Luis Alberto de Cuenca - NECESIDAD DEL MITO

February 5, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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El país que no tiene leyendas —dice el poeta— está condenado a morir de frío. Pero el p...

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Luis Alberto de Cuenca

NECESIDAD DEL MITO Biblioteca Cultural

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El pgjg qUe no tjene leyendas — dice el poe- ^ B B *a— est® condenado a morir de frío. Pero e| Ι^,^Η pueblo que no tuviera mitos — dice Georges I Dumézil— estaría ya muerto. Necesitamos I los mitos, pues, para seguir estando vivos* I Este libro nos habla de esa necesidad, y dé K la presencia en nuestra sociedad de los ^ ^ ' 4 · grandes mitos de siempre. El mito es la Palabra con mayúscula. Y tiene la facultad dé regir la vida y la conducta del pueblo que la pronuncia. Conocer los mitos es poseer la llave que revela el contenido de la habital·ción del mundo, el secreto original de las cosas. LUIS ALBERT^) DE CUENCA, nacido en Madrid en 1951, doctor en Filologíjéi Griega, desarrolla su labor investigadora en el CSIC. Ha publi­ cado, entre otros libros, una Floresta española de varia caba­ llería (1975).

Coedición de las editoriales: PLANETA MAGISTERIO ESPAÑOL PRENSA ESPAÑOLA EDITORA NACIONAL

Necesidad del mito Luis Alberto de Cuenca

EDITORIAL PLANETA EDITORA NACIONAL

Ilustraciones: Archivo EMESA, Editorial Planeta, Manuel Fernández-Galiano y Fernando G. de Canales Diseño cubierta: Valeriano Pérez, S.A. Foto cubierta: «El Triunfo de la m uerte», de Brueghel (Museo del Prado, Madrid) © Luis Alberto de Cuenca, 1976 Editorial Planeta, S.A. Calvet, 51-53 Barcelona Depósito legal: B. 21274-1976 ISBN 84-320-2642-5 Im preso sobre Papeles Martelé y Offset PM, de Sarrio, C.P.L., S.A. Composición, reproducción, im presión y encuadernación: Printer, industria gráfica, SA Sant Vicenç dels Horts Barcelona Printed in Spain - Im preso en España

Para GENOVEVA En memoria de Adolfo, conde de Roca y su antifaz

I. NECESIDAD DEL MITO

Necesidad del mito; dos palabras y un relacionante. O, si se quiere, La necesidad del mito. Tanto da. Pero, ¿por qué nos referimos al mito como necesario? ¿Para quién es necesario, res­ pecto a quién, por qué? Veamos en primer lugar lo que revela el término «necesidad». Se llama necesidad —en el Diccionario de la Real Academia— al «impulso irresistible que hace que las causas obren infaliblemen­ te en cierto sentido». Esto es, trasponiéndolo a nuestro lenguaje: en el hombre se aprecia indefectiblemente una facultad especí­ fica que le capacita para crear un tipo de discurso, el místico, que forma parte de su ser y de su historia. En efecto, cuando hablamos de «necesidad del mito» nos estamos refiriendo siem­ pre al ser humano o, mejor, a los seres humanos. Así, el mito es necesario para el hombre, y su interés viene dado por el hombre que, perdido en las nieblas de un remotísimo pasado, ideó este nuevo género de discurso. Pero, ¿por qué es necesario? Es impo­ sible responder sin antes habernos referido al segundo término, al término «mito». En el habla vulgar «mito» denota cualquier cosa que se oponga a «realidad». Así «fábula», «cuento», «metáfora», «ficción», «ale­ goría», «representación», «translación» o «lenguaje figurado». Es su sentido más falaz. Entre los griegos, mythos significaba tanto «ficción» como simple «conversación» o «discurso». En el sentido de «ficción» se opuso pronto a logos, «discurso verdadero» y tam­ bién «razón», y a historia, «discurso histórico». Y es este sentido el que va a prevalecer, favorecido por la crítica alejandrina, irres­ petuosa con las tradiciones míticas precedentes, y por la comba­ tiva e intransigente apologética cristiana. Semejante definición de «mito» como «fábula» o «ficción» (especialmente alegórica, sobre todo a partir del estoicismo) funciona a nivel religioso, contraponiendo el mundo de la mitología al irreconciliable uni­ verso de la teología ortodoxa, y se perfila con más rotundidad con posterioridad al advenimiento del cristianismo al solio impe­ rial romano. Así pues, «necesidad» del «mito». Necesidad real, no ideal ni formal. Necesidad del sociólogo, antropólogo o lingüista, nunca necesidad del filósofo logicista. Recordemos, por otra parte, que «necesidad» también equivale en lenguaje ordinario a «cosa nece9

El triunfo c

-'rueghel.

saria»; esto es, «construir mitos es una necesidad dei hombre» (como «veranear en la costa se ha convertido en una necesidad jara muchos»). Y que «necesidad» es también —aquí de nuevo ia docta Academia— «todo aquello a lo cual es imposible sus­ traerse, faltar o resistir» (porque está ínsito en la naturaleza hu­ mana), y es «precisión» al mismo tiempo de «urgencia». El porqué de esta «necesidad» trasciende la consideración pura­ mente lingüística. El hombre es el único ser consciente de su paulatina e ineluctable destrucción, de su muerte. Constantino Cabal, por ejemplo, ha estudiado el proceso de formación de los mitos precisamente a partir de la muerte. Y ha dejado escrito su pensamiento en palabras muy bellas: Toda la mitología que engarfió la raíz en las honduras de los tiempos primitivos, que floreció en los históricos en­ vuelta en generosas opulencias, y que aún vive agazapada en los rincones obscuros de las supersticiones populares, ha nacido de la muerte. Todas las divinidades que vieron “I desfile de los siglos desde encima de los dólmenes, que penetraron después en los templos majestuosos de civili­ zaciones refinadas, y que aún tienen un refugio a la vera del lar aldeaniego, han nacido de la muerte. La muerte las engendró; la noche las recogió, las perfiló, las cuidó, y una les sirvió de madre y otra quiso servirles de nodriza... f es que en la actualidad ya nadie piensa en «mito» como «his­ toria falsa» o «elaboración fabulada desprovista de lógica». El estucientífico de las sociedades arcaicas ha revelado que el mito, para el hombre primitivo, es siempre una historia verdadera, y una historia preciosa en tanto que sagrada, ejemplar y significa­ tiva. Una historia que responde —o suspende— interrogantes en los modos de concebir las relaciones del hombre con el mundo, un oasis de intemporalidad en el entorno humano de todas las épocas, preñado siempre de relojes constantes e inflexibles (que el tiempo «se detenga» en el mito no quiere decir —apunta Van der Leeuw— que el reloj se detenga, sino que se ha hecho 11

La noche, de Miguel Angel.

La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí. Museo de Arte Moderno de Nueva York.

M ira n

indiferente cada «cuándo» al integrarse en el Tiempo —con ma­ yúscula— primigenio; de ello hablaremos más adelante). Si los mitos se forman a partir de la muerte, ellos no mueren nunca. No nos resistimos a reproducir aquí una vez más un célebre y luminoso pasaje de Malinowski: Estudiado vivo, el mito no es úna explicación destinada a satisfacer un interés científico, sino la resurrección narra­ tiva de una realidad primeval, relato que responde a hon­ das necesidades religiosas, a deseos morales, a prescripcio­ nes y afirmaciones sociales, incluso a exigencias de orden práctico. El mito cumple en la cultura una función indis­ pensable; expresa, realza y codifica la creencia; salvaguar­ da y robustece la moralidad; se responsabiliza de là efi­ ciencia del ritual y contiene reglas prácticas para el go­ bierno del hombre. El mito es, pues, un ingrediente vital de la civilización humana. No es un relato inútil, sino una fuerza viviente sumamente activa; no es una explica­ ción intelectual ni una artística fantasía, sino una cédula pragmática de fe primitiva y sabiduría moral... Estas his­ torias... son para los nativos la manifestación de una realidad primeval, mayor y más relevante, por la que vida, destino y actividades de la humanidad están deter­ minados. El conocimiento de esta realidad suministra al hombre el sentido de sus acciones rituales y morales, al mismo tiempo que las indicaciones para llevarlas a cabo. Pocas veces el genio sintético del estudioso ha brillado tanto como en el estupendo párrafo del etnólogo polaco. El hombre primitivo de Malinowski está volcado al exterior, su vida depende de la naturaleza, a la vez su enemiga y su fuente de sustento. El hombre moderno ha domeñado a la naturaleza, ya no la teme: pero se halla en conflicto consigo mismo. Uno es el mito, a pesar de todo y en lo fundamental, para ambos. Un mito una mito­ logía, desprovisto por completo de todo valor o carácter etiológico. Un mito vivo en el que está de más igualmente lo simbólico. Veámoslo con Karl Kerényi. 14

Para los pueblos primitivos, el mito expresa lisa y llanamente lo que expresa: un acontecer que se remonta al Tiempo de los «comienzos»: no hay símbolo ni alegoría posibles. Tampoco el mito se creó para satisfacer una curiosidad científica; «la función de la clase particular de leyendas que son los mitos es, en efecto, expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad, mantener ante su conciencia no solamente los valores que reco­ noce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y su estructura mismos, los elementos, los víncu­ los, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en fin, las reglas y las prácticas tradicionales sin las cuales todo lo suyo se dispersaría» (Dumézil). Suscribimos su opinión, reserván­ donos el derecho de discrepar en un punto: en nuestro concepto, los mitos no son una «clase particular de leyendas». En su mo­ mento distinguiremos «mito» de «leyenda». Será muy pronto. Los mitos no «explican» nunca nada: se limitan a confirmar un precedente (primigenio, ideal) que, sin «explicaï», sin violencia ninguna de concepto, sin dialéctica alguna, vuelve claro el suce­ so, la realidad que es objeto del discurso mítico. Con ayuda del mito no se inventan ociosas explicaciones —continúa Kerényi—; cpn ayuda dél mito lo que se hace es begründen, un infinitivo alemán que podríamos verter por «motivar», «exponer los moti­ vos». En efecto, el mito motiva. No responde a la pregunta «¿por qué?» No es «etiológico» (aitia = «causas» u «orígenes») sino en tanto en cuanto los aitia son archaí, «principios» o «bases» del mundo. Porque los mitos forman la base del mundo, al estar fundados sobre unas archaí inagotables situadas en un pasado que, a fuerza de repetirse ad infinitum, deviene inmortal e im­ perecedero. «Decir» un mito —afirma Mircea Eliade— consiste en proclamar lo que acaeció ab origine. No es de extrañar, pues, que la relación entre el hombre y el mito sea de estricta necesidad. Pero «necesidad» es también la «falta de las cosas que son menester para la conservación de la vida». Así podríamos llamar «necesitado» al hombre que no con­ forma su existencia al rictus tranquilizador de los mitos, entendi­ dos éstos en su sentido más amplio, como respuestas a este tiem­ po —con minúscula— que «aplasta y que mata», por acudir a términos de Eliade. 16

Ahora bien, ¿existe algún hombre más allá de las fronteras del pensamiento mítico, más allá del «a consecuencia de qué»? Mu­ cho nos tememos que no sea así. Pensemos en el ser humano más abandonado a su propia destrucción, a su propia impotencia y a su propia insignificancia. Pensemos en los personajes de las piezas teatrales de un Samuel Beckett, en Vladimiro y Estragón (de Esperando a Godot), en Clov y Hamm (de Final de partida), en el Krapp de La última cinta. Vladimiro, por ejemplo, decide arrepentirse y ni siquiera sabe de qué; «¿quizá de haber nacido?», interviene estragón, y Vladimiro ríe, ríe, ríe a mandíbula batien­ te, como aquella divina marquesa Eulalia de Rubén. Hamm reflexiona sobre la vanidad del mundo y llega a la conclusión de que el universo apesta a cadáver, como su propia casa. Krapp no desea más probabilidades de ser feliz; no desea más probabilida­ des de seguir existiendo. El desconsuelo es absoluto aquí, nunca la «desmitifícación» ha parecido tan real y palpable. Y, sin em­ bargo, ellos mismos ignoran que en su profundo desarraigo está la génesis de un nuevo mito: el mito del Absurdo, consecuencia de la exacerbación, en todas las posguerras, del mito de la Libertad, unido aquí a la atroz cercanía y cotidianidad de la muerte (una vez más la muerte en la formación de los mitos). Y es que no hay hombres concretos, ni siquiera en el teatro, «necesitados» de mitos. Todos, en mayor o menor medida, estamos inmersos por naturaleza en una atmósfera mítica. En virtud de nuestra propia condición humana. Es un hecho comprobado que la referencia a los «comienzos», el nihil novum sub sole del enunciado mítico, opera en el ánimo del hombre de todas las épocas a modo de sedante. Lo terrible sería pensar que nuestro combate de todos los días mide sus fuerzas con lo desconocido, sin precedente alguno. El mito pue'de implicar o no la salvación, puede ostentar o no perfiles soteriológicos. Si el hombre un día sucumbió ante el diluvio (ya esté unido a una falta ritual, ya resulte del simple capricho de los dioses para aniquilar a la humanidad, como en el caso del dilu­ vio mesopotámico), si un fin del mundo tuvo lugar en el pasado (como sucede en innumerables escatologías de Oriente y Occi­ dente), otra catástrofe universal —otro diluvio, restringiendo el concepto— tendrá lugar en el futuro. Y el mito hace que ese 17

av-SÍ

Selva virgen.

Rascacielos neoyorquinos. El hombre moderno ha domeñado a la naturaleza, ya no la teme.

Samuel, Beckett, escritor irlandés, creador de simbólicos perso­ najes.

Detalle del Diluvio Universal, de Miguel Angel. Capilla Sixtina.

nuevo diluvio sea de alguna manera el primero, su imagen refle­ jada desde el principio de los tiempos. Los guaraní, pçr ejemplo, cansados de vivir, encuentran en su cansancio la serenidad mítica del saber «a consecuencia de qué», no la desesperanza inconsola­ ble del «porqué». En uno de sus mitos, la propia Tierra dice (Nimuendaju): «He devorado demasiados cadáveres; estoy harta, agotada. ¡Padre,, haz que todo esto acabe!» Hasta la muerte última, el desastre final, cobra una nueva dimensión de integra­ ción en la naturaleza en aquellas sociedades en las que el mito es la Palabra por excelencia. Pero «relatar una historia sagrada equivale a revelar un miste­ rio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o héroes civilizadores, y por esta razón sus gestas constitu­ yen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran sido revelados» (Eliade). Esta formulación lleva consigo una limi­ tación en lo temporal a la que ya hemos hecho alguna alusión, una limitación relativa, ya que el mito se refiere con exclusividad a la narración· de lo que dioses o héroes llevaron a cabo en una amplísima época primeval, al principio de los tiempos. Por ello, y de acuerdo con su proximidad o lejanía respecto del Tiempo original, el mito es susceptible de «degradarse». Al mito degradado lo identifica Juan Villegas en La estructura mítica del héroe con el mito profanizado, esto es, con el mito desprovisto de su contenido religioso. Es preciso señalar que la mayor parte de los mitos modernos se hallan desacralizados, por más que conserven la misma estructura mítica de los mitos de antaño. Pero de los mitos de hoy hablaremos más tarde. Por lo que hace a dicha estructura mítica, hagamos para termi­ nar una pequeña disgresión terminológica, siguiendo las directri­ ces lévi-straussianas à la mode: un mito se compone de mitemas —del mismo modo que el sistema fonológica de una lengua se compone de fonemas—, unidades mínimas de significación den­ tro del sistema mítico. Por otra parte, Kerényi llama ambigua­ mente mitologema a cada uno de los «elementos antiguos trans­ mitidos por la tradición que se refieren a dioses y seres divinos, a combates de héroes y descensos a los infiernos». Tales considera­ ciones no revisten especial importancia. Lo que se hace a todas luces necesario es distinguir al mito de sus géneros afines. 22

MITO, LEYENDA, CUENTO

Es absolutamente imprescindible distinguir entre mito, leyen­ da y cuento (popular). Evitaremos con ello al lector multitud de problemas de concepto. Para llevar a cabo tal distinción, creemos que será lo más adecuado transcribir un ejemplo de cada una de estas tres formas de lenguaje, viendo cómo se cumplen en cada caso las notas que caracterizan a los respectivos géneros. La sola teoría, si no va acompañada de oportunos ejemplos —como la sola fe sin buenas obras en la doctrina católica—, hiede a cadáver. MITO El país que ya no tenga leyendas — dice el poe­ ta— está condenado a morir de frío. Es harto posi­ ble. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya muerto. Georges Dumézil Nos ofrece un valioso ejemplo de discurso mítico en su estado más puro el conocido relato de Hainuwele. Nos basaremos en la versión recogida in situ por el antropólogo alemán Ad. E. Jensen. Conozcamos el mito: Hainuwele {«Rama de cocotero») es el nombre de una figura mítica femenina entre los wemale de la isla Ceram, en el archipiélago de las Molucas {Indonesia). D1VINIdad dema {los marind-anim de Nueva Guinea llaman así tanto a los seres del tiempo originario como a las figuras divinas que intervienen en la creación), representa un papel muy importante en los llamados «mitos de produc­ ción». El mito central refiere la muerte de la diosa-dema a manos de los dema. Veamos cómo: Hainuwele nació de la sangre de un cazador, Ameta, y de un cocotero; en tres días llegó a la pubertad. Pero su fin estaba próximo. Durante la gran fiesta Maro, fundamentada en la danza, fue asesinada por los hombre-átmz {ancestros míticos) ·, el fiel Ameta descuartizó su cuerpo y enterró los pedazos en distintos lugares (recordemos que Isis, por el contrario, va 25

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Hainuwele es el nombre de una figura mítica femenina en el archipiélago de las Molucas {Indonesia).

recogiendo uno a uno y dando sepultura a los catorce fragmentos del cuerpo de su esposo y hermano Osiris, despedazado éste por el pérfido Set-Tifón, en el mito egipcio). Los brazos los llevó a Satene, otra divinidaddema, como prueba del crimen nefando. Donde fueron entenados los pedazos de Hainuwele surgieron plantas nuevas, especialmente los tubérculos, base de alimenta­ ción para los humanos a partir de entonces. Satene, por su parte, elaboró una puerta con los brazos de Hainuwele y dijo a los danzarines-asesinos: «Como habéis matado, no quiero vivir aquí. Partiré hoy mismo. Ahora tendréis que venir hasta m í a través de esta puerta.» Los que lograron trasponerla continuaron siendo seres humanos, ahora afligidos por la sexualidad y por la muerte; los demás se transformaron en nuevas especies animales. La desaparición de Satene puso fin a los tiempor viejos y dio paso a los nuevos. Hainuwele pervive entre los muertos, o en la nuez del coco, los tubérculos y los cerdos con que se alimentan los hombres (téngase en cuenta que el sacrificio de los puercos constituye una «representación» del asesi­ nato de la diosa). Siguiendo a Van der Leeuw, el mito no es otra cosa que la palabra misma. Pero es una palabra que posee un valor decisivo si se la repite. Es la Palabra. Y tiene la facultad de regir la vida y la conducta del pueblo creyente. Conocer los mitos es poseer la llave que revela el contenido de la habitación del mundo, el secreto original de las cosas. El mito narra un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, en el Tiempo con mayúscula. Y cuenta cómo, «a través de los hechos de seres sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el universo, o sólo un fragmento —una isla, una especie de planta, un tipo particular de conducta humana, una institución» (son palabras insustituibles de Mircea Eliade). El mito, pues, relata siempre una «creación», cómo algo ha cobrado existencia, ha comenzado a ser. Para Van Gennep el mito es una «leyenda localizada en regio27

Hay personajes literarios que, por su potencia y genio, acceden a la categoría de mitos. En la foto, una escena de Hamlet, de Shakespeare.

nes y tiempos, que está fuera del alcance humano y tiene perso­ najes divinos». El lector podrá ir comprobando personalmente cómo la historia trágica de Hainuwele se va adaptando con una flexibilidad poco común a todas las puntualizaciones de los estu­ diosos en torno al mito. Sin embargo, en el caso de la definición de Van Gennep hay algo sumamente discutible. Se trata de la «localización». El mito se reduce a experimentar la vivencia divi­ na de nuevo, a que el relato sacro de Hainuwele —en nuestro ejemplo—, que tuvo lugar en una fabulosa época primeval, se vuelva a repetir ad infinitum con provecho religioso —y prácti­ co— para los descendientes de aquellos bailarines construido por Satene; es la muerte perenne y la resurrección subsiguiente de Cristo en el sacrificio «representativo» de la Misa, el horrible asesinato y el imprescindible tubérculo. Y esa vivencia divina —como quiere Van der Leeuw— se reproduce en el mito de manera indirecta, estructurada y formal, y en un lugar o tiempo no necesariamente determinados. El lenguaje mítico nos traslada al Tiempo de los «comienzos», no hay otro tiempo en él. Lo que es común y acostumbrado en la naturaleza se atribuye en el mito a un acontecimiento que sucedió una vez y para siempre. El mito no conoce «tiempo» en el sentido físico newtoniano: Hainuwele nació (no importa el cuándo y el dónde es «nuestro» donde en un sentido amplísimo y no determinado) de la sangre del caza­ dor Ameta y de un cocotero. Y no importa el cuándo porque conocemos el Cuándo (los «comienzos»), y valga el juego gráficoconceptual. Pero no basta conocer el mito: hay que recitarlo. En el ritual de recitación es donde se recupera realmente el Tiempo mítico de los orígenes, donde se adquiere la plena contemporaneidad en relación con los acontecimientos y figuras del mito narrado. Al no existir el tiempo que blanquea las sienes y siembra de arrugas el rostro, esas figuras míticas son eternas e inalterables: Hainuwele lo es, para siempre y desde el principio. También lo son, a su manera, aquellos personajes literarios que, en virtud de la potencia y genio de su carácter, acceden a la categoría de mitos. Así Hamlet, Ulises-Bloom, Segismundo. Sin embargo, la literatura desacraliza de algún modo a la Palabra por excelencia: el mito se considera únicamente desde su identidad con el ejem29

pio a imitar, con el modelo, con el arquetipo. La importancia que el mito como «modelo ejemplar» va a adquirir en nuestros días podrá advertirse con toda claridad cuando nos refiramos a los mitos del siglo XX. Una última advertencia: el mito no debe ser entendido (como ya vio Platón) como «razón irracional con la que empiezan el pensamiento antiguo y el primitivo» (es el mentís a la diacronía que conduce del mito a la razón). Porque el mito no muere. No puede morir porque «sus raíces están hundidas en la naturaleza del hombre» (Marcelino Peñuelas). Porque tiene algo de verdad última —penúltima, cuando menos—, de ultima ratio cuando la razón falla. El mito, pues, resumiendo con Eliade: 1. ° Centra su naturaleza en el relato de las hazañas de dioses y de héroes sobrenaturales. Así, en la historia de Hai­ nuwele, la protagonista es una divinidad. 2.° Dicho relato se considera verdadero y sagrado (al contra­ rio que el cuento, como veremos a continuación). En el mito que proponemos como ejemplo se parte de la auten­ ticidad «histórica» de lo narrado: Hainuwele fue real­ mente asesinada en el Tiempo real por excelencia de los «comienzos», el relato de su muerte es sagrado. 3.° Se refiere siempre a una «creación». La del tubérculo, por ejemplo, planta naciente sobre los residuos de la diosa wemale. 4.° Su conocimiento (incluyendo recitación y ritual) implica el conocimiento del «origen» de las cosas. El origen de la muerte y de la sexualidad humanas queda reseñado en el mito de Hainuwele por la «puerta» de Satene y sus con­ secuencias. 5.° De un modo u otro, es «vivido», esto es, supone una experiencia «religiosa» por parte de quien habla y de quien escucha, del emisor y del receptor, y de toda la comunidad en general. Así, entre los wemale, la pasión de Hainuwele es entendida «religiosamente». 30

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