Los Ojos Del Ciervo - Carlota Echalecu Tranchant

April 22, 2017 | Author: juanalaloca2 | Category: N/A
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Los ojos del ciervo Carlota Echalecu Tranchat

La radio de la cantina escupía entre parasitós algo parecido a una rumba que, acompasado por un tintineo de cucharilla, rompía el silencio adormilado de aquella madrugada de finales de verano. Un vagabundo y dos pasajeros solitarios me hacían compañía. El polvo que cegaba los cristales impedía cualquier intento de atisbo hacia el exterior. Poco había que ver fuera, pues los trenes aún no habían empezado a llegar, pero desde mi rincón preferido, pegada al ventanal, sabía que los cristales sucios escondían una ilustración de cuento. La estación había renacido con las petunias. Rojas, blancas, salpicaban los andenes, se enredaban en la testimonial bomba de agua que había sobrevivido al tiempo, colgaban de las paredes ahora blanqueadas de la antigua casita del jefe de estación. El sueño flotaba y se enroscaba en las columnas de la cantina que el dueño había bautizado La Habana. Su decrepitud y un relente de grandiosidad venida a menos que aún flotaba en esas columnas de hierro forjado de ramas de hiedra enredadas en infinitas serpientes y en los veladores de mármol agrietados, la emparentaban con los palacetes leprosos y desvaídos que bordean el malecón de aquella ciudad fantasma. El croassant había conocido horas mejores, el café dejaba en la boca un sabor a bayeta húmeda que no era el ideal para empezar la mañana; sin embargo, el sitio me gustaba, no sé si por su decadencia o por esa falsa sensación de movimiento que dan las estaciones a aquéllos que nunca se van. Un pitido ronco indicó que llegaba el primer tren. Le siguieron un sordo arrastrar de pies sobre el suelo sucio y un repiqueteo de monedas en la madera de la barra. Yo también pagué mis vestigios de mejores desayunos y salí de la estación. Conforme pedaleaba cuesta arriba por la calle principal –-vivir en un pueblo sin bicicleta era entonces para mí tan incoherente como negarse a coger el metro en Madrid--, empecé a sentir el mismo sofoco que el primer día que llegamos al pueblo, encerrados en el pobre R4 con el elevalunas automaticó averiado. Bajo un sol abrasador. Era a mediados de julio. Llegamos allí como auténticos prófugos de la gran urbe: sudorosos, asfixiados a pesar de las paradas que hacíamos de vez en cuando para coger aire, arrugados, despeinados de tanto secarnos la frente, aterrorizados al ver a qué agujero de la geografía española habíamos pedido traslado los cerebros de la familia, Juan y yo. Aquel primer viaje pretendía ser una mera aproximación al territorio que íbamos a conquistar, pero tras poner pie a tierra y tomar unas cervezas los mayores y un refresco los pequeños, se convirtió en una frenética carrera para solucionar en un día o dos lo que habíamos planeado resolver en tres o cuatro desplazamientos. Fuimos primero a mi futuro lugar de trabajo, el instituto de bachillerato del pueblo, donde encontré, muertos de aburrimiento y encantados de aquella deplorable novedad en que trescientos kilómetros habían convertido a mi persona, al director y jefe de estudios. Tras presentarme rápidamente y elogiar confusamente el amasijo de bloques de pisos del que parecían estar orgullosos, les pregunté si conocían a alguien dispuesto a alquilar una casa con jardín o un piso grande con vistas. Volví al coche con unos cuantos números de teléfono y al cabo de diez minutos era yo quien esperaba en el coche con los niños a que Juan tuviera su primera toma de contacto con su nuevo trabajo. Él también regreso con un considerable botín—era la mejor época para buscar casa--. Reservamos habitación en un hostal y comenzamos la búsqueda. Durante dos días visitamos todo aquello que pudiera llamarse casa y que estuviera vacío, empezando por los chalés. Tras saturarnos de oscuras ruinas podridas por la humedad en las que lo designado como patio o jardín se reducía a un espacio al aire libre tamaño jardinera de terraza madrileña, desechamos cualquier resto de imagen bucólica de vivienda que pudieran albergar nuestras mentes y nos dedicamos a los adosados. Nuestras nóminas y nuestros escasos ahorros nos apartaron de esa repugnante clase media ascendente que aspira a tener lo que otros disfrutan impunemente. A última hora del segundo día

encontramos por fin algo que no se parecía en nada a lo que buscábamos, pero que no estaba mal. Era un piso enorme, con calefacción individual, totalmente exterior y cuyas ventanas daban directamente al campo, a los cerros que limitaban el pueblo por el este. A la mañana siguiente regresamos a Madrid para preparar la mudanza, y a primeros de septiembre estábamos instalados en nuestro nuevo alojamiento y adaptados a nuestros trabajos los mayores y a sus colegios los niños. Al llegar a la altura del colegio de las monjas, una nube de babis de cuadritos blancos y azules me recordó que debía acelerar el paso si quería llegar antes de que tocara el timbre. Entré en la sala de profesores sin respiración. Unas cuantas sonrisas respondieron a la mía y una chica se acercó a mí: --¿Te gustaría venir a comer con nosotros a mediodía? Contesté que sí, en parte porque no me quedaban fuerzas para deshacer mi sonrisa y en parte porque había llegado al pueblo decidida a hacer lo que aún no había hecho en Madrid: decir que sí a todo lo que me apeteciera, y luego intentar arreglármelas con Juan y los niño. Así, mientras me esforzaba en atraer la atención de cuarenta rostros, deformados por sucesivos bostezos, sobre la diferencia entre lenguaje, lengua y habla, iban pasando ante mis ojos, como cortometrajes, todas las posibles consecuencias del que iba a ser mi primer abandono: 1.- La guardia civil entraba en el restaurante buscando a la madre que había abandonado a sus hijos en el colegio. 2.-Llamaba a Juan para que fuera a recogerlos y luego les diera la comida. Con lo cual él perdía dos horas y media de trabajo que tendría que recuperar madrugando o trabajando un sábado. 3.- Me llevaba a los niños a comer con mis compañeros y, casualmente, nunca más volvía a recibir una invitación ni para tomar café. El recreo acabó con mis elucubraciones y me trajo la solución cuando Berta, una compañera que vivía en el mismo portal que yo, me dijo: --Podrías traer a los niños a comer a casa. Es el cumpleaños de María y, como no me apetece hacer una fiesta con niños, he pensado que sería buena idea invitar a los tuyos a comer y a jugar en casa toda la tarde. Además Alicia, la chica que los lleva y los trae del colegio, puede bajar con ellos al parque. ¿Que te parece?

Soy bastante tímida y, en condiciones normales, es decir, en Madrid, aquella comida habría tenido lugar en Navidad o quizá a final de curso. Siempre tengo miedo a estorbar, a ser indiscreta, lo que me obliga a esperar cómodamente a que la gente se acerque a mí. Si lo hacen, es que les gusto. En aquel instituto no tuve ni que esperar, pues ya en el primer claustro fue evidente que media plantilla venía de fuera, lo cual facilitó considerablemente las cosas, al no verme obligada a desbrochar ninguna cadena cerrada. Todos estábamos igual de perdidos, igual de horrorizados por aquel engendro arquitectónico a medio camino entre el Barrio del Pilar y Cercedilla e igual de desesperados por el precio de los alquileres. El sitio que habían elegido para el almuerzo estaba en consonancia con el resto del pueblo. El comedor era el piso superior de un taller mecánico, al borde de la carretera nacional. Comían fuera todos los días, cada día en un sitio, dependiendo de la especialidad del local. Aquel día debía ser jueves, pues recuerdo una paellera enorme sobre la que se despatarraban radialmente un montón de cigalas también enormes. El volumen de nuestras voces iba subiendo conforme bajaba el nivel de las botellas de vino. Hablé mucho, pero no sé de que. Estaba eufórica. Era mi primera salida en solitario en muchos años. No recuerdo quién más estaba. Sólo veo una cortina de humo que me

impide distinguir las caras de los demás,rasgada e un punto por los ojos de Beatriz. Ojos oscuros como pozos, abiertos como los de un ciervo asustado. Nunca he visto un ciervo asustado, pero estoy segura de que sus ojos tienen que ser como los de Beatriz. Aunque ella desde luego no estaba asustada, ni mucho menos. Hablaba poco, moviendo las manos, y sus gestos denotaban seguridad, firmeza, armonía, cualidades que yo envidiaba ferozmente. Miraba de frente, a los ojos, provocadora e ingenua, destilando con la mirada una fuerza que hipnotizaba, a mí por lo menos, y desde luego no era por culpa del vino. Siempre me ha producido el mismo efecto de magnífico reptil inmovilizando a su presa insignificante, efecto que por supuesto solo he visto en documentales. A partir de aquel almuerzo, nos reunimos con frecuencia en el bar del instituto y, como no podía quedar con ellos a comer por los niños, los invité un par de veces a tomar café en casa. Aunque sustancialmente mi vida en el pueblo se parecía bastante a la que llevaba en Madrid, esas pequeñas citas, mis desayunos en La Habana y el llevar a los niños a ver pastar a las ovejas a cien metros de casa en vez de tenerlos con las narices pegadas a los escaparates, tras haber buscado en vano una piedr5a a la que dar una patada, me conferían la ilusión de un cambio profundo, de una importante mutación interior. Ilusión, porque yo era consciente de que mi trabajo era el mismo, yo era la misma y Juan tampoco había cambiado. Por otra parte, mientras esperaba que él volviera del trabajo o de tomar algo con sus nuevos compañeros, en esa casa que aún no conseguía sentir como mía, me aguijoneaba la certeza angustiosa de que nos estábamos engañando, de que no habíamos dejado el asfalto por los prados, ni una vida cuyo eje era el hipermercado de los domingos por otra en la que lo fundamental fuera la búsqueda de nosotros mismos en un mítico retorno a la tierra. Día a día me corroía la seguridad de que habíamos huido de nosotros mismos, de nuestro propio tedio que, una vez apagado el remolino de la mudanza, de las nuevas amistades, del primer contacto con alumnos desconocidos, de los bucólicos decorados, volvía a caer suavemente, como la niebla de una mañana de invierno, sobre Juan y sobre mí. Volvíamos a instalarnos en nuestra muda rutina madrileña ahora atenuada por el permanente contacto con la gente, propiciado por la vida de provincias. Sabía que estaba sola otra vez, pero no me sentía sola.

Unas semanas después de aquella comida me di cuenta de que Beatriz llevaba un par de días sin venir a trabajar. Pregunte por ella y me dijeron que debía tener gripe o algo así. Se me ocurrió que podría ir a verla aquella misma tarde. Pedí su dirección en secretaría y una chica me indicó dónde quedaba, más o menos, la calle. Salí en cuanto Juan llegó a casa. Pasé por la papelería y compré una caja de lápices y unos libritos para colorear. Beatriz daba clases de dibujo y, por lo que había deducido de nuestras charlas de grupo, dedicaba su tiempo libre a pintar. Me adentré en la parte vieja del pueblo. Eran sólo las seis y ya era de noche. Hacía mucho frío, o a mí me lo parecía, porque tiritaba. Mientras buscaba los nombres de las callejuelas, intentaba no pensar en lo que realmente me rondaba por la cabeza: quizás a Beatriz no le apeteciera recibir visitas, quizá su casa estaría llena de visitas más deseadas que la mía, quizá mis lápices, mis cuadernillos y mi persona le resultaran totalmente pueriles los primeros e inoportuna la segunda; al fin y al cabo nos acabábamos de conocer. Las hileras de casitas blancas me parecían todas iguales, pero sospechaba que era la tercera vez que pasaba por delante de las contraventanas azules. No había nadie por la calle a quien preguntar. El temor a estar haciendo una estupidez iba siendo desplazado por la ansiedad de no encontrar la casa. No me quería dar por vencida. De repente, necesitaba llegar hasta Beatriz. Regresé a la calle principal y volví a empezar. Dos calles más y ahí estaba el número 8 de la calle Madreselva. Había estando buscando una casita baja, sin pensar que podría ser un bloque de pisos.

Era un bloque pequeño, de tres pisos y, por la distribución de las ventanas, de tres viviendas nada más. Sólo había luz en el primero. El portal estaba abierto. Subí los escalones de dos en dos y llamé a la única puerta del rellano. Cuando me abrió supe que no molestaba. Sus ojos sonreían a la vez que su rostro. Cruzamos un largo pasillo hasta su habitación. Mientras volvía a meterse en la cama, eché un vistazo que pretendía ser discreto a los cuadros, los botes de pintura, el colchón tirado en el suelo. –¿ Te sorprende? --Hombre... --Es la habitación más grande y la que tiene mejor luz. A veces, cuando estoy trabajando de lleno e un cuadro, me despierto por la noche con una idea y me tengo que poner a pintar. Durmiendo aquí mismo no tengo que recorrer el pasillo. Y el somier de la cama era tan malo que he dejado el colchón en el suelo para no levantarme todos los días con la espalda hecha trizas. De todas maneras, el piso solo tiene dos dormitorios, y el otro, además de ser más pequeño. Sólo tiene una ventana diminuta que da al patio. Ahí es donde tengo mi ropa y donde almaceno los cuadros. ¿Te importa traerme mis cigarrillos? Están e el comedor; es la puerta de al lado. Cuando volví a la habitación, estaba coloreando un árbol. --Hacía siglos que no abría una caja Alpino. Mira, huele a colegio y a tarde de deberes. De entre los lápices se escapaba la luz de las tardes de invierno, luz de acero que helaba la espalda si no te salía el mapa y acababa fundiéndose con el vapor de la olla donde hervía la inevitable sopa de la cena. Eran tardes en las que las voces de Juana Ginzo y Matilde Vilariño se enredaban con la sintonía de Enrique Busían para tejer una red de melancolía, que duraba tanto como el frió y se deshacía por sí sola con las primeras gotas de sudor de verano. Hablamos mucho rato. Del pueblo, del trabajo. Estaba a gusto, pero algo fallaba. Me sentía tensa, procuraba no mirar a Beatriz a los ojos. Tenía que marcharme. --¿Me acercas ese vaso? Me incline sobre ella para alcanzar el vaso que estaba sobre el alféizar interior de la ventana, sobre su cabeza. Rodeó mi cuelo con sus brazos. --Dame un beso. Sentí el vacío en mi cabeza a la vez que sus labios húmedos sobre los míos secos. No fui capaz de zafarme de su abrazo. Me dejé llevar por algo que reconocía, que me era familiar, una sensación que ya casi tenía olvidada. Lo siguiente que recuerdo es mi zapato restregando contra el suelo de la plaza una mora ya despachurrada.

Fragmentos de mi historia son cuadros colgados en una exposición, fotos agrupadas en torno a unos personajes, un No-Do a todo color y sin voz en off. No veo lo que hay entre secuencias, ni tampoco a la gente que nos rodea. Sin embargo, cada imagen devuelve a cada fibra de mi cuerpo lo que entonces lo hizo vibrar, con la misma calidez, con idéntica desesperación.

Debe ser miércoles, porque no tengo clase por la tarde y los niños están en casa de los vecinitos. Hace días que no veo a Beatriz. Está en Madrid preparando una exposición. No sé si ha regresado. Estoy harta de limpiar. Es la única forma que conozco de calmar la ansiedad en casa. Tampoco es que me lo proponga. Sencillamente no puedo estarme quieta, no puedo concentrarme en nada. Cojo el trapo y froto, froto hasta que me duelen los brazos. Ordeno, ordeno todo lo que no he ordenado en semanas. Vacío los armarios y vuelvo a colocar la ropa bien doblada, los jerseys con los jerseys, las camisetas con las camisetas. Busco pareja a los calcetines solitarios, recompongo rompecabezas y encierro en cajas de zapatos a los indios con los vaqueros. Tanto celo tiene un límite. A veces se lo ponen las lágrimas, a veces el agotamiento. Esta vez es el agobio, la impresión de que las paredes de mi casa nueva se cierran sobre mí, de que las habitaciones encogen. Me visto y salgo. Voy a dar un paseo en bicicleta. No llego muy lejos. Sólo hasta la calle de la Madreselva. El portal está abierto. La puerta del primero también. Desde el ventanal se ve toda la calle. Me siento sin decir nada en el colchón, apoyada contra la pared. Hace mucho sol a pesar de que está acabando noviembre. La luz arranca reflejos a la melena suelta de Beatriz que evoluciona por el espacio libre de la habitación, desgarrando los haces en motas de polvo dorado que se enganchan en cada rayo del sol poniente. Agita el pincel sobre el lienzo, superficie maculada con la que la comparto, se acerca para alejarse enseguida, pegándose a la ventana con los ojos entrecerrados. Su cuerpo se dibuja a contraluz a través de la camisa demasiado grande. El sol perfila sus caderas, gemelas de las mías, sus hombros suavemente curvados. Con un movimiento brusco deja caer el pincel en un taro opaco por los churretes. Se arrodilla a mi lado. Coge mi cara entre sus manos. –?Porque has tardado tanto? No sé cuánto tiempo ha pasado. Estamos sobre el colchón, apoyadas las espaldas contra la pared, mi cabeza en el hueco de su hombro. Hemos visto deshacerse la tarde en el tejadillo de enfrente. Es de noche, tengo que recoger a los niños. Me llevo su jersey para olerlo.

Unos días más tarde, Beatriz da una fiesta en su casa. Ha invitado a bastante gente. Amigos, amigos de amigos y gente que no conozco. Yo he llegado pronto, para ayudarla a preparar la comida, y a colocar los muebles. De pie frente a la mesa de la cocina, una junto a la otra, extendemos pasta de queso, de anchoas, de salmón, sobre diminutos cuadrados de pan tostado. Beatriz acaba antes que yo. Se pega a mi espalda y me da dos besos en el cuello. Luego, empieza a colocar los vasos en bandejas y a contar las botellas. Yo recojo cosas: sus libros, sus cigarros, bolígrafos, papeles tirados por todas partes. Nos cruzamos constantemente y, cada vez, se escapa una caricia, un roce tenue de los dedos sobre la piel o sobre el cabello. El zumbido del portero automático nos sobresalta. Empiezan a llegar. No son tantos. Me presenta a Omar y a Paloma, ambos pintores. Han comprado un caserón a diez kilómetros del pueblo. Llevan sólo tres años viviendo allí. Paloma mira a Beatriz, y me mira a mí. Sus ojos rodeados de arrugas profundas parecen divertidos. Me siento incómoda. Luego conozco a Matilde. Parece muy joven. Omar se encarga de la musica. Se forman círculos que se deshacen en nuevos círculos cuando alguien atrae a otra per4sona al suyo. Me encuentro a gusto, aunque no tengo gran cosa que decir, o quizá por eso. Ellos lo dicen todo. Todos parecen hacer algo al margen de su trabajo o, como Omar y Paloma, se dedican al arte. Yo no. En casa corrijo, preparo clases, leo, me ocupo de los niños. Cuando tuve a

Nelo, el mayor, escribía cuentos infantiles. Publiqué tres libros. Luego lo fui dejando. No tenía tiempo para tener ideas, o, como no tenía ideas, dejé de tener tiempo. No sé. Tampoco voy al cine, ni a conciertos. No puedo opinar y, sin embargo, me gusta escuchar sus comentarios. Poco a poco, nos hemos ido sentando, repartidos por el salón que parece más grande al haber retirado los sillones de orejas y la mesita baja. Omar rebusca en un montón de discos. A mi lado hablan de alguien que no conozco. Dejo de oírlos. Las voces se reducen a un leve murmullo. Alzo la vista y mis ojos chocan con los de Beatriz, sentada al lado de la puerta. Mantengo su mirada. Un escalofrío. Un puño helado en el estómago. Ella se levanta y se marcha. Todos siguen hablando. Yo me levantó también. Nos encontramos en su habitación. Poco tiempo, muy poco tiempo. Nadie se ha dado cuenta. O quizá sí.

Es por la tarde. Hemos comido a medias después de las clases, en su casa. La corriente que acercaba sus manos a mi cuerpo no nos ha dejado terminar. Tumbada en el colchón, mientras sus caricias despertaban cada centímetro de mi piel, he visto reflejado en el cuadro que encabeza la hilera apoyada contra la pared el estallido de mi deseo. Nos hemos levantado cansadas, entumecidas. Ahora yo estoy sentada en el sillón de orejas, en el comedor. Beatriz a mis pies. Por la ventana cerrada entra la luz dura de un cielo de acero, sin sol. Hace mucho frío. La casera racanea con la calefacción. Me he tapado las piernas con una manta. Tengo las piernas cruzadas. Asoma un pie. Beatriz me quita el zapato. Estamos viendo a Bogart en blanco y negro. Su voz doblada, ligeramente gangosa, dice algo así: Beatriz acaricia mi empeine por encima de la media de nailon. Las palabras de Humphrey, el duro tierno, vuelven, una y otra vez, cuando recojo a los niños, mientras preparo la cena, hasta que me derrumbo al lado de Juan en la cama que compartimos.

Durante aquellos primeros encuentros, e incluso hasta más tarde, hubo un silencio tácito entre las dos. Cada una sabía de la otra lo que era evidente. Eludimos poner etiquetas y hacer promesas. Yo que –según pensaba entonces-- llevaba la peor parte, por aquello de tener a Juan esperándome cada vez que regresaba de estar con ella, no sentía ninguna necesidad de resolver una situación que me parecía irreal, vivida por un personaje extraño a mi. Nos veíamos todos los días en el trabajo, pero nunca sabía si íbamos a vernos, luego o al día siguiente, a solas. Además, era Beatriz quien marcaba la pauta de nuestros abrazos. Así, los viernes nos despedíamos hasta el lunes, sin plantearnos la posibilidad de vernos durante el fin de semana. Quedaban dos semanas para las vacaciones de Navidad. El viernes, Juan metió a los niños en el coche y se fueron los tres a casa de mis suegros. Pretexté que tenía mucho trabajo y que me apetecía estar sola unos días. Lo último era cierto, o al menos así me lo parecía. El sábado rompió a llover. Salí a comprar sin saber muy bien qué. Volví a casa y reconocí las ansias de actividad casera sin sentido que me estaban obligando a vaciar la despensa para comprobar las fechas de caducidad de las latas. Cuando acabé, comí algo mientras miraba las noticias, y me tumbé en el sofá. Seguía lloviendo sin parar. El golpeteo furioso del agua sobre el tejadillo de uralita de la vecina de abajo,

que me llegaba desde la ventana abierta de la cocina, no contribuía a tranquilizarme. A media tarde, fui a casa de Beatriz, aunque existía la posibilidad de que se hubiera ido a Madrid. Había luz en su habitación. Llamé al portero automático, y luego a su puerta. Sus ojos huían de los míos y su beso fue de visita. Me llevó al salón. --Creí que estabas pintando. Vi la luz desde la calle. --Sí. Bueno, no. Y apareció ella en la puerta, despeinada, vestida con la camisa de Beatriz. Se llamaba Ägueda. Era mayor que nosotras, o puede que la dureza de sus rasgos la avejentara. Me dirigió una sonrisa rígida que hacía juego con la frialdad verde de su mirada y arrugó el lunar que remataba la comisura de los labios finos. No llevaba nada de maquillaje. A pesar de los largos faldones de la camisa, se veía que rozaba la obesidad, aunque en condiciones normales –normales para mí, claro, que en ese momento padecía mi primer ataque de celos-- sería seguramente una de esas mujeres que saben desviar la atención exceso de volumen carnal con un halo de ternura y simpatía que emanara por debajo de su rigidez. Nos dijimos cuatro idioteces corteses mientras observábamos implacablemente, buscando cada una defectos en la otra, espiando nuestra expresión cuando la atención se dirigía Beatriz, hasta que las tres caímos en un mutismo imposible de romper. El silencio pesaba. Me encaminé hacia la puerta. Ya en el descansillo, Beatriz me agarro por el brazo. --Tú tienes a Juan, yo a Águeda. Me quedé dando vueltas por la parte vieja del pueblo. Llovía sin piedad. Pasé por debajo de cada gotera, de cada canalón, por el gusto de oír el golpe del agua contra la tela tensa del paraguas. La lluvia había borrado el olor a humo de leña que exhalaban las chimeneas, y cubría mi taconeo sobre el empedrado desierto. Sin darme cuenta, estaba llegando a la estación. No entre en el café. Fui directamente a las vías. Las gotas azotaban cruelmente los restos de las pobres petunias quemadas por las heladas. Los raíles habían desteñido su orín rojizo sobre los andenes. Frente a mí, la tapia enjalbegada que cerraba la estación abría sus llagas de barro oxidado al aguacero. Me sentía tan desamparada como el gato esquelético y empapado que se coló por un cristal roto en el despacho cerrado del jefe de estación. A pesar de ser sábado, ahí, bajo esa lluvia implacable, mi cuerpo se lleno del miedo del domingo, de ese miedo que persigue a la gente a través del tiempo, a través de todas las tardes de domingo de su vida. Miedo irracional y por ello más terrible. Miedo que devuelve al miedo de la infancia, a esa pavorosa inquietud que provocaba el final de dos días sin colegio. Y por fin, como si esa vuelta atrás les hubiera abierto las puertas, las lágrimas se e escaparon de los ojos. Al cabo de un rato, pensé que, efectivamente, yo tenia a Juan, y volví a casa.

Ni siquiera ese episodio consiguió obligarme a dibujar el lugar que Beatriz ocupaba en mi vida. Si el domingo por la noche el reencuentro con Juan resultó más molesto que otros, mi dualidad no pudo incomodarme hasta el límite de exigirme una puesta a punto de mis sentimientos. Me limitaba a tenerlos, sin darles forma, posiblemente porque intuía que, una vez puestas las etiquetas y establecidos los límites, podrían desvanecerse como ya lo habían hecho otras veces. Hablaba y miraba de frente a Juan con la mayor naturalidad, procurando que no se notara el velo de tristeza que el encuentro con Águeda había tejido dentro de mí, pero no me corroían los celos. Y eso sí me preocupaba. Era como si, después de tantos años grises, de tanto tiempo sin dejarme llevar por ningún sentimiento fuerte, me hubiera acostumbrado a no sentir o a sentir de forma anodina, con ese amor en minúsculas de quienes todo lo frenan para sufrir menos cuando se acaba y que, desde luego no era el que yo deseaba.

Entre exámenes, nervios adolescentes, histerias adultas, preparativos de viajes y los inevitables , llegaron las vacaciones. Habíamos decidido pasarlas en casa de mis padres y salir del pueblo el mismo veinticuatro por la mañana. Sin embargo, la noche de la cena de Navidad del instituto, mientras bailábamos en la discoteca del pueblo, Beatriz me pidió, me ordenó, que me fuera con ella a Madrid. --Nos vamos el veintidós. Invéntate algo. A la tristeza por su había sucedido la inquietud de la inseguridad, y ambas se veían de repente sustituidas con esas dos oraciones tan independientes como inesperadas por el alivio y la irritación. A la vez que intentaba compaginar mis movimientos con los estridores incoherentes de la música, me esforzaba por descifrar el sentido profundo de cada palabra. Era evidente que, si me llevaba con ella, era a costa de Águeda, con lo cual yo pasaba al primer lugar y mi incertidumbre anterior desaparecía. Por otra parte, el uso del imperativo y ese daban por supuesto que a mí me podía mandar y que yo podía obedecer. Y eso me irritaba, pero contra mi misma. En efecto, cuando agotados, sudorosos y algo borrachos, salimos de aquella cueva, me acerque a ella y le pregunté en un susurro. --¿A que hora?

Y así pasé de la omisión a la mentira, a la que nunca pensé que llegaría con Juan. Cuando nos casamos estaba claro que cumplíamos con un rito que exigían nuestras familias pero para nosotros era una mera tramitación del pasaporte para el viaje de nuestra vida juntos. Jamás nos encerraríamos en la caja de zapatos que era el matrimonio, representado entonces por nuestros padres, sus amigos y las parejas que habíamos leído o visto en el cine. Lo nuestro, a pesar de inscribirse aparentemente dentro de lo establecido, sería distinto. Hablaríamos mucho, nos lo contaríamos todo y nuestros hijos serían el florecimiento de algo construido entre dos. Sin embargo, cuando nació Nelo ya casi no hablábamos, porque cada uno creía saberlo todo del otro. Los silencios, que de novios llenábamos mirándonos a los ojos o suspirando cada uno en la boca del otro, se colmaban ahora con la charla incansable y estridente de la televisión o con los incipientes balbuceos del niño. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a esa incomunicación cómoda a la larga, hasta el punto de que si alguno tenía un problema o algo que contar que no fuera lo que había tardado el autobús o que a Nelo le había salido otro diente, se lo callaba para no estropear el tranquilo apoltronamiento común. Me fue así muy fácil no hablar de Beatriz más de lo necesario. Por supuesto, en ningún momento se me ocurrió la posibilidad de anunciarle a Juan que sentía algo especial por alguien, y menos aún por una mujer, pero sí comunicarle ese entusiasmo o esa nueva alegría que mi reciente amistad con ella me había insuflado. De no hablar de ella a mentir por ella sólo había un paso, que di con la mayor naturalidad y sin ningún remordimiento. A Juan le conté pues que había decidido ir unos días antes a Madrid para ayudar a mi madre a arreglar la casa para recibirnos, y que Beatriz se había ofrecido a llevarme en su coche. A mi madre le dije que me iba un par de días a otro pueblo, a ayudar a una amiga que se iba a cambiar de casa y que, como a Juan no le hacía mucha gracia que anduviera yo por ahí, sola, a él le había dicho que me iba a ayudarla a ella. Tras mucho gruñir y sermonear, pudo más la solidaridad madre-hija y la convencí. Cuando colgué el teléfono me atacaron los remordimientos. Podía haber inventado algo que no involucrara a mi madre. Ya no era como antes, cuando empecé a salir con Juan. A la madre autoritaria los años la habían vestido de fragilidad. Ya no iba ella por delante de la vida, mandando, organizando, dirigiéndonos a todos como se dirige una orquesta, a golpe de cariño y firmeza, para que nadie se perdiera y cada uno pudiera alcanzar sus sueños. Ahora ella iba detrás. Se dejaba

empujar, sin oponer resistencia, tropezando con los achaques, en las decisiones que ya no eran suyas sino las nuestras. Todos seguíamos recurriendo a ella, llorando en sus brazos las frustraciones del trabajo, los desengaños de nuestras vidas, las enfermedades de los niños, y ninguno le dábamos opción a detenerse, a quejarse, a llorar, a bajar la guardia.

A las seis de la mañana del veintidós salté de la cama. El café atravesó a duras penas el nudo que me ataba el estomago. Saqué las maletas y las llene de ropa. Toda la mañana y parte de la tarde estuve haciendo montoncitos de jerseys, sudaderas, calzoncillos y calcetines. Deje preparadas maletas para los cuatro. A las ocho, un claxon insistente desató una tormenta de temblores, palpitaciones y sudores fríos. Me despedí de los niños y de Juan, y bajé. Metí la bolsa en el maletero y me senté al lado de Beatriz sin decir nada. Tenía los labios sellados y mis músculos estaban tan tensos que casi me hacían daño. Hasta que no dejamos el pueblo atrás y me vi rodeada de campo y de noche, no me relajé. Conforme se desdibujaban los contornos del paisaje que se desfilaba por las ventanillas, fui recobrando la fascinación del viaje y, sobre todo, del viaje nocturno, que torna irreconocibles las formas y aumenta la sensación de desplazamiento hacia el infinito negro y sin tiempo. Por las rendijas e ventilación del salpicadero se colaban volutas de noche gélida. Un resplandor anaranjado incorporó al estado a medio camino entre realidad y ensoñación en que me encontraba las formas de pesadilla futurista de una central eléctrica. No hice ningún comentario. Seguimos avanzando en silencio. De vez en cuando vigilaba de reojo el perfil inmutable, a mi izquierda. A pesar de los calambres que me recorrían las piernas, no me atrevía a cambiar la postura, pues el coche era tan estrecho que cualquier movimiento hubiera supuesto que Beatriz rozara mi rodilla con su mano en cada cambio de marcha. Me mantuve doblada sobre mi derecha, apoyada la frente contra el cristal helado, como si aquel frío pudiera mitigar la culpabilidad que ahora me martilleaba las sienes. Llegamos a Madrid a la una de la madrugada, sin haber parado ni una sola vez. Me estaba meando desde hacía por lo menos cien kilómetros, pero no me había atrevido a decir nada. Mi mala conciencia y mi sumisión se rebelaron cuando reconocí las primeras luces de la M-30. En cuanto hubiera recuperado mi bolsa, dejaría plantada a Beatriz en la acera y me iría a buscar un taxi que me llevara a cualquier hotel. Salimos de la autovía y nos metimos hacia el centro. Un bache me hizo cruzar con fuerza las piernas y mi movimiento hizo que Beatriz volviera la cara hacia mí. Fue un segundo, pero me dio la impresión de que sonreía. Áparco en la calle Valverde, al lado de una puta muy joven que ya no sabía con que parte de su cuerpo apoyarse para no caer dormida contra la pared que la sujetaba. Sonreía. Me miró a los ojos. --Bienvenida. Olvidé el taxi, el hotel y mi necesidad. La seguí hacia el portal. Abrió y entramos. --Espera, voy a dar la luz. No mires al suelo. Estará lleno de cucarachas. Se hizo la luz y miré al suelo, a tiempo de ver un enjambre de lunares negros huyendo hacia las grietas que resquebrajaban las paredes sucias de moho y cagadas de mosca. Subí detrás de Beatriz por una escalera de hierro y madera. Cada descansillo se abría en una balconada que daba a su vez a un patio más tétrico si cabe que la escalera. Al llegar al tercero, ya sin aliento, Beatriz se detuvo ante la puerta que quedaba mas cerca de la barandilla. --Aquí es. Ya veras que no esta muy ordenado, pero salgo tan corriendo los domingos... Me encantaba que se disculpara. Eso me colocaba a mi en la posición de juez. Era yo quien examinaba, por una vez, aunque sólo fueran sus habilidades domésticas. Un pasillo eterno, en el que se abrían dos puertas, nos condujo al dormitorio, una habitación enorme, ocupada por un armario panzudo de tres cuerpos y una cama muy ancha de madera casi negra. Separado tan sólo por un arco

estaba el estudio. Había tirado un tabique para unir dos habitaciones, de tal forma que sus cuadros de dos metros por tres, en aquel espacio diáfano y bajo aquellos techos tan altos, adquirían proporciones casi normales. Recorrimos el pasillo en sentido inverso y, a través de la primera puerta, entramos en la sala, salón, cuarto de estar, comedor. Desde ahí se accedía, por un hueco abierto en la pared, a una alcoba y, por una puerta corredera, a la cocina. Dentro de la cocina, encastrado en la pared y en un altillo, estaba el baño del que me apoderé la primera. Después de aliviar la presión de mi vejiga, ayude a Beatriz a desenvolver lo que iba a ser nuestra cena: fiambre y queso que había traído del pueblo. Cenamos en un silencio ligero y apacible, el silencio de quien está demasiado aturdido. Cuando acabamos de recoger, Beatriz sacó toallas para las dos y se metió en el baño. Mientras se duchaba, me dediqué a mirar a mi alrededor. Delante de ella no me había atrevido. Los muebles, al igual que los del dormitorio, parecían tener procedencias variadas. La sillería era buena y antigua, así como la mesa y el aparador. El sofá, dos sillones de orejas tapizados con tela escocesa y una mesita baja de caña eran nuevos. La acertada disposición del mobiliario no conseguía borrar la impresión de que aquella no era una casa donde viviera alguien, ni siquiera un lugar de paso. Aunque sólo le había echado un vistazo, el estudio era la único espacio de la casa que guardaba huellas de vida. Era como si Beatriz se moviera en un ámbito limitado por sus cuadros. Ella llegaba hasta donde los creaba, porque era ahí donde ella vivía de verdad. Cualquier otro lugar era un mero acceso. Por eso, si en el pueblo dormía con sus cuadros, no era para pintar a cualquier hora, como me había dicho, sino para arroparse con ellos, para no romper de noche el hilo que la unía a ellos de día, y por eso había instalado allí, en Madrid, su dormitorio junto al estudio. Salió del baño y me metí yo. Cuando entré en el dormitorio, Beatriz estaba ya dormida. No me lo esperaba, por ser la primera vez que íbamos a pasar juntas una noche entera, pero tampoco me molestó. El gesto de Beatriz remitía a lo familiar, a lo que se da por hecho, a lo que no tiene por qué ser excepcional. Eso al menos quise creer. Una vez acostada, me di cuenta de que si había visto también a Beatriz a pesar de la oscuridad, era porque en el balcón no había ni persiana, ni cortinas, ni estaban cerradas las contraventanas, y la luna llena iluminaba cada detalle de la habitación. Junto a mi cabeza, Águeda y Beatriz reían delante del Palacio de Cristal, en una fotografía reciente. Me di la vuelta para no verla y me quedé mirando la seca y breve sacudida de la aguja del reloj de la Telefónica a través del cristal sucio de hollín. Por debajo del edredón, traspasando el algodón de nuestros pijamas, me llegaba el calor de Beatriz. Coloqué los mechones de su pelo sobre la almohada. Le acaricie la cara, los labios. Le di un beso. Volví al reloj. Aunque clavaba la mirada en los guiones rojos que sesgan la esfera, lo que veía era la fotografía y, a través del papel, el abismo al que me asomaba. Aquella foto, más aun que la presencia de Águeda en la casa de la Madreselva, me convertía en una pieza de algo que ya estaba construido y que, como le pasaba a Nelo con sus bloques de madera, podría desequilibrarlo o destruirlo, integrarse o caer a un lado sin que el cuerpo principal resultara dañado. Y la pieza pertenecía además a otra construcción, a un juego distinto, del que yo desconocía las reglas. ¿Podría encajar en las dos a la vez, sin echar abajo ninguna de ellas o derrumbar una dejando intacta la otra? El paquidérmico resoplido de un autobús me sacó de un sueño agitado en el que se arremolinaban rostros que aparecían y desaparecían. Un chirriar de ruedas entraba por el balcón entreabierto, acompasado por el ritmo irritado de los cláxones en un embotellamiento. Volví la cabeza hacía Beatriz. Me miraba. Las yemas de sus dedos casi rozaban mi hombro. Alcé la cabeza y besé sus labios de sabor a almohada. Esta vez fui yo la que desabrochó el pijama, la que buscó entre las arrugas de la tela la suavidad del seno ya erecto, la que taño la carne y arrancó los quedos suspiros deseados.

Salimos a desayunar. Era tarde. Fuimos andando hacia la plaza del Dos de Mayo. Cruzamos agarradas del brazo aquel bario que empezaba, sin saberlo, su agonía. Esperamos en vano escuchar el gemido de los cierres de las tiendas que se abren mientras sorteábamos bolsas de basura destripadas. Intenté recuperar las imágenes de cuando mi padre me llevaba a comprar juguetes a Reyna y luego, andando, hasta la glorieta de Bilbao, donde cogíamos el metro de regreso a casa. En nada se parecían estas calles deprimidas y abandonadas a aquéllas que recorrí, tirando de la mano recia para pegar la nariz a cada escaparate. Quedaba sólo la luz de las mañanas de Madrid, luz blanca que resbala por las fachadas disfrazadas de humo para ocultar a la mirada de aburridos transeúntes sus balconadas y las breves cariátides que alguien esculpió para que las calles nunca se sintieran solas. Al final de la calle del Barco, el barrio se animaba. Mujeres mayores arrastraban el carro de la compra o se inclinaban hacia la mano que estrujaba el monedero, por culpa del peso excesivo de la bolsa que colgaba de la otra. Hombres sudorosos descargaban camiones aparcados en medio de la calle, impasibles ante el concierto de bocinazos que desataban. A pesar de las vacaciones, apenas había niños. Nos metimos en un bar. Pedimos café y tostadas. Cuando, al rato, el camarero se alejó después de haber dejado sobre la mesa el desayuno, no aguanté más. --¿Donde esta Águeda? Lo pregunté como podía haber preguntado dónde vivían sus padres. Procuré que no me saliera la voz apremiante, ni acusadora, ni llorosa, aunque en aquella pregunta yo incluyera otra: ¿quien es Águeda? Desde el momento en que había visto las agujas luminosas del reloj de la Telefónica hacer su recorrido por la esfera, sentía la necesidad de acercarme yo también al final de mi propio circulo, de saber por lo menos en qué punto me encontraba. --No sé. En su casa, supongo. --¿No vivís juntas? --No. Anda, acaba tu café y vamos a dar una vuelta. Pagamos y echamos a andar de vuelta a la plaza. Beatriz empezó a hablar. Quiza así, andando, sin tenerme de frente, le resultara más fácil. --Hace poco que la conozco, año y medio o así. Limpiaba en la academia donde he estado dando clases de dibujo hasta que saqué la oposición. Yo tenía las últimas horas, y a veces me quedaba hasta tarde a preparar clases o con cualquier alumno que quería dejar su trabajo acabado. Me gustaba estar allí después de que se hubiera ido todo el mundo. La academia está en una casa vieja, por ahí, por San Bernardo. Los suelos son de madera y, cuando hace rato que nadie los pisa, crujen solos. Además, huelen a cera y un poco a humedad, como las casas del norte. Estaba a gusto. Las tardes en que me entretenía, coincidía con ella. No le molestaba que estuviera allí mientras ella barría y vaciaba papeleras. Poco a poco empezamos a hablar, y me di cuenta de que tenía con ella más cosas en común que con la mayoría de la gente que conozco. Tú y yo pasamos mucho rato calladas pero no nos sentimos incomodas, ¿no?, pues con ella era lo mismo, sólo que hablando sin parar. No hacíamos ningún esfuerzo por darnos conversación; las palabras salían solas. Con el tiempo me quedé a esperara y la acompañaba al metro. Águeda vivía por San Blas. Algunas noches fuimos andando casi hasta las ventas. Ahora vive por aquí cerca. Es una chica especial. Cuando la conocí, limpiaba por la noche en la academia y por la tarde en un banco de su barrio. Por la mañana se dedicaba a dar clases de alemán y a traducir libros del alemán. Su madre es alemana. Ya ha dejado de limpiar. Está haciendo Filología alemana a distancia, para tener algún titulo oficial. Águeda crecía y crecía, mientras mi ego se encogía, reduciéndose al tamaño de una de las cucarachas del portal de Beatriz. ¿Qué pasaría cuando Beatriz se diera cuenta de que si pasábamos tanto tiempo calladas era, posiblemente porque yo no tenía nada que decir y no, como ella suponía, porque tuviera una intensa vida interior? --En que piensas? –... --¿Qué te pasa?

--¿Por qué yo? ¿Qué pinto yo entre vosotras? --¿Qué pinto yo entre tú y Juan? Era una invitación a dejar las cosas como estaban, a vivir al día sin hacer preguntas. Por una parte era tentador, pero me daba miedo. Necesitaba saber hasta dónde podía llegar, hasta dónde podía dejarme arrastrar por ese flujo de deseo, cariño, ternura, pasión que me había arrancado de mi anodina maceta para acercarme implacable al dorado desierto acogedor de Beatriz. Los años me habían enseñado que todo tiene su punto y final y que siempre hay uno que lleva las de perder. No quería ser yo. Nos sentamos en un banco al sol. Beatriz recostó la cabeza en mi hombro. De la arena escasa de la plaza brotaban montoncitos de excrementos caninos. Los camellos, tan familiares ya como los buzones o las paradas de autobús, apuntalaban las paredes leprosas a la espera de un cliente. Me sentía rara, sentada en un parque con Beatriz pero sin los niños. Los echaba de menos.

El veinticuatro de diciembre, por la mañana, me fui a casa de mis padres. Dejé atrás el reloj de la Telefónica con la seguridad e que nunca más lo vería desde el balcón de Beatriz. Aquella certeza me dejaba en la boca el regusto de amargura que e acompañaría hasta el final de mi relación con ella. Aunque la bolsa de viaje pesaba mucho, decidí bajar a Sol a coger el metro. Al llegar a la Gran Vía me dejé arrastrar por una riada de hombres y mujeres cargados con bolsas crujientes repletas de regalos comprados entre prisas, empujones y cuentas apresuradas. Me di cuenta de repente que yo no había comprado nada, ni siquiera los juguetes de los niños. Tampoco me había preocupado por saber si había cobrado ya la paga. Cuando me engulló la boca del metro de Sol, entre tintineos de panderetas y letanías de loteras, imaginaba el día que me esperaba, de carreras por dinero y compras. Después de la cena de Navidad, después de que cada uno recibiera su regalo, una vez que, por fin, me encontré metida en mi cama, la de siempre, la que me había visto con paperas y sarampión, me asaltó la ausencia de Beatriz. Ella también estaría en su cama, en casa de sus padres, en Albacete, con Águeda.

De aquellas Navidades recuerdo en parte la tranquilidad, mi tranquilidad. Pese a los sueños agitados que me obligaban a dar vueltas en la cama hasta casi el amanecer, por encima de los jirones de tristeza que se infiltraban en mi cuerpo a cada instante, me sentía en paz porque, por fin, un sentimiento, una inquietud, templaban las fibras de mi monotonía. Por las mañanas llevaba a los niños al Retiro. El piso de mis padres, un piso enorme de distribución tan incoherente como el de Beatriz, estaba en la calle Moratín. Como había hecho mi madre tantas veces conmigo, les anudaba las bufandas sobre los anoraks, les obligaba a dejar en el recibidor parte del cargamento de juguetes que pretendían llevar, cogía mi libro, y bajábamos los tres la cuesta. Luis y yo, de la mano. Nelo, con ese pudor de los albores de la adolescencia, solo, delante. Cruzábamos el Paseo del Prado, nos alejábamos lo más rápido posible de las Cuatro Fuentes cuyos peces desproporcionados asustaban a Luis, dejábamos atrás el museo y el Jardín Botánico, y nos sumergíamos por fin en el mundo mágico del Retiro, del , nombre que le había puesto el abuelo para que los críos no se alejaran de él cuando bajaba solo con ellos. Los sacaba a rastras de la Chopera, donde aún alquilaban bicicletas, y los empujaba hacia el Palacio de Cristal. Me sentaba en un banco mientras ellos daban a los patos el pan duro que su abuela guardaba cada noche en una bolsa. Si hacía demasiado frío, les dejaba dar vueltas alrededor del estanque hasta que se cansaban de pasar por la gruta que huele a orines y a agua estancada. A cada vuelta, Luis pegaba la nariz a los cristales

del palacio. Buscaba en vano el dragón que, en uno de mis cuentos, vigilaba desde dentro que nadie ropiera el hechizo por el cual una princesa triste se había convertido en caja de hierro y cristal por rechazar un día el amor de la bestia que lanzaba besos de fuego. Yo los esperaba, en el mismo sitio en que Águeda, en la foto, abraza a Beatriz, como si ese trozo de tierra pudiera darme fuerzas para deslizarme entre ellas. Regresábamos a casa despacio, recogiendo castañas pilongas, orondas, lustrosas, que por la tarde nos servían para crear animales y muñecos. Juan nos esperaba leyendo el periódico en un bar del Paseo del Prado. Salía en cuanto nos veía y subíamos juntos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, no me desazonaba estar con él. Ya no le obligaba a figurar en mi relación de amor y, al no exigirle nada, me era indiferente que me diera poco. También me eximía del remordimiento y del rencor. Me resultaba más fácil ser cariñosa. Un beso, una caricia, eran meses antes una traición: si no estaba enamorada de él, no tenía derecho a esbozar los gestos del amor. Ahora asumía que nada es del todo blanco o negro. No me obligaba a sofocar el cariño, real, que sentía por Juan.

El 5 de Enero amaneció gris. El cielo plomizo había desteñido en las fachadas grises. Como todos los días, fuimos al Retiro. Nada mas llegar al estanque los niños hecharon a correr hacia los patos. A un lado, sentado en un banco, un hombre hacía señas con la mano. Volví la cabeza, pero estábamos solos. Me acerqué. Su sombrero me impedía verle la cara. No sabía si seguir adelante o hacerme la despistada. Se quitó el sombrero y sonrió. --¡Omar! Me cogió por los hombros y me besó en las mejillas, no al aire. --¿Que tal Laura? ¡Que sorpresa! Me alegro de verte. ¿Son tus hijos? --Yo también me alegro. Sí, son Nelo y Luis. Con el sombrero no te había reconocido. Era sincera. Me alegraba, no por verlo a él, sino porque él era amigo de Beatriz. Me sorprendían su alegría y su cariño. Sólo le había visto una vez en mi vida. --¿Estás solo? ¿Y Paloma? –No ha venido. Se ha quedado en el pueblo. Quería acabar un cuadro. A veces tarda semanas e empezar uno, pero una vez que está en ello, se empeña en llegar al final como sea. Además, odia Madrid en Navidad, Al contrario que yo. Sus palabras revoloteaban en el vaho que flotaba entre sus labios. Subían, bajaban, se enlazaban al ritmo del acento cantarín cuya procedencia era incapaz de adivinar. Podía ser un andaluz no muy cerrado o un canario suave. No lo recordaba así de la fiesta. También es verdad, que aquella no hablé con casi nadie. --¿Y Beatriz, se ha ido ya? La pregunta cayó sobre mi como un puñetazo. --Hable con ella hace unos días, y me dijo que no sabía si se quedaría aquí para estar contigo o si se iría a Albacete con Águeda. Otra sorpresa de Beatriz. No me había hablado de Omar. Y Omar sabía. No quería que el pintor figurín de nombre exótico se diera cuenta del desconcierto que, a mi pesar, debía reflejar mi cara. --Beatriz y yo somos viejos amigos. Hablamos mucho. Ya veo que no te ha hablado de mí, ni de Paloma. Ven, siéntate. Los niños están entretenidos. Conozco a Beatriz desde el colegio. Era amiga de Paloma. Paloma es mi hermana, no sé si lo sabes. Es bastante mayor que Beatriz, pero vivíamos al lado, puerta con puerta, y Beatriz venía mucho a casa a jugar y a hacer los deberes. Nos perdimos de vista cuando yo empecé Bellas Artes y me fui de casa, aunque nos reencontramos cuando ella entró en la Escuela. Yo estaba de interino. Empezaba a vender cuadros y a cansarme de las intrigas entre departamentos. Hace unos tres años, Paloma y yo heredamos de un primo de mi padre la casa del pueblo y decidimos ir a vivir allí. Beatriz había acabado ya la carrera y vivía con un chico. A las pocas semanas de vivir juntos, él se entero de que tenía sida. Murió hace cuatro años. Beatriz se

hundió. Consiguió recuperarse en el pueblo con nosotros. La obligamos a pintar y a estudiar. La contrataron en una academia para dar clases. Allí conoció a Águeda. Luego. Aprobó la oposición, y el resto ya lo sabes. Me da miedo. Ha visto la muerte muy de cerca. Cuando te pasa rozando, a veces te quedas en suspenso al borde del precipicio de la locura, pero otras te vuelves demasiado bruscamente hacia la vida y te conviertes, para probar que existes, en un vampiro que succiona sentimientos ajenos. Quiso ser el Pigmalión de Águeda y vivir a través de ella. Creo que la ha querido, pero Águeda fue sobre todo el tronco al que Beatriz se encaramó para no volver a ahogarse. El suelo se deslizaba bajo mis zapatos y los árboles parecían inclinarse hacia mí. Me agarré al borde del banco. De nuevo se arremolinaban los rostros en mi cabeza. Omar me rodeó los hombros. Me acarició el pelo. Al cabo de un rato, me repuse. Los niños seguían jugando. Nos levantamos. Omar me besó en la frente, un beso cálido que borró la pesadilla. Llamó a Luis y a Nelo y fuimos andando hacia la salida del parque. Ya en la calle, me dijo, a modo de despedida: --Águeda fue sólo un puente con la vida. Beatriz te quiere, más de lo que se imagina. Si me necesitas, llámame.

El mismo día de Reyes por la tarde empecé a recoger nuestras cosas. --Parece que tienes prisa por dejarnos. Si Juan no quería o no podía darse cuenta de nada, mi madre ya se había encargado en varias veces ocasiones de hacerme notar que algo se barruntaba. Sus ojos grises rebuscaban en lo más hondo de los míos. Sus besos se apretaban fuerte contra mi piel para decirme que estaba allí, que no me fallaría. Me dolía la tristeza de sus arrugas. Una noche en que nos habíamos quedado a solas frente al televisor hizo un amago de pregunta. Yo le di un amago de respuesta. Lo único que le quedó claro, porque ya se lo había imaginado desde hacía tiempo, fue que entre Juan y yo las cosas no iban bien. Pero ella intuía que había algo más. Cuando nos despedimos en el portal, con el coche cargado, me susurro al oído: --Ten cuidado, no seas loca. Piensa en tus hijos. De nuevo asomaron las lágrimas. Me subí al coche con un nudo en el estómago. Me rebelaba contra el miedo. No quería verme obligada a pensar, ni a sentirme responsable de algo que se me escapaba de las manos. Quería retroceder hacia los días en que me limitaba a querer sin pedir, sin puntualizar, dejándome llevar por el día a día. Para colmo, llovía. Ráfagas de agua se estrellaban contra el parabrisas, mezclándose con los chorros de barro que expulsaban hacia atrás los coches que nos precedían. Las escobillas apenas si conseguían dejar un hueco libre en el cristal. Juan me dijo que veía, que no había problema. Yo no estaba encerrada en una urna de hojalata.

El día 7 se reanudaban las clases. Mi cabeza estaba rellena de algodón. Había dormido mal. Bajé en bicicleta hasta la estación. La dejé apoyada contra la pared, cuidando de que el manillar no la desconchara. Empujé la puerta del café. Beatriz estaba sentada en mi mesa, de espaldas a la puerta. Ella sabía que yo desayunaba siempre allí, pero no dónde me sentaba. Cuando me acerqué, volvío hacia mí un rostro cansado, deformado por dos profundas bolsas bajo los ojos. --Estoy cansada, Laura, muy cansada. Hablaste con Omar. Le llame ayer, en cuanto llegué aquí. Hizo bien. Yo no hubiera podido. Esta noche no he dormido. Sólo estuve dos días en Albacete. Águeda me obligó a elegir. Yo no tengo por que elegir. No lo entiendo. Ella siempre hablaba de lo estupendo que es tener con alguien una relación libre, sin ataduras, sin obligaciones, cuando yo

quería atarme, no ser libre, tener obligaciones. Me obligó a elegir. No quise. Me fui. Venga, vamos a clase. Ya es casi la hora. Aún colgaban la bombillas de colores que dibujaban velas y tristes abetos contra el cielo marengo. Dos niños sucios jugaban en la plaza restregándose los ojos pesados de legañas con las manos mugrientas. A pesar del frío sólo llevaban un jersey viejo que dejaba al descubierto sus ombligos en cuanto levantaban los brazos. Caminábamos en silencio. Yo empujaba la bicicleta. Nos cruzamos con la vieja de los santos. Encorvada por el peso de las dos cajas que acarreaba, arrastraba sobre el empedrado unos zapatos agujereados que llevaba en chanclas y dejaban al aire las grietas renegridas de sus talones. Su hábito morado, ceñido a lo que alguna vez fue la cintura por un cordon deshilachado, nos envolvió en un hedor a ropa vieja y orín rancio que removío mi estomago vacío. No se me había ocurrido contener la respiración, como hacía en casa de mis padres cuando me cruzaba en la escalera con la otra vieja de los santos que vivía en la buhardilla y que, como ésta, paseaba un Jesús de Medinaceli y un San Antonio, celosamente protegidos en sus hornacinas de madera adornadas con flores de plástico, por vigilias y velatorios. Al igual que entonces tuve la sensación de que traía malos presagios. Beatriz me miró. --Tenia ganas de verte. ¿Pasarás luego por casa? --Juan vendrá tarde, y están los niños. Ven tu a la mía. De nevo se me alargaron las horas. Los minutos se estiraban infinitamente para no acabarse, como en los primeros días de colegio de Nelo. Lo veía tan pequeño y tan fragil que el tiempo hasta que llegaba la hora de ir a recogerlo se me hacia eterno, y aquellas primeras veces me plantaba en la puerta del colegio media hora antes de que saliera. Me irritaba el lento recorido de las manillas de mi reloj y, sin embargo, esa misma lentitud me hacía feliz, como mis ultimas noches inquietas o mis lágrimas recientes. Eran signos inequívocos de que vivía, de que me pasaban cosas, de que la monótona línea infinita con que había representado mi vida en los últimos años. Se quebraba, se rompía en ángulos insospechados. Me ocurrío lo mismo cuando conocí a Juan. Habían sido tantos años tranquilos, tantos años iguales de ir de casa al colegio y del colegio a casa, interrumpida la asfixiante identidad de los días tan solo por las fiestas o por las vacaciones en Mallorca, que cuando empecé a ir a la Facultad no imaginé sino una continuidad de mi vida de colegiala. El día en que Juan me abordó en un banco del Parque Oeste mientras ordenaba unos apuntes que me habían devuelto completamente descabalados, aquella horizontalidad se deshizo en impaciencias, sobresaltos, disgustos y temores. Beatriz apareció a media tarde, cuando Luis se había restregado por la car los deditos pringados de chocolate y Nelo había desaparecido para hacer sus deberes en casa del vecino. Me abrazó, dio un beso a Luis y se lo llevó al baño para lavarle las manos. La oí reír en el cuarto del niño mientras él le enseñaba sus dibujos y sus juguetes nuevos. Volvieron al comedor al cabo de un rato. La ojeras habían desaparecido y la sonrisa era real. Traían una caja de lápices y un paquete de papel de impresora usado por un lado que Juan había traído del trabajo. Estuvieron dibujando y haciendo letras hasta la hora de cenar. Nelo, que ya había regresado, ceno con el pequeño y se acostaron enseguida. Todavía arrastraban el cansancio del viaje. --Me gustan tus hijos. Me encantan los niños. No creo que yo hubiera sido una buena madre, pero a veces lo pienso. Para mí ya es tarde. No lo lamento, aunque creo que más adelante, cuando sea vieja, sí lo lamentaré. En clase, mientras están haciendo algún ejercicio, los observo y elijo. Me hubiera gustado uno así, que tuviera esto de éste y esto otro de aquél. Debe ser bonito seguirlos día a día, ver cómo se van haciendo, qué sé yo. --¿Ni que estuvieras ya menopáusica! Si de verdad crees que luego puedes arrepentirte, no sé por qué te vas a quedar con las ganas. --Ya me contarás cómo. Los hombres ya no me atraen y encuéntrame un ginecólogo que quiera inseminar a una mujer sola o que vive en pareja con otra. --Si es por eso, creo es sólo cuestión de dinero. En cualquier caso, me parece absurdo que te niegues de entrada la posibilidad de tener un niño.

--Quizá tengas razón. Tampoco me lo he pensado mucho, la verdad. Creo que ha sido al conocerte a ti, a tus hijos. Antes no había vistos niños tan de cerca. Voy a beber agua. Oí correr el agua en la cocina un buen rato. Beatriz volvío al comedor con la cara mojada. –Me ha llamada Águeda esta tarde. No se encuentra bien; me hecha de menos. Quería venir este fin de semana. Le he dicho que no. Me apetece dejar de verla una temporada. Me siento vacía pero también me estoy dando cuenta de lo absorbente que es, a pesar de su insistencia en la libertad del amor y esas cosas. Desde hace unos días es como si aprendiese a volver a andar, como si me desentumeciera. Se ha enfadado mucho. En cierto modo me ve como una creación suya. Soy el lienzo en blanco en el que ha dibujado lo que ella quería que yo fuese. Se niega a ver lo que en realidad soy. He cambiado mucho desde que la conocí, y eso se lo debo. Además, ella me sacó del agujero. Cuando la conocí creí que me había enamorado otra vez. En realidad creo que me habría ido detrás de cualquiera que me hubiera hecho dos carantoñas. Me siento culpable, pero sé que no debo seguir con ella sólo por obligación. Aunque tampoco es obligación, yo qué sé. Le tengo cariño, estoy bien con ella, pero dos días. A ratos pienso sí no estaré haciendo una tontería. Me entraron ganas de gritar: , pero ella se tumbó en el sofa sobre mis rodillas. Nos quedamos así, en silencio, a oscuras, mucho rato. De repente, se levantó. --Me voy. Fui con ella hasta la puerta. En el descansillo, se acercó y me dio un beso en los labios. Me eché hacia atrás, sin querer. Era cobarde. ¿Qué pedía, si yo misma era incapaz de enfrentarme y de dar forma a lo qué sentía, si me daba miedo que la vecina de enfrente me viera por la mirilla? Todo daba vueltas en mi cabeza. Las palabras de Omar, las de Beatriz, la imagen de Juan, la de Águeda, eran remolinos que me horadaban las sienes. Me acosté sin espera a Juan, con un tremendo dolor de cabeza.

Pasaron días antes de que volviera a oír de Águeda. Beatriz y yo volvimos a la placidez de los primeros meses. Paseábamos por el pueblo con o sin niños, salíamos con las bicicletas o bajábamos a sentarnos al borde de un andén, en la estación. A pesar de que aún hacía frío, las tardes traían al pueblo un olor a primavera que arrancaban a las mimosas y a las jaras que ya florecían. Nos queríamos con los ojos. Como mucho, nos agarrábamos del brazo. En las tiendas, en los bares, en la calle, incluso en la estación donde casi siempre estábamos solas, tenía que controlar el movimiento instintivo de cogerla por la cintura o de darle un beso en el cuello, o de pasarle la mano por el pelo. Sólo tras las puertas cerradas nuestras manos, nuestras bocas se dejaban llevar con la desesperación y el ansia de la premura, de lo que tiene el tiempo contado. Juan empezó a parecerse al hámster de Nelo. Le daba de comer, le limpiaba la jaula y le sacaba a ratos de paseo por el pasillo, paseo que en el caso de Juan consistía en un breve intercambio de informaciones triviales sobre nuestras jornadas respectivas antes de acostarnos. A él no parecía importarle demasiado. Había estado muy atareado preparando los carnavales con la peña en la que se había metido, y ahora que éstos habían pasado sin pena ni gloria, seguía planeando con sus compañeros excursiones y comidas en las que yo evitaba participar, aprovechando que la mayor parte de sus cosas eran . La norma social del pueblo me amparaba. Era normal que el hombre pasara poco tiempo en casa y mucho en el trabajo y en los bares, mientras la mujer paseaba, tomaba café en casa de alguna amiga o vecina y se ocupaba de sus hijos. Adopté plenamente el modelo de matrimonio que siempre había jurado que no se parecería al mío. Me irritaba la indiferencia de Juan. Nunca he entendido muy bien a los hombres, pero me parecía imposible que no se diera cuenta de nada o que se sintiera cómodo viviendo como vivíamos. A no ser que fuera tan cínico como yo y estuviera disimulando. Mientras yo aprovechaba cualquier hendidura en una uña para roerla hasta la cutícula, él no denotaba el más mínimo nerviosismo. Las

noches que yo pasaba perdida en la oscuridad, él las recorría respirando con la parsimonia del sueño profundo, entrecortado a veces por u gruñido infantil. Hacía semanas que sólo nos tocábamos accidentalmente, al coger el pan en la mesa o al invadir su pierna mi lado del colchón, pero ni siquiera en sueños intentaba acariciarme. En ningún momento sospeché que aquella indiferencia pudiera ser la vende que a veces se ponen en los ojos aquéllos que quieren de verdad, ni se me pasó por la imaginación que a él le pudiera estar pasando algo similar a lo que a mí me sucedía.

Juan se había llevado una tarde a los niños a un circo que había instalado su carpa en un pueblo cercano. Beatriz y yo cogimos las bicicletas. Pedaleamos unos kilómetros, hasta las ruinas de un santuario. Detrás del campanario rodeado de lápidas resquebrajadas, florecía una mimosa. Empujamos las bicis hasta el pie del árbol y nos sentamos en la hierba. Cerré los ojos al sol e intenté llenarme de luz, de campo y de murmullos de insectos. Sabía que había empezado la cuenta atrás. Aquella mañana la sala de profesores había sido un hervidero de rumores y llamadas telefónicas. Los sindicatos ya tenían las listas del concurso de traslados.
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