Los Siete Pecados Capitales
April 2, 2017 | Author: Fran del Nido | Category: N/A
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LOS SIETE PECAOOS CAPITALES POR
DON ANTOLÍN LÓPEZ
PELÁEZ
OBISPO DE JACA
CON. LA-APROBACIÓN DEL EXCiftOi Y RJÍÍO. SEÑOR ARZOBISPO DE FRIBURGO.
FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA) 1912
B. HERDER LIBRERO-EDITOR PONTIFICIO -BERLÍN, BSTRASBUROOj KARLSRUHE, MUNICH, VIENA, LONDRES Y'SAN LUIS
LOS SIETE PECADOS CAPITALES POR DON
ANTOLÍN
LÓPEZ
PELÁEZ
OBISPO DE JACA
C O N LA APROBACIÓN DEL EXCi&O. Y R1ÜO. SEÑOR ARZOBISPO DE FRIBURGO.
FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA) 1912 B. HERDER LIBRERO-EDITOR PONTIFICIO BERLÍN, ESTRASBURGO, KARLSRUHE, MUNICH, VIENA, LONDRES Y SAN LUIS
Imprimatur Friburgi
Brisgoviae,
die 3 Maii
1912 4^ T h o m a s ,
E s propiedad —
Archiepps
Queda hecho el depósito que marca la ley
Tipografía de B. HBRDER en Friburgo de Brisgovia. Z912
ÍNDICE. Pág. I. L a Soberbia
i
II. L a Ambición, hija de la soberbia
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III. L a Avaricia
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I V . L a Lujuria
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V . E l Baile y la Lujuria
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V I . E l Teatro, provocación a la lujuria
Vir.
L a Ira
o
99 .
.
V I I I . L a Gula
121 144
I X . L a Envidia
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X . L a Pereza
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Apéndice.
Los pecados capitales ante la Medicina
.
.
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I.
La Soberbia. El pecado es el enemigo de Dios, el muro de separación entre el creador y la criatura; y la soberbia es el pecado universal, la raíz de todas las iniquidades, el jugo venenoso que alimenta todos los vicios, la fuerza que impulsa y arrastra a todos los crímenes, el fondo, el resorte, el nudo y la trama de todas las tragedias de la historia. En toda transgresión de la ley divina hay en algún modo una rebelión del hombre, una protesta contra el eterno legislador, un alzamiento contra su santísima voluntad. L a culpa es un menosprecio de Dios, un alejamiento de él, un juicio práctico en que se le estima en menos que a las criaturas y se le pospone a ellas: el pecador hace de los objetos que ama otros tantos ídolos, los coloca en el trono reservado a la Divinidad y les rinde el incienso de su adoración: todo lo refiere a sí; su voluntad es la norma de su conciencia, su fin último es el propio interés suyo; y aunque en su pensamiento reconozca la existencia de Dios, le niega en las obras, viviendo como si no existiera. LÓPEZ PKLÁEZ, Pee.
capit.
I
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I.
LA SOBERBIA.
Considerada como un pecado especial no es menos digna de ser arrojada del corazón la soberbia, si queremos que a él venga y en él habite el humildísimo Jesús. Ese pecado, como su nombre lo indica, es un deseo desordenado de elevación, un aprecio excesivamente subido de nuestras cualidades ; es ir más allá de lo que permiten las fuerzas, querer remontarse sobre sí mismo, ensanchar sin límites el propio poder, brillar con fulgor inadecuado a los méritos. Es una hinchazón monstruosa del espíritu, por la que no se cabe en el puesto deparado por la Providencia, pareciendo pequeño todo lo que sea extraño; es, en fin, un exceso de estimación personal llevada hasta el punto de llenar con ella el alma de modo que no queda sitio para el aprecio de Dios y del prójimo. Tan exagerada idea de la excelencia propia puede permanecer oculta en el entendimiento o manifestarse al exterior con el fin de que los demás piensen de igual modo acerca de ella. El deseo de que los otros reconozcan nuestras preeminencias y ventajas puede a su vez o satisfacerse con las palabras de ellos, o no contentarse sino con sus obras, querer la sumisión de sus alabanzas, o la sumisión de sus personas mismas; aspirar a que la fama publique nuestros pretendidos méritos, o a que la sociedad los recompense; anhelar los honores y las dignidades, los primeros puestos en el templo de la celebridad, o los primeros puestos
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LA SOBERBIA.
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en la jerarquía y en el régimen de las corporaciones ; en una palabra, la soberbia es o vanagloria o ambición. L a soberbia mirada en sí misma recibe además el nombre de orgullo, y así como es la raíz de otros vicios, puede tener en sí propia varios grados; pero en todos ellos, por lo mismo que va contra la humildad, va contra la verdad y es una mentira más o menos descarada. Como el Faraón que decía a Moisés: «Yo no conozco al Señor», la soberbia de algunos hombres llega a negar que hayan recibido nada de Dios y aun a negar a Dios mismo. Los ateos, disfrazando su impiedad bajo diversas denominaciones, inventan diferentes sistemas y piden a su entendimiento armas para sacudir el yugo y rechazar toda dependencia de un ser superior a lo humano. L e s parece absurdo el hecho de la creación, y con tal de poder prescindir del creador, devoran de buen grado los absurdos más monstruosos: el número infinito, la eternidad de la materia, compuesta, corruptible, limitada y contingente, el movimiento naciendo de la inercia, la vida surgiendo espontáneamente del seno de lo inanimado, la fuerza obrando antes de existir, la casualidad reuniendo, agrupando, ordenando y conduciendo los átomos, la luz de la inteligencia humana siendo una segregación cerebral, y la máquina maravillosa del mundo funcionando y construyéndose sin motor ni artífice. i *
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I.
LA SOBERBIA.
Los deístas, aunque admiten la existencia del Ser Supremo, rechazan su providencia adorable, diciendo como aquel Nicanor cuyo orgullo fué tan terriblemente castigado por losMacabeos: «Si Dios es poderoso en el cielo, nosotros somos poderosos en la tierra»; con lo que hacen de él un artista que abandona su obra, un padre que no se acuerda de sus hijos, un príncipe que no se cuida de su pueblo, viviendo en soledad desdeñosa o en holganza inalterable, un ídolo como aquellos dioses de los gentiles que, en frase de David, tenían ojos y no veían, orejas y no oían, pies y manos y permanecían siempre quietos. Los racionalistas confiesan el gobierno de Dios, pero no acatando más leyes suyas que las que alcanza la razón y manifiesta la naturaleza, sin reconocer que Dios hecho hombre ha hablado al hombre verdades que éste debe abrazar aunque no las pueda comprender. Rodeados de misterios, no creen en el misterio; envueltos entre milagros, impugnan la posibilidad del milagro; sabedores de las escasas luces de su razón, cierran los ojos a toda otra luz que sobre su razón brille. Y así se extravían y se pierden lastimosamente en la investigación científica, aprueban hoy lo que reprobarán mañana, lo que unos edifican lo destruyen otros, y sus sistemas, con tanto trabajo erigidos, pero sin más consistencia que la de un castillo de naipes, se suceden sin interrupción en la historia de las aberraciones humanas
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LA SOBERBIA.
S
como las hinchadas olas de un mar alborotado o los montones de arena que sin cesar disipa y vuelve a formar el huracán de los desiertos. L o s protestantes, esos queridos hermanos nuestros, por cuyo retorno a la casa paterna debemos rogar incesantemente, admiten con nosotros un orden sobrenatural, una revelación divina y por ende infalible, a cuyas enseñanzas es preciso que el limitado entendimiento humano se sujete; pero la truncan y la mutilan, no teniendo por tal sino la que se contiene en las Sagradas Escrituras; no reconocen tribunal que interprete y aplique este código divino, no acatan una autoridad que corte y termine las disputas religiosas, erigen el criterio individual y privado en arbitro y juez de la doctrina revelada; y de esta manera, por no humillarse a la Iglesia fundada por el Salvador para continuar su misión docente, andan de continuo vacilantes y fluctuando a merced de movedizas opiniones, sin saber ciertamente qué escritos son los que guardan las enseñanzas de Jesús ni cómo deben ser entendidas, creyendo ver en su palabra santísima los extravíos más monstruosos, las más criminales extravagancias y una justificación de todos los excesos de las pasiones, y acabando por no creer nada sobrenatural, por no discernir en las narraciones bíblicas nada que realmente deba conceptuarse milagroso, y por caer en la más deplorable indiferencia religiosa y en el más desconsolador escepticismo.
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I.
LA SOBERBIA.
El orgullo de otros no va tan allá: no se rebelan contra Dios ni combaten ninguno de sus atributos, y confiesan que de su mano han recibido cuanto tienen; pero juzgan que en atención a los méritos personales les ha sido dado; con lo cual cometen una injusticia, se apropian lo que no les corresponde, y arrebatan al Señor lo que a él solo pertenece. El salir a la luz de la existencia en ningún modo nos era debido; porque nada éramos antes de existir, y la nada nada puede merecer y de cosa ninguna puede ser acreedora. Infinitos seres posibles no han tenido la suerte que nosotros y continúan envueltos en las obscuridades del no ser. Tal vez muchos hombres a quienes se ha dejado en las tinieblas de la posibilidad, se portarían mejor, agradeciendo el inestimable beneficio que se nos concedió con llamarnos a la vida. Si ningún derecho teníamos a existir, ninguno nos asiste tampoco para que se nos dieran las perfecciones que tenemos: el uso cabal de los sentidos, la salud, las fuerzas, el ingenio, la actividad, la suerte en nuestras empresas y negocios, todo cuanto de bueno poseamos es puro don de la mano liberal del Omnipotente. A l venir al mundo no ostentábamos mejores títulos ni podíamos alegar mayor justicia que otros muchos hermanos nuestros desprovistos de las ventajosas cualidades que el orgullo no agradece, por jactarse de que las tiene bien merecidas.
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LA SOBERBIA.
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En cuanto a los bienes de la gracia, su mismo nombre está diciendo que son gratuitos. Pecadores en nuestro primer padre, herederos de su culpa y, por consiguiente, hijos de ira, esclavos del demonio, enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él, admitidos a su amistad y llamados a su reino y a su gloria por un acto libérrimo de su bondad sin límites, por la aplicación de los méritos de su divino Hijo, que cargó sobre sí nuestras faltas como víctima expiatoria de valor infinito, y las borró con su preciosísima sangre, y con los clavos que rasgaron su carne en la cruz, rasgó el decreto de condenación que contra nosotros existía, y con su muerte nos dio la vida sempiterna. Como tantos otros, pudimos haber muerto antes de renacer en las salvadoras aguas del bautismo, o haber nacido en países idólatras o protestantes, donde no brillara la luz de la religión verdadera, o tener padres menos cristianos, que no se hubieran cuidado de nuestra educación religiosa, poniendo desde el principio nuestros pies en la senda de la virtud, o tropezar con amigos, lecturas o seducciones que nos hubieran arrastrado a la impiedad. Consiste el tercer grado de orgullo en persuadirse uno de tener lo que en realidad no se tiene. El aforismo: conócete a ti mismo, que la antigüedad pagana grabó en el frontispicio de sus templos como esencial "condición para llegar a la sabiduría, es cosa que preocupa muy poco a la generalidad de
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LA SOBERBIA.
los cristianos. Raros son los que cavan y ahondan y descienden con el pensamiento dentro de sí para ver su bajeza y miseria, para medir sus acciones con la regla infalible de los juicios divinos, para comparar su vida con la vida de Jesús, ideal y modelo de todos. El desordenado amor propio hace ver a cada uno con cristales de aumento su grandeza y tiende un velo sobre sus imperfecciones. El árbol, cuando está cargado de fruta, inclina y abate sus ramas, mientras la espiga se levanta más cuanto menos grano lleva: así el hombre más vacío de merecimientos es el que más se exalta y se engríe. L a exagerada estimación en que el orgulloso se tiene es por demás funesta. No procura la enmienda de sus faltas, porque no las conoce; no pide a Dios especial auxilio, porque no lo cree necesario; y permanece tranquilo e indiferente en medio de sus desarreglos, sin reparar en que está sentado sobre un volcán y tiene a sus pies un pavoroso abismo. Su necia presunción, como la del edificador de la torre en la parábola evangélica, le lleva a erigir monumentos a que no puede dar cima, a internarse por caminos en los que muy pronto deberá volver la espalda, a construir sobre deleznable arena el grandioso edificio de sus aspiraciones, a estrellar en triste naufragio contra duros escollos la desarbolada nave de sus optimismos, a ser, por sus locas empresas, el objeto de lástima
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universal y de risa, como aquél fabuloso ícaro que con alas de cera quiso subir hasta tocar el sol. El orgullo de otros, finalmente, no va por manera directa contra Dios, pero sí contra el prójimo. No faltan a la verdad atribuyéndose méritos que no tienen, pero sí atribuyéndose la singularidad en ellos; porque cumplen algunos mandamientos de la L e y , se atreven a decir con el fariseo del Evangelio: «No soy y o como los demás hombres.» Aunque supiéramos de cierto que nos adornan algunas cualidades de que otros carecen, no debería ser motivo para envanecernos y despreciarlos. Si se les hubiese dado la misma habilidad y talento, por ventura habrían hecho de ellos mejor uso que nosotros; con iguales gracias hubieran prestado cooperación más fiel y nos dejarían atrás en el camino de la virtud. El más aventajado de los justos puede caer en las más oprobiosas culpas y en lo más hondo de los infiernos, y el más abyecto de los pecadores puede remontarse a las más eminentes cumbres de la gracia y de la gloria. Sucede, en efecto, que a los que más se elevan en el concepto propio, les permite el Señor las más vergonzosas caídas: así como ellos desde su bajeza se rebelan contra D i o s , sienten rebelarse contra ellos las pasiones más bajas; el orgullo, que es la lujuria del espíritu, suele traer por consecuencia la lujuria que es el orgullo de la carne; los que quieren subir hasta el trono del Excelso,
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descienden hasta el fango donde se revuelcan las bestias. Dios castiga el orgullo de una manera terrible y muchas veces inmediata. Lucifer, el ángel de la hermosura, gala de los cielos, estrella del empíreo y príncipe de las milicias divinas, al verse tan bello, tan sabio, tan poderoso, tan sobresaliente, en vez de alabar y mostrarse agradecido a Aquel de quien todo lo recibiera, pretendió subir aun más, poner su solio sobre todos los astros de la gloria, ser semejante al Altísimo; y en un punto, sin miramiento a sus prendas ni a su jerarquía, con los compañeros de su soberbia fué precipitado en los abismos infernales, entre llamas eternas y tormentos indecibles. Nuestros primeros padres quisieron tener la ciencia de Dios, ser como Dios; y al instante fueron arrojados del paraíso, desposeídos del manto real de la gracia, y despojados del cetro con que dominaban el mundo, llevando en sus mejillas la señal de las lágrimas y en la frente, en vez de los diamantes de la corona, las gotas de sudor con que tuvieron que regar una tierra ingrata a ellos, como ellos lo fueron al que les dio el ser, y arrastrando a su descendencia en la fatal caída que trastornó el orbe. L o s espantosos castigos de que está llena la historia, con los que el Señor quebranta las cervices duras y hunde en el polvo las frentes altivas que quieren elevarse hasta el cielo, no pueden estar
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más puestos en razón ni ser más merecidos. Que a Luzbel sentando la planta en la cúspide del empíreo le dominara el vértigo y se le fuese la cabeza, que Adán contemplándose como un Dios de la tierra quisiera ser como el Dios del cielo, puede comprenderse, aunque no puede disculparse; pero que se ensoberbezca el polvo y la ceniza, que el hombre gusano de la corrupción y saco de podredumbre, flor de un día, que aun no ha abierto su corola para mostrar la hermosura de sus pétalos cuando ya los ve marchitos, esperando la ráfaga de aire que ha de arrastrarlos por el lodo, burbuja que se levanta en la corriente de la vida universal para confundirse al instante entre sus ondas, sombra vana que obscurece un momento la atmósfera para desaparecer sin dejar huella en el horizonte... que esta criatura vilísima, concebida en pecado, nacida entre dolores, criada con lágrimas, llena de miserias en el cuerpo, de defectos en el espíritu, de limitaciones y de tristezas en la vida, se hombree y se encare con quien la sacó de la nada y la está sosteniendo para que no vuelva a caer en los abismos de donde salió, crimen es el más grande de todos, que solamente cabe explicar por un arrebato de demencia. Con los demás pecados el hombre se aparta de Dios, huye de él, va a esconderse en la tierra y a confundirse entre las criaturas; con éste se levanta en su pensamiento hasta el trono de la Divinidad,
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mira de hito en hito al Creador, y querría poner en las propias sienes la corona de los mundos. Los otros pecadores abusan de las dádivas que de la liberalidad infinita del Señor han recibido; el soberbio no cree haber recibido ninguna o nada por lo menos que no merezca. Los otros le ofenden; él le niega, o le combate, o le usurpa algunos atributos; los otros le desobedecen, él le desacata; los otros se avergüenzan de sus propios defectos, él juzga que carece de ellos. En las demás caídas puede haber atenuantes por la fragilidad, por las seducciones del mundo exterior; el orgulloso cae en los abismos por su insensata voluntad de escalar los cielos. En las restantes culpas se experimenta algún placer, aunque grosero o imaginario; en ésta, alimentando deseos insaciables, pretendiendo elevaciones imposibles, principia a sentirse ya la desesperación que ha de durar eternamente. Las otras pasiones son susceptibles de dirigirse a buen fin, de encauzarse de modo que se aproveche su fuerza, de ser domeñadas y uncidas al carro de la gloria; ésta es una pasión estéril, inútil para todo, que se consume en aspiraciones desatentadas, que se devora a sí misma y termina en sí propia, maldecida por el Señor con infecundidad absoluta. El orgulloso, especialmente aborrecible a Dios, porque es especialmente ingrato, es también aborrecido de los hombres. Como Caín, lleva en la frente
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la señal de la reprobación, y se huye de él como de un apestado. Se le ve algo que a pesar suyo repugna, aparta y repele, y por ende, cuanto más se afana por captarse benevolencias, más antipatías le persiguen. En todos sus actos se trasluce el desprecio con que mira a los demás; y pagándole en la misma moneda, aplicándole la ley del talión, se le devuelve indiferencia por indiferencia, desdén por desdén, desvío por desvío. El mismo orgulloso es el primero en advertir la enormidad de su delito, y procura a toda costa ocultarlo; quiere esconder dentro de sí el vicio, no arrojarlo lejos de sí; se avergüenza de parecer lo que es, no se avergüenza de ser lo que desea no parecer; se contenta con que no le desprecien los demás, aunque a los propios ojos se vea despreciable. Rindiendo involuntario tributo a la humildad y condenándose a sí mismo, anhela que se le conceptúe humilde; pero no puede estar siempre tan sobre aviso, que no ponga de manifiesto su desdeñosa altanería: el velo de falsa modestia con que se cubre, no es tan tupido que impida ver del todo su interior; así como el frío pedernal al choque del acero arroja chispas, así el orgulloso, al menor choque de la contradicción, manifiesta el fuego de la soberbia que guarda en las entrañas de su espíritu. A la manera que el erizo se recoge y envuelve en sí mismo y se cubre de púas cuando alguno
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quiere tocarle, el orgulloso es todo espinas para el que trata de curar el maligno tumor de su soberbia. Conociéndolo así, nadie se le acerca para poner bálsamo en sus llagas y una venda en sus heridas, para sostenerle cuando vacila, para apoyarle cuando tropieza, para levantarle cuando se le ve caído. No pide a Dios gracia, porque juzga que no la necesita; no pide a los hombres consejo, porque le parecería humillación indecorosa. El solo se cree bastante, porque fuera de él todo lo reputa nada. L a amistad no cabe en su corazón, que lleno de sí mismo excluye cualquier otro afecto. Solo entre la multitud, aislado en medio del mundo, concentrando en sí todo su amor y toda su vida, no pudiendo soportarse ni pudiendo nadie soportarle, es planta seca y maldita, semejante a uno de esos árboles heridos por el rayo en el desierto, sin una flor, sin una hoja, sin que a sus ramas venga a anidar un pájaro, ni a su sombra descanse un viajero, ni de su tallo brote retoño alguno. Ciego de entendimiento el orgulloso, es también terco y obstinado en la voluntad. No admitiendo luces superiores a las suyas, no somete al ajeno el propio juicio. L o que una vez ha aprendido como seguro, lo defiende toda la vida como verdad infalible, sin que argumentación alguna, la más poderosa, le saque de ello. T o d o lo que sea transigir, ceder, acomodarse a la voluntad de otro, le
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LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.
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parece siempre vituperable cobardía. Pondrá el más decidido empeño en un puntillo de vana honra, o en la defensa de una distinción ridicula; y por contentar el amor propio sacando triunfante su opinión, no temerá comprometer la hacienda con ruinosos pleitos temerarios. Aunque vea que ha entrado por un mal camino que le conduce a la miseria y a la deshonra, le parecerá flaqueza retirar el pie y volver la espalda. L a menor oposición le irrita; las reprensiones le enfurecen; los castigos le sacan fuera de sí. El yugo santo y suave de la ley y de la obediencia se le figura vergonzoso e inaceptable y no pierde ocasión de arrojarlo lejos hecho pedazos, dispuesto siempre a rebelarse contra la autoridad legítima, a despreciar las tradiciones patrias, a saltar por encima de las conveniencias públicas, a poner por los suelos las costumbres más razonables y los usos mejor establecidos. II.
L a Ambición, hija de la soberbia. Para la conservación, buen orden, progreso y decoro de la sociedad, estableció Dios nuestro Señor la autoridad en ella, queriendo que hubiera diferentes puestos y diversidad de servicios, de modo que unas personas mandasen y otras obedeciesen, a semejanza de lo que ocurre en el cuerpo humano, donde no todos los miembros tienen el mismo des-
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tino y unos desempeñan funciones más importantes que otros. Como toda autoridad viene de Dios, y en nombre de él y por su gracia se ejerce, los que gobiernan y dominan a los demás, a fuer de representantes suyos son merecedores de especial honor y aprecio. Se les dio el poder en beneficio de los que no lo tienen, recibieron el mando o están en puestos distinguidos para dirigir a las muchedumbres, para velar por el bien de la comunidad, para establecer sobre bases sólidas el reinado de la paz y de la justicia; y según esto, merecido es que por los inferiores sean respetados, estimados y honrados. Ellos mismos no deben rechazar esta reverencia, que más que a sus personas se da a sus cargos, porque la necesitan para desempeñarlos con fruto; pues cuanto mayor sea su prestigio y en mayor predicamento se hallen, más hacedero será que las multitudes los obedezcan y los sigan. Los empleos, las honras, las dignidades son bienes lícitos y, por consiguiente, apetecibles; dados al merecimiento, dan un estímulo para acrecentarlo; los hombres, tan débiles para obrar el bien y tan necesitados de apoyos para no desfallecer en el camino del honor, se animan y se esfuerzan sabiendo que les esperan los honores. L a ley del progreso es ley de la humanidad: cada individuo aspira a mejorar y a perfeccionarse; el deseo de sobresalir, de ascender en la escala social, de alcanzar po-
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LA
AMBICIÓN,
HIJA
DE
LA
SOBERBIA.
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sición más conveniente y ventajosa, es como natural e innato en el hombre; y de ahí nace muchas veces una noble emulación y un fructuoso afán de adquirir conocimientos y hacer acopio de virtudes para poder conseguir y desempeñar dignamente los cargos, cooperando con ellos a la gloria de Dios, al bien del prójimo y a la santificación propia. L o vituperable es entrometerse a ocupar puestos sin la idoneidad suficiente, o apetecer las dignidades con ansia inmoderada: lo cual constituye el vicio de la ambición, hija legítima de la soberbia. El que está enamorado de la excelencia propia, después de complacerse en mirarla, ansia que la conozcan los demás para que también la admiren y la alaben; y pareciéndole esto poco, desea verla reconocida por signos exteriores, verla premiada con distinciones, honores y empleos. En las parábolas evangélicas del que se sienta en el lugar que no le corresponde y del que asiste al festín de bodas sin tener el vestido nupcial, manifestó el Señor cuan mal obran los que pretenden ser escogidos sin que se les haya siquiera llamado. El, desde toda la eternidad, tiene señalados los papeles que cada uno ha de representar en la escena de la vida, las páginas que ha de escribir en la historia, los huecos que con su presencia ha de llenar en el mundo; y con arreglo a este plan providencial le decreta gracias, le concede fuerzas, le da aptitudes. El que ocupa un LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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lugar que no le estaba destinado, es un intruso, un usurpador; arrebata un honor preparado para otro; trastorna en cuanto está de su parte el orden divino ; y, falto de vocación y de los peculiares auxilios a ella anexos, sin las condiciones naturales que su ocupación exige, será como hueso dislocado, como piedra fuera de asiento en el edificio, como rueda que no gira en el engranaje de la máquina; y ni él se encontrará tranquilo ni llegará a servir de provecho a los otros. Quien se ve llamado por Dios a un ministerio social cualquiera y colocado allí por él, confíe en su gracia y misericordia infinita; pues al echar sobre los hombros la carga da fuerzas para sostenerla, y a veces pone por piedras angulares las más débiles para sustentar las construcciones más grandiosas, y elige los instrumentos más desproporcionados para las empresas más difíciles. Pero el que no advierta en sí claramente las señales de la vocación divina, mostrará cordura rehuyendo cuanto pueda los empleos elevados. Así obran los verdaderamente virtuosos, y ejemplos sublimes de esto se pueden leer en las vidas de los santos. Cuanto más grandes parecían a los ojos de los demás, menos lo eran a los suyos: el amor a la virtud les hacía temer por ella si la sacaban de la obscuridad y del silencio; siempre se creían inferiores a todos y de ninguna manera aptos para regirlos; las imperfecciones que tal vez descubrían
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LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.
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en el gobernarse a sí mismos, les hacían temer incurrir en otras mucho mayores habiendo de gobernar a sus hermanos; preocupados con la cuenta que Dios les pediría de sus acciones, acongojábales la idea de tener que darla también de las ajenas. Cuanto mayor es el cargo, mayor es, en efecto, la carga: quien manda en muchos, de mucho se ocupa; ser el primero en los honores es ser el último en el descanso. El que entre vosotros sea el mayor, decía Jesucristo, sea el servidor de todos, como yo, señor de cuanto existe, no he venido a que me sirvan, sino a servir; y juntando seguidamente a la doctrina las obras y a la predicación el ejemplo, lavó los pies a sus discípulos, sin exceptuar al apóstol que había de venderle. Los que ocupan altos cargos han sido comparados acertadamente con los gigantones de las mojigangas; lo que se ve por fuera es una figura alta y arrogante, y lo que hay dentro es un hombrecillo cansado y sudoroso por el peso del armatoste. Sabiamente se dispuso que los puestos elevados estuviesen circuidos de esplendor y de pompa; porque si pudieran observarse de cerca y como ellos son, no habría muchos que se animaran a aceptarlos. L a solicitud continua por el bien de los inferiores, el dolor por las faltas de ellos, la tristeza de no poder corregirlas radicalmente, la ingratitud de los. más favorecidos, el odio de los que no lo han sido tanto, el oir incesantemente que se murmura de sus
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disposiciones, y el temor de que sean en efecto reprensibles, forman una cruz en verdad muy pesada. Los caminos de las alturas, sobre ser muy ásperos y escabrosos, suelen ofrecer grandes peligros: los vientos son allí más fuertes que en lo hondo del valle; si el que está en el llano, tropieza y cae, el golpe no será muy grave y con facilidad podrá levantarse; en cambio, la caída del que anda por parajes eminentes es muy estrepitosa y sus consecuencias terribles. Los rayos hieren con preferencia la cabeza de los más empinados montes. Mientras lo profundo del árbol, las raíces, escondidas y silenciosas, disfrutan de quietud inalterable, lo alto de él, la copa, está en continua agitación; y el huracán troncha las ramas, esparce los frutos y arrastra las hojas por el fango. El humo permanece denso cuando se halla a flor de tierra; según se va elevando se va enrareciendo hasta que concluye por disiparse y desvanecerse del todo: ¡ cuántas personas muy estimadas por sus virtudes en la vida privada, al entrar en la vida pública han perdido la virtud y la estima! Saúl, tan humilde como niño de un año cuando a la fuerza se le hizo aceptar el trono, no tardó en levantarse arcos de triunfo por victorias que propiamente no eran suyas y en ejercer funciones de sacerdote contra la voluntad divina, atrayéndose por ello la reprobación eterna; y David, tan manso y tan puro cuando era pastor o andaba perseguido, cortado según
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el corazón de Dios, colmado de sus favores y distinguido con promesas magníficas, se ensoberbeció con su exaltación a la dignidad real y cayó en los mayores crímenes y en los vicios más degradantes. ¡i. L a gloria de las altas dignidades humanas, además de estar acompañada de tanto trabajo y de tantos disgustos y peligros, no durará más de lo que dura esta triste vida, rápida como la corriente de los ríos que van a confundirse en el océano, fugaz como el relámpago que un instante llena de luz vivísima el horizonte y en un instante se pierde en las tinieblas. Los vapores que se levantan de los mares se condensan en la atmósfera formando extensas nubes que obscurecen el cielo y se dejan ver de todas partes; pero no tarda el viento en romperlas y desgarrarlas barriendo hasta sus últimos jirones. Terminado el juego del ajedrez, todas las figuras se revuelven y se confunden; bajado el telón son iguales los que representaban los diversos papeles de la comedia. Así la muerte nivela a los que el mundo distingue, y acabando en un abrir y cerrar de ojos con las sombras, fantasmas y sueños de las humanas diferencias, cubre con vil mortaja al que anduvo cubierto de condecoraciones, pone bajo tierra al que sobre ella estaba más elevado, y arroja a la soledad, a la corrupción y a los gusanos al que.más ruido hizo en el mundo y más complacido fué por el
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incienso de la adulación y los obsequios del servilismo. En nada de esto repara el ambicioso: deslumbrado por el resplandor de las grandezas humanas y enloquecido por el insaciable deseo de elevación, prefiere seguir los pendones de Satanás, el primer ambicioso, repitiendo su grito de guerra: conscendam, subiré, subiré a lo más alto, subiré cueste lo que cueste, antes que figurar entre los discípulos de Cristo, quien se rebajó hasta nacer en una cueva de animales, y se encerró a trabajar en un taller pobrísimo y huyó de los que querían hacerle juez y nombrarle soberano, y sólo consintió en elevarse clavado en una cruz, para que se oyera mejor su recomendación de la humildad y de la pobreza. A s í como los hijos del Zebedeo, apetecedores de las primeras sillas en el reino de Jesús, al preguntarles éste si podrían beber su cáliz, contestaron sin vacilar, possumus, «podemos», también el que se halla dominado por la locura de la ambición, aspira a todo, se cree capaz de todo, y trabaja por conseguirlo todo. Nuevo Sísifo, cuantas veces cae rodando por la pendiente de la fortuna la piedra de sus pretensiones, otras tantas torna a subir cargado con ella para sufrir la misma decepción. Ni las negativas le vencen, ni las repulsas le cansan, ni los desprecios le alejan. Está de continuo con el pensamiento donde no puede alcanzar su mano. Mariposa deslumbrada, revolotea en torno de los res-
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plandores de la luz hasta abrasarse en la llama. Caído en el polvo, con las alas rotas y aplastado bajo el peso de su impotencia, todavía dirige la vista hacia las alturas donde fué a estrellarse. Muchos de estos infelices, dignos de la risa de los niños y de la compasión de los mayores, acaban en las celdas de los manicomios: su manía de grandezas llega a hacerlos temibles. El deseo de la elevación absorbe toda su actividad, concentra todas sus afecciones, y consume todas sus energías; tal idea, fija en su mente, clavada allí como con garfios de hierro, les impide pensar en otra cosa: el sistema nervioso está en constante sobreexcitación, el corazón sométese a un trabajo en demasía grande, las funciones todas se alteran, los órganos se debilitan, y perdido del todo el seso hay que recluir en una casa de salud a estos pobres alienados, que se entregan a las mayores extravagancias, imaginándose que ya son lo que tanto apetecieron ser. No a todos conduce la pasión a tales extravíos; pero a todos los lleva por sendas muy penosas. Como hijos de un ambicioso, arrojado del paraíso a causa de su soberbia, los humanos llevan en la sangre el virus de esta enfermedad, y son muchos los que, no sabiendo resistir a su funesta acción, enloquecen imaginándose con aptitudes y merecimientos muy por encima de los que realmente los adornan; y de ahí la competencia, el choque y la
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lucha de pretensiones desatentadas: se juzga competidores a los que no lo son, se temen asechanzas de donde no pueden venir, y por ello se vive en perpetua inquietud y zozobra; cada uno de tales contrincantes es de ordinario en verdad un enemigo que estudia el carácter de los otros para publicar sus defectos, que espía sus acciones para sorprender sus faltas, y que, si no advierte nada reprensible, no dudará un punto en fingirlo; y cuando ven a uno próximo a subir, se arrojan todos sobre él para evitarlo. Por ser muchos los que ambicionan las excelsitudes, cada cual apela a todos los medios para ver de conseguirlas. El tentador, después de mostrar a Jesús los distintos reinos y la gloria del mundo, le ofreció todo, si cadens adoraveris me, si postrándose le adoraba, y la madre de Santiago y San Juan, al pedir para ellos las primeras sillas de la derecha y de la izquierda del Salvador, principió, adorans et petens, por hacer reverencias e importunar con súplicas. El ambicioso no tiene ojos sino para ver cómo agrada al que ha de favorecerle, ni oídos sino para escuchar, a fin de contárselo, lo que de él se dice, ni lengua sino para manifestarle gratitud y ofrecerle el incienso de sus adulaciones. El, de cerviz tan dura, pone sobre ella el yugo de toda humillación, desea elevarse hasta el cielo y tiene que arrastrarse por el polvo, se ve obligado a ensalzar a los que más desprecia, a servir a los
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que más odia, a besar las plantas de los que juzga muy inferiores en merecimientos. Su vida así es una violencia inacabable, una contradicción insostenible entre lo que es y lo que intenta parecer, un contraste doloroso entre la celsitud a que aspira y las bajezas a que se somete. Pero se encorva como el arco para lanzar a mayor altura la flecha, y se inclina como el tigre para dar mayor el salto: se sujeta a todos para dominar a todos, se dobla ante los superiores para conseguir que se arrodillen ante él los iguales, y sufre las mayores amarguras para hacer beber el cáliz hasta las heces a los que han de estarle sometidos. Una vez que logra engrandecerse, tal vez sobre las ruinas de su salud y de su fortuna o poniendo el pie en la frente de los contrarios, le aguardan nuevos padecimientos y decepciones. Consigue los honores, pero no el honor; en medio de las honras permanece deshonrado. L a bajeza de sus principios, y la mayor aún de los medios por donde alcanzó la elevación, le colocan siempre muy bajo en la opinión pública. L o s que no pudieron impedir que la estatua se pusiera sobre el pedestal, se desquitan tirando a ella puñados de lodo. Como la falta de valor del militar no se conoce hasta la hora de la batalla, las faltas del ambicioso principian a conocerse con la piedra de toque de los cargos. Confundido entre los demás, apenas se advertían sus defectos; al encumbrarse, de todas partes
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se tornan visibles. L o s inferiores le miran con envidia, los iguales con enojo y los más altos con prevención. Y no del todo sin motivo, en verdad; pues apenas obtuvo lo que deseaba, ya está deseando obtener otra cosa, y con tal de conseguirla atropellará por todo y no titubeará en pasar por encima de los más dignos: siempre intranquilo y ansioso, en cada puesto adonde llega no ve sino una posición avanzada para desde allí lanzarse a nuevas conquistas: no goza en lo que tiene, porque le hace padecer lo que le falta; nunca mira a los que deja atrás, sino a los que aun tiene delante: el que debajo haya millares no le agrada tanto como le disgusta el que encima haya siquiera uno solo; lo que se da a otros, lo siente como si se lo quitaran a él: la subida de los demás le parece que a él le causa un descenso; el tener compañía en los honores le es casi como no tenerlos. César prefería ser el primero en una obscura aldea de las Galias, que no el segundo en la capital del orbe. Aman, que casi se sentaba en el trono de los persas y disponía del cetro a su capricho, olvidábase de que estaba el mundo a sus pies arrodillado para padecer un infierno con recordar que Mardoqueo no le hacía reverencias. Otras pasiones, que tienen por objeto el placer de los sentidos o la posesión de bienes materiales, están sujetas al cansancio, a la saciedad y al dis-
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gusto; la ambición radica en el espíritu y tiene como él deseos inmortales y aspiraciones sin fin: la palabra bastante no se lee en su vocabulario: a medida que avanza, más se ensancha el horizonte de las grandezas, y jamás logra alcanzar el límite que cierra el círculo de sus deseos: su sed de dominar se irrita y se enciende más cuanto mayor es la dominación. Alejandro, cuando el orbe enmudeció ante su presencia y nadie levantaba pie ni mano sin su permiso, lloraba sin consuelo porque no había más laureles que ceñir, ni más naciones que sojuzgar, ni más mundo que repitiera con admiración su nombre. Y después de haber sido todo, ve el hombre que todo es nada; después de haber clavado la rueda de la fortuna y de haber hecho su esclava a la victoria, después de haber humillado todas las frentes y puesto a sus pies todos los tronos, el humo del incienso le hace llorar lágrimas de sangre, los cánticos de triunfo suenan en sus oídos como cánticos fúnebres, y su corazón, con poseer el universo entero y encerrar dentro de sí la gloria humana toda, sigue tan vacío como antes, porque su capacidad es infinita y sólo puede llenarlo Dios. Vivamos, pues, muy prevenidos para no dejarnos subyugar por una pasión tan insaciable y tan funesta, y cuyas llamas, si no se apagan pronto en el corazón, pueden abrasarlo y consumirlo en insensatos deseos. Aunque parezca propia de los grandes
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y de las cortes, se ceba también en los pequeños y causa terribles estragos aun en las menores aldeas; es el vicio que quizá domina más en la época presente, fomentado por el llamamiento de todos los ciudadanos a la vida pública y por las funciones de irrisoria soberanía con que se halaga al pueblo. Donde hay dos personas allí suele haber altercados, como un día entre los apóstoles, sobre quién de ellos ha de parecer mayor. Pocos están contentos en el sitio donde los colocó la Providencia, y a trueque de adelantarse a los demás no se repara en sacrificio alguno ni aun en los de la virtud y la honra. En las más pobres aldehuelas son disputados los primeros puestos con no menor encarnizamiento que en la capital; y de ahí las desconfianzas mutuas, los recelos de unos para con los otros, las discordias, las envidias, las venganzas, el perpetuo estado de guerra en que hoy por doquiera se vive. Ni son las personas eclesiásticas las menos combatidas por esta pasión tan violenta como temible. A los que el diablo no puede sumergir en las ciénagas de la sensualidad, les inspira deseos de remontarse a las alturas, para desde ellas despeñarlos. L o s más de los cismáticos que se separaron de la Iglesia para ser ramas sin savia, juguetes de los vientos, los más de los herejes sobre cuya dura cerviz cayó el rayo abrasador del anatema, eran astros deslumbradores que perdieron su brillo, co-
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lumnas firmísimas que rodaron por el suelo, a impulsos del enojo que les causó el ver frustrada su ansia ardiente de conseguir las primacías. Héroes que habían tenido una historia inmaculada, la mancharon con los negros borrones del asesinato y de la perfidia, y después de haber dado a su patria días muy gloriosos la anegaron en sangre y la cubrieron de ruinas y de luto, solamente por ver atajadas sus ambiciones y por conceptuar que sus merecimientos no eran debidamente recompensados. Para no caer en vicio tan común, que tantas cabezas trastorna y tantos corazones abrasa, será buen remedio pensar en los castigos que trae aparejados. A los otros les impone el Señor una pena general ; a éste le añade la que le es más contraria y habrá de ser más sensible : el que se exalta será humillado. El ambicioso nada aborrece como la humillación, y ella, casi siempre ya aquí mismo, es su paradero: cuanto más alto se eleve con la intención, más hondo bajará en la realidad. Luzbel quiso sentarse a la par de Dios y fué derribado a lo más profundo del abismo; Adán aspiró a la felicidad divina y perdió la suya y la nuestra; a Nabucodònosor le parecía poco reinar sobre los hombres y fué condenado a pacer con los animales. Donde se cree hallar la gloria, allí por lo común se encuentra el abatimiento: el Señor permite que se encumbren los ambiciosos para que sea más estrepitosa y de mayor confusión su caída. «Vi al
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soberbio ensalzado más que los cedros del Líbano», decía David: «volví a mirar y ya no quedaba ni aun el lugar donde estuvo.» Si queremos ser ensalzados verdaderamente, humillémonos bajo la mano todopoderosa del Señor, sujetando nuestros cuellos al yugo suave y a la carga ligera de sus mandatos. A s í es como tendremos un día lo que el más ambicioso no pudo soñar: aplausos que siempre resuenan, laureles que nunca se marchitan, reinado que jamás se acaba, elevación superior a los astros, dominio sobre todos los mundos, esplendor que hará eclipsar mil soles, gloria que es participación de la misma divina gloria. III.
La Avaricia. Del amor propio nace la soberbia, e hija del amor propio es igualmente la avaricia. E l que se ama a sí sobre todas las cosas, ama todas las cosas para sí. Despreciando y teniendo en nada a los otros, no se siente escrúpulo en poseer lo que a los otros de alguna manera les pertenece. Quien forma idea muy exagerada de su excelencia, llega a figurarse que no hay algo que no le sea debido. Como el amor de las honras del mundo no arguye falta mientras no sea con exceso, el amor de los bienes del mundo sólo siendo excesivo puede calificarse de vituperable. Las riquezas son de suyo
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indiferentes: no merecen ellas el nombre de malas, sino el que hace mal uso de ellas. Cabe compararlas a la escalera por donde se puede subir y se puede bajar, pues por ella unos suben a la eterna gloria y otros bajan al eterno fuego. Tienen grandes peligros, pero igualmente traen grandes provechos; y empleadas bien sirven de mucho bien. Mejor son para dejadas que para retenidas; pero sin desprenderse de todas, con dar a los pobres sólo lo superfluo, se redimen los pecados, se presta a Cristo, se compra la suma bienaventuranza. No se prohibe trabajar para adquirir dinero, ni ahorrar para conservarlo. El trabajo y la economía son virtudes consagradas por el cristianismo. El deseo de mejorar de fortuna, de asegurar el porvenir de la familia, de estar preparado para hacer frente a las mil eventualidades y contingencias propias del variable curso de los humanos acontecimientos, y de vivir tranquilamente los años de la vejez, condenada por los achaques a una ociosidad forzosa, no tiene nada de reprensible, antes es muy honesto y razonable. Todas las cosas, cuando en su uso falta regla, pueden ser perjudiciales. Hay venenos que en pequeñas dosis son medicina y que tomados en grandes cantidades dan la muerte. No perece la mosca por gustar la miel, sino porque se le pegan las alas a ella. No es avaro cualquier apetecedor del oro, aunque eso se deduce de la significación etimológica
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de la palabra, sino el que llega a la demasía en el ansia por adquirirlo, en la solicitud por guardarlo, en el dolor por perderlo. Puede haber propiedades sin avaricia, poseyendo las cosas como si no se poseyesen; y puede haber avaricia sin propiedades, no teniendo nada y apeteciendo inmódicamente tenerlo todo. Hay quien es avaro en el adquirir y no lo es en el conservar, pues codicia los bienes para gastarlos, como medios de satisfacer otras pasiones. Trataremos únicamente de aquellos que apegan su alma a las riquezas y tienen su corazón donde tienen su tesoro, los cuales no usan de medios ilícitos para acrecentar sus ganancias, y si faltan a la caridad, no faltan a la justicia. No llega a mortal el pecado de avaricia cuando es leve el daño que causa al prójimo, o si, queriendo por demás los bienes temporales, no es en tal grado que se prefiera perder a Dios antes que perderlos. Pero comúnmente no es un pecado como quiera, sino el más detestable y en algún concepto la causa y la raíz de todos los pecados. Y con ser tan horrible, disfraza su fealdad en tal guisa que a muchísimos les parece amable y sus servidores son sin número. Se oculta bajo el manto de la virtud, y se hace pasar por previsión, parsimonia y prudencia. En un principio deja alguna libertad y algún tiempo a los que se le rinden,
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mas luego los domina del todo y los ocupa en absoluto. Si no se está muy prevenido contra la avaricia, fácilmente arraiga en el corazón echando brotes que costará no poco extirpar. Esta fiera, si se la permite crecer, es de las que nunca o muy mal se doman. Muchos que profesan horror a los vicios, concluyen por abrazarse a éste, y después de haberse dado a la contemplación de las riquezas del cielo, se entregan al amor del polvo de la tierra. Satanás, cuando tentó a Jesús, reservó para lo último la avaricia, como un general entendido, para hacer un supremo esfuerzo y decidir la suerte del combate, reserva los escuadrones más poderosos. Aquellos que, por estar más cercanos al fin de la vida, por ver abrirse a sus pies la puerta del sepulcro, puerta de la eternidad, parece que no debían aficionarse a lo que van a perder de un momento a otro, son quienes sufren, y menos de ordinario los resisten, sus más violentos ataques. Cuando las demás pasiones decaen y se marchitan, ella florece más lozana y cobra nuevos bríos: sobre sus escombros enarbolará la bandera de triunfo; el anciano muerto para toda sensación, junto a su tesoro querido siente avivarse los resplandores de una vida que se apaga. A l llegar al triste invierno de la existencia, el ambicioso se ve abrumado con el peso de enojosas ocupaciones o con T.ÓPEZ PELÁEZ, Pee.
capit.
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las pesadumbres de la ingratitud de los amigos y de las injusticias de la opinión pública; los sensuales sufren en el cuerpo las consecuencias de no obedecer al espíritu; los rencorosos bajo la nieve de las canas perciben que se va enfriando el volcán de la ira; entonces es cuando la avaricia, como hiena que goza encarnizándose en los cadáveres, viene a roer a los que muy pronto serán roídos por los gusanos. En el naufragio de todas las esperanzas terrenas, al verse el hombre cerca de las costas de la eternidad, adonde le empuja en arrebatado torbellino el oleaje de la vida, se abraza en su desesperación al oro como a tabla salvadora, sin reparar que los metales tienen mucho peso y le harán hundirse con más fuerza en el abismo. El que vio huir o quebrarse todos los ídolos que adoraba, se postra aún ante el becerro de oro; los ojos, nublados por las tristezas y cegados pollas lágrimas, se regocijan con el brillo del metal ; en él se hunden ansiosas y convulsas las manos que no pueden ya recoger ninguna flor en el jardín de la vida; y en su presencia palpitan gozosos los corazones oprimidos y arrugados por la mano del tiempo. Se puede tener riquezas y tener a Dios; lo que no se puede, lo ha dicho él mismo, es servir a él y servir a las riquezas. L a avaricia, por no alarmar a sus servidores, no les manda desde luego que se aparten del servicio de Dios; pero así viene
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a suceder muy pronto. El avaro comienza por estar distraído en las funciones religiosas, pensando en sus negocios, y acaba por no asistir a ellas para ocuparse en sus negocios solamente, sin advertir que el primero, el único que nos importa, es el de nuestra salvación y de nada sirve ganar un mundo al que pierde el alma. V a cercenando sus limosnas, y termina por cerrar las puertas del corazón y no tener entrañas o tenerlas de bronce para sus hermanos. No es posible mirar juntamente al cielo y a la tierra ; y él con tanto mirar a los bienes de la tierra, a los bienes que la tierra misma, como si los juzgara dañosos, sepulta y esconde en sus profundidades, se olvida de los del cielo, únicos que en verdad pueden llamarse bienes. Como ciertos enfermos todo lo ven amarillo, él lo ve todo de color dorado; nuevo Midas, en oro trueca, por lo menos con su imaginación, cuanto sus manos tocan y su vista percibe; y aunque sus pies sean de barro y en el cieno esté hundido, tiene el oro en la cabeza como la estatua de Nabucodònosor. L a madera, en contacto con la piedra mucho tiempo, viene a petrificarse, y el corazón del codicioso unido siempre al dinero, al fin se metaliza, se hace frío, duro e insensible. El amor iguala al amante y a lo amado: el avaro ama el metal, y en metal parece convertido. El orgulloso quiere ser como Dios, quisiera subir hasta sentarse en el trono divino; el avaro, reba3*
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jándose y degradándose hasta lo inconcebible, tributa honores divinos a la moneda y a la moneda hace su Dios. Idólatra le llama San Pablo, y aunque en alguna manera lo son todos los pecadores, sobre él recae particularmente tal estigma de oprobio. Si idólatra es quien ofrece dos granos de incienso a un ídolo, ¿de qué otro modo calificar al que ofrece y consagra al dinero todo su tiempo, toda su actividad, toda su industria, toda su vida? ¿al que no piensa, ni se entretiene, ni se ocupa, ni se afana en otra cosa que en allegar, en amontonar, en guardar dinero? ¿al que no cree en más ventura que la que proporciona el dinero, y sólo en él espera y confía, y a él únicamente ama, con todo su corazón y afecto, con todos sus sentidos y potencias? ¿al que le mira y admira con tal respeto, que no se atreve a tocarlo ni a poner en él la mano, como si fuera una reliquia sagrada? E l orgullo se deleita con los bienes del espíritu, la lujuria con los bienes de la carne, la avaricia con bienes extraños e ínfimos, con los bienes de la tierra, no menos falsos y engañadores que los otros. Mucho se envilece quien ama cosas tan viles. El amor es entre semejantes, y el avaro ama a un puñado de polvo; el amador ansia ser correspondido en su afecto, pero ¿qué correspondencia se puede pedir a las criaturas inanimadas e insensibles? Gran desvarío es querer llenar con tierra un corazón capaz de Dios, querer que se satisfaga con
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un poco de metal dorado el espíritu del hombre, de quien se dice que un solo pensamiento suyo vale más que todos los mundos y es más resplandeciente que todos los soles. L a sed de riquezas es sed de hidrópico, que cuanto más bebe se halla más sediento. El ardor de las otras pasiones concluye en tedio y cansancio; las fieras cuando sacian el hambre no devoran nuevas víctimas ; el terreno no admite más agua después de empaparse en ella; pero el corazón del avaro es como la boca del infierno, nunca dice «Basta». Hoy pone su gozo en adquirir una cantidad, y cuando la tiene quiere duplicarla, y al día siguiente sólo mira en todo lo reunido la base y la ocasión de nuevo lucro; y si poseyese el universo, suspiraría por nuevas creaciones para hacerlas también suyas. L a avaricia es fuego, y el combustible de las ganancias, según crece, lo acrecienta y lo aviva. Los otros pecadores, malos para sí, en algunas cosas son buenos para los demás: el avaro no sirve de nada ni para sus prójimos ni para sí mismo. Urraca ladrona, esconde en el nido de su alcancía lo que nunca ha de usar. El bien es difusivo y todas las criaturas reparten liberalmente los dones que recibieron: el sol da su luz, el fuego su calor, el agua su frescura, las flores sus perfumes, los árboles sus frutos. El avaro es un monstruo en la naturaleza, al que toda la naturaleza reprende y acusa.
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Insaciable, como el océano, para adquirir, no tiene el desprendimiento del océano, que envía continuamente vapores al aire para formar nubes que, deshaciéndose en lluvias bienhechoras, alimentan los ríos que a él le sirven de alimento. No conoce que las riquezas son como el agua, cristalina y pura cuando está corriendo, sucia y hedionda cuando se la conserva estancada; y como el maná, dulce y provechoso si se recogía lo preciso, infecto e hirviente en gusanos si se llevaba a casa más de lo justo. Nadie sino el codicioso deja de considerar el dinero como un medio, dándole la importancia de un fin. L o s demás lo buscan para gastarlo cuando convenga; él solo ve conveniente el reunido para retenerlo. Los otros con los bienes evitan o remedian los males, procuran tener riquezas para tener menos privaciones; él se priva de todo para ser más rico. Si lo que sufre por el dinero lo sufriera por Dios, sería un mártir. Tiene la abundancia en el arca y la escasez en la vida. En medio de las riquezas está pobre y necesitado, porque de nada hace uso, y para él son como si no existiesen. Es feliz el que se contenta con poco, y desgraciado el que nunca se satisface. E l que no quiere más de lo que tiene, tiene todo lo que quiere; y tanto nos falta cuanto deseamos. A l avariento mucho menos le complace lo que posee, que le atormenta lo que ansia poseer. Se olvida de gozar de lo propio
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pensando en la manera de adquirir lo ajeno. Vive con el pensamiento en aquello de que carece, y no vive con la realidad en aquello que le sobra. Nada tan gustoso como la libertad, y por nada hace el hombre mayores sacrificios. Pero el avaro renuncia a ella en absoluto y por propia elección se convierte en siervo. Esclavo de sus esclavos, siendo heredero de la gloria y rey de la tierra, se deja dominar por las mismas criaturas que yacen insensibles a sus plantas. No tiene riquezas, las riquezas le tienen a él; no es su poseedor, es poseído por ellas. Se estima libre, porque nada hace para romper sus ligaduras, a la manera que el pez no se nota preso en la red hasta que trata de huir, y el ave no conoce que ha caído en el lazo mientras no tiende las alas para volar. Son sus cadenas de oro, que son las más fuertes de todas. No hay pecado que no domine y tiranice al pecador; pero la avaricia es el déspota más cruel, y su servidumbre la más ominosa, y su opresión la más dura, y su yugo el más áspero e insufrible. Espinas llamó Cristo a las riquezas en la parábola del sembrador, y ningún abrojo tan punzante para el corazón avaro. Si mucho le hieren con el deseo de adquirirlas, no le hieren menos con el temor de perderlas; y el mismo exceso de solicitud, la misma ansia febril, el mismo cuidado angustioso que puso para allegarlas, eso mismo pone para su
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conservación. Tiene el alma donde tiene el tesoro, cifra la felicidad en ir aumentándolo, y juzga que sin él le sería imposible vivir. ¿ Qué mucho que se constituya en su guardián y centinela, y día y noche permanezca vigilando, siempre apercibido a defenderlo? Redobla las precauciones y nunca se estima seguro; aumenta los criados y cree aumentar los enemigos; la desconfianza, el recelo le hacen sospechar de todo y aislarse de todos. Cuando los demás se entregan al descanso y reparan las fuerzas con sueño apacible, principia para él la mayor angustia y llegan al colmo sus temores y congojas, recordando robos audaces y sorpresas atrevidas, creyendo oir en cualquier extraño ruido pisadas de ladrones, y despertándose sobresaltado y convulso muchas veces, como si tuviera ya sobre los ojos el puñal y alrededor del cuello la mano del asesino. Quien así teme por la hacienda, con mucho temblor y espanto verá acercarse el postrer momento, en que la pérdida es segura, e imposible el recobro. Todos los ríos en llegando al océano cambian en amargor la dulzura de sus aguas, y todos los amadores de la dicha del mundo la sienten acibararse cuando piensan que ha de concluir en la sepultura. Los que ponen su felicidad en los placeres de los sentidos, según van subiendo la montaña de la vida y apartándose de su primavera, la encuentran más penosa y con menos encantos: el sol no brilla y a ante sus ojos como en
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otros tiempos, el cielo se les cubre de sombras, las flores se secan y marchitan al tocarlas sus manos abrasadas por la fiebre, el aire, que antes los regalaba con blandas y suaves brisas, azota ahora su rostro con cierzos heladores; vuelan las esperanzas que hicieron nido en su corazón, como las golondrinas al venir el invierno huyen del techo hospitalario que resonó con sus amorosos cantares; y el profundo pesar que anubla su espíritu se extiende cual velo fúnebre por toda la naturaleza, comunicando a los objetos tintas de crepúsculo vespertino, palideces y negruras de eclipse. L a carga de los años les es insoportable, y están deseando llegar al sepulcro para tirarla en el fondo. No es preciso que dejen los vicios, porque los vicios los han dejado a ellos. No así el avaro, cuyo corazón encuentra cada día más dificultad para salir de entre la pez de las riquezas, y según ve aumentar el dinero ve que aumentan las ligaduras que le oprimen. Cuando todo muere en su alma, creeríase que su codicia comienza a vivir. Desaparecen entonces con las otras pasiones hasta los objetos de ellas; pero allí está intacto, fuerte, más atractivo que nunca el objeto de su pasión, el oro, deslumhrando su cansada vista con su brillo y sus reflejos, alegrando su torpe oído con sones para él tan melodiosos que por'ellos renuncia a las armonías de los ángeles. Toda su vida fué la defensa de su tesoro; mejor que desprenderse de él
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hubiera querido desprenderse de la sangre de sus venas; y de arrancárselo de las manos, habría sentido como que le robaban la luz de los ojos y le arrancaban las alas del corazón. Pues ¿qué sentirá, cómo se acongojará, cuáles serán sus angustias, su desesperación y su rabia cuando vea venir la muerte, no a quitarle las riquezas, sino a quitar a él de las riquezas, no sólo a arrebatarle lo que poseyó en la vida, sino la vida misma y con ella la esperanza de toda posesión? ¿cuando al manifestar su última voluntad, manifieste lo más contrario a ella, pronunciando la palabra que más le costó siempre, la palabra «dejo», que al ser repetida en cada cláusula testamentaria le hará el efecto mismo que si con tenazas le fueran arrancando a pedazos la piel? ¿cuando note que los demonios vienen a apoderarse de su alma, y los gusanos se preparan a roer su cuerpo, y los herederos acusan de perezosas las horas y cuentan impacientes los instantes que faltan para repartirse y quizá disipar muy pronto lo que él reunió con tantos sacrificios y privaciones y conservó a costa de tales trabajos y desvelos? En esto viene a parar toda su labor, como la labor del gusano de la seda, que hila el producto de sus propias entrañas, viene a parar en labrarse un capullo que ha de servirle de sepultura. Des- — nudo salió el hombre del vientre de su madre y desnudo entra en el vientre de la tierra. Nada tenía antes de nacer y nada tendrá después de morir.
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L a vida es un relámpago que surge de una obscuridad para desaparecer en otra, un corto paréntesis entre dos pobrezas absolutas. Después de tantos afanes se termina como se empezó, al modo de rueda de molino que dando vueltas incesantemente está siempre en un lugar. No se cansa de adquirir el codicioso, y su posesión estable serán los cinco o seis palmos de terreno, que ocupe entre corrupción y tinieblas. Ponía su afecto en los bienes del mundo, como si jamás hubiera de salir del mundo o el mundo no hubiera de acabarse nunca. Desterrado en este valle de lágrimas, peregrino en el desierto de la vida, recogía ansioso monedas sin valor alguno en la patria suya, agobiándose con peso inútil que le embargaba de seguir su camino y hacía tan difícil el que así cargado entrara por la angosta puerta del cielo como difícil es que un camello pase por el ojo de una aguja. No comprendía que era un convidado que al terminar el festín de la existencia debía dejar para otros el cubierto, y un huésped cuya habitación de una noche deben ocupar en la noche siguiente los demás caminantes que en pos de él van al mismo destino. A c a b ó el servicio, y al echarle de la casa, le quitó el señor la librea para dársela a otros que hayan de venir luego a servirle; acabó la comedia, y al bajar el telón se dejan los disfraces para ser usados en otras representaciones.
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L a muerte para el justo es alegre y causa pesar a los que la presencian; para el avaro es tristísima, y muchos con ella colman el regocijo. Como el cerdo no sirve para nada en vida y sólo degollado es provechoso, y como la hucha de barro sólo quebrándola da las monedas, el avaro no hace algún bien hasta que muere. Lloran otros en ese trance a sus padres, pero los hijos de él se alegran, porque se les acabó una vida de privación y de sufrimiento. E l día de la muerte es para los demás el día de los elogios, y el momento en que muchos principian a vivir en las páginas de la historia; si él volviera a la vida, oyendo las maldiciones y burlas de que todos le hacen blanco, volvería a hundirse en el sepulcro: maldito y execrado mientras vivió, las lenguas de los murmuradores se ceban y encarnizan en su cadáver, como la segur del leñador hace mil astillas del árbol infructuoso cuando lo arranca para echarlo al fuego, a fin de que deje a otro un lugar que ocupa inútilmente. No enjugó nunca una lágrima y ni una lágrima regará la tierra que cubre aquellos ojos que no veían con gusto sino tierra, y oprime aquella frente que no pensaba sino en los metales que en sus entrañas oculta la tierra. A l contrario de Jesucristo, pasó sin hacer bien; y de su paso por el mundo no quedará más señal que la que deja el ave cuando vuela o el buque cuando surca veloz las aguas. Arrancado de sus bienes, a los que se asía y aferraba como a los objetos más próximos el que
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en río profundo se ahoga, despojado por los hombres de sus vestiduras y por los gusanos de sus carnes, perseguido por la execración y el odio hasta más allá de la tumba, cuando, vacío de virtudes, pobre de caridad y desnudo de toda buena obra, sea llevado ante el tribunal divino, ¿qué responderá cuando se le pregunte por el uso de los bienes que en administración se le confiaron? ¿Qué sentirá al presentarse ante el Rey inmortal de la gloria, ante el Dios de la majestad y de la omnipotencia, al que siempre tuvo en menos que un puñado de barro amarillo o unos míseros pedazos de papel? ¿Cómo pedirá el que no atendió a petición ninguna ? ¿ Quién socorrerá al que jamás socorrió a nadie? ¿Quién abrirá las puertas del cielo al que tuvo siempre cerrada su casa para el necesitado, ni clamará en favor del que desoyó los clamores de la viuda y del huérfano, de la desnudez y del frío, de la enfermedad y del hambre? * Entonces acabará de ver cuan necias eran las ilusiones que se forjaba respecto al estado de su conciencia y cuan sin fundamento las excusas con que a sí mismo procuró engañarse. Comprenderá entonces que no había exageración alguna en aquellas palabras de San Basilio: «Pero ¿a quién falto, dice el avaro, cuando retengo y conservo lo m í o ? — ¿ Q u é cosas, dime, son tuyas ? ¿ De dónde sacaste lo que tomaste para la vida? Los ricos son como aquel que, después de su asiento en un teatro, echase
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del mismo a todos los que entrasen, creyéndose que le pertenecía y era propio aquello que en realidad pertenecía a todos. Pues ocupando lo que es común, por esta posesión se apropian lo que es de todos. Porque si cada uno tomase únicamente lo indispensable para atender a sus necesidades y dejase al pobre lo superfluo, ninguno sería necesitado ni tampoco habría pobres. ¿Acaso no saliste desnudo del vientre de tu madre? ¿No has de volver desnudo a la tierra? ¿De dónde, pues, te han venido los bienes presentes? Si me contestas que de la casualidad, eres un impío, que no reconoces al Creador, y además un ingrato a tu bienhechor; pero si me dices que proceden de D i o s , dime, ¿ por qué razón los has recibido ? ¿Acaso es injusto Dios, que no ha distribuido con igualdad lo necesario para la vida? ¿Por qué, siendo tú rico, aquél es pobre? ¿Acaso no hizo Dios esto para que tú recibieses el premio de la benignidad, de la fiel dispensación de tus bienes, y para que a él se le diese el magnífico premio de la paciencia? Pero tú, al encerrar todos los bienes en los senos insaciables de la avaricia y privar de ellos a muchísimos de tus hermanos, ¿crees que no injurias a nadie? ¿Quién es avaro? El que no está contento con aquellas cosas que son suficientes. ¿Quién es ladrón? El que quita a otro lo que le pertenece. ¿No eres tú un avaro, no eres un ladrón al apropiarte aquellas cosas que recibiste para que
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las distribuyeras? Llamaríamos ladrón al que desnudase al vestido, ¿y al que no vistiese al desnudo, si es que puede, se le ha de llamar de otra manera? El pan que tú detienes es del hambriento; el vestido que tú tienes guardado en el arca, es del desnudo; del descalzo es el calzado que se te está pudriendo en casa; y del necesitado es el dinero que tienes encerrado. Por tanto, injurias a cuantos no socorres pudiendo socorrerlos.» Tal vez pensó el avaro, y a diferencia de otros muchos pudo poner por obra el pensamiento, consignar en las disposiciones testamentarias el reparto de sus bienes entre los pobres. Pero ¿bastará esto para justificarle a los divinos ojos? ¿reparará así los males que su avaricia causó, tantas miserias que debió socorrer, daños tan graves que a muy escasa costa habría ahorrado? ¿enjugará las mismas lágrimas que pudo evitar? Muy poco es dejar a los pobres lo que no se puede llevar consigo, dar a los necesitados lo que no se necesitará nunca, empezar a ser generoso cuando se acaba la vida, hacer el bien después 'de la muerte, disponiendo de la hacienda para cuando ya no sea del donante. Contra toda razón imagina el avaro que no hace ningún mal con no querer deshacerse nunca de sus bienes, como si el Señor y Creador de las riquezas las hubiese dejado para botín del más astuto o del más fuerte, sin imponer a los posee-
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dores obligación alguna respecto de sus hermanos, privados de la herencia en el repartimiento de los frutos de la tierra, madre de todos. ¡ A y de los ricos! repetía constantemente Jesús; y estas maldiciones no caían sólo sobre los ricos injustos, iban a herir también a los ricos avaros que faltaban a la caridad. De aquel que oyó una voz que le decía: «Necio, esta noche te será arrancada el alma y la echarán en los infiernos, y los bienes que juntaste ¿de quién serán?» no expresa el evangelista cosa reprensible, sino que habiendo sido el año muy abundante y no cabiéndole el trigo en los graneros pensó en derribarlos para darles mayor anchura. Del otro que abrasado en torbellinos de fuego pedía una gota de agua para refrescar sus ardientes fauces, no más se dice sino que negaba las migajas de su mesa al mendigo Lázaro, a quien los perros, más misericordiosos, le lamían las úlceras. En el día del juicio universal, esto es lo que sentenciará Cristo contra los que se hallen a su izquierda: «Id, malditos de mi Padre, al fuego eterno, que para vosotros y para Satanás está preparado; porque no disteis comida al que tenía hambre, ni de beber al que estaba sediento, ni vestidos al desnudo, ni consuelos al triste.» Y mientras a su alma la atormentan en los abismos y a su cuerpo lo roen en el sepulcro, ¿qué será de los bienes del avaro ? En vida hizo infelices
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a los hijos privándolos de lo necesario; después de su muerte los hace por lo común más infelices dejándoles lo superfluo. No se curó de educarlos, de instruirlos, de darles colocación conveniente, creyendo que tendrían bastante con tener mucho dinero, y el dinero es en ocasiones el peor de los regalos. Mucho se estima lo que mucho cuesta: para el avaro nada vale tanto como su tesoro, porque le costó sacrificios y trabajos sin cuento; pero sus herederos, que de pronto y quizá sin esperarlo se ven en la abundancia, procuran desquitarse de las anteriores privaciones y no sienten derrochar lo que sin esfuerzo alguno les vino a las manos. Las riquezas así acumuladas son como los montones de polvo que el niño forma con mucho cuidado, pero que la menor ráfaga de viento deshace y desparrama. Sufrir en este mundo y sufrir en el otro, ser objeto de execración en la vida y de burlas en la muerte, estar mientras vive odiado de los mismos para quienes ahorra y quedar luego que muere olvidado de ellos y de todos, tal es el triste y lamentable destino del avaro. Y con ser así, ¡qué difícil es desprenderse de esta serpiente venenosa de la codicia cuando se la ha dejado anidar en el corazón y rodearlo y oprimirlo con sus anillos, que cada vez más lo estrechan y apocan! A Jesús le seguían las turbas hambrientas y desarrapadas, y le perseguían los ricos LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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avaros. El joven que le preguntó lo que había de hacer para ser perfecto, al oir que vendiera los bienes para darlos a los pobres, se apartó al punto de su compañía. El Salvador que hacía a la muerte devolver sus víctimas y al sepulcro restituir su presa, no hizo a aquel corazón romper su ídolo; convertía el agua en vino y la tempestad en calma, y no convirtió en generoso al tacaño; las enfermedades, los elementos todos, los demonios mismos le obedecían, sólo la avaricia se negó a obedecerle. ¡Cuánto no trabajó también para sanar de ella a Judas, administrador de las limosnas del colegio apostólico! Delante de él predicaba contra el amor excesivo a las riquezas y hacía milagros que confirmaron la verdad de su predicación. L e sentaba a su mesa, le trataba familiarmente, llegó a lavarle los pies. Conocida la traición, aun le dio a comer su cuerpo sacrosanto y a beber su sangre [ redentora; cuando le v i o venir a entregarle, todavía \ le llamó amigo y dejó que le besara. T o d o inútil; i el avaro pone el amor al dinero por cima de todos los amores; por treinta monedas, por lo que hubieran querido darle — quidvultis mihi daré? — puso en los suplicios, en los oprobios, en la cruz, a su maestro, a su bienhechor, a su Dios: monedas que le pesaban como losas de plomo, que le abrasaban como ascuas encendidas, y no pudo conseguir que volviesen a cogerlas los que se las habían dado. Por fin, anudándose al cuello el lazo que le
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oprimía el corazón, entregó el alma a Satanás, a quien ya se la tenía vendida. Oigamos, pues, a Cristo: «Guardaos», nos dice en un lugar, «guardaos de toda avaricia»; y en otra ocasión: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.» Por extraño que parezca, el monstruo de la codicia es de los que más almas devoran. Todos gritan contra él y poquísimos están libres de sus garras. Desde el mayor al menor, dice un profeta, nadie se halla sin este vicio. San Juan lo pone entre las tres concupiscencias que dominan el mundo, designándolo con el nombre de concupiscencia de los ojos. No todos padecen esta enfermedad en el mismo grado, pero si no se acude pronto a combatirla, lo común es que cause la muerte: es el oro tan escurridizo, que poniendo el pie en sus caminos, el hombre fácilmente resbala y se despeña. Miremos a Cristo, que cuando nació no tuvo cuna donde ser recostado, y durante la vida no tuvo una piedra donde reclinar la cabeza, y al morir no tuvo vestido con que cubrir su desnudez, y después de muerto no tuvo sepultura suya que recibiese su cadáver. Tanto amó la pobreza, que no pudiendo desposarse con ella en el cielo, bajó al mundo para hacerse pobre. Pobres fueron sus padres, pobres sus discípulos, pobres los primeros a quienes anunció su venida, a los pobres gustaba de adoctrinar y de convertir, y los pobres serán
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sus compañeros en la eterna gloria. A ellos dio, de ellos es, el reino de los cielos, y si los ricos lo quieren tienen que comprárselo con limosnas. Los ricos serán admitidos también en la eterna felicidad, pero a condición de que no sean ricos con el afecto, sino pobres en el espíritu, poseyéndolo todo como si no tuviesen nada, siendo amos de su dinero y no servidores de él, reconociendo en Dios el dueño de las riquezas, que en su nombre y a su mayor gloria administran, y estando dispuestos a perderlas todas antes que ofenderle. Sigamos a Cristo desnudo, desnudos de exagerado amor a las riquezas. Peleemos contra los demonios, enemigos invisibles y espirituales, que si mucho tenemos, mucho tendrán por donde asirnos para hacernos caer. Caminando vamos hacia la gloria, y si vamos muy cargados, quizá no lleguemos, como la nave muy cargada de mercancías se hunde y la rama muy cargada de fruto se rompe. Tengamos confianza en las promesas de Cristo. En los cielos está nuestro Padre, a quien diariamente pedimos el pan nuestro de cada día. Busquemos primero su reino y su justicia; que lo demás nos será otorgado por añadidura. El da de comer a las aves del cielo que no aran ni siembran, y viste, como no se vistió Salomón en los días de su mayor gloria, a las flores del campo que no hilan ni tejen. Sabe lo que necesitamos, y así como nos concedió la vida, nos ayuda a conservarla. Sin
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su permiso no caerá un cabello de nuestra cabeza, como tampoco se mueve la hoja del árbol. Nosotros no podemos añadir un codo a nuestra estatura, pero él puede convertir las piedras en panes, y venir en nuestro socorro cuando todo socorro parezca imposible. No volvamos a esconder en la tierra lo que en la tierra estaba escondido. El dinero sólo sirve cuando se usa. Vale más cuando se deja que cuando se coge. Si el avaro lo hubiera empleado bien en alguna ocasión, desearía adquirir más, pero a fin de volver a emplearlo. Por muchos que sean sus goces, que nadie comprende ni se explica, goza mucho más el que socorre al necesitado y cura al enfermo, el que alivia un dolor y enjuga una lágrima, el que salva de la desesperación a un hermano suyo y evita que se ofenda al Padre de todos. Si deseamos conservar los bienes, démoslos. Si tanto amamos las riquezas, que sentimos no tenerlas siempre, llevémoslas por manos de los pobres al cielo, que será nuestra eterna morada. No atesoremos aquí, donde estamos de paso un instante, entre mil peligros y sustos; atesoremos para donde no hay herrumbre ni polilla ni ladrones. Si queremos ser codiciosos, seámoslo enhorabuena, pero no de lo que tan poco vale y tan pronto hemos de dejar. Sea tanta nuestra codicia, que no se contente con menos que con los tesoros de la gloria celestial, con poseer al mismo Dios.
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L a Lujuria. D e las tres concupiscencias que vio San Juan ocupando y señoreando el mundo, pone la primera la concupiscencia de la carne. Y a la verdad, ninguna otra hay ni más extendida, ni más arraigada, ni que cause estragos más funestos. Ojalá se pudiera hoy cumplir lo que el gran apóstol de los gentiles mandaba a los primeros fieles como propio de santos: el ni siquiera tomar en boca y manchar los labios con el nombre del más infame de los vicios. No hay espejo tan quebradizo como la castidad ni que más fácilmente se empañe; y el pecado a ella opuesto es tan mortífero y hediondo, que aun el que de lejos lo estudia no está libre de sus pestilenciales olores. L o que contra él se diga puede ser para los inocentes demasiado y para los endurecidos poco, puede suscitar en algunos ideas peligrosas y puede en otros, por falta de claridad y de energía, no producir el deseado efecto. Ningún desorden hay, sin embargo, al cual deba combatirse con más insistencia por todos los que tengan algo de amor a Dios y al prójimo y a la sociedad. Por causa de él es hoy el mundo cual los pórticos de aquella piscina probática donde yacía muchedumbre innumerable de cojos, mancos, paralíticos y enfermos de toda especie. Como en los días del diluvio, pudiera decirse que toda carne
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se halla corrompida y que el espíritu de Dios, a semejanza de la paloma que salió del arca, apenas tiene donde posarse, por estar toda la tierra cubierta de cieno y de podredumbre. No hay vicio que no erija su trono en la sociedad y no cuente sinnúmero de servidores y de esclavos. Pero a todos sobrepuja en lo vasto de su dominio y en lo absoluto de su imperio el vicio de la impureza. Desde que por el orgullo de nuestros primeros padres el espíritu se rebeló contra Dios, la carne a su vez se rebela contra el espíritu, y el apetito superior, en castigo de su desobediencia a la ley divina, se ve desobedecido por el inferior, de modo que cada uno siente en sí, como dos hombres rivales, dos inclinaciones contrarias, algo que tiende a elevarle al cielo y algo que tira por él hacia el fango, la lucha del ángel y de la bestia. Nuestra misma carne, débil y mal inclinada, es nuestro enemigo , tanto más temible cuanto que es enemigo doméstico, lo tenemos dentro de casa y no podemos desembarazarnos de él: podemos mortificarle, pero no matarle; vencerle, pero no suprimirle; es un traidor perpetuo y un compañero continuo. Los objetos de las otras pasiones se hallan fuera de nosotros; ésta lo tiene también dentro de nosotros mismos y sabe conseguir su criminal satisfacción más fácilmente que ninguna. A las excitaciones que parten de nuestra naturaleza corrompida se unen los incentivos de un mundo
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corruptor y perverso: la lujuria hoy se ostenta sin pudor ante todos los ojos, se reviste de las más seductoras formas para atraer las miradas, se vale de todas las armonías para ganar los oídos; y sus miasmas pestilentes inficionan toda la atmósfera intelectual y aun diríase que están en el aire que respiramos y en el alimento que nos sustenta. Lúbrica se llama esta pasión y nada hay, en efecto, que sea más resbaladizo. Nadie queda a salvo de sus ataques. San Pablo, después de haber estado en el tercer cielo, clamaba por que se le librase de aquel su cuerpo de muerte y del aguijón de infierno con que Satanás le hería. San Jerónimo, habitando el lugar donde nació el Hijo purísimo de la Virgen Santísima, describía con espantosos colores las terribles luchas en que le ponía a punto de morir el espíritu inmundo. Y ninguno puede fiar de sí mismo para conseguir la victoria. No valió la ancianidad a los jueces de Israel para dejar de prendarse de la casta Susana, ni valió la sabiduría a Salomón para abstenerse de tomar mujeres idólatras. David, tan santo que su corazón estaba cortado según el corazón divino, cometió adulterio; Sansón, tan fuerte que no había atadura con qué se le sujetase, no pudo romper los lazos con que le sujetó una vil mujerzuela. Los que más presumen de sí propios son los más expuestos a convencerse de su cobardía. Cas-
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tigo de la soberbia, que engrandece más de lo justo, suele ser la deshonestidad, que rebaja hasta el último límite. Así se ha visto con espanto caer firmes columnas, brillantes estrellas, los más altos cedros del Líbano. A los gentiles que a pesar de su inteligencia y de su cultura no quisieron dar a Dios los honores que a él solo pertenecen, los entregó Dios a su reprobo sentido y a las pasiones de la ignominia. L a lujuria, a más de ser un pecado, cuya general propagación en vez de hacérnoslo tener en poco debe servir para que lo temamos y lo evitemos mucho, es por lo común pena de otros pecados. Pena terrible, porque tan numerosas como terribles son sus consecuencias, de las cuales algunas saltan a los ojos y se padecen ya en este mismo mundo. Todas las demás culpas, dice el Apóstol, caen fuera del cuerpo del hombre; pero el hombre muelle peca contra su mismo cuerpo. Cuando cree entregarlo al placer y al descanso, lo entrega a los padecimientos y a la fatiga. Quiere gustar las dulzuras de la vida y no hace más que llevarse a los labios una copa de veneno en cuyo fondo se ocultan el hastío y la muerte. Madre cruel, madre del dolor llamaban los paganos a la diosa de la lujuria, manifestando así cuánta diferencia existe entre la realidad de este vicio y las apariencias con que seduce y atrae a infinidad de personas. Por complacer al cuerpo se ofende a Dios, y lo que se consigue es perder a Dios y perder las fuerzas, la salud, y aun la
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vida del cuerpo. Nada hay que debilite tanto como los excesos sensuales. Quien se da a ellos es como árbol abrasado interiormente por un fuego que consume su savia, y roído por un gusano que le devora la médula y le despedaza la raíz: su juventud conserva todavía el verdor de la corteza; pero ramas secas que aparecen acá y allá, anuncian con la amarillez de sus hojas la corrupción que lo pudre; subsiste en pie sobre una tierra cuyos jugos ya no absorbe, y el menor empuje del viento será bastante para ponerle por el suelo y despojarle del todo de su aparente lozanía. Amén de esas enfermedades asquerosas que, como de la corrupción los gusanos, suelen nacer de una carne sumergida en el lodazal de la concupiscencia y, a semejanza de la que describe Job, penetran hasta los huesos y van con el cadáver al mismo sepulcro, otras muchas son el resultado de la lujuria o por su causa se tornan de más difícil curación o adquieren complicaciones peligrosas. Las primeras víctimas de las epidemias y las que menos resisten a la acción fatal de los gérmenes morbosos, son las naturalezas que la molicie estraga, dejándolas sin energías. El voluptuoso pegado a los gustos groseros de esta miserable vida querría permanecer siempre en ella, y con su insensato proceder o se atrae una muerte repentina, como a muchos ha sucedido, o abrevia los días hermosos de la juventud, adelan-
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tándose en él la vejez a los años, o de todas suertes va minando la salud y acumulando elementos de destrucción y desorden, que harán tristísima y en sumo grado infeliz la última etapa de una existencia en que preferirá los horrores del sepulcro al dolor que le produzcan los padecimientos físicos y morales. Enamorado locamente de la hermosura propia y de la ajena, su desatentada conducta no tarda en convertirle en objeto de repulsión para los demás y para sí mismo; la luz de sus ojos se apaga, las rosas del pudor no tiñen ya sus mejillas, en sus labios abrasados por la fiebre ha dejado de brillar la sonrisa de la inocencia, la palidez de los cadáveres se descubre en una frente que se inclina bajo el peso de la deshonra, y el cuerpo se encorva hacia la tierra como buscando en sus profundidades un sitio donde ocultar las decepciones y amarguras. Aunque este pecado se llama de la carne, ningún otro produce tanto daño en el espíritu, que de la carne se sirve como de instrumento de actividad y medio de comunicación con el mundo exterior. L a memoria carece de energías y siente pereza invencible para suscitar, retener y unir los recuerdos; la imaginación ve cortadas sus alas o lleva en ellas tantas especies impuras, que no puede hacer otra cosa que arrastrarse penosamente por los obscuros calabozos de la materia, o sumergirse como ángel caído en el fango de la impudicicia.
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El entendimiento, hundido y como sofocado en la carne, cegado por vapores inmundos, acostumbrado a no moverse ni reposar sino en lo que afecta a los sentidos, llega a materializarse en cierto modo, y le inspira la mayor repugnancia todo lo que sea generalizar, abstraer, subir a lo suprasensible y remontarse a las regiones limpísimas donde resplandece la luz inmortal de la idea. Y la voluntad, de reina y señora de las facultades sensitivas, viene a convertirse en esclava de sus esclavas, siendo lo más lamentable que no le aflige el peso de sus cadenas y nada hace por salir de los lazos que la aprisionan. L a aplicación al estudio, la atención fija, la reflexión seria, el esfuerzo intelectual, todo lo que supone y exige violencia y trabajo, causa horror al espíritu acostumbrado a una vida muelle y disipada, cuyos recuerdos libidinosos importunan y distraen aun en las ocupaciones más graves y perentorias, e inquietan, molestan y perturban de día y de noche, en la vigilia y en el sueño, imposibilitando para toda labor mental de alguna importancia y para toda resolución que lleve aparejado algún sacrificio y aun cualquier ligera molestia. ¡Cuántos jóvenes, cuyas bellas prendas de carácter les prometían días de gloria y cuyas altas dotes de talento eran una esperanza para la cienoia, se han inutilizado y perdido llevando una vida obscura e ignominiosa por haberse entregado a vituperables excesos! Hasta los gentiles mismos reconocían cuan
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importante es la continencia para adquirir sólida instrucción, y sus mismas falsas religiones lo confesaron al decir que las Musas eran castas y que la diosa de la sabiduría era enemiga natural de la diosa del placer. L a estupidez, la imbecilidad, el idiotismo, la demencia, la locura más furiosa son muchas veces el resultado de los abusos sexuales, resultado que no se limita al que los comete, sino que pasa a su mísera descendencia, en la que perpetúa las enfermedades físicas, las aberraciones mentales, la debilidad, la degeneración y propensiones violentísimas al pecado de impureza. Como esta pasión llegue a apoderarse del ánimo, no le permite pensar en otra cosa, ni ocuparse en otro negocio, ni valer para otro servicio. El mundo, la sociedad, el cielo, todo entonces se reduce y se cifra y se compendia en la satisfacción del apetito torpe. Todas las otras aficiones son incompatibles con ésta, que o las destruye y aniquila o las deja a condición de que sean sus fieles servidoras. Cuando ella lo necesita y lo manda, el avaro es pródigo, el perezoso diligente, el iracundo manso, y el soberbio se abate hasta el polvo de la tierra y el ambicioso desciende del pedestal de la gloria y se apresura a salir del templo de la fama. Si es preciso romper los vínculos más sagrados y desoir la voz del parentesco y violar las leyes de la fidelidad prometida, y saltar por encima de lo que la amistad y la gratitud piden y el propio honor y la
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reputación demandan, se pasará y atrepellará por todo sin temor ni respeto divino ni humano. Los cambios más profundos, las alteraciones más radicales, las obra la lujuria repentinamente y con una facilidad que pasma. A David, el más noble y humanitario de los reyes, le llevó este vicio a la traición y a la alevosía tiñendo sus manos en heroica sangre: a Salomón, digno de ser designado para construir el templo del Dios único y ensalzar las maravillas de la religión verdadera, le hizo coger un incensario y echarse de hinojos ante las figuras y estatuas que las mujeres por él amadas creían dioses. L o s otros vicios aun suelen guardar algún decoro, algún respeto a las formas y conveniencias sociales: éste, violento e insensato, descubre en todo una grosería selvática. En la parábola del Rey que preparó un gran festín al que no asistieron los primeros convidados, uno de éstos, en que se simboliza la ambición, «Dadme por excusado», respondió, «he adquirido una villa y tengo que salir ahora a ver cómo es»; «Os ruego que me dispenséis» , dijo la avaricia representada en otro, «compré cinco yuntas de bueyes y debo marchar a experimentarlos»; la contestación del tercero revela la impetuosidad sin medida de la pasión más despótica: «He tomado mujer y por eso no puedo ir.» Y este cruel tirano del linaje de Adán no se contenta con exigir de sus víctimas la esclavitud, re-
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clama también y consigue de ellas verdadero culto. Todo pecador, al abandonar al Creador por la criatura, incurre en una especie de idolatría; pero en ninguno se ve tan claramente como en el libertino. Nadie dice que adora un empleo, ni llama divinidad a una moneda, ni usa las palabras sacrilegas, realmente blasfemas, con que el obsceno tributa honores más que humanos al objeto de sus bestiales instintos. Isaías describe al idólatra mirando absorto a su ídolo, vistiéndolo de púrpura y adornándolo con oro y piedras preciosas, cayendo a sus pies de rodillas, dirigiéndole humildes y fervorosas súplicas, declarándose solamente dichoso a su lado, y exclamando al fin en éxtasis de admiración ante su hermosura: «Deus metes es tu: tú eres mi Dios.» ¿ Y no es el mismo el lenguaje o por lo menos la conducta del que se hace siervo de la deshonestidad? Toda la diferencia consiste en que el uno idolatra estatuas inanimadas de madera o de metal y el otro idolatra estatuas de carne viva; y mientras aquél se contenta con sacrificar animales y ofrecer sangre ajena, éste sacrifica su alma y se halla dispuesto a dar la sangre propia. Por eso en las Santas Escrituras se nombra indistintamente a la idolatría fornicación y a la fornicación idolatría. Las otras concupiscencias descubren rasgos característicos y causan daños que les son peculiares. Ésta forma un conjunto de males y de malicia que
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verdaderamente espanta. Tiene el furor de la soberbia, la terquedad de la ambición, los rencores del envidioso, y los sobresaltos de la avaricia; para satisfacer su anhelo, atropella todo sin temor, y después de conseguido teme de todos. En todas partes ve rivales y competidores; juzga, y no sin fundamento, que quien dejó a Dios por él, puede dejarle a él por otro cualquiera; el aguijón del temor se clava en sus entrañas con más fuerza que se le clavó el aguijón del deseo; celos rabiosos ponen hiél amarguísima en la engañosa copa de sus mentidos placeres; y lo que se ansiaba como una felicidad viene a ser un infierno anticipado, donde los más grandes sufrimientos suelen ir acompañados de los mayores crímenes. Ninguna otra pasión tiene objeto menos duradero y más inestable. Aliméntase con la mutua correspondencia del afecto; pero no hay veleta que gire a todas las brisas como el corazón humano, verdadero océano donde no cesa de hervir alborotado oleaje y cuya pequenez es capaz de las más grandes tormentas. Como ligera mariposa revolotea inquieto de flor en flor, y lo que un día arrebata sus cariños, al inmediato le produce tedio y disgusto; de donde resulta que, quien excesivamente liga su corazón al de otro, sufre lo indecible con sus injustificados vaivenes y sus caprichosas veleidades. L a tan codiciada hermosura de la carne es el vestido con que la corrupción se cubre, y el
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blanco sudario que oculta un cadáver futuro. Un soplo de viento basta para marchitar la rosa, orgullo del jardín y encanto de la vista, arrojando al lodo los pétalos, minutos antes llenos de frescura, de color y lozanía. Un leve soplo le basta a la muerte para apagar las antorchas más brillantes y derrocar a los ídolos de los altares más elevados, haciendo motivo de horror lo que antes lo era de loco apasionamiento, vaciando los ojos, pudriendo la carne, arrancando la piel, desprendiendo en sucios mechones los cabellos, convirtiendo en foco de hediondez, en presa de gusanos, en mansión de sabandijas un cuerpo que tal vez había sido causante de que abandonaran a Dios muchas almas. Parece que al menos se perdería el vicio carnal primeramente, moriría antes que los otros, los cuales, radicando por manera directa en el espíritu, participan, digámoslo así, de su inmortalidad. Por desgracia ocurre todo lo contrario. En el hidrópico, sediento siempre, está figurado el impuro; su sed de gozar se irrita y aumenta con el goce mismo, como se excitaría la sed del que la quisiera calmar bebiendo agua salada. El fuego de esta pasión sólo se extingue para volver a encenderse. Se llegará al cansancio, pero no a la hartura; se acabarán las fuerzas, mas no el deseo. Hambre canina padecerán los impúdicos, dice la Escritura; y como perros rabiosos andarán dando vueltas a la ciudad. LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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Es una ilusión, con que el demonio tienta y a algunos seduce, la de creer que consumada la culpa quedará la pasión satisfecha y será fácil evitar las recaídas. A l modo que el pájaro caído en la red cuanto más esfuerzos hace por volar y salir de ella, más se prende y se envuelve en las mallas, si las alas del espíritu tocan esta pez del deleite carnal, con mucho trabajo se remontarán ya a las celestiales alturas de la angélica virtud. Una voluntad inclinada a ese vicio, endurecida y obcecada en él, si en los últimos años no puede ponerlo por obra, se complace en sus representaciones y suscita sus recuerdos, pecando del modo que puede. Y cuando esto así no fuera, una cosa es dejar de pecar y otra arrepentirse del pecado. Asqueado, aburrido, deshecha la fortuna, perdida la salud, mancillada la honra, lleno de dolores, colmado de desengaños, seco el corazón, amargada el alma, se apartará el vicioso de los prados de la lujuria, donde quiso coronarse de rosas y le punzaron las espinas, donde buscó la felicidad y crecieron sus penas y cada paso que anduvo le trajo un tormento y cada día que llegaba era seguido de una noche más obscura que las anteriores. Pero de aquí a volverse a Cristo, abrazarse con su cruz, vivir su vida de mortificación, poner sobre los hombros el yugo de su ley, hay todavía una distancia muy grande. Muchos' son los hijos pródigos, que viviendo lujuriosamente lejos del hogar de la familia, disipan la hacienda hasta
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faltarles bellotas que comer y envidiar la suerte de los cerdos; pocos los que se avergüenzan y se levantan y corren a la casa que albergó su antigua virtud, clamando de lo íntimo de su corazón, con los ojos arrasados en lágrimas de arrepentimiento: Padre, padre mío Jesucristo, he pecado contra el cielo y contra ti. L o cual nace de que la lujuria, en latín luxuria, produce en las potencias del alma efecto parecido al de la luxación en los miembros del cuerpo. Las disloca, las perturba en su funcionamiento, les impide desarrollarse, las paraliza, las vuelve inservibles e inútiles para la vida sobrenatural. Así como por lo común acorta la vista del cuerpo, ciega también los ojos del espíritu. El hombre animal no percibe las cosas divinas, nos advierten los Libros Santos. Sólo los de corazón limpio verán a Dios. Una mirada que como la del puerco ha estado siempre dirigida a la tierra y recreándose en el fango, no resiste los resplandores del sol de la gracia y halla gran dificultad en estar fija en las alturas celestiales. L a fe es la raíz de la justificación, y el lujurioso acaba casi siempre por perder la fe. No quiere que la virtud exista, y concluye por creer que la virtud no existe y que la ciencia es un nombre y la moral un fantasma y el remordimiento una ilusión y el hombre un poco de tierra organizada que por entero ha de volver a la tierra. Los gentiles llegaban 5*
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generalmente a la corrupción de la carne por la corrupción del entendimiento, caían en la impureza por no tener una moral bastante pura; el cristiano acostumbra a seguir un orden inverso, y pierde las creencias porque ha perdido las virtudes, y sigue las malas doctrinas porque ha dejado las buenas obras. Por mucho que se oculte, en el fondo de las herejías y en la raíz de las impiedades aparece el veneno corrosivo de la liviandad. De las seudoreformas protestantes del siglo X V I dijo un fautor de ellas, que acababan en bodas como los sainetes; y sabido es que varios de sus autores fueron monstruos horrendos de lascivia. Hay instantes, sin embargo, en que la venda que cubre los ojos cae, y la voz de los remordimientos constantemente sufocada se hace oir, y la fascinación de los sentidos embriagados se disipa: entonces el libertino, no pudiendo negar a Dios, le odia, quisiera destruir al que no puede dejar de ver, y se revuelve airado contra una religión que pone acíbar en sus placeres e impone castigos a sus lubricidades y que, sobre todo, disminuye las víctimas de su desenfreno y libra de sus garras muchas veces a la inocencia con exhortaciones a la virtud y con terribles amenazas contra quien se deja seducir consintiendo en el amor ilícito. Es de razón que al árbol seco se le arroje a las llamas; que en las mansiones santísimas de la gloria no entre nada manchado; que quien se abrasó en
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el fuego de la concupiscencia continúe abrasándose en el fuego del infierno; y el que estuvo apartado de Dios, muera en su apartamiento y lejos de Dios siga por toda la eternidad. Como el áspid, de quien se dice que tapa los oídos para no escuchar la voz de los encantadores, el licencioso huye cuanto puede de la santa predicación, y en el profundo letargo moral en que se abisma no le hacen impresión las más terribles palabras, o si se levanta algún eco en su conciencia, al punto procura adormecerlo y ahogarlo con el ruido y la algazara de la vida mundanal o hundiéndose en los mayores abusos de la libídine, con espantoso ultraje a la misma naturaleza. Dos ángeles fueron precisos para sacar a L o t de la ciudad nefanda. Para volver a la existencia a los que recientemente la habían perdido, no hacía el Señor más que tocar al féretro o coger la mano del difunto: cuando resucitó a Lázaro, que, muerto de cuatro días y despidiendo ya insufrible hedor, era la imagen del habituado a la lujuria, anduvo largo camino, mandó levantar la losa que cubría y las ligaduras que sujetaban el cuerpo, y se acercó al sepulcro, y gimió, lloró, se estremeció y levantó los ojos y las manos al cielo rogando al Eterno Padre. Mucho tiempo estuvo Noé construyendo el arca, para que se convenciesen todos, de la proximidad de} castigo; cada golpe que daba era un
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llamamiento elocuente a la penitencia y a la conversión; y sin embargo, los hombres prosiguieron por sus livianos caminos, y hasta no verse con el agua al cuello nadie creyó en la realidad de las amenazas divinas. Casi todos los que han pasado gran parte de su vida en la incontinencia, no buscan de veras a Dios ni aun cuando ven bajar sobre el cuello la guadaña de la muerte. Se pone a la cabecera de su lecho de dolor el crucifijo, y en vez de echarse confiados y humildes en sus brazos abiertos, al considerar que sus miradas provocativas cubrieron con un velo de lágrimas aquellos divinos ojos, y por sus malos pasos fueron clavados aquellos sacratísimos pies en el infamante madero, y sus pensamientos sucios le hincaron en la cabeza aquel cerco de punzaduras espinas, y sus vergonzosos deleites fueron la causa de que los azotes le desgarraran la desnuda carne, y sus criminales deseos pusieron en manos del soldado la lanza que traspasó el corazón amantísimo; horrorizados ante la fealdad y malicia de unos actos cuya abominación entonces, con la luz de la candela mortuoria, es cuando la perciben, ellos mismos desde la cumbre de la desesperación se precipitan a los abismos de los infiernos. Dios lo permite así, porque odia en extremo este pecado y para su gravedad no encuentra nunca castigo suficiente. Vio la desobediencia de nuestros primeros padres y no se arrepintió de haberlos
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criado; vio el fratricidio de Caín y no se arrepintió de haber puesto en el mundo a la humanidad; v i o pasar ante sus santísimos ojos legión innumerable de delitos y miserias, y sólo cuando v i o a toda carne corromper sus caminos fué cuando pronunció aquellas palabras: Me arrepiento de haber hecho al hombre. Palabras que hicieron a los mares saltar sus límites y a las aguas de las nubes desgajarse en espantosas cataratas; y un diluvio tragó a la humana especie y barrió y limpió, transformándola y renovándola, la tierra que se había manchado y deshonrado con los vicios. Y como los descendientes de la única familia que se libró de la universal catástrofe no cesaron en su inmundicia, no cesó el Señor de manifestar cuan aborrecible le era: y ya es una región, como la Pentápolis, trasformada en infecto lago, o una ciudad, como la de Siquén, convertida en cementerio, o una tribu, como casi toda la de Benjamín, pasada a cuchillo, o un rey, como el R e y Profeta, que agobiado por el dolor de ver en su hogar el estupro, el incesto y el fratricidio, ve que su hijo más amado le arroja del trono, y le mancilla el tálamo a presencia de la multitud, y le hace andar errante por los montes, maldecido de unos subditos y apedreado de otros, como si fuese un perro. Siendo Dios la pureza infinita, déjase comprender cuánto le desagrada un pecado que entre todos recibe por antonomasia el nombre de impuro. Los
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otros trastornan también el orden divino, pero éste de una manera especial, sujetando el apetito superior al inferior y poniendo el espíritu a merced de la carne. Cuanto menos vale la cosa por cuyo amor se desprecia el amor del Sumo Bien, más se le ofende y en la comparación recibe mayor ultraje: Esaú vendió la primogenitura por un plato de lentejas, Judas vendió a Cristo por treinta dineros; el impúdico vende la gloria del cielo y la compañía de los bienaventurados y la posesión de Dios por un placer de bestia, renunciando por un deleite de un instante a las delicias de toda una eternidad. L a soberbia es propia del ángel, dotado de espíritu inmortal; la codicia es propia del hombre, llamado a señorear la tierra; la lujuria es lo propio del bruto: si pudiera pecar, ése sería su pecado. De otras culpas suelen gloriarse los hombres: de ésta, por ser tan vergonzosa, solamente cuando han perdido la vergüenza del todo. Como si Dios no estuviera en todas partes y no viese todas las cosas, buscan las tinieblas para velar su ignominia; y la misma naturaleza que los obliga a ocultarse, los descubre, poniendo en su rostro la degradación de su alma y señalándolos con el carácter del rebajamiento y de la abyección más repulsiva, con la señal de la bestia. Nos horrorizaríamos de ver arrastrar por el cieno las sagradas imágenes; pues imagen y semejanza somos de Dios y no hay lodazal más asqueroso que la lujuria.
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¿Ignoráis que vuestros cuerpos no son vuestros? dice el Apóstol. Los compró Jesucristo a un precio incomparable, dio por rescatarlos su sangre y su vida: manchándolos, deshonrándolos, ultrajándolos, se irroga especial injuria al que para sí los ha adquirido. Más todavía: nuestros miembros, según la doctrina del mismo San Pablo, son miembros de Cristo. El es nuestra cabeza, nosotros somos su cuerpo. El Verbo divino tomó nuestra carne, elevándola, dignificándola, embelleciéndola, uniéndola a sí con lazo incapaz de romperse, e influye en cada uno de nosotros moviéndonos y dirigiéndonos con las luces y auxilios de su gracia. ¡ Qué crimen, por consiguiente, infería con enérgica expresión el Apóstol, arrancar a Cristo sus miembros para hacerlos miembros de una meretriz! Horrible cosa es profanar un templo: los ángeles golpearon fuertemente en la entrada del de Jerusalén al impío Heliodoro, y el mansísimo Jesús echó a latigazos a los que convirtieron en cueva de ladrones la casa de su eterno Padre. Y , ¿quién ignora que somos edificación de Dios y templo del Espíritu Santo, el cual se complace en morar en nuestra alma y como a esposa muy querida la adorna y enriquece con sus dones más preciados? Nuestro mismo cuerpo por el bautismo es consagrado a modo de una iglesia: abluciones, preces, exorcismos, cruces, unción, todo indica la santidad de que debe estar revestido. ¿No será especie de
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sacrilegio hundir en el fango de la sensualidad una carne sobre la que han fluido los santos óleos, arrojar del alma el espíritu de Dios para ponerla a los pies de Asmodeo, demonio de la lujuria? Es una apostasía la que comete el cristiano desoyendo los castos llamamientos divinos para seguir las inmundas impulsiones satánicas; y en cierto modo peca más que quien apostata y reniega de Cristo por temor a los verdugos, pues éste cede con gran pesar y violencia, aquél con toda espontaneidad y deseo, el uno por miedo de morir, el otro por gozar más de los falaces encantos de la vida. Fué causa de sumo escándalo ver a Baltasar bebiendo vino en los vasos del templo del Señor: y al instante una mano misteriosa trazó en la pared de la sala del festín su sentencia de muerte, y para ejecutarla cayeron sobre Babilonia los ejércitos enemigos. El cristiano disoluto abusa, no de vasos que contuvieron la sangre ofrecida a Dios, sino del propio cuerpo, vaso que ha contenido la sangre del mismo Dios. Profana con miradas inhonestas unos ojos que vieron la hermosura divina, que han contemplado en el altar a Dios cubierto no más que con el velo de los accidentes eucarístieos; profana con palabras sucias una lengua enrojecida con la sangre del Cordero inmaculado, una lengua que ha servido a Jesús de vehículo de gloria y de carro de triunfo para penetrar en lo interior de su pecho; profana
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con deseos inmundos, haciéndolo cueva de basiliscos y nido de dragones, un corazón que fué trono del Ser Supremo, centro de sus delicias, tálamo de sus desposorios; profana, en fin, y llena de oprobio y vilipendio una carne purificada al contacto de la carne virginal del Hijo de María Santísima. El cual mostró tanta repugnancia y odio a la deshonestidad, que dejó le llamaran glotón, blasfemo, embustero, embaucador, revoltoso, impío y amigo de gente perdida, pero no dejó que le calumniasen en este punto; y habiendo permitido en el colegio apostólico la avaricia y la traición de Judas, la presunción y las negaciones de Pedro, la vanidad y la ambición de Juan y de Santiago y las envidias, las murmuraciones y las discordias de los demás apóstoles, no permitió que hubiese entre ellos ningún lujurioso ni. que a él mismo le tentara en esta materia Satanás. A l anunciar quiénes estarían a su derecha y quiénes a su izquierda el día del juicio universal, manifestó que estarían a la izquierda los chivos, animales con que se ha representado siempre la lascivia. Para madre escogió la más pura de las doncellas, y para padre nutricio el más casto de los hombres, y en la gloria, como Cordero sin mancha que se apacienta entre lirios, escoge, para que más de cerca le acompañen, a las almas vírgenes, a las cuales es dado también entonar un cántico siempre nuevo.
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El Baile y la Lujuria. Los incentivos con que la sociedad moderna estimula y aviva la lujuria y las ocasiones que brinda a la satisfacción de esta pasión bestial, son tan numerosas, que en pocas páginas no podrían ni aun someramente tratarse. En nuestro trabajo Los daños del libro hicimos ver cuan perniciosas para la virtud de la castidad son la mayor parte de las novelas que hoy se lanzan al mercado. Ahora, aunque nos repugne seguir hablando del vicio que el Apóstol quería que ni aun siquiera se nombrase entre los fieles de Cristo, creemos imprescindible decir algo de uno de los medios más comunes de que el tentador se vale para degradar y envilecer las almas sumergiéndolas en el hediondo fango de la lascivia. Porque, ciertamente, entre los mayores incentivos de la lujuria, entre las causas más frecuentes de la pérdida de la virtud angélica y de la corrupción de las costumbres, hay que poner en primer término los bailes según de ordinario se estilan. El bailar no es de suyo y por su naturaleza ilícito o peligroso, y aun puede ser obra de virtud y ocasión de mérito. T a l sucede en las danzas sagradas entre personas de un mismo sexo, que aun se usan en algunas procesiones, recordando el baile de David delante del arca del Señor, el de la her-
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mana de Moisés después del paso del Mar Rojo y el de Judit y las mujeres de Betulia para conmemorar el triunfo sobre el ejército de Holofernes. Los bailes mismos entre personas de diferente sexo y sin referirse al culto divino, no son intrínsecamente malos, pues tienen por objeto propio no la deshonestidad, sino la manifestación de la alegría, según se expresa San Ligorio, ni se hallan prohibidos por ninguna ley positiva general, y hay ocasiones en que por múltiples motivos su celebración es conveniente. Más aún; el Ángel de las Escuelas hace una observación muy digna de ser considerada: «Supuesto que es imposible ocuparse siempre en la vida activa y contemplativa, por eso conviene a veces interrumpir el trabajo con el recreo, para que el ánimo no se quebrante con la demasiada severidad, y pueda después dedicarse mejor a las obras de virtud; y si la diversión se toma con este fin y con las circunstancias debidas, será un acto de virtud, y podrá ser meritorio, si es informado por la gracia. Estas circunstancias parece que se han de exigir en la distracción del baile.» Todavía hay en España pueblos y países donde el baile no se ha dejado influir por las modas extranjeras y nada presenta a la vista que deba reprenderse. Es un ejercicio gimnástico que recuerda tradiciones patrióticas, una manifestación de sana y honesta alegría y un decente recreo y espar-
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cimiento del ánimo, que se tiene a la luz del día en el sitio más público a presencia de los padres de familia y de las autoridades, guardándose la más severa compostura y evitándose cuanto la moral condena. Pero la malicia humana, que de todo abusa, no podía dejar de poner al servicio del libertinaje un ejercicio que a ello tanto se presta y que tan fácil es convertir en instrumento de perdición y en causa de ruina espiritual. Aunque especulativamente considerado carezca de culpa, tales circunstancias suelen concurrir en él, que pocas veces podrá con razón justificársele. El autor de la Suma Angélica exige siete condiciones para que un baile pueda decirse lícito, explicadas las cuales asienta: «Y porque las dichas condiciones no se encuentran en los bailes de nuestros tiempos, por eso no veo cómo nadie sin pecado mortal pueda bailar por costumbre del modo que comúnmente se usa.» El baile, conjunto de movimientos humanos regulados por la música, es un hecho; y para juzgar de su licitud hay que mirarlo no solamente en sí, pero además en sus circunstancias, en el modo como se realiza. El paganismo se aprovechó del baile para honrar con él a los falsos dioses, convirtiéndolo en una parte del culto idolátrico, y como las deidades gentílicas eran la personificación de todos los vicios, nada más propio que dedicar a su honor lo que suele ser causa de tantas impurezas. Aunque la
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corrupción de las costumbres públicas y privadas había llegado al último extremo, favorecida por una religión voluptuosa, en que todo hablaba a los sentidos para enardecerlos y lisonjearlos, no faltaron personas que protestaban con indignación contra el escandaloso abuso de los bailes. Entre los griegos, Aristóteles, el primero de sus '-. políticos, recomendaba a los magistrados que no permitiesen a la juventud bailar; Platón, el filósofo a quien la antigüedad llamó divino, prefirió caer ¡ en la desgracia del rey Dionisio antes que tomar , parte en un baile de su corte; Demóstenes, el prínj cipe de los oradores, en sus arengas contra el rey i Filipo de Macedonia y sus compañeros les echaba ' en cara, como acción execrable, el haber bailado; | y Jenofonte, el gran historiador, no mencionaba , el baile sin dedicarle los epítetos más deshonrosos. Entre los romanos, no hace falta citar rígidos moralistas como Séneca, para el cual los bailes afeminan y corrompen el corazón: los poetas más licenciosos decían con Horacio que a la celebración de bailes debía atribuirse una de las principales causas de la depravación de Roma; o con Ovidio, que son semillas de los vicios, y los sitios donde se dan, lugares de naufragio para el pudor; y Luciano y Juvenal los fustigaban acerbamente con el látigo de la sátira. Cicerón, para defender al cónsul Lucio Murena contra la acusación de haber bailado, decía que no se podía suponer que llegara a tal extremo
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,' de corrupción y a tan vituperables excesos, no • conociéndose en su conducta anterior vicios que i hiciesen creíble en él semejante desorden; y para \ acusar a Marco Antonio le probaba su participación i en los bailes. Corrompida y todo como estaba la capital del mundo pagano, hubo no pocas ocasiones en que la autoridad prohibió diversión tan peligrosa y expulsó de Roma a los que se dedicaban a enseñarla. En el pueblo de Dios la idolatría y el baile entre personas de diferente sexo fueron contemporáneos, o por lo menos, juntos aparecen en la historia. En ausencia de Moisés, los israelitas en el desierto construyeron un becerro de oro, le ofrecieron sacrificios y después de haber comido y bebido se pusieron a danzar en derredor de él. San Efrén decía: «¿Quién enseñó el baile? No fué San Pedro\ ni fué San Juan, ni ningún otro inspirado por Dios, sino aquel dragón antiguo, el demonio.» El trato de la nación escogida con las otras, donde se daba culto a Satanás y a sus ídolos, fué causa de que también en ella estuviera en uso el baile, a pesar de las conminaciones de los profetas, como Ezequiel, y de las severas advertencias del libro del Eclesiástico. Y a Job retrataba a los hijos de los impíos saltando con panderos y cítaras y holgando al son de los instrumentos músicos; e Isaías describía con vivos colores el lujo provocativo con que las jóvenes de Jerusalén se ataviaban para asistir a los bailes.
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L a Iglesia cuidó siempre de que sus hijos advirtiesen los peligros y los daños que en las danzas profanas por lo común existen, y procuró que las mirasen como uno de los lazos más certeros que el demonio tiende a la castidad. En este sentido se expresan los concilios todos, repitiendo, como el de Laodicea del tiempo del Papa San Silvestre I, que «no conviene a los discípulos de Cristo el-, bailar». Los Santos Padres emplearon las frases más duras y las razones más fuertes para apartar a los cristianos de una distracción en que la honestidad corre tan graves riesgos. Así San Ambrosio llama al baile especie de idolatría, y nota que la vergüenza es incompatible con él. San Jerónimo no creía al varón que le afirmara salir del baile sin pecado, y aconsejaba a Furia que le arrojase de su casa como a veneno mortífero. < San Fulgencio le denomina incendio de la sensualidad. San Juan Crisóstomo en una de sus homilías predicaba que en él no puede estar Cristo, porque allí «todo es grosero, todo torpe, todo deforme»; y llamábale, comentando el Génesis, «incendio diabólico, horno de concupiscencia, enemigo de la castidad». San Basilio Magno, en su oración 27, clamaba gimiendo y llorando: «¡Oh cristiano! ¡Profesas el símbolo de la fe, y danzas en los bailes!... ¡ También los hijos de la gracia se juntan en los bailes con los demonios enemigos de la g r a c i a ! . . . ¡ A y de mí! ¡ Oh, qué LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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dolor ver a los hijos del bautismo, a los que llevan el sello de Cristo, seguir, bailando, las añagazas del demonio!... En los bailes ni el joven respeta al anciano, ni éste, que se avergüenza de sus canas, puede reprender a aquél.» San Efrén, exponiendo los salmos, dice: «La fiesta del diablo se celebra en los bailes. ... ] Oh astucia maligna del demonio! Muchos cristianos alaban hoy al Señor y mañana se reúnen con Satanás en el baile; hoy son cristianos y mañana paganos y gentiles; hoy siervos de Cristo y mañana del demonio, bailando con él. No quieras cantar hoy en la iglesia y mañana estar en el baile; no seas de los que hacen un día penitencia de sus pecados, y al siguiente saltan en el baile para perdición de su alma.» No hay entre los Doctores de la Iglesia ninguno que deje de observar los graves inconvenientes que por lo general resultan de los bailes a que la juventud se entrega. No es entre ellos excepción el dulce y benévolo y complaciente San Francisco de Sales. Afirma en h^Filotea: «Las danzas y bailes son cosas indiferentes de su naturaleza.» Pero, añade, «según el modo ordinario con que se hace este ejercicio, es muy inclinado a la parte del mal, y por consiguiente, lleno de riesgo y peligro». L o cual explica con la comparación siguiente. «Las setas, según Plinio, como son esponjosas y porosas, atraen fácilmente toda la infección que
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tienen junto a sí; por lo que estando cerca de las serpientes, reciben su veneno. Los bailes, las danzas, y semejantes juntas tenebrosas atraen ordinariamente los vicios y pecados que reinan en un lugar: las pendencias, las envidias, las burlas, los locos amores; y como estos ejercicios abren los poros del cuerpo de los que los usan, así abren los poros del corazón. Por lo que, si alguna serpiente llega a soplar a las orejas alguna palabra lasciva, alguna terneza engañosa o algún requiebro vano; o si algún basilisco arroja deshonestas miraduras y ojeadas amorosas, los corazones están muy aparejados a dejarse asaltar y emponzoñar. Oh Filotea, estas impertinentes recreaciones, de ordinario son arriesgadas, disipan el espíritu de devoción, enflaquecen las fuerzas, enfrían la caridad y despiertan en el alma mil suertes de malas afecciones; y así conviene no usarlas, si no es con una grande prudencia.» Para predicar contra los bailes considéranlos los Santos en sus relaciones principalmente con la castidad, de la que los miran como tiranos y verdugos. San Basilio Magno en una de sus homilías, después de advertir que en ellos jóvenes de ambos sexos «se hieren mutuamente con los dardos de la concupiscencia y se provocan la mutua sensualidad», pregunta: «¿Por quién debo llorar más, por las vírgenes o por las casadas ? Aquéllas salen del baile con el candor virginal marchito; éstas con la fe conyugal quebrantada; y si acaso sacan el cuerpo 6*
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ileso, en el alma han recibido heridas profundas.» San Juan Crisóstomo en la homilía acerca de David y Saúl discurre de esta suerte: «Si una mujer, aunque no esté bien vestida y adornada, mirada atentamente en la plaza o en la calle, con sus ojos de ordinario fascina, ¿cómo creerán librarse de malos deseos, cómo creerán poder no caer en culpa los que intencionalmente acuden allí donde se reúnen tantas mujeres haciendo alarde de su pompa y de su lujo, con el rostro pintado, llenas de adornos y atractivos, que excitan la llama de la concupiscencia?» No exageraba el piadoso y doctísimo cardenal Belarmino cuando en un sermón de la dominica tercera de Adviento decía: «Si la paja seca puesta en el fuego no puede menos de quemarse, ¿podrán los jóvenes bailar con las mujeres sin a r d e r ? . . . ¿ N o sabes los peligros de los bailes? ¿Ignoras que muchas fueron vírgenes a los bailes y volvieron meretrices?» Y a la verdad, aun sin consultar a la experiencia de todos los días, la historia refiere multitud de hechos por donde se ve cuan peligrosas son estas diversiones. Bien lo comprendía el falso profeta Balaam cuando aconsejó al rey de los moabitas que para hacer pecar al pueblo de Dios y atraerle a la idolatría nada más eficaz que enviar a sus campamentos mujeres bien compuestas y aderezadas, que formasen coros cantando y bailando. Herodías, para obtener la sentencia de muerte contra el Bau-
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tista, no halló mejor modo que ponerse a danzar % ante el rey, que prendado de su gentileza y ga- j llardía prometió y juró concederle cuanto le pidiese, aunque fuera la mitad de su reino. Y Ana Bolena con sus movimientos lascivos en un baile trastornó el corazón y la cabeza de Enrique VIII hasta hacerle separarse de su mujer legítima y de la obediencia a la Santa Sede y de la fe católica, arrastrando consigo miserablemente en la apostasía a su corte y a su pueblo. Amén de los gravísimos peligros que para la honestidad hay generalmente en los bailes, existen otros grandes riesgos que no pueden tampoco dejar de tenerse en cuenta. El lujo, causa de tantos males y aliciente y muchas veces motivo para caer en pecados de lujuria, se fomenta y desarrolla como en parte ninguna en esta clase de reuniones, que más que otra cosa, parecen una exposición de vestidos y un pretexto para lucir las mejores galas y joyas. En unos bailes exige la sociedad que se lleven trajes propios de aquel acto y que sólo para él sirven, y en los demás compiten las jóvenes en adornarse y engalanarse a fin de obtener la admiración y los elogios de las muchas personas que allí acuden para ver y ser vistas. L a vanidad no hay para qué decir cuántos motivos tiene para alimentarse y crecer en esta especie de certámenes de la belleza, en este concurso donde se aspira a ganar los aplausos y atraer las miradas
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y vencer a las rivales brillando y sobresaliendo por todos los medios; y excitado el deseo de llamar la atención, de agradar, de parecer bien, se comprende cuánto daño pueden hacer las alabanzas en un alma así dispuesta, qué poder de seducción sobre ella ejercerán las lisonjas de los interesados en atraerse sus simpatías y en ganar su afecto, con fines ulteriores, que nada tienen de lícitos ni decentes. Pero como el afán de exhibición, el prurito de distinguirse, que para muchas mujeres es la causa de que concurran a los bailes, no siempre logra el éxito apetecido, resulta que, buscando el dar envidia, sienten sus crueles mordeduras, y sufren grandemente al ver que otras son más obsequiadas o atraen más la atención del público; a lo cual suele juntarse que la imaginación femenil inventa desprecios que no hubo,. o se cree postergada, o pinta con excesivos colores los triunfos de las compañeras, siendo todo ello causa de rabiosos celos y de hondos disgustos, que entristecen y amargan el recuerdo de una fiesta de que el orgullo tan felices resultados se prometía. A los peligros que en sí mismo lleva el baile, se junta el de las conversaciones que durante él y en sus intervalos se acostumbran, en las que jóvenes corrompidos tienden lazos a la inocencia y se permiten libertades de lenguaje a que en otro sitio no se atreverían. Tales reuniones son con fre-
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cuencia ocasión para toda clase de críticas motivadas por el orgullo, por el despecho o por el odio. El ilustre académico de la lengua Don Gabino Tejado en la Guía práctica del joven cristiano, calcada sobre La entrada en el mundo de Bresciani, describiendo los llamados bailes de sociedad dice: «Todas a un tiempo, como agitadas por un mágico impulso, se espían mutuamente, se devoran de envidia, y arden en vanidad; y todas murmuran, ¡plugiera a Dios que sus recíprocas injurias no tuviesen fundamento ! y todas manejan con admirable habilidad el fácil talento de pasarse horas enteras hablando de frivolidades, que rara vez dejan de ser completamente necias, y suelen ser con más frecuencia corruptoras, sin que a esta bizarra lidia de vicio y de insensatez nada tenga que oponer la prudencia de los maridos ni la tutela de los padres.» En algunos bailes de los apellidados elegantes todo conspira a que se excite la voluptuosidad y se pierda la castidad: el lujoso decorado del salón, donde abundan las figuras lascivas o menos honestas; la profusión de luces deslumbrantes, que realza los adornos provocativos y aumenta el brillo de las galas y de las joyas; el aroma de las flores, al que se juntan los más delicados y suaves perfumes de tocador; los dulces y sensuales acordes de la música; y el descote de los vestidos, que más que para cubrir la desnudez parecen hechos para ostentarla. El exceso en este punto llega a tal grado, que
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avergonzaría a las. bacantes mismas del paganismo. L a mujer más licenciosa no se atrevería a estar en su casa, entre las personas de su mayor intimidad, con un traje como el que lleva a los bailes para presentarse a las miradas de todo el público. Un mahometano, el famoso Emir Abd-el-Kader, a quien el jefe militar de Burdeos quiso obsequiar llevándole a una representación teatral a la que asistieron las señoras en traje de baile, no pudo menos de exclamar: «¿Cómo es que a las mujeres se les permite presentarse así en el centro de una civilización tan celebrada? Y o , general, os aseguro, por mi parte, que no puedo ni debo permanecer aquí, y me retiro.» Para algunos el baile no es ocupación solamente de horas. Días antes tienen el pensamiento ocupado con la idea y la voluntad, con el deseo de que llegue pronto una fiesta en la que tanto esperan gozar o divertirse; y después embargan su atención y llenan su ánimo los incidentes ocurridos, las emociones experimentadas y tal vez las decepciones sufridas. Con lo que pierden la afición a las ocupaciones domésticas y concluyen por inutilizarse para todo trabajo serio. Además de las perturbaciones intelectuales y morales que suelen ser su consecuencia, la medicina está conforme en señalar los múltiples trastornos físicos y orgánicos de que los bailes modernos son causa frecuentísima. El Vizconde de Saint-Laurent
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en el opúsculo que en 1856 publicó acerca de los bailes modernos, a algunos de los cuales califica de verdaderos actos de prostitución, formula la observación siguiente: «Añadiré que casi todas las jóvenes son nerviosas; que los bailes modernos excitan el sistema nervioso, y le hacen prevalecer más y más, causando horribles catástrofes. L a s emociones demasiado fuertes, los accidentes de todas clases, ya tan. difíciles de curar, se complican con las crisis nerviosas de los enfermos. Todo el cuidado de las madres debe dirigirse a calmar el sistema nervioso de sus hijas, en vez de sobreexcitarlo con esas danzas en que se agitan por las emociones del placer.» Un célebre escritor ha dicho: «El vals tiene el inconveniente de desarrollar en las ¡ jóvenes palpitaciones de corazón muy peligrosas.' Mucho sentimos dar el golpe de muerte a este baile, que más que a los maestros de él da de comer a los médicos; pero debemos descubrir el velo misterioso que envuelve sus peligros.» Las horas de la noche en que de ordinario se celebran estas reuniones, la aglomeración de personas en locales reducidos, el cansancio que produce un ejercicio continuado y violento, el repentino cambio de temperatura al salir a la calle, determinan las peligrosas dolencias que se suelen contraer en los bailes; los que, aparte de eso, dan 1
J
E l autor de la «Fisiología de la Pplka».
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muchas veces origen a riñas, altercados, pendencias y aun homicidios. Si en la juventud se deja cobrar afición al baile, no se perderá fácilmente con el transcurso de los años, a pesar de los inconvenientes que de ello se sigan. Una ilustre escritora extranjera, Madame Beaumont , que consagró su vida a la educación de las jóvenes, después de advertir a las discípulas, que nacían débiles e inclinadas al mal, que entre estas inclinaciones la de agradar es la más violenta, y que el baile es el lugar donde este deseo toma fuerza mayor, añadía: «No es esto todo lo que sucede; os acostumbraréis a amar el baile; tendréis un violento deseo de ir a él con frecuencia, y ¿qué sucederá? Que enardeceréis la sangre y destruiréis vuestra salud, alterando y cambiando las horas del sueño. Mientras, quedarán acaso en entera libertad vuestros hijos y vuestros criados, no podréis vigilar el buen orden de vuestra casa; os será necesario abandonarla a otro, y seréis responsables de todas las faltas que se cometan en ella.» Algunas madres de familia, aun conociendo los perjuicios que el baile ocasiona, dejan que sus hijas concurran, por creer que así podrán casarse más fácilmente. L o cual es un cebo que el diablo les ofrece y con el que traidoramente las engaña y ciega, á fin de que no 1
1
Autora de *E1 libro de los adolescentes», y «Diálogos entre
un aya sabia y sus discípulas».
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eviten la perdición espiritual de las personas que el Señor puso a su cuidado. Para cosa tan grave como el matrimonio no se tienen en consideración impresiones fugitivas de una fiesta de placer, en que tan difícilmente se distingue lo que hay de natural y sincero y lo que el arte de agradar añade. A l contrario, lo que más de una vez se consigue es mostrar más desenvoltura y menos recato del que a una mujer honrada corresponde, haciendo que se formen juicios temerarios en nada favorables para lograr un buen casamiento. Tampoco el hacer ejercicio corporal y dar expansión al ánimo es generalmente lo que inclina a tomar parte en los bailes. L o notaba con mucha exactitud el autor de la Fisiología del baile al decir: «La mujer baila como toca el piano, hace puntillas o va a tiendas. Tal es la opinión general, aun entre los padres más celosos y los maridos más avisados. Y o opinaría como ellos, si la mujer bailase sola, o con otra mujer y ante un círculo de mujeres; entonces, a todo tirar, podría el más malicioso atribuirle un poquito de afán por lucir su garbo, su ligereza o sus formas. Pero la mujer no baila sola ni con otra mujer, sino con un hombre y ante un concurso de hombres. Si la mujer bailase sólo por el gusto de dar brincos, no sería el baile su placer favorito; tendría igual afición a jugar al marro o a la pelota, o a
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saltar a la cuerda, placeres que en cuanto a ejercicio muscular nada tienen que pedir a ningún otro, y no sucede así. L a historia de la mujer civilizada dice bien claro que sólo se descompone en público, sólo marchita sin duelo sus adornos, y sólo es insensible a la acción de la intemperie y de los pisotones y porrazos en el baile . . . pero en brazos de un hombre (conditio sine qua non).i> A lo cual añade que si la mujer bailara por bailar estaría satisfecha encontrando un hombre que la sacara al baile, y sólo se ocuparía entonces, en espíritu y en materia, en dar vueltas por el salón, y sus simpatías estarían en favor del hombre más ligero y más bailarín; pero que, lejos de ser así, al acabar el baile no sale contenta «si sale de los brazos de un hombre vulgar y adocenado, por más que en el baile fuera éste una peonza y la prudencia misma en su comportamiento». Que los bailes modernos, generalmente hablando, excitan y fomentan la liviandad y son ocasión de muchas culpas internas y disponen para llegar a pecados de obra cuando la ocasión se presente, no lo diremos nosotros; ni referiremos lo que dicen eclesiásticos que de intento han tratado esta materia, como Sarda y Salvany en su folleto Las Diversiones y la Moral, y Rossignoli en su libro La recreazione regolata, y Coloma en El primer Baile. Seglares que viven en el mundo y por ex-
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periencia conocen lo que es el baile, se han atrevido a escribir para el público lo que todos murmuran al oído. M. Goncourt en la Historia de la Sociedad de Francia dice que el baile es una carrera de voluptuosidad íntima; y que «la mujer que valsa, entrega al hombre más que su sonrisa, más que su mirada, más que su mano: le entrega todo su cuerpo». Nuestro gran estilista Pereda, después de haber dicho que él bailó también y que no aspiraba a la austeridad del anacoreta, pues le gustaba «más la carne que las raíces», hace del baile una descripción de la que sólo nos atrevemos a copiar algunos párrafos: «Pero ¿a qué cansarnos en traducir el pensamiento de la mujer en el baile, con deducciones más o menos lógicas? ¿Hay más que consultarnos a nosotros mismos? L a proximidad del hombre a la mujer, cuando con ella baila, hace casi idénticas las situaciones de entrambos: si el primero se quema, no debe estar muy lejos del fuego la segunda. El baile es una república en que no tienen autoridad ni derechos los padres y los maridos sobre sus hijas y mujeres respectivas. Estas pertenecen al público, que puede necesitarlas para bailar al tenor de los siguientes preceptos: Deberes de la mujer: Ésta sin faltar a la buena educación no puede negarse al que primero la solicitó.
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Derechos del hombre: El hombre es dueño de elegir la mujer que más le guste, y, ya en la arena, puede estrecharla entre sus brazos, poner en íntimo contacto con ella por lo menos todo el costado derecho, desde la coronilla a los talones; pisarle los pies, romperle el vestido y limpiarle el sudor de la cara con las patillas, si no con el bigote, sin faltar a las leyes de la decencia; pues contando con la agitación y la bulla de la fiesta, no es posible establecer un límite a los puntos de contacto, ni amojonar el cuerpo para decir al hombre: 'aquí no se toca'. Una observación en. honor del hombre culto. No hay padre ni marido que repare en enviar sus hijas y su mujer al baile; pero la sociedad se escandaliza el día en que una soltera atraviesa sola, de acera a acera, la calle en que vive. Fundándome en mejor lógica establecería yo la siguiente Jurisprudencia: Los padres y los maridos que proveen los bailes con sus hijas y sus mujeres, no tendrán derecho a ampararse a las leyes de la justicia ni del honor, en los casos de a g r a v i o . . . de mayor cuantía; se les negará la sal y el fuego, y con un cencerro al cuello expiarán su estupidez... de baile en baile.» D e Alcalá Galiano, colaborador de La Época, esta definición del baile:
es
«En estos tiempos en que tanto se inventa, los hombres han inventado una máquina para hacer
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pacientes a los maridos, confiados a los padres, prudentes a los hermanos; una máquina para hacer que los hombres y las mujeres se entiendan sin que se ofenda ni se enfade esa vieja gruñona llamada moralidad (yo diría conciencia); una máquina para encubrir flaquezas y tejer enredos, para convertir el mundo en una balsa de aceite, para establecer la igualdad entre los hombres, y entre los sexos la comunidad de personas, y para introducir una paz octaviana entre los mortales. Esta máquina se llama baile.» Don Severo Catalina, en el libro La Mujer, esta gravísima observación:
hacía
«Quien quiera saber la filosofía de los bailes íntimos, que se dedique a la estadística de los divorcios. Nuestros antiguos creían que en ciertos bailes hace de bastonero Satanás. Nosotros no lo hemos visto nunca; pero si no hace de bastonero, no debe andar muy lejos. ' V o y a desnudarme para ir a un baile', cuentan que decía una noche cierta dama. Y como aquella dama hay muchas. L a mujer, o es una excepción o, como dice Maistre, mientras dura la fiesta, trata al amante como a un marido, y al baile y a sus incidencias como al verdadero amante.» Selgas define el baile culto como un «viaje rapidísimo alrededor de infinitos peligros para la inocencia, para el pudor y para la honestidad», y añade: «Es casi imposible que no caiga mareada una mujer
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que valse mucho, y y o he observado que a las mujeres les es muy difícil valsar poco». Después de referir que habiendo dicho a una señora que su hija estaba con un joven y «sus rostros se hallaban casi juntos, sus manos unidas, sus miradas inquietas, se oprimían, se estrechaban, se confundían uno en o t r o . . . » , la madre se alarmó mucho, pero habiendo visto que eso sucedía valsando se sonrió tranquila y satisfecha; concluye: «¡Un vals! He aquí una palabra que todo lo excusa. Como si en un vals la cintura no fuera cintura, ni el brazo brazo, ni la mano mano.» Balzac decía en una de sus novelas que las mujeres en la presión íntima del vals encuentran reconcentrados todos los placeres del amor; y BussyRabutin afirmaba que «el baile es sumamente peligroso aun para el más austero anacoreta y no debe concurrir a él ningún cristiano». En resumen y para terminar: Preciso es el descanso, justo el recreo, lícita la expansión y el regocijo. Pero hay multitud de distracciones honestas y saludables, a las que no se pueden aplicar aquellas palabras de San Pedro Crisólogo: El que quiera divertirse con el demonio, no espere gozar con Cristo. Sin necesidad de entrar en más detalles, creemos que con lo dicho basta para que los padres cristianos mirando por la salvación de sus hijos, a. la que se oponen no sólo las obras, pero tam-
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bien los malos pensamientos yódeseos, y mirando por su honra, pues perdida en ciertos bailes la modestia y el pudor, es fácil caer después en los mayores excesos, no les permitan, salvo los casos en que alguna grave razón haya para ello y adoptando las convenientes precauciones, asistir a una distracción, que por maravilla se encontrará exenta de peligro. Mas no terminaremos este capítulo sin mencionar los bailes de niños, que al igual de los bailes de sociedad tienen no pocos defensores. Para que no se nos tache de exagerados, no diremos nada por nuestra cuenta, limitándonos a poner aquí algunas observaciones de una Revista de tanta autoridad como La Unión Médico-Farmacéutica. L a cita será larga; pero no tiene desperdicio. Después de describir estos bailes tan usados en la época de Carnaval, y en los cuales se hace a los niños aparentar una seriedad impropia de sus años, pregunta el autor: «¿Se divierten? Si pudiéramos leer en el fondo de sus almas vírgenes, nos convenceríamos de que cuanto los rodea les es indiferente por lo menos, y quizá positivamente desagradable. Quien se divierte son los mayores, los p a p a s y mamas tontos, los parientes, los curiosos, que en apretado círculo contemplan alborozados la zambra infantil. Para ésos es el baile; porque, sabedlo, lectores míos, se toma por pretexto a l niño, se toma por pantalla su LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
capit.
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inocencia para hacer creer que todo allí es inocente, y para tener una ocasión más de entregarse a la orgía carnavalesca los que no son ni niños ni inocentes. Si los bailes de Carnaval siempre han sido condenados por la Iglesia como inmorales, pienso que los bailes de niños tienen una malicia más refinada, y un grado de inmoralidad mucho más perniciosa. En ellos se abusa torpemente de un tierno ser, que no puede defenderse, ni escoger entre el bien y el mal; se le ofrece el vicio y el placer como la más lícita de sus satisfacciones, con las apariencias todas de lo bueno y de lo justo; se despiertan con diabólica intención pasiones que debieran estar dormidas aún por muchos años; se rompe, por fin, el velo de candor que la Providencia ha puesto alrededor del niño en sus primeros años, para que no vea más que lo que debe ver. Pero no sólo como antimorales deben rechazarse estos bailes, sino también como antihigiénicos y enemigos de la salud del niño. Los niños van allí aprisionados en trajes inverosímiles, ya estrechos en demasía, ya grandes y pesados, que los agobian, con sus colas largas, mantillas, mantones, peinados colosales, pelucas, flores, casacas, espadines, sombreros, y otros mil detalles que todos habéis visto, sin excluir las relucientes armaduras de hoja de lata, en las cuales se embute el cuerpo de alguno que otro desdichado guerrero infantil, añadiendo la
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espada, la lanza y el escudo, por si no tenía bastante peso para abrumar sus delicados miembros. En tal disposición permanece algunas horas en el teatro, respirando una atmósfera impura, saturada de polvo, calentada en exceso; el sudor abundante se provoca; la tos protesta de un aire irrespirable; el cansancio y la fatiga rinden bien pronto los tiernos organismos, y muchas veces los papas tienen que retirar a toda prisa a su hijo medio sofocado, expuesto a un síncope o a una congestión. En la salida está el mayor peligro: el cambio brusco de temperatura, a pesar de los abrigos en que se envuelve al niño, le expone a contraer muchas enfermedades; quizá el garrotillo hace presa en aquella garganta de ángel, o la pulmonía se ceba en su inocente pecho, o la congestión apaga los primeros resplandores de su inteligencia candorosa. Dentro de pocas horas, cuando más dentro de algún día, acaso la risa se trueque en llanto, la muerte del hijo querido helará la carcajada en los labios de sus padres.» VI.
E l Teatro, provocación a la lujuria. Después de tratar de los bailes como uno los mayores enemigos de la pureza, justo es omitir otro de los peligros de esta virtud, un collo donde naufraga también frecuentemente: teatro. 7*
de no esel
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E l cual, lo mismo que los bailes, no es malo por su naturaleza, sino por el abuso que de él hacen los malos. Aunque sólo valiera para distraer, divertir y recrear, valdría para algo útil; porque útil y aun preciso es el esparcimiento del ánimo y mucho importa educar el gusto literario y elevar el espíritu a la noble contemplación de la belleza artística. Pero además la representación escénica puede ser, y de hecho lo es en algunas ocasiones, escuela de honestas costumbres, estímulo y sostén de la virtud, y propaganda de la verdad y del bien. El látigo de la sátira flagelando los vicios en la comedia y la carcajada de los espectadores al verlos clavados en la picota del ridículo ayudan a hacerlos aborrecidos y despreciados. En muchos colegios católicos y en los seminarios mismos se representan piezas teatrales. Si el teatro fuera de suyo ilícito, no hubieran escrito para él sacerdotes piadosos sin reprensión ninguna; la Iglesia entonces lo habría condenado. Y lejos de ser así, por gloria suya puede contarse que al lado de las catedrales y a la sombra de los claustros hubiese nacido la dramática moderna. Cuando los Santos Padres y los autores morales condenan en general y sin distinción el teatro, se refieren a las representaciones impías u obscenas que por desgracia han sido en todo tiempo las más frecuentes, y en este sentido se han de entender nuestras palabras cuando abominemos del teatro moderno.
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Poderosa la escena para moralizar, eslo mucho más todavía para pervertir, a causa de la innata propensión al vicio, por la misma razón que los ejemplos malos influyen más que los buenos y son imitados más fácilmente. L a novela tiene maravilloso poder de sugestión y de ella se sirven los enemigos de las buenas costumbres para causar infinitos estragos en la moralidad de la juventud. No creemos, sin embargo, que pueda compararse su influjo con el que ejerce sobre los espectadores la comedia, aun siendo ésta una novela representada, como la novela es una comedia escrita. Si en un libro pueden leerse una y otra vez los párrafos más interesantes, también se puede asistir una y otra vez a la representación de una misma pieza. Verdad es que no viéndose a los personajes en la novela queda a la imaginación ancho espacio para fingirlos; pero aunque se ven en el teatro representados en los actores, se deja también a la fantasía la facultad de figurárselos en armonía con el propio temperamento y con la pasión dominante. Ciertamente que el escrito multiplicado prodigiosamente por la tipografía recorre el mundo y penetra en todas partes, mientras que la representación se circunscribe a reducido espacio donde cabe limitado número de espectadores. Empero, lo que sobre las tablas del escenario se dice, no se ahoga dentro de los muros. Como el horno de Babilonia lanzó
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fuera sus llamas abrasando a los que estaban en su derredor, de esta fragua del teatro, donde arde vivamente el violento fuego de las más encendidas pasiones, saltan chispas que en multitud de espíritus reducen a pavesas todo lo que tienen de puro y santo. Sin contar con que los periódicos son otras tantas bocinas que pregonan a los cuatro vientos lo dicho en el escenario, el estreno de un drama es la conversación del día, el asunto de interés palpitante, lo que ocupa la atención entre numerosas gentes, que lo recuerdan, lo comentan, lo discuten y hacen que otros se fijen en él y sean conocedores de sus tendencias y doctrinas. Es preciso un esfuerzo intelectual, de que no todos son capaces, para que de las frías e inanimadas páginas de la novela surja viva y se destaque con vigor la figura del héroe cuya imitación se propone obtener de los lectores el novelista. En el teatro vemos a los personajes, los oimos hablar, presenciamos sus acciones, ante nuestros ojos brillan en su fisonomía los relámpagos de la pasión y en sus gestos leemos el estado de su alma. Aunque los comediantes desempeñan papeles fingidos, se poseen de ellos en tal forma, suelen representarlos con tal propiedad y verdad, que parece realidad la ilusión y se cree tener delante a las personas que por su boca hablan. Estudiando el modo como la naturaleza manifiesta los sentimientos, hallan con el arte recursos para dar a su expresión particular
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viveza, y nuevo colorido, y más energía, y mayor realce, a fin de que la impresión que en el público produzca sea más fuerte y más duradera. Para acercarse más a la realidad y hacer que con ella se confunda la ficción, se busca el auxilio de la pintura y de las artes decorativas y de los adelantos industriales, por cuyo medio aparece ante los ojos el lugar del suceso con lujo de detalles que verdaderamente asombra. L a versificación es otro de los poderosos auxiliares del dramaturgo en su empeño de influir eficazmente sobre el ánimo de los espectadores. L a métrica admite libertades de lenguaje que en la prosa no son lícitas, con las que varía la colocación natural de las palabras, combinadas de suerte que produzcan mayor efecto las ideas. Ganado el oído con la dulzura de la cadencia, con la melodía del ritmo, con la sonoridad de los vocablos y la fluidez de la frase, la fantasía se rinde ante el brillo de las imágenes y la pompa de las figuras y el ornato de los conceptos; y doctrinas que vistas como son horrorizarían produciendo repulsión vehemente, llegan hasta el alma, para seducirla, ataviadas con las galas más vistosas de una poesía deslumbrante. Mayor es aun la fuerza de la seducción cuando, como en la zarzuela y en la ópera, la música se junta a la poesía. Los gentiles, para significar el avasallador imperio de la música, decían que al son de la lira de Orfeo y de Lino las fieras se
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amansaban y los ríos detenían su corriente y los árboles se arrancaban de cuajo y las piedras se colocaban unas sobre otras para formar muros y ciudades. Las sentencias en verso llevadas sobre las alas de la música son como flechas encendidas que penetran hasta lo interior del espíritu; se retienen mejor en la memoria; salen del teatro con los espectadores, y el público repite y conserva por mucho tiempo las coplas y canciones en que fueron expresadas. Finalmente hay en el teatro para convencer y persuadir y dominar los ánimos una circunstancia que suele observarse igualmente en todas las grandes concurrencias: entre asistir solo a una comedia o en compañía de numerosos espectadores existe diferencia muy notable en cuanto al efecto que produce. El entusiasmo es contagioso; la fiebre de las pasiones exaltadas caldea el ambiente y se comunica a todos los espíritus; se establece como una corriente eléctrica entre las almas; y el ruido de los aplausos ensordece para no oir la voz de la conciencia, sofocando los gritos de la razón, que en otras circunstancias se haría escuchar. Cierto que el influjo de los espectáculos teatrales no es el mismo sobre toda clase de personas. L o s ancianos, en quienes el fuego de la pasión se ha apagado bajo la nieve de las canas, no se hallan en las mismas condiciones que el joven lleno de vida, a quien todo sonríe en su primavera. Una per-
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sona instruida puede descubrir con menos dificultad los sofismas que, como serpientes entre flores, se ocultan en el oropel literario. Pero aunque distinta según el sexo, la edad, el temperamento, las inclinaciones y la educación, la influencia del teatro en los espectadores rara vez es nula, sobre todo si es repetida, si se trata de los que asisten más de una vez a la misma representación o tienen costumbre de concurrir a las piezas de un mismo género. El poder de la fascinación no se notará al pronto; lentamente, suavemente, insensiblemente produce sus dañosos efectos. No es el veneno de Mitridates, cuya dosis aumentada gradualmente hacía el organismo inmune contra todos los tósigos; es la gota corrosiva que a fuerza de caer uno y otro día sobre la peña, la ablanda y la horada. Hace al alma dormitar, la entorpece y la paraliza como el más eficaz de los narcóticos. Algunos dicen que nada en ellos, ni en su espíritu ni en su corazón, obran las comedias; y así es realmente: el efecto lo han producido ya y no tienen más que hacer. Son como ciertos enfermos en los que el mal ha causado tales estragos, que ni les quedan fuerzas para resistirlo ni sensibilidad para conocerlo. Aun para éstos, sin embargo, rara vez serán del todo innocuas las representaciones perversas. Las cuales, si en personas inocentes hacen nacer inclinaciones viciosas, y a los inclinados al vicio los precipitan en sus honduras, a los ya
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habituados a él los endurecen y les dificultan el retorno al buen camino. Ni debe omitirse que algunos, aun teniendo la seguridad de no sufrir daño ni exponerse a riesgo con las representaciones teatrales, pecarán asistiendo a ellas si con su ejemplo son causa de que asistan otros para quienes sea nocivo el espectáculo , al que no concurrirían no viéndolo autorizado por personas constituidas en autoridad o rodeadas de respetos y de prestigios. Además el que concurre a una comedia mala contribuye con su dinero y con su presencia al pecado de los actores. Advirtamos también que una obra escrita puede ser moral, y puede ser inmoral representada, a causa de la intención que se dé al pronunciarlas, a las palabras de doble sentido y de los gestos con que se las acompañe. A la malicia de los autores suele juntarse la de los actores para poner como de relieve con su arte el alcance y el contenido de los pensamientos más pecaminosos. No es de ordinario la obra escénica en sí misma la que mayores peligros para la moralidad ofrece, sino las circunstancias que la acompañan y en las que se realiza. En las zarzuelas y en las óperas se suele escoger para los coros a las mujeres más desenvueltas y más provocativas; sus vestidos, más que ocultar sus desnudeces, parecen tener por objeto hacerlas más incitantes; y los bailes y danzas, obli-
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gado cortejo de ciertas representaciones, son nuevo cebo y estímulo de la sensualidad. Ni el que la representación sea moral desde todos los puntos de vista, basta en muchos casos; como, por ejemplo, si se pierde en su asistencia más tiempo del disponible, si se le cobra desmedida afición preocupando con ella el ánimo excesivamente y dificultando y entorpeciendo su aplicación a estudios serios y al cumplimiento de los deberes del respectivo estado, o si se gasta en pagar la entrada más de lo que los recursos permiten, o si con este motivo se fomenta la vanidad y el lujo, o si son ocasión de ruina espiritual las murmuraciones de los asistentes, las palabras deshonestas y los trajes indecorosos. Una misma pieza puede ser indiferente o provechosa para un auditorio y perjudicial para otro distinto: la censura y la sátira de la avaricia, de la usura y de la ambición serán saludables para espectadores ricos, y ante los proletarios excitarán tal vez el odio a la sociedad, poniendo en sus manos las armas para vengarse de los que son presentados en escena como explotadores del pueblo e inicuos detentadores de sus bienes. Aunque imitan la realidad, sus representaciones en la escena no pueden ser copia exacta y como su fotografía: no se conoce por ellas la vida como en sí es. El deseo de atraer la atención del público y de agradarle es causa de que los drama-
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turgos den mayores proporciones a los objetos, y embellezcan los asuntos, e idealicen las acciones, y pinten con demasiada viveza de colorido los placeres y las glorias del mundo, y presenten en escena personajes como en realidad sólo rarísima vez se hallan; de donde se sigue que los aficionados a los espectáculos de esta clase, aunque otro inconveniente en ellos no hubiese, se disgustan de toda ocupación seria, viven con la imaginación en un mundo que no es el mundo positivo; y experimentando la vida tan diferente de como la imaginaron, le cogen aversión y tedio, si no es que violentamente se desprenden de ella. Parece increíble que haya escritores obstinados en decir que el teatro no puede ser inmoral y que su influjo sobre las costumbres será siempre muy escaso. El corazón, en frase suya, es una perla, y las perlas no se disuelven en el lodo. No se percatan de que, si el lodo no las destruye, las mancha y les quita el brillo. Las impresiones de la escena, añaden otros, podrán ser fuertes; mas son fugitivas, pasan con la rapidez de las acciones representadas, con la rapidez con que pasa la misma vida. Esto será verdad respecto de quienes lo afirman, respecto de los autores que escriben para el teatro, o de los críticos teatrales, o de los habituados a los espectáculos escénicos; pero en el vulgo, y la mayor parte de las personas son vulgo, y prin-
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cipalmente en los jóvenes, al salir del teatro el teatro sale con ellos y les sigue profundamente grabado en el cerebro, deslumbrando sus ojos, atronando sus oídos, fascinando su fantasía, seduciendo su razón. L a sociedad misma, mirada en conjunto, no se libra de los efectos de las representaciones escénicas. L a afición al teatro, la costumbre general de asistir a él, ha despertado y alimentado gustos y sentimientos teatrales en la multitud, la que va a la iglesia como a un coliseo, y acude a las sesiones del foro en busca de emociones trágicas, y presencia los debates de las cámaras esperando incidentes dramáticos, y acaba por no ver en la vida más que una comedia sin finalidad ulterior y sin valor real y positivo. Aunque menor que sobre los sentimientos, es muy considerable la acción del teatro sobre las ideas. Las comedias de Beaumarchais hicieron más para cambiar el antiguo régimen en Francia que todos los discursos. De las suyas se valió Voltaire para acelerar el triunfo de la revolución. Las de Dumas coadyuvaron eficacísimamente al restablecimiento del divorcio y a la prohibición de investigar la paternidad; y la frecuencia con que se ponen en escena dramas donde se encarece hasta lo sumo el poder de las pasiones ha contribuido en gran manera a la lenidad del Jurado respecto de los crímenes pasionales. Si en los países latinos hay
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bien escaso respeto a la autoridad y a la ley, y son tantos y tan difíciles de sofocar los motines y trastornos del orden público, no se olvide que son también numerosísimas las piezas en que se procura hacer reir al público a costa de los encargados de velar por el cumplimiento de las leyes y por la defensa de los ciudadanos. El teatro contemporáneo imprime el estigma del desprecio, señala con sus burlas y persigue con sus carcajadas al infeliz marido deshonrado por su consorte; la sociedad se acostumbra así a no ver en su infortunio más que asunto de chiste y materia para risa, dando lugar a que la víctima de la malicia ajena, no pudiendo soportar el ridículo de que se ve o se cree objeto, se irrite y se ciegue hasta el punto de quitarse la vida o dar la muerte a los que le ultrajaron, pretendiendo que la mancha de la sangre lavará la mancha de la ignominia con que le afrenta un público imbuido en las ideas de los dramas modernos. D e semejante modo el sacar a escena tantas adúlteras, el hacer del adulterio el argumento de la mayor parte de los melodramas y tragedias hace a muchos juzgar que hay pocas mujeres honradas, llegando a poner en duda la fidelidad de las propias esposas y viniendo a ser presa de la terrible pasión de los celos, que a tan criminales extravíos ordinariamente conduce. El matrimonio es ridiculizado sin compasión en la escena y presentado como una institución odiosa,
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llena de peligros y de inconvenientes: ¿qué mucho, por eso, si tantas personas huyen de él substituyéndolo con un celibato vicioso, tan perjudicial a los individuos como a las sociedades? Nadie que voluntariamente no cierre los ojos a la luz puede dejar de ver que la vida del bohemio ha sido seguida por muchos literatos, artistas y estudiantes desde que autores de innegable talento la poetizaron mostrándola como el ideal de los hombres de letras; y que con relación de causalidad verdadera el desarrollo de la literatura antisocial, entre cuyos principales elementos y factores está el teatro, coincidió con el desarrollo del anarquismo. L a criminalidad aumentó a medida que en las tablas directa o indirectamente se hizo la apología del duelo, del suicidio, y de la venganza, achacando todos los delitos a exigencias naturales, al influjo de la educación o al medio ambiente social. Pero si todos los preceptos de la ley natural, divina y eclesiástica son hollados en el escenario, con riesgo inminente de que los espectadores a causa del carácter contagioso del ejemplo los quebranten también, convirtiéndose las culpas fingidas y representadas en culpas verdaderas cometidas por los que tal vez no incurrirían en ellas de no verlas cohonestadas y aplaudidas, es el sexto mandamiento de la ley de Dios el que más se infringe a causa de los sofismas inmorales y de las
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exhibiciones escandalosas del teatro moderno. Falseando el concepto de la vida y reduciendo la esfera del arte, se hace girar en torno del amor la acción dramática y se le convierte en objeto casi exclusivo de la atención del público. Los románticos decían que cada alma al venir al mundo venía para amar a otra alma, de la que era como la mitad, completándose cual dos medias naranjas al volver a unirse: cuando ambas se encontraban en este lugar de destierro, nadie tenía derecho a contrariar su amor, y eran fieles a su destino al saltar por encima de todos los obstáculos no respetando ni la autoridad paterna ni la fidelidad conyugal ni deberes de clase alguna. Para los naturalistas el amor no es más que una necesidad fisiológica, la satisfacción de un instinto; y así convierten el teatro en anfiteatro donde se exhiben y se estudian en toda su desnudez las más repugnantes miserias fisiológicas. Sus tendencias han hecho predominar el género chico y después el género ínfimo con todas las lubricidades propias para excitar a la bestia humana. L a escena de los modernistas o decadentistas no admite las groserías pornográficas tan comunes en la de otras escuelas; en este concepto podrá ser menos peligrosa para el vulgo, que no percibe toda su refinada y diabólica malicia; pero enerva, adormece y afemina el alma de las personas cultas, envolviéndola en una atmósfera as-
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fixiante cargada con los suaves y mortíferos perfumes de la voluptuosidad más exquisita y más pérfida. El teatro moderno principió atenuando las faltas del amor, y las excusó después; más tarde hizo de esta pasión una virtud y aun le otorgó la cualidad de purificar y limpiar de todas las culpas y redimir de todas las ignominias. Hoy en la mayor parte de los escenarios hallan entrada todas las inmundicias y tienen lugar y asiento todas las degradaciones de la carne y las manifestaciones más groseras de los más bajos y sucios instintos. Allí se prostituyen las almas para luego prostituirse los cuerpos. No ya en nombre de la moral y de la religión, en nombre de la decencia y de la higiene deberían proscribirse unos espectáculos que a los mismos gentiles harían enrojecer de vergüenza. A u n en los teatros que para muchos pasan por decentes la virtud de la castidad está muy expuesta a sufrir naufragio. En ellos, al revés de lo que suceder solía en los antiguos, al presentar el conflicto entre el deber y la pasión se hace a ésta salir siempre vencedora, y se ponen de manifiesto las malas artes de que echa mano la seducción para vencer a la inocencia, y los medios de que se sirven los culpables para lograr sus reprobados intentos, burlando la vigilancia de padres y de cónyuges. Cuando en la misma obra dramática no se intercalan máximas perniciosas, recomendando el amor libre y LÓPRZ PKT.ÁKZ, Pee.
capit.
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santificando el adulterio, se pinta como tiranos y verdugos a los maridos y como héroes a los que rompen los lazos conyugales y quebrantan los más sagrados juramentos. Con exagerar los placeres de las pasiones satisfechas, se aumenta el número de los que por darles satisfacción atraviesan por todo, saltando por encima de lo más respetable y santo. Aunque hubiese exactitud en las pinturas, no debe olvidarse el carácter contagioso de las representaciones del amor. Ovidio lo había observado ya al decir: «El que mira las heridas de otro, se siente herido él mismo.» Racine, no obstante que en la lucha entre el amor y el deber hacía triunfar al último en el ánimo de sus personajes, espantado al ver los efectos de su famosísima Fedra, se retiró del teatro, donde brillaba como astro de primera magnitud. Se dice que no hay riesgo en poner el vicio ante los ojos, porque el vicio repele y es execrable. Pero si lo ilícito desagradara siempre, el pecado apenas sería posible. Eva comió de la fruta prohibida, porque a la vista era deleitosa y se la presumía agradable al paladar. L a hipocresía, la ambición, la codicia, el hurto, la vanidad, el orgullo y otras faltas semejantes exactamente conocidas producen aversión e inspiran el deseo de evitarlas. Los espartanos embriagaban a los ilotas para que la juventud se retrajese de la borrachera viendo sus repugnantes efectos. Pero si la pintura de los de-
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más vicios puede ser causa de que se aborrezcan, sobre todo viendo sus consecuencias deplorables y castigados a sus autores, no sucede lo mismo con el vicio de la lujuria. L o reconocieron los propios gentiles, como Aristóteles y Platón entre los griegos y Cicerón y Quintiliano entre los clásicos de Roma. Hasta Rousseau escribía a D'Alembert: «Píntesenos el amor como se quiera: o seduce o no existe. Si está mal pintado, la obra dramática resulta ruin; si lo está bien, por el contrario, eclipsa todo lo restante. Sus batallas, sus desastres, sus padecimientos hacen que conmueva más que si no debiese vencer dificultad alguna. Sus tristes consecuencias, lejos de aterrarnos, lo hacen más atractivo, por ser infeliz. Aun no queriéndolo nos persuadimos de que un afecto tan delicioso lo compensa t o d o , y aquella suavísima imagen afemina el corazón insensiblemente. D e la pasión se toma lo que conduce al placer, dejándose lo que atormenta. Nadie piensa que debe ser un héroe, y de tal suerte, admirando el amor honesto, nos abandonamos al lascivo.» L o s propios autores de comedias amorosas reconocen el peligro que en ellas se encuentra. Baste citar a Alejandro Dumas, hijo, autor que de todo tenía menos de religioso, el cual en el discurso de ingreso en la Academia Francesa decía: «En una palabra, señores, y es hombre de teatro quien habla: no conviene que llevemos a él nuestras hijas.» Y en el prólogo de una obra 8*
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suya escribió: «No traes a tu hija y haces bien, pues, digámoslo ahora para siempre, nunca debiera llevarse a una joven al teatro. Inmoral lo es no sólo la pieza dramática, sino el mismo local. En donde quiera que se pone de manifiesto el hombre, hay en él cierta desnudez que no debe exponerse a todas las miradas, y el teatro, aun el más bien educado, vive de tales exhibiciones. Allí nosotros tenemos que decirnos cosas que las muchachas no deben oir. Acábese, pues, de una vez con la hipocresía de esta palabra; el teatro es inmoral, y sépase bien que siendo el teatro la pintura o la sátira de las pasiones y de las costumbres, no puede dejar de ser inmoral siendo inmorales éstas.» Y a la verdad, si la vista de un lienzo deshonesto es peligrosa, ¡ cuánto no lo serán los cuadros vivientes del teatro, donde las figuras se mueven y los ojos se iluminan con miradas de fuego, y los labios pronuncian frases armoniosas y dulcísimas, y el rostro todo refleja los destellos deslumbrantes de la pasión más viva. La moral es una misma para ambos sexos, y lo prohibido a los jóvenes no se permite a los ancianos. Hay, con todo, en el teatro más graves peligros para las mujeres, y no se explica cómo padres honrados pueden llevar allá a sus hijas sin enterarse de las piezas que se representan y aun sabiendo que son contrarias a los preceptos de la castidad. Bastaríales, si son cristianos, el considerar
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que se peca no sólo con la obra, pero también con el deseo, y que un solo mal pensamiento consentido merece un infierno de inextinguibles llamas. La pérdida del pudor, consecuencia ordinaria de asistir frecuentemente a los espectáculos hoy en boga, es funestísima, porque facilita el paso a los excesos más vituperables. N o se extrañarían muchos de ver la deshonra en sus casas si tuviesen conocido el pernicioso influjo de las representaciones teatrales a que sin reparo ni discernimiento llevan a sus esposas y sus hijas. E s muy común que las personas que imitan en sus extravíos a las heroínas de teatro, imiten y empleen su mismo lenguaje para disculpar y justificar los más abominables efectos de la pasión, mostrando así cuál es la causa de ésta. N o falta quien diga que importa saber lo bueno y lo malo, y que conociendo lo último es como se le podrá prevenir; a lo cual añaden que lo que no se oiga en el teatro se oirá en la calle y de mil modos, imposibles de precaverse, se llegará a comprender. Pero es indudable que conviene alejarse de los peligros y que no se ha de poner uno voluntariamente en ellos por la sola razón de que tema no poder evitarlos todos. Nadie prueba manjares venenosos por causa de gustar y discernir lo bueno y lo malo; y manjares del alma son las representaciones escénicas, cuyas doctrinas y ejemplos asimila, con más facilidad los dañosos que los útiles.
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Mejor sería no conocer el mal y de ello no debe tenerse deseo; éste fué la causa de la caída de nuestros primeros padres. N o negamos que pueda convenir enseñar a los jóvenes los peligros de la pérdida de la castidad, sus más frecuentes ocasiones y sus ordinarios tristísimos efectos. Mas no es así, ni con ese buen fin, como se muestra por lo común el mal en el teatro, sino halagador y embellecido, tentando y excitando la concupiscencia; con lo que a los riesgos de perversión que su naturaleza ofrece cuando se la da a conocer sin precaución de ningún género, se añade la fascinación que produce la belleza poética con que su deformidad moral se encubre y se trasfigura. A los males espirituales que suele producir el teatro hay que agregar los temporales, que frecuentemente son su secuela. Viciado el aire y elevado el calor de la atmósfera por el gran número de personas que allí se reúnen, se originan multitud de enfermedades, que si al pronto no causan todos sus estragos, predisponen para ellos. Las emociones vivas y fuertes que allí se experimentan, son para ciertas personas causa de trastornos mentales o desequilibrios nerviosos. Y así como Dios envió fuego del cielo sobre las ciudades nefandas de la Pentápolis, estos lugares de perdición, donde se fomentan los incendios de la sensualidad, no es insólito que sean inopinadamente pasto de las llamas, en las que pierden la vida
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del cuerpo como perdieron la del alma innumerables espectadores. T o d o el que tenga verdadero interés por la honra y la salud de sus hijos y por la propia salvación no debe llevarlos, ni darles el mal ejemplo de asistir él, a representaciones teatrales impías u obscenas, cual son generalmente las que hoy se estilan. Y cuantos se interesan por el bien de la sociedad, nada en su obsequio podrán hacer mejor que oponerse al avance de la ola de cieno de la lascivia, que en los teatros forma charca inmunda cuyas pestíferas emanaciones envenenan la atmósfera. Los que escriben obras inmorales y los que las representan hácenlo por ganar dinero. Si a ellas concurriesen pocos espectadores y fuera por consiguiente escaso el rendimiento de su diabólico trabajo, es constante que no abundaran los impuros engendros de una sicalipsis brutal y desenfrenada. Las autoridades tienen aún en las leyes medios con que reprimir la impudicicia de autores y actores: con quinientas pesetas de multa autoriza a los gobernadores civiles la ley provincial de España para reprimir las faltas «contra la moral y la decencia pública»; y el Código penal castiga a los que ofendan a las buenas costumbres con hechos de escándalo no especificados en los delitos contra la honestidad. L o s católicos realizarían una gran obra social no sólo no acudiendo a las representaciones ilícitas,
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sino también trabajando para que otros no concurran, y organizando ligas o asociaciones que por medio de la prensa y valiéndose de todos los recursos legales exciten el celo de la autoridad para que cumpla con su deber, y a la vez le faciliten su misión al formar ambiente contrario a las procacidades de la escena. Quien sea fervoroso amante de la virtud, no se limite a apartarse él de los escollos en que pueda naufragar; procure que los demás se alejen también de los lugares en que suele perderse. Una obra de verdadero apostolado realizarán si se esfuerzan en conseguir que las almas redimidas con la sangre de Cristo no sean presa de Satanás entregándose a las pompas y vanidades que renunciaron por el santo bautismo y manchando las alas de su alma con el lodo de la impureza, cuyas salpicaduras son tan difíciles de evitar en los teatros de nuestros días. Siendo tan extraordinaria la afición al teatro, harán bien inmenso los escritores que lleven a él piezas morales, a fin de evitar que los espectadores se intoxiquen espiritualmente con las que hoy privan. L o s sacerdotes en las ciudades populosas, valiéndose del pulpito y del confesonario y de los medios que un celo prudente les sugiera, habrían de ponerse al frente de una cruzada activa y perseverante contra la escena pornográfica e impía. Debería formarse una especie de índice, para repartirlo profusamente entre el pueblo, incluyendo
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LA IRA.
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las comedias buenas, las malas y las indiferentes, como ya en no pequeña parte lo hicieron en sus preciosos libros el P. Burguera y el Sr. González Echávarri; y los periódicos católicos sería oportuno indicasen a los lectores los peligros que ofrezcan las obras que se vayan poniendo en escena.
VIL L a Ira. Hay palabras que pueden tomarse en buen o en mal sentido, sin que envuelvan necesariamente la noción de culpa, por ser en ellas accidental tan sólo. Así sucede con la ira, nombre que expresa o una pasión natural independientemente de toda relación con la norma de las costumbres o un pecado, raíz y cabeza de otros muchos. Cuando se la llama vicio capital, se censura su desorden o su exceso, sin los cuales puede existir y de hecho existe en no pocas ocasiones. N o siendo contraria a la razón, no hay por qué juzgarla reprensible, y aun muchas veces ayuda a sostener las virtudes o es ella misma una virtud, que recibe el nombre de celo. Los propios seres inanimados ofrecen especial resistencia a cuanto perturba o contraría el regular funcionamiento de su organismo o se dirige a destruirlos o menoscabarlos, y aun parece que tienen voz para protestar y quejarse, como se percibe en el lienzo
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LA IRA.
que se desgarra y en la madera que se parte y salta en astillas. En los animales el dolor es la reacción inconsciente contra el mal experimentado, a la cual se sigue una concentración de fuerzas y aumento de energías conscientemente encaminadas a evitar o repeler o combatir la causa de la perturbación y del daño. El instinto de conservación que la divina providencia puso en ellos, los lleva a huir o rechazar lo que se les representa o sienten nocivo; y el choque o el simple contacto o la sola vista de lo que les produce molestias o les causa perjuicio pone en movimiento su irritabilidad con una excitación nerviosa que hace aparecer actividades latentes, de las que en estado normal nadie se formaría idea. E n el hombre hay además cierto fondo de nobleza y un sentimiento innato de justicia, que le impresiona, y le conmueve y le hace protestar enérgicamente ante el crimen impune y la iniquidad vencedora y la inocencia atropellada. Fundados en el amor de nosotros mismos experimentamos dos tendencias naturales, una que nos lleva a desear y procurar lo que tenemos por útil, agradable y honesto, y otra que nos inclina a repeler lo que nos disgusta o en algún concepto nos perjudica, y a superar las dificultades y vencer los obstáculos que se oponen a que consigamos lo que nos parece un bien. Esta inclinación, por fuerte y poderosa que sea hallándose dirigida y moderada
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LA IRA.
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por la razón, lejos de perjudicar puede servir para mucho. Ella ha sido el fundamento y el resorte de las hazañas más atrevidas, de las resistencias más heroicas, de las acciones más levantadas y sublimes. Ahí encontraron muchos santos, siguiendo las inspiraciones e impulsos de la gracia, parte de esa fuerza prodigiosa con que asombraron al mundo en su lucha consigo mismos y contra su perversa naturaleza para arrebatar el reino de los cielos que sufre violencia y sólo se da a los esforzados. En este llamado apetito irascible suele haber como en depósito y en reserva y a prevención un cúmulo incalculable de poderosas energías necesarias para los momentos de peligro y que en él se desarrollan y revelan, las cuales a los que ejercen autoridad ayudan mucho para sostener el orden, para reprimir los desmanes, para vengar las injusticias. «Airaos, mas no pequéis», dice Dios en los salmos. Puede, según e s t o , manifestarse la ira sin pecado. E s una pasión indiferente de suyo, cuya moralidad depende de su objeto, fin y circunstancias, comparable a un caballo fogoso que si obedece a la espuela nos lleva con prontitud al término del viaje, mas si se desboca fácil es que nos arroje y despeñe, o a un cuchillo, propio para rechazar las injustas agresiones, pero que no manejado bien puede herir al mismo que lo usa. En nosotros está el hacerla, lo mismo que al cuchillo, o instrumento de la justicia o arma para el crimen,
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LA IRA.
La flojedad de Helí y otros personajes bíblicos, su falta de energías para atajar los excesos y para la punición de los crímenes, fué severamente reprendida y castigada. Digno de loa es quien olvide y perdone sus ofensas: vituperio merece el quedar insensible ante las ofensas inferidas a la Majestad de Dios. Moisés, el hombre de mayor mansedumbre, según testimonio de las santas Escrituras, al bajar del monte Sinaí y hallar a la multitud idolatrando, tiró contra el suelo e hizo polvo las tablas en que el dedo mismo de Dios había escrito la L e y santísima del decálogo, y mandó a los levitas recorrer el campamento espada en mano para dar muerte a todos los que encontrasen. Fineés atravesó con su daga a dos personas que v i o pecando. Samuel degolló al rey A g a g perdonado por Saúl contra el precepto de D i o s ; Elias hizo morir a centenares de sacerdotes de los ídolos; y otros muchos nos presenta la Biblia que, arrebatados de una santa cólera, del celo por la divina gloria, en uso de su autoridad o por inspiración de lo alto, castigaron los crímenes ejemplarísimamente. El mismo Salvador, modelo incomparable de mansedumbre, llamó zorra a Herodes, y raza de víboras y sepulcros blanqueados a los fariseos, y generación perversa y adúltera a los judíos, y al ver a los traficantes en el templo los arrojó de allí a latigazos y echó a rodar sus mesas y sus mercancías.
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LA IRA.
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El apetito de venganza no es siempre desordenado, ni cuando lo es implica siempre culpa grave, ya por parvedad de la materia ya por no concurrir la plenitud de advertencia y de consentimiento que para el pecado mortal se requiere. Danse ímpetus de ira anteriores a su conocimiento y en los que la voluntad no intervino para nada, tempestades que estallan en nosotros sin nosotros, fuego que se enciende sin que le prestemos combustible ni hayamos aplicado la mecha. Pero no se peca cuando no se quiere, ni es culpable el que no fué Ubre. N o el sentir, el consentir es lo que se castiga; no el sufrir las acometidas del enemigo deshonra, sino el rendir las armas sin lucha o el dejarse por cobardía o descuido superar en ella. L o censurable es el desorden en el apetito de la venganza, o porque su autor no tiene derecho a inferirla, o porque no la merece el objeto de ella, o porque la intención no es recta ni el fin laudable, o porque en el modo ha habido algún exceso. Por lo mismo que existe ira reprobada e ira indiferente y aun digna de premio es fácil equivocarse tomando la una por la otra, tanto más cuanto que el vicio se suele cubrir bajo la capa de la virtud adoptando su nombre y sus apariencias. A las personas espirituales, a quienes ni el brillo del oro deslumhra, ni los placeres de los sentidos engañan, el tentador procura hacerlas caer en este pecado; y en los que tienen autoridad ocurre no pocas
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veces que cuando dicen que castigan las injurias contra ella, no hacen sino vengarse de injurias personales. D e ahí que convenga muy mucho vivir prevenidos y alerta contra pasión tan poderosa y sutil, cuyos primeros impulsos si no se atajan, no se sabe a dónde se puede llegar, aunque se sabe que el camino no puede ser más peligroso, ni más contrario al que debe seguir un hombre de buen entendimiento y sobre todo un discípulo de Cristo. T o d o s los vicios deforman la imagen divina en la criatura racional; pero de una manera particular éste. Dios es amor y la ira es odio; Dios goza en hacer el bien, y al iracundo nada le complace como hacer el mal a su enemigo. A todos los animales proporciona el Señor armas para su defensa; sólo el hombre viene a la vida desnudo y desprovisto de medios para causar daño a fin de que entienda que nació para la paz y el mutuo afecto. Y sólo él, sin embargo, vive en perpetua lucha y continuo choque con los de su misma especie: las fieras más sanguinarias pertenecientes a una misma raza no se hacen la guerra y por lo general viven entre sí pacíficamente. Hasta los demonios, sembradores de enemistades y atizadores de toda discordia, están unidos y van de acuerdo. La razón nos distingue de los brutos, y aunque todos los pecados la disminuyen en algún sentido
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y la amenguan, ninguno tanto como el pecado de la ira. Este comúnmente no la perturba sólo, la arrastra y la trastorna también; no se satisface con debilitar su luz, llega a extinguirla en absoluto. Ocupa el lugar del entendimiento en el gobierno del alma y, ciega como es, coge el timón sin reparar en el rumbo que ha de seguir ni en los escollos contra los que va a estrellarse. Cómo se hallará el alma del colérico, cuál será el horrible estado de un espíritu hecho a imagen y semejanza de Dios, se descubre y se deja conocer cuando la ira reviste grandes proporciones y no pudiendo contenerse en lo interior estalla y revienta como un volcán; cuando el color se muda, los labios tiemblan, los dientes rechinan, los ojos parecen querer salirse de las órbitas, los cabellos se erizan, se crispan los nervios, la voz se enronquece, la palabra falta o sale como a borbotones, y un movimiento convulsivo agita y sacude el cuerpo todo. Muchos pedagogos, para que los niños no se acostumbren al vicio de la ira, aconsejan que cuando están encolerizados se les ponga delante un espejo donde observen lo feos que están entonces. Si el que se deja dominar por esta pasión se formara concepto del espectáculo que ofrece, seguro es que procuraría librarse de dominación tan bochornosa. Filósofo gentil hubo que la evitó para toda la vida con sólo acordarse del aspecto que presenta el iracundo.
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Ira existe que no se diferencia de la locura sino en durar menos y ser voluntaria. A veces, sin embargo, se hace habitual y termina en el manicomio. Cuantos dolores, cuantas enfermedades peligrosas, cuantos trastornos graves en el organismo produce, lo muestra a todos la medicina clarísimamente. La historia, por su parte, registra hechos sin número de muertes repentinas, como la del emperador Valentiniano, a causa de un violento acceso de cólera. Y no a sí propio daña únicamente el que con la repetición de actos contrae este hábito funesto: se trasmite a la prole como herencia de maldición. Es además vicio contagioso que a los ya propensos a él se comunica fácilmente; y más de una vez se ha observado que por la arrebatada furia de una sola persona un pueblo entero se conmovió y lanzóse en el colmo del frenesí a los excesos más criminales. Muy desgraciado es quien se deja habitualmente llevar y arrastrar por los ardorosos impulsos de la ira. N o le faltarán sobradas ocasiones que se la exciten, siendo tan imperfecta nuestra condición, tan limitadas nuestras facultades, tan duro y arduo el combate por la existencia, y viviendo en una sociedad tan perturbada donde los intereses son tan contrarios, las aspiraciones tan opuestas y la concurrencia para todo tan grande. Su imaginación sobrexcitada le pinta agravios que no existen, y los que realmente le fueron inferidos los ve con
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LA
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cristales de aumento. Su corazón ulcerado, en cuanto se le toca, sufre grandes dolores: no es el frío pedernal a quien hay que herir fuertemente con el eslabón para que despida chispas, sino pólvora seca que al menor roce se inflama. Como al que tiene un miembro llagado parece que todos los golpes y rozaduras son en lo vivo de la llaga, al colérico le parece que en todo se intenta excitar su enojo. Y cuando éste hace explosión, perdida la cabeza, se hacen cosas que al recobrar la calma se lloran sin consuelo. Ni los lazos de la amistad, ni los vínculos de la sangre, ni los respetos más altos contienen. Se pasa por encima de las consideraciones más atendibles, y se llega a los extremos más vituperables. A l modo que las nubes tempestuosas se resuelven en lluvia, el llanto y el arrepentimiento siguen por lo común a estas tempestades del alma, tan inútilmente sin embargo como se retira la mano que lanzó la piedra o se rompe el arco con que la saeta mortífera fué disparada. Si no siempre por obras, casi siempre la ira, la ira culpable, que es la de que venimos hablando, se manifiesta por palabras, de que por lo común amargamente pesa al iracundo cuando vuelve a entrar en el dominio de sí mismo. Los ríos al desbordarse inundan de cieno las riberas; la olla puesta a la lumbre, si rompe a hervir, arroja a borbollones lo que dentro tenía, quemando lo que a su derredor encuentra: así el airado vomita el veneno que su LÓPEZ PELAKZ, Pee.
capit.
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LA IRA.
inmundo corazón roído por el odio contiene, salpicando a los circunstantes con insultos y calumnias y descubriendo a trueque de hacer daño a los otros los secretos que más le importaba guardar. Los demás viciosos huyen de Dios, y lejos de gozarse en ofenderle desearían que en la satisfacción de sus vicios no hubiese ofensa ninguna: el colérico levanta contra él su lengua de serpiente y su mano de sacrilego, imitando a Calígula que, furioso porque la lluvia deslucía un espectáculo dio orden a las tropas de que disparasen sus arcos contra el cielo, sin advertir que las flechas a muy escasa altura podían llegar y al caer habían de herir a los soldados. Y no sólo contra Dios, cuando la divina providencia no les depara los sucesos como se les antoja, y contra los prójimos de quienes han o suponen haber recibido algún ultraje, se revuelven descompuestos los iracundos. Como el perro se lanza rabioso sobre la piedra que le ha herido, la furia de ellos va a descargar muchas veces sobre los seres insensibles, empeorando la propia situación y poniéndose en ridículo ante quienes contemplaren tales escenas de una demencia la más extremada. Jerjes escribió amenazadora carta al monte Athos, porque sus rocas no se dejaban cortar fácilmente; Ciro se detuvo, perdiendo la ocasión de conquistar entonces a Babilonia, para poner en seco un río en cuya impetuosa corriente se le había ahogado
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un caballo; Augusto César después de una tormenta en que estuvo a pique de perecer, no hizo, como otro príncipe, dar al mar trescientos azotes, pero hizo que a Neptuno, por el cual estaban los mares representados en la mitología, se le borrara del número de los dioses. D e muchos parecidos hechos consignó y trasmitió la noticia la antigüedad clásica: desgraciadamente también a los cristianos empuja con frecuencia la ira a extremos que serían mucho para reir si no fueran tanto para llorar. Nada hay más natural al hombre que la sociedad, y nada hay más contrario a la sociedad que la iracundia. El esclavo de esta pasión es un martirio para los que le rodean, y los que pueden huir de su lado se apresuran a dejarle solo, como quien se aleja de un animal feroz. L o s brutos más fieros por su naturaleza, con el trato e industria del hombre se vuelven mansos, y el hombre por su naturaleza manso se vuelve alguna vez para los otros hombres la más fiera de todas las fieras. Si hubiera derecho a encolerizarse y a la ira pudiera responderse con la ira, los desmanes traerían más desmanes, al agravio del uno se seguiría el agravio del otro y el mundo sería arena de no interrumpida batalla y la sociedad manada de animales rabiosos. El que quiera formarse idea de los estragos indecibles causados por este monstruo horrendo, ponga la vista en el campo de la historia. . . Todas esas ciudades destruidas, todas esas comarcas 9*
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desiertas, esos cementerios donde yacen mundos, esos naufragios donde perecieron civilizaciones florecientes, esos montones de pavesas y océanos de sangre que la humanidad deja en pos de sí marcando de este modo su paso, obra suya son, la obra de la ira. Ella fué la autora de las traiciones más horribles, de las ventas más criminales, de las infamias más espantosas, de las injusticias más tremendas. Conquistadores de razas, dominadores del globo, no sabiendo vencer su pasión ni logrando dominarse a sí mismos, cayeron del pedestal de la gloria arrastrando en la miserable caída a su pueblo. A las enseñanzas de la experiencia, a la autoridad de la historia se unen en este punto las enseñanzas de la razón natural, la autoridad de la filosofía. L o s moralistas gentiles, particularmente nuestro compatriota Séneca, nos legaron páginas elocuentes, exhortaciones vehementísimas para que no nos dejemos señorear de tirano tan cruel. L o s católicos tenemos un criterio más seguro y una doctrina todavía más elevada, la voluntad de Dios, la doctrina de los libros inspirados, en los cuales se nos dice que no nos encolericemos con el prójimo \ que seamos tardos para la i r a y no veloces , apartándonos de e l l a arrancándola del 2
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Eccli. x x v r n , 8.
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Eccl. v i l ,
10.
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Iac. i,
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Psalm.
xxxvi.
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corazón , sin entregarnos a su señorío , ni dar entrada al d e m o n i o , porque el furor es e x e c r a b l e y verdaderamente mata al insensato y le hace reo en el juicio , y porque el iracundo se hace intratable , es en su casa como un l e ó n , produce mil discordias , provoca a la riña , suscita p l e i t o s y siente mayor inclinación a la c u l p a , no obra la justicia de Dios ni guarda el a l m a , por olvidar el temor divino . Dios mismo bajó a la tierra, se hizo hombre y habitó entre nosotros para enseñarnos la virtud contraria a la ira. En todas se señaló maravillosamente, pero ésta parece quería que fuese como el distintivo suyo, y por ella rogaba y conjuraba el Apóstol a los fieles. «Aprended de mí», decía el Señor a las muchedumbres. ¿Y qué era lo que con tanta solemnidad mandaba aprender, no ya en sus predicaciones, en sus enseñanzas, sino de su propia persona? N o quiso que aprendiésemos de él a dominar en los vientos y en los mares, a vencer a la muerte, a cambiar los elementos, a trastornar las 1
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Eccl. xt,
10.
3
Eph. í v ,
26.
5
Iob x x x v i ,
7
Prov. x v i i i ,
0
Prov. x x x ,
1 1
Eccli.
, s
Iac. 1,
1 5
Eccli. x x v m ,
2
18. 14. 35.
XXVIII,
1.
19. 8.
Iob x x x v i ,
18.
4
Eccli. x x v i i ,
6
Matth. v,
22.
33.
8
Eccli. í v ,
35.
, 0
Prov. x v ,
18.
1 3
Prov. x x i x ,
1 1
Eccli. n i ,
31.
32.
1 0
2 Cor. x,
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leyes de la naturaleza, a hacer, y destruir mundos. «Aprended de m í » , dijo, «porque soy manso y humilde de corazón.» Por dechado de mansedumbre se presentó, y no se puede, con efecto, poner en él los ojos sin sentirse uno movido y como llevado a detestar y reprimir la cólera, viendo qué lejos estaba de mostrarla cuando más parecía dársele motivos para ella. Las gentes del pueblo le molestaban con peticiones importunas, los sabios con cuestiones inútiles, los apóstoles con su rudeza y con sus defectos; y los enemigos no gozaban sino en herirle en su fama, ofenderle en su honor, ultrajarle en su sacratísima persona. Cordero de Dios le llamó el Bautista, y era efectivamente como cordero que se deja trasquilar y lo arrastran para matarlo sin que exhale un balido ni oponga la menor resistencia. A Judas que le vende con un beso, le llama amigo; a Pedro que le niega, le dirige miradas de amor; al criado que le da de golpes, le arguye con tranquilidad y calma; el juez se maravilla de que no responda a los acusadores pérfidos y a los testigos falsos; en la cruz rompe el silencio, sus labios al fin se abren — l para qué ? {para mandar a las piedras despedazadas, que se levanten contra los verdugos, y a la tierra temblorosa, que los sepulte en sus entrañas, y al cielo enlutado, que los pulverice con sus centellas, y a los ángeles entristecidos, que con una mirada los anonaden? Cuan lejos de e s o : de misericordia
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son sus palabras: Perdónalos, Señor, ruega a su Eterno Padre, perdón para ellos, porque no saben lo que hacen. Quien así venció, quien murió así, ¿podía no esperar que sus enseñanzas fueran atendidas, que se pusiesen en práctica sus exhortaciones, aunque al natural soberbio e irascible del corazón humano costara mucho conformarse a la benignidad y a la dulzura del corazón divino? Antes se prohibían los actos externos de la cólera, se castigaba el homicidio, el primer pecado que se cometió fuera del Edén, el crimen que hizo al culpable Adán ver la sangre de uno de sus hijos derramada traidoramente por el otro. El quiere combatir este delito en su origen, arrancar su raíz, cegar su fuente. Por eso p r e d i c a b a : «(Disteis que fué dicho a los antiguos: N o matarás; y quien matare, obligado quedará a juicio. Mas y o os digo que todo aquel que se enoja con su hermano, obligado será a juicio. . . . Por tanto si fueres a ofrecer al altar, y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda, vé a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a ofrecer.» Y después de conminar con espantosas amenazas a los violentos, promete recompensas inefables a los mansos. «Felices ellos», decía en el mismo prodigioso sermón de la montaña, «porque la tierra será posesión suya.» 1
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Los mansos, pues, poseerán la tierra de promisión, que es el cielo, y la tierra que se les ha dado para su cultivo, que es la propia alma. Señores de su voluntad son aquí ya bienaventurados, lo que no fueran si, señores del universo mundo, estuviesen esclavizados por la ira. Mientras el que monta en cólera, sale fuera de sí mismo y con sus arrebatos ahuyenta a todos, pues nadie quiere permanecer junto a un volcán que a la hora menos pensada hace explosión, o junto a una fiera que sin saber por qué se irrita y se encruelece; el que se posee a sí, posee también el afecto de los otros; su dulzura atrae, su calma impone respeto, su paciencia despunta las flechas de la envidia, su benignidad desarma y conquista a sus enemigos. L o s proyectiles que éstos lancen, dando en la blandura de un corazón pacífico no causan el destrozo que si encontraran fuerte resistencia. Las olas de la enemistad son como las del océano, que baten con furor los duros escollos y mitigan sus ímpetus en las suaves arenas de las playas. Cuando los apóstoles pedían a su Maestro que enviara rayos y centellas contra las ciudades que no le querían oir, «no sabéis de qué espíritu sois», les respondió Jesús. N o tiene, no, su espíritu el que no sigue sus ejemplos y enseñanzas de caridad y benevolencia. El Espíritu Santo no puede permanecer tampoco en un alma turbada por la ira. Bajo la figura de paloma se hizo visible sobre la cabeza del
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Redentor en el río Jordán, expresando así cuánto le agrada la mansedumbre y la dulzura; y por la suavidad del aceite se simbolizan su gracia y sus dones. Sobre un mar en calma se refleja como en un espejo el azul de la bóveda celeste, riela la luna, brillan las estrellas y el firmamento entero parece haber descendido a su superficie; pero al punto que el furor de los aquilones y el hervir de las tempestades altera y agita las olas, desaparece de las aguas la imagen del cielo. L o propio sucede en el alma, de la cual hace desaparecer la ira los carismas celestiales. «En esto se conocerá que sois mis discípulos», decía Jesús a los apóstoles, «en que mutuamente os amáis.» El que se enfurece contra su prójimo falta al amor que le es debido y se hace responsable de la malquerencia que con su injustificada conducta le puede inspirar. Revelando el Señor el secreto de nuestra fraternidad, nos impuso el precepto de que nos quisiéramos como hermanos y como hermanos recíprocamente nos dispensáramos las faltas. Para pedir al Padre común que está en los cielos, nos enseñó una oración que es la censura más terrible del rencoroso y vengativo: Perdónanos nuestras deudas, decimos, como nosotros a nuestros deudores. Así como perdonamos, así queremos que se nos perdone. Nuestra súplica es nuestra propia sentencia. Si negamos a los demás el perdón, el perdón nuestro se nos negará también.
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Había un rey, predicaba Jesucristo, que quiso entrar en cuentas con su servidumbre. Y el primero que le fué presentado, le debía diez mil talentos. Como no tuviese con que pagar, mandó el señor que se le vendiera con los hijos y la mujer y cuanto tenía. Entonces el siervo, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Señor, espérame, que todo te lo pagaré. Compadecido el amo le dejó libre y le perdonó la deuda. Mas luego que salió aquel siervo, halló a otro que no le debía más que cien denarios, y trabando de él le quería ahogar gritando: Paga lo que me debes. Y echándose a sus pies su consiervo, le decía suplicante: T e n un poco de paciencia y todo te lo satisfaré. Mas él no quiso, sino que fué y le mandó poner en la cárcel hasta que diese lo que le adeudaba. Y viéndolo los demás se entristecieron mucho y fueron a contárselo todo al señor. El cual le llamó y le dijo: Siervo malo, toda la deuda te perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías, pues, tener compasión de tu compañero, así como y o la tuve de ti? Y enojado le hizo entregar a los atormentadores hasta que pagase todo lo que debía. D e esta manera, decía el divino Maestro, terminada la parábola, de esta manera hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonareis de corazón cada uno a su hermano. E n verdad que, considerando la paciencia que Dios tiene con nosotros, parece imposible que nosotros no la tengamos con los que nos ofenden y
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ultrajan. Si reflexionamos en el número, diversidad y malicia de nuestros pecados, en el largo tiempo que permanecimos en la culpa, en la resistencia que oponíamos a los amorosos llamamientos de la gracia, en las muchas veces que huimos de Dios después de vueltos a sus brazos, en lo dispuesto que ahora mismo se halla a olvidarse de nuestra ingratitud y a reconciliarse con nosotros en cuanto así lo queramos, a pesar de la distancia infinita que existe entre su majestad y nuestra vileza; ¿cómo nos atreveremos a guardar rencor a nadie? Mucho tendremos que perdonar; pero ¿no es mucho más lo que Dios nos perdona? Grandes serán las ofensas que se nos han inferido: ¿lo serán, empero, tanto como las que él de nosotros recibe? Si nuestros enemigos atrozmente nos han injuriado, los de él le pusieron en la cabeza un cerco de espinas, en los labios hiél y vinagre, en los ojos una venda, en el cuello una soga, en las manos una cuerda para atarle a la columna de los azotes, en los hombros el alba de los dementes, en las mejillas bofetadas y salivazos, en los pies clavos agudísimos y en el corazón la punta de una lanza. En aquella horrorosa tempestad de oprobios y de injurias, cuando los compañeros de suplicio le blasfemaban y los causantes de él con loco júbilo se reían, desde lo alto del más infamante de los patíbulos tendiendo una mirada sobre aquel pueblo de hienas, que con muecas de salvajes y gestos de
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demonios le insultaban, contestando con sarcasmos horrribles a sus quejidos y a sus ayes con vociferaciones de frenética alegría, y no apartaban de él los ojos inflamados por el odio para beberle con ellos hasta la última gota de sangre, para contemplar ebrios de satisfacción todas sus contorsiones y desfallecimientos, para no perder el menor detalle de aquel terrible espectáculo, estremeciéndose de gozo en cada una de las fases y circunstancias de la más espantosa de las agonías, «Señor», decía Jesucristo a su Eterno Padre, «no saben lo que hacen.» N o saben tampoco lo que hacen quienes pretenden hacernos daño. En ninguna manera lo consiguen si nosotros no queremos; porque no hay verdadero daño más que el de la culpa, y las ofensas que recibimos pueden aun servir para ejercitar nuestra virtud y para que por nuestra paciencia la tenga Dios con nosotros, perdonándonos nuestras faltas así como nosotros perdonamos las de nuestros ofensores. En cambio, a sí mismos se causan un mal incalculable, pues al ofendernos injustamente , ofenden a nuestro Padre celestial y llaman sobre sus cabezas el rayo de las maldiciones divinas. Si fuera permitido el deseo de la venganza, hasta por vengarnos debiéramos perdonar a los que nos injurian. Contestar a su ira con la nuestra es descender al nivel s u y o ; no imitando su rencorosa con^ ducta, no devolviendo mal por mal, alcanzamos sobre
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ellos una superioridad que los humilla. Cuando se quiere herir un objeto insensible, quien se lastima es la mano que lo golpea. A l caer sobre el suelo las piedras de un edificio, se deshacen y se convierten en ruinas. El daño que causemos a nuestros ofensores no remediará nada, no disminuirá el que se nos infirió. L o que conseguimos será que se nos castigue como a él, por imitarle en su mala voluntad y en sus malas obras. pítales; es la cabeza y el origen y la raíz de t o d o s , l en cuanto fué el primero cometido en la tierra,? sin el cual no se hubiera cometido ninguno. Colocó Dios a nuestros primeros padres en amenísimo huerto poblado de infinita variedad de plantas, que inclinaban hacia el suelo sus brazos cargados de fragantes, suavísimos, vistosos y delicados frutos; y de todos los árboles les permitió comer menos de uno, y esto bajo pena de muerte. El tentador puso en los oídos de Eva las palabras que pone en los labios y en la pluma de algunos impíos, cuando la Iglesia manda abstenerse de determinados manjares en ciertos días: ¿A qué esta prohibición? ¿Por qué no ha de poder comerse de todo? ¿Cómo es posible caer en falta e incurrir en eterna muerte por tomar alimentos dejados por Dios mismo al alcance de nuestra mano y a los cuales él, como autor de la naturaleza, nos inclina? La belleza de la fruta vedada consumó la obra de la seducción, haciendo deducir que sería tan grata al paladar como a la vista, y Eva comió y logró que comiera su marido. El mundo observó con espanto que era desobedecido el Creador del mundo; que el rey de la tierra había venido a ser esclavo de la gula; y que por la posesión de una manzana renunciaba a LÓPEZ PKLÁEZ, Pee.
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poseer a Dios. D e s d e aquel momento se rebeló contra el rebelde, puso bajo sus pies espinas y abrojos, azotó su rostro con las alas de los huracanes, extendió sobre su cabeza un cielo cubierto de nubes y encorvó su cuerpo hacia una tierra ingrata, que solo se fecundaría y fertilizaría con el sudor de su frente y que en el instante menos pensado había de abrirse para tragarle y esconderle en sus entrañas. El primer hombre v i o sublevarse en daño suyo todos los elementos; y mucho más grande fué su terror y su angustia cuando experimentó la guerra en sí propio, notando que el apetito inferior no obedecía al superior, y que la carne conspiraba contra el espíritu. Sus hijos, los hombres todos, recibimos de él, juntamente con la vida, su naturaleza rebelde, su sangre inficionada por la culpa, sus malas y torcidas inclinaciones. Pecado de gula fué el pecado original, del que provinieron cuantos males la humanidad sufre, y como un pecado original es para cada hombre la gula, causa de un sinnúmero de trastornos físicos y morales. En la primera culpa concurrieron muchas circunstancias para hacerla tan grave y merecedora de tan graves castigos: el pecado de la gula no excedería los límites de leve si no le acompañasen circunstancias y no le siguiesen efectos que cambian y aumentan su culpabilidad. Fácilmente se comete y fácilmente se perdona. N o al comer la fruta de un árbol, no en un manjar prohibido, sino en toda
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clase de comida, siempre que tomamos alimento, podemos faltar al orden establecido por D i o s , podemos ir contra el dictamen de la razón, que es la regla próxima de nuestros actos. — El fin de la refección es el sostenimiento de la vida mediante la conservación de la salud y de las fuerzas. La vida es un trabajo continuo, trabajo de desarrollo, de perfeccionamiento o simplemente de defensa, cuyas pérdidas, propias de todo trabajo, es preciso reparar con la alimentación, la cual es como el combustible que mantiene encendida la - caldera en la máquina de nuestro organismo. T o d o lo que a este objeto no sirviere, todo lo que con este fin no se conforme, por demás es y fuera de regla. Y no es fácil en cada caso discernir dónde acaba lo preciso y comienza lo superfluo, dónde está lo conveniente y dónde puede estar lo dañoso. En una misma persona no ha de ser siempre una misma la manera de sustentación, pues se debe tener en cuenta la diferencia de edad, de salud, de trabajos, de apetencia y hasta de posición social. Por muchas causas y por numerosos conceptos p u e d e haber desorden: en la cantidad, por exceso; en la calidad, por ser demasiadamente exquisitos o preparados con demasiado estudio los manjares; en el modo, por la avidez con que se devora más bien que se come; en el tiempo, adelantando la hora sin necesidad ni conveniencia, sólo por anticipar el gusto de saborear las viandas; y en el fin, to10*
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mando por tal el placer de la comida, que no es sino un medio ordenado por Dios para excitarnos a la nutrición, sin la cual las fuerzas decaen y la misma vida, como lámpara sin aceite, llega a extinguirse. N o es pecado comer con g u s t o , sino comer por sólo gusto. Los alimentos son deleitosos para hacerse atractivos, pero no para tomarse nada más que por el atractivo del deleite. Esto sería cambiar el orden de la naturaleza, lo cual no se verifica sin culpa. N o e s , sin embargo, de gravedad, a menos que en el placer de la mesa se ponga el fin último de la vida, y primero que renunciar a él esté uno dispuesto a renunciar a Dios, quebrantando sus mandamientos y los de su Iglesia. Aunque semejantes hombres parezcan imposibles, se dan sin embargo, para confusión y oprobio de la humana naturaleza. L o s hay para quienes, según la enérgica expresión de San Pablo, su dios es su vientre. Como el epicúreo que no se avergonzaba de decir que su oficio era comer para vomitar y vomitar para comer, y a semejanza del salvaje que, preguntándole un misionero para qué fin creía haber | venido al mundo, contestó que para comer arroz; j algunos cristianos, despreciadores de la doctrina y enemigos de la cruz de Cristo, llamándose servidores suyos, no sirven más que al estómago, y en lugar de comer para vivir viven para comer. Imitadores del animal que colocado debajo de la encina devora su fruto con la vista fija en él, sin le-
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vantarla nunca al árbol de donde procede, se precipitan sobre el alimento para saciar sus bestiales instintos, sin acordarse de dar gracias al que les dio la vida y los medios con que sostenerla. Su primer pensamiento al levantarse de la cama es cómo han de regalar el gusto aquel día, y la única ocupación de aquel y de los demás días es poner por obra el mismo pensamiento, que sería también el único en el alma de un cerdo si un cerdo tuviese alma.^_ Aquello se adora que excesivamente se ama; el amor convierte en ídolos sus objetos. El pueblo israelita se sentó al pie del monte Sinaí para comer y beber, y se levantó para idolatrar. Se olvidó del Dios que maravillosamente le había sacado de Egipto, y cayó de rodillas ante la imagen de un becerro. T o d o el que peca niega a Dios, apostata de Dios, se rebela contra Dios, le vuelve las espaldas para buscar satisfacción a sus reprobables deseos; examina, compara, pone en un platillo de la balanza al Creador y en el otro a la criatura, y juzga a ésta más digna de ser amada, o mejor o más útil o de mayor deleite. El glotón le desprecia más que nadie, porque le pospone a las cosas que valen menos. N o se puede descender a mayores bajezas que en la gula, ni con ninguna otra comparación se puede hacer bajar a Dios tanto. Por un puñado de lentejas renunció Esaú a ser considerado como hijo
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primogénito de un patriarca; por un puñado de comida hay quien renuncia a tener por padre a Dios. L o s placeres del cielo, propios de los ángeles, se abandonan por un placer material, propio de las bestias. L o s puerros y cebollas de Egipto eran deseados en el desierto por los hijos de Israel, a quienes fastidiaba el maná que contenía los sabores de todas las dulzuras. Hijos del Salvador, apacentados con su propia carne y sangre divina en la tierra y llamados a gozarle eternamente en su gloria, todo lo desdeñan con tal de satisfacer el apetito que les es común con los animales y es el propio y característico del animal. Seres hay en lo último de la escala zoológica que no se distinguen de las plantas más que en las funciones nutritivas y que no tienen otro signo de sensibilidad más que éste. Ningún sentido más grosero que el del gusto. Por ningún otro nos ponemos en relación tan íntima con la materia. L o s demás nos dan a conocer sus cualidades, este introduce en nosotros su misma substancia; y no de modo sutil y como en quinta esencia, cual sucede con el olfato, sino según en la realidad existe. Cierto, la gula pocas veces lleva al hombre al desprecio formal de D i o s , a compararle de una manera positiva con el objeto de la pasión y hacerle formar juicio de que, puesto a elegir, le es preferible seguir a ésta. Pero con frecuencia le dispone, le inclina, le arrastra a quebrantar los pre-
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ceptos del Señor, a oponerse a la voluntad divina. Los alimentos tienen por objeto prolongar la vida conservando la salud del hombre, y para no pocos, por causa de una gula desenfrenada, son motivo de enfermedades, de vejez anticipada y de muerte prematura. La leña alimenta el fuego, mas si se amontona mucha leña, el fuego queda sofocado; con el agua se fertiliza la tierra, pero si cae con exceso, más daño le hace que beneficio. L a demasiada copia, variedad y preparación del mantenimiento hace trabajar demasiadamente al estómago, produce abundancia de nocivos humores, acumula los residuos de una nutrición superflua, vicia la sangre, entorpece todas las funciones vitales, y cuando no causa trastornos violentos en el organismo, va preparando elementos morbosos que lentamente minan las más robustas complexiones. La medicina desde los tiempos de Hipócrates y de Galeno señala la intemperancia como el origen de la mayoría de las enfermedades, lo cual expresa el buen sentido de los pueblos con múltiples adagios. La historia nos refiere la frugalidad de los hombres en los tiempos patriarcales y en la primera edad de la población helena, describiéndonos cuan parcos eran sus más espléndidos convites; y por la Biblia y por Homero sabemos también a qué extrema ancianidad llegaban. L o s antiguos anacoretas, y lo propio se observa en las órdenes re-
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ligiosas más rígidas, siendo abstinentes hasta lo sumo, morían de puro viejos después de haber vivido sanos y felices. H o y mismo es la templanza una de las causas potísimas de que la robustez y la longevidad residan entre los habitadores del campo más bien que en las ciudades. Y lo que sucede en los individuos, sucede en las naciones. Durante las seis primeras centurias de su existencia, Roma fué modelo de sobriedad; y entonces no se conocían en ella médicos y sus armas dominaron el mundo. Pero al vencer al Asia quedó vencida por los vicios y esclavizada por los deleites de ésta. N o hubo desde entonces pueblo más dado a la glotonería, ni de otro se sabe que más presto y a mayor decadencia llegara. N o consiguen los gulosos, antes al contrario, el fin de la alimentación, que es, como hemos dicho, reparar las fuerzas y sostener la vida. Tampoco consiguen el fin que ellos se proponen: recrear el paladar y satisfacer el gusto. La misma naturaleza castiga a los que de ella abusan; y los que trastornan sus leyes sufren a su vez no ligeros trastornos. L a hartura es compañera del hastío. La sensibilidad excitada más allá de los límites de lo justo, se irrita primero y luego se embota. Los resortes del goce usados con exceso se gastan, se aflojan y dejan de funcionar. N o encontrando ya en la mesa la delectación de antes, acude el goloso a todos los aperitivos, a los excitantes más
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enérgicos, a los condimentos más fuertes; pero pronto no consigue otra cosa que estragar el paladar y perder o pervertir el gusto. El estómago, a quien oprime y tiraniza y ultraja, haciéndole cómplice de los mayores excesos y condenándolo a un trabajo continuo superior a sus fuerzas, se venga también y toma el desquite proporcionando molestias, incomodidades, náuseas, cansancio, dolores. Las horas del sueño, para los demás reparadoras, tranquilas, de paz y de sosiego, y que son causa de que al final de cada noche se goce como de una nueva existencia, y se observen en la naturaleza tales encantos que parece en aquel momento otra vez creada, son para el glotón horas de pena, de fatiga y de angustia. Cuando el insomnio deja de atormentarle, no por eso descansa. Su imaginación no reposa, sobrexcitada por fantasmas torpes; y pesadillas terribles le asaltan y acongojan. El dolor se acuesta en su mismo lecho, y con sus gritos le despierta. L a alborada, para los otros tan agradable y deleitosa, le encuentra con la boca amarga, el estómago ocupado, los ojos soñolientos, la cabeza dolorida, con el cansancio en todo el cuerpo, y en el alma el tedio y el disgusto. | Muchos le envidian y él envidia a todos. Se le cree feliz, y no hay nadie más desgraciado. Él, que pone la dicha en el deleite y ninguno encontraba como el de la mesa, se acerca ya a la mesa como a un suplicio. Tiene que privarse de lo que más
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le gusta. L a sola vista de los manjares que antes mas apetecía, ahora le asquea. Entre el júbilo de los convidados él está triste, pensando en el daño que puede hacerle la comida, aun tomada con riguroso método. Y no es infrecuente que el estómago muy regalado se resista a aceptar o retener toda clase de mantenimiento y que muera de hambre quien más ha comido y mayor abundancia y diversidad posee de comida. A la par que arruina su salud, arruina su hacienda el glotón. L o que le envejece le empobrece. El estómago es como el tonel de las Danaides, que nunca se acababa de llenar; es un saco que, si hoy está colmado, mañana está vacío; un acreedor importuno que nunca se da por bastantemente pagado y todos los días vuelve con exigencias. L o s irracionales no siguen comiendo ni bebiendo luego que satisfacen su hambre o apagan su s e d ; él solo, usando de la libertad para abusar de la naturaleza, desoye sus dictámenes y conculca sus preceptos. D e la razón se vale para discurrir los modos y trazas de excitar y complacer su apetito sensitivo. L o s animales rehuyen lo que les es dañ o s o ; y él no mira sino a calmar su gula, cueste lo que cueste y venga el daño que venga. Para lisonjear este apetito se ponen a contribución los aires y la mar, se despuebla de animales la tierra, y trabajan sin descanso la mayor parte de los hombres.
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Siéntase a la mesa la ostentación como compañera de la gula; y preciso es recrear la vista, más difícil de contentar que el estómago. A los gastos de la mucha y diferente y muy preparada comida suelen juntarse los aun mayores del lujo en el servicio y de la abundancia de los criados. Quien de esta pasión es subdito, no tiene oídos para escuchar la voz de la caridad; ocupado en procurarse deleites animales, tórnase insensible al dolor de sus hermanos. Como si el corazón se le hubiera bajado al vientre, nada le conmueve ni le interesa nada que con su regalo no se relacione. El rico epulón de la parábola evangélica, cuando la cosecha era grande, no pensaba sino en el modo de ensanchar sus graneros; y a nadie hacía participante de su júbilo; y consigo mismo hablaba, invitando a su alma al regocijo porque en aquel año le sobraría que comer. Diariamente la mesa del otro execrado por Jesús rebosaba de manjares, y ni las migajas caídas al suelo permitía llevasen al mendigo Lázaro que de hambre agonizaba a las puertas de su palacio y a quien los perros, más misericordiosos, iban a lamer las llagas. Faltos de caridad, los tiranizados por el monstruo insaciable de la gula no temen tampoco faltar a la justicia. Su voracidad rabiosa no se detiene ante la consideración de que arruinan a su familia, y malgastan el pan de sus hijos, y a ellos mismos
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puede pasarles lo que al pródigo del Evangelio, que después de haber disipado la herencia paterna se moría de hambre, obligado a guardar puercos, cuya vida era tan semejante a la suya, y no permitiéndosele apenas comer de las bellotas con que ellos se apacentaban. Se contraen deudas, porque hay quien derrocha en francachelas el domingo lo que ganó con su trabajo de toda la semana; y no se pagan, porque ningún otro acreedor es más exigente y más importuno y tirano que la gula. Si- se condesciende con esta pasión y se la deja crecer y erigirse en señora, obliga a hurtar lo que le agrada; cosa no poco frecuente en los hijos de familia y en los domésticos; y aun llega a hacer que, perdido todo respeto a la propiedad y todo temor a la deshonra y al castigo, no se repare en el modo de adquirir riquezas para convertirlas en lo que al paladar se le antoje. Se consigue hartura con el hambre ajena, se compran con el sudor de los obreros los platos más exquisitos y costosos, y a veces en un festín se consume la hacienda de muchos infelices, a quienes se la arrebató la usura o la rapiña. El de Baltasar fué una realidad y un símbolo: con la venta de los vasos sagrados, con el despojo de los altares, con los bienes de que impíamente se desposeyó a los templos y a sus ministros, sustentan el lujo escandaloso de sus mesas muchos sacrilegos, para quienes están ya escritas las palabras terribles que una mano sin. brazo.
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escribió en Babilonia cuando iba a caer sobre ella el castigo de Dios. La codicia, que acude a cualquier medio a trueque de llegar al fin, es por lo común inseparable compañera de la gula, porque ésta, además de ser causa de que se gaste mucho, es causa de que se gane poco. Cuando la ociosidad no la produce, es producida por ella. Se emplea mucho tiempo en comer, y hay que emplear mucho en digerir. El exceso de comida dificulta la digestión, tornándola sumamente laboriosa; y para ayudarla han de concurrir y ponerse en actividad todas las fuerzas vitales. El mucho comer cansa más que el mucho _ trabajar. Así se explica que tantas personas sin hacer nada estén inhábiles e incapaces para todo. N o sudan con el trabajo de sus manos o de su inteligencia; pero sudan y trasudan con los trabajos de la digestión. Otros se cansan y fatigan para que ellos coman, y ellos después de comer experimentan más fatiga y cansancio que los braceros que les cultivan las tierras. Vuelven a la mesa sin haber terminado de digerir, convirtiendo la vida en continuado banquete y el cuerpo en una máquina de comer. Como el cerdo gruñe cuando se le aparta de la comida, se disgustan y se enojan cuando tienen que ocuparse en algo que no tenga relación con sus festines. L o s trabajos intelectuales les repugnan extremadamente y les dan muy escaso fruto. Las horas de
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la mañana son las más a propósito para estudiar,! porque es cuando el estómago se encuentra más! vacío. Casi todos los sabios y los grandes gobernantes y conquistadores fueron sobrios, y con la abstinencia se preparaban y disponían a las obras de mayor dificultad y empeño. N o parece sino que las fuerzas que consume el estómago, se roban al alma; o que ésta disminuye y se aminora en contraria proporción que el cuerpo. En una carne regalada hasta la saciedad con toda suerte de apetitosos y suculentos bocados, se halla el espíritu como el pájaro que tiene los pies metidos en el cepo o las alas pegadas en la liga. Quien desciende tanto, hasta ponerse al nivel y aun por debajo de los animales inmundos, con dificultad sube a las regiones sobrenaturales y muy pronto se cansa de entender en cosas del cielo. L o s israelitas se fastidiaban del pan celestial preparado por mano de ángeles y se arrojaron vorazmente sobre las codornices que como una nube cayeron en su campamento; por eso también cayó sobre ellos la ira de D i o s , y cuando aun tenían la carne en la boca matólos a millares. «Yo tengo otra comida, que vosotros ignoráis», decía Jesús; «y es hacer la voluntad de mi Padre.» El guloso no conoce más comida que la que se tritura con los dientes, ni quiere saber sino de las cosas que saben bien al paladar. Su alma, manchada con los inmundos deleites de la gula, es como
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un espejo sucio donde la imagen de la hermosura del firmamento no puede retratarse. L o s vapores de la digestión, el humo que de un estómago sobrecargado de manjares sube como de una olla hirviendo, forman nubes espesas que entoldan y entenebrecen el cielo del espíritu, impidiéndole ver las cosas divinas. N o gustando ni concibiendo siquiera los placeres celestiales, el hombre fácilmente se precipita en los carnales. «La abundancia y la hartura, he aquí el origen de las iniquidades de Sodoma», clamaba un profeta. Verdadero prodigio sería que gula y lujuria caminasen separadas. T o d o s los que desean conservarse castos, principian por ser sobrios. Dar comida superflua al cuerpo, es dar armas a un enemigo. El que monta una cabalgadura falsa, no la deja comer cuanto quiere, temeroso de que, si cobra excesivas fuerzas, las emplee en derribarle y acocearle. La carne es como una bestia mal inclinada y maliciosa, que en todo momento busca ocasión de tirar la carga, y con facilidad echa al suelo y arrastra por el lodo al jinete no llevando templadas las riendas. La gravedad de este vicio, más que en sí propio, estriba, pues, en sus ordinarias consecuencias; y en que, puesto en él el hombre, frecuentemente resbala, se desliza y cae despeñado en los más profundos abismos de la miseria espiritual. E s como un ladrón doméstico que no se atreve o no cuenta
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con fuerzas para robar a su amo, pero entrega la llave a fin de que entren en la casa multitud de bandidos que la saqueen y despojen por completo. Por eso Jesucristo nuestro Redentor predicando la terribilidad del juicio último, que se deja conocer por las espantosas señales que han de precederle, no otra cosa con mayor solicitud recomendábales sino que huyesen de la crápula, no fuera que, teniendo pesado el estómago, pesados también se volviesen sus corazones. Este vicio lo castigó Dios con terribles penas. En las sagradas historias se da noticia de multitud de convites que por disposición divina acabaron desastradamente. Comiendo y bebiendo estaban los hombres sin curarse de las amenazas de N o é , cuando se rompieron las cataratas del cielo, y un diluvio barrió a la humanidad degradada y corrompida, rayéndola de sobre la haz de la tierra. Predicó el Salvador la templanza, y, como siempre, acompañaba a la predicación el ejemplo. Vivió treinta años en los trabajos y pobreza de un taller; y si durante su vida pública asistió a banquetes y se sentó a la mesa de los pecadores, fué para tener ocasión de distribuirles el pan de su palabra divina. N o s refiere la Escritura cuáles ejemplos mostró de abstinencia en Siquén, en Jerusalén y en casa de Lázaro. Cuando milagrosamente alimentó a las muchedumbres en el desierto, no les dio más que pan •y peces; e hizo que sobrasen algunas canastas llenas,
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para advertir que al moderado en la comida nunca le faltará que comer. Se preparó a las tentaciones con un riguroso y total ayuno de cuarenta días; y condenado a muerte, amargó el paladar con mirra, hiél y vinagre. Su vida de mortificación imitaron los santos, amadores de la cruz; y la que llevaban los primeros cristianos debiera avergonzar y confundir a los hijos de este siglo. Aunque para ello basta escuchar la voz de la razón y de la conciencia. La razón natural nos dicta que el cuerpo fué hecho para el alma y no ésta para aquél; que Dios puso placer en los alimentos para que se comiese, pero que no se ha de comer por el placer de los alimentos; que el espíritu debe dirigir y refrenar los apetitos de la carne, sin consentir que ésta sacuda el y u g o y se erija de esclava en señora y deseche toda ley que no esté conforme con su capricho y con su antojo. Claro aparece que es un desorden perder la salud con lo que tiene por objeto conservarla; echar leña al fuego de la concupiscencia, tan vivo y tan inflamable de s u y o , y arrojar tanto dinero al muladar, arruinándose por un gusto que no se extiende más que a dos dedos de espacio y a brevísima cantidad de tiempo. Cebamos un cuerpo que muy pronto ha de ser cebo de gusanos; y no nos cuidamos apenas de alimentar un alma que dura para siempre. A m e m o s en buen hora los deleites y regalos; pero no ha llegado aún la sazón de ellos. Tiempo LÓPHZ PELÁEZ, Pee.
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es éste de caminar y de combatir; y el que peregrina hacia su patria piensa más en el término del viaje que en salirse del camino y detenerse a paladear frutos que le puedan producir la muerte; y el soldado no ignora que así como la nave muy cargada corre gran peligro de padecer naufragio, así para manejar bien las armas se ha de estar muy ligero. Saúl mandó que hasta no terminar la batalla ninguno probase bocado, y a su hijo Jonatás por haber gustado un poco de miel quiso dar muerte. N o de solo pan vive el hombre, contestemos con Jesús a Lucifer, sino de toda palabra que sale de boca de D i o s ; y palabra de Dios es que dará el ciento por uno de lo que por amor de él se deje, y que al que venza le obsequiará con un maná escondido de cuyas delicias ni siquiera el pensamiento cabe ahora en el corazón humano. En acabando de vivir, se acaba de comer; pero el que come la carne y la sangre del Hijo de Dios vive para siempre. Cosa sería por demás abominable hacer instrumento de las vilezas de la gula una lengua que ha sido enrojecida con la sangre del Inmaculado Cordero, convertir en puerta del infierno y de los deleites que a él conducen una boca por donde entró el mismo Dios para limpiar y purificar y santificar el alma. Pues tan apasionados somos por todo lo que es deleitable, aspiremos a las verdaderas delicias haciéndonos dignos de ellas; tengamos un poco de paciencia,
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que el tiempo es breve, y lo que al tiempo sigue nunca se acaba; despreciemos deleites sin más consistencia ni duración que sombra que se desvanece o sueño del cual no se conserva la memoria, y nos alimentaremos eternamente con comida de ángeles. Si aquí tenemos hambre y sed de justicia, seremos saciados en todas nuestras aspiraciones y deseos con los tesoros inacabables de la liberalidad infinita en la mesa que desde toda la eternidad nos tiene preparada el Esposo celestial de nuestras almas. IX.
La Envidia. En la Epístola a los Romanos, nos previene el Apóstol que no andemos en la obscuridad de las emulaciones, que huyamos cuidadosamente de la envidia. Y se comprende que entre los vicios de que más nos importa librarnos ponga éste, porque pocos habrá que sean tan perjudiciales y que tanto desdigan de un cristiano. E s la envidia un pesar del bien ajeno, según comúnmente se la define; y en su concepto se incluye la alegría del mal de otro, pues el que se entristece con el bien de uno, lógico es que, pollo contrario, goce con su mal. L o que hace que esta tristeza constituya propiamente envidia es el ii*
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afligirse del bien del prójimo como si fuese para nosotros un mal, como si implicara una disminución del bien nuestro. Se puede sentir pesar del bien ajeno sin caer en el pecado de envidia; ya porque temamos que de él se use en contra de nosotros, ya porque nos duela el advertir que se emplea en ofender a Dios de quien se ha recibido, ya porque nos indignen las injusticias y criminales artes con que se llegó a obtenerlo. Si nos apesara el bien de alguno, no porque él lo posea, sino por faltarnos a nosotros; no porque haya llegado a conseguirlo él, sino porque nosotros por culpa nuestra, por no poner en ejecución suficientemente los medios adecuados, no llegamos al mismo fin; no porque deseemos que nuestro prójimo descienda a nuestro nivel, sino porque desearíamos con el trabajo honrado llegar hasta su altura, no hay envidia, sino emulación noble, acicate de la pereza, estímulo para la acción, impulso para la concurrencia legítima y las pacíficas luchas del progreso, fuente abundante de grandes sacrificios y empresas heroicas. L a envidia se distingue asimismo de los celos, aunque no siempre anden separados. Aquélla se refiere al bien ajeno; éstos al bien propio. El celoso quiere ser exclusivo en la posesión de su dicha e infundadamente a cada momento teme que le sea arrebatada; el envidioso se olvida de sí mismo
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para no pensar sino en los demás y para él no hay más goce que la contemplación del mal ajeno. El orgullo es la principal raíz de este pecado. El que sufre los estímulos de un exagerado amor propio no se satisface con abundancia de bienes, por grande que ella sea; aspira a no tener en nada iguales ni superiores, y aunque nada pierda con lo que otros ganen, le disgusta y le parece una humillación el no verse solo en la posesión del bien. Porque nadie está libre de los ataques del egoísmo, nadie se puede creer seguro de los asaltos de la envidia. Las personas espirituales, en cuyos corazones encuentran un eco de repulsión y de horror todos los vicios, no suelen ser las menos tentadas por éste; el cual sabe disfrazarse tan bien, que en ocasiones resulta difícil discernirlo de la virtud y casi se confunde con un santo celo, aparentando que lo que desagrada y enoja no es la virtud de nuestro prójimo, sino el que no sea tan perfecta como generalmente se opina; no su talento, sino los defectos científicos o literarios en que ha incurrido; no su fortuna, sino el que no haga de ella todo el buen uso que podía hacer. Cuando la envidia se desata contra una persona adornada de buenas y malas cualidades, procura convencerse de que no es el brillo de sus altas prendas lo que la irrita y saca de quicio, sino el disgusto de percibir cómo abusa de los dones dispensados por la suprema liberalidad.
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El primer pecado cometido fué el pecado de envidia. Luzbel, ante el resplandor de la divina gloria, aunque adornado de tan excelsas perfecciones, no pudo sufrir el observarse inferior al que le había creado, y pretendió ascender hasta su trono y hacerse semejante al Altísimo. Sabía que el Verbo tomaría la naturaleza humana, y el ver privada de este honor a la naturaleza angélica, le colmaba de odio y de furor, impidiéndole adorar al futuro Dios humanado. Caído Satanás con sus compañeros de envidia desde las alturas del cielo a los abismos infernales, no podía advertir sin estremecimientos de rabia que el hombre estuviese en un paraíso de deleites y fuera destinado a ocupar las sillas que los ángeles rebeldes ocuparon en la mansión de la suprema gloria. La envidia le llevó a poner lazos a su inocencia y asechanzas contra su virtud. Siendo él el primer envidioso, el envidioso por antonomasia, tiene la osadía de atribuir al Señor esta pasión infame. «Os prohibió comer del árbol que está en medio del paraíso», dijo en figura de serpiente a Eva, «porque sabe que luego de gustados sus frutos seréis semejantes a él, y no quiere que conozcáis como él la ciencia del bien y del mal.» Así fué como Eva siguió las falaces inspiraciones de Satanás para seducir a nuestro primer padre. D e este modo se verifica lo que dice el Espíritu Santo, que «por la envidia del diablo entró la muerte en el universo mundo».
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El primer hombre tuvo envidia de D i o s ; quiso, comiendo el fruto prohibido, ser como D i o s ; la envidia del demonio le precipitó en el abismo insondable de la desobediencia y del pecado. Su primer hijo fué igualmente un envidioso; el segundo delito cometido en la tierra tuvo también por causa la envidia: ella es la que armó la diestra de Caín y le lanzó contra su inocente hermano Abel para arrebatarle una vida que Dios con multitud de signos aprobaba. Su veneno inoculado en la caída naturaleza humana por el hálito pestífero de la infernal serpiente de tal manera la ha corrompido y estragado, que pocos son inmunes a su acción corrosiva. Sus manifestaciones se descubren en la primera edad del hombre y se anticipan al uso del entendimiento, no siendo raro encontrar tiernos niños que enferman, se consumen y mueren devorados por el fuego de la envidia; lo cual debieran tener muy advertido los padres y educadores a fin de evitar en lo posible preferencias que susciten celos entre hermanos. El corazón humano está inclinado al mal desde su principio; hay en él un fondo de vileza y un abismo de perversión que no se puede sondear sin sentirse acometido del vértigo a la vista de sus inmensas profundidades. Como de las frías entrañas del duro pedernal saltan chispas abrasadoras al contacto del acero, al contacto de la felicidad
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ajena se sienten muchos espíritus abrasados con el fuego del despecho y del odio. El sol, a medida que se eleva en el horizonte, va haciendo levantarse del suelo espesos vapores que se condensan en negras nubes pretendiendo obscurecerle y quitar a sus rayos calor y brillo. Cuando la fortuna del prójimo luce con vivo resplandor, en las almas bajas y viles se forman exhalaciones de cólera y humo de envidia que quisieran atajarla u obscurecerla. Pero los sentimientos que experimentemos de esta pasión en lo íntimo de nuestro espíritu no son pecaminosos si son puramente instintivos y espontáneos, si no interviene en ellos conocimiento y deliberación, si se producen en nosotros sin nosotros; y pueden servirnos de ocasión de prueba y de materia de virtud, si lejos de consentir en ellos la voluntad los resiste y los rechaza: entonces sólo se imputarán a culpa cuando libremente los produzcamos o los aceptemos, culpa de suyo grave si grave es el mal de que nos alegramos y grande el bien que nos entristece. Para comprenderlo así, para medir la gravedad del pecado de envidia, basta con tener en cuenta que se opone en derechura a la más excelente de las virtudes, a la caridad, mayor aún que la fe y que la esperanza, en dicho del Apóstol. Dios nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos, y por eso, dice San Pablo, debemos gozar con los que gozan y afligirnos con los que se afligen.
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El envidioso hace todo lo contrario: las lágrimas provocan su risa, y la felicidad de los demás le causa acerbo dolor. Nada más contrario a la sociedad que la envidia. Sus individuos somos como miembros de un mismo cuerpo, y en el cuerpo cada miembro participa del bien y del mal que los otros experimentan, sin que unos a otros se envidien por hallarse colocados a desigual altura. Si se nos clava una espina en el pie, al momento los ojos miran en qué sitio está y las manos acuden a sacarla y cerrar la herida, y todo el cuerpo siente satisfacción y descanso desde que recobra la salud el miembro dolorido. E s necesario violentar las leyes naturales para seguir las de la envidia; por eso se la ha llamado crimen de lesa humanidad y al envidioso apóstata de la naturaleza. Las más feroces bestias pertenecientes a una misma especie viven por lo común en paz entre sí. L o s demonios mismos, prototipos de la envidia, no se la tienen unos a otros. Somos naturalmente inclinados a estimar a los que nos están más unidos por los vínculos de la sangre, o de la misma profesión o del común interés, y a ésos es a quienes el envidioso más aborrece. L o s lazos de la familia, que son los más difíciles de soltar, no representan nada para esta pasión de que se avergonzarían los brutos. Llenas están las Escrituras Santas, no menos que las historias profanas, de tristes ejemplos de cómo este monstruo nace y se
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desarrolla entre los afectos más íntimos del hogar. Los fueros de la gratitud le son también desconocidos: el envidioso se cree rebajado al recibir un favor y su rabia se aumenta más con el desprendimiento y la generosidad que observa en el que por verle enriquecido con mayores bienes y virtudes mira un enemigo aborrecible y no un protector desinteresado. El envidioso borra de su alma el distintivo de los cristianos. «En esto os conocerá el mundo por mis discípulos», decía Jesús, «en que os amáis los unos a los otros.» «Aprended de mí», predicaba, «que soy manso y humilde de corazón.» El que excitado por las furias de la envidia tiene un corazón lleno de hiél para su hermano, no merece el amor de Jesucristo, todo cariño e indulgencia, que hace nacer el sol y descender la lluvia lo mismo sobre los malos que sobre los buenos, y reprendió fuertemente la envidia en la parábola de los viñadores, de los cuales los que habían principiado a trabajar primero se quejaban de que se diese igual salario a los que habían venido últimamente; y en la parábola del hijo pródigo, cuyo hermano al saber que el padre le daba un convite prorrumpió en muy amargas recriminaciones. Por eso en las Sagradas Letras expresamente se dice que los envidiosos son del número de los que no entrarán en el reino de los cielos. Después de Jesucristo la envidia reviste malicia mayor. Él es nuestra cabeza, y todos los cristianos
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formamos un cuerpo, y tenemos una misma madre, que es la Iglesia santa, y nos alimentamos con unos mismos sacramentos, y estamos redimidos con una misma preciosa sangre, y profesamos una misma fe, y nos confortamos con igual esperanza, y a una herencia somos llamados todos. D e cada uno dice Jesús: «El que os ama a vosotros me ama a mí; el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia.» La religión católica multiplica los lazos del amor mutuo para unir todos los corazones y formar con ellos uno solo que lata a impulsos y al unísono del divino Corazón, que no palpita sino bajo las influencias de la caridad; pero en vano es tratándose del envidioso, quien ve un rival y un objeto de aversión en cuantos son tan favorecidos como él por la divina providencia. Entristeciéndose con la alegría del prójimo, indignándose de verle feliz, reputando como un mal para sí el bien ajeno, el envidioso directa o indirectamente se rebela contra la sabiduría divina, ordenadora de cuanto en el mundo sucede. Su pecado es un pecado contra el Espíritu Santo, manantial del amor y dispensador de toda verdadera ventura. El Espíritu divino no puede reposar en un alma inquieta y alterada por los negros pensamientos de la implacable envidia. Esta pasión egoísta y rencorosa seca en el corazón las fuentes de la benevolencia y del afecto, privándole de las ventajas que produce y de los
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consuelos que trae el hacer el bien y apartar el mal de nuestros hermanos. A l contrario, goza el envidioso en la destrucción y en la ruina; y si no se atreve o no puede causarla, a los menos en verla recibe su placer más grande. Por tal causa se aisla y se rodea como de un muro, que impide llegar hasta él las influencias bienhechoras del amor recíproco; mientras, muy diferentemente, el que vive en caridad, participa de los méritos de los demás cristianos, hace suyo el bien espiritual de los otros, y cuanto más abundan en gracia los justos más con ella enriquecido se nota. Aparte de ser éste en sí mismo un pecado tan grave, da origen a muchos de muy funestas consecuencias. Cada vicio se opone a una virtud; éste puede decirse que se opone a todas. El odio suele ser su compañero obligado. Del pesar del bien ajeno se pasa al deseo de que tal bien no exista. Disgusta ver la prosperidad del prójimo, y luego hasta la vista de él disgusta. En algunos temperamentos este rencor no sabe mantenerse oculto y estalla como un volcán produciendo los mayores estragos sin retroceder ni ante la muerte del que se supone un rival peligroso. El caso de Joab, que, no pudiendo sufrir que en los ejércitos de Israel hubiera otros generales de fama, se deshizo por traición de cuantos podían hacerle sombra en la corte de D a v i d , se ve repetido con triste frecuencia en las páginas de la historia. Como en Roma las rivalidades de Mario
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y de Sila, de César y de Pornpeyo, de Augusto y de Antonio causaron a la república males sin número, en todos los países las envidias de los llamados grandes han dejado de sí dolorosísimos recuerdos. El envidioso pasará con gusto sobre los escombros de su ciudad y sobre las cenizas de la patria, a trueque de ver abatido el objeto que irrita y encona su cruel pasión. Escribir la historia de las guerras civiles y de las discordias sociales que han ensangrentado la tierra, equivale a escribir la historia de la envidia. La lucha de clases que con más o menos encarnecimiento ha existido siempre para daño de la humanidad, y es hoy su más terrible plaga, reconoce ésta como una de sus causas más comunes; y lo fué también del luteranismo y de los más de los cismas y herejías que desgarraron la túnica inconsútil de la Iglesia. N o por falta de voluntad, sino por falta de valor, muchos envidiosos no llegan a tamaños excesos. Se regocijarán hasta lo sumo si ven a su competidor caído; pero, por temor a las consecuencias que les pueden sobrevenir, no se decidirán a empujarle para que caiga. Si le hieren, será por la espalda y sobre seguro, no frente a frente y con riesgos. Su principal arma es la lengua. La verdad no tiene ante sus ojos derecho alguno. L a santidad más elevada no les infunde respeto. Vino al mundo
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el Santo de los Santos, el Santo por esencia, y la envidia le puso en una cruz, obligando al juez a condenarle. Su vida inocentísima, espejo y dechado de todas las virtudes, fué ajada y afeada por el hálito venenoso de la calumnia. L o s fariseos, los escribas, los príncipes de los sacerdotes, viéndole curar a los enfermos en día festivo, deducían que no guardaba la ley del sábado; si aceptaba convites de pecadores para tener ocasión de predicarles el Evangelio, le llamaban glotón y amigo de gente perdida; al presenciar milagros, los atribuían a trato con Satanás; cuando mandaba dar a Dios lo que es de Dios y al cesar lo que es del cesar, tomaban pretexto para calificarle de revoltoso y alborotador de la plebe; y en todas sus acciones y palabras buscaban motivo de crítica y de censura. Como hacen todos los que obran bajo este mismo nefando impulso, al principio no se atrevían a calumniarle, como no fuera ante reducido círculo de personas de toda su confianza. Aisladamente y sin conspiración dirigían contra él las saetas envenenadas de sus lenguas; pero cuando observaron que eran muchos los que participaban del mismo sentimiento, creció su audacia, unieron sus fuerzas, trabajaron sin rebozo y no cesó su conjura, hasta que con ferocidad de chacales y de hienas pudieron gozarse en los tormentos de su agonía, riéndose de los dolores de su muerte con horribles sarcasmos y satánicas burlas. Después de esto no puede ex-
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traflar que los apóstoles se quejen de las dificultades que les suscitaba la envidia , y que los Santos Padres con dolorido acento narren las innúmeras persecuciones con que sus émulos inicuamente los vejaron. Maestros en el arte de la murmuración suelen ser los envidiosos, por lo mismo que tanto lo ejercen y en él de manera principal fían el triunfo de sus perversos designios. Ocultan con cuidado el fin que se proponen, y pretenden que sólo al bien público y a la santidad de la religión miran en sus palabras. Así procedía Absalón cuando criticaba los actos de su padre. Para no prevenir en su contra el ánimo de los oyentes, comenzarán alabando al que desean quitar con sus lenguas la vida y haciendo mil protestas de la singular estimación en que le tienen y del gran dolor que les causa ver afeadas con defectos cualidades tan apreciables en persona tan digna de elogio. Como entre todas las buenas prendas será una la que más se envidie, con tal de negar ésta se hará el sacrificio de reconocer las otras. Si oyen aplaudir a la persona envidiada, se guardarán mucho de mostrar indignación, y aun asentirán como no vean otro camino de hacer daño; luego, no obstante, vendrán las dudas, las rebajas del mérito, y las insinuaciones maliciosas. A veces el silencio dirá más que las pa1
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Phil. i, 1 7 ;
3 lo. 1, 10.
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labras. En ocasiones un gesto será más elocuente que un discurso de censura. Y es lo más extraño e incalificable que a quien de tan atroz manera maltrata a su prójimo ningún motivo le asiste para ello. N o tenemos menos bienes porque los otros tengan más. Por lo común sus poseedores nada han hecho para adquirirlos: la Providencia se los trajo a las manos, o se encontraron con ellos al venir al mundo. Si no les perteneciesen, no por eso pasarían a nosotros. Hasta se envidia el talento, la hermosura, la salud y otras dotes que son incomunicables y concede el Señor según los altos decretos de su sabiduría eterna. El vengativo y el iracundo desean y causan el mal por agravios e injurias que han recibido; pero ¿a quién ofende y daña el que ha recibido de Dios lo que Dios no tuvo a bien otorgar a otros? Si, a lo menos, de su injusto proceder reportase el envidioso alguna ventaja, comprenderíase, aunque no por ello podría excusarse. Pero es ésta una culpa muy rectamente calificada de diabólica. Solo el diablo, en efecto, hace el mal por hacer mal. D e él es propio causar perjuicio sin motivo alguno y tener por ocupación y empleo producir estragos y acumular ruinas. Las otras pasiones, aunque fútiles y vanas, ponen algunos pretextos que los justifiquen o atenúen su falta. El ladrón alegará la necesidad de remediar su pobreza, el
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avaro lo mucho que le costó adquirir el dinero de que no quiere desprenderse, el ambicioso el derecho que juzga tener para aspirar a las preeminencias y dignidades, el glotón y el impuro la fuerza con que los solicita y arrastra el deleite de los sentidos. Mas el envidioso ¿qué pretextará para su defensa? ¿Qué apariencia de bien honesto, útil o deleitable podrá ser el móvil de su extraña conducta? ¿Qué gana con que otros se pierdan, y cómo redundará en felicidad suya la infelicidad de quien nada ha hecho para ser odiado? Vicio es éste que no se logra cohonestar a los ojos de nadie con excusa alguna. El que lo tiene, o no lo conoce, o procura no fijar en él la vista, o es el primero en advertir su bajeza y su deshonra. Se verá al vanidoso gloriarse de sus honores, al iracundo de sus venganzas, al avariento de sus riquezas, y aun al carnal del gran número de víctimas de su lujuria; pero no se ve a ningún envidioso hacer alarde de su envidia. N o hay pecado más común y pocos habrá más detestables ante el divino acatamiento. Sin embargo, por maravilla alguno se acusa de él en el tribunal de la penitencia; y de ahí lo dificultoso de que se cure un mal para el que no se pide remedio al facultativo y cuya existencia trata de ocultarse a sí propio el paciente. L o mismo en las enfermedades espirituales que en las temporales sirve de consuelo el tener un corazón amigo donde LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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desahogar el dolor con referir las penas, y se encuentra algún alivio escuchando palabras cariñosas y viendo que se nos acompaña en nuestras aflicciones. El envidioso carece de este bálsamo para las heridas de su alma: son tan vergonzosas que no se atreve a manifestarlas a nadie. Entre sus muchos tormentos no es el menor la continua violencia que se ha de hacer para que no se descubra el fuego que interiormente le devora. Quisiera perjudicar al que provoca su envidia, y a la vez quiere que no se note el sentimiento que a ello le impulsa. La rabia le empuja a saciar sus instintos de hiena, y el temor — pues vicio tan villano es propio sólo de personas apocadas y pusilánimes — le contiene y le sujeta bien a pesar suyo, impidiéndole sus bárbaras satisfacciones. D e ahí que acuda al anónimo, a la delación cobarde, a las palabras de doble sentido, a las insinuaciones embozadas, a medios que no le comprometan, pero con los cuales difícilmente logra sus malvados intentos, y sólo consigue aumentar las propias tristezas y amarguras. Dícese que esta pasión es la más injusta de todas, porque se ensaña contra quien menos lo merece y ningún motivo ha dado para ello, y a la vez la más justa, pues toma venganza del que la engendra y la mantiene. Ella es su juez y su verdugo, y el instrumento de que Dios se sirve para empezar a atormentarle aquí en la tierra. Como el gusano
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que nace en el madero principia luego a roerle, esta víbora derrama su ponzoña en el seno que la procrea, y acaba por destrozarlo. E s como el fuego que no abrasa sin consumirse. Otros pecados se castigan en el infierno; para éste el infierno comienza ya aquí, aquí comienza ya el reo de él a sentir ansias de muerte, a rabiar y desesperarse viendo la dicha de los otros, como los reprobos se roen y se despedazan viendo la felicidad de los bienaventurados. Dios suele penar al envidioso sacando ileso de sus asechanzas al justo y subiéndole a lugar más preeminente. Las olas del diluvio, en vez de sumergir el arca de Noé, la colocaron sobre los más altos montes. El fuego del crisol no destruye el oro; atestigua sus quilates y pone de manifiesto su resistencia. N o pueden las nubes ocultar mucho tiempo el azul de la bóveda celeste, ni por los ladridos de los perros deja la luna de seguir majestuosamente su marcha. Cuando se prepara el envidioso a entonar el cántico del triunfo sobre sus inocentes víctimas, entonces acostumbra el Señor a prenderle en sus propios lazos y a volver en su contra los instrumentos de sus venganzas. L o s hermanos de José le vendieron como esclavo, celosos de las preferencias de su padre y de sus sueños de ventura, y sólo consiguieron que su padre le tuviese mayor cariño, y que la realización de los sueños se anticipara. 12»
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Aman disponía la horca de Mardoqueo para que no le llegasen los merecidos honores, y consiguió con ello morir ahorcado, no sin antes ver a su rival en el colmo del honor. Faraón, envidiando la prosperidad de los israelitas, los empujó hacia los abismos del Mar Rojo, para que pasaran milagrosamente a pie enjuto y presenciasen cómo él y su ejército eran tragados por las olas. Si alguna vez el hombre dominado por la envidia logra la criminal satisfacción de gozarse en la desgracia de aquel a quien ha hecho blanco de sus tiros, la voz de la conciencia le reprende y le recrimina y arroja sobre las dulzuras de su júbilo la hiél amarguísima del remordimiento. Por otra parte, no le contenta ver caído uno de los que le hacían sombra, al reparar cuántos son los que aun se encuentran elevados; su furia no la irritan sólo los que van delante por dolerle que le sean superiores; se lanza contra los que están a su lado a causa de no poder pasarles; y aun se encruelece contra los que deja atrás por temor de que se pongan a par de él. Como la lechuza no puede sufrir la luz y se esconde entre las sombras, él, en medio de los beneficios que pródiga derrama la Providencia, entre los resplandores de la liberalidad divina, que por todas partes se difunden, padece horriblemente y acaba por no poder resistir la vista de una sociedad en que hay tantas personas que son o se le figuran
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felices. Rehuye el trato de las gentes cuanto le es dable, y su despecho en la soledad se aviva y se acrecienta. Las gentes a su vez se apartan de su lado como de un animal rabioso, pues cada cual, advirtiendo su comportamiento con los otros, teme que le llegue también su turno. Las otras pasiones, por punto general, con la edad se amortiguan; ésta no. Muchas de ellas sienten alguna vez el cansancio; ésta nunca. E s un fuego de infierno — sicut infernus aemulatio —, y tiene su duración sin fin. E s un tósigo que bebiéndose siempre se le encuentra llenando la copa siempre que a ella se aplican los labios. David apaciguó con su música al demonio de Saúl, pero no supo apaciguar su envidia. N o hay lugar donde el envidioso esté libre de su dolor. E n el mundo escucha las ajenas alabanzas que le destrozan los oídos; en la soledad le acompaña y le mortifica su recuerdo. Enterarse de ellas es su martirio; y su ocupación consiste en espiar y conocer cuáles y a quiénes se tributan. Hiere su vista el brillo de la gloria de los demás y no sabe separar de él los ojos, como la mariposa revolotea en rededor de la llama en que ha de abrasarse. Su apasionamiento le abulta las perfecciones que envidia y le presenta con gran exageración los honores que los demás reciben. U n pequeño elogio que unas doncellas hacían de David bastó para que Saúl exclamase: «¿Qué falta ya para que se le
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proclame rey?» Herodes sentía celos hasta de los niños y mandó degollar gran número por si entre ellos había algún competidor al trono. La imaginación sobrexcitada, fija siempre en el pensamiento de la superioridad ajena, le hace ver desprecios, humillaciones y fracasos, que en realidad no ha sufrido. D e momento en momento crece su melancolía y su hipocondría se agrava, se vuelve más huraño y misántropo, hasta llegar a sentir odio a la humanidad entera y en ocasiones desear, como Nerón, que el género humano no tuviese más que una cabeza, para poder cortarla de un solo golpe. La convicción de su impotencia le arrebata y le enloquece. N o pudiendo arrojar de sí el veneno que elabora, él propio se intoxica y se va matando sin sentirlo. Se parece a la avispa que al clavar el aguijón pierde la existencia. Putredo ossium llaman las Sagradas Escrituras a la envidia. Llega en efecto a los huesos y los pudre; corrompe la sangre; seca las entrañas; abrasa el corazón; exacerba la bilis; perturba las digestiones; consume las fuerzas; trastorna el cerebro; impide el buen funcionamiento del organismo; envenena los manantiales de la vida; y más de una vez acarrea una muerte prematura entre el desamparo de los hombres, el temor de la eterna justicia y dolores que parecen el principio de los preparados en el infierno; o hace que el envidioso, no pudiéndose resistir a sí mismo, se arranque la vida, como hizo Aquitofel al advertir
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que Absalón prefería a los suyos los consejos de Cusai. Cuando Caín mató por envidia a su hermano Abel y la sangre de éste clamaba al cielo venganza, la venganza que el cielo tomó, fué dejarle vivir y ponerle una señal para que nadie le matase. La muerte es mil veces preferible a la vida lúgubre, rabiosa, desesperada del infeliz envidioso que lleva clavadas en su corazón las garras agudísimas de las furias infernales, y ni aun con océanos de sangre lograría apagar el fuego devorador que, sin consumirla, abrasa su alma. Sobre su frente puso la Providencia la señal de Caín, para que los hombres no se le aproximaran tanto que fuesen víctimas de su veneno. Por mucho que disimule su malicia, no puede estar siempre tan sobre aviso que en muchas ocasiones no la deje descubrir bien a las claras. A la vista del que supone rival, se le muda el color, se inquieta, se agita, un temblor nervioso recorre todos sus miembros, la lengua se le traba, las palabras se entrecortan, falta soltura en sus movimientos, y la sonrisa, que como horrible mueca contrae sus labios, a la legua descubre cuan forzada viene. Se repite la historia de los fariseos en sus acusaciones contra Jesús: nada dejaban por intentar a fin de que no se les creyese sus enemigos personales. Pero los evangelistas advierten que a Pilatos no se le ocultó que, si le acusaron y le llevaron a su tribunal, fué tan sólo por envidia.
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Si el dragón de la envidia ha permanecido mucho tiempo enroscado en un alma, haciendo allí su horrible nido y la mansión de otros monstruos que suelen acompañarle, es lo ordinario que se manifieste al exterior la desolación y la suprema infelicidad de aquel espíritu. Los ojos hundidos y a veces animados con un fulgor siniestro a manera de brillo fosfórico, la mirada o vaga y errante o extrañamente fija en un punto invisible del espacio y sin resistir nunca la mirada de las demás personas, las cejas de continuo fruncidas, arrugas profundas surcando una frente que la hipocresía inclina hacia el suelo, la tez amarillenta y denegrida, como si fuera bilis y no sangre lo que corre por sus venas, los labios adelgazados y descoloridos moviéndose convulsivamente al modo que los de un epiléptico, los dientes descarnados, el cuerpo enjuto y de hora en hora secándose como planta maldita, son en ocasiones indicios de un alma en que se ha agotado la fuente del amor, y ya no baja el celestial rocío de la caridad, ni crece la flor hermosa de la esperanza, ni la luz de la dicha refleja nunca sus brillantes destellos. N o en todos los espíritus el gusano roedor de la envidia da tan fuertes dentelladas y causa heridas tan profundas, ni los accesos de este mal pro ducen en todos los organismos tan graves estragos. Pero es lo suficiente para que se nos quite la vida de la gracia, para darnos una muerte eterna; y
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esto debiera sobrar para que estuviésemos con prevención y muy en guardia contra sus acometidas, y para que, si alguna vez descuidados y como dormidos hemos dejado que el gran envidioso de nuestra salvación siembre esta cizaña entre el trigo de nuestras virtudes, nos apliquemos al punto a arrancarla, a fin de que la consuma el fuego de nuestra execración más viva. Si el tentador quiere convencernos de que la honra que se tributa a alguno obscurece y rebaja en cierto modo la nuestra, que debería ser aun más grande, digámosle aquellas palabras de la Escritura: «a solo Dios es debido el honor y la gloria» ; y recordemos el ejemplo del Bautista, que cuando sus discípulos se celaron d e que las muchedumbres se iban tras de Jesús enamoradas de sus doctrinas y maravilladas de sus obras, se apresuró a contestarles: «Conviene que él crezca y que y o disminuya.» Si nos representa que otros se entremeten a hacer las cosas que ya veníamos haciendo con gran fruto y sin necesidad de nadie, respondamos como Moisés a Josué: ¡ Quién me diera que todos profetizasen y que el espíritu de Dios se difundiera plenísimamente en la multitud! Consideremos cuan diferente, si dejamos entrar en nuestros corazones a la envidia, es nuestra conducta y la conducta de Dios y cuánto distamos de su espíritu. El de los males sabe sacar bienes, y nosotros aun de los mismos bienes sacamos males.
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Él v i o todas las cosas que había hecho y se complació viéndolas muy buenas, y a nosotros, como no esté en nosotros mismos, todo bien, con ser de su naturaleza agradable, nos desagrada y nos mortifica. Si reparáramos en la nada de todo lo que el mundo ofrece, con seguridad que no habría cosa que tentase nuestra envidia. L o s bienes de acá abajo son pocos, y caducos, e insípidos, e inconstantes, y no pueden llenar un corazón que puede poseer el bien supremo. T o d o esto te daré si cayendo me adorares, decía Satanás a Jesucristo nuestro Señor, presentándole la gloria y la ventura de todos los reinos. También a nosotros, para vernos atenazados y roídos por las mordeduras de una rabiosa envidia, nos muestra la dicha de muchas personas aunque sólo por de fuera y sin pasar de la superficie. N o s hace ver las ventajas de las riquezas, pero no el trabajo con que se consiguen, el temor con que se guardan, la facilidad con que se pierden. Mostrarános el brillo de los honores y de los cargos, pero no las incomodidades y la responsabilidad de las cargas, pero no las espinas de que está erizado el camino de la mundanal gloria, no los desvelos y fatigas que cuesta subir hasta su cumbre, ni las luchas sin descanso con injustos competidores, ni la volubilidad y tiranías de la opinión dispensadora de la fama. Si pudiera, mos conocer a fondo el estado de ánimo de mu-
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chos a quienes se juzga felices, más que envidia nos inspirarían profunda lástima. Muchas veces se envidia a aquellos de quienes somos envidiados. N o estos bienes limitados, que al repartirse se disminuyen, codiciemos; tened emulación por mejores carismas, nos amonesta el Apóstol. L o s bienes de la gracia se multiplican cuanto se dividen y se distribuyen, y la herencia de la gloria no es menor para cada uno porque sean más los herederos. Con razón se excluye del reino de los cielos a los envidiosos; si les fuera dado entrar en aquella mansión de paz, de amor y de ventura, al ver a todos contentos y satisfechos, su envidia ante tamaña felicidad daríales tanto disgusto que a ser posible les causaría la muerte. Pensemos finalmente que con esta pasión no logramos sino producirnos tristezas y contribuir a la gloria de nuestros rivales. Seríamos como los cautivos que en los triunfos de Roma acompañaban encadenados al vencedor, para dar testimonio de sus hazañas y servir de ornato en sus honores. Envidiar a uno es reconocer su superioridad. El que camina a la luz del sol tiene que hacer sombra; esta sombra es la envidia para los que llevan en la frente el fúlgido nimbo del genio. T o d o s saben que no hubo grande hombre que no suscitara enemigos, y que la grandeza de cada cual se mide por el número de los que le envidian y le calumnian; y así, si nos sumamos a los envidiosos
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de una persona, contribuimos contra nuestra intención y voluntad a darle importancia a los ojos de las gentes. Si nos disgusta el que otros nos pasen delante en la virtud y en la ciencia y den cima más pronto y con más felicidad a sus proyectos, no sea por el bien de que gozan sino por el que a nosotros nos falta. N o nos irriten ellos, que no son la causa ni tienen culpa de lo que nos ocurre, sino nuestra desidia, nuestra torpeza, nuestro descuido. N o los precipitemos de su pedestal para que desciendan a nuestro bajo nivel; elevémonos sin perjudicarles para subir hasta su misma altura. Su virtud no sea causa de que por la ruin envidia perdamos la nuestra; antes por lo contrario, sírvanos de aguijón y de acicate para seguir sus huellas hasta ponernos a su lado, hasta cogerles la delantera si nos es posible. X.
L a Pereza. El divino Redentor, modelo de trabajadores, con sus obras y con sus palabras reprobó constantemente la pereza. Así como los siervos de la parábola evangélica se durmieron y mientras tanto el enemigo de su señor sembró la cizaña en el campo de trigo, así los apóstoles se entregaron al sueño mientras el Señor oraba y sus enemigos disponían t o d o para prenderle; pero
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luego que recibieron el Espíritu Santo se portaron diligentísimamente en el resto de su vida, siendo dechados de actividad y de celo. La Sagrada Escritura toda abunda en exhortaciones para que huyamos y desterremos el vicio de la pereza. L o s libros de Salomón, particularmente, presentan multitud de consideraciones por donde se ve cuántos son y cuan graves y diversos los daños que produce. Consiste este pecado en un excesivo y desordenado amor de reposo. El descanso carece de culpa cuando no es con exceso. Sin él sería imposible trabajar, porque se agotarían pronto las fuerzas si no se las reparase, y el organismo padecería si se le tuviera constantemente en ejercicio, como se rompería la cuerda del arco si permaneciera siempre tirante, y las de los instrumentos músicos si alguna vez no se aflojasen. El perezoso descansa con el fin de huir del trabajo, cuando se debe descansar para no inutilizarse en él, como un medio para poder seguir trabajando. D e la clase de ocupaciones a que cada uno se dedica, de la edad, de la robustez, de la condición social y de otras muchas circunstancias depende la cantidad de descanso que pueda y deba tomarse. H a y quien trabaja poco dedicando al trabajo mucho tiempo. La pereza impide a unos principiar ninguna ocupación provechosa, a otros no les deja terminar
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las principiadas y es causa de que si muchos las terminan, no sea con la debida perfección, por no haber puesto la suficiente diligencia ni haber ejercitado la actividad con el celo y entusiasmo que se requería. El sentir repugnancia por el trabajo, el sacar disgusto en el cumplimiento de la obligación, y aun el decaer de ánimo en el bien obrar, no debe reputarse por culpa cuando no interviene la voluntad, siendo causa de que se murmure y se desapruebe la voluntad de Dios. Precisamente da pruebas de mayor fortaleza de espíritu el que no abandona el camino de la virtud cuando más áspero y erizado de dificultades se le presenta, y sigue cumpliendo sus obligaciones a pesar de todas las resistencias que encuentre y de todos los óbices que le salgan al paso. E n ocasiones la tristeza que se experimenta al ejecutar lo que está mandado, tiene tan sólo por origen la consideración de los esfuerzos que se precisa hacer para ponerlo por obra, y es causada por nuestra naturaleza flaca y decaída, que apetece el reposo como su bien más grande y se resiste a todo lo que significa molestias y esfuerzos. Únicamente será pecado mortal la pereza cuando por su causa se abandona una obligación grave. El ser perezoso no quita el ocuparse en el trabajo, si tal nombre merece una sucesión de frivolidades para entretener el tiempo. Como es difícil estar sin hacer nada, el que está dominado por la pereza, a la vez que rehuye el trabajo propio de
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su oficio o profesión y toda ocupación seria y provechosa, se distrae en bagatelas y nonadas insubstanciales y pueriles cuando no se dedica exclusivamente a satisfacer sus vicios. Su trabajo es como el de los niños que se afanan en construir castillos de naipes o casitas de barro que ellos mismos, vista la inutilidad de su tarea, se apresuran a deshacer; y en algún sentido recuerda el de la araña que pasa la vida hilando y urdiendo telas para cazar moscas. L o s apóstoles dijeron una vez a Jesús: «Señor, toda la noche no paramos de trabajar y ninguna pesca hemos cogido.» Así muchos hombres, para quienes la vida es noche continuada, pues no ven lo que les conviene, al salir de ella, con la luz de la candela mortuoria, que disipará las espesas tinieblas de que había estado rodeado su entendimiento, notarán que ningún fruto han conseguido y que al igual de aquellos varones de riquezas de este siglo, de que habla la Escritura, nada encuentran entre sus manos. Aunque el vicio de la pereza es más perjudicial por los desastrosos efectos que de él comúnmente se siguen, también constituye en sí mismo un desorden detestable. E s ley de Dios que el hombre trabaje. Hubiera trabajado aun en el estado de felicidad y de inocencia. Si se colocó al primero en el paraíso, fué para que lo labrara y custodiase. Aquella labor no hubiera sido difícil ni penosa, y habría aumentado las delicias que en el edén se gozaban. Por el
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pecado de nuestro padre fué maldita nuestra morada; la tierra se cubrió de espinas y abrojos, los elementos se rebelaron contra el que había sido rebelde al Creador; y el hombre se v i o forzado a comer el pan con el sudor de su rostro. D e s d e entonces el trabajo tuvo también el carácter de pena. Pero la providencia misericordiosísima del Señor dispuso que lo que era castigo de nuestras culpas fuese también expiación de ellas, que satisficiéramos a la justicia divina aceptando las penalidades anejas al trabajo, y con la mortificación que le es propia, nos purificáramos y rehabilitásemos y ennobleciéramos y nos dispusiésemos para el sacrificio que consigo lleva la virtud. El que, influido por la pereza, se entrega al ocio, se resiste a la voluntad divina, se opone a sus mandatos y trata de salirse del orden por ella establecido. Se le dieron las manos para trabajar. Todas sus facultades tienden a desarrollarse y piden ser ejercitadas. T o d o le está indicando que nació para el trabajo como el ave para el vuelo. Sus fuerzas no se las concedió él a sí mismo; de Dios las recibió y no para que las tuviese ociosas. El perezoso se figura que no hace nada malo, puesto que no hace nada. Pero hay faltas de comisión y las hay de omisión; y mal hace el que no hace lo que debe. Las vírgenes que el divino Esposo calificó de necias y no quiso recibir a las bodas, nada habían hecho sino dormitar y dejar
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que se extinguiesen las luces. El siervo de la parábola evangélica condenado a tinieblas perdurables, no había perdido el talento que se le confiara: para tenerlo muy seguro lo había enterrado; mas porque no negoció con él, recibió el terrible castigo. La higuera maldita por el Señor y arrojada al fuego, no lo fué por dar malos frutos, y solamente porque no los daba ni buenos ni malos. ¿Qué diríamos de un criado que considerase como una injusticia el ser despedido de la casa de labranza por sólo no trabajar, y alegase en su defensa que no hacía mal ninguno? Quien no sirve a Dios en esta vida, no le gozará en la otra; y no le sirve quien no cumple sus santos mandamientos, ni practica en honor suyo y en reconocimiento de su supremo dominio todo aquello a que está obligado. N o se otorga el premio sino al que vence en la lucha, ni gana su salario el jornalero negándose a emplear en servicio del amo el tiempo convenido. Dios nos sacó de la nada, donde nada teníamos ni merecíamos, nos dotó de potencias, sentidos y miembros como otros tantos instrumentos de trabajo, y nos dijo del mismo modo que a los operarios de la parábola evangélica: Ite et vos in vineam meam, — Id también vosotros a mi viña. En la misma parábola se nos refiere que el señor salió muy temprano a llamar a los obreros y volvió en varias horas, y aun cuando era ya muy tarde no dejó de invitar al trabajo; a los LÓPEZ PELÁEZJ
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que encontró en la plaza mano sobre mano, no los reprendió por estar murmurando o por otra causa cualquiera, sino únicamente por la ociosidad. «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?» les decía. Honrando así el trabajo y dándonos ejemplo altísimo que imitar, Dios se llama el Supremo Hacedor, pues, en efecto, hizo el mundo en seis días, y, aunque con un acto simplicísimo, continúa gobernando y rigiendo el universo y dando el ser y la subsistencia a todas las cosas e influyendo con sus gracias y luces y auxilios en nuestras almas. El Verbo, por quien fué hecho todo de la nada, se hizo hombre, y además de tomar nuestra carne miserable y pasible tomó el oficio de carpintero y ganó el pan con sus manos. Cuando dejó el taller, no dejó de trabajar; apenas dormía; recorría incesantemente poblados y campiñas, curando las enfermedades y anunciando la buena nueva entre los ardores del estío y los hielos del invierno; y más de una vez tuvo que detenerse en los caminos rendido por el cansancio y la fatiga. Sus apóstoles, todos ellos hijos del trabajo, continuaron ejercitando sus antiguos oficios en cuanto el oficio del apostolado se lo permitía. San Pablo se gloriaba de ello, de no comer sino lo que había ganado con sus manos, porque así a nadie había sido gravoso, y concluía diciendo: El que no quiera trabajar, que no coma. T o d o s los santos han sido modelos de actividad y diligencia: los antiguos
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religiosos compartían el tiempo, como hacen aun hoy muchas Ordenes, entre los trabajos del espíritu y el trabajo manual; los Padres del yermo hacían cestos y esteras y otras obras; y cuando no podían venderlas para socorro de los pobres, las deshacían para con sus materiales volver a trabajar, con el fin de no estar nunca ociosos. Aun las naciones que no habían sido alumbradas con los resplandores del Evangelio, por la sola luz de la razón natural concibieron tal horror a la ociosidad y a la vagancia, que en algunas se creyó que no podía castigarse con menor pena que la de muerte, y en otras se desterraba al que no probaba dedicarse a algún trabajo. El que no quiere trabajar es indigno de vivir en un mundo donde todo trabaja y se mueve y se agita y está en perpetua actividad. Es injusto que no sirva a Dios cumpliendo la ley del trabajo aquel a quien todas las criaturas sirven y por quien todas trabajan sin traspasar nunca las leyes que por el Creador les fueron impuestas. El sol alumbra sus días y la luna sus noches; los ríos corren fertilizando sus campiñas; los árboles se visten de flores y se enriquecen de frutos; y no hay criatura que no cumpla los propios fines. Solo el hombre cree no tener destino que cumplir y poder estar en inalterable reposo en el seno de la naturaleza, donde nada está en completa quietud y se mueve cuanto vive, porque sin movimiento no hay vida. 13*
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El Espíritu Santo, como si diera más importancia a una criatura irracional que a un hombre perezoso, le manda que vaya a aprender de la hormiga. Hay animales, en efecto, que le llevan mucha ventaja en orden, previsión, actividad, economía y ahorro. Si en la naturaleza es un monstruo, para la sociedad es una carga el que aborrece el trabajo. E s un parásito social que vive de chupar el sudor ajeno. Los demás se cansan para que él se recree. Formando parte de la sociedad quiere aprovecharse de sus ventajas sin cumplir sus obligaciones. E s una rueda de la maquinaria social que, colocada en un engranaje, puesto en movimiento, hace, sin embargo, lo posible por permanecer inmóvil. Soldado rezagado en el camino del progreso, abandona las armas del trabajo, con que se lucha por la civilización, desertando del puesto de honor que se le había confiado. Cuando muere se le arroja en el sepulcro como se tira al suelo un fardo que pesa e incomoda; y de su paso por el planeta, que no regó ni fecundizó con el sudor de su frente, quedará menor vestigio que el que deja el gusano que negligentemente se arrastra por el polvo. Inútil y aun perjudicial para los demás, a nadie causa más daño que a sí mismo el perezoso. Pierde el tiempo, y el tiempo es lo que más vale en el mundo después de la divina gracia. Decir que es oro no es decir bastante. En cierto modo vale tanto
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como D i o s , porque haciendo de él buen uso se llega a poseer a Dios. N o es nuestro más que el presente: el pasado desapareció de nuestras manos; el porvenir no nos pertenece aún y tal vez no venga para nosotros. Una vez perdido, no se recobra. Pasan los días y no vuelven. Cada hora que da el reloj es una parte que se nos arrebata de nuestra vida, de la cual sabemos lo que ha durado, pero no sabemos cuánto le resta de duración. En lugar de aprovechar el tiempo que tan de prisa corre, el perezoso, como si fuese enemigo suyo, no piensa más que en matarlo, en gastarlo, en deshacerse de él, sin reparar que puede tener que arrepentirse cuando ya el arrepentimiento sea en vano. Como el trabajo es instrumento de producción y fuente de riqueza, quien a él no se dedica y se ocupa sólo en vivir de su fortuna, bien presto la ve venir a menos si ya no es testigo de su total ruina. Investigando la causa de que tantas familias, en otro tiempo poderosas, hayan perdido su lustre y esplendor, acabando por llegar al estado más lastimoso, encontraremos en el principio de la decadencia casi siempre a la ociosidad con su acompañamiento de vicios. L a pereza camina muy lentamente y la miseria la alcanza pronto. Las naciones más indolentes son también las más atrasadas; y cuando se ponen en lucha con otras más trabajadoras, son prestamente vencidas en todos los terrenos.
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A la vez que su hacienda, el perezoso arruina la salud. Tal vez por no perderla rehuye el trabajo, y no hay mejor remedio que el trabajo para conservarla. D e s d e los tiempos de Hipócrates viene observando la medicina que la ociosidad es causa muy frecuente de perder la salud. Basta comparar los braceros de nuestros campos con la gente que vive holgada en las ciudades para deducir cuánto aumenta la robustez y sostiene las fuerzas y vigoriza al cuerpo el trabajo. Se comprende bien que por el desmedido reposo sufra trastornos graves el organismo y que de igual manera pierdan de su natural vigor las facultades del espíritu dejando de ejercitarse. El agua corriente es clara y pura y cría sabrosos p e c e s ; en dejándola estancar se ensucia y se corrompe y ofrece habitación a venenosos reptiles. El aire, sin el cual no se vive, pronto se vicia y deja de ser respirable y llega a causar la muerte, si deja de estar en movimiento. La espada si se tiene siempre en la vaina se enmohece, y los metales necesitan el uso para no criar herrumbre. Ya era notado de los antiguos que la memoria cultivándose es cómo se aumenta. A l modo que una lámpara cesa de alumbrar no echándole aceite, así la luz del entendimiento se debilita si el estudio no le ofrece combustible. Se ha visto algunos hombres que dieron claras muestras de entendimientos privilegiados, y después de brillar un instante en el horizonte de la ciencia desaparecieron
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súbitamente cual fulgor de relámpago en noche de invierno: la pereza los atrajo a sus abismos y los retuvo en las lobregueces de sus prisiones y les cortó las alas, como Dalila cortó a Sansón los cabellos, para que no se levantaran a las regiones del ideal y del sacrificio. H u y e el cuerpo al trabajo el perezosp para conservar la salud, y la altera con las enfermedades que ocasiona la falta de ejercicio. Busca también el pasar mejor la vida y también le sucede todo lo contrario. El descanso es agradable después del trabajo, cuando se ha merecido, cuando hay derecho a él; pero nada cansa más cuando se toma con exceso y por única ocupación. El desorden moral, la violación de la ley, produce remordimientos o es causa de tristeza o altera dolorosamente el espíritu, verificándose por lo común que en el pecado se lleva la penitencia; y así ocurre al quebrantar el precepto que nos obliga al trabajo. La mejor manera de emplear el tiempo y de que la vida no canse, es tener distribuidas todas sus horas, dedicando a ocupaciones útiles, después de cumplir exactamente nuestros deberes, cuantas nos sea posible. Como la rueda de molino puesta en movimiento, si no tiene que moler, a sí propia se desgasta, la inteligencia del hombre necesita un objeto para su constante actividad. El que no quiere buscarlo en el trabajo, lo buscará en cualquier otra cosa que
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más le agrade. Pero dependiendo esto de su voluntad y siendo la voluntad voluble, tornadiza y caprichosa, pronto se cansa de aquella ocupación, o distracción, mejor dicho, y busca otra en la cual luego le acontece lo propio. El que es avaro del tiempo, única avaricia permitida, nunca tiene el que necesita, todo le resulta escaso. Para el ocioso el gran problema es cómo pasará el día, de qué manera se le acabará más presto y le resultará menos aburrido. L o s pasatiempos que más le entretenían, a fuerza de repetirse acaban por serle enojosos; los nuevos con que trata de distraerse corren la misma suerte no tardando. El tedio, el fastidio, el disgusto, el cansancio de todo se apoderan de su corazón y se clavan en él como un dardo que inútilmente se esfuerza por arrancar. Si pudiéramos ver el estado de ánimo de los que parecen y quieren parecer más dichosos, porque no tienen que trabajar para vivir y viven sin trabajo alguno, nos convenceríamos de que la realidad es muy distinta de la apariencia. H a y en este valle de lágrimas tantas amarguras, es todo lo del mundo y el mundo todo tan pequeño para un corazón llamado a poseer al infinito, que quien pone la felicidad en sus placeres y en experimentarlos y saborearlos ocupa todo el tiempo, es el que mejor nota lo insubstancial y vano de la vida y menor aprecio hace de ella, no siendo infrecuente que, por mirarla como carga pesada e insoportable,
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la arroje en el fondo del sepulcro por medio del suicidio, para buscar un descanso eterno que sólo hallan los que cumplieron la ley divina, natural y social del trabajo. El buen trabajador templa el espíritu y endurece el cuerpo; mientras que los dedicados enteramente a la molicie, al recreo, al regalo y al ocio, no tienen fuerza para resistir los golpes de las enfermedades; y los vaivenes de la adversa fortuna, las contradicciones y obstáculos, primero los irritan, después los amilanan y, por fin, a no pocos, los lanzan a la desesperación y a la misma muerte. Muchos son los males temporales que la ociosidad, hija de la pereza, causa; pero los espirituales son todavía mayores. A la manera que un terreno, si no se le labra y siembra y cultiva, en igual de producir buena hierba, la produce mala y se cubre luego de cardos y abrojos y plantas dañinas, el espíritu que no se consagra al trabajo está lleno de varios deseos y de pensamientos injustos y torpes. Consejo era de los Santos Padres: Siempre te encuentre el diablo ocupado. Para el que está ocioso, no hace falta diablo que le tiente. El mismo es su tentador. Si una vasija está llena de líquido, no se le puede echar más. Cuando el hombre está ocupado con el trabajo, el demonio, que anda siempre en derredor nuestro buscando la manera de devorarnos, no encuentra facilidad de sugerirle pecaminosos pensamientos y ponerle en ocupaciones
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peligrosas. En cambio, si el alma se halla vacía de los pensamientos propios del que permanece empleado en llenar sus obligaciones, fácil es a su enemigo poner allí ideas engañadoras y perjudiciales. L o cual nos dio a entender el divino Maestro cuando nos refería que el diablo, habiendo vuelto a un alma y encontrándola vacante, trajo consigo otros siete espíritus que hicieron sus postrimerías mucho peores aún que habían sido sus comienzos. La imaginación, la loca de la casa, como la llamaba Santa Teresa, si no se tiene ocupada con el trabajo, da en los mayores desvarios, y se ocupa en fingir y pintar placeres que seducen a la voluntad y la apartan de la virtud, que es únicamente donde el verdadero placer existe. El caballo descansado mucho tiempo es un peligro para el jinete: la carne no domada con el trabajo se rebela contra el espíritu y no sufre el freno de la ley. En la historia de las grandes caídas, en el fondo de las perversiones morales más escandalosas, hallaremos el ocio como instigador, o como cómplice por las ocasiones que a las malas obras presta. David, mientras estuvo guerreando contra los enemigos de su religión y de su patria, era el hombre temeroso de D i o s , cuyo corazón estaba cortado según el Corazón divino; cuando entretenía su ociosidad paseando por su palacio y recreando la vista en los jardines vecinos, cayó en adulterio, manchó sus manos con la sangre de uno de sus
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más fieles subditos y fué motivo de escándalo para todo el país. Salomón, en cuanto dejó de ocuparse en la construcción del templo, a pesar de su portentosa sabiduría, incurrió en la necedad de ponerse de hinojos ante los ídolos que construyó para sus mujeres. El profeta Ezequiel indica la ociosidad como una de las causas que precipitaron a Sodoma en desórdenes que no pueden nombrarse. Si queremos evitar los vicios, huyamos de la ociosidad, que es madre de todos ellos. Pensemos cuánto castigará Dios una vida ociosa, si hasta una palabra ociosa castiga. El trabajo es breve, porque brevísima es la vida; y el premio será sin fin, porque la vida que a los trabajos de ésta sigue no concluye nunca. N o hay relación entre lo que aquí se sufre y lo que allá se goza. «Alégrate, siervo bueno», dirá el Señor a sus buenos trabajadores en el día de la cuenta; «porque fuiste fiel en lo poco, te haré dueño de lo mucho.» L o s que tengan otras personas bajo sus cuidados, acostúmbrenlas a ser activas y diligentes: que ninguna otra riqueza mayor que el espíritu de laboriosidad pueden dejarles. Amontonar bienes de fortuna para los herederos, si no están enseñados a conservarlos y adquirirlos, es darles medios para labrar su infelicidad temporal y eterna. El hombre sigue hasta la vejez el camino que emprendió desde su adolescencia. Muy difícilmente se sujeta al y u g o el animal que no lo llevó a su
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debido tiempo. El que, abandonado por los padres, juguetea y corre mientras los demás niños adquieren en la escuela hábitos de laboriosidad, de honradez y disciplina, tiene mucho adelantado para ser toda la vida un holgazán, un vago y un vicioso, que acabe por decir como el mayordomo infiel de la parábola evangélica: «Para trabajar no sirvo; pedir me da vergüenza; pero ya sé qué hacer»; y lo que haga, será dedicarse al hurto y a la estafa y a los demás delitos que tienen por paradero la prisión y la ignominia. Procuren, pues, los padres de familia ser ejemplo de diligencia, de método y de orden, y hacer que sus hijos, desde la más tierna edad, cobren afición al trabajo ya manual ya intelectual, según las circunstancias personales y las de su casa, dedicándolos a él prudentemente conforme sus fuerzas y salud lo permitan. Seamos todos enemigos del o c i o , cuyos amadores, en frase de Salomón, son entre los hombres los más necios. Trabajemos con la mira puesta en Dios, cuyas órdenes cumplimos y cuya gloria promovemos trabajando cristianamente. Tengamos en cuenta que, según las enseñanzas del Apóstol, «el que poco siembra poco recoge», y «cada uno recibirá la merced conforme a la labor».
APÉNDICE. L o s pecados capitales ante la Medicina. El ilustre médico y observante sacerdote trapense Debreine en su precioso libro La Teología Moral en sus relaciones con la Fisiología y la Higiene, observa muy exactamente que «sin la religión cristiana-católica y su admirable y divina moral, la filosofía, la higiene y la medicina serían muy impotentes para arreglar la conducta moral de los hombres». Pero, después de demostrar abundantemente esta verdad en las Reflexiones sobre las pasiones, añade: «La medicina y sobre todo la higiene son también auxiliares poderosos de que debemos echar mano para combatir nuestras pasiones, y principalmente para evitar que crezcan, se desarrollen y progresen.» En los capítulos anteriores hemos considerado los pecados capitales principalmente a la luz de la razón y de la revelación divina, aunque sin olvidar sus relaciones con la salud del cuerpo. N o será fuera de propósito insistir sobre este último aspecto, al que tanta importancia se concede en esta época positivista, corroborando nuestras afirmaciones acerca del particular
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con el testimonio de médicos eminentes, basado en el dictamen de la experiencia y en cifras estadísticas.
Ambición. Acerca de esta pasión, que tanta afinidad tiene con la soberbia, hace notar Descuret en la Medicina de las pasiones: «Veamos ahora los principales estragos que ocasiona la ambición en la economía. El hombre sujeto a esa pasión tarda poco en adquirir un color pálido, aproxímanse sus cejas, húndense sus ojos en las órbitas; su mirar se vuelve inquieto y receloso, sus pómulos salientes; ahóndanse sus sienes, y sus cabellos o bien se caen o ponen canos antes de tiempo. Devorado el ambicioso por una actividad incansable, está casi siempre ahogándose, como si acabase de fatigarse subiendo una montaña; aun la misma esperanza, lejos de dilatar suavemente su corazón, le hace experimentar dolorosas palpitaciones y un cruel desvelo; su pulso es habitualmente febril, ardoroso su aliento, e imperfectas sus digestiones. Siendo esto así, ¿qué tiene de extraño que esa pasión ocasione tantas inflamaciones, así agudas como crónicas, de los órganos digestivos? Se ha observado que los cánceres del estómago o del hígado terminan a cada paso los días de aquellos cuya existencia ha atormentado la ambición. Mueren también muchas veces los ambiciosos víctimas de alguna afección apoplética o de lesiones orgánicas
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del corazón. Pero el término más ordinario de esta pasión es la melancolía, y sobre todo la monomanía ambiciosa; así es que en los establecimientos destinados a la curación de los afectados de enajenación mental abundan en especial los desgraciados que han visto frustradas sus esperanzas, o cuya ambición se ha visto engañada, y que se creen generales, ministros, soberanos y papas, y hasta dioses. Y sin embargo, a pesar de las terribles lecciones de la historia, y a pesar de su propia experiencia, todavía se dejan fascinar los hombres por esa necesidad postiza, por esa sed inmoderada de gloria, de poder, de honores y riquezas. Por e s t o , tras cada violenta conmoción política podemos estar seguros de que se llenarán las casas de locos. Así sucedió en Francia después de la revolución de 1789 y ha vuelto a suceder después de los acontecimientos de 1830. En la segunda Relación publicada por Mr. Desportes, en un total de 8.272 afectados de enajenación mental no se hallan más que 130 conducidos a tan triste estado por la ambición; mas en el número de 150, que indica los que contrajeron la enfermedad a consecuencia de reveses de fortuna, ¡ cuantos no habrá que la deben a ambiciones frustradas! Y resta aun por último el número de 1.576 para aquellos en quienes quedó desconocida la causa de la enfermedad; ¿en cuántos de éstos no desempeñaría un gran papel la ambición ? Y o he podido
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observar en los establecimientos de los señores Esquirol, Belhome, Falret y Voisin, donde los enfermos pagan pensiones bastante crecidas, que el número de locos por ambición es proporcionalmente mucho mayor que en los establecimientos dependientes de la administración de los hospitales. Por otra parte, la monomanía ambiciosa y la lipemanía son las dos formas de enajenación mental primitivamente determinadas por la ambición; pero, según he podido cerciorarme, degeneran fácilmente en manía y en demencia.»
Avaricia. D e los efectos de este pecado cita el mismo autor varios casos en extremo lamentables, como suicidios y muertes repentinas, y a propósito de sus síntomas y terminación hace las siguientes reflexiones: «¿Queréis conocer a un avaro? Examinadle sobre todo en dos actos muy importantes para él: cuando toma y cuando da. Cuando le hacen un presente de algún valor, al instante su mano se expande para recibirlo, su cara está radiante, sus ojos se humedecen de ternura; se extasía, y su boca entreabierta no halla expresiones para manifestar su sorpresa y su satisfacción: entonces goza. Muy diferente es la escena cuando se halla precisado a soltar algunas monedas: sus facciones se ponen hoscas y se contraen; su brazo se alarga lento y perezoso para contar cada moneda, que no
AVARICIA.
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suelta sino con mucha dificultad y después de haberla estrechado como por última vez entre el pulgar y el índice; y luego sus inquietos ojos siguen tristemente hasta vuestro bolsillo el dinero que ha debido sacar del s u y o : entonces padece. La avaricia es sin disputa el vicio más miserable y odioso de cuantos degradan el corazón del hombre. Las demás pasiones pueden al menos hallarse con algunas virtudes, o ser excusadas por algunas buenas cualidades; pero la avaricia destruye todas las virtudes, echa a perder todas las buenas cualidades, y puede arrastrar a todos los crímenes. Y, con efecto, la usura, la inhumanidad, la ingratitud, no son harto a menudo más que los frutos de tan monstruoso vicio. El avaro, enemigo de Dios y de la sociedad, en justa compensación, llega a ser verdugo de sí mismo. Las privaciones de toda suerte que se imp o n e , los temores continuos que le asaltan, las visiones de su imaginación enferma, le hacen experimentar frecuentes y crueles desvelos, que pronto le dejan la cara pálida, resecan sus facciones, y más adelante producen el enflaquecimiento general del cuerpo. En un período más avanzado, vése terminar esta pasión por la melancolía, el marasmo, la locura, y, en algún caso raro, por el suicidio.»
Lujuria. Con numerosos razonamientos de diversos órdenes demostró F e r é , en El instinto sexual, que la LÓPEZ PELÁEZ, Pee.
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observancia de la castidad no ofrece inconvenientes para la salud. Surbled, autor de La Moral en sus relaciones con la Medicina y la Higiene, deduce la misma conclusión del hecho de que este instinto se diferencia de los demás en no ser esencial a la vida orgánica. Idea que Scotti en su Catecismo médico expresó con estas palabras: «La naturaleza al dotar al hombre de la facultad de la propagación, no le impone el deber de la misma. Ya se entiende cuan distinta es una cosa de otra, y cuan grande sería el desorden que aparecería en el mundo si en toda ocasión debiéramos hacer cuanto podemos.» Como demuestra Ribbing en La higiene sexual y sus consecuencias morales, «las menores nociones históricas y etnográficas enseñan que la obligación de la continencia se encuentra en las religiones y en las costumbres de ciertos pueblos.» En la prevención con que h o y la miran ciertas gentes, entra por mucho el odio a la religión católica; pero, dicen muy bien Moureau y Lavrand en su obra El médico cristiano: «¿Acaso la continencia dejará de ser permitida desde el momento que la ha adoptado la Iglesia?» El buen sentido se impuso a toda otra consideración en la Conferencia internacional de profilaxis moral y sanitaria, celebrada en Bruselas el año 1902, al adoptar por unanimidad la conclusión siguiente: «Debe enseñarse a la juventud masculina, que no tan sólo nada tienen de perjudiciales la castidad y la continencia, sino que son virtudes alta-
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mente recomendables desde el exclusivo punto de vista médico e higiénico.» En cambio, las funestas consecuencias del vicio opuesto se hallan tan a la vista que nadie se atreve a negarlas. Los estragos de la lujuria es el título de una obra ascética de Arbiol, y sobre el mismo tema han disertado médicos eminentes. N o s contentaremos con copiar un párrafo de Blanc y Benet en La moderación de la libídine: «Decaído el tono orgánico con los trastornos de la nutrición, compréndese que sea menor la reacción del organismo contra las causas morbíficas; piérdese en parte o por completo la inmunidad natural contra cierta clase de gérmenes si existe en la economía un órgano enfermo, una pars minoris resistentice; en ella hace sentir especialmente su contragolpe la pasión, por allí comienza la declinación del total organismo; pues sabido es que, en éste, todo es solidario y no puede enfermar un órgano sin que, por aquel consensus que decían los antiguos, no se resientan todos en más o en menos. En un individuo será el mismo sistema nervioso el que aparezca quebrantado en primer término, y se alcanza por lo dicho que sea él quien sufra más directamente las consecuencias; y en este caso veráse aparecer la neurastenia con todas sus variedades, o la epilepsia, el histerismo, la misma tabes, la locura, etc.; en otros será el pulmón el que, cediendo al ataque del bacilo de Koch, vea aparecer en sus i4*
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vértices algunos tubérculos en focos varios; en otros los desórdenes dispépticos contribuirán a la ruina general, etc.; } quien podrá contar los trastornos por donde puede venir la enfermedad y la muerte al esclavo de la voluptuosidad?»
Ira. Esta enfermedad del alma hace resentir tan frecuentemente la salud del cuerpo, que ningún tratadista de terapéutica deja de reconocerlo, y los alienistas ofrecen de ello testimonios irrecusables. D e la perturbación que produce en el ánimo dan idea estas elocuentes palabras de Charron: «¿En qué estado debe hallarse interiormente el espíritu, para que ocasione tales desórdenes al exterior? L a cólera extingue inmediata y completamente la razón y el juicio para ocupar ella sola todo el lugar de éstos; lo llena después todo de fuego, humo, tinieblas y ruido, lo mismo que quien echa al dueño de su propia casa, pega fuego en la misma y se deja quemar vivo dentro de ella; y como el barco que sin timón, sin patrón, sin velas y sin remos corre fortuna a merced de las olas, de los vientos y de la tempestad en medio de la mar embravecida. Grandes son, y a veces muy miserables y lastimosos sus efectos. N o s conduce en primer lugar a la injusticia, porque se despecha y enfada hasta
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por una oposición fundada y por la conciencia que se tiene de haberse incomodado sin razón. Enfádase también por el silencio y la frialdad, porque cree entonces el sujeto que no se hace caso de él ni de su cólera; lo cual es más propio de las mujeres, que se embravecen para hacer embravecer más a los otros, y se encolerizan a veces en términos de ponerse rabiosas cuando advierten que uno no se digna hacer caso de su cólera. D e modo que resulta claro que la cólera es un fiero animal que no se deja ganar o domesticar, ni por medio de defensas o excusas, ni por falta de defensa y silencio. Manifiesta también su injusticia en querer ser juez y parte al mismo tiempo, y en pretender que todos se afecten de la misma pasión; y por ser inconsiderada y temeraria, nos conduce y precipita a grandes escollos, y muchas veces a los mismos que a otros queríamos evitar; dat pcenas dum exigit. Parécese propiamente esta pasión a las grandes ruinas, que se rompen sobre aquello donde caen; desea con tanto afán el mal ajeno que no cuida de evitar el suyo propio. N o s embaraza y nos aprisiona, y nos hace decir y cometer cosas indignas, vergonzosas y pésimas. N o s saca finalmente tan fuera de nuestros quicios, que nos hace cometer actos escandalosos e irreparables, asesinatos, envenenamientos y traiciones, que suelen ir seguidos de grandes arrepentimientos. Testigo de ello es Alejandro el Grande, después de haber
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muerto a Clito; pues, según decía Pitágoras, el fin de la cólera fué el principio del arrepentimiento.»
Gula. El doctor Mariscal en su laureada obra Higiene de la inteligencia: Contribución al estudio de las relaciones que existen entre lo físico y lo moral del hombre, y manera de aprovechar estas relaciones en beneficio de su salud, pondera muy encarecidamente las ventajas de la sobriedad y pone de manifiesto las desastrosas consecuencias de la glotonería. D e él tomamos los siguientes párrafos: «Para cada individuo que muere de hambre o de inanición en este mundo mueren mil por causa de los excesos gastronómicos, víctimas de los falaces y pérfidos encantos de ese vicio, a quien incorregibles sibaritas han elevado al coro de las nueve hermanas, exaltándole con el nombre impropio a todas luces de décima musa o Musa Gasterea, por no tener aquella privilegiada vista de que disfrutaba el célebre poeta y moralista inglés José A d d i s o n , la que le permitía descubrir, emboscados bajo cada uno de los platos de las comidas opíparas a que concurría, a enemigos tan terribles del hombre como son la gota, la litiasis, la hidropesía, etc. Creo de mi deber hacer constar, en alabanza de la vida templada, que, al contrario de lo qué ocurre con los que abusan de los placeres de la mesa,
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en los que no parece sino que los vapores que se desprenden del antro o sima que tienen por estómago, a la par que perturban su organismo y le predisponen a toda clase de padecimientos, embotan su sensibilidad, disminuyen su inteligencia y ahogan en el ardiente quimo de sus indigestiones todo sentimiento y afección humanos, haciéndolos indiferentes a cuanto les rodea y no se relacione con el goce sensual de su paladar estragado; las personas sobrias, no traspasando los límites razonables, disfrutan de buena salud, de un sueño dulce y tranquilo, de una gran perspicacia en sus sentidos, de excelente memoria, sano juicio y gran dominio sobre sus pasiones. 'El cuerpo quebrantado por los excesos de las orgías del día anterior', dice Horacio en una de sus sátiras, 'embrutece el espíritu y arrastra por el fango esta partícula de la inteligencia divina'. El hombre sobrio que, después de una cena ligera, siente reparadas sus fuerzas por el sueño, se levanta lleno de vigor para volver a empezar sus ocupaciones. S e a m o s , p u e s , sobrios; comamos siempre bastante menos de lo que nuestro paladar solicite, y, principalmente por la noche, cenemos tan frugalmente como Platón, y, como él, advertiremos que, si nos saben a poco nuestras refacciones en el momento de hacerlas, las encontraremos deliciosas a la mañana siguiente. 'Come poco y cena más poco',
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dice D o n Quijote a Sancho en uno de los consejos que le da cuando le está aleccionando para que salga airoso en su empleo de gobernador de la ínsula Barataría, 'que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.' Para no dejarnos llevar de la glotonería y para desechar un vicio que tantos trastornos es susceptible de provocar en nuestra salud y en nuestra inteligencia, recordemos que el sentido que se extasía ante los placeres de la mesa es el menos noble y el más grosero de los que posee el hombre; que así como la vista y el oído excitan la inteligencia, reciben las emociones de lo sublime y lo bello, conmueven el alma y trasmiten y comunican los sentimientos y afecciones, el gusto, el tacto, y algo también el olfato, excitan las voluptuosidades del cuerpo y despiertan lo que de bestia tiene el hombre en su doble naturaleza; y si los unos elevan la esencia moral humana hasta los cielos, arrastran los otros en su caída el espíritu, débil esclavo de un cuerpo intemperante, y se revuelcan con él en el lodazal del vicio, extinguiendo a la par la luz de la inteligencia, que es un don emanado de la divinidad, y como tal, casto y puro; pues cuanto más se hace uso de los sentidos innobles, más se debilitan los que pueden llamarse sentidos nobles y auxiliares del espíritu, y con ellos, las facultades del alma.»
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Envidia. D e este pecado, certificado del egoísmo en frase del doctor Vindevogel, no sólo los moralistas y los literatos, sino los médicos mismos han hecho descripciones que aterran, no obstante tratarse de una pasión que cuidadosamente se oculta. Es, dice Reveillé-Parise, «principio deletéreo y causa de enfermedad tanto más activa cuanto que ejerce su acción en secreto y sin descanso». Según nota el médico Charles Vidal, «La envidia influye en el sistema cardio-vascular, perturbando la nutrición y produciendo lesiones viscerales macroscópicas, que dejan ver, en la autopsia del envidioso, un corazón pequeño, vasos pequeñísimos y músculos descoloridos. La envidia hace que se aminore asimismo la intensidad de la irrigación sanguínea, y de aquí surgen en el orden de la nutrición general graves perturbaciones. La tonicidad del organismo disminuye, el cerebro se irrita y el tubo digestivo digiere con grandes dificultades. T o d o esto es causa de delicuescencia orgánica, perjudicial a todos, pero muy especialmente a los ancianos y a los organismos pobres y empobrecidos. El vulgo ha observado estos fenómenos y los ha sintetizado en una frase que dice, al hablar de ciertas personas, que se las come la envidia. El envidioso, por último, gasta sus energías y se fatiga inútilmente, lo cual viene a ser comerse el
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capital y la renta y también desobedecer a la ley natural, que es el gran secreto de la vida, según la cual debemos realizarlo todo con el mínimum de fatiga y de gasto, a fin de economizar nuestras fuerzas.»
Pereza. Ya Celso en su libro De re medica sentaba la afirmación que Mauricio de Fleury daba por demostrada, a saber, que la ociosidad disminuye la duración de la vida y que los hombres trabajadores viven más tiempo que los ociosos. El acortarse la vida de los perezosos procede, en gran parte, de los vicios que son el cortejo obligado de este defecto, no siempre proveniente de deficiencias funcionales. Notan los médicos que el cerebro del i perezoso se atrofia lo mismo que sus músculos, y | para distraer su tedio bebe y se alcoholiza, come demasiado, y engorda y en su cerebro, vacío de: ideas, surge la obsesión del placer lujurioso. Pero la pereza por sí misma es causa comúnmente de perderse la salud y aminorarse los días de la vida. En la notable obra Religión y medicina, que acaba de publicar la Biblioteca de Estudios Sociales, encontramos los siguientes párrafos dignos de ser copiados: «De la pereza se origina la suciedad; y la poltronería tanto como la suciedad engendran dolen, cias que son frecuentemente mortales.
PEREZA.
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¿Quién no ha observado, por otra parte, cuan escaso es el número de empleados o de comerciantes que llegan al momento tan deseado del retiro? Cuando llegan a obtener este descanso, objeto de las ambiciones de toda su vida, no tardan en enfermar y en morir, tanto porque falta a su organismo gran parte de su tónico ordinario, cual era la energía nerviosa procreada por las necesidades del trabajo cotidiano, cuanto porque de pronto se sienten deprimidos por el tedio.» J «Antes de cumplirse los tres años después de su ! retiro», afirma La Médecine Française, en su número del 29 de octubre de 1908, «mueren, en su inmensaj mayoría, los empleados, los comerciantes y los! militares retirados. \ Y es porque les falta el trabajo, regulador el más eficaz de la tensión nerviosa. N o faltan personas que temen gastar sus energías dedicándose a un trabajo constante, cuando precisamente el trabajo, realizado en debidas condiciones, proporciona al hombre un suplemento de salud y de vida.»
Obras del mismo autor. La Exposición continua del Santísimo. Las aras de la Catedral de Lugo.. El darwinismo y la ciencia. El Pontificado. Historia del culto eucarístico en Lugo. El monasterio de Sámos. Historia de la enseñanza en Lugo, obra premiada. El gran gallego, obra premiada. Los benedictinos de Monforte, obra premiada. De la región gallega. . El señorío temporal de ¡os obispos dé Lugo, dos volúmenes, obra premiada. - •Las poesías de Feijóo, Los escritos de Sarmiento. Argos divina, obra premiada. El Derecho español en sus relaciones con la Iglesia, obra premiada. ' -•' El obispo S. Capitón, obra premiada. La censura eclesiástica, obra premiada. Los daños del libro. Estudios canónicos. Importancia de la prensa. De la Diócesis del Sacramento. La cruzada de la Buena,Prensa. Sermones. .. ~: Injusticias del Estado español. El clero en la política. El presupuesto del Clero. San Froilán ie Lugo. Vida postuma de un Santo. Discursos pronunciados en Lugo.'
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