Lucano - Farsalia (Versión Mariano Roldán)
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Descripción: Lucano - Farsalia (versión Mariano Roldán) Como agudamente sentencia Giuseppe Pontiggia, «leer hoy la «Far...
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LUCANO
FA R S A L IA VERSIÓ N DE M AR IAN O R O LD Á N
SÉRVICIO DE PUBLICACIONES UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA CLÁSICOS DE LA LITERATURA UNIVERSAL N.
LUCANO
FAQSAUA VERSIÓN DE MARIANO ROLDÁN
Córdoba, 1995
En portada: Mujer oferente, ante el trípode. (Museo de las Termas, Roma).
Serie: Clásicos de la Literatura Universal n.°6 Versión de: Mariano Roldán Edita: Servicio de Publicaciones Universidad de Córdoba Avda. Menéndez Pidal, s/n. 14071 Córdoba (España) I.S.B.N.: 84-7801-253-2 Depósito Legal: CO-55-95 Planificación gráfica: Carlos Bago Palacios Productor: Grupo Gestión Editorial Delegación de Córdoba Maestro Priego López, n.° 2 Telf. 908 -55 99 32 LUCANO FARSAUA.- Marco Anneo Lucano Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio sin autorización expresa del editor.
NOTA DEL TRADÜCTOR En un momento determinado de mi vida, hace ya doce años, decidí leer detenidamente a Lucano. Es decir, decidí traducirlo. Muchas razones, y no sólo de tipo estético, me impulsaban a trasladar a verso español el libérrimo, altisonante y zigzagueante hexámetro de mi paisano. Precisamente el verso me presentaba el primer problema. ¿De qué metro habría de servirme para responder con ciertas garantías al que con tanta audacia y dominio resplandece en la «Farsalia»? Descartado el mismo hexámetro, obviamente imposible en nuestro Idioma, y descarta do el endecasílabo, molde más bien exiguo para albergar la cantidad silábica que admiten los pies latinos del hexámetro, me vi forzado a tener como candidatos solamente al versículo y al alejandrino. Pero, ¿podrían ocho mil y pico versículos, uno tras otro, con escaso asidero en su fluir, no desembocaren una laxa monotonía, más cercana a la holgu ra de la prosa que a la escandida modulación del verso? Incierto para m í el resultado, opté por el alejandrino que, con las variables acentuaciones de sus catorce sílabas, y sus encabalgamientos, susceptibles de atenuar o recalcar, según conviniera, la precisión de sus hemistiquios, lograría ir sosteniendo el ritmo poético que se precisaba a lo largo de un texto de tal extensión. Durante doce años he sido testigo inicial y emocionado de sangrien tos combates, increíbles ternuras, aceradas ironías, punzantes sarcas mos, escatológicas crueldades inimaginables, piedades e impiedades sin cuento, de toda esa belleza expresada por el humanísimo poema lucaneo, canto mayor a la libertad, utopía de la salvación del individuo, ese reo propicio de la hostilidad anónima de su medio social.
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NOTA D EL TRADUCTOR
Porque, como agudamente sentencia Giuseppe Pontiggia, «leer hoy la «Farsalia» es tanto como encararse no sólo con la temática trágica de cada guerra civil, sino avanzar por el horizonte de angustia del mundo contemporáneo·. Lucano es un poeta para todos los días del hombre. Demostrado está el estoicismo de Lucano. Pero ese estoicismo se colorea con un muy peculiar matiz en nuestro poeta. Lucano es un estoico por modo existencialista. Más por desesperación radical que por la ética moderación de sus goces o voliciones. Desde ese ángulo de ruptura, acaso sea Lucano, tan clásico y tan latino por otros aspectos, el menos clásico de los escritores latinos, y en ello radique su «acre sabor a modernidad» existencial, lindante, por ejemplo, con la de otro gran his pano, Unamuno, vivificador también de su «ego». A Lucano, como a Unamuno, que tanto lo admiraba, su yo le golpea con tanta fuerza que no le deja respiro para reconocer claramente esas dos sombras, -Pompeyo y César-, que él dinamiza en el centelleante bastidor de su magno tingla do épico. Ambos a dos, (con Catón corre ya el riesgo de transfundirse), no son sino catárticos correlatos poéticos de un solo carácter: el del apasionado, soberbio, desaforado, antimilitarista, romántico y realista Marco Anneo, refinado cordobés de Roma, quien al desaire inferido por Nerón, ya emperador, a sus versos, respondió públicamente a los escri tos por el tirano, -lo atestigua Suetonio-, «cum crepitu ventris», perfecta mente consciente del gran peligro que tal acción entrañaba. No todo ha sido en mis años de traducción un camino de rosas. Pero mis tártagos y trasudores han venido aliviados por dos excelentes valedores: el «tempo lento», que me permitía insistir una vez y otra en la dificultad hasta sortearla de manera satisfactoria, y la asistencia de mis consejeros ausentes o vivos. Entre estos últimos, me honro en citar, con agradecimiento, al maestro García Yebra, dispuesto siempre a la ayuda esclarecedora y a la generosa palabra de aliento. Mis consejeros ausen tes constan en cualquier bibliografía nacional y extranjera sobre Lucano, desde un Lasso de Oropesa (1541), o un Bourgery (1927) hasta un Holgado (1984). Nada más diré en esta nota, que deseo breve, redactada entre la incisiva primavera de los naranjos ribereños del Guadalquivir. Casi dos milenios atrás, en estas mismas riberas héticas nacía nuestro poeta, este «Rimbaud de la antigüedad», en expresión de Paratore, vivo entonces, vivo hoy, y vivo para siempre en su desaforada, renovadora y excitante poesía sin concesiones. K
Madrid, 1982 - Córdoba, 1995
Mariano ROLDAN
PRÓLOGO Lucano ha sido uno de los poetas más largamente discutidos. Con su Farsalia rompió el molde temático de la epopeya latina, al apartarse conscientemente de la visión mitológica del mundo y cantar hechos históricos todavía recientes, inaugurando así -según Menéndez Pidalla tendencia que, siglos más tarde, seguiría la épica española. Sin re nunciar al ropaje artístico con que Virgilio habla ennoblecido la Eneida, le añadió brillos retóricos aprendidos en los ejercicios de oratoria asidua mente practicados desde su adolescencia. No se hicieron esperar las reacciones. Primerísima entre las adversas fue la de Petronio, que reprochó a Lucano haber escrito historia versificada. Pocos lustros más tarde, Quintiliano, indiscutido maestro de la juventud romana, consideró al autor de la Farsalia más apreciable como orador que como poeta. «Lucano -escribió en el libro X (1,90) de su Institución oratoria-, ardiente y apasionado, y brillantísimo en sus pensamientos; pero, a decir verdad, más digno de imitación para orado res que para poetas (magis oratoribus quam poetis imitandus). Otro hispano, Marcial, salió en defensa del cordobés, poniendo en su boca o atribuyendo a su obra estas palabras: «Algunos dicen que no soy poeta; pero el librero que me vende piensa que sí lo soy· (Sunt quidam qui me dicunt non esse poetam, / sed qui me vendit bibliopola putat. XIV, 194). Y, poco después, Tácito, en su Diálogo sobre los oradores, sitúa a Lucano, junto a Virgilio y Horacio, en la más alta cumbre de la poesía latina: «... poeticus decor... ex Horatii et Vergilii et Lucani sacrario prolatus (... Ia eleganda poética... tomada del sagrario de Horacio y de Virgilio y de Lucano»).
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Pero no vamos a seguir aquí la larga serie de manifestaciones contra rias o favorables a la gloria poética de Lucano. Pueden verse en la intro ducción a la primera de las cuatro traducciones en prosa que de la Farsalia se han hecho en la segunda mitad de este siglo: la de Víctor-José Herrero Llórente (vol. I, 1967; II, 1974; III, 1981), la de Sebastián Mariner Bigorra (1978), la de Antonio Holgado (1984) y la de Dulce Estefanía (1989). Nos limitaremos aquí a exponer la valoración que de Lucano como poeta hizo otro vate altísimo, uno de los más grandes de la literatura universal. Dante menciona a Lucano, siempre con elogio, en casi todas sus obras; en algunas, reiteradamente. Y suele vincular su nombre al de otros poetéis excebos. Lo cita en la Vita Nuova junto a Virgilio, Horacio, Homero y Ovidio. En el Convivio acude más de una vez al testimonio de Lucano, del que no sólo transcribe versos sino que traduce algunos. En De vulgari eloquentia recomienda la lectura de los que llama regulatos poetas, que son Virgilio, el Ovidio de las Metamorfosis, Estado y Lucano. En Monarchia reproduce varios pasajes de la Farsalia junto con otros de Ovidio y de Virgilio. Menciona también a Lucano en varias de sus epís tolas. Pero es en la Divina Commedia donde celebra, por boca de Virgilio, el «altissimopoeta», «onore e lume degli altripoeti», «divinuspoeta noster», «savio gentil che tutto seppe», la verdadera glorificación poética de Lucano. Allí (Inf. IV, 85-90), el «buen maestro» le explica a Dante quié nes son las «cuatro grandes sombras» (quattro grand'ombre) que se les acercan: el que va delante, portando espada en la mano, como señor, es Homero, el poeta soberano: Mira colui con quella spada in mano, che vien dinanzi ai tre sí come sire. Quelli è Omero poeta sovrano. El segundo es Horacio, autor de sátiras; el tercero, Ovidio, y el cuarto, Lucano: l'altro è Orazio sátiro che vene; Ovidio è il terzo, e l'ultimo Lucano. ¿Quién, después de esta mención gloriosa, se atrevería a negar a Lucano un puesto de honor entre los más grandes de la poesía latina, a
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dudar siquiera del altísimo valor poético del instaurador, con su tío Lucio Anne o Séneca, de la noble y larga estirpe de los poetas de Córdo ba? Córdoba, la ciudad cantada por Marcial en su epigrama LXII, Ad Licinianum, donde menciona tierras y ciudades célebres por sus hom bres de letras; ninguna tanto como la facunda Córdoba, que podía glo riarse ya de tres: «los dos Sénecas, y el único Lucano· (duosque Senecas, unicumque Lucanum / facunda loquitur Corduba). Marcial, no cordobés sino de Bilbilis, la actual Calatayud, no emplea aquí el adjetivo unicus en el sentido de «uno sólo», que no añadiría nada al nombre del poeta. Marcial, a quien hemos visto ya como primer defensor del cordobés Lucano, usa unicus en el primero de esos dos sonoros versos aliterantes: duosque Senecas unicumque Lucanum facunda loquitur Corduba, para expresar su convicción de que Lucano era un poeta sin par, señero, verdaderamente único. En los mil novecientos años transcurridos desde entonces han surgi do en la facunda y fecunda Córdoba y en su provincia otros muchos y extraordinarios poetas. Uno de ellos, Mariano Roldán, que es también fino traductor de obras poéticas. La primera traducción suya que conozco es su Antología poética de Antonia Pozzi, publicada en edición bilingüe por Plaza y Janés el año 1973. En la última página de su breve prólogo expone Mariano Roldán su programa como traductor: «Mi traducción -escribe- no es lo que se llama una traducción literal, si por literal se entiende servidumbre total al texto, aunque tampoco se acerca en nada a lo que valientemente se llama recreación, y suele ser sustitución del traducido por el traductor. Con sostenido respeto conservé, siempre que pude, el mismo número de versos del original, y la misma medida, y procuré verter al castellano, paciencia y barajar, el sentido y el sonido pozzianos, oscureciendo a propósito un verso que había salido muy brillante en español cuando el original no lo era, y al contrario, peleando con la eufonía castellana hasta encontrar-es un decir- la resonancia formal o ideal del italiano». He transcrito íntegramente este testimonio porque contiene el núcleo de una sana teoría de la traducción poética, y expone con nitidez la norma que M. Roldán ha seguido en todas sus traducciones. La traduc-
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ción poética, en efecto, no puede ser literal, no puede someterse por completo al texto que traduce, porque esta sumisión anularía en gran parte su valor poético. Pero tampoco puede, si pretende conservar el nombre y el carácter de auténtica traducción, alejarse del original hasta el punto de que el nuevo texto conserve sólo cierta semejanza con el traducido y pase a ser ¡o que «valientemente» se llama «recreación». Mariano Roldán trata incluso de conservar, cuando es posible, el mismo número de versos y hasta la misma medida de los del original. Lo mueve a esto un «sostenido respeto», y recurre, para conseguirlo, a lo que tan cabalmente expresa el dicho «paciencia y barajar». Paciencia y barajar son, en efecto, dos actitudes imprescindibles para el traductor de poesía. En el capítulo primero de mi Teoría y práctica de la traducción se proponen como lemas para los traductores la máxima atribuida a Catón: Sat cito, si sat bene («Bastante pronto (se hace una cosa) si (se hace) bastante bien») y los versillos de Antonio Machado: Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas. Y barajar, en la cuarta acepción del Diccionario de la Academia: «En las reflexiones o hipótesis que preceden a una resolución, considerar las varias posibilidades o probabilidades que pueden darse», es lo que tiene que hacer todo traductor que se precie, y, más que otros, el traductor de poemas. Paciencia y barajar -el talento lingüístico se da por supuesto en un buen poeta- han sido siempre las actitudes fundamentales de Mariano Roldán en todas sus traducciones: en la de Antonia Pozzi, quizá la menos difícil de las suyas, a pesar de lo cual, para verter el sentido y el sonido (el sentido, sin el que la versión ya no sería traducción, y el sonido, sin el que ya no sería poética), tuvo que pelear con la eufonía del español hasta alcanzar la resonancia formal del italiano; en la más reciente de las publicadas, la del Cementerio marino de Paul Valéry (Separata de «Ánfora Nova», Rute, 1993), con texto igualmente bilingüe, en la que, siendo las palabras francesas, en general, más breves que las españolas, logra Roldán, haciendo prodigios de concisión, verter cada verso por otro verso, sin pérdida sustancial, como puede verse compa rando en ambas lenguas los de la segunda estrofa, que es sin duda, en el original y en la traducción, una de las más bellas:
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Quel pur travail de fins éclairs consume Maint diamant d'imperceptible écume, Et quelle paix semble se concevoir! Quand sur l'abîme un soleil se repose, Ouvrages purs d'une éternelle cause, Le Temps scintille et le Songe est savoir. ¡Qué eclosión de relámpagos consume tantos diamantes de inuisible espuma, y qué paz aparente se concibel Cuando sobre el abismo un sol reposa, labores puras de una eterna causa, el Tiempo es centelleo y ciencia el Sueño. y en la de Poemas de Catulo (publicada en 1984 por Plaza y Janés, con texto támbién bilingue), donde completa su teoría de la traducción poé tica. Condena, quizá demasiado tajantemente, toda traducción en prosa de un poeta, por perfecta que sea en su literalidad. «El verso -dice- sólo puede y debe ser traducido en verso». Yo he escrito más de una vez que, si hay en la teoría de la traducción un problema insoluble, es sin duda éste: ¿Debe la traducción de un poema hacerse en verso o en prosa? Y creo que no se le puede dar una solución abstracta, universal, válida para siempre. Pienso que se debe atender a las posibilidades de cada caso, estudiando el carácter y la estructura de la obra considerada, la proximidad o distancia entre las dos lenguas, el propósito de la traduc ción, el interés de sus destinatarios. Como norma general sólo me atreve ría a dar ésta: Vale más una buena traducción en prosa que una mala traducción en verso; pero una buena traducción en verso vale más que una buena traducción en prosa. Mariano Roldán asume serenamente el riesgo y el compromiso del verso, y espera conseguir el «poema análogo» a que se refiere Octavio Paz; es decir, «un poema equivalente, no exacta copia del original, pero sí un texto poético, en perfecto equilibrio, hasta en la forma, con el poema que se quería traducir». Y no sólo se obliga a traducir a Catulo verso por verso, sino que, cuando el verso latino tiene correspondencia en español, emplea el verso correspondiente y no otro. Para traducir hexámetros, que no tienen en español correspondencia, «pese a los in tentos rubenianos», recurre a las catorce sílabas del alejandrino. Si Catulo mezcla en un mismo poema dos tipos de verso -y lo hace con frecuen-
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c/a-, también Roldán usa dos tipos de verso, pues le parece que «en una traducción en verso, hasta lo meramente visual, incluso antes de la lectura, tiene su Importancia, aunque no sea más que para abrir boca a la experiencia de la lección» (p. 28). Pero el poeta Mariano Roldán es un traductor consciente, y sabe «cuánto se escapa por entre las mallas de la red, por muy tupida que ésta sea». Las traducciones roldanianas a que me he referido hasta ahora (del italiano, del francés, del latín incluso), por grande que sea su mérito, son empresas menores, comparadas con el magnum opus de su traducción de la Farsalia. Por ella ocupará Mariano Roldán un lugar destacado en la historia de la traducción en España. Son necesarios un amor y un entusiasmo ilimitados para mantener durante doce años la dedicación inteligente, emocional y esforzada que requiere la traducción poética, en espléndidos alejandrinos, de más de ocho mil hexámetros. Si yo hubiera conocido a Mariano Roldán antes de acometer él esta empresa, habría tratado de convencerlo para que, en vez del alejandrino, eligiera para su ingente trabajo el versículo libre. El latín, lengua sintética, carece de artículos y expresa mediante desinencias muchas funciones sintácticas que el español encomienda al aparato preposicional. Aunque sólo fuese por esto (hay otras causas), una frase latina suele resultar más breve que su traducción española. Por otra parte, el hexámetro latino normal oscila entre trece y diecisiete sílabas, mientras que el alejandrino español, con sus catorce, apenas sobrepasa el límite inferior de la escala silábica del hexámetro. Resulta así que, por la estructura de ambas len guas y de ambos tipos de verso, al poeta español le será difícil decir en un alejandrino todo lo que en latín puede decirse en un hexámetro. El alejandrino le impide a Mariano Roldán la traducción de la Farsalia verso por verso. Pero le permite, mejor que cualquier otro verso de medi da exacta, acercarse a este ideal. Si se atiende a la numeración marginal de los versos de su traducción, se verá que, de vez en cuando, entre una cifra y la siguiente no hay cinco sino seis alejandrinos. A los cien prime ros versos del libro I corresponden ciento doce de la traducción; a los cien primeros del V, ciento dieciocho, y en el libroX corresponden ciento catorce de la traducción a los cien primeros del original. Si aplicamos la media de este cómputo a toda la obra, resulta un aumento en el número de versos de la traducción de algo más del catorce por ciento. Es muy poco. Ysupone una concisión en los versos roldanianas sin duda mayor que la de cualquiera de las traducciones en prosa. Conseguir esto sin
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pérdidas importantes del sentido o de la fuerza expresiva del original es un prodigio de ingenio y dedicación, sazonado fruto de esa actitud «paciente y barajadora» a la que el traductor se ha declarado adicto. Para lograr esa ceñida brevedad, que le permite ajustarse al estilo de Lucano, incluso -y la contradicción es sólo aparente-cuando éste cobra cierta ampulosidad y aun desmesura, acude Roldán principalmente a la supresión de artículos, al uso de latinismos léxicos, a audacias que se toleran en la poesía porque la adornan y la sacan de la pedestre andadura de la prosa. Ejemplos del primer recurso abundan ya en los siete primeros versos del libro I, que enuncian el tema de la epopeya: Canto «guerras más que civiles», «derecho dado al crimen», «pueblo potente», «invicta diestra», «consanguíneas huestes», «contienda que alza...» «iguales banderas», «pa res águilas». Todos estos sintagmas podrían llevar algún artículo. La mis ma tendencia se confirma en el segundo de los dos versos siguientes: ¿Qué insania, oh ciudadanos, qué desmán del acero, latina sangre a pueblos enemigos ofrenda? Entre los latinismos léxicos se hallan: «dioses almos», «aplustre grie go», «dáñeos escollos», «asesinados cívites», «dauso campo», «combus to Aqueronté», «copia de agua, o de aves y fieras», «deucalioneas llu vias», «lucha elusa», «veloces équités», «funéreos fuegos», «recurvada harpe», «imbele milite», «incesta hermana», «alma inulta », «multifido Danu bio», «ocluso campo», «infernal palor», «vasto pomerio», «por vez prima» «tiestea Micenas», «vacuo mar», y adjetivos como ficto, hadado, inmérito. Castro sustituye en toda la obra a campamento. Sí estos cultismos aparecieran en sucesión espesa, estorbarían a la lectura gustosa de la obra; hábilmente esparcidos por miles de versos, confieren al conjunto una especie de pátina que lo armoniza con el tema. Las audacias poéticas del traductor, excelente poeta él mismo, here dero y acrecedor de la corriente milenaria que es la poesía cordobesa, no requierenjustificación. Son flores que amenizan el paisaje, a veces áspe ro y aun hórrido, de esta gran obra. ¿Podremos llamar audacias a cons trucciones aprendidas de otro altísimo poeta de la facunda Córdoba? Me refiero a las que aparecen en versos como el 188 de libro III: «y los por densos bosques Atamanes errantes»; el 228 del mismo libro: «y en legal quilla arriban, piratas no, Cilicios»;
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el 64 del libro IV: «y cuantas sufre el Árabe nieblas...·; el 746 del mismo: «y los en fuga Húmidas preséntense en las cimas»; el 8 y 9 del libro V: «ambos cónsules citan, a los por sus misiones de guerra senadores dispersos, en Epiro». Y finalmente, para no ser prolijo, el 316 del libro IX: «y, a poco, ocasionando fatal el tiempo daños». Mariano Roldán, que ya en 1977 puso en boca del racionero don Luis uno de los más bellos poemas de su Inútil crimen, aprovecha, para traducir a Lucano, ágiles movimientos gongorinos. Antes de terminar, quisiera todavía poner de relieve algunos logros antológicos de la concisión roldaniana. Me refiero a su lapidaria, y no infrecuente, traducción de un hexámetro entero por un espléndido alejandrino. He aquí algunos ejemplos: Libro III, v. 168: pauperiorque fuit tum primum Caesare Roma «y Roma, por vez prima, fue más pobre que César». Libro VII, v. 143: auget eques stimulos frenorumque artat habenas «refuerza espuela el équité y ajusta rienda al freno». Del mismo libro, v. 641: Vincitur his gladiis omnis quae serviet aetas «Toda edad será esclava de estas armas triunfantes·. Otras veces ajusta Roldán dos medios hexámetros en memorable alejandrino, como en III, 641 s.: Nulliusque vita perempti est tanta dimissa via. «Jaméis humana vida salió por tan gran puerta». O en VII, 454 s.: Mortalia nulli sunt curata deo. «Los dioses no se curan de los males del hombre».
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No quiero alargar esta enumeración; sí, poner de manifiesto cómo se ajusta la traducción en verso de Roldán al sentido del verso de Lucano. Sírvanos de ejemplo el 822 del libro VII: has trahe, Caesar, aquas, hoc, si potes, utere caelo. Comparemos la traducción roldaniana con las cuatro hechas en prosa durante los cuatro últimos lustros: I. = Herrero, 2. = Mariner, 3. = Holgado, 4. = Estefanía, 5. = Roldán. 1. «Bebe estas agüéis, César, respira este aire si puedes». 2. «Traga estas aguas, César, respira este aire, si es que puedes». 3. «Saborea estas aguas, César, respira estos aires, si es que puedes». 4. «Bebe, César, estas agüéis; sírvete, si puedes, de este aire». 5. «Respira y bebe -¿puedes?- este aire y agua, César». Las dos más concisas, y a la vez más exactas, son la primera y la última; algo más concisa la última que la primera. En 2. me estorba «traga», como me estorba en 3. «saborea»: «tragar» no se aplica sólo a líquidos, y tiene connotaciones aquí no pertinentes; tampoco «saborear» es adecuado, pues, lo mismo que «tragar», no se aplica exclusivamente a líquidos, y también tiene matices semánticos improcedentes en este caso. En 4. me parece fuera de lugar «sírvete», porque del aire puede uno servirse para otros fines, además de respirarlo, que es de lo que aquí se trata. Beber y respirar son los verbos que, en este peisaje, mejor respon den a trahere y uti. «Bebe» y «respira» ha traducido bien Herrero, guar dando el orden del original; «respira y bebe» ha escrito Roldán, cam biando ese orden -pero ¡con qué garbo!- y reduciendo a pregunta la condición. No quiero alargarme más. Diré, para concluir, que el poeta cordobés (de Rute) Mariano Roldán ha enriquecido nuestra literatura con esta primera traducción en verso del gran poema del cordobés Lucano. «Siendo Lucano de los autores que menos resisten la prueba de una traducción en prosa (en muchos casos, verdadero sacrilegio) por consistir gran parte de su mérito en la pompa y alteza, a veces excesivas, de la dic ción»1, y habiendo escrito Roldán que toda traducción en prosa de un
1 M. Menéndez Pelayo, Biblioteca de Traductores Españoles, II, 258.
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poeta queda, a su juicio, ilegitimada por principio, tenía que traducir en verso los versos del cordobés Lucano. Y los ha traducido de tal modo que deja sin validez la queja de Menéndez Pelago: «¡Notable mengua, por cierto, que el más grande de los poetéis hispanorromanos no esté aún dignamente traducido en la lengua de su patrial»2. Digo que la de Roldán es nuestra primera traducción en verso por que no puede llamarse traducción la de Juan de Jáuregui. Apasionado admirador de Lucano, el P. Fe'ijoo extendió su entusiasmo a la versión jaureguiana. Es suyo el siguiente juicio: «Singularmente se ve que la lengua Castellana tiene para la Poesía Heroica tanta fuerza como la Latina en la traducción de Lucano, que hizo D. Juan de Jáuregui: donde aquella arrogante valentía, que aun hoy asusta a los más apasionados de Virgilio, se halla con tanta integridad trasladada a nuestro idioma, que puede dudarse en quién brilla más espíritu, si en la copia, si en el original»3. Más atinado estuvo Menéndez Pelayo, para quien Jáuregui fue, sí, el traductor más feliz que produjo la escuela sevillana en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII; pero su versión de la Farsalia no pasa de «paráfrasis o imitación», donde su autor cometió «el yerro de dar, en vez de una traducción fiel y ajustada de su modelo, una colección de versos sonoros, retumbantes muchas veces, afeados con todos los delirios de la época, en los que con frecuencia desaparecen las bellezas y con frecuencia más lastimosa aún suben de punto la hincha zón y los defectos del original latino»4; en los que -pudiera añadirse- es casi siempre difícil, por no decir imposible, ver correspondencia semán tica con los hexámetros de Lucano. Más severo aún se muestra Víctor-José Herrero en la introducción a su edición bilingüe de la Farsalia (págs. LH s.): «A nuestro entender -dice-, Jáuregui, más que traductor, es un mediano intérprete de Lucano, y su mal llamada traducción consiste en una paráfrasis ampulosa e indigesta de la Farsalia». La traducción de Mariano Roldán añade a la fidelidad de una buena traducción en prosa el brillo poético de una excelente traducción en verso. Valentín GARCÍA YEBRA (De la Real Academia Española) 2 Ibid.
3 Fr. B. G. Feijoo, Teatro Crítico Universal, I, Discurso XV. Ed. Ibarra, Madrid, 1778, p. 318. 4 Ibid.
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...numquam fugiente Lucano
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Guerras, más que civiles, por los Ematios campos; derecho dado al crimen, canto; y pueblo potente, que, contra sus entrañas, revuelve invicta diestra; y consanguíneas huestes; y, roto el pacto público, contienda que alza a todas las potencias del orbe en infamia común, donde iguales banderas se enfrentan; pares águilas; el pilo amaga al pilo. ¿Qué insania, oh ciudadanos, qué desmán del acero, latina sangre a pueblos enemigos ofrenda? En tanto la soberbia Babilonia trofeos ausonios acapara, y yerra, inulta, el alma de Craso, ¿guerra estéril para todos movéis? ¡Ay, cuánto mar y tierra no serían ya nuestros, si la sangre vertida por ciudadanas manos lo hubiera sido donde Titán nace y la noche oculta a las estrellas; o el mediodía hierve en encendidas horas; o donde primavera nó alivia glacial frío de helado mar de Escitia! Bajo yugo estarían los Seres, rudo Araxes, y esas gentes -si existen- que nacer ven al Nilo Podrás entonces, Roma, si lid nefanda buscas, tras someter a leyes latinas todo el orbe, contra ti armar la mano: hoy, bárbaros te acechan. Con todo, si ahora penden ruinosos los techos de ciudades de Italia; grandes bloques de piedra al pie de las murallas derruidas se apiñan; abandonadas casas nadie guarda; y apenas si por viejas ciudades yerra algún habitante; si toda Italia está ya imposible de abrojos. inculta desde ha tiempo, y el campo pide brazos, no eres, tú, feroz Pirro, ni tú, Cartaginés, del desastre la causa; nunca el hierro así ahonda: tan fiera herida diestras fraternas sólo asestan. Mas si no encontró el hado, Nerón, otro camino para que tú advinieras; si sólo a un alto precio adquirieron los dioses reino eterno; si sólo tras de horrísonas guerras con gigantes, el cielo sometido al poder del Tonante ha quedado, no habrá queja, celestes; tales premios obligan a que admitamos crímenes: Farsalia crueles campos de sangre colme; sáciense con sangre manes púnicos; finales luchas líbrense por la funesta Munda;
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y a este caos, César, se añadan los horrores de Perusa y de Módena; las escuadras hundidas en la áspera Léucade y las guerras de esclavos al pie del Etna ardiente. Pues, pese a todo, César, mucho a guerras civiles Roma debe; esas luchas permitieron tu acceso. Y, a ti, cuando a los astros te eleves, ya cumplida tu misión, alegría celeste ha de brindarte la mansión de los dioses. Y ya empuñes el cetro, ya te subas al carro flamígero de Febo, para con fuego errante sobrevolar el orbe, que no ha de sentir miedo de su trocado sol, ante tí los celestes cederán, y Natura dejará que tú escojas qué dios serás y el solio del gobierno del mundo. Mas no tu sede asientes en zonas de la Osa, ni en la región opuesta, que austral y ardiente polo ve inclinarse: a tu Roma columbrarás al sesgo. Si sobre flanco único del insondable espacio te asentases, el eje se descompensaría. Central sea tu sede para que se equilibre la gravidez astral; y esa zona serena del éter se mantenga perennemente limpia de nubes, nunca óbice de la visión del César. Entonces, los humanos, abatidas las armas, por su bien se amarán, y la paz, ya en la tierra, cerrará férreas puertas del belicoso Jano. Ya eres numen, Nerón, para este vate, y entras como tal en mi pecho, que exento se declara de suplicar, a Apolo, de Cirra los misterios; y de obligar, a Baco, a advenir desde Nisa. Sólo tú alentarás estos cantos romanos. Dilucidar las causas de tan tremendos hechos a mi ánimo acucia y, ante mí, inmensa obra se presenta. ¿Qué pudo forzar a un pueblo airado a empuñar las espadas? ¿Y qué la paz del orbe romper? El envidioso transcurso de los hados; la ley que veta al grande serlo siempre; el hundirse fatal de lo que es grávido: Roma henchida de Roma. Así también, resuelta la estructura del mundo, al cumplirse la hora suprema de los siglos, volviendo al primer caos, en horrorosa mezcla chocarán los planetas; ígneos cuerpos celestes
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caerán al mar; la tierra, sin oponer sus costas, se dejará inundar; Febe hará su carrera contraria a la fraterna y, airada, recorriendo su carro oblicua órbita, para sí querrá el día; y la soberbia máquina celeste, desquiciada, conculcará las leyes del orbe trastornado. De suyo cae lo grande: tal limite los dioses al crecimiento ponen de las cosas. A nadie le encomendó Fortuna su envidia contra un pueblo potente en mar y en tierra: eres, Roma, la causa de tu mal, cuando admites dominio de tres dueños y pactos jamás válidos de poder entre muchos. ¡Oh concordados reos por la ambición cegados! ¿De qué sirvió mezclar vuestras fuerzas, y al orbe aprisionar en medio? Mientras al mar la tierra sostenga; y a la tierra la atmósfera, y Titán su inmenso esfuerzo cumpla, y noche siga al día entre el constante número de las constelaciones, no existirá lealtad entre socios del mando; jamás poder de un príncipe soportará a otro príncipe. No lejos, ni en naciones extrañas, cumplimiento de esta norma fatídica busquemos: nuestros muros primigenios con sangre fraterna se tiñeron. Y premio a tal furor no eran mares y tierras: exigua sede indujo a luchar a sus dueños. Poco iba a durar discordante concordia; voluntad de caudillos no fue la paz: fue Craso impedimento único de la futura guerra. Y así, tal grácil Istmo, que a ondas hiende y a géminos mares corta y se alza como dique a sus aguas, si se hundiera enfrentara con el Egeo al Jónico; así, cuando la muerte lamentable de Craso, que separaba armas airadas de los príncipes, manchó la asiría Carras con la sangre latina, las párticas derrotas furor romano encienden. ¡Arsácidas, bastante más que victoria hubisteis: civil guerra donásteis al vencido romano! Hierro escinde el poder, y el prepotente pueblo que mares, tierras, orbe completo poseía, no supo hallar espacio para dos: pues las prendas de unida sangre y teas por el destino fúnebres hasta los manes Julia se llevó, arrebatada
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por las crueles manos de las Parcas. Tú sola, si más vida los hados concedido te hubieran, apaciguar lograras al furioso marido y al padre; y, ya sin hierro, unir armadas manos, cual, mediando entre suegros y yernos, las Sabinas. Tu muerte echa por tierra lo pactado, y la guerra permite a los caudillos, a quienes estimula varonil competencia: tú, Pompeyo, recelas que nuevas gestas borren tus laureles de antaño; que a tu gloria marítima desdore gloria en Galia, el animoso hábito del esfuerzo te enciende; tu hado, que no acepta segundo lugar nunca. Mo aguanta jefe César, ni igual Pompeyo sufre. ¿Quién fué más justo alzando las armas? Mo es posible saberlo; magnos árbitros tienen ambos: a dioses plugo causa triunfante; a Catón, la vencida. Rivales son distintos: el uno, ya no joven, habituado al uso tranquilo de la toga, y en la paz olvidado de la espada, aún se cura de la fama, a las turbas halagando, incitando el fervor popular, y gozando de aplausos en un teatro propio. Sin renovar su espíritu, en su gloría de antaño confía con exceso. De su gran nombre sombra, se yergue como encina colmada, en feraz campo, de ancestrales trofeos de un pueblo, y de sagradas reliquias de caudillos; ya sin fuertes raíces, sujeta por su peso, desnuda, sólo el tronco dando sombra, amagando doblegarse al embate del Euro; y que, aún teniendo en torno muchos árboles con más sólido fuste, a ella sólo honra el pueblo. Por el contrarío, César, no sólo disfrutaba renombre de caudillo, sino que su coraje le exige ejercitarlo, pues reputa vergüenza vencer sin resistencia. Enérgico e indómito, allí donde su cólera y su esperanza enciéndense jamás ahorra el hierro, gloría instando; exigiendo favores de los dioses; dirimiendo las trabas hacia el poder; alegre de progresar en medio del estrago, tal como va en el viento, escupido por las nubes, el rayo, y, zumbando, al hender centelleante, el éter, atronador el mundo recorre, amedrentando
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con sus zigzagueantes y cegadoras llamas a las gentes; furioso contra sus propios templos; y, sin que cosa alguna le cierre su camino, gran destrozo cayendo y alzándose origina, en tanto que reúne sus esparcidos fuegos. Así estaban las cosas entre caudillos; otras subyacían, semilla de la guerra entre pueblos poderosos. Pues, cuando, ya sometido el mundo, superfluo bienestar la Fortuna derrama; prosperidad quebranta las costumbres; no hay límites para el lujo que engendran rapiñas y pillajes; y se codician casas; desdeña el hambre mesas de antaño; los varones se exhiben con afeites femeniles; se huye de la pobreza, cuna de héroes; y se allega, de todo el orbe, aquello que es más perjudicial para cualquier humano; entonces, se concentran las más distantes fincas, y campos que la reja de Camilo surcara, que sufrieron antiguas azadas de los Curios, son latifundio en manos de extranjeros colonos. No es ya el mismo este pueblo que de su paz gozaba y de su libertad, a la violencia ajeno. De aquí se engendrarían discordias fácilmente; pues se vio como honor con la espada alcanzado poder más que la patria, y entronizar la fuerza como la engendradora de todos los derechos: de aquí los plebiscitos y hasta las mismas leyes, coaccionados; cónsules y tribunos vendidos; sobornadas las fasces; favores subastados al pueblo; y el cohecho, nefasto para Roma, con la venta de votos del anual certamen; y la usura voraz; y la lepra del lucro; los impagables créditos; la provechosa guerra. Ya los gélidos Alpes César cruza en su avance, y en grandes cambios piensa, y en la inminente guerra. Cuando a las parvas ondas del Rubicón arriba, gigantesca visión le sobrecoge el ánimo: esplendiendo en la sombra nocturna ve a la patria en peligro; tristísimo su semblante; el cabello cano, en torno a la frente coronada de torres. Revuelto el pelo, erguida, y desnudos los brazos, entre gemidos habla: «¿Adonde váis? ¿Adonde,
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soldados, mis enseñas lleváis? Si con derecho, si como ciudadanos, aquí están vuestros límites». Terror sacude entonces el cuerpo del caudillo; se erizan sus cabellos y, cerrándole el paso, un desfallecimiento lo suspende en la orilla. Luego, exclama: «¡Oh Tonante, que, desde la Tarpeya colina, ves los muros de la Ciudad; y frigios penates de mi Julia progenie; y tú, en secreto rapto, Rómulo asunto; y tú Latiario Júpiter de excelsa Alba, y fuegos Vestales; y, oh tú, Roma, par del cielo, acogedme! No con armas airadas vengo a ti; soy yo, César, glorioso en mar y en tierra, soldado, fiel a ti, tanto ayer como ahora. ¡Culpable habrá de ser quien me vuelva enemigo!» Después, sin más demora para la lucha, ordena que las enseñas crucen veloces la crecida corriente: así en los campos polvorientos de Libia socarrada, el león, si acercarse ve al hombre, se detiene, dudoso, y en ira se concentra; luego, cuando la cola salvaje lo estimula flagelándolo, eriza la melena y un vasto rugido dan sus fauces terribles; y si entonces el diestro Mauro hiende sus flancos con la lanza o si el venablo busca su dilatado pecho, se abre paso entre el hierro, despreciando la herida. De exigua fuente brota el Rubicón rojizo, y con escasa onda, cuando arde el verano, hondos valles serpea y, frontera precisa, campos galos separa de los surcos ausonios. A la sazón, invierno lo engrosaba, y las lluvias de la tercera Cintia, y las fundidas nieves de los Alpes, acuosos por los soplos del Euro. Como dique se oponen, primero, los caballos oblicuos a las aguas; y, accesible ya el vado, la tropa cruza, indemne, los quebrados raudales. Pasado el río, César, al tocar en la opuesta ribera, territorio ya de Italia, prohibido para él, «Aquí», exclama, «me olvido del derecho y la paz profanados y a ti, Fortuna, sigo; desde ahora, los pactos ningún deber me imponen; a los hados me entrego; mi juez será la guerra». Dicho esto, el alacre general a sus tropas
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apremia en las tinieblas de la noche, y más rápido que la zumbante piedra de baleares hondas, o flecha disparada de espaldas por el Parto, irrumpe, amenazante, por la cercana Rímini, cuando, atrás Vésper, huyen estrellas solar fuego. Apuntaba ya el día primero de la guerra; nublado día lúgubre, bien a causa del Austro, o a voluntad divina. Ya ocupada la plaza, al cursarse la orden de deponer banderas, al agudo clarín y la sonora tuba y el ronco cuerno aúnan sus impíos sonidos. Sobresaltado el pueblo, la juventud se lanza del lecho; empuña el arma, colgada junto a sacros penates largo tiempo de paz; enmohecidos escudos de cariadas armazones; venablos despuntados; espadas roídas por la herrumbre. Pero, al reconocer el fulgor de las águilas, las enseñas romanas, y a César en el centro de las tropas, se aterra; pavor frío recorre sus cuerpos, y en el fondo de todos los espíritus estas quejas se exhalan: «¡Oh, en mala hora, muros los nuestros, erigidos en vecindad con Galia; oh triste, fatal tierra! Alta paz es con todos; en calma vive el mundo, mientras aquí nos toca presa ser y posada de estos locos. ¡Fortuna!, mejor nos dieses patria en el ártico hielo; o en Oriente; o ser nómadas; mas nunca esta frontera. Sufrimos, los primeros, la invasión de Senones; del Cimbrio, iras; Marte de Libia; las furiosas algaras del Teutón; cada vez que Fortuna a Roma hostiga, somos camino de la guerra». Cada cual en su alma gime así; no se atreven, dominando el temor, a expresarlo en palabras, y permanecen mudos, tal silenciosos campos, si invierno acalló pájaros o la mar su oleaje. Al disipar la luz nocturnas sombras gélidas, los hados ya han prendido las belicosas fasces: para la acción a César dubitante presionan, y alivian sus escrúpulos de conciencia. Fortuna se esfuerza en excusar la rebelión del Jefe y encuentra decisiva razón para su empresa: contra ley, el Senado desterró de la Urbe,
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dividida en dos bandos, a discordes tribunos, a los que dispensara del trato de los Gracos. Tribunos tales vienen al encuentro de César, que ya se encuentra próximo. Y, entre ellos, arriba audaz Curión, de lengua venal, que antaño fuera voz del pueblo en defensa de libertad, y osara equiparar la plebe con el poder armado. Curión, viendo agitada la mente del caudillo por mil cuidados, «Mientras posible fue», le dice, «prolongar tu mandato frente al Senado, oh César, te ayudé, ejercitando mi cargo, y a dudosos quirites convencí para tu causa. Ahora que el hierro acalla layes, patrios lares dejamos y, voluntariamente, nos exiliamos: sólo tu victoria, de nuevo, nos hará ciudadanos. Así que, mientras dudan por carecer de apoyo los bandos, no te duermas: demorarse es nocivo para el éxito. Iguales serán riesgo y fatiga pero mayor el premio. Galia géminos lustros te tuvo en guerra; y cuán exigua parte es ésa. Tras escasas victorias, a tus pies pondrá Roma el mundo. Si ahora vuelves, triunfo no tendrías; ni almos lauros podrías ceder al Capitolio. Se ceba en ti la envidia corrosiva, y apenas se te perdona que hayas dominado naciones. Se ha ordenado que el yerno poder le arranque al suegro; con él regir el mundo no puedes; mas sí puedes poseerlo tú sólo». Con este exordio, César, si ya a la guerra estaba su ánimo inclinado, se encendió tanto en ira y en ardor, cuanto excita a olímpico bridón el clamor de la plebe cuando, encerrado, pugna por derribar las puertas. Sin perder tiempo, ordena que formen los manípulos en torno a las enseñas; y cuando su semblante el bullir desbordado de la turba apacigua, silencio con su diestra dispone: «Compañeros de guerra», les exhorta, «que, arrostrando conmigo mil confabulaciones de Marte, al año décimo de victoria arribásteis, ¿pago es éste a la sangre vertida en las llanuras del Norte; a las heridas y las muertes e inviernos sufridos en los Alpes? Tumultuosamente se alza Roma en armas,
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cual si el púnico Aníbal los Alpes franquease; se refuerzan cohortes alistando bisoños; se talan para naves los bosques, y se ordena buscarme en mar o en tierra. ¿Qué hubiera sucedido si yacieran mis águilas bajo un Marte contrario y los feroces Galos tras nosotros vinieran? Pero se me desprecia, cuando, dócil, Fortuna se me entrega, y me encumbran los dioses. ¡Venga el jefe a quien la paz domó: locuaz Marcelo; y tropas bisoñas; y Catón, nombre hueco tan sólo! ¿Acaso mercenarios extranjeros venales saciarán en Pompeyo su eterna sed de mando? ¿Regirá triunfal carro sin la edad necesaria? ¿Jamás cederá honores antaño arrebatados? ¿Valdrá ya lamentarse de universal ruina y del hambre al poder sometida? ¿Se ignora que el foro fue palestra, cuando siniestros brillos del acero coaccionan al tribunal atónito, y, tras osar los milites pisotear las leyes, a Milón, reo, amparan pompeyanas enseñas? También ahora, huyendo de la vejez anónima, a la discordia afecto, guerra impía promueve, por emular a Sila, maestro suyo en crímenes. Así como ya nunca su saña olvida el tigre, pues, yendo tras la madre por los bosques de Hircania, espesa sangre prueba de degolladas reses, así, Pompeyo, a tí, que lamías la espada de Sila, aún te persigue la sed. Que, aquel que prueba el sabor de la sangre, manchar de nuevo busca sus fauces. ¿Cuándo, al cabo, tal poder fin encuentre? Tales crímenes, ¿cuándo terminarán? ¡Oh sádico!, hora es ya de que aprendas de tu alabado Sila a descender del trono. Después de los piratas cilicios; las batallas contra el caduco rey del Ponto, rematado con veneno del bárbaro, ¿te asignarán vencer, como a postrer provincia, a César, que no abate sus victoriosas águilas? ¡Nieguen premio a mi esfuerzo; dése, al menos, buen pago a mis hombres, por años de guerra; galardones a gloriosos guerreros, no importa bajo el mando de quién! ¿Su anquilosada vejez dónde habrá apoyo, tras de la paz? ¿Qué hogares al licenciarse? ¿Tierras
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a estos veteranos se asignarán? ¿Qué muros a su cansancio? ¿O tú, Pompeyo, has decidido que es más digno piratas transformar en colonos?. ¡Alzad, alzad las águilas tanto tiempo gloriosas! ¡Usaremos la fuerza, de nosotros nacida! ¡Quien blande espada obtiene denegados derechos! Mo se opondrán los dioses, pues ni botín ni reino mi esfuerzo busca; sólo libertar de tiranos a Roma, ansiosa ahora de sufrir vasallaje. Habló; y cundió la duda, con un sordo murmullo, por entre la indecisa soldadesca. El recuerdo de los patrios penates y la piedad empañan los indómitos ánimos; pero el amor al hierro y el miedo al Jefe acaban con las vacilaciones. Entonces, Lelio, intrépido centurión primipilo, quien, por salvar la vida de un ciudadano, ostenta de roble hojas, grita «¡Rector de los romanos!, si es lícito, si tengo derecho a hablar sin miedo, me quejo de que, acaso, te embarga una excesiva prudencia. ¿Desconfías de nosotros? Sabiendo que una sangre caliente recorre nuestros cuerpos y que les sobran fuerzas a nuestros duros brazos para arrojar el pilo, ¿soportarás la insidia de las togas, las órdenes del Senado? ¿A tal punto deshonroso es vencer en civiles contiendas? ¡Vamos! sé nuestro guía por regiones de Escitia; por inhóspitas costas de Sirtes; por arenas ardientes de la Libia sitibunda; estos brazos, para dejar el orbe domado a sus espaldas, peinaron con el remo las ondas del Océano, quebraron las espumas fluviales del Rhin ártico. Pues, capaz de cumplirlas, seguir puedo tus órdenes. ¡Aquel contra quien suenen tus clarines, oh César, no es mi conciudadano! ¡Por banderas gloriosas en diez campañas, juro, y por los más diversos enemigos vencidos, que si tú me ordenases atravesar un pecho fraterno con mi espada, garganta paternal, o preñez de mi esposa, mi brazo, a su pesar, no dudara; o si hubiera que expoliar a los dioses, o que incendiar sus templos, o que fundir sus bronces para acuñar moneda, o que acampar en ondas de etrusco Tiber, rápido
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yo iría a suelo itálico para elegir el sitio. ¡De cuantas urbes quieras abatir, nuestro ariete destrozará sus muros piedra a piedra, aunque a muros de Roma hayas mandado demoler!». Asintieron unánimes cohortes al discurso y, alzadas las manos, se ofrecían para cualquier empresa. Y elevóse hacia el éter un clamor tan profundo como el del bosque al paso del Bóreas que, azotando rocas de Osa pinífero, curva troncos y ramas que, crujiendo, se vuelven a enderezar de súbito. César, viendo aceptada la guerra por su ejército de tal suerte, admitiendo tan favorables hados, por no malbaratar con su demora el éxito, convoca a las cohortes dispersas por las Galias y, enarbolando enseñas, se dirige hacia Roma. Las tiendas emplazadas junto al cóncavo Leman levántanse, y el castro que, en los arduos collados de los Vosgos, rechaza los pintados escudos de pugnaces Lingones. Otros dejan los vados del Isara, que, abriendo cauce en tierras diversas, desemboca en un río mayor, y pierde el nombre. Rutenos blondos líbranse de larga servidumbre, feliz el Aude fluye sin latinas carenas y el Var, frontera hesperia, al ampliar sus límites. Exentas quedan tierras donde el puerto de Hércules se cierne sobre el piélago con su cóncava roca. (Ni el Ábrego, ni el Céfiro allí ejercen derechos; sólo el Cierzo combate tales costas, y torna azaroso el reifugio de Monaco). Sucede lo mismo en el dudoso litoral en que alternan pugnaces mar y tierra, cuando el inmenso Océano se acerca o se desplaza con sus lábiles olas. ¿Acaso un viento extremo las aguas así encrespa y, al cesar, las aplaca; o es que leyes astrales remueven la onda vaga de Tetis al influjo de las fases lunares? ¿O que Titán flamígero, para sorber las aguas, solevanta el Océano y hacia los astros alza sus olas? ¡Indagadlo, los que auscultáis el ritmo del universo! (Oculta para mí permanezca la razón de estos cambios queridos por los dioses). Por entonces, soldados de campos del Nemeto o de orillas del Ádur,
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donde tierra tarbélica, suave, en mar se encurva,' movieron sus banderas. Que el enemigo aléjese, contenta a los Santones, Bituriges y Leucos; a los Suesones, ágiles pese a sus luengas armas; a los Remos, maestros en lanzar el venablo; a la Sequana gente, diestra en artes del équité; y al Belga, impar auriga del adoptado carro; a los Arvernos, ávidos por su sangre troyana, de hermanarse a Latinos; a los Nervios, rebeldes, por la muerte de Cotta manchados; a esos otros que te imitan, oh Sármata, con sus holgadas calzas, a Vangiones y a Bátavos, a los que agudas tubas, de recurvado bronce, sobreexcitan; a pueblos por donde fluye el Cinca; o en donde rapta el Ródano al Arar hacia el ponto con sus veloces ondas; o donde, encaramados en altísimos riscos, habitan ios Cevennas sus nevados taludes. (Los Pidones, ya exentos, sus campos aran; libres los Turones se sienten sin campamentos cerca; el Andecave, hastiado de meduanas brumas en las plácidas ondas del Loira se recrea. Genabo ilustre líbrase de las alas cesáreas). También, Tréviro, exultas con la alejada guerra; y tú, Ligur, ahora rapado, antaño dueño de largas crenchas, gala de Galia melenuda; y los que con sacrilegos sacrificios ofician a Teutates cruel y al espantable Eso, en sus bárbaras aras; y a Táranis, de rito no menos sanguinario que el de Diana escítica. También, vosotros, Bardos que, en vuestras epopeyas, habéis eternizado las almas de los héroes, tranquilos laboráis. Y vosotros, Druidas, que, despuestas las armas, proseguís vuestros bárbaros rituales, herencia de horribles tradiciones; a vosotros tan sólo la facultad fue dada de conocer a dioses, o afirmarlos incógnitos; habitáis soledades de los profundos bosques; enseñáis que las almas no descienden a tácitas "moradas del Erebo, o a los pálidos reinos del subterráneo Dite: rige idéntico espíritu en otro mundo el cuerpo. Si cierto vuestro credo, la muerte es intermedio de una larga existencia.
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¡Felices estos pueblos (a quienes ve la Osa) con sus fabulaciones, pues no son abrumados por el mayor temor: el horror a la muerte! De ahí la intrepidez del varón frente al hierro; su temple ante su fin, pues reputan vileza no despreciar la vida, que volverá. Y vosotros, disuasión de la guerra para crinados Caucos, también volvéis a Roma, dejando orillas bárbaras del Rhin, y el mundo abierto para las invasiones. César, cuando el inmenso y organizado ejército que congregó le infunde mayor fe en sus destinos, por toda Italia espárcelo, y en cercanas ciudades guarniciones asienta. A los temores falsos, se agregan los fundados; y, veloz, se difunde la especie del amargo futuro; y como nuncios de la inminente guerra, innumerables lenguas propalan falsas nuevas. Hay quien habla de audaces mesnadas que se juntan donde empiezan los campos de Mevania taurifera; o que bárbaras alas del sanguinario César ya están donde se enfrenta con el Tiber el Nar; y que él, en persona, al frente de sus águilas y enseñas se aproxima con numerosas fuerzas, en forzadas etapas. Y no lo ven ahora como lo vieron antes: transcurre por sus mentes feroz y monstruoso, más monstruoso aún que el vencido enemigo. Tras él, caminan pueblos, que el Elba y Rhin habitan, exiliados forzosos de sus nórdicas patrias, con orden, gente bárbara, de saquear la (Jrbe, ante los expectantes Romanos. Así, el miedo de cada cual, engrosa la especie, sin que exista certeza de esos males, pues temen lo que inventan. Y no sólo a la plebe terror vago domina, sino a la Curia: dejan los mismos senadores sus escaños y, huyentes, ordenan a los cónsules publicar los odiosos decretos de la guerra. Y, entonces nadie sabe dónde hallar un refugio o cómo obviar el daño; cada cual se dirige adonde lo encamina su afán de huir, y empuja a una turba que avanza más densa a cada paso; se diría que antorchas nefandas incendiaran sus techos; o que estaban sus casas vacilando
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por inminente ruina; tal va, la muchedumbre, desbocada e histérica, por la ciudad, creyendo que anulará su angustia con cruzar patrios muros. Tal cuando el hosco Austro rechaza, desde Sirtes de Libia, el mar inmenso y, entre fragores quiebra los veliferos mástiles y a las olas se arrojan piloto y marineros, y cada cual, mucho antes de desencuadernarse la nave se halla náufrago, así, a Roma dejando, se corre hacia la guerra. Vejez del padre, a nadie le obliga a volver pasos; ni el llanto femenil al esposo; ni votos ante los patrios lares por el futuro incierto; ni en el umbral ninguno se detiene a saciarse los ojos con la imagen, por vez última acaso, de la ciudad amada: rueda, obsesa, la turba. ¡Qué fácilmente, dioses, otorgáis sumos dones y qué difícilmente los conserváis! A Urbe que acoge a ciudadanos y a sometidos pueblos; capaz, si el caso fuera, de dar albergue al mundo, la ceden manos viles, como botín, a César, que ya se acerca. Cuando, por extranjero suelo, el soldado romano sufre acoso enemigo, nocturno riesgo evita con exiguo vallado; e improvisado dique de apresurado césped sueño pleno le otorga de su tienda al seguro; en cambio, Roma, a ti, con oir decir «¡guerra!» te abandonan; no fían, ni tan sólo una noche, de tus muros. Con todo, disculpa existe; excusa para el pánico: temen porque ha huido Pompeyo. Al tiempo, y porque estímulos de más grato futuro esperanzas no infundan a los opresos ánimos, presagios se acumulan de suerte aún más adversa y en tierra, ponto y éter celeste ceño amaga. Oscuras noches vieron desconocidos astros; y arder el polo en llamas; sesgadas teas cruzan por el cielo y la cauda del maléfico astro, el cometa, verdugo de reinos en la tierra. Fulguran mil relámpagos en falaz cielo calmo, y el resplandor mil formas bosqueja en aire denso: ya su destello imita largo dardo de fuego, ya la difuminada claridad de una lámpara. Rayo tácito, en cielo sin nube, arrebatando
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fuego ártico, abátese sobre el templo de Júpiter; y menores estrellas, que en la noche acostumbran a consumir el tiempo de su órbita, salen a pleno día; y Febe, ya unidos sus dos cuernos reflejando al hermano con redondez completa, con sombras de la tierra se oscureció de súbito. Titán mismo, al mostrar por Olimpo su frente, su ardiente carro vela con espesa calígine, rodea de tinieblas su disco, y el humano desespera del día, tal en tiestea Micenas, cuando sigue la noche, pues vetó el sol su orto. En Sicilia, el violento Vulcano fauces abre del Etna, que no expulsa sus llamas hacia el cielo, sino que, en torbellino sesgado, las vomita contra costas de Italia. La sombría Caribdis un mar de sangre arroja desde el marino abismo. Crueles perros aúllan tristemente. Y el fuego, que arrebatado fuera de las aras de Vesta y que el final señala de las Fiestas Latinas se escinde y se alza en lenguas gemelas, imitando tebana pira. Al tiempo, la tierra pierde el eje y, al vacilar las cimas, se liberan los Alpes de sus nieves eternas. Con onda hechida, Tetis sumerge hesperia Calpe y la cumbre del Atlas. Según se cuenta, númenes tutelares lloraron, y con sudor, los lares predijeron desgracias; en los templos, cayeron los exvotos; las aves inmundas macularon el día; y alimañas, que aborrecían selvas, por la noche instalaron, audaces, en el centro de Roma sus cubiles. La lengua de las fieras articula palabras; humanos monstruos nacen con excrescentes miembros; la madre se aterró de su hijo; y siniestros presagios de Sibila de Cumas se divulgan. Entonces, sacerdotes con los brazos llagados, a quienes zarandea la terrible Belona, de los dioses la cólera declaran; y agitando los Galos su cabello sangriento, aúllan males. Urnas, plenas de huesos sepultados, gimieron. Fragor de armas, gritos tremendos resonaban en lo más escondido de los bosques, y espectros advinieron, hostiles, espantando a colonos
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de los cercanos campos. Ceñía ingente Erinia la (Jrbe, sacudiendo chirriantes cabellos y la flagrante copa de un pino, cual la Euménide que a la tebana Agave trastornó; o que los dardos encaminó del ciego Licurgo; o cual Megera, a quien, por voluntad de la arbitraria Juno, con horror miró Alcides, pese a haber visto a Dite. Resonaron las tubas, y las calladas auras de la noche trajeron el estruendo horrísono de cohortes batiéndose. Vióse erguirse la sombra de Sila sobre el Campo de Marte, presagiando tristes hados; y, alzando su rostro de la tumba, junto al gélido Anio, espantar Mario a rústicos. Consultar con etruscos augures, como es norma de siglos, ante tales prodigios se decide. Arrunte, el más anciano de todos, habitante de abandonada Luca, muy versado en los cursos del rayo, y en las cálidas venillas de las visceras y en signos de ala errante por los aires, ordena destruir ante todo los monstruos que Natura, contrariando sus leyes, produjo sin semilla, y echar al fuego el fruto de los vientres estériles. Ruega, luego, a los pávidos ciudadanos que, en torno de Roma procesionen; y que, purificando los muros con solemne ritual, los pontífices, custodios del sagrado poder del sacrificio, recorran todo el vasto pomerio. Viene el grupo de Gabínlos menores; y el coro de Vestales, que la sacerdotisa, que por su cargo puede a Minerva troyana mirar, las sacras ínfulas portando, guía. Siguen los custodios de oráculos, que en parvo Almón la imagen de Cibeles inmergen; el augur, docto en vuelos de pájaros siniestros; el epulón septénviro, y los hermanos Titios; y el Salió, que a su espalda porta escudos sagrados y el flamen, coronado por el picudo gorro. Y, en tanto que el cortejo circunmide la Urbe, recoge Arrunte fuegos esparcidos del rayo, los entierra, entre lúgubres bisbíseos, y ofrece aquel lugar al numen; luego, acerca a las aras novillo de escogida cerviz. Vertiendo iba ya el vino, y esparciendo salada harina, al sesgo
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de su cuchillo; pero, contumaz, se resiste la res al sacrificio; y, al cabo, los ministros, ciñéndose la túnica, sujeto el torvo cuerno, le obligan a ofrecer la doblegada nuca. Mas de la ancha herida no brota roja sangre, como es sólito, sino siniestra podredumbre. Empalidece Arrunte y, estupefacto, inquiere en la arrancada entraña la ira de los dioses. Con el color se aterra, pues las pálidas visceras presentan manchas negras en la cuajada sangre y un livor sanguinoso moteándolas. Mira el hígado colmado de pus, y hostiles venas en la contraria parte. Del pulmón jadeante tapado queda el nervio, y una membrana aísla vitales partes. Yace su corazón; las visceras, por abiertas fisuras, permiten que circule sangraza; el intestino sus repliegues enseña. Y ve, enseguida ¡horrendo prodigio nunca impune!, que surge, por la empeña del hígado, la masa de nueva empeña; pende, desanimada, aquélla; brillante, la otra mueve las venas con su célebre latido. Graves males deduce de estos signos y exclama: «¡Oh celestiales, difícilmente puedo vuestro designio al pueblo comunicar; pues, ¡Júpiter!, no se elevó hasta tí mi sacrificio; hollaron los infernales dioses el pecho del novillo. ¡Ingente mal temíamos, pero aún será más grande! ¡Que los dioses nos valgan! ¡Que vuelvan engañosa mi predicción; y a Tages, fundador de mis artes, un falsario!». Así augura el etrusco, envolviendo su vaticinio en largos e intrincados ambages. Mas Fígulo, maestro en las secretas suertes de descifrar misterios del cielo y de los dioses, a quien ni egipcia Menfis iguala en celar astros y calcular los ritmos que regulan sus órbitas, «O este mundocamina sin leyes por el tiempo», dice, «y yerran los astros con azarosos cursos o, si el hado los rige, catástrofe inminente se cierne sobre Roma, sobre el linaje humano. ¿Se entreabrirá la tierra y se hundirán ciudades? ¿Abrasadora atmósfera será el aire? ¿La espiga negará infiel la tierra? ¿Dará el agua veneno?
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¿Qué género de azote, qué peste nos prepara, celestes, vuestra cólera? Su postrer día llega, para muchos, a un tiempo. Si, en lo sumo del cielo, helada estrella infausta de Saturno brillara con negra luz, acuario precipitado hubiera deucalioneas lluvias y bajo extenso océano yacería la tierra. Si tú, Febo, excitaras ahora con tus rayos al León de Nemea, todo el mundo sería barrido por el fuego; se incendiaría el éter fundido por tu carro. Mas estos fuegos faltan. Tú, Gradivo, que inflamas del temible Escorpión su llameante cola y socarras sus pinzas, ¿qué inmenso horror preparas? Pues el benigno Júpiter se hunde en el ocaso; la saludable estrella de Venus languidece; veloz Cilenio yace; Marte impera en el cíelo. ¿Por qué olvidan los astros sus órbitas y yerran por el espacio opacos, mientras fulge en exceso la espada de Orion en su flanco? La furia de las armas se anuncia; la potestad del hierro conculcará el derecho con su fuerza; el nefando crimen será llamado valor, y muchos años durará esta locura. Mas, ¿qué vale pedir el término a los dioses? La paz trae al tirano. Deja, Roma, alargarse tu tiempo de infortunio, pues sólo mientras dure la guerra serás libre». Presagios tales causan no poco horror al pueblo; mas peores le acechan. Pues cual Edone baja, posesa del ogigio Lieo, las laderas del Pindó, así a la atónita ciudad una matrona recorre, declarando que entró Febo en su pecho: «¿Adonde me transportas, Peán? ¿En qué lugar me depositarás, tras llevarme volando por encima del éter? El Pangeo columbro con sus nevadas cimas, y la extensa Filipos, al pie del Hemo. Febo, ¿qué desvarío es éste, donde dardos y manos romanas se entrechocan sin enemigo? ¿Adónde me llevas? A las lindes de Oriente, donde el mar engulle al Nilo lágida. ¡Este que yace, tronco mutilado en la arena, reconozco! Ahora voy, sobre el mar, hacia Sirte traidora, y yerma Libia, adonde vil Belona
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trasladó a los ejércitos de Ematia. Ya remonto las cumbres de los Alpes nubosos, los aéreos Pirineos. Regreso a los hogares patrios: y dentro del Senado impías luchas líbranse. Renacen las facciones, y otra vez vuelo al mundo. Contemplar nuevas costas, ver una nueva tierra, ¡oh tú, Febo, concédeme! Conozco ya Filipos». Dijo; y, libre del trance, desvanecida yace. FIN
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Patente es ya la cólera de las divinidades; y da claras señales de guerra el universo; y Natura, presciente, con extraños prodigios, desajusta sus leyes y pactos con las cosas, y anuncia infamia. ¡Dueño del Olimpo, ¿por qué decidiste añadir a la angustia del hombre la angustia de augurar sus desgracias futuras? Bien que el padre de todo, tras conceder las llamas lugar a la materia y a los informes reinos, fijara eternas causas para sí y lo creado, y sujetara a límites conclusos el destino del mundo, y del humano que en él fuera naciendo; bien que nada esté escrito, sino que azar dudoso acoge en su vaivén el vivir de los hombres, ¡imprevisible sea lo que venga! ¡Cegados frente al hado, permite confiar al que teme! Así, cuando se entiende con qué horribles desastres tendrán su cumplimiento los celestes augurios, como por luto, Roma cesó: plebeyo manto la dignidad recubre; van las fasces sin púrpura. Se ensordina la queja y un gran dolor callado paraliza los ánimos. Tal, si el duelo es reciente, la casa queda atónita, cuando aún el cadáver, sin ser plañido, yace; sin que la madre, libre su cabellera, impulse los brazos de las fámulas a golpearse el pecho cruelmente; aún estrecha yertos miembros y exánime semblante y hostigantes ojos de muerto: aún no es dolor y es ya espanto; aturdida se abate sin creer su desgracia. Los santuarios llenan, en afligidos grupos, las matronas, exentas de afeite, ünas, rocían con su llanto a los dioses; las otras, se golpean contra el suelo los pechos; laceradas, esparcen sobre sacros umbrales su arrancado cabello y oír lamentos hacen a quien oyera votos. Mas no todas acuden a Júpiter Supremo: distintos dioses buscan, para ahuyentar la envidia, y, ante todas las aras, se arrodilla una madre; y alguna, con las húmedas mejillas arañadas, amoratado el brazo por los golpes, «Ahora», exclama, «¡oh tristes madres, golpead vuestros pechos, y el cabello arrancáos; no reservéis los gritos
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para mayor dolor; mientras pende la suerte de los Caudillos, cabe derecho a nuestras quejas, más tarde, uno vencido, podremos alegrarnos». El dolor, de tal suerte, se exacerba a sí mismo. Desde enemigos Castros, camino del combate, no de otra forma increpan los hombres a los dioses. «¡Ay, miserable suerte, no haber nacido en tiempos de guerra contra Púnicos en el Trebia o en Cannas! No es paz lo que pedimos, oh dioses; dadnos iras de las naciones; cólera de excitadas ciudades; el mundo alzado en armas; desciendan desde Susa aquemenia los Medos; escítico Danubio no enfrene al Masageta; Elba y Rhin, desde el Norte, al rubio Suevo envíenos; seamos los rivales de todo el orbe, pero no ocurra civil guerra. Venga el Dado, de un lado; por otro, el Geta; enfréntese uno al Ibero; otro, con orientales flechas; que no te quede, oh Roma, ninguna mano ociosa. O bien, si os place, dioses, que Italia pierda el nombre, celeste fuego en rayos sobre el mundo descienda. ¡Golpea, cruel Padre, a la vez a ambas causas; a caudillos inméritos! ¿Con tantas muertes osan dirimir quién en Roma gobierne? Mejor fuera librar civil contienda para negarles eso». Moribundo amor patrio tales quejas exhala. A sus míseros padres su propio afán angustia y maldicen el hado de su vejez gravosa; sus años, abocados de nuevo a civil guerra. Y uno clama, buscando precedente a su angustia: «No diferentes cambios maquinaban los hados cuando Mario, triunfante de Teutones y Líbicos, ya exiliado, entre ovas ocultó su cabeza. Lagunas cenagosas, movedizas marismas tu protegido amparan, Fortuna; férreos grillos, prolongada prisión e inmundicia consumen al anciano; y quien luego, en devastada Roma, morirá feliz, siendo ya Cónsul, sufre antes castigo de sus crímenes. La misma muerte huye delante de él; y, en vano, osa aquel enemigo verter su sangre: al ir a descargar el golpe, pasmado queda; y, torpe, su mano suelta el hierro; cegante resplandor ilumina las sombras
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de la celda; y, transido de terror, ve a los dioses terribles de los crímenes y ve al Mario futuro: «No te es lícito», (oye decir) «contra ese cuello atentar: aún le debe mucha muerte al destino, precediendo a la suya; depon tu estéril cólera. Si de aquella catástrofe que diezmó a vuestro pueblo queréis venganza, oh Cimbrios, conservad a este anciano. No por favor celeste protegido: por ira violenta de los dioses; pues, hombre y fiera, es brazo perfecto del destino para acabar con Roma. Por mar adverso a playas hostiles arrojado, tras vagar por desiertos lugares, llega al reino desnudo de Yugurta, por él vencido, y pisa las púnicas cenizas. Cartago y Mario encajan: por igual abatidos, perdonan a los dioses. Concentra allí iras líbicas; y, en cuanto la Fortuna le es propicia, libera muchedumbre de esclavos: Converso el hierro, expulsan, los ergástulos, pechos criminales. Ninguno logra insignias de jefe que en delitos no aduzca su experiencia y aporte vileza al campamento. ¡Oh, destino, qué día, qué día cuando Mario, victorioso, los muros tomó, y corrió la muerte despiadada ágilmente! Noble y siervo perecen, vaga, libre, la espada y frente a ningún pecho retrocede el acero. La sangre está en los templos, y mármoles, ya rojos por la matanza, quedan viscosos y encharcados. Su edad a nadie libra; sin escrúpulo, acortan la hora extrema al anciano decrépito; destruyen, en el umbral primero de la vida, los hados nacientes de un infante. ¿Por qué culpa los niños merecer pueden muerte? Que puedan morir, basta. El furor de la misma violencia los impulsa; y elegir a un culpable les parece oneroso. Gran parte cayó sólo por engrosar el número; y el sangriento sicario conservó la cortada cabeza de cualquiera para no avergonzarse de sus vacías manos. Salvación sólo espera quien temblorosos besos da a una diestra manchada. ¡Degenerado pueblo!, mil espadas cumpliendo esta insólita orden de muerte no autorizan al honrado varón a comprar a tal precio
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larga vida; y aún menos, oprobiosa demora de muerte hasta el retorno de Sila. ¿Quién podría plañir por tanto muerto desconocido? Apenas por ti me lamentara, descuartizado Bebió, que finaste por odio de las masas; o, Antonio, por ti, augur de desgracias, cuya cabeza, asida por los blancos mechones, sangrando deposita un soldado en la mesa del festín. Truncos Crasos destroza Fimbria; tiñe crueles garfios sangre patricia. Y, a tí, Escévola, despreciando la diestra quemada de tu ancestro, te inmolan en el templo de la diosa, ante el fuego siempre ardiendo; tus años tan poca sangre rinden que no apaga las llamas. Tras el caos, Mario fasces por vez séptima ostenta. Aquí llegó a su término la vida de este hombre, quien sufrió lo peor que la Fortuna otorga; quien gozó lo mejor; y en quien se dio medida de hasta dónde el destino favorece a un humano. Antes, ¡cuántos cayeron en Sacriporto! ¡Cuántos montones de cadáveres junto a puerta Colina, cuando el cetro del orbe, la cabeza del mundo pareció que cambiaba de lugar, y el Sannita infligir quiso a Roma más humillantes penas que las horcas caudinas! A esta inmensa catástrofe se le sumaba un Sila vengador, quien agota sangre exigua, que aún guarda la Urbe: seccionando miembros ya putrefactos, con el remedio anula la medida; y su mano, golpeando en lo infecto, sobrepasó a su impulso. Perecieron culpables cuando sobrevivían solamente culpables. Libertad tuvo el odio, y, suspensas las leyes, cundió la ira. Nadie se erigió en responsable, sino que cada uno fue secuaz de sus crímenes. Del vencedor la orden lo permitía todo. Infando hierro el siervo clava al vientre del amo; con la paterna sangre se embadurnan los hijos; la cortada cabeza del padre se disputan; un hermano a otro hermano por dinero asesina. Con la fuga, se colman las tumbas; y se enconden, entre sepultos, vivos; y no bastan cubiles de fieras para albergue de aquella muchedumbre. Nudo al cuello, éste quiebra su garganta; y, a plomo,
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se precipita otro contra el suelo y rebotan en pedazos sus miembros: su muertes arrebatan al cruel vencedor; aquél, leña acarrea para su pira, y cuando su sangre le abandona, postrer esfuerzo emplea para saltar al fuego. Cabezas de los jefes, ensartadas en picas, por toda la ciudad aterrada pasean; y en el foro se hacinan: sólo allí se conoce al que yace en las calles. Tracia no contemplara, pendiendo en los establos del tirano bistonio, tanto muerto; ni Libia, en los antros de Anteo; ni lloró flébil Grecia tal mortandad en Pisa. Cuando ya fluye el pus y confusos los rasgos tornó el tiempo, las manos de los míseros padres en hurto oculto raptan a los que reconocen. Recuerdo que yo mismo, queriendo que las llamas de la vedada pira consumieran los restos inciertos de mi hermano, rebusqué entre cadáveres de aquella paz de Sila, inquiriendo a qué cuello le encajaba la testa cortada. ¿Diré manes de Catulo, aplacados con sangre, cuando Mario, triste víctima, paga, contra la voluntad de su sombra, el tributo de aquella injusta ofrenda a una tumba insaciada, y mutiladas vimos sus articulaciones, ya una herida su cuerpo, destrozado y carente del decisivo golpe, a causa de inhumana complacencia en el trance de demorar la muerte de quien la está sufriendo? Se le arrancan las manos y, cortada, su lengua palpita, y muda hiere, vibrando, el aire vacuo. tino amputa la oreja y aquél la nariz corva; el de allá, de ambas órbitas los ojos le separa, no antes de que viera seccionados sus miembros. Increíbles resultan tan feroces torturas; no menos, que una sola persona las soporte. Así, la ingente masa de un edificio aplasta y desfigura miembros humanos. Y, así, arriban a la playa cadáveres, truncados, de un naufragio. ¿Es que el fruto del crimen les aprovecha en algo si de Mario destruyen, por capricho, su rostro? Con no reconocerle, del placer de esta muerte quedó Sila privado. Vio Fortuna, en Preneste,
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a todos los colonos degollados; a un pueblo, perecer en el tiempo en que se mata a un hombre. La flor de Hesperia, única juventud ya del Lacio, cayó entonces, bañando de sangre los cuarteles de la mísera Roma. Que, a un tiempo, tantos jóvenes violenta muerte sufran, al hambre, a ruina súbita o a naufragio o a pestes o a bélicos desastres se debió de continuo; pero nunca a castigo. Dificultosamente, los silanos consiguen, entre el denso gentío y la caterva exánime de murientes blandir las espadas; a tierra, bamboleantes, caen las víctimas del golpe y las comprimen víctimas posteriores; gran parte de la matanza a cargo de cadáveres corre: inertes cuerpos matan a los cuerpos vivientes. Imperturbable, frío, desde lo alto, Sila contempla la catástrofe, sin el menor escrúpulo por haber ordenado que perezcan a miles. Tirreno cauce acoge la masa de cadáveres; en el agua, al principio; luego, sobre otros cuerpos. Encallan los cadáveres y, por cruento dique cortada la corriente, hasta el mar van las ondas precedentes; las otras, se embalsan en la mole. En tanto, la montaña de sangre se abre paso e, inundando los campos, se arroja impetuosa sobre ondas del Tiber y presiona a las aguas detenidas; ni orillas ni cauce ya retienen al río, que devuelve cadáveres al campo. Y, al fin, desembocando del Tirreno en las ondas, cerúleo mar divide con torrente de sangre. ¿Fueron éstos los méritos para aclamar a Sila feliz, salud del orbe, y para alzarle un túmulo en el Campo de Marte? ¡Renovados suplicios!: pues no son otros lances los de una guerra, ni otras las ganancias que ofrecen las fraticidas luchas. Futuro aún más gravoso nuestro miedo vislumbra; desolación del hombre, si el mundo se alza en armas. Para exiliados Marios, sumo lauro a su esfuerzo fue entrar de nuevo en Roma; la victoria de Sila en destruir odiosa facción su fin cifraba. A los de hoy, Fortuna, poderosos ha tiempo, a otra suerte convocas: ninguno haría guerra
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civil para lograr lo que a Sila bastara». Así la vejez triste se lamenta, sufriendo, con recuerdos de antaño, recelos del futuro. Pero no invadió el pecho del magnánimo Bruto el terror, pues, inmune al común desvarío, en las nocturnas horas favorables al sueño, cuando parrasia Hélice sus ejes torna oblicuos, el parvo atrio cruza de Catón, su pariente. Desvelado lo encuentra, sumido en reflexiones sobre el patrio destino, los hados de la Urbe, temeroso por todos, seguro de sí mismo, y así le dice. «Tú, que garantía eres de honestidad, extinta tiempo ha de la tierra, y en quien ella resiste tormentas del destino, ilumina mi mente vacilante y disipa, con tu claro juicio, mi confusión. Acójanse los demás a las armas de César o Pompeyo. Será sólo Catón el caudillo de Bruto. ¿Enalteces la paz, manteniendo tus pasos seguros en un mundo vacilante? ¿O decides justificar la guerra civil entremezclándote con caudillos del crimen, y con un pueblo airado? A cada cual le arrastra su interés a esta guerra: a unos, su hogar roto y, en la paz, leyes justas; otros buscan la espada contra el hambre, y rehuyen, con la revuelta, deudas. Nadie empuña las armas por convicción: la paga Ies empuja. ¿A ti sólo por sí misma te place la guerra? ¿Nada vale tu vida siempre a salvo del corrupto presente? ¿Tan probada virtud tendrá sólo este premio? Irán otros, culpables, a la guerra; culpable ß ti te hará. ¡No tanto se permita a los fieros aceros, oh celestes: que tus manos los honren; que, entre la ciega nube de los dardos, no avancen también los arrojados por tu brazo; ni quede sin fruto tan excelsa virtud! Tendrá tu nombre cada lance guerrero. ¿Quién no desearía, aun cayendo de herida causada por cualquiera, morir bajo esa espada y ser un crimen tuyo? Prefiere, ajeno al hierro, gozar tranquilos ocios, como el astro que sigue su órbita, impasible, en tanto el rayo inflama la más próxima atmósfera
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de la tierra; y son sede de vientos y de Hamas esas zonas; se yergue, sobre nubes, Olimpo. Por la ley divina, turban tan sólo las discordias a las cosas pequeñas; en paz están las grandes. ¡Con qué gozo oirá César que varón tan ilustre toma parte en la lucha! Que opuesto bando escojas, con Magno al frente, nunca le causará disgusto: Catón lo aprueba a él, si aprueba civil guerra. Gran parte del Senado, y un Cónsul, (que se digna combatir bajo órdenes de un privado) y los proceres nos siguen; añadido Catón de Magno al yugo, ya en todo el orbe, libre será tan sólo César. Pues, si empuñas las armas en pro de patrias leyes y de la libertad, no será Bruto ahora de César enemigo ni de Pompeyo, sino, terminada la guerra, del que venza». Esto dice; mas Catón, desde el fondo del alma, le replica con estas memorables palabras: «Reconozco, que son, Bruto, las guerras civiles impiedades imperdonables; pero, dondequiera los hados la arrastren, la virtud permanece tranquila; será celeste culpa convertirme en culpable. ¿Quién, que viera a los astros y al mundo derrumbándose, seguiría impertérrito? ¿Quién, mientras se desploma alto éter y tiembla la tierra bajo el peso del universo, al margen podrá quedar? Ignotos países serán cómplices de la locura hesperia; los reyes de naciones que otros cielos columbran harán romana querrá; ¿y yo en paz solitaria? ¡Alejad de mí, dioses, la idea de que Roma perezca, y se conmuevan los Dacios y los Getas, y yo siga impasible! Como un padre, en la muerte de los hijos, prolonga, por el dolor vencido, ante el túmulo el rito funeral, y consuélase tocando con sus manos los funéreos fuegos y, elevada la pira, tristes teas acerca; así yo no podría, oh Roma, abandonarte sin antes tu cadáver abrazar, y tu nombre, Libertad; y seguir tras de su sombra vana. Así sea; los dioses implacables asuman, sin tasa, cuanta víctima romana necesiten: ni una gota de sangre le hurtemos a la guerra.
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¡Pluguiera a dioses almos y a dioses del Erebo que sólo yo sufriese los castigos de todos! Hostiles batallones abatieron a Decio, expiatoria víctima: venablos me acribillen de ambas tropas: y dardos de las bárbaras hordas del Rhin; yo, en medio, a tiro de cualquier brazo armado, blanco sea de toda la furia de la guerra. ¡Que a los pueblos redima mi sangre; que mi muerte satisfaga las deudas de la impiedad romana! ¿Por qué ha de sucumbir gente al yugo sumisa; por qué los que soportan tiranías crueles? ¡Hiéranme las espadas sólo a mí, pues que en vano los derechos, ya inanes, y las leyes defiendo! ¡Este cuello, este sólo la paz proporcionara; les pondría final a los males de Hesperia! Yo muerto, ya la guerra sería innecesaria para quien deseara reinar. ¿Cómo a las públicas enseñas y ä Pompeyo no seguir? Y es bien cierto: si Fortuna le fuera favorable, se alzara con el cetro del orbe; venza, pues, y a mí téngame de soldado, y no piense que venció en su provecho». Dijo así; y, en el joven, acre impulso despierta de ira, loco afán por entrar en combate. En tanto, mientras Febo destierra heladas sombras, alguien llama a la puerta y, acongojada, irrumpe la venerable Marcia, quien de Hortensio la pira de abandonar acaba. Siendo aún virgen, fue gloria del tálamo de un noble marido; luego, en pago de estas nupcias, habido su tercer hijo, fértil, es ofrecida a otros Penates, para en sangre común de madre unir a dos nobles linajes. Tras dejar en las urnas las últimas cenizas, irradiando su rostro desolación, mesando su revuelto cabello, golpeando sin tregua su pecho, recubierta de sepulcral ceniza, (no distinta a Catón le agradara) así gime: «Mientras pudo mi sangre, mientras logré ser madre, te obedecí, Catón, y, fecunda, fui esposa de dos hombres; ahora, fatigada mi entraña por los partos, regreso, ya imposible a cesiones de varón. Restitúyeme las castas ligaduras del primer lecho. Dame, siquiera vacuo, el nombre
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de esposa. Que en mi tumba, permite, grabar pueda fue «Marcia de Catón»; y en eJ largo futuro no se pueda dudar de si cambié nupciales antorchas, repudiada o entregada. No alegre compañera y en trance favorable recibes: vengo como partícipe de tu angustia y trabajo. En tu real, admíteme. Pues, ¿debo en paz quedarme mientras Cornelia cerca se halla de la guerra?» Razonamientos tales doblegaron al héroe, y, aunque no es el momento propicio para nupcias, pues ya el hado a la guerra convoca, con los pactos y el juramento, ayunos de vana pompa, otórganse, teniendo por testigos sólo a dioses. No adornan el dintel las festivas guirnaldas; blancas ínfulas no recorren las jambas de la puerta; no lucen las rituales teas; ni sustentan el tálamo, cubierto de áureos paños, las marfileñas gradas; ni la novia, -en su frente la almenada diademaevita que el umbral pise el pie; no la cubre anaranjado velo, con que la nueva cónyuge el tímido pudor del casto rostro oculta; ni cíngulo de gemas flotante veste ciñe; ni el collar a su cuello se abraza, ni, cayéndole por la espalda, la seda desnudo brazo ampara. Tal como estaba, lúgubres atavíos ostenta, y, como a propios hijos, así abraza al marido. La púrpura se oculta bajo la lana fúnebre. No las sólitas chanzas; ni, a la sabina usanza, se zahiere al marido con las salaces bromas. No testifica nadie, ni acudieron los deudos: se desposaron, tácitos, ante auspicios de Bruto. En la severa boca de Catón no aparece la sonrisa, ni aparta de su rostro el cabello. (Catón, cuando conoce que se empuñan las armas, dejó crecer sus canos mechones por la frente y ensombrecer la barba sus mejillas; inmune a pasiones y odios, le es dado condolerse por el género humano). Y no estrechar decide los vínculos del tálamo primero; su entereza de espíritu resiste también a amor legítimo. Norma austera, inmutable, con que Catón se rige: guardar templanza; límites imponerse; a Natura
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seguir; dar por la patria la vida; conocerse no para si nacido, sino para los otros. Para él, aplacar su apetito es banquete; un techo contra el frío del invierno, palacio; derroche en el vestir, cobijarse los hombros, como antiguo romano, bajo híspida toga; tan sólo por la prole gozar raptos de Venus; en bien de Roma, padre; en bien de Roma, esposo. Cultor de la justicia, devoto de la estricta virtud, pío con todos, jamás en sus acciones se deslizó ni pudo mediar goce egoísta. En tanto, cede Magno, y con medrosa hueste, campanio muro ocupa del dardanio colono. Tal lugar le complace como base de guerra; desde allí, desplegando sus fuerzas, dispersándolas, ofrecerá amplios frentes al adversario, en zona donde Apenino eleva, entre umbrosos collados, centro a Italia: la tierra más encumbrados montes no erige, ni más cerca se muestra del Olimpo. Dilátase el macizo por entre iguales ondas de dos mares; y cierra, por un flanco, a sus riscos, Pisa, en cuyos cantiles rompen aguas tirrenas; por otro, Ancona, expuesta a las dálmatas olas. Copiosos manantiales generan allí ríos poderosos, que imparten sus cuencas a dos piélagos. Vertiginoso baja por la vertiente izquierda el Metauro; y el rápido Crustumio; y el Isauro, del Sapis afluente; y el Cesano; el Aufido, que adriáticas ondas fustiga; y el Erídano, al que le dio la tierra más cauce que a otro río, que arrastra al mar las selvas y con sed deja a Italia. Es fama que este río sombreó sus riberas con corona de álamos el primero; y que, cuando regía Faetón, por desviada órbita, solar carro, abrasando sus riendas llameantes el éter, ya absorbidos por calcinada tierra los ríos, venció al fuego de Febo con sus ondas. No inferior éste al Nilo, si por arenas líbicas y por llanos de Egipto no remansara el cauce; no ante el Istro cediera, si al recorrer el orbe no afluyeran al Istro corrientes destinadas a otros mares y, solo, vertiera en onda escítica.
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Las aguas descendentes por la vertiente diestra del macizo, conforman hondo Rútuba y Tiber. Desde allí se desliza también veloz Volturno; el Sarno, promotor de noctivagas auras; y el Liris, que, impelido por las aguas vestinas, recorre umbrosos reinos de Marica; y el Síler, que lame las murallas de Salerno; y el Macra, que innavegable, a Luna cercana y su mar corre. Y allí donde el macizo más se ensancha y encumbra, de Galia ve los campos, y es uno con los Alpes. Después, feraz por Cimbros y por Marsos; domado por la reja sabina; cercando de piníferos roquedos a los pueblos primigenios del Lacio, a Hesperia no abandona, hasta ser acogido por las ondas de Escila, y hacer llegar sus montes hasta el templo Lacinio. Más larga fue que Italia la cordillera, en tanto que el mar, con sus embates, no deshizo sus límites y repelió las costas. Y, cuando entrambos mares seccionaron la tierra, extremas crestas huyen siciliano Peloro. A César, en sus bélicos furores, le contenta no hacer ningún camino sin encharcarlo en sangre; no pisar tierra hesperia sin abatir contrarios; no marchar entre campos desiertos; sin ganancia, no avanzar; encontrarse tras la guerra otra guerra. No tanto cruzar puertas propicias le complace cuanto descerrajarlas; no hollar, entre pacientes labriegos, sus campiñas: sí, entrar a hierro y fuego. Ser ciudadano hastíale, recorrer vías lícitas. Entonces, las ciudades del Lacio, ante la duda de a qué facción seguir, pero ya decididas a entrar en la inminente contienda, sus murallas con potentes defensas refuerzan, circundándolas de abrupta empalizada, y en sus torres disponen dardo y bolas de piedra que arrojar desde arriba. Proclive a Magno el pueblo se halla; pero pugna lealtad con terror invadiente; así, al Austro cuando dueño se hace del mar con sus horrísonos embates, la onda toda le sigue; mas si, hendida la tierra con el golpe del tridente de Eolo, expulsa al Euro contra las encrespadas olas, aunque heridas por trombas del nuevo viento, fieles
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al otro son; y, aun cuando persiga el cielo al Euro nubífero, la onda, leal, sigue con Noto. Pero el terror torcía, sutil, las voluntades y a lealtad dudosa la fortuna arrastraba. La etrusca gente queda vendida con la fuga del cobarde Libón; y, ya Termo expulsado, dominada la Cimbria. No con temple paterno la guerra ejerce Sila, quien enseña su espalda con sólo oir el nombre de César. Viendo Varo a Osimo acorralada por la caballería, sin mirar hacia atrás, opuesta parte gana de los muros, y escapa por entre bosque y riscos. Desalojado es Léntulo de los muros de Ásculo; a huyente tropa César arenga, y se le une; de tan copiosa hueste, sólo escapan el Jefe y estandartes sin séquito. Tú también desamparas, Escipión, a Luceria, fortaleza a tu mando, pese a estar guarnecida por aguerridos jóvenes, tiempo atrás sustraídos, por miedo al Parto, a César: los cedió al suegro, Magno, él vacante en las armas, porque romana sangre supliera en Galia pérdidas. En cambio tú, Domicio pugnaz, defiendes techos de Corfinio, cercada por poderosos muros; a tu clarín atienden reclutas, antes crédito del corrupto Milón. Cuando, lejos, columbra inmensa nube alzarse de polvo y coruscantes soldados, reflejando del sol rayos sus armas, «Compañeros», exclama, «bajad hasta la orilla del río y sumergid en sus ondas el puente. Y, tú, veloz desciende, torrente, de tu pétreo manantial e impulsando tus completos caudales, arrastra en tus espumas los desgonzados troncos. Este el límite sea de la guerra; aquí, el tiempo, al enemigo enerve de inacción en la orilla. ¡Frenad al lábil jefe! ¡Será nuestra victoria a César detener por vez prima!». Al callarse, veloces huestes dejan, en vano, las murallas. Pues César, observando desde el llano que, al dar curso libre a las aguas, se le cerraba el paso, vociferó, encendido de cólera: «¿No os basta con esconder el miedo tras los muros? ¡Cobardes!, que al campo ponéis puertas y a mí me interceptáis
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con un río. ¡No el Ganges, con su inmensa corriente, ya detuviera a César, sin miedo a río alguno despues de haber cruzado del Rubicón las aguas! ¡Adelante, escuadrones de jinetes! ¡Infantes, id vosotros tras ellos! ¡Ascended a ese puente cercano a su ruina!». Y esto oyendo, nerviosos, los corceles de cascos sonoros la llanura galopando devoran, y hacia la opuesta orilla robustos brazos lanzan densa nube de dardos. Vencida la vanguardia, cruza César el río, y avanza hasta los sólidos bastiones enemigos. Y ya, para el disparo de ingentes pesos, torres se erigen, y se acercan manteletes al muro, cuando, ¡infamia de guerra!, por el portón abierto, cautivo de sus propios soldados, sale el jefe, quien no se turba cuando lo postran ante César; por el contrario, erguida la testa, fiero el rostro, con altiva nobleza le está exigiendo el hierro. Sabe César que pide castigo y perdón teme. «¡Vive, quieras o no!», profiere, «y por mi venia, la luz del día goza. Sé tú, para vencidos, espejo y esperanza de mis buenos deseos; mas, si te place, empuña las armas, y en venciendo, no querré nada a cambio del perdón que te otorgo». Dijo así, y las cadenas retirar de sus manos ordena. ¡Guay, Fortuna, mejor hubiera sido, aunque muerte costase, no herir romana honra! Castigo, el más severo para un buen ciudadano, es ver que le perdonan el empuñar las armas por la patria, a las órdenes del Senado y Pompeyo. Reprime, sin esfuerzo, Domicio su honda cólera, y se dice: «¿A los goces pacíficos de Roma volverás, renegado? ¿No elegiste, ya ha tiempo, precipitarte en medio del furor de la guerra, a perecer dispuesto? ¡Decídete, y rechaza la vida y la merced que te propone César!». Entre tanto, ignorante de tal captura, apresta Magno armas, apoyo brindando a su partido. Y ya dispuesto a hacer que, al surgir Febo, suenen los clarines, queriendo la moral del soldado tantear, con voz digna mudas tropas arenga: «¡Vengadores de crímenes, seguidores de honrosas
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banderas, oh vosotros, ejército legítimo de Roma, a quienes armas proporcionó el Senado, no una facción: pedid con firmeza el combate. Hesperios campos arden cruelmente asolados; furia gálica expándese por los gélidos Alpes; la sangre mancha ya las espadas de César. ¡Gracias, dioses, por ser las iniciales víctimas de la guerra: agresores nefandos fueron ellos! ¡Bajo mi mando, Roma castigo y pena exija! No es esto lucha, es cólera de la patria irritada; ni es más guerra esta acción que la que Catilina preparó: las antorchas contra nuestros hogares, con Léntulo por cómplice de vesania y la mano furiosa de Cetego, el del hombro desnudo. ¡Oh deplorable rabia de un caudillo! ¡Si el hado te alzó a par de Camilos y de ilustres Metelos, tú, César, te rebajas hasta Cinnas y Marios! Abatido serás como lo fuera Lépido por obra de Catulo; como Carbón, segado por mis segures, yace en siciliana tumba; o exiliado Sertorio, ductor del fiero Ibero. Si bien, y has de creerme, me place poco, oh César, unir tu nombre a éstos, y que mi mano Roma a tu furor oponga. ¡Hubiera vuelto Craso, tras vencer a los Partos, desde escíticas costas, y hubieses tú, por culpa semejante, caído bajo la misma mano que a Espartaco abatiera! Mas si los dioses quieren que tú añadas renuevos al blasón de mi gloria, contempla aquí mi diestra todavía capaz de enarbolar el pilo, y a mi sangre bullendo fogosa por mi pecho: sabrás que no rehúyen la guerra quienes antes soportaron la paz. De acabado e imbele, si es su gusto, él me tilde; mi edad no os acongoje: viejo aquí sea el jefe; lo son allí los milites. Cuanto un pueblo que es libre realza a un ciudadano ascendí, y más arriba tan sólo dejé el trono. ¡Ilegítima es tu ambición, si deseas a Magno superar en la ciudad de Roma! Ambos cónsules vienen en mi bando; en mi ejército los generales todos. ¿Ha, pues, de vencer César al Senado? ¡No todo con tu ciego decurso,
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Fortuna, desvirtúas, ni tu impudor es tanto! ¿Valor le dan los lustros rebeldes de la Galia y el derroche de vidas sufrido? ¿De ondas gélidas del Rhin huir, y océano llamando a una laguna de incierta hondura, haber aterradas espaldas enseñado a Britanos, en cuya busca iba? ¿O su vana amenaza se hincha porque al miedo de su ira atribuye que, armada, huya la Urbe? ¡No, loco, no te huyen; es que a mí vienen todos! A mí que, izando fúlgidas enseñas por los mares, sin que Cintia dos veces su disco pleno oculte, libré, del ya aterrado pirata, a todo el piélago, y le obligué a pedir morada exigua en tierra; a mí que, más hadado que Sila, induje a muerte, persiguiendo su fuga por escollos de Escitia, al indómito rey, que refrenaba a Roma. Ningún lugar del mundo desconocerme puede; la tierra, sea cualquiera la luz que la ilumine, de mis trofeos sabe. Desde aquí hasta las ondas congeladas del Fasis, por vencedor me tiene la Osa; pude ver centro axial en el cálido Egipto, junto a Siene, donde nunca la sombra se proyecta. A mis leyes les temen Occidente y hesperio Betis, último de los ríos que escinde a fugitiva Tetis. El sometido Árabe me conoce; el Heníoco, bajo Marte insufrible; los Coicos, celebérrimos por el vellón robado. Mis enseñas acatan los de la Capadocia; Judea, dada a ritos de un dios desconocido; Sofene, muelle. Armenlos vencí; Cilicios; Tauros. Salvo guerra civil, ¿qué dejé para el suegro?» Ninguno las palabras del Jefe vitorea; nadie el toque reclama para entrar en combate. Percibe el mismo Magno los temores y manda retirar las enseñas, y no exigir que luchen unas tropas vencidas por César de antemano. Cual toro que, en su lucha primera, es excluido de la manada y huye a lo más intrincado de las selvas y, errante por los campos desiertos, contra los troncos prueba sus cuernos, y no torna a pisar pastos propios sino cuando, adiestrada la cerviz, su potencia domina totalmente,
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y entonces, vencedor, pese al mismo vaquero, tras sí a los toros lleva; así Magno en las fuerzas inferior, deja Hesperia, y huyente por la Apulia, se acoge a los seguros baluartes de Brindis. Posesión fue esta plaza de colonos dícteos, quienes, desde los mares de Creta, fugitivos, arribaron en naos cecropias, la derrota de Teseo anunciando con engañosas velas. Desde aquí, estrecho flanco del espolón de Italia se introduce en las aguas y exigua lengua térrea encierra en corvo cuerno adriáticas ondas. Mas este mar, cautivo de ásperas gargantas, no ofrecería puerto si una isla no hiciera quebrar en sus cantiles los combativos Coros, y serenase olas. De un lado y otro, opuso natura al mar abierto tremendos farallones y. rechazó los vientos, de modo que las naos atadas se mantengan a sus trémulos cables. Desde aquí, todo el mar hasta el confín se abarca: ya a tus puertos, Corara, ponga rumbo la vela; ya enfile hacia la izquierda, hacia ¡liria Epidamno, inclinada a onda jónica. Busca aquí asilo el nauta, cuando todas sus iras desata el Adriático y los Ceraunios montes se ocultan tras las nubes e hirviente espuma inunda calabresa Saseno. Así, no confiando en lo que ya abandona ni en llevar Marte a duros Iberos, pues las moles de los inmensos Alpes lo impiden, Magno, a un vástago de su noble linaje, en la edad el más firme, se dirige: «Te ordeno sondear las fronteras del mundo; mueve a Eufrates y a Nilo hasta los límites donde alcanzó la fama de mi nombre; a las urbes en las que, por mi esfuerzo, brilló Roma; devuelve al mar a los colonos cilicios, hoy dispersos; conmina a reyes Farios; y al fiel Tigranes; pide, te encargo, los refuerzos de Fornaces; los nómadas de la dual Armenia; los bárbaros del Ponto; las mesnadas Rifeas; y las gentes que habitan alrededor del lago de Meocia, accesible. Habrás de llevar, hijo, para todo el Oriente, noticia de mi empresa; y, por el mundo entero, pondrás en pie de guerra países que reduje;
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que mis vencidos vuelvan nuevamente a los Castros. Y, a vosotros, que a fastos del Lacio les dais nombre, el impulso del Bóreas os conduzca al Epiro. Más tarde, por los campos de Griego y Macedonio, reclutad nuevas tropas, en tanto invierno otorga sazón de paz». Ya calla, y le obedecen todos, y sueltan las amarras de los cóncavos leños. Mas, siempre intolerante con la paz y las treguas de las armas, celando mudanzas de los hados, sus talones pisando, persigue al yerno, César. Se contentaran otros con tanto muro habido por sorpresa, con tantos baluartes ganados tras la lucha, y con Roma, la cabeza del mundo, presa máxima bélica, fácilmente ocupada; pero César, en todo precipitado, obseso con no haber hecho nada si por hacer aún queda, atroz acosa; y, siendo señor de toda Italia, se duele de que, extremos litorales pisando, Magno aún la comparta con él y no soporta que libre acceso al mar sus enemigos tengan; por lo que ordena un dique levantar arrojando inmensas moles pétreas a las ondas. Sumérgese el inútil trabajo en el abismo: el piélago voraz engulle todo, peñascos sepultando bajo arena; lo mismo que si el Érice altivo se hundiera entre las ondas del Egeo; o si el Gauro, abatida su cumbre, descendiera a lo hondo del estancado Averno, que no sobresaldría piedra alguna en el mar. Y, con ver que, en el fondo, los bloques no se asientan merced al propio peso, manda César trabar las derribadas selvas y disponer gran tramo de troncos enlazados por inmensas cadenas. Es fama que el soberbio Jerjes tales caminos levantó sobre el agua, cuando, audaz, tendió puentes entre Asia y Europa, y entre Sestos y Abidos, y avanzó sobre el rápido Helesponto, impertérrito frente a Euros y Céfiros, las velas y las naves llevando por el Atos. Así, con la talada madera van cerrándose las bocanas del puerto, y una gran estructura se erige, y altas torres oscilan sobre el agua. Pompeyo, viendo clausas por nueva tierra vías
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del profundo, se angustia mortalmente, dudando cómo hacerse a la mar y allí expandir la guerra. Tensas cuerdas y velas henchidas por el Noto, mil veces enfilaron navios contra el dique, y abatieron sus crestas en las salobres ondas, abriendo ruta; diestra ballesta, en fuertes brazos, la sombra rasga en chispas con sus lenguas de fuego. Ve propicio el momento para furtiva huida y ordena silenciar el clamor de los nautas; que la bocina olvide relevo de las horas; que la tuba no emita la señal del comienzo de la partida. Extrema, ya se iniciaba Virgo en preceder a Libra, compañera del orto de Febo, cuando avanzan las silenciosas naves. No engendró el ancla gritos, al desprender su garfio de la compacta arena: y en tanto que alto pino se erige, y las antenas se encurvan en el mástil, enmudecen, suspensos, los pilotos; y, arriba, los marineros sueltan las enrolladas velas, cuidando que los cables no silben con el viento. Con ahínco, oh Fortuna, te suplica el caudillo que, al menos, le concedas abandonar la Italia que tú no le consientes ganar. Por poco, el hado lo deniega; que el mar, por las proras batido, resuena con un vasto rumor, y agita ondas el incesante cruce de surcos de las quillas. Así, los enemigos acogidos a Brindis, que franqueado había de par en par las puertas, abiertas o cerradas según el hado, corren precipitadamente por los curvados brazos del puerto, lamentándose de que escape la escuadra. ¡Oh vergüenza!, la fuga de Magno es parvo triunfo. Estrecho, más angosto que el de la onda Eubea que azota a Calcis, daba salida a mar abierto. Dos naves aquí encallan, y las prenden los garfios que preparó la flota, y ya en costera lucha Nereo se enrojece con ciudadana sangre por vez primera. El grueso de la escuadra escabúllese sin las naves de zaga, de igual suerte que, cuando enfila el mar de Fasis pagaseo navio, la tierra aflorar hace ciáneos escollos y «Argos» cruza entre montes, sin popa, en tanto baten
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en vano las Simplégades el vacuo mar, y quedan aquietadas por siempre. Ya Febo se adivina en el color cambiante del cielo por Oriente: la blanca luz del alba todavía no es rosa, mas ya roba el fulgor de los astros más próximos; palidecen las Pléyades; el Boyero disuelve lentamente sus carros en celeste pureza; se ocultan las estrellas mayores, y el Lucífero rehuye el día ardiente. Ya en alta mar navegas mas sin la suerte, Magno, de cuando perseguías por todo el mar piratas: de tus lauros cansada, Fortuna te abandona. Con tu esposa y tus hijos expulso, y tus penates arrastrando a la guerra, vas al exilio, aún grande, con naciones por séquito. Lugar se busca, lejos, para injusta caída. Pues no porque los dioses te nieguen tumba patria, abrumará a la arena de Egipto tu sepulcro: ¡es un don para Italia! ¡Que la Fortuna esconda, remoto, en ignorado rincón del universo, su sacrilegio; y queden las campiñas de Roma de la sangre del Magno por siempre inmaculadas!
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En cuanto el Austro, hinchando las fugitivas velas, la flota impele, y surcan las naves el profundo, los marineros todos onda jónica miran. Sólo Magno sus ojos no aparta de las costas de Italia, mientras puertos de la patria divisa, en tanto escruta tierras que ya no verá nunca: nubosas cimas, montes imprecisos borrándose... Después, cansados miembros del General se rinden a torpe sueño, cómplice de horrible visión: Julia, con semblante afligido, por la entreabierta tierra, tal Furia, emerge y yace junto al sepulcro en llamas: «Expulsa de los Campos Elíseos, residencia de los justos», exclama, «a tinieblas de Estigia, junto a sombras de réprobos, fui arrojada al principio de civil guerra. He visto con mis ojos a Euménides enarbolar sus teas contra vuestros ejércitos; innumerables barcas preparar al barquero del combusto Aqueronte; ampliándose el Tártaro para ingentes castigos; las Parcas, desbordadas, pese a la diligencia de las fraternas diestras al cortar tantos hilos. Esposo siendo mío, espléndidos triunfos lograste, Magno; el tálamo cambió tu buena suerte: Cornelia, concubina, marcada por el hado para hundir magnos cónyuges, te desposó, aún calientes cenizas de mi pira. Por mar y tierra siga Cornelia tus banderas con tal que cortar pueda vuestro intranquilo sueño, y no halléis tiempo libre para vuestros abrazos: el día os robe César; y yo, Julia, las noches. Las riberas leteas no trajeron olvido a mi memoria, esposo, y los silentes príncipes me permiten seguirte. Estaré entre tu ejército, cuando combatas; nunca permitirán mis manes y mis sombras, Pompeyo, que dejes de ser yerno. En vano con el hierro cercenaste unos votos: te me dará de nuevo civil guerra». Esto dicho, su sombra huye los brazos del aterrado cónyuge. Quien, pese a la catástrofe que predicen los dioses, crecido ante lo adverso, aún más lucha desea. «¿Para qué preocuparse», concluye, «con fantasmas de una vana visión? O no tienen sentido las almas tras la muerte; o no es nada en si misma
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la muerte». Ya Titán se inmergía en las ondas y de su disco ignífero sobresalía tanto cuanto suele a la luna faltarle yendo a plena, o cuando está dejando de estarlo. Tierra, entonces, hospitalaria brinda feliz puerto a las naves; abatidas las velas, remos ganan la orilla. César, cuando a las naves fugadas rapta el viento y oculta el mar la flota, dueño único queda del litoral itálico; mas no acepta la gloria de la fuga de Magno: se queja de que surquen, con seguras espaldas las olas sus contrarios. Pues buena suerte es poco para sus ambiciones y no quiere victorias si difieren la guerra. Pero, ahora, el furor de su pecho desvía de las armas, y ensaya la paz, buscando el modo de ganar la cambiante simpatía del pueblo, pues no ignora que causas de adhesión o discordia del sustento dependen. Gana el hambre ciudades; por miedo compra el rico la sumisión del vulgo: pueblo hambriento no teme. Enviado es Curión de Sicilia a las urbes, donde el mar sumergiera de un golpe tierra firme, o bien la hendió, y en medio, formó costas. Furioso bate el mar allí siempre, por evitar que montes, ya desgarrados, únanse. También por costas sardas se propaga la guerra. Por sus feraces campos ambas islas son célebres; ninguna tierra antes consiguió lo que ellas: que colmen las espigas extranjeras a Italia, que los trojes romanos, repletos, se desborden. A duras penas Libia las supera, si Austros remiten, y las nubes hasta el Sur lleva Bóreas, para lograr, con lluvia copiosa, un año ubérrimo. Proveído que hubo remedios tales, César, procura, vencedor, de la patria los techos, no en son de guerra, sino de paz. ¡Si vuelto hubiera a Roma, tras lograr domeñar las regiones del Septentrión y Galia, qué esplendor de trofeos no le precederían en su entrada; qué escenas de guerra: encadenados Rhin y Océano irían; la noble Galia, unida con la rubia Britania, seguiría su carro! ¡Qué triunfo ha perdido venciendo nuevamente! No salen, a su paso,
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con alegre saludo, las ciudades; la turba lo ve cruzar, suspensa por el miedo, a distancia. Y, sin embargo, César, con tal terror, disfruta; y no desearía que en amor se trocase. Ya del Anxur los altos alcázares dejando; y el lugar donde húmedo camino cruza ciénagas pontinas; y almo bosque; y de Diana escítica los reinos; y la senda por donde a excelsa Alba suben fasces latinas; desde escarpada roca, ve, a lo lejos, la urbe no habida en todo el tiempo de sus campañas nórdicas, y frente a la grandeza y esplendor de su patria, conmovido, así exclama: «¿A tí, celeste sede, no obligados por Marte, te abandonan los hombres? Desde ahora, ¿qué urbe cabrá ya defender? Donación de los dioses fue que furia de Oriente costa lacia no sufra; ni al Sármata ligero, coaligado al Panonio; ni al Dacio unido al Geta: con tan cobarde Jefe merced te hizo, Roma, la Fortuna otorgándote sólo guerra civil«. Dice, y entra en la Urbe por el terror atónita: que arrasará, imaginan, las murallas de Roma, como a plaza tomada con fuego; y que a los dioses abatirá. Medida del miedo es que él hará cuanto puede. No fiesta se finge, ni en alegre tumulto falsos vítores; no hubo tiempo de odiar. Llenan templos de Febo patricios, sin poderes para abrir el Senado, desde sus escondrijos salidos. No esplendieron los sagrados escaños con un cónsul; tampoco con el pretor, segunda potestad, según ley; por vacuos se retiran los curules asientos. Lo es ya todo César: la Curia atiende órdenes de un extraño. Concurren senadores, dispuestos a concederle el trono, los templos, si eso pide; o el suplicio, el exilio del Senado. La suerte fue que a él le costara más ordenar, que a Roma soportar. Sin embargo, libertad arde en ira, demostrando, en el gesto de un solo ciudadano, que es capaz el derecho de enfrentarse a la fuerza. Pugnaz Metelo, viendo que ingente muchedumbre forzar intenta el templo de Saturno, apresura su paso e, irrumpiendo por entre las escuadras
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de César, ante puertas aún no abiertas del templo se plantó. (Hasta ese extremo la codicia del oro desafía a la espada, o a la muerte: perecen, conculcadas, las leyes, sin discusión; en cambio, ¡oh vosotras, riquezas, lo más vil de este mundo!, promovéis controversia). E, impidiendo el saqueo, vocifera el tribuno: «Mo se abrirán las puertas, si no las golpeáis a través de mi cuerpo, y no obtendrás el oro, raptor, sin que lo tiña mi sacra sangre. ¡Mira!: violar mis potestades, involucra a los dioses; maldición tribunicia siguió a Craso a la guerra, fatal daño infiriéndole. Desenvaina ya el hierro; no temas que esta turba juzgar pueda tu crimen: desierta está la urbe. Mo será nuestro oro botín de impíos milites. Maciones puedes darles, regalarles murallas. Mo te obligue al expolio la paz que has destruido: la guerra tienes, César». El vencedor, en cólera encendido, «Tú abrigas», profiere, «la esperanza falaz de muerte honrosa. Mo mancharé mi mano con tu cuello, Metelo; ninguno de esos cargos de la ira de César te hará digno. ¿A tu arbitrio quedó la libertad? ¡Mo ha confundido el tiempo lo exiguo y grande tanto, que no quieran las leyes, si Metelo las cela, que las derogue César!». Calló, y al no apartarse de la puerta el tribuno, más acre ardió su cólera: de simular se olvida respeto por la paz y sus ojos discurren por los fieros aceros de los suyos. Entonces, Cota, fuerza a Metelo a obviar su audaz intento. «Lalibertad», le dice, «de un pueblo sojuzgado, por libertad perece; pero obtendrás su sombra si, lo que ordenan, quieres. Admitimos, forzados, iniquidades tales; y sola excusa al miedo y a la vergüenza viles es no lograr negarnos. Fatal germen de guerra funesta César llévese. A pueblos bien regidos fortalecen los daños; la miseria al esclavo no le pesa; sí, al dueño». Apartado Metelo, queda el templo accesible. Resuena ya la roca Tarpeya, atestiguando con retumbante eco que se abren las puertas. Al punto, desde el fondo del templo donde yacen,
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se extraen los tesoros del erario romano, desde siglos intactos: el de las guerras púnicas, y Perseo; el botín del vencido Filipo, el que Pirro te diera, Roma, en fuga alocada; oro con que Fabricio negó tu venta a un rey; y el que allegaron usos austeros del ancestro; suntuosos tributos de los pueblos de Asia; el que Creta a Metelo, su vencedor, cediera; y el que Catón se trajo, por el mar, desde Chipre. Las riquezas de Oriente y exóticos regalos de régulos, portados por Pompeyo en triunfos, se sacan; vil rapiña santuarios expolia, y Roma, por vez prima, fue más pobre que César. En tanto, la fortuna de Magno, en todo el orbe, ciudades alza en armas, con él hundidas luego. Vecina Grecia envía refuerzo a guerra próxima. Anfisa, áspera Cirra, y el Parnaso, que advierte diezmadas sus dos cumbres, envían huestes fócidas. Acuden los caudillos beocios, habitantes del rápido Cefiso, de fatídicas aguas; y la cadmea Circe; y de Pisa las huestes; y de Alfeo, que aduce por el mar sus caudales hasta Sicilia. Al tiempo, los Árcades su Ménalo desamparan y el Tracio deja el Eta de Hércules. Tesprotes, y los Dríopes irrumpen; bravos Seles, mudos dejan los robles de las cumbres caonias. Y la ya exahusta, a causa de las levas, Atenas, que, huérfana de quillas en su arsenal febeo, verdad de Salamina con tres navios prueba. Ya, de Jove dilecta, vieja Creta, a la lucha con cien pueblos acude; y adviene Cnosos célebre en manejar aljabas; y Gortina, tan docta como orientales pueblos en disparar el arco. Acude el habitante de la dardania Oricos; y los por densos bosques Atamanes errantes; y los Enquelias, prole de Cadmo transformado; y la cólquida Absirto, espumeante en ondas adriáticas; llegan los que cultivan campos del Peneo, labrando con la tesalia reja la hemonia Yolcos. (Hiéndese, desde allí, por vez prima, la mar, cuando «Argos» ruda, violando litorales, mezclara ignota gente, y a la progenie humana
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auroral enfrentara con las furiosas olas, nueva muerte añadiendo a las que el hado otorga). Traciano Hemo ahora se despuebla, y Foloe, falso pueblo biforme; y Estamón, avezado a confiar al Milo templado aves bistonias; y la bárbara Cone, donde pierde el multifido Danubio su onda dármata, y de Peuce ondas baña; Misia, y tierras de Idalis, que riega helado Caico; y Arisbe, cuya gleba es estéril; y dejan a Pitane sus gentes; y a Celena (que, víctima del victorioso Febo, llora, Palas, tus dones) y en donde el veloz Marsias con recto curso encuentra al sesgado Meandro y, ya unidos, discurren; y la región que engendra, entre auríferas venas, Pactolo, y surca, rico también, Hermo los campos. También troyanas huestes fatalmente se unen a castros y banderas, que serán derrotados; ni la epopeya ilíaca, ni el que César se arrogue sangre Julia, detiéneles. Acceden pueblos Sirios; y, según fama, quedan desiertos el Orontes; y la dichosa Mínive; la ventosa Damasco; y Gaza; y la Idumea, rica en palmas; y Tiro, la inestable; y Sidón, opulenta de púrpuras. A estas naves, la Osa, tan incierta a otras quillas, las conduce a la guerra por bien seguro rumbo. (Fenicios fueron quienes, según es fama, logran por vez prima fijar en signo tosco el habla: aún Menfis no sabía tejer fluvial papiro y sólo, sobre piedra grabados, fieras, pájaros, y otros seres, guardaban el mágico lenguaje). También de Tauro bosques se despueblan, y Tarso, fundación de Perseo; y el antro de Coricio, excavado en las rocas erosionadas; Mallos y la remota Egea resuenan de arsenales; y en legal quilla arriban, piratas no, Cilicios. Conmueven sones bélicos al apartado Oriente, donde se adora al Ganges: en todo el orbe, el único que a desaguar se atreve frente a Febo naciente y contra el Euro impulsa su caudal; allí donde Alejandro, pasadas las llanuras de Tetis, se detuvo, vencido por lo inmenso del mundo; por donde el Indo, abriendo su curso en varios brazos,
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no se altera al tomar del Hidaspe las aguas; a los que dulces jugos de tierna caña beben, a los que sus cabellos con gualdo unguento ornan y la alba veste ciñen con gemas de colores; a los que hasta las llamas de propia pira ascienden 240 aún vivientes, convoca. ¡Ah, qué gloriosa estirpe la de quienes, señores de su destino, henchidos de vida, a dioses donan la que les sobra! Acuden feroces Capadocios, remisos al cultivo del intratable Amano; los Armenios, que habitan donde fluye el Nifates volteando peñascos. 245 Coatras dejan selvas que hasta el cielo se atreven. Y prorrumpís, oh Árabes, por ignoto paraje donde os pasma que el bosque no dé sombra a su izquierda. A lejanos Orestas mueve Roma en su cólera; a caudillos Carmanos, cuyo cielo, inclinado 250 ya hacia el Austro, ve hundirse parcialmente a la Osa; y, esplender al huyente Boyero, exigua noche; al país del Etíope, que no soportaría ningún zodiacal signo sí, arrodillado el Toro, no alcanzase a esas tierras con su extrema pezuña; 255 y a la región en donde, junto al rápido Tigris, su cabecera ostenta el impetuoso Eufrates: a entrambos Persia engendra desde próximas fuentes e inicierto el nombre queda cuando mezclan sus aguas; mas, desbordado Eufrates, vida dando a los campos 260 remeda egipcias aguas, mientras en brusco hiato la tierra absorbe al Tigris y oculta su corriente hasta que, renaciendo, no niega al mar sus ondas. Dudoso entre banderas de César o de Magno, feroz Parto se abstiene, contento de que sólo 265 dos rivales existan, merced a él. Saetas venenosas disponen de Escitia pueblos nómadas, a los que helado Bactros confina, y vastas selvas de Hircania; y los heníocos Lacedemonios, gente temible en el manejo del caballo; y los Sármatas afines a los Moscos sanguinarios; los Coicos, 270 ribereños del Fasis y de su valle ubérrimo, por donde (para Creso funesto) fluye el Halis; por donde, deslizándose desde el sumo Rifeo, con sus orillas dando Tanais distintos nombres al mundo y común término para Asia y Europa,
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dirime los confines de la tierra, y amplía un continente u otro según su curso ordene; donde por un estrecho voraz el mar recibe las ondas de Meótide y arrebata a columnas de Hércules la gloria de que no sea Cádiz la sola en ser la puerta de entrada del Océano. Luego, Eridonia gente; y el Arimaspe, en oro ciñendo sus cabellos; despues, los fuertes Arios y Masagetas, quienes, en guerras con los Sármatas, su largo ayuno quiebran comiéndose el caballo en el que van huyendo; y el alado Gelonio. Mo; ni cuando de reinos de Memnón descendieron Ciro, campëador con sus tropas, y el Persa, quien numeró sus milites por las flechas lanzadas, ni cuando el vengador del amor de su hermano con tan inmensa escuadra bate el mar, nunca acatan tantos reyes a un solo caudillo, y nunca juntos se vieron tantos pueblos de tan diverso idioma y costumbres distintas. ¡A tanta gente atrae Fortuna a común caos para que, muerto Magno, tenga dignas exequias! Mo el cornígero Amón rehúsa enviar hordas marmáricas de Libia: vienen de Mauritania reseca de Occidente o paretonias Sirtes del litoral de Oriente. Para que el feliz César de un golpe tenga todo, Farsalia le concede vencer al universo. Tras sortear los muros de la aterrada Roma con rauda tropa él vuela sobre Alpes nubíferos. Y a pesar del terror que a otros pueblos inspira, la juventud focea, aún incierta la suerte, mostrar osa lealtad, no muy propia de griegos, ateniéndose a pactos y a una causa, no al hado. Mas antes, con palabra pacífica pretenden aplacar el indómito furor de aquel guerrero, su duro corazón; y, enarbolando ramos de cecropia Minerva, se acercan, y así exclaman: «Que en guerras exteriores Marsella siguió siempre solidario destino con vuestro pueblo, pruébanlo los anales del Lacio que narren cualquier época. Aún ahora, si buscas triunfos en ignotas regiones, nuestros brazos recibe a tu servicio para guerras externas. Pero, si la discordia
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funestos escuadrones para execradas luchas prepara, sólo lágrimas y abstención vuestra guerra nos merece. De herida sacrilega abomina nuestra mano. Si armas empuñasen los dioses, o si abordar los astros quisieran los gigantes terrigenos, no osara la piedad del humano ayudar con las armas, o con votos, a Júpiter; y el mortal, ignorando la suerte de los dioses, tan sólo por el rayo sabría que el Tonante reina aún en el cielo. Además, que incontables guerreros de mil pueblos concurren, y que el mundo rechaza que el contagio de crímenes le fuerce a admitir lid fraterna con espadas forzadas. ¡Así opinasen todos y nadie asumiría vuestro destino! Milites teniendo sólo vuestros en civil lucha, ¿quién no bajaría el brazo frente a su padre? ¿Hermanos dispararán su flechas contra hermanos? Final la disensión tendría si a quienes las creen lícitas les negáseis armas. En suma, es nuestro ruego: que permanezcan fuera de la ciudad, tus águilas terribles, y tus bélicas banderas, y que seas de nuestros muros huésped, permitiendo acogerte, mas no a la guerra, César. Cln lugar haya exento de crimen, y seguro para ti y para Magno (por si el destino vela por la gloriosa Roma y os inclinara al pacto) adonde ir sin armas. Y puesto que os reclaman capitales acciones de guerra en suelo ibérico, ¿por qué la veloz marcha detenéis?. Mo somos decisivos, ni útiles al conflicto; las armas nunca usamos con gloria; desterrados del patrio solar, ya transferidas desde combusta Fócida las urbes, defendidas por débiles murallas en litoral ajeno, la lealtad tan sólo nos gloriará. Si intentas asediar nuestros muros, descerrajar las puertas, preparados estamos a que reciban dardos y teas nuestros techos; a extraer gotas de agua de cegadas corrientes; a lamer, sitibundos, la removida tierra; y, sin próvida Ceres, a ingerir cosas viles a la vista y al tacto. Mo le asusta a este pueblo sufrir por libertad, como hiciera Sagunto
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cercada por el Marte cartaginés. Niñitos, arrancados de brazos maternos, donde en vano mamaban de unos pechos por el hambre exprimidos, al fuego arrojaremos; la esposa al caro esposo suplicará destruya sus hados; los hermanos se herirán mutuamente; y, forzados, tal guerra civil escogerán». No bien de hablar acaba la griega juventud, cuando César, con cólera, ya delatada antes por su ceñudo rostro, declara, con voz firme, su disconformidad: «¡Inútil fe los Griegos en nuestra marcha cifran! Que, aunque al extremo Hesperio del mundo caminemos, para arrasar Marsella sobra tiempo. ¡Alegraos, cohortes!, lucha al paso nos ofrece el destino. Que igual que el viento pierde su vigor, si no encuentra densa selva oponiéndole su masa, en el espacio vacío deshaciéndose; o un grande incendio cesa al no hallar pasto, así no enfrentarme a enemigos me daña, y considero baldón para mis armas que no peleen quienes pudieran ser vencidos. Mas si, solo, y en contra de mi razón, depongo las armas, se abrirían sus casas. ¡Ambicionan no ya excluirme, sino secuestrarme! ¡Pretenden evitar el «funesto contagio» de la guerra...! ¡Castigo sufriréis por la paz reclamada y aprenderéis que nada podrá ser más seguro, en mi tiempo, que guerra bajo mi mando!». Hablara, y hacia la urbe impávida su caminar desvía; sus murallas cerradas advierte desde lejos y una espesa corona de jóvenes guardándolas. No lejos de los muros, se eleva una colina, dominado su ápice por pequeña planicie; ve César cuán sencillo fortificarla sea, e instalar, en el centro, seguro campamento. De la ciudad la parte más próxima, una torre remata, cuya altura se iguala con el cerro. En medio, el valle acoge los campos de cultivo. Se determina César a emprender vasta obra: con ancho terraplén unir las dos alturas. Mas antes, para aislar totalmente a la urbe de los campos, erige prolongada muralla desde el castro hasta el mar y, abrazando en el foso
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manantiales y prados, de tierra seca y césped levanta sus defensas erizadas de almenas. Gesta fue memorable y una honra perpetua para la urbe griega, que, sin verse obligada, impávida detenga la rápida carrera de una guerra flagrante, y que, a César, sus muros, mientras otras ciudades caen de golpe, resistan. ¡Qué honor haber impuesto cortapisa al destino y malgastar el tiempo de la Fortuna, ansiosa de imponer a los pueblos su elegido! Sucumben ya las selvas cercanas, se roba el roble al bosque, y se fijan los troncos a ambos lados, de modo que sostengan la mezcla de tierra y de maleza del centro de la obra, cimentando su cuerpo para que bajo el peso de las torres no ceda. Había un bosque sacro, no violado en los siglos, que, con espesas ramas, su tenebroso espacio cubría y sombras gélidas, para el sol imposibles. Ni silvestres Silvanos, ni las Ninfas, ni Panes agrestes lo ocupaban; sí, bárbaros santuarios de dioses, aras propias para siniestros ritos, y árboles lustrados con sangre humana todos. Si alguna fe merece la antigüedad, devota de númenes, no osaban posarse allí los pájaros; guarecerse las fieras; y ni siquiera el viento o el rayo, vomitado por nubarrones foscos, movían tales frondas: imponían los árboles un singular horror con su quietud perpetua. De umbríos hontanares copia de agua caía; y lúgubres estatuas de dioses, entalladas sin arte, aparecían en los cortados troncos. El mismo moho y la lívida madera putrefacta sobrecogían. Dioses, por sacras tradiciones conocidos, no asustan; mas dios ignoto espanta, pues se le teme. Es fama, que, a menudo, mugían las cóncavas cavernas con telúricos tiemblos; que derrumbados tejos se erguían nuevamente; que, sin que fuego hubiera, fulgía la floresta; que solían dragones enroscarse en los troncos. La devoción del pueblo no hollaba tal paraje: se lo cedió a los dioses. Y, ya Febo mediando su curso, ya ocupando la negra noche el cielo,
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ni el mismo sacerdote penetrar allí osaba por miedo a sorprenderse frente al Señor del bosque. Manda César que el bosque sucumba bajo el hierro; pues, junto al baluarte e indemne de otras guerras, se yergue, entre los montes desnudos, espesísimo. Pero las fuertes manos vacilan, y turbados por la desconcertante solemnidad del sitio, recelan que, si a troncos sagrados hieren, contra sus cuerpos se revuelvan las hachas. Viendo César vencidas sus cohortes por tal temor, empuña la bipenne el primero, la blande, y una encina hiende; el hierro clavado en el violado árbol, exclama: «Nadie dude ya en abatir el bosque; tan sólo yo soy reo de sacrilegio». Toda la tropa se decide por acatar sus órdenes, no porque liberada se sienta de recelos sino porque a la cólera de César teme tanto como a la de los dioses. Derrúmbanse los olmos; cae el rudo quejigo; la dodónica encina; el aliso tan útil para equipar las naos; y el ciprés, no testigo del luto de plebeyos. Por vez primera todos su cabellera abaten y, exentos de sus frondas, dan libre entrada al día; pero, al caer los troncos apiñados, sostienen entre todos al bosque. Se atemoriza el Galo con el suceso; exulta la juventud cercada, tras la muralla. ¿Alguien imaginar pudiera que sin castigo quede quien osó contra el cielo? Fortuna absuelve a muchos culpables; y se ensañan los dioses con los míseros: pues, talados los árboles, en carretas robadas los transportan. Labriegos, de cuyo curvo arado sustrajeran los bueyes, lamentan la perdida cosecha de ese año. Muy contrariado César porque se atrase Marte sobre murallas, cuando su ánimo le pide la campaña de Hispania, los confines del mundo, ordena asalto. Erígese artificio de ejes estrellados, que aguanta dos torres, cuya altura se iguala con los muros. Sin sujección alguna, las torres se deslizan, merced a impulso oculto, grande espacio. Y, notando su balanceo, piensan los sitiados que el viento, tras remover los senos
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de la tierra, prorrumpe; y el asombro los pasma al comprobar intactos sus muros. Las saetas desde las torres llueven hasta las barbacanas más altas de la urbe. Pero, los hierros griegos, mayor estrago causan en los pechos romanos, ya que las jabalinas, no sólo a los esfuerzos obedecen del brazo, sino que, con impulsos del tenso mecanismo del ballestón, traspasan los cuerpos; y ya huesos y armaduras hendidos, vuelan, y van dejando referencias de muerte, pues, tras de herir, conserva su ímpetu el acero. Además, cuantas piedras expelía el tensado de las cuerdas (al modo del peñón desprendido de las cumbres, quebrado por el paso del tiempo y el huracán) destrozan cuanto van encontrando, y no arrancan tan sólo la vida de los miembros, sino que los dispersan. Pero, cuando el valor, al que recubre prieta caparazón, avanza hasta contrarios muros, y la vanguardia eleva sobre el casco, el escudo cubriéndolo, mortales desde lejos los dardos, ahora imbeles, declinan por retarguardia. El ángulo de tiro de las máquinas, eficaces tan sólo para remotos blancos, cambiar no puede el griego; por lo que se contenta con arrojar a mano peñascos, rapidísimos merced al propio peso. Cuando atacan trabados, como techo sonando con inocuo granizo, repelen las saetas; pero, al fallar las fuerzas, se cuartea el compacto caparazón, y es víctima de incesantes impactos el aislado escudo. Cubierta levemente de tierra avanza entonces una vinea: ocultos en sus plúteos se aprestan a socavar cimientos y a desmembrar el muro con el hierro, y cargando los oscilantes golpes del ariete contra la densa piedra, intentan desmontar los sillares. Pero a causa del fuego; los ingentes pedruscos; cataratas de agudas estacas e impacciones de llameantes robles, cede el techo; y el milite, frustrado en sus esfuerzos, vanamente agotado, se retira a las tiendas. Cobran suma esperanza los griegos, viendo incólumes sus murallas. Deciden contraatacar: nocturna,
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bajo el escudo ocultas coruscantes antorchas, la juventud irrumpe. No portan jabalinas ni mortíferos arcos; sólo es fuego su dardo, al que, veloz, el viento le arrebata la llama y por toda la itálica guarnición la difunde. Y, pese a estar en pugna con la madera verde, no desata la llama su poder lentamente, sino que, propagada por todas las antorchas, se eleva entre compactas columnas de humo negro, y no sólo consume los troncos, mas las rocas, que, si duras, se truecan en ceniciento polvo. Ruina es ya la obra y aún más grande parece. Sin fe ya los vencidos de victoria por tierra, mejor fortuna buscan en el profundo piélago. No, sobre la madera, refulgentes imágenes tutelares adornan las naos; sino, toscos, tal como sucumbieron en las talas del monte, se enlazan troncos, firme palenque a lid marítima. Y ya, escolta prestándole al torreado buque de Bruto, a la onda arriba, por el cauce del Ródano, la escuadra, y se hace fuerte por las costas de Estécade. A los hados también encomiendan sus tropas los griegos, reclutando, junto al provecto anciano, al efebo; engrosando su flota no tan sólo con hombres, mas con naves ya apartadas en diques. No bien esparció Febo sus matutinos rayos, rielantes por las ondas serenas, limpio el cielo de nubes, encalmados los Austros, en paz Bóreas, yaciendo el mar propicio para entablar combate, desde sus bases zarpan, con igualado brazo, de un lado, naos de César; del otro, remos griegos. Y quéjanse las quillas a impulsos del podado, y redoblados golpes solevantan las popas. Romanas alas forman diferentes navios: trirremes poderosas; bajeles impulsados por sus cuádruples órdenes de superpuestos remos; y aquellos que aún más pinos en la llanura hunden. Clausura este escuadrón libre piélago. Ocupan la zaga, en media luna, los bajeles liburnos, a los que doble fila de remeros les basta. Más alta que ninguna, la pretoria de Bruto va hendiendo con su mole los senos del profundo,
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veloz, con sus seis órdenes de palas impulsándola, que, desde arriba, apenas sobresaltan las ondas. Cuando media entre ambas escuadras el marítimo espacio que los remos recorren de un embate, disforme griterío puebla el éter inmenso: el fragor del remar queda ahogado en clamores que anulan a las tubas. Ya barren el cerúleo, y, en el banco abajándose, pechos pulsan podados. Al retumbar el choque de proras contra proras, retroceden las naves, y una nube de flechas cubre el aire y, cayendo, las ondas del mar libre. Ya expeditas las proas, se despliegan las alas y adversas naos encierra la formación abierta. E igual que las mareas enfrentan Euro y Céfiro y van olas a un lado, a otro el mar, de igual suerte, propagándose el rastro de las quillas, el agua que hendió una proa, otra la borra con sus remos. Pero los griegos pinos son diestros en avances y en retrocesos; dóciles en tomar recto el rumbo, obedeciendo rápidos al timón que los guía; en cambio, los romanos, quilla estable presentan, más propicia a un combate gemelo del terrestre. Y, así, al piloto a cargo de la nave pretoria, le dice Bruto: «¿Dejas danzar a esas cuadrillas por el profundo, y buscas competir? ¡Asegura ya la lucha, ofreciendo la borda a espolón griego!» Le obedece, y presenta su leño de costado. Y, entonces, cuantas proas con las de Bruto chocan, por el golpe resultan prendidas a contrarias; garfios ligan a otras, y redondas cadenas. Ocioso el remo, guerra se libra en mar tapado. Ya no se lanzan dardos con poderoso impulso ni el hierro es el heraldo de lejanas heridas: cuerpo a cuerpo combátese. Y, en esta naval lucha, la espada triunfa. Asesta cada uno su golpe sobresaliendo desde la línea de su borda y nadie en su bajel muerte encuentra. La sangre sobre las olas hierve, y arrastran las espumas cuajarones espesos. Innúmeros cadáveres impiden que entrechoquen las proras, aferradas por los garfios. Algunos, ya inconscientes, descienden al vasto abismo y tragan, mezclados, mar y sangre.
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Aquéllos, que aún luchaban contra su lenta muerte, perecen con el súbito naufragio de las naves. Erradas flechas llevan su estrago hasta el profundo, y cada hierro errátil, que por su peso cae, encuentra a quién herir en mitad de las ondas. Por bajeles foceos nao romana cercada, divide entre babor y estribor su defensa, con igual Marte; en tanto, desde elevada popa lucha Cato, y audaz arrebatar pretende aplustre griego: pecho y espalda dardos súbitos le ensartan; los dos hierros en su cuerpo se enfrentan e incierta sangre duda por qué herida hallar cauce, hasta que, al tiempo, un chorro a ambas astas expulsa, divide el alma y muerte difunde en las heridas. Hacia aquí infortunado Telón su proa apunta: con mejor mano nadie procela surca; nadie mejor prevé qué tiempo reinará al día siguiente, (ya observe los crecientes de la luna o a Febo) para ajustar las velas a venideros aires. A punto su espolón de hender latino leño, cuando vibrantes pilos el pecho le atraviesan: la mano del muriente piloto cambia el rumbo. Y al intentar Giareo saltar a popa amiga, en el suspenso ¡jar volante asta alcánzale y, fijo al borde, el hierro lo mantiene colgando. Allí hermanos gemelos, de fértil madre gloria, a quienes igual vientre gestó distintos hados: cruel muerte consigue diferenciarlos; uno, que quedará a los padres afligidos, aquista, con no ser confundido, volver eterno el llanto, pues su imagen renueva dolor por el perdido. Este, oblicuos los remos y mezclados con otros, osa, desde su borda greciana, borda ítala sujetar con la mano; mas un violento tajo se la amputa; y, no obstante, donde prendió se queda, ya inerte, sostenida por los crispados músculos. Crece al castigo el ánimo; mutilado, redobla su noble ira; lucha, terrible, con su izquierda y al mar se inclina para recuperar la diestra: la otra mano y el brazo completo le destroncan. Ya inútil para el dardo y el escudo, no corre a la sentina, sino que abiertamente cubre
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con su desnudo pecho las fraternales armas: erguido se mantiene frente a lluvia de dardos y, ya herido de muerte, detiene otras saetas, mortales para muchos de los suyos. De súbito, concentrando, en sus miembros agotados, la. vida, que por diez mil heridas se le va; comprimiendo los músculos con sangre final, salta a la popa contraria, por dañarla con su peso, ya laxos sus músculos. De muertos repleta y por la sangre inundada, la nave recibe, al sesgo, golpes continuos en la amura, y hace agua, y colmada hasta el banco más alto por las ondas, se hunde en el profundo, alzando furiosos remolinos. Se entreabren las aguas por la proa cortadas y el mar vuelve al lugar que ocupaba la popa. De azar muy vario, lances el mar tal día ofrece. Férrea mano, al hincar en la popa sus garfios a Lícitas arrastra. Y, en el profundo hundiérase, si no atienden amigos a sujetar sus piernas en el aire. Quebrado por la mitad, no lenta, como de herida, mana la sangre: de sus rotas venas cae a la vez, y a la vital corriente de sus truncados miembros, le ponen fin las ondas. Jamás humana vida salió por tan gran puerta. Parte baja del tronco dio a la muerte sus órganos, vacíos ya de vida; pero, en donde se acogen los túmidos pulmones y las visceras laten, allí el hado dudó largo tiempo; y, al cabo, logró alzarse con todos los miembros de este hombre. En tanto, exacerbados por su ardor combativo, se abalanzan soldados de su nave al costado, y la escoran; desierta se quedó la otra borda, ya sin combate; el buque, por el peso volcado, con su cóncavo casco mar cubrió y marineros; y en las profundidades, impotentes los brazos para nadar, finaron en clausurado piélago. Distinta y atroz forma de muerte es la que ocurre cuando, al chocar de frente, dos proras aprisionan a un joven nadador. Hiende el golpe su pecho y tritura sus huesos; y sus miembros no bastan para disminuir el fragor de los bronces. El vientre reventado, la boca expele visceras,
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con sangraza revueltas. Y al obligar los remos a ciar a ambas quillas, el cuerpo cae al ponto y, abierto el pecho, pasa de un lado a otro el agua. Gran parte de una náufraga dotación va luchando contra la muerte a grandes brazadas, y cobijo en nave aliada busca. Y al agarrarse todos a la borda, no apta para ninguno, y próxima se sintiese al naufragio, ya desequilibrada por nuevo peso, crueles, sus tripulantes cortan por la mitad los brazos de los que arriban: penden, en la borda del griego bajel los antebrazos y desde propias manos se deslizan. El piélago a sus grávidos troncos engulle vorazmente. Y, ya todos sin dardos, el coraje promueve nuevas armas: el remo contra su antagonista revuelve uno; otro, con su robusto brazo, el aplustre completo; los bancos blanden otros, tras expulsar remeros; por combatir, las naves destrozan. Y, al hundirse, retienen a los muertos, por desembarazar de su hierro al cadáver. No pocos, desarmados, de sus cuerpos arrancan, revolviéndolo, el dardo mortal, y taponando con su izquierda las visceras, para aumentar la fuerza del golpe, le devuelven igual asta al contrario. No obstante, en esta líquida llanura no hubo estrago mayor que el inferido por lo contrario al agua: pues el fuego, prendido por resinosas teas recubiertas de azyfre, voraz se esparce; y cébanlo las propias naos con pez y con cera fundida. No dominan las ondas a las llamas; que trozos de navios dispersos aún se aferran al fuego. Vía de agua abre uno, para apagar las llamas; otro, por no ahogarse, se agarra a tabla ardiendo. Entre diez mil maneras de muerte, sólo a una le temen: la que empiezan a morir. No oscurece al valor el naufragio: dardos ya abandonados recogen, y, nadando con inseguro impulso, a las naves los llevan. Y, entonces, ya sin hierro, como arma el mar usan: se asen los contrarios entre sí, y van contentos sumergiéndose juntos para morir. Destaca, en esta pugna insólita, un foceo, muy hábil en bucear, bien fuera
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por rescatar del fondo marino lo enterrado, o exonerar las anclas, en exceso aferradas, y hostiles al esfuerzo de las cadenas. Éste, tras arrastrar sus presas a las profundidades, victorioso e incólume de la onda emergía. Salvo esa vez que piensa que sale a espacio libre, topó en la quilla, y yace para siempre en el piélago. Adversos remos otros con sus manos sujetan y a la nave detienen. Huir de muerte inútil es el mayor empeño. Agonizantes hubo que, para paliar daños del espolón contrario, en popa amiga fijan sus malheridos miembros. Tirreno, en el remate de la proa apostado, recibe el proyectil que Lígdamo le lanza, volteando su honda balear; le destroza las sienes con el golpe del poderoso plomo. Expulsos de sus cuencas, cuando la sangre rompe los ligamentos todos, se desprenden los ojos; sigue en pie, arrebatada la luz, imaginando, atónito, ser sombras aquéllas de la muerte. Pero, notando incólume la fuerza de sus miembros, «¡Compañeros!», exclama, «lo que hacéis con las máquinas, hacedme: en línea recta podré lanzar mis dardos. ¡Emplearás, Tirreno, tus últimos momentos en cualquier trance bélico! Tu cuerpo, ya cadáver, buen favor hará a otros, recibiendo la herida destinada a los vivos». Diciendo esto, arroja con ciega mano dardos, no errados, al contrario. Hieren éstos a Argos, de noble estirpe mozo, por donde el bajo vientre se alarga a los ijares y, cayendo de frente, a entrar al hierro ayuda. En la parte contraria de la vencida quilla, se halla el padre infelice de Argos, quien, de joven, jamás cedió en valor al más feroz foceo. Vencido por la edad su vigor; agotado, ya es ejemplo, no milite. Viendo el trance funesto, el viejo, tropezando mil veces con los bancos de la gran nao, alcanza la popa y halla un cuerpo expirante. No lágrimas por sus mejillas ruedan; no golpea su pecho; sino que queda, rígido, con las palmas abiertas. Noche véncele, y sombras densas cubren sus ojos al contemplar a Argos,
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ya sin reconocerle. Éste, en viendo a su padre, levanta la cabeza vacilante, y el cuello ya sin vigor. No emiten sus entreabiertos labios sonido alguno. Tácito, pide besos e invita, con sus callados gestos, a que paterna diestra su luz clausure. El viejo, de su torpor saliendo por el dolor acerbo recobrando las fuerzas, «No he de perder el tiempo que los crueles dioses me conceden», exclama, «y a mi senil garganta traspasaré. Perdona a tu mísero padre, Argos, que a los abrazos y a los últimos besos renuncia. Aún sangre cálida de tus heridas mana: pues semivivo yaces, podrás sobrevivirme». Esto dijo, y, clavada la espada en sus entrañas hasta teñir las guardas, al hondo mar se arroja de un salto, a muerte única confiar no queriendo su premura en finar antecediendo al hijo. Se aclaran ya los hados de los caudillos; dudas no ofrece ya el combate. Gran parte de la escuadra greciana se fue a pique; y, en el resto, cambiados los remeros, navegan vencedores; la fuga veloz, a escasas naves brindó puerto. ¡Qué ayes paternos por la urbe! ¡Qué lamentos maternos por la costa! Confusas, las esposas abrazan a un cadáver romano, viendo en él al marido desfigurado; padres enloquecidos riñen entre sí, ante las piras ardientes, por un cuerpo truncado. En cambio, Bruto, victorioso en las ondas, primer honor naval brinda al arma de César.
FIN
DEL
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III
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C U A R T O
Lejano, en tanto, César, huella lindes del mundo, siguiendo a acerbo Marte, que, aunque premioso en víctimas, va a decidir la suerte de los dos generales. Igual poder Afranio junto a Fetreyo goza en pompeyano castro, y la concordia induce al igualado turno del mando; los alertas vigías de las vallas consigna alterna acatan. Además de las tropas latinas, allí bullen el diligente Astur, los veloces Vetones y el Celta, desgajado del viejo tronco galo, mezclado ya su nombre con el de los Iberos. Una fértil campiña, subiendo a loma rasa por suave pendiente: allí Lérida surge, fundación de otros siglos; sus apacibles aguas, el Segre, no el menor de los ríos hispanos, ante ella deslizase; lo abraza pétreo puente de ingente arco, inmune a invernales crecidas. Cercano alcor a Magno le da asiento; otra altura, no menor, brinda a César su real: ambos Castros dividiendo, discurre la corriente. El terreno desde aquí se dilata por despejados campos, hasta el confín. La zona cierra el Cinca abundoso, liberado su curso de fustigar las olas y costas del Océano, pues, mezclando caudales, su nombre cede al Ebro, que el suyo da a estas tierras. La primera jornada vacó Marte cruento y un desfile de tropas con banderas y jefes pudo verse. Repugna la matanza. Vergüenza refrena la locura de la lid; paz de un día a las violadas leyes y a la patria le ofrecen. Ya inclinado el Olimpo hacia la noche, César circunda velozmente su real con un foso, en tanto permanecen las vanguardias inmóviles, ocultando los prietos manípulos el castro. Con luz naciente, en súbito despliegue, la colina que separa su castro de los muros de Lérida, mandó escalar. También el pundonor y el miedo impelen a contrarios, quienes, tras veloz marcha, coronan ya la cima. Para ocupar el sitio, guerrero brío a unos acucia; y a los otros, el lugar conquistado. Altas breñas los milites enferrados ascienden con lentitud; y avanzan
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en hilera, ganando las laderas del monte; y al resbalar, sostienen la espalda en el escudo de los que siguen. Nadie blandir el arma osa, mientras dudan y fijan sus pasos con el pilo, y sorteando peñas y malezas, ajenos al enemigo, abren camino con la espada. César, viendo a sus hombres en tal peligro, ordena que la caballería, con envolvente giro, la izquierda cubra. Así protegidos, repliéganse y, hurtado Marte, queda pendiente la victoria. Hasta aquí, decidieron las armas; nuevos hados de la guerra los dicta la veleidosa atmósfera. Tenaz invierno, seco de cierzos, y de hielos mantenidos, (el éter constricto), retenía en las nubes la lluvia. Nieves queman los montes; y en los yacentes campos la escarcha permanece, en tanto el sol no luce. Los parajes cercanos adonde, desde el cielo, los astros se sumergen, congelados estaban con la invernal pereza. Mas cuando el portador de la abismada Hele, primaveral mirando tras de sí las estrellas, recibe a Titán cálido, y triunfan los días, de nuevo equilibrando con la noche sus horas, según ponderaciones de la ajustada Libra, Cintia, entonces, fugándose del sol, fulgiendo débiles sus puntas, vetó al Bóreas, y pidió llama al Euro. A cuantas nubes éste sorprendió por su eje, las desvía a Occidente con nabateos soplos; y cuantas sufre el Árabe nieblas, Ganges exhala por su región; y cuanto permite condensarse naciente sol; y cuanto los ofuscantes Coros a zona oriental portan; cuanto a Indos protege. Al día excitan nubes, del Oriente llegadas, que, grávidas, no aciertan sobre el centro del mundo a derrumbarse, y vetan la tormenta en su huida. Norte y Sur sin la lluvia permanecen, pues toda la humedad de los aires sobre Calpe se adensa. Aquí, donde ya Céfiros declinan, y los límites axiales del Olimpo delimitan a Tetis; no pudiendo seguir, nubarrones oscuros el espacio entre el éter y la tierra comprimen. Y ya, con la presión de la atmósfera, caen
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en tan espesa lluvia, que a los rayos les roban su llamarada. (Nimbos apagan los continuos fulgores del relámpago). Y, también, abrazando con su curva el espacio, un arco iris, triste de luminosidades, le succiona las olas al Océano; elévalas a las nubes, y viértelas, hechas masas de agua, cayendo desde el cielo. Ya nieves pirenaicas, rebeldes a su influjo, Titán licúa, y cursos de los acuosos hielos humedecen las rocas. Y pronto, las corrientes de los habituales hontanares desbordan sus cauces: tantas entran por entrambas orillas. Ya náufragas las armas de César nadan campo y retiembla el real del aluvión al golpe: las altas vallas sirven para estancar la tromba. La captura de reses no es posible; los surcos, anegados, no brindan pasto alguno; dispersos por los ocultos campos, donde ya no se pueden reconocer caminos, los intendentes vagan. Y, compañera eterna de las grandes catástrofes, llega el hambre cruel; y, sin que medie asedio de enemigos, famélico va sintiéndose el milite y, con largueza, compra, por todo, exigua Ceres. Y, ¡oh lívida codicia del lucro!: vender osan por ofrecido oro, su derecho al ayuno. Inmersos yacen ya los collados y montes; ya son un solo lago los ríos, desbordados por la vasta vorágine: sumergidas las rocas, arrasó los cubiles de la ahogada fiera; revolvió en remolinos a las rugientes aguas, y rechazó su onda la onda del Océano. No advierte la salida de Febo noche extensa por el mundo: y continuas tinieblas desdibujan, bajo el foscor del cielo, las formas de las cosas. Yace así parte extrema de la tierra, ceñida por la zona glacial de perpetuos inviernos: no ve en su cielo astros; y, por el frío, estéril, nada produce, pero tempera con sus hielos el fuego de los Signos de tropicales tierras. ¡Así te plazca, oh padre soberano del mundo, y a ti, Neptuno, dueño, como segunda prenda, del marino tridente, donar perpetuas lluvias
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e impedir que atrás vuelva cuanto turbión soltaste! No las corrientes sigan bajando hacia las costas, sino que las rechacen los marinos reflujos; y la abatida tierra curso abra a los ríos: cubra el Rhin estos campos; el Ródano, estos otros; intercambien los ríos sus inmensos caudales. ¡Disuelve aquí las nieves rifeas, aquí vuelca pantanos, lagos, lentas lagunas, y libera a estas míseras tierras de las guerras civiles! Pero, tras de infundirle miedo mínimo a César, Fortuna se le rinde contenta y, favorables los dioses, más que nunca, su perdón se merecen. Ya aclara el tiempo, y Febo, a par del agua, trueca en vedijas los densos nubarrones y, al alba, se arrebolan las noches. A su sitio volviendo, la humedad se separa de los astros; y bajan las suspendidas aguas. Ya las selvas sacuden sus cabellos, y empiezan a emerger los collados de los lagos; y al sol, se resecan los valles. Y cuando el Segre, campos abandonando, curso recobra, mimbres húmedos con blanco sauce trenzan para ahormar barquillas, que, abastadas con cueros, al soldado transportan sobre el crecido río. Así mansos meandros del Po navega el Véneto; Britanos vasto piélago; y así también, si el Nilo a Egipto anega, ármanse los esquifes de Menfis con sediento papiro. Trasbordadas las tropas por estas naos, talan y encurvan muchos árboles y, temiendo a crecidas del irascible río, no asientan los pilares en las mismas orillas, sino que tienden puente desde el centro del campo. Y, porque no ose el Segre nuevo embate de ondas, se le adosan acequias para sangrar su cauce y paga así portazgo por su desbordamiento. Petreyo al ver los hados favorables de César, la alta Lérida deja y, desdeñando tropas del orbe conocido, se dirige a los límites del mundo, a la procura de indomeñables pueblos, feroces siempre en armas por amor a la muerte. Viendo César el castro desierto y las colinas solitarias, ordena que, sin usar el puente ni los vados, a fuerza de brazos, sea el río
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superado. Obedecen, y al combate se lanzan por caminos que, incluso para huir, rehusasen. Mas muy pronto, del agua saliendo, ya dispuestas las armas, cuerpos gélidos a reanimar comienzan, corriendo hasta que sombras acorta el mediodía; por entonces, los équités hostigan a la zaga, indecisa entre huir o presentar combate. Dominando los campos, gemelos riscos yerguen pétreas cumbres, mediadas por un profundo valle; terreno abrupto enlaza por allí serrijones que, en anfractuosidades opacas, celan sendas inexpugnables. César comprende que, si alcanza tal lugar el contrario, sería Marte en zona peligrosa, entre gentes salvajes: «Id», les grita, «a pelear sin orden; a trabar un combate robado con la huida; y con ceñudo rostro luchad, negando muerte de espaldas al cobarde: reciban los que huyan directo el hierro al pecho». Habló, y corona el monte precediendo a enemigos. Allí, no muy distantes, y con livianas vallas los reales se asientan. Y al mediar poco espacio, y conseguir los ojos reconocer los rostros, (allí se pueden ver padres, hijos y hermanos) advierten la vileza de las guerras civiles. ün instante el temor paralizó las lenguas: saludan con el gesto y agitando las armas. Pero, luego, inflamados por impulsos de afecto, la disciplina quiebran, y el soldado se atreve a traspasar las vallas, con los brazos abiertos para el abrazo, tino, por el nombre al vecino requiere; a su allegado, éste invoca; suscita, otro, tiempos comunes de la escolar infancia; ningún romano logra no amar a un adversario. Bañan lágrimas armas, sollozos besos cortan, y, aún no maculado por la sangre, el soldado por lo que pudo hacer se estremece. Tu pecho, ¿por qué golpeas? ¿Gimes por qué, insensato? ¿Llanto irredento derramas y aceptar no soportas que, por designio propio, de un crimen serás cómplice? ¿Tan gran temor te inspira quien tú haces temible? Clarín pida batalla: su son cruel ignora. Tremolen las banderas: no las sigas. Extinta
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civil Erinia, César, ya sin mando, ame al yerno. ¡Ahora vengas, Concordia! Y con eterno vínculo anudes todo; tú, renovación del mundo y de sus elementos armonía; sagrado amor universal; en tanto que nosotros dirimimos la suerte del porvenir. Cesaron excusas para el crimen y quedará culpable quien ose daño: hermanos ya se han reconocido. ¡Oh infausta prepotencia del hado que, con mínima tregua, acrece desastres desde ahora vitandos! Paz había; y los milites, de un castro a otro, juntos erraban; concordados, dura grama sirviéndoles de mesa, convivían con solidario Baco; brillan fuegos campestres y, común la yacija, insomnes noches pasan narrando sus hazañas: en qué lugar lucharon primero; de qué diestra partió la lanza. Mientras exageran sus glorias y sus errores niegan, van cediendo al destino: renuevan, desdichados, la lealtad, y agravan con el afecto crímenes que ellos mismos perpetren. Al conocer Petreyo de estos pactos pacíficos, y verse él y su castro vendidos, estimula las diestras de sus fámulos para innoble matanza; con esta turba, a inermes enemigos ahuyenta; a quienes se abrazaban, con la espada separa; y con ríos de sangre la paz rompe en añicos. Pidiendo lucha, añade su feroz ira voces: «¡Soldado insolidario con tu patria, olvidado de tu deber!, si juzgas imposible la hazaña de volver victorioso de César, liberando al Senado, sí puedes, al menos, ser vencido. Mientras hierro, hado incierto y, para heridas, sangre tengáis, ¿soportaréis a un tirano, y banderas malditas alzaréis? Para que entre sus siervos, sin miramiento alguno os adjudique César, ¿le imploraréis? ¿También pedís por vuestros jefes? Jamás mi salvación será el premio a sacrilega traición: no son las guerras civiles salvaguardia de vida. ¡So pretexto de paz se nos seduce! Mo a oculto mineral arrancasen los hombres el acero, ni muros cercaran fortaleza, ni el sonoro cuadrúpedo fogoso en lid entrase,
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ni flota el mar sembrara de torreadas quillas, si nuestra libertad con nuestra paz comprásemos. ¡Vergonzoso es que a nuestros enemigos obligue su juramento a crimen nefando; mas vosotros profanáis vuestra causa legítima esperando todavía el perdón! ¡Ah, siniestras exequias de la honra! Y, sin duda, Magno, ajeno a estos hados, vas reclutando ahora por todo el orbe tropas y ayuda solicitas a remotos monarcas, cuando ya nuestro pacto garantiza tu vida». Dijo; y arde en los pechos el deseo de crimen. De igual suerte, las fieras salvajes, si cautivas, amansan su fiereza, su amenazante aspecto, y respetan al hombre; mas si su seca lengua prueba un poco de sangre, nuevamente recobran su rabia y su furor y excitadas sus fauces por esa sangre hierven en cólera; y apenas excluyen de sus iras al aterrado dueño. El caos sobreviene, y las que por el odio de los dioses, vilezas, que en la cegada noche de guerra se cometen, lealtad las exige: los pechos, que no ha mucho calentara el abrazo, por entre las yacijas y las mesas, se hienden. Y cuando el hierro, cómplice de lo injusto, blandido al comienzo entre quejas, con la sangre a la mano se adhiere, reaviva los fraternales odios e, hiriendo, enciende ansias. Hierve el castro colérico (y crimen de los crímenes: degüella al padre alguno) y como si delito no fuera si no es público, ante el jefe lo exhiben: con ser culpables gozan. Tú, César, aunque a costa de tus muertos soldados, don celeste recibes, pues no mayor fortuna te cupo ni en los campos de Ematia, ni en las ondas de fócense Marsella, ni en lid por mar de Faros: vez única el caudillo de la causa más justa serás, por solo un crimen de la civil contienda. No osan los de Magno mantener a sus tropas, maculadas por vil mortandad, en cercanos reales, y hacia muros de la escarpada Lérida la retirada emprenden. Pero avanzan los équités y, clausurando campos, los cercan en los yermos cerros. César, entonces, decide circundarlos,
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ya privados de agua, con un abrupto foso, que al castro incomunique con el río, o impida desviar con acequias fluyentes manantiales. Al verse encaminados a la muerte, su angustia en loca ira tórnase. Sacrifican los milites sus caballos, ya inútiles auxilios de sitiados, y, al final, desechada la esperanza de fuga, se arrojan al combate sin arredrarles riesgos. Cuando César los ve descendiendo en desorden, buscando decididos segura muerte, exclama: «¡Quieto el dardo, soldado! ¡Que tu espada rehuya suicidas! ¡No me cobre la guerra inútil sangre! Vencer a quien no aprecia su vida es oneroso. Juventud, que ya odia la luz, se nos enfrenta, por herir, pronta a todo; no sentirá los golpes; buscará el hierro, alegre derramará su sangre. ¡Que se anule su ardor; que su ira se entibie; que pierdan su deseo de morir!» Así, elusa la lucha, hizo que ardieran en vano amenazantes, y se desanimaran, hasta que, Febo inmerso, la noche va encendiendo sus propias luminarias. Pasada la ocasión de morir peleando, cede lenta la ira feroz, se enfrían pechos; no de otra suerte miembros heridos vigor muestran mientras golpe y dolor son recientes, y anima aún caliente sangre los nervios, y aún no atraen los huesos a la piel; mas si, el que vence, tiene consciencia de que ha hundido con eficacia el hierro y mantiene la mano, torpor gélido entonces cubre miembros y espíritu, vigor arrebatándoles, en tanto seca sangre restaña las heridas. Y ya, del agua faltos, corriente oculta buscan, y escondidos veneros de la tierra; zahondan el terreno, no sólo con picos y azadones, mas con la propia espada; y el pozo profundizan desde el monte hasta el límite de las regadas tierras. No desciende tan hondo, la luz atrás dejando, el pálido minero buscador de astur oro. Sin embargo, no oyeron resonar de corrientes; ni fluyen hontanares al horadar la roca; ni exuda más que exiguas humedades el antro; ni a la arenisca mueve la más delgada vena.
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Exhausta juventud, tras de tantos esfuerzos, sacada es de entre el sílice compacto perforado. ¡Aguas nunca encontradas, el respiro del aire caliente de allá arriba más enojoso hicisteis! Rendidos, no consienten que el exánime cuerpo alimentos reciba; la comida aborrecen y auxilio al hambre piden. Si blanda arcilla muestra humedad, ambas manos sobre la boca exprimen los henchidos terrones; si yace turbia charca con estancado limo negruzco, allí se arrojan de pechos, por beber de aquel pútrido líquido y, murientes, se sacian del agua que huirían si vivieran; y a guisa de animales, exprimen del ganado las mamas retensas y, agotadas, aún sorben sucia sangre de las exhaustas ubres. Luego, hierbas y frondas estrujan; y arrancando ramos humedecidos por el rocío, extraen de amargos brotes jugos, y de las tiernas médulas. ¡Felices los yacentes por el campo, si el bárbaro enemigo, al huir, envenenó las fuentes! Aunque vertieras, César, a la vista de todos, podre y sangre corrupta de fieras en los ríos o el mortífero acónito de las dicteas rocas, la juventud romana, sin dudarlo, bebiera. Socarradas las visceras por el fuego, las bocas rigen ásperas lenguas escamosas; se enerva ya la vena y, carente de irrigantes humores, los alternos conductos del aire el pulmón cierra, y el jadear les daña paladares llagados; aún así, a boca abierta, nocturna brisa aspiran. Anhelan los turbiones que, no ha mucho, anegaban todo, y clavan sus ojos en las enjutas nubes. Y de la sed la angustia se agrava en estos míseros con no estar sobre arenas de Méroe; o en trópico de Cáncer, donde aran desnudos Garamantes, sino cercados entre los meandros del Segre y el veloz Ebro viendo, sedientos, ambos ríos. Al fin, los generales, domeñados, cedieron, y Afranio, partidario de la paz, denostando las armas, conduciendo sus exánimes tropas hasta enemigo campo, cayó a los pies de César. Con dignidad suplica, tranquilo en su desgracia:
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conforme con pasada fortuna, y con la adversa de ahora, adopta trazas, si de vencido, nobles, y gracia solicita con serena firmeza: «Si el hado me abatiese bajo innoble enemigo, mano firme tuviera para darme la muerte. Mas, ante ti, un motivo me induce a pedir gracia: el que eres digno, oh César, de otorgarnos la vida. No consignas de un bando nos movieron, ni armas empuñamos hostiles a tus planes. La guerra nos sorprendió en el mando y, en tanto fue posible, nuestra causa servimos. No vetamos tus hados: te entregamos Hesperia, y el Oriente te abrimos, y dejamos un mundo seguro a tus espaldas. Ni la sangre esparcida por los campos, ni el hierro, ni manos agotadas la victoria te brindan. A tu enemigo absuelve de un sólo error: que venzas. Casi nada pedimos: licencia a unos cansados, y el vivir esa vida que, ya inermes, les prestes. Imagina a mis tropas yaciendo por los campos; mezclar armas felices con dañadas no es justo; ni que unos prisioneros de tu triunfo gocen; estos hombres cumplieron su destino. No obligues a que, vencidos, sean contigo, vencedores». Dijo; y César, benévolo, con deferente gesto, los libera del trance de guerra y del castigo, No bien son acordados de paz honrosa pactos, corriendo busca el milite no vigilados cursos e invadiendo riberas, enturbia ríos ya lícitos. A muchos el continuo trasiego de aguas súbitas, al impedirle al aire colmar vacías venas, el respirar confunde, y se sofocan; sigue la abrasadora sed y, ya henchida la entraña, más agua el morbo exige. Volvió presto a sus músculos la energía; a los hombres, el vigor. ¡Lujo pródigo, jamás con lo adquirido sin esfuerzo contento; voraz hambre de frutos del mar y de la tierra; ostentación de mesas suculentas!: mirad cuán poco necesita, para seguir, la vida, y exige la natura. No reanima a estos míseros don preciado de Baco, trasegado en calendas de un ya olvidado cónsul; ni en oro y plata beben; un sorbo de agua pura les devuelve la vida.
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Bastan Ceres y un río para el vivir del hombre. ¡Desventurado, ay, quien guerra libra! En cambio, transferidas sus armas al vencedor, exentos de corazas sus pechos, estos libres soldados se dispersan, imbeles, camino de sus casas. Desde la paz donada, ¡con qué remordimiento verán haber blandido los dardos, soportado la sed y haber rogado vanamente a los dioses guerras prósperas! Cierto que, a quien goza mercedes de Marte, ¡tantos riesgos le esperan, tanto esfuerzo por todo el orbe! Siempre vencer será forzoso para que la versátil Fortuna no vacile; y derramar la sangre por todos los confines y seguir ciegamente los destinos de César. ¡Feliz quien, inminente la ruina del mundo, sabe ya en qué lugar yacerá! No al combate, si cansado, será convocado; ni bélicos clarines quebrarán su benéfico sueño. Ya esposa y tiernos hijos en su casa le acogen: no van como colonos sino a la propia tierra. Y en algo más Fortuna les agració: están limpias sus mentes de la carga de adhesión a facciones: salvó sus vidas César; su caudillo fue Magno. De suerte que son únicos en contemplar la guerra civil, sin pronunciarse por ningún contendiente. No en todo el orbe idéntica la suerte de la lucha se mantuvo; algo osó contra el hado de César. Donde onda adriática bate oblonga Salona y fluye el tibio Yáder hacia los blandos Céfiros; allí, pese al apoyo de pugnaces Curictes, a quienes nutren tierras que aísla el Adriático, confinado en el borde litoral se halla Antonio, al abrigo de bélicas sorpresas, no del hambre, la sola en conquistar lo inconquistable todo. Niega pasto al caballo tal tierra; mies ninguna brinda allí rubia Ceres. Despojaban los milites de grama a la campiña y cuando toda hierba ya habían esquilmado dientes míseros, cortan los céspedes resecos del vallado del castro. Y, así, tan pronto como divisan en la opuesta ribera tropa aliada, comandada por Básilo, nueva fuga furtiva tantean. No arman naves
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elevando las popas y alargando las quillas, como es costumbre, sino que, en armazón insólita, ligan troncos capaces de soportar gran carga; sustentan a la balsa por todas partes vacuos toneles que, enlazados por cadenas, en serie compacta, doble trama de troncones soporta al través concertados; no se ven sus remeros expuestos a los dardos en descubierto frente, sino que impelen mar encuadrado en maderos y ofrecen el prodigio de un sigiloso avance, sin que se hinchen velas, ni ondas libres se azoten. Dispuesto todo, escrutan el estrecho y aguardan que la marea ceda y a la arena desnude. Ya, con el retroceso del mar, la costa crece: una balsa, deslizase por la pendiente y llega, seguida de otras dos, hasta aguas profundas. Cada una sustenta sobresaliente torre entre agresivas vallas de oscilantes almenas. No deseaba Octavio, custodio de onda ilírica, atacar de inmediato las balsas; y a sus rápidos bajeles frena, haciendo crecer, con el acecho, la caza, y que el aspecto pacífico del agua a temerarios nautas incite a ir mar adentro. Así el montero, mientras en la emboscada cae ciervo pávido, huyente de las fétidas plumas, o mientras alza redes sobre firmes horquillas, sofoca el estentóreo ladrar del ágil perro, retiene a los alanos cretenses y espartanos y fía solamente del que, en tierra el hocico, rastrea el bosque; el cual, si encuentra caza, agita, sin ladrar, la trailla señalando la pieza. Ya a bordo los pertrechos, sin más demora zarpan desde la isla en balsas ocupadas con prisa, cuando la luz penúltima primeras sombras veta. Mas de Pompeyo un Cílice, recurriendo a sus artes inveteradas, trampa marítima ha dispuesto: sin que la superficie lo trasluzca, suspende, entre dos aguas, laxas cadenas, que en escollos del litoral de Iliria sujeta. Ni la balsa primera, ni aun la otra resultan detenidas; mas la tercera atáscase, y, al tensar la cadena, encalla entre arrecifes. Peñas cóncavas penden
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sobre el mar, derrumbándose y, ¡oh milagro! suspensas, sombreando sus frondas las aguas. Naves náufragas y cuerpos de ahogados lleva allí la marea y los oculta en estas cavernas tenebrosas; al descender, el mar restituye su robo; y, cuando estas cavernas vomitan lo engullido, las olas, encrespadas en resonante vórtice, superan con sus ímpetus a tauromenitana Caribdis. Aquí, plena de opitergios colonos, la balsa encalla; naves de cien fondeaderos la cercan; otras huestes escollo y costa ocupan. Vulteyo, capitán del navio, advertido del subrepticio engaño de las aguas, intenta, en vano, seccionar con su espada los vínculos, e inútil lid reclama, sin acertar por dónde presentar las espaldas o el pecho al enemigo. Aun así, en este trance respondió, a la sorpresa, la bravura: entre miles de asaltantes, que atacan a la varada balsa y a su escasa cohorte, lid se traba, no extensa, pues tinieblas nocturnas la indecisa luz borran, y paz las sombras ciernen. A su cohorte, entonces, temerosa y dudosa de su futuro, arenga con noble voz Vulteyo: «Juventud, libre sólo por esta breve noche: en tan escaso tiempo, final trance medita. No goza poco espacio de vida quien decide durante tal espacio buscar muerte; ni es tránsito de menos gloria el suyo por forzar a los hados. Incierto para todos el final de la vida, igual mérito tiene quien larga edad soslaya que aquél que precipita la luz del postrer día, con tai que lo decidan su voluntad y mano: nadie puede obligarnos a desear la muerte. Se nos niega la fuga; nos asedian hermanos que nuestro cuello acechan: aceptad vuestra muerte y acabará su espanto. Lo que es inevitable, deseadlo. Con todo, no entre la ciega nube del combate finamos; ni cuando, entremezcladas las tropas, dardos propios oscurecen al día y yacen los cadáveres revueltos por el campo, anónima la muerte y el valor confundido. A nosotros, en balsa que enemigos y aliados
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ven, nos ponen los dioses. Testigos en las ondas tendremos y en las rocas más altas de la isla; desde contrarias costas nos verán ambos bandos. ¡Grande ejemplo, Fortuna, y de memoria digno, con nuestros hados urdes! A cuanto en las edades testimonió la espada sobre la honra y brío del soldado, superan ahora nuestros jóvenes; pues a los propios hierros sucumbir por tí, César, sabemos que es bien poco; mas, estando cercados, mejor prueba no hallamos de nuestro inmenso afecto. ¡Bastante a nuestra gloria le hurtó envidioso hado al no tener cautivos también padres e hijos! ¡Indómitos varones el enemigo sépanos, y cobre miedo viendo nuestro encendido ánimo, a morir presto, y goce con no haber detenido más de una balsa!. Pactos pretenderán tentarnos; ofrecernos querrán envilecida vida. ¡Ojalá, para muerte más alta aún, nos brinden su perdón, garantía de más vida: sabrían que, al calentar el hierro la entraña, no lo hace por desesperación! Demostrar precisamos gran valor, porque César, si bien pierde unos pocos entre muchos millares, dejar de hablar no pueda de desastrosa pérdida. Me otorgasen los hados ocasión de escapar: esquivase mi suerte. Desprecio mi vivir, camaradas, y vivo merced al incentivo de mi muerte inmediata. Delirio es. Tan sólo quienes cumplen su hora postrera lo conocen. Pues los dioses ocultan a los que han de vivir, para que vivos sigan, lo dulce que es morir». Nuevo ánimo infunde su ardor en los guerreros: si antes de que el Jefe les hablase, miraban las nocturnas estrellas con empañados ojos y con terror seguían el girar del timón de la Osa, ahora, en cambio, cuando en sus corazones fructificó la arenga, suspiran por el día. No remiso mostrábase el cielo, a la sazón, en inclinar los astros hacia el mar; pues ya, el Sol, en las constelaciones de Leda, junto a Cáncer, en lo más alto esplende, y breve noche apremia saetas tesalianas. Deja ver a los Istrios, por los montes, el día;
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por mar, en griega escuadra, belicosos libumos. Intentaron primero, tregua dando al combate, vencer con un tratado que, aplazando la muerte, más deseable hiciera la vida a los cercados. A pie firme, la heroica juventud persevera con voluntad de entrega, despreciando la vida, en lid cuyo final propias manos otorguen; vacilación ninguna logró turbar los ánimos, a lo insigne resueltos; y así, múltiple ataque por mar y tierra logran sostener, con ser pocos: tamaña fuerza infúndeles confiar en su muerte. Y cuando suficiente les parece la sangre vertida en la refriega, su furor se desvía del adversario. El propio capitán del navio, Vulteyo, antes que nadie reclamando certera cuchillada a su cuello, «¿Hay», dice, «entre vosotros alguno cuya diestra digna sea de mi sangre e, hiriéndome, demuestre que morir quiere?» Dijo, y ya estaban sus visceras trascendidas de espadas. Alaba a todos pero, muriendo, a quien le hiriera primero, causa muerte de agradecido golpe. Los demás se acometen, y en sólo un bando ocurren las impiedades todas de las guerras. Dircea cohorte, descendiente de Cadmo, así perece bajo las cuchilladas fraternas, mal presagio para hermanos Tebanos; y así, por las llanuras del Fasis, de aquel diente siempre insomne nacidos, los hijos de la Tierra, dominados por mágicos conjuros, vastos surcos de hermana sangre bañan; y la misma Medea se horrorizó del crimen primero de sus hierbas, sin experiencia usadas. Perecen así jóvenes, que fatal desenlace pactaron y, fue prueba menor de la grandeza de su valor, la muerte: caen, y atacan a un tiempo con mortales heridas; y a ninguno le falla la diestra, aun agrediendo con moribunda mano. Y no causan la herida las espadas: el hierro, encontrado resulta por el pecho; se aprietan contra el filo los cuellos. Y si, por cruel suerte, hermano halló al hermano, encontró al padre el hijo, sin que les tiemble el pulso, con todo el peso hunden la hoja. Y fue la única piedad que usó el hiriente:
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no repetir. Arrastran semiexánimes visceras por la cubierta, y vierten al mar copiosa sangre. Se complacen mirando la luz, antes no vista; soberbio gesto muestran al vencedor, y gustan de ver llegar la muerte. Ya se ostenta la balsa repleta de sangrienta mortandad, y a la hoguera transporta el vencedor los cadáveres: miran, mientras tanto, asombrados, los jefes tal afecto por un jefe. La Fama jamás pregonó tanto, por lo extenso del orbe, de algún otro navio. No obstante, ni aun despues de esta gesta de héroes comprenderán los pueblos cobardes cuán sencillo resulta servidumbre quebrar con mano propia. Por el contrario, atérrales el hierro del tirano; la libertad sojuzgan inexorables armas: la espada -ignoran- sirve para que no haya esclavos. ¡Muerte, fuera tu gusto rechazar al cobarde, y tan sólo te dieras al valeroso! Menos cruento no fue Marte por los campos de Libia. Audaz Curión, dejando litoral lilibeo, e impelidas las velas por aquilón suave, arriba a las orillas de una rada famosa, entre informes bastiones de la magna Cartago y de Clípea. Distante del espumoso piélago, ordena disponer primer castro, por donde fluye Bágrada lento surcando seca arena. Desde allí explora abruptos montículos y riscos, llamados desde antiguo los dominios de Anteo. Y, queriendo el origen conocer de este nombre, un tosco*lugareño la tradición le narra: «Con alumbrar gigantes no agotada la Tierra, en los líbicos antros concibe horrible engendro; ni Tifón le brindara mayor gloria, ni Ticio, ni el feroz Briareo; y de dioses fue suerte que en los flegreos campos Anteo no naciera. A las inmensas fuerzas de su vástago, añade la Tierra un don: que, siempre que reposara en ella, sus agotados miembros vigor nuevo cobrasen. Fue su sede esta cueva; se dice que, ocultándose bajo la enorme peña, capturaba leones para festín; su sueño no sostenían pieles
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de fieras, ni a su lecho la madera: yaciendo sobre desnuda tierra renovaba sus fuerzas. A colonos de Libia descuartizó; y a cuantos por el mar arribaron; no usó durante tiempo del don de la caída, renunciando al auxilio de la Tierra: aun de pie, no consiguiera nadie vencerle. Al fin, la fama del sanguinario azote atrajo hasta estas costas al magnánimo Alcides, debelador de monstruos del mar y de la tierra. De la piel del león de Cleona, su espalda se despojara; Anteo, de uno de la Libia. El extranjero ungió con aceite sus miembros, al uso de la olímpica palestra; su adversario, dudando de que toquen sus pies siempre a su madre, cobra fuerza aspergiéndose con la caliente arena. Traban brazos y manos en complicados nudos; durante tiempo, el cuello robustos brazos buscan: erectas las cabezas, presionantes las frentes, de hallar igual se asombran. No en el primer encuentro sin tregua quiso Alcides derrochar su energía; va agotando a su adverso: lo ve jadear bronco, bañado en sudor frío su fatigado cuerpo. Ya su laxa cerviz le somete: ya estrecha contra su pecho el pecho; ya de un revés le hace perder pie. Y, en seguida, le atenaza la espalda, doblegándolo; aprieta su ijada y, separando con su pierna las piernas, sobre el cuerpo lo tumba. Sorbió el sudor la tierra reseca; sangre cálida sus venas hinchen; ténsanse sus músculos; despiértanse sus miembros; y su cuerpo, renovado, se libra del abrazo de Hércules. Atónito el Alcida se quedó, ante tamaño vigor; y no le embarga menor temor que cuando, primerizo, se enfrenta en onda inaquia a Hidra de renacientes sierpes. Parejos luchan; uno, con fuerzas de la tierra; con las propias, el otro. Nunca más esperanza le cupo a la madrastra cruel: ve derretidos en sudor nuca y miembros de aquel varón, enjutos transportando el Olimpo. Y al estrechar Alcides los ya de nuevo miembros agotados, Anteo cae de grado, y se alza con más vigor que nunca. Trasfúndese a su cuerpo rendido todo el ímpetu
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telúrico, y la Tierra, con la lucha, se angustia. Cuando, por fin, Alcides comprende que el auxilio proviene del contacto con la madre: «Suspenso te mantendré», le dice, «sin que tus pies descansen sobre el suelo, impidiéndote yacer sobre la tierra; tu cuerpo sostendré sobre mi pecho: en él tu yacerás, Anteo». Dijo, y alza al gigante, quien tocar suelo intenta vanamente. La Tierra no pudo dar vigor a su muriente vástago: mantuvo en vilo Alcides a aquel pecho ya frío, y hasta pasado un tiempo no lo deja en el suelo. Por este lance, impuso la tradición, amiga de sí misma, custodia de las viejas memorias, a estas tierras el nombre de Anteo. Y sobrenombre mejor a estos collados le da Escipión, quien libra al ítalo solar del enemigo púnico. Con pisar tierra libia, su real aquí asienta: aún puedes ver los restos de fortificaciones. Vieron estas campiñas primer triunfo romano». Curión, contento, como si la fortuna bélica dependiera del hado de un lugar, y la gloria de otros jefes bastara para el éxito, instala funesta tienda en fausto terreno, se hace fuerte tras su real, y anula buen hado de estas breñas al provocar, con tropa no igual, feroz contrario. Sumisa a las enseñas romanas, toda Africa obedece al mandato de Varo, quien confía sólo en brazos latinos; pero pide refuerzos a las tropas de Juba: libios pueblos, ejércitos que siguen sus banderas, desde remotos límites del mundo. Nunca un rey poseyó más extenso territorio: a Occidente, las dilatadas lindes cierra el Atlas, de Cádiz ya cercano; en Oriente, santuario de Amón con las Sirtes confina. A lo ancho, la ardiente región del vasto reino separa del Océano la zona siempre tórrida. Igualan a este espacio sus habitantes; todos se integran en los Castros: los Númidas errantes; el Autólole; el Gétulo, jinete sin montura; los Mauros, de un color semejante al del Indo; el Nasamón paupérrimo; los veloces Marmáridas, mezclados al adusto Garamante; el Mazace,
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que con vibrante dardo del Medo flecha iguala; Masilios pueblos, diestros en regir con la fusta sus caballos, ajenos al bocado; y el Afro, cazador, avezado a con su móvil tienda vagar, y errado el dardo, a cobrar con su veste los furiosos leones. No libra guerra Juba por atender a pactos: personal odio fuérzale. Curión también a él, cuando aquel año mancha lo divino y lo humano, con tribunicia ley pretendió despojarlo del solio de sus padres, alegando librar de un tirano a la Libia, en tanto, oh Roma, a tí te convertía en reino. Recordando la injuria, Juba juzga esta guerra feliz confirmación de su estancia en el trono. Con las nuevas del rey, Curión se atemoriza porque, además, conoce que no es su tropa afecta a los planes de César, pues no son veteranos dé las aguas del Rhin, sino aquellos vencidos en Corfinio, traidores a sus antiguos jefes y para los de ahora sospechosos; que juzgan que es igual combatir en un bando que en otro. Viendo cómo decae la moral con el miedo desolador y cómo nocturnos centinelas del vallado desertan, perturbado, se dice: «Con la audacia, los grandes temores se enmascaran: tomaré yo el primero las armas, y que bajen los soldados al campo mientras aún me acatan; enerva siempre el ocio las almas. El combate solvente dudas. Cuando, ya empuñada la espada, vil placer se percibe y el pudor cela el yelmo, ¿quién entonces se acuerda de comparar caudillos? ¿quién de juzgar las causas? Donde se esté, ese bando se apoya: como en juegos de la mortal arena, no enfrentan viejos odios a los que a ella acceden; se odian, enfrentándose». Así diciendo, ordena formar en campo abierto; y la fortuna bélica, adversa con futuro desastre, ahora propicia le acoge: a fuga innoble persuade a Varo y tunde las imbeles espaldas hasta los campamentos. Cuando las tristes nuevas de la huida de Varo conoce Juba, alégrase de que la gloria bélica se le reserve; y manda que avancen sus valientes
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en impuesto silencio, por obviar que el incauto Curión se atemorice, por su acción alertado. Encomienda a Saburra, lugarteniente númida, hostigar con exigua columna al enemigo, simulando ostentar el decisivo mando, en tanto él cela tropas en un profundo valle: de igual suerte el astuto predador de áspid fario, lo engañó con su cola y con la móvil sombra lo enciende en ira; luego, la cabeza girando, a salvo ya del tósigo mortífero, lo atrapa de un golpe al cuello; entonces, la ponzoña se vierte y se aflojan sus fauces al perder el veneno. Fortuna ayuda al fraude, pues Curión, tan osado, sin indagar la fuerza del oculto enemigo, nocturna algara exige de la caballería, para explorar sin término desconocidos campos. El mismo, con las luces de la aurora, decide sacar del castro enseñas, aunque advertido, en vano, de las líbicas trampas, de las estratagemas guerreras de los púnicos. Pero ya la Fortuna letal hado inminente traía para el joven; y arrastraba a contienda civil a quien la había provocado. Entre rocas abruptas, por senderos fragosos, sus enseñas conduce hasta las cimas, desde donde descubre, lejano, al enemigo. Quien, por lograr la trampa, retirada dispone, para que, abandonadas las colinas, despliegue su ejército Curión por los llanos. Huida reputa la añagaza, y en vencedor dispersa sus tropas por el valle. Patente se hace el dolo; y los, en fuga, Númidas, preséntense en las cimas de los montes, y cercan por completo a los ítalos. Pasmado quedó el Jefe y el sentenciado ejército. No busca huir el pávido, ni luchar el valiente: piafando los caballos no golpean las piedras, sobresaltados por el clangor de las tubas, ni el duro freno tascan, ni enarcan crin y orejas; ni con nervioso brazo por el galope pugnan: la cerviz yace laxa, sudor humea el cuerpo; la lengua pende fuera de la sedienta boca resuena ronco el pecho con jadear constante; y el fatigado ijar se contrae convulso,
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mientras sangrienta espuma se encostra en el bocado. Y ya andar no consienten ni al toque de la fusta, ni con el acicate continuo de la espuela: vulnerándolos, andan los caballos; y a nadie le aprovechó vencer del corcel el cansancio; no se arrancan veloces para algara ni carga: al enemigo acércanse paso a paso y ofrecen, al acortar espacio, mejor blanco a sus flechas. En cambio, en cuanto nómadas jinetes africanos atacan, tiembla el campo con el fragor: la tierra se levanta en inmensa polvareda, y tal como la que desencadenan los bistonios turbiones, la nube cubrió el éter y difundió tinieblas. Y cuando adverso hado sobre infantes se abate, no hubo Marte dudoso, ni resultado incierto: la muerte fue ocupando cada instante de lucha, sin que ocasión mediara de atacar cuerpo a cuerpo. Los esforzados jóvenes, sin remisión cercados, reciben, desde lejos, verticales las lanzas; y, desde cerca, oblicuas; a su fin se aproximan, a causa, no tan sólo de heridas y de sangre: por la nube de dardos y el gravitar del hierro. Y en tan exiguo círculo la gran hueste se apiña, que, si algún temeroso busca atrás su refugio, no se resuelve impune por entre espadas propias: se va estrechando el grupo tanto como desandan los de primera línea. Y apenas si ya espacio para blandir las armas, oprimidos, les queda; los apretados miembros entre sí se fracturan; armados pechos tronzan, presionando, a otros pechos. No el victorioso Mauro disfruta el espectáculo que la Fortuna otórgale; no ve ríos de sangre; descuartizados miembros; ni a los cuerpos cayendo: en pie todos, opresos, son un sólo cadáver. ¡Fortuna invoque a nuevos sacrificios las sombras odiosas de la fiera Cartago, y que reciban tales votos lustrales el sanguinario Aníbal y los púnicos manes! ¡Nefando es, oh celestes, que el desastre romano por las tierras de Libia redunde en beneficio del Senado y Pompeyo! ¡Más hubiera valido que aprovechase a África su propio honor! Curión, cuando vio en la llanura
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sometido su ejército; y el polvo, por la sangre disuelto, le permite constatar la catástrofe, sobrevivir al caos no busca, ni en la huida confiar; mas, ganoso de muerte, con bravura desesperada, quiso perecer con los suyos. ¿Qué te aprovechan ya rostral alborotada, y el foro, tribunicios bastiones desde donde, caudillo de la plebe, Curión, solicitaste la rebelión del pueblo? ¿De qué haber conculcado del Senado derechos y promover el bélico chocar de Magno y César? Antes que la funesta Farsalia enfrente a entrambos generales, tú yaces; ver transcurrir la guerra no te fue concedido. ¡Estas de sangre deudas a la Urbe pagáis, y vuestro cuello expía guerra, así, poderosos! ¡Feliz, Roma, y vosotros, dichosos ciudadanos, si les placiera a dioses, tal les place venganza, amparar libertad! Ave líbica engulle de Curión restos nobles, que insepultos quedaron. Y a ti, pues que no cabe silenciar unos hechos que librará la Fama del olvido, ofrendamos, mancebo, el homenaje que mereció tu vida. Jamás alumbró Roma tan preclaro talento ni con quien, si piadoso, contraer mayor deuda. Pero a la Urbe asolan malos tiempos, y el lujo y la ambición, y el déspota poder de la riqueza, virtud dudosa arrastran en morbosa vorágine. Fue decisivo el cambio de Curión, sobornado por el oro de César y el botín de la Galía. Y aunque sobre nosotros forzosa espada arróganse potente Sila, Mario feroz, Cinna cruento, (y aun la estirpe de César), ¿quién tal poder gozara? A Roma todos compran; sólo él la vendió.
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Así, entre los alternos azares de la guerra, en los que se equilibran victorias y derrotas, Fortuna, a ambos caudillos, igualados, conduce a macedonios campos. Ya el invierno, y las Pléyades bajando desde Olimpo, a Hemo orlan de nieve; y el día, que a los Fastos da nombres nuevos, llega e, inicial, honra a Jano, conductor de los tiempos. Y, en tanto que las leyes les otorgan poderes, ambos cónsules citan, a los que sus misiones de guerra senadores dispersos, en Epiro. Inhóspita y errante morada acoge a proceres romanos, y una Curia bajo techos extraños conoce los secretos de Estado. ¿Campamento quién llamaría a tantas segures, tantas fasces con derecho ostentadas? Tan solemne asamblea mostró al mundo no estar a Magno sometida, sino que Magno acata consignas del Senado. Al punto que el silencio domina el triste cónclave, desde un alto sitial, así Léntulo exclama: «¡Si aún vibra en vuestras almas reciedumbre latina de los antepasados, no miréis en qué tierras estamos, ni cuán lejos de los techos de Roma cautiva, nos sentamos; reconoced, en cambio, a los aquí presentes; y, antecediendo a acuerdos, decretad, Senadores, lo que es patente a reyes y a naciones: que somos nosotros el Senado! Pues, aunque bajo el carro glacial de Osa hiperbórea Fortuna nos llevara, o a la tórrida zona donde cercado el eje por ardientes vapores crecer no deja noches desiguales a días, hasta allí nos siguiese la potestad suprema y, con ella, el imperio. Cuando Tarpeyo templo quemado fue por hachas de Galos, y Camilo se sede fija en Veyos, allí fue Roma. Nunca se resolvió el derecho del Senado por cambio de lugar. César tiene no más que techos tristes, yacías casas, leyes calladas y unos foros cerrados por funesta suspensión; ve su Curia senadores expulsos cuando Roma era Roma. De tan alta asamblea, los demás, no exiliados, están aquí; inocentes de todo, en paz viviendo largo tiempo, primera conmoción de la guerra
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los dispersó: de nuevo, a sus escaños tornan. He aquí que los celestes nos compensan la pérdida de Italia con las huestes de todo el orbe: yacen aquellos enemigos bajo ondas ¡líricas; Curión, voz principal del Senado de César, muerto ha sido en los llanos desérticos de Libia. ¡Alzad banderas, Jefes; forzad cursos del hado; confiad en los dioses; y que Fortuna os preste coraje igual al que, del enemigo huyentes, vuestro ideal os diera! Nuestro mandato fina con el año. ¡Patricios!, cuyo encargo no tiene final, deliberad, y acordad que sea Magno nuestro caudillo!» Júbilo clamoroso tal nombre provoca, y el Senado pone en manos de Magno hados patrios y el propio. Luego, a reyes y a pueblos esforzados, se honran: febea Rodas, reina de los mares, recibe mercedes; y la ruda juventud del Taigeto; la secular prosapia de Atenas se menciona; y a Marsella, colonia de la Fócide, ofrécese total independencia. Preclaras distinciones se tributan a Sádala y al valeroso Cotis; y al fiel aliado en guerras, Deyótaro; a Rascípolis, señor de heladas costas; se estatuye que Libia, por poder del Senado, tenga en Juba a su rey. ¡Destino amargo!, a ti, Tolomeo, propio rey de una nación indigna, baldón de la Fortuna y de dioses oprobio, ceñir con la diadema de Pela tus cabellos se te permite. ¡Niño!: fatal espada logras contra tu pueblo, ¡y fuéralo sólo contra tu pueblo!. Se le dona el palacio de Lago, y se le añade la garganta de Magno; y el privar a la hermana del trono; y de su crimen, a César. Ya disuelta la asamblea, reclaman batallar. Las naciones y sus reyes se aprestan a la guerra, no obstante lo incierto del destino y el dudoso futuro. Sólo Apio recela los azarosos riesgos de Marte y, deseando conocer vaticinios celestes sobre el trance final de la contienda, ordena que le abran el santuario délfico del profético Apolo, tiempo ha clausurado.
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Distante igual del punto de ocaso y de la aurora, hasta el cielo levanta sus dos cumbres Parnaso, monte a Febo y a Baco consagrado: dos númenes que honran, con sus délficas trienales, las bacantes. Cuando anegó el diluvio la tierra, único limite fue, emergiente, esta alteza, del mar y de los astros. Incluso tú, Parnaso, por la llanura líquida seducido, una cima tan sólo descubriste y la otra ocultabas. Allí, ultor de tu madre, ya expulsa cuando el parto le oprimía las visceras, Peán a Pitón vence con primeriza flecha, en tiempos en que Temis regía reino y trípodes. Al advertir Peán que aquellas vastas simas telúricas latían de divina evidencia y que locuaces vientos desde el suelo se exhalan, se introdujo en los antros sagrados, y en lo arcano del santuario habita: vate allí se hizo Apolo. ¿Qué dios allí se oculta? ¿Qué potencia celeste se ha dignado vivir, secreta, en ciegas cuevas? ¿Qué numen, conociendo del eterno discurso de las cosas, consciente del transcurrir perpetuo del universo, quiso morar en nuestra tierra, revelarse a los pueblos, soportar su contacto, él tan grande y potente, ya preludie el destino, ya llegue a ser destino lo que él augure? Acaso, transfundida en el mundo para regirlo, haciendo que se sostenga el orbe por el espacio vacuo, magna parte del Júpiter total desde estas cuevas, a reunirse sale con el Tonante célico. Cuando el virgíneo pecho de la sacerdotisa este numen posee, su alma humana conmueve, la torna resonancia, desatando su lengua profética; lo mismo que el siciliano cráter crepita en llamaradas, cuando el fuego del Etna lo presiona; o que expiden vapores los campanios escollos con el soplo de Tifeo, sepulto por siempre bajo el peso del inmenso Inarime. Este dios, accesible para todos, negado para nadie, rechaza tan sólo la locura de la violencia humana. No allí ruegos malévolos susurrantes se elevan; pues sólo prediciendo lo posible y fijado, les veta a los mortales
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desear; y benigno con justos, a exiliados de sus ciudades, Tirios, sede otorga; destruye viniente guerra: el mar de Salamina pruébalo; calmó iras, tornando fecunda tierra estéril; disipó pestilencias del aire. ¡Don más grande nuestra edad no ha perdido que el silenciar la délfica morada, cuando miedo del futuro demuestran los reyes y a celestes les vetan la palabra! Pero impuesto silencio no disgusta a las vírgenes de Cirra, que disfrutan con el ocio del templo. Pues, si el dios en el pecho de alguna se introduce, premio o pena de haberlo recibido es la muerte prematura; el embate del ímpetu divino la complexión humana conmocionada deja y el ser del dios destroza las quebradizas almas. Apio, pesquisidor de finales destinos de Italia, el prolongado silencio de los antros y la inmovilidad de los trípodes quiebra. Al ordenar que abran la veneranda sede y que ante el dios la pávida profetisa se exhiba, sorprende el celador a Femónoe, vacante de cuidados, sin rumbo, por entre las arbóreas soledades que orlan a la fuente Castalia y a retornar la obliga hasta el umbral del templo. Temiendo pisar límites espantosos, la virgen de Febo procuraba, con estéril astucia, disuadir al caudillo de sus intemperancias por saber del futuro:«¿Por qué», le dice, «ímproba esperanza, oh Romano, de verdad te seduce? Mudo yace el Parnaso, y el dios, inerte; sea porque ya de estas cuevas se exoneró su espíritu y recorre otras tierras; o porque cuando antorchas barbáricas a Delfos incendiaron, cenizas la salida taparon de los profundos antros para Febo; o que Cirra, por voluntad de dioses, se ha callado y ya basten para aclarar arcanos del futuro los cantos de la vieja Sibila, vuestros siempre; o que, acaso, siendo Apolo enemigo de culpables, no encuentra digno a nadie de hablarle.» Quedó patente el dolo de la sacerdotisa, pues su mismo terror pruebas daba del numen. Trenzado velo, entonces, cubrió sus aladares,
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y las cándidas ínfulas, con el laurel foceo, sobre la espalda ciñen la suelta cabellera. Premiosa e indecisa, la empuja el sacerdote y en el templo penetra. Temiéndole al remoto sagrario del oráculo, se detiene al inicio del templo y, simulando concebir en su pecho tranquilo al dios, profiere falseadas palabras, sin que ningún murmullo de su confijsa lengua, traspasada atestigüe su alma de ardor sacro; de esta suerte ofendiendo, no tanto al general con vaticinios vanos, cuanto a la fe de Febo y aun a los mismos trípodes. Sus palabras, no trémulas por el tartamudeo; su voz, insuficiente para colmar los ámbitos de aquella inmensa cueva; el laurel aún ceñido, pues no se erizó el pelo; la calma del umbral y del bosque declaran que rehuyó la virgen, medrosa, darse a Febo. Advierte inertes Apio los trípodes y, airado, «Pagarás, oh sacrilega», le increpa, «por la afrenta que a mí, y a los celestes, a los que simulabas, infligiste, si al fondo del antro no penetras y, consultada sobre la tremenda catástrofe del orbe, por tí hablas.» La muchacha, aterrada, se dirige a los trípodes y, adentrada en las hondas cavernas, se detiene: sorprendida, concibe su pecho al dios, que infunde sobre la pitonisa el aliento del antro, aún tras siglos no exhausto. Dueño, al fin, de aquel pecho cirreo, Apolo invade, más potente que nunca, la carnal envoltura de la febea, expulsa su conciencia primera y obliga a todo el ser a que le ceda sitio. De sí fuera, corriendo por el antro, torciendo de un lado al otro el cuello, despidiendo las ínfulas y coronas febeas su erizado cabello, da vueltas por los ángulos del templo, derribando los trípodes que encuentra: terrible fuego abrásala, pues tu furor, oh Febo, la conduce. Y no sólo espuela y fusta usas, y socarras sus visceras; también le pones freno y a la adivina impides revelar lo que sabe. Presente se le hace la eternidad y oprimen su pobre pecho todos los siglos. Se le aclaran los cursos de las cosas;
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todo el futuro busca salir a luz; los hados por esa voz disputan; primer día conoce del mundo y el postrero; la extensión del Océano y el número de granos que su arena contiene. Tal como la Sibila de Cumas, que, indignada, en su retiro eubeo, porque su don profético al servicio estuviera de tanta gente, extrajo de entre la inmensa masa de todos los destinos, con altanera mano, los de Roma; así, plena de Febo, se fatiga largo tiempo Femónoe y arduamente te encuentra por entre magnos hados, que te ocultaban, Apio, consultor advenido hasta el dios encubierto de la castalia tierra. Al fin, rabiosa espuma despide el ebrio labio y gime perceptibles murmullos su garganta; luego, triste alarido resuena por la inmensa caverna y, ya domada la virgen, su voz última: «Tú escaparás, exento de tan graves peligros, a la gran amenaza de la guerra, oh Romano; y sólo tendrás paz en los valles de Eubea.» Ocultó el resto Febo, cegando su garganta. ¡Oh trípodes, custodios del destino del mundo!; y tú, Peán, señor de lo cierto, al que dioses ningún viniente día le ocultan, ¿por qué temes revelar la ruina de un imperio, los muertos caudillos, las exequias de reyes, tánto humano resbalando en la sangre de Hesperia? ¿Aún los númenes no aceptaron tal crimen y por dudar los astros en condenar la testa de Pompeyo, suspensos quedan tantos destinos? ¿O callas porque logre realizar la Fortuna la gestión de la espada vengadora, el castigo de crímenes, y surjan de nuevo ultores Brutos contra la tiranía? Mas ya, con el empuje del pecho de la virgen, la puerta cede; y sale despedida del templo, aún en trance, pues calla lo mucho que conoce y, por ende, al dios guarda. Aún furiosos sus ojos revuelve, y su mirada por todo el cielo yerra, bien con gesto aterrado, bien con torva amenaza: cambiante siempre, ígneo rubor tiñe sus labios y sus mejillas, lívidas no con blancor de miedo, sino del que lo inspira; no se aquieta su ánimo,
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pues igual que el mar gime tras borrascas del Bóreas, así sollozos mudos sacuden a la virgen. Y mientras que retorna, desde la luz sagrada, donde vio los destinos, a la luz de los hombres, la embargan las tinieblas: sus entrañas inunda Pean con el Leteo, y divinos arcanos le arrebata. Al momento, de su pecho se exhala la verdad, y a los trípodes de Febo va el futuro; y ella, apenas repuesta, se derrumbó. Tú, Apio, cegado por oráculo tan ambiguo, no temes a tu cercana muerte; y en tanto ya está en juego la posesión del orbe, te dispones, en vano, a usupar el dominio de la eubea Cálcide. ¡Ay, demente! ¿Qué dios, si se excluye a la Muerte, logró que desoyeras el fragor de la guerra y te hizo ajeno a todas las desgracias del mundo? Ocuparás lejano lugar en costa eubea, sepulto en memorable sepulcro, en donde al piélago estrechan pedregosa Caristos y Ramnunte, la que da culto a dioses, del soberbio enemigos; donde constricto mar hierve en rápidos vórtices y el Euripo, con onda cambiante, arrastra naves calcidias hacia Aulide, fatal para los nautas. Volvía, en tanto, César, dominada ya Iberia, dispuesto a conducir sus victoriosas águilas a otra parte del orbe, cuando sus claros hados pareció que los dioses trastocaban. Pues, Marte suspendido, vio el Jefe peligrar todo el éxito de sus crímenes dentro de sus propios reales, cuando sus huestes, fieles en campañas sin cuento, saciadas ya de sangre, del general deciden separarse; bien fuera, porque al no oir ha tiempo el vil son del clarín y al mantener la espada ya enfriada en la vaina, sus ardores guerreros se hubieran apagado; o, acaso, porque ansiando recompensas mayores, desdeñan causa y jefe, para vender de nuevo sus criminales armas. Jamás ante una crisis comprendió mejor César cuán inestable era la cima de su gloria y cómo se asentaba sobre trémula base. De tantos brazos ya mutilado; a su espada tan sólo reducido, quien arrastró a la guerra
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a tanta gente, aprende que no son, si desnudos, los aceros del Jefe, sino de los soldados. Mo es ya protesta tímida, ni refrenada ira por el pecho bullendo: pues lo que siempre es óbice para la acción en ánimos indecisos, el miedo de cada uno a otros que le temen y logra que sólo él sienta el peso gravitar del tirano, no les retiene. Audaz, la masa anula miedos: queda impune el delito perpetrado por muchos. Amenazas profieren: «Permítenos, oh César, permanecer al margen del horror de estos crímenes. Por tierra y mar procuras a nuestros cuellos hierro, ante cualquier contrario sacrificar te place nuestras íntimas vidas: te arrebató la Galia a muchos de nosotros; a otros, dura guerra de España; miles yacen en Italia; y tu ejército por todo el orbe amengua para aumentar tu gloria. Sometidos el Ródano y el Rhin, ¿de qué ha servido dilapidar la sangre por las tierras del Morte? ¡En premio a tantas guerras, civil guerra nos diste! Cuando, expulso el Senado, patrios techos tomamos, ¿a qué humano o qué dioses despojar nos dejaste? De sacrilegio reos por nuestro hierro y manos, pobreza nos redime. ¿Qué fin tendrá la guerra? ¿Qué te será bastante si hasta Roma te es poco? Ve nuestras canas, manos temblantes, brazos flojos. Sin gozar de la vida, fue nuestra vida guerra. Deja ir a los viejos a morir. Dones ímprobos pedimos: que no yazgan al morir nuestros cuerpos sobre inhóspito césped; no estar hendiendo cascos al fyjir nuestra alma; encontrar una diestra que nos cierre los ojos; expirar entre lágrimas de la esposa; y que pira por cada cual se erija; permite que en achaques nuestra vejez termine; que bajo César alguien no muera por espada. ¿Por qué con la esperanza nos arrastras, si todos conocemos qué horrores nos esperan? ¿Seremos los únicos que ignoren cuál es el mayor lauro dél crimen, en las luchas civiles? Nada valen las guerras si estas manos osar no pueden todo. Mi creencias, ni vínculos de derecho lo vetan. En aguas del Rhin, César fue caudillo: aquí, cómplice.
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A los que el crimen mancha, los iguala. Y encima, con tan ingrato juez para nuestras acciones, nulos son nuestros méritos; cualquier proeza nuestra se debe a su fortuna. Conozca que su hado nosotros somos. ¡César, aunque te asegurases el favor de los dioses, sublevado el ejército, habrá paz!» Dicho ésto, dispérsase la tropa por todo el castro y grita, ceñuda, contra el Jefe. ¡Así sea, oh celestes!, pues lealtad y honra nos han abandonado, decida lo más sórdido: civil contienda encuentre su fin en la discordia. ¿A qué caudillo pudo no aterrar tal tumulto? Por el contrario, César, avezado a enfrentarse con el hado y contento con forzar su fortuna en tan grande peligro, reacciona, sin dar tiempo a que amaine la cólera: furor caliente arrostra. Hubiera consentido que saqueasen templos; urbes; sede Tarpeya de Júpiter; que esposas o madres de patricios violasen. Crueldades le agrada que le pidan, que ambicionen las máximas recompensas que Marte pueda darles: tan sólo le aterran mentes claras en su indomable ejército. ¿No te avergüenza, César, que sólo a ti te plazcan ay, guerras que condenan hasta los que las hacen? ¿De sangre antes que tú se cansarán? ¿Gravoso se les hará el derecho de la fuerza? ¿Lo lícito y lo que no lo sea, tú habrás de proclamarlo? Cede, y prueba que puede vivirse sin las armas; fin tengan tus desmanes. ¡Cruel!, ¿por qué persistes? ¿Por qué a remisos instas? Civil guerra te huye. Impertérrito el rostro, César, encaramado sobre el compacto césped, ganándose el respeto de todos su entereza, grita lleno de cólera: «Soldado, que no ha mucho, furioso rostro y mano contra un ausente alzabas: he aquí un pecho desnudo al que herir puedes. Huye, si rehúsas la guerra, dejando en él tu espada. Rebelión no amparada por el arrojo, y jóvenes propensos a la fuga, cansados de los éxitos de un general invicto, delatan cobardía. ¡Marchaos, y dejadme con mi destino bélico! Hallarán estas armas otras manos, y ausentes vosotros, la Fortuna
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me otorgará un soldado por cada hierro libre. De Hesperia pueblos siguen en pertrechada flota a Pompeyo en su fuga. ¿Y a mí no habrá de darme mi victoria más gente para gozar del premio de una lid, que, si vuestra, será de los que, alzándose con vuestro esfiierzo, exentos de heridas, acompañen en mi gloria a los carros cubiertos de laureles? ¡Vosotros, grey abyecta de viejos ya sin sangre, seréis plebe romana pasar viendo el triunfo! ¿O imagináis que el astro de César menguaría con vuestra deserción? ¡Si a la mar amagasen juntos todos los ríos con retirar sus aguas, su nivel no bajara más que ahora se aumenta! ¿Pensáis que vuestra ayuda tuvo alguna importancia? Ño se rebajarían los dioses hasta el punto de que al hado preocupen vuestras vidas o muertes: una y otra dependen del destino del grande. Vive el género humano para sólo unos pocos. Tú, soldado, que bajo mi mando fuiste azote del Septentrión e Iberia, bajo Pompeyo habrías huido. Fuerte en armas Labieno fue con César; ya, desertor penoso, mar y tierra recorre con su nuevo caudillo. No me seréis más fieles si no me hacéis la guerra como aliados o adversos. Quien mis banderas deja y no abraza la causa de Pompeyo, renuncia para siempre a ser mío. ¡Caras son a los dioses, sin duda, mis empresas, pues no quieren brindarme más triunfales momentos hasta que yo no haya renovado mis tropas! ¡Ah, qué peso le quitan a mis cansados hombros los hados! Puedo ahora desarmar unas diestras que ambicionaban todo, y a las que el universo se les quedaba estrecho. Ya en propio beneficio la guerra haré. ¡Marchaos de mi real, cobardes quirites; entregadles mis águilas a hombres! Y a esos pocos que fueron causa de este locura, César no los retenga, sino el propio castigo. ¡Genuflexos, tended cabeza y cuello al hacha! Y tú, rudo recluta, ya baluarte único de mi real, contempla la ejecución y aprende cómo se mata, cómo se muere». Tembló toda la turba, anonadada con tan duras palabras
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y, aun siendo tantos, temen a una sola cabeza, a la que bien pudieran despojar de su imperio, pero que sabe hacer, disconformes los milites, que se empuñen espadas. Teme César que falten hierro y diestra a su orden: pero el acatamiento desborda sus recelos; no solamente espadas le ofrecen, mas las vidas. Mayor placer no gozan que el morir, o el matar, las criminales mentes. Con tan cruel convenio, volvió a reinar la calma y, gracias al castigo, los soldados le aceptan. Ordena alcanzar Brindis en diez jornadas César, y que allí se concentren las naves, fondeadas en el remoto Hidrunte y en la antigua Tarento; en las ocultas costas de Leuca; en la laguna de Salpi; y en Siponto, recostada en los montes de Apulia, donde fértil Gargano costa ausonia curvando, sale el mar Adriático, expuesto ál dalmático Bóreas y a calabreses Austros. Seguro sin su escolta, César marcha hacia Roma, ya habituada a órdenes de la toga; y, sin duda, cediendo en sus escrúpulos a los ruegos del pueblo, acepta, dictador, magistratura máxima, y concede a los Fastos el honor de ser cónsul. Y, así, todos los títulos con que, desde aquel tiempo, adulamos a dueños, los instaura esta época, en la que, César, grávido de derechos del hierro, mezclar le plugo espadas con segures ausonias, y las fasces con águilas; y arrogándose un nombre desprovisto de imperio, signó aquel triste tiempo con el cuño adecuado. ¿Qué otro cónsul pudiera eternizar mejor el año de Farsalia? Finge el Campo de Marte solemnes elecciones: dirime los sufragios de no admitida plebe; recoge en urna inútil los votos de las tribus. No es lícito los cielos escrutar: truena, y sordo permanece el augur; y, aun con búho a siniestra, perjúrase que son favorables las aves. Conculcado el derecho, pereció para siempre autoridad antaño venerada; y tan sólo por no dejar al tiempo sin nombre, con un cónsul mensual se designan los ciclos de los Fastos. Y, en el sumiso Lacio, divinidad que guarda
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a la ilíaca Alba vio, sin merecimiento, finar fiestas latinas en llameante noche. Inicia luego César vertiginosa marcha, más rápido que el rayo, que tigresa parida, por campos que el Apulio, perezoso, libera del arado y desbordan de abrojos; y, en llegando a las minoicas sedes de la curvada Brindis, contempla el mar cerrado por brumales galernas, y ante invernal solsticio recelosa a la escuadra. Vergüenza causa a César que, en vez de acelerarse la guerra, el tiempo pierdan en demoras equívocas y que estén retenidos en puerto, mientras libre la mar segura se abre a otros menos hadados. Y así infundió valor a los bisoños nautas: «Los invernales vientos, si onda y cielo dominan, más estables se muestran que los que están sumisos a veleidosos cambios de errátil primavera. Además no nos cumple ceñir costas y escollos, sino enfilar las olas con Aquilón soplando. ¡Encurve gavia y mástil este viento, y furioso nos empuje y nos lleve frente a murallas griegas, antes que el pompeyano, desde orillas feacias, veloz reme y sorprenda vencidas nuestras velas! ¡Cortad cabos que enfrenan afortunadas proras; más no malbaratemos nubarrón y ola airada.» Ya sumergido Febo bajo las ondas, iban saliendo las estrellas, y alargando sus sombras la luna, cuando amarras a un tiempo todos sueltan, liberan a las velas de sus cabos, y el nauta, las antenas girando, hacia babor orienta las gavias, y aprovecha los ya lánguidos vientos. Ligera brisa impele las velas al principio y un instante las comba; mas retornando al mástil, hasta el puente descienden; y, alejada la costa, seguir no puede el aura las naves que impulsara. Lenta yace la mar; y las ondas en mórbido torpor van estancándose, como inmóvil marisma. Tal aparece el Bosforo, agua escítica aunando, cuando enfrenan los hielos del Istro la corriente y el ponto es una inmensa llanura congelada; a cuanta nao sorprenden, los hielos aprisionan; sin fracturar la costra, va el jinete hasta el barco;
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no del nómada Beso la rueda quiebra ondas Meótidas, sonantes con ocultos reflujos. Desoladora calma del piélago, en la inerte quietud de aguas yacentes sobre el lóbrego abismo; como dejado por la natura, el mar muere, y, olvidando su alterna mudanza, no refluye, ni horroroso se agita, ni con sol centellea. Presas quedan las naos, al azar ofrecidas: por un lado, las naves adversas, aprestadas a batir la dormida llanura con los remos; de otro lado, el fantasma del hambre aterradora, si el sopor del profundo no se levanta. Votos insólitos se inventan contra insólito miedo: aquilones y olas se piden, que destrocen la calma de este estanque tranquilo y mar lo vuelvan. No hay nubes ni señales de cambio. Mar y cielo, serenos, la esperanza de naufragar alejan. Pero, en fuga la noche, luz velada de nubes trajo el día, y altera poco a poco el profundo, y hace ver a los nautas los Ceraunios moviéndose. Más tarde los navios se sienten arrastrados y avanza, a los impulsos del ondeo, la escuadra, hasta que, deslizándose con vientos favorables, en playas de Paleste sus áncoras se aferran. Las tierras circunscritas entre el veloz Genuso y el perezoso Apso, son testigos primeros de asentamientos próximos de los dos generales. El Apso sufre quillas merced a una laguna, a la que, lentamente, desagua con su cauce; al Genuso, las nieves, por lluvia o sol fundidas, precipitan; a entrambos, no abruman largos cursos, pues, cercanos al mar, tierra exigua recorren. A dos nombres de tanto prestigio aquí Fortuna convoca, y esperanza baldía alberga el mundo, infeliz, de que entrambos generales, apenas separados por tramos de tierra tan escasos que ver pueden sus rostros y distinguir sus voces, a abjurar se decidan del común sacrilegio. ¡Pero el suegro que, oh Magno, muchos años amaste, despues de tantas prendas de unida sangre, infausta por nacimiento y muerte de nietos, más de cerca no habrá de verte ya, sino en tierras del Nilo!
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A la obsesión de César por iniciar la lucha, la tardanza en llegar los refuerzos corroe. Los trae Antonio, audaz en cualquier lance bélico, ya en la guerra civil suspirando por Léucade. Como se atrasa, César con ruegos y amenazas lo reclama: «¡Oh culpable de universal angustia!, ¿por qué a dioses refrenas y al destino? Hasta ahora mis veloces avances lo decidieron todo; intervenir te deja Fortuna en trance último de una rápida guerra triunfal. No nos separa, con sus traidoras aguas, Libia, rota en sus Sirtes. ¿O es que envié a tus tropas a inexplorado abismo y estás sufriendo riesgos impensables? ¡Cobarde!, venir te ordena César; no ir. Yo mismo, ahora, cruzando entre enemigos, piso playas ajenas: ¿Y tú a mi castro temes? No aprovechar buen hado me duele, y hago votos por viento y mar propicios; no impidas a impacientes surcar dudosas aguas; si no me engaño, quieren unirse esos soldados a César, pese al riesgo de un naufragio. Palabras indignadas me fuerzas a emplear: con justicia no repartido hemos el orbe; tienen, César y el Senado, el Epiro; tú solo toda Italia». Al comprobar que instado con tres y cuatro avisos, se demoraba Antonio, y convencido César de ser él quien a dioses defrauda, y no los dioses a él, decide, en alas de secreta imprudencia, cruzar el mar que otros no cruzan, pese a órdenes. Sabiendo que a la audacia siempre un dios le sonríe, va a osar en leve esquife desafiar las olas, que a las mismas escuadras les imponen respeto. La quietud de la noche desvanecido había el fatigoso tráfago de las armas, exiguo descanso de los míseros, en cuyo pecho afanes no ambiciosos permiten que los acoja el sueño; ya callaba el real, ya la hora tercera había relevado nuevo turno de guardia: con cauto paso, César, en el vasto silencio, da comienzo a una empresa que ni el esclavo osara; sólo admite a Fortuna de escolta, a todos deja. Fuera ya de las tiendas, sobre los cuerpos salta de dormidos vigías, a los que burlar siente,
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y curva costa sigue, y a orilla de las aguas halló un esquife atado a las roídas rocas. A su dueño y piloto, no muy lejos, cobijo da segura cabaña, no erigida con troncos, 515 sino con junco estéril, y con palustres cañas tejida, y barca inversa tapando abierto flanco. Dos y tres veces César golpeó en ésta, haciendo que el umbral retemblara. De su blanda yacija de ovas se alzó Amidas. «¿Quién?», dice, «implora, naufrago, 520 refugio ante mi techo? ¿A quién Fortuna fuerza a que espere remedio de mi cabaña?» Dijo, y, de entre las cenizas sacando un trozo, aún tibio, de tomiza, reaviva la minúscula llama, sin curar de la guerra, sabiendo exenta presa 525 de guerra las cabañas. ¡Oh riquezas del mísero, inmunes a peligros, oh humilde hogar, oh dones divinos todavía no apreciados! ¿Qué templos ó palacios no hubiesen temblado, si llamase con mano firme César? Franqueada la puerta, 530 el general le dice: «Confía en que tus parcos deseos desbordados se verán, si me llevas, como te ordeno, joven, hasta Hesperia; más tiempo no habrás de depender de tu barca y tus manos; ni habrás de soportar senectud indigente. 535 Confía, sin dudar, tu suerte a un dios, que busca colmar tus pobres lares de riqueza imprevista»: Así dijo, incapaz de emplear la llaneza, pese al manto plebeyo. Respondió el pobre Amidas: «Vedan muchas señales surcar nocturno ponto; 540 pues no se ocultó el sol entre rútilas nubes, ni con rayos concordes: con luz quebrada, Febo llamaba tanto al Moto, como invocaba al Boreas. Y más: mostraba lánguidos los centros de su orbe, al irse; y su luz débil no ofuscaba al mirarlo; 545 tampoco se elevó reluciendo la luna en un grácil creciente; veladuras mostraba en los netos biseles de su curva, y agudas no finaban sus puntas como afilados cuernos; enrojeció al insulto del viento, y luego, lúrida y triste, mustio rostro veló bajo una nube. 550 Tampoco el agitarse del bosque ni el retumbo del litoral me placen; ni el incierto enfrentarse
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del delfín con las olas; ni que el mergo, en lo enjuto, se pose; ni que, altísima, volar ose la garza, desdeñando sus plumas marinas; ni que, inquieta, somormujando el pico de vez en vez, la playa recorra la corneja como anunciando lluvia. Mas si acontecimientos decisivos lo exigen, mis manos están prestas: o arribaré a esas costas o, en otro caso, vientos y mar me lo impidieren.» Dijo así, y liberando su esquife, ofreció velas a los vientos; los cuales se desencadenaron con tal fuerza que estrellas fugaces por el éter, trazaron, descendiendo, divergentes estelas; e, incluso, astros inmóviles en la celeste bóveda a moverse llegaron. Oscuro horror domina la espalda de las olas; amenazantes hierven cordilleras de agua que, al embate cambiante de la galerna, anuncian borrasca para el piélago. Dijo entonces el guía de la azorada nave: «Observa lo que incuba la insania del profundo; duda si amenazarnos con Austros o con Céfiros, pues las ondas golpean por cualquier lado al barco. Según nubes y cielo, Moto es; si atendemos al bramido del ponto, dominarán los Coros. Con tal turbión, ni naufrago ni nave tocarían litorales de Italia. Renunciar al viaje y hacia atrás poner rumbo la salvación sería. Permite que mi exahusto navio vuelva a tierra cuando aún costa próxima no resulta lejana.» Tan convencido César de que todo peligro ante él cedería, «Desprecia», le replica, «del mar las amenazas, y que a las velas combe furioso viento. Dios te seré, si es que en dioses, para arribar a Italia, no confías. La causa mayor de tu temor es ignorar quién sea tu pasajero; al cual no abandonan los númenes jamás, y a quien Fortuna le agravia si le exige, para ayudarle, votos. ¡Irrumpe entre las olas, so mi amparo, seguro! Concierne al mar y al cielo, no al barco, resolver este trance: pues César, con su peso, a cubierto lo pondrá de las olas. Mo se concederá mucho tiempo a la furia salvaje de los vientos: les será provechosa
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esta nave a las ondas. ¡No revuelvas el brazo; huye a vela tendida de la próxima costa; ten por cierto que puerto calabrés hallaremos, cuando ya no pensemos que otra tierra se ofrezca ni a la nao ni a nosotros! Lo que con tarito estrépito se prepara, tú ignoras: cielo y mar la Fortuna, para favorecerme, remueve.» No más dice, pues rapaz tromba carga contra la nave; arranca los cortados cordajes, arrebata las velas, volantes ya por cima del frágil mástil, y hace crujir a las cuadernas vencidas del esquife. Todo el orbe es ya presa del suscitado daño. Primero alzaste tú, Coro, desde el Océano Atlántico la testa, conmocionando ondas. Ya con tu embate el mar se enfureció y lanzaba contra las costas todas las olas; frío Bóreas de frente viene y tuerce la oleada: el mar duda a qué viento rendirse. Pero vencen las iras del Aquilón escítico, que tal vórtice engendran que abisales arenas se tornan vadeables. No en escollos terminan las olas que alzó Bóreas; se quiebran contra olas del Coro; cesa el viento, y aún osan enfrentarse las airadas corrientes. Creo probable que el Euro también amenazase; y que el Noto, preñado de lluvia, no yaciera bajo la pétrea cárcel de Eolo, y que arribaron juntos, desde sus sedes, a defender con fieros turbiones sus provincias, para que no perdiera sus límites Océano. Pues a pequeños mares los rapta la procela: por ondas del Egeo va el Tirreno; resuena, vagante, el Adriático por el Jónico. ¡Montes, muchas veces batidos por el mar vanamente, se hundieron aquel día! ¡Qué altas cimas cedió, derrotada, la tierra! Ninguna costa engendra tan poderosas olas; proceden del Gran Mar; llegan de otro hemisferio; son monstruos de ondas que circundan el mundo. Así, quien rige Olimpo, de castigar maldades ya cansado su rayo, pidió ayuda al tridente fraternal y la tierra se incorpora a los reinos segundos cuando el mar anegó a las naciones, cuando Tetis sus límites sólo tuvo en el cielo.
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Tan grande masa de agua las estrellas tocara si con las nubes, Júpiter, no obstruyera su paso. No fue celeste noche; velado quedó el cielo con infernal palor y, espesado de nimbos, se desplomó, y las olas beben lluvia en las nubes. Cesó temible luz: no brillaban los rayos y la cargada atmósfera retumba entre tinieblas. Crujió entonces el ámbito celestial, crujió el eje, y, forzados los polos, vaciló el universo. Temió Natura el caos. Pareció que las cosas, concordes, tregua quiebran; y que otra vez volvía la noche entremezclada de manes y de dioses. Ante tan gran catástrofe del mundo, en no haber muerto la única esperanza de vivir asentaban. Cuanto plácido ponto desde alturas de Léucade se ve, tanto contemplan los aterrados nautas, desde húmedas cimas, y al descender las ondas apenas sobresale de entre la mar el mástil. Velas tocan las nubes, y la quilla los fondos. Pues ya el mar las arenas abisales no oculta, que en las crestadas moles se ha encimado completo. Desarma a su pericia su temor, y no acierta el piloto qué ondas hender o esquivar debe. La discordia del ponto favorece a estos míseros, pues ola alguna logra sumergir el esquife bajo otra ola: el agua bate el flanco escorado, lo eleva, y arduos vientos impulsan al navio. No los inciertos bajos de Sasón, no la costa rocosa de la corva Tesalia, no los puertos del litoral inhóspito de Ambracia atemorizan a los nautas: las cimas de los montes Ceraunios es lo que temen. César consideró ya digno de su hado el peligro. «¿Tan gran trabajo», exclama, «se toman los celestes para acabar conmigo, que a mí, asentado en leve navio, me combaten con inmensa borrasca? Si el honor de mi muerte se le ha donado al mar y negado a la guerra, aceptaré, impasible, cualquier final, oh númenes, que me otorguéis. Al día con el que huidizo hado mis hañazas remate, sólo opondré la gloria de lo que lego: pueblos norteños domeñados; por temor, sometidas las adversarias armas;
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Roma viendo a Pompeyo como a segundo mío; por guerra hurtadas, fasces que me otorgara el pueblo; magistratura alguna denegada a mis méritos; excepto tú, oh Fortuna, madrina de mis votos, nadie habrá de saber que, al ir hacia las sombras de la Estigia, abrumado por todos los honores, cónsul y dictador, muerte anónima tuve. No necesito, oh dioses, de funeral alguno; mi truncado cadáver guardad entre las olas; pira y tumba me falten, con tal de ser temido por siempre, y que a los pueblos preocupe mi regreso.» Diciendo esto, ola gigantesca lo eleva, ¡oh indecible prodigio!, con su maltrecho esquife y siempre sosteniéndolo sobre la erguida cresta lo conduce hasta donde la angosta orilla libre se ve de agudo escollo, y en la playa lo deja. Al tocar tierra, César, de un envite recobra los reinos todos, todas las urbes, y su hado. Pero su vuelta, cuando despuntaban albores, no pasó inadvertida para su campamento, tal su secreta fuga. Gemebundos soldados al General rodean con quejas y reproches, para él agradables. «¿Adonde, oh duro César, te condujo tu arrojo temerario? ¿A qué hados nuestros ínfimos seres quisiste confiarles, en tanto a la implacable procela te entregabas? Cuando salud y vida de innumerables pueblos de tu vida dependen, y eres tú la cabeza de casi todo el orbe, ¿no es cruel que desees morir? ¿Ningún guerrero se mereció la honra de perecer contigo? Cuando el mar te arrastraba, en el sopor yacíamos del sueño. ¡Oh gran vergüenza! ¿Fue causa de que a Hesperia te marchases tú solo parecerte cruel que otro alguna sufriera por ti furias del piélago? Desesperado ánimo a temeraria acción y a mortales peligros llevar suele: mas tú, que dominas el mundo, ¿te entregas así al mar? ¿Tanto exiges a númenes? ¿Bastante es para el sino de la guerra esta gracia de la Fortuna: haberte devuelto a nuestras costas? ¿O te place valerte de dioses, no por ansia de ser rector del orbe, sino náufrago alegre?»
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Disipada la noche, claro día interrumpe con el sol estas pláticas, mientras, cesando, dejan los vientos que se aplaquen las coléricas ondas. Cuando en Hesperia miran los caudillos la líquida llanura, ya cansada de borrasca, y del cielo surgir un limpio Bóreas serenando las aguas, levan anclas: el viento, y unas manos expertas en sostener el rumbo, ios mantiene agrupados largo trecho; y avanzan por el inmenso piélago como escuadrón terrestre, las proas tras las popas. Pero engañosa noche vetó a los marineros regular con las velas el viento, y se dispersan. Así, cuando el invierno las acucia, abandonan el Estrimón helado las grullas para, oh Nilo, beberte, y en su vuelo primero variadas figuras, al azar, van trazando; mas Noto golpea, en las alturas, las extendidas alas y en círculos confusos se aglomeran, y borran, al dispersar su pluma, la letra que formaron. Cuando vuelve la luz, un más profundo viento, nacido con el orto de Febo, da en las popas; rebasan litorales de Liso, errada meta, y tocan en Ninfeo: sin Aquilón sus ondas, el Austro -expulso el Bóreas- ya puede ofrecer puerto. Cuando todas las tropas de César se agruparon en un único ejército, Pompeyo, comprendiendo que a su real le esperan los decisivos trances de un impiadoso Marte, salvaguardar decide su interés de marido, llevándote, Cornelia, a la remota Lesbos, distante del estrépito guerrero. ¡Ay, cuánto puede sobre almas magnánimas justa Venus! Cobarde y hasta menesteroso también te hizo, oh Magno, tu amor ante el combate; frente a los desafueros de Fortuna, cerniéndose sobre el mundo y la suerte de Roma, tú a lo único que atender procuraste fue a tu esposa. A su mente, ya convicta, le faltan las palabras, y gusta dejarse a blando olvido, retardando el futuro, difiriendo un instante todavía el destino. Casi a la madrugada, cumplido el primer sueño, Cornelia, en tanto abraza con ternura al marido por sus cavilaciones abrumado, y que evita
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sus amorosos besos volviéndole la espalda, admirada al notarle mojadas las mejillas, de dolor ciega, no osa ver a Magno llorando. El, gimiente: «¡Oh esposa», le dice, «aún más dulce para mí que la vida (no la presente, ingrata; la tan feliz de ayer): llega el día funesto que, en exceso tal vez o exiguamente acaso, dilatamos: ya César con grande armada irrumpe. Hora es ya del combate; del que tú exenta, en Lesbos, habrás de estar. Desiste de pedirme lo mismo que ya me negué yo. Será corta la ausencia; se precipitarán los acontecimientos; ruinas prosperando, pronto ceden las cumbres. Tú habrás de contentarte con oir de mis cuitas. Me decepcionaría tu amor si capaz fueses de presenciar la guerra. Y, en cuanto a mí, ya Marte dispuesto, me avergüenzo de haber gozado sueño tranquilo con mi esposa, y al aterrarse el mundo, porque las trompas bélicas emitieron sus sones, salir de tu regazo. A un Pompeyo dichoso entregar a una guerra fraterna me disgusta. Tú, en tanto, más segura que pueblos y que reyes, permanece escondida, sin que te oprima el peso del hado de tu esposo. Si las divinidades nuestra causa recusan, al menos sobreviva lo mejor de Pompeyo, su esposa, y a ella acuda si un vencedor cruento y el destino le apremian.» Desfalleciendo, apenas soporta tan agudo dolor, y huye el sentido de su atónito ánimo. Al fin, su voz profiere tristísimas querellas: «Ni siquiera el recurso me resta de quejarme a la Fortuna, oh Magno, o a dioses, de mi tálamo; no es desgracia, ni tea cruel de final pira, lo que nuestro amor quiebra, sino lance mostrenco y plebeyo: el marido que deja y que repudia. Mientras César avanza, rompamos lo que antorcha nupcial hubo pactado y aplaquemos al suegro. ¿A mi fidelidad tan mal conoces, Magno? ¿Podré sentirme a salvo si tú estás en peligro? ¿No es común nuestra suerte desde hace ya tiempo? ¿Deseas, oh cruel, que a los rayos y a horrible ruina, de ti ausente, yo exponga mi cabeza?
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¿Más acertado estimas que a perecer comience cuando a ti la esperanza seguridad te brinda? Supon que a ser esclava de indignos rehusara y que, dándome muerte, quisiera hasta los Manes ir contigo: ¿valdría que te sobreviviese hasta que esa noticia de tu fin me abrumara en remoto país? ¡Mira que me habitúas a mi hado, oh cruel, y a dominar mi pena! Excusa lo que pienso: poder sufrirlo temo. Si es que aún sirven votos y los dioses me oyen, forzoso es que me entere de tu suerte la última; vencedor resultaras, y aún erraré angustiada por la costa, temiendo de la nave que traiga tan feliz nueva. Pero, ni alcanzando el triunfo, cesarán mis recelos; pues, viviendo en regiones desguarnecidas, presa seré de huyente César. Si el exilio de esposa de un hombre tan ilustre como el Magno, en notoria convertirá esta isla, ¿quién desconocería mi estancia en Mitilene? He aquí mi último ruego: si, vencidas tus armas, recurso más seguro que la fuga no hallas, al embarcarte, enfile tu infausta nave puerto desconocido: a éste vendrían a buscarte por estar yo.» Esto dicho, trastornada, del lecho saltó, sin concederle demora a su desgracia. No consintió ceñir en dulce abrazo el pecho del triste Magno; y pierde las extremas ternezas de un amor acendrado. Dolor los dos apuran, (para exclamar «¡adiós!», les faltó aliento a entrambos al separarse); en toda su vida no hubo un día más lúgubre: los males que después acaecen, hechos ya al infortunio, con firmeza los sufren. Prívase la infeliz y, recogida en brazos de sus siervas, la llevan hasta la arena ecuórea, y, luego de postrarse para abrazar la tierra, la suben a la nave. No tan desconsolada, patria y puertos hesperios abandonara, huyendo del despiadado César. La casta compañera de Magno va ahora sola; deja atrás al marido, y de Pompeyo huye. ¡Terrible noche aquella siguiente para ti! En el viudo lecho, por vez primera entonces, en inquieto reposo
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permaneces, sintiendo soledad fría al lado. ¡Mil veces en el sueño, con las manos burladas, ciñó desierta cama y, olvidando la huida, buscó entre las tinieblas de la noche al marido! Pues aunque interna llama le queme las entrañas, no se atreve a ocupar todo el lecho su cuerpo; libre deja una parte. Miedo ha sin su esposo. Mas no urden los númenes alegría: se acerca la hora que a la mísera le devuelva su Magno. FIN
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Después que ambos caudillos, ya inmediato el encuentro, asientan sus reales, frente a frente las tropas, sobre dos cimas próximas, y los dioses ven juntos a sus dos paladines, desdeña ocupar César más fortalezas griegas y rechaza del hado ningún Marte propicio, si no es sobre el yerno. 5 Reclama con sus votos hora al mundo funesta, en la que todo acabe de una vez. Sueña el golpe fatal que corte, a uno o al otro, la cabeza. Por tres veces despliega por las colinas hombres y enseñas, amagando combate, atestiguando ser su intención buscar la ruina de Roma. 10 Al ver que no le acepta su yerno escaramuzas que inicien la batalla, sino que a su recinto vallado se confia, mueve él las enseñas por ocultos senderos de los boscosos campos, y a sorprender Dirraquio veloz se precipita. Garia Magno a su acción, por el mar atrochando, 15 y en la que los Taulantios colina Petra llaman acampa, y a murallas efíreas guarnece de la ciudad, ya fuerte por sus propias defensas. Mo vetustos bastiones de bien trabadas masas la ciñen, obra humana, si resistente, fácil 20 en ceder a las guerras, o a los años, que a todo lo destruyen pasando; su fortaleza estriba en su incolumidad para ofensas del hierro por situación y trazas del lugar: circundado por marítimas simas y oleantes escollos, a exigua lengua debe no conformarse en isla. 25 Estas rocas, terribles para el nauta, sustentan los muros, y si el Jónico, por el Austro azotado, furioso bate templos y hogares, rompe el agua su espumeante cólera sobre los altos techos. Ya obsesionado el ánimo belicoso de César con la loca esperanza de cercar al contrario, 30 por las vastas colinas extendido, erigiendo murallón de amplio radio, midió a ojo distancias y no se contentó con levantar obstáculo de materiales frágiles: mandó traer ingentes peñascos, graves moles sacadas de mansiones del griego, de canteras o de viejas murallas. 35 Construcción tal se erige que ni artero ariete
ni otras máquinas bélicas quebrantarlo pudieran. Se escinden las montañas; y, plana, por lo abrupto, César lleva la obra: cava fosos, dispone torreados fortines en la altura, y ceñida con dilatado abrazo gran extensión de tierra, en vasta trampa encierra fieras, bosques y valles. No carece de pastos ni de campiñas Magno, quien, pese al cerco, puede mover su campamento. Allí innúmeros ríos fatigan sus corrientes hasta agotar sus cursos y si César desea revisar todo el tramo de las obras, rendido, descanso ha de tomar en mitad de los campos. ¡Ensalcen las antiguas leyendas las murallas de Ilion, y a los dioses se atribuyan; los Partos fugitivos ostenten babilónicos muros, alzados con el frágil ladrillo; más que éso: cuanto bañan el Tigris y el impetuoso Orontes; cuanto ocupan los reinos orientales de Asirios, lo encerró en obra súbita, febrilmente erigida entre el tumulto bélico. Fue vana la tarea. Y, sin embargo, hubieran podido tantos brazos unir Sestos y Abidos; cegar de Friso el ponto con la extraída tierra; o separar a Efiro de los extensos reinos de Pélope; o, al nauta, evitarle el penoso rodeo de Malea; o, pese a la Natura, mejorar, trastocándolo, cualquier lugar del orbe. Se estrecha el área bélica; aquí crece la sangre que ha de ver todo el mundo; tesálicos y líbicos desastres aquí nacen; hierve rabia civil en reducida arena. No se apercibe, acaso, Pompeyo del inicio de las obras de asedio; como quien, bien seguro en región interior de Sicilia, no escucha el ladrar del rabioso Peloro; o tal Britanos de Caledonia ignoran de las ondas la furia, que encrespa errante Tetis por rutupinas costas. No bien ve por el vasto terraplén clauso el campo, también él, desplazando desde la fuerte Petra sus fuerzas, disemínalas por distintas colinas, para obligar a César a dividir su ejército, debilitando el cerco; y del murado campo se aseguró un espacio semejante al que media
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desde la excelsa Roma hasta la parva Aricia boscosa, (que a Diana micénica celebra) en longitud igual a la que cubre el Tiber, si, luego de besar las murallas de Roma, descendiera hasta el mar, sin torcer nunca el curso. No suenan los clarines, sólo hay flechas perdidas; y, a veces, es mortal bisoño arquero en prácticas. Mayor cuidado impide la lucha a los caudillos. Magno teme que, exhaustas, las tierras no renueven los pastos, asolados por el continuo golpe del córneo casco, al trote, del inquieto jinete. Belicoso corcel, al que agotó la tierra devastada, aunque llenos se muestran los pesebres de la importada paja, se derrumba, frenado su ímpetu, de pronto, por un pasmo en las corvas; y expira rastreando su belfo hierba nueva. Deshace el pus los cuerpos y disuelve los miembros, en tanto el cielo inmóvil adensa los miasmas de peste en negra nube. Con tales soplos, Nesis, exhala vahos de Estigia por entre humosas rocas y del letal Tifón la rabia espiran antros. Llegó su turno al hombre; pues, más propicia el agua que el aire a la ponzoña, con cieno secó visceras. Ya la cerúlea piel, retensa, el ojo chasca; ya con su hervor invade los rostros sacro morbo; ya la cabeza, exangüe, se niega a sostenerse. Y a cada instante el hado mayor dureza muestra; no admite el mal fronteras entre deceso y vida; con los primeros síntomas, sobreviene la muerte; y, al ser más los cadáveres, la pestilencia aumenta: conviven los vivientes con insepultos cuerpos; pues en ser arrojados de las tiendas encuentran funeral estos míseros. Sin embargo, atenúan la desgracia, Aquilones, que desde el mar ya soplan, y el arribo de naves con extranjeras mieses. Libre, en tanto, el contrario sobre las espaciosas colinas de la zona, no sufre los miasmas del aire, ni las aguas estancadas; mas sufre de hambre atroz, tal las víctimas de un prolongado asedio. Todavía no estando, sobre su esbelto tallo, turgentes las espigas, se ve a la turba hambrienta lanzarse sobre el pasto de las bestias; arbustos
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expoliar; de sus hojas despojar a los árboles y arrancar, de raíz, letal hierba ignorada. Lo que ablandar el fuego o triturar el diente o acoger el estómago, la garganta escoriando, y multitud de cosas, a mesa humana ajenas, consumen los que sitian a enemigo saciado. Y en cuanto el cerco a Magno le pareció oportuno romper, y vía libre lograr por todo el campo, no busca oscuras horas de la sombría noche; desdeña incierto asalto que a las armas de César envainadas dejase: salir por amplias brechas desea, paso abriendo, ya abatidas las torres, por entre las espadas, causando un gran estrago. Propicia le parece cierta zona del muro a la que guarniciones de Minucio no amparan e intrincada maleza, con densa fronda oculta. Hasta allí, sin que el polvo lo delate, a sus tropas conduce, y por sorpresa, frente al muro aparece. Mil águilas romanas fulgieron al unísono y mil tubas sonaron. Y porque nada al hierro debiese la victoria, pavor inmoviliza a enemigos atónitos. Y señal evidente de su valor: yacieron donde de pie debieron resistir. Ya no había quien recibiera heridas, y el turbión de los dardos caía en el vacío. Entonces, teas lanzadas esparcen pez ardiente; entonces, oscilantes, las torres se cuartean. El terraplén vomita bajo el batiente ariete. Ya, sobre lo más alto del bastión, pompeyanas águilas sobresalen; ya alza el mundo derechos: el lugar que Fortuna no les arrebatara ni con miles de hombres, ni aun con todo César, sólo un hombre lo libra del vencedor, e impide su conquista; declara que, en tanto él blanda un arma y esté en pie, negaría la victoria a Pompeyo. Su nombre: Esceva, simple soldado en los inicios de la lid contra fieros habitantes del Ródano, le ascienden sus heridas y se le otorga mando de Centurión del Lacio; a matar presto, ignora que el valor en contienda civil es gran delito. Este, cuando a sus hombres, ya desertado Marte, ve acogerse a la fuga: «¿Adonde os lleva», díceles,
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«pavor impío, ignoto para tropas de César? [Oh siervos torpes, grey de esclavos, ¿sin verterse la sangre] huís la muerte? ¿Es que no os avergüenza no estar entre los héroes, y que vuestros cadáveres las piras no devoren? Si lealtad no os basta, oh jóvenes, ¿la cólera no os dará fortaleza? Para hallar vía libre, de entre todos, nosotros los elegidos fuimos. No poca sangre a Magno le costará este día. Más feliz a las sombras descendería, viendo las facciones de César; pero Fortuna niégame tal testigo: mi muerte la elogiará Pompeyo. ¡Quebrad con el impulso del pecho el dardo! ¡Embote la garganta a la espada! Ya de lejos percíbense polvareda y estrépito de este caos, y César, alerta, lo habrá oído. Vencimos, camaradas: en tanto perecemos, vendrá quien recupere la posición». Suscita tanta furia esta voz como no la encendiera inicial son de tuba, y al héroe admirando, deseosa de verlo, la juventud le sigue, curiosa por saber si el valor, sorprendido por número y lugar, vale más que la muerte. Se afinca él en el muro desportillado, y hace rodar a los cadáveres que llenaban las torres y aplasta con los cuerpos al que subiendo viene; hasta el escombro sirve de proyectil al héroe: maderos lanza y piedras; y aun él mismo amenaza caer sobre el contrario. Ya con la firme lanza, o con el cuento aparta del muro pecho adverso y con la espada amputa mano asida a los bordes; con un peñasco aplasta cabezas y salpica los sesos, indefensos bajo del frágil cráneo; con fuego prende a otro la barba y los cabellos, y las llamas crepitan al quemarse los ojos. Y en cuanto la creciente cosecha de cadáveres iguala muro y suelo, con salto semejante al del ágil leopardo sobrevolando puntas de venablos, se planta de la turba en el centro. Y allí, entre densos cúneos comprimido, por todos cercado, vence a cuantos enfrenta su mirada. Y, ya embotado el hierro por la costra de sangre, [al golpear, quebranta; no hiende al enemigo]
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arte pierde su espada; sin herir, quiebra miembros. Ataque en masa sufre; de todo tiro es blanco. Mo yerra mano alguna; cualquier lanza le acierta, mira insólita lid la Fortuna: el encuentro de un hombre y un ejército. Resuena el fuerte escudo con los continuos golpes, y las abolladuras del casco le comprimen las abrasadas sienes. Y ya nada protege mejor partes vitales desnudas que los dardos hincados hasta el hueso. ¿Por qué desperdiciáis, oh locos, lanza y grácil saeta, si sus tiros jamás serán mortales? Abatirlo pudiera tan sólo una falárica de bien tensado nervio; o el imponente peso de las piedras de un muro; o un ferrado ariete; o un curvo ballestón desplazarlo del ángulo donde Esceva se yergue, tal valla infranqueable, a César defendiendo, conteniendo a Pompeyo. Ya el pecho sin coraza, y desdeñando escudo, porque el brazo no salve su vida con vil acto, afronta solo todos los golpes de la guerra, y erizado su pecho de flechas, torpe el paso, elige al enemigo sobre quien derrumbarse. [Tal bestia libia; ingente, como marino monstruo] Tal elefante líbico cuando la densa lluvia de los golpes repele con sus rugosos lomos y, al sacudirse, librase de las hincadas lanzas, indemnes sus entrañas, y sin que brote sangre, clavadas permanecen en la bestia las flechas; no basta tanta herida de dardos y venablos para que se produzca una única muerte. Dictea mano lanza contra Esceva su flecha gortinia, desde lejos, mas tan certeramente que en su cabeza entró por el globo del ojo siniestro. Rompe, el héroe, ligamentos que el hierro perdonó, y arrancando flecha y ojo colgante a entrambos pisotea. Mo de otro modo, la osa panonia, más feroz tras el golpe, al lanzarle el libio su venablo con exigua correa, sobre la herida vuélvese y, enfurecida, busca el dardo que la hirió, que huye y gira con ella. Desencajado el rostro por el furor, y en sangre bañado, informe, Esceva no parecía humano.
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Jubiloso hinche el aire gritar de vencedores: no sintieran más gozo con heridas de César que con las de este humilde soldado; que su cólera escondiendo en el alma, afable el rostro, exento de arrogancia, «¡Ya basta, ciudadanos!», les dice, «llevad el hierro lejos de aquí. Para mi muerte, no hace falta otra herida, ni que me hinquéis más dardos; bastará con sacármelos. Ayudadme y portadme con vida al campamento de Magno. Este servicio prestad a vuestro Jefe: que sea ejemplo Esceva de traición contra César y no de muerte honrosa». Palabras tan astutas creyó el infeliz Aulo, sin fijarse en la hoja que hacia él se enfilaba y, al tratar de cargar cuerpo y armas de Esceva, fulminante recibe la espada en pleno cuello. Esta muerte confiere nuevos bríos a Esceva y, «Pague», dice, «pena semejante el que espere mi sumisión: si Magno la desea, que abata su pendón, y se humille frente a César. ¿Acaso parecido a vosotros y esquivo a mi destino me reputáis? Mi amor por la muerte supera al vuestro por la causa del Senado y Pompeyo». CIna gran polvareda, mientras ésto expresaba, indica que se acercan las cohortes de César. Exonera tal nube del deshonor a Magno, pues ya su tropa, Esceva, de ti solo no huye. Al cesar Marte, caes; que a ti te daba fuerzas el correr de la sangre. Al desplomarse, brazos de amigos lo recogen y lo alzan, exánime, sobre sus hombros. Tal si encerrase en su pecho acribillado un numen, en él veneran, viva, la imagen de la magna Virtud; todos compiten por arrancarle dardos del traspasado cuerpo para exornar con ellos a dioses; o el desnudo pecho de Marte, Esceva, con tus armas. ¡Qué gloria para ti, si la espalda te hubieran vuelto rudos Iberos; o el Teutón, de astas largas; o el Cántabro de exigua espada! ¡Ornar por tu hazaña no puedes, con despojos de guerra, los Templos del Tonante, ni exultar con tu grito gozoso en los Triunfos! ¡Infeliz, cuánto esfuerzo te costó tener dueño! Repelido Pompeyo de este flanco del castro,
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no permanece inmóvil vetando, pigro, a Marte más que el ponto lo hace, cuando al soplar los Euros, contra la costa irrumpe quebrando su onda en ella, o socava el costado de un escarpado escollo, su vaivén propiciando postrer derrumbamiento. Desde aquí a fortalezas ribereñas del plácido profundo se dirige y, en dos trances de Marte, las toma; disemina su ejército a lo ancho, y en el extenso campo sus tiendas planta; y goza con poder permutar cuando quiera su castro. Así el Po sobrepasa, crecido, sus riberas; las defensas desborda y los campos devasta, y si deshace el ímpetu de su turbión la tierra, que no logró oponerse del envite a las iras, la inunda con su flujo, y su corriente cubre campos antes ignotos; roba tierra a un colono y a otro el Po la regala. Se enteró tarde César de la lucha, advertida por fuegos de atalaya; y halla muros caídos; el polvo ya extinguido; y unos fríos escombros, como de viejas ruinas; le enfurece la paz del lugar y le amarga la quietud pompeyana y hasta el sueño de Magno, tras derrotar a César. Y dispone un ataque, bien que sea en su daño, que turbe aquella Fiesta. Furioso avanza contra Torcuato, quien advierte la embestida de César con la misma presteza que el nauta, viendo el mástil conmoverse, sustrae las velas al circeo temporal; y retira su tropa al interior de un más sucinto muro, para agrupar las armas en pequeña corona. Cruzado había César las primeras defensas, cuando, desde lo alto de todas las colinas, Magno lanza sus fuerzas y las despliega contra su enemigo cercado. No tanto terror siente quien habita los valles henneos ante Encélado, con el Noto soplante, cuando el Etna sus antros vacía y torrencial las campiñas abrasa, como sintió el soldado de César que, vencido, aun antes de luchar, por la gran polvareda, temblando entre la nube de su pánico ciego, tropieza al enemigo del que huyó, y aterrado precipita sus hados. La sangre necesaria
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para la paz de guerras civiles se vertiera si el mismo Magno airadas espadas no enfrenase. ¡Feliz, Roma, estuvieras, y en calma, de ti dueña, si aquel día, en tu nombre, Sila hubiese vencido! ¡Es, ay, dolor, oh César, y lo será por siempre, que el mayor de tus crímenes te sea provechoso: combatir contra un yerno que la piedad respeta! ¡Funestos hados! ¡Libia la tragedia de Útica, ni Hispania la de Munda llorasen; ni enturbiado por sangre infame el Nilo transportado no hubiera cadáver más insigne que el mismo rey de Faros; ni a nudo Juba arena marmárica oprimiese; ni Escipión con su sangre calmase sombras púnicas; ni del sacro Catón se privase a la vida! ¡Pudo haber sido, Roma, de tu desgracia el término; quedar borrada pudo Farsalia de tus hados! Deja atrás César tierras que adverso numen rige y con diezmado ejército gana campos de Ematia. Por dondequiera huyan, buscar armas del suegro dispone Magno; intentan disuadirle sus hombres, que el regreso suplican a las patrias moradas y asentarse en Ausonia, de enemigos exenta. «Jamás, como hizo César, retornaré a la patria», responde; «nunca Roma regresar ha de verme sino después que haya licenciado a mi ejército. Al comenzar la guerra ocupar pude Italia, si hubiese consentido luchar en templos patrios, combatir en el Foro. Por alejar la guerra, cruzaría confines helados de la Escitia y las tórridas zonas. Y, vencedor ahora, ¿tu paz he de quebrar, oh Roma, yo que huyera por no oprimirte a ti con la guerra? Prefiero, por no infligirte daño con luchas, que te crea suya César». Y ordena caminar hacia Febo y avanzando por sendas vedadas, por lugares donde cavó Candavia sus escarpados pasos, pisa Ematia, lugar destinado a la guerra. A Tesalia, por zonas donde en brumales horas Titán levanta el día, la limitan los montes del Ossa; cuando a Febo verano asciende al cénit, el Pelión sombra opone a sus nacientes rayos, y el arbóreo Otris ftjegos del mediodía
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aleja, y la cabeza del León solsticial. Recibe adversos céfiros y yapigios el Pindó y, acortando la luz, adelanta la noche; los que habitan al pie del Olimpo no temen al Bóreas; ni han visto lucir nocturna Osa. Los campos de este valle, que los montes encierran, cubiertos estuvieron antaño por lagunas cuando el llano a los ríos estancaba, pues Tempe no daba acceso al mar, y el fin de las crecidas era henchir los pantanos. Mas cuando brazo hercúleo desgaja el denso Ossa del Olimpo, y Nereo el subitáneo flujo de las aguas percibe, emergen: la Farsalia, (mejor hubiera sido yaciera bajo ondas ematias) territorio del ecuóreo Aquiles; Falace, la primera en tocar con sus naves reteas costas; Théleos, y Dorión, que sufriera la ira de las Piérides; Traquinia, y Melibea, potente con los dardos de Hércules, en pago de la nefanda hoguera; Larisa, otrora fuerte; campos donde se labra sobre la insigne Argos; el lugar fabuloso de la equiónea Tebas, donde arribara Agave; donde cabeza y cuello del hijo echara al fuego, quejándose de haber rescatado tan poco. Y cuando la laguna, sangrada, se abrió en ríos, puro hacia ocaso, parvo, pero irrumpiente, fluye, desde allí hasta el mar jónico, el Eas; no más fuerte con su corriente, el padre de la expatriada Isis; el casi yerno tuyo, Eneo, con sus fangosas ondas cubre de lodo las Equínades; turbio de Neso con la sangre, Eveno meleágrico Calidón hiende; airado llega el Esperquio a aguas de Malis; y con limpias corrientes el Anfriso los pastos donde Febo fue pastor fertiliza; el Anauro no exhala frescas nieblas, ni aires por el rocío húmedos, ni sosegadas brisas; y otros ríos, ignotos para el mar, porque vierten al Peneo sus cauces. Y, así, rápido brota el Apídano; y, nunca veloz, el Enipeo, si a aquél no se mezclase; allí nacen el Melas; el Fénix y el Asopo; y sólo abriendo ondas de otro nombre, defiende su curso el Titareo,
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corriendo sobre aguas del Peneo, lo mismo que sobre secos campos: según es fama, fluye, desde estigia laguna tal río, que desdeña, recordando su origen, vulgares alianzas y a sí mismo reserva temor debido a dioses. En cuanto ceden ríos y el campo es ya patente, el pingüe surco abre la reja del Brebicio; se hundió luego el arado, bien sujeto por Léleges; roturan suelo Eólidas y Dólopes colonos; y los Magnetes, équités, y los Minios, remeros. Allí, en las peletronias cavernas, engendrara, preñada nube, ixiónidas Centauros semifieras: Mónico, que trizabas del Foloe duras peñas: feroz Reto que, al pie de la cima del Eta, descuajas y volteas los olmos que ni el Bóreas doblega; Folo, huésped del gran Hércules; Meso, vil barquero a las flechas de Lerna condenado; y tú, viejo Quirón que, fulgiendo en la gélida constelación, apuntas con arco hemonio a Escorpio. Crió esta tierra gérmenes del despiadado Marte. Al golpear las rocas el marino tridente saltó el corcel tesalio, presagio de las guerras: primero fue en morder el acero del freno y en salpicar de espuma bridas nuevas del Lápita, que lo domó. Aquí, el pino que hendía pagaseo litoral, lanzó al hombre, poblador de la tierra, a onda ignota del mar. Aquí, Ionos el rey de la región tesálica, batió el primero masas de candente metal para imprimirle forma; fundió con fuego plata; oro acuña en moneda; y en gigantescos hornos consigue alear bronce. Nació con ello el vicio de atesorar riquezas, acicate de pueblos para bélicos crímenes. Desde aquí descendió, Pitón, mayor serpiente, y reptó hacia los campos de Cirra; de aquí salen los laureles tesálicos para los juegos píticos. Desde aquí, impío Aleo lanzó a sus hijos contra los dioses, cuando a punto de insertarse en los astros étereos, el Pelión estuviera, y el Ossa, irguiéndose entre estrellas, les cerrara el camino. Cuando sobre esta tierra, por hados condenada, asientan sus reales los caudillos, el palpito
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de un ya inminente encuentro desasosiega a todos; patente es que la hora definitiva llega, y que el destino apremia. Vacilan los espíritus cobardes, e imaginan lo peor; sólo algunos equilibran sus ánimos entre esperanza y miedo. Y mezclado a la turba de los amilanados estaba Sexto, vástago no digno de Pompeyo, quien más tarde, exiliado, y pirata en las ondas de Escila, mancillara naval gloria paterna. Deseando saber, por su miedo vencido, roído por la espera, Sexto cursos del hado, no acude a consultar ni los antros de Pitia, ni trípodes de Délos; ni indagar le complace con qué sonido el bronce de Júpiter resuena en Dodona, nodriza primigenia del hombre con sus frutos; ni acude a quien lee las visceras o interpreta los vuelos de las aves, o augura con las fulguraciones del cielo, o escrutando los astros con pericia de asirios; o a cualquiera que cultivara ciencia secreta, pero lícita. Conocedor de artes arcanas de los magos, detestadas por dioses, de sus macabros ritos sobre altares nefandos, de la creencia en sombras de Plutón, fía poco del saber de los dioses. A su funesto y vano desvarío coadyuva el lugar mismo y, próximas al campamento, ruinas donde habitan Hemónidas, cuyos prodigios pueden todo lo imaginable, pues sus artes superan lo increíble. Ahora mismo, la tesálica tierra dañinas hierbas cría entre sus roquedales, y piedra al rito dócil de los mágicos cantos de los misterios fúnebres. Mucho engendra aquel suelo capaz de mover dioses; recoge aquí, la cólquide forastera, las hierbas que no trajo consigo. Sacrilegos conjuros de estos magos siniestros acogen los celícolas, a tanta gente sordos. Tan sólo aquella voz alcanza el hondo éter, y presenta al divino, a esos sones reacio, palabra indeclinable, que de escuchar no deja aun cuando esté rigiendo mundo y cielo rotante. Si el murmullo sacrilego se eleva hacia los astros, ya pueden Babilonia persa y Menfis secreta
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abrir los santuarios de sus antiguos magos: de altar foráneo a dioses traerán las tesalias. Sus conjuros encienden los duros corazones en malhadado amor; y a severos ancianos en fuego innoble queman. Y no sólo les valen nocivos bebedizos o la excrescencia líquida de la frente del potro recien nacido, prenda del amor de,su madre: la mente, sin que medie la ingestión de una pócima, sucumbe ante el hechizo. Y a los que no seduce la concordia del lecho ni les rinde el imperio de seductoras formas, los traen a amor los giros de los mágicos hilos. Ya ocurrió ver mudados los ritmos naturales: tardó el día, y la noche se prolongó; la ley del éter conculcada, quedó el rápido orbe parado, al escuchar los conjuros; y Júpiter se pasmó de no ver, sobre rápidos ejes, avanzar a los polos por él mismo impulsados. Ahora todo lo inundan con lluvias, y aun ardiendo Febo, nubes lo ocultan; e ignorándolo Júpiter, truena el cielo; y con ritos semejantes disipan extensas nieblas húmedas y flotantes penachos de los nimbos. Sin viento, se encrespa el hondo; y suele, si la procela vetan, pese a embates del Noto, callarse el mar; la nave contra el viento hinchar velas. Desde escarpada roca, torrente pendió inmóvil; y se obligó a los ríos a remontar su cauce. No abrumó estío al Nilo; Meandro fluyó recto; y, al demorado Ródano trocó en veloz, Saona. Se allanaron las cumbres más altas de los montes; Olimpo vio las nubes sobre sí; nieve escítica se fundió, en pleno invierno, sin sol. Hechizo hemonio la costa impide a Tetis cuando la impulsa un astro. La tierra quebró estable gravedad de sus ejes y su atracción al centro del orbe puso en duda; la inmensa mole, al eco del hechizo cejando, dejó ver al Olimpo girando en torno a ella. Animales feroces, dañinos por instinto, y capaces de muerte, a las Hemonias temen y les procuran artes de matar. Tigres ávidos y la espléndida cólera del león se les vuelven blanda lengua lamiendo; sus gélidos anillos,
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ante ellas, la sierpe desenlaza, y se alarga sobre el helado campo. Seccionadas, las víboras recomponen sus cuerpos, y mueren las culebras emponzoñadas por el humano veneno. ¿Por qué esa sumisión de los dioses, que acatan conjuro y hierba, y sienten temor de desdeñarlos? ¿Qué pacto así a celestes vincula? ¿Condescienden por deber o por gusto? ¿Recompensa es a méritos o fruto de secretas amenazas? ¿Dominan con esta potestad a los celestes todos, o el imperioso ensalmo constriñe sólo a un numen que obliga a todo el mundo porque él quedó obligado? También ellas hicieron descender por vez prima del raudo cielo astros; y, así, serena Febe, forzada por la pócima siniestra y los conjuros, empalidece y arde con tenebrosas llamas terrestres, tal si el orbe terráqueo le vedase la imagen de su hermano, interponiendo sombras entre ella y las lumbres celestes: y atraída por los conjuros, sufre tan extrema violencia que, acercándose al suelo cada vez más, desciende hasta dejar su espuma posada entre las hierbas. Estos bárbaros crímenes, estos crueles conjuros, feroz Ericto habíalos desechado por píos: nuevos ritos su sórdida pericia le concede. Sacrilegio reputa doblegar su macabra cabeza bajo techos familiares; habita las olvidadas tumbas, y túmulos ocupa, tras expulsar sus sombras los dioses del Erebo. Ni el estar viva aún, ni celestes le impiden acudir a asambleas de muertos; las estigias moradas conocer y el arcano submundo de Plutón. Desfigura la expresión de la impía horrible delgadez, y su rostro, ignorado por la luz, socavado de estigias livideces, se inclina bajo el peso del cabello en desorden; apenas foscas nubes las estrellas ocultan, de los deshabitados sepulcros la tesalia sale, para captar en la tiniebla rayos. Donde pisa, calcina la más fértil semilla; su hálito corrompe las más salubres auras. No invoca a los celestes, ni conjura con súplicas
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a las divinidades; desconoce oferentes entrañas; se divierte colocando en las aras funéreo fuego, granos de incienso de las piras. En cuanto ruega, dioses le conceden vilezas, pues temen escuchar su segundo conjuro. Almas vivas rigiendo todavía sus miembros, enterró en el sepulcro; y a quien años los hados aún debían, la muerte, sin quererlo ella misma, le llegó; mancillando sus exequias, los muertos en su ataúd reviven y escapan los cadáveres de la muerte. Humeantes cenizas de muchachos y calcinados huesos del centro de la pira, ella roba, y antorchas que sustentan los padres y los restos del lecho funeral, ya humo negro revolando, y cenizas de la veste, y pavesas oliendo aún a carne. Mas cuando bajo piedra yacen cuerpos y, extintos los humores internos, consumidas las médulas, se endurecen, entonces, golosa se encarniza sobre los miembros: hunde las manos en los ojos; en extraer se goza los dos gélidos globos; y en roer excrescencias verdosas de la mano ya helada. Al ahorcado, nervio y fibras secciona con los dientes; se aferra a los pendientes cuerpos; rae sangre de las cruces, y arranca las entrañas expuestas a la lluvia y el tuétano abrasado por el sol. Lame acero de atravesadas manos y el negro pus que exudan los miembros y, si un nervio la soporta, allí pende. Cuando un cadáver yace sobre el desnudo campo, a él llega antes que buitres y fieras y sus miembros no con hierro secciona ni con su mano: aguarda a que lobos los muerdan y arrebata la carne de sus fauces resecas. No rehúye su mano matar, si sangre fresca desea, la que irrumpe primero de la abierta garganta, [no descarta la muerte, si sus ritos sangre viva requieren] si las fúnebres mesas latiente entraña exigen; y así, cortando el vientre, y no como natura reclama, extrae el feto para encendidas aras; y, cuando se precisa salvaje sombra fuerte, suplanta ella a los manes: cualquier muerte le es útil. Adolescente vello le roba a una mejilla;
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con su izquierda, cabello de joven moribundo. A menudo también, la siniestra tesalia, durante el funeral de un pariente, se arroja sobre entrañables restos, y estampándole besos, destronca la cabeza y entreabre con los dientes la ya rígida boca, y mordiendo la punta de la lengua, apegada al paladar reseco, entre los labios gélidos un bisbiseo insufla y envía vil mensaje a las estigias sombras. No bien Sexto Pompeyo conoció de esta maga, la noche alta, en horas en que Titán inicia la plenitud del día bajo nuestras pisadas, emprende su camino por los desiertos campos. Cómplices y secuaces de crímenes de Ericto, merodeando en torno de tumbas profanadas, desde lejos la ven, asentada en un risco, donde Hemo parvo cimas de Farsalia prolonga. Hechizo, oculto a acólitos y dioses de la magia, probaba; un nuevo ensalmo para especiales usos. Pues, temiendo que Marte caprichoso en distinta región se instale, y prive de la matanza a Ematia, la maga, emponzoñando con su ensalmo a Filipos y empapándola en filtros venenosos, consigue que allí la lid transcurra, para así asegurarse muchos muertos, y el uso de la sangre del mundo: cadáveres espera desmembrar de abatidos monarcas, y apropiarse las cenizas hesperias, gozar de ilustres huesos y de gloriosas sombras. Alberga un solo empeño y un deseo ferviente: qué robará del cuerpo yacente de Pompeyo; en qué miembros de César podrá precipitarse. Rompe a hablar el cobarde descendiente del Magno: «¡Honor de las Hemónidas, que a los pueblos revelas sus hados o desvías de su curso al destino: saber hazme, te ruego, las consecuencias últimas que a la guerra depara Fortuna! Yo no soy un vulgar componente de la plebe romana, sino estirpe clarísima del Magno, el heredero del dominio del mundo, o de una gran catástrofe. Mi ánimo que, obseso por la zozobra, tiembla, soportaría, en cambio, temores bien fundados: impide que el azar sobre mí se desplome,
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imprevisible y ciego. O a los dioses presionas o, renunciando a ellos, verdad pide a los manes. Abre sedes elíseas, e invocada la Muerte, a confesar oblígala quién ella va a llevarse. No es tarea sin mérito: de tu interés es digno indagar de qué lado se inclinará la suerte en tan grande ocasión». Huélgase la maligna tesalia, con saber tan difundido el vuelo de su fama, y responde: «Si remover quisieras destinos menos altos, joven, fácil sería obligar a los dioses a secundar tu causa, contra su voluntad. Posible a nuestras artes es, si los astros buscan con sus rayos la muerte de alguien, poner plazos; o si estrellas unánimes le hubieran hecho viejo, cortarle el curso al tiempo con nuestras hierbas. Pero si el hilo de las causas se allega hasta el origen primigenio del mundo, y, al querer cambiar algo, los hados todos sufren y la irrupción atenta contra el género humano, entonces, (lo confieso, y las tesalias todas) puede más la Fortuna. Mas si tú te contentas con prever sólo hechos, será fácil la senda de la verdad: el caos, la tierra, el mar, el éter, y llanuras y peñas del Ródope, a nosotros nos hablarán. Y, habiendo tanto muerto reciente, bastará tomar uno de los campos ematios, de modo que los labios del cadáver, aún tibios, con voz clara resuenen, antes de que, en sus miembros, ya abrasados de sol, funérea sombra emita murmullo incomprensible para nuestros oídos». Dijo, y sombras nocturnas duplicando con ritos, su lúgubre cabeza en fosca nube envuelta, camina entre cadáveres que no hallaron sepulcro. De súbito huye el buitre, huye el lobo, las garras retrayendo, insaciadas las fauces, mientras busca la maga a su vidente; y escrutando las médulas de los muertos, encuentra fibras de un atiesado pulmón intacto, y trata de hallar voz en el cuerpo. Los hados ya de muchos guerreros se preocupan por ver a quién revive. Si deseado hubiese poner sobre los campos resucitadas tropas, devueltas a la guerra, (conculcadas las leyes
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del Erebo, sumiso a tan grande conjuro), tropa, de estigio Averno traída, combatiera. Elegido ya un cuerpo, por el cuello lo enlaza y engancha luego un garfio de las fúnebres cuerdas: por rocas y guijarros, al futuro viviente, lo arrastra bajo riscos de un cavernoso monte, lugar que vil Ericto condenó a sus hechizos. No lejos de las ciegas espeluncas de Dite, se precipita el suelo por un abismo, orlado de lívida floresta, de desmayadas ramas que de los cielos huyen, y tejos, cuya sombra no viola Febo. Dentro, condensada tiniebla, y el ceniciento moho de la perpetua noche reinante en las cavernas, que otra luz no conocen que la de los ensalmos. No se adensa así el aire ni en las fauces del Ténaro, triste linde entre el mundo latente y el humano, adonde no dudaran los monarcas de Tártaro en enviar sus manes. Pues, aunque la hechicera tesalia sobre hados impera, nadie sabe si ve sombras estigias porque supo atraerlas o descendió hasta ellas. Multicolor su veste, semejante a las Furias, descubre el rostro echando hacia atrás los mechones de su cabeza, orlada con guirnalda de víboras. Viendo Ericto a los jóvenes asustados, y a Sexto temblando, el ojo atónito en su pálido rostro, «Abandonad», les dice, «temores que os conturban. Nueva vida al cadáver le daré y forma humana; e incluso el más medroso podrá oir cómo habla. Si la laguna Estigia, y aun su ardiente ribera crepitante, podría yo mostraros; si gracias a mis artes, Euménides podréis ver; o al Cerbero sacudiendo su cuello velludo de serpientes, y, por su espalda atados con cadenas, Gigantes, ¿qué teméis, pusilánimes, de sombras que me temen?» Luego infiere a aquel pecho nueva herida, y le infunde caliente sangre; lava las visceras de podre y le administra virus lunar en abundancia. Mezcla aquí cuanto engendra natura en parto horrendo. No falta de rabioso can espuma; ni entrañas de lince; ni la vértebra de la salvaje hiena; ni médulas de ciervo nutrido con serpientes;
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ni la rémora, pez que retiene a las naves en medio de las aguas, pese al Euro tensando las velas; ni los ojos de dragon; ni esas piedras 675 que laten bajo el águila cuando en el nido incuba; ni voladora sierpe de la Arabia; ni víboras del Mar Rojo, custodias de las preciosas perlas; ni piel sacada en vivo de la cerasta líbica; ni cenizas de fénix que ardió en aras de Oriente. 680 Tras de mezclar vulgares venenos, y otros raros, añade hojas tratadas con nefandos conjuros; y yerba, que su boca maldita ensalivase al brotar, y venenos que ella misma dio al mundo. Su voz, más poderosa para invocar a dioses 685 infernales que todas las hierbas, disonante ■ murmullo raro mezcla, distinto del humano: ladridos de los perros, aullidos de los lobos, lamentos del murciélago y del búho asustado; él ulular y el grito de las fieras; silbidos 690 de las sierpes; la queja del mar contra las rocas; son de selva y el trueno de la nube al quebrarse. En sólo una voz fúndese tanto son. Y prosigue su ensalmo en lengua hemonia, que penetra en el Tártaro: «¡Euménides!, horror de la Estigia, castigo 695 de los réprobos; Caos, de confundir innúmeros mundos ávido, y tú, rector de esas regiones, que la aplazada muerte de los dioses soportas desde siglos; Estigia, y vosotros, Elíseos Campos, no merecidos por ninguna tesalia; Perséfone, que odias a tu madre y al cielo; 700 y tú, de nuestra Hécate parte última, llave para que en lengua tácita hable yo con las sombras; y tú, del vasto reino custodio, que al vil perro arrojas nuestras visceras; y hermanas, que los hilos dos veces cortaréis; y tú, barquero de ondas ardientes, viejo hastiado de que a mí vuelvan almas, 705 ¡escuchad mis conjuros! Si es bastante sacrilega e impura la palabra con que os llamo; si ayuna de carne humana nunca os conjuro; si a veces rasgué y lavé las visceras que aún albergaban alma, con sesos aún calientes; si para manjar vuestro entrañas y cabezas de niños, destinados 710 a vivir, ofertara, ¡obedeced mis ruegos!
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Mo os reclamamos ánima ya sumida en el Tártaro y ya avezada a sombras, sino ésa, que aún desciende recién abandonada la luz, aún detenida en los primeros tramos del mortecino Orco, y que una vez tan sólo, pese a mi encantamiento, bajará hasta los manes. ¡Que revele, la sombra de un pompeyano milite, hasta hace poco nuestro, el porvenir que al hijo de su Jefe le aguarda, si es que guerras civiles merecen vuestro aplauso!» Dichas estas palabras, levantó la cabeza, con la boca espumante y vio ponerse en pie la sombra de aquel cuerpo tendido, temerosa de sus miembros exánimes y del odioso encierro de su cárcel antigua: pues le ciega de cólera volver a un pecho, a unas entrañas laceradas por la mortal herida.¡Ah, pobre del que sufre el humillante robo del mayor don que otorga la muerte: no morir nunca más! Sufre Ericto con que se le permitan al hado estas demoras y, airada con la Muerte, fustiga el cuerpo inmóvil con una sierpe viva, y por las hondas grietas que, con su ensalmo abrió, ladra a manes y rompe los silencios del reino: «¡Tisífone, y tú, sorda a mis voces, Megera!, ¿con látigos crueles no expulsáis del Erebo a tan infeliz alma? Yo os haré aparecer dándoos vuestro nombre verdadero, y ¡oh perros estigios!, en luz clara os abandonaré; por mausoleos y fosas, sañuda os seguiré; os echaré de túmulos y de fúnebres urnas. Y a ti escuálida Hécate de faz verdosa, a dioses a los que te presentas ficta, les mostraré tu infernal catadura. Revelaré, oh Hennea, qué festín te retiene bajo el inmenso peso de la tierra; qué pacto te obliga a amar al lúgubre monarca de la noche; qué contubernio te hizo maldita para Ceres. Frente a ti, el más indigno señor del universo, pondré a Titán, hendiendo ferozmente tus antros, y la luz repentina te abatirá. ¿Obedeces? ¿O será necesario llamar al que, invocado, jamás deja la tierra de temer, asustada; el que puede mirar cara a cara a Gorgona;
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el que castiga a Erinnia, doblegada a sus golpes; el que habita en el Tártaro, vedado a vuestros ojos, para quien sois vosotros los dioses de lo alto; el mismo que perjura por las ondas estigias?» Recaliéntase al punto la coagulada sangre, que vitaliza cárdenas heridas y difúndese por las venas a todos los miembros. Sacudidas, se estremecen las visceras en el helado pecho y nueva vida, yendo por olvidadas médulas, se mezcla con la muerte. Palpitan ya los músculos y se tensan los nervios; y no se alzaba el cuerpo de la tierra, pausado, miembro a miembro: salió despedido del suelo y se irguió de un impulso. Se abre el párpado y quedan desnudas las pupilas. No siendo aún viviente, moribundo semeja: sigue rígido y pálido, pasmado al ver el mundo. Ningún murmullo emiten los labios aún cerrados; lengua y voz se le han dado sólo para respuestas; «Dime», apremia la maga, «lo que te ordeno, a cambio de gran merced; si hablas verdad, te haría inmune a las artes hemonias hasta el fin de los tiempos; tus miembros quemaría en tan mágica pira, mientras estigio ensalmo te hiciera, que tu sombra jamás volverá a oír más conjuros de magos. Será la recompensa por tu segunda vida: ni hierbas ni palabras quebrantarán el sueño de tu largo Leteo, cuando yo te dé muerte. Vaticinios ambiguos convienen a los vates y trípodes de dioses; con certezas regrese quien interroga a sombras y valor ha mostrado para oír los oráculos de la inflexible muerte. Nada ocultes, te ruego: nombra cosas y sitios de la misma manera que a mí me hablan los hados». Y añadió ensalmo que hizo conocer a la sombra lo que le preguntaba. Manando llanto, el triste cadáver: «Los funestos estambres de las Parcas», dijo, «no tuve tiempo de mirar, reclamado como fui desde límites de no holladas riberas; pero, por lo que supe por otras sombras, trágica discordia agita a manes de Roma y cruel conflicto ha quebrado la paz del mundo subterráneo. Por distintos caminos, dejaron los caudillos
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del Lacio, sede elísea y tristísimo Tártaro; patente hicieron ellos lo que el hado maquina. Afligido el semblante beatas almas muestran: alcancé a ver a Decios, padre e hijo, lústrales almas en holocausto de la guerra ofrecidas; y a Camilo, y a Curios, y a Sila, condolido de ti, Fortuna; en duelo, a Escipión por sus vástagos que en las líbicas tierras caerán; enemigo aún mayor de Cartago, Catón hados deplora de su nieto, reacio a servidumbre; alegre entre las pías almas sólo te vi a ti, Bruto, primer cónsul habido tras expulsos tiranos. Ya sin cadena, exulta terrible Catilina, y los feroces Marios, y desnudos Cetegos. Entrevi a populares tribunos alegrándose: a Drusos, subversivos en su propuesta; a Gracos, en su exceso; vi manos, ligadas para siempre al grillete y a cárceles de Plutón, aplaudiendo; y a réprobos pidiendo los campos de los justos. El señor del inerte recinto ya abre lívidas sedes; rocas aspérrimas aguza, y duros vínculos de cadenas prepara, sanción de vencedores. Contigo lleva, oh joven, esta dicha: que aguardan a tu padre los manes en su plácido seno, y a su estirpe; y reservan, en la región serena del reino, un sitio para Pompeyos. No te angustie la gloria de una vida tan corta: vendrá un tiempo que abatirá a caudillos sin suerte. Disponeos a morir, y orgullosos de vuestro noble espíritu, descended desde tumbas humildes, pues podréis pisotear los manes de algún divino hesperio. Saber queda qué tumba bañará onda del Nilo o del Tiber: combaten dos Jefes por sus túmulos. No inquieras tu destino; lo sabrás por las Parcas aunque yo me lo calle. Profeta segurísimo, tu propio padre, Magno, te lo dirá por campos de Sicilia, dudando de hacia dónde llevarte o de dónde alejarte; [qué tierras o qué astros evitar deberías]. ¡Temed, desventurados, ya de Europa o de Libia o de Asia: Fortuna vuestros sepulcros siembra donde vuestros triunfos! ¡Familia desdichada!, no hallarás en el orbe
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un lugar más seguro que Ematia». En cuanto hubo revelado los hados, quedó en píe, triste el rostro, silencioso esperando su renovada muerte. Pronunciamientos mágicos, y filtros, el cadáver para morir precisa; que, ejercido el derecho, los hados ya no pueden de nuevo reclamarlo. Erige Ericto pira con multitud de troncos y entra el muerto en las llamas. Lo abandona la maga sobre candentes leños, y morir le permite. Con Sexto, luego, al castro paterno se encamina y, como ya el blancor de la luz se anunciaba, para que regresaran seguros a sus tiendas, retarda el día, y sombra nocturna les procura.
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L I B R O
S É P T I M O
Rebelde a ley eterna para emerger de Océano, luctuoso Titán, jamás con tanto brío empujó sus caballos contra el éter, y el curso de su vía invirtió, pese al rápido giro del cielo, y quiso eclipses sufrir, y la cárencia de luz, y atrajo nubes, no en pábulo a sus fuegos, mas por no iluminar, esplendente, a Tesalia. La noche, último espacio de dicha para Magno, su febril sueño engaña con visión deleitable. Le parecía ver, en su propio teatro, los incontables rostros de la romana plebe, que alzaba, jubilosa, su nombre a las estrellas, mientras con el aplauso resonaban las gradas; tal como, en otro tiempo, le honraba, adicto, el pueblo, cuando, joven y en premio de su primer triunfo, tras domeñar a gentes que el veloz Ebro abarca y cuanta hueste alzó, fugitivo, Sertorio, y haber el Occidente pacificado, ilustre con blanca toga, ilustre con la que exorna el carro triunfal, se asienta, siendo tan sólo caballero romano, en medio del aplaudiente Senado; fuese porque su espíritu, de su ventura al límite, receloso de males, volvió a tiempos felices; o porque la engañosa veleidad de su sueño vaticinara, en contra de su visión, instantes de gran dolor; o porque, ya estándote prohibido ver de nuevo a los patrios lugares, la Fortuna, en sueños te mostraba la Ciudad. ¡No quebréis tal sueño, centinelas del castro; que las tubas no hieran sus oídos! La quietud de mañana, turbada por sombrías imágenes diurnas, le ofrecerá tan sólo funestas formaciones de batalla, la guerra por todas partes. ¿Cómo procurar a los pueblos un sueño parecido y noche tan feliz? ¡Qué placer si tu Roma, incluso así, te viera! ¡Te concediesen dioses, y también a la patria, tan sólo un día, Magno, en que entrambos, ya explícito lo que los hados urden, de tan profundo amor gozáseis postrer fruto! Te vas, imaginando tu morir en la Ausonia Ciudad, que siempre viendo satisfechos sus votos sobre ti, no esperaba tal crimen de los hados:
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quedar sin el sepulcro de su amado Pompeyo. De manera espontánea, mozo y viejo sus lágrimas en un único llanto, y aun los niños, mezclasen; herirían sus pechos, la cabellera al viento, como en los funerales de Bruto, las mujeres. Justo ahora, aun temiendo represalias inicuas del vencedor, y César en persona anunciando tu muerte, te lloraran, a la vez que el incienso y ramos de laurel al Tonante llevasen. ¡Oh míseros, gimiendo, su dolor sofocaron; juntos no te plañeran en tu teatro lleno! Vencido había el sol a las estrellas, cuando se despertaba el castro, con discorde estruendo, y, siguiendo destinos que al universo arrastran, guerra pide. Muchísimos, que no verán la noche, quéjanse ante la tienda del general, frenéticos, atrayendo la hora de su próxima muerte. Furor siniestro embárgales; precipitar desea cada cual su destino, y el patrio; de indeciso y cobarde es tildado Pompeyo; y de placiente con su suegro; y de ávido por poseer el mundo; y de que por gozar de tanto poderío la paz no busca. Reyes y pueblos orientales se quejan de una guerra demorada: irse anhelan. ¿Es que os place, oh celestes, tras revolverlo todo, que recaiga la culpa sobre nuestros errores? Vamos hacia el desastre, y aún fatales armas se exigen: por Farsalia claman tropas de Magno. Tulio, máximo nombre de la elocuencia itálica, bajo cuyo togado poder tembló el siniestro Catilina ante imbeles segures, se estatuye portavoz; irritado por la guerra, exigiendo ya el foro, tras impuesto silencio de soldado. La débil causa cobra vigor con su elocuencia: «Tras de tantos favores, la Fortuna, oh Pompeyo, te pide sólo ésto: que te aproveches de ella. De tu real los próceres y los aliados reyes postrados te rogamos, junto con todo el mundo suplicante, consientas en vencer a tu suegro. ¿Durante cuánto tiempo será César la guerra para el género humano? Que, en vencer, Magno, tardes baldón es para pueblos que raudo redujiste.
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¿Dónde están tu entusiasmo y tu fe en el destino? ¿De los celestes temes y en confiarles dudas la causa del Senado? Los tuyos, sin tu orden, alzarán estandartes, y obligado, oh vergüenza, vencerás. Si nosotros te elegimos caudillo de una guerra librada para nosotros, déjanos el derecho de hacerla dónde y cuándo queramos. ¿Por qué al hierro del mundo vetas sangre de César? Blanden lanzas las manos, y todos, impacientes, esperan la señal: al clarín adelántate. Saber quiere el Senado si como combatiente te sigue o como séquito.» Gimió Magno, advirtiendo que hubo dolo de dioses y que adverso era el hado. «Si así place», exclamó, «si como combatiente, no como general, necesario es Pompeyo, más no demoraré los destinos. ¡Destroce, en sólo un caos al mundo, la Fortuna, y que ésta la luz postrera sea para muchos humanos! ¡Testigo has de ser, Roma, de que a Pompeyo impuesto le fue el día en que todo destruirse debiera! Sin costarte más sangre, yo el fin hubiese hallado de la guerra, y traído, prisionero y sumiso, a la violada paz, sin más muertes, a César. ¿A tánto os lleva el crimen, oh ciegos? ¡Deseáis civil guerra y odiáis vencer sin que haya sangre! Les arrancamos tierras; del mar les expulsamos; forzamos a sus tropas hambrientas a rapiñas del inmaduro trigo; logramos que prefieran ser víctimas salvadas por nuestra espada, muertos mezclados con los nuestros. Gran parte de la guerra hecha está para quienes lograron que reclutas no teman al combate, si el comienzo demandan por el valor movidos y el calor de la cólera. A los mayores riesgos se expusieron algunos por miedo a las desgracias futuras. El más bravo es aquel que, dispuesto a afrontar un peligro inesquivable, sabe diferirlo. Os contenta exponer al azar la ventaja obtenida y al hierro confiar el destino del mundo: que vuestro Jefe ataque preferís a que venza. ¡Oh, Fortuna, el legado de Roma me otorgaste: lo devuelvo acrecido; del ciego Marte líbralo!
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Para Pompeyo, crimen ni honor será la guerra. Ante los dioses, César, me has vencido con votos inicuos: ¡sea la guerra! ¡Cuánto crimen y horror derramará este día sobre naciones! ¡Cuántos monarcas yacerán! ¡Qué enturbiado el Enipeo correrá con la sangre romana! ¡Que atraviese mi cabeza la lanza primera de esta lucha deseara, si fuera posible que muriera sin agravar las cosas y arruinar la causa! Más gozo no daría ni la victoria a Magno. Miserando u odiado será mi nombre hoy para todos, al término del combate. Vencido, me achacarán desgracias de este trance postrero; vencedor, su maldad.» Así habla, y permite que empuñen sus legiones las armas; suelta riendas a los enardecidos por la ira, y cual nauta forzado por el ímpetu del Coro, deja al viento llevar a la deriva, ya inútil su pericia, la mole de la nave. Trepida todo el castro con espantoso hervor, y en indómitos pechos los corazones baten desaforadamente. El palor de la muerte cercana marca el rostro de muchos, igualando su semblante a sus hados. No hay duda: está adviniendo la jornada que marque para siempre el destino de las cosas humanas; que aquí Marte dirá lo que habrá de ser Roma. Nadie ve el propio riesgo; mayor angustia pásmales. ¿Quién, si advirtiera costas por el mar sepultadas y las aguas cubriendo las cimas de los montes y, tras caer el sol, hundirse el firmamento con el final del mundo, pensaría en sí mismo? No hay tiempo para el miedo personal: por la Urbe y por Magno se teme. De la espada no fían en tanto no encandece su punta piedra pómez; se afilan en las rocas las lanzas; nuevos nervios se tensan en los arcos; con el mayor cuidado rellenan las aljabas con escogidas flechas. Refuerza espuela el équité y ajusta rienda al freno. Si esfuerzo humano es lícito comparar con celeste, no de otro modo, cuando puso en pie Flegra airados Gigantes, en los yunques sicilianos la espada de Marte enrojeció; segunda vez el fuego
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encandeció el tridente de Neptuno; templáronse nuevamente los dardos con que, a Pitón, Apolo abatiera; echó Palas cabellos de Gorgona sobre su escudo; el Cíclope renovó los certeros rayos con los que Júpiter fulminará en Palene. No se abstuvo, mediante muy diversos presagios, de revelar Fortuna la desgracia inminente. Así, mientras marchaban hacia tesalios campos, conspiró todo el éter contra los que arribaban; (a vista del ejército, rompen rayos las nubes); ígneas teas, columnas de ardentísimo fuego les mostró, y trombas ávidas de agua, entremezcladas con llamas; y forzaba, con relampagueante fulgor, a que cerrasen los ojos; de sus cascos arrancó los penachos; derritió las espadas en sus vainas; licuó los sustraídos pilos; y humear hizo al hierro con azufre del éter. Las enseñas, cubiertas con múltiples enjambres, a duras penas pueden ser alzadas del suelo, pues colma el nuevo peso la fuerza del signífero; enseñas que bañaron las lágrimas, y fueron, hasta entrar en Tesalia, de Roma y su república. Ofrendado a los dioses, de altar deshecho escapa un toro que huye rápido por los campos ematios, y no se halló otra víctima para el funesto rito. En cambio, tú, ¿a qué dioses malignos invocaste, oh César, o a qué Euménides? ¿A qué divinidades estigias, o a qué monstruos infernales o furias sombrías aplacaste para alzar cruel guerra? Dudoso es todavía si fue sacro prodigio o incontenible miedo, pero se figuraron no pocos que el Olimpo chocaba con el Pindó, que en escarpadas simas se sumergía el Hemo; que alaridos nocturnos de guerra da Farsalia y que por la laguna Bebeida, al pie del Ossa, veloz la sangre fluye; y estupefactos quedan, sus mutuos rostros viendo, por la tiniebla envueltos, palidecer el día; y abatirse la noche sobre sus yelmos; sombras de padres, y parientes, tiempo ha muertos, flotando delante de sus ojos. Y era el único alivio para los corazones el que la multitud, de su maldad consciente,
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esperando atentar contra cuellos paternos y fraternales pechos, se alegrase con sombras y el delirio aceptase como augurio de crímenes. ¿Extrañará que hombres, cuya luz va a apagarse, con terror frío tiemblen, si es capaz mente humana de presagiar desgracias? El romano que habita, tal huésped, tiria Cádiz, o abreva armenio Araxes, o allá donde se encuentre, bajo cualquier estrella, se entristece, ignorando la causa, y le reprocha a su doliente ánimo, sin comprender qué pierde por los campos ematios. ün augur, si es creíble tal rumor, asentado sobre colina engánea, en tierras donde fluye, humeante, el Apono y divide sus ondas el Timavo antenóreo, «Supremo día adviene; gran evento acaece,» dijo, «armas impías de Magno y César chocan,» bien que rayos y truenos proféticos de Júpiter percibiese, o que viera que firmamento y polos se oponían a un cielo discordante, o que numen, afligido, en el éter (le predijera guerra con el palor oscuro del sol.) Hizo natura nacer seguramente aquel día tesálico bien distinto de todos los que ella concibe: si pericia de augur consentido le hubiera al hombre descifrar nuevos signos celestes, el mundo entero hubiera podido ver Farsalia. ¡Oh altísimos varones, cuyos hados Fortuna señaló por el orbe y atendió todo el cielo! Cuando las venideras generaciones, sangres de nuestros nietos, lean sobre estas guerras, sea tan sólo por su fama, o porque mi trabajo ayudar logre en algo a estos nombres excelsos, albergarán, a un tiempo, temores y esperanzas y leerán atónitos los trágicos sucesos, como si por llegar estuviesen, no idos, y entonces, Magno, aún tu bandera aclamasen. Los milites, opuestos a los rayos de Febo, descienden, encendiendo de fulgores los montes; y no invaden el llano revueltos: orden previo al sentenciado ejército sitúa. Flanco izquierdo se te encomienda, Léntulo, con la legión primera, que fue la más pugnaz del combate, y la cuarta;
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Domicio, tú, glorioso pese a numen adverso, el flanco diestro riges de Marte; y, en el centro, se adensan las robustas formaciones llegadas de tierras de los Cilices, con Escipión al frente: soldado, hoy; en Libia, comandante supremo. Siguiendo cauce y brazos del undoso Enipeo, avanza capadocia cohorte de montaña, y los équités pónticos, que a rienda suelta montan. La parte más extensa de la seca llanura la ocupan los tetrarcas; los tiranos y reyes; la púrpura asociada con el hierro del Lacio. Allí, de Libia, Númidas; y de Creta, Cidones; desde allí partirán itureas saetas; allí usual contrario tendrán feroces Galos; allí la Iberia cetras belicosas agita. ¡Arranca al vencedor estos pueblos, oh Magno, y desencadenando la sangre de este mundo, de un solo golpe acaba con todos tus triunfos! Por azar, aquel día determinaba César dejar la posición y mover estandartes para acopio de mieses, cuando vio de repente que, hacia terreno abierto, desciende el enemigo y que se le presenta la ocasión tan soñada de jugárselo todo a una única apuesta. Harto ya de retrasos y abrasado en las ansias del poder, comenzaba, pese a tiempo tan breve, a reputar de lento delito civil guerra. Mas cuando vio la hora suprema aproximarse para entrambos caudillos, y el decisivo encuentro, sintió incierto el destino de la inminente ruina: hasta su pronta rabia de siempre por la espada languideció, y su ánimo, propenso a imaginarse desenlaces felices, vaciló; y ni su hado temor le permitía; ni esperanza el de Magno. Repelido el temor, renació confianza, que se acrece a sus tropas arengando: «¡Soldado, dominador del mundo, fortuna de mi esfuerzo, he aquí ya la ocasión de luchar que invocábamos! ¡Inane el voto, fuerce la espada ya al destino! Tenéis en vuestras manos el futuro de César. Llegado es aquel día, recuerdo, prometido en las inmediaciones del Rubicón; libramos,
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en su espera, batallas; por él, nuestro regreso dilatamos, y gloria del vetado triunfo. (Y es también este día el que a deudos y a lares os torne y, Marte emérito, os convierta en colonos.) Esta es la jornada que, bajo testimonio del hado, probará quién empuña las armas con más derecho; haciendo, de vencidos, culpables. Si por mí, a hierro y fuego pasásteis a la patria, vuestra culpa ahora absuelvan la espada y la fiereza: ninguna mano es pura, si en la lid venció otra. No en mi provecho actúo, sino en el vuestro; veros quiero libres, y dueños de todas las naciones. Yo mismo, deseoso de una vida privada, sueño toga plebeya de usual ciudadano; si se os permite todo, seré lo que haga falta: reinad vosotros; vuélvanse contra mí los rencores. Y no excesiva sangre os costará el dominio del mundo: encontraréis frente a vosotros jóvenes, producto de los griegos gimnasios, que, viciados por la palestra, apenas sostener pueden armas; o discordantes bárbaros mezclados, incapaces de soportar las tubas y el propio griterío, cuando inicien las tropas su avance. Civil guerra de verdad la harán sólo pocas manos: gran parte de este encuentro valdrá para librar el mundo de esos pueblos, y a Roma de todos sus contrarios. Lanzaos contra esas turbas imbeles y esos reinos indignos y, al primer movimiento del hierro, domad el orbe, y quede muy claro que esas gentes que, en pos de triunfal carro, paseara Pompeyo por Roma, no valían para un solo triunfo. ¿Importa a los Armenios quién rija la potencia de Roma? Y, ¿habrá bárbaros que derramen su sangre para que ostente Magno poderes en Hesperia? A los romanos odian todos ellos, y el odio a conocidos Jefes es más grande. A mí, en cambio, me confió Fortuna los brazos de los míos, de cuya lealtad Galia dio testimonios en cien lides. ¿Qué espada no reconocería de mis hombres? Si cruza vibrante lanza el cielo, no fallaré al nombrar la mano que la arroja. Así, pues, como observo ya en vosotros indicios
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que a vuestro general engañar no podrían, enfurecidos rostros, mirada amenazante, habéis vencido. Ríos de sangre ya ver creo, hollados reyes, miembros de cuerpos de patricios y en la inmensa matanza nadando las naciones. Pero, hablando, demoro mis hados y entretengo vuestros ímpetus bélicos. Perdonad al que atrasa la batalla: ardo en fe. Jamás a los celestes tan cerca vi de darme tal grandeza: una exigua campiña nos separa de alcanzar nuestro sueño. Yo soy quien, Marte extinto, podrá a pueblos y a reyes conceder lo que es suyo. ¿Qué conmoción del polo, qué desorden astral, oh dioses, os condujo a asignar tal honor a Tesalia? Castigos o premios hoy nos tiene preparados la guerra. Mirad ya las cadenas dispuestas y las cruces para los cesarianos, y mi cabeza expuesta en la rostral, mis mienbros esparcidos y el crimen donde fue el voto, y luchas en el ocluso Campo, pues civil guerra hacemos contra secuaz de Sila. Me preocupáis vosotros. Bien segura es la suerte que buscará mi mano: traspasarme las visceras me verá el que atrás mire, si no hemos vencido. ¡Oh dioses, que el cuidado del cielo trasladáis a la tierra y al duelo de Roma, logre el triunfo quien hierro cruel no piense blandir sobre vencidos, ni juzgue criminales a los conciudadanos que contra él lucharon! Pompeyo, cuando tuvo nuestras tropas cercadas en un lugar angosto, donde el valor no pudo brillar, ¡con cuánta sangre sació el hierro! A vosotros, pese a todo, os suplico, soldados, que ninguno busque herir las espaldas de un enemigo: ¡sea también un ciudadano quien huya! Sin embargo, mientras brillen las armas, no os mueva a compasión tener por contendientes a vuestros padres; borre la espada venerandos semblantes. Y ya alcéis la lanza contra pechos de allegados, o el golpe no hiera a un ser querido, el enemigo habrá de imputarnos el crimen de degollar a ignotos. Abatid ya las vallas y rellenad los fosos con su escombro, de modo que, sin que se disperse la tropa, ofrezca frente
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con todos los manípulos. No os preocupéis del castro: os estableceréis en aquél del que vienen a perecer sus tropas.» No bien se calla César, su puesto buscan todos, asiendo aprisa el arma y repuestos de Ceres. Aceptados presagios del combate, se lanzan desde el castro deshecho, sin orden ni consignas, fiando en el destino. No si todos creyesen ser los suegros de Magno y aspirar al dominio de la Ciudad, entrasen en tan funesto Marte con tan pujantes ímpetus. Cuando advierte Pompeyo que las contrarias tropas avanzan frontalmente, sin permitir más treguas al combate, y que el cielo da por bueno aquel día, queda atónito, y siente que se hiela su sangre: para un caudillo es grave presagio sentir miedo de las armas. Reprime bien pronto su cuidado y en soberbia montura, mientras filas revisa: «Es llegada la hora», les dice, «que reclama nuestro coraje; el fin de contiendas civiles. Con todas vuestras fuerzas, combatid, sólo queda el esfuerzo postrero del hierro, trance único que a los pueblos arrastra. Quien penates y patria, hijos, prendas o el tálamo desee, con el hierro lo gane: un dios dispuso todo en medio del campo. Justa causa, a esperar de los dioses nos fuerza. Dirigirán celestes nuestro dardo hasta entrañas de César: esa sangre sancionará las leyes romanas. Si quisiesen otorgar a mi suegro la regencia del mundo, precipitado hubieran de mi vejez el término. Que sea yo vuestro jefe, sospecha anula de ira divina contra Roma. Lo necesario todo para vencer tenemos. Clarísimos varones que, de grado, asumieron el peligro, y soldados de veneranda estirpe. Si a Curios y a Camilos; y a Decios, donadores de sus vidas, los hados volver les permitiesen a nuestro tiempo, causa de Pompeyo abrazaran. Efectivos de guerra, como jamás se han visto, los congregados pueblos del alejado Oriente e innúmeras ciudades, convocaron. El orbe completo nos asiste. Cuantos hombres poblamos los límites del cielo bajo el Noto y el Bóreas,
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en pie de guerra estamos. ¿Con envolvente giro de las extremas alas, no nos será posible encerrar al contrario? Nuestra victoria pocos esfuerzos nos exige; gran parte del ejército librará esta batalla con sus gritos tan sólo: no hay bastante con César para usar nuestras armas. Mirad cómo las madres sobre los altos muros de Roma, suelto el pelo, a la lid nos exhortan. Ved que los senadores provectos, rechazados por su edad de las armas, a vuestros pies prosternan sus venerables canas, y aun la misma Urbe, temerosa de un dueño, a vuestro encuentro corre; mirad que el pueblo hodierno y el pueblo de mañana os donan preces juntos: nacer quiere éste libre; libre el otro morir. Y si, entre tantas prendas de afecto, lugar queda para Pompeyo, hijos y esposa, ved que ahora, si me lo permitiera la dignidad del mando, postrado ante vosotros suplicara. Yo, Magno, si no alcanzáis victoria, exiliado, ludibrio de su suegro, vergüenza para vosotros, pido que me evitéis postrero destino, y unos años finales humillantes: que no aprenda a servir en mi vejez.» Palabras tan sentidas encienden los ánimos, despiertan vigor romano; y piden morir, si es cierto el daño. Asi, contrarias huestes se lanzan al ataque con furor semejante; miedo a la tiranía mueve a unos, a otros la obsesión de obtenerla. Borrarán estos brazos lo que ninguna época podrá erigir de nuevo, lo que nunca el humano restaurará en los siglos, aun vacando las armas. A las futuras gentes anulará este Marte, su nacimiento hurtándoles. Entonces, todo el Lacio será pura leyenda; y ruinas y polvo no serán suficientes para ubicar a Veyos, Gabi, Cora, y los lares albanos, y penates laurentinos, desierta campiña, no habitada sino por senador, en la obligada noche, quejoso de decretos promulgados por Numa. No fue el tiempo voraz quien causó estos destrozos, quien convirtiera en polvo recuerdos del pasado: deshicieron ciudades los crímenes civiles.
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¿A ésto se redujo la condición humana? Ño conseguimos, gentes que en el mundo nacemos, poblar campos y muros: una urbe nos basta. Aherrojado labriego siega mieses de Hesperia; ruinoso techo muestran las solariegas casas, que cuando se derrumben no lo harán sobre nadie; y a Roma, no habitada por ciudadanos propios, sino por los desechos del mundo, a tal extremo de descomposición la hemos reducido que, en tan híbrido Estado, civil guerra no cabe. Es Farsalia la causa de tal desastre. Cedan ante ella los nombres fatídicos de Cannas y de Alia, execrados tiempo ha en fastos ítalos. Marcó Roma las fechas de otros males menores y ésta quiso ignorar. ¡Oh destino funesto! Daños de aires pestíferos, contagiosa epidemia, hambre atroz, incendiadas ciudades, terremotos que precipitarán murallas atestadas de gente, y otros males, los suplieran los hombres que a tan míseras muertes arrastra la Fortuna, mientras despliega, para de golpe arrebatarlos, dones de siglos, reyes, y pueblos, en propicio campo; para mostrarte, oh Roma, en tu hundimiento, cuán grande eres cayendo. Nación ninguna, dueña de gran parte del orbe, más veloz recorriera sus venturosos hados. Con cada guerra, pueblos hubiste; cada año, por uno y otro eje, te vio avanzar Titán; de orientales regiones poco espacio faltó para que discurriera la noche para ti, para ti el día entero, por ti girara el éter y las estrellas vieran, al recorrer su órbita, sólo hesperio dominio. Pero retroceder hizo a hados de antaño funesto día de Ematia. Por esa lid cruenta, no temblará la India frente a fasces latinas; ni a errantes Dahas cónsul reducirá a sus muros; ni empuñará, ceñida su veste, arado sármata; ni el Parto pagará merecido castigo; ni, huyendo de la infamia civil, volverá nunca la Libertad, perdida por entre el Rhin y el Tigris, ¡tantas veces al precio de la vida buscada!, y que ahora vaga, prenda de Germanos y Escitas,
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sin mirar hacia Italia. ¡No la hubiésemos nunca conocido! ¡Ojalá que, desde aquel momento en que Rómulo, habiendo siniestro vuelo.el buitre, trazó tu muro, oh Roma, y te pobló de parias, hasta el caos tesálico, tú esclava hubieses sido! De lös Brutos me quejo, Fortuna. ¿Tuvo premio vivir bajo las leyes por siglos; contar años por el nombre de cónsules? ¡Afortunados árabes y Medos, y provincias de Oriente, sojuzgados por tiranos perpetuos! Entre todos los pueblos que soportan a un rey, peor suerte no existe que la nuestra: vergüenza nos causa ser esclavos. Sin duda, no creemos en dioses: si a los siglos los rige ciego azar, al admitir a Júpiter mentimos. ¿Desde el éter altísimo, empuñando su rayo, observará la matanza tesálica? ¿Verdad que con sus fuegos alcanzará a Foloe. al Eta alcanzará y al inocente bosque de Ródope y los pinos del Mimante; y que Casio será, y no él, quien esta cabeza hiera? A Tiestes mandó astros y, a Argos, repentinas tinieblas: ¿y dejará que salga la luz sobre Tesalia, que empuña iguales armas de hermanos y de padres? Los dioses no se curan de los males del hombre. De este caos, sin embargo, nacerá una venganza, la mayor que el humano contra el cielo ejercita: dará dioses la guerra semejantes a dioses, ornará la Ciudad a estos manes con rayos y astros, y en los templos jurará por sus sombras. Cuando en rápido avance devoran el espacio que retarda la hora suprema del destino, aislados por exiguo terreno, se contemplan un instante, dudando a quién lanzarle el pilo, qué suerte les aguarde o qué monstruosidades cometerán: enfrente ven al padre, y cercanas las armas del hermano; mas no permutan puestos. La angustia, sin embargo, los corazones hiela; en visceras heridas por la piedad, la sangre paralizada yace y, extendidos los brazos, las cohortes retienen los ya dispuestos pilos. Nó la muerte los dioses te concedan, oh Crástino, final pena de todos, sino que tras tu muerte
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seguir puedas sintiendo; pues tu arrojada lanza trabó la lid, tiñó con la primera sangre del romano a Tesalia. ¡Oh furor impaciente! ¡Cuando aún César los dardos retenía, una mano se anticipó a la suya! Quebró entonces el aíre el clarín con sus sones, dió la orden el cuerno, y las tubas incitan a combatir; entonces se levanta el fragor hasta el cielo, y alcanza del Olimpo la cumbre, no hollada ni por nubes ni por trueno ninguno. Retumbaron los valles del Hemo con el eco del clamor, ampliado por antros del Pelión; rugió el Pindó; resuenan peñascos del Pangeo; gimen rocas del Eta; y de sus alaridos rabiosos, recorriendo la tierra, se espantaron los mismos combatientes. De dardos lluvia espárcese con adverso designio: herir unos desean; marrar el tiro otros, por mantener sus manos inocentes. Consigo todo arrastra el azar; y en culpable convierte a quien le viene en gana la voluble Fortuna. Mas, ¡qué exigua porción del desastre conforman los venablos y el hierro volante! Odios civiles sólo sacian espadas enterrando la diestra en entrañas romanas. Agrupadas las huestes de Pompeyo en compactos escuadrones, componen, entrelazando escudos, una línea continua: sin suficiente espacio para el brazo y los dardos, comprimidos, recelan de sus propias espadas. Con rabioso furor cierra el bando de César contra los apretados batallones, buscando paso franco entre armas y enemigos. Por donde la entramada loriga gruesas mallas ofrece y el pecho queda oculto por la armadura, logran llegar hasta las visceras, pese a tales defensas, y cada golpe es siempre mortal. Civil combate libra un bando; y el otro, lo padece; ase un bando fría espada; el de César, caliente por los crímenes. Mo queriendo Fortuna dilatar graves hechos arrastra en el torrente del hado inmensas ruinas. Mo bien la pompeyana caballería extiende sus alas por el llano hasta los mismos bordes, ligera infantería, mezclada a los manípulos
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extremos, sale, y lanza sus fieros escuadrones. Cada nación allí nativas armas blande; mas todas buscan sangre romana; vuelan flechas de un lado a otro, y piedras, y teas, y derretidos proyectiles, que, al roce con el aire, se abren en masa ardiente. Entonces, los indómitos árabes y Medos e Itireos, caterva por sus arcos peligrosa, disparan como al azar sus flechas, dirigidas al aire que cubre llanura; del cielo, muerte llueve, pero ningún delito deshonroso macula los aceros del bárbaro: la iniquidad recae sobre pilos de Roma. Entretejidos hierros oscurecen el aire y una noche de dardos sobre el campo desciende, cuando César, temiendo que su primera línea vacilara ante el choque, mantiene unas cohortes en oblicuo, detrás de sus propias enseñas, y, de improvisto, lanza, contra el flanco por donde combate el enemigo sin orden, su ofensiva. De luchar olvidados, sin ocultar su pánico, veloz huía emprenden, demostrando que guerra civil no ha de fiarse jamás a turbas bárbaras. En cuanto que un caballo, clavado al pecho el hierro, pisoteó al jinete que derribado había, ceden todos los équités terreno y, vueltas grupas, en denso nubarrón contra los suyos chocan. Desde entonces, el caos desborda cualquier límite y ya no se libraba verdadera batalla: el cuello ofrecen unos; otros, usan el hierro; y no consigue un bando abatir cuantos piden perecer en el otro. ¡Farsalia!, le bastase a tus campos la sangre que exhalan pechos bárbaros, no tiñera otra sangre tus ríos, y los huesos de sólo esos caídos tu faz toda vistiera. O, si saciarte buscas con la sangre romana, ahorra la de otros te ruego: vivan Sirios y Gálatas; Iberos de confines del orbe; Capadocios y Galos; Armenios y Cilicios; pues, tras civil contienda, ya serán Roma ellos. Sobrevenido el pánico, en todos hace presa, y en pro de César corren los cursos del hados. Se alcanza centro, nervio de las fuerzas de Magno:
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y aquí se estabiliza la lid, en azaroso discurrir mantenida por todo el campo, y César vio dudar su Fortuna. No aquí se esfuerzan jóvenes auxiliares de reyes, ni mercenarios brazos: sólo padres y hermanos formaban este frente. ¡Aquí el furor, tu rabia y tus crímenes, César! ¡Ah, mente mía, huye de narrar este trance de la batalla, y déjalo perderse en las tinieblas, y que otra edad no aprenda de mí, cantor de tantos desastres, a qué excesos llegan guerras civiles! ¡Ay, perezcan las lágrimas y las quejas perezcan! ¡Oh, Roma, callaré cuanto aquí realizaste! Aquí, César, coraje del pueblo y de su rabia acicate, mirando que no decaiga el crimen por su descuido, muévese por entre sus cohortes y añade nuevo ardor a los ardientes ánimos; las espadas comprueban: cuáles ya están bañadas en sangre; cuáles brillan porque sólo teñida de sangre está su punta; qué mano empuña el hierro con temor; quién dispara con laxitud los dardos; quién con vigor; quién órdenes acata; quién disfruta luchando; quién se turba si mata a un ciudadano. Se acerca a los cadáveres que el ancho campo inundan; restaña con su mano las heridas de muchos que estaban desangrándose. Por dondequiera pasa, tal Belona blandiendo su ensangrentado látigo, o tal Marte, Bistonios alzando, e impulsando con cruel acicate los carros, por la égida de Palas detenidos, noche inmensa de crímenes suscita: cunden muertes; resuena un alarido como de voz inmensa; las armaduras suenan bajo ej pesó del cuerpo cayendo, y chascan hierros chocando con los hierros. Su misma mano ofrece espádas nuevas, dardos suministra; y exige que los hierros deshagan los rostros enemigos. Promociona sus líneas, empujando la espalda de los suyos; anima a indecisos con toques de su lanza; les muestra, no al pueblo, a senadores como víctimas: sabe dónde bulle la sangre del poder; las entrañas del mando; cómo hacerse con Roma; en qué lugar derribar el postrero bastión de libertad del universo. Espadas
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abaten juntamente caballeros y nobles y venerables cuerpos; caen los Lépldos; caen los Metelos; perecen Corvinos; y nombrados Torcuatos, tantas veces regentes de la patria; los más ilustres caen, excepto tú, Pompeyo. Allí, bajo celada plebeya oculto el rostro, ignoto al enemigo, ¿qué hierro blandes, Bruto? ¡Prez de Roma, esperanza suprema del Senado, descendiente postrero de antigua estirpe ilustre, no te arrojes, audaz en exceso, en el vórtice de la lid, ni anticipes tus hados de Filipos, ya que a ti te hará suyo tu Tesalia! Es en vano que allí aceches el cuello de César; todavía no ha pisado la cima del poder; ni ascendiendo al culmen de la humana potestad sin fronteras, merece de los hados tan veneranda muerte. Viva; y sucumba víctima de Bruto, cuando reine. Aquí pereció toda la flor del honor patrio: por tierra yacen grandes montones de cadáveres patricios, no a plebeyos mezclados. Una muerte, con el acabamiento de tan claros varones, sobresale entre todas: la del pugnaz Domicio, hadado en la desgracia, pues nunca la fortuna de Magno perdió brillo sin estar él presente. Vencido tantas veces por César, muere libre; contento se derrumba sobre sus mil heridas, gozando al no aceptar, por vez segunda, venia. Convulso lo ve César entre un charco de sangre, y le increpa: «¡Al fin dejas las banderas de Magno mi sucesor Domicio, y ya sin ti la guerra se hará!» Dice, y un hálito que aún bulle en el herido para mover le basta los moribundos labios: «Sabiendo que tu crimen funestas recompensas, oh César, no ha obtenido, dudoso tu destino e inferior a tu yerno, tranquilo y libre ingreso en las estigias sombras, aún con Magno de jefe; ya expirando, me es lícito desear que, obligado por fiero Marte, pagues con creces a Pompeyo y a mí.» Más no declara; y se le va la vida, y las espesas sombras le cerraron los ojos. En estos funerales del mundo, me avergüenza plañir muertos sin cuento, y atendiendo a los hados
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de cada cual, saber quién sufrió atroz herida cuando hendieron su entraña; quién a sus propias visceras pisoteó en el suelo; quién, trabado al contrario, muriendo expulsa juntos el alma y el acero clavado en su garganta; quién cayó al primer golpe; quién siguió en pie sin vida; a quién el dardo horada; o a quiénes una lanza los clavó contra el suelo; quién vió saltar la sangre de sus trizadas venas y alcanzar la armadura del contrario; quién hiere a un hermano en el pecho, secciona su cabeza, la tira, y así expolia sin vergüenza el cadáver; quién destruye facciones del genitor, probando con su saña al que mira que, aquel al que degüella, no es su padre. Son muertos que al merecido llanto superan; no hay lugar para plañir por nadie. Diferente es Farsalia de todas las batallas: allí Roma sufría la pérdida de hombres; aquí es Roma quien muere; perece allí el soldado; muere aquí una nación; allí sangre derrámase: aquea, asiría, póntica; aquí la torrentera de la romana impide que otra cuaje en los campos. Herida demasiado gravosa esta lid causa para que sólo pueblos coevos la padezcan; algo más que la vida y el bienestar perecen: allí fuimos postrados hasta el final del mundo. Toda edad será esclava de estas armas triunfantes. ¿Por qué razón merecen los descendientes próximos y los nietos nacer para servir? ¿Blandimos sin coraje las armas? Nuestra cerviz soporta las vilezas ajenas. Tras Farsalia nacidos, si amo diste, oh Fortuna, también la guerra otórganos. Ya Pompeyo, ¡oh perdido!, percibe que los dioses y los hados de Roma no están con él, y aun viendo que es total la derrota, apenas se decide a dar por sentenciada su fortuna. A un repecho se encumbra, y se le muestra la ruina esparcida por los campos tesálicos, que la misma batalla le ocultaba. Y vio cuántas espadas su futuro buscaban; cuántos cuerpos yacían; y a sí mismo pereciendo en la sangre vertida. No desea, como un desesperado cualquiera, que se acabe con él todo, y que el mundo comparta su ruina;
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y porque una gran parte de la gente del Lacio sobreviva, le anima pensar que los Celestes aún son dignos de votos; y busca ese consuelo: «Cesad», dice, «oh Celestes, de derrocar naciones; pues con el mundo en pie, y a salvo Roma, aún puedo ser infeliz. Si os place más duro aún castigarme, mujer e hijos tengo: asignadles destino a tan queridas prendas. ¿No repara el desastre civil mi sacrificio y el de mi gente? ¿Somos satisfacción exigua, si no se hunde el mundo? ¿Todo ha de perecer? ¿Por qué al caos te aplicas, Fortuna, si ya nada me pertenece?». Dijo, y a sus banderas vuelve y a su diezmada gente, y apacigua a soldados, que a un prematuro hado se arrojan, pretextando no merecer tal cosa. Para afrontar espadas y ofrecer cuello y pecho a la muerte, valor no le falta al caudillo. Pero temió que, extinto Pompeyo, sus soldados no huyeran, y con él se derrumbara el orbe; o no quiso que César lo contemplara muerto. ¡En vano, oh infeliz! Tu cabeza, mostrada le ha de ser a tu suegro, que querrá contemplarla. Mas tú también, esposa, de su huida la causa fuiste; y ganas de ver tu semblante; y su réplica al hado que ordenaba que, ausente tú, él muriese. Entonces, Magno, aguija su corcel, y se aleja de la lid, sin temer a los dardos su espalda, con coraje aceptando sus extremos destinos. Ni gemido ni llanto: dolor callado sólo, sin mengua de su alta dignidad, y condigno con tu decoro, oh Magno, ante males de Roma. Con gesto inalterable, la Ematia miras; fatuo no te vieron tus glorias guerreras, ni abatido te verán tus derrotas; y versátil Fortuna te fue inferior; lo mismo cuando celebraciones de tu triple triunfo que, ahora, en tu desgracia. Libre ya de la carga de tu hado, caminas tranquilo, recordando los momentos felices; ya remite tu nunca satisfecha esperanza; ahora puedes saber quién has sido. Rehuye la lid cruel, y dioses te sirvan de testigos de que, quienes se obstinan en seguir combatiendo,
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ya no mueren, oh Magno, por ti. Como en los trágicos desastres africanos, o en la dañosa Munda, o en las aguas de Faros, en tu ausencia se libra gran parte del encuentro tesálico. Tu nombre, Pompeyo, no estará ya en los labios de todos, ni el deseo de guerra, sino los dos contrarios para siempre enfrentados: la Libertad y César; el Senado, muriendo tras tu fuga, aclaraba que para sí luchó. ¿No te llena de gozo que, expulsado de allí, no vieras tal infamia? La belicosa espuma de la carnicería contempla; por torrentes de sangre mancillados los ríos, y a tu suegro compadece. ¿Qué ánimo tendrá, al entrar en Roma, vencedor de este trance? Sea cual sea tu angustia de mísero exiliado por ignotas regiones, y tus padecimientos bajo el tirano fario, como favor de dioses y perpetuo regalo del hado considéralo: peor hubiese sido vencer. Prohibe quejas, veta el llanto a los pueblos, destierra duelo y lágrimas. ¡Magno!, igual te ame el mundo, caído, que triunfante. Contempla, con semblante sereno, no de súplica, los reyes, las ciudades que poseiste, reinos que donaste, el de Egipto y el de Libia, y escoge el lugar que prefieres para tu propia muerte. Inicial testimonio de tu estrago, Larisa vio tu noble cabeza, no abatida ante el hado: mandó a sus habitantes ocupar las almenas para aclamarte, igual que a un vencedor; sus dones te ofrecen entre lágrimas; te abren templos y casas; comparten, solidarios, tu desventura. Cierto que aún mucho sobrevive de tu excelso renombre, y que, inferior tú sólo a ti mismo, pudieras llamar de nuevo al arma y enfrentarte al destino. Pero, «¿De qué le sirven a un vencido ciudades o pueblos?», dices; «¡Dadle vuestro apoyo al que vence!» Tú, César, sobre un cúmulo de muertos aún avanzas, pisando entrañas patrias, y ya el yerno te ofrece naciones. De allí, aleja su corcel a Pompeyo y le siguen lamentos y lágrimas, y el coro de honda imprecación contra dioses crueles. Ahora, Magno, ves pruebas y frutos del afecto
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que ganaste: el dichoso no sabe si es amado. César viendo inundada con suficiente sangre romana la llanura, deseando ya tregua para el hierro y los brazos de los suyos, la vida perdona a los soldados de a pie, y a formaciones cuyas muertes son vanas. Mas temiendo que el castro refugio dé al que huye y que nocturna calma del pavor los aleje, determina apropiarse del vallado enemigo, caliente aún la victoria y el terror de la huida, sin temer que resulten gravosas estas órdenes a los por Marte exhaustos. No se necesitaban exaltadas arengas para instar a los milites al saqueo. «¡Victoria total hemos logrado, soldados!», dice, «Falta sólo el premio a la sangre, que me cumple mostraros pero no concederos: cada cual se lo otorgue. Mirad el castro pleno de metales preciosos: el oro a moradores de Hesperia arrebatado; de orientales tesoros rebosantes las tiendas. Fortunas amasadas por reyes, y por Magno, dueño esperan; consigue, soldado, anticiparte al que persigues; todas las riquezas, que vuestras Farsalia hiciera, quieren robaros los vencidos.» Y sin más, (los impulsa, dementes y cegados por la pasión del oro,) a pasar por encima de espadas y cadáveres de patricios, pisando yacentes generales. ¿Qué foso, o valla, logra frenar a quienes piden premio a guerra y a crímenes? Raudos van a inquirir qué don su culpa obtuvo. Inmensas masas de oro en el castro se encuentran, tributo de los pueblos para bélicos gastos; pero siguen sus mentes sin saciar su codicia. Si el oro que en Iberia se excavó y el que el Tajo devuelve y el que en lamas halla el rico Arimaspo rapiñaran, su crimen malpagado creyeran; pues ese vencedor, que bastión tarpeyano se adjudicó de premio, y aun el saco de Roma, decepcionado siéntese con el botín de un castro. Sobre pluma patricia, impía plebe duerme; soez soldado ocupa reales aposentos; y, en lechos de sus padres y hermanos, su fatiga reparan malhechores, su reposo turbado
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por fieras pesadillas y espantosos delirios: reviven, miserandos, el estrago tesálico. Su despiadado crimen vela en todos; las armas aún ansian, y a ellas, ausentes, tienden manos. Creyera yo que el campo dio gemidos; que tierra culpable exhaló almas; que a todo el aire infectan espectros y, a la noche del cielo, horror estigio. Cruel castigo inflige victoria a los culpables; silbido y llamas siente su sopor. Se alzan sombras de asesinados cívites, y a cada cual le oprime la imagen de su propia maldad: ve rostros éste de ancianos; este otro, juveniles figuras; a aquél su sueño agitan cadáveres fraternos; en otro, el padre pesa; y, en César, pesan todos. No otros rostros de Euménides contemplara el pelópida Orestes, aún impuro, sobre escítica ara; ni mayor turbación en sus almas sufrieran Penteo, en su furor; y, ya calmada, Agave. Las espadas que viera Farsalia y las que luego desenvainadas fueron por el Senado el día de la venganza, acósanle durante aquella noche; y le fustigan monstruos infernales. ¡Qué horrible castigo le reserva su conciencia al precito si, aún con vida Pompeyo, ya ve la Estigia, el Tártaro, y los Manes mezclados a sus sueños! No obstante cuando el claror del día le muestra la matanza farsálica, no hay cosa que a desviar le induzca de los fúnebres campos sus fijos ojos. Mira los ríos con la sangre crecidos; igualados cadáveres y cerros; masas ya putrefactas; cuenta aliados de Magno, y solicita mesa en lugar desde donde la figura y el rostro de muertos reconozca. No ver suelo de Ematia le alegra y recorrer con sus ojos los campos ocultos bajo muertos. (Reconoce en la sangre favor de hados y dioses.) Y para no perderse el gozoso espectáculo de sus crímenes, pira deniega, en sus furores, a infelices y expone a pestilencia el cielo de Ematia. Ni el ejemplo de aquel cartaginés, inhumador de un cónsul; ni Cannas, abrasada por cremaciones púnicas,
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a humano trato muévele para con sus contrarios; recuerda solamente, todavía con ira no saciada de sangre, que son conciudadanos. Mo pedimos la pira de cada cual, ni hogueras separadas; mas fuego común, donde los cuerpos todos juntos se quemen; o si dar pena quieres al yerno, allega bosques del Pindó, erige un túmulo con las selvas del Eta, y que Pompeyo vea, desde el mar, el incendio tesálico. No logras con esta ira nada: que las llamas destruyan o la putrefacción el cadáver, no importa; natura acoge todo en su plácido seno, y a sí mismos los cuerpos su propio fin se deben. Si a estas gentes el fuego no ahora las consume, oh César, arderán, con las tierras y abismos del mar, en esa hoguera común que espera al mundo, donde arderán los huesos y los astros. Doquiera que a tu alma conduzca la Fortuna, las suyas estarán: no más alto subirás tú en el cielo, ni ocuparás un sitio mejor en noche estigia. La muerte no es esclava de la Fortuna; todo lo que engendró recoge la tierra; y cubre el cielo a quien tumba no tiene. (Tú, que pueblos condenas a muertes insepultas, ¿por qué este caos rehúyes? ¿Por qué estas malolientes llanuras abandonas? Respira y bebe -¿puedes?- este aire y agua, César) Pero, no; que a ti infectos cadáveres farsálicos campiñas te arrebatan y, al vencedor venciendo, Farsalia toda ocupan. No sólo acude el lobo bistonio al carroñero festín de lid hemonia; sino que, olfateando los hedores sangrientos de la matanza, bajan los leones del Fóloe. Su cubil deja el oso, y los inmundos perros sus techos y guaridas, y cuantas alimañas con fino olfato husmean letales pestilencias; y ya rapaces aves, que ha tiempo al castro siguen, se ciernen. ¡Y vosotras, oh grullas, que soléis permutar tracio invierno por el Nilo, tardías al serenado austro os acogisteis! Nunca confundió al cielo turba tan compacta de buitres o batieron el aire más plumas; todo bosque sus alas envió; todo árbol, cruento
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por cada ave, instila sanguinoso rocío. Y, a menudo, en el rostro o en impías enseñas del vencedor, cayeron desde la altura etérea, sangre y podre; y los pájaros, de sus cansadas garras, miembro humano dejaban deslizarse. No todos los cadáveres llegan a ser huesos: truncados, son pasto de las fieras, que no se preocuparon de visceras recónditas o de sorber las médulas hasta el final: mordieron un poco en cada miembro. Y, así, la mayor parte de la estirpe latina menospreciada yace: la lluvia, el sol, los días más largos Cada vez, deshaciéndola fueron para mezclarla, al cabo, con la tierra de Ematia. ¡Oh infortunada tierra de Tesalia!, ¿qué crímenes contra dioses osaste que así te castigaron con tanta muerte y tanta fatalidad de sangre? Para que otras edades no puedan recordarte y te perdonen daños de esta guerra, ¿qué tiempo no tendrá que pasar? ¿Cuánto mieses sin mácula nacerán con sus tallos coloridos? ¿Qué arado no violará ya manes romanos? Nueva guerra primero ofrecerás, nuevo crimen manchando de sangre tus llanuras, aún no enjutas de ésta. Y aun cuando los sepulcros de los antepasados removiésemos, tumbas aún en pie, y las que, abiertas por el brío de viejas raíces, descubrieron sus urnas, más ceniza se arará en surco hemonio, más huesos quebrará del labriego la azada. No amarraría nunca su nave el navegante al litoral ematio; ni campesino alguno removiera tu suelo, necrópolis romana; y huirían colonos de estos campos de espectros; rebaños no vendrían a pastar; ni osarían los pastores dejar que su grey arrancase las hierbas abonadas con nuestros propios huesos; y tú te extenderías, desierta e ignorada, como región inhóspita por el sol o los hielos, si hubieses soportado, no sólo la primera, sino sola tú el crimen de las guerras civiles. ¡Odiar tierras malditas nos sea, oh dioses, lícito! ¿Por qué en bloque absolvéis o condenáis al orbe? ¡Los desastres de Hispania, de Paquino ondas tristes,
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y Módena, y la Léucade, hacen puro a Filipos!
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Sobrepasados ya los boscajes del Tempe y los desfiladeros de Hércules; ganando las solitarias sendas de la silvestre Hemonia; aguijando su exhausto corcel, tardo a la espuela, turba Magno vestigios de su paso, enredando los cursos del camino. Le amedrentan rumores de las frondas movidas por el viento; y, si alguno de los suyos se acerca por su espalda, se espanta, por su vida temiendo. Ya abatida su estrella, no olvida que aún el precio de su sangre no es poco, y, consciente del hado, percibe que, su cuello, vale aún lo que él diera por la cerviz segada de César. Y, aunque avanza por desiertos parajes, los conocidos rasgos del héroe le impiden esconder en seguros cobijos su desdicha. Algunos, que regresan al castro de Farsalia la derrota ignorando, se pasman al cruzarse con Magno, frente al rápido transcurrir de las cosas atónitos: pues caos su persona presagia. Gravoso es para él tropezar con testigos de su caída. Ignoto para todos quisiera resultar y, con nombre ficticio, pasar pueblos oscuro; mas Fortuna le cobra a su desgracia el precio de favores continuos, igualando fama y pena, apremiándole por las pasadas glorias. Comprende ya que obtuvo bien pronto los honores; repudia juveniles hazañas bajo Sila; aquellas gestas pónticas y aquellas flotas cílices, derrotado, le duele recordar. Que una vida, tras gozar del poder, prolongándose, abate la grandeza del ánimo: si la hora suprema con el final del goce no coincide, y recélanse reveses, la fortuna de antaño es pesadumbre. ¿Quien gozará sus hados si no aceptó su muerte? Playeríos alcanza por donde, enrojecido ya con sangre de Ematia, busca al mar el Peneo. Desde allí, nave impropia para ola y galerna, y aun para río, trémulo, a alta mar le conduce: y aquél, cuyos remeros aún azotan las aguas de Léucade y Corcira; el señor de los Cílices y de liburnas tierras, se embarca, nauta pávido, en exiguo bajel. Poner proa dispone
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hacia los litorales de la secreta Lesbos, donde permanecías oculta tú, Cornelia, más triste que si en campos de Ematia te encontrases. Oneroso terror es tu sueño, y funestos presagios convulsionan tus jornadas; Tesalia tu noche toda ocupa y, al clarear el día, hacia escarpada roca de los escollos corres; y, oteando las olas, siempre ves la primera oscilar a lo lejos las velas de una nave, , que arriba; y no osas nunca preguntar por tu esposo. ¡He aquí un bajel tendiendo la vela a vuestro puerto! ignoras qué transporta; pero tu miedo máximo es ahora saberte frente al lúgubre anuncio del fin de la batalla: tu marido vencido. ¿Por qué no desahogas tu dolor? ¿Llorar puedes ahora y te reprimes? Ya cercana la nave, corrió hasta ella; y supo la traición de los dioses: desfigurado Magno de palidez, las canas : sobre el rostro, y su ropa negreando de polvo. Se cernió sobre ella la noche; y, las tinieblas, luz del cielo le hurtan; dolor su aliento apaga; descaecen sus fuerzas, su corazón se hiela, y, en engañosa angustia de muerte, yace ahora; Surto el barco, Pompeyo lustra vacuas arenas. Cuando las fieles fámulas lo ven llegar, apagan su asordado gemido contra el hado; y en vano alzar del suelo intentan a su exámine dueña, a la que estrecha Magno contra el pecho y reanima, con cálidos abrazos, sus ateridos miembros. Fluyente ya lá sangre por la piel de su cüerpo, las manos de Pompeyo reconoce, y ya puede sufrir el desolado semblante del marido. La exhorta Magno a no sucumbir ante el hado, y, a su desenfrenado dolor, así reprende: «¿Por qué al primer embate del destino te hundes, pese a ser, por glorioso linaje, mujer noble? Llegada es tu ocasión de acceder a una fama secular; no las armas o ejercicio de leyes a tu sexo dan gloria, sino sólo desgracia del esposo. ¡Levanta tu corazón, y luche tu afecto contra el sino; y, en mi derrota, ámame! Te seré mayor gloria, ya, que tengo perdidas
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las fasces, y el adicto colegio del Senado, y el cortejo de reyes. Sé tú sola mi séquito. Vivo aún el marido, mostrar no es decoroso un dolor tan extremo que no pueda acrecerse: de la fidelidad será postrer testigo llorar por el varón. Ningún daño mi guerra te causó: sobrevive Pompeyo; y su fortuna pereció. Lo que lloras, eso fue lo que amaste.» Aguijada por tales reproches del marido, levantarse consigue; y el llanto en queja quiebra: «¡Ay que de odiado César no haya entrado en el tálamo, yo, malhada esposa para cualquier marido! Dos veces dañé al mundo; como prónuba tuve a una Furia, y a sombras de Gracos; a sus manes ofrecida, he traído de Asiría las desgracias a esta guerra; a los pueblos precipité en el báratro y alejé de la causa mejor a los Celestes. ¡Oh mi cónyuge excelso, que nunca mereciste tan desastroso tálamo!, ¿tánto pudo Fortuna sobre tu noble testa? ¿Por qué, impía, fui esposa si infeliz iba a hacerte? Ahora impónme el castigo que sufriré de grado: para que el mar te sea propicio; fidelísimos los reyes; favorables las naciones, arroja tu cónyuge a las olas, Yo preferido hubiera permutar mi cabeza por tu triunfo bélico; con ella, al menos, lustra, oh Magno, tu derrota. Dondequiera que yazgas, cruel Julia, vengada ya mi unión con litigios civiles, ven ahora para cobrar la pena y, ya sacrificada la rival concubina, perdona a tu Pompeyo.» Calló, y precipitándose de nuevo entre los brazos del marido, los ojos de todos ciega en lágrimas. También conmueve a Magno, y, si Tesalia enjuto, lo vio llorando Lesbos. Para entonces, el pueblo, ya agrupado en la playa de Mitilene, a Magno le habló: Si nuestra gloria mayor será, por siempre, cobijo haber brindado a la tan cara prenda de tal marido, honra también tú, te rogamos, nuestros muros, ligados ya a ti por sacros vínculos y por comunes Lares, con una noche tuya: haz, Magno, de éste, un sitio que las generaciones venideras visiten
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y al que venere el huésped romano cuando venga. Muralla más leal no hallará tu derrota: esperar pueden otras, del vencedor, favores; ésta ya fue culpable. ¿Isla, acaso, no somos, yacente mar adentro? Naves faltan a César; vendrán tus generales a buen seguro, y hado contrario vencerás merced a nuestra tierra. Acepta ajuar de templos y el oro de los dioses; acepta, para infantes o nautas, a estos jóvenes. De toda Lesbos sírvete con todos sus recursos. (Vencido, acepta tú lo que robará César.) Evítale este oprobio a un país que hizo méritos: afortunado, en nuestra lealtad confiaste; caído, lo condenas. Aliviado su ánimo con ver la devoción de aquel pueblo; y, en nombre del universo, alegre porque aún alentase la lealtad, «Con prenda no pequeña,» les dice, «os demostré que el orbe ningún lugar alberga más grato para mí; deposité mi afecto, con tal rehén, en Lesbos; aquí, mi hogar sagrado, y mis caros penates; para mí, fue aquí Roma. No a otra tierra, en mi huida, puso rumbo mi nave, y, aun sabiendo que Lesbos se había granjeado la cólera de César por guardar a mi esposa, no dudé en procuraros ocasión tan propicia de obtener su perdón. No añadiré más culpa. Perseguir mi destino por todo el orbe debo. ¡Ay!, Lesbos, tan dichosa con tu eterno renombre, ora pueblos te imiten en acoger a Magno; ya tú sola me seas leal; he decidido saber qué tierras guardan honor; cuáles, traiciones. ¡Acoge, oh dios, si alguno todavía me asiste, postreros votos: dame países semejantes a Lesbos, que, no obstante la hostilidad de César, en sus puertos no impidan, a un vencido de Marte, la entrada o la salida!» Dijo; y a su afligida compañera, a la nave, subir hace. Diríase que abandonaban todos su hogar y el patrio suelo: hasta ese extremo suenan gemidos por la playa y hostiles se levantan las manos contra dioses. Y no porque se aleje Pompeyo, cuya adversa fortuna deploraban, como porque se ausente
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la que, durante el tiempo de la guerra, miraron como conciudadana, llora el pueblo; que, incluso, si partiera hacia el castro de un victorioso cónyuge, no quedasen sin lágrimas los femeniles ojos: tal afecto inspiró, por su pudor, a unos; por su bondad, a otros; y en todos, por la noble modestia de su casto semblante; pues con todos gentil, nunca onerosa conviviente, y humilde cuando aún la fortuna del marido brillaba, vivió como si fuera la esposa de un vencido. Ya Titán, sumergida la mitad de sus fuegos en el mar, no mostrábase completo para quienes ocultaba su disco, ni -si existen- a aquellos a quienes lo enseñaba, la mente vigilante de Pompeyo se centra, ora en urbes aliadas, mediante pacto, a Roma; o en veleidosas miras de los reyes; o en zonas del mundo, inaccesibles bajo del abrasante calor del Mediodía. A menudo, abrumado por tristes pensamientos y el horror del futuro, de su ánimo aparta sus mil preocupaciones, y sobre las estrellas al piloto interroga: cómo busca las costas; qué rumbos marca el cielo; qué astro indica a Siria; o qué estrella del Carro certera a Libia lleva. Docto espía del cielo silencioso, responde: «No sigo yo los astros que por el estrellado firmamento transcurren, cuyas variaciones engañan a los nautas incautos; una estrella sin ocaso, jamás inmergida en el piélago, clarísima en el brillo de las géminas Osas, mi nave rige. Cuando la veo arriba, fija, y a la Osa menor apuntan nuestros mástiles, frente al Bosforo y Ponto, curvado de onda escítica, nos encontramos. Siempre que el Boyero desciende desde arriba del mástil, y más cerca del agua pende el Can, a los puertos de Siria va el navio. Nos acoge más tarde Canopo, astro contento de errar por austral zona, temeroso del Bóreas; dejándolo a la izquierda y rebasando Faros, la nave, por el mar, tocaría las Sirtes. Pero, ¿hacia dónde ordenas desplegar nuestras velas y ajustar nuestro rumbo?» Con indeciso acento,
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«Procura solamente, para todo el viaje,» responde Magno, «lejos de las costas ematias mantener el navio, y atrás dejar las ondas y el cielo de la Hesperia: fia el resto a los vientos. Recuperé a mi esposa, tesoro que di en prenda; supe entonces qué tierras encontrar; sea Fortuna quien me procure ahora mi puerto.» Dice; y tuerce su timonel las velas, hasta entonces pendientes de la igualada verga, y a babor vira el barco; y, para cortar ondas encrespadas por Quíos o por los arrecifes de Asina, afloja cabos de proa y tensa otros a popa. Acusa el giro la onda, y al hender el espolón el piélago de otro modo, y la quilla surcar distinto rumbo, permutó su fragor. Ño más diestro el auriga, girando hacia la izquierda del eje la otra rueda, al carro cruzar hace la meta sin rozarla. Titán la tierra muestra y ocultó las estrellas. Fugitivos del caos de la Ematia se acogen a Magno; y el primero, partiendo desde playas de Lesbos, es su hijo; después, turba de fieles patricios. Pues ni aun víctima de los hados adversos, y huyente, osó Fortuna desamparar a Magno del séquito de reyes; los cetros del Oriente y los grandes del mundo van con él. A Deyótaro, quien siguió errantes huellas del general, le ordena marchar a los confines del mundo. «Pues si Ematia con su caos nos priva», le dice, «de esa parte del orbe que es romana, tantear nos importa, ¡oh el más fiel de los reyes!, la lealtad de Oriente y de pueblos que beben del Eufrates y el Tigris, aún exentos de César. No te aflija, a la búsqueda del destino de Magno, penetrar en remotas moradas de los Medos o en secretas regiones de Escitas y, pisando por otro meridiano, transmitir mis palabras al orgulloso Arsácida: «Si pactos, que yo, en nombre del Júpiter latino juré, y ratificaron vuestros magos, subsisten, llenad vuestras faretras y tensad vuestros arcos armenios con su gético cordaje. Cuando en busca de fronteras del Caspio marchaba, persiguiendo belicosos Alanos en pie de guerra siempre,
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recordaréis, oh Partos, que os dejé correr libres por aquemenios campos, sin jam ás obligaros a buscar el refugio de Babilonia. Reinos crucé de Tiro y últimos confines de Caldea, por donde el raudo Ganges y el Hidaspe niseo al mar acceden: cerca, más que el Persa, yo estaba de los nacientes fuegos de Febo. Y pese a omnímoda victoria, consentí que faltáseis vosotros tan sólo en mis triunfos; y entre todos los reyes de las tierras de Oriente, sólo al Parto miraba como a igual. Varias veces, Arsácidas, la mano de Magno os amparó; pues, ¿quien calmó las iras justísimas del Lacio, tras el desastre asirio? ¡Ya los Partos, ligados a mí por mis mercedes, sus fronteras rebasen, y más allá aparezcan, de la orilla vetada por siglos; y de muros de la pélica Zeugma! ¡Venced, Partos, por Magno! ¡Derrota anhela Roma!» No duda ante tan ardua misión el rey y, exento de sus áulicos signos, veloz parte, amparado por las ropas de un fámulo. Si hay peligro, vestirse de siervo a un rico salva. ¡Cuán, pues, más cierta vida que la de los regentes del mundo la que llevan los auténticos pobres! Despedido el monarca, sortea Magno escollos de Icaria; y, alejándose de Efeso y de calmas de Colofón, bordea rompientes espumosos que erige exigua Samos; aspira leves auras de la costa de Cos; evita a Gnido; y Rodas, famosa por su sol, deja atrás; y rehuye, recto el rumbo, el curvado litoral de Teímeso. La proa enfrenta tierra de Panfilia, y no osando a ningún muro aún confiarse, se acerca, Magno, a ti, diminuta Faselis: no consienten que seas temida, escasos habitantes y hogares vacíos: es más grande la dotación del barco que la de tus vecinos. Desde aquí, tiende velas y ve el Tauro; y Dipsunte, que del Tauro desciende. ¿Pensado hubiera Magno, cuando pacificaba los mares que a sí mismo se ayudaba? Seguro, por la costa cilicia va huyendo en parva nave. Le sigue una gran parte del Senado, devota del huyente caudillo y, en la exigua Sihedras,
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puerto donde el Selíno naos acoge y despide, al fin, Magno, reunido con sus proceres, rompe su silencio con tristes palabras: «Compañeros de guerra y fuga, espejo de la patria; aunque en costa desierta y en las tierras de Cilicios, sin armas en torno, yo os consulte, buscando los remedios al caso, dadme apoyo. No todo yo en los campos de Ematia perecí, ni se hundió mi destino, de suerte que no pueda levantar la cabeza y alejar la derrota. Los desastres de Libia, ¿acaso no elevaron a Mario hasta las fasces, y admitieron los Fastos su nombre nuevamente? Y a mí, ¿en trance más leve no amparará Fortuna? Míos son mil navios que griegas aguas surcan; mil caudillos; Farsalia dispersó nuestras fuerzas, no las ha destruido. Pero será bastante para salvarme, el peso de mi fama en el orbe y un nombre que ama el mundo. Evaluad vosotros la lealtad y tropas de los reinos de Libia, de Faros, de la Pártica, y escoged quiénes vengan en auxilio de Roma. Yo os mostraré, no obstante, mis recónditas dudas y hacia dónde convergen. La edad del soberano del Nilo veo suspecta; pues lealtad probada exige adultos años. De otro lado, me alarma la astucia de infiel Moro, pues, dócil a su estirpe, de Cartago mal brote, amaga a Hesperia; y lleva, su envanecido pecho, de Aníbal rastro, quien, con indirecta sangre, macula el reino y niega sus númidas abuelos. Ya, tras rogarle Varo, como inferior ve a Roma. ¡Ea, pues, compañeros, marchemos hacia Oriente! Con su caudal, Eufrates, nos separa de un mundo colosal; las barreras del Caspio nos ocultan territorios inmensos; distinto cielo rige los días y las noches asirías; y no enlaza con el nuestro su mar, de color diferente, y aun con propio océano. En dominar se gozan. Corcel brioso usan; los más robustos arcos; todo niño o anciano letales cuerdas tensa; y a ninguna saeta se le escapa la muerte. Por vez prima dominan sus arcos las sarisas macedonias; y a Bactra, posesión de los Medos;
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y a Babilonia asiria, soberbia por sus muros. No demasiado teme de nuestro pilo el Parto, quien contra Roma osó, tras probar la .eficacia de escíticas faretras, asesinando a Craso. No sólo férreas puntas expanden sus audaces saetas: saturadas de copioso veneno, parva herida es letal y, sólo el roce, muerte. ¡Fuera falsa mi idea del valor del Arsácida! Hados muy parecidos a los nuestros impulsan a esos Medos, y en mucho los protegen los dioses. Yo arrancaré a estos pueblos de sus lejanas tierras y, ajeno a sus fronteras, combatirá el Oriente. Y si nos falla Oriente y el pacto con los bárbaros, que, más allá del mundo conocido, Fortuna prepare mi naufragio: no imploraré a los reyes que yo erigí. Sepulto en extranjero suelo, será gran lenitivo de mi fin la certeza de que con mi cadáver no ejercerá mi suegro piedad o crueldad. Si repaso los hados de mi vida, compruebo que gocé del respeto de esa parte del orbe; más allá de Meótida y del Tanais, mi gloria se cimentó en Oriente. ¿En dónde brilló más, por mis gestas, mi nombre y de dónde volví con mayores triunfos? ¡Roma, ayuda a mi empresa! Pues, ¿qué mejor regalo te otorgarán los dioses que realizar la guerra civil con huestes párticas, agotando a un gran pueblo con nuestras disensiones? Cuando armas de César con las del Medo choquen, Fortuna habrá vengado a los Crasos o a mí.» Dicho esto, comprende, por súbitos murmullos, que el concurso no aprueba su parecer; y Léntulo, respondiendo el primero, llevado del valor, noblemente doliéndose, profiere estas palabras, de quien fue cónsul dignas: «¿Así quebró tu ánimo de Tesalia el desastre? ¿Un día ha de bastar para cambiar el mundo? ¿Tan vasta guerra habrá de cesar con Ematia? ¿No existirá remedio para la abierta herida? ¿No otra opción da Fortuna que humillarse ante el Parto? ¿Por qué del mundo tránsfuga, cielo y tierra en desprecio, opuesto polo buscas y extranjeras estrellas,
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donde aras caldeas honrar y ritos bárbaros, y ser de Partos siervo? ¿Por qué como pretexto de la guerra se adujo querer ser hombres libres? ¿Por qué engañas al orbe, si ser esclavo intentas? A ti, por quien temblaron los Partos, sólo oyendo que gobernabas Roma, y a quien vieron, de selvas de Hircania o de la India, traer cautivos reyes, ¿te han de ver ahora hundido por el hado, abatido y derrotado, en vana soberbia infatuados contra el pueblo romano, creyendo que se igualan con Roma, pues contemplan suplicante a Pompeyo? No podrás decir nada con tu destino acorde; que, ignorantes del uso de la lengua latina, te exigirán que ruegues con lágrimas. ¿Podremos soportar este ultraje, viendo que la derrota de Hesperia es vindicada por Partos, no por Roma, que la sufrió? Caudillo para fraternas guerras te eligió ella, ¿y vas a revelar a pueblos de Escitia, nuestro íntimo conflicto, nuestra herida, y a enseñar a los Partos a invadir? Roma pierde consuelo a tantos males: no obedecer a un rey, sino a compatriota. ¿Te agrada ir por el orbe guiando crueles hordas contra muros de Roma, siguiendo, desde Eufrates, enseñas capturadas con los Crasos? El único de los reyes ausente de Ematia, cuando el hado celaba aún sus favores, ya cierto el vencedor, ¿afrontará su inmensa potencia, emparejando su sino al tuyo, Magno? No son tan temerarias estas gentes: cualquiera de los pueblos nacidos entre los hielos nórdicos, será en la lucha indómito y amante de la muerte; pero, en Oriente, estando bajo cálidas zonas del orbe, la clemencia del clima ablanda pueblos. Laxas ropas allí porta el hombre; y, flotantes, las túnicas. El Parto, por los médicos campos, por las llanuras sármatas, y campiñas que avanzan por el valle del Tigris, es invencible siempre, porque siempre hallará libertad en su huida; pero no donde encréspase la tierra: ni a las cumbres de los ásperos montes subirá; ni entre espesas tinieblas luchará, donde el arco es incierto; ni surcará, nadando, las violentas corrientes;
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ni, chorreando sangre su cuerpo en la batalla, ardiente sol de estío sufrirá bajo el polvo. Ni ariete, ni máquina de guerra, ni la práctica de los fosos conoce; y, si persigue a alguien, todo cuanto a su flecha se oponga en su carrera, muro es para el Parto. Lid leve, huida rápida, escuadrón errabundo, que antes cede sus puestos que expulsa de los suyos al adversario; dardos de traidora ponzoña: bravura que no inquiete proximidad con Marte, sino que, desde lejos, el arco cede al viento la búsqueda de heridas. Honra el hierro al valor; los verdaderos hombres con la espada combaten. Mas un primer encuentro desarma al Medo; y huye, si la aljaba está exhausta. No a su brazo, al veneno confía su fiereza. ¿Auténticos varones reputas, Magno, a aquéllos que más que el hierro piden para entablar combate? ¿Tentar pacto sin honra te satisface tanto como para que muerte, despatriado, alcances en las lindes del mundo, y a tu cuerpo lo oprima tierra bárbara, en tumba miserable y pequeña, y odiosa porque aún Craso reclama sepultura? Llevadera tu suerte te será, pues la muerte, sufrimiento final, al varón no le angustia. Mas no será su fin lo que inquiete a Cornelia bajo un infando rey. ¿Es que no conocemos bestial Venus de bárbaros, quienes, ciegos, maculan con innúmeras cónyuges las leyes y los vínculos del matrimonio, y muestran la intimidad del tálamo nefando a mil doncellas? Entre vino y banquetes, procaz la corte ejerce coyundas no admitidas por las leyes; no agotan al varón largas noches entre tantos abrazos. En la real alcoba, yacen madres y hermanas, sacratísimas prendas. El mundo execra a Tebas por la trágica fábula de Edipo, quien consuma, sin saberlo, tal crimen: ¡pero cuántos Arsácidas, soberanos de Partos, de común sangre nacen! Y para quien es lícito fecundar a su madre, ¿qué le estará vedado? La ilustre descendiente de Metelo, en el lecho de un bárbaro, será la milésima esposa. Aunque a ninguna, oh Magno, como a ella, el deseo
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del rey distinguirá, Venus estimulada, salazmente, por lustre de anteriores esposos; pues, excitando aún más sus perversos placeres, sabrá el rey que Cornelia fue la esposa de Craso: cual si débito fuese, de antaño, al hado asirio, ahora se la entregan, pagando la derrota. Siga abierta la herida del oriental desastre: y no sólo la ayuda pedida a infame rey te será vergonzosa, sino luchas civiles. Pues, ¿cabe mayor culpa para el suegro y el yerno, ante el mundo, que haberos enzarzado en la lucha, olvidando vengar a los Crasos? ¡Debieron arrojarse al unísono los generales todos contra Bactra y, usando de todas las reservas, desguarnecer el flanco superior del Imperio por fronteras del Rhin, y lugares del Dacio, hasta que Babilonia, y la pérfida Susa, yacieran sobre tumbas de nuestros generales! ¡Te impetramos, Fortuna: no haya paz con Asiria, y, si Tesalia a guerra civil le ha puesto término, láncese el vencedor contra el Parto! ¡Es la única nación sobre que viera triunfar, gozoso, a César! ¿Es que, tan pronto cruces el congelado Araxes, la entristecida sombra de un anciano, erizada de escíticas saetas, no habrá de interpelarte?: «Tú, a quien tras de la muerte, nuestra insepulta sombra esperó como a ultor de las cenizas, ¿vienes ahora en son de paz?» Y, entonces, infinitos testimonios tendrás del desastre: murallas que lustraron cabezas segadas de caudillos; lugares donde nombres ilustres sumió Eufrates, o Tigris sus cadáveres, luego a tierra devueltos. Si capaz eres Magno de hollar estos parajes, no menos lo serás de aplacar a tu suegro, asentado en Tesalia. ¿Por qué al mundo romano no vuelves tu mirada? Si recelas de reinos australes, y de Juba, gran felón, acojámonos a Faros, y a regiones regidas por los Lágidas. De una parte, al Egipto lo defienden las líbicas Sirtes; y de la otra, coto al mar pone un río con siete brazos. Tierra feraz por bondad propia, ni del comercio vive, ni de lluvias de Júpiter:
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en sólo el Milo alienta la ley de su pujanza. El niño Tolomeo te debe a ti su cetro, Magno; y tú lo tutelas. ¿Quién temerá aspereza de sus actos? Su edad es aún inocente; no esperes de una corte provecta lealtades y justicia; o respeto para los dioses; nada causa empacho a un monarca veterano: benigna luce estrella de reinos con un joven monarca.» Sin más decir, consigue mover las voluntades. ¡Oh cuánta libertad no da esperanza última! Descartada quedó la opinión de Pompeyo. Dejan, raudos, riberas cilicias, y las proas enfilan hacia Chipre, cuyas aras prefiere, sobre todas, la diosa que las ondas de Pafos no olvida: si es creíble que puedan nacer dioses o que principio tengan. Pompeyo, abandonando estas costas, después de bordear escollos con los que Chipre acaba por Mediodía, déjase conducir por la oblicua corriente mar adentro, evita el monte, célebre por sus nocturnas luces, y alcanza, a duras penas, con las pugnaces velas, del bajo Egipto tierras, donde el séptimo brazo (el mayor en que el Milo se divide) penetra en bajos de Pelusia. Ya era el tiempo en que Libra sopesa iguales horas por un día tan sólo, y la luz, abreviándose, a invernal noche paga los daños inferidos mientras fue primavera. Conociendo que el rey pisa alturas del Casio va hacia allí: ni las velas ni Febo aún declinan. Ya rápido vigía, jinete por la playa, alarmaba a la corte denunciando el arribo del huésped. Falta tiempo para iniciar consultas. Mas acuden los sumos jerarcas palatinos de Pela; y, entre ellos, Acoreo, (apacible de ancianidad y ecuánime por los quiebros del tiempo: fue engendrado por Menfis, la de los falsos ritos; vigía de crecidas del Milo por los campos, bajo su sacerdocio, más de un Apis gozara los lustros de su Febe), quien abre la asamblea con su palabra: y dijo de lealtad y méritos de Pompeyo, y de pactos sagrados del difunto progenitor del rey. Pero Potino, hábil
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en persuadir perversos y en conocer tiranos, osó pedir condena de muerte para Magno: «Justicia y ley convierten, oh Tolomeo, a muchos en culpables», razona; «si la tan alabada lealtad favorece a quien Fortuna abate, se torna peligrosa. Sigue a hados y a dioses: vencedores acepta, rechaza a los vencidos. Cuanto el fuego del agua, o el cielo de la tierra, tanto dista lo recto de lo útil. Perece la pujanza de un cetro si pondera lo justo; respeto por lo honesto socava fortalezas. La libertad del crimen, y las espadas prontas, mantienen a monarcas odiados. Consumándola, justificada queda la crueldad. Quien pío quiera ser, que abandone su trono. Poder sumo y virtud no coexisten; amedrentado vive quien de su crueldad se avergüenza. Mo dejes que Magno impunemente menosprecie tus años, creyéndote incapaz de enfrentarte a un vencido. Mo te prive un extraño de tu cetro; cercanos a tus parientes tienes; si reinar no te place, a tu excluida hermana devuelve el Milo y Faros. Libremos, ante todo, del hierro lacio a Egipto. Lo que no tuvo Magno, mientras duró la guerra, el vencedor no tenga. De todo el orbe expulso, vana ya su esperanza, nación busca que caiga con él. Lo arrastran sombras de las civiles luchas. Mo huye solamente de las armas del suegro, sino de la presencia del Senado, en gran parte cebo ya de los buitres de Tesalia; recela de pueblos que, mezclados en común mar de sangre, abandonara; teme de reyes que él hundiera: de la Tesalia reo, en tierra alguna acepto, nuestro país, aún libre de su mal hado, busca. Tenemos, Tolomeo, contra Magno, querella bien justa: ¿por qué quieres macular con los crímenes de la contienda a Faros, neutral y en paz por siglos, y al vencedor hacerle suspecta nuestra tierra? ¿Por qué, una vez caído, nuestra morada escoges para adunar en ella los hados de Farsalia con tu propia desgracia? Ya una culpa debemos expiar con la espada: pues nos brindó el Senado,
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por tu consejo, el cetro, tu triunfo quisimos. No preparé este hierro, que los hados me obligan a empuñar, para ti, sino para el vencido; traspasaré tu vientre, Pompeyo, aunque yo hubiera preferido el de César: todo, el hado trastorna. Si me la brindas, ¿dudas que la ocasión dejara pasar sin atacarte? ¿Qué confianza, oh ciego, te empujó a nuestro reino? ¿Ves más que un pueblo inerme labrando blandos campos cedidos por el Nilo? Medir sus propias fuerzas a cada cual conviene. ¿Tú, Tolomeo, puedes parar el fin de Magno, bajo el cual Roma yace? ¿Turbar osas las tumbas y cenizas tesálicas? ¿Traer guerra a tus reinos? Fuimos, antes de Ematia, neutrales en la lucha. ¿Facción ahora eliges que todo el orbe execra? ¿Al buen hado y a fuerzas del vencedor te opones? No es noble, cuando cae, negar a quien triunfara; pero nunca lealtad escogió desdichados». Deciden todos muerte. Se alegra el niño rey con la insólita honra, brindada por sus súbditos, de permitir que zanje tan gran cuestión. Aquilas, designado verdugo, en lugar donde el pérfido país se alarga en playas del Casio, y los bajíos de Egipto testifican vecindad con las Sirtes, quilla exigua apareja, con los armados cómplices de la infamante empresa. ¡Oh, Celestes, que el Nilo y la bárbara Menfis y la femínea turba del egipcio Canopo, tanto puedan! ¿Corrompen tanto al mundo los hados de civiles contiendas? ¿Tan bajo cayó Roma? ¿Papel jugará Egipto en tamaña catástrofe, y aun la espada de Faros? ¡Sé fiel, civil contienda, a esta ley, por lo menos: fraternas manos rige, vil extranjero aparta, si es que el nombre preclaro de Magno ha merecido ser delito de César! Tolomeo, ¿no temes tan gran nombre extinguir? Y, aun con el cielo en contra, ¿profana mano osas sentarle, semihombre? No al vencedor del mundo, ni al tres veces llevado al Capitolio en triunfo, señor de reyes, numen del Senado, ni al yerno del vencedor, debiera respetar un tirano de Faros: sí, al Romano. ¿Por qué tu espada escruta nuestra entraña? ¿No sabes,
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rapaz cruel, no sabes qué te guarda el futuro? Ya no ostentas el cetro del Nilo con derecho; pereció con la guerra civil quien te dio el trono. Ya Magno niega al viento las velas, y ayudado del remo, va ganando las infamantes costas. Va a su encuentro, en exigua birreme, la cuadrilla criminal; y, fingiendo que es bien venido a Faros, a descender le obligan desde el alto navio hasta el esquife, a cuenta de que engañosa costa y una doble corriente rompiendo en los bajíos tocar tierra le vetan a forastera quilla. Si mandato no fuese del hado, e inminente su desdichado fin, decretado en el orden eterno, y que arribase a tal ribera Magno para morir, ninguno de los suyos dejase de presagiar el crimen: pues, si leal le fuese y con sincero afecto lo acogiera la Corte, agradecida a Magno por salvar aquel trono, Tolomeo y su flota lo hubiesen recibido. Cede Magno al destino y aviénese al traslado, la muerte anteponiendo, gustoso, a cobardía. Precipitarse intenta Cornelia en la hostil nao, no tanto por la pena de abandonar al cónyuge, que ya se iba, cuanto por recelar desgracia: «Audaz esposa, aguarda; y tú, hijo; os lo ruego; y, lejos de la orilla, mirad cuál sea mi suerte, y en mi cuello auscultad lealtad del tirano.» Dice; y, sorda a su veto, Cornelia, enajenada, le tiende entrambas manos: «¿Adonde te encaminas, cruel, sin mi? ¿De nuevo he de ser excluida, como cuando el desastre de Tesalia? ¡Infelices, jamás nos separamos con buen augurio! ¡El rumbo no debiste cambiar, cuando huías, y en Lesbos permanecer yo oculta, si impedir decidiste que yo tocase tierra! ¿O es que acaso te agrado como mujer tan sólo sobre las olas?» Esto clamó en vano; y se inclina, por la angustia abrumada, sobre la borda; y no osa, en su atónito miedo, ni apartar la mirada, ni contemplar a Magno. Quedó la flota inquieta por la suerte del Jefe, temiendo, no a las armas o al crimen, sino a súplicas de Pompeyo, humillándose ante un trono cedido
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por su mano. AI dejar su navio, un soldado romano lo saluda desde la egipcia nave: Septimio, quien, ¡oprobio de los dioses!, depuesto ya su pilo, portaba, servil, indignas armas: violento, atroz, cruel para matar, cual fiera salvaje. ¿Quién, Fortuna, no habrá de convencerse de que hiciste merced a los pueblos, negando esta diestra a la guerra, y librando a Tesalia de tan dañinos dardos? ¡Dispones las espadas de suerte, ¡ay!, que no deje de haber parte del orbe sin crimen civil tuyo! ¡Baldón para los mismos vencedores, y trance de perpetua vergüenza de dioses: una espada romana obedeciendo la voluntad de un rey; y un muchacho de Pela degollándote, Magno, con un brazo romano! ¿Qué dirá en otros siglos, la Fama, de Septimio? ¿Qué nombre le darán a este crimen aquéllos que al de Bruto tildaron de nefando? Cumplíase ya el plazo de su hora postrera y, trasladado al navio de Faros, nadie puede ayudarle. Desenvainan sus hierros los esbirros del rey. Cuando la espada avanza, cubre rostro y cabeza, desdeñando ofrecerla desnuda a la Fortuna; cierra luego los ojos y el aliento retiene, por temor a quejarse o a manchar con el llanto su perpetuo renombre. Y, al hundir vil Aquilas la espada en su costado, no profiere un gemido, y, desdeñando el crimen, mantiene el cuerpo inmóvil, probándose al morir; y, a sí mismo, diciéndose: «Siglos, nunca callados ante el sino de Roma, atienden; y el futuro ve la nave de Faros y su traición; ahora piensa sólo en tu gloria. Hados prósperos fueron los de tu larga vida; no sabrán las naciones, si al morir no lo muestras, de tu temple en lo adverso. No cedas a deshonra, ni te pese la mano que ejecute tu hado: sea cual fuere la mano, será siempre de César. Descuarticen mis miembros, y los esparzan: soy, oh dioses, pese a todo, feliz, y ni vosotros podéis privarme de ello. La dicha de una vida no cambia con la muerte. Cornelia y mi Pompeyo contemplan este crimen: con tanta más firmeza
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sofoca, oh mi dolor, te ruego, mis gemidos. Muriendo, esposa e hijo, me amarán, si me admiran.» Así, al morir, sentidos controla, y mente, Magno. Pero Cornelia, menos capaz de ver el crimen que de sufrirlo ella, clamó, con hondo acento: «Oh, Magno, soy yo quien, criminal, te asesina. Fatal demora impuso la arribada hasta Lesbos; y, en pisar costa egipcia, se ha anticipado César; pues, ¿quién, si no, pudiera disponer tal infamia? Mas, cualquiera que seas, mandado por los dioses para servir la ira de César, o en bien propio, no sabes, cruel, en dónde palpita el verdadero corazón de Pompeyo; vas a asestar tus golpes donde quiere un vencido. ¡Más dolor que la muerte sintiera viendo antes mi cabeza cortada! No exenta estoy de culpas en esta guerra; esposa y acompañante sola por olas y por Castros, yo lo acogí, vencido, sin temor por mi suerte, cuando lo repudiaban los reyes. ¿Recompensa será la de quedarme segura a bordo, esposo? ¿Mi bien buscabas, pérfido? Mientras extrema suerte procuras, ¿yo era digna de vivir? Moriré, pero no por designio real. ¡Dejadme, nautas, que salte, o ponga un nudo de retorcidos cables a mi cuello, o que alguna de las fieles espadas de Magno me atraviese: será ayudar a Magno y un mérito ante César! ¿Mi fin obviáis crueles? Aún, esposo, vives, y ya se pisotean mis derechos, oh Magno: me prohíben la muerte. ¿Seré del vencedor?» Cesó, y, cayendo en brazos de los suyos, la rapta, medrosa, huyente quilla. Sonando están, en tanto, con hierro, dorso y pecho: y es Magno la nobleza de su augusta figura; ceño pone a los dioses, sin que ni la agonía le altere el porte, el gesto viril de su semblante: lo afirman quienes vieron seccionar su cabeza. Y así el brutal Septimio multiplicó su crimen al perpetrarlo: tira del lienzo y, descubriendo la augusta faz de Magno moribundo, le aferra por la aún viva testa y, en oblicuo, coloca su cuello sobre un banco. Saja nervios y venas y con esfuerzo taja las vértebras nudosas:
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se ignora aún el arte de degollar de un golpe. Rueda ya la cabeza separada del tronco, y es el siervo de Faros quien reclama portarla. ¡Degenerado milite romano en vil servicio!: ¿con tu siniestra espada la excelsa testa cortas y no habrás de llevarla? ¡Sumo insulto del hado! A fin de que el sacrilego reyezuelo conozca la crespa cabellera de Magno, venerada por reyes, los mechones que su amplia frente orlan, una mano la aferra, mientras aún el rostro se resiente, y postrero murmullo el labio emite, brillando aún los ojos y, en lanza faria, alza cabeza que ordenaba la paz o la discordia; que impulsaba a las leyes, a Marte, a las tribunas, y en la que tú, oh Fortuna de Roma, te gozabas. No se sacia el infame tirano sólo viéndola: desea testimonio del crimen. Con vil arte, lo putrefacto limpian, y extraído el cerebro, eliminan humores; la piel tornan reseca y el semblante endurecen con infundido ungüento. ¡Postrer hijo de Lagos, degenerado vástago, que cederás, muriendo, tu trono a incesta hermana!: en tanto, al Macedonio, sagrada cripta brindas; en tanto que cenizas reales permanecen bajo erigido monte; mientras que inmerecidas pirámides y túmulos ocultan a los manes de Tolomeos, prole vergonzosa, a Pompeyo las rocas lo desgarran, y remueven su tronco, de un lado para otro, las aguas del rompiente. ¿Tan gravoso te era conservar el cadáver entero para César? ¡Con siempre igual mesura, Fortuna erigió hados benéficos de Magno, y lo abatió, a su muerte, desde la suma gloria; en solo un día, hízole pagar adversidades, a las que fuera inmune durante tantos años! Pompeyo fue quien nunca mezclados vio sus males con su dicha: feliz, ningún dios le perturba; desgraciado, ninguno le ayudó; de un embate lo abatió la Fortuna con diferida mano. Roído por la arena, desgarrado en escollos, por sus heridas agua penetrando, juguete del mar, desfigurado, se reconoce a Magno
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tan sólo porque al tronco le falta la cabeza. Mas, antes que la arena de Faros huelle César, improvisado túmulo brinda el hado a Pompeyo, porque no yazga en tumba preciada, ni sin ella: al mar, ya oscurecido, salió, pávido, Cordó, de su escondite, (fuera cuestor, y llegó, infausto, con Magno, desde idalios litorales de Chipre), osando entre las sombras avanzar, acallando con piedad el temor, para buscar el cuerpo de Magno entre las aguas, y arrastrarlo a la playa. Débil luz Cintia triste, por entre densas nubes, ofrece; mas las blancas espumas le procuran color distinto al tronco. Lo estrecha entre sus brazos, contra absorbente mar; después, por tanto peso vencido, espera olas y, ayudado por ellas, lo arrastra. Ya en la arena, sobre Magno se arroja; sus llagas baña en lágrimas, y a los velados astros y a los celestes, clama: «No desea, Fortuna, tu Magno rico túmulo guarnecido de incienso; ni que desde su cuerpo denso humo odorífero se eleve a las estrellas; ni ser llevado en hombros piadosos de romanos tal padre, precediendo al funeral cortejo sus antiguos triunfos; ni que resuenen lúgubres las plazas con lamentos; ni que todo el ejército desfile ante su pira con las armas depuestas. Concédele a Pompeyo el ataúd sencillo de plebeyas exequias que a hoguera sin incienso su mutilado cuerpo conduzcan; que halle leña para su pira, y mano mostrenca que la encienda. Os baste, celestiales, no ver, suelto el cabello, postrada aquí a Cornelia, quien, asida a su esposo, prender el fuego ordene, pues ya la triste cónyuge, cerca aún de la costa, ajena es al postrero tributo de la pira.» En tanto hablaba, el joven divisa, lejos, llamas en las que un cuerpo quémase sin que nadie lo vele. Sustrae de allí el fuego, retirando tizones de debajo del cuerpo .«Quienquiera que tú seas», dice, «sombra negada, no amada por los tuyos, pero más atendida que Pompeyo, perdona que mano extraña viole pira a ti dedicada; si los muertos aún sienten, seguro que te avienes
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a que se te despoje del fuego, y te avergüenzas de arder, mientras los manes de Magno están dispersos.» Dicho esto, y colmando su manto de rescoldos, regresa hasta el cadáver, que, de nuevo arrastrado por las olas, flotaba. Las arenas excava . y sobre exigua fosa, temblando, deposita los restos de una barca carcomida, que encuentra por los alrededores. No al noble cuerpo oprime leño alguno, ni ascuas lo sustentan. Un fuego, colocado a ambos lados, no abajo, acoge a Magno. Junto al fuego asentado, Cordo exclama: «¡Oh caudillo supremo; oh gloria impar del renombre romano!; si esta pira, aún más triste que el zarandeo de olas te parece, o que verte privado de honras fúnebres, manes, y alma grandiosa, de mi homenaje aparta: tu desdicha me impulsa. Para que ningún monstruo marino, fieras, buitres, o cólera de César cöntra ti prevalezcan, acepta, si es que puedes, pobre pira: una mano romana la ha encendido. Si regresar a Hesperia me otorga la Fortuna, no quedarán aquí tan sagradas cenizas: te acogerá Cornelia, Pompeyo, y con su mano dispensará tu urna. Mientras tanto, una piedra suficiente, en la costa, dirá de tu sepulcro; si aplacarte desea cualquiera por tu muerte y ofrecerle las honras completas a tu sombra, podrá hallar las cenizas de tu tronco, y el sitio donde depositar, oh Magno, tu cabeza.» Así dice, y con broza las llamas reanima. Arde Magno, y consúmese con el pausado fuego que alimentan sus propios humores. Mas las luces que a la aurora preceden ya apagaban estrellas. Interrumpiendo el rito funeral, asustado, Cordo busca escondrijo por la costa. ¿Qué penas recelas tú, insensato, por la acción que la Fama ensalzará locuaz al correr de los siglos? Por inhumar a Magno te elogiará infiel suegro. Ve, cierto del perdón, y, alegando tu obra, reclama la cabeza. Que a concluir exequias te obliga la piedad. Huesos medio quemados, no exentos todavía de nervios ni de médulas sin consumir recoge; los apaga en el agua
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del mar, los pone juntos, y con tierra los cubre. Y para que los vientos caprichosos no encuentren la ceniza y la esparzan, con piedra oprime el túmulo; y porque no remuevan la piedra las amarras del nauta, en ella escribe con un tizón el nombre sacro: «Aquí yace Magno». Fortunante contenta calificar de tumba de Pompeyo a tal sitio, donde César lo encuentra mejor que no sepulto? ¡Oh temeraria diestra!, ¿por qué a Magno le impones una tumba, y encierras a sus errantes manes en ella? Está enterrado allá donde el extremo de la tierra se cierra sobre el repulso Océano: el renombre romano y el área de su imperio representan los límites de su túmulo; esparce las piedras recubiertas de oprobio para dioses. Si el Eta goza a Hércules, y las cumbres de Misa pertenecen a Baco, ¿por qué en Egipto tiene sólo una piedra Magno? La extensión del Egipto ocupara. Si el nombre no lo ostentase un túmulo, por no hollar tus cenizas, oh Magno, evitaríamos los hombres el pisar las arenas del Hilo. Mas si, esa piedra, digna de tu almo nombre juzgas, añádele tus gestas gloriosas; testimonios de tus grandes proezas; la rebelión añade del indómito Lépido; campañas de los Alpes; las armas de Sertorio, vencidas tras ser cónsul; triunfal carro regido siendo aún caballero; el seguro comercio de los pueblos; piratas ya con miedo del mar; los sometidos bárbaros, y nómadas, y reinos bajo el Euro y el Bóreas. Di que siempre, despues de luchar, vistió toga civil: y que, contento, tras conducir los carros triunfales por tres veces, cedió gloria a la patria. ¿Tanto honor en qué tumba cabrá? Mísero, elévase sepulcro al que no adornan insignias ni inscripciones de los Fastos; y el nombre de Pompeyo, luciendo comúnmente en los frontis de templos o esculpido en arcos erigidos con los botines bélicos, consta ahora en un túmulo, tan cerca de la arena, que de pie no pudiera leerlo un extranjero, ni advertirlo un viajero romano sin mostrárselo. ¡Tierra egipcia, dañosa para civiles hados!:
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ya previno Sibila de Cumas que el hesperio soldado no arribase a las pelusias bocas del Nilo, ni a sus márgenes, crecientes en estio. ¿Qué maldición echarle, vil tierra, a tu gran crimen? ¡Que corra el Nilo aguas arriba hasta sus fuentes y tus campos, estériles, invernal lluvia pidan; que toda tú te vuelvas arena seca etíope! Nuestros templos romanos acogieron a Isis y a perros semidioses y a luctuosos sistros; y a aquel a quien tú lloras como a un mortal: Osiris; tú, en cambio, Egipto, cubres de polvo a nuestros manes. Y tú, también, oh Roma, que ya has alzado templos a un tirano cruel, aún no exiges cenizas de Pompeyo: su sombra permanece exiliada. Si en los primeros años se temía a la cólera del vencedor, ya es tiempo de que acojas los huesos de tu Magno, si aún yacen en una odiosa tierra sin ser pasto del mar. ¿Quién le teme a una tumba? ¿Sombra digna de culto dudará en mover alguien? ¡Que me ordenase Roma cometer tal delito y se dignase usar para ello mi pecho: feliz, feliz sería, si traer me indicasen los exhumados manes a Ausonia, y tan indigno sepulcro de un caudillo profanar! O, por suerte, cuando un fin de sequía Roma pida a los dioses; o el de Austros funestos; o el de un incendio ingente; o el de un gran terremoto, vengas, Magno, de nuevo a tu ciudad, por orden y voluntad celestes, en manos tus cenizas del pontífice máximo. Si así no fuera, ¿habrá quien, navegando el Nilo hacia Siene, abrasada por el tórrido Cáncer; hacia Tebas, reseca pese a lluviosas Pléyades; o mercader de Oriente vadeando el Mar Rojo o los puertos arábigos, que no se acerque, oh Magno, hasta la sacra piedra de tu tumba, a tus restos acaso confundidos con la arena, y no aplaque tus manes, prefiriéndolos al Júpiter de Casio? Tal túmulo no empaña tu fama: ni sepulto en los templos y en urna de oro, nos sería más preciada tu sombra; Fortuna, ya enterrada en esta tumba, eres deidad suma: la piedra batida por las olas de Libia es más augusta
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que altar del vencedor. A menudo, quien niega a los tarpeyos dioses incienso, humildes vallas de etrusco césped honra, donde cayera el rayo. Y te será algún día provechosa la ausencia de ingente mausoleo marmóreo perdurando por siempre. Bastará que transcurran los días para diseminar tu parvo haz de polvo; se perderá tu lápida, y de tu fin, vestigios. Vendrá mejor edad en que ya no habrá crédito para quienes enseñen esta piedra, y acaso parezca a nuestros nietos tan dudoso el Egipto como tumba de Magno, como Creta de Júpiter.
FIN
DEL
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Mas en ascuas de Faros no yacieron sus manes, ni tan parva ceniza retuvo a tan gran sombra: surgió de entre las llamas y, rehusando miembros semicarbonizados y la vil pira, busca moradas del Tonante; región entre la tierra y las lunares órbitas, donde el impuro aire confina con regiones estelíferas, seno de manes semidioses, a quienes, inocentes en vida, virtud ígnea les permite la dicha de habitar en las zonas inferiores del éter y conjuntar sus almas con los eternos orbes: no por ser enterrados entre oro e incienso se arriba allí. Pompeyo, tras ser transverberado de verdadera luz y contemplar atónito las errantes estrellas y los serenos astros, vio cuánta noche envuelve nuestro día, y rióse del escarnio a que fuera sometido su tronco, besde allí, sobre campos de Ematia, sobre enseñas del sanguinario César, sobre esparcidas flotas, vuela, y para vengar innumerables crímenes, en el sagrado pecho de Bruto se acomoda, se posa en la conciencia del invicto Catón. El cual, incierto el trance, mientras duda quedaba de a quién civil contienda del mundo dueño haría, también aborreciera de Magno; y fue conmílite tan sólo por la patria y obediente al Senado; pero, tras la derrota de Tesalia, se hizo ferviente pompeyano. Señoreó la patria, carente de caudillo; reavivó los ánimos en el miedoso pecho del pueblo; torna espadas a las cobardes manos vacías, y dirige la contienda civil, sin desear el cetro ni temer servidumbre. Para sí nada obtuvo, en tanto fue la guerra: y, muerto Magno, era su norte libertad. Para que, en brusco ataque, dispersos por las costas César no los encuentre, Catón pisa lejanas regiones de Corcira, en mil naves llevando supervivencia Ematia. ¿Quién suponer pudiera que en tanta nave iba un ejército huyendo? ¿Y que el mar fuera poco para acoger a tantos navios derrotados? Navegando prosiguen hacia Malea dórica
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y hacia Ténaro, umbral del Cocito; y Citera; y, con favor del Bóreas, Creta miran borrándose, y costean serenos litorales dícteos. Entonces, la ciudad de Ficunte, que osara cerrar puerto a la flota, fue tomada, y permite con razón su saqueo; desde allí, a mar abierta se deslizan con auras suaves por tus costas, Palinuro, (presente no sólo en mar ausonio: también Libia acredita que sus tranquilos puertos agradaron al frigio piloto.) Y, aquí, naves que, a velas desplegadas, desde alta mar venían, suspensos mantuvieron los ánimos, en duda de si adversos o hermanos de desgracia conducen; pues del célere César temer todo es posible y nave no alza velas donde él venir no pueda. Pero son luto y llanto lo que las naos portan; materia para lágrimas, aun del duro Catón. Después que, con sus ruegos, Cornelia detuviera, vanamente, la huida del hijastro y los nautas, por ver si tiempo daba para que mar adentro la onda arrastre aquel tronco, de una pira las llamas le descubren el mísero sepulcro de Pompeyo: «¿No fui digna, Fortuna, de encender yo la hoguera», gritó, «de mi marido y, sobre el cuerpo gélido del héroe derrumbada, de quemar mi arrancado cabello, y de acoger desperdigados miembros de Magno, y de bañar con desatadas lágrimas sus heridas; mi manto de colmar con calientes rescoldos de sus huesos; de exponer en los templos de los dioses los restos de la extinguida hoguera? Se consume la pira sin ningún honor fúnebre; mano egipcia, tal vez, cumplió enojoso rito para sus propios manes. ¡Oh dichosas cenizas insepultas de Crasos! A Pompeyo una hoguera le donó la implacable malquerencia de dioses. ¿Será siempre la misma mi mala suerte? ¿Nunca tributaré yo exequias debidas a mis cónyuges? ¿No lloraré ante urna con cenizas? Con todo, ¿por qué anhelar el túmulo? ¿Por qué, dolor, reclamas tangibles prendas? ¿Todo Pompeyo no se alberga, oh insaciable, en mi pecho? ¿No está impresa su imagen en mis entrañas? Busque cenizas la que piense
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sobrevivir. Ahora, sin embargo, ese fuego que, con exigua luz, resplandece lejano, surgiendo de la costa de Faros, aún me muestra, Magno, algo de ti; ya la llama se acorta y el humo que te eleva lo anula el sol naciente, y odioso viento comba las velas de mi nave. Ninguna tierra ahora me será más querida: ni aquella que, vencida, dio triunfos a Magno; ni excelso Capitolio, que a su carro acogiera; aquel Magno feliz ya salió de mi pecho: yo amo ahora a este Magno prisionero del Nilo; y alejarme deploro de una tierra culpable: me hace grata esta playa su asesinato. [Costas pelusias, si es que existe la lealtad, no pienso dejar]. Tú, Sexto, sigue vicisitudes bélicas y por el orbe insignias paternas enarbola; Pompeyo estos deseos confió a mi prudencia: «Cuando la muerte marque mi fatal hora, hijos, continuad vosotros civil guerra, y que nunca, mientras aliente alguno de nuestra estirpe, puedan reinar Césares. Cetros o urbes orgullosas de su albedrío alzad, de mi nombre al conjuro: esta súplica os lego y estas armas. Escuadras encontrará un Pompeyo si se hace a las ondas, y a mi heredero, en guerra, seguirán las naciones; os bastará probar un indómito ánimo y recordar la honra de vuestro padre. A uno tan sólo seguiréis, si él abraza la causa de libertad: Catón.» Te he guardado, oh Pompeyo, la fe, y he transmitido tu encargo. Tus ardides vencieron y, engañada, sebreviví tan sólo por no perder conmigo lo que me encomendaste. Ahora ya por el Caos inane o por el Tártaro, oh esposo, si es que existen, te seguiré, entregada a mi finar sin término conocido: mas antes le cobraré a mi alma la pena de estar viva. Sufrí, sin pedir muerte, ver tu hundimiento, oh Magno: pereceré en el llanto, me desharé en las lágrimas; ni acero o cuerda o sima terminarán conmigo: vergüenza es no morir de dolor tras tu muerte.» Dicho esto, cubrió su cabeza con fúnebre manto, y sufre tinieblas decidida, y desciende
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al interior del barco, y estrechamente asida a su cruel dolor, de su llanto disfruta, no amando ya a su esposo, sino a su propio duelo. No las olas ni el Euro, que en los cordajes silba, la alteran, ni los gritos de angustia ante el naufragio; y, con votos contrarios a la inquietud del nauta, yace, frente a la muerte, la tormenta aprobando. Chipre acoge a la nave con espumantes ondas; después, el Euro, dueño del mar, ya favorable, la impele a costa líbica donde acampa Catón. Triste, porque la mente presagia cuando teme, desde la costa, Magno, ve paternos amigos; y a Sexto; y sin dudarlo se arroja al mar: «Hermano», le grita, «¿dónde está nuestro padre? ¿Aún existe la cabeza rectora del orbe o sucumbimos y ha arrastrado consigo, hasta las sombras, Magno el destino de Roma?» Habló; y la voz fraterna: «Feliz tú, a quien la suerte desvió hacia otras costas que sabrás de la infamia por tu oído: yo, hermano, ojos traigo manchados por escarnio paterno. No por armas de César sucumbió ni por brazo capaz de golpearlo: bajo el inmundo rey que las tierras del Nilo gobierna, confiando en dioses tutelares del huésped y en favores prestados a los padres del príncipe, ha caído vencido por la fuerza que él mismo entronizara. Vi lacerar el pecho de nuestro augusto padre y no creyendo al régulo de Faros tan osado pensé que ya en las costas del Nilo estaba César. Mas no me afectó tanto la sangre y las héridas de nuestro anciano, cuanto su cabeza en volandas por la ciudad, alzada sobre un pilo: se dice que retenida para los ojos de su inicuo vencedor; demandada cual testigo del crimen por el tirano. Ignoro si perro fario o aves rapaces destrozaron el cuerpo, o aquel fuego furtivo que oteamos lo consumió. Cualquiera que haya sido la injuria del hado arrebatando estos miembros, perdono tal delito a los dioses; por esa parte única, que se reservan, lloro». Con tal nueva, no en lágrimas ni en gemidos se duele; furioso, Magno, y lleno de piedad justa, exclama:
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«¡Precipitad las naves desde las costas, nautas! ¡Irrumpid con los remos contra vientos adversos! ¡Venid conmigo, príncipes, (jamás civil contienda 150 tendrá merced más alta) a inhumar sombra errante; a aplacar, con la sangre de un semihombre, a Magno! ¿No hundiré yo en la inmóvil marisma de Mareótide fortalezas de Pela, y el cuerpo de Alejandro yacente en su sepulcro? ¿No arrastrarán a Amasis 155 y a otros reyes, sacados de funeral pirámide, las corrientes del Nilo? Paguen estos sepulcros, Magno, deuda a tu cuerpo no inhumado. El de Isis ya numen de estos pueblos, esparciré; y a Osiris, embalsamado en lino, daré a las masas; Apis 160 sagrado a las cenizas inmolaré de Magno; arderá su cabeza sobre dioses quemándose. Tomaré así venganza de esta tierra: a los campos vaciaré de labriegos; crecerá el Nilo inútil y, oh padre, sólo tú poseerás Egipto, ya expulsos sus celestes y sus gentes.» Se calla, 165 y a levar ancla, airado, va a forzar a la flota. Catón frena, alabándola, la cólera del joven. En tanto, al conocerse la muerte de Pompeyo, los litorales aires resuenan de lamentos en unánime duelo, nunca visto en los siglos: gente humilde llorando la muerte de un magnate. 170 Y cuando, exhausta en lágrimas y el cabello revuelto sobre el rostro, Cornelia desciende de la nave, los lamentos se acrecen, se desbordan los gritos. Tan pronto pisa tierra de la ribera amiga, junta insignias y vestes del desdichado Magno, 175 sus armas y áureas prendas por mucho tiempo usadas, ricas togas orladas, la túnica tres veces exhibida ante Júpiter, y a la pira da todo. Cenizas son de Magno para la infortunada. Siguen todos su ejemplo de piedad: por la costa 180 surgen fuegos que honoran a manes de Tesalia. Así, cuando el Apulio, para abonar la hierba del agostado campo y preparar los pastos invernales, calcina los rastrojos; y brillan, al mismo tiempo, el Gárgano, las campiñas del Vúlture, y las tibias laderas del Matino con llamas. 185 Invectivas, empero, que lanzar osa el vulgo
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contra los celestiales por la suerte de Magno, no placen a su sombra como pocas palabras de Catón, emanadas de un alma verdadera: «Pereció un varón», dice, «no a par con los antiguos en ponderar los límites del derecho, mas útil a un tiempo como el nuestro que lo justo desprecia; poderoso, aunque amigo de libertad, fue el único que, inclinada la plebe por su persona, opta por la vida privada; conductor del Senado, respetó sus funciones. No medró por derechos de guerra; si pedía, se holgaba de que hubiese libertad de negárselo. Demasiadas riquezas poseyó, pero a Roma dio más. Empuñó el hierro; pero abatirlo supo. Gustó más de batallas que de toga, aunque en guerra la paz amó. Caudillo, gozó el poder, gozó con deponerlo. Casto su hogar, ajeno al lujo, incorrupto por bienes de su señor. Famoso y venerado el nombre por todo el mundo, gloria le añadió a nuestra ürbe. Tiempo atrás, con la vuelta de Silas y de Marios, pereció la promesa de libertad; ahora muerto Magno, perece hasta la imagen de ella. Ya no dará vergüenza reinar, y habrá camino para el imperio sumo, sin trabas del Senado. ¡Feliz tú, que, vencido, te encontraste tu muerte, y a quien el crimen fario dio espada sin buscarla! ¿Vivir, reinando César, tú hubieras consentido? Saber morir, la suerte suprema para el hombre; después, verse obligado. ¡Haz, Fortuna, si hados me imponen yugo extraño, de Juba, un Tolomeo: téngame el enemigo; mas, mi cabeza, trunca!» Mayor honor le brinda tal parlamento al alma generosa del muerto, que rostral resonante de elogios al caudillo. Ruge, en tanto, discordia entre el vulgo; caído Pompeyo, se resisten a campamento y guerra, cuando Tarcondimoto, para huir de Catón, enarbola banderas. Y, mientras escapaba, seguido de los nautas, Catón lo alcanza, cerca de la costa, y le increpa: «¡Oh, Cilicio, jamás sometido!, ¿retornas a tus rapiñas náuticas? ¡No bien Fortuna acaba
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de arrebatar a Magno, pirata eres de nuevo!» Ve, luego, a los soldados agrupados y en trance de motín, y uno de ellos, desertor evidente, al caudillo con estas palabras interpela: «Perdónanos, Catón; empuñamos las armas por amor a Pompeyo, no a civiles contiendas: nuestra causa fue él mismo. Muerto aquel al que el orbe a la paz prefirió, pereció nuestra causa. Permite que volvamos a ver patrios penates, la abandonada casa y a nuestros dulces hijos. Pues, ¿cuál será el final de la lid si Farsalia ni Pompeyo lo han sido? Si azarosa la vida, tranquila muerte ampárenos: nuestra vejez obtenga debida pira; guerra civil apenas brinda sepulcros a los jefes. Los vencidos no estamos bajo dominio bárbaro, ni la cruel Fortuna nos fuerza a yugo armenio ni escítico: en romanas togas sigue el dominio. Quienquiera fue segundo, vivo Magno, primero será para mí ahora. A su sagrada sombra supremo honor rendimos: tendré por dueño a quien la derrota me impone; pero a ninguno, Magno, tomaré por caudillo; te seguí a ti en la guerra, seguiré ya a los hados; que no sería lícito pedir mejores tiempos. Rige estrella de César: dispersó el hierro ematio; robó esperanza al mísero; ya no existe en el orbe quien, sino él, devuelva salvación a vencidos. Vivo Magno, la guerra fue un deber; hoy, un crimen. Si a leyes y al bien patrio, Catón, miraste siempre, bajo insignias del Cónsul romano militemos.» Dice, y salta a la nave; tras él, ruidosos jóvenes. Cumplida está la suerte de Roma: servidumbre, la multitud, que agítase por la playa, desea. Prorrumpe así la sacra palabra del caudillo: «Entonces, ¿también tú, juventud, guerra has hecho en favor de un señor, y pompeyana fuiste que no romana? Ahora, que no buscas quien reine; que vives y que mueres para ti, no por jefes; que no has de conquistar para ninguno el orbe; que ya no corres riesgos al vencer; ahora, esquivas la guerra, y yugo buscas a tu cerviz vacante, y vivir no sabrías sin un rey. ¡Ahora existe
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causa digna de esfuerzo para varones! Pudo derramar vuestra sangre Pompeyo sin provecho; mas cuando está cercana la libertad, ¿negáis hierro y cuello a la patria? De tres dueños, Fortuna conservó sólo uno. ¡Avergonzáos; la corte del Nilo y las saetas del Parto más hicieron por la ley que vosotros! ¡Fuera, degenerados; renunciad a las armas y al don de Tolomeo! ¿Quién dirá que manchásteis de sangre vuestras manos? Se sabrá que en seguida volvisteis las espaldas; que huisteis los primeros la Filipos de Ematia. Id, tranquilos; las vidas os serán condonadas por César, vencedor sin asedio ni lucha. ¡Torpes fámulos!, muerto vuestro señor primero buscáis a quien le herede. ¿Por qué no procuráis merecer algo más que el perdón y la vida? ¡Exponed a las ondas a la infeliz esposa de Magno, descendiente de Metelo; a Pompeyos, entregad; superad de esta suerte el regalo de Tolomeo! No poco recibirá quien lleve mi cabeza al odioso tirano: por el precio, conozcan estos jóvenes que, al seguir mis banderas, acertaron. ¡Andad, cobrad mérito a costa de un gran crimen; la fuga no es baldón de cobardes!» Dijo; y logra que vuelvan a la costa las naos. No de otro modo, cuando los enjambres, vacías dejando las celdillas y el panal olvidado, no mezclan ya sus alas, sino que cada abeja vuela sola y no liba, desidiosa, el amargo tomillo y, en oyendo sonar el bronce frigio, atónitas suspenden la fuga y recomienzan su afanosa labor entre flores, al gusto de la miel que allí encuentran, goza sobre los prados hibleos el pastor viendo a salvo su hacienda. Así los llamamientos de Catón a los jóvenes suscitan en sus almas ardor de un justo Marte. Y ya Catón dispone permanentes acciones de armas para hombres por el ocio enervados. Primero, cansó al milite practicando en la playa; después batió los muros y torres de Cirene: por no haberle acogido, no hay venganza; la pena que Catón al vencido le impone es el vencerle.
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Marchar decide a líbicos territorios de Juba, lindantes con el Mauro, y aunque el paso le obstruye natura con las Sirtes, piensa, audaz, sortearlas. Las Sirtes, cuando al mundo Matura daba forma primigenia, dudaron entre el mar y la tierra; pues ni se hundió su suelo para admitir las aguas profundas, ni del todo se libraron de ondas; su ambigua condición forma zona inviable: mar quebrada por vados y abundantes escollos, donde estalla el fragor de las olas rompiéndose. Natura desechó de sí misma gran parte y la dejó sin uso. O en otro tiempo, acaso, cubrió del todo a Sirtes la mar con su corriente, pero el raudo Titán, mar paciendo sus rayos, sorbió las aguas próximas a la tórrida zona; aún hoy las aguas luchan con resecante Febo: y, a poco, ocasionando fatal el tiempo daños, la Sirte será tierra, pues cubren leves ondas la arena, y falta mar en extensas regiones. No más batir los remos el ponto, propulsando la escuadra, el fosco Austro rugió entre el aguacero. Furioso con su reino, defiende al mar de naos invasoras, con trombas que aíslan a las Sirtes de las ondas y alzando nueva costa en el piélago. Luego, velas sorprende sobre el enhiesto mástil y se las roba a nautas; y, aunque los mismos cables retar osan al Noto, sobrepasan las gavias a la quilla, y se comban delante de la proa. Si algún previsor nauta fijar quiere velámenes a la cima del mástil, es vencido y barrido por el viento, y desnudos los aparejos quedan. Mejor fortuna logran los navios que hienden altas olas, pues hallan mar profunda: y no aquellos que, ya desarbolados, dan la espalda al furioso vendaval y, forzados por la corriente, siguen rumbos no deseados hacia el contrario Austro. Fallan vados; y tierra que interrumpen las aguas las naves daña, víctimas así de un hado incierto: parte encalla en la arena; parte pende en las ondas. Luego, mientras se hunden, poco mar les ampara y más arena cúbrelas; que, aunque olas el Austro precipita, su ímpetu no destruye el obstáculo.
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Emerge sobre el dorso del piélago, muy lejos de la costa, un collado de polvorosa arena reseca, nunca hollado por el agua: allí nautas desdichados encallan; y, en tierra ya las naves, no ven la costa. Parte no grande de la escuadra retiene el mar; la otra, mayor, huye segura bajo el timón de expertos sabedores del rumbo; y adviene, ilesa, a inmóvil marisma de Tritón. El dios al que el mar oye soplar, desde la costa, con su ventosa concha sobre el mármol, es fama que ama este paraje; y también lo ama Palas, quien, al nacer aquí de la testa de Júpiter, primero que otra alguna pisa tierra de Libia, (la más cercana al cielo, cual su calor demuestra) y ve en las quietas aguas su rostro, y en la orilla su planta posa, y quiso ser llamada Tritónida. Cercano a ella fluye, silencioso, el Leteo, que trae olvido (dicen) desde infernales fuentes; y también, ya desnudo de sus frondas, y otrora guardado por insomne dragón, allí fue un día Jardín de las Hespérides. ¡Odioso, quien rechace viejos mitos y exija realidad al poeta! Áurea selva fue aquella de grávida abundancia, de fulvos frutos; coros virgíneos custodiando resplandecientes frondas y, nunca al sueño dada, serpiente asida a troncos curvados por el peso del rútilo metal. Pero Alcides sustrajo sus tesoros al árbol y al bosque su cosecha, y, dejando a las ramas privadas de su carga, las esplendentes pomas donó al tirano argólico. La flota, superada la región de las Sirtes, no se arriesga en su ruta más allá de las ondas garamantes, y al mando de Pompeyo es anclada en suave costa libia. Pero Catón, en cambio, cuya entereza ignora tardanza, se decide a marchar con su tropa por ignotas naciones y a rodear las Sirtes, confiando en las armas. Le persuadía invierno, que clausuró los mares, y esperanza de lluvia, contra el temor de ardientes calores: temperado por la estación el clima de Libia, no sería tan penosa la marcha, por el sol o por fríos rigurosos. Y, a punto
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de ingresar en estériles arenas, les exhorta: «Vosotros, que, siguiendo mis armas, escogisteis morir sin doblegar la cerviz, aprestaos a ejercitar el sumo valor, el sumo esfuerzo. A las regiones vamos más yermas y abrasadas del mundo, donde excede Titán, y no aparecen las fuentes, y se erizan las requemadas tierras con mortíferas sierpes: amar patria en ruinas y el restablecimiento de las leyes es duro camino. A Libia vengan, y se adentren por sendas intransitables, quienes, si existen, no requieren meta alguna, y les basta con seguir adelante. Pues engañar no intento ni llevar al peligro, ocultándolo, a nadie. Mis compañeros sean quienes amen el riesgo, y a quienes, si me creen, hermoso les parezca, y de un romano digno, arrostrar grandes males. Quien garantía exija dé su salud y ame dulzuras de este mundo, por otro lado busque patrón. Mientras me adentro yo el primero en la arena, y mi pie pisa el polvo, me asfixia el aire ardiente, me ataca letal sierpe, calculad vuestro riesgo por lo que me acontezca. Clame sed, quien me vea bebiendo; por calores, quien me vea a la sombra de árboles; deserte, quien me sepa a caballo, precediendo a columnas de infantes: quien distinga si soy soldado o jefe. Serpientes, la sed, fuego de la arena, acicates son del valiente; goza, soportando, el austero; más grata es la virtud cuanto más cara cuesta. Tan sólo Libia puede, con sus lustrales daños, hacer digna de hombres nuestra fuga.» Así a pávidos corazones inflama de amor por el esfuerzo, y ruta sin retorno por el desierto emprende: Libia, así, su almo nombre guardará en parvo túmulo, dueña ya de los hados del prudente Catón. Tercera parte Libia, según es fama, informa del orbe; mas, si a vientos y a cielos atendemos, parte forma de Europa. Pues riberas del Nilo no distan más que escítico Tanais de las de Cádiz, donde Europa se aparta de Libia y corvas costas dejan sitio al Océano. Asia es la otra parte y la mayor; pues, mientras aquellas dos, unidas,
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Céfiro engendran, Asia, tocando flanco izquierdo del Bóreas, y el derecho del Noto, a Oriente alárgase, total dueña del Euro. Fértil es Libia sólo por zonas de Occidente; mas tampoco allí engendra hontanares; recibe septentrionales lluvias a favor de un incierto Aquilón, fecundante de sus campos, si a Hesperia dora el sol. No la turban las minas; no es fundida por su bronce o su oro; sin vicio alguno, puras sus entrañas mantiene. Para estas gentes, única riqueza son los cedros mauritanos: su sombra contentos disfrutando, pues otro uso ignoran. Pero nuestras segures conocieron ignotas arboledas; y al límite del mundo hemos pedido las mesas del banquete. En cambio, aquella costa que anfibia Sirte abraza, expuesta al sol ardiente, cercana al éter tórrido, socarra mieses; seca con su arenal a Baco; su inconsistencia impide que agarren las raíces. Adverso a vida el clima, porque, de Libia, Júpiter abjuró, languidece dejada a la natura; y no siente el transcurso del año en sus inmóviles arenas. Y este suelo, pese a todo, produce algunas ralas hierbas, que el Nasamón austero, desnudo poblador del litoral, colecta, y al que las Sirtes nutren con despojos del mundo. Merodea en la costa, vigilante, y conoce la carga de la nave sin que en el puerto atraque; y, así, los Nasamones, de universal comercio gozan con los naufragios. Por aquí, su entereza manda ir a Catón. Por aquí, a sus cohortes que en tierra no sospechan ni procelas ni trombas, a sufrir van desdichas a las del mar gemelas. Pues a la Sirte azota con más violencia el Austro en sus secas arenas que en el mar, y su injuria se agrava tierra adentro. No opone Libia montes que al Austro descompongan; ni rocas que lo escindan dispersándolo; o tornen su fuerza en suaves auras; ni selva donde aplaquen viejos robles su cólera; abiertos campos barre y, en sus libres algaras el gran furor de Eolo por la arena proyecta: con rapto atroz, levanta torbellinos de polvo en seca nube, y mucha de la arena arrastrada,
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no deshecho el ciclón nunca, pende. Ve el pobre Nasamón dispersados sus bienes por la tromba; volando por los aires su casa el Garamante. Más alto no alza el fuego lo que arrebata; y cuanto subir consigue el humo, violando luz del día, polvo asciende en el aire. Y así, aún más violento que de costumbre, abátese sobre tropas romanas y nadie queda en pie, pues la arena que pisan es también removida. Sacudiera las tierras el ciclón, y arrancara de cuajo a todo el orbe, si Libia fuera zona de compacta estructura y en rocosas cavernas el Austro aprisionase; pero, como se deja conmover fácilmente con su móvil arena, no ofrece resistencia y permanece estable la tierra que hay debajo, merced al haz huyente. Cascos, pilos y escudos arrebató la ráfaga compulsiva del viento y los lleva, pugnaz, por el inmenso espacio. Acaso, en cualquier tierra lejana, ven prodigio: espántase la gente de que desciendan armas desde el cielo, y se estima regalo de los dioses lo que fuera despojo de humanos. Ante Numa, que en el ara oficiaba, sin duda, así cayeron los escudos que electa juventud procesiona sobre espaldas patricias: para nosotros, Bóreas o Austro expolió a pueblos de escudos ahora sacros. Y, en tanto el Noto azota de tal suerte la tierra, por miedo a ser llevados, yacen todos tendidos, asido el manto, el brazo clavado en las arenas, dando al cuerpo más peso y exención contra el Austro, que va adensando montes de arena sobre ellos para enterrarlos vivos. Penosamente pueden moverse los soldados, cercados por la tierra. Si consiguen alzarse, se acumulan montañas de arena en torno, y tierra surgiente los detiene. Descuajados sillares de derruidos muros transporta el viento, desde muy remotos lugares, en una prodigiosa manera de desgracia: pues, sin lograr ver casas, contemplan sus ruinas. Ya borradas las sendas, no hay señales Fiables, [salvo, como en el mar, luminarias celestes]. Consultan las estrellas; mas en el firmamento
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de Libia no campean completas las estrellas, pues inclinada tierra Final oculta a muchas. Y cuando el calor limpia de turbiones el aire, arde el día; chorrean sudor todos los cuerpos; se resecan las bocas, sedientas. A lo lejos, menguado charco turbio de agua se descubre; un soldado allí abreva con el cuenco del casco y, tras filtrar la arena, lo ofrece a su caudillo. Asperas las gargantas por el polvo, suscita la envidia el general, que un sorbo de agua tiene. «A mí, entre todos,», dícele, «soldado descastado, ¿me tomas por más débil que los demás? ¿Me crees incapaz de aguantar los primeros calores? ¡Cuán merecido tienes el castigo: ante todos los soldados, sedientos, beber!» Ardiendo en ira, vierte el cuenco; y a todos, sin beber, sacia el agua. Llegados son a un templo perteneciente a bárbaros Garamantes, el único que existe en tierras libias. Allí, de siglos, yérguese con su oráculo Júpiter, no rayos esgrimiendo como el nuestro, mas cuernos retorcidos: Amón. No opulento recinto le erigió gente líbica, ni en sus aras esplenden las orientales gemas; aunque para los pueblos de Etiopía, y para los opulentos Arabes, y para el Indio un Júpiter Amón tan sólo existe: es un dios pobre aún, al que nunca, en el tiempo, profanó la riqueza. Morigerado numen a estas aras defiende contra el oro romano. Que es lugar de celestes lo atestigua su bosque, verdor único en Libia. La región de las áridas llanuras, que separa la ardiente Berenícide de la templada Leptis, no conoce los árboles: sólo Amón goza frondas. ¿Causa de estos verdores? ün hontanar que fluye por movedizo suelo y con sus linfas traba las domadas arenas. Aun así, nada es óbice para que Febo impere cuando, mediado el día, en su cénit se asienta: apenas puede el árbol proteger a su tronco; tanto el sol hacia el centro reduce breves sombras. Conocido es que aquí se halla el punto en que el círculo del superior solsticio corta en dos al Zodíaco. No oblicuamente aquí van girando los Signos:
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Escorpio no más sesgo que Tauro sube; ni Aries a Libra tiempo cede; ni Virgo ordena a Piscis que decline espacio. A par, Quirón y Géminis; acuoso Capricornio se iguala a Cáncer cálido; alcanza Leo a Acuario. Para vosotros, pueblos que ígnea Libia separa de nosotros, al Noto da la sombra que aquí se proyecta hacia el Norte. Se os acerca despacio Cinosura; os parece que el Carro, enjuto, húndese por el profundo; estrellas no tienen vuestros cielos inmunes a las ondas; distantes ambos polos, en su huida, los Signos arrebatan estrellas centrales de los cielos. Estaban a la entrada del templo muchedumbres llegadas del Oriente para oir los oráculos de Júpiter Cornígero; y al general latino libre paso le dejan, mientras que sus soldados a Catón le suplican consulte a dios tan célebre de Libia, y verifique su secular renombre. Quien más le acucia a oír el futuro en palabra revelada es Labieno; «La ocasión y ventura del camino,» le dice, «nos ha puesto delante tan gran dios y su oráculo; de tal guía sirvámonos para cruzar las Sirtes y conocer los términos de la contienda. ¿A quién mejor que al venerable Catón revelarán sus secretos los dioses? En verdad, a las leyes divinas siempre atúvose tu vida y a los dioses seguiste. Se te ofrece la ocasión de entablar un coloquio con Júpiter. Inquiere sobre hados del impiadoso César y la futura suerte de nuestra patria: ¿lícito será para sus gentes gozar derecho y leyes, o se ha librado en vano civil guerra? Tu pecho de voz divina cólmese, y amante como eres de la austera virtud, por lo menos pregunta qué es la virtud y cuáles sus ejemplares normas.» Él, henchido del dios que en su alma se alberga, exhala de su pecho voz ungida en oráculos: «¿Qué preguntar me pides, Labieno? ¿Si prefiero morir, libre, en la lucha por no ver a un tirano? ¿Si vida larga o breve no importa? ¿Si ninguna violencia forzar logra la honestidad? ¿Si el hado pierde fuerza enfrentado con la virtud? ¿Si basta
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con querer lo laudable, y que en nada acrecienta el éxito a lo auténtico? Lo sabemos de sobra, y no mejor Amón expresarlo pudiera. Nos habitan celestes, y aun con el templo mudo, nada emprende el humano sin permisión de dioses; no necesita el numen palabras y, al crearnos, nos dijo para siempre lo que saber es lícito. No escogerá la estéril arena para hablarles a unos cuantos, ni esconde la verdad en el polvo. Vive el dios en la tierra, la mar, el cielo, el aire y la virtud. ¿Por qué más lejano buscarle? En cuanto ves y sientes está existiendo Júpiter. Conduzcan los oráculos al dudoso; al que teme su incierto porvenir; certidumbre yo obtengo, no de revelaciones, mas de la muerte cierta. Miedosos y valientes caerán: esto Júpiter declaró, y es bastante.» Dijo así, y preservando las creencias del templo, se alejó de las aras, dejándole a aquel pueblo su Amón no interrogado. Porta el pilo su mano, y a pie precede al milite jadeante; y no ordena: da ejemplo de la forma de soportar fatigas; y ha rechazado hombros que lo transporten; carro donde ir tranquilo; tiempo breve al sueño dedica y, si al fin hallan agua y cada cual disputa su turno, bebe el último, detrás de quien reparte. Si gran fama se alcanza con gran bondad, juzgando de la virtud tan sólo sin curar de los éxitos, todo cuanto alabamos del ancestro, fue gracia de la Fortuna. ¿Quiénes, siguiendo a Marte, sangre de pueblos derramando, merecen tanta gloria? Yo hubiera preferido conducir esta marcha triunfal entre las Sirtes y las lindes de Libia mejor que, por tres veces, subir al Capitolio sobre el carro de Magno, o ahorcar a Yugurta.¡Mira aquí, Roma, al padre más cierto de la patria, de tus altares digno, por quien te será honroso jurar y al que, eximida tú de yugos, ahora o en venideros tiempos, dios harás! Ya el calor asfixiante, se adentran por más austral región, tras la cual no permiten los dioses habitar, y es don escaso el agua. Fue hallado en las arenas un rezumante pozo
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pero infectas sus linfas con innúmeras sierpes. En las orillas, áspides resecos; en las ondas, con sed siempre, las dipsadas. Catón, viendo que todos morirán si no beben de este pozo, les dice: «¡Soldado receloso por Ficticia apariencia de muerte, no rehúyas saciarte de estas aguas! Nocivo es sólo el tósigo si el diente lo inocula y corrompe la sangre; letales son sus dientes, no las aguas que habitan.» Dice, y bebe allí donde se sospecha veneno; y es en la fuente única de Libia donde exige beber antes que nadie. Por qué razón el clima de Libia es extremoso en mortíferas plagas o qué misterio mezcla a su nocivo suelo Natura, no llegaron a conocer mis muchas diligencias, excepto lo que común leyenda, sabida desde siglos por todo el mundo, enseña como causa probable. Finales lindes líbicas, donde férvida tierra acoge al Oceano, que el sol poniente enciende, se truecan eriales de Medusa, la hija de Forcis, no aliviados por la sombra de bosques, ni ablandados por surcos, sino broncos de piedras nacidas del mirar de su dueña. Natura, dañosa, en este cuerpo por vez prima genera fieras plagas: serpientes nacidas de estas fauces, agudos silbos lanzan con vibrátiles lenguas y, luego, descendiendo por la espalda, a manera de femenil guedeja, flagelan a Medusa complacida. Se yerguen las demás por su frente y fluye el viperino veneno si se peina. Muestra ahora esta gracia la mísera Medusa: quedar impunes viéndola. Mas antes, ¿quién su miedo llegó a sentir mirando la horrible faz del monstruo?. ¿Medusa a quién dio tiempo para advertir la muerte? Precipitaba hados vacilantes, y al miedo se anticipaba: cuerpos, sin exhalar sus almas, morían; y en los huesos se quedaban sus manes. Cabelleras de Furia sólo insania inspiraron; Cerbero templó aullidos ante el canto de Orfeo; y ve a la Hidra, mientras la abate, el Anfitriónida: pero Medusa infunde terror hasta a su padre, Forcis, numen segundo de las aguas; y a Ceto,
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su madre; y a sus mismas hermanas, las Gorgonas; amenazó a los cielos con un torpor insólito; y a los mares; y pudo petrificar el mundo. Descendieron del cielo, pero muertas, las aves; se incrustaron las fieras en las rocas; en mármol trocó pueblos completos cercanos al Etíope. Ningún viviente pudo soportar su mirada, y aun las propias serpientes evitaban su rostro, hacia atrás deslizándose. Convirtió en roca a Atlante, titán erguido al pie de columnas hesperias; y cuando otrora el cielo temió de los Gigantes venidos sobre sierpes flagreas, en montañas los erigió; y, a guerra criminal de los dioses, dio fin, desde la égida de Palas, la Gorgona. Cuando el que fue engendrado por la lluvia de oro en Dánae, Perseo, (llevado allí por alas parrasias del Arcadio, inventor de la cítara y de oleosa lucha), ser alado de súbito, empuña la hoz cilenia, tinta ya con la sangre del monstruo que guardaba novilla que amó Júpiter, virgínea Palas dona su ayuda al volitante hermano, tras pactar la cabeza del monstruo; ya en los confines libios, conminaba a Perseo a que, de espaldas, vuele por reinos de Gongona, vuelto el rostro hacia Febo naciente; y, ajustando a su izquierda un escudo de refulgente bronce, le obliga a ver en él a la feroz Medusa. Inerme no la deja ni el sueño; que iba a darle, con muerte, paz eterna; gran parte de su pelo vigila: y sobresalen amenazantes sierpes de su cabeza; el resto permanece en reposo sobre el rostro y los ojos sumidos en tinieblas. La misma Palas guía la recurvada harpe del Cilenio, blandida por pávido Perseo, y, él de espaldas, cercena de un golpe nuca y sierpes. ¡Qué cara no pondría Gorgona al ser segada por el lunado hierro! ¡Ni imaginarse puede qué caudal de veneno soltaría su boca; cuánta muerte sus ojos! Ni Palas mirar pudo. Petrificado hubiera la cara de Perseo, aun estando de espaldas, si los densos cabellos de la Tritonia, sierpes y ceño no ocultasen.
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Huye al cielo el alígero raptor con la Gorgona. Pensó acortar distancias y surcar menos aires sobrevolando urbes de Europa; pero Palas no dañar las regiones fructíferas le ordena; respetar a sus pueblos. Pues, ¿quién hacia la altura mirar no osara al paso de tan gran ser volante? Le cambia el vuelo Céfiro, y Perseo da en Libia, que, sin cultivo, yace con Febo y las estrellas, opresa y requemada por los rayos solares; no de otra tierra al cielo tan alta noche asciende, ni se opone a los cursos de la luna, si ésta, despreciando rodeos, cruza recta el Zodíaco, sombra huyendo, esquivando, igual que al Noto, al Bóreas y, pese a ser estéril aquella zona y yermos sus campos, infecundos para cualquier semilla, conciben con la podre que gotea Medusa: a }a caída insólita de la corrupta sangre favoreció el calor e incubó infecta arena. El primer animálculo que la cabeza mueve entre el polvo, se irguió como áspid somnífero de hinchado cuello. Fruto de mucha sangre y mucho veneno, no otra sierpe más condensa. Vicioso del calor, por instinto no inquiere zonas gélidas sino que mide arenas hasta el Nilo. Y nosotros, -¿venció el lucro al pudor?-, importamos la muerte de Libia, y de los áspides mercadería hacemos. Después, despliega anillos escamosos terrible hemorroo, que sangre de aquel que ataca vierte; nace luego el quersidro, que habita las anfibias regiones de las Sirtes; y el quelidro, hacedor de humeante camino; y, siempre recto, el cencro, serpeando irisado su vientre, con más signos que espesas vetas surcan los mármoles tebanos. De igual color que arena requemada, invisible ammodites; y, lábil su espinazo, cerasta que se revuelve súbita; y el escítalo, el único en renovar su piel entre esparcida escarcha; la sitibunda dípsada; y, oscilando gemelas cabezas, la pesante anfisbena; y el nátrice, que contamina el agua; y los volantes yáculos; y el páreas, contento con surcar el camino con su cauda; y el préster, que espumeantes fauces
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abre ávidamente; y el pestífero sepis, putrefactor lo mismo de fibras que de huesos; y aquél que con sus silbos a otras sierpes dispersa, más rápido en matar que su propio veneno, de la desierta arena señor: el basilisco. Y también a vosotros, dragones, que con áureos fulgores esplendéis, divinidades antes inocuas de la tierra, la calcinante Africa os trocó en agresivos: con las alas hendéis el alto espacio y, deudos de la manada, quiebran vuestras sérpeas colas a los ingentes toros; ni el inmenso elefante se salva: dais, doquiera, la muefte; vuestro estrago no ha menester veneno. Entre tales peligros, Catón áspera ruta prosigue con sus duros soldados, advirtiendo los infelices hados de algunos de los suyos, las fulminantes muertes por heridas tan leves. Aulo, joven signífero de estirpe etrusca, pisa una dípsada: y muérdele torciendo atrás el cuello. Dolor sutil; apenas si nota el diente. Síntomas exteriores no existen de muerte, ni sospechas. Pero he aquí que, tácito, le inunda el virus; fuego devorador le ataca las médulas, y arden con la infección sus visceras; consume el morbo humores vitales; se requeman su paladar y lengua. No recorre el sudor febricitantes miembros; no fluye por sus ojos la humedad de las lágrimas. Ni el honor militar, ni de Catón las órdenes, contienen a este joven abrasado, que arroja la bandera y recorre rabioso las arenas, buscando agua para la sed que aquel veneno le produce en la sangre. Ardería aunque entrase en el Ródano, el Po, o el Tanais; o al Nilo, desbordado en los campos, se bebiera. Ayudaba también Libia a su muerte: menos fama el veneno destructor de la dípsada consiguió con ser tierras calcinadas las líbicas. Buscó por la llanura desolada unas gotas de agua; hacia las Sirtes se vuelve, y con la boca se enfrenta al oleaje; le alivia agua marina, mas no fue suficiente; supone que es la sed quien lo mata, no el virus: cortó el hierro anchas venas y se bebió su sangre.
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Mandó Catón alzar las enseñas aprisa para que nadie viese de esta sed los estragos. Pero más triste muerte sucede ante sus ojos; exiguo sepis préndese de Sábelo en la pierna, con curvo diente: el pilo lo arranca, y contra el suelo lo traspasa. Reptiles más pequeños no existen que una muerte produzcan más cruenta. En los bordes de la herida, se abre la carne y se deshace, dejando ver el blanco del hueso; luego, extiéndese: y el cuerpo es llaga viva. En pus, los miembros nadan; se agrieta el muslo; asoman los fémures; los músculos se ablandan, y destilan negruzco humor las ingles. Revienta la membrana del vientre, y las entrañas se deslizan. No cae todo el cuerpo a la tierra, pues el voraz veneno volatiliza miembros y a exigua podredumbre reduce un ser humano. Vínculos de los nervios, la carne que recubre las caderas, la caja torácica, las fibras vitales más secretas: lo que el hombre es por dentro lo evidencia el veneno. Profanadora muerte desnuda a la Natura: disuélvense los hombros y hasta los fuertes brazos; la cabeza y el cuello se funden. Austro ardiente no más veloz deshace la nieve; o sol, la cera. Decir sería poco que, consumido el cuerpo, cae en pus goteante: tal logra el fuego; mas, ¿qué hoguera quema huesos? Ya se disgregan éstos, con las disueltas médulas, sin que vestigios queden de su rápido Πη. ¡Te llevas tú la palma de las plagas de Libia: todas raptan la vida; tú, también, el cadáver! Acontece una muerte contraria a la licuante. Nasidio, labrador de los mársicos campos, por un ardiente préster es mordido. Enrojece como con fuego el rostro; la piel se tensa, e hínchase su figura, sus rasgos borrándose; imbuidos por el poder del tósigo, se le ensanchan los miembros en proporción no humana; y él mismo es engullido en la masa del cuerpo dilatado; no logra contener su armadura la hinchazón progresiva. No con tanto vigor agua hirviente rebosa del calentado cobre, ni el velamen se arquea, combado por el Coro. Ya no túmidos miembros
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informe globo cercan, ni abarcan tronco grávido. Despreciado por buitres, no ha de ser cebo inocuo de las fieras; al fuego no osan conducirlo y a la vez huyen todos del creciente cadáver. Suerte aún más horrible deparan plagas líbicas. (Jn áspero hemorroo sus dientes clava en Tulo, valeroso mancebo que a Catón reverencia. Y tal de las estatuas efundir suele esencia del coricio azafrán, así todos sus miembros no exudan sangre, sino veneno sanguinoso. Sangre son ya sus lágrimas. Y, de todas las vías abiertas de su cuerpo, mana un río de sangre: vierten boca y nariz; el sudor, enrojece; venas son ya los miembros; sola herida su cuerpo. Contrariamente, a ti, Levo desventurado, te paró el corazón y te cuajó la sangre un áspid; sin causarte la mordedura daños, con súbitas tinieblas recibes a la muerte y durmiendo desciendes hasta sombras fraternas. No tan rápido fin proporcionan los jugos ponzoñosos que, al tiempo de madurar, extraen hechiceros saítas del maldecido tallo, equívoco gemelo de la vara sabea. He aquí que, desde un tronco reseco, cruel sierpe, (en Africa lo tildan de yáculo), su peso balanceando, acierta por la cabeza a Paulo, y escapa atravesándole la sien de parte a parte. (Allí no obró el veneno: por la herida, huyó el hado.) Frente a él, ¡qué pausada la piedra de la honda; cuán mansamente hiere los aires flecha escítica! ¿Qué gana el desdichado de Muro con que ensarte su lanza a un basilisco? Veloz sube el veneno por el asta y le invade la mano: con la espada secciona, en un segundo, su brazo y, contemplando lo que pudo haber sido su fin en la ruina de su mano, en pie queda, salvado. ¿Quién creyera capaz al escorpión de infligir rauda muerte? No obstante, amenazante, y erecta letal cola, venció a Orion, teniendo los cielos por testigos. ¿Quién temiera, salpuga, pisar tus hormigueros? Mas las Parcas te dieron poder sobre sus hilos. Así, ni al claro día, ni en la apagada noche,
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el descanso consiguen, suspecta hasta la tierra donde yacen. No aprestan yacijas de hojarasca, ni alzan lechos de paja: la arena los acoge expuestos a su suerte. Y a sus calientes hálitos acude sierpe helada por el frío nocturno,. y en sus cuerpos calientan, embotado el veneno, las fauces ahora inocuas. Sólo el cielo por guía, ignoran meta y tiempo de la marcha. Y se quejan: . «Devolvednos, oh dioses, las luchas de que huimos; Tesalia devolvednos. Quien juró por su espada, ¿sufrirá tales hados? En vez de César, luchan las dipsadas; cerastas rematan civil guerra. Nos holgamos con ir por la tórrida zona en donde al eje abrasan los corceles solares; y, víctimas del clima, pensar que perecemos por decisión celeste. De ti, Naturaleza; ni Africa de ti, nos quejamos: tú habías sustraído a los hombres y reservado a sierpes esta parte del mundo que sólo engendra monstruos. Negando culto a Ceres, condenaste esta tierra y al humano libraste del veneno. Vinimos al país de las sierpes: expiación acepta, quienquiera seas, dios, a nuestro trato adverso, que tus dominios marcas, de un lado, con las zonas ardientes; y del otro, con las Sirtes cambiantes, y en medio de estos límites, colocaste la muerte. Por tu oculto retiro progresa civil guerra; y soldados, violando de tu reino el arcano, van hacia el fin del mundo. Tal vez, cuando allí entremos, vendrán males mayores. Solar fuego allí húndese chirriante en las ondas y se abaten los cielos. Más allá no se extiende tierra alguna distinta de los desiertos reinos de Juba, tan ignotos. Acaso allí añoremos esta zona de sierpes, pues su clima nos brinda todavía un consuelo: contemplar algo vivo. No campos reclamamos de la patria; ni a Europa, ni a Asia, que ven soles distintos: ¿en qué tramo del cielo o de la tierra te abandonamos, Africa? En Cirene, aún regía el invierno: ¿es posible que en tan breve trayecto de tal manera cambie la rotación del año? A opuesto polo vamos, rodeamos el orbe,
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y en la espalda sentimos ya los soplos del Noto. La propia Roma está bajo mis pies acaso. Tan sólo este consuelo pedimos al destino: que el adversario venga, que César nos persiga por donde hemos huido.» Así, su valor quejas exhala. Y van sufriendo su inhumano cansancio merced a la suprema firmeza del caudillo, quien al acecho duerme sobre desnuda arena y a cada instante busca tentar a la Fortuna. No hay desgracia que ignore; vuela adonde lo llaman y aporta un bien mayor que la vida: la fuerza para morir; si él habla, nadie fina gimiendo. ¿Derechos contra él la desgracia pretende? Venció en ajenos pechos al estrago, y enseña, con su ejemplo, que grandes dolores nada pueden. Cansada de que en tanto peligro estén los míseros, Fortuna, al fin, auxilíales. CIn solo pueblo, inmune al veneno de sierpes, habita en esta tierra: los Psilos de Marmárica. Sus hierbas equivalen a su potente ensalmo; su misma sangre expulsa todo virus, incluso sin que medie la magia. Naturaleza ordena que, al vivir entre sierpes, inmunizados queden: provechoso les fuera establecerse en medio del veneno. Firmaron larga paz con la muerte. Tal crédito le otorgan a su sangre que, al punto de nacerles el hijo, si temen que haya mezcla de Venus extranjera, dudoso parto exploran con mortífero áspid. Como el ave de Júpiter, que, extrayendo aguiluchos de su incubado huevo, los vuelve al sol naciente y aquellos que soportan sus rayos y resisten cara a cara la luz para el dios se reservan y, los que a Febo ceden, son muertos, así el Psilo como señales tiene de pureza que el niño no rehúya tocar los reptiles y juegue con todas las serpientes que le son regaladas. No se contenta el Psilo con gozar de sus dones naturales: ejércelos en honor de sus huéspedes, a todos ayudando contra nocivos monstruos. El Psilo, ya a la zaga de banderas romanas, no bien se da la orden de establecer las tiendas, purifica la arena donde el vallado erígese
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con cantos y conjuros, que a las sierpes ahuyentan. Después, con fuego mágico circunmiden el castro. Chisporrotea el yezgo; suda el gálbano exótico; crepita el tamariz, de tan exigua fronda; el costos del Oriente; la eficaz panacea; la centaura tesálica; y la tapsia de Erice; el peucédano; arden alerces; y el abrótano, cuyo humo es odiado por las sierpes; y el cuerno de ciervo, procedente de remotos lugares. Segura noche gozan los soldados. Si alguno resultó inficionado por veneno diurno, intervienen los mágicos poderes de este pueblo, comienza la ardua lucha de Psilos contra el tósigo. Primero, con saliva la mordedura bañan: enfrenan al veneno fijándolo en la herida; repiten luego ensalmos con espumante lengua, en murmullo continuo: no consiente descanso la infección; ni el peligro de muerte, que se callen. Con frecuencia, el veneno, ya ennegreciendo médulas, ante el conjuro huye; pero si tarda mucho en acatar la orden, y a salir se resiste, entonces se reclina sobre el soldado el Psilo, corrupta herida lame, succiona con la boca la ponzoña, restaña con sus dientes la herida y escupe muerte hallada por el helado cuerpo; fácil es para Psilos, con gustar la ponzoña, saber qué sierpe fue la que vencer pudieron. Ya aliviada con estos auxilios la romana juventud, se aventura por desolados campos. Con luz depuesta, Febe, dos veces; y dos veces erigidos sus brillos, vio a Catón avanzando por el desierto. Y ya, de trecho en trecho, el polvo comienza a endurecerse y el terreno de Libia va tornándose tierra compacta; ya, a lo lejos, se ven las ralas frondas de algunas arboledas y surgen toscas chozas de amontonada paja. ¡Qué esperanza a los míseros les da de mejor tierra ver venir contra ellos a espantosos leones! Cercana estaba Leptis, en cuyo tibio clima el invierno pasaron, ausentes flama y frío. Cuando César, saciado con la carnicería, se retiró de Ematia, desechó toda empresa
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que no fuera encontrar a Pompeyo. Frustradas las pesquisas por tierra, dando oído a rumores, se dirigió a las ondas; tracio estrecho costea, mar por amor famoso, y de Hero la torre, erguida en litoral donde Hele nefeleya cambió de nombre al piélago. No en otra parte Asia con más exiguas olas se distancia de Europa, aunque exiguo también es el mar que separa Bizancio de la ostrífera Calcedonia, y someras las ondas de Propóntide y el Euxino, hacia el Bósforo. César, obsesionado por las antiguas fábulas, gana arenas sigeas, las aguas del Simois, y el Reteo, conspicuo por la tumba de un griego, y sombras que a poetas perennidad les deben. Alrededor del nombre de la abrasada Troya pasea, y busca indicios de los muros de Febo. Ya estériles arbustos y carcomidos robles oprimen lo que fuera de Asáraco palacio; bajo raíces yacen los templos de los dioses; toda Troya es maleza; que, incluso, las ruinas perecieron. Contempla los escollos de Hesíone; las frondas que ocultaron el tálamo de Anquises; el antro donde Paris fuera juez; los lugares del rapto celestial del mancebo; la cima donde lloró la náyade. No hay piedra sin un nombre. Distraído, vadea serpenteante arroyo entre polvo: es el Janto. Con pie inconsciente pisa un herboso pradillo: labriego frigio vétale hollar manes de Héctor; dispersas piedras yacen sin que recuerden nada sagrado: «¿No te importan», dice el guía, «las aras de Júpiter Herceo?» ¡Oh sacrosanta y magna labor de los poetas! ¡Roban todo al destino y eternidad regalan a las mortales gentes! ¡No te roce la envidia, oh César, de estos restos famosos, pues, si a Musas del Lacio les es lícito formular predicciones, mientras duren honores del poeta de Esmirna, a ti y a mí los pósteros nos leerán; que nuestra Farsalia vivirá y esplendor será siempre! Tras saciarse de ver venerandos despojos, erige un ara César con ramas y, ante el humo del incienso, pronuncia no rechazables votos:
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«¡Dioses de las cenizas!, quienesquiera habitéis estas frigias ruinas; y lares de mi Eneas que, en Alba y en Lavinia, aún de culto gozáis y sobre cuyas aras aún frigio fuego brilla; y tú, Palas, incógnita para el humano, prenda memorable en lo oculto del santuario; un claro descendiente dél tronco de Julo, pío incienso en vuestro altar ofrece y os invoca con rito sagrado en vuestra sede: dadle gloria a mi empresa y os restituiré pueblos vuestros: los ítalos, en agradecimiento por su vuelta, murallas devolverán a frigios, y habrá romana Pérgamo». Dijo, y vuelto a las naves, velas cede a los Coros favorables, y ansioso de anular la demora de su visita a Troya, con la procela cómplice, costea ingente Asia y la espumosa Rodas. Noche séptima muéstrale, tras bonancible Céfiro, al claror de las luces de Faros, costa egipcia. Mas antes de surcar ondas lentas del puerto, la luz naciente eclipsa nocturna luminaria. Advierte en la ribera gran alboroto, y voces turbadas por inciertos murmullos: no confía en tal pueblo, y mantiene separadas las naos de la tierra. Un vicario del rey, aproximándose por la onda, le trae don siniestro: la testa del Magno, recubierta de fario velo; el crimen con infamia loando: «¡Dominador del mundo!, ¡dechado de Romanos! y, -lo que aún ignoras-, caudillo libre ya por la muerte del yerno: el soberano Lágida te ahorra las fatigas de la guerra y del mar, y te ofrece lo único que a la gesta de Ematia le faltara. En tu ausencia, la guerra ha terminado. Pompeyo, que anhelaba borrar envés tesálico, sucumbió a nuestro hierro. A tal precio compramos, oh César, tu aquiescencia; con esta sangre pacto forzoso establecemos. Acepta, sin más sangre, nuestro reino de Faros. Acepta, sobre aguas del Nilo, imperio; acepta lo que por la cabeza de Magno tú darías. Considera cliente condigno de tu causa a quien le dio el destino tal poder sobre Magno. Y no estimes exiguo nuestro mérito. Muerte
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penosa fue: de huésped otrora lo tuvimos y nuestro rey le adeuda gobernar hoy en Faros. ¿Qué más debo añadir? Califica tú un hecho similar, o que el mundo decida darle nombre. Si crimen, más nos debes: pues fue acción usurpada a tu propia persona.» Calló, y alzando el velo, descubre la ocultada cabeza, y se la ofrece. Ya el livor de la muerte deteriorado había la expresión singular del semblante. Con verlo por vez primera, César no rehusó la ofrenda ni desvió los ojos: lo mira, y se convence; luego, suegro apenado mostrarse quiere, y lágrimas fingidas bañan quejas, en tanto su alma goza, no pudiendo ocultar el placer que le embarga si no es sollozando; y así anula vil mérito del tirano, escondiéndose tras el llanto, y rehúye deberle la cortada cabeza de Pompeyo. Y quien, con duro gesto, pisó patricia sangre; quien, con enjutos ojos, miró campos de Ematia, sólo a ti no osa, Magno, negarte sus gemidos. ¡Oh durísima suerte de los hados! ¿No es, César, el mismo que, con Marte cruel, tú perseguías a quien ahora lloras? ¿Te conmueven los vínculos del parentesco último? ¿Te dueles de tu hija y de tu nieta? ¿Crees que el afecto de gentes que amaban a Pompeyo se sumará a tu causa? Quizá sientes envidia del lágida, y te pesa que sobre inerme Magno poder se arrogue otro; te quejas de que pierden tus manos la venganza de la guerra, y que el yerno sustráigase el juicio del vencedor soberbio. Sea cual sea el impulso de tu llanto, es ajeno a la piedad sin mácula. ¡Pues no lustraste tú tierra y mar con el ánimo de que, preso tu yerno, sobreviviera! ¡Oh muerte justamente arrancada de tus manos! !Cuán grande delito la Fortuna cruel le ha sustraído al romano pudor, no consintiendo, pérfida, que te compadecieras de Magno vivo! Y osa, simulando dolor en su rostro, atraerse la voluntad de todos con espuria palabra: «Retira de mi vista, sicario, el don funesto de tu rey; vuestro crimen os hace más culpables
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ante mí que ante Magno; la recompensa única de la guerra civil -perdonar al vencidome habéis arrebatado. Que si el tirano fario a su hermana no odiase, yo le hubiese devuelto tal favor al monarca enviando, Cleopatra, tu cabeza a tu hermano. ¿Por qué, a su libre arbitrio, blandió armas, mezclando su hierro a nuestra empresa? ¿Por ventura en los campos de Tesalia otorgamos tal derecho a la espada de Pela? ¿Concedimos licencia a vuestro reino? No toleré que Magno el dominio de Roma compartiera conmigo y, Tolomeo, ¿a tí te he de aceptar? Inútil fuera entonces contienda civil, si el mundo arrostra más poder que el de César, y rigen dos el orbe. Nuestras proras ya hubiesen dejado vuestras costas; mas lo veta el cuidado de mi honor; no parezca que, en vez de condenarlo, temí del cruel Faros. Sabed que no engañáis al vencedor: la misma recepción me esperaba viniendo a vuestras playas; si no fue mi cabeza la cortada se debe al triunfo en Tesalia. Sin duda, aquel combate entrañaba peligro mayor del que pensábamos. Temí al rigor del yerno, del exilio, de Roma; mas era Tolomeo la pena del vencido. Disculpando sus años, su crimen condenamos. Sepa que, de esta muerte, perdón tan sólo obtiene. Colocad en su tumba, vosotros, la cabeza de tan grande caudillo, no sólo porque oculte la tierra vuestro crimen: en condigno sepulcro, ofrecedle el incienso y aplacad noble testa; recoged sus cenizas por la playa esparcidas, y brindad urna única para ahuyentados manes. Reconozca su sombra la llegada del suegro y escuche los piadosos acentos de mis quejas. Todo a mí lo antepuso, fue cliente de Faros y así privó a los pueblos de un día jubiloso, y al mundo del de nuestra concordia. No escucharon los celestes mis votos: que pudiera abrazarte, depuestas ya las armas victoriosas, pidiéndote renovar viejo afecto, y que tu vida, Magno, conservaras; y, en premio mejor de mis esfuerzos, que me considerases como a tu igual. Tal día
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de paz leal, yo hubiera logrado que otorgases tu perdón a los dioses, por vencido; y que Roma me lo otorgase a mí». Compañeros no encuentra, ni hablando así, que lloren con él; la muchedumbre no cree en sus palabras, y sofocando quejas, y ocultando el dolor bajo alegres semblantes, mirar osan risueños tan sangriento espectáculo, ¡oh libertad hermosa!, mientras César se duele.
FIN
DEL
LIBRO
IX
L IB R O
D É C IM O
En cuanto César, rastro de Pompeyo siguiendo, tocó puerto y pisó las funestas arenas, se enfrentó su fortuna con el culpable hado de Egipto. ¿Quedará bajo imperio de Roma todo el reino de Lagos; o la espada dé Menfis cabezas del vencido y el vencedor al mundo sustraerá? Tu sombra le fue propicia, oh Magno; tus manes exoneran de la muerte a tu suegro, [a fin de que, en tu ausencia, no ame Roma al Nilo]. Sin recelo, encamínase despues a Alejandría, que, con su horrible crimen, le ofreció firme pacto. Pero el clamor del pueblo, quejándose de fasces, y de romanas leyes suplantando a las propias, le hace ver cuán hostiles le son aquellas gentes, comprender que en su honor no mató Egipto a Magno. Celando siempre el rostro su temor, se dirige, imperturbable, a altares de celestes; a templos de ancestral devoción, testimonios de antigua grandeza macedónica; y ajeno a la belleza de todo aquello, al oro y a los sacros objetos del culto, y a murallas eminentes, desciende, con impaciencia, al antro cavado para túmulo. Allí, prole vesánica de Filipo de Pela, ladrón con suerte, yace Alejandro, la víctima que el destino abatió, vindicando a los hombres; cenizas, que esparcirse debieron por la tierra, sagrada cripta guarda; fue indulgente Fortuna con sus manes y el hado perpetuó su reino. Si algún día imperase libertad en el orbe, mereciera quedar para nuestro ludibrio, como ejemplo, no útil al humano, de cómo poder de un solo hombre subyugó tantas tierras. Macedonias fronteras abandonó, rincones oscuros de los suyos y, despreciando a Atenas, paterna presa, avanza, por su destino urgido, entre los moradores de Asia, ocasionando muerte al hombre, blandiendo contra todos la espada. Mancilló ignotos ríos; Eufrates, con la sangre de los Persas; el Ganges, con la de Indos: plaga fatal del mundo, rayo fulminador de todas las naciones, estrella maligna del humano. Proyectaba llevar, por el externo piélago,
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su flota hasta el Océano. Ni el calor, ni las olas, ni desértica Libia, ni el Amón de las Sirtes, le arredraban. Hubiera pisado el Occidente siguiendo la pendiente de la tierra, y hubiera rodeado ambos polos, y en las fuentes del Nilo bebido: pero acaba su día, único límite con que agravió Natura al vesánico rey; quien, egoísta, arrastra consigo el poder sumo, razón de sus conquistas y, sin nombrar quien reine tras él, condenó al mundo a cruentas discordias. Pero, en su Babilonia, murió: lo honraron Partos. ¡Oh vergüenza! ¡Naciones orientales temieron más de aquellas sarisas que hoy de nuestros pilos! Aunque nuestro dominio se extienda hasta la Osa y regiones del Céfiro y a las ardientes tierras de más allá del Noto, por Oriente cedimos ante proel de Arsácidas. La Partía, no propicia para Crasos, segura se mostró a exigua Pela. Ya el niño rey, viniendo desde Pelusio, urbe de las bocas del Nilo, calmado había las iras de sus imbeles súbditos, y en prenda se da a César, quien, así, en corte egipcia, se siente a salvo, cuando, nauta en leve birreme, sobornado el que al puerto de Faros con cadenas clausura, sigilosa, se introduce, en la cámara palatina de César, Cleopatra, la hez de Egipto, fatal Furia del Lacio y, para la ruina de Roma, impura hembra. Cuanto dañara a Argos y a las gentes de Troya la funesta belleza de la espartana, tanto los hesperios furores enardece Cleopatra. Aterró con su sistro, ¿lo diré?, al Capitolio; atacó con los blandos egipcios las enseñas romanas, presumiendo concelebrar desfiles victoriosos en Faros, con Octavio sumiso; y, en Léucade, probó si admitiría el mundo por señora a mujer a nuestra estirpe ajena. Le infundieron valor a la incesta nilótica las noches que yaciera con nuestros generales. ¿Quién no perdonaría tu loco amor, Antonio, cuando ese mismo fuego calcinó el duro pecho de César? Y aun en medio del furor de una guerra, en corte donde agítanse los manes de Pompeyo,
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el adúltero, en sangre de Tesalia bañado, admitió los deleites de Venus, y mezclaba lecho ilícito y armas y vástagos espurios. ¡Oh vergüenza!, olvidándose de Magno, te da, Julia, hermanos de una madre disoluta, y permite que, en lugares remotos de Libia, se rehaga el vencido enemigo; y ofrece, al amor torpe de la egipcia, su tiempo, prefiriendo dejarle como regalo a Faros, sin cobrar su victoria. Fiando en su belleza, se le acerca Cleopatra, triste el rostro sin lágrimas, dolor aparentando que la hermosea, al aire despeinado cabello, y así le habló: «Si algo, ¡César omnipotente!, significa ser noble, yo, clarísimo vástago del fario Lago, expulsa de mi patria, privada del trono de mis padres, (si es que no me devuelve tu diestra mi buen hado primero), reina, abrazo tus pies. Tú te apareces como estrella propicia para mi gente. Egipto, sin distinguir de sexos, acatar sabe reina: no seré la primera mujer que en las ciudades del Nilo centro ostente. Postreros votos lee de mi difunto padre, quien quiso que, derechos sobre el reino y el tálamo, con mi hermano gozara. Y si el rey fuera libre, me holgaría de ello, pero trono y afectos le dirige Potino. No pretendo la herencia de mi padre; te pido que a mi pueblo liberes de infamia: que suprimas la potestad funesta del sicario, y ordenes que quien reine sea el rey. ¡Qué ansia de grandezas enardece a este fámulo, tras cortar la cabeza de Pompeyo! A ti ahora, pero ojalá los hados lo impidan, te amenaza. ¡Indignidad fue, César, para ti y para el mundo, que el crimen contra Magno rinda honor a Potino!» Tentado habría en vano la dureza de César, mas su rostro y aspecto lascivo le convencen. Noche infame disfruta junto al juez ya corrupto. Dictaminada apenas la paz por el caudillo, recibe ingentes dones, y un banquete corona la gloria de tan gratas connivencias; Cleopatra, entre los numerosos comensales, exhibe lujo aún ignorado por el pueblo romano.
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Como un templo, el palacio; que ni corrupta época alcanzó a levantar: techos de artesonados suntuosos; el oro, laminado, escondiendo las vigas. Resplandecen estancias, revestidas de denso mármol; ágatas y pórfidos erigen las macizas columnas; el ónice se pisa por todo el suelo; el ébano mareótico informa, en lugar del vil roble, las amplísimas jambas, no como ornato, sino de soporte. Marfiles revisten atrios; cubren caparazones índicos, coloridos a mano, las puertas, punteadas con múltiple esmeralda. Refulgen los estrados con gemas; la vajilla, con fulvo jaspe; púrpura de Tiro centellean los brocados, primores de duplicados tintes en caldera broncínea: una parte en el oro recamada, y ardiendo, la otra parte, en la grana tejida al uso egipcio. Turbamulta de fámulos y mentores ministra. Color de sus estirpes, o su edad, los distingue; cabello libio algunos ostentan; otros, rubio, y tan albo que, César, declara no haber visto ni en el Rhin; piel oscura la de algunos e hirsuto cabello ensortijado, lejano de la frente; no faltan blandos jóvenes, privados por el hierro de su virilidad; otros hay que, al contrario, exultan con la edad en la que el bozo apunta. Recuéstense los reyes y, junto a ellos, César, más poderoso aún, y Cleopatra, acrecida su belleza fatal por afeites, soberbia para con cetro y cónyuge fraterno, deslumbrante con perlas del Mar Rojo; cabello y cuello grávidos de riqueza. Trasluce blancos pechos la seda de Sidón, que, tejida muy densa por los Seres, aclaró luego aguja del NÚo en raso grácil. Sobre unos niveos pies de marfil, se disponen redondas mesas, dones de los bosques del Atlas, nunca vistas por César, ni en su lucha con Juba. ¡Oh ciego desatino e insensata impudencia de la ambición! ¡Riquezas expuestas ante el árbitro de una guerra civil! ¡Ofrecida codicia para un huésped en armas! Aunque no deseara recolectar riquezas mediante impío Marte
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causando la ruina del mundo, y ocuparan su sitio primigenios caudillos y varones de otra edad, los Fabricios, o los austeros Curios, o allí estuviese el cónsul arrancado a la etrusca mancera: tal botín a su patria aportasen. Se sirve, en oro, todo lo que aire, mar y tierra, y el Nilo, proporcionan; cuanto el lujo, en sus vanas apetencias, buscó por el ancho universo, sin que el hambre lo exija; copia de aves y fieras, divinas para Egipto, se presentan; cristales sobre las manos vierten las nilíacas aguas; grandes gemas escancian el vino: no de uvas mareóticas, vino poderoso de Méroe, que en poco tiempo alcanza suavidad de Falerno. Ciñen densas coronas de floreciente nardo; y nunca huyente rosa; y el cinamomo empapa, aún fresca la fragancia de su exótica tierra, los cabellos; y amomo de los próximos huertos. A derrochar aprende la expoliada riqueza del mundo César, triste de guerras contra yerno tan pobre; y busca Marte propicio contra Faros. No bien la saciedad del placer puso limites a Baco y al festín, promovió César plática que alargará la noche, y en amistosos términos se dirigió a Acoreo, que, envuelto en blanco lino, sitial ocupa sumo: «¡Oh anciano sacerdote, no mal visto por dioses, según tu edad nos muestra!, sobre el origen, cuéntame, de este pueblo de Faros; la extensión de sus tierras; sus costumbres; sus dioses, y sus ritos; revélame lo inscrito en viejas piedras de sus templos; qué númenes nuevo culto nos piden. Si tus antepasados en el misterio inician al cecropio Platón, ¿qué otro huésped oirte mejor que yo podría cuanto digas del mundo? Fama en torno a mi yerno a urbes farias condújome; también la vuestra: en medio de todos mis combates, no desdeñé el estudio de astros y de números, y no cederá en fastos al de Eudoxo mi año. Mas, pese al ansia viva de conocer que siento, y a mi tan hondo amor por la verdad, no hay nada que más quiera saber que la causa secreta del creciente del Nilo, tantos siglos oculta,
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y sus ignotas fuentes: la esperanza de verlas, abandonar me hiciera civiles desafios.» Calló; y así Acoreo, venerable responde: «Revelarte me halaga, César, arduos misterios de mis antepasados, para el vulgo prohibidos. Deber reputen otros no develar lo oculto; yo pienso que es acción agradable a los dioses que sus obras y leyes sagradas se conozcan. A los planetas, únicos en regular la rápida traslación del Olimpo, fieles en sus transcursos, a los del cielo adversos, diferentes poderes les dio la ley primera del mundo. El sol regula las épocas del tiempo; cambia en día la noche; con sus potentes rayos, frena fuga de astros y suspende un instante su carrera; la luna, mensualmente, tierra con Tetis mezcla; rige Saturno hielo frígido, congeladas regiones; domina Marte vientos, y a los inciertos rayos; temperie bajo Júpiter: cesan túrbidos aires; fecunda Venus guarda la simiente de todo; de las inmensas ondas es árbitro Mercurio. Cuando éste ocupa zonas del cielo donde estrellas de Leo y Cáncer mézclanse; donde rápidos fuegos lanza Sirio, y el círculo regulador del año contiene a Capricornio y a Cáncer, subyacientes allí fuentes del Nilo, cuando rectos las hieren los rayos del señor de las aguas, entonces, tal como el mar desbórdase por influjos lunares, así obedece el Nilo, y emerge de sus fuentes, y en su crecer no amengua mientras no recupera la noche estivas horas por el sol sustraídas. De los antiguos falsa lección: desbordamientos del Nilo a nieve etíope se deben. No conocen, esos montes, ni Bóreas ni Osa. Lo atestigua color de piel oscuro de aquel pueblo, quemado por el sol y los soplos abrasantes del Austro. Y, además, que cualquier cabecera de río que precipite el hielo fundido, se desborda en cuanto primavera licúa nuevas nieves: no alza ondas el Nilo mientras no sufre rayos del Can; ni reconduce su caudal a la orilla hasta que Febo iguala, bajo Libra, a la noche.
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No conoce, además, de otros ríos las leyes: no lo acrece el invierno, que aleja el sol y roba su función a las ondas: a mitigar vocado los rigores del clima, en pleno estío extiéndese por la tórrida zona, y para que con fuego no se agrieten los campos, corre el Nilo en ayuda del humano, y se encrespa contra la ardiente boca del León; y, si Siene, socarrada por Cáncer, socorro implora, acude, sin retirar sus aguas hasta que Febo gira ya hacia Otoño, y las sombras se alargan más en Méroe. ¿Quién aclara el enigma? Naturaleza madre dispuso que así el Nilo discurriese; así el mundo lo requiere. Leyendas de otra edad atribuyen las crecidas a Céfiros corrientes, día a día, durante largo espacio, y que, dueños del aire, o bien expulsan nubes del cielo occidental hasta exceder al Noto y obligan a las lluvias a caer sobre el río, o bien baten constantes, refrenándolas, aguas con que el Nilo en la costa por tanta boca irrumpe: con el estancamiento de su curso y el óbice del mar, hierve en los campos. Piensan otros que existen subterráneos conductos y vastas quebraduras en lo hondo del orbe; circula allí la onda silenciosa, fluyendo desde el gélido Ártico hasta Ecuador, al tiempo que se concentra Febo sobre Méroe y tierras abrasadas retienen esas aguas, y allí son llevados el Ganges y Erídano, por vías silenciosas del mundo: el Nilo entonces, todos los ríos vomitando desde única fuente, los conduce a su término, mas no por sólo un cauce. Vagas voces nos cuentan que el Nilo irrumpe, airado, por un desbordamiento remoto del Océano, circundador del mundo, y que, en su extenso curso, dulcifica sus sales. Otra creencia: Febo y el cielo se alimentan del Océano; el sol, cuando artejos alcanza de ardiente Cáncer, aguas absorbe, inaceptables para el aire; las noches, las vierten sobre el Nilo. Mas yo, si tengo, César, derecho a entrar en liza, sostengo: algunos ríos, transcurridos ya siglos desde que el mundo existe, nacieron al quebrarse
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las venas de la tierra, sin mediación divina; por el contrario, otros brotaron con el mundo y el artifice y dueño de todo lo creado, a prefijadas leyes los tiene sometidos. Deseo igual al tuyo por conocer el Nilo, romano, lo mostraron también reyes de Faros, de Macedonia y Persia; jamás existió época que no anhelara dar a futuros vivientes la clave; pero, en vano: permanece el misterio. Sumo rey Alejandro, venerado por Menfis, envidió al Nilo, expertos encaminó a confines etíopes; los frena la rubicunda zona candente: sólo vieron borbolleante Nilo. Llegó al final del mundo, por su ocaso, Sesostris, y carros farios rige sobre nucas de reyes: bebió de vuestros ríos, del Ródano y Erídano, pero no de las fuentes del Nilo. Enloquecido Cambises, por Oriente, se acerca hasta los pueblos de edad longeva: falto de alimento, a sus hombres devora, pero vuelve sin conocerte, oh Nilo. Ni la mendaz leyenda logró hablar de tus fuentes. Doquiera se te ve, se te explora; y a nadie le cupo aún la gloria de hacer al Nilo suyo. De tu vagar diré, lo que el dios, que en tus aguas se esconde, me permite que de ti sepa, Nilo. En Ecuador, tu cuna, y al Bóreas tus ondas se encaminan derechas, y al centro del Boyero; después, tuerces tu curso desde Oriente a Occidente, humedeciendo«arenas de Libia y las de Arabia. Te ven primero Seres, que tus fuentes aún buscan; luego irrumpes en campos etíopes con préstamos ignotos; nadie sabe de qué tierras llegaste. Naturaleza nunca reveló tus orígenes, ni permitió a los pueblos infante verte, Nilo; ocultó manantiales y prefirió que el mundo, tu hontanar ignorando, te contemple asombrado. Es privilegio tuyo crecer con el solsticio; pujar ajeno a lluvias, suscitar propio invierno, y, en tu fluir, ser único bañando entrambos polos: principio en uno tienes, final en otro encuentras. Tu caudal dividiendo, rehuyes fértil Méroe, la del negro habitante, rica en bosques de ébano,
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cuyo umbroso follaje no apaga estivas flamas: tan rectamente incide sobre tal zona Leo. Cruzas, luego, dominios de Febo, sin que sufra disminución alguna tu corriente, y recorres durante mucho tiempo las áridas arenas, ya con toda tu fuerza sometida a tu cauce; ya, errátil, socavando suavemente la orilla. Lentamente tu álveo concentra abiertas ondas, donde File, frontera del reino, egipcios campos separa de los árabes. Luego, pigro, discurres por desierta región que une a nuestro comercio con Rojo Mar. ¿Quién, Nilo, contemplando tu plácido discurrir creería que estallarán tus aguas con airada violencia? Pues, cuando se le oponen a tu fluir abruptas quebradas, despeñantes cataratas, furioso de que obstáculo encuentren tus caudales, exentos desde su nacimiento, decides a los astros provocar con tu espuma; lo acalla todo el trueno de tus ondas; el eco de tu fragor retumba por los montes; tus aguas indomables se encrespan blanqueando de hervores. Luego sufren tu embate la inaccesible roca que nuestra veneranda tradición llama Abatos, y los reconocidos como «venas del río», escollos que predicen de tus desbordamientos. Aquí, Natura encierra con montes vagas ondas para negarte, oh Nilo, la Libia; entre montañas, por hondo valle fluyes, de nuevo silencioso. Menfis luego te ofrece llanuras, campo libre, donde orillas no logran contener tus crecidas.» Así hasta medianoche prolongan la jornada, tranquilos en el seno de la paz. Mas la mente criminal de Potino, ya manchada en sacrilego magnicidio, no cesa de maquinar infamias: no cree que exista nada nefando tras la muerte de Pompeyo; sus manes le embargaban el pecho, y las ultrices diosas a más horror le impelen. Viles manos ve dignas de derramar la sangre con que Fortuna un día salpicará a vencidos patricios; y el castigo por la civil contienda, derecho del Senado, por poco ejerce un fámulo. ¡La afrenta de que sea cercenada esta vida
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en ausencia de Bruto, dejad pasar, oh hados! ¿Sólo en crimen de Faros se quedará el castigo del tirano de Roma, sin que a nadie aleccione? Audaz urde Potino su criminal designio (que los hados rechazan) no sumido en las sombras: al general invicto con Marte abierto amaga. Tal presunción le infunden sus delitos, que ordena segar cuello de César, y que contigo yazga tu suegro, Magno; encarga que fieles servidores transmitan estas órdenes a Aquilas, brazo cómplice del magnicidio, a quien el imbele monarca dio el mando del ejército y el poder del acero, abdicando de todos sus derechos, en contra de su propia persona. «Tú ahora yaces», le dice, «en blando lecho y gozas de regalado sueño: Cleopatra, en tanto, invade palacio. Y traicionada no está ya siendo Faros, mas regalada. ¿Ausente te verán estas nupcias de la reina? Despósase con el hermano incesta mujer, y siendo cónyuge ya del jefe latino, intercambiando esposos, de Egipto dueña, quiere también serlo de Roma. Con su hechizo, Cleopatra seducir pudo al viejo: qué no hará, oh desgraciado, con un adolescente al que, en sólo una noche, tras sentirse gozando de incestuoso abrazo y apurando, fingidos por tierno afecto, obscenos placeres, mi persona y tu testa dará, trocadas por dos besos. En la cruz y en la hoguera pagaremos nosotros seducción de la hermana. Pues no otro auxilio cabe: de un lado, el rey, esposo; del otro, amante, César. Y ante un juez como ella, cruel, no hay duda: reos. Si pudor le exigimos, ¿cómo no ser culpables ante Cleopatra? En nombre del crimen cometido por ambos, que de poco nos sirvió; por el pacto sellado con la sangre de Magno, te conjuro: acude, y en un súbito destellar de las armas, irrumpe, y muerte apague las nocturnas antorchas de su boda; inmolemos, sobre su propio lecho, a la inhumana reina y al varón que allí yazca. No tema nuestra audacia renombre del caudillo latino, impuesto al mundo: su gloria es también nuestra; también Magno a nosotros nos enaltece. Mira
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esta costa, esperanza de nuestra empresa; a olas, teñidas por la sangre, pregunta sobre cuánto nos está permitido, y observa humilde túmulo de arena, que no cubre los huesos de Pompeyo. Al que ahora temes, era su igual. No ilustre sangre tenemos, -¿y eso importa?-; ni reyes ni naciones movemos; pero el hado nos dotó para el crimen. A nuestro alcance púsolos la Fortuna; ahora brinda aún más noble víctima: gente hesperia aplaquemos con nuevo asesinato; la cabeza de César lograr puede que ensalce todo el pueblo romano a los que consumaron la muerte de Pompeyo. ¿Por qué temer al nombre de un jefe y a sus tropas, lejano de las cuales es un simple soldado? A contiendas civiles pondrá fin esta noche; expiatorias víctimas ofrecerá a los pueblos y enviará a las sombras testa al mundo debida. ¡Lanzáos feroces contra la garganta de César! Presten jóvenes lágidas tal servicio, a su rey; a sí mismos, romanos. No demores: ahíto de yantar, rebosante de vino, afecto a Venus, lo hallarás. Ten valor: te permiten los dioses cumplir todos los votos de Catón y de Bruto.» No lento Aquilas muéstrase frente a la persuadencia de quien lo mueve al crimen; nö dio la acostumbrada señal de alzar el castro, ni delató sus armas con clangores de tubas: raudos se precipitan para iniciar la algara cruel. Máxima parte de la tropa la integra plebe ítala; pero tan corrompida ya por costumbres extrañas que acatan jefatura de un fámulo y las órdenes de un satélite, aquellos que reputar debieran vileza obedecer al propio rey de Faros. Mercenarios son ya, de un campamento a otro sin ley ni fuero; venden su brazo: está lo justo donde la paga; sirven por parvo cobre; atentan contra el cuello César sin personal empeño. ¡Dioses!, ¿dónde no halló civil lucha el destino fatal de nuestro imperio? Tropa ausente en Tesalia, como es costumbre patria, se enfurece en el Nilo. ¿Qué más hubiera osado la estirpe de los Lágidas si te da asilo, oh Magno? Sin duda, a los celestes
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deuda pagan los hombres y no les fue otorgado abstenerse a romanos. Tanto plugo a los dioses despedazar el cuerpo del Lacio. A las naciones no las divide causa de César o Pompeyo: un satélite instaura civil lucha y Aquilas, sustituyendo a Magno, si los hados no alejan sus manos de la sangre de César, con su empeño vencido hubiera. Aquilas y Potino tenían propicia la ocasión: ya el palacio, entregado al banquete, está inerme para cualquier infamia y la sangre de César llenar reales copas pudiera, y su cabeza rodar sobre las mesas; mas los frenan azares de una lucha nocturna; recelan de refriega donde azarosa mano, Tolomeo, te alcance. Tal valor les dio el hierro, que aplazaron el crimen, desdeñando la suerte de conseguirlo rápidos. A sus mentes de siervos, les pareció demora reparable el retardo en atacar a César. Se reservan su muerte para cuando la luz del alba resplandezca; se le regala a César una noche; Potino le prorroga el vivir hasta el orto de Febo. Lucífero, entre riscos del Casio, se levanta trayendo el día a Egipto con primer sol ardiente, cuando, desde los muros, se ve lejano ejército, que avanza, no en dispersos manípulos sin orden, sino en línea frontal de combate, dispuesto a usar y a recibir cuerpo a cuerpo las armas. Y, César, no fiándose de murallas, se oculta tras puertas del palacio, soportando un encierro vergonzoso. No ocupa la regia casa entera: concentró a sus soldados en bien exigua parte. Miedo y cólera unidos le conturban el ánimo; y, aunque teme al ataque, de su temor se indigna. Así ruge, apresada, noble fiera en lo estrecho de su jaula y, mordiendo los barrotes, quebranta sus coléricos dientes; y, asimismo, en los antros de Sicilia, Vulcano, tu llama enfureciérase si alguien obstruyera los cráteres del Etna. Y el que, no ha mucho, audaz, en las rocosas faldas del tesálico Hemo, no temió al enfrentarse (si bien su causa injusta, creyendo en su victoria)
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con proceres de Roma, con tropas del Senado regidas por Pompeyo, se aterra de algarada de fámulos, que cubren su refugio de flechas. Quien no temió de Alanos; ni de Escitas; o Mauros, que atado huésped usan de blanco en sus festejos; aquél a quien no basta la inmensidad del orbe romano, y reputaba reino exiguo el que uniese tiria Cádiz con India; como niño indefenso, como mujer en una población invadida, busca ahora rincones seguros de la casa; su salvación en puertas cerradas deposita; inquieto cruza atrios con errático ánimo, no sin llevar consigo siempre al rey, decidido a ejercer su venganza sobre él y a ofrecerlo como expiatoria víctima de muerte; y si faltasen dardo y tea, decidido a proyectar tu testa contra tus servidores, Tolomeo. Así, es fama, que bárbara Medea, de su padre esperando castigo por su huida y expiación del reino, lo aguarda, sobre cuello fraterno alzando espada. Extremo riesgo, al cabo, determina al caudillo a tantear la paz, encomendando a un regio mensajero que inquiera, por orden del tirano, quién fue el instigador de la guerra, y a siervos rebeldes recrimine. Derechos de los hombres no le salvan, ni sacros convenios de naciones: el mediador de paz, el mensajero áulico, colmó la cuenta, Egipto, de tus monstruosidades. ¡Ni tierras de Tesalia, ni vasto erial de Juba, ni el Ponto, ni banderas impías de Farnaces, ni el pais circundado por el gélido Ebro, ni la bárbara Sirte, se atrevieron a crímenes como los cometidos por tu molicie! Arrecía por doquiera el asedio: dardos se multiplican golpeando paredes y estancias del palacio. Ariete no emplean, que de un impulso arranque las puertas y destroce los muros; ni recurren a otra bélica máquina; ni al fuego: la alocada soldadesca rodea, dividida, el inmenso recinto, y no consigue concentrar sus ataques. Vela el Hado, y Fortuna, como un muro, protege. Naos atacan, al tiempo, la mansión por la parte
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donde en el mar se adentra, sobre atrevido dique, la suntuosa sede. César, omnipresente en cada acción, a unos rechaza con la espada; a los nautas, con fuego; y, asediado, es tan grande su firmeza de ánimo que asediante parece. Contra las asaltantes naves juntas, ordena lanzar ardientes teas, en pez embadurnadas. No tarda el fuego en ir consumiendo la estopa del cordaje, y las planchas rezumantes de cera; ardiendo están sitiales de remos, y altas jarcias. Ya, semidestruída, la escuadra se va a pique: y ya flotan cadáveres y arreos. Se alzan llamas no sólo de las naves; largas lenguas prendieron en casas colindantes con el mar; y el desastre lo va agrandando el viento; pues, el fuego, empujado por el turbión, deslizase devorando techumbres, con no menor presteza que la del meteoro, que, inmaterial y ardiente, surca raudo la atmósfera. Tal catástrofe obliga, por un tiempo, a las tropas a interrumpir el cerco para auxiliar la urbe. No pierde en sueño César la ocasión, y acezado por su certero instinto que, rápido, le muestra provecho en azar bélico, con la nocturna sombra, saltó sobre sus naves y se adueñó de Faros,
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