Los Símbolos en La Eucaristía - Rafael Fernández de Andraca

March 17, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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LOS SÍMBOLOS EN LA EUCARISTÍA P. RAFAEL FERNÁNDEZ DE A. © 2005, EDITORIAL PATRIS S.A.

José Manuel Infante 132, Tels/Fax: 235 1343 - 235 8674 Providencia, Santiago, Chile E-Mail: [email protected] http://www.patris.cl Ilustración Portada: Giovan Pietro Birago, Iluminación. 1490 Diseño e Imágenes: Margarita Navarrete M. Nº Inscripción: 146.913 ISBN: 978-956-246-509-0

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Índice Introducción 1. La comprensión de la eucaristía 2. El lenguaje de los símbolos 3. Riqueza y diversidad de los símbolos 4. Sacar las consecuencias 5. El peligro de la dicotomía El verbo se hizo carne 1. El Dios invisible se hace visible 2. Los sacramentos Marco Simbólico de la Celebración Eucarística 1. El año y los tiempos litúrgicos 1.1. La simbología del tiempo 1.2. Los tiempos del año litúrgico 1.3. La celebración del domingo 1.1. La simbología del tiempo 1.2. Los tiempos del año litúrgico 1.3. La celebración del domingo 2. La simbología de la vestimenta y de los colores litúrgicos 2.1. La vestimenta litúrgica 2.2. Los colores litúrgicos 2.1. La vestimenta litúrgica 2.2. Los colores litúrgicos 3. Personas y elementos simbólicos en la eucaristía 4. Los gestos corporales en la celebración eucarística 4.1. Palabras y gestos 4.2. La misa paso a paso 4.1. Palabras y gestos 4.2. La misa paso a paso Simbología de la Cena y del Sacrificio 1. Simbología de la cena 1.1. Simbología de la cena en general 1.2. La cena pascual del pueblo de Israel 1.3. El Cordero que quita el pecado del mundo 1.4. La sangre del cordero 1.1. Simbología de la cena en general 1.2. La cena pascual del pueblo de Israel 1.3. El Cordero que quita el pecado del mundo 1.4. La sangre del cordero 6

2. Simbología de los sacrificios 2.1. Los sacrificios en el culto de Israel 2.2. El alma del sacrificio 2.3. Un sacrificio de expiación 2.4. Un sacrificio de alabanza 2.1. Los sacrificios en el culto de Israel 2.2. El alma del sacrificio 2.3. Un sacrificio de expiación 2.4. Un sacrificio de alabanza

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Introducción

HACE falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan –y yo mismo lo he recordado recientemente– el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. “¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡” (Sal 33 [34],9).(Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 18)

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1. La comprensión de la eucaristía uando asistimos a misa, nos encontramos con una abundancia de gestos y ritos. El sacerdote usa una vestimenta especial, a veces de un color y en otras de otro. Eleva los brazos para rezar. Él y los fieles, en ciertos momentos, se dan golpes en el pecho, se inclinan, se ponen de rodillas, se persignan. En la celebración de la misa se usan expresiones que para muchos resultan extrañas o misteriosas. ¿Qué significa, por ejemplo, que el sacerdote presente el pan consagrado y diga “éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”? ¿Qué se quiere decir con ese apelativo? ¿Por qué se usa el pan y el vino en la celebración? ¿Por qué las flores y los cirios sobre el altar? ¿Por qué el sacerdote se inclina y besa el altar? ¿Qué significa que la santa misa sea un “sacrificio”?…

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¿No es verdad que cuando acudimos a la celebración de la eucaristía a menudo escuchamos palabras e, incluso, repetimos gestos sin que nos involucremos interiormente en ellos? Simplemente repetimos oraciones y gestos en forma más o menos mecánica, sin que de hecho “pase algo” en nuestra alma. Cuántas veces escuchamos decir que para los jóvenes (y los adultos) les resulta aburrida la misa. Muchos asisten a ella los domingos, más que para renovar su espíritu, por cumplir una obligación que la Iglesia impone a los fieles. Otros, poco a poco, van dejando la costumbre y no sienten que les haga falta participar en la misa. ¿Por qué se dan estas reacciones? Sin duda, se podrían aducir diversos motivos. Uno de ellos es la carencia de una catequesis adecuada. Si se tiene en cuenta que la eucaristía es la expresión cumbre de la espiritualidad cristiana, “el sacramento de nuestra fe”, participar de corazón en ella supone una fe viva. La eucaristía es una “escuela de fe”, pero antes que nada requiere adentrarse en los misterios de la fe. Pero existe, además, otro motivo que suele hacer difícil la participación y comprensión de la santa misa. Se trata de la falta de sentido y poca familiaridad con los gestos y símbolos del lenguaje litúrgico. En gran medida somos deudores de una religiosidad poco amiga de las expresiones sensibles. Nuestra cultura católica ha acentuado, en la transmisión de la fe casi en forma unilateral, las ideas, los conceptos, las definiciones, la expresión verbal e ideológica, por sobre la expresión a través de símbolos o gestos sensibles. Podemos leer o recitar de memoria oraciones, pero poco sabemos rezar con el cuerpo; nos avergonzamos de levantar las manos cuando se reza el Padrenuestro; no damos mayor importancia a esa genuflexión ante el tabernáculo cuando entramos a una iglesia de modo que resulta un gesto desarticulado sin mayor sentido. En cierta forma, el hombre actual ha superado el racionalismo del cual los cristianos 12

solemos ser deudores (vivimos en una “civilización de la imagen”): no usamos incienso, pero en los recitales de rock abundan el humo y los ritos. Los grandes acontecimientos, una olimpiada, por ejemplo, están precedidos de gestos, ritos, imágenes y símbolos. Las empresas, la publicidad, los partidos políticos, el marketing, etc. recurren a todo tipo de imágenes, gestos y símbolos. El yoga, la meditación trascendental, y muchas formas de religiosidad que han surgido en los últimos decenios, cuentan igualmente con una rica simbología. La eucaristía no es un libro de teología. No acudimos a misa para escuchar o recitar un texto de carácter religioso. La celebración de la cena del Señor es una acción ritual a través de la cual se da un encuentro entre Dios y el hombre: es un actuar pleno de gestos y signos de hondo significado. ¿Estamos familiarizados con ese lenguaje litúrgico? La publicación del libro “Cómo vivir y comprender la Eucaristía”, de Editorial Patris, quiso salir al encuentro de carencias especialmente en el campo catequético y abrir el camino para una mejor comprensión de la santa misa. El presente libro, “Los Símbolos de la Eucaristía”, quisiera constituir una ayuda que facilite una vivencia más rica de la celebración eucarística, abordando ahora en forma más extensa el sentido de los gestos y de la simbología usados en ella. Trataremos, por lo tanto, de adentrarnos en el mundo de la simbología para abrir paso a una comprensión más integral y a una vivencia más profunda de la cena del Señor, cumbre de la espiritualidad cristiana.

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2. El lenguaje de los símbolos Antes de abordar propiamente la simbología de la santa misa, es preciso observar primero más de cerca el papel que juega en nuestra experiencia la comunicación a través de los signos y gestos simbólicos. La gracia edifica sobre la naturaleza. Por eso, en nuestra exposición constantemente buscaremos las analogías que se dan en el orden natural (que surge de las manos de Dios que es Creador) y lo que se da en el orden sobrenatural (que surge de las manos de Dios que es Redentor). Esto nos permitirá apreciar con mayor profundidad lo que acontece en torno al altar. Nos preguntamos por lo tanto qué importancia revisten la imagen y los signos sensibles en nuestra forma cotidiana de expresarnos, de relacionarnos y comunicarnos unos con otros. Para entendernos nos valemos de un idioma. Si la persona con quien tratamos de comunicarnos habla una lengua que no conocemos, entonces, para darnos a entender, recurrimos a gestos. Con un gesto le decimos que somos amigos, que tenemos hambre, etc. De hecho, nos comunicamos mucho más a través de gestos que a través de palabras. El lenguaje de los gestos no es sólo un recurso ante la incapacidad de comunicarse y entenderse por medio de las palabras. Muchas veces las palabras no logran expresar todo lo que quisiésemos decir. De allí que, a pesar de hablar un mismo idioma, recurramos a gestos, a imágenes y a símbolos para comunicarnos. Por ejemplo, si queremos manifestar a una persona, agobiada por un gran dolor, que estamos con ella y que compartimos su dolor, más que decírselo con palabras, le damos un abrazo en silencio. Si queremos expresar nuestra alegría a un amigo a quien no veíamos hacía tiempo, nos acercamos a él extendiendo nuestros brazos y palmoteándole la espalda, sonreímos, etc. Las palabras confirman la emoción que hemos expresado con el abrazo. Los gestos simbólicos y las imágenes expresan a menudo mucho más que las palabras. Nuestro modo de mirar, un ceño fruncido, la posición que adoptamos al sentarnos, un puño en alto, una mano que acaricia, son más elocuentes que el lenguaje hablado. Los gestos y símbolos tienen la propiedad de evocar y de transportar a realidades de otra dimensión, que van más allá de lo que vemos. El gesto sensible manifiesta más elocuentemente nuestra actitud interior.

Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la 14

santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia. (Vaticano II, Sacrum Concilium, 7)

Especialmente significativo es el lenguaje simbólico del cual nos valemos en el mundo del amor. ¡Qué pobre sería para los novios o para los esposos comunicarse sólo con palabras, pronunciando un “te quiero mucho”, sin que medie algún gesto! ¡Qué rico y amplio, en cambio, es el lenguaje de los gestos y de la simbología del amor! Los gestos hablan por sí mismos, dicen más que cualquier palabra, incluso, en muchos casos, las palabras se hacen superfluas o innecesarias. Este lenguaje humano o “lenguaje total” es el lenguaje que usa la liturgia. En ella, por cierto, se dan las palabras, pero esas palabras van acompañadas, explican y reafirman una acción simbólica.

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3. Riqueza y diversidad de los símbolos Detengámonos un poco en la terminología que se usa en este campo. Hablamos de señales, signos, símbolos, gestos simbólicos. A menudo se usan estos términos como sinónimos. Tratemos, sin embargo, de delimitar más exactamente el significado propio que poseen estos términos. Esto nos permitirá entrar en materia con mayor claridad.

• Las señales Si transitamos por una calle nos encontraremos con una cantidad de signos que nos dicen por dónde atravesar una calle o, si vamos en auto, dónde debemos detenernos o ceder el paso. Las señas o señales nos dan una información. Se trata de señales informativas. La luz roja del semáforo, por ejemplo, nos informa que existe un peligro. Socialmente existe una convención que otorga a ese color un significado determinado. Hemos dado, convencional o arbitrariamente, al color rojo el significado de peligro. Para nosotros el negro es signo de luto; en otras culturas, este color puede significar justamente lo contrario. En el caso de las señales, no existe una relación intrínseca entre éstas y su significado o el mensaje que nos dan. La bandera identifica a un país determinado. Si esa bandera está izada a media asta, expresa o nos informa con ello que el país está de duelo. En la liturgia nos encontraremos con el uso de diversos colores en la vestimenta del celebrante. Cada color indica un tiempo litúrgico; nos señala convencionalmente, por ejemplo, que estamos en un tiempo litúrgico de penitencia o de fiesta.

• Los signos Por otra parte tenemos lo que se denomina propiamente signos. Por ejemplo, el humo es signo de un fuego. Las flores son signo de la primavera y de la alegría, etc. El viento norte es signo que viene lluvia, etc. En el caso de los signos se da una relación más directa o interior del objeto que se tiene ante la vista con la realidad misma que éste significa o representa. El significado del humo no es arbitrario; tampoco es arbitraria la relación y el anuncio del viento respecto a la lluvia. La cruz que está sobre o junto al altar, nos transporta espiritualmente a Cristo Jesús, que dio su vida por nosotros en ella. La patena y el cáliz son signos que nos traen un hondo mensaje.

• Los símbolos Aunque se suele usar el término signo como sinónimo de símbolo, éste último va más allá: nos transporta, por lo que es en sí mismo, a algo relacionado con él. El símbolo 16

hace presente o actualiza una realidad que, de algún modo, está presente en él. Por ejemplo, un roble o una roca son símbolos de fortaleza y solidez. Decimos: “esta persona es un roble”. El roble es un árbol firme y robusto. La firmeza de esa persona es análoga a la del roble. Algo semejante sucede con una roca. Una empresa puede poner en su logo la imagen de una roca, para que quienes lo vean, inconscientemente identifiquen esa empresa con la idea de estabilidad y solvencia. La roca es símbolo de la consistencia y solvencia de una persona o de una empresa. En la misa se da, paso a paso, una sucesión de símbolos; por ejemplo, el sacerdote celebrante evoca y hace presente a Cristo sacerdote: él representa simbólicamente a Cristo; la asamblea simboliza a la Iglesia entera, Cuerpo de Cristo, que se ofrece con él.

• Las acciones simbólicas Más allá de este tipo de símbolos, que podríamos denominar “símbolos estáticos”, se dan las acciones simbólicas. Un lirio simboliza la pureza. Es un objeto. Una cena entre amigos, en cambio, es una “acción simbólica”, un acontecimiento, un quehacer que evoca una realidad trascendente, más honda. Se trata en este caso de un actuar en el cual estamos involucrados personalmente. Cuando cenamos juntos, por ejemplo, renovamos o reactualizamos nuestra amistad. Es “un rito”, que va mucho más allá del alimentarnos comiendo juntos. Se trata de gestos simbólicos existenciales, de acciones determinadas que nos involucran personalmente; que hacen presente una realidad “espiritual” más profunda. La celebración de la eucaristía es esencialmente “una acción o un actuar sacramental”. De allí que reviste especial importancia entender el significado de lo que es una acción simbólica en el plano natural. Ejemplos que apuntan en esta dirección son, por ejemplo, el gesto simbólico de fumar “la pipa de la paz”. Ésta era una acción simbólica a través de la cual los jefes de tribus que habían sido enemigas, expresaban su voluntad de reconciliación y de unión fumando juntos. Esa “acción simbólica” estaba expresando y ratificando lo que sucedía en su espíritu. Al fumar juntos esa pipa se actualizaba o hacía presente algo que los comprometía interiormente; realizaban un rito (un gesto sensible) de algo que sucedía entre ellos a otro nivel de profundidad.

ES significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto 17

sencillo de la “fracción del pan”. Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos “hablan”. La eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente. (Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 14)

Un ejemplo que puede iluminar en algo lo que es la eucaristía, como recuerdo o “memorial” en el cual se reactualiza lo que sucedió el viernes santo en el Gólgota, es el siguiente: pensemos en los esposos cuando estos contrajeron matrimonio. En la ceremonia se dio el intercambio de argollas. Cada uno de los novios colocó un anillo en la mano de su cónyuge. Ese gesto fue el símbolo del compromiso de unir sus vidas para siempre. Fue un acto que marcó sus vidas profundamente. Todo el amor y entrega de uno al otro, se expresó simbólicamente en el intercambio de las argollas al sellar su alianza matrimonial. Posteriormente ese matrimonio puede ver las fotos de su matrimonio, pueden pasar el video que se grabó en esa ocasión. Recuerdan entonces lo que fueron sus bodas. Pero, sucede algo diverso y mucho más profundo cuando, por ejemplo, cumplen sus bodas de plata y renuevan sus promesas matrimoniales. En ese caso, más allá de recordar, reviven la celebración de su matrimonio. Entonces se dan una vez más el sí e intercambian nuevamente sus argollas. Celebran una acción simbólica (el intercambio de anillos), y al hacerlo, reviven, reactualizan y confirman el mismo espíritu que los animaba cuando contrajeron matrimonio. ¿Qué sucede cuando convidamos a comer a un amigo o nos reunimos a cenar juntos? ¿Quiere decir que al hacerlo nos alimentamos juntos? Por cierto que es mucho más que eso, es una acción simbólica en la cual se revive y reactualiza la amistad, lo más profundo que los une. Estos ejemplos tienen mucho que ver con la denominación de la eucaristía como el “memorial” de la cena del Señor. Más adelante nos detendremos en detalle en esta acción simbólica.

• Los ritos Una última aclaración terminológica. Cuando se habla de “ritos” nos referimos a una acción simbólica que se reitera una y otra vez de modo semejante. (“Los ritos son necesarios”, afirmaba Antoine de Saint-Exupéry en El Principito1). El rito es el conjunto de formas según las cuales se realiza una acción simbólica. Cuando se celebra, por ejemplo, un cumpleaños, se prepara una torta con velas encendidas, se 18

apagan las luces, se canta y al final del “rito”, el celebrado debe apagar las velas. Y luego, todos aplauden y lo felicitan dándole un abrazo. Si bien, como señalamos, los ritos se dan en el orden natural, se habla especialmente de ritos cuando éstos se dan en el ámbito religioso. La eucaristía es el rito religioso más importante con el cual rendimos culto a Dios. El “ritual” es el libro que describe la forma y los gestos que se deben hacer al celebrar un sacramento. Así, el ritual de la misa es el compendio de los ritos prescritos por la Iglesia para la celebración de la eucaristía. La acentuación exagerada de las formalidades del rito, sobre todo cuando se ha perdido el espíritu que lo anima, da origen a lo que denominamos “ritualismo” o formalismo.

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4. Sacar las consecuencias Si consideramos lo expuesto, cabe preguntarnos si hemos tomado suficientemente en serio y si hemos dado verdadera importancia, en la catequesis y en nuestra vida personal, al lenguaje de los signos y de los símbolos. La realidad pareciera señalar que, en el plano humano, de hecho damos mucho más importancia a la imagen, a la expresión sensible y a los símbolos, que en el plano espiritual-religioso. En este ámbito, mostramos una gran pobreza que contrasta con la actual “cultura de la imagen”, donde lo puramente conceptual o ideológico ha sido superado por lo visual y experiencial. Pareciera que “el lenguaje del cuerpo” o “lenguaje total”, no hubiese tocado mayormente nuestra piedad, sobre todo en las personas que practican un cristianismo más comprometido. Dejamos abierto todo el mundo de la expresividad sensible al espíritu mundano, reservando para Dios el mundo de lo espiritual, de las ideas y de las normas. Si observamos una peregrinación al santuario de la Virgen María o de algún santo, normalmente encontramos en ella una expresividad religiosa mucho más rica y “encarnada”, propia de lo que llamamos “piedad popular”. Pero no es raro que ésta sea considerada una religiosidad más “primitiva e imperfecta”, carente de la pureza de una religiosidad más “culta” y más “sobria”, sin tanta “sensiblería”. ¿No explica este hecho en gran parte nuestra pobreza espiritual, hija del intelectualismo y racionalismo que han marcado nuestra vida cristiana en los últimos siglos? ¿No dependerá también de ello que nuestra vida interior y de oración no alcance muchas veces la intimidad y el calor que debería poseer una comunicación de amor “humano” con el Dios que es amor y que se encarnó? Si bien es cierto que la abundancia de gestos y expresiones sensibles a veces no va acompañada de profundidad y consecuencia en nuestra vida de fe, o que muchas personas que practican la “piedad popular” carecen de una mayor formación doctrinal, igual o más cierto todavía es lo que dice un refrán alemán: “Es preciso no tirar por la ventana al niño junto con el agua sucia”, es decir, no echemos en el mismo saco lo imperfecto o defectuoso que pueda darse en las expresiones de piedad popular con aquello que es lo esencial y lo más valioso: la necesidad y conveniencia de que nuestra vida religiosa sea “encarnada”, que nos capte por entero, cuerpo y espíritu.

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5. El peligro de la dicotomía Para concluir estas reflexiones introductorias, nos referiremos brevemente a un problema que se hace presente tanto en el mundo de los símbolos en el orden natural como en relación al mundo sobrenatural. Dada la polaridad de nuestro modo de ser, siempre existe el peligro de caer en una desarmonía o dicotomía. Por ejemplo, un signo sensible, como el estrechar la mano a una persona, que de suyo expresa amistad, en un caso determinado podría ser falso e hipócrita. Esto sucede cuando aquel que tiende la mano no está movido por un espíritu fraterno sino que interiormente en su alma hay odio, rencor o rechazo a quien saluda. El gesto simbólico es entonces inauténtico. Ese gesto no está respaldado por el espíritu que expresa o simboliza. En nuestras formas podemos tener un trato muy correcto, pero ello no significa que, por esa rectitud “formal”, no pueda existir en nuestra alma una incorrección, una actitud de desprecio interior hacia el otro. Se dan formas y gestos falsos: formalismos carentes de alma, vacíos. Por otra parte, en el extremo opuesto, se dan espiritualismos, es decir, actitudes interiores que no se traducen en comportamientos adecuados y coherentes. Puede ser, por ejemplo, que estemos arrepentidos de haber ofendido a una persona, sin embargo, no llegamos a manifestarle exteriormente, por medio de un gesto, nuestro arrepentimiento. De allí que la búsqueda de la unidad entre lo corporal y lo espiritual sea tarea constante en nuestra autoformación. Una personalidad integral e integrada debiese mostrar una armonía entre espíritu y forma, entre gesto y alma, entre actitud exterior y actitud interior, donde la forma o el gesto sensible exprese y proteja el espíritu que la anima, y donde el espíritu dé vida y sentido a la expresión corporal. Si en nuestras relaciones interpersonales, en el plano puramente humano, se puede dar una dicotomía, por cierto que ésta también se puede dar en nuestra relación con Dios. Ejecutamos gestos, ritos, acciones simbólicas, pero esa expresividad puede ser una forma hueca, vacía de espíritu. El gesto ritual o culto que ofrecemos a Dios muchas veces carece del espíritu que debiera animarlo. Es así un culto intrínsecamente engañoso, una forma carente de alma. De allí el fuerte rechazo de Dios a ese tipo de culto, propio de un pueblo que lo alaba con los labios o que le ofrece sacrificios y holocaustos, pero cuyo corazón está lejos de él. El “verdadero” culto, dirá el Señor, es el culto en “espíritu y verdad”.

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En la Biblia, la comida significa amistad común, presentada a Dios en la oración. Este lazo que se establece entre los comensales, puede llegar a ser una alianza. Cuando Jacob hace una alianza con Labán, ofrece un sacrificio y sella el tratado en una comida. “Jacob hizo un sacrificio en el monte e invitó a sus hermanos a tomar parte (en la comida). Ellos tomaron parte”. (Gen 31, 54) Para decir aliado, se decía: “hombre de mi pan”. En medio de esta riqueza de signos, se inscribe la comida pascual que Jesús, mediante la cena, relaciona con su muerte sacrificial. Su sacrificio, como hemos visto, trasciende las categorías artificiales. Es un holocausto, si se considera la plenitud irrevocable del don que va más allá de las fronteras de la muerte. Es un sacrificio expiatorio si se piensa en la sangre “vertida por la remisión de los pecados”. Es un sacrificio, no solamente una comida, sino una comida sacrificial. En ella, sin embargo, el Cordero pascual es el mismo Cristo. La comunión con Dios que los antiguos participantes en el sacrificio de comunión obtenían al comer una parte de la víctima, los fieles de la Nueva Alianza la consiguen al participar en la copa y en el pan eucarístico. “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor 10, 16-17). (Lucien Deiss)

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1. Siempre hace bien leer el texto al que hacemos referencia: Al día siguiente volvió el Principito. – Hubiese sido mejor venir a la misma hora –dijo el zorro–. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... – Los ritos son necesarios. – ¿Qué es un rito? – dijo el Principito. – Es también algo demasiado olvidado – dijo el zorro –. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora diferente de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las jóvenes del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones. Así el Principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida: – ¡Ah!... –dijo el zorro–. Voy a llorar. – Tuya es la culpa –dijo el Principito–. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara. – Sí,– dijo el zorro.

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– ¡Pero vas a llorar! – dijo el Principito. – Sí– dijo el zorro. – Entonces, no ganas nada. – Gano – dijo el zorro – por el color del trigo.

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El verbo se hizo carne

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Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo” era el “Hijo de Dios” (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 55)

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1. El Dios invisible se hace visible espués de lo expuesto, puede resultarnos más fácil la comprensión de lo que son los signos, gestos y acciones simbólicas en la liturgia. El lenguaje simbólico nos permite vivenciar y entender, en forma más profunda e integral, lo que es la cena eucarística.

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El uso de un lenguaje simbólico o de la expresión a través de signos sensibles, responde a algo constitutivo de nuestra naturaleza como seres humanos. No somos ángeles. No somos espíritus puros. Somos seres corporales. Pero trascendemos ampliamente lo corporal. Somos una unidad de alma y cuerpo. No somos un cuerpo que tiene un alma, somos un espíritu encarnado. En esto radica la necesidad de comunicarnos y expresarnos a través de gestos sensibles. Si el lenguaje de los símbolos, ese “lenguaje total” u “orgánico” que hemos descrito, corresponde a nuestro modo propio de comunicarnos, si ese lenguaje de la imagen y del símbolo es especialmente el vehículo por el cual expresamos nuestro amor, la entrega de nosotros mismos y la comunión con el tú, entonces es comprensible que Dios mismo (que sabe de qué estamos hechos) se haya adaptado a nuestra naturaleza sensiblecorporal para comunicarse y entrar en comunión con nosotros. El Dios que nos creó, el Dios que es Amor, sabe, por eso, cómo comunicarse con nosotros a través de gestos y símbolos. El lenguaje de la revelación no es primariamente un lenguaje conceptual o ideológico, sino ante todo un lenguaje vital y simbólico. La Biblia no entrega una definición conceptual-filosófica de Dios, ni tampoco es un manual de teología dogmática, afirmando que Dios es la “Causa Primera” o explicando las dos naturalezas (humana y divina) que subsisten en la persona de Cristo. Para que podamos comprender quién es Dios, nos dice que Yahvé es el “Alfarero” o la “Roca”. “Yo soy, dice Yahvé, como un ciprés siempre verde, y de mí procede tu fruto” (Os 10, 9). El pueblo de Israel percibe su presencia en esa “nube” o luminosidad sobre el Arca de la Alianza, que acompaña su peregrinar por el desierto. Entiende quién es Yahvé, cuando éste se manifiesta como el “Esposo” de Israel; un Dios que es poderoso y tierno como un padre y lleno de amor como una madre. La Palabra definitiva a través de la cual Dios se nos revela es Cristo. El Verbo de Dios, que es espíritu puro, para llegar hasta nosotros, tomó carne, se encarnó, asumiendo un cuerpo y expresándose en forma sensible: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”, afirma solemnemente san Juan (Jn 1, 14). En Cristo, el Verbo encarnado, el Dios invisible se hace visible. Cuando el Señor quiere manifestar quién es él, lo hace a través de imágenes y símbolos. Él es el “Buen Pastor”, el “Pan de Vida”, la “Piedra Angular”, la “Vid verdadera”, la “Luz” del mundo, el “Agua 29

Viva”, “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”... Para explicar qué es el reino de los cielos, se vale de parábolas: habla del tesoro escondido en el campo, de la semilla, del banquete de bodas, etc. Para hacernos comprender hasta qué punto debiéramos estar unidos a él, explica a sus discípulos la alegoría de la vid y el sarmiento. Para mostrar su poder divino, realiza “signos” (los milagros). Impone las manos a los niños; unta con saliva la lengua del sordomudo para devolverle el habla; toma el pan y la copa de vino y, bendiciendo al Padre, se los da a sus apóstoles, diciéndoles que coman y beban porque ése es su cuerpo y ésa es su sangre.

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2. Los sacramentos La “economía de la salvación” o forma en que Dios conduce a su pueblo, comunicándole las gracias de la redención, posee un carácter marcadamente sacramental. La eucaristía pertenece por excelencia a este orden sacramental. Es, como hemos destacado, “el sacramento de nuestra fe”. En el carácter sacramental de la vida de la fe, podemos constatar siempre de nuevo lo mismo: se trata de realidades concretas, tangibles (personas y cosas), de gestos o signos sensibles, simbólicos, que evocan y hacen presente realidades que los trascienden. En el contexto de las explicaciones anteriores podemos comprender mejor lo que significa la “sacramentalidad” presente, en primer lugar, en la persona misma de Cristo y en su actuar en y a través de la Iglesia, que es su Cuerpo. El Verbo encarnado, la Palabra visible y tangible (“Quien me ve a mí ve al Padre”), es el “sacramento radical” de nuestra fe. Quien lo ve a él ve al Padre. La palabra “sacramento” (de “sacramentum”, segundo para traducir del griego el término expresa lo que es Cristo y su obra salvífica. Iglesia y, en ella, particularmente a través de gracia.

en latín) comenzó a utilizarse en el siglo “misterio”. Por “misterio de Cristo” se Esta obra la realiza Jesús a través de la signos que hacen presente y actuante su

Consecuente con su ser, Cristo funda la Iglesia como signo visible y universal de su actuar y presencia salvadora en medio del mundo. La Iglesia es el “sacramento general” de nuestra unión con Dios y de la unión de los hombres entre sí” (cf. Concilio Vat. II, LG 7,48). En la realidad visible de la Iglesia se hace presente la persona y el actuar de Cristo, sólo perceptibles a los ojos de la fe. El Señor, junto con fundar la Iglesia, instituye los sacramentos para prolongar en ellos su presencia y acción redentora. A través de un largo proceso, la Iglesia llegó a establecer el término “sacramento” para designar propiamente a los 7 sacramentos (bautismo, confirmación, eucaristía, reconciliación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de los enfermos). Se los definió como “signos sensibles y eficaces de la gracia”. Son gestos – signos sensibles– de carácter simbólico, a través de los cuales Cristo nos comunica su presencia y sus dones. Él se hace realmente presente en ellos (por eso el adjetivo “eficaz” de la definición). El Señor sabía que los sacramentos nos permitirían llegar a una hondura que los conceptos o las ideas por sí mismos nunca lograrían alcanzar. Lo que es inaccesible y trascendente, se hizo así cercano y “palpable” en los signos sacramentales. Entre los sacramentos, la eucaristía es la cumbre y la fuente de nuestra vida como cristianos. Junto a los sacramentos la Iglesia reconoce, además, un gran número de signos llamados 31

“sacramentales”, para distinguirlos así de los siete sacramentos. De acuerdo a la fe de los fieles, Cristo regala su gracia a través de ellos. Por ejemplo, son sacramentales el agua bendita, las imágenes de gracia, las bendiciones de las personas y de las cosas, la imposición de la ceniza el primer miércoles de cuaresma, la bendición de los ramos a inicios de la Semana Santa, etc. En la celebración de la eucaristía podremos constatar constantemente la realidad de los sacramentales, que están insertos o entrelazados en la celebración.

UNA vez glorificado, Jesucristo escapa a nuestras posibilidades normales de visión. A partir de ese momento, ¿cuál es la manera de entrar en contacto con el Señor que queda para los que están sujetos al tiempo de la historia? Sin duda, la fe. Pero ¿es esto suficiente? No, ya que si así fuese, hubiésemos perdido parte de la dimensión que inaugura la encarnación del Señor. Si Dios se ha encarnado (se ha hecho carne), es para que el hombre pueda encontrarlo de nuevo humanamente a través de los signos visibles. En la representación simbólica del misterio realizado una vez para siempre, Dios ofrece al hombre la posibilidad de este contacto más íntimo. De hecho, en esto consiste el misterio cultual de la Iglesia que él fundó. Gracias a los sacramentos de la Iglesia, encontramos de nuevo al Señor glorificado, y no sólo espiritualmente, sino de un modo corporal, a través de toda la economía de signos humanos que prolongan para nosotros la humanidad de Cristo. (Joan Bellavista)

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Marco Simbólico de la Celebración Eucarística

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EL modo más adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada a través de los “signos” es seguir con fidelidad el proceso del año litúrgico. Los Pastores deben dedicarse a la catequesis “mistagógica” (que explica los misterios sagrados, especialmente los sacramentos), tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido de los gestos y palabras de la liturgia, orientando a los fieles a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.

(Juan Pablo II, Mane Nobiscum,17)

P

odemos ahora adentrarnos en la rica simbología de la celebración eucarística. Recorreremos para ello un camino que va desde los signos más directos y palpables hasta llegar a su simbología más profunda.

Cuando el Señor instituye la eucaristía, dice a sus apóstoles: “Hagan esto en memoria 37

mía” (cf 1 Cor 11, 24-25). Es decir, hagan este gesto simbólico que he realizado y revivan o actualicen en él, al repetirlo, el espíritu que vivimos cuando lo realizamos en vísperas de mi pasión, muerte y resurrección. De allí que llamemos a la misa el “memorial” de la cena del Señor. Cuando en la liturgia se habla de “memorial”, nos referimos a algo que va más allá de un mero recuerdo o representación, de modo semejante como cuando los esposos renuevan en una acción litúrgica su matrimonio. No sólo recuerdan el día en que se casaron, sino que “reactualizan” en ese rito el espíritu que vivieron cuando contrajeron matrimonio. El Señor instituyó la eucaristía como sacramento bajo la forma de una cena y de un sacrificio. Celebró una cena, más expresamente aún, la instituyó celebrando la cena de Pascua con la cual el pueblo de Israel conmemoraba (y reactualizaba) la liberación de la esclavitud de Egipto y su peregrinar hacia la tierra prometida. Por otra parte, en la cena del Señor se hace presente otra acción simbólica: la que realizaba el pueblo de Israel cuando ofrecía sacrificios de alabanza y expiación a Yahvé. Por medio de una ofrenda el pueblo expresaba simbólicamente (sacrificando un animal u ofreciendo las primicias de sus cosechas) su adoración, gratitud y petición de perdón al Señor. Ahora bien, la celebración de la cena sacrificial que es la eucaristía está llena de simbolismos y gestos complementarios llenos de significado. De allí que, para su comprensión integral, es preciso familiarizarse también con el significado propio de cada uno de los elementos que conforman la celebración. En la santa misa entran en escena diversos actores (el celebrante, la asamblea), objetos (pan, vino, agua, cirios, etc.) y se realizan gestos determinados (levantar las manos, arrodillarse, etc.). La celebración eucarística es un actuar, es decir, algo que acontece. Es una acción cultual concreta que se desarrolla en el tiempo. En este sentido hablamos de los tiempos del año litúrgico. Si tuviésemos que describir la cena que celebran dos amigos, tendríamos que ir deteniéndonos en cada detalle de ese encuentro: la mesa, el mantel, la comida, la iluminación del lugar, etc.; al hacerlo, no perderíamos de vista que estamos tratando de explicar y describir lo esencial que ellos están viviendo al cenar juntos. De modo semejante, al explicar la simbología de la Cena del Señor, procederemos abordando diversos aspectos de la celebración eucarística, teniendo siempre presente que ésta es un todo.

Nos referiremos:

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• Al significado del año y los tiempos litúrgicos. • Luego describiremos la vestimenta y los colores litúrgicos. • Posteriormente trataremos de descubrir el significado simbólico de los diversos elementos (personas y cosas) que aparecen en la celebración de la santa misa. • Luego abordaremos el significado de los diversos gestos que realizan el celebrante y la comunidad que celebra. • Por último, profundizaremos en el núcleo mismo de la celebración, ahondando en lo que significa la cena y el sacrificio.

La eucaristía es fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La eucaristía es epifanía de comunión. (Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 21)

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1. El año y los tiempos litúrgicos 1.1. La simbología del tiempo ¿Damos importancia en nuestra vida al tiempo, a los períodos de tiempo que nos han marcado en nuestra historia personal o familiar? Así como nosotros somos historia y nos comprendemos a nosotros mismos a partir de nuestra génesis y desarrollo histórico, también el cristianismo es una historia, no es simplemente una ley moral. Es un acontecimiento que sucedió en el tiempo. La eucaristía no es algo atemporal, no; revive un momento histórico cumbre de la historia de salvación. Consideremos primero el significado simbólico que tiene el tiempo para nosotros en general. No todos los tiempos son iguales: existen tiempos y tiempos. Pensemos, por ejemplo, en lo que significa para un matrimonio el día en que contrajeron nupcias. Ese día está cargado de contenido vital. Es diferente a todos los otros días. Es único. Existen períodos de tiempo que revisten una importancia especial. Por ejemplo, continuando con el matrimonio, la concepción y los nueve meses de espera del primer hijo. Ese tiempo nunca se borrará del corazón. Fue un tiempo especialísimo, lleno de nuevas vivencias que culminaron cuando la madre dio a luz a su primer hijo. Pensemos en otros tiempos especiales: en un tiempo de prueba, cuando alguno de los hijos sufrió un accidente o se enfermó gravemente; o cuando el esposo quedó sin trabajo y, por ello, la familia debió sufrir carencias y renuncias. Todos éstos son tiempos “sacramentales”; poseen un contenido y una resonancia vital-emocional única para quienes los vivieron y recuerdan. Nuestra vida es una historia y, en el sentido más profundo, una historia sagrada. Por eso, celebramos aniversarios y jubileos y esas celebraciones, personales o familiares, son siempre vivas y actuales. Si se celebra el jubileo de plata matrimonial, esa celebración no es sólo un recuerdo nostálgico o alegre de un pasado. Es mucho más que eso: en el jubileo se revive y reactualiza la unión esponsal, ahora cargada y confirmada por los 25 años transcurridos. En la celebración del jubileo de los 25 años de matrimonio éste se renueva, no sólo se “recuerda” sino que se re-actualiza el espíritu que animó el momento histórico que lo originó. Este contenido simbólico que posee el tiempo, también se da, analógicamente, en la celebración de la eucaristía. La liturgia eucarística es el corazón del año y de los tiempos litúrgicos. Cada eucaristía se celebra en el contexto de la historia de salvación y los diversos tiempos litúrgicos corresponden justamente a etapas de esta historia.

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En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la “plenitud de los tiempos” de la encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los “últimos tiempos” (cfr Heb 1, 2), la “última hora” (cfr 1 Ioh 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la parusía. De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo, cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado, proclama: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su encarnación y resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la “plenitud de los tiempos”. Por ello también la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El año solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto sentido reproduce todo el misterio de la encarnación y de la redención, comenzando por el primer domingo de adviento y concluyendo en la solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada domingo recuerda el día de la Resurrección del Señor. Juan Pablo II, Tertio Millennio Adveniente (n.10).

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1.2. Los tiempos del año litúrgico Cuando celebramos la misa, se rememora y reactualiza un hecho situado en el tiempo (una realidad que percibimos en la fe). La eucaristía re-vive, re-memora y re-actualiza el acontecimiento salvífico de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el acontecimiento pascual, cuando Cristo padeció y murió, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y resucitó en la noche del sábado. Este acontecimiento pascual es la culminación de la obra redentora del Señor, pero su vida entera está marcada por la redención. De allí que la Iglesia, al establecer la celebración del año litúrgico, ha querido ir recordando y reactualizando toda la vida del Señor, desde el momento en que el Verbo toma carne en las entrañas de María, hasta su muerte, resurrección y ascensión gloriosa al cielo. De esta forma, los fieles pueden unirse y profundizar su incorporación al Señor en todas sus dimensiones. Diversas fiestas litúrgicas celebran aspectos determinados de los misterios de Cristo, por ejemplo, la fiesta de Corpus Christi, que conmemora el don del Pan de Vida que es Cristo. Celebran también a los santos, especialmente a María Santísima, como aquellos 42

que, habiendo vivido más intensa y profundamente el misterio de Cristo, nos ayudan a que cada uno de nosotros sigamos también sus pasos. Especial relevancia tiene en este contexto la celebración del domingo como “Día del Señor”, como conmemoración de su resurrección gloriosa. Explicamos especialmente la celebración del año litúrgico, durante el cual la Iglesia hace presente el misterio de Cristo, ayudando a que el pueblo cristiano reviva así los períodos o etapas más relevantes de la vida de Cristo Jesús. Ella ha conformado el calendario litúrgico distinguiendo: • Tiempo de Adviento • Tiempo de Navidad y Epifanía • Tiempo de Cuaresma • Semana Santa y Triduo Pascual • Tiempo Pascual • Tiempo Ordinario Tiempo de Adviento Adviento significa venida, llegada. Es el tiempo litúrgico dedicado a preparar la venida del Señor; la venida histórica del Mesías acaecida hace más de dos mil años, y la venida escatológica, que esperamos al final de los tiempos. El Adviento comprende las cuatro semanas que preceden al 25 de diciembre. Es un tiempo de alegre esperanza y de purificación que nos prepara para recibir a Cristo Jesús.

Tiempo de Navidad y Epifanía Es el tiempo dedicado a celebrar el nacimiento del Señor y su manifestación o Epifanía. Se extiende desde el 24 de diciembre, vigilia de Navidad, hasta la fiesta del bautismo del Señor. La Iglesia de Roma fijó esta celebración el 25 de diciembre, dando un nuevo sentido a la fiesta pagana del nacimiento del sol. 43

Epifanía es la fiesta litúrgica que se celebra el domingo siguiente al 6 de enero. Incluye tres manifestaciones de la divinidad de Cristo: la manifestación a los Magos de Oriente, que son guiados por la estrella hacia el pesebre; la manifestación de Cristo en las bodas de Caná (después de su primer milagro “los discípulos creyeron en él”), y la manifestación de la divinidad de Cristo en su bautismo en el Jordán.

Tiempo de Cuaresma Cuaresma significa cuarentena, y evoca el simbolismo del número cuarenta: los episodios de los cuarenta días del diluvio antes de la alianza con Noé; de Moisés y sus cuarenta días en el monte; del pueblo de Israel y sus cuarenta años de peregrinación por el desierto rumbo a la tierra prometida; los cuarenta días de Elías caminando hacia el monte del encuentro con Dios; y, sobre todo, recuerda los cuarenta días en que Jesús ayunó en el desierto. El tiempo de Cuaresma comienza el Miércoles de Ceniza y termina el Jueves Santo, antes de la celebración eucarística vespertina. La cuaresma con sus cuarenta días se iniciaba originariamente el primer domingo de cuaresma, pero, para completar los cuarenta días de ayuno, como los domingos no se ayunaba, se adelantó su inicio al Miércoles de Ceniza. Es un tiempo de penitencia y de preparación a la celebración de la Pascua.

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Semana Santa y Triduo Pascual La Semana Santa se compone de dos partes: el final de la cuaresma (que va desde el domingo de ramos hasta la celebración de la Cena del Señor, en la vigilia del jueves santo) y el triduo pascual (viernes santo, sábado santo y domingo de resurrección). El triduo pascual comienza con la misa vespertina del jueves santo (la mañana del jueves es todavía cuaresma) en la cual la Iglesia revive la institución de la eucaristía. El viernes santo se centra en el misterio de la cruz. El sábado santo es un día de duelo y meditación. La noche del sábado santo se celebra la solemne vigilia pascual, celebración que inicia el tercer día del triduo pascual, el domingo, fiesta de la resurrección del Señor.

El tiempo pascual Es un tiempo dedicado a la celebración de la resurrección del Señor. Un tiempo de gran alegría por el triunfo del Señor y que debe celebrarse como “un gran Domingo”. El tiempo pascual comprende los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta Pentecostés, domingo en que se hace memoria de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos junto a María. “Pascua” significa “paso”, constituye la fiesta más importante del año litúrgico. Conmemora la resurrección del Señor. Su origen entronca con la fiesta judía del “pesaj”, que recuerda la liberación de Egipto. Es una fiesta movible, que se fija en el domingo siguiente a la primera luna llena que sigue al equinoccio de primavera (21 de marzo). Oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

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Tiempo ordinario o tiempo durante el año El tiempo ordinario comprende las 33 o 34 semanas en las cuales no se celebran aspectos particulares del misterio de Cristo, sino a Cristo en su plenitud. Este tiempo está dividido en dos partes: Una, que comprende un mínimo de cuatro semanas y un máximo de nueve, ubicadas entre la Epifanía y la Cuaresma, y otra, que va desde Pentecostés al inicio del tiempo de Adviento.

1.3. La celebración del domingo La celebración del domingo posee un marcado carácter simbólico. Es el día que por antonomasia nos recuerda la resurrección del Señor; es el día que hace visible como comunidad a la Iglesia congregada en torno al altar, compartiendo la Palabra y el Cuerpo del Señor sacramentado. La celebración del domingo, como día del Señor, asegura, alimenta y protege nuestra vida espiritual y nuestro carácter de miembros de la Iglesia. Es también el testimonio simbólico de la presencia viva de la Iglesia, que está llamada a ser 46

luz del mundo en medio de la sociedad; de esa Iglesia que está presente de modo especial en la familia cristiana, en la “iglesia doméstica”. La santificación del domingo en el templo y en la familia, adquieren en este sentido una especial importancia simbólicopedagógica.

GRANDE es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Se comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana. Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la eucaristía se realiza la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia 47

particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado que la convoca, para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la historia. Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical, es cómo los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho de que es el “día del Señor”, el día del Señor resucitado. Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto “está siempre en el día del Señor, celebra siempre el domingo”. El domingo es una auténtica escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual, marcada cada vez más fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que ponen continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de un cristianismo de la “diáspora”, es decir, probado por una situación de dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no logran mantener fácilmente los contactos entre sí ni son ayudados por estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana. En este contexto problemático, la posibilidad de encontrarse el domingo con todos los hermanos en la fe, intercambiando los dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable. El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestras ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos 48

da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que la comunidad cristiana clama a Cristo su “Marana tha, ¡Señor, ven!” (1 Co 16,22). En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que “no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23). (Juan Pablo II, Dies Domini, n 80-84)

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2. La simbología de la vestimenta y de los colores litúrgicos 2.1. La vestimenta litúrgica Cuando el sacerdote celebra la eucaristía se reviste de un ornamento litúrgico. No la celebra con la vestimenta que usa el día de trabajo. Es una vestimenta especial: litúrgica o cultual. Más allá de protegernos o de cubrir nuestra desnudez, nuestra vestimenta posee un gran significado simbólico. Nos vestimos de modo especial, por ejemplo, cuando hemos sido invitados a una boda o participamos en una recepción a una persona importante. Cuando trabajamos nos ponemos “ropa de trabajo” y, para el día de fiesta, usamos una vestimenta especial. Los novios expresan simbólicamente en su traje el momento y la trascendencia de lo que viven. Un uniforme determinado indica que pertenecemos a un cuerpo de trabajo profesional o a una comunidad particular. Militares, jueces, miembros de una empresa, trabajadores, miembros de una comunidad religiosa, etc., así lo hacen. El modo de vestirnos refleja lo que somos o deseamos ser. Nos identificamos por el tipo de ropa que usamos y por el colorido de nuestro vestido. Un varón usa un tipo de vestimenta y una mujer otro tipo. No parece adecuado que un hombre use vestimenta de mujer ni una mujer, un vestido masculino. Tampoco corresponde que una persona mayor se vista como un adolescente o viceversa. Los jóvenes expresan su originalidad cambiando la moda de la juventud que les precedió. Nuestra vestimenta no sólo expresa la actividad en la cual participamos, sino, además, puede manifestar nuestra identidad como miembros de un determinado pueblo. Las más diversas vestimentas típicas de un país dan testimonio de ello. El vestido o traje que usamos manifiesta también el espíritu que nos anima: si alguien usa ropa sucia, si su vestido no guarda el pudor, o es de colores discordantes, con ello se está expresando algo de lo que es interiormente. Del mismo modo la ropa limpia, decorosa y estéticamente hermosa, que alguien viste, refleja su alma. Junto con la forma del vestido, el color es también significativo. Los colores hablan de estados de ánimo. En determinadas ocasiones un color no es adecuado, pero, en otra ocasión, en cambio, puede ser perfectamente apropiado. Hay colores más “tristes”, más “serios”; otros, más “juveniles” y más alegres. Si esta simbología se da en el campo de las relaciones sociales, no debe extrañarnos que, en una celebración tan especial como es la litúrgica, el sacerdote se revista con una vestimenta original. A lo largo de la historia de la humanidad, en todos los pueblos, el culto a la divinidad ha sido oficiado por sacerdotes revestidos con ornamentos que 50

manifestaban su ser y su función. La Biblia describe en detalle la vestimenta que debían usar los sacerdotes, especialmente cuando oficiaban el culto en el templo. El cristianismo trajo un nuevo espíritu. La Nueva Alianza requería de nuevas formas. Pero éstas se fueron gestando lentamente. Recordemos la crítica de Cristo al fariseísmo y a la importancia desmedida dada a los ritos y formas exteriores. Esto también explica en parte por qué pasaron siglos hasta que, en la comunidad eclesial, se fueron dando vestimentas especiales para el culto, particularmente en la celebración de la eucaristía. Así, por ejemplo, al inicio, poco a poco, la toga greco-romana se fue adaptando como traje litúrgico (en el uso profano, la toga se fue acortando, en el litúrgico permaneció más bien larga). Se ha dado un lento proceso hasta lo que hoy tenemos; (hay que tener presente que junto a nuestro rito latino existen en la Iglesia otros ritos y, en ellos, diversos ornamentos litúrgicos). En este proceso histórico queda claro que “el hábito no hace al monje”, que los ornamentos litúrgicos no son lo más importante en la celebración, pero, también, por otra parte, que ellos expresan y protegen el espíritu del sacramento que se celebra. El celebrante, obispo o sacerdote, indica por su vestimenta que no actúa en nombre propio, sino en representación de Cristo sacerdote. No correspondería que, al celebrar un rito sagrado, llevara “ropa de calle”. Al revestirse, el obispo y el sacerdote manifiestan que presiden una celebración que trasciende el carácter profano. La vestimenta litúrgica, para el sacerdote mismo como para la comunidad, cumple así una función pedagógicosimbólica. La vestimenta principal es la siguiente: el alba, la casulla y la estola. El alba Es la túnica blanca (de allí su nombre) con la cual se revisten los celebrantes. Con ella se indica que el sacerdote se reviste de Cristo, del hombre nuevo. El color blanco simboliza la inocencia y recuerda la túnica bautismal. El alba también es usada por los acólitos y lectores de la Palabra. El “cíngulo” (de “cingere”, ceñir) es el cordón con el cual se ajusta el alba a la cintura. Se le da el simbolismo de estar “atados” a Cristo Jesús. La estola (del griego “stolizo”, adornar) Es una banda de unos 15 cm. de ancho que se coloca sobre los hombros y cuelga hasta más abajo de las rodillas. Los diáconos la llevan terciada de izquierda a derecha. Se coloca sobre o bajo la casulla. La estola es signo distintivo del orden sacerdotal, por eso 51

es de uso exclusivo de quienes han recibido el sacramento del orden sacerdotal (diáconos, sacerdotes y obispos). La estola es del color litúrgico correspondiente. Normalmente lleva alguna imagen o símbolo religioso.

La casulla (que significa “casa pequeña”) Es la vestimenta que caracteriza al celebrante y que se coloca encima del alba. Las casullas son de diversos colores, según el tiempo litúrgico en que se usan. Así como el celebrante que preside la eucaristía y los concelebrantes usan estas vestiduras litúrgicas, corresponde que los laicos que participan en la celebración, expresen también de algún modo, por su forma de vestir, que forman parte en una celebración cultual y no en una simple reunión social o comunitaria. De allí la conveniencia que asistan a ella vestidos de tal forma que con su actitud y su vestido no contradigan los misterios que se celebran.

2.2. Los colores litúrgicos Anteriormente aludimos a que el color de la vestimenta también tiene importancia simbólica. Los colores litúrgicos son aquellos empleados en los ornamentos de los ministros en las celebraciones litúrgicas. Expresan simbólicamente las características del tiempo litúrgico que corresponde. Los colores litúrgicos básicos son: blanco, rojo, verde y morado. El color blanco (puede ser también dorado) Expresa la alegría festiva, propia de la resurrección del Señor. Se utiliza en el tiempo de navidad y de pascua; en las fiestas del Señor, de la santísima Virgen, de los ángeles, de los santos no mártires, en la mayoría de las solemnidades y en otras ocasiones festivas especiales. 52

El color rojo Habla del fuego del Espíritu y de la sangre de los mártires. Se usa el domingo de ramos, el viernes santo, el día de pentecostés, en las fiestas de los apóstoles y mártires. El color verde Expresa el sentido de esperanza. Se emplea en el tiempo ordinario del año litúrgico, que es el tiempo de la Iglesia que peregrina hacia la Casa del Padre.

El color morado Expresa un espíritu penitencial. Es propio del tiempo de adviento, de cuaresma y de semana santa. Se usa además en las misas y oficios de difuntos. Algunas veces en las misas de difuntos se emplea el color blanco, para remarcar el carácter de resurrección y de vida nueva a la que se accede después de la muerte.

Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 11)

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3. Personas y elementos simbólicos en la eucaristía La celebración de la eucaristía se lleva a cabo en un ambiente determinado, donde hay personas, diversos elementos y gestos rituales que poseen, cada uno, un determinado significado simbólico. Quien convoca a la Cena del Señor es Cristo mismo, pero lo hace a través del sacerdote que, por la unción del sacramento del orden, ha sido facultado por él para presidir la eucaristía, actuando en nombre suyo. Los convocados a la cena conforman la asamblea litúrgica, es decir, el Pueblo de Dios, reunido para dar culto al Padre en la celebración del misterio de Cristo Redentor. Tanto el que preside como la asamblea misma poseen un carácter sacramental o simbólico propio. El sacerdote que preside

lo hace “in persona Christi”, es decir, como instrumento personal del Señor, presente y actuante en él, por el carácter sacerdotal que el sacramento del orden imprimió en su ser. El sacerdote hace presente a Cristo en su función de Cabeza del Cuerpo del Señor (de la Iglesia). Los invitados a la cena deben ver en el sacerdote no sólo a una persona humana determinada, con sus propias debilidades o virtudes, sino a una imagen de Cristo. Los ojos de la fe permiten que vean al Señor en quien, en el momento de la consagración, puede decir: “éste es mi Cuerpo” y “ésta es mi Sangre”. Desviaciones en la celebración de la eucaristía a veces han querido borrar esta “diferencia”, de forma que no aparezca una “cabeza”, sino que lo que cuente sea la comunidad celebrante. Con ello se falsea el sentido de la liturgia y no se comprende el “signo sacramental” del cual está revestido el sacerdote que preside. De esa manera, la misma presencia de Cristo sacerdote queda truncada.

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La asamblea

Es decir, quienes participan en la cena eucarística (que no sólo “asisten” pasivamente a ella, sino que también celebran, presididos por el sacerdote), son también un signo sacramental del Pueblo de Dios, la Iglesia. Son Cuerpo del Señor, miembros vivos suyos, que se abren a su don, a su palabra y que, como María Santísima, que estuvo al pie de la cruz, se unen a él en una misma ofrenda. Son Esposa del Señor, que en él conforman un solo cuerpo y un solo espíritu. No se trata, por lo tanto, de una multitud anónima o de un conjunto de personas que presencian con mayor o menor atención una representación. Son comensales, co-actores, co-oferentes. Cristo está presente en su Cuerpo de una forma real y misteriosa. El altar

La eucaristía se celebra alrededor de una mesa, la cual a su vez es altar. El altar es mesa de convite y es ara del sacrificio. Mesa que congrega a quienes están invitados a participar en la cena y ara para sacrificar y ofrecer. Se expresa así la doble dimensión de la eucaristía, que es cena y sacrificio. El altar es el centro de la celebración eucarística. Simbólicamente representa a Cristo quien, a la vez, es sacerdote, víctima y altar. Su cuerpo es ara de la ofrenda. Él mismo, 56

como sacerdote, se ofrece al Padre. Por eso el sacerdote se inclina ante el altar, lo besa y, en determinadas ocasiones más solemnes, lo inciensa. El altar, recubierto por un mantel o lino blanco, es, a la vez, una mesa preparada para la cena. Mesa en torno a la cual la comunidad que celebra se reúne para compartir el Pan de Vida, conformando en Cristo un solo cuerpo. Es el símbolo de la unidad familiar de la Iglesia y, en concreto, de la comunidad que celebra el banquete pascual. Las flores

Cuando celebramos, adornamos el lugar de la fiesta con flores. Si queremos manifestar nuestro amor, gratitud o admiración a una persona, le regalamos flores. Las flores son símbolo de alegría, de la vida y la primavera. No es extraño, por lo tanto, que siempre – exceptuando los tiempos de penitencia y rememoración de la pasión y muerte del Señor en Semana Santa– se coloquen flores junto o sobre el altar. Esas flores evocan de modo especial la celebración de la victoria del Cristo resucitado que venció la muerte. Se colocan flores para expresar la alegría y la primavera de la resurrección del Señor. Los cirios

Sobre o junto al altar también se colocan cirios encendidos. Ellos recuerdan a Cristo, Luz del mundo. Son también símbolo de la fe y del amor. Participamos en “el sacramento de nuestra fe”. Si nuestras lámparas no están encendidas, como no lo estaban aquellas de las 57

vírgenes necias, nos será imposible comprender lo que está sucediendo en torno al altar. Sólo presenciaremos materialmente una acción litúrgica, sin penetrar su sentido más profundo. En cambio, si tenemos nuestras lámparas encendidas, podremos participar verdaderamente en la celebración de la eucaristía. Esa fe, simbolizada en los cirios encendidos, es una fe llena de amor y de fuego. La llama del cirio arde y se consume. Nos indica que seguir a Cristo, identificándonos y entrando en una íntima comunión con su vida, muerte y resurrección, es fruto de una fe viva, de un amor ardiente. De un amor que, iluminado por la fe, se entrega y busca fusionar el propio corazón con el corazón de Cristo. El crucifijo

Que se coloca sobre el altar o en el espacio que lo rodea, es signo de que celebramos el sacrificio del Gólgota. “Predicamos a Cristo, dice san Pablo, pero a Cristo crucificado”. La fraternidad y la paz, el perdón y la reconciliación, son frutos de la pasión y muerte del Señor que conmemoramos en la Cena eucarística. El pan y el vino

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En la celebración eucarística el sacerdote presenta las ofrendas: el pan en la patena y el vino en el cáliz que, luego, por las palabras consagratorias, pasarán a ser el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor eligió pan y vino como el alimento y la bebida de su cena. Ambas especies poseen un hondo significado simbólico. La materia del sacramento son ese pan y ese vino que está sobre el altar. Una vez consagrados, con los ojos de la fe, vemos en ellos a Cristo ofrendado. En el pan y el vino consagrados está Cristo presente, independiente de que sea profunda o débil nuestra fe en ese misterio. Si nuestra fe es viva, lo “veremos”, creyendo en ello; si no tenemos fe, miraremos y veremos, pero no lo percibiremos a él sino simplemente un trozo de pan y una copa de vino. Si el Señor eligió esos dos elementos para dejarnos el sacramento eucarístico, lo hizo porque en ellos se condensaba un rico significado simbólico. El pan y el vino expresan lo que es la creación y el trabajo del hombre. El largo proceso de la elaboración del pan y del vino, en el cual son muchos los que han colaborado, señala en esta dirección. Ese pan y ese vino son símbolos que expresan lo que somos, lo que hacemos y trabajamos: son el “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”. Para obtener el pan con que celebramos, hubo que preparar el terreno, romper la tierra, sembrar la semilla. Luego fue necesaria la acción de la naturaleza, de la tierra, del agua, del calor del sol; abonar el terreno y quitar las malezas. En el correr de las semanas, la planta creció y maduró la espiga; vino la siega, la trilla y se separó el trigo de la paja. Ese trigo fue ensacado, llevado al molino, triturado, purificado y amasado. Por último, se llevó al horno. Algo semejante sucedió con el vino, fruto de los racimos recogidos de los viñedos. Por eso, al consagrar ese pan y ese vino, se indica simbólicamente que la humanidad entera, el hombre y su trabajo, son asumidos y redimidos por Cristo, que es ofrecido como víctima sobre el altar. Junto con simbolizar el trabajo del hombre y toda la realidad creada, pan y vino también expresan simbólicamente la unidad de muchos en uno solo. La composición del pan proviene de muchos granos de trigo que se han amalgamado para ser lo que es. De modo semejante, el vino que bebemos fue elaborado de los granos de la uva que, al fusionar su 59

sustancia, le dieron origen. Así, quienes comulgamos con el pan y el vino consagrados, formamos un solo cuerpo: somos uno en el Señor. El pan, una vez consagrado (“éste es mi Cuerpo”), se nos dará como comida. El pan es el alimento por excelencia. Cuando decimos: “no tienen pan”, significamos que no tienen alimento. El “pan de cada día” es el alimento cotidiano que nos nutre y fortalece. Cuando lo comemos, pasa a ser parte nuestra: lo asimilamos en nuestro cuerpo. Cristo quiso así hacernos vivo y sensible su amor y su voluntad de identificarse y ser uno con nosotros. Esta simbología adquiere una profundidad y realismo inusitado en la eucaristía. El Pan vivo que se nos da, es Cristo mismo, quien entra en nosotros, quien nos nutre, nos da vida y fortaleza. Él quiere vivir en nosotros y alimentar nuestra vida, la vida del hombre nuevo en nosotros.

El vino es el otro elemento que eligió el Señor en la institución del sacramento eucarístico. El vino da fuerza e infunde alegría en nuestra alma: el vino “alegra el corazón del hombre”. Por eso es considerado como el símbolo de la felicidad, prosperidad y fecundidad. Compartimos una copa de vino como signo de amistad y felicidad. Por eso, brindamos con un vaso de vino. En la eucaristía, el vino consagrado, convertido sacramentalmente en verdadera sangre de Cristo, nos entrega todo su vigor y el gozo de la Pascua: es un adelanto de la fiesta de bodas en el banquete del cielo. Pero ese vino posee, además, otro simbolismo: el del dolor y la sangre. Simboliza la sangre de Cristo, derramada por la remisión de nuestros pecados. El cáliz que contiene el vino consagrado, es el cáliz de su sangre. “Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros”, dice el Señor. Derramada para el perdón de nuestros pecados y para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. El pan y el vino son los elementos de la Cena del Señor. Cristo nos invita a cenar juntos, a compartir un mismo pan y a beber de un mismo cáliz. De este modo, nos confesamos hermanos y miembros de un mismo cuerpo. El signo natural de amistad y fraternidad que expresa compartir la comida en torno a una mesa, se hace real de modo extraordinario en la “Cena del Señor” o “Fracción del Pan” como llamaban los primeros cristianos a la eucaristía. 60

Agreguemos, por último, que el hecho que se consagre separadamente el pan y el vino, expresa de algún modo, por estar separados cuerpo y sangre, la muerte de Cristo que se ofrece como expiación por nuestros pecados. El cáliz y la patena

Que se usan en la eucaristía poseen también un significado simbólico de ofrenda y sacrificio. Cuando el sacerdote presenta las ofrendas del pan y del vino, ambos elementos acentúan nuestra disposición de entrega, de donación y sacrificio. Simbólicamente, la patena manifiesta esta voluntad: con el pan ponemos en la patena todo aquello que queremos entregar al Señor. Por otra parte, Cristo mismo usa la imagen del cáliz como signo de su sacrificio y de su sangre que será derramada. “¿Podrán ustedes beber este cáliz?”, pregunta a sus discípulos (Mt 20,22).

La eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana” (Vaticano II, Lumen Gentium, 11)

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4. Los gestos corporales en la celebración eucarística 4.1. Palabras y gestos Hemos considerado los elementos y personas que están presentes en la celebración de la eucaristía. Abordaremos ahora en forma particular los gestos que se van sucediendo en la celebración de la santa misa. Estos gestos van acompañados de palabras: de la proclamación de la Palabra y de las palabras de las oraciones que dirigimos al Padre en Cristo Jesús. En nuestra exposición no nos hemos referido expresamente a las palabras que pronuncian el celebrante y los fieles durante la celebración. La Palabra del Señor en las lecturas bíblicas y las oraciones que se rezan, son parte esencial de la santa misa. Como sabemos, ésta posee dos partes centrales: la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística. Anteriormente hemos destacado el hecho de que sin fe no podemos penetrar el sentido profundo de la eucaristía. Sólo a la luz de la revelación, con los ojos de la fe, podemos afirmar la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. Con los ojos de la carne podemos llegar a comprenderla como una cena en la cual Cristo está simbólicamente presente. Recordaríamos entonces lo que él hizo y comulgaríamos espiritualmente con él. Pero la eucaristía es inconmensurablemente más que eso: es Cristo mismo, sacramentado, quien se hace realmente presente; es él quien se ofrece al Padre, quien nos invita a ser parte de ésa su ofrenda y quien se nos da como comida. Esto lo aceptamos con fe porque él lo ha revelado. Es Cristo quien nos revela en su Evangelio el porqué y el para qué él se hizo carne y asumió el camino de la redención que culminó en el Gólgota y en su resurrección. Por su palabra nos enseña cuál es nuestra vocación y cómo debemos dar testimonio de él. Las lecturas bíblicas de la eucaristía van desentrañando el misterio de Cristo, como cuando el Señor exponía las escrituras a los discípulos de Emaús. De allí que la profundidad y realidad última del simbolismo de la cena del Señor sólo podemos captarlas a la luz de la Palabra que escuchamos y acogemos en nuestro corazón. Por eso también la necesidad de que los gestos simbólicos que realizamos en la celebración necesiten de las palabras hechas oración que los acompañan, ayudándonos así a comprender y explicar aún más el contenido íntimo y la realidad de lo que se realiza sacramentalmente. Es por esto que durante toda la celebración se da una constante interacción entre palabra y signo o gesto litúrgico. Ambas realidades tienen que ser “significativas”, es decir, claras. De otro modo, en lugar de facilitar nuestra comprensión y captación del misterio, la dificultarían. Si no se “proclama” la Palabra del Señor como se debe, ello obstaculiza la comprensión y, por lo mismo, la participación activa en la eucaristía. La homilía tiene 62

justamente la misión de hacer aún más comprensible el sentido de la acción salvífica. Por otra parte, una señal de la cruz mal hecha no expresa nada; es una especie de gesticulación indescifrable; es como una palabra mal leída o ininteligible. El gesto tiene que realizarse de tal modo que sea posible captar lo que se quiere significar en él. De igual forma, lo que diga el celebrante que preside o lo que diga la asamblea debe ser claro y coherente. Hecha esta corta aclaración, volquemos ahora nuestra atención al desarrollo de la celebración. La liturgia eucarística es una acción cultual, en el sentido de la “simbología existencial” a la cual nos referimos anteriormente. Todos los gestos y el actuar de quienes los realizan nos “hablan”. Lo que sucede en torno al altar “revela” o “evoca” un misterio que trasciende la materialidad de ese actuar y de esos gestos concretos.

4.2. La misa paso a paso

Familiarizarnos con el lenguaje del cuerpo y ser “amigos de los símbolos” nos permite participar y “sumergirnos” fecundamente en la acción litúrgica. Quien sólo tiene sentido para el lenguaje ideológico conceptual, quien sólo “comprende” lo que se le explica por la exposición doctrinal en la homilía, quedará al margen de lo más profundo de la acción litúrgica. De allí que sea importante descubrir, de la forma más amplia y honda posible, el significado de cada gesto y símbolo de la celebración. Destacaremos algunos de los gestos más significativos que en ella realizan el celebrante y la asamblea. Seguiremos el desarrollo progresivo de la acción litúrgica. Cuando el sacerdote llega al altar, se inclina con reverencia. Luego lo besa. El altar, como se dijo anteriormente, representa a Cristo. Ese beso expresa la reverencia y amor al Señor que se entregó por nosotros, amándonos hasta el extremo. Es un beso que quiere reparar también el beso de Judas en el Huerto de los Olivos. Es un beso de auténtica amistad, de intimidad y de reverencia.

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El gesto de besar, que es signo de respeto, de afecto y gratitud, de fe y aprecio, aparece a menudo en la liturgia. Además de besar el altar, se besa el libro de los evangelios (el evangeliario), el crucifijo (especialmente el Viernes Santo), u otras imágenes. Este gesto se hace también cuando se da “el beso de la paz” antes de la comunión. En las misas solemnes, suele utilizarse el incienso. Quemar incienso e incensar el altar, es igualmente una señal de respeto. En otros momentos de la celebración se inciensa también el libro del Evangelio, al celebrante, a la asamblea y al cirio pascual. En cada caso se está siempre rindiendo homenaje y reverenciando la presencia de Cristo en ellos. El humo del incienso, que sube a lo alto y llena con su aroma el recinto litúrgico, simboliza también nuestra oración que, como ese incienso, quiere elevarse hasta Dios Padre, para rendirle honor y alabanza y para hacerle llegar nuestras peticiones.

Luego el sacerdote se persigna, diciendo: (Iniciemos esta eucaristía) “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Al hacer el signo de la cruz, desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho, hace recuerdo respetuoso del Señor crucificado y de la Santísima Trinidad. Los fieles, junto con el celebrante, también hacen la señal de la cruz. Con ello ambos expresan que quieren revestirse o cubrirse con la cruz redentora del Señor. Toda la eucaristía está así, desde su inicio, marcada con la cruz y la presencia de la Santísima Trinidad. Por el misterio de Cristo crucificado participamos en la vida íntima del Padre, del Verbo encarnado y del Espíritu Santo. En el nombre de la Trinidad Santísima iniciamos la celebración.

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A continuación, el sacerdote, dirigiéndose a los fieles, los saluda extendiendo hacia ellos sus brazos, como imagen de Cristo que acoge y congrega. En el rito penitencial, el sacerdote y los fieles rezan la aclamación “Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad” o el “Yo Pecador”. En éste, al decir “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” se dan golpes en el pecho. Lo mismo hacen antes de la comunión, cuando el sacerdote presenta el Pan consagrado, el Cordero que quita nuestros pecados y confesamos que no somos dignos de recibirlo. Ese golpe debe remecer nuestro pecho y nuestra conciencia y manifestar que realmente nos duele haber ofendido al Señor y que, como aquel publicano que se golpeaba el pecho al fondo de la sinagoga, ciertamente no somos dignos ni merecemos la extraordinaria abundancia de su misericordia.

Luego el oficiante reza la oración colecta. Al hacerlo eleva los brazos al cielo. Éste es uno de los gestos de oración más antiguos. Ya en el Antiguo Testamento se nos relata cómo Moisés elevaba los brazos, invocando la protección de Yahvé para Israel. Una de las imágenes más antiguas del cristianismo, pintada en las catacumbas romanas, es “la Orante”: una mujer que eleva sus brazos al cielo en actitud de oración. La tradición ve en esta orante a María.

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La expresividad de ese gesto está llena de contenido. La criatura se abre a la gracia de Dios, eleva sus brazos y sus manos hacia él, con la sencillez y el amor filial con que lo hace un niño ante su madre o su padre. Se abre a recibir y para ser acogido por Dios Padre. También se elevan las manos para alabar. Elevar los brazos y las manos es expresión de júbilo. Este gesto, en nuestro rito latino, desgraciadamente ha quedado relegado casi exclusivamente al sacerdote. Aunque, últimamente, los fieles se han atrevido a expresarse con él, por ejemplo, cuando se reza el Padrenuestro al inicio del rito de la comunión, superando una especie de vergüenza que en algunos genera hacerlo.

Los fieles se ponen de pie cuando el celebrante los invita a rezar, diciendo “Oremos”. Estando de pie presentamos a Dios Padre nuestra alabanza, petición o gratitud, con actitud de respeto y confianza filial. Son tres las ocasiones en que el sacerdote dice “oremos”: la recién mencionada, al iniciar la oración colecta, la oración sobre las ofrendas (nótese que los fieles se levantan en este momento y no al iniciar el diálogo del prefacio: pues ya se está de pie cuando el sacerdote dice “Elevemos nuestro corazón”) y la oración después de la comunión.

Durante toda esta primera parte de la celebración eucarística se ha estado de pie. El estar de pie es signo de respeto. Cuando llega alguien importante, nos ponemos de pie. Cuando estamos ante una persona merecedora de nuestro respeto, permanecemos de pie hasta que ella nos invite a sentarnos. Esta actitud expresa el respeto del hijo ante el padre; la actitud de atención y escucha, la disponibilidad para obedecer. Durante la liturgia de la palabra los fieles toman asiento. No se trata simplemente de estar más cómodos. Esta actitud manifiesta la voluntad de acoger lo que el Señor nos dice, como quien conversa con un amigo y escucha sus confidencias y sus consejos. Es un 66

signo con el cual se manifiesta la paz, el recogimiento, la meditación, concentración y atención, la acogida y el diálogo interior con el Señor y nuestra confianza de hijos ante Dios Padre. La asamblea toma asiento también durante la homilía, la presentación de las ofrendas y después de la comunión, durante la acción de gracias, si no elige estar de rodillas.

Por respeto a la Palabra del Señor, cuando el sacerdote o el diácono proclama el Evangelio, toda la asamblea se pone nuevamente de pie. Es un acto solemne y lleno de unción: es Cristo mismo quien nos habla. En las misas dominicales normalmente los acólitos, portando cirios encendidos, se colocan junto a quien proclama el Evangelio: escuchamos la Palabra con una fe viva. Al terminar la lectura, el sacerdote acostumbra besar el evangeliario. En misas especialmente festivas se inciensa el evangeliario. Tanto estando de pie como sentados o de rodillas, los fieles normalmente tienen las manos juntas, entrelazando los dedos. Con ello se significa una actitud de oración y de recogimiento. Es el gesto de una persona que está concentrada en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. Es una postura de manos en paz, no activas, no ocupadas en otros quehaceres mientras escucha la palabra del Señor y dirige a él su oración. Juntar las manos palma con palma sin entrecruzar los dedos, expresa igualmente una actitud de recogimiento y de unión al Señor. Este gesto se remonta a la forma en que el vasallo expresaba su sometimiento a quien reconocía como su señor y rey. Colocaba entonces sus manos juntas entre las de su señor. Cuando el neo sacerdote promete obediencia a su obispo realiza este mismo gesto simbólico. El celebrante, durante la celebración, suele juntar de esta forma sus manos en oración. También lo hacen muchos fieles especialmente cuando comulgan.

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Después de la homilía y la oración de los fieles, se prepara el altar para la presentación de las ofrendas, momento en el cual el sacerdote realiza diversos gestos significativos. (Desde la reforma del Vaticano II, el término “ofertorio” se reserva específicamente para designar la ofrenda de Cristo presente en el pan y vino consagrados). Nos hemos referido ya al significado del pan y del vino. Tanto el sacerdote como los fieles, al presentar las ofrendas, preparan su propia disposición interior: ponen sobre la patena y en el cáliz lo que sumergirán en la ofrenda u ofertorio de Cristo, cuando él se haga sacramentalmente presente en esos dones, renovando el sacrificio del Gólgota. El celebrante echa luego unas gotas de agua en el cáliz. Era costumbre en Israel mezclar un poco de agua con el vino. Este gesto significa también para nosotros la voluntad de “sumergirnos” y “perdernos” en Cristo, así como esa pequeña gota de agua se sumerge en el vino.

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Cuando el sacerdote presenta a los fieles tanto el pan como el vino que serán consagrados, eleva moderadamente la patena y luego el cáliz. Se trata de una presentación de los mismos a los fieles, mientras bendice a Dios Padre por estos frutos de la tierra y del trabajo del hombre. Después de la presentación del pan y del vino, el sacerdote se inclina orando y luego se lava las manos. La conciencia de pecado, la necesidad de redención, la petición de perdón se hacen constantemente presentes en la eucaristía. Este lavado de manos es ritual: expresa la voluntad del sacerdote de ser purificado para así poder actuar en nombre de Cristo sacerdote.

Con el prefacio se inicia la plegaria eucarística que, junto con la liturgia de la Palabra, son las partes centrales de la santa misa. El sacerdote reza la oración sobre las ofrendas; 69

como señalamos, durante ella, los fieles están de pie. Luego, abriendo los brazos, se dirige a la asamblea diciendo: “El Señor esté con ustedes”, y los invita a levantar el corazón (no a ponerse de pie después de haber estado sentados, pues ya debiesen estar de pie). Cuando concluye este diálogo, inicia una de las oraciones de alabanza y gratitud más bellas: el prefacio. Tiene sus brazos elevados hacia el Padre, de quien procede toda bendición y a quien se rinde alabanza y se glorifica.

Después del Sanctus, los fieles se hincan. Este gesto, profundamente arraigado en el pueblo cristiano, expresa la actitud de oración concentrada y de súplica; la actitud de penitencia y reconocimiento del propio pecado (recordemos al publicano que reza de rodillas al fondo de la sinagoga). Una actitud de respeto y humildad, que reconoce la grandeza y el misterio de Dios y le manifiesta nuestra adoración y sometimiento. Es la actitud que animaba a san Juan Bautista al decir: “Conviene que él crezca y que yo disminuya” y al apóstol Tomás, cuando, arrepentido de su incredulidad se arrodilla ante el Señor glorificado, diciendo “Señor mío y Dios mío”. Nos arrodillamos ante Dios, no como esclavos, sino como hijos libres, que no olvidan la realidad de su pequeñez y dependencia total de él.

Luego el sacerdote, extendiendo sus manos sobre el pan y el vino, invoca solemnemente al Espíritu Santo, implorando que, por su acción, ese pan y ese vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo. El gesto de imponer las manos se remonta a los primeros tiempos del cristianismo. El Señor imponía las manos sanando a los enfermos. Las imponía también a los niños, bendiciéndolos. Los apóstoles las imponían al consagrar a los diáconos y a los presbíteros. Es un signo elocuente por medio del cual se manifiesta sensiblemente que el 70

sacerdote es instrumento de las gracias del Señor, que implora y transmite el don del Espíritu Santo. El poder de Dios transformará las especies del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo Jesús.

Luego de imponer las manos sobre las especies del pan y del vino, el sacerdote las bendice haciendo con su mano derecha una cruz sobre ellas. De esta forma significa que la gracia que Dios nos concede procede de la cruz del Señor. Por eso también, cuando bendice a la asamblea al término de la misa, lo hace haciendo sobre ésta una cruz con su mano. Entramos ahora en el corazón mismo de la celebración, la “anamnesis” o recuerdo de la institución de la eucaristía. Al tomar en sus manos el pan y luego el cáliz, el sacerdote repite el mismo gesto que hizo Jesús en la Última Cena: “tomó pan en sus santas y venerables manos” (primera plegaria eucarística), se dirige al Padre: “dando gracias, te bendijo” (tercera plegaria eucarística), diciendo: “…esto es mi Cuerpo” y “éste es el cáliz de mi Sangre”. Así aparece el sacerdote en toda su sacramentalidad: quien está allí, junto al altar, es Cristo mismo; no es simplemente la persona de tal o cual sacerdote. Su individualidad desaparece ante quien él representa y hace presente: oficia “in persona Christi”. El sacerdote hace una genuflexión tanto después de la consagración del pan como del 71

vino, manifestando así su adoración, respeto y sumisión ante Cristo Jesús, presente realmente en el pan y el vino consagrados. Luego eleva en forma moderada el pan consagrado y el cáliz de la sangre del Señor mostrándolos a la asamblea. Los fieles, de rodillas, expresan su adoración y recogimiento.

La plegaría eucarística culmina en la “doxología final”, cuando el celebrante toma en sus manos el pan y el cáliz y los eleva al cielo, diciendo: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente…”. El gesto simbólico de elevación es ahora más expresivo y acentuado. El celebrante quiere invitar a los fieles con este gesto de elevación, a que todos, como “unidad del Espíritu Santo”, rindamos honor y gloria al Padre por Cristo. Con ello se expresa el espíritu más profundo de la celebración eucarística. Todo el pueblo, entonces, responde con un claro “amén”, que así sea.

En el rito de comunión que sigue a continuación, se dan igualmente otros gestos simbólicos importantes. Después de rezar el Padrenuestro y el “Libéranos”, el sacerdote, recordando las palabras de Jesús, pide el don de la paz, de esa paz verdadera que sólo él puede dar. Luego, desea esa paz a los fieles y pide que se den unos a otros el signo de paz. Antes de comulgar el Cuerpo de Cristo, es preciso reconciliarse. Ya al rezar el Padrenuestro habíamos expresado nuestra voluntad de perdón. Ahora, estrechamos la mano o damos un abrazo a quienes están junto a nosotros (no a toda la comunidad), para manifestar simbólicamente que perdonamos a quienes nos han ofendido, que deseamos reconciliarnos con nuestros hermanos y que así queremos acudir juntos a recibirlo, para ser, como él lo anheló, un solo corazón o una sola alma. Expresamos de esta forma la disposición de entrar en comunión con el Cristo total, sin excluir a ninguno de los miembros de su Cuerpo.

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Luego, el celebrante toma en sus manos el pan consagrado y lo parte, anuncia al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo muriendo por nosotros. Este gesto de partir el pan debe ser elocuente para indicar que Cristo dio su vida por nosotros. Por eso el sacerdote muestra a la asamblea el pan consagrado visiblemente dividido. El rito de la fracción del pan recuerda también el gesto de Cristo que invita a la mesa dándose como alimento de vida eterna. Esa partición significa que todos compartimos el mismo pan y que estamos llamados a ser uno, en el Cuerpo del Señor (cf 1Cor 10, 17). Recuerda el gesto del padre de familia que parte el pan que comen sus hijos, signo que expresa la comunidad de vida y de amor que es la familia. Es el signo que el Señor realizó en el milagro de la multiplicación de los panes y en Emaús, cuando los discípulos lo reconocieron justamente en el partir del pan. Es el gesto realizado por Jesús en la Última Cena, cuando él tomó “en sus santas y venerables manos” el pan, lo partió y lo dio a sus apóstoles. En la eucaristía, no sólo recordamos estos hechos: es Cristo mismo quien se nos da realmente como alimento, para estar en nosotros y hacer de nosotros una sola familia, de hijos de un mismo Padre y, por ello, de hermanos entre nosotros.

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Cuando el celebrante parte la hostia, desprende de ella un pequeño fragmento que deja caer en el cáliz. Es lo que se denomina la conmistión (o mezcla). Este gesto simbolizaba antiguamente la unidad con el Santo Padre. Podría también significar, al unir el pan y el vino consagrados, la realidad de la resurrección del Señor: a quien vamos a recibir es el Cristo glorificado. El sacerdote hace una genuflexión antes de comulgar, reconociendo una vez más la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados y manifestando su indignidad de recibirlo. Luego que ha comulgado, el sacerdote reparte a los fieles el Pan consagrado. Éstos forman una fila para acudir a recibirlo. Ese caminar simboliza nuestra calidad de miembros de una Iglesia peregrina que va al encuentro del Señor.

Existen dos formas de recibir el Pan consagrado: en la boca o en la palma de la mano. La última es una antigua práctica de los primeros cristianos que se volvió a introducir después del Concilio Vaticano II.

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Ambas prácticas se pueden adoptar libremente. La primera expresa nuestra debilidad y calidad de niños, alimentados por el Pan Vivo. Recibirlo en la mano es también significativo: expresa con claridad nuestra dignidad como personas que reciben, pero, a la vez, acogen activamente el Pan consagrado para comulgar con el Señor. El gesto simbólico requiere, en ambos casos, recibir, antes que “tomar”. Este gesto litúrgico expresa así más nítidamente que es Cristo quien nos da el Pan, por medio del sacerdote, signo visible suyo. El fiel, por eso, no lo toma con sus dedos, sino que lo recibe en su mano izquierda extendida, sostenida por la derecha. Luego que lo ha recibido, con la mano derecha toma el Pan y comulga con él. Después de la comunión debiera darse un momento prolongado de silencio. En la liturgia, el silencio tiene un lugar especial. Estar en silencio es también un gesto importante que expresa un espíritu que acoge y recibe, que busca la intimidad y anhela la unión de corazones.

Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan –y yo mismo lo he recordado recientemente– el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto. (Juan pablo II, Mane Nobiscum, 18)

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Una comunidad en silencio es extraordinariamente elocuente. Ese silencio significa que está con el Señor y que dialoga con él. Las palabras y el canto tienen por cierto gran importancia en la liturgia, pero, como hemos visto, los gestos y signos también hablan y son oración. Y no en último término el silencio. Desgraciadamente, como fruto de una cultura del activismo, poco se sabe hoy de guardar recogimiento. Donde hay espacio para el silencio hay lugar para la intimidad y el diálogo personal con el Señor. Que se deje espacio para el silencio, revela capacidad de interioridad y de diálogo íntimo con el Señor. La ausencia de silencio habla de lo contrario. Al concluir la celebración eucarística, el sacerdote bendice a los fieles y pronuncia las palabras de envío. Los bendice haciendo sobre ellos la señal de la cruz o extendiendo las manos. Ambos gestos son significativos. La cruz es el signo que identifica al cristiano, en ella Cristo nos redimió. Esa señal debe grabarse profundamente en nuestra alma. Marcados con el signo de la cruz, los que han celebrado la cena del Señor deben partir a dar la forma de Cristo al mundo. Por eso al recibir la bendición ellos se persignan, diciendo con ello que parten al mundo revestidos de Cristo. Cuando el sacerdote da la bendición con las manos extendidas, este gesto significa la imploración del Espíritu Santo, a fin de que en su fuerza ellos puedan ser testigos y constructores del Reino de Dios en esta tierra.

LOS dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, “se levantaron al momento” (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido 76

verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio. (…) Entrar en comunión con Cristo en el memorial de la Pascua significa experimentar al mismo tiempo el deber de ser misioneros del acontecimiento actualizado en el rito. La despedida al finalizar la Misa es como una consigna que impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad. La eucaristía no sólo proporciona la fuerza interior para dicha misión, sino también, en cierto sentido, su proyecto. En efecto, la eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura. (Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 24-25)

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Simbología de la Cena y del Sacrificio

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AL entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que “al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella”.

(Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 13)

A

bordaremos ahora el corazón mismo de la eucaristía, el núcleo central de su simbología.

La eucaristía no es una recitación de oraciones; es, antes que nada, una acción, un 82

quehacer, en el cual estamos llamados a involucrarnos. Es la celebración de una cena y de un sacrificio. Nos hemos referido anteriormente a la simbología de la cena. Pero es necesario ir más allá. Para poder comprender la simbología eucarística es preciso remontarse a la simbología propia del Antiguo Testamento, a lo que significaba en éste la cena pascual y la ofrenda de sacrificios a Yahvé. Nos situamos así en una perspectiva más profunda, la cual exige avivar nuestra fe y adentrarnos aún más en el misterio de la redención. El “misterio de la fe” no se puede comprender simplemente desde el punto de vista de las realidades humanas. Siempre la referencia a lo que sucede en nuestra realidad concreta y a la simbología que usamos en el plano de las relaciones humanas, nos ayudará a comprender la Cena del Señor. Pero, penetrar el misterio salvífico, la gravedad del pecado y la realidad de la gracia divina, supone la visión de la fe, es decir, la aceptación creyente de la verdad revelada. Destacamos en este capítulo dos temas: • La simbología de la cena • La simbología del sacrificio La eucaristía es cena y ofrenda sacrificial. Antes de que recibiera el nombre de “eucaristía” (acción de gracias), en tiempo de los primeros cristianos, se le denominaba la “fracción del pan”: los fieles se reunían a cenar y, en esa cena, compartían el Pan de Vida. El Señor instituyó la eucaristía mientras celebraba la cena de pascua con sus apóstoles, su “Última Cena”, antes de la pasión. La eucaristía es también sacrificio. Es el memorial que renueva y reactualiza esa cena en la cual el Señor quiso mostrar a los suyos su amor hasta el extremo; amor que le llevaría el viernes santo a dar su vida por nosotros. Por eso, junto con ser cena, la eucaristía es sacrificio: es el memorial de la muerte y resurrección del Señor, de su ofrecimiento como víctima de expiación por nuestros pecados.

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SE nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 10)

La santa misa es una cena sacrificial, una cena en la cual se conmemora y reactualiza un sacrificio. Es la renovación sacramental de la ofrenda de Cristo en el Gólgota. Comprender y vivir la eucaristía, por lo tanto, requiere desentrañar el contenido simbólico de la cena en sí misma y, específicamente, de la cena pascual de la Antigua Alianza. Al mismo tiempo requiere adentrarse en lo que significaba el ofrecimiento de un sacrificio y, específicamente, de los sacrificios de adoración, de alabanza y gratitud, de petición de perdón y de expiación, que realizaba el Pueblo de Dios. Demás está decir que ambos aspectos, cena y sacrificio, están íntimamente ligados. Por eso, al referirnos metódicamente a la cena, tocaremos aspectos de ésta en cuanto es una cena sacrificial. Y luego, al referirnos a la simbología del sacrificio, debe tenerse en cuenta igualmente que se trata de un sacrificio estrechamente relacionado con la cena pascual.

o hay duda de que el aspecto más evidente de la eucaristía es el de banquete. La 84

eucaristía nació la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el sentido del convite: “Tomad, comed… Tomó luego una copa y… se la dio diciendo: Bebed de ella todos…” (Mt 26,26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros mismos debemos desarrollar recíprocamente.

N

Sin embargo, no se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también un sentido profundo y primordialmente sacrificial. En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez por todas en el Gólgota. Aun estando presente en su condición de resucitado, Él muestra las señales de su pasión, de la cual cada Santa Misa es su “memorial”, como nos recuerda la Liturgia con la aclamación después de la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”. Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la eucaristía nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo, al final de la historia. Este aspecto “escatológico” da al Sacramento eucarístico un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza. (Pablo II, Mane Nobiscum, 15)

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1. Simbología de la cena 1.1. Simbología de la cena en general Son variados los ritos según los cuales se celebra la Cena del Señor. Junto al rito latino, existen, por ejemplo, el rito bizantino, el copto, el ambrosiano, etc. Nuestro rito latino es de los más sobrios y, de algún modo, de los menos expresivos. En los siglos pasados, en la celebración de la eucaristía, se acentuó casi unilateralmente su dimensión sacrificial, como renovación de la ofrenda del Gólgota. Después del Concilio Vaticano II, se ha destacado igualmente su carácter de cena fraterna que, como reacción pendular, en algunos casos se ha enfatizado un tanto unilateralmente. Lo cierto es que ambas dimensiones pertenecen a la esencia misma del sacramento eucarístico. El Señor eligió el marco simbólico de la cena para instituir la eucaristía. Cristo nos invita a un banquete, a una fiesta de bodas, a compartir el pan. ¿Por qué eligió este símbolo? Dada su importancia, mencionamos una vez más ideas que hemos expuesto anteriormente. Sabemos que cenar juntos es un signo universal de amistad y fraternidad. Cuando alguien quiere honrar a una persona, cuando quiere estrechar vínculos de amistad con un nuevo conocido, cuando quiere celebrar y estrechar los lazos de amistad con alguien que le es especialmente querido, lo invita a cenar. La mesa es el símbolo de la unidad familiar, de la unidad de corazones y de la confidencia. No es raro que nuestros recuerdos de infancia más evocadores muchas veces sean precisamente esos momentos que compartimos en torno a la mesa familiar. Junto a la mesa de quien nos invita a cenar, (los dueños de casa, un amigo u otra persona), se conforma una comunidad que comparte la amistad, mientras se come y bebe lo que aquél les ofrece. Cristo, cuya voluntad era que nos amáramos unos a otros y fuéramos uno así como él y el Padre son uno, quiso valerse de esta simbología, de invitar y compartir, de estrechar vínculos en torno a una mesa, para entregarnos el misterio extraordinario de la eucaristía.

1.2. La cena pascual del pueblo de Israel Más allá de la evocación simbólica recién descrita, la eucaristía evoca una cena especial: la celebración de la cena de la pascua judía. De allí que para comprender el significado profundo de la cena eucarística debamos remontarnos y tener presente el contenido simbólico específico de esa cena. Los israelitas se reunían una vez al año para conmemorar la cena que precedió su liberación de la esclavitud en Egipto, en la cual se sacrificaba y se comía el cordero pascual. La fiesta de la Pascua (del “paso del Señor”) celebraba así la intervención 86

salvadora de Yahvé en favor de su pueblo, marcado profundamente por la experiencia del éxodo y por la alianza que selló con él en el monte Sinaí. El memorial de la Pascua – fiesta solemne en Israel hasta nuestros días– se celebraba como una cena o banquete lleno de gratitud y alabanzas a Yahvé. Para esa cena, entre las tres y cinco de la tarde, se inmolaba un cordero sin mancha y su sangre era vertida por un sacerdote al pie del altar, en el templo. El cordero y los panes ázimos (hechos sin levadura) se comían en familia en una cena que, después del arribo a la tierra prometida, era acompañada con sucesivos brindis de vino mezclado con agua. Esta celebración no era una simple evocación de la intervención salvadora de Yahvé o de las “maravillas” que había realizado el Señor con su pueblo. Era más: era un “memorial”, es decir, un recuerdo en el sentido más fuerte de la palabra, una celebración que, de algún modo, actualizaba el hecho histórico e invitaba a que cada israelita, generación tras generación, se considerase él mismo liberado del yugo de la esclavitud y objeto de las maravillas que continuaba realizando el Señor en medio de su pueblo. Por otra parte, la celebración de la Pascua no sólo miraba al pasado y al presente, sino también al futuro. Se orientaba hacia aquella Pascua en la que un día aparecería el Mesías que iba a colmar todas las esperanzas de Israel. De este modo la Pascua era la pregustación del banquete mesiánico que anunciaban los profetas.

1.3. El Cordero que quita el pecado del mundo En el trasfondo señalado, aparece con mayor nitidez el carácter sacrificial de la cena pascual. El cordero inmolado era el símbolo de la redención de Israel y, a la vez, figura de Cristo, es decir, predicción de lo que en Cristo se realizaría en plenitud. Gracias a la sangre del cordero pascual los hebreos fueron rescatados de la esclavitud de Egipto y llegaron a ser “una nación consagrada”, un “reino de sacerdotes” (Ex 19, 6), unidos con Dios por una alianza y regidos por la ley de Moisés. En la cena pascual el cordero era comido como signo de la unión con Yahvé y de la fraternidad del pueblo liberado. En la cena de la pascua del Señor, es Cristo mismo quien da a comer su Cuerpo y a beber su Sangre, invitándonos a participar en una cena que no sólo prefigura el banquete del cielo sino que realmente lo es en forma sacramental. El cordero que se inmolaba para la celebración de la Pascua prefiguraba el verdadero Cordero Pascual, quien, por su muerte y resurrección, realizaría la pascua definitiva, sellando con su sangre la Alianza nueva y eterna. Ya Juan el Bautista había señalado a Cristo como el Cordero de Dios que quita el pecado 87

del mundo (Jn 1, 29); a quien san Pablo llama “nuestra Pascua”: “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (1Cor 5, 7)”. Al instituir la eucaristía, Jesús se designa a sí mismo como el que realiza la verdadera liberación y la Alianza definitiva. Todas las realidades y acontecimientos del Antiguo Testamento: el cordero degollado, los dinteles de la puerta con la sangre, la liberación del yugo egipcio…, no habían sido sino sombras y figuras de una realidad más grande, profunda y universal: la liberación del pecado y de la muerte y la nueva vida en Cristo Jesús. En la celebración de la cena del Señor existe, por lo tanto, una identificación simbólica de Cristo con el cordero pascual. Al ser la eucaristía la celebración de la nueva Pascua, se comprende por qué las diversas plegarias eucarísticas hablan de Cristo como la ofrenda de la Iglesia y la víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad. En el rito de preparación a la comunión, en la fracción del pan, se proclama a Cristo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y nos trae la paz. El sacerdote, al presentar la hostia consagrada al pueblo, dice: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo… Dichosos los llamados a la cena del Señor”. Los prefacios pascuales lo cantan con gozo: “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado”. Porque él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte y, resucitando, restauró la vida.

OFRENDA DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

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LA eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial. En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1362-1363)

1.4. La sangre del cordero La imagen del cordero está estrechamente ligada a la imagen simbólica que expresa la sangre. Cristo hace especial referencia a ella diciendo que su sangre será derramada para el perdón del pecado de todos los hombres.

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Para el pueblo de Israel, la sangre tenía un alto grado simbólico. Constantemente está presente en las celebraciones cultuales. La religión de Israel daba a la sangre un carácter sagrado, redentor y expiatorio. La sangre era símbolo de la vida y todo lo que afectaba a la sangre estaba en estrecha relación con Dios, único Señor de la vida. El pleno significado de la sangre se nos revela en la sangre de Cristo. Así, por ejemplo, el apóstol Pedro, en su primera epístola, nos recuerda que no fuimos rescatados con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, la de Cristo, como de Cordero sin tacha y sin mancilla (cf 1 Pe 1, 8-9). El Apocalipsis, que se sitúa en la perspectiva escatológica, dice de los elegidos: “Ellos vencieron gracias a la sangre del Cordero” (Ap 12, 11), habiendo sido derrotado Satanás (prefigurado en el faraón). La sangre derramada por Cristo no sólo recuerda aquella sangre con que fueron untados los dinteles de las casas de Israel en Egipto, sino también ella está en estrecha relación con la sangre con que fue ratificada la antigua alianza en el Sinaí. Las palabras de Jesús hacen expresa referencia a la sangre de la Antigua Alianza, manifestando que su sangre sella la Nueva Alianza. El derramamiento de sangre en los sacrificios sobre el altar y la aspersión con ella al pueblo era un acto solemne y elocuente de la seriedad y solidez del pacto que unía a Dios con su pueblo. La paz y la amistad estaban respaldadas así con una alianza sellada con sangre. Por eso este gesto, junto con ser solemne, estaba cargado de gozo. Era signo de comunión entre los contrayentes de la alianza. En la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo, la liberación ya no se logra mediante la sangre de un animal sacrificado, sino por la sangre redentora del Hijo del hombre, inmolado como un cordero, sin poner resistencia. Sangre derramada por haber aceptado Cristo, plena, libre, filialmente y hasta las últimas consecuencias, la voluntad del Padre y la misión que le había sido encomendada. De esta forma, todo lo que la primera Pascua ofrecía: liberación de la esclavitud, alianza con Dios, constitución de un nuevo pueblo, encuentra en la nueva Pascua, en cada eucaristía, una hondura insondable y una realidad imposible de prever para un israelita. Desde la Última Cena en adelante, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, está centrada en la celebración de la Pascua del Señor, hasta que él vuelva.

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2. Simbología de los sacrificios Resta todavía, para una mayor comprensión del sacramento de la eucaristía, considerar más en detalle lo que entraña la simbología del “sacrificio” en el culto que se rinde a Dios.

2.1. Los sacrificios en el culto de Israel Sabemos que en la antigüedad todos los pueblos, de una u otra forma, ofrecían sacrificios a sus dioses. Se inmolaban animales y hasta víctimas humanas. Se les ofrecía todo tipo de dones a fin de obtener algún favor divino, apaciguar o prevenir su ira. Estas ofrendas se acompañaban a menudo de una cena cultual: al comer la carne de los animales sacrificados, los participantes tomaban conciencia de entrar en comunión con la divinidad. En el Pueblo de Israel, el ofrecimiento de sacrificios a Yahvé era una práctica normal y de gran contenido. Israel ofrecía a Dios constantemente ofrendas y sacrificios. Las ofrendas tenían por objeto consagrar a Dios las primicias de los frutos de la tierra u otros dones que el pueblo le obsequiaba como prueba de su reconocimiento, sometimiento y gratitud. Los sacrificios propiamente tales, en cambio, implicaban la inmolación de un animal. Estos sacrificios eran de diversa índole, de acuerdo a lo que la piedad personal o colectiva quería expresar en ellos. Entre los más importantes se puede nombrar los holocaustos, que eran las víctimas que se quemaban enteramente como signo de oblación, de entrega total a Yahvé y de adoración. Los sacrificios de comunión eran aquellos en los cuales la sangre de las víctimas se derramaba o servía para aspersiones. La carne era asada y se repartía entre los que tomaban parte en el banquete sacro, como signo de unión con Dios y de comunión fraterna. También el pueblo acostumbraba ofrecer a Yahvé sacrificios de alabanza y acción de gracias; sacrificios de expiación y purificación. En el culto propio del Pueblo de Israel se dio una diferencia sustancial respecto a lo que realizaban otros pueblos. En Israel, el sacrificio era un gesto cultual que se dirigía a un Dios personal, un Dios que se había revelado históricamente como el Dios de la Alianza. Además, a diferencia de otras prácticas comunes, no se atribuía al sacrificio como tal (al gesto simbólico) esa especie de poder “mágico” que se le asignaba en otros pueblos. Su “eficacia” o aceptación por parte de Dios dependía de la actitud interior de quienes lo ofrecían. Lo esencial en todos estos sacrificios de la Antigua Alianza no era el rito exterior sino la actitud interior de quienes lo ofrecían. En el Antiguo Testamento queda muy claro, sobre todo a partir de los profetas, que lo que Dios verdaderamente aprecia es el corazón 91

contrito y humillado y no los holocaustos o la sangre derramada. Cuando los sacrificios no están acompañados del sentimiento interior, es decir, cuando no expresan una ofrenda, un sacrificio espiritual, entonces Yahvé los rechaza y los aborrece. Sin la disposición interior del corazón, el sacrificio se reduce a un gesto vano e hipócrita. Los profetas del Antiguo Testamento, y luego Jesús mismo, no cesan de insistir con vehemencia que lo que agrada a Dios es el corazón del hombre disponible para escucharlo y cumplir lo que él desea.

EL memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): “Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3). Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). En la eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que “derramó por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28). (Catecismo de la Iglesia Católica, 1364-1365)

2.2. El alma del sacrificio En el lenguaje que usa el Nuevo Testamento y en la celebración eucarística aparece esta simbología del sacrificio practicado en el Antiguo Testamento. Debemos explicar, en este contexto, por una parte, cómo se entiende que en la cena eucarística se reactualice el sacrificio de Cristo en el Gólgota; y, por otra parte, cómo se entiende el hecho de que se hable de sacrificios de alabanza y acción de gracias. Para nosotros normalmente el sacrificio va unido a algo que nos resulta difícil y que exige renuncia a cosas que nos son queridas. ¿Cómo, entonces, se puede hablar de un sacrifico de alabanza o de gratitud? 92

Para comprenderlo, debemos recurrir, primero, a nuestra experiencia más cercana. La ofrenda y el sacrificio, antes de ser signos de culto dirigidos a la divinidad, son gestos simbólicos que se dan en nuestras relaciones interpersonales. Nuestra experiencia muestra que existe una realidad que está presente tanto en los sacrificios de expiación como en los sacrificios de alabanza y adoración (donde no aparece a primera vista el elemento oneroso). Cuando alguien quiere expresar el amor, el reconocimiento o la gratitud a una persona, normalmente no sólo se lo expresa con palabras, sino ofreciéndole un don, un regalo. Éste, por más pequeño que sea materialmente, si expresa el amor, tiene una elocuencia que va más allá de las palabras. Por los dones que ofrendamos a alguien manifestamos el reconocimiento de su dignidad y nuestra gratitud. Muchas veces también se busca reparar una amistad herida por medio de un regalo, como gesto simbólico que manifiesta sin palabras nuestro arrepentimiento y petición de perdón. Todos estos dones, regalos, ofrendas, normalmente entrañan un desprendimiento y una renuncia. Nos desprendemos de algo que podríamos haber guardado para nosotros. Expresamos precisamente la magnitud de nuestro amor cuando renunciamos a algo –o “sacrificamos” algo– que nos es especialmente querido. Con ello la persona que es objeto de nuestra ofrenda, percibe y reconoce lo que palpita en nuestra alma. De modo análogo, cuando la criatura descubre la grandeza y divinidad de Dios y su inmenso amor por nosotros, cuando percibe el don de Dios, entonces brota en su corazón, en forma natural, el deseo de expresarle su admiración, su sometimiento, su gratitud y alabanza. Lo hace entonces presentándole una ofrenda o sacrificio de adoración, de gratitud y alabanza. Se desprende de las primicias, sacrifica un animal, etc. para rendirle homenaje y alabarlo. Tras esa adoración o alabanza hay una renuncia, pero ésta no está en primer plano. Cuando, en cambio, siente haber ofendido a Dios con su conducta, sea con palabras, obras u omisiones culpables, entonces, arrepentido, busca reparar la ofensa que le ha inferido y siente la necesidad de pedirle perdón y de expiar su pecado a través de un sacrificio expiatorio. El alma, lo que está detrás de la ofrenda o del sacrificio de adoración o de expiación, es la actitud de entrega, el sentimiento interior de un amor de adoración, de sumisión alegre, filial y obediente, de admiración y entrañable gratitud, de imploración o de expiación y petición de perdón. A esto es lo que llamamos “sacrificio espiritual”. El gesto sensible, el culto sacrificial, expresa esta alma. Este “sacrificio espiritual” o “alma” de la acción sacrificial, es la donación de un amor que reconoce y alaba la grandeza del Dios rico en misericordia; que 93

se “anonada” a sí mismo ante él, porque quiere pertenecerle por entero; es el obsequio de gratitud amorosa que se expresa en un gesto sensible. Es esa actitud sacrificial que latía en el corazón de Cristo cuando se ofrecía el viernes santo al Padre, lo que el sacerdote ofrece a Dios en la santa misa. Cristo no lo hace ahora en forma cruenta, como cuando derramó su sangre, sino en forma incruenta, sacramental. Su sacrificio posee las mismas virtualidades (de adoración, gratitud, expiación y petición) que, por ser él el Verbo de Dios encarnado, poseen un valor infinito de amor, de adoración, de imploración, entrega filial y expiación ante el Padre. Cuando se celebra el sacrificio de Cristo en la eucaristía, el Señor glorificado, reinante en el cielo junto al Padre, se hace presente en el pan y el vino consagrados, para ofrecer nuevamente al Padre el mismo sacrificio del Gólgota, es decir, el alma de su sacrificio, que ofreció cuando pendía el viernes santo de lo alto de la cruz. Esa misma actitud de entrega que lo animaba en la Última Cena, la que expresó cruentamente en el Gólgota, derramando su sangre por nosotros, esa misma actitud de ofrenda y víctima perdura en el cielo. Él es el Cordero degollado que en la gloria ofrece constantemente al Padre, en nuestro nombre, su amor de entrega total, su alabanza y expiación por nuestros pecados. Cuando Cristo, en la Última Cena, dice: “haced esto en memoria mía”, capacita a sus apóstoles para hacer presente, siempre de nuevo, esa entrega suya al Padre. El sentido de hacerla nuevamente presente es que nosotros la hagamos nuestra y que unamos nuestra propia ofrenda a la suya, tal como lo hizo María al pie de la cruz. Él quiere que ahora nosotros pongamos en él, nuestra propia entrega, alabanza, petición y expiación. Quiere que nos co-ofrezcamos, tal como lo hizo María al pie de su cruz. Que en unión a ella y en el mismo sentido en que ella lo hizo, nosotros completemos en nuestra carne “lo que falta a la cruz de Cristo” (Col 1, 16), tomando así parte activa en la santa misa.

2.3. Un sacrificio de expiación Cristo ofrece al Padre un sacrificio de expiación por nuestros pecados. Él es sacerdote y Víctima. Nos detendremos a explicitar esta dimensión del sacrificio de Cristo, esencial a la celebración de la eucaristía. La cena eucarística, como hemos explicado, es una cena sacrificial donde, junto con ofrecer a Dios, en Cristo, un sacrificio de alabanza y de gratitud, al mismo tiempo le expresamos nuestra petición de perdón y nuestra voluntad de expiar nuestros pecados en unión al Señor. Para comprender mejor el sacrificio de expiación debemos remontarnos nuevamente al 94

Antiguo Testamento. Existía en Israel un día particular y solemne, llamado “día de la expiación”, en el cual el sacerdote sacrificaba machos cabríos y ofrecía carneros para el holocausto, como expiación y purificación por sus propios pecados y los pecados del pueblo. Con la sangre de las víctimas se realizaban diversas aspersiones y así se purificaba el santuario de las impurezas de los hijos de Israel y de sus rebeldías. En el día de la expiación, se tomaba dos machos cabríos: uno se ofrecía a Yahvé como sacrificio por el pecado y al otro se le imponían las dos manos sobre la cabeza haciendo confesión sobre él de todas las iniquidades de los hijos de Israel y luego se le enviaba al desierto donde se le soltaba. En otro tipo de sacrificios se imponían también las manos sobre la cabeza de la víctima y ésta era inmolada para Yahvé. Con su sangre, los sacerdotes hacían diversas aspersiones. (ver: Lev 1 al 7 y 16)

La epístola a los Hebreos relaciona expresamente los sacrificios expiatorios del Antiguo Testamento con el sacrificio de Cristo: Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y las cenizas de vaca santifican con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno (Espíritu Santo), se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de todas las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo! (Hb 9, 13-14). El sacrificio de Cristo posee un valor expiatorio universal, pues merece el perdón del pecado de toda la humanidad. Como Dios hecho hombre, asume sobre sus hombros vicariamente (es decir, en representación de la humanidad) nuestras culpas y expía nuestros pecados. Tributa así al Padre una obediencia perfecta que repara nuestra desobediencia (ver Fil 2, 6 y ss). Por eso decimos que Cristo es nuestra paz, la alianza viva y eterna que nos reconcilia con el Padre. Su “sí” obediencial, lleno de amor, expía con su sangre todos nuestros “no” a Dios Padre.

2.4. Un sacrificio de alabanza En el relato de la institución se dice que el Señor, al tomar en sus manos el pan y luego el cáliz, dio gracias y bendijo al Padre. La quinta plegaria eucarística explicita que dio gracias al Padre con la “plegaria de bendición”. Con ello se destaca claramente que Cristo instituyó su memorial en el contexto de una gozosa alabanza-gratitud. Y éste es el espíritu que impregna íntegramente el “sacrificio de alabanza” que continuamente ofrecemos, en Cristo, al Padre. Anteriormente ya hemos indicado que la cena de la Pascua judía era una celebración llena de gratitud y alabanza al Señor. Cristo agradece y bendice al Padre, en la Última 95

Cena. Es importante destacar este carácter de alabanza de la celebración eucarística. Normalmente designamos la Cena del Señor con el término “eucaristía”, que viene del griego y que significa agradecer. La lengua hebrea no posee el verbo agradecer en el sentido de las lenguas modernas. Lo que normalmente entendemos por agradecer pone en primer lugar la mirada en nosotros mismos, como destinatarios de un don o beneficio, y luego, desde nosotros, vuelve la mirada hacia Dios. Para los israelitas, en cambio, lo principal era la alabanza que primariamente mira y admira a Dios. El reconocimiento o la acción de gracias por los dones está incluido en la actitud más amplia y más espiritual de la alabanza. Por eso se bendice a Dios. Esta actitud típicamente litúrgica –hemos sido elegidos en Cristo “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6)– nos lleva a salir del propio yo, a no girar siempre en torno a nuestras propias necesidades: nos “recentra” en el Padre. Las plegarias eucarísticas expresan, en forma muy rica, los diversos matices de nuestra alabanza al Padre, en Cristo Jesús. Nunca hay que olvidar que Cristo instituyó su memorial, ‘bendiciendo’, ‘dando gracias’; esa actitud de glorificación a Dios Padre ha de ser la dominante en nuestra celebración eucarística y en nuestra vida.

En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 58)

LA eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (=hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto: (Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una 96

redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, “la noche en que fue entregado” (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día (Cc. de Trento: DS 1740). El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la eucaristía son, pues, un único sacrificio: “Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer”: “Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la Misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz ‘se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento’; …este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio”. La eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1366-1368)

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Índice Créditos Portadilla Índice Introducción 1. 2. 3. 4. 5.

3 4 6 9

La comprensión de la eucaristía El lenguaje de los símbolos Riqueza y diversidad de los símbolos Sacar las consecuencias El peligro de la dicotomía

12 14 16 20 21

El verbo se hizo carne

25

1. El Dios invisible se hace visible 2. Los sacramentos

28 31

Marco Simbólico de la Celebración Eucarística 1. El año y los tiempos litúrgicos 1.1. La simbología del tiempo 1.2. Los tiempos del año litúrgico 1.3. La celebración del domingo 2. La simbología de la vestimenta y de los colores litúrgicos 2.1. La vestimenta litúrgica 2.2. Los colores litúrgicos 3. Personas y elementos simbólicos en la eucaristía 4. Los gestos corporales en la celebración eucarística 4.1. Palabras y gestos 4.2. La misa paso a paso

Simbología de la Cena y del Sacrificio 1. Simbología de la cena 1.1. Simbología de la cena en general 1.2. La cena pascual del pueblo de Israel 1.3. El Cordero que quita el pecado del mundo 1.4. La sangre del cordero 2. Simbología de los sacrificios 2.1. Los sacrificios en el culto de Israel 99

34 40 40 42 46 50 50 52 55 62 62 63

80 86 86 86 87 89 91 91

2.2. El alma del sacrificio 2.3. Un sacrificio de expiación 2.4. Un sacrificio de alabanza

92 94 95

100

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