor Grignion. Parece también que con el tiempo éste se apegó en forma especial a la región. El que había soñado tanto con evangelizar a los marginados encontraba aquí otra forma de pobreza, una oportunidad para él de practicar un apostolado menos gratificante, más expoliante. No era ya la fervorosa población de entre el Loira y el Vilaine. Pero ¿no era, por lo mismo, un pueblo tanto más apasionante para este misionero? Lo cierto es que en su testamento de 1716, después de donar siete de sus estandartes a dos santuarios marianos restaurados por él, lega “a cada parroquia del Aunis donde persevere el rosario, una de sus banderas del santo rosario”. Esta región de La Rochelle constituye, pues, un lugar privilegiado para contemplar en acción a Montfort en el curso de una misión.

El misionero y la misión Una tarde de otoño o primavera, llega el Padre de Montfort a la parroquia que debe “entrar en misión”. Puede ser Fourás, al borde del Atlántico, o Taugón y La Ronde, con los pies en el Marais del Poitou, o quizá Verincs, en los confines de los viñedos que rodean la ciudad de La Rochelle. De todos modos, la misión alcanza también a los habitantes de las parroquias limítrofes. Quizá Montfort ha venido ya quince días antes a anunciar la misión en tono “patético” para sensibilizar a los feligreses. El misionero trae consigo un equipo bastante diversificado: Pedro des Bastières, aquel sacerdote de Nantes que lo había seguido desde 1708; algún dominico; uno u otro jesuita, como el Padre Collusson; finalmente, diversos sacerdotes diocesanos. Entre estos últimos, su propio hermano Gabriel Francisco, nueve años menor que él, venido de la diócesis de Saint-Malo. No olvidemos a los dos o tres hermanos laicos que desempeñan un papel importante en la misión para el catecismo, las escuelas y la entonación de cánticos, particularmente el hermano Maturín, el mayor de ellos. ¿Nos atreveremos a enumerar también el mulo que carga con libros, estandartes y otros equipajes? 110

Al contrario de los clérigos de la época, que poseen caballo y caballeriza, los misioneros llegan a pie. Van ante todo a reunirse en la iglesia. Se dirigen luego a la casa que será la suya durante estas semanas, “la Providencia”. En Fontenayle-Comte este título se lee todavía, grabado desde 1715 en el dintel del edificio en que se hospedaron. Los misioneros no acostumbraban quedarse en la casa cural: esto hubiera hecho menos libres sus relaciones con los feligreses; el clero local hubiera estado demasiado atento a la llegada de tal o cual persona. Hacia 1700, la mayoría de las misiones eran “fundadas”. Es decir, que un sacerdote o una familia generosa había dado cierto capital, en dinero o en tierras, con cuyas rentas anuales acumuladas se pagarían, cada seis, diez o doce años, los gastos de los misioneros. Así vivían, por ejemplo, los lazaristas, establecidos en Fontenay-le-Comte desde 1679 a título do misioneros diocesanos de La Rochelle. Montfort y algunos pocos predicadores de misiones preferían una forma diferente, mucho menos segura: “Dan todas sus misiones en abandono a la Providencia, no aceptando fundación alguna para ninguna misión”. Y, a continuación, el señor Grignion explica largamente las razones de esta opción. Podemos reducirlas a tres: de una parte, es una forma de expresar la confianza total en la gracia de Dios para convertir a los feligreses; de otra, una forma de vivir cerca de las gentes, conformándose con lo que éstas les ofrecen: verduras, pollos, pan; finalmente, es una oportunidad para suscitar en ellas un fervor tal que haga de la misión un asunto suyo. El señor des Bastières relata: “Es cierto que los dos o tres primeros días nos faltaban varias cosas; pero tan pronto el señor de Montfort declaraba públicamente desde el pulpito que él y los misioneros vivían de las limosnas de los fieles y que ofrecían gratuitamente las intenciones de todas sus misas a quienes colaboraban en su alimentación, entonces la Providencia se declaraba tan abiertamente en favor nuestro que nos traían alimentos de todas partes, y en tal abundancia que no sólo nos alimentábamos todos, sino también todos los pobres de la parroquia y de los alrededores”. 111

Sin embargo, en los últimos años de su vida, Montfort llevaba a veces “algún dinero de limosna... para el caso en que los pueblos, a causa de su dureza o su pobreza, no quisieran darles lo necesario”. En este comportamiento se expresa un estilo de misionero a la vez místico, popular y lleno de audacia. La audacia resalta aún más en ciertos gestos espectaculares que podríamos llamar “operación puñetazo”, cuando se ofrecía resistencia a la misión. En Roussay, en los Mauges, Montfort interrumpe su predicación, irrumpe en la taberna vecina, derriba las mesas y conduce a la iglesia a todos los consumidores. En la ciudad de La Rochelle se atreve a penetrar en casas de cita, “burdeles” —como decían—; luego de dominar al dueño que lo amenazaba y hacer huir a clientes y hosteleras, se encuentra frente a una de ellas, que pronto se transforma en Magdalena. En La Rochelle misma, Benigna Pagès acude al sermón con un vestido un tanto provocativo. Junto con ella, un grupo de damas y magistrados decididos a burlarse del misionero e intimidarlo. Este predica con una bondad tan cálida que Benigna prorrumpe en llanto. El día siguiente entrará en las Clarisas. ¿Irá el explosivo de Montfort a romper lanzas contra los herejes de esta ciudad de tradición hugonote? ¡Pues no! Muy por el contrario: rechaza cualquier controversia, yendo en contra de un método preferido por algunos misioneros. Apenas si acepta conversar con una protestante de condición, la señora de Mailly, que, por cierto, se adhiere pronto al catolicismo junto con algunos reformados. Sin embargo, estas acciones quedan al margen del objetivo central de la misión. Quien dice misión, dice conversión. Dentro del reino, en los primeros decenios del siglo XVII, la misión de un Migue! Le Nobletz o de un Vicente de Paúl apuntaba a una doble meta: enseñar al pueblo los rudimentos de la religión mediante el catecismo y poner a los habitantes en el camino de la Salvación mediante una confesión en la cual acusaban los pecados que acostumbraban callar. Muy progresivamente, en el curso del siglo, sacerdotes y feligreses fueron alcanzando así un nivel de vida cristiana más conforme con las prescripciones del Concilio de Trento. Las misiones se encaminaron entonces hacia una fórmula que se acercaba a la de retiros: tiempo de predicación y oración orientado hacia una conversión total a Jesucristo. “La finalidad de sus misiones es la renovación del espíritu cristiano entre los cristianos”, escribe Luis María en 1713, refiriéndose a sus futuros discípulos. 112

Para lograrlo, la misión promovía dos actos fuertes: la confesión y la renovación de las promesas bautismales. Esta ultima se celebraba más o menos una semana antes de terminar la misión, casi al mismo tiempo que la comunión general. Cada uno se vinculaba a Jesucristo con el compromiso de “llevar mi cruz en su seguimiento todos los días de mi vida”. Las tres o cuatro primeras semanas se dedicaban a escuchar las confesiones, casi siempre generales, es decir, de toda la vida. Se necesitaba todo este tiempo, máxime si ese ministerio no se iniciaba desde el primer día. Además, no se despachaba a nadie en pocos minutos. El sacramento se desarrollaba en varias etapas. El señor des Bastières refiere, acerca de la misión de Vanneau —la única que predicó Montfort en la diócesis de Saintes—: “Ya habíamos oído todas las confesiones generales, al día siguiente debíamos comenzar a absolver a los penitentes bien dispuestos para prepararlos a la comunión general”. ¿”Bien dispuestos”? Era preciso dar prueba de ello antes de recibir la absolución. Los hombres, inclinados a la bebida; las mujeres, habituadas a la maledicencia; los jóvenes, amantes del baile, debían volver otra vez más antes de la comunión: el tiempo debía patentizar que la promesa de renunciar a sus pecados era realmente firme. Semejante proceder, entonces general en las misiones, nos parece hoy intolerable. Pero, en el siglo XVII, tanto los misioneros como los autores espirituales estaban convencidos de que sólo un pequeñísimo número de cristianos entraría al cielo. Quizá uno entre mil; incluso, uno entre diez mil. Esta última cifra, aterradora, es de... San Jerónimo. A él y a su “amigo” San Agustín (siglo V) remonta esta horrible doctrina de la Iglesia de Occidente sobre el “pequeño número de los elegidos”, a partir de su pesimismo y de una falsa interpretación del “muchos llamados, pocos escogidos” del Evangelio. La misión se presentaba como una oportunidad casi única de hallar un pequeño sitio en la “selección’ —selección muy dura— de estos escasos predestinados, renunciando a cuanto no era realmente cristiano. Montfort, claro está, compartía este pesimismo y practicaba estos retardos de la absolución, pero con mayor esperanza. Hacía cantar:

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“Nunca se ha visto ni oído que ante esta sangre vertida algún pecho arrepentido vea su causa perdida. Mira, oh Dios, Señor y Rey, entre ti y yo está tu Hijo; si su sangre no es tu ley, sin fe y luz estoy perdido. Es cierto que he merecido infierno en la eternidad, mas tu amor inmerecido supera a mi iniquidad”. Durante las dos o tres, incluso cuatro semanas que duraban las confesiones, los misioneros preparaban a la población mediante la predicación. Y también mediante la entonación de cánticos. Grignion de Montfort adquirió celebridad por los suyos, compuestos sobre melodías populares: un canto mariano sobre la melodía de “Un pato extendía las alas”; estrofas que celebraban la pobreza, sobre las notas de “Me voy de caza”; las del calvario de Pont-Château, sobre la canción “Sombrero de paja...” De hecho, no inventó él esta especie de alianza entre lo sagrado y lo profano; solamente la desarrolló a lo largo de veinte mil versos, algunos de los cuales se cantaban, en las veladas de invierno, todavía un cuarto de siglo más tarde. Sin complejos, adorna con estas melodías “mundanas” casi toda su producción en verso: los pequeños tratados teológicos, los cánticos correspondientes a un acontecimiento determinado, y los que servían para ir señalando las etapas de la misión. En esto se distinguió netamente de otros misioneros de su tiempo. El Padre Alberto de París explica en 1702 por que los capuchinos acaban de optar por otro método: el de utilizar melodías del canto gregoriano conocidas al menos por el párroco, el sacristán y el maestro de escuela. Lo explica en estos términos: “Al principio escogimos las canciones más comunes y los pasacalles más conocidos. Eso está bien, porque se aprenden fácilmente y todo el mundo es capaz de cantarlas en seguida. Pero existe un inconveniente, y es que de ordinario las primeras palabras de esas canciones profanas son deshonestas y esas ideas se despiertan 114

al cantar... Lo que hace que los cánticos resulten despreciables, dado el enlace que las gentes burlonas hacen entre unas y otras”. Montfort no desconocía esos riesgos. No obstante, elige este método, más apto a su parecer para animar a los pueblos. Y le resulta bien. ¿Prueba de ello? Todas esas pobres gentes sitiaban al predicador y confesor, como lo atestigua Pedro des Bastières: “Tronaba en el púlpito contra todos los vicios, pero era suave y firme a la vez en el tribunal [de la penitencia]; tenía un carisma especial para conmover los corazones tanto en el confesonario como en el púlpito... Pero le horrorizaba tanto la moral demasiado severa, que creía que los confesores rigoristas hacían cien veces más daño en la Iglesia que los laxos, con hacer estos últimos mucho mal. Preferiría —decía— padecer en el purgatorio por haber tenido demasiada dulzura con mis penitentes que por haberlos tratado con desesperante severidad; porque el Hijo de Dios dice que quienes se hallan cargados de crímenes y sufren bajo el peso de la iniquidad, deben acudir a El para encontrar respiro. “Sin embargo, aunque el señor de Montfort pasara por ser extremadamente severo, los grandes pecadores acudían a él para confesarse, prefiriéndolo a cualquier otro misionero”.

El horario de un día de misión A las cuatro y media de la mañana, los misioneros llegan a la iglesia para hacer media hora de meditación y rezar parte del oficio divino. El sermón de la mañana, precedido y seguido de una misa, lo predican durante el invierno entre las siete y las ocho y durante el verano entre las seis y las siete, de acuerdo con la mayor comodidad de las gentes. Desde antes de la predicación, los misioneros se sientan al confesonario durante toda la mañana. “A las once, a la señal del director, se levantan prontamente de los confesonarios, aunque la confesión que atienden no esté aún terminada, para hacer juntos el examen” de conciencia. Luego almuerzan en silencio, mientras escuchan alguna lectura; hacia el final, sin embargo, se cierra a veces el libro para hablar en forma familiar. A mediodía y por la noche come con ellos un pobre, símbolo de la presencia de Cristo. Podemos imaginar que condimento constituía semejante 115

invitado, con frecuencia sucio, glotón y maloliente. ¡Antídoto evangélico contra la gula! Por fortuna no permanecían largo tiempo a la mesa. Ya a las once y media ha comenzado el catecismo para los niños y sobre todo para los pobres: humildes pastores que no frecuentan regularmente la iglesia, vagabundos que acuden tanto más apresurados cuanto que se les sirve un plato de sopa al mismo tiempo que la doctrina cristiana. La enseñanza del catecismo se confía a uno de los misioneros más competentes, “siendo —asegura Montfort— el oficio de catequista el más importante de la misión...” Armoniza así con el pensamiento del obispo de La Rochelle, para quien “el mejor medio de atraer a mucha gente al catecismo es el hacerlo bien”. De hecho, el catecismo no era ya una novedad en las parroquias; desde hacía medio siglo, los párrocos habían comenzado, unos con mayor rapidez, otros con mayor lentitud, a hacerlo. Era incluso una de las mayores innovaciones del catolicismo del siglo XVII. Porque —es bueno recordarlo— tanto antes como después del Concilio de Trento, la evangelización de los niños era —y sigue siendo— prioritariamente la tarca de los padres. A partir de los siglos XVI-XVII, ante la falla de la familia, los sacerdotes comenzaron a ejercer una suplencia. Y con frecuencia actuaron bien. Poco después de 1715, el obispo en persona y su arcediano, Felipe Chalmette, al visitar cuarenta y ocho parroquias del Aunis, se declaran casi en todas partes satisfechos de los conocimientos religiosos de los niños. La misión ofrecía una oportunidad de enseñar el catecismo en forma más intensa y orientada a la conversión. Era una función reservada con frecuencia al hermano Maturín, el animador de los cánticos. Después de unos momentos de recreación, dedicada a veces a la discusión de casos de conciencia y otras veces más relajada, los misioneros volvían al confesonario hasta las cinco de la tarde, no más. Este reglamento puede parecer de rigidez militar, pero así actuaban todos los misioneros para evitar el verse desbordados por penitentes indisciplinados o demasiado apresurados. ¡De lo contrario, hubieran tenido que llevarse un refrigerio al confesonario, renunciar a reunirse, a orar juntos y a preparar la predicación! Incluso, quizá, a dormir. La tarde era fraccionada, sin embargo, por una conferencia de corte más libre que los sermones de la mañana y de la noche: 116

“Se trata de una instrucción familiar de preguntas y respuestas sobre las verdades de la religión. Pueden tomar una materia determinada..., hablar de ella brevemente, y luego dejar que otro misionero presente preguntas prácticas, en pocas palabras y con seriedad... Pueden también permitir que todo el pueblo plantee sus dificultades, tanto sobre la materia en cuestión como sobre otra, siempre que el misionero conferenciante esté preparado en todo. Esta última forma es la más atrevida y la más útil al pueblo”. Y esta era la preferida del Padre de Montfort, para quien sólo constituía un reto más; mientras que en la región parisiense se limitaban frecuentemente a la primera, en que un misionero hacía el papel de predicador recalcitrante. Claudio Masse, ingeniero geógrafo que trabajaba en la región de La Rochelle en los años de 1710, refiere, no sin cierta ironía, a propósito de la misión predicada por Montfort a las mujeres de la ciudad: “Lo que aparentemente atrajo tan gran multitud de mujeres a las instrucciones de dicho misionero fue el que les permitiera hacerle preguntas mientras se hallaba en el púlpito sobre materias de religión y otros pensamientos que acudían al entendimiento de ese sexo”. A las cinco de la tarde, los misioneros vuelven a “la Providencia” para la recitación de la ultima parte del oficio divino y la cena. Tras la puesta del sol se predica el último sermón del día. No debe durar más de una hora, pero se prolonga en un cántico muy animado, que los grupos de feligreses se responden en eco por los caminos hacia sus casas.

El desarrollo de una misión La misión comenzaba por una ceremonia de apertura. Pero, ya antes, el hermano Maturín había pasado por las aldeas entonando un cántico titulado “El despertador de la misión”: “La misión está abierta, cristianos, por ganarla, dejémoslo todo... Aceptemos el tiempo propicio; va pasando, pasando y no vuelve; aceptemos el tiempo propicio, 117

porque pasa con gran rapidez...” La trama de estas semanas estaba constituida por una serie de sermones. En lo que nos queda de los escritos de Montfort, encontramos dos “series de predicaciones para una misión”: una de cuatro semanas, la otra de cinco. El punto de partida es siempre Dios, su Palabra, el servicio de Dios. Pero muy pronto se pasa a la penitencia, a la salvación, a la muerte, al juicio, al paraíso y al infierno: lo que durante largo tiempo se ha llamado “las grandes verdades”. En un segundo momento vienen los problemas morales: el escándalo, la blasfemia, la maledicencia, el “pecado vil”, las ocasiones peligrosas —como el juego y el baile—, el mundo y el desprecio que hay que profesarle; pero también la honestidad, la paciencia, la reconciliación, etc. Progresivamente se pasa a lo que puede considerarse como tercera parte: las buenas obras, la oración, el ayuno, la comunión frecuente, la obediencia, la devoción a María, el amor de Dios: temas entrecortados por uno u otro sermón sobre la Pasión. Un cristiano de la segunda mitad del siglo XX experimenta cierta incomodidad ante este “menú” de corte netamente moralizante, donde Jesucristo no parece ocupar el sitio central, donde está ausente la dimensión eclesial, donde la vida cristiana es considerada bajo sus defectos y cualidades, pero poco o nada en su dinamismo cotidiano. Repitamos que Grignion de Montfort es de su época. Pero podemos pensar que, dentro de este plan, el misionero se refería frecuentemente a Jesucristo. Se le vio incluso, una u otra vez, a guisa de predicación, contentarse con mostrar su gran crucifijo y, cuando todo el auditorio se hallaba conmovido ante este espectáculo silencioso, pasar entre las hileras de fieles haciendo besar el crucifijo a cada uno de los asistentes. Con todo, la predicación de este hombre del siglo XVII se centraba en la conversión y la salvación individuales. Podemos descubrir otra trama de la misión en el encadenamiento de las procesiones. Eran, en efecto, a sus ojos “los elementos claves de los santos ejercicios”. Según testigos, además de la de apertura, el señor Grignion celebraba de ordinario siete grandes procesiones en cada misión: tres para la comunión general de las mujeres, de los hombres y de los niños; una para el oficio de los difuntos, una para la renovación de las promesas bautismales, otra para la plantación de la santa cruz y, finalmente, una postrera para la distribución de los “nombres de Jesús”. Se trata de trozos de tela en los que estaba escrito este santo nombre y que se reservaban para quienes habían escuchado al menos treinta y tres 118

sermones, o sea, más o menos la mitad. Se terminaba, naturalmente, con una procesión de clausura. A veces, cuando dos misiones sucesivas se desarrollaban en parroquias vecinas, una misma procesión servía de clausura para la una y de apertura para la otra... Montfort poseía un talento peculiar para organizar esas procesiones. Si alguien duda de ello, puede confiar en el espíritu observador de Claudio Masse, ese ingeniero geógrafo del rey, que consideró interesante insertar entre sus planos y croquis una acuarela de la procesión de las mujeres en La Rochelle en 1711. Nuestro observador distingue cuatro retiros —dentro o fuera de una misión general en la ciudad—, cada uno de los cuales culmina en una comunión general seguida de una procesión: un retiro para los pobres del hospital general, otro para los soldados —por los cuales manifiesta Montfort cierta predilección—, uno más para las mujeres y, finalmente, otro para los hombres. Claudio Masse, más bien misógino, pasa rápidamente sobre la procesión de los soldados “a pie descalzo, llevando todos pequeñas cruces, un rosario e imágenes, y entonando cánticos en francés”. Pero se complace en pintar y explicar la de las mujeres. Estas últimas —cerca de tres mil— desfilaron por categorías separarlas por gallardetes o banderas: las muchachas del pueblo llano, las “grises” (jóvenes de condición humilde), las señoritas burguesas, las terciarias de Santo Domingo. “Habían procurado escoger a las damas mejor contorneadas para llevar los gallardetes... La mayoría tenía el porte de las amazonas”. El narrador las acerca maliciosamente a los cañoneros que tocaban oboes, a los soldados de la marina que hacían de policías para “contener a las masas populares”, a los principales violinistas y primeros danzantes que Montfort había literalmente convertido. Se percibe una armonía entre los diferentes cánticos entonados por los distintos grupos, lo mismo que entre los colores de los gallardetes azules, aurora, etc. A Claudio Masse le impresionó el fervor de las participantes al igual que el buen orden de la procesión… ¡No se les había exigido a las mujeres, durante el retiro, tres días de silencio!’ “Sólo por señas hablaban a sus maridos y a sus criados... Quiera Dios que esas penitentes se hayan convertido para descanso de sus esposos y familias”. La procesión fue interrumpida por estaciones, por ejemplo, ante el palacio del gobernador militar, el palacio episcopal, donde el prelado impartió la bendición del Santísimo. Montfort era tan capaz de levantar una población como de organizar sus manifestaciones. 119

Es evidente que las procesiones revestían menor amplitud en una pequeña parroquia rural como Thairé o Le Gue d’Alléré. No obstante, en Bouguenais, en la diócesis de Nantes —parroquia bastante grande, por cierto—, la procesión de clausura reunió a diez mil personas llegadas de los alrededores. También allí los grupos avanzaban separados por estandartes. Toda la multitud se agrupó en una pradera a orillas del Loira, donde se había erigido el altar para el Santísimo. Volvamos a La Rochelle para una plantación de la cruz, en la puerta de San Nicolás. “Había un auditorio prodigiosamente numeroso, porque no sólo los habitantes de La Rochelle, sino también los de los pueblos vecinos habían venido para asistir a espectáculo tan piadoso”. El Padre de Montfort, como muchos otros misioneros, terminaba habitualmente la misión con un oficio por los difuntos, el día siguiente a la clausura. Los misioneros partían luego para otra parroquia, deseando la perduración del fruto de su trabajo. Para asegurar dicha perseverancia, el Padre de Montfort organizaba a veces lo que se podría llamar la “posmisión” Por ejemplo, en La Garnache —diócesis de Luçon— la hizo en forma de retiro, centrado en la preparación a la muerte. Organizaba entonces una celebración en la que participaban veinte personajes: las tres personas de la Santísima Trinidad, un grupo de almas del purgatorio y cinco niñas, cada una de las cuales tenía estrofas que cantar. El manuscrito de este cántico presenta incluso un dibujo que señala el sitio de cada participante. Experimentamos cuánto jugaba con el sentimiento de miedo y revelaba una visión del hombre tan incompleta como pesimista una escenificación como ésta, armonizada con la tonalidad general de la “posmisión”. Además, era la época en que, interpretando las calamidades públicas como castigo de Dios, la predicación insistía aún más en la muerte ya omnipresente en aquellos años de crisis económica y de epidemias. Conocernos el plan de la posmisión centrarla en la preparación a la muerte. Comprendía una semana de predicación: el domingo, la muerte es segura; el lunes, la muerte está cerca; el martes, la muerte es traicionera; el miércoles, la muerte es temible; el jueves, la muerte de los pecadores es terrible y abominable; el viernes, la muerte de los justos es dulce y deseable; el sábado, la muerte es semejante a la vida. El último día daba paso a la escenificación de la “muerte práctica”, en la que Montfort haría el papel de moribundo. Con cualquier otro se hubiera corrido el riesgo de lo ridículo. Con él, los oyentes preparaban una confesión “como para 120

morir” y una comunión “como si fuera la ultima vez. El Padre Picot de Clorivière, en su biografía publicada en 1785, refiere: “El servidor de Dios representaba en persona a un hombre en trance de morir. Estaba sentado en un sillón; junto a él, dos clérigos, que hacían el papel el uno del ángel bueno, el otro del espíritu tentador. El moribundo, crucifijo en mano, lo llevaba a menudo a los labios y lo estrechaba contra su corazón; lanzaba miradas llenas de confianza al cielo, implorando misericordia; escuchaba atentamente todas las inspiraciones del ángel bueno y rechazaba con indignación las sugerencias del malo, a las cuales oponía sobre todo actos de fe, de esperanza y de caridad. “Todo ello se hacía en forma tan natural y conmovedora que dejaba la más viva impresión en el espíritu de los oyentes; y cada uno se retiraba en silencio y golpeándose el pecho, resuelto a llevar una vida santa, a fin de alcanzar una santa muerte”. Sin embargo, Grignion sabía —más que muchos de sus colegas misioneros— proponer también fórmulas que, a su manera, daban confianza al hombre.

Para que la misión no fuera fuego de paja A medida que avanza en edad, Montfort se preocupa más por la perseverancia de los convertidos en la misión. ¿Se debe quizá esto a que los cristianos del Aunis eran menos fervorosos? De hecho, en las parroquias de esta región es precisamente donde las predicaciones parecen haber obtenido efectos menos duraderos: ocho años más tarde, el obispo de La Rochelle constata aquí o allí que “el pueblo es muy tosco e ignorante, aunque se le catequice con regularidad”. En todo caso, sólo durante los últimos cinco años de su vida vemos al Padre crear instituciones que aseguren los frutos de la misión. Señalemos, en primer lugar, la difusión de un opúsculo intitulado Disposiciones para la buena muerte, que contenía, entre otras, una fórmula de testamento espiritual tomada del jesuita Santiago Nouet (16051680). Los misioneros hacían distribuir con frecuencia diversos libritos de piedad, de papel muy ordinario y que costaban apenas más de un centavo cada uno. Cuando en 1715, Juan Mulot, párroco de Saint-Pompain, no 121

lejos de Niort, optó por pedir los servicios del Padre de Montfort, prefiriéndolo a otros misioneros, se debía a que “sabía que los frutos de las misiones perduraban por más tiempo en los lugares por donde había pasado que en aquellos donde habían trabajado otros misioneros, sea porque poseía gracias más abundantes, sea porque utilizaba prácticas muy santas para perpetuar los frutos de sus misiones por medio de escuelas de caridad, el establecimiento del santo rosario, penitentes blancos y otras cofradías”. Escuelas de caridad: Montfort consiguió fundarlas en esa misma ciudad de La Rochelle, en la que la curia episcopal y, con menor empeño, la corporación municipal las deseaban desde el año 1700. La apertura tuvo lugar en 1715, para niñas con las Hijas de la Sabiduría, y ya antes, en 1714, para niños con maestros vestidos de sotanelas que les hacían parecer frailes. Probablemente las fundó también en una u otra parroquia rural, como Saint-Pompain. Escribió incluso para esas escuelas un reglamento inspirado en Juan Bautista de la Salle. Acogieron gran número de alumnos, hasta cien y más, cifra entonces no corriente. En lugar de escolaresvigilantes, insiste en la emulación entre alumnos de la misma edad y del mismo banco. Era poco habitual que los misioneros hicieran esta clase de fundaciones. Quizá el Padre de Montfort era aún más original al fundar en la región de La Rochelle cofradías de penitentes y vírgenes. Las de penitentes, establecidas a partir del siglo XVII en la mitad meridional de Francia, se detenían —o casi— en las fronteras de las lenguas de oc y oil, como se ve en la diócesis de Limoges. En todo caso, en esta última región, su red se limitaba a las ciudades y contornos inmediatos; los miembros se reclutaban esencialmente entre las categorías sociales de cierto nivel. Montfort innova al fundarlas en parroquias rurales, como Taugón-la-Ronde y Saint-Pompain. El reglamento que les impone se inspira mucho en las cofradías meridionales: confesión y comunión mensuales, procesión en hábito con una capucha que les ocultaba el rostro, flagelaciones o al menos mortificaciones, huida de tabernas y de toda diversión, estructura jerarquizada y condiciones estrictas para la admisión de postulantes. Al contrario, las cofradías de vírgenes provenían de Bretaña, donde todavía hoy, en ciertas ciudades, el nombre de una calle recuerda su 122

existencia. Su originalidad consistía en que las jóvenes emitían para un año el voto de celibato, pudiendo, al término del año, devolver su velo y anillo para contraer legítimo matrimonio. Por lo mismo, se comprometían también a evitar los bailes y reuniones en donde tradicionalmente se juntaba el placer con la piedad. Cada una de estas cofradías debía contar con treinta y tres miembros para los penitentes y cuarenta y cuatro para las vírgenes, lo cual suponía que la misión había suscitado gran fervor. En cuanto al voto de las vírgenes, podía plantear un problema demográfico. En una ciudad como La Rochelle (veinte mil habitantes), estas cifras se lograrían con facilidad; aunque Claudio Masse, un tanto deslenguado, insinúa que esto no fue tan fácil entre la juventud femenina de ese puerto. Pero en las parroquias rurales, como Villiers-en-Plaine, Saint-Pompain, Le Gué d’Alléré, Esnandes, que no llegaban al millar de almas, el reclutamiento de la cofradía de vírgenes podía perjudicar a la nupcialidad. Montfort consideraba el matrimonio —más aún que sus contemporáneos— como un mal necesario. Debió de ser criticado por ello, ya que su primer biógrafo, José Grandet, se cree obligado, en 1724, a ofrecer largas justificaciones sacadas de las antiguas tradiciones de la Iglesia. Evidentemente, estas cofradías no enrolaban sino a una élite religiosa. Para asegurar la perseverancia en el conjunto del pueblo, Montfort contaba ante todo con el rosario.

El rosario Es completamente inexacto decir que Montfort introdujo el rosario en el oeste de Francia. Un siglo antes que él, los dominicos habían comenzado a establecer cofradías del rosario, numerosas en ciertas regiones, más escasas en otras. Estas cofradías exigían la recitación individual de tres rosarios completos en el curso de la semana. Hasta donde sabemos, sus reglamentos no insistían en la meditación, aunque ésta no se hallaba ciertamente ausente. A modo de comparación, los capuchinos de la región de París se contentaban, hacia 1700, con hacer recitar algunas decenas de rosario al comienzo de la conferencia de mediodía, y ello más por motivos utilitarios que por piedad: “Hay —escribía uno de ellos— que dejar gritar a los que se burlan de esta práctica o se oponen a ella, pues el predicador sólo lo recita mientras espera que el pueblo se reúna”. El Padre de Montfort 123

conocía esas oposiciones. Las fustiga acremente, en muchas oportunidades, en uno de sus escritos, El Secreto Admirable del Santísimo Rosario, opúsculo tomado en buena parte del dominico Antonino Thomas, pero muy novedoso en cuanto al tono personal de quien defiende a la vez el honor de su Madre y la vida de sus hijos. “En cuanto a mí que esto escribo, aprendí por experiencia personal la eficacia de esta oración para convertir los corazones más endurecidos. He encontrado personas a quienes no conmovía la predicación de las verdades más tremendas realizada durante la misión. Por consejo mío, adquirieron la costumbre de rezar diariamente el rosario, y así se convirtieron y consagraron totalmente a Dios. He podido, además, constatar una enorme diferencia de costumbres entre las poblaciones donde di misiones: unas, por haber abandonado la práctica del rosario, volvieron a caer en las malas costumbres; otras, por haber perseverado en rezarlo, se mantuvieron en gracia de Dios y progresaron día a día en la virtud”. Incluso teniendo en cuenta cierta exageración oratoria, semejante afirmación plantea un interrogante que no puede eludirse. La respuesta se establece en varios niveles. En el primero, puede decirse que Montfort, mejor que otros muchos, logró unir una práctica sencilla, repetitiva, accesible a poblaciones en su mayoría analfabetas, con una verdadera contemplación de los misterios de la vida dc Jesús y de María. En este molde mucho anterior a él, supo introducir todo el dinamismo espiritual que Pedro de Bérulle llamaba la adherencia a los estados de Jesús y de María. En ninguna otra parte de sus obras encontrarnos en forma tan fuerte el vínculo entre lo espiritual y lo misionero. Notemos, sin embargo, que al lado de esta contemplación, en la que insistía tanto, cuida mucho de añadir —lo que es estrictamente personal— las exigencias de la vida cristiana, “nuestras avemarías bien recitadas con nuestras buenas obras de penitencia”. Se trata para él de vincular la oración con la vida, para hablar el lenguaje del siglo XX. Pero, para una plena comprensión, hay que ir más lejos y subir al segundo nivel. Cuando habla del rosario, Montfort gusta del término “secreto”. Los estudios acerca de la religión y la medicina populares, en el siglo XVII y más tarde, muestran que éste es uno de los términos claves de tales fenómenos. Luis María explica él mismo sus múltiples significados: 124

“Como existen secretos de la naturaleza para hacer en poco tiempo, con pocos gastos y con facilidad, ciertas operaciones naturales, del mismo modo hay secretos en el orden de la gracia para realizar, en poco tiempo, con dulzura y facilidad, operaciones sobrenaturales”. Los “secretos de la naturaleza” eran, por ejemplo, recetas para escapar del rayo, curar las convulsiones, protegerse contra los enemigos. Lo era también el recurso a los santos curanderos, a las fuentes medicinales, etc. Ahora bien: desde hacía cerca de medio siglo, el clero parroquial, en nombre de la ortodoxia y también para centrar nuevamente la vida religiosa en torno a su ministerio sacramental, desacreditaba, prohibía y hasta perseguía tales prácticas. Que, por lo mismo, se encontraban en situación ambigua frente a la religión oficial. El arte de Grignion de Montfort consistió en sentir, recoger y transponer lo que era una necesidad del pueblo. De hecho, se trata de una transposición múltiple. El rosario es un secreto porque no lo entienden los espíritus críticos. Luis María tiene para con éstos un diente feroz y hasta injusto. ¡No pretenden esos “intelectuales” que se trata de una oración de “mujercillas”! El rosario es un secreto, igualmente, porque es un camino para llegar hasta los misterios mediante la contemplación. Montfort habla en este sentido del “secreto de María”, “la excelente obra maestra del Altísimo, cuyo conocimiento se ha reservado para Sí mismo”; “la práctica que quiero dar a conocer es uno de esos secretos de la gracia desconocido al mayor número”. Finalmente, el rosario es un secreto en cuanto que es un medio para realizar maravillas. Y al respecto, Luis María refiere numerosos milagros obtenidos, desde el siglo XVI, mediante el rosario. Antonino Thomas se contenta con tomarlos de su fuente. Sin embargo, hace una selección, prefiriendo las conversiones a las curaciones corporales. Tales historias nos parecen hoy poco creíbles, y no sin razón. Pero en el siglo XVII, toda una parte de la literatura popular, que luego se relataba en el curso de las veladas de invierno, estaba conformada por lo maravilloso, desde los cuentos de hadas y las leyendas sagradas, hasta La canción de Rolando y la Vida inestimable de Gargantúa. Sería, por lo demás, poco serio desconocer el valor teológico contenido en estos relatos que el Pueblo de Dios se transmitía y en los que 125

creían desde los doctos hasta los humildes. Si cristianos serios como Montfort los transmitían luego de recibirlos de las generaciones precedentes, se debía a que la fe común de la Iglesia consideraba a la Madre de Dios suficientemente bondadosa y poderosa como para realizar tales milagros. Ahora bien, esa fe no puede equivocarse. El prodigio puede ser una leyenda, pero, comúnmente admitido y transmitido, se convierte en expresión de una fe común que sí es verdad. Los cristianos que se decidían a una conversión total corrían el riesgo de no perseverar por mucho tiempo. Proponerles, con pruebas en la mano, un medio maravilloso para perseverar en sus resoluciones constituía un método seductor y pedagógico. Pero esto conllevaba diversos riesgos: el de dispensar de los esfuerzos necesarios —y Dios sabe con qué empeño los advertía el misionero de semejante riesgo—; el de proponer una religión paralela a la del clero; por último, el de encerrar a este pueblo analfabeto en su universo mágico. No podemos afirmar que se haya evitado este último peligro. Pero el pueblo, cada día más dependiente del poder clerical, no dejaba de persistir, en forma oculta, en prácticas más o menos prohibidas. ¿No era una habilidad proponerle algo que, respondiendo a esa mentalidad, buscara hacerla más espiritual? Habrá que esperar al siglo XIX y la escolarización para que el pueblo salga de ese universo mágico. ¡Y aún...! Proponerle una práctica cristiana que integrara sus toscas necesidades religiosas, ¿no era, en fin de cuentas, menos arriesgado que combatir esa religiosidad popular a golpes de espadas contra el agua? Hay pocos campos en los que la pastoral misionera de Montfort haya sido tan original. Es evidente que tratar de reproducir hoy a la letra su organización del rosario sería un sueño carente de realidad y un contrasentido histórico. Pero uno se halla mucho más libre para admirar ese medio do perseverancia que en nada ha perdido vigencia en cuanto al fondo y que Montfort utilizaba unido a otros. Por lo demás, como para la fundación de penitentes y vírgenes, Luis María sólo progresivamente perfeccionó su método del rosario; sólo a partir de 1707, en la diócesis de Saint-Brieuc, comenzó a establecer la meditación frecuente y colectiva del rosario. La pastoral misionera original de Grignion de Montfort concreta, pule y madura con el correr de los años. Esta originalidad sólo se aprecia bien comparándola con los métodos practicados entonces por otros obreros apostólicos. Se advierte así cómo Luis María pertenece a una época diferente a la nuestra; pero también 126

cómo, poco a poco, van surgiendo rasgos que lo distinguen de todos los demás misioneros. Si hubiera que condensar la originalidad de Montfort, dos adjetivos parecen primordiales: una actuación audaz y una actuación popular. Volvemos a encontrar, de otra manera, al joven sacerdote que, en 1701, quería vivir pobre con los pobres. Sin duda, su forma de ser es ahora muy diferente: más sana, más inserta en la Iglesia local; pero la fuente es claramente la misma: la confianza en los recursos cristianos del pueblo humilde.

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11. LAS REALIZACIONES DE LA EDAD MADURA (1713-1716)

A grandes pasos, camina y camina bajo el sol de julio. Quinientos kilómetros que cubrir entre La Rochelle y París... Es cierto que, bajo un hermoso ciclo de verano, es más fácil conformarse, para la noche, con la posada a campo raso. En la capital, la primera visita de Montfort es al seminario del Espíritu Santo. Diez años antes, su joven fundador, D. Claudio Poullart des Places, le había prometido: “Si Dios me concede la gracia de tener éxito [en la fundación del seminario], puedes contar con misioneros”. El señor des Places había muerto. Fue sustituido por el señor Bouic, oriundo de la diócesis de Saint-Malo, como Luis María. Este último llega en medio del bullicio de una comunidad numerosa y joven en recreación. Tras las presentaciones usuales, Montfort contempla a uno de los seminaristas y lo abraza delante de todo el mundo. Engreído por este gesto, el joven tiene que reprimir su vanidad cuando escucha esta explicación: —La pobreza merece respeto en todas partes; por ello me he permitido este gesto de amistad con aquel de vosotros que anda más pobremente vestido. Pero el seminarista mal ataviado tuvo ocasión de recobrar los ánimos al escuchar la primera conferencia del Padre. Dirigiéndose a futuros sacerdotes, éste les habló del espíritu de pobreza. Recordó y comentó el texto de los Hechos do los Apóstoles (3,6): “Plata y oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a andar”. “Imitad —les decía— la pobreza de los Apóstoles, despojaos de todo como ellos, no os apeguéis en nada a la tierra; entonces, todo os será posible, porque Jesucristo estará en vosotros como estaba en ellos. Quizá no realicéis como ellos milagros de orden natural, porque no serán necesarios, pero realizaréis prodigios de gracia; los corazones de los hombres estarán en vuestras manos y los transformaréis a vuestro gusto...” 128

Una segunda charla versará sobre la cruz. Es la época en que, desde París mismo, escribe: “¡Ah!, si los cristianos supieran el valor de las cruces, recorrerían cien leguas para encontrar una sola; porque en esta amable Cruz está encerrada la Sabiduría que día y noche ando buscando. “¡Ah!, Cruz amada, ven a nosotros, para mayor gloria del Altísimo. Es lo que mi corazón repite con frecuencia, a pesar de mis debilidades e infidelidades. Pongo, después de Jesús —única esperanza nuestra— toda mi fuerza en la Cruz”. ¡Pues bien!, va a recibir a pedir de boca. Rechazado aquí y allá, estaba impaciente por volver a sus antiguos maestros y condiscípulos de San Sulpicio y al altar de su primera misa. El señor Leschassier, ahora superior general, se hallaba en Issy-les-Moulineaux; algunos de sus profesores o cohermanos enseñaban en el seminario. ¡Ah!, ¡que alegría volverse a ver después de trece años...! Pero la acogida fue glacial en todas partes. Las calumnias de sus adversarios y la noticia de sus expulsiones sucesivas habían recorrido también “cien leguas” y más velozmente que él. Es entonces cuando escribe —el 15 de agosto de 1713— una carta que, por lo demás, va más allá de este incidente. Va dirigida a su hermana Guyonne-Luisa, ahora sor Catalina de San Bernardo, con las Benedictinas de Rambervillers: “¡Viva Jesús! ¡Viva su Cruz! “... Un enjambre de pecadores y pecadoras a quienes ataco no me da tregua ni a mí ni a los míos. Siempre alerta, siempre sobre espinas, siempre sobre guijarros afilados, me encuentro como una pelota en juego: tan pronto la arrojan de un lado, ya la rechazan del otro, golpeándola con violencia. Es el destino de este pobre pecador. Así estoy, sin tregua ni descanso, desde hace trece años, cuando salí de San Sulpicio. “No obstante, querida hermana, bendice al Señor por mí. Pues me siento contento y feliz en medio de mis sufrimientos y no creo que haya nada en el mundo tan dulce para mí como la cruz más amarga, siempre que venga empapada en la sangre de Jesús crucificado... Pero además de este gozo hay gran provecho en llevar la cruz. ¡Cuánto quisiera que pudieras ver mis cruces! ¡Nunca he 129

logrado mayor número de conversiones que después de los entredichos más crueles e injustos! “¡Animo, pues, querida hermana! Carguemos nuestras cruces en los confines del reino!” “En los confines del reino”, en efecto, ya que Rambervillers se halla en los bosques de los Vosgos [al oriente de Francia, cerca de Estrasburgo], mientras La Rochelle está sobre el Atlántico. Pero ¿qué hace Montfort en París en esos meses del verano de 1713?

La Compañía de María Luis María tiene cuarenta años. Se siente agotado. Tiene el presentimiento de llegar al fin. Sufre malestares que exigirán, en septiembre, en el hospital Auffrédy, de La Rochelle, una operación muy dolorosa de las vías urinarias. Por otra parte, varias veces han intentado acabar con él. Cierto día en que se dirige a la isla de Yeu, trataron de hacerle capturar por corsarios. En una callejuela de La Rochelle intentaron asesinarlo. En otra ocasión, ¿quién echó veneno en su caldo? El efecto de los contravenenos urgentes fue sólo parcial. Según él, este acto criminal fue obra de los protestantes. No podemos afirmar que esta explicación sea falsa. Pero, cuando sabemos hasta qué punto se consideraba entonces a los calvinistas —nuestros “hermanos” separados, según les decimos hoy— como los secuaces de Satanás, podemos dudar un tanto. En todo caso, Luis María quedó debilitado tras este incidente. En 1714, Juan Bautista Blain testifica: “Tan pronto lo vi, lo encontré muy cambiado, agotado y acabado por trabajos y penitencias; y quedé persuadido de que su fin no estaba lejano”. De hecho, vivirá un año y medio más. Pero había llegado el momento de realizar proyectos que soñaba desde hacía años. No hemos olvidado su carta de diciembre de 1700 al señor Leschassier, donde le declaraba que pedía “continuamente con gemidos una humilde y pobre compañía de sacerdotes ejemplares que... bajo el estandarte y protección de la Santísima Virgen” corrieran, “en forma pobre 130

y sencilla, a dar el catecismo a los pobres del campo y excitar a los pecadores a la devoción a la Santísima Virgen”. Este imperioso anhelo lo había llevado a París trece años después. Iba en busca de los misioneros que Claudio des Places le había hecho esperar. En primer lugar se dirigió, pues, a los sucesores del señor des Places. “Les hizo conocer su plan —escribe Besnard en su vida manuscrita— y les leyó el reglamento que había compuesto para aquellos de sus alumnos y otros que quisieran unirse a él para entrar en la misma carrera”. Esas Reglas van precedidas de una larga Súplica ardiente para pedir misioneros. El final de la misma estalla en acentos que han hecho escribir a un ilustre autor espiritual, el Padre Faber: “Después de las epístolas de los apóstoles, será difícil encontrar palabras tan ardientes”; y a ellas remite “insistentemente a cuantos padecen dificultades para conservar... los primeros ardores de amor a las almas”: “Mira, Señor, Dios de los ejércitos, los capitanes que forman compañías enteras; los potentados, que levantan ejércitos numerosos; los navegantes, que arman flotas enteras; los mercaderes, que se reúnen en gran número en los mercados y ferias. ¡Cuántos ladrones, impíos, borrachos y libertinos se reúnen en tropel contra ti todos los días, tan fácil y prontamente! “Un silbido, un toque de tambor, una espada embotada que muestren, una rama seca de laurel que prometan, un pedazo de tierra roja o blanca que ofrezcan...; en tres palabras: un humo de honra, un interés inútil, un miserable placer de bestias que esté a la vista, reúne al momento ladrones, agrupa soldados, junta batallones, congrega mercaderes, llena casas y mercados y cubre tierra y mar de muchedumbre innumerable de réprobos. Quienes, aunque divididos entre sí por la distancia de los lugares, la diferencia temperamental o el propio interés, se reúnen, no obstante, hasta la muerte para hacerte la guerra bajo el estandarte y dirección del demonio. “Y por ti, Dios soberano —aunque en servirte hay tanta gloria, dulzura y provecho—, ¿casi nadie tomará partido? ¿Casi ningún soldado se alistará bajo tus banderas? ¿Casi ningún San Miguel gritará de en medio de sus hermanos con el celo de tu gloria: Quien como Dios? 131

“¡Ah! Permíteme ir gritando por todas partes: ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Fuego en la casa de Dios! ¡Fuego en las almas! ¡Fuego en el santuario! ¡Socorro, que asesinan a nuestros hermanos! ¡Socorro, que degüellan a nuestros hijos! ¡Socorro, que apuñalan a nuestro padre!... “¡Despierta! ¿Por qué estás dormido, Señor? ¡Desperézate! “Levántate, Señor, en tu omnipotencia, tu misericordia y tu justicia, para formar una compañía escogida de guardias personales que custodien tu casa, defiendan tu gloria y salven tus almas, a fin de que no haya sino un solo rebaño y un solo pastor y que todos te den gloria en tu templo. Amén”. Después de la Súplica ardiente vienen las Reglas, seguidas de un vibrante apóstrofe a los futuros Asociados de la Compañía de María: “No temas, pequeño rebaño, porque tu Padre se ha complacido en darte el reino. No temas, aunque, naturalmente, tengas todos los motivos para temer. No eres más que un débil rebaño, tan pequeño que hasta un niño lo puede contar. En cambio, las naciones, los mundanos, los avaros, los voluptuosos, los libertinos, se juntan a millares para hacerte la guerra con sus burlas, sus calumnias, sus desprecios y violencias... Eres pequeño; ellos, grandes. Eres pobre; ellos, ricos. Eres débil; ellos tiene el poder en sus manos. Pero, una vez más, no temas; sí, no temas voluntariamente. Escucha a Jesús que te dice: Sor yo: no temáis, yo os he elegido...” Ahora bien, desde los primeros párrafos de las Reglas de los Sacerdotes Misioneros de la Compañía de María se precisa rigurosamente su selección. “Es necesario que dichos sacerdotes hayan sido llamados por Dios a la vida misionera, en pos de los apóstoles pobres. Y no a trabajar como vicarios, dirigir parroquias, enseñar a la juventud o formar sacerdotes en los seminarios: cosas que hacen muchos otros buenos sacerdotes, llamados por Dios a estos santos oficios. 132

“Por consiguiente, huyen de tales cargos por considerarlos contrarios a su vocación apostólica. Así podrán decir siempre con Jesucristo: Me envió a dar la Buena Noticia a los pobres”... “Ese es el cambio o desviación que han sufrido, desgraciadamente, muchas santas comunidades, establecidas en estos últimos siglos por el santo espíritu de sus fundadores para predicar misiones, y ello so pretexto de un bien mayor... Y si dan misiones todavía, lo hacen sólo accidentalmente y como de paso. La mayoría de los miembros de estas comunidades permanecen años enteros sedentarios, por no decir solitarios, en sus casas de la ciudad o del campo. Su lema es: Buscadores del reposo. Mientras que la de los verdaderos misioneros —como San Pablo— es poder decir con toda verdad: No tenemos domicilio fijo... Este equipo volante de itinerantes no podrá, claro está, reclutar “sacerdotes enfermos o de mucha edad”. En cuanto a los más jóvenes, Montfort los ve, como él, gastarse en poco tiempo en la predicación hasta el último aliento. Apenas si contempla para ellos la enfermedad o la vejez: “Pero, si algún sacerdote de la Compañía viene a quedar —a causa de la edad o la enfermedad— imposibilitado para trabajar en las misiones, va a descansar a una casa que la Compañía tiene para ello...” Cuando el Padre escribe estas Reglas no tiene aún —así parece— ningún compañero vinculado por votos, los dos únicos votos de pobreza y obediencia que prescribe la Regla; ciertamente, ningún sacerdote, ni siquiera de los que colaboran habitualmente con él en la labor misionera; probablemente tampoco entre los hermanos auxiliares. Cuatro de ellos se comprometerán más tarde. Pero Montfort ha adelantado ya una primera realización escribiendo Estatutos, plasmando en un texto la dinámica misionera que, desde hace doce años, sueña encarnar en un Instituto. Los discípulos vendrán más adelante; al menos así lo espera.

Las Hijas de la Sabiduría Luis María, o más bien el Espíritu Santo, se las arregla en forma del todo diferente para fundar la rama femenina de sus discípulos. 133

No nos hemos olvidado de María Luisa Trichet, a quien el Padre había moldeado con dureza en “La Sabiduría” de Poitiers, entre las pobres del hospital general. Ya entonces, María Luisa aspiraba cada vez más a la vida religiosa, quejándose amablemente a su confesor: —Padre mío, usted tiene celo para colocar señoritas en las comunidades, para hablar de su vocación al señor obispo. Piensa en todas, menos en mí. —Hija mía, serás religiosa —respondía él—, consuélate, serás religiosa. Unos momentos después suspiraba Montfort: —¿Alcanzaré yo la Sabiduría? —Y yo —replicaba ella con viveza—, ¿seré religiosa? —Sí, hija mía. —¡Pues bien, Padre mío! ¡Usted alcanzará la Sabiduría! Los años pasan... En junio de 1714, mientras anda ocupado en fundar escuelas de caridad en La Rochelle, Montfort escribe —por fin— a la joven que se prepare a viajar a esa ciudad antes de seis meses. Nos queda un tanto la impresión de que, durante ocho años, la había olvidado en Poitiers. Es cierto que había vuelto a verla, más de una vez, al pasar por esta ciudad. En 1713 había incluso confirmado la vocación de su compañera, Catalina Brunet. Es muy poco, de todos modos, en relación con los años 1702-1706. María Luisa misma había vivido dolorosamente este semiabandono de parte de su Padre espiritual, ella que tanto necesitaba de su apoyo moral, impelida por su profundo anhelo de hacerse religiosa, había hecho varios ensayos: con las Hijas de la Caridad, con las Benedictinas del Calvario, con las Carmelitas. Pero, simultáneamente, durante estos años, ella, tan realista, había asumido con paciencia su puesto en el hospital general de Poitiers. En 1708 la nombran para dirigir la sala de las jóvenes, y así asciende a la categoría de directora. En 1709 la constituyen ecónoma, antes de que lo sea por título en 1712. Esto testifica, a la vez, el aprecio creciente que le profesó el Buró del hospital y la capacidad de ella para consolidar su personalidad y talentos. Cuando, a fines de 1714, Montfort le ordena acudir rápidamente a La Rochelle, no es ya la adolescente de dieciocho años que se plegaba a las menores órdenes de su director. Ahora es una mujer de treinta años, que ha encontrado su senda, desarrollado sus aptitudes y madurado. En adelante, sabrá ubicarse, 134

de manera discreta y eficaz, como asociada en la fundación de las Hijas de la Sabiduría. Luis María ha previsto para sus Hermanas una vivienda, una casa alquilada para escuela. Pero este inmueble no está libre aún y el Padre de Montfort se halla ausente, predicando la misión de Taugon-la-Ronde. María Luisa y Catalina se las arreglan como pueden ante la falta de previsión del misionero. Pero éste no se había olvidado de comunicarles por escrito sus consignas: “Observad desde ahora las pequeñas reglas que os he dado y comulgad diariamente —ambas lo necesitáis—, con tal que no cometáis pecado venial deliberado. “Me dijeron que salís a ver la ciudad. No puedo creer tan inútil curiosidad de parte de las Hijas de la Sabiduría. Ellas deben ser para todos modelo de modestia, recogimiento y caritativa humildad. “Llamaos Comunidad de las Hijas de la Sabiduría para la educación de las niñas y el cuidado de los pobres. “Observad... el reglamento cotidiano, el levantarse, el acostarse, la oración y el rezo del santo rosario. “Aprended a escribir bien y cuanto pueda haceros falta. Comprad para ello algún libro de escritura de molde... “No temáis exagerar, al principio, en observar y hacer observar el silencio en la comunidad y en clase, pues si permitís que se hable sin el debido castigo, todo está perdido. ¡Dios sólo! El 4 de abril de 1716”. La misión de Taugon-la-Ronde terminó el domingo de Ramos, 14 de abril. Esa misma tarde, el Padre de Montfort se hallaba en La Rochelle y citaba a sus queridas Hijas en la casa de campo de los jesuitas, el PetitPlessis, en las afueras de la ciudad. Ellas acudieron y comulgaron de la mano del Padre. Al salir de la capilla, después de la misa, lo esperaron en el patio. Montfort estaba exultante: —¡Estoy fuera de mí, Hijas queridas, al veros vestidas con ese santo hábito de la Sabiduría! 135

Luego, dirigiéndose a María Luisa de Jesús, añadió: —Dios te ha escogido para ponerte a la cabeza de esta pequeña comunidad naciente. Necesitarás mucha firmeza, pero la dulzura debe prevalecer sobre todo lo demás. Había allí en el patio polluelos recién nacidos que, debajo de las alas de su madre, se guarecían del frío en esa mañana de abril. —Mira, hija mía —le dijo—, mira a esta clueca que resguarda a sus polluelos bajo las alas: ¡con qué solicitud cuida de ellos, con qué cariño los trata! ¡Pues bien!, así tienes que actuar y comportarte con las hijas de las cuales en adelante vas a ser Madre. En mayo de 1715 abren su escuela, calle de los Jesuitas. Entre dos misiones, el Padre pasa a hacerles una visita. Ve lejos y se complace en la evocación de un futuro semillero de Hijas de la Sabiduría. María Luisa se muestra más atenta a la realidad inmediata. Se encarga de amueblar la casa. El misionero ha tenido la idea bastante lúgubre de prescribir que cada Hermana duerma en un ataúd. La superiora, de constitución robusta, sufre particularmente por ello. Se atreve a quejarse al Padre de Montfort, quien prescribe que en adelante usen jergones, poco confortables por cierto, pero más prácticos. El misionero ha encontrado dos novicias: una de Nantes, la otra de La Rochelle. ¡Tiene tanta prisa por ver establecidas sus comunidades! María Luisa, mucho más dotada que él en discernimiento, descubre pronto que ni la primera, habladora, y ni siquiera la segunda, a pesar de ser una de las dirigidas de Grignion, pero algo débil, valen para la vida religiosa. El Padre acepta esta apreciación. En adelante, María Luisa está decidida a dar su opinión. Este papel de la Hermana Trichet se deja entrever en la Regla primitiva de la Sabiduría, que el obispo de La Rochelle aprueba el 12 de agosto de 1715. Ocho días más tarde, en la capilla de las Hermanas de la Providencia, María Luisa y Catalina Brunet emiten sus primeros votos según esta Regla. Ciertamente, el manuscrito de la Regla es de la letra de Montfort, pero la superiora ha tenido parte en ella. Si nos fijamos en el contenido, en ninguna parte encontramos esos brotes de inspiración que jalonan la Regla masculina de 1713. Son simples constituciones, y no lo que hoy llamamos Regla de Vida. ¿Habrá decaído, pues, la inspiración de Montfort en cosa de dos años? Existe otra explicación, mucho más plausible: este texto, medido, minucioso, práctico, se parece más a la forma de pensar de María Luisa. Sin duda, esta última lo atribuye enteramente al Padre de Montfort, quedándose ella en un segundo plano para honrar 136

mejor a su padre espiritual, actitud que mantendrá en lo sucesivo. Lo más probable consiste en considerar la redacción de esta Regla como obra conjunta de Luis María y María Luisa. Montfort aceptaba así que su discípula se convirtiera en su colaboradora. ¡Qué diferencia con sus imperativos sin matices respecto de ella, doce o trece años atrás! Realmente este hombre había evolucionado hacia una sociabilidad mayor y mayor consideración de los demás.

Un santo que se humaniza Había ya dado muestras de una evolución análoga en la colaboración más flexible brindada al obispo y a los sacerdotes de La Rochelle. Y la manifiesta mucho más aún en el ensanche del campo de sus relaciones. Ya en Poitiers, cuando vivía en el hospital general, Luis María no se dejaba encerrar totalmente en el círculo de los pobres. Se ocupaba, entre otros quehaceres, de colegiales a quienes formaba y enviaba a dar el catecismo en las parroquias vecinas. En esta misma ciudad, en febrero de 1706, cuando predicaba al pueblo sencillo, le habían llamado a la cabecera de la esposa del gobernador y lugarteniente del rey, señor de Armagnac, uno de los personajes más notables de la ciudad. Pero lo solicitaban menos como simple misionero que por su fama de curandero; tras una intensa oración, había asegurado que la enferma, ya en las últimas, no moriría. Y ella sanó. En Dinan, en 1709, traba amistad profunda con el conde de la Garaye, quien, tras una vida de fasto, comenzaba a dedicarse a socorrer a enfermos e indigentes. En la región de Nantes, entre 1708 y 1711, lo vemos trabar estrecha amistad con algunas familias de la aristocracia, sobre todo con los Grue de la Frudière, los Kermoisan, la presidenta de Cornulier, que tenían el valor de apoyarlo contra las burlas esparcidas en la alta sociedad de la región. Durante los últimos años de su vida encuentra apoyo en personas de categoría, el mariscal de Chamilly, gobernador militar de La Rochelle; el marqués de Magnane y, gracias a este último, el señor de Orville, subdelegado en Rennes del intendente de Bretaña, es decir, del representante directo del rey en esa provincia. Todos sienten una profunda admiración por el misionero, pero también la necesidad de olvidar—haciéndose los ciegos o acudiendo a reticencias— las audacias de este misionero que hace poco caso de los buenos modales. 137

Quizá se descubre una evolución en su comportamiento durante el último año de su vida, a partir de su encuentro con la señora de Oriou, en Villiers-en-Plainc, cerca de Niort. En febrero de 1716, esta dama de veinticinco años, un tanto mundana y bastante amiga de chanzas, se enteró de que el señor Grignion iba a predicar una misión en la parroquia. Fuertemente prevenida contra él, había decidido en un primer momento ausentarse de la región para no escuchar “las chiquilladas que decían hacía él”. Luego, reflexionando que, en vista del buen ejemplo, valía más hacer acto de presencia, convenció a su esposo de que pasara en Villiers el tiempo de la misión, “con el propósito interior —contó ella misma después— de no seguir la misión y también de examinar cuanto haría o diría el señor de Montfort, para divertirme una vez pasada la misión... Al cabo de quince días de oír... todas sus conversaciones, que eran muy alegres, muy edificantes y divertidas, y en las que incluso yo bromeaba expresamente con él a fin de ver si se enfadaba o se escandalizaba con las palabras y canciones ligeras que le decía —él lo tomaba todo a broma, y riendo me daba muy suaves instrucciones morales—, al cabo de quince días, repito, me encontré con el corazón penetrado por el deseo de hacer la misión”. En este comportamiento de Luis María es difícil reconocer al seminarista que, veinte años antes, trataba de huir de las mujeres tan pronto como las veía. Pero, sin duda, el misionero llegó a comprender que también ellas tienen un alma que es preciso ganar para Cristo. No obstante, en esta clase de relaciones, Montfort conserva siempre algo imprevisible, sorprendente y comprometedor. En octubre de 1714 está de paso por Rennes. Visita al subdelegado, señor de Orville. Quien, en el curso de la conversación, se queja de ciertos desórdenes que se cometen cerca de su domicilio, calle Haute. El misionero responde sin dudar: —Coloquemos encima del umbral de su casa... una estatua de la Virgen María: confío en que pronto veremos cesar los escándalos. Montfort en persona encabeza el rezo del rosario ante el portal. Las personas piadosas del barrio se congregan. Les hace prometer que volverán y encarga al señor de Orville de presidir la oración. Una promesa no siempre fácil de cumplir. Pensemos, por ejemplo, que personas importantes con quienes el señor de Orville tiene que tratar habitualmente 138

en la sociedad pasan a veces en carroza a esa hora delante de la mansión del magistrado. Ver a un Orville ocupado en rezar el rosario delante de su portal en compañía de algunas mujeres del barrio, ¡qué escena más risible! Montfort no puede dejar de ser el apóstol que no duda de nada. Ahora, sin embargo, ha extendido notablemente el círculo de sus amistades. Lo que supone que él mismo ha evolucionado profundamente en la atención a los demás, en el dominio de sus impulsos primarios, en la discreción. En junio de 1714, Luis María decide ir a ver y consultar a su amigo Blain, que se ha convertido en todo un personaje en Rouen. Hace de este peregrinar una gira misionera a través de las diócesis de Luçon, Nantes, Rennes, Avranches... escuchado aquí como profeta, rechazado allá como apestado. Fue el caso en Avranches, adonde llegó el 14 de agosto por la tarde. En las primeras horas del día de la Asunción, el obispo, Mons. Francisco Rolando de Querhoënt de Kergournadec’h de Coëntanfao —¡esto no más! —, le notificó la prohibición de celebrar misa y la orden de abandonar la diócesis a la mayor brevedad... ¡No poder celebrar misa en esa solemnidad mariana! En estas circunstancias, el misionero se apresuró a alquilar un caballo y, al galope, llegó a Villedicules-Poêles antes de mediodía. Se hallaba ya en la diócesis de Coutances y pudo subir al altar, a pesar de las dudas del párroco estupefacto. Pero proseguirá a pie su camino a Saint-Lô, Caen y Rouen. En septiembre, caía por fin en brazos de su amigo Blain. Este, que no lo había vuelto a ver desde hacía once años —pero las habladurías corrían también al galope— le reprochó sus modales extraños: “Me replicó que si tenía modales extraños y fuera de lo corriente era en contra de sus intenciones; que, al haberlos recibido de la naturaleza, no se daba cuenta de ellos”. Montfort reconoce que tiene comportamientos excéntricos, pero es inconsciente de ello. En Rouen mismo, al día siguiente, Blain fue testigo de uno de esos gestos que se consideraban fuera de lugar, y se lo hizo notar. El misionero no se había dado cuenta de nada. “Eso me hizo pensar que no era dueño de ciertas singularidades que se le escapaban sin que se diera cuenta de ellas”. Montfort seguirá siendo original hasta el final de su 139

vida. Pero es aún más cierto que hizo esfuerzos prodigiosos para dominar sus impulsos. Tenemos al respecto el testimonio de don Pedro de Bastières, quien compara la evolución de Luis María con la de San Francisco de Sales, cuyo carácter fuerte y violento se olvida demasiado: “Ese era el carácter del señor Grignion... Hizo esfuerzos increíbles para vencer su impetuosidad natural: logró el triunfo y adquirió la virtud maravillosa de la dulzura...” El éxito fue sin duda menos total de lo que quiete afirmar el Padre des Bastières. Pero debemos atender a este testimonio directo acerca de los “esfuerzos increíbles”. ¡Cuánto nos gustaría captar en lo vivo algunas tentativas cotidianas realizadas por Montfort para limar su temperamento excesivo! Sabemos que algunos jesuitas le ayudaron. Fueron más comprensivos con él que los sulpicianos: un Padre de la Tour en Poitiers. un Padre Felipe Descartes (sobrino del ilustre René) en París, un Padre Préfontaine en Nantes, entre otros. A falta de conocer esa ascesis continua, podemos entreverla comparando la vestimenta de Montfort en dos momentos de su vida. En 1713, prescribe a sus discípulos masculinos, en la Regla escrita para ellos, lo que sin lugar a dudas practicaba él mismo: “No hacen ostentación de singularidad alguna en su exterior... Cuidan de vestir como los buenos eclesiásticos —y en particular como los del seminario de San Sulpicio de París...” Ahora bien, cuando había llegado a Poitiers doce años antes, los harapientos del hospital lo habían reconocido como uno de ellos. Cuando pensamos en lo que obstaculizó la evolución personal de Montfort, en sus dificultades familiares y en todas las contradicciones que sobrellevó, no podemos menos de sentir admiración. Sin duda no alcanzó la medida perfecta, si ésta es posible. Y ¿quién sabe dónde se evalúa la mesura? Pero quedamos, en todo caso, asombrados ante el camino recorrido.

La redacción del Tratado de la verdadera devoción Puede señalarse una evolución parecida en su vida intelectual. 140

En el curso de sus últimos años, sin que podamos indicar una fecha precisa, escribió la mayoría de sus obras mayores: El Secreto admirable del Santísimo Rosario, la Carta a los amigos de la Cruz, El secreto de María, el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. Detengámonos en esta última obra, la más celebre de todas, pero también la más reveladora de su evolución espiritual e intelectual. Hay que precisar ante todo que esta obra, que lo hará célebre —al menos cuatrocientas ediciones en más de 25 lenguas—, lleva un título que no es del autor y sigue siendo discutible. El manuscrito quedó encerrado bajo el polvo y las telarañas durante setenta años, en la biblioteca de los discípulos masculinos. Luego, en tiempo de la Revolución, lo pusieron al seguro en un baúl que enterraron en un campo junto con otros objetos. Una vez pasados los años difíciles, quedó una vez más relegado en un anaquel de biblioteca. Ni siquiera lo mencionan cuando, en los años 1825-1826, Gabriel Deshayes, junto con el obispo de Luçon, procede a la investigación en vista de la beatificación. Sólo el 29 de abril de 1842 lo descubren y reconocen indiscutiblemente como escrito del fundador. Pero los doce “cuadernos” del manuscrito estaban separados unos de otros; faltan probablemente algunos “cuadernos”, sin duda alguna varias hojas. ¡Qué importa, en el fondo! Nos queda lo esencial, lo suficiente para constatar cómo Montfort —llegado a su madurez— elabora una presentación de conjunto —o poco menos— del mensaje cristiano en torno a la devoción a María. Pero para captar bien su importancia como elemento revelador de su maduración intelectual y de su experiencia personal, hay que tomarlo como es, so pena de equivocarse torpemente. Este tratado no pertenece, estrictamente hablando, al genero teológico. Indudablemente utiliza argumentos que toma prestados de la teología de la época, es decir, de sólidos autores espirituales como Bérulle y San Francisco de Sales, prefiriéndolos a los doctores de la Sorbona. Por ejemplo: “Siendo María una simple creatura, salida de las manos del Altísimo, comparada con la infinita Majestad de Dios, es menos que un átomo, o mejor, es nada, porque sólo El es El que es”. Cita con frecuencia a los Padres de la Iglesia, pero las citas no provienen de una lectura directa de ellos, sino de las “cadenas” de textos sacados de sus escritos y agrupados por temas. Estos “florilegios” gozaban de gran prestigio en los siglos XVI y XVII. 141

Por otra parte, el autor acude menos a argumentos racionales que a imágenes y comparaciones al alcance del pueblo: “Como en la generación natural y corporal existen el padre y la madre, así en la generación sobrenatural y espiritual existen un Padre que es Dios y una Madre que es María... y quien no tiene a María por Madre no puede tener a Dios por Padre...” Y se explica así: “He tomado la pluma para consignar en el papel lo que he enseñado con fruto en público y en privado en mis misiones, durante muchos años”. Montfort no pertenece a la raza de los especulativos, como un Pascal o un Bérulle. Era incluso adverso, más aún, hostil, a una parte de los intelectuales de su tiempo, a quienes evoca con frecuencia como “los críticos”, “los sabios orgullosos”, que se cuentan, sin embargo, entre los fundadores de la ciencia moderna. Así ubicado, Luis María aparece mucho mejor en lo que realmente es: un escritor espiritual y un misionero, muy inteligente, por lo demás. Si el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen sigue siendo el más célebre de sus escritos, no constituye, sin embargo, la síntesis de su mensaje. Elementos mayores de su enseñanza sólo aparecen aquí como apuntados o en iluminación indirecta. Es el caso para lo que se llama su “cristocentrismo”, es decir, su fe en Jesucristo como el centro mismo de toda la vida cristiana. Indudablemente, encontramos aquí una u otra página hermosísima, por no decir originalísima, acerca de “Jesucristo... meta última de todas nuestras devociones”. Tanto más importante es señalarlo: “Jesucristo —escribe— es el Alfa y la Omega, el principio y el fin de todas las cosas. La meta de nuestro ministerio —como escribe San Pablo— es construir el cuerpo de Jesucristo; hasta que todos, sin excepción, alcancemos... la edad adulta. Efectivamente, sólo en Cristo habita realmente la plenitud de la divinidad y todas las demás plenitudes de gracia, virtud y perfección. Sólo en Jesucristo hemos sido bendecidos con toda bendición del Espíritu. Porque El es el único Maestro que debe enseñarnos, el único Señor de quien 142

debemos depender, la única Cabeza a la que debemos estar unidos, el único Modelo a quien debemos asemejarnos, el único Médico que debe curarnos, el único Pastor que debe apacentarnos, el único Camino que debe conducirnos, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que debe vivificarnos y el único Todo que en todo debe bastarnos... Por tanto, si establecemos la sólida devoción a la Santísima Virgen, es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo” Indudablemente, también toda la obra de Grignion está orientada, según lo dice el mismo, como una preparación al reinado de Jesucristo. Pero se centra en María y la devoción a Ella. Consideremos otro aspecto que se esfuma aún más discretamente: la misión. Indudablemente los apóstoles de María que entrevé serán obreros de “combates apostólicos”. También, sin lugar a dudas, desde el comienzo la obra, tal como nos ha quedado, se sitúa directamente en la perspectiva del reino de Jesucristo que se ha de establecer en este mundo; pero cuando habla de la vida de Jesucristo omite, como la mayoría de sus contemporáneos, contemplarlo en sus años de vida apostólica. En definitiva, dejadas de lado ciertas frases sueltas, llegaría uno casi a olvidar que Luis María, en seguimiento de Jesús, era esencialmente un misionero, que vivió una espiritualidad profundamente apostólica. Y, sin embargo, este Tratado, por orientado que esté, sigue siendo indiscutiblemente la mejor fuente para reconstruir una síntesis de la espiritualidad de Montfort en el ocaso de su vida. Pero esta obra ofrece, sobre todo, una clarificación primordial sobre la evolución intelectual del Padre de Montfort. Aunque no se sabe con exactitud la fecha de su composición, se considera como muy probable que haya sido escrita entre 1712 y 1715, es decir, en el período de madurez de su autor. Comparémosla con otro tratado escrito unos diez años antes. El Amor de la Sabiduría Eterna. En ambos, el mismo rigor en el plan, sin excluir que luego se tome algunas libertades, como lo hace un predicador. Aquí expone ante todo la necesidad de la devoción a María, sus fundamentos. las señales para distinguirla de las falsas devociones. Viene luego el corazón de la obra: la explicación de lo que es la perfecta devoción a la Santísima Virgen, bajo la forma de consagración total. De ahí derivan los motivos que la recomiendan, los efectos que produce en los corazones, sus prácticas exteriores e interiores. 143

Pero, tras la semejanza de construcción lógica, se descubren importantes diferencias. En el Tratado, el autor no se ubica ya como fuera del tiempo: hace constantemente referencia a la fragilidad del hombre, a los ataques de quienes critican su devoción, a su larga experiencia apostólica. Sobre todo, ya no hallamos aquí páginas enteras sacadas de la Biblia o de autores contemporáneos. Todos los textos que toma prestados están como triturados, amasados, digeridos y asimilados dentro de un pensamiento y un texto homogéneos que no carecen de fuerza ni de colorido. El estilo es sencillo y más fácil de leer que el de muchos autores espirituales del siglo XVII. Se nota que Montfort domina la materia, ahora que ha llevado a la experiencia su propio pensamiento en ambientes diversos; incluso en el plano intelectual ha llegado a ser él mismo.

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12. UNA EXPERIENCIA MÍSTICA DE MARÍA

Sobre la melodía de “Despertad”, el Padre de Montfort comienza el mejor de sus cánticos marianos con la siguiente estrofa: “Alma canta, canta y publica a la gloria del Redentor la bondad sin par de María con su humilde y fiel servidor”. Esta “canción” —como él decía— es una de las mejor trabajadas y de las más evocadoras de su inmenso repertorio. Quien conoce la vida de Montfort, oye resonar en cada estrofa el eco de su experiencia personal y misionera. Y esto bastaría si se tratara de un personaje común y corriente. Pero tratándose de Montfort, que en toda la historia de la Iglesia es uno de los más insignes propagadores de la devoción mariana. quisiéramos penetrar en su corazón, sorprender el “secreto” y seguir la evolución de esa intimidad. Ciertamente, escribió mucho sobre la Santísima Virgen. Pero sus páginas son ante todo las del predicador que se dirige al pueblo llano o a un cenáculo de almas fervorosas. Sus libros no constituyen un diario íntimo. “He tomado la pluma —explica— para consignar por escrito lo que he enseñado con fruto en público y en privado en mis misiones durante muchos años”. Sin embargo, quien dice “Montfort” dice “fervor mariano”. ¿Cómo evocar su itinerario personal —humano y espiritual— ignorando el papel que en él ha desempeñado la Madre del Señor? Sería amputarlo, deformarlo gravemente. Pero, ¡ay!, sólo al volver una u otra página podemos sorprender algo de su experiencia íntima. Tenemos, pues, un instrumental muy limitado para analizar las distintas fases de su evolución mariana personal. 145

Lo cual no es razón para renunciar a todo intento.

María y el joven Luis María “Habiendo nacido el amor a María con el señor Grignion, puede decirse que la Santísima Virgen fue la primera en escogerlo como a uno de sus privilegiados y quien había grabado en su alma joven ese cariño tan excepcional que siempre tuvo hacia Ella y que lo hace ver como uno de los mayores devotos de la Madre de Dios que haya visto la Iglesia... De niño, toda su delicia era hablar de Ella u oír hablar de Ella”. Juan Bautista Blain es quien escribe estas líneas, ocho años después de la muerte del misionero. El canónigo de Rouen no había llegado todavía a la edad en que se pierde la memoria. Si tenemos que mantenernos en guardia contra el énfasis estilístico y las exageraciones de la amistad, queda en pie —no obstante— que el testimonio es leal. Tenemos que tratar de extraer de él la parte de verdad que contiene. En otro pasaje más preciso, Blain refiere que Luis María se detenía, mañana, mediodía y tarde, en el santuario de Nuestra Señora de los Milagros de Rennes y permanecía de rodillas largo tiempo ante la Virgen. Y Juan Bautista insiste en el carácter filial y confiado de este fervor: “Devoción tan sensible no era en él cosa pasajera, como en tantos otros niños: era de todos los días... Todo el mundo sabe que no la llamaba con otro nombre que Madre suya, bondadosa Madre suya, querida Madre suya; pero no todo el mundo sabe que, desde su más tierna juventud, acudía a Ella con sencillez infantil, a implorarla en todas sus necesidades, tanto temporales como espirituales; y que, a causa de la gran confianza que tenía en su bondad, se sentía tan seguro de solucionarlas que jamás ni dudas ni inquietudes ni perplejidades lo embarazaban en nada. Todo, a su parecer, estaba resuelto una vez que había orado a su bondadosa Madre; ya no dudaba más”. Algunos años más tarde, Luis María estudia en el seminario de San Sulpicio, donde encuentra una piedad acentuada hacia la Madre del Señor y aprende una teología mariana que lo dejará marcado para toda la vida. 146

Cometeríamos un grave error si reprocháramos a los sulpicianos de finales del siglo XVII el haber enseñado una teología que no se compagina con la del Vaticano II. Según movimientos que no habían dejado de ampliarse a partir del siglo XII, María se hallaba situada fuera y por encima de la Iglesia, por encima de todos los santos, lo más posible análoga a Cristo. Desde los años 1600, se apostaba a quien se fatigara más fervientemente en inventar para Nuestra Señora un título inédito, una nueva fiesta, un privilegio más. Sabemos que Teresita de Lisieux se quejaba de ello. El Concilio Vaticano II arrancará a la Virgen de esas alturas “sobrehumanas”. Hará insertar el texto que a Ella se refiere dentro de la Constitución sobre la Iglesia, ubicándola así como miembro de la Comunidad: Madre de Dios y de los hombres, ciertamente, figura y paradigma de la Iglesia, modelo del cristiano en la fe, la esperanza y la caridad, realización y prenda de la Resurrección y del ciclo que esperamos, pero dentro del Pueblo de Dios y no por encima de él. Como las de los teólogos de su tiempo, ciertas páginas de Montfort, marcadas por la visión antigua, más fervorosa que ilustrada, nos causan hoy malestar; por ejemplo, cuando escribe: “Cuanto conviene a Dios por naturaleza, conviene a María por gracia”. En San Sulpicio, ambiente muy mariano, la tendencia del estudiante Grignion no era la de rebajar, sino la de acrecentar esta tendencia. Juan Bautista Blain, testigo directo, nos refiere que algunos condiscípulos le reprochaban que amaba más a la Madre que al Hijo. Bromas de seminaristas. Pero así y todo, el superior general de San Sulpicio, Luis Tronson, la prudencia en persona, creyó oportuno aconsejarle la expresión “esclavitud de Jesús en María” en lugar de “esclavitud de María”. Esta piadosa puja aparece a través de diversos rasgos referidos por J. B. Blain. En las calles de París, por donde caminaba con los ojos bajos, Luis María descubría hasta las estatuas menos visibles de Nuestra Señora; en su celda del seminario gustaba de detenerse a mirar, admirar y abrazar una estatua de María. Indiscutiblemente le profesaba un culto fuera de lo común. Por eso los responsables del seminario lo encargaron de adornar, en la iglesia parroquial entonces en construcción, la capilla absidial dedicada a la Inmaculada Concepción. Empleo que desempeñaba con un celo “que no se conoció más después de su salida” del seminario. Nos gustaría seguir esta evolución del señor Grignion en esta trayectoria de su vida cristiana, incluso más que en otras. A falta de documentos, sólo nos queda unirnos a el diez años más tarde, cuando, 147

escribiendo de María, expresará y fijará el fruto de un largo caminar que nos resulta desconocido.

María en la misión de la Iglesia Este cambio puede observarse desde varios puntos de vista. El primero y más patente es su forma de integrar en un todo su devoción mariana y su celo misionero. Luis María había nacido para la acción, como lo comprendió muy bien su amigo Blain. Por ello sufrió tanto a causa de su encierro en el seminario, y sólo asumió su verdadera estatura a partir de 1708, cuando se hace jefe de misioneros. Pero no estaba menos inclinado a la contemplación. En una presentación popular que hace de los fieles servidores de María, los ve bajo los rasgos de Jacob, los muestra “sedentarios en casa con su madre..., aman el retiro, viven la vida interior, se dedican a la oración... en compañía de su Madre, la Santísima Virgen, cuya gloria está en el interior”. A estos pequeños Jacob opone los imitadores de Esaú, “que no permanecen, o muy poco, en casa”. El contraste comporta una parte de verdad; pero sólo una parte. Montfort misionero olvida que. el mismo es un Esaú: siempre quiso estar en la brecha y en los caminos. En los años en que rechaza a los pequeños Esaú vagabundos, reclama él mismo discípulos “prontos a correr... adondequiera que Dios los llame”. Acentúa todavía el rasgo cuando opone sus misioneros a otros sacerdotes —los Jacob—, “que permanecen años enteros sedentarios, por no decir solitarios, en sus casas...” ¡Comprendemos aquí lo peligroso que es tanto para Montfort como para otros escritores, e incluso para la Biblia, aislar una frase del conjunto de la obra! En otros pasajes, Luis María une mejor los dos aspectos: contemplación y misión. Ve a sus misioneros trabajando e incluso luchando con una mano por la extensión del Reino y aferrados con la otra a María en un amor filial. Esta presentación de sus discípulos refleja lo que él mismo quería ser, lo que pacientemente se esforzaba por llegar a ser. Montfort casi logró esa unidad vital entre devoción mariana y misión. Lo evoca en 1713 cuando, al pasar por el seminario parisiense del Espíritu Santo, deja como símbolo una estatuilla de María que extiende su manto para cubrir a los doce Apóstoles: María, Reina de los Apóstoles.

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Luis María ofrece otro punto de vista de esta armonización, realizada en sí mismo entre el fervor mariano y el ardor misionero, cuando ubica a María en la primera parte de su Tratado de la verdadera devoción. Como heredero de Bérulle, parte del papel de la Virgen en la Encarnación, papel que la hace madre del cuerpo físico de Jesús, para explicar más ampliamente sus funciones en el nacimiento y crecimiento de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo: “Por medio de la Santísima Virgen vino Jesucristo al mundo y por medio de Ella debe también reinar en el mundo”. Así, pues, María desempeña un papel capital en la misión: como verdadera Madre, es mediadora de todas las gracias: “Dios Hijo comunicó a su Madre cuanto adquirió mediante su vida y su muerte, sus méritos infinitos y virtudes admirables, y la constituyó tesorera de cuanto el Padre le dio en herencia. Por medio de Ella aplica sus méritos a sus miembros, les comunica sus virtudes y les distribuye sus gracias, María constituye su canal misterioso, su acueducto, por el cual hace pasar suave y abundantemente sus misericordias”. Montfort ha experimentado, pues, en forma personal y original la importancia del papel de María en el corazón del apóstol, en la salvación y santificación de los hombres, en el dinamismo misionero de la Iglesia. Este descubrimiento fue, sin lugar a dudas, fruto de sus lecturas y de sus pacientes reflexiones. Fue igualmente un don de Dios, una gracia mística.

María en la purificación del corazón Este aspecto místico de su devoción se siente aún mejor en su relación personal con María. Siendo seminarista en San Sulpicio, le vemos encerrarse en sí mismo y, a la vez, buscar refugio en la Madre del Señor. Así se sentía seguro en todas sus dificultades. Sin duda alguna podemos aplicar al seminarista de entonces la frase que escribirá más tarde: “El verdadero hijo de María es engendrado y concebido por su caridad, llevado en su seno, pegado a sus pechos, alimentado con su 149

leche, educado por sus cuidados, sostenido por su brazo y enriquecido con sus gracias”. Este lenguaje realista recoge una presentación que encontramos fácilmente en los escritores anteriores, menos mojigatos que después de 1700. Traduce una relación como instintiva, cálidamente afectiva. Montfort no renegará jamás del carácter afectivo de su adhesión a la Madre del Señor. Pero poco a poco aparece en él otro lenguaje sobre la Virgen y la devoción a Ella. Veamos la formulación siguiente, un tanto difícil: “María es toda relativa a Dios. Y yo me atrevo a llamarla ‘la relación de Dios’, pues sólo existe con relación a El; o ‘el eco de Dios’, ya que no dice ni repite sino Dios”. Que María esté totalmente dedicada a Dios y sólo a Dios remita, siendo como es eco puro de El, es una imagen para expresar su santidad. Pero, al presentar así a Nuestra Señora, Montfort nos permite entrever algo de su propia relación con Ella, algo de capital importancia y que alcanza la cumbre de la ascensión mística: una relación cada vez más pura y límpida, donde el “yo” y “mío” desaparecen para dejar todo el sitio a María y, por Ella, a Jesús; una relación del cristiano y del misionero, cuya vida y cuya voz no quieren ser otra cosa que el “eco” de María, puro eco de Dios Ella misma. Dejarse anonadar a sí mismo en esta forma hasta no ser otra cosa que el eco fiel de María y de Jesús exige una absoluta pobreza espiritual. María, puro eco de Dios, es, pues, la anaw, “la pobre de corazón” por excelencia. Por ello, posee un arte peculiar para encaminarnos con suavidad, pero igualmente con seguridad, hacia la expoliación espiritual. Es lo que Montfort nos permite entrever de su propia experiencia. Ha entregado a Cristo por María no sólo cuanto tiene, no sólo su cuerpo y su alma, sino hasta las fibras más íntimas que lo vinculaban más o menos conscientemente a los dones de Dios, a lo que el llama “los bienes interiores”. Esta fórmula le llega directamente de Enrique Boudon, muerto en 1702. Pero a las directivas de este anciano arcediano de Évreux, Montfort añade el adjetivo “imperceptibles” —”los bienes interiores imperceptibles”— para expresar mejor hasta que profundidad debe llegar la consagración de sí mismo. 150

El que en 1702 deseaba tan ardorosamente alcanzar la Sabiduría ha pasado de una actitud más o menos posesiva —“Poseo la Sabiduría”— a una actitud totalmente desinteresada y de entrega —“No tengo nada y soy todo tuyo, todo tú”—. María se ha convertido para él en Aquella que se ha vaciado de todo para dejar todo el sitio al don de Dios. Ante esta oblación total de “su humilde esclava”, “el Señor hizo por Ella grandes cosas” y, por Ella, “su misericordia se extiende de generación en generación”. Descubrimos así el peregrinar místico del apóstol mariano. Bajo la guía del Espíritu y atento a la experiencia, llegó a transformar su búsqueda y sus esfuerzos personales de santidad y apostolado en un descubrimiento experimentado de la Virgen del Magníficat.

María y el Espíritu Santo Luis María ha sido marcado más y más por el Espíritu Santo, en sí mismo y en su relación con María. Parece que el Espíritu invade el campo de su conciencia en los últimos años de su vida, algo así como la Sabiduría lo había poseído en 1702-1703. Veamos este pasaje referente a María: “Cuando el Espíritu Santo, su Esposo, la encuentra en un alma, vuela a ella, entra en ella plenamente, se le comunica abundantemente y tanto cuanto el alma da sitio a su Esposa”. Esta imagen de María Esposa, no la inventó Montfort. La encontró en escritores espirituales anteriores, en particular en Juan Jacobo Olier, que veía más a María como Esposa del Padre. Pero parece que la experimentó y vivió más que ellos, al menos respecto del Espíritu Santo. Claro que la imagen de Esposa —como cualquier otra— puede prestarse a discusión. Lo que ahora nos interesa es la evolución que pone de manifiesto en Luis María. En 1702-1703 consideraba él a la Sabiduría como su propia esposa. Esta fase concluyó. Al hacerse más libre y desapegado de sí mismo, Montfort se contenta ahora con admirar, cantar y proclamar las maravillas del Espíritu que trabaja en el corazón de los cristianos y en toda la Iglesia arrebatada sin cesar por el soplo de Pentecostés. Es indudablemente la cima de su experiencia mística. Su mirada mariana se ha extendido a la Iglesia y al mundo y contempla “al Espíritu cernerse sobre las aguas” de la nueva creación y 151

sobre Aquella y por Aquella que es Madre de la misma: “El Espíritu bajará sobre ti...” (Le 1,35) y darás a luz al Hijo..., a los hijos de Dios. Escribe: “Dios Espíritu Santo, que es estéril en Dios —es decir, no produce otra persona divina en la divinidad—, se hizo fecundo por María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por ello, cuanto más encuentra a María, su querida e indisoluble Esposa, en un alma, tanto más poderoso y dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo”. ¿Nos abre María al Espíritu Santo o nos conduce El a María? Ambas cosas: la una por la otra, como dos espejos se reflejan la luz, como caminamos sobre ambas piernas. Antes, el Espíritu operaba en las almas en las que reina María; ahora el Espíritu conduce a María: “¡Feliz, una y mil veces, en esta vida aquel a quien el Espíritu Santo descubre el secreto de María para que lo conozca! ¡Feliz aquel que puede entrar en este jardín cerrado y beber abundantemente en esta fuente sellada el agua viva de la gracia! “... Es cierto que Dios está en todas partes: hasta en el infierno se le puede hallar. Pero no hay sitio donde se le puede encontrar tan cercano y tan alcance de la debilidad humana como en María, pues para esto bajó a Ella. En todas partes es el pan de los fuertes y de los ángeles; pero en María es el pan de los niños...” A través de este lenguaje, adaptado a los sencillos y a los niños, Montfort permite entrever la cumbre de su ascensión mística. Esa altura donde sólo sopla el Espíritu la alcanzó Luis María llevado como un niño en los brazos de María.

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13. EN LA ESPERANZA DE UNA IGLESIA POBRE Y LIBRE (1714-1716)

Hacía once años que la vida los había separado. Pero quizá se habían escrito siempre. En todo caso, siempre se habían amado mejor que dos hermanos: uno no escoge a sus hermanos, escoge a sus amigos. Pero desde 1703, el azar o la Providencia los había separado. El más joven, ordenado sacerdote en 1704, había logrado en seguida una canonjía en Noyon, en Picardía. Cuatro años más tarde había seguido a su obispo. Mons. de Aubigné, promovido al arzobispado de Rouen. Donde logró un sillón en el capítulo catedralicio. ¡Oh!, no para contentarse con pavonearse con ello como “beneficiado de engorde”, según la expresión picante de su amigo Luis María. El canónigo Juan Bautista Blain —se trata de él— tomaba parte activa y cualificada no sólo en el oficio canonical — oración que entonces era bastante larga—, sino también en la formación de sacerdotes y religiosos, en la fundación de Hermanos de la enseñanza, y Dios sabe en cuántas cosas más... Sin embargo, ser canónigo en la capital de la Alta Normandía —y canónigo importante, consultado, visitado— exige cierto tren de vida, conducta, apartamiento a la altura de la capa superior del clero urbano. En este ambiente —ya lo dijimos— irrumpió a mediados de septiembre de 1714 el Padre de Montfort, agotado, macilento, en su pobre sotana, acompañado por el hermano Nicolás. En el Resumen de la vida de su amigo, Blain recordará que “llegó, alrededor del mediodía, con un joven acompañante, tras recorrer seis leguas a pie y en ayunas, con una cadena de hierro ceñida al cuerpo”. Imaginamos sin dificultad al canónigo que presuroso hace preparar dos platos más para sus famélicos visitantes. ¡Cuántos recuerdos comunes 153

de Rennes y sobre todo de París debieron de intercambiar entonces los dos sacerdotes en torno a una mesa bien servida! Pero Luis María no venía en busca de ese placer. Todo induce a pensar que esperaba arrancar al canónigo de su capítulo para hacerle su compañero de andanzas. Quizá había dejado filtrar algo al respecto en una carta escrita en Caen, unos días antes. De todos modos, es mejor esperar el final de la comida para hablar de cosas serias.

Tras las huellas de los Apóstoles y de Jesucristo Pasan al salón. Blain, que se halla satisfecho con su situación y no desea de ningún modo cambiarla por “la aventura Montfort”, estima más oportuno atacar: “En la conversación, comencé por descargar en él mi corazón acerca de cuanto tenía que decirle y oído decir en contra de su conducta y modales. Le pregunté cuáles eran sus proyectos y si esperaba encontrar personas que quisieran seguirlo en la vida que llevaba...Una vida tan pobre, tan dura, tan abandonada a la Providencia, era para los Apóstoles, para hombres que tuvieran una fuerza, una gracia y virtud excepcionales..., no para el común, que no podría lograr algo tan elevado”. Le recordó, además, el ejemplo de los venerados maestros de San Sulpicio, el señor Leschassier, el señor Brenicr, que vivían aún y a quienes se consideraba como santos... Luis María, que no se defendía nunca, se lanzó entonces a una apología, un debate, casi una disputa, con doble fin: recuperar la estima de su amigo del alma y —¿quién sabe?, Dios lo puede todo— lanzarle una última llamada, cuya sustancia nos refiere Blain: “Mi vida, dices, está hecha de pobreza, de mortificaciones, de abandono a la Providencia. Pero, portarse así, ¿no es caminar sobre las huellas de los Apóstoles y del mismo Jesucristo...? “Hay muchas habitaciones en la casa del Padre del cielo, como hay muchos caminos para llegar allá. Tampoco condeno a quienes toman un camino diferente; incluso los apruebo, cuando actúan a la luz de Dios. En cuanto a mí, me esfuerzo por tomar el Evangelio en 154

su totalidad. Dejadme pues, avanzar por mi camino; es el de Jesucristo... Si Dios desea que funde una sociedad de misioneros, me encantaría; pero, en definitiva, es obra suya y no mía; sólo tengo que orar y santificarme... “Los actos de celo que me reprochan los encuentro en la vida de muchos santos, como San Francisco de Asís, San Bernardino de Siena y en la vida del señor Le Nobletz, a quien veneran en todas partes... ¿No hay acaso que apartarse del mundo para seguir las máximas del Evangelio...? “No es posible conciliar al mundo con Jesucristo: la sabiduría mundana es enemiga de la Sabiduría de Dios. Y esta última es múltiple. La sabiduría de un superior consiste en gobernar conforme a la regla establecida, donde no hay nada que innovar: es la de nuestros maestros de San Sulpicio. En esas condiciones es fácil vivir en silencio. Pero el misionero debe recorrer el mundo, lanzarse en una guerra cuerpo a cuerpo con el demonio... ¿Es posible creer que será sabio con la sabiduría de Jesucristo si, contra los nuevos peligros, no acude a métodos nuevos? “¿En qué se habría convertido el mundo si los Apóstoles no hubieran desafiado las iras de la Sinagoga, si San Pablo no hubiera emprendido sus correrías apostólicas, si San Pedro no hubiera intentado enarbolar la cruz en el Capitolio? Esta sabiduría divina era entonces y sigue siendo en nuestros días locura a los ojos de los infieles. “Por lo demás, ¿se mide la sabiduría según la prudencia humana o según el movimiento del Espíritu de Dios? So pretexto de que ciertos actos parecen exagerados, no podemos caer en el defecto de quienes desaprueban cuanto supera la medida corriente y que toman su razón por árbitro de las operaciones divinas”. Precisamente sobre este último punto el buen canónigo había recordado un reproche “que creía falso”, pero que algunos propalaban con persistencia: la insubordinación del misionero. Muy sensible en esta materia, el Padre de Montfort admite sin dubitaciones que la obediencia era la marca del Espíritu de Dios: “no era posible apartarse nunca de ella”. Además, se creía perfectamente en regla con esta virtud “al no reprocharle la conciencia nada al respecto”. 155

Era ya una primera justificación, pues —nos advierte Blain— su conciencia “la tenía pura, tierna y delicada: sus mayores enemigos no le negaron jamás este elogio”. Pero había que llevar el debate más a fondo. ¿Qué se entiende por obediencia?, pregunta Montfort. ¿No es acaso la sumisión a las órdenes y advertencias de los superiores, y en primer lugar de los obispos? Pero ¡no del primer aparecido! “La voluntad de dominio no confiere por sí sola la autoridad”. Ahora bien, el había observado siempre, sin demora, a la letra y por más que le había costado, la consigna del papa Clemente XI: “Trabaje siempre en perfecta sumisión a los obispos”.

Dos visiones de la Iglesia Detrás de este intercambio, más bien fuerte, se perfilan dos visiones de la Iglesia a comienzos del siglo XVIII. A veces se ha resumido la de Montfort en la expresión “a la apostólica”, de que él gustaba tanto. Pero esta referencia a la Iglesia primitiva se encuentra, en el curso de los siglos, en todos los reformadores. Y aquí el debate debe quedar bien fechado. En el curso de los siglos XV y XVI, los Concilios generales de Constanza (1415-1418) y de Letrán (1512-1517) habían programado en todos los planos la reforma católica. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho: algo sabemos al respecto por lo acontecido con el Vaticano II, el cual —se quejaba Pablo VI— “no ha pasado aún ni a las mentalidades ni a la vida”. Sin embargo, el despertar pastoral, catequístico, espiritual, misionero e intelectual había acabado por poner en marcha a la Iglesia, más rápido en España e Italia, más despacio en Inglaterra, Alemania y Francia. Demasiado lentamente para que no surgiera, impaciente, la Reforma protestante. Había sido necesario el reto terrible de Lutero para obligar a los responsables de la Iglesia a reunir el Concilio de Trento a fin de llevar a cabo las reformas que se diferían desde hacía tanto tiempo. A comienzos del siglo XVIII, entre 1700 y 1720, la Iglesia de Francia descansa del esfuerzo realizado y dormita en sus laureles. Las diócesis, al menos las del oeste de Francia, se deslizan poco a poco hacia el estancamiento. Han alcanzado —piensan— una buena y confortable velocidad de crucero que es suficiente mantener. Dotados de beneficios eclesiásticos, buenos sacerdotes que aseguran el ministerio ordinario, creen haber encontrado la fórmula definitiva. Está casi en la lógica de toda 156

evolución profunda que a un período progresivo de esfuerzos siga un adormecimiento. Tomando como ejemplo la diócesis de La Rochelle, hallamos que Esteban de Champflour —que la gobernó de 1702 a 1724— consagraba mucho menos tiempo que sus predecesores a esa importante actividad episcopal que era la visita a las parroquias; dedicó parte de su actividad a querellas bastante estériles. Además, los informes de sus visitas, firmados por él mismo, muestran un descenso del dinamismo pastoral. La Iglesia de Francia había logrado en gran parte su reforma; ahora podía —así lo creían — contentarse con una buena gestión. Ante este telón de fondo tenemos que ubicar a Grignion de Montfort. Pero no podemos comprender las posturas de este último sino recordando el sueño que, bajo una forma u otra, lo asediaba desde su juventud: “vivir pobremente y mendigar su sustento”; “correr en forma pobre y sencilla a dar el catecismo a los pobres del campo”; “una pequeña y pobre Compañía de sacerdotes ejemplares... bajo el estandarte de la Santísima Virgen”; “una congregación de sacerdotes que vivirían en la misma pobreza de la que los Apóstoles habían hecho profesión, que predicarían por todas partes... y no aceptarían beneficios”. En las Reglas de los Sacerdotes misioneros de la Compañía de María, escritas de 1713, Luis María explícita esta forma de pobreza, que él mismo practicaba, en particular el rechazo de todo beneficio, fenómeno entonces inaudito entre el clero francés. “Unos y otros han de estar desprovistos de beneficios... y de bienes temporales... Desligados así de todo empleo y del cuidado de todo bien temporal capaz de detenerlos, se hallan disponibles para correr, como San Pablo, San Francisco Javier y los demás apóstoles, adondequiera que Dios les llame”. Este texto pone de manifiesto que para Montfort, la pobreza no es un ideal en sí, sino esencialmente un compartir la situación de los pequeños y una condición a fin llegar a ser cada vez más libre para el apostolado. En este punto, la Súplica ardiente, que sirve de prefacio a las Reglas, es aún más explícita: “¿Qué te pido?... Sacerdotes libres con tu libertad, desprendidos de todo..., sin parientes según la carne, sin amigos según el mundo, sin bienes, sin estorbos, sin preocupaciones, y aun sin voluntad 157

propia...; hombres según tu corazón, que, sin voluntad propia que... los detenga, cumplan tus designios...; nubes levantadas de la tierra y llenas de celestial rocío, que vuelen sin obstáculo por todas partes al soplo del Espíritu Santo...; hombres siempre disponibles, siempre prontos a obedecerte...; verdaderos hijos de María”.

La esperanza de discípulos pobres y libres No podemos menos de admirar un proyecto tan evangélico. Nos sorprende incluso que no haya conquistado a algunos jóvenes sacerdotes de entonces. Sería olvidar la dulce comodidad en la cual se hundía progresivamente el clero francés. Sería desconocer la situación de los sacerdotes de la época, cuya economía se fundamentaba casi totalmente sobre el sistema de “beneficios”. Sólo ordenaban sacerdote a quien tenía asegurada la propia subsistencia mediante una renta o un “beneficio”, es decir, una fuente segura de ingresos vinculada a un oficio o ministerio, incluso si, de hecho, no lo ejercía. El proyecto de Montfort, demasiado generoso, aparecía como una utopía en la Iglesia de 1700. Así se explica, en gran parte, que ninguno de los sacerdotes que trabajaban con él, que compartían generosamente su existencia a veces precaria, se haya atrevido a dar el paso para “dejarlo todo y seguirlo” como discípulo. Pero entonces, ¿cómo entender esta “originalidad” esencial de Luis María? Montfort, dotado de modo peculiar para proyectarse hacia el ideal y el porvenir, se acordaba de haber leído escritos de María de los Valles, la “santa de Coutances” (1590-1656), que había tenido visiones y se había confiado al gran misionero San Juan Eudes, su director de conciencia. Ella, probablemente analfabeta, entrevé un diluvio, una gran tribulación suscitada por el Anticristo contra la Iglesia corrompida; después de lo cual sobrevendrá en este mundo un tiempo maravilloso en el que Dios reinará, en que herejes y no cristianos se convertirán como por encanto, en que la humanidad entera, ebria de gracias, producirá santos como jamás se han visto. El mensaje de María de los Valles concede un lugar importante a la mediación mariana en la construcción de esos “últimos tiempos”, a los que seguirá el juicio final. Es indiscutible ahora que, para hablar de los “apóstoles de los últimos tiempos”, Montfort se ha inspirado en María de los Valles. Remite a ella 158

explícitamente una vez. Lo que no le impedirá ponderar los textos que toma de ella. Es, entre otros, el caso del papel que atribuye a su Compañía de María para hacer llegar la Era del Espíritu. Pero sería falta de honradez no reconocer que se ha dejado arrastrar tras el sueño de una edad de oro en este mundo, tras una ilusión milenarista. Milenarismo o milenio, ¿qué significa? El Apocalipsis, en lenguaje “cifrado” —es del caso decirlo—, anuncia en el capítulo 20 un reino terrestre de Cristo y de los suyos durante mil años. Al cabo de los cuales, Satanás librará contra los cristianos su postrer combate. Luego vendrá el fin y cada uno será juzgado según sus obras. A pesar de la opinión de San Agustín, que ve con razón en esta cifra simbólica “el tiempo de la Iglesia”, ese “mesianismo” literal renacerá de siglo en siglo, siempre frustrado y siempre redivivo. Sería —decíamos— falla de honradez negar que Luis María se haya dejado enredar por él. Para hablar con claridad, digamos que se equivocó. Pero es aún mayor falla de honradez quedarse sólo con algunos pasajes sobre los “apóstoles de los últimos tiempos” para justificar ciertas posiciones contrarias a la evolución actual de la Iglesia. A quien sabe leerlos con juicio, esos pasajes le brindan mucha luz sobre la visión que el misionero se formaba de la Iglesia. Lejos de ser una huida de la Iglesia institucional, esta tentación milenarista no se opone a la obediencia a los obispos proclamada y vivida por Montfort. Hemos subrayado sus iniciativas atrevidas, sus opciones “escandalosas” para vivir el Evangelio sin acomodaciones. Pero hemos podido admirar también su sumisión inmediata y gozosa a toda desaprobación de parte de la autoridad episcopal. Se ha recalcado mucho menos otra forma de dependencia voluntaria respecto de los jefes de las diócesis. En la Regla que escribió en 1713 para sus discípulos masculinos decide: “Si alguna persona caritativa les hace donación de alguna casa, la Compañía consigna por escrito la propiedad de la misma al obispo del lugar y a sus sucesores, conservando para sí solamente el usufructo. El obispo y sus sucesores tienen, por tanto, plenos poderes y derechos para quitar dicha casa a los misioneros si éstos, con el tiempo, no cumplen sus deberes”. Era colocarse voluntariamente en una situación que podía traer algún día los peores peligros, si se daba el caso de un obispo demasiado 159

autoritario o demasiado afecto al cambio. Montfort, ciertamente, midió el riesgo, al menos parcialmente, él, que había tenido desavenencias con varios prelados. Ahora bien, la elección de semejante dependencia de los obispos parece única en la Francia del siglo XVII. Para no citar sino un ejemplo, los oratorianos, fundados en 1611 por el cardenal Bérulle, dependían de los obispos en cuanto a su ministerio, pero del Papa en cuanto Congregación. Montfort lleva al máximo la dependencia de los obispos en un momento en que toda una tendencia de la Iglesia alega directamente los vínculos que la ligan con el Papa contra los acosos antiromanos del galicanismo. Además, los obispos de esta época, relativamente satisfechos con los progresos ya realizados en sus diócesis, no estaban dispuestos a aceptar trastornos, sobre todo de parte de un sacerdote considerado excéntrico y atrevido. En fin, los “últimos tiempos” anunciados por María de los Valles no parecían despuntar de ningún modo en el horizonte. ¿Entonces...? Entonces es más que nunca tiempo de urgir su llegada. No a pesar de los obispos, sino dándoles ejemplo de pobreza. No sin los obispos, sino tocando el despertar de sus diócesis satisfechas y adormiladas como en plena siesta. En la Iglesia tiene que renacer Cristo, el Cristo pobre y libre, nacido de la Virgen y del Espíritu. Es aquí donde se pone de manifiesto el aspecto positivo de la ilusión milenarista, tras la cual Montfort se ha dejado arrastrar. Ahora la experiencia espiritual de Luis María se halla centrada en la tercera persona de la Trinidad. Hay que notar que su Súplica Ardiente para implorar misioneros reserva cinco números al Padre, nueve al Hijo y... dieciséis al Espíritu. En este último período de su vida, cuando habla del Espíritu Santo y de María, se deja arrebatar por la pasión: “¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso en que la excelsa María sea establecida como Señora y Soberana en los corazones?... ¿Cuándo respirarán las almas a María como los cuerpos respiran el aire? Cosas maravillosas sucederán entonces en la tierra, donde el Espíritu Santo —al encontrar a su querida Esposa como reproducida en las almas— vendrá a ellas con la abundancia de sus dones y las llenará de ellos...” Si el Padre de Montfort subraya en forma peculiar el puesto de María se debe a que antes que nadie es la pobre, la libre, la totalmente abierta al Espíritu Santo y la que da a luz, sobre la paja, al pobre entre los pobres, Jesús. 160

Mientras que en 1702-1703 estaba apasionado por la Sabiduría, en 1713-1716 se ha orientado totalmente hacia el Espíritu, a la vez que hacia María, “su Esposa”. En forma tal que sus discípulos masculinos llevan dos títulos casi intercambiables: Comunidad del Espíritu Santo o Compañía de María. El peregrino que visite hoy San Lorenzo de Sèvre y suba por la calle de los Conventos podrá observar, visualizada, esta dualidad: a la izquierda, la casa madre de las Hijas de la Sabiduría, testigo de la experiencia espiritual de 1702-1703; a la derecha, la casa madre de la Compañía de María —Padres y Hermanos, de quienes nacerán los hermanos de San Gabriel—, casa llamada, en forma abreviada, “El Espíritu Santo”, testigo de la experiencia espiritual de 1713-1716. Pero contar con el Espíritu Santo, incluso uniendo a El la Virgen María, no basta necesariamente para suscitar discípulos. Hay que poner también la mano en esto. Así, quizá más que en cualquier otro aspecto, se manifiesta Montfort en su complejidad que roza la contradicción. En 1714 replicaba a Blain que “si Dios quería vincular a él, en este género de vida, algunos buenos eclesiásticos, él estaría muy contento, pero que era obra de Dios y no suya”. Y, no obstante, había emprendido el viaje a Rouen para convencer al canónigo a seguirlo. El año anterior, en su plegaria para pedir misioneros, se dirigía al Espíritu Santo: “A ti solo toca formar, por tu gracia, esta congregación”; pero en las semanas siguientes llegaba a París, al seminario del Espíritu Santo, a buscar reclutas. Y acababa de escribir: “Si el hombre... mezcla de lo suyo contigo, lo echará a perder y lo dañará todo”. En realidad, no se trata de una contradicción, sino de lo que puede llamarse la dialéctica de la esperanza: este vaivén incesante entre la confianza en Dios solo y el poner en juego los medios humanos. Es la lógica de la oración: actuar como si todo dependiera de uno mismo —si no, ¿dónde quedaría el deseo?, ¿qué sinceridad tendría la plegaria?— y, sin embargo, esperarlo todo de Dios solo, que escuchará una plegaria que los actos hacen creíble. Esta esperanza unía estrechamente su voluntad de congregar discípulos con la de suscitar una Iglesia pobre y libre. Cuando leemos la Súplica ardiente no sabemos bien, en ciertos pasajes, si se trata únicamente de su Compañía o de toda la Iglesia. Ambigüedad que no está ausente de otros escritos coloreados de milenarismo. En él, por lo menos tanto como en los demás escritores, la confusión es casi voluntaria, porque en su pensamiento esos discípulos pobres y libres serán, a la vez, el prototipo de la Iglesia del mañana y un agente primordial de su fundación. Así, “esos 161

últimos tiempos” aparecen como un puro don del Espíritu Santo lo mismo que como una construcción de los misioneros que el se empeña en suscitar.

La muerte, en San Lorenzo de Sèvre, de un testigo del Evangelio Esta dialéctica entre la espera de Dios y la empresa humana se va a hacer más profunda durante los últimos meses de su vida. En 1715 se hace regalar un inmueble en Vouvant. En marzo de 1716 lanza por el camino de Nuestra Señora de Ardilliers, en Saumur, a los treinta y tres penitentes blancos de Saint-Pompain —cien kilómetros de penitencia y oración— “para implorar de Dios buenos misioneros”. El mismo hace después esa peregrinación. Luego, en San Lorenzo, tendrá lugar su última misión. En este momento —dice— tiene consigo “cuatro hermanos, unidos conmigo en la obediencia y la pobreza”: Nicolás, Felipe, Luis y Gabriel. Hay que añadir el hermano Maturín, su primer discípulo masculino, que sólo con la vida dejará la misión, pero a quien los escrúpulos impedirán siempre emitir votos. Cuenta bajo su influencia a cuatro Hijas de la Sabiduría, que, en La Rochelle, forman un grupo más consistente gracias a los talentos de María Luisa Trichet para la organización y la educación. ¡Mujer fuerte y santa esta María Luisa de Jesús! A partir de 1721, ella atraerá progresivamente a San Lorenzo de Sèvre, donde se ha establecido, a los Padres y Hermanos, que se constituirán definitivamente en Comunidad en el mes de junio de 1722. Así, con persuasión femenina, creó esa cercanía, ese parentesco entre Hermanas y Padres, que continúa y se desarrolla hoy bajo nuevas formas. Pero a comienzos de 1716 no estamos aún en eso. Aunque Montfort siga proclamando en actos y palabras su deseo de una Iglesia pobre y libre, ningún sacerdote se decide a dar el paso. Sospechamos el sufrimiento moral que lo corroe, al mismo tiempo que la enfermedad, durante esa misión de San Lorenzo de Sèvre, iniciada el primero de abril. Montfort vive a la vez la privación suprema y la inconfundible certeza. Desearíamos que nos hubiera dejado algún testimonio de esa suprema esperanza que se purifica mientras se hace más firme. Podemos apenas adivinar algo a través de estas líneas, escritas dos semanas antes de su muerte a María Luisa de Jesús:

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“Si Dios no me hubiera dado más ojos que los que recibí de mis padres, me quejaría, me inquietaría con los locos y locas de este mundo corrompido. Pero ¡Dios me libre! Sábete que espero mayores y más dolorosos trastornos, que pondrán a prueba nuestra fidelidad y confianza”. Nos asalta la tentación de decir: es exactamente el mismo. Pertenece ciertamente al siglo XVII, con su visión pesimista del hombre y de la sociedad. Es exactamente él, siempre un tanto exaltado y, por lo mismo, llamado a ir más allá de su tiempo. De hecho, Luis María Grignion, que nacía en Montfort cuarenta y tres años antes, ha sabido no renegar de sí mismo, evolucionando, y todo conforme a la inspiración de la Virgen y del Espíritu. Mientras tanto, la misión de San Lorenzo de Sèvre toca a su fin. Mons. de Champflour se ha anunciado para el miércoles 22 de abril. Montfort, experto en procesiones, le prepara y dirige una recepción grandiosa. Pero a mediodía, vencido por la fatiga y abatido por una pleuresía, no puede acudir a la casa cural para comer con el obispo. Sin embargo, corre a su cargo el sermón de la tarde, bajo la presidencia de Monseñor. En “La Providencia”, el Padre Renato Mulot — que junto con el Padre Adriano Vatel se comprometerá con votos después de la muerte de Montfort— le suplica que no lo haga. El se obstina: —Todavía estoy vivo: no puedo huir ante el deber de proclamar la palabra de Dios. Además, sé que hay malquerientes que me espían: no dejarían de decir que no me he atrevido a hablar delante del obispo. Con voz moribunda, pero que su amor multiplica por diez, predica sobre la dulzura de Jesús. Luego cae en cama para no levantarse más. El 28 de abril, por la tarde, anuncian su próximo fin; el pueblo se apretuja, llorando, ante la puerta de “La Providencia”. Recogiendo su último aliento, el Padre entona su estribillo: “Vamos, queridos amigos, vámonos al paraíso; que por más que aquí ganemos, vale más el paraíso”. Con una mano apretaba el crucifijo, un regalo de Clemente XI; con la otra, una estatuilla de María que llevaba siempre consigo. Los besaba alternativamente... Rompió un momento el silencio y gritó: 163

—Estoy entre Jesús y María, he llegado al fin de mi carrera: ¡Está cumplido, ya no pecaré más! Expiró hacia las ocho de la noche. Era el 28 de abril de 1716. Tenía cuarenta y tres años, dos meses y veintiocho días. Sin duda prosigue su Súplica ardiente: “Levántate, Señor, en tu omnipotencia, tu misericordia y tu justicia, para formar una compañía de guardias personales que custodien tu casa, defiendan tu gloria y salven tus almas, a fin de que no haya sino un solo rebaño y un solo pastor y que todos te rindan gloria en tu templo. Amén. ¡Dios solo!”

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