LOS JESUITAS Y LA MODERNIDAD EN IBEROAMÉRICA 1549 - 1773 Manuel Marzal y Luis Bacigalupo / editores
LOS JESUITAS
Y LA MODERNIDAD EN IBEROAMÉRICA 1549 - 1773
LOS JESUITAS Y LA MODERNIDAD EN IBEROAMÉRICA 1549 - 1773
Manuel Marzal y Luis Bacigalupo / editores
Los Jesuitas y la modernidad en Iberoamérica (1549-1773) Primera edición, agosto de 2007
De esta edición: © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2007 Plaza Francia 1164, Lima 1 - Perú Teléfono: (51 1) 626-6140
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[email protected] http://www.ifeanet.org Este volumen corresponde al tomo 15 de la colección «Actes & Mémoires de l’Institut Français d’Études Andines» (ISSN 1816-1278). Diseño de cubierta: Juan Carlos García Miguel Diagramación de interiores: Aída Nagata Foto de cubierta: Archivo Fotográfico de la Compañía de Jesús en el Perú Derechos reservados, prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. ISBN 978-9972-42-821-0 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2006-11359 Impreso en el Perú – Printed in Peru
In Memoriam Manuel Marzal Fuentes, S. J. 27 de octubre de 1931 16 de julio de 2005
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ÍNDICE
VOLUMEN 1 Introducción Luis E. Bacigalupo
15
Primera parte: LOS JESUITAS Y LA RAZÓN MODERNA Teología sistemática jesuita en el virreinato del Perú (1568-1767) Josep Ignasi Saranyana
33
Actividad científica y Nuevo Mundo: el papel de los jesuitas en el desarrollo de la modernidad en Iberoamérica Antonella Romano
56
A participação do jesuíta Clavijero na «disputa do novo mundo»: uma combinação eclética de humanismo, tomismo, história natural e iluminismo Beatriz Helena Domingues
72
El aporte teológico de la Compañía de Jesús y los problemas morales de las Indias. El caso de la esclavitud Francisco Moreno Rejón
98
Misiones jesuíticas de la Orinoquia: entre la Ilustración y Modernidad José del Rey Fajardo, S. J.
105
Segunda parte: LOS JESUITAS Y LA PATRIA CRIOLLA Entre el Renacimiento y la Ilustración: la Compañía de Jesús y la patria criolla David Brading
131
Los jesuitas novohispanos, la modernidad y el espacio público ilustrado María Cristina Torales Pacheco
158
El «aumento y conservación» del Maranhão: los jesuitas, la mano de obra indígena y el desarrollo económico en la amazonía portuguesa Rafael Chambouleyron
172
Santuarios y mercados coloniales: lecciones jesuíticas de contrato y subordinación para el colonialismo interno criollo Valeria Coronel
187
En búsqueda del tesoro perdido: los jesuitas y las técnicas mineras en el Perú de los siglos XVI y XVII Carmen Salazar-Soler
226
La Calera de Tango (1741-1767) y los otros talleres de arte misional de la Compañía de Jesús en Chile colonial Gauvin Alexander Bailey
259
Enseñanza y pedagogía de los jesuitas en los colegios para hijos de caciques (siglo XVII) Monique Alaperrine-Bouyer
270
La oculta modernidad jesuítica Pilar Gonzalbo Aizpuru
299
El Seminario de Nobles de Madrid y la elite criolla hispanoamericana Scarlett O’Phelan Godoy
309
Misiones exitosas y menos exitosas: los jesuitas en Mainas, Nueva España y Paraguay Jeffrey Klaiber, S. J.
323
Tercera parte: LOS JESUITAS Y LA CRISIS DE LA EXPULSIÓN Españoles y criollos en la provincia peruana de la Compañía durante el siglo XVII Bernard Lavallé
339
Identidad criolla y proyecto político en el Poema Hispano-latino de Rodrigo de Valdés Pedro Guibovich Pérez
356
Las fronteras de la fe y de las Coronas: jesuitas españoles y portugueses en el Amazonas (siglos XVII-XVIII) Fernando Rosas Moscoso
368
Violencia en el paraíso Martín María Morales, S. J.
387
Las consecuencias económicas de la expulsión de los jesuitas de las provincias de Chile y Perú Guillermo Bravo Acevedo
421
Extrañamiento y extinción de la Compañía de Jesús: venturas y desventuras de los jesuitas en el exilio de Italia Francisco de Borja Medina, S. J.
450
Compromiso étnico y expulsión de los jesuitas peruanos en 1767 Manuel M. Marzal, S. J.
493
SOBRE LOS AUTORES
527
VOLUMEN 2 (disco compacto) Introducción Luis E. Bacigalupo
15
Primera parte: LOS JESUITAS Y LA RAZÓN MODERNA El método histórico en Juan de Velasco Carmen-José Alejos Grau
33
Segunda parte: LOS JESUITAS Y LA PATRIA CRIOLLA Las misiones de los jesuitas en Bolivia: Mojos y Chiquitos Javier Baptista, S. J.
51
La «composición de lugar» ignaciana y su impacto en la retórica de la imagen viusal y narrativa en la Nueva Granada Jaime Humberto Borja Gómez
69
El sentido y los alcances de la política segregacionista de los jesuitas en las misiones del noroeste novohispano Ignacio del Río
85
Imaginando futuribles: ¿qué hubiera pasado en América Latina de no haber sido expulsados los jesuitas? Miguel León-Portilla
97
Coloreando el ánimo de los fieles: saberes y poderes del color en el pensamiento jesuita (siglos XVI-XVII) Gabriela Siracusano
105
Los jesuitas y el eje mercantil flamenco hacia la América colonial (siglos XVI y XVII) Eddy Stols
117
Los jesuitas y la peste Bernard Vincent
149
Tercera parte: LOS JESUITAS Y LA CRISIS DE LA EXPULSIÓN Las contribuciones de jesuitas centroeuropeos al conocimiento de las culturas indígenas y al desarrollo de las misiones Johannes Meier
159
La alianza defensiva jesuita-guaraní y su consolidación en la Revolución de los Comuneros Mercedes Avellaneda
169
La breve relación del jesuita José Cardiel: la memoria de las reducciones a partir del exilio Maria Cristina Bohn Martins
193
El poder económico de los jesuitas en el Perú colonial: los colegios de Arequipa y Moquegua Kendall W. Brown
203
«Si los portugueses quieren nuestros pueblos y nuestra tierra entonces que paguen por ellos con su sangre»: resistencia guaraní e ideología durante la guerra de las Siete Reducciones (1753-1756) Barbara Ganson
217
Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú: la construcción de un espacio misional étnicamente heterogéneo Norberto Levinton
229
Destierro, desconsuelo y nostalgia en la crónica del padre Manuel Uriarte, misionero de Maynas Sandra Negro
261
El allanamiento del noviciado de San Antonio Abad Armando Nieto Vélez, S. J.
291
Misiones de frontera, privilegios y divergencias doctrinales. Antecedentes de la expulsión de los jesuitas del Tucumán colonial Lía Quarleri
299
DOCUMENTOS La recuperación de los archivos de la Pontificia Universidad Javeriana: un aporte a la historia jesuítica de América Myriam Marín Cortés
321
La Compañía de Jesús en el Perú colonial. Guía bibliográfica (1870-2003) Claudia Rosas Lauro José Ragas
331
SOBRE LOS AUTORES
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Introducción
E
n abril de 2003, el Instituto Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú realizó el Coloquio Internacional Los Jesuitas y la Modernidad en Ibero-América, 1549-1773, en colaboración con el Centro de Investigaciones de la Universidad del Pacífico, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y el Instituto Francés de Estudios Andinos. La hipótesis general que motivó la convocatoria a este coloquio es que la producción intelectual y la obra educativa y misionera de algunos padres de la Compañía de Jesús habrían sido el primer y decisivo resplandor de la cultura moderna en el mundo católico. Para explorar esa hipótesis, la comisión organizadora del coloquio invitó a académicos de prestigio, quienes aceptaron delinear algunas características de la modernidad en la tradición cultural iberoamericana, partiendo de los diferentes ámbitos en que actuaron los jesuitas entre 1549 y 1773. Para facilitar el desarrollo del coloquio, se conformaron siete mesas temáticas, que reunieron a cerca de cuarenta expositores peruanos y extranjeros. En esta introducción no queremos atarnos, sin embargo, a aquella distribución de temas que, como ocurre con todo ordenamiento de este tipo, ha sido superada por los resultados finales del encuentro. En cambio, hemos optado por presentar el conjunto de las contribuciones en un orden más afín a lo que las ponencias mismas plantearon respecto de la modernidad jesuita, más allá del orden asignado por las mesas. Creemos que se pueden destacar tres grandes grupos de contribuciones, que abordan el tema central de la modernidad desde sus aspectos teológico-filosóficos (1); su multifacética inserción en el contexto histórico y cultural de las colonias americanas (2); y los aspectos relativos a los conflictos de la época y la crisis de la expulsión (3).
(1) ASPECTOS TEOLÓGICO-FILOSÓFICOS: LA MODERNIDAD DE LOS JESUITAS
El uso del calificativo moderni en la cultura europea aparece por primera vez como designación de ciertos maestros universitarios de fines de la Edad Media, que se apartaban conscientemente de las pautas de estudio consagradas por la tradición. Se trataba, por lo general, de filósofos que planteaban nuevos problemas teóricos y prácticos que el saber tradicional era incapaz de resolver. Con el paso del tiempo, se llamó moderno a todo desafío de los usos mentales y sociales consuetudinarios. La mayoría de esos desafíos fueron planteados en los siglos XVI y XVII por los avances de la nueva ciencia de la naturaleza y las graves transformaciones institucionales producidas por la crisis de la religión.
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Vista así, la modernidad echa raíces en la universidad, en la actividad científica experimental extrauniversitaria y en la crisis de la Reforma. No extraña, por tanto, que el ámbito privilegiado de su repercusión sobre el resto de la cultura europea haya sido la actividad de teólogos, filósofos y, sobre todo, juristas en los claustros universitarios del período colonial. Aunque no siempre de manera abierta, allí se conocieron y propagaron las novedades, y fue también allí donde se intentó hacerles frente, antes de que la oposición cobrara una dimensión política mayor. En «Teología sistemática jesuita en el Virreinato del Perú (1567-1767)», Josep Ignasi Saranyana explora las contribuciones sistemáticas y novedosas de los maestros jesuitas. En José de Acosta subraya los ribetes liberales, humanistas y conciliadores no tanto de sus enseñanzas, como sí de su praxis pastoral. Su De procuranda indorum salute aborda, entre otros temas característicos de la época, el debate sobre la libertad humana ante la llamada del Evangelio. Asimismo, Saranyana destaca el eclecticismo, con ciertos acentos racionalistas, de Juan Pérez Menacho, y la audacia e independencia de Aguilar en el tratamiento de los temas dogmáticos. Diego de Avendaño, conocido por su posición a favor del papado en su disputa con el poder secular y por su defensa de los indios y los negros, es además, para Saranyana, un «exponente característico del eclecticismo filosófico que señoreaba a finales del siglo XVII». A Leonardo de Peñafiel lo califica de precursor de la concepción de la Iglesia como signo de credibilidad, y también del análisis del sensus fidelium. Entre los jesuitas menos conocidos, Saranyana menciona el agudo e incisivo sentido de la justicia social de Martín de Jáuregui; y, entre los jesuitas cordobeses, menciona la interpretación que hace Bruno Morales del argumento de San Anselmo, ajena a la tradición tomasiana, que descarta el famoso argumento como una vía válida, y curiosamente cercana a la versión ontológica de Descartes. Respecto de la tesis, «muy moderna en su contenido», de Eugenio López sobre la gracia, Saranyana afirma que «tiene hondas repercusiones dogmáticas, que el autor no extrae», pero que afectan la concepción del sacerdocio de Cristo. Finalmente, subraya el probabilismo que se evidencia en el pensamiento jurídico de Ladislao Orosz. Carmen José Alejos Grau, en «El método histórico en Juan de Velasco», nos informa que la Historia del Reyno de Quito en la América Meridional, y la Historia Moderna del Reyno de Quito y Crónica de la Provincia de la Compañía de Jesús del mismo Reyno, de Juan de Velasco, se hallan entre las obras de jesuitas americanos más combatidas y criticadas. Las obras fueron escritas con un rigor científico al que Velasco somete sus fuentes, y con el que describe la realidad quiteña. Según Alejos Grau, este rigor expresa el talante de Velasco como historiador. Central para esta reflexión es el trabajo de Antonella Romano, «Actividad científica y Nuevo Mundo: el papel de los jesuitas en el desarrollo de la modernidad en Iberoamérica», según el cual los colegios de la Compañía de Jesús fueron el laboratorio en el que se inventó la modernidad católica, porque en ellos se debatió el significado de la revolución científica para la enseñanza de la ciencia. Destaca también cómo en las misiones sucedieron experiencias científicas diferentes a las previstas en el marco de la enseñanza formal; experiencias extraeuropeas que se intentaron trasladar a proyectos políticos y económicos que recogieran los aspectos específicos de Iberoamérica. Desde la historia de la ciencia, Antonella Romano propone una revisión de la divulgación del conocimiento científico a través de los colegios de la orden, desde donde se impartía un ambicioso programa de enseñanza, entre otras materias, de la matemática y la geografía. Romano presenta, además, esta dinámica de didáctica científica no solo como parte del programa de la Compañía sino como una nece-
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sidad creciente de los Estados y sociedades del mundo moderno, que a la postre terminarán configurando la imagen del «misionero ilustrado». Beatriz Domingues, por su parte, en «A participação do jesuíta Clavijero na ‘disputa do novo mundo’: uma combinação eclética de humanismo, tomismo, história natural e iluminismo», presenta a la «Generación Jesuítica Mexicana» durante el exilio italiano y su participación en la «Disputa del Nuevo Mundo» como un ejemplo de la asimilación crítica de los escritos de los naturalistas y los filósofos europeos por parte de los intelectuales de la Compañía de Jesús. En particular, destaca el caso del padre Clavijero que, si bien está influenciado por la Ilustración, se enfrenta abiertamente con los filósofos iluministas en un esfuerzo por actualizar la herencia aristotélica sin desconocer las profundas transformaciones del saber de su época. Otro aspecto de la cultura moderna que tiene su origen en los claustros universitarios fue la tendencia a privilegiar el cambio de las estructuras sociales y políticas en la medida en que trajera como consecuencia directa la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, y, en algunas visiones más altruistas, de los seres humanos en general. En la apreciación que la mayoría de los jesuitas parece tener de esta tendencia, se entiende que las condiciones de vida mejoran en proporción directa a los beneficios producidos por una transformación racional de la naturaleza y a la libertad adquirida por el individuo respecto de las instituciones de gobierno. Francisco Moreno, en «El aporte teológico de la Compañía de Jesús a los problemas morales de las Indias. El caso de la esclavitud», echa luz sobre el impacto que tuvieron en este aspecto, entre jesuitas como Acosta, Avendaño y Juan Machado de Chávez, las reflexiones éticas de Luis de Molina y Tomás Sánchez. Concretamente, el caso de la esclavitud presentaba para ellos el problema de armonizar la realidad económica, social y política, con el pensamiento teológico heredado y las nuevas ideas filosóficas que empezaban a plantear una perspectiva ética inédita. Moreno señala que la modernidad de las ideas jesuitas a este respecto se explica por la falta de tradición medieval en la Compañía de Jesús, y que le permite insertarse «en lo más moderno del pensamiento teológico-moral de su época». En la mentalidad predominante, la esclavitud era admitida por la sociedad y la Iglesia como algo normal, respaldada incluso por el derecho «y legitimado moralmente tanto por la filosofía como por la teología». Los primeros cuestionamientos surgen en el siglo XVI, con Luis de Molina, para quien la esclavitud no está respaldada por el derecho natural, sino por el derecho de gentes. Moreno destaca el esfuerzo que implicó plantear las cosas en estos términos por parte de autores como Las Casas, Mercado y Molina, y atribuye a este último haber «encontrado el camino para salvar la conciencia sin dañar el negocio: comprar los esclavos a intermediarios de buena fe y nunca directamente a los exportadores». Mientras tanto, se debía proseguir la búsqueda de pruebas ciertas capaces de demostrar la ilegalidad de la esclavitud del esclavo comprado. Para Moreno, la cuestión de armonizar moral y derecho es la que domina el pensamiento de Molina, por lo que otorga quizá demasiado peso al punto de vista comercial: cuando la duda de conciencia sobre la legitimidad de poseer un esclavo persiste, Molina se inclina por aceptar el principio jurídico in dubio pro possidente. Esta contradicción entre una racionalidad ético-religiosa y una racionalidad económico-jurídica la ve Moreno repetirse en moralistas jesuitas del XVII como Fernando Rebelo, Tomás Sánchez y Diego de Avendaño. A pesar de la modernidad de algunos planeamientos proféticos, su teología sigue siendo eminentemente jurídica, incapaz de superar la
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argumentación aristotélica y, por ello mismo, vulnerable a las acusaciones de moral acomodaticia a los intereses del poder político. La aplicación progresiva de los descubrimientos de la razón a todos los campos del saber y de la actividad humana es otro rasgo típico de la modernidad. Esta característica implicaba la tendencia a la emancipación paulatina de los individuos y las instituciones de todas aquellas cargas tradicionales que fueran detectadas como irracionales. El espíritu fomentado en este contexto de cambio es el del libre pensador, crítico, amante de la autonomía respecto de las costumbres y del pasado, volcado a valorar la autodeterminación individual y el fuero de la conciencia. Ello puede verse en gran medida en los esfuerzos de muchos jesuitas por organizar sistemáticamente el nuevo conocimiento y reorganizar consecuentemente a las instituciones. Ejemplos de ello creemos que se pueden hallar en el trabajo de José del Rey Fajardo, S. J., «Misiones jesuíticas de la orinoquia: entre la ilustración y la modernidad», donde analiza la producción bibliográfica misional sobre la cuenca del Orinoco entre la obra del jesuita francés Pedro Pelleprat (1655) y el Saggio di storia americana del jesuita italiano Felipe Salvador Gilij (Roma, 1780-1784). Rey Fajardo destaca la visión que de los espacios geográficos y humanos tuvieron los jesuitas y los comisarios regios que participaron en la expedición de límites de 1750. El Saggio, en particular, se enmarca en la vertiente histórica de las revoluciones francesa y norteamericana, así como de la revolución industrial, y «se enrumba hacia los dominios de la nueva episteme, vale decir, en una nueva organización del saber que se construye en torno a tres grandes territorios: la vida, el lenguaje y el trabajo». La aparición de El Orinoco ilustrado en Madrid, en 1741, permite hablar de una ilustración de la orinoquia, que estará implicada en el movimiento de la emancipación. La mentalidad de los misioneros orinoquenses se interpreta a partir del «humanismo jesuítico» adquirido durante los años de formación en Bogotá, que dio sustento a una ilustración literaria y política, base de la ideología de la independencia. (2) LOS JESUITAS Y LA FORMACIÓN DE LA PATRIA CRIOLLA
La razón moderna promueve el espíritu crítico del libre pensador, la autonomía de las instituciones respecto de las ataduras del pasado y la autodeterminación individual basada en el fuero de la conciencia. Nada de ello hubiera sido posible sin una organización sistemática del conocimiento y una reorganización, igualmente rigurosa, de las instituciones educativas. Para ello, hacía falta contar con recursos financieros suficientes. En ese sentido, la construcción de la cultura moderna se sostuvo en dos grandes pilares: por una parte, la secularización de la fe cristiana y, por otra, la riqueza y abundancia de las naciones europeas. En efecto, la secularización de la cultura europea expone a la luz del día el legado perenne de la religión, que es el paulatino reconocimiento del valor de cada vida humana individual. Paralelamente, la riqueza posibilitó la puesta en marcha de proyectos específicos de racionalización del orden político y social, orientados a mejorar en general las condiciones de vida de los seres humanos en este mundo. La tendencia a unir una cosa con la otra a través de iniciativas individuales y de una acción corporativa directa no fue ajena a la Compañía de Jesús. Esta tendencia se puede apreciar en el trabajo de Johannes Meyer, «Las contribuciones de jesuitas centroeuropeos al conocimiento de las culturas indígenas y al desarrollo de las misiones», que nos informa acerca de la preocupación de los misioneros
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alemanes en segunda mitad del XVII por los temas etnográficos y sus contribuciones en el campo del arte, la artesanía, y la salud. Por su parte, en «Los jesuitas novohispanos, la modernidad y el espacio público ilustrado», Cristina Torales estudia los vínculos intelectuales de los jesuitas, antes y después de la expulsión, con las principales personalidades del espacio público mexicano de la segunda mitad del XVIII, entre quienes destacan catedráticos universitarios, científicos, empresarios, funcionarios públicos y miembros de los cabildos eclesiásticos, muchos de ellos formados por los jesuitas. Según Torales, los jesuitas de la Nueva España no solo sentaron las bases de la esfera pública burguesa, «en la que se formó la generación que realizó la emancipación política del virreinato y la construcción de México como nación independiente», sino que se identificaron con la modernidad desde su arribo al espacio americano. Ve el sustento de esta afirmación en tres factores: el uso de la imprenta como instrumento de apoyo a la pastoral y la docencia; la adopción del género biográfico como instrumento para exaltar «las virtudes individuales en una época en que se privilegiaron las corporaciones sobre los individuos»; y la propagación de las ideas ilustradas por parte de los ex-alumnos. Este último punto es, sin duda, el más importante en el trabajo de Torales. Los colegios convictorios poseían bibliotecas magníficas y había en ellos un ambiente de estudio y debate característicos de lo que sería luego un espacio público ilustrado. Allí se hizo un verdadero y fructífero intercambio de conocimientos. Entre los colegiales sobresalen los miembros de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, corporación fundada en Europa para impulsar el progreso de las provincias vascongadas mediante el cultivo de las ciencias y las artes útiles. A los miembros de la Real Sociedad «formados en el colegio de San Ildefonso, habría que considerarlos como el eslabón que dio continuidad a la obra intelectual de la Compañía de Jesús vinculada con la modernidad, específicamente aquella que fomentó la identidad y el sentido patrios que abrevaron los líderes de la independencia». En ese sentido, no extraña que los jesuitas se hallaran interesados en desarrollar innovaciones políticas en sus distintos ámbitos de influencia, ya sea en las principales ciudades de Iberoamérica donde tenían colegios, o en las misiones. «Las misiones de los jesuitas en Bolivia: Mojos y Chiquitos», de Javier Baptista, S. J., relata cómo, después del éxito tenido en Juli y del fracaso entre los chiriguanos, los jesuitas se dirigieron a Mojos y Chiquitos con la intención de iterar el modelo exitoso de Juli. Ello muestra una cierta tendencia a lo que después se llamará, en otro contexto, la ingeniería social. Javier Baptista destaca, además, el alto nivel cultural de los jesuitas como lingüistas, arquitectos, músicos, botánicos y geógrafos, lo que desde luego los capacitaba por encima de cualquier otra Orden para la tarea que se proponían. Juli fue el punto focal de la denuncia de los jesuitas contra las injusticias del sistema colonial. En esa labor, los misioneros adoptaron instituciones y costumbres de las antiguas culturas andinas, que luego adaptaron a las reducciones. En la imprenta, Ludovico Bertonio publicó una gramática y vocabulario aymara, así como una Vida de Cristo. Durante algún tiempo, Juli fue sede de formación de jesuitas, por lo que su influencia sobre Tucumán, Santa Cruz de la Sierra, Quito y Asunción fue notable. Comparativamente, Mojos es de mucha menor importancia. Chiquitos, en cambio, compite con Juli en muchos aspectos, sobre todo en la formación artística y la arquitectura. Los jesuitas podían llegar a plantear reflexiones completamente autónomas respecto de la autoridad estatal, como se puede ver en «El ‘aumento y conservación’ del Maranhão. Los
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jesuitas, la mano de obra indígena y el desarrollo de la Amazonía portuguesa», de Rafael Chambouleyron, quien destaca que, en Maranhão, en los siglos XVII y XVIII, el trabajo de los indios puso en conflicto a los padres de la Compañía con una parte importante de los colonos y las autoridades estatales. Argumentando a favor del progreso del Maranhão y con la intención de garantizar su control temporal de los indios, los jesuitas criticaron a colonos y autoridades, y pusieron en tela de juicio la tesis del aumento y la conservación del Estado. Los jesuitas se ganaron la hostilidad de los colonos porque querían «gobernar todo y tener a los moradores sujetos […] haciéndose poderosos y temidos». El jesuita Felipe Bettendorf «escribió un informe al rey explicándole que el motivo de la perturbación era, en realidad, el cumplimiento de las leyes, que desagradaban a los colonos, porque en ellas se defendía la ‘libertad de los indios’, el aumento de ‘su conversión’ y la dirección del servicio de los indígenas ‘por los mismos misioneros’, cuando los moradores de aquel Estado los pidieren para beneficio suyo o de la república». Chambouleyron pone en duda que los jesuitas fueran realmente defensores de la libertad, «ya que ellos mismos poseían esclavos indígenas y, como se ha señalado innumeras veces, nunca fueron contrarios a la esclavitud de los nativos». Pero añade que las posiciones de los jesuitas en el tema de la fuerza de trabajo indígena, durante la segunda mitad del siglo XVII, se inscriben en el marco de un amplio debate sobre el desarrollo económico del Estado de Maranhão, en el que participaron «colonos, autoridades locales y reales, consejos del reino y el propio rey». En la misma dirección vemos desplegarse la explicación que da Ignacio del Río de las crónicas y los alegatos jurídico-políticos de los jesuitas, en su artículo «El sentido y los alcances de la política segregacionista de los jesuitas en las misiones del noroeste novohispano». Del Río explora la manera en que los jesuitas concibieron y pusieron en práctica la organización de los pueblos de misión en el noroeste de la Nueva España, con la intención de mantenerlos relativamente segregados, para proteger a los indios de las fuerzas más destructivas del colonialismo. Las prácticas económicas alternativas las basaron en la eficiencia y la equidad, la posesión y explotación familiar de la tierra, la distribución de responsabilidades entre las familias nucleares y el trabajo colectivo en favor de la comunidad. Detrás de estos esfuerzos, Del Río ve la intención de los jesuitas de demostrar en la práctica que una conquista de las almas es posible sin necesidad de recurrir a las armas: «Lo que indirectamente se postulaba con ello era que la conquista armada resultaba innecsaria y, por lo tanto, no podía ser considerada como justa». Miguel León-Portilla, en «Imaginando futuribles: ¿qué hubiera pasado en América Latina de no haber sido expulsados los jesuitas?» se restringe al caso de México, y parte de la actuación del visitador José de Gálvez, que tuvo a su cargo el arresto de los jesuitas mexicanos. León-Portilla hace hincapié en que la represión incluyó la condena a muerte de 85 indígenas, y el azote y presido de otros tantos. Con ello, establece un vínculo entre jesuitas e indígenas que le permite especular acerca de lo que hubiera ocurrido si no se hubiera realizado la expulsión, con las actividades pastorales de los jesuitas en las ciudades y con la docencia en los colegios y universidades. El acento es puesto, sobre todo, en el proceso de modernización de los planes de estudio que truncó la expulsión. «De haber podido continuar, la modernidad científica y filosófica se habría asentado en México con consecuencias imprevisibles», sobre todo respecto de la formación de la elite independentista. A ello añade León Portilla la posibilidad de que se hubieran ampliado y fortalecido sus establecimientos misionales, sobre todo hacia el norte.
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Sobre las innovaciones económicas de los jesuitas en Iberoamérica y en las misiones nos informa Valeria Coronel. En su artículo «Santuarios y mercados coloniales: nociones de jurisdicción moral y relaciones de subordinación en el gobierno interno criollo», plantea la tesis de que los libros de devociones de Chiquinquirá y Quinche en Nueva Granada y Quito atribuyen funciones jurídicas a las imágenes marianas, lo que significa que se pensaba en una justicia moral alterna a la justicia política del orden administrativo imperial. Sobre esa base, Valeria Coronel explora una pista que la lleva a plantear una relación entre la consolidación del colonialismo criollo interno y la difusión de la filosofía política contractualista de los jesuitas. Una geografía moral, basada en redes de parentesco simbólico entre clientes, englobaría los circuitos mercantiles y productivos de empresas criollas en las que opera una normatividad inspirada en un discurso ético-religioso incluyente, donde forasteros, mestizos e indígenas hallan lugar en una comunidad de afectos concentrados en la devoción. El modelo teórico lo detecta Coronel en la comunidad política mística, en la fórmula de Suárez, que contribuyó «a dar forma a un tipo de divisiones sociales sin las cuales los ritmos de producción y las formas de acumulación características del colonialismo interno criollo hubieran sido inviables». Asimismo, sostiene la tesis de que la construcción de la diferencia es clave para el poder colonial, y que los discursos sobre la resistencia cultural de los nativos «lejos de constituir elementos de su emancipación fueron piezas clave de su subordinación». Los jesuitas se habrían esforzado por racionalizar el poder empresarial y el mundo secular en general, imponiendo «una utilización moderna de la concepción medieval del pacto». Esto promovió el desarrollo del derecho civil «sustentado en idea de la libertad natural». Los criollos reaccionaron apropiándose del «escepticismo jesuítico frente al Estado como lugar de representación de la sociedad, y se negaron rotundamente a reconocer el afán de la plebe por escribir una constitución de tipo contractual». En ese sentido, Coronel concluye señalando que la Compañía de Jesús representa, sin lugar a dudas, un modelo de modernidad neocolonial. Por su parte, Carmen Salazar-Soler, en su artículo titulado «En búsqueda del tesoro perdido: los jesuitas y las técnicas mineras en el Perú de los siglos XVI y XVII», presenta a los jesuitas preocupados por el rumbo y el destino de la minería. Invenciones de técnicas y métodos novedosos para mejorar la explotación y el beneficio de los minerales de plata hicieron importantes contribuciones que perduraron hasta siglo XIX. Álvaro Alonso Barba, autor de un Arte de los metales, de mediados del siglo XVII, es la fuente principal de Salazar-Soler. En esa obra destaca la modernidad del método de Barba, que es «una verdadera contribución al proceso de amalgamación», retomado dos siglos después por Born en Europa. Barba subraya la importancia de la experimentación y del ensayo, y pone por primera vez por escrito las reglas para el beneficio y fundición de los minerales. Salazar-Soler cierra su estudio señalando que este demuestra la presencia de una modernidad con muchos rostros, que incluso justificaría que se hable de «una multiplicidad de modernidades y una multiplicidad de centros creadores de ella». En «Los jesuitas y el eje mercantil flamenco hacia el mundo iberoamericano (siglos XVI y XVII)», Eddy Stols explora las estrechas relaciones que en esa época se dan entre los medios humanistas y mercantiles. La Casa Schetz o Esquejes de Amberes fue una de las primeras en acercarse a los jesuitas, a partir de 1570. A pesar de que se ignora la evolución de las ideas religiosas de los Schetz en el contexto de la Reforma, se sabe que se mantienen católicos, aunque sus organizaciones tenían la reputación de ser «bastante receptivas a las ideas protestantes». Las relaciones de los jesuitas con mercaderes flamencos en Amberes,
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Lisboa, Sevilla se desarrollaron rápidamente, en la forma de asistencia material y protección espiritual. Los hijos de los mercaderes estudiaron en colegios de la Compañía y muchos partieron como misioneros a América y Asia. Varios jesuitas flamencos personifican un acercamiento al mundo del comercio, el más famoso de los cuales fue Leonardo Lessius. «La Calera de Tango (1741-1767) y los otros talleres de arte misional de la Compañía de Jesús en Chile colonial» es el título de la contribución de Gauvin Bailey, quien se ocupa del proyecto artístico más ambicioso de los jesuitas en la América del Sur. Desde fines del siglo XVI, los jesuitas invirtieron más dinero en las artes y en la formación artística que cualquier otra Orden religiosa, y llegaron a especializarse en una suerte de «taller enciclopédico de artes y artesanía» que producía arte devocional y objetos litúrgicos, pinturas y esculturas, vestimentas eclesiásticas, relojes y campanas «para que las misiones pudieran ser autosuficientes y ya no tuviesen que depender de las importaciones europeas». En ese mismo espíritu, en el segundo tercio del siglo XVIII, poco antes de la expulsión, unos cincuenta hermanos laicos alemanes fundaron una red de talleres de arte y artesanías. Con una producción a gran escala y un legado que dio origen a una cultura visual con rasgos distintivos en América del Sur, la Calera de Tango destacó como el último y más prominente estudio de arte de la Compañía de Jesús en Chile. Bernard Vincent, en «Jesuitas, epidemias y estrategias en el Nuevo Mundo (siglos XVI-XVII)», señala que, al tener que afrontar muchas epidemias, los jesuitas fueron la única orden religiosa que desarrolló una política definida y pensada para contrarrestarlas. El texto describe cómo los jesuitas siguieron minuciosamente las alteraciones que se producían en la sociedad, especialmente el tema de las epidemias que asolaban frecuentemente a la Europa moderna. Pero los jesuitas no se limitaron a registrar pasivamente estas epidemias, sino que las enfrentaron a través del asistencialismo y de una clara política de aislamiento como medio de evitar la propagación de la enfermedad. La cultura moderna se caracteriza por su carácter expansivo, es decir, es una cultura que pretende aplicar progresivamente los logros de la razón a todos los campos de la vida humana. En el campo político, la modernidad se proyecta, sin embargo, en direcciones contrarias. Por una parte, impele al individuo a alcanzar la emancipación paulatina de todas las irracionalidades que lo esclavizaban; y por el otro, impele al Estado a llevar a cabo acciones racionales sistemáticas, desplegadas en los campos de la expansión de los mercados, la industrialización, el desarrollo de mejoras tecnológicas, y sobre todo en la educación y una organización más eficiente del aparato estatal. Atendiendo a esta oposición altamente conflictiva entre libertad personal y libertad soberana del Estado, podría decirse que los jesuitas se hallaron atrapados en medio de dos fuegos. En el campo de la educación, los jesuitas buscaron desarrollar técnicas pedagógicas que sirvieran mejor a la formación de la individualidad. En «Enseñanza y pedagogía de los jesuitas en los colegios para hijos de caciques, siglo XVII», Monique Alaperrine destaca la forma y el contenido de la enseñanza de los jesuitas en esos colegios. El propósito oficial de la enseñanza fue formar a la elite indígena al servicio de la evangelización y de los intereses de la Corona. La Compañía de Jesús había ganado en Europa la reputación de poseer excelentes pedagogos que eran «a juicio de Montaigne, por su enseñanza, los mejores soldados de la Contrarreforma». Sin embargo, Alaperrine constata una cierta ambigüedad en esta política educativa. Los jesuitas pretendían ponerse al servicio de los más desfavorecidos, pero se hallan sumamente comprometidos con la sociedad colonial. Por un lado, con los hijos de los caciques la Compañía no demostró tener la misma eficacia en la formación que
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con las elites europeas, «a pesar de declararse contra toda discriminación»; y, por otro lado, en la catequización privilegió a las masas en detrimento de las elites. En «La oculta modernidad jesuítica», Pilar Gonzalbo Aizpuru señala que la Compañía de Jesús formó individuos capaces de integrarse a una modernidad que «exigía especialización en el conocimiento, interés por cuestiones científicas y técnicas y ruptura con la injerencia de la Iglesia en la educación». Para comprender esta paradoja es necesario, según Gonzalbo, considerar la educación que se llevó a cabo fuera de las aulas, mediante «el ejemplo y la asimilación de actitudes y valores». Los jesuitas reinterpretaron los ideales de filantropía y prosperidad. Hicieron de la educación un factor unificador de la población y un medio para acceder al humanismo cristiano; convirtieron la instrucción práctica y técnica en las artes mecánicas «en un impulso para elevar el nivel de vida, acompañado del aumento de bienes materiales». Sin embargo, Gonzalbo piensa que los testimonios de la actividad educativa de los jesuitas en la Nueva España «muestran que lo que fue innovador en el siglo XVI pasó a ser un obstáculo para la modernidad del XVIII». La piedad barroca privilegiaba los rezos comunitarios, las solemnidades litúrgicas y las actitudes externas de penitencia, mientras que la religiosidad ilustrada toleraba las faltas cometidas si estas contribuían a la prosperidad material: «Los recursos pedagógicos y la orientación humanística de los estudios parecían superados con la preocupación por los conocimientos prácticos que contribuirían a hacer más felices a los hombres». En el balance final, Gonzalbo cree que las enseñanzas de los jesuitas en sus colegios, sermones y confesionarios tuvieron una gran influencia en «la apertura hacia la secularización, el pragmatismo, la evolución de los valores y un peculiar concepto de selección que desdeñaba la hidalguía y destacaba la inteligencia y la virtud». Scarlett O’Phelan, en «El Seminario de Nobles de Madrid y la elite criolla hispanoamericana» nos dice que en la formación del Real Seminario de Nobles se manejaba la premisa de que la nobleza estaba llamada a desempeñar una función social que justificara el disfrute de los privilegios heredados. La elite respondió entusiastamente enviando a sus hijos a educarse con la Compañía, seguros de que con esa educación se garantizaban un lugar prominente en la administración estatal. O’Phelan argumenta que la expulsión trajo consigo cambios considerables en el funcionamiento de dicho seminario. Jaime Humberto Borja, en «La ‘composición de lugar’ ignaciana y su impacto en la retórica de la imagen visual y narrativa en la Nueva Granada», señala que bajo la influencia del Concilio de Trento, la piedad barroca asumió la «composición de lugar» como representación única de la imagen visual y narrativa: «Originalmente, la ‘composición de lugar’, fue el método de espiritualidad que creó san Ignacio de Loyola. Pieza clave y elemento esencial en los Ejercicios espirituales, desbordó sus espacios iniciales para convertirse en uno de los elementos articuladores del barroco». Su empleo retórico se produjo en textos jesuitas de Nueva Granada, siglo XVII, y tuvo alcances en discursos visuales pictóricos. Pero subsiste la interrogante de hasta qué punto se podía realizar el proyecto imperial de la Corona o el proyecto doctrinal del papado con técnicas educativas que reforzaban el sentido personal de la libertad. Gabriela Siracusano, en «Coloreando el ánimo de los fieles. Saberes y poderes del color en el pensamiento jesuita (siglos XVI-XVII)», se pregunta cuán relevante fue el detalle lumínico y colorístico para el discurso de la extirpación. Ella piensa, en efecto, que los colores excedían la mera praxis pictórica y se hallan vinculados con los humores, los elementos primordiales, los cuerpos celestes, la transmutación de los metales y las concepciones indí-
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genas ancestrales. El artículo rastrea una trama de saberes y prácticas que construyó el imaginario de la evangelización y la conquista. Se trata de un análisis de la «marginalidad cromática» que expresa la conciencia que los jesuitas tenían de la función de los colores en el ritual andino. La cultura moderna no surgió, sin embargo, plena y acabada en un determinado momento de la historia de Europa. Es en sí misma un largo proceso que hunde sus raíces en la historia. Tampoco puede decirse que la modernidad sea una cultura uniforme y homogénea en su desarrollo ni en su asimilación por parte de los distintos pueblos a los que afectó. Es claro, por ejemplo, que el proceso de la modernidad fue diferente en países católicos y en países protestantes, y no podría, por tanto, sorprendernos que lo haya sido también en el Nuevo Mundo. En «Misiones exitosas y menos exitosas: los jesuitas en Mainas, Nueva España y Paraguay», Jeffrey Klaiber, S. J., nos presenta importantes diferencias en la recepción del mensaje de los jesuitas por parte de los pueblos indígenas. Si bien fueron precursores de la modernidad y la inculturación, no todas sus misiones tuvieron el mismo éxito. Para un estudio comparativo, Klaiber propone Mainas, Nueva España y Paraguay, y advierte que solo Paraguay reúne las características de una misión exitosa. Su prosperidad se debió, en general, a la homogeneidad cultural, la economía planificada y la equidad en la distribución de bienes. Klaiber señala siete «claves del éxito» de Paraguay que no se dieron todas conjuntamente en las otras dos grandes misiones jesuitas de América. (3) LA CRISIS DE LA EXPULSIÓN
Desde su aparición en la Baja Edad Media hasta su etapa actual, llamada postmoderna, la modernidad se ha manifestado siempre como una cultura en crisis. Caracterizada por la colisión de principios de acción divergentes, como el principio de la libertad soberana del Estado y el principio de la libertad personal, los diversos actores políticos, económicos y sociales de la cultura moderna se hallan generalmente envueltos en complejas tramas de acción que se muestran con frecuencia contradictorias o paradójicas. La Compañía de Jesús es una institución atrapada en las inconsistencias de la praxis moderna, y el conflicto entre elites criollas y administración colonial es un claro ejemplo de cómo y hasta qué punto se hallaban comprometidos los jesuitas en las tensiones de la América colonial. Así nos lo hace ver Bernard Lavallé, en «Españoles y criollos en de la provincia peruana de la Compañía durante el siglo XVII», donde vemos a la Orden atravesada por los roces y enfrentamientos entre criollos y españoles. Sin embargo, dada su estructura de poder y su tradicional disciplina, estos problemas no llegaron a situaciones tirantes como en los demás conventos. La tendencia de la Compañía no fue la de limitar el número de criollos en sus filas, lo que hubiera incrementado la tensión interna, sino más bien trasladó la tensión hacia fuera, es decir, hacia la sociedad, cuidándose de manejarla lo mejor posible. Las reglas de fraternidad y disciplina imponían una igualdad absoluta entre todos los jesuitas, cualquiera que sea el origen de cada uno. A pesar de los esfuerzos de la Compañía de limitar el ingreso de criollos, al cabo de un tiempo todas las provincias americanas tuvieron mayorías criollas. Ello produjo, a medidos del siglo XVIII, notables disensiones en el seno de la orden. Pedro Guibovich, por su parte, en «Identidad criolla y proyecto político en el Poema Hispano-latino de Rodrigo de Valdés», nos muestra cómo en la pluma de este jesuita, que hace una descripción de Lima en términos hiperbólicos, aparecen los reclamos de la elite criolla por tener un lugar en la historia y la política del imperio español. Guibovich propone
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entender el poema de Valdés en conexión con las tensiones entre criollos y peninsulares de la mitad del siglo XVII: «Los años de composición del Poema coinciden con la exacerbación de las tensiones», lo que permite ver en el poema «una estrategia que busca impresionar al lector y que, al mismo tiempo, encubre un alegato de la capacidad intelectual de los criollos, capacidad cuestionada por algunos contemporáneos». En el poema destacan como tópicos la preocupación social y el reclamo de justicia para indios y criollos. Paraguay es, desde luego, el lugar privilegiado para hablar de los conflictos que tuvieron que enfrentar los jesuitas en el periodo colonial. Bajo el dramático título «‘Si los portugueses quieren nuestros pueblos y nuestra tierra entonces que paguen por ellos con su sangre’: la resistencia guaraní e ideología durante la guerra de las Siete Reducciones, 1753-1756», Barbara Ganson discute el papel de la ideología guaraní durante dicha rebelión y sostiene que la guerra no fue peleada con el mismo espíritu en todas las comunidades. A partir de esa experiencia se marca el comienzo de la destrucción del sistema misional jesuítico en el Río de la Plata. En general, los guaraníes percibieron las ordenanzas políticas respecto de los límites entre España y Portugal como una amenaza directa a su estilo de vida y una violación de los intercambios y las obligaciones recíprocas que habían establecido con el Estado español. Como arma de resistencia y medio para exponer su situación, hicieron uso de cartas traducidas y presentadas por los jesuitas a las autoridades. Según Ganson, estos documentos muestran que los guaraníes se opusieron «principalmente a las influencias externas, los cambios en la política internacional, especialmente la pérdida de sus tierras, pero no al sistema misional en sí». Mercedes Avellaneda, en «La alianza jesuita-guaraní y su consolidación en la Revolución de los Comuneros», explica cómo la creación de las reducciones de caciques permitió a los guaraníes forjar una alianza exitosa con los jesuitas para defender la libertad de mantenerse en sus tierras y mejorar el nivel de vida de los grupos reducidos. La defensa de una relación social innovadora y única, que posibilitó la creación y la expansión del sistema de las reducciones, trajo consigo, sin embargo, la necesidad de luchar con armas de fuego contra sus enemigos comunes. Esta alianza tuvo gran impacto en el movimiento criollo que se conoce como la Revolución de los Comuneros, antecesor de los movimientos independentistas, que por más de 14 años consecutivos enfrentó a las reducciones jesuitas con las autoridades de Asunción. En «Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú: la construcción de un espacio misional étnicamente heterogéneo», Norberto Levinton constata que hubo relaciones entre las etnias guaraníes, guiadas por los jesuitas, y los grupos nómades charrúas, orientadas a crear una alianza estable. El interés del Estado radicaba en que «[...] los indios, guiados por los jesuitas, se comprometerían a desempeñar las tareas de un cuerpo militar en lo que respecta al invasor portugués». Los jesuitas, por su lado, pensaban que el carácter étnicamente heterogéneo de una reducción facilitaría el crecimiento del espacio misional, daría una relevancia mayor a la producción ganadera y redundaría en una convivencia pacífica, que permitiría que los mestizos pudieran ser «los mejores mediadores para persuadir a los nómades», hasta entonces irreductibles a la evangelización. No se les escapaba, sin embargo, que sería también un obstáculo para la formación religiosa. Después de la expulsión, eliminado el factor de cohesión que había sido el sistema misional jesuítico, se desencadenaron maniobras deshonestas por parte de los administradores en asociación con los latifundistas y los funcionarios reales que buscaban la destrucción de los pueblos y reducciones, y estos malos manejos provocaron los ataques de los nómades.
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«Violencia en el Paraíso» es el título elegido por Martín Morales para su contribución. En ella afirma que los jesuitas de la antigua provincia del Paraguay pretendieron construir un paraíso en la tierra, con lo que asocia la experiencia de las reducciones al pensamiento utópico. La reconstrucción del proceso de aproximadamente veinte años, que llevó a la lucha armada y a la posterior creación del ejército guaraní, parte del rechazo original al sistema de la encomienda, que era visto por muchos como fuente de opresión y obstáculo para la evangelización, hasta el rechazo final a los jesuitas por parte no solo de las autoridades, sino incluso de los vecinos de las ciudades españolas cercanas. Es significativo que la prosperidad de la actividad económica, en beneficio de mejores condiciones de vida de los indígenas, haya podido tener en las discusiones de los jesuitas la importancia suficiente como para considerar razonable asumir mayores riesgos en la tarea de la evangelización. En ese sentido, no extraña que la actividad económica de la Compañía de Jesús haya podido ser una de las fuentes principales de los conflictos que tuvo que enfrentar. Guillermo Bravo Acevedo, en «Las consecuencias económicas de la expulsión de los jesuitas de las provincias de Chile y Perú», brinda datos sumamente elocuentes acerca de los efectos económicos de la expulsión en la economía colonial y en cada región particular. Hubo consecuencias económicas para el Estado, que tuvo una triple carga financiera: los gastos de expatriación, las pensiones a los expatriados, el salario de los nuevos funcionarios reclutados en su reemplazo. Parte del capital que financió estos gastos provino, desde luego, de la liquidación y venta de las temporalidades de los jesuitas, y del manejo financiero del capital acumulado por ellos. Pero las consecuencias económicas en la vida privada fueron de mayor trascendencia, porque las temporalidades de los jesuitas fueron puestas a remate y vendidas a crédito a particulares, y esta importante transferencia de propiedad varió significativamente las condiciones de riqueza personal en Chile y el Perú. Kendall W. Brown, en «El poder económico de los jesuitas en el Perú colonial del sur: los colegios de Arequipa y Moquegua», toma como punto de partida de su aproximación la fama de la que gozaban los jesuitas como poder económico: «Sus contemporáneos admiraron y envidiaron la riqueza jesuita y su dinamismo». Las redes económicas que montaron en algunas regiones, como Quito, Lima, Arequipa y Moquegua, colocaron a los padres de la Compañía en la condición de determinar los precios de ciertos productos, como vino, aceite de oliva, azúcar y panllevar. Fueron redes eficientes que vincularon conventos y colegios americanos para el abastecimiento de necesidades y para comercializar la producción sobrante de las haciendas. Tales actividades comerciales los llevaron a competir con otros religiosos y con la población laica. En «Misiones de fronteras, privilegios y divergencias doctrinales: antecedentes de la expulsión de los jesuitas del Tucumán colonial», Lia Quarleri estudia la influencia innovadora de los jesuitas en el entorno que ocupaban y su habilidad para mantener, paralelamente, modalidades arraigadas de interacción con los grupos de poder local. Sin embargo, «desde su llegada a América, la Compañía de Jesús fue juzgada de manera ambivalente por sus contemporáneos, oscilando entre la adulación y la oposición». Ello muestra que los aspectos doctrinales de sus enseñanzas y las modalidades de interacción política y de organización económica eran el antimodelo del orden Estatal, y el máximo obstáculo del plan de reforma general del gobierno de Indias. Consecuentemente, la gobernación y la diócesis de Tucumán se muestran hostiles a la Compañía, y a partir de ciertos desacuerdos respecto de la participación en conquista del Chaco, de las prácticas doctrinales y de las formas del pago del diezmo, pasan a un antagonismo abierto. Pero, «durante el reinado de Carlos III,
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el control real sobre los poderes eclesiásticos no solo abarcó el espacio económico o jurídico, donde se determinó la inexistencia de un fuero eclesiástico, sino también el doctrinal». El imaginario popular construye, paralelamente, la leyenda con la que pretende explicar la hostilidad contra la Compañía: la existencia de minas de oro y el despotismo teocrático de los jesuitas en las misiones, con lo que se produce una cierta inversión de las representaciones populares sobre ellos. Fernando Rosas Moscoso, en «Las fronteras de la fe y de las Coronas: jesuitas españoles y portugueses en la cuenca amazónica (siglos XVII-XVIII)», señala que el estudio de las fronteras entre las Coronas ibéricas en América del Sur pasa por los tratados de 1750 y 1777, y por el papel integrador que jugó la Compañía de Jesús en el proceso, no tanto a partir de su presencia (ya para el Tratado de San Ildefonso no se hallaban en América), sino a través de sus «huellas espirituales e intelectuales quedan claramente registradas». Rosas hace notar que las misiones jesuitas funcionaron en muchos casos como «agentes de frontera» guiadas por el principio teórico según el cual las acciones realizadas tienen primacía sobre los compromisos diplomáticos. Finalmente, cabe destacar aquellas contribuciones que prestaron atención a la suerte de los jesuitas expulsados. Sandra Negro y Manuel M. Marzal, S. J., dedican sendos estudios a las condiciones del destierro de algunos personajes ilustres. «Destierro, desconsuelo y nostalgia en la crónica del padre Manuel de Uriarte, misionero en Maynas» es el título de la contribución de Negro. En Maynas, «una misión conflictiva y con logros temporales y espaciales muy aislados», el padre Manuel de Uriarte estuvo abocado al proyecto de reducir a las etnias a poblados estables para hacer posible la evangelización. En el exilio, escribe sobre su destierro y sobre la interrupción de la tarea con los indígenas reducidos, y guarda la esperanza de volver posteriormente. Las arduas condiciones de su nueva vida en Italia, la nostalgia en sus últimos años, y el mundo de recuerdos y visiones, son resaltados en el trabajo de Negro para subrayar la significación emocional y espiritual de extrañamiento. Marzal, por su parte, en «Compromiso étnico y expulsión de los jesuitas peruanos en 1767», inicia su exposición aportando datos acerca de criollos y españoles en la Compañía del Perú. En la provincia peruana pudieron ingresar a la Compañía criollos y mestizos que, por su conocimiento de la lengua y de la cultura indígena, desempeñaron un papel importante en la naciente Iglesia. Pero no cambió la política de no admitir en la Compañía a los indios. Luego, aborda el tema de la expulsión, centrándolo principalmente en los avatares de Juan Pablo Viscardo y Guzmán. A partir de este doble enfoque, Marzal afirma que «la provincia peruana, a pesar de su compromiso étnico y de su apertura inicial», recibió principalmente criollos, como Juan Pablo Viscardo y Guzmán, pero «muy comprometidos con el mundo autóctono». Para Marzal, ese compromiso nació de una disposición provincial de 1594, según la cual «ningún jesuita podía ordenarse de sacerdote si no hablaba una lengua indígena», reforzada en 1612 con la disposición de que «todos los padres, acabada su tercera probación, trabajaran tres años con los indios». Esto le permite decir a Marzal que hubo en la provincia peruana una «opción preferencial por el indio» que se puede ver reflejada en la labor educativa de sus principales colegios. Por su parte, Armando Nieto Vélez, en «El allanamiento del noviciado de San Antonio Abad», explica que la decisión de desterrar a los jesuitas de España y sus dominios no fue una idea que vino a la mente de Carlos III de la noche a la mañana. Maduró en el grupo dirigente de la monarquía, inspirado por Pedro Rodríguez de Campomanes que, conociendo lo que había sucedido en Portugal (1759) y Francia (1764) juzgaba posible proceder al ex-
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trañamiento de los miembros de la Compañía. El fundamento jurídico de la expulsión fue preparado por Campomanes: [...] quien insiste en dos puntos de relevancia socio jurídica: (1) cualquier delito cometido por un particular debe ser imputado al cuerpo entero de los jesuitas; (2) a ‘crímenes’ colectivos deben corresponder remedios radicales colectivos, el principal —y el único— de los cuales ‘será el extrañamiento del reino (o la extinción absoluta), puesto que se trata de un cuerpo en el que la sospecha de reforma sería una absurda quimera’.
Preocupado por el aspecto humano de la expulsión, Francisco de Borja Medina, S. J., en «Extrañamiento y extinción de la Compañía de Jesús: venturas y desventuras de los jesuitas en el exilio de Italia», señala que más de la quinta parte de expulsados abandonó la Compañía de Jesús entre 1767 y 1773, y cerca del millar pasó al clero secular. A ellos «se les dispensaba absolutamente de los tres votos religiosos simples, emitidos en la Compañía, sin más obligaciones que las exigidas a los demás presbíteros seculares». Hubo también restricciones que impidieron a los expulsados ejercer la enseñanza, la predicación y la confesión. Un número significativo de escolares y coadjutores temporales, al quedar libres de todo vínculo de votos, contrajo matrimonio. Quienes solicitaban el indulto de secularización podían regresar a sus patrias. Los que no lo solicitaban, porque implicaba reconocer «el error de los jesuitas», fueron preceptores de hijos de la nobleza o de la burguesía, bibliotecarios de entidades privadas, eclesiásticas o seculares, y escritores. Medina estudia con minuciosidad el papel de Clemente XIII y de la congregación de los cardenales en la cuestión de los jesuitas expulsados, y analiza la gravedad de la pena de extrañamiento: El «extrañamiento», con el consiguiente secuestro de los bienes, que pasaban a la Corona, constituía, pues, una especie de muerte jurídica, no solo de la institución, la Compañía de Jesús, sino de todos y de cada uno de sus miembros a los que, además, se les confinaba al ámbito geográfico del Estado de la Iglesia, aunque, luego, se les permitió residir, con conocimiento de la corte de Madrid, en cualquier parte de Italia, excepto en Nápoles, Parma y Toscana.
La extinción de la Compañía significó un cambio con respecto a la personalidad jurídica de los jesuitas, que pasaron a ser «puros ‘individuos’, sin ligazón jurídica entre ellos ni con otra institución eclesiástica que la misma Iglesia». Asimismo, Medina se ocupa de los ex jesuitas que contrajeron matrimonio, de los memoriales que solicitaban la devolución del patrimonio y el pago puntual de la pensión vitalicia. De manera complementaria a los artículos aquí reseñados, esta publicación ofrece bajo la sección «Documentos», dos contribuciones que serán de utilidad para los interesados en la historia de la Compañía de Jesús en América Latina. El primero de ellos es «La recuperación de los archivos de la Pontificia Universidad Javeriana: un aporte a la Historia Jesuítica de América», de Miriam Marín, archivera de la Universidad Javeriana, quien brinda un panorama general sobre los fondos que custodia. El segundo, titulado «La Compañía de Jesús en el Perú colonial: guía bibliográfica (1870-2004)», es un aporte de Claudia Rosas Lauro y José Ragas, en el que se ofrece una herramienta para la investigación de indudable valor.
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AGRADECIMIENTOS
En primer lugar deseamos hacer llegar nuestro agradecimiento a todos los participantes del coloquio, procedentes de Europa (Alemania, Bélgica, España, Francia, Inglaterra e Italia), América (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Estados Unidos y Venezuela) y Perú, sin los cuales el encuentro y este libro no hubieran sido posibles. Agradecemos a las instituciones que participaron en la organización del coloquio: la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad del Pacífico, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y el Instituto Francés de Estudios Andinos. Mención destacada merece el doctor Salomón Lerner Febres, ex rector de la Universidad Católica, por el decidido apoyo que dio al proyecto desde el momento en que se concibió la idea. Asimismo, recibimos el respaldo del Instituto Riva-Agüero, a través de su director, el doctor José Antonio del Busto y, en especial, de su secretario, quienes brindaron todas las facilidades para el desarrollo del programa. Nuestro agradecimiento debe hacerse extensivo al padre Vicente Santuc, S. J., de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, por las atenciones sociales brindadas a los ponentes invitados; asimismo, a la Oficina de Comunicación Digital (OCD) de la Universidad Católica por el diseño y manejo de la página web del coloquio; a Patricia Hartman y al diligente equipo que trabaja con ella en la Oficina de Eventos de la Universidad Católica; y a María Elena Romero, de la Universidad del Pacífico, que tuvo a su cargo la delicada labor de preedición de este libro. Asimismo, debemos agradecer a la Embajada de México, que cubrió los pasajes para los ponentes de dicho país; a la Embajada de Francia y al Instituto Francés de Estudios Andinos (representado primero por Jean Vacher y luego por Henri Godard), que proporcionaron los pasajes que hicieron posible la participación de ponentes no solo de Francia, sino de América Latina. Finalmente, cabe mencionar a la comisión organizadora del coloquio, que estuvo conformada por el recordado Manuel Marzal, S. J., entonces rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya; Felipe Portocarrero, director del Centro de Investigaciones de la Universidad del Pacífico; Carlos Gálvez, entonces secretario del Instituto Riva-Agüero; Scarlett O’Phelan, coordinadora de la sección de historia en el Instituto Riva-Agüero; Jeffrey Klaiber, S. J., profesor de historia de la Universidad Católica; Jean Vacher, entonces director del Instituto Francés de Estudios Andinos; el profesor Fernando Armas Asín; una mención muy especial merece la profesora Claudia Rosas Lauro, que como secretaria general tuvo a su cargo la coordinación del coloquio; José Ragas, que cuidó de los aspectos de logística; y por último, quien, a nombre de todos ellos, firma estas líneas.
Luis E. Bacigalupo Lima, agosto de 2006
PRIMERA PARTE
LOS JESUITAS Y LA RAZÓN MODERNA
Teología sistemática jesuita en el virreinato del Perú (1568-1767) Josep Ignasi Saranyana
TEOLOGÍA ACADÉMICA JESUITA PERUANA1
Los dominicos tenían, en su convento limense del Rosario, estudios de Artes, Teología y Sagrada Escritura. Fray Tomás de San Martín, lector de teología, elevó a Carlos V, en nombre de la Orden y de la ciudad de Lima, la petición para fundar estudios generales en su convento, con los mismos privilegios, franquicias y libertades que tenía la Universidad de Salamanca. Por real cédula de 1551 se creó la Universidad, que fue confirmada por Pío V en 1571. En 1576 tenía ya tres cátedras de Teología, además de las cátedras correspondientes a las facultades de Filosofía o Artes, Leyes, Cánones y Medicina. En 1599, contaba con dos cátedras de Medicina y otras quince para las disciplinas humanísticas. Con todo, aunque al principio el desarrollo institucional fue tranquilo y armónico, la vida académica languidecía (véanse Marticorena Estrada 1995 y 2000). Quizá por ello, desde la llegada de los jesuitas a Lima, en 1568, la universidad se vio superada por el creciente prestigio del Colegio Máximo de San Pablo de la Compañía, que poseía cátedras de Artes, Teología y Lenguas del Incario. A pesar de las restricciones legales impuestas al colegio jesuítico, este fue el centro de la vida intelectual de la capital, al menos hasta 1582. Además, precisamente en esa fecha, el virrey Martín Enríquez de Almansa fundó el Colegio de San Martín, con patrocinio real, con muchos privilegios y con cátedras de Jurisprudencia, Teología y Artes, regentadas también por jesuitas. Es evidente que la competencia perjudicó todavía más a la Universidad de San Marcos y que la vida intelectual peruana quedó, de hecho, en manos de la Compañía. En San Marcos leyeron José de Acosta y el dominico Bartolomé de Ledesma, antes catedrático en México y después obispo de Oaxaca (Antequera). Del primero poseemos dos opúsculos, publicados posteriormente en España, que quizá constituyan sus enseñanzas limenses. Es evidente que esos libros no son tan brillantes como sus aportes a la teología catequética (es decir, su contribución a los instrumentos de pastoral del III Limense), pero no carecen de interés. De Ledesma, en cambio, no tenemos trazas de sus clases limeñas; en cambio, poseemos sus enseñanzas impartidas anteriormente en México.2 Además de estos dos maestros, conviene prestar atención a otros tres teólogos jesuitas que enseñaron en San Marcos, para tener una idea bastante aproximada de los intereses y del nivel de la vida aca1
Véase, para todo este acápite, Saranyana 1999: 369-390. Regentó la cátedra de prima de la Real y Pontificia Universidad de México (1567-1582), aunque se había trasladado a Perú en 1580. En Lima, dictó sus clases en San Marcos de 1580 a 1582. Regresó a México en 1583, para ser consagrado obispo de Oaxaca. 2
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démica peruana, que habría de pasar por sus mejores horas en el siglo XVII: Juan Pérez de Menacho, Diego de Avendaño y Leonardo de Peñafiel. José de Acosta y la consolidación de la evangelización peruana
Cuando el 28 de abril de 1572 llegó José de Acosta3 a Lima, encontró una sociedad colonial en plena efervescencia, después de las largas y penosas guerras civiles y el levantamiento de los encomenderos contra las Leyes Nuevas. La Junta Magna de Madrid (1568) había elaborado un ambicioso plan de pacificación del Perú, que el virrey Francisco de Toledo debía llevar a la práctica. Como consecuencia de la inestabilidad social, y quizá también por una mala programación de la tarea evangelizadora, los frutos apostólicos habían sido relativamente escasos, sobre todo si se comparaban con los cosechados en la Nueva España. Los misioneros estaban descorazonados. Estas fueron las primeras impresiones que tuvo Acosta cuando pudo conversar con los sacerdotes que misionaban el incario. Es cierto que Jerónimo de Loaysa había encauzado la tarea pastoral, pero los resultados no podían apreciarse todavía. En 1576 terminaba de redactar Acosta su De procuranda indorum salute,4 una obra capital para entender el espíritu del II Concilio limense (1567-1568) (véase Saranyana 1999: 141-143). Este libro es la mejor exposición del II Limense, y preanuncia muchas soluciones pastorales que se adoptarán en el III Limense, celebrado pocos años después (1582-1583). No es posible, en efecto, comprender el desarrollo de la Iglesia en el virreinato del Perú, y más concretamente en el arzobispado de Lima, al margen de este extraordinario manual misionológico. Contemporáneo del movimiento catequético novogranadino, el De procuranda indorum salute expresa bien a las claras el clima que se preparaba en Sudamérica, y que habría de dar frutos tan copiosos en el siglo XVII. En esta obra hallamos sintetizada, además, la quintaesencia de la teología española de aquellos años: el tema del universalismo de la salvación, las disputas acerca de la necesidad de la fe explícita en Cristo, las discusiones sobre la capacidad de los indios para los sacramentos y el debate sobre la libertad humana ante la llamada del Evangelio; y todo, con gran erudición tanto patrística como escolástica. Veamos, ante todo, la actitud de Acosta en el tema de los justos títulos. Demostrando un talante liberal y conciliador, acomodadizo a las circunstancias, Acosta estimaba imprudente y dañoso volver a encender la polémica sobre los derechos de la Corona española al dominio de las Indias. Quién sabe si esa actitud suya pudo ser el comienzo de su distanciamiento del visitador Juan de la Plaza, mucho más radical en los planteamientos. Acosta, pues, se mostró más contemporizador.5 Con todo, no era lícito hacer la guerra a los bárbaros 3
Nació en Medina del Campo en otoño de 1540. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1552. De 1559 a 1567 realizó sus estudios filosóficos y teológicos en la Universidad de Alcalá. Se ordenó sacerdote en 1566. Llegó a Lima en 1572, donde permaneció hasta 1586. Desarrolló allí una amplia labor evangelizadora, ocupó cargos de gobierno en la Compañía, y participó activamente en el III Concilio limense (1582-1583), como teólogo consultor. Tuvo la cátedra de prima de Sagrada Escritura de la Universidad de San Marcos, de la cual fue su segundo catedrático. Tuvo importantes divergencias con el virrey Toledo y con el visitador de la Compañía, padre Juan de la Plaza. En 1586 dejó el Perú y se dirigió a México, donde pasó un año. En 1587 regresó a España, con el encargo de conseguir la aprobación del III Limense, que logró. Es autor principal de los catecismos y del sermonario (Tercero Catecismo) del III Limense. Murió en Salamanca, en 1600. 4 Consúltese Acosta 1984-1987 [1588]. Otra obra importante suya es Historia natural y moral de las Indias (1591). Una amplia presentación doctrinal de esta obra en Poli 1997. 5 «Esta polémica [sobre los justos títulos] conduce, sin duda, al fin o al menos al debilitamiento de la autoridad en el gobierno de las Indias. Por poco que se ceda en este asunto, apenas si se puede decir cuán grande
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por causa de infidelidad, incluso contumaz; ni por los crímenes contra naturaleza; ni para defender indios inocentes, frente a sus propios tiranos (De procuranda, II, caps. 2-6). Acosta no se mostró partidario del método lascasiano de la «predicación apostólica», porque lo consideraba peligroso, y propuso el método de las «entradas», o sea, las expediciones misionales protegidas por soldados (II, cap. 12). Supuesto este contexto, su plan misional se podría resumir en unos pocos puntos: (1) rechazar el desaliento, porque la semilla del Evangelio también daría sus frutos en las tierras sureñas americanas; (2) conservar las costumbres autóctonas que no fuesen contra la razón, y procurar una promoción natural de los indios, sobre la base de un plan educativo bien madurado que los «redujese» a modos de vida civilizados; (3) no negar los sacramentos de la Eucaristía y de la confesión a los naturales, con tal de que estuviesen mínimamente dispuestos, porque sería negarles el alimento sobrenatural; (4) que los sacerdotes fuesen en todo ejemplares y desinteresados, que aprendiesen lenguas, para hacerse entender de los naturales, y que conociesen a fondo las tradiciones culturales del incario. También sugería no precipitarse en bautizar, hasta que los naturales hubiesen mostrado, con su cambio de conducta, que deseaban verdaderamente el bautismo. El respeto de las costumbres no contrarias a la razón, que constituye el primer principio de toda inculturación cristiana, debió de chocar, probablemente, con la política de la Corona, que pretendía «españolizar» más profundamente las Indias; pero se hallaba en perfecta continuidad con la praxis pastoral novohispana, desarrollada ya por los franciscanos y agustinos mexicanos. Aunque por las fechas en que Acosta terminaba la redacción del De procuranda ya se habían descubierto fenómenos de sincretismo religioso en Nueva España, es probable que Acosta no los tomara en consideración, por el distinto comportamiento religioso que se podía observar comparando la cultura azteca con el incario. (En la práctica, las sistemáticas «extirpaciones» de idolatrías no comenzarían, en el arzobispado de Lima, hasta 1610, y durarían hasta 1650. Acosta, para cuando empezaron los «visitadores» su cometido, ya había fallecido, de regreso en España.) Por lo que respecta a la ejemplaridad de los misioneros y de los españoles en general, señalaba Acosta que tres eran los pecados de estos que estorbaban sobremanera la predicación y la educación en la fe de los naturales: la avaricia, la deshonestidad y la violencia. Por el contrario, tres eran las virtudes que disponían especialmente al buen éxito de la evangelización: la sobriedad de vida, la renuncia de todas las cosas y la mansedumbre (I, cap. 12, 1). Especial importancia concedía Acosta a la ejemplaridad del ministro en la práctica de la virtud cristiana de la castidad y de la mortificación. El plan misional acostiano tenía ribetes humanistas, que conviene señalar. Partía él de que «[...] la rudeza de los bárbaros nacía no tanto de la naturaleza, cuanto de la falta de educación y de las malas costumbres» (I, cap. 8). Por consiguiente, aunque «[...] las costumbres de los indios —se refería evidentemente a los pobladores del Incario— fuesen desvergonzadas, por dejarse llevar de la gula y de la lujuria sin control alguno y por la práctica, con
será la destrucción, qué ruina universal se seguirá. [...] Advierto por razones de conciencia y de interés que no conviene seguir disputando más sobre este asunto, sino que, como de cosa que ya ha prescrito, el siervo de Cristo debe proceder con la mejor buena fe» (De procuranda indorum salute, II, cap. 11; Acosta 1984-1987 [1588], I: 333). Amplio desarrollo de los puntos de vista acostianos sobre este tema, en Baciero 1988. Una perspectiva general de las ideas teológicas de Acosta, en Sievernich 1993.
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increíble tenacidad, de la superstición» (I, cap. 7, 3), también para ellos había salvación si se les educaba.6 Acosta ofrecía, además, una descripción etnográfica completísima del virreinato peruano, y recomendaba a los confesores de indios el estudio atento de las costumbres religiosas de los naturales y de sus tradiciones mitológicas. Al mismo tiempo, suspiraba por tener buenos teólogos «académicos» en el Nuevo Orbe (cfr. IV, cap. 9), que pudiesen iluminar doctrinalmente los «nuevos asuntos», las «costumbres nuevas» y las «nuevas leyes y contratos». Teólogos que, en definitiva, orientasen, a la luz de la fe, «las nuevas formas de vida todas muy distintas». Clamaba, pues, por una teología académica genuinamente «peruana», quizá estimulado por el buen éxito de la teología académica mexicana, que ofrecía tan buenos frutos desde 1553. Las referencias a los nuevos problemas planteados en América constituyen un indicio de que el clima en el Perú estaba cambiando. Parecen indicar que surgía una sociedad criolla, cada vez más pujante y urbanizada, con una serie de problemas sociales y económicos propios, con una vida local rica en acontecimientos e independiente de la metrópoli. Lógicamente, la jerarquía eclesiástica comprendió la especial trascendencia de una pastoral apropiada para esa nueva sociedad americana, que presentaba problemas no fáciles de resolver, precisamente por su novedad. No parece descabellado implicar a los jesuitas en la toma de conciencia de estos nuevos problemas, como atestigua el tempranero libro de Acosta. De esta forma, la evangelización, que hasta entonces había estado muy polarizada a la conversión de los indios, comenzó a bascular hacia los españoles e hijos de españoles, aunque no de forma exclusiva, lo cual se percibe también en numerosos pasajes del De procuranda. En efecto, notables son las indicaciones pastorales en el libro III del De procuranda, capítulos 16-18, donde habla de los encomenderos, del laboreo de los metales y de otros problemas derivados de la explotación económica de las Indias: «Los sacerdotes, cuando traten en sus sermones sobre las encomiendas o bien oigan en confesión a los encomenderos, no deben erigirse en censores exagerados, no sea que perturben la paz inútilmente y lleven sin fruto la intranquilidad a los corazones, que no estaría bien que destruyesen con su propia autoridad lo que por ley pública está establecido» (III, cap. 16). Adviértase el tono conciliador, que ya habíamos descubierto en su análisis de los justos títulos o al justificar el método de las «entradas». Acosta se caracterizó siempre, en sus admoniciones pastorales, por una vía media, alejada de todo extremismo. Quizá su actitud pueda parecer contemporizadora y, por ello mismo, poco justa. Pero el jesuita era consciente de que la justicia extrema puede provocar las mayores injusticias, sobre todo en temas de justicia distributiva; y se comportaba y aconsejaba de acuerdo con tal convicción. Pasemos ya a la teología dogmática. Desde el punto de vista especulativo, son de particular importancia teológica las tesis sostenidas por Acosta sobre la necesidad de conocer a Cristo para salvarse, desarrolladas monográficamente en el libro quinto del De procuranda.7 6 «En definitiva, a estas naciones bárbaras, principalmente a los pueblos de Etiopía y de las Indias occidentales, hay que educarlos al estilo del pueblo hebreo y carnal, de manera que se mantengan alejados de toda ociosidad y desenfreno de las pasiones mediante una saludable carga de ocupaciones continuas y queden refrenados en el cumplimiento del deber, infundiéndoles temor» (I, cap. 7, 4). 7 Veamos los títulos de los cuatro primeros capítulos de este libro quinto: «El fin de la doctrina cristiana es el conocimiento y amor de Cristo» (cap. 1); «El principal cuidado debe ser anunciar a Jesucristo» (cap. 2); «Contra la opinión de los que sienten que sin el conocimiento de Cristo nadie puede salvarse» (cap. 3); y «Contra un error singular que dice que los cristianos más rudos se pueden salvar sin la fe explícita de Cristo» (cap. 4).
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En este asunto, y muy especialmente en su opúsculo De Christo revelato, el jesuita polemizó con los maestros de la primera generación salmantina, adoptando una postura aparentemente extrema, pero más acorde, a nuestro entender, con la tradición de la Iglesia, que el parecer de los salmantinos. En efecto, Francisco de Vitoria había distinguido —quizá siguiendo una antigua tradición teológica de origen agustiniano— entre la primera salvación o justificación inicial, que venía por el bautismo, y la segunda salvación o glorificación, posterior a la muerte. Para ser inicialmente justificado no sería necesaria la fe explícita en Cristo. En cambio, para ser glorificado en la bienaventuranza eterna sería necesaria la fe en Cristo. Así, pues, los indios tuvieron que recibir una ilustración especial, de índole milagrosa, para poder alcanzar, a la hora de morir, la bienaventuranza eterna. La primera salvación o justificación primera, en cambio, no exigiría tal ilustración milagrosa, puesto que, según Francisco de Vitoria, toda inclinación al bien natural honesto implicaría, por sí misma, una conversión implícita a Dios. Según Domingo de Soto, y matizando a su maestro Vitoria, no debe distinguirse entre justificación y glorificación. Obviamente, sin la fe nadie puede salvarse; pero basta creer solo aquellas verdades que son accesibles a la razón natural, para alcanzar la bienaventuranza eterna.8 Para Andrés Vega, colaborador de Vitoria en la cátedra de prima en Salamanca, los indios eran inculpables de desconocer a Cristo. Por ello, aunque la fe en Cristo esté preceptuada para todos, un adulto puede justificarse y también salvarse sin la fe en Cristo, con tal de que se halle en ignorancia invencible. Evidentemente, el origen de la polémica o, por lo menos, el punto obligado de referencia era el famoso pasaje del decreto tridentino sobre la justificación, que dice literalmente: «[...] la causa instrumental [de la justificación] es el sacramento del bautismo, que es el sacramento de la fe, sin la cual a nadie se le concedió jamás justificación».9 Para administrar lícitamente el bautismo a un adulto era (y es) exigible la profesión de fe y el arrepentimiento de los pecados. En esto estaban todos de acuerdo. La dificultad consistía, no obstante, en determinar qué artículos debían exigirse al catecúmeno en la profesión de fe bautismal. Para los Vitoria, Soto y Vega, no era necesario exigir la fe en la Encarnación para poder administrar válidamente el bautismo. Frente a tales opiniones, a las que podría sumarse la de Melchor Cano, mucho más moderada, y las de otros teólogos salmantinos de la siguiente generación,10 Acosta declaró insostenible la distinción entre fe primera (justificación) y fe segunda (glorificación). Para salvarse se precisa, en todo caso, la noticia explícita del Evangelio y su aceptación. En otros términos, sostuvo que la salvación solo es posible por la fe en Jesucristo. Nada, pues, de iluminaciones cristológicas, un tanto extraordinarias, al fin de la vida, es decir, en los ins-
8 Domingo de Soto trató al menos dos veces el tema: en 1531, en su relección De merito Christi, y en 1546, en la primera edición De natura et gratia. Defendió, según Pozo, la posibilidad de la salvación sin fe sobrenatural: «El conocimiento natural es suficiente para que el hombre se convierta a Dios y obtenga la gracia». Más aún, un pagano podría obtener la justificación solo con el conocimiento y práctica de la ley natural, es decir, «quizás sin conocimiento expreso de Dios», aunque Dios no dejaría morir a nadie justificado por este procedimiento, sin ser iluminado providencialmente y ser instruido en la fe de Cristo (Pozo 1995: 19). Pozo ofrece, además, algunos puntos de crítica a la doctrina sotiana, sobre todo a propósito de la necesidad de un acto de fe para la justificación, acto que es siempre de naturaleza sobrenatural. 9 Concilio de Trento. Decr. de iustificatione, sess. VI, cap. 7 (DS 1529). 10 El corte entre la primera y la segunda generación se establece hacia 1560.
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tantes inmediatamente anteriores a la muerte. Era exigible, cuando un adulto acudía al bautismo, que creyese en Jesucristo. Para mejor comprender el debate, conviene distinguir cuidadosamente el lenguaje de ambos grupos contendientes, porque los salmantinos y Acosta no hablaban exactamente de lo mismo. Acosta parece tener la razón de su parte, si nos referimos a las condiciones para recibir lícitamente el bautismo, que es la puerta de la justificación. Ningún adulto, en efecto, debe ser bautizado si no cree en Cristo. El jesuita tenía a la vista la tradición apostólica, testimoniada por Actos 8, 26-40. Al varón etíope evangelizado por el diácono Felipe, se le exigió la fe en Cristo, que él manifestó espléndidamente con aquellas palabras: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios».11 En cambio, los salmantinos parecen estar más cerca de la verdad, si nos fijamos en las condiciones necesarias para salvarse, es decir, para alcanzar la bienaventuranza, no para recibir lícitamente el sacramento del bautismo. La salvación puede llegar por muchos caminos, de modo que es posible salvarse aunque nunca se haya oído hablar de Nuestro Señor. Al abordar esta última cuestión, Acosta critica a los salmantinos teniendo a la vista los dos primeros cánones de la sesión sexta de Trento, sobre la justificación, que interpreta mal. Tales cánones no hablan de la necesidad de la fe explícita en Jesucristo para salvarse, sino de que toda salvación o justificación es por los méritos de Jesucristo.12 En tal caso, los que se salvan sin conocer expresamente a Jesucristo, se salvan por la gracia de Cristo. 13 Pasemos ahora a otros dos opúsculos teológicos de Acosta menos conocidos: De Christo revelato y De temporibus novissimis.14 De Christo revelato, que concede tanta importancia a la Sagrada Escritura como lugar teológico principal, constituye seguramente una parte de los cursos que Acosta dictó en la Universidad de San Marcos, siendo catedrático de prima de 11
«Siguiendo su camino [el eunuco etíope y Felipe], llegaron a donde había agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua; ¿qué impide que sea bautizado? Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Mandó parar el coche y bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó» (Act. 8, 36-38). Dejemos de lado ahora la discusión entre los exegetas sobre la posible interporlación de esta perícopa, que se lee desde muy antiguo en la versión Vulgata. En todo caso, ese texto concuerda con la Tradición de la Iglesia; y la Tradición es anterior a la Escritura. Cfr. Nieto Vélez 1971. 12 Estos cánones fueron aprobados en 1547. Cfr. DS 1551 y 1552. 13 La segunda generación salmantina, que ya conocía los cánones tridentinos, heredó el problema, ampliándolo con nuevas perspectivas eclesiológicas. En efecto, los catedráticos de prima de Salamanca posteriores a 1560, como Juan de la Peña, Mancio de Corpus Christi y Domingo Báñez, además de tratar sobre la necesidad de la fe para la justificación (con extensos desarrollos acerca de la fe implícita), se preguntaron por la necesidad de pertenencia a la Iglesia para alcanzar la salvación (con largos excursos sobre el aforismo bajomedieval extra Ecclesiam nulla salus). Consideraron, en general, que la fe exigida para la justificación es la fe infusa, o sea, la virtud de la fe. Tal fe infusa sería el conocimiento sobrenatural que une a Cristo, que puede versar tanto sobre conocimientos naturales contemplados bajo la perspectiva sobrenatural (sería el motivo formal por el que se cree), como sobre verdades estrictamente sobrenaturales. Respecto a la pertenencia a la Iglesia, distinguían entre tres tipos de miembros: numéricos, por mérito o deseo, y por ambas cosas, que serían los fieles bautizados. Los catecúmenos serían miembros numéricos de la Iglesia, pues no estarían todavía en la Iglesia visible. Con ello, el principio extra Ecclesiam nulla salus se extendería solamente a los que ni siquiera tienen el deseo implícito del bautismo. Por otra parte, si por fe que justifica se comprende la fe infusa tal como se ha descrito anteriormente, estarían fuera de la Iglesia solo aquellos que rechazasen la fe infusa, de la cual es custodio y guarda la Iglesia; y, en consecuencia, no sería error o herejía —según Báñez, por ejemplo— sostener que es posible salvarse sin fe explícita en Cristo. Véase sobre este tema Uranoz 1940-1941 y Vadillo Romero 1995. 14 La edición consultada es Acosta, José de (1592). De Christo revelato libri novem. Simulque de temporibus novissimis libri quatuor, Lugduni: apud Iohannem Baptistam Buysson. 4 hoj.+ 654 pp. +51 hoj, en 8.º. La dedicatoria es de 1587.
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Sagrada Escritura.15 Dividido en nueve libros, el libro primero está dedicado a probar que la Sagrada Escritura tiene como fin a Cristo, y que ella es apta para convencer a todos, también a los infieles. De todas formas, a quien nada cree ni nada sabe sobre Cristo, no le aprovecha su lectura, como en el caso del eunuco etíope, que no entendió hasta que apareció Felipe para explicarle el pasaje de Isaías (Is. 52, 13-53, 12) que aquel iba leyendo en su carro.16 Por el contrario, el que ya cree, saca mucho provecho de su lectura. El libro segundo expone las disposiciones con que se debe leer la Escritura: sobre todo, con pureza de corazón. Son muy útiles los conocimientos de ciencias naturales, de geografía, especialmente de Tierra Santa, y de historia, aunque conviene aguzar la prudencia en cuestiones históricas, cuando los datos históricos ofrecidos por la Escritura no coincidan con los que se poseen por la historia profana. Así mismo es muy necesario el estudio de las lenguas clásicas (griego, hebreo y latín). El Acosta humanista ha saltado a la palestra. No obstante, defiende apasionadamente la autenticidad de la Vulgata frente a los «herejes» de su tiempo, quizá en alusión a los humanistas centroeuropeos, que la despreciaban, postergándola al texto hebreo o a la versión de los LXX.17 Por último, desarrolla todas las cuestiones noemáticas (sobre los sentidos de la Escritura) y asienta que la Iglesia, a quien ha sido confiada la Escritura, es su intérprete verdadera e infalible, quizá en polémica con los luteranos. Los libros IV al IX están dedicados a exponer los misterios de la vida de Cristo. Algunas explicaciones son más especulativas que otras, pero todas de igual interés y de gran riqueza documental. En el libro sexto expone su mariología, bajo el título general: «Jesu Mater Maria super omnes Deo grata, et nostrae salutis administra electa divinitus», y sostiene la mediación universal de María y su Inmaculada Concepción (De Christo revelato, cap. VI: 270). Es patente, pues, que los temas cristológicos, que tanto le habían ocupado mientras redactaba el De procuranda indorum salute, seguían en primer plano al cabo de veinte años, ya de regreso en España, cuando publicó sus obras teológicas y misionológicas. Nada de extraño, pues, que también en los decretos y, sobre todo, en los instrumentos de pastoral del III Limense, en los que Acosta tuvo una participación tan activa, la cristología ocupase un lugar central. La otra monografía dogmática de Acosta, De temporibus novissimis, dividida en cuatro libros, es un tratado curioso sobre los temas apocalípticos más importantes. Asienta la tesis, en el libro primero, de que toda la Sagrada Escritura nos transmite la idea de que se aproxima el día del juicio. Con respecto a su momento, su respuesta es clara: «Si se pregunta cuándo tendrá lugar el fin del mundo, el cristiano puede contestar en forma taxativa y con toda verdad: muy pronto».18 Ahora bien, tal afirmación no significa que Acosta se adhiriera a un escatologismo fácil y reduccionista. Era contrario a señalar ningún año determinado.19 Después de revisar las diversas profecías sobre el fin del mundo concluyó que la
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Hemos tomado la relación de catedráticos de la Facultad de Teología de San Marcos de Eguiguren 1912. «¿Entiendes por ventura lo que lees? [...] ¿Cómo voy a entenderlo si alguno no me guía?» (Act. 8, 30-31). 17 «Latinam editionem vulgatam hodie certissima esse auctoritatis, at nihilominus Hebraicam et Graecam etiam esse canonicam» (título del capítulo XVI del libro II, de este opúsculo De Christo revelato). No desprecia, pues, las versiones originales, por así decir, pero asienta la autenticidad de la Vulgata, adhiriéndose a los decretos tridentinos. 18 «Quando nam finis Mundi huius futurus sit, absolutissime atque verissime respondere Christianus: valde cito» (De temporibus novissimis, I, cap. 1: 408). 19 «Contra temeritatem, qui certum annum, aut tempus iudicii praedicare audent» (De temporibus novissimis, I, cap. 3, título del capítulo). Critica con extrema dureza a Pedro Juan [Olivi], que había fijado el fin del 16
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más importante profecía era la predicación del Evangelio en todo el orbe,20 la cual todavía no había tenido lugar en aquellos años del siglo XVI. Pasarán muchos siglos, quizá mil años o más —continuaba—, hasta que llegue el Evangelio a todas partes (De temporibus novissimis, I, cap. 17: 452-453). Además, no se trataba solo de predicar el Evangelio en todos los rincones, sino de que sea aceptado. Y esto, por ejemplo, todavía no ha ocurrido —decía Acosta— ni siquiera «en esta tierra de América» («in hac ipsa America»). Mucho se lamentaba de que solo apenas hubiese comenzado la evangelización de China. Y terminaba con una exclamación esperanzada: «¡Ya llegará el día de China!». El libro segundo está dedicado al anticristo, sin novedad especial, pues se limita a glosar lo dicho en el Apocalipsis de San Juan. El tercero se centra en demostrar que el anticristo no podrá con la Iglesia, pues esta es indefectible. Y, finalmente, el libro cuarto describe la repentina llegada del día último, con los signos que están profetizados a lo largo de todo el Nuevo Testamento, particularmente en el Apocalipsis. Nada nuevo, nada sospechoso, nada extraño en la escatología acostiana. Lo único sorprendente es que haya dedicado al tema una obra tan extensa. Tampoco ninguna alusión a los opúsculos de Joaquín de Fiore o a textos pseudojoaquinitas. ¿Acaso había tenido noticia de que en algunos círculos peruanos y mexicanos se habían introducido ideas sospechosas de alumbradismo o escatologismo, y con su obra sobre las postrimerías del mundo —que refleja sus cursos en San Marcos— quiso contribuir a serenar los ánimos? Nunca lo sabremos con exactitud. Con todo, no parece improbable que haya tenido noticia puntual y exacta del proceso seguido contra fray Francisco de la Cruz, que tuvo su momento álgido en 1575, y en el que estuvieron implicados —aunque más bien poco (véase Armas 2003)— algunos jesuitas, como el padre Luis López.21 También en México hubo algún pequeño brote por esos años, que salpicó a algunos jesuitas. Y ya para terminar, recordemos que la teología acostiana, tan rica en matices, se extendió a muchos otros dominios, especialmente a aquellos temas más discutidos en la época, en polémica con los luteranos.22 De todas formas, con lo que ya hemos dicho sobre su pensamiento, su talante teológico ha quedado suficientemente resaltado.23
mundo en el año 1335, coincidiendo con el fin del supuesto reinado del Anticristo, pues había tomado cada día de los 1335 días de Daniel por un año, como ya lo había hecho Ezequiel (De temporibus novissimis, I, cap. 3: 411). 20 «Omnium signorum certissimum esse praedicationem Evangelii in toto orbe completam» (De temporibus novissimis, I, cap. 16). 21 Sobre el proceso contra Francisco de la Cruz, véase Huerga 1986: 185-245 y Saranyana y Zaballa 1995. Sobre el alumbradismo en la Compañía de Jesús, además del estudio de Álvaro Huerga, que acabamos de referir, véase Milhou 1994-1995. También el proceso del jesuita Miguel de Fuentes, que derivó hacia la acusación de alumbradismo en 1579, estaba reciente. Véase Castañeda y Hernández 1989: 313-330. 22 De todas formas, el peligro luterano no fue excesivo en Lima, aunque provocó algunas intervenciones extemporáneas de la Inquisición, debidamente moderadas por la Corona, contra los extranjeros que desembarcaban en el Callao y los marinos que eran apresados en acciones de piratería. Los 43 penitenciados entre 1570 y 1635 (uno, dos veces) fueron todos extranjeros y varones, además de una mujer, también extranjera, es decir, procedente de territorios que no eran propios de la Corona española. El primer auto de fe sucedió en 1573, y en él fueron condenados dos franceses: uno reconciliado y el otro relajado. Véase sobre este tema Castañeda y Hernández 1989: 456 y ss. La discusión antiluterana por parte de Acosta —generalmente implícita— quizá se debió más al influjo de los debates europeos, que a una cuestión estrictamente americana. 23 Para mayor información, véase Paniagua 1989 y Romero Ferrer 1992.
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Juan Pérez de Menacho24
De su copiosa obra teológica, la mayor parte desaparecida en el incendio de la Biblioteca Nacional de Lima, acaecido en 1943, se han conservado algunos tratados inéditos sobre la Summa aquiniana, de los que solo hemos podido consultar uno directamente: su comentario a la primera parte de la Summa theologiae, cuestiones 44 a 64, que sigue la división en artículos de la Summa, que a su vez estructura en dubia. Desde nuestro punto de vista, lo más interesante es el comentario a la cuestión 50 tomasiana, artículos 1 y 2 (ff. 1r-16r). Para Pérez de Menacho, los ángeles son criaturas «pure spirituales», «ciertas substancias intelectuales distintas de los hombres y de las almas de éstos». Desde el punto de vista metafísico, la pregunta capital se halla en el tercer dubium: si el ángel es una substancia espiritual absolutamente privada de cuerpo. Concluye, siguiendo a Aquino, que son absolutamente incorpóreos, porque son intelectuales. Al plantearse si están compuestos de materia y forma ofrece una solución un tanto ecléctica: el ángel tiene acto, es decir, no es su propio acto; y, por ello, tiene materia, no materia física, sino metafísica; con ello quiere señalar que los ángeles tienen potencialidad, una potencia que excluye el cambio substancial, pues solo podrían ser aniquilados por Dios. 25 Pérez de Menacho hace honor, todavía hoy, a la fama de que gozó entre sus contemporáneos. Se nos presenta como un metafísico profundo, que sinceramente deseaba ser tomista, aunque de hecho fuese bastante ecléctico. En cuanto teólogo, nos ofrece una cumplida y amplia información documental acerca de las cuestiones que trató, con un excelente manejo de las fuentes patrísticas y medievales, muy pegado a San Agustín. En ocasiones, además, ofreció una mezcla de racionalismo y de credulidad que, sin duda, expresaba el ambiente de su tiempo. Diego de Avendaño
El jesuita Diego de Avendaño26 es harto conocido por sus tesis hierocráticas en la polémica sobre la primacía de las potestades, y por su defensa de los indios y de los negros americanos. Sus puntos de vista pueden rastrearse en la monumental obra Thesaurus indicus, dividida en seis gruesos tomos, que publicó entre 1668 y 1686 en Amberes y que es un verdadero «tesoro» de información para conocer la vida cotidiana del virreinato del Perú del siglo XVII. En el tomo primero de esta obra expone su doctrina sobre el repartimiento de indios para el trabajo de las minas. Estima que la libertad corresponde al hombre por derecho natural. La esclavitud, por tanto, no es el estado natural de ningún hombre, tampoco de los no cristianos (indios y negros); aunque contempla la posibilidad de esclavitud en el
24 Nació en Lima en 1565. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1582. Entre 1601 y 1604 fue catedrático de prima en la Universidad de San Marcos y, de nuevo, entre 1620 y 1624. Fue también profesor en el Colegio Máximo de San Pablo en Lima y en el Cuzco. Falleció en la Ciudad de los Reyes, en 1626. 25 En la Biblioteca Nacional de Colombia se hallan otros comentarios suyos al Aquinate (mss. 8 y 71), fechados entre 1601 y 1613: tres de ellos dedicados a la tercera parte de la Summa (de la cuestión 72 a la cuestión 84, es decir el tratado acerca de la Eucaristía); y, además, una larga Disputatio prima de virtute castitatis et eius excelencia, y un opúsculo titulado Tres dudas acerca de nuestros privilegios índicos temporales. En cuanto a la teología moral, y según testimonia Barreda Laos, que vio sus obras en la Nacional de Lima antes del incendio, se centra Menacho en el estudio de las virtudes. Véase Barreda Laos 1937: 145-153. 26 Nació en Segovia en 1594. Embarcó a América en 1610 y en 1612 ingresó en la Compañía de Jesús. Fue rector de las universidades menores de Chuquisaca y de Charcas; alcanzó la cátedra de prima de Teología en el Colegio Máximo de San Pablo, del que también fue rector. Falleció en Lima en 1688.
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caso de guerra justa y siempre que aquella equivalga a una conmutación de la pena de muerte. Con todo, Avendaño no condenó por completo los repartimientos de indios, aunque manifestó el deseo de que desaparecieran cuanto antes, exigiendo un trato humano con un trabajo retribuido justamente. Desde la perspectiva de la teología dogmática tiene más interés su obra Problemata Theologica, en dos volúmenes escritos en latín y publicados en Amberes en 1678. Esta obra de inspiración aristotélico-tomista hace constar, en la introducción, su posición favorable a la concepción inmaculada pasiva de María. En el primer volumen, Avendaño expone el tratado acerca de Dios uno: la existencia de Dios, su esencia y sus atributos entitativos y operativos. En el volumen segundo desarrolla el tratado de Dios trino. 27 En definitiva, estamos ante un gran teólogo, serio y competente, buen conocedor de los cánones y del derecho civil, sólido profesor de teología dogmática, exponente característico del eclecticismo filosófico que señoreaba a finales del siglo XVII. Fue valiente defensor de los afroamericanos y denunciador de su esclavitud, y un hierócrata moderado frente al regalismo que se imponía, a pesar de las medidas cautelares intentadas por la Santa Sede, en los círculos políticos de la metrópoli. Leonardo de Peñafiel
Peñafiel, criollo ecuatoriano, constituye un eslabón importante en la configuración de la manualística teológica americana.28 Aunque ecuatoriano de origen, se desenvolvió en el círculo teológico limense. Publicó en total cuatro gruesos volúmenes: dos que no hemos podido consultar, titulados De Deo Uno (1663) y De Deo Uno et Trino (1666); y otros volúmenes que hemos estudiado, rotulados Disputationes scholasticae et morales de virtute fidei divinae (Lyon 1673) y un De Incarnartione Verbi divini, de la misma fecha que el anterior. Los cuatro libros son póstumos, como se puede apreciar por la fecha de edición. Los dos volúmenes editados en Lyon constituyen propiamente un tratado de Teología fundamental, aunque todavía poco evolucionado. El primero está dedicado a la fe, a la infidelidad y a la herejía, y se halla dividido en 24 disputationes. El volumen segundo es un tratado sobre la encarnación del Verbo, más extenso que el anterior, dividido en 27 disputationes. Este opus duplex de Peñafiel reúne ya, de forma incipiente, buena parte de los temas que después constituirán el núcleo de los manuales de teología fundamental, mezclados todavía con otras cuestiones que son más propiamente dogmáticas que fundamentales. Peñafiel dedicó 75 apretadas páginas al objeto formal de la fe, como entonces se decía, o motivo formal de la fe, como se suele decir ahora,29 donde estudia si la razón formal para asentir se distingue de la causa sine qua non para asentir. En otros términos: en qué consiste la distinción entre virtud de la fe y el acto de fe. Para ello, establece unas precisiones fundamentales. El intelecto asiente cuando comprueba que el predicado y el sujeto convienen. 27
También se conserva un Epithalamium Christi, et sacrae sponsae, seu explanatio psalmi quadragesimiquarti, editado en Lyon en 1653. Es un breve opúsculo eclesiológico en el que comenta el citado salmo de la Vulgata, que es un canto nupcial, aplicando su sentido alegórico a las relaciones de Cristo con su esposa que es la Iglesia. En 1686 publicó en Amberes un Cursus consummatus, sive recognitiones theologicae, que es una especie de retractación de errores y corrección de erratas que se le escaparon en sus obras anteriores. 28 Nació en Río-Bamba (Ecuador), en 1597. Se educó en Quito, en la Compañía de Jesús. Enseñó filosofía, teología escolástica y moral en el Cuzco y después en el Colegio Máximo de San Pablo y en la Universidad de San Marcos. Fue rector y maestro de novicios en Lima y provincial de la Compañía en el Perú en 1656. Murió en Chuquisaca, en 1657. 29 Sobre esta compleja cuestión, véase Aubert 1958; Latourelle 1967: 205-217 y Congar 1981: 121-130.
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Cuando no es evidente tal conveniencia, debe apelar a una autoridad que lo determine a aceptar que ambos convienen. Puesto que Dios nos propone esa conveniencia de forma oscura, hay que acudir a otro principio conocido por nosotros, que es la autoridad de la Iglesia, a la que Peñafiel se refiere como autoridad puramente humana, aunque apoyada en la santidad y doctrina de los que consienten. Cuando no hay evidencia, es necesario el imperio de la voluntad, que determina al intelecto a asentir. Peñafiel aparece incorporado a las polémicas teológicas europeas. En algún sentido, podría considerarse un precursor del estudio de la Iglesia como signo de credibilidad. Quizá también en el análisis del sensus fidelium. Su latín es elegante y claro, sus argumentaciones ordenadas y convincentes, y la temática abordada, la más actual en aquel momento. Constituye, pues, un notable exponente del desarrollo que había alcanzado la enseñanza de la teología en el virreinato del Perú, en el que ya habían tomado el relevo teólogos criollos.
PREDICADORES PERUANOS JESUITAS
Podemos incluir en nuestra relación dos jesuitas que destacaron en el arte oratorio, porque los dos fueron, en algún momento de su vida, profesores del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, y el segundo de ellos, también en la Universidad de San Juan Bautista de Charcas, la actual Sucre. Martín de Jáuregui (Melchor de Mosquera)30
Sus sermones no son excesivamente interesantes por los temas tratados. Los críticos literarios han destacado su estilo excesivamente culterano, lejos de la belleza que tenía, por esos mismos años, la predicación de Juan Espinosa Medrano, del que hablaremos después. Véase un ejemplo del estilo de Melchor de Mosquera, tomado del sermón de 1673, predicado el día de la Asunción de Nuestra Señora, aunque en honor de San Bernardo: Que si al morir Pablo al golpe de la segur, brotaron de su troncada cerviz rayos de leche, para alimento en la fe de sus discípulos e hijos los fieles, acreditando con la obra lo que escribió a los Corintios: ‘Tanquam paruulis in Christo lac vobis potum dedi, non escam’ (I Cor. 3,2); hoy, que también se celebra la muerte que le dio el amor a María, expone entre azucenas sus pechos, para que pendientes de sus dulzuras sus pequeñuelos, como ahí se ven en su imagen, sólo apetezcan con ansia el alimento de su doctrina, como a los fieles aconseja San Pedro: ‘Quasi modo geniti infantes rationabile lac concupiscite’ (1 Ptr. 2,2). Aquí, pues, a las fuentes de la pureza láctea de María se anidan estas racionales palomas, para alentar generosos espíritus, bebiendo candores de su enseñanza. (Sermón I, f. 3b-4a)
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Nació en Lima en 1619, hijo de padres españoles de la nobleza española. Fue educado en el Colegio de San Martín, por el jesuita Leonardo de Peñafiel. Ingresó en la Compañía de Jesús. Terminados sus estudios teológicos, leyó en el Colegio Máximo de San Pablo de Lima. Fue provincial en el Perú y calificador de la Inquisición. Falleció, muy anciano, en 1713. De sus obras solo se conserva una colección de Sermones varios predicados en la Ciudad de Lima del Reyno del Perú, firmados con el seudónimo de «Don Melchor de Mosquera, Caballero de la Orden de Santiago y Gentilhombre de su Alteza el señor Don Juan de Austria», publicados en Zaragoza, por los Herederos de Juan de Ibar, en 1678. Son, en total, 24 sermones. Según Felipe Barreda Laos, escribió también un tratado de filosofía, que está perdido.
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Aparte del estilo rebuscado del sermón, conviene destacar que el predicador se adhiere, sin más, a la tesis de la muerte de María antes de la Asunción, tesis que, como se sabe, estaba entonces todavía muy discutida. Interesa también destacar que Mosquera identifica a María, hermana de Lázaro, con María Magdalena, según una tradición, poco verosímil, iniciada en la antigüedad tardía, probablemente en tiempos de San Gregorio Magno. Con todo, es preciso reconocer que Mosquera maneja con habilidad el argumento escriturístico, y que sabe descubrir el sentido alegórico que se esconde detrás de las palabras. Por ello, sus sermones son muy ocurrentes, sorpresivos, y tienen la cualidad de mantener despierta la atención de los oyentes. Como hemos dicho, el primer sermón está dedicado a San Bernardo, en la fiesta de la Asunción de María. A San Bernardo, porque el hilo conductor del discurso se basa en un comentario del cisterciense al pasaje en que María, hermana de Lázaro, estaba a los pies del Señor, habiendo elegido la mejor parte (cfr. Lc. 10, 42). La alegoría es evidente: María hermana de Lázaro representa, aunque imperfectamente, el papel de María, Madre de Dios, a los pies de su Hijo Jesucristo. María está en la escuela de Cristo. Marta, en cambio, siendo la mayor de las hermanas, no lo está. A propósito de esta alegoría, Mosquera desarrolla un interesante discurso acerca de la vida espiritual, que se completa con el segundo sermón, también dedicado a San Bernardo, predicado ante el virrey del Perú, Conde de Lemus. El tema del segundo sermón es: Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te («He aquí que lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt. 19, 27), argumento que, como podrá apreciarse, sintoniza con el anterior y le va a permitir aclarar su pensamiento sobre la perfección espiritual, que ya estaba insinuado desde el momento en que contrapuso a las dos hermanas de Lázaro, cuyas «suertes fueron desiguales, pero qué mucho» (f. 13a). El segundo sermón no solo sigue a San Bernardo, sino que glosa la figura del Doctor Melifluo, como suele llamársele, quien abandonó casa, familia, armas, honores y riquezas por amor de Dios. Su premio fue ser adoptado como hijo por la misma Madre de Cristo, según cuenta una piadosa tradición, que el predicador glosa extensamente. Conviene recordar que le escuchaban el virrey y la Real Audiencia, para entender el verdadero mensaje del discurso. No iba dirigido a monjas, ni a ciudadanos de a pie, sino a las primeras autoridades del virreinato. No hay ni una salida, ni una vía que justifique el permanecer en el mundo, para quienes no pueden abandonarlo, pues están metidos en los mil asuntos de la administración pública. No sabemos, ante semejantes y, en algunos momentos, muy hermosas palabras, qué pensarían los altos funcionarios de la Corona que le escuchaban. Dieciséis sermones fueron predicados en la Cuaresma y con motivo de alguna festividad señalada. En los sermones cuaresmales hallamos alguna referencia al clima social y moral de la ciudad de Lima: ¡Ah Lima, y cuántas, no diré, deslealtades consientes contra tu Dios! ¡Cuántos de la hacienda de un pobre, que usurpan e injustamente poseen, viven acomodados y tienen cara para [a]parecer delante de Jesucristo crucificado! Esa es traición. (f. 167a) ¡Qué de escrupulosos hay de estos en Lima! ¡Qué de samaritanas y fariseos! [...] Si a un negro le cogieron una punta [es decir un puntazo en una reyerta] luego le cargan la ley. ¡Muy bueno es eso! Y al que nos inquieta toda la calle, y saca a cada paso la espada, ¿no habrá ley que lo reprima? ¿Para eso no hay escrúpulos? Si a la otra pobrecilla la cogieron en una flaqueza [se refiere a un adulterio o prostitución], vaya a Valdivia, destiérranla a Chile. ¡Muy santo es ese celo! ¿Pues cómo a Don Fulano, que tan escandaloso vive tanto tiempo ha, con ofensión de la
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República, no lo refrenan? ¿No hay para esos pragmática? ¿Pues cómo tan escrupulosos para unos y de conciencia laxa para otros? (f. 184b)
Son muy fuertes también sus recriminaciones a los jueces limeños, que retrasan las sentencias cuando son los pobres los que claman pidiendo justicia (f. 230a-b). Llaman finalmente la atención los seis sermones sobre el rey Antioco (sic), alegóricos en su sentido, quién sabe si dirigidos a las autoridades de la ciudad. En ellos continúan sus recriminaciones a la justicia limeña, comparando los jueces de la ciudad a los inicuos jueces que acechaban a la casta Susana (cfr. Dan. 14, 16) (cfr. f. 339a). En definitiva: el jesuita Martín de Jáuregui, alias Melchor de Mosquera, culterano donde pocos, predicador generalmente oscuro y ampuloso, cambia por completo su forma de dirigirse a los fieles, empleando un estilo directo e incisivo, cuando fustiga los vicios de la sociedad limeña. Su celo pastoral es innegable. Y sus alusiones a la corrupción de las clases dirigentes y los apuntes sobre la explotación de las clases más necesitadas trazan un bosquejo muy interesante y realista de la labor social que la Iglesia llevaba a cabo en la capital del virreinato. José de Aguilar31
Del jesuita José Aguilar se conserva una colección de 22 sermones, editados en 1684,32 y un curso póstumo en cinco volúmenes, obra muy rara, que comenta la Summa theologiae de Aquino, de la cual hemos consultado cuatro volúmenes (I, II, IV y V).33 El sermonario va precedido por un «prólogo al lector», que es de otra mano, y que está escrito en 1680, es decir, cuatro años antes de su publicación. En este prólogo se dice que Aguilar tenía entonces 28 años cuando el prologuista tuvo que «usurparle a su modestia» estos sermones,34 es decir, hurtárselos. Lo cual quizá explique por qué el resto de la obra teológica de Aguilar haya sido póstuma: por una excesiva modestia de su autor. También es interesante señalar que el prologuista de los sermones se siente muy orgulloso de su propia peruanidad adoptiva, que contrapone a su españolidad de origen, lo cual indica el ambiente en el que tanto el prologuista, probablemente don Mateo Ibáñez de Segovia y Peralta, como el padre Aguilar se movían: un clima de exaltación de lo americano frente a lo europeo.35 31
Nació en Lima, en 1652. Entró en el noviciado de la Compañía de Jesús en 1666. Enseñó filosofía en el Colegio Máximo de San Pablo de Lima y en la Universidad de San Juan Bautista de Charcas. Se ordenó presbítero a los 23, y comenzó a predicar a los 25 años. Fue rector del Colegio de Charcas (Sucre) y del Colegio de San Martín de Lima, profesor del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, examinador sinodal y calificador del Santo Oficio. También intervino en la fundación del Colegio de Cochabamba. Como se ve, su vida se desarrolló tanto en el Perú como en la actual Bolivia. En 1707 marchó a Roma como procurador de la provincia del Perú, y murió en Panamá, camino de Europa, en 1708. Véase Sommervogel 1960, I: cols. 82-85. 32 Estos sermones corresponden a sus primeros cuatro años de predicación. 33 Dedicados a Don Juan Cabero, obispo de Arequipa (Perú). He visto esta obra (Aguilar 1731) en la Biblioteca del Seminario Metropolitano de Santo Toribio de Lima. 34 Vargas Ugarte ha escrito al respecto: «Este primer volumen lo publicó un discípulo suyo, D. Mateo Ibáñez de Segovia y Peralta, quien le hurtó el manuscrito al autor, razón por la cual esta edición salió un tanto defectuosa. Aunque no la hemos visto, nos inclinamos a creer que se hizo una reimpresión en Sevilla en 1701, donde se editaron los tomos II y III» (1942: 58). Vargas señala hasta un total de siete volúmenes de sermones del padre Aguilar, desde el tercero todos ellos póstumos. 35 En efecto, en el prólogo se lee: «Pues habiendo determinado pasar de aquellos a estos Reynos, y deseando mostrar el afecto a la Patria, que es Lima, y el reconocimiento al Origen, que es España, para honrar a aquélla,
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Los sermones publicados —evidentemente una selección de todos los que le fueron hurtados— tienen distinta motivación. Cinco de ellos pertenecen al ciclo cuaresmal. Cuatro están dedicados a los misterios de la vida de Cristo. Cinco tienen carácter mariano. Los demás están dedicados a las celebraciones de algunos santos. Por destacar algunos detalles, nos detendremos en el sermón undécimo, conmemorativo de la Concepción (pasiva) de la Virgen María, es decir, en el seno de Santa Ana, predicado en 1680. Comienza el sermón dando por supuesta la tesis inmaculista, que es aceptada —dice— pacíficamente. Por ello, huelgan los argumentos para probarla (p. 179b-180a). Los argumentos solo deben darse cuando se duda acerca de un artículo de la fe. Si el artículo se acepta, no hay por qué darlos. Pone como ejemplo dos apariciones del Cristo postpascual: a María Magdalena, de quien no se dejó tocar, porque ella ya creía en la Resurrección; y a Tomás Dídimo, de quien sí se dejó tocar, porque todavía dudaba. En un caso, Cristo ofreció una prueba, porque era necesaria; en el otro, no la dio, porque habría sido superflua. Si se tomase a la letra siempre y en todo caso lo que nos dice aquí Aguilar, el argumento teológico quedaría reducido a la pura prueba para convencer a los dudosos o escépticos. La teología se transformaría en una apologética. Precisamente, el argumento teológico responde a la expresión, que popularizó San Anselmo: Fides quaerens intellectum. La inteligencia que, iluminada por la fe, pretende profundizar en el misterio revelado, que ya cree. Si la inteligencia iluminada por la gracia se limitase a la profesión de fe, la teología carecería de mayor interés, y se habría abocado a una actitud que podría calificarse casi de fideísta. No parece, sin embargo, que tal haya sido el estilo de Aguilar, como comprobaremos seguidamente, cuando constatemos hasta qué extremo este jesuita especuló racionalmente sobre los datos ofrecidos por la Sagrada Escritura. Una tesis bastante osada de Aguilar es la siguiente: María «desde el instante de su concepción [pasiva] fue Madre» (p. 183a); «¿Luego desde el primer instante de la concepción de María [por el contexto se entiende que habla de la concepción pasiva de María] hubo carne de Cristo de quien fuese Madre esta divina Señora? Eso es lo que digo y lo pruebo» (p. 183b). Una de las pruebas ofrecidas se refiere al pasaje de la nubecilla en el Monte Carmelo, cuando Elías pidió la lluvia (cfr. I Reg. [Vulg] 18, 44). Tradicionalmente, se ha aplicado a María, en sentido alegórico, esa nubecilla, que presagiaba la lluvia torrencial, es decir, la salvación del pueblo. Aguilar comenta al respecto: «Ya lo dije, pues eso digo ahora: que siendo aquella nube María en su Concepción, es la carne de Cristo que ha de nacer en el tiempo, yendo tan a una en los instantes María en su concepción [pasiva] y la carne de Cristo, que la misma nube, que es la concepción de María [...] ésa es la carne de Cristo» (p. 184a). Por consiguiente, termina Aguilar, María fue siempre Madre, desde el primer momento de su existencia (!). Es evidente que la carne de Cristo será tomada de la carne de María; pero la conclusión, aunque hermosa, no por ello es menos aventurada, por no decir pintoresca. Es cierto que, en ocasiones, se ha empleado una argumentación semejante para justificar la transmisión del pecado original, considerando que todos estamos en Adán y, por ello, todos pecamos en Adán. Sin embargo, el argumento de Aguilar tiene un carácter mucho más realista, y no pa-
y tributar algo a ésta, juzgué no podía haber cosa más a propósito para uno y otro, que dar a la estampa algunos Sermones de este singular ingenio [Aguilar]. Pues en éste se reconocerá la ferocidad [¿feracidad?] de aquellas tierras, que, como están hechas a brotar plata y oro, saben dar a luz semejantes ingenios, oro subido de quilates e inestimable precio, y en éste rendirá el Perú a España, como el oro de sus minas el oro de sus ingenios».
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rece tomar en consideración que la existencia humana concreta de Cristo depende de la realización histórica de la Unión hipostática. Entre tanto, propiamente hablando, no existe carne de Cristo, aun cuando haya habido carne de María, pues María nació antes que Jesús. (Precisamente, y quizá teniendo en cuenta este tipo de planteamientos, en su cuestión disputada sobre la Unión hipostática, Tomás de Aquino había sostenido que en Cristo podría hablarse, en algún sentido, de dos esse o existires: eterno en cuanto Dios, temporal en cuanto hombre.) Con todo, el vigor especulativo de los sermones es indiscutible, por los ejemplos que acabamos de ofrecer. Otra muestra del interés raciocinante de Aguilar sería la siguiente: «¿Luego antes de la Consagración fue ya su carne comida [alimento], y ya su sangre bebida [algo que beber]? Es ilación innegable» (p. 187a); «Luego de la carne de María, aun siendo carne de María por estar dedicada a ser carne de Cristo, sin haberse unido al Verbo, se podrá decir que es Sacramento y comida? ¡Pues qué dificultad hay en ello!» (p. 188a). El sermón décimo está dedicado al tránsito, Asunción y coronación de María, y fue predicado en 1681, es decir, un año después del sermón que acabamos de comentar. También ahora la especulación de Aguilar es harto arriesgada, pero, qué duda cabe, de altos vuelos. Intenta explicar el misterio de la muerte de María, y lo hace ingeniosamente señalando que el tránsito de María «no fue de vida a muerte, sino de vida a vida. [...] No de cuerpo a separación, sino de cuerpo a cuerpo» (p. 227a). El alma de María habría pasado de su cuerpo al cuerpo glorioso de Cristo: «Luego para no decir que el Alma de María quedó con esta ruga [entiende por «ruga» el oprobio o corrupción del sepulcro], los tres días que estuvo en el sepulcro es preciso colocarla en el cuerpo de Cristo, que estando mejorada en aquel cuerpo sagradamente divinado, quien supliese las veces de su propio cuerpo, no tendría lugar la ruga al sinsabor» (p. 227b). Sin embargo: [...] aunque mejore de cuerpo María Santísima en su muerte, siempre estando sin el propio quedara con violencia, no le faltara ruga [...]. ¿Luego el Alma de María en el cuerpo de Cristo, es el alma de María en su propia carne y cuerpo? Así es. Luego el Alma de María en Cristo ni tiene que apetecer, ni tiene de que hacer ruga, ni el argumento hace al caso, pues la subsistencia, o el lleno divino, aunque mejor, es ajeno a la humanidad, pero el cuerpo de Cristo es mejor propio al alma de María. (p. 228a-b)
Con ello, Aguilar pretende evitar la dificultad de que el alma de María parezca unida hipostáticamente a la divinidad, al señalar que, unida al cuerpo de Cristo, puesto que el cuerpo de Cristo es propia carne de María, como demostró (?) en el primer sermón, no estaría unida a la divinidad, sino a su propia carne, ya que Cristo es carne de María. Al haber sido ya glorificado por la Resurrección el cuerpo de Cristo, el alma de María sería glorificada desde el primer instante por redundancia del cuerpo de su Hijo. Evidentemente estamos en un habla alegórica: de la misma forma que María dio a Cristo cuerpo pasible y mortal, Cristo habría dado a su Madre cuerpo glorioso e inmortal, después de la muerte de Ella. El amor de Cristo la mató; el amor de los hombres la resucitó: «El morir en María, ya vimos, que fue pasar de su cuerpo al cuerpo de Cristo [donde experimentó toda suerte de dolores]. El resucitar, fue pasar del cuerpo de Cristo al suyo [propio]» (p. 229a). Veamos ahora el comentario de Aguilar a la primera parte de la Summa theologiae aquiniana. Son muchas y muy variadas las cuestiones tratadas en el primer tomo, siempre bajo esta perspectiva tan personal que ya hemos descubierto en sus sermones. No puede decirse,
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por tanto, que el comentario sea fiel a Aquino, más bien al contrario. Por ejemplo, cuando discute si en Dios hay o no composición metafísica, el tema deriva, como es lógico, en negar la composición real, para pasar, seguidamente, a discutir, en un estudio larguísimo, si se puede afirmar que en Dios hay composición de razón (tract. II, q. 6, sectio unica). Ni una sola alusión a la distinción real entre essentia y esse, que es el tema central de Santo Tomás en la cuestión cuarta de la primera parte. Aguilar habla solo de la distinción entre la esencia y los atributos. Como se sabe, Aquino no concedió apenas espacio a la distinción de razón, que es cosa más tardía, de la segunda escolástica, muy influida por las sutilezas del beato Juan Duns Escoto. En cambio, Aguilar se plantea la pregunta en unos términos que sorprenderían a cualquier tomista auténtico: An repugnet, deturve in Deo compositio metaphysica, et per rationem? (Si repugna que se dé en Dios composición metafísica) (p. 155a). Al parecer, en esos años finales del siglo XVII, uno de los temas discutidos era si se podía afirmar propiamente la distinción de razón en Dios, o más bien habría que negarla, para salvar la absoluta simplicidad divina. Las fuentes de Aguilar son, por supuesto, teólogos de la segunda escolástica, principalmente jesuitas. El volumen segundo, dedicado a los atributos divinos de la justicia y otros, se divide en tratados y cada tratado en cuestiones y estas en secciones. En este volumen presenta de forma novedosa el tema de la justicia tomada en general y el tema del dominio, para pasar posteriormente al estudio de si hay «rigurosa y estricta justicia entre Dios y las criaturas» (pp. 30 y ss.). Sus referencias a los teólogos de la Compañía de Jesús son constantes: Luis de Molina, Gaspar Hurtado, Rodrigo de Arriaga, Francisco de Oviedo, Tomás Sánchez, Cardenal Juan de Lugo, Leonardo Lessius, Francisco Suárez, Roberto Bellarmino, Gregorio de Valencia, etcétera. Bajo este epígrafe discute, de hecho, la cuestión de la absoluta libertad divina, ajena a cualquier dependencia. Después de presentar las ocho condiciones requeridas para que se den relaciones de estricta justicia, concluye: «Dicendum: quod in Deo datur stricta, et rigorosa justitia commutativa» (p. 31a). Así mismo establece que en Dios «est justitia distributiva» (p. 86b), donde dedica mucho espacio a discutir la tesis de Juan Martínez de Ripalda, según la cual, es posible una substancia o persona creada a quien sea debido lo sobrenatural (véase Perry 1998). 36 En el tratado segundo del volumen segundo estudia la Santísima Trinidad. Al final aparece un syllabus vocum muy interesante, donde se aclaran los términos teológicos. El tomo cuarto consta de dos tratados: uno dedicado a la voluntad divina y el segundo a la predestinación de los santos y la reprobación de los impíos. En los prenotandos (tract. I, q. 1, sección I) discute si existe una conexión esencial entre la potencia intelectiva y volitiva, de modo que repugne una naturaleza racional intelectiva no volitiva. Unos afirman esa conexión esencial y otros la niegan. Aguilar dice: «ex intellectivo non deducitur essentialiter volitum» (p. 9a-b). Esto implica que distingue entre lo conocido y lo que es; y que en lo conocido, el bien no se presenta como algo que movería, sino puramente intelectual. Según Aguilar habría, pues, una separación entre los trascendentales, al menos entre la verdad y el bien: «El bien moral o el mal moral se constituyen por estimación o juicio; por consiguiente, su bondad o malicia provienen de la estimación» (p. 21b).
36 Aguilar formula la tesis de Ripalda en los siguientes términos: «Deum posse ex justitia constitui debitorem creaturae, attenta potentia, et potestate ordinaria, qua teneretur Deus praemia conferre, et creatura jus acquireret in Deum; liberum tamen manere, nec posse obligare suam potentiam, et potestatem absolutam ex justitia ad praemiandum, imo posse absque ulla injuria impraemiata relinquere».
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El tomo quinto está dedicado a la gracia habitual y contiene un tratado único. «Gratia habitualis justificans non est aliqua forma extrinseca, creata, increatave, quae nobis imputetur, sed vere intrinseca, animaeque inhaerens» (p. 3a). Se advierte, de inmediato, su actitud polémica antiluterana. Por consiguiente, la justificación no es solo la remisión de los pecados, sino también la santificación y la renovación interior del hombre por la voluntaria recepción de la gracia y de los dones, por la cual de injusto se hace justo, y de enemigo, amigo. Podemos concluir que Aguilar fue un teólogo de gran personalidad, tanto en sus explicaciones académicas como en su labor pastoral, con sermones que no orillaron, sino todo lo contrario, las cuestiones más debatidas del momento. Tampoco evitó Aguilar formular, con gran independencia, asuntos teológicos de gran envergadura. Es posible que dudase de haber acertado en sus exposiciones y soluciones. Quizá por ello, y no tanto por timidez o modestia, evitara la publicación de sus escritos, hasta el extremo de que la mitad de sus sermones le fueran hurtados para editarlos, y que su extensa dogmática viese la luz póstumamente. Y ciertamente, al paso de los años, todavía sorprenden, por su audacia, algunas de sus conclusiones teológicas. TEÓLOGOS JESUITAS EN LA UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA
La Universidad de Córdoba
Podemos añadir, a nuestra presentación de la teología jesuita del período virreinal, a tres jesuitas profesores en la Universidad de Córdoba, porque el virreinato de La Plata no fue creado hasta el 1 de agosto de 1776, cuando se segregó del peruano. Constituía, pues, una unidad política y administrativa con Lima, a pesar de las enormes distancias y los grandes accidentes orográficos. La Universidad de Córdoba, en Tucumán, en la actual Argentina, fue fundada formalmente en 1622, asentada en el Colegio Máximo de los jesuitas que ya existía en aquella ciudad desde 1613. Tuvo carácter meramente interno, es decir, fue creada por el provincial padre Pedro de Oñate, que por sí y por medio de algunos ayudantes redactó las primeras constituciones (Furlong 1966: 111-124). Sin embargo, no recibió la autorización real hasta después de la expulsión de los jesuitas de los reinos hispánicos, por real orden de 7 de junio de 1768, con la expresa indicación de que en esa nueva universidad se sustituyera «la escuela de los expulsos por la agustiniana y tomista, a cargo de la clerecía secular y en su defecto religiosos» (véase Ajo González 1966: 413). De la Universidad de Córdoba, en la época administrada por los jesuitas, conservamos un códice manuscrito correspondiente al tercer curso de los estudios institucionales de la Facultad de Teología. El códice fue copiado en 1734 por Luis del Valle, probable estudiante jesuita. La Facultad de Teología contaba, en esos años, con cuatro cátedras: dos de Teología dogmática, una de Teología moral y otra de Cánones. Posteriormente se añadiría una quinta cátedra de Sagrada Escritura. El plan de estudios preveía tres horas lectivas diarias, con una cuarta hora dedicada a una conferencia. En el citado códice están reunidos los cuatro tratados explicados en el tercer curso del año académico de 1734: dos tratados de dogmática (De Deo optimo et maximo y De perfectionibus Christi), uno de Moral (De Bulla Cruciatae) y el curso de Derecho Canónico (De reliquis impedimentis matrimonii, puesto que los primeros se habían explicado en segundo curso). Vamos a detenernos brevemente en los dos cursos dogmáticos y en el de moral, según el
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orden en los que los hemos enumerado, debidos, respectivamente, a los siguientes jesuitas: padre Bruno Morales,37 padre Eugenio López (del que no tenemos datos biográficos), padre Ladislao Orosz (quizá el maestro más notable de la época)38 y padre Fabián Hidalgo.39 Bruno Morales
El tratado dogmático del padre Bruno Morales es un comentario a la primera parte de la Summa theologiae de Tomás de Aquino.40 Este tratado arranca con un pequeño preámbulo (§ 1) que resulta muy curioso, pues nos sitúa ante una concepción de la ciencia teológica un tanto peculiar. Morales considera que el punto de partida de la teología es la fe. Sin embargo, supuesta la fe, que nos ofrece las premisas de nuestro razonamiento, la conclusión de ellas se deriva por modo estrictamente natural, de forma que «[...] una vez conocidas las premisas, tan obligado se ve a deducir la conclusión el hereje, para quien la premisa mayor es de pura razón natural y por lo tanto inconexa con el objeto real de ese conocimiento, como el católico, que tiene un conocimiento sobrenatural de esa premisa y, por ende, conexo con el objeto real de la misma» (p. 3-4). Esta manera de concebir el método teológico, se asemeja mucho al método de las razones necesarias, que tan en boga estuvo en la segunda mitad del siglo XI, del cual constituye un paradigma el argumento anselmiano de las razones necesarias (o demostración a simultaneo de la existencia de Dios), formulado en el Proslogion. En nuestro caso, no obstante, el método, aunque similar, significa otra cosa muy diferente, puesto que, salvo el larvado racionalismo que transpira, el clima intelectual ha cambiado por completo. En los siglos XI y XII nos hallábamos inmersos en una especie de hiperrealismo, es decir, en un clima en que reinaba la convicción de que las ideas universales existían en la realidad. Ahora, en pleno siglo XVII, el ambiente es un tanto diferente: con sus precisiones, Morales se alinea con la corriente que consideraba la teología como una ciencia de conclusiones. Esto se aparta —a nuestro entender— del genuino intento de Aquino. Por ello, aun cuando Morales intente un comentario a la Summa theologiae, no conseguirá una lectura verdaderamente tomasiana. En consecuencia, nada nos debería ex37
«Sabemos que fue anteriormente lector de Artes, por los años 1726 a 1729, y que en 1734 era Profesor Primario [catedrático de Prima] y Prefecto de Estudios en el Colegio Máximo de Córdoba, según reza el manuscrito. Siendo Procurador de la Provincia jesuítica se embarcó rumbo a España el 3 de Septiembre de 1745 y en ese viaje llevó para presentar al Consejo de Indias, los manuscritos de la ‘Historia de la Compañía en la P. del Paraguay’ escrita por el P. Lozano. Murió en Madrid a fines de 1749 o comienzos del siguiente» (Vera Vallejo 1917: XXIII). 38 En efecto, uno de los maestros de mayor fama de la Universidad de Córdoba fue el jesuita húngaro Ladislao Orosz, llegado a Tucumán en 1728. Después de unos años de enseñar filosofía, pasó a dictar cursos de teología en 1732. En Argentina se mantuvo hasta 1767, cuando los jesuitas fueron expulsados. Fue rector de la Universidad de Córdoba 1734 a 1739. A partir de 1739 ocupó distintos cargos de la Compañía, entre ellos la de procurador ante las cortes de Roma y Madrid, y viajó a España y a Italia en 1748. En 1749 regresó al Río de la Plata. Fue designado rector del Colegio de Buenos Aires. Al ocurrir la expulsión en 1767 se hallaba en Córdoba. Regresó a Hungría, como jesuita, donde falleció el 10 de septiembre de 1773, a la avanzada edad de 76 años, de los cuales había pasado 46 en Tucumán. Véase Furlong 1936. Véase también, para su vida, la introducción de Ana María Martínez de Sánchez en Orosz 2002; en esta edición se ofrece, además de un amplia introducción, el texto bilingüe latino-castellano del opúsculo de Orosz. 39 «El Padre Fabián Fidalgo, autor del tratado canónico sobre algunos impedimentos del Matrimonio, que son los de violencia y miedo, clandestinidad y parentesco, en el cual tiene notas curiosas acerca del derecho canónico de las Indias, con un apéndice sobre los bienes de los contrayentes en segundas nupcias, dictó también curso de Artes en el ciclo 1728 a 1731» (Vera Vallejo 1917: XXIV). 40 Tenemos a la vista el Tratado acerca de Dios óptimo y máximo, en Vera Vallejo 1917: 3-234, fechado el 15 de noviembre de 1734.
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trañar que pruebe la existencia de Dios siguiendo a San Anselmo, en su argumento del Proslogion, al que dedica una amplia reflexión (véanse las pp. 7-12). El punto de partida es el análisis de la palabra Dios. A ello se suma que la convicción de que «[...] la existencia es un bien»: «es evidente que existe un bien que es el cúmulo de todo bien. Luego [=ergo]» (p. 10). En otros lugares dice que la existencia es una perfección, lo cual nos sitúa en la ruta cartesiana, en que se formuló el argumento anselmiano en términos «ontológicos». Volvamos al tema de la teología como ciencia de las conclusiones teológicas. En esta descripción de nuestra disciplina, como en otras análogas (ciencia de lo virtualmente revelado o construcción a partir de lo dado en la revelación), late el deseo de marcar excesivamente la distinción entre fe y teología, a fin de que la trascendencia de la fe no resulte comprometida por los intentos humanos de los teólogos y, por humanos, falibles (Illanes 1978: 64-67). Para Santo Tomás, que no excluía la formulación de conclusiones nuevas, esto no constituía el aspecto central de la ciencia teológica. Para Aquino, la teología se definía como un esfuerzo por comprender mejor los mismos misterios revelados y una estructuración, en torno a ellos, de todo el conocer humano que responda a la realidad del ser y del destino sobrenatural del hombre. La teología aquiniana no es un movimiento centrífugo, a partir del núcleo de la fe, hacia conclusiones cada vez más alejadas, sino un movimiento centrípeto, hacia el centro de todas las realidades, a fin de iluminarlas con la luz de ese centro. El tratado de Bruno Morales responde, además, al género escolástico, con largos silogismos, que exigen suma atención por parte del lector, que puede perderse en las distintas partes y pruebas de las premisas de los silogismos. La documentación positiva aducida es importante, tomada sobre todo de San Agustín, San Anselmo y escolásticos de la Baja Edad Media. Hay también noticias casi contemporáneas del autor, como, por ejemplo, a las disputas teológicas de San Francisco Javier con los bonzos japoneses (p. 38), o abundantes referencias a teólogos jesuitas. Esto mismo revela que estamos lejos de la síntesis tomasiana, lo cual se confirma más claramente cuando leemos los parágrafos dedicados al estudio del constitutivo metafísico o formal de Dios, en los que pretende seguir el análisis tomasiano de Éxodo 3, 14, pero citando la cuestión 13 de la primera parte de la Summa theologiae y no la cuestión tercera, lo cual resulta muy significativo, como cualquier conocedor del asunto podrá advertir de inmediato. (Como se sabe, la cuestión tercera trata acerca del esse divino, mientras que la cuestión 13 trata de los atributivos entitativos. Esta opción nos sitúa en una particular concepción del esse divino y, en general, de lo que son las propiedades trascendentales del ser.) Eugenio López
El tratado cristológico de Eugenio López41 es un comentario a la parte tercera de la Summa theologiae aquiniana. Realmente, solo estudia algunos temas selectos de la tercera parte, como advierte en los prolegómenos. Allí declara que ya trató la substancia de la Encarnación (quizá en uno de los cursos institucionales anteriores, que no conocemos). Ahora se limita a la gracia de la Encarnación, a la ciencia de Cristo y otras perfeccione de la Unión hipostática. El desarrollo es eminentemente escolástico, con abundancia de divisiones y subdivisiones del discurso, pocas referencias positivas a los primeros siglos de la era cristiana y 41 Tratado acerca de las perfecciones de Cristo, en Vera Vallejo 1917: 235-420, también fechado el 15 de noviembre de 1734.
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muchas citaciones de doctores escolásticos, sobre todo de la segunda escolástica. Lo más notable, a mi entender, es la tesis central acerca de la gracia de unión: «la Humanidad de Cristo se santifica formalmente por la santidad increada del Verbo» (p. 241). Esta proposición, que se desarrolla muy ampliamente a lo largo del tratado, tiene hondas repercusiones dogmáticas, que el autor no extrae, pero que cualquier teólogo de nuestros días reconocerá de inmediato. Tales conclusiones afectan la manera de concebir el sacerdocio de Cristo y a la naturaleza del carácter sacramental. Es una tesis muy moderna en su contenido, aunque su formulación resulte un tanto compleja, por la densidad del discurso, quizá innecesariamente complicado. Tiene, además, importantes consecuencias, muy bien aprovechadas por Eugenio López, relativas a las ciencias de Cristo y, sobre todo, a la distinción entre la naturaleza humana de Cristo y la divinidad. Ladislao Orosz
El tratado del padre Orosz sobre la Bula de la Santa Cruzada tiene escaso interés desde el punto de vista dogmático y moral, aunque no faltan algunas apreciaciones que convendrá recordar. En todo caso, el opúsculo es eminentemente jurídico, con algunos argumentos históricos y canónicos interesantes, y pequeños excursus acerca de las indulgencias. Demuestra un buen manejo de la exégesis canónica, con argumentos jurídicos interesantes. El tratado, sin embargo, resta como una reliquia histórica, aunque el tema de fondo tenga desgraciadamente hoy, cuando redacto estas páginas, una total actualidad. Orosz parte del presupuesto (sin crítica alguna) de que el privilegio de la bula es para enardecer y motivar a los españoles a que «acometan con guerra perpetua a los turcos, a los moros y a los infieles, enemigos jurados de Cristo». El origen se remonta a los tiempos del Papa Gelasio II (1118-1119) que, con este privilegio (una indulgencia plenaria), pretendió estimular «al ejército hispano que estaba junto a la ciudad de Zaragoza […] a vencer a los sarracenos» (2002 [1734]: 102):42 «Los Reyes Católicos, considerados como cabeza de los que participan en la Cruzada, deben asidua y diligentemente procurar y promover la Expedición contra los turcos y los infieles a fin de poder lucrar la indulgencia plenaria a ellos concedida» (2002 [1734]: 110). Sin embargo, «[...] si consideramos al Rey como persona privada y parte de la comunidad en la cual está vigente la Cruzada, aunque él no cumpliera suficientemente con la anterior obligación, una vez aceptada la Bula podría disfrutar de las mismas gracias de las que disfrutan los demás que la reciben», a lo cual sigue un amplio desarrollo sobre lo que supone el compromiso de hostigar militarmente a los infieles, es decir, «la activa promoción de la Sagrada Expedición». La adscripción al probabilismo es evidente, por el modo de argumentar. No hay ningún juicio de altura —si no hemos leído mal— acerca de la licitud de la guerra, la libertad de las conciencias o el valor dogmático de las indulgencias. *** A la vista de tres de los tratados del códice cordobés, podemos concluir que en los años medios del siglo XVIII, la escolástica jesuítica, al menos la que se cultivaba en aquella universidad, había perdido contacto con las realidades cotidianas y se había refugiado en un cenáculo cerrado y aislado. Dando por supuesta una innegable erudición de los maestros 42
El mejor estudio sobre los orígenes de la bula es Goñi 1958.
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cordobeses, su teología había perdido nervio e interés, quizá por la decadencia de la misma escolástica barroca, por una parte, y puede que también por el aislamiento geográfico que padecía una ciudad tan alejada de los centros neurálgicos. Con todo, es preciso reconocer que la biblioteca de los teólogos cordobeses era amplia. Pero, como se ve en este caso, no bastan los libros para fecundar la especulación teológica: es necesario también no perder contacto con las fuentes de donde manan las ideas. BIBLIOGRAFÍA ACOSTA, José de
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Actividad científica y Nuevo Mundo: el papel de los jesuitas en el desarrollo de la modernidad en Iberoamérica* Antonella Romano
L
a Compañía de Jesús, laboratorio ejemplar de la invención de la modernidad, tuvo que hacerse cargo de los debates suscitados por la «revolución científica», particularmente en el marco de las enseñanzas científicas que desarrolló en sus colegios. El espacio de las misiones abrió la vía a otras experiencias científicas diferentes de las previstas en el marco del apostolado de enseñanza. En primer lugar, quisiéramos analizar las experiencias extraeuropeas en general, para luego poderlas trasladar a las especificidades (políticas, económicas, intelectuales, geográficas) del mundo iberoamericano. Podremos, entonces, apoyándonos en casos concretos, entablar una reflexión crítica sobre el papel de la Compañía en el desarrollo de la modernidad iberoamericana. En el marco de un encuentro centrado en la modernidad iberoamericana, me parece necesario, al venir de Europa, partir de una constatación historiográfica, la del gran desplazamiento, más bien reciente, que ha afectado los análisis de la modernidad europea. Estos han considerado, durante más de dos siglos, como período fundador de la modernidad al «Siglo de las Luces», y han excluido, por largo tiempo, la posibilidad de la integración de una cultura católica en los ingredientes de esa modernidad. Es sobre todo con el florecimiento de una historiografía alemana, que al mismo tiempo efectuaba un retorno a esta tradición y se concentraba en la cuestión del Estado, y después con el desarrollo, en Italia, en particular de la obra de Paolo Prodi, que la atención se ha tornado hacia un siglo XVII «moderno», en que el estado pontificio se encontraba en el corazón de las reflexiones. En la línea de esta descentralización, los trabajos han versado sobre una modernidad postridentina, analizada juntamente con un «disciplinamiento» que tomaba poco en préstamo a Foucault.1 El empleo de la palabra modernidad al que me refiero estaría más de este lado, sobre todo en la acepción que se puede darle en el caso de la Compañía de Jesús.2 En esta perspectiva, *
Mi participación en este coloquio ha sido posible gracias al largo y paciente trabajo de organización realizado por los organizadores de la Universidad Católica del Perú. Debe también al apoyo del IFEA. A todos, así como a los colegas que trabajan entre Francia y el Perú y han jalonado el camino entre el Nuevo y el Viejo Mundo, mis agradecimientos. 1 Para la bibliografía sobre el siglo XVIII véase Venturi 1969-1984; para el siglo XVII, remitirse principalmente a Reinherd 1998, Prodi 1994, Prodi y Reinhard 1996. No se trata aquí de entrar a la caracterización de estos enfoques en oposición a la que Michel Foucault ha aplicado a través de una producción abundante, en la que la hipótesis del «gran encierro» de la edad clásica ha constituido uno de los jalones históricos de su reflexión sobre el nacimiento de la prisión o de la clínica, antes de que el disciplinamiento se coloque nuevamente en el centro de su Histoire de la sexualité (1976-1984, 3 vols.). Pero se podrían retomar los aportes respectivos de estas dos historiografías a la formulación de nuevas hipótesis sobre la modernidad. 2 Me permito a este respecto remitir a lo que hemos tratado de esclarecer en Fabre y Romano 1999.
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trabajar sobre la Orden ignaciana consistiría menos en tratar de su modernidad que en interrogarla a partir del excepcional observatorio que constituye esta institución. En el largo proceso de construcción de la edad moderna, aquella ha sido tanto un vector como un actor, y la centralidad de su posición en este engendramiento no se inscribe en un a priori historiográfico sino en una elección que ha sido suya: estar en el mundo. Conviene tomar esta fórmula en su doble acepción: ser una Orden de regulares en el siglo, y estar, por este hecho, en la obligación de hallarse en todo lugar o situación que lo exija. Es esta elección de estar en el mundo la que sitúa de pleno a la Compañía en la modernidad, es decir, en una nueva escala, la de la «economía-mundo», para retomar una fórmula cara a F. Braudel (1979). Al indicar este cuadro espacial de referencia, se puede poner así, en el corazón de nuestra reflexión, la cuestión central para este coloquio, de la relación entre metrópoli y colonia, y evitar una ambigüedad que, incluso implícitamente, haría de la modernidad un puro producto europeo, importado en seguida por las periferias, para ser en fin adaptado, apropiado, mestizado, como lo sería, paralelamente, la misma Compañía. Las páginas que siguen quisieran contribuir a esta reflexión a partir de una perspectiva precisa: la historia de las ciencias. Esta es particularmente interesante, a mi modo de ver, ya que corresponde, en el período que nos interesa, al desarrollo de la «ciencia moderna», de la modernidad científica, a menudo aún designada por la metáfora de la «revolución científica». En lo que una u otra expresión, independientemente de la herencia historiográfica de la que son portadoras, marcan una ruptura con el período precedente, se despliega un nudo problemático que todavía se ve poco en el centro de las preocupaciones de los historiadores: el del lugar y el papel de la ciencia en una modernidad reinterrogada en relación con sus marcos tradicionales. Aquí aun la Compañía de Jesús se ofrece como un buen observatorio de este problema, especialmente en su parte iberoamericana, pues invita a un análisis del mundo como marco por excelencia de la ciencia moderna. Esta ha sido, tradicionalmente, poco estudiada bajo este ángulo, como si la actividad científica de la Orden, en los espacios no europeos, se hubiese concentrado exclusivamente en el mundo chino. Me parece posible, sin embargo, al tratar de aprehender esta actividad en el mundo americano, contribuir a una reflexión en curso sobre el apostolado misionero. La vastedad y heterogeneidad del espacio afectado son tales que invitan a escoger un terreno de investigación limitado: me detendré en la provincia de la Nueva España, teniendo en consideración ulteriores comparaciones con el Perú, la Nueva Granada, o el Brasil. IDEAL MISIONERO Y LABOR INTELECTUAL: EL CASO MEXICANO
Si bien la llegada de los jesuitas a esta parte del mundo es tardía, no por ello deja de experimentar un rápido crecimiento, como atestiguan las cifras siguientes: el primer grupo de misionero, en 1572, se compone de 15 hombres (Sánchez Baquero 1945: 21-22), seguido en 1574 por nueve otros compañeros, para luego producirse un ritmo de crecimiento sostenido. Entre 1576 y 1580, el número pasa a 107, para alcanzar a 233 en 1596. Hay allí un ritmo de llegada a la medida del espacio mexicano, difícil de organizar en espacios tan breves. La reunión de la primera congregación provincial, del 5 al 15 de octubre de 1577, se halla documentada sobre todo por las Acta Congregationis Provincialis Hiapaniae, que permiten apreciar la medida de los principales problemas de la provincia cinco años después de su creación. En esta época, la actividad pedagógica ya ha comenzado, más que nada en México, y las fuerzas resultan limitadas ante la masa de tareas por realizar. Son sobre todo
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estos puntos los que son abordados en octubre de 1577: el desarrollo del Colegio de México y las prioridades del apostolado, dos cuestiones que no dejan de estar relacionadas una con otra, sobre todo en una época de escasez de efectivos. Detrás de la yuxtaposición de ambos temas se dibuja la cuestión, en México como en toda la Orden, del apostolado misionero, del que depende el perfil de los reclutas que se enviarán al Nuevo Mundo. Por ello, a través de los textos que emanan de la congregación provincial, se diseña y destaca la figura del misionero ideal: No ay peligros próximos de ruina y perdición en la Compañía, aunque necessidad ay de poner en lo espiritual algún más estrecho medio para persuadir la penitencia y mortificación con dulçura; porque no dexa de aver alguna disposición en alguna falta de oración y mortificación y cosas humildes dignas de ser remediadas, como es no aplicarse tanto a confesiones de negros y mulatos y gente humilde y a tractar con indios, a leer gramatica y otras cosas semejantes de humildad... Por lo qual parescio a la congregación pedir a V. P. embiase dos o tres personas de mucha virtud y autoridad, para que persuadiesen oración y mortificación y humildad, y que en esto y en regir se ocupasen mas que en predicar a los de fuera. (Zubillaga 1956-1991, I: 296-297) Ytem que los que se enbiasen a estas partes, no sean tales de quien se desean descartar las provincias donde estavan, y que antes venga gente virtuosa y que venga de buena gana, que no hábiles y con deseos de hazer milagros y predicar; y que sean avisados los superiores que fueren enbiados y todos, que se ocupen mucho en el gobierno de los suyos y vaquen a solo este principalmente. (Zubillaga 1956-1991, I: 296) [...] que se pidan a su P. d. mancebos de la Compañía, que sean de buenos naturales y devotos, mas que de mucha habilidad para letras, y que se pidan dos o tres padres antiguos de la Compañía de mucho spiritu y virtud, que sean exemplares a la gente de aca; porque hay necessidad grande de que los Nuestros sean ayudados en espíritu de los tales; y que su P. d. señale los que se han de enbiar aca, no remitiendolo a los provinciales, porque suelen enbiar los que alla no querrian tener, y aca son poco convinientes, especialmente que el Rey los pide tales que lo descarguen, y por esso los enbia a su costa. (Zubillaga 1956-1991, I: 312)
En la recurrencia de la evocación de las cualidades de humildad y espiritualidad de los hombres que se enviarían a la Nueva España se puede, sin duda, leer el eco de la preocupación del provincial, padre Sánchez, sobre el devenir de la empresa mexicana, en un momento en que los compañeros que lo rodean, y sobre todo los que son empleados en el Colegio de México, no comparten necesariamente sus aspiraciones. Así se diseña, a través del documento, una visión jerarquizada de las actividades misioneras, que pone al apostolado al servicio de la evangelización, y la evangelización de los indios en el centro de las preocupaciones del provincial: [...] propuso el Padre Provincial si seria conveniente que los Nuestros se empleasen en el ministerio de los indios, pues es la gente mas necessitada desta tierra, y si para esto sera conveniente hazer alguna residencia entre los indios, o tomar otros cuidados dellos; a lo qual se respondio que, aunque por via de missiones, se ha sentido mucho fructo de los Nuestros, pero no es bastante; porque en dexandolos, luego se cae; por lo qual paresce ser necessario residir entre ellos. (Zubillaga 1956-1991, I: 318)
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Por ello, la cuestión de las lenguas indias se torna central: «Y en que en el entretanto, por via de missiones, y en nuestros collegios, vaian los Nuestros aprendiendo las lenguas, para emplearse en este ministerio de los indios, segun lo que a su Paternidad de N. Padre General paresciere» (Zubillaga 1956-1991, I: 321). La idea de la primacía del apostolado en dirección de los indígenas, sobre el apostolado intelectual, parece retomada claramente en Roma por el encargado general Mercurian: en respuesta a los votos emitidos por la congregación provincial, pide a los de la provincia que «trabajen principalmente con los naturales, en las cosas que hasta el presente se han hecho poco, incluso nada. Y deseo que V. R. considere principal a esta empresa, que es aquella por la cual nuestra Compañía fue enviada a este país». Pide, además, que los jesuitas se dediquen al estudio de las lenguas, en particular los que trabajan en las iglesias y desea que no se dé la ordenación sino a los que conocen al menos a algunas de ellas (Churruca Peláez 1980: 349; Zubillaga 1956-1991, I: 379). En el mismo período, otras fuentes permiten esbozar el retrato del misionero ideal. Una de ellas describe a un compañero de Messina, que solicitaba desde hace muchos años dejar Sicilia para ir de misionero. Antes de que fuese finalmente enviado a México en 1579, su superior, conocido por el papel que desempeñará a continuación en el desarrollo de la misión de China, Alessandro Valignano, explica sus reticencias a enviarlo a oriente: El padre Vincenzo Lenoci ha sido considerado siempre por todos nosotros por muy peligroso y difícil si iba a la India, porque tiene una cualidad que, llegado a una ciudad, la revuelve toda de arriba a abajo; no deja cosa por ver, traba rápidamente diversas amistades y visita a hombres y mujeres, se involucra en toda clase de negocios sin escoger y no es muy escrupuloso en la obediencia; más bien, interpretándola a su modo, al final ordinariamente hace lo que le place, y, en suma, no muestra en el proceder sino vanidad y curiosidad, de manera que, tratándose de su venida, todos concluyen...que de ningún modo debe ser enviado a India, teniendo muy contrarias cualidades a las que se necesitan en aquel lugar.
En este ejemplo, como en las citas anteriores, hay una definición, por los hombres de campo, de la identidad misionera de la Orden, que no necesariamente asigna un lugar central a la actividad intelectual, y aún menos a las ciencias. De hecho, ellas no son constitutivas de la identidad jesuita; son un elemento contingente, debido a interpretaciones abiertas del principio ignaciano de actuar en el siglo, al mismo título que todo un conjunto de actividades intelectuales o sociales en las que los miembros de la Compañía son actores. El ideal misionero que se halla, en cambio, en el fundamento de la Compañía, es un ideal de movilidad —despliegue in situ del tema de la universalidad de la Compañía—, que se desarrolla principalmente en la séptima parte de las Constituciones, en una relación estrecha con el voto de obediencia, a su vez en el corazón del proyecto ignaciano, pero presente en el conjunto del texto. Así, si uno se remite a la cuarta parte de las Constituciones, la consagrada a «Del instruir en letras y en otros medios de ayudar a los próximos los que se retienen en la Compañía» (que apunta, por lo tanto, a definir los marcos de la actividad intelectual), se verá que está precedida por la «Declaración sobre el prefacio de la Cuarta Parte», que vuelve a centrarse en torno al ideal misionero: Como el scopo y fin desta Compañia sea, discurriendo por unas partes y por otras del mundo por mandado del summo Vicario de Cristo nuestro Señor o del Superio de la Compañia mesma, predicar, confesar y usar los demás medios que pudiere con la divina gracia para ayudar a
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las ánimas; nos ha parecido ser necessario o mucho conveniente, que los que han de entrar en ella sean personas de buena vida y de letras suficientes, para el officio dicho. Y porque buenos y letrados se hallan pocos, en comparación de otros, y de los pocos los más quieren ya reposar de sus trabajos passados; hallamos cosa muy difficultosa que de los tales letrados buenos y doctos pudiese ser augmentada esta Compañia, asi por los grandes trabajos que se requieren en ella, como por la mucha abnegación de sí mesmos. (Constituciones 1937: 105-107)
En el comienzo de la Compañía está, pues, el movimiento: por esta razón, la idea de establecimiento, que implica una fijación, no tiene ninguna naturalidad para los jesuitas, como recuerda la fórmula de Nadal: Totus mundus nostra habitatio fit (citado en AAVV 1999: 296). En este sentido, los colegios, en el marco del desarrollo de la enseñanza, tienen como apuesta una cierta fijación de la Orden: el «establecimiento» (en el sentido literal del término) jesuita por excelencia, ¿no hace correr a la Compañía el riesgo de inmovilizarse? El temor no está formulado en estos términos en las Constituciones, como indica el capítulo 4 (y último) de la séptima parte sobre la misión, «De las casas y colegios de la Compañía, en qué ayuden el próximo»: «Porque no solamente procura la Compañía de ayudar a los próximos discurriendo por unas y otras partes, pero aun residiendo en algunos lugares continuamente, como es en las Casas y Colegios; es bien tener tener entendido en qué modo se puedan en los tales lugares ayudar las ánimas, para exercitar la parte dellos que se pudiere a gloria de Dios nuestro Señor». Pero al menos se verán numerosas tensiones en los espacios no europeos, aunque también en Europa, que expresan el antagonismo entre los que se quedan en estos establecimientos y los que incansablemente parten como misioneros. Esta es manera de recordar que la sedentarización no es otra cosa que una condición insoslayable del compromiso pedagógico y, más generalmente, de la actividad intelectual, cuya responsabilidad asumida por la joven Compañía era nada menos que evidente. A su manera, la figura de Antonio Rubio da cuenta de estas tensiones cuando dirige, después de ocho años de presencia en México, una carta al general Acquaviva, sucesor de Mercurian. Esta carta constituye la huella casi única de una serie de misivas enviadas por el misionero a Roma, y cuyo eco no nos llega sino a través de los fragmentos de respuestas que se han conservado. Escrita desde México, el 25 de octubre de 1584 (Zubillaga 1956-1991, II: 383-390), ella permite aprehender un «yo» al que las fuentes institucionales dan raramente acceso. Las fuentes no dicen nada sobre las razones de su paso a la Nueva España ni sobre sus motivaciones; la ausencia de indipeta en los registros romanos actuales no necesariamente significa que Rubio no había pedido partir. Quizá su solicitud se ha perdido, quizá su partida ha sido dispuesta por sus superiores, tal vez partió por deber de obediencia. De lo que no hay duda, en todo caso, es de las razones del envío: se trata de responder a las necesidades de profesores para el primer colegio jesuita fundado en tierra mexicana, para el que es elegido por sus competencias intelectuales. Debe tenerse en cuenta, a este respecto, el resumen de la carta del general Mercurian, anunciando al provincial padre Sánchez la llegada de nuevos misioneros: «[...] que es gente de toda virtud; y que entre ellos hay para leer artes y teología (especialmente el padre Pedro de Hortigosa, y el hermano teólogo Antonio Rubio)». En octubre de 1584, Rubio enseña teología en el Colegio de México, después de haberse encargado del ciclo de filosofía; es decir, ocupa una posición destacada en la jerarquía implícita de los establecimientos y hombres de la Compañía por el hecho de sus diferentes
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competencias, raras para la época y para el lugar. Habría podido legítimamente esperar de sus superiores la autorización para pronunciar el cuarto voto, ese tan característico de la Compañía, y que corresponde al último estadio del devenir jesuita, el de «proceso de los cuatro votos». Precisamente porque esa autorización le fue negada se dirige al general, para responder a la crítica que le ha sido hecha por Acquaviva en una carta remitida al provincial: «También se podrá diferir el padre Antonio Rubio, al qual avise R. V. seriamente a que tenga y muestre mayor amor a la pobreça y desprecio de sí mismo; mayor sencillez y mortificación, y desseo de ayudar a los indios. Dése más a la oración y devoción» (Zubillaga 1956-1991, I: 190). La razón de la negativa es clara: no solamente Rubio no se muestra lo bastante cercano al voto de pobreza y de humildad, sino que, sobre todo, no siente ninguna necesidad de ayudar a los indios. En consecuencia, debe consagrarse más a la oración y a la devoción. Conforme a la imagen del misionero que emergía de la relación de la congregación provincial de 1577, a través de todo lo que se reprocha a Rubio, se dibuja otra vertiente de la figura misionera, más espiritual, más orientada hacia la plegaria, y, por este hecho —es al menos lo que sugiere la carta de Acquaviva—, más apta para ponerse al servicio de la evangelización, que en esta parte del mundo tiene que ver también con los indios. Se descubre en este intercambio a un jesuita que formula el pedido de volver a la metrópoli, y que revela así un aspecto de la empresa misionera, la cuestión del retorno, que las fuentes no siempre permiten esclarecer. Las razones que Rubio expone para justificar su demanda son particularmente interesantes para nuestro propósito: «[...] tratase [...] de mi buelta a España; siendo ansi que se juzgase poder yo alla, con las letras que nuestro Señor me ha dado en la Compañia, servir mas a nuestro Señor, y a ella, por medio de la occupacion que la obedientia alla me diesse. Esto propuse non como quien pretendia inquietar sus superiores con importunidad, sino propuesto abraçar con toda voluntad lo que se me ordenase» (Zubillaga 1956-1991, I: 385). Así Rubio pone por delante el «deber de inteligencia», pone el compromiso misionero en segundo plano, incluso lo hace desaparecer. Es porque dispone de letras que serviría mejor a la Compañía estando allá en España, que quedándose aquí en México. Al insistir, a continuación, sobre el carácter propositivo de lo que plantea, lo que ofrece como justificación de su pedido es el voto de obediencia: es lo que le ha hecho involucrarse en los estudios y en las funciones que se derivan de ellos, es decir, la enseñanza. Se trata, pues, de alguna manera, de armonizar aquel deber con sus talentos: en su deseo de servir mejor al Señor a partir de las competencias que le han sido dadas, propone y solicita su retorno. Ahora bien, a su manera, este pedido no solo es la confesión del rechazo de la misión, sino también de su fracaso: entre líneas se perfila el regreso de la temática de la «viña estéril», pues todo su razonamiento descansa sobre la idea implícita de que las funciones a las que se adecúa mejor no tienen objeto sobre el cual concentrarse allí donde se encuentra. Desde este punto de vista, no es solamente al mundo indígena al que se apunta, sino también a la sociedad urbana colonial, cuya incultura deja entender. No es cuestión para él de insistir sobre este punto —al contrario, él desarrollará más adelante en su carta un largo alegato en pro del desarrollo de los estudios en la Nueva España—, pero el riesgo de esta crítica aflora tanto más nítidamente por cuanto Rubio no llega totalmente a regocijarse por la orden expresa que se le ha dado de permanecer en México: «me respondía averlo propuesto a V. P. y ser su voluntad, despues de lo aver encomendado a nuestro Señor, que me
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esté quedo en esta tierra, como estoy. Yo me he consolado con esta respuesta, y digo a V. P. que estoy muy contento» (Zubillaga 1956-1991, I: 385). En la continuación de la carta se esfuerza en desmentir la idea de que sería orgulloso o desobediente: recuerda no solamente lo que ha hecho durante los ocho años pasados en México, sino que insiste mucho sobre su adhesión a la política lingüística que se establece en la provincia, insistiendo en el interés de contar con reclutas criollos: «[...] los que se reciben en la Compañia de los que están en los colegios, y son nascidos en la tierra, pruevan muy bien en el novitiado y estudios y sacerdotio; y ultra de ser muy aptos para la Compañia y amoldarse muy bien a nuestro instituto, como experimentamos, son para la lengua, como yesca para el fuego, por averse criado en trato con los indios y mamado la aptitud de la lengua en la leche» (Zubillaga 1956-1991, I: 388). En su argumentación, Rubio insiste sobre su interés en recibir a estos últimos en la Compañía, pues ellos tienen aptitudes lingüísticas «naturales», han mamado de sus lenguas indígenas, y su eficacia frente a los indios no se vería sino acrecentada. A través de este discurso sobre la apertura y la eficacia buscada, se hace legible en este texto también una introducción de las jerarquías sociales propias del mundo colonial, en la que a la superioridad de los españoles correspondería la nobleza de los ministerios intelectuales. Rubio, que se propone perseguir ese ministerio, no puede disimular su aversión a las lenguas indígenas, al mismo tiempo que recuerda su presencia en Tepotzotlán, junto a los novicios, y su sincero deseo de ayudarlos. Esta carta señala, incontestablemente, un momento de crisis en la vida de Rubio y en sus relaciones con la Compañía: es interesante porque esclarece, mediante un testimonio personal, no solamente las dificultades concretas de la puesta en práctica de una política misionera, sino también sus límites. Si bien el 6 de enero de 1587 Rubio pronuncia el cuarto voto, lo cual sería la prueba de un cambio de actitud confirmado efectivamente por otras fuentes, un documento administrativo del mismo año lo describe, sin embargo, en Tepotzotlán, donde se consagra a su trabajo erudito, el comentario del corpus aristotélico. Unos años más tarde, en 1593, eleva el pedido a la congregación provincial de hacer su doctorado de filosofía en la universidad de México: se convierte en doctor en el año siguiente. Ahora bien, esta voluntad de proseguir su formación intelectual y de verla sancionada por grados académicos puede ser interpretada como un eco de las posiciones expresadas en 1584. El hecho es que, solo en 1596, o sea veinte años después de su llegada a México, las fuentes señalan lacónicamente: «El P. Antonio Ruvio ha començado a deprender la lengua meicana, y confiessa ya en ella» (Zubillaga 1956-1991, VI: 144). Con Rubio se está, pues, frente a una situación en la que la negativa a la experiencia misionera se apoya explícitamente en la necesidad del trabajo intelectual: de regreso a Europa, él acaba y comienza a publicar su obra, el comentario al que habrá consagrado una parte considerable de sus años mexicanos. LOS ESPACIOS MISIONEROS: OTRAS PRÁCTICAS CIENTÍFICAS DE OTROS MUNDOS
Más allá de la tensión expresada en los documentos de la institución y sentida, a veces vivamente, por los hombres mismos, entre misión y apostolado intelectual, la empresa misionera compromete, sin embargo, competencias científicas: ya sea que la institución las solicite explícitamente, ya sea que los hombres de la misión las movilicen en el marco de su apostolado. Esta necesidad de ciencia ha sido expresada de un modo particularmente claro
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para las tierras de China, que constituyeron una excepción de la política misionera jesuita, en la que la evangelización por la ciencia pudo aparecer como la variante china del modus nostrum. En el mundo iberoamericano, como en los espacios europeos, la ciencia emerge en primer lugar en los colegios, alrededor de los cursos de filosofía, en la enseñanza de las matemáticas, cursos que no son sistemáticamente llevados en el marco de cátedras especializadas y cuyo registro sistemático queda aún por realizar. Así, la conservación de un curso manuscrito procedente del Colegio de México, y que data sin duda de principios de los años 1580, atestigua la enseñanza de esta disciplina, más allá de un título que no designa sino la parte filosófica del curso, Explanatio commentarium Francisci Toleti in Aristotelis libros de Physica per RP Antonium Arias, Societatis et philosophiae in celebrum Mexicanorum Academiae Professoremrum astronomorum. Su autor, Antonio Arias, es un contemporáneo de Rubio, a su vez también designado como representante de la provincia ante la quinta Congregación General, convocada a Roma en 1599. Como indica el documento, es en cuanto profesor de filosofía que consagra la mitad de su enseñanza a temas de matemáticas. Titulada Tractatus de sphera mundi e partim ex veterum astronomorum partim ex recentiores doctrina et observatione collectus, la segunda parte del manuscrito está en efecto consagrada a la esfera —menos en su dimensión cosmográfica que geográfica—, a cuestiones de gnomónica y de meteorología. Este manuscrito puede dar cuenta tanto de los intereses de su autor como de la cultura científica movilizada en esta parte del mundo. Si bien se puede identificar esta parte del curso como la versión mexicana de lo que corresponde, por lo demás, al establecimiento de un curso de matemáticas, no deja de ser cierto que geografía, gnomónica y meteorología están tan distantes de la matriz establecida por Clavius como México de Roma. Pero con seguridad su enseñanza está más adaptada a las necesidades locales, más centradas en intereses en el ámbito, sobre todo, de la navegación. Independientemente de este primer testimonio, parece que las disciplinas vinculadas con las matemáticas fueron objeto de una real atención en el espacio mexicano de la Compañía de Jesús en este período. Mientras que los casos de libros científicos impresos en México en el siglo XVI son muy raros, sí se identifica un opúsculo publicado por el colegio jesuita, Reverendi Do. Francisci Maurolyci, abbatis Messanensi, atque matematici celeberrimini, De Sphera, liber unus, así como el comentario de Toleto a la Physica de Aristóteles. En los años siguientes parece que no se continúa con las señales de un primer esfuerzo institucional hacia las disciplinas científicas, perceptibles entre la instalación en Nueva España y fines del siglo XVI. Los elementos de análisis son demasiado escasos para que se puedan extraer conclusiones significativas. Entre los elementos de interpretación pertinentes, conviene no solamente recordar que en estas partes del mundo apenas si comienza la presencia jesuita, sino también que la composición masivamente hispánica de los misioneros se debe vincular con la cultura de los grandes centros de formación intelectual de donde proceden, a saber, Alcalá y Salamanca, dominados ambos por los paradigmas de la segunda escolástica. Sin embargo, los estudios disponibles sobre las bibliotecas de los colegios o universidades jesuitas del mundo iberoamericano revelan sistemáticamente la presencia de textos científicos. En Lima se puede contar con una importante biblioteca del colegio, que se atiene sobre todo a su función de centro de distribución de libros llegados de toda Europa, según una política claramente definida, que hace del procurador en España la persona que pone en contacto al colegio con los grandes centros europeos de producción. Parecería que en el establecimiento de esta política se haya consagrado un presupuesto importante a este
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tipo de adquisiciones, en varios ejemplares, con miras a la distribución (Cobo 1956 [1639]). Este florecimiento del libro corre parejas con la multiplicación de las bibliotecas personales, a pesar de una lucha permanente de los visitadores, de los provinciales e, incluso, del general sobre esta cuestión. Así, en el momento de la supresión, se cuentan al menos 25 mil libros en la biblioteca común. En cuanto a su composición, téngase presente que, además de numerosos tratados de economía, en particular de agronomía, con obras técnicas, sobre todo de origen francés, estaban disponibles textos de astronomía, entre los cuales estaban Copérnico, Tolomeo, Kepler, Galileo, Newton, las reseñas de la Academia Real de Ciencias de París, y las de la Academia de Berlín, así como obras técnicas sobre la fabricación de instrumentos de medida y telescopios. Se notará también una sección de «Veteres Mathematici», así como contemporáneos, obras de hidráulica, mecánica, óptica, electricidad, botánica. Esta biblioteca muestra claramente, pues, la marca de una cultura de las Luces, confirmada también por la presencia de filósofos modernos, de Descartes a Leibniz o Locke (véase Martin 1968: 74-96). Ulteriores trabajos permitirán, sin duda, precisar las diferentes etapas de su constitución. También es posible apoyarse sobre la investigación realizada en el establecimiento de Quito o en la de las misiones de Nueva Granada: como en el caso de Lima, se subrayará aquí la presencia de textos científicos que insertan estos espacios en una modernidad tal como esta puede ser definida por la Europa colonial de esta época. En esta lectura de la cultura moderna y de su transferencia desde Europa, y en la línea de las reflexiones que acaban de ser esbozadas en lo que concierne a libros y bibliotecas, habría que conceder todo su lugar a la cultura material de la práctica científica, a saber, los instrumentos. Pero la necesidad de ciencia emerge también de otras maneras y en diferentes etapas de la empresa misionera; puede también corresponder a otros saberes diferentes de los saberes físicos o matemáticos convocados a través de la Ratio Studiorum. La enseñanza no es el único espacio de despliegue de la ciencia en la práctica misionera, sobre todo porque esta última compromete una relación con el espacio, con su conocimiento y su dominio, muy particularmente en el Nuevo Mudo, que moviliza técnicas y saberes diferentes de los pensados por la Institución en Roma con la sola finalidad de la formación intelectual. De este modo, el campo abierto a la investigación se amplía singularmente, y está menos en mis intenciones recorrerlo extensamente que señalar su importancia: es también por ello que la modernidad científica se enriquece con el aporte de saberes procedentes de la otras matrices además de la tradición físico-matemática, generalmente considerada como el corazón de la «revolución científica». Es necesario, por ejemplo, asignar todo su lugar, en nuestra reflexión, a una disciplina científica que la Compañía no había considerado en sus cursos de formación, pero en la que ha mantenido importantes vínculos: la medicina. A este respecto, se halla por una parte confrontada con el texto de las Constituciones, que precisan: «El studio de Medicina y Leyes, como más remoto de nuestro Instituto, no se tratará en las Universidades de la Compañía, o a lo menos no tomará ella por sí tal assumpto». Por otra parte, la importancia asignada al cuerpo y a la buena salud constituye un objeto de reflexión central para la Orden ignaciana. En el marco de la misión, el tema de la salud se hace apremiante para la conservación de los misioneros —cuestión particularmente importante cuando se trata de establecimientos que se encuentran lejos de los grandes centros urbanos—, como para la de las poblaciones junto a las cuales trabajan. En torno a las «farmacias» y «jardines medici-
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nales» se desarrolla una cultura médica que está en el cruce de los saberes importados de Europa y de los saberes indígenas, así como de las observaciones y experiencias in situ. Por otra parte, en el Nuevo Mundo, y para él, las técnicas de navegación y cartografía desempeñan un papel importante. Esto se traduce, por una parte, en el seno del dispositivo común de formación matemática dispensada en los colegios jesuitas, como el manuscrito mexicano evocado líneas arriba subraya precozmente. La producción geográfica y particularmente cartográfica de la Compañía participa de esa vasta empresa de medición del mundo, que constituye la vertiente espacial del proceso de «disciplinamiento», del cual los jesuitas han sido uno de los más poderosos agentes culturales. Estas dos ciencias ‘mixtas’, poco presentes en el establecimiento de la Ratio Studiorum, asumen, con el peso creciente de los efectivos jesuitas fuera de Europa, un florecimiento que no habría sido justificado por una expansión solo en el Viejo Mundo. Tomaré al respecto dos ejemplos que ofrece el mundo iberoamericano. El primero es el florecimiento de los escritos del tipo ‘historia natural’; el género implica largos desarrollos sobre la geografía, en el sentido amplio de los espacios descritos, como puede dar testimonio, de manera inaugural para la Compañía de Jesús, la obra de José de Acosta, Historia natural de las Indias. A partir de una experiencia vivida, se movilizaron también otros testimonios, sobre todo los relatos de los hermanos, o los de las poblaciones autóctonas, y los textos anteriores. En este tipo de análisis intervienen también otras disciplinas científicas, las ciencias naturales de la botánica a la zoología, que no pertenecían al bagaje intelectual de partida que poseía el misionero y que indican la movilización de nuevas prácticas científicas. En todos estos ámbitos, los jesuitas han producido obras, informes, realizado observaciones, enviado plantas, dibujos, desde los primeros tiempos de las misiones: el mundo iberoamericano no ha sido únicamente el marco de estas operaciones, las ha suscitado y ha hecho de los misioneros de la Compañía agentes centrales del proyecto de inventario y de dominio del mundo de la época moderna. La figura de Eusebio Kino ofrece, en el último cuarto del siglo XVII, otro ejemplo. Su presencia en Nueva España está atestiguada, un siglo después de la de Rubio, en el momento en que ninguna actividad científica notable parece caracterizar la provincia donde los jesuitas están instalados desde hace un siglo. Su recorrido revela la gran autonomía de iniciativa de los hombres de su talento, en el empleo que hace de los conocimientos geográficos y del manejo del espacio para la empresa misionera; dicho de otra manera, él encarna, en el interior de la Compañía, una concepción de la actividad científica como correlato directo del apostolado misionero. Se ve en efecto, a través de su caso, esbozarse la idea de un trabajo científico efectuado por el misionero, sin relación con la función que le ha sido asignada en su permanencia en México. Esto expresa esta parte de la carta del encargado general Charles de Noyelle, que hace alusión a las observaciones astronómicas realizadas por Kino desde México: Aviso a Vuestra Reverencia que llegó aquel tratado que hizo Vuestra Reverencia sobre el cometa que se vio, y he enviado al Padre Wolfgango las cartas que, con sello volante me remitió, después de haberlas leído; alegrandome grandemente de saber las cosas que pertenecen a Vuestra Reverencia y a otros, y el fervor con que desean en esa nueva y gloriosa misión; y los ejercicios de votos con que se disponen para ejercitar más fructuosamente el oficio de nuevos apóstoles. Encargo a Vuestra Reverencia muy de veras, que nos vaya avisando de las conversiones de los indios y de todo lo que fuere de edificación, non sólo para que se consuelen los nuestros, sino también para que se edifiquen los demás, y sepan cuánto trabaja la Compañía a gloria de Dios, en beneficio de las almas, en partes tan remotas.
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Esta actividad científica de Kino, que no carece de importancia en el mundo colonial en que se despliega —como testimonia la larga polémica que lo opone, a este respecto, al sabio «nacional» Sigüenza y Góngora—, no suscita más hostilidad que interés de la parte del general, que se contenta, en este caso, con desempeñar el papel de intermediario con la provincia de Germania Superior, donde el misionero ha hecho toda su formación superior, y cuyo provincial, Wolfgang Leinberer, no es otro que su antiguo profesor de filosofía en Ingolstadt. Pero, correlativamente, se esboza otra relación entre ciencia y misión. Se ve, en efecto, en otra parte de esta correspondencia —se trata de una carta dirigida por el general al provincial—, cómo Kino legitima su empresa cartográfica (él trazó la mayor parte de los mapas de la región, remontándose hacia el norte de la provincia y en particular hacia la Baja California [Burrus 1954]) como el previo y verdadero sostén de una política misionera y de una empresa de evangelización: Con ocho fervorosos Padres que Vuestra Reverencia envió de nuevo a aquellas partes se habrá adelantado mucho así la buena educación de los que ya tenía el Padre Kino reducidos, como a la conversión de otros. La facilidad que se ofrece, y veo en las cartas del Padre Kino y en las del Padre Juan María Salvatierra de tránsito a las Californias, me obliga a instar de nuevo el que se procure la entrada con todas veras y calor; pues la navegación por la parte de los Pimas es brevísima, y la fertilidad de aquellos parajes en que el Padre Kino se halla muy grande, y que en caso que las Californias no sean tan abundantes, puede darles mucho socorro, dándose las manos y ayudándose unas a otras. Y así encargo a Vuestra Reverencia con todo aprieto que en las diligencias que ahí en México fueren necessarias y habrán escrito los Padres Kino y y Salvatierra, se ponga todo el cuidado posible para que se consiga lo que fuere necesario para aquella empresa.
Además de que pone el acento sobre la necesidad en que se encuentra el misionero de encontrar un apoyo en el general, en una situación en la que se halla manifiestamente en oposición con su provincial en cuanto a sus actividades personales, esta carta hace explícito de manera ejemplar el vínculo que existe entre el conocimiento del territorio y las posibilidades de expansión misionera, sin relación, en el caso que nos ocupa, con la política colonial de la Nueva España. No se trata tanto, a través de la figura de Kino, de poner las competencias científicas al servicio de un tercero —en este caso un interlocutor político cuyo poder condiciona la posibilidad de existencia del trabajo de misión— sino que se trata, al contrario, de hacer un uso interno de estos conocimientos, hacer de ellos una herramienta técnica de la empresa, en la medida en que ellos constituyen la condición de posibilidad de la misión: aquí la ciencia produce un conocimiento, que proporciona un argumento a la política misionera. Se ve cómo, a través de la figura de Kino, emerge la idea del misionero como promotor y actor de una política del espacio, y no simplemente como agente, lo cual implica en particular una base cartográfica para su apostolado. Aquí la misión es considerada como fuente y fin de una actividad científica local, que aparece como condición de la empresa universal de evangelización. Si esta concepción no es asumida por la institución, sino por algunos de sus miembros, ella toca, más allá de la Compañía de Jesús, uno de los fundamentos de la modernidad occidental: el del pensamiento del dominio del espacio por la ciencia y la técnica como condición insoslayable del proceso de civilización. Entre la instalación de los jesuitas en el Nuevo Mundo y fines del siglo XVII, entre la figura de Rubio y la de Kino, una misma tensión recorre el compromiso misionero de la
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Compañía, que cuestiona su finalidad misma y sus modos de acción. La figura del «misionero ilustrado» que nos lega sobre todo esta historia constituye, a mi modo de ver, no tanto el resultado de una política de formación científica, o a fortiori de una «política de la ciencia» propia a los jesuitas, cuanto el producto circunstancial de un equilibrio en permanente negociación entre competencias individuales (los «talentos» tan importantes en las categorías de análisis del personal de la Compañía), recursos disponibles de la Compañía, necesidades de la época, que se pueden analizar a través de la doble formulación de una demanda política de los Estados y de una demanda social de las sociedades en las que se despliega la misión. Se notará, así, que el número de «especialistas» de la ciencia presentes en el terreno misional, confundidas todas las áreas geográficas, resulta ínfimo, y que buen número de los conocimientos acumulados, después trasmitidos a Europa, por los misioneros, no necesariamente se inscriben en un avance o un método científico. Las informaciones contenidas, por ejemplo, en las Relaciones o cartas anuas, o en la correspondencia (puestas en seguida en circulación al exterior de la Orden, sobre todo a través de las Cartas edificantes y curiosas...), participan en la constitución de un saber necesario para la formación de las ciencias de la naturaleza y del hombre, pero que no es totalmente legítimo recoger en el marco del apostolado misionero. A la inversa, los nuevos saberes científicos en constitución producen una inflexión e informan las miradas dirigidas a los espacios misionales: desde este punto de vista, un Rubio o un Kino no se encuentran en las mismas posturas intelectuales, susceptible como es el segundo de disponer de un capital de conocimientos acrecentado sobre el espacio mexicano. La empresa misionera, en el cruce de dinámicas internas y externas, ha participado, pues, en el acrecentamiento del campo de la cultura científica propia del medio jesuita, y la Compañía ha aparecido, más allá de sus propios límites, como particularmente susceptible de contribuir a ese acrecentamiento. En cuanto institución religiosa, ha sido ampliamente movilizada por aquellos que trabajaban en el proceso de laicización de la cultura moderna mediante la ciencia. No hay duda de que ella lo ha sido, más allá de su supresión, como testimonian, en el caso del mundo iberoamericano, las figuras de Clavijero o de Gilij. FUENTES PRIMARIAS
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A participação do jesuíta Clavijero na «disputa do novo mundo»: uma combinação eclética de humanismo, tomismo, história natural e iluminismo Beatriz Helena Domingues
INTRODUÇÃO
Francisco Javier Clavijero nasceu em Vera Cruz, Nova Espanha, em 1731, de pais espanhóis que para lá haviam imigrado. Durante sua infância, seu pai tornou-se prefeito de Teziutlán e de Xicayán. Filho de família rica, foi instruído em francês e muitos outros idiomas (alemão, hebraico, grego, mexicano, otomiy e mixteco). Aos 17 anos já havia estudado as obras matemáticas de Tosca, e havia lido as de Quevedo, Cervantes, Feijóo, de Parra e Sor Juana Inés de lá Cruz. Com a mesma idade entrou na Ordem dos Jesuítas em 1748, mostrando um pronunciado interesse por filosofia e pela história de sua terra nativa. Assumiu então a cátedra de Letras e Filosofia no Real Colegio de San Ildefonso. Aos 20 anos estava no Colégio da Cia de Jesus em Puebla, estudando filosofia moderna nas obras de Descartes, Newton, Leibniz e outros autores. Além de ‘todos os textos aristotélicos’, leu alguns dos filósofos modernos: Descartes, Gassendi, Leibniz e Newton. Segundo Mariano Cuevas tal procedimento estava longe de constituir-se em uma exceção entre seus companheiros de ordem, que o faziam com conhecimento e anuência de seus superiores (Cuevas 1964: X). Essa não é, contudo, uma opinião unânime. O canônico Beristain, por exemplo, afirma que Clavijero teve que fazer tais estudos em segredo, ‘porque entre os jesuítas do México, ainda em meados do século XVIII, via-se tal filosofia como perigosa à pureza da religião (sa 1955). Seu tema favorito foi sem dúvida a história, especialmente a de seu país natal. Era um comprometimento intelectual e afetivo. Na execução de seu projeto, contou com a importante ajuda do jesuíta sonorense pe. Rafael Campoy, que notificou-lhe sobre a existência, no Colegio Maximo de San Pedro y San Pablo, de um rico tesouro documental deixado pelo sábio Carlos de Sigüenza y Góngora, com a particular advertência de que os papéis fossem guardados em caixas, onde pudessem resistir à ação do tempo. Clavijero devorou com avidez tal literatura. Depois do Colegio de San Ildefonso ensinou no Colegio San Gregório, também na Cidade de México, depois em Valladolid e finalmente no Colegio de Guadalajara, onde foi surpreendido pelo decreto de Carlos III (Cuevas 1964 [1781]: XI). Quando foi nomeado prefeito do Colégio de San Ildefonso, Clavijero quis reformar os estudos nessa instituição, pois os considerou extremamente atrasados. Conversou com o Provincial, que embora concordando com a referida necessidade, teria argumentado que ‘não era tempo de fazer novidades’ (Clavijero 1933 [1787]: 27). Mas, enquanto professor dos Colégios de Valladolid e Guadalajara, Clavijero atacou os erros da filosofia peripatética, e teria ditado a seus discípulos lições de filosofia mais racionais, que foram aprovadas
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pelo Provincial Zeballos. Foi expulso do México em 1767 com os demais jesuítas, e viveu o resto de sua vida no exílio na Itália. Em Bolonha, na companhia de muitos outros jesuítas conhecedores das antigüidades e história mexicanas, e com acesso a documentos valiosos, fundou também uma academia literária e dedicou-se a escrever sua História.1 Escrita originalmente em espanhol, foi imediatamente traduzida e publicada em italiano em 1780-1, em quatro volumes: três volumes da Historia em 1780 e em 1781 o quarto, que contém as Dissertaciones Históricas. Morreu em 1787, sendo seu manuscrito original, em espanhol, somente publicado após 1814, quando seu irmão, pe. Ignacio Clavijero recebeu, das mãos do Papa Pio VII, um exemplar da Bula de restabelecimento da Companhia de Jesus (Cuevas 1964 [1781]: XI). Embora não dispusesse, durante seu exílio, de dados históricos precisos sobre a história do México, a decisão Clavijero de publicá-la está associada ao aparecimento das obras de Buffon e De Pauw.2 O biógrafo de Clavijero, Juan Luis Maneiro, sugere que, embora a Historia já estivesse em andamento, as Dissertaciones foram desencadeadas pela publicação das Investigações filosóficas de De Pauwn (Maneiro y Fabri 1989). Maneiro considera Clavijero o verdadeiro criador de uma História do México. Embora outros antes dele já tivessem escrito peças de sumo valor, como Fray Bernardino de Sahágun, Motolinía, Mendieta, Moñoz, Chimalpáin e Tezozomoc, ‘não existia ainda uma obra com método, limpa de textos cansativos, erudita e em estilo elegante’ (Maneiro y Fabri 1989: IX). A obra mais importante e conhecida foi, sem dúvida, a já mencionada Historia Antigua de México. Além dela, Clavijero escreveu, em castelhano, uma Historia de California, editada após sua morte e publicada em Veneza em 1789, com várias reedições.3 Incluindo-se, com destaque, entre os escritores que escreveram sobre a aparição guadalupana, Clavijero escreveu Breve Raggvaglio della prodigiosa y Rinomata immagine della Madona de Guadalupe del México (1782), tarefa facilitada por seu acesso à Relación, de Valeriano, em náhuatl, que havia passado das mãos de Alva Ixtlixóchitl às de Carlos Sigüenza y Góngora.4 O libreto Breve descripción de la Província de México según el estado en que se hallaba en el año de 1767 parece ter sido uma dentre tantas outras peças lidas pelos jesuítas expulsos em ‘academias’ semi-familiares. Eram talvez requeridas por seus irmãos de outras províncias hispano-americanas para melhor conhecerem-se e ajudarem-se uns aos outros. Essa obra, e duas outras - Frutos en que se puede comerciar la Nueva España e Proyetos útiles para adiantar el comercio de la Nueva España, revelam o interesse de Clavijero por uma integração entre atividade missionária e político-pragmática.5
1 Dentre os intelectuais com os quais teve contato destacam-se o amigo, historiador, teólogo e literato Francisco Javier Alegre, o poeta Diego José Abad, o teólogo angelopolitano Manuel Iturriaga, Rafael Landívar e o retórico José Mariano Vallarta. Ver Cuevas 1964 [1781]: XI. 2 A obra do conde Jorge Luis Leclerc Buffon (1707-1788) foi traduzida para o espanhol com o título Historia natural general y particular, Madrid (1783-1791). Foi depois republicada em Obras Completas em Madri, em 1848. Parece, portanto, que Clavijero a leu em francês, porque a primeira edição da História do México é de 1780. 3 Ver Clavijero 1933 [1787]. A História da Califórnia foi escrita em italiano e traduzida pelo presbítero don Nicolas Garcia de san Vicente em 1862. 4 Grande parte dos documentos de Sigüenza foram transladados aos EUA pelo General Scott, onde foram estudados por E. H. Bolton e Mariano Cuevas. 5 As obras inéditas incluem: Cursos philosophicus diu in Americanis gymnasis desideratus; ‘Dialogo entre Filateles y Paleófilo contra el argumento de autoridad en fisica’; Historia Eclesiástica de México (da qual fala Maneiro); De los linajes nobles de Nueva España; ‘De las colonias de los tlaxcaltecas’; ‘Curso de Física’; Plan de una Academia de Ciencias y Bellas Artes; Ensayo de la historia de Nueva España; Certamen poetico
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Segundo Mariano Cuevas, as inovações de Clavijero no ensino da filosofia limitaram-se a detalhes no método de ensino e no ‘empenho em descartar tantas trivialidades e questões pueris que haviam sido introduzidas na filosofia aristotélica no decorrer dos séculos’. Mas tudo isso, assinala Cuevas, ‘sem sair da filosofia aristotélica’ (1964 [1781]: X). O que Clavijero almejava, prognostica seu biógrafo e contemporâneo Juan Maneiro, era eliminar as inutilidades para substituí-las pela verdadeira filosofia aristotélica. Iniciador e propagandista da renovação filosófica na Nova Espanha, Clavijero se ‘enamora’ com ardor juvenil pela filosofia moderna, defendendo a necessidade do método experimental e sua supremacia sobre a autoridade dos antigos nas questões físicas. Sabe-se que ele escreveu um amplo Cursus Philosophicus e um ou dois Diálogos entre Filaletes (não Filateles, como dizem vários autores) y Paleófilo, contra o argumento de autoridade na física. Segundo Méndez Plancarte, contra Paleófilo, amante do antigo, ergue-se Filaletes, amante da verdade (1979 [1949]: XIV). Mas ambos os escritos permaneceram inéditos em 1979, quando o livro de Plancarte foi publicado, e ainda hoje. Por outro lado, Clavijero mostra-se profundamente conservador, no interior do próprio pensamento jesuítico, no que se refere à teoria copernicana, ainda considerada por ele como uma ‘mera hipótese’ para salvar as aparências, tal qual requerido o decreto de 1616, mas desde muito questionado por vários jesuítas (ver Morse 1982; Domingues 1996). Enquanto os maiores expoentes do barroco no mundo ibérico mergulharam fundo no hermetismo e na ciência alquímica para compreender o universo, os associados provincianos do movimento invocavam astrologia, mágica, imagens e o Demônio para explicar os mistérios e dramas que afligiam suas vidas. Milagres e espíritos eram considerados parte da experiência cotidiana. Clavijero e outros jesuítas de sua geração, influenciados pelo iluminismo, vão recorrer a outros expedientes para enfrentar a ‘tradição imperial de comentários sobre o Novo Mundo’. Essa tradição teve início no século XVI com Oviedo, Sepúlveda e Góngora, permaneceu nos trabalhos de Acosta e Herrera, e culminou nas postulações científico-iluministas de Buffon, De Pauw, Raynal e Robertson.6 De forma que a história produzida no século XVIII pode ser interpretada como um comentário crítico e uma re-escritura de narrativas anteriores (Brading 1991: 432). Conforme veremos, o alvo das críticas do historiador iluminista Clavijero são os ‘filósofos iluministas’, seus contemporâneos. Perseguindo tal objetivo, Clavijero cita com freqüência a seu favor, embora também critique, os trabalhos dos pioneiros da tradição imperial José de Acosta e do ‘doutor Herrera’. Na visão ao mesmo tempo barroca e patriota de Clavijero encontram também lugar argumentos iluministas. Entre seus predecessores neste caminho caberia citar o jesuíta equatoriano Antonio de Calancha (1727-1792) que, em sua Cronica moralizada del ordem de San
para lá noche de Navidad del ano de 1753. Tem-se também notícias de obras manuscritas: ‘Uma descrição de México, capital de Nueva España e uma descrição de Puebla’ e ‘Descripcion de outras villas y cidades, especialmente a de Guadalupe’. Tais opúsculos, segundo Decorme, mostram a visão patriótica que Clavijero tinha a respeito da dominação espanhola no México. Vide, por exemplo, suas referências às restrições do governo peninsular à indústria e ao comércio mexicano; as denúncias sobre os maus tratos que os índios recebiam dos alcaides maiores; a crítica aos decretos reais proibindo a navegação com o Peru; a elaboração do ferro, a produção dos vinhedos, etc. Não é de se estranhar, portanto, que discípulos de Clavijero em Valladolid (hoje Morelia, México), principalmente eclesiásticos que ali forjaram a indústria do México (Abad y Queipo, Michena, Hidalgo, etc.) girem sobre o mesmo ideário do ilustre historiador Clavijero. Ver Decorme 1941. 6 Para uma visão mais pormenorizada das teses desses autores, bem como de seguidores e críticos ver Gerbi 1996 e Brading 1991.
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Augustin en el Perú, oferece uma visão barroca na qual milagres, maravilhas e mitos aparecem com regularidade.7 Foi um ardente patriota, opondo-se fortemente à ‘seita moderna de filósofos anti-americanos’ e a seus ‘sistemas quiméricos’. Ele referia-se aqui a Buffon, De Pauw, Raynal, etc. Mas seu trabalho só foi publicado após a independência (Brading 1991: 388; 447-448). No México, o trabalho de Clavijero e seus contemporâneos foram em grande parte auxiliado pela compilação feita por Juan de Eguiara y Eguren (1696-1763) em sua Biblioteca Mexicana (1944 [1755]).8 No exílio, outro jesuíta de sua geração, Juan Luis Maneiro, escreveu o importante livro Vidas de mexicanos ilustres. Eguiara y Eguren foi professor e reitor da Universidade do México, e bispo eleito de Yucatán. Compilou uma vasta bibliografia de todos os autores mexicanos conhecidos, com seus respectivos trabalhos, impressos ou manuscritos, enquanto uma resposta às ofensas dos europeus. Embora somente o primeiro volume tenha sido publicado em 1755, o autor consegue mostrar ao mesmo tempo a maturidade da produção intelectual mexicana e a negligência com que era vista. Eguiara escreveu um prólogo polêmico no qual procura defender as realizações culturais dos índios mexicanos, citando os trabalhos de Sahagún, Torquemada, Nieremberg e Kircher contra as acusações de dois autores basicamente: o reitor de Alicante, Manuel Martí e Pedro Murillo Velarde. Ainda que projetos nesta direção já estivessem em ebulição em sua mente, declara Eguiara, foi somente quando terminou a leitura da carta do reitor de Alicante foi que lhe ocorreu ‘a idéia de consagrar nosso esforço à composição de uma Biblioteca Mexicana a fim de salvar a pátria e o povo do México de injúrias tão tremendas e atrozes’.9 Em carta a um jovem estudante espanhol chamado Antonio Carrillo, que manifestava desejo de viajar para a América para continuar seus estudos, Manuel Martí confessava que seu próprio desejo de vir ao Novo Mundo era motivado exclusivamente pela disposição de fazer fortuna, sem nutrir qualquer interesse pelas letras. Até porque, recomenda ele ao amigo adolescente, aqueles que nutrem certa dedicação às letras, fariam melhor indo para Roma do que para as costas do México.10 Eguiarra opõe-se também a Murillo Velarde, que não vai tão longe quanto Manuel Martí em sua depreciação do México. Velarde reconhece quase todos os valores da América, lamentando apenas a falta de obras grandiosas, ou geniais, entre os talentos americanos. Eguiara não concorda com a premissa de que os americanos careçam do talento para as letras, mas reconhece que ‘seja pela divisão natural do país ou pela falta de alento e estímulo à tarefa, até agora nem no Peru nem no restante das Índias chegou a amadurecer para o parto algo que seja digno das fadigas literárias com que Minerva vem regando estes campos por mais de duzentos anos’.11 A seu favor cita a obra do pe. Vicente López, um espanhol vindo da península, mas ao mesmo tempo um crioulo ou espanhol americano de coração. López publicou um livrete intitulado Aprilis dialogus, no qual comparte com Eguiara o ódio contra guachupines como Manuel Martí que, sem jamais ter estado na América, se atrevia a vituperá-la baseado ape7
Ver Calancha 1972 [1808]. Calancha inclui-se também entre os jesuítas americanos exilados na Itália. Infelizmente Eguren só pôde imprimir, em sua própria tipografia, o primeiro volume da Biblioteca Mexicana, que contém as letras A, B e C. Os demais sobreviveram sob a forma de manuscritos. 9 Prólogos à Biblioteca Mexicana, p. 58. 10 Idem, pp. 55-59. Um interessante paralelo entre o papel de Eguiara e Clavijero e Maneiro na ‘Disputa do Novo Mundo’ pode ser encontrado em Navarro 1983: 52-53. 11 Prólogos à Biblioteca Mexicana, pp. 57-58. 8
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nas em relatos que chegavam à Espanha. Mencionando o ataque de Manuel Martí, López contra argumenta que ‘todos os espanhóis, peninsulares ou americanos, são igualmente aptos para os estudos’ (Alquicira 1979: 32). Um argumento que será amplamente explorado por Clavijero combatendo os ‘filósofos iluministas’ europeus que tentavam denegrir a América. A cultura mexicana em estrito senso, incluindo a colonial e a pré-hispânica, é defendida diretamente por Eguiara y Eguren. Por certo que na obra propriamente dita incluem-se somente autores e obras posteriores a 1521, mas quase a metade dos prólogos que a precedem consagram-se a defender e exaltar a cultura indígena anterior, mostrando suas excelências na poesia, oratória, medicina, leis, etc. (Navarro 1983: 56). Eguiara enfatiza especialmente o fato de as pictografias nativas serem, de fato, hieróglifos e não simples pinturas-escritas, conforme afirmado por Sigüenza e Kircher. Por implicação, aceita a origem egípcia dos índios, apontando para as similaridades entre suas religiões e escritos (Brading 1991: 388-389). Como os egípcios, os índios têm um governo político e doméstico em conformidade com a razão, que os tem unido às normas de uma verdadeira religião. A afirmação da racionalidade dos índios já vinha sendo defendida pelos jesuítas em diferentes partes da América desde o século XVII. Mas o conceito de racionalidade era então mais próximo do neoplatonismo do que do iluminismo.12 Referindo-se ao México de seu tempo, Eguiara defende-o das acusações de seus detratores enumerando as universidades e escolas, os numerosos estudantes, as abundantes bibliotecas e o alto nível do clero crioulo. Ao mesmo tempo, reconhece não ter o México produzido nenhuma figura com a estatura de um São Tomás, Duns Scott, Suárez, Kircher e Caramuel. E mais, que apesar de intelectuais isolados estarem próximos dos trabalhos de Descartes e Gassendi, as principais cadeiras de filosofia nas universidades eram ainda ocupadas por tomistas, escotistas e jesuítas. Clavijero, por sua vez, informa seus leitores que ele, embora seja um crioulo, nascido em Vera Cruz de pais espanhóis, esteve em contato com os índios desde a sua infância e, como jesuíta, ensinou pupilos indígenas no Colégio de San Gregorio na Cidade do México. Atesta ter conhecido vários indígenas que se graduaram com honra em colégios e universidades, e que muitos deles são agora padres, prova suficiente de que os índios têm capacidade de aprender todas as ciências. Em última instância, suas almas seriam as mesmas daquelas dos outros homens, dominadas pelo mesmo balanço entre bem e mal. No caso dos índios mexicanos, embora admire sua generosidade, piedade e fidelidade, admite seu alcoolismo e as mentiras de que se usam. A maior ênfase de Eguiara é nas faculdades mentais dos crioulos, defendendo-as em uma linha já antecipada por Feijóo.13 Acrescenta, porém, uma lista de padres, professores e prelados crioulos veneráveis que retiveram um uso vigoroso de suas faculdades mentais até idade bem avançada. Cita Sor Juana e Carlos Sigüenza y Góngora como exemplos do brilho e erudição que podiam ser encontrados no México, sem deixar de lamentar a falta de estímulo à manutenção de uma atividade intelectual na Nova Espanha, em grande parte devido ao alto preço das publicações, bem como ao desaparecimento de documentos e manuscritos importantes, como os de Sahagún.
12
Sobre o racionalismo jesuítico no século XVII e o sincretismo universalista ao qual deu suporte filosófico ver Paz 1996. 13 Para uma visão sumária da defesa dos crioulos americanos contra as calúnias contra a América por parte de espanhóis e europeus baseados nas teses de Buffon e De Pauw, ver Brading 1991: 380.
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A Biblioteca Mexicana marcou a culminação de um ciclo completo da cultura crioula em um momento no qual era ainda possível sustentar uma visão barroca do México adornada com uma antigüidade egípcia e abençoada pela Providência com a aparição da virgem de Guadalupe. Celebrava também a emergência de uma tradição mexicana de investigação da história indígena e dos hieróglifos, um estudo difícil e técnico para os intelectuais crioulos. O propósito desse projeto biográfico era o velho desejo crioulo de exaltar os ilustres filhos da pátria. E, de fato, Eguiara encontrou evidência da existência de não menos que mil autores da ‘nação mexicana’, definindo o termo enquanto envolvendo todas as pessoas nascidas na Nova Espanha —os ‘méxico-americanos’—, fossem eles índios e espanhóis. ‘O que Esguiara não podia prever é que o completo valor cultural dos autores por ele citados com tanto orgulho seria brevemente questionado pelo iluminismo europeu’ (Brading 1991: 390). A PARTICIPAÇÃO DOS JESUÍTAS MEXICANOS - CLAVIJERO - NA ‘DISPUTA DO NOVO MUNDO’
O papel dos jesuítas exilados no Iluminismo italiano
Elias Trabuse (1988: 41-57) enfatiza o fato de Clavijero e a geração de jesuítas mexicanos, que ele denomina ‘segunda ilustração mexicana’, iniciada em meados do século XVIII —pois teria existido uma primeira entre 1700 e 1750—, terem produzido uma expressiva parte de suas obras no exílio italiano, sob forte influência de vigorosas correntes da ilustração européia. Isso não elimina o fato de os jesuítas mexicanos terem levado de sua pátria algo mais do que os elementos das obras que publicaram, ou das que deixaram inéditas. Mas é fundamental reconhecer sua integração com a cultura bolonhesa de seu tempo, um dos mais fortes redutos da ilustração européia (ver Gusdorf 1971: 104-105). Aos olhos dos europeus, a Itália, e particularmente os Estados Pontifícios, era um autêntico museu que abrigava obras primas da antigüidade: um lugar privilegiado para a cultura, um lugar de peregrinação obrigatório para os artistas, literatos, filósofos e historiadores. O clima cultural italiano se adequava perfeitamente aos humanistas jesuítas mexicanos: suas idéias cosmopolitas, sua volta ao classicismo, suas pesquisas eruditas, seu incansável espírito colecionista. Daí suas obras expressarem muito da cultura italiana do século XVIII, pertencendo, nesse sentido, tanto à Itália quanto ao México (Trabuse 1988: 47). Mas o que explica o papel relevante dos jesuítas mexicanos na Itália (para onde foram também jesuítas procedentes de outras colônias americanas) foi o fato de um movimento humanista e científico de tendências renovadoras ter se iniciado primeiramente no México. Em Cultura hispano-italiana de los jesuítas expulsos, Miguel Batllori (1966) já havia acentuado a importância da presença, na Itália, de ex-jesuítas provenientes de Portugal e Espanha, Hispano-América e Brasil, no que se refere ao desenvolvimento das investigações sobre o americanismo nos últimos decênios do século XVIII e no primeiro do século XIX. Paul Hazard percebeu que em um século no qual a unidade européia encontrava-se sob a hegemonia francesa, os nacionalismos tornaram-se ainda mais vivos, sendo que o nacionalismo espanhol e mexicano centrou-se precisamente nos jesuítas exilados na Itália. Mas escapou a Hazard o paradoxo de que, dentre os jesuítas espanhóis exilados na Itália, os nacionalistas mais exacerbados se encontram precisamente entre o catalãos e demais exilados procedentes da coroa aragonesa. Isso talvez se explique pela recente unidade da nação espanhola sob Castela (meio século), e pela tradicional vinculação dos jesuítas à Casa dos
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Bourborns desde os tempos de Henrique IV, ligação que mantiveram mesmo depois das perseguições (Batllori 1966: 583).14 No epílogo de Abate Viscardo: historia y mito de la intervención de los jesuitas en la independência de Hispanoamerica, Miguel Batllori (1995) traça os elos entre a publicação das principais obras americanistas da ilustração, e sua difusão na Itália, e aquelas escritas pelos jesuítas americanos lá exilados. Mostra-nos ele que, antes de 1767 já havia se divulgado na Itália as obras americanistas da ilustração: a História Natural de Buffon e o Ensaio sobre os costumes, de Voltaire, por exemplo. E as duas obras centrais nas controvérsias européias sobre a América —as Investigações Filosóficas‘ do holandês católico De Pauwn (Berlim, 1768-1769) e a História filosófica e política‘ do ex-jesuíta Raynal (Amsterdã, 1770)— são anteriores ao ano 1773, data da supressão canônica da Cia de Jesus, e começo de um período mais florescente para aqueles exilados que se adaptaram maravilhosamente ao mundo italiano dos setecentos. Foi devido à presença dos jesuítas exilados que a Itália do final dos setecentos e início dos oitocentos teve uma participação tão importante nos estudos americanistas. Sem eles, a sua participação na chamada disputa do Novo Mundo ficaria restrita a Gian Rinaldo Carli (‘Lettere americane’, Florença, 1780). Outra obra que teve grande impacto sobre os jesuítas americanos exilados foi a de William Robertson (Londres, 1777). Batllori divide as teses que emergiram contra as obras acima citadas em quatro grupos: 1) os escritos apologéticos da colonização hispânica na América desenvolvidos por espanhóis europeus, não crioulos. Mais particularmente por aragoneses, que reclamavam a respeito da não participação da coroa aragonesa na conquista e colonização da América. Os americanos incluídos nesse grupo se limitavam a formular elogios à Espanha nos prólogos de seus livros, ou tentavam unir a defesa da Espanha com a de sua pátria americana. O quatemalteco Juan Celedonio Arteta, por exemplo, escreve, contra Raynal, uma Difesa della Spagna e della sua América meridionale, ainda inédita. Mas, no fundo, todos eles tinham um profundo sentimento regionalista que poderíamos chamar pré-nacional, e que a nostalgia da ausência e as perseguições sofridas por causa do rei e de seus ministros, cresceram e aceleraram no exílio: é o que se encontra em toda a gama de ex-jesuítas independentistas estudados pelo autor; 2) os escritos que defendiam a obra da extinta Cia de Jesus: ultrapassam muitas vezes o interesse puramente religioso e quase doméstico da Cia de Jesus, desembocando em temas de caráter geral e em obras de consulta úteis até os nossos dias. É digno de nota, por exemplo, o paralelo estabelecido por Peramás entre a república de Platão e as reduções jesuíticas guaranis, publicado em Faenza em 1793,15 lado a lado com as histórias da Cia de Jesus em diversas regiões americanas. Dentre elas, as mais importantes foram as de Francisco Javier Alegre, publicada em edição póstuma de 3 volumes no México em 1841-1842;16 Historia de las missiones de la Compania de Jesús en el Maranon español de Jose Chantre y Herrera (somente publicada em Madri em 1901); Historia moderna del reino de Quito y crónica de la provincia de la Compania de Jesús del mismo reino, de Juan de Velasco (Quito, 1940); Historia de la Compania de Jesús en Chile de Miguel de Olivares (Santiago,
14
Uma interessante ponderação neste sentido, embora por motivos inteiramente diferentes encontra-se no livro de Stephen Toulmin, onde ele discute em detalhes as dúvidas sobre a real participação dos jesuítas no assassinato de Henrique IV. A existência de tal dúvida talvez explicasse a adoração do monarca pelos inacianos enquanto um álibi para desvincula-los do crime!! Toulmin 1990. 15 Ver Peramás 1963 [1780]. Ver também Peramás 1968 [1768]; 1946 [1791]. 16 Ver Alegre 1940-1941 [1788?]; 1960-1961 [1788].
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1873). Como todos foram edições póstumas, tiveram pequena ressonância nos setecentos, mas uma grande eficácia nos oitocentos; 3) as obras poéticas e científicas que elogiavam a paisagem e a natureza do Novo Mundo. Dentre as poéticas, a mais significativa é La Rusticatio, do guatemalteco Rafael Landívar (1950 [1782]). É o primeiro entre os poetas das colônias espanholas a romper decididamente com as tradições do renascimento, e a descobrir os novos aspectos da natureza do Novo Mundo: sua flora e fauna, campos e montanhas, lagos e cascatas. Enquadram-se também neste grupo Juan de Velasco, Diego Jose Abad, José Manuel Peramás (Abad 1783). Dentre as científicas encontram-se obras geográficas e de história natural publicadas pelos exilados, que foram extremamente proveitosas para os geógrafos posteriores, principalmente Alexandre von Humboldt.17 Na empresa de reivindicação geográfica da América contra Buffon, De Pauwn e Raynal, se deram amigavelmente as mãos espanhóis e americanos; 4) as obras históricas, etnográficas e lingüisticas sobre a América em geral e sobre o homem primitivo em particular. Constitui-se no grupo principal. O enciclopedismo dos ex-jesuítas americanos se esgota no marco limitado de uma província ultramarina. Os mexicanos, por exemplo, estudam com igual interesse a história política e/ou eclesiástica, geografia, fauna, flora, povos, línguas indígenas, etc. O mesmo é valido para os peruanos, quitenhos, chilenos, etc. (Batllori 1966: 141-146). Clavijero contra os ‘filósofos iluministas’
A principal motivação de sua História Antigua de Mexico foi refutar De Pauw, Buffon, Raynal e Robertson, enquanto representantes dos maiores erros publicados pelo ‘Século das Luzes’,18 mas os argumentos estão mais explicitados em suas Dissertaciones.19 A rigor, informa-nos Clavijero, o Século das Luzes teria publicado mais erros do que todos os séculos passados, ‘pois escreve-se com liberdade, mas mente-se desavergonhadamente: não é apreciado o que não é filosófico, nem tampouco se reputa como tal aquilo que não ataca a religião e adota a linguagem da impunidade’.20 Esclarece, contudo, não estar oferecendo um julgamento uniforme sobre eles, e sim priorizando a obra de De Pauw dentre a de outros ‘filósofos ou cientistas iluministas’ (Buffon, Raynal, Roberston, etc.) porque ‘nela se hão recolhido todas as imundícies, ou erros de todos os demais’. No que se refere a Buffon, admite ter uma grande estima por esse célebre autor, reputado por ele como ‘o mais diligente, o mais hábil e o mais eloqüente naturalista de nosso século’,21 mas profundo desconhecedor da natureza americana. Devido ao fato de o assunto de sua obra ser por demais vasto, continua Clavijero, não é de se admirar que Buffon por vezes erre ou se esqueça de algo que havia escrito antes, principalmente no que se refere à América, onde a natureza é tão variada. Esclarece ainda na introdução das Dissertaciones que não está oferecendo ao leitor um trabalho de glorificação do México e da América, pois ‘para isso seria preciso uma obra volumosa’, fazendo-os parecer superior à Europa. Quer apenas ‘demonstrar as conseqüências que podem ser naturalmente deduzidas dos princípios impugnados por esses autores’.22 17
Incluem-se aqui os mapas da América setentrional e meridional traçados por Clavijero. Clavijero, Francisco Javier. Historia Antigua de México. O quarto volume constitui-se das Dissertaciones, nas quais o autor responde aos ataques de Buffon e Pawn à América. Nas notas de pé de página refiro-me ao quarto volume como Dissertaciones. 19 Clavijero, Francisco Javier. História Antigua de México. Ver também Gerbi 1966: 159-173. 20 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 10. 21 Idem, pp. 12-13. 22 Idem, p. 12. 18
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As Dissertaciones estão divididas em quatro partes: 1) Sobre a população da América e particularmente a do México; 2) Principais épocas da história do México; 3) Sobre a terra do México, especialmente contra a tese do continente encharcado; 4) Sobre os animais do México; 5) Sobre a constituição física e moral dos mexicanos. Clavijero inicia com uma defesa da população da América, e particularmente da do México; segue-se uma periodização das principais épocas da história do México, com um capítulo dedicado à defesa da terra do México contra a tese buffoniana do continente encharcado. Mas o autor não vai ao âmago dos erros do adversário tentando provar a inferioridade do Novo Mundo: chega até mesmo a tolerar ‘argumentos humorísticos’ de Buffon quando afirma ter sido o México a parte que salvou-se do ‘segundo dilúvio’ —exclusivamente americano— por estar muito acima do nível do mar. Aliás, sua descrição geográfica do México distingue claramente entre as costas tropicais e o clima mais temperado do planalto central. Em termos populacionais, distingue nitidamente as sociedades organizadas, como a dos mexicanos e a dos incas, daquelas que ainda viviam em estado primitivo. Sua defesa dos americanos restringe-se às sociedades civilizadas, especialmente o México. Mas, mesmo quando fala dos animais mexicanos reafirma, contra Buffon, a superioridade dos pássaros cantores e de outros animais do México. Na quinta dissertação discorre sobre a constituição física e moral dos mexicanos, opondo-se frontalmente à tese pauwniana sobre a degeneração dos homens no Novo Mundo. Expressa, entretanto, seu preconceito em relação aos negros, por ele considerados inferiores. Os índios, de belíssima constituição física e moral, esperam apenas por instrução: ‘o obstáculo não é natural, é social. Não é a imbecilidade, é a miséria’.23 A sétima, e última dissertação, refere-se a religião dos mexicanos. Indagado sobre o paganismo indígena, Clavijero defende-se, mais uma vez de forma semelhante a Las Casas, argumentando que o paganismo dos indígenas é preferível ao dos gregos e romanos.24 Chegando mesmo a defender os ‘sacrifícios’, detinha-se apenas frente à prática da antropofagia. Mas, como a manobra preferida de Clavijero é o contra-ataque —defender a América catalogando minuciosamente as fraquezas da Europa— até mesmo para a antropofagia encontra uma saída: a diferença é que os índios matam e comem os mortos, enquanto os europeus matam e descartam os corpos.25 Em tais afirmações está implícita, segundo Gerbi, a crença na superioridade da civilização sobre a natureza e a fé no progresso, às quais os índios podem ascender. A aposta na capacidade dos índios para as letras e artes era já uma característica do pensamento jesuítico desde o século XVI.26 Sua defesa do índio encontra-se principalmente no campo moral. Embora concorde com De Pauw que os índios sofram dos vícios da embriaguez e pederastia, defende-os dizendo que o primeiro foi difundido entre eles pelos espanhóis, e o segundo era já um vício antigo na Ásia e Europa. Sobre a origem do ‘Mal-Francês’: inocenta os índios de terem transmitido a sífilis aos espanhóis. Nesse aspecto, Gerbi considera o patriotismo de Clavijero tão forte a ponto de sobrepor-se ao seu espírito religioso e missionário. Mário Góngora menciona o fato de a Historia Antigua de México ter sido acusada pelo jesuíta espanhol Caballero de ‘excessivo nacionalismo mexicano’. Pessoalmente, estou convencida, com Gerbi e Góngora, de que Clavijero,
23 24 25 26
Idem, p. 15. Dentre a grande bibliografia sobre Las Casas e os índios é particularmente interessante Pagden 1982. Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 397. Vide, por exemplo, o trabalho do padre Acosta 1996 [1604].
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como Molina e Cavo, jamais teria adotado uma atitude anti-espanhola. O que se percebe em seus escritos é uma grande apreciação pelos fundadores de nações como Cortés e Valvídia, lado a lado como o elogio dos índios.27 Dentre os últimos, é preciso como já foi dito, demonstrava uma estima muito maior pelas grandes culturas indígenas, como já haviam feito Vitória e Las Casas. Embora Clavijero use, indiscriminadamente, o termo mexicano para se referir aos astecas e aos seus contemporâneos, continua a ser bastante difícil a associação entre a esplêndida cultura asteca antiga e os índios do presente.28 Já começam a aparecer, desde a primeira dissertação, aspectos do pensamento jesuítico que denunciam certa continuidade com a visão barroca de mundo, ainda que combinada com uma perspectiva iluminista. Chama atenção especialmente o recurso ao critério de autoridade baseado na teologia e a adoção de uma metodologia eclética, duas características marcantes do pensamento inaciano já desde os séculos anteriores. Em Clavijero, o recurso ao ecletismo aparece tanto na forma de apresentar as diferentes teses sobre os diferentes tópicos, como nas conclusões que delas extrai. Ele freqüentemente começa por citar a opinião de diferentes autores sobre os mais diversos tópicos, sem necessariamente adotar a de um deles. Logo em seguida, porém, o procedimento mais comum é encontrar embasamento para suas próprias teses em citações de partes inteiras ou selecionadas de um ou vários autores. Incluem-se inclusive, dentre eles, muitos dos precursores da tradição imperial de historiografia sobre os quais se amparam seus ‘inimigos iluministas’ Buffon, De Pauw, Raynal e Robertson. Merecem destaque, no texto de Clavijero, os precursores o pe. Acosta, ‘doutor Hererra’, Gómara e Oviedo. Ele parece ter especial prazer em mostrar as contradições no interior da própria escola imperial da historiografia. Freqüentemente desacredita os escritos de Buffon e De Pauw mostrando incoerências entre eles e os de seus mestres, cuja precedência espanhola e conhecimento in loco do continente americano jamais haviam produzido absurdos do nível daqueles ‘inventados’ pelos ‘iluministas’. Sua atitude em relação ao iluminismo é, portanto, ambígua: admiração pelos ideais de racionalidade e universalidade do ser humano e desprezo pelo que considera a adoção de tal visão filosófica enquanto uma forma de atacar e descaracterizar a religião. Mas, quando os autores anti-americanos amparam-se no uso dos estudos de história natural para denegrir povos que não conhecem, como é o caso dos mexicanos, considerados por Clavijero no mesmo grau de humanidade dos europeus, a defesa do jesuíta recorre à mesma razão universal iluminista, que pressupõe ser a racionalidade uma característica universal do homem.29 O resultado parece ser uma mistura de filosofia iluminista, história natural, política e religião, que estou tentada a identificar como uma característica do pensamento jesuítico do período, que além de tentar combinar perspectivas passadas com as do presente, antecipa, em alguns temas, as tentativas de conciliar história natural com o texto bíblico no século XIX.
27 Outro pensador mexicano que admitiu sua admiração pelas glórias políticas e militares da Espanha, bem como pelos humanistas, teólogos e místicos do século XVI, e mesmo Felipe V, Feijóo e Carlos III, foi José Antonio Alzate. A rigor, sua admiração balanceada pela cultura espanhola - que foi a réplica a uma acusação e não um ato espontâneo - é colocada nos mesmos termos que teriam sido empregados por um ‘iluminista’ espanhol tentando uma síntese entre o seu tempo e o século XVI. Um interessantíssimo estudo sobre seu pensamento e o de outros ‘misoneístas’ foi feito por Pablo González Casanova (1948). 28 Segundo Gerbi, somente um jesuíta, um nativo de Guayaquil, empreendeu uma defesa apologética da Espanha e da Hispano-América, em um trabalho onde atacava Raynal. Mais sobre o tema em Brading 1991 e Pagden 1990. 29 Mais uma vez, é preciso esclarecer que isso é verdade para os mexicanos mas não para todos os americanos.
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A COEXISTÊNCIA DO CRITÉRIO DE AUTORIDADE TEOLÓGICO E A HISTÓRIA NATURAL NA DEFESA DA NATUREZA MEXICANA E AMERICANA NA DISPUTA ENTRE CLAVIJERO COM BUFFON
É possível perceber uma forte influência barroco-medieval em Clavijero, e em outros jesuítas contemporâneos, quando se pondera o peso dos argumentos teológicos nas suas Historias (do México e Califórnia) e em suas Dissertaciones. Os arrazoados iluministas, e ampla utilização de postulados naturalistas —indicadores do caráter enciclopédico de seus escritos—, parecem atuar, em alguns momentos, principalmente no sentido de fornecer embasamento científico e histórico ao texto bíblico, cuja verdade é tida como inquestionável. É como se Clavijero estivesse inaugurando uma tendência, bastante difundida no século XIX, de provar cientificamente o Genesis. Mas é claro que ele não se limita a isso. Afim de jamais colocar à prova o texto bíblico, especialmente a Tese da Criação Divina, ele acaba desenvolvendo raciocínios bastante interessantes na direção de um relativismo cultural: as coisas, os animais, os climas e céus podem ser diferentes, sem que isso implique em concluir pela superioridade ou inferioridade de uns sobre os outros, como supõem as teses generalizantes de Buffon e De Pauw. Mas, é mister reconhecer, o autor comumente se trai tentando provar a superioridade da natureza —clima, animais e plantas— e dos habitantes do México. Na sua Historia antigua de México, as fontes tidas como mais confiáveis, após o texto bíblico, são as indígenas e as espanholas.30 Sobre a origem do Novo Mundo, por exemplo, Clavijero argumenta que ocorreu após o dilúvio, mais precisamente depois da confusão das línguas, responsável pela remessa de povos para diferentes regiões do globo. Os americanos, todavia, não teriam se originado de qualquer povo da antigüidade egípcia ou asiática, pois a prova mais importante oferecida até agora —o texto bíblico— não é clara sobre isso.31 Acrescente-se a isso ponderações sobre as semelhanças e diferenças entre as línguas, construções e costumes dos americanos e os de outros povos. Apesar de seu papel inovador no campo da historiografia sobre o México, até então fragmentada e menos metódica, a erudição do texto —que cita a posição dos ‘mais importantes historiadores espanhóis sobre o México’ sobre os diversos temas tratados, contrapondo-os aos ‘representantes da tradição imperial’— e da ênfase nas fontes, oculares ou não, suas Dissertaciones parecem-me um documento bastante apaixonado, no qual o compromisso com a defesa do México, englobando sua natureza e seus habitantes, adequando-os à veracidade histórica e natural do texto bíblico, obrigam o autor a fazer verdadeiros malabarismos. Um resultado evidente é politizar tanto os argumentos teológicos quanto os oriundos da história natural visando provar, em muitos casos, a superioridade do México e dos mexicanos, apesar dos constantes anúncios sobre sua imparcialidade. Dentre os problemas que mais afligiam os católicos do século XVIII estava o de conectar o relato bíblico de Noé e o Grande Dilúvio com a aparição do gênero humano e dos animais no Novo Mundo, problema que se acentuava devido à aceitação geral de que a integridade da história humana se encaixaria em um período de 6.000 anos. Clavijero não descartava a hipótese de Acosta, segundo a qual os índios teriam cruzado o Estreito de Bering, uma vez
30
Clavijero, F. J. Dissetaciones, p. 35. Aqui Clavijero opõe-se à tese de Sigüenza y Góngora afirmando a origem egípcia dos povos americanos. Clavijero, F. J. Dissetaciones, p. 35. 31
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que os próprios mitos indígenas do dilúvio e da migração pareciam confirmá-la. Mas impressionava-se igualmente com a hipótese, encontrada em Feijóo e Buffon, de que as massas de terra no continente devem ter sofrido importantes deslocamentos causados por ‘revoluções’. Ele não tinha dúvidas de que a América do Norte havia sido unida à Europa e Ásia, e o Brasil à África. O que facilita, sem dúvida, imaginar uma migração de homens e animais da Arca de Noé e da Torre de Babel para a América. Sem desmerecer o status de Buffon enquanto um naturalista, Clavijero dedica duas dissertações a criticar rotundamente a tese buffoniana sobre a excepcionalidade da natureza americana. Começa por denunciar que o primeiro a comentar sobre a abundância de águas no continente americano foi o jesuíta José de Acosta. Mas já estava em Acosta também, lembra ele, a tese que concede que, se há um paraíso terrestre, ele está na América.32 Outros historiadores europeus, depois de Acosta, também emitiram opinião favorável sobre o clima da América.33 Na medida em que De Pauw baseava sua tese do segundo dilúvio americano em Acosta, Clavijero assinala as contradições entre os dois textos, uma vez que Acosta refere-se apenas a um dilúvio universal, com o que ele concorda. Ao mesmo temo, chama a atenção para os erros do texto do pe. Acosta em dois aspectos. Em primeiro lugar, Acosta afirmava que todos os índios tinham tido notícia do dilúvio, quando, na realidade, Clavijero nos garante que apenas os que viviam em sociedade (incas e astecas) o tiveram. Em segundo, Acosta disse que os incas relacionavam o dilúvio com as fábulas inventadas sobre a fundação do seu império, o que carece de evidências. Já os mexicanos, acrescenta ele, não só mencionavam o dilúvio como a confusão de línguas da qual resultou a dispersão das gentes. Isso pode ser comprovado pelas pinturas às quais referem-se Sigüenza y Góngora e Fernando de Alva Ixtlixóchiitl. Conforme é característico das formulações ecléticas que recusam ou não se julgam capazes de formular um sistema único e coerente, o texto de Clavijero, como o dos jesuítas em geral, serve-se do recurso metodológico de citar e confrontar diferentes opiniões sobre um determinado tema. Já na primeira dissertação, que trata da população da América em geral e da do México em particular, Clavijero propõe-se a examinar algumas das opiniões dos filósofos antigos, ‘sem a pretensão de construir um sistema, pois não há fundamentos para apoiá-lo’.34 Os autores dos séculos anteriores que cita com maior freqüência, por reconhecer que seus escritos constituem os mais bem documentados e verdadeiros sobre o continente americano, são Acosta, Gómara e Herrera (pertencentes à tradição imperial da historiografia), Garcia, Martinez, Torquemada, Sigüenza y Góngora e Alva Ixtlilxóchitl. Em cada tópico cita basicamente os mesmos autores —uns mais outros menos conforme o tema— para mostrar alguns poucos acertos e outros muitos erros, ainda que com certa freqüência opte por teses já reiteradas por predecessores como Sigüenza y Góngora, a quem muito admira, Gemelli, seguidor de Sigüenza, Gómara e Acosta, ao mesmo tempo admirados e criticados, e Torquemada, também alvo de admiração e recriminação.35 No que se refere às épocas e acontecimentos da conquista, considera serem as Cartas de Cortés a Carlos V
32
Idem, p. 93. Thomas Gages, por exemplo, tornou-se um verdadeiro oráculo de ingleses e franceses sobre a América. 34 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 15. 35 Torquemada é acusado de se contradizer com freqüência. Ex.: discussão sobre a cronologia dos reis do México. Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 80. 33
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o relato mais autêntico da empreitada.36 Esse é um dos temas/momentos onde o lado espanhol de Clavijero se sobrepõe ao crioulo. Indicativo da adoção apenas parcial de aspectos da modernidade —então em sua fase iluminista— sua opção intelectual foi no sentido de continuar a privilegiar o particular em detrimento do universal, uma característica das formulações pré-modernas ou medievais. Mas o recurso ao universalismo iluminista está também presente no trabalho de Clavijero. É do recurso ao particular que se vale o autor, por exemplo, para defender a especificidade de mexicanos e peruanos, especialmente os primeiros, dentre os demais americanos, principal objetivo da obra. Para demonstrar ao leitor a superioridade de sua metodologia, ele valoriza casos individuais em detrimento de generalizações sem fundamento, que resultariam em formulações abstratas e falsas. A principal crítica metodológica endereçada a seus oponentes são as ‘generalizações abstratas’ formuladas pelos filósofos naturais iluministas europeus sobre a América, local onde nunca estiveram e nem sequer se preocuparam em basear-se em relatos de bons historiadores espanhóis, alguns deles pertencentes à própria tradição imperial de historiografia. É significativo, entretanto, que seja do recurso ao universal que provenha o seu argumento mais decisivo a favor da igualdade, pelo menos potencial, entre os índios e os europeus: o uso universal da razão. É também esse reconhecmento que o identifica indubitavelmente com o pensamento iluminista. Por outro lado, podemos diagnosticar o raciocínio iluminista que ele critica nos filósofos europeus em seu próprio raciocínio. A preocupação com as fontes históricas, por exemplo, é uma preocupação típica do final do século XVIII, que Clavijero declara não encontrar nos textos de seus inimigos. Mas mesmo quando os referidos filósofos alegam estar baseados nas mesmas fontes, Clavijero considera que o fato de nenhum deles ter estado na América prejudica seu julgamento e interpretação. O seu próprio uso das fontes, oculares e documentais, embora sem dúvida muito mais articulado que o de seus predecessores ou de alguns de seus oponentes, é profundamente prisioneiro de uma tese a priori que quer provar: as virtudes da natureza, história e habitantes do México. Acoplado a tal compromisso, deve-se ainda considerar o peso dos argumentos religiosos, dos quais não só os ‘filósofos iluministas’ europeus, mas também seus oponentes ibéricos ligados ao despotismo esclarecido, vinham tentando se libertar. O autor vale-se de um critério universal —iluminista— quando defende a igualdade entre americanos e europeus, reflexo da igualdade do gênero humano. Mas as diferenças logo aparecem, no interior da própria população americana —a rigor somente peruanos e mexicanos seriam de fato dotados de compleição física e espiritual semelhante à dos europeus— para não citar os povos africanos e asiáticos, que Clavijero está longe de se propor a enaltecer. Nesse ponto seu argumento é tipicamente iluminista: apesar da suposta igualdade em função do uso da razão, existe uma hierarquia entre o gênero humano decorrente precisamente de seu melhor ou pior uso. A diferença de grau entre mexicanos e europeus era apenas devido à falta de instrução, um argumento que faria sentido para iluministas de diferentes procedências, e mesmo para os positivistas do século XIX. Quanto aos demais índios americanos —e aos africanos e asiáticos—, a distância em relação aos europeus parecia ser bem maior. O mesmo argumento seria verdadeiro no que se refere aos índices populacionais. Buffon, que media o grau de desenvolvimento dos povos pela densidade populacional, não teria, segundo Clavijero, quaisquer evidências de que a América fosse menos 36
Idem, p. 86 e ss.
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povoada que a Europa. Os mexicanos, por exemplo, formavam povos tão numerosos quanto os europeus. Já os selvagens, como de resto o fazem os selvagens de outras partes do mundo, viveriam de fato dispersos e formavam pequenas nações.37 O recurso ao universal tem também um papel importante em um tema no qual, paradoxalmente, o que predomina é mais uma vez a visão barroca. Vejamos, por exemplo, a contraposição de Clavijero à tese de um segundo dilúvio americano e em defesa de um dilúvio universal, única hipótese garantida pelo texto bíblico. Segundo ele, a tradição de um dilúvio universal é unânime, ainda que existam pequenas variações entre os americanos. É falsa, portanto, a alegação da existência de um dilúvio peculiar à América.38 A falsidade da tese de um segundo dilúvio americano pode ser comprovada na história natural e na geografia. Se os lagos e pântanos tivessem se formado por ocasião de um dilúvio —universal ou americano— já teriam secado, especialmente levando-se em consideração sua localização na zona tórrida. A explicação para a sua permanência estaria, portanto, em causas naturais: ‘grandes rios são alimentados por chuvas constantes’. ‘As únicas lagoas que secaram na Nova Espanha foram provocadas pela indústria humana’.39 Terremotos ocorrem tanto no velho quanto no Novo Mundo. Se o número de corpos marinhos petrificados fosse um indicativo de uma inundação mais recente, seria mister admitir que eles são mais numerosos na Europa do que na América. Sendo as elevações da América maiores que as européias, é mais plausível supor que, caso alguma parte tenha escapado à grande inundação, tenha sido exatamente a América.40 Uma vez que um dos pontos mais altos do planeta —o el Desabezado— está no Chile, distante do mar mais de cinqüenta milhas, a descoberta de animais marinhos lá confere crédito indubitavelmente à universalidade do dilúvio.41 O México, ele reconhece, também possui montanhas altíssimas e cobertas de neve —o que é considerado um aspecto negativo por De Pauw— mas são incomparavelmente maiores os terrenos férteis e cultivados. Se o México fosse um pântano, como generaliza Buffon sobre o continente americano, não poderia ser tão populoso e viver em sociedade regida por leis, ou serem os mexicanos abastecidos pelas safras agrícolas. A multiplicidade e variedade de plantas do reino do México não deixam dúvidas sobre a prodigiosa fertilidade daquelas terras. O próprio pe. Acosta já fazia referência à multiplicidade de cavalos, ovelhas, vacas e outros animais na Nova Espanha. E Torquemada referiu-se aos excelentes tipos de trigo produzidos na Nova Espanha, melhores que os da Europa.42 Com exceção das terras muito quentes, nas demais é possível encontrar as mesmas frutas que na Europa. Uma vez mais a referência histórico-científica vem de Acosta que, falando da América em geral, diz que quase tudo que de bom se produz na 37
Idem, pp. 102-103. Mas Buffon está errado quando diz serem os selvagens a maioria, esquecendo-se de povos como os mexicanos, os peruanos e todos os outros que vivem em sociedade. Por outro lado, ‘as outras nações que se mantiveram selvagens, o fizeram por demasiado amor à liberdade ou por outra causa que ignoramos’ (p. 103). 38 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 96. 39 Idem, p. 96. 40 Idem, p. 98. 41 Idem, p. 100. Se tivesse que abrir uma exceção nesse tópico, pondera ele, seria exclusivamente para ‘conjecturar que, se algum povo deixou se ser atingido por ele, seria o mexicano, já que as terras mexicanas estão entre as mais altas do mundo’ (p.103). 42 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 129. Segundo Clavijero Juan Ignácio Molina, em sua História Compendiosa del reino de Chile, recentemente impresso em Bolonha, ‘também se refere à fertilidade do solo, especialmente para o plantio do trigo’ (p. 130).
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Espanha, se faz em parte melhor e em parte pior na América: trigo, cebola, hortaliças, legumes, etc. Complementa Clavijero que, se Acosta tivesse falado somente da Nova Espanha, teria omitido o ‘quase’.43 Sobre vários outros aspectos, Acosta argumentou que na América se dão melhor as coisas da Europa do que na própria Europa. A praça de México, como a de muitíssimas outras cidades da América, é o centro de todos os dons da natureza. Não é menor a abundância de plantas medicinais, conforme atestado pelo célebre naturalista Herrera, que descreve e enumera cerca de 900 delas. Quanto a serem as plantas venenosas mais abundantes na América do que na Europa, Clavijero responde De Pauw dizendo não ter notícia da existência sequer da vigésima parte daquelas encontradas na Europa. Conforme estamos vendo, neste tema suas principais referências são Acosta, o doutor Herrera, Jiménez e outros autores europeus que estiveram na América, ainda que ressalte que tais escritos não dão uma idéia completa da fertilidade das terras americanas. É evidente também, neste ponto, o envolvimento apaixonado de Clavijero com a causa americana, invertendo as acusações contra a América pela Europa, procedimento por ele recusado na introdução e várias vezes reforçado no decorrer do texto. 44 Na discussão sobre o clima, Clavijero critica as associações feitas pelos naturalistas iluministas entre certas características climáticas e a superioridade ou inferioridade de um país. Se em alguns momentos chega a emitir juízos nos quais é possível vislumbrar um relativismo cultural mais sofisticado que aquele de Las Casas —como quando afirma que não existiriam climas superiores ou inferiores— o tom das Dissertaciones sobre o tema acaba caindo no mesmo jogo dos seus adversários, ainda que com perspectiva inversa. Começa argumentando sobre os diferentes climas dos diferentes continentes, ou mesmo no interior de cada um deles, como é o caso do México.45 Buffon e De Pauw haviam associado a malignidade do clima americano à pequenez e raridade de seus animais e à grandeza e enorme multiplicação de insetos e outros animais semelhantes na América. Sobre o primeiro ponto, Clavijero mostra as contradições entre os textos de Buffon e De Pauw. Se, começa ele, conforme argumenta Buffon, os climas temperados produzem animais menores e mais tranqüilos que os dos climas excessivos, a América (México) se incluiria no primeiro caso. Nesse caso, a inferência de De Pauw sobre a malignidade do clima americano por produzir animais menores e menos ferozes, seria uma contradição de termos.46 Se tal fosse verdadeiro, ter-se-ia que concluir pela inferioridade da Europa em relação à África: ‘Se algum filósofo da Guiné empreendesse uma obra seguindo o modelo do senhor Pauw com o título —Investigaciones filosóficas sobre los europeos— poderia valer-se do mesmo argumento do senhor Pauw para demonstrar a malignidade do clima da Europa e as vantagens do da África’.47 Quanto à proliferação de insetos, não nega que ocorra em outras regiões do mundo ou mesmo em poucas regiões da própria América - mas definitivamente não no México.48 Tampouco se encontram tantos exemplos de multiplicação de insetos no Novo Mundo,
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Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 131. Idem, pp. 135-140. 45 Idem, pp. 106-107. 46 Idem, p. 109. 47 Idem, p. 110. 48 Essas outras regiões seriam: Filipinas, ilhas do arquipélogo indiano, alguns países da Ásia meridional, em muitos da África e em alguns da Europa. Clavijero, F. J. Dissertaciones, pp. 112-113. 44
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causando despovoamento, quanto na Europa.49 A existência desses e de outras monstruosidades na Ásia e África explica-se pelo fato de nem o clima nem as espécies animais e vegetais desses continentes terem mudado nos últimos cem anos.50 Quanto à tese referente ao excesso de frio nos países do Novo Mundo situados na mesma latitude que os europeus, Clavijero responde invertendo a lógica do raciocínio: ‘Seria mal o clima do velho mundo devido ao excesso de calor nos referidos países?’ Seu principal argumento, entretanto, é a inexistência de observações suficientes para estabelecer, como um princípio geral, que os países americanos situados na mesma latitude fossem, de fato, mais frios. Segundo Clavijero, assim como existem países na América mais frios que seus correspondentes no velho continente, o oposto também se verifica. Pois, as causas do calor ou frio de um país não se relacionam apenas com a distância em relação à linha equinocial: influem também a elevação do terreno, a proximidade de uma montanha coberta de neve, a abundância de chuvas, etc.51 Ou seja, a explicação vem da história natural. De tudo isso Clavijero conclui que o fato de o clima da América —e aqui ele generaliza— não apresentar tantas variações quanto o da Europa é um aspecto positivo. Pois, uma maior uniformidade de clima facilita a adaptação do homem precavendo-se dos efeitos perniciosos das mudanças de estações. O clima ideal —como no México ou em Quito— é o que está igualmente distante dos extremos do verão ou do inverno: ou seja, aqueles constituídos de uma ‘primavera perpétua’, como dizia Virgílio de sua Itália e Horácio das Ilhas Afortunadas. Também era assim que os gregos representavam os ‘Campos Elísios’ e os livros sagrados nos davam uma idéia da felicidade na Jerusalém celestial.52 Se há algum exagero climático, é a favor da América. O que se explica pela variedade de climas, e não por sua relativa uniformidade, que possibilita a cada planta o clima que lhe convém. Em suma, diz-nos Clavijero, se a não adaptabilidade de algumas plantas americanas à Europa não é argumento a favor da esterilidade de seu solo, tampouco pode sê-lo para alguns países da América.53 A seu favor, Clavijero cita a Historia Natural de Francisco Hernández (1517-87) —o ‘Plínio da Nova Espanha’— um médico e botânico que passou vários anos no México recolhendo material para seu grande trabalho, publicado em latim no século XVII. Baseando-se em seu trabalho, Clavijero apresenta numerosas adições para a lista da flora e fauna mexicana compilada por Buffon, buscando demonstrar a extrema riqueza da tradição cultural mexicana. Na conclusão dessa discussão sobre climas malignos e benignos, vale chamar a atenção para dois aspectos. O primeiro é a indefinição entre o uso do critério particular e do universal: se o clima da América e do próprio México é tão variado, como pode-se concluir que, em geral, sejam melhores que o da Europa? O segundo diz respeito à força das postulações religiosas para oferecer a prova definitiva do que vinha sendo atribuído a ‘causas naturais’:
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Sobre as monstruosidades supostamente encontradas na Lousiana - ratazanas que rugiam como vacas - e reportadas por De Pauw, afirma não existirem nem na América nem na Europa, embora possam certamente existir na Ásia ou África, onde já foram encontradas enormes serpentes (as quais, segundo o próprio Clavijero, teriam existido também na Roma antiga). 50 Clavijero, F. J. Dissertaciones. p. 116. 51 Idem, pp. 119-120. 52 A própria História de Acosta, autor tão admirado por De Pauw e que não tinha interesse em engrandecer a América, referia-se ao clima americano como aquele que desconhecia invernos ou verões extremos, tal qual referido nos Campos Elísios ou na Ilha Atlântida de Platão. Clavijero, F. J. Dissertaciones. p. 122. 53 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 132.
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ou seja, de conhecimentos provenientes quase que exclusivamente da história natural e geografia. O argumento decisivo, como o Bem na filosofia platônica, é o teológico:54 o melhor clima é aquele que mais se aproxima da ‘primavera eterna’, ou do ‘paraíso terrestre’, ao qual diferentes partes da América foram freqüentemente associadas por jesuítas e outros. Também nas dissertações sobre os animais do reino do México, é possível perceber a mistura do teólogo com o cientista, naturalista. Os comentários sobre a escassez de animais, Clavijero alerta-nos, tiveram origem com Herrera. Na verdade, argumenta ele, a única evidência para sustentar parcialmente tais idéias seria a incidência de fortes estações chuvosas. Pois então qual lago americano seria maior que o mar Cáspio? Os bisões, ursos ou lobos americanos são do mesmo tamanho de seus primos europeus. E, se não fossem, por quê o mero tamanho dos animais teria tanta importância? O elefante, por exemplo, tão admirado por Buffon, não passa de uma besta horrorosa. Aliás, se o tamanho dos animais fosse um critério de maturidade, a África estaria acima da Europa, que então deveria ser definida como infantil e degenerada.55
Outra grande mentira, prossegue Clavijero, é que as espécies animais européias diminuam de tamanho na América. De fato, existe no México uma grande quantidade de bois, cavalos e carneiros maiores e mais saudáveis que os europeus. A rigor, alerta-nos ele, os comentários sobre a escassez de animais tiveram origem com Herrera, representante da tradição imperial no século XVI. Na verdade, argumenta ele, a única evidência para sustentar parcialmente tais idéias seria a incidência de fortes estações chuvosas. Pois que lago americano seria maior que o mar Cáspio? Os bisões, ursos ou lobos americanos são do mesmo tamanho de seus primos europeus. E, se não fossem, por quê o mero tamanho dos animais teria tanta importância? O elefante, por exemplo, tão admirado por Buffon, não passa de uma besta horrorosa. Aliás, se o tamanho dos animais fosse um critério de maturidade, a África estaria acima da Europa, que então deveria ser definida como infantil e degenerada. A seu favor, Clavijero cita a Historia Natural de Francisco Hernández (1517-87) —o ‘Plínio da Nova Espanha’— um médico e botânico que passou vários anos no México recolhendo material para seu grande trabalho, publicado em latim no século XVII. Baseando-se em seu trabalho, Clavijero apresenta numerosas adições para a lista da flora e fauna mexicana compilada por Buffon, buscando demonstrar a extrema riqueza da tradição cultural mexicana. O próprio Acosta, que não pode ser considerado um ‘defensor da América’, reconhecia que o clima do México era excepcionalmente bom, e seu solo bastante fértil.56 Considera também totalmente descabida a tese depauwniana que atribui a precoce extinção dos grandes quadrúpedes na América ao suposto dilúvio americano. Pois, mesmo condescendendo que tais quadrúpedes tenham existido na América em um passado distante, as causas para a sua extinção podem ter sido as mais diversas.
54 Vale assinalar que, embora a opção filosófica dos jesuítas seja pelo aristotelismo, seu ‘sincretismo universalista’ ampara-se em grande parte no neoplatonismo. Ver Paz 1996. 55 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 70. 56 Ibid. p. 60. Ver também Brading 1991: 452-453.
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O ECLETISMO FILOSÓFICO, CIENTÍFICO E TEOLÓGICO NA DEFESA DOS MEXICANOS, INCLUINDO SUA HISTÓRIA, ORGANIZAÇÃO POLÍTICA E RELIGIÃO NA DISPUTA ENTRE CLAVIJERO E DE PAUW
Tendo mostrado a fraqueza dos fundamentos em história natural da tese de Buffon sobre a América, Clavijero questiona como poderiam os índios americanos ser redimidos da acusação de serem brutos insensíveis? Era fácil, segundo ele, demonstrar os absurdos do trabalho de De Pawn. Mas como refutar o testemunho de La Condamine e Ulloa, que tinham viajado pela América e reforçado difamações eram também encontradas em Gómara e Herrera? Uma primeira providência tomada por Clavijero foi estabelecer uma rígida distinção, como havia feito o Inca Garcilaso (e também Las Casas, embora tlavez menos acentuadamente) entre os nativos do México e do Peru, e os demais índios americanos, tidos como ‘bárbaros incivilizados e bestiais’ (Brading 1991: 454). O próprio Clavijero descreve os nativos da Baixa Califórnia como meros selvagens.57 Tal qual as tribos do Caribe e com os iroqueses, também os californianos eram carentes de governo, leis, artes e a idéia de um ser divino. Como então entender as sociedades avançadas do México e do Peru em comparação com esses selvagens? A origem de muitas teorias denegritórias poderia ser atribuída aos conquistadores, cujo auto-interesse havia conduzido-os a denegrir os talentos dos índios, no que foram severamente atacados por Las Casas e outros missionários. Na distinção/defesa dos mexicanos em relação aos demais selvagens americanos, o que mais uma vez predomina é a resistência de Clavijero às generalizações: ele assegura-nos que, ‘se suas dissertações fossem movidas por alguma paixão, teria ele empreendido a defesa de todos os crioulos, e não apenas dos mexicanos. Mas seu compromisso com a veracidade e conhecimento in loco dos fatos impede-o de fazê-lo’.58 De fato, o que se percebe em suas dissertações sobre os mexicanos, em contraste com aquelas sobre a natureza do continente e dos povos americanos em geral, é que a exclusividade é muito mais acentuada, não apenas no que se refere aos fatos relatados, mas especialmente no recurso de sobrepor os mexicanos (e peruanos) aos demais americanos enquanto um artifício para aproximá-los dos europeus. Paradoxalmente, o argumento definitivo para igualar os mexicanos, pelo menos potencialmente, aos europeus, baseia-se na razão universal iluminista, que é geral e abstrata. Quando discorre sobre a constituição física e moral dos mexicanos, Clavijero está polemizando principalmente com De Pauw, Robertson e Ulloa.59 O cerne metodológico da disputa permanece, entretanto, mais ou menos o mesmo. Não é que os absurdos reportados por esses autores sobre a América fossem todos falsos: o equívoco maior está em tentar estende-los a todo o continente. A regra geral é aproximar os mexicanos dos europeus e os demais índios dos asiáticos e africanos, por ele próprio considerados inferiores. À acusações do tipo da que associa os americanos com os lacedemônios, pois ambos matam os bebês imperfeitos, Clavijero concede que possam ocorrer em casos isolados, embora nunca como
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Ver Clavijero, F. J. História de la Antgua o Baja California. Estou escrevendo um artigo comparando os escritos de Clavijero sobre o México com seu livro sobre a Califórnia, e com outros escritos jesuíticos sobre a península. 58 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 220. 59 Ulloa viajou pela América meridional. Um dos pontos por ele assinalados é a inexistência de pelos entre quitenhos, o que provaria sua insuficiente virilidade.
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uma regra.60 O mesmo vale para a tese pauwniana sobre os homens com leite no peito e a inexistência do mesmo leite no seio das mulheres. Só faz questão de enfatizar que, no México, são as índias que amamentam não somente seus próprios filhos como também os das européias e das crioulas.61 Importante reafirmar é o fato de Clavijero, ao criticar os escritores europeus, não se referir igualmente a todos eles. O que ele faz é, usando-se do recurso ao ecletismo, expor, contrastando, os escritos de Ulloa aos de De Pauw, induzindo o leitor a tomar partido do primeiro. Pois, pelo menos, Ulloa fala do que viu ou ouviu de testemunhas oculares.62 Chocante, exclama ele, é que Las Casas tenha sido a ‘fonte’ de De Pauw para elaborar tantas calúnias contra os índios. A derrota dos índios pelos espanhóis, por exemplo, que Las Casas explica pela desigualdade da situação histórica entre eles, transforma-se, na pena de De Pauw, em uma prova da debilidade dos americanos, incapazes de enfrentar os europeus em uma luta.63 A conquista do México torna-se prova da covardia dos índios. Mas também Clavijero, que diz seguir Las Casas neste ponto, só o faz seletivamente. Pois, se denuncia a violência da conquista, não ataca a Espanha ou qualquer outro país europeu. Os responsáveis pelas crueldades descritas por Las Casas foram, em seu entender, indivíduos isolados. Se a De Pauw é conveniente criminalizar as potências européias, como fez Las Casas, para Clavijero convém detalhar os atores capazes de tais atrocidades.64 O jesuíta opta pela difícil tarefa de defender ao mesmo tempo os americanos e a corte da Espanha, restringindo o papel de vilão exclusivamente aos cruéis conquistadores. Tal estratégia condiz com sua metodologia de evitar generalizações em seu próprio estudo e criticar o mesmo no de seus oponentes, mas não esconde sua indefinição política em um tema tão importante para um ‘defensor do patriotismo crioulo’. Clavijero não apenas discorda que os americanos/mexicanos sejam débeis em comparação com os europeus, como oferece seu próprio testemunho ocular sobre a robustez dos americanos, que desde a conquista vem suportando as fadigas da agricultura na maior parte do continente, sendo que jamais foi visto um só europeu empenhado no trabalho no campo. Mas isso não permite concluir que eles fossem enfermos.65 A debilidade de tal argumentação fala por si mesma. Quanto à derrota dos mexicanos pelos espanhóis, Clavijero enumera alguns dados que considera suficientes para provar a completa ignorância de De Pauw sobre o assunto: o número de conquistadores não teria sido 400, mas 200; De Pauw não menciona os aliados indígenas de Cortés fazendo com que sua vitória pareça ter sido muito mais extraordinária do que de fato foi. E isso pelo simples fato de desconhecer as fontes mais importantes para a compreensão do episódio: as Cartas de Cortés e as Relaciones de Bernal Díaz. Especialmente no relato de Díaz, assegura-nos Clavijero, é possível detectar que a resistência dos índios à tomada de Tenótichtlan desmente que fossem covar-
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Clavijero, F. J. Dissertaciones., p. 223. Idem, pp. 231-232. 62 Idem, pp. 228-229. 63 Idem, pp. 235-236. 64 Clavijero acusa De Pauw de acreditar em certas afirmações de Las Casas - denegrir os espanhóis, por exemplo - mas não outras a favor dos índios (p. 244). Conforme estamos vendo, o procedimento de Clavijero é precisamente o inverso. 65 Clavijero, F. J. Dissertaciones., pp. 237-238. Segundo Clavijero existe muito mais debilidade e enfermidade entre outros povos brutos do que entre os americanos. Segue-se a esse comentário uma lista de doenças que não existem na América pré-colombiana ou que foram trazidas pelos europeus (p. 240). 61
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des. Os espanhóis entraram sim na cidade asteca, e sem receber um só tiro, porque foram recebidos como embaixadores no Monarca do Oriente, conforme atestado por Cortés. No momento em que quiseram impedir a entrada dos espanhóis em sua cidade, os índios opuseram uma tenaz resistência. Cortés, aos olhos de Clavijero, aparece sem dúvida como um herói: ‘na constância e na ação militar pode competir com os mais famosos generais [...] apesar dos vícios pelos quais estava marcado’.66 Nenhum dos relatos sobre a rapidez da vitória dos espanhóis reforçar, no entender de Clavijero, a covardia dos americanos: a admirável resistência dos araucanos dois séculos depois da conquista atesta no sentido contrário. Curioso é perceber que, neste caso, são índios incivilizados e bárbaros que servem de exemplo para a impossibilidade dos espanhóis imporem o seu domínio apesar da superioridade numérica, organizacional e militar. O testemunho ocular de Clavijero também atesta contra serem os mexicanos mais irracionais que os europeus, o que iria contra o racionalismo iluminista sobre o qual dizem apoiar-se De Pauw, Robertson e Raynal. Tal reconhecimento, historia Clavijero, teria se iniciado com Zumágara, seguido de Las Casas em sua disputa com Sepúlveda,67 e por Julián Garcés, bispo de Tlaxcala entre 1530 e 1540. Está também presente em Palafox e em José de Acosta. Famoso por seu ódio aos jesuítas, Palafox era, ao mesmo tempo, admirador da índole indígena, e denominado por De Pauw ‘venerável servo de Deus’.68 Como se não tivesse já expresso sua própria opinião, o eclético Clavijero diz deixar ao leitor que decida por si mesmo este problema tão espinhoso.69 Dando prosseguimento à sua própria tese, ampara-se em uma bula papal promulgada em 1536, tida como prova do reconhecimento da racionalidade dos índios por parte da Coroa, bem como da importância de sua instrução.70 Mas, adverte-nos ele, é uma enorme calúnia afirmar que foi Paulo III o primeiro papa a reconhecer os americanos como verdadeiros homens. Isso já vinha dos tempos de Colombo, dos primeiros missionários e da criação de bispados pela Coroa. 71 Discutindo os conceitos de barbárie e civilização, Clavijero, como os demais iluministas, identifica a segunda com a razão, entendida enquanto uma característica de povos que vivem em sociedade, com leis, governo, etc. E mais, com povos que tenham uma idéia da Divindade e de cultos para honrá-la. Pois bem, os mexicanos e todas as outras nações Anáhuac, como também os peruanos, reconheciam um ser supremo, ainda que sua crença estivesse, como a de outros povos idólatras, viciada com mil erros e superstições. Tem um sistema fixo de religião, sacerdotes, templos, sacrifícios e ritos ordenados ao culto uniforme de uma divindade. Tinham rei, governadores e magistrados [...] cidades e leis bem ordenadas [...] distribuição de terras assegurando a cada particular a posse de seu terreno (...) agricultura, moeda, etc. Que mais se quer para que aquelas nações não sejam reputadas bárbaras e selvagens? 72
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Clavijero, F. J. Dissertaciones, pp. 262-263. ‘Os índios têm [disse Las Casas] uma mente tão boa e uma engenhosidade tão aguda e tanta docilidade e capacidade para as ciências morais e especulativas, e são em sua maior parte tão racionais em seu governo político’. Apud Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 243. 68 De Pauw, 1771, part. 6, lettr. 4. 69 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 246. 70 As fontes/provas são Zumágara e Torquemada. 71 Clavijero, F. J. Dissertaciones., pp. 250-251. 72 Idem, p. 276. 67
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Ainda assim, De Pauw referia-se a certos aspectos ‘de povos bárbaros’ que mereciam, segundo Claviejro, um melhor esclarecimento: a inexistência da moeda, do uso do ferro, da arte de escrever e de fabricar navios, construir pontes de pedra e fazer cal. Citando as ponderações de Montesquieu negando que a inexistência de moeda entre um povo atestasse um defeito de sua cultura, Clavijero vale-se do artifício de comparar os mexicanos e peruanos com outros povos da Antigüidade, que embora desconhecessem a moeda, dispunham de um eficiente sistema de trocas, também atestado por Montesquieu.73 ‘Se por moeda se entende um signo representativo do valor de todas as mercadorias, como a define Montesquieu, é certo e indubitável que os mexicanos e todas as outras nações Anáhuac, com a exceção dos bárbaros chichimecas e otomites, se serviram de moeda no seu comércio’.74 No México, o signo representativo era o cacau, por sinal bem mais eficiente do que animais, dos quais se utilizavam os gregos e romanos. Importante assinalar, contudo, é que o cacau utilizado nas trocas era apenas aquele de qualidade inferior, conforme atestado por Cortés, Herrera e Torquemada. Clavijero suspeita que teriam existido até mesmo moedas e que ‘tanto aqueles pedaços sutis de estanho ao qual faz menção Cortés, como as de cobre em forma de T mencionadas por Torquemada’ eram uma espécie de moeda, pois ‘tinham alguma imagem autorizada pelo soberano ou pelos senhores feudais (sic)’.75 Quanto ao uso de metais, na ausência de ferro de boa qualidade, os americanos utilizaram-se do cobre ‘com uma competência desconhecida na Europa’. Até porque ‘o uso do ferro não prova uma grande indústria entre os europeus’. Os primeiros povoadores da América conheceram, sem dúvida, o uso do ferro, pois a invenção desse foi quase coetânea em todo o mundo; mais pode ser que tenha sucedido o que conjeturamos na primeira dissertação, isto é, que não havendo eles encontrado a princípio as minas daquele metal nos países setentrionais da América onde então se estabeleceram, tenham os seus descendentes perdido a memória deles.76
Nos últimos séculos foram sim descobertas minas de ferro no reino do Chile e de muitos outros países, mas sua exploração foi proibida pelos espanhóis, interessados somente em ouro e prata.77 Se navios não foram construídos pelos antigos mexicanos é porque, vivendo no interior, deles não necessitavam. Já os povos que viviam no litoral ‘contentavam-se em construir canoas, uma vez que não tinham intenção de usurpar estados legítimos’. No que se refere à construção de pontes, os mexicanos sabiam fazer pontes de pedra, restos das quais ainda podem ser encontrados nos dias atuais conforme atestado por Diego Valadés. Ainda que Acosta comente sobre a inexistência de cal entre os peruanos, admira-lhes a maravilhosa indústria de construção de pontes, como na desembocadura do Titicaca. Baseado apenas na primeira parte do comentário, Pauw teria exagerado e generalizado dizendo que os peruanos não conheciam o uso de barcas, nem sabiam construir janelas em seus edifícios. No caso do México, o uso do cal é reconhecido por Bernal Díaz, Gómara, Herrera, Torquemada e outros.78
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Idem, p. 278. Vemos aqui o nosso jesuíta citando fontes eminentemente iluministas. Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 279. Idem, p. 281. Idem, p. 284. Testemunhos disso podem ser encontrados em Oviedo e Herrera. Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 288.
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A arte da escrita entre os mexicanos é descaracterizada por De Pauw, que segue a opinião do jesuíta alemão Kircher (sic) e de Adrián Walton sobre os hieróglifos americanos, especialmente quando comparados aos egípcios. Todos, porém, que estiveram em contato e aprenderam as línguas indígenas —Motolinia, Sahágun, Valadés, Torquemada, Enrique Martinez, Sigüenza e Boturrini— atestam no sentido contrário, garante-nos Clavijero. O mesmo é testificado por Acosta, Gómara e pelo doutor Eguiara no erudito prefácio de sua Biblioteca Mexicana. Citando também historiadores indígenas a seu favor —Ixtlilxóchitl, Chimalpain, Tezozomoc, Niza, Alaya e outros— Clavijero detém-se na precisão dos calendários produzidos no México. Como poderiam povos bárbaros ter um modo tão efetivo de regular o tempo?79 Reporta também a facilidade com que os índios aprenderam o castelhano, sendo o exemplo mais significativo dentre inúmeros índios tradutores o de don Fernando de Alba Ixtlilxóchitl.80 Para defender os índios dos vícios morais atribuídos a eles por De Pauw — gulodice, embriaguez, ingratidão e pederastia— Clavijero recorre mais uma vez a listar os inúmeros testemunhos em contrário. Sobre a gulodice, que Clavijero atribui ter sido mencionada pela primeira vez pelo matemático francês La Condamine e depois adotada por Pauw, opõe o testemunho de Las Casas, Garcés, do conquistador anônimo, Oviedo, Gómara, Acosta, Herrera e Torquemada.81 Segundo Clavijero, ‘La Condamine viu talvez, em sua viagem pelo rio Maranhão, alguns índios famintos comendo ansiosamente e daí se persuadiu, como ocorre freqüentemente com os viajantes, de que eram glutões’. Mas isso é desmentido até mesmo por don Antonio Ulloa, ‘que esteve na América com Condamine e se manteve nela mais tempo e se informou melhor sobre os costumes dos índios’.82 Clavijero não nega que a embriaguez fosse de fato um vício entre os índios, lembrando porém que só tornou-se generalizado pela conquista. Antes dela era severamente punido, conforme pode ser comprovado pelas ‘pinturas antigas’ que falam de leis muito severas contra a embriaguez, tanto no México como em Tetzcoco, Tlaxcala e outros estados. A gratidão dos índios é fato amplamente mencionado por aqueles que estiveram entre eles. Lembre-se, por exemplo, da gratidão que ainda sentiam pelo seu benfeitor Vasco de Quiroga muitos anos após a sua morte, além de muitas outras em favor da manutenção, entre eles, de ‘missionários que os haviam instruído na fé cristã.83 Quanto à sodomia ‘todos os historiadores do reino do México dizem, em uníssono, ser um vício sumamente abominado por aquelas nações, e fazem menção às terríveis penas prescritas contra eles.84 Mas, como em outros pontos, admite Clavijero pelo menos uma exceção, insuficiente, por certo, para a ampla generalização encontrada em Pauw: ‘casos isolados de sodomia existiram entre todos os povos’.85 O mesmo é 79
Clavijero, F. J. Dissertaciones., pp. 294-295. Nomes de outros índios tradutores podem ser encontrados na Monarquia Indiana de Torquemanda, na Epítome de la biblioteca occidental, de Piñelo, na Biblioteca mexicana do doutor Eguiara e no Teatro Americano de Betancourt. Quanto ao debate sobre as validade das pinturas mexicanas enquanto provas documentais, existe um interessante debate entre Clavijero e Roberston analisado por Brading 1991: 454 e ss. 81 Clavijero denuncia ser essa uma das poucas fontes americanas de Pauw, que sistematicamente não se vale de autores americanos, inclusive ele próprio (p. 274). 82 Clavijero, F. J. Dissertaciones., p. 266. 83 Idem, pp. 267-268. Durante os dois últimos séculos outros exemplos desse tipo de demonstração de gratidão podem ser encontrados no tomo III de Torquemada e no Teatro Mexicano, de Betancourt. 84 Clavijero, F. J. Dissertaciones, p. 270. Os autores aqui citados são Gómara, Herrera, Torquemada, Betancourt e Las Casas. 85 Idem, p. 271. 80
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válido para o suicídio, sendo que os índios têm, pelo menos, razões mais fortes para cometê-lo do que ingleses e franceses, que o fazem por motivações frívolas. Percebe-se mais uma vez a estratégia do contra ataque: os mexicanos são somente iguais aos europeus. São superiores a eles. CONCLUSÃO: ILUMINISMO, CATOLICISMO E PATRIOTISMO EM CLAVIJERO (TRANSFERIDO PARA CLAVIJERO LIVRO)
Nas afirmações sobre a magnanimidade da natureza física e espiritual dos índios está implícita a crença iluminista na superioridade da civilização sobre a natureza e a fé no progresso, às quais os índios poderiam ascender. A aposta na capacidade dos índios para as letras e artes era já uma característica do pensamento jesuítico desde fins do século XVI, expandindo-se no XVII. No século XVIII há como que um reviçamento do humanismo renascentista representado por Sepúlveda, Oviedo e Gómara, que foram seguidos por José de Acosta e Herrera.86 Brading chega a assinalar uma continuidade sub-reptícia em termos de atitude entre os humanistas espanhóis do século XVI e os filósofos iluministas do século XVIII (1991: 428). Nenhum dos dois concedia que os índios tivessem habilidade necessária para criar uma sociedade civilizada. Em ambas as épocas, a ideologia serviu aos interesses do domínio político, sendo o caráter bárbaro dos índios invocado para justificar o trabalho forçado que deles se exigia. A visão iluminista do índio era, em si mesma, preconceituosa, e claramente oposta ao empreendimento barroco jesuítico (Brading 1991: 438). Seriam os argumentos de Clavijero significativamente diferentes daqueles usados pelos iluministas? Parece-me que não no sentido mais geral de crença no progresso, na razão iluminista e universal, etc. Mas Clavijero inclui-se em uma corrente singular do iluminismo —o iluminismo cristão— que opõe-se à interpretação iluminista européia da América e do índio forjada por seus filósofos e naturalistas. Alguns aspectos denunciam o pertencimento de Clavijero ao Iluminismo, mas sem se libertar inteiramente de influências escolásticas e barrocas. Começaríamos assinalando que, embora declare que religião, política e economia são os três elementos que, segundo Montesquieu, caracterizariam uma nação, não desenvolve qualquer concepção lógica entre os vários elementos de forma a provar o status civilizado do Reino do México. Limita-se a materiais inicialmente utilizados por Olmos e Motilina, subseqüentemente aumentados e enquadrados em categorias lógicas por Las Casas, e finalmente ampliados e publicados por Torquemada. Ao invés de invocar os parâmetros explícitos do iluminismo, Clavijero, inconscientemente, aplica os critérios aristotélicos para a verdadeira cidade, tal qual desenvolvido por Las Casas (Brading 1991: 458-459). Outro ponto a ser assinalado é que Clavijero amparou-se na crença iluminista da uniformidade da civilização humana para afirmar que, em essência, as almas dos mexicanos eram iguais às de outros seres humanos. Ao mesmo tempo, argumenta que a política das sociedades espanholas na América era superior àquela dos fenícios e cartagineses encontradas na própria Espanha ou à dos romanos na Galícia e Grã-Bretanha.87 Finalmente, tal ambigüidade pode ser detectada nas possíveis similaridades entre as formulações de Clavijero e do Inca Garcilaso de la Vega. David Bra-
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Vide, por exemplo, o trabalho do padre Acosta. Clavijero, F. J. Historia anticua de México, pp. 147, 525-526; Brading 1991: 459-460; Ronan 1977: 214; Phelan 1960: 42-44, 103-108.
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ding traça um paralelo bastante interessante, e plausível em meu entender, entre o crioulo Clavijero e o católico mestiço Garcilaso de la Vega, apesar dos quase dois séculos que os separam. Se Clavijero leu Garcilaso ou não, é desconhecido. Mas as similaridades em seus propósitos e situações são impressionantes. Para começar, ambos escreveram no exílio, em grande parte graças ao conhecimento que tinham de suas línguas indígenas. Seus estilos graves e judiciosos, em si mesmos testemunhos das influências respectivas do Renascimento e do Iluminismo, mascaram a intensidade de seus compromissos patrióticos. Nesse sentido, têm um inimigo comum: a tradição imperial da historiografia representada principalmente por Oviedo, Sepúlveda, Gómara, Acosta, Herrera, Buffon, De Pauw, Robertson e Raynal. Têm, também, um objetivo comum: construir uma imagem dos incas e dos astecas como nações civilizadas —no que seguem Las Casas— usando o recurso da comparação, ainda que moderada, dessas sociedades indígenas com a dos gregos e os romanos. Embora Clavijero fosse um crioulo, ele endossou a visão de Garcilaso de uma pátria católica mestiça ao lamentar que os conquistadores não tivessem se casado com as filhas das ‘famílias americanas nobres’, iniciativa que poderia ter aberto o caminho para o surgimento de uma nação única e individual. O fato de ter demandado mais de um século e meio para que um intelectual mexicano atingisse o estágio do mestiço peruano demonstra, ao mesmo tempo, a originalidade de Garcilaso e a autoridade devastadora dos escritos de Torquemada no México. Foi somente graças ao ceticismo promovido pelo iluminismo que o passado mexicano pôde liberar-se de seus demônios agostinianos e dos apóstolos barrocos e egípcios (Brading 1991: 461-462). A empreitada de Clavijero é, sem dúvida, complexa, sutil e ambígua. Por um lado, ele foi indubitavelmente bem sucedido ao defender o status histórico e o caráter contemporâneo dos mexicanos: ou seja, conseguiu dar à sua pátria um passado distinto, ou mesmo glorioso. Ele foi também fundamental na defesa de uma tradição historiográfica da Nova Espanha através do acesso aos códices e manuscritos nativos. Ao eliminar as influências sobrenaturais, apresentou uma imagem persuasiva da sociedade Tolteca-Mexica enquanto uma civilização. Mas sua maior realização foi libertar o patriotismo crioulo do intolerável peso da danação agostiniana e do triunfalismo joaquimista, de uma forma mais eficiente que os ‘sábios barrocos’ (Carlos de Sigüenza y Góngora). Embora apoiando-se em Torquemada, ele desafiou abertamente a autoridade do mestre e libertou o patriotismo crioulo tanto do peso intolerável da danação agostiniana quanto do triunfalismo joaquinista, expresso nos cronistas franciscanos e na tese franciscana da conquista espiritual. De fato, adverte-nos Brading, ele rejeitou tanto a ideologia do ‘sábio barroco’ quanto aquela dos cronistas franciscanos.88 BIBLIOGRAFIA
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88 Ver Brading 1991: 460-461. Outro grande mérito foi a rejeição dos esquemas evolucionistas do desenvolvimento histórico do México antigo (p. 461).
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El aporte teológico de la Compañía de Jesús y los problemas morales de las Indias. El caso de la esclavitud Francisco Moreno Rejón
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as páginas que siguen pretenden estudiar el aporte de los teólogos de la Compañía de Jesús en las Indias, fundamentalmente en el Perú. Dentro de ello, la investigación se centrará en un caso límite: la valoración moral de la esclavitud que hacen los autores más relevantes. Por su falta de tradición medieval, la Compañía de Jesús se inserta en lo más moderno del pensamiento teológico-moral de su época: Salamanca, Alcalá, París, Roma, Lisboa, Coimbra, etcétera. De ahí la relevancia y la importancia de sus propuestas teológicomorales. LOS ANTECEDENTES
Tanto en la Europa medieval como en los siglos XVI y XVII había una mentalidad común con respecto a la esclavitud: esta es vista como un hecho aceptado y regulado social, jurídica y teológicamente. Es sabido que la institución de la esclavitud estaba vigente en todos los continentes desde la más remota antigüedad, aunque su intensidad varía según las épocas en las diferentes áreas geográficas. En forma global puede afirmarse que es un hecho que todos los teólogos aprobaron la esclavitud siempre que estuviese fundada en títulos reconocidos. Esta afirmación se extiende al conjunto del pensamiento, la filosofía, el derecho y la sociedad entera de la época. Las razones de este consenso sobre un hecho que hoy nos parece tan inicuo e inhumano eran los mencionados «títulos reconocidos». El primero y principal de ellos era el denominado guerra justa. Dado que, según los usos de la época, el vencedor de una guerra disponía de la vida de los vencidos y podía incluso matarlos, con mayor razón podía privarlos de la libertad y someterlos a esclavitud, lo que era considerado prácticamente como un acto de benevolencia en comparación con la muerte. Además de la guerra justa se admitía también la esclavitud por condena de delito grave. Tratándose de una sociedad que aplicaba profusamente la pena de muerte, la condena a esclavitud era vista como una sanción menos severa. Otro motivo de esclavitud era la venta que una persona podía hacer de sí misma o de sus hijos por necesidad o para poder pagar una deuda y también el hecho de nacer de madre esclava, ya que se aplicaba el principio partus sequitur ventrem. En definitiva, sobre el tema de la esclavitud hay unanimidad de opinión en todos los autores hasta mediados del siglo XVI. Se trata de una institución aprobada filosófica, jurídica y teológicamente. En este punto, además, la opinión tradicional se ve reforzada por dos factores convergentes: uno de orden económico (necesidad de mano de obra) que prevalece en la argumentación mercantilista y pragmática de hombres tan distintos como Colón y Vi-
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toria; el otro de orden histórico cultural: en el renacimiento se revalorizan las costumbres grecorromanas (entre ellas la esclavitud) y filosóficamente nadie se atrevía a desmentir a Aristóteles. De esta forma, sobre el punto de la esclavitud coinciden tanto los «tradicionales» como los «modernos». Todos estaban de acuerdo: es algo normal que no se discute. Forma parte del derecho de gentes aceptado y vigente en la época. La esclavitud es un hecho regulado por el derecho que la teología y la moral no cuestionan sino que lo legitiman. Este esquema, sin embargo, empieza a cambiar poco a poco. Con los teólogos de la escuela de Salamanca comienza a producirse lo que algunos llaman un giro copernicano en el campo de la teología moral: «Hasta Vitoria y Domingo de Soto se arriba a la moral desde de derecho y las decretales. Ellos invirtieron el orden y llegaron al derecho desde la justicia, desde la moral, desde la revelación» (Andrés 1977, II: 298). Los primeros planteamientos que cuestionan y condenan la esclavitud de los negros los hicieron Domingo de Soto, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, Tomás de Mercado y Bartolomé Frías de Albornoz, todos ellos en el siglo XVI. Siguiendo cronológicamente el itinerario teológico de la cuestión se ve el hilo conductor que va desde Domingo de Soto a Luis de Molina, el autor que tuvo mayor influjo en el siglo XVII. Las páginas que siguen se dedicarán a estudiar las propuestas de este teólogo. En un segundo momento analizaremos los planteamientos de los moralistas jesuitas más connotados del siglo XVII: Femando Rebelo, Tomás Sánchez y Diego Avendaño. LA OBRA DE LUIS DE MOLINA
Desde fines del siglo XVI se inicia el auge de los teólogos jesuitas que abordan más sistemáticamente el tema de la esclavitud.1 El más importante es Luis de Molina que en 1594 publica en Venecia su conocido tratado De iustitia et jure. Del problema de la esclavitud se ocupa extensa y pormenorizadamente en las disputaciones 32 a 40 del segundo tratado.2 Sin lugar a dudas, es el autor que dedica más atención y espacio a estudiar el asunto. Es notable su esfuerzo por conocer de cerca los pormenores del comercio esclavista e informarse de primera mano de todos los datos necesarios para su reflexión: historia, geografía y costumbres de los pueblos africanos; las diversas formas en que se hacía la compraventa de esclavos y las condiciones inhumanas de su traslado. Al igual que sucede con Bartolomé de las Casas y Tomás de Mercado, su prosa tiene el frescor y la vivacidad de quien conoce por experiencia propia y directa los problemas que trata. En lenguaje de hoy se diría que su reflexión teológico-moral recurre a la mediación del análisis histórico y social y que usa una metodología interdisciplinaria. Por lo demás, Molina acepta los argumentos tradicionales que justificaban la esclavitud. En este punto no es nada original. Leído con la sensibilidad de hoy, no deja de llamar la atención cómo un teólogo, con el conocimiento que Molina muestra del asunto, propone sin titubear una tesis como esta: 1
Hasta la aparición de la obra de Molina, casi todos los autores habían sido dominicos. No es del todo exacto, sin embargo, afirmar que «[...] el análisis de la situación esclavista fue asumido por los jesuitas, generalmente españoles que enseñaban en las universidades lusitanas» (López García 1981: 21). Entre los autores más connotados, solo Luis de Molina cumple el requisito de ser jesuita español que haya enseñado en Portugal. Otros jesuitas o bien son portugueses (Femando Rebelo) o no enseñaron en Portugal (Tomás Sánchez, Alfonso de Sandoval y Diego Avendaño). 2 M. Fraga Iribarre publicó una traducción de la obra de Luis de Molina, en cuatro volúmenes, con el título Los seis libros de la justicia y el derecho (Madrid, 1941). El tema que aquí nos interesa está en las páginas 463-581 del primer volumen. Las citas textuales se harán de esta edición.
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En los lugares de la India en que frecuentemente el hambre apremia con tal gravedad a los infieles y en cualesquiera otros lugares y situaciones semejantes, es lícito comprar, a cambio de alimentos o dinero, a los hijos de los infieles, y aún a los mismos padres que quieran ser vendidos como esclavos [...], hablo de grave necesidad de los infieles, ya que la servidumbre en poder de cristianos es conveniente para su bien espiritual, por lo cual será acto de caridad comprar su libertad, para hacerlos cristianos. (disp. 35, p. 516)
Después de todo resulta que en aquella época hacer esclavo a un pobre desesperado por el hambre era nada menos que «un acto de caridad». Aceptada la teoría de la esclavitud, Molina muestra, sin embargo, sus reservas para con la práctica. Él, que conocía bien cómo se realizaban en concreto la captura, la compraventa y el trato a los esclavos, en momentos niega abiertamente la licitud del comercio esclavista y lo condena como pecado mortal: Esta negociación de los que compran estos esclavos a los infieles en aquellos lugares (África) para exportarlos desde allí, es injusta e inicua y todos los que la ejercen pecan mortalmente, y están en estado de condenación eterna, a menos que alguno se excuse por ignorancia invencible, que yo no me atrevería a afirmar de ninguno de ellos [...]. Me inclino a ello, que es pecado mortal, no sólo contra la caridad, sino también contra la justicia, con obligación de restituir. (p. 527)
Lo asombroso es que después de una afirmación tan tajante, Molina se muestra muy comprensivo con los mercaderes y dueños de esclavos y les da la solución para acallar los escrúpulos de conciencia que pudiesen tener: «Aún después que alguien [...] se persuadiese de que los esclavos que se exportan de los lugares antedichos en gran parte son reducidos a esclavitud injustamente, podrá lícitamente comprarlos [...] cuando hayan sido poseídos de buena fe por otros» (disp. 36, p. 540). En definitiva, Molina ha encontrado el camino para salvar la conciencia sin dañar el negocio: comprar los esclavos a intermediarios de buena fe y nunca directamente a los exportadores. Y, por si acaso restara algún escrúpulo, señala a continuación la obligatoriedad de buscar pruebas ciertas que demuestren la ilegalidad de su esclavitud; cosa que —el mismo Molina lo confiesa con candor— ocurrirá rara vez. Queda patente, de este modo, cómo la moral y el derecho de Molina manifiestan una inclinación espontánea (algo similar ocurría con Vitoria) a tomar el punto de vista de los comerciantes y compradores. Porque, cuando las dudas de conciencia sobre la legitimidad de poseer un esclavo no se aclaran, se resuelve recurriendo al principio jurídico in dubio melior est conditio possidentis. De más está decir que para Molina es el dueño el que posee al esclavo y no este el poseedor de su libertad (p. 542).3 Al igual que sucedía con Mercado, Molina hace planteamientos vacilantes y contradictorios. Su razonamiento teológico-moral es incapaz de sacar las conclusiones que él mismo deja entrever. Hay, sin embargo, quienes opinan que esa contradicción no es tal sino, más bien, el intento de acomodar la moral a las circunstancias concretas en que vivía. En su doctrina no triunfa la justicia, sino el derecho vigente: es una moral que pragmáticamente intenta legitimar la práctica esclavista pero realizada con buenos modales: «La contradicción entre los principios y la práctica se resuelve en la impotencia, el silencio y en la búsqueda de una teología que legitime la esclavitud. La guerra justa proporciona esclavos legí-
3 Este argumento, que luego repetirán Sánchez, Avendaño y otros, lo atacará con lógica irrebatible Epifanio de Moirans.
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timos, almas para Cristo y rentas para el Rey. El cristianismo queda reducido al arte de la moderación y la acomodación» (Beozzo 1988: 93 y 117). Otros apuntan a un factor históricamente explicable: el jesuita no podía combatir frontalmente la esclavitud cuando las instancias más connotadas de la Iglesia —la misma Compañía de Jesús, entre ellas— la usufructuaban cotidianamente: «[...] el esfuerzo realizado por Luis de Molina chocó contra el muro de tener que justificar, de alguna manera, los esclavos que diversas instituciones mantenían como tales» (López García 1981: 106). Será necesario esperar casi un siglo para que la reflexión teológico-moral comience a desmontar pieza por pieza todo el entramado de la doctrina esclavista y a protestar con aliento profético contra una institución inicua e inhumana. LA ESCLAVITUD VISTA POR LOS MORALISTAS JESUITAS DEL SIGLO XVII
En este apartado, la atención se va a centrar en los autores más representativos de la Compañía en el campo de la teología moral de la época, dentro de la tendencia que podría denominarse principista: la que defendía que la esclavitud en sí era legal, que en la práctica era una iniquidad, pero que era casi imposible cambiar las cosas. Por consiguiente, se recomendaba buen trato y respeto a las reglas oficiales establecidas. La gran mayoría de los autores, sin embargo, debe incluirse en la facción racista y esclavista, que no se dignaba a dedicar su tiempo a debatir algo que para ellos era evidente. Fernando Rebelo
Jesuita portugués nacido en 1546, Rebelo fue profesor de teología en Évora, ciudad donde murió en 1608. Publicó una obra con el título De obligationibus iustitiae, religionis et charitatis (Venecia, 1610). Sus planteamientos siguen básicamente las tesis de su correligionario Molina: no pueden considerarse justas las guerras entre africanos, de donde proviene la mayoría de los esclavos. Son simplemente latrocinios de los que los portugueses son cómplices e instigadores. Además, no se cumplen las leyes que exigen averiguar el justo título de la esclavitud. En consecuencia, se trata de una operación ilícita y, si se hace de mala fe, hay que liberar a todos los cautivos. Si entre ellos hay una mezcla de quienes son esclavos con justo título y otros inocentes, y resulta imposible distinguirlos, Rebelo propone una solución ingeniosa: se echará a suertes entre ellos para decidir quién sale premiado con la libertad. Una propuesta, sin duda, cargada de originalidad teológica. Por lo demás, insiste, como Molina, en la obligación de averiguar la verdad de las capturas para poder poseer esclavos de buena fe. A estos argumentos responderá años más tarde fray Epifanio, aduciendo que, aun contando con el permiso real y observadas las leyes vigentes, la trata es ilícita por el grandísimo peligro de muerte que entrañaba el transporte en los barcos negreros: «No es lícito exponer a los hombres a un ciertísimo peligro de muerte; por consiguiente es ilícita la trata».4 Por lo que se refiere a la insistencia en averiguar la justicia y legalidad de las capturas, Moirans, intentando desengañar de tanta ingenuidad, contesta con amarga ironía: «[...] hoy en día a nadie se le ocurre hacer una investigación acerca del justo título de la esclavitud. Tanto es el triunfo de la corruptela y la abundancia de la iniquidad»; alerta de esta forma respecto de las normas legales y morales que acaban favoreciendo tales corruptelas e iniquidades. Refiriéndose a la propuesta del sorteo, Moirans considera que ese procedimiento 4
La traducción está tomada de la referida obra de López García (1981: 260).
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es una infamia porque «[...] es contra justicia exponer un inocente a sorteo» (López García 1981: 260-261). Lo que hay que hacer es liberarlos a todos. En esto es en lo único que considera que Rebelo tiene razón y por eso le pide que mantenga la coherencia lógica de su argumentación desde el inicio hasta el final. Tomás Sánchez
El jesuita cordobés, nacido en 1550 y muerto en 1610, es conocido sobre todo por su tratado De matrimonio (Madrid, 1602). Desarrolla el tema de la esclavitud en su obra Consilia sea opuscula moralia (Lyon, 1634). Sigue fielmente los planteamientos de Molina: comienza por considerar injusto el comercio de esclavos negros y, por tanto, hay que restituirles la libertad ya que los títulos para esclavizarlos son injustos. Los que trafican con ellos pecan mortalmente. Después de hechas varias compraventas ya no es posible averiguar la legitimidad de tal esclavitud y entonces se pueden poseer de buena fe. Ya no habría obligación de liberarlos aunque haya dudas de la legalidad de su posesión puesto que en caso de duda melior est conditio possidentis. Fray Epifanio está de acuerdo con la primera parte de la argumentación de Sánchez, pero acusa su falta de coherencia cuando afirma que, después de varias ventas, no hay obligación de investigar la justicia de la transacción y se pueden poseer de buena fe: por el precio estipulado en un contrato puede adquirirse la mercancía pero no la buena fe, «lo cual todo el mundo ve cuán ridículo sea» (López García 1981: 247). Mayor incoherencia halla en su afirmación de que, en caso de duda, se aplica el axioma melior est conditio possidentis en beneficio del esclavista: en primer lugar, no hay duda sino certeza moral (como reconoce el mismo Sánchez) de la injusticia y, en segundo lugar, es el negro esclavizado «el que tiene derecho natural y posesión de su libertad». El axioma tradicional ha de aplicarse, sí, pero a favor del esclavo «porque es mejor la condición del que posee por derecho de naturaleza que la del que posee por título de compra» (López García 1981: 246).5 En conclusión, hay obligación de manumitirlo. Diego de Avendaño
Jesuita, nacido en Segovia, pasó muy joven al Perú. Fue profesor de teología en Lima (ciudad en la que murió en 1688). Publicó su obra Thesaurus indicus (Amberes, 1668). Aparte de la fidelidad en sus referencias, Avendaño tenía una ventaja notable sobre quienes solo razonaban en base a opiniones oídas o leídas; él conocía de cerca y tenía experiencia en el asunto de la esclavitud. Por eso, el capuchino recalca que el jesuita «vio y oyó lo que se hace en esta materia» (López García 1981: 241). Por lo demás, no muestra mayor originalidad en sus planteamientos, sino que extrae sus opiniones de Acosta, Molina y Sánchez. De la esclavitud de los negros se ocupa en el capítulo titulado «De contractu aethiopicorum» (t. 9, c. 12, n. 8). Su opinión, fiel reflejo de la de Molina, comienza siendo radical: la trata, en su mayor parte, es ilícita e injusta y hay obligación de restituir la libertad. No se pueden comprar los esclavos si hay sospecha de tal ilicitud.6 Pero, y aquí viene la sorpresa y la contradicción, «[...] tal compra en las Indias y en Europa puede equamente excusarse». 5
Idénticos argumentos (e idénticas respuestas) son usados también por A. Diana, autor analizado por E. de Moirans, dado el prestigio que alcanzó. 6 En este punto, Avendaño cita a Tomás de Mercado: «de una fuente infecta no puede proceder agua sana». E. de Moirans concuerda, evidentemente, con tales asertos y, a continuación, le enrostra a los jesuitas sus propios argumentos en un párrafo no exento de amarga ironía: «Lo admirable es que no obstante estas sentencias
EL APORTE TEOLÓGICO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS Y LOS PROBLEMAS MORALES DE LAS INDIAS
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Epifanio de Moirans no consigue entender la lógica de esta conclusión y, sospechando otros intereses, anota a continuación que Avendaño «luchó por la verdad y la justicia pero no luchó hasta el fin ni legítimamente; por lo cual, como otros Padres de la Compañía, se desvió» (López García 1981: 269). Por eso los argumentos que aduce le parecen excusas para justificar «iniquidades y corruptelas»: «que no todos los doctores condenan la esclavitud; que se practica en todos los estados incluso por obispos, religiosos y por el mismo Rey que la permite; además muchos piensan que los esclavos han nacido para servir y sin ellos las indias no podrían mantenerse y su conservación es una cuestión cristiana». La ira del fraile capuchino no se pudo contener ante tal avalancha de craso pragmatismo, so capa de teología, y vuelve a la carga: «Estas son las cosas acumuladas por Avendaño para que fuesen excusados de alguna manera los Padres de la Compañía, que tantos esclavos poseen en las Indias contra la verdad por la cual debieron luchar y la justicia por la cual debieron agonizar» (López García 1981: 271). La ruta abierta por Molina, y seguida por Sánchez, Avendaño la recorre hasta el final y no puede esconder que, en última instancia, se trata de una teología que acomoda el derecho al hecho, la moral a los intereses. Por eso, Moirans se enfrenta cara a cara con Avendaño, y con él a tantos representantes de esa ética acomodaticia y legitimadora, increpándole: «Por la conveniencia de los españoles ¿hay que obrar contra el derecho natural? Esto sólo quisiera saber de Avendaño ¿por la codicia hay que hacer una injuria?... ¿qué teología es ésta?» (López García 1981: 276). CONCLUSIÓN
De lo que se ha expuesto hasta aquí pueden extraerse algunas conclusiones. En primer lugar, queda patente la mentalidad común predominante en la sociedad y en la Iglesia de ese tiempo de admitir la esclavitud como algo normal, tipificado por el derecho y legitimado moralmente tanto por la filosofía como por la teología de la época. Reconociendo el indudable valor teológico y creativo de la escuela de Salamanca en el siglo XVI, hay que decir que, en este caso concreto, no plantea una doctrina del todo nueva, si se exceptúa la opinión de algunos teólogos de que la esclavitud no es de derecho natural sino de derecho de gentes. Por tanto, la afirmación de que con aquella escuela se produce un giro copernicano en la reflexión teológico-moral hay que matizarla: no en todos los casos consiguen superar el método antiguo de llegar a la moral a partir del derecho y sustituirlo por una metodología que, partiendo de la justicia y la ética, extrae consecuencias jurídicas, políticas y sociales. Esto no se da tan claramente en la consideración y estudio que hacen del problema de la esclavitud. Más bien sucede lo contrario: es la práctica realmente existente, y el derecho que la regula, lo que en última instancia condiciona los planteamientos teológico-morales. El hecho y el derecho se sobreponen a la justicia y la moral. Hay que resaltar, no obstante, el esfuerzo por replantear el problema y estudiarlo de forma específica con un conocimiento directo del asunto y utilizando el análisis histórico y social (es el caso de Las Casas, Mercado y, sobre todo, Molina). La teología jesuítica que predomina en el siglo XVII sobre este punto sigue siendo eminentemente jurídica y teórica. En su razonamiento moderno se muestra incapaz de superar la barrera de la teología tradicional y de la argumentación aristotélica. Por sus conocimientos económicos y políticos, los teólogos se dan cuenta de que un cuestionamiento radical de un negocio cuya imporde Avendaño, quien fue profesor en Perú, aún hoy día los padres de la Compañía tengan tantos miles de esclavos, no tomando en cuenta la doctrina de sus propios padres» (López García 1981: 267).
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tancia iba creciendo gigantescamente remecía no solo las conciencias individuales sino las bases mismas del sistema social, político y económico vigente. Hasta ahí no llega su osadía. Por eso se explican sus contradicciones, que terminan por acomodar la teología a la realidad y, de paso, salvaban los intereses de importantes instituciones sociales y eclesiales. De vez en cuando aparecen, sin embargo, algunos planteamientos de tono más profético. Queda también claro que, en la cuestión de la esclavitud, el punto de partida de su reflexión teológico-moral no es la Sagrada Escritura ni su punto de vista es el de los esclavos africanos (este rasgo metodológico sí se había logrado mantener en el caso de los indígenas americanos). Normalmente, su interlocutor preferencial son los mercaderes y el hilo de su argumentación lo constituyen los problemas de conciencia de comerciantes y poseedores de esclavos, que pedían respuesta a sus dudas sea en consultas académicas o en el confesionario. Los planteamientos que la corriente lascasiana defendió en el caso de los indios no encontraron eco en el tema de la esclavitud. Serán dos misioneros y teólogos capuchinos los que, a raíz de su experiencia directa en Cartagena de Indias y en Cumaná, y tomando como punto de partida de su argumentación la Sagrada Escritura, elaboren una propuesta teológico-moral que cuestione radicalmente, con una lógica implacable, la legitimidad ética, filosófica y jurídica de la esclavitud de los negros. 7 Por eso, se oponen con decisión y brío a todos los que justifican y usufructúan el sistema esclavista, sea el rey, el Papa, los comerciantes o los dueños de esclavos así como los doctores o los confesores que transigen con esta práctica. BIBLIOGRAFÍA ANDRÉS, M.
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1941 [1595] Los seis libros de la justicia y el derecho. Traducción y estudios preliminares por Manuel Fraga Iribarne. 4 vols. Madrid: J. L. Cosano.
7 La obra de Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans es poco conocida y merece la pena que sea estudiada. En ellos late el vigor profético de Las Casas, autor que, curiosamente, no citan nunca. Al igual que el dominico sevillano respecto de los indios, ellos tomarán el punto de vista de los negros esclavos en los cuales supieron ver a los prójimos a quienes hemos de amar y en cuyo rostro hay que descubrir el de Cristo. A este propósito baste con señalar una de las conclusiones que deduce J. T. López García (1981: 60) del análisis de la obra de Francisco José de Jaca y que formula así: «Como siempre la argumentación principal la extrae de la Sagrada Escritura establecido un paralelismo y casi una identificación entre lo sucedido con Cristo y la vida de los esclavos». Eso puede verse en la respuesta que el capuchino da a quienes opinan que hay que excusar a los que retienen a sus esclavos arguyendo «buena fe o ignorancia»: «La ignorancia que les puede competer no es otra que da de Judas vendedor y de los judíos compradores de Cristo Jesús» (1981: 130).
Misiones jesuíticas de la Orinoquia: entre la Ilustración y Modernidad José del Rey Fajardo, S. J.
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l año 1767 traza la línea divisoria entre dos fronteras que interpretan dos mundos distintos para los hombres de la Compañía de Jesús en la América hispana: por un lado, el de los que fueron protagonistas de un proyecto americano; y por otro, el de los expatriados que miraban con ojos de nostalgia el pasado pero que a la vez necesitaban reafirmar su ideal en medio del más profundo abandono. Y, como es natural, cada escenario geográfico goza de sus características propias y a ellas habrá que apelar cuando así lo demande esta investigación. Mas, para poder formular un genuino juicio de valor que señale la ubicación de los misioneros llaneros y orinoquenses en la carta intelectual que define las provincias de la ilustración y la modernidad sería necesario confrontar muchos conceptos discutibles; por ello trataremos, a partir de la ilustración indiana, descubrir aquellos elementos que generaron e intentaron crear identidad en los suburbios del mundo civilizado como eran los espacios profundos del subcontinente americano. Dividiremos la exposición en cuatro puntos: (1) el paisaje natural y humano en el que se desarrolló el proyecto misional llanero-orinoquense; (2) la cronología de la expulsión; (3) las fuentes, sus problemas y la «literatura de exilio»; y (4) los misioneros orinoquenses entre la ilustración y la modernidad.
EL PAISAJE NATURAL Y HUMANO
En la junta de misiones celebrada en Santafé de Bogotá el 12 de julio de 1662, el cuerpo decidió repartir los territorios misionales entre las diversas entidades religiosas que configuraban la iglesia neogranadina para que cada una se responsabilizara del área a ella asignada. A los jesuitas se les adjudicó el territorio «junto al río de Pauto y de allí para abajo hacia la villa de San Cristóbal y ciudad de Barinas, y todos los Llanos de Caracas, y corriendo línea imaginaria desde el río de Pauto hasta el Airico comprendiéndole».1 De facto se le encomendaba a la Orden fundada por Ignacio de Loyola gran parte de la provincia de Guayana, la creada por don Antonio de Berrío, que «se empujaba hasta el Amazonas y lo abarcaba desde su nacimiento hasta su desembocadura», es decir, la provincia y gobernación de Guayana integrada por la provincia del Dorado de Papamene-
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Pauto de Quesada y la provincia de Guayana y Caura de Ordaz y luego de Serpa (Barandiarán 1992: 141). Este territorio daba cabida a todo el complejo mesopotámico que hoy conforman las cuencas colombo-venezolanas del Orinoco y del Amazonas. Los espacios señalados en esta geografía histórica pertenecen hoy a tres naciones: Venezuela, Colombia y Brasil. La superficie total de las misiones jesuíticas en la primigenia Guayana occidental y meridional involucraba unos 50 mil kilómetros cuadrados de acción directa. A ellos habría que sumar los de los territorios de Casanare y Meta. Frente a estas ingentes extensiones de terreno llama la atención la demografía de la población autóctona que habitó en estas tierras guayanesas. Según el doctor Miguel Ángel Perera (2000: 112-149), durante los tiempos coloniales, no sobrepasó nunca esta tierra difícil y despoblada los 200.000 habitantes. Quizá pueda llamar la atención esta afirmación pero su confrontación referencial con la población actual, que apenas supera el millón de habitantes, parece avalar el interesante estudio que ha venido realizando durante años el mencionado profesor de la Universidad Central de Venezuela. El paisaje humano estuvo compuesto por muy diversas familias étnicas y con toda verdad podemos afirmar que se trataba de un auténtico conglomerado de naciones, huella fehaciente del paso de las diversas culturas que diseñan el corazón del subcontinente (Del Rey Fajardo 1979).2 A ello hay que añadir muy diversos grados de nomadismo en la mayoría de los autóctonos. Era una pauta de vida —observa Luis Duque Gómez— que estaba determinada por la naturaleza por ser esta la fuente principal de sus recursos de subsistencia en cuya búsqueda llevaban a cabo grandes desplazamientos con el fin de aprovechar «la maduración de las frutas silvestres, los refugios de las especies de la caza mayor y menor y las facilidades de la pesca en los tiempos de verano» (1992: 693). Si en los Llanos los jesuitas laboraron con seis naciones distintas, en el Orinoco el número más que se duplicó. Los achaguas se extendían desde cerca de Barinas hasta San Juan de los Llanos. Eran de lengua maipure y habían sido una de las naciones más numerosas de estas comarcas (Rivero 1956: 46). Los sálivas (Arellano 1986: 508-519) constituyen la segunda nación en importancia dentro del ámbito misional jesuítico llanero y orinoquense. Su hábitat se asentaba entre la desembocadura del Meta y los raudales de Atures y Maipures, a ambos lados del río Orinoco (Rivero 1956: 47, 216. Gilij 1965, I: 74) pero también se expandieron hasta el alto Vichada y el Guaviare (Tovar y Larrucea 1984: 161; Morey y Morey 1980: 241-285). Sus formas de vida eran muy semejantes a las de los achaguas pero sus lenguas eran totalmente diversas. Esto no impidió que convivieran en aldeas mixtas en donde fácilmente se hacían bilingües pues los hijos eran de madre sáliva y de padre achagua (Rivero 1956: 199). Los jesuitas clasificaron su lengua como matriz (Gumilla 1963: 298; Gilij 1965, III: 180). Al norte de los Llanos habitaban también tres etnias de agricultores en lo que se denominó el Airico de Macaguane entre los ríos Casanare y Apure: los betoyes, los giraras y los tunebos. Los betoyes se ubicaban entre el río Sarare y el Uribante (Rivero 1956: 346) y aunque Gumilla considera su lengua como matriz (1963: 298), sin embargo, hoy se le considera de origen chibcha (Tovar 1961: 174). Gozaban de una geografía priviligiada y sus tierras constituían uno de los corredores terrestres entre Venezuela y el Nuevo Reino. 2
Mayor información en Arellano 1986.
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Los giraras aparecen en las historias jesuíticas como una etnia belicosa y cruel (Mercado 1957, II: 267). Habitaban en la serranía de Morcote y en el Airico de Macaguane pero tenían sus ramificaciones profundas en el actual territorio venezolano (Rivero 1956: 117 y ss.; Arellano 1986: 400-402). La imagen que hoy tenemos del tunebo se puede tipificar en un grupo indígena extremadamente introvertido en su psique, ajeno al acontecer del mundo circundante, aferrado a sus tradiciones ancestrales y encerrado en las inaccesibles selvas y montañas que constituyen la Sierra Nevada del Cocuy (Del Rey Fajardo 1988: 5-28). Pero la paz de las regiones llaneras se vio siempre perturbada por los guahivos y chiricoas, el grupo más poderoso y numeroso de los recolectores. Erráticos y vagabundos recorrían desde los rincones más retirados del gran Orinoco, del río Meta y del Ayrico, hasta casi los últimos términos de San Juan de los Llanos. Su nomadismo activo les hizo vivir como gitanos trashumantes sin poblaciones fijas, sin tierras y sin labranzas viviendo siempre del pillaje, de la amenaza y del robo (Mercado 1957, II: 285-286). Al referirnos a la cuenca del Orinoco, la primera observación que llama la atención del estudioso es la pluralidad de naciones y lenguas que vertebran las huellas de los diversos poblamientos que sufrió nuestro gran río. Por ello no descendemos a singularización de ninguna de las etnias. Baste citar como ejemplo el de la pequeña reducción de La Encaramada a orillas del Orinoco: la poblaron tamanacos, avaricotos, parecas, maipures, avanes, meepures y quaquas (Gilij 1965, II: 175). Mas, sería el jesuita italiano Felipe Salvador Gilij quien interpretaría esa dispersión al reducir a nueve lenguas matrices todo el mosáico lingüístico de la Orinoquia (1965, III: 174): caribe, sáliva, maipure, otomaco, guamo, guahibo, yaruro, guaraúno y aruaco. Mención obligada debemos hacer de la nación caribe. La historia de la demografía en la Orinoquia recoge a esta nación como la más feroz depredadora de los habitantes del Orinoco medio y bajo (véase Barandiarán 1992: 247-265). Este mundo caribe, o mejor macrocaribe, puede ser considerado, desde su ingreso en la hoya orinoquense algunas centurias antes de la llegada de Colón, como el pueblo de la navegación fluvial o marítima. Muy probablemente su acceso a la gran Orinoquia debió efectuarse por una doble vía: la fluvial amazónica desde el Matto Grosso y la marítima por la desembocadura del Amazonas y su lanzamiento costero e insular en el Mediterráneo americano. Por ello, tanto los caribes fluviales como los marítimos aportarán una gran cosmovisión del mundo y del agua: «Mar y Río» de donde y por donde todo nació y emergió. Las coordenadas que limitan los espacios temporales de este hecho histórico corren de 1661 a 1767 para los Llanos de Casanare, vale decir, para las misiones del piedemonte andino. Sin embargo, las reducciones orinoquenses solo lograron consolidarse en 1731, es decir, 36 años antes de la expulsión de Carlos III en 1767 (Del Rey Fajardo 1992a: 415-419). CRONOLOGÍA DE LA EXPULSIÓN
El 20 de febrero de 1767 el rey Carlos III firmaba en el Pardo el real decreto de expulsión de la Compañía de Jesús de todos sus dominios3 y el 2 de abril promulgaba la Pragmática Sanción para el extranamiento de los jesuitas de sus reinos, ocupación de sus temporalidades y prohibición de su restablecimiento (Del Rey Fajardo 1974, III: 103-109).
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AGI. Caracas, 210. Texto íntegro, ff. 1r-3v.
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El 7 de julio llegaron a manos del virrey santafereño Pedro Messía de la Cerda los «Reales Despachos» (Pacheco 1954: 256). El decreto se llevó a cabo en Bogotá al alborear del primero de agosto de 1767 (Groot 1890: 82-83). En las regiones orinoquenses, como dependían de la gobernación de Guayana, los acontecimientos se sucedieron antes que en la capital del virreinato. El 2 de julio se presentó el gobernador guayanés don Manuel Centurión en Carichana,4 capital de las misiones orinoquenses. Los jesuitas de la Urbana, Cabruta, la Encaramada, San Borja y el Raudal de Atures fueron trasladados por Guayana y por el Delta del Orinoco a la Guayra (puerto de Caracas), donde desembarcaron el 4 de agosto (Gilij 1955, IV: 338; I: 33). Allí esperaron a los demás colegas misioneros de Casanare y Meta, durante 7 meses, para proseguir todos juntos su viaje al destierro. En los Llanos de Casanare y Meta el gobernador don Francisco Domínguez de Tejada, para poder cumplir con la orden del virrey que le sorprendió en Chire el 21 de agosto de 1767,5 gastó 114 días. Solo el 6 de noviembre podía informar el gobernador que había reunido a los misioneros de los Llanos de Casanare en Cravo.6 El 2 de diciembre se encontraban los expatriados en Guayana y en la balandra El Violón fueron trasladados al puerto de La Guayra.7 En el caluroso puerto caraqueño permanecieron hasta que el 7 de marzo de 1768 (Gilij 1955, IV: 338) zarparon en la fragata La Caraqueña (según el padre Velasco) y según los documentos oficiales en el navío San Pedro y San Pablo. Arribaron a Cádiz el 30 de abril.8 En total fueron 22 los misioneros a quienes se les aplicó la Pragmática Sanción: nueve pertenecientes a la misión de Casanare; cinco al Meta y ocho al Orinoco. Por nacionalidades, nueve eran españoles; ocho, neogranadinos; tres, italianos; uno, bávaro; y uno, alemán. De ellos, el padre Antonio Ayala no pudo seguir a los demás al destierro pues sus enfermedades le obligaron a permanecer en Pore.9 El padre Francisco Riberos falleció en La Guayra mientras esperaba proseguir el viaje para el exilio.10 De los dos alemanes no 4
ANCh. Jesuitas, 446. ANB. Conventos, t. 29, ff. 205 y ss. Carta de Francisco Domínguez de Tejada al virrey y junta de temporalidades. 6 ANB. Conventos, t. 29. Testimonio de autos /sobre/ la expulsión de quatro religiosos de la Compañía /en/ el Partido de Meta. /D/ Andrés de Oleada, f. 487. 7 ANCh. Jesuitas, 446 (Del Rey Fajardo 1974, III: 55-56). Los nombres de los jesuitas expulsos y registrados en Guayana son: José Gereda, Manuel Castillo, Manuel Padilla, Manuel Álvarez, Ignacio Barrios, Martín Rubio, Juan Francisco Blasco, Cayetano Pfab, Roque Lubián, Juan Silvestre Baños, Martín de Soto Río, Miguel Blasco, Bonifacio Plata y el H. Nicolás Juan (pertenecía al Colegio Máximo de Santafé y residía en la hacienda de Apiay). 8 Juan de Velasco. Historia moderna del Reino de Quito y Crónica de la Provincia de la Compañía de Jesús del mismo Reino, tomo III, libro IV, n. 1 (Archivo de la Provincia de Toledo). AHN. Jesuitas, 827/2. «Filiación de los Regulares de la Compañía del Nombre de Jesús pertenecientes a la Provincia de Santa Fe de Bogotá venidos en diferentes navíos, en esta forma: 78. El 1º el navío nombrado el Loreto. 51. El 2º en la fragata nombrada la Fortuna. 16. El 3º en la urca nombrada San Juan». 9 ANB. Conventos, t. 29, f. 802. 10 AHN. Jesuitas, 827/2. Filiación de los Regulares de la Compañía transferidos…, n.º 161: «[…] y por haber muerto el Superior [padre Riberos] fue nombrado Vice-Superior [el padre Gilij] en la Guayra». Como fuentes documentales inéditas, además de las ya citadas, véase: «Catálogo general del numero de regulares que de la extinguida orden llamada la Compañía de Jesús, existían en los Reynos de España e Indias al tiempo de la intimación del real decreto de expulsión, firmado por Don Juan Antonio de Archimbaud y Solana». En Archivo de la Provincia de Toledo (APT), Leg. 1.029. En ARSI existe otro ejemplar con anotaciones posteriores sobre las fechas de defunción. Es copia del original autenticado en 104 folios que reposa en Monu5
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hemos podido seguir su trayectoria de expatriados. Con lo cual son 18 los misioneros que desembarcarían en Italia. El 6 de junio de 1768 se les comunicó de nuevo la orden de abandonar España y partir para Córcega (Ferrer Benimeli 1995: 105 y ss.). Breve sería la estancia en esta isla pues al pasar a poder de Francia según el tratado firmado en Compiègne el 15 de marzo de 1768, Génova había vendido Córcega a la nación gala por un millón de francos.11 A lo largo del mes de septiembre, tuvieron que desalojar la isla corsa y otra vez se vieron obligados a vivir la amarga experiencia de ser expulsados de España, despedidos de Córcega, rechazados por Génova, a la vez que Roma les cerraba sus puertos (Ferrer Benimeli 1995: 112). Por fin, se determinó que los jesuitas fueran llevados a Porto Fino para de allí ser trasportados en pequeñas falúas a Sestri con orden de pasar por tierra al estado confinante de Parma y de aquí a su destino final que fueron algunas pequeñas localidades de la Marca de Ancona y del ducado de Urbino, como Pesaro, Fano, Sanigaglia, Gubio y otras (Ferrer Benimeli 1995: 1113-114).12 En estas ciudades les sorprendió el breve de Clemente XIV, Dominus ac Redemptor, de 21 de julio de 177313 por el que el Papa suprimía la Compañía de Jesús en todo el mundo. Así concluía la historia institucional de los jesuitas, aunque la de sus miembros continuó aisladamente en la vida cultural y política no solo de Italia sino de otros países europeos (Batllori 1966; Vivier 1897). LAS FUENTES, SUS PROBLEMAS Y LA «LITERATURA DE EXILIO»
Existen tres áreas netamente diferenciadas en lo que se refiere a producción investigativa sobre la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios españoles decretada por el rey Carlos III. La primera, que designamos como «literatura de expatriación», abarca toda la problemática de las causas que motivaron la decisión real de privar de la nacionalidad a los seguidores de Ignacio de Loyola y de excluirlos de los territorios del imperio hispano. Como es menta Histórica S.I. con la signatura: Armadio f. 10. El titulo: Relación individual de los Ex-Jesuitas muertos de las Once Provincias de España e Indias desde la expulsión hasta el día 30 de junio de 1777. Dispuesto de Orden del Consejo en el Extraordinario. Por Don Juan Antonio Archimbaud y Solano, Contador General de Temporalidades. ARSI. Historia Societatis, 53a (Catálogo de los difuntos de esta época; la provincia del Nuevo Reino aparece como viceprovincia del Sagrado Corazón de Jesús). Para las vicisitudes vividas por los expulsos desde su salida de España hasta el lugar de destierro en los Estados Pontificios, véanse Ferrer Benimeli 1995: 5-196; 1998: 5-386; Giménez López 1997. 11 Véase Ferrer Benimeli 1995: 103. El documento lleva por título: «Tratado entre el Rey y la Serenísima República para el envío de un cuerpo de tropas a Córcega». 12 Según Enrique Giménez López (1997: 201) y Mario Martínez Gomis, los jesuitas americanos trazaron la siguiente ruta: 31 de agosto salen de Bastia; del 2 al 12 de septiembre permanecen anclados en Porto Fino; el 12 llegan a Sestri y permanecen hasta el 14, fecha en que comienzan su viaje a pie pasando por Campesi, San Pietro y Tuberoni. Del 15 al 18 atraviesan los montes hasta Borgo di Toro y en esta población descansaron hasta el día 20. Ese mismo día 20 llegan a Fornovo y el 21, en carruajes, pasan ante las murallas de Parma y llegan a Reggio. El 22 pasan por Rubiera, comen en Módena y arriban a los Estados Pontificios. Esa misma tarde avistaron Bolonia en cuyos alrededores pernoctaron. El 23 cruzaron por Castel San Pietro y se detuvieron en Imola. Y el 24 entraron en Faenza. 13 Breve de nuestro muy santo Padre Clemente XIV por el qual su Santidad suprime, deroga, y extingue el instituto y orden de los Clérigos Regulares, denominados de la Compañía de Jesús, que ha sido presentado en el Consejo para su publicidad. Madrid. En la imprenta de Pedro Marín, 1773. El texto que reposa en el archivo de UCAB es bilingüe. Una copia fue publicada en Ferrer Benimeli 1998: 319-372.
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natural, su temática desborda los límites fijados para el presente trabajo (O’Neill y Domínguez 2001, II: 1347-1364). La segunda, que podríamos denominar como «literatura de la expulsión», se circunscribe a los inventarios levantados in situ en el momento de poner en práctica la decisión cesárea en 1767 y a la documentación anexa. Y la tercera, que calificaremos como la «literatura del exilio», debe recoger la producción intelectual desarrollada por los miembros de la provincia del Nuevo Reino de Granada desde su salida de tierras americanas hasta su muerte. La «literatura de la expulsión» constituye hasta el momento la fuente más rica de esta trilogía temática.14 Hay que reconocer que los autores de este acontecimiento histórico previeron calculadamente la incautación de los papeles jesuíticos que constituían la riqueza de sus bibliotecas (Del Rey Fajardo 1999c), y archivos.15 Los minuciosos expedientes levantados ín situ sobre los bienes y personas de los expulsos16 fueron al parecer exhaustivos y, en cualquier hipótesis, constituyen una fuente documental de incalculable valor. Una breve biografía del gran tesoro archivístico incautado en 1767 por la monarquía española ha sido estudiada, entre otros, por el americanista padre Francisco Mateos (1967: VIILXXXXII). En el caso concreto de la provincia del Nuevo Reino debemos llamar la atención sobre algunas peculiaridades que se deben tener en cuenta a la hora de valorar la información integral sobre los haberes misionales. La monumental tarea de transcribir tan prolijos «traslados» no siempre se cumplió a cabalidad. Un detenido examen de la mencionada documentación neogranadina nos lleva a la sospecha de que «ciertos» manuscritos y documentos no fueron inventariados. En el caso específico de las demarcaciones incluidas en la gran Orinoquia solo hemos podido recopilar el haber archivístico que reposaba en las reducciones jesuíticas de Casanare y Meta en el momento de la expulsión en 1767.17 Sin embargo, nos ha sido imposible incluir las bibliotecas y archivos que pertenecían a los seis pueblos que integraban la cincunscripción misional orinoquense. Las razones las desconocemos pues, aunque nos consta de la existencia de los documentos relativos a la expulsión de los seguidores de Ignacio de Loyola de esas regiones, llevada a cabo por el gobernador guayanés Manuel Centurión, con todo no aparecen esos inventarios a pesar de tratarse de territorio venezolano y de reposar en el Archivo General de la Nación de Caracas un abundante acervo documental de la gestión de tan importante mandatario de la Guayana.18 Con más fortuna corrieron los escuetos y lacónicos inventarios que se levantaron en las misiones de Casanare, los cuales reposan en el Archivo Nacional de Colombia. En un primer acercamiento al conocimiento del contenido de estos archivos conviene formularse la siguiente pregunta: ¿responden en verdad los fondos inventariados a los haberes documentales y bibliográficos que reposaron en las reducciones jesuíticas llaneras?
14 Sobre la expulsión de los jesuitas de la provincia del Nuevo Reyno, véanse Pacheco 1953: 23-78; 1968: 351-381; 1989: 507-537; Del Rey Fajardo 1971, I: 77-80. 15 Véanse Del Rey Fajardo 1990 y también Del Rey Fajardo 1974, III: 51-219. 16 ANB. Conventos, t. 29, ff. 205 y ss. 17 ANB. Conventos, t. 29, ff. 205 y ss. Carta del Gobernador Domínguez de Tejada al Virrey y Junta de Temporalidades. Véase Del Rey Fajardo 1974, III: 53-73. 18 En el Archivo General de la Nación de Caracas (AGN) reposan los papeles del gobernador Centurión, 1766-1766, pero de ellos solo consta que el conde de Aranda en Madrid había recibido tanto el Quaderno de diligencias practicadas el 20 de julio de 1767 (f. 70) así como la Segunda Pieza de los Autos obrados hasta el 25 de septiembre de 1767 (f. 73).
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Para dar una respuesta adecuada conviene tener en cuenta, entre otras, cuatro consideraciones que nos inducen a creer que en el caso específico de las misiones de Casanare y del Meta la realidad archivística y bibliotecológica era mayor que lo asentado en los respectivos inventarios.19 La primera hace relación a la poca importancia que el gobernador de los Llanos dio al acervo libresco.20 Una prueba fehaciente la descubrimos en la reducción de San Miguel de Macuco. El agustino fray Pedro Cuervo declaraba en el puerto de Casanare el 20 de mayo de 1817, ante el presbítero José María Vargas, el contenido del archivo que le habían sustraído de Macuco, y de memoria recitó una serie de documentos que no son registrados en la relación correspondiente.21 Y en el inventario de Pauto expresamente excluyen 58 títulos «de asumptos predicables, morales, expositores y juristas» y «varios asumptos» porque les falta una hoja, o porque están viejos, o «comejeneados» (Del Rey Fajardo 1999c, II: 312-313). La segunda reserva proviene de la suspicacia y prevención de los mismos jesuitas que conocieron el decreto antes de su promulgación (2 de julio en el Orinoco; y en San Miguel de Macuco, la población más próxima al gran río venezolano, el 15 de octubre).22 Dadas las circunstancias específicas del destierro nos inclinamos a creer que es posible que se deshicieran de libros y escritos que pudieran ser coinsiderados por los comisarios regios como peligrosos o comprometedores.23 Bien a su pesar escribía el propio gobernador de los 19
ANB. Temporalidades, t. 7, ff. 942-942v. Dice que los libros son 435 tomos que se remiten a Tocaría en cinco cargas de petacas. Pero a ellos hay que añadir los del Meta y otros de las haciendas que en total forman siete cargas de petacas. 20 ANB. Temporalidades, t. 17, ff. 487-490. Índice de los papeles manuscritos hallados en la hacienda de Caribabare. Morcote, 14 de junio de 1768. Francisco Domínguez de Tejada. 21 «1º. Un cuaderno que contiene la reducción de la Nación Achagua al sitio de Guanápalo y la fundación de su pueblo y la traslación de consiguiente al sitio del caño de Surimena, y fundación de este pueblo por el P. José Cabarte el año 1717. 2º. Otro cuaderno que contiene las repetidas diligencias sobre la salida de la Nación Sáliva de su tierra del Bichada, la fundación del pueblo de San Miguel de Macuco por el P. Manuel Román, año de 1730. 3º. Las noticias de la Nación Sáliva de los que pasaron a Carichana. Noticias que se han escrito anuales de lo que trabajaron los Padres, y el motivo porque se llevaron algunas Capitanías a Casanare, etc. ocho cuadernos. 4º. Otro cuaderno que contiene las diversas naciones que el P. Juan de Rivero sacó y plantó en el caño de Casimena. La fundación del pueblo hecha por el P. Juan Díaz el año de 1746. 5º. Otro cuaderno que trata de los ganados que trajeron por Bichada al Orinoco, con muchas noticias de las naciones que se quedaron en Bichada. 6º. Otro cuaderno que contiene y se da noticia de las costumbres, ritos, ceremonias de las naciones Sálivas, Achaguas, Chiricoas, Amarivanos, Guahibos y Cabres escrita por diversos Padres y coordinada por el P. Roque Lubián hasta su salida del pueblo de Macuco. 7º. Diversos cuadernos de doctrina cristiana en lengua sáliva, Diccionario de la Lengua, práctica del confesonario, Arte de la lengua sáliva, forma de catequizar en lengua, confesión de la fe, y otros que no tengo presente, todos sobre el mismo asunto. 8º. Otro que contiene el establecimiento del pueblo de la Santísima Trinidad de Duya, con los motivos que hubo para demoler esta fundación, no me acuerdo el año. 9º. Otro cuaderno que contiene la fundación de San Ignacio de Vablies [sic] a la costa del río Cravo; las noticias de la deserción de los indios y por qué se mandó hacer esta providencia para las Misiones. 10º. Otro cuaderno sobre puntos de conciencia, sobre los parentescos de los indios para matrimonios y demás instrucciones generales, escritas por el P. Roque Lubián a los Padres que tomaron la dirección de los indios» (Ganuza 1921, II: 230-231). 22 ANB. Miscelánea, t. 89, ff. 471-472, Carta de Domingo Antón de Guzmán al Virrey. Pamplona, 10 de agosto de 1767. Pero la razón más obvia estriba en el hecho de que la orden de expulsión fue ejecutada en tiempos diversos por los distintos gobernadores. Mientras Centurión se presentaba el 2 de julio en Carichana (Archivo Nacional de Chile, Jesuitas, 446), la orden de expulsión la recibió Francisco Domínguez de Tejada en Chire el 21 de agosto de 1767 y gastó 114 días en llevarla a cabo (ANB. Conventos, t. 29, ff. 205 y ss.). 23 El segundo hecho no es cultural, pero puede iluminar nuestra aseveración; se trata de la declaración del cabo teniente de la escolta de las misiones de Casanare, quien declara: «[...] luego que supieron los jesuitas su extrañamiento, se despacharon de esta Hacienda cinco cargas de Ropa de la tierra, machetes, cuchillos y Ha-
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Llanos en 1768 sobre este mismo asunto: «Es notorio que los jesuitas, con la anticipada noticia que tuvieron de su extrañamiento por la vía de Caracas, quemaron muchos papeles [y] libros de cuentas. El único libro manuscrito de consecuencia, intitulado Ordenes, que se pudo hallar lo remití a V. E. con todos los impresos en 22 del último abril».24 Si analizamos detenidamente el ejemplo de San Ignacio de Betoyes, observaremos que su misionero el padre Manuel Padilla (1715-1785) entregó a su sucesor, el dominico padre Pedro Sánchez, muchos de sus escritos en lengua betoy, sin que los inventarios hagan referencia a esta donación.25 Lo mismo podríamos aseverar de los escritos posteriores de Gumilla. Cuando el joven Gilij se dirige a las misiones del Orinoco, visitó al autor de El Orinoco ilustrado (quien había regresado de Europa en 1743) en su reducción de San Ignacio de Betoyes y narra el jesuita italiano que Gumilla le comentó el descubrimiento del Casiquiare llevado a cabo por el padre Manuel Román y añade: [...] en enero de 1749 estaba preparando [Gumilla] para su historia una adición, que él mismo me la leyó, en la cual, luego de retractar su error, describía larga y graciosamente, según solía, el descubrimiento que no sabía antes. Como le sobrevino la muerte con pena de todo el que gozó su amabilísima conversación, el año después, la obra quedó imperfecta e inédita. No era mi deber que yo, que fui a América con el P. Gumilla, y por él me aficioné a las fatigas orinoquenses, y fui por él mismo no raras veces estimulado a seguir, si tanto alcanzaba, la historia de ellas, dejase en la oscuridad esta anécdota nada despreciable. (Gilij 1955, I: 53)
En tercer lugar, no parece que las relaciones judiciales de las bibliotecas hayan sido muy exhaustivas, pues al cotejar su primera redacción en el momento de la expulsión con las listas de recibo de los bienes que llegaban a Caribabare nos encontramos pequeñas diferencias.26 Todavía más, cuando el 22 de mayo de 1783 el corregidor Joaquín de Ascarza da un decreto para inspeccionar las temporalidades de las cofradías y hacer la entrega a los curas seculares mediante inventario;27 el padre Francisco Cortázar dirá: «No se hicieron inventarios y si se hicieron no los firmé, ni tengo testimonio de ellos, sino un cuaderno de apuntes que tenían los padres extrañados, correspondiente a los hatos de Betoyes, Macaguane y Animas del extinguido pueblo del Puerto».28 Finalmente, se dan otras causas destructoras inherentes a los azares de la vida tropical o a la lejanía de medios civilizados, como son los incendios, los asaltos caribes y otras eventualidades por el estilo.29 chas a los Pueblos destta Mission y que todo se repartio entre los indios de ellos» (ANB. Temporalidades, t. 5, ff. 708-708v.). 24 ANB. Temporalidades, t. 17, f. 490v-491. Morcote, 14 de junio de 1768. 25 ARSI. Opera Nostrorum, 342, f. 143v: «Yo no traje conmigo carta alguna de la lengua betoyana, ni de ninguna otra cosa. Tenía en la misión bastantes escritos sobre dicha lengua pero gustosamente los dejé todos al Padre Pedro Sánchez, dominicano, que se encargó de asistir a los pobres betoyanos» (el subrayado es nuestro). 26 ANB. Temporalidades, t. 7, f. 915 y ss. Bienes de los pueblos de Casanare, trasladados a la hacienda de Caribabare (1768) y entregados a don José Daza. 27 ANB. Temporalidades, t. 12, f. 954. 28 ANB. Temporalidades, t. 12, f. 955v 29 Véase un caso, relativo a San Ignacio de Betoyes: «[...] estos libros fueron quemados en las circunstancias que le refiero [...]. Se unieron varios Betoi para matar a su misionero y con este fin pusieron fuego a la casa del misionero, que era una cabaña de pajas y palmas. Afortunadamente el padre de un muchachito, que asistía al misionero en sus necesidades... llegó cuando la cabaña empezó a quemarse, abrió la puerta y el jesuíta con el
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Una segunda aproximación debería recoger la producción manuscrita que reposaba tanto en poder de cada misionero como al cuidado de la respectiva biblioteca. En este sentido debemos recalcar que si lo impreso no llamó mucho la atención del gobernador Domínguez de Tejada, menos lo manuscrito, a no ser que tuviera que ver con libros de cuentas o con «asuntos de Estado». Como ayudas informativas nos remitimos tanto a nuestra Bio-bibliografía (1995) así como al reciente Diccionario histórico de la Compañía de Jesús (O’Neill y Domínguez 2001). Un panorama distinto nos ofrece la «literatura de exilio». Sin lugar a dudas la acción intelectual de los misioneros llanero-orinoquenses en tierras italianas constituye todavía una zona casi inexplorada por la investigación colombo-venezolana. Pero, a la hora de la reconstrucción histórica de esta fase hay que señalar dos tiempos bien definidos. El primero abarca el tramo temporal 1767-1773 en que los desterrados son todavía miembros activos de la Compañía de Jesús y, por ende, su pertenencia a la Orden traza sus cauces institucionales cuyas huellas no han sido estudiadas todavía. Es más, hay desterrados que se insertan en la Compañía de Jesús italiana, como es el caso del padre Felipe Salvador Gilij, quien llegó a desempeñar el cargo de rector de los colegios de Montesanto30 y Orbieto.31 Esta etapa histórica amerita un cuidado especial. El segundo tiempo se inicia en 1773 con el breve de Clemente XIV, Dominus ac Redemptor, por el cual al hecho histórico del destierro impuesto por el rey de España hay que añadir el de la extinción de la Orden jesuítica por el Papa, la cual obligaba a desintegrar toda la institucionalidad religiosa y dispersar a todos sus miembros. En consecuencia, la «literatura de exilio» abarca tanto la literatura del destierro como la de la extinción. Por ello, el espíritu jesuítico no podía morir y hubo escritores que trataron de conservar, según sus posibilidades, los recuerdos tanto de la Orden sepultada como de los hombres a los que pretendían silenciar.32 Aunque la provincia del Nuevo Reino no dispuso de cronistas que recogieran los restos del naufragio corporativo como lo hicieron otras provincias, sin embargo parte de sus huellas fueron reseñadas por dos escritores beneméritos: el padre Manuel Luengo,33 que se preocupa por recensar todas las noticias posibles de los expulsos, y el padre Lorenzo Hervás y Panduro,34 quien trató de recopilar la bibliografía producida por
muchachito pudieron escapar pero se quemaron todos los libros que allí se encontraban» (ARSI. Opp. NN. 342. Carta del P. Padilla al P. Hervás, ff. 194-195). 30 ARSI. Roman a, 109, f. 108v. 31 ARSI. Roman a, 109, f. 157. 32 Un primer intento por rescatar ese difícil período puede verse en Batllori 1966. Para el Nuevo Reino, Pacheco 1953: 149-191. 33 Manuel Luengo. Diario de la expulsion de los Jesuitas de los Dominios del Rey de España, al principio de sola la Provincia de Castilla la Viexa, despues mas en general de toda la Compañia, aunque siempre con mayor particularidad de la dicha Provincia de Castilla. Año de 1767. Ms. en el Archivo de Loyola. Consta de 62 tomos. 34 Lorenzo Hervás y Panduro. Biblioteca Jesuítico-Española de escritores que han florecido por siete lustros; estos empiezan desde el año de 1759, principio del reinado del Augusto Rey Carlos III y acaban en el año 1793. Mss. que reposa en el Archivo de Loyola. 2 vols. La estructura de la obra es la siguiente: el volumen I está dedicado a las obras impresas de autores españoles. El volumen II contiene «tres catálogos de escritores, y noticia de los manuscritos, que de escritores españoles hai en siete bibliotecas insgnes de Roma». El primero es de obras manuscritas, el segundo corresponde a los «Escritores Portugueses» y el tercero «Escritores estranjeros de obras impreesas establecidos en España». En este último encontramos al padre Gilij.
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los desterrados y los extinguidos. A ellos hay que añadir, para la provincia del Nuevo Reino, el Saggio di storia americana35 del padre Felipe Salvador Gilij. La verficación de los haberes documentales la inició Miguel Batllori (1951: 59-116) y es de lamentar que una inteligencia tan sagaz, cultivada y crítica como la del catedrático de la Universidad de Zaragoza, Rafael Olaechea, dejara inédita con su muerte esta fase tan importante de la historia cultural de la Compañía de Jesús en su literatura del destierro y de la extinción. No es muy copioso, hasta el momento, el aporte intelectual neogranadino en el exilio (Pacheco 1953: 23-78) con la excepción de tres significativas figuras: el padre Antonio Julián (Del Rey Fajardo 1995: 319-324), José Yarza (Del Rey Fajardo 2002) y el padre Felipe Salvador Gilij (Del Rey Fajardo 1995: 259-264). Con todo, y delimitando nuestro campo a los misioneros llaneros y orinoquenses, debemos hacer mención de los temas que transitaron: el lingüístico, el geográfico y el histórico. Dentro de la historiografía jesuítica se citan dos obras, todavía inéditas, para la biografía de la Orinoquia: y la Historia natural del Orinoco debida a la pluma del padre Antonio Salillas36 y la Historia del Orinoco escrita por el padre Roque Lubián, a la que habría que añadir el Apéndice a la Real Expedición de límites entre los dominios de España y Portugal en América. Llegamos al conocimiento de estos dos últimos escritos gracias a la reseña que les otorga Hervás y Panduro en su Biblioteca jesuítico-española.37 Sin embargo, conviene precisar algunas de sus afirmaciones. Dice Hervás que Lubián «dejó en América los siguientes manuscritos que tenía dispuestos para la impresión».38 En realidad esta afirmación no creemos que se ajuste a los hechos. En los inventarios levantados en la reducción de San Miguel de Macuco al momento del extrañamiento no aparecen tales manuscritos39 y si existieron no son los que en el destierro de Roma redactó el misionero orinoquense. La hipótesis formulada —al menos para la Historia del Orinoco— tiene su confirmación en el testimonio del padre Antonio Julián, quien al respecto afirma desde su destierro italiano: Y para que no vacile el lector sobre la verdad de lo referido, concluyo con asegurar al público que todo cuanto he producido y queda dicho de los extranjeros en el Orinoco alto y bajo en estos dos discursos preliminares, todo lo he sacado de la historia del Orinoco, que en cuadernos manuscritos (que tengo en mi poder) dejó en la hora de su muerte a un amigo mío (nota: El señor don Manuel Balzátegui, sujeto de probada virtud, integridad y doctrina, que fue por muchos años superior y depositario de los santos designios de Lubián) el señor abate don Roque Lubián, antiguo misionero del Orinoco y Meta, en la que fue Provincia de Santa Fe; varón de probadísima virtud y sinceridad apostólica, honor del reino de Galicia y operario insigne en aquellas misiones por más de cuarenta años continuos; compañero e íntimo confidente del famoso padre Manuel Román, de cuya boca también hemos oído, muchos que al presente vivimos, estos mismos y semejantes trágicos sucesos. (Julián 1951: 168-169; el subrayado es nuestro)
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En el tomo I: Tomás Vilas (I, 277), Antonio Salillas (I, 258). En el tomo IV cita como colaboradores dignos de mención a los padres José María Forneri y Antonio Salillas (IV, p. XX). 36 Archivo inédito Uriarte-Lecina. Madrid. Papeletas: Salillas, Antonio. 37 Archivo de Loyola. Hervás y Panduro. Biblioteca Jesuítico-Española, tomo I, entrada: Lubian, Roque. 38 Ibídem. 39 El inventario reposa en ANB. Conventos, t. 34, ff. 805-808.
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Ciertamente que esta redacción no fue hecha en suelo americano sino que pertenece ya a la época del exilio. Hasta el momento no hemos logrado obtener noticia alguna del paradero de los «cuadernos manuscritos» que vendrían a clarificar una zona temporal, todavía no escrita, sobre la acción jesuítica en el gran río venezolano. De gran utilidad para la historiografía colombo-venezolana del siglo XVIII sería el libro Apéndice a la Real Expedición de límites entre los dominios de España y Portugal en América. La forma de describir Hervás su información nos lleva a la conclusión de que tampoco conoció directamente este manuscrito sino que su información es indirecta. En todo caso, la existencia del documento parece factible, aunque por el momento no dispongamos de ninguna confirmación de tan interesante libro. En el área de las traducciones, el padre Juan Francisco Blasco publicó en Madrid en 1794 las Reflexiones sobre la Naturaleza de Sturm.40 Pero sería el campo de las lenguas indígenas donde la presencia de los misioneros de la provincia del Nuevo Reino coscharían los mejores frutos. En el tomo II de Aportes jesuíticos a la filología colonial venezolana (Del Rey Fajardo 1971, II: 205-316) hemos recogido tanto el epistolario lingüístico mantenido por Gilij con Hervás y Panduro,41 así como los aportes que suministraron al ilustre autor del Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas los padres Manuel Padilla («Elementi Grammaticali della Lingua Betoy»),42 José Forneri («Elementi grammaticali della lingua Yarura»)43 y otros anónimos. Pero, la figura señera que ha pasado a la posteridad en la literatura ilustrada gira en torno al misionero italiano Felipe Salvador Gilij. Con el Saggio di Storia Americana (Roma, 1780-1784) se completa el ciclo historiográfico de autores jesuitas que escribieron sobre la Orinoquia durante el período hispánico. Y no deja de ser curioso que esta disciplina se inicie con el francés Pedro Pelleprat en 1655 y se concluya con el italiano Felipe Salvador Gilij en 1784. Se podría afirmar que —en conjunto— ninguno de sus antecesores gozó de las singulares conyunturas que envolvieron su biografía para legar, no la síntesis, sino el mejor aporte jesuítico al estudio de los hombres que habitaron el gran río venezolano. El misionero italiano escribe como testigo presencial del auge que vivió el Orinoco al mediar el XVIII (1749-1767), después de haber conocido y convivido con los actores históricos de esa época, ya fuera por sus tareas de superior de la misión (1761-1765), ya por sus conexiones con los miembros de la expedición de límites, ya por las interminables horas de estudio, observación y análisis que conllevó su vida solitaria en la reducción de San Luis de la Encaramada. Además, entre la redacción del Saggio y sus experiencias misionales se interpone aproximadamente una década, espacio importante para la sedimentación de tantos hechos históricos que le tocó vivir.
40 Reflexionessobre la Naturaleza, o consideraciones de las obras de dios en el orden natural. Escritas en alemán para todos los días del año. Por M. C. C. Sturm. Traducidas al Francés y de este al Castellano con Notas instructivas y curiosas. Madrid, año de 1794. 4 tomos en octavo. Véanse Hervás y Panduro. Biblioteca Jesuítico-Española, t. II, 9; Uriarte 1904: 88 y Del Rey Fajardo 1995: 96-97. 41 En Del Rey Fajardo 1971, II: 207-237, publicamos la correspondencia Gilij-Hervás y Panduro que reposa en el Archivo Vaticano: Vat. Lat., 9802. 42 ARSI. Opera Nostrorum, 342, ff. 193r-201v (cambia Manuel por José). 43 ARSI. Opera Nostrorum, 342, ff. 202r-209v.
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Quizá el primer testimonio público en favor de Gilij proviene de Augusto Ludovico Schlözer, profesor de Historia y Política en la universidad de Gotinga, quien en carta del 21 de febrero de 1782 le escribía al ex misionero: Por tus escritos de las cosas del Orinoco, te felicito […], principalmente por lo que dices en tomo tomo tercero sobre las lenguas americanas […]. Hace poco hemos recorrido las más septentrionales regiones de Europa y Asia, hemos investigado los idiomas de cada nación, hemos distinguido las lenguas matrices de los dialectos […]. Quedaba el mundo americano. Tu nos lo abres, varón eruditísimo, y nos enseñas las lenguas de pueblos antes apenas conocidos de nombre; y no solo nos las enseñas, sino que, lo que nadie hizo antes que tu, sobre ellas filosofas, y filosofas con sobriedad. Muchas gracias te darán por esta habilidad tuya muchos sabios, pero principalmente Buttner, mi íntimo amigo y colega, que en esta clase de estudio ha envejecido rodeado de pública alabanza. Y habrá quienes no sólo te quedarán agradecidos, sino que te corresponderán: habrá quienes comparen tus descubrimientos con los de nuestros autores, y repueben que mucho que tu creías propio de tus americanos y de sus lenguas, se halla también particularmente en las de los finlandeses, eslavos, turcos, etc. (Gilij 1955, III: 281)
También el fin del Saggio amerita algunas consideraciones y puntualizaciones. A primera vista pudiera parecer que el autor pretende presentar al mundo de habla italiana una justa idea de la Orinoquia, ya que, a su juicio, muchos autores europeos habían deformado y alterado su verdadera imagen.44 Sin embargo, el estudio del libro no ofrece lugar a dudas: el autor va más allá pues intenta ser el portavoz del silente mundo indígena orinoquense45 falto de buenos estudios. Pero aunque el fin principal sea el indígena orinoquense, debemos insistir todavía en la existencia de un trasfondo real que hace relación directa a un marco de referencia: escribir en su lengua materna la historia de la Compañía de Jesús en el gran río venezolano.46 Esta intencionalidad explica las líneas de pensamiento histórico que permean la estructura de toda la obra. Los diversos mundos internos de Gilij se revelan, a nuestro modo de 44
«El prurito de formar libros sobre cosas no bien comprobadas ha inducido a no pocos a tejer una fábula sobre las comarcas de América» (Gilij 1955, I; 45). «Y esta mía […] no tiene otro fin que el de dar a muchos que me lo han pedido una justa idea de los países americanos, idea ahora necesaria para conocer bien esta parte del mundo, años atrás tan alterada y aun deformada por la exageración o por las falsedades» (Gilij 1955, IV: XIX.) 45 «Mi historia tiene por objeto principalísimo los indios» (Gilij 1955, II: 23). «Si se pudiera hablar de los indios de aquella manera en que se habla de las naciones o más civilizadas o más conocidas. Y ellos tuvieran también escritores que pusieran de manifiesto con libros sus méritos, después de tantos años de los descubrimientos de Colón estaría al fin acallado o resuelto el pleito que aún se agita con fervor sobre el mérito de ellos. Pero la causa de los indios, al contrario de la de las otras naciones, nunca ha sido ni ilustrada ni promovida con argumentos sólidos por aquellos que eran parte en ella. En el decurso de tantos años, en tiempo tan largo, jamás ha aparecido nadie que, poniéndose a la cabeza de sus compatriotas, haya defendido o propalado sus prerrogativas. Estén sujetos a los españoles, lo estén a los franceses o ingleses y a otras naciones europeas, los indios todos […] son por lo general ignorantes, a modo de campesinos, son pobres no menos de fortuna que de talentos y espíritu» (Gilij 1955, II: 15). «Queda pues que la causa de los indios, privada como la de los campesinos, de protectores propios, se vuelva para su defensa a los extraños. Pero cuán raros son los que logran la justa medida. Algunos, como abogados seducidos por afan de partido o por falta de luces justas, los rebajan hasta el extremo. Otros por el contrario, los alaban, pero sin discrección» (Gilij 1955, II: 16). 46 «Cada Orden, como dije en otra parte, se ha preocupado suficientemente por hacer su historia: Zamora la de los dominicos, Simón la de los franciscanos, Cassani la de los jesuitas que ya no se encuentran allá: todos ellos escribieron en español. Hasta ahora no hay sobre este tema historia alguna en nuestro idioma, por lo tanto no debe desagradar que yo trate brevemente de él» (Gilij 1955, IV: 280).
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percibir su texto, de forma muy singular en el ámbito de las polémicas. Es verdad que si polemiza lo hace por la verdad objetiva, fruto de sus años de existencia orinoquense. Cuando se vuelve apologeta —lo hace muy pocas veces— lo hace siempre en relación con los datos objetivos y enfrentando las afirmaciones contrarias,47 pero siempre en la perspectiva de los planos sugeridos. Una interesante síntesis de las polémicas, en su globalidad, las ha planteado Antonello Gerbi (1960: 204-214). Con todo, Arleny León se aproxima más en su estudio a los planos que hemos señalado más arriba (1989: 105-124). Debemos confesar que Gilij es un escritor libre de fanatismos, como lo evidencian su equilibrio en la búsqueda y representación de la realidad americana y la ecuanimidad de su estilo y retórica. Si se ha impuesto diseñar una visión del mundo americano diferente a las versiones que presentan a lo largo del siglo XVIII tanto los científicos europeos como los cronistas criollos o su propio maestro el padre José Gumilla, es lógico que disienta y establezca sus puntos de vista. Se podría pensar a veces que toma posición en la contienda Europa-América, o frente a los exacerbados nacionalismos. Pensamos que, en la mayoría de los casos, el núcleo de su argumentación radica en su concepción del autóctono o en la matización de teorías como la del buen salvaje y otras de diversa índole científica. Por ello hay que examinar en cada caso el hecho profundo y no la persona que representa la contienda, ya sea Buffon, Voltaire, de Pauw, Raynal, Marmontel y Robertson, ya sean hermanos suyos en religión como el chileno Molina (Hanisch 1976). Pero, ciertamente, el basamento de la fama del padre Gilij radica en su tomo III de su Ensayo, que lo ha convertido en el pionero de la etnolingüística colombo-venezolana (Mattei Muller 1989). Es muy importante ubicar el contexto político-social en el que aparece el Ensayo de historia americana de Gilij pues, por una parte, se enmarca en una vertiente histórica definida: la Revolución Francesa, la Norteamericana y la primera revolución industrial inglesa; y, por otro lado, se enrumba hacia los dominios de la nueva episteme, vale decir, en una nueva organización del saber que se construye en torno a tres grandes territorios: la vida, el lenguaje y el trabajo. Nos encontramos en el momento en que se está evolucionando de la gramática general a la lingüística. Gilij ha vivido una etapa previa en la reducción orinoquense de La Encaramada, en la que se desvivió por elaborar, como gramático, la gramática y el diccionario de las lenguas tamanaca y maipure; mas, desde su destierro romano, emprende en su Ensayo un nuevo estudio del lenguaje pero en esta oportunidad desde la perspectiva histórica. Como afirma Jesús Olza, el estudio histórico del lenguaje dentro dentro de la historia natural abre las puertas para el nacimiento de la gramática histórica y comparada con los métodos de la historia natural. La pérdida de la centralidad del verbo ser propiciará la posibilidad de los estudios sociolingísticos y psicolingüísticos, los cuales formarán parte del conjunto de disciplinas que tiene por objeto el estudio del lenguaje (Olza s. f.).48
47 Biblioteca Apostólica Vaticana. Vat. Lat. 9802. f. 150. Carta de Gilij a Hervás. Roma, 11-02-1784. En Del Rey Fajardo 1971, II: 216-217. 48 Jesús Olza (1989: 441) precisa el valor del autor del Saggio dentro de la evolución de la lingüística: «Gilij está en la fase en que la gramática deja de ser general y pasa a particular; Gilij además participa en el alumbramiento del comparatismo, pero hay un momento previo o simultáneo, muy importante en la historia de la lingüística, y es la inclusión del lenguaje dentro de la Historia Natural».
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Sus meditaciones romanas le llevaron a dilucidar con toda claridad los componentes de dos grandes familias lingüísticas: la caribe y la maipure. Habría que esperar un siglo para que Lucien Adam y Karl von den Stein confirmaran la vigencia de las conclusiones gilijianas y la validez de su tesis para las lenguas de la Orinoquia, la Amazonía, las Guayanas y el Caribe (Schmidt 1962: 243-244, 250). En todo caso, han venido apareciendo nuevos estudios en torno a la figura del padre Gilij que tratan de precisar su genuino aporte y de analizarlo desde puntos de vista muy distantes de la mera historia jesuítica.49 En verdad, el destino de la historia natural, afirma Duris, es la de aniquilarse progresivamente en cada una de las ciencias a las cuales ella sirve de anclaje (1997: 544). Así pues, al misionero de La Encarmada hay que estudiarlo como uno de los pioneros en proponer el estudio del lenguaje dentro del ámbito de la historia natural y se le puede considerar como el fundador del todavía incipiente comparatismo de las lenguas del Orinoco y, por extensión, del Amazonas. El ingreso a las grandes Bibliotecas de Escritores de la Compañía de Jesús lo tenía asegurado Gilij por su correspondencia (Del Rey Fajado 1971, II: 205-237) y asesoría al padre Lorenzo Hervás y Panduro en la elaboración de su gran obra La Idea dell’Universo (Del Rey Fajardo 1971, I: 345-348). En efecto, en el tomo II de su Biblioteca Jesuítico Española50 el jesuita español le dedica una extensa reseña a su obra impresa y a la manuscrita. También su inserción en los grandes repertorios bibliográficos europeos se consolidó, entre otras, por dos razones evidentes: la primera, por la fervorosa recepción que tuvo su Saggio en el mundo científico y literario de Italia y Francia;51 la segunda, porque en 1785 —un año después de publicar su obra en italiano— se traducía al alemán,52 idioma en el que conocería varias traducciones. Para su evolución bibliográfica nos remitimos a la Bibliotheca Missionum de Streit (1927, III: 302-303, 313, 314, 344). De modo mucho más lento fue penetrando el Ensayo de Historia Americana en la literatura histórica colombo-venezolana (Pérez Hernández 1989: 179-201), en la que de facto vino a formar parte del patrimonio cultural común después de que la Academia Colombiana de Historia editara el tomo IV de su Ensayo en 1955 y la Academia Nacional de la Historia de Venezuela publicara la traducción castellana de los tres primeros volúmenes en 1965. En la historia de la cultura colombo-venezolana debe considerársele como un genuino representante de la modernidad, a pesar de que su temática se haya reducido al autóctono orinoquense interpretado a través de la riqueza de su lengua, que es el vehículo de su cultura. ILUSTRACIÓN Y MODERNIDAD
A la hora de asignar, en la carta de la Ilustración y de la Modernidad, una posición a los misioneros que laboraron en los Llanos de Casanare y en el río Orinoco se podrían esta49
Véanse Henley 1989 y Arvelo-Jiménez y Biord-Castillo 1989. Archivo de Loyola. Lorenzo Hervás y Panduro. Biblioteca Jesuítico Española. Volumen II. Catálogo IV: Escritores extranjeros de obras impresas establecidos en España, 95-97 (del texto transcrito del original manuscrito que reposa en el mencionado archivo). 51 Véase Nuovo Giornale di Letteratura de Modena, t. 33, pp. 233-251. También: Efemeride Lettararie di Roma, X, pp. 1-3; 7-9; 9-12; 25-27; 33-35; 289-291; 297-299. XI, pp. 153-155; 161-163; 169-171. XII, pp. 97-99. L’Esprit des Journaux, 1781, junio, pp. 106-116; 1782, enero, pp. 75-90; 1784, julio, pp. 187-209; 1785, octubre, pp. 160-169. 52 Nachrichten vom Lande Guiana, dem Orinocoflus, und den dortigen Wilden. Aus dem Italienischen des Abbt Philip Salvator Gilii auszugsweise übersetzt. Hamburg, bei Carl Ernst Bohn, 1785, XVI-528p. 50
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blecer diversos escenarios conceptuales, todos polémicos, y pienso que no es el objetivo de esta ponencia. Hasta el momento se han identificado más de 600 jesuitas expulsos que se dieron a conocer por sus escritos de exilio, de los que 460 pertenecen a España y 145 a los territorios ultramarinos (Mazzeo 1968), pero no dudamos que estas informaciones podrán en un futuro sufrir modificaciones. Quizá haya que esperar al siglo XX (que ha conocido las mayores migraciones humanas de la historia) para evaluar la magnitud del exilio de los 2.746 jesuitas americanos desterrados en 1767, entre los que se contaban hombres sabios, eruditos, escritores, profesores universitarios, predicadores, misioneros enraizados en los espacios profundos de América, así como abnegados formadores de juventudes y directores de almas. Realmente constituían un verdadero potencial intelectual cualificado en los saberes del mundo hispánico (Tietz 2001). Pero cabe preguntarse: cuando hablamos de «literatura de exilio» es evidente que existe una producción literaria y científica que florece en tierras italianas, pero también llama a reflexión el considerar que esos escritos representan la eclosión de un alud que hubiera florecido en América en el contexto de un verdadero proyecto de la nueva América. Y como es natural, de este hecho histórico surgieron nuevas formas de experiencias culturales y de convivencias humanas, pero también hay que acentuar que las condiciones psicológicas, morales y económicas de los expatriados no eran las más propicias para los estudios de largo alcance. Por ello, abrimos la pregunta: ¿esta visión de América excluye la literatura anterior a 1767 aunque pertenezca a una misma Weltanschaung indiana? Ya en 1963 insinuaba Demetrio Ramos el atisbo de esta tesis al referirse al jesuita orinoquense: «Si su libro [el de Gumilla] se semeja, anticipadamente, al de un jesuita expulso, que añora su viejo campo de acción, ¿no pueden verse también muchos libros, tenidos por expresivos de la literatura ideológica de los expulsos, tan atávicos ejemplos de lo que Gumilla representa?» (1993: CXXVI ). El sueño americano de la Compañía de Jesús se interrumpe bruscamente en nombre del despotismo ilustrado, pero pensamos que la «literatura de exilio» también debe estudiarse en el contexto temporal anterior a la expatriación. Realmente existe una ilustración indiana y por ello adoptamos la definición de Mario Hernández Sánchez-Barba que es «una actitud, un estilo, un concepto, que permite elaborar y expresar un juicio, una idea, desde una posición eminentemente racional y crítica». Y añade: no dispone de un espacio cultural donde se produzca y desde donde se difunda al resto del mundo, «sino que se trata de una maduración que abarca un inmenso espacio de la sociedad occidental y que ofrece sus mejores resultados en el amplísimo escenario histórico del Atlántico y sus tierras continentales aledañas» (1988: 293). La literatura americanista producida por los jesuitas en la primera mitad del siglo XVIII es sencillamente monumental. Todas las regiones continentales se convirtieron en «protagonistas» del sueño americano: era la primera respuesta institucional al reto de la selva y de la precivilización.53 Pero también otro élan vital del continente colombino, como son los
53 Indicaremos algunas obras representativas de las regiones más importantes: Miguel Venegas. Noticia de la California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente. Madrid, 1757. Eusebio Kino. Las misiones de Sonora y Arizona. México, 1913-1922. José Ortega. Apostólicos afanes de la Compañía de Jesús, escritos por un Padre de la misma sagrada Religión de su provincia de México. México, 1754. Pedro Lozano. Descripción
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ríos, está vinculado literaria y científicamente a la biografía de la Compañía de Jesús en las tierras descubiertas por Colón.54 Con la aparición de El Orinoco ilustrado, en 1741 en Madrid, se abre la época de la ilustración de la Orinoquia. Como obra programática, está implicada «en el movimiento de iniciativas del siglo XVIII, el mismo que se despliega en la ilusión y en el optimismo de la Emancipación» (Ezquerra 1962: 189), pues, en definitiva es el heredero directo de todo el impulso de acción que se inicia en esas fechas (Ramos 1993: CXXIV-CXXV). José Juan Arrom clasifica a Gumilla en la generación de 1714 con la que «amanece para América un nuevo día» y se extiende hasta la que llega a teñirse de enciclopedismo. Para Arrom, es tan profundo el cambio que se instaura con El Orinoco ilustrado que, por su contenido, cree «se acerca más a Humboldt que a los historiadores del siglo anterior» (1961: 328). Además, como obra representativa, la ubica en la línea de la del regidor de La Habana, José Martín Félix de Arrate, autor de la Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales: La Habana descrita, noticias de su fundación, aumentos y estado. Pero Gumilla es uno de los artífices del Proyecto Orinoquia. Junto a él se debe incluir al padre Manuel Román, descubridor del Casiquiare en 1744 y el iniciador de las nuevas relaciones con las naciones del sur del Orinoco, así como de la nueva cartografía (Del Rey Fajardo 1995: 546-550); Bernardo Rotella, fundador de Cabruta y pieza clave no sólo en las luchas anticaríbicas sino forjador del nuevo equilibrio interracial en los espacios surorinoquenses (Del Rey Fajardo 1995: 553-555); Francisco del Olmo (Del Rey Fajardo 1995: 192-194) y Roque Lubián (Del Rey Fajardo 1995: 348-350) genuinos hombres de frontera y sin cuya colaboración los hombres de la expedición de límites hubieran tenido que afrontar dificultades insuperables. Mas, el sueño de la Orinoquia se debe intepretar también a la luz de la obra del hermano coadjutor Agustín de Vega, la cual sobresale como modelo de conjunción entre lo histórico y la etnográfico. Con toda justicia afirma Barandiarán: «[…] desconocemos un solo texto etnográfico mundial que tuviere el peso específico y la luminosidad esclarecedora del comportamiento social y bélico del Caribe depredador del Orinco, según el texto del hermano Vega». Y concuye: «[…] por todo ello, esta Crónica aparece en la bibliografía jesuítica e histórica de la Orinoquia, como un monolito único y ejemplar, pues no tiene algo similar en ninguna de las bibliografías coetáneas» (Barandiarán 2000: 127). En cualquier hipótesis tampoco debe quedar de lado el estudio de la mentalidad de los misioneros orinoquenses (Del Rey Fajardo 1999a) la cual debe interpretarse a la luz de dos premisas: una, su formación académica e integral en la Universidad Javeriana de Bogotá (Del Rey Fajardo 1999b), centro intelectual de la provincia del Nuevo Reino (Del Rey Fajardo s. f.; 2002); y la segunda, en el contexto del proceso histórico que había instaurado la Compañía de Jesús en esas remotas regiones, en la segunda mitad del XVII, en su empeño de generar bienes capaces de promover una genuina identidad (Del Rey Fajardo 1992b: 36-53). Por ello insistimos que el «humanismo jesuítico» es el alma de la cultura barroca americana «cimiento de una ilustración esencialmente literaria y política que […] produce el
Chorographica del terreno, Rios, Arboles y Animales de las dilatadíssimas Provincias del Gran Chaco, Gualamba y de los ritos y costumbres de las innumerables naciones barbaras e infieles que la habitan… Córdoba, 1733. Martín Dobrizhoffer. Historia de Abiponibus Esquestri, Bellicosaque Paraquariae Natione locupletata… Viena, 1784. 54 Véanse las obras de Cristóbal de Acuña, J. Marquette, José Gumilla, Manuel Rodríguez, José Chantre y Herrera, Pablo Maroni, Antonio Julián, José Quiroga y otros.
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conflicto eminentemente romántico, expresado en dos direcciones: en la ideología política de la independencia […] y en el pensamiento crítico de la realidad económica» (Hernández Sanchez-Barba 1988: 295). Por otro lado, tanto el tema de la independencia de América así como los conflictos territoriales que surgen con el nacimiento de las nuevas naciones americanas se interconectan, aunque de forma diversa, con la acción jesuítica en el subcontinente. A las matizaciones del espíritu ilustrado que en el campo cultural surgieron en la Universidad Javeriana (Pacheco 1975) hay que añadir la conciencia de frontera de todas las misiones jesuíticas que atenazaban el corazón de Sudamérica y la posición coherente que mantuvieron sus misioneros frente al Tratado de Límites de 1750. Todas estas expresiones socioculturales trascienden las fronteras anteriores y posteriores a 1767 y necesitan de una explicación. Pero si nos atenemos al área de las misiones llanero-orinoquenses cabe preguntarse cuál es el balance de la realidad histórica de la Orinoquia entre la acción misional llevada a cabo por los jesuitas frente al Estado ilustrado al que Lucena Giraldo (1992-1993: 245) define, en el caso colombo-venezolano, como el Reformismo de frontera que rompe la «inercia de siglos» con la tradicional dejación por parte de la Corona en manos de los misioneros de la ocupación y defensa de los espacios fronterizos americanos. Un punto de confluencia de este antagonismo Estado ilustrado-jesuitas nos lo ofrece la trayectoria de la llamada expedición de límites de 1750. Existe una corriente histórica española sobre esta temática que se inicia con la tesis doctoral del infatigable profesor vallisoletano, don Demetrio Ramos55 y se completa con la obra del joven investigador Manuel Lucena Giraldo.56 A ella hay que agradecer su invalorable aporte a esta zona histórica bastante olvidada en el haber de la conciencia nacional. Sin embargo, dentro de la historiografía revisionista venezolana ha habido una toma de posición crítica que encabeza el antropólogo e historiador Daniel de Barandiarán (1994), quien ha sometido a la luz de la historia y la geografía guayanesas todo el inmenso acervo producido por la expedición de límites de 1750, y a su obra remitimos nuestras observaciones. En el caso específico de las misiones orinoquenses, la literatura española considera el tratado de límites de 1750 como un «conjunto de tareas encaminadas a la reforma política, social y económica de la frontera tropical» (Lucena Giraldo 1992-1993: 245). Lucena Giraldo afirma que la expedición constituye un éxito regional de mucha trascedencia. Y afirma: Entre la paz con los grandes jefes indígenas del Alto Orinoco —marzo de 1759— y la retirada de la Expedición de Límites de Venezuela —julio de 1761— transcurre el período con mayores transformaciones que vivió la Guayana española a lo largo del siglo XVIII. El gran ciclo de exploraciones y la eclosión fundacional en la frontera con el Amazonas, la derrota de los caribes y su repliegue hacia el interior del continente o el intento de consolidación de una ruta más o menos estable con el virrreinato de Nueva Granada fueron hechos que por sí solos constituyeron cambios de consecuencias insospechadas. La conjunción de todos ellos en tan breve período permite hablar, con más razón todavía, de una verdadera mutación regional
55 Véase Ramos 1946. Demetrio Ramos ha sido un excelente colaborador en la reconstrucción de la historia colonial venezolana y su obra es amplísima. 56 Véase Lucena Giraldo 1991b. A Lucena Giraldo se le puede considerar como el renovador de la literatura ilustrada de la fontera. Tiene diversas obras de las que solamente citamos: Lucena Giraldo 1991a y 1988.
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como consecuencia de los trabajos de organización territorial de la Expedición de Límites. (Lucena Giraldo 1991: 203)57
Por su parte, Barandiarán establece una serie de «cautelas obvias» ante estas afirmaciones inspiradas casi en su totalidad en la amplia documentación redactada por los comisarios regios sin la verficación correspondiente en la geografía histórica guayanesa. Aquí deseamos circunscribirnos al tema más importante, cual es el de las fronteras, para resaltar un ejemplo de lo que formula la historiografía ilustrada y la revisión crítica a la luz de la geografía y la documentación preterida. Quien analice la geografía histórica de nuestro subcontinente durante el período hispánico observará la existencia de un cinturón de misiones jesuíticas que se iniciaba en el alto Orinoco y pasaba por Mainas, Mojos, Chiquitos y el Paraguay58 y el cual significaba un bloqueo y una tentación para el avance portugués, siempre ajeno al espíritu de Tordesillas. Esta evidente realidad le llevó a declarar en 1646 al conde de Salvatierra, virrey del Perú, que los indígenas de las reducciones eran los «custodios de la frontera» (Bayle 1951). En la historia de la formación y deformación de nuestras nacionalidades, la visión amazónica española acabaría ignorando las posiciones estratégicas y la diligencia mostrada por la Compañía de Jesús para mantener los extensos territorios que le había conferido a la Corona hispana el Tratado de Tordesillas. El Tratado hispano-portugués de límites de 1750 planteaba, en el fondo, la sustitución del Tratado de Tordesillas por otras fronteras más reales que aseguraran a los españoles el dominio exclusivo de la cuenca del río de la Plata y a los portugueses el de la cuenca del Amazonas. Todavía más, Pombal asoma en 1758 a la corte española que, en el conflicto jesuítico, la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús de las reducciones guaraníticas podría extenderse a todas las misiones de América (Kratz 1954: 224-225). Y en 1759, decretada la expulsión de los jesuitas de Portugal, Gomes Freire proponía al comisario general español que «si su Católica Majestad tomara una medida semejante, ello significaría un alivio para toda América».59 Es evidente que con estas premisas la corte española tratara de alejar a los jesuitas de sus fronteras con Brasil. En efecto, la preocupación del primer comisario, José de Yturriaga, por distanciar a la Compañía de Jesús del área norte del conflicto limítrofe vino a cristalizar en una real orden del 2 de noviembre de 1762 por la que se comisionaba a los capuchinos andaluces de Venezuela «para los nuevos pueblos del Alto Orinoco y Río Negro, señalándoles S. M. por terreno desde el Raudal de Maipures inclusive arriba».60 Una vez que los capuchinos tomaron posesión de sus nuevas demarcaciones misionales, fueron enfrentando la dura realidad de aquellas inhóspitas regiones. Cuando el 57 Prácticamente reitera los mismos conceptos en Lucena Giraldo y De Pedro 1992: 64. Y en la página 81 añade: «La cantidad de información cartográfica, botánica, goegráfica, lingística e histórica adquirida con métodos modernos permitiría construir la política gubernamental española sobre la realidad de la frontera tropical y no sobre lejanas o interesadas noticias, cuando no sobre puras ficciones e incluso proyecciones literarias». 58 Para una información sistemática, véase Santos Hernández 1992: 34-56, 65-83. 59 AGS. Estado, 7393, f. 82. Carta de Gomes Freire a Valdelirios. 22 de febrero de 1759. Citado por Kratz 1954: 237. 60 AGI. Caracas, 205. Carta del P. Fernando Ardales al Rey. Misión de Caracas, 30 de mayo de 1764. El padre Ardales había recibido dos comunicaciones sobre este asunto: la primera fechada el 12 de noviembre de 1762 y la segunda el 28 de febrero de 1763.
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padre Jerez de los Caballeros arribaba a San Carlos el 1 de abril de 1765 pudo verificar que las poblaciones que había dejado la comisión de límites se habían reducido a un recuerdo.61 Sin embargo, fray Jerez, que había participado con los miembros de la expedición de límites en la exploración del Cuchivero-Caura, «tendrá una actuación fulgurante y de gran efecto, pero, como el chohete en el aire, se quemará casi de inmediato» (Barandiarán 1994: 559). En sus famosas «Jornadas» fundará 8 pueblos entre 1765 y 1770, pero las intrigas antimisioneras del gobernador guayanés Centurión, las enfermedades y muertes de los misioneros y el desamparo del área obligaron a los capuchinos a retirarse a los Llanos de Carcas a fines de 1771 (Barandiaran 1994: 559). La historia se había repetido una vez más con los capuchinos. Y concluye el escritor guayanés: «Se perdió la noción misma integrada del área Meta-Guaviare-Inírida-Vichada-Tuparro-Orinoco-Atabapo-Río Negro que los misioneros jesuitas detentaban, dentro de la misma originalidad de la Provincia Gobernación de Guayana y con los resabios-sucursales de autoridad gubernativa supletoria de Santa Fe de Bogotá en el área de Meta-Casanare» (Barandiarán 1994: 560). Con la expulsión de los jesuitas en 1767 se perdía la visión del Orinoco histórico, visualizado como Orinoco amazónico y columna vertebral de la inmensa provincia de Guayana y conceptuado como la muralla frente al Brasil portugués. Sobre esta visión se había construído la territorialidad gubernativa, política y misional de aquellas inmensas áreas mesopotámicas del Amazonas-Orinoco. El no haber entendido esta dicotomía que divorcia el Orinoco histórico del Orinoco geográfico le llevó a España a perder grandes extensiones de terreno en sus delimitaciones con el Brasil. Con tristeza escribe Barandiarán al analizar el Tratado de Límites de 1777: «Más tarde, la propia Junta de Límites, preparatoria en España del último Tratado de Límites de 1777 entre España y Portugal, ya no sabía que Berrío, heredero de Quesada, había recibido de éste todo el Dorado amazónico. Fueron llamados el propio Centurión y el veterano guayanés Vicente Doz y ninguno de los dos fue capaz de dar razón alguna sobre los límites jurisdiccionales del territorio de la Provincia de Guayana, simplemente porque nadie sabía Historia» (1994: 548).62 En todo caso, si nos remitimos a la estricta «literatura de exilio», afirmamos que el padre Felipe Salvador Gilij es el único que adquiere con todo derecho carta de ciudadanía de la modernidad por su producción científica romana. ¿Cómo conciliar los aportes de la «historiografía ilustrada» con las acciones de los miembros de la Compañía de Jesús defensores a ultranza del profundo significado geográfico-histórico del mito fluvial Orinoco-Amazonas? Por ello preferimos ubicar la acción jesuítica en la Orinoquia como equidistante de la Ilustración y la modernidad.
61
AGI. Caracas, 440. Informe de 8 de febrero de 1766 del Presidente de las nuevas poblaciones del alto Orinoco y Río Negro a la Capitanía General de Venezuela. José A. Jerez de los Caballeros. El documento lo trascribe Baltasar de Lodares (1929: 317-319). En este escrito, nos dejará constancia de San Fernando «ya destruída»; del Raudal de Santa Bárbara «en cuya situación encontré aun los resquicios de la fundación que V. S. allí emprendió con el capitán Imo y sus gentes»; de la Garita de la Buena Guardia, a la entrada del Casiquiare, «en cuyo distrito no hallamos más población de indios que la del Capitán Daviaje». 62 El autor fundamenta su elucubración en Cal Martínez 1979: 63-70.
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SEGUNDA PARTE
LOS JESUITAS Y LA PATRIA CRIOLLA
Entre el Renacimiento y la Ilustración: la Compañía de Jesús y la patria criolla* David Brading
I En su introducción a The Jesuits: Cultures, Sciences, and the Arts (1540-1773), John W. O’Malley, S. J., señalaba que términos como Contrarreforma, Reforma católica, Era tridentina, y Catolicismo posttridentino eran a todas luces insuficientes, puesto que algunos de ellos provenían de interpretaciones ideológicas de la historia de la Iglesia —no susceptibles de ser defendidas por sí mismas—, mientras que otros eran cronológicamente deficientes. Dirigiéndose a los acontecimientos generales de la historia europea, observaba que el periodo que tentativamente comenzaba con el Renacimiento italiano y se cerraba de manera abrupta en la Revolución francesa se denominaba, muy vagamente, al menos en los pueblos angloparlantes, «la historia de la Europa moderna temprana».1 Por analogía, O’Malley proponía que el periodo en el cual la historia de la Iglesia se enmarcaba entre el fines del siglo XV hasta fines del siglo XVIII debía llamarse el del «catolicismo moderno temprano» (O’Malley 1999 y 2000). Obviamente, un término como este no era una simple etiqueta cronológica, ya que la modernidad, no importa qué tan tempranamente, implicaba la presencia de valores, procesos e instituciones que diferían de aquellos privilegiados en la Edad Media. Asimismo, el término sugiere que la Iglesia también defendió vigorosamente su legado medieval, a la vez que impulsaba instituciones y prácticas religiosas que, en cierto modo, pueden calificarse como propias del periodo moderno temprano. Ya en una línea más cercana a nosotros, lo que propone O’Malley es que la Iglesia católica adoptó y aplicó de manera exitosa las innovaciones políticas y culturales del Renacimiento en el siglo dieciséis. De lo que no se puede dudar es de que en los siglos posteriores, con la revolución científica del siglo XVII y la Ilustración, se rompieron los fundamentos intelectuales de la filosofía escolástica y de la cosmología humanista. Esto, a su vez, no minimiza los logros alcanzados por la Roma del Papa Julio II y de Miguel Ángel, tan «moderna» como la Francia de Luis XIV y Racine, aunque sin alcanzar el nivel de la Escocia de Adam Smith y David Hume. De allí que cualquier interpretación lineal del pasado, que juzgue las etapas históricas de manera teleológica y según el grado de cercanía y preparación que hubiese tenido para llegar al presente, debe dejarse de lado.2 Asimismo, en estos siglos, la Iglesia católica probó de manera más que evidente su triunfo al mantener y promover una cultura religiosa que se extendió a través del Atlántico y terminó por abarcar a los nativos de América. Por * 1 2
Traducción de José Ragas. En lo sucesivo, el autor se refiere por «moderno temprano» a su equivalente inglés, early modern [N. del T.]. Esta advertencia ya había sido señalada en Butterfield 1931.
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lo tanto, cualquier intento por definir el catolicismo moderno temprano que no incluya la experiencia ultramarina como elemento inherente está condenado al fracaso. En cualquier discusión sobre el cuerpo religioso, será siempre útil, si no necesario, recordarnos la visión que este tiene de sí mismo. De acuerdo al cardenal Newman, la Iglesia católica forma el cuerpo místico de su fundador, Jesucristo, y como tal recoge y desarrolla el triple oficio de Cristo como Intermediario, es decir, de Cristo como Profeta, Sacerdote y Rey. De esto se deducía, agregaba Newman, que: «El cristianismo, entonces, es a la vez filosofía, poder político, y rito religioso: como religión, es sagrada; como filosofía, es apostólica; como poder político, es imperial, esto es, Uno y Católico. Como religión, su centro de atención es el pastor y su rebaño; como filosofía, los colegios; como mandato, el Papado y la Curia». Pero estos tres oficios eran ejercidos al mismo tiempo por la misma persona o grupos, a lo que agregaba Newman, de manera específica, que el Papa «como Vicario de Cristo, hereda estos oficios y actos por la Iglesia». Además, cada cristiano que escuchaba la voz de su conciencia, desempeñaba estos tres oficios, pues «[…] la conciencia es el Vicario de Cristo original, profeta en sus informaciones, monarca en sus perentoriedad, sacerdote en sus bendiciones y anatema» (1990 [1877]: 25). De acuerdo a Friedrich von Hügel (1961 [1908], I: 59-61), estos oficios o caracteres de Cristo pueden hallarse en todas las religiones del mundo y, en el caso concreto del cristianismo, se encuentran en el Nuevo Testamento, donde Pedro, Pablo y Juan dan testimonio de su presencia. Pero él enfatizaba que todas estas categorías constituían tipos ideales y que raramente existían aisladas. Por todo ello, los tres elementos constituyentes de la religión cristiana —la institución histórica, la profético-intelectual y la devocional-experimental—, son instrumentos útiles del análisis para los historiadores de la Iglesia. En la forma ya mencionada de gobierno y en su conexión con la cultura humanista, el catolicismo moderno temprano demostró abiertamente su carácter moderno temprano. A finales del siglo XV, emergieron en Europa occidental sólidos Estados dinásticos que subyugaron a la turbulenta aristocracia terrateniente y convocaron a los nobles para servir en los concejos reales, como cabezas de ejércitos o actuando como gobernadores provinciales. La autoridad de los reyes y príncipes fue magnificada por la recepción de la ley romana y su prestigio se expresó a través del mecenazgo de las bellas artes. Juristas, humanistas e incluso teólogos se unieron para celebrar el poder real. La creación del Estado moderno fue seguida en muchos países, exceptuando Inglaterra y Polonia, por un declive radical en la autoridad nacional y las asambleas provinciales, y expresaban así un profundo rechazo del principio medieval del gobierno representativo. Tal era la atracción de la monarquía absoluta, que Juan Eusebio Nieremberg (1595-1658), un influyente jesuita español, invocaba la filosofía neoplatónica y hermética para declarar que «[...] la voluntad del príncipe es imagen de la omnipotencia divina», a lo que agregaba lo siguiente: «[...] el rey se define en el libro del filósofo egipcio, que es el postrero de los dioses y el primero de los hombres». La magnificencia de El Escorial constituía una demostración visible de este elogio (Didier 1976: 398-401). El despegue de la monarquía católica en España fue contemporáneo a la transformación del papado. Los acontecimientos que se sucedieron por esos años —el Cisma de Aviñón y el movimiento conciliar— hicieron retroceder a la Santa Sede y su Curia del poder internacional y la jurisdicción que alguna vez ejercieran con Papas como Gregorio VII e Inocencio II. Con el firme deseo de reordenar su autoridad espiritual, los Papas del
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siglo XV reconocieron el derecho de los monarcas de nombrar obispos y canónigos en sus dominios, y de estar sujetos solo a la formal aprobación de Roma. El bienestar temporal del papado, sin embargo, fue asegurado por la subyugación de los nobles y tiranos que habían gobernado gran parte de los Estados papales, proceso largamente completado por el «Papa guerrero», Julio II (1502-1512). Esto llevó a que, en términos políticos, la Santa Sede figure en el concierto europeo de poderes como una rica monarquía italiana, la cual —a semejanza de sus contrapartes seculares— ejerció un poder absoluto en las esferas civil y eclesiástica. Así también, los papas de esta época actuaron como mecenas de humanistas italianos y renombrados artistas. La temprana «modernidad» del papado se demostró inmejorablemente cuando Julio II decidió destruir la Basílica de San Pedro, que por cientos de años había congregado multitudes de peregrinos. Los arquitectos que participaron en el diseño de la nueva basílica —a saber, Bramante, Miguel Ángel, Maderno y Bernini— ilustraban el grado de esplendor cultural sobre el que se sostenía el prestigio de la Santa Sede. Al mismo tiempo, es bueno recordar que una considerable proporción de los ingresos del Estado papal en un lapso de 150 años fue absorbida por este gran proyecto (Prodi 1987: 3-29; Haskell 1980: 24-62, 149-154). Si consideramos lo anterior como la matriz cultural en la que la Compañía de Jesús recibió la aprobación papal en 1540, no deberá entonces sorprendernos que terminara exhibiendo los valores propios de una monarquía absoluta. Allí donde las Órdenes mendicantes, y en particular los dominicos, realizaban elecciones para todos los escalones de autoridad en su Orden, los jesuitas, por el contrario, elegían a su general de por vida y era él quien destacaba a los provinciales y rectores de los colegios que tenía a su cargo. Si las Órdenes mendicantes conformaban grandes federaciones, compuestas en su mayoría por provincias autónomas, el general jesuita podía eventualmente disponer el envío de personas que realizaran visitas a las provincias y aprobar la transferencia de sus hermanos jesuitas a provincias aledañas. Un recurso adicional de poder, ejercido por los provinciales y los visitadores, fue la inmediata expulsión de cualquier elemento perturbador dentro de la Orden. Al igual que el papado en esta época, los jesuitas hicieron suyos los frutos del aprendizaje humanista, especialmente como guardianes de la literatura y las lenguas clásicas. Cuando abrieron colegios para educar a la elite europea, brindaron una enseñanza tal que se podía encontrar en ella la reciente recuperación del latín clásico y de su literatura, e introducían así en sus alumnos una formación retórica promovida por los humanistas del Renacimiento (O’Malley 1993: 200-239, 253-264, 354-356; Kristeller 1961, II: 174-188). Pero donde San Ignacio de Loyola innovó de manera más contundente fue en su insistencia en que todos los jesuitas hicieran los ejercicios espirituales bajo la tutela de un director experimentado. Si los monjes y los frailes estaban moldeados, en su gran mayoría, en la participación cotidiana en el coro y el canto al atender los oficios sagrados como por su noviciado, cada jesuita se insertaba en una meditación sistemática que estaba diseñada con el propósito de despertar su conciencia y encomendarlo a una vida de servicio. Este llamado a la conciencia individual se halla en la Devotio moderna, que había sido cultivada por la Hermandad del Bien Común en el siglo XV en la Renania y en Noruega. La gran obra de esta corriente fue la Imitación de Cristo, comúnmente atribuida a Tomás de Kempis, texto empleado tanto por San Ignacio como por los principales teólogos protestantes. En efecto, el siglo XVI fue un momento en que muchos devotos cristianos se sintieron tentados a perder toda esperanza en una eventual salvación, y los Ejercicios espirituales ofrecieron un camino para mitigar aquellos temores. Paralelamente, debe indicarse que los jesuitas por lo
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general vivían en instituciones colegiadas que les ayudaban a mantener sus vocaciones como a vigilar su conducta (Evennett 1968: 43-66; O’Malley 1993: 127-153). Enfatizar la «modernidad» de los jesuitas, sea en su constitución como en su formación individual, no debe apartarnos del hecho de que era el pasado y no el futuro lo que obsesionaba la mentalidad del siglo XVI europeo. En Honor del Gran Patriarca San Ignacio de Loyola (1645), Juan Eusebio Nieremberg proclamó que San Ignacio no solo era el inventor de una nueva religión sino el restaurador de una antigua. Del mismo modo que Cristo había fundado un «colegio apostólico» para predicar el Evangelio a todas las naciones, «aquel gran peregrino» había fundado «una nueva religión de clérigos» que habían heredado y recibido «el mismo oficio de los Apóstoles de la Iglesia Primitiva», y en ningún lugar se observaba esto más claramente como cuando predicaban en los «nuevos mundos de las Indias Orientales y Occidentales». Mientras los apóstoles habían sido ordenados como sacerdotes, de igual manera los jesuitas habían sido ordenados «no a la perfección cristiana […], sino para la perfección sacerdotal», lo que significaba que ellos imitaban a los apóstoles en la predicación del Evangelio y en la administración de los sacramentos. El papel que los jesuitas desempeñaban, al actuar como el «brazo derecho de la Sede Apostólica» de Roma, solo confirmaba esta audaz comparación. Como muchos de sus rivales salidos del protestantismo, los primeros jesuitas concibieron a la Compañía como una revitalización del sentido de misión y el fervor de la Iglesia primitiva (Nieremberg 1645: 3, 95, 138, 150-154). Para sostener esta elogiosa comparación, Nieremberg no vacilaba a la hora de criticar el ideal monástico. Así como los monjes y frailes imitaban a Juan el Bautista cuando se esparcían por el mundo, los jesuitas seguían el ejemplo de Cristo cuando se sentaba a comer con los fariseos y publicanos con el propósito de salvar almas. ¿Se podía negar acaso que la Compañía hacía suya la máxima de Santo Tomás de Aquino sobre las ventajas que ofrecía una «vida mixta» de acción y contemplación para la práctica de la vida religiosa? Asimismo, Nieremberg citaba a San Bernardo al comparar a los contemplativos con las mujeres y aquellos ocupados en salvar almas con los hombres y los soldados. ¿Qué podía ser más importante que ayudar a nuestros prójimos en salvar sus almas? Actos como estos iban más allá de las plegarias, las ceremonias y la autoflagelación de monjes y ermitaños, especialmente desde que se dio por sentado que Dios se sentía más complacido por «la vida de la Compañía» que por las actitudes individuales de los ermitaños. De todas las Órdenes religiosas que la habían precedido, añadía Nieremberg, quizá los dominicos se acercaban más al estilo de los jesuitas, ya que su prédica se encaminaba a salvar almas, pero su preocupación extrema por la liturgia y el canto coral los había desviado de su labor original, pues «[…] aunque el coro es ocupación y oficio de ángeles, el salvar hombres es oficio de Dios». Para concluir esta labor, los jesuitas evitaron las penitencias y los martirios innecesarios, y concentraron sus esfuerzos en «el estudio y la oración y sobre todo la continua mortificación interior y ejercicio de quebrantar de la propia voluntad». A partir de estos postulados, los jesuitas habían renovado «la antigua costumbre de la frecuentación de los sacramentos de la penitencia y [la] comunión», extendiendo sus labores en «la crianza de la juventud [con una] enseñanza graciosa y liberal», en misiones en todos los reinos del mundo, la visita de prisiones y hospitales, la administración de los ejercicios espirituales y la promoción y defensa de la Fe, ya sea en el púlpito o en sus escritos (Nieremberg 1645: 134-149, 161-162). Al concluir, Nieremberg argumentaba que la Divina Providencia siempre había proveído defensores de la fe para contrarrestar los ataques de los herejes, como en el caso de San Atanasio y los arrianos, San Agustín y los pelagianos, o Santo Domingo y los albi-
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genses. Ahora, era la misma Providencia la que había colocado a San Ignacio para combatir la herejía de Martín Lutero. Según algunos autores, el santo español había cumplido a cabalidad las profecías de Joaquín de Fiore y San Vicente Ferrer, por lo que pudo ser visto como la reencarnación del quinto ángel del Apocalipsis, o bien como el ángel descrito por Isaías, encargado de destruir el ejército de Senaquerib. Al final de su obra, Nieremberg concluía: «Martín Lutero huyó de la Iglesia para destruir la Iglesia. Ignacio de Loyola huyó del mundo para destruir el mundo, esto es, la vida mundana» (Nieremberg 1645: 35, 3-7). Que la fundación de la Compañía de Jesús significó una renovación de los esfuerzos apostólicos de la Iglesia primitiva era también una conclusión a la que arribaba el De instauranda Aethiopum salute (1627), cuyo autor, Alonso de Sandoval, era un jesuita que se había desarrollado la mayor parte de su vida en el puerto de Cartagena de Indias (Nueva Granada), y que retrató a San Francisco Javier como el continuador de la ruta trazada por el apóstol Santo Tomás cuando predicó en Asia y África. Qué era la Compañía de Jesús, decía el escritor, sino una «religión de apóstoles», a partir del cuarto voto tomado por los jesuitas ya formados, que los comprometía a predicar el evangelio en todas las naciones. A esto agregaba que si esta vocación era lo que distinguía la Compañía del resto de Órdenes mendicantes, entonces los franciscanos podían ser caracterizados por su amor a la pobreza y los dominicos por su búsqueda de la verdad, mientras que los jesuitas sacrificaban todo a su alcance con el fin de ganar almas. En su gran obra, Sandoval describió cómo él y su leal asistente (el futuro San Pedro Clavero), brindaron asistencia espiritual a los esclavos africanos a su arribo a Cartagena, buscando convertirlos y bautizarlos. Agregaba que la principal misión de los jesuitas era con los pobres y desposeídos del mundo entero, es decir, con las naciones de población negra, en las que estaban incluidas África, el sur de la India, las Filipinas y los esclavos americanos. Dirigiéndose a aquellos sacerdotes de la Compañía que figuraban como profesores o predicadores en las ciudades, que dedicaban su vida al estudio y a la meditación, Sandoval los exhortaba a buscar la gloria eterna en un ministerio activo entre los negros y los pobres. Tampoco vaciló a la hora de citar un relato tomado de los Padres del Desierto de Egipto, donde un monje, después de haber pasado quince días trabajando entre los pobres, pasó quince años haciendo oración y ayuno, soportando incontables tentaciones en el desierto; solo allí, proseguía Sandoval, pudo aprender que había hecho más méritos para llegar al cielo en esas dos semanas de ministerio voluntario que en todos los largos años de penitencia y aislamiento. En una metáfora final, Sandoval observó que las Indias era una tierra de mercaderes y que Cristo era el «soberano mercader del Evangelio», quien a través de San Ignacio «hizo e instituyó una Compañía con hombres cuyo fin es buscarle almas», compuesta de sacerdotes que venían a ser «mercaderes de oficio [y] compañeros del Sumo mercader», todos ellos comprometidos en la búsqueda de riqueza espiritual (Sandoval 1956 [1627]: 35, 152-164, 313-321, 502, 532, 586). Nada era más llamativo en las reflexiones de Nieremberg y Sandoval que su compromiso de por vida al ministerio evangélico y su abierto rechazo a la vida monástica. Dondequiera que en la Edad Media los monjes y los frailes abandonaban el mundo, su separación de la sociedad se expresaba de modo evidente en la adopción de un hábito particular y de la tonsura; en contraste, los jesuitas no tenían una ropa que los distinguiese y vestían como cualquier otro sacerdote; y como si esto no bastara, abandonaban el canto coral de la liturgia al tiempo que evitaban las formas extremas del ascetismo. En cambio, la diferencia de los jesuitas con los reformadores protestantes se centraba en su vocación como sacerdotes para administrar los sacramentos y alentar la devoción. En este contexto, no debe de-
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jarse de lado que en sus «reglas para pensar con la Iglesia», San Ignacio exhortaba a los jesuitas a sostener las prácticas devocionales del catolicismo medieval, fomentando la veneración de las reliquias de santos, lámparas e imágenes sagradas, el constante diálogo con las masas, la recepción de la comunión y la práctica de la peregrinación. Pese al renovado énfasis en su ministerio como sacerdotes, sin mencionar la educación humanista impartida en sus colegios, los jesuitas permanecieron dedicados a la promoción de formas medievales de devoción, incluso si estas implicaban promover una ferviente y especial adoración de Cristo en la Eucaristía (Evennett 1968: 73-77; Anónimo 1919: 198-199).
II Cuando los jesuitas españoles arribaron a México y al Perú, esperaban dedicarse a la conversión e instrucción de los indios americanos. Después de todo, en 1493 el papado había cedido el gobierno de las tierras recién descubiertas y gran parte de las Indias Occidentales a los Reyes Católicos, bajo la condición que estos promovieran la entrada de estas poblaciones en el «gremio de la Santa Iglesia Católica Romana» (Brading 1991: 98-101, 240-242). Pero hacia 1569-1571, las Órdenes mendicantes se encontraban largamente establecidas en parroquias, que cubrían, si no toda, buena parte de los territorios conquistados por los españoles. Al mismo tiempo, en Europa la Compañía de Jesús había buscado mantener su emancipación de la autoridad episcopal al abstenerse de administrar las doctrinas. El Concilio de Trento sirvió para que el segundo general de la Compañía, Diego Laínez, interviniera para criticar la jerarquía inmóvil de los obispos y párrocos como un obstáculo en el normal desempeño y expansión de la Iglesia misionera (Evennett 1968: 135-137). Para comprender los principios que regulaban a la Compañía de Jesús en su ministerio en el Nuevo Mundo, hay que aproximarse a De procuranda indorum salute (1590), escrito por José de Acosta durante la década anterior, cuando se desempeñaba como segundo provincial en el Perú. Nada más comenzar, se anticipaba a Sandoval cuando declaraba que «[...] la Compañía de Jesús ha sido fundada básicamente para servir a la Iglesia de Dios, yendo a misiones por las diversas zonas de todo el orbe […] fundada por divina inspiración con la finalidad primordial de ganar para Cristo a esos pueblos». Así también, Acosta comparaba las misiones de San Francisco Javier y otros jesuitas con aquellas emprendidas por San Pablo y otros apóstoles, especialmente porque en ambos casos las conversiones habían sido realizadas sobre la base de la persuasión, sin tener que recurrir a la coerción o la conquista. Por contraste, en el Nuevo Mundo habían sufrido la conquista española y, pacificados o no, la conversión de la población nativa presentaba problemas sin igual: «Para nosotros la mayor dificultad es la excesiva estupidez e ignorancia de los bárbaros; a los apóstoles, por el contrario, nada les estorbó tanto como aquella sabiduría hinchada y poderosa de los judíos, de los griegos y sobre todo de los romanos». Además, los jesuitas pagaban las consecuencias con una muerte cruel si se atrevían a adentrarse en territorios en los que los indios no habían sido sometidos. Para Acosta, tales muertes no podían ser catalogadas como verdaderos martirios, y mucho menos se podía decir que habían cumplido algún propósito en la medida en que los indios habían permanecido indiferentes a la prédica. Así, se requería un nuevo método de esfuerzo misionero, pues a diferencia de Asia y África, en América era necesario «que soldados y misioneros vayan juntos» (Acosta 1984-1987 [1590], II: 309-311; I: 9, 107-113, 303-311, 341-359).
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Al decir esto, Acosta ya anticipaba lo que en el futuro sería la regla de conducta para muchas de las misiones jesuitas al momento de reducir a los indios, sean estos ecuatorianos, chilenos, o nativos de Sonora o de la Baja California. La gran excepción sería Paraguay, donde los jesuitas entraron y convirtieron a sus habitantes sin contar con la protección brindada por los soldados españoles. Como lo ha demostrado Ramón Mujica, en el caso paraguayo los jesuitas se ganaron el apoyo de los jefes indígenas al punto de representar en sus banderas a los siete arcángeles, «príncipes de la milicia divina». La exclusión de otros europeos que no fueran los jesuitas se dio solo en Paraguay, y fue tal el éxito de convivencia entre los indígenas, que llegaron a establecer una milicia compuesta por nativos de la zona, pertrechándolos con armas para defenderse de los traficantes de esclavos provenientes del Brasil (Ruiz de Montoya 1892: 123-144; Mujica Pinilla 1996: 237-269). Considerando el ministerio puesto en marcha en las tierras conquistadas por los españoles, Acosta volcó su experiencia de provincial en el Perú para remarcar la negativa de los jesuitas a aceptar la administración de las parroquias o doctrinas. En primer lugar, los obispos del Nuevo Mundo habían presionado para la implantación de los cánones dictados en el Concilio de Trento, dentro de los cuales se hallaba el derecho que les permitía nombrar y visitar todas las parroquias en sus diócesis, derecho que hubiera significado la subordinación de las parroquias jesuitas a la jurisdicción episcopal. En segundo lugar, el colocar a un joven jesuita en una remota y aislada parroquia de los Andes lo conduciría de manera inevitable a la tentación de tener relaciones sexuales con mujeres de la localidad, más aún al ser público y notorio que las mujeres nativas eran proclives a entregar sus favores carnales, según señalaba Acosta. En tercer lugar, ya que el clero de las parroquias obtenía su manutención con un salario deducido del tributo indígena recolectado por los encomenderos y los corregidores, era casi seguro que los jesuitas podrían entrar en conflicto con estas autoridades y terminar envueltos en acusaciones por avaricia si presentaban alguna queja para la mejora de sus salarios. Como se puede apreciar, Acosta reproducía el espíritu crítico de un sistema diocesano ya adelantado por Laínez en el Concilio de Trento.3 Las siguientes recomendaciones de Acosta significaban una clara bifurcación en el ministerio americano entre las misiones dirigidas a indios «gentiles» que vivían cerca a las fronteras y los dominios españoles de las misiones «entre fieles», dirigidas a los indios que tenían una condición de vasallos desde hacía largo tiempo. Como lo observaría posteriormente, Acosta comentó la exitosa prédica de los jesuitas que habían aprendido quechua o aymara, y que llevaron a que el rebaño de poblaciones nativas escucharan los sermones y acudieran a confesar sus pecados. La impresión que les causaron la devoción y arrepentimiento de los indios lo llevó a brindarles la comunión, no obstante el rechazo y oposición del clero de ese entonces. Según Acosta, la mejor manera de avanzar en este ministerio americano consistía en establecer un colegio en una zona con mucha población, de modo que pudiera servir como base para las misiones. Por medio de la implementación, y valiéndose de su cargo de provincial, Acosta había contribuido a fundar el Colegio de Juli, situado en la provincia de Chucuito, en las riberas del lago Titicaca, donde albergó a más de ocho jesuitas a la vez, que se dedicaba a la administración de tres parroquias (Acosta 1984-1987 [1590], II: 327-343 y Vargas Ugarte 1963: 115-118).
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Sobre las tentaciones del clero, véase Acosta 1984-1987 [1590], II: 91-135. Acerca de los jesuitas en las doctrinas, véase Evennett 1968: 135-137.
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Para ilustrar esta bifurcación del ministerio americano, podemos tomar el caso de Nueva España donde, poco después de su arribo en 1572, uno de los jesuitas, Juan de Tovar, prebendado de la Catedral de México y reconocido por su conocimiento del náhuatl y de la historia azteca, entró a la Compañía. Pronto fue llamado por Antonio del Rincón, un mestizo descendiente de la Casa Real de Texcoco, quien enseñaba latín en el Colegio de San Jerónimo en Puebla y se desempeñaba entre los indios de aquella ciudad y suburbios, predicando y confesando en «lengua mexicana», como se llamaba al náhuatl. Venerado por los nativos como su padre espiritual, publicó en 1595 Arte mexicana, un manual de gramática para sacerdotes deseosos de trabajar entre los nahuas. Pero no fue sino hasta 1645 que su trabajo fue superado por el Arte de la lengua mexicana, compuesto por Horacio Carochi, jesuita italiano que había vivido desde mucho tiempo atrás en Nueva España. Por ese entonces, la Compañía mantenía cuatro sacerdotes expertos en náhuatl en la iglesia de San Gregorio de Ciudad de México, los que enseñaban en su colegio a un grupo de por lo menos cincuenta jóvenes, todos ellos descendientes de la nobleza nahua. La figura dominante de esta época era Juan de Ledesma, un jesuita criollo muy renombrado y cuya fama de asceta era bien conocida. Ledesma fue el encargado de reconstruir la iglesia y establecer las cofradías de indios que ayudaban a celebrar las principales fiestas del calendario litúrgico con el esplendor que se merecía. En su labor era secundado por Lorenzo, un indígena que hacía las veces de maestro de escuela, proveniente «de prosapia muy principal y noble de la nación mexicana», quien se encargaba de componer «coloquios y autos sacramentales en lengua mexicana», incluyendo un «mitote del Emperador Moctezuma», en el que los indios decoraban con fina plumería la puesta en escena de una danza ceremonial.4 Cuando el jesuita italiano Juan Bautista Zappa llegó a México en 1675, estaba destinado inicialmente a San Gregorio (descrito por testimonios de la época como un «colegio tan útil y tan maravillosamente provechoso a la nación mexicana, que allí recibe el pasto de la doctrina cristiana en los sermones de todos los domingos en su idioma»). Los sacerdotes que residían en el colegio no se limitaban a su circunscripción en la capital, sino que salían «algunas veces […] a los pueblos de la nación mexicana» en los pueblos aledaños. Zappa participó en la gran misión jesuita a Puebla y luego se internó en lugares como Sultepec y la sierra de Mextitlán. En 1692 recorrió las cadenas montañosas y los valles tropicales de la Huasteca —actual San Luis de Potosí—, una misión que lo retuvo por cuatro meses minando su salud. En medio de sus sermones sostenía una pintura del infierno repleto de demonios, fuego y condenados, que le sirvió para prevenir a la congregación del destino que le esperaba. Sus misiones terminaban por lo general con procesiones penitenciales a través de las calles, durante las cuales los fieles se azotaban, lo que provocaba que la sangre manara de sus hombros. Pero el aparente éxito no escondía la profunda depresión que embargaba a Zappa al percatarse de la ignorancia de los indios, al punto que, en sus oraciones a la Virgen María, se quejaba de estos hechos, a lo que ella lo reprendía diciéndole: «Hasta que te hagas como uno de los Indios, no has de agradar, ni a mi Hijo ni a Mí» (Venegas 1754a: 101, 132-133, 141-148, 175). A lo largo del siglo XVII, los jesuitas fundaron misiones en los territorios fronterizos de Sinaloa, Sonora y Chihuahua, y en 1645 encomendaron esta grandiosa tarea a no menos de sesenta y cinco jesuitas de los cuatrocientos con los que contaba la provincia. Un cronista 4
Sobre Rincón, véase Zambrano y Gutiérrez Casilla 1961-1977, III: 489-492, 611-612. Acerca de Ledesma, véase Pérez de Ribas 1645: 452-464, 736-739.
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contemporáneo, Andrés Pérez de Ribas, no escatimaba esfuerzos a la hora de defender el empleo de soldados para defender estas misiones, especialmente cuando era más que evidente —al menos para él— que el diablo alentaba a los indios a resistirse al evangelio y atacar a los intrusos. El hecho que marcaría el triunfo de estas misiones fronterizas del norte se daría con la aceptación de los jesuitas como tutores por parte de los yaquis de Sonora, una tribu por demás conocida por «ser nación tan populosa, belicosa y arrogante, que jamás había tenido comercio y amistad con los españoles». En total, poco más de treinta mil nativos, distribuidos en ocho asentamientos independientes entre sí, pasaron a ser convertidos. Según una inmejorable definición de lo que podría llamarse una «conquista espiritual», Pérez de Ribas alabó las virtudes de «aquellos operarios [del evangelio] y soldados de la milicia de Cristo que se emplearon en el apostólico ministerio de estas conquistas espirituales y empresas hechas en orden de liberar las almas que Dios havia apreciado con su sangre y derribar las fortalezas, donde las tenia cautivas el Demonio». Por consiguiente, el enemigo era el demonio y el premio que resultaría de ganar este enfrentamiento espiritual entre el bien y el mal lo constituían los indios.5 Un nuevo capítulo de estas misiones norteñas comenzó en 1697 cuando Juan María de Salvatierra, jesuita italiano que había llegado junto con Zappa y había pasado muchos años en Chihuahua trabajando entre los indios, encabezó la primera misión hacia la Baja California. Aun cuando el virrey secundaba esta iniciativa al ofrecer apoyo económico, en sus primeros años los jesuitas tuvieron que contar con apoyo privado, especialmente si este permitía mantener una pequeña guarnición de soldados. Pero hacia 1705, la Guerra de Sucesión obligó a la Corona a dejar de cumplir con el aporte y subsidio por tres años. Esto requirió que Salvatierra echara mano de toda su persuasión para obtener el visto bueno de los colegios jesuitas de Nueva España y recaudar los 120 mil pesos necesarios para mantener las misiones norteñas, asegurando el préstamo con una hipoteca sobre sus tierras, hecho que demuestra el compromiso de la provincia mexicana hacia sus misiones fronterizas del norte (Venegas 1754b: 30, 122-128, 139-151). No es necesario extenderse sobre las misiones de los indios «gentiles» dispuestos por la provincia del Perú, ya que el establecimiento del Estado jesuita en Paraguay y las temerarias excursiones a través de la frontera en Chile han merecido numerosos estudios por parte de los investigadores. Sin embargo, el papel de los jesuitas entre los indios peruanos ha recibido poca atención. En Lima, por citar un ejemplo, los jesuitas administraron la parroquia de El Cercado, y en el Cuzco se encargaron de la educación de los hijos de la nobleza en el Colegio de San Francisco de Borja. Mención aparte merece el Colegio de Juli, donde el jesuita italiano Luis Bertonio compuso su Arte y gramática muy copiosa de la lengua Aymara (1603), posteriormente enriquecida con un Vocabulario. Asimismo, el jesuita español, Diego González Holguín, tras haber residido en Cuzco y Juli por un largo periodo de tiempo, publicó en 1607 su Gramática y arte de la lengua general, es decir, el quechua. En estos trabajos, los jesuitas aplicaron la tradición de la erudición renacentista, partiendo del libro de Antonio Nebrija, Introductiones Latinae (1481), una gramática que le sirvió de modelo a fray Domingo de Santo Tomás en su Arte, dedicada también al quechua.6
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Véase Pérez de Ribas 1645: 283-285, 411-432. La definición de la «conquista espiritual» se encuentra en el prólogo no numerado. 6 Véase Vargas Ugarte 1963: 384-386. Sobre la influencia de Nebrija, véase Lucas y Monzón 2000.
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III La cálida bienvenida que se profesó a los jesuitas al llegar a la Ciudad de México estaba precedida por su bien ganado prestigio como maestros de escuela. Esto llevó a que un agustino los calificara entonces de «verdaderos reformadores del mundo [y] renovadores del espíritu primitivo de la Iglesia», mientras que el cabildo eclesiástico los recibió más fríamente al considerarlos «clérigos como ellos». Para seguir con los comentarios sobre los recién llegados, hay que anotar que el virrey Martínez Enríquez y el cabildo fueron más entusiastas en su acogida debido a la urgente necesidad de los jóvenes criollos de la Nueva España, que requerían de «maestros de leer y escribir, de latinidad y demas ciencias». Como lo narraría años después un jesuita, las Órdenes mendicantes se habían dedicado a convertir y educar a la población nativa, con el resultado de que los «caballeros y gente calificada» enfrentaban serias dificultades para hallar una buena educación para sus vástagos. El problema no era menor: sin tal educación, ¿cómo podrían los jóvenes criollos aspirar siquiera a puestos como sacerdotes o juristas o, peor aún, a convertirse en canónigos de la catedral o en oidores de la Real Audiencia? Con el objetivo de satisfacer esta demanda, el provincial jesuita Pedro Sánchez, profesor en la Universidad de Salamanca y rector del Colegio de Alcalá de Henares, estableció rápidamente los colegios de San Pedro y San Pablo en la capital, para así poder instruir a los futuros candidatos al sacerdocio. Muchas escuelas para varones se establecieron así y formaron posteriormente el famoso Colegio de San Ildefonso. No satisfecho con trabajar en la capital, Sánchez visitó las provincias y el resultado fue que en pocos años se habían fundado colegios en Guadalajara, Zacatecas, Valladolid, Pazquaro, Puebla y Oaxaca. Esta notable expansión de la actividad jesuita fue posible no solo por el envío de más jesuitas desde España, sino por la admisión de veinte novicios entre 1573 y 1575, entre los cuales se hallaban muchos eminentes criollos (Florencia 1694: 69-72, 114, 131, 151-152). Una recepción similar aguardaba a los jesuitas en Perú, y en menos de un año el grupo original de siete creció a treinta, incluyendo dos canónigos pertenecientes a la Catedral de Lima. En un breve lapso se establecieron colegios en Cuzco, Arequipa y La Paz y hacia 1576 la escuela de gramática en la capital había incorporado 250 alumnos. Tal era su prestigio que cuando el virrey Francisco de Toledo buscó suprimir dichas escuelas jesuitas e incorporarlas a la renovada Universidad de San Marcos, su decisión provocó masivas protestas y se vio forzado a dejarla sin efecto. En 1579, el provincial franciscano en Perú escribió al rey, alabando la educación brindada por los jesuitas, ya que la Iglesia se beneficiaba con que los niños aprendiesen gramática, artes y, más importante aún, los fundamentos de la virtud y los buenos modales. La siguiente etapa comenzó en 1583 con la fundación del Colegio de San Martín, donde los estudiantes residían y llevaban cursos de teología ofrecida por la Universidad de San Marcos. En efecto, los jesuitas brindaron una educación general para la elite a un nivel preparatorio, pero igualmente adiestraron a los más inteligentes o ambiciosos estudiantes en teología y derecho civil o canónico en grado universitario (Vargas Ugarte 1963: 135-141). Si la Compañía estaba en capacidad de expandirse tan rápidamente en el Perú y en México se debía a una coyuntura peculiarmente propicia. Durante las administraciones de los virreyes Toledo y Enríquez (1569-1581), se introdujeron una serie de medidas que produjeron una notable alza en la producción de plata y en el comercio trasatlántico. Además, esta expansión de una economía exportadora coincidió con la aparición de un grupo de
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jóvenes criollos, herederos de los primeros conquistadores, que necesitaban desesperadamente educarse para poder ingresar al clero. Poco tiempo después del arribo de los jesuitas, los criollos instruidos en sus colegios llegaron a dominar los puestos del clero secular en sus respectivas diócesis. A esto se puede agregar que, hacia mediados del siglo XVII, los conflictos entre el clero europeo y el criollo alteraron el orden en todas las provincias americanas, conflicto que fue resuelto de manera parcial con la adopción de la alternativa, un sistema por el cual cada grupo tomaba posesión del control de forma alternada. Por esos años, los criollos asumieron el gobierno de muchos ayuntamientos, universidades y, finalmente, llegaron a dominar la Real Audiencia al finalizar el siglo. 7 La Compañía no pudo permanecer ajena a las consecuencias que se originaron a raíz de la educación que impartía. A pesar de que sucesivos generales advirtieron a los provinciales sobre aceptar cantidades excesivas de criollos, la ampliación de las actividades de la Compañía en el Nuevo Mundo implicó un inevitable incremento en el reclutamiento, por lo general del mismo sector criollo. Como lo ha demostrado Bernard Lavallé, el 29% de sacerdotes criollos en la provincia mexicana hacia 1600, se elevó a 58% en 1659 y a 69% en 1696. En la provincia peruana la tendencia fue más pronunciada: mientras en 1613 solo un 20% de los sacerdotes había nacido en América, los criollos ascendieron a 48% en 1636 hasta alcanzar un pico de 86% en 1696. Si bien estas cifras son de por sí significativas, podemos entender cómo creció la Compañía en estos dos siglos tomando como ejemplo la provincia de México. En 1638 esta provincia —que incluía Guatemala y Cuba, además de toda Nueva España— poseía 377 miembros, 197 de los cuales eran sacerdotes. En 1766, a un año de su expulsión, tenía entre sus filas 693 miembros con 438 de ellos desempeñándose como sacerdotes. La ausencia de estudios sobre las relaciones entre los jesuitas criollos y europeos no permite conocer cómo se llevó a cabo el equilibrio entre los dos grupos, más aún cuando el mínimo intento de crear facciones al interior de la Compañía era severamente castigado con la expulsión. Lo que sí sabemos es que el primer criollo en ser designado provincial en Nueva España fue Pedro de Velasco, un descendiente de la familia de los condes de Santiago, que hizo su servicio entre 1646 y 1649.8 Para mantener sus colegios e iglesias, sin mencionar su creciente número de miembros, los jesuitas se valieron de las donaciones de los benefactores para adquirir propiedades. En la Ciudad de México, el más rico minero de ese entonces, Alonso de Villaseca, les cedió una gran extensión de terreno con el consiguiente capital para su primer colegio, a lo que añadió otros 88 mil pesos en efectivo y en barras de plata. Cuando el primer provincialpreguntó a Villaseca sobre la mejor manera de invertir este dinero, el minero le contestó: «en haciendas de campo, a medio hacer, las quales en tierra tan dilatada como esta, costarian poco y con la industria y diligencia de hermanos celosos e inteligentes, en breve serian grandes y rentarian mucho». Esta recomendación sería aplicada con tal empeño que, en muy poco tiempo, pasaron a ser dueños de una serie de terrenos. En 1650 —setenta años después de su arribo— la provincia mexicana tenía ingresos por la suma total de 156 mil pesos, 37 mil de los cuales eran descontados para cubrir los intereses por deudas y gravámenes que sumaban un total de 740 mil pesos, suma que les permitía financiar la construc-
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Sobre el patriotismo criollo, véase Brading 1991: 323-344. Véase Lavallé 1982, I: 687-744. Sobre Velasco, véase Faría 1753: 36, 74-77, 127-130. Una lista de los provinciales y el número de los jesuitas en Nueva España por año puede hallarse en Alegre 1956-1960, I: 36-37, II: 11-12, III: 11-13; IV: 14-16). 8
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ción de iglesias y colegios o ser usada también en la adquisición de futuras haciendas. El análisis de una hacienda en particular, Santa Lucía, ubicada en el Valle de México, ha mostrado que la propiedad continuó creciendo en extensión y valor aún después de la expulsión de los jesuitas en 1767 (Florencia 1694: 117, 322-333; Astrain 1902-1905, V: 321-325; Konrad 1980: 71). Si Acosta había aconsejado a los jesuitas evitar la administración de parroquias así como evitar conflictos de jurisdicción con los obispos, la decisión de adquirir haciendas involucró, en ocasiones, a la Compañía en violentas disputas acerca del pago del diezmo. Para esta época, el diezmo proveniente de la agricultura servía para costear los gastos del obispo, el cabildo catedralicio, y la fábrica de la catedral, sin incluir los dos novenos, mientras que una novena parte del total entraba en las arcas reales, pues se consideraba al rey como patrón de la Iglesia en América. Durante la década de 1640, Juan de Palafox y Mendoza, el arrogante obispo de Puebla, quien había servido como canciller de Indias y visitador general de la Nueva España, criticó a la Compañía por haber adquirido una cantidad excesiva de haciendas a la vez que solicitó que, en lo sucesivo, dichas propiedades pagaran el diezmo a las autoridades diocesanas. Cuando la provincia mexicana rechazó enfáticamente cumplir con esta solicitud, Palafox incluyó en la disputa la exigencia de que los capellanes que servían en las haciendas jesuitas debían enseñar sus licencias episcopales que los facultaban a predicar y confesar. Aunque no podamos seguir los avatares de esta famosa disputa, señalemos que esta finalmente terminó con la transferencia del obispo a la paupérrima diócesis de Osma a raíz de un pedido a España hecho por los otros obispos. Baste decir que Palafox acusó las ofensas proferidas por los jesuitas en sus obras, en una de las cuales concluía poniendo en tela de juicio el sentido de la existencia misma de la Compañía. La provincia mexicana, sin embargo, no cedió de modo alguno a esta presión y su agente en España, Alonso de Rojas, observó que ya que los diezmos de Puebla habían aumentado a 200 mil pesos anuales, el obispo y los canónigos debían considerar emplear buena parte de este dinero en ayudar a los pobres o en asistir a la Corona. ¿Por qué debía Palafox, con un ingreso anual de cincuenta mil pesos, buscar la tasación de las haciendas jesuitas, especialmente cuando la Compañía necesitaba de todo ese dinero obtenido de las propiedades para mantener sus colegios y construir más iglesias? En un tono severo, Rojas advirtió al obispo sobre el veredicto de la posteridad: «Un hombre particular, aunque sea de superior dignidad, remata en breves años su vida, si en ella maltrata y ultraja una Religión, con la muerte pone fin a su passión y venganza, quedando vida y triunfante la Religión, sus Annales permanecen, sus escritos se eternizan, y con ellos la memoria de sus enemigos». Palabras más que proféticas, pues hasta el día de hoy la influencia de la Compañía en Roma ha impedido cualquier posibilidad para llevar adelante la causa de beatificación del obispo Palafox. 9 En 1655 el Consejo de Indias resolvería el prolongado litigio entre las Órdenes religiosas y los obispos en América, ordenando que en adelante todas las haciendas en propiedad de estas corporaciones pagasen el diezmo sobre lo que producían. Pero la Compañía de Jesús en Nueva España tomó una vía alterna a las apelaciones judiciales y se aprovechó del virtual colapso de la autoridad real en el imperio americano para, de manera deliberada, pagar el diezmo en una cantidad por debajo de lo establecido. Durante la década de 1730, los jueces hacedores, dos canónigos responsables de la recolección del diezmo en la arquidiócesis de México, excomulgaron a los administradores de las haciendas jesuitas por 9
Para un resumen de esta disputa, véase Brading 1991: 233-234, 241-247, así como Roxas s. f.: 20-27, 81-82.
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pagar una irrisoria cantidad de la abundante producción de sus latifundios. En respuesta, los interlocutores jesuitas admitieron con honestidad que ellos estaban acostumbrados a pagar solo la treintava parte más que la décima de sus propiedades y contraatacaron poniendo en tela de juicio la excomunión contra los administradores al negar la legitimidad de la jurisdicción que ejercían los jueces hacedores. El clímax de esta disputa ocurrió en 1740 cuando el agente de la Compañía en Madrid, Pedro Ignacio Altamirano, negoció con los ministros reales y, en 1750, se obtuvo la concesión de que los jesuitas pagarían no la décima parte sino la treintava sobre la producción de sus haciendas, medida que se extendió a todo el imperio español en suelo americano. Cualquier interpretación de la «modernidad» de la administración de los jesuitas en sus haciendas debería considerar la ventaja que obtuvieron en materia fiscal sobre sus competidores seculares.10
IV Un colegio jesuita consistía en un cuerpo de sacerdotes y hermanos, sujeto a un rector, y sostenido por un capital de reserva, cuyos miembros se comprometían a diversas tareas pastorales, entre las cuales, con cierta regularidad, figuraban la puesta en marcha de un colegio o una universidad. Cuando se produjo la expulsión de la Compañía de Nueva España, la provincia mexicana tenía a su cargo una casa profesa, un noviciado, 26 colegios y residencias, 12 seminarios o escuelas y 114 misiones. De acuerdo con Francisco Javier Clavijero, la casa profesa en la Ciudad de México, que era la casa más prestigiosa de todas las iglesias de la Compañía en la capital, distribuía 400 mil hostias por año. Así también, Clavijero estimó que se predicaban cerca de seiscientos sermones anuales en las cuatro iglesias de la Compañía de aquella ciudad. Además, recordaba que eran los sacerdotes jesuitas los que administraban a los reclusos de las cuatro cárceles de la capital y atendían en sus últimos momentos a los sentenciados a muerte. Considerando la totalidad de los colegios en la Nueva España, Clavijero calculaba que existían cerca de cuarenta congregaciones de laicos, entre hombres y mujeres, vinculados a los jesuitas. En efecto, y pese a que la principal actividad de la Compañía era la educación de la elite, en todos sus centros educativos los sacerdotes desempeñaban una variedad de tareas pastorales (Clavijero 1944: 297, 302-307). La más espectacular de sus tareas pastorales era la prédica de las misiones entre los creyentes, generalmente llevada a cabo a invitación de los obispos o curas de parroquias. En 1767, cerca de treinta sacerdotes que dedicaban su energía a esta actividad residían en los diversos colegios. Su origen se puede remontar hacia 1660, cuando José Vidal, un jesuita criollo, comenzó a viajar con dos o tres compañeros suyos a la parte central de México, y les tomaba de tres semanas a un mes predicar y confesar en parroquias particulares. En 1676 visitó la rica mina de Guanajuato donde tuvo éxito al disminuir los enfrentamientos entre los mineros, que hasta ese entonces se habían trabado en combates y riñas entre facciones. El obispo de Puebla (Manuel Fernández de Santa Cruz), quedó tan impresionado de este acto de arrepentimiento que en 1681 encargó a Vidal y a un grupo de jesuitas el funcionamiento de una misión en la ciudad y posteriormente en las principales parroquias de la diócesis. Según los acontecimientos posteriores, Vidal desplegó «la artillería de sus sermones 10
Sobre esta disputa, véase Brading 1994: 25-28, así como Segura 1735-1736.
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[par]a derribar el idolo fanatico del pundonor que suele ser de ordinario el que mantiene las discordias y enemistades». Para la tercera semana, el clero urbano había movilizado al pueblo para escuchar sus confesiones y tal fue el efecto sobrecogedor de la misión que concluyó con una procesión nocturna de ocho mil personas a través de las calles cargando cruces y flagelándose, haciéndolo «con […] golpes, bofetadas, sollozos, lagrimas, gritos y voces de penitencia». En este caso, no solo los otrora enemigos se reconciliaron, sino que, habiendo oído estos sermones, «[...] muchos mozos enredados con mujeres de esfera muy desigual, oidos los sermones se casaron con ellas, despreciando todo respeto humano, para asegurar sus almas». Que el impacto causado por Vidal se mantuvo hasta la expulsión puede ser ilustrado por la sensación causada por un jesuita anónimo que, durante la década de 1750, en el pequeño pueblo de La Piedad, lanzó una fiera prédica contra los demonios del juego y la apuesta golpeándose de manera inmisericorde con cadenas de hierro en el púlpito (Clavijero 1944: 304). Los jesuitas no estaban solos en la conducción de las misiones penitenciales entre los creyentes. En la Nueva España, los franciscanos mantuvieron tres colegios de propaganda fide, fundados respectivamente en Querétaro (1681), Zacatecas (1707) y en la Ciudad de México (1731), a los cuales se sumaban sus misiones en Texas y en otras zonas fronterizas, donde tenían un número importante de frailes en residencia, cuyo deseo era permanecer seis meses al año dentro de un circuito de prédica y confesión en las ciudades y otras parroquias del centro y norte de México. El más querido de estos hermanos, Antonio Margil de Jesús (1667-1726), se flagelaba diariamente, y durante un sermón se despojó de su hábito y azotó sus hombros desnudos con una pesada cadena de hierro, haciendo brotar sangre y produciendo gemidos de compasión y arrepentimiento en su congregación. A pesar de que los métodos penitenciales de los jesuitas y franciscanos pudieran haber parecido similares, tenían una diferencia en la manera en que los biógrafos de los misioneros los recreaban. Mientras Vidal era alabado en un tono moderado como un dedicado sacerdote, Margil de Jesús fue retratado prácticamente como un santo, desde que se relató el episodio de una visita inesperada a su celda, en la que se le halló levitando en estado de éxtasis con «el cuerpo dando vueltas en círculos con tal violencia que formaba una línea oscura con la cabeza y las sandalias, y no distinguía otra cosa por la ligereza del circular movimiento». Relatos como estos eran todavía una influencia del Fioretti de San Francisco (Espinosa 1737: 29-38, 366-379, 383-398). En muchas de las ciudades principales de la América española los jesuitas actuaron como confesores, como directores espirituales de monjas y como prefectos de las congregaciones vinculadas a sus iglesias. En el siglo XVII mexicano, la figura más notable fue Antonio Núñez de Miranda (1618-1695), un nativo de Zacatecas, quien por más de treinta años sirvió como prefecto de la congregación de la Purísima Concepción, compuesta de 110 distinguidos miembros, la mitad de ellos laicos, la otra mitad sacerdotes, basada en la iglesia de San Pedro y San Pablo. Un sacerdote de austera espiritualidad, que en el colegio ayudaba a barrer la capilla y limpiar la vajilla, se flagelaba una vez a la semana y visitaba con frecuencia las prisiones, hospitales y distritos indios de la capital. Él incentivaba a los miembros de su congregación a distribuir limosnas a los pobres, a privarse de la asistencia al teatro, y a donar fondos suficientes para mantener el hospital de San Hipólito. De acuerdo con su biógrafo, tal era «su elevado entendimiento y la singular agudeza y viveza de su ingenio» que las opiniones de Núñez de Miranda «escucharon sus sentencias por oráculos, y fue tan santo, que se veneraron algunos de sus dichos como profecías». Como
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director espiritual de los conventos de San Lorenzo y Nuestra Señora de Balvanera, animó a cada monja a verse a sí misma como la «esposa del rey del Cielo», incluso a pesar de la advertencia de que «la vida y la profesión religiosa es una perpetua cruz y un martirio continuo de alma y cuerpo, e[x]tendido por todos sus sentidos y potencias». Recomendó un selecto número de tratados espirituales para la lectura de las monjas, y en particular la Imitación de Cristo, conocido también como Contemptus Mundi, del cual decía era «librito de oro, […] libro de especial inspiración del Espíritu Santo». Fue precisamente su visión simple de la vocación de las monjas lo que llevó a Núñez de Miranda a criticar a sor Juana Inés de la Cruz en su poesía y búsqueda de conocimiento. Puesto que él había sido bendecido con un talento literario, desde entonces «era fama común, que casi no se cantaba villancico alguno en las iglesias de México, que no fuese obra de su ingenio» (Oviedo 1702: 13, 37, 126-127, 135-136 y Núñez de Miranda 1712: 14-19, 87-90). Si los jesuitas eran especialmente activos en promover el culto a la Eucaristía y la recepción de la comunión, no eran menos persistentes al buscar promover la devoción a la Virgen María y sus sagradas imágenes. En este punto sería bueno recordar que fue frente a la sagrada imagen de Nuestra Señora de Monsterrat que San Ignacio renunciaría formalmente a su espada para abrazar la vida religiosa. Además, en 1554 y a pedido de Julio III, se estableció un colegio en Loreto, donde eventualmente cuarenta jesuitas fueron asignados a oficiar como un segundo coro en la Santa Casa y asistir en las confesiones. En lo sucesivo, la Compañía alentó vivamente la devoción a la Santa Casa de Nazareth, la cual, de acuerdo con la tradición, había sido traída por los ángeles a Italia en 1294. En efecto, se trataba de la casa donde María había pasado parte de su vida y donde Jesús fue concebido. Era también el lugar en el que, luego de la resurrección de Cristo, San Pedro y los apóstoles celebraron su primera misa, que fue favorecida con una imagen de la Virgen esculpida por San Lucas. Fue el «Papa guerrero», Julio II, quien dio a este culto un poderoso impulso cuando decoró el santuario original, una modesta habitación de ladrillo y adobe, con un majestuoso revestimiento de mármol, adornado con figuras de los profetas y sibilas, y la colocó dentro de una típica iglesia renacentista. En Nueva España, fueron dos jesuitas italianos, Salvatierra y Zappa, quienes introdujeron la devoción de Nuestra Señora de Loreto, al construir una réplica de las capillas de la Santa Casa en el Colegio de San Gregorio y el noviciado de Tepotzotlan, luego de proclamar a la Virgen como patrona de las misiones en California. A fines del siglo XVII, cuando un jesuita mexicano fue invitado a celebrar misa en la Santa Casa, confesó que: «Al decir misa, me sentí tan interiormente inmutado, que puesto delante del sagrado altar, que consagró el Apostol San Pedro, para empezar el introito, no pude por un rato, ni hablar palabra, ni dejar derramar lagrimas, anudada la garganta, llenos de un suave horror el espiritu y el cuerpo». Al retornar a México, redactó un breve relato del origen y tradición de la Santa Casa y de su sagrada imagen, con el propósito de promover su culto (Florencia 1689; Weil-Garris 1977). En este contexto, no debería sorprender comprobar el papel principal que le cupo desempeñar a la Compañía en la promoción de Nuestra Señora de Guadalupe. Aunque no podamos extendernos demasiado en la historia de esta devoción ni en cómo los jesuitas difundieron su culto, señalemos que al publicar Miguel Sánchez su Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, en 1648, construyó su relato de la aparición de María al pobre indio Juan Diego, y la milagrosa impresión de su aparición sobre su humilde capa, dentro de un comentario por demás teológicamente denso y bíblico tomado de la doctrina neoplatónica de San Juan de Damasco y otros padres de la Iglesia griega (ortodoxa). Le fue
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encomendado a un jesuita de Puebla, Mateo de la Cruz en 1660, el proveer una versión sobre las apariciones más reducida y sencilla de leer. Asimismo, Francisco de Florencia, «historiador celeberrimo de las principales imagenes de Nuestra Señora, que se veneran en este reino, cuya fama dura y durar[á] inmortal en cuantos han leido sus escritos», proporcionó en La Estrella del Norte de México (1688) una de las primeras y más completas narraciones de la historia del culto de la «guadalupana» así como las fuentes de su tradición. No contento con enumerar todas las imágenes de la Virgen María en Nueva España —las que habían atraído una inusitada atención debido a los milagros que se les atribuían—, Florencia logró justificar la veneración a estas imágenes citando a San Pedro Crisólogo, quinto obispo de Ravena: «La Imagen y el Original son una misma cosa, en cuanto al poder, aunque distantes en cuanto al ser. Es la misma, porque la religión Católica nos enseña que para no errar, la Imagen ha de tener el mismo culto y veneración que su original». Aplicando esta sentencia a la estatua de la Virgen, que atraía peregrinos al santuario de San Juan de los Lagos, Florencia observó que «[...] esta imagen […] no se ha de considerar solamente como imagen de María, sino como la misma María Virgen y Madre de Dios». Implícita dentro de esta observación se hallaba la doctrina heterodoxa, ampliamente difundida en Nueva España que, en cierto modo, señalaba que la Virgen María estaba presente en todas sus imágenes milagrosas. La fuente de esta doctrina fue el Apocalipsis Nova, un texto visionario escrito por el Bendecido Amadeo de Portugal, un francisco reformista del siglo XV cuyo trabajo, condenado por la Inquisición de Roma, fue defendido por San Pedro de Alcántara y la rama reformada de los españoles franciscanos. Florencia citó el «octavo rapto», en el que Amadeo relató la promesa de la Virgen a los apóstoles: «Pero me quedo y estaré con vosotros hasta el fin del mundo en mis imagenes, asi de pincel como de talla; y conoceréis que estoy en ellas cuando viereis que obro por medio de ellas milagros y prodigios». Basándose en esta doctrina sobre la presencia real de la Virgen, en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Tepeyac la imagen fue acogida en un tabernáculo de plata, con las cortinas cerradas y solo abiertas en determinadas ocasiones. 11 Cuando en 1746 «Nuestra Señora la Virgen María en su prodigiosa advocación de Guadalupe» fue proclamada como la «Patrona General y Universal» de los reinos de Nueva España, Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y Guatemala, le correspondió a un jesuita, Juan Francisco López, nacido en Caracas pero educado en México, negociar con Benedicto XIV y obtener la aprobación papal para estos trámites, lo que se logró en 1754. El reconocimiento de la Santa Sede, que incluyó el permiso de días festivos con su propio servicio y misa, fue celebrado en México con eufóricas celebraciones. El alcance de la devoción causada por dicha imagen puede ser medida con un sermón panegírico predicado por Francisco Javier Lazcano, un jesuita de familia noble y profesor de teología de Francisco Suárez en la Universidad de México, quien a través de complejas metáforas declaró que aun cuando la Virgen María había aparecido en cuerpo en Palestina, su aparición en México era «superior, no en la substancia, mas si en el modo». Así también, a diferencia de su visita a Elizabeth, donde pronunció el Magnificat, ella se comportó como «huésped y extranjera», y en México «quiso ser paisana nuestra, ser natural y como nacida en México». En una audaz conclusión, invitó a la congregación en Tepeyac a admitir que si no fuera por las verdades 11
Sobre este culto, véase Brading 2002: 129-131, 135-137, 166-185, así como Florencia 1766 [1694]: prólogo, 49, 150. Sobre Amadeo de Portugal, véase Reeves 1992: 129-183; Florencia cita a Amadeo en La Estrella del Norte de México (1688: 486-489).
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de la fe católica, ellos podrían estar de rodillas alabando a María en la imagen de Guadalupe como «Diosa suprema». Comentando la aprobación papal del culto, señalaba que «[…] recibió México de Roma la Fe de Jesucristo. Ya le pagó México a Roma con el apostolado de los amores más tiernos de María. Dobló la rodilla la Soberana Tiara a la milagrosa mexicana». En síntesis, la peculiar habilidad de los jesuitas del barroco fue la de expresar los anhelos patrióticos de las naciones católicas, rara vez proferidas de manera tan elocuente como en el panegírico de Lazcano (Brading 2002: 201-204, 210-216, 254-256 y Lazcano 1759: 8-26).
V Si en la esfera política el desmembramiento de Polonia por Rusia, Prusia y Austria ha sido descrito como el más grande crimen del Antiguo Régimen, en la esfera eclesiástica el crimen más serio fue indudablemente la destrucción de la Compañía de Jesús. Si Polonia estaba ya debilitada por una anárquica constitución, la Compañía mantuvo su disciplina moral y celo pastoral hasta el día mismo de su supresión. La sucesión de hechos en Francia, Italia, Portugal y España que desencadenaría este hecho requeriría cuando menos un libro entero. Pero una cosa sí es segura: en el mundo hispánico al menos, se llevaron a cabo pocos pero coherentes esfuerzos por reemplazar el papel de los colegios jesuitas en la formación de la elite. Incluso el gran Colegio de San Ildefonso en la Ciudad de México, con su majestuosa estructura terminada recién en 1749, había educado a trescientos «bien nacidos» estudiantes en una época, como lo mencionó Francisco Javier Clavijero: «Allí se formaban hombres insignes, obispos, oidores, canónigos y catedráticos de todas facultades». Como se sabe, el duque de Wellington, al rememorar su experiencia en la guerra de España (1808-1814), alabó la calidad de los soldados españoles, mas no encontró mérito alguno entre sus generales y oficiales: «En general, dudo mucho que el sistema educativo haya sido eficiente desde la expulsión de los jesuitas, o incluso que hombres notables hayan aparecido desde entonces. Estoy convencido de que no los hay en el sur de Europa». El vacío intelectual dejado por la clausura de los colegios jesuitas fue en ocasiones suplido por la indigesta lectura de los ilustrados franceses y esta fue considerada una de las muchas causas del movimiento independentista latinoamericano (Cuevas 1944: 307; Henry 1938: 9-10, 42). Para determinar las razones que justificaron la expulsión de todos los jesuitas del extenso dominio de la monarquía española, solo podemos remitirnos al informe oficial sobre el Motín de Esquilache escrito en 1766 por Pedro Rodríguez Campomanes, quien paralelamente se desempeñaba como fiscal del Concejo de Castilla. Considerado como un jurista defensor del regalismo, Rodríguez Campomanes buscó ampliar el poder absoluto del Estado, clamando que el «ungido de Dios», el rey, tenía el derecho para intervenir en los asuntos eclesiásticos, combatiendo la herejía y vigilando la disciplina del clero. Todos los privilegios del clero, sus propiedades y la jurisdicción que de ellas se derivaba, decía, eran concesiones del poder soberano de los monarcas. A esto se sumaba la poca seriedad con que consideraba el reclamo papal para nombrar a los obispos, calificándolo de una invención medieval, al mismo tiempo que negaba el derecho de la Santa Sede a ejercer jurisdicción alguna sobre la Iglesia española. Además, su interpretación de la historia española le permitía concluir que la expansión de las Órdenes religiosas, sin mencionar que sus propiedades e ingresos se habían convertido en una intolerable carga para la economía nacional, era la
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razón por excelencia de la despoblación de las ciudades (Rodríguez Campomanes 1769: 57-58, 93-95, 154-159, 262-266, 308). Guiado por estos principios, Rodríguez Campomanes intuyó una conspiración de intereses corporativos en el Motín y comparó la invasión del populacho al Palacio Real en Madrid con el movimiento comunero de 1519 contra Carlos V. Tampoco dudó a la hora de señalar a los jesuitas como los principales responsables, puesto que la Compañía —personificada en Juan de Mariana— había justificado el tiranicidio e incitado activamente la rebelión portuguesa dirigida por el duque de Braganza en 1640. Para Rodríguez Campomanes, «el primer vicio» de la Compañía era que, al tratarse de una organización internacional, gobernada por un general que hacía las veces de un «monarca absoluto», y que exigía la lealtad a la vez que supervisaba las obligaciones de sus miembros como ciudadanos, convertía a cada jesuita en «enemigo de la Soberanía, [dependiente] de un gobierno despótico residente en un país extranjero». Era tan amplio el poder que tenía la libertad de acción de la Compañía, que sus teólogos habían llegado a defender la supremacía absoluta del papado, incluso por encima de la autoridad de los monarcas europeos. Rodríguez Campomanes también lamentaba la asistencia brindada por los jesuitas españoles a sus hermanos exiliados de Portugal y Francia (1977: 51, 60-63, 70, 73, 84-86, 147, 155-164). El rasgo más contundente en el informe de Rodríguez Campomanes fue la preeminencia dada a los asuntos americanos. En particular, alabó a Palafox como un vasallo leal de la Corona, cuya humillación constituía una lección para todos los oficiales reales. Aun cuando sus trabajos fueron publicados en 1762 —en una edición patrocinada por Carlos III—, los jesuitas se opusieron a su canonización y procedieron a colocar sus escritos en el Índex romano. ¿Qué era Paraguay si no un reino propiedad del general de la Compañía? El monarca español disfrutaba de un poder nominal sobre un territorio gobernado por los jesuitas, muchos de ellos extranjeros, que obligaban a los indios a trabajar en sus plantaciones, vendiendo sus productos y empleando sus beneficios con propósitos desconocidos. Pero fue el éxito de la Compañía al negociar la reducción del diezmo a una simple treintava parte en 1750, lo que causó la ira de Rodríguez Campomanes. Dicho acuerdo había sido negociado por una junta especial encabezada por José de Carbajal y Lancaster, apoyada por el primer ministro de Fernando VI, el marqués de Ensenada y el confesor real, el jesuita Francisco de Rávago, y terminó siendo una provocación más, al estar Ensenada envuelto en el Motín de Esquilache. Rodríguez Campomanes también había manejado un largo informe encargado por el Concejo de Castilla donde trazaba la tortuosa ruta por la cual los jesuitas evadieron por casi un siglo el pago total del diezmo eclesiástico. Al relatar los negocios espirituales conducidos por Pedro Ignacio Altamirano en la década de 1740, el reporte comentaba indignado que «[…] litiga un vasallo con su Rey, un tal jesuita con el Señor d. Fernando VI». Como lo observó Rodríguez Campomanes, el 4 de diciembre de 1766 Carlos III redactó una cédula real derogando el acuerdo de 1750 y ordenando que en adelante todos los jesuitas deberían pagar el diezmo completo. En este contexto, debe notarse que el confesor de Carlos III, el padre José de Osma, era un franciscano oriundo de la última sede donde se desempeñó Palafox, y quien describió a los jesuitas como una Orden que había entrado a la Indias «como si huvieran ydo a conquistar haciendas mas no almas» (Rodríguez Campomanes 1977: 52, 74, 97-115, 125, 129-135, 159-176 y Brading 1994). Que los jesuitas eran en parte víctimas de una lucha política entre los ministros de Fernando VI y los consejeros de Carlos III puede demostrarse con la revisión de las Noticias secretas, un informe confidencial sobre el gobierno y la sociedad colonial compilado por
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Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilla por una petición del marqués de Ensenada. Estos dos tenientes navales habían acompañado a la expedición científica francesa dirigida por Charles Marie de la Condamine a Quito en 1737, para llevar a cabo observacionesfísicas y astronómicas destinadas a medir los límites precisos en grados de latitud del meridiano terrestre. Si había alguna razón para escogerlos, era por su formación en la recién establecida Academia Naval de Cádiz, donde adquirieron conocimientos básicos de matemáticas y astronomía necesarios para su profesión. Para compensar la poco favorable impresión creada por la publicación de la narración del viaje de La Condamine, Ulloa y Juan fueron alentados por Ensenada a publicar su propio relato, titulado Relación histórica del viaje a la América meridional (1748), obra en la que brindan una útil pero poco crítica narración de Ecuador y el Perú. Por el contrario, en sus Noticias secretas, Ulloa, el autor principal, dibujó un panorama decadente y desolador del gobierno y la sociedad colonial en el cual criticaba la tiranía de los corregidores, la corrupción del clero, incluyendo a las Órdenes mendicantes, la vanidad infinita de los criollos y la avaricia de los comerciantes europeos (Brading 1991: 456-462, 506-509). Sin embargo, existía una notable excepción a la crítica de Ulloa. En su Relación histórica, y especialmente en sus Noticias secretas, alababa a los jesuitas por su disciplina, dedicación y servicio público. Su «Estado» paraguayo ofrecía una ejemplar demostración de cómo convertir y gobernar las Indias. En la provincia de Maynas, sus misiones eran tan notoriamente superiores a las de los franciscanos, que recomendaba la cesión de la región fronteriza en el Amazonas a los jesuitas, para impedir que los portugueses se apoderasen de la zona. No satisfecho con este reclamo, añadió otra sugerencia: que los jesuitas deberían administrar todos los hospitales ubicados en pueblos de indios, dada la corrupción imperante. Además, tal era el conocimiento y prudencia del gobierno de la Compañía que era la única en haber sobrevivido a los enfrentamientos entre europeos y criollos, que habían terminado por arruinar a las Órdenes mendicantes y provocar disturbios en gran parte de la sociedad colonial. En parte, tanto la disciplina como la unidad de los jesuitas provenían de una rigurosa política de suprimir a cualquier miembro que alentara el faccionalismo, al punto que «[...] es muy comun el ver en aquellos paises expulsos de la Compañía con abundancia». Ulloa finalizaba con un elogio al ministerio pastoral de los jesuitas en su prédica en pueblos de indios como de españoles, y declaraba que en sus colegios «[...] brilla siempre la pureza en la religion, la honestidad se hace carácter de sus individuos y el fervor cristiano hecho pregonero de la justicia y de la integridad» (Juan y Ulloa 1982 [1826], II: 330, 364, 385-393, 406-408, 529-534). Por supuesto, no existía una contradicción entre los juicios de Ulloa y Rodríguez Campomanes: ambos ilustrados españoles retrataban a la Compañía de Jesús como un formidable e impresionante cuerpo, disciplinado y dedicado, y fueron muchas de estas cualidades por las que Rodríguez Campomanes a la postre terminó convirtiendo a la Compañía en un enemigo peligroso. Así, cuando Ulloa se expresaba en términos bastante favorables sobre la eficiencia con que los jesuitas manejaban sus haciendas en Ecuador, también se preguntaba por la necesidad de tan altos ingresos. Además, Ulloa no tocó el delicado tema del rechazo —el término exacto sería ignorancia— de los jesuitas españoles respecto a las matemáticas y a las ciencias experimentales. Esta aseveración halló respaldo en tres sucesivas congregaciones generales de la Compañía, la última de las cuales (1757), decretó que la metafísica, lógica y física aristotélicas debían constituir el soporte de sus cursos de filosofía. En efecto, todos los colegios jesuitas seguían el currículum, la Ratio Studiorum de 1599, a
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pesar de que tenían permiso para enseñar los principios de la física experimental si así lo deseaban. Sea como fuere en el caso de Francia o Alemania, en España y su imperio prevaleció la escolástica. Cuando el jesuita mexicano Francisco Javier Lazcano falleció en 1762 siendo profesor de la teología de Suárez, era todavía alabado por su defensa del escolasticismo, e incluso él mismo, dos años antes, había lanzado la advertencia con respecto a que si la filosofía de Aristóteles era abandonada, España podría caer en manos de la herejía. Por la misma época, Francisco Javier Clavijero no pudo convencerse de aceptar la astronomía copernicana desde que descubrió la contradicción entre sus postulados y las Sagradas Escrituras. Poco importa, entonces, que en 1764 el general jesuita Lorenzo Ricci escribiera al Colegio Imperial en Madrid lamentando que aunque poseían «buenos teólogos en escolástica y moralistas», carecían por completo de profesores competentes en las ciencias experimentales y en matemáticas (Ronan 1977: 59-61, 72-73 y Gandara 1763: 26-32). El error de la Compañía al confrontar la revolución científica del siglo XVII es de lo más extraordinario si observamos que cuando Benito Jerónimo Feijóo buscó brindar a sus compatriotas información sobre los notorios avances en el conocimiento científico, haya citado principalmente las Memoires de Trouvoux, una publicación de los jesuitas franceses. En su Teatro crítico universal (1726-1739), se lamentaba abiertamente que «[...] física y matemáticas son casi extranjeras en España» y que se hallaban al mismo nivel que en 1600, ya que las universidades continuaban enseñando la física aristotélica. Deploraba también la actitud de los teólogos españoles, quienes condenaron la nueva ciencia sin tener conocimiento real de sus métodos y resultados, y en un ensayo escrito en 1736 los comparaba con sus contrapartes franceses, partiendo del hecho que el padre Regnauld «dio a luz pocos años ha un curso en tres tomos, sin tocar un apice de las ideas abstractas de la Escuela». La cautela que exhibía proveniente de su ortodoxia hacía que Feijóo enfatizara la primacía de la observación y la experimentación sobre los simples argumentos y la invocación a la autoridad, rechazando a filósofos como Gassendi y Descartes. Fue solo en los volúmenes tercero y cuarto de sus Cartas eruditas —publicadas entre 1750 y 1753, y dedicadas respectivamente a Fernando VI y a la reina María Bárbara, sin mencionar al marqués de Ensenada y José de Carbajal y Lancaster— que Feijóo abrazó el sistema copernicano, es decir, aceptó que la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del Sol, sin importarle que la Biblia afirmara lo contrario. Feijóo escribió que «[...] el sistema vulgar o Ptolemaico es absolutamente indefendible y solo domina en España por la grande ignorancia de nuestras escuelas en las cosas astronomicas». Se daba cuenta, además, de que Copérnico era católico y opinó que la Inquisición romana había sido extremadamente severa en su condena a Galileo. Una vez más, citó las Memoires de Trouvoux donde en 1746 sus «sabios autores» habían reparado en el hecho de que gracias al sistema filosófico de Newton «[...] los fisicos modernos casi todos son copernicanos». Al año siguiente (1747), la misma publicación había incluido un poema y un comentario donde «[...] dos autores jesuitas se declaran por professores del Newtonianismo en todos sus puntos capitales». En 1748, otro jesuita, José Rogerio Boscovich, «sujeto a quien una grande Religion constituyo maestro de matematicas en el insigne Colegio Romano», publicó el tratado Disertato de lumine, bajo la inspiración de Newton. Pese a estos avances en Francia e Italia, Feijóo continuaba lamentándose de que en lo referente a ciencia, «[...] es tan inmobil nuestra nacion como el orbe terraqueo en el sistema vulgar» de la astronomía (1753-1755, IV: 378, 384; VII: 4-18; 1781, III: 289-317; IV: 258-271). Poco importa que aún contando con el apoyo real y ministerial de Feijóo, los jesuitas españoles permanecieran inmunes a la ciencia moderna. En 1758, el mismo año que Fer-
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nando VI sufriría su última enfermedad, apareció Fray Gerundio de Campazas, una sátira burlesca de los sermones predicados por los frailes mendicantes, donde estos eran acusados de ignorantes y presuntuosos. Su autor, el jesuita José Francisco Isla, se enorgullecía de su aparente buen gusto a la vez que se sentía llamado a publicar el Quijote del siglo XVIII. Si bien los españoles ilustrados se entretuvieron con la burla a la prédica popular, no les causó ninguna gracia el ataque a la ciencia moderna desplegado por Isla. No solo porque haya criticado un trabajo de origen portugués, escrito por Luis Antonio Verney bajo el seudónimo de Barbadiño, y donde rechazaba la autoridad de Pedro Lombardo, Alberto el Grande y Tomás de Aquino, sino porque reclamaba que, en el siglo XVI, Antonio Gómez Pereira había anticipado el revisionismo sobre la obra de Aristóteles, lo que convertía a Bacon, Descartes, Gassendi, Newton y Leibniz «[en] unos habiles glosadores o comentadores suyos». Isla aseguraba que muchas teorías científicas modernas, tales como el atomismo, ya habían sido formuladas por los pensadores griegos, por lo que «los principales sueños de los filosofos antiguos y las principales imaginaciones de los modernos que apenas se diferencian de aquellos mas que en media docena de terminillos y en haber sacado al teatro sus opiniones con otro traje de moda». Hubiera sido mejor continuar usando aquellos «cursos de filosofia […] que de doscientos años a esta parte se han impreso en España». Solo treinta años antes, un jesuita instruido, Luis de Losada, había publicado un curso similar en el que exponía los errores de los científicos extranjeros. Discretamente, Isla concluía: «[...] si es cosa averiguada que la que se llama filosofia nueva y flamante, es solo un tejido de las mas añejas y de las mas podridas del mundo» (Lobón de Salazar 1804, I: 276-283). El grado al que el oscurantismo de Isla consternaba a los ilustrados españoles puede ser puesto en evidencia en Los aldeanos críticos (1758), un largo panfleto escrito por tres jóvenes vascos dirigidos por Francisco Javier de Munibe e Idiáquez, conde de Peñaflorida, futuro fundador de la Real Sociedad Vasca de Amigos del País. Comenzaba el texto con una divertida dedicación al «vetustisimo, calvisimo, arrugadisimo, tremulisimo […] el Señor Don Aristoteles de Estagira, Principe de los Peripatos, Duque de las formas substanciales, Conde de Antipatias, Marques de accidentes». Por cierto, ellos recomendaban la sátira de los predicadores mendicantes, ya que esta contribuiría a «desterrar los execrables abusos» que afligieron al púlpito en España. Lo que no se explica es cómo pudo Isla recomendar la física de Losada cuando su trabajo era apenas «jerigonza metafisica», al ignorar su autor por completo los rudimentos de la geometría y la astronomía, lo que lo descalificaba para discutir a debatir sobre Descartes o Newton, ya que «no sabia mas de fisica que Newton de teologia». De cualquier modo, Isla había fracasado por completo al tratar de entender que si los filósofos antiguos ofrecían principios de carácter general, los científicos modernos demostraban sus teorías mediante la observación, empleando telescopios y microscopios y, más importante, mediante la demostración matemática. Peñaflorida describía un sueño que había tenido y en el cual él llegó a conocer y hablar con Newton, solo para descubrir que su lenguaje «era tan sublime [y] tan delicado» que no podía comprenderlo. En lo que sí coincidía con Feijóo era en afirmar que los ingleses eran los «que entre todos [los] hombres han visto mas y mejor». De igual manera, admiraba a Descartes, quien en dos décadas había logrado reemplazar la física de Aristóteles. No obstante, concluía confesando que él había «llorado la suerte de nuestra nacion» (España), la cual, otrora envidia de Europa, ahora era objeto de burla por su rechazo a la ciencia moderna (Anónimo s. f.: 5-6, 67-81, 95-101, 136-139).
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Que un aristócrata, un diletante que confesaba que «siempre [había] aborrecido el estudio», hubiera manejado las opiniones de un jesuita instruido con tal desprecio, indica el grado hasta el cual la Compañía era percibida como un obstáculo al progreso cultural y la renovación. En 1765, Peñaflorida y sus asociados fundaron la Real Sociedad Vasca de Amigos del País, con el fin de promover las «Ciencias, Bellas Letras y Artes», sin dejar de lado la industria y la agricultura. Al parecer, los jesuitas locales criticaron esta novel institución, pero cuando se produjo la expulsión, fue la Real Sociedad Vasca la que hizo suyo el control del colegio jesuita en Vergara y estableció el Real Patriótico Seminario Vasco para enseñar a los hijos de la nobleza local los rudimentos de las matemáticas y las ciencias naturales como historia, teología y bellas artes. Aunque el gran crítico Marcelino Menéndez Pelayo denunció este colegio como el primer «colegio laico» en España, se contrataron a dos sacerdotes para que trabajaran en él, al mismo tiempo que se aseguraba que los alumnos fueran a misa diaria y se confesaran una vez al mes. Al menos en la primera generación, los ilustrados españoles fueron más cautos y ortodoxos, y permanecieron hostiles a las formas de religión popular propias del barroco (Aralar 1942: 24, 36, 56, 109; Elorza 1972: 54-61).
VI En la conclusión de The Jesuits: Cultures, Sciences, and the Arts (1540-1773), Luce Giard notaba lo poco que sabemos acerca de la dinámica interior de la Compañía, es decir, de la historia religiosa de los jesuitas en la era moderna temprana. El esplendor de sus misiones en Asia, los estados misionales sin parangón que crearon en Paraguay, la cadena de iglesias majestuosas que recorrían Europa y América católica: todo esto ha distraído a los historiadores de explorar la dinámica interna de la vida y acción de la Compañía. Es escaso nuestro conocimiento de los cambios operados en las mentalidades y las prácticas que de seguro se dieron durante los 233 años de la existencia oficial de la Compañía. ¿En qué se diferenciaron los jesuitas del siglo XVIII de sus predecesores? Este periodo no está marcado solo por el poder del naciente Estado, sino por el hecho de que las características nacionales se acentúan con mayor fuerza o, mejor dicho, se convierten en objeto de reflexión. ¿Acaso las diferencias entre los jesuitas alemanes, italianos, franceses y españoles se volvieron más evidentes? ¿O debemos asumir que la influencia de un programa común, dirigido a todos los colegios jesuitas, incluyendo la importancia que se derivó de los Ejercicios espirituales, bastaría para borrar las particularidades regionales? Ahora sabemos que los jesuitas desplegaron una actitud camaleónica y que, como San Pablo, buscaron ser «todo para todos», lo que provocó que en algunos países (como Polonia) la Compañía promoviese cultos y valores en los que religión y patriotismo terminaban por confundirse (O’Malley y otros 1999: 707-711). Al inicio de este artículo, citábamos la observación de Newman sobre el cristianismo como «filosofía, poder político, y rito religioso», categorías más tarde extendidas por Von Hugel y descritas como la intelectual-profética, la histórico-institucional, y la experimental-devocional; categorías presentes, a su vez, en cualquier cuerpo religioso. Si procedemos a examinar a la Compañía de Jesús bajo este prisma, queda claro que a lo largo del siglo XVI y en buena parte del XVII los jesuitas españoles y de otras partes de Europa formaron parte activa e influyente de estos tres aspectos del cristianismo moderno temprano. Por todo ello, es posible apreciar una transición cuando la época de Roberto Bellarmine
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(1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617) cedió paso a la de Athanasius Kircher (16021680) y Juan Eusebio Nieremberg (1595-1658). A esto hay que agregar que en España los jesuitas parecen haber participado en la crisis cultural que se produjo en todos los niveles de la vida intelectual y cultural de las últimas décadas del siglo XVII. Dicha crisis, como lo hemos apreciado para el caso mexicano, no afectó ni la disciplina y gobierno de la Compañía como tampoco inhibió la actividad y promoción de cultos devocionales jesuitas. Donde sí se puede percibir esto de manera más visible es precisamente en el área de reflexión filosófica y teológica, lo que afectó por igual a jesuitas y dominicos. Este quiebre puede alcanzar una dimensión más dramática si recordamos que, a pesar de que Newman señalaba que estas tres categorías o funciones de la Iglesia tenían su propia esfera de acción e intereses, también decía que: «La teología es el principio regulador fundamental del todo el sistema eclesiástico. Es equiparable al Apocalipsis, y el Apocalipsis es la idea inicial y esencial del Cristianismo. Es el tema por excelencia, el origen, la expresión del ministerio profético, y, siendo tal, ha creado el ministerio real y el sacerdotal». Fue la gran polémica en Francia entre jansenistas y jesuitas —amén de figuras como Pascal y Bossuet— la que demostró la existencia de una Iglesia todavía en poder de una vitalidad de reflexión teológica imposible de hallar en el mundo hispánico. Fue esta misma vitalidad la que llevó a algunos jesuitas franceses a dominar elementos de la revolución científica desarrollada por Galileo, Descartes y Newton (Newman 1990 [1877]: 29). El propósito de este artículo fue el de explorar la actividad de la Compañía de Jesús, especialmente en Nueva España, en su desempeño como poder político y como religión. Como forma de gobierno, la provincia mexicana actuó con considerable independencia, sea del papado o de la monarquía, a pesar de obedecer al general en Roma en lo concerniente al nombramiento de cargos mayores. Se puede recoger evidencia extraordinaria de las tensiones al interior de la provincia a partir de la biografía de Juan Antonio de Oviedo, un provincial nacido en Santa Fe de Bogotá y educado en Guatemala y México, que se desempeñó en dicho cargo en dos oportunidades (1729-1732 y 1736-1739). Por su modo de dirigir la provincia, fue comparado con Alejandro Romano, provincial italiano, quien en su visita al Colegio de Puebla «practicó dictamenes nimiamente fuertes y severos», como si se tratase del profeta Elías, mientras que Oviedo, digno discípulo de San Francisco de Sales, actuó como Jesús, trayendo paz antes que aflicción. Su biógrafo, Francisco Javier Lazcano, notó que «[…] los Superiores Mayores y el General mismo de toda la Compañía gozan de una jurisdicción amplísima, monarquica, despótica y universal para ser obedecido», solo para resaltar que Oviedo siempre dejaba por escrito todas sus decisiones, incluso las expulsiones (Lazcano 1760: 181-182, 192, 242, 385, 402-405). Como quedó demostrado en el conflicto con Palafox, los jesuitas aprovecharon la notoria debilidad de la monarquía española para expulsar al mencionado obispo de su diócesis. Si eso podía ocurrir, se debía a que el cristianismo de la era moderna temprana era una sociedad cristiana gobernada por poderes temporales y espirituales, jurisdicciones civiles y eclesiásticas, en la que tanto los reyes como los papas actuaban como cabezas de ambas jerarquías. En 1612, un dominico español, Juan de la Puente, publicó su Conveniencia de las dos monarquías Católicas, la de la Iglesia Romana y la del Imperio Español, donde señalaba que la Iglesia española había sido fundada por Santiago, pero bendecida también por la presencia de San Pedro y San Pablo. El alcance de las decisiones tomadas únicamente por Roma y aplicadas de manera local se puede demostrar en la proclamación de Nuestra Señora de Guadalupe en 1746 como patrona universal de Nueva España, al ser una
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decisión derivada de los votos de todos los cabildos locales y cabildos catedralicios de todos los reinos y diócesis involucradas. Solo después de este hecho fue aprobada en Madrid y Roma. Dos décadas después, estos procedimientos habrían sido inimaginables por la monarquía española y el deseo de Carlos III y sus ministros de reducir la jurisdicción e influencia de la Orden eclesiástica, política que tuvo su primera expresión en la expulsión de los jesuitas (Brading 2002: 201-206, 210-216). Desde la esfera de la experiencia y la devoción, los jesuitas ofrecieron un servicio fundamental, sea en la dirección de sus colegios, la administración de los sacramentos, las misiones en las fronteras y entre los creyentes, y en el fomento de la devoción de la Eucaristía y de la Virgen María. En el incentivo de los cultos de las imágenes milagrosas de la Virgen, los jesuitas dieron forma a uno de los puntos centrales del cristianismo moderno temprano. Y es aquí donde podemos hallar una continuidad con el medioevo tardío. El culto a Nuestra Señora de Loreto y a muchas vírgenes españolas apareció por lo general en el siglo XIV y sus tradiciones se desarrollaron muy lentamente. Así también, tuvo que pasar cerca de un siglo entre la aparición de la Guadalupe mexicana y la publicación de su tradición. Aparentemente, todas estas imágenes de culto tenían orígenes milagrosos y atraían peregrinos a causa de los milagros que realizaban. Todas estas características se hallan en los jesuitas, quienes promovieron la celebración de estas devociones; y en una época tan tardía como 1755, Juan Antonio de Oviedo publicaba una versión corregida y aumentada del Zodiaco mariano de Francisco de Florencia, en el que se incluían no menos de 106 imágenes marianas y los lugares donde eran veneradas, lo que creaba así una geografía espiritual del país. En su introducción a dicho libro, Francisco Javier Lazcano (Florencia 1995 [1755]) comparó a Nuestra Señora de Guadalupe con la luna rodeada por una constelación estrellada de pequeñas imágenes de María. Mediante la práctica de tales cultos, especialmente el de la Guadalupana, los jesuitas ayudaron a crear y fortificar una religiosidad presente en México hasta el día de hoy. BIBLIOGRAFÍA ACOSTA, José de, S. J.
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a influencia de los jesuitas en las expresiones modernas de la sociedad novohispana en el siglo XVIII ha sido objeto de estudio de la historiografía mexicana desde la primera mitad del siglo XIX. Específicamente, se ha exaltado su labor educativa y se les considera, en mucho, responsables de la construcción de la identidad mexicana. Si bien ha habido quien los responsabilizó del retraso de la Nueva España, acaso apoyado por las frases lapidarias de José Antonio Alzate a propósito de la breve estancia en el Colegio de San Ildefonso del médico ilustrado José Ignacio Bartolache, los estudiosos de la Ilustración novohispana no podemos negar que los ropas negras, como fueron llamados en su tiempo, tuvieron un papel central en los procesos intelectuales propios de la Ilustración. Específicamente, es posible afirmar, que los jesuitas sentaron las bases en la Nueva España, de lo que denominamos —siguiendo a Habermas y a Chartier (Torales 2001: 11 y 12)— «esfera pública burguesa», esfera en la que se formó la generación que realizó la emancipación política del virreinato y la construcción de México como nación independiente (Torales 2001: 151-153). Si bien en los estudios en cuestión los argumentos en favor de los jesuitas como exponentes de la modernidad y formadores de la identidad hacen énfasis en los nostálgicos escritos históricos, literarios y científicos publicados en el exilio, en este trabajo quisiera añadir a esas aproximaciones tres aspectos que nos muestran a los jesuitas identificados con la modernidad desde su arribo al espacio americano. No está por demás recordar aquí que la Compañía de Jesús fue la cuarta organización del clero regular que llegó a la Nueva España. No obstante que el propio fundador había dispuesto que se enviasen jesuitas a México, «haziendo que sean pedidos ó sin serlo»,1 los primeros miembros de la Compañía de Jesús llegaron a la Nueva España mucho después de la muerte del santo. El 21 de septiembre de 1572 arribaron a la ciudad de México, por disposición del tercer padre general Francisco de Borja y a instancias del rey Felipe II, y los precedieron los que acudieron a Brasil, la Florida y al virreinato del Perú. Los tres aspectos a los que me referiré son: el uso constante de la imprenta como instrumento de apoyo para multiplicar sus labores pastorales y educativas; la adopción del género biográfico como instrumento que permitió la exaltación de las virtudes individuales en una época en que se privilegiaron las corporaciones sobre los individuos; y por último, el efecto multiplicador de su identificación con la modernidad, propiciada por sus ex alumnos, miembros del espacio público ilustrado.
1 «Al Mexico inbíen si le pareze, haziendo que sean pedidos ó sin serlo», Ignacio escribió esta frase en la carta dirigida a los padres Strada y Torres, fechada el 12 de enero de 1549 (Monumenta 1904, 2: 302).
LOS JESUITAS NOVOHISPANOS, LA MODERNIDAD Y EL ESPACIO PÚBLICO ILUSTRADO
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LA IMPRENTA COMO UN MEDIO PARA LA DIFUSIÓN DEL PENSAMIENTO
Desde San Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús se valió de la imprenta para comunicarse con la sociedad letrada. A partir de su arribo a la Nueva España, los jesuitas impulsaron la producción editorial de textos para la enseñanza, vocabularios y gramáticas de las lenguas americanas, los ejercicios espirituales, las crónicas de sus actividades misionales, las biografías de los jesuitas ejemplares y los reglamentos de estudios. En 1574, inauguraron sus primeros cursos en su primer colegio, el Máximo de San Pedro y San Pablo. Dos años después, el provincial solicitó al arzobispo Pedro Moya de Contreras autorización para imprimir libros «para la frecuencia y continuación de los estudios de los colegios adyacentes y annexos á la dicha Compañía y de los demás estudiantes de esta ciudad». El arzobispo Pedro Moya de Contreras y el virrey Martín Enríquez, ambos muy cercanos a la Compañía de Jesús, dieron licencia al impresor Antonio Ricardo, de origen Piamontés —quien, por cierto, se trasladó en 1580 a Perú—2 para imprimirlos todos o en partes, tal como el provincial se lo solicitara. Si bien se discute si todos los títulos demandados salieron a la luz en breve tiempo, solo conocemos cuatro de ellos impresos entre 1577 y 1578. La primera obra de que se tiene noticia es la de Publio Ovidio Nason titulada P. Ovidii Nasonis tam de Tristibus quam de Ponto,3 que salió de la imprenta en 1577. Las dos siguientes fueron publicadas juntas, la Introducción a la dialéctica del jesuita Francisco de Toledo,4 y el tratado La Esfera del astrónomo y matemático Francisco Maurolico,5 texto que no citó el arzobispo en su aprobación y que, en el colofón el editor advierte haberlo impreso a petición de Vincetij Nutij [conocido como Vincencio Lanuchi], rector del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo.6 Podría considerarse esta obra como testimonio del inicio de la formación científica al interior de los colegios jesuitas en la Nueva España. Los dos libros fueron impresos en 1578 por el citado Antonio Ricardo en el Colegio de San Pedro y San Pablo. Hay que mencionar que el impresor arrendaba o tenía prestada una accesoria en dicha institución. En 1579, Ricardo imprimió la primera parte de la obra De constructione octo partium Orationis del padre Manuel Álvarez.7 Quince años después, a instancias del rector de San Ildefonso, el padre Diego López de Mesa, los jesuitas continuaron
2 Las obras que solicitó fueron: Fábulas, Catón, Selectas de Cicerón, Luis Vives, Bucólicas y Geórgicasde Virgilio, Sumulas de Toledo y Villalpando, cartillas de doctrina cristiana en castellano, libros cuartos y quintos del padre Manuel Álvarez de la Compañía, Elegancias de Laurencio Vala y de Adriano, algunas epístolas de Cicerón, Ovidio, De Tristibus et Ponto, Michael Verino, versos de San Gregorio Nazianceno, con los de San Bernardo, oficios de San Ambrosio, selectas de San Jerónimo, Marcial, Purgado, Emblemas de Alciato, Flores poetarum, tablas de ortografía y de retórica. Véase Medina 1989 [1907-1912], 1: XCVI y XCIX. 3 P. Ovidii Nasonis tam de Tristibus quam de Ponto. Una cum elegantissimis quibusdam carminibus diui Gregorij Nazianzeni. Mexici in Collegio Sanctorum Petri & Pauli, Apud Antonium Ricardum, MDLXXVII. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 217. 4 Introductio in Dialectica, Aristotelis, per Magistrum Franciscum Toletu Sacerdotem societatis Jesu, ac Philosophiae in Romano Societatis Collegio professore. Méxici, In Collegio Sanctorum Petri& Pauli, Apud. Antonium Ricardum, M.DLXXVIII. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 232-235. 5 Reverendi do. Francisci Maurolyce, Abbatis Messanensis, atque mathematici celeberrimi. De Sphaera. Liber unus. Méxici apud Antonium Ricardum in Collegio dius Petri & Pauli. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 234-235. 6 Véase, en García Icazbalceta 1954 [1886], la lámina entre las páginas 296 y 297. 7 Emmanuelis Alvari. De constructione octo partium Orationis, Mexici, Apud. Antonium Ricardum. Anno MDLXXIX. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 236.
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MARÍA CRISTINA TORALES PACHECO
su tarea editorial en la imprenta de Pedro Balli, quien en 1594 editó la Mistica Teologia de San Buenaventura8 y el libro III de Manuel Álvarez. Al siguiente año, apareció el libro II.9 Para apoyar las tareas de evangelización en el centro del territorio, los jesuitas en el siglo XVI, imprimieron su primer tratado sobre lenguas indígenas. Me refiero al Arte Mexicana del jesuita Antonio Rincón,10 escrito por orden de fray Diego Romano, obispo de Puebla, como apoyo a los clérigos y religiosos dedicados a la evangelización de los naturales en su obispado. El padre Rincón fue uno de los primeros mestizos que ingresaron a la Compañía de Jesús. Fue descendiente de los indígenas principales de Tezcoco, una de las tres ciudades de la llamada Triple Alianza. El autor ocupó diez años en la elaboración de esta gramática. Este texto postridentino fue el punto de partida de la divulgación, a través de la imprenta, de la invaluable labor linguística de los jesuitas en la Nueva España, una expresión más de su labor misional frente a la modernidad. Debe hacerse mención de un impreso más del siglo XVI, editado a iniciativa de la Compañía de Jesús en apoyo a la labor pastoral en los espacios urbanos y consecuente con el espíritu de la Contrarreforma católica. Se trata de la Carta del padre Pedro de Morales de la Compañía de Jesús dirigida al padre general Everardo Mercuriano, en la que le dio noticia de los festejos que tuvieron lugar en la ciudad de México con motivo de la recepción de numerosas reliquias que el Papa Gregorio XIII envió a la Nueva España.11 Con esta obra, los jesuitas parecen mostrar al orbe entero el compromiso de los habitantes de la capital novohispana, indios y europeos, con el programa de la Contrarreforma católica. Un libro más que muestra el uso de la imprenta por los jesuitas con fines divulgadores, en este caso de la ciencia médica, es la edición de la Summa y recopilacion de cirugia, con un arte para sangrar, y examen de barberos.12 Cabe advertir que su autor, Alonso López de los Hinojosos, quien sin haber estudiado para ello hacía de «médico, cirujano y enfermero con marvilloso acierto», en el Hospital Real de Indios, había publicado en 1578 su primera edición bajo el patrocinio de la provincia mexicana. En 1585, a los cincuenta años, siendo viudo, con dos hijos y una hija «en religión», ingresó a la Compañía de Jesús, en calidad de hermano coadjutor (Relación, cap. XXI, p. 77-799). En 1595, los jesuitas encargaron al editor Pedro Balli la segunda edición de la obra, aumentada con los avances científicos del hermano coadjutor. La Compañía de Jesús hizo suya la obra al colocar su anagrama en la portada de la segunda edición del hermano López, quien murió en 1597 siendo portero del
8 Juan de Buenaventura. Mistica teologia, en la qual se nos enseñael verdadero camino del cielo, mediante el exercicio de la virtud. México, Pedro Balli, 1594. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 302. 9 Emmanuelis Alvarie Societate Jesu. De institutione Grammatica. Libri tres. Mexici, Apud. Viduam Petri Ocharte, superiorum permissu, CDXCIIII. y De octo partium orationis constructione. Liber II. Mexicci Officina Petri Balli, 1595. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 300 y 301. 10 Arte mexicana compuesta por el padre Antonio del Rincón de la Compañia de Iesus. Dirigido al Illustrissimo y reverendissimo S. don Diego Romano Obispo de Tlaxcalan, y del consejo de su Magestad, &c. México en casa de Pedro Balli, 1595. Citado por Medina 1989 [1907-12], 1: 309. 11 Carta del padre Pedro de Morales del la Compañía de Jesus para el muy reverendo padre Everardo Mercuriano, General de la misma Compañia en que se da relacion de la festividad que en esta insigne Ciudad de Mexico se hizo este año de setenta y ocho en la collocacion de las Sanctas Reliquias que nuestro muy sancto padre Gregorio XIII les embio, con licencia en Mexico por Antonio Ricardo, año de 1579. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 240 y 241. 12 Summa y recopilacion de cirugia, con un arte para sangrar, y examen de barberos, compuesto por maestre Alonso Lopez de Hinojoso. Va añadido en esta segunda impresion el origen y nacimiento de las reumas, y las enfermedades que dellas proceden, con otras cosas muy provechosas para acudir al remedio dellas y de otras muchas enfermedades. México, Pedro Balli, MDXCV. Citado por Medina 1989 [1907-1912], 1: 204 y 205.
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Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo (Medina 1989 [1907-1912], 1: 229, 305, 306). Realmente es de llamar la atención el interés de la Compañía por valerse de la imprenta para promover los conocimientos científicos, con el motivo de impulsar la salud entre los fieles novohispanos. No puedo dejar de mencionar aquí que 117 años más tarde, la Compañía publicó también el texto del hermano Juan de Esteyneffer, Florilegio medicinal (1712). En los siglos XVII y XVIII se multiplicaron las obras editadas a instancias de la Compañía de Jesús. No pretendo citar aquí cada una de ellas, sin embargo, es procedente hacer referencia a lo que quizá es el ejemplo que mejor nos permite apreciar la atención y cuidado editorial por los padres de la Compañía. En 1690, el padre Alonso Ramos, quien radicaba en la ciudad de Puebla, al ser nombrado prepósito de la Casa Profesa en la ciudad de México hizo mudar parte del taller que el impresor Diego Fernández de León tenía en la urbe angelopolitana a dicha casa profesa para que en ella el padre Ramos pudiera supervisar la publicación de la segunda parte de su obra histórica sobre la venerable Catalina de San Juan, más conocida como la china poblana. Aprovechó el padre prefecto al impresor para publicar también la primera edición de los sermones del padre predicador Juan Martínez de la Parra, con el título de Luz de verdades Católicas.13 No está por demás señalar aquí que esta obra es considerada una de las más reeditadas salidas de la pluma de un jesuita. Para darnos una idea de esto, la vigésima segunda edición de este libro fue impresa en Madrid por el impresor real Antonio de Sancha el año de 1775 a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros del Reino. En el siglo XIX, el bibliófilo Andrade calculó 45 ediciones, y aún se reeditaba en México durante la primera mitad del siglo XX (Medina 1989 [1907-1912], 3: 73, 74, 93 y 94). Para garantizar la publicación de los textos que demandaban sus labores pastorales y educativas, los jesuitas establecieron en 1748 una imprenta en el Colegio Real y Más Antiguo de San Ildefonso de México, y hacia 1755 la dotaron de nuevos tipos. No obstante la carestía y escasez del papel en la Nueva España, realizaron con éxito numerosas publicaciones hasta el año de 1767 en el que fueron expulsados. Hay que resaltar que en la imprenta de San Ildefonso se iniciaron dos de los principales editores responsables, en mucho, de la conformación del espacio público ilustrado en la Nueva España. En 1764, la imprenta del colegio estuvo a cargo de Manuel Antonio Valdés, quien veinte años después, en 1784, inició la publicación sistemática de la Gaceta de México. Se formó también ahí el científico José Antonio Alzate, quien más adelante publicó sus Diarios curiosos y sus Gacetas de Literatura. Otros testimonios de la influencia que tuvieron los jesuitas amantes de los libros entre sus discípulos son Juan Joseph Eguiara y Eguren, y José Ignacio Bartolache. El primero fue autor de la Bibliotheca Mexicana, magnífica obra bibliográfica escrita en latín e impresa en 1755. Para su realización, Eguiara y Eguren, asociado con su hermano Manuel, estableció su propia imprenta y la denominó Imprenta de la Bibliotheca Mexicana (Medina 1989 [1907-1912]), 1: CLXXIII). El segundo, Bartolache, es el editor de la primera gaceta médica, el Mercurio Volante.
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Luz de verdades catholicas y Explicación de la Doctrina Christiana. Que segun la Costumbre de la Casa Professa de la Compañia de Jesus de Mexico todos los Jueves del año se platica en su Iglesia. Dala a la estampa el padre Alonso Ramos de la mesma Compañia, y Preposito actual de dicha Casa Profesa. Citado por Medina 1989 [1907-1912]), 3: 73 y 74.
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EL RECURSO DE LA BIOGRAFÍA PARA LA EXALTACIÓN DE LAS VIRTUDES HUMANAS
El aprecio que la Compañía de Jesús mostró por las virtudes del individuo, exaltándolas en las obras históricas y piadosas, fue un signo más de identificación con la modernidad. En un tiempo en que las corporaciones hacen pasar desapercibidos a los individuos, los jesuitas tuvieron el acierto de fortalecerse como corporación al divulgar las vidas ejemplares de muchos de sus miembros. Desde sus orígenes, los jesuitas, identificados con el humanismo cristiano, se valieron del género biográfico como un recurso para invitar, mediante el ejemplo, a los fieles católicos y específicamente a quienes ingresaban al instituto, a la introspección, para así identificar el camino de perfección. Se utilizó sistemáticamente la biografía para exaltar las virtudes humanas y así alcanzar el Reino de Dios. Es sabido cómo al propio San Ignacio sus compañeros le obligaron a dictar su autobiografía. Los jesuitas, ya en la Nueva España, imprimieron en 1609 una biografía del santo escrita por el padre Luis de Belmonte Bermúdez, que se publicó con un elogio del escritor Mateo Alemán, autor representativo de la picaresca hispánica, entonces residente en la ciudad de México (Medina 1989 [1907-1912], 2: 45). Nos afirma el primer cronista de la provincia mexicana que se debían escribir las muertes de los individuos más notables «de letras virtud y ejemplo» por orden del padre Claudio Acquaviva (Relación, cap. XX, p. 71). Esto dio origen a las cartas edificantes que eran escritas cuando fallecía alguno de sus miembros. Eran escritas por los superiores o por designación de estos, lo mismo algún discípulo del difunto que un compañero más próximo, en ocasiones quien había sido confesor del finado. La mayoría de estas misivas circulaban manuscritas entre los superiores de las residencias y colegios de la Nueva España y se leían en los refectorios a los jóvenes soldados de Cristo. La primera crónica, que permaneció inédita hasta el siglo XX, dedicó varios capítulos a narrar las virtudes y muerte de los más notables padres y hermanos jesuitas del siglo XVI. Desde principios del siglo XVII se utilizó la imprenta en la Nueva España para compartir las biografías de los jesuitas más distinguidos, extramuros de sus residencias, colegios y misiones. La primera carta impresa de la que tenemos noticia fue escrita por el cronista de la labor misional de los jesuitas en el norte de México, el padre Andrés Pérez de Rivas (1576-1655), quien escribió la Vida, virtudes y muerte del p. Juan de Ledesma, impresa en México en 1636 (citado por Medina 1989 [1907-1912], 2: 164). Del padre Ledesma (1575-1637) se afirma que «fue uno de los Jesuitas mas ejemplares de la provincia de la N. E., y de los mayores teólogos y canonistas de esta América. Enseñó la teología por espacio de treinta años». Fue consultado por prelados y tribunales de la metrópoli, de México y del Péru y se distinguió por su labor caritativa durante la inundación de la ciudad de México el año de 1629 (Beristáin 1980 [1816], II: 174). Siguió a esta biografía la escrita por Luis Bonifaz (1578-1644) y publicada en 1640, referente al padre Alonso Guerrero, catedrático de Filosofía y de Sagradas Escrituras, nieto del patrono fundador del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. En 1664, el padre Alonso Bonifacio, rector de este Colegio, escribió la carta sobre «la Muerte, virtudes y ministerios...» del padre Pedro Juan Castini, misionero y fundador de la congregación de la Purísima en el Colegio Máximo (citado por Medina 1989 [1907-1912], 2: 367). En 1679, el padre Tomás Escalante escribió la Breve noticia de la vida exemplar y dichosa muerte del venerable padre Bartholome Castaño, misionero en Sonora durante veinticinco años y trasladado a la capital novohispana, quien fue prefecto de la Congregación del Salvador ubicada en la Casa Profesa «venerado como santo y consultado por todos los varones de espíritu» (Beristáin 1980 [1816], I: 303). El padre José Vidal, promotor de las misiones
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en los espacios urbanos e introductor de la devoción de los Dolores de la Virgen a la Nueva España, publicó en 1675 una Relación de la dichosa muerte del Ven. P. Diego Sanvitores y, en 1682, la vida del «angelical hermano» Miguel de Omaña (Beristáin 1980 [1816], III: 307). Francisco de Florencia, reconocido cronista de la Compañía, publicó en 1661 su Menologio de los varones más señalados, y en 1684, la Relación sobre el padre Nicolás de Guadalajara, quien se distinguió como maestro de filosofía y teología y fue rector de los colegios de San Jerónimo y San Ildefonso de Puebla. Florencia dio a conocer anexos a esta biografía, cuatro tratados de espiritualidad del maestro jesuita (Medina 1989 [1907-1912], 2: 569). En la primera mitad del siglo XVIII se multiplicaron los impresos biográficos.14 Aquí quisiera tan solo hacer mención de tres autores criollos, representativos del siglo: Juan Antonio de Oviedo (1670-1757), Francisco Javier Lazcano (1702-1762) y Juan Luis Maneiro (1744-1802). Los tres fueron leídos por nuestros ilustrados novohispanos.15 En sus textos podemos apreciar el abandono de la historiografía barroca, inundada de relatos sobrenaturales, para dar paso a la descripción precisa del comportamiento ejemplar cotidiano de los jesuitas entregados a sus actividades pastorales e intelectuales realizadas en orden a la mayor gloria de Dios. La exaltación de los valores cristianos, tales como piedad, pobreza, caridad y sabiduría, se expresa en la descripción de las iniciativas de los jesuitas en los espacios urbanos, las zonas de misión, los colegios, iglesias, hospitales y cárceles. El padre Juan Antonio de Oviedo reeditó aumentado el Menologio16 que inició el padre Francisco de Florencia de los jesuitas que se distinguieron en el gobierno de la provincia, en la cátedra o en el púlpito. Además, fue el biógrafo de los padres Antonio Núñez de Miranda, confesor de la poetisa Juana Inés de la Cruz; de José Vidal, a quien ya hemos citado como introductor a la Nueva España de la devoción a los Dolores de la Virgen; del padre Pedro Speciali (Medina 1989 [1907-1912], 4: 204) y de los misioneros Juan de Ugarte y Juan María de Salvatierra. Oviedo, inspirado y apoyado en la obra del padre Juan Nadasi, Annuss Dierum memorabilis, también se empeñó en rescatar del anonimato la trayectoria de los más sencillos y humildes miembros de la Compañía, los hermanos coadjutores. En una sucesión de retratos hablados resaltó las virtudes de quienes se dedicaron a hacer productivas las empresas agrarias de la corporación, en búsqueda de la autosuficiencia económica 14
El padre Mateo Ansaldo y Ferrari publicó en 1742 la historia de José Molina, misionero en Sonora; la Vida religiosa del V.P. Doctor Pedro Zorrilla; la Copia aumentada de la Carta de edificación sobre la muerte del V.P. Sebastián de Estrada; la Carta edificante sobre el padre Manuel Álvarez Lava; la Breve noticia sobre el padre Tello Siles y la Carta Edificante del coadjutor Agustín Valenciaga, ambos murieron en la epidemia de 1738. En 1725, el padre Alonso Calvo escribió la del padre Joseph María de Guevara. En 1725, Juan Antonio Mora, prefecto de la congregación del Salvador, publicó la Vida y Virtudes del hermano coadjutor Juan Nicolás, procurador del Colegio Máximo. En 1727 se publicaron dos textos sobre el padre Joaquín Camargo, José de Arjo, prepósito de la Casa Profesa, escribió la Carta dirigida a los superiores y Juan Antonio de Mora, su Noticia de la vida religiosa, virtudes y dichosa muerte del padre Camargo. Juan Antonio Balthasar, en 1737, escribió la carta de edificación del padre Juan Gumersbac. José María Mónaco, escribió en 1739, la Vida inocente y muerte preciosa del angelical joven Francisco Maria Bonali. 15 Sobre la biografía del padre Oviedo, escrita por el padre Lascano, Alzate, en su Gaceta de Literatura nos dice: «[...] compruebo esto con lo que leo en la vida del P. Juan Antonio de Oviedo, impresa en esta ciudad, obra que deben leer los literatos porque en ella se notician hechos particulares e interesantes que no se encuentran en otra parte». Gaceta de Literatura, 2 de mayo de 1795 (Alzate 1831 [1794-1795], III: 418). 16 Francisco de Florencia, Menologio de los varones más señalados. en perfección Religiosa de la provincia de la Compañía de Jesús de la Nueva España, Madrid, 1747, pp. 125 y 126. Hay que advertir que el padre Oviedo encontró la obra inédita del padre Florencia y la completó. La biografía del padre Vidal, que aparece en el Menologio, fue escrita por el padre Oviedo.
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de las obras y de quienes en las cocinas o en las enfermerías atendieron con humildad a sus hermanos de religión (Oviedo 1755). Entre los múltiples escritos del padre Lazcano, encontramos, dentro del género biográfico, dos elogios fúnebres de miembros del clero secular: el de Tomás Montaño, obispo de Oaxaca, publicado en 1743, y el de Francisco Navarijo, maestrescuela de la catedral de México y cancelario de la universidad, editado en 1758. Sobre sus hermanos de religión se conocen dos obras: La vida y virtudes de los PP. Antonio Keler y Provincial Mateo Ansaldo de la Compañía de Jesús y la Vida ejemplar y virtudes heroicas del P. Juan Antonio de Oviedo, impresa en 1760. Fueron varios los jesuitas que en el exilio se empeñaron en escribir biografías de sus hermanos. El más distinguido en ello fue el padre Juan Luis Maneiro (1744-1802), quien produjo en 1791 su obra De Vitis Aliquot Mexicanorum (1791). Es de interés resaltar el énfasis que Maneiro puso en mostrar en su galería biográfica a los jesuitas que contribuyeron a la modernización de los estudios años antes de la expulsión. Sus biografías mejor logradas, a decir de un estudioso contemporáneo,17 son las de los jesuitas que se distinguieron por su interés y producción bibliográfica sobre la filosofía moderna, la historia patria y la naturaleza americana, quienes en el exilio dieron a la prensa sus principales obras que han sido consideradas como principales soportes de la identidad mexicana. Hay que añadir que en las biografías que el padre Maneiro hizo de sus contemporáneos, dejó manifiesto el empeño reformador del padre provincial Francisco Ceballos, y cómo los humanistas Diego José Abad, Francisco Xavier Alegre, José Rafael Campoy, Francisco Xavier Clavigero, Agustín Castro, y otros, en su labor docente antes de la expulsión, difundieron la filosofía moderna, el interés por la naturaleza, su aproximación al conocimiento mediante la observación y experimentación en las ciencias y el gusto por la historia patria. El género biográfico cultivado a través de los siglos por los miembros de la Compañía amerita un estudio particular que rebasa la presente investigación. Debo afirmar, sin embargo, que los primeros acercamientos a los textos biográficos de estos autores nos permiten ratificar que en su construcción historiográfica se percibe el tránsito de la escritura hacia la historia-crítica, hacia la historia-ciencia. Los tres enfatizan el rigor de sus textos apegados a las fuentes documentales, a los testimonios orales y a su propia experiencia. Reconocen que sus escritos pueden soportar la crítica del público. Cabe decir aquí que el género biográfico, tan valorado en el espacio público ilustrado, fue practicado por los ex alumnos de los jesuitas, quienes divulgaron magníficas semblanzas de señalados literatos en las Gacetas.18 LOS EX ALUMNOS DE LOS COLEGIOS JESUITAS
Un referente más que debe ser estudiado para apreciar los vínculos de los jesuitas con la modernidad, a propósito de su labor educativa, es la trayectoria intelectual de los ex alumnos de los colegios. Los colegios convictorios, además de ser espacios que garantizaron casa y sustento a los jóvenes que realizaban sus estudios superiores, ofrecieron mag17
Véase la introducción de Navarro en Maneiro y Fabri 1956 [1791]. Un magnífico ejemplo de esto es el «Elogio histórico del señor D. Francisco Xavier Gamboa, regente que fue de esta Real Audiencia de Méxco», escrito por José Antonio Alzate, ambos ex alumnos de San Ildefonso. Fue difundido a través de las Gacetas de Literatura del 22 de diciembre de 1794, 17 de febrero, 27 de marzo y 2 de mayo de 1795. 18
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níficas bibliotecas y un ambiente propicio para el estudio y el debate cotidianos, antecedentes sustantivos de la conformación del espacio público ilustrado. Los colegios fueron, a mi juicio, los mejores auxiliares para el ejercicio de la razón, para el intercambio de conocimientos y para su divulgación en el espacio público. Para una primera aproximación en lo referente al caso de México, contamos con un balance realizado en las primeras décadas del siglo XIX por uno de los ex alumnos del Colegio de San Ildefonso. Se trata de Félix Osores, doctor en teología que tuvo una amplia trayectoria como sacerdote en el arzobispado de México y una participación importante en la vida política en el periodo de tránsito del régimen virreinal al México Nacional. Osores nos confiesa en su introducción a sus Noticias bio-bibliográficas de alumnos distinguidos del Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso de México, que el punto de partida de esta obra fue una tertulia de jóvenes procedentes de diversos colegios de la capital novohispana, en donde asumió el reto que les hizo su anfitrión de que mostraran la relevancia de sus colegios, a partir del reconocimiento de sus ex alumnos en el espacio público, entre otras razones, por su producción intelectual (Osores 1975 [1908]: 655). Osores, quien tuvo acceso a los archivos del colegio en referencia, nos manifiesta que transitaron por la institución durante el periodo virreinal, más de 11 mil colegiales. De estos, Osores, heredero de la historiografía erudita de la Ilustración, logró dibujar el perfil biobibliográfico de 647. Solo cuatro de ellos corresponden al siglo XVI, 135 al XVII, 236 al XVIII, y únicamente siete al siglo XIX. A 265 individuos no fue posible ubicarlos cronológicamente. De estos colegiales, 329 se incorporaron al clero regular, la mayor parte de ellos a la Compañía de Jesús. Se formaron en San Ildefonso 144 miembros del clero secular, 297 abogados, 203 teólogos, 143 ex alumnos fueron reconocidos en el ámbito de la filosofía, hubo 11 médicos y 140 de los comentados fueron catedráticos. De 415 ex alumnos se tiene noticia de su obra escrita e impresa. El propio Osores concluyó que la aportación del Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso fue significativa en los ámbitos de los gobiernos civil y religioso, en la economía novohispana y en los espacios intelectuales. Concluye su introducción con estas palabras: El Colegio ha devuelto al mundo entero las riquezas que recibió de familias ilustres y de otros convictorios muy distinguidos; pero con usuras o creces incomparables. A los colegios y universidades ha dado innumerables maestros, rectores y escritores sapientísimos; a las repúblicas, regidores, jueces y generales impertérritos; a la diplomacia, ministros y plenipotenciarios sagacísimos; a las asambleas o congresos legislativos, sabios y discretos diputados y oradores; a las feligresías, párrocos edificantes; a los cabildos eclesiásticos, los prebendados más célebres; a tantas y tantas diócesis, pastores celosos y santos; y a las religiones, individuos de mucha piedad, priores, guardianes, prepósitos, provinciales y generales, y sigularmente a la Compañía de Jesús, o a su provincia de Nueva Epaña, a la que si no le dio todo lo que fue, sin disputa le dio la mayor y más distinguida parte.
Para nuestro propósito, hay que advertir que, entre los 236 colegiales del siglo XVIII, podemos encontrar de una manera más específica a los jesuitas identificados con la modernidad, que en el exilio realizaron la producción intelectual por la que se les ha reconocido como precursores de nuestra Ilustración y sustentos de la identidad mexicana. Me refiero a los padres Abad, Alegre, Campoy, Clavigero y Castro, entre otros, quienes no solo fueron colegiales sino también maestros del colegio. En adición a ello, encontramos entre los colegiales a individuos que consideramos identificados con las Luces por su adscripción a la
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RSBAP (Real Sociedad Bascongada de lo imigos del País), primera corporación de su género
en la Península ibérica, fundada por Xavier María Munibe, conde de Peñaflorida, ex alumno de los jesuitas en Francia, para impulsar, mediante el cultivo de las ciencias y las artes útiles, el progreso de las provincias vascongadas. Los aciertos de dicha sociedad durante sus primeros diez años sirvieron de inspiración al ministro Pedro Rodríguez Campomanes para promover, a través de su Discurso sobre la Industria Popular, publicado en 1774, la creación de Sociedades Económicas de Amigos del País en las posesiones del Estado español (Torales 2001: 151-153). Antes de esta iniciativa procedente del Estado, la RSBAP logró incorporar en México a 545 individuos, siendo de 1800 el número de miembros que tuvo en todo el mundo. Cabe mencionar que la mayoría de los miembros novohispanos de esta corporación fueron comerciantes, mineros y hacendados, y siguen a estos los funcionarios públicos del Estado borbónico. Significativamente, del total de 71 intelectuales a los que podríamos calificar como profesionales, curiosos y literatos, 24 fueron colegiales de San Ildefonso. En 1767, año de la expulsión, la Compañía de Jesús tenía en la Nueva España colegios y seminarios en los principales centros urbanos y sus misiones constituían el puntal de la expansión y colonización hacia el norte.19 Los colegios se beneficiaron de lo que hoy podríamos denominar como internacionalización de la Compañía, esto es, del constante arribo de jesuitas procedentes de diversas partes de Europa, quienes sumaron sus conocimientos y experiencias con las de los novohispanos. La internacionalización favoreció también el intercambio bibliográfico entre Europa y América: fue constante la preocupación de la Compañía por enriquecer las bibliotecas de los colegios. Para este efecto, los jesuitas que llegaban a tierras americanas traían consigo sus bibliotecas, y los procuradores generales, que con periodicidad acudían a las congregaciones generales, se proveían de libros durante su estancia en Europa.20 La
19
En la ciudad de México, la capital del virreinato, estaba la Casa Profesa, el Seminario de San Ildefonso, el Colegio Máximo (bajo la advocación de San Pedro y San Pablo) y los de San Andrés y San Gregorio para indios. En Puebla, la segunda ciudad del virreinato, se localizaban los seminarios de San Ignacio y San Jerónimo y los colegios del Espíritu Santo, de San Ildefonso y San Javier. Tenía la Compañía colegio y seminario en Durango, capital de Nueva Vizcaya; en Guadalajara, capital de Nueva Galicia; en Guatemala, sede de la capitanía general y de la audiencia; en Mérida de Yucatán; en Pátzcuaro y en Querétaro. Contaba con colegios en las ciudades de Celaya, Guanajuato, León y San Luis de la Paz, en el Bajío; en Valladolid, Michoacán; en San Luis Potosí y Zacatecas, en el camino al Norte; en Oaxaca y Ciudad Real (Chiapas), en el Sur. No podían faltar colegios para los hijos de la élite mercantil en el puerto de la Veracruz y en la ciudad de La Habana, Cuba. En Tepotzotlán, a unos cuantos kilómetros de la ciudad capital, los jesuitas tenían un colegio y un noviciado, así como un seminario de indios. Ahí, los misioneros-lenguas estudiaban el náhuatl, el otomí y el mazáhuatl, con el propósito de evangelizar a los naturales en sus propios idiomas. Tuvieron residencias en Campeche, Chihuahua, Parral, Parras y Puerto Príncipe. Sus misiones constituyeron el puntal de la expansión y colonización del norte de México. Había ropas negras —como eran identificados los jesuitas por los naturales— en las provincias de California, Chínipas, Nayarit, Sinaloa, Sonora y la Tarahumara. 20 Tan sólo citemos aquí a los padres Antonio de Oviedo (1670-1757) y Francisco López (1699-1783). El primero, natural de Bogotá, en el virreinato de Nueva Granada, quien, por sus reconocidas cualidades como predicador, escritor ascético, historiador y moralista, después de haber sido rector de varios colegios y provincial de México, en 1722 visitó las misiones de Filipinas y en 1754 fue nombrado procurador de la provincia en Roma y Madrid. Aprovechó su estancia en Europa para visitar Francia, al igual que el padre Francisco Xavier de la Paz, quien murió en Auxerre; se dice que este traía un cargamento de libros para México (Decorme 1941, I: 214 y 388-389). El padre López, nacido en Caracas, reconocido teólogo y maestro, fue designado procurador en Madrid y Roma en 1754. Ahí, en nombre de la jerarquía eclesiástica de Nueva España, gestionó la confirmación del patronato de la virgen de Guadalupe sobre la América septentrional.
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Miembros de la RSBAP que estudiaron con los jesuitas NOMBRE
FECHA DE ESTANCIA
PROFESIÓN
1. Mateo Joseph Arteaga
San Ildefonso 1740
Doctor en cánones
2. José Antonio Alzate
San Ildefonso 1747
Científico
3. José Ignacio Bartolache
San Ildefonso 1758
Médico
4. Agustín de Bechi
San Ildefonso 1728
Doctor en cánones
5. Guillermo Caserta*
San Ildefonso
Abogado, gobernador del Estado
6. Juan Francisco Castañiza
San Ildefonso 1767c.
Canónigo, obispo de Durango
7. Agustín de Echeverría y Orcolaga
San Ildefonso 1761
Licenciado en cánones
8. Melchor Joseph Foncerrada y Ulibarri
San Ildefonso 1762
Abogado, oidor
9. Francisco Xavier Gamboa
San Ildefonso 1733
Oidor de la Real Audiencia
10. Joseph Manuel Mariano Garro
San Ildefonso
Doctor en teología
11. Juan Joseph Garro
San Ildefonso
Sacerdote
12. Diego Joseph Gorospe e Irala
San Ildefonso 1732
Abogado de la Real Audiencia
13. Miguel Francisco Irigoyen
San Ildefonso 1762
Doctor en teología
14. Mariano Joseph Iturria Iparraguirre
San Ildefonso
Doctor en teología
15. Pedro de Jaurrieta
San Ildefonso 1734
Doctor en cánones
16. Joseph Nicolás Larragoiti
San Ildefonso 1763
Doctor en cánones
17. Lecuona, Manuel Antonio
San Ildefonso 1746
Poeta. Cura propietario de Pátzcuaro
18. Antonio L. López Portillo
San Ildefonso
Escritor, canónigo
19. Joseph D. Moreno y Buenvecino
San Ildefonso
Medio racionero de Puebla
20. Joseph Antonio de Urizar
San Ildefonso 1731
Doctor en cánones
21. Rafael de Vértiz
San Ildefonso 1741-49
Doctor en teología
22. Joseph Antonio Vía y Santélices
San Ildefonso 1738
Doctor en cánones
23. Pedro Pablo de Villar y Santibáñez
San Ildefonso 1746
Doctor en teología
24. Antonio Villaurrutia y Salcedo
San Ildefonso 1731-35
Oidor
* Guillermo Caserta nació en Cádiz, pero sus estudios como abogado los realizó en México, donde «vistió la beca real de San Ildefonso» (Osores 1975 [1908]: 746).
convivencia con los gobernantes civiles y eclesiásticos, así como con sus compañeros en la Compañía, fueron excelentes mecanismos para el intercambio bibliográfico. No está por Regresó exitoso de su empresa en 1756. Once años más tarde retornó a Europa exiliado (Decorme 1941, i: 186-187).
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demás añadir que los vínculos familiares y de amistad entre los jesuitas y los poderosos comerciantes del Consulado sirvieron también para la provisión de libros procedentes de Europa. Ya he descrito en otro lugar cómo en las instituciones de la Compañía fue donde mayormente la élite conoció las ideas modernas procedentes de la Europa occidental. Esta influencia no se limitó a las aulas, ya que los jesuitas compartieron sus conocimientos con sus parientes y amigos en la intimidad de los hogares, y con la sociedad en general en los confesionarios y púlpitos. En general, se admite que fueron los jesuitas quienes en Occidente mejor pusieron de manifiesto las armonías entre fe, razón y ciencia.21 Destacaron como practicantes y difusores de la ciencia moderna, y efectuaron importantes aportaciones a las matemáticas, la astronomía y la física. No podemos dejar de mencionar la publicación de los jesuitas en Francia, Trévoux, Mémoires pour l’histoire des sciences et des beaux arts, de las cuales, en el periodo 1701-1767, se editaron 267 números. De esta obra monumental ha escrito un autor contemporáneo que «Si hubiera sido posible atravesar la brecha entre la Ilustración y la fe católica, las Mémoires de Trévoux habrían sido el único puente» (véase Meneses 1988: 4048).22 Cabe mencionar que estas memorias traducidas al español circularon en los colegios de la Compañía.23 Hay que añadir que, en esa época, la Compañía de Jesús en México era una corporación fundamentalmente criolla en el sentido de que la mayoría de sus miembros había nacido en América. Así, cuando tuvo lugar la expulsión, salieron de Nueva España 678 jesuitas, de los cuales 474 eran americanos de nacimiento y 153 originarios de la Península ibérica. Los restantes 61 eran extranjeros, procedentes de Estados europeos inmersos en el movimiento de la Ilustración; los había checos, italianos, alemanes, belgas, austriacos, suizos, croatas, etcétera (Zélis 1871). La peculiaridad de ser la Compañía de Jesús en México una corporación de mayoría criolla debió representar un obstáculo al despotismo de los Borbones, mas no a la introducción de la Ilustración en América. Un instituto así, cuya primera potestad era el Papa, que era universal en su composición, que se encontraba abierto a los avances científicos y filosóficos, y que favorecía la comunicación y movilidad de sus miembros, constituyó, sin duda, un factor decisivo en la Ilustración en América. El padre Decorme, historiador jesuita de la primera mitad del siglo XX, advirtió que las iniciativas de los jesuitas novohispanos se anticiparon a las propuestas expresadas por el general de la Compañía, el padre Lorenzo Ricci, en su carta de 8 de agosto de 1764, a las provincias españolas, en la que les convocó a fomentar el estudio de las lenguas clásicas, la física experimental, las matemáticas y la historia sagrada y profana. 24
21
Sobre estos asuntos, véanse los numerosos trabajos de Bernabé Navarro. A propósito de las Mémoires de Trévoux y el enciclopedismo de los jesuitas, hay que citar el texto de A. Batistini, «Del caos al cosmos: El saber enciclopédico de los jesuitas» (en Álvarez de Miranda 1993: 303-332). 23 En la Biblioteca Pública del Estado de Puebla se encuentra una edición en español de dicha colección, cuya edición data de 1742. 24 Su texto dice así: «Hay, sí, entre vosotros buenos teólogos, escolásticos y moralistas, pero quisiera yo que hubiera hombres igualmente aventajados en Letras humanas, en el buen manejo del latín, en el conocimiento del griego y del hebreo, en la verdadera elocuencia, en la física experimental, matemáticas, historia sagrada y profana con sus auxiliares como la numismática, la epigrafía y arqueología y también la teología dogmática positiva. No que todos hayan de saber todo eso, pero sí que haya alguno sobresaliente en 22
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Si bien la expulsión de los jesuitas, y más tarde su extinción, fue dolorosa para la élite letrada de las urbes americanas25 sus parientes y ex alumnos acataron públicamente la pragmática real promulgada al respecto, pero iniciaron un proceso de resistencia que mantuvo viva la presencia ignaciana en las mentes y conciencias de los novohispanos. Además, se ingeniaron para evadir la pragmática, les proporcionaron ayuda en su exilio, mantuvieron con ellos correspondencia e intercambio de informaciones y realizaron gestiones en la corte para pedir el retorno de los jesuitas a su patria.26 Las prácticas devocionales tradicionalmente promovidas por los jesuitas, la realización de los ejercicios espirituales, la presencia en los retablos y fachadas de los templos de esculturas y pinturas de los santos de la Compañía de Jesús, las impresiones de sus obras que año con año continuaron saliendo de las prensas novohispanas, fueron, entre otros, hechos y prácticas que contribuyeron a mantener vivo el recuerdo de los jesuitas en la memoria colectiva novohispana. En adición a esto, sus ex alumnos habrían de transmitir las enseñanzas jesuíticas en las cátedras universitarias, en los seminarios y en el púlpito de las principales iglesias catedrales. Por lo demás, las elites urbanas custodiaron los bienes de los expulsados hasta donde el Estado lo permitió. Es posible afirmar aquí que el vacío que dejaron los jesuitas, como instrumento de cohesión intelectual de las élites, habría en parte de llenarlo la RSBAP. Estudiosos del nacionalismo mexicano han afirmado que los jesuitas fueron, en mucho, responsables de la formación de la identidad nacional, movimiento ideológico que se expresó en la independencia de México. Se ha argumentado en favor de ello que quienes participaron en el movimiento de la independencia se formaron en sus colegios y fueron asiduos lectores de las obras apologéticas que escribieron sobre México en el exilio. Sin embargo, no son aceptables estas explicaciones sin más si pensamos que el lapso que hay entre 1767 y 1810 comprende casi dos generaciones. Solo es posible la vinculación sugerida si reconocemos que precisamente a esas dos generaciones pertenecieron los miembros de la RSBAP, y fueron estos quienes mantuvieron vivas las tradiciones impulsadas por los jesuitas en la Nueva España, a través de la relación estrecha que sostuvieron con los expulsados, como parientes o como ex alumnos de ellos. Una muestra de 42 individuos inscritos a la RSBAP, de quienes disponemos sus fechas de nacimiento y defunción, nos permite afirmar que los amigos fueron contemporáneos de los jesuitas expulsados, cuyas fechas de nacimiento estaban comprendidas en el lapso de 1686 a 1751 (Zelis 1871: 51-70). También, entre los amigos podemos identificar a miembros de la última generación que se formó con ellos. Algunos miembros de la RSBAP fueron
cada una de esas materias, en alguna de ellas muchos siquiera regularmente instruidos y que en otras lo estén todos». Citado por Decorme 1941, I: 232. 25 AHUIA, A. C. 2. 1. f. 232r. 26 El comerciante del Consulado, Francisco Ignacio de Iraeta, por ejemplo, contaba con un cuñado jesuita, el padre Pedro Joseph de Ganuza, al cual apoyó económicamente durante su estancia en Bolonia, a través de sus corresponsales en Cádiz. Además, ofreció a sus corresponsales su apoyo para auxiliar a sus parientes. El 18 de abril de 1769, Iraeta, en su carta a Fausto Gutiérrez Gayón, residente en Cádiz, manifiesta su desconsuelo por tener a su cuñado en Bolonia y le pide le envíe, en su nombre, 30 pesos mensuales. Le advierte: «Aunque las cartas van rotuladas a don Pedro Joseph Gómez Carrillo son para el padre Pedro Joseph Ganuza de la Compañía de Jesús, que se halla en los estados de Nuestro Santísimo Padre, bien en Bolonia o en Roma». AHUIA, A. C. 2.1.2, f. 27 v.
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testigos del inicio del movimiento de independencia y solo unos cuantos vivieron su consumación y presenciaron el retorno a su patria de solo tres de los jesuitas expulsados. A los amigos de la RSBAP, y específicamente a aquellos literatos y curiosos formados en el colegio de San Ildefonso, habría que considerarlos como el eslabón que dio continuidad a la obra intelectual de la Compañía de Jesús vinculada con la modernidad, específicamente aquella que fomentó la identidad y el sentido patrios de los que abrevaron los líderes de la independencia. BIBLIOGRAFÍA
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El «aumento y conservación» del Maranhão: los jesuitas, la mano de obra indígena y el desarrollo económico en la amazonía portuguesa* Rafael Chambouleyron
E
n 1684 ocurrió una importante sedición en el norte de la América portuguesa, en el estado del Maranhão, que desde los años 1620 constituía una unidad política y administrativa separada del Estado de Brasil. La conspiración es conocida como revolta de Beckman, nombre del principal líder de la insurrección. Las causas de esta conmoción popular han sido discutidas por la historiografía, y no cabe duda de que están íntimamente vinculadas, por un lado, al establecimiento de un monopolio de comercio por la Corona portuguesa, en 1682 (el estanco) y, por otro, a las alteraciones en la legislación referente a los indios, en 1680, que ayudaron a concentrar el poder de los jesuitas sobre la mano de obra indígena.1 Las consecuencias inmediatas del levantamiento del cabildo (Câmara) y del pueblo fueron la expulsión de los religiosos de la Compañía de Jesús, la prisión de algunas autoridades y, claro, el fin del estanco. Pero el disturbio duró poco, y los líderes fueron ejecutados por el gobernador Gomes Freire de Andrade, especialmente enviado al Maranhão para dominar a los insurrectos, tranquilizar los ánimos y restituir a los religiosos a sus iglesias y residencias.2 Uno de los grandes historiadores maranhenses del siglo XIX, João Francisco Lisboa, como buen liberal, interpretó el motín como una violenta respuesta de los colonos a la opresión del monopolio y al control de la mano de obra indígena por parte de los jesuitas, establecido por las leyes de 1680 (1976: 339-489). Los conflictos entre los misioneros de la Compañía de Jesús y los colonos, de todos modos, no eran nuevos, pues los jesuitas ya habían sido expulsados del Estado en 1661, y antes los portugueses habían expresado su descontento con estos religiosos.3 *
El autor agradece la lectura y sugerencias del profesor David Brading, de Iván Valdez-Bubnov y de Ricardo Cubas. 1 Uno de los relatos del motín, escrito a finales del siglo XVII, se refiere a «pasquines, que en los lugares públicos se habían visto, en los cuales se condenaba el estanco por arruinador de la república y se acusaba a los padres de la Compañía» (Moraes 1877 [1692]: 313). 2 El regimiento de Gomes Freire de Andrade dejaba claro este punto, al ordenar que «[...] haréis restituir a los padres de la Compañía a sus conventos y a las aldeas y misiones que antes tenían, buscando para este fin que vengan algunos de los que asisten en el Pará para que quede dispuesta de hecho la dicha restitución» (Regim.to para Gomes Freyre, f. 155). 3 Como en 1653, cuando los oficiales del cabildo de la ciudad de Belém le advirtieron al capitán-mayor de esa capitanía la «gran perturbación que causaron los reverendos padres de la Compañía entre los moradores y conquistadores de estas conquistas y los indios naturales, [que] con la capa de la doctrina cristiana se adueñaban de las aldeas y adquirían para si todo el gentío, para sus negociaciones» (Requerim.to que fizeraõ os oficiaes, f. 64).
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Durante el motín de 1684, los insurrectos entregaron a los jesuitas un acta de protesta y notificación de que serian echados de la capitanía. En ella, justificaban la expulsión no «porque Vuestras Paternidades hayan dado cualquier escándalo en lo espiritual», pues, de hecho, en lo que obraban en «lo espiritual y bien de las almas, no tienen que decir». Para los colonos, la verdadera razón de la hostilidad era el hecho de que los jesuitas querían «gobernar todo y tener a los moradores sujetos […] haciéndose poderosos y temidos». Finalmente, les advertían a los padres que no volviesen más al Maranhão, de donde los echaban, «como en otras partes, por la codicia de Vuestras Paternidades» (Protesto e notificaçaõ aos P.P. p.a, f. 89). Los padres expulsados trataron de justificar en la Corte sus razones, y las «sin razones» de los colonos al obrar de manera tan sacrílega. Uno de ellos, el padre luxemburgués João Felipe Bettendorf, escribió un informe al rey explicándole que el motivo de la perturbación era, en realidad, el cumplimiento de las leyes, que desagradaban a los colonos, porque en ellas se defendía la «libertad de los indios», el aumento de «su conversión» y la dirección del servicio de los indígenas «por los mismos misioneros, cuando los moradores de aquel Estado los pidieren para beneficio suyo o de la república» (Bettendorf 1685: 77).4 En un memorial escrito por entonces, nuevamente los jesuitas trataban de explicar la importancia de su papel en el Estado del Maranhão. Uno de los puntos importantes del memorial era el de la administración temporal de los indios, es decir, el control que querían (y tenían desde 1680) los jesuitas sobre las aldeas de indios libres, de las cuales se repartían trabajadores para los colonos portugueses. Porque, como explica el texto, «[...] el motivo que los trae de los sertões y los conserva en las aldeas es el amparo de los misioneros». El autor continúa el texto argumentando la importancia de la administración temporal para la propia conservación de los indios, tanto los convertidos a la fe, como los millares que faltaban evangelizar (Propostas a El Rey, f. 141). La administración temporal de los indios era igualmente importante para la realización de más entradas al sertão para buscar y catequizar indios, pues de esas aldeas salían los indios que remaban, que defendían a los padres, en fin, que los ayudaban en las jornadas. La administración temporal igualmente salvaba a los indígenas de la frecuente opresión de los blancos. El memorial procuraba presentar al rey las diversas y desastrosas consecuencias que se seguían a la expulsión de los padres y al fin de la administración temporal de las aldeas, para la evangelización de tantos millares de almas. Otro texto, del cual no sabemos si de hecho fue presentado en la Corte, pues parece un borrador, aborda el problema a partir de un contexto más amplio. Para el autor, o autores, de esa «respuesta», los religiosos estaban efectivamente empeñados en la reducción de los indios, y se hace una detallada lista de las entradas organizadas por religiosos. Lo que dificultaba todo, sin embargo, era el maltrato dado por los colonos a los indios. El «remedio» contra esta dificultad consistía apenas en dejar que bajasen los indios de los sertões para vivir con los padres, con los cuales hallaban «buen trato». De esta manera, concluye el texto, los indios dejarán las selvas, se aumentarán las capitanías del Estado, y «[...] tendrán
4
Según el padre Serafim Leite, este informe fue escrito por el padre Antônio Vieira, y entregado por el padre Bettendorf en Lisboa. Pero, en realidad, no hay razón para pensar que no lo hubiera escrito el padre luxemburgués que, una vez que estaba presente en el momento del motín (a diferencia del padre Vieira, que vivía entonces en Bahia), fue expulsado con los demás y viajó a Portugal a reportar lo sucedido (Leite 1938-1950, IX: 106; X: 309).
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los moradores abundancia de sirvientes, [llevandolos] al trabajo […], con dirección de sus padres misioneros, y no violentados» (Resposta dos P.P. as rezoens, f. 86v). No sin razón, la historiografía que se dedicó a las misiones jesuíticas del Estado del Maranhão ha justamente señalado el siglo XVII, con sus dos expulsiones (en 1661 y 1684) y sus interminables conflictos, como un periodo en que jesuitas y colonos lucharon sin tregua por el control de la mano de obra. En este sentido, buena parte de los autores ha insistido en la diametral oposición entre jesuitas y colonos portugueses como dos grupos irreconciliables del mundo colonial, en razón de sus diferentes perspectivas en torno a la organización del trabajo.5 De hecho, los jesuitas aparecen ya como los defensores de la libertad del indígena, para algunos; ya, para otros autores, como los opresores de los miserables colonos, a los cuales impedían el acceso a los indios, al controlar tiránicamente a los indígenas. No hay duda de que, por un lado, los jesuitas representaron una alternativa a las violentas formas de uso de la mano de obra indígena por parte de los colonos portugueses.6 Eso, de todas maneras, no hace de los jesuitas defensores de la libertad, ya que ellos mismos poseían esclavos indígenas y, como se ha señalado innumeras veces, nunca fueron contrarios a la esclavitud de los nativos.7 Además, los jesuitas concentraban, de hecho, gran parte de la fuerza de trabajo, dejando a los colonos, en varios momentos, en situaciones delicadas. En ese sentido, no hay duda de que vale la pena reflexionar sobre la opinión del alguien como Antônio Ladislau Monteiro Baena, quien consideraba que el dominio de los religiosos en general, y particularmente de los jesuitas, sobre la mano de obra y sobre las actividades económicas de la región «fueron en esos antiguos tiempos, el gravísimo estorbo de la prosperidad del comercio del Pará» (Baena 1839: 213). Los dos motines que expulsaron a los religiosos del Maranhão, en 1661 y en 1684, no dejan de ser respuestas a ese estado de cosas. De cualquier modo, mi principal argumento aquí es que, en realidad, las posiciones de los jesuitas en torno a los problemas del uso de la fuerza de trabajo indígena, principalmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, constituyen también uno de los varios aspectos de una reflexión generalizada sobre el desarrollo económico del Estado de Maranhão. En ese sentido, los jesuitas participan, junto con colonos, autoridades locales y reales, consejos del reino y el propio rey, de un amplio debate sobre las formas de incrementar las actividades productivas y el comercio de la región. 8 5 Algo que seguramente conviene matizar, principalmente en razón del propio papel religioso que tenían los padres jesuitas en el interior de las comunidades portuguesas. Cf. Chambouleyron 2002. 6 Para Domingos Antônio Raiol, importante político e historiador del Pará de finales del siglo XIX y principios del XX, bastante crítico del apostolado de los jesuitas, al menos estos religiosos no trataban a los indios «como esclavos, simples máquinas de trabajo, sino como agregados, como catecúmenos y hermanos, nuevos creyentes de la fe cristiana, supuestos sectarios de los ideales teocráticos que propagaban» (1902: 144). 7 Si este es un hecho evidente para la historiografía, de todas maneras vale la pena citar algunos ejemplos del libro de registros de casamientos y bautismos de la iglesia de Belém en Pará, para tener una idea más clara. En febrero de 1688, por ejemplo, el padre José Barreiros registraba el casamiento de Tomás y Rufina, «esclavos de los padres de la Compañía», siendo testigo João Ferreiro, «esclavo de los mismos padres». Hay que notar que cuando se trataba de africanos, había una mención especial, como el caso de Miguel y Luzía, «del gentío de Guinea, esclavos del colegio» (Rol dos cazamentos feytos, ff. 18-18v). En cuanto a los bautismos, en junio de 1671, el padre Bento Álvares bautizaba a una niña, hija de Felipe Tupinambá y «de su mujer Apolonia, esclava de esta casa» (Rol de los bautismos hechos, f. 25). 8 Luiz Koshiba (1988) opina que a lo largo de los siglos XVI y XVII una contradicción primordial opuso dos proyectos de colonización y ocupación de la América portuguesa, defendidos por los colonos, por un lado, y por los jesuitas y la Corona, por otro lado. Esa contradicción tenía como fundamento la oposición entre valores aristocrático-clericales y valores burgueses.
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Las posiciones de estos religiosos sobre los indios, de este modo, no constituyen ni el grito contra la opresión de los colonizadores, como quieren los apologistas de la Compañía de Jesús, ni la máxima expresión de sus planos teocráticos, como pretenden sus detractores. Tampoco representan apenas la comprensible preocupación por su labor misionera, es decir, por el destino de los catecúmenos y por la correcta enseñaza de la fe cristiana y de valores del mundo europeo.9 No hay duda de que al discutir las misiones y su papel como misioneros, los jesuitas procuraron, más allá de la mera evangelización, examinar y dar respuestas a los problemas que la propia ocupación y conquista del Maranhão habían generado. Justamente, en la última de las propuestas del memorial, los jesuitas expulsados pedían al rey que pusiese «sus ojos en aquella pobre y perseguida misión, en que tanto servicio se hace y podrá hacer a Dios y a esta Corona» (Propostas a El Rey, f. 140v). El problema de los indios, como sugiere esta súplica, no residía solamente en el servicio a Dios, es decir, en la evangelización desde un punto de vista más estricto; consistía también en el servicio de la Corona, lo que implicaba no solo la conversión de los indios, tarea fundamental de un rey católico, sino también ayudar a conquistar, ocupar y desarrollar la propia colonia y, consecuentemente, el reino. No deja de tener razón João Lúcio de Azevedo cuando afirma que, en el caso de la región norte de la América portuguesa, la acción colonizadora portuguesa no puede ser comprendida sin entenderse la presencia y actuación de los religiosos de la Compañía de Jesús (1930: 9). Al reflexionar sobre el papel de los jesuitas no solo como misioneros sino también como elaboradores de respuestas concretas para los problemas más amplios de la colonización del Maranhão, es natural que el nombre del padre Antônio Vieira (1608-1697) aparezca en primer lugar. Si los jesuitas llegaron al Estado del Maranhão a principios de la conquista de la región (que se inicia en la década de 1610), a lo largo de la primera mitad del siglo XVII, sin embargo, la presencia ignaciana en la región no fue sistemática. Solo con la llegada del padre Vieira en 1653, con otros compañeros, se puede afirmar que la Compañía de Jesús se instala definitivamente en la amazonía portuguesa.10 La presencia del padre Vieira ha sido interpretada por la historiografía como un hecho fundamental en la actuación jesuítica. Su intensa actividad y la propia calidad de sus escritos —que no hay que olvidar fueron en su gran mayoría publicados— hacen del padre Vieira una figura sin par en el contexto de las misiones jesuíticas del norte de la América portuguesa. A pesar de su importancia, no hay duda de que la historiografía ha sido responsable por el «omniprotagonismo» del padre Vieira, dejando a un lado a los demás religiosos de la Compañía y, también, relegando a un segundo plano la actuación e importancia de otras Órdenes religiosas en el Estado del Maranhão, como las tres provincias de franciscanos (de San Antonio, de la Piedad y de la Concepción), mercedarios y carmelitas.11
9 Ronaldo Vainfas se refiere a la construcción de una «visión del todo social en el Brasil colonial» por parte de la Compañía de Jesús, más compleja que el «utilitarismo» de la mayoría de los textos coloniales de los siglos XVI y XVII (1986: 61-62). 10 En esos primeros tiempos, la misión del Maranhão se articuló gracias al padre Luís Figueira, a quien estuvieron vinculados los destinos del Orden desde inicios del siglo XVII hasta la década de 1643. El padre Serafim Leite, el más importante historiador de la Compañía de Jesús en el Brasil, lo considera uno de esos «héroes, portugueses y santos, que ayudaron a criar al Brasil» (1940: 11). 11 Aprovecho este término, utilizado por Ângela Xavier para referirse a la excesiva importancia que se le ha dado a las misiones jesuíticas, de una forma en general, en el imperio portugués, dejando a un lado el apostolado de otras Órdenes religiosas. Cf. Xavier 2000: 160.
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Hay que dejar claro también que, durante buena parte del periodo que estuvo en el Maranhão (1653-1661), el padre Vieira tenía amplio apoyo por parte de la Corona, que le había otorgado considerables poderes.12 Él era el favorito del rey don Juan IV y esa relación seguramente fue fundamental para conseguirle a su Compañía una considerable posición de ventaja en la región.13 Finalmente, hay numerosos estudios que revelan la faceta profética de este religioso, en la cual Portugal, y todo su imperio, consecuentemente, tenían un papel central en la historia de la humanidad. Para el padre Vieira, no hay duda de que discutir las misiones era también discutir el imperio.14 En ese sentido, en general, sus opiniones sobre las misiones y la presencia de los padres jesuitas en el Maranhão también tienen que ser entendidas en un contexto más amplio, aún cuando el religioso discute problemas más concretos de las misiones.15 De todas maneras, si los textos o cartas de los demás jesuitas, efectivamente, no asumen ese tono tan especial que tienen los escritos del padre Vieira, no por eso hay que pensar que solo le cupo a este religioso la reflexión de la inserción de la misión de la Compañía de Jesús en el contexto más amplio de la ocupación y desarrollo del Estado del Maranhão. Tema recurrente en los textos escritos del padre Vieira y de otros jesuitas, como el padre Pedro Pedrosa, visitador de la misión años más tarde, era la idea de la importancia de las leyes reales para la conservación y aumento del Estado del Maranhão. En dos momentos de gran influencia de la Compañía de Jesús, 1655 y 1680, esta perspectiva es evidente. Básicamente, en 1652, el rey había prohibido todo tipo de cautiverios, a través de los regimientos de los capitanes-mayores Baltasar de Sousa Pereira e Inácio do Rego Barreto (a esa altura, el gobierno del Estado del Maranhão estaba separado entre las dos capitanías de Maranhão y Pará). Los colonos, quejándose en la Corte a través de sus procuradores, consiguieron la publicación de la ley de octubre de 1653, que restringía parte de las disposiciones de los regimientos.16 En razón de la «gran perturbación» que habían causado las disposiciones de los regimientos, que se habían revelado «sin ninguna utilidad», la nueva ley instituía el examen de los esclavos, para averiguarse su legitimidad («Provisão sobre a li12 Como explica Dauril Alden (1996: 224), cuando llegó al Maranhão, el padre Vieira «estaba muñido de plenos poderes para establecer misiones donde le pareciese apropiado». No hay que olvidar también que en ese momento los jesuitas «tenían la responsabilidad exclusiva de la conversión de los amerindios» de la región. 13 El padre José de Vidigal, escribiendo ya en el siglo XVIII, no dejaba de tener razón al referirse al viaje del padre Vieira de Maranhão a Lisboa, en 1654, como un momento en que el religioso fue a «tratar negocios del aumento de las cristiandades, y no menos de acrecentamiento del Estado a través de órdenes reales» (Vidigal 1739: 508). 14 Según Flávio de Campos, «Vieira envolvía sus proyectos y sus reflexiones sobre los dominios portugueses en el quimérico manto del quinto imperio. Bajo ese mismo manto cubría las tensiones sociales del cotidiano de la colonia y de la metrópolis. Mirándose al revés, la habilidad política y el pragmatismo tenían como fin y como causa principal su utopía: una imagen grandiosa y sacralizada del imperio portugués, el quinto imperio bíblico» (1993: 49). 15 Para Charles Boxer, la «obsesión fija» del padre Vieira con el futuro de Portugal como quinto imperio se intensificó a partir de su experiencia misionera en América (1957: 23-24). Según Juarez Ambires (2000: 42), en el Maranhão, el trabajo apostólico del padre Vieira se unió a la «‘razón de Estado’ portuguesa (que es teológica y política)» ya que a través de las misiones el rey trataba de asegurar el dominio de la región norte de sus posesiones en América. 16 En una de sus cartas, el padre Vieira se refiere a la reacción de los portugueses: «[...] el efecto fue reclamaren todos la misma ley con motín público, en el Cabildo, en la plaza, y por toda parte, siendo las voces, las armas, la confusión y perturbación lo que acostumbra haber en los mayores casos, resueltos todos a perder antes la vida (y algunos hubo que antes dieron el alma) de que consentir que le sacasen de la casa los que habían comprado por su dinero» (Vieira 1997a [1653]: 321).
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berdade e cautiverio», p. 20). Según el padre Vieira, la nueva ley llegó en 1654 al Maranhão, para felicidad de los colonos, como revelaron «las fiestas públicas con que fue recibida». Sin embargo, sigue el padre Vieira, si no se podía esperar que la desobedeciesen, al final «en nada la guardaron» (Vieira 1951c [1655]: 36 y 39). Poco tiempo después, el propio padre Vieira viajó a Lisboa con el objetivo de presionar a la Corte para evaluar nuevamente las disposiciones de la ley de 1653 y conseguir el restablecimiento de leyes más rigurosas con relación a la esclavización de los indígenas. De hecho, en 1655, el religioso vuelve al Maranhão con una nueva ley, de 9 de abril de 1655, en la cual, a partir de una junta convocada por el rey para reexaminar las leyes sobre los indios, y queriéndose «tomar resolución de una vez por todas sobre los casos en que se pueden hacer cautivos justamente», se restringen nuevamente los cautiverios y se establecen nuevas normas para el examen de la legitimidad de los esclavos.17 Considerada una victoria del padre Vieira, no hay duda de que esta ley fue una de las razones del motín de 1661, cuando el propio religioso fue expulsado del Estado. Esta ley se complementaba con el nuevo regimiento del recién nombrado gobernador, André Vidal de Negreiros, que legislaba sobre la forma de gobierno de los indios, y en cuya redacción habían intervenido no solo el padre Vieira sino también los procuradores del «pueblo» del Estado del Maranhão.18 Tanto en el caso de la ley de 1653, como en el de la ley de 1655 (y el regimiento de Vidal de Negreiros) uno de los principales argumentos del padre Vieira era el de que la evangelización de los indios dependía de la correcta aplicación de las leyes. Pero su argumento iba más lejos; no solo la evangelización dependía de las leyes, sino la propia conservación de todo el Estado del Maranhão. En 1655, poco tiempo después de la aprobación de las órdenes reales, escribía en un parecer, que «la conservación y aumento de las capitanías del Grão-Pará y Maranhão consiste en que inviolablemente se guarde la ley y órdenes de Su Majestad y no se admita ningún medio que cambie la sustancia de alguno de sus fundamentos» (Vieira 1951a [1655]: 3).19 En el mismo año, retomaba en otro texto el mismo argumento, afirmando que «[...] guardarle la justicia a los indios […es] el medio más breve y suave para conseguir el fin de la conservación de todos, tanto moradores como indios» (Vieira 1951b [1655]: 22). Casi treinta años más tarde, un argumento parecido era usado por el visitador de las misiones, padre Pedro de Pedrosa, para justificar las leyes de 1680 que dieron a la Compañía nuevamente la administración temporal de los indios, poder que les había sido retirado en
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«Ley que se passou», p. 25. La ley, además, deroga explícitamente las leyes de 1570, 1587, 1595, 1652 y 1653. Ibídem, p. 27. 18 Según António José Saraiva, «[...] aparentemente, las disposiciones del regimiento resultan de un entendimiento entre los jesuitas y los colonos, las autoridades reales siendo el chivo expiatorio. Esto queda claro, sobre todo, en el artículo que se refiere a la repartición de los indios. En la práctica, los jesuitas fueron los únicos a ganar, como veremos» (1992: 32). En el regimiento de André Vidal de Negreiros se confirmaba la administración temporal de las aldeas exclusivamente a los jesuitas, se detallaba la forma de distribución de los indios libres de las aldeas por los portugueses y la organización de su trabajo y, finalmente, la forma de hacer entradas en el sertão («Regimento dado a André Vital de Negreiros», pp. 40-44). 19 Tal vez algún fundamento tenía la insistencia del padre Vieira, ya que algunos años después, en 1658, la reina regente, por provisión real, reiteraba la necesidad de aplicación de la ley de 1655, «por estar pasada en toda la buena forma y con todas las buenas consideraciones y como pide el servicio de Dios y mío» («Provisão sobre a liberdade do gentio», p. 29).
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1663, como resultado del motín de 1661.20 Para Mathias Kiemen, el año de 1680 marca el fin de la «anarquía administrativa» de la cuestión indígena (1949: 166). El conjunto de leyes aprobadas entre marzo y abril de 1680 determinaba básicamente la libertad absoluta de los indios, la exclusividad de la Compañía de Jesús en la evangelización de los indígenas y establecía reglas para la repartición de los indios libres entre los colonos. Como destaca Mathias Kiemen en otro texto, «este corpus de leyes implantó, teóricamente, un formidable imperio misionero para los jesuitas. Marcó el último triunfo de Vieira en la legislación indigenista» (1954: 146).21 Naturalmente, la oposición de los colonos se hizo sentir, y contra ella trataba de argumentar el padre Pedrosa. En diciembre de 1680, frente a la junta de repartición de los indios, el religioso explica a los miembros de ese consejo que Su Alteza, buscando remediar las «calamidades y miserias de este Estado», había mandado pasar leyes «a favor de los indios naturales, asentando como cosa cierta que por medio del buen trato y justicia» muchos indios bajarían junto a los portugueses, para «ayudar» a los moradores en sus plantaciones y a recoger las drogas de sertão (Pedrosa 1680b: 6). Algunos días antes, el propio padre Pedrosa había presentado en nombre de todos los misioneros un acta de protesta al gobernador en el cual se quejaba de la actitud de la junta de repartición, que habiendo recibido las listas de indios para repartir entre los colonos, las había modificado incluyendo a las indias, lo que era claramente «contra la mente de la ley de Su Alteza». La actitud de la junta, según el padre Pedrosa, hacía más difícil convencer a otros indios a que bajasen del sertão y se instalasen próximos a las comunidades portuguesas, ya que no se respetaban las reglas establecidas por el príncipe. En el final de su requerimiento, el padre Pedrosa dejaba claro que las razones que exponía no eran perjudiciales para la «República, cuyos aumentos ellos mucho de veras desean y procuran por todas las vías lícitas y honestas». En realidad, para los religiosos, únicamente de esta forma «[...] se pueden aumentar el Estado y la República, no sólo en lo espiritual y político de los indios, sino también en lo temporal de los moradores y en los aumentos de la real hacienda» (Pedrosa 1680a: 22-22v). Como se puede ver, en los textos de los padres jesuitas dirigidos a los colonos o a las autoridades, locales o en la Corte, la conservación y aumento del Estado del Maranhão era un argumento importante como forma de legitimar sus pretensiones frente a sus opositores. La idea de la legalidad de sus acciones y de que esta era la única vía posible para desarrollar las actividades económicas de los colonos, a través del uso correcto y cristiano de la mano de obra indígena, constituye también un tema recurrente del discurso jesuita en el Maranhão. Pero este tipo de preocupaciones se encuentra también en una esfera más concreta de las reflexiones de los jesuitas. Podemos identificar algunas cuestiones en las cuales la idea
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La provisión de 1663 declaraba que «tanto los religiosos de la Compañía, como los de cualquier otra religión no tengan jurisdicción temporal sobre el gobierno de los indios» («Provisão em forma de ley…», p. 30). 21 También para João Lúcio de Azevedo en 1680, «[...] tarde, pero definitivamente, el ilustre jesuita cantaba victoria» (1930: 137). En una carta escrita en 1680 al superior de Maranhão, padre Pier Luigi Consalvi, el padre Vieira le relata la organización de la «gran junta sobre el remedio espiritual y temporal del Maranhão» en la cual participó, donde se analizaron «todas las leyes antiguas y modernas tocantes a esta materia, y todas las consultas y resoluciones que sobre ella se tomaron en tiempo del rey que está en gloria, y en los gobiernos siguientes», y de la cual salieron las leyes de 1680 (1997e [1680]: 443). La Junta de las Misiones analizara las opiniones del padre Vieira sobre el problema de los indios, en marzo de 1680, y sugería al príncipe que «mande ordenar la reconducción de los indios a las aldeas y la repartición de ellos en la forma que apunta [el padre Vieira]» (Consulta (minuta) da Junta das Missões).
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de la acción misionera como forma de garantizar el «aumento» del Maranhão se presenta claramente como un argumento para los religiosos de la Compañía de Jesús. Una de las cuestiones más importantes, que constituye un tema recurrente en los textos del padre Vieira, es la defensa de la conquista. En varios momentos, este religioso se refiere a la importancia de las misiones como la principal arma contra invasiones externas (de otras potencias europeas) e internas (de indios). En una carta escrita al rey don Juan IV poco tiempo después de llegar al Estado del Maranhão, el padre Vieira ya dejaba claro que la defensa del Estado no se podía hacer «con fortalezas, ni con ejércitos, sino con asaltos, con canoas y, principalmente, con indios y muchos indios» (1997b [1654]: 403). En un texto escrito en 1655, para defender la ejecución de la ley de ese año, por la cual tanto se había empeñado, el padre Vieira iba más allá, argumentando que las aldeas de los indios libres (bajo la jurisdicción de los padres), como se proponía en la orden del rey, hacía a los indios «capaces de poder mejor ayudar en ocasiones de guerra». De hecho, seguía en el texto, con la organización de las aldeas dictada por la ley, puestas «con distancia unas de las otras, proporcionadamente, siendo el número de cada una moderado», se evitaban las rebeliones y se aseguraban las poblaciones de los portugueses, tanto contra los «enemigos del norte», como de otros indios (1951b [1655]: 23-24). Pocos años más tarde, cuando escribe un relato de la misión a la sierra de Ibiapaba (en el actual estado de Ceará), nuevamente el padre Vieira llama la atención para las benéficas consecuencias temporales de la acción de la Compañía de Jesús. La pacificación de las tribus de Ibiapaba, escribía el religioso, «no son de menos consideración al bien espiritual de estos indios, ni de menor utilidad al espiritual y temporal de todo el Estado». De hecho, el camino de Maranhão al Ceará y a Pernambuco estaba ahora seguro y libre, la navegación de la costa norte asegurada «y mejorada con su comercio», y los indios de la sierra eran ahora enemigos de los holandeses, con los cuales eran antes confederados (Vieira 1951d [165–]: 118). En una carta escrita al rey don Alfonso VI, dos años antes del motín de 1661, nuevamente el padre Vieira insistía en la importancia de la acción misionera para la defensa del territorio. El jesuita aludía a la pacificación de los indios de Ibiapaba y también a la paz conseguida con los indígenas de la isla de Joanes (o Marajó), «[...] y como ambas naciones tenían comunicación con los holandeses y vivían de sus comercios, ya se ven los daños que de esta unión se podían temer, que, según todos los prácticos del Estado, no era menos que la total ruina». Todo se había conseguido no con las armas, sino gracias a los misioneros, argumento suficiente para que entendiesen los ministros del rey que «los primeros y mayores instrumentos de la conservación de esta monarquía son los ministros de la predicación y propagación de la fe» (Vieira 1997d [1659]: 547). En 1661, tratando de evitar que los colonos de la capitanía de Pará se juntasen a los insurrectos de la capitanía de Maranhão para expulsar a los religiosos, nuevamente recordaba al cabildo el papel de los jesuitas en la pacificación de los indios de Ibiapaba y Joanes, aliados de los holandeses (Vieira 1951e [1661]: 140). Si uno de los principales problemas entre colonos y jesuitas era la forma de la administración de los indios, como vimos, esta era justamente una de las cuestiones en que el argumento de la «conservación» y «aumento» del Maranhão era más importante. De hecho, para los jesuitas la evangelización y preservación de los indios no era la única razón de su acción en el norte de la América portuguesa. En su defensa, los religiosos indicaban que sus propuestas sobre la organización del gobierno y del trabajo de los indios eran las más benéficas para todos los grupos que componían la sociedad colonial.
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Ya en 1654, el padre Vieira le escribía una carta al rey don Juan IV en la cual, proponiendo soluciones para las «injusticias», pero también llevando en cuenta el «servicio, conservación y aumento del Estado», indicaba los remedios necesarios para la triste situación en que estaba el Maranhão. En 19 capítulos mostraba las miserias de los indios y la forma de remediarlas. Para el padre Vieira el principal problema era el de la repartición de los indios entre los colonos, para lo cual sugería que dicha repartición fuese llevada a cabo por un «religioso prelado» (que tendría que ser jesuita) y un «secular elegido por el pueblo», ambos fiscalizándose mutuamente de manera que «[...] en uno esté seguro el celo, y en el otro, la conveniencia». Aclaraba el jesuita que ese no era el «estilo que se usa en el Brasil», donde la repartición era responsabilidad exclusiva de los religiosos. De esta manera, cesarían las injusticias, habría más indios en las aldeas pero también «[...] tendrían remedio los pobres, que hoy perecen», ya que tendrían acceso a la mano de obra indígena (Vieira 1997c [1654]: 421-422).22 Años más tarde, entre 1668 y 1669, en un parecer que discutía los medios para la «conservación, aumento y defensa» del Maranhão, el padre Vieira atacaba uno de los principales argumentos de los colonos para la conservación del Estado, las entradas al sertão a buscar indios para mano de obra. Según el padre Vieira, los colonos argumentaban la necesidad de los llamados «rescates» de indios, a través de los cuales se compraban esclavos de las tribus indígenas (prisioneros que se hacían en las guerras intertribales). Para el religioso, el argumento era engañoso, pues a pesar de la inmensa cantidad de rescates hechos, nunca se pudo aumentar el Estado, «que siempre fue en disminución y ruina». Según su opinión, las entradas debían ser prohibidas, no solo las oficiales, sino también las que se hacían «secretamente por canoas particulares, mandadas o consentidas por los que gobiernan las capitanías». La única solución posible era bajar indios libres e importar esclavos africanos. Los indios traídos junto a las comunidades portuguesas, a través de los llamados descimentos, debían ser bajados por religiosos y gobernados por sus jefes, «bajo la dirección de los religiosos» (Vieira 1951f [1668-1669]: 316-319).23 En 1680, el padre Pedrosa utilizaba argumentos semejantes a los del padre Vieira. A los miembros de la junta de repartición de los indios les explicaba que las leyes de 1680 eran, justamente, una forma de remediar las «calamidades y miserias» del Estado del Maranhão. Por eso el rey le encargaba a la Compañía de Jesús la tarea de entrar en los sertões y hacer «todas las diligencias para bajar el mayor número de indios que les fuere posible». Relacionándose con los indígenas por medio «del buen trato y justicia», explicaba el visitador de la misión, habría muchos dispuestos a bajar a las cercanías de los portugueses, para ayudarlos tanto en sus «siembras ordinarias», como también en «plantar las nuevas drogas y cosechar las que la naturaleza produce por los sertões». Por esa tan importante razón para el Estado, les suplicaba a los de la junta que no permitiesen que «se falte a la observancia de las dichas leyes», como solía suceder (Pedrosa 1680b: 6). Algunos meses más tarde, en una larga carta escrita al príncipe regente don Pedro II, contra el recién nombrado obispo del Maranhão, el padre Pedrosa relataba los éxitos de las 22 El argumento de que la misión era fundamental para garantizar el trabajo de los indios para los portugueses aparece en otro texto, probablemente escrito por jesuitas, cuando al discutir la ley de 1655, el autor escribe que en razón de ella «hubo mayor cantidad de indios cultivaron las tierras» (Sobre as missões, ff. 371-371v.) 23 Diez años más tarde, el padre Vieira reiteraba estos argumentos como la única forma de «resucitar» al Maranhão (1951g [1678]: 336).
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misiones entre los indios. Más allá de los progresos en la doctrina, los bautismos, los casamientos, motivo suficiente para «loar a Dios ver el ánimo y resolución con que largan sus malas costumbres inveteradas», el religioso también le contaba al príncipe los sucesos de los indios que bajaban de los sertões gracias a las leyes de 1680. Tal era el ánimo con que recibían las nuevas órdenes reales, que «[...] unos decían que desesperados de la vida, volvían a resucitar por beneficio de tales singulares favores». Era el caso de los Cauanas, cuyo jefe, a instancia del padre Pedrosa, «bajó a oír las leyes de Vuestra Alteza» y escogió un sitio sobre el río Tapajós, «en el cual me prometió hacer una populosa población, que importaba mucho para descubrir aquel famoso y apacible río». El descubrimiento del Tapajós, continuaba el padre Pedrosa, tenía una importancia singular, no solo por que en él había indicios de que vivían las «celebradas y encantadas amazonas», sino también porque decían los indios que «en sus cabeceras viven blancos, que según el rumbo que lleva no pueden ser otros que los españoles del Paraguay o río de la Plata». Finalmente, el misionero explicaba que, en todas las aldeas dejaba encargada la preparación de canoas y mantenimientos «para este y otros descubrimientos y entradas, de que nosotros prometemos grandes servicios de Dios y de Vuestra Alteza, y aumentos del Estado» (Pedrosa 1681: 13). Es interesante notar que la idea de que la acción jesuita era, en realidad, una alternativa para el desarrollo del Estado del Maranhão no era expresión exclusiva de los religiosos. Poco tiempo antes de la primera expulsión, Manuel David Soutomaior, un colono de la región, presentaba en la corte un interesante «papel». Escrito en 1658, el texto de Soutomaior discute varios pormenores de las leyes pasadas acerca de los límites de la esclavización de los indígenas, aspectos que en parte serían responsables por el motín de 1661. Lo que más nos interesa aquí es el hecho de que, para este colono del Maranhão, viejo aliado de los padres jesuitas, la conservación de la Compañía de Jesús en el Estado no se justificaba solamente por la continuación de la evangelización de los indígenas.24 Para Soutomaior, efectivamente, de la permanencia de los jesuitas dependía el «fruto de las almas y justicia de los indios», pero también la conservación de «los moradores, para el crecimiento de la conquista del príncipe», y finalmente, de los indios, «para remedio de todos». Es que, según este autor, indios y colonos en el Estado del Maranhão «forman un cuerpo político». Por lo tanto, los males de los indios «arruinan a los moradores», como también los males de los colonos son «sin duda, destrucción de los indios y además de las misiones» (1658: 300). El argumento de Soutomaior, como se puede ver, iba más allá del problema de las tiranías contra los indios y de los límites de la esclavización de los indígenas. La presencia de la Compañía de Jesús significaba la posibilidad de garantizar el desarrollo del Estado. Exactamente lo contrario pensaba parte de los colonos del Pará, cuando le escribían al padre Vieira, días antes del motín, diciéndole que el dominio temporal de los jesuitas sobre las aldeas de indios libres había dejado a la capitanía del Pará, «en el estado más miserable» (en Berredo 1989 [1749]: 482). Al revés, para Soutomaior, el padre Vieira justamente había 24
Manuel David (o da Vide) Soutomaior era hermano de un jesuita que estuvo en el Maranhão, el padre João de Soutomaior, lo que sin duda ayuda a explicar la naturaleza de los vínculos con la Compañía. Según los relatos de los propios jesuitas, Manuel David fue uno de los defensores de los padres durante el motín, cuando estuvo preso por los rebeldes. En la crónica del padre João Felipe Bettendorf aparece como hermano secular de la misión, del hábito del Orden de Cristo e hidalgo de «los libros del rey». Junto con el capitán Paulo Martins Garro, Manuel David se ocupaba de la fiesta del patriarca San Ignacio (Bettendorf 1990 [1698]: 79).
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sido el único en tratar que las leyes del rey sobre los indios se ejecutasen, «para el bien general de todos los moradores e indios» (1658: 299). Significativamente, en otros documentos este argumento vuelve a aparecer. En 1679, el padre Bartolomeu Galvão escribía al soberano, obligado del celo y servicio del rey, aumento de la hacienda real y «bien común del Estado del Maranhão», en razón de la experiencia que tenía, de haber vivido en la región durante 16 años. Para el padre Galvão, el Estado del Maranhão era capaz de hacer rico al reino, lo que no ocurría en función de varios inconvenientes, como el poco tiempo que se quedaban los gobernadores y la esclavización de los indígenas. Entre diversos remedios, el cura argumentaba que la región necesitaba padres de la Compañía de Jesús, que «son los de mayor utilidad en él», por la reducción y conversión de los indios, que vienen a vivir en las cercanías de las poblaciones portuguesas, ayudando a la defensa del territorio y trabajando en las plantaciones de los colonos (Galvão 1679: 389). Ya el padre Domingos Antunes Tomás, vicario-general del Estado, escribía también sobre el Estado del Maranhão, en el mismo año, señalando sus potencialidades y, principalmente, denunciando las crueldades de los portugueses en relación con los indios y el pésimo proceder de los misioneros, al participar de la práctica generalizada de esclavización de las naciones indígenas. Solo exceptuaba a los religiosos de la Compañía de Jesús, «que solo ellos trabajan en la conversión de los indios, y los doctrinan y enseñan». Entre los franciscanos de San Antonio, que no sabían la lengua, y los carmelitas y mercedarios, que apenas buscaban sus intereses, le parecía al vicario que sería muy provechoso a aquel Estado, si «solo tuviese padres de la Compañía». Justamente, para el padre Antunes, el proceder de los otros misioneros era la causa por la cual «se pierde y disminuye el Estado». Era fundamental, entonces, que se prohibiese la esclavización y que los indígenas fuesen reducidos junto a las poblaciones portuguesas, sin ningún blanco que los gobernase, apenas «un padre de la Compañía que sea su párroco». De esta manera, los colonos tendrían los indios necesarios para cultivar sus haciendas (Tomás 1679: 386v-387). Al analizar la actuación misionera de la Compañía de Jesús en el Estado del Maranhão uno no se puede restringir simplemente a los problemas que devienen de la evangelización y esclavización de los indígenas. Como parte integrante del mundo colonial que se construyó en la región amazónica, los jesuitas también participaron de las reflexiones sobre las formas de progreso de la economía y sociedad coloniales.25 No importa aquí discutir si esas alternativas fueron, de hecho, benéficas para el desarrollo de la región. Sobre lo que quiero llamar la atención, es que querer ver los jesuitas como un grupo ajeno a la sociedad colonial, como lo ha hecho buena parte de la historiografía, implica no reconocer la importancia que tuvieron para pensar, justamente, el propio proceso de ocupación de la región amazónica. Los puntos de vista jesuíticos, a su vez, influenciaron a muchos de los colonos y autoridades, no solo en el propio Maranhão, sino también en la corte de Lisboa. Las «miserias» de los pueblos del Estado del Maranhão también movilizaron a 25
En la década de 1950, un miembro de la Academia Paraense de Letras escribía un libro en el cual la historia del estado de Pará era analizada a partir de la «interpretación materialista dialéctica de la historia». Curiosamente, en esa obra, el conflicto entre colonos y jesuitas es visto como parte de la transición entre el modo de producción esclavista y el modo de producción feudal. En ese proceso, las «leyes del desarrollo histórico», justamente, le conferían a los religiosos de la Compañía de Jesús el «más serio papel» (Moura 1957: 1 y 9). Como se puede ver, se trata de una lectura bastante singular del papel de los religiosos para pensar el desarrollo económico de la América portuguesa.
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los padres de la Compañía de Jesús, tal cual los movieron las necesidades religiosas de los colonos portugueses y su misión religiosa junto a las varias naciones indígenas de la región amazónica.26 BIBLIOGRAFÍA
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1685
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Propostas a El Rey dos P.P. expulsos do Mar.ão q.do S.Mag.e p.a la oz mandou voltar ([1685]). Biblioteca Pública de Évora, códice CXV/2-11, ff. 138-151. Protesto e notificação aos P.P. p.a sahirem fora do Estado do Mar.ão authentico. São Luís, 18 de marzo de 1684. Biblioteca Pública de Évora, códice CXV/2-11, ff. 89-90. Regim.to para Gomes Freyre governador do Maranhaõ (168–). Instituto dos Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Colección São Vicente, vol. 23, ff. 154-157v. Requerim.to que fizeraõ os officiaes da Camara do Pará, p.a q. os p.es não fossç aos Tocantins a descer e praticar os Indios. ano d. 1653 (1653). Belém, 14 de diciembre. Biblioteca Pública de Évora, códice CXV/2-11, ff. 64-65v. Resposta dos P.P. as rezoens q. o povo do Mar.ão deu a El Rey p.a expulsar aos P.P. ([1685]). Biblioteca Pública de Évora, códice CXV/2-11, ff. 84-86v. Rol dos cazamentos feytos nesta Igreja de Sam Francisco Xavier [1670-1724]. Biblioteca Nacional de Lisboa, Colección Pombalina, n.º 4, ff. 18-22v.
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En ese sentido, como advierte Paulo de Assunção al analizar las prácticas temporales de los jesuitas del Brasil, «[...] la modernidad de la Compañía de Jesús no estaba solamente en su propuesta pedagógica de inserción junto a la sociedad, en la lucha por la fe, en la catequización indígena o en la pedagogía de los colegios jesuíticos. Esta modernidad iba más allá. Compartía un cambio del espíritu económico que fue construido en los siglos XV y XVI» (2001: 51).
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RAFAEL CHAMBOULEYRON
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equeños bultos o superficies pintadas, descubiertos por los personajes más desamparados de la sociedad colonial, dan inicio a multitudinarios cultos. Con pocas variaciones, esta es la retórica con la que se describe el origen de la devoción a la virgen en Hispanoamérica colonial. Este es el caso de la ejemplar Guadalupe mexicana, de la Virgen de Chiquinquirá en Nueva Granada y de la Virgen del Quinche en la audiencia de Quito. Los libros de devociones invitan al lector a imaginar que escolta a María en un recorrido desde la periferia del territorio colonial hasta la fundación de un centro de devociones en el que lo insignificante se vuelve providencial y lo marginal protagónico. La historiografía ha interpretado este tema como un signo de integración. María ha sido descrita como un signo que expresa la incorporación de los indios a la comunidad religiosa una vez superada la fase inicial de la conquista, o como un primer paso hacia la formación de una comunidad de tipo protonacional. En este sentido coinciden Gruzinsky (1995) y Brading (2002) con el influyente texto de Jacques Lafaye Quetzalcoatl y Guadalupe (1974). Gruzinsky intenta hacer de la pintura religiosa la alternativa a la difusión del texto impreso en Europa. En su concepto, la imagen difundida a través del primer mercado cultural masivo de Hispanoamérica constituyó una vía de integración pluralista de la plebe colonial. En contraste con la campaña franciscana, de inspiración erasmista, que persiguió la idolatría de los signos «limpiando paredes de imágenes», los jesuitas difundieron el culto a las imágenes y fomentaron, hasta cierto punto, su uso sincrético en una campaña por ampliar la esfera de influencia de la Iglesia (Gruzinsky 1995). Lafaye, aun cuando ignora el mercado, estudia la imagen como un campo poético híbrido; creencias nativas e hispánicas aportan a la formación de una nueva cultura criolla. En estas lecturas, la imagen religiosa aparece como un signo que facilitó el intercambio entre los miembros de la sociedad colonial, y creó un sustrato básico de homogeneidad e identidad desde el cual era posible pensar la formación de una comunidad protonacional. Sin embargo, en el siglo XVII, el siglo de la crisis del gobierno directo colonial, cuando una elite criolla ha asumido en gran parte el control interno de la población, el tema de la integración es solo uno de los elementos de una campaña doctrinaria más compleja en la cual se traducen las ansiedades y aspiraciones de esta nueva elite. En este trabajo quisiera llamar la atención sobre algunos aspectos de contenido de esta comunidad criolla, de manera particular sobre el modelo de relaciones interestamentales e interraciales, relaciones de intercambio, dependencia y subordinación, pensadas y promovidas desde la doctrina. La promesa de integración representada por la imagen de la virgen invariablemente se
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complementa con un discurso al que los historiadores han prestado menos atención: el de la reinvención de las diferencias coloniales mediante una imagen pesimista del progreso moral de indios y negros. Escritos «pesimistas» vinculados al culto mariano condicionan minuciosamente la participación de la plebe colonial al mercado cultural, a la comunidad moral representada por la elite criolla como su patria, y al mercado en general. Un profundo discurso pesimista sobre la evolución de indios y castas, tan jesuítico como el discurso sobre la importancia de la integración moral de la comunidad, ayudó a afinar el modelo de administración oligárquica del poder y la economía por parte de la elite criolla; fue el modo de representación del colonialismo interno criollo.1 El repertorio alegórico y la prédica asociada a María se extiende por distintos géneros de la escritura religiosa colonial. Piezas de experimentación estética o «literatura colonial» se complementan con «textos de colonización» (Said 1996; Cevallos 2001) para el diseño de formas de integración y subordinación entre criollos y plebe colonial.2 Las connotaciones de la imagen mariana que aquí sugerimos provienen de una red discursiva en gran parte pautada por la Compañía de Jesús que se extiende por tratados teológicos, libros de historia de la administración de sus misiones, libros de devociones y textos surgidos del clero secular, tales como cartas pastorales y manuales para la enseñanza de la doctrina entre los indios. En estos textos es frecuente una representación de María como una intercesora que ayuda a suplir los vacíos dejados por la justicia colonial mediante la producción de un nuevo derecho. Una vasta población flotante y las nuevas relaciones de dependencia surgidas en el proceso de expansión de la economía comercial aparecen como filones de ilegitimidad que la prédica religiosa puede ordenar. La imagen de María aparece asociada a la existencia de un código de justicia pautado en el campo de la teología moral, y sus santuarios se representan con hitos de una territorialidad en la cual esta justicia es ley colectiva. Los libros de devociones del Quinche y Chiquinquirá hablan de sus imágenes nombrándolas «abogada» y «fuero alterno». En el mismo sentido, la Virgen de la Merced en Quito es conocida como la «borradora», por su intervención en la desaparición de papeles de los juzgados; la Virgen del Quinche domina los desastres naturales como una forma de distribuir sentencias; mientras la Virgen de Chiquinquirá es descrita como la fuente de una constitucionalidad fundamentada en una «escritura perdida y encontrada». Un gran esfuerzo de disciplinamiento del intelecto y del orden emotivo prepara a los miembros de la devoción mariana para «poner en el lienzo los ojos del alma». A decir de Tobar y Buendía, autor del libro de devociones de la Virgen de Chiquinquirá en Nueva
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Colonialismo interno es un término forjado en los años 70 por Pablo Gonzales Casanova y Rodolfo Stavenhagen, quienes en la tradición crítica de Mariátegui desligan el concepto colonialismo de la noción de dominación de un Estado imperial sobre un territorio foráneo para identificar el rol de las elites locales en el fomento de dinámicas económicas parasitarias. Estas elites, lejos de fomentar la homogeneización, promueven clivajes regionales y raciales que constituyen elementos estructurales del colonialismo (Stavenhagen 1968; Gonzales Casanova 1969). Una lectura de lo ideológico que matiza la visión estructuralista puede verse en Rivera Cusicanqui 1993. Sobre mercado interno y colonialismo, véase Assadourian 1979. 2 Uso el concepto plebe colonial para referirme a un grupo social complejo y fragmentario compuesto por indios tributarios, forasteros, mestizos, esclavos, pero también castas, gente suelta en general que aumentó considerablemente desde el siglo XVII. Estos no fueron, en realidad, reconocidos como plebe, ni sus jurisdicciones como reinos, precisamente por la condicion colonial del teritorio. Plebe fue, sin embargo, un término medieval reivindicado por los sectores populares de los territorios coloniales para referirse a ellos mismos como patriotas y como sujetos dignos de derecho.
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Granada colonial, con los ojos morales se atestigua una dinámica de los objetos y los cuerpos invisible para los otros; una pálida imagen se proyecta por fuera de su lienzo hacia el territorio secular extendiendo la perspectiva de los cuadros. La virgen «sale» del cuadro y se desplaza por una acción portentosa sobre el espacio mundano. Según las narrativas que educan al devoto a leer las imágenes, los seres que habitan el espacio mundano están ligados entre sí por vínculos morales. Los milagros logran hacer patentes estos vínculos en momentos extraordinarios. Sin embargo, para quienes han seguido los procesos confesionales, sacramentos y disciplinas, esta visión es ya una forma rutinaria de entender los fenómenos sobre el espacio, y un modelo para la acción. Las evocaciones a esta fenomenología, unidas a las imágenes que hablan de una «justicia alterna», dan forma a una composición alegórica de lugares que llegan a constituir verdaderos territorios. Estos territorios morales están altamente codificados en escenarios como el de la misión jesuítica del Paraguay, pero también el espacio secular de la región se concibe como un espacio moral bajo la jurisdicción del santuario mariano. La común devoción religiosa constituye un signo de identidad colectiva, mientras las relaciones de dependencia patriarcal, clientelar y patronal son concebidas como redes de afectos interpersonales que articulan el territorio moral de la región criolla. El santuario ejerce un poder capaz de definir territorio en la medida en que bajo su influencia, se supone, rige un código de virtudes sociales pautado por la escritura religiosa. La retórica jesuítica define al santuario mariano como la cabeza de una república moral, distinta en naturaleza y proporciones de la comunidad política. Los libros de devociones se empeñan en hablar de una rivalidad de jurisdicciones existente entre el derecho colonial y el derecho promovido por el santuario. Así, por ejemplo, el santuario de Chiquinquirá se describe como un corazón desde el que se proyecta una territorialidad capaz de abolir los hitos del territorio administrativo y también como una geografía de «brillantes colores» por los frutos que se arroja al mercado. El libro de devociones de Chiquinquirá habla de esta fusión entre santuario y mercado en los siguientes términos: Está Chiquinquirá a veinte y dos leguas de distancia de Tunja y a treinta y cuatro de Santa Fe; y de la jurisdicción de Velez a treinta, y de la de Muzo a otras tantas y a doce poco mas o menos de la Villa e Nuestra Señora de Leyva, de manera que viene a estar Chiquinquirá como un corazón en medio: y donde se terminan las jurisdicciones destas ciudades y villas. Y por cercanía así destas como de otras y de muchos Pueblos de indios de la comarca es muy abundante de bastimentos Chiquinquirá y nunca falta lo necessario assi para la mucha gente que allí se ha poblado y de continuo assiste como para los muchos peregrinos y concursos grandes de gente devota que jamás falta. (Tobar y Buendía 1986 [1694]: 34)
De la misma forma, las narrativas sobre la Virgen del Quinche resaltan el hecho de que esta imagen es fuente de una territorialidad alterna a la política. Al ser en lo administrativo un simple pueblo de indios, el Quinche se ve transformado en una ciudad en el ámbito moral. Por el efecto articulador del santuario, el Quinche se convirtió en una plaza multitudinaria, escenario de redes de intercambio entre la sierra y la amazonía de la audiencia de Quito, así como de toda la esfera de influencia del obispado que se extendía por el sur de Nueva Granada hasta Cali (Vargas s. f.): «Tiene Quito en el distrito de su jurisdicción dos pueblos de indios que con ser solamente pueblos son también ciudades de su refugio, y con razón grande porque tiene en ellos dos imágenes milagrosas que tomando los apellidos de
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los pueblos llaman a la una nuestra señora de Guápulo y a la otra madre de Dios del Quinche» (Mercado 1957: 66). Michel de Certau ha descrito la alegoría del corazón con la cual se representa al santuario mariano también en Francia como un recurso a la evasión del mundo: «En el mapa de Francia la multiplicación de refugios, ermitas, asociaciones secretas, etc., constituyen el equivalente social de esos ‘corazones’ cerrados y a la defensiva contra el mundo» (1993: 267). Sin embargo, las narrativas de los santuarios de Chiquinquirá y el Quinche, lejos de presentarlos como centros de evasión, los describen como rectores del mundo secular. Las alegorías marianas que evocan la producción de una forma de jurisdicción alterna a la política no se plantean en la historiografía jesuita como una ficción, o como una visión puramente mística. Como lo han observado Carlos Espinosa (1994) y Bolívar Echeverría (1994), la religiosidad de la Contrarreforma, antes que una religiosidad asistemática y tradicional, constituye la fuente de una racionalidad ascética que guía una voluntad de ordenamiento del mundo secular, por lo cual puede identificarse en términos weberianos como moderna. Sin embargo, para Espinosa y Echeverría el efecto ordenador de la ascética católica solo tocaba la vida de especialistas religiosos, y no afectaba el ordenamiento de prácticas económicas y políticas como sí lo hace la ascética protestante. Una aproximación a puntos de engranaje entre la devoción mariana y la promoción de formas de administración social promovida por los jesuitas en congregaciones para laicos, y unidades de contratación de mano de obra, nos conducen a ver que, al contrario de lo que piensan Espinosa y Echeverría, la modernidad surgida de la ascética de la Contrarreforma sí está ampliamente difundida entre diversos estatus y castas, y efectivamente sí apunta a racionalizar las relaciones económicas y de autoridad social. Al contrario de lo que pensó Echeverría, la Contrarreforma y sus hombres ejemplares de la Compañía de Jesús no apuntaron realmente al retorno hacia una economía natural, ni fue realmente su propuesta reducir la producción al valor de uso. El discurso pesimista acerca del valor de cambio de los jesuitas no conllevó a que estos participaran en el lado «corpóreo», anclaje territorial, o valor de uso de la economía. Los jesuitas fueron cosmopolitas, movilizados por flujos administrativos y atentos a los flujos financieros; fueron figuras que se movían en el sistema mundial, así como en las zonas urbanas y rurales del mercado interno. De hecho, fue a otro sector de la población —a los subalternos— a quienes se buscó atar a lo local, y reproducir sin relación directa entre los productores y el mercado, «como en una economía natural». No se trata de un ethos moderno afincado en la «corporeidad» del valor de uso, de espaldas al hecho capitalista y a la consustancial generalización del valor de cambio, como lo sugirió Echeverría (1994). Fue el gesto mismo de renuncia a lo material y la proyección utópica de una sociedad pre y postmercantilista en el discurso jesuítico del barroco —su recurso a la tradición—, una forma de contribuir al afinamiento del modelo de administración del trabajo y las finanzas en el contexto colonial. La prédica jesuítica cobijó bajo el símbolo mariano, entre otras cosas, un proyecto con una especial dedicatoria a las clases subalternas coloniales, según el cual estos debían someterse al tutelaje privado y mantenerse alejados del valor de cambio, o mercancía. La elite criolla intentaba dotar de un sentido persuasivo en lugar de coercitivo a sus formas de dominación personal. Pero ni eran representantes oficiales del Estado colonial, ni eran protonacionalistas, y se acogían en el lado privado o «cotidiano» de las relaciones sociales como protectores que, en «sus fueros», encubrían a una plebe fugitiva de las instituciones asociadas al tributo colonial. Así como el derecho patriarcal y del sistema de
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castas «feudal» es apropiado por el Estado colonial en la India (Guha 1993), los criollos intentan reconstruir instituciones paternalistas en un contexto de expansión comercial y de discriminación colonial mediante el recurso a nociones religiosas de contrato y mutua dependencia de origen jesuítico. Como lo ha observado Perla Chinchilla, la religión ignaciana creó una particular forma de combinación de lo tradicional y lo moderno; esto es, un «puente entre el medioevo y la modernidad [que tuvo] un papel protagónico en la formación de la sociedad laica y la disciplinarización social en occidente». Esta articulación ha sido reconocida por Sempat Assadourian (1982) como la característica fundamental de la formación de la mercancía dinero en la administración del mercado interno colonial. Para este historiador, la recreación de formas de trabajo arcaicas en nichos regionales estaba articulada a formas de trabajo asalariado, polos de producción monetaria, en fin, a un «espacio económico interregional» en el cual su papel era de subvencionar una máxima producción de mercancías. Según nuestra propuesta, la disciplina social a la que hace referencia Chinchilla encuentra su formulación filosófica, así como su experimento ejemplar de administración social, en las instituciones de prédica y los experimentos de administración económica de la Compañía de Jesús. Existe una filosofía del derecho que se escribe en el género de la teología moral. El autor altamente influyente que elabora una teoría de la soberanía como fundamentada en un orden de la sociedad civil es el filósofo de la escuela de Salamanca Francisco Suárez, S. J. Pero tenemos también a intelectuales y funcionarios en el escenario criollo colonial que intervienen en la creación de sociabilidades que se rigen por una noción contractual de sociedad, y experimentan formas de contratos entre desiguales en congregaciones mixtas. Existe ciertamente, en la región, un discurso patriótico que evoca un pacto entre corporaciones de la sociedad civil de inspiración jesuítica en los fueros del derecho aragonés. Pero la patria criolla no tiene a la cabeza a un rey, sino a una Iglesia. La Iglesia, a su vez, se concibe como un ejemplo de sociedad conciliar que se ve representada por cada vínculo social, y cada unidad doméstica patriarcal, incluyendo clientelaje y cautiverio de «conciertos». Los adalides del territorio criollo no tienen pretensiones serias de formalizar un reino o Estado político, renuncian a la construcción del Estado hasta mucho más tarde, cuando así lo exige el sistema internacional, y cuando la plebe empieza a presionar por crear un Estado. Pero, tradicionalmente, los poderes privados se imaginan como parte de una jerárquica Iglesia encargada de la «protección social» de las masas, y mantienen a estas en la informalidad, prefiriendo a María antes que al Estado como fuente de un derecho. La propuesta jesuita, precisamente, coincide con esta imagen. Se trata, más que nada, de sustituir la fuerza del Estado colonial, por la persuasión de una autoridad social originada en una sociedad que se intenta ordenar como corporativa y orgánica, y que apela a la voluntad de virtud de sus miembros. Los jesuitas ofrecen una ideología sobre el mercado según la cual, ante la evidencia de la población arrojada al mercado, es inevitable reconstruir las instituciones de administración laboral de tipo patronal. Al modelo de nuestras corporaciones transnacionales contemporáneas, los patronos atribuidos de funciones protectoras sobre sus conciertos internalizaban el mercado en las unidades productivas y mantenían cautiva la mano de obra y los precios. Los jesuitas ofrecen una teoría del intercambio monetario y fundan una protosociología desde el fuero del derecho canónico, y hacen de la iglesia y de sus pupilos laicos criollos un Estado alterno, religioso y mercantil, no político.
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Los jesuitas se proponen legitimar por vía eclesiástica los tratos entre comerciantes, y entre patrones y conciertos. Se presentan como quienes pueden ofrecer a los criollos un modelo para regular la explotación colonial, una modelo de administración demográfica y financiera. Algunos de estos ideales son revelados por el relato de virtudes de procuradores y mayordomos de las empresas económicas jesuíticas imaginadas como espacios regulados moralmente, en los que el mercado y el Estado son invisibles. En estos espacios, los conciertos se atarean en la producción de mercancías, administradas por un procurador, como si se encontraran practicando ejercicios de salvación sin otro pago que esta recompensa moral. La visión de los subalternos como sujetos premodernos, protegidos como en una economía natural, o alternativamente como seres de desordenados deseos, ayudó a establecer una división social entre productores y circuitos mercantiles de acuerdo con el modelo económico descrito por Assadourian. En un texto reciente sobre la escritura colonial en la audiencia de Quito, Francisco Javier Cevallos (2001) incluía bajo la categoría «textos de colonización» los libros reconocidos como el canon de la conquista. Sin embargo, colocaba la literatura religiosa más tardía por fuera y, de manera particular, la poética del jesuita criollo Juan Bautista Aguirre, que definía como literatura colonial, enfatizando su experimentación formal y disociándola de las prácticas de colonización. Aquí se propone incluir ciertos textos jesuitas clave en el repertorio de los textos de colonización. De manera particular, los siguientes: discursos regionales inspirados en la doctrina de Francisco Suárez que hacen mención al surgimiento de una justicia alterna a la política bajo el amparo mariano; imágenes de administración social ofrecidas en las memorias jesuíticas sobre congregaciones y empresas en la misión de la antigua provincia de Nueva Granada y Quito; y políticas de integración y subordinación adelantadas por el obispado de Quito bajo influencia jesuítica. Los géneros de representación y las divisiones institucionales que se confrontan en esta investigación son distintos a los del imperialismo decimonónico que abordó Edward Said en Orientalismo.3 Los puentes que debemos tejer no son tanto los que existen entre el imperialismo y la estética modernista, cuanto los que unen el colonialismo interno ejercido en los dominios privados de la hacienda y el obraje criollos, y la literatura religiosa. En los tratados de teología moral, los libros de devociones de los santuarios marianos, las cartas pastorales del obispado, y las instrucciones dirigidas a los párrocos de indios se va conformando de lo más abstracto a lo más práctico un repertorio de representaciones del «mercader virtuoso» y de la plebe indígena, negra y mestiza que establece las coordenadas para el diseño de un modelo de dominación interno colonial. Estas representaciones van diseñando el espacio para el ejercicio de una dominación colonial que si bien es indisociable de la existencia de un Estado colonial, es fundamentalmente una forma de representación y de subordinación encabezada por un poder interno criollo. En la producción de esta escritura de la colonización están involucrados la escuela de filosofía del contrato de la Compañía de Jesús que, habiendo surgido en Salamanca, tuvo un importante desarrollo en Hispanoamérica colonial; el obispado de Quito, y una elite
3
En el contexto del imperialismo inglés, Said observó cómo la representación estética, la escritura administrativa, académica y religiosa, aunque fueran campos disciplinarios especializados, algunos de ellos definidos como campos del espíritu explícitamente distanciados del mundo materialista, actuaron juntos para la conformación de la identidad del colonizador como el sujeto de la historia, y la fabricación del colonizado como el anverso del sujeto moderno (Said 1990).
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criolla en formación. Las memorias institucionales de la Compañía de Jesús describen cómo la misión jesuítica va construyendo instituciones inspiradas en un ideal de la república cristiana. Entre estas tenemos por ejemplo la obra de Anello Oliva, S. J., Historia del Perú y varones insignes en santidad de la Compañía de Jesús escrita antes de 16424 y la obra de Pedro de Mercado, S. J. (1620-1701), Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús. Al mismo tiempo, los jesuitas difundieron su posición filosófica en colegios y en cofradías de culto así como en experiencias prácticas de administración social en sus empresas económicas. A la vez, los jesuitas influenciaron fuertemente en la conformación del obispado y del clero secular. Sus propuestas filosóficas modificadas eficientemente para el contexto regional se pueden identificar en la acción de ciertos obispos como Alonso de la Peña Montenegro (1596-1687), y Juan Nieto Polo de Águila (1668-1759) quienes fueron conocidos por sus campañas de institucionalización de cultos Marianos, por ser activos ideólogos de la integración y subordinación de la «gente suelta» en la esfera criolla, a la vez que por la publicación de detallados manuales para la instrucción de la plebe colonial. El recorrido que se presenta aquí por algunas piezas de la literatura religiosa colonial relaciona la imagen mariana con las nociones de justicia que nutrieron el gobierno interno criollo. Este fue un gobierno privado de cuyos códigos aún poco se conoce. La propuesta es que las alegorías de la Virgen como abogada y fuero alterno anuncian la formación de un código de derecho operante entre los canales del mercantilismo y el señorío criollo. Una lectura de las alegorías de María articulada a otros géneros discursivos que hablan de los espacios de experimentación de los imaginarios religiosos en la sociedad colonial permiten observar que con esta imagen no se trata solamente de representar una sociedad integradora. Existe un recorrido retórico que describe como «pecados públicos» a las formas de movilidad y transacciones sociales surgidas por la expansión del mercado en el contexto colonial. La imagen de María está integrada a una campaña que apunta a redefinir las condiciones, obligaciones y derechos que deberían regir en las relaciones de autoridad social e intercambio mercantil entre los distintos miembros de esta convulsionada sociedad civil. Mediante alegorías que hablan del surgimiento de una territorialidad y una justicia milagrosa, se representa una tensión simbólica entre el derecho colonial, cuyos limites están anunciados por la crisis de sus instituciones de control despótico en el siglo XVII (Glave 1989; Powers 1994; Phelan 1995) y un derecho de origen religioso. Fue este derecho el medio por el cual las elites criollas, sin confrontar al Estado, pudieron constituirse en cabezas de un gobierno interno colonial, y establecer informalmente su territorio. HOMINUM CONSORTIA: CONSENSO, VÍNCULO SOCIAL Y SUPERIORIDAD DEL ORGANISMO CORPORATIVO SOBRE EL ESTADO EN LA FILOSOFÍA JESUÍTICA
La Reforma y la Contrarreforma constituyeron dos escuelas distintas de administración social en un momento de formación inicial de los estados modernos, aún bajo la forma monárquica. El absolutismo encontró su sustento teórico en la doctrina protestante. La in4
Anello Oliva del noviciado de Italia al Perú en 1597, fue miembro de la Orden de Claver con otros once jesuitas. En Lima terminó sus estudios, y luego en trabajo misional residió en el Titicaca, Oruro, Potosí, Chuquisaca y Arequipa. De 1630 a 1636 fue director del Colegio de Lima durante seis años. Murió en la ciudad de los Reyes en 1642. Véase introducción a la edición de Oliva (1895) por Juan Francisco Pazos Varela y Luis Varela y Obregoso.
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dignidad del hombre se contrastó con el carácter divino de la autoridad del monarca «lugarteniente de dios» al que, siguiendo a San Pablo, se le debía una obediencia absoluta como único depositario del poder político (Skinner 1986). En el caso católico español, la Iglesia desarrolló una filosofía política autónoma y contrastante frente a la francesa e inglesa, ocupando los filósofos contractualistas de la escuela jesuita de Salamanca un lugar central en la definición de un príncipe cristiano. El fortalecimiento de la autoridad de la Iglesia en estas regiones no tiene que ver solamente con la conocida tesis de la potestad de la Iglesia sobre la exégesis de la Biblia y la obediencia al Papa, sino sobre todo con la formulación de una filosofía política y una estrategia de gobierno asentada sobre la interpelación moral. En esta doctrina, la Iglesia aparecía como un modelo de comunidad construida sobre el concilio de voluntades entre sus miembros, este concilio era una instancia superior a la comunidad domestica, superior a la sociedad civil pautada por la ley, y superior al Estado mismo. El concilio de voluntades organizado corporativamente tenía la facultad de delegar o retirar a conveniencia su soberanía al Estado, fuera su forma la monarquía, la democracia o la aristocracia (Saavedra Fajardo 1584-1648).5 Los jesuitas, a la vez que negaban el origen divino de la autoridad del emperador, cuestionaron la tesis según la cual existía un origen natural en la autoridad, sea esta patriarcal o por linaje. Entre sus principales intelectuales, Francisco Suárez, S. J.,6 negó que la naturaleza o la costumbre fuera el origen de la autoridad coincidiendo con Maquiavelo en que la política era fruto de un arbitrio racional. El legado divino para los católicos era la igualdad natural de los hombres y su libertad para discernir el camino para la realización del bien común, ya que la vida social era indispensable para el ejercicio de las virtudes. En su concepto si los hombres eran naturalmente libres, las relaciones de dominación no eran naturales, estas debían considerarse como resultado de condiciones mundanas y regularse por explícitos acuerdos racionales para controlar el poder despótico o tiranía. Suárez diferenció el orden de la familia del orden de la comunidad política, o «comunidad perfecta» sentando su desacuerdo con el jurista español Luis de Molina, quien defendía que el reino se derivaba de la institución patriarcal del mayorazgo. Si nos atenemos solamente a la creación y a la generación natural, de ahí solo cabría deducir que Adán tuvo un poder domestico o familiar, pero no político [...]. El poder político no empezó a existir hasta que empezaron a asociarse en una sola comunidad perfecta o autónoma varias familias. Por tanto, de igual modo que esa comunidad no nació con la creación de Adán ni por su sola voluntad, sino por voluntad de todos los que en ella se integraron, tampoco podemos afirmar con fundamento que Adán poseyera, por la naturaleza de las cosas, la primacía política en aquella comunidad. (Suárez, De Legibus 51)
5 Asesor de Felipe IV, fue ministro en la corte de Baviera, delegado en Viena, delegado en Italia; plenipotenciario de España al consejo de Munster para la negociación de la paz de Westfalia, combatió al cardenal Masarini e intentó establecer tregua con las ciudades hanseaticas y los Países Bajos para juntar las dos líneas de la casa de Austria. Fue miembro del Consejo de Indias. Citamos su obra Idea de un príncipe político cristiano. 6 Francisco Suárez teólogo y filósofo jesuita (1548-1617) fundador de la escuela del contractualismo entre los filosófos jesuitas de la Universidad de Salamanca, expuso su doctrina en una serie de Disputaciones Metaphysicae y en los tratados De legibus, Gentium y Defensio Fidei.
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Para ejemplarizar este carácter secular de los pactos políticos y negar un sentido ontológico a la autoridad, la literatura política del siglo XVII español partía de la imagen de una caída de un supuesto orden natural precedente en manos de la ambición y la tiranía. Esta caída de la naturaleza hacía necesaria la construcción de una comunidad política artificial. Suárez prefería sistematizar el pensamiento hispánico medieval antes que el imaginario patriarcal y subrayaba sus coincidencias con la tesis de la soberanía popular formulada por la Compañía de Jesús en la Iglesia moderna. Suárez sostenía que «[...] el poder legislativo, en virtud solamente de la naturaleza de las cosas no radica en ningún hombre concreto sino en toda la colectividad de hombres. Por tanto ninguno de ellos tiene jurisdicción política —como tampoco dominio— sobre el otro» (Suárez, De Legibus, libro 1, cap. 2). Esta visión de la autoridad se convirtió en un modo de pensar en la literatura política española. Así Don Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), un jurista que se había formado bajo la escuela jesuita del contractualismo resumía la tesis de la soberanía jesuítica. En la primera edad ni fué menester la pena, porque la ley no conocía la culpa ni el premio, porque se amaba por sí mismo lo honesto y glorioso; pero creció con la edad del mundo la malicia, é hizo recatada á la virtud, que antes, sencilla é inadvertida, vivía por los campos. Desestimóse la igualdad, perdiose la modestia y la vergüenza, é introducida la ambición y la fuerza se introdujeron también las dominaciones; porque obligada de la necesidad la prudencia, y despierta con la luz natural, redujo los hombres a la compañía civil, donde ejercitasen las virtudes a que les inclina la razón y donde se valiesen de la voz articulada que les dió la naturaleza, para que unos a otros explicando sus conceptos y manifestando sus sentimientos y necesidades se enseñasen, aconsejasen y defendiesen. Formada pues esta compañía, nació del común consentimiento en tal modo de comunidad una potestad en toda ella ilustrada de la luz de la naturaleza para conservación de sus partes, que las mantuviese en justicia y paz, castigando los vicios u premiando las virtudes; y porque esta potestad no pudo estar difusa en todo el cuerpo del pueblo, por la confusión en resolver y ejecutar, y porque era forzoso que hubiese quien mandase y quien obedeciese, se despojaron della y la pusieron en uno, o en pocos, o en muchos que son las tres formas de república: monarquía, aristocracia y democracia. (Saavedra y Fajardo 1947: 56).
Aun cuando los asesores del rey español ponían a servicio del Estado la «utilidad de la religión», la tesis contractualista en última instancia sostenía la idea de la superioridad de la Iglesia sobre el Estado. El Estado aparecía como un delegatario, pero era la Iglesia el espacio «natural» de articulación de la sociedad. Incluso el derecho civil carecía de desarrollo; en esto insistían los jesuitas contra la propuesta de Maquiavelo. Los protestantes habían resuelto los primeros conflictos de jurisdiccionalidad pública entre la Iglesia y el Estado apostando por la formación de iglesias nacionales. El imperio católico español había suscrito el patronato como una forma de conciliar con el papado sin renunciar a la vigilancia del Estado sobre la Iglesia, sin embargo las tensiones se mantenían en pie en torno a si era la comunidad moral representada por la Iglesia, o la nación representada por el Estado el fundamento de la república. La balanza en el siglo XVII se inclino del lado de la Iglesia. Al suscribir importantes juristas de la casa española la tesis jesuítica del contrato, y ante la presión de las oligarquías regionales, el proyecto de uniformización de la ley se doblegó parcialmente ante un imaginario político inspirado en los fueros históricos del reino de Aragón. El contractualismo de hecho se había inspirado en la defensa que Aragón hizo de
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su relación contractual con el imperio, relación que a su vez representaba una cultura política de contrato entre la aristocracia, la burguesía y los campesinos. Los jesuitas defensores de la doctrina de la libertad natural habían desarrollado sobre la base de este ejemplo una teoría universalista de contrato, que era la de la soberanía popular. Si bien las leyes de Indias se inspiran poco en el derecho aragonés y más bien trasladaron importantes elementos del derecho castellano a las colonias (Ots Capdequi 1993), el contractualismo como teoría fue introducido y desarrollado en las Indias por influencia de la escuela jesuítica en la Iglesia, la sociedad criolla, el cabildo, y en los colegios donde se impartía su filosofía. En el gobierno Habsburgo tardío, especialmente en los territorios de las oligarquías indianas, el Estado no constituía un rival en tanto fuente de un imaginario de comunidad: este papel había sido asumido por la Iglesia. Los jesuitas constituyeron los intelectuales de esta teoría, mientras el clero secular ataba cada vez más su acción e identidad a la región y menos al Estado. Es así que la Iglesia aparecía como la jurisdicción de las virtudes sociales y en gran medida defendía la existencia de fueros para las ciudades representadas por sus oligarquías regionales. Más tarde, la confrontación entre la dinastía borbónica y la Compañía de Jesús expresaba la voluntad de los déspotas ilustrados por disolver la cultura política de los fueros generalizada entre los criollos —quienes ejercían poder personal en sus territorios— y fortalecer el papel del Estado. He ahí la razón por la cual les elites criollas aún en el siglo XIX recordaban amargamente su expulsión. Uno de los aspectos más influyentes de la teoría contractualista en Indias, mucho más que el tema del tiranicidio que hablaba del retorno del poder a la comunidad en caso de existencia de un rey tiránico, fue el de la definición de justicia como sinónimo de valor que se deriva de la noción de vínculo social. Francisco Suárez definía como el objeto de la justicia cierta especial obligación o relación que nace del propio vínculo, pero aclaraba: «No es de suyo parentesco sino la acción moral o facultad que de él se deriva».7 Para Suárez la sociedad definida como un cuerpo político místico estaba gobernada por un derecho que no era el mismo que la ley del Estado, se trataba de un cuerpo jurídico de matriz moral que regía sobre la sociedad civil «unos lazos jurídicos-sociales fundados en una especie de parentesco social [deuda de unos con otros] por la consciente y libre cooperación del los miembros al mismo fin» (Gómez Robledo 1998: 98). En este sentido promovieron los jesuitas una serie de formas asociativas definiéndolas como instituciones orientadas a suplir la falta de leyes civiles y como mecanismo para movilizar a la gente. En términos contractualistas, la voluntad de virtud —definición de moral— era afín a la voluntad de cumplir vocacionalmente las responsabilidades asignadas a una posición en un vínculo social. Esta responsabilidad vocacional era para los jesuitas el poderoso motor que podía hacer cumplir las reglas que la fuerza no podía. La Iglesia como forma de articulación de lo social suponía la existencia de sujetos que en su «fuero íntimo» eran capaces de ser interpelados moralmente y plegar a un contrato. Era el fuero íntimo el que movilizaba a la acción de forma contrastante a la ineficiente estrategia de la fuerza usada por el Estado. Sociedades mayores y congregaciones promovidas por la Compañía eran así ensayos de sociedad contractual donde se aprendía modelos de virtud que debían informar a los nuevos vínculos sociales surgidos luego de la movilidad impulsada por el mercado. Las congregaciones se ofrecían como instituciones ejemplares que debían ser emuladas en espacios laicos donde se vivía la experiencia de la convivencia entre distintos estratos sociales. 7
Francisco Suárez. De Legibus. Libro 1. cap. II. Acápites 1537-1538.
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No es solo que la soberanía en última instancia radicaba en toda la comunidad, y podía volver a ella en caso de tiranía en el gobierno político, para los contractualistas el desarrollo del derecho era el desarrollo de códigos que representaran y regularan permanentemente todas las formas de transacción en la sociedad civil. En otras palabras, las implicaciones de este concepto no son solo que el poder político es eficiente cuando se sustenta en la reproducción de virtudes sociales, sino que bajo este concepto de justicia se prefigura a la sociedad como objeto de regulaciones. El reducto último del orden radicaba permanentemente en la sociedad. En los Andes, este pensamiento influyó de manera notable en la construcción de un modelo de control social de tipo contractualista. El Estado, que sin lugar a dudas seguía siendo beneficiado por una renta, había renunciado a su expansión institucional. En el campo de fuerzas regionales no se trataba de hacer un pacto entre el reino y el imperio, la condición colonial lo impedía. El escenario de expansión del contractualismo en los Andes fue el de un pacto informal entre un Estado rentista, y una elite regional a quien se delegaba informalmente y de facto el control de los hombres. La tesis de la superioridad de la Iglesia sobre el Estado alcanzó una significación radical por tratarse de un contexto en el que se iban fortaleciendo formas privadas de control social. Así, el contractualismo permitía visualizar la región criolla como el un territorio providencial de un imperio moral, donde se procesaban los males del siglo, aún cuando todas las leyes del Estado fueran quebrantadas, pues los lazos privados aparecían como los elementos fundamentales de un organigrama de poder y justicia paralelo y no correspondiente al Estado. La máxima esfera de influencia de la doctrina jesuítica ocurrió durante una fase de franca privatización de las funciones de gobierno interno que se puede identificar con la consolidación del sector criollo. Si bien los criollos eran favorecidos por prebendas del Estado, y nunca cuestionaron su autoridad, se gestaba internamente una esfera de influencia más poderosa, se trataba del control demográfico y el gobierno de los hombres. Una población india fugitiva de las instituciones de control del Estado era la presa ideal para los poderes privados. Así, el campo de expansión del contractualismo en los Andes ocurría al nivel de lo que Elliot concibió como un pacto entre «la nobleza, la burguesía y el campesinado»; en el contexto regional este pacto habría de representarse como un vínculo entre el Estado, una elite regional —aristocrática y empresarial— y una multiplicidad de sectores subalternos, conciertos agrarios o de manufacturas, esclavos o forasteros, cuya condición colonial suponía un ingrediente de dominación nuevo al esquema corporativo. En los subalternos coloniales el estigma de la diferencia se sumaba a la inexistencia de un fuero plebeyo; así, el contrato imaginado por los jesuitas aparecía como una concesión de la oligarquía. De la misma forma que las colonias carecían del estatuto de reinos, la plebe carecía de fuero para negociar internamente su correlación de fuerzas con las elites, la doctrina jesuítica les reestablecía informalmente uno como concesión de sus elites interpeladas moralmente. Desde la región criolla, el rey siguió por mucho tiempo siendo la figura que representaba la soberanía popular, pero su burocracia aparecía como un aparato secundario en múltiples discursos religiosos y seculares que subrayaban la existencia de un gobierno interno paralelo con sus propias instituciones formales e informales. En la región criolla el contractualismo contribuyó a consolidar y codificar como virtuosas ciertas formas de gobierno privadas vistas como instituciones de la república cristiana o cuerpo político místico. De acuerdo a la tesis según la cual la autoridad política aparecía como la delegada de
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un poder moral que podía retornar a sus sujetos, en cada vínculo de autoridad social el señor fue investido de un poder supuestamente pactado ante la Iglesia con su subordinado. En este sentido los jesuitas pusieron al alcance de la mano de los criollos un modo de legitimación y codificación de su poder regional. Esto pareció estar claro para el gobierno borbónico que con la expulsión de los jesuitas buscaba, además de detener la difusión del «incomodo probabilismo» y «la doctrina del regicidio y el tiranicidio contra las legitimas potestades»,8 detener el avance y poder de las congregaciones de laicos e intervenir en los escenarios de poder de la oligarquía criolla donde se «cobijaban» los forasteros, pues estos eran también considerados espacios peligrosos para la jurisdicción del Estado. REGIÓN CRIOLLA: MERCADO Y CAUTIVERIO
El periodo comprendido entre la segunda mitad del siglo XVII y el ciclo de las grandes rebeliones populares del siglo XVIII ha sido descrito como un periodo de crisis en la región andina. El periodo muestra azotes de peste de viruelas, sarampión, entre otras enfermedades colectivas que demostraban crecimiento de los centros urbanos. Los indios tributarios han abandonado progresivamente su adscripción territorial a las reducciones para ir a buscar dinero a la ciudad y a las empresas agrarias y manufactureras privadas emplazadas en la zona rural. Algunos forasteros mantuvieron vínculos de reciprocidad con sus parientes tributarios, sin embargo dejaron rezagado su tributo apareciendo como muertos en las cuentas del estado (Powers 1994). Los procesos que definen la denominada crisis no son la baja de producción o de circulación de mercancías, ni una caída demográfica que se pueda explicar por mortalidad. La transformación ocurrida desde mediados del siglo XVII podría caracterizarse, según Glave (1988), como la expansión de la esfera de influencia de la mercancía por fuera de canales institucionales. En el caso de la audiencia de Quito, se observa en este periodo el desplazamiento de su infraestructura obrajera de un polo de atracción en el sur por influencia de la esfera de Potosí a un nuevo polo de atracción en el norte en torno a las redes económicas que unían a Quito, Otavalo, Popayán, Cali y las minas de Barbacoas en Nueva Granada (Colmenares 1969). Este traslado de eje muestra que la región pudo encontrar solución a la crisis minera sur andina, y sin embargo grandes cambios habían ocurrido en la organización económica. La crisis del proyecto de gobierno directo de la Corona sobre el territorio colonial era evidente, un avasallador proceso de privatización del control poblacional llevaba a la quiebra el proyecto toledano e instituciones claves de su administración como fueron la reducción, la mita, y el control de minas y obrajes. 9
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Según se referían a la filosofía contractualista que se enseñaba en las cátedras de teología moral del filosofado de San Gregorio de la Universidad de San Luis en Quito. ANH/Q fondo especial caja 24, 1768, f. 2899. 9 El comportamiento demográfico de la sierra norte de la audiencia de Quito estudiado por Karen Powers parece de un alto nivel de ausentismo. El pueblo de más bajo ausentismo en el corregimiento de Otavalo, donde la Corona había tenido un obraje, era tan alto como del 52% de la población entre 18 y 50 años en 1645. El vecino pueblo de Cotacachi tenía un 70% de ausentismo, pues el 12% de este grupo poblacional se había desplazado a centros urbanos, el 52% a haciendas y obrajes y el restante a esferas económicas informales de los sectores populares. Así mismo en el corregimiento de Riobamba, en la sierra central, en el año de 1695, la taza de ausentismo de tributarios era entre el 42% y el 59% en cada pueblo. La articulación economía comercial determinó unas dinámicas poblacionales marcadas por el forasterismo, la ilegitimidad, el mestizaje y los intentos de asimilación cultural que aparecían como opciones de movilidad social de los
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La táctica económica del Estado para garantizar la renta es conocida y de profundo impacto: el remate y venta de cargos a criollos acaudalados que pasaban a fungir al mismo tiempo de administradores del cobro del tributo, de hacendados y de obrajeros en cuyas empresas se agolpaban los tributarios y gente suelta. Según lo muestra el estudio de Rocío Rueda (1988) acerca de los obrajes circunquiteños, por causa del crecimiento de los rezagos y la competencia de obrajes privados, la Corona se vio obligada a arrendar los suyos fundados en 1557. Así se desplazaron en 1633 a caciques y corregidores que estuvieran a cargo rentándolos a particulares, para venderlos definitivamente más tarde. La producción obrajera que había ganado a la gente de Quito la fama de «los chinos de América» por «por el ingenio, actividad, industria y aplicación de las artes de sus habitantes»10 era una realidad muy compleja donde se traducía la tensión central de la época. No solo la Corona había rivalizado la mano de obra con empresarios privados, era notable también la tensión entre las aspiraciones monopólicas de los dueños de los grandes obrajes que habían captado el trabajo de entre doscientos y mil conciertos, y los pequeños obrajes urbanos que constituían formas populares de participación en el mercado (Minchom 1994). El trabajo de Rocío Rueda ha constatado las protestas del cabildo eclesiástico, seculares, comunidades, y particulares que reivindicaban su derecho «comprar lanas y demás materiales a bajos precios y vender los tejidos a su placer» y pedían la demolición de pequeños obrajuelos de producción informal urbana (Rueda 1988). La tensión no se limitaba a una competencia por recursos entre el proyecto de control directo de la Corona y unos empresarios criollos en pos de ampliar redes en el ámbito regional; la tensión fundamental que quedaba en pie después del descalabro de las instituciones de control del Estado era la que se daba entre el proyecto oligopólico de la elite criolla y los sectores subalternos a quienes se les ponía una serie de trabas para la participación en las transacciones. Es patente la ansiedad que provocaba entre las elites criollas la mercantilización del trabajo, pese a ser la fuente original y condición de su auge como empresarios. Así lo expresaba el acaudalado criollo Miguel Jijón en sus memorias escritas alrededor de 1765 acerca de cómo «cumplio los años de su vida y las cosas que tenia pensadas para su patria el reyno de Quito». En un acápite en el que explicaba su labor como administrador de las haciendas y obrajes de su familia, hacía mención al empeño que existía en retener la mano de obra. Entre los medios de que se valió para sacar réditos de sus empresas cuenta principalmente con inventos «para empeñar a mis Indios a que me diesen su trabajo con más voluntad»: «Entre los fondos hereditarios que nos dejo nuestro padre ninguna había más critico que el de una fábrica de Paños que allá llamamos obraje porque en ella mantenemos mas de 200 Indios grandes y pequeños, los quales si no tiene trabajo toman otros amos o empeños, de que es difícil substraerlos».11 Entre sus recursos, Jijón propuso reducir los azotes por faltar al trabajo de treinta, que se daba de costumbre, a tres azotes para que los indios no se ausenten por terror; el segundo, eliminar las vacaciones de quince días que se les otorgaba para ir en búsqueda de algodón a los valles calientes para hacer su ropa interior, y en su lugar ofrecerles el material expandiendo la esfera de la hacienda a las tierras bajas. Propuso además crear montes de
sectores subalternos. Esta movilidad complejizó las categorías socio-raciales del discurso jurídico de la conquista que se reducía al orden de las repúblicas de indios y españoles (Minchom 1994; Powers 1994). 10 Del Conde De Casa Jijón sobre Industria de Quito BCE 2/3 Cadiz 14-XII-1784. Copias 84b-87a. 11 Manuscrito en la colección privada de Iván Cruz, fondo Escritos Económicos de Jacinto Jijón y Caamaño.
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piedad al interior de las industrias, y repartir con regularidad socorros en especie para que los indios no hicieran administración personal del dinero sino que tuvieran «siempre cubiertas sus necesidades» a la vez que mantuvieran «deuda con sus señores». La transformación de la gente suelta a gente cautiva de los fueros criollos fue observada por distintos testigos como el fenómeno crucial de la época. En esta observación coincidieron el obispo de afiliación jesuítica Nieto Polo de Águila, S. J., con el filósofo ilustrado quiteño Eugenio Espejo. Bajo distintas retóricas el primero calificó de pecado público el evidente ejercicio de la dominación patriarcal de las elites criollas sobre sus subordinados asimilándolas a símbolos referidos al uso de favores sexuales de mujeres de distintos colores. El ilustrado, por su parte, comentó que la desmonetarización de la audiencia, antes que un efecto de la quiebra de empresas, mostraba la acumulación monopólica de la aristocracia criolla que no toleraba la circulación en manos plebeyas. Jorge Juan y Antonio de Ulloa, ilustrados que a su vez defendían el monopolio de la justicia por parte del Estado colonial, describieron este fenómeno como una «maquina de abusos»: «[...] la casa de cada caballero particular era un sagrado a donde ni la jurisdicción de la justicia ni el respeto del Virrey podía alcanzar. toda esta gente ociosa encuentra asilo en ellos porque se precian de ser mediadores de las vilezas que cometen quando se acogen a su amparo. El atrevimiento de querer violar su sagrado haría que esclavos y domésticos le ayudasen a castigar la osadía» (1982: 396). Este sistema se consagró en el Ecuador del siglo XIX bajo el nombre genérico de concertaje para ser abolido solo parcialmente en 1917. Pero fue desde la consolidación misma de la región criolla que el concertaje fue pautado como un modelo según el cual los empresarios podían transformar sus emplazamientos económicos en para-Estados capaces de concentrar funciones productivas, distributivas, educativas entre otras, y encontrar en el discurso moral su legitimación como espacios de moralización y civilización de los «indios» (Guerrero 1991). El momento de consolidación de la región criolla fue crucial en la transformación del estatuto del trabajo, y fue precisamente el momento en el que la Compañía de Jesús expandió su esfera de influencia como fuente de una reforma doctrinaria. Los conceptos jesuíticos de la libertad natural, y el principio contractual de su teoría de la soberanía fue ampliamente difundido entre los intelectuales del clero secular, así como predicado en los espacios de influencia específicos de la Compañía. En términos de la libertad natural se concibió la libertad de los indios fugitivos para concertarse con empresarios criollos, y pasar a formar parte de la feligresía del clero secular. Simultáneamente, sin embargo, un discurso pesimista acerca de la naturaleza humana alcanzó alta expresividad al aplicarse a la concepción del Estado de conciencia de los subalternos a quienes se los describió como sujetos incapaces de representar y acordar un contrato privado. Las empresas criollas evidentemente insertas en el régimen mercantil, y necesitadas de contratar mano de obra, usaron las condiciones de ilegitimidad de la gente suelta, y el discurso jesuítico que hacia del vínculo social una institución de la república cristiana, para constituir sus relaciones privadas en jurisdicciones. Desde el campo de la teología moral se formularon nociones de soberanía según las cuales existía una comunidad moral ligada por un contrato entre sus miembros. A la vez, la teología moral arrojó a la circulación unos libros con recomendaciones para la prédica entre los laicos que constituyeron verdaderos manuales de contractualismo práctico; estos cumplían la función de un derecho civil forjado en el seno del fuero eclesiástico. Estos ma-
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nuales se referían al pago a los criados, así como a los a criterios a tenerse en cuenta para la decisión privada acerca del justo precio de las cosas, así como a las condiciones morales de los subalternos, mediante argumentos que ponían en entredicho sus facultades mentales para asumir todas las consecuencias del contrato social. Así Iván Machado de Chávez,12 en su obra Perfetto Confesor y Cura de Almas (1641), reconocía que el concertaje de mano de obra suponía un contrato de pago salarial, sin embargo definió este contrato como fuente de una relación de «potestad dominativa» que asemejaba la relación entre empresario y trabajador a una relación entre padres e hijos.13 Machado condenaba a estos nuevos miembros de la Iglesia nacional a ser sometidos a una justicia estrictamente privada en el espacio doméstico al que eran integrados como trabajadores, entregando al señor la potestad de castigar los delitos «sin que le sea necesario deducirlos a juicio, sino fuere en los delitos atroces, y dignos de los delitos graves, cuya punición pertenece principalmente a la potestad pública».14 Así mismo, la obra Itinerario para párroco de Indios, del obispo Alonso de la Peña Montenegro, legitimó la movilidad de la población y su integración a la Iglesia criolla, a la vez que dedicó gran parte del escrito a calificar la imperfecta conciencia de indios, negros y castas. Con esta visión obligó a la gente suelta a aceptar a sus contratantes como tutores morales por un periodo indefinido. Así, los textos coloniales en los que tomó forma la «justicia alterna» anunciada por la alegoría mariana incluyó importantes acápites dedicados a la representación de las relaciones interestamentales como relaciones basadas en un contrato de subordinación. El desarrollo de esta «justicia alterna» se aplicó al tratamiento de las tensiones fundamentales relacionadas con la negociación de la subordinación colonial entre distintos estamentos, y a afinar las características de la producción y la circulación comercial. Así se propuso un sistema de clasificación que hablaba de distintos estadios de un aprendizaje de indios y castas generalmente interpretado como «insuficiente». No se puede ver en los criollos un intento de cuestionar los límites del marco jurídico colonial al momento de hacer fe en los contratos y transacciones al nivel de la sociedad civil. Nutridos de las teorías contractualistas de la escuela jesuítica de Salamanca, los criollos defendieron la libertad natural de los subalternos, pero de una forma bastante tibia, pues lejos de operar en la informalidad como si se tratara de una comunidad protonacional, o «favoreciendo los intercambios entre las diversas poblaciones de la Colonia» aquellos negros, mestizos e indios, alentados todos ellos a adoptar las mismas creencias y las mismas prácticas (Gruzinski 1995), fueron discriminados como legítimos partícipes del intercambio mercantil. La población flotante fue invitada a asumir su libertad natural para salir de la esfera que ataba su identidad a su origen aportando así con mano de obra a la empresa privada, pero su calidad de dueña de su propio trabajo, su libertad de tomar iniciativas económicas o contratar en distintos lugares fue permanentemente impedida por ambos derechos. Los términos en los que fueron establecidos los conciertos de trabajo, la informalidad y la descalificación de los vendedores como dueños de su tiempo, facilitó la pronta transformación del jornal en deuda de peonaje. Los propietarios ya asegurados en la propiedad y control de estas unidades productivas instalaron un sistema
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Quiteño, arcediano de la catedral de Trujillo. Publicó Perfetto confesor y Cura de Almas en 1641. En Machado de Chaves se plantea que la potestad dominativa es la que semeja la autoridad del padre sobre sus hijos, describiendo con este tipo de categoría tambien vínculos entre los cuales enumera a los desposados, viudos, padres e hijos, tutores, curadores, pupilos, criados, libertos y esclavos, entre otros. 14 Machado de Chávez 1641, Tratado X, documento I. «De la potestad que el señor tiene sobre sus criados». 13
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de gravámenes privados a los indios bajo el mecanismo de peonazgo por deuda que convertía a la mano de obra informalmente contratada en mano de obra cautiva. En la filosofía contractualista de la Compañía de Jesús, en ideólogos claves del clero secular y sin lugar a dudas en la apropiación que hiciera el Estado secular criollo de este capital cultural para sus propios intereses, se puede encontrar la codificación de un derecho que debió informar las prácticas de dominio privadas. La dispersa composición de este derecho es un objeto clave para la compresión de la modernidad católica y colonial hispanoamericana, de manera particular para la comprensión del papel desempeñado por la ideología religiosa en el largo y complejo proceso de formación de instituciones intermedias entre la mano de obra cautiva y la proletarización.15 Este también es un momento clave para observar las tensiones sociales profundas que encierra la transición entre la fase final del periodo colonial imperial y los principios de un modelo de colonialismo interno criollo. CONTRATO Y RESTITUCIÓN: FIGURAS RELIGIOSAS DEL MERCADO COLONIAL
Las alegorías de intermediación de la Iglesia representadas por el signo mariano se aplicaron no solo a la representación de una comunidad integradora —al problema de la soberanía— sino también con relación a lo que hoy entenderíamos como el desarrollo de un derecho civil o privado. Relatos que describían la Iglesia como «tribunal alterno» hablaban de la «escritura milagrosa» no solo como la escritura constitucional de la comunidad criolla sino como la escritura mediante la cual se formalizaban contratos privados. En este sentido, el historiador José Jouanen, S. J., sostiene que el primer asunto que trataron los primeros padres al llegar a Panamá es lo que en esa época el jesuita Portillo vio como «el de las injusticias que se suelen cometer en las ventas y compras y otros contratos», pues los comerciantes le habrían pedido «reglas y normas suficientes para la tranquilidad de sus conciencias, así para lo pasado como para lo futuro» (cita en Jouanen 1941). Con esta predica se habrían resuelto injurias y rumores que comúnmente habían provocado partidismos y venganzas. Se habría convocado a testigos, las partes habrían expuesto públicamente su posición y se habría logrado la firma de acuerdos privados todo ante la tercería de representantes de la Orden (Mercado 1957: 298). El intercambio mercantil en el pensamiento católico suponía un contrato, de manera similar al procedimiento según el cual la soberanía política fue definida sobre la base del derecho canónico, y a la doctrina de Suárez, como un contrato. El surgimiento del intercambio monetario se entendía como una universalización del valor del que se deducían los particulares, y se consideraba que esta abstracción surgía de forma análoga a la vida civil de un diálogo racional en pos de un consenso. Así, los relatos sobre la génesis del contrato mercantil se aproximaban a los temas de contrato como fundamento de la soberanía. La igualdad natural representada por el trueque habría sufrido una caída, y era indispensable por tanto la formulación de acuerdos. El contrato mercantil suponía un concepto de mutuo consenso sobre el valor, una noción de lo universal mediante la cual era posible entender la equivalencia entre objetos distintos, y lo que es más importante, las posibilidades de transacción entre personas de distinto estatus. En última instancia estaba en juego el definir el
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Una veta de estudio similar se puede encontrar en Rebecca Scott (1985) quien observa la formacion de patronatos en Cuba como una institución transicional en la sociedad postesclavista. Véase tambien el debate trabajo y la ciudadania en sociedades postesclavistas (Cooper 2000; Holt 1992; Sheller 2000).
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contrato como un vínculo basado en un consenso entre sujetos, cualificados como libres, racionales, y capaces de transferir dominio o legar la potestad de sus bienes. A partir de la concepción del mercado como escenario de contratos morales, todo pensamiento sobre el contrato de compraventa fue relacionado con nociones de fuero de la conciencia y con nociones de virtud que debían caracterizar al vínculo social. Es así que en su Itinerario para párroco de Indios el obispo De la Peña Montenegro dedicó importantes acápites a argumentar cómo las transacciones mercantiles debían ser reguladas por un derecho civil inspirado en la teología moral; también dedicó gran parte de su obra a definir la forma diferencial mediante la cual los indios y negros habrían de participar o ser excluidos de este nivel del contrato social. La siguiente cita inicia su reflexión. En esta se observa cómo la retórica jesuítica acerca de la caída de la naturaleza, y el surgimiento de un contrato, organizó también la narrativa sobre el surgimiento del comercio moderno. [...] el antiguo comercio en el mundo se daba por trueque en especies ‘permutatio’. Dificultades sobre la universalidad del valor de cada mercancía ordenaron pues hacer monedas que dándoles el valor intrínseco sirviesen de precio ajustado a las cosas de que necesitaban; con lo cual fácilmente y en cualquier parte que se hallasen remediasen sus necesidades; y de aquí comenzó el contrato de compra venta, distinto de la permutación. Y las tales monedas se llamaban precio y la cosa comprada con ella se dicen mercadería. Venta es un contrato que se realiza por medio del consenso entre el precio y la mercancía. Se transfiere el dominio de la cosa que se compra. Solo los consentimientos de los contrayentes son suficientes para que se celebre el contrato.16
Los católicos no identificaron directamente bienestar económico con virtud, como lo hicieron los protestantes (Weber 1969). Desde el discurso católico el capital fue visto como intrínsecamente perjudicial para el orden social, dando beneficio a unos y perjudicando a otros. En este sentido, la gran inversión católica para ejercer autoridad sobre las prácticas mercantiles —y «orientarlas»— se relacionó a un imaginario penitencial. En el concepto católico colonial quien acumulaba ganancia monetaria siempre sacaba mayor provecho, porque el capital, invención monstruosa, se reproducía aún sin mediación del trabajo, creciendo en el día y en la noche como en una copula consigo mismo. Se trataba de una apropiación que hizo la Contrarreforma de la imagen del purgatorio introducida por el cuarto Concilio de Letran en el siglo XIII (Le Goff 1987). Los jesuitas ofrecieron el penitencialismo como una tecnología para la restitución espiritual de los haberes conseguidos mediante las inevitables prácticas «irracionales» del capital en el contexto colonial. Así, la figura del contrato racional se encontraba inseparablemente ligado a otra figura de origen penitencial, y profundamente marcada por el pesimismo antropológico jesuítico, el concepto de restitución. Un estricto orden del discurso, necesario para una confesión autorreflexiva, se concebía como un vehículo de restitución de las prácticas del lucro capitalista; así mismo, la institucionalización de la caridad redimía al mercader exitoso de los perjuicios causados en su entorno. Entre las mencionadas prácticas irracionales se señalaron algunas causadas por la conquista, la usura, la esclavización de hombres, el uso de la violencia con criados, el precio de las cosas conseguidas en el intercambio, entre otras. 16 Gaspar Hurtado. «De justitia et iure. Tratactos de contractibus. Y San Prierio Summa Summarum» (1593), citado en Peña 1951: 436.
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El concepto de restitución proponía que quien sacaba provecho material del contrato en perjuicio de la otra parte debía someterse voluntariamente a un proceso de ordenamiento de la conciencia que lo hiciera apto para llevar una contabilidad paralela a la del capital. El mercader virtuoso debía poder restituir la ganancia mediante un acto simbólico de devolución que era la práctica de la confesión. En términos del libro de devociones de la Virgen de Chiquinquirá, la confesión constituía un mecanismo para la reconstrucción de la subjetividad: la salud corporal, temporal y espiritual. Se trataba de una confesión disciplinaria, pues para que los ejercicios de la confesión y la penitencia surtieran efectos ordenadores debían ser interiorizados «no una mera ceremonia exterior» (Tobar y Buendía 1986 [1694]: 323). La confesión supuso un proceso de racionalización del discurso en el cual se regulaban formas de objetivación, indagación y cálculo. Una prolija confesión suponía un ejercicio de la memoria capaz de articular hechos en un orden temporal lineal, en el que el sujeto se percibía a sí mismo como una conciencia activa, en uso de su libre albedrío capaz de juzgar la distancia existente entre las obligaciones que imponen las transacciones sociales en el espacio mundano, y las nociones de virtud quebrantadas por estas obligaciones. Mediante sentimientos e imágenes el confesante iba simultáneamente creando un espacio interior desde el cual imaginaba una economía del tiempo y del espacio que se visualizaba como una carrera progresiva hacia la salvación (Flor 1995). A decir de Pedro de Mercado, el mercader virtuoso debía dar señales de desacuerdo con la lógica del capital y expresar en escenarios rituales su convencimiento de que existía una igualdad natural entre los hombres; esta conciencia se representaba con la alegoría de la esclavitud espiritual. El mercader virtuoso debía además usar esta injusta condición temporal como un lugar de redención, debía demostrar responsabilidad piadosa hacia su esclavo teniendo con él actos de distribución filantrópica que representaran su piedad general hacia la clase de los afectados. Esta fase de la restitución suponía a recreación de espacios de socialización donde se practicara la figura del contrato. Así, el desarrollo de lo que hoy llamamos tecnologías de la subjetividad fue uno de los máximos ofrecimientos que hizo la intelectualidad jesuítica a los empresarios. La promoción de las prácticas sacramentales de la confesión íntima y la oración mental ordenaron al individuo a pensar según una economía del tiempo lineal y subjetiva, no gratuitamente paralela a la lógica del tiempo en la economía comercial. La tarea era la vigilia: «no dormir así como el demonio no duerme» (Mercado 1957: 43). Esta reconstrucción de la identidad se producía en tres momentos siguiendo el modelo de los ejercicios ignacianos: el vaciamiento de la memoria cultural —olvido intencional— o enfriamiento de los afectos mundanos y placeres temporales,17 un lugar claramente neoagustiniano; la expiación afectiva de los pecados o desolación sentida, que en el orden más perfecto y virtuoso de los afectos penitenciales sigue el modelo de la pasión; y tras la recuperación de la salud, la consolación o gozo. Así lo escribe De Mercado en su memoria de la misión en Quito y Nueva Granada: «Según el modelo del jesuita, en la milicia de Jesús, el soldado de Cristo hace la guerra no a otro sino a sí mismo» (1957: 173). La confesión y las técnicas de la subjetividad para las elites enfatizaban su ordenamiento intelectual «de modo que realzasen su autoridad con la superioridad de sus conocimientos sobre los demás» (Jouanen 1941: 28). Así, la educación 17
La disciplina que supone esta actitud fue contundentemente criticada en una obra antijesuítica de la época Manchú en China, titulada «No puedo impedírmelo o es necesario que al fin yo estalle» o «El espejo de los mounstros» de Yan Guangxian (1597-1669).
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intelectual de las elites era indispensable. La interiorización de una racionalidad mediosfines fue un aspecto central de la educación de las elites. En las congregaciones difundidas por la Compañía de Jesús para las elites se hicieron ejercicios intelectuales en torno a los «misterios de la fe» como un método para el desarrollo de sus facultades de memoria, abstracción, imaginación, etc. El resultado deseado de esta educación era el cambio de un tiempo laxo a una utilización metódica y calculada del mismo; una relación eficiente entre medios y objetivos. La contratación mercantil monetaria requería de tres condiciones que eran garantizadas a las elites mediante este proceso educativo: capacidad deductiva para conocer la teoría de las equivalencias que hacía posible la forma del dinero, libertad para contratar con los propios bienes y transferir dominio y capacidad de restitución. La confesión se ofrecía como una restitución discursiva y expiación emocional que daba lugar a una forma de restitución «espiritual» del mal infringido y del desorden provocado por la violencia del poder y el capital. A través de los medios sacramentales de la contrición y la recodificación de las funciones filantrópicas de la elite se pretendía reconstruir «en segundo grado» un pacto social roto por la violencia y la especulación. El obispo de Quito, Nieto Polo de Águila, reconocido por el filósofo jesuita quiteño Juan Bautista Aguirre como el principal gestor de los ejercicios espirituales ignacianos entre las elites criollas, y como el máximo propagandista de la fiesta de la pasión, la semana santa, como el espejo de identidad de la comunidad criolla, sostenía que la restitución era requisito indispensable para abandonar definitivamente la fase de la conquista, también la fase de tiranía criolla y construir un orden en que estas mismas elites sean funcionarios de la ciudad de Dios. La imagen de los criollos como la contraparte virtuosa de la autoridad social en las colonias se representó en el discurso del obispo como el de unas elites que, en contraste a los conquistadores, no solo renunciaba a su gloria personal mediante prácticas penitenciales sino que protegían a los «pobres corporales» garantizando con estas virtudes una legitima acumulación económica. [...] porque si las limosnas que se dan a los pobres corporales son de tanta estima que el mismo Dios se da por obligado y queda como empeñado para dar sobre aquestas el retorno, quien tiene misericordia de unas almas que están en extrema necesidad, y que les va a decir no menos que librarse de una condenación feriándolo por salvación y gloria eterna, no es para quedar en miseria : que Dios pondrá dentro de su mano abierta todo el cerro de Potosí para que tenga que dar. (Peña 1951: 460) TORPEZA, UNA NUEVA IDOLATRÍA: MONOPOLIO DE LA RESTITUCIÓN E INHABILITACIÓN DE INDIOS, NEGROS Y SUS DESCENDIENTES COMO CONTRATANTES EN EL MERCADO
El concertaje de mano de obra entre la gente suelta planteó uno de los problemas más serios surgidos por la expansión del mercado a ser tratados por los intelectuales y religiosos de la época, de manera particular para aquellos que trataron el problema de los contratos. La posibilidad de que la movilidad de la gente suelta, forasteros, castas, mestizos e indios vestidos a la española, hicieran una inconveniente apropiación de la doctrina de la libertad natural causó una evidente ansiedad entre las elites criollas. Si la amplitud del gesto de la humildad de las elites y la igualdad de los esclavos que hacía parte de la propaganda jesuita en las colonias hispanoamericanas ha sido catalogada como una forma de matizar la violencia de experiencias como la de la esclavitud de plantación (Díaz 2000), existía también un profundo temor a cualquier gesto de incredulidad respecto de la bondad de este contrato. En Quito, se habla de manera ansiosa
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respecto del peligro del uso indiscriminado de la teoría de la libertad natural entre los «indios con vestuario de español o de mestizo».18 La noción de libertad sumada a la condición de mercancía solo podría acarrear peligros al sistema de subordinación. Podía acarrear el peligro de aspiraciones plebeyas a negociar con su trabajo, podría romper el monopolio obrajero y de la hacienda, e incluso inducir a pretensiones de plena membresía a la comunidad política por parte de los «pobres corporales» tal y como ocurrió en las rebeliones populares del siglo XVIII en la audiencia de Quito (Moreno Yánez 1976). ¿Qué podía ser más peligroso que castas y cholos hablando de libertad natural, negociando como pares o portando armas como en un ejercito nacional? Como sabemos, la pesadilla de una república de color se realizó en Haití en 1804, en parte como una lucha por liberalización del trabajo y membresía a la república; sin embargo, este temor en más o menos grado fue temprano entre los criollos en la generalidad de las colonias hispanoamericanas. Así, en el caso de la audiencia de Quito se observa cómo los criollos se esforzaron en modular el acceso de la plebe a la circulación monetaria, evitar su integración a los circuitos «modernos» de la economía, y cómo introdujeron importantes reformas al discurso de la libertad natural. La imagen tan arraigada de la cultura criolla republicana de que la plebe debía ser «protegida» de la mala influencia del dinero, limitada al valor de uso, y protegida de la modernidad tuvo su origen en el siglo de oro criollo en el cual se difundió un discurso contra la monetarización de las relaciones laborales y se intentó por todos los medios impedir el reconocimiento de los conciertos como pares del contrato mercantil. Aún siglos después, la ideología conservadora reprodujo la obsesión colonial por impedir la circulación del dinero o de la cultura mercantil entre las «razas cobrizas» empleadas en haciendas y fabricas, pues en su concepto este contacto solo corrompería su espíritu católico empujándolos a integrarse en «asociaciones impías» con las cuales identificaban asociaciones obreras liberales o socialistas.19 La influencia implícita de este doble componente de la prédica jesuítica en el clero secular se puede observar en la campaña adelantada por el obispo Alonso de la Peña Montenegro, quien articuló un gesto integrador ofrecido hacia los subalternos para formar parte de la sociedad criolla con un gesto pesimista que legitimaba su subordinación como inferiores intelectuales. El mismo obispo que fomentó la libertad natural de los indios para evadir la reducción y buscar su propio contrato fue quien en Itinerario para párroco de Indios se esforzó por calificar a los sectores populares como ineficientemente convertidos, rudos y viciosos, apegados idolátricamente a los bienes materiales e incapaces de entender su calidad de medios para fines más trascendentes. Paralela a la invitación al contrato moral que introduce en los subalternos una voluntad de virtud, existe un inseparable discurso pesimista que se encarga de aplazar la plena integración de estos. El obispo sostenía «que el hijo es un fiel traslado de su padre, y en los descendientes se miran como en espejo racional las inclinaciones de sus mayores; y así, por lo que tienen de herencia, es tan dificultosa la enmienda que se roza con lo imposible». En 1669 sos-
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Archivo Nacional de Historia, Quito. Indigenas Caja 84 7-V-1766 Jacinto Jijón y Caamaño, Política Conservadora (Quito, 1924). En recientes teorías postmodernas, que hablan de una resistencia cultural contra el capitalismo en las ex colonias, se ha reproducido este discurso de forma problematica (véase Escobar 1994). Una atenta lectura de las recomendaciones religiosas durante el apogeo criollo muestran cómo esta visión esta íntimamente relacionada con el reforzamiento de la subordinación colonial. 19
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tenía el obispo que el clero secular «tiene jurisdicción sobre todos (hombres y mujeres) españoles, negros, mulatos, zambaigos, tente en el aires, saltapatrases y mestizos en traje de español [...] tienen además jurisdicción sobre todos los indios forasteros y mestizos en ropa de indios» (cita en Powers 1995: 43). El razonamiento del obispo era que el mitayo era forzado a dejar su cuna para servir, mientras el forastero que se contrata laboralmente había hecho una decisión voluntaria para separarse así mismo de su comunidad lo cual era su derecho natural como un libre individuo. Así superponía argumentos jesuíticos acerca de la libertad natural para contratar a la idea de dominio (Powers 1995: 52). Sin embargo, esta apertura conducía complementariamente y no de manera contradictoria a un modelo de educación pesimista para los subordinados que era la propuesta de su Itinerario. Esta obra fue documento oficial del obispado para organizar la relación entre párrocos e indios, con extensión a los negros, y se difundió notablemente en el territorio de la audiencia.20 En esta obra se negaba a los subalternos la homogeneidad mínima que requerían las partes de un contrato mercantil y se resumía una nueva teoría de la diferencia. Después de hacer referencia a las campañas de extirpación de idolatrías y hacer un despliegue de cuentas de sus logros, diciendo que en año y medio José de Arriaga y Hernando de Avendaño lograron castigar 679 ministros de idolatría, derribar 603 huacas, 3418 conopas «guasicamayoc», 45 mamasaras, 189 huancas, 617 mallquis; castigar más de 63 brujos; hurtar más de 467 de la iglesia y quemar 357 cunas, el obispo se mostró escéptico a hablar del fin de la idolatría: «Quien no juzgará que con tan cuidadosas vigilias y diligencias se habrían ya extirpado y acabado los errores de esta gente? Pero parece que el demonio quiere apostárselas a Dios y a sus ministros sobre ver quien puede más». En la evaluación negativa que ofrece el obispo de 135 años de prédica, plantea que junto con la sangre de los antiguos idólatras estos heredaron cualidades que los hacen incapaces de abstracción, siendo su torpeza otro tipo de idolatría. Esta mala semilla echó tan hondas raíces en los indios que parece que se hizo carne y sangre con ellos. Y así, en los descendientes con el mismo ser que recibieron de sus padres y en la misma sangre que heredaron, se estampó en el alma. Con que viene a ser que, aunque ha ciento y treinta y cinco años que tienen predicadores, maestros y curas que pretenden sacarlos de sus errores, no han podido borrarlo de sus corazones. Con que las acciones de los hijos son también hijas de sus antepasados; así, aunque nacieron con la libertad en el albedrío, con todo eso el vicio que viene con la sangre y se mamo con la leche trae consigo un imperio interior que avasalla toda la república del hombre. (Peña 1951: 460)
Si bien la prédica jesuítica difundida por el obispado había invitado a la gente suelta a hacer parte de la comunidad moral, también había difundido una campaña de reprobación acerca del proceso de transformación subjetiva. Los cholos y castas habían fracasado en los ejercicios de ordenamiento de la conciencia. Supuestamente incapaces de entender la abstracción subyacente al valor, eran excluidos de las actividades comerciales, financieras, y, por tanto, de entender los términos universales subyacentes al valor. El desarrollo del discurso pesimista jesuítico transformó el modelo que justificaba y hacía posible la subordinación colonial en varios niveles. La relación de subordinación entre dos naciones cedió su lugar a una subordinación al interior de una misma comunidad 20 Véase, por ejemplo, el uso de Itinerario para obligar a los indios vestidos de mestizos a «restituir» el tributo robado al rey. ANH/Q Indigenas Caja 84 7-V-1766
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definida esta como una comunidad moral basada en el contrato. La diferencia entre el colonizador y el colonizado se domesticó mediante el recurso a una integración «contractual», y una complementaria forma de clasificación y jerarquización moral que hablaba de una nueva diferencia, esta vez de formas de conciencia.21 Si en el siglo XVI la subordinación del indio se había justificado bajo el concepto de su idolatría a antiguos dioses, como un problema de la educación cultural que habían recibido, en cambio el argumento de la subordinación de los «pobres corporales» en el siglo de consolidación del poder criollo es uno que habla de su «terrenalidad» o «torpeza», entendida esta como incapacidad de abstracción que conduce a una nueva forma de idolatría por los bienes terrenales. La nueva «idolatría» de los conciertos, que justifica el colonialismo interno criollo se define entonces como torpeza, lo cual es sinónimo de imperfecta conciencia, a la vez que injustificado deseo de bienes materiales. Es muy de advertir que los indios para idolatrar, no se halla que se hayan movido ni se muevan por amor perfecto que tengan a alguna deidad, que muestren reconocer en aquello que adoran o reverencian, sino por amor de concupiscencia, en orden a sus propias comodidades como son librarse a sí y a los suyos de males temporales que tienen o padecen o alcanzar los bienes perecederos que desean, como son tan rateros. En fin son enemigos declarados de Dios que le impiden la pacifica posesión del mundo usurpándole la adoración y reverencia que por tantos títulos se le debe. (Peña 1951: 477)
El concepto de torpeza supone un apego idolátrico a los bienes materiales, fruto de la falta de una conciencia abstracta que es indispensable para reconocer la diferencia entre medios y fines. Si la idolatría a los falsos dioses consistía fundamentalmente en el apego a los signos mediante los cuales se los representaba, según lo predicaron los franciscanos bajo la influencia de Erasmo de Rótterdam (Gruzinsky 1995), la idolatría de la plebe colonial tardía era definida bajo el concepto «torpeza» como un apego a-crítico, carente de distanciamiento, a los fenómenos temporales, entre estos los bienes materiales. Esta supuesta inocencia o torpeza constituía un fallo al frente a la convención moderna sobre el lenguaje según la cual el signo era una representación. Esta conciencia les llevaba a una problemática relación con el lenguaje: incapaces de diferenciar lo signos de sus referentes veneraban los signos como esencias, en esto radicaba su idolatría. Ya no se trataba de la adoración de signos de la divinidad como en el renacimiento sino de cualquier objeto circundante del que podían quedar prendados. Según la teología moral escrita en Quito de finales del siglo XVII y el XVIII, los indios eran idólatras porque tenían una relación no distanciada a los objetos que los circundaban; en ese sentido, se podría esperar de ellos que adoraran las mercancías. Así era que estos «pobres corporales» debían ser cuidados por otros de no entrar en contacto idolátrico con los bienes materiales, lo cual suponía, entre otras cosas, impedir su posesión de dinero, impedir su participación en contratos de compraventa, así como evitar que saquen algún beneficio del capital. El mecanismo fundamental para excluir a los conciertos de la circulación monetaria fue la delimitación del beneficio de la restitución discursiva como un patrimonio exclusivo de 21
La tradición de discriminación en Hispanoameérica se muestra más inclinada a teorías de diferencia cultural (conversión o civilización) antes que a argumentos de determinismo biológico de las razas (Viotti Da Costa 1985). Véase un caso similar en las colonias del este asiatico en Stoler 1996.
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las elites criollas. A las elites, como se ha visto, se les instruía para lograr una subjetividad ordenada y se les proveía de instrumentos para la administración y la inversión «piadosa», mientras la educación de los «más bajos» estuvo orientada a producir tipos de subjetividad limitadas discursivamente y, por tanto, destinadas a hacer ejercicios penitenciales en el cuerpo antes que en el intelecto. El trabajo fue concebido en este discurso como un ejercicio penitencial. Si en el siglo XVI la reforma de las costumbres suponía la educación de los indios —léase de los caciques— para integrarlos a las prácticas de la escritura, la filosofía, etcétera, la propuesta en el siglo criollo es prescindir de la mediación del cacique, y dar una enseñanza al común de los indios sueltos, una enseñanza que producía deliberadamente diferencias subjetivas entre blancos e indios. Mientras la diferencia entre el cacique y sus indios era una diferencia estamental, la diferencia entre el patrón criollo y sus conciertos aparecía como una diferencia entre estadios de conciencia. Un verdadero empeño en sacar provecho en la integración de los subalternos coloniales fue contrario al objetivo de esta educación. De hecho, el objetivo de esta educación para subalternos fue literalmente privarlos del discurso. Supuestamente incapaces de diferenciar los signos de sus referentes concretos, estaban impedidos de participar de cualquier discurso de lo universal y, entre estos, el discurso sobre las equivalencias, con lo cual se entendía el valor de intercambio entre las cosas. Las privaciones de la razón, su obediencia al miedo y su naturaleza mentirosa les hacían supuestamente incapaces de acordar libremente un contrato en la sociedad civil. Un contrato que se da por miedo es invalido, pues «en el consentimiento libre consiste la esencia del contrato» (Peña 1951: 441). Como el discurso en torno a su formación sugiere una combinación entre el temor y la tolerancia, no son dignos de crédito, ni su testimonio en tribunales de justicia, ni su juramento es válido en contratos privados (Peña 1951: 395): «[...] es pecado mortal hacer jurar a los indios en juicio o fuera de él: porque se presume de ellos que en los juramentos promisorios no los cumplirán y en los asertorios no dirán la verdad, por ser naturalmente inclinados a mentir; y cuando hay este riesgo no se ha de poner en la ocasión a esta gente ruda». El concepto torpeza o terrenalidad de indios, negros y sus descendientes es un impedimento para acceder a un modo de conocimiento, a un orden del lenguaje. Como consecuencia de los límites atribuidos a la conciencia de los indios, negros y descendientes, estos estaban excluidos del beneficio que recibieron los mercaderes desde el concilio de Letrán, y eran considerados incapaces de restituir. Así, a decir de De la Peña, si la plebe oscura participara de un contrato mercantil de forma ventajosa, la falta de orden de su conciencia resultaría en una imperfecta confesión, fallando así con el requisito de la restitución, no habría purgatorio para el indio, sino condena eterna. Al privarlos de la restitución se los privaba del vehículo mediante el cual se legitimaban las prácticas mercantiles, se administraba el ritmo de la producción y la inversión; privarlos de la restitución era una forma de excluirlos del discurso universal en el cual se concebía el valor en este modelo de modernidad: «Así como los preceptos naturales del voto y la restitución no obligan al que no tiene, así no obligan al que es torpe y por esta torpeza no puede» (Peña 1951: 568). Así se justificaba una integración a la comunidad que tenía como condición una renuncia al deseo de participar de la circulación de las mercancías. La discriminación a toda aspiración de integrarse culturalmente a las formas de consumo dominantes fue una característica de la dominación colonial, contrastando definitivamente con el fenómeno de masificación de los valores aristocráticos en la cultura cortesana en Francia, por ejemplo
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(Chartier 1992). También se limitaba así la posibilidad de extender la noción de trabajo libre a las prácticas del concertaje, o de emprender legítimamente negocios propios, como se pudo ver en el asedio que hubo a las tierras productivas de indios así como a los obrajuelos populares durante este periodo. Se trataba, en definitiva, de mostrar una relación entre un desorden de la conciencia que limitaba su acceso a la virtud, los hacía incapaces de restituir y, por tanto, los excluía de la posibilidad de contratar en el mercado. Inocentes a quienes había que proteger del mercado, o sujetos deseantes condenados de idólatras, todo intercambio económico en que participaran se considerará fruto del latrocinio. Por este discurso moral, indios, negros y sus derivaciones estarían destinados al trabajo mecánico y no a la posesión de bienes de valor; y esto finalmente se extendería a todas las castas. Se los consideraba buenos si a pesar de su permanente aplicación a la producción de mercancías se mantenían anclados al territorio de una economía natural; se los consideraba peligrosos si aspiraban a integrarse a una economía de signos y mercancías de tipo moderno. [...] no se puede comprar en buena conciencia si lo que vende el indio es de tal calidad que excede del caudal ordinario que ellos tienen comúnmente: como un libro, un plato, perlas, sortijas, ropas y vestidos de seda, doseles frontales, y otras cosas semejantes que ellos nunca poseen sino hurtándolos o comprándolas a otros ladrones... y adviértase que no solo esta obligado a restituir el que compra con mala fe inmediatamente del ladrón sino también el que compra mediante, como pongo por ejemplo: dio un indio o un negro una fuente de plata a un pulpero: yo no podré comprar de éste la fuente, si sé o debo saber que la compró de un negro. (Peña 1951: 436.)
El Itinerario no evalúa la doctrina; el pesimismo con el que se escribe esta obra no es descriptivo sino que persigue la construcción deliberada de una diferencia. Recordemos que todo el discurso pesimista del obispo es solo la introducción a un manual cuyo propósito es definir la naturaleza de la educación para los indios integrados a la comunidad criolla, que es a la que atendía el clero secular. No es una coincidencia que tanto las características como la educación que definen la formación de la conciencia de la elite se oponen, punto por punto, a la de los subalternos: «[...] basta con que el hombre rudo y vulgar crea confusamente y en general, que discurrir y hacer concepto de la unidad de la naturaleza divina y distinción real de las personas (la trinidad) doctorum est no rudium hominum». Entre «lo que deben saber los indios y negros explícitamente por precepto», están los mínimos artículos de fe «Creyendo que hay dios es remunerador y que Cristo, dios y hombre verdadero, redentor del genero humano murió y resucito. Los demás artículos de la fe bastará que los crean implícitamente conforme a su corta capacidad, basta» (Peña 1951: 542). El propósito central de la educación promovida por el clero secular en la región criolla es impedir el acceso de la plebe a la negociación del valor. Es sintomática la presencia del libro dentro de la lista de mercancías que no pueden portar los indios y negros. El libro no solo es un objeto de valor, es la fuente de una potencial transacción cultural. El que sea sospechosa la posesión de libros entre indios y negros sugiere la íntima relación existente entre su exclusión como contratantes del mercado y su exclusión como público y actor del intercambio lingüístico.22 La difusión de la imagen religiosa fue un aspecto clave del fenómeno colonial de monopolio de la escritura. Contrario a la interpretación de que la pintura —de manera particular 22
Véase una interpretacion similar en el concepto de «ciudad letrada» de Ángel Rama (1984).
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la imagen mariana— fue preferida ante la escritura en la campaña de adoctrinamiento como un vehículo más útil para una sociedad poco alfabetizada (Anrup 2000), parece ser que la imagen portó consigo una específica división social, una de cuyas claves fue la no difusión de la escritura entre la plebe de color. La devoción a la imagen religiosa, se combinó con una fuerte persecución del deseo de otros valores de cambio, mercantiles o culturales. El trabajo productivo (el hilado, el trabajo en tejidos y el trabajo agrícola, entre otros) fue representado como el ejercicio penitencial para quienes no podían restituir por vía lingüística:23 «vagabundos ociosos, mestizos, negros, mulatos y zambaigos libres que no tengan ocupación ni oficio» podían, en este sentido, ser obligados «por su bien» al trabajo (Ots 1993: 177). Esta división de las tecnologías penitenciales supuso una separación estratégica entre productores de mercancías y sujetos capaces de mediar entre estos y el escenario comercial y financiero. De hecho, la obsesión de los intelectuales católicos de la región criolla por separar a los productores de mercancías del escenario comercial y financiero supuso un esfuerzo por legitimar y regular modelos de distribución despóticos basados en nociones de virtud paternalista. Bajo esta forma ideológica la Iglesia como institución ejemplar, pero también los patrones de empresas, sus delegados, fueron construidos como distribuidores de bienes. De hecho, el «deseo de bienes perecederos» por parte de la plebe de color se colocó en la antípoda de la administración virtuosa difundida por los jesuitas, y justificó el ejercicio de la violencia contra ellos.24 Se suponía que solo los jesuitas y sus más aprovechados pupilos, las elites criollas, tenían visión de cómo una hacienda, una manufactura, una pródiga mesa, constituían elementos de una economía de la salvación. Los trabajadores cautivos eran vistos como personas necesitadas de tutelaje. Estaban supuestamente necesitadas de que su patrón les ataree en un trabajo mecánico, y que a la vez se haga cargo de toda la riqueza que producían. Así, el control del circulante aparecía como uno de los ejercicios de la virtud entre las elites. Estas estaban a cargo de delimitar a su vez un acceso a la economía natural para la reproducción de los subalternos. Si esta era la forma de domesticar su irracional deseo, el indio o negro por fuera del tutelaje, un sujeto deseante de reconocimiento o interesado en negociar su pago, aparecía como un «ratero», un idólatra que movía inmediatamente a la violencia. Itinerario para párroco de Indios excluía al conjunto de la plebe mestiza y parda, indios y negros y sus descendientes, de elementos clave del discurso sobre el bien común, y por tanto limitaba su participación en actividades relacionadas con el ejercicio de la razón universal, fundamentalmente tres: de la esfera de la circulación, del discurso sobre la soberanía, y de la posibilidad de encabezar una red de parentesco simbólico o unidad civil, pues esto requería cumplir con la obligación de distribuir bienes.25
23 Este fenómeno ha sido también observado en el complejo proceso de transformación de la mano de obra esclava en asalariada en Cuba y con algunos contrastes en Jamaica. Véanse Scott 1985 y Holt 1992. También véase un caso de trancision en Perú del siglo XIX en Mallon 1983. 24 Curiosamente, es frecuente en la defensa postmoderna a la particularidad cultural indígena el ser supuestamente gente contraria al valor de cambio, afincada en el valor de uso, o en una conciencia mítica que se opone a discernir el mercado de otras prácticas morales. Véase, por ejemplo, Escobar 1994. 25 Esta construcción moral negativa del indio y el negro frente al mercado condujo a la generalización del trabajo cautivo, no ya en la forma de la mita, sino del peonaje por deuda, conocido en Ecuador republicano como el concertaje, y en la Colombia republicana como el patronazgo. El salario, entre las figuras más notablemente afectadas por este imaginario se transformó así en una relación de distribución despótica de
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El pago hacia los «pobres corporales», que los patrones reconocían en conciencia como afectados por las dinámicas del capital dentro de sus propias empresas, no debía ser en dinero: por un estricto mandato moral. Los conciertos no recibían dinero sino especies y socorros extraordinarios (en momentos como nacimientos y formación de nuevas unidades domesticas) administrados por un empresario que había hecho de su hacienda u obraje un mercado cautivo. En empresas herederas del modelo católico como lo fueron las haciendas del Ecuador y las industrias textiles de Antioquia, Colombia, aún en el siglo XX existían «tiendas de raya» o «tiendas patronales» en las cuales se repartían mercancías a los trabajadores, a precios monopólicos. Este discurso moral permitía al patrón el ahorro del dinero para pasarlo a circular en una esfera de la economía mundial y en esferas de circulación moderna en las que no se incluyen a los subordinados. Al final del proceso, el concierto había contraído una deuda, por el precio colocado a todas las mercancías repartidas, que lo ataba al trabajo y lo obligaba a la permanencia. DUALISMO ECONÓMICO: ARTICULACIÓN COLONIAL DE TERRITORIOS UTÓPICOS Y MERCADOS CAUTIVOS
El obispo De la Peña se apropió del discurso jesuita del contrato y la penitencia de una forma particularmente conveniente para los criollos. Su minuciosa composición de formas de conciencia subalternas apuntaló un modelo de división entre la esfera de la producción y la circulación. Bajo su influencia la esfera de la producción en haciendas y obrajes fue codificada como una esfera de economía natural en la que se protegía a los indios del contacto con el dinero a la vez que se los atareaba en ejercicios de salvación que eran nada menos que trabajo productor de mercancías. La esfera de la circulación, donde estas mercancías eran colocadas, fue considerada como el riesgoso escenario de la economía «moderna», al que por atributos de la conciencia solo podían acceder ciertos intermediarios. La articulación entre esta economía «natural» artificialmente fabricada y los circuitos comerciales de la «economía moderna» redundaban en una forma de acumulación oligopólica en gran parte subvencionada por el trabajo no remunerado (Assadourian 1973). Podría decirse que este matrimonio entre ideología religiosa y economía, al que la acción del obispo tanto contribuyó, se alimentó de elementos de la filosofía jesuítica, pero no constituyó en sí un modelo de modernidad económica jesuítica. Sin embargo, es precisamente en las empresas temporales de la Compañía de Jesús, en la administración económica de sus colegios, haciendas, obrajes e incluso misiones de frontera —siempre vistas como parte constitutiva de una empresa de salvación— en donde se vio la experimentación más avanzada de este modelo. Según la observación de los viajeros ilustrados Jorge Juan y Antonio de Ulloa «observadores del gobierno y régimen particular de los indios» que visitaron las provincias de Quito y Nueva Granada en 1735, por orden de Fernando VI, las empresas jesuíticas constituían un reto para la interpretación.26 Según estos académicos,
bienes, y una distribución «filantrópica» de «socorros» y suplidos (Guerrero 1991). Se trataba de una economía en la que el trabajo aparecía como una deuda a un patrón protector (Farnsworth-Alvear 2000). Por esta figura de deuda, al patrón se le debía lealtad más allá de cualquier impedimento legal y los trabajadores llegaron incluso a formar tropas militares privadas. 26 Tenientes generales de la Real Armada, miembros de la sociedad de Londres y de las reales academias de París, Berlín y Estocolmo, vinieron en una expedición científica para estudiar el grado terrestre en el Ecuador y contribuir al debate copernicano. Después de ello, fueron encargados por Fernando VI y el primer
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los jesuitas habían logrado diseñar una división del trabajo y una segmentación del saber muy particular, una especie de dualismo entre lo «tradicional» y lo «moderno», entre lo utópico y lo comercial, cuya eficiencia en mantener silenciados los conflictos y llenas las arcas era proverbial. El éxito de estas empresas había sido su modelo de administración laboral. Los jesuitas habían decidido utilizar instituciones sociales «tradicionales» andinas en sus misiones e integrarlas a una estricta división y supervisión del trabajo orientado a la producción de mercancías. El papel de los funcionarios «a la usanza antigua» era el de movilizar trabajo colectivo, «el abate raynal dice en el tomo II lib. 8 de los establecimientos de los europeos en las dos indias, que instruidos los jesuitas del modo con que los incas gobernaban su imperio y hacían sus conquistas, los tomaron por modelo en la ejecución de este gran proyecto, pero los jesuitas tenían una persuasión más poderosa» (Juan y Ulloa 1982: 410, nota de Barry); «El corregidor, los alcaldes y demás magistrados, así como sus mugeres eran los primeros que se presentaban en el lugar de la fatiga. Todos iban descalzos y sin más distinción que las varas y bastones signos de sus oficios civiles, los vestidos de gala que el común tenía destinados para decorarlos solo servía en las festividades» (Juan y Ulloa 1982: 413). Una serie de dignidades andinas investidas por los mismos jesuitas aparecían como legados de un antiguo derecho de gentes; se reconocía su utilidad para controlar a la población, pero carecían de todo poder jurídico. Los caciques eran funcionarios subordinados del organigrama de político de la misión, en la cual se practicaba la doctrina de la Iglesia sobre el Estado: «Elegidos por el pueblo a presencia del cura, sujetos a él así en lo temporal como en lo espiritual y solo confirmados por el gobernador». El uso del lenguaje de la costumbre se integraba al contexto más general del lenguaje de la misión utópica. La utopía consistía en hacer de estos espacios reglamentados unos nichos gobernados por virtudes naturales, donde se había sufrido la caída del hombre natural y, por tanto, quedaba excluida la búsqueda de consensos tendientes a la formación de una sociedad civil y política contractual. El lenguaje neo-incaico de los jesuitas tenía que ver con la delimitación del territorio de la misión como un territorio moral donde la misma sociedad, alegóricamente representada en el derecho de gentes andino, pudiera autorregularse, con referencia exclusiva a una autoridad religiosa, donde era por tanto innecesaria la invención del Estado. Este lenguaje condecía con una división explícita en los libros jesuíticos referentes a la administración de bienes temporales en la economía de la salvación. Esta división, como hemos sugerido, delimita dos escenarios: una esfera «natural» donde se protegen las conciencias inocentes o torpes de los indios, mientras se les da alguna utilidad; una esfera «moderna» constituida por ciudades, cortes, circuitos de mercancías, finanzas e información, donde los jesuitas y sus pupilos, las elites coloniales, se movían cómodamente, con la condición única de mantener un cierto alejamiento interior antes descrito. El «neoincanismo» jesuita, que suponía el trabajo colectivo de hombres y mujeres desde niños a ancianos, se combinaba originalmente con un sistema de control de tiempo productivo que resultaba en una amplia producción de excedentes comercializables.
secretario de Estado, marqués de la Ensenada, para averiguar el verdadero estado político de estas colonias, y el porqué de la debilidad militar española, y la miseria de los indios. Se las concibio como Noticias secretas y solo fueron publicadas en 1826 por el inglés David Barry.
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No se permitía que en esta república hubiese mendigos ni ociosos. Estos eran destinados al cultivo de los campos reservados, que se llamaban la Posesión de dios. A las indias se les daba tareas de hilado, menos a aquellas ocupadas en el cultivo de los algodonales, de esta fatiga estaban exentas las embarazadas, las que criaban y otras legítimamente impedidas de salir al campo, pero no de la ocupación del hilado. En cada reducción había talleres para las artes; principalmente aquellas que eran mas útiles y necesarias; como herrería, platería, carpintería, tejidos, fundición; así también otras artes de agrado […] desde que los niños eran capaces de trabajar eran llevados a estos talleres donde el genio decidía su profesión […] en cada pueblo había una casa llamada de refugio donde se mantenían en reclusión las mugeres que no tenían hijos que criar, las viudas, los enfermos habituales, los viejos, allí se les sustentaba y vestía aplicándolos a aquel género de trabajo que sufría su capacidad para mantenerlos en acción.
La fabricación de estas aldeas «naturales» o territorios morales suponía un sistema de vigilancia interno muy estricto, una regulación minuciosa del espacio y del tiempo de la población. A la manera inca, pero bajo unos ritmos inusitadamente rápidos, funcionarios investidos a la usanza antigua regulaban y tecnificaban las funciones y oficios, se regulaban los espacios, se contabilizaba el tiempo, se vigilaba hasta la sexualidad. Las calles de los pueblos eran tiradas a corde; la plaza ocupaba el centro, donde hacían frente la iglesia y los arsenales. Al lado de aquella estaba el colegio de los misioneros, y después seguía una línea de edificios públicos como almacenes, graneros y talleres. Para el mejor mantenimiento del orden público, la campana anunciaba a una hora determinada de la noche, el tiempo en que todos debían ir a recogerse. Una patrulla celadora que se remudaba de tres en tres horas, velaba sobre la observancia de esta ordenanza. De cuando en cuando se permitían regocijos públicos, que venían a ser unas gimnásticas, donde la salud adquiría fuerzas, y aumento la virtud: pero en estas danzas los jesuitas no permitían la promiscuidad de sexos, para evitar toda ofensa posible contra el pudor. (Juan y Ulloa 1982: 413)
La misión del Paraguay había sido una sociedad en la que la producción de mercancías era la más eficiente conocida y sin embargo el uso del dinero al interior del espacio misionero estaba prohibido: «los efectos comerciales así en rama como fabricados entraban en el giro de la negociación y sin embargo en esta república era desconocido el uso de la moneda y todo signo que la representara». El estricto control del tiempo de los indios se combinaba con una contabilidad marcada por la ética del ahorro por parte de procuradores y mayordomos. Un hermano coadjutor hacía las veces de redistribuidor de una dosis básica de comida y vestidos «como para no inducir a idolatría» mientras un procurador sacaba todo el excedente fruto de la disciplina laboral para ser vendida en las «ciudades modernas». Así, los trabajadores eran conducidos a autorreproducirse sin percibir salarios, a la vez que su ritmo productivo organizado bajo un formato penitencial les introducía en un máximo rendimiento en la producción de mercancías: «es verdad que a cada padre de familia se le adjudicaba una suerte de tierras, cuyo producto le correspondía en propiedad, pero no podían disponer de él a su albedrío porque viviendo siempre como el pupilo bajo la férula del tutor, todo lo disponía el doctrinero o padre espiritual» (Juan y Ulloa 1982: 412). La producción de yerba mate y tejidos en el caso de la república moral del Paraguay era, por ejemplo, entregada al coadjutor, y este la pasaba al procurador, quien se encargaba de administrar el negocio financiero y comercial.
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[...] los efectos comerciales así en rama como fabricados entraban en el giro de la negociación y sin embargo en esta república era desconocido el uso de la moneda y todo signo que la representara. Los frutos de la tierra y lo sobrante de su industria era permutado con las producciones que los Indios no tenían, y los artefactos que necesitaban. Los efectos comerciales, así en rama como fabricados, entraban en el giro de la negociación. Los más considerables de estos artículos eran la yerba del Paraguay, la cera, la miel y los lienzos de algodón. Los artículos de comercio salían fuera de la provincia, y la mayor parte se consumían en Buenos Aires. (Juan y Ulloa 1982: 413)
En este contexto, el discurso en torno a la necesidad de salvar a los indios de la carrera de corrupciones introducida por el capital articulaba una misión salvífica con un modelo de administración económico interno colonial. Siendo la imagen religiosa, como lo ha planteado Gruzinski, el termino simbólico de intercambio entre castas de otro lado excluidas, no solo reemplazaba el crédito político que les negaba la sociedad colonial, sino que reemplazaba la presencia de la moneda. Fuertemente controlada como símbolo de intercambio entre diferentes, la imagen religiosa es uno de los pocos términos de intercambio valorado positivamente que se promueve entre los sectores subalternos. Sin embargo, la apetecida imagen religiosa, sustituta de la movilidad social, es el símbolo de intercambio, o moneda, de un sistema financiero altamente monopólico. Según el modelo jesuítico, en contraste con el modelo liberal, la mayor eficiencia de una empresa se encontraba no en la división del trabajo y la segmentación de escenarios como la producción, la vida privada, el gobierno político, las ciencias, etcétera, sino en el promover una fusión de funciones, una visión de totalidad manejado desde un centro teológico. La posibilidad de sobredeterminar mediante un discurso religioso el sentido y recompensa de la actividad, el hacer del trabajo un ejercicio penitencial, y codificar la infraestructura productiva como un edificio orientado hacia la salvación, permitía recrear alternativamente aquella división tan delicada promovida por el gobierno colonial: la división entre tutelados tributarios insertos en el espacio utópico de la no modernidad y un polo de acumulación externo. En experiencias menos codificadas que la misión, las empresas jesuitas parecen haber estado gobernadas de manera similar. Así mismo se producían bienes agrícolas fructificados con el trabajo de la «comunidad indígena» reconstruida al interior de las haciendas. A estos neocomuneros se les «socorría» para su reproducción con acceso a tierra y mercancías repartidas. Y sin embargo, los viajeros notaban que el indio «al cabo del año está tan adeudado en más de lo que gana, sin haber tocado dinero con sus manos ni entrado en su poder cosa que lo valga» (Juan y Ulloa 1982: 269). Así, en las haciendas jesuitas de Quito las virtudes de los mayordomos de la hacienda obraje de Itachi eran descritos como su capacidad de ahorrar a la Compañía el salario de los trabajadores, en algunos espacios esclavos, en otros indios conciertos, y recompensarlos prodigiosamente con bienes de la tierra y signos de salvación. Existían dos funcionarios de la Orden encargados de cada una de estas esferas de la red productiva: el procurador, a cuyo cargo estaban «las gestiones financieras de mayor envergadura que vinculaban al exterior como relaciones interhacendatarias locales y regionales, búsqueda de mercados» y el mayordomo, «al interior de cada unidad productiva, se encargaba de los libros de cuentas de las haciendas, ingresos y egresos, siembra y cosecha, inventarios, deudas y libro de rayas de trabajadores y sirvientes» (Coronel Feijoo 1991: 100). En la memoria del jesuita Pedro de Mercado podemos encontrar el código de virtudes que in-
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formaba la acción administrativa de estos funcionarios. Entre las virtudes del procurador se menciona su ejemplar capacidad de separar el campo de lo doméstico, y los afectos naturales, del campo de la administración de los bienes que le son responsabilizados como persona moral. Este es el caso del procurador Miguel Gil, quien «veinte y siete años sirvió al colegio de Quito solicitando incansablemente el aumento de las haciendas para el sustento de la comunidad». Este había renunciado al uso personal de esta riqueza, y a favorecer a sus familiares o allegados. Esta visión de «administración profesional» de recursos se recubría, en la escritura del jesuita, de imágenes de exagerada autodisciplina: «torturas, hambre y malos tratos autoinfringidos». La tortura del cuerpo no era un vehículo para la contemplación mística; al contrario, es una práctica íntimamente ligada a la crítica y superación de la racionalidad económica feudal. Los jesuitas proponían una aproximación religiosa al manejo impersonal del capital y a la noción de vocación mediante la cual ejercían funciones administrativas dentro de la Orden de manera afín a la racionalidad burocrática. Los jesuitas ofrecen ciertamente una vía ascética al capitalismo. Así un procurador combinaba la autodisciplina con el distanciamiento de sus redes clientelares personales: «Tenía tan poco cuidado de su particular sustento, que muchas veces padecía hambres. No ayudó a sus parientes pobres diciéndoles que no era dueño de la hacienda que manejaba; guardó la virtud de la justicia pagando su trabajo a los que servían y fue muy fiel en cumplir la palabra que empeñaba en los tratos que hacía en bien del colegio» (Mercado 1957: 80). De la misma forma, los hermanos coadjutores, o mayordomos, aprendían de la imagen vigilante del procurador a tener un manejo constante de su control interno de recursos: «Cuando menos se percataban los mayordomos se les entraba por las puertas y así vivían cuidadosos viendo que el hermano Miguel era hombre que no le atajaban las incomodidades de los tiempos para visitarlos y saber si cumplían con la obligación de sus mayordomías». Los hermanos coadjutores escogidos «de los menos perfectos, hijos de labradores» contaban entre sus virtudes con una combinación entre vigilancia y vocación penitencial particularmente aplicada al control interno de las cuentas y de los trabajadores. Su ascética consistía en hacer gustosamente la penitencia de sufrir sin queja la cercanía de las castas laborales, y no mezclarse con ellos; administrarlos en la cercanía cual si fueran distantes, es decir, en un gesto de fría e impasible relación. Este es el caso de Alonso Varela, quien «obedeció con rendimiento, humildad y mortificación. Ocupábase gustoso de los oficios más bajos de la casa. Cuando estaba en las haciendas toleraba el mal natural y la rudeza de los indios y negros que servían en ellas». También es el caso del hermano Matías López, administrador de la hacienda jesuita de la Calera en Santa Fe, Nueva Granada, a quien se le atribuye haber tenido la sangre fría para mantener la distancia de un administrador frente a la naturaleza indómita de sus trabajadores. Su ascética consistía en no ejercer la violencia pero si la rigurosidad calma, «ocupación que por depender su servicio de gente bronca y de poco discurso y respeto como son indios y negros, lo pierden muchas veces sus amos» (Mercado 1957: 194). Si esta era su ascética, su eficiencia estaba en ahorrar a la Compañía el salario de sus conciertos, no solo de sus esclavos mediante la implementación de formas institucionales arcaicas que movilizaron el trabajo colectivo. Así, en una exaltación de las virtudes del hermano coadjutor de una de las haciendas de Quito se mencionaba cómo este había dispuesto todo para que los trabajadores produjeran su manutención e incluso lo mantuvieran a él mismo sin pasar por costo alguno.
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[...] obraba sin estruendo ni ruido ni dar cuidado alguno a los superiores ni procuradores, antes bien para eximirlos del que debieran tener para sustentarlo a él y dar raciones a los negros e indios hacían sus labranzas de maíz y otras cosas necesarias para el sustento de sus sirvientes y concertados teniendo particular inteligencia para pagarles a estos sus salarios por no ser cargoso a los procuradores y librarlos desde trabajo con gusto y estimación de los superiores. (Mercado 1957: 196)
Los viajeros ilustrados observaron cómo la disciplina sacramental que regía en las misiones del Paraguay había calado en las empresas de criollos que aplicaban a sus indios al trabajo textil mediante técnicas de contabilidad del tiempo y alegorías penitenciales. La administración del trabajo suponía una combinación entre la fabricación de arcaísmos sociales y una ascética laboral inspirada en la disciplina penitencial. Las figuras sociales arcaicas estaban orientadas a introducir al jornalero a una forma de trabajo colectivo familiar a la vez que lo anclaba en un territorio imaginado como premoderno. Por su parte, la imagen del trabajo como un ejercicio penitencial inducía a la incorporación de los ritmos de producción facilitados por las tecnologías ascéticas de control del tiempo. Así lo indica un pasaje extraordinario donde los viajeros observan la hibridación de escenarios, tiempos y ritmos sacramentales con la semántica de la producción obrajera. Se trata de la iglesia de la hacienda privada de Colimbuela, de la provincia de Quito, un día de fiesta [...] a donde concurrieron varios Indios de la misma hacienda para confesarse, pero en lugar de subministrarles el Cura este sacramento, los tenia exercitados tanto a los varones como a las mujeres; a estas en los corredores o galerías del patio, donde estaban hilando tareas de lana y algodón que les había dado la señora del cura y a aquellos arando y haciendo siembras, de tal modo que habían estado trabajando todo el día, ...aquello se prácticaba con los indios de cada hacienda durante la quaresma.
Y continúa: [...] lo más escandaloso fue, que los que componian el coro de la iglesia estaban ocupados en los telares, y aunque empezó a decirse la misa, no por eso dejaron de trabajar en ellos y su ruido causaba la irreverencia que se puede considerar. Después que se acabó la misa y salió la gente, cerraron la iglesia y quedaron los Indios en ella, como se práctica en los obrages; trabajo que no podía disimularse (ni se quería) porque el ruido de los telares se dexaba sentir desde fuera. (Juan y Ulloa 1982: 341)
El trabajo visto como un ejercicio penitencial era fundamentalmente el vehículo ofrecido a los sujetos coloniales para su redención del estigma de la idolatría, estigma que justificaba su trato como sujetos colonizados. Como lo observan con tanta agudeza los académicos Ulloa y Juan, el trabajo penitencial tenía como objetivo final su integración o descanso, una meta tan distante que solo podía darse en un terreno metafísico. El trabajo en galera al interior de una nave es la metáfora que utilizan los observadores para describir el ritmo del trabajo al interior del obraje quiteño. Esta es una metáfora barroca que evoca la constancia del horizonte de la salvación: «[...] para formar un perfecto juicio de lo que son los obrajes es preciso considerarlos como una galera que nunca cesa de navegar, continuamente rema en calma, alexandosele tanto que no consigue nunca llegar a él, aunque su gente trabaja sin cesar con el fin de tener algún descanso» (Juan y Ulloa [1982]: 276).
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En una observación irónica, Ulloa y Juan sugieren que los penitentes más estrictos, y por tanto los sujetos más ejemplares, eran los mismos indios, pues todas sus privaciones y constantes faenas se entendían como actos de renunciación religiosa al deseo material: «es dicho común de los hombres más juiciosos de aquellos países, que si los Indios llevan por Dios los trabajos que pasan durante su vida, serian dignos de que los canonizase la Iglesia por santos; el continuo ayuno, la perpetua desnudez, la constante miseria, la interminable opresión, y el castigo exorbitante que sufren desde que nacen hasta que mueren es más que suficiente penitencia para satisfacer en este mundo todos los pecados que les puedan ser imputados» (1982: 292). La especialización entre espacios religiosos y espacios productivos características de un paradigma de modernidad liberal siguió otro cauce en el modelo de modernidad criolla. Esta fusión entre lo religioso y lo productivo, lo arcaico y lo moderno no implicaba indolencia y «subdesarrollo» como lo señaló claramente C. S. Assadourian en la década del 70 contra los teóricos de la modernización funcionalista. Tampoco se trataba de una vía de emancipación mental del hecho capitalista como lo suponen hoy los nostálgicos de la diferencia cultural hispanoamericana. Las instituciones religiosas no ocultaban un modelo de explotación a la vez capitalista y colonial como lo entendieron Bernard Lavallé (1982) y Germán Colmenares (1969), sino que fueron los centros de producción ideológico y de experimentación de sus formas más eficientes. La fusión de lo sacramental con lo productivo, hecho acerca del cual resta aún mucho por estudiar, resultó de una concienzuda regulación del trabajo en contextos coloniales y católicos. Las empresas de laicos pudieron beneficiarse del discurso de la imposibilidad de los conciertos de hacer una correcta restitución para privarlos de la administración de un salario. Así, llevado a cálculos, Ulloa y Juan se admiraban de la gran conveniencia que resulta para los amos el tener criados tan mal pagados, tantos y que sirvan con tal sumisión, y sostienen con una especie de ironía que esa invención criolla de la pereza y torpeza de los indios es proporcional a su tiranía y codicia (1982: 284-286): Una manada de ovejas se regula en España por 500 cabezas, y para guardarla mantiene su amo un pastor y un zagal que son dos hombres. En Andalucía gana el pastor 30 reales al mes que son 24 pesos al año, y el zagal gana 20 reales que componen 16 pesos, el salario de los dos compone 40 pesos. Además de este salario los ha de mantener el amo de pan, aceite, vinagre y sal, con lo necesario para los mastines; les ha de dar jumento para llevar el hato, y así que pasan de tres manadas ha de mantener un rabadán, para que los pastores y el amo le provee de caballo. En el Perú se regula cada manada por un numero de 800 a 1000 cabezas y se guarda con un solo hombre; este no gana mas que 18 pesos al año de los cuales le descuentan el tributo que es 8 pesos, así pues le quedan solo 10 pesos, con los cuales se ha de mantener él, su muger e hijos y los perros que le han de ayudar a cuidar el rebaño, porque su amo no le da ninguna cosa mas. La cortedad de este salario no se puede atribuir a lo barato de las cosas necesarias para la vida, pues al contrario todo es allá incomparablemente mas caro que en España. (Juan y Ulloa 1982: 274)
El concepto de que los indios estaban limitados en su capacidad de abstracción, incidía en una tesis tan peligrosa como la que los excluía del mercado monetario. Su supuesta pureza del mercado tenía un serio efecto sobre el modo en que se ejercía sobre ellos el dominio. Incapaces de entender el carácter impersonal de la política, carecían de ley civil, de origen político y estaban excluidos de las reglas de la soberanía. Así se entendía el que la
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autoridad debiera investirse de formas costumbristas pero sobre todo de formas de afecto natural y deuda moral. Los indios no solo estaban muertos en cuanto al derecho; al no entender de política era «prudente» excluirlos de la práctica del contrato, estaban solo vivos como miembros de la república cristiana. La propuesta política inspirada en el modelo jesuítico era la de una teocracia en la cual cada vínculo social privado constituía un elemento en el organigrama del dominio moral, la economía de los afectos que oscilaban entre la deuda y la penitencia se habían propuesto como los mecanismos centrales para mover a la acción a los sujetos. La figura del contrato permitía la delegación de la potestad a una figura paternalista. En esta relación de dominio una de las partes representaba la distribución y la justicia para ambas partes; lo más importante era, sin embargo, que se desterraba la política de toda consideración y se imponía una combinación entre economía y teocracia muy particular de la modernidad católica. La empresa misionera, como siempre, constituía un modelo ejemplar de gobierno privado de tipo teocrático, nunca un protomodelo de Estado nacional: Sin soberano, sin instituciones de nobleza predominante, sin representación popular, sin ejércitos, en la que vivían subordinados, sin opresión ni mendicidad, sin código penal porque no había delitos, y sin leyes civiles porque no había injurias; las artes estaban cultivadas, la religión triunfaba en la unidad de la fe y en la pompa de sus ceremonias se organizaban 280.000 tributarios de 18 a 50 años […]. El gobierno de esta república tenia más de una teocracia , que de alguna otra forma, pues la conciencia hacía veces de legislador. No había en ella leyes penales, sino unos meros preceptos, cuyo quebrantamiento se castigaba con ayunos, penitencia, cárcel y algunas veces flagelación […] algunos sin más testigo que su conciencia confesaban su culpa y clamaban por expiación para calmar esos remordimientos que eran para ellos más duros que los suplicios. (Juan y Ulloa 1982: 410-412) FUENTES HISTÓRICAS JUAN, Jorge y de Antonio ULLOA
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Memorias del modo con que yo don Miguel de Jijon y Leon caballero del orden de Santiago he empleado los anios de mi vida: así mismo apuntare al fin de ellas algunas cosas que tengo preparadas y
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Muchos simples maravillosos [medicamentos] de este mundo nuevo, darán dilatado campo a filosoficos discursos, quando los agudos ingenios, que en él se crian, se ocupan mas en el conocimiento de las verdaderas ciencias, que en las trazas de sacar, y gozar sus incomparables riquezas. Arte de los metales (Madrid, 1640)
E
l propósito central de este trabajo consiste en reflexionar sobre el concepto de modernidad a partir de un caso concreto, el del estudio de crónicas, manuales y tratados de minería y metalurgia redactados por jesuitas en los Andes o sobre los Andes durante los siglos XVI y XVII. Intentaremos mostrar cómo algunos de ellos fueron autores de verdaderas innovaciones técnicas que constituyeron contribuciones esenciales a la historia de las técnicas mineras de Occidente; técnicas que muchas veces perduraron hasta bien entrado el siglo XIX. Estos inventos y métodos novedosos dan cuenta en el Perú de una modernidad en el campo de la minería que muchas veces precedió a la Europea, o que, por lo menos, cuestiona una modernidad definida y pensada desde Europa. Nuestro trabajo está centrado en la obra de Álvaro Alonso Barba, el Arte de los metales, redactada a mediados del siglo XVII, aunque utilizaremos las obras de otros jesuitas, a fines de comparación. La primera parte de este trabajo se concentra en el estudio de las proposiciones de nuevos métodos o técnicas para mejorar el sistema de amalgamación. En la segunda, abordamos más bien problemas que tienen que ver con la descripción de las minas y minerales peruanos, tratando de poner en relieve la dinámica entre el saber antiguo y la experiencia que caracterizaron a las obras de la época. Por último, en la tercera parte examinamos el carácter o calidad de experto de mineralogía de Alonso Barba. MÚLTIPLES SOLUCIONES A UN SOLO PROBLEMA: MEJORAR EL MÉTODO DE LA AMALGAMACIÓN
Cursaban los años 40 del siglo XVII, cuando un cura español residente en Potosí escribía el otrora famoso Arte de los metales1 y daba a conocer con las siguientes palabras su descubrimiento:
1
El título completo del tratado es: El arte de los metales, en que se enseña el verdadero beneficio de los de oro, y plata con azogue. El modo de fundirlos todos y como se han de refinar, y apartar unos de otros. En este trabajo utilizaremos la edición facsímil publicada por el CSIC (Madrid, 1992).
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S 227
El año de 1609, residiendo yo en Tarabuco, Pueblo de la Provincia de los Charcas, ocho leguas de la Ciudad de la Plata, su cabeza, queriendo experimentar uno, entre otros modos, que havia leìdo para quaxar el Azogue, que havia de hacerse en olla, ò vaso de hierro, intenté à falta suya hacerlo en un perolillo de los ordinarios de Cobre, y no teniendo efecto lo que esperaba, añadirle tentando algunos materiales, y entre ellos metal de Plata molido sutilmente, pareciendome, que las reliquias de semilla, y virtud mineral, que en estas piedras havria, con el calor, y humedad del cocimiento, podrian ser de importancia para mi pretension. Saquè al fin en breve cantidad de pella, y Plata, que al principio, como à poco experimentado, me alterò no poco; pero desengañéme presto, advirtiendo, que era la Plata que el metal tenia la que el Azogue havia recogido, y no otra en que se huviesse en parte transmutado. Quedè muy contento con el nuevo, y breve modo, que acaso hallè de beneficiar metales: y desde entonces con discursos, y experiencias continuas lo aventajè en muchos años, usandolo y comunicandolos publicamente, sin hacer mysterio de reservar para mi solo èste, ni otros secretos. Exercitelo con mas comodidad desde el año de seiscientos y quince, siendo Cura en Tiaguanaco de la Provincia de Pacages, y con mas abundancia, y provecho desde el de diez y siete en la de los Lipes. En el discurso de tanto tiempo han querido algunos ganar gracias, atribuyendose meritos agenos, pidiendo aventajados premios en diferentes partes, por inventores de este beneficio nuevo: pero bien han mostrado no haverlo sido, ni saberlo con fundamento sus propios yerros, y desengaños agenos. Yo sè de mì de cierto, que no lo aprendì de nadie, ni lo supe, sino con la ocasion dicha, aunque por ser tan dilatado el mundo, en edades y regiones, no sé si el alguna se ha usado antes de ahora, aunque no hacen memoria de èl ninguno de los Autores Antiguos, ni Modernos, que tratan estas materias. (Libro II, cap. I, pp. 105-106).
El autor de estas palabras e inventor de este beneficio conocido como de «cazos y cocimiento», fue Álvaro Alonso Barba, cura natural de Lepe, que pasó a residir en la región de Charcas desde 1602. Sabemos gracias a J. Barnadas (1986), su principal biógrafo, que Alonso Barba estuvo matriculado en un primer curso de Artes en el Colegio Mayor de Santa María de Jesús, en Sevilla, entre 1585 y 1586. Permanecen todavía en la sombra sus estudios teológicos, los canónicos y la ordenación sacerdotal. Su recorrido como doctrinero en el Alto Perú fue muy variado: sirvió en Tarabuco (1609), Tiaguanaco (1615), Lípez (1616); fue coadjutor en la iglesia de Chuquisaca (1625), Oruro (1615) Yulloma (1630), Yotala (1634), San Bernardo de Potosí (1635); cura de la catedral de Chuquisaca (1644), racionero en Chuquisaca (1653) y chantre en la misma catedral. Su muerte acaeció en España en 1662 y fue sepultado en la capilla del Colegio de San Hermenegildo, de los jesuitas, en Sevilla. Álvaro Alonso Barba expone, como dijimos, su descubrimiento en su manual el Arte de los metales que redactó en Potosí entre 1635 y 1637 y que fue publicado luego en Madrid en 1640. Se trata del manual de mineralogía y metalurgia más importante de la Época Moderna. Consta de cinco libros. El primero contiene sus ideas teóricas sobre los minerales, sus cualidades y origen; además, incluye la preparación de algunos productos, así como también referencias a los yacimientos minerales de Charcas e indicaciones prácticas para su explotación. Algunos capítulos de este libro están dedicados al estudio de la búsqueda y disposición de las vetas y a sus diferentes tipos. En el libro II «se enseña el modo común de beneficiar los de plata por azogue, con nuevas advertencias para ello». En el III, el autor presentó su descubrimiento y «trata de el beneficio de los de Oro, Plata, y Cobre, por cocimiento». En el IV, se «trata de el beneficio de todos [los metales] por fundición». Finalmente, en el V «se enseña el modo de refinarlos [los metales], y apartarlos unos de otros». En trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997) hemos señalado que este manual parece seguir
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CARMEN SALAZAR-SOLER
el modelo doxográfico griego: con una parte teórica (el primer libro) y una práctica (los otros cuatro libros). En palabras de M. Bargalló (1969), el contenido minero metalúrgico del Arte de los metales, especialmente en lo que se refiere al último aspecto, significa un gran progreso sobre los tratados del siglo XVI, que ignoraban la amalgamación de los minerales de plata, con la excepción de las referencias a De la pirotechnia (1540) de Birunguccio. Como es sabido, la amalgamación del oro era conocida en la época romana, y la de la plata en la Edad Media por los alquimistas; son numerosos los textos de este último periodo que se ocuparon de ella, como lo hace el Libro del Tesoro de Alfonso X el Sabio. Figura también en las cartillas alemanas que con el nombre de Probierbüchlein se publicaron durante el primer tercio del siglo XVI. Sin embargo, como advierten Rodriguez Carracido (1917) y Bargalló (1969), esta amalgamación se refería únicamente a metales puros y nunca a la extracción de la plata de sus menas (Portela 1989: 156). Según E. Portela (1989: 156-57), la primera aplicación del método de amalgamación a menas de plata fue la descrita por Biringuccio en 1540. Se trata, en realidad, de una descripción muy breve de una técnica aplicable en todo caso en pequeña escala, que careció de repercusión en la literatura especializada. Prueba de ello es que las obras de Agricola (1556) y de Lazarus Ercker (1556) nada dicen al respecto. Pese a ello, afirma Portela, Cyril Stanley Smith sugiere que Biringuccio pudo influir sobre los españoles que inventaron el beneficio a través de las obras de Bernardo Pérez de Vargas, hecho que el autor considera muy improbable porque este, por desgracia, silenció todo lo relativo a la amalgamación a pesar de conocer a fondo la obra del italiano. El mérito de Bartolomé Medina consiste, entonces, en haber conseguido la adaptación y aplicación en Pachuca, Nueva España, en 1555, del método de la amalgamación a escala industrial. Se desconoce algún texto de Medina que describa este método. Las descripciones que han llegado hasta nosotros son más tardías, como por ejemplo las de José de Acosta (1590), Juan de Cárdenas (1591), Gómez de Cervantes, y las del siglo XVII, como la muy completa de Alonso Barba (1640) y la de Bernabé Cobo (1653). Sabemos que el éxito de Medina fue tan espectacular que la noticia llegó enseguida a la Península y al cabo de algunos años se llevaron a cabo los primeros intentos de aplicación de la amalgamación en España y, en concreto, en las minas de Guadalcanal. Al parecer, estas experiencias fueron financiadas por la Corona y estuvieron a cargo del gallego Rivas y el valenciano Boteller, quienes, según Portela (1989: 158-159), pudieron estar en contacto con Medina en Nueva España, o al menos fueron testigos y usuarios del método. Estos ensayos resultaron en un fracaso, quizá debido a que no supieron superar las dificultades que planteaba la diferencia entre los minerales europeos y los americanos. Los ecos del éxito del método de Medina superaron las fronteras de la Península y llegaron, por ejemplo, hasta la corte imperial de Viena, en donde en 1588 Juan de Córdoba propuso a esta «extraer la plata de cualquier mineral, con poco costo y en ocho días» (Portela 1989: 159). Esta experiencia también fracasó. Durante el mandato del virrey Toledo, se introdujo y adaptó este método de amalgamación en Potosí. Se tienen pocas noticias sobre Pedro Fernández de Velasco, el introductor de dicho método en el Cerro Rico. Solo sabemos que residió en México, en donde aprendió el beneficio de Medina, y que vivía en el Perú desde antes de 1571. En Potosí, al tiempo que trabajaba en el socavón de Benino, realizó ensayos del beneficio con las menas del Cerro Rico. Ahí conoció al corregidor De la Bandera, quien se interesó en el beneficio y escribió
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al virrey Toledo una carta dándole cuenta de los ensayos, que fueron repetidos en Cuzco, en presencia del virrey. Luego de dichas pruebas ejecutadas en esta ciudad, el virrey envió a Hernández de regreso a Potosí para que, junto al corregidor ya mencionado, repitiera los «ensayes de por mayor» en los abundantes metales «questavan desechados en tiempos pasados» (Bargalló 1969 y Assadourian 1992: 128). Según la documentación de la época, Fernández de Velasco no fue el primero en intentar aplicar el método de Medina a las menas peruanas; sabemos que hubo intentos anteriores, la mayoría fracasados. Al parecer Henrique Garcés fue el primero en ensayar el beneficio con menas peruanas, no en las minas de Potosí sino en las de Guamanga. Garcés había aprendido el método durante un viaje que realizó a Nueva España (Assadourian 1992: 123). Pese a la afirmación de Garcés sobre que de ello «redundo grande aumento a la hazienda real», el nuevo beneficio no predominó en la zona. Esto podría explicarse, según Assadourian (1992: 123-124), no por problemas de abastecimiento de azogue, sino por un factor de trabajo o de cálculo económico de los empresarios mineros, es decir, que la alta ley de los minerales de Huamanga podía hacer de la fundición con fuelles el procedimiento de mayor rentabilidad. En cuanto a Potosí, sabemos que hubo varios ensayos fracasados antes del exitoso de Fernández de Velasco. Desde tiempos del virrey marqués de Cañete, llegaron mineros españoles, portugueses y flamencos, procedentes, por lo general, de México o de España, que, conocedores de este método de beneficio, quisieron aplicarlo, sin éxito, a las menas potosinas. Estos intentos fracasados llevaron a la mayoría de mineros de Potosí a creer que la amalgamación era inaplicable a las menas de sus minas. La ausencia de mayor información impide explicar estos fracasos. Según M. Bargalló (1989: 172), hay que descartar las razones técnicas, pues los minerales pacos de Potosí eran semejantes a los colorados de Pachuca, en los cuales Medina había realizado los ensayos que lo llevaron a la invención del beneficio; por lo tanto, el autor atribuye el retraso en la introducción del beneficio en Potosí a la resistencia de los dueños de minas a abandonar el «cómodo sistema de fundición con guairas, que les ahorraba molestias y crecidos gastos de instalación de ingenios para el nuevo beneficio». Así, «sólo cuando las minas se vieron amenazadas por la ruina, ante la escasa ley de los minerales profundos, impropios para la fundición y útiles sólo para acrecentar enormemente los terrenos de desecho» los mineros de Potosí se interesaron en el beneficio por azogue y lo acogieron favorablemente. Assadourian (1992: 125) por su parte, no descarta, sin embargo, el aspecto técnico, pues los datos señalan que en Potosí se había fracasado en los ensayos y que las experiencias realizadas no lograban «acertar ni sacar provecho de los dichos metales por azogue». Bargalló, al comentar en su obra el método de Medina, subraya la importancia de este para la minería y metalurgia mundial, afirmando que los beneficios ideados por los españoles constituyeron el caso excepcional de un método original que apenas sin modificaciones perduraron tres siglos y medio hasta el advenimiento de las técnicas basadas en la cianuración. Pese a esta afirmación, hay que indicar que hubo una serie de mejoras y modificaciones al método de Medina tanto en el Perú como en Nueva España. En este trabajo nos limitaremos a señalar las principales en Potosí, pues es dentro de este marco que se sitúa Álvaro Alonso Barba.
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CARMEN SALAZAR-SOLER
Inventores geniales y autores de tratados de mineralogía y metalurgia del virreinato del Perú Porque siempre es facil añadir a lo inventado. Copia de un papel... (Madrid, 1661, AHN, Jesuitas, 187).
La documentación de los archivos permite identificar un buen grupo de mineros y otros individuos implicados en la minería que aportaron contribuciones a las técnicas extractivas, la mineralogía y metalurgia. Los documentos que hemos analizado, en particular para Potosí, son propuestas a la Corona para la adopción de nuevas herramientas o nuevos métodos de explotación y de beneficio. En el caso de Potosí, la documentación es particularmente rica para el periodo comprendido entre fines del siglo XVI y mediados del XVII (34 expedientes encontrados). Asistimos, durante este periodo, que coincide con el apogeo económico de Potosí, a una efervescencia intelectual y técnica. ¿Quiénes eran estos «genios» o astutos inventores? La documentación da cuenta únicamente de españoles (con la excepción de un genovés), criollos o mestizos, residentes en Potosí, Oruro o Lima. Podemos distinguir diferentes tipos de inventores. Los más numerosos son los señores de minas e ingenios, quienes estaban directamente implicados en el proceso. Encontramos igualmente un grupo formado por miembros del clero católico. Prácticamente todas las Órdenes religiosas presentes en Potosí han dado un inventor: el caso más conocido es, sin duda, el de nuestro Alonso Barba. Entre las propuestas de nuevos métodos de beneficio, encontramos aquellas de fray Horacio Genarés, de la Orden de los carmelitas, y de Garci Sanches, abogado en 1594; la del dominico Miguel de Monsalve en 1609, la del franciscano fray Lope de Navia en 1634 y la del jesuita Gonzalo Carrillo en 1674. Los médicos también estuvieron interesados en la minería de la época; el ejemplo más notable es el del «Agrícola andino» Martín Valladolid, médico de Potosí, cuya trayectoria recuerda a la del autor del Re Metálica, del cual se declara discípulo. En ciertos casos, se trata de personas que ejercen un oficio técnico, como Gonzalo Antúnez, carpintero de la Villa Imperial, inventor de una nueva herramienta para tamizar la harina de metales. Recordemos brevemente en qué consistió el aporte de algunos de los autores mencionados. La mayoría de estas propuestas tenían el objetivo de mejorar el sistema de beneficio por amalgamación introducido por Fernández de Velasco en Potosí en 1572. En 1582, Juan Capellín halla un nuevo procedimiento, cuyas características desconocemos, como lo señala G. Lohmann Villena (1970). El bachiller Garci Sánchez propuso una forma de ahorrar azogue utilizando la escoria de hierro. Juan Fernández Montaño sugirió, por su parte, «verter azogue en cada cajón de 50 quintales de polvo de metal, un poco de estiércol de caballo y unas onzas de sulfato de cobre (piedra lipes)», pero aparentemente esta mezcla no dio los resultados deseados (Lohmann Villena 1970: 646). En 1587, los hermanos Juan Andrea y Carlos Corzo, y su compañero Francisco Ansaldo Sandi, presentaron otro invento: mezclar con la harina de los minerales argentíferos y el azogue, durante el proceso de amalgamación, agua que contenía en suspensión limaduras o raeduras de hierro que se incorporaban a los minerales. Al parecer, este invento no solo fue aplicado y practicado, sino que resultó ser eficaz en el mejoramiento de la minería de la época (Lohmann Villena 1970: 646). Entrado el siglo XVII, la efervescencia intelectual y técnica es palpable; nuestro Álvaro Alonso Barba propone su famoso procedimiento de cazo y cocimiento para beneficiar oro,
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plata y cobre; regresaremos sobre este invento. En 1607 se concedió el privilegio de explotación al arbitrio ideado por Antonio Sigler, que proponía beneficiar los minerales de plata sin emplear magistral alguno. Ese mismo año, se concedió igualmente exclusiva a fray Miguel de Monsalve, quien además de atribuírsele ser el autor de ciertos hornos de reverbero para la extracción de mercurio, descubrió un nuevo método para beneficiar con mayor rendimiento los minerales negrillos. El año siguiente se dispensa privilegio a Giraldo Paris para el beneficio de plata y azogue. Cinco años después, el licenciado Rafael de Porras y Marañón declaraba «haber enviado en la flota de 1613 una muestra de cierta pasta y polvos para extraer plata y oro del mineral negrillo y de otro cualquiera, por baja ley que contuviera» (Lohmann Villena 1970: 646-647). En 1639, un año antes de la publicación del Arte de los metales, el licenciado Fernando de Montesinos publicó en Lima el Beneficio común, o Directorio de beneficiadores de metales y Arte de ellos, con reglas ciertas para los negrillos, que circuló de manera importante entre los beneficiadores de la época. En 1676, un minero de Potosí, Juan del Corro Segarra, terminaba un manuscrito, publicado el mismo año, en que explicaba un nuevo procedimiento para el beneficio de los metales, utilizando al parecer la pella en lugar del mercurio. Anunciaba que con su método se ahorraría la pérdida de unas siete libras de azogue que se consumían por cada cajón de plata tratado mediante el procedimiento del amalgama, con lo cual se podrían tratar también los negrillos. Este método tuvo muy buena acogida y contó con el apoyo del gremio de mineros y de las autoridades. El virrey conde de Castellar ordenó que se imprimiera el informe de Corro Segarra a fin de distribuirlo en los asientos mineros para su aplicación inmediata. El desengaño sobrevino rápidamente, y nuevas experiencias con asistencia de expertos demostraron la imposibilidad de aplicarlo y la ineficacia de dicho método (Lohmann Villena 1970: 647-648). Por último, al finalizar el siglo, hacia 1684, el sargento mayor Alonso Hidalgo de Tena propuso en Potosí un nuevo método para el mayor rendimiento de los minerales, manuscrito que fue impreso el mismo año (Lohmann Villena 1970: 648).2 Regresemos ahora a Alonso Barba y su invento. El método de cazos y cocimiento, y la posteridad No sosegó mi discurso investigando modo con que fuera mas y de menos gastos el beneficio […]; y añadiendo […] beneficios a beneficios, para que tuviera mas facil logro mi deseo de que por mi medio, e industria se consiguiese el mayor servicio del Rey […] y bien del Reyno. Arte de los metales
Como hemos visto en el acápite precedente, el deseo de obtener mejores rendimientos en una época en la cual los minerales eran menos ricos, motivó esta efervescencia intelectual en la búsqueda de «recetas» o remedios par aumentar la producción, disminuir los costes y aminorar las pérdidas, sobre todo de uno de los ingredientes principales del amalgama, el azogue. Este fue uno de los méritos proclamados por el método de Alonso Barba.
2 Consúltense los trabajos de C. Serrano (1996), G. Mira (1994) y de C. Contreras y G. Mira (1993) sobre los cambios tecnológicos y las transferencias de tecnología entre Europa y América hispana.
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Al beneficio que, como dijéramos, descubrió en 1609, lo llamó de «cazo y cocimiento», nombre que derivó del equipo utilizado, un cazo de cobre que llevaba acoplado un molinete. El procedimiento, siguiendo a Portela (1989: 161), consistía en «dispersar en agua el mineral finamente molido, vertiendo después el conjunto en unos cazos que contenían agua con una proporción de mercurio», que variaba en función de la calidad del mineral; «Los cazos eran introducidos luego en hornos y con la ayuda del molinete se mantenía el contenido en agitación hasta tanto el movimiento producido por la ebullición fuese suficiente». Alonso Barba proponía que el «agua evaporada se restituyera a través de un fino canal». Para evaluar la evolución del proceso se tomaban muestras del fondo con una «cuchara larga» y de acuerdo con los resultados analíticos se agregaba mercurio o se interrumpía el proceso si se había extraído la totalidad de la plata. Varias eran las ventajas de este método (Bargalló 1969), proclamadas por su autor. En primer lugar se encontraba, como dijéramos más arriba, el ahorro de azogue. Otra de las ventajas era que se podía prescindir de los indios repasiris, es decir, de aquellos encargados de mezclar el amalgama con los pies, con el consiguiente ahorro de sus salarios. Luego estaba la rapidez del método: 24 horas cuanto mucho, contra 3 a 8 semanas del método de patio de Medina. Finalmente, Alonso Barba proclamaba que con su método se podía obtener toda la ley por cada cajón de minerales o, en todo caso, una proporción mayor a la posibilitada por la extracción en buitrón. Bargalló (1969: 346) califica este método como una verdadera novedad en la amalgamación de menas de plata y sostiene que no se trataba de una modalidad más del beneficio originario de Medina. Además, nos dice el científico, el método era de gran sencillez: para menas pacos o colorados, tacana y plata córnea, solo se necesitaba el cazo de cobre, mercurio y agua hirviendo. Únicamente para minerales de más difícil amalgamación, como los sulfuros, especialmente negrillos crudos (sin quema), aplicaba Alonso Barba otros materiales, como sal, copaquira o caparrosa azul, alumbre, orines o lejía fuerte. Por otra parte, la pérdida de azogue en el beneficio era mucho menor que en el beneficio común de cajones en frío (y que el llamado de patio practicado en Nueva España). Pero, y aunque Alonso Barba lo afirmase, no siempre se obtenía con él toda la ley de la plata; aunque enseguida Bargalló afirma, en su defensa, que pocas veces se logró este rendimiento en los beneficios por amalgamación de Hispanoamérica. A pesar de todas estas cualidades, sabemos que el uso del método por cocimiento estuvo restringido en Potosí durante la Colonia, por razones que todavía no se conocen con certeza, pero que, en parte, según T. Platt (1999), descansan en las dificultades que representó para el beneficiador: altos costes en combustible y cobre, y su inadecuación para refinar grandes cantidades de mineral de muy baja ley. Sin embargo, el método será redescubierto en Europa, utilizado en Nueva España durante el siglo XVIII y durante el XIX en Bolivia. En efecto, según afirman varios investigadores, este sirvió de base al que Born introdujo en Europa a finales del siglo XVIII. A. von Humboldt (lib. IV, cap. XI) refiriéndose a este procedimiento decía «es el que el señor de Born propuso en 1786». Recordemos, aunque regresaremos sobre este aspecto, que uno de los objetivos de la misión de mineralogía del barón de Nordenflicht, a fines del siglo XVIII en el Perú, que pretendía la «modernización de la minería», fue la aplicación del método de barriles de Born.3 3
Varios investigadores han consagrado sus trabajos al estudio de la expedición de Nordenflicht; citemos aquí algunos de ellos: Buechler (1973 y 1989), Fisher (1971), Helmer (1970 y 1987) y Mira (1991 y 1994).
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Como ya lo dijéramos, con anterioridad a la publicación del manual de Alonso Barba no existía en el mundo ningún tratado de amalgamación de las menas de plata. De la Pirotechnia de Birunguccio, nos dice Bargalló (1969), estaba lejos de contener normas factibles que permitieran la práctica industrial de la amalgamación de dichos minerales. Examinemos las fuentes técnicas y químicas, como lo hemos hecho en trabajos anteriores para la parte teórica de su manual, utilizadas por Alonso Barba. Estas, al parecer, son escasas; conoce bien a Agricola, ignora De la Pirotechnia de Birunguccio y no cita el libro de metalurgia de Pérez de Vargas (Bargalló 1969: 304). En lo que se refiere a las fuentes propiamente químicas, Alonso Barba según el estudio emprendido por Bargalló (1969: 304), cita solamente a Paracelso, Beguinus y Basilius Valentinus (J. Thölde), con referencia explícita al Tirocinio quimico y al Carro triunfal del antimonio de 1604.4 El Tyrocinium chymicum de Beguinus fue escrito, al parecer, con la colaboración de sus discípulos y publicado en 1610. En 1615 se imprimió una edición francesa con el título de Les éléments de la chimie. El Tirocinio fue, según Bargalló (1969), una obra de gran valor práctico, especialmente para la preparación de los medicamentos, y con una visión iatroquímica o espagirística de la química. Esta obra fue una de las más leídas en el siglo XVII: tuvo cincuenta ediciones en latín y otros idiomas. Aparentemente, Alonso Barba tuvo acceso a algún ejemplar cuando ya estaba en el Perú. Señalemos también las referencias que están ausentes del manual. En lo que concierne el siglo XVI, no hay referencias a la Alchemia de Libavius. Ni tampoco en el XVII, lo que es normal vistas las fechas de publicación, a la obra de Van Helmont publicada en 1648 y al libro fundamental de Glaubert, Furni novi philosophici, ambas obras de gran valor para la experimentación (Bargalló 1969: 305). Por el contrario, y como ya lo hemos señalado en trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001), son abundantes las referencias a autores clásicos (griegos y latinos): Aristóteles, Calístenes, Diodoro Euchiente, Dioscórides Pedanio, Empédocles, Estratón de Lámpsaco, Escribonio Largo, Galeno, Justino, Lucrecio, Manilio, Platón, Plinio, etcétera. También son numerosas las referencias a la filosofía medieval cristiana y a la alquimia. Así, a lo largo del tratado aparecen citados Al Razi, Avicena, Alberto Magno, Ramon Llullo, Arnau de Vilanova, Joan de Peratallada. Pero Alonso Barba también recurre a los textos de autores que llamamos —y que él mismo llama también— modernos, como Georg Bauer (Agricola), Leone Batt, Alberti, Bracesco, Cardano, Ficino, Galileo Galilei, Hercules de Ferrara, Porta, Mattioli y Basilio Valentino. La obra de referencia V. Señoria […] tuvo gusto de que dexando [yo] puestos de mas comodidades, y provecho, residiese yo en este Potosí, como en plaça de armas, o Universidad la mas famosa del mundo, y donde mas se necesita de la conferencia de materias semejantes. Dedicatoria del Arte de los Metales a don Juan de Lizarazu (Potosí, 1637).
Resaltemos cuáles fueron las principales contribuciones de esta obra a la minería y metalurgia mundiales. Empecemos destacando su sistema de clasificación mineralógica, del 4 Según Bargalló (1969), Basilius Valentinus es, al parecer, un personaje hipotético: dicha obra pertenece a Thölde y es del año 1604.
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cual nos ocuparemos más adelante, y su inventario de los recursos mineralógicos del Alto Perú. Merece también mencionarse su descripción del sistema de amalgamación, pues no solo es muy completa, sino que incluye la incorporación de aditivos correctores al proceso e igualmente los remedios para evitar la pérdida de azogue. Destaquemos la modernidad de su insistencia en la necesidad de hacer ensayos y pruebas analíticas de los minerales antes de su tratamiento. Es digno de resaltar, también, la recopilación de los tipos de hornos y la introducción de criterios y recomendaciones personales para su construcción de acuerdo a su función, tipo de combustible disponible, de fundentes, etcétera. También es de utilidad la exposición de sus experiencias personales sobre el modo de fundir los minerales de oro y plata. Pero no cabe duda de que, en lo que se refiere a las técnicas, su principal aporte lo constituye su método de «cazos y cocimiento». Ya hemos señalado que Alonso Barba expone su descubrimiento en el libro III, en donde destaca también las ventajas de este método con respecto al beneficio ordinario. U. Paoli (1925) explica que la principal novedad de este método es tratar el mineral de plata en cazos de cobre con solución hirviente de sal común. Serrano (1996), por su parte, explica que este está basado en el empleo de cobre metálico en caliente como reductor. Algunos investigadores afirman que fue la base, siglo y medio después, para que se pusiera en práctica con éxito la amalgamación (de forma industrial) en Europa, mediante el método del Barón de Born (Viena, 1780), que es una «ligera modificación» del de Alonso Barba, según Alexander von Humboldt; y su posterior evolución como método de barriles o de Freiberg (1792). En la reconstrucción de esta historia seguiremos el recuento que realizó T. Platt (1999: 39-45) en un trabajo ya mencionado. A diferencia de América, en donde se utilizaba el método de amalgamación, nos dice Platt, en Europa central, hasta entrado el siglo XVIII, se utilizaba la fundición como método de refinación, pues la metalurgia alemana se basaba en una teoría de la materia que denegaba la posibilidad de refinar el grueso de los minerales de plata por amalgamación con mercurio. En 1786, la historia de la metalurgia alemana da un vuelco, con la publicación del Nuevo procedimiento de Amalgamación del conde Ignaz von Born, quien ese mismo año lo presenta ante la Conferencia Internacional de la Metalurgia celebrada en Schemnitz. ¿En qué consiste este nuevo proceso? Simplemente en reavivar el método de Alonso Barba de hervir la harina mineral con sal y mercurio en fondos de cobre. Aparentemente, el mismo Born se reconoció deudor de nuestro metalurgista. Citemos, al respecto, las palabras de Fausto Elhuyar (1755-1833), discípulo de Born, pronunciadas en Viena en 1780: «No debo omitir el prevenir a V. E. [al marqués de Sonora] que el método de Born es en lo esencial el que nuestro insigne Barba descubrió en 1609». Pero la historia de este proceso tecnológico es algo más complicada; porque Born y sus discípulos desarrollaron enseguida un nuevo método de amalgamación en frío, el que se llevaba a cabo en barriles de madera giratorios; este procedimiento eliminaba los costes de combustibles necesarios en el de «cazos y cocimiento». Platt (1999: 41-42) señala que, aunque Born no salió airoso del experimento, incorporó en su libro los dibujos técnicos correspondientes y, pocos meses después de la conferencia, una versión operativa estaba funcionando en la ciudad de Schemnitz por el «señor Mititz […] para el beneficio de los cobres negros con ley de plata». Fausto de Elhuyar, director del Tribunal de la Minería de la Nueva España, dice que este ejemplo práctico provocó una oleada de experimentos con resultados prometedores. Born animó a Anton Ruprecht, consejero del Directorio de Minas de Friburgo, a que produjera su propia máquina, y el nuevo modelo de Ruprecht, según el
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modelo de barriles giratorios, fue rápidamente introducido en Neusohl (baja Hungría). De acuerdo con Elhuyar, la operación se realizaba en menos tiempo que el de los cazos de cobre, salía mejor ley y quedaban los barriles con menos residuos de este metal, además de ahorrarse los costes de combustible. El barón Thaddeus von Nordenflicht y los demás miembros de la expedición que en 1788 se dirigieron a Nueva España, Perú y Nueva Granada, ya estaban «entendidos en todo el manejo de la operación» con el método del barril antes de partir (Platt 1999: 42). A pesar del fracaso de estas expediciones, entre cuyos objetivos se encontraba la introducción del método de Freiberg, Platt ha mostrado brillantemente que no solamente se adoptó el método europeo del barril durante el siglo XIX en algunos países de Hispanoamérica (México, Chile y Perú), sino que también en Bolivia fueron revividos y reintroducidos los fondos de cobre de Alonso Barba, lugar en donde el método del barril nunca fue anteriormente exitoso. Se desconoce la historia del método de cazos y cocimiento en los Andes desde su descubrimiento por Alonso Barba, si bien hay atisbos de su presencia en Oruro y Potosí durante el decenio de los 70 en el siglo XVIII. Al parecer, una versión «deteriorada», como la llama Platt (1999: 57-59), del procedimiento de cazo y cocimiento se introdujo en México a principios del siglo XVIII. Hadley señala su introducción en Santa Eulalia (Chichuahua, 1706). Sonnenschmidt, miembro de la expedición de mineralogía que fue a Nueva España, describió que estaba en uso, pero discrepando con Alonso Barba en cuanto a los resultados. De la descripción de Sonnenschmidt se deriva que las planchas o laderas de los cazos eran de madera y no de cobre, por lo que Platt califica este caso como un ejemplo de deterioro de la tradición. Según el informe de 1771, del científico novohispano Joaquín Velásquez de León, el método por cazo y cocimiento se practicaba en Pachuca, Sierra de Pinos y «otros», y era el único método practicado en Baja California. En lo que se refiere a los Andes, el método reapareció primero en la provincia de Chichas durante los primeros años del siglo XIX, y se expandió luego hacia las provincias de Porco y Chayanta en los años 1820 y 1830; siguió en uso en empresas mineras de diferentes tipos por lo menos hasta finales del siglo XIX (Platt 1999). En 1810, aparece de repente el método de cazo y cocimiento en cuatro centros de beneficio del partido de Chichas: los azogueros de San Vicente y Montserrate usaban exclusivamente el método por fondos de cobre; y los de Portugalete y Esmoraca combinaban los métodos por fondos y por buitrón. Por la misma fecha, los centros mineros de los partidos de Porco y Chayanta, así como los de la Rivera de Potosí, tan solo empleaban el método del repaso en buitrones (Platt 1999: 71-76). Tan solo en los siguientes decenios asistiremos a la expansión del método de Alonso Barba hacia esos partidos. ¿Cómo explicar la reutilización del método después de dos siglos de su descubrimiento y, sobre todo, cuando en su época no tuvo tanto éxito? Platt (1999: 72) recurre a un estudio de la coyuntura social y económica. Un factor relevante fue, sin duda, la presencia de la comisión Nordenflicht. A pesar de su fracaso con el método de frío de los barriles giratorios, los europeos habían producido un «efecto de competencia» que estimuló muchos estudios técnicos y experimentos en los Andes de los años 1790. El gobernador Francisco de Paula Sanz, aludiendo a este aspecto, decía: «[…] se va adelantando el fruto de haver ennoblecido los pensamientos de estos beneficiadores y Mineros por medio de la generosa emulación que han concebido en competencia con los Profesores Extranjeros. Yo los miro llenos de ambición por excederlos, y me consta que dentro de sus Casas ocupan muchos ratos en
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estudiar uno u otro libro de la facultad, de los muy pocos que se encuentran por acá en nuestro Ydioma». Y con razón dice Platt (1999: 72-73), en 1791 el principal «libro de la facultad […] en nuestro idioma» era sin duda el Arte de los Metales. En el caso de Chichas, esto se explica también por la necesidad de beneficiar el mineral de ley alta y de evitar, en esos años difíciles, las pérdidas de azogue, insumo escaso y de alto coste. En Porco y Carangas, los fondos se usaban incluso para los minerales de menor ley. Asistimos entonces, en esta época, a una efervescencia intelectual que nos recuerda la del Potosí de la época de Alonso Barba, en donde los mineros locales se abocaron a la búsqueda y aplicación de métodos que fueran más eficaces económicamente hablando, que los propuestos por las reformas borbónicas. De esta manera, no son más que la prueba de una cierta modernidad. Ilustran esta atmósfera de gran experimentación y especulación tres textos contemporáneos pocos conocidos y que han sido señalados por Platt en su trabajo (1999: 76-83): uno anónimo titulado «Notas y suplementos» al Arte de Alonso Barba y dos textos bolivianos: el de Inocente Agustín Telles y el de Joaquín Villegas titulados respectivamente Principios Fisico-Químico-Prácticos, en Memorias para la extracción de la Plata contenida en Minerales (Sucre, 1831) y Curco completo de la Mineralojía, o barios modos de estraer la plata de los metales (1840), y que discuten el método de cazos y cocimiento; a pesar de que, como en el caso de los dos últimos citados, difieren de Alonso Barba en su afirmación de que el método por cocimiento era de provecho incluso con los minerales pobres, y recomendaban el uso de un amalgama de estaño como reactivo. Aunque los cazos florecieron principalmente en las afueras de la ciudad de Potosí, nos dice Platt (1999: 86), a fines del siglo se puede observar una prolongación del método de Alonso Barba en la misma Rivera. Por esa época, un grupo no identificado de indios se posesionó de uno de los ingenios en decadencia, Turu, e instaló su propia versión del método de cocimiento, con fondos «dispuesto cada cuatro en un cuadrado, con un hogar central». Como magistral, usaban una amalgama de mercurio con estaño, de uso común entre los pequeños productores indios de Potosí y Oruro. Empleaban en la construcción de sus fondos una aleación de cobre y estaño, donde este representaba el 10% del total. Ambas prácticas siguen los procedimientos recomendados por Telles y Villegas. Platt subraya que la reactivación del uso del procedimiento de Alonso Barba en el siglo XIX reviste, además de los señalado, una importancia política: «Inicialmente, lo alentó el éxito de Born, a la vez que la arrogancia de Nordernflicht y el fracaso de los barriles giratorios en Potosí y Lima; desde luego, expresaba un deseo de reivindicación y de modernización de la ciencia alquímica, anteriormente desarrollada a escala industrial en las Américas coloniales tempranas; por último representaba un gesto libertario al nivel de la tecnología de beneficio» (1999: 85). El tratado de Alonso Barba es, entonces, una gran síntesis que desarrolla el arte de la metalurgia y que constituye una obra de referencia. Así, cuando el ilustrado Jorge Escobedo, nombrado por Carlos III como oidor de la audiencia de Charcas en 1776, funda tres años después la Academia y Escuela Teórico-práctica del Beneficio de los Metales en Potosí (la primera escuela de minas), en sus ordenanzas propone al Arte de los Metales de Alonso Barba como libro de texto para adquirir los conocimientos teóricos en los tres años de formación. Es considerado como el mejor libro de metalurgia del siglo XVII, y el único extenso tratado de la amalgamación de minerales argentíferos, hasta los últimos años del siglo XVIII; el número de ediciones que tuvo durante la época y siglos después tanto en castellano como en otras lenguas son prueba de ello.
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Como lo señaláramos al iniciar este texto, la primera edición apareció en 1640 en Madrid, en la Imprenta del Reino. Siguieron a esta las de 1675, 1680, 1729, 1768, 1811 y parece que hubo una edición en Madrid en 1817, edición que fue reimpresa por orden del Tribunal de Minería de Lima. Sucedieron a estas una de 1844 (incompleta), 1852 y 1932. Recientemente, ha habido dos ediciones facsímiles, una de 1992 editada por el CSIC y otra que data de 1995, publicada conjuntamente por el Ayuntamiento de Lepe, la Fundación Río Tinto y la Fundación El Monte. La primera edición en Hispanoamérica se realizó en Lima (reimpresión de la española de 1817); hubo otra peruana en 1842-1843, y una chilena en 1877-1881. En 1925 en México, se hizo una nueva edición facsimilar de la de 1770. La primera boliviana apareció en La Paz en 1939, y hubo una más hecha en Potosí en 1967. En lo que concierne a las ediciones en inglés, tenemos las inglesas de 1670, 1674, 1738, 1739, y 1740; y la norteamericana que apareció en Nueva York en 1923. En alemán se hicieron ediciones en 1676, 1726, 1739, 1749 y 1767. En cuanto a las ediciones francesas, estas datan de 1729, 1730, 1750-1751, 1751 y 1752. En Holanda se imprimieron en francés en 1752, 1735 y 1740. En italiano hubo una que data de 1675 (Bargalló 1990). Pero la importancia de esta obra no se mide solamente en términos del número de ediciones en castellano y de traducciones a diferentes lenguas, sino que también hay que situarla dentro del contexto de la época en lo que se refiere a las obras sobre minería y metalurgia. Veamos, por ejemplo, con respecto a la producción de la Península propiamente dicha. Esta está lejos de ser abundante, pero hay que decir que la actividad económica en este campo fue de menor importancia que en los dominios americanos (Portela 1989). El texto más importante era Los nueve libros de Re Metallica (1569), de Bernardo Pérez de Vargas, cuyo mayor mérito consiste en haber puesto a disposición del lector «en lengua castellana una serie de conocimientos químicos, principalmente metalúrgicos, casi en simultaneidad con el resto de países y lenguas europeos». Como lo precisa Portela (1989: 166), no se habla aquí de amalgamación, pese a que ya se practicaba esta en América. Otro de los textos que hay que citar es el Diálogo del hierro (1574) del sevillano Nicolás Monardes, que abarca una vasta gama de temas, desde la «génesis del hierro y sus aplicaciones terapéuticas hasta la fabricación del acero». Por último, tenemos un texto manuscrito titulado Respuesta de Gerónimo de Ayanz, de 1603, que «recoge el reconocimiento por el autor de numerosas minas y los resultados del ensayo de abundantes muestras de minerales»: «En la segunda parte de este informe, Ayanz expone los nuevos “ingenios” inventados por él relacionados con el arte de los metales, entre los cuales se encuentran una balanza de precisión y un modelo de horno para desazogar» (Portela 1989: 166). LA DESCRIPCIÓN DE LAS MINAS: «PLINIO HISTORIADOR DE ENTONCES, PROFETA DE AHORA»
Hasta aquí nos hemos ocupado del proceso de beneficio de los metales, pues las contribuciones a este fueron las más importantes, por no decir las más espectaculares, pero no debemos descuidar las que Alonso Barba y otros jesuitas hicieron a otros niveles en lo que respecta a la minería. Seguidamente, quisiéramos abordar el problema de las técnicas y el saber mineros a través de las descripciones que hacen algunos jesuitas de las minas peruanas. Ya hemos señalado que una de las primeras descripciones del método de buitrones utilizado en el Perú se la debemos a José de Acosta. En esta parte del trabajo nos ocuparemos, sobre todo, de la obra de este autor y la de Alonso Barba.
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El análisis de las obras de estos dos autores ilustra la importancia de la Antigüedad como marco conceptual para la época. A nuestro entender, la Antigüedad tuvo el papel de esquema o modelo descriptivo, y de experiencia histórica. Nos interesaremos, asimismo, por la interacción entre el bagaje antiguo y la experiencia en la obra de estos autores.5 Los minerales J. de Acosta empieza el libro cuarto de su Historia natural y moral advirtiendo que va a tratar en él de los tres géneros de «mixtos», a decir: metales, plantas y animales. Luego va a hablar de la abundancia de metales que existen en las Indias Occidentales para enseguida tratar el asunto de «la cualidad de la tierra donde se hallan los metales» y corroborar, con el ejemplo andino, la teoría antigua según la cual oro y plata nacen en tierras estériles e infructuosas. Queremos centrarnos aquí en los aspectos de definición y descripción de los metales. En primer lugar, el jesuita va a limitar su descripción a tres metales: los dos nobles —oro y plata— y un tercero no noble —el azogue— pero probablemente dada su importancia en el beneficio de la plata, digno de ser tratado. Luego, concluye dedicando dos capítulos respectivamente a las esmeraldas y las perlas. 6 Al tratar cada uno de los tres metales, Acosta va a seguir el siguiente esquema: comienza definiéndolos y describiéndolos según dos fuentes: Plinio y «El Libro de Job». Luego va a explicar las maneras bajo las cuales se hallan estos metales y la forma de extraerlos en las Indias. Seguidamente, enumera los lugares en estos territorios en donde se hallan estos metales y los compara con los europeos y, en particular, con los españoles. La plata merece la atención particular de Acosta, debido —indudablemente— a la producción importante del momento. Así, el jesuita dedica un capítulo al descubrimiento y descripción del yacimiento argentífero más importante: el Cerro de Potosí; otro, a la riqueza que se extrae del Cerro. Consagra también un capítulo a la descripción de las condiciones de trabajo y el modo de labrar las minas de Potosí, para luego abordar el problema del beneficio del metal de plata por fundición (en particular los hornos indígenas de fundición las guayras, utilizadas antes de la amalgamación para tratar minerales ricos). Finalmente trata del azogue, de sus propiedades, formas y lugares de extracción (las minas de Huancavelica). Cierra estas páginas sobre los metales con dos capítulos sobre la amalgamación y las instalaciones donde se realizaba este proceso (los ingenios). Detrás de este orden, encontramos sin duda, la preocupación de Acosta de dar cuenta de lo que constituyó el eje de la economía colonial andina: las minas de Potosí y Huancavelica. En este trabajo dejaremos de lado las referencias bíblicas de Acosta para centrarnos en las clásicas. Si bien Plinio no es la única referencia, son múltiples las alusiones a este autor, y a varios niveles. Incluso, estaríamos tentados de creer que Acosta escoge entre los autores clásicos a Plinio porque piensa que hallamos en este autor, por ejemplo, la mejor descripción de las minas antiguas (cartagineses y romanas) de España, que le van a servir como referente de comparación: «Quien más en particular haga memoria de estas minas que yo haya leído es Plinio, el cual escribe en su natural historia así» (Acosta 1954 [1590], cap. VII: 97). Veamos algunos ejemplos que muestran los diferentes aspectos desarrollados en comparación con Plinio o en referencia al autor clásico. En lo que concierne a las propiedades 5
Varios de estos temas han sido objeto de un trabajo anterior: Salazar-Soler 2000. Sobre la obra de Acosta y la referencia a los autores clásicos consúltense los trabajos de: E. Álvarez López (1943), F. del Pino (1982) y M. Mustapha (1989). 6
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de ciertos metales, la referencia a Plinio es capital. Este es el caso del oro: «El oro entre todos los metales fué siempre estimado por el más principal, y con razón, porque es el más durable e incorruptible, pues el fuego que consume, o disminuye a los demás, a éste antes lo abona y perfecciona, y el oro que ha pasado por mucho fuego, queda de su color y es finísimo. El cual propiamente, según Plinio dice, se llama obrizo, de que tanta mención hace la escritura» (lib. IV, cap. IV: 92). De igual manera, Acosta cita a Plinio al evocar una de las cualidades del azogue: «Pues es otra gracia que tiene, que bulle, y se hace cien mil gotillas, y por menudas que sean, no se pierde una, sino que por acá, o por allá se torna a juntar con su licor, y cuasi es incorruptible, y apenas hay cosa que le pueda gastar: por donde el sobredicho Plinio le llama sudor eterno» (lib., cap. X: 102). Plinio sirve también de referencia para las mezclas de metales (lib. IV, cap. IV: 93). Como ya lo señalamos líneas arriba, Acosta tiene en su Historia natural y moral dos breves capítulos sobre las esmeraldas y las perlas; estos recuerdan mucho el libro veintitrés de la Historia Natural de Plinio.7 En el caso del Arte de los metales, Alonso Barba va a presentar primero su clasificación de los mixtos inanimados «que la tierra produce en sus entrañas», es decir, metales, piedras, tierras y jugos. Al describir cada uno de los mixtos, el tratadista procede de la siguiente manera: primero presenta la definición y la clasificación dentro de cada uno, luego lo que se conoce según la información proveniente de los antiguos, autores medievales y contemporáneos en Europa y, finalmente, la identificación y descripción de los correspondientes en el Alto Perú, y más precisamente en Charcas. Siempre incluye también las propiedades y usos medicinales de los minerales que trata.8 Al examinar la descripción y definición de cada uno de estos géneros, encontramos que no existe en Alonso Barba una preferencia por Plinio, sino que el metalurgista se refiere a otros autores clásicos como por ejemplo Platón, Aristóteles, Calístenes, Dioscórides Pedanio, Estratón, Plinio o Galeno. En trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001) ya hemos señalado el peso y la importancia de la Física de Aristóteles en Alonso Barba y las ideas provenientes de la Antigüedad que encontramos presentes en el Arte de los metales y que el tratadista defiende. Aquí quisiéramos solamente recalcar dos puntos en lo concerniente a los aspectos descriptivos: en primer lugar, en un mineralogista como Alonso Barba, la descripción está más centrada en la enumeración y análisis de los minerales peruanos (esta es su intención explícita, como veremos más adelante), es más técnica y no se limita a los metales. Se trata casi de una identificación de los minerales de Charcas a la luz de la definición mineralógica de lo que «se conoce»; lo que da como resultado que encontremos comparaciones de las «propiedades» o la «calidad» de los diferentes mixtos. Así, por ejemplo, aborda el tema del alumbre (Alonso Barba 1992 [1640]: lib. I, cap. V: 13). En lo que concierne a Plinio, se cita al autor clásico no de manera tan importante como en la obra de Acosta, pero sí de manera muy diversa. Lo encontramos citado en lo que hemos llamado las dos partes del tratado, en la primera en la descripción de los minerales, como cuando Alonso Barba define el Oropimente: «Es el Oropimente, donde se halla cierta señal de Mineral de oro, y aun tiene en sí alguna familia, ò parte mínima de este precioso metal; pues 7
Los capítulos concernientes son el capítulo XIV, «De las esmeraldas» y el capítulo XV, «De las perlas», del libro IV. 8 Sobre los aspectos «científicos» del Arte de los metales consúltese el artículo de J. L. Amorós (1963).
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como refiere Plinio, en tiempo del Emperador Caligula, se le sacó alguno, y despues acà no se ha buelto à intentar aquesta obra por ser mayor la costa que el provecho» (lib. I, cap. XI: 22). En la segunda parte del tratado, es decir la que corresponde a la presentación del método de beneficio de la plata por el azogue, hablando de los magistrales, dice: «Siendo [...] el fundamento de todos los Magistrales la Caparrosa, que con la quema se produce de ellos, [...] con que parece se confirma lo que dixo Plinio, tratando del Cobre que se criaba de las piedras quemadas» (lib. II, cap. XVIII: 92). Algunas veces, Alonso Barba no alude a un determinado autor clásico, sino que la referencia es en general, como por ejemplo cuando habla del alumbre «que llaman de Escayola, no es jugo, sino la tierra Samia, que llamaban Aster los antiguos» (lib. I, cap. V; 12), o cuando señala: «Llamaban antiguamente Conchite à un genero de piedra» (lib. I, cap. XVII: 32). Otras veces, los llama «filósofos», como cuando, hablando de la generación de los metales, presenta sus teorías y dice: «Los que se han alzado con el nombre de Filosofos, por entender en el conocimiento de las causas». Y luego agrega: «Assi lo sienten Platón, Aristóteles, y sus sequaces» (lib. I, cap. XVIII: 33). En segundo lugar, como vimos más arriba, la alquimia, el medioevo cristiano, y los autores modernos están también presentes en su obra. Cuando se trata de exponer determinadas teorías (cf. la generación de los metales o las «causas» de los metales) las referencias a tradiciones diversas aparecen en forma sucedánea: «En esto se funda la opinión de Calisthenes, de Alberto Magno, y de otros, que dicen hay sola una especie de metal perfecta, que es el Oro, y que los demás metales, son sus incoaciones, ò principios, de donde les viene la facilidad de reducirse à su perfección, y poder convertirse en Oro todos» (lib. I, cap. XX: 38). Es como si se tratara de la presentación de un paradigma de lo que se «sabe» que está compuesto de varias interpretaciones o, más bien, de fragmentos de diversas tradiciones culturales. Como veremos más adelante, la experiencia del propio Alonso Barba y el saber indígena serán los otros componentes de la explicación que presenta el autor. Al igual que los autores antiguos, los alquimistas aparecen a veces evocados, no individualmente sino de manera genérica. En algunas ocasiones, no aparece explícitamente el nombre de alquimistas, pero el tratadista deja entender que se trata de ellos, como cuando define y describe el azufre y presenta la teoría de los alquimistas: «Llamanlo los que tratan de la Filosofia secreta de los metales, semilla masculina, y primer agente de la naturaleza en su generación» (lib. I, cap. X: 19). Por lo general, las alusiones genéricas tanto a los autores antiguos como a los alquimistas se producen cuando Alonso Barba expone las teorías de cada uno de ellos acerca de la generación de los metales y de la participación del azufre y del mercurio en ella. En cambio, cuando el tratadista describe un mineral particular, la referencia es a un autor preciso. Experiencia y autoridad La abundancia de referencias a Plinio en la obra de Acosta, en varios niveles de la descripción, nos hace pensar en el papel que tiene la consabida observación o experiencia personal de los autores del siglo XVI y la relación entre esta experiencia y la autoridad. A través de los ejemplos que hemos citado, tenemos la impresión de que, de una cierta manera, el saber antiguo marca mucho la información y el texto del jesuita. Como dice Mustapha (1989: 295-296), el saber antiguo está tan presente en el texto de Acosta que, en ciertos momentos, se sustituye a la descripción personal; y así, si la observación se propone establecer
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la existencia de un hecho, esta prueba pasa, en buena parte de los casos, a través de la mirada del saber antiguo. ¿Qué es lo que sucede con Alonso Barba? ¿El peso de la Antigüedad es tan importante como medio siglo antes en Acosta? ¿Es esta una característica de la formación jesuita de nuestros autores? ¿Cómo se da la relación o la dinámica experiencia-saber clásico a fines del siglo XVI y comienzos del XVII? Según O’Gorman (1989: 147), a mediados del siglo XVI, la tendencia a conceder un lugar importante a la observación y a la experiencia personal estaba muy perfilada y generalizada. Una expresión interesante de esta la encontramos en un personaje de la época, Pereira, autor de De Communibus imnium rerum naturalium principii et afectionibus, quien establece una jerarquía de los medios del conocimiento científico; reserva el primer lugar a la observación y a la experiencia; en seguida viene la razón y, por último, las opiniones de los filósofos y autoridades. Regresemos a nuestros autores para analizar en detalle el peso de la experiencia en sus descripciones e interpretaciones. Acosta acompaña sus descripciones con frases que subrayan que estas son fruto de su experiencia: «Sácase el oro en aquellas partes en tres maneras; yo a lo menos, de estas tres maneras lo he visto» (Acosta 1954 [1590], cap. IV: 92) o «Yo he visto en un barreño de azogue echar dos libras de hierro, y andar nadando encima del hierro sin hundirse» (cap. IX: 101). Algunas veces, estas descripciones que traducen una experiencia personal constituyen verdaderas «fotografías» y uno de los primeros testimonios del mundo subterráneo de las minas peruanas: «Y como son lugares que nunca los visita el sol, no sólo hay perpetuas tinieblas, más también mucho frío, y un aire muy grueso, y ajeno de la naturaleza humana; y así sucede marearse los que allá entran de nuevo, como a mí me acaeció, sintiendo bascas y congoja de estómago» (lib. IV, cap. VIII: 99). Sin embargo, todas las observaciones que Acosta cita no provienen de su experiencia personal; ya hemos visto cómo se refiere a los autores clásicos, pero también las toma de informantes contemporáneos. Según Mustapha (1989: 296), Acosta se refiere muy raras veces a los sabios de su tiempo, menos aún a los extranjeros; las fuentes de predilección de Acosta son los religiosos, los marinos, los pilotos, los mineros de Potosí o los doradores del Escurial, los informes y las relaciones oficiales. Según la autora, hay en el criterio de selección de sus informantes un predominio de la práctica y de la técnica sobre el saber teórico. Así, dos cosas son preponderantes: las fuentes oficiales y el carácter de lo «vivido» de la observación.9 Estos informantes contemporáneos son personas que, por su competencia, saber o seriedad, son «dignos de fe», como por ejemplo cuando cita la cantidad de metal que se beneficia por azogue y dice: «Será la cuantidad de los metales que se benefician, según han echado la cuenta hombres pláticos» (cap. XII: 104). En este sentido, Acosta se inscribe en la perspectiva de otros cronistas de Indias tales como Pedro Martir o González de Oviedo, pero también en este aspecto no hace más que seguir la tradición de Aristóteles o Plinio, quienes, a falta de una experiencia personal en determinados aspectos, recurren a la observación efectuada por personas fidedignas (Mustapha 1989: 297).
9 Según Mustapha (1989: 284), muchos de los detalles brindados por Acosta en su descripción de las minas de Potosí y Huancavelica (dimensiones, ancho y número de escalones que debían descender los mineros al bajar el mineral, el peso de las cargas de mineral), nos hacen pensar en las Ordenanzas de Toledo que contenían todas estas medidas, o en las cuentas de la Casa de la Moneda o de la Casa de Contratación de Sevilla. Asimismo, el monto de los quintos reales que menciona Acosta en su obra parece provenir de las cuentas remitidas a los virreyes Toledo y conde del Villar entre 1574 y 1585.
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Veamos a través de la descripción que hace Acosta de la amalgamación, estudiada por Mustapha (1989: 300-303), cómo Acosta va a tratar la información proveniente de sus contemporáneos. Como la autora lo ha señalado, esta descripción es el resultado de una encuesta llevada a cabo en un clima de preocupaciones morales más que económicas y técnicas. El jesuita va a utilizar la Relación general del asiento y Villa Imperial de Potosí de Luis Capoche para hacer su descripción. Toma prestado de Capoche una serie de datos: cifras, vocabulario técnico, descripción de instrumentos; pero los va a insertar en un texto denso y sintético. A los préstamos hechos a esta Relación general, va a adjuntar sus recuerdos o sus experiencias personales. Es decir que Acosta va a recurrir a un informante de primer orden, en el afán de dar a sus lectores indicaciones técnicas precisas y exhaustivas que le parecen necesarias —y que probablemente no pudo recoger en su visita de carácter misionero— pero va a recomponer su relato a la luz de recuerdos y observaciones personales (Mustapha 1989: 303). En el caso del Arte de los metales, la experiencia personal tiene un papel fundamental. Ella atraviesa todo el manual y es el objetivo del autor: «demás, de que mi principal intento no ha sido sino darla (la noticia) à V. Señoría de los Minerales de las provincias sujetas à su Gobierno, y que yo personalmente he visto» (lib. I, cap. XV: 29). Cabe recordar que Alonso Barba, además de cura de la parroquia de San Bernardo de la Villa Imperial de Potosí, era señor de minas y tenía indios a su servicio para este trabajo. Es decir que el mineralogista y metalúrgico tenía un contacto cotidiano y práctico con la minería, tanto con los mineros españoles como con los indios que trabajaban en las minas. La lectura de su manual da la impresión de un verdadero laboratorio no solo de ideas sino de experimentación. El lenguaje traduce la riqueza de la experiencia personal, ya sea como testigo ocular: «estando yo presente» o «y dexando exemplos antiguos, y modernos de otras partes, diré dos en que me he hallado presente» (lib. I, cap. II: 7); observador curioso y experimentador: «Recogí también algunas labradas», «Observé varias veces algunas puntillas»; «La fama de la riqueza de estas vetas, me llevó a verlas, demás de la curiosidad que he tenido en vér, y experimentar los Minerales de todas estas provincias» (lib. I, cap. XXXII: 60); sea como explorador: «En el cerro que yo descubrí, y registré»; o como experto ensayador: «Siguiòse una veta caudalosa, con esperanzas de que serìa de Plata; animaba el parage, y buen parecer del metal: traxeronmelo para que lo ensayasse, desengañè à sus dueños, diciendo lo que era» (lib. I, cap. XXX: 57). Como en el caso de Acosta, Alonso Barba combina su experiencia no solo con información proveniente de autores clásicos, medievales o modernos, sino también con la experiencia de personas fidedignas y «prácticas»: «las he oído de personas fidedignas»; «y vista con particular cuidado de personas muy practicas en estas materias». El tratadista alude frecuentemente a los mineros, quienes algunas veces aparecen citados en forma general: «Aunque qualquier lugar en que los metales se crian se llama veta, està ya introducido en el comun uso de los Mineros llamar solamente assi à la profunda» (lib. I, cap. XXV: 40). Otras veces, distingue a los «Mineros de Europa»: «Los rumbos, que las vetas profundas corren han sido muy advertidos entre los Mineros de Europa, teniendolos por señales ciertas de su mayor, ó menor riqueza, y abundancia» (lib. I, cap. XXV: 40), de los «Mineros de este Reyno»: «y assi de los demàs rumbos en los Laquis, que assi llaman los Mineros de este Reyno à la divisiones, que se vén en las junturas de las peñas, ò caxas de las Minas» (lib. I, cap. XXV: 40). Esta alusión frecuente a los «Mineros de este Reyno» nos parece importante de subrayar, ya que es todo el conocimiento local altoperuano que está expresado de esta manera. Aunque sabemos que el término «minero» en los siglos XVI y XVII no era sinónimo
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de trabajador minero, sino que, más bien, aludía a los señores de minas y que estos, en buena parte, eran españoles o criollos, pensamos que hay una parte del saber indígena que se manifiesta a través de esta vía: los trabajadores de los señores de minas eran mitayos nativos. Prueba de ello es que gran parte de lo que Alonso Barba acota como información de los «Mineros de este Reyno» se presenta bajo términos mineros nativos. Este es el caso del término Laqui de la cita que acabamos de reproducir.10 Algunas veces, el tratadista presenta información que atribuye a los mineros sin especificar que se trata de los de este «Reyno»; sin embargo, el contenido de ella deja pensar que se refiere a este grupo. Por ejemplo, cuando aborda en el capítulo XIII «las diferencias que hay de Piedras», primero presenta la clasificación digamos general: «A cinco géneros puede reducirse toda la diversidad que hay de piedras», estos son: piedras preciosas, mármoles, pedernales, guijarros y ordinarias. Enseguida, Alonso Barba acota: «Pero los mineros para el conocimiento, y distinción de las piedras sobre que se arman, o se crian los metales, tienen sus nombres, de que usan entre sì ordinariamente» (lib. I, cap. XIII: 24), y enumera y explica los diferentes términos locales, algunos de los cuales son en lengua nativa, como veremos luego. El mundo nativo está, entonces, muy presente en la obra de Alonso Barba. Ya hemos mencionado en trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001), que la contribución de Alonso Barba a la metalurgia y mineralogía del Renacimiento no se reduce a un nuevo método de beneficio, sino que su mérito consiste en haber incorporado, o por lo menos tomado en consideración, un cuerpo de conocimientos y representaciones nativas sobre las minas y metales. A lo largo de la lectura del tratado aprendemos varias cosas sobre la historia de la minería prehispánica. El autor no solo se limita a mencionar las minas que fueron «labradas» por los incas, sino que a veces brinda información sobre, por ejemplo, el tipo de minas trabajadas en esa época: «Mas cierta es aun la noticia de que tiene Mina rica el Pueblo de Caquingora, de las misma Provincia de Pacages, pues se hallan en sus calles, y paredes de las casas metales de mucha ley, de que soy testigo de vista. De otros muchos Pueblos corre la misma fama, como también la hay constante, de que en tiempo de los Yngas cada una de las parcialidades, ò Ayllos tenía su particular Mina» (lib. I, cap. XXVIII: 54). Esta información viene a completar la que ya poseíamos gracias sobre todo a los trabajos de J. Berthelot (1977 y 1978) sobre las minas de Carabaya durante la época prehispánica y colonial. Según el autor, el análisis de las crónicas del siglo XVI parece sugerir la existencia en la época incaica de dos tipos de minas: las del Inca y las de las comunidades. La cita anterior hace probablemente referencia a las segundas. Alonso Barba evoca también las dificultades en descubrir minas, pues los indígenas las encubrían para ocultarlas a los Españoles: «[...] y aunque los que hasta oy estan descubiertos son tantos, se tiene noticia cierta, que hay otros muchos, y muy ricos, que la diligencia de los Indios en ocultarlos los tiene hasta ahora encubiertos». Aún más, los indios llegaban al extremo de suicidarse con tal de no develarlas: «Ha costado su busca vidas de Indios, que se han muerto con sus propias manos, por no verse obligados à descubrirla» (lib. I, cap. XXVIII: 53 ). Pero la información que proporciona no se limita a la minería, sino que ciertas veces la descripción de un mineral le permite abordar prácticas y costumbres de los nativos:
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Según Bertonio, en su Vocabulario de la lengua aymara (1612), Laqui significa en aymara: «Lo apartado de una vna vez, o vna parte de muchas, o segun el numero que precede».
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Junto à los Ancoraymes, Pueblo de la Provincia de Omasuyo, hay muy grandiosas labores de los Ingas, que fui à ver por su fama. Es metal muy pesado, y duro [...]. Dán color de finisima sangre sus piedras [...] como la Hematites, de cuya casta son sin duda, y abundantisimas de Hierro, de que me desengañè con muchas experiencias. Quizà seguian los Indios algunos ramos de metal precioso, que entre ellas iban, de que hasta ahora no tenemos noticia. O pues no corrieron el Hierro, sacaban esos metales para acomodar sus piedras à sus armas en las hondas, y libes, pues en la dureza, y peso no les ceden nuestras balas. Usaban de ellas en sus guerras, y llamaban las Higuayas. (lib. I, cap. XXX: 57)
También sabemos, gracias al autor, que los indios de Lipes apreciaban mucho las turquesas extraídas en Atacama y que «Es gala muy estimada entre los Indios de esta Provincia traer sartas de pedrezuelas de este género, menuda, y curiosamente labradas, traenlas los varones muy gruessas a los cuellos, como gargantillas». A continuación, afirma que estas turquesas verdes y las de otros colores eran muy apreciadas por los «Chiriguanaes de guerra» y eran «el mas estimado de los rescates que se les lleva» (lib. I, cap. XV: 28). El mundo nativo está igualmente presente a través del vocabulario, sobre todo quechua, que atraviesa toda la obra. No se trata solamente de términos mineros (cf. términos locales para designar las piedras y los minerales), sino también de palabras que designan instrumentos de guerra, accidentes geográficos («En Oruro, junto à la veta de Santa Brígida, está en el guayco, ò quebrada una veta de Hierro» [lib. I, cap. XXX: 57]) o topónimos («El nombre propio de la Ciudad de La Paz es Chaquiyapu, que corruptamente llamamos Chuquiabo, quiere decir en lengua general de aquesta tierra Chacra, ó Heredad de Oro» [lib. I, cap. XXVI: 49]). Además, Alonso Barba tiene el cuidado de precisarnos si se trata de un término de la «lengua general» o no, lo que muestra su conocimiento de la realidad altoperuana y nos confirma el papel jugado por las minas en la difusión de la lengua general, ya que la mayoría de términos pertenecen a ella: «Llaman comunmente Soroches à los metales en que se cria el Plomo, [...] otros Oques, que en lengua general de esta tierra quiere decir Fraylescos, por tener esta color» (lib. I, cap. XXXI: 58); «Hay un socabon tres leguas de este Pueblo, en parage que llaman Abitanis, que en lengua Lipe quiere decir Mina de Oro» (lib. I, cap. XXVI: 50). «La experiencia enseña y la razón persuade» Precisemos cómo se da esta relación entre experiencia y observación del Nuevo Mundo y saber antiguo. En su afán por dar cuenta de la naturaleza americana, Acosta y Alonso Barba combinan de diferentes maneras las referencias constantes a la Antigüedad y a otros autores medievales con sus observaciones y experiencias del Nuevo Mundo. En ciertos casos, las observaciones hechas en Indias les permiten establecer una relación o una identidad entre el Nuevo Mundo y el Antiguo.11 Este es el caso de Acosta cuando describe la utilización del llimpi, el cinabrio, por los nativos: Hállase el azogue en una manera de piedra, que da juntamente el bermellón, que los antiguos llamaron minio, [...]. El mimio o bermellón celebraron los antiguos en grande manera, teniéndolo por color sagrado, como Plinio refiere; y así dice que solían teñir con él el rostro de Júpiter los romanos, y los cuerpos de los que triunfaban, y que en la Etiopía, así los ídolos, como los gobernadores, se teñían el rostro de minio. Y que era estimado en Roma en tanto
11 Sobre la dinámica entre experiencia y saber antiguo en Acosta consúltense los trabajos ya citados de F. del Pino (1982) y M. Mustapha (1989).
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grado el bermellón (el cual solamente se llevaba de España, donde hubo muchos pozos y minas de azogue, y hasta el día de hoy las hay), que no consentían los romanos que se beneficiase en España aquel metal, porque no les hurtasen algo, sino así en piedra como lo sacaban de la mina, se llevaba sellado a Roma, y allá lo beneficiaban y llevaban cada año de España, especial de Andalucía, obra de diez mil libras; y esto tenían los romanos por excesiva riqueza. Todo esto he referido del sobredicho autor, porque a los que ven lo que hoy día pasa en el Perú, les dará gusto saber lo que antiguamente pasó a los más poderosos señores del mundo. Dígolo, porque los Ingas, reyes del Perú, y los indios naturales de él labraron gran tiempo las minas del azogue, sin saber del azogue, ni conocelle, ni pretender otra cosas sino este minio, o bermellón que ellos llaman llimpi, el cual preciaban mucho para el mismo efecto que Plinio ha referido de los romanos y etíopes, que es para pintarse o teñirse con él los rostros y cuerpos suyos y de sus ídolos: lo cual usaron mucho los indios, especialmente cuando iban a la guerra, y hoy día lo usan cuando hacen algunas fiestas o danzas, y llámanlo embijarse, porque les parecía que los rostros así embijados ponía terror; y agora les parece que es mucha gala. (lib. IV, cap. XI: 102-103)
El caso del cinabrio es interesante porque nos muestra cómo la referencia a la Antigüedad le permite tratar las costumbres y creencias prehispánicas y establecer una comparación y una filiación entre los dos mundos: en la Antigüedad y en la época prehispánica se usaba este mineral para efectos de la guerra y en las prácticas religiosas. Por su parte, Alonso Barba inscribe también lo que ocurre en Charcas en el siglo XVII en una Historia mundial, donde se empieza con la Antigüedad y se termina con lo que sucede en los Andes. Este es el caso cuando nuestro tratadista aborda el problema de los «modos con que se hallan las vetas de los metales». Primero, nos dice que Justino refiere cómo con el arado se descubrieron vetas ricas de oro en España, para enseguida relatarnos que él descubrió una veta de Soroches en una hacienda suya «haciendo barbechar una loma». Luego nos presenta lo que «escribe Lucrecio con elegantisimos versos» sobre el descubrimiento de vetas al producirse incendios en los montes —ya sea accidentales o intencionales— como sucedió en el incendio de los «Montes Pyrineos, segun afirman las Historias de España». Y a continuación afirma que aun con menores violencias se pueden descubrir, gracias a «la fortuna favorable», ricas vetas de mineral, como sucedió en Goslaria, donde se descubrió una mina rica «con la pequeña fuerza que un caballo hizo pisando, se descubrió con la uña» como refiere «el Agricola». El paso siguiente es presentarnos su propia experiencia y la de otros en el Alto Perú: «Arrancando unas matas de tola, leña ordinaria en esta tierra, sacò con la pequeña raiz, un Indio que me servìa, una piedra rica de metal con Plata blanca machacada, media legua de las Minas de Christoval de Achocalla en los Lipes: traxomela, descubrí la veta, y manifesté el cerro» (lib. I, cap. XXIII: 43). En otros casos, las observaciones en Indias permiten a estos autores mostrar la originalidad o superioridad del Nuevo Mundo con respecto al antiguo. Por ejemplo, cuando Acosta habla de las cantidades de oro extraídas de Indias: «La suma de oro que se trae de Indias no se puede bien tasar; pero puédese bien afirmar que es harto mayor que la que refiere Plinio haberse llevado de España a Roma cada año» (lib. IV, cap. IV: 93). En este mismo sentido afirma que las minas de Potosí y su riqueza confirman en algo las conocidas por los antiguos, pero a la vez las superaron ampliamente: Quien más en particular haga memoria de estas minas que yo haya leído es Plinio, el cual escribe en su natural historia así: Hállase plata cuasi en todas provincias, pero la más excelente es la de España. Esta también se da en tierra estéril y en riscos y en cerros, y donde quiera que se halla una veta de plata es cosa cierta hallar otra no lejos de ella; lo mismo acaece cuasi a los
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otros metales, y por eso los griegos (según parece) los llamaron metales. Es cosa maravillosa que duran hasta el día de hoy en las Españas los pozos de minas que comenzaron a labrar en tiempo de Aníbal, en tanto que aun los mismos nombres de los que descubrieron aquellas minas les permanecen el día de hoy, entre la cuales fue famosa la que de su descubridor llaman Bebelo también agora. De esta mina se sacó tanta riqueza, que daba a su dueño Aníbal cada día trescientas libras de plata, y hasta el día presente se ha proseguido la labor de esta mina, la cual está ya cavada y profunda en el cerro por espacio de mil quinientos pasos; por todo el cual espacio tan largo sacan el agua los gascones por el tiempo y medida que las candelas les duran; y así vienen a sacar tanta, que parece río. Todas estas son palabras de Plinio, las cuales he querido aquí recitar, porque darán gusto a los que saben de minas, viendo que lo mismo que ellos experimentan, pasó por los antiguos. En especial es notable la riqueza de aquella mina de Aníbal en los Pirineos, que poseyeron los romanos, y continuaron su labor hasta en tiempo de Plinio, que fueron como trescientos años, cuya profundidad era de mil quinientos pasos, que es milla y media. Y a los principios fué tan rica, que le valía a su dueño trescientas libras a doce onzas cada día. Mas, aunque ésta haya sido extremada riqueza, yo pienso todavía que no llega a la de nuestros tiempos en Potosí, porque, según parece por los libros reales de la casa de Contratación de aquél asiento, y lo afirman hombres ancianos fidedignos, en tiempos que el licenciado Polo gobernaba, que fué hartos años después del descubrimiento del cerro, se metían a quintar cada sábado de ciento y cincuenta mil pesos a doscientos mil, y valían los quintos treinta y cuarenta mil pesos, y cada año millón y medio, o poco menos. (lib. IV, cap. VII: 97)
Para Mustapha (1989: 284), el afán de Acosta de cifrar la producción y la profundidad de las minas de Potosí es una manera de situarse con respecto a Plinio y de situar el Nuevo Mundo con respecto al Viejo. Alonso Barba evoca también las riquezas de estos «Reynos», y en particular las del Cerro Rico, comparándolas con las del Viejo Mundo: La abundancia de Minerales de Plata que hay en la Jurisdiccion de la Real Audiencia de Charcas es tan grande, que sin que huviera otros en el mundo, eran bastantes à llenarlo todo de riquezas. Enmedio de ellas està el nunca dignamente encarecido, y admirado Cerro de Potosi, de cuyos tesoros han participado pródigamente todas las Naciones del Orbe. Merecen sus grandezas, y la de la Imperial Villa, à quien diò nombre, y sitío ser eternizadas con particular historia, por las mayores de ambos mundos. (lib. I, cap. XXVII: 52)
Aún más en otros casos, la experiencia de nuestros autores del siglo XVI muestra datos diferentes a los proporcionados por el saber antiguo. Acosta, en el capítulo X, al abordar el azogue, indica el nombre latino de este mineral: argenvivo; luego, hablando de sus cualidades, cita una vez más a Plinio, pero toma distancia en nombre de su experiencia: «Plinio hace excepción, diciendo, que sólo el oro se hunde, y no nada sobre el azogue: no he visto la experiencia, y por ventura es, porque el azogue naturalmente rodea luego el oro, y lo esconde en sí» (cap. X: 101). Hay la necesidad de verificar el saber a través de una experiencia propia (Mustapha 1989: 317), que en ciertas ocasiones puede conducir en Acosta a detectar errores, como en el caso de las minas de Potosí: «Y a esa cuenta aunque las minas van tan hondas, les falta otros seis tanto hasta su raíz y fondo, que según quieren decir ha de ser riquísima, como tronco y manantial de todas las vetas. Aunque hasta agora antes se ha mostrado lo contrario por la experiencia, que mientras más alta ha estado la veta ha sido más rica» (cap. VIII: 99). La cita es interesante porque lo que se está señalando es que la experiencia no solo contradice
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una opinión vulgar, sino la teoría admitida en la época y que Acosta mismo defendía al inicio de su libro IV, es decir, la teoría según la cual los minerales son como plantas que se generan al interior de la tierra. El jesuita detecta un desacuerdo, lo que prueba, según Mustapha, una actitud de permanente confrontación, pero que «[...] quizás porque las observaciones le parecen muy puntuales, no saca ninguna conclusión categórica, ningún pretexto a la duda caracterizada» (1989: 317-318). Como dice la autora, este es uno de los casos en que la experiencia lo lleva a un desacuerdo con las teorías antiguas. Pero se trata de una crítica limitada: el desacuerdo se sitúa en aspectos muy circunscritos y no pone en tela de juicio aspectos teóricos fundamentales defendidos por la física antigua, como en el caso del clima de la zona intertropical. En este último tipo de casos, dice Mustapha, Acosta no niega la contradicción, sino que busca conciliar la experiencia y el saber antiguo, o experiencia y Escrituras Sagradas; aunque la solución la busca, para algunos problemas, del lado de la autoridad. En este sentido, la autora afirma que en Acosta los datos bíblicos y los de la física antigua sirven de guías para una interpretación de la experiencia (Mustapha 1989: 317-318). A pesar de que no lo desarrollemos en este trabajo, nos parece necesario señalar que las Sagradas Escrituras son, en efecto, el otro eje que ordena la experiencia y el conocimiento en Acosta. En cuanto a la dinámica entre textos clásicos, experiencia y escritos bíblicos en Acosta, O’Gorman (1989: 149) señala que el jesuita coloca los datos fruto de la experiencia dentro de los sistemas antiguos, y cuando hay contradicción irreductible tiene primacía la experiencia, pero, a su vez, las opiniones tradicionales condicionan la observación. Los resultados no deben ser contradictorios a los que enseñan las Sagradas Escrituras, de ahí que su autoridad se sobreponga a ellos. Al hablar de las pepitas de oro y de la pureza de este metal, Acosta cita a Plinio para luego agregar lo que él ha visto, sin que esto constituya una refutación del saber de los antiguos: Esta es grandeza de este metal, sólo, según Plinio afirma, que se halla así hecho y perfecto, lo cual en los otros no acaece, que siempre tienen escoria y han menester fuego para apurarse. Aunque también he visto yo plata natural a modo de escarcha, y también hay las que llaman en Indias papas de plata, que acaece hallarse plata fina en pedazos, a modo de turmas de tierra; mas esto en la plata es raro y en el oro es más ordinario. De ese oro en pepitas es poco lo que se halla respecto de los demás.
Y sobre la amalgamación señala: «Dice Plinio, que con cierta arte apartaban el oro del azogue: no sé yo que ahora se use tal arte» (cap. X: 102). Y a continuación agrega algo sobre el uso del azogue en el beneficio de la plata que según Acosta desconocían los antiguos: «Paréceme, que los antiguos no alcanzaron, que la plata se beneficiase por azogue, que es hoy día el mayor uso y más principal provecho del azogue, porque expresamente dice, que a ningún otro metal abraza sino sólo al oro, y donde se trata del modo de beneficiar la plata, sólo se hace mención de fundición: por donde se puede colegir, que este secreto no alcanzaron los antiguos» (cap. X: 102). Enseguida anota una frase sobre la amalgamación de plata siempre en su afán de completar el conocimiento de los antiguos y de dar cuenta de hechos o «novedades» que no habían sido tratadas anteriormente (Mustapha 1989). Por último, regresa a citar a Plinio sobre los efectos del azogue en los otros tipos de metales. Por su parte, Alonso Barba va a subrayar la importancia del método de la amalgamación durante el siglo XVI, y señala las diferencias de uso con respecto a siglos anteriores:
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Raro era el uso, y corto el consumo que del Azogue havia antes de este nuevo siglo de Plata; pues se gastaba solamente en Solimàn, Cinabrio, ò Bermellon, y polvos que se hacian del precipitado, que son los que se llaman los Juanes de Vigo, generos que sobraba mucho, aunque huviesse muy poco de ellos en el mundo. Pero despues, que por su medio se aparta de las piedras de metal molidas en sutil harina, la Plata que tienen, invencion de que en la antiguedad huvo muy pequeño rastro, y cortisimo exercicio, es increible la suma, que en todo estos beneficios se consume. (lib. I, cap. XXXIII: 61)
La necesidad de corroborar el saber antiguo o medieval con la experiencia está presente en el Arte de los metales. En algunos casos, la experiencia refuta el saber adquirido: «Y aunque Alberto, y otros la juzgaron por totalmente esteril, y que no contenìa en sì Metal ninguno, la experiencia ha enseñado lo contrario» (lib. I, cap. X: 21). En otros casos, Alonso Barba nos dice que la experiencia muestra en el Nuevo Mundo diferencias con respecto a lo que señalaban las «autoridades» sobre el Viejo Mundo, sin que esto signifique poner en tela de juicio las teorías o los planteamientos de ellas. Este es el caso cuando expone las «diferencias que hay de vetas» y trata de la opinión de los mineros de Europa sobre los rumbos de las vetas y la riqueza de ellas; según estos, las vetas más ricas eran las que corrían de «Leste à Oeste por la parte del cerro que miraba al Norte», luego venían las que corrían del oeste al este y, en tercer lugar, las que corrían de norte a sur «por la parte del cerro que mira azia el Oriente»: Pero sin derogar nada à la autoridad de los que lo sintieron, y escribieron assi, muchas veces ha mostrado la experiencia lo contrario en las Minas de Europa, y de estas partes, si ya no se dice, que tal vez virtudes vencen señales, y que no carecen de excepcion esta, como ni las demàs reglas; aunque si dà licencia para hacerlas nuevas el diferente Polo, y opuesto clima de este Mundo nuevo, tomando por exemplar al mas famoso, y rico Mineral de ambos cerros de Potosì, daría yo el primer lugar de abundancia, y riqueza de metales, à las vetas que corren Norte Sùr, por la parte del cerro que mira al Norte, rumbo que con pequeña declinación àzia el Poniente siguen las quatro principales de él. La de Centeno, que fue la descubridora, la Rica, la de Estaño, y la de Mendieta. (lib. I, cap. XXV: 47)
El saber clásico no solamente es confrontado en Alonso Barba a la experiencia propia, sino también a los conocimientos «modernos», es decir, los avances «científicos» logrados en el curso de los siglos XVI y XVII. Si bien, como desarrollaremos luego, encontramos huellas de ciertas concepciones alquímicas o de la Antigüedad en Alonso Barba, el minero de Potosí se opone a la idea sobre la influencia de los astros en el génesis de los metales, y que eran corrientemente admitidas en la época. En su obra expone dos razones que la contradicen: primero, el descubrimiento en los montes de Bohemia de un octavo metal, el bismuto, que él considera entre el estaño y el plomo —siguiendo en esto al Agrícola, que fue el primero en distinguir el bismuto como un metal—, y luego la ausencia de una correspondencia entre el número de planetas y de metales: «Ni el ser solamente siete los Planetas (quando queramos atribuir algo à la subordinación y concordancia que entre ellos, y los metales se imagina) es cosa cierta oy, pues con los instrumentos visorios ò de larga vista, se observan otros mas. Véase el tratado de Galileo Galileis de los satélites de Júpiter, y se hallarà el número y movimiento de aquestos Planetas nuevos, advertidos con observaciones muy curiosas» (cap. XXII: 42).
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En trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001) ya hemos analizado esta mención a Galileo que plantea dos cuestiones: por un lado, muestra que Alonso Barba estaba al día en lo que se refiere a la literatura «científica» y, por el otro, plantea su libertad de mencionar a alguien condenado por la Iglesia. Igualmente hemos ya abordado el tema de la discrepancia sobre esta idea de la correspondencia entre el número de metales y los planetas, que Alonso Barba tiene con respecto a otro jesuita, el padre Bernabé Cobo. A través de este breve recorrido por las obras de estos dos autores, podemos subrayar, en lo que concierne a las ciencias de la tierra, el peso fundamental que tuvo la Antigüedad en las explicaciones sobre la minería andina. También en trabajo anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001) hemos demostrado cómo en lo que concierne a la Antigüedad, Aristóteles y su Física brindaron el marco de interpretación; en este estudio, hemos sugerido que Plinio proporciona, sobre todo en Acosta, el marco descriptivo. El uso de la Antigüedad como marco de referencia, permite tanto a Acosta como a Alonso Barba abordar las creencias y prácticas prehispánicas fuera del ámbito de la censura religiosa. En páginas anteriores, hemos mencionado que, además de la Antigüedad, el otro eje importante en la obra de Acosta es la Biblia. Queremos subrayar a este respecto lo que, a nuestro entender, constituye una diferencia con respecto a Alonso Barba: la inexistencia de citas o referencias bíblicas en la obra de este autor a pesar de tratarse de una cura (seglar) que ejercía en la parroquia de San Bernardo en la ciudad de Potosí. La otra diferencia mayor es la presencia de ideas alquímicas en el texto de Alonso Barba y su ausencia en el texto de Acosta. Presencia que se explica en el caso de la obra de Alonso Barba porque se trata de un manual especializado y no de una obra general y, como sabemos, la alquimia constituyó en el siglo XVII uno de los paradigmas «científicos». «La experiencia ha enseñado y la razón lo persuade»: a través de estas palabras Álvaro Alonso Barba expresaba su manera de proceder en el análisis de la naturaleza americana; manera que combinaba el saber antiguo con la experiencia propia. Hemos visto líneas más arriba cómo en estos autores la experiencia propia en la aprehensión de la naturaleza andina podía, ya sea corroborar el saber antiguo, sea adicionar conocimientos desconocidos por la Antigüedad o, en algunos casos, refutar la herencia clásica. Esta dinámica entre experiencia y saber adquirido o acumulado es fundamental en la comprensión de las explicaciones o interpretaciones que esos autores hicieron de las ciencias de la tierra. ÁLVARO ALONSO BARBA, ALQUIMISTA, PRÁCTICO Y EXPERTO DE LA MINERÍA
Alquímico pero no hermético El sustento, o nutricion de todos los vivientes es esta transmutación continua. Arte de los metales
Como sabemos, en el Arte de los metales el autor aborda cuestiones mineralógicas y metalúrgicas muy concretas y no alude directamente a los problemas alquímicos; sin embargo, la relación de Alonso Barba con la alquimia cubre muchos aspectos. En primer lugar, muchas de las ideas que Alonso Barba adopta o utiliza en la primera parte (que hemos llamado teórica) de su obra provienen de la alquimia. En trabajos anteriores (Salazar-Soler 1997 y 2001) ya hemos analizado algunas de las ideas alquimistas que se encuentran presentes en este manual. Mencionemos algunas de ellas. Alonso Barba defiende, en varios pasajes de su
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obra, la idea según la cual los dos componentes de los metales son el mercurio y el azufre (lib. I, cap. XIX: 36 y lib. I, cap. X: 19). Como sabemos, una de las principales ideas que conformaba el cuerpo alquímico de la época era aquella que sostenía que eran dos los componentes esenciales de los metales: azufre y mercurio. La idea sobre la participación del azufre y el mercurio, en tanto principios, en la formación de los metales, tomó cuerpo en los tratados elaborados por los alquimistas árabes en la segunda mitad del siglo IX. Como sabemos, la alquimia medieval se expandió en Europa Occidental en el siglo XII a través de España, en donde aparecieron las primeras traducciones latinas de las obras de los alquimistas árabes. Si bien estas ideas formaban parte del cuerpo teórico de los alquimistas, podemos encontrar sus raíces en la teoría de los cuatro elementos de los filósofos de la Antigüedad y en la de las dos exhalaciones de Aristóteles. Podemos resumir la idea que circulaba entre los alquimistas de la siguiente manera: en la generación de los metales es necesaria la acción de un elemento generador y la presencia de una cosa sumisa, una materia que sea capaz de recibir la acción generadora. De una parte, el generador general es el firmamento con su movimiento; de la otra, la tierra libera emanaciones, azufre y mercurio que se unen bajo la acción del firmamento para dar origen a los metales. En esta unión, el azufre se comporta como la semilla masculina, el padre, el espíritu, y el mercurio como la semilla femenina o como la madre en el momento de la concepción de un niño. Estos principios no designaban a los elementos en el sentido estricto sino, más bien, a hipóstasis de ciertas propiedades inherentes a diferentes materias. El azufre representaba el principio de combustibilidad; el mercurio, los de volatilización, liquidez y fusibilidad. Encontramos también presente en el Arte de los metales, cuando Alonso Barba aborda la génesis de los metales, la idea sobre la unidad de la materia (lib. I, cap. XVIII: 34-35). Esta constituye uno de los postulados esenciales de la teoría alquímica. La materia es una, decían los alquimistas, pero ella puede tomar diversas formas y, bajo formas nuevas, combinarse ella misma y producir cuerpos nuevos en cantidad indefinida. Estos filósofos llamaron a esta materia primera con diversos nombres: semilla, caos, sustancia universal, absoluto, etcétera (Hutin 1951: 69). Esta teoría no fue, sin embargo, una invención de la alquimia, sino que Platón ya había abordado esta noción de la materia primera, común a todos los cuerpos y apta a tomar todas las formas. Pero fueron los alquimistas quienes la desarrollaron. Citemos algunas de las otras ideas que encontramos en nuestro metalurgista con fuerte contenido alquímico, como la creencia en la regeneración de los metales en el interior de la tierra y la idea sobre la perfección del oro, o el oro como objetivo de la naturaleza (lib. I, cap. XX: 37-39 y lib. I, cap. XXVII: 51). En segundo lugar y como dice Amorós (1963: 171), Alonso Barba acepta las teorías alquimistas y la transmutación de los metales no solo a través de las referencias y las citas constantes a alquimistas de renombre, sino que su experiencia y su práctica cotidiana en las minas de Potosí le hacen asumir estas teorías. A lo largo de la primera parte de su obra encontramos una defensa y admiración al arte de Hermes. Este es, por ejemplo, nuestro sentimiento cuando leemos el siguiente texto del maestro de Potosí, en donde, tenemos la impresión, reconoce la posibilidad de la transmutación: Los que no juzgan por factible, sino lo que les parece serlo à la capacidad de sus discursos […] niegan al Arte la posibilidad de transmutar unos metales en otros, con razones, que no solo no convencen; pero ni aun aprietan. […] Dicen que los Alquimistas ignoran el modo con que la
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naturaleza cria, y perficiona los metales, y que yerran en decir se componen de Azogue, y Azufre; porque a ser esto así, muchos rastros, y señales hallarán de ambas cosas en las minas de oro y plata, y de los demás metales, constando por la experiencia lo contrario. Poco importa lo primero, pues conveniera quando mucho que de ordinario procedian mecanicamente, y no con principio cientificos los que hicieron estas transmutaciones; pero no por ello se quitaba la posibilidad, y verdad de ellas. (lib. I, cap. XIX: 35-36)
Sobre el segundo punto, Alonso Barba asume la defensa de la idea que el azufre y mercurio son los dos elementos constitutivos de los metales, que ya hemos analizado en trabajos anteriores. Luego el autor concluye su demostración diciendo: Quando lo dicho (la defensa de los dos elementos) no bastara para desengaño, era de ninguna fuerza para probar que los metales no se componian de azogues, y azufre, el decir que carecian de ello sus minas, pues como partes componentes havrian passado yà à otra naturaleza del todo, que de ellas se hizo, dexando sus propias formas. Pero desmenuzando mas estos secretos de la naturaleza, sacan los Sabios (no los Vulgares) de todos los metales otra vez el azogue, de que dicen componerse palpable, y visiblemente; no escribo el modo, por no ocasionar à experiencias Chimicas, llenas de mas inconvenientes que provechos. Tambien el azogue comun se convierte en plata fina, cierta prueba de la posibilidad, y verdad dicha, de que hay tantos testigos de vista en aquellas provincias, que fuera temerario arrojamiento el desmentirlos todos. (lib. I, cap. XIX: 37)
En lo que respecta a la segunda parte de su obra, hay, según Amorós, varios ejemplos que demuestran también su aceptación de las teorías alquimistas y de la transmutación de los metales. Citemos aquí algunos de estos. El primero se refiere al experimento de la precipitación del cobre a partir de una solución de cobre por hierro: «Es ocular desengaño y prueba de la posibilidad de la transmutación de unos en otros, pues con ella (la caparrosa azul) disuelta en agua, sin más artificio, convierte en cobre fino i no sólo el hierro, sino también el plomo, el estaño y aun la plata hace decaer de sus quilates y la reduce a cobre». En el segundo ejemplo, Alonso Barba —según Amorós— confunde la amalgamación con la transmutación: «También el azogue común se convierte en plata fina, cierta prueba de la posibilidad y verdad dicha, de que hay tantos testigos de vista en estas Provincias, que fuera temerario o arrogante el desmentirlos todos». El tercer ejemplo se refiere al beneficio de las menas de hierro: «La parte que tiene de hierro; quemada con la de azufre, que también de ordinario los acompaña, se convierte en vitriolo o caparrosa verde; ésta después se transmuta en cobre fino […]. La caparrosa azul, como la que llaman piedra lipis, de admirable fuerza para convertir casi todos los metales en cobre». 12 Sobre el carácter de la relación de Alonso Barba con la alquimia, García Font (1976: 246-247) afirma que, para él, el metalurgista del siglo XVII «no es un ‘Hermético’ y no estuvo seducido por las promesas de una medicina alquímica, sino que más bien es un técnico, un operativo, que no discute la autoridad de los grandes autores de tratados sobre el Arte, sino que admite la posibilidad de transmutaciones, alega pruebas y declara conocer 12
Amorós nos da enseguida el contexto científico con respecto a las teorías sobre la precipitación del cobre, diciendo que tan solo diez años después, Angelus Sala, un italiano de Vicenza que trabajó en Dresde y luego en Baviera y Austria, trató de probar que la precipitación del cobre a partir de una solución de vitriolo por hierro metálico no era debido a la transmutación del hierro en cobre, sino simplemente a la separación del cobre presente en el vitriolo.
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testigos». Continúa diciendo que Alonso Barba «utiliza concepciones alquimistas en la medida que le proporcionan una explicación» a ciertos fenómenos naturales, pero que se mantiene prudentemente al margen de cierta especulaciones audaces concernientes a los secretos y los misterios «en los que muchos dicen creer, y que muy pocos han experimentado». Así, dice García Font: «[...] para Luanco [autor de La alquimia en España, 1889], Alonso Barba es un alquimista teórico, por nuestra parte pensamos que fue antes que todo un metalurgista práctico, que poseía los conocimientos que se tenían comúnmente en la época y en su profesión». En palabras de Bargalló (1969), Alonso Barba era, en lo que concierne lo teórico, un alquimista, pero un verdadero químico en el terreno de lo práctico. Siguió los principios aristotélicos vistos a través del medioevo árabe y cristiano; como por ejemplo la doctrina mercurio-azufre para los metales. Bargalló pasa enseguida revista a algunas de las ideas alquimistas del metalurgista del siglo XVII. Creía Alonso Barba en la virtud productiva (bajo el impulso general del creador) de los seres y en su capacidad general de transformación; y admitió la existencia de la piedra filosofal: actividad productora y transformadora que en la naturaleza tendía a la perfección. Así, decía que los metales imperfectos o viles se transformaban en sus vetas, en otros más perfectos y nobles. Explicó los caracteres de los metales por la proporción entre azufre y azogue, y que el cambio o transformación se debía a la variación de accidentes bajo la acción de causas eficientes o del calor o del frío, humedad o sequedad. Admitió, también, virtudes ocultas o causas inexplicables que se traducían en la simpatía o antipatía entre los seres, sin excluir los minerales; y ello sin creer en la influencia astral. No fue Alonso Barba, afirma el mismo Bargalló (1969: 313), un alquimista práctico en el sentido estricto; dejó que otros uniesen el azogue y el azufre para obtener un metal. Tampoco intentó preparar la piedra filosofal. Sus prácticas «siempre fueron científicas desprovistas de magia y superchería; aunque trató de justificar la doctrina alquimista con hechos observados o experimentados por él». Establece el poder de la Naturaleza junto al del Creador. No puede suponerse que un sacerdote equipare el poder «delos cielos» al poder de la Naturaleza, pero Alonso Barba trató siempre de cimentar o comprobar sus ideas alquimistas en los hechos y en el poder de la última. Ya hemos señalado (Salazar-Soler 1997 y 2001) que, en nuestra opinión, Alonso Barba es un empirista, entendiendo por empirismo no un sinónimo de práctica, sino una manera de reflexionar, de explicar una realidad concreta, una experiencia. Sus reflexiones teóricas están inspiradas por su experiencia en la región de Charcas y, en particular, en las minas, y parten del deseo de explicarla. Y en ese afán por interpretar esa realidad, utiliza los marcos teóricos, los paradigmas que estaban a su alcance, entre los cuales encontramos a la Antigüedad y, sobre todo, a la alquimia. Hombre de campo, hombre de laboratorio: el experto […] en cosas factibles se enseña mejor obrando que advirtiendo dando solamente preceptos para ello. AGI. Indif. Gral. 771 [1649], Memorial al Rey.
Ayuda a valorar en todas sus dimensiones la figura de Alonso Barba el precisar que el beneficio de «cazo y cocimiento» lo inventó en Tarabuco en 1609, y lo dio por definitivo en 1617, cuando residía ya en San Cristóbal de los Lípez. En dicha región, exploró y registró
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algunas menas de plata nativa pura. Visitó también las minas de Porco en el camino de los Lipes a Potosí. En Porco, observó los hornos castellanos «debajo de chimeneas» (lib. IV, cap. XX). A. Alba, en el prólogo a la edición potosina del Arte de los metales, describe las andanzas y las calidades de explorador de este autor con las siguientes palabras: «Anduvo en sitios no hollados por los buscadores de minas; examinó audazmente el Cerro Rico de Potosí, colmado de vetas de plata hasta los filones estañíferos de Colquiri; desde los lavaderos de oro del torrente Tipuani, al norte de La Paz, hasta los ingentes sulfuratos en la pampa alta de los Lipes». En Cachapa (Los Chichas) practicó la fundición en hornos de reverbero que alimentaba con menas del cerro de la Trinidad (en los Lipes) (lib. IV, cap. XV). Compró desmontes de baja ley y los benefició en Carapa, Porco y Oruro con buen éxito: en Charapa obtuvo plata refinada, en planchas de «once arrobas y nueve libras de finísima plata» (lib. V, cap. III). En Oruro halló una tierra blanca en el cerro de la Titilla, con ella hizo «cendrada excelentes para las afinaciones» (cap. I) y benefició una veta de oro de los cerros que rodean las minas de plata de la Villa de Oruro (lib. I, cap. XXV). Basta citar sus propias palabras para darse cuenta de las dimensiones de las andanzas de Alonso Barba: «Y aunque por la experiencia que tengo de los muchos assientos de Minas en que he estado, en las Provincias de Chichas, Lipes, Charcas, Paria, Carangas, Pacages, y Omasuyo» (lib. III, cap. XII). Como lo afirma Bargalló, muestra de la gran extensión de sus exploraciones es el número de poblados y lugares que cita en su manual, y que alcanzan a 125. Este autor califica a Alonso Barba como «uno de los más activos e inteligentes exploradores mineros de la Hispanoamérica del siglo XVII». Agreguemos también que su experiencia de campo le permitió recoger una serie de saber y de conocimientos locales o nativos. No hay más que citar la terminología, sobre todo en quechua, importante por su número como por la precisión del significado de los términos, como ya hemos mencionado. Alonso Barba conocía el quechua y el aymara, tal como queda precisado en su Relación de méritos y servicios: «Desde sus primeros años se dio mucho a los estudios: aprendio las lenguas Latina, griega y hebrea a que añadio la Toscana, la Portuguesa, la quichua y la Aymara, que son las dos generales de las Provincias tan dilatadas del Piru. Oyo Artes y Theulugia, diose mucho al estudio de los sacros canones, de las Mathematicas y otras facultades».13 Pero, aún más, algunas veces el autor incorpora en su trabajo este saber nativo a otro nivel, como parte de una nueva propuesta epistemológica. Este es el caso, por ejemplo, de su clasificación de los minerales. Según Amorós (1963: 173-174), la clasificación de minerales y piedras que utiliza Alonso Barba es una ligera modificación de aquella que había predominado durante aproximadamente dos mil años. Efectivamente, la clasificación de Teofrastro, el discípulo y sucesor de Aristóteles (375-287 a. C.), agrupaba los minerales en tres grandes categorías: los metales, las piedras y las tierras. Esta clasificación fue utilizada sin ninguna modificación durante la Antigüedad, hasta que en el siglo X Avicena la modificó, y pasó a considerar las piedras, los minerales sulfurosos, los metales y las sales. Después de esta clasificación pasamos a la de nuestro autor, quien establece cuatro grupos: las piedras, las tierras, los jugos y los metales. En la obra de Alonso Barba, la diferencia entre las cuatro categorías está basada en criterios simples y fáciles de utilizar (Amorós 1963: 174): 13
AGI. Charcas 100 [1659].
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Los mixtos, que la naturaleza produce en las entrañas de la tierra, o se derriten, ó, no: si se derriten, ó son duros, y se llaman piedras: ó blandos, y que facilmente se desmenuzan en pequeñísimas partes, y se llaman tierras; y si se derriten, ó bueltos a su primera forma quedan duros, y aptos a estirarse con el golpe de martillo, y estos son metales; ó no quedan con la dureza y aptitud dicha, y estos son los que se llaman jugos. (Alonso Barba 1992 [1640]: 12)
En lo relativo a las piedras, Alonso Barba las clasifica en cinco categorías: «A cinco géneros puede reducirse toda la diversidad que hay de piedras; porque si son pequeñas, raras, duras, y que tienen resplandor, y lustre, son las que se llaman preciosas: y si son grandes, aunque sean raras, y su lustre mucho, se reducen a mármoles, si quebrándose se hacen astillas, ó como escamas à Pedernales: si están menudamente granadas, à guijarros: y las que no tienen las señales dichas, à peñas, ó piedras ordinarias» (1992 [1640]: 124). Además de esta clasificación, Alonso Barba incorpora o reconoce una serie de piedras que responden a un criterio de clasificación —la calidad de las piedras en donde se «crían» los metales (las gangas)— y a una nomenclatura local: Pero los Mineros para el conocimiento, y distinción de las piedras sobre que arman, ó se crían los metales, tienen sus nombres, de que usan entre sí ordinariamente. Llaman Quijos a las piedras de casta de guijarros, que participan de Oro, ó Plata, ó otro metal qualquiera, y son de mayor duración, y fundamento las vetas, que sobre aquesto arman. Cachi, es un genero, como de alabastro blanco costroso, y facil de quebrar, quiere decir Sal en la lengua general de aqueste Reyno, y llamase así por lo que se le parece, criase en èl en vetas de metales pacos, mucho Plomo, que este es el nombre entre mineros de la Plata bruta. El Chumpi, llamado así por el color pardo, es piedra de casta de Esmeril, con participación de hierro, brilla algo obscuramente, y es dificultoso su beneficio, por lo mucho que resiste al fuego […]. Ciques llaman à las otras piedras que nacen con los metales, ò a sus lados, que tambien se dicen caxas, son toscas y no muy duras, ni macizas; no participan de metal ordinario, aunque en algunos Minerales, y vetas ricas también se les pega algo de vecindad. Famosos han sido, y son los Vilaciques deste riquisimo Cerro e Potosi, por la mucha Plata, que de ellos se ha sacado, y no es esta la menor prueba, ò alabanza de su prosperidad sin igual. Vila, significa sangre, ò cosa colorada en la lengua natural de esta Provincia, y por una pintas ò señales pequeñas, que tienen de este color, llaman aquestas piedras Vilaciques. (1992 [1640]: 24-25)
Como el mismo Alonso Barba indica, muchas de las palabras utilizadas para designar los diferentes tipos de gangas provienen del quechua. Sin embargo, esto no nos autoriza a pensar que el criterio clasificatorio provenga exclusivamente de una tradición prehispánica; lo único que podemos pensar es que Alonso Barba recogió una nomenclatura en uso, en Potosí, a finales del siglo XVI y mediados del siglo XVII, y la incorporó a su sistema de clasificación. Como indicamos en el título del acápite, Alonso Barba es también un hombre de laboratorio; así lo demuestran los trabajos de laboratorio que se perciben en su manual, dos de los cuales son citados por Bargalló en su Amalgamación: el agua regia y la disolución del oro (lib. V, cap. XIV) y la retorta de barro con boquete (lib. V, cap. VIII): «[...] un género de vaso encontré yo para sacar agua fuerte, que por ser a propósito le he usado, y he comunicado a mis amigos». A esto hay que agregar que Alonso Barba estableció en su manual la necesidad de recurrir al análisis de las menas antes de su beneficio, y de practicar ensayes antes de este.
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Un hombre polifacético Para concluir sobre este personaje, queremos resaltar su polivalencia. A lo largo de las páginas anteriores hemos resaltado las calidades de inventor, de experto en minería y metalurgia, de autor del manual más importante del siglo XVII, obra de referencia hasta bien entrado el siglo XIX. Pero Alonso Barba, como lo hemos subrayado al analizar sus andanzas y experiencias en las minas, es un hombre no solo de terreno sino un señor de minas: descubre y registra minas y las trabaja, beneficia los minerales; en resumen, es un empresario minero, beneficiador y fundidor. He aquí, en sus propias palabras, este último aspecto de sus actividades: «Manifesté ante la Justicia esta veta [descubrió una mina abandonada en el paraje llamado Xanquegua, en los Lipes], á que puse por nombre Nuestra Señora de Begoña. Hízose luego ingenio junto a ella y concurrieron Mineros, que hallaron, y trabajaron otras muchas, de que se ha sacado muy gran suma de Plata»; «Media legua de las minas de san Cristóbal de Achocalla en los Lipes, […] descubrí la veta, y manifesté [registré] el cerro», o «Yo fuì aquella Villa [Oruro] y comprè en poco precio estos deshechos, ó escorias, de que saquè no pocos millares de pesos de Plata». No hay que olvidar, sin embargo, su faceta eclesiástica (García Fernández 1997). Alonso Barba fue cura por oposición en numerosas doctrinas: «doctrinando los yndios con el ejemplo y compostura de sus costumbres y predicandolos y enseñandolos en sus lenguas por saber con eminencia las dos generales de este Reino quichua y aymara».14 Sabemos, por ejemplo, que fue presentado «para el curato y doctrina de San Bernardo de la Villa Imperial de Potosí […] para […] conversión y enseñanza de los naturales».15 COLOFÓN
La historia que hemos trazado en páginas anteriores es un excelente ejemplo de modernidad. El análisis del Arte de los metales nos ha permitido, en efecto, mostrar la existencia de una efervescencia intelectual a finales del siglo XVI e inicios del XVII que respondía a una coyuntura económica: la necesidad de producir cada vez más a menos costo; modernidad de un Potosí industrial. Modernidad por el método mismo propuesto por Alonso Barba, que, como hemos dicho, es considerado como una verdadera contribución al proceso de amalgamación y no como una simple modificación de este. Modernidad, pues descubierto en Charcas en 1609 y a pesar de haber sido casi ignorado en los Andes durante los siglos XVII y XVII, dos siglos después es redescubierto por Born en Europa para ser abandonado en favor del método en frío de los barriles de madera giratorio que va a tratarse de introducir en América durante las reformas Borbónicas a través de las expediciones de mineralogía. El fracaso de estas expediciones, sin embargo, permitirá la recuperación del método de cazos durante el siglo XIX, por efectos de una competencia que ya hemos esbozado y que se presentará como una verdadera alternativa a la coyuntura económica de la época y que posibilitará el desarrollo de la minería durante ese siglo. En palabras de T. Platt (1999: 47): «[...] un experimento alquímico del XVII temprano en Tarabuco se vuelve, pues, en la Bolivia decimonónica, la base del desarrollo de una moderna tecnología independiente dentro de un modelo nacional proteccionista de acumulación capitalista». 14 15
AGI. Charcas 93 [1649], Síntesis biográfica de Alonso Barba. AHP. Cajas Reales, 264, ff. 4v-7.
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Fuera del método de cazos y cocimiento, la obra de Alonso Barba es un ejemplo de modernidad que se expresa en el afán del autor en proclamar y subrayar la importancia de la experimentación y de los ensayes antes de proceder al beneficio de los minerales. Este manual, el primero que presenta por escrito las reglas para el beneficio y fundición de los minerales, está profundamente marcado por un concepto: la experiencia. El saber de Occidente se enfrenta a las experiencias de campo y de laboratorio y al saber indígena, y da como resultado una obra cuya modernidad es innegable. El Arte de los metales es una obra, entonces, excepcional para mostrar los muchos aspectos implicados en esta historia: el traslado —a través de la expansión ibérica— y la circulación mundial de varios cuerpos de ideas, la conexión, contacto o encuentro entre varios mundos y la incorporación de conocimientos nativos a una circulación planetaria. Esta es una historia que implica, igualmente, descentralización: el Arte de los metales fue redactado en el virreinato del Perú, aunque fuera luego publicado en Madrid. Este trabajo ha pretendido contribuir a la reflexión sobre la modernidad mostrando cómo esta puede ser no europea, y cómo es imposible hablar de un modelo unívoco o unilineal de modernidad y que en ciertos casos se debería plantear la problemática más bien en términos de una multiplicidad de modernidades y una multiplicidad de centros creadores de ella, como la ilustran para el Perú las coyunturas tanto de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, como la de fines del XVIII y el XIX. BIBLIOGRAFÍA
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La Calera de Tango (1741-1767) y los otros talleres de arte misional de la Compañía de Jesús en Chile colonial* Gauvin Alexander Bailey
L
as misiones establecidas por la Compañía de Jesús entre los siglos XVI y XVIII en Asia y América Latina demostraron un interés en las artes visuales que fue extraordinario para su tiempo. Desde la década de 1580, los jesuitas comenzaron a invertir más energía y dinero en las artes y la formación en las artes, que cualquier otra Orden religiosa, inclusive sus rivales los franciscanos y dominicos (Bailey 1999). Los jesuitas llegaron a especializarse en una especie de taller enciclopédico de artes y artesanía que era capaz de producir suficiente variedad de arte devocional y objetos litúrgicos —desde pinturas y esculturas hasta vestimentas eclesiásticas, relojes y campanas— para que las misiones pudieran ser autosuficientes y ya no tuviesen que depender de las importaciones europeas. En muchas regiones, estos talleres fueron tan prodigiosos que también se ponían al servicio de los proyectos artísticos y arquitectónicos de otras Órdenes, de patrones privados y de los gobiernos coloniales. En el Japón, los jesuitas fundaron una escuela de arte en 1583 que llegó a contar con más de cuarenta miembros y fue responsable de la constante producción de obras artísticas, desde piezas del altar hasta placas de bronce, durante más de tres décadas en Japón, y más tarde, en Macao. Aunque los talleres asiáticos son los más familiares para los historiadores de hoy, cabe destacar que algunos de los talleres jesuíticos más grandes y productivos fueron establecidos en el cono sur de Sudamérica, un área muy escasamente poblada, cuya libertad relativa de la injerencia de los gobiernos coloniales españoles hizo que fuera ideal para el desarrollo de sus diseños. Los más famosos de estos proyectos fueron los talleres de arte establecidos en las reducciones de Paraguay, donde dos olas migratorias de hermanos jesuitas y artesanos llegaron en 1693 y 1716, con el fin de dirigir los talleres de artistas guaraníes en misiones como San Ignacio Guazú y Loreto que hoy forman parte de Argentina, Paraguay y Brasil (Bailey 1999; 2001b). Los artistas y albañiles formados en estos talleres construyeron iglesias de piedra con una capacidad para centenares en el estilo del renacimiento romano y barroco. Ellos decoraron estas iglesias con piezas doradas para el altar, pinturas y esculturas en un ramillete de estilos desde el bizan-
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Esta ponencia es un resumen del artículo de próxima aparición «The Calera de Tango of Chile (1741-67): The Last Great Mission Art Studio of the Society of Jesus». En Diogo Ramada Curto (ed.). Jesuits as Intermediaries in the Early Modern World (Fiesole y Roma: European University Institute e Institutum Historicum Societatis Iesu). Quisiera darle las gracias al difunto padre Walter Hanisch, S. J. por su ayuda durante mi estadía en Chile.
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tino hasta el rococó, todo esto en los bosques extremadamente remotos a orillas de los ríos Uruguay y Paraná, ubicados a cientos de millas de los poblados coloniales más cercanos. Sin embargo, uno de los proyectos artísticos más ambiciosos de los jesuitas en América del Sur ha sido relativamente poco estudiado. En el segundo cuarto del siglo XVIII, faltando solo algunas décadas para la expulsión de los jesuitas de los territorios españoles, ocurrida en 1767, más de cincuenta hermanos coadjutores alemanes fundaron una red de talleres de arte y oficios en Chile: en Santiago, por la costa del Pacífico, y en una hacienda llamada la Calera de Tango en el valle verde del canal de Maipo. Ellos trasladaron el arte rococó exuberante de Múnich, Innsbruck y Praga a una de las provincias más inhóspita, inaccesible y carente de personal de toda la empresa misional jesuítica.1 Construyeron iglesias, esculpieron retablos y estatuas, fabricaron muebles, fundieron campanas, forjaron vasijas de plata y oro, produjeron vasijas de cerámica, tejieron telas y tapices, y ensamblaron órganos y relojes. Y lo hicieron de tal manera que dejaron una huella claramente germánica en las artes de Chile, un legado que duró hasta muy entrado el siglo XIX y aun el XX, y que distinguía la cultura visual de Chile de la de sus vecinos en el resto de América del Sur. Los primeros artistas y artesanos alemanes llegaron a las misiones chilenas en la década de 1720 por dos razones. La primera fue la urgente necesidad de contar en el imperio español con artistas y arquitectos calificados, especialmente en regiones muy distantes del corazón colonial en el centro y el norte de los Andes. La segunda fue la abundancia de talento artístico fuera de España, especialmente en Italia y las cinco provincias jesuíticas de la Gran Alemania, regiones católicas que frecuentemente tenían vínculos estrechos con la Corona española pero que no eran necesariamente parte de su imperio. En Europa y en las misiones en el resto del mundo, los artistas jesuitas generalmente fueron hermanos, es decir, hombres que habían entrado en la Compañía pero sin intenciones de ser sacerdotes. Con frecuencia provenían de la clase trabajadora y eran artesanos y, por tanto, no tenían formación académica. Los hermanos jesuitas constituyeron la columna vertebral de la organización, y funcionaban como carpinteros, albañiles y artesanos del estuco, cocineros y jardineros. En el pasado, la Corona española protegía celosamente sus territorios americanos de las intrusiones extranjeras, y el acceso a Nueva España y América del Sur fue severamente restringido a los no españoles, aunque las reglas no eran tan estrictas para los misioneros. En 1664 se prohibió viajar a América española a todos los extranjeros que no fueran misioneros, y aún así, los misioneros tenían que ser sacerdotes, y no hermanos, tenían que pasar un año en España y solo podían constituir una cuarta parte del personal total en las misiones (Hanisch 1973: 145; Pereira 1965: 80). En la medida en que la discrepancia entre el número de misioneros y los neófitos aumentaba, el gobierno relajaba las reglas y así declaró, en 1674, que una tercera parte del personal misionero podría venir de los países vasallos y los Estados bajo los Habsburgo, incluyendo las actuales Alemania y Austria (Plattner 1960: 18). También se dio permiso a algunos italianos, particularmente de la parte al sur de la península bajo el domino español (Campania, Puglia, Sicilia). El primer grupo substancial de jesuitas artistas, arquitectos y músicos no españoles llegó a la provincia de Paraguay en 1693. Por el año 1707, la Corona decretó que hasta dos terceras partes del personal en las misiones podrían venir de fuera de España, y esto incluía a los Estados Papales. Poco 1
Véanse Bailey 2001a; Hanisch 1982: 159-160, 1974: 109-152 y 1973; Ferrari 1980; González Echenique 1978: 38-40; Pereira 1965: 80-117; Plattner 1960; Sierra 1944.
LA CALERA DE TANGO (1741-1767) Y LOS OTROS TALLERES DE ARTE MISIONAL
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tiempo después de la Guerra Española de la Sucesión, de 1713, la nueva dinastía borbónica alentó la inmigración de misioneros no españoles en un esfuerzo por reafirmar su control de las Américas (Sobrón 1997: 58; Hanisch 1973: 145). Hacia 1715, el año en que llegó el segundo grupo de jesuitas extranjeros al Paraguay, ya no había un límite oficial en cuanto al número de misioneros no españoles, y sacerdotes y hermanos de Francia, Polonia, Baviera, Flandes, Venecia, Génova y los Estados Papales inmigraron en grandes números a la América española. En 1734, el gobierno español declaró específicamente que hasta una cuarta parte del personal misionero podría venir de la Gran Alemania (Hanisch 1973: 145). El primer artista alemán que arribó a Chile fue el escultor Johann Bitterich (16751720), natural de Innsbruck, quien llegó en el último año de su vida e inició una campaña para reclutar a más hermanos alemanes artistas para la región.2 Bitterich fue un escultor profesional que había trabajado bajo Lothar Franz von Schönborn, el Cardenal-Arzobispo de Maguncia (Mainz), en su palacio de Pommersfelden (Sierra 1944: 258; Pereira 1965: 80-81; Plattner 1960 24; González 1978: 38-40). Una vez en Chile, el artista jesuita se encontraba de inmediato en constante demanda. Él comentó sobre su dilema en una carta el mismo año en que pide más artistas: «Nuestros superiores en las distintas casas necesitan estatuas, altares, pinturas y retablos, y los piden con insistencia, ya que en estas regiones uno no encuentra ni a escultores ni arquitectos que comprendan su oficio».3 Aunque Bitterich murió al año, sus esperanzas serían colmadas más allá de sus expectativas más audaces.4 Dos años después de la muerte de Bitterich, un pequeño ejército de artesanos de la Europa central se ofreció para la misión jesuita de Chile. Las provincias de Austria, Bohemia, Alemania Superior, y Renania Superior enviaron a un grupo de treinta sacerdotes y hermanos a Génova para abordar un barco rumbo a España.5 Algunos de ellos —que incluían a todos los de la Alemania Superior— habían entrado en la Compañía expresamente para participar en este viaje. Aunque el gobierno español, siempre suspicaz, prohibió viajar a Sudamérica en el último momento a catorce de ellos, dieciséis realizaron el viaje y llegaron, vía Buenos Aires, en 1724. El grupo incluía a carpinteros, arquitectos, ebanistas, tejedores, artesanos especializados en el estuco y un escultor.6 La figura principal en esta primera ola de inmigrantes alemanes y en la fundación de la Calera de Tango fue Karl Haimbhausen (1692-1767), un visionario miembro de la clase gobernante de Baviera que, con la esperanza de crear una industria de arte en Chile, invirtió 2
Archivum Romanum Societatis Iesu (ARSI). Chil.2 (1640-1726), «Catalogo Triennale», ff. 218a, 237a, 254a, 275a-b, 279b, 302a, 305a, 306a, 322b, 324a, 326a-b, 323a, 328b, 330a; Chil.3 (1729-1755), «Catalogo Triennale», ff. 24b, 51b. Acerca de Bitterich, véase Meier 2001. 3 J. Stocklein, Der neue Welt Bott I, 206, citado en Sierra 1944: 238. Véanse también Hanisch 1973: 144 y 1974: 121; Pereira 1965: 81. 4 ARSI. Chil.2, ff. 302b, 310b. 5 Véanse Hanisch 1982: 166; Sierra 1944: 243-251; Pereira 1965: 81; Ferrari 1980; Buschiazzo 1961: 128-29; Bayón y Marx 1992: 233. Las fuentes primarias son: ARSI. Chil.2, ff. 322a-b, 326b, 330a; Chil.3, 70a, 241b, 245b, 246a, 249b, 251b, 252a, 255b, 256a. 6 El grupo incluía a los austriacos padre Michael Choller, hermano Michael Herre (carpintero y arquitecto), y hermano Anton Miller (ebanista); los bohemios padre Johann Oppiz y hermano Franz Sterzl (botánico). También incluía de Alemania Superior los padres Karl Haimbhausen, Anton Friedl y Franz Xavier Khuen, los escolásticos Johann Fertl y Ignaz Steidl, y los hermanos Johann Gallemayr (carpintero), y Josef Joachim (tejedor); y de Renania Superior los hermanos Adam Engelhard (ebanista, escultor, y arquitecto), Georg Lichtenecker (cirujano), y Peter Vogl (arquitecto y especialista en estuco). Otros que llegaron en este año fueron Johann Kuenz (sastre), el bávaro Johannes Haberkorn (n. 1670) y el arquitecto Martín Motsch, hijo y aprendiz del arquitecto de la corte del elector de Baviera.
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la mayor parte de sus energías en la financiación de la misión en Chile (Hanisch 1973: 134; Pereira 1965: 82-85). También fue él quien reclutó dos barcos llenos de artesanos alemanes. La familia de Haimbhausen fue muy prominente en la vida política y cultural de Baviera (Hanisch 1982: 167; 1973: 135-137). Su padre, el conde Franz von Haimbhausen, ocupó el cargo administrativo más importante en Baviera y Colonia y llevó a cabo sustanciales proyectos de construcción, los cuales incluían el palacio familiar en Múnich. Su sobrino Karl fue un arquitecto que trabajó con François Cuvilliés (1695-1768), quien era uno de los principales arquitectos de Baviera y el diseñador del pabellón Amalienburg en Nymphenburg (1734-1739). Como procurador general, Haimbhausen fue el principal colector de fondos y planificador de los talleres de arte en Chile.7 También solicitó ayuda internacional para financiar sus proyectos y proveerlos con personal (Hanisch 1973: 158; Pereira 1965: 83). Entre 1743 y 1746, viajó a Madrid y Roma para buscar apoyo y volvió a Baviera para determinar la disponibilidad del talento joven. Enroló un grupo de 31 jesuitas que llegaron en 1747.8 Entre ellos había un arquitecto, un escultor, un orfebre, un platero, un relojero, un fundidor de campanas, así como tejedores y carpinteros: todos menos tres habían sido admitidos a la Compañía expresamente para esta misión.9 Este grupo de jesuitas viajó con 386 cajas de herramientas y materiales, especialmente hierro y cobre, pero también transportó pinturas, estatuas, relicarios, rosarios, medallas y libros (Pereira 1965: 83). En 1755, otro grupo de hermanos artesanos siguió sus pasos.10 Entre ellos había un pintor, un alfarero y un albañil, y más tejedores y carpinteros.11 Sin embargo, en el último grupo de artesanos alemanes solo había siete hermanos, puesto que el Consejo de Indias se había vuelto suspicaz a causa de la presencia de tantos extranjeros en un solo lugar. Esta fue la última ola migratoria de artesanos alemanes a Chile antes de la expulsión en 1767 y la muerte de Haimbhausen el mismo año. La Calera, o depósito de cal, en Tango, comenzó como una finca, que de hecho no era muy próspera (Hanisch 1982: 161-164; 1973: 187-188 y 1974: 111). Después de comprarla a los mercedarios en 1685, los jesuitas cavaron fosas de irrigación que conectaron al canal de Maipo en 1731. También plantaron una viña, árboles frutales y trigo, y construyeron un co-
7 Haimbhausen aparece por primera vez en los catálogos de la provincia de Chile en el año 1724. ARSI. Chil.2, ff. 322a, 324b, 342a, 344b; Chil.3, ff. 1a, 3b, 33a, 24a, 43a, 45a, 75a, 77b, 106a, 109a, 144a. 8 ARSI. Chil.3, ff. 70a, 245b, 246a, 249b. Véanse también Hanisch 1973: 164 y 1974: 110. 9 Llegaron, de Austria, el padre Martin Hedry y el hermano Anton Schmalpaur (botánico); de Renania Inferior llegó el padre Bernhard Havestadt, y de Renania Superior el padre Michael Mayr y el hermano Jacob Kelnehr, o Kellner (escultor y grabador); de Bohemia llegaron los padres Ignaz Fritz y Johann Nepomuk Walther, y el hermano Johann Köhler (orfebre y platero). La mayoría del personal llegó de Alemania Superior, incluyendo a los padres Gabriel Schmid, Anton Faber, y Franz Xavier Kisling, y trece hermanos: Jacob Wezl (artesano y jurista), Johann Kollman (herrero), Johann Baptist Felix (fundidor de campanas), Georg Haz (tejedor), Thomas Seemiller (tejedor), Josef Arnhardt (tejedor), Josef Zeitler (botánico), Jacob Rottmayr (herrero), Georg Krazer (o Kratzner, organista y ebanista de órganos), Josef Karl (tejedor), Philip Ostermayr (o Ossemayr, tejedor), y Karl Wanckermann (cirujano). En el mismo año llegaron también Franz Pöllands (orfebre y platero), Johann Redle (pintor), Peter Ruetz (o Ruez, relojero), Johann Schönn (tejedor), Christof Schwanberger (grabador, pero murió en Buenos Aires antes de llegar en Chile), el padre Peter Weingartner, el hermano Franz Grueber (carpintero bávaro y arquitecto de iglesias: faber lignaius ecclesiae) de la provincia de Nápoles, y el hermano Georg Lanz, escultor de Leiden en Holanda. 10 ARSI. Chil.3, ff. 251b, 252a. Véanse también Hanisch 1982: 167 y 1973: 176-177. 11 Incluyendo a los hermanos Josef Mesner (carpintero), Johann Hagen (carpintero), Georg Franz (alfarero), Josef Ambrosi (pintor), Benedict Griner (albañil), Johann Sartor (botánico) y Georg Heindl (tejedor).
rral para ganado. Trabajadores agrícolas y esclavos cultivaron trigo, cebada, maíz, frijoles, lentejas y papas, especies como anís y comino, fruta como uvas, y también lino para la industria textil. El ganado incluía vacas, caballos, mulas y ovejas, que eran de especial importancia para la producción de tejidos y, de hecho, había fábricas textiles en la propiedad desde 1726. La Calera de Tango fue muy similar a las grandes estancias jesuíticas que surgieron en la sierra de Córdoba, en Argentina, durante los siglos XVII y XVIII (Bailey 2002: 271-281). Estas estancias constituyeron una fuente vital de capital, especialmente mediante el tráfico comercial en mulas, que se requerían para las minas en los Andes bolivianos. Haimbhausen vislumbró otro papel para la finca jesuita. Comenzando en 1741, construyó una residencia y un taller para los artistas y artesanos alemanes. El primer grupo se trasladó a la Calera en 1748, procedente de su residencia anterior en los claustros del Colegio Máximo de Santiago y en la Punta (Pereira 1965: 83).12 La hacienda constituía un lugar ideal para los hermanos jesuitas, ya que allá podían vivir y trabajar en un ambiente monástico con compañeros de su propia región, y con quienes podían conversar en su propio idioma. En vísperas de la expulsión, habían levantado una capilla hermosa y siete patios principales, algunos de los cuales todavía existen hoy gracias a los esfuerzos del gobierno chileno en los años 1930 y 1970. Aunque el contenido de estos edificios hace tiempo ya se había dispersado, sobreviven inventarios detallados de la época de la expulsión que nos permiten reconstruir la apariencia original de los distintos patios, determinar la ubicación de los diferentes talleres y aprender más acerca de los tipos de herramientas que usaban los artesanos, los tipos de objetos que fabricaban, y la escala de su producción. Estas descripciones representan un documento crítico para la historia de los artes en Chile colonial. La capilla, diseñada por Peter Vogl, construida entre 1755 y 1762, reemplazó una estructura existente mucho más sencilla, y la puerta principal lleva la fecha de 1770.13 La ubicación de la iglesia en el centro de los edificios de la hacienda lo convierte en el foco visual y espiritual del complejo, de la misma manera que en las estancias argentinas de Santa Catalina y Alta Gracia, cuyas iglesias se remontan a los años 1750 y 1760. Construida de adobe, con un techo de madera y tejas, la capilla tiene espirales encorvados, guirnaldas delicadas, y un pináculo en forma de urna, todo esto típico de la arquitectura de las iglesias del sur de Alemania.14 Aunque no es grande, la iglesia de la Calera se colmó hasta las vigas con obras de arte, ya fueran las piezas esculpidas del altar, los paneles de bronce en relieve o
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No es posible determinar la ubicación exacta de los talleres en el Colegio Máximo. Archivo Nacional, Santiago (ANS). Fondo Jesuítico 104 (1738-1767), «Libro de gastos del Colegio Máximo», ff. 98, 105. Véase también Hanisch 1982: 181. 14 «[…] la referida iglesia […] es fabricada de adobes y texa vien enmaderada y enttablada por de dentro con su torre de lo mesmo y en ella treis campanas; siendo todo nuevo como tambien la escala, que sirve a dicha torre que es de tablones; en la que se halla un altar que es el mayor el qual he isstta desde la superfisie de la terra hasstta su techo, en donde esstta colocado el santtissimo sacramentto con dos bultos en sus nichos el uno de Nuestra Señora del Rosario y el otro San Francisco Xavier; y a sus lados pendienttes de dicho otros dos pequeños el uno de San Ygnacio, y el ottro de la sittada adbocacion de San Fran.co Xavier, siette laminittas en sus vidrieras y quattro relicarios de la mesma manera. Item otros dos Retablos que se hallan a los lados de la nave de estta Yglesia el uno de la adoracion de los Reyes en que se halla una lamina de el nacimientto de Christto, y un crusifijo pequeño, el bulto de bronze, y su cruz de madera; con canttoneras del mesmo metal, y el otro de la purissima, su ymagen de bulto vien trattado todo», ANS. Capitanía General 452 (1767), «Autos de los Inventorios de Hacienda de la Calera», ff. 124a-b; Fondo Jesuítico 2 (1767), «Autos de los Inventarios de Hacienda de la Calera», ff. 75b-76a. 13
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pinturas, la mayoría hechas por los hermanos jesuitas en Chile.15 Había más en la sacristía, incluyendo pinturas adicionales, vasijas de plata y bronce, y un abanico de vestimentas eclesiásticas, presumiblemente hechas en el lugar.16 Como en las reducciones de Paraguay, el volumen de obras de arte fue tan grande que los almacenes estaban repletos hasta desbordarse (Bailey 1999: 162). En los siete patios principales de la hacienda (el último fue construido recién en 1757) se ubicaban los talleres para el orfebre y el platero, el relojero, el cerrajero, el fundidor de campanas, el herrero, así como para la producción de tejidos.17 Estos talleres compartían el espacio con las habitaciones, las cocinas, los refectorios y los edificios de la hacienda. La fundición de hierro se encontraba en el primer patio; y fue sin duda la piedra angular de toda la empresa ya que allí se manufacturaban las herramientas que se empleaban en la hacienda, en los otros talleres y en los proyectos de construcción que se realizaban en Santiago y otros sitios.18 La fundición fabricó desde llaves y cerrojos elaborados hasta las herramientas agrícolas, implementos para caballos y herramientas como cuñas para la industria minera.19 La fundición también fue uno de los pocos lugares en Chile en los que se fabricaban campanas para las iglesias. El segundo patio servía como dormitorio para los jesuitas, y allí también se encontraban los talleres del relojero y del platero que, proyectándose hacia afuera, formaban su propio patio.20 En el momento de la expulsión, el taller para relojes tenía más de sesenta pe-
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«Item una Andas con una Ymagen de bulto de Nuesstra Señora del Rosario, y un niño Jessu en los brassos, con un rrosario de quenttas de Christal serculada de un arco de madera, el que para su adorno tiene pendienttes varias piesesittas de Cristal […]. Item una repisa con un santo Christto pinttado en tabla. Item un pulpitto de madera. Item quinze lienzos grandes con sus marcos dorados de varias advocaciones. Item otros tres pequeños en la forma dicha. Item ocho bancas de madera con que se halla rrodeada ttoda estta Yglesia. Item dos confessionarios de madera. Item un doselcitto pequeño, y en el un lienzecitto en su marco de Nuestra Señora de Rosario y cattorse faroles de papel […]. Item tres atriles de madera, y seis candeleros de lo mismo […]. Item quattro aras dos que sirven al altar mayor y dos a los otros dos altares […]. Item dos coronas de platta la una que sirve a la Ymaxen de Nuestra Señora que estta en el altar mayor y la otra que estta en el retablo de la adoracion de los reyes, y otro santo Christto pequeño, el bultto de bronze, y su cruz de madera con canttoneras de dicha. Item quatro candilexas de bronze. Ittem una baradilla que sirve al comulgattorio de estta yglesia la que se halla con treis puerttas sus serraduras y llaves correspondientes», ANS. Capitanía General 452, ff. 124b-125b; Fondo Jesuítico 2, 76a-b. 16 «Primeramentte la fabrica de esstta piesa es de adobe y ttexa su enmaderado enttablado con dos venttanas, de madera sus rejas y dos puerttas la una con serradura y llave y la otra sin hella. Itten quatro lienzos grandes de varias adbocaciones. Iten otros quatro pequenos. Iten dos laminittas de bronze platteadas. Itten una agua manil de cobre con una tasa partticular echura de la olleria. Itten dos espesitos […] y un santto Chrisstto pinttado en una cruz de madera», ANS. Capitanía General 452, ff. 126a-126b. 17 «El primer patio citado se hallan sus treis costados sirculados de edificio siendo estte en quadro venando el otro costtado [la iglesia y sacristia y la puerta deste costtado] con un corredor de texa y pilares de espino, y otro corredor pequeño, en la mesma forma, que sirve a la puertta de el quartto donde vivia el procurador de estta hacienda, y en el se allan dose quarttos, inclusive la despensa, y el de letrinas con tres puertas grandes que corresponden, la primera al campo, la Segunda a un corral de animales, y la otra al segundo patio sitado.» ANS. Capitanía General 452, ff. 123b-124a; Fondo Jesuítico 2, f. 75b. Lo que aparece entre corchetes existe solamente en el texto del Fondo Jesuítico 2. 18 ANS. Fondo Jesuítico 10 (1767), «Inventarios de los bienes jesuíticos», f. 54a; Capitanía General 452, ff. 129b-132b. 19 Véanse Hanisch 1982: 177-178; 1973: 190-91 y 1974: 112, 129-131; también Pereira 1965: 88. 20 «Primeramente, en el segundo pattio sittado que servia de bibienda a los Padres de esstta residencia se allan diez y nuebe quarttos inclusive refettorio truco y letrinas todos los otros nuebos de adobes y teja con sus
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queños relojes en distintas etapas de reparación.21 Estos relojeros quizás fueron los primeros en Chile. Fabricaban relojes comunes y relojes de sol según los pedidos de los clientes fuera de la Compañía, incluso de otras Órdenes religiosas.22 Todavía sobrevive una de sus mejores obras: un reloj de pie que se encuentra ahora en la sacristía de la catedral de Santiago y que fue una copia del que se envió a la reina de Portugal. Este reloj no solo marcaba la hora sino también el día de la semana, el mes, el signo astronómico y la posición de la luna. Elaborada en 1756, esta refinada obra utiliza una variedad de maderas indígenas y brasileñas; está adornada con realce de rococó en los costados y un pináculo dorado en la forma de una llama encima. Los talleres de plata y oro fueron dirigidos por el bávaro Johann Köhler y el bohemio Franz Pöllands. Es posible que estos dos artesanos fueran responsables por una magnífica custodia de plata hecha en la forma de un ángel que sostiene en la mano un rayo de sol, y data de 1746 o 1753, la cual se encuentra ahora en la tesorería de la catedral de Santiago (Roa 1929: 34-37; también Pereira 1965: 86). El delicado ángel está animado por cortinas sacudidas por el viento, y el rayo del sol es una mezcla espectacular de cartelas rococó, elementos florales y motivos de canastas; pesa 15 kilogramos, 850 gramos y contiene 525 diamantes, 54 esmeraldas, 15 rubíes. Ciertamente, esta magnífica obra justifica la imagen que transmite Voltaire en su obra Cándido sobre la prodigiosidad jesuítica. El taller de la Calera producía una enorme cantidad de trabajos en oro y plata, especialmente en la década de 1750, incluyendo atriles, candeleros, cálices, custodias, incensarios, un trono y frontones de altar, todos sellados con motivos rococó característicos, como conchas y ornamentación asimétrica basada en cartelas irregulares.23 Estos detalles estilísticos los distinguieron de la plata ordinaria colonial del cono sur, que seguía repitiendo los estrechamente torcidos grotescos y arabescos del renacimiento flamenco, que se combinaron con un acentuado perfil barroco hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XVIII cuando el estilo rococó se exportó desde Francia e Inglaterra a centros metropolitanos como Buenos Aires (véanse Silver from the Argentine Museums 1998: 23-29 y Ribera 1987: 29-33). El tercer y el cuarto patios se dedicaban a la producción textil, e incluían un batán, un taller grande, y una lanzadera mecánica y otras herramientas para hacer tejidos.24 Los tra-
puerttas llaves serraduras venttanas sirculado dicho pattio con corredores pilares de sipres y vasas de ladrillo, y un jardin en su mediania de dibersas flores», ANS. Capitanía General 452, f. 135b. 21 Hay un inventario del taller de los relojeros a Calera de Tango en: ANS. Fondo Jesuítico 10, ff. 23a-24a. 22 Véanse Hanisch 1982: 173; 1973: 191-92 y 1974: 126-129; también Sierra 1944: 375. 23 Véanse Hanisch 1982: 171; 1973: 192-93; y 1974: 123-26; Pereira 1965: 87. 24 «Itten en el cittado tercer pattio que esstte esstta enquadro como el segundo se halla sirculado su frentte y un costtado de corredores con sus pilares de espino en el que se halla una pieza que llaman la bodeguitta, otro segundo que llaman la despensilla, tercero quartto de la sebada quartto que sirve al lagar con su doblado arriva, y otra quintta pieza que llaman la bodega tambien con su doblado arriva esstta y la anttesedentte de vasstantte grandesa […] en dicho pattio se alla una rramada de orcones y paja, contigua a otra de adobes, y texa co[n] nuebe dibiciones de manera de quarttos […] estte cittado tercer pattio tene comunicacion a un corral que sirve de gallinero como tanbien a un oficina que sirve al battan […]. Pasando para una comunicacion que hase de pasadiso de el referido tercer pattio para el quartto pattio sittado a llamos en el lo siguiente: primeramentte un marco de madera […] que sirve para esttirar las ttelas que se fabrican en el obraxe perttenecientte a esstte quartto pattio. Itten: un fondo grande de cobre en su ornilla de calicanto con su bueltta que sirve para lebanttar las rropas que en esste fondo se tiñen. Itten otra paila que sirve para lo mismo, tanbien en su ornilla con su bueltta de madera para el mismo efectto. Iten: does tinaxas fabrica de hechar vino y esttas sirven para guardar tinttas. Itten: dos lagares pequeños de calicantto que el uno sirve para podrir tintta y el otro para labar la rropa que se ttiñen […] en el citado corredor se hallan seis ruedas
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bajadores textiles conformaron la mayor parte de los artesanos traídos a Chile por Haimbhausen (Hanisch 1982: 175; Sierra 1944: 241-242). Aunque su especialidad fue la vestimenta eclesiástica de alta calidad, que incluía damascos y finos tejidos bordados, ellos también hicieron hábitos para monjas y ponchos sencillos para los trabajadores en el campo. Los últimos tres patios atendían las necesidades domésticas de la finca. El quinto patio fue el patio de la iglesia e incluía el cementerio, así como los hornos de la cocina, y el sexto patio fue otro dormitorio reservado para los esclavos casados y sus familias. 25 Aunque en la Calera se producía una variedad extraordinaria de artesanía, esta no incluía las bellas artes: la arquitectura, la escultura, la pintura ni la ebanistería. Esos talleres se encontraban en los patios del Colegio Máximo y también en los distintos proyectos de construcción. Los artistas y arquitectos jesuitas eran capaces de trabajar rápidamente, en equipo, y su industria les mereció el patronato no solo de la Compañía sino también del gobierno colonial y del obispo de Santiago. Uno de los arquitectos jesuitas más importantes en Chile fue Peter Vogl, quien fue el arquitecto principal encargado del Colegio Máximo antes de 1748, y también fue el diseñador de la iglesia y los talleres de la Calera de Tango (Hanisch 1982: 170). Su sucesor en el Colegio Máximo, después de 1748, fue Franz Grueber, quien fue responsable del diseño de la nueva iglesia de San Miguel, la principal levantada por la Orden en Chile.26 Calificado por Eugenio Pereira como «el conjunto arquitectónico más importante del país», San Miguel fue construida en el estilo del barroco bávaro, con una nave, dos pasillos laterales y una fachada con una gran torre central de madera pintada (Pereira 1965: 104). La torre misma fue la parte más germánica de la iglesia, con su techo a la holandesa, una cúpula con reprisa, y pináculos. También tenía tres caras con relojes en cada una de ellas, a excepción de la parte de atrás. El perfil básico de la torre y su ubicación en medio de la fachada evoca ejemplos del sur de Alemania como las torres del siglo XVII del Peterskirche en Múnich. Era única en América Latina metropolitana. En Chile, los únicos precedentes de este perfil se encuentran en el archipiélago boscoso de Chiloé, donde dos jesuitas austriacos, Antón Miller y Michael Choller, supervisaron la construcción de la iglesia con una torre similar en Achao (1730-50) (Bailey 2002: 283-291). La nueva iglesia de San Miguel fue consagrada con gran pompa en 1766, un año antes de la expulsión. Aunque la torre y la fachada se conservan en dibujos del siglo XIX, la iglesia fue completamente destruida por un incendio en 1841. De las bellas artes antes practicadas por los jesuitas germanos en Chile, la más sofisticada fue la escultura. Los escultores Jacob Kellner y Georg Lanz (ambos llegaron en 1748) proveyeron estatuas para decorar los retablos de San Miguel y los de otras iglesias (Cruz 1997: 401-402). Las obras de ambos escultores que aún sobreviven demuestran que ellos estaban totalmente familiarizados con los últimos estilos de Roma y Baviera. Se cree que
pequeñas en sus armazones de hilar hilo […]. Itten: un par de cardas de alambre para frisar paño […]. Itten: un payne de fierro que sirve para peynar cañamo y rromper lana […] en dicho pattio se halla un jardin de varias flores, y en el ocho naranjos aunque no fruttales, y otros varios arboles sercado con palos de canelo […] dicho pattio que esste se halla quadrado allandose en su sirculo sinco quarttos inclusive uno que sirve al obraxe cuia pieza se halla con sus puerttas y sinco venttanas con sus rexas de madera y sus marcos de lo mesmo y sus bassttidores de liensso», ANS. Capitanía General 452, ff. 149b, 151b, 153a-154a. 25 ANS. Capitanía General 452, ff. 162a-163a. 26 Hay una descripción del interior de la iglesia en: ASN. Fondo Jesuítico 7 (1767), «Calera de Tango-Autos de ocupación y inventarios de ésta hacienda», ff. 97b-999b.
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Kellner esculpió La Muerte de San Francisco Xavier, que se encontraba originalmente en la iglesia jesuita de San Miguel. La escultura de madera de Kellner se inspiró en la obra San Estanilao Kostka en su lecho de muerte (1702-1703) en Sant’Andrea al Quirinale en Roma.27 En la tradición de santos extáticos, de la que fue pionero Gianlorenzo Bernini, la escultura de Kellner capta la atención del observador por su realismo intenso, como si fuera una persona real agonizando en su lecho de muerte. Kellner probablemente basó su obra en un grabado de la escultura de Legros. Aún así, la escultura de Kellner es notablemente original. En lugar del niño abandonado de Legros, que mira pasivamente hacia el piso, Kellner nos presenta a un hombre barbudo y maduro que mira apasionadamente hacia el cielo. Su expresión facial se ha ejecutado con gran habilidad, hasta las lágrimas que se acumulan en los ojos, y los pies muestran un dominio de la anatomía. El rostro, las manos y los pies son flacos, casi famélicos, y extendidos, y juntamente con las venas exageradas evocan tendencias en la escultura del sur alemán del siglo XVIII. En el ambiente íntimo de la capilla lateral (la capilla de San Francisco Javier) en San Miguel, el realismo y el patetismo de la escultura de Kellner habría tenido un impacto poderoso en los fieles.28 El púlpito de Lanz en la iglesia de La Merced también refleja el estilo germánico contemporáneo. Cada faceta del púlpito principal está adornada con esculturas de los evangelistas, cuyos gestos fervorosos y exagerados hacen que parezca que están volando. En el segundo cuarto del siglo XVIII, los púlpitos bávaros tendían a estar adornados con precisamente este tipo de figuras, inspiradas en última instancia por la tradición de los santos extáticos de Bernini y promovida en la escultura en estuco de Egid Quirin Asam (1692-1750) y Josef Antón Feuchtmayer (1696-1770). Un ejemplo de un púlpito adornado con esculturas similares de santos puede encontrarse en la abadía benedictina de Ottobeuron (1737-1766) (Lieb 1997: láminas 92-220). Las cariátides de Lanz, que se encuentran en la base del púlpito principal, también aparecen en las versiones bávaras contemporáneas como el púlpito de la iglesia de los agustinos en Dießen (1732-1739). El púlpito de Lanz descansa sobre las figuras de un león y un toro, que representan a los evangelistas Lucas y Marcos, y la de un ángel que parece brotar del follaje en el ápice de un fantasioso capitel corintio. Las cariátides, sus brazos transformados en pergaminos y hojas rococó, apoyan la escalera delicada, con su barandilla frondosa de madera color blanco y con toques de luz dorados. Los terremotos recurrentes en Chile han descargado su cólera sobre el legado arquitectónico y artístico de los hermanos y padres jesuitas alemanes. Pero la expulsión puso fin, mucho antes, a esta empresa. Dentro del año de terminar la iglesia de San Miguel, y cinco años después de concluir la Calera de Tango, los arquitectos Peter Vogl y Franz Grueber fueron arrestados y deportados de América española, juntamente con el resto de los 29 artistas, escultores y ebanistas sobrevivientes que les habían ayudado.29 Vogl murió en el viaje de retorno, un año después de su compatriota Haimbhausen, cuya imaginación visionaria había hecho posibles, en primer lugar, la iglesia de San Miguel, la Calera de Tango y los talleres de arte en Chile.
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Acerca de la escultura de Legros véase Boucher 1998: fig. 171. La descripción del interior de la iglesia de San Miguel anota la ubicación de la estatua La Muerte de San Francisco Xavier: «Capilla de San Francisco Xavier […]. Una urna con la efigie del referido Santo agonizante, con su vidriero». ANS. Fondo Jesuítico 7, f. 98b. 29 Hanisch 1974: 111; ANS. Fondo Jesuítico 7, ff. 33b-34b; Capitanía General 452, f. 112a. 28
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El legado más importante de este episodio artístico de corta duración puede encontrarse en el estilo germánico, fácilmente reconocible en el arte y la arquitectura de Chile en la última parte del siglo XVIII y comienzos del XIX, una característica que los distingue del arte y la arquitectura similares en otras partes de América del Sur española. El legado más ubicuo lo constituye el perfil de la fachada de San Miguel, con su techo a la holandesa y la torre en el centro, que servía como un prototipo para muchas iglesias chilenas en la época republicana. El otro legado de los talleres jesuíticos se nota en la platería, que reflejaba el gusto germánico por un estilo rococó refinado y delicado, el cual se basaba en la ornamentación caracterizada por cartelas asimétricas, baldaquines, resplandores del sol y conchas. Este estilo todavía gozaba de popularidad al comienzo del siglo XIX. Aunque los dos hechos no están relacionados, el episodio germánico de las artes de Chile colonial también anticipó una tendencia en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, cuando una ola más numerosa y permanente de inmigrantes alemanes transformó el sur del país, y chalets e iglesias medio enmaderadas con amplios aleros comenzaron a proliferar en pueblos como Puerto Montt y Puerto Varas, centros de esparcimiento que siguen atrayendo a los turistas hoy con su encanto alpino y vistas montañosas. BIBLIOGRAFÍA
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Enseñanza y pedagogía de los jesuitas en los colegios para hijos de caciques (siglo XVII) Monique Alaperrine-Bouyer
L
a creación de colegios para los hijos de caciques como medio de evangelización de los indios y remedio contra sus idolatrías fue un proyecto que nació con la conquista, con el primer obispo Valverde; fue un proyecto que sostuvo y casi realizó el virrey Toledo en Lima y Cuzco y que, sin embargo, tardó aún más de medio siglo en volverse realidad. Los jesuitas estuvieron asociados a este proyecto ya en la década de los setenta. Por entonces, los miembros de la Compañía habían ganado en Europa la reputación de excelentes pedagogos y de ser, a juicio de Montaigne, por su enseñanza, los mejores soldados de la Contrarreforma. Los padres Plaza y Acosta redactaron unas primeras reglas entre 1576 y 1578 sobre el modelo de los otros colegios ignacianos. Por aquel entonces, la Compañía llevaba en España la difícil experiencia de la educación de los moriscos (Duviols 1971: 176) que pronto iba a fracasar, y en Nueva España se disponía a retomar el fracasado intento franciscano de dar a los indios una enseñanza superior, que en aquellos años estaba moribundo. Es muy probable, además, que la experiencia de Tlatelolco fuese un factor que influyera en la decisión de los jesuitas de hacerse cargo de la educación de las elites indígenas (Bayle 1934: 314); ahí donde los franciscanos lograron un notable éxito educativo antes de renunciar, ellos pensaron poder salir mejor con sus métodos y con una política de evangelización a más largo plazo (Vargas Ugarte 1940: 555). La fundación de los colegios de caciques peruanos se suspendió en 1579 por múltiples razones, entre las que, tal vez, predominen las desavenencias con el virrey Toledo y la oposición de la sociedad dominante (Alaperrine-Bouyer 1998). Cuando se volvió a plantear la implementación de la fundación de dos de estos colegios a raíz de la campaña de extirpación de las idolatrías, el virrey Esquilache también encargó a la Compañía su dirección. Varios estudios estuvieron dedicados a los colegios de caciques de manera general, o rozaron el tema con otros enfoques. Así, Daniel Valcárcel les dedica un capítulo en su historia de la educación colonial, insistiendo en el aspecto económico de su fundación; Constantino Bayle también dedica un capítulo de su historia de la educación popular a los colegios de caciques, y trata de conciliar posturas contradictorias en cuanto al contenido de la enseñanza; Fernando de Armas Medina los sitúa dentro del marco más amplio de la evangelización de los indios; por su parte, Rodríguez Valencia lo hace en relación con la obra de Santo Toribio; en cuanto a Pablo Macera, su estudio estriba en los documentos de los jesuitas del siglo XVIII y Temporalidades y, por tanto, carece de datos precisos para el primer período. En el congreso de Arequipa de 1990, Laura Escobari de Querejazu presentó un trabajo con
ENSEÑANZA Y PEDAGOGÍA DE LOS JESUITAS EN LOS COLEGIOS PARA HIJOS DE CACIQUES
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un enfoque más preciso sobre el colegio de San Borja en el siglo XVII, donde recopilaba, de manera descriptiva, documentos de archivos. Cabe destacar, entre todos los estudiosos que se interesaron por el tema, a Vargas Ugarte y, sobre todo, al padre Olaechea Labayen, quien dedicó varios artículos a la educación de caciques, pero poniendo siempre el acento en el caso de Nueva España. Más recientes son los estudios de Scarlett O’Phelan Godoy, que se interesó en la educación de las elites indígenas dentro del marco de las rebeliones del siglo XVIII, y el artículo de José de la Puente Brunke, que analiza las quejas de dos caciques relativas a los colegios donde se educaban sus hijos. La cuestión del tipo de enseñanza que recibieron y de su contenido ha sido poco tratada, y la mayoría de los historiadores han coincidido en que se trataba solo de escuelas de primeras letras. Los documentos en que me fundé esencialmente para el presente estudio son, además de las cédulas reales, las cartas anuas que los provinciales mandaban a Roma —algunas editadas por Egaña en la Monumenta Peruana, y otras en el archivo romano de la Compañía—, los inventarios que se hicieron de los bienes de los colegios, las cuentas de los rectores para cobrar los réditos de los censos que correspondían al mantenimiento de los colegiales y el libro de ingresos de los caciques del colegio del príncipe publicado en la revista Inca. Ahora bien, el tipo de enseñanza que recibían los colegiales dependía, como todo sistema de enseñanza, de dos factores: primero, su finalidad política y, segundo, la imagen del alumno, en esta ocasión, del indio, que tuvieran los padres docentes. Por eso variaron las actitudes para con la cuestión de la enseñanza superior a los indios de manera variada. Una parte de la finalidad quedaba claramente enunciada: hacer de los futuros caciques buenos cristianos capaces de evangelizar a los indios del común, lo que significaba suplir con ellos la insuficiencia de los doctrineros, patente al principio, y que no dejó nunca de ser una realidad en los pueblos andinos más aislados. Otra finalidad también evidente era hacer de ellos buenos servidores del poder colonial. Las dos cosas suponían un mínimo de educación, y la cuestión era si esta se debía limitar y dónde debía estar ese límite. Además, la necesidad de su papel de «apóstoles», de bisagra entre la administración colonial y la masa de los indios, podía estimarse de manera muy diferente según las épocas y la evolución de la política colonial: la introducción del corregidor de indios, por ejemplo, marcó una ruptura en el papel y poder de los caciques al dejarles ese «poco o mucho señorío que les ha quedado» según la expresión del padre provincial en su carta anua de 1639-1640. En lo que toca a la imagen del indio, podía variar dentro de un mismo espacio de tiempo según los individuos: unos religiosos lo consideraban capaz y digno de recibir la mejor enseñanza, mientras otros, por el contrario, lo veían rudo, vicioso y hasta peligroso. Esta imagen, sin embargo, dependía a su vez de la política colonial y de los acontecimientos (Alaperrine-Bouyer 2002). Las cédulas reales también vacilaban entre dos puntos de vista según las informaciones que recibía el Consejo de Indias. En una que trata de la institución de la Universidad de los Reyes en 1580 se lee lo siguiente: «[...] donde se lean y enseñen todas facultades, convernía que también gozasen de este beneficio los indios por haber entre ellos algunos de muy buenos entendimientos, que alumbrados con la inteligencia de las ciencias, serían mucha parte para industriar y mover a los más rudos». Esta cédula, que reconoce la capacidad de las elites indígenas para entender las ciencias y la necesidad de instruirlas abriéndoles la enseñanza superior para bien de los indios del común, corresponde a la posición de eclesiásticos pro indígenas como el obispo Lartaún.
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Sin embargo, en 1583, otra cédula pide información sobre el proyecto de los jesuitas de dar instrucción superior a los indios, y ahí se lee lo siguiente: [...] entendiendo que por este medio serán mejor enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica, y que por ser los dichos indios de complixión flemática, ingeniosos y deseosos de saber de tal manera que en lo que aprehenden estudian hasta salir con ello y tener esta habilidad y diligencia inclinada a mal y ser gente liviana y amiga de novedades, podría ser causa para que aprendiendo las dichas ciencias saliese de entre ellos alguno que lo que nuestro Señor no permita, intentase algunas heregías y diese entendimiento falsos a la doctrina llana que hasta ahora se les ha enseñado y predicado [...] y que así convernía que no se hiciesen los dichos colegios para los dichos indios y si estuviesen hechos algunos no sirviesen para mas de enseñarles en ellos la doctrina cristiana y leer y escribir y cantar y tañer para cuando se celebran los divinos oficios.
También reconoce esta cédula la capacidad de los indios, incluso de manera muy detallada, pero ahora surge un pretexto para reducir su instrucción: el miedo a la mala inclinación y a las herejías, algo que encontramos en la relación del canónigo Marín en México y en la de Bartolomé Álvarez algunos años después (Alaperrine-Bouyer 2002: 155-157). Estos documentos, al parecer, produjeron su efecto en el Consejo de Indias. Por otra parte, el General de la Compañía, en Roma, también recibía informaciones contradictorias de sus operarios desde América. Así, cuando se fundan por fin los colegios de caciques, no solo su necesidad sino también el contenido de la enseñanza que deben recibir ya han sido largamente debatidos y seguirían debatiéndose, como lo muestra la carta del padre Vásquez al virrey conde de Chinchón en 1637 (Vargas Ugarte 1963: 332). ¿QUÉ SE ENSEÑABA EN ESTOS COLEGIOS Y CÓMO?
Los colegios funcionaron bajo la administración de los jesuitas desde 1618, para el príncipe desde 1621, y para San Borja hasta 1767, lo que deja lugar a una posible evolución de contenido dentro del marco fijo ignaciano, sin contar el ancho margen dejado por la Compañía a la iniciativa individual (Vargas Ugarte 1941: 35). Las condiciones del siglo XVIII y, en particular, de su segunda mitad (O’Phelan 1988, 1995, 1997) distan bastante de las del siglo anterior ya que, por una parte, el poder de los caciques estaba debilitado y, por otra parte, se hacía posible la ordenación de sacerdotes indios, aunque «tan pocos y tan contados que apenas hacen número en una Nación de tanta infinidad de gente» (Muro Orejón 1975: 370)1 y los curacas pasaban a ser curas (O’Phelan 1995: 47-68; Lavallé 1999: 350-352). En la primera parte del presente trabajo insistiré particularmente en el siglo XVII, o sea, en los principios, tratando de señalar una ruptura en su marcha. El reglamento, elaborado en 1578 y retomado en 1619, con algunas diferencias en las constituciones definitivas, en su conjunto tiene puntos comunes con las constituciones de los otros colegios de jesuitas, creados para la enseñanza de las elites y que el general Acquaviva organizó definitivamente: la línea de la famosa Ratio Studiorum valía también para ellos en varios aspectos. Sin embargo, las necesidades creadas por la especificidad de los hijos de caciques, considerados como bárbaros y sospechosos de posible idolatría, hacía de estos colegios establecimientos aparte. Mandaban las últimas constituciones que los niños «sean
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Informe del consejero Sierra y Osorio sobre el memorial de Juan Nuñez Vela, 1692.
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doctrinados y enseñados en las cosas de la Sta fé, ley natural y policía cristiana, y a leer y escribir, y las demás cosas que pareciera a los padres que los tuvieren a cargo» («Colegio de caciques» 1923: 793-796). Cabe notar que en las primeras reglas elaboradas por los padres Plaza y Acosta solo tenían que aprender a leer, escribir, cantar y tocar la música que se usa en las iglesias (Egaña 1958: 458), y nada más. Con el objetivo principal de enseñarles la doctrina cristiana, las preocupaciones docentes eran esencialmente dos; la primera consistía en hacer de «bárbaros» hombres, o sea de inculcar a los niños la «policía cristiana» considerada como base imprescindible de toda catequización; la segunda, dar a los futuros caciques las aptitudes necesarias para cumplir cristianamente su papel y para desenvolverse en la sociedad colonial, o sea saber leer, escribir, contar, lo que correspondía globalmente a una enseñanza de primeras letras. Ahora bien, cuando se fundó el Colegio del Príncipe, el virrey mandó una circular a los caciques de Lima en la que se comprometía a que fuese un colegio [...] para los hijos de los caciques principales de este distrito donde se crien con regalo y sean doctrinados y enseñados para que cuando sucedan a sus padres en los cacicazgos sepan mejor gobernar [...] y para que mediante sus capacidades les puedan encargar otros oficios y menesteres con que seran honrados y aprovechados como lo son los españoles en cuya conformidad he mandado disponer un cuarto de casa del Cercado de Santiago de esta ciudad arrimado a los padres de la Compañía para que estén allí y los Padres les cuiden de su doctrina y enseñanza y yo cuidase de su sustento y regalo como hijos propios. (Eguiguren 1949, II: 116)
Tales promesas tenían por fin atraer a los hijos de caciques, teniendo en cuenta que lo que les atraía de verdad era la perspectiva de poder igualarse a los españoles. Cada colegio contaba, en principio, con un padre rector, que se encargaba de la enseñanza de la doctrina y la policía, y dos hermanos coadjutores: uno, maestro de escuela, y otro, para cuidar de la intendencia. Hacer de bárbaros hombres Se consideraba que la fe era incompatible con un hábito de vida indigno de la famosa razón natural, base del humanismo que definía a los cristianos en oposición a los no-cristianos, bárbaros. Si en los colegios jesuitas europeos también se educaba a los niños en buena policía, esta formaba parte de su cultura, de los hábitos familiares. Para los caciques había que empezar por modificar las costumbres, educar a los niños en los buenos usos a la vez que enseñarles la doctrina. Lo que hoy llamamos aculturación era, según las palabras del padre Acosta, «curar el veneno de la perversa costumbre con el antidoto de otra costumbre» (1984 [1588]: 377). La primera medida era separarlos precisamente del ambiente «venenoso», y por eso tenían que quedarse entre sí; les estaba prohibido «jugar ni tratar con negrillos, ni indios distraídos» («Colegio de caciques» 1923: 829-830) ni podía nadie sacarlos de la escuela para enviarlos a recaudos a Lima ni a otra parte, ni debían salir los días de asueto sin ser acompañantes, ni volver a sus pueblos sin autorización del virrey. El padre encargado de enseñar la doctrina era el que debía instruir a los colegiales para vivir políticamente. La pedagogía de la policía cristiana consistía en dar nuevos hábitos de vida tanto en lo material (comidas, limpieza, maneras de dormir) como en las relaciones humanas, con preceptos de moral y ritos cotidianos. Así, en las constituciones se precisa que los niños debían
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comer «cada uno en su plato», que debían tener manteles y servilletas, y se precisa también que debían dormir «cada uno por sí en una cama» el tiempo que se les señalare. Tanto las sábanas como los platos individuales, cubiertos, manteles y servilletas no eran, claro, costumbre indígena. En cuanto a los ritos cotidianos, se trataba de la bendición antes de comer, de encomendarse a Dios antes de dormir y al levantarse, de aprender las reglas de preeminencia para las salidas en público, saber quitarse el sombrero ante un superior o al nombrar al rey o al Papa, saber dónde colocarse en las fiestas según su antigüedad, etcétera. El hermano Sebastián del Campo, maestro de los caciques, en una carta al padre provincial, cuatro meses después de que se dio principio al colegio de San Borja, escribe que cada día, después de la escuela, el padre dedicaba un momento a la lengua española y la policía: «como se han de tratar unos con otros, llamándose de Vuesa Merced». Observa también que los colegiales comen «con toda policía, que se sirven unos a otros». En cuanto al aseo, tenían que aprender a mantenerse limpios, a dormir con sábanas, cuidar de sus vestidos y de sus aposentos, que aderezaban antes de volver a la sala de escuela por las tardes. Sin embargo, la aculturación no debía ser total en la mente de los fundadores: el padre Acosta consideraba que no se debía hacer de ellos españoles —lo que era imposible a su modo de ver—, sino guardar de sus costumbres lo que era compatible con la religión cristiana. Así es como, tanto sus trajes como su comida, tenían que ser medio indígenas, medio europeas. Al mismo tiempo que se les otorgaba el estatus privilegiado y codiciado de colegial, este mestizaje cultural permitía guardar cierta distancia entre ellos y los otros colegiales de la ciudad. Como en todos sus colegios, los jesuitas no separaban el aprendizaje de las letras de la moral y de la piedad. En las primeras reglas que se establecieron a principios de octubre de 1578, se advertía al que se encargare del colegio que: «[...] la perdición de todos los indios del Perú está en las cuatro cosas ya dichas que son supersticiones, embriaguez, deshonestidad y falta de charidad unos con otros». A la primera se remediaba por la enseñanza constante de la doctrina y la obligación de no salir del colegio sin licencia, o sea el alejamiento de la familia y comunidad; en cuanto a la embriaguez, se prohibía que bebieran azua ni tuvieran nada escondido en su aposento. Para vencer la deshonestidad, el padre Plaza recomendaba: «en la honestidad tenga muy particular cuidado en la conversación de mujeres, y de unos con otros sospechosa, que del todo se evite»; por eso se exigía que durmieran cada uno en su cama (exigencia común a todos los colegios jesuitas, y se les visitaba después de acostados para averiguar si lo estaban «con modestia», o sea con decencia). Los aposentos del padre rector y del hermano maestro se situaban de cada lado del dormitorio para permitir mayor vigilancia, y las velas quedaban encendidas toda la noche (Eguiguren 1949, II: 563565) lo que no parece ser el caso para los colegios europeos (Guillot 1991: 43). Además, un alumno síndico, considerado como bastante virtuoso y fiel, estaba encargado, a modo de los otros colegios jesuitas, de vigilar a sus compañeros y denunciar las faltas que cometiesen. Pero mantener estas condiciones de policía suponía dinero; los diferentes rectores, tanto de Cuzco como del Cercado tuvieron muchas dificultades para cobrar lo debido de las cajas de censos. En 1665, el padre rector del Colegio del Príncipe en el Cercado de Lima hacía sus cálculos lamentando lo que costaban las velas y se quejaba de que los hijos de los caciques que, según él pretendía, eran ya muchos, dormían de dos en dos por falta de dinero «lo que —afirmaba— trae graves inconvenientes» (Eguiguren 1949, II: 563-565). Estas primeras reglas fueron respetadas al principio pero, en el siglo XVIII, un expediente que contiene la petición del padre rector del Príncipe, Manuel de Pro, con el informe
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del juez de censos de Lima, revela que los alumnos salían sin permiso del virrey, ya no usaban sábanas ni llevaban el uniforme.2 Las primeras constituciones recomendaban un método pedagógico basado en lo que llamaríamos hoy la sicología del indio, definiendo su carácter para mejor adaptarse —esto también era propio del método de enseñanza de los jesuitas en todos los colegios—: «[...] en el modo de tratarlos tenga entereza [...] pero junto con eso no sea áspero, antes piadoso y blando y que le cobren amor, porque los indios de suyo son tímidos entre estraños, y si comienzan a cobrar demasiado miedo, están como violentados y conservan el odio secreto, y en viendo después la suya, son peores» (Egaña 1958: 459). A esta preocupación por adaptarse al carácter del niño para formarlo se debía, en gran parte, el éxito pedagógico de la Compañía. A ella se juntaban la disciplina y el método progresivo en las adquisiciones; preconizaban repetir con paciencia muchas veces, premiar a los que obedecen, vituperar a los que no y castigar los viciosos. Los castigos Los castigos corporales eran parte íntegra de la pedagogía en las escuelas de la época. Lo más corriente eran los azotes y era frecuente que la recompensa consistiera en «perdonar una vez de azotes».3 Los jesuitas ponían el acento en la oposición entre recompensas y castigos. Sin embargo, la Ratio Studiorum no descartaba los castigos corporales en los colegios, aunque preconizaba más bien las tareas suplementarias, el deshonor público o la exclusión del alumno rebelde. En los colegios de caciques se practicaban los castigos corporales. La prueba material que tenemos de ello está en las palmetas, bastante maltratadas, que se encuentran en los inventarios. Esas palmetas, que se definen como tablas redondas con nudos, servían normalmente para dar golpes en la palma de la mano y, muy posiblemente, coscorrones. En San Borja, aunque no se menciona en las cuentas del padre Tomas de Figueroa ningún dinero para arreglar los instrumentos de música, igualmente maltratados, la suma de dos reales corresponde a reparaciones de carpintería entre las cuales está «partir las palmetas».4 En los colegios europeos, los jesuitas usaban los azotes en las nalgas, fuera de la sala de clase y administrados por un secular (Guillot 1991: 44). En el reglamento que estableció el padre Lira en 1625 para el colegio del Cercado se precisa que: «No mandara nadie [a]çotar a los caciques sin licencia del Padre Rector, si no fuere su maestro que tiene cargo de ellos» («Colegio de caciques» 1923: 830). Aquello parecía coherente con la línea de la Compañía al respecto, aunque las ordenaciones que dejó el padre Acosta para el colegio de Juli descartaban que el hermano pudiese castigar a los indios: «Que ningún padre o hermano castigue a los indios de su mano». Sin embargo, según las órdenes para el gobierno de los caciques que puso el padre Altamirano en 1699, corregir a los alumnos incumbía claramente al hermano maestro («Colegio de caciques» 1923: 830-831). Pero lo que llama la atención son las cárceles, también presentes en los inventarios. Así, se lee en el inventario de Cuzco de 1735: «la primera [puerta] por donde se entra al apo-
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BNP, C1167. BNM, ms. 8150, ff. 365-367. Instrucción que los maestros de enseñar a leer escrivir y contar de esta ciudad de los reyes an de guardar en sus escuelas para la buena educación y enseñanza de los niños, 1592. 4 AHRA, C. 38. 3
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sento del maestro, la otra a las comunes y la última al aposentillo de la tinta y cárcel que tiene sepo» y también en el inventario del Cercado se menciona un cepo. No cabe duda de que el castigo de la cárcel estaba destinado a los caciquitos rebeldes a la autoridad de los padres, ya que, en el caso del Cuzco, el aposento que a ello estaba reservado daba directamente a la sala de la escuela. Los jesuitas estaban convencidos de las virtudes pedagógicas del castigo duro, como lo muestran los métodos que usaron en la extirpación. Entre los primeros niños compelidos a entrar en el Colegio del Príncipe, Arriaga cuenta cómo uno se resistió tanto, estaba tan insolente y rebelde que fue menester echarle unos grillos. El padre rector dijo que le quitaría los grillos cuando supiera la doctrina porque no sabía palabra de ella «y en cuatro o cinco días supo muy bien toda la doctrina, hasta ayudar a misa» (Arriaga 1968: 260b). Son frecuentes los casos de caciques encarcelados por varias razones, las más veces relativas al tributo o a desavenencias con los corregidores. Con esta presencia de la cárcel y del cepo en los colegios se hace patente que la educación les familiarizaba con esa amenaza del poder administrativo. La escuela En cuanto a la enseñanza que se daba en la escuela, como hemos visto, el proyecto oficial era esencialmente enseñarles a leer, escribir, contar, cantar y tocar música de iglesia. El orden que se seguía en el aprendizaje en todas las escuelas era: primero, aprender a leer, luego a escribir y, en tercer lugar, a contar. Cuando sabían leer y escribir, podían aprender música. La edad de 12 años, entonces, parecía la mejor para estas adquisiciones: «y el niño de doce años arriba sabrá escrevir en seis meses si trabaja y es virtuoso» afirma Díaz Morante (1623: 14). Estas actividades estaban repartidas en una distribución bastante rigurosa del tiempo que organizaba las horas de clase dentro de un marco rígido de oraciones, letanías, misas y exámenes de conciencia, como en todos los colegios jesuitas. Las horas de clase propiamente dicha eran, según la primera distribución de 1625, cinco para aprender a leer, escribir y contar, lo que parecía insuficiente, ya que en 1697, en el Cuzco, pasaron a ser cuatro por la mañana y tres por la tarde. Aprender a leer En lo que toca a la lectura, se practicó, como en España, con las cartillas que al mismo tiempo daban los elementos de la doctrina. En cuanto a la preocupación por favorecer la inteligencia ahí donde hasta entonces se utilizaba la memoria, cabe notar que en España el doctor Bernabé Busto, erudito erasmista, concibió un método de aprendizaje progresivo en tres cartillas publicadas entre 1532 y 1542, y que marcaban una apertura importante en la manera de aprender a leer (Redondo 1996: 105). En América, la dificultad residía en las lenguas. Con el III Concilio de Lima se precisó un contenido más riguroso. Como se trata de hojas muy manipuladas, no quedan muchos ejemplares y el único que fue publicado por Emilio Valton, que concierne a México, es muy anterior. Valladolid conservó mucho tiempo el privilegio de la imprenta de cartillas para América (Torre Revello 1960).5 Si nos 5
En 1585 se mandan para la Ciudad de los Reyes cajas de libros entre las cuales había una de mil cartillas, 25 docenas de calendarios, otra de 12 docenas de catones, 10 resmas de coplas, otra de 500 cartillas, 300 catones, 10 artes de cuentas, otra de 100 cartillas, otra de 400 catones, otra de 400 cartillas, 200 catones, 10
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referimos a la que publicó Emilio Valtón, muy anterior a la época que nos interesa pero que parece bastante paradigmática de lo que fueron las cartillas, vemos que se trata de ocho folletos con las letras, las oraciones en castellano y en náhuatl. Los niños deletreaban en coro y cantaban las sílabas. Las cartillas que se impusieron en el Perú fueron las del III Concilio de Lima, que corregían errores e imponían nuevas normas en cuanto a la enseñanza de la doctrina (Estenssoro Fuchs 1997: 111). Desgraciadamente, no se conservó ningún ejemplar. Aprender a escribir A los niños que ya sabían deletrear se les enseñaba a escribir, y lo corriente en las escuelas era no tener ningún método particular. No así en los colegios de caciques. Un cuadro que figura en el inventario de San Borja nos da una indicación interesante: se trata del retrato del maestro Morante en «un lienzo de a dos varas». Su presencia en la sala de los caciques revela la importancia dada a este personaje que compuso el primer arte de escribir. Antes, solo existía el uso. Fue muy controvertido en su época, y hasta muy entrado el siglo XVIII. Escribió cuatro tratados. La primera edición se titulaba: Nueva arte de escrevir inventada con el fabor de Dios por el maestro Pedro Diaz Morante con el qual sabran escrevir en muy breve tiempo y con gran destreza y gala todos los que con quenta y cudicia la imitaren y con particularidad hombres y mancebos (Madrid, 1615). Da indicaciones detalladas sobre la manera de cortar las plumas, de fabricar la tinta, etcétera. Su método consistía en cortar modelos de su propia mano en láminas de cobre; insistía en la necesaria buena formación de los maestros y garantizaba un aprendizaje rápido para todos, hasta los rudos, lo que era nuevo: [...] pueden animarse todos en todos los estado, a saber escrevir por esta breve arte que el maestro P° diaz Morante a compuesto y assi combida a ella a todos, primeramente a los principes y señores, y assi mesmo a los menores porque todos tienen necesidad de saber escrevir y advierto a los niños mal inclinados y viciosos guardando como deben la ley de Dios y no ser ignorantes en las ciencias y particularmente en esta de escrevir, porque todas las innoraremos si esta no sabemos, pues es la primera ciencia de todas.6
En 1623 publicaba otra edición de su arte, la cual se intitula: Enseñanza de príncipes con la qual sabran escrevir con facilidad y notable brevedad y los hombres que no supieren escrevir aprenderan en tres messes y los niños con notable brevedad. Lo que domina en este tratado es la preocupación por una progresión de los ejercicios —y sabemos hasta qué punto importaba esto en la Ratio Studiorum—. Empieza con unos dibujos de rasgos largos para ejercer y «desentorpecer la mano del discípulo»; cuando este ya la tiene «liberal y diestra», el maestro le ha de recoger la mano «dandole materias de letra recogida y rasgos medidos» hasta quitarle al discípulo las «falsas reglas». En realidad, se trata de una serie de cartillas sueltas que han sido reunidas bajo un solo volumen con letras de tipo diferente como modelos de diferentes letras: bastarda, por travar y travada, letra grifa, travada liberal, letra italiana.
artes de cuentas, y otra de 500 cartillas, 300 catones y 10 artes de cuentas (Leonard 1933: 47-52). En 1713, un vecino de Sevilla envió un cajón de libros y comedias con 1500 cartillas de la impresión de la Santa Iglesia de Valladolid que, en el transcurso de los siglos XVI y XVII, surtió a la mayoría de los escolares de España y del Nuevo Mundo, 13 docenas del Caton cristiano y 44 docenas de «libros de la doctrina cristiana» con 11 docenas del espejo de cristal fino. Véase también Infantes 1996. 6 Entre 1616 y 1631, hubo en Madrid, una primera edición en cuatro partes con láminas (1627, 1628, 1630, 1631). Se multiplicaron las ediciones hasta el siglo XIX.
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Los maestros mismos tenían que cortar las muestras, aunque en un documento se entiende que las muestras venían de Lima con los Ripaldas y catones.7 Se colocaban en un estante especialmente concebido para ello mencionado en los inventorios. Los modelos son frases de moral cristiana: «No hay saber que saber pueda llamarse si no se emplea en Dios con firme instancia» o «Restituya lo ajeno si quereis en paz poseer lo vuestro». Así, la práctica de la letra gravaba al mismo tiempo nociones de moral —que, por otra parte, se estudiaba con el catón—,8 y de doctrina cristiana que, a su vez, se estudiaba con el Ripalda. Es obvio que la racionalización del aprendizaje, su aspecto metódico y progresivo, coincidía con la modernidad de la línea pedagógica de los jesuitas. Además, parece que daba buenos resultados, ya que el escribano mayor de cabildo de los del número de la ciudad de Cuzco, don Agustín del Águila y Morillas, para apoyar la defensa del padre Sebastián de Villa en 1724, dio su «verdadero testimonio» en esta forma: «[...] y asi mesmo certifico que quando se paso la muestra de dichos indiecitos caciques binieron todos ellos con sus planas y las mas de ellas pudieran servir de muestras para que otros aprendiesen».9 Aprender a contar En cuanto al cálculo, no queda rastro del material utilizado en los inventorios; no se menciona ningún contador de marfil y ébano de los que se importaban entonces de España (Lewin 1958: 133) pero el Padre Sebastián de Villa, en 1724 afirma en una carta a la Real Audiencia de Lima que «los colegiales saben mui bien contar los mas capaces y quentas dificiles como Vmds ven». Sin embargo, en su testimonio, don Agustín del Águila no se explaya tanto como para las planas: «y les pregunté [a los caciquitos] si sabian contar y algunos de ellos me dijeron que si», lo que no quiere confirmar las aseveraciones del rector, pero que tampoco se debe considerar como un resultado muy positivo. Ahora bien, parece que en la segunda parte del siglo XVIII se añadió al cálculo la geometría, puesto que en el inventario vienen dos compases: «uno de hierro y el otro de metal» y una regla de madera. La lengua La necesidad de hablar español para los caciques era obvia ya que tenían que comunicarse con los corregidores y otros oficiales de la administración colonial. «Hablen ordinariamente español» era la consigna, y las lecciones de policía, particularmente, se daban en esta lengua; sin embargo, tenían que recitar la doctrina en los dos idiomas y ser capaces de predicar en quechua o en aymara, por lo cual debían saber leer y escribir en estos idiomas. La doctrina cristiana La doctrina, a cargo del padre rector, se enseñaba como materia aparte con el Ripalda, pero, como hemos visto, estaba siempre presente en todas las materias: en la lectura se deletreaban frases del catecismo, en la escritura se copiaban —todo era pretexto para repetirla con el hermano maestro—. Las lecciones consistían en «decorar», o sea, recitar de coro el catecismo dos veces al día, en romance y en su lengua, y contestar las preguntas del maestro
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AHRA, C 38. Véase el trabajo de Pierre Civil, «La formation morale de l’enfant au XVIe siècle à travers les ‘catones’», en Redondo 1996. 9 ADC, colegio de ciencias, leg. 21, cuad. 9. 8
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al respecto. Además, tenían sus pláticas y conferencias acomodadas a su edad y capacidad (Arriaga 1968: 260b). Estas pláticas de doctrina y moral eran parte de la enseñanza; sin embargo, no siempre se hacían: en una carta de 1625, el general pide severamente que se reforme «lo que se dize del Cercado [...que] ni aun a los caciques se les haze una plática». 10 El Catecismo de la doctrina cristiana por el padre Ripalda de la S. J. fue el manual de referencia. Conoció múltiples ediciones. Consistía en una exposición clara de las obligaciones del buen cristiano: las témporas, las fiestas de guardar para los indios, las velaciones, los días que tienen obligación de ayunar, la obligación de tener devoción a la cruz, signar y santiguarse haciendo tres cruces, explicando por qué en la frente, en la boca, en el pecho, etcétera. También explicaba las cuatro oraciones, los diez mandamientos de la ley de Dios, los mandamientos de la santa madre Iglesia, los sacramentos, los artículos de la fe, etcétera. Y contenía una parte de preguntas y respuestas que retomaban lo enseñado y a las que los alumnos debían contestar recitando exactamente las respuestas previstas, para averiguar si sabían la doctrina. También venía en este manual el modo de ayudar a misa según el ritual romano en latín y en castellano. Por otra parte, el número importante de cuadros y grabados mencionados en los inventarios permite pensar que eran un apoyo a la enseñanza. En particular llaman la atención 148 estampas «a humo y buril» que se encuentran en el de Temporalidades y parecen ser fruto de una técnica de reproducción poco conocida.11 En 1641, un jesuita criollo, Pablo de Prado, publicó un directorio espiritual que retomaba a Ripalda en la lengua española y quechua general del Perú (Rivet 1956, IV: 108a K). Este manual pudo ser utilizado, ya que los caciquitos tenían que recitar el catecismo en las dos lenguas. Sin embargo, ningún documento permite afirmarlo. En cuanto a la utilización del teatro, no queda huella tampoco de que se hayan representado autos u otras piezas edificantes en los colegios de caciques. Sin embargo, como sabemos que varios indios alumnos actuaron en el colegio de San Pablo en 1570 —antes de que existieran dichos colegios— (Martín 2001 [1968]: 55) se puede deducir que posiblemente, por lo menos al principio, los jesuitas siguieron con esta técnica pedagógica particularmente eficaz. La música En la formación que los jesuitas recibían en Europa, la música entraba muy poco al principio. Solo en el siglo XVII (Guillot 1991: 65, 66) empezó a penetrar en los colegios. La constatación de las dotes y afición que para ello tenían los indios, y la importancia de los bailes en las fiestas (Albó 1966: 264-265; Estenssoro Fuchs 1992) llevó a los padres a darle más importancia en América, pues se consideraba que era un modo eficaz de evangelización por el atractivo que ejercía sobre los indios y la facilidad con que pasaba el mensaje cristiano en los cantos. El padre Acosta lo manifiesta en una carta al general Mercuriano (1577) donde dice que en el Cuzco: «han aprendido [los muchachos] muchos cantares, assi en español como en su lengua, de que ellos gustan mucho por ser naturalmente inclinados a esto» (Egaña 1958), constatación que predisponía a la enseñanza de la música en los colegios que pronto debían de abrir. Hubo siempre cantores en las iglesias, exentos de tributo y que pertenecían, las más de las veces, a familias de caciques. 10 11
ARSI, Perú, 2. AGN, Temporalidades, leg. 155.
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Al principio, los textos que se refieren a lo que se ha de enseñar o se enseña en los colegios de caciques mencionan casi todos la música, el canto, y precisan a veces el canto llano, el canto de órgano y el contrapunto. Sin embargo, se nota una evolución en el tiempo. En la distribución establecida por el padre Gonzalo de Lira, visitador de la Compañía en 1625 para el colegio del Cercado, todos han de aprender a cantar y tocar sus instrumentos cotidianamente de nueve y media a diez y media y de cuatro por la tarde a cinco y media, o sea dos horas y media diarias, obligatorias para todos. Efectivamente, en su carta, el hermano Sebastián precisa que los colegiales de San Borja «enseñanse en un clavicordio para el órgano». En cuanto al Colegio del Príncipe, según Arriaga, al principio unos maestros de capilla enseñaban a cantar a los colegiales «porque hay en esta iglesia [del Cercado] muchos y muy diestros indios músicos, asi de voces como de muchos instrumentos» (Arriaga 1968: 360b). Pero cuando el padre Diego Francisco Altamirano establece otro reglamento nuevo en mayo de 1699, da menos precisiones de horarios y, sobre todo, no menciona en nada la música, que desaparece a favor de las letras. Dos curacas, don Luis Macas y don Felipe Caruamango, se quejan en una carta de 1657 (Puente Brunke 1998) de que sus hijos no aprendan la música que ellos aprendieron veinte años antes. Esto se confirma con el examen de los inventarios, donde se nota que tanto en Lima como en el Cuzco los instrumentos encontrados estaban en muy mal estado e inservibles. En el Colegio del Príncipe, se menciona un solo monacordio12 maltratado, y en otro inventario, hecho en 1735 en Cuzco a petición del nuevo rector de San Borja, no hay más que una guitarra y un arpa, las dos sin encordar. Este documento ofrece el interés de captar la realidad del colegio in vivo, sin la ruptura que representó la expulsión. El padre Tomás de Figueroa, para quien se hizo el inventario y que quería poner orden en el colegio mejorándolo, y guardando registros precisos, hace unas compras y reparaciones, pero en ellas no aparece ninguna referencia a instrumentos. La razón no parece residir en un desinterés o la poca capacidad de los alumnos sino en un contexto de degradación general de sus estudios. Don Luis Macas y don Felipe Caruamango ya la señalaban en 1657 dando una explicación: «[...] esto, señor se obçervó algunos años con alguna atención, oy no tan solamente les enseña gramática y muçica sino que este colegio lo a conbertido de españoles». Por otra parte, en la distribución del tiempo establecida en 1697 por el padre provincial Diego Francisco Altamirano, ya no se trata de una enseñanza común y obligatoria; después de su visita se lee lo siguiente: «Las oras de enseñarlos a tocar y otras abilidades ha de ser solo las dos ocasiones que señala la distribución y los asuetos y fiestas y no en otros tiempos, que les perturbe los exercicios». Ya en las primeras constituciones, la música estaba asociada al recreo, como una opción entre otras, y las dos ocasiones citadas en la distribución son precisamente los dos recreos del día. Se precisa que los colegiales pueden jugar a las bolas o tocar algún instrumento u otras «habilidades» como bordar o pintar. Sin embargo, el hecho de precisar la restricción indica que aún se practicaba en San Borja, en 1697, durante las horas de clase. Además, en una carta del rector Sebastián de Villa a la Audiencia de Lima, donde este se defiende contra las acusaciones del juez de censos en 1724, se afirma que: «los sabados ay su letanía con
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El monacordio del Colegio del Príncipe corresponde al clavicordio del que habla el hermano Sebastián, ya que Covarrubias da por definición: «instrumento músico conocido, el primero en que ponen las manos los que han de ser organistas [...] a este instrumento simple por ser de solas cuerdas lo llamaron monacordio».
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instrumentos musicos y dos choros».13 ¿Hasta qué punto se debe creer lo que dice el padre Villa? Es posible que, en su voluntad de presentar el colegio como un dechado de virtud pedagógica, confunda los coros de indios del colegio grande de la Compañía con los colegiales de San Borja. Los jesuitas, efectivamente, tenían orquestas y coros de indios que se formaban en las iglesias, independientes de los colegios de caciques.14 La ausencia de instrumentos o su estado lamentable en los inventarios de Temporalidades podrían, en efecto, indicar que, a fines del siglo XVIII, se fueron abandonando completamente; pero no se debe excluir que hayan desaparecido los instrumentos, aprovechando el tiempo de inestabilidad debido a la rápida expulsión de los jesuitas. Una indicación de que se siguió enseñando música la proporciona un documento, bastante fiable, de 1762, del escribano Pedro Joseph de Gamarra en el Cuzco, donde certifica que el rector de San Borja «puso de presente los colegiales que tenia subsistentes que estaban aprehendiendo la Doctrina Christiana leer escrebir y contar y Musica a los que se aplicaban a ella».15 Lo que confirma que se siguió enseñando música a niños selectos, por lo menos en ese período. La conclusión que se puede sacar de las informaciones un tanto contradictorias de estos documentos es que la atención a la música debió de variar bastante según los diferentes rectores y hermanos maestros, pero que no se abandonó nunca del todo. Los recreos Quedan pocos testimonios de estos momentos de descanso y desahogo de los caciques. Una carta del obispo Pérez de Grado y una representación del cabildo de Cuzco hostiles a la fundación del colegio, y con objetivo de hacerlo cerrar, se quejan, a los pocos meses de su apertura, de que «[...] es notable indecencia en este collegio esté tan cerca desta yglesia, porque las voces que dan jugando todo el día y pedradas que tiran se oyen tan claramente en el altar que divierten al Preste».16 El que jugaran todo el día parece muy exagerado, ya que, según las constituciones, solo tenían, como en todos los colegios jesuitas, dos horas de recreo, una por la mañana, de las doce a la una, después de comer, y otra a las cinco de la tarde, después de la escuela. Lo previsto para los recreos era, según la misma expresión de la Ratio, «algun honesto juego», tocar un instrumento u otras habilidades. El deporte o esfuerzo físico era recomendado por Ignacio de Loyola, que consideraba que la buena conservación del cuerpo debía conjugarse con la del alma, postura moderna que se desarrollaría mucho más tarde con Rousseau. Los juegos que se practicaban en los dos colegios parecen ser esencialmente juegos de barras y de bolas de dos tipos. En el inventario de Temporalidades del Cercado se mencionan una sala con mesa de trucos, bolas y tacos, y una pieza para juego de bolas, y en Cuzco, un juego de bolas de los caciques: un aro de hierro y cuatro palas. El padre rector Tomas de Figueroa compra, además, otro aro de hierro con cuatro palas nuevas por 14 reales, precisando que es «para el juego de bolas de los caciques»; lo que permite pensar que este juego era muy practicado en los recreos y se jugaba entre cuatro jugadores. Un grabado
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ADC, colegio de ciencias, leg. 21, cuad. 9. Comunicación oral de Juan Carlos Estenssoro. Revista del Archivo Histórico del Cuzco, 1950, 651, 207. AGI, Lima, 305.
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francés en el citado libro de Guillot representa el recreo en un colegio jesuita del siglo XVII donde se ven cuatro jóvenes que juegan con palas y una bola una especie de «hocquey» llamado ahí «juego de croce», mientras otros juegan a la fossette, que es un juego de canicas. Es muy posible que el juego practicado en los colegios peruanos se pareciera a lo que se ve en este grabado, y que se tratara de hacer pasar la bola por debajo del aro de hierro. Las otras habilidades referidas dejan poca huella en los archivos y documentos: solo el hermano Sebastián habla de bordar y pintar, pero tales actividades no aparecen en la distribución bastante detallada de 1697. La gramática La última parte del enunciado de las constituciones de 1618 daba, en principio, toda latitud de interpretación a los padres docentes para enseñar lo que les «pareciera». En su carta que, sin lugar a dudas, es apologética y quiere convencer del bien fundado de estos colegios, el hermano Sebastián del Campo dice que, durante la comida, uno de los colegiales lee a la mesa la vida del santo del día, uso común a todos los colegios jesuitas. Este hecho, sucedido cuatro meses después de la apertura del colegio, o es un embellecimiento propio de estas relaciones con vistas a equiparar San Borja con los otros colegios jesuitas, o supone que el colegial ingresará sabiendo ya leer muy bien. Esta última opción parece verosímil, puesto que el hermano añade que, como hay mucha demanda por parte de los caciques, el padre rector escoge entre los mejores y más nobles, y como los niños no podían entrar antes de los diez años cumplidos, lo más cierto es que sus padres, conscientes de la importancia de la educación dominante (Alaperrine-Bouyer 2002: 146), ya les hubieran mandado educar en las primeras letras, fuese con el doctrinero, fuese con un maestro particular, puesto que en Cuzco estaban los descendientes de la más alta nobleza incaica; el Hermano Sebastián precisa incluso que, entre ellos, está un nieto del Inca.17 Para el Colegio de Lima también tenemos el ejemplo de don Rodrigo Guainamallqui, cuyo padre declaró en su testamento tener veinte «cuerpos de libros poco más o menos, grandes y chicos los quales mando al dicho mi hijo Don Rodrigo».18 Parece obvio que un hombre tan familiarizado con la cultura dominante cuidara de la educación de su hijo y que, por tanto, este llegara al Colegio del Príncipe sabiendo ya leer y escribir bien. Por otra parte, estaba previsto que los estudios de los caciquitos duraran seis años y más, hasta que sucedieran en el cacicazgo o se casasen. El tiempo de adquisición normal de las primeras letras era de año y medio a lo más, según los conciertos que se conservan (Eguiguren 1949, II: 295-300). La desproporción entre el tiempo mínimo de estancia exigido, con vistas a alejarles un tiempo suficiente de sus ayllus y familias, y el proyecto pedagógico permite dos hipótesis: (1) se estimaba que los indios nobles eran tan torpes que necesitaban mucho tiempo para adquirir los rudimentos, o (2) el compromiso pedagógico era mínimo pero daba lugar para más, cuando los elementos mostraban las disposiciones necesarias. La primera hipótesis resulta difícil de aceptar, puesto que los jesuitas ya tenían experiencia con este tipo de alumnos desde su llegada; en aquellas fechas, los padres llevaban
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El padre Figueroa establece una nómina de los alumnos caciques en 1735 precisando: «principiando con el primer cacique que huvo Don Felipe Huascar hijo legítimo del infausto emperador Guascar año de mil, quinientos, treinta». Esta fecha inverosímil permite dudar de la exactitud de la información; sin embargo, merece la pena compararse con lo que afirma el hermano Sebastián del Campo. 18 AHAL, Causas civiles, leg. 67.
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años enseñando el latín de Cicerón a los hijos de los caciques, tanto en el Cuzco como en Lima con buenos resultados —basta recordar que, al principio, admitían indios principales en el Colegio de San Pablo (Martín 2001 [1968]: 55)— y la citada cédula de 1583 se refiere precisamente a su proyecto de dar enseñanza superior a los indios. Además, sabemos que se conserva en el archivo Vaticano la copia de una carta escrita en un latín clásico y muy correcto de jóvenes hijos de princesas incas y conquistadores que solicitaban ser ordenados (Marzal 1988: 322; Ares y Gruzinski 1997: 52). La carta es de 1583 y, con toda evidencia, los jesuitas tenían fe en estos alumnos y querían mostrar los excelentes resultados de su pedagogía. Sin embargo, las constituciones de los padres Plaza y Acosta, redactadas pocos años antes, hacen caso omiso de la gramática. Parece que el proyecto era que los alumnos solo se quedaran un año o dos. El padre Plaza, que había sido superintendente del colegio de moriscos en Granada, era hostil a la empresa, y su argumento era: «[...] ni han de estudiar gramatica ni otra facultad y siendo de diez a quince años, no tienen tanta capacidad para salir muy fundados en la fe ni muy aprovechados en virtud, especialmente que no han de estar en el collegio mas que un año o dos porque en este tiempo aprenderán bastantemente a leer y escrivir. Y si más se detienen han de estar ociosos» (Egaña 1958). Por tanto, hubo una enmienda en las constituciones definitivas para imponer una duración de los estudios de seis años, pero sin precisar que los niños debían aprender gramática. En 1618 ya no se trata de ordenar a mestizos ni, mucho menos, a indios puros, sino solo de hacer de los caciques los apóstoles de la fe y policía cristiana, lo que no descarta darles la mejor instrucción posible. Si en realidad se estudió o no gramática en los colegios de caciques es una cuestión importante que no se resuelve fácilmente debido a una escasez de fuentes. Estudiar gramática significaba que se contemplaba la posibilidad de acceder a estudios superiores. También se debe tomar en cuenta que la lengua latina era lo que distinguía la nobleza española y criolla de los españoles del común y, por tanto, para los caciques su supresión en los colegios de sus hijos estaba percibida como una manera de abatirlos. Por su lado, la sociedad colonial, basada en la supuesta superioridad de los cristianos, sacaba beneficios de una discriminación que se traducía en un desprecio violento hacia los indios y mestizos que pretendían una prebenda. Basta citar, entre otros, el caso de Miguel Chirinos, sostenido por Carlos Bustamante Inga, que habiendo logrado el puesto de chantre en la catedral fue calificado en 1755 de «feo lunar» que «no solo ultraja y denigra este ilustre congreso con la sordidez de su condición [...] sino que también la afrenta y mancha con la villanía y oscuridad de su linaje».19 Estas elites blancas veían muy mal una educación de los nobles indígenas que les diera la oportunidad de equipararse. Muchos no querían hacer diferencia entre caciques e indios del común (Puente Brunke 1998: 460). La citada carta en latín que elogiaba la educación de los jesuitas es un ejemplo particularmente significativo de los fines políticos de esta educación: la posibilidad de dar la palabra a los caciques en una cuestión de patronato, candente para la Compañía, que oponía al rey y al Papa. Otro ejemplo de los frutos de la enseñanza de los jesuitas, en los primeros años de existencia de los colegios de caciques, y de los riesgos políticos que implicaba, son los diversos poderes otorgados a religiosos del partido de los indios, y uno que los caciques y gobernadores del distrito de la ciudad de Lima otorgaron al padre Crespo, rector del Colegio del
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Príncipe «sobre que se les guarden lo que el virrey asentó acerca de la fundación del collegio de hijos de caciques del Cercado de Lima y relieve VM de la mita». 20 En ningún documento oficial se menciona la posibilidad de estudiar gramática en los colegios de caciques, ni Arriaga lo menciona cuando evoca, entusiasta, el incipiente Colegio del Príncipe. Habrá que esperar la tardía fecha de 1772 para que, oficialmente, aparezca en los programas de estudios de los caciques colegiales: «Que se dé estudio de gramática a los indios que después de saber leer y escribir, y contar, quisieran permanecer en el colegio» («Colegio de caciques» 1923: 819). Sin embargo, no significa que no se hiciera antes, y esta medida oficial muy posiblemente ratificaba una práctica excepcional. Para entender la postura de los jesuitas a este respecto, resulta interesante comparar las constituciones de los colegios peruanos con las de Tepozotlán, fundado en 1580, y cuya administración corría también a su cargo. Se proyectaba tener, en Tepozotlán, tres clases: En la primera, se han de enseñar la doctrina cristiana a todos. En la segunda los que destos mostraren más habilidades y virtuosos, specialmente los principales, aprendan a leer. Destos que supieren bien leer, se escogerán los más hábiles y virtuosos, especialmente los principales, y estos han de aprender a escribir. Cuando supieren medianamente escribir, siendo de los principales, se ocuparán en aprender cantar y tañer, para el culto divino. Y este es el el exercicio principal y ordinario de los hijos de los principales. Y de ahí saldrán officiales para su república. Y de los que de aquestos principales se ocuparen en officios, más honrosos, como pintores, escultores, o plateros, se podrán ocupar en ellos [...]. Estos que se ocupan en officios eclesiásticos, los que mostraren mucha virtud y habilidad, se podrán poner en estudios, según su talento. Estos que se ocupan en oficios eclesiásticos, traygan hábitos de colegiales. (Zubillaga 1959: 661-662)
La comparación merece varias reflexiones. Confirma que los jesuitas no eran hostiles a la enseñanza del latín a los caciques, con tal de que se mostrasen capaces y virtuosos. Sin embargo, las reglas de los colegios peruanos, no muy anteriores, no establecían el número de clases y la selección se hacía no tanto por las aptitudes del niño cuanto por su título de futuro cacique exclusivamente. Hay que descartar una supuesta inferioridad del indio peruano en la mente de los redactores del reglamento: Acosta considera al indio en general cuando habla de su «natural capacidad para ser bien enseñados» (1940 [1590]: 280) y en su carta al general Mercuriano afirma que desea grandemente «ver instituido algún collegio al modo de los que en México han hecho los Nuestros, porque para esta tierra sería cosa de grande utilidad» (Egaña 1958: 216). En Tepozotlán, colegio abierto, en principio, a todos, como lo sería Juli un poco más tarde, el número de colegiales permitía abrir tres clases, y la selección se hacía a la vez por el estatus de principal, por la habilidad y por la virtud. Los que reunían estas tres condiciones tenían la posibilidad de estudiar la lengua latina —por lo menos es lo que supone el término general de «poner en estudios» (Osorio Romero 1990: LVIII)— y gozaban de un estatus honorífico llevando el hábito de colegiales. En el Perú, los colegios de caciques —exceptuando la experiencia de Juli que, no obstante, sirvió de modelo (Vargas Ugarte 1963)— fueron colegios reales cuyas constituciones 20 ANC, fondos varios, vol. 65, leg. 6. Este poder no está en el Archivo de Santiago, se ha extraviado; solo figura en el índice del legajo 6 del Perú: sobre el colegio de hijos de caciques de la ciudad del Cuzco.
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limitaban el número de colegiales. Cada uno, después de justificar su nobleza y limpieza de sangre, recibía su beca del virrey —por lo menos así funcionó al principio— y, aunque se sacaban los fondos de las cajas de comunidad, se consideraba que estos colegios funcionaban a expensas del rey. Los jesuitas, por tanto, no tenían, en principio, tanta libertad de acción. Sin embargo, la provisión del virrey Toledo de febrero de 1578 no pone límites precisos: se trataba de que «sean enseñados é yndustriados particularmente en las cosas de nuestra santa fée católica y en la lengua española y buena pulicía como su majestad lo quiere y manda» (Eguiguren 1949, II: 590). Cabe subrayar la ambigüedad de la actitud de la Compañía al respecto y las posturas enfrentadas que existían dentro de esta. El general Mercuriano, al principio, no se mostró favorable a estos colegios y hemos visto que el mismo Plaza tampoco, mientras que Acosta y el III Concilio limense defendían su realización. Es interesante notar, además, que entre la congregación provincial de 1579 y la de 1582, los colegios de caciques desaparecieron de los temas discutidos (Egaña 1958) mientras el Concilio limense se declaraba en su favor. Las desavenencias con el virrey Toledo, la oposición interna entre los partidarios de las misiones y los de los colegios, volvían frágil la posición de la Compañía (Maldavsky 2000: 105). También hay que tomar en cuenta la resistencia de los vecinos a la existencia de estos colegios y la presión que ejercían (Alaperrine-Bouyer 1998) puesto que, entre ellos, los jesuitas podían esperar contar con generosos bienhechores. Muchos de ellos consideraban con recelo una educación superior de los indios. Por fin, cabe añadir que el reglamento establecido entre 1576 y 1577 había sido enmendado por Roma, que seguía reticente a pesar de haber aceptado. Es evidente que, para la finalidad de estos colegios, en 1618 ya no era necesario el aprendizaje del latín; a juicio de Constantino Bayle «no hacían falta, pues, las exquisiteces humanísticas, y menos las profundidades o agudezas escolásticas. Bastaba la cultura media de los españoles; la doctrina, leer, escribir, contar y, por las circunstancias locales, la música» (1934: 310). No hacía falta estudiar gramática salvo para servir la misa, que se decía y rezaba en esta lengua. Se debe suponer, por tanto, que, al suprimirla, los jesuitas aceptaban que sus alumnos rezaran decorando, sin entender lo que decían, lo que era el caso de la mayoría del pueblo peruano. Ello entraba en contradicción con los principios pedagógicos y abatía a los caciques al rango de los indios del común. Por su aspecto elíptico, las constituciones abrían paso a dos posibilidades: la de una educación de calidad para unos alumnos selectos dentro de una misma clase que no podía exceder de 24, y que iniciaba a los mejores en la gramática, y la otra de una educación global de primeras letras y catequización de todos, sin más ambición. Vamos a ver que los dos casos se presentaron sucesivamente, revelando una evolución de la imagen del indio y de los jesuitas al respecto. En sus primeros años, el reclutamiento de San Borja, cuidadosamente elegido según el hermano Sebastián, permite pensar que el fin pedagógico era también cultivar a los mejores; por tanto, lo más verosímil es que las primeras generaciones de colegiales estudiaran gramática y, tal vez, algo más de latín. En su carta, los dos caciques arriba citados se quejan de que ya no se enseñe en 1657 la gramática como antes: «esto, señor se obçervó algunos años con alguna atención». En realidad, uno de ellos, Luis Macas ingresó en el Colegio del Cercado en 1637, y su hijo en 1655. Dos años después, constataba una degradación en la enseñanza, en comparación con lo que él había conocido. En esta carta, que deja traslucir algún rencor contra los jesuitas, se lee lo siguiente: «[...] y aviéndosele permitido a los dhos
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padres tubiesse el colegio de los caciques en el pueblo del Sercado questa a la salida desta ciudad fue con cargo de que los tratasse bien y que entre estos caciques no entreberase españoles y que enseñasse a leer y escrebir muçica y gramática y otras ciencias que a esos [sic] se obligaron los dhos padres».21 Esta última frase supone que los caciques habían obtenido garantías sobre la instrucción de sus hijos. Estos llevaban ya tiempo reclamando un colegio (Olaechea Labayen 1973: 423; O’Phelan 1995: 53). No tenemos documento alguno que permita afirmarlo, solo podemos suponer que la supuesta obligación a que se sometieran los padres al fundarlo, según la carta de 1657, fue un acuerdo verbal que solo se concretó en las últimas constituciones con la mención ambigua de enseñar «lo que les pareciera». Se nota la prudencia de los jesuitas en la redacción de documentos oficiales, pero tal prudencia se puede explicar de dos modos: o intentaba ampliar un marco demasiado estrecho impuesto por Roma, cuya reticencia era obvia, o se reservaba la posibilidad de imponer un contenido reducido de la enseñanza si veía que ahí estaba su interés. ¿Cuáles serían, entonces, los motivos de la restricción? ¿Cómo entender que los que unos años antes abrían las puertas de San Pablo a los hijos de caciques y enseñaban el latín de Cicerón a los descendientes de los incas de repente se contentaran con un mínimo? Cuando los colegios de caciques abrieron sus puertas, muchos curacas poseían ya la cultura del libro. Ignoramos dónde se educó don Juan Flores Guainamalqui, hombre culto, cacique gobernador del pueblo de Ocros y descendiente de un linaje sospechoso de haber reanudado las supersticiones (Duviols 1986: 465). Su hijo don Rodrigo Flores Guainamalqui ingresó en el colegio del Cercado en 1621, después de la visita de Hernández Príncipe al pueblo de Ocros. Entre 1641 y 1645, se vio acusado, y don Rodrigo a su vez, de idolatría por otro cacique gobernador y por autos del cura de Gorgor. Preso, sus bienes fueron embargados y, entre ellos, 12 libros y uno de cuentas que bien podrían ser los que heredó de su padre. Esta reducida y variada biblioteca revela un interés múltiple que va desde las obras de piedad hasta las de derecho, pasando por la literatura. Desgraciadamente, como lo subraya Pedro Guibovich (1990: 69) estas bibliotecas de caciques son muy pocas y, hasta la fecha, no tenemos otros ejemplos de libros adquiridos por caciques educados en los colegios jesuitas. Los que poseyó don Rodrigo, si los leyó, permiten pensar que salió del Colegio del Príncipe con una buena cultura y cierta capacidad para defender sus fueros y los intereses de sus indios. La queja de los dos firmantes de la carta arriba citada corresponde a un viraje en la política educativa de la Compañía. La explicación que ellos dan es que se volvieron escuelas para españoles. Lo que varios historiadores constatan para el siglo XVIII (Macera 1966: 341; O’Phelan 1995: 54) es, en realidad, un fenómeno mucho más temprano. Efectivamente, en la carta anua del año 1636 por primera vez se mencionan, para San Borja, además de los veinte hijos de caciques «15 pupilos que están en la escuela». Estos pupilos eran indios de familias nobles y españoles, cada uno pagaba noventa pesos para su mantenimiento, mientras que los hijos de caciques becarios del rey no pagaban personalmente, sino que su mantenimiento se cobraba con mucha dificultad de las cajas de comunidad. Este elemento económico explica que muy pronto se iba a multiplicar el número de alumnos, rebasando rápidamente el de los caciques. En 1664, por ejemplo, la situación era la siguiente: 22 hijos de caciques, 12 pupilos indios que pagaban sus alimentos y 30 pupilos españoles; en 1666 son 20 colegiales hijos de caciques, 12 colegiales indios que pagan cien 21
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pesos cada uno para sus alimentos y 31 pupilos españoles que también pagan los suyos;22 es decir que el número de caciques ni siquiera representa una tercera parte del total de los alumnos. No aumenta, sin embargo, el personal docente, que, por el contrario, disminuye: un padre rector y un hermano, en vez de los dos anteriores. La proporción creciente de españoles y el número total de alumnos ya no ofrecían la posibilidad de dar una educación de calidad a los caciques, pese a lo que afirma el padre rector del Cercado en 1762: «nada pierden en que este beneficio se difunda y franquee a los demas de todas castas».23 Es cierto que los jesuitas tuvieron siempre dificultades para cobrar de las cajas de censos las sumas correspondientes al mantenimiento de los colegiales, por la resistencia que les oponían los jueces de censos. En Cuzco, antes de que cerrara el colegio, hubo un tiempo en que los hermanos vendían huevos y velas de sebo para sustentar a sus colegiales, lo que el general condenaba severamente desde Roma.24 Pero también sabemos que bajo su administración los dos colegios adquirieron bienes y haciendas (Macera 1977: 241; Cárdenas Ayaipoma 1989: 113-115)25 y no parece que estos bienes se usaran para volver a las primeras ambiciones pedagógicas que pretendían dar a los caciques una enseñanza superior, que les hubiera sacado de su estado de menores de edad. Los dos firmantes de la carta aciertan cuando dicen «este colegio lo a conbertido de españoles», y añaden que sus hijos sufren humillaciones de parte de los alumnos intrusos —lo que no sorprende— y denuncian una segregación que era evidente para los observadores de aquella sociedad. El informe de 1692 del consejero de Cámara, don Lope de Sierra y Osorio, confirma lo que dicen los dos curacas cuando recomienda que se apliquen las cédulas sobre las becas para indios nobles en los seminarios: «[...] convendrá [...] que se ponga expecial cuidado por los ministros a quien tocare, que los rectores y maestros cuiden mucho de su enseñanza y educación, sin permitir que los otros colegiales españoles, ni por persona alguna sean despreciados, molestados, ni maltratados de obra, o de palabra sino que unos y otros se ayan con ellos con amor y venebolencia» (Muro Orejón 1975: 371).26 En realidad se distinguían tres clases de alumnos en los colegios: los colegiales que habían recibido la beca, los pupilos que se quedaban a dormir en el colegio pagando y los manteístas o de capa que acudían a las clases y volvían a sus casas. Entre los últimos había en los colegios de la Compañía estudiantes pobres que no pagaban. Esta situación se aplicó al colegio de caciques, haciendo de él una escuela de primeras letras. Pretenden los dos curacas arriba citados que, al momento de la fundación del colegio, se comprometieron los jesuitas a tratar bien a sus hijos y a que no se inmiscuyese español en el colegio. En realidad, no queda ningún compromiso escrito; las constituciones no hablan de españoles, como ignoran la palabra gramática, y tampoco hablan de exclusividad, aunque pareciera obvia al principio. Como los padres podían enseñar «lo que les pareciera»
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ARSI, Perú, 19. BNP, C 1167, ff. 25-26. 24 RSI, Perú 2 I, carta del General de 1625: «[...] sepan la voluntad y santo zelo con que la Compañía se encarga del trabajo y cuidado del dicho seminario [...] por ayudar al bien espiritual de los indios; pero nosotros no hemos de hazer cosa menos decente para sustentarlos ni lo hemos de pretender». 25 También véase ADC, Colegio de ciencias cuentas de San Borja. 26 Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en el siglo XVIII, preconizaban mandar a los caciques a educarse a España, y una de las razones que daban era «el apartarlos del desprecio y odio con que los españoles de su edad los tratarían en las escuelas de allá [Perú], bastante para que no aprendiesen nada» (1991: 317). 23
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y su notoriedad de excelentes pedagogos dentro de la sociedad española y criolla era muy grande, la gramática a los indios podía quedar en el olvido. Un siglo más tarde, la situación del Colegio del Príncipe no parece haber cambiado sino para peor. Un interesante informe del juez de censos, que insistía en la escuela pública de primeras letras, la denuncia en términos algo radicales: «que tampoco hay hijos de casiques que sean colegiales porque no traen vestidura de tales, la vanda ni el escudo de plata que se les señaló ni parece se examine si los que pretenden lugar son los hijos maiores».27 El juez advierte que no quedan más que cuatro alumnos, que solo se diferencian de los otros indios por tener una habitación propia en el colegio, donde duermen en catres de adobe con pellejos por colchones y una frazada para abrigarse. El padre rector no desmiente esta situación; sin embargo, pretende de manera paradójica que los caciques necesitan de un médico, un cirujano y un barbero porque no pueden ir a curarse al hospital de Santa Ana —como lo propone el juez de censos para reducir los gastos— en virtud de su condición de nobles, pero sí deben compartir la enseñanza con los niños de todas las castas que vienen a la escuela. A lo cual el juez de censos responde que los censos de indios no han de sustentar un maestro para las diferentes castas del Cercado. El argumento del padre, entonces, es que no da más trabajo al maestro enseñar a leer y escribir a muchos que a pocos. Este detalle merece ser mencionado, ya que, además de ser poco probable, revela que no se aplicaba a las primeras letras el cuidado y exigencia para con cada individuo que hacía la reputación pedagógica de los colegios la Compañía. El maestro se contentaba con hacer deletrear y repetir a todos a coro. Ahora bien, si parece cierto que hubo una degradación de la enseñanza y el abandono del latín en la tercera década del siglo XVII, parece también que se volvió a enseñar algo más que las primeras letras en la segunda parte del siglo XVIII. Es cierto que el número de alumnos españoles no fue disminuyendo: en 1724, el padre Sebastián de Villa declara 20 colegiales hijos de caciques, 46 españolitos huérfanos y dice que «[…] la sala de la escuela se llena con 150 muchachos pobres que no tienen con qué pagar maestro». Este testimonio, en defensa de la Compañía contra los ataques del juez de censos, debe ser considerado con alguna circunspección. El rector hace alarde de la generosidad de la Compañía, sobreentendiendo que mantiene a muchos alumnos pobres, lo que es verdad, pero solo en parte, ya que si bien se sabe que la Compañía daba una enseñanza gratuita a los pobres, las cartas anuas dicen reiteradamente que los pupilos pagaban. Sin embargo, la protesta del padre Villa proporciona datos interesantes sobre el funcionamiento del colegio. Declara que con los jesuitas los caciques tienen unos maestros que les crían en virtud política «y letras competentes a su estado». La ambigüedad de esta expresión no permite sacar una conclusión definitiva. El hecho de que no haya dicho «leer y escribir», como se repite en casi todos los documentos, puede ser interpretado como que se adaptaba el contenido de la enseñanza a la capacidad de cada uno, pero también puede significar que se limita a lo necesario para ejercer el cacicazgo cada vez más debilitado. En todo caso, no se trata todavía abiertamente de gramática y no aparece en el documento. También es algo ambiguo el Protector de Naturales que interviene en el citado litigio de 1762, entre el juez de censos y el rector del Colegio del Cercado, cuando da a entender que algo más que las primeras letras podían aprender los escasos colegiales porque, como viven en consorcio de sujetos de respeto y autoridad, sacan provecho de su trato y comunicación 27
BNP, C.1167, f. 42.
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«versándose y manejándose entre ellos la más sobresaliente ynstruccion en todas las materias y asuntos que se ofrecen».28 En 1724, San Borja contaba con veinte colegiales y no era más que una escuela de primeras letras para los caciques, hasta podemos decir, con pocas garantías, en cuanto al cálculo. Pero no es imposible que se haya modificado en la segunda parte del siglo o que haya habido una posibilidad para los elementos más brillantes de aprender más. En 1735, el nuevo rector de San Borja toma la decisión de poner orden en el colegio, de mejorar las condiciones de vida material de los caciques, su vestuario, de comprar nuevos libros: Ripaldas, catones, cartillas, muestras. No se hace mención de otro tipo de manual; sin embargo, se siente con este rector una voluntad de mejorar un colegio que había encontrado en pésimas condiciones. Él adopta una actitud favorable a los caciques, desatendidos hasta entonces. Las sucesivas cédulas reales de 1691, 1697, 1725, que conferían a los indios principales y nobles el privilegio de ordenarse y poder pretender a los mismos empleos que los españoles (Olaechea Labayen 1978, Muro Orejón 1975, O’Phelan 1995: 48-49), debían, en principio, tener un efecto en los colegios de caciques, sobre todo el del Cuzco donde quedaban todavía más descendientes de los incas. Sabemos que no fueron acatadas y que los mismos «procuradores de la nación índica» decidieron publicar la cédula de 1767 por más seguridad.29 Sin embargo, hubo excepciones, como lo fueron el cacique de Tacna y su hijo, que cursaron estudios de leyes en la universidad de Chuquisaca (Guibovich 1990: 70) y los legajos de ordenaciones revelan que en Lima, en la segunda mitad del siglo XVIII, hubo hijos de caciques que recibieron las ordenes menores y mayores, aunque representaban una excepción (O’Phelan 2002: 311). Menos todavía debieron de ser los que fueron colegiales de uno u otro colegio de hijos de caciques, ya porque solo mencionan en sus solicitudes sus estudios de latinidad —muchos sin decir dónde o refiriéndose a los seminarios o colegios mayores—, ya porque la lista de colegiales de la que disponemos está incompleta y no se puede saber si fueron o no becarios de estos colegios. Ahora bien, queda por resolver el enigma de Túpac Amaru. Sabemos que manejaba muy bien el latín y, si debió de perfeccionar sus conocimientos después de su estancia en San Borja como lo suponen Markham y Lewin, ¿cómo pensar que no aprendiera nada ahí? Si estudió gramática con los dos curas que le educaron antes de entrar en San Borja, es muy poco verosímil que sus atentos tutores le hayan mandado a este colegio sabiendo que no estudiaría nada ahí, a no ser que fuesen compelidos, pero ya habían pasado los tiempos de la extirpación. Es cierto que pudieran considerar que al mandarle a San Borja aseguraban su título de cacique, pero parece también difícil que los jesuitas dejaran sin cultivar durante años una inteligencia tan manifiesta. Los españoles que se beneficiaban de la enseñanza de San Borja la completaban en San Bernardo y después en Lima. Es el caso del juez de censos, don Miguel de la Torre, que acusa al padre Villa: este, en su protesta, recuerda que ese «enemigo doméstico» fue educado en San Borja donde aprendió a leer y escribir, de ahí pasó a San Bernardo donde aprendió artes y teología y terminó sus estudios de leyes en San Martín.30 Semejante reco-
28 29 30
BNP, C 1167, f. 69. Biblioteca Americana de Bartolomé Mitre 26t. ADC, colegio de ciencias, leg. 21, cuad. 9.
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rrido era difícil de realizar para un indio, aunque no imposible,31 pero sí podía recibir dentro del colegio de la Compañía una buena formación aunque siempre de manera excepcional. En efecto, la opinión repetida de los historiadores sobre San Borja me parece justa pero tal vez se deba matizar. Justa porque, oficialmente, se sigue diciendo que en estos colegios los hijos de los caciques aprenden a leer, escribir, contar exactamente como se decía cuando fueron fundados y hemos visto que, no obstante, durante varios años los jesuitas enseñaron la gramática a los caciques. No queda excluido que en el siglo XVIII, con la evolución de las mentalidades y la penetración de las luces en el Perú, se haya repetido la situación. Esto, aunque varios caciques confiaban sus hijos a maestros particulares (Macera 1977: 245), y se reduce la frecuentación del Colegio de Lima a muy pocas becas en comparación con el siglo anterior, sobre todo a partir de los años sesenta del siglo XVII. No se puede afirmar lo mismo para San Borja. En 1762, si en Lima eran cuatro colegiales los del Príncipe, el número de los del Cuzco era de 23, y en 1763 de 20 más cinco, lo que no es inferior a los tiempos pasados.32 Normalmente, el número de caciques no debía, en principio, exceder de veinte. Además, mientras el Colegio del Príncipe tenía cada vez más dificultades para reclutar futuros caciques, el de San Borja seguía recibiendo solicitudes «como honor y distincción a que son acreedores estos naturales» según se lee en la revista del Archivo Histórico del Cuzco (1951-1952: 218). Un documento publicado en la misma revista (p. 205) puede aclarar algo. Después de una lista de «casiques colegiales que al presente se hallan en el colegio Real de San Francisco de Borxa desta gran ciudad del Cuzco en este mes de enero y año de 1763», vienen añadidos dos «Niños casiques pupilos Estudiantes en la Aula de la Compañía». Estos «niños caciques» estaban registrados el año anterior en la lista oficial de colegiales de San Borja. Parece lícito pensar que se trata de alumnos que habían adquirido las bases necesarias y merecían una educación más perfeccionada, por lo que pasarían al aula de la Compañía, sin dejar de ser oficialmente colegiales del colegio de caciques. ¿Se trataría de San Bernardo o del aula de la Universidad de San Ignacio de Loyola? En la universidad se conferían los grados normalmente a los estudiantes que ya sabían gramática. Don Bernardino Pumacallao, hijo del cacique gobernador del pueblo de Pampacolca, ordenado de Órdenes menores en 1669, declara haber recibido la beca en el Real Colegio de San Bernardo de la ciudad del Cuzco, donde se quedó seis años estudiando artes, y haberse graduado de doctor «en esta sagrada facultad».33 Desgraciadamente, no dice dónde estudió antes y no consta en la lista, muy incompleta, de los que fueron colegiales de San Borja a partir de los años sesenta. En Lima, los escasos hijos de caciques que conseguían ser ordenados lo eran a título de lenguas, como es el caso de don Ramón Pumachaico, natural de la provincia de Conchucos,
31 Dos casos se pueden citar: el de don Bernardino Pumacallao, colegial de San Bernardo, 1775 (AAA, concurso de curatos), y el de don Antonio Chuquihuanca colegial de San Martín en 1762 (Gaceta de Lima, II, 1982: 161). 32 La cifra de 39 que cita Laura Escobari de Quejerazu (1990: 209) para el año 1735 me parece resultar sin embargo de une lectura demasiado rápida, ya que se trata de los alumnos ingresados gobernando esta provincia el Padre Francisco Rotalde, provincial que se quedó tres años; los colegiales becarios no podían exceder 20 según las constituciones. 33 AAA, oposiciones a curatos.
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que afirma haber seguido los estudios de la latinidad y moral sin decir dónde.34 Pero ninguno parece haber sido alumno del Príncipe. Algunos afirman, con un certificado, haber asistido a las conferencias morales del colegio de Santo Toribio y estudiado gramática sin decir dónde, pero ninguno fue colegial del número de este colegio puesto que cuando Juan Bautista Yacra Yauri pide ser admitido en 1797, en virtud de los decretos reales, el secretario del colegio afirma que nunca hasta entonces se había visto a un indio noble conseguir la beca.35 Ahora bien, los colegiales de San Borja, estudiantes en el aula de la Compañía, eran Marcos y Pedro Solis, hijos legítimos de don Antonio Solis, cacique del pueblo de Quiquijana, provincia de Quispicanchi. Don Antonio se declaró contra la rebelión de Túpac Amaru y asoció a un hijo suyo clérigo a su postura (O’Phelan 1995: 64). Lo que significa que, salido de San Borja donde estudiaba con su hermano, cuyo destino ignoramos, a principios de los años sesenta, pudo este hijo de cacique ser ordenado sacerdote. Si Túpac Amaru, en la década anterior, entró a los doce años, sabiendo ya elementos de gramática, como se supone, y teniendo normalmente que quedarse un mínimo de seis años, parece muy verosímil que los jesuitas le dieran una enseñanza adecuada a su apetito intelectual y le admitieran también en el aula de la Compañía. La biblioteca de San Borja En los pocos documentos que mencionan el material pedagógico, solo se habla de Ripaldas y catones como manuales de enseñanza, y no figuran en los inventarios, pero el que se hizo en Cuzco después de la expulsión menciona 257 libros en la biblioteca de San Borja. Esta información suscita varias preguntas. La primera es qué tipo de libros eran; la segunda, cuándo se constituyó esta pequeña biblioteca; la tercera, si estos libros estaban a la sola disposición del padre rector y del hermano que administraban San Borja o si los colegiales podían tener acceso a ella. Este último caso daría una indicación sobre la enseñanza que se daba en San Borja. El catálogo de la biblioteca de los jesuitas del Cuzco que establecieron dos italianos, Daniela y Gastón Breccia en 1993, consta, además de otros, de 179 libros marcados de varios sellos: CIHS, CBEO, SBO, entre los que 96 llevan el solo sello SBO. Los bibliotecarios, que ignoraban la existencia del Colegio de San Borja, interpretaron el sello SBO como otro sello de CBEO que identificaron con toda razón como el de San Bernardo. Me parece verosímil que el sello SBO corresponda a San Borja, ya que no se entiende la necesidad de marcar dos veces de manera diferente una misma biblioteca y los inventarios de Temporalidades testifican 257 libros, cifra superior a la de los libros marcados con este sello. Son, en su mayoría, libros de teología, de moral, algunos de derecho y de lengua, casi todos en latín. La sucesión de los sellos en muchos ejemplares evidencia que estos libros pasaron de una librería a otra con el tiempo, dentro del colegio jesuita del Cuzco.
34 AHAL, Ordenaciones, leg. 66. Scarlett O’Phelan (2002: 321) refiriéndose al papel de examinador del jesuita Meléndez, concluye con razón: «[…] se pone de relieve así la experiencia que desde el siglo XVII habían desarrollado los jesuitas en la enseñanza de las lenguas autóctonas». Sin embargo, Pumachaico no parece haber sido alumno de los jesuitas: se declara «lenguaraz nativo» y no alude al colegio de caciques ni a ningún seminario. Tampoco consta en la lista de los alumnos del Príncipe. 35 AAA, Santo Toribio.
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En cuanto a saber cuándo se constituyó esta biblioteca solo tengo hipótesis que formular y ninguna certidumbre. Entre los libros que solo están marcados SBO se nota, o que son incompletos, les falta el frontispicio donde a menudo se escribía el nombre del propietario, o viene la mención «de la librería grande de la Compañía de Jesús Cuzco» o «del aposento del P.e Rector del Cuzco» o el nombre de un particular donante (el «señor Sarricolea» es el más frecuente). Muy pocas de las antiguas ediciones podrían haber sido adquiridas directamente. Una edición de 1620 lleva la inscripción siguiente: «De la libreria del colegio de la Comp.a de IHS del Cuzco. Para estudiantes. Por commutacion. XXX SBO». Es difícil saber si los estudiantes son los del colegio grande o los de San Borja, o los dos, y también cuándo se hizo dicha conmutación para cada libro. Otros dos marcados con el solo sello SBO llevan la mención «de la librería de los h. Estudiantes». En cuanto a los once libros donados por «el señor Sarricolea» es fácil fechar su adquisición entre 1736, fecha de la llegada del obispo al Cuzco, y 1740, fecha de su muerte. Todos llevan el sello SBO, varios incluso llevan la mención: «nos lo dexo el señor Sarricolea» y uno: «año 741». Lo más probable es que el obispo dejara, a su muerte, parte de sus libros a los jesuitas que los afectaron entonces a San Borja, solo uno lleva el sello CIHS, casi todos llevan una nota manuscrita: «del colegio grande de la Cia de IHS del Cuzco» como si, una vez registrados por la Compañía, pasaran directamente a San Borja, lo que puede significar que se estaba constituyendo entonces la biblioteca de este colegio. La hipótesis de que esta librería se haya constituido entrado ya el siglo XVIII es posible por dos razones: una es que se trata de una biblioteca bastante reducida; la otra, que en su inventario de 1735 el padre Figueroa no la menciona. Sin embargo, no bastan para afirmar con toda certeza cuándo se constituyó. En cuanto a quiénes eran los lectores, sabemos por las cartas anuas y otros documentos que en San Borja solo había un padre rector, que también lo era a menudo del colegio grande o de San Bernardo, y un hermano coadjutor que hacía de maestro. El padre tenía libros en su aposento, como está indicado en varios ejemplares, y podía consultar la librería del colegio grande siempre que lo quisiera. El uso de la biblioteca podía estar reservado a los pocos hermanos maestros que se sucedieron en San Borja, pero también se puede pensar que hubo un momento en que cambió la política educativa de los colegios de caciques, y algunos alumnos selectos, como lo fueron Túpac Amaru y los hermanos Solís, pudieron tener acceso a libros más científicos que tal vez no pudieran consultar en otra librería del colegio grande por segregación. Esto, claro, solo tiene valor de hipótesis y es un punto que me queda por aclarar. A MODO DE CONCLUSIÓN
Los colegios de caciques resultaron de un proyecto político de evangelización que se justificaba por el poder y la gran influencia que tenían los curacas sobre sus indios. Por eso, su implantación, largamente aplazada por varios motivos, entre los que cuenta la oposición de la sociedad dominante, coincide con la campaña de extirpación de las idolatrías (Duviols 2003: 41). Sin embargo, las elites españolas y criollas no admitían fácilmente que los indios recibieran una educación equiparable con la de sus hijos, y la política colonial se dedicó a menguar progresivamente el poder cacical hasta querer suprimirlo. Por su lado, los caciques veían en estos colegios reales un reconocimiento de su nobleza, un honor que se traducía por el uniforme que llevaban y la dirección de sus estudios
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confiada a la Compañía, de excelente reputación pedagógica. Progresivamente, se vieron despojados de sus privilegios, al mismo tiempo que constataban la degradación de los estudios de sus hijos «siendo assi que sólo esto tienen en este reyno por grandeça y consuelo nuestro, merced de tanta importancia» —escriben Luis Macas y Felipe Caruamango—. Al orgullo de unas elites vencidas y frustradas respondía el desprecio de las elites dominantes que así justificaban su poder. El hecho de que en la segunda mitad del siglo XVII los dos colegios de caciques se hubieran convertido efectivamente en escuelas de primeras letras se explica por la presión que ejercieron los españoles para que los jesuitas enseñaran a sus hijos las primeras letras, cosa que los rectores presentan con satisfacción en sus informes. La respuesta de los caciques de Lima fue dejar de mandar a sus hijos al Colegio del Príncipe; que no haya ocurrido lo mismo en San Borja tal vez se deba a que en Cuzco se hayan guardado más las apariencias, y se haya conservado el uniforme y cierto respeto a las constituciones. Pero también el abandono intelectual de los caciques en provecho de la juventud española y criolla se explica por la amenaza que representaban unos curacas educados para las clases altas de la sociedad colonial que tenían el monopolio de la administración y, en particular, el control de las cajas de censos. Esta amenaza se percibía tanto por el ejemplo de la carta al pontífice como por la presencia de los curacas educados en los pleitos contra los doctrineros, o por el poder que los caciques de Lima otorgaron al padre Crespo, entre otros poderes que manifestaban todo su deseo de tomar parte en decisiones que les concernían. Aunque no tenemos la fecha exacta de este documento, sabemos que el padre Crespo fue rector del Colegio del Príncipe en 1633, y sabemos también que por esas fechas aparecen los primeros pupilos en los colegios de caciques. Las protestas del padre Vásquez en 1637 y la abnegación de los padres del Cuzco ilustran un período de lucha de los jesuitas encargados de la educación de los caciques contra la administración colonial, pero cabe precisar que no se veían respaldados por Roma. Por el contrario, el general ordenaba que abandonaran la experiencia de Cuzco, puesto que no tenía este colegio renta alguna desde que el marqués de Guadalcázar le quitó la que el virrey Esquilache había señalado. Desobedecieron un tiempo. Globalmente, la política de los jesuitas en cuanto a la educación de las elites indígenas queda marcada por la ambigüedad. Los padres de la Compañía se querían al servicio de los más desfavorecidos, pero se encontraban involucrados en la sociedad colonial: preparaban a los hijos de sus elites a graduarse en la universidad en los colegios de San Pablo, San Martín, y San Bernardo; y también estaban involucrados en lo que se jugaba económica y políticamente por las limosnas (Armas Medina 1966: 710) y donaciones. Si, al principio, algunos cumplieron con su papel, dando la mejor educación posible a los futuros caciques, obrando con mucha abnegación para que siguiera posible, incluso contra el aviso de Roma, también desde el principio la Compañía se reservó la posibilidad de adaptarse a otra política, a pesar de estar convencida de que los caciques podían beneficiarse de una enseñanza superior. Esta convicción no resistió al peso y al desprecio de las mentalidades coloniales, y la imagen del cacique peligroso se confundió poco a poco con la del indio torpe, cuanto más tanto que se hizo posible sustituir el uno por el otro, como fue el caso con el cacicazgo de Lurinhuanca. Esto es, por lo menos, lo que revela la conclusión del largo pleito de sucesión de Gerónimo Limaylla. El abandono material de los caciques en sus colegios fue denunciado por algunos rectores que intentaron episódicamente poner orden en su administración. Pero el abandono intelectual no parece haber planteado casos de conciencia a los padres o, por lo menos, no quedan huellas de ello.
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No ignoramos que en el siglo XVIII algunos alumnos, los más brillantes, pudieron recibir una buena formación que completaban en las aulas de la Compañía, por lo menos en el Cuzco. No fue, en realidad, el caso de muchos sino de los mejores que llegaban al colegio sabiendo ya las primeras letras. Por supuesto, estos alumnos debían su éxito a la buena integración en la sociedad y, sobre todo, a la fidelidad al rey de sus padres.36 Escasísimos son los nombres que se pueden citar. Rodríguez Valencia y Alfonso Echanove me parecen acertar cuando afirman que: «como colegio de caciques, fracasó esta institución» puesto que no funcionaron exclusivamente como tales (Rodríguez Valencia 1957: 63; Echanove 1956: 503), pero esta opinión se puede matizar: en los primeros años sí funcionaron y contribuyeron a la cristianización de los caciques, el fracaso se inicia en la tercera década de su existencia. La Compañía, reputada por su eficacia en la formación de las elites europeas, no cumplió el mismo papel con las elites indígenas a pesar de declararse contra toda discriminación. Contentándose con la catequización, obró, Ad majorem dei gloriam, por la educación de las masas, en detrimento de sus elites, anticipando en la práctica las ideas de un Areche que preconizaría, después de la rebelión de Túpac Amaru, la supresión de los colegios de caciques y la multiplicación de las escuelas de indios del común.37 Esta política se realizó desde la segunda mitad del siglo XVII, negando a la república de los indios lo que sí dispensaba a la de los españoles, y sirviendo, de esta manera, a pesar suyo, los designios del poder colonial que buscaba debilitar los poderes locales. La degradación de los estudios acompaña, efectivamente, la pérdida progresiva de poder de los caciques, y la intromisión de caciques intrusos. Sin embargo, el estado de abandono de los caciques dentro de sus colegios no cesó con la expulsión de los jesuitas, porque siguieron el desprecio y la discriminación. Entonces estudiaban ya, oficialmente, gramática y otras ciencias; sin embargo, tuvieron que seguir luchando contra la misma desconsideración, como lo muestra un expediente promovido por los alumnos del real Colegio del Príncipe sobre que se les hagan uniformes del año 1803.38 En vano, más tarde, el rector José Ignacio Moreno retomando, en sentido contrario, la frase clave de las constituciones que permitía a los jesuitas enseñar «lo que les pareciera», quiso convencer al gobierno de la necesidad de una reforma de los colegios y de dar a los caciques una enseñanza superior de calidad para alejarles de las ideas revolucionarias, igualándolos con los españoles y criollos (Macera 1977: 248). Lo que demostraban los escasos ejemplos que permitieron a los jesuitas la posibilidad de una perfecta integración no fue tomado en cuenta más en 1820 que en 1767. Por lo tanto, lo que se debe lamentar en esta historia del fracaso es que la Compañía, a pesar de su compromiso con la modernidad, no pudiese, más que otros, vencer los prejuicios de una sociedad colonial.
36 Varios casos de indios que solicitan ser ordenados resultan ser hijos de caciques gobernadores sargentos mayores: don Bernardino Pumacallao se declara hijo del maestre de campo don Marcelo Pumacallao (AAA, concurso de curatos) y don Antonio Chuquihuanca hijo del sargento mayor Diego Chuquihuanca, que dirige en 1760 al virrey una carta de agradecimiento por sus mercedes (BNP, C 184). 37 AGI, Lima 1085, carta a José Galvez, 7 de mayo de 1871. 38 AGN, Temporalidades, colegios leg. 171.
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La oculta modernidad jesuítica Pilar Gonzalbo Aizpuru
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ablar de la modernidad de la Compañía de Jesús parece no entrañar contradicciones; es algo previsible, tanto que casi resulta obvio. Pero solo es así cuando nos referimos a la modernidad renacentista, expresada en el humanismo cristiano. Porque tampoco, en sentido inverso, deben surgir objeciones cuando hablamos de los jesuitas como preservadores de la tradición cristiana medieval. Como en tantos otros aspectos, los jesuitas pueden juzgarse en un sentido y en el opuesto. En este caso, la oposición tradición-modernidad se salva al emplear su propia expresión de que los jesuitas aportaron a la cristiandad moderna «vino viejo en odres nuevos», la invariable doctrina de la Iglesia envuelta en los ropajes exteriores de la literatura clásica. Quizá ni el mismo fundador, ni menos los miembros de la Orden que arribaron a la Nueva España en sucesivos viajes, apreciaron el alcance del movimiento renovador que propiciaban, más con su espiritualidad y su pragmatismo que con su método pedagógico, el que universalmente se reconoció como innovador. Con la perspectiva de los siglos pasados, hoy podemos valorar que la clave de su novedad se encontraba en el concepto de santidad, en la espiritualidad de los Ejercicios espirituales y en las recomendaciones prácticas que dejó el fundador en su correspondencia y en las constituciones de la Orden. Estas formas de renovación sin violentas rupturas con el pasado fueron características de la Compañía. Algo más complejo es identificar rasgos de modernidad ilustrada, la modernidad del Siglo de las Luces, en la que se diría que solo participaron los miembros de la Orden que impulsaron las ciencias, que desarrollaron la cartografía, que estudiaron y codificaron lenguas indígenas y que observaron la naturaleza desde sus laboratorios. No es poco, pero no es todo, al menos en cuanto a la «vieja provincia» de México, la que se extendió por gran parte de la Nueva España y en la que sembraron semillas de autonomía mientras mantenían la sumisión a la Corona. Para los historiadores, como para muchos de los contemporáneos, quedaron ignoradas u olvidadas directrices, costumbres y prácticas que señalaban un nuevo rumbo y que, por lo mismo, hubo momentos en que se criticaron con dureza.
EL CAMINO A LA SANTIDAD
Desde que fue fulminado por la gracia divina, el soldado Íñigo López de Loyola no vaciló al escoger el destino futuro de su vida: se dedicaría a buscar la santidad. Ignorante en teología y en estudios académicos, era en cambio buen conocedor de los extremos de ascetismo alcanzados por algunos santos; tendría que elegir entre lo que había leído en marti-
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rologios y hagiografías y lo que su sentido común le sugería. No dejó de probar el primer camino, el más acreditado, de las penitencias desmesuradas y el aislamiento eremítico, en el que concibió e inició la redacción de los Ejercicios, pero a la larga no le satisfizo, por lo que aun rechazando los consejos de su confesor en Manresa, terminó por confiar en su buen juicio para determinar el camino adecuado. Dada su inclinación a dramatizar las situaciones y su sincera piedad, no es raro que de buena fe adjudicase a revelaciones celestiales los cambios de opinión que adoptó repetidamente y en cuestiones importantes a lo largo de su vida. Esos cambios lo llevaron, en contra de sus primitivas intenciones, hacia una santidad moderna, la que se reflejó en las constituciones de su orden. Como correspondía a la mentalidad de su tiempo, Ignacio inició su nueva vida con una peregrinación, que lo llevó a Montserrat, y con una desmedida expiación de sus culpas en la cueva de Manresa. Aspiraba a la perfección con ayunos extenuantes y descuido total de la higiene y apariencia de su cuerpo (Loyola 1977: 112-114). Perseveró casi un año en aquel género de vida que había llevado a los altares a muchos santos, sin otros méritos que las privaciones y sufrimientos corporales; pero Ignacio apreció la esterilidad de permanecer indefinidamente mirando a las reales o imaginarias culpas del pasado, tomó la decisión de asumir que Dios lo había perdonado y comenzó a planear el futuro. Así fue como en Manresa vislumbró una nueva forma de santidad, cada vez más alejada de los estereotipos convencionales. Allí apreció que su conversación piadosa servía de alivio a otras personas que acudían a pedirle consejo, y abandonó la soledad absoluta y las penitencias extravagantes para adoptar una alimentación racional y un moderado cuidado del cuerpo. Consideró más importante una disciplina metódica en el servicio de Dios que las ocasionales consolaciones sobrenaturales que recibía durante sus largas vigilias; de modo que tomó la sorprendente decisión de prescindir de tan notables signos de predilección. Ya que tan maravillosas visiones se presentaban por la noche, a la hora destinada al sueño, dispuso no buscarlas para regocijo espiritual sino dar a su cuerpo el tiempo necesario de descanso, y prescindió de ellas. Difícilmente encontraríamos el ejemplo de otro santo que renunciase a experiencias místicas a cambio de descansar en las horas pertinentes, mantenerse saludable y cuidar racionalmente la vida que Dios le había dado (Loyola 1977: 117). Desde sus primeros contactos con otras personas en Manresa hasta su viaje a Roma, pasando por las ciudades en las que se dedicó a los estudios, siempre supo Ignacio que sus palabras y consejos eran de utilidad para otros, y de ahí se afianzó en la idea de servir al prójimo como medio de salvarse uno mismo. No concebía su propia santificación sino en servicio de los más necesitados. Esta sería la clave de su espiritualidad y el mensaje central en su obra. También fue la razón de que se limitasen los arrebatos ascéticos del mismo Ignacio y de sus compañeros. Su peregrinación a los santos lugares le mostró la escasa utilidad que tendría su proyecto de viajar allí nuevamente con sus compañeros, de modo que nuevas dificultades para el viaje lo convencieron de que no era esa la voluntad de Dios. Ni la vía del ascetismo ni las penosas peregrinaciones contribuirían a cambiar el mundo, que era la ambiciosa meta de los primeros jesuitas. Aunque el Papa Paulo III miró con simpatía el proyecto ignaciano (la «Fórmula» de fundación) retrasó su aprobación ante la renuencia de los cardenales que lo vieron con desconfianza: resultaba más que sorprendente, casi escandaloso, que no se impusieran cantos en el coro ni se mencionasen cilicios y disciplinas. ¿Cómo, sin el castigo del cuerpo, podría llegarse a la santidad? Un año más tarde, con pequeñas correcciones, pero sin cambios sus-
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tanciales, quedó aprobada la Orden. La innovación estaba en marcha. Las experiencias del fundador determinaban el nuevo modelo religioso, basado en el pragmatismo, la flexibilidad, la moderación, el servicio a los demás y, en primer lugar, como virtud distintitva de la Compañía, la obediencia. Los Ejercicios espirituales proporcionaron a los seglares nuevas formas de acercarse a la perfección. Lejos de la angustiosa elección entre la entrega completa a Dios y el irreflexivo abandono a las pasiones, propusieron a los fieles otras opciones de vida en un término medio que se refleja en la meditación crucial de los tres binarios: hay tres diferentes categorías de hombres según su respuesta al llamado de su Creador. La primera, el primer binario, lo constituyen quienes, aun con voluntad de salvarse, se mantienen apegados a las tentaciones del mundo y confían en que podrán alcanzar el perdón a la hora de la muerte; en el segundo binario están quienes se proponen rechazar todo apetito desordenado, pero sin renunciar por ello a disfrutar los bienes que honestamente poseen; el tercero, el de los seguidores del camino de perfección lo integran los que abandonan riquezas, honores, amigos, familia, se desprenden de todo, lo ponen en manos de Dios y solo desean hacer su voluntad. Y para facilitar cualquiera de los caminos, ahí estaban los confesores jesuitas con sus recomendaciones para la hora de la muerte, con la indulgencia plenaria de su crucifijo, aplicable a los moribundos, y con la oferta del paraíso a cambio de limosnas y devociones. La nueva economía de la salvación ya no exigía la renuncia total a los bienes y a las satisfacciones terrenales sino una bien calculada administración de lo que habría de darse a la Iglesia y a sus representantes. La contabilidad del cristiano debía mantener el equilibrio entre los riesgos del pecado y las compensaciones de los actos de piedad y caridad. Y aun para quienes hubieran elegido el tercer binario, la entrega sin reservas a Cristo redentor, la norma era la moderación: en los bienes, en la comida y en el trato con los demás solo debía buscarse lo suficiente y necesario, quod sufficit et requiritur (Loyola 1977: 268). Ahora bien, la moderación es tan solo un hábito de la voluntad, que necesariamente ha de estar regido por el entendimiento. Y de ahí que la racionalidad debiera preceder a la elección en momentos decisivos o en las menudencias cotidianas. El Diario espiritual que escribió Ignacio durante algún tiempo, podría dar la pauta de la forma en que deberían transcurrir los pasos hacia la santidad. Con su habitual sentido práctico y metódico, Ignacio de Loyola registró minuciosamente sus accesos de llanto, relacionados con la celebración de la misa, y que expresaban la exaltación de su comunicación con Dios. Diariamente anotó lágrimas, sollozos, lacrimar, no ya como muestra de dolor o de arrepentimiento sino combinados con la alegría interior de las repetidas visiones consoladoras. Pero ya que siempre por encima de todo ponía la obediencia y el cuidado del cuerpo, don de Dios al servicio del prójimo, cuando su médico se lo ordenó, Ignacio dejó de llorar (Guibert 1955: 49). Aunque nunca lo abandonaron totalmente tales «consolaciones», no les dio gran importancia como prueba de santidad. Al referirse a las lágrimas, advirtió que podían originarse por el dolor de los pecados propios y del mundo, por el recuerdo de la pasión de Cristo o como efusión de amor por las personas divinas. Convencido de que la acción de un jesuita era más trascendente que la oración para la salvación de las almas y la renovación del mundo, puso límites a los fervores de quienes estaban ansiosos por lograr la santificación personal antes que la del prójimo. Según estableció en las Constituciones: «Ninguno ha de hacer más meditación o contemplaciones u oraciones o abstinencias de lo que el superior le ordenare, fuera de la obligación que tiene y que la Santa Madre Iglesia le obliga» (Loyola 1977: 663).
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El verdadero sacrificio no eran, pues, las privaciones materiales sino la humillación de la voluntad. Piedra de escándalo para sus contemporáneos, difícil mandamiento para los jesuitas y, aun hoy, motivo de críticas a la Compañía, la regla de la obediencia parece incompatible con la apertura del espíritu renacentista. Y como a todos les parecía tan difícil de cumplir, los mismos miembros de la Orden, los «socios» en su lenguaje privado, optaron por dar un giro conceptual e interpretar que Ignacio se refería a la humildad cuando hablaba de obediencia. Si esto era así en el viejo mundo, más apreciable resultó en las provincias americanas, donde era rutina la actitud de obedecer pero no cumplir las disposiciones emanadas de autoridades tan lejanas que era fácil presumir que estaban equivocadas. Los jesuitas novohispanos informaban puntualmente de las actividades de los colegios, recibían con docilidad las indicaciones de los superiores, respondían, informaban, alegaban... y mientras transcurría el tiempo terminaban por imponer los hechos consumados. Por supuesto que esta estrategia no la habían inventado ellos, pero sí fueron los más hábiles en conjugar la humildad más rendida, la obediencia más sumisa y la voluntad más decidida e independiente. LA PROVINCIA MEXICANA
Al llegar los 15 primeros jesuitas a la Nueva España, en septiembre de 1572, ya estaban sólidamente establecidas las tres Órdenes de frailes mendicantes, respetadas y apreciadas por la población y sometidas a las reglas de origen medieval parcialmente actualizadas. Los jesuitas fueron aceptados por la sociedad criolla en tanto que se esperaba de ellos algo diferente. Se esperaba eficiencia en la evangelización pero, sobre todo, excelencia en los estudios de humanidades. Una vez más se impusieron consideraciones prácticas y el entusiasmo misionero dejó paso a la satisfacción de las necesidades materiales. La adaptación al medio no fue fácil y abundaron los problemas. La obligación de informar al prepósito general hasta de los más nimios problemas de convivencia o de disciplina dejó abundante correspondencia que permite conocer cuáles eran las cuestiones que preocupaban a los primeros jesuitas y cuál su situación entre españoles e indios. En cartas anuas y particulares, y en reportes de las congregaciones, se reflejan las posiciones de quienes defendieron el compromiso de asistir a los indios frente al pragmatismo de los que advirtieron que nada podrían hacer sin contar con el favor de los españoles, la justificación de adoptar costumbres locales como el chocolate o el baño, la solicitud de autorización para confesar a mujeres, fueran religiosas o seglares, la fundación de congregaciones femeninas y el conflicto provocado por el largo de las sotanas de los hermanos coadjutores. 1 La modernidad que los novohispanos admiraron fue la relativa a los métodos de enseñanza: la división de los estudiantes en clases, la promoción progresiva según sus adelantos, el recreo obligatorio, las tareas para desarrollar fuera de la escuela, el reconocimiento honorífico en el cuadro de honor, el aprendizaje del latín como materia básica en el ciclo de Humanidades, las representaciones dramáticas a cargo de los escolares, los certámenes literarios y, como núcleo central de las actividades, la dedicación preferente a las letras con abandono de las ciencias y el establecimiento de la disciplina como base de la educación.
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Estas cuestiones aparecen sobre todo en varias actas de congregaciones provinciales; se han publicado en Monumenta Mexicana (8 volúmenes).
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Estos fueron los métodos que enorgullecieron a los criollos, los que imitaron otras escuelas y Órdenes regulares y los que se mantuvieron durante varios siglos. Está claro que, si los textos, los grados, los programas y los contenidos se mantuvieron durante varios siglos, lo nuevo dejó de ser nuevo y la modernidad ilustrada no tuvo oportunidad de llegar a las escuelas. Los intentos de algunos jesuitas criollos por renovar los estudios, poco antes de la expulsión, no llegaron a cuajar en un cambio efectivo. Entre los argumentos que se mencionaron como justificativos de la expulsión se reprochaba el atraso en la enseñanza «que tuvieron en sí, como estancada, los citados regulares de la Compañía, de que nació la decadencia de las letras humanas».2 La modernidad exigía especialización en el conocimiento, interés por cuestiones científicas y técnicas y ruptura con la injerencia de la Iglesia en la educación. Y sin embargo, aun con sus viejos textos y la sujeción a la escolástica, con los excesos barrocos de la oratoria sagrada y con el inalterable apego a la disciplina, las enseñanzas en las escuelas, en los sermones, en los confesionarios y en las publicaciones de la Compañía, formaron individuos capaces de integrarse al mundo moderno. Para comprenderlo es preciso considerar que no solo en los colegios se educaban los novohispanos sino también, y quizá en especial, fuera de las aulas, mediante la educación por el ejemplo y la asimilación de actitudes y valores. Ambas cosas, actitudes y valores, cambiaron a lo largo de los docientos años de la «vieja provincia» mexicana de la Compañía de Jesús, y sus miembros no fueron ajenos a ello. Desde su llegada al virreinato, obligados por la necesidad en algunos casos y por seguir el espíritu de Ignacio más que las normas precisas de los superiores, los jesuitas debieron tomar decisiones contrarias a lo previsto. Una y otra vez negociaron el patronato de sus colegios a cambio de su compromiso de impartir clases de nivel elemental, aceptaron la convivencia en las aulas de niños de todas las «calidades» frente a la opinión de los criollos más prestigiados, y predicaron con gran éxito la venta de las indulgencias que inauguraban la nueva interpretación de la limosna. LA SUTIL MODERNIDAD
El Siglo de las Luces pretendió superar cuanto el humanismo renacentista había pretendido, pero en gran medida lo repitió y actualizó. Los jesuitas interpretaron a su manera los vagos ideales de filantropía y prosperidad: contemplaron la educación como vehículo unificador de la población y como medio de acceder al humanismo cristiano; convirtieron la instrucción en conocimientos prácticos y técnicas o artes mecánicas en un impulso para elevar el nivel de vida, acompañado del aumento de bienes materiales. La beneficiencia tenía la doble utilidad de purificación personal y profilaxis social. En cuanto a concepciones educativas, las novedades renacentistas fueron los cimientos sobre los que se construyó la educación ilustrada. Y en ellos, tal como la Compañía de Jesús los estableció en América, se apoyaron los métodos y las prácticas que prepararon el paso a la modernidad. Sin discutir la importancia de los métodos, resultó en la práctica más revolucionario el hecho de que en las escuelas de la Compañía pudiesen instruirse niños de cualquier calidad. Desde luego que muchos padres de familia protestaban por lo que consideraban una intolerable promiscuidad y una peligrosa concesión hacia gente «de ínfima
2 Real Provisión de los Señores del Consejo, en Madrid, a 5 de octubre de 1767, en Colección General..., vol. I, p. 137.
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calidad» pero los jesuitas siempre encontraron alguna justificación: en el Colegio de Pátzcuaro se conjugaba el objetivo de la fundación, destinada precisamente a los indios, y la necesidad de contar con las rentas que el obispo don Vasco de Quiroga había condicionado a la asistencia de los naturales; en el de San Luis de la Paz casi toda la población era indígena, de modo que los pocos españoles se conformaban con compartir las clases con ellos; en Oaxaca no hubo dinero para fundar un colegio de indios, pero eso no los dejó en el abandono, sino que fueron pocos, pero siempre hubo algunos que acudían a las escuelas junto a los criollos; también los había en Zacatecas y en otras ciudades; en Veracruz, ante las protestas de vecinos influyentes, el rector del colegio informó que los niños asistentes se distribuían según «las categorías de sus padres en mesas diversas: si es que son pobres o ricos, morenos o esclavos».3 La idea de la educación para todos superaba así el criterio de educación selectiva. Llegados tardíamente a las tareas evangelizadoras, los jesuitas no conocieron directamente el fracaso de la primera escuela de estudios superiores para indios, establecida por los franciscanos en el barrio de Tlatelolco; quizá por ello propusieron crear nuevos internados e insistieron en la importancia de formar un clero indígena, pero el Tercer Concilio Provincial reunido en 1585 rechazó totalmente la propuesta. No cejaron en su empeño y, sin duda, fue un rasgo de modernidad el defender ante el prepósito general la importancia de instruir a los indios, aun cuando no pudieran recibir las órdenes sagradas, puesto que también como seglares les sería útil el conocimiento (Gonzalbo 1990: 157-172). Con razón alarmaron a las autoridades civiles la actitud crítica contra los abusos de funcionarios y el concepto medieval del pacto social, que podían quebrantar las bases del poder real; pero, en este caso, se trataba de conceptos antiguos que también serían rescatados por los «espíritus fuertes» de la Ilustración francesa. Como en los primeros tiempos de la fundación, el modelo de santidad propuesto por Ignacio de Loyola fue incomprendido. A juzgar por los relatos de los cronistas y por las «cartas edificantes» que relatan las vidas ejemplares de algunos jesuitas, deberíamos sentirnos defraudados porque la moderna santidad parecía eclipsada por el prestigio de los viejos modelos; nada de moderación en las penitencias ni de silenciosa reserva en la difusión de las gracias recibidas. Como cabía esperar, todos los cronistas jesuitas celebraron la pobreza, humildad, devoción y obediencia de los fundadores de la provincia mexicana, que exaltaban en su forma más simple y evidente, como el ayudar en la cocina y limpiar el refectorio, o el disimulo de la habilidad oratoria mediante el empleo de palabras toscas y groseras, para no ser tenido por docto (Florencia 1955 [1694]: 58, 60 y 277). Pero, al mismo tiempo, y como manifestación decisiva de santidad, enumeraban las mortificaciones, describían las paredes ensangrentadas por las continuas flagelaciones, recordaban los ayunos y mencionaban los cilicios que acompañaron al difunto. ¿Dónde habría quedado la modernidad cuando incluso el gran éxito de la pedagogía había quedado rezagado? El impulso secularizador puede ser la respuesta. El pragmatismo y la flexibilidad, que propiciaron el gran auge temprano y permiteron la supervivencia posterior de la Compañía, fueron también la estrategia que abrió la puerta a la secularización de la vida cotidiana y a la adopción de una actitud diferente ante «el mundo» y sus tentaciones.
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«Memorial del colegio de Veracruz del año 1625».
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Con una interpretación laxa de la regla, se autorizó en la Nueva España a los hermanos coadjutores a dedicarse a la administración de las haciendas. No se trataba de que cediesen parte de su tiempo a la atención de los bienes materiales, sino que debían formarse como expertos profesionales para obtener los mayores beneficios. Lograron hacerlo con tal entusiasmo que las propiedades de los jesuitas fueron la envidia de otros hacendados, y tan decisiva fue su actividad que después de la expulsión ya no volvieron a ser tan productivas las haciendas expropiadas. Así como quienes habían profesado podían ocuparse en menesteres tan prosaicos, lo mismo podían hacer los seglares, siempre vigilantes para no excederse en la codicia de los bienes materiales. La escolástica tardía de los siglos XVI y XVII reconocía el derecho divino a la propiedad privada y no podía condenarse a quien honestamente trabajaba para aumentar su patrimonio. En cambio, era culpable el mal administrador, que incumplía sus obligaciones por la prodigalidad con que vivía y obsequiaba a sus allegados. Desde el púlpito recomendaba el jesuita Juan Antonio de Oviedo: «Será necesario [...] ahorrar carruage y con ¡qué dolor! por que no nos embarace en el camino, quiero decir que será menester cercenar gastos superfluos, el ostentativo fausto, la demasiada familia,4 para pagar a los acreedores las deudas o restituir lo mal habido» (1718: 13). Las recomendaciones de prudencia de los jesuitas no estaban muy lejos de las aspiraciones que expondría años más tarde Juan Jacobo Rousseau, para quien la voluntad general debería expresarse en la moderación de los ricos y el contento de los pobres. Así, los sirvientes y empleados tenían la obligación moral de velar por los intereses de sus amos y patrones: En los sirvientes, cajeros, mayordomos y criados, porque cuidan la hacienda, la tienda o el almacén; si por su culpa, descuido o flojedad se aminora, se deteriora o se pierde la cosa confiada a ellos, por más que estudien disculpas o por más que compongan a su modo las cuentas para engañar al amo, nada aprovecha todo eso; ese descuido que fue causa del daño es pecado mortal y quedan con obligación de restituirlo. (Martínez de la Parra 1948 [1692], II: 427)
Siempre en beneficio de las utilidades terrenales, llevada al extremo la tolerancia con los negociantes corruptos, se buscaban cauces para liberar de culpa a los pecadores, siempre que cediesen limosnas a la iglesia. Para cubrir necesidades de mantenimiento y ostentación se siguieron predicando las indulgencias, que habían sido la chispa provocadora de la Reforma protestante. Los jesuitas expusieron brillantemente las razones que podrían atraer a los fieles para que cediesen parte de sus riquezas a cambio de la bienaventuranza. Quienes habían cometido hurtos y fraudes como abuso de sus negocios todavía tenían la oportunidad de obtener la «bula de composición», que los jesuitas predicaron con notable éxito a mediados del siglo XVIII. Los beneficios de la bula se aplicaban, con preferencia, a quienes a lo largo de su vida hubieran defraudado a un número indeterminado de personas a quienes no podían localizar, ni tampoco cuantificar el monto preciso de lo obtenido ilegítimamente. En este caso se encontraban los tenderos que falseaban la calidad o el peso de sus mercancías, los acaparadores que elevaban artificialmente los precios y los productores que mezclaban granos de diferente calidad, que adulteraban los vinos o malteñían los lienzos. Si compraban la bula, por 12 reales (o sea un peso y medio) quedaban exentos de la
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Hay que advertir que el predicador se refiere a los allegados serviles que formaban un simulacro de corte, vivían a costa del cabeza de familia y afianzaban el prestigio de la opulencia.
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obligación de restituir hasta treinta ducados de plata (41 pesos y 2 reales). Tan pequeña cantidad no habría resuelto los problemas de conciencia de muchos defraudadores, pero los predicadores jesuitas tenían una oferta más atractiva: durante dos años podían comprarse hasta treinta bulas, lo que significaba evadir la restitución de novecientos ducados (1237 pesos con 4 reales) a cambio de los 45 pesos invertidos en las bulas. Leídas en el púlpito, estas cifras debían sonar muy gratamente en los oídos de los comerciantes poco escrupulosos (Segura 1742: 349-350). Una prudente advertencia recordaba a los fieles que tal recurso solo era aplicable a hurtos previos y no podía aplicarse a los futuros, ya planeados con miras al perdón negociado. Entre sus muchas ventajas, la bula de composición aseguraba el anonimato y amparaba «los bienes mal habidos y con mala fe adquiridos, por logros, usuras y otros contratos injustos, por hurtos, rapiñas, engaños, juegos y fraudes en ellos, por falsas medidas y mercaderías adulteradas y por otros engaños en compras y ventas o en cualquier otra manera» (Lazcano 1750: 56). En circunstancias dudosas, los futuros herederos de una fortuna procuraban que el pariente enfermo obtuviese la bula, de modo que quedasen ellos libres de la obligada restitución, si bien aún les quedaba el recurso de comprarla ellos mismos, puesto que era aplicable a los difuntos. Cuidadosamente acomodada dentro del ataúd, la bula era un salvoconducto para la eternidad. Y todavía en el terreno de las negociaciones, Nuestra Señora de la Luz, cuya devoción se propagó desde comienzos del siglo XVIII, ofrecía interceder para sacar a las almas del purgatorio. Claro que, además, tenía especialidad en proteger de los temblores, lo que también explica su éxito en la Nueva España. La prudencia pasaba a ser la virtud burguesa por excelencia, aplicable incluso a las prácticas piadosas (Loyola 1977: 244, 439, 706, 784, 855, 896, 923 y 999); cualquier exceso de devoción resultaba sospechoso. Hubo confesores de monjas que alentaron su misticismo y directores espirituales de beatas que creyeron en sus arrebatos espirituales, pero por lo común los jesuitas fueron menos proclives que otros regulares a ver el vuelo del Espíritu Santo o la cola del diablo en visiones y efusiones místicas, que solían juzgar como trastornos mentales o recursos empleados para atraer la atención. Por eso su recomendación a las beatas visionarias era que disfrutasen en paz de sus visiones pero sin decírselo a nadie más que a su confesor, con lo cual las manifestaciones sobrenaturales perdían todo su atractivo. La mortificación recomendable era no dar al cuerpo menos de lo necesario, pero tampoco más (Guadalaxara 1684). Con el fin de prolongar la influencia de las escuelas sobre los antiguos alumnos y para atraer a quienes no habían pasado por sus aulas, los colegios novohispanos establecieron congregaciones marianas, ligeramente parecidas a las cofradías, pero con fines y actividades muy diferentes. Más que agrupaciones de ayuda mutua y de fomento de celebraciones, las congregaciones eran núcleos de formación religiosa y de actividades caritativas y culturales. Incluso se designaban «celadores» encargados de vigilar el comportamiento de sus vecinos miembros de la misma cofradía.5 Desde su fundación representaron el nuevo tipo de piedad comunitaria que pretendieron imponer en el siglo XVIII los prelados ilustrados. Las tendencias secularizadoras se reflejaron igualmente en las conmemoraciones litúrgicas y fiestas locales, en las que incluyeron actividades literarias y culturales como los cer5 «Libro de la congregación de la Buena Muerte, erigida con autoridad apostólica, 1710-1713». Instituto Nacional de Antropología e Historia, Archivo Histórico, Colegio de San Gregorio, vol. 622/expediente 4.
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támenes poéticos y las representaciones teatrales. Se anticiparon así a las disposiciones de la Corona que, a fines del siglo XVIII, pediría la reducción de gastos superfluos en juegos, pólvora y agasajos con golosinas, mientras proponía entretenimientos instructivos, tales como la Compañía de Jesús había promovido en mascaradas, obras de teatro y representaciones alegóricas. REFLEXIONES FINALES
Los testimonios de la actividad jesuítica en la Nueva España muestran que lo que fue innovador en el siglo XVI pasó a ser un obstáculo para la modernidad del XVIII. Los recursos pedagógicos y la orientación humanística de los estudios parecían superados con la preocupación por los conocimientos prácticos que contribuirían a hacer más felices a los hombres. Al margen de la Ratio Studiorum, lo que los jesuitas enseñaban en sus colegios y lo que difundían en sermones, confesiones y en la práctica cotidiana tuvo mayor influencia para la apertura mental hacia la secularización, el pragmatismo, la evolución de los valores y un peculiar concepto de selección que desdeñaba la hidalguía y destacaba la inteligencia y la virtud. La piedad barroca requería de rezos comunitarios, solemnidades litúrgicas y actitudes externas de penitencia; la religiosidad ilustrada era tolerante con las faltas cometidas al servicio de la prosperidad material y aspiraba a separar la práctica religiosa de las preocupaciones de la vida cotidiana. Para un jesuita, no debía haber oposición entre ambas actitudes. Por eso lo que recomendaron los jesuitas fue una peculiar interpretación de la frase evangélica: a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. BIBLIOGRAFÍA
Colección General de las Providencias hasta aquí tomadas por el Gobierno sobre el extrañamiento y ocupación de temporalidades de los regulares de la Compañía, que existían en los dominios de S. M. de España, Indias e Islas Filipinas, a consecuencia del Real Decreto de 27 de febrero y pragmática sanción de 2 de abril. 2 vols. Madrid: Imprenta Real de la Gazeta, 1767-1769. FLORENCIA, Francisco de, S. J. 1955 [1694] Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España. Edición facsimilar. México, D. F.: Academia Literaria. 1684 Relación de la exemplar y religiosa vida del P. Nicolás de Guadalaxara. México: Imprenta de Juan de Ribera. GONZALBO AIZPURU, Pilar
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El Seminario de Nobles de Madrid y la elite criolla hispanoamericana* Scarlett O’Phelan Godoy
Cuanto más descuelle la nobleza sobre la plebe, tanto más se expone a su vista y es más poderoso su ejemplo para el bien o para el mal. FELIPE V
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l Seminario de Nobles de Madrid fue creado por Felipe V, en 1725, a sugerencia de su confesor, el padre Daubenton,1 quien encargó la dirección de este a la Compañía de Jesús, en la medida que el seminario se planteó como una dependencia del Colegio Imperial, regentado por los jesuitas.2 Felipe V (1700-1746) consideraba que la felicidad de un reino debía basarse en la «buena educación de la juventud en virtud de las letras». Pero, en el recorrido que realizó por España, pudo observar que no existía un establecimiento apropiado que estuviera dedicado «a la educación de aquella nobleza que regularmente no sigue las universidades y por lo general se emplea en el servicio de su Palacio y Corte, de sus Ejércitos y Escuadras, en el gobierno Económico y Político y en el manejo de los negocios de Estado».3 Para subsanar esta carencia, el monarca fundó, durante su segundo gobierno, el Seminario de Nobles de Madrid, por decreto real expedido en San Ildefonso, el 21 de septiembre de 1725, de acuerdo con su propósito de «educar a la juventud y proveer de ministros al gobierno». No es casual que tanto el Colegio Imperial como el Seminario de Nobles de Madrid se pusieran en manos de los jesuitas. La Orden de San Ignacio tenía una bien ganada reputación de contar con una vasta experiencia en la enseñanza y sus centros de estudio eran calificados como «los únicos colegios de algún valor» (Sarrailh 1985: 195). La idea era que en el Real Seminario se enseñara a los jóvenes pupilos las primeras letras, lenguas, erudición y habilidades «que condecore a los nobles para que sirvan a la patria con crédito y utilidad».4 En principio se dispuso que los seminaristas debían vivir internos y en comunidad, con un horario de actividades reglamentado y bajo una vigilancia estrecha de parte de sus celadores. La ventaja de la convivencia en un régimen de internado era, de acuerdo al reglamento, «para cautelar los inconvenientes de la libertad, ociosidad y
* La presente investigación ha sido posible gracias al apoyo brindado por una Beca de Hispanistas otorgada en 1999 por la Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas del Ministerio de Asuntos Exteriores de España. 1 El padre Daubenton, jesuita francés, falleció en 1723 y fue sustituido como confesor real por el padre Bermúdez, jesuita español. 2 El Colegio Imperial se fundó bajo el reinado de Felipe IV y fue concebido principalmente para educar a los primogénitos de las grandes casas, más que para los segundones (véase Domínguez Ortiz 1979: 163). 3 Archivo Nacional de Madrid (en adelante ANM). Universidades, leg. 691.II. 4 ANM. Universidades, leg. 691.II.
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diversión».5 Se estaban tomando medidas para contrarrestar el difundido estereotipo de que la nobleza era ociosa y parasitaria, complaciente con su riqueza e indiferente a la educación.6 No hay que olvidar que es precisamente en el siglo XVIII cuando surgen agudas críticas contra la nobleza que, de acuerdo a Gonzalo Anes (1976: 44), no reflejan necesariamente una oposición manifiesta a la existencia de estamentos, sino a lo injusto que comienza a considerarse el hecho de heredar fortuna y privilegio sin desempeñar ninguna función útil a la sociedad. De allí el estribillo atribuido a José de Cadalso: Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo, en que ochocientos años antes de mi nacimiento hubiese uno que se llamó como yo me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo. (En Díaz-Plaja 1997: 181)
Con la formación del Real Seminario de Nobles se trataba de demostrar que la nobleza podía desempeñar una función social que justificara el disfrute de los privilegios heredados y, por lo visto, hubo respuesta de parte de numerosas familias de elite que no dudaron en enviar a sus hijos al nuevo centro de estudios, con el fin de asegurarles una ubicación prominente en el futuro. Si bien en un principio el Real Seminario funcionó en unas casas inmediatas al Colegio Imperial, al poco tiempo tuvo que trasladarse, «por ser muchos los nobles que acudieron al sitio, que se halla en el día en el Puente de San Bernardino, que es sano, está inmediato al campo, cercano a la Rivera de Manzanares, libre de los vapores de la población de Madrid, y de aires muy puros, donde hay la anchura y desahogo conveniente para la salud y honesta diversión de la juventud».7 El traslado al nuevo local se verificó el 1 de septiembre de 1729, considerándose que cuando se concluyera la fabricación del edificio, «no lo habría tan bueno en Europa». Una cédula real expedida el 10 de enero de 1726 había dispuesto que para la construcción del claustro se asignaran «dos maravedíes de cada libra de tabaco de las que se comerciaran en estos reynos».8 Es decir, tanto la construcción como el funcionamiento del seminario contaron desde un inicio con el respaldo de la Corona; se trataba, por lo tanto, de un proyecto real. El seminario materializaba, de esta manera, la alianza entre la Corona, que necesitaba contar con una nobleza adecuadamente educada y preparada para ocupar puestos clave, y los jesuitas, que estarían moldeando a la aristocracia llamada a gobernar, en lo cual tenían una vasta experiencia ya que muchos de sus colegios eran, precisamente, de elite. Tal era el caso, por ejemplo, del antiguo colegio de Cordelles de Barcelona, fundado en 1538, que pasó a manos de los jesuitas en 1658 y que era llamado con frecuencia el Imperial y Real Seminario de Nobles, por el carácter aristocrático de sus estudiantes.9
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ANM. Universidades, leg. 691.II. Véase Lynch 1991: 209, en donde se recogen las opiniones expresadas por contemporáneos como León de Arroyal y Francisco Cabarrús. 7 ANM. Universidades, leg. 694/II. 8 ANM. Universidades, leg. 694/I. Real Seminario de Nobles. Fundaciones, 1733-1763. 9 Véase Amelang 1986: 160. El autor destaca que para los profesionales liberales ser admitidos en el Cordelles suponía una promoción social. 6
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ELITE Y EDUCACIÓN
Los centros educativos regentados por los jesuitas eran conocidos por sus cómodas y espaciosas instalaciones, sus nutridas bibliotecas y su abundante y capacitado profesorado. Se entiende, entonces, que el Seminario de Nobles de Madrid fuera calificado «como el más moderno de su clase, con enseñanza de español, francés, geografía, historia natural, danza, esgrima y otras materias que se consideraban indispensables en los jóvenes de noble cuna» (Domínguez Ortiz 1990: 174). De acuerdo a Sarrailh, en el Seminario de Nobles se dictaba «en un orden perfecto y enseñadas con método, las cátedras más diversas» (1985: 195). Aunque, tradicionalmente, los centros educativos regidos por los jesuitas eran conocidos por ser fuertes en los estudios humanísticos y las letras clásicas, en el siglo XVIII es posible observar que dos corrientes educativas coexistían al interior de la Compañía. Una era, en efecto, de corte tradicionalista, pero había paralelamente otra de líneas renovadas que, además, venía ganando fuerza (Tanck de Estrada 1999: 41). De allí que el 7 de marzo de 1748, en el Seminario de Nobles de Madrid, se llevara a cabo un concurso matemático, donde fue posible constatar que las ciencias exactas ya habían penetrado en este colegio, con bastante antelación a la expulsión. Inclusive los exámenes del certamen incluyeron «diversas ramas de las matemáticas: no sólo la aritmética, la geometría y la trigonometría, sino también la astronomía, la geografía y la poliorcética» (Sarrailh 1985: 196-197). Es decir, a todas luces se estaba fomentando extensamente el conocimiento de las ciencias exactas. Con razón se ha aludido a la conocida afición de los jesuitas por las matemáticas frente a la postergación de las ciencias físicas (Amelang 1986: 160). También se ha argumentado reiteradamente que el cartesianismo que adoptaron y defendieron los jesuitas se limitó a aspectos científico-naturales que no comprometían los fundamentos de la teología y la filosofía escolástica, base de su pedagogía (Chiaramonte 1992: XVI). Lo que se cuestionaba a esta última corriente era que «no ejercita nunca el juicio y recarga la memoria» (Hazard 1991: 174). En este sentido, es interesante constatar que, a pesar de la aludida apertura del Real Seminario de Madrid a las ciencias exactas, un registro de los libros que consultaban los alumnos en 1757 revela que entre las obras más leídas se encontraban las de Oviedo, Horacio, Virgilio, Cicerón, San Francisco de Paula, Máximas de San Ignacio, Vida de San Vicente Ferrer, libros de música y arte, fábulas, retóricas y epistolarios en Latín.10 Es decir, un conjunto de lecturas muy similar al impartido por el Seminario de Nobles de Barcelona, en los certámenes de 1749 y 1758, lo cual podía dar la impresión —tal vez equivocada— de que el latín seguía siendo el afán primordial de la enseñanza jesuita (Sarrailh 1985: 197). Pero no solo los conocimientos académicos eran parte del aprendizaje en el Seminario. Los jesuitas ponían también particular atención en la buena educación y los modales pulcros de sus estudiantes. Así, por ejemplo, en las constituciones del Imperial y Real Seminario de Nobles de Barcelona, fechadas en 1763 y equivalentes a las del de Madrid, se daban ex profesamente consejos relativos a las buenas maneras hasta en los más mínimos detalles: cómo comportarse en la mesa, cómo llevar la peluca correctamente, cómo tratar al personal de servicio. Adicionalmente, se aconsejaba a los seminaristas que no tuvieran amistad ni trato familiar con muchachos de bajo nacimiento, pues «[...] el buen nombre del
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Seminario depende en gran parte del como los ven andar en público» (Sarrailh 1985: 195). Como bien expresa James S. Amelang, la educación impartida estaba orientada a la difusión de un modelo general de conocimiento y conducta propia de caballeros (1986: 161). En un principio, al seminario solo podían ingresar los hijos de los nobles que contaran entre siete y doce años de edad, habiendo sometido previamente a evaluación su expediente de nobleza. Y es que en el siglo XVIII ya no se aceptaba la nobleza de facto o de reconocimiento tácito; se buscaba acreditar a una nobleza que estuviera garantizada por pruebas que respaldaran su estatus (Serna 1992: 46). Además, la pensión de estudios que cobraba el Seminario era costosa, lo que acentuaba el carácter elitista del centro educativo. El pago estipulado por alumno era de 5110 reales de vellón anuales en dinero efectivo, que podía realizarse en dos cuotas adelantadas, una el día primero de octubre y la otra el primero de abril, o si se prefería en pagos mensuales.11 Dentro de los requisitos que el Seminario de Nobles de Madrid solicitaba a los candidatos estaban: 1) la presentación de fe de bautizo del pretendiente y las seis de sus padres y abuelos paternos y maternos; 2) constatar de ser hijosdalgos notorios según las leyes de Castilla, limpios de sangre y de oficios mecánicos por ambas líneas; 3) poseer testimonios de goces de nobleza de sus padres y abuelos por ambas líneas, con las distinciones que hubiesen gozado o gozaran sus familiares. No obstante, eran dispensados de estos requerimientos «todo caballero cruzado, los hijos de los militares desde teniente coronel inclusive arriba, y los que tengan un hermano de padre y madre ya admitido en el Seminario».12 Es decir, había excepciones, poniéndose particular énfasis en los hijos de quienes hubieran optado por la carrera de las armas. A pesar de que se ha sugerido que fue recién con Carlos III que el seminario intentó acentuar su carácter preparatorio a la carrera militar (Domínguez Ortiz 1990: 174), hay que admitir que esta orientación ya se había puesto en marcha desde los inicios, como lo estipulan los requisitos de ingreso. Con razón, se ha aludido al carácter profundamente nobiliario de la oficialidad borbónica (Molas Ribalta 1996: 65). Cabe destacar que Felipe V, siguiendo la política de sus antecesores, fue proclive al incremento de los títulos nobiliarios. Era un modo de premiar servicios, pero, a su vez, de alentar fidelidades y captar fondos. Aunque hay que señalar que el dinero recaudado de estas promociones no siempre fue a parar a la hacienda real sino, principalmente, a instituciones religiosas o de carácter benéfico. De acuerdo a Domínguez Ortiz, citando al marqués de Villa de San Andrés, en 1740 eran 14 los títulos que estaban en venta, «produciéndose con esta abundancia un retraimiento de los compradores y un descenso en las cotizaciones» (1988: 349). No en vano se afirma que en los 46 años que duró su gobierno, Felipe V concedió el doble de títulos que los otorgados por los Habsburgo en cien años de reinado (Ladd 1976: 17). Adjudicar extensamente títulos, por un lado, y moldear a los hijos de esta nueva nobleza titulada en un seminario adecuado, por otro, puede haber sido una estrategia para garantizar la formación de una clase dirigente tan numerosa como idónea. Fernando VI, el sucesor de Felipe V, también tomó bajo su protección al Seminario de Nobles de Madrid. Siguiendo los pasos de su padre, brindó un considerable apoyo a los je11 12
ANM. Universidades, leg. 691/I. Ibídem.
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suitas (Sarrailh 1985: 203), sobre todo mientras tuvo como confesor al padre Rávago, de la Orden de San Ignacio de Loyola (Lynch 1991: 172). Así, cuando Fernando VI (1746-1759) y su familia visitaron el Seminario, en 1751, al enterarse el monarca de la modesta biblioteca con que contaba el colegio y el limitado número de instrumentos musicales de los que disponía, además de las poco aparentes habitaciones que albergaban a los estudiantes, asignó veinte mil doblones de oro efectivos cobrados en Indias por diez años, a dos mil doblones por año, para suplir de esta manera las deficiencias materiales del plantel. 13 No solo en España se puede observar la preocupación con que las clases altas buscaban una supremacía política a través de la educación. En el caso de Inglaterra, por ejemplo, el objetivo de conseguir una preparación para la vida pública hizo que, durante el siglo XVIII, la aristocracia abandonara la educación privada —con tutores— a favor de la educación pública, en exclusivos colegios de elite como Eton, Westminster y Winchester. El propósito de internar a los estudiantes en estos colegios era que recibieran una educación que los moldeara para desempeñar un papel de liderazgo dentro de la sociedad y estuvieran en capacidad de asumir sus responsabilidades gubernamentales; se buscaba que se les impartiera una educación estandarizada que promoviera una actitud y un objetivo común; se esperaba crear dentro del colegio una red de conocidos que reforzara los lazos familiares y, obviamente, se quería así asegurar el virtual monopolio que la clase alta tenía de la educación, lo que les daba derecho a gobernar. En palabras de John Cannon, «podían agregar a su sangre azul el contar con una educación superior que, en el siglo XVIII, era una formidable combinación» (1987: 34-35). SOBRE LOS SEMINARISTAS Y SUS PROGENITORES
Se puede afirmar que los padres de los alumnos del Seminario de Nobles de Madrid pertenecieron no solo a la nobleza titulada, sino también, y en mayor medida, a la nobleza de toga, militar y financiera;14 es decir, a lo que se ha denominado la capa media de la nobleza (Anes 1976: 44). Una rápida mirada al registro de ingreso de estudiantes del seminario, que comenzó a funcionar el 18 de octubre de 1727, evidencia que los progenitores de los seminaristas con conexiones en Hispanoamérica eran ministros del Consejo de Indias, presidentes y oidores de audiencias de la América española, gobernadores en Indias, corregidores, justicias mayores y militares de alto rango en servicio. La mayoría de ellos eran originarios de la península, aunque los hubo criollos, y no pocos habían contraído nupcias con mujeres de la elite hispanoamericana. Sus hijos —los seminaristas— habían nacido en Indias pero se estaban educando en España, a pesar de que los jesuitas tenían colegios para criollos que operaban en los virreinatos, como el San Pablo y el San Martín que funcionaban en Lima desde el siglo XVI.15 Entre los hijos de titulados, o descendientes de titulados, peninsulares de origen y vinculados a la América española se encontraban, por ejemplo, don Manuel de Sentmanat
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ANM. Universidades, leg. 691/II. Véase Serna 1992: 45. De acuerdo con el autor, la nobleza de toga era la dedicada a las tareas jurídicas. 15 Véase Espinoza 1999: 215. El colegio San Pablo se estableció en 1568 y el San Martín en 1582. El primero impartía estudios de latín, filosofía, teología y lecciones de griego, quechua y aymara. El San Martín dictaba cursos de latín, teología y jurisprudencia. En los estudios filosóficos se seguía fundamentalmente la doctrina de Aristóteles y la escolástica, mientras que en teología los autores más utilizados eran Santo Tomás y Francisco Suárez. 14
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Oms Cano, quien pasó por las aulas del seminario entre 1740 y 1746. Don Manuel era natural de Madrid y nieto por línea paterna del marqués de Castel-dos-Rios, grande de España, y virrey de Mallorca y del Perú.16 Vale recordar que no cualquiera era grande de España, ya que el título implicaba, además de centenares de sirvientes y un numeroso séquito, una mansión —o palacio— en la ciudad y otro en el campo, así como innumerables propiedades.17 También cursaron estudios en el seminario (de 1750 a 1756) don Juan y don Vicente de Vera Motezuma Torres y Carvajal, naturales de Granada, hijos del marqués de Espinardo.18 Dentro de los hijos de titulados procedentes de Hispanoamérica se puede citar el caso de don Juan Toribio de Trespalacios Mier y Mier, natural de Santa Cruz de Mompox, en Cartagena de Indias, hijo del marqués de Coa, quien era a su vez natural de Oviedo, casado con una dama de Mompox.19 Don Juan Toribio permaneció interno entre 1751 y 1756. Su hermano, don Julián, quien lo acompañó en el viaje de estudios a Madrid, falleció en 1755 cuando se hallaba registrado como seminarista.20 También estudiaron internos en el Seminario de Nobles don Bernardo Nicolás y don Juan Vicente Rodríguez del Toro, naturales de Caracas, hijos del marqués del Toro,21 a quien le fue concedido el título el 26 de septiembre de 1732 (Atienza 1947: 296). Los hermanos Del Toro estuvieron en el Seminario entre 1755 y 1761. Otro hijo de titulado fue don Carlos Núñez del Castillo, natural de La Habana e hijo del vizconde del valle de San Gerónimo y marqués de San Felipe, también originario de La Habana,22 a quien se le había concedido el título el 11 de octubre de 1757 (Atienza 1947: 250). Es interesante destacar que don Carlos estuvo interno escasamente 11 meses, precisamente entre 1757 y 1758, lo que lleva a pensar que bien pudo haber acompañado a su padre a la península, y aprovechar esta corta estadía para establecer contacto con los seminaristas y el seminario;23 más aún teniendo en cuenta que su ingreso al seminario se produjo en septiembre de 1757, exactamente un mes antes que a su padre le concedieran oficialmente el título de marqués, aunque ya ostentaba el de vizconde. Entre los pupilos del prestigioso seminario también ubicamos a don Juan Agustín Baquíjano Veascoa, natural de Lima, quien cursó estudios en Madrid entre 1762 y 1764. Su padre, conde de Vistaflorida, era oriundo de Vizcaya y su madre natural de Lima.24 El título le había sido concedido el 6 de agosto de 1753 y fue confirmado por don Fernando VI el 17 de julio de 1754 (Atienza 1947: 572). Es decir, don Juan Agustín viajó a estudiar a la península, en 1762, en calidad de hijo de un noble titulado radicado en el Perú. Lo que se puede observar, entonces, es que en el seminario cohabitaron una antigua nobleza titulada,
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ANM. Universidades, leg. 1304F, f. 78v. Véase Lynch 1991: 208. De acuerdo al autor, un grande de España era cabeza de una gran casa, patrón de un estado privado, patriarca de quienes de ellos dependían; era prácticamente una ocupación que absorbía todo el tiempo. 18 ANM. Universidades, leg. 1304F, f. 115. 19 Ibídem, f. 127. La madre del seminarista en cuestión era doña Ignacia Andrea de Mier de la Torre y Gutiérrez, natural de Mompox en Cartagena de Indias. 20 ANM. Universidades, leg. 1304F, f. 127. 21 Ibídem, f. 145. 22 Ibídem, f. 175. 23 «[D]a la impresión que algunos de estos jóvenes acompañaban a sus padres en la travesía a la Península, y eran dejados internos en el Seminario mientras sus progenitores realizaban las diligencias que los habían llevado a España» (O’Phelan Godoy 2002: 852). 24 ANM. Universidades, leg. 1304F, f. 251. 17
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como era el caso del nieto del marqués de Castel-dos Rius, con una nueva nobleza recompensada recientemente con títulos de Castilla (Anes 1976: 48), como ocurría con los hijos del marqués del Toro y del conde de Vistaflorida, cuyos títulos se les habían concedido en 1732 y 1753, respectivamente. Además, con el régimen de internado el seminario estaba promoviendo la convivencia de los hijos de titulados peninsulares con sus similares criollos, lo que, indudablemente, estrechaba los vínculos entre ambos y creaba un flujo de comunicación que en el futuro podía dar dividendos para la Corona. Fueron también numerosos los hijos de burócratas de primer rango que pasaron por las aulas del Seminario de Nobles de Madrid. Así, don Ignacio Xavier Ortiz de Rozas García, natural de Santiago de Chile, quien fue seminarista entre 1757 y 1760, era hijo de don Domingo Ortiz de Rozas García, caballero de la orden de Santiago, gobernador del reino de Chile y presidente de su Real Audiencia.25 De igual manera, don Manuel de Montiano del Barco, cuya estadía en el seminario sería de 1760 a 1764, era natural de Panamá, e hijo del gobernador y capitán general de las provincias de San Agustín de Florida, gobernador y comandante general en la Tierra Firme y presidente de la Audiencia de Panamá, quien estaba casado con una dama de La Habana.26 A partir de este caso se puede observar que, antes de acceder a la alta burocracia, como lo constituía el cargo de gobernador, la trayectoria militar del candidato era evaluada y los grados de capitán o comandante pasaron a ser decisivos para el nombramiento (Socolow 1987: 58). Y es que en el siglo XVIII varios puestos de corte político tenían conjuntamente un carácter militar, como ocurría con los presidentes de audiencia, gobernadores, corregidores, tenientes generales y justicias mayores, por ejemplo. Entre el alumnado del Real Seminario también hubo hijos de oidores, como ocurrió con don Miguel Calbo de la Puente Arango, natural de la ciudad de México, cuyo padre, don Sebastián, era oidor de las audiencias de Guadalajara y México.27 Caso similar fue el de don Rafael Joseph de Pineda Tabare Barrios, natural de El Paso, México, cuyo padre era natural de Madrid y se desempeñaba, entre 1756 y 1762, cuando don Rafael fue seminarista, como oidor de la Real Audiencia de Guatemala.28 Este último es un caso peculiar, pues padre e hijo habían sido pupilos en el Seminario de Nobles de Madrid, durante el período en que este centro de estudios estuvo bajo la dirección de la Compañía de Jesús. Si tomamos al padre de don Rafael, don Joseph de Pineda Tabare Barrios, como un ejemplo de los logros que podían alcanzar en la carrera burocrática los egresados del Seminario de Nobles, la verdad es que a la gran mayoría les esperaba un futuro promisorio. Se les estaba forjando en las aulas para gobernar tanto en la península como en Indias. El objetivo de Felipe V al fundar este centro educativo había rendido frutos. Más de un corregidor de Indias consideró pertinente, durante su gestión en Hispanoamérica, dejar a sus hijos internos en el Seminario de Nobles de Madrid, cursando estudios pero también estrechando lazos con quienes, en un futuro cercano, gobernarían España y sus colonias. Así ocurrió con el seminarista don Luis Calixto Quero Alarcón de Llano, originario de Sorata, en el Alto Perú, quien estudió en el Seminario entre 1730 y 1731; su
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Ibídem, f. 175. Ibídem, f. 234. La madre del seminarista don Manuel de Montiano era doña Gregoria Josepha de Aguiar Caneda y Aguiar, natural de La Habana. 27 AHM. Universidades, leg. 1304F, f. 291. 28 Ibídem, f.154. 26
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padre, don Luis, era natural de La Mancha, corregidor en la provincia de Larecaja y estaba casado con una dama paceña.29 También los tenientes generales y justicias mayores tuvieron la opción de enviar a sus hijos a estudiar al Seminario de Nobles. Tal fue el caso del seminarista don Pedro Celestino González de Salazar, originario de Piura, en el virreinato del Perú, quien era hijo de don Nicolás González de Salazar, natural del puerto de Santa María, en Cádiz, y a la sazón justicia mayor de Paita, donde simultáneamente ejercía como contador, juez y oficial de la Real Hacienda, habiendo contraído nupcias con doña María Antonia Márquez Caballero y Góngora, oriunda del puerto de Paita.30 Es interesante constatar que el padre del seminarista don Pedro Celestino era originario del puerto de Santa María y fue enviado a la América española a cubrir una plaza también en un puerto, como lo era Paita. Probablemente haya sido coincidencia, pero ello también dice mucho de colocar a los burócratas en un contexto que les resultara familiar y donde podían desempeñarse con mayor eficiencia. No solo la burocracia dorada, sino también los militares de alto rango destacados a Indias, tuvieron la posibilidad de enviar a sus hijos al Seminario de Nobles. Por ejemplo, don Gregorio Guazo Calderón, natural de Burgos, caballero de la orden de Santiago y mariscal de campo de los Reales Ejércitos de Su Majestad, tuvo interno a su hijo Pedro Ignacio, natural de La Habana, de 1731 a 1736.31 De modo similar, don Manuel de Tabares Holgado Guzmán Torre, también natural de La Habana, hijo del capitán de los batallones de Marina en Cuba, pasó por el Seminario entre 1761 y 1766.32 Inclusive, el Seminario de Nobles acogió a hijos de militares que ya tenían alguna graduación dentro del ejército. Tal fue el caso de don Juan Ignacio García Pastor Sánchez Solís, natural de Santiago de Cuba, quien ya era cadete del regimiento de La Habana cuando ingresó como seminarista en 1763. Su padre, don Fulgencio, natural de Cartagena de Levante, ejercía en ese momento como coronel de los Reales Ejércitos de Su Majestad y sargento mayor de las plazas de Santiago de Cuba y San Cristóbal de La Habana, y estaba casado con una dama cubana.33 Es probable que, debido a su cargo, don Fulgencio García Pastor estuviera en condiciones de entrenar tempranamente a su hijo en la carrera de las armas, antes de enviarlo a estudiar a España; pero no hay que descartar la posibilidad de que hubiera comprado el cargo para su hijo, siguiendo la modalidad de la época.34 Aunque esta tendencia debió haberse aminorado considerablemente a mediados del siglo XVIII, teniendo en cuenta que con Fernando VI se dio inicio a la reducción paulatina de la práctica de comprar los cargos administrativos y militares, para dar paso a un sistema de burócratas y militares asalariados nominados por sus méritos personales (Socolow 1987: 51). Claro que también es posible que el joven Juan Ignacio entrara al seminario con algo más de los
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Ibídem, f. 18v. La madre del seminarista Luis Calixto era doña Juana Eugenia de Llano del Castillo, natural de La Paz, en el Alto Perú. La estadía de don Pedro Celestino en el Seminario de Nobles fue breve: del 8 de febrero de 1758 al 8 de julio del mismo año; es decir escasamente cinco meses. 30 AHM. Universidades, leg. 1304F, f. 818v. 31 Ibídem, f. 26. 32 Ibídem, f. 251. 33 Ibídem, f. 261. La madre del seminarista en cuestión era doña Margarita Núñez de Castillo Sucre y Trelles, natural de La Habana. 34 Ibídem, f. 259. No era inusual que se compraran los cargos y los grados. Otro de los seminaristas, don Joseph Julián de la Oyuela González de Serna Cabrera y Ayala, natural de México era, al ingresar al Seminario de Nobles, capitán de infantería del nuevo regimiento del Príncipe, «cuya capitanía compró».
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12 años previstos, ya que hubo una cláusula de excepción en el reglamento, con relación a la edad de ingreso del postulante.35 Es interesante observar que varios militares radicados en Cuba enviaron a sus hijos a estudiar a Madrid, y nada menos que al selecto Real Seminario. El hecho de vivir en una isla, sin los centros educativos apropiados, y la relativa cercanía a Europa, pueden haber influenciado en esta decisión. Además, por su estratégica ubicación, Cuba era un territorio que había que fortificar y resguardar militarmente, ya que estaba expuesto a constantes ataques por escuadras extranjeras, como en efecto ocurrió cuando fue capturada en 1761 por los británicos, durante la guerra de los Siete Años. Las autoridades militares que allí estaban acantonadas, por lo tanto, eran de vital importancia para España. De allí que educar a los hijos de esta elite criolla en Madrid, y bajo estrictos cánones peninsulares, podía garantizar su futura cercanía y lealtad con la Corona española. Pero, la presencia de seminaristas criollos que fueron iniciados en la carrera de las armas también implica que, de alguna manera, el Seminario de Nobles de Madrid contribuyó a la «americanización del ejército real», fenómeno que sería mucho más extendido en la segunda mitad del siglo XVIII (Marchena Fernández 1990: 56) y que eventualmente, al entrar el siglo XIX, jugaría un papel crucial en la pérdida de las colonias. DEL REAL SEMINARIO DE NOBLES AL SERVICIO DE SU MAJESTAD
En un decreto expedido por Fernando VI en Aranjuez, en 1755, se explicitaba que los alumnos del Seminario de Nobles de Madrid, que hubieran estudiado durante el tiempo señalado y estuvieran en condiciones de presentar la certificación respectiva del director general y maestros indicados, estaban en situación de ser «preferidos respectivamente en las provisiones de los empleos a que se hallen proporcionados y lo puedan alegar como mérito para sus ascensos».36 Adicionalmente, se especificaba que los alumnos que tuvieran planeado seguir la carrera de las armas debían ser admitidos como cadetes de cualquier regimiento, inclusive de los de guardias de Infantería, «y ganen antigüedad de tales en el mismo Real Seminario desde los doce años de edad, como si fuesen hijos de militares, con tal que se empleen en el estudio de las matemáticas».37 Con esta real provisión, Fernando VI ratificaba el propósito que había llevado a su padre, Felipe V, a fundar el Real Seminario para contribuir, a partir de la nobleza, a la formación de los cuadros que luego se emplearían al servicio del palacio real y la corte, en los ejércitos y escuadras reales, en el gobierno económico y político de la Corona y, en general, en el manejo del Estado. Pero habría que preguntarse ¿cumplió, en efecto, el Seminario de Nobles de Madrid con este objetivo? Una de las más frecuentes alternativas que tenían los estudiantes del Seminario era la de pasar a la corte, en calidad de caballeros pajes al servicio de Su Majestad.38 Pero evidentemente no era la única. Es posible comprobar, a través de los registros del seminario que, por ejemplo, don Luis Calixto Quero Alarcón, el hijo del corregidor de Larecaja, luego de 35 ANM. Universidades, leg. 691/I. El reglamento señalaba que los candidatos que tuvieran más edad de la prescrita «no serán excluidos del Seminario si trajeran los principios de educación que a tal tiempo deben tener». 36 ANM. Universidades, leg. 691/II. 37 Ibídem. 38 ANM. Universidades, leg. 686F.
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abandonar el Real Seminario, entró en la Compañía de Jesús.39 Igual camino tomó don Manuel de Sentmanat, el nieto del marqués de Castel-dos-Rius, quien luego de su salida del Seminario ingresó a la Orden de San Ignacio de Loyola.40 Es decir, los jesuitas dentro del Seminario preparaban a aquellos pupilos que querían profesar. De allí, probablemente, su énfasis en la temática religiosa y el latín. Pero el seminario no solo funcionó como un canal de ingreso al sacerdocio. También el adiestramiento que en dicho centro educativo se impartía fue orientado hacia la carrera militar. No en vano el reglamento explicitaba que los alumnos que egresaban del seminario debían ser recibidos como cadetes «en cualquier regimiento». Dentro de esta tendencia, don Joseph Gabriel de Moral Artolaguirre, natural de Caracas, salió del Real Seminario luego de cuatro años de estudios, con el grado de teniente de Infantería de Granaderos.41 Similar fue el caso de don Manuel de Palacios Santander López y Cangas, natural de México, cuyo padre era caballero de la orden de Calatrava y miembro del Consejo de S. M. en el Supremo de Indias. Don Manuel salió del seminario con el grado de alférez en el Regimiento de Castilla.42 Por su parte, don Juan Toribio de Trespalacios Mier y Mier, natural de Mompox en Cartagena de Indias, abandonó el seminario luego de cinco años de preparación, como cadete de las guardias españolas.43 Aunque existía la opinión de que la verdadera nobleza provenía de las armas, el estudio de Pierre Serna revela que, en términos reales, para muchos nobles la carrera militar no fue siempre brillante. A lo largo del siglo XVIII se dio un proceso por medio del cual los nobles fueron en gran medida sustituidos paulatinamente por plebeyos de fortuna en plazas militares «que sus abuelos ocuparon y consolidaron con su sangre» (Serna 1992: 60). De alguna manera el Colegio de Nobles, al incidir en el entrenamiento militar, estaba contribuyendo a revertir o, en todo caso, frenar la posibilidad de que la nobleza fuera eventualmente desplazada de la carrera de las armas. El Seminario también adiestraba a sus estudiantes para conseguir ubicaciones en la marina. Así, don Francisco Xavier Bermúdez Andoins Méndez y Brito, natural del puerto de Veracruz, en México, luego de dos años de estudios se retiró del Real Seminario con el grado de alférez de fragata.44 Los hermanos don Juan y don Vicente de Vera Motezuma Torres y Carvajal, por otro lado, luego de seis años de preparación en el seminario, pasaron directamente a las Guardias Marinas.45 A pesar de que se ha señalado que las primeras prioridades en la monarquía borbónica fueron el ejército, la administración y la corte, situándose inmediatamente después la Marina, con Fernando VI —a influencia de su ministro Ensenada— se puso especial énfasis en «atender y procurar el aumento de la Marina, a cuyo fin daréis las providencias correspondientes con el disimulo posible» (Lynch 1991: 151). La visible decadencia del comercio marítimo español durante la primera mitad del siglo XVIII había influido en el descuido de la Marina Mercante y, en consecuencia, en la evidente falta de marineros en actividad. Se entiende, entonces, que tratados como Theórica y práctica de Comercio y de Marina, escrito 39 40 41 42 43 44 45
ANM. Universidades, leg. 1304F, f. 18v. Ibídem, f. 78vta. Ibídem, f. 22. Ibídem, f. 105. Ibídem, f. 127. Ibídem, f. 130. Ibídem, f. 115.
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por Jerónimo de Ustariz, circulara ampliamente en 1724, 1742 y 1757, con el fin de corregir estas deficiencias, aconsejando la creación de una solvente marina y la construcción de barcos en los arsenales y astilleros reales. Para el marqués de Ensenada, asesor de Fernando VI, la Marina era pieza fundamental para toda potencia que contara con un imperio de ultramar —como era el caso de España— y que, además, tuviera la aspiración de ser respetada por Francia e Inglaterra (Brading 1987: 117 y 150). Con razón se ha afirmado que fue durante la gestión de Ensenada cuando se llevó a cabo un serio intento de recrear el poder marítimo de España (Ogg 1981: 239). Da la impresión de que el Seminario de Nobles hizo eco de estos requerimientos políticos, ya que entre sus pupilos hubo quienes se decidieron por ingresar a la Marina. Adicionalmente, si retomamos el caso de don Joseph de Pineda Tabare Barrios, criollo mexicano oidor de la audiencia de Guatemala y padre del seminarista don Rafael,46 se puede afirmar que también se favoreció consistentemente a los ex alumnos del Real Seminario con ubicaciones prominentes dentro de la alta burocracia. Y, evidentemente, el caso de Pineda Tabare no fue el único, ni el de mayor prestigio. EL SEMINARIO DE NOBLES DESPUÉS DE LA EXPULSIÓN
En 1757 se expulsó a los jesuitas de Portugal y de Brasil con el pretexto de que estaban seriamente comprometidos en una conspiración contra la monarquía. Esta resultó ser la señal para su extradición de otros Estados católicos (Ogg 1981: 233). Así, en Francia los jesuitas fueron expulsados en 1762 y, aprovechando el vacío dejado por ellos en el terreno de la educación, los obispos trataron de establecer sus derechos como los agentes más idóneos de la educación reformada. Dos posiciones encontradas entraron en conflicto. Por un lado, la administración central y local quería transferir el control de la educación secundaria a las autoridades seculares, dejando a los obispos solo el poder de revisar el curriculum religioso. Por otro lado, los obispos demandaron revocar el edicto que los privaba de su privilegio de ejercer inspección sobre la educación de los jóvenes. Ante esta situación, el rey abandonó su papel tradicional de árbitro y se inclinó a favor de la secularización utilitaria (Roche 2000: 359-360). La posición de la Corona española en torno al Seminario de Nobles de Madrid fue similar a la francesa con relación a quién debía asumir el plantel luego de la expulsión. Se optó por la secularización de este y se colocó a la cabeza de su reestructuración nada menos que al marino y matemático Jorge Juan, autor, junto con Antonio de Ulloa, de las polémicas Noticias secretas de América. Vale recordar que la participación de ambos en la expedición de la Academia de Ciencias de París para la medición del meridiano a su paso por Quito supuso un reto para la ciencia española que la Marina supo aprovechar. A su regreso a España, a Jorge Juan se le nombró director de la Compañía de Guardias Marinas de Cádiz, y él emprendió durante su gestión la remodelación de los planes de estudio de ese centro, además de fundar, en 1753, el Observatorio Astronómico (Lafuente, Sota y Vilchis 1996: 185, n. 16). Toda esta labor se realizó antes de ser designado como director del Seminario de Nobles de Madrid. Carlos III había sido categórico acerca de una reforma radical de los colegios que «habían tenido como estancia los regulares de que se había originado la decadencia de las letras
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humanas» (Domínguez Ortiz 1990: 174). Su juicio puede parecer extremo en la medida en que el fuerte de la enseñanza jesuita era, precisamente, los estudios humanísticos. No obstante, es probable que lo que más contrariara al monarca o le resultara peligroso era el hecho de que los jesuitas tenían en España prácticamente el monopolio sobre la educación, con una dedicación especial e influencia innegable sobre las elites. El proyecto borbónico de Carlos III esperaba que la clase dirigente fuera moldeada dentro de los parámetros de la ilustración, de allí su insistencia por secularizar el Seminario de Nobles y de allí también su designación de Jorge Juan como director de este. En el célebre marino se combinaba lo académico y lo militar, y ese sería el sello que se le imprimiría de allí en adelante al Real Seminario. Es interesante observar que, luego de la expulsión de los jesuitas, decretada en 1767, los bienes de la Compañía fueron expropiados y traspasados al denominado fondo de temporalidades, con la intención de ser subastados al mejor postor. En este sentido, el rey resolvió que de dicho fondo se entregaran al Real Seminario de Nobles «20,000 ducados a censo con el rédito de 3% sobre la renta de dos marcos que en cada libra de tabaco disfrute dicha real casa».47 Es decir, si bien los jesuitas fueron removidos de la dirección del seminario, las rentas de sus propiedades confiscadas pasaron, paradójicamente, a subvencionar dicho centro de estudios, luego de su secularización. La idea de los Borbones y, concretamente, de Carlos III, no fue la de eliminar los seminarios de nobles luego de la expulsión sino, en todo caso, buscar cambiarle de orientación. De allí que, a fines del siglo XVIII, se solicitara con insistencia la apertura de otros seminarios de nobles, a imagen y semejanza del de Madrid, tanto en Galicia (1769) como en Granada (1786), Murcia (1786) y Valladolid (1786).48 Esta alta demanda implicaría, por un lado, que el seminario de Madrid había tenido éxito y era un modelo digno de imitar y, por otro, que la nobleza media regional, que no podía desplazarse hasta Madrid, tenía pretensiones de ser educada bajo la nueva tónica que combinaba la formación académica con la militar. No es casual que se afirme, entonces, que a fines del siglo XVIII el carácter militar del seminario era el dominante. Además, parece que la base social de su alumnado se había tornado menos elitista, en la medida en que las solicitudes elevadas para abrir nuevos seminarios de nobles indicaban que su propósito era la «educación de la nobleza y gentes acomodadas».49 Esto último nos habla de una convocatoria más amplia. En definitiva, es posible afirmar que hubo cambios tangibles en la orientación del seminario luego de la expulsión de los jesuitas, pero ese tema excede el contexto y la cronología del presente trabajo. BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
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Misiones exitosas y menos exitosas: los jesuitas en Mainas, Nueva España y Paraguay Jeffrey Klaiber, S. J.
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os jesuitas fueron considerados precursores de los conceptos de la modernidad y la inculturación. Sin embargo, no todas sus misiones tuvieron el mismo éxito. Por eso, proponemos comparar tres de sus misiones coloniales —Mainas, Nueva España y Paraguay— con el fin de ver en cuál de las tres se realizó mejor el ideal. Sin duda, los jesuitas mismos, en los tres casos, eran «modernos», es decir, hombres dotados de una visión racional de las cosas y con una voluntad para crear modelos de sociedades planificadas con el fin de satisfacer las necesidades básicas de sus miembros de una forma justa. Al mismo tiempo, aunque la palabra inculturación no existía entonces, los misioneros jesuitas la practicaban, aunque dentro de las limitaciones de su tiempo. Ellos se esforzaron para expresar el mensaje cristiano en la cultura de los indios: en su idioma, en su arte, música, bailes, etc. Al mismo tiempo, los propios indios dieron origen a una nueva cultura cristiano-indígena, original y propia. Pero, al comparar las distintas misiones jesuitas, uno se da cuenta de que había una gran variedad de experiencias. Por lo tanto, no se puede hablar de un modelo único. La única constante aparente era los propios jesuitas, que recibían la misma formación en Europa o en América. La mayor parte era española, pero también había alemanes, italianos y otros provenientes de la Europa católica. La pregunta viene a ser: ¿por qué algunas misiones tuvieron más éxito, aparentemente, que otras? Evidentemente, todas las misiones poseían algunos de los mismos factores. Pero, como veremos, solo en Paraguay se reúnen a la vez todos los factores para una misión exitosa; en Nueva España, había algunos, y en Mainas, bastante menos. Vamos a repasar brevemente la historia de las misiones de Mainas y de Nueva España primero, y luego ver el caso especial de Paraguay. MAINAS
Mainas (o Maynas) fue el nombre genérico que los jesuitas dieron a su misión en el norte del Perú. En realidad, el nombre viene de los indios mainas, una de las muchas tribus que habitaban esa región. Los límites de la región fueron, en el norte, el río Putumayo y, en el sur, los ríos Marañón y Amazonas. Al principio, Mainas se extendió desde la selva oriental de Ecuador hasta el río Negro en Brasil. Posteriormente, los límites se redujeron al río Yaraví en el Perú actual. Los colonos españoles entraron en la región en la segunda parte del siglo XVI en busca de oro y de indios para prestar servicios personales. En 1619, ellos fundaron la ciudad de Borja cerca del río Marañón. Pero los colonos también provocaron resistencia por parte de los indios. En dos ocasiones, 1570 y 1635, los mainas se rebelaron y atacaron los asentamientos españoles. El gobernador de Loja, Pedro Vaca de la Ca-
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dena, pidió a los jesuitas que enviaran a misioneros a la región para pacificar a los indios y protegerlos contra las incursiones de los colonos. Los primeros dos jesuitas llegaron en 1638. Ellos estuvieron acompañados por soldados que ayudaron a «reducir» a los indios a los nuevos pueblos misionales. Pero los misioneros también atrajeron a los indios ofreciéndoles regalos: herramientas de metal, cuchillos, machetes y otras cosas útiles. Al mismo tiempo, las misiones ofrecían protección contra los bandeirantes que entraban en territorio peruano libremente. Dentro de algunos años ya existían tres misiones, San Ignacio, Santa Teresa y San Luis. Por el año 1651 había 12 misiones, que también incluían a otras tribus: los geveros y los cocamas. Los misioneros intentaron resolver la barrera de la comunicación enseñando el quechua a todos los distintos grupos étnicos. Tuvieron tanto éxito en difundir la «lengua general de los Incas» que, de hecho, el quechua se habla hoy por el río Napo (Ardito Vega 1993: 69). Los misioneros se comunicaban mediante los caciques locales que, en la práctica, seguían gobernando a los indios. Económicamente, las misiones recibían un subsidio de la Corona. Además, los misioneros vendían canela, cacao, cera, hamacas y otros productos de las misiones en los mercados de Quito y regresaban a las misiones con ropa, cuchillos y carne. En 1740, la Compañía de Jesús compró cuatro haciendas cerca de Quito para ayudar a sostener las misiones (Negro 1999: 274). Como en el caso de otras misiones, los jesuitas reordenaron los hábitos tradicionales de trabajo. Los hombres, que antes cazaban y pescaban, ahora se dedicaban al cultivo de la tierra, y las mujeres trabajaban hilando ropa y otros productos de algodón, o bien se dedicaban a hacer ollas de cerámica. La misa y las clases de catecismo se convirtieron en las actividades centrales de la misión. Ciertas danzas tradicionales y otras expresiones artísticas fueron permitidas, aunque otras prácticas —la poligamia y la desnudez— estuvieron prohibidas. El castigo típico para infracciones consistía en la flagelación, estar recluido en el calabozo o experimentar algún tipo de humillación pública, pero no se aplicaba la pena capital. Con el tiempo, el número de soldados disminuyó y los misioneros dependían de fiscales indígenas, que imponían las reglas. En la década de 1660, los jesuitas iniciaron un segundo ciclo de expansión. La llegada de Samuel Fritz y Enrique Richter, ambos alemanes de Bohemia, revitalizó este esfuerzo misional. Fritz trabajó entre los omaguas cerca del río Marañón y Richter entre los cunibos cerca del Ucayali. Pero los misioneros encontraron resistencia fuerte cuando intentaron evangelizar a los jíbaros. En 1683, el padre Lorenzo Lucero llevó una expedición de cincuenta soldados y trescientos indios aliados hacia el territorio de los jíbaros, pero esta entrada terminó en un fracaso (Santos Hernández 1992: 227). En 1691, Richter y sus compañeros organizaron otra entrada, que también fracasó. Finalmente, en 1695, Richter murió en otro intento. En 1704, cuando Fritz fue nombrado superior, las misiones estaban en plena crisis. Por el año 1712, como resultado de la muerte natural, las epidemias y el martirio o, sencillamente, la falta de nuevas reclutas, solo había nueve misioneros para toda la región. También, entre 1710 y 1767 la región fue devastada por 15 distintas epidemias. Al reubicar a los nativos en las reducciones por las orillas de los ríos, que fue la ruta comercial normal, los misioneros aumentaron el peligro de la contaminación. En respuesta, prohibieron a los visitantes entrar en las reducciones (Negro 1999: 281). Finalmente, cuando llegaron nuevos refuerzos después de 1735, las misiones experimentaron un tercer ciclo de expansión. En 1768, había 28 misioneros trabajando en 41
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pueblos con aproximadamente 18 mil nativos cristianos (Borja Medina 1999: 430, 443). Aunque los jesuitas podían considerarse relativamente exitosos, no obstante, como en el caso de los jíbaros, experimentaron algunos retrocesos cuando intentaron someter y evangelizar a los indios tucanos por el río Napo. Los jesuitas entraron en el territorio de los tucanos en 1720 y encontraron fuerte resistencia. Un grupo de los tucanos mataron a uno de los ayudantes laicos de los misioneros. En represalia, una expedición partió en búsqueda de los culpables. A pesar del hecho de que los mismos nativos aplicaron la pena capital a los culpables, los soldados mataron a varios nativos inocentes (Cipolleti 1999: 232). Desde ese momento en adelante la labor de evangelizar y civilizar a los tucanos resultó ser una marcha cuesta arriba. A diferencia de los xéberos y los omaguas, que nunca mataron a un misionero, los tucanos asesinaron a varios jesuitas. Además, los tucanos no aceptaron convivir con nativos de otras etnias. Por lo tanto, los pueblos misioneros de los tucanos eran pequeños. En 1744, los misioneros habían fundado nueve misiones con mil tucanos (Cipoleti 1999: 234). Pero ese mismo año sucedió otro desastre: un jesuita y dos ayudantes fueron asesinados en la misión de San Miguel de Ciecoya. Movido por el temor a las represalias, los indios de la misión huyeron y desaparecieron en la selva (Cipolleti 1999: 232-234). Como consecuencia, los jesuitas decidieron cambiar de estrategia. Para comenzar, no enviaron otra expedición para castigar a los nativos. En 1745 reconocieron que, con el uso de la violencia, habían logrado muy poco. Desde ese momento en adelante decidieron entrar en el territorio de los tucanos sin soldados, y con gran riesgo para sus propias vidas. Finalmente, lograron establecer algunas nuevas misiones pero nunca tuvieron el mismo éxito que habían experimentado con otras tribus más al sur. La etnohistoriadora María Susana Cipolleti, que estudió este caso, concluyó que había varias razones para esta falta de éxito. Entre otras, los jesuitas no tenían mucho tiempo en el territorio de los tucanos. Ellos emprendieron su labor entre los tucanos casi un siglo después de haber establecido las primeras misiones en Mainas. También, los tucanos se mudaban con frecuencia, y en un área más grande que la de las primeras misiones al sur. Como consecuencia, el contacto con ellos fue más difícil. Pero, más importante, los tucanos no vieron ninguna ventaja en la presencia de los misioneros. Para los mainas, omaguas y xéberos, los jesuitas ofrecieron protección contra los encomenderos y los bandeirantes. Pero estos grupos todavía no constituyeron una amenaza a los tucanos. Finalmente, el uso de la violencia por parte de los misioneros había creado un clima de desconfianza. En las misiones más al sur, los misioneros habían recurrido más a la persuasión que a la fuerza. LA DECADENCIA DE LAS MISIONES
Después de la expulsión de los jesuitas, las misiones fueron entregadas al cuidado del clero secular de Quito. Pero los nuevos «misioneros» no estaban preparados para este tipo de labor y pronto los reemplazaron los franciscanos, también de Quito. Pero, como consecuencia de quejas acerca de su conducta, fueron reemplazados en 1774 otra vez por sacerdotes seculares. En 1785, el gobernador de Mainas, Francisco de Requena, informó que había 22 pueblos de misiones con 9111 pobladores (Borja Medina 1999: 455). También tomó nota de que habían caído en la decadencia y que muchos libros y herramientas habían desaparecido. El gobernador también se lamentó de que, aunque había sacerdotes celosos que trabajaban entre los nativos, muy pocos sabían los idiomas nativos y pocos se quedaban mucho tiempo en las misiones. Finalmente, en 1802 la región de Mainas fue
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reincorporada al virreinato del Perú y las misiones fueron traspasadas al cuidado de los franciscanos del centro misional de Propaganda Fide de Santa Rosa de Ocopa, en la sierra central del Perú. Los nuevos misioneros, casi todos españoles, estaban mucho mejor calificados como misioneros, pero eran muy pocos. En 1816, había ocho misioneros de Ocopa para atender a 91 puestos misionales por los ríos (Amich 1975: 256). En 1824, Bolívar cerró el monasterio de Ocopa y expulsó a los misioneros. Durante años hubo un solo misionero franciscano en la región —el padre Manuel Plaza— para atender a todo el territorio de Mainas. Aun cuando volvieron los franciscanos en 1836, eran muy pocos para atender un territorio tan grande. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, lo que quedaba de las antiguas misiones jesuitas fue absorbido por la selva. NUEVA ESPAÑA
Los jesuitas fundaron 14 distintas regiones misionales en Nueva España y en el estado norteamericano de Arizona. La mayor parte de las misiones se encontraba en los estados mexicanos actuales de Sinaloa, Durango, Sonora, Chihuahua, Coahuila y Baja California. También establecieron misiones en los estados centrales de Guanajuato y Nayarit. Los jesuitas se referían a cada sistema como un «rectorado». La primera misión fue fundada por el padre Gonzalo de Tapia, en 1589, en San Luis de la Paz (Guanajuato) y la última fue fundada entre los nayarit en 1722. A diferencia de Paraguay, como veremos, no había una sola identidad étnica. Aunque la mayor parte de los indios pertenecía al grupo lingüístico uto-azteca, no había un idioma general para todas las misiones. De hecho, se obligó a los misioneros a aprender 29 distintos idiomas. Cada grupo étnico o «nación» tenía sus propias costumbres y tradiciones. Muchas naciones vivían en rancherías, que consistían en pequeñas conglomeraciones de casas para las familias extendidas. Casi todas se dedicaban a la agricultura pero, dada la pobreza del suelo, también pescaban y cazaban. Había frecuentes guerras entre ellas. No había una sola «república» como en Paraguay; tampoco intentaron los misioneros crear una. En Nueva España, generalmente uno o dos jesuitas vivían en el pueblo principal, la cabecera, para atender los asentamientos secundarios. En cambio, en Paraguay, generalmente había dos jesuitas en cada reducción. En comparación con las misiones de Mainas, las misiones de Nueva España alcanzaron un alto grado de desarrollo. Las de Baja California eran tal vez las más pobres. También, como en Paraguay, muchas de las misiones experimentaron cierta prosperidad, gracias a la planificación. Sin embargo, las misiones también fueron el escenario de varias rebeliones: entre los xiximies (1599-1601) y los acaxees (1601-1603); los tepehuanes (1616); los tarahumara (varias en distintos momentos entre 1646-1653; 1690-1700); Baja California (1734) y los yaquis (1740). Antes de analizar casos concretos, sería conveniente mencionar primero las causas generales de estas rebeliones. En primer lugar, aunque al comienzo los indios dieron la bienvenida a los misioneros, con el tiempo llegaron a la conclusión de que las misiones aceleraron o fueron la causa de las epidemias que con frecuencia azotaban la población. En segundo lugar, la introducción del cristianismo, que implicaba un nuevo estilo de vida regimentada, provocaba resistencia porque significaba el fin de la anterior libertad. En tercer lugar, los colonos españoles codiciaban la mano de obra barata de los indios en las misiones para trabajar en sus haciendas o en las minas. Aunque los jesuitas hicieron todo lo posible para aislar las misiones de la sociedad española, los colonos lograron atraer a los
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indios con regalos y promesas. Además, para los indios, trabajar fuera significaba conseguir la libertad que no experimentaban en la misión. Pero los colonos crearon otro problema: en la medida en que avanzaban dentro del territorio de los indios, acaparaban las tierras más fértiles y se apoderaban de las fuentes de agua. Con frecuencia, las rebeliones no se dirigían directamente contra los misioneros o las misiones, sino contra los colonos. Pero, lógicamente, y sobre todo entre los shamanes, la tendencia fue identificar la misión con todo lo europeo en general. Veamos brevemente algunas de las rebeliones más notables. La rebelión de los tepehuanes, 1616 Los Tepehuanes vivían en la Sierra Madre occidental. Las raíces de esta rebelión se encuentran en el maltrato de los españoles hacia los indios bastante tiempo antes de la llegada de los jesuitas en 1600. Los primeros españoles que llegaron obligaron a los indios a prestar servicio personal en las encomiendas. También, los colonos españoles usurparon sus recursos de agua. Además, los indios estuvieron obligados a trabajar en las minas cercanas con salarios muy bajos. Finalmente, un hechicero llamado Quautlatas, que había recibido algunos latigazos por haber criticado a los misioneros, incitó a los indios a sublevarse. Esta fue una de las rebeliones más violentas. Casi trescientos españoles, mestizos y negros perdieron la vida, e incluso diez misioneros, de los cuales ocho eran jesuitas. En las represalias sangrientas que siguieron la rebelión los soldados españoles mataron cerca de mil tepehuanes y sus aliados tarahumaras (Jones 1988: 101-102). Muchos tepehuanes huyeron hacia la sierra. Los misioneros volvieron y durante un tiempo la vida mejoró en las misiones. En la medida en que entraban más españoles, los indios fueron paulatinamente absorbidos en las haciendas como peones. Las rebeliones entre los tarahumaras La primera rebelión de los tarahumaras (1648-1652) fue obra principalmente de indios no cristianos que se oponían al avance de los españoles y a la política de reducir a los indios al sistema misional. Esta rebelión fue aplastada y los misioneros volvieron a su trabajo. Pero hacia fines del siglo estalló una serie de rebeliones, esta vez en la Tarahumara Alta en la región al oeste de Parral. Otra vez, uno de los ingredientes de la rebelión fue el abuso de los colonos, tanto mineros como terratenientes. Posiblemente la gran rebelión de los indios pueblo (Nuevo México), en 1680, haya influido en estas rebeliones. Además, la política de reducir a los indios en la Tarahumara Alta probablemente aumentó el hambre en la región, pues la tierra en esas misiones era más bien pobre. Concentrar a los indios en pueblos centralizados dificultó la tarea de producir suficiente maíz para toda la población. Finalmente, entre 1693 y 1695 se experimentó un descenso demográfico dramático a causa de las epidemias de viruela y sarampión. Los españoles lograron reprimir la rebelión, pero solo a costa de muchas vidas. Después de 1700, los jesuitas hicieron un cambio fundamental en su política: decidieron permitir a los indios salir y volver a las misiones libremente (León García 1992: 46). No hubo más rebeliones entre los Tarahumaras en el siglo XVIII. California, 1734 La rebelión más importante en Baja California ocurrió en 1734 en tres de las misiones al sur entre los pericús, quienes se habían resistido al cristianismo desde el comienzo de la misión en 1697 (Crosby 1994: 114-115). Los dirigentes llamaron a los neófitos a plegarse a la rebelión. Durante esta murieron dos misioneros con sus sirvientes. Finalmente, los es-
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pañoles, apoyados por indios cristianos de Sonora y de las otras misiones de Baja California, lograron aplastar la rebelión. En las siguientes décadas las misiones experimentaron una baja demográfica notable, principalmente como resultado de epidemias. También mineros españoles llevaron a muchos de los indios a abandonar las misiones para trabajar en las minas. En el momento de la expulsión, había 16 jesuitas con 12 mil indios bautizados en 14 distintos pueblos (Martínez 2001: 232). La rebelión de los yaquis, 1740 La última de las grandes rebeliones ocurrió entre los yaquis por la costa norte del Pacífico. Tal vez cerca de 15 mil indios se alzaron en armas. Los jesuitas habían comenzado a trabajar en esa zona en 1617, y durante mucho tiempo ellos consideraban esta misión como un modelo. En las misiones había abundancia de alimentos, las artes y la producción artesanal florecían, y en general no hubo signos de descontento (Hu-DeHart 1981: 38). Pero esta misión, como otras en el noroeste, se encontró cada vez más rodeada por españoles que buscaban mano de obra barata para las minas y las haciendas. Los jesuitas se esforzaron para mantener las misiones aisladas de la sociedad española, pero sin éxito. Los jesuitas tenían otro motivo para mantener la política de aislamiento: temían la secularización, por la cual las misiones podrían ser trasferidas al clero secular. Pero, irónicamente, la misma política de aislamiento en sí provocó resentimiento entre los indios, que sentían la pérdida de su libertad. La rebelión finalmente fue aplastada y los misioneros volvieron a sus labores. No es fácil llegar a un juicio equilibrado acerca de la labor de los jesuitas en estas misiones. En el caso de los yaquis, la autora Evelyn Hu-DeHart sostiene que, gracias a las misiones, ellos lograron mantener su identidad cultural y, además, gozaron de cierto grado de prosperidad económica. Pero, por otro lado, la misma rigidez del sistema misional probablemente fue un factor que contribuyó a la rebelión de 1740 (Hu-DeHart 1981: 4-5). En los siglos XIX y XX las prácticas cristianas virtualmente desaparecieron. En cuanto a los tarahumaras, los jesuitas volvieron en 1900 y descubrieron que la mayor parte de los habitantes se consideraban cristianos, aunque conservaban muchos ritos y costumbres precristianos (Weaver 1992: 190). PARAGUAY
Aunque se ha criticado a las misiones jesuíticas de Paraguay por su política de aislamiento y su paternalismo, no hay duda de que también constituían modelos de paz y prosperidad donde los nativos se libraron de los peores abusos de la sociedad española. En Paraguay, así como entre los chiquitos y los mojos en Bolivia, los indios no tenían que trabajar en las encomiendas o en la mita de Potosí. Aunque tenían la obligación de trabajar en la misión misma, ellos podían percibir claramente que ese trabajo servía para el beneficio de toda la comunidad. También el arte y la música, los autos sacramentales, y la cultura barroco-jesuítica despertaban la admiración de los visitantes europeos. Hay muchos motivos para estudiar la sociedad misional creada por los jesuitas en Paraguay. Pero lo que más sorprende, especialmente después de haber visto las misiones de Mainas y de Nueva España, es la ausencia casi total de rebeliones durante toda la historia de las misiones. Para ser más exacto, hubo resistencia inicial entre las tribus del Chaco: los guaycurú, mocobíes y abipones. Pero, en el caso de los treinta pueblos originales de los guaraníes, nunca hubo ninguna rebelión contra las misiones. De hecho, en muchos casos los jesuitas
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fueron invitados por los propios caciques para fundar reducciones. Se puede mencionar dos ejemplos de resistencia conocida en las reducciones. En 1661, un capitán de las milicias guaraníes intentó incitar a los indios a sublevarse, pero los otros jefes guaraníes rechazaron la propuesta (Súsnik y Chase-Sardi 1995: 96). En otro caso, un cacique guaraní fundó su propio pueblo en protesta por el intento de los misioneros de abolir la poligamia. Efectivamente, se practicaba la poligamia en el nuevo pueblo. Pero, los pobladores también se dedicaron a robar ganado de las estancias cercanas. Como castigo, los españoles y criollos de Corrientes atacaron el pueblo y lo destruyeron (Gálvez 1995: 325-326). Aparte de esos dos casos aislados no hay otros ejemplos de abierta resistencia al sistema misional, ni mucho menos una rebelión armada. Por lo tanto, conviene presentar ahora lo que podemos llamar las siete «claves del éxito» para las misiones, de las cuales, aparentemente, Paraguay fue el modelo por excelencia. Ellas son: (1) la existencia de una cultura relativamente homogénea que facilitó mucho la labor de crear un sistema misional unificado; (2) la predisposición de parte del pueblo para entrar en el sistema porque constituyó para él el siguiente paso en su propia evolución; (3) la creación de una nueva cultura indígena-cristiana que sirvió para fortalecer los vínculos entre los misioneros y los indios; (4) las misiones ofrecían protección contra los enemigos de los indios; (5) la política de aislar a los indios de la sociedad europea, pero sin incurrir en la represión; (6) la creación de una milicia indígena que no solo servía para proteger las misiones sino que también cumplió la función de ofrecer espacios en los que los hombres podían obtener prestigio; (7) la prosperidad económica. Aunque muchos de estos mismos factores se encuentran en otras misiones jesuíticas, solo en Paraguay se encuentran los siete a la vez. A continuación vamos a repasar brevemente la historia de las misiones de Paraguay con el fin de resaltar estas claves del éxito. Jesuitas y guaraníes: protección Los primeros misioneros que trabajaron entre los guaraníes eran franciscanos. Pero los franciscanos no eran capaces de detener el avance de los colonos españoles que sistemáticamente obligaron a los indios a prestar servicio personal. Fue el obispo franciscano de Asunción, Martín Ignacio de Loyola, por coincidencia un sobrino del fundador de la Compañía de Jesús, el que invitó a los jesuitas a establecerse en Paraguay. También el gobernador, Hernando de Arias de Saavedra («Hernandarias»), quien se opuso al servicio personal, apoyó la idea de invitar a los jesuitas con el fin de proteger a los indios de la explotación de los colonos. Así que los jesuitas entraron en Paraguay explícitamente para proteger a los indios de los encomenderos. Antes de las misiones jesuitas, hubo no menos de 25 sublevaciones indígenas contra el sistema colonial (Melià 1993: 30). En este sentido, las misiones jesuitas constituyeron, en las palabras de Bartomeu Melià, una «utopía anticolonial» (1993: 129). Además, los guaraníes creían en el mito de la «tierra sin mal», un lugar ideal de paz y de prosperidad. En muchos sentidos, las misiones jesuitas llegaron a ser el cumplimiento de ese sueño. Al mismo tiempo, los jesuitas en Guairá (al norte de Paraguay, en Brasil) persuadieron a varios miles de guaraníes a abandonar las misiones para escaparse de los paulistas o bandeirantes. En 1631, el padre Antonio Ruiz de Montoya acompañó a 12 mil indios de Guairá hacia las misiones de los ríos Paraná y Uruguay. Sin duda, el éxito de estas misiones se debe al hecho de que ellas ofrecían una triple protección: contra la explotación de los españoles, contra las incursiones de los bandeirantes y contra los ataques de los indios no cristianos, especialmente los del Chaco.
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Evolución natural Las misiones ofrecían protección, pero también representaron para los guaraníes un paso adelante en su propia evolución. Los guaraníes ya estaban acostumbrados a la vida sedentaria antes de la llegada de los jesuitas. Se dedicaban a la agricultura y la crianza de animales. Vivían durante meses en lugares determinados y construían casas grandes para familias enteras. Pero cuando surgía una escasez de alimentos, quemaban las casas y partían en busca de otras tierras. Al comienzo, los jesuitas ofrecían regalos —herramientas, cuchillos y hachas— como atractivos. Pero lo que realmente atraía a los indios fue el ejemplo de una misión ya establecida. Ellos se dieron cuenta de la paz, el orden y la prosperidad que reinaba en la misión. Un misionero alemán en la misión entre los mojos resumió esta idea sucintamente: «El orden y la hermosura de este nuevo modo de vivir ha gustado de tal manera a los indios vecinos, que han solicitado misioneros para constituir con ellos idénticas cristiandades. Sólo la escasez de sacerdotes ha impedido acceder de inmediato a estos deseos» (Matthei 1970: 181). Una vez dentro del sistema misional, muchas cosas cambiaron en la vida de los guaraníes, pero otras maneras antiguas de vivir no cambiaron. Por ejemplo, antes de las misiones, las familias vivían en comunidades pequeñas de diez a sesenta familias. Convivían en largas casas que albergaban varias familias a la vez. En las misiones, también había casas similares, aunque los padres pusieron paredes para separar a las familias unas de otras. En general, los caciques mantuvieron el mismo estatus como dirigentes del pueblo. Los que perdieron eran, obviamente, los chamanes. Pero, si ellos se convertían a la nueva religión, con frecuencia eran nombrados como catequistas. En un sentido, los jesuitas mismos llegaron a ser los nuevos chamanes. La poligamia fue prohibida, aunque los jesuitas impusieron ese cambio paulatinamente. También, la misión cambió el papel de la mujer. Antes, las mujeres se dedicaban al cultivo de la tierra y los hombres a la caza; ahora, las mujeres se dedicaban a labores domésticas, la producción de ollas de cerámica y ropa, y los hombres se dedicaban más bien a la agricultura, además de la caza y crianza de animales. En general, las mujeres eran las que más deseaban entrar en el nuevo sistema (Gálvez 1995: 203-208). La política del aislamiento Los jesuitas impusieron una política de aislar las misiones del resto de la sociedad. Esta política ha sido criticada por ciertos historiadores porque privaba a los indios de la posibilidad de tener alguna idea realista del mundo en que vivían. Pero la razón principal de la política era justamente proteger a los indios de la explotación y de otros vicios de los blancos y mestizos. El padre Nyel lo expresó así: «A los indios recién convertidos no les conviene en absoluto vivir en compañía de españoles, porque estos tienden a esclavizarlos y a imponer duros trabajos. Además no los edifican con su modo de vivir» (en Matthei 1970: 181). Aparentemente, los jesuitas en Paraguay tuvieron más éxito que los de Nueva España en aislar a los indios de los españoles. Seguramente, la ausencia de minas fue un factor que favorecía a los misioneros en Paraguay. Sin embargo, las misiones nunca estuvieron completamente aisladas. Los indios realizaban viajes a Buenos Aires para comerciar y volver con bienes para las misiones. Además, en seis de ellas había tambos para visitantes, aunque estos no podían quedarse más de tres días (Mörner 1961: 369). También, los jesuitas contrataban a españoles para funcionar como capataces o administradores en las haciendas de hierba mate cercanas a las misiones.
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La nueva identidad cultural En las misiones los jesuitas reforzaron la homogeneidad cultural de los guaraníes que existía antes de ellas. Se creó una nueva lengua franca: el «guaraní misional» que facilitaba la comunicación entre los distintos pueblos. El padre Ruiz de Montoya compuso el Arte de la lengua guaraní (1640), que se convirtió en un manual común para los misioneros. Pero, además, se forjó una nueva identidad cultural que reforzó los vínculos entre los indios y los misioneros. Ambos compartieron un mismo universo simbólico, no solo en el idioma, sino también en el arte, la música y los ritos religiosos. Muy pronto los jesuitas se dieron cuenta de la importancia de la música en las culturas amerindias. De hecho, emplearon la música para atraer a los indios a las misiones (Armani 1996: 167). Uno de los jesuitas, Antonio Sepp, del Tirol, convirtió la música en uno de los instrumentos principales para evangelizar y catequizar a los indios. En la reducción de Yapeyú donde él vivía se hacía todo tipo de instrumentos musicales y se daban lecciones musicales a indios escogidos de otros pueblos. Como resultado, cada misión tenía alrededor de treinta o cuarenta músicos. Los hermanos jesuitas se distinguieron por sus contribuciones a la arquitectura en los pueblos, pero los artesanos guaraníes añadieron sus propios diseños. Entre los dos se dio origen a una especie de arte barroco-guaraní. Un misionero jesuita recién llegado, Antonio Betschon, de origen suizo, expresó su admiración por esta mezcla de la cultura europea y guaraní al describir como él fue recibido en una de las misiones: «Cuando estábamos ya cerca de la reducción de Santa Cruz, donde reside el P. Sepp, nos salieron al encuentro algunos indios a caballo [...]. Luego, por enramados arcos de triunfo, fuimos acompañados hasta la puerta de la iglesia, donde fuimos saludados en alemán, latín, castellano y guaraní por un grupo de niños, monaguillos y cantores de iglesia» (en Matthei 1970: 235). De muchas maneras, los jesuitas llegaron a ser para los indios «héroes culturales»: la frase es de la historiadora Lucía Gálvez. Los jesuitas enseñaron nuevas técnicas de arte, formaron coros, presidieron ritos religiosos artísticamente bien preparados y escribieron libros en las misiones. Los guaraníes nunca habían visto tal combinación de talento en los antiguos chamanes (Gálvez 1995: 213-218). Las milicias guaraníes Las misiones ofrecieron protección a los guaraníes de los encomenderos y paulistas (o «mamelucos»). Pero los paulistas seguían incursionando en el territorio de las misiones, llevando a los indios a la esclavitud. En respuesta, los jesuitas pidieron autorización al rey para armar a los indios y formar milicias indígenas. En Mainas también había milicias nativas, pero no tuvieron el mismo papel preponderante como en Paraguay. En 1641, por la confluencia de los ríos Mbororé y Uruguay los milicianos guaraníes ensayaron por primera vez sus armas y su nueva disciplina aprendida de algunos jesuitas que habían sido soldados o de soldados españoles, y derrotaron decisivamente a los paulistas (Armani 1996: 86). Los paulistas nunca lograron montar otra invasión grande, aunque volvían en pequeños grupos. En adelante, cada pueblo tenía su propia compañía de milicianos (generalmente entre 100 y 150), que en la vida diaria se dedicaban a la agricultura o la artesanía en los talleres. En 1679 el rey dio autorización permanente para que los indios llevasen armas. Las milicias tenían sus rangos, sus insignias y uniformes, y realizaban ensayos semanales. También, los domingos y otros días feriados desfilaron delante del pueblo. La importancia de estas milicias se puede juzgar por el hecho de que entre 1644 y 1766 fueron llamadas más de setenta veces para apoyar a las tropas regulares en la defensa de Paraguay
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(Armani 1996: 113). En un censo del año 1647, de una población de 28.714 en las misiones, un total de 9180 figuran como «guerreros» (Armani 1996:111). Las milicias guaraníes no solo defendían las misiones de los paulistas, sino también de los propios españoles y criollos que buscaban someterles a la encomienda. Entre 1721 y 1723, José de Antequera se convirtió en el dirigente de una rebelión de los comuneros contra la Corona. Antequera, un criollo, derrocó al gobernador en Asunción y asumió el mando. Los criollos se organizaron e invadieron las misiones con el propósito de terminar de una vez por siempre con el sistema misional. Pero fueron rechazados y expulsados por un ejército de seis mil milicianos guaraníes. En 1733, otra vez los criollos intentaron invadir las misiones. Esta vez, un ejército de 12 mil guaraníes los empujó fuera. Volvieron a Asunción. Finalmente, un nuevo gobernador enviado desde Buenos Aires, Bruno de Zavala, con soldados regulares apoyados por milicianos guaraníes, derrotó al ejército criollo por el río Tebicuary. El poder real se había impuesto sobre los rebeldes, pero a un precio muy grande para los jesuitas y los guaraníes: de este momento en adelante los criollos vieron a las misiones como territorio enemigo. Las milicias guaraníes cumplieron otra función importante más allá de la de proteger a las misiones. También se constituyeron en un espacio (o una «válvula de escape») donde un joven guaraní podía gozar de cierta libertad y ganar prestigio. Con sus uniformes, insignias y banderas, las milicias desfilaron los días domingos y otros días feriados en los pueblos. Con frecuencia, un capitán guaraní se preparó para la muerte vistiéndose con su uniforme. Fue sobre todo en la milicia donde los guaraníes se sentían dueños de sus propias comunidades. A veces, los superiores jesuitas se quejaban por el hecho de que los propios misioneros estaban demasiado involucrados en asuntos de la guerra. En 1745 había ocho jesuitas encargados de comprar o buscar armas, ropa y alimentos para las milicias (Caraman 1990: 105). También, los misioneros notaron que cuando no había supervisión, los milicianos muy pronto perdieron la disciplina necesaria para ser eficaces. Sin embargo, a pesar de estos problemas, no había nada comparable en América Latina a las milicias guaraníes, que constituían la defensa principal para toda una región. Prosperidad La prosperidad económica de las reducciones de Paraguay es un tema muy conocido. Esa prosperidad se debía, en buena medida, al hecho de que la economía fue planificada y los bienes se repartían de una forma equitativa. En este sentido, las misiones de Paraguay no se distinguían substancialmente de las misiones jesuíticas en otras partes de América Latina. En las misiones había dos tipos de propiedad: la común y la familiar. Cada familia tenía su propio huerto para sus necesidades inmediatas. Esta práctica, que se acerca al concepto de la propiedad privada, era de los jesuitas, que buscaban inculcar en los guaraníes un sentido de responsabilidad. Al mismo tiempo, todos los hombres entre los 18 y 50 años trabajaban dos veces a la semana en las tierras comunales para el beneficio de toda la comunidad, especialmente para viudas y huérfanos. Los alimentos se guardaban en almacenes bajo la vigilancia de los misioneros. Las mujeres se dedicaron a hilar y producir ropa. Algunas tierras se dedicaron especialmente al cultivo de la hierba mate, que se vendía en Buenos Aires y en Europa. Con las ganancias de esas ventas, se pagaban los impuestos de las misiones y se compraban bienes especiales para las misiones. También se criaban vacas, ovejas y caballos. A diferencia de las misiones en Nueva España, el sistema económico en Paraguay fue bastante integrado. Aunque cada misión debía sostenerse a sí misma, de
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hecho algunas misiones se especializaban: algunas en la producción del algodón, otras en la crianza de ciertos animales, y otras en el cultivo de la hierba mate (Popescu 1967: 141-155). Así se facilitaba el intercambio entre los pueblos. Si un pueblo experimentaba una escasez, podía recurrir a otro pueblo para ayuda. Hay abundantes testimonios acerca de la prosperidad de las misiones. Antonio Sepp, el jesuita tirolés, declaró: «Un pueblo que no tenga de tres a cuatro mil caballos se considera pobre» (en Gálvez 1995: 266). LA DECADENCIA DE LAS MISIONES
En 1750 España transfirió siete de las treinta misiones a Portugal. Entre 1754 y 1756, los guaraníes lucharon para defender su territorio, pero finalmente fueron derrotados. Pero, en 1759, España se dio cuenta de que había cometido un gran error al entregar estas misiones a los portugueses, porque no había recibido nada a cambio. Por eso España desconoció el tratado de 1750 y recuperó las siete misiones. Sin embargo, gracias a la guerra y a los saqueos realizados por los portugueses, las misiones habían caído en la ruina. En 1767, los jesuitas fueron expulsados de la América española y todas las misiones fueron puestas directamente bajo el gobernador de Buenos Aires. Según los estudios de Ernesto Maeder, las misiones cayeron en la decadencia, no a causa del supuesto paternalismo de los misioneros, sino principalmente a causa de la corrupción y la mala administración de los nuevos administradores nombrados por el gobernador. Dentro de pocos años ya había signos de descuido: almacenes vacíos, bibliotecas sin libros, casas y edificios sin reparar, etcétera. Muchos guaraníes abandonaron las misiones buscando trabajo en las ciudades. Los que habían aprendido un oficio en las misiones tenían una evidente ventaja. Según Maeder, la población de las misiones en el momento de la expulsión fue de 88.828. Por el año 1803, esa población había descendido a 38.430 (1992: 54). El golpe final se dio cuando en 1848 el presidente Carlos López abolió el concepto de «misión» y declaró que todos los indios eran en adelante ciudadanos, iguales a todos los demás. Pero esa «igualdad» significaba que ya no podía existir la propiedad comunal, y los guaraníes tenían que pagar impuestos como todos los demás, y cumplir el servicio militar. Otras misiones, sobre todo las de Chiquitos y Mojos en Bolivia, tuvieron mejor suerte, al menos durante un tiempo. Todavía en 1842 sobrevivía lo que el historiador David Block (1997) ha llamado la «cultura misional» o «reduccional» de la época de los misioneros. Algunos visitantes europeos descubrieron que sesenta años después de la expulsión de los misioneros, los indios tocaban música y conservaban el sistema económico de la época de la misiones (Hoffmann 1979: 70-73, 89). CONCLUSIÓN
Mediante esta comparación de tres sistemas misionales de los jesuitas es posible hacer una tipología de misiones «exitosas». Las misiones de Mainas tuvieron menos éxito porque varios factores se combinaron para «conspirar» contra el pleno éxito: la geografía, la falta de tiempo, la falta de homogeneidad entre los nativos, etc. En Nueva España había pueblos bastante más avanzados que en Mainas. Pero, de nuevo, había factores especiales que crearon dificultades: la falta de una homogeneidad y, sobre todo, la presencia de colonos españoles que despertaban sentimientos de rechazo entre los pueblos. En cambio, en Paraguay, los jesuitas tuvieron más éxito en aislar la población guaraní de los españoles. Por otra parte, la misma política de aislar a los indios provocaba cierto resentimiento en Nueva España. En Paraguay había «válvulas de escape», como las milicias indígenas. También la
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inexistencia de minas en la región, sin duda, favorecía la labor de los jesuitas en Paraguay. Finalmente, debe ser evidente, lo que constituía un «éxito» en la época colonial ya no sería aceptable hoy. Todas las misiones en general se inspiraban en un paternalismo, benévolo por cierto, que era normal en su tiempo. De todas maneras, el debate sobre las antiguas misiones en América Latina sigue vigente porque los grandes temas de ese entonces —la evangelización, la inculturación y la modernidad— siguen siendo temas importantes para el mundo globalizado del siglo XXI. BIBLIOGRAFÍA AMICH, José
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TERCERA PARTE
LOS JESUITAS Y LA CRISIS DE LA EXPULSIÓN
Españoles y criollos en la provincia peruana de la Compañía durante el siglo XVII Bernard Lavallé
E
n un artículo publicado hace algunos años (Lavallé 1999), tuvimos la oportunidad de analizar la actitud de la Compañía de Jesús frente a la admisión en su seno de posibles candidatos americanos, desde que llegaron al Perú los primeros padres hasta finales del siglo XVI. Mostramos entonces cómo los jesuitas de la provincia peruana pasaron por diversas fases reveladoras, primero de sus esperanzas y, después, de sus dudas, y cómo, en los albores de la centuria siguiente, una serie de signos no equívocos, aunque cada uno sin relevancia particular, revelaban que ya existían tensiones en los colegios entre europeos y americanos. Quisiéramos aquí continuar ese análisis y ampliarlo al siglo XVII, cuando semejantes desavenencias se convirtieron en las demás comunidades regulares del imperio, y en particular del Perú, en el eje de su vida cotidiana. Dado el tradicional espíritu de disciplina de la Compañía, su voluntad de no cortarse de la sociedad en que trabajaba, y considerando la especificidad del manejo del poder en sus provincias, ¿cómo y hasta qué punto se manifestaron en sus filas, y qué medidas adoptó esta para sobreponerse a tales dificultades? POR QUÉ Y CÓMO LIMITAR LA ADMISIÓN DE LOS CRIOLLOS
A comienzos del siglo XVII, la correspondencia procedente de la provincia de Lima consta de no pocas críticas dirigidas a los padres criollos. Parece, además, que menudeaban dado que, por esos años, el número de estos aumentaba sensiblemente. El 26 de abril de 1601, en una larga carta sobre los problemas de la provincia y las tensiones que conocía, el padre Rodrigo de Cabredo analizó las razones de semejantes dificultades. La cuarta era significativa: «La 4a es la flaqueça grande de los naturales de esta tierra nacidos en ella, y aun de los criados desde niños, que es más de la que puedo decir, y así tropieçan con más facilidad metidos en ministerios, particularmente en tierra tan occasionada como ésta».1 Después de echar la culpa a los criollos y a los españoles baquianos —esto es, de alguna forma criollizados por su educación o por muchos años de residencia en América— durante más de dos páginas, el provincial demostraba que la única manera de remediar tal situación consistía en mandar traer padres de la Península, y en particular un provincial, para dirigir la provincia. Libre de amistades y favoritismos locales, ello podría encauzar
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ARSI, prov. Per. vol. 19, ff. 110-113.
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mejor a los padres del Perú hacia una observancia más estricta, y restaurar la disciplina. El padre Cabredo habría de reiterar varios meses más tarde su pedido. En el mismo momento, el rector del Colegio del Cuzco, el padre Diego Álvarez de Paz, presentó también un pedido del mismo tenor. Precisó que, a su parecer, solo los padres venidos de España podrían restaurar los tres pilares que había hecho la fama de la provincia y la eficacia de la Compañía en tierras peruanas: su gobierno, su saber y su espíritu. Sin embargo, el rector confesaba que no todos los padres del colegio cuzqueño, ni mucho menos, compartían su posición. Esta última observación es muy interesante, en la medida en que es reveladora de las tensiones o, por lo menos, de los debates, que suscitaba el surgimiento de un grupo criollo bien conformado en la provincia. Antes de evocar de manera elocuente los males que iban a aquejar a esta de no seguirse la vía que él proponía, el padre Diego Álvarez de Paz hacía una comparación que dice mucho en cuanto al concepto que formaba de los hispanoamericanos: «Sería sin duda la caída y destrucción de la Companía en estos reynos, como lo sería de qualquier cuerpo humano si le quitasen los huesos y dexasen la carne floxa, o de qualquier república o congregación si quitasen los nobles y dexasen la gente popular, que bien puedo usar de esta comparación, pues esta carta no la an de ver los padres de esta tierra».2 Dos días más tarde, desde Lima, el padre Esteban de Paz escribió al padre asistente sobre los problemas acarreados por la concesión de ciertos grados y responsabilidades a los criollos. Del mismo modo que su reclutamiento había de realizarse con mucha prudencia, proponía no concederles ascensos sino cuando hayan dado pruebas, de manera muy precisa y repetida, de sus méritos, y después de esperar por más tiempo que un padre venido de España: «generalmente hablando, a estos [criollos] parece conveniente detenerlos más y no admitirlos sin más que ordinaria satisfacción porque tiene vueltas extrañas».3 En este texto —en que, es de notar, la palabra criollos que hemos indicado entre corchetes estaba escrita con la clave secreta que los padres superiores utilizaban para comunicar sobre asuntos reservados—, se reprochaba también a esos padres su inconstancia. Por lo tanto, queda la pregunta: ¿ya sometidos a criterios de selección más exigentes cuando ingresaba en la Compañía, también su ascenso iba a ser retardado de manera discriminatoria? Más que nunca la cuestión del ingreso de los criollos se planteaba. Si las autoridades provinciales y romanas siempre se habían mostrado bastante prudentes, las modalidades de ese recato habían variado, en particular en lo tocante a la edad mínima y a las pruebas que los candidatos debían dar de su perseverancia. Después de las ya citadas correspondencias, en 1603 las autoridades superiores de la Compañía dieron instrucciones precisas al visitador del Perú en lo tocante a la admisión de los criollos. Tras recordarle la política de prudencia seguida por el general E. Mercurian, a petición de la misma provincia, se le recordaban, por supuesto con todos los matices y rodeos de la retórica, los efectos nefastos con respecto al laxismo de los últimos años: «la experiencia de los malos sucessos o de poca perseverancia, o de caydas o de otros inconvenientes, que en ellos se an padecido aunque no deja el Señor de darnos algunos obreros muy provechosos y muy fieles a la Compañía».4
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12 XII 1601, Ibídem, ff. 145-149. Ibídem, ff. 153-154. Ibídem, vol. 1, ff. 183-184.
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Por consiguiente, el visitador debía, con vigilancia y prontitud, restablecer el orden en las admisiones locales. En particular, se le mandaba exigir en adelante que los candidatos tuviesen veinte años, por lo menos, para contrarrestar la supuesta inconstancia de los criollos. Cinco años más tarde, a petición del provincial de entonces, el padre Esteban Paez, la edad de admisión fue reducida de nuevo a 18 años, solo para los criollos (los nacidos en la tierra), pues los peninsulares podían, como siempre, entrar a los 16. Dicho «liberalismo» aparente se compensaba, sin embargo, ya que en adelante deberían haber dado pruebas de su vocación durante, por lo menos, cuatro años, y tendrían que saber el quechua.5 Esa especie de probación alargada había sido impuesta por las autoridades romanas de la Compañía. Era, por supuesto, algo muy discriminatorio y, además, irrealista. En el Perú, dicha restricción fue sentida por los criollos como una suerte de afrenta. El provincial siguiente, el padre Juan Sebastián, informó de la «amaritud y desconsuelo» de los postulantes, y hasta de los peruanos ya admitidos en el seno de la Compañía. Roma consintió en templar sus exigencias, sin por eso borrar cualquier discriminación. En adelante, para los nacidos en la tierra, los cuatro años fueron reducidos a dos, pero los oriundos de España solo tenían que esperar uno.6 La razón aducida para justificar semejantes exigencias era, como hemos dicho ya, la supuesta inconstancia de los estudiantes criollos. Por causa de vocaciones carentes de profundidad, buen número de los candidatos americanos dejaban los noviciados de la Compañía durante su probación, y las propias autoridades provinciales se veían en la precisión de despedir a no pocos criollos dado su comportamiento poco conforme que los hacía indeseables. Según un memorial del arzobispo de Charcas en 1620, los expulsos de la Compañía eran tan numerosos como el total de los de las demás Órdenes.7 No era, ni mucho menos, una especialidad de su archidiócesis. En Lima, hacia finales del siglo, buena parte de dichos expulsos de la Compañía solía después tomar el hábito agustino (Vázquez s. f.: 101). No es de creer, sin embargo, que todos los expulsos de la Compañía lo habían sido por indisciplina o para volver al estado laico. En efecto, don Antonio de Gaztelú explica en una carta cómo no eran pocos los casos de estudiantes jesuitas que solicitaban salir de la Compañía porque en el clero diocesano, gracias a su excelente formación, les era después más fácil conseguir beneficios interesantes, mientras que en la Compañía los ascensos eran lentos y difíciles de lograr.8 ¿Eran los americanos mucho más propensos a dejar la Compañía que sus homólogos europeos? Los cálculos que se pueden hacer para ciertas provincias muestran que sí, pero no con la diferencia que pregonaban los adversarios de los criollos. En Nueva España, entre 1573 y 1603, de 135 novicios americanos, 33 habían salido o habían sido excluidos de la Compañía, o sea un 24,4%, mientras que de los 140 novicios españoles, 26 habían corrido la misma suerte, esto es un 18,5% (Zubillaga 1954-1971, III: 525 y ss).9 En Brasil, de 1566 a
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Ibídem, vol. 3, ff. 110-112. Ibídem, ff. 120-121. 7 AGI Charcas 135. 8 La Plata, 20 IX 1666 (AGI Charcas 22). 9 Argüían los partidarios del ingreso restringido de los criollos que, sin las medidas que ya se aplicaban, el porcentaje de expulsos criollos habría sido mucho mayor; cf. una carta de fray Diego de Soria, obispo de Nueva Galicia, 10 II 1604, (AGI México 294). 6
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1608, esos porcentajes habían sido respectivamente del 30% y del 27% (Leite 1938-1950, II: 436-437). Desconfiada para con los españoles nacidos en el nuevo continente, preocupada por no tener en sus noviciados sino a una minoría de criollos escogidos y poco numerosos, exigente en cuanto a su comportamiento, la Compañía practicaba, de hecho, una política con miras a no tener en su seno sino a pocos criollos fáciles, por eso mismo, de controlar. Con tal perspectiva, había llegado a no acoger cada año sino a un número muy reducido de vocaciones locales, mientras que los candidatos americanos eran cada vez más numerosos. En 1660 lo recordaba el virrey conde de Alva cuando escribía: «Juzgo que de más de tener esta religión en este reino muchos sugetos de virtud y letras, si reciviessen todos los que dessean entrar, tendría muchos más, pero como tienen número determinado de no admitir más de ocho en cada año, es preciso que se quieran valer de los sugetos de España». 10 El motivo oficial de tal restricción era de orden económico. Por no gravar a algunas provincias con recursos limitados, la congregación general de 1646 había decidido limitar la admisión de novicios en todos los países. Sin embargo, es significativo que el general Caraffa fijara primero en cinco los postulantes admitidos en las provincias del Perú y Nueva España que, sin embargo, figuraban entre las más ricas de la Compañía. Por supuesto, tal cifra se reveló por muchas razones insuficiente y, bajo la presión de las propias autoridades provinciales, el contingente anual de candidatos admitidos fue elevado a ocho, y después a diez (Vargas Ugarte 1963, II: 436-437). De más está decir que el argumento económico esgrimido no pasaba de ser mera coartada, en un contexto en que, además, los problemas suscitados por las rivalidades entre españoles y criollos en las demás Órdenes no podían sino dar fuerza a aquellos que, dentro de la Compañía, abogaban por una política restrictiva. En 1691, después de una entrevista con el padre provincial, el virrey conde de la Monclova indicó al soberano los temas esenciales de esa conversación. Era preciso mandar al Perú misiones de españoles para que siempre más de la mitad de los padres de la provincia fuesen de Europa, cosa que, como veremos más adelante, distaba mucho de ser. Ello era necesario, aunque no hubiera entre los jesuitas el riesgo de que alguien barajase la idea de establecer la famosa alternativa de oficios que tantos dolores de cabeza daba en las demás Órdenes, ya que en la Compañía todos los nombramientos emanaban de Roma.11 Sobre este tema, para captar en qué contexto anticriollo las autoridades españolas concebían la política que habían de seguir los jesuitas, también es muy esclarecedor lo que había escrito poco antes el arzobispo Melchor de Liñán y Verdugo (Memorias de los virreyes 1859, I: 271). LOS PROBLEMAS DE LAS MISIONES EUROPEAS
Las consecuencias de tal actitud no habían tardado en manifestarse. Para llenar las filas que los criollos hubieran podido ocupar, los jesuitas tuvieron que recurrir a misiones venidas de Europa, de manera mucho más sistemática y constante que las demás Órdenes en que esto también se practicaba, con miras a que las escasas minorías peninsulares no fuesen sumergidas por los criollos.
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Lima, 12 VII 1660 (AGI Lima 61). Lima, 13 III 1691 (AGI Lima 336).
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Tal esfuerzo no tardó en ser problemático. Primero, los gastos ocasionados por la venida de los padres y hermanos españoles suscitó dificultades, tanto para el Estado colonial como para las mismas provincias americanas. Estas no consideraban siempre con gusto la carga financiera que así se les imponía. En 1672, a las autoridades superiores del la Compañía se les ocurrió que dichas provincias debían contribuir de manera más importante aún, no solo en los gastos de viaje sino también en los de la formación de los misioneros a los que recibirían, o sea 600 pesos por los seis años de estudios de cada uno de ellos. Los candidatos se reunirían en un colegio especial, en Salamanca o Sevilla. Cuando se informó del proyecto a la congregación provincial de Lima, esta se manifestó totalmente opuesta.12 La segunda dificultad de esas misiones procedía de su mismo reclutamiento. Muy rápidamente, las provincias españolas ya no bastaron para cubrir la demanda a la vez constate y elevada de las numerosas provincias americanas. En realidad, el problema había surgido a finales del siglo anterior, como lo prueba una carta del general a la provincia del Perú en 1596 (Egaña 1954-1974, VI: 190-191). Ya desde el generalato del padre E. Mercurian, la Compañía había empezado a introducir padres italianos en sus expediciones hacia América, como ya lo practicaba en aquellas que destinaba a Asia, pero esto no fue sin problemas. Entre los años 1584 y 1586, el consultor de la casa de Lima, el padre Esteban de Ávila, señaló que españoles e italianos no se avenían muy bien (Vargas Ugarte 1963, I: 358). El envío de estos a América suscitaba controversias. Para unos, como el arzobispo de Santa Fe, era muy benéfico «porque tienen más facilidad que los españoles en aprender lenguas de indios».13 Para otros, por el contrario, los italianos venían a ocupar puestos y a beneficiarse de ascensos rápidos en detrimento de los españoles. En 1609, después de una consulta del Consejo de Indias, el rey prohibió el paso a Indias de los padres italianos, pero, como muchas, esta decisión fue solo relativamente acatada. Lo prueba el que en un memorial del 2 de junio de 1639 redactado en el Colegio de San Pablo, el padre Alonso Messía Venegas, procurador de la provincia peruana, pidió al soberano que se impidiese la llegada de padres oriundos de Italia, y aludía para ello a un informe del inquisidor Juan de Mañozca.14 En el ínterin, la congregación general de 1616 había decidido internacionalizar sus misiones, lo que, por supuesto, no le convenía a la Corona española. Ese mismo año, el padre Vázquez, procurador de la provincia peruana, había logrado el visto bueno del consejo para una misión de treinta jesuitas, los más de ellos extranjeros, pero, por precaución, había hispanizado sus apellidos. Lo denunciaron al rey y tuvo que ir a defenderse a Madrid. Aunque finalmente le confirmaron la licencia, se precisó que esta no podría sentar las bases de una jurisprudencia al respecto.15 Unos treinta años más tarde, después de la congregación general de 1645 en la que el problema fue planteado de nuevo, una orden terminante del Consejo de Indias vetó el paso a América de cualquier jesuita extranjero. Tal prohibición fue reiterada el 6 de marzo de 1655. Cuando una misión estaba a punto de embarcar, los funcionarios reales de Sevilla y Cádiz debían averiguar la nacionalidad de cada jesuita y no dejar salir a los extranjeros.16 Sin embargo, dadas las crecientes dificultades de la Corona, y a raíz de una activa campaña del provincial de la provincia de Toledo, el padre Felipe de Osa, y del vicario general, el 12 13 14 15 16
Arbitrio del 12 V 1672 (APT 131 bis, ff. 121-182). Santa Fe 17 VIII 1606 (AGI Santa Fe 226). APT 160. AGI, Indiferente general 2870, lib. 4, ff. 254-256. AGI, Indiferente general 2871, lib. 9, ff. 29-30 y 38.
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padre J. P. de Oliva, en favor de la internacionalización de las misiones de los jesuitas, el consejo acabó por flexibilizar su posición. Una cédula del 10 de diciembre de 1664 puntualizó que, en adelante, una cuarta parte de dichas misiones podría estar constituida de padres y hermanos no españoles, pero vasallos del rey de España o de los Estados de la Corona de la Casa de Austria. De todas formas tenían que haber permanecido un año en la provincia de Toledo, siquiera para familiarizarse con el castellano. Una década más tarde, la Compañía solicitó que el envío a América de jesuitas extranjeros fuera «libre de cualquier limitación y restricción». La Corona se negó una vez más. Sin embargo, considerando ciertos argumentos desarrollados durante las discusiones por el padre Sebastián Izquierdo en un memorial al procurador general de la Compañía, el rey y los consejeros aceptaron una concesión. Elevaron a una tercera parte la proporción máxima de los extranjeros en cada misión, y suprimieron, sin duda por razones económicas, el año obligatorio de residencia en la provincia de Toledo (Aspurz 1946: 236-237).17 En su memorial, el padre Sebastián Izquierdo había demostrado la imposibilidad matemática para las provincias de España de cumplir con sus obligaciones misioneras. Solo contaban con 2040 jesuitas cuando eran 2900 en Italia y 6500 en las provincias de habla alemana. A partir de entonces, las nacionalidades más diversas se encontraron en las misiones de la Compañía destinadas a América, y se puede seguir la progresión del elemento extranjero gracias a las listas publicadas por el padre Pablo Pastells (1912-1949, IV y V: passim). Fácil es imaginar las reacciones de los criollos a los que, en su propia provincia, se limitaba, o a veces vetaba, el acceso a la Compañía, cuando, en cambio, se acogía a extranjeros que ni siquiera eran súbditos del rey de España, y cuyo número, además, era insuficiente, puesto que, andando el tiempo, los comisarios de misiones, a pesar de sus esfuerzos, no llegaban a llenar los cupos autorizados. Ya durante la primera mitad del siglo, el general Mucio Vitelleschi había indicado que, de todos modos, la falta de padres en las provincias europeas haría a la larga ineludible el recurso a vocaciones americanas. Lo había escrito en 1619 al provincial del Perú, Diego Álvarez de Paz (Jouanen 1941-1943, I: 18) y lo había reiterado en 1639 (Rey 1966: XXXIII). Había otro aspecto sensible. Mientras que se limitaba el número de criollos en nombre de la defensa de la calidad, parece que algunos misioneros europeos no estaban exentos de reproches. Varias voces autorizadas lo afirmaron en repetidas ocasiones. En 1613, el virrey marqués de Montesclaros escribió, a propósito de un proyecto de misión presentado por el padre Cristóbal de Ovando, que los jesuitas a los que había de traer tenían que ser, esa vez, maduros y «de conocida aprobación». Añadía que en oportunidades anteriores los misioneros habían ingresado en la Compañía tan solo porque querían ir a América, y no en función de sus cualidades y de la fuerza de su vocación.18 El problema no parece haber mejorado con el tiempo. Más tarde, en 1660, otro virrey, el conde de Alva, afirmó con motivo del viaje a Europa del padre Juan de Rivadeneira que había de regresar con un grupo de misioneros: «En otras ocassiones han traído sugetos de poca hedad y no hechos que, con lo viciosso de la tierra, mudan costumbres y dan ocassión a que les hechen de su religión». 19
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Para la campaña del padre Izquierdo, véase también APT 41 doc. 2 y 6, BRAH, col. Jesuitas, t. CCXIII; Avendaño 1666-1675, t. I, lib. I, cap. IV; y Vargas Ugarte 1963, II: 193-208. 18 Lima, 22 IV 1613 (AGI Lima 36 y BPR 546). 19 Lima, 12 VII 1660 (AGI Lima 61).
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De todas formas, ya en 1596, el propio general había reconocido en una carta a los padres del Perú que en España dejaban salir hacia América a «los que no quieren para sus propias provincias» (Egaña 1954-1974, VI: 190-191). Había otro punto de amargura entre los jesuitas criollos. Se quejaban, como sus compatriotas de otras Órdenes, de que esos misioneros, de viajes muy costosos, alistados con crecientes dificultades, no iban efectivamente a las misiones vivas de las regiones marginales, cuando el argumento esgrimido para justificar su venida era, precisamente, la supuesta inaptitud de los criollos para ese tipo de trabajo. Como era de esperar, los padres criollos hacían hincapié en la duplicidad de la maniobra. Lo que tal vez es más revelador aún, es constatar que el propio provincial de una de las provincias españolas contestaba al padre general que, entre sus padres, sí había buenos candidatos al trabajo misionero en el Perú, pero sabiendo estos que no los iban a emplear en la evangelización sino en puestos de gobierno, preferían quedarse en Europa: «Ay desseosos de ir allá, pero que comúnmente excluyen a essa provincia y otras, porque saben que no se trata en ella de emprender conversiones de gentiles y que los otros ministerios los pueden exercitar en su provincia como en Indias o Perú».20 La amargura de los criollos se transparenta de manera nítida en una larga carta del padre Joseph Rodríguez, jesuita de Quito, relativa precisamente al destino real de los misioneros europeos. Algunos pasajes de esta habían de inspirar la real cédula del 14 de febrero de 1676 que obligaba a las provincias americanas de todas las Órdenes a ocupar a los misioneros en obra de evangelización. El padre Rodríguez colocaba el problema en la perspectiva de las rivalidades entre criollos y peninsulares. Después de recalcar las insuficiencias de estos, escribía, entre otras cosas, que los responsables españoles no dejaban irse sino a los padres y hermanos a los que juzgaban «inútiles y de aptitudes limitadas»: Maltratan en quanto pueden a los de acá y esto ellos mismos lo dizen, que los procuradores para moberlos a que vengan a Indias los combidan con los dichos puestos, diziendo que los criollos no son para govierno y que, siendo ellos superiores, tendrán mano para socorrer a los parientes que dejan en España, como se ha visto dejar las casas en donde son superiores destruydas y empeñadas por embiar el dicho socorro, y como vienen embiados de la codicia y ambición, no se mira en ellos el espíritu de misioneros, antes bien, luego que desembarcan en Indias, unos presumen maestros y otros rectores, y sino les conzeden luego algún honor en esto, se quejan de los procuradores que les traen diziendo que los engañaron.21
Es de notar que la ya citada cédula del 12 de marzo de 1674, que autorizaba el envío por la Compañía de una tercera parte de jesuitas extranjeros en sus misiones, puntualizaba que estos se deberían destinar exclusivamente al trabajo evangelizador. Las autoridades superiores de la Compañía reaccionaron. Contestando varias reales cédulas sobre estas cuestiones, en octubre de 1676 el procurador general por las provincias americanas, el padre Alonso Pantoja, se negó a atarse las manos al respecto. Él afirmaba que la Compañía, como siempre había hecho, era la única en poder decidir a dónde irían a trabajar sus misioneros. Por otra parte, no vacilaba en precisar que las provincias americanas mejor administradas eran precisamente aquellas a cuya cabeza estaban padres ve-
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Padre J. P. de Oliva, Roma, 20 IV 1675 (APT 131 bis). 28 V 1672 (AGI Lima 334).
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nidos de España. No era posible afirmar con más nitidez el sentido y segunda intenciones de la política misionera de la Compañía.22 En adelante, los jesuitas contestaron siempre negativamente a las órdenes reales varias veces reiteradas. En 1699, la Compañía intervino para que no se aplicase, en lo que a ella se refería, una real cédula del 25 de diciembre de 1694 motivada por una misión agustina destinada a Nueva Granada. Avisado por el padre Antonio Jaramillo, procurador general de las provincias americanas, el prepósito general pidió que esa reglamentación no se hiciese extensiva a los jesuitas, que, según decía, siempre escogían a sus misioneros en función de sus méritos y aptitudes, y sin tomar en cuenta su país de origen.23 La cuestión volvió a ser de actualidad un poco más tarde, con motivo de las dificultades encontradas por el padre Juan Martínez de Ripalda para reunir una misión destinada al Nuevo Reino de Granada. El 10 de febrero de 1701, el fiscal del Consejo de Indias dirigió al general una carta que le precisaba que dichos misioneros no podrían emplearse en cátedras, colegios ni puestos directivos. En su respuesta, las autoridades jesuitas hicieron hincapié en que para ellas nunca se hacía diferencia entre europeos y americanos. Terminaron demostrando que las medidas previstas por los Consejeros eran no solo contrarias al espíritu de la Compañía, sino que podrían suscitar tensiones entre peninsulares y criollos: Finalmente ¿qué mayor novedad para la Compañía que encargando tantas vezes sus constituciones no aya entre sus hijos parciales ni nacionales afectos, se aya de poner la provincia del Perú en un estado donde nada resplandezca más que la nacionalidad misma? Si se trata de magisterios ¿Sólos peruanos han de ser maestros, porque [los otros] passaron por misioneros […]. Si se trata de goviernos ¿peruanos solos han de mandar por la razón misma? Pues si se fingiera al caso que en la dicha provincia del Perú, alguno o algunos, por parcialidad nacional tuviessen tal pretensión contra los missioneros europeos, qué más les pudiera dar la ficción que lo que ahora les ofrecen en realidad? ¿Qué mayor fomento para la desunión religiosa, para la vanidad y propia satisfacción, para el desprecio de sus hermanos y para una continuada ambición, que assentar desde luego con firmeza y seguridad que el premio, el lustre y el alivio es herencia destinada a solos los del Perú? Era necesario un gruesso volumen para ponderar los daños públicos y particulares que avía de acarrear esta novedad de la Compañía. 24
Todo esto, de manera evidente, no podía, igual que en las demás comunidades regulares, sino ser un germen de descontento. Lo revelaba a las claras el memorial del padre Rodríguez, pero una prueba manifiesta, ya desde el año de 1640, es la larga carta escrita por el
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Ibídem. 11 X 1699 (AGI Chile 66). 24 APT, 41 ff. 22-23, n.° 189. Entre los documentos aducidos por el padre Ripalda para justificar su petición, figuraba una carta del presidente de la Real Audiencia de Santa Fe, don Gil de Cabrera, en la que este declaraba, entre otras cosas: «Reconozco necessita de ser reclutada [la provincia] de sugetos de essos reynos más que otras, por la poca aplicación que los naturales tienen a professar su santo instituto, respecto de no practicarse en ella [la Compañía] las graduaciones que en las demás donde, según su orden, gozan los sugetos de diferentes conveniencias; a que se añade no tener elección en nada, por venir de Roma señalado desde el provincial hasta el rector y ocupaciones del más tenue colegio y siempre en sugetos de canas y letras, y la circunstancia de no ser a cargo de la Compañía la multiplicidad de curatos que poseen las otras religiones, no es el menos principal motivo de inclinarse la naturaleza de el país e inclinar también sus padres a las otras religiones por la próxíma esperança de verlos curas doctrineros luego que se ordenan de sacerdotes, lo qual no sucede en la Compañía» (8 II 1691) (Ibidem, n.° 591 bis). 23
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padre Francisco de Contreras, un criollo de La Paz, con una experiencia ya larga, pues tenía en su haber 48 años de Compañía. Como el padre Mucio Vitelleschi se había extrañado de una de sus misivas en la que pedía que no viniesen más misioneros españoles, el padre Contreras desarrollaba su argumentación con una prudencia no exenta de firmeza, y escribió entonces una de las páginas más bellas, dignas y fuertes del criollismo andino de la época. Sin la acrimonia que a menudo deforma los textos de ese tipo, exponía uno de los aspectos más relevantes de las reivindicaciones criollas. Como ese texto de excepcional calidad ha sido publicado in extenso, remitimos a la versión que dio el padre Rubén Vargas Ugarte (1963, II: 103-104). ROCES, RENCILLAS Y RIVALIDADES
¿Eran la correspondencia del padre Contreras y las segundas intenciones de la política misionera de los jesuitas reveladoras de un malestar latente entre criollos y peninsulares dentro de la Compañía? La respuesta es, sin lugar a dudas, positiva. Por mucho que esta proclamara que no hacía diferencias fuera de aquellas que justificaban el mérito de cada uno, su proceder no había impedido que surgiera en su seno el descontento de los americanos, ni que los padres procedentes del viejo continente participaran de los prejuicios anticriollos. En varias oportunidades las autoridades superiores de la Compañía habían insistido para que los criollos no fuesen víctimas de discriminaciones. En una carta al provincial del Perú, el padre Diego Álvarez de Paz, el general Vitelleschi había mandado quitar sistemáticamente del vocabulario el término criollo, lo cual, dicho sea de paso, prueba una vez más que este era usado por los europeos y recibido por los americanos como una especie de insulto. El general insistió, incluso, en que se impusieran graves sanciones a aquellos que lo utilizaran «ya sea por baldón, ya en cualquier otro sentido»: Quítese asimismo y bórrese cuanto antes este nombre de los libros del archivo y de todas las ordenaciones en que se habla de los nacidos en América, haciendo distinción entre ellos y los que son oriundos de Europa, en lo que se refiere a la admisión, formación y ocupaciones, de suerte que se destierre todo lo que indique diferencia entre unos y otros, y mucho más todo lo que puede significar desestima de los nacidos allá. En ninguna manera se atienda para la posición de cargo y oficio en si uno ha nacido aquí o allá, bastando ser todos hijos de una misma madre, la Compañía, y haber sido alimentados con la misma leche.25
Ese tipo de instrucciones habría de ser reiterado, por ejemplo, al padre Ayerbe, provincial del Nuevo Reino, el 15 de enero de 1625, cuando el general le escribió: «No consienta Vuestra Paternidad que a los nuestros que an nacido en esa tierra, los llamen criollos y a otros estranjeros, que esto entibia entre los nuestros la charidad y puede ser causa de otros daños» (Pacheco 1959, I: 489). Esto solo podía ser eficaz si el manejo interno de la Compañía hubiera correspondido efectiva y precisamente con las intenciones proclamadas, y también si los miembros de las provincias americanas hubieran podido mantenerse alejados de las animosidades «nacio25
ARSI Prov. Per. vol. I (A), ff. 169-170. Una carta idéntica está en el vol. 2 (I) f. 31v. Ya en enero de 1579, en las instrucciones dadas al padre Plaza, visitador de Nueva España, el general había precisado «No se permita que los nuestros sean llamados criollos, mas se tenga la buena estimación que se deve entre religiosos» (Zubillaga 1954-1971, I: 420).
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nales» cuya importancia iba creciendo cada día a lo largo del siglo XVII. Sobre el primer punto, ya hemos podido constatar una distorsión muy neta entre los principios y la realidad en lo referente a la admisión y a la política misional. Ya era cierto a finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, pero vamos a ver que, en realidad, las discriminaciones no cesarían, aun en los momentos en que los principios de igualdad eran proclamados con la solemnidad que hemos dicho. Desde este punto de vista, se puede citar un texto muy curioso, una carta del general al provincial del Perú en 1617. Primero, el general exigía una igualdad de trato entre criollos y españoles: «En no hazerse differencia en el trato común y ordinario de los europeos y de emplear en govierno y otras cosas a los criollos que tuvieran partes para ello, somos del mismo parecer de Vuestra Paternidad, y se hará con el favor de Dios». A continuación, el padre Mucio Vitelleschi añadía: «Lo de pedir que se abroguen las instructiones del recibo echas con tanta esperiencia y consultas que sobre ello tuvo la buena memoria de nuestro padre Claudio, ha parecido algo duro y causado acá novedad, y assí lo que parece es que se deven guardar mientras no se avisare otra cosa en contrario, y desseo que Vuestra Paternidad vaya con tanto tiento en recibir, no alargando la mano en el número».26 Después de proclamar la igualdad entre americanos y europeos, el general insistía en que las restricciones impuestas al ingreso de los primeros se mantuvieran. Al año siguiente, el general escribió al padre Alonso Messía, de Lima, sobre el problema de la admisión de los criollos. Le recordó «la moderación» necesaria, y añadió una frase que, a las claras, era reveladora del pensamiento profundo de la Compañía: «porque cerrarles del todo la puerta [a los criollos] ny se deve ny se puede sin recelo de mucha nota y ruido».27 ¿Lo habrían sugerido algunos dentro de la Compañía? En 1619, el general tuvo la ocasión de precisar al provincial de Lima las razones profundas de la «moderación» exigida en la admisión de los criollos. Ya no se trataba de las supuestas deficiencias de los hispanoamericanos, sino lisa y llanamente del peligro que estos representaban potencialmente en la perspectiva del aumento de la presión criolla que entonces se estaba notando en la sociedad en general, si bien las grandes crisis suscitadas alrededor del problema criollo todavía no habían estallado: Con esta occasión tengo por conveniente y necessario advertir y encargar (como apretadamentre encargo) a Vuestra Paternidad que vaya con mucho tiento y delecto en el recibo, guardándose lo ordenado de nuestro padre Claudio, de pía memoria, sin dar lugar a otra cosa, sopena que, de faltarse en ello, se pueden temer (andando el tiempo) los inconvenientes que Vuestra Paternidad sabe experimentan otras religiones de menos unión o, por dezirlo más claro, de manifiestas parcialidades, y como éstas deven estar lexos de los verdaderos hijos de la Compañía, no veo medio más appósito para no vernos en semejantes monstruosidades, que la prevención en no recibir tanto, atajándose el mal en sus principios y escarmentando (como se suele dezir) en cabeça agena, y crea Vuestra Paternidad que esse negocio me tiene con mayor cuidado de lo que podría encarecer».28
26 27 28
ARSI Prov. Per. vol 2 (I) f. 397r-v. Ibídem, f. 409r. Ibídem, f. 17r.
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En adelante, en 1631, en 1633, el general llamó la atención de los responsables de la Compañía en el Perú, reprochándoles haber reclutado a demasiados criollos.29 Sin embargo, y de manera contradictoria, en 1636, de nuevo se indicó al provincial que no debía hacer diferencia entre padres y hermanos de ambas procedencias: «Con el mayor affecto que puedo, encargo a Vuestra Reverencia procure con toda solicitud la unión y fraterna caridad entre unos y otros, que no se oyga nombre de europeos ni de nacidos en esos reynos, sino que todos se traten y se amen como hijos de una misma madre, premiando a cada uno como su virtud y talentos merecen, sin atender que sea de aquí o de allí». 30 Por esas fechas, semejantes instrucciones se daban, por ejemplo, a las autoridades de Nueva Granada. Hemos visto que en 1625 el general había pedido al provincial, el padre Ayerbe, que no se hiciese ninguna diferencia entre criollos y españoles. Sin embargo, en 1617, en la lista de los males que había que evitar en la provincia, el general había colocado en primera posición la aceptación demasiado laxista de candidatos criollos. En 1618, recordó las exigencias que se debían tener en cuanto al ingreso de los postulantes americanos.31 Más tarde, como en Lima, se llamó la atención de los provinciales otras muchas veces sobre lo mismo. Hasta en 1634, el general indicó que había que recibir «los menos que se pudiere de los nacidos en esa tierra, que generalmente no son tan a propósito para la religión como otros».32 Al año siguiente volvió sobre el tema de manera explícita: Buen dictamen es recibir pocos o con delecto y el probar más de lo ordinario que se usa por acá a los que entran en esos reynos, nacidos en ellos. Lo tengo por acertado no tanto que absolutamente los desta tierra o de aquella no sean admitidos, todas las proporciones generalmente en esta materia son falibles. Lo cierto es que ni todos los del Reyno son para religiosos, ni menos para la Compañía, ni todos es justo que sean excluidos; de los nacidos en Indias, goçan sus provincias muy buenos sugetos y ésa los tiene muy calificados. Lo que importa, es examinar muy despacio sus naturales y vocaciones junto con su modo de proceder y inclinaciones y que aya la larga experiencia de esto.33
¿Sería esa filtración específica de las vocaciones criollas («el probar más de lo ordinario que se usa por acá») suficiente para impedir el surgimiento de los problemas internos que tanto temían las autoridades romanas de la Compañía? Por supuesto, dada la ausencia de elecciones capitulares trienales, dadas también la política de la Compañía en su reclutamiento americano y la disciplina que se esforzó en mantener en sus colegios, no conoció los enfrentamientos desgarradores y espectaculares que sufrieron entonces las demás comunidades regulares americanas. Sin embargo, no hubo provincia que no se viera confrontada con semejantes dificultades. Hacia finales de 1620, el general Vitteleschi escribió al provincial del Perú una larga carta dedicada, en lo esencial, a ese aspecto: Una de las cosas que más cuydado me da y más a la cotidiana aflige mi corazón en esta carga que el Señor a sido servido poner mis flacos hombros, es la desunión que veo se va fomentando y creciendo cada día más assí en essa provincia como en otras de las Indias, entre los na29 30 31 32 33
Ibídem, vol. 2 (ii) ff. 287 y 308. Ibídem, f. 434r. ARSI, Prov. Nov. Regn. et Quit. vol. 1-2, ff. 52r, 60v. Ibídem, f. 140v. Ibídem, f. 152v-153r.
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cidos en essas partes y los que van de Europa, cosa tan agena de nuestro instituto y de las primeras palabras del summario de las constituciones. Veo que por los superiores passados y presentes, se han procurado poner, y de hecho se han puesto, los remedios que se an juzgado convenientes y hasta aora todos parece que an sido en vano y lo que más cuydado me da, es que aun en los msimos padres ancianos y experimentados de Europa, después de aver comunicado con los nacidos allá, los veo muy encontrados en pareceres, sintiendo uno de una manera y otros de otra, unos que se use de unos remedios, otros de los contrarios.34
Le parecía que existían tres maneras de acabar con la desunión. Primero, esforzarse en que las relaciones entre miembros de la Compañía cumpliesen con las reglas de fraternidad y disciplina edictadas. Después, respetar una igualdad absoluta entre todos, cualquiera que sea el origen de cada uno. En fin, utilizar las vocaciones locales, pues era ya evidente que las provincias de España no podían compensar las limitaciones impuestas al ingreso de los americanos. ¿Hiciéronse efectivas semejantes medidas o quedaron solo en propuestas? Lo ignoramos, pero lo cierto es que, algunos años más tarde, el provincial del Perú participó al general la existencia de «quejas» formuladas por los padres y hermanos oriundos del país en contra de los que venían de España.35 En 1634, el general interrogó al provincial de Lima sobre los «vandillos» criollos que se reunían en el Colegio de San Pablo y daban «mal ejemplo». Si era cierto, daba instrucciones para que esto cesara enseguida.36 De hecho, es indudable que el criollismo penetró en los colegios de la Compañía. Lo prueba, por ejemplo, la carta del padre Contreras. Tres años más tarde, un viejo padre español escribió a propósito de este: «Es el capitán y caudillo de los de acá, y los banderiza de manera que parecemos aquí, los de acá y los de España, moros y cristianos que perpetuamente andamos peleando y diciendo mal de otros» (Vargas Ugarte 1953, II: 104-105). En una época en que el criollismo militante se constituía en actitud cada vez más organizada y consciente, cuyas reivindicaciones rebasaban el marco de los conventos, los ámbitos criollos formulaban reproches muy precisos en contra de la Compañía. En 1640, en sus Primicias del Perú, en las que hacía el censo de los puestos de responsabilidad ocupados hasta la fecha por criollos, el franciscano fray Baltasar de Bustamante recalcaba en que solo un peruano había sido nombrado provincial de la Compañía, cuando en las demás Órdenes donde los nombramientos provenían de elecciones, eran incontables los criollos que habían ejercido semejantes funciones (Bustamante 1953 [1640]: 127-142). Diez años antes, fray Buenaventura de Salinas y Córdoba, vocero eminente del criollismo limeño, se quejaba ya del sistema de nombramientos en la Compañía: «Si no lo han sido [provinciales] es porque no los eligen acá donde gozamos sus grandes prendas, su capacidad, virtud y religión, y está su general tan lejos de la mexor y más ilustre provincia que tiene toda Europa, y es atributo de Dios tener tan larga vista que no pierda por lejos los humildes y capaces» (1957 [1630] disc. II, cap. IV). Un hecho aparentemente de importancia menor fue muy revelador del tono y de las prevenciones de los grupos criollos contra la Compañía sobre este punto. En 1646, se acusó al procurador (español) de la provincia, el padre Jacinto Pérez, de haber elevado al Consejo de Indias dos memoriales de los que uno tenía por objeto, según el rumor público, res34 35 36
30 IX 1620, ARSI Prov. Per vol. I (a) ff. 169-170. Ibídem, vol. 2 (I) f. 126r. Ibídem, vol. 2 (II) f. 349v.
ESPAÑOLES Y CRIOLLOS EN LA PROVINCIA PERUANA DE LA COMPAÑÍA
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tringir las posibilidades de ascenso de los criollos en la administración y en la justicia de su tierra natal. Tal noticia se había creído en Lima con gran facilidad, según afirmaba el secretario del consejo, don Gabriel de Ocaña y Alarcón. Había suscitado muchas quejas de criollos que habían escrito al respecto cartas llenas de amargura. En realidad, todo había procedido, al parecer, de una correspondencia confidencial de otro jesuita. En una carta dirigida a Lima, este había formulado graves acusaciones contra el procurador, y había encontrado en Lima una acogida tanto más favorable cuanto que era notorio en el Perú que el padre Pérez estaba lleno de rencor contra los criollos. 37 La provincia de Lima no era, en el virreinato, la única en experimentar dificultades de ese tipo. No es este el lugar de presentarlas detenidamente, ya que, además, las hemos estudiado en otras oportunidades. En la de Nueva Granada no escasearon los roces, sospechas y, finalmente, disensiones. En Chile, por los años 1665-1666, el proyecto de unión de las dos provincias del Paraguay y de Chile tuvo, entre otros motivos principales, la voluntad de rebajar la influencia que en esta habían llegado a tener los padres criollos (Lavallé 1993). A pesar de sus esfuerzos, de su estructura de gobierno y de su bien conocida disciplina, la Compañía no pudo impedir, aquí o allí, roces y choques suscitados por las disensiones entre ambas ramas de la familia hispana. Lo extraño hubiera sido que no sucediese así en una época y una sociedad en las que todo lo que giraba en torno a ese problema se había convertido en algo esencial, que se había inmiscuido en prácticamente todos los aspectos de la vida colectiva. Así se notó con motivo de la gran crisis suscitada en Lima a comienzos de los años 1680 por la imposición de la alternativa a los franciscanos. Antes de los graves incidentes de finales del año, las tensiones habían llegado desde tiempo atrás a su cima, y nadie escapaba de ellas en la capital virreinal, sobre todo en las comunidades regulares. Habiendo sido informado de los estados de ánimo visibles en la provincia, el general recordó al provincial que la única razón de la presencia de los jesuitas en el Perú era su labor evangélica, ahora bien: Para esto siempre con fidelidad que yo desseo y como se deve entre verdaderos hijos de Nuestro Santo Padre Ignacio, es menester que entre los Nuestros ni aya ni se sienta aún rastro de aquel execrable y maldito espíritu nacional que tanta pesadumbre y acerbíssimo dolor me ha costado: y al presente toco este punto con no poca pena, por lo que se me ha escrito que todavía en algunos de essa provincia se halla esta vicio pestilente de la nacionalidad. Encargo a Vuestra Reverencia por las entrañas de Nuestro Señor Jesús Christo, y que devemos respectar y imitar los exemplos venerables de nuestros primeros padres y de tantos que han ilustrado esa provincia con sus virtudes, viviendo en la tierra con la paz, concordia y caridad que si fuera en el cielo. Encárgole pues que se aplique toda la eficazia de su zelo a desterrar este vicio y mortal veneno: castigando severamente al que supiere que tiene tan mal espíritu y exortando a todos a que tengan siempre la caridad y amor del espíritu santo sin el qual no puede aver en el hombre cosa de provecho. Y mientras no supiere yo que todos obran con este espíritu del cielo y tan propio de nuestra Compañía, no es posible que tenga el consuelo que desseo.38
Cuando un poco más tarde su sucesor, el padre Charles de Noyelle, fue informado de la ayuda y, sobre todo, de la acogida que los jesuitas de Lima habían brindado a los francis-
37
Traslados de algunas cartas sacadas de sus propios originales para prueba de la inocencia del padre Jacinto Pérez de la Compañía de Jesús (BRAH, Jesuitas t. XLIII, doc. 30). 38 Roma, 1 IX 1680 (APT 131bis).
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canos criollos rebelados contra la autoridad del comisario general y del propio virrey, dirigió una carta indignada al provincial. Le representó hasta qué punto era deshonroso para la Compañía haber desempeñado semejante papel en tales circunstancias: Siendo la casa de la Compañía como plaza de armas y ministrándolos a los inobendientes assí en consejos, parezeres y persuassiones como en todo género de fomento y demostración pública y secreta para tal resistir. Esto me dexa summamente desconsolado y no cumpliera con mi obligación sino ordenara como lo ordeno a Vuestra Reverencia, con todo aprieto, que averigüe quiénes de los nuestros han sido los culpados en este atrevimiento en la forma de esta relación y que los castigue con la demostración y rigor que mereze tal delito para la satisfacción pública y para el escarmiento.39
Algún tiempo atrás, el obispo de Huamanga, Sancho de Figueroa Andrade, también había denunciado al rey los ecos y las consecuencias que había tenido la crisis franciscana dentro de la Compañía: Con el nacional affecto de verse muchos hijos de la tierra y pocos o ningunos de Europa y éstos olvidados y como desvalidos, siendo los primeros que entablaron en toda la christiandad, se expone a la turbulenta conspiración que en años passsados padecieron los religiosos de San Francisco unos con otros, y porque según e entendido, el de los de la Compañía brotó con las demonstraciones que hicieron en la ocasión, agenas de la modestia y compostura exterior que professan, la natural aversión con que miran a los que vienen de España.40
Es de notar que, durante esos años bastante movidos, los provinciales habían sido criollos, primero el padre arequipeño Francisco del Cuadro (nombrado en 1678) y luego el padre Hernando de Saavedra (oriundo de Santa Fe, en 1683), lo cual prueba también que los americanos de confianza no eran sistemáticamente dejados de lado en la Compañía, hasta para los puestos más elevados, aunque, como se sabe, en ella gran parte de la realidad del poder provincial estaba en manos de los visitadores mandados de fuera por Roma. *** Gracias a la estructura particular de su organización interna, mediante una política de admisión y de expediciones misioneras que no tenían equivalente en ninguna Orden, la Compañía trataba de realizar lo que los padres peninsulares de las demás comunidades regulares no podían hacer desde hacía mucho tiempo: limitar el número de criollos y no aceptar sino a candidatos escogidos con el fin, primero, de mantener el poder español sobre 39
30 I 1683 (ibídem). AGI Lima 308. También en la provincia mexicana la cuestión de la alternativa suscitó tensiones cuando, entre 1670 y 1677, el padre Diego de Monroy, un criollo de Colima, fue acusado de haber tomado abiertamente partido en favor de los criollos agustinos que trataban de impedir la instauración de ese sistema electivo en su provincia (ARSI Prov. Mex. Vol. 3 ff. 15, 55, 77 y 107). Por esos años, el provincial, el padre Andrés Cobián, un español de Puerto de Santa María, fue secamente reprendido por el general por haberse mostrado demasiado «nacional» en favor de los criollos: «Siento que se escriva contra Vuestra Reverencia, diziendo que se muestra en sus palabras y obras muy nacional, no alabando y aún hablando mal freqüentemente de los de Europa, defendiendo y publicando muchas alabanzas de los nacidos allá y dándoles a éstos los mejores puestos y cátedras». El general amenazaba con no confiar más responsabilidades «a los que supiere que están inficionados desta maldita peste de nacionalidad […] y lo executaré mejor que lo digo» (ibídem, f. 37v). 40
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las provincias americanas, después con el propósito de evitar, en la medida de lo posible, los enfrentamientos que se iban repitiendo en prácticamente todos los conventos americanos. A pesar de sus esfuerzos, la Compañía no logró sus metas sino de manera muy imperfecta. Su política de misiones europeas vino a chocar con notables dificultades tanto en lo que se refería a los candidatos europeos como a la inserción de estos en sus nuevas provincias. La manifiesta voluntad de limitar el ingreso de los criollos tampoco no surtió los efectos esperados, entre otras cosas por razones de mera presión demográfica. Poco a poco, todas las provincias americanas de la Compañía vinieron a tener mayorías criollas. Las cifras que aducimos en anexo, a partir de los catálogos trienales del archivo romano de la Compañía, lo muestran sin ambigüedad. Prueban la vanidad de cualquier política encaminada a restringir artificialmente el número de los criollos en las comunidades regulares. Esas cifras también destruyen la leyenda según la cual los jesuitas siempre han mantenido en sus filas una minoría criolla fácil de vigilar, lo que sin duda hubiera querido hacer. Como máximo, se puede notar que, hacia finales del siglo XVII en algunas provincias, la progresión del número de criollos tendió a descender, efecto de la reactivación del envío de misiones europeas en los últimos años de la centuria. De todas formas, en ese momento, la parte de los efectivos criollos seguía lo suficientemente elevada como para que dichas provincias no pudiesen quedar alejadas del contexto general de los problemas surgidos en torno a la rivalidad hispano-criolla. En las páginas que dedicaron a los antagonismos entre criollos y españoles a mediados del siglo XVIII, Jorge Juan y Antonio de Ulloa han captado nítidamente, al mismo tiempo, el carácter de las disensiones en el seno de la Compañía y su límite real. Ese texto de mediados de la centuria siguiente ya era valedero para las décadas que hemos estudiado aquí: «Todo su estudio político no basta para ahogar en sus senos el humo de este incendio. Su disimulo no tiene las fuerezas correspondientes para haber evitado el que no se hiciessen públicos los sentimientos particulares y su gobierno no puede conseguir el que vivan europeos y criollos con hermandad» (1918 [1748], II: 108-109). BIBLIOGRAFÍA
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Anexo Porcentajes de jesuitas criollos en las provincias del imperio colonial español (siglo XVII) PROV. PER.
Años 1600 1601 1610 1613 1615 1616 1623 1625 1626 1636 1640 1642 1649 1651 1652 1653 1654 1657 1659 1660 1664 1670 1671 1674 1675 1684 1685 1687 1690 1691
Padres
Herm.
13%
14%
20%
20%
37%
30%
48%
30%
PROV. NOV PROV. MEX.
Padres
Herm.
29%
27%
44%
REGN. ET QUIT.
Padres
Herm.
7%
7%
10% 11%
34% 36%
PROV. CHIL.
Padres
65%
72%
25%
81%
31%
31%
33%
42%
31%
93%
4%
8%
4%
11%
11%
10%
17%
17%
17%
10%
17%
10%
29%
10%
19%
46%
54%
45%
55%
52%
36%
53%
45%
60%
40%
60%
64%
1706 1707
15%
17%
77%
86%
Herm.
34%
66%
1696 1701 1702
Padres
19% 48%
58%
Herm.
PROV. PHILIP.*
40%
69%
60%
Nov. 58% Prov. 76%
Regn. 65% Quito 71%
Nov. 64%
Regn. 46%
Prov. 64%
Quito 69%
85%
73%
70%
78%
55%
83%
65%
49%
* En la provincia de Filipinas, se ha sumado a criollos del archipiélago con los de Nueva España. Todos los porcentajes han sido redondeados al punto más próximo.
Identidad criolla y proyecto político en el Poema Hispano-latino de Rodrigo de Valdés Pedro Guibovich Pérez
Canto benéficas luces, heroycas sublimes causas, inmortales altas glorias, divinas inmensas gracias
Con estos versos inicia el jesuita limeño Rodrigo de Valdés su Poema Heroyco Hispano-latino, que celebra las excelencias de su ciudad natal (Valdés 1687: 1-2).1 Por su historia pasada y presente, Lima emula a Roma y, por consiguiente, puede reclamar con justicia el título de «reyna del Nuevo Mundo». No obstante su interés como muestra de la producción intelectual criolla del siglo XVII, el Poema de Valdés, de modo similar que muchos otros textos de la literatura colonial, ha permanecido mayormente desatendido por los estudiosos. Aparece citado muy pocas veces en los estudios de literatura y menos en los de historia colonial. Esto se debe seguramente a que solo existe una edición, la original de 1687, pero también a que el Poema requiere una lectura lenta, por la complejidad de sus versos y las abundantes y eruditas notas explicativas que el autor ofrece al margen. Adicionalmente, la crítica literaria durante los siglos XIX y XX no ha sido particularmente generosa.2 Tan solo recientemente, siempre desde el campo de la crítica literaria, Mazzoti (1996) y García Bedoya (2000) se han ocupado del Poema de Valdés, al cual consideran como una singular manifestación de la épica criolla en el siglo XVII. No es mi intención en las páginas que siguen hacer una valoración literaria de la obra de Valdés; porque considero que hay otros más capacitados para hacerlo. Mis pre-
1
Del Poema he consultado dos copias, una existente en la Hispanic Society de Nueva York y otra en la Biblioteca Central de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en Lima. Nuestras citas remiten a esta última copia. Agradezco a la señora María Elena Rodríguez, subdirectora de la Biblioteca Central, que me permitió obtener una reproducción del Poema. 2 La crítica peruana se inicia con Lavalle, quien escribió que «[...] del cuerpo de la obra es imposible sacar dato ni noticia de ningún valor, ni aún entender las más de las veces lo que el autor quiere decir; mas bien en los sumarios de los párrafos se encuentra alguna que otra cosa útil e importante y algo también en las notas» y agregó «[...] su estilo es revesado y oscuro, lleno de retruécanos y de hipérboles» (Lavalle 1861: 2-3). Los juicios de Lavalle fueron acogidos por otros autores nacionales. Mendiburu (1934, XI: 165-167) cita en extenso las opiniones de Lavalle. En el siglo XX, Sánchez, como no podía ser de otra manera, hizo eco de las opiniones decimonónicas, al escribir que el texto de Valdés estaba «mechado y orlado de notas explicativas, no se sabe a qué atender más, si a la prosa o al verso; de toda suerte brinda cabal concepto de lo que el opresivo culteranismo» (1981, II: 462). Por otro lado, Marcelino Meléndez y Pelayo escribió «tiene la gracia de poderse leer a un tiempo en latín y castellano, lo cual quiero decir que no está escrito en ninguno de ambos idiomas, sino en una gerigonza bárbara» (Citado en Sánchez 1981, II: 462).
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tensiones son diferentes. Propongo una lectura desde la Historia, es decir, entender el Poema de Valdés en relación con su contexto histórico y las convenciones literarias que le dieron forma. Trataré de demostrar que emplea las convenciones de la corografía, un género literario en boga en el siglo XVII a ambos lados del Atlántico. Ello permitió al autor exaltar su ciudad y, al mismo tiempo, sustentar los reclamos y aspiraciones de los criollos a un lugar en la historia y la política del imperio español. En esta nota primero me ocuparé de la biografía del autor como paso previo al análisis de su obra. La principal fuente para documentar la biografía de Rodrigo de Valdés es la Carta de edificación escrita en 1682 por Francisco del Cuadro, rector del Colegio Máximo de San Pablo, y que se incluye entre los preliminares del Poema.3 Además, se cuenta con el estudio de Torres Saldamando (1882) sobre los jesuitas de la época colonial, que ofrece información adicional, al parecer proveniente del archivo del Colegio Máximo de San Pablo, depositado en el siglo XIX en la Biblioteca Nacional y hoy desaparecido.4 Las noticias que se tienen sobre Rodrigo de Valdés son diversas y, en general, fidedignas. Era hijo del general Francisco de Valdés y de Elvira de León y Garavito. Por el lado materno, estaba emparentado con las familias más antiguas e ilustres de la capital del virreinato. Su abuelo, Francisco de León Garavito y Hernández, había sido regidor perpetuo, catedrático y rector de San Marcos y abogado de la Real Audiencia de Lima.5 También Rodrigo de Valdés era primo de Diego Cristóbal Mesia y Lope Antonio Munive, oidores y presidentes de las audiencias de Charcas y Quito, respectivamente. Los padres de Rodrigo pensaron destinarlo a la carrera militar, y para lograrlo buscaron el apoyo de su pariente el virrey marqués de Montesclaros, quien le concedió una plaza de soldado en su guardia. Pero el joven Rodrigo decidió cambiar el uniforme de la milicia seglar por el de la milicia religiosa; y en 1626, cuando contaba 17 años, fue recibido en el noviciado de San Antonio Abad por el provincial Gonzalo de Lira. Por entonces, pertenecían a la Compañía dos tíos suyos, ambos notables catedráticos en el Colegio Máximo de San Pablo: Jacinto de León Garavito6 y Hernando de León Garavito. Es probable que el ejemplo de estos parientes influyeran en la decisión de Rodrigo de ingresar a la Compañía de Jesús.7
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Los datos procedentes de los preliminares aparecen glosados por Mendiburu. En su introducción, Torres Saldamando expresa haber consultado los manuscritos de la Biblioteca Nacional y del Archivo Nacional, así como haberse servido de los trabajos inéditos de Manuel González de la Rosa, Pedro García Sanz y Manuel de Mendiburu. En este punto, conviene hacer un breve recuento de las adversidades de la documentación de los jesuitas. Luego de la expulsión de la Orden en 1767, el archivo del Colegio de San Pablo —y los de otros colegios y establecimientos— se repartieron entre la Biblioteca Nacional y el Archivo Nacional. Luego de la Guerra de 1879, Ricardo Palma hizo una selección de numerosos documentos que consideró de interés histórico y literario del Archivo y los trasladó a la Biblioteca, donde permanecieron hasta el incendio de 1943, que destruyó la mayor parte de ellos. 5 Sobre Francisco de León Garavito y Hernández, véase Eguiguren 1940-1950, I: 355-372. 6 Nació en Lima. Estudió en el Colegio de San Martín. Estuvo a cargo de varias cátedras en varios colegios, es particular en San Pablo, donde regentó por mucho tiempo la de Teología. Fue dos veces rector de San Pablo: entre 1663 y 1666 y nuevamente entre 1675 y 1678; y del noviciado de San Antonio entre 1672 y 1675. Falleció el 11 de diciembre de 1679. A su muerte, dejó inconclusa una Vida del P. Juan de Alloza, que sirvió al padre Fermín de Irrisarri para componer la que publicó en Madrid en 1715 (Torres Saldamando 1882: 296). 7 Según Eguiguren, otros deudos de los León Garavito fueron los jesuitas Gonzalo Suárez de la Roca, Sebastián Suárez de la Roca, Alonso Mesia, Francisco de Aramburu, Juan de Olivares e Ignacio de Aguinaga (Eguiguren 1940-50, I: CCLVIII). 4
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La práctica exagerada de ejercicios devotos —según sus biógrafos— habría afectado psicológicamente a Valdés. Para remediar tal situación, sus superiores le encargaron la explicación de la doctrina en las escuelas de niños de la ciudad, labor que se encomendaba, por lo general, a eclesiásticos experimentados.8 No obstante su estado de salud, Valdés concluyó sus estudios con un acto público que dedicó al virrey marqués de Montesclaros. Recibió las órdenes sagradas y empezó la tercera probación, después de la cual se le destinó a misionar en Huarochirí, una provincia de la sierra de Lima. En esta región se dedicó con tal empeño al estudio del quechua que en tres meses «pudo hacer una misión muy cumplida, confesando y predicando a los indios», sostiene Francisco del Cuadro (Valdés 1687: [f. 32v]). Posteriormente, participó en la fundación del Colegio de Huancavelica, y en 1642 se le concedió la profesión de cuatro votos. También en 1642 Valdés vuelve al Colegio de San Pablo para ser primero catedrático de Artes y, más tarde, de Prima de Teología y regente de estudios. Cuando desempeñaba esta última cátedra se le encargó la prefectura de la Congregación del Colegio del Callao y la de seglares de la Virgen de la O establecida en San Pablo. A Valdés se atribuye la construcción de la hermosa y elegante capilla y haber encargado a Roma cuadros para decorarla. 9 El desempeño de Valdés en la cátedra, la congregación y el púlpito lo hicieron famoso entre autoridades y otros miembros de la sociedad colonial. Los virreyes y arzobispos «no solo le amaban con cariño y estimación, sino que también solicitaban su correspondencia y comunicación estrecha con muy íntimas confianzas, que se muestran en muchos y dilatados negocios que le encomendaban y se han hallado en su escritorio», anota Del Cuadro (Valdes 1687: [f. 36r]). Asimismo, se dice que la Inquisición limeña lo nombró su calificador y visitador de librerías; pero esto último no se ha podido documentar. Debilitado por los años y el excesivo trabajo, Valdés fue víctima de más intensas crisis depresivas desde 1679. La idea de la muerte se volvió entonces una preocupación recurrente. Del Cuadro relata que Valdés acudía a diario a la iglesia de Desamparados, donde pasaba la mayor parte del día dedicado a la lectura de libros espirituales y «de nuestros varones ilustres». Anexo a la iglesia construyó un aposento o retrete con vista al río, «con un oratorio muy aseado, donde puso un tabernáculo vecino de la Santísima Virgen Nuestra Señora, con ánimo de retirarse allí el resto de su vida y esperar debaxo de este soberano amparo, la muerte» (Valdés 1687: [f. 46v]). Falleció en Lima el 26 de junio de 1682. Durante sus ratos de ocio de las vacaciones anuales, Rodrigo de Valdés compuso un extenso poema titulado Fundación y grandezas de la muy noble y leal ciudad de Lima. Se trata de una obra erudita cuya escritura, sin duda, demandó un intenso y dedicado trabajo. ¿Qué pudo llevar a Valdés a escribir el Poema? Se trata de una cuestión no fácil de resolver. Para intentar hallar una respuesta propongo primero establecer la cronología de su composición y luego relacionarla con el contexto histórico. Se señala que el autor concibió originalmente la obra como una ofrenda al príncipe Carlos (futuro Carlos II), para ayudarlo en el 8 Acerca de esta labor doctrinal, Valdés escribió lo siguiente: «Es maravilla oír en la plaza todos los viernes del año a los niños de cinco y seis años hablar con tanta precisión de los mysterios más altos de nuestra santa fe, concurriendo a este provechoso exercicio más de mil niños de todas las escuelas, y principalmente de la que tiene la Compañía de Jesús en los Desamparados» (1687: 144). 9 De la capilla de la Congregación de la O dice Valdés que luce como «una ascua de oro, es capaz de más de quatroscientas personas, donde se reparten dotes de 3365 pesos, ay uno de quatro mil sin otros menores de setecientos y quatrocientos pesos y quatro mil misas, que se reparten cada año entre sacerdotes pobres y virtuosos» (1687: 145).
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aprendizaje del latín: «Fue el intento del sabio y religioso autor ofrecer a Vuestra Magestad, un arte o libro que en aquella tierna edad de la institución (en que se miran los afectos y corazones españoles, recreándose con las esperanzas que oy gozamos del feliz imperio de Vuestra Magestad) hiziesse fácil la enseñanza de la lengua latina, tan necessaria a los príncipes supremos» (Valdés 1687: [f. 2r]). Esta cita permite, asimismo, conjeturar la fecha de inicio de su composición. Carlos II nació en 1661, en 1665 fue proclamado rey, y en 1675 subió al trono. Si hemos de dar crédito al prologuista, la obra debió empezarse a escribir durante la infancia («tierna edad») del futuro monarca, esto es, alrededor de 1665. La fecha de conclusión se puede determinar a partir del contenido. En el penúltimo canto, Valdés alude a la próxima llegada de Melchor de Liñán y Cisneros a Lima en su doble condición de arzobispo electo y virrey interino. Sabemos por otras fuentes que Liñán y Cisneros fue oficialmente recibido en 1678 por el cabildo de la catedral de Lima, y que también ese mismo año, «en atención a justas causas y consideraciones convenientes», la Corona ordenó el cese del conde Castelar y la transmisión de la autoridad virreinal al arzobispo. El Poema no contiene alusiones a eventos posteriores a 1678, lo que lleva a plantear que ese año concluyó, o acaso interrumpió, su escritura. En esto último es muy probable que haya influido el deterioro de su salud mental, que se hizo más ostensible a partir de 1679, según el testimonio de Del Cuadro. El Poema es un «juguete de erudición o entretenimiento de las musas», compuesto «por vía de Academia y exercicio de ingeniosos enigmas» a ruegos de amigos y discípulos, según los primeros biógrafos de Valdés. Estos sostienen que su autor fue siempre contrario a su publicación dada su modestia. Pero esta afirmación hay que tomarla con cierta cautela, porque parecería estar más acorde con la intención de destacar sus virtudes cristianas, característica de las cartas de edificación, más próximas al género hagiográfico que a la realidad. El erudito aparato de notas que acompaña el texto revela sin duda una voluntad de darlo a conocer mediante la imprenta. Adicionalmente a las intenciones pedagógicas o lúdicas del autor, la crisis interna por la cual atravesaba la Compañía de Jesús en el virreinato debe ser tomada en cuenta como un elemento más para entender la génesis del Poema. En la segunda mitad del siglo XVII, la Compañía de Jesús no estuvo ajena a las tensiones derivadas de la oposición entre criollos y europeos; tensiones que no debieron ser desconocidas por Valdés. Los problemas venían de atrás. La admisión de los criollos en la Compañía de Jesús había sido motivo de controversia desde el siglo XVI. En contra de los nativos de América pesaban prejuicios tales como su falta de disciplina, deficiente capacidad intelectual e inconstancia. Una y otra vez en la correspondencia oficial de los superiores se recomienda limitar la entrada de los criollos o, en todo caso, hacerla más selectiva y exigente (Lavallé 1982). En 1646, el general de la Compañía, padre Caraffa, ordenó que las provincias de México y Perú solo debían admitir cinco novicios criollos al año. Se adujo la conveniencia de no poner en peligro los recursos institucionales de ambas provincias; cosa que resultaba infundada dado que ellas eran las más ricas en la América española. En realidad, la razón de fondo no era económica sino otra: el temor que dentro de la Compañía se suscitaran enfrentamientos entre europeos y criollos por el establecimiento de la alternativa, como venía sucediendo en las demás Órdenes religiosas (Lavallé 1982: 707). Una de las estrategias ensayadas por las autoridades de la Compañía para poner un límite al avance de los criollos al interior de la Orden fue promover la inmigración de padres europeos. Pero este proyecto no contaba con el respaldo de la Corona, que desconfiaba de la
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presencia de europeos entre los sacerdotes a América. No obstante la actitud de las autoridades reales, la Compañía logró mediante una real cédula del 10 de diciembre de 1664 que un cuarto de los jesuitas enviados podían ser no españoles, pero vasallos del rey de España o de los estados hereditarios de la casa de Austria (Lavallé 1982: 710). Frente a las restricciones impuestas a su admisión y la llegada de los padres europeos, la reacción de los criollos se hizo evidente; pero más que una oposición declarada, como en las demás Órdenes, entre los jesuitas se trató de un antagonismo latente que se exacerbaba por cualquier incidente. El espíritu de partido que reinaba entre los jesuitas criollos quedó en evidencia con ocasión del intento de imponer la alternativa en el convento de San Francisco de Lima en 1680. A raíz de los sucesos, el general de la Compañía en Roma fue informado que los jesuitas de Lima habían brindado su apoyo a los franciscanos criollos durante la revuelta. De acuerdo con el testimonio de un contemporáneo, «la casa de la Compañía» había servido de «plaza de armas», desde la cual sus ocupantes habían suministrado «consejos, parezeres y persuasiones [...] en todo género de fomento y demostración pública y secreta para tal resistir» (Lavallé 1982: 736). Los años de composición del Poema coinciden con la exacerbación de las tensiones entre criollos y peninsulares dentro y fuera de la Compañía de Jesús. Vista en ese contexto, la obra adquiere un nuevo significado. El despliegue de erudición de su autor no es gratuito. Se trata de una estrategia que busca impresionar al lector y que, al mismo tiempo, encubre un alegato de la capacidad intelectual de los criollos, capacidad cuestionada por algunos contemporáneos. Si el Poema nunca llegó a la imprenta fue quizá porque algún tipo de censura (o autocensura) debió gravitar en ello. Dadas las tensiones existentes es comprensible que un texto criollista de las características antes mencionadas pudiera resultar, por decirlo de alguna manera, incómodo a Valdés, y que prefiriera evitar su difusión. Durante sus últimos años, cuando se hallaba enfermo, parientes y amigos temerosos de que se pudiese perder el texto, se lo solicitaron pero sin éxito. Sospechando que tenían la intención de publicarlo, Valdés lo rompió en numerosos trozos y los escondió debajo de la tarima de su cama. Quiso la casualidad que después de la muerte de Valdés y al momento de que se estaba limpiando su habitación para un nuevo ocupante, pasase un padre que recogió los trozos y con un paciente trabajo de varios meses logró reconstruir la obra «aunque perdiendo a vezes el hilo de tan dorada eloquencia en este laberinto de tan confuzos retazos» (Valdés 1687: [f. 15r]). Una vez recompuesto el texto, los familiares y «amigos íntimos» del autor emprendieron su publicación. La obra apareció en Madrid en 1687 y el editor principal fue un sobrino y primo hermano del autor, el clérigo Francisco Garavito de León y Mesía, cura rector de la catedral de Lima. En su prólogo, Francisco Garavito señala que lo que motivó su publicación fue retribuir el crédito del texto a Valdés, porque había quienes hacían pasar como propios varios de sus versos en panegíricos públicos, amparados en el hecho de estar inéditos y no conocerse el autor. El Poema emplea cuartetas octosílabas y asonantes y se propone latinizar el castellano apelando a formas antiguas de vocablos corrientes para la época, según la intención expresa de que pudiera ser leído tanto en castellano como en latín. Y, en efecto, se puede leer bastante bien en castellano, sin que las formas latinas obstaculicen mayormente la comprensión del texto. Pero que se pueda leer en latín ya es menos probable, por las numerosas voces que solo tienen existencia en español, afirma Mazzoti (1996: 62).
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El Poema de Valdés comprende un argumento, un par de exhortaciones a Portugal e Inglaterra para que retornen a la obediencia de la Iglesia de Roma, un texto congratulatorio a Luis Méndez de Haro, primer ministro del rey y «plenipotenciario de la paz universal de Europa»; prosigue con la conquista española, donde se da cuenta de los viajes de Pizarro y la guerra civil entre los conquistadores; la descripción de Lima; prosigue con sendos cantos dedicados a encomiar algunas obras públicas realizadas en Lima durante los gobiernos de los virreyes Santisteban, Monterrey, Lemos y Castelar; y concluye con un canto a Santa Rosa de Lima. El tema central del poema, como reza en el título dado por Valdés, es el de Fundación y grandezas de la muy noble y leal Ciudad de los Reyes de Lima, insigne cabeza de tres coronada del Perú, rico lucido esmalte de la corona de España. En la composición de su obra, Valdés siguió las convenciones de la corografía, género que gozaba de enorme popularidad en España y América, en particular en la primera mitad del siglo XVII. Por entonces, fueron numerosas las obras impresas que con los títulos de «Grandezas», «Méritos», «Excelencias» y «Antigüedades» reseñaban el pasado de las poblaciones peninsulares. En la propia Lima, en 1630, el franciscano Buenaventura de Salinas y Córdova había publicado una corografía titulada Memorial de las historias del Nuevo Mundo Pirú, Méritos y excelencias de la ciudad de Lima. La difusión del género entre los lectores de Lima se puede documentar a partir de los inventarios de bibliotecas privadas, y nada impide suponer que varios ejemplos del género pudieron ser consultadas por Valdés en la magnífica biblioteca del Colegio Máximo de San Pablo. El concepto de corografía se deriva de una palabra griega que designa el estudio o ciencia de los lugares. En el Renacimiento, fue un término y un género literarios ampliamente usados por geógrafos e historiadores. Como género, se concebía como «historia particular, que se centraba en un tiempo y lugar específico, opuesta a las generales y más abarcadoras historias generales» (Kagan 1995: 85). En España se desarrolla en el siglo XV, pero no fue sino hasta mediados del siglo XVI cuando se establecieron sus convenciones. En 1554 Pedro de Alcocer publicó su Historia y descripción de la ciudad imperial de Toledo, obra que se convirtió en modelo para muchos otros autores (Kagan 1995: 89). En términos generales, las convenciones del género ofrecían a los autores los medios para demostrar las glorias de la ciudad en el contexto de la historia española. Tales convenciones incluían una descripción geográfica de la ciudad, la narración de su fundación a medio camino entre la leyenda y la realidad, el retrato de sus habitantes y de sus costumbres, el inventario de los personajes ilustres de la villa, o la especificación de los productos típicos de cada zona, todo ello en lenguaje hiperbólico (Rey Sierra 2000: 705). Fiel a las convenciones del género, Valdés da cuenta de los beneficios de la localización física de Lima y de la fertilidad de su campo. Escribe que desde la ermita construida en lo alto del cerro San Cristóbal, «sitio amenísimo», es posible admirar la ciudad de Lima y su valle, que lucen como: Obeliscos sumptuosos infinitas nobles casas, floridísimos tapetes, fértiles olivas gratas (Valdés 1687: 98)
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El río Rímac es «famoso y fecundo» y debe su nombre a un vocablo indígena que significa hablador «por el murmullo y rumor de las espumas con que ondea su torrente ronco» (60). De las lomas de Amancaes, donde la sociedad limeña solía acudir en junio y julio, dice que son «deliciosísimo sitio». Más al sur de la ciudad, en los acantilados del litoral, están «los chorrillos de la pesquería de Surco, donde la naturaleza haze mil hermosas trabesuras de los manantiales que se despeñan de aquellas altas barrancas» (75). Otro lugar digno de su atención son las lomas de Pachacamac, donde se solía practicar la caza, y que constituyen «prodigio raro de la naturaleza, especialmente los años que son más copiosas las garúas» (74). Complemento del paisaje es el clima. Lima goza de un «seguríssimo temple sin que la molesten los importunos rayos del sol [...] ni sienta jamás tormentas del cielo». El calor en verano es moderado y no tiene efectos malignos como en otras partes. Esto explica que en Lima y el resto del virreinato nunca se haya visto perro que rabie. El viento que procede del mar concede perpetua salud a la ciudad capital. «La mitad del año —escribe Valdés— goza del privilegio y favor que gozaron los hijos de Israel en el desierto por las nubes, que la defienden del sol, con que todo el día parece una fresca y apacible mañana»; y añade que «es cosa digna de admiración, quán necesario es el rocío destas nubes, pues con tener tan a la mano el agua del río que se reparte en tantas azequias, en no lloviendo este escaso rocío son menos fértiles las cosechas» (115). En los relatos corográficos, la ciudad aparecía como una suerte de paraíso terrenal libre de hambre y necesidades. De la maravillosa fecundidad de los valles del Rímac y de otros del sur próximo se puede decir lo mismo que Ovidio escribió sobre Egipto: O tu quae dulces distillas néctar, melliflua canaria, quando de horrísono ingenio, dulcíssima vena mana (116)
En estos versos, es clara la alusión al cultivo de la caña de azúcar, uno de los más importantes en los valles de la costa central. Las provincias próximas no son menos fértiles y de ellas se beneficia la capital. Para nuestro autor son «maravilla sin exemplo» las hoyas de Pisco, porque sin riego ni otro cultivo producen la mejor y más sazonada fruta del virreinato. Pisco produce «hermosísimos» dátiles que «exceden con grandes ventajas a los mejores de Berbería» (117). La producción vitivinícola de Nazca, en particular la de las haciendas de la Compañía, es la mejor del mundo. Estos vinos de Nazca son, en su opinión, trofeos jesuíticos (118). Las frutas originarias del país merecen especial mención. La musa poética de Valdés canta las excelencias de la granadilla «misteriosa», la tuna «espinosa», la piña que «de áspero cilicio se arma», la palta «inocentísima», las guayabas «suavísimas», la chirimoya costosa, rara y de «tan silvestre apariencia», y el plátano «scándalo de Eva incauta». También el género corográfico demandaba a los autores ocuparse de la fundación de la ciudad, a veces atribuida a un héroe mitológico, y de la etimología de su nombre. Como otros escritores criollos, contemporáneos suyos, Valdés describe a Pizarro con relieves heroicos. El conquistador es comparado al argonauta «Tiphis, famoso piloto y uno de los principales que fueron a robar el Bellocinio» (53). Durante su navegación por aguas del Pacífico desafió «espumosos centauros» y «bestias marinas». Sus glorias y hazañas son dignas del elogio universal. Por ello,
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Observa attónita Europa, respecta confusa Assia, Africa incrédula impugna, América adora grata (54)
A lo largo del siglo XVII las pretensiones de los criollos se fundamentaban no solo en sus servicios a la Corona, sino también en las acciones de sus antepasados, en particular de los conquistadores. Como el escritor criollo fray Buenaventura de Salinas, Rodrigo de Valdés es un admirador de Pizarro, a quien convierte en un héroe digno de la antigüedad. También, al igual que Salinas, Valdés considera a Pizarro el héroe fundador de la patria y nobleza criollas: Titulares ramas nobles quales de incobusta zarza digna de tan alto héroe, amabilísima patria. (68)
Aun cuando Valdés no se ocupa explícitamente de la etimología del nombre de la ciudad capital, deja entrever que debe su denominación de Ciudad de los Reyes por haber sido fundada bajo la advocación de los tres Reyes Magos. Recuerda que en la ciudad alemana de Colonia se conservan las reliquias de ellos y que por tal razón, como Lima, ostenta en su escudo de armas tres coronas. Lima y Colonia comparten, pues, los mismos elementos heráldicos y la devoción hacia los Reyes Magos, de tal manera que bien puede Lima ser llamada «ínclita Colonia hispana» (2). Finalmente, otra de las convenciones literarias establecidas por la corografía incluía, por un lado, la descripción de la ciudad como una justa y bien gobernada república; y por otro, como una «civitas cristiana», enraizada en la religión y la fe. Muestra de su buen gobierno es el plano urbanístico de Lima. Sus calles fueron trazadas «no derechas de Oriente a Poniente, ni de Norte a Sur» a fin de que las paredes «hiziesen sombra por la mañana y por la tarde». La planta de Lima «es aún más hermosa que la de México que no tiene quadradas las cuadras [...] sino en forma de ladrillos más largas que angostas» (74). Su puente sobre el río Rímac, obra del virrey Montesclaros, es comparable al que construyó el emperador Trajano sobre el Danubio (95). Sus oidores y presidentes de la audiencia son audaces y prudentes, y en ellos se respeta la persona real. Pero es sin duda la Universidad de San Marcos la que merece, entre las instituciones ciudadanas, mayor atención por parte de Valdés. Para comprender esto último habrá que comentar brevemente cuál fue el rol de San Marcos en la sociedad colonial. La universidad fue concebida por la Corona —ha escrito Martín Monsalve (1988)— como uno de los medios para solucionar la inestabilidad política. En ella, los criollos debían ser educados en la lealtad a la Corona a fin de que «la magestad del rey, nuestro señor, tenga sus repúblicas destos reinos y ciudades de ellos llanas y pacíficas e seguros sus vasallos». Los criollos, por su parte, consideraron la universidad como un medio de ascenso social. Mediante la obtención de grados académicos «los hijos de los conquistadores y vecinos» tenían las posibilidades de acceder a los cargos en la burocracia civil y eclesiástica. Por añadidura, el claustro universitario fue otro de los escenarios privilegiados donde los criollos tejieron sus redes de poder e influencia, redes que les permitieron el control de las cátedras y, más tarde, una vez concluidos los estudios, el apoyo en la obtención de cargos públicos.
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La Universidad de Lima, por muchos títulos, puede compararse a las más ilustres de Europa si no en el número de sus estudiantes, sí en la doctrina, sabiduría y letras de sus maestros, doctores, catedráticos, teólogos y juristas, sostiene Valdés. De sus aulas han egresado ilustres prelados y ministros. Prueba de la consideración hacia ellos son «las muchas honras con que [se] exalta los ingenios deste reyno». Por ello, «[…] se debe hazer más estimación de ellos que de todos tesoros del Perú» (Valdés 1687: 142-143). Más aún, Valdés afirma que Lima hace con los españoles lo mismo que Ariadna con Teseo, darles «hebras de oro de las ricas del Perú, mugeres honrosas, estado, honor y estimación», y exclama: «O! no quiera Dios que sean tan ingratos los españoles con Lima como lo fue Theseo con Ariadna, dexándola acabar y consumir en lo retirado de este nuevo mundo» (2). En este punto, se deja entrever el reclamo de Valdés por una mayor participación de los criollos en la administración y gobierno imperiales. La prueba de ser la ciudad del Rímac una «civitas cristiana» es la existencia de numerosos edificios religiosos y las prácticas devotas de sus habitantes. Lima es una «Jerusalén religiosa», una «Sión sacrosanta». En el decoro del culto divino, capellanías, obras pías y grandeza de sus monasterios de monjas, la capital no reconoce ventaja a ninguna ciudad de España. En ella, y por extensión en el virreinato del Perú, la fe está muy segura, aún más que en Roma, dentro de cuyos muros se toleran judíos y herejes. La seguridad de la fe se debe a la acción del Santo Oficio. En ninguna ciudad como en Lima, el tribunal es tan venerado y tiene tanta reputación, por el celo y las letras de sus «argos vigilantes» o ministros (135). Ciertamente, la tendencia a magnificar la importancia de la «patria chica» llevó a los corógrafos a ignorar al resto de las ciudades en sus relatos. En la obra de Buenaventura de Salinas, ya mencionada, las ciudades —observa Lavalle (1993: 141)— solo son evocadas de forma superficial, mediatizadas sin interés, a título meramente indicativo. Lo mismo se puede decir de la obra de nuestro autor jesuita. Lima no es solo un «locus amenus» y una «civitas cristiana», sino, además, de ella depende el mantenimiento del ordenamiento colonial, el control sobre las provincias que integran el virreinato. Así lo expresa Valdés en los siguientes versos: Salve Lima quae felices conservas provincias tantas, prósperas quando obedientes, contentas si tributarias (1687: 155)
Nuestro autor se revela como un atento observador del importante rol que desempeñaba Lima en la organización económica del virreinato. En la ciudad capital se decidía acerca de los montos destinados a los gastos locales y lo que se debía remitir a la hacienda imperial. Debido a esta función, ciertas zonas del virreinato, como Huancavelica o la capitanía de Chile, y gran parte de los gastos del Estado dependían directamente de la capital (Suárez 1995: 54-55). La preeminencia de Lima es afirmada en la representación que Valdés hace del Perú como un gigante, similar al que se le apareció en un sueño a Nabucodonosor, cuyo cuerpo estaba formado de diversos metales. La cabeza es de oro y está compuesta por el Cuzco, porque en su región se hallan las minas de Carabaya; la corona es Lima; el pecho y los brazos son de plata, y están formados por las provincias de Potosí, Charcas y Lípez, por abundar en ellas dicho mineral; el resto del cuerpo es de cobre y está formado por Co-
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quimbo, célebre por sus yacimientos de ese mineral; los pies del gigante son uno de hierro y otro de barro, que representan a los españoles y los indios, respectivamente. Los españoles son duros como el hierro por su valor y braveza, como lo han demostrado en las conquistas y descubrimientos en América; los indios, por el contrario, son débiles como el barro porque se hallan expuestos e indefensos a la mayoría de los españoles. Y añade nuestro autor «y es mucho de temer no se verifique la ruyna de la estatua», porque «todos tiran la piedra y esconden la mano» (72). Tan solo en apariencia la estatua es sólida, en realidad es débil debido a los intereses contradictorios de la sociedad colonial. No obstante esa oposición, los unos como los otros son necesarios para su estabilidad. La solución de la contradicción se halla en la buena administración de justicia para los indios. Valdés alaba las disposiciones del virrey Alba de Liste que permitieron la restitución de tierras a los indios en la región de Charcas. La preocupación social de Valdés por los indígenas no es original, en verdad forma parte de una antigua tradición memorialista de la Compañía, particularmente fecunda desde fines del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII. Antes que Valdés, otros escritores jesuitas de la provincia peruana habían tratado acerca de la explotación económica de los indígenas. Muestra de ello son los textos de Juan Sebastián, Esteban de Ávila, Manuel Vázquez, Juan Pérez de Menacho y Francisco de Vitoria sobre la mita minera (1599); de Diego de Torres Bollo acerca de conveniencia de la perpetuidad de la encomienda (1601) y el servicio personal de los indios (1612); de Alfonso de Mesia Venegas a propósito del servicio personal de los indios (1603); de Valentín de Caravantes, Antonio de Vega y otros en torno a Potosí (1610); de Juan Sebastián, Juan Perlín, Francisco de Contreras y otros sobre el tributo (1613); y de Pedro de Oñate en relación a Huancavelica (1629); tan solo para citar a algunos.10 Como sus hermanos de Orden, Valdés eleva su voz en defensa de los indios y advierte en tono severo los males que puede acarrear la injusticia del despojo: «pues el mismo año —escribe— que quitaron a los indios dos palmos de tierra, [España] perdió [...] mil docientas leguas de tierra en el Brasil» (Valdés 1687: 71-72). Así como reclama justicia para los indios, hace lo propio para con los americanos, tantas veces objeto de malentendidos por parte de los europeos. «Son tan prodigiosas las cosas de las Indias —escribe Valdés— que se tienen por fabulosas en Europa». Se trata de un tópico, como lo ha demostrado Redmond (1976-1977), presente en la literatura del siglo XVII y refutado recurrentemente por los criollos. Frente a la ignorancia de los europeos, Valdés recomienda cautela: «[…] las cosas de admiración no las digas, ni las cuentes, que no saben todas las gentes como son» (1687: 50-51). La cautela de Valdés lo habría llevado, como se dijo antes, a evitar la publicación de su obra. Pero con lo que no contó el autor fue con que sus parientes tenían otros planes. Fueron ellos quienes realizaron la impresión en 1687 en Madrid. La elección de su publicación europea pudo deberse a consideraciones prácticas: sortear los altos costos y las deficientes condiciones de la industria tipográfica limeña. Pero también pudieron pesar otras razones: el prestigio que concedía publicar en el Viejo Continente como la voluntad de alcanzar a un público mayor y diferente al del virreinato. Otros escritores criollos antes que Valdés habían preferido la publicación de sus obras en Italia, España o Francia. Un asunto diferente es el de la recepción de la obra. Aunque impresa en España, el Poema de Valdés tuvo recepción entre los círculos de intelectuales criollos debido a su en10
Estos documentos han sido reproducidos en Vargas Ugarte 1950-1951.
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tusiasta interpretación de la historia de Lima y su reivindicación del rol de la sociedad criolla. Pedro Peralta y Barnuevo, en su poema Lima Fundada, dedica unos versos a Valdés entre otros escritores jesuitas criollos, y en una nota a pie de página destaca su labor como predicador sagrador y poeta (1863 [1732]: 229). Queda también por explorar, en todo caso, el diálogo que pudo haber existido entre ambas obras. Pero esta será materia de otro estudio. El Poema Hispano-latino de Rodrigo de Valdés se inspiró en el género corográfico, cuyas convenciones literarias ofrecían los medios ideales para la exaltación de la «patria chica». Como sus similares peninsulares, las corografías coloniales fueron obras destinadas a instruir a los lectores que podían identificarse con la comunidad que se estaba describiendo, es decir, a los habitantes de Lima, en particular los criollos de la elite laica y religiosa, interesados en conocer las hazañas de sus ancestros, la antigüedad de su ciudad, y las instituciones a las que pertenecían. El Poema de Valdés, como en su momento el de su compatriota el franciscano Buenaventura de Salinas, debía proporcionar a la elite urbana los elementos para pensar acerca de la comunidad en que vivían, forjar sus aspiraciones, tener una historia común, destacar su rol como agentes de la historia y sustentar sus reivindicaciones en el marco del gobierno y la política del sistema imperial. BIBLIOGRAFÍA EGUIGUREN, Luis Antonio 1940-1950 Diccionario histórico y cronológico de la real y pontificia universidad de San Marcos y sus colegios; crónica e investigación. 3 tomos. Lima: Imprenta Torres Aguirre. GARCÍA-BEDOYA, Carlos
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Las fronteras de la fe y de las Coronas: jesuitas españoles y portugueses en el Amazonas (siglos XVII-XVIII) Fernando Rosas Moscoso
LOS JESUITAS EN LA CUENCA AMAZÓNICA: HITOS Y LINEAMIENTOS GENERALES
Si bien lo fundamental de un estudio de la definición fronteriza entre las Coronas ibéricas en América del Sur pasa por el análisis de los tratados de 1750 y 1777, existen elementos fundamentales que se desarrollan a lo largo de un gran arco de tiempo y en los que las misiones jesuíticas fueron elementos integradores del proceso. La definición final de frontera por el Tratado de San Ildefonso, en 1777, no encuentra ya a los jesuitas en territorio americano pero, a falta de presencia física, las huellas espirituales e intelectuales quedan claramente registradas. Nos aproximamos al tema a partir de una estructura que configura un conjunto de elementos de carácter interno al espacio amazónico en sí y a la presencia específica de las misiones jesuíticas, y otros de carácter externo, referidos a las bases teóricas de una consolidación definitiva de los espacios coloniales así como también a la incidencia de otros contextos correspondientes al gran espacio colonial portugués. En el primer caso, señalaremos como hitos importantes para la configuración de la frontera: 1. La expedición de Pedro de Texeira 1637-1639, que culmina con el descenso por el río Amazonas hacia Europa de los padres Acuña y Artieda; el primero, autor del Nuevo descubrimiento del Marañón. 2. La acción decidida del padre Samuel Fritz y la preparación de su mapa (1690), que merece la réplica indiferente del conde de la Monclova, virrey del Perú, quien llegó a decir: «Que mediante ser los portugueses cristianos católicos como los Españoles, y gente belicosa no se le ofrecía medio para contener en sus límites sin llegar a rompimiento; el cual era excusado en el presente caso mediante que aquellos bosques no fructificaban, cosa alguna en lo temporal al Rey de España» (Juan y Ulloa 1826: 375). 3. La expedición de Francisco Melo Palheta, que parte el 11 de noviembre de 1722 del Pará y entra en contacto con las misiones jesuíticas de Mojos el 8 de agosto de 1723. Se completa así la circulación Amazonas-Madeira. 4. El descubrimiento de la comunicación entre las cuencas del Orinoco y del Amazonas realizado por el padre Manuel Román en 1744; él, al llegar al río Negro, reemplazó durante un tiempo al padre Aquiles Avogadri en la misión portuguesa de la región, acto de profunda representación simbólica, pues implicaba la mitad de criterio y responsabilidad misionera en los jesuitas de las dos Coronas.
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5. El nombramiento de Xavier Mendonça Furtado como gobernador del estado de Marañón y Gran Pará (1750). A partir de ese momento la situación de los jesuitas portugueses estuvo cada vez más comprometida hasta su expulsión. 6. La obra de Jorge Juan, que llevó a las autoridades de Madrid a ver que la amazonía era tan importante como el problema de Sacramento, en el río de la Plata. 7. Los informes de don Francisco Requena, quien, en su afán de defender los espacios españoles y desarrollar la región de Maynas, siempre recordaba el esfuerzo misionero de los jesuitas. Como se puede ver, en todos estos hitos trascendentales está muy clara la presencia de los padres jesuitas, pues tanto por acción como por persecución fue uno de los principales elementos en la definición de los límites coloniales en el espacio amazónico. Pero no debemos olvidar dos aspectos externos fundamentales: 1. La introducción de una serie de elementos teóricos que favorecían el proceso de delimitación de los espacios nacionales y supranacionales desde el siglo XVI. 2. La evolución de los procesos económicos, políticos y sociales que vivía el oriente portugués y que, en sus crisis, determinaron que la Corona portuguesa se concentrase en el espacio americano. Aun cuando nuestro interés se centre básicamente en lo sucedido a lo largo del río Amazonas, los aspectos arriba señalados serán considerados dentro de nuestro trabajo y enmarcarán la evaluación del papel de las misiones jesuíticas en la determinación de los límites americanos entre las Coronas ibéricas. Así, se tomará la expulsión como un aspecto fundamental en el cierre del proceso delimitador. VICISITUDES DE LOS JESUITAS PORTUGUESES
A partir de 1636, los miembros de la Compañía empezaron en la región amazónica un trabajo misionero intenso, dentro del cual se destacaron los padres Luis Figueira y Antonio Vieira. A la Compañía de Jesús se le asignaron los ríos Tocantins, Xingu, Tapajos y Madeira. Esta actividad estuvo enmarcada dentro de un contexto en el que la Corona portuguesa había iniciado una defensa de los indígenas frente a los colonos que querían esclavizarlos, a través de un alvará real del 15 de mayo de 1624. En lo que se refiere a la zona del Pará, los padres de la Compañía de Jesús obtuvieron permiso el 26 de enero de 1653 para erigir un colegio o convento en la ciudad del Pará. El 24 de noviembre de ese mismo año, llega al Pará el padre Antonio Vieira como superior de las misiones y presenta al gobierno municipal una carta real del 21 de octubre de 1652, que le da facultades de evangelizar, fundar iglesias y misiones en los lugares que le parecieran convenientes, así como también crear reducciones indígenas y determinar lo necesario para su protección; frente a ello, los habitantes de la ciudad le exigen al procurador de la cámara municipal que expulse de la capitanía a los jesuitas, pero esta solo invoca al padre Vieira a que modere sus expectativas o, de lo contrario, actuaría de acuerdo con la voluntad popular. Estos sucesos iniciales evidencian el grave conflicto que va generar la mayor presencia de los jesuitas en el Pará, debido a la reacción inmediata y contraria de los colonos y pobladores que ven como una amenaza los poderes sobre los indígenas que se otorgaron a los misioneros, mano de obra fundamental para el desarrollo de las actividades económicas de los colonos. Esta imagen no va a mejorar en las siguientes décadas a pesar de los compromisos
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y del celo misionero manifestado por los padres. El 15 de enero de 1661, los regidores de la ciudad del Pará invocan al padre Vieira, ya convertido en visitador y superior general de las misiones del Estado, a que solucione la situación de la mayoría de los ciudadanos «que vivem en grande escacez de fortuna por falta de serventes para todo o genero de trabalho material» (Monteiro 1969: 74), y atacan nuevamente el monopolio que sobre los indios ejercían los misioneros jesuitas. Las amenazas de un pueblo enardecido contra los jesuitas continuarán en la medida en que el padre Vieira resista firmemente las presiones de las autoridades civiles y militares. Así, frente al asedio de la población, el 16 de julio de 1661 llegaron a refugiarse casi todos los misioneros en áreas vecinas del Pará, en la fortaleza del Gurupá. Finalmente, Vieira fue expulsado y todos los demás misioneros fueron reunidos también con el objeto de expulsarlos a Lisboa. Después de muchos sucesos tumultuosos y violentos, en mayo de 1662, la mayor parte de los jesuitas fueron conducidos furtivamente hacia San Luis del Marañón para evitar que los habitantes de la ciudad atenten contra sus vidas, más aún cuando habían llegado noticias de Lisboa de que la Corona mandaba un cuerpo de tropa para castigar a los sacrílegos que buscaban expulsarlos, aunque más adelante llegaría un perdón general que facilitó una reconciliación entre los jesuitas y los habitantes de la ciudad. La existencia de una inquietud general por la carencia de indígenas para los diversos trabajos y servicios hizo que, a partir de 1663, se realizaran varias expediciones al interior del Amazonas y de sus ríos tributarios con el fin de capturar esclavos. Por provisión real del 18 de octubre de 1663, se autoriza a los jesuitas a continuar con su actividad misionera, pero se impide al padre Antonio Vieira regresar a la región; además, se manda restituir a los jesuitas sus iglesias y parroquias, de las que fueron expulsados. Los misioneros portugueses afrontaban la intervención cada vez mayor de la Corona y la enemistad creciente con los colonos. En 1686 se dio el llamado «Reglamento de las Misiones» con el cual se normaba estrictamente la actividad de los sacerdotes. Como señala Reis (1972: 266), esas disposiciones, además de buscar la conversión de los naturales, modificó sus sistemas de trabajo, su nomadismo original, su agrupamiento en núcleos urbanos, entre otras cosas. En 1693, se complementó el reglamento con la delimitación del área de acción de cada una de las Órdenes, cortando así los conflictos; tocó a los jesuitas del Amazonas hacia el sur, y a los carmelitas el área conflictiva de los ríos Negro, Branco y Solimoes (Amazonas). Entre 1702 y 1705, gobernando el estado del Marañón don Manoel Rolim de Moura, misioneros españoles penetraron en el Solimoes (parte del Amazonas que empieza en la desembocadura de Javary), entrada que repitieron más adelante entre 1709 y 1710. En junio de 1705 llegó al Pará una orden regia encargada de notificar a los misioneros españoles que dejen esas tierras. Se envió una expedición para desalojarlos al mando de Ignacio Correa de Oliveira, expedición que tenía derecho a ir en son de guerra debido a disputas europeas entre las dos Coronas. Así, el 8 de junio de 1708, las autoridades del Pará, representadas por Correa, notificaron a los misioneros españoles que se retiren de la zona del Solimoes y de las tierras de los indios Cambebas, pues estaban dentro de territorio portugués. Esta solicitud tenía el apoyo de la tropa al mando del capitán Ignacio Correa, el cual se dirigió a la misión de Cambebas en donde intimó la retirada a los jesuitas Pedro Bolarte, Antonio Escobo, Matías Lapso y al padre Juan Bautista Sana, superior de las misiones de San Pablo, San Joaquín y Santa María Mayor, quienes no tenían ninguna ayuda militar (Monteiro 1969: 138-139). El 30 de setiembre de 1709, el gobernador del Pará recibe noticias de que un cuerpo de tropa español, vengando la expulsión de sus misioneros del río So-
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limoes, había invadido y arrasado las aldeas misionadas por los padres carmelitas en la región; esto lo lleva a organizar una expedición de 130 soldados y 300 indígenas, encabezada por el sargento mayor José Antunez Da Fonseca, que entra en la región a principios de marzo de 1710 y que expulsa a los españoles y aprisiona al superior Juan Bautista Sana, recuperando cuatro portugueses detenidos por ellos. Esa expedición sería la mencionada por el padre Velasco al referir la llegada a las misiones de una gran expedición por el año 1710. Estaba compuesta de 1500 portugueses y 4000 indios de guerra. Esa enorme fuerza tenía la intención, según él, de ocupar todos los poblados hasta la boca del Napo; coincidió con la salida del padre Fritz y su reemplazo por el padre Juan Bautista Sanna al cuidado de las cuarenta poblaciones. La expedición cayó sobre los primeros poblados y capturó miles de indios, a pesar de las protestas del sacerdote español. Con esta expedición, según el padre Velasco, España Perdió todos aquellos países de que se apoderaron desde entonces, aunque no hasta la boca del Napo como en el intento, hasta muy poco menos, donde en un gran recodo del Marañón estaban los pueblos de San Pablo y San Javier de Omaguas. Desde allí fueron dejando soldados en posesión y poco después hicieron fortificaciones en diversas partes con buenos presidios, por si la España intentase recuperar lo que era suyo. (s.f., XII: 124)
De esa manera, los límites del Brasil colonial se iban dibujando, por encima de todo lo estipulado en Tordesillas, y nuevamente los misioneros fueron olvidados por la Corona española, que no entendía que eran los únicos elementos en reafirmar sus derechos en la región. Ampliando sus territorios mediante tratados (Utrecht, 1713 y 1715) —por el norte hasta el río Oyapock, alejando a franceses e ingleses de la boca del Amazonas, y por el sur en posesión de Sacramento—, comenzaban a caducar diplomáticamente los derechos españoles determinados por el antiguo Tratado de Tordesillas. El persistente interés de penetrar aún más hacia occidente se manifiesta nuevamente durante el gobierno del Estado del Marañón y Gran Pará, de Alexandre de Souza Freire. Este, en octubre de 1728, envía a 15 soldados y 2 sargentos, al mando de Belchior Méndez de Moraes, a remontar el Amazonas y entrar por el Napo hasta el nacimiento del río Aguarico o del Oro, para encontrar Franciscana, sitio fundado por Pedro de Texeira en su expedición a Quito. Esta expedición tuvo éxito, pues en enero de 1730 Mendes informó que, según refiere Monteiro, había encontrado el lugar de fundación y el monumento que la ubica, haciéndolo restaurar y levantar en ceremonia delante de los miembros de la expedición y de otras personas del lugar, «sendo uma dellas o Padre Joao Baptista Juliao, Superior das Missoens Castelhanas, que andava de visita» (Monteiro 1969: 149). Esta referencia, de singular valor, representa una indicación clara de que la huella de Texeira seguía viva entre los portugueses de la amazonía y gravitaba en la acción de sus autoridades a pesar de los casi cien años transcurridos; se ha tratado de encontrar la noticia correspondiente por el lado español sin éxito, pero evidentemente la existencia de Juan Bautista Julián, jesuita misionero en la zona, corrobora tal situación, aunque su papel debió ser mucho más resistente a la presencia portuguesa que el de ser testigo del acto de reposición que los lusitanos realizaban. El padre Velasco no recoge información sobre dicha expedición; más bien, refiere que en 1732 llegó a la región una gran armada con pobladores portugueses e indígenas que pretendían establecerse en algunos lugares del Yavarí y llegar al Aguarico. También Ulloa y Juan, en sus Noticias secretas, dan cuenta de tal empresa y señalan que debido a la resistencia de los jesuitas no consiguieron fundar población en el río Aguarico. Estos sucesos obli-
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gaban a los misioneros a protestar ante la audiencia de Quito, debido al abandono en que se encontraban. Dicha situación se ve reflejada en el siguiente comentario de Juan y Ulloa: «No debemos culpar el atrevimiento de los Portugueses en internarse en tierras que no les corresponden, mediante provenir esto del descuido y omisión con que los españoles los consienten» (1826: 578). Alcedo y Herrera nos ofrece otras referencias a esa expedición, indicando que estaba dirigida por Melchor Mendes Moraes quien tuvo la intención de hacer población en el Aguarico con el objeto de hacer comercio con Quito. Fue desanimado por los jesuitas, quienes informaron a la autoridad virreinal, que pasó la noticia a España y obligó a que el rey diera, en setiembre de 1733, una orden por la cual se ordenaba a Alcedo (era presidente de la audiencia) que en «caso de haverse construido alguna, ó algunas Fortalezas en los términos de los Dominios de Castilla por los Portugueses passase a desalojarlos con la fuerza de las Armas y demoliesse las nuevas fortificaciones» (Alcedo y Herrera 1740: 316-318). La respuesta a la acción portuguesa la encontramos evidenciada en la acción de los padres jesuitas Carlos Brentano y Nicolás de la Torre, procuradores de la provincia de Quito, a quienes el día 18 de noviembre de 1737, el gobernador y capitán general don Juan de Abreu Castello Branco dirige una comunicación oficial. Esta sustentaba que los límites occidentales del Portugal estaban determinados por el padrón colocado por Pedro Texeira en la confluencia del río Aguarico con el Napo, y no donde «os figurao os seus vaos desejos de amplificar o territorio allegando un direito asentado em baze fantastica de tal modo que parece nao so ofenssa do bom senso, mas ainda preversidade habitual» (Monteiro 1969: 152). Frente al peligro portugués, Jorge Juan y Antonio Ulloa consideran que la solución era apoyar a las misiones del Amazonas, ya que, por carecer de recursos, no podían prolongar su acción más allá de la desembocadura del río Negro. Los portugueses, por el contrario, tenían fuerzas militares y el apoyo de autoridades, por lo que frustraron los propósitos que los jesuitas españoles avancen o incluso defiendan con éxito la zona entre el Yavarí y el río Negro. Es muy clara la posición de Juan y Ulloa a favor de los jesuitas, a quienes consideran solitarios defensores de la soberanía española en la amazonía (1826: 385-386). Entre las numerosas medidas para neutralizar el avance portugués recomendadas por Juan y Ulloa, está el llevar gente para poblar, así como también armas y soldados (1826: 388-389). Al no desarrollar la Corona española una política de colonización y poblamiento en el Amazonas, semejante a la que realizaba el Portugal, debía, por lo menos, conservar las misiones existentes como freno real al avance portugués. Para 1736, las misiones están en decadencia debido a varios factores, dentro de los cuales el avance portugués es quizás el más importante; en ese entonces, ya se habían perdido las misiones en la región Omagua. Como señalamos en un trabajo anterior (Rosas 1986), es importante resaltar la carta que envió el gobernador del Marañón y Gran Pará, João de Abreu de Castellobranco, al provincial de la Compañía de Jesús en Quito (Pará, 18 de setiembre de 1727). En ese documento, el gobernador portugués resalta la sinrazón del clamor de los jesuitas y el poco fundamento de su posición en defensa de los intereses españoles, refuta la validez de las Bulas Apostólicas y del Tratado de Tordesillas, y asegura, de manera contundente: «Nem eu Sei como o mesmo Pontifece q´nao pode asegurar a Sua propria familia huma Porcao da Itallia, podesse dar tao liberalmente a metade do orbe da terra a coroa de Espanha». 1 1 Carta de Joao de Abreu de Castellobranco al Provincial de la Compañía de Jesús en Quito. BNRJ. Sec. Mss 4,2,21 (Porto) ff. 2-3.
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Abreu rechazó la demarcación mediante líneas imaginarias convenida en Tordesillas y mencionó a la expedición Texeira, personaje que llevó a sus límites más occidentales a la amazonía portuguesa. Refutaba también el que Texeira tomase posesión por el rey de España (debido a que en esa época las dos Coronas estaban unidas), ya que, por el Tratado de Paz de 1668, el rey de España otorgaba a la Corona portuguesa cuantas tierras tuviera bajo su control antes de 1640. La fundamentación de Abreu es más propia de un diplomático que de un militar y funcionario; ello demuestra la versatilidad e idoneidad de las autoridades portuguesas de la amazonía a partir del siglo XVIII, quienes apoyaban, con iniciativa y determinación, el proceso de expansión temprana y espontáneamente iniciado en Portugal. Por otra parte, la situación de los jesuitas en el lado portugués adquirió contornos turbulentos cuando fueron acusados de sublevarse contra el obispo al querer ejecutar la bula apostólica «De servitutis», del 20 de diciembre de 1741, dada por el Papa Benedicto XIV, así como también las órdenes expedidas por el rey del Portugal, todas ellas relacionadas a la libertad de los indígenas, según señala Monteiro «impiamente usurpada pelos Regulares da Companhia» (1969: 156). Estos, con el pretexto de protegerlos, prohibían el ingreso de los portugueses en sus aldeas quitándoles así la posibilidad de obtener obreros para la agricultura y el comercio. Resalta nuevamente el problema de la posición de los jesuitas portugueses en relación con los colonos y autoridades de la región y la defensa cerrada que hacían de la acción que podían tener sobre los indígenas catequizados y reducidos en las diferentes poblaciones en donde habían desarrollado su misión. Este conflicto pone en situación muy difícil a la autoridad eclesiástica, pues genera un rechazo total al poner en práctica la supuesta libertad de los indígenas, que no era otra cosa que dejarlos a merced de los colonos y las autoridades como trabajadores prácticamente forzados. Otro suceso importante en la amazonía fue el paso del científico y naturalista francés La Condamine, quien navegó el Amazonas desde sus nacimientos hasta Belem (1743). Sus observaciones dan una visión imparcial del estado de los pueblos y misiones españolas en ese tiempo. Refiere el ilustre viajero que la última misión española en el Amazonas era la de Pevas, antes de llegar a la primera de las portuguesas, San Pablo; el viaje duró tres días con sus noches. En esa zona indica que se encuentran las grandes islas habitadas antiguamente por los omaguas (La Condamine 1945: 56). Las misiones portuguesas estaban dirigidas por sacerdotes carmelitas, a quienes la Corona portuguesa les había concedido la labor espiritual en esa zona fronteriza. Esos carmelitas fueron los que se hicieron cargo de las misiones capturadas a los jesuitas españoles. Cita también el viajero una serie de fortalezas portuguesas a lo largo de su camino, emplazamientos militares que pasaron a formar parte de la red defensiva de la amazonía portuguesa; entre ellas, estaban la que defiende la boca del río Negro, la de Parú, Curupa y Macapa, ya cerca al Atlántico. A fines del siglo XVIII, los portugueses habían fundado gran cantidad de poblados a lo largo del río Amazonas y de sus afluentes. Aun así, la penetración portuguesa a occidente se detuvo o disminuyó en intensidad, debido a que desapareció la esperanza de encontrar un País de la Canela o El Dorado y también debido a los Andes, que impidieron una proyección mayor (Tocantins 1961, I: 74-76). Del lado español, solo la solitaria presencia de los misioneros obstaculizó el avance portugués. Es evidente que, después de 1750, los portugueses perdieron ímpetu, pero justamente esa época coincide con el inicio de un periodo importante para el desarrollo de la amazonía portuguesa (1750-1800). Por otra parte, también influye en esa situación el cambio de ac-
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titud de la Corona española, que empieza a preocuparse por la región y se convence de la necesidad de tener límites precisos con los dominios portugueses. Así, el 16 de enero de 1750 se firmaba el Tratado de Madrid, ratificado rápidamente en Lisboa el 26 de ese mismo mes, y que generó el nombramiento del gobernador y capitán general del estado de Marañón y Gran Pará, don Francisco Xavier de Mendonca Furtado, como principal comisario en la demarcación de límites y la orden de dirigirse a la frontera del río Negro para encontrarse con los comisarios españoles. Fue esa misma autoridad la que enfrentó los desordenes generados por supuestas «maquinacoens dos Jesuitas» (Monteiro 1969: 163) que, según sus funciones, seguían resistiendo las órdenes y disposiciones tanto reales como eclesiásticas con respecto a la libertad de los indígenas. Según la crónica de Monteiro Baena, existen denuncias concretas en las que se acusa a los jesuitas de usurpar propiedades y expulsar a colonos de sus aldeas. Se inicia así un intenso conflicto entre el nuevo gobernador y los jesuitas que terminará con la expulsión de estos por órdenes de la corte portuguesa. Desde el punto de vista de las fronteras, la acción del gobernador es clara y decidida, al ejecutar las obras y acciones más indicadas para consolidar la posesión portuguesa de la mayor parte posible de las tierras amazónicas refrendadas ya por el Tratado de Madrid. Entre otras cosas, manda fundar la villa de San José del Yavarí en la desembocadura de dicho río con el Amazonas y coloca en ella un destacamento militar para controlar la navegación dirigida hacia el Pará. Mientras tanto, también atendía los problemas, supuestamente generados por los jesuitas, tanto en las regiones vecinas al Amazonas como también en el Madeira, deportando, por ejemplo, a Lisboa a los padres Antonio José, Roque Funherfund, Teodoro de la Cruz y Manuel Gonzaga y restituyendo a los carmelitas la administración de las aldeas situadas en el río Yavarí «de que tinhao sido expellidos pelos Jesuitas com universal escandalo dos habitadores» (Monteiro 1969: 165). A partir de 1751, la situación empieza a cambiar en la amazonía portuguesa. Una de las primeras disposiciones será la de trasladar la capital del territorio a la ciudad de Belem y decretar la extinción del estado del Marañón y Gran Pará para crear uno nuevo con el nombre de Gran Pará y Marañón. Este simple cambio de nombre es importante porque demuestra el grado de desarrollo de la ciudad de Belem, que ya para esa fecha había opacado a la pequeña San Luis de Marañón. Para ese entonces, Belem se había convertido en la São Paulo de la amazonía, punto de partida de las expediciones que se dirigían al interior y del comercio con Europa. El sello característico de esta etapa es la preocupación por el problema indígena; Pombal pone énfasis en el cumplimiento de todas las disposiciones sobre protección indígena, mejorando su situación con respecto a las etapas anteriores. Las disposiciones emanadas por la Corona presentan un interés por conferir ciertas libertades a los indígenas en la creencia de que eso aumentaría su rendimiento en el trabajo: el axioma por aplicar sería el siguiente: cuanto más protegido el indígena más rendimiento en el trabajo. Encontramos en las referencias relativas al año 1756 la más clara y directa referencia a la posible unión de los jesuitas portugueses con sus pares españoles con relación a la aplicación de los límites entre las dos Coronas. Así, Monteiro señala «Párao os Religiosos da companhia na urdidura das suas intrigas externas; e dao-se ao uso das armas procurando sustentar-se no mediterraneo da Capitania por meio da forca de acordo com os Padres Hespanhoes da mesma roupeta da Sociedade, que se achao estabelecidos na fronteira da Norte» (1969: 166). La acusación es clara, señala una confabulación entre padres españoles y por-
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tugueses específicamente referida a la frontera norte pero que alude al uso de armas y a un refugio común en las tierras más alejadas de la capitanía, dando a entender que así se aludía a la acción de los portugueses. Las quejas sobre la acción jesuítica en las demarcaciones continúan considerando que los padres trataban de sabotearlas y buscaban crear frentes comunes con los jesuitas españoles; más aún, se acusa a los jesuitas españoles de favorecer la deserción de 120 soldados portugueses (junio de 1757) quienes, robando los almacenes reales de municiones y alimentos, y exigiendo a los pobladores de la ruta alimentarlos, se dirigen hacia las misiones españolas de los omaguas «em virtude dos manejos clandestinos dos Jesuitas» (Monteiro 1969: 167). Todo ello queda referenciado en el diario del padre Uriarte, como la llegada de los «carayoas», ya que así llamaban los indígenas a los portugueses, quienes solo huían de sus opresores y que no les iban a hacer daño; el mismo padre refiere que, al reñirles «blandamente su deserción y se excusaron diciendo ‘Ay, Padre, si no hubieran quitádonos los Padres de la Compañía que eran nuestro refugio, no hubiéramos hecho tal disparate’. Para que se vea que calumnia fue la que levantaron después, que los jesuitas les hicieron levantar y huir, pues ya antes habían desterrado a los jesuitas Misioneros» (Uriarte 1986: 241-245). Pero todas esas reformas no se logran rápidamente. Cuando llegó Mendonça, encontró que el estado estaba en una situación precaria: unas cuantas ciudades y 63 aldeas que necesitaban urgentemente la intervención y ayuda de la autoridad local. Como señala Nunes Días, la amazonía era una tierra semimuerta a la que empezaba a atacar el mercantilismo extranjero, representado por los vecinos holandeses, franceses e ingleses de las Guayanas (1966-1969: 74); y no solo se esperaba la penetración económica sino también una penetración con miras a la ocupación de territorios portugueses que debía ser tomada en cuenta ante la debilidad organizativa y defensiva del territorio. Para solucionar esos problemas se tomaron una serie de medidas. En cuanto al indio, estas se reflejan en la cesación casi total del poder temporal de las Órdenes religiosas, consideradas por los funcionarios pombalinos como la única causante de la situación marginada en que estaba el indio. Empieza pues, la pugna sorda entre autoridades y religiosos, que terminará con el triunfo de los primeros, los cuales lograron terminar con la tutela que los misioneros tenían sobre las aldeas indígenas. Como señala Ernani Silva, lo que se pretendía era el aportuguesamiento del indio y su incorporación a la civilización, para lo cual debía ser libertado del misionero, participar en la administración de sus poblaciones y dejar de hablar su idioma nativo, sustituyéndolo por el portugués (1966: 71). Para poner en práctica esos proyectos, se emiten numerosas órdenes regias entre las que se destacan, por su importancia, las relativas a la libertad definitiva de los indios y la cesación del poder temporal de los misioneros en las aldeas (junio de 1755). Indudablemente, esta actitud generó un conflicto con los religiosos, especialmente con los jesuitas que, acomodándose al nuevo régimen, fueron expulsados del Brasil en 1759. Para desprestigiarlos se les acusó de practicar el contrabando con misioneros españoles y de no reconocer más patria que su Orden. Así, en una carta (29-12-1751), enviada a su hermano Pombal, Mendonça destaca la intervención de los religiosos en el contrabando fronterizo, diciendo que: «[…] furtivamente passavam a fazer algum negocio com perigo grande de que soubessem o castellanos e portugueses, porque en toda parte deveríam ser castigados» y recuerda cómo el padre español Carlos Brentano, dijo al pasar por Pará, que en aquel río solo deberían estar los jesuitas «Isto é, para fazerem o negocio entre si, em fraude de ambas as Coroas e sem que do grande
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contrabando que ali se há de fazer possa resultar bem algum ao publico, porque todo o cabedal ha de ficar dentro da Compahnia» (Mendonça 1963: 145). Repite sus manifestaciones de sospecha con ocasión de la fundación de una aldea en el Yavarí (frontera occidental), en una carta fechada el 20 de enero de 1752, en donde indica: «que deixando-se naquele importante sitio aos padres da Compañía sós, e sem quem vigie sobre a comunicacao que ha com os Castellanos, seus vizinhos, que alí se acham tao perto, semduvida nenhuma, toma a si a Compañía aquele importante ramo de comercio clandestino, sem que dele possa haver testemunha» (1963: 192-193). Preparábase así el ataque definitivo contra los intereses de los jesuitas, desprestigiándolos aún más con las autoridades de Lisboa. Afecta también la acción de los jesuitas la creación de la Compañía del Gran Pará y Marañón, que surgirá como competencia a las actividades económicas de los padres por sus privilegios. Otra acción es la creación de la capitanía del río Negro para contener a los españoles y apoyar la demarcación. Además, construyó una red de defensas debido a que encontró una gran debilidad del aparato militar portugués; en carta al ministro Pedro de Mota y Siloc (2 de diciembre de 1751) dice: «Aquí nao ha fortaleza sem ruina os poucos oficiaes militares que ha se reduzen a estropeados velhos e ignorantes, os soldados sem disciplina nenhuma […] finalmente señor Excelentisimo aquí nao acho mais que pobreza, miseria e confusao» (Mendonça 1963: 89); y en torno al factor humano podemos recordar la carta que escribe al doctor Matías do Valle (10 de enero de 1752), en donde describe al jefe de la Compañía de Artillería: «o capitao Francisco Fernandes, que tem 76 años anos de idade e 55 de servico, en que entram 15 de capitao. Esta cheio de gota, cego e outros infinitos achaques (1963: 167). Los últimos datos sobre la acción lenta y compleja de las comisiones demarcadoras señalan preocupaciones portuguesas en la zona del Putumayo y la fundación de la fortaleza de Tabatinga en el Amazonas, para poner freno a una posible invasión española. Todo lo demás pasa a vincularse a las repercusiones del Tratado de San Idelfonso de 1777, en las que ya hay una ausencia total de presencia física jesuítica desde el lado portugués. LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS Y LOS ASUNTOS DE FRONTERA
Sin entrar en detalle sobre los entretelones políticos, económicos y espirituales que llevaron a las Coronas ibéricas a decidir la expulsión de la Compañía de Jesús de sus territorios, el impacto del proceso fue enorme, más aún cuando en grandes regiones de la cuenca amazónica los jesuitas eran casi los únicos pobladores no indígenas. En el caso portugués, el retiro convirtió aldeas en villas bajo jurisdicción ordinaria; el proceso de demarcación también se vio afectado, especialmente en el río Negro; por otra parte, la reacción de la población blanca o mestiza fue de alivio e, incluso, alegría, cosa que no se notó en el lado español. Una narración vívida de la expulsión de los jesuitas portugueses la tenemos en el Diario de un misionero de Maynas del padre Manuel Uriarte. Él refiere que el padre Manuel de los Santos fundó el pueblo de San Francisco Javier de Yavary, al que la misión española ayudó desarrollando con celo su labor misionera «cuando de repente llegó un barco de Pará con veinte granaderos y un cabo, quien mandó al Padre que, dejando todo, fuese al barco solo con su cama, por orden del Gobernador» (1986: 241). Del lado español, Juan de Velasco describe el estado de las misiones jesuíticas en el momento del destierro, en donde 161 jesuitas fueron retirados del vasto espacio amazónico, en una tarea no solamente incómoda
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desde un punto de vista humano, para aquellos que tienen que realizarla, sino también de gran esfuerzo y peligros. Se debe recordar también que el traspaso de la acción misionera de los jesuitas a los clérigos seculares que los iban a remplazar no fue tan traumático, ya que ellos estuvieron un tiempo con sus reemplazantes. Analizar las consecuencias de la expulsión de los jesuitas en la vasta planicie amazónica española implica abordar el tema del impacto de la ausencia de los misioneros jesuitas después de 1767. Sobre ello, últimamente han planteado importantes análisis investigadores como Francisco de Borja Medina, S. J., María Elena Porras, Manuel Marzal y Sandra Negro, entre otros. Es evidente que el debate se centra en términos de resultados básicamente misionales, resaltando unos la decadencia y crisis de la actividad misional después de la partida de los jesuitas, o señalando otros la preexistente condición de crisis que las mismas misiones en manos de los jesuitas ya estaban viviendo desde antes de 1767. Sin ánimo de entrar en específico en el problema misional, y a la luz de los diferentes informes realizados tanto por las autoridades coloniales cómo por las autoridades eclesiásticas, se puede advertir que el estado de las misiones antes de la expulsión era bastante complicado y comprometido. Esta afirmación no niega los esfuerzos de los misioneros por consolidar y estabilizar su presencia en la amazonía española, pero asimismo debe reconocer las grandes dificultades que implicaban mantener un buen número de misiones dispersas en un gigantesco territorio y que laboraban espiritualmente en contacto con sociedades nativas de muy diversas costumbres y características. Así, es común observar procesos de avance y retroceso en áreas críticas como la zona del Putumayo o la misma zona del Amazonas colindante con los territorios controlados por los portugueses. Esta situación no dejó de preocupar a las autoridades coloniales, pues de inmediato crearon las condiciones para restablecer la labor misional; evidencia de ello es que, en abril de 1767, llegaron a Mainas religiosos seculares que asumieron la labor de los jesuitas expulsados, si bien su permanencia duró solo tres años. Las misiones siguieron funcionando a lo largo de los años finales del sigo XVIII, pero evidenciando la existencia de sacerdotes poco idóneos para dicha sacrificada actividad, aunque destaca la labor de los franciscanos entre 1774 y 1784. Es útil para comprender las dimensiones del problema, aun cuando cronológicamente estén alejados de la fecha de expulsión, referirnos a los informes de Francisco de Requena, quien en el informe del 1 de abril de 1799, criticó la actividad misional de los clérigos enviados a Mainas después de la expulsión y llamó la atención sobre la disminución de las actividades de catequización y la extinción de muchas poblaciones. En dicho informe señala claramente que se había acentuado la decadencia de las misiones desde la expulsión de los jesuitas y proponía el retorno de Mainas al virreinato del Perú, la erección de un obispado y la definición de una actividad misionera a partir de Santa Rosa de Ocopa. Estas recomendaciones fueron recogidas por la real cédula de 1802. Interesa señalar qué es lo que se produjo en términos estrictos de frontera a partir de la expulsión de los jesuitas. Es evidente que el papel desempeñado por los jesuitas antes de su expulsión determinó que las misiones funcionaran como «agentes de frontera», tal como lo adelantó Herbert Bolton en el año 1917 y que recogen Weber y Raush (1994: XXIV). La inexistencia de líderes espirituales de la talla del padre Samuel Fritz, implicaba una desventaja en la generación de reacciones inmediatas ante las incursiones portuguesas. La revisión de los materiales documentales a partir de 1767, tanto desde el lado español como desde el lado portugués, nos muestran limitadas referencias a conflictos o situaciones de
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tensión —salvo aquellas derivadas de la frustrada aplicación del Tratado de Límites de 1750— hasta la llegada de Francisco Requena como comisario demarcador del Tratado de San Ildefonso en 1777, cuya voz reemplaza a la antigua y activa preocupación de los jesuitas en defensa de los territorios de la Corona española. Es así como se desplaza el eje de las llamadas de atención a las autoridades coloniales del sector religioso al sector militar, con lo cual se puede advertir claramente la creciente «militarización» de los problemas de frontera al cambiarse la estructura de la argumentación de una base religiosa: misionero que pide soldados a una base militar en la que el soldado pide mejores misioneros. Si bien se ha señalado que la acción de Requena podía haber estado vinculada a intereses personales, cosa que no compartimos, es fundamentalmente la permanencia de tantos años en la región la que lleva al correcto y dedicado ingeniero demarcador a una posición objetiva y clara con respecto a la solución de los problemas de seguridad y frontera en el Amazonas español. Sus informes, como el de 1779, ampliado en 1781, y su más importante contribución, «La descripción de la provincia de Mainas», que presentó con fecha 20 de febrero de 1785 y, finalmente, el informe general de 1799, constituyeron las bases de lo que vendría a ser la política de España en la amazonía. Rescatamos del informe de 1785 la clara mención al decaimiento de las misiones debido a las sublevaciones indígenas, al maltrato de los indios por parte de los encomenderos, a la huida de naturales y a la distancia existente entre los pueblos, además de los avances portugueses. No escapan a la crítica de Requena los misioneros que trabajaron en la zona hasta 1774; quizás a raíz de ello opina posteriormente que se le deben quitar todo poder temporal sobre los indígenas y encargar dicha tarea a los llamados «Directores», copiando así el modelo portugués del cual había sido testigo durante sus viajes por la amazonía portuguesa. Lo que más nos interesa de los planteamientos de Requena es su preocupación por reforzar el carácter militar de la región de Mainas, cosa que va a enfatizar constantemente hasta ver concretada su propuesta con la creación de la comandancia general de Mainas, adosada al virreinato del Perú por la real cédula del 15 de julio de 1802. Además, se preocupa por el poblamiento del territorio, pues entiende que no hay mayor seguridad que la que dan poblaciones dinámicas y numerosas, además de guarniciones suficientes, sintetizándose, en esa suma, naturaleza y hombre, la esencia misma de un territorio de frontera. Como corolario a lo referido podemos mencionar las interesantes opiniones comparativas que emitió después de viajar por la región Lister Maw, en su libro Narrativa da Passagem do Pacífico ao Atlántico (1831); en él señala que los indios del Perú eran más listos para el trabajo y se les notaba más satisfechos, y expresa su admiración hacia la labor que los jesuitas habían desarrollado. Termina diciendo: «Una cosa se puede afirmar, que es que el sistema adoptado por los españoles para con los indios fue muy superior al que los blancos adoptaron para con los infelices nacionales del Pará, y consecuencia de ello ha sido una superioridad evidente en el carácter de los indios del Perú» (1831: 287). EN BUSCA DE UNA FRONTERA NATURAL
La concepción que considera que los accidentes naturales deben ser elementos fundamentales en la definición de las fronteras externas de un Estado se nutre de una serie de teorías que articulan concepciones en torno al espacio nacional desde una perspectiva estratégica y económica. Desde el siglo XVI, diferentes teóricos políticos y, más adelante, eco-
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nómicos, empezaron a evaluar y precisar cuales serían los mecanismos más adecuados para definir los espacios nacionales, en vista de su importancia para la existencia de los Estados. La ruptura con el universalismo cristiano medieval lleva a pensadores, como Jean Bodín (1530-1596), a visualizar el desarrollo de las actividades humanas tanto en el ámbito nacional como mundial y, por lo tanto, a priorizar las relaciones internacionales en beneficio de los espacios nacionales. Antoyne de Montchrétien (1576-1621) inicia un análisis cuidadoso del comercio interior y exterior, incentivado por la crisis del siglo XVII y por la creciente importancia que tomaba el tema económico en los debates académicos y nacionales en general. Por otro lado, desde Inglaterra también llegaban teorías que incidían cada vez más en la importancia del comercio y las riquezas naturales para la seguridad y bienestar de una nación; destacan los aportes de Thomas Mun, Josiah Child y William Temple, quienes ven el futuro de Inglaterra asociado al comercio ultramarino al cual había que desarrollar y proteger; así como los de William Petty (1623-1687), quien analiza los efectos de las fronteras naturales y aduaneras en la economía de las naciones y se muestra preocupado por la existencia de un imperio colonial disperso y poco consolidado. Observamos, pues, que desde fines del siglo XVI se empieza a manifestar preocupación por la evolución económica de las naciones, lo que lleva a abordar con mayor precisión e interés la noción de frontera. De todos los teóricos que analizan el tema, quizá es Vauban (Sebastián Le Prestre, 1633-1707), quien más cerca se encontró de consolidar la idea de frontera relacionada con los accidentes naturales. Más conocido por sus obras en ingeniería militar, Vauban, gran conocedor del territorio francés, estudia los circuitos económicos de Francia, incidiendo en la circulación monetaria, el comercio, las rutas de intercambio y las fronteras. Como señala Dockès (1969, VI: 172), Vauban, en dos memorias escritas —«Interet présent des États de la Chrétienté» (1700) y «Projet de Paix assez raisonnable pour que tous les intéresses a la guerre présente en dussent être contents» (1706)—, nos acerca a su teoría de las fronteras naturales. Parte de la necesidad de definir límites se debe a que una expansión ilimitada debilita; los límites deben ser «los bordes naturales más allá de los cuales parece que el buen sentido no permite ir más allá en los pensamientos» (1969: 173), y son naturales porque están «construidos por la naturaleza». Él se pone de lado de la nación y no del soberano, al señalar que un Estado debe apropiarse de territorios ultramarinos solo si son fuentes de recursos y están bien delimitados y legitimados en su posesión. Por eso, en toda colonización lo fundamental es el conocimiento del país y, para ello, se debe enviar a los mejores ingenieros, quienes sobre todo estudiarían los ríos navegables; además, se deben poblar zonas alejadas con el uso de tropas que actúen como colonos a lo largo de las vías navegables y lagos. Para Vauban, en un escrito referido al Canadá (1699), el espacio se debe ocupar sistemáticamente a través de la organización de campamentos militares convertidos en villas para así ejercer la penetración y el control de vías navegables. Todo ello reproduce el esquema de expansión que desarrollará la Corona portuguesa desde fines del siglo XVII y alcanzará su máxima expresión en la época de Pombal. Sin embargo, también los jesuitas españoles trataron, en su momento, de articular tal proyecto, aunque la ausencia de las fuerzas militares de apoyo se los impidió. En todo caso, la idea de fronteras naturales ya estaba muy presente desde el siglo XVII y se va perfeccionando a lo largo del siglo XVIII. Muestra de ello es la obra del abate Ferdinand Galiani, nacido en 1728 en Nápoles, quien define el espacio nacional como un con-
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junto organizado de regiones en torno a una frontera que se supone sería una frontera marítima. Finalmente, Étienne Bonnot de Condillac (Grenoble, 1715), define la necesidad de la ausencia total de fronteras artificiales, en tanto que las fronteras naturales pueden llegar ser obstáculos formidables. En todo caso, en los siglos XVII y XVIII, el pensamiento sobre el espacio determina un papel relevante al Estado, quien tiene la responsabilidad de delimitarlo y de organizar los circuitos económicos correspondientes, para beneficio de la nación en conjunto. Esto no necesariamente tiene que ver con la noción de frontera como límite espacial únicamente o como zona en donde la barbarie y la civilización se separan; se trata de una concepción dinámica que llama la atención más por sus connotaciones económicas que por lo político o cultural, y que se origina a finales del siglo XVI. Es indudable que Pombal leyó a Vauban y que también los jesuitas lo hicieron; lo que nacía en el siglo XV solo alimentado por la realidad del tráfico de riquezas se fue transformando, a partir del siglo XVII, en la necesidad de espacios perfectamente definidos, en los que no solo los circuitos de intercambio estén conectados y protegidos, sino también el desarrollo de una mejor y más completa explotación de los recursos humanos y naturales. El tema de las fronteras naturales en los siglos XVII y XVIII fue tocado también por la historiografía brasileña. Por ejemplo, Sergio Buarque de Holanda considera un mito hablar de fronteras naturales en el conflicto entre España y Portugal en torno a sus dominios americanos, ya que ese concepto, según él, recién madura en la Francia revolucionaria. Sin embargo, podemos comprobar que no ocurre tal cosa, porque en la obra titulada Notice et justification du Titre du Sacrement, publicada por primera vez en 1681 (cuya edición de La Haya de 1713 hemos podido consultar), ya se menciona la validez de las separaciones «naturales» entre los distintos Estados y se indica que, ya desde la época de Álvarez Cabral, Portugal había tomado posesión de «toutes ces Provinces quieavoient une separation naturele avec des deux premieres rivieres du munde, de Maragnon et de la Platta». En dicho documento se fundamentan dichas consideraciones con la mención de distintos autores tanto españoles como portugueses, concluyendo «que les rivieres sont la plus naturele división des Roxaumes» (N.N. 1713: 57). En conclusión, se observa que, desde el siglo XVII, ya se perfilaba una política de consolidar fronteras naturales por parte de la Corona portuguesa, mucho antes de los Tratados de 1750 y 1777. En ese sentido, la conciencia geográfica que aparece en el siglo XVIII en los Estados ibéricos, y que Lucena Giraldo considera un «reformismo de frontera» (1991: 9-19), nace mucho antes, alimentada por las teorías enumeradas anteriormente, y sustentada en un proceso previo de apropiación y consolidación del espacio. La búsqueda del reconocimiento jurídico es muy posterior al elemento motor inicial, en el que los misioneros jesuitas, con su amplia información teórica no solo en asuntos de fe sino también en aspectos políticos, económicos y sociales, contribuyeron a dar el impulso inicial y mantuvieron un esfuerzo efectivo por consolidar los espacios amazónicos españoles. En cuanto a la Corona española, el llegar a la mesa de negociaciones para la delimitación de una frontera en América es consecuencia natural del casi permanente casus belli que tenía con Portugal y, detrás de este, con Inglaterra; neutralizar América convenía en una estrategia política europea más que producto de una sorpresiva conciencia amazónica. Más importante para España era controlar las dos orillas del río de la Plata y acabar con el problema de Sacramento, peligroso enclave portugués en la Plata.
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ORIENTE Y OCCIDENTE SON TODO UNO
Al analizar los problemas generados al interior de la cuenca amazónica desde el siglo XVII, existe el peligro de ver sus condiciones y características de acuerdo a una perspectiva
eminentemente luso-brasileña, cuando la política colonial de la Corona portuguesa integraba plenamente los espacios americanos, africanos y asiáticos. Por eso, los asuntos, problemas y ocurrencias que vivían las Indias orientales portuguesas repercutían necesariamente sobre la América portuguesa; los vaivenes de crisis y expansión en Oriente determinaban la presencia de acciones concretas en Occidente. Para Portugal, el siglo XVI e incluso los primeros años del siglo XVII fueron de expansión en las regiones orientales, debido a la riqueza proveniente de las especias y otros productos exóticos. Recién en el siglo XVII, al iniciarse conflictos con otras potencias que llegaban decididas a apropiarse del tesoro oriental, empezó un lento declive con sobresaltos críticos profundos. La lucha contra los holandeses significó para el Portugal el inicio de un largo proceso de desgaste no solamente político y militar sino también económico. La creación de la Compañía Portuguesa de las Indias Orientales, en 1628, no logró frenar el proceso de decadencia, y fracasó poco después. A partir de esos años, el océano Índico dejó de ser un lago portugués, y sus productos y naves tuvieron que enfrentar los asaltos no solamente de competidores europeos sino también de antiguos poderes locales, que desafiantes buscaban recuperar el control de ciertos tráficos interregionales. C. R. Boxer, uno de los grandes investigadores de la colonización portuguesa, señala como inicio de la contracción del oriente portugués el año 1663, enfatizando que toda la correspondencia oficial entre Lisboa y Goa (India), entre 1650 y 1750, refleja gran preocupación por la disminución creciente de la población portuguesa en Oriente, por las elevadas tasas de mortalidad de los nacidos en Portugal, la gran escasez de soldados y las numerosas deserciones que hacían de las colonias portuguesas lugares desguarnecidos y casi despoblados. La recuperación de estados nativos de India y el Golfo Pérsico pusieron a dura prueba a los habitantes de las ciudades portuguesas en Oriente; la pérdida de Mombasa en 1698, el saqueo de Diu en 1668 y la pérdida de Zanzíbar, Pemba y otros puntos africanos, indicaban la creciente incapacidad de la Corona portuguesa de conformar una sólida red de territorios dominados como la que había existido en el siglo XVI. Como señala Boxer, la escasez de potencial humano europeo fue la razón básica de la falta de progreso material tanto en África como en Asia, en la primera mitad del siglo XVIII (1981: 136-154). Es interesante señalar cómo la intensa actividad misionera desarrollada en Oriente desde los inicios de la presencia portuguesa también va decayendo, con excepción de la labor de los jesuitas. Era común la autonomía de los misioneros respecto a los gobernadores portugueses y, así, Oriente también fue teatro de una creciente rivalidad o discusión entre las autoridades coloniales y las eclesiásticas. Sin embargo, la presencia portuguesa no desapareció, a pesar de la debilidad material y humana, las posesiones más importantes siguieron resistiendo la presión de enemigos internos y externos; pero, de todas maneras, las condiciones económicas generadas por dicha presencia fueron cada vez más difíciles. El costo del mantenimiento de tropas y navíos en lugares tan apartados iba más allá de las posibilidades de la Corona; sin embargo, ocasionales momentos de paz permitían una cierta y momentánea recuperación de los antiguos momentos de prosperidad. Así, la situación crítica en Oriente obligó a una acción más directa y atenta de la Corona hacia las tierras americanas, tratando de compensar la disminu-
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ción de los ingresos venidos de Oriente con una presencia más activa en el escenario económico, político y social del Brasil portugués. En ese contexto, los problemas menores que presentaba una acción militar de control sobre la cuenca amazónica y las bocas del Plata, que generaron, en el primer caso una indiferencia y, en el segundo, una reacción intensa de España, no se podían comparar con el mantenimiento o la recuperación de los enclaves en el África oriental ni con la defensa costosa y constante de las posesiones en la India, ni con el riesgoso aislamiento de débiles guarniciones en la Insulindia e incluso China. Los ojos de la Corona repararon intensamente en el Brasil, un territorio que seguía siendo básicamente productor de azúcar, pues mientras había indicadores de colapso en la economía portuguesa, el Brasil seguía produciendo ingentes cantidades de azúcar que abastecían a Europa. Sin embargo, a fines del siglo XVII, el oro empezó a ser rubro importante de la economía colonial; con la aparición de las llamadas Minas Gerais se modificó el panorama económico colonial y, así, a principios del siglo XVIII, desde Cuiabá al Mato Grosso, la turbulenta y dinámica actividad minera auguró nuevos auspicios para la Corona; todo ello se completó con el descubrimiento de diamantes, buen complemento a la riqueza aurífera. La expansión económica del Brasil llegó a tocar también a las regiones amazónicas, puesto que la visión del Perú como rezago quinientista seguía gravitando entre los lusobrasileños que recorrían en cada vez mayor número y continuidad los ríos amazónicos. Era la existencia de una «marcha hacia el oeste», parafraseando el título de la obra de Cassiano Ricardo (1970), que se inició tempranamente con la famosa expedición de Pedro Texeira (1637-1639), la que llevará a una penetración cada vez más intensa en la región amazónica. La atención de la Corona se ve reflejada en la creación inicial del Estado de Marañón y Gran Pará, hasta su posterior y representativo cambio por Estado del Gran Pará y Marañón, lo que significaba la supremacía de Belén del Pará sobre la empobrecida San Luis del Marañón. Los aires frescos que traían la creación de una compañía comercial en la zona, o la aparición de una unidad monetaria propia para la región en 1749, implicaban una presencia del Estado cada vez mayor en contextos en los que solamente colonos y misioneros habían sido los actores principales. El terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755 no solo conmocionó al mundo en esos momentos, sino que también significó una importante transformación en la política portuguesa con la llegada al poder del marqués de Pombal. Su presencia transformó la vida en las lejanas tierras amazónicas pues, como se ha señalado, al nombrar como gobernador del Estado de Gran Pará y Marañón a su medio hermano, Francisco Javier de Mendonça Furtado, obtuvo ojos y oídos directos sobre tierras que se visualizaban como mejor futuro para el Portugal. En ese escenario amazónico se incubó el conflicto de Pombal con la Orden de Jesús, alimentado también por las reacciones jesuíticas ante la aplicación del Tratado de Madrid de 1750, especialmente en el Paraguay. Si bien es cierto que el odio de Pombal a los jesuitas tiene orígenes inciertos y no hay huellas de que existiesen antes de 1750 (Boxer 1981: 185), Pombal consideró a los jesuitas como el primer peligro en el desarrollo de sus proyectos políticos y económicos, lo que lo llevó a convencer al rey don José de que estaban profundamente implicados en una conspiración para asesinarlo y para fomentar una campaña de difamación de alcance mundial. A pesar de ello, los jesuitas tuvieron mucha influencia en Portugal y sus colonias, más que en cualquier Estado europeo; sin embargo, al final Pombal trató incluso de probar ante los ojos del mundo, a través de la publicación de la Deducción Cronológica (1767-1768), que los jesuitas eran los autores de todos los males del país.
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En todo caso, la región amazónica, que hasta 1750 estaba atrasada, empezó un gran desarrollo económico y se modificaron todos sus indicadores tanto demográficos como políticos, sociales y económicos. Bajo esos ímpetus se van planteando las definiciones de frontera en el arco de tiempo que se despliega entre 1750 y 1790, involucrando los Tratados de Madrid y de San Ildefonso. REFLEXIONES FINALES
El papel de los jesuitas en la definición de los límites entre las Coronas ibéricas fue muy importante. Del lado español, cumplió un papel decisivo para frenar los avances portugueses y, de haber contado con el apoyo de la Corona, habría sido un factor de expansión hacia la desembocadura del Amazonas; del lado portugués, los jesuitas también actuaron celosamente en beneficio de su Corona, pero su actividad se vio obstaculizada por los intereses de los colonos portugueses y mestizos, que buscaban expulsarlos para así controlar libremente a los indígenas. También del lado portugués, la permanente carencia de mano de obra que tenían los colonos fue decisiva para el conflicto que se desarrolló con los sacerdotes de la Compañía y que llevó finalmente a crear condiciones para que, con el apoyo de la Corona, sean expulsados a mediados del siglo XVIII, años antes que sus compañeros españoles. Las autoridades portuguesas locales siempre desconfiaron de la presencia jesuita, empujadas al principio por una presión popular de parte de la población blanca y mestiza, y después, por la política de la corte pombalina. Todas las referencias muestran que, sin la presencia de los jesuitas españoles, los portugueses habrían refrendado su posesión hasta el occidental pueblo fundado por don Pedro de Texeira en la confluencia del Napo y el Aguarico. Esta situación contribuyó a intensificar la reacción de los portugueses contra toda la Orden, pues empezaron a sospechar de conjuras comunes entre jesuitas portugueses y españoles. La acción coherente entre la Corona, las autoridades portuguesas en el lugar y los colonos, aisló a los jesuitas portugueses y limitó su acción misionera y su posible acción como «agentes de frontera»; más aún, la desconfianza, que llevó incluso a formular acusaciones de contrabando, creó impedimentos para el desarrollo de una acción jesuítica que acompañase a los militares e indígenas en las expediciones portuguesas que se introdujeron en territorios españoles. La demarcación de límites que inició el Tratado de Madrid de 1750 acentuó, respecto a los jesuitas, desconfianzas del lado portugués y, más bien, causó el apoyo del lado español. Si bien la delimitación de fronteras generada por el Tratado de San Idelfonso (1777) no encontró ni a jesuitas españoles ni a portugueses, en el caso de los primeros su memoria y acciones siempre estuvieron presentes y en el caso de los segundos fueron ignoradas u olvidadas. Un problema que surge con la expansión y posterior búsqueda de una frontera definitiva entre las dos Coronas es la aplicación de un principio teórico que justifique acciones ya realizadas por encima de compromisos diplomáticos o que busque frenar los efectos de dichas acciones. Es importante considerar que la búsqueda de una frontera natural en la determinación de límites en grandes espacios continentales surge a finales del siglo XVI y se va consolidando a través del pensamiento de varios filósofos y teóricos que se interesan por el poder político, las relaciones internacionales y la economía. A pesar de que habitualmente se señala que recién desde el siglo XVIII aparece una clara conciencia de la impor-
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tancia de los grandes espacios geográficos y de su necesaria delimitación política a partir de una concepción de fronteras naturales, existen evidencias que, desde el siglo anterior, ya se utilizaba dicho concepto en diversos tratados, los cuales seguramente eran de conocimiento no solo de las autoridades ibéricas sino también de los mismos jesuitas que desarrollaban su acción misionera en un medio tremendamente hostil y no en un gabinete o salón diplomático. También es necesario considerar que el espacio amazónico disputado por las Coronas ibéricas formaba parte de una estructura mucho más compleja y amplia, que incluía escenarios europeos, africanos y asiáticos. Existe la tendencia a considerar los problemas en el espacio americano por sí solos o en función directa de la metrópoli, sin tener en cuenta que sobre ellos también están influyendo situaciones y problemas de otros territorios en otros continentes, con los cuales compartían la condición colonial. A la luz de múltiples evidencias, la política del Portugal en la amazonía estuvo muy influida por el desarrollo de los acontecimientos y problemas que tuvo en el África y el Asia; en el caso de España, el carácter predominantemente americano de su expansión, con excepción de las Filipinas y otros pequeños territorios, favoreció condiciones relativamente más homogéneas en la definición de sus políticas y el tratamiento de sus problemas. Finalmente, tanto en el occidente americano como en el oriente portugués, la acción de los jesuitas fue muy importante en la delimitación de áreas de influencia espiritual así como las de sus respectivos países, comportándose tan celosamente al expandir la fe cristiana como también al organizar y cautelar los asuntos de este mundo. BIBLIOGRAFÍA ABURTO COTRINA, Carlos
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LA GUERRA INEVITABLE
La historiografía jesuítica ha presentado, a menudo, el tema de la guerra con un ropaje heroico debajo del cual se han tratado de esconder los posibles aspectos contradictorios que podrían surgir entre la lucha armada y lo que fue el proyecto evangelizador de los jesuitas en el Paraguay. Más aún, en algunas ocasiones, los aspectos bélicos se han usado para encumbrar aún más lo obrado por la Compañía de Jesús en el proceso de constitución y desarrollo de los pueblos guaraníes. Así lo fue para muchos de los historiadores jesuitas de los siglos XVII y XVII. Esta opinión perduró, cambiando ligeros matices, hasta el presente y, en algunos casos, hasta superó el modo enfático de los historiadores primitivos, normalmente más austeros y morigerados en la elaboración de sus crónicas. Para Antonio Astrain,1 que los jesuitas hayan instruido a los indios en el arte militar formó parte de lo que podría llamarse una «educación integral», que comenzaba por la fe y buenas costumbres, continuaba con la agricultura y las artes útiles de Europa. Según el historiador jesuita, los miembros de la Compañía en la antigua provincia del Paraguay vivieron la guerra como algo ineluctable y no encontraron otro camino que el uso de las armas de fuego. Es curiosa la afirmación acerca de los guaraníes, solamente admisible debido a la ignorancia de Astrain de la cultura indígena y por estar fuertemente radicado en su cultura europea. Estos indios, según él, no poseían «el valor audaz y acometedor tan propio de los antiguos aventureros españoles, mucho menos tenían cualidades de previsión, buen orden y acertada dirección», al contrario, eran dóciles y resistentes. Concluía afirmando que el valor del guaraní provenía «de su corta capacidad, que no les permitía ver el peligro de la muerte a la que muchas veces se exponían», y por no saber el castellano necesitaban siempre del jesuita que interpretara las órdenes (Astrain 1902-1925, V: 534-535). Por su parte, también el historiador jesuita Pablo Hernández2 dedicó algunas páginas al tema de la guerra en las misiones del Paraguay. Luego de haber descrito la organización militar, intenta una reflexión de fondo. En primer lugar, se solidariza con el lector en su 1 Astrain, Antonio [*17.11.1857, Undiano (Navarra, España); S. J. 08.06.1871, Francia; †04.01.1928, Loyola (Guipúzcoa, España)]. Autor de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (7 vols., Madrid, 1902-1925). DHCJ, I, 258-259. 2 Hernández y Gimeno, Pablo [*09.10.1852, Rubielos de la Cérida (Teruel, España); S. J. 04.02.1872, Andorra; †16.02.1921, Roma]. Autor de la Organización social de las doctrinas de Guaraníes (Barcelona, 1913). DHCJ, II.
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extrañeza al enterarse de que los misioneros se hayan mezclado en cuestiones de guerra. De alguna manera, para corroborar este asombro, dice que aún el padre general Goswino Nickel3 se maravilló de esta novedad. Pero intenta resolver esta extrañeza afirmando que, desde lejos, desde Roma, era natural que el superior general se preocupara por la perfección religiosa, pero «[…] teniendo presentes todas las circunstancias, cesa la extrañeza y en su lugar aparece la necesidad». En las reducciones, recuerda, no había españoles, y estaban distantes de las ciudades; los enemigos, en cambio, estaban cerca. Los indios eran incapaces de hacerse cargo de las reducciones y, por tanto, la organización militar, con sus consecuencias, fue inevitable (Hernández 1913, I: 190-192). Este tipo de argumentación llegó a su paroxismo en otro autor jesuita, el padre Constancio Eguía Ruiz,4 quien en 1944, aún durante la segunda guerra mundial, escribió un artículo intitulado «El espíritu militar de los jesuitas en el antiguo Paraguay español».5 Este trabajo se abre con una frase del Papa Benedicto XV quien, refiriéndose a la guerra europea, la definió como «una horrible carnicería, y un azote espantoso, y un furioso huracán», para recordar luego las palabras de Pío XI: «dissipa gentes quae bella volunt». Estas afirmaciones incontrovertibles sirven, sin embargo, de introducción a la argumentación central de todo el artículo: la guerra es hija directa del pecado, a la vez que medio de expiación impuesto por Dios: «He aquí —afirma impávido el autor— la razón porqué tanto estimamos nosotros las virtudes guerreras de los hombres y de los pueblos; porque creemos que esas virtudes constituyen una gloria inmarcesible de sus historias». Comienza de esta manera una reseña de textos que van desde el Antiguo Testamento, pasando por las cartas paolinas, para llegar al «capitán» San Ignacio de Loyola, quien opone su milicia ante el «caudillo de unas huestes heréticas» que, aunque no se le nombra, no es difícil sospechar se trate de Martín Lutero. De más está decir que Eguía participó en pleno a esa concepción, aún vigente, de un Ignacio de Loyola militar. Esta concepción del fundador de la Compañía de Jesús como soldado es el hilo con el que se teje la trama de la organización de la Orden, concebida como milicia espiritual. De la experiencia y sentido militar sacó Ignacio los mejores ejemplos para exhortar a la perfección, como sucedió en la carta a los estudiantes de Coimbra, en la que los jóvenes dedicados al estudio deben pensarse como soldados que se preparan para futuras batallas. Pero, sobre todo, el sentido bélico de la vida de Ignacio fue el que modeló su experiencia mística, en la cual Cristo es llamado capitán e invita a enrolarse bajo su bandera. Los votos del jesuita, según el autor, son equivalentes a la jura de la bandera que realiza el soldado. Obviamente, la Compañía de Jesús —argumenta Eguía— lleva adelante sus batallas con el saber, con los libros, con las misiones, porque de batalla espiritual se trata. Pero no
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Nickel, Gosvino [*01.05.1584, Koslar (Rin Norte-Westfalia, Alemania); S. J. 03.04. 1604, Tréveris (Renania-Palatinado, Alemania); †31.07.1664, Roma]. Fue general desde el 17 de enero de 1652 al 31 de julio de 1664. El 7 de junio 1661 se nombró, durante la CG XIª, al padre Juan Pablo Oliva como vicario general, con plenitud de facultades y derecho de sucesión. DHCJ, II, 1631. 4 Eguía Ruiz, Constancio [*28.01.1871, Santander (Cantabria, España); S. J. 03.11.1885, Loyola; †22.03.1954, Comillas (Cantabria, España)]. Fue redactor del Mensajero del Corazón de Jesús. Luego de vivir momentos dramáticos en España, con motivos de las persecuciones religiosas desatadas durante la guerra civil española, fue a Roma y fue miembro del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús. Residió en la Argentina desde 1938 a 1942, donde despertó su interés por el tema de la antigua provincia del Paraguay. DHCJ, II, 1220. 5 Véase la Revista de Indias, 5 (1944): 267-319.
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se deben espiritualizar demasiado las conquistas misioneras y creer «que sólo con espíritu y como milagrosamente» han triunfado las misiones de la Compañía: «[...] las armas materiales que allanaron primero los caminos, respaldaron siempre la obra de los ministros de la fe». Una prueba de este triunfo fue el ejército de las reducciones de la antigua provincia del Paraguay. Este ejército alcanzó categoría espiritual. Las milicias guaraníticas no fueron conducidas por los indios: no lo hacían los padres, sino el Señor de los Ejércitos. Si algo negativo se ha dicho sobre este ejército, lo han hecho los enemigos de la Compañía y si alguna disonancia causaron las armas en la mente de los padres generales era porque les faltaba la explicación adecuada. El punto central de la argumentación de Eguía se centra en la experiencia militar de los guaraníes: «La guerra, lejos de dañar a los indios, según su propia confesión, los hacía mejores. Porque es innegable: la tribulación, el sacrificio, aun la muerte cuando se ve próxima y frecuente, acercan a Dios». El paradigma que animó esta lectura y presentación de la historia puede expresarse de la siguiente manera: la acción de los jesuitas en la antigua provincia del Paraguay, exceptuando los límites de lo humano, fue una obra encomiable. Se trató de la construcción de un Paraíso.6 En este sentido, la guerra debía encontrar su sitio y ser comprendida en este juicio positivo. Por tanto, el historiador intentará probar que fue necesaria, más aún, inevitable. ENTRE DOS FUEGOS
La fundación de las Reducciones de la antigua provincia del Paraguay debe colocarse en el contexto geopolítico en el que nacieron. Un dato importante, en esa coyuntura, fue el avance portugués más allá de lo estipulado en el tratado de Tordesillas. España había permitido, para favorecer la conquista del Amazonas, que los portugueses del estado de Maranhão subieran por su curso. En el siglo XVII, mientras los españoles dudaban si el sitio de Maldonado (Uruguay) caía o no bajo su demarcación, los portugueses estaban convencidos que el propio Río de la Plata pertenecía a su territorio. Cuando los bandeirantes caigan sobre las reducciones fundadas por los jesuitas en el Guayrá, y más tarde en el Tape, lo harán movidos por sus intereses mezquinos, pero también impulsados por los que ellos entendían era una reivindicación territorial. Fue una preocupación central durante los gobiernos de Hernandarias de Saavedra7 limitar drásticamente la presencia portuguesa en el Río de la Plata. Hernandarias había aconsejado a la Corona levantar la entonces villa de San Pablo, como solución radical al avance portugués. La real cédula, dada en Ventosilla en 17 de octubre de 1602,8 marcó el inicio de una serie de disposiciones para limitar la presencia portuguesa en el Río de la Plata. Era tan significativa la presencia lusitana, que el cabildo de Buenos Aires solicitó, en 1605, se suspendiera dicha medida, ya que las artesanías y gran parte del incipiente comercio estaban en manos portuguesas. Además, hubiera sido un golpe a la constitución de muchas familias, ya que muchos se habían casados con mujeres de la tierra. El entonces obispo de Buenos Aires, fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino nieto del fundador de la 6
Una serie de obras sobres las reducciones del Paraguay usan en sus títulos los vocablos paraíso, utopía, arcadia, mito y otros similares. Puede consultarse la bibliografía de Polgar (1981) en lo referente al Paraguay, y la obra de Melià y Nagel (1995). 7 Hernandarias al Rey. Buenos Aires, 5 de mayo de 1607. DHG, I, 188-189. 8 Hernandarias al Rey. Buenos Aires, 5 de mayo de 1607. DHG, I, 188-189.
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Compañía de Jesús,9 aconsejó aplicar el «obedezco pero no cumplo» para con dicha real cédula, y así lo estimó también el mismo cabildo. En 1607, Hernandarias planificó una jornada hacia las provincias del Mbiazá y San Francisco para detener el avance portugués. La expedición partió de Santa Fe con setenta soldados. El gobernador quedó convencido de la necesidad de poblar el vasto territorio que se extendía desde el río Uruguay hasta la ciudad de Santa Catalina en la costa atlántica y hacer de la futura Montevideo la cabeza de la fundación. Como fruto de su recorrido, presentó una serie de informaciones al monarca que dan una impresión del estado de las «ciudades de arriba».10 Las ciudades tenían sus sacerdotes, los españoles eran pocos y pobres, el servicio de los indios no parecía particularmente opresor, los indios eran alrededor de 150 mil. Muchos de ellos quizá huían de las malocas paulistas: «La ciudad Real y la Villa Rica del Espíritu Santo tienen dos sacerdotes clérigos curas de los españoles y naturales que a las ciudades acuden y servicio de las casas. Los demás naturales que es gran suma la que hay en el distrito de aquellos Pueblos, que por la poca fuerza de los españoles no se pueden conquistar, sirven cuando quieren».11 El plan del gobernador criollo era crear una gobernación, ya que la lejanía de estas ciudades con respecto a la Asunción había sido, en parte, su ruina. Para gobernador propuso al general Antonio de Añasco; a la vez, pensó que debía erigirse una diócesis conducida por un religioso de los descalzos. Para pastor de esta diócesis sugirió los nombres fray Juan de Escobar, al «santo viejo» fray Luis Bolaños o bien al arcediano Pedro Manrique.12 Esta estrategia de Hernandarias no llegó nunca a realizarse, quizá porque la Corona no estaba dispuesta a destinar fondos para este plan, o porque la figura de Añasco no era del agrado de los jesuitas, o bien porque estos no se acomodarían fácilmente a tener un obispo franciscano en una zona virgen donde estaban a punto de comenzar su trabajo apostólico. Hernandarias presentó al rey, el 12 de mayo de 1609, su proyecto fundacional para el Guayrá.13 Aunque este plan no logró un éxito positivo en el Consejo de Indias, entusiasmó a fray Ignacio de Loyola y fue un tema central en el Sínodo de 1603. Para Hernandarias, la región del Guayrá jugaba un papel clave por ser la más expuesta al avance portugués, y allí se debían fundar una serie de pueblos de indios. Estas reducciones se debían establecer como resultado de la «predicación pacífica» según lo dispuesto por la real cédula de 1607.14 En ella, Felipe III había ordenado a Hernandarias que, en virtud de lo determinado por las Ordenanzas de los nuevos descubrimientos y poblaciones (1573), a los indios que se «redujeren de nuevo a Nuestra santa Fe Católica y obediencia mía por solo la predicación del santo evangelio, no se cobre tributo por tiempo de diez años ni se encomienden». El gobernador, por su parte, debía ofrecer la debida asistencia a los religiosos que se ocuparan en esta evangelización pacífica. Estas disposiciones fueron renovadas en otra cédula
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Hernandarias al Rey. Buenos Aires, 5 de mayo de 1607. DHG, I, 188-189. Con esta expresión se indicaban los poblados de Santiago de Jerez, Ciudad Real del Guayrá, Mbaracayú y Villa Rica del Espíritu Santo. 11 Hernandarias al Rey. Buenos Aires, 4 de mayo de 1607. DHG, I, 183. 12 Hernandarias al Rey. Buenos Aires, 5 de mayo de 1607. DHG, I, 188-189. 13 RBN I/3(1937) 586-592. 14 La RC en ARAH, 9-9-4/1753. 10
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dada en Lerma a 5 de julio de 1608,15 y se ordenó, además, que, de los cincuenta religiosos que el jesuita padre Alonso Messía16 llevaba al Perú, seis fueran destinados al Guayrá. El entonces provincial del Paraguay, padre Diego de Torres,17 puso a disposición de Hernandarias algunos misioneros. Una crónica anónima reproduce el dialogo que sostuvieron el gobernador, el entonces obispo de la Asunción, fray Reginaldo de Lizárraga,18 y el provincial de los jesuitas: Hernando Arias de Saavedra [...] recurrió al Sr. Obispo D. Fray Reginaldo pidióle clérigos, ofreció darlos con mucha dificultad y con condición que les diesen sustento y escolta de soldados españoles para su guarda. Respondió el Gobernador que el avio y sustento no había dificultad pero que darles escolta era lo mismo que darle a los Paranás mas justificada la aversión que tenían con el Español, pues era cierto que los soldados les habían de tocar en sus bienes [...] cerróse el Obispo en no darlos sin escolta y el P. provincial Diego de Torres, que fundo esta provincia, estaba presente se ofreció a darlos sin ese seguro.19
En ese momento, el gobernador criollo y los jesuitas entendieron, a diferencia del obispo, que el uso de las armas no era algo inevitable, que a pesar de los riesgos cabía un contacto y una evangelización pacífica con indios considerados belicosos. De esta manera, partieron a fundar las primeras reducciones a orillas del río Tibajiva los padres José Cataldini20 y Simón Maceta,21 Francisco de San Martín22 y Marciel de Lorenzana23 hacia el Paraná, y 15
La RC en AGI, Buenos Aires 2 L.5 28-29. Véase también Leonhardt 1927, XIX: 50. Messia [Mexía, Mejía] Venegas, Alonso [*1564, Sevilla; S. J. 14.09.1586, Lima (o 09.04.1594); †1649, Lima]. Llegó a Lima el 12 de noviembre de 1585 en el séquito del virrey Hernando de Torres, conde del Villardopardo. En 1595 había sido nombrado procurador de la provincia del Perú, y en 1599 socio del provincial. Escribió un extenso memorial para el virrey Luis de Velasco sobre el servicio personal de los indios (1603). En la congregación provincial del Perú de 1606, fue nombrado procurador en Roma y Madrid. Elegido nuevamente procurador en 1630, llevó a Europa la quinina. Sobre su vida véase DHCJ, III, 2639-2640; también Torres Saldamando 1882: 286-290. 17 Torres Bollo, Diego de [*1551, Villalpando (Zamora, España); S. J. 16.12.1571, Castilla; †08.08.1638, Sucre (Bolivia)] (Storni 1980: 286). Estudió filosofía en el Colegio de Ávila y realizó su teología en Salamanca donde fue alumno de Francisco Suárez, Bartolomé Pérez y de Francisco de Atienza en teología moral. Llegó al Perú en 1581. En 1582 fue nombrado superior de la residencia de Juli (Perú). Fue rector de los colegios de Quito (1592-1593) y Potosí (1593-1599). Fue el primer provincial de la provincia del Nuevo Reino (1604-1605) y luego de la del Paraguay (1607-1615). DHCJ, IV, 3824. 18 Nació en Medellín en 1545. Entró en la Orden de Santo Domingo en 1560. Fue maestro de novicios y prior de los conventos de Potosí y Lima. Fue el primer provincial dominicano en el Reino de Chile. Autor de la Breve descripción. Véase Bruno 1967, II: 60 y ss. 19 Protesta anónima de un padre de la Compañía a una autoridad anónima contra la acusación de infidelidad al Rey (10-05-1653). MCDA, II, 113-119. 20 Cataldini, José [*1571, Fabriano (Italia); S. J. 01.03.1602, Roma; †10.06.1653] (Storni 1980: 61). Junto con el padre Simón Masceta, fue el fundador de las primeras reducciones del Guairá: Loreto (1610) y San Ignacio (1611). Fundó, además, la reducción de San José (1636) y fue superior de guaraníes de 1644 a 1646. DHSJ, I, 711-712. Véase, además, Pastells 1912, I: 2331. 21 Mascetta, Simón [*1577, Castilenti (Téramo, Italia); S. J. 01.02.1606, Nápoles; †10.10.1658, San Ignacio (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 178). Junto con el padre Cataldino, fue unos de los pioneros en la misión del Guairá, fundadores de San Ignacio Miní y de Loreto del Guairá. Junto con el padre Josse van Suerck, acompañó a los indios cautivos (1629) por los bandeirantes hacia São Paolo y Río de Janeiro, y realizó diversas gestiones en favor de su libertad. DHCJ, III, 2554. 22 San Martín, Francisco [*1581, Novés (Toledo, España); S. J. 27.03.1599, Toledo]. En 1616 pasó al clero secular (Storni 1980: 261). 23 Lorenzana, Marciel [*1565, León; S. J. 18.10.1583, Castilla; †12.09.1632, Asunción (Paraguay)] (Storni 1980: 166). Fue fundador de la reducción de San Ignacio Guazú (1610); DHCJ, III, 2421. 16
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Vicente Griffi24 y Roque González de Santa Cruz25 frente a la Asunción entre los guaicurúes. Como lo recordaba la citada cédula de 1607, estos indios debían ser congregados con la sola predicación del Evangelio, es decir, sin la mediación de las armas, y como contrapartida de ello se les exoneraba de la encomienda y, por tanto, de los servicios anejos al menos por diez años. Esto implicó que una gran cantidad de mano de obra indígena iba a ser sustraída del sistema de la encomienda. El padre Marciel Lorenzana fue uno de los que combatió con energía para lograr eliminar el sistema encomendero, que era visto no solo como una fuente de opresión sino como un obstáculo para la evangelización, ya que el indio rehusaba el contacto con el misionero temiendo que tarde o temprano comenzaría a servir al español en un estado de rigurosa dependencia. La lucha contra el servicio personal y contra el sistema encomendero, unos años más tarde, se vio de alguna manera alimentada por la coyuntura geopolítica en la cual nacieron las reducciones. La necesidad de consolidar la frontera con los portugueses encontró en los jesuitas instrumentos hábiles, fervorosos y decididos que supieron imponer sus condiciones en esta campaña pobladora y evangelizadora a la vez. Esta zona de frontera se presentaba, al comienzo del siglo XVII, como una realidad ambigua. Por una parte, estaba expuesta al conflicto, pues era zona poco segura y escasamente controlada, vulnerable a las incursiones de las malocas, sea de castellanos o de portugueses. Por otra parte, era esta una zona de convivencia, en la que se habían generado familias mixtas (hispano-portuguesas), ya que muchos portugueses se habían instalado dedicándose al comercio y al carretaje desde estos pueblos hacia la Asunción. La permeabilidad de esta frontera generó conflictos pero, al mismo tiempo, formas de supervivencia en una zona deprimida y aislada. Estos «pueblos de arriba» se convirtieron, y con ellos toda la gobernación del Paraguay, en antemural de la región potosina. Este fue uno de los argumentos que se usó para presentar al rey la gravedad de la situación a raíz de los ataques paulistas a las reducciones: si se desbarataba el plan reduccional de los jesuitas, se abriría el camino hacia Potosí.26 Esta frontera extrema constituida entre las «ciudades de arriba» y luego con las reducciones de los jesuitas, en especial las de San Ignacio de Ypaimbucú y Loreto del Pirapó, enclavadas en la tercera meseta paranaense y luego trágicamente mudadas hacia el Paraná abajo, fue definitivamente superada a partir del 1632 con el decisivo avance de los paulistas. Esta experiencia recuerda que, en la zona de frontera, donde no faltan los conflictos, no se puede sobrevivir por mucho tiempo si a la fuerza militar no le acompaña una activa política de poblamiento, convivencia y espíritu de mediación. Este último y fundamental aspecto no formó parte de la posición ética de muchos jesuitas que habían llegado a la provincia del Paraguay, provenientes de la del Perú. Esta ausencia, desde este momento en adelante, imprimió un sello especial a las relaciones entre jesuitas misioneros, españoles, criollos e indios.
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Griffi, Vicente [*1575, Benevento (Italia); S. J. 23.11.1599, Nápoles] (Storni 1980: 128). En 1621 pasó a la Orden de San Francisco. 25 González de Santa Cruz, Roque [*1576, Asunción (Paraguay); S. J. 09.05.1609, Paraguay; †15.11.1628, Caaró (Río Grande do Sul, Brasil)] (Storni 1908: 126). En 1627 fue nombrado superior de las misiones del río Uruguay. Fue asesinado en la reducción de Todos los Santos. Fue beatificado por Pío XII el 28 de enero de 1934 y canonizado por Juan Pablo II el 16 de mayo de 1988. DHCJ, II, 1784. 26 Memorial de Antonio Ruiz de Montoya al Rey. 1639. ARSI, Paraq. 11, 133-134.
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Siguiendo al historiador jesuita Pedro Lozano,27 puede observarse una acción y un estilo diferente entre los primeros misioneros jesuitas que trabajaron en el Paraguay a fines del siglo XVI, y los que luego llegaron con el padre Diego de Torres en 1608 para fundar la provincia y para poner en marcha este proyecto poblador. Entre los primeros, los padres Manuel Ortega28 y Tomás Fields29 «sin saber por donde dar principio a la labor de aquel campo inculto —narra el historiador jesuita—, les pareció [...] empezar por los españoles, para que su ejemplo facilitase, o la reforma de los indios Cristianos, o la conversión de los Gentiles» (Lozano 1754-1755, I: 53). El éxito de sus trabajos en Asunción, Ciudad Real y Villa Rica, entre españoles e indios de servicio y los de tribus distantes, fue rotundo. Del mismo modo trabajaron con los españoles de las chacras de Asunción, «donde vive mucha gente española por extremo pobre, pues muchos no alcanzan vestido decente». Agrega además Lozano otro dato fundamental para comprender no solo la calidad y el estilo de estos misioneros, sino también las dificultades socioeconómicas que se vivían en la región hacia fines del siglo XVI. La peste que se desató en 1588 fue ocasión para que los jesuitas mostraran su «heroica caridad»; el flagelo arrebató 2200 indios de servicio que trabajaban en Asunción y sus campos, y en la zona de Villa Rica murieron 4060. Además, apunta Lozano, esta trágica coyuntura significó un avance en la evangelización porque los hechiceros cayeron en un gran descrédito (1754-1755, I: 64-70). En una carta de 1604, dirigida al padre general Claudio Acquaviva, el padre Marciel Lorenzana presentó sus razones en favor de que no se abandonase la entonces misión del Paraguay. En primer lugar, destacó el amor tierno que tenían a la Compañía tanto los indios como los españoles. En segundo lugar, afirmaba Lorenzana, todos odiarían a los jesuitas si se marcharan: «diciendo [...] que lo hacemos porque son pobres, que si ellos tuvieran plata que no solo lo que teníamos conserváramos sino que fundáramos mas casas».30 Del texto se deduce, una vez más, no solo el amor de los vecinos hacia los jesuitas sino también la difícil situación económica de estos pobladores. En cambio, la mayoría de los jesuitas que llegaron con el primer provincial Diego de Torres poseían una visión diversa del español, del criollo y del mestizo. El español en Indias, según esta concepción, estaba manchado con una sospecha, con una especie de presunción de deshonestidad.31 El perulero, si no probaba lo contrario, era considerado como la basura de la tierra,32 según una expresión atribuida al padre José de Acosta,33 y su presencia en América era solo motivada por la codicia; de estas bajezas no se salvaban ni siquiera los eclesiásticos. En cambio, la presencia de la Compañía en este Nuevo Mundo se justificaba por el potissimus finis en virtud del cual había atravesado el océano: la salvación de los indios. Este pensamiento encontró su forma en un libro que fue, para muchos jesuitas, un vademécum para su acción: el De procuranda indorum salute del citado José de
27 Lozano, Pedro [*16.06.1697, Madrid; S. J. 07.12.1711, Sevilla; †08.02.1752, Humauaca (Jujuy, Argentina)]. DHCJ, III, 2429. 28 Ortega, Manuel [*1560, Lamego (Portugal); S. J. 08.09.1580, Brasil; †21.10.1622, Sucre (Bolivia)] (Storni 1980: 208). 29 Fields, Tomás [*1549, Limerick (Irlanda); S. J. 06.10.1574, Romana; †15.04.1625] (Storni 1980: 101). 30 Marciel de Lorenzana a Claudio Acquaviva. Córdoba, 27 de marzo de 1604. ARSI, Paraq. 1, 9r-10r. 31 Al respecto puede verse Morales 1998: 46 y ss. 32 Carta del P. Rufo al P. Acquaviva. MP, III, 545. 33 Acosta, José de (*1540, Medina del Campo; S. J. 10.09.1552, Salamanca; †15.02.1600, Salamanca). DHCJ, I, 10-12. Fue célebre su obra De indorum procuranda salute (Salamanca, 1589).
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Acosta. No por nada, Diego de Torres, que era un fervoroso lector de la obra de Acosta y compartía plenamente su visión, le escribió en 1609 al padre general Claudio Acquaviva,34 que era gracias a esta obra que los jesuitas que trabajan en Paraguay habían acrecentado el aprecio al ministerio con los indios. Más aún, era por esta exclusividad en favor del indio y gracias al poco trato con los españoles que el Señor bendecía: «A este aprecio del empleo de los indios que con tanto afecto a dado el Señor a los de esta provincia (y poco trato de españoles) atribuyo yo las bendiciones que el Señor echa a los nuestros» (Leonhardt 1927, I: 5; CA 1609). El obispo Lizárraga escribió al rey, en 1609, refiriéndole un diálogo sostenido entre él y el padre Lorenzana,35 a la sazón rector de la Asunción, que es revelador de cuán radicada estaba esta visión. Con ocasión de una expedición punitiva contra un grupo de indios que habían atacado las reducciones, Lorenzana y otros jesuitas comenzaron a predicar contra la injusticia de esta represión y a negar la absolución a los que habían participado. Ante la defensa que intentara el obispo en favor de la competencia de los gobernadores y la Corona en esta materia, Lorenzana le objetó: «que el Rey no tenía derecho a estos reinos sino a enviar predicadores del evangelio lo cual le contradije un poco ásperamente diciéndole que no dijese tal por ser muy mal dicho solo estábamos él y su compañero el P. Josepe [Cataldini]36 italiano».37 Este documento representa los términos y el modo con el cual los primeros jesuitas se pusieron en relación con los españoles, criollos y mestizos que poblaban las gobernaciones del Río de la Plata y Paraguay. La batalla contra el servicio personal, gracias al cual se sostenía la economía de la región, fue una batalla vivida, mucho antes que en la realidad, en la idealidad de muchos de estos hombres. En el caso concreto de Diego de Torres, en su paso por Chile y por Córdoba anticipó las tormentas que se desatarían luego en las gobernaciones del Río de la Plata y del Paraguay. Los vecinos de estas ciudades percibieron este cambio de actitud y reaccionaron ante las posiciones de los jesuitas que bajaban del Perú.38 La activa participación de los jesuitas en la redacción de las ordenanzas del oidor Francisco de Alfaro para eliminar el servicio personal en la encomienda —de manera que el indio pudiera pagar su tributo con frutos de la tierra o en metálico— condujo a un enfrentamiento radical entre pobladores de Ciudad Real, Jerez de la Frontera, Mbaracayú, Villa Rica, Asunción y los jesuitas,39 ya que vieron peligrar el incipiente comercio yerbatero que necesitaba no solo de brazos para la recolección de la yerba sino también para su trajín. Para los vecinos de Ciudad Real que deseaban recibir a los misioneros bajo palio, según Lozano, los jesuitas se convirtieron en enemigos y se desató la furiosa borrasca. Del afecto que habían demostrado a los primeros misioneros que habían llegado a Asunción en 1590 se pasó, veinte años más tarde, a «torcer el rostro», a la «malevolencia», a «hacer la guerra
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Acquaviva, Claudio [*14.09.1543, Atri (Teramo, Italia); S. J. 22.07.1567 [1574] [1572], Roma; †31.01.1615, Roma]. Fue general de la orden del 19 de febrero de 1581 hasta el 31 de enero de 1615. DHCJ, II, 1614-1621. 35 Lorenzana, Marciel [*1565, León; S. J. 18.10.1583, Castilla; †12.09.1632, Asunción (Paraguay)] (Storni 1980: 166); DHCJ, III, 2421. 36 Cataldini, José [*1571, Fabriano (Italia); S. J. 01.03.1602, Roma; †10.06.1653] (Storni 1980: 61). Junto con el padre Simón Masceta, fue el fundador de las primeras reducciones del Guairá: Loreto (1610) y San Ignacio (1611). A causa de las invasiones de los bandeirantes fueron luego trasladadas hacia el Paraná (1631). Fundó, además, la reducción de San José (1636) y fue superior de guaraníes de 1644 a 1646. DHSJ, I, 711-712. 37 Reginaldo de Lizárraga al Rey. Asunción, septiembre de 1609. DHG, I, 215. 38 Puede verse al respecto Morales 1998: 103 y ss. 39 Sobre estas ordenanzas y sus reacciones puede consultarse Bruno 1967, II: 432 y ss.
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descubierta» (1754-1755, II: 146 y ss). Pocos años después de haber comenzado la batalla contra el servicio personal, esos mismos vecinos que habían defendido y deseado que los hijos de San Ignacio se radicaran en sus tierras, trataron de impedir el ingreso de los nuevos misioneros José Cataldini y Simón Mascetta, que en 1610 fueron enviados a misionar por el Paranapané. Estos fueron los primeros de un grupo de misioneros que se internaron en el Guayrá, zona de agudos conflictos, dejando a sus espaldas una abierta animosidad contra la Compañía para quedar atrapados entre dos fuegos. El padre Diego González de Holguín,40 que figura entre los más comprometidos en esta lucha, en una carta al entonces asistente de España, evaluó superficialmente las consecuencias de estos conflictos entre vecinos y jesuitas. Según él, por la participación en la redacción de las ordenanzas de Alfaro, los pobladores de las ciudades habían comenzado a aborrecer a los jesuitas, pero se consolaba y se engañaba pensado que «este enojillo les durará un año o dos».41 A tanto llegó el malestar contra la Compañía, que hasta en el mercado de la Asunción los jesuitas no podían comprar ni siquiera lo necesario. Como recordaba Diego de Torres en su carta anua de 1613: «[...] con los españoles no tenemos que ver [...] porque están totalmente hostiles a nosotros a causa de la esclavitud de los indios» (Leonhardt 1927, I: 271; CA 1613). Los jesuitas debieron abandonar la residencia de la Asunción por tres meses y disminuyeron notablemente las limosnas que recibían; por tanto, los curas de las reducciones tuvieron que apoyarse económicamente, de ese momento en adelante, en el estipendio real, en su propia capacidad productiva, en los privilegios que conseguirán para la producción yerbatera y, en general, en el apoyo económico de la Corona. El cabildo de la Asunción, terminada la visita del oidor Francisco de Alfaro, apeló ante la corte (1618) el informe negativo que se había realizado sobre el estado de la gobernación y en general, y por los remedios propuestos para mejorar la situación de los indígenas. A pesar del rigor extremo con que actuó Alfaro, de los mil doscientos vecinos españoles, la gran parte encomenderos, repartidos en ocho ciudades de las gobernaciones del Río de la Plata y del Paraguay, ninguno fue procesado por molestias o vejaciones a los indios. Solo se procedió contra dos de ellos con motivo de causas leves a los que se les dio una condena ligera (Bruno 1967, II: 441). De todas maneras, para Diego de Torres y para algunos de sus compañeros, el servicio personal era una «infernal esclavitud» y la «causa principal de destrucción de las provincias» (Leonhardt 1927, I: 9; CA 1609).42 Diego de Torres, en medio de los fragores de esta lucha, no pudo dejar de notar que uno de los ministerios esenciales de la Compañía, la reconciliación de los desavenidos, había recibido un vulnus difícil de subsanar.43 Los jesuitas, que por vocación tenían que ser mediadores, se habían colocado como enemigos de todos. Con cierta autoironía en la carta anua de 1613, narrando algunas historias edificantes de paces celebradas gracias a la intervención de uno u otro jesuita, el provincial constataba que la dimensión social y más universal de esta misión mediadora y política, que hubiera podido tender lazos para reconstruir el
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González Holguín, Diego [*1553, Cáceres (España); S. J. 22.02.1571, Castilla; †1617, Mendoza (Argentina)] (Storni 1980: 122; Torres Saldamando 1882: 68-70). 41 Diego González de Holguín a Nicolás Almazán, asistente de España. Asunción, 13 de marzo de 1612. ARSI Paraq. 11 83r-84v. 42 Llama la atención que no aparecen referencias a las pestes que asolaron por aquellos años las gobernaciones del Tucumán y del Río de la Plata. A este respecto véase Morales 1998: 92. 43 Esta dissidentium reconciliationem se encuentra en el texto de la Formula Instituti. MHSI, Constitutiones, I, 376.
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«cuñadazgo»44 entre la «república de los españoles» y la «república de indios», había sido seriamente comprometida: «Entre las muchas e importantes paces concertadas por los nuestros (costumbre nuestra aunque la gente tenga aún mayor enemistad con nosotros mismos)» (Leonhardt 1927, I: 410; CA 1613). A este aislacionismo en el que se hicieron nacer a las reducciones, y que crecerá con el transcurso de los años, se agregó que estos pueblos se instalaron, además, en una zona de frontera con los portugueses. Los jesuitas se colocaron en ella, como lo recuerda Diego de Torres, siendo enemigos de las partes a contacto: «[...] somos mal vistos tanto por parte de los lusitanos como de los castellanos, porque vivimos entre los dos estando con los indios» (Leonhardt 1927, I: 306; CA 1614). Portugueses y españoles fueron llevados a esas selvas, según el provincial jesuita, por el mismo diablo, «que los trajo acá para estorbar los trabajos emprendidos en bien de las almas» (Leonhardt 1927, I: 309). La actitud del padre Diego de Torres y de otros jesuitas de la provincia comprometidos en la lucha contra el servicio personal suscitó distintos avisos por parte del padre general Acquaviva y de su sucesor el padre Vitelleschi.45 Los padres generales exhortaron, con insistencia, para que los jesuitas moderaran el celo y se comportasen «con el tiento necesario» y trataran de dejar el asunto en manos de los ministros del rey, y que no obrasen como fiscales con «ofensión y detrimento de la edificación y buen nombre de la Compañía»46 y de sus propios ministerios. Algunos autores de cuño jesuítico, respecto de este y otros pareceres de los padres generales, tratan de disminuir el peso de dichas opiniones aduciendo lejanía o una falta de comprensión de la realidad. Los padres generales Claudio Acquaviva y Muzio Vitelleschi, así como sus sucesores, formaron sus pareceres gracias a los informes, no solo del provincial y de sus consultores, sino también de los otros miembros de la provincia que escribían con una asombrosa frecuencia a Roma. Estos jesuitas manifestaron su perplejidad y declararon su oposición ante ciertas posiciones extremas. A estas informaciones locales han de agregarse las que la curia romana poseía de los procuradores de la Compañía en Madrid y Roma.47 De todas maneras, los padres generales daban una gran autonomía a los provinciales en sus actos de gobierno ordinario. Esta autonomía había sido consolidada en una concepción del derecho que había encontrado espacio en el texto mismo de las Constituciones. Según esta concepción jurídica, la ley debía siempre adaptarse a las circunstancias, a los tiempos y a las personas.48 Las circunstancias eran no solo el eje alrededor del cual se elaboraba la ley,
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Esta expresión que se refiere al concepto de tovayá [cuñado], aplicado por el guaraní al español, aparece en una crónica anónima de 1620. Esta crónica pudo haber sido escrita por el padre Marciel Lorenzana. Véase Morales 1998: 38 y ss. 45 Vitelleschi, Muzio (*02.12.1583, Roma; S. J. 15.08.1583, Roma; †09.02.1645, Roma). Fue elegido general el 15.11.1615. DHCJ, II, 1621-1627. 46 Véanse los textos citados de las cartas del padre Acquaviva sobre este asunto en Leonhardt 1927, I: 117 y ss. 47 «Y aunque los papeles que VR envía acerca de todas estas cosas, son buenos y muestran el buen celo de donde salen, tenemos duda si están las cosas de suerte con la Corte y Consejo que sea bien tratarse por nuestro medio y no por el de las cabezas que lo tienen a cargo, mirallo hemos bien y avisaremos a los padres que en Madrid están lo que acá nos parece que hagan». Carta del P. Acquaviva al P. Diego Torres. Roma, 10 de noviembre de 1608. ARSI, Paraq. 1, 13v. 48 En el proemio de las Constituciones de la Compañía de Jesús, al n [136] aparece esta atención a las circunstancias como el principio fundamental para la elaboración de las reglas: «[...] son necesarias algunas otras ordenanzas que se puedan acomodar a los tiempos, lugares y personas». Esta expresión u otras similares aparecen
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sino también elemento fundamental para realizar las opciones. En la correspondencia de los padres generales a la antigua provincia del Paraguay, de 378 cartas correspondientes al período 1608-1621, unas cincuenta dedican su atención a la actitud de algunos jesuitas en su lucha contra el servicio personal. En una de ellas se afirma: «V. R. verá y se irá enterando de las cosas, y hará en esa lo que juzgare convenir precediendo madura consideración y tratándolas con la prudencia y tiento que se requiere, y no permitiendo que los nuestros se entremetan en lo que no es conforme a nuestra profesión».49 El padre general daba libertad de acción al provincial, a la vez que le recordaba los límites máximos en los que se debía mover. De manera unívoca, dichas cartas concuerdan en la valoración negativa del servicio personal, a la vez que también, unívocamente, desaprueban el modo con el cual ciertos jesuitas habían emprendido su erradicación. Lo que dispusieron los sucesores de Diego de Torres, siguiendo las indicaciones de los padres generales, fue prohibir que desde el púlpito se continuara a predicar contra el servicio personal, mientras que en la administración del sacramento de la penitencia se podía influir en el fuero íntimo de la conciencia: Y pues de parte de la Compañía se ha echo cuanto se ha podido en defensa de la verdad, el oidor [Francisco de Alfaro] que visito esas gobernaciones dio cuenta de ese particular a su majestad y a su real consejo de Indias, es de creer que se abra proveído de suerte que se remedie del todo; y como la ejecución toca a los ministros reales, no ay sino que los confesores hagan su oficio en el fuero de la conciencia; siguiendo el parecer y orden del padre provincial en lo de no predicar contra eso, pues como quien ve las cosas de cerca sin duda tendrá razones bastante para lo que ha ordenado.50
Las ordenanzas de Alfaro suprimieron el servicio personal de las encomiendas y dejaron al indio en libertad de concertarse para una serie de servicios, salvo para la cosecha y trajín de la yerba en el Mbaracayú. En el artículo 61 de estas series de disposiciones, y ante las dificultades que ponían los mismos indios para pagar al español, prácticamente derogó las concesiones de los artículos anteriores: aquellos indios que no pudieran pagar el tributo en metálico o frutos de la tierra debían prestar un servicio de treinta días. Uno de los límites de la mita fue la distancia del pueblo de españoles, la cual había sido fijada por la ley. Por tanto, si se constituían pueblos de indios lejanos de las ciudades de españoles y con aborígenes no originarios —esto es, que no pertenecían jurisdiccionalmente a las ciudades— quedaban exentos de este turno de servicio. Este fue otro motivo, unido a la ya citada coyuntura geopolítica, que llevó a los jesuitas a elegir para sus pueblos sitios posiblemente alejados de las ciudades de españoles. Cuando aún no se habían aplacado los ánimos, algunos jesuitas del Paraguay comenzaron una nueva batalla (1635): lograr que los indios de las reducciones fueran puestos en cabeza al rey51 substrayéndolos del usufructo de los encomenderos. El tema dividió a la repetidas veces en el texto de las Constituciones: nn [343] [508] [581] [747] [395] [458] [462] [671] [64] [71] [136] [211] [238] [449], etcétera. 49 P. Muzio Vitelleschi al P. Pedro de Oñate. Roma, 30 de abril de 1616. ARSI, Paraq. 1, 53v. 50 P. Muzio Vitelleschi al P. Diego González de Holguín. Roma, 30 de abril de 1616. ARSI, Paraq. 1, 60v. 51 La Corona con la encomienda hacía una donación o concesión, al encomendero, del dominio útil, no de la titularidad sobre el indio. En virtud de esta donación modal, el encomendero ofrecía protección y sustento, además de preocuparse de la evangelización de los encomendados. A cambio de todo ello percibía el debido tributo en metálico o en frutos de la tierra, o bien la encomienda era de servicio personal y el indio tributaba
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provincia y suscitó nuevas reacciones contra la Compañía. Este asunto había sido tratado en la congregación provincial de 1620 y su discusión ocupó varios años. Algunos misioneros, como Marciel Lorenzana y Durán Mastrilli,52 que fuera provincial, al ser decididos defensores de los indios y habiendo luchado abiertamente contra las injusticias de la encomienda, en este punto fueron favorables a la opinión de los españoles. Fueron contrarios en poner a los indios en cabeza al rey, no solo para evitar conflictos que en definitiva iban en desmedro de la acción de la Compañía, sino también porque dudaban si era conveniente para los mismos indios pagar el tributo directamente, teniendo en cuenta, además, de que los jesuitas se convertían así en los intermediarios necesarios para hacer llegar a la Corona la debida recaudación. El padre general Muzio Vitelleschi, siguiendo los pareceres y discusiones que se generaron en la provincia, dedicó diversas cartas al asunto. Para el padre general, la opción de pasar definitivamente los indios en cabeza al rey, sustrayendo de este modo la mano de obra a los vecinos, era una materia de la cual los jesuitas no deberían hablar, sino que, más bien, deberían renovar sus esfuerzos en el apostolado indígena.53 Esta batalla se prestó como una nueva ocasión de conflicto con las autoridades y con los españoles.54 Una carta de Muzio Vitelleschi a Diego de Boroa,55 en ese momento provincial, resume lo enmarañado de la situación: Acerca del segundo punto de si hay obligación de defender los indios para que se pongan en cabeza del Rey, y no de los Españoles, o encomenderos, e leído la copia de la carta que VR remitió al Obispo del Paraguay, y otras no pocas de esa Provincia en que me representan que no nos conviene salir a esta causa porque es ocasión de continuos pleitos, y de malquistarnos con los de las ciudades, y refieren una grave persecución que la Compañía ha padecido en la Asunción en que sacaron libelos, pretendieron echarnos de la ciudad con otras grandes vejaciones; fuera de que afirman que a los mismos indios les esta mal esta inmediata sujeción del Rey, y que es pesada carga que la Compañía tome por su cuenta el cobrar el tributo del Rey, cosa ajena de religiosos. Por otra parte considero la condición con que se rindieron a la fe, y que les dimos palabra que no seria esclavos.56
Por una parte, se trataba de mantener la palabra dada a los indios en el momento inicial de su reducción; por otra, era ponerse contra los intereses de los pobladores. Causaba además sorpresa en algunos que, por un lado, se pretendiese ganar el beneplácito de los gobernadores y obispos para que los indios fueran liberados de los encomenderos y que, al mismo tiempo, los jesuitas se presentaran como mercaderes vendiendo la yerba del Paracon su trabajo. El único señor de los indios era el rey. Colocar a los indios «en cabeza al rey» implicaba retirarlos de la relación con el encomendero, por tanto deberían tributar directamente a la Corona, la cual concedía normalmente diez años de exención de tributos para los indios que comenzaban a ser evangelizados. Sobre este punto puede consultarse también Morales 1998: 90 y ss. 52 Mastrilli, Nicolás = Durán, Nicolás [*1568, Nola (Nápoles, Italia); S. J. 23.09.1583, Nápoles; †14.02.1653, Lima]. Provincial del Paraguay (1623-1629) y del Perú (1630-1634;1639-1644) (Storni 1980: 178). Era oficial de caballería al momento de entrar en la Compañía. Fue provincial del Paraguay (1623-1629) y por dos veces provincial del Perú (1630-1634; 1639-1644). DHCJ, III, 2566-7. 53 ARSI, Paraq. 1, 45v. 54 ARSI, Paraq. 1, 69r. 55 Boroa, Diego de [*25.07.1585, Trujillo (Cáceres, España); S. J. 04.04.1605, Toledo; †19.04.1657, San Miguel (Río Grande do Sul, Brasil)]. Fue provincial del Paraguay (1634-1640) (Storni 1980: 42). 56 ARSI, Paraq. 1, 128r-129v.
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guay.57 En definitiva, una sola fue la insistencia de Vitelleschi a lo largo de la correspondencia de aquellos años: elegir aquello que conduzca a la mayor paz.58 El general aprovechó la ocasión para indicarle a Boroa que, en esta materia, se le notaba una excesiva dependencia respecto de Diego Torres y que estas opiniones, en pasado, habían ocasionado graves inconvenientes. Se siguieron una serie de pleitos por parte de los vecinos para obtener de la audiencia de Charcas la posibilidad de beneficiar de los indios reducidos por los jesuitas. Una provisión del virrey del Perú, conde de Salvatierra, cortó este nudo gordiano: los indios de los pueblos jesuíticos fueron declarados «presidiarios del presidio y opósito a los portugueses del Brasil» y se los dispensaba de mitas y servicio personal.59 La liberación del sistema encomendero implicó que los indios de las reducciones fueran concebidos como un gran ejército que en adelante no solo debía procurar su defensa sino estar dispuesto a los servicios que los gobernadores le solicitasen.60 Con ocasión del añoso pleito que surgiera entre los vecinos y los pueblos de San Ignacio, Nuestra Señor de Fe y Santiago para que sus pobladores fueran compelidos a beneficiar la yerba mate, el tema del ejército guaranítico fue central para evitar el servicio por el «gran decaimiento de indios del Paraguay con la guerra de mamelucos y portugueses».61 57
Ibídem, 133r. Ibídem, 96v. 59 AGI, Ch 120. La Provisión del Virrey ponía en ejecución la real cédula de 14 de febrero 1647, la cual reconocía que los indios de las reducciones: «[...] se habían defendido valentisimamente de doce años a esta parte de los Portugueses del Brasil a costa suya y de sus personas comprando armas y municiones y otras cosas necesarias para su defensa en mucha cantidad y de valor que pasan de setecientas bocas de fuego obligándoles a esta prevención las invasiones que los portugueses les hacían llevándolos cautivos al Brasil donde los vendían por esclavos y después que les concedí licencia para que en dicha defensa usasen de las armas habían defendido su tierra echando a los portugueses de ella hasta ponerlos en huída ignominiosamente por dos veces con que hoy gozan de paz sin que los portugueses se hubiesen atrevido a volver sobre ellos y que esto resultara en mi servicio y defensa de esa provincia que estará con mucho riesgo de que el enemigo intenta de apoderarse de ella por su poca resistencia y que si alguna había de tener por este caso era por estos indios que en la ocasión que les llamase mi gobernador de aquellas provincias acudirían con sus armas a defender la tierra, suplicome que ateniendo a lo referido les hiciese alguna merced que les pudiese ser de alivio de los tributos que pagan dejándolo a disposición de mi Virrey de las Provincias del Perú o de mi Presidente de la Audiencia de los Charcas y habiéndose visto en mi Consejo [...] el dicho mi Virrey cuide del alivio y conservación de los indios de las dichas reducciones todavía porque conviene alentarlos para que continúen el servir con sus armas como hasta aquí les daréis en mi nombre las gracias por lo bien que me hallo servido de ellos y les encargareis lo continúen en lo adelante por las ocasiones que se puedan ofrecer con el celo y atención que hasta aquí han tenido les ruego que para que lo hagan que así conviene a mi servicio». AGI, Ch 282. Con la misma fecha, una real cédula al gobernador del Paraguay le ordenaba que los indios de las reducciones no sean puestos en servicio personal: «[...] y a ahora Juan Pastor Procurador de la dicha Compañía de Jesús por esa Provincia me a representado que dichos religiosos de la dicha Compañía habían reducido en esa Provincia y en las de Uruguay e Itatines estaban muy remotas y pasadas de la ciudad de la Asunción [...] a más de treinta leguas de las ciudades de esas provincias con que no les tocaba lo dispuesto por la ordenanza sin embargo querían los españoles que los indios fueran a servirles contra su voluntad en que recibían mucho agravio demás de ser contra lo dispuesto en la dicha ordenanza y que convendría reordenase a vos y a las demás justicias de esa provincia que por ninguna caso fueran contra lo dispuesto por la dicha ordenanza dejando a los indios de sus reducciones libres del servicio personal [...] sin que de ninguna manera se obligue a él y habiéndose visto en mi Consejo [...] ordena y mando veáis la mi dicha mi cedula aquí inserta y la guardéis y cumpláis y ejecutéis». AGI, Bue 2 L.6. 60 Esta consecuencia la expresa claramente Furlong: «Así quedó resuelto el pago del tributo, y los indios como verdaderos vasallos del Rey, no tenían otras obligaciones, que la de defender las fronteras contra las maquinaciones de los portugueses. Misiones» (1978: 381). 61 Real cédula a la audiencia de Charcas. Barcelona, 18 de marzo de 1702. Pastells 1912, IV: 498. 58
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LA RAZÓN DE LA FUERZA
A partir del año de 1612, las reducciones que los jesuitas habían fundado en la región del Guayrá comenzaron a ser atacadas por las malocas paulistas (Furlong 1978: 119 y ss). Estos ataques, realizados por vecinos de San Pablo aliados con grupos de indios tupís, se hicieron más sistemáticos y organizados 15 años más tarde. Las atrocidades, robos y asesinatos de estas expediciones esclavizadoras,62 al mando del maestre de campo Manuel Preto y del capitán Antonio Raposo Tavares, entre otros, dejaron su huella en una gran cantidad de documentación y dieron pie a una amplia bibliografía.63 Entre estos testimonios escritos, merecen especial atención la célebre relación firmada por los padres Justo Mansilla64 y Simón Maceta, y las páginas que el padre Antonio Ruiz de Montoya65 escribió en su Conquista espiritual. Algunos de estos jesuitas fueron testigos de las masacres y los homicidios.66 En 1628, cuatro compañías de estos cazadores de indios se lanzaron contra los pueblos de San Antonio y San Miguel. Estos ataques contaron con la complicidad del entonces gobernador del Paraguay, Luis Céspedes Geria. Los jesuitas, para prevenir mayores males, deshicieron las reducciones de Encarnación, Jesús María, San Pablo, Arcángeles y Santo Tomás Apóstol. Unos años más tarde fueron destruidos los pueblos de San Francisco Javier y San José. El mismo provincial, padre Francisco Vázquez Trujillo,67 fue testigo presencial de los ataques, con su secuela de desolación y muerte, durante la visita canónica que efectuó en 1632 a las reducciones.68 Según algunos documentos de la época, como resultado de estas razias, se vendieron como esclavos unos 50 mil indios (Furlong 1978: 120). La interceptación de los cargamentos de esclavos por parte de los piratas holandeses, que por aquellos años se habían instalado en la costa norte del Brasil, determinó que estas correrías se repitieran con una frecuencia aún mayor. A esta campaña contra los pueblos del Guayrá siguieron los ataques a las reducciones fundadas en el Tape, centro actual del estado brasileño de Río Grande do Sul. Las embestidas de los paulistas comenzaron en 1635 y, a pesar de la derrota que sufrieron en la batalla
62
Sobre la pertinencia del vocablo bandeira para designar a estos grupos puede verse la obra de Ricardo Román Blanco (1966). Sobre la actividad de estos bandeirantes puede verse también Sierra 1957, II: 251 y ss. 63 Puede verse la citada en Bruno 1967, II: 275 y ss. 64 Mansilla, Justo = Van Suerck, Josse [*02.01.1600, Amberes; S. J. 19.11.1616, Flandro-belga; †21.04.1666, Santa María de Fe (Misiones, Paraguay)] (Storni 1980: 296-297). 65 Ruiz de Montoya, Antonio (*13.06.1585, Lima; 11.11.1606, Perú; †11.04.1652, Lima) (Storni 1980: 252). Fue superior de las reducciones del Guairá (1622-1636). Fue el encargado de efectuar la emigración de los pueblos del Guairá a regionales meridionales del Paraná. La Congregación Provincial de 1637 lo designó procurador ante la Corte para solicitar ayuda contra los ataques de los bandeirantes. Como resultado de sus gestiones, Felipe IV autorizó armar a los indios para su defensa (1640). Sobre su vida véase DHCJ, IV, 3436-3437. 66 Así relata Del Techo el asesinato del cacique Curuba y otro indio en presencia del padre Simón Mascetta en el pueblo de Jesús María: «[...] y así revestido de sacerdote (Simón Mascetta) y con la cruz alzada en la mano, marchó hacia ellos; lo recibieron con desprecio [...] rodeaban al misionero sus hijos espirituales y manifestaban su afecto a él, ya con palabras ya con lágrimas; uno que tenía por nombre Curuba, cacique poderoso, se quejó en buen tono que maltratasen al P. Mascetta; los mamelucos lo mataron de un arcabuzazo que le atravesó el pecho [...]. Un neófito, huyendo de los opresores se acogió en brazos del P. Maceta, y allí mismo fue atravesado de un balazo, con grave peligro del religioso» (1673, IV: 58-59). 67 Vázquez Trujillo, Francisco [*08.10.1571, Trujillo (Cáceres, España); S. J. 22.05.1588, Perú; †24.08.1652, Córdoba (Argentina)]. Fue procurador en Europa (1620-1622) y provincial del Paraguay (1629-1633) (Storni 1980: 298; DHCJ, IV, 3915; Torres Saldamando 1882: 257-258). 68 De esta visita del padre Vázquez Trujillo a las reducciones se encuentra, en AGI, Charcas 2, un memorial al rey intitulado: Carta del Prov. Francisco Vázquez Trujillo a SM sobre los ataques de los paulistas (12/06/1632).
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a orillas del Mbororé, el 11 de marzo de 1641, se mantuvieron, si bien de manera esporádica, hasta 1657. Fueron asoladas las reducciones de Corpus, Yapeyú, Santo Tomé y Santa Cruz. No tuvieron mejor suerte los pueblos fundados en la región del Itatín (oeste del Paraguay actual). En 1647 se tuvo que abandonar la reducción de Nuestra Señora de Fe del Taré para refundarla más al sur, a orillas del Mboymboy. Esta reducción fue nuevamente embestida por la bandeira de Raposo Tavares, y allí perdió la vida el padre Alonso Arias,69 que había partido del pueblo de San Ignacio de Caaguazú con un grupo de indios de guerra para liberar al padre Cristóbal de Arenas que había sido apresado por los portugueses. El padre Arenas murió unos meses más tarde como consecuencia de estos ataques.70 Fueron tan crueles los ataques y el cautiverio de los indios, que dos de los más célebres misioneros como fueron los padres Justo Mansilla y Simón Mascetta, y luego hasta el mismo Ruiz de Montoya, debieron reconocer que el haber puesto a los indios en reducción no había hecho otra cosa que facilitar los apremios de los portugueses para con los indios reducidos. Así lo manifestaron al rey y al padre general.71 En la versión del informe de Mansilla y Mascetta dirigido al provincial, este párrafo no existe: Aquí se advierta que el haberse reducido y juntado estos indios en pueblos para recibir la ley de Dios les fue causa que fuesen cautivados para esclavos y que si no estuviesen debajo de la doctrina de los Padres tuvieran todos o la mayor parte de ellos la libertad en la cual Dios nuestro Señor los crió siendo así que los otros de aquel distrito que aún estaban para reducirse quedaron libres en sus tierras [...] por haber nosotros sido causa de que estén cautivos, y maridos, mujeres y hijos, por fuerza apartados unos de otros y repartidos entre muchos dueños y vendidos, habiéndoles juntado debajo de nuestra palabra, que les dimos, que estando con nosotros en nuestras aldeas para ser cristianos estarían seguros de los portugueses y del cautiverio, con que se juntaron, y sino les hubiéramos prometido tanta seguridad, no se hubieran juntado tan presto la mayor parte de ellos, y por consiguiente probablemente estarían libres.72
Unos días antes de este informe común, el padre Mansilla había escrito otra carta en términos equivalentes a su padre general.73 La disolución de los pueblos como alternativa a la defensa armada no prosperó entre los misioneros. La alternativa a la lucha fue la mudanza. Así se decidió, por ejemplo, la migración de los indios de Pirapó e Ypaumbucú, establecidos en las reducciones sobrevivientes de San Ignacio Miní y Loreto, hacia el sur, a orillas del Yabebirí, la cual, a su vez, tubo dramáticos efectos. Según el historiador Nicolás del Techo,74 murieron unos nueve mil indios. 69 Arias, Alonso [*07.10.1601, Jaraicejo (Cáceres, España); S. J. 07.04.1629, Castilla; †07.11.1648, Itatines (Paraguay)] (Storni 1980: 21). El padre Arias perdió la vida en el ataque a los paulistas que habían asolado la reducción de Nuestra Señora de Fe (Mboymboy) y apresado al padre Cristóbal de Arenas mientras oficiaba misa. 70 MCDA, II, 91 y ss. 71 El informe al padre General se halla en ARSI, Paraq. 11, 217-222. 72 Relación de los agravios que hicieron unos moradores de la Villa de San Pablo de Pyratinga de la Capitanía de San Vicente del Estado de Brasil saqueando las aldeas de los Padres de la Compañía de Jesús de la Provincia del Paraguay en la misión de Guairá. 25 de septiembre de 1629. ARSI, Paraq 11, 218v-219v. Una relación con algunas variantes textuales se publicó en MCDA, I, 310 y ss. 73 Justo Mansilla al P. Muzio Vitelleschi. 2 de octubre de 1629. ARSI, Paraq. 11, 224v. 74 Del Techo, Nicolás = Du Toict, Nicolas [*28.11.1611, Lille (Francia); S. J. 10.01.1630, Tournai (Hainaut, Bélgica); †20.08.1685, San Nicolas (Río Grande do Sul, Brasil)]. Autor de la Historia Provinciae Paraquariae Societatis Iesu (Lieja, 1673). DHCJ, II, 1069-1070.
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Las cartas de los padres generales muestran, una vez más, las críticas que suscitó en la provincia este traslado.75 Desde el comienzo de estas invasiones, los jesuitas organizaron la defensa de las reducciones y lo hicieron desde dos frentes. Uno fue el de la defensa armada contra las bandas de los paulistas, y el segundo ante la corte de Madrid solicitando que a los indios de los pueblos se les autorizase el uso de las armas de fuego. Gracias a las gestiones del padre Antonio Ruiz de Montoya en Madrid, se concedió, por real cédula del 21 de mayo de 1640, la autorización jurídica para que los indios pudieran disponer de armas de fuego. Dicha ley fue emanada en modo suspensivo y se dejó su aplicación según el criterio del virrey del Perú. El 19 de enero de 1646, el virrey dispuso enviar 150 bocas de fuego a los indios guaraníes, las cuales se deberían guardar en la armería del pueblo; los curas fueron designados los responsables de su tenencia. La participación de algunos jesuitas fue activa en las batallas. Con tintes dramáticos relató el padre Diego de Boroa la defensa que durante cinco horas, el 4 de marzo de 1637, llevaron a cabo los padres Pedro Romero,76 Pedro de Mola,77 los hermanos Antonio Bernal78 y Juan de Cárdenas79 contra la bandeira de Raposo Tavares que cargó contra la reducciones del Tape.80 Muchos de estos detalles no aparecen en la carta anua que escribió en ese año, a pesar de haberlo declarado, quizá por entender que no correspondían al estilo edificante de la anua. Los padres y hermanos no solo animaron a los indios, sino que dispararon «con algunos mosquetes» junto con algunos guaraníes que habían aprendido el uso de estas armas. En esta ocasión, el hermano Antonio Bernal recibió un balazo en la mano que le perforó luego el pecho, en el sitio preciso donde llevaba una medalla de la Purísima Concepción, que, milagrosamente, le salvó la vida. El hermano Cárdenas recibió dos disparos, el padre Mola fue herido en la cabeza y al padre Romero un proyectil le rozó la cara. Según el autor de la carta, todos ellos salvaron sus vidas milagrosamente. También en la defensa de los pueblos del Tape, dos años más tarde, en la batalla de Caazapá-guazú (17 de enero de 1639), perdió la vida el superior de dichos pueblos, padre Diego de Alfaro,81 y fue herido el hermano Domingo de Torres,82 quien había logrado matar, de un tiro de arcabuz, al capitán de la bandeira Fernão Dias Pais.
75
Cartas de PP. Generales. ARSI, Paraq,1, 91v, 92r, 95r, 95v, 96r, 96v, 97v. Romero, Pedro [*1585, Sevilla (España); S. J. 07.03.1607, Cartagena de Indias (Nuevo Reino, Colombia); †22.03.1645, Itatín (Paraguay)] (Storni 1980: 249). En 1644 fue enviado a la misión de Itatines (norte de Asunción, Paraguay) donde fue asesinado por un grupo de indios. DHCJ, IV, 3405-6. 77 Mola, Pedro [*17.01.1602, Barbastro (Huesca, España); S. J. 31.08.1619, Aragón; †04.07.1660, Apóstoles (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 187). 78 Bernal, Antonio [*1582, Palhaça (Portugal); S. J. 20.08.1615, Paraguay; †13.04.1661, Córdoba (Argentina)] (Storni 1980: 37). 79 Cárdenas, Juan de [*1593, Asunción (Paraguay); S. J. 1633, Paraguay; †20.12.1647, Concepción (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 52). 80 MCDA, III, 144. 81 Alfaro, Diego de [*1596, Panamá; S. J. 28.03.1614, Castilla; †17.01.1639, Caazapá-Guazú (Río Grande do Sul, Brasil)] (Storni 1980: 6). Fue hijo de don Francisco de Alfaro, oidor de la audiencia de Charcas y redactor de las ordenanzas en favor de los indios. DHCJ, I, 75. 82 Torres, Domingo de [*28.04.1607, Osuna (Sevilla, España); S. J. 28.04.1627, Andalucía; †15.08.1688, Apóstoles (Misiones, Sevilla)] (Storni 1980: 287). 76
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La primera ocasión en la que el padre Vitelleschi afrontó el tema de los jesuitas en la defensa de las reducciones fue en una carta al padre Pedro Romero.83 En ella solicitó que los jesuitas no defendieran a reducciones more castrorum, «sino con paciencia, humildad, y buen ejemplo, sin valerse de soldados; que para eso están allí los gobernadores seglares, a quienes será bien en tales casos avisar, que por su cuenta corren las armas corporales, como por la nuestra las espirituales». En los mismos términos84 se refirió al entonces provincial, Francisco Vázquez Trujillo.85 Esta defensa more castrorum, a pesar de las informaciones que tenía sobre los dramáticos acontecimientos ocurridos en los pueblos, era una actitud no propia de religiosos. A pesar de estas indicaciones y ante la participación activa de algún jesuita en la conducción de los indios guerra, el padre general volvió a insistir ante el padre Romero «que no es decente que los nuestros capitaneen a los indios more castrorum».86 También informó al padre Vázquez Trujillo que había recibido informaciones de no pocos jesuitas de la provincia que se lamentaban de ciertos excesos en la defensa de los indios, y que con los españoles y portugueses no había habido la correspondencia necesaria. Además de estos tonos subidos, se le acusaba al padre Ruiz de Montoya haber demostrado «más aliento del que era justo». Algunos habían escrito a Vitelleschi presentando al jesuita criollo y al padre Miguel de Ampuero87 como «espíritus belicosos».88 Es significativo que una de esas críticas haya venido de un hermano coadjutor, Bartolomé Cardeñosa,89 ya que fueron ellos quienes estuvieron en primera línea respecto al manejo de las armas y a la instrucción militar de los indios.90 En el despacho del 20 de enero de 1636, el padre general explicitó aún más su opinión, a la vez que dio algunas sugerencias. En una carta dirigida al padre Diego de Boroa, provincial, Vitelleschi admitió que los indios no deberían resignarse a quedar inermes ante los ataques de manera que «se dejen llevar como corderos de los lobos». Por lo tanto, era justo esgrimir una «defensa natural y usar de medios proporcionados» y, en tal caso, podían los jesuitas aconsejarlos, alentarlos, animarlos y esforzarlos. Pero una vez más recordó el precepto tantas veces enunciado: «[...] lo que pretendo es que los nuestros no se hallen en la ejecución del negocio, ni sean como sus capitanes en las armas». Para la conducción militar, sugería Vitelleschi, podían servirse de indios ladinos, de españoles o de criollos.91 A pesar de estas recomendaciones, el padre general tuvo que llamar nuevamente la atención
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Muzio Vitelleschi a Pedro Romero. Roma, enero de 1633. ARSI, Paraq. 2, 79r. Muzio Vitelleschi a Francisco Vázquez Trujillo. Roma, enero de 1634. ARSI, Paraq. 2, 79v. 85 Vázquez Trujillo, Francisco [*08.10.1571, Trujillo (España); S. J. 22.05.1588, Perú; †24.08.1652, Córdoba (Argentina)]. Fue procurador en Europa (1620-1622) y provincial del Paraguay del 1629-1633 (Storni 1980: 298); DHCJ, IV, 3915. 86 Muzio Vitelleschi a Pedro Romero. Roma, enero de 1634. ARSI, Paraq. 2, 96v. 87 Ampuero, Miguel de [*1593, Lima; S. J. 30.05.1610, Perú; †05.11.1654, Santiago del Estero (Argentina)] (Storni 1980: 12-13). 88 «[...] que no son pocos los que me escriben que se a excedido notablemente en el modo de defenderlos [ a los indios], y que con los Españoles no [ha] habido la correspondencia que era razón; y aun con los Portugueses más aliento del que era justo, de que culpan al Padre Antonio Ruyz, con que sean irritado notablemente». Muzio Vitelleschi a Francisco Vázquez Trujillo. Roma, enero de 1634. ARSI, Paraq. 2, 102v. 89 Cardeñosa, Bartolomé [*1596, Montilla (España); S. J. 11.06.1618, Andalucía; †05.02.1656, Córdoba (Argentina)] (Storni 1980: 52). 90 Muzio Vitelleschi a Bartolomé Cardeñosa. Roma, enero de 1634. ARSI, Paraq. 2, 106r. 91 Muzio Vitelleschi a Diego de Boroa. Roma, 20 de enero de 1636. ARSI, Paraq. 2, 112v. 84
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sobre la participación directa en la lucha armada por parte de algunos jesuitas, tema este que, además, dividía la provincia.92 A pesar de estas repetidas declaraciones del general, la sexta congregación de la provincia del Paraguay, que sesionó del 18 de julio al 4 de agosto de 1637, sintió la necesidad de deliberar sobre el alcance de las declaraciones del padre Vitelleschi y sobre si sus indicaciones daban algún margen concreto para que los jesuitas pudieran participar activamente en la lucha armada.93 Como resultado de estas deliberaciones, los jesuitas de la provincia presentaron, a través del provincial, un memorial al padre general en el que se manifestaba la consolación de los misioneros por la clara admisión del principio de la defensa natural de los indios, a la vez que formulaban algunas hipótesis de participación directa, por parte de los jesuitas, en la batalla.94 La respuesta del padre general al memorial fue aún más tajante que las anteriores: Estos años he satisfecho a esta propuesta en las cartas de 1636 y 1637 [...] a las cuales me remito y ordeno se tenga por respuesta como si aquí fuera expresado lo que en ellas dije, a cuyo fin conviene las lea el P. Provincial, pero por haber entendido en virtud de las últimas cartas, la variedad con que se han declarado nuestras respuestas, digo y ordeno: que de ninguna manera se hallen los nuestros al tiempo de la pelea guiando y capitaneando los indios, que es cosa indecente y ajena de los varones apostólicos, de los cuales no sabemos hayan ejercitado empleo tal; así es razón se observe, y lo contrario ni lo juzgo por conveniente, ni por acción que está bien lo permita el general.95
Por su parte, el memorial que llevó el padre Díaz Taño,96 nombrado procurador, deja entender que la participación de los jesuitas había sido activa en lo que respecta a la defensa armada: «Que V. P. se sirva declarar si el modo que se tubo ahora en defender a los indios del asalto de los vecinos de S. Pablo, es el que se debe guardar, para que se sepa de cierto lo que se debe guardar. El modo referirá el P. Procurador a V. P. como la Congregación se lo encargó».97 El modo seguramente era la participación activa y directa en la lucha, así se deduce de la firme respuesta de Vitelleschi: «Al P. Provincial respondo lo que siento en esta materia, remítome a ello, y a lo que en otras ocasiones les tengo escrito. Pero en una palabra digo que ni me agrada, ni puedo aprobar lo que últimamente se hizo en orden a defender a
92
Muzio Vitelleschi a Juan Pastor. Roma, 20 de enero de 1636. ARSI, Paraq 2, 122v. ARSI, Congr. 64, 278r-286r. 94 «Los padres misioneros se consolaron con la declaración de V. P. acerca de la defensa natural de los nuestros y sus reducciones siendo acometidas de enemigos. De ese punto se trató en la Congregación en una o dos sesiones, el P. Procurador [P. Francisco Díaz Taño] informará de lo decretado en ella y pedirá a V. P. conforme a su memorial de parte de la Provincia explicación más plena de casos apretados que suceden para que en todo se acierte. Los padres misioneros se consolaron con la declaración de V. P. acerca de la defensa natural de los nuestros y sus reducciones siendo acometidas de enemigos. De ese punto se trató en la Congregación en una o dos sesiones, el P. Procurador [padre Francisco Díaz Taño] informará de lo decretado en ella y pedirá a V. P. conforme a su memorial de parte de la Provincia explicación más plena de casos apretados que suceden para que en todo se acierte». ARSI, Congr. 67, 271r. 95 ARSI, Congr. 64, 229r. 96 Díaz Taño, Francisco [*17.05.1593, Las Palmas (España); S. J. 13.07.1614, Andalucía; †08.04.1677]. Fue procurador en Europa (20.07.1637-28.11.1640; 1658-28.07.1663) y superior de guaraníes (1646-1649; 1657-1658) (Storni 1980: 82); DHCJ, II, 1116. 97 ARSI, Congr. 67, 225v. 93
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los indios».98 Estas indicaciones se siguieron repitiendo a lo largo de los años, lo cual prueba que algunos jesuitas, a pesar de lo dispuesto por el padre general, continuaron tomando parte activa en la lucha.99 Los informes que llegaron a Roma sobre ciertas actitudes del padre Ruiz de Montoya, y otros misioneros, fueron tales que el padre general pensó quitarlo por un tiempo de las reducciones y ponerlo en algún colegio:100 No se si fue acertado dejar de poner en Buenos Aires por Superior al Padre Pedro Romero, porque aunque sus letras no sean tantas, con su religión, y otras buenas prendas pienso diera satisfacción;/ y por otra parte se reconocen no pequeñas conveniencias (sobre que e recibido un buen numero de cartas) de que dicho Padre con el Padre Antonio Ruiz, y otros, salgan por algún tiempo de las Reducciones, y que vivan en los Colegios, enviando otros en su lugar; con que en gran parte cesará lo que muchos me avisan paso en la Congregación Provincial (que me a dado no pequeño cuidado, por tocar en cosa tan preciosa en la Compañía como es la caridad y unión entre unos, y otros) sobre si estos son de los Colegios y aquellos de las Reducciones; si a de ser de esta parte el Procurador, y no de aquella lenguaje, y sentimientos muy ajenos de la Compañía y de que si tuviese fundamento se podían temer grandes males.101
Esta tensión entre los jesuitas de los colegios y los de las reducciones se puso de manifiesto durante la sexta congregación provincial. Algunos padres congregados se lamentaron, por ejemplo, de que los procuradores enviados a Roma fueran normalmente elegidos entre los misioneros. El padre Francisco Vázquez Trujillo, que como provincial había sido testigo presencial de los crímenes cometidos por los paulistas, y a la sazón rector de Córdoba, propuso que se limitase la participación de los misioneros al número de seis.102 Pero sin duda esta división, antes de manifestarse en la congregación provincial, había ya surgido alrededor de temas clave. El padre Vitelleschi había recibido una serie de cartas e informes, escritos muy probablemente por los jesuitas de los colegios, en los que se manifestaba el desacuerdo por la participación activa en la lucha armada por parte de algunos de los padres misioneros y por la posición firme en favor de poner los indios en cabeza del rey, temas estos que habían deteriorado las relaciones con los habitantes de las ciudades. 103
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ARSI, Congr. 67, 227v. «Sea lo 5º y lo ultimo, que en razón de los medios de la defensa de los indios, no hay que añadir a lo que esta ordenado conforme a lo que la justicia y caridad obligan, y alegrándome en los buenos sucesos, que han tenido dichos indios, se encarga siempre, que de parte de los NN, no haya acción, que pueda ofender, aun a los menos afectos, en materia de guerra, armas de fuego y ruido, pues los indios y sus capitanes están ya tan industriados, que por si mismos pueden bastantemente defenderse; y claro es, que no se pretende impedir lo que, por ser párrocos y pastores de almas y cuerpos pide como de obligación la caridad, aconsejándoles, etc.». El P. General al Provincial del Paraguay. Roma, 15 febrero de 1645. APA. 100 En 1634, Ruiz de Montoya fue nombrado rector de la Asunción. ARSI, Paraq. 2, 106v. 101 Muzio Vitelleschi a Diego de Boroa. Roma, 31 julio de 1639. ARSI, Paraq. 2, 142v. 102 Muzio Vitelleschi a Francisco Vázquez Trujillo. Roma, 31 julio de 1639. ARSI, Paraq. 2, 142v. Una huella de esta división se conserva en un punto del memorial del padre Díaz Taño dirigido al padre general: «4. Remitiome la Congregación el informar a V. P. de los inconvenientes que se han seguido en venir señalados los Procuradores de esta Provincia con oficio para una parte, tengo escrito lo suficiente en las cartas y para prueba vasta los efectos que se han visto dos veces de venir señalados y de saberlo en Europa que ha sido ocasión de muchas amarguras». ARSI, Cong. 67, 271r. 103 Muzio Vitelleschi al P. Diego de Boroa. Roma, 20 de enero de 1636. En esta carta, el padre Vitelleschi, luego de repetir su oposición a la participación armada de los jesuitas, afirma: «Acerca del segundo punto de si hay obligación de defender los indios para que se pongan en cabeza del Rey, y no de los Españoles, o enco99
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LA MILITARIZACIÓN DE LA VIDA
Una vez emprendido el camino de las armas, el estilo guerrero invadió el ritmo cotidiano de los pueblos y se consolidó un estilo nuevo que perduró hasta su disolución en 1767. Los aspectos militares se hicieron presentes es en las fiestas y hasta en la liturgia. Este estilo bélico está presente en la descripción que hace el entonces provincial Francisco Lupercio de Zurbano104 de las celebraciones, tenidas en la ciudad d Córdoba en 1641, con ocasión del primer siglo de la Compañía de Jesús (Maeder 1996: 136 y ss). Una hidra de siete cabezas, que representaba la herejía, fue fulminada por un cohete disparado desde una imagen de San Ignacio, que sobre una columna enarbolaba victorioso el estandarte del nombre de Jesús. Luego se pasó a la representación de la vida de San Ignacio intitulada El soldado profético del siglo, recorrido de la vida del santo en el que se subrayan los momentos salientes tales como el balazo de Pamplona, la vela de armas en Monserrat, etcétera. En Buenos Aires se realizó un desfile con soldados de las misiones acompañados de carros triunfales; dos de ellos representaban una nave y un castillo escoltados por indios músicos que bajaron para la oportunidad desde las reducciones. Pero en los pueblos las celebraciones mostraron toda su fantasía bélica. En el pueblo de San Francisco Javier, patrono de las huestes indias, luego de las vísperas solemnes se echaron al vuelo las campanas y se dispararon arcabuces para convocar a la misa solemne. Al día siguiente, los indios del Mbororé recordaron la victoria que alcanzaron contra los portugueses haciendo una representación vivísima de la batalla. En la Concepción, la celebración del aniversario de la fundación de la Orden fue ocasión para que don Alonso Ñienguirú recibiera, con motivo de la muerte de su padre Nicolás, el bastón de capitán de todas las reducciones, entrega que fue acompañada de las salvas de la arcabucería, sonar de chirimías y clarines. Pero fue en la reducción de San Ignacio de Yabebirí donde la exultación militar de la fiesta llegó a su apogeo. Antes de la misa se formaron cuatro compañías de soldados, cada una con su capitán y arcabuceros; delante de cada capitán un paje le llevaba la pica, y delante de cada arcabucero su rodelero. Entre todos se distinguían los soldados de San José, con sus «caracoles y escaramuzas». En la noche hubo otra representación, con setenta canoas, de la batalla de Mbororé. Las anuas del padre Zurbano comienzan con una detallada descripción de célebre batalla en la que un grupo de jesuitas, como nuevos Moisés, teniendo levantados en oración los brazos al cielo, rogaban por el buen éxito de la armada guaranítica. Fue esta oración incesante, según el autor, la que guió el rumbo de la bala de un esmeril que al punto echó a pique tres canoas del enemigo, matando a un par de portugueses y a un grupo de indios tupís. El poder de Dios, según el provincial, pudo comprobarse en los campos del Mbororé y por aquel bosque que quedó lleno de cuerpos muertos, principalmente de los indios tupís
menderos, e leído la copia de la carta que VR remitió al Obispo del Paraguay, y otras no pocas de esa Provincia en que me representan que no nos conviene salir a esta causa porque es ocasión de continuos pleitos, y de malquistarnos con los de las ciudades, y refieren una grave persecución que la Compañía ha padecido en la Asunción en que sacaron libelos, pretendieron echarnos de la ciudad con otras grandes vejaciones; fuera de que afirman que a los mismos indios les esta mal esta inmediata sujeción del Rey, y que es pesada carga que la Compañía tome por su cuenta el cobrar el tributo del Rey, cosa ajena de religiosos». ARSI, Paraq. 2, 128v. 104 Zurbano, Francisco Lupercio de [*1589, Ambel (España); S. J. 05.11.1610, Perú; †25.01.1667, Lima]. Fue provincial del Paraguay (1640-1645) y del Perú (1645-1649) (Storni 1980: 315).
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y de más de 120 portugueses, «y hubieran acabados con todos», avisa Zurbano, si no hubiera sido porque los guaraníes por el cansancio permitieron que el resto huyera. Es posible que algo de este lenguaje bélico haya motivado la advertencia que dirigió el padre general Vicente Carafa105 al padre Zurbano, en la que una vez más le recuerda la importancia de aquellas actitudes necesarias, no solo para el cumplimiento de la misión del jesuita, sino para la conservación del propio cuerpo de la Compañía. La caridad universal era el fundamento para tejer las necesarias mediaciones políticas, sobre todo en el momento del conflicto. Esta capacidad había sido plasmada en un texto de las Constituciones, en el cual se exhortaba al jesuita a abrazar a «todas partes (aunque entre sí contrarias) en el Señor nuestro».106 En este sentido escribió el padre Carafa al provincial del Paraguay: «Se encarga la observancia de la regla 43 del Sumario y 30 de las comunes,107 no admitiendo plática de guerras, etc, y hablando bien de los príncipes cristianos».108 En la misma carta, el padre general reprobó una representación burlesca contra los portugueses, montada con motivo de la congregación provincial de 1644.109 La victoria que obtuvo el ejército guaranítico en la primera toma de Colonia del Sacramento (1680) fue el día 7 de agosto «octava del Glorioso Patriarca y P. N. S. Ignacio que quiso se entendiese volvía por el crédito de sus hijos y de los indios que están a su cargo».110 Distintos aspectos bélicos aparecen en las ordenaciones de los padres provinciales y visitadores. A partir de mediados del siglo XVII, el padre Andrés de Rada111 dispuso que todos los domingos se hicieran alardes y ejercicios de armas en los que deberían participar todos los adultos y hasta los niños mayores de siete años para ejercitarse en el uso de las boleadoras, de la lanza, y que, una vez al mes, se tirase al blanco con las flechas. Un grupo de mozos debía estar especialmente adiestrado en el uso de las armas de fuego. Cada pueblo tenía que tener sesenta lanzas, sesenta desjarretaderas, siete mil flechas de hierro, arcos, hondas y piedras en abundancia,112 ya que en cada pueblo debería haber una compañía de pedreros. En todas las reducciones se debía hacer pólvora y tener siempre listos unos doscientos caballos para uso militar. Cada indio tenía que tener cincuenta flechas, dos arcos y cuatro cuerdas. Cada jinete debía tener un morrión y un peto de cuero de toro. Debían ser diestros en el uso de los machetes o espadines anchos que «tienen el golpe más seguro». De manera regular se debían mandar al campo espías para que informen sobre los eventuales 105 Carafa, Vicente [*09.05.1585, Andria (Italia); S. J. 04.10.1604, Nápoles; †08.06.1649, Roma]. Fue elegido general el 7 de enero de 1646. DHCJ, II, 1627-1629. 106 Constituciones [823] Xª, n.º 11. 107 El n.º 43 del Sumario y la regla n.º 30 (Institutum, III, 8; 11) reproducen el n.º 11 de la Xª parte de las Constituciones: «A lo mismo en general sirve procurar de mantenerse siempre en el amor y caridad de todos, aun fuera de la Compañía, en especial de aquellos cuya buena o mala voluntad importa mucho para que se abra o cierre la puerta para el divino servicio y bien de las ánimas; y que no haya ni se sienta en la Compañía parcialidad a una parte ni a otra entre los príncipes o señores cristianos, antes un amor universal que abrace a todas partes (aunque entre sí contrarias) en el Señor nuestro». 108 Vicente Carafa a Lupercio Zurbano. Roma 30 de noviembre de 1646. APA. 109 «Reparado se ha que, en tiempo de la Congregación provincial, se permitiese que en el colegio de Córdova, en público refitorio, al tiempo de comer, que un hermano estudiante hiciese una lección y en ella contase algunos cuentos burlescos de portugueses bufando y haciendo otros meneos y acciones, etc. Si esto tiene fundamento, el superior, que lo consintió, es digno de un aviso público y penitencia». 110 Relación de la 1ª toma de la Colonia [...]. MCDA, V, 36. 111 Rada, Andrés de [*1601, Belmonte (Cuenca, España); S. J. 1618, Toledo; †22.01.1672, Madrid]. Fue visitador y provincial del Paraguay (1663-1669) (Storni 1980: 232). 112 Cada indio pedrero tenía a su disposición unas doscientas piedras labradas.
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movimientos de los enemigos. Según algunos cálculos, al momento de la expulsión, las reducciones poseían unas mil bocas de fuego. Todos sus pobladores se convirtieron en soldados. Al año siguiente se volvieron a reiterar algunas de estas ordenes «pues con la paz de tantos años y la falta de soldados veteranos ejercitados en las peleas y poco o ninguna experiencia de la gente moza vienen a estar al presente estas Doctrinas muy arriesgadas para cualquier invasión; y así es menester tomar este negocio con grandes veras».113 Se renovó la «costumbre antigua» que estipulaba que, en los días de fiesta y los domingos, cuando todo el pueblo se haya reunido en la iglesia, los hombres debían concurrir con sus armas para estar prontos a cualquier invasión.114 Esta disposición fue reiterada años más tarde (1719) de manera aún más taxativa: «Ordeno así mismo que todos los domingos entren en la iglesia hombres, y muchachos de siete años arriba con arcos, y flechas y a los que así no lo hicieren, que sean castigados de sus curas, los cuales deben asistir a la puerta de la iglesia a su registro».115 La organización militar vertebró de tal manera la vida de las reducciones que aun en los tiempos de paz no faltaron los avisos para mantener siempre la guardia alerta.116 Más aún, las armas fueron percibidas como la condición necesaria para vivir en paz y en libertad: «También es convenientisimo para que vivan en paz, y gocen con libertad de los bienes que les da Dios, la destreza, que tienen el uso de las armas contra las injustas violencias, e inva-
113 Carta del P. Provincial Andrés de Rada para el P. Superior de las Doctrinas. San Ignacio, 19 de diciembre de 1667. Ms. 6976 BNM. El padre Altamirano volvió a insistir en la debida preparación militar: «El ejercicio de las Armas hoy más necesario cuanto por varias partes mas nos cercan los enemigos, por tanto todos los Domingos de año habrá algún ejercicio de tirar arcabuces con bala, de las ondas con piedras, y de los arcos con flechas. Y un día cada mes alarde general conservando las compañías con sus capitanes, y cabos de Guerra en cada una, y un sargento mayor, y un maese de campo en cada pueblo. Cada compañía de a caballo a de ser de 50. y otros tantos tendrá la de pedreros, las demás de infantería serán de a 100. En ellas se alistarán todos los capaces de tomar armas, y se procurara que la de soldados sepa usar de todas las armas. Los oficiales de milicia serán siempre los más valerosos, y porque se estimen los oficios irán subiendo a ellos por sus grados según merecieren por su valor, y les obedecerán sus soldados según se practica en la Milicia Española. A los capitanes toca hacer que sus soldados estén diestros en el ejercicio de todas las armas, y las tengan bien aviadas como a los oficiales Superiores respecto de todo el Pueblo. Dichos oficios se deben dar en cuanto se pudiere a los que mas juntan las buenas costumbres con el valor, y nobleza como se procurará siempre que [de] los Alcaldes principales del Cabildo se elijan los mejores oficiales de Guerra. Daráseles lugar en los bancos del Cabildo, no sólo al Maese de Campo, y Sargento Mayor sino también a todos los Capitanes del numero de las compañías particulares. Las armas de fuego siempre se guarden dentro de casa sin permitir que ninguno del pueblo aunque sea el Corregidor tenga alguna en casa ni un hacha. Y para que estén limpias, y bien tratadas a si estas como las demás habrá indios de capacidad señalados, que tengan por oficio; el cuidar de dichas armas como el Condestable en los navíos». Carta del Padre Provincial Diego de Altamirano a los Reverendos PP. Misioneros. Nuestra Señora de Fe, 18 de enero de 1680. Ms. 6976 BNM. 114 Carta del P. Provincial Andrés de Rada para el P. Superior de las Doctrinas. Córdoba, 17 de noviembre de 1666. Ms. 6976 BNM. 115 Preceptos y órdenes del P. Provincial Juan Bautista de Zea impuestos a estas Doctrinas del Paraná, y Uruguay en su primera visita de 1719. Libro de órdenes. Biblioteca del Colegio de San Estanislao, Salamanca (España). 116 «Las armas de fuego en algunas Reducciones no las he visto con aquella curiosidad, y aseo, que solía haber antiguamente póngase en sus estantes con sus frascos, y banderolas, o medidas de cargas, y que estén de suerte que en todo tiempo se pueda usar de ellas, estando señalados dos para cada arma de fuego, y lo mismo los rodeleros. Límpiense a menudo, y finalmente todos lo tocante a los instrumentos bélicos este a punto para todo acontecimiento no nos haga confiados la seguridad, que parece al presente se goza. Háganse sus alardes los Domingos, y con especialidad un Domingo al mes, en que se tire al blanco, y de los dos padres señalará el P. Superior quien hubiere de cuidar de dichas armas, que pareciere mas apto para su manejo». Tomás Donvidas a los misioneros del Paraná y Uruguay. San Ignacio, 10 de diciembre de 1685. Ms. 6976 BNM.
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siones, que tanto le fatigaron, antes que se pudiesen defender».117 La poca dedicación que demostraban los guaraníes a las armas de fuego y a los ejercicios militares en general obligó más de una vez a reiterar la orden para que se entrenasen en el uso de los arcabuces, para lo cual se podrían dar a los indios que así lo hicieren distintos tipos de premios. 118 No solo cambió la vida de las reducciones, sino que la guerra impuso nuevos servicios y una nueva jerarquía en los mismos miembros de la Orden, pues se debieron crear cargos ad hoc. Las tropas estaban acompañadas por capellanes, que exhortaban y animaban en la batalla, y por médicos y enfermeros que se hacían cargo de los heridos. Así fue como surgieron también los superintendentes y los consultores de guerra. Al padre Goswino Nickel,119 en carta al provincial de Paraguay, padre Juan Pastor,120 a la vez que renovó las disposiciones de sus predecesores en materia de participación a la lucha armada, le confesó su sorpresa por la existencia de cargos tales como «consultores de guerra o revisores de armas»,121 y le pedía le informase de la necesidad y los alcances de tales cargos, así como le sugería ver con sus consultores si era necesario mantenerlos. En estas disposiciones, el padre provincial Ignacio de Frías122 abunda en los detalles de cómo se debe usar el arcabuz o el mosquete, y cuáles eran los defectos más comunes que cometían los indios: [...] se ha reconocido no estar bien disciplinados [los indios]; pues a penas hay quien sepa tirar un mosquete o arcabuz, cómo se debe pegando fuego para disparar con algún tizón, o cuerda con la mano sin saber poner la cuerda en el serpentín, ni en la medida, y proporción que se requiere, ni tirar a la cara apuntando como se acostumbra para el acierto, y por eso, para que se aficionen al manejo de las armas, y se ejerciten en ellas con cuidado y emulación se les pondrán algunos premios, y se darán a los que con mas acierto, y destreza tiraren al blanco.123 DE EJÉRCITO DEFENSIVO A EJÉRCITO OFENSIVO: LA REPRESIÓN DE LOS INDIOS INFIELES
El ejército guaranítico no solo sirvió para defender a los pueblos de las invasiones de los paulistas, sino que brindó diversos servicios a las autoridades civiles. Las largas listas que se elaboraron de estos servicios fueron usadas en distintas oportunidades como prueba de la fidelidad de los indios, y de los jesuitas, a las autoridades, y como motivo para solicitar la exención del tributo u otros privilegios. Las milicias indias participaron en las construcciones de los fuertes de Tobatí, Arecutacuá y San Idelfonso, en la fortificación del puerto de Buenos Aires, donde realizaron, además, distintos trabajos en su fuerte. En una oportunidad bajaron dos mil indios para frenar el ataque de piratas dinamarqueses que habían llegado a las costas del Río de la 117
Carta del P. Gregorio de Orozco, Provincial de esta Provincia. Santiago (Misiones), 6 de febrero de 1689. Ms. 6976 BNM. 118 Carta del P. Ignacio Frías. Santos Reyes del Yapeyú, 30 de noviembre de 1699. Ms. 6976 BNM. 119 Nickel, Gosvino [*01.05.1584, Koslar (Rin Norte-Westfalia, Alemania); S. J. 03.04.1604, Tréveris (Renania-Palatinado, Alemania); †31.07.1664, Roma]. Fue elegido general el 17 de marzo de 1652. DHCJ, II, 1631-1633. 120 Pastor, Juan [*18.10.1580, Fuentespalda (Teruel, España); S. J. 23.09.1596, Aragón; †1658, Córdoba]. Fue procurador en Europa (1644-1648) y provincia del Paraguay (1651-1654) (Storni 1980: 214). 121 P. Gosvino Nickel al P. Juan Pastor. Roma, 12 de diciembre de 1652. APA. 122 Frías, Ignacio de [*01.09.1637, Asunción (Paraguay); S. J. 22.02.1655, Paraguay; †29.08.1705, Córdoba (Argentina)]. Fue procurador en Europa (1693-1698) y provincial del Paraguay (1698-1702) (Storni 1980: 105-106). 123 P. Gosvino Nickel al P. Juan Pastor. Roma, 12 de diciembre de 1652. APA.
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Plata. Estas estadías fueron prolongadas y suponían que miles de indios abandonaran sus pueblos por mucho tiempo, lo que ocasionó no pocas dificultades en la estabilidad de los pueblos y alteró notablemente su ritmo de vida. A esto ha de agregarse el enorme gasto económico para la manutención de semejante ejército, para lo cual, además de los víveres y pertrechos militares, debían de disponerse miles de caballos y vacas. Le correspondió también al ejército guaranítico sitiar y recuperar Colonia del Sacramento (1680) donde participaron tres mil indios. En 1698 bajaron a Buenos Aires dos mil indios para defender la ciudad de un eventual ataque francés, que luego no se llevó a cabo. En 1704 se volvió a desalojar a los portugueses de Colonia y, luego de la ruptura del tratado hispano-portugués de 1701, cuatro mil indios volvieron al asedio de la ciudad. Nuevamente con la paz de Utrecht (1713), Colonia volvió a manos portuguesas, lo que fue motivo para que miles de indios interviniesen nuevamente en el control del territorio que los portugueses sistemáticamente trataban de ocupar. Con motivo de esta nueva ocupación portuguesa, el entonces padre general Miguel Ángel Tamburini124 tuvo que escribir una dura carta al padre Luis de la Roca125 en la que le comunicaba que, del mismo rey de Portugal, había recibido la noticia que un grupo de indios movidos por algunos jesuitas habían atacado fuerzas portuguesas: En atención, pues, de la disonancia que debe hacer, el que los ministros del evangelio, que, por consiguiente deben evangelizar la paz y concordia, sean los turbadores de la misma paz (aun prescindiendo de lo mucho que debe la Compañía a la corona de Portugal), encargo a V. R. con la posible seriedad, que ordene a todos los superiores de aquellas doctrinas, que velen con toda diligencia sobre sus súbditos, no solo prohibiéndoles tan perniciosa doctrina, ofensiva de la paz y caridad cristiana, cuando por su inducción, guía y consejo, se ven movidos los indios a molestar a los habitadores de las colonias y tierras pertenecientes a Portugal, antes bien, que si reconocieren en sus feligreses o súbditos de sus doctrinas, alguna inclinación contraria al bien de la paz y buena correspondencia, se interpongan con toda su autoridad para apaciguar los ánimos inquietos y deseosos de tan peligrosas novedades, según el oficio, en que Dios los ha puesto, cuando los eligió por ministros del Evangelio, y procurar tenerlos siempre a raya, atajando a cualquiera insulto.126
Un nuevo rompimiento con Madrid, en 1735, implicó un nuevo asedio de Colonia en el que intervinieron cuatro mil guaraníes. Esta vez, sufrieron la derrota de las tropas portuguesas; en este sitio encontró la muerte el jesuita Tomás Werle127 que asistía a las tropas. El ejército guaranítico fue utilizado, sin embargo, un mayor número de veces para reprimir a otros indios por diferentes motivos. Así fue como se reprimió a los indios caracarás, que amenazaban Corrientes, a pedido del gobernador de Buenos Aires, don Pedro Estéban Dávila. La persecución que emprendieron los guaraníes por los esteros del Iberá (en la actual provincia de Corrientes, Argentina) contra estos indios fue «con tanto orden y valor que después de perseguirlo [al enemigo] de isla en isla, no quedó uno que no hicieran 124
Tamburini, Miguel Ángel [*06.12.1647, Montese (Italia); S. J. 27.09.1664, Novelara (Italia); †28.02.1730, Roma]. Fue elegido general el 31 de enero de 1705. DHCJ, II, 1650-1653. 125 Roccafiorita, Luis [*06.06.1658, Catanzaro (Italia); S. J. 06.06.1675, Nápoles; †30.07.1734, Córdoba (Argentina)]. Fue provincial de Chile y del Paraguay (1713-1717; 1722-1726) (Storni 1980: 242). 126 Miguel Ángel Tamburini a Luis de la Roca. Roma, 7 de mayo de 1720. APA. 127 Werle, Tomás [*01.09.1688, Múnich; S. J. 07.09.1708, Alemania Sup.; †04.12.1735, Colonia (Uruguay)] (Storni 1980: 310).
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prisionero» (Charlevoix 1912: 411). Por entonces (1640) las tropas guaraníticas también realizaron campañas contra los calchaquíes de Santa Fe. Los padres Alonso Arias y Pedro Romero, con seiscientos indios de las reducciones, acompañaron al gobernador de Buenos Aires, Mendo de la Cueva, en una expedición punitiva (Charlevoix 1912: 411; Sierra 1957: 248-249). Unos años más tarde (1656) se realizó una nueva campaña contra estos indios, en la que actuaron 350 guaraníes de las reducciones acompañados por los padres Diego Suárez128 y Juan Rojas.129 Unos trescientos indios apresados durante el combate fueron enviados a las reducciones franciscanas, otros fueron distribuidos como indios de servicio en la ciudad de Santa Fe, a pesar de lo establecido por las ordenanzas de Alfaro. 130 La documentación presenta a menudo a estos indios infieles como salvajes a los que no se puede someter sino haciendo la guerra a «sangre y fuego». Ya algunos jesuitas en 1613 habían dado su parecer favorable a la guerra contra a los guaycurúes y payaguás que asolaban la ciudad de la Asunción (Morales 1998: 66). A menudo se engloban estas etnias rebeldes bajo el nombre de «pampas infieles», quienes, al decir del gobernador de Buenos Aires, José de Herrera y Sotomayor, «no tienen en lo racional más que el aspecto de hombres y en lo demás no se diferencian de los brutos».131 A pesar de estos trazos, feroces grupos de charrúas mantenían relaciones con los habitantes de las ciudades vendiéndoles caballos y proporcionándoles indios de servicio que habían apresado en sus incursiones guerreras. El asalto y ocupación de la estancia de San José del Yapeyú en el Cuareim y la consecuente interrupción de la comunicación con la «vaquería del mar»132 abrieron, además de un sangriento conflicto, un proceso formal de parte de los jesuitas para declarar guerra justa a los charrúas, considerados como invasores, en virtud del cual la acción bélica por parte del ejército guaranítico debía ser considerada no como una agresión sino como un acto de legítima defensa.133 Esta argumentación se puede seguir en las declaraciones de los jesuitas Adrián González,134 Santiago Ruiz,135 Bernardo de la Vega136 y Jerónimo Delfín,137 quienes, solicitados por los superiores de las reducciones del Paraná y del Uruguay, padres
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Suárez, Diego [*18.06.1609, Santa Fe (Argentina); S. J. 16.10.1628, Paraguay; †07.02.1680, Concepción (Argentina)] (Storni 1980: 278). 129 Rojas, Juan [*11.04.1619, Asunción (Paraguay); S. J. 30.06.1636, Paraguay; †1697, La Rioja (Argentina)] (Storni 1980: 247). 130 Certificación dada por Juan Arias de Saavedra, a favor del Maestre de Campo D. Marcelo Mendo. Santa Fe, 22 de julio de 1656 (Pastells 1912, II: 416-417). 131 Carta del gobernador de Buenos Aires a SM. Buenos Aires, 5 de diciembre de 1686 (Pastells 1912, IV: 135-136). 132 Esta vaquería poblada de ganado cimarrón se encontraba en el actual Uruguay, en los departamentos de Maldonado, Rocha y Treinta y tres. 133 Este conflicto fue estudiado por Maeder (1992). 134 González, Adrián [*03.03.1639, Buenos Aires; S. J. 12.03.1654, Paraguay; †24.04.1709, La Cruz (Corrientes, Argentina)] (Storni 1980: 122). 135 Ruiz, Santiago [*14.07.1658, Tordesillas (Valladolid, España); S. J. 14.03.1679, Paraguay; †28.08.1705, Santa María de Fe (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 254). 136 Vega, Bernardo de la [*05.02.1649, San Juan de Redondo (España); S. J. 02.01.1673, Paraguay; †04.04.1707, Buenos Aires] (Storni 1980: 299). 137 Delfín, Jerónimo [*30.09.1635, Valladolid; S. J. 20.08.1656, Paraguay; †02.01.1714, San Ignacio (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 78).
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Juan Bautista de Zea138 y Mateo Sánchez,139 intentaron probar que la guerra no era ofensiva sino que se trataba de un caso de guerra defensiva.140 La defensa debía mantenerse legítima, argumentaron los jesuitas, porque amén de haber ocupado la estancia, los charrúas rechazaron a los padres Pablo Cano141 y Bartolomé Jiménez,142 quienes fueron a «hablarles de paz». Al primero lo mataron 42 guaraníes, y al segundo 72. Además, profanaron la iglesia y al padre Jiménez le robaron dos mil caballos. Según los declarantes, los charrúas ponían en peligro el porvenir de los 28 pueblos que se servían de las vaquerías orientales que eran «el único sustento» de las reducciones. La situación se agravaba, además, por las alianzas que podrían realizarse entre estos indios infieles y los portugueses, quienes en ese momento ocupaban Colonia del Sacramento «y su campo».143 La declaración del padre González pone de manifiesto un aspecto particular de la relación entre charrúas guaraníes reducidos y españoles. En el cuarto punto de la declaración se afirma: «[...] porque dichos indios [charrúas] son de grande escándalo a los cristianos yéndose muchos de ellos a vivir como infieles apostatando de la fe, son demás de esto hechiceros y malhechores y receptáculo de españoles fugitivos». Los cristianos de los que habla el documento, son indios guaraníes convertidos, que huían de los pueblos, y no españoles, ya que de estos se habla en un término diciendo que también ellos encontraban refugio en las tolderías charrúas. El parecer del padre Delfín abunda en ciertos detalles que permiten conocer mejor la posición de los jesuitas. Según Delfín, era oportuno solicitar al gobernador de Buenos Aires, de quien solo podía partir la iniciativa, que hiciese guerra a los charrúas «hasta humillarlos y si fuese necesario acabarlos porque no hay esperanza de su conversión». El jesuita reconoció el propio fracaso y el de sus compañeros que habían estado en el pueblo de Yapeyú: Luis Ernot,144 Felipe de Viveros,145 entre otros, junto con los misioneros Francisco Ricquart,146 Francisco Rojas,147 Hipólito Dattilo148 y Andrés Gillis,149 quienes, a pesar de haber dedicado sus esfuerzos y gastado más de 30 mil pesos en dádivas (yerba, tabaco, ropa, etcétera), no lograron fruto alguno con los charrúas. 138 Zea, Juan Bautista [*18.03.1654, Guaza de Campos (Palencia, España); S. J. 13.08.1671, Castilla; †04.06.1719, Córdoba (Argentina)] (Storni 1980: 313-314). 139 Sánchez, Mateo [*19.11.1652, Villanueva del Marqués (Córdoba, España); S. J. 06.07.1671, Paraguay; †28.12.1722, en el río Paraná (Argentina)] (Storni 1980: 260). 140 Estos documentos se encuentran en el AGN, Sección Colonia, IX.6.9.4. 141 Cano, Pablo [*26.02.1650, Bienservida (Albacete, España); S. J. 15.01.1673, Paraguay; †10.04.1707, Yapeyú (Corrientes, Argentina)] (Storni 1980: 50). 142 Jiménez, Bartolomé [*27.02.1657, Osuna (Sevilla, España); S. J. 02.09.1672, Paraguay; †22.07.1717, Buenos Aires] (Storni 1980: 149). 143 En virtud del tratado de Alfonsa, 18 de junio de 1701 (Sierra 1957, III: 12). 144 Ernot, Luis [*1597, Marienburgo (Namur, Bélgica); S. J. 30.10.1622, Roma; †11.05.1667, San Isidro (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 91). 145 Viveros, Felipe de [*12.02.1603, Bruselas; S. J. 23.11.1624, Roma; †03.11.1679, Encarnación (Itapúa, Paraguay)] (Storni 1980: 309). 146 Ricquart, Francisco [*16.05.1607, Saint-Omer (Francia); S. J. 03.10.1627, Galo-belga; †31.03.1673, San Carlos (Corrientes, Argentina)] (Storni 1980: 238). 147 Rojas, Francisco [*14.05.1634, Madrid; S. J. 02.01.1666, Toledo; †02.08.1707, San Lorenzo (Rio Grande do Sul, Brasil)] (Storni 1980: 247). 148 Dattilo, Hipólito [*25.03.1652, Cosenza (Italia); S. J. 29.04.1673, Nápoles; †06.09.1708, Córdoba (Argentina)] (Storni 1980: 76). 149 Gillis, Andrés [*15.10.1656 Gante (Bélgica); S. J. 24.09.1675, Flandro-belga; †28.04.1703, Jesús (Itapúa, Paraguay)] (Storni 1980: 118).
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Este conflicto no puso solo de manifiesto una colisión de intereses entre charrúas y jesuitas, sino que también fue ocasión para despertar antiguos choques entre las concepciones de vida propias de los guaraníes y estos grupos étnicos, vistos por algunas fuentes jesuíticas como «gente feroz y montesa que no viven en poblaciones».150 Seguramente esta difícil convivencia fue la que motivó el precioso testimonio del padre José Saravia,151 que brinda una visión alternativa a la documentación antes citada. Según Saravia, que fue superior de los pueblos del Paraná de 1702 a 1704, la estancia San José, ubicada en «tierra propia de infieles», había sido establecida no por una necesidad real sino más bien por el afán «de querer abrazarlo todo».152 Más aún, fue esta fundación la que exasperó aún más las relaciones entre guaraníes y charrúas, y perjudicó la de por sí dificultosa acción pastoral de los jesuitas para con estos últimos. Son los charrúas «los que se deberían quejar porque les ocupan sus tierras y no se atrevían a hablar, porque no pueden resistir a los [guaraníes del pueblo] del Yapeyú por ser muy pocos y porque vienen de continuo a vender sus caballos al Yapeyú». Por una parte, el modo inevitable y perentorio con el cual se presenta el conflicto con los indios infieles en estos pareceres podría cubrir una serie de opciones hechas en favor de la ocupación del espacio oriental, según consideraciones de tipo estratégico y económico que llevaron a los jesuitas a confirmar y reforzar la alianza con los guaraníes en desmedro de otros grupos. A esto podría sumarse la decisión de abandonar los contactos evangelizadores. Por otra parte, podría acallar las voces contrarias que surgieron ante esta ocupación del espacio, como la de José Saravia, que intuyeron, en su momento, la situación conflictiva que se estaba gestando. Las sangrientas luchas con los charrúas generaron no solo la justificación de la guerra contra estos indios, sino que fue ocasión, además, para que el entonces provincial, el asunceño Ignacio de Frías,153 renovara una serie de disposiciones con respecto al buen manejo de las armas y de los ejercicios militares.154 La carta de Frías hace referencia a dos refriegas, 150
MCDA, III, 175; 62; IV, 308-9. Saravia, José [*10.04.1642, Lequeito (España); S. J. 25.03.1658; †26.05.1715, Santa María (Misiones, Argentina)] (Storni 1980: 264). 152 Este documento, citado por Maeder (1992: 136), obra en el BNRJ, Colección De Angelis, I.29.3.107. 153 Frías, Ignacio de [*01.09.1637, Asunción (Paraguay); S. J. 22.02.1655, Paraguay; †29.08.1705, Córdoba (Argentina). Fue Procurador en Europa (1693-1698) y provincial del Paraguay (1698-1702)] (Storni 1980: 105-106). 154 «Muy persuadido estoy, que en todos V.R.as está muy entrañado el Santo temor de Dios [...] con todo pudiera haber menos cuidado en incurrir en algunos defectos leves en la observancia de las reglas, ordenes, usos y costumbres, por ser cosa poca, su trasgresión. Pongo por ejemplo, está ordenado que la gente se adiestre en la disciplina Militar, y que se ejerciten en las fiestas a tirar al blanco con bocas de fuego, flechas y piedras, poca cosa es el omitir esto, el no dar cumplimiento a un orden al parecer de poco memento, es perdimiento de tiempo, hay otras cosas que hacer de más importancia. Solo podrá parecer cosa poca, a quien le falta el conocimiento para conocer los gravísimos daños, que la omisión en este particular causa y ha causado, pues con daño irreparable a costa de tantas vidas estamos llorando tan falta descuido, y por haber sido con tan poca prevención la primera vez cuando se fue ha requerirlos, que se fuesen, llevando armas, no mas que a la apariencia, en especial las bocas de fuego, tan mal preparadas que mas parece que las llevaban para bien parecer, que para pelear, las balas mayores que las bocas, estas sin vaquetas, otras sin llave, un solo caballo cada uno, y ese tan rematado que imposibilitó la consecución de la perfecta victoria: que otra causa fue la de la derrota de nuestros Indios en la segunda refriega, sino el desorden con que iban, sin forma de escuadrones con un total descuido, esparcidos por la campaña, en el lugar de mayor peligro, al tiempo que el enemigo acometió; que aunque bárbaro se portó en esta ocasión como soldado muy disciplinado. Pues logró un tan prodigioso lance fiado en el enorme descuido de nuestros indios matando 43 [e] hiriendo a mas de 80, y fue milagro no los 151
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las que probablemente coinciden con las expediciones de los padres Pablo Cano y Bartolomé Jiménez referidas en los pareceres. El descuido de las Órdenes, tantas veces repetidas, para que se mantuviese el ejercicio militar y las armas en buen estado fue la causa de las muertes de los indios guaraníes que acompañaban a los jesuitas. Esta derrota, continúa Frías, puede ser motivo del menoscabo de la gloria de tantas hazañas que los guaraníes consiguieron con sus armas. Por este motivo, han de renovarse las disposiciones que los curas en persona visiten la armería de sus pueblos y se realicen los debidos ejercicios de tiro con flechas, piedras y arcabuces. Se lamenta el provincial que los indios llevaran las armas en aquellas infaustas dos ocasiones «más para parecer que para pelear» ya que las balas no eran las adecuadas, faltaban vaquetas y llaves, marcharon en desorden y no tenían los caballos suficientes. Esta exhortación para renovar el espíritu bélico fue una ocasión propicia para que Frías sacara una enseñanza espiritual, amén que práctica. Reconociendo que Dios es la defensa de los pueblos, el mismo Señor quiere que se usen los necesarios medios humanos y, citando al profeta Isaías,155 recuerda que cuando Dios quiere castigar a un pueblo le disminuye sus «varones esforzados y guerreros» que tiene destinados para la defensa. Según Frías, esos varones guerreros son, en primer término, los jesuitas que fueron puestos para la defensa espiritual: a ellos corresponden el adiestrar a los indios que son los encargados de la defensa corporal.
matar[an] a todos según fue el descuido. Caso que ha de parecer tan mal, si se sabe, que no dudo que el sumo crédito, que estas misiones han adquirido con tantas, y tan gloriosas hazañas, le podían perder. Yo he procurado durante el tiempo de gobierno hacer lo mismo de potencia, ya de palabra, en las conversaciones, ya por escrito en los memoriales, ya con el ejemplo, asistiendo personalmente en los alardes, ordenado que tiren al blanco en mi presencia para animarlos, y me consta que algunos han hecho, y hacen muy poco caso. Y así ordeno seriamente a los dos PP. Superiores del Paraná, y Uruguay que cada mes examinen, si los Indios ejercitan las armas tirando al blanco, como esta ordenado, con flecha, piedra, y arcabuz. Y así mismo ordeno a los dichos PP. Superiores, que cuando visiten los Pueblos visiten la armería, y en no estando bien compuesta, las armas limpias, y aseadas, en especial las bocas de fuego, procurará poner remedio. Así mismo ordeno que. todos los Pueblos tengan la mayor y mejor caballada que posible fuere según sus fuerzas, quedando a juicio de los PP. Superiores señalar el número que cada Pueblo quede, y conviene que tenga, obligándoles sino lo tienen a que compren, y así mismo dichos PP. Superiores los vean, y visiten cuando visitaren los Pueblos, y me mueve a poner este orden, el ver la suma falta de caballos que hay, y [ha] habido en este repentino de accidente, pudiendo haber ocasionado, su falta, la ruina de estas misiones. Y aunque la principal defensa es Dios, quiere su Majestad Santísima que nos valgamos de medios humanos mediante su divino favor, y por eso cuando Dios quiere castigar un Reino le quita los soldados, y es una de las terribles amenazas, que Dios hace a su Pueblo diciendo que quitará los varones esforzados, y guerreros: Así lo dice por Isaías: Ecce nunc, dominator Dominus exerciturum auferet a te Jerusalem, validum ed fortem. Y como si no se hubiera bastantemente explicado inculca que quitará el valeroso, y el fuerte, y varón guerrero (Fortem et virum belatorem). Y es de notar, que primero dice que quitará al varón esforzado, y guerrero, y luego que quitará los Jueces, Profetas, varones de autoridad, consejeros, sabios, etc.[...] Y estos varones esforzados, y guerreros que Dios tiene destinados para la [de]fensa de estos Pueblos, escogidos de estas misiones, en lo Espiritual, son V.R.as y en la corporal los Indios, y no lo podrán ser estos si VR.as debajo de cuya disciplina están, no los adiestran. No ay duda de que están muy necesitados de la disciplina militar, y de hacerse capaces de las cosas de la guerra en los presentes contratiempo[s], adestrándolos en ordenar ejercicios, formar, escuadrones, y demás cosas, que para la guerra se requieren, como son prevenciones de víveres, munición, etc.. Uso de estratagemas, de que aún los mismos bárbaros, se valen, y tales que aun los soldados más veteranos de Europa apenas las pudieran usar con más acierto». Ignacio de Frías a los PP. misioneros. Santiago, 28 de agosto de 1701. Ms. 6976, 200-207. BNM. 155 Isaías. 3,1 y ss. Este parangón fue utilizado, años más tarde, por el provincial Ignacio de Arteaga. Ignacio de Arteaga a los PP. Misioneros. Yapeyú, 6 de agosto de 1727. Libro de órdenes. Biblioteca del Colegio de S. Estanislao. Salamanca (España).
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La represión a los charrúas, luego de la ocupación de la estancia de San José, estuvo a cargo del sargento mayor Alejandro de Aguirre al mando de dos mil indios de las reducciones, acompañado de seis jesuitas.156 Acompañaban al ejército cuatro mil caballos, dos mil mulas y seis mil vacas. Dieron con los charrúas a orillas del río Yi (actual departamento de Durazno, Uruguay). El 6 de febrero de 1702, las tropas guaraníticas hicieron el asalto y la batalla duró cinco días. Unos quinientos charrúas, en su mayoría mujeres y niños, fueron conducidos a las misiones de los jesuitas. El resto de los guerreros charrúas fueron perseguidos, río arriba, por los guaraníes «hasta acabarlos y consumirlos como de hecho los acabaron y consumieron». El fenómeno de la fuga de los indios de las reducciones,157 determinadas en gran parte por las largas campañas militares en los campamentos del Tebicuary y Colonia del Sacramento —a las que se agregó una creciente insatisfacción entre algunos habitantes de los pueblos,158 hambrunas y epidemias—, fue una ocasión para que interviniera el ejército guaranítico. Entre los años 1735 y 1736 se estima que se dispersaron unos 17 mil indios de las misiones, los que, a su vez, formaron un nuevo pueblo en la laguna del Iberá.159 Este establecimiento había ya comenzado a principios del siglo XVIII según consta en unas disposiciones del provincial Juan Bautista de Zea; en ellas se le ordena al superior del Uruguay que trate de convencer a los fugitivos a que vuelvan a sus pueblos, de lo contrario se envíe un contingente de doscientos indios armados que los conduzcan por la fuerza.160
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La descripción de esta campaña en MCDA, V, 144 y ss. Estas fugas fueron estudiadas por Maeder (1993). 158 Esta insatisfacción se deduce de la ya citada carta del padre Arteaga a los misioneros: «Ni es de menor consideración el procurar el vestuario para cubrir su desnudez con decencia que todo conduce para que cobren amor y querencia a sus Pueblos los indios, y cuanto de nuestra parte se pondrán los medios más eficaces para que no haya tantos fugitivos, ya entre los portugueses y vaquerías y entre infieles y en la provincias y ciudades de españoles, como Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y en el Tucumán, en la ciudad de Córdoba, Santiago, Salta y en los reinos del Perú y Chile. Y aunque esto se puede atribuir a su ánimo novelero, pero lo cierto es que como ellos mismos se explican haciéndoles cargos y queriéndoles persuadir a que se restituyan a sus pueblos, la razón que dan para no volver es que en ellos aunque trabajan continuamente no alcanzan ni materia para cubrir su cabeza, ni jubón de bayeta, ni ongarina [anguarina], ni calzones, ni un chuchillo siquiera, y que estas cosas sólo las alcanzan los principales». Ignacio de Arteaga a los PP. Misioneros. Yapeyú, 6 de Agosto de 1727. Libro de órdenes. Biblioteca del Colegio de S. Estanislao. Salamanca (España). 159 Una descripción de este pueblo y su organización interna se halla en un documento copiado de un informe del padre Bernardo Nusdorffer, trascrito en Maeder 1974. Estos indios, por una parte, mantuvieron la organización de las reducciones, con un cabildo, un capitán por jefe de todos «que se viste a modo español, con sombrero y medias pero sin zapatos»; en lugar de la misa diaria se rezaban las letanías de la Virgen, a cargo del indio Miguel, y por la tarde el Rosario. Todos los domingos, el capitán «les predica el mutuo amor». Por haber aumentado el número había decidido hacer una iglesia más grande. Muchos indios de las reducciones que se acercan a este pueblo nuevo se quedan a vivir allí. No son raros los homicidios por causa de mujeres o por el vestido. No son pocos los que tienen más de una mujer. No faltan indios ermitaños que viven por las isletas. 160 «Desde el tiempo del P. Visitador Antonio Garriga, está ordenado que se tenga todo cuidado en reducir a sus pueblos porción de Indios, que en tiempo de la hambre grande que hubo de estas Misiones se esparramaron por esas pampas y se dice están rancheados en un pasaje llamado Iberá y hasta ahora después de tantos años, no se ha hecho diligencia alguna, al P. Superior, que cuanto antes se empeñe su Rva. en que se vuelvan a reducir; para lo cual se podrán enviar cuatro, o seis indios principales, y seguros, que les vayan a hablar, y después podrá ir algún padre buen lenguaraz con algunos dones, para atraerlos por bien, y si acaso no quieren venir de buenas, se enviarán 200 indios armados para traerlos por fuerza, como en otras ocasiones se ha hecho y de lo que en esta parte se hubiere ejecutado me avisará V. R. (59). Preceptos, y ordenes del P. Provincial Juan Bautista de Zea impuestos a estas Doctrinas del Paraná, y Uruguay en su primera visita de 1719». Ms. 6976, BNM, f. 61. 157
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Entre estas operaciones merece especial atención la represión que hicieron las milicias guaraníticas a los indios sublevados de Arecaya.161 En este caso, no se trató de indios alzados, o infieles, sino de indios cristianos. La población de Arecaya se hallaba al norte de Asunción por debajo del Jejuí y había sido establecido en 1630. En 1662, el gobernador del Paraguay informaba al rey que en su provincia había 25 pueblos de indios reducidos en 23 doctrinas, 11 a cargo de la Compañía de Jesús, tres a cargo de franciscanos y el resto a cargo de clérigos. En 1660, Sarmiento de Figueroa realizaba la visita general y el empadronamiento de los indios de la zona norte y nordeste de la provincia. Llegado a Arecaya, exhortó a los indios a que cumplieran con sus encomenderos ya que se habían presentado una serie de inconvenientes respecto al servicio personal. Además de esta oposición a cumplir con el servicio personal se le había acusado de apostatar. Es difícil saber a ciencia cierta el peso de estas acusaciones o si solo sirvieron para justificar la acción represora. Durante esta visita de Sarmiento de Figueroa, los indios se alzaron e incendiaron la casa donde se hallaba el gobernador y su séquito, de los cuáles murieron cuatro personas y hubo 22 heridos. Indios de otros pueblos y hasta algunos que habían llegado en la comitiva del gobernador se sumaron a la rebelión. Un documento anónimo,162 que obra original en el archivo romano de la Compañía (ARSI), relata en detalle la sublevación de los indios y la posterior represión. El documento reconoce que el motivo de la rebelión de los indios fue el negarse a seguir sirviendo a los españoles para ser «[...] libres de los agravios que reciben [...]. Y aunque han pedido varias veces remedio de sus agravios viendo se iban acabando y consumiendo sus pueblos no lo han alcanzado». Los indios de Arecaya, según el documento, no se sublevaban por apostatas, sino aduciendo los mismos motivos por los cuales los jesuitas estaban luchando en favor de sus indios. Quizá por este motivo los rebeldes piden ayuda a los indios reducidos por los jesuitas en el Paraná y Uruguay, quienes les dan la siguiente respuesta: No hallaron acogida alguna en los dichos indios, antes grande contradicción, porque les respondieron que se admiraban mucho como siendo cristianos intentasen tal cosa, de por esa fuerza resultasen muchas muertes y daños en toda la tierra, que no tratasen de eso porque ellos no solo no los habían de ayudar antes habían de ser contra ellos, porque eran vasallos fieles del Rey n.sr. y habían de ayudar a los gobernadores que estaban en su lugar y defender a los españoles.
Negociaciones parecidas establecieron con los indios de las misiones jesuíticas del Itatim para encontrar también la misma declaración de fidelidad al rey y a sus gobernadores: «[...] les respondieron con desabrimiento y enojo, diciendo que morasen lo que hacían porque sabiendo trataban de hacer alguna acción contra el gobernador y españoles habían de ir luego a socorrerlos y ponerse de su parte». De todas maneras, los rebeldes pudieron sumar ochocientos indios que atacaron al gobernador en Arecaya. Entonces, fue llamado el superior de la misión del Itatim, el padre Lucas de Quessa,163 quien fue en ayuda del gobernador con 220 indios de guerra de los pueblos de Nuestra Señora de Fe y Santiago 161
Un estudio de esta rebelión fue hecho por Rafael Eladio Velásquez (1965). Relación verdadera del alzamiento general y rebelión de los indios de Paraguay que quisieron matar al gobernador y a todos los españoles de aquellas provincias y como lo estorbaron los indios recién convertidos por los Religiosos de la Compañía de Jesús [...]. ARSI, Paraq. 11, 361-364. 163 Quessa, Lucas [*1641, Turri (Cerdeña, Italia)] (Storni 1980: 230). 162
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del Caaguazú. El documento en cuestión omite mencionar la ayuda que también brindó el cura de Atirá, Juan Nuñez Vaca, que acudió con cuarenta indios de guerra.164 Sin proceso, fueron ahorcados el mulato Domingo, que pertenecía al séquito del gobernador, junto con 13 indios principales. El proceso celebrado en Asunción condenó a los ya ahorcados más a otros diez indios a sufrir el garrote; los demás indios del pueblo fueron todos desnaturalizados y sujetos a perpetua servidumbre en beneficio de los soldados y vecinos que habían participado en la refriega. Cuatro indios a los que se les había exculpado, entre ellos el cacique Rodrigo Yaguariguay, quien había sido sobreseído luego de un segundo interrogatorio, fueron condenados a muerte y expuestas sus cabezas en la picota montada en la plaza pública. Desde Madrid se comisionó a don Pedro de Rojas y Luna, oidor de la audiencia de Buenos Aires, para averiguar los eventuales excesos cometidos por Sarmiento de Figueroa y la rectificación de la sentencia en lo relativo a la desnaturalización y a la servidumbre perpetua de los indios. El 4 de mayo de 1665, se dictó sentencia declarando injusto lo declarado por Sarmiento de Figueroa, rehabilitando los indios de Arecaya e imponiendo una multa al gobernador. Una apelación de Sarmiento ante el Consejo de Indias dio como resultado dejar en firme la sentencia de Rojas de Luna y conmutar la multa por una inhabilitación de cargos públicos para Sarmiento de Figueroa. EL EJÉRCITO, ESPADA DE DOBLE FILO
No puede atribuirse, en forma exclusiva, el decaimiento de los pueblos al proceso de militarización. Una carta del padre general Francisco Retz165 al entonces provincial, padre Jaime de Aguilar,166 se hizo eco de esta situación. El padre general, que escribe en 1736, subraya la dramática disminución de los pueblos. En cuatro años se perdieron más de 33.709 indios, entre muertos y huidos. Esta disminución continuó hasta 1740, de manera que, con respecto al año de 1732, puede contabilizarse una pérdida del 45% de la población.167 Las continuas guerras no solo fueron ocasión de muerte sino que corrompieron las costumbres. La decadencia no solo afectó a la población indígena sino que llegó hasta los mismos jesuitas que estimaron a las reducciones «como cosa ya perdida»: No quisiera llegar a hablar sobre estas misiones y su infelicísimo estado espiritual y temporal ni sé qué remedio pueda darse a tantos y tan grandes daños como padecen y como le amenazan hasta el último exterminio de una cristiandad que siendo en el año 1732 compuesta de 141.252 almas, se veía en el año de 1736 reducido al solo número de 107.543, faltando así en el sólo espacio de 4 años 33.709 almas. Ni he podido leer sin una sentidísima aflicción la serie de males con que N. Señor ha afligido esa cristiandad y los excesos, crueldad y violencias a que ella en mucha parte se ha relajado. Sé por las cartas de V. R. y de muchos otros las frecuentes pestes, extremas hambres y continuas guerras que esas misiones han padecido y padecen; lo
164
El deán del Cabildo de la Iglesia catedral del Paraguay [Gabriel de Peralta] da cuenta a VM de la rebelión de los indios de Arecaya. AGI, Charcas 141. 165 Retz, Francisco [*13.09.1673, Praga; S. J. 14.10.1689, Brno (República Checa); †19.11.1750, Roma]. Fue elegido Superior General el 30 de noviembre de 1730. DHCJ, II, 1653-1654. 166 Aguilar, Jaime [*25.03.1678, Santolea (España); S. J. 26.10.1696, Paraguay; †29.01.1746, Asunción (Paraguay)]. Fue Superior de Chiquitos (1727-1729), de Guaraníes (1730-1733) y provincial del Paraguay (02.12.1733-23.09.1738) (Storni 1980: 3). 167 El cálculo ha sido hecho por Maeder 1974: 101.
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que en sus costumbre se han viciado esos cristianos y la libertad que en la guerra han aprehendido; sus excesos y adulterios hasta robar las mujeres ajenas; sus impiedades aun con los cadáveres y sirviéndose de los huesos para sus hechizos; y finalmente, su apostasía de la fe en muchos de ellos, retirándose a los montes y gentilidad. Y si bien todo esto me contrista y aflige sumamente, no puedo negar se aumenta la aflicción y cuidado del fin de esas misiones con las noticias que me dan del sumo caimiento de ánimo, que todo esto ha causado en los misioneros queriendo muchos dejar las misiones y mirándolas otros con suma tibieza, y casi todos como cosa ya perdida.168
Los tonos retóricos con los que cierta historiografía presentó el tema del ejército guaranítico pasa por alto la abundante documentación que permite de acercarse a un fenómeno complejo y ambiguo. El ejército guaranítico fue instrumento de defensa y de servicios, fuente de privilegios, motivo de decadencia, fuerza disgregadora así como fue capaz de renovar la alianza entre jesuitas y guaraníes, a la vez que instrumento de represión para otros pueblos indios. Presentar la guerra y la militarización de los pueblos como un acto ineluctable no ayuda a valorar las diversas opiniones y opciones que los jesuitas asumieron y las preocupaciones que todos ellos tuvieron para defender aquella «florida cristiandad».169 Esta historiografía participa a una concepción del quehacer histórico en el que lo importante no es narrar, reconstruir o representar la verdad histórica, sino expresar un juicio en el que algunos personajes y situaciones son condenados y otros son salvados. A causa de esta visión, el tema de la guerra se consideró a partir de una cierta ineluctabilidad. Al presentarla como algo ineludible, equivalente casi a un fenómeno natural, se trató, por una parte, de eliminar su valorización y, por otra, se quiso evitar la reconstrucción y análisis de la serie de opciones, que de por sí se oponen a lo ineludible, que colocaron a los jesuitas en el corazón del conflicto. Es oportuno realizar un esfuerzo para evitar que el recurso a la ineluctabilidad establezca una petitio principiis y exija una especie de obsequium de parte del simple lector o aún del investigador. La alternativa a este planteamiento de lo sucedido como ineludible no puede tampoco situarse en la «historia que no fue», «que hubiera sucedido si...». Al contrario, a la ineluctabilidad de los hechos se le debe oponer una y más narraciones que, en lugar de disolver la complejidad, la alimenten para que la comprensión sea más amplia y permita nuevas narraciones. BIBLIOGRAFÍA
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Francisco Retz al P. Jaime Aguilar, provincial. Roma, 15 de julio de 1737. APA. La expresión pertenece al titulo de la obra del jesuita Jaime Olivier, Breve noticia de la numerosa y florida cristiandad guaraní (1775). ARSI Paraq. 14. 169
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Las consecuencias económicas de la expulsión de los jesuitas de las provincias de Chile y Perú Guillermo Bravo Acevedo
INTRODUCCIÓN
El llamado «motín de Esquilache» de Madrid y las protestas del pueblo español en las provincias convencieron a Carlos III a dar la orden de investigar la circunstancias que daban origen al descontento popular (Rodríguez 1978: 37). La investigación fue encargada al fiscal del consejo, Pedro Rodríguez de Campomanes, quien redactó un dictamen, firmado el 31 de diciembre de 1766, para que el rey tuviera los antecedentes necesarios que resolverían la situación. El dictamen, que examinaba los factores de orden político, jurídico, administrativo, social, cultural y económico de la situación, y especialmente la participación de los jesuitas, recomendaba que fueran expulsados del imperio y se ocuparen todas sus temporalidades, pues los jesuitas habían violado sus Constituciones que mandaban que tuvieran voto de pobreza y que solo los Colegios tuvieran rentas suficientes para mantener sus actividades» (Rodríguez de Campomanes 1977: 95). Con estos antecedentes, Carlos III decretó la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios de España, Indias y Filipinas, dictando la Pragmática Sanción de 27 de febrero de 1767, señalando que estimulado por gravísimas causas y la condición de mantener la tranquilidad y justicias en sus dominios y otras urgentes y necesarias que reserva a su real ánimo, manda que: «[...] se estrañen de todos mis dominios de España, e Indias, Islas Filipinas, y demás adyacentes, á los religiosos e la Compañía, así Sacerdotes, como Coadjutores ó Legos, que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios, que quisieran seguirles; y se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis Dominios». 1 La flagrante violación de las Constituciones, denunciada por Campomanes en el considerando citado, se comprobó al realizar los inventarios de los bienes que poseían colegios, residencias y misiones de los jesuitas en Hispanoamérica.2 El conjunto de bienes acumulados por los jesuitas de Chile y Perú representaba, al momento de la expulsión, una riqueza material notable, tanto por su cantidad como por su naturaleza. Especial connotación tenían las haciendas y estancias por dos razones: constituían 1
AHNM. CONS. Libro 1484, pza. 5. Real Decreto. Se extrañen de España, Indias e Islas Filipinas los religiosos de la Compañía El Pardo, 27 de febrero de 1767. 2 Los inventarios fueron levantados con instrucciones precisas e informan con claridad de todos los bienes secuestrados. Por tanto, son valiosas piezas de archivo y sus datos resultan homogéneos y comparables.
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la base del capital social acumulado por la Compañía y eran unidades económicas dinámicas y diversificadas, por la gran cantidad de recursos que se podía explotar en ellas. Las propiedades rurales de los jesuitas, adquiridas por donación o compra, formaban un conjunto económico armónico y complementario que entregaba a los colegios las rentas necesarias para su manutención y desarrollo. La sola mención cuantitativa del número de haciendas jesuitas, más 50 en la provincia de Chile y sobre 70 en la del Perú, no explica por sí misma el éxito económico de los regulares de la Compañía, pues solo indica que eran grandes propietarios agrícolas. Por tanto, habría que señalar que frente a la actividad económica los jesuitas no asumieron el papel de rentistas, entregando en arriendo sus propiedades, o de censatarios, gravándolas con censos ventajosos, sino que por el contrario, asumieron el papel de hacendados activos que buscaron la mejor forma de hacer producir la tierra, para lograr una alta rentabilidad. En esta perspectiva pueden ser calificados como exitosos empresarios agrícolas. Por cierto, para su funcionamiento la empresa económica agrícola de los jesuitas puso en práctica un sistema económico y administrativo eficiente, lo que le permitió explotar racionalmente los recursos disponibles y, al mismo tiempo, acumular y concentrar un capital social de gran magnitud. Sin embargo, toda la actividad económica desplegada por esta empresa durante más de 170 años fue interrumpida por el decreto real de 1767, que expulsó a la Orden de América. Cuando los jesuitas partieron al exilio desde Chile y Perú solo llevaron consigo sus efectos personales y, seguramente, el recuerdo de su obra espiritual, cultural y educacional les acompañó hasta el puerto de Santa María en España. En el ámbito económico, la situación era otra, puesto que todas sus temporalidades pasaron a integrar el patrimonio del Estado y quedaron a disposición de la administración real. Los bienes materiales, las haciendas, las estancias, los establecimientos productivos artesanales, como obrajes, trapiches, curtiembres y otros, los aperos de labranza, los ganados y los esclavos, en fin todas las temporalidades, pasaron a integrar el patrimonio del Estado y quedaron a disposición de la administración real. No obstante, el conjunto de consecuencias económicas que generó la expulsión no se redujo, simplemente, a que todos los bienes temporales pasaran a propiedad estatal. Muy por el contrario, dio paso a múltiples situaciones porque, indudablemente, los efectos derivados produjeron cambios tanto a nivel de la economía global y regional como en la individual y privada. LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DE LA EXPULSIÓN
La decisión de Carlos III de expulsar a los jesuitas y de ocupar sus temporalidades produjo un desconcierto generalizado en la sociedad española y en la americana. Aunque profundo, fue silencioso porque las reales órdenes prohibían mantener correspondencia con los regulares expulsos bajo el delito de lesa majestad y mandaban «que nadie escriba, ni expenda papeles o obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis dominios» (Rodríguez de Campomanes 1977: 5).3 Las fuentes directas para medir el impacto de la expulsión surgieron de la misma administración de temporalidades ocupadas,4 que por su naturaleza 3 Véase también, AHNS. Jesuitas Chile (JCH). Vol. 91, pza. 24, Real Orden prohibiendo hablar, escribir o disputar en pro o en contra de la expulsión de los jesuitas. Aranjuez, 25 de abril de 1767. 4 Para el caso particular de este trabajo, la documentación administrativa y contable generada por el secuestro, venta y administración de las temporalidades ocupadas a los jesuitas forma un valioso conjunto do-
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tienen un carácter oficial y administrativo. A través de ellas se puede inferir que por la expulsión de los jesuitas la sociedad colonial americana se vio privada, de la noche a la mañana, de un contingente de misioneros y educadores que gozaban de prestigio político, social y cultural y prestaban servicios de valor inestimable en las sociedades en que residían. En el plano económico, se puede anotar que la real orden de expulsar a los regulares tuvo varios efectos para la vida económica colonial, pero, sin duda, no se vieron paralizadas las actividades productivas ni tampoco hubo interrupción en las relaciones de intercambio comercial. Entonces, las consecuencias en este ámbito se deben buscar en las dimensiones económicas que efectivamente fueron afectadas por el decreto de Carlos III. La primera dimensión generó consecuencias en el ámbito general porque la Compañía actuaba en el contexto económico del imperio español y no solamente al nivel de provincias nacionales. La segunda dimensión se refiere a las consecuencias institucionales. La expulsión constituyó una triple carga financiera para el fisco español. Primero, por los gastos generados por la expatriación de los expulsos, luego, por las pensiones que por voluntad del monarca debían pagárseles y, finalmente, por la creación de nuevas dependencias administrativas, el costo del salario de los empleados y la manutención de la burocracia. La tercera dimensión se conecta con el ámbito de la vida económica privada. La mayor parte de las temporalidades secuestradas —haciendas, esclavos y ganados— se vendió a crédito a particulares, por la escasa posibilidad de disponer de capitales de contado para adjudicárselas. Tal cuestión significó que en muy poco tiempo hubo transferencia efectiva del dominio de las propiedades y, por cierto, una variación en las condiciones que permitían alcanzar una riqueza personal en Chile y Perú. Las consecuencias económicas generales
El sistema económico administrativo puesto en práctica por la Compañía en América permite calificarlo como una empresa económica agrícola. Por tal razón, al estudiar las consecuencias económicas generales de su expulsión limitando su análisis al punto de vista de Chile o de Perú, o de ambos juntos, tendría el significado de romper arbitrariamente con la unidad de conjunto que presentaba esta institución religiosa dentro de la economía colonial e imperial. La presencia de la Compañía en América colonial, desde la perspectiva de la distribución espacial, fue mucho más apropiada que la organización administrativa del imperio porque se instaló en zonas que, naturalmente, conformaban espacios económicos regionales. Las provincias jesuitas se distribuyeron en México, Nueva Granada y el Caribe, formando parte del espacio económico mexicano, y en Quito, Perú, Chile, Paraguay y Argentina, integrando el espacio económico peruano.5 Así, la empresa agrícola jesuita, pese a las limitaciones que imponía el sistema mercantil imperial, funcionó en forma dinámica, casi autónoma, aprovechando las estructuras que su propia organización había logrado. Los jesuitas chilenos habían creado un adecuado sistema comercial al establecer en Lima un procurador, o agente de comercio, para vender allí los productos agrícolas producumental, cuyas mayores colecciones están depositadas en el Archivo Histórico Nacional de Madrid y en el Archivo Histórico de Santiago de Chile. En menor proporción, también se encuentran repositorios en los Archivos Nacionales de todos los países americanos en que se fundaron provincias jesuitas. 5 Véase Assadourian 1983. El autor reúne varios artículos y se refiere al tema del mercado interior y los espacios económicos. Agrega que el espacio mexicano y el peruano articularon las economías regionales transformándolas en integradas y complementarias posibilitando el comercio interregional.
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cidos por sus haciendas y adquirir azúcar, arroz, tejidos quiteños y toda clase de artículos para su consumo interno. Con el tiempo, la labor del procurador se multiplicó y fue un factor importantísimo de rentabilidad. El objetivo era comercializar las mercaderías enviadas a un mayor precio consiguiendo, al mismo tiempo, que las adquiridas, para retornar a Chile, tuvieran un menor valor.6 Desde luego, esta garantía no la tenían los comerciantes particulares y significaba una utilidad extra a los jesuitas, lo que hacía imposible toda competencia. Las reformas económicas de la monarquía en el siglo XVIII tendieron a retomar el control de la economía y el comercio americanos, pero no alteraron mayormente el sistema económico y comercial que practicaban los jesuitas. Bajo las nuevas condiciones, el trabajo del procurador se dinamizó pues recibía las remesas de Chile sin pago previo, salvo los fletes, y retornaba de Lima manufacturas, así como insumos, para las curtiembres, molinos y obrajes, y herramientas, para las haciendas y estancias, comprándolos a la mitad del precio que valían en Santiago y libres de alcabala y almojarifazgo. 7 Para reforzar la idea del sistema comercial jesuita y observar cómo funcionaba dentro del marco legal impuesto por la Corona, se puede citar el informe que hizo en 1763 el contador de las cajas reales de Santiago. En este se señala que las cifras que dejaron de pagar los jesuitas, por el tráfico de compra y venta que causaban entrada y salida de alcabala, alcanzaban un total de 16.744 ps 3 rs y 14.798 ps 5 ½ rs en los años 1759 y 1760, respectivamente (Medina 1952: 390). Otro testimonio de la importancia del tráfico comercial entre jesuitas chilenos y peruanos se refiere a la comercialización del azúcar. Entre enero y noviembre de 1761 los jesuitas entraron para sus necesidades 1040 fardos con 8724 arrobas de azúcar y desde noviembre de 1761 a septiembre de 1762, más de 10.000. En ese mismo lapso, los dominicos entraron 5000 arrobas, los agustinos 880 y los frailes de la Buena Muerte 630 (Medina 1952: 379). Como este comercio se ejercía al amparo de los privilegios de excensión de impuesto, el virrey Amat mandó que, en adelante, hubiera un mayor control. Así, en agosto de 1762, los jesuitas presentaron una reclamación diciendo que, en el puerto de Valparaíso, se les había negado el embarque de sus frutos con destino al Perú. La Real Audiencia tomó a su cargo la revisión del caso y recibió de parte de los arrendatarios de derechos reales un extenso informe. En este, se hacía notar que desde junio de 1761 el virrey había impartido órdenes de que todas las religiones pagasen los derechos de aduana y mencionaba que, desde enero de 1761 hasta septiembre de 1762, las instituciones religiosas dejaron de pagar 17.217 ps 6 rs, por derechos de alcabala, cuya cantidad correspondía a más 230.000 ps, de principal, sin considerar las ventas que se realizaban dentro del reino y la yerba mate que remitían los jesuitas del Paraguay y que entraba por la cordillera. El informe destacaba que de los 17.217 ps, poco más de 16.000 correspondía a negocios de la Compañía y el resto a todas las demás congregaciones. El resultado visible de esta situación, señalaba el informe del contador de las cajas reales, produce dos efectos «perniciosos»: «[…] el primero que los eclesiásticos extingan el comercio de los seculares, como 6 AHNS. JCH. Vol. 24, pza. 3. Libro de cuentas corrientes que lleva la procuraduría de Lima con la casa de esta ciudad [Concepción] y varios apuntes con peones y otros, desde 1760 a 1767. 7 AHNM. AJ: leg. 956, pza. 1.Traslado de una provisión real dada en Valladolid a 16 de marzo de 1603. En este documento se expresa que «desde aquí en adelante [a los jesuitas] no les lleven derechos algunos de todas las cosas que metieren y sacaren para el servicio de sus Iglesias, y gastos de sus casas y colegios y de sus personas, conforme a la ley jurando, que es para el dicho effecto».
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lo han extinguido […]. El segundo inconveniente es que los eclesiásticos se lleven los derechos reales y que su industria no es para vender por más en lo que el tiempo ofrece, sino señaladamente para sacar a beneficio aquel aumento de valor que de a los efectos el costo que se considera en los derechos» (Medina 1952: 388-389). Como se podrá inferir, las particulares condiciones y características del sistema comercial puesto en práctica por los regulares de la Compañía creó, a lo largo del siglo XVIII, una compleja estructura de comercialización que solo terminó con su expatriación en 1767 Para el estado español, la expulsión de los jesuitas permitió la recuperación de una gran parte de los impuestos que por derechos de comercio estos no pagaban. En este sentido, la medida de Carlos III fue beneficiosa para la real hacienda. Fuera de esta consecuencia general, la expulsión no significó una alteración trascendental al sistema económico impuesto por España a América y tampoco un cambio sustancial en las relaciones comerciales que, por lo demás, la Corona ya venía realizando, desde principios de siglo, a través de medidas directas y de reformas estructurales. En el ámbito de las actividades privadas y de cada economía regional en particular, el cambio más notorio fue la posibilidad de que los comerciantes privados, chilenos o peruanos, ocuparan el espacio comercial dejado por los jesuitas. Así, pudieron participar del comercio minorista, para abastecer las villas y ciudades del reino y del virreinato. En el caso de Chile, otros comerciantes más activos pudieron comprar productos agrícolas y exportarlos al mercado limeño del cual la economía chilena era tributaria, para retornar bienes que requería el mercado de Santiago. En cambio, los mercaderes peruanos pudieron entrar al mercado de la yerba mate y conectarse con compradores de manufacturas de Buenos Aires, estableciendo así un contacto mercantil más expedito. La expropiación de numerosas propiedades agrícolas tampoco modificó la estructura de la economía colonial americana. Lo evidente es que la monarquía adquirió el dominio de una gran cantidad de haciendas, pero, como estas no fueron explotadas directamente por la Corona, ni se entregaron a censo, para recibir un rédito, y solo se procedió a su venta a particulares, los efectos más notables que causó esta medida fueron el aumento del número de hacendados y el incremento de la riqueza de los antiguos, sin que ello significara una pérdida del poder político y de control social ejercido por las autoridades monárquicas. En suma, el impacto que causó la expulsión de la Compañía, al nivel macroeconómico de la economía colonial, no fue tan significativo como para modificar su funcionamiento. Sin embargo, se debe reconocer que un grupo relativamente reducido de comerciantes y hacendados se benefició porque unos pudieron ampliar sus operaciones mercantiles y otros adquirieron nuevas propiedades que incrementaron su fortuna personal. Consecuencias económicas institucionales
El texto de la Pragmática Sanción establecía la ocupación de todas las temporalidades jesuitas. Tal mandato suponía que la monarquía pasaría a ser propietaria de todos los bienes muebles e inmuebles que se encontraran en los colegios, casas y residencias de los regulares al momento en que se les notificara su exilio. Así, de una sola vez, se perdía el vínculo existente entre colegios y haciendas, base de toda la compleja organización corporativa de la Compañía y del trabajo educacional y pastoral que desarrollaba. 8 8 Es importante recordar que en la estructura organizativa de la Compañía, el colegio, era la unidad básica que impartía educación y dirigía las misiones, pero, al mismo tiempo, estaba encargado de administrar las ha-
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En el mismo texto de ese real decreto, Carlos III autorizaba al conde de Aranda, para que ejecutara la medida en todos sus dominios, en los siguientes términos: «[...] para su ejecución uniforme en todos ellos [sus dominios], os doy plena y privativa autoridad; y para que forméis las instrucciones, y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido, y estimareis para el mas efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento».9 La autorización real al conde de Aranda le permitió preparar en completo y reservado silencio todas las acciones que se seguirían, para cumplir con el mandato del monarca. Fijó como fecha de ejecución de la Orden en España, el día 2 de abril de 1767, dando a conocer un mes antes, el 1 de marzo, las instrucciones que deberían seguir los encargados. Para el caso de América, el conde de Aranda remitió por correo y en un sobre reservado los siguientes documentos: una carta personal del rey a las autoridades americanas, las instrucciones que se deberían considerar, la adición a las instrucciones de extrañamiento y la Pragmática Sanción, indicando que deberían ser abiertos en ese mismo orden. El conjunto de estos documentos conformaba una especie de manual de procedimientos que indicaba, claramente, todos los pasos que deberían poner en práctica los representantes del rey y los comisionados que ellos nombraren, al momento de ejecutar el mandato real. La carta personal contenía el siguiente mensaje: «Por asunto de grave importancia y en que se interesa mi servicio y la seguridad de mis reinos, os mando obedecer y practicar lo que en mi nombre os comunica el conde de Aranda, presidente de mi consejo real, y con él sólo os correspondereis en lo relativo a él. Vuestro celo, amor y fidelidad me aseguran el más exacto cumplimiento y el acierto de su ejecución. El Pardo, a 1 de marzo de 1767. YO EL REY».10 Era estimulante, para virreyes y gobernadores recibir una carta firmada por mano del rey, pero, al mismo tiempo, significaba un compromiso ineludible para aceptar, sin discusión, cuanto dijera el presidente del real consejo sobre el cometido que se les encargaba. Por tal razón, el conde de Aranda cuidó la redacción de las instrucciones, especialmente en lo relativo a que virreyes y gobernadores de Indias tenían las mismas facultades que el rey le había concedido a él, para la ejecución de la expulsión de los jesuitas de España. Así, los instruía a que nombraran a los comisionados, dieran las órdenes correspondientes para señalar la casa y puerto donde se reunirían todos los jesuitas expulsos y dispusieran las embarcaciones necesarias para su transporte al puerto de Santa María, en España, donde serían recibidos y enviados a su destino. Por fin, acotaba que su autoridad sería plena y que serían responsables de la ejecución, para lo cual tenían la facultad de fijar el día que se cumpliría la real orden en todo el distrito que gobernaban. 11 Para mayor claridad en el cumplimiento de la orden de expulsión, el conde de Aranda mandaba tener en consideración dos aspectos sustanciales de la diligencia: «En esto ocu-
ciendas, para producir las rentas necesarias que sostenían sus obras. Con la expulsión, los colegios perdieron sus fuentes de ingreso lo que produjo el quiebre de dicha unidad. La Corona, a través de las llamadas aplicaciones, pretendió mantener el trabajo de los jesuitas entregando a otras congregaciones las tareas que ellos desarrollaban, pero los múltiples problemas que se originaron hicieron casi imposible su continuación. 9 AHNS. JCH. Vol. 90, pza. 1. Real decreto de expulsión de la Orden jesuita de los dominios del rey de España». El Pardo, 27 de febrero de 1767. 10 AHNM. Cons. Lib. 1484. pza. 8. Colección del Real Decreto de 27 de febrero de 1767 para la egecucion del estrañamiento de los regulares de la Compañía... El Pardo, 27 febrero al 2 de abril de 1767. 11 AHNM. Cons. Lib. 1484, pza. 6. Instrucción de lo que deberán executar los comisionados para el estrañamiento y ocupación de bienes y haciendas, de los jesuitas en estos reynos de España é Islas adjacentes, en conformidad de lo resuelto por S. M. Madrid, 1 de marzo de 1767.
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rrirán los gastos que se pueden considerar, y así deberán costearse de las Caxas Reales, con calidad de reintegro de los efectos de la Compañía»; «De todo lo que vaya ocurriendo, diligencias, é inventarios se me remitirá el original, quedando allí copia certificada».12 En la adición a las instrucciones, el conde de Aranda expresaba que en la víspera del día para la ejecución de la expulsión, el comisionado nombrado debería enterarse cabalmente de su misión y que sería su responsabilidad no revelar sus fines a ninguna persona. Sugería al comisionado que rodeara el colegio de madrugada y reuniera a los regulares en una sala apropiada, donde leería el Real Decreto de Extrañamiento, ante escribano y testigos seculares. Luego, impartiría órdenes para el buen trato de los padres y les entregaría sus enseres personales —ropa y breviarios de oración—, debiendo informarles que no podrían tener comunicación externa ni de palabra ni por escrito con ninguna clase de personas. Enseguida, pediría al rector que enviara a buscar a los regulares que se encontraban fuera del colegio, para luego, ocupar papeles y archivos, caudales o cualquier título de renta o depósito que encontraran. Por último, avisaría al rector que el procurador quedaría a cargo de la autoridad, por dos meses, respondiendo preguntas sobre haciendas, papeles, cuentas, caudales y todo lo relativo al régimen económico interior del colegio.13 El gobernador de Chile, Antonio de Guill y Gonzaga, dictó el 7 de agosto de 1767 el Auto de instrucciones y nombramiento de comisionados, para el extrañamiento de los regulares. En este documento daba a conocer a los funcionarios nombrados la decisión de Carlos III y les señalaba sus obligaciones, especificando que cumplieran con buen juicio y criterio las diligencias encomendadas por S. M., so pena de ser tomados como«... reos de su soberana indignación si dejaren de hacer efectivo el extrañamiento y ocupación de temporalidades».14 Finalmente, en el texto de la Pragmática Sanción había tres medidas que, en materia institucional y administrativa, tenían importancia económica fundamental. La primera definía que se entendería por temporalidades todos los bienes y efectos, muebles o inmuebles, o rentas eclesiásticas, que legítimamente los jesuitas poseían en el reino. Segundo, que a cada religioso se le asignaría una pensión vitalicia de 100 pesos anuales y a los que tengan la calidad de hermano coadjutor 90 pesos, con excepción de los regulares extranjeros y los novicios. Dichas pensiones se pagarían de la masa general de capitales que se formaría con los bienes de la Compañía. Tercero, respecto de la administración y aplicaciones de las temporalidades, quedaba reservado al rey tomar separadamente las providencias del caso.15 Los comisionados nombrados por el virrey de Lima y el gobernador del reino de Chile procedieron en la forma que estaban instruidos y su primer trabajo consistió, precisamente, en elaborar un informe dejando constancia escrita de lo actuado, lo que dio origen a una rica documentación. Junto con la comisión de testigos que los acompañaba, procedieron a levantar inventarios de todos los bienes temporales de las casas y colegios, dejando constancia de los efectos muebles, alhajas de iglesias, ornamentos del culto, bibliotecas,
12
Ibídem; AHNS. JCH. Vol. 62 pza.2. Copia de una nota a don Antonio Guill y Gonzaga para llevar a efecto el extrañamiento de los jesuitas, proponiendo algunas medidas. Madrid, 1 de marzo de 1767. 13 AHNS. JCH. Vol. 62, pza. 2. 14 Barros Arana (1932: 291-294) publica el documento de Guill y Gonzaga, en el cual se fija la fecha de expulsión el 26 de agosto y señala que en la isla de Chiloé las órdenes debían llegar desde Lima. Para el caso de Perú, el extrañamiento fue fijado en diferentes fechas. Por ejemplo, Lima el 9 de septiembre. 15 AHNM. Cons. Lib. 1484, pza. 9.
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papeles, escrituras, libros de cuenta y listas de mercancías, y entregaron a los oficiales reales el dinero incautado.16 Al día siguiente y posteriores, el comisionado, conociendo el nombre de las haciendas o estancias que administraba el colegio en el que le había correspondido notificar la expulsión, se hizo acompañar de los mismos oficiales reales y de corregidores de las villas o ciudades en que se encontraban esas propiedades rurales con el objetivo de levantar los inventarios17 de ellas. Luego de enterarse cuáles eran sus instalaciones, mobiliario, enseres, herramientas, ganados y esclavos, avaluó los inmuebles confiscados. Los inventarios levantados por los comisionados tuvieron una importancia fundamental por dos razones: una, sirvieron para conocer el monto total de los bienes temporales que poseía cada colegio jesuita al momento de la expulsión y, otra, el conjunto de inventarios proporcionó la información necesaria para saber cuál era el valor total de los bienes, cuyo capital general estaba destinado a cancelar los gastos de expatriación y las pensiones que el rey había decidido otorgar a los jesuitas expulsos de sus dominios. Desde el momento mismo en que el virrey y el gobernador mandaron ejecutar la expulsión, la monarquía debió asumir su costo. El conde de Aranda mandó, entonces, que los gastos generados por la expatriación de los regulares se costeasen en la forma que expresaba el pliego reservado que había enviado a las autoridades indianas: Ninguna casa de jesuitas se halla tan destituida, que falte en el momento de algún dinero efectivo para su mantención, o de frutos existentes para invertirlos; y así quando de la primera especie no hallase V. en contante lo suficiente para el gasto del avío hasta la caxa destinada, pasara a la venta de la cantidad de frutos correspondientes a las expensas del viage; y quando el dinero y frutos no prestasen de pronto al suplemento de la salida, y conducción de estos regulares, se valdrá V. de fondos propios y arbitrios, con calidad de reintegro.18
De esta manera, la primera consecuencia económica institucional se hacía presente. Había que cancelar los gastos que significaba la expulsión, lo que implicaba pagar ropas y alimentación de los regulares, viaje desde los colegios al puerto de Valparaíso, arriendo de carretas para el transporte y otros menores, además de los salarios de los comisionados, escribanos, tropa y todo lo referente a imprevistos que surgieran en las diligencias. 19 El importe total de los gastos realizados por la expulsión de los regulares de la provincia jesuita de Perú, de Chile y de la Isla de Chiloé, entre el día del secuestro y fin de diciembre de 1769, correspondiente al costo de movilización general hacia el Perú y España, sus ropas, alimentación, habilitación del navío de guerra San José, el Peruano, y otros rubros 16
Como ejemplo de estos informes se pueden citar AHNS. JCH. Vol. 8, pza. 3. Testimonio De los autos formados sobre el extrañamiento de jesuitas en el Colegio del Noviciado de Santiago, vol. 4, pza. 1. Autos originales de las diligencias de extrañamiento y ocupación de temporalidades de los jesuitas por los comisionados de la ciudad de Concepción y que comprende inventarios de papeles, alhajas, y efectos, etc. de los que residían en el colegio Convictorio. AHNS. JP. Vol. 345, pza. 16. Diligencias de ocupación en la villa de Moquegua. Vol. 355, pza. 3. Autos seguidos por el Corregidor de Huamanga sobre la expulsión. 17 AHNS. JCH y JP. Los inventarios de estos fondos forman un conjunto documental único en su genero porque son estructuralmente comparables. 18 AHNM. Cons. Lib. 1484, pza. 8. 19 AHNS. JCH. Vol. 77, pza. 26. Decreto que manda pagar los fletes de la carreta en que se condujo a los padres Ignacio Guzmán y Pedro Contreras desde Rancagua a Valparaíso; Ibídem, pza. 27. Decreto que manda pagar los fletes de las carretas que condujeron a los padres Juan Lazo, Ignacio Guzmán y Pedro Contreras, desde Curicó a Melipilla.
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menores fue de 533.920 ps 1½ rs. De esta cantidad total, 390.083 ps 7½ rs eran gastos ocasionados para desterrar a los jesuitas del virreinato de Lima y 143.086 ps 4 rs, para el exilio de los de la provincia de Chile e Isla de Chiloé. 20 El financiamiento de esta operación se concretó de acuerdo a las instrucciones enviadas por el conde de Aranda, pero la actitud asumida por el virrey de Lima fue diferente a la del gobernador de Chile, en atención a la disponibilidad de recursos que existía en el momento. En el caso del reino de Chile, el gobernador hizo uso de los fondos de la real hacienda retirando, en calidad de préstamo, la cantidad de 91.038 ps 1¼ rs, para financiar la operación,21 mientras recaudaba el dinero en efectivo de la caja de procuradurías de los colegios jesuitas y vendía las mercancías existentes en ellos. Hasta fines de 1768, el gobernador había recaudado 74.827 ps 4 rs, cantidad que se integraba con 11.732 ps 5 rs, dinero en efectivo encontrado en las cajas de todos los colegios el día del secuestro, y 65.094 ps 7 rs, reunido con la venta de mercaderías, productos y frutos que existían en las bodegas y pulperías de haciendas y colegios (Bravo 1984: 89). Un simple ejercicio contable, restar del monto total de los gastos de expulsión el producto del capital reunido, demostró al gobernador que existía un saldo negativo. De este modo, el primer balance financiero del destierro de los jesuitas era crítico, pues los saldos indicaban un déficit de 69.009 ps. En consecuencia, haciendo uso de la facultad discrecional que le otorgaban las instrucciones del conde de Aranda, mientras el rey disponía otro destino a los bienes ocupados, el gobernador dictó diversas medidas respecto a las haciendas y a los esclavos. Aunque las medidas administrativas eran una solución transitoria, también, de alguna forma, complicaban a las autoridades del reino porque igualmente implicaban gastos. Respecto de los bienes inmuebles, el gobernador dispuso sacar a remate de arrendamiento todos los bienes raíces, especialmente haciendas y estancias. La medida tenía dos finalidades bien concretas. La primera, permitía obtener una renta de estas unidades productivas con el objetivo de saldar el déficit que tenía el ramo de las temporalidades con la real hacienda. En cambio la segunda, al decir del gobernador, estaba destinada a preservar dichas haciendas y estancias de los robos, que continuamente realizaba el pueblo del reino (Barros Arana 1932: 317-318); del deterioro, por la imposibilidad de que los administradores nombrados en cada una de ellas pudieran mantenerlas en el óptimo estado en que las encontraron el día de la ocupación; y por ultimo, por la falta de medios económicos que tenía la real hacienda, para administrarlas adecuadamente (Bravo 1985: 353). Si bien el gobernador estimaba que arrendando los predios podía paliar, en parte, la falta de recursos, también estaba convencido de que sacarlos a remate público implicaba entrar en gastos, pues debía nombrar una comisión que los controlara y, al mismo tiempo, dictar una normativa que regulara los contratos. Obviamente, este trabajo era especial y significaba nuevos pagos de salarios a funcionarios, los cuales ya no podrían ser cargados a la cuenta de la expatriación, sino, por el momento, a los gastos de administración generales del reino.
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AHNM. AJ. Lib. 431. Cuenta General de los gastos ocasionados en el sequestro y expatriación de jesuitas de esta capital... y reyno de Chile. Lima, 4 de enero de 1770. 21 AHNM. AJ. Leg. 95, pza. 16. Testimonio... de la cuenta general que dieron los oficiales reales de esa capital [Santiago de Chile] de los remates de haciendas, esclavos y otros asuntos concernientes a las temporalidades de jesuitas. Lima, 14 de diciembre de 1769.
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A pesar de ello, Guill y Gonzaga nombró una Comisión General de Temporalidades, cuyo primer cometido fue establecer cinco condiciones legales que regularían los contratos de arrendamiento, las cuales se incorporarían al texto de cada contrato de alquiler, firmado ante escribano. Las condiciones fueron: que el subastador debía otorgar fianza sobre el importe del arriendo y de cuanto recibiera de la hacienda; que era responsable de lo señalado en los inventarios devolviéndolo conforme; que el arriendo debía durar tres años; que los ganados recibidos debía devolverlos de las mismas edades; y que bajo ningún pretexto podía pedir rebaja en el valor del arriendo.22 El monto del canon de arrendamiento de los inmuebles fue el 5% del valor de la tasación de las propiedades, incluyendo en este porcentaje el valor de la tierra, ganados, esclavos, herramientas y demás instalaciones que hubiera en el inmueble arrendado. Con el sistema de subasta pública fue posible iniciar, a partir del 1 de octubre de 1767, el remate de arrendamiento de más de 50 haciendas y algunas propiedades urbanas, con una entrada anual para el fondo de temporalidades de 56.454 ps 6 rs.23 La suma anual que producían los arrendamientos de las propiedades que habían pertenecido a los colegios jesuitas de Chile fue de 56.099 ps 6 rs.24 De los datos expuestos se deduce que en los tres años entró a caja de temporalidades la suma de 168.653 ps. 4 rs. Con este capital, el gobernador saldó el déficit de caja que originó la expatriación de los jesuitas y dispuso de un saldo para enfrentar nuevos gastos. Otro de los bienes temporales importantes ocupados a la Compañía fueron los esclavos. Estos morenos eran un gasto permanente para el fondo de temporalidades, pues se debía costear su alimentación, vestuario y guardia para evitar su fuga. En principio, algunos vecinos de Santiago se hicieron cargo de ellos, para que a cambio de su mantención les prestasen servicios, pero fueron devueltos a las autoridades, lo que ahondó el problema presupuestario. El presidente de la comisión de temporalidades advirtió esta situación y recomendó a Guill y Gonzaga que: Aunque en conformidad —dice el presidente— de la instrucción del exmo. Sr. Conde de Aranda que previene se mantengan existentes hasta segunda orden los vienes ocupados a los religiosos jesuitas, se ha observado hasta oy esta deliveración con los esclavos; pero siendo estos muchos, espuestos no solo a que hagan fuga sino a la muerte como ya ha subcedido con algunos, me parece conbeniente a los reales intereses que se vendiesen, y reduxeren a dinero alguna parte de ellos según se proporcionaren las oportunidades; pues de otra suerte hase como imposible su existencia, no obstante el medio que se tomó de repartirlos entre el vesindario asegurados, porque varios los han devuelto.25
Con el objeto de recaudar más fondos para la caja del ramo, el gobernador decidió sacar a la venta por remate público, a partir de 1768, a los esclavos que habían pertenecido a la Compañía.
22 AHNS. RA. Vol. 408, fjs. 187-193. Este documento corresponde al Acta de remate de arrendamiento de la hacienda de Colchagua. Santiago, 12 de noviembre de 1767. 23 AHNM. Leg. 95, pza. 16. 24 Véase Bravo 1984: 91. Se descuentan los pagos de arriendos que excedieron el 5% en el primer año. 25 AHNS. JCH. Vol. 130, pza. 1. Libro de remate de esclavos de ex jesuitas, 1768-1776. El presidente de la comisión era José Clemente Traslaviña.
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Se organizó el sistema de remate de esclavos nombrando a cuatro tasadores y luego se estipuló la forma de pago por las compras: de contado y pago a crédito, en un año, sin intereses, y excepcionalmente, cancelación a 18 meses. Es de hacer notar que hubo esclavos que compraron su libertad, pagando el precio de su tasación de contado.26 De los 1190 esclavos contabilizados en los inventarios realizados en colegios y haciendas de jesuitas chilenos se vendieron en las subastas públicas de 1768, la cantidad de 397, por un valor de 78.295 pesos (Bravo 1985: 376). El capital reunido por el arriendo de los inmuebles y por la venta de los esclavos permitió saldar el déficit que mantenía el fondo de temporalidades con la real hacienda. Guill y Gonzaga lograba salvar esta primera consecuencia económica de la expulsión, en forma satisfactoria, aunque con el correr del tiempo, los papeles se invirtieron y fue la real hacienda la que mantuvo una deuda muy importante con la caja de temporalidades, lo que implicó una consecuencia económica institucional diferente, pero no menos significativa.27 El virrey Amat y Juniet enfrentó con otra actitud los gastos que demandó la expulsión de los jesuitas. La caja real del virreinato, mejor provista que la de Chile, permitió que se tomará un préstamo de 390.083 ps 7½ rs, para liquidar las cuentas pendientes.28 La solución no fue la mejor de todas. El virrey no dictó ninguna providencia especial y tampoco hizo uso discrecional de las instrucciones remitidas por el conde de Aranda. Solo esperó hasta el 14 de agosto de 1768, cuando en España se dictó un decreto disponiendo que las temporalidades jesuitas ocupadas pasaban a patrimonio real, para quedar a su libre disposición y protección inmediata, y se estipulaban las normas que clasificaban los bienes en tres clases: los de fundación, aquellos sobre los cuales pesaba alguna carga y los que habían adquirido libremente los regulares. Con los dos primeros se trataría de cumplir con el mandato que pesaba sobre ellos, en cambio, los del tercer grupo estaban disponibles para que el rey decidiera su destino.29 Complementando la disposición anterior se promulgó la real cédula de 27 de marzo de 1769 que, aparte de establecer las normas para las ventas, creaba las juntas provinciales y municipales, que debían formalizar legalmente los remates públicos que traspasarían el dominio de las propiedades sacadas a subasta. 30 El ramo de temporalidades del virreinato tuvo que nombrar administradores para las 207 propiedades que fueron ocupadas a los colegios de la provincia jesuita del Perú. De estas, debido a las dificultades de ubicación geográfica de los colegios, por la falta de personal competente y por otros motivos, solo se pudieron tasar 170, por un valor total de 6.610.961 ps ¼ rs.31 De más está comentar el deterioro que sufrieron estas propiedades en
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AHNS. JCH. Vol. 130, pza, 1. Compraron su libertad 4 esclavos de la hacienda de Bucalemu que pagaron 625 ps, su manumisión y uno del Colegio Máximo por 225 ps. 27 AHNM. AJ. Leg. 962j, pza. 8. Registro de reales órdenes y recursos a su Majestad (Temporalidades de Indias). Madrid, 22 de diciembre de 1801. A este fecha la real hacienda de Chile mantenía una deuda impaga con el ramo de temporalidades que ascendía a 810.798 ps 7 rs. 28 AHNM. AJ. Lib. 431. 29 AHNM. AJ. Cons. Lib. 1481, pza. 77. Real cédula... en que... declara S.M. devuelto a su disposición... el dominio de los bienes ocupados a los regulares de la Compa ía... San Ildefonso, 14 de agosto de 1768. 30 AHNM. AJ. Cons. Leg. 8025, pza. 297. Real cédula de S. M. en que se expresan las reglas, y métodos... en las ventas de los vienes pertenezientes a temporalidades. Madrid, 27 de marzo de 1769. 31 AHNM. AJ. Lib. 427. Estado de la dirección general de temporalidades de el reino del Perú en 31 de diziembre de 1779.
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los casi tres años que pasaron desde el 9 de septiembre de 1767, día del secuestro en Lima y el 9 de julio de 1770, en que se autorizó el primer remate, en la misma ciudad. El primer remate adjudicó en 17.500 ps, contado, la huerta del Colegio del Noviciado de Lima. La propiedad estaba tasada en 20.125 ps, por lo que temporalidades perdió cerca de un 13% sobre el valor de tasación. Esta pérdida de un 13% fue el reflejo de ese deterioro, pero, al mismo tiempo, marcó la tendencia de lo que serían los remates posteriores de todos los bienes que salieron a la subasta publica.32 A doce años de la expulsión, el estado contable del ramo de temporalidades de Lima mostraba el siguiente panorama: las haciendas vendidas en remate eran 119, por un valor conjunto de 4.627.021 ps 7 ¾ rs. Si bien la cifra total parece razonable, es preciso conocer algunos detalles para estimar cuán profunda y crítica fue la situación que se presentó en el virreinato al momento de los remates públicos. Por ejemplo, la hacienda del Cañaveral de la Huaca, del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, que estaba tasada en 335.275 ps 5 rs, se remató en 230.000 ps, con una pérdida del 31.4%; la hacienda San Javier de la Nazca, del mismo colegio, tasada en 235.494 ps 4 ¼ rs, se vendió en 182.323 ps 3 ¼ rs, con 22% de pérdida. Un tercer ejemplo, la hacienda Viñatera San José de la Nazca, Colegio Grande del Cuzco, que tenía un valor de tasación de 244.917 ps, fue rematada en 187.905 ps 5 rs, con el consiguiente menor valor de 23%.33 Por otra parte, a fines del año 1779, el ramo había aplicado 21 haciendas, de las cuales 5 estaban tasadas en 180. 024 ps 7 ½ rs; 66 quedaban sin poder venderse y de estas solo se habían tasado 46 en 305.398 ps 2 rs.34 Los datos aportados validan la afirmación de que la administración de temporalidades diseñada por el virrey Amat y Juniet no fue acertada. Aún más, se podría establecer que ella contribuyó a que el ramo perdiera, aproximadamente, un 30% del capital que el real erario esperaba reunir por concepto de venta de bienes ocupados. Por último, este factor se trasformó en una consecuencia económica institucional importante, al momento en que el fisco español debía responder a los compromisos contraídos con los jesuitas expulsos. En cambio en Chile, los remates de venta de haciendas comenzaron al término de los contratos de arrendamientos siguiendo las mismas normas que en Perú. El precio de la venta casi siempre fue el mismo que el de la tasación, lo que demuestra lo acertado que fue el sistema administrativo impuesto por el gobernador Guill y Gonzaga (Bravo 1985: 381422). Si se compara hasta aquí, la administración de temporalidades puesta en práctica en Chile y en Perú, respecto de la aplicación de medidas para enfrentar los gastos de la expatriación de los jesuitas, se infiere que las consecuencias económicas de la expulsión de los regulares no pueden generalizarse. La actuación administrativa comentada se realizó tanto en el virreinato de Lima como en el reino de Chile con funcionarios de planta, con excepción del nombramiento de la comisión general de temporalidades creada en Chile, para el arriendo de haciendas y venta de esclavos. No obstante, todo el trabajo realizado se consideró extraordinario e implicó el pago de los salarios correspondientes, con cargo al fondo de temporalidades.
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AHNM. AJ. Lib. 427. Op. cit. Ibídem. Los ejemplos podrían multiplicarse y el conjunto podría dar pauta para estimar la pérdida total en un 30%, aproximadamente. Véase el cuadro 3. 34 Ibídem. Véase el cuadro 1. 33
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Los miembros del consejo de Estado observaron esta realidad y, comprendiendo que el manejo de las temporalidades era cada vez más complejo, recomendaron al rey descentralizar su administración con la creación de oficinas especiales, aun cuando tal decisión significara aumentar la burocracia estatal y el gasto fiscal. Por la mencionada ley de 27 de marzo de 1769, el rey y su consejo extraordinario fundaron juntas de temporalidades en cada provincia de Indias, pues era necesario establecer un sistema de control para vigilar el cometido de todos los que habían actuado en la ocupación de los bienes jesuitas, especialmente en lo que decía relación con el manejo de dineros, arrendamientos, tasaciones y otras diligencias. La competencia de estas juntas estaba destinada a estudiar la mejor manera de realizar los remates de ventas de las propiedades y de realizar su retasación. En todas las jurisdicciones administrativas de Indias se establecieron las juntas de temporalidades que procedieron a retasar las haciendas y estancias y a ordenar un sistema para su venta. La desconfianza de los posibles compradores fue uno de los primeros problemas que hubo que solucionar. Informado el consejo extraordinario de esta situación, sugirió al rey que dictara una normativa especial que legislara sobre esta materia. En consecuencia, el monarca dictó una real cédula el 8 de noviembre de 1769, que en lo principal establecía: «[...] á las expresadas Juntas Provinciales y Municipales [...] declaro, para evitar equivocaciones y siniestras inteligencias, que los contratos de venta que se egecuten en conformidad de lo dispuesto en mi Real Cédula de veinte y siete de marzo de este año, han de ser firmes, estables, perpetuos y seguros» y que «[...] aseguro por mi fe y palabra real esta misma permanencia y perpetuidad».35 Las ventas autorizadas por el rey se referían a los bienes raíces que podían pasar a propiedad particular, con cargas pías o sin ellas. Sin embargo, había otros que por su propia naturaleza o por la función a que estaban destinados, como colegios e iglesias, no podían ser vendidos. Para estos casos se dictó una real cédula que creaba las juntas de aplicaciones de temporalidades, cuyas normativas señalaban los miembros que compondrían las juntas principales, las subalternas y su trabajo específico, que consistía en aplicar los bienes para cumplir con las cargas, pues los capitales generados por la venta y liquidación de las temporalidades estaba reservado para cancelar las pensiones alimenticias de los regulares. 36 Otra normativa importante que tuvo que aplicar la junta de temporalidades fue la real cédula del 12 de enero de 1770, cuyo texto declaraba a las temporalidades exentas de todos los derechos reales.37 Esta ley estaba referida, especialmente, al pago de los impuestos de alcabala, a que daba lugar la venta de propiedades de los jesuitas. Estas dos últimas medidas mermaban los ingresos de la real hacienda. La primera, implicaba mantener un sistema administrativo y contable, que no era gratuito, para controlar efectivamente el destino de los fondos capital y de los bienes jesuitas, en tanto que, por la segunda, si bien es cierto se facilitaba la venta de los inmuebles no cargándolos con impuestos, no lo es menos que la real hacienda dejaba de percibir una cantidad de dinero razonable, para cubrir otros gastos propios de su gestión. 35 AHNM. HAC. Lib. 6066, pza. 30. Real cédula... por la qual S. M... asegura la perpetuidad de estos contratos bajo de la fé y palabra Real. San Lorenzo, 8 de noviembre de 1769. 36 AHNM. Cons. Leg. 8025, pza. 297. 37 AHNM. Cons. Leg. 8036, pza. 285. Real cédula... por la qual se declaran libres de alcabalas las ventas que se están haciendo de los bienes raíces ocupados a los regulares de la Compañía, en estos reinos, Indias e islas adyacentes... El Pardo, 12 de enero de 1770.
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La primera junta de temporalidades en Chile se formó el año 177138 y su labor fue ardua y complicada, no solo porque tuvo que atender a la enajenación de las propiedades, sino también porque debió procurar que se mantuviera un fondo de capital propio de las temporalidades, para satisfacer las pensiones alimenticias ofrecidas por el rey a los jesuitas expulsos. Paralelamente a la labor netamente administrativa, el consejo impartió órdenes para el destino de los bienes que, por su naturaleza, fueran invendibles. La real providencia de 6 de mayo de 1773 ordenó a las juntas de temporalidades que separaran los ornamentos, vasos sagrados y alhajas de oro y plata que habían pertenecido a las iglesias jesuitas, formando con ellos tres grupos: uno, con aquellos que servían exclusivamente al culto divino, como cálices, patenas, custodias; otro, con los objetos que complementaban las labores del culto, como vinajeras, candelabros de altar; y el tercero, compuesto por los objetos que servían para engalanar las ceremonias religiosas, como floreros, lámparas, jarros. Esta separación permitía a la junta aplicar los objetos de los dos primeros grupos, en tanto que los del tercero podían ser vendidos, para ingresar su valor al fondo general del ramo. 39 Por orden circular de 6 de octubre de 1774 se mandaba remitir a la metrópolis los autos de extrañamiento y ocupación de temporalidades de todos los colegios jesuitas que ya estuviera evacuados y, para los que no lo estaban, se debía esperar la venta de las propiedades en los respectivos remates. El objetivo de esta circular era conocer el fondo de capitales que se había acumulado en las cajas reales de Indias y España.40 La lentitud en el despacho de la información proveniente del virreinato de Lima y de la gobernación de Chile, así como de todas las oficinas de temporalidades americanas, movió al consejo extraordinario, en repetidas oportunidades, a enviar circulares, órdenes y providencias destinadas a dar solución a este problema. La circular de 17 de junio de 1776 mandó a las juntas de temporalidades que remitieran las cuentas de ellas; la de 18 de junio de 1777 ordenó se enviase las cuentas respondiendo por los alcances que resultaren; y la real orden de 18 de septiembre de 1778 dispuso que los administradores de temporalidades hicieran una liquidación exacta de todo lo que pertenecía al fondo de obras pías y se separara del fondo de capitales formado con la venta de bienes temporales. 41 El objetivo de estas medidas era conocer, exactamente, el caudal del ramo de temporalidades que existía en las distintas provincias de Indias y, al mismo tiempo, facilitar la labor de la junta de aplicaciones, la cual no podía comprometer a los fondos propios más allá del capital disponible para invertir en sus aplicaciones. No obstante, lo principal para el consejo extraordinario era enterarse del estado de temporalidades evitando así los perjuicios que se notaban, por la falta de noticias en que se hallaban las oficinas de España sobre el estado 38
AHNS. RA. Vol. 408. Esta Junta fue integrada por Francisco Javier de Morales y Castexon, gobernador, capitán general y presidente de la Real Audiencia; José Clemente Traslaviña, oidor y alcalde de corte de la Real Audiencia; José Antonio Aldunate, canónigo doctoral de la Santa Iglesia y provisor vicario general y gobernador del obispado de Santiago; y Mateo de Toro y Zambrano, corregidor y justicia mayor de Santiago. 39 AHNM. Cons. Lib. 1540, pza. 25. Real provisión de S.M. para que los comisionados... procedan a la separación de ornamentos, vasos sagrados... etc. Madrid, 6 de marzo de 1773. 40 AHNM. Cons. Lib. 1488, pza. 17. Orden comunicada por el Consejo extraordinario... para que remitan los autos de extrañamiento y ocupación de las temporalidades... Madrid, 6 de octubre de 1774. 41 AHNM. Cons. Lib. 1489, pza. 9. Orden circular a las juntas de temporalidades para que remitan las cuentas de ellas. Madrid, 17 de junio de 1776; Cons. Lib. 1489, pza. 41. Orden circular del consejo para que los administradores de Temporalidades... al tiempo de dar las cuentas afronten los alcances que resultan por ellas. Madrid, 18 de junio de 1777; Cons. Lib. 1490, pza. 32. Orden circular sobre separación de fondos de temporalidades y obras pías. Madrid, 18 de septiembre de 1778.
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general de las cuentas y, por consiguiente, el atraso en los envíos de dinero que se utilizaban para cancelar las pensiones a los regulares. Si bien lo comentado es una consecuencia netamente administrativa, también tuvo incidencia en lo económico, sobre todo en lo relativo al manejo de los dineros recaudados en las cajas del ramo. Para evitar esta situación, el rey mandó, por real cédula de 14 de noviembre de 1783, que se traspasara a la secretaría del despacho universal de Indias todo lo concerniente a las temporalidades americanas, agregando que se debían depositar anualmente en Madrid la cantidad de «dos millones y quinientos mil reales de vellón en que se regula el importe de las pensiones y de otros gastos inescusables de los Individuos que fueron de las Provincias de aquellos dominios» y que «[…] se reintegren a la temporalidades de España, once millones doscientos cincuenta y cinco mil trescientos reales a que ascienden lo que han suplido a las de Indias hasta fin del año de 1782». 42 La cantidad de 11.355.380 reales de vellón, suplidos por las temporalidades de España a las de Indias, correspondía a un atraso de más de cuatro años en el envío de los dineros provenientes de las Juntas de Temporalidades de Indias, lo que constituía una seria falta administrativa a las normas impartidas por el consejo extraordinario. Pero, también, se puede inferir que los 2.500.000 reales, cantidad que correspondía a las pensiones que se debían pagar a los jesuitas expulsos, constituía una grave consecuencia económica y una seria carga para el fisco español, si los dineros no estaban a tiempo en las cajas de la real hacienda metropolitana. Una solución que pareció conveniente a este problema se ordenaba en el artículo 14 del mismo decreto real citado. Este mandaba a la secretaría del despacho de Indias que debía pasar anualmente al rey un resumen del estado de las provincias, sus bienes, rentas de cada colegio, ventas, subrogaciones y aplicaciones hechas, para conocimiento de la contaduría general de temporalidades.43 Al conocer estas disposiciones, José de Gálvez, administrador de temporalidades de Chile, pidió a los oficiales reales que prepararan un informe del manejo contable del ramo. En este informe, se estableció que hasta fines del año 1783 había entrado en caja de temporalidades la cantidad de 851.977 ps ¾ rs, cifra que se desglosaba de la siguiente manera: gastos y satisfacción de cargas 399.375 ps 6½ rs, señalando que esta cantidad incluía 88.946 ps ¼ rs, que se habían remitido el año 1769 a Lima; por suplementos hechos a la real hacienda, 253.298 ps 2¾ rs; y por existencias 199.308 ps 2 rs.44 La reestructuración de los negocios de temporalidades siguió con celeridad, sobre todo con lo relacionado con los fondos provenientes de las temporalidades enajenadas o con aquellas que todavía estaban bajo la administración de la junta. Así, se mandó formar un estado de cuentas y relaciones sumarias del producto y gasto de cada una de las haciendas del quinquenio anterior a la ocupación. Esta medida tenía por finalidad comprobar si el precio
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AHNM. Cons. Lib. 1525, pza. 95. Real decreto dando normas para el manejo de los asuntos de las temporalidades ocupadas a los regulares de la Compañía, así de España como de Indias. San Ildefonso, 14 de noviembre de 1783. 43 AHNM. Cons. Lib. 1525, pza. 95. 44 Revista chilena de historia y geografía (RCHHG), 135. Santiago, 1967. Este número publica un extenso cuerpo documental bajo el título «Correspondencia de la Junta de Temporalidades, 1784-1790». La cantidad total del documento es errónea, pues la suma de las cifras es 851.982 ps 3¼ rs.
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de la tasación de las propiedades correspondía al valor real y, por ende, al de su venta.45 Por una segunda disposición, de la misma fecha, se mandaba que dentro del plazo de un año debían finalizar todas las causas de temporalidades, para resolver los juicios pendientes. 46 La disposición más importante dictada para reformar el ramo de temporalidades y, de paso, afinar los presupuestos de financiamiento fue la que suspendía el funcionamiento de las juntas municipales que se habían establecido en los distritos de los obispados de Santiago y Concepción. También mandaba que la junta de aplicaciones procediera a destinar los bienes que no estuvieran aplicados, dando cuenta de la diligencia al rey.47 Las reformas administrativas siguieron adelante y siempre en relación con el buen manejo de las cuentas, aunque era notoria la preocupación referida al costo que demandaba mantener una burocracia estatal que, obviamente, debía ser financiada por el ramo de temporalidades. El 11 de enero de 1784 llegó una providencia que pedía razón fundamentada de los empleados que llevaban las cuentas del ramo de temporalidades en Chile. La respuesta de las autoridades fue que la dotación de empleados de la oficina se reducía a un director, cargo que había sido creado por el presidente Francisco Javier Morales en 1771, con el fin de llevar y glosar las cuentas de los caudales; un defensor, que llevaba los asuntos legales, con el cargo de costear un escribiente, que su vez era agente de los negocios; un relator, un escribano y un oficial encargado del archivo y costeado por el escribano.48 Poco tiempo después, se ordenó que a los escribanos de temporalidades se les pagase lo que legítimamente les correspondiese y que se les suspendieran los salarios que percibían por sus derechos y actuaciones.49 Esta providencia fue reforzada, en el año 1784, por dos nuevas reales órdenes, una, que mandaba disminuir el número de empleados, sueldos y gastos del ramo, y la otra, que reforzaba la real orden de marzo, pero agregaba que los escribanos deberían reintegrar lo que hubieran percibido por esos conceptos.50
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AHNS. JCH. Vol. 91, pza. 44. Nota de don José de Gálvez participando un decreto del rey que ordena a los directores o comisionados de Indias, formen con toda exactitud, relaciones sumarias del producto de cada una de las haciendas, fincas o rentas en el quinquenio anterior a la ocupación, expresándose el colegio y ramo a que pertenecían. El Pardo, 31 de enero de 1784. 46 AHNS. JCH. Vol. 91, pza. 45. Nota de don José de Gálvez participando una orden del rey que manda que en el término de un año se concluyan y sentencien las causas del ramo de temporalidades que se siguen en los tribunales, con varias otras cosas referentes a esto mismo. El Pardo, 31 de enero de 1784. 47 AHNS. JCH. Vol. 91, pza. 46. Nota de don José de Gálvez participando una orden del rey que ordena se suspendan las Juntas Municipales que para la administración de temporalidades se han establecido en Chile, manteniéndose solo la principal y superior de la capital donde resida el gobierno y dirección general de la provincia. El Pardo, 31 de enero de 1784. 48 RCHHG, op. cit. pp. 161-164. El regente de la Audiencia de Chile encargado del despacho de los asuntos de temporalidades, participa lo determinado por la Junta sobre la reforma de empleados y arreglo de sus dotaciones en cumplimiento de lo mandado en real orden de 11 de junio de 1784. 49 AHNS. JCH. Vol. 91. Pza. 47. Nota de don José de Gálvez participando una orden del rey que ordena solo se pague a los escribanos del ramo de temporalidades lo que legítimamente les corresponda, suspendiéndoseles los salarios que se les pagaba por derechos y actuaciones y testimonios. El Pardo, 18 de marzo de 1784. 50 AHNS. JCH. Vol. 91, pza. 54. Nota de don José de Gálvez participando las resoluciones tomadas últimamente por S. M. referente a disminuir el número de empleados, sueldos y gastos del ramo de temporalidades. Aranjuez, 11 de junio de 1784; Vol. 64, pza. 62. Nota de don Ambrosio de Benavides participando haber recibido la real orden a que los escribanos de temporalidades se les suspendan los salarios, haciendo que reintegren lo que por esta razón hubieran percibido, satisfaciéndoles en lo sucesivo sus legítimos derechos con arreglo a las anteriores disposiciones.
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En materia de personal de la oficina de temporalidades finalmente se acordó, por auto de 27 de julio de 1785, que los empleados serían un director-relator, con un sueldo de 1.000 pesos anuales; tres oficiales, con un salario de 500 pesos anuales, para el oficial primero, 300 para el segundo y 200 para el tercero, que además sería el amanuense y agente. A los cargos de relator y escribano se les cancelarían sus servicios a justa tasación. Además, se disponía un presupuesto de 50 pesos anuales para gastos de escritorio.51 El 4 de febrero de 1786 se expidió en Madrid la real orden que autorizaba la reestructuración administrativa hecha en Chile, razón por la que esta decidió prorrogar hasta el año 1788 los indicados salarios y dotaciones.52 El costo anual de los salarios de los empleados de temporalidades ascendía a 2.050 ps, más una cantidad indeterminada por los honorarios del relator y escribano. Para rebajarlos, el rey ordenó que estos empleados ganarían medio sueldo mientras hicieran uso de una licencia temporal y si se prorrogaba el ramo no les debería cancelar salario alguno. 53 A partir de 1783, año en que se traspasó el ramo de temporalidades a la secretaría del despacho universal de Indias, se aceleraron las remesas de dinero a España, se clarificaron las cuentas de deudas de los particulares que habían comprado haciendas y estancias y se ordenaron los trabajos administrativos. Sin embargo, aunque los trabajos desarrollados fueron eficientes, no solucionaron el problema de fondo, que decía relación con el excesivo centralismo, la gran cantidad de bienes dispersos en todas las provincias de Indias y las enormes distancias que tornaba imposible una comunicación rápida y fluida de las reales órdenes. Como solución a estos problemas, Carlos IV expidió una real cédula, de 15 de enero de 1789, en la que mandaba suprimir las juntas municipales de temporalidades y establecer un plan administrativo que por vía de ensayo se aplicaría en Chile. Esta nueva normativa entregaba la competencia del ramo a los gobernadores o justicias mayores de los distritos donde funcionaban las juntas municipales. Estos funcionarios se harían cargo de los negocios de temporalidades, asesorados por el defensor, para remitirlos a la Real Audiencia, que tomaría una resolución definitiva. Las audiencias conocerían los pleitos e informarían de los autos a la dirección general de temporalidades. Las juntas de aplicaciones seguirían su labor, pero deberían concluirla prontamente.54 El real decreto mandaba que en cada capital de virreinato o gobernación de Indias se debía nombrar un administrador general de temporalidades, que sería al mismo tiempo, tesorero, ayudado por un contador y empleados para llevar adecuadamente la oficina. 55 Para Chile, el real decreto señalaba que en la ciudad de Santiago se nombrarían por S. M. los funcionarios indicados anteriormente, cuyos salarios anuales eran: 2.000 ps 51 AHNS. JCH. Vol. 65, pza. 7. Nota del regente Álvarez de Acevedo sobre arreglo y dotación de los empleados incluyendo copia de los autos formados y diversos estados sobre la planta de ellos y reglamento económico que propone. Santiago, 1787. 52 RCHHG, op. cit., pp. 86-87. El regente de la Real Audiencia de Chile da cuenta a S. M. de haberse continuado por la Junta de temporalidades por otro año más los salarios y asignaciones que gozan los empleados en el servicio de este ramo... Santiago, 31 de enero de 1788. 53 AHNS. JCH. Vol. 67, pza. 120. Real decreto declarando el medio sueldo para todos los empleados mientras usen de licencia temporal y ninguno durante las prórrogas. El Pardo, 17 de febrero de 1787. 54 AHNS. JCH. Vol. 92, pza. 15. Real Instrucción para el régimen y gobierno de la administración y contaduría de las temporalidades que fueron de la extinguida Compañía de Jesús, en el reino de Chile. Madrid, 15 de enero de 1789. 55 Ibídem.
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anuales, el administrador; 1.500 ps, el contador; 700 ps el oficial primero y 600 ps el segundo, pagaderos de la masa general del producto del ramo. Se agregaban 100 ps, para gastos generales de oficina. Todos los empleados otorgarían la respectiva fianza y harían el inventario de todos los bienes existentes en la capital, Concepción y otros pueblos o lugares donde todavía quedaren temporalidades de jesuitas.56 El administrador era el responsable de todos los bienes que estaban bajo control de la oficina de temporalidades. Otras responsabilidades eran: la cobranza oportuna de créditos, rentas y censos que se deberían al ramo, advirtiendo a los morosos que se procedería con todo el rigor de la ley o a procedimientos judiciales de cobranza; la reactivación de la venta de propiedades, el control de la aplicación de templos y colegios que no tuvieran destino, reclamar los capitales del ramo que se hubieren aplicado sin autorización real, recaudar los dineros de obras pías y realizar los inventarios anuales. 57 La real instrucción se recibió en Chile en 1789, acompañada del nombramiento de José Alberto Díaz, administrador; Pedro Viguera, contador; Pedro Lurquín, oficial mayor.58 Por fallecimiento del titular Díaz, Ambrosio O’Higgins designó interinamente a Ramón Rozas, para ocupar la vacante de Díaz y, posteriormente, el rey nombró a Pedro Centeno,59 pero parece que este nunca asumió porque no existen documentos firmados bajo su nombre. A comienzos de 1791, por orden real el cargo de administrador-tesorero lo ocupó Pedro Vigueras, el de contador Pedro Lurquín y el de oficial primero Hipólito Villegas.60 Con el nuevo sistema administrativo el trabajo de la oficina de temporalidades se llevó en tres libros contables,61 lo que permitió regularizar el estado de las cuentas de deudores de capitales de haciendas, de censos y de capitales; enviar regularmente a España los fondos sobrantes, para cumplir con el pago de pensiones a los jesuitas expulsos; conocer efectivamente el fondo de capitales acumulados y la deuda que mantenía la Real Hacienda con el ramo; suministrar el capital que necesitaban las aplicaciones aprobadas por el rey; y pagar los salarios de los empleados de la oficina. La efectividad del nuevo sistema contable permitió a la secretaría del despacho de Indias extender este sistema a Buenos Aires, Quito y Santa Fé en 1796, Caracas en 1797, Lima en 1799, no pudiendo hacerse en Nueva España, por oposición de los virreyes.62 La oficina de temporalidades de Chile siguió administrando los bienes según la forma indicada en el real decreto de 1789, pero, a partir de 1797, pasó a depender de la superinten56
Ibídem. Ibídem. 58 AHNS. JCH. Vol. 92, pza. 33. Nota de don Antonio Porlier participando haber nombrado S. M. administrador principal de temporalidades a don José Alberto Díaz; contador a don Pedro Vigueras y oficial mayor a don Pedro Lurquín. Aranjuez, 7 de junio de 1789. 59 AHNS. JCH. Vol. 92, pza. 49. Nota de don Antonio Porlier participando que el rey ha conferido a don Pedro Zenteno la administración principal de temporalidades, vacante por fallecimiento de don José Alberto Díaz. Madrid, 22 de septiembre de 1790. 60 AHNS. JCH. Vol. 92, pza. 52. Nota de don Antonio Porlier sobre haber nombrado el rey administrador-tesorero del ramo de temporalidades a don Pedro Vigueras, contador principal, a don Pedro Lurquín, y oficial primero a don Hipólito Villegas. Madrid, 28 de enero de 1791. 61 AHNM. AJ. Lib. 436, Libro Manual 1793; AJ. Lib. 435. Libro Mayor 1797; AJ. LIB. 441, Libro de Caja 1796. Los libros eran el Manual, que anotaba diariamente las partidas; el libro Mayor, que servía de resumen, para hacer el inventario anual, y el libro de Caja, que registraba el movimiento de entrada y salida de la caja de la oficina de temporalidades. 62 AHNM. AJ. Leg. 962, 3 piezas signadas con el mismo número de legajo. Resumen general de Contaduría de Temporalidades. Madrid, 1808-1809? 57
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dencia general de temporalidades, unida a la secretaría del despacho universal de gracia y justicia, a través de una dirección general del ramo.63 Las reformas a la administración de temporalidades, si bien es cierto habían permitido regularizar contablemente su manejo, no es menos cierto que habían creado una estructura institucional que tenía un elevado costo de funcionamiento y que el fisco español difícilmente podía servir. Esta consecuencia económica se sumó a la situación financiera general del imperio que, a fines del siglo XVIII, se había complicado en demasía, razón por la que las entradas del erario no permitían sostener el gasto público de la gestión. Un ejemplo de la situación es el resumen de cargas anuales que debían pagar las temporalidades de Indias en España el año 1796 que ascendía a 2.072490 rs. De acuerdo a un informe, esta cifra se desglosaba en: 1.400.000 rs, por las pensiones alimentarias y gastos de los ex jesuitas de Indias que vivían en los Estados Pontificios; 416.000 rs, para la obra del Museo; 175.635 rs, para los sueldos de los empleados de la dirección; 43.500 rs, en varias pensiones y asignaciones anuales sobre los ramos; 1.905 rs, a varios ex jesuitas por los réditos de sus legítimas impuestas sobre el fondo general; 25.450 rs, en alquileres de la casa para oficina, gastos de escritorio y ayudas de costa; y 10.000 rs, que se estiman para los gastos judiciales y extraordinarios. Según el mismo informe, las entradas sumarían 1.447.919 rs, por lo que el déficit de caja alcanzaría a 624.571 rs.64 La relación de caja señalada demuestra que las finanzas de temporalidades no permitían sostener sus cargas financieras y su funcionamiento administrativo. Entonces, el consejo extraordinario aconsejó al rey que dictara un decreto ordenando que fuesen agregadas a la real hacienda las temporalidades de la extinguida Compañía debido a que: «[…] las extraordinarias y urgentes necesidades de la Monarquía obligan a echar mano a recursos también extraordinarios con que satisfacerlas» agregando que «unos bienes que propiamente pertenecen al Estado, sirvan a la defensa y conservación del Estado mismo». 65 Otra real cédula complementó la anterior y mandaba suspender el curso de todos los expedientes sobre aplicaciones de los bienes ocupados a los regulares expulsos y, al mismo tiempo, cesaba en sus funciones a las juntas de aplicaciones.66 Con las medidas decretadas, todas las cuentas y capitales de temporalidades pasaron a integrar los fondos de la Real Hacienda, aunque para efectos contables siguió funcionando la oficina de temporalidades, para el cobro de deudas, de intereses, ventas de propiedades existentes, arriendos de inmuebles urbanos y otros asuntos administrativos de poca monta. La real orden de 22 de diciembre de 1801 mandó que el crédito otorgado por la oficina de temporalidades a la Real Hacienda, por un valor de 810.798 ps 7 rs, se diera por pagado.67 Así desaparecieron los últimos restos de los bienes temporales ocupados de los jesuitas y, aunque quedaban todavía algunas propiedades por vender, era tan poco su valor que no representaban nada de lo que fue aquella imponente riqueza ocupada en 1767.
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AHNM. Cons. Lib. 1499, pza, 24. Real cédula de S.M… crea una Superintendencia General de Temporalidades… Madrid, 17 de diciembre de 1797. 64 AHNM. AJ. Leg. 959, pza. 76. Estado del caudal que existía en España, sus rentas y cargas anuales y noticias de lo diariamente se contribuía para el Museo correspondiente a temporalidades de Indias. Madrid, 16 de marzo de 1796. 65 AHNM. Cons. Lib. 1499, pza, 63. Real decreto, se agregan a la real Hacienda las Temporalidades de los regulares de la extinguida Compañía. San Ildefonso, 19 de septiembre de 1798. 66 Ibídem. Se refiere a la real cédula de 25 de septiembre de 1798. 67 Véase la nota 27.
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Resumiendo, en el ámbito de las consecuencias económicas institucionales, los fondos recaudados por temporalidades jesuitas primero se acumularon y sirvieron para pagar las pensiones ofrecidas a los expulsos; luego esos capitales se destinaron a servir las aplicaciones autorizada por el rey. Con el tiempo, la burocracia institucional y el manejo administrativo necesitó del mismo fondo para funcionar, aunque paralelamente el ramo otorgó créditos a la Real Hacienda, para que financiara sus propios trabajos. Finalmente, el fondo pasó a integrar los bienes generales de la monarquía española. Las reformas administrativas señaladas y las complicaciones financieras del Estado español llevaron a la monarquía a efectuar un férreo control de los bienes ocupados, para disponer de ellos en forma más expedita. Pero, también la reestructuración formó parte de una situación económica particular, generada por el comportamiento de pago de aquellas personas que compraron a crédito las haciendas y estancias ocupadas a los jesuitas. Aunque se debe reconocer que esta consecuencia no es institucional, sino más bien se conecta con el mundo privado que estuvo cerca de la expulsión. Consecuencias económicas en el ámbito privado
Como la orden de expulsión no solo se limitaba a extrañar a los jesuitas, sino que también mandaba ocupar sus temporalidades, las autoridades virreinales y de la gobernación debieron preocuparse de su administración, tal como lo mandaba el decreto imperial y las reales órdenes posteriores. Teniendo en cuenta el conjunto de bienes económicos que conformaba el patrimonio de los colegios jesuitas, los agentes estatales organizaron un sistema de administración de temporalidades cuya finalidad fue, en un comienzo, llevar a cabo la venta de las haciendas y estancias ocupadas, para luego, con las reformas administrativas comentadas, controlar el sistema crediticio y el movimiento contable de los compromisos de pago contraído por los compradores de bienes raíces jesuitas. El control contable de las deudas contraídas por compra de los inmuebles permite conocer el sistema de ventas al crédito y el comportamiento de pago de los compradores de haciendas, con lo cual se puede demostrar que dicho comportamiento se integra al ámbito de las consecuencias de la expulsión, porque fue irregular, prolongado en el tiempo más allá de lo razonable, y con una alta cuota de morosidad. Como está dicho, en agosto de 1767, el gobernador de Chile, Antonio de Guill y Gonzaga, recibió las reales órdenes que mandaban expulsar a los jesuitas y ocupar sus temporalidades. Decidió ejecutarlas el 26 de ese mes y procedió a nominar a los comisionados que se encargarían de cumplirlas, comenzado con un trabajo administrativo que pasó por varias fases. La primera, llamada régimen administrativo provisorio, fue aprobada por el rey y su consejo extraordinario y se extendió hasta 1771. En este lapso, el gobernador recibió las instrucciones que disponían la creación de la junta provincial de temporalidades y la forma de enajenar o aplicar las temporalidades, según fuera el caso.68 La constitución de la junta provincial de temporalidades dio inicio a la segunda fase de la administración, que se extendió entre los años 1771 y 1789. En esta etapa, la junta ordenó
68 AHNM. Consulado. Leg. 8025, pza. 297. Real Cédula de SM en que se expresan las reglas, y métodos... en las ventas de los bienes pertenecientes a las Temporalidades. Madrid, 27 de marzo de 1769.
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retasar los inmuebles, estipuló las condiciones de los remates de venta, cauteló el pago de las deudas y llevó la contabilidad de la oficina de temporalidades. La forma de pago de los bienes rematados en venta fue de tres tipos: al contado, en el menor de los casos; a crédito, con una cantidad de contado o sin ella, de 2 a 9 años plazo; y con interés anual de 5% sobre el principal; y a censo redimible, con el mismo interés anual, admitiendo abonos sobre el principal contratado. En el caso el virreinato de Lima, el interés por el crédito fue de 3% (Aljovín de Losada 1990: 187). También se autorizó la compra de haciendas con sistema mixto. La mitad a crédito de 9 años plazo, y la otra mitad a censo redimible. Bajo este sistema de venta, se admitían abonos sobre el principal del crédito y una vez que se cancelara totalmente, se podían efectuar pagos, para descontar el principal del censo redimible.69 Bajo este sistema de venta de propiedades, la junta de temporalidades de Chile enajenó casi todos los inmuebles jesuitas, entre 1771 y 1785. Luego de este último año, se realizaron esporádicos remates de tal forma que, a principios del siglo XIX, todavía quedaban propiedades urbanas en Santiago sin venderse.70 En cambio, la de Perú, bajo la supervisión del virrey Amat y Juniet, remató los inmuebles entre 1773 y 1778 (Aljovín de Losada 1990: 185). El comportamiento de pago de los compradores de haciendas, por lo general, fue irregular, prolongado en el tiempo y moroso. Esta situación se debió a que los compradores no cumplieron con sus pagos en los plazos contraídos, no cancelaron las cuotas pactadas ni los intereses devengados (Bravo 1986: 51 y 55) y, en más de una ocasión, los deudores entraron en cesación de pagos. A partir de 1789, la Corona implementó un nuevo plan administrativo que denominó «Administración por vía de ensayo». Este sistema administrativo estaba diseñado, para atender el trabajo contable de la oficina de temporalidades con el método de partida doble. Así, se reemplazaban los antiguos conceptos de cargo y data, por asientos contables denominados debe y haber, respectivamente.71 El nuevo sistema contable permitió controlar el cumplimiento de los compromisos contraídos por los compradores de inmuebles jesuitas e informar, a través del balance anual que debía practicarse, del estado exacto del ramo a la oficina general temporalidades de Madrid. En Chile, los remates de venta de haciendas jesuitas comenzaron en 1771 (Bravo 1996: 171).72 Pero, si todos los compradores hubieran cumplido regularmente con sus pagos, en los plazos estipulados en las actas de remate, la mayor parte de las deudas habrían estado canceladas durante la década de 1780, si se hace excepción de las propiedades rematadas, a partir de 1785. En el balance anual de la oficina de temporalidades de 2 de enero de 1794, se expresaba que el capital total obtenido por los remates de los inmuebles jesuitas, que todavía no se han pagado íntegramente, ascendía a 441.364 ps 4 rs. De este total, el conjunto de compra69 AHNS. RA. Vol. 408. La Hacienda La Punta fue rematada por Lorenzo Gutiérrez de Mier, en 12 de marzo de 1776, en 95.535 pesos. La mitad, 47.767 ps 4 rs con crédito de 9 años y, la otra mitad, a censo redimible. 70 AHNM. AJ. Leg. 962, pza. 11. Las propiedades sin vender, por un valor de tasación de 24.206 ps 2 rs, eran: la casa de la Real Aduana, la huerta del Colegio de San Pablo, las piezas que ocupó el presidio y las piezas y patios que ocupan los oficiales de tropas, en la cuadra de San Pablo, y el molino y tierras de San Pablo. 71 BNM. Mss. 17615, pza. 18. 72 El 24 de octubre de 1771, Mateo de Toro y Zambrano remató la hacienda de Rancagua, en 90.000 pesos, con plazo de 9 años y 5% de interés anual.
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dores adeudaba la suma de 281.278 ps 1 r, es decir, el 63.7%, más intereses por 19.111 ps 4 rs, que pasarían a la cuenta de rezagos. Esta cifra no incluye las deudas contraídas por los compradores de haciendas, por el sistema de censo redimible, ni tampoco refleja los intereses adeudados por este concepto.73 La situación de morosidad, observada en el balance de 1794, se repite en un informe de Madrid, fechado el 25 de octubre de 1798. En efecto, la cantidad global adeudada, por capitales de haciendas llegaba a 283.550 ps 2¾ rs, y los intereses, a 11.196 ps 7 rs. El aumento del valor de la deuda, respecto a 1794, se debía a la subasta de la hacienda de Elqui, en 1793, y la de Quile, en 1794, por un valor conjunto de 23.078 pesos 6 reales. Al mismo tiempo, consideraba las siguientes rebajas: 19.011 ps 4¼ rs, en la deuda de la hacienda Las Tablas; 1.500 pesos, en la de la hacienda San Isidro de Perales; 243 pesos en la de la hacienda de Longaví; y 52 pesos, en la de la Chacarilla de Ñuñoa.74 El estado contable de las deudas contra temporalidades, correspondiente al año 1804, no difiere sustancialmente de los ya mencionados. La deuda conjunta que mantienen los compradores alcanza a 251.971 pesos 4 reales. Se ha disminuido en 31.578 ps 6¾ rs, el 11.1%, respecto del total de 1798. Sin embargo, al igual que los informes anteriores, la cifra de deudas de capitales de haciendas no incluyen el capital contratado por el remate de haciendas a censo redimible, cuyo monto era de 77.027 pesos.75 El estado general de la contabilidad llevada por la oficina de temporalidades de Chile, por más de treinta años, ya demuestra la irregularidad en el cumplimiento de los créditos pactados por los compradores de haciendas. Desde luego hubo excepciones, pero son las menos. El caso más notable de cumplimiento en los pagos fue el de la hacienda de Calera de Tango. Esta hacienda fue tasada en 53.975 ps 2 rs. El remate de venta, realizado el 28 de noviembre de 1783, se lo adjudicó Francisco Ruiz de Tagle en 30.000 pesos, con 15.000 pesos de contado y plazo de 9 años, para el crédito. La diferencia entre el precio de tasación y el de venta se rebajó, por los deterioros que sufrió la hacienda durante su arrendamiento. El comprador enteró los 15.000 pesos de contado el 1 de diciembre de 1783. Luego, en 25 de octubre de 1784 y 24 de octubre de 1785, canceló los intereses correspondientes de 650 y 657 pesos, respectivamente. En la última fecha, pagó los 15.000 pesos que debía del principal, quedando saldada su cuenta en dos años, a pesar de que su crédito se extendía por nueve años.76 Si bien esta fue la situación particular del comprador de la hacienda La Calera, no se puede decir que el comportamiento de pago de otros adquirentes de haciendas haya sido parecido. Algunos ejemplos aclararan esta afirmación. La estancia de Ocoa, del colegio de Quillota, fue rematada por Diego de Echeverría el 28 de noviembre de 1771, en 41.000 pesos, sin dinero de contado y con crédito de ocho años plazo, al 5% de interés anual. La primera cuota de 4.000 pesos la entero en caja de temporalidades el 11 de marzo de 1773, con un año de atraso. Pagó cuotas en 1774 y 1775, pero pasaron nueve años para que cancelara la tercera y cuarta cuota. En resumen, hasta 1785, solo había pagado 17.000 pesos sobre el principal, por lo que todavía adeudaba 24.000 pesos de 73
AHNM. AJ. Papeles anexos al Libro 439. AHNM. AJ. Leg. 250, pza. 15. Razón que manifiesta los compradores de haciendas, nombres de estas, cantidades devidas por razón de principales, y réditos, en los días del año 1796, que se expresarán. 75 AHNM. AJ. Leg. 962. pza. 11. Razón de los capitales de Haciendas devidos al 5 p. 100. Santiago, 2 de enero de 1804. 76 Véase Bravo 1985: 385, para los datos de la Hacienda. AHNS. JCH. Vol. 10, 13, 48, 114. 74
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la hacienda rematada en 1771. En el estado contable de 1803, mantenía una deuda por 12.503 pesos con la oficina de temporalidades. En cuanto a intereses cancelados, su cuenta personal registra la cantidad de 16.915 pesos, entregados en caja de temporalidades, entre 1771 y 1798, por supuesto que en forma discontinua.77 Más dramática es la situación de pago que registra la cuenta de la hacienda de Longaví. Esta hacienda, rematada el 30 de julio de 1777, por Ignacio Zapata, en 85.000 pesos, sin enterar contado y plazo de nueve años, registra el siguiente movimiento contable. Hasta el año 1788, Zapata solo había pagado los intereses correspondientes al principal, razón por la que la oficina de temporalidades mandó se le cobrara el capital y los réditos, según las condiciones del remate. Pese a la solicitud de cobro, solo en 1796 se pagó 243 pesos deducir el principal. En 1813, Ignacio Zapata debía del principal la cantidad de 4.598 pesos.78 Francisco Gutiérrez de Mier remató la hacienda La Punta, en 12 de marzo de 1776, en la suma de 95.535 pesos. Esta compra fue diferente pues la hacienda se remató con 47.767 ps 4 rs, con crédito de 9 años plazo, y 47.767 ps 4 rs, a censo redimible. La condición era que no se podía pagar el principal del censo mientras no se cancelara el capital del crédito (Bravo 1985: 385). En 1793, 17 años después del remate, el comprador había pagado del principal del crédito 40.000 pesos, restando 7.767 ps 4 rs, más los 47.767 4 reales del censo, es decir, un total de 55.535 pesos. La misma cifra se reconoce como deuda en 1813, por la testamentaria de Lorenzo Gutiérrez, lo que equivale a decir que durante veinte años solo se pagaron los intereses del crédito y del censo.79 En 1819, al margen de la escritura de remate se lee: «en 4 de octubre de 819 según f. 100 del libro Manual, entregó Dn Francisco Gutiérrez quatro mil pesos a cuenta de 7.767 pesos [4] reales que según las temporalidades [se debían] todavía de los 47.767 4, los que reconocieron intereses como [parte] de los 95.535 que expresa este remate, de modo que queda reducido a 51.535 ps. 4 rs, y se anota para constancia. Correa, a f. 55 lib, de deudores de 822».80 Así, los herederos de Gutiérrez Mier adeudan 3.767 pesos, por concepto del principal del crédito, y 47.767 ps 4 rs, por el censo redimible. La hacienda de Rancagua o La Compañía fue rematada el 24 de octubre de 1771, por Mateo de Toro y Zambrano, en 90.000 pesos, con crédito de 9 años plazo. Hasta 1792, el comprador había pagado del principal 79.865 ps 1½ rs, cancelando, en 1793, el resto de 10.134 ps 6½ rs que adeudaba. Por concepto de intereses, el conde de la Conquista, pagó a la oficina de temporalidades, en los 22 años en que hizo uso del crédito, la suma de 76.054 ps 7¾ rs, por lo que el precio final de la hacienda que adquirió alcanzó la cifra de 156.054 ps 7¾ rs.81 En el caso del virreinato del Perú, la junta de temporalidades fue la encargada de rematar las propiedades ocupadas a los jesuitas. Como estaba mandado, funcionó bajo la supervisión del virrey, quien designó un superintendente en Lima, a cargo de la oficina central. Las juntas subalternas se instalaron en Arequipa, Cuzco, Huamanga, Ica y Trujillo. La junta autorizó las ventas en forma similar a la utilizada en Chile y podía aceptar una reducción en el precio de compra hasta por una tercera parte del valor de tasación (Aljovín 77
AHNS. JCH. Vol. 48, 64, 106, 108, 109, 110, 114, 115, 128. AHNS. JCH. Vol. 25, 53, 106,108, 109, 11, 117. 79 AHNS. JCH. Vol. 27, 50,65, 106, 108, 109, 110, 113, 114, 115, 117. 80 AHNS. RA. Vol. 408. 81 AHNS. RA. Vol. 408; AHNM. AJ. Manual 1793, Lib. 436. Véase Bravo 1996: 169-191. Se puede consultar la documentación completa de este caso. 78
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GUILLERMO BRAVO ACEVEDO
de Losada 1990: 184), debido a los deterioros de la hacienda o bien porque el interés postor no era mucho o su disponibilidad de dinero no le permitía ofrecer más. La incidencia del crédito en la venta de propiedades fue notoria, pues mientras más fuese el valor de la hacienda, mayores fueron las facilidades. Por ejemplo, la hacienda Cañaveral de la Huaca fue rematada por Josef Carrillo en 230.000 ps. La forma de pago fue 6.000 ps de contado y 224.000 a censo redimible, lo que significaba un plazo casi indefinido. Otro caso de notable crédito fue el remate de la hacienda Cañaveral de Vilcahuara por Pedro Carrillo y Albornoz. Tasada en 197.047 ps, el comprador pagó 137.183 ps por ella, pero entregó 6.000 ps de contado, y el resto, 131.183 ps, los contrató a censo redimible. La hacienda viñatera San Josef de la Nazca tasada en 244.197 ps la compró Francisco Angulo en 187.905 ps 5 rs, pagando de contado solo 4.000 ps, para asumir una deuda a censo redimible de 183.905 ps 5 rs.82 En Perú, las ventas de haciendas al contado fueron solo 20, pero, el seguimiento contable de todas aquellas rematadas a crédito fue un trabajo administrativo que demandó un fuerte control, sobre todo por la modalidad de pago que fue distinta a la de Chile. En el reino de Chile la mayoría de las ventas a crédito fue servida por cuotas anuales fijas, lo que facilitó su control y, aunque este fue dilatado en el tiempo, su seguimiento no fue problema. En cambio, en el virreinato, al vender a censo redimible se dificultó la reconstrucción de los pagos porque había una cuenta para los réditos impagos del censo y una cuenta para las amortizaciones del capital. El estado contable de estas ventas en Perú, a fines de 1785, revela que los compradores de haciendas debían a las temporalidades 2.570.875 ps 6¾ rs, de principal y que la contabilidad de ese año registraba: cobrado a cuenta de réditos 45.226 ps 1½ rs y a cuenta de redenciones 20.172 ps 5½, anotando a continuación que el resto por réditos asciende a 106.868 ps y el resto de redenciones a 217.420 ps 7 rs.83 El estado contable comentado refleja que los compradores deberían haber servido 77.120 ps por los réditos del año 1785, pero, como solo han cancelado 45.226 ps 1½ rs, el 58%, adeudan 31.893 ps 6½ rs. Se infiere, además, que si esta última cifra es la deuda y existía un resto por réditos de 106.868 ps quiere decir que hay réditos impagos de años anteriores. Como quiera que sea, el estado contable de las temporalidades del Perú y de Chile refleja que existe un número importante de compradores que dejaron de pagar sus deudas y entraron en morosidad. Si este fue el comportamiento típico de los compradores, queda por averiguar a qué se debió esta actitud. La respuesta puede considerar variadas causas, pues se entremezclan coyunturas económicas como bajas en los precios y competencia de nuevos productores, con medidas de política fiscal y la presión ejercida por las reformas borbónicas (Aljovín de Losada 1990: 189). No obstante, podría inferirse que con la expulsión de los jesuitas un número importante de particulares pudo comprar, a crédito, las haciendas confiscadas. Era evidente para estos compradores que las haciendas jesuitas poseían buenas tierras, lograban una alta producción y conseguían una adecuada rentabilidad, situación que les permitía acumular bienes y aumentar constantemente el capital. Por lógica económica estos compradores partían de la premisa de que ellos también alcanzarían ese mismo nivel de rentabilidad, si 82 83
AHNM. AJ. Lib. 427. AHNS. JP. Lib. 360.
LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DE LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS
S 445
explotaban adecuadamente las tierras, lo que les daba la posibilidad de solventar las deudas que contraían sin mayores problemas. Sin embargo, existía una diferencia fundamental en el modo de explotación de las propiedades: los jesuitas trabajaban sus haciendas con un sistema económico-administrativo racional y práctico, con características próximas a una empresa económica agrícola precapitalista (Bravo 1990); sistema que ningún hacendado privado estaba en condiciones de aplicar. Por cierto, entonces, con la expulsión de los jesuitas los particulares tuvieron la posibilidad de acceder a la adquisición de nuevas propiedades rurales. La compra de ellas reforzó sus pretensiones de influencia social y, al mismo tiempo, les permitió gozar de una rentabilidad que acrecentaría su riqueza personal. Sin embargo, para sus pretensiones y expectativas económicas, el sistema de comprar a crédito no resultó un negocio tan auspicioso y rentable como ellos esperaban. BIBLIOGRAFÍA ALJOVÍN DE LOSADA, Cristóbal
1990
«Los compradores de temporalidades a fines de la colonia». Histórica, n.º 2, pp. 183-233.
ASSADOURIAN, Carlos Sempat
1983
El sistema de la economía colonial. México, D. F.: Nueva Imagen.
BARROS ARANA, Diego
1932
Historia General de Chile, tomo VI. Santiago de Chile: Nascimento.
BRAVO, Guillermo
1984 1985 1986 1990 1996
«La administración de temporalidades jesuitas en el reino de Chile, 1767-1800». Cuadernos de Historia (Santiago), n.º 4, pp. 87-108. Temporalidades jesuitas en el reino de Chile (1593-1800). Madrid: Ed. Complutense. «Los bienes temporales de la Compañía de Jesús en el Reino de Chile (1593-1820): cuantificación y administración por la monarquía». Revista Siglo XIX. n.º 1, pp. 19-66. «La empresa agrícola jesuita en Chile colonial: administración económica de haciendas y estancias». Nuevo Mundo. Cinco siglos, n.o 3, pp. 61-89. «Documentos sobre temporalidades jesuitas: el caso de la hacienda de Rancagua o la ‘La Compañía’». Dimensión Histórica de Chile, n.os 11-12.
MEDINA, José Toribio
1952
Cosas de la colonia. Apuntes para la crónica del siglo XVIII. Santiago de Chile: Imp. Universitaria.
RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, Pedro
1977
Dictamen Fiscal de expulsión de los Jesuitas de España (1766-1767). Edición, introducción y notas de Jorge Cejudo y Teófanes Egido. Madrid: Fundación Universitaria Española.
RODRÍGUEZ, Laura
1978
«Las revueltas sociales». Historia 16, número extraordinario VIII, Madrid.
10 6 1 26 13 16 8 6
San Borja. Cuzco
San Bernardo. Cuzco
Obraje Pichuchuro
Huamanga
Huancabelica
Arequipa
Moquegua
Ica
207 6.610.967
132.560
180.757
157.160
627.335
27.240
299.625
162.415
68.174
727.243
297.200
454.936
32.180
619.833
Fuente: AHNM. Fondo Jesuita. Libro 427
Totales
1
8
Noviciado. Cuzco
Misión de Mojos
192.716
36
Grande. Cuzco
4
5
Bellavista
20
9
Cercado
Pisco
2
Casa Profesa
Trujillo
288.036
9
Noviciado. Lima
514.296
3
Procuraduría Provincial
1.829.25 3
24
ps 4
2
4
4
1 8
5 8
1 4
7
2
119
1
11
143.130 7
4.627.021 7 3 8
138.207 1 12
143.049 2
4
259.987 1
4
5
1 1
123.202 5 12
5
347.372 2
19.477 2 12
224.176 4 5 8
139.485
(*)
(*)
63.344
536.084 2 18
191.883 2
321.921 2 14
21.200
411.018 6 3
191.438 2 12
1
rs
1.298.049 5
ps
Valor de remate
3
12
3
19
1
8
18
1
5
1
7
1
19
N.o
975.369
7.000
11.496
5.000
14.500
111.438
173.822
1.092
40.699
8.585
135.640
3.000
66.500
21.200
2 12
2
5 12
1
7 12
1
5
21
0
0
0
0
0
0
0
0
6
10
0
0
0
1
1
1
2
1
127.321
2
1
2 1
rs
N.o
2.500
245.573
ps
Pago contado
HACIENDAS VENDIDAS EN REMATE
1 12
4 12
2
7 18
2 18
1
7 38
4
7
7
5
6 12
3 1
rs
Valor de tasación
San Pablo
N.o
HACIENDAS TASADAS
N.o
180.024
600
9.538
160.516
9.370
ps
2
7 12
1
7
rs
66
0
9
2
1
3
4
10
7
0
0
0
0
18
4
3
0
0
1
4
305.398
0
1.807
1.022
0
7.921
175.063
6.793
7.436
0
0
0
0
18.908
18.252
5.127
0
0
0
63.064
ps
4
2
5
3
4
4 12
4
2
6
7
4
4 34
rs
Valor existencia
APLICADAS
Valor aplicación
HACIENDAS EXISTENTES
HACIENDAS
Cuadro 1 Provincia jesuita del Perú Propiedades urbanas y rurales al 31 de diciembre de 1779
Cuadro 2 Provincia jesuita de Chile Propiedades urbanas y rurales a 1767 PROPIEDADES TASADAS
Colegio
N.°
Valor tasación ps
PROPIEDADES REMATADAS
N.°
rs
Valor remate ps
rs
San Miguel
9
344.826
9
348.826
7
Noviciado San Francisco de Borja
6
94.199
1
6
94.198
1
San Pablo
6
58.991
4
6
58.991
Convictorio San Francisco Javier
3
35.494
6
3
35.496
Copiapó
4
5.346
4
5.346
La Serena
3
31.481
San Felipe
3
14.550
Quillota
5
49.636
Valparaíso
3
23.355
Melipilla
3
20.358
4
Bucalemu
1
120.125
San Fernando
3
52.375
Talca
2
8.317
3
2
8.317
Chillán
3
23.590
6
3
23.590
Estancia del Rey (*)
4
10.343
1 12
4
10.282
Concepción
10
137.463
2
10
137.463
Mendoza
8
68.595
8
68.595
San Juan
4
14.800
4
23.800
San Luis
2
12.200
2
11.300
Valdivia
2
3.902
2
3.902
(**)
9.915
Misiones de Chiloé Cuarto Solar en Rancagua (***)
1
225
Totales
85
1.140.130
4
3
31.301
3
14.550
5
5
46.976
1
3
25.355
1
3
20.358
4
1
120.125
3
52.375
1 12
2
1 12
2
3 6 12 2
9.915 1 2
1
2
85
225 1.151.289
4 12
Fuente: AHNS. Jesuitas de Chile. Vol. 408; AHNM. Fondo Jesuita, Lib: 438, 439, 440, 441. (*) Este colegio también se conoce con el nombre de Buena Esperanza. (**) Son varias propiedades dentro de la Isla de Chiloé. A este valor se debe agregar 1.540 ps, por tierras donadas a los indígenas. (***) No consta que pertenezca a ningún colegio.
Cuadro 3 Provincia jesuita del Perú Propiedades urbanas y rurales a 31 de diciembre de 1779 Porcentaje de pérdida / ganancia venta en remate HACIENDAS TASADAS
Colegio
N.°
Valor de tasación ps
San Pablo Procuraduría Provincial
24
1.829.253
3
514.296
HACIENDAS VENDIDAS EN REMATE
N.°
rs 3 14 6
1
2
19
Valor de remate
Pago contado
ps
ps
1.298.049
rs 5 14
1
191.438
2
2
2.500
6 34
127.321
1
Noviciado. Lima
9
619.833
5
7
411.018
Casa Profesa
2
32.180
7
1
21.200
Cercado
9
454.936
7
5
321.921
2 14
Bellavista
5
297.200
4
1
191.883
2
7 38
18
536.084
2 18
8
63.344
36
727.243
Noviciado. Cuzco
Grande. Cuzco
8
68.174
San Borja. Cuzco
10
1
2
6
Obraje Pichuchuro
1
162.415
2 18
Huamanga
26
299.625
7
Huancabelica
13
27.240
2
Arequipa
16
627.335
4
Moquegua
8
157.160
Ica
6
Pisco Misión de Mojos Totales
rs 2 12
-29,0% -62,8%
2
21.200
-33,7% -34,1%
66.500
-29,2%
3.000
-35,4%
135.640
5
-26,3%
8.585
1
-17,1%
(*)
San Bernardo. Cuzco
Trujillo
245.573
Porcentaje de pérdida o ganancia
(*) 1
139.485
1
19
224.176
4 58
40.699
3
19.477
2 12
1.092
12
347.372
2
1 12
5
123.202
5 12
288.036
1
5
259.987
1
4
192.716
5
2
143.130
20
180.757
7
11
1
132.560
1
207
6.610.967
119
1
1
1
3 8
4
8
2
4
-14,1%
8
-25,2% 7 12
-28,5%
173.822
1
-44,6%
111.438
5 12
-21,6%
14.500
-9,7%
7
5.000
-25,7%
143.049
2
11.496
138.207
1 12
7.000
4.627.021
7 38
975.369
1
4
2
-20,9%
2 12
-30,0%
4,3%
Fuente: AHNM. Fondo Jesuita. Libro 427 (*) El valor estimado el conjunto de las propiedades de estos dos colegios es de 53.999 ps 6 rs.
Cuadro 4 Provincia jesuita de Chile Propiedades urbanas y rurales a 1767 Porcentaje de pérdida / ganancia venta en remate HACIENDAS TASADAS
Colegio
N.°
Valor de tasación ps
HACIENDAS REMATADAS
N.°
rs
Valor de remate ps
Porcentaje de pérdida o ganancia
rs
San Miguel
9
344.826
9
348.826
7
1,2%
Noviciado San Francisco de Borja
6
94.199
1
6
94.198
1
-0.1%
San Pablo
6
58.991
4
6
58.991
Convictorio San Francisco Javier
3
35.494
6
3
35.496
4
0,006%
Copiapó
4
5.346
La Serena
3
31.481
1½
-0,56%
San Felipe
3
14.550
Quillota
5
Valparaíso
0
4
5.346
1 12
3
31.301
3
14.550
0
49.636
5
5
46.976
-5,43%
3
23.355
1
3
25.355
1
Melipilla
3
20.358
4
3
20.358
4
Bucalemu
1
120.125
1
120.125
San Fernando
3
52.375
3
52.375
Talca
2
8.317
3
2
8.317
Chillán
3
23.590
6
3
23.590
Estancia del Rey (*)
4
10.343
1 12
4
10.282
2
Concepción
2
0
2
8,56% 0 0 0
3
0 0
6 12
10
137.463
10
137.463
Mendoza
8
68.595
8
68.595
0
San Juan
4
14.800
4
23.800
60,8%
San Luis
2
12.200
2
11.300
-7,4%
Valdivia
2
3.902
2
3.902
0
(**)
9.915
9.915
0
Misiones de Chiloé Cuarto Solar en Rancagua Totales
1
225
85
1.140.130
2½
1
225
85
1.151.289
2
-0,6% 0
0 4 12
0,97
Extrañamiento y extinción de la Compañía de Jesús: venturas y desventuras de los jesuitas en el exilio de Italia Francisco de Borja Medina, S. J.
T
odavía se oye decir y se leen afirmaciones como estas: gracias a la expulsión de los jesuitas de los dominios del Rey Católico, hubo una contribución patente y provechosa a la cultura. Gracias a ella, a la expulsión, no pocos de los jesuitas de ambos hemisferios contribuyeron a la literatura y a las diversas ciencias de las actuales naciones americanas, en especial a la historiografía, geografía, etnología, lingüística, etc. Esta es solo una parte de la historia de los jesuitas de la Asistencia de España en el exilio de Italia, que aún está por hacer en su conjunto, no obstante los valiosos estudios producidos hasta el momento. Pero la investigación y los trabajos publicados se han volcado, sobre todo, sobre este aspecto de la aportación a la cultura. Del interés, entre los mismos italianos, por la obra literaria de los jesuitas españoles expatriados en Italia, son una muestra los artículos del padre Alessandro Gallerani (1897) en los finales del siglo XIX,1 a propósito de la memoria del profesor paduano, Vittorio Cian, presentada a la Reale Accademia delle Scienze de Turín, en 1895, sobre este tema. En tiempos no tan lejanos, Antonello Gerbi, en sus estudios acerca de la historia de las ideas sobre la realidad del Nuevo Mundo y la acción de España, que quedaron plasmados en La disputa del Nuovo Mondo. Storia d’una polémica 1750-1900 (Milán-Nápoles, 1955), a la que siguió, en 1960, la edición castellana (Buenos Aires-México), ha dado lugar destacado a los jesuitas exilados, españoles y americanos, al tratar de la segunda fase de la polémica en torno a De Pauw. Se centra en el estudio de las obras apologéticas de Nuix de Perpiñá (España), Clavijero (México), Molina (Chile), Velasco (Quito), Jolís (El Chaco), Peramás (Río de la Plata), Gilij (Orinoquia). Lamenta la ausencia de los ex jesuitas peruanos en la producción de este tipo de obras, aunque las Lettere americane de Gian Rinaldo Carli, suplirían esta falta porque se fundan en noticias de uno de ellos, cuyo nombre no lo cita Carli. Pero el que se ha distinguido, con mayor amplitud y erudición, en la contribución de los jesuitas expulsos en Italia a la cultura, en sus diversos aspectos, ha sido indudablemente el padre Miguel Batllori con su obra ya clásica La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos (1966) en que recoge sus estudios sobre la materia. En el tema americano, Batllori enmarca sus estudios dentro del interés americanista en la Italia del setecientos, más que en la polémica en sí misma. El estímulo externo de ese aporte español y portugués fueron tres
1
Se trata de una serie de tres artículos del padre Gallerani publicados en La Civilttà Cattolica (1896), a propósito de la Memoria de Cian.
EXTRAÑAMIENTO Y EXTINCIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
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obras que vieron la luz en el espacio de los diez primeros años del exilio: Recherches philosophiques sur les Américains (Berlín, 1768-1769) del holandés Cornelius De Pauw, la del abate Guillaume Raynal Histoire philosophique et politique des établiessements des Européens dans les deux Indes (Amsterdam, 1770) y la History of America de William Robertson (Londres, 1777). Estas obras desvalorizaban la obra colonizadora de España y Portugal, la labor evangélica de los misioneros en general y de los jesuitas en particular, la naturaleza misma del nuevo continente y las cualidades humanas de las razas indígenas. Frente a esta orientación, surgen, de parte de los jesuitas expulsos, cuatro grupos de obras antitéticas: las reivindicaciones apologéticas de la colonización hispano-portuguesa, la obra realizada por la Compañía de Jesús, las obras poéticas y científicas exaltando el paisaje del Nuevo Mundo y las históricas, etnográficas y lingüísticas sobre América en general y sobre el hombre americano en particular. Batllori (1966: 44-47, 575-590), que hace referencia a la obra de Gerbi, amplía considerablemente la lista de los autores jesuitas, dando cuenta de sus escritos y señalando el influjo que tuvieron en científicos posteriores, como Alexander von Humbolt. Recientemente, en un encuentro, celebrado en Alemania a final del último siglo, se ha vuelto sobre el tema de la contribución de los jesuitas expulsos al conocimiento del mundo hispánico en la Europa del siglo XVIII (Tietz y Briesmeister 2001). Incluso en el Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús (DHCJ), publicado ya en el presente siglo (2001), el artículo sobre la expulsión de la Compañía de los dominios del Rey Católico y el exilio en Italia pasa muy por encima la suerte de la mayoría y dedica, dentro de la necesaria brevedad, un extenso párrafo, a cargo del benemérito padre Batllori, a la labor literaria y cultural de los expatriados en los territorios de la península Itálica (O’Neil y Domínguez 2001, II: 1359-1364). Desde luego, esta contribución, sobre todo la americanista, fue apoyada positivamente por la misma Corona. Alentó a los jesuitas expulsos, en especial a los propios de aquellos reinos, a escribir sobre asuntos americanos, los favoreció concediéndoles pensión doble o triple y editó sus obras, en España, o subvencionó su publicación en el extranjero. Parte de ese aporte cultural fueron las varias historias de la Compañía de Jesús en sus provincias y misiones como, por ejemplo, Francisco Xavier Alegre (1956-1960) sobre la Compañía en Nueva España, José Chantre y Herrera (1901) sobre las misiones del Marañón español, Juan de Velasco sobre la provincia de Quito (1942),2 Estos fueron los «venturosos», los que tuvieron la ventura o la fortuna de abrirse camino y obtuvieron el reconocimiento de su trabajo, los que ocuparon puestos relevantes al servicio de obispos, cardenales o instituciones civiles o eclesiásticas, los preceptores de la aristocracia nobiliaria o mercantil, con que contaban con propias entradas además de la pensión vitalicia del monarca o no gozaban de ellas porque sus entradas las superaban con creces. Nos encontramos con repertorios biobibliográficos sobre los escritores ex jesuitas de los diversos campos de la literatura o del saber, a cargo del padre Ramón Diosdado Caballero, en sus suplementos a la Biblioteca de los escritores de la Compañía de Jesús, donde incluye a muchos de los expatriados, bajo el epígrafe «Auctores qui Societate exulante, et extincta scripserunt»3 o los datos que ofrece Lorenzo Hervás y Panduro en su Biblioteca de
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Esta obra, dividida en dos partes, fue precedida de su Historia del Reyno de Quito en la América meridional (1977-1979 [1841-1844]), sobre el periodo prehispánico. 3 Bibliothecæ Scriptorum Societatis Iesu supplementa. I: Romæ 1814; II; Romæ 1816
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jesuitas españoles.4 Quedan noticias de los varones que ilustraron, con sus virtudes, los restos deshechos de algunas provincias en el exilio, como las de Onofre Prat de Saba para los de Aragón y Perú5 y las de Juan Antonio Navarrete para los de Castilla, biografías, o hagiografías, que aprovecha este autor para narrar la historia de la propia provincia castellana.6 Frente a la extensa historiografía sobre la contribución cultural de los jesuitas expatriados en Italia, existe un silencio significativo respecto de la cotidianidad del jesuita de a pie, de los que no hicieron historia conocida, pero la sufrieron y vivieron otra suerte distinta que no dejaron consignada en documentos para que otros la narraran. Por eso, hay que preguntarse qué se hizo de aquellos que ni escribieron ni publicaron, ni fueron bibliotecarios de instituciones o de prelados insignes, o sus consultores, o preceptores de la aristocracia nobiliaria o mercantil, o profesores en seminarios o colegios, bajo la protección de prelados benévolos, o incluso de su Santidad, como su camarero secreto. O que no formaron parte de los pocos miembros de familias más o menos pudientes que recibían los frutos de sus bienes o sus herencias, a veces cuantiosas, o socorros, a cuenta de ellas. Es decir, de los «desventurados» para quienes la expulsión fue un verdadero infortunio que truncó sus vidas y las llenó de amargas desventuras. Solo contaban para su subsistencia con el exiguo vitalicio asignado por el rey en la Pragmática Sanción de 2 de abril 1767: 100 pesos a los sacerdotes y 90 a los legos, fueran coadjutores temporales, o escolares no ordenados in sacris. FUENTES Y RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
La documentación oficial, sobre los expulsos, se encuentra en los archivos de Estado, en los de la Orden y en algunos particulares. Entre los primeros, son fundamentales, en España, el Archivo General de Simancas y el Archivo de la Embajada de España cerca de la Santa Sede, en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid. Otra fuente importante y poco utilizada es el antiguo Archivo de Temporalidades. Depositado en el edificio del Colegio Imperial (luego estudios Reales de San Isidro), de Madrid, hasta la Revolución de 1868 que lo malvendió por papel viejo, sus restos (unos 60 mil documentos) se hallan dispersos entre el Archivo Histórico Nacional, Madrid, Archivo de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Biblioteca Nacional, Archivo Histórico de la Provincia de Toledo de la Compañía de Jesús (Alcalá de Henares) y Archivo Nacional de Chile, sección Jesuitas. En Roma, son de obligada consulta el Archivo Secreto Vaticano, el Archivo de la Embajada cerca de la Santa Sede (microfilm) y el Archivo Romano de la Compañía de Jesús. Para el periodo de la anexión del reino de Italia al imperio francés (1809-1814), que coincide con la guerra de España contra Napoleón como aliada de Inglaterra (1808-1813), hay que acudir al Archivio di Stato. Así como, en París, a los Archives Nationales y a los del Ministère des Affaires Étrangères, Quay d’Orsay. Todavía habría que visitar los archivos locales, civiles y eclesiásticos de las ciudades donde residieron los expatriados en Italia, pues siempre esta clase de repositorios reserva 4 «Biblioteca Jesuitico-española de escritores que han florecido por siete lustros; estos empiezan desde el año 1759, principio del reinado de Carlos III y acaba en el año 1793», 2 vols. Dedicado al duque de la Alcudia, primer secretario de Estado. El manuscrito se conserva en el Archivo Histórico de Loyola, firmado en Roma, a 2 de abril 1794 y está dirigido al duque de Montemar, que había sido su pupilo. 5 Vicennalia sacra aragonensia (Ferrara, 1787) y Vicennalia sacra peruviana (Ferrara, 1788). 6 De viris illustribus in Castella Veteri Societatis Iesu ingressis et in Italia extinctis, libri II (Bolonia 1793-1797).
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sorpresas insospechadas para el investigador. En España, el Archivo Histórico de la provincia de Loyola (heredero del antiguo archivo de la provincia de España, primero y del de provincia de Castilla, a partir de la división de 1863, en Castilla y Aragón) contiene un fondo muy rico procedente de los papeles traídos de Italia por los propios jesuitas extrañados, tras el Restablecimiento de 1815 decretado por Fernando VII. Entre estos papeles, destaca, por su valor de crónica, los del padre Manuel Luengo, verdadero centón de noticias y de anécdotas de todo género que ilustran la vida cotidiana del jesuita expatriado. De talante más bien estrecho de miras y apologético, con inclinación a conjeturas, interpretaciones y juicios fundados en ese carácter, que ocupan no poco de sus páginas y pueden desorientar en cuanto a la exactitud de la verdad histórica, su diario se centra, sobre todo, en su provincia de Castilla y en los territorios donde esta se estableció. Sin embargo, es muy aprovechable para la historia general de los acontecimientos que rodearon e influyeron en la vida cotidiana de los expatriados y para el estudio de la mentalidad del grupo que representa. No faltan sobre el tema que nos ocupa algunas referencias generales en las historias de las provincias o en otros estudios particulares. Entre estos, hay que destacar la obra ya clásica del padre José M. March (1935) sobre la vida del padre José Pignatelli y su tiempo, interesante por estudiar al personaje, como indica el título, dentro del contexto histórico en que se desarrolló su misión y, por tanto, muy útil para la comprensión global de las vicisitudes que afectaron la vida cotidiana de los jesuitas extrañados. Interesante, como anecdotario ameno y bien fundamentado, es el trabajo del meritorio historiador chileno, recientemente fallecido, padre Walter Hanisch, Itinerario y pensamiento de los jesuitas expulsos de Chile (1767-1815) (1972). Dedica una sección a breves relatos basados en la documentación de los diversos archivos que hemos citado. A través de la pluriforme casuística presentada en esos relatos, a veces ilustrados con noticias del acontecer histórico y sociológico-político del momento, consigue ofrecer una panorámica aproximada de lo que pudo ser aquella vida de exiliados, en particular los de la provincia chilena. A partir de la últimas décadas del siglo XX, se ha intensificado el interés por la expulsión de los jesuitas y por los mismos jesuitas expulsos y se han publicado meritorios estudios, basados en trabajos de archivo, que han puesto de manifiesto una serie de elementos que ayudan a la comprensión del fenómeno de la expulsión y de sus consecuencias. En gran parte, fue debido a la política de la Fundación Universitaria Española, su depositaria, de facilitar a investigadores acreditados la consulta del archivo del conde de Campomanes, lo que permitió a Jorge Cejudo y a Teófanes Egido la publicación del Dictamen fiscal (1977), basado en la pesquisa secreta realizada a raíz de los motines de 1766, ocurridos en Madrid y en otras ciudades de España, documentos de los que constaba su existencia, pero que se daban por perdidos o destruidos. Eran, sin embargo, esenciales para el conocimiento de las acusaciones contra la Compañía y el modo de fundarlas y armarlas para lograr su extrañamiento de los reinos de España y, a nivel más particular, necesario para comprender la actitud de la Corona y de sus ministros respecto del cuerpo de la Compañía y de sus miembros. A esto, se añaden los estudios anteriores de Rafael Olaechea y de José A. Ferrer Benimelli (1998 [1978]) sobre el conde de Aranda, y de Isidoro Pinedo (1983) sobre Manuel de Roda, básicos para aclarar la intervención de cada uno de estos ministros en el proceso del extrañamiento y su mentalidad y postura respecto de la Compañía y de sus miembros, esto es, los individuos que van a sufrir, en sus propias carnes, las consecuencias de los juicios, o
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más bien pre-juicios, adquiridos por los ilustrados, más que viscerales, que influirán en las decisiones de gobierno y atañerán directamente a los «proscritos», como los trata una real cédula. En 1994, Egido y Pinedo editaron sendos trabajos sobre el proceso de la expulsión y extinción de la Compañía en un volumen, cuyo título aludía a frases de la Pragmática Sanción de 2 de abril 1767, Las causas «gravísimas» y secretas de la expulsión de los jesuitas.7 Al año siguiente, Pinedo (1995) editaba sus finos y certeros trabajos en un estudio global sobre la Compañía de Jesús en el contexto de las relaciones del Antiguo Régimen con el papado, en los años que corren del extrañamiento de los dominios de Carlos III a su extinción por Clemente XIV (1767-1773). A este historiador se debe el párrafo correspondiente a España en el artículo del Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús sobre la expulsión y exilio en Italia (DHCJ, II: 1347-1353). Aunque de unos años atrás, creo que vale la pena citar el estudio del conocido profesor Carlos Corona Baratech sobre José Nicolás de Azara, por cuya mano corrió, en gran parte, la dirección de los asuntos de los expulsos, desde su puesto en Roma, primero de agente de preces y posteriormente de embajador, una de cuyas notas características, como recuerda el citado historiador fue «su furibundo antijesuitismo». Director y prologuista del trabajo de Pinedo sobre el ministro Roda, corresponsal de Azara, Corona afirma de su biografiado que «el encono y animadversión que les manifestó desde el principio nutrieron todas sus actividades durante la época más larga de su vida política, que prácticamente acaba con su muerte» (1943:121-139). Los estudios realizados estos últimos años, en la Universidad de Alicante, por el grupo integrante del proyecto de investigación sobre la cuestión jesuítica en el siglo XVIII, dirigido por el profesor Enrique Giménez López, de la misma universidad, confirma este interés. Ha dado como resultado una serie de trabajos reunidos, con acierto, en sucesivos volúmenes, editados bajo el cuidado del profesor Enrique Giménez. El primero, Expulsión y exilio de los jesuitas españoles (1997), contiene minuciosos detalles que aclaran y enriquecen puntos importantes de la expulsión y de su ejecución, como son la intervención del ejército y de la armada en la prisión, confinamiento en los respectivos depósitos y su traslado a Italia y a Córcega, los diarios de esa navegación, escritos por los mismos expulsos, aspectos logísticos en Córcega, la posterior transmigración a la península Itálica, etc.8 Recientemente (2001) salía a la luz otro volumen con estudios en honor del padre Miguel Batllori, con un título llamativo: Y en el tercero perecerán. El título alude al tercer siglo de existencia de la Compañía (comenzó en 1540), en que, según unos pronósticos que corrían por los reinos de España, fenecería, después de un primer siglo de florecimiento y un segundo de reinado: los jesuitas —rezaba— «en el primero florecerán, en el segundo reinarán, en el tercero perecerán». Así se explica en el prólogo del volumen y lo refleja el subtítulo: Gloria, caída y exilio de los jesuitas en el s. XVIII. Dedica su tercera parte al exilio italiano, «el amargo exilio». Entre estos estudios, hay dos que tocan más de cerca nuestro propósito, pero reducidos a las penalidades ocasionadas por las circunstancias políticas de las invasiones francesas a las que he aludido arriba. El primero, de Jesús Pradells (2001), sobre las causas que
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La Introducción al Dictamen (1977) y los capítulos I («La documentación secreta de la expulsión») y II («La pesquisa reservada») de Las causas «gravísimas» (pp. 9-96) han sido reproducidas en Ferrer Benimelli 2002: 209-257 y 261-363, respectivamente. Los dos capítulos citados de la segunda obra, aparecen bajo el epígrafe «Dictamen fiscal sobre las causas “gravísimas” y secretas de la expulsión de los jesuitas». 8 Varios de estos trabajos del profesor Giménez reproducen artículos publicados con anterioridad, entre otros, Giménez 1992 y 1993.
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movieron a Godoy a permitir el regreso de los exiliados jesuitas a España y el porqué del nuevo destierro a Italia, pocos años más tarde (1796-1803). El segundo trabajo, a cargo de Inmaculada Fernández Arrillaga (2001), versa sobre la prisión, en Mantua, de un grupo de jesuitas por negarse a jurar la constitución de Bayona (1808). Esta investigadora tiene en su haber otros apreciables trabajos que interesan al nuestro. En el I Congreso de Historia de la Iglesia y el Mundo Hispánico (1999), ofrecía caminos a la investigación con su comunicación «Los manuscritos sobre la expulsión y el exilio de los jesuitas (1767-1815)» (Fernández Arrillaga 2000).9 Interesante y útil es su edición del primer tomo del diario del padre Manuel Luengo (1767-1768), con una introducción sobre la personalidad del autor y el valor de su diario (1767-1814) para la historia del exilio (Luengo 2001). Especialista en los escritos de Luengo, en los que basa sus artículos, su trabajo más reciente (2003) ilustra, entre otros aspectos, sobre las penalidades de los secularizados por la exigua pensión, su frustración al no ver cumplida la promesa del retorno a la patria, así como la vida azarosa de algunos y la penuria de los casados para cubrir las necesidades familiares. El padre José A. Ferrer Benimelli, además de otros estudios meritorios en relación con la expulsión, ha estudiado ampliamente la correspondencia diplomática francesa sobre la situación de los jesuitas en Córcega y su traslado al continente itálico (1767-1770), con apéndices documentales y listas completas de los extrañados (véase Ferrer Benimelli 1995; 1993-1996). No obstante esta proliferación de estudios serios de la última década, cuyos principales exponentes acabo de reseñar, aún falta, a mi juicio, una investigación sistemática a lo largo y a lo ancho de las coordenadas del tiempo y espacio en que se desarrolla la historia cotidiana y el acontecer personal de los jesuitas durante su largo exilio itálico. EL ASPECTO HUMANO
Por mi parte, me ha preocupado y ocupado, desde hace algún tiempo, el aspecto humano de la expulsión, es decir, su impacto en el individuo que la padecía. En enero de 1991, participé con una ponencia en el congreso sobre las expulsiones y la supresión de la Compañía en el siglo XVIII, como problema europeo y colonial, tenido en la Universidad de Londres. Publicada la versión castellana en la revista Montalbán (Borja Medina 1991a), de la Universidad Andrés Bello de Caracas, integré este trabajo, con los cambios oportunos, en un estudio más extenso sobre la situación de la provincia de Andalucía previa a la expulsión, su ejecución, el viaje de la provincia y su establecimiento en Córcega, su posterior transmigración y asentamiento en los Estados del Papa, los efectos de la extinción de la Compañía, en 1773, los años en Italia hasta la Restauración de la Compañía en 1814 y la vuelta a España (Borja Medina 1991b). Me detuve en analizar la cuestión de las defecciones de la Compañía entre 1767 y 1773, su número, porcentaje de las diversas clases y sus causas. No faltó un repaso a la contribución de la provincia andaluza a la cultura ítalo-española, a la que no había prestado, a mi parecer, la suficiente atención, el benemérito y recordado padre Batllori, más interesado en los jesuitas de la provincia aragonesa que, además de haber sido la suya, conocía más a fondo por sus exponentes más universales. Me preocupaban las deserciones en la provincia de Andalucía porque, a fuer de ser numerosas, fueron las primeras en producirse entre todas las demás provincias y, además, por la calidad de los individuos que iniciaron el proceso de desintegración del cuerpo de la
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También publicado en Giménez López 2001: 497-511.
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Compañía y por el modo de efectuarla: la fuga clandestina de Córcega al continente para dirigirse a Roma y solicitar directamente a la penitenciaría el rescripto de secularización para sí y para no pocos de sus compañeros cuya procuración llevaban. En esta ocasión no voy a detenerme en este punto, porque lo traté con detalle en mi estudio citado y, principalmente, porque la cuestión la han estudiado después, con mayor abundamiento y a nivel general de toda la Asistencia de España, los investigadores de la Universidad de Alicante, Enrique Giménez López y Mario Martínez Gomís (1995). Las causas complejas de este proceso centrífugo las han indicado con suficiente claridad estos autores. Quisiera, sin embargo, en primer lugar, confirmar documentalmente el que fue el motivo principal que se presentó a la penitenciaría apostólica para obtener el indulto de secularización, por lo menos el aducido por los jesuitas de las provincias de América: la vuelta a la patria. Fue el señuelo con el que el Consejo en el Extraordinario trató de destruir la unidad y disciplina de la Compañía desde el interior. Luego, me voy a fijar en un punto que creo de fundamental importancia para comprender la tragedia que zarandeó a los jesuitas: la pena de extrañamiento de los dominios del Rey Católico y las consecuencias jurídicas que pesaron sobre cada jesuita, acorralado por la Corona, abandonado por el padre general, Lorenzo Ricci y excluido de sus territorios por el Papa Clemente XIII. Expondré la cuestión de la pensión graciosa y condicionada, asignada a cada jesuita, como medio de seguirlo, reducirlo a estrecha vigilancia y, como consecuencia, tenerlo sometido. Finalmente, a modo de ilustración, presentaré un muestreo de la situación que la pena de extrañamiento entrañó para no pocos jesuitas, máxime los casados. EL INDULTO DE SECULARIZACIÓN INDISPENSABLE PARA EL RETORNO A LA PATRIA
En los rescriptos de indulto expedidos por la penitenciaría que hemos tenido a mano, pertenecientes a la segunda etapa y, en concreto, a los jesuitas americanos, la causa principal aducida por el suplicante fue el deseo de regresar a la patria, cuya condición sine qua non exigida por la Corona era la obtención del indulto de secularización expedido por la penitenciaría apostólica. Era la consecuencia de la promesa hecha, por el Consejo en el Extraordinario, a los indianos, por medio del gobernador de Cádiz, el siciliano conde de Trigona (hermano del padre Vespasiano Trigona, muerto en 1761, que fue asistente de Italia cerca del padre general, en Roma) y del gobernador de el Puerto de Santa María, Guillermo Tirry (o Terry), marqués de la Cañada. Se prometía a los que desertaran de la Compañía declararlos fieles vasallos de su Majestad y concederles la real licencia para volver a la patria. Muchos cedieron y dirigieron sus suplicaciones a la penitenciaría, por mano del gobernador de El Puerto que, a su vez, las envió al funcionario de la embajada de Roma, don Pedro de Castro, encargado de tramitarlas y de ocuparse de los secularizados, bajo las órdenes del embajador, monseñor Tomás de Azpuru. Hubo cambios en las fórmulas de los rescriptos de secularización que no agradaron al Consejo pues, por una parte, el Papa condicionaba la aceptación del beneficiario por un prelado benévolo y el ejercicio de las funciones sacerdotales, a la presentación de un título legítimo de congrua sustentación, es decir, declaraba al jesuita secularizado suspenso a divinis hasta no contar con la pensión asignada por el rey. La corte romana pretendía, sin duda, que se asegurara a los secularizados la pensión, para no tener que cargar con ellos, como había tenido que hacer con los portugueses. Otra cláusula se introdujo más adelante. Los profesos, aunque separados de la obediencia del general y de cualquier otro superior de
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la Compañía, quedaban con la fuerza de sus votos, incluso el de obediencia al Papa acerca de las misiones, sometidos a la jurisdicción del prelado que los recibiera. La corte de Madrid mostró disgusto de tales cláusulas, ya que la primera disuadiría a los jesuitas de pedir su secularización y la segunda porque mantenía a los jesuitas en su propio ser, según la opinión de los juristas. Los propios interesados sufrieron, en sus personas, esta actitud de la corte puesto que, al considerarlos aún jesuitas, les negaba los pocos beneficios materiales y jurídicos que otorgaba a los secularizados con fórmulas anteriores. Una de las muestras de los rescriptos de la penitenciaría que he estudiado es la del jesuita altoperuano Fermín de Loayza, natural de La Paz, profeso de cuatro votos, de la propia provincia del Perú, dirigida al pontífice en la persona del cardenal penitenciario. En la súplica, que recoge el indulto en su texto, expone haber sido expulsado de su tierra y, después de múltiples trabajos, haber llegado a España, donde no se le consentía asentar el pie; no tener lugar alguno donde poder cumplir con sus votos, ni ser posible volver a su patria, a menos que su Santidad, con su autoridad suprema, lo dispensase de los dichos votos solemnes, por medio de la penitenciaría. Solicitaba la facultad de permanecer en el siglo, fuera del claustro, en hábito de presbítero secular, con el ejercicio de las órdenes y la posibilidad de gozar de beneficios eclesiásticos, bajo la obediencia y jurisdicción del ordinario de donde se estableciere. El punto crucial era, pues, la necesidad del rescripto para poder obtener la licencia real del regreso a la patria. El rescripto, fechado e l 23 de mayo 1769, por el cardenal penitenciario, J. Boschi, en nombre de Clemente XIV, recién ascendido al solio pontificio (15 mayo), incluía, como he indicado, los términos de la súplica: Cum autem orator, ex proprijs laris avulsus, post difficilem, et diuturnam Navigationem per innumeros in ea perpessos labores in Hispaniam tandem appulerit, ubi consistere non datur, nec ullibi, ubi praedicta vota servare queat nec in Patriam regredi nisi S.V. suprema, qua fungitur Auctoritate, praedicta solemnia vota dimittat [el subrayado es mío] supplicat idcirco eidem S.V. ut prorsus, Conscientiae tranquillitate super dictis votis solemnibus, per organum Sacrae Paenitentiariae opportunam dispensationem benigne ei concedere dignetur cum indulto remanendi in saeculo extra claustra in habitu Presbyteri saecularis, et excercitio ordinum, ac habilitatione ad Ecclesiastica Beneficia sub obedientia et Jurisdictione cuiusque ordinarij ubi extiterit.
Como acabo de indicar, el Papa concedía lo que se le pedía con restricciones. La primera, que el beneficiario quedase obligado a cumplir la substancia de los votos emitidos en la Compañía de Jesús, pero desligado de la obediencia del prepósito general y demás superiores de la Compañía y sometido a la obediencia y jurisdicción del ordinario del lugar en cuyo territorio estableciera su residencia. En fuerza del cuarto voto de obediencia al Papa, quedaba también ligado, de modo especial, a la obediencia de dicho ordinario de lugar. La segunda, destinada al propio ordinario al que se exigía, previa a la aprobación y admisión del secularizado en el territorio de su jurisdicción y concesión de licencias ministeriales, de constarle estar este en posesión del título legítimo de congrua sustentación, con la que, añadida la limosna de las misas, pudiera vivir honestamente. Solamente con estas condiciones, y no de otro modo, podía el secularizado ejercer su ministerio sacerdotal, con licencia del ordinario. El pontífice concedía la dispensa, en ambos foros, al suplicante para poder aceptar legítimamente estipendios y otros emolumentos, así como los subsidios temporales de la Iglesia y la obtención de patrimonio eclesiástico de todo lo cual podía, libre y lícitamente, usar y gozar para su honesta sustentación. El Papa concedía facultad a cual-
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quier ordinario, en comunión con la Sede Apostólica, para que pudiera recibir y reconocer, como súbdito suyo, al suplicante. Este era el tenor de la dispensa: Ipsi oratori de speciali gratia ut in saeculo in statu, et habitu Presbyteri saecularis, servatis tamen quantum in eo statu commode fieri poterit substantialibus votorum, per eum in Societati Jesu emisorum [subrayado mío], quae semper quo substantialia huiusmodi in suo robore, permaneant ab ipsius Societatis Praepositi Generalis, aliorumque eiusdem Instituti Superiorum Jurisdictione et oboedientia omnino exemptus, sub illius Antistis, seu Ordinarij Loci, in cuius Diocesi aut Territorio respective moram traxerit, Oboedientia, et Jurisdictione, eidem etiam in vim Solemnis Oboedientia voti, per eum, ut praefertur, emissi, specialiter subditus vivere, et permanere. Et postquam de necessario legitimo titulo, pro congrua sui substentatione coram ipso Ordianrio docuerit, idemque fuerit ab eo approbatus, vel saltem donec huismodi legitimo et congruo titulo provideatur, eidem Ordinario constare fecerit satis sibi suppetere, unde honeste vivere possit, computatis etiam Misarum elemosynis, et non antea, nec aliter in suis ordinibus, etiam in Altaris ministerio ministrare, et Missas de licentia pariter ordinarij eiusdem celebrare, Missarum stipendia, aliaque Ecclesiae Emolumenta, et temporalia subsidia percipere, necnon, Ecclesiasticum Patrimonium assequi, iisque pro honesta sui substentatione uti, frui, et gaudere libere et licito possit, et valeat in utroque foro misericorditer dispensando indulget. Insuper cuilibet catholico Atistite, seu Loci Ordinario gratiam et communionem Sedi Apostolicae habenti ut enuntiatum Religiosum Oratorem sub sua Jurisdictione, et Oboedienta recipere, suumque ut praefertur subditum agnoscere quad, pari Apostolica auctoritate facultatem tribuit, et impertitur.10
Como este, hay otros indultos semejantes, con poca variación. A los sacerdotes sin votos solemnes, fueran escolares aprobados o coadjutores espirituales, se les dispensaba absolutamente de los tres votos religiosos simples, emitidos en la Compañía, sin más obligaciones que las exigidas a los demás presbíteros seculares.11 Los estudiantes no sacerdotes y los coadjutores temporales quedaban libres de todo vínculo de votos y, por consiguiente, podían contraer matrimonio, lo que llevó a cabo un número apreciable de expatriados, que recibió un tratamiento especial por parte de la Corona. Cada jesuita de los dominios del rey de España, secularizado, enviaba un memorial al rey, por medio del presidente del consejo, reconociendo su error, solicitando el perdón real y la licencia de su Majestad Católica para regresar al propio país de origen, en los dominios del monarca, sin pérdida de la pensión real. El ministro de España en Roma enviaba los memoriales al presidente del consejo, junto con una copia del indulto de secularización. Esta documentación se guardó, pero no surtió efecto alguno, salvo en casos excepcionales. Muerto Carlos III (el 14 diciembre de 1788), ante las renovadas instancias, dirigidas en 1789, a su hijo Carlos IV, sobre todo por parte de los americanos, examinados por la Secretaría de Gracia y Justicia de Indias los recursos pasados y presentes, y elevada la consulta, el rey denegó el permiso, mandando se abstuvieran los ex jesuitas, en adelante, de se-
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AN Chile, Jesuitas, legajo 442, 13-14v Así por ejemplo, el indulto en favor del mexicano Gabriel de Santa Cruz, sacerdote con votos simples, al que el Papa declara libre de los dichos votos pronunciados en la Compañía «perinde ac si vota praedicta non emisisset». Solo debía obediencia al ordinario del lugar donde residiera, como se establecía en el derecho, y mostrarle el legítimo título de la congrua, es decir, el de la pensión regia. AN Chile, Jesuitas, legajo 442, 11-12. 11
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mejantes recursos, «porque no concederá jamás ningún permiso de esta clase, ni alterará la prohibición absoluta que tiene para volver a sus dominios». El secretario de Gracia y Justicia de Indias, Antonio Porlier, comunicó, de real orden, la resolución del rey a Azara y este al comisario real Luis Gnecco, para que lo comunicara a los interesados y a los demás de su distrito.12 En esto quedaron las promesas de regreso a los recién llegados de las provincias de América al Puerto de Santa María, en 1768, hechas por los ministros del rey padre, que promovieron y consiguieron las deserciones masivas. LOS JESUITAS ESPAÑOLES EXTRAÑADOS ABANDONADOS A SU PROPIA SUERTE
Pero si la causa fundamental de las defecciones de la Compañía, especialmente en los americanos, fue el deseo de volver a la patria y escapar del destierro a Italia, creo que, en la primera época, intervino, en los jesuitas de las provincias de España, otro elemento que pudo herir la sensibilidad de no pocos de ellos: la experiencia de verse abandonados por aquellos que tenían la obligación de ampararlos, esto es, el Papa Clemente XIII y el padre general, Lorenzo Ricci. Es una cuestión que, a mi parecer, no está suficientemente investigada y que influyó en la defección de la Compañía, más de lo que quizás se haya dicho sobre la postura inhibicionista del padre general, Lorenzo Ricci. Este mismo confesaba, en sus memorias, no haber hecho nada en el asunto por tratarse de una cuestión de Estado y no de la religión, asunto que enseguida analizaremos. Lo mismo puede decirse de la negativa del Papa Clemente XIII a recibirlos en sus Estados por idéntica razón. Por los datos que el mismo Ricci nos ofrece, su comportamiento, en las circunstancias del extrañamiento de los cinco mil jesuitas, en números redondos, de las 11 provincias de la Asistencia de España establecidas en los dominios de S. M. Católica (4 en España, 6 en América y la de Filipinas) fue propio más bien de un espíritu pusilánime, incapaz de afrontar la situación, por más difícil que esta fuera. Ricci no desconocía lo que se avecinaba, pero, al parecer, no encontraba otro modo para conjurarlo que recomendar la discreción en el hablar público y privado. Lo había expresado claramente, a fines de octubre de 1766, como consta de una carta al padre provincial de Quito, que se conserva original en el Archivo Histórico de la provincia del Ecuador (AHPE) y es la que utilizo. Sin duda, era la respuesta al real decreto de Carlos III, del 14 de septiembre de ese año 1766, inserto en la cédula del consejo de 18 del mismo mes y año, con órdenes circulares a los prelados mandando cumplir una ley solemne de Juan I, en las corte de Segovia de 1386, sobre el debido respeto al rey, personas reales y Estado. Fue inserta posteriormente en la ley 7, título 8, libro I, de la Novísima Recopilación de las Leyes de España.13 Este era su tenor: El buen exemplo del Clero secular y Regular trasciende a todo el cuerpo de los demás vasallos en una Nación tan religiosa como la Española: el amor y el respeto a los Soberanos, a la Familia Real y al Gobierno es una obligación que dictan las leyes fundamentales del estado, y enseñan las Letras Divinas a los súbditos como punto grave de conciencia, que los Eclesiásticos, no solamente en sus sermones, exercicios espirituales y actos devotos deben infundir al pueblo estos principios, sino también, y con más razón, abstenerse ellos mismos en todas ocasiones, y en las conversaciones familiares, de las declamaciones y murmuraciones depresivas de
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AMAE, Santa Sede, legajo 360, expediente 36. Sobre la Real Cédula en relación con los jesuitas, véase Cortés Peña 1997.
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las personas del Gobierno, que contribuyen a infundir odiosidad contra ellas, y tal vez dan ocasión a mayores excesos.
La misma Pragmática Sanción de extrañamiento de los jesuitas, del 2 de abril 1767, en su artículo XVIII, aludía a esa ley de Juan I y a la real cédula del 18 septiembre del año anterior, al encargar a los obispos diocesanos y superiores de la Órdenes regulares, que no permitiesen a su súbditos escribir, imprimir o declamar sobre el asunto del extrañamiento, pues constituiría una infracción de lo determinado en la ley y cédula real citadas. Lo cual demostraba la importancia que Carlos III y sus ministros concedían a esta cuestión del absoluto respeto a la autoridad real y del silencio respecto de sus decisiones. Ricci pensaba en la real cédula de 18 de septiembre, cuando escribía: Recelándome, que el zelo de la salvación de las almas, que nos está tan encomendado en nuestro santo Instituto, pueda producirnos funestas consequencias, si no va arreglado de la discreción, que es la Maestra de las virtudes, y la que pone orden en todas las cosas; me ha parecido conveniente prevenir a V.R. que encargue a todos sus súbditos apretadamente una suma cautela y atención a lo que dicen, hacen, o escriben, y principalmente en el exercicio de nuestros Ministerios, no sea que a algunos por inadvertencia se le caiga alguna expresión ofensiva a los tribunales de su Magd o a alguno de los Magistrados que representan su Persona. Yo, a la verdad, estoy en sobresalto y temor [el subrayado es mío] al considerar, que entre tantos Jesuitas como hai en los dominios de España puede hallarse alguno que con menos prudencia de lo que era menester, y con zelo indiscreto toque en sus sermones & importunamente algunos puntos odiosos a los Reales Ministros, y por tanto debieran omitirse; y para precaver en quanto es de mi parte los daños que por ello pudieran sobrevenir a nuestras Provincias, ordeno que los Nuestros no se metan en materias de estado o govierno, ni censuren públicamente los defectos de los que goviernan; no sea que se menoscabe la buena opinión y respeto que les deben los pueblos; antes bien procuren hablar de modo que les concilien el amor y veneración del público, Ni me contento con esto, sino que quiero también y espero de todos y cada uno de los Nuestros que aun, en las conversaciones privadas y familiares hablen con respeto y veneración de todos, así Regulares, como Eclesiásticos y Seculares sin ofender aun a aquellos, de quienes se creen agraviados; y al que faltare castigará V.R. severamente, sin que le valga la escusa de que si en otro tiempo se decía libremente lo mismo de que ahora se le hace cargo y me avisará el delinquente, y juntamente la penitencia que se le impuso. V.R. comunicará esta mi carta y orden a toda esa Provincia, cuios superiores deberán zelar el cumplimiento, y que no se escriban cartas inútiles como de plácemes por goviernos o de noticias políticas comunicándose sólo aquellas, de que se puede esperar algún fruto; y para averiguar quién falta y castigarle usará del Drecho [sic] que les da la regla para abrir sus cartas y hacer de ellas el uso que previene la misma.14
Ricci, al parecer, no había llegado a comprender que no se trataba solo de una cuestión de prudencia en las palabras para corregir el «zelo indiscreto» de la salvación de las almas, sino de algo más hondo, lo que hacía aparecer a la Compañía, ante ciertos sectores de la sociedad, cada vez más extensos y de mayor influjo en el gobierno del Estado y de la Iglesia, como un peligro público que había que extirpar y, por consiguiente, una cuestión de Estado. El general pensaba que bastaba eludir las «funestas consecuencias» vigilando e imponiendo severos castigos a los «zelantes» imprudentes. Por ello, llegado el «sobresalto»,
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AHPE, Cartas de Generales IV. Ricci al Provincial de Quito, Roma, 29 Oct. 1766.
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Ricci nada hizo por los jesuitas españoles de ambos hemisferios, abandonándolos a su propia suerte, precisamente con la excusa de tratarse de una mera «ragion di Stato» que no le competía. Los jesuitas toledanos y aragoneses se habían encontrado, a su arribo a Civittavecchia, con la sorpresa, no solo de no dejarlos desembarcar, sino de verse encañonados por orden del general del Papa, príncipe Colonna, dando tres horas para abandonar el puerto bajo amenaza de dispararlos, mientras se cerraban las puertas y se reforzaban las centinelas. Así la versión del padre Larraz (March 1935, I: 202). Los andaluces y castellanos se encontraron con la misma negativa de Papa y abandono del general, pero no con semejante aparato de guerra y, al menos, en cuanto a los andaluces, el comisario real que los acompañaba se ocupó de dejar a tres enfermos en el hospital de San Juan de Dios, al cuidado del vicecónsul de España. Ricci anotaba en sus memorias el arribo a Civitavecchia de 593 jesuitas andaluces señalando que, sin esperar sus noticias, les había enviado un despacho con las mismas providencias que a los otros provinciales llegados anteriormente, avisándoles que no había mandado a ninguno de la Compañía a visitarlos por tratarse de un asunto de Estado, en el cual no era lícito inmiscuirse: «perché l’affare era divenuto affare di Stato in cui non era lecito ingerirsi».15 Un capítulo de una carta, fechada en Roma a 20 mayo 1767, de la que no nos ha llegado el autor, reflejaba la tensa situación de los jesuitas españoles de Roma en relación con la actitud de Ricci. Según el corresponsal anónimo, el asistente de España, el andaluz Francisco de Montes, tuvo altercados con el general y, en uno de ellos, le llegó a decir: «P. Rmo., conozco en fin a V. Rma., pero demasiado tarde: para sus fines se ha servido de nuestros hermanos de España; y ahora que los tiene V. Rma. sacrificados y no pueden servirle los abandona» (Borja Medina 1991b: 68, n. 136 ). Otra mano escribe al margen: «No es creíble que el P. Montes se indispusiera con su general de la corte Romana hablando así». Pero, admitiendo que fuese extraño el enfrentamiento al que se alude, era natural que el sistema seguido por Ricci de no mover un solo dedo en favor de los jesuitas de la asistencia de España hubiera irritado a su asistente. Por otra parte, había llegado a oídos de Ricci que, entre los extrañados, había corrido la especie de ser él mismo el causante de la oposición del Papa a su admisión en sus Estados. Ricci, ante este rumor, se creyó obligado a sincerase, en sus memorias, contra esta acusación y protestar de su inocencia. Explicaba que la decisión de no dejar desembarcar a los jesuitas se decidió antes de que él hablase al Papa. Es más, era cierto, según Ricci, que la congregación de cardenales, encargados de asunto, no quería consultar al padre general ni tampoco lo había hecho ninguno de sus miembros a título personal, pero Ricci confesaba paladinamente que él mismo había evitado «a posta» acudir a los cardenales de la congregación aduciendo, como razón o excusa, que el asunto era más político que religioso: «l’affare era più politico che della religione»,16 argumento que el general alega siempre que trata de esta cuestión en sus memorias. El diarista andaluz de la navegación de su provincia a Civitavecchia y a Córcega estaba al tanto de esta actitud de Ricci y comentaba que el general había prohibido a los jesuitas hablar del negocio de la expulsión por ser cuestión de Estado
15 Archivum Romanum Societatis Iesu (ARSI), Historia Societatis (HistSoc) 247, Ricci, Lorenzo «Storia della espulsione della Compagnia di Gesù dalla Spagna seguita il 3 di Aprile 1767» (en adelante «Espulsione»), 52. Borja Medina 1991b: 49-50. 16 ARSI HistSoc 247, Ricci «Espulsione» #45.
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y que había negado, dos veces, al padre Montes la licencia para ir a ver, en Civitavecchia, a los de su propia provincia (Borja Medina 1991b: 68, nota 136). Los temores de Ricci, en el asunto de los jesuitas en desgracia y su al menos aparente ineptitud para tomar, por sí mismo, decisiones expeditivas exigidas por la caridad cristiana y por la misma humanidad, eran patentes, como lo demostró, poco después de la salida de Civittavecchia de los convoyes con la carga de sus súbditos expatriados. De los tres andaluces que quedaron, por enfermos, en el hospital de San Juan de Dios, dos sanaron y los acompañó el propio vicecónsul hasta Santo Stefano, donde se encontraban los convoyes esperando órdenes. Quedó solo un escolar y, según Ricci, se encontraba muy afligido a causa de la ausencia de sus compañeros, por lo que envió a Civitavecchia, para confortarlo, al padre amanuense de la asistencia de España. Antes de mandarlo, solicitó la aprobación expresa del Papa, a través del cardenal secretario de Estado, Torrigiani, por miedo a que se interpretase mal esta obra de caridad. Pero esta buena obra duró poco. Ricci, después de muy pocos días, mandó al padre volver a Roma, dando como razón que los médicos prometían algunos meses más de vida al joven y que, por otro lado, aumentaban los peligrosos calores del verano y, según se decía, se habían declarado brotes de pestilencia en Civitavecchia. No aparece, en las notas de Ricci, la mínima alusión a oposición alguna a ese envío por parte del ministro de España en Roma ni del vicecónsul de Civitavecchia que, por el contrario, se había ocupado de los enfermos andaluces; solo consigna sus temores personales, por cuyo motivo, el escolar andaluz se encontró otra vez solo, abandonado de los suyos y al cuidado de extraños.17 El mismo temor, aunque más comprensible, probó Ricci cuando, a fines de marzo de 1769, recibió la carta de 21 novicios del noviciado de Sevilla (18 escolares y 3 coadjutores), fechada en Cádiz a 18 de enero 1769. Los portadores habían sido 26 novicios de las provincias americanas, la mayoría del Nuevo Reino (18), que consiguieron unirse a los jesuitas de sus provincias respectivas detenidos en el Puerto de Santa María y zarparon de Cádiz el 3 de febrero. Los novicios andaluces confesaban su error en haber abandonado la Compañía, no siguiendo a los extrañados, aunque se excusaban por la confusión en que se habían visto envueltos. Pedían «con ternura y singular fervor» («con tenerezza e fervore singolare») la readmisión en la Compañía ofreciéndose a todo y asegurando que, una vez obtenida esta gracia, les prometía su director espiritual («uomo dotto e santo», en frase de Ricci) la fuga a Italia. Ricci no accedió a ello por la falta de pensión del rey —que no tendrían— y por el temor de que se ofendiese la corte de España.18 Sin embargo, a fines de agosto, se presentaron, por su cuenta, en Italia tres novicios andaluces (dos sevillanos y un gaditano) (Borja Medina 1991b: 62-63). Hay que notar que, en el noviciado de San Luis de Sevilla, se admitían también candidatos para las provincias de América. En el último catálogo (1 diciembre 1766), aparecía un total de 57 novicios, de los que 22 pertenecían a dichas provincias (Borja Medina 1991b: 14-15). Nada extraño que los 18 novicios del Nuevo Reino, de los que 14 eran españoles, se hubieran comunicado con sus antiguos compañeros, por medio de ese «hombre docto y santo», citado por Ricci, y les hubieran animado a seguirles
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ARSI HistSoc 247, Ricci «Espulsione» ## 55 57. ARSI HistSoc 247, Ricci «Espulsione» # 152. Estas eran las expresiones del general: «Non si potè pensare a fargli venire, permettendo loro la fuga, per le due gravi ragioni della mancanza delle pensioni e del timore che se ne offendesse la Corte». 18
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en su camino hacia Italia.19 En general, como es bien sabido, la presencia americana en Sevilla y en la bahía de Cádiz siempre había sido muy importante, y la Compañía no era excepción. Al momento de la expulsión (3 abril 1767), se encontraban en la provincia de Andalucía 31 miembros las provincias americanas, excluidos los novicios: 17 en el Hospicio de Indias del Puerto de Santa María (12 padres y 3 hermanos), 9 estudiantes en San Hermenegildo de Sevilla, 2 en San Pablo de Granada, 2 en Marchena y un coadjutor en Córdoba (los tres últimos, novicios a 1 diciembre 1766, habían hecho ya los votos para abril de 1767).20 Volviendo a la situación creada por el desamparo de los jesuitas de la asistencia de España, por parte del padre general, que hemos examinado, no podía menos de hacer que no pocos jesuitas se sintieran defraudados y acudieran al Papa para obtener la dispensa de los votos. Clemente XIII se la concedió, a través de la penitenciaría, a cuantos se la pidieron, sin siquiera comunicarlo al general. Ricci, ignorante de lo que ocurría en el palacio apostólico y alarmado por la presencia de jesuitas españoles en Roma denunció la situación al propio pontífice, excusándose de no poder remediarlo. Al padre general le habían llegado noticias de la fuga, de Córcega al continente, de varios jesuitas y de la llegada a Roma de quince de ellos, disfrazados de marineros, abates o nobles seglares. Apunta, en sus memorias, que los alojaba un tal Castro [Pedro] y que recibían, del Ministro de España, siete escudos mensuales. Ricci delataba a su Santidad esta anomalía pues juzgaba afrentoso para el mismo pontífice el hecho de encontrarse en la misma capital, al amparo del ministro de España, aquellos a los que no había querido admitir en sus Estados, con el agravante de ser apóstatas de la religión por no haberse presentado ni a su superior ni, que se supiera, a ninguna congregación romana. Él, Ricci, se excusaba de no poder hacer más en el asunto. No consta la respuesta del Papa, pero el general tuvo conocimiento del creciente número de jesuitas españoles exiliados que iban llegando a Roma para obtener, incluso los no profesos, la dispensa de sus votos directamente del Papa y no de su general, porque quizás —decía Ricci— no se aceptaba esta por el gobierno de España. Ricci confesaba que él mismo concedía la dimisión a todos los no profesos que la solicitaban y que muchos profesos habían solicitado la dispensa del cuarto voto (de obediencia al Sumo Pontífice) lo que este les concedió, por medio de la penitenciaría, en términos muy circunspectos.21 Las noticias se sucedían. Supo Ricci del portador de memoriales de otros 24 jesuitas solicitando la disolución de sus votos y de la invitación del Ministro de España, monseñor Azpuru, para que acudieran personalmente a él con la promesa de obtenerles de la Santa Sede los rescriptos de dispensa. Ninguno de los recién llegados quiso ver al general ni a ningún otro de la Compañía en Roma. Se decía que lo había prohibido el ministro, así como residir más de dos en la misma casa. Varios de los secularizados andaban por Roma dando escándalo. Un sacerdote joven de 26 años —de los que habían acabado la tercera probación ese año—, el sevillano José Pintado (hermano del marqués de Torreblanca del Aljarafe, don Fernando
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Véanse Pacheco 1989: 517-518 y Jouanen 1943: 585-586, 651-653. Biblioteca del Instituto Histórico SI (Bibl. IHSI), Roma, [Archimbaud y Solano, Juan Antonio de] «Catálogo de los regulares que fueron de la extinguida Orden llamada de la Compañía de Jesús por lo perteneciente a España... y a Indias. Dispuesto por orden del Consejo» [1774] (en adelante Archimbaud «Catálogo 1774»). 21 ARSI HistSoc 247, Ricci «Espulsione» #65. 20
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López-Pintado y Medina), tuvo la desvergüenza («sfacciatagine») de andar por Roma ataviado de noble seglar. No obstante la dispensa de los votos, había pocas esperanzas de volver a España. Todos recibían la pensión del rey. La mayoría pertenecía a la provincia de Andalucía. Ricci se lamentaba de no saber ni poder enterarse de quiénes obtenían el rescripto del Papa. Aseguraba que estos escándalos le causaban un gran dolor y exclamaba, con frase ambigua, aludiendo al texto evangélico: «Veh autem illis per quos scandalum venit».22 ¿Quiénes eran los causantes de ese escándalo? ¿los que los cometían? ¿el Rey Católico y sus ministros en Madrid y Roma? ¿el mismo pontífice que concedía, con facilidad, los indultos sin informar al general? La triste posición de Ricci, dejado por completo a un lado por la Santa Sede, en este asunto, sin duda debido a la propia ineptitud del general manifestada en su actitud escurridiza e inoperante, llegó a su culmen, cuando el propio pontífice, Clemente XIII, le advirtió, por medio de su secretario de Estado, cardenal Torrigiani, que se abstuviera de frecuentar el palacio apostólico. Este alejamiento de Ricci del trato con el Papa se produjo hacia octubre de 1767. El padre general consignaba, en sus memorias, el dolor que le causó el tener que abstenerse de acudir a palacio, achacando la medida a los ministros de las cortes borbónicas que, según Ricci, presuponían que el general de la Compañía influía en el Papa y en el cardenal secretario (al que le unía estrecha amistad) y que era el causante, entre otras cosas, de la negativa del Papa a admitir en el Estado Pontificio a los jesuitas españoles. Ricci, frente a estas suposiciones, trataba de justificar su modo de proceder en sus audiencias con el pontífice hasta entonces. Solía despachar con él una vez por mes o, con más frecuencia, si se presentaba algún asunto relativo a la Compañía. Aseguraba que, en diez años, no había tratado con el pontífice asunto que no fuera relativo a la Orden y jamás de personas o de promocionar a nadie. Vindicaba su propio carácter sensible y timorato —en último término irresoluto— así como su actitud, que afirma ser la propia de religiosos, en relación con las infinitas intrigas que padecía, a los propios asuntos que no quería perjudicar y a los demás a los que ni quería hacerse odioso ni dañarles: «la sua indole —anotaba Ricci— non lo portava ad ingerirse, aveva intrighi infiniti, non voleva pregiudicare agli affari suoi, sapeva che sarebbe dispiaciuto a Palazzo, non voleva farsi odioso ne nuocere a veruno e intendeva che non conviene ai religiosi».23 Resumiendo la actitud de Ricci respecto a los expulsos, por una parte —como indicábamos arriba—, él mismo había asegurado que ni el Papa ni los cardenales habían contado para nada con él, ni siquiera a nivel de consejo privado; por otra, confesaba haber evitado positivamente entrometerse en ninguna determinación al respecto, por tratarse de una cuestión más bien política que relativa a la Orden. El general confesaba paladinamente, al tratar de su actitud frente a la negativa del Papa de admitir a los expulsos, que había seguido una política inhibicionista en toda aquella «confusione di cose» limitándose a recibir y a ejecutar las órdenes de la corte romana. Estas eran las razones en que fundaba su inacción: «1. Perché esso [el asunto de los expulsos] non poteva assolutamente provederci. 2. Perché il negozio era publico e politico, in cui non gli conveniva intromettersi. 3. Perché se si fosse ingerito si sarebbe l’affare di publico fatto privato e poteva abbandonarsi a Lui. 4.
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ARSI HistSoc 247, Ricci «Espulsione» #71-72 77; cf. Mt 18, 7 «væ homini illi per quem scandalum venit». ARSI HistSoc 247, Ricci, «Espulsione» #137.
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Perché per la poca prattica degli affari politici avrebbe potuto intorbidare i consigli con suggerimenti poco opportuni».24 Estas confesiones autobiográficas del padre general, Lorenzo Ricci, ponen en evidencia una actitud de dejación que se traduce en el total abandono de aquellos súbditos y hermanos suyos que se encontraban sumidos en una gran desventura. No puede extrañar que, para no pocos, la reacción fuera, por lo pronto, prescindir del que les abandonaba y perder la confianza en la institución que representaba, es decir, la Compañía de Jesús. Aún queda por investigar hasta qué punto Ricci fue capaz de darse cuenta de la situación real de los jesuitas extrañados en Italia, o más todavía, cuál fue su política respecto de las provincias de la asistencia de España durante su generalato en los años anteriores al extrañamiento, porque este estudio podría aportar datos para esclarecer su postura tan inexplicablemente pasiva e irresoluta frente al desastre. Creo interesante, a este respecto, el comentario del diarista padre Manuel Luengo a una carta de Ricci dirigida, en 1771, a los desterrados españoles reprendiéndoles por ciertas faltas de pobreza y obediencia, carta que califica «tan inflexible en las circunstancias». Luengo se lamenta de ello y compara esta postura severa con la actitud complaciente que mostraba el general hacia los jesuitas italianos, a los que Luengo reprocha su modo de proceder con los españoles expatriados. Comenta la disparidad de trato: no disimular faltas, ni tan graves ni tan fuera de lugar, de los españoles expatriados en aquellas circunstancias precarias, «al mismo tiempo que no se reprehenden o al menos no se corrigen, con los jesuitas italianos, otras faltas más graves de frialdad, indiferencia, descortesía, y aun de desprecio de unos hermanos suyos desterrados de su patria y dignos de trato muy diferente».25 Estas expresiones de Luengo, que siempre se muestra tradicional y conservador en sus ideas y tan afecto y fiel a la Compañía, causan perplejidad y apuntan a un aspecto del gobierno de Ricci que debe de ser estudiado con detalle, como otros tantos. En el juicio de Luengo, como en todo lo que llevamos dicho de la actitud del general respecto del extrañamiento de los jesuitas españoles, despunta una orientación ordenancista, preocupada por la observancia regular exterior, pero olvidadiza, quizá, de las «virtudes sólidas y perfectas», fundadas en el evangelio y en el espíritu de la Compañía, como es la caridad fraterna. En contraposición a los italianos, Luengo recordaría, años más tarde, la ayuda recibida de los jesuitas franceses desterrados, proporcionando, entre otras cosas, misas a los españoles cuando estos se establecieron en Italia.26 El comportamiento de los jesuitas italianos en relación con los españoles expatriados aflora también en el testamento del peruano Juan de Arguedas, del que trataré más adelante. LA REPULSA DE CLEMENTE XIII
Respecto a la negativa del mismo Papa a la admisión de los jesuitas extrañados en sus Estados, el diarista andaluz, al dar la noticia de las cartas del padre general al provincial de Andalucía con la resolución de Clemente XIII de no admitirlos, por razón de Estado, comentaba: «Esta respuesta [del p. general] dexó a los jesuitas españoles por una parte excluídos de su Patria natural y por otra sin recurso, ni asilo alguno en lo humano para buscar
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ARSI HistSoc 247, Ricci, «Espulsione» #106. Luengo, Diario, 5 [1771] p. 18. Luengo, Diario 29/1 [1795] p. 109.
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otra, no teniendo ya un palmo de tierra, no sólo para reclinar la cabeza, mas ni aun para fixar el pie, sólo pendientes de la Divina Providencia, quando la humana, por razones de estado los dexó abandonados a su fortuna en medio del mar aunque a vista de la tierra» (Borja Medina 1991b: 50, n. 98). Y un jesuita malagueño, el padre Francisco Muñoz, escribía a su hermano José, provisor de la diócesis malagueña, acerca de «la triste repulsa de Su Santidad» (Borja Medina 1991b: 69, n. 138). La actitud del Papa respecto a los expulsos, por razón de Estado, fue duramente criticada por otros, entre ellos, por el cardenal Filippo Maria Pirelli, que anotaba en su Diario del Cónclave que eligió al franciscano conventual, cardenal Lorenzo Ganganelli, Clemente XIV. Pirelli consideraba la negativa del Papa Clemente XIII «error gravissimo». Había provocado el disgusto de Carlos III y las pésimas consecuencias que se sufrían al tiempo del cónclave. Para el cardenal, el paso dado por Clemente XIII fue contra la disciplina canónica, —porque no se podían rechazar los eclesiásticos regulares, contra el derecho de hospitalidad, no solo cristiana sino humana— y fue también contra la obligación de la función apostólica. No era, pues, extraño, que se experimentaran los daños. Para Pirelli, el haber pretendido Clemente XIII distinguir la persona del príncipe temporal de la del Vicario de Cristo había sido un mal ejemplo que habían seguido las cortes en su lucha contra el pontífice.27 LAS SECULARIZACIONES EN LA ÓPTICA DE LA CONGREGACIÓN DE CARDENALES
Los conceptos contenidos en las observaciones del cardenal Pirelli, a propósito de la repulsa de Clemente XIII a admitir a los jesuitas expatriados de los dominios del Rey Católico, habían sido compartidos, en cierto sentido, por algunos de los cardenales que trataron el asunto de los expatriados. Frente a la actitud radical de Clemente, por razón de Estado, se había propuesto, en la congregación de cardenales, admitir en los Estados de la Iglesia a los jesuitas españoles extrañados y secularizarlos a todos, indicándoles que vivieran de la pensión del rey. La noticia sobre la posición cardenalicia había llegado a los expulsos y se valieron de ella para solicitar la secularización. Es más, la política propugnada en la congregación citada fue la que siguió, a la postre, el propio Clemente XIII, con la concesión del indulto de secularización a todos cuantos lo solicitaron, bajo la obligación, para los sacerdotes, de presentar al ordinario del lugar, como legítimo título de la congrua, la pensión regia, y la admisión, en agosto de 1768, de todos los jesuitas españoles expatriados en sus Estados. De haberlo hecho antes, Clemente XIII hubiera ahorrado a los jesuitas muchos sinsabores y situaciones límites. Los primeros indultos se habían concedido, por la penitenciaría, el 10 de agosto 1767, en cuanto llegaron a Roma los primeros jesuitas desertores, fugados de Córcega entre el 22 y 24 de julio, que fueron 7 padres profesos de la provincia de Andalucía. El 15 de agosto, se concedió a otros dos de la misma provincia. Las secularizaciones se fueron sucediendo y Roma fue llenándose de jesuitas secularizados. Las fugas y las dimisiones concedidas por el padre general a los que las pedían preocuparon al consejo que no estaba dispuesto a perder el control de los expatriados. Para este efecto se expidieron sucesivas reales órdenes e instrucciones para los comisarios, las cuales, al mismo tiempo que favorecían la deserción de la Compañía, procuraban el control de los desertores, por medio del pago de la pensión y la promesa de obtener la licencia real para el
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Berra, L. «Il diario del conclave di Clemente XIV del card. Filippo Maria Pirelli». Archivio della Società romana di Storia patria. Terza serie voll. XVI-XVII (1962-1963) 25-319, 173.
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regreso a España, intimando penas severísimas contra quienes osaran intentarlo sin ella.28 Después de ciertas vacilaciones, quedó establecido, por orden del rey, que todos los que se secularizaran recibieran, además de la pensión asignada en la pragmática, un adelanto sobre esa pensión de 12 escudos para los gastos del viaje más una ayuda de costa de 30 pesos para el vestuario. Quizás esta política llevada a cumplimiento por el ministro Azpuru, a la vista del pontífice y de toda la ciudad de Roma, fue la que confirmó a los romanos del error político de su soberano quien, en mucha parte quizás, basó su repulsa en el temor de tenerse que hacer cargo de los españoles como se había visto obligado a hacerlo con los jesuitas portugueses, como indiqué más arriba. LA PENA DE EXTRAÑAMIENTO
Antes de seguir adelante, conviene hacer constar, de modo inequívoco, la situación real de los jesuitas expulsados de los dominios de su Majestad Católica y rechazados por el pontífice, en lo que quizás no se haya reparado lo bastante, ni siquiera el propio Clemente XIII. Debemos recordar, ante todo, la cruda realidad que pesaba sobre el jesuita expulso y desterrado, porque no se trata de una simple «expulsión», o de un simple destierro, que es de lo que normalmente se habla, sino de la figura jurídica del «extrañamiento», que no es lo mismo y que es necesario explicar. Los jesuitas habían sido condenados, por una ley solemne, como la votada en Cortes (esa es la fuerza jurídica de una «pragmática sanción»), al «extrañamiento» perpetuo de los dominios de su Majestad Católica, con desnaturalización, pérdida de todos los bienes y prohibición de establecerse o de detenerse en ninguno de los dominios del Rey Católico, es decir, a una de las penas aflictivas más graves. Así define esta acepción de la voz «extrañar» la Real Academia Española (1732): «EXTRAÑAR DE LOS REYNOS A UNO: Es privarle de los privilegios y honores de vassallo, ocupándole las temporalidades, bienes y hacienda de que goza en el Réino, y mandándole salir fuera de los dominios, sin permitirle que páre y viva en parte alguna de ellos» (RAE 1990). El «extrañamiento», con el consiguiente secuestro de los bienes, que pasaban a la Corona, constituía, pues, una especie de muerte jurídica, no solo de la institución, la Compañía de Jesús, sino de todos y de cada uno de sus miembros a los que, además, se les confinaba al ámbito geográfico del Estado de la Iglesia, aunque, luego, se les permitió residir, con conocimiento de la corte de Madrid, en cualquier parte de Italia, excepto en Nápoles, Parma y Toscana. La condición del «extrañado» la expresaba crudamente el ministro de su Majestad Católica en la corte de Roma, monseñor Tomás de Azpuru, en su despacho de 23 junio 1768, al primer secretario de Estado, marqués de Grimaldi, dando cuenta del cumplimiento de las órdenes de 18 de febrero 1768. De acuerdo con estas instrucciones, a los fugados que acudían a Roma para secularizarse se les concedía la pensión y la ayuda de costa de 30 pesos. A los otros, también fugados, que venían a establecerse en la corte pontificia, en traje de clérigos seculares, pero sin ánimo de secularizarse, Azpuru les daría la pensión asignada por el rey, pero no la ayuda de costa. Este mismo tratamiento se daría a los profesos del cuarto voto secularizados por la penitenciaría con la nueva fórmula, puesto que, a juicio de los juristas, estos mantenían prácticamente el vínculo de los votos. A ninguno de las dos últimas clases se les daría protección ni se les admitiría en los hospitales de la Na-
28 ARSI Hisp 145. Reales órdenes comunicadas a los provinciales por el comisario real D. Luis Gnecco. Bonifacio, 22 y 30 septiembre y 2 octubre 1767 (Borja Medina 1991b: 57).
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ción y se avisaría a los españoles que no tratasen con ellos, so pena de lo establecido en la pragmática de 2 de abril, pues eran «extrañados», es decir, «tan extraños como si no fueran españoles».29 Por la misma razón, cuando el Papa Clemente XIII prohibió a los jesuitas españoles celebrar misa, no solo intramuros de Roma sino también en las iglesias inmediatas de extramuros, por ejemplo en las basílicas de San Pablo, San Sebastián, etc., Azpuru juzgó que no debía intervenir en su favor ni hacer nada para que se les tratara con más distinción que a los demás, pues eran «extraños», es decir «extrangeros». La medida la había tomado el Papa disgustado por el proceder inquieto de los jesuitas y, entre otros delitos, por asistir a los teatros de comedias. La otra razón era no necesitar los jesuitas españoles el estipendio de misas, por gozar de la pensión regia, al contrario de los jesuitas napolitanos, a los que, por esta carencia, se les había concedido celebrar y recibir el estipendio.30 Nótese que la razón de la prohibición ligaba, en la práctica, la celebración de la misa, no a la devoción del sacerdote, sino al beneficio económico del estipendio. Sin embargo, esta ayuda se contemplaba en las cláusulas del indulto de la penitenciaría, como complemento de la pensión regia que era el título que el jesuita sacerdote secularizado debía exhibir al prelado benévolo como condición previa a su aceptación en el territorio de su jurisdicción con la consiguiente habilitación para ejercer el ministerio del altar (véase supra). A mitad de julio de 1768, el cardenal vicario llamaba al orden a algunos jesuitas secularizados y los reprendía severamente, por medio de uno de sus lugartenientes, a causa de su vida licenciosa, apercibiéndolos con el castigo correspondiente. Azpuru, en esta ocasión, fue más lejos y se apresuró a manifestar al cardenal y al vicegerente que no tuvieran reparo en castigarlos si no vivían como debían arreglados a las leyes del país «como los demás súbditos del Pontífice».31 Esta situación oficial duro hasta el final. Baste citar la seria advertencia que, de real orden, transmitía en 1806 el primer secretario de Estado, Pedro Cevallos Guerra, al agente de la embajada de España en Roma, Nicolás Blasco de Orozco. Jamás debía elevar solicitudes de oficio por los ex jesuitas «pues sus relaciones políticas con la España están cortadas por su extrañamiento».32 EL JESUITA, UN «PROSCRITO»
A mayor abundamiento, ante las noticias alarmantes de la llegada a España, sobre todo a Gerona y Barcelona, de grupos de jesuitas fugados de Córcega, se expidió una real cédula el 18 de octubre 1767 que trataba al jesuita de «proscrito», es decir, un individuo «declarado público malhechor».33 De aquí, la gravedad de la pena en que, como «proscritos», incurrían los jesuitas extrañados en caso de regresar a los dominios de su Majestad, sin su licencia, o sin su llamamiento previos, en flagrante contravención de la Pragmática Sanción de 2 de abril: pena de muerte para los legos y reclusión perpetua para los sacerdotes y otras penas, al arbitrio del ordinario. Este era el tenor de la real cédula:
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AMAE, Santa Sede, legajo 331, Azpuru a Grimaldi, Roma, 23 junio 1768. Ibídem. 31 AMAE, Santa Sede, legajo 331, Azpuru a Grimaldi, Roma, 21 julio 1768. 32 Cevallos a Blasco de Orozco, San Ildefonso, 15 septiembre 1806. Citado por March 1935, II: 395. 33 El «proscripto» era «el declarado por publico malhechor, dando facultad a qualquiera de que le quite la vida, y algunas veces proponiendo premios a quien lo entregara vivo o muerto» (RAE 1990). 30
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Por la qual [cédula] quiero y ordeno, que qualquiera Regular de la Compañía del nombre de Jesús, que en contravención de la Real Pragmática Sanción de dos de Abril de este año, volviere a estos mis Reynos, sin preceder mandato, o permiso mío, aunque sea con pretexto de estar dimitido, y libre de los Votos de su profesión, como proscriptos [el subrayado es mío], incurra en pena de muerte, siendo Lego; y siendo ordenado in sacris se destine a perpetua reclusión, a arbitrio de los Ordinarios, y las demás penas que corresponden; y los auxiliantes y cooperantes sufrirán las penas establecidas en dicha Real Pragmática, estimándose por tales cooperadores todas aquellas personas de qualquier estado, calase o dignidad que sean, que sabido el arribo de alguno o algunos de los expresados Regulares de al Compañía, no los delatase a la Justicia inmediata, a fin de que con su aviso pueda proceder al arresto o detención, ocupación de Papeles, toma de declaración, y demás justificaciones conducentes.34
La Real Cédula se dio a conocer en Córcega a los jesuitas por medio de los comisarios regios. De hecho, no se les llegó a aplicar la sanción a los que se introdujeron en España, sino que fueron apresados y devueltos a Italia LA PENSIÓN «GRACIOSA» DEL REY: CONFINAMIENTO Y VIGILANCIA
En este contexto, hay que examinar la actitud de los ministros reales, artífices de la operación de extrañamiento. El jesuita, aunque extrañado de los dominios del Rey Católico, seguía siendo un elemento peligroso del que no se podía fiar y había que vigilar. Uno de los medios del que se van a servir es el pago de la pensión. Se puede decir que el Consejo en el Extraordinario consiguió su objetivo de domeñar al jesuita a través de la paga del vitalicio. Como ordenaba la pragmática (artículo VII), se hacía por medio del Banco del Real Giro, con intervención del ministro de España en Roma. Entidad fundada en 1751, como Oficina del Real Giro, para situar fondos en el extranjero por cuenta del erario y de los particulares, para evitar a los cambistas que exigían hasta un 20%, el Real Giro poseía varias sucursales, una de ellas en Roma. El ministro debía tener particular cuidado de estar al tanto de
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Estos eran los considerandos de la Real Cédula: «Que por el Artículo nueve de la Real Pragmática Sanción en fuerza de Ley, para el extrañamiento de mis Reynos a los Regulares de la Compañía, y ocupación de sus Temporalidades, está prohibido el regreso de Individuo alguno de ella a estos Dominios, y encargado a las Justicias tomasen con los infractores las más severas providencias, como asimismo contra los auxiliadores y cooperantes, castigando a estos últimos como perturbadores del sosiego público: Que el Artículo diez de la citada Pragmática Sanción disponía, que no bastase la dimisión del papa, ni el que quedase qualquier individuo de la Compañía de secular o sacerdote, ni el que pasase a otra Orden, para poder volver a estos mis Reynos, no obteniendo especial permiso y licencia mía; encomendándose a las Justicias territoriales en el Artículo 19 la execución e imposición de las penas a los contraventores: Que creyeron los fiscales, que para evitar todo pretesto de ignorancia, convenía se intimase en las Cajas, antes de salir de España, la Real Pragmática a todos los individuos de la Compañía, como así se había hecho, librándose para ello la Real Provisión conveniente por mi Consejo, habiendo quedado todos legalmente instruidos del contesto de la Real Pragmática Sanción: Que con infracción de ella se habían introducido en España, señaladamente en Gerona y Barcelona, número considerable de Sacerdotes y Legos, con pretexto de haber obtenido dimisoria de la Curia Romana, o del General, sin permiso alguno mío, infiriéndose de aquí la infracción: Que este hecho no se fundaba en conjeturas, sino en las pruebas instrumentales, que resultaban de las certificaciones auténticas, que presentaban mis Fiscales, dadas por Don Joseph Payo Sanz, Escribano de Cámara honorario del mi Consejo con destino al Extraordinario: Que una infracción tan descubierta, al paso que manifestaba el ningún respeto a las Leyes de parte de los infractores, debía despertar la vigilancia del mi Consejo, a fin de excitar la observancia de la Pragmática Sanción, fixándose las penas de los infractores, que sin licencia vuelvan a estos mis Reynos, acordando para ello las providencias que tubiere por convenientes».
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los jesuitas que fallecían o de los que, por su culpa, quedaban privados de la pensión, para rebatir su importe.35 Explorando los archivos, salta a la vista la situación precaria y aun límite de una mayoría que malvivía con la escasa pensión vitalicia, concedida graciosamente por la «clemencia» de su Majestad Católica. Digo «graciosa», porque la pena de extrañamiento a la que Carlos III condenaba a los jesuitas conllevaba, como acabo de exponer, la pérdida de las temporalidades. Gracia otorgada a cada jesuita español condenado a esa pena, fuera europeo, americano o filipino, pero no a los extranjeros, a quienes se enviaron a sus naciones respectivas, con prohibición absoluta de poner el pie en los dominios de su Majestad Católica. Hay que señalar, por tanto, para no llevarse a engaño, que el vitalicio semestral salía de la masa de esas temporalidades de los jesuitas, que habían pasado a la Corona, con el parecer favorable de una junta de obispos, en cuanto a su licitud jurídica y moral, en tanto que bienes eclesiásticos. Exiguo vitalicio, por otra parte, que iba perdiendo su valor al vaivén de los ciclos inflacionarios. De este modo, no pocos jesuitas se veían reducidos a la miseria y pasaban hambre, en país extraño, sin derechos jurídicos que los defendieran y obligaran a ser atendidos por los oficiales reales. La concesión era, además, precaria, en cuanto dependía de la guarda del confinamiento del jesuita al territorio del Estado de la Iglesia y a la conducta en relación con la corte de España, no solo a nivel personal sino también institucional, de todo el cuerpo de la Compañía, dentro del marco jurídico de la Pragmática Sanción, con fuerza de ley, del 2 de abril 1767. Los términos de la pragmática eran tan generales que constituían una continua amenaza para cada jesuita, pues, por cualquier motivo que la corte juzgara «justo motivo de resentimiento» podía cesar el goce la pensión.36 Es más, la amenaza era aún mayor, en cuanto se condicionaba el pago del vitalicio al modo de proceder de los superiores de la universal Compañía en relación con la resolución real. Esta era la seria advertencia de la pragmática: «Y aunque no debo presumir que el Cuerpo de la Compañía, faltando a las más estrechas y superiores obligaciones, intente o permita que alguno de sus individuos escriba contra el respeto y sumisión debida a mi resolución, con título o pretexto de apologías o defensorios, dirigidos a perturbar la paz de mis Reinos, o por medio de emisarios conspire al mismo fin, en tal caso, no esperado, cesará la pensión a todos ellos». 37 La posición del rey era tan estricta en este punto que extendía a todos sus vasallos la prohibición de tratar de la resolución regia del extrañamiento de los jesuitas, bajo penas severísimas. Así se expresaba en el artículo XVI de la pragmática del 2 de abril 1767: «Prohíbo expresamente que nadie pueda, declarar o conmover, con pretexto de estas providencias, en pro o en contra de ellas, antes, impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos, y mando que a los contraventores se les castigue como reos de lesa Majestad».
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Pragmática Sanción de 2 de abril de 1767, artículo VII. «Art. VI. Declaro que, si algún jesuita saliere del estado eclesiástico (adonde se remiten todos) o diere justo motivo de resentimiento a la Corte con sus operaciones o escritos les cesará desde luego la pensión que va asignada». 37 Ibídem. 36
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DOS ETAPAS: EL ANTES Y EL DESPUÉS DE LA EXTINCIÓN DE LA COMPAÑÍA
Hay que distinguir dos momentos en la situación de los expatriados en Italia: el antes y el después de la extinción de la Compañía por Clemente XIV, es decir de 1767 a 1773 y, desde esta fecha, hasta la restauración de la Compañía en España en 1815. Dentro del primer periodo, se deben considerar dos grupos diferenciados de expatriados: los que siguieron vinculados a la Compañía y los que la abandonaron, buscando una salida a la nueva situación. Porque, en efecto, entre los siete años que median entre el extrañamiento y la extinción (1767-1773), se produce el fenómeno de la secularización de una minoría muy numerosa, que puede calcularse en una quinta parte del total de expatriados, aunque, en tres provincias, Perú, Toledo y Andalucía, el abandono masivo llegó a la mitad de sus efectivos en la primera y alrededor de la cuarta parte, en las dos últimas (Giménez López y Martínez Gomis 1995). La diferencia entre unos y otros, en el aspecto que nos ocupa, consiste en que, mientras los primeros siguen viviendo, mal que bien, en comunidades que administran, como fondo común, la pensión que recibe cada uno de sus miembros, el jesuita secularizado quedaba expuesto a vivir, por sus propios medios, administrando su propia pensión. Aunque es verdad que los secularizados en esa etapa eran considerados, en cierto modo, vasallos de su Majestad Católica bajo la protección de los oficiales reales, en contraposición a los que seguían unidos a la Compañía bajo obediencia de su general que habían sido desnaturalizados, como dijimos. El segundo periodo, el posterior a la extinción de la Compañía, iguala a unos y otros con el mismo rasero: todos son «ex jesuitas», esto es, personas privadas a las que, como tales, se les prohíbe vivir en comunidad ya que han dejado de ser religiosos y han pasado todos al estado secular, sea sacerdotal o laical, por lo que cada uno tendrá que administrar su propia congrua. En febrero de ese año, 1768, Azpuru había expuesto a Grimaldi su modo de proceder con los expulsos que venían a Roma, de acuerdo con las órdenes recibidas, así como sus dudas al respecto. Las órdenes existentes disponían que las secularizaciones se hicieran por la penitenciaría y no por el padre general, cuya autoridad no reconocía la corte de España. A los fugados de Córcega que, por Génova, habían llegado a Perpiñán y a Bayona de Francia, una vez que volvieran a Italia, se les pagaría la pensión. Los jesuitas podían vivir en cualquier parte de Italia, menos en los estados de Nápoles, Parma y Toscana. A los fugados que no quisieran secularizarse, debía considerárseles como apóstatas y acéfalos, pues seguían siendo jesuitas. Por otra parte, se excluía del goce de la pensión a los jesuitas que se hallaban en Roma al tiempo del extrañamiento, a menos que se secularizasen. INSUFICIENCIA DE LAS PENSIONES
En abril de 1768, el ministro Azpuru informaba al consejo acerca de las pensiones y de su insuficiencia para cubrir la manutención de los ex jesuitas de Roma. Se entregaba, en moneda romana, 80 escudos a los sacerdotes, equivalente a los 100 pesos, y 72 escudos a los legos, correspondientes a los 90 pesos asignados a esta clase, pero de ambas sumas se descontaba el cambio, quedando reducido el importe anual de la pensión a 70 escudos, 72 y 1/4 bayocos para los sacerdotes y a 63 escudos, 65 bayocos para los legos. Este descuento hacía que la mesada regulada para los sacerdotes, en vez de 6 escudos, 66 bayocos, disminuyera a 5 escudos, 89 bayocos; y la de los coadjutores, se redujera, de 6 escudos, a 5 escudos, 30 bayocos, cantidad insuficiente para la manutención de los expatriados en Roma, aunque fuera suficiente en otros países más baratos, como Córcega, en donde, además, recibían la pen-
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sión sin descuento alguno por recibirla en moneda de España. El consejo decidió que se les pagara a todos su pensión sin descuento alguno, lo que se hacía a partir de junio 1768.38 LA TRANSMIGRACIÓN A LOS ESTADOS DEL PAPA Y LA MAGRA AYUDA DE LA CORTE
En agosto de 1768, Clemente XIII decidió admitir a los jesuitas en sus Estados39 y, en septiembre, se produjo la transmigración de los expatriados, desde Córcega al continente, hacia aquellos Estados, en condiciones más que precarias. Estas afectaron especialmente a las provincias de América, debido, además de a la penuria causada por la obligada salida de la isla, al mes de su llegada, después de los gastos extraordinarios para su establecimiento, a la conducta injusta y violenta, con amenazas, observada por los jefes militares y los comisarios de Francia. La provincia de Quito, por ejemplo, perdió 21 pesos fuertes en la entrega de la cantidad correspondiente a los 99 miembros de la provincia, a razón de 5 pesos por cabeza (495 pesos para el total de la provincia), exigidos por los comisarios de Francia. Por componerse esa cantidad de doblones y escudos de Francia y desconocerse el valor legal de esas monedas en Génova, se halló el exceso dicho. Pidieron al comandante francés que hizo la cuenta la devolución del sobrante y el recibo de lo entregado, pero ni se les devolvió lo primero ni se les dio recibo alguno. Tampoco se les proporcionó bagaje suficiente para todo el equipaje y se les almacenó, en Sestri, el resto de sus pertenencias que no pudieron cargar, debiendo caminar, con lo puesto, dos jornadas largas por lugares montañosos. El infante duque de Parma los socorrió con munificencia regia a su paso por sus estados, dándoles cobijo y manutención y, a cada uno, 8 pesos. Pero este dinero se les fue, en el camino a las Legaciones (Bolonia, Ferrara, Marca de Ancona), en pagar, en Módena, los costos de cabalgaduras y hospedaje, a precios exorbitantes. La situación era tal, que no solo el viceprovincial de Quito40 sino también el viceprovincial del Paraguay41 y el provincial de México,42 desde los destinos de término, Faenza y Bolonia, se dirigieron al ministro de España en Roma exponiéndole su situación de extrema miseria y suplicando auxilios, a cuenta de la pensión anua que su Majestad les ofrecía. Ambas provincias, al igual que la primera, sufrieron, en sus viajes por mar y tierra, penalidades semejantes y, por parte de los comisarios de Francia, idénticas extorsiones, así como, por el contrario, experimentaron la misma generosidad y benevolencia del infante duque de Parma. El provincial de México era más explícito y mostraba su confianza en que la corte de España acudiera en su socorro, si no estaba en mano del ministro en Roma, Azpuru, el remedio. El viaje, decía el provincial, les había dejado «en una suma necesidad y pobreza» y no veía medio para «mantener y establecer a tanto pobre desterrado». Suplicaba al ministro Azpuru la entrega de la pensión adelantada, «que según las intenciones católicas de S. M.» debería correr desde fines de ese septiembre, para los gastos necesarios del nuevo establecimiento. «De lo contrario —decía—, habemos de perecer de hambre, y desnudez, por no haber llegado aquí con más ropa que la que traemos en nuestros cuerpos». Esperaba de monseñor Azpuru que, «mediante la cristiana piedad de V.S. Illma», no llegaran a ese extremo, pudiéndolo remediar. En caso de que no estuviera en su mano, no dudaba el provin38 39 40 41 42
AMAE, Santa Sede, legajo 331, fol 464, cf. Azpuru a Grimaldi, Roma, 29 septiembre 1768 (2.ª). AMAE, Santa Sede, legajo 331, fol 462, cf. Azpuru a Grimaldi, Roma, 29 septiembre 1768 (1.ª). AMAE, Santa Sede, legajo 331, f. 461, Jacinto de Ormaechea a Azpuru. Faenza, 21 septiembre 1768. AMAE, Santa Sede, legajo 331, f. 472, Juan de Escandón a Azpuru, Faenza, 26 septiembre 1768. AMAE, Santa Sede, legajo 331, f. 472, Salvador de la Gándara a Azpuru, Bolonia, 28 septiembre 1768.
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cial, y tenía «esperanza cierta», de que sus necesidades serían oídas en la corte de España, «según la experiencia que tengo de los tan caritativos, como oportunos órdenes, que se han dado hasta aquí, desde nuestro arresto, para nuestra decente pasadía». 43 Al mismo tiempo que los provinciales acudían al ministro de España, el cardenal Spinola, legado de Ferrara, y el vicelegado de Ravena habían informado al Papa, por medio del secretario de Estado, cardenal Torrigiani, de la perentoria necesidad de auxiliar a los recién llegados. El Papa le hizo saber a Azpuru la situación, adjuntándole copias de las cartas de ambos prelados y la lista que enviaba el vicelegado de Ravena, de los jesuitas llegados a territorio. Su Santidad instaba al ministro de España en Roma a que, informado de la necesidad que padecían los jesuitas recién llegados a sus Estados, diera las providencias necesarias para socorrerles prontamente. Este socorro se iba a demorar por la actitud burocrática de Azpuru. El ministro de España había previsto estos casos, pero se encontraba sin órdenes de Madrid, no obstante haberlas solicitado en sus anteriores despachos. Por su parte, no respondió a los sedicentes provincial y viceprovinciales, pues no los reconocía por tales. Al Papa hizo saber que esperaba órdenes e instrucciones de la corte de España. Mientras no las recibiera, se abstendría de dar ninguna providencia al respecto. Cuando esto se escribía, la corte había tomado ya las determinaciones oportunas que había comunicado, el 20 de septiembre, en una instrucción al ministro de España en Génova, don Juan Cornejo, con orden de comunicarla a Azpuru, cosa que no había sucedido todavía. Por otra parte, los jesuitas —según comentaba Azpuru— estaban de paso, sin establecimiento fijo, los comisarios continuaban en Ajaccio, no había cónsules de España ni en Ferrara ni en Ravena, ni ministro de Su Majestad en sus inmediaciones, a quienes encargar la anticipación de pensiones con la seguridad y formalidades precisas. Con todo, una vez que llegara la instrucción dicha, Azpuru afirmaba que practicaría «todas las diligencias que tenga por conformes a las piadosas intenciones de S. M. y a la caridad con que siempre ha tratado a dichos expulsos [el subrayado es mío]».44 Poco después llegaría a Azpuru la esperada comunicación de Cornejo y, no obstante no constarle formalmente las providencias tomadas por mano de los comisarios reales, que ni le habían escrito sobre la salida y viaje de los expulsos, Azpuru creyó, por fin, llegado el tiempo de acomodarse a las anteriores instrucciones de 7 de junio y suministrar algún socorro a los expulsos a cuenta de sus pensiones. En esa fecha, Grimaldi había prevenido al ministro en Roma que, en ocurrencias extraordinarias, podía comunicarse directamente con los que, permaneciendo jesuitas, vinieran a establecerse en el Estado Pontificio, con el fin de pagar las pensiones y girar la cuenta con exactitud, advirtiéndole que «[…] pospuesta toda formalidad sólo se debe pensar a la aplicación de los medios que facilitan la execución de las piadosas intenciones de S. M. y su incomparable caridad con dichos Expulsos notoria a todo el Mundo».45 Expresiones que Azpuru apostillaba: «y realzada hoy con las providencias comunicadas a dicho Ministro en la citada carta de V. E.». Por otra parte, en respuesta a las anteriores instancias de Su Santidad de socorrer a los recién establecidos en sus Estados, Azpuru se apresuró a comunicar al Papa lo substancial de estas providencias. Pero se sintió obligado, al mismo tiempo, a hacer frente a los comentarios que habían circulado por Roma como consecuencia de las noticias que llegaban a la 43 44 45
Ibídem. AMAE, Santa Sede, legajo 331, p. 472-474. Azpuru a Grimaldi. Roma, 6 octubre 1768. AMAE, Santa Sede, legajo 331, p. 477-478. Azpuru a Grimaldi, Roma, 13 octubre 1768.
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Ciudad Eterna sobre la situación desesperada de los contingentes de jesuitas que iban llegando a los Estados Pontificios. Naturalmente, esos comentarios se los achacaba Azpuru al partido jesuítico, como si la realidad de la situación y su tardanza en tomar decisiones urgentes para socorrerla, por escrúpulos formales, no fueran también la causa, según se advertía en el despacho del primer secretario de estado de Carlos III. Azpuru, sin duda para salvar su reputación, después de esta advertencia de Grimaldi sobre sus formalismos, permitió que las medidas tomadas por el gobierno de su Majestad Católica favorables a los jesuitas se propalaran por la ciudad de Roma, «para confirmarla en la justa opinión, que tiene de la inimitable piedad de S. M. y convencer las malignas, y temerarias voces, que con ofensa del Real decoro habían esparcido los del partido Jesuítico poniendo en duda, y aun negando la continuación de la pensión ofrecida a dichos Expulsos».46 En octubre, Grimaldi pasaba al ministro Azpuru la orden de socorrer a cuantos jesuitas entrasen en el Estado Eclesiástico, con lo que le pareciera indispensable para su subsistencia, sin esperar razón del tiempo fijo, hasta que quedaran satisfechos. Luego, comunicaría a los comisarios reales las entregas hechas a los jesuitas, para que los dichos comisarios les girasen sus cuentas y les pagasen el resto, sin perjuicio del fondo de temporalidades.47 Así lo había ejecutado Azpuru aun antes de recibir esta orden y continuaría de la misma forma hasta la llegada de los comisarios. Para primeros de noviembre, los jesuitas habían quedado socorridos con 12 escudos por cabeza, a cuenta de sus pensiones correspondientes a los meses de octubre y noviembre, encargo que confió al conde Giovanni Zambeccari para los establecidos en las legaciones de Bolonia, Ferrara y Ravena y otros lugares de su jurisdicción. Se había hecho el suministro, tomado los correspondientes recibos y formado la lista de todos los expulsos que quedaban socorridos en aquellas jurisdicciones. 48 HABILITACIÓN DE NOVICIOS Y DE OTROS JESUITAS EXCLUIDOS PARA EL GOCE DE LA PENSIÓN
La extinción de la Compañía de Jesús, en 1773, supuso un cambio respecto de la personalidad jurídica del jesuita, puesto que quedó convertido en simple lego o en clérigo secular. Eran ya puros «individuos» sin ligazón jurídica entre ellos ni con otra institución eclesiástica que la misma Iglesia. El embajador Francisco Moñino, futuro conde de Floridablanca, una vez conseguida la ansiada extinción, se muestra propicio a favorecerles en lo posible, incluso a los novicios que habían seguido voluntariamente a los extrañados al exilio. De acuerdo con la Real Pragmática de Extrañamiento, del 2 de abril 1767, al no estar ligados jurídicamente a la institución, los novicios quedaban libres de dicha pena. Pero, si por propia voluntad escogían expatriarse por seguir la suerte de los extrañados, se sometían voluntariamente a ella, lo que podía interpretarse, en cierto modo, como un desacato a la piedad del rey que les ofrecía gozar de todos los beneficios de sus demás fieles vasallos. Esta decisión conllevaba, de acuerdo con el artículo V de la pragmática, el no disfrutar de la pensión que la real clemencia asignaba a los miembros ligados jurídicamente a la institución sobre los que sí pesaba inexorablemente esa pena, de la que no podían evadirse.
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AMAE, Santa Sede, legajo 331, pp. 477-478. Azpuru a Grimaldi, Roma, 13 octubre 1768. AMAE, Santa Sede, legajo 331, pp. 499-500. Azpuru a Grimaldi, Roma, 10 noviembre 1768 (2). AMAE, Santa Sede, legajo 331, p. 498. Azpuru a Grimaldi, Roma, 10 noviembre 1768 (1).
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Sin embargo del rigor de la ley, la política de conceder la pensión a novicios, no obstante la pragmática, se había tratado, en enero de 1768, en el seno del Consejo en el Extraordinario a propósito de Gaspar Andrés. Se fugó de Córcega y fue a Roma. Se proponía que se le diera la pensión «por pura piedad y conmiseración del rey», así como a los otros novicios en los que concurrieran las mismas circunstancias de haberse separado de la Compañía. Se les daría la pensión de los legos: 90 pesos, equivalentes a 72 escudos romanos. No obstante, otros miembros del consejo se opusieron y nada se hizo por entonces (Giménez López y Martínez Gómis 1995: 435-436). Decretada la extinción de la Compañía, se les concedió el vitalicio de acuerdo con su estado presente: al sacerdote 100 pesos y 90 al lego. Los primeros beneficiarios fueron 15 antiguos novicios del Nuevo Reino (de los que uno estaba loco), cuyas instancias databan del 7 de octubre 1773, muy poco tiempo después de la ejecución de la extinción. Solicitaban algún socorro y subsidio anual para mantenerse en la actual situación. En la consulta del 30 de octubre, el Consejo en el Extraordinario, «estimaba propio de la Real benignidad el que a los contenidos en la instancia, siendo españoles, se les asista con la pensión asignada a los demás extrañados, a los que fueran sacerdotes en su clase, y a los otros como a los legos».49 Por real decreto del 23 de noviembre 1773 se les concedía el goce de la pensión a partir del 1 de enero 1774. Con motivo de los ajustes de las pensiones, tras la extinción, el comisario de Génova, Fernando Coronel, informaba en 28 de octubre de 1773 al presidente del consejo, don Manuel Ventura de Figueroa, del número total de 105 ex jesuitas que por diversas causas no gozaban la pensión en su jurisdicción. Citaba por sus nombres a seis de ellos y daba en bloque la cifra de 99 jesuitas más que habían pasado a los Estados de la Iglesia en clase de novicios.50 De los 61 novicios americanos que siguieron a la Compañía, existentes en Italia en 1774 (1 del Perú, 19 de México, 8 del Paraguay, 18 del Nuevo Reino, 1 de Filipinas, 9 de Chile y 5 de Quito), solo estos 15 del Nuevo Reino habían obtenido la pensión para el 1 enero 1774.51 Poco más tarde, 7 novicios de las provincias de Quito (3) y de Andalucía (4), entregaban, en Faenza, al comisario Pedro Laforcada, sendos memoriales para que los transmitiera a la corte. Los suplicantes declaraban: «que arrepentidos de su primer error que cometieron ausentándose voluntariamente de su destino con los extrañados, haviendo quedado con dispersión de estos en un total abandono, imploran la Real clemencia de S.M. a fin de que se digne concederles la pensión correspondiente a su clase para poderse mantener en algún modo».52 El comisario dio a los memoriales su curso ordinario, adjuntando las respectivas filiaciones y buenos informes de su regular conducta. El rey les concedió el indulto y les habilitó para el goce de la pensión vitalicia el 2 de mayo 1774,53 gracia que, el 21 junio, extendió al resto de los antiguos novicios que siguieron a la Compañía en el exilio italiano. 54
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AMAE, Santa Sede, legajo 342, Moñino a Grimaldi, Roma, 2 diciembre 1773; Bibl. IHSI, Archimbaud «Catálogo 1774», p. 729. 50 AMAE, Santa Sede, legajo 342, Coronel a Ventura de Figueroa, Génova, 28 octubre 1773. 51 Bibl. IHSI, Archimbaud «Catálogo 1774», p. 729. 52 AMAE, Santa Sede legajo 341, p. 27, Moñino a Grimaldi, Roma, 10 febrero 1774. 53 AMAE, Santa Sede, legajo 341,p.75, Moñino a Figueroa, Roma, 19 mayo 1774. 54 Bibl. IHSI, «Resumen general de las quatro Provincias de España» en «Relación individual de los Ex Jesuitas muertos de las Once Provincias de España e Indias desde la expulsión hasta el día 30 de junio de 1777.
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Por el mismo tiempo que Laforcada, el comisario de Génova, Fernando Coronel, enviaba también memoriales y filiaciones de otros novicios de sus jurisdicción, pidiendo indulto de su exceso e implorando la clemencia de Su Majestad para el goce de la pensión. Coronel informaba favorablemente.55 El Papa Clemente XIV, por su parte, deseaba que el rey concediera la pensión a los 13 individuos de la Asistencia de España que se encontraban en las casas de Roma, o en otras del Estado Pontificio al tiempo del extrañamiento, por no cargar la cámara apostólica con su manutención. El rey se avino enseguida a ello y el Papa quedó contentísimo «por la benignidad del Rey». Como indiqué arriba, se les había denegado anteriormente, a menos que se secularizaran, lo que no hicieron.56 Los mismos ex jesuitas tenían el cargo de efectuar los pagos, mediante recibo firmado y una gratificación de la Corona. Así se ordenaba, por ejemplo, en 1776, en el caso del andaluz Bernardo Portichuelo, que tenía a su cuidado el pago de las pensiones a los andaluces residentes en el genovesado. Debía dársele una recompensa a cuenta del fondo de temporalidades que no excediera la que se daba a los otros diez ex jesuitas, con igual ocupación en el Estado Pontificio.57 RECELO CONTRA LOS JESUITAS DEL AGENTE NICOLÁS JOSÉ DE AZARA
Con motivo del fallecimiento del pontífice (22 de septiembre de 1774), comenzaron a circular sátiras y papeles contra la buena fama de Su Santidad. Moñino informó de ello a los comisarios reales mandándoles que averiguasen los autores. Grimaldi, en su despacho del 22 de noviembre, enviaba copia de algunos de esos papeles a Azara y confirmaba la suposición de Moñino sobre el «desenfreno y temeridad de nuestros ex jesuitas en escribir cosas malignas, sediciosas y llenas de falsedades». Azara repetía a los comisarios el anterior encargo de Moñino y les adjuntaba lo expresado por Grimaldi en su oficio contra los que propalaban tales escritos, amenazando a los ex jesuitas con la pérdida de la pensión. Estas eran sus palabras: [...] cesará enteramente el goce de la pensión a cualesquiera de ellos, de quienes se llegue a descubrir otro semejante iniquo proceder y que se les mirará como indignos de los beneficios que hasta aquí han disfrutado, en la inteligencia de que, a pesar de su sagacidad y astucia, serán rigurosamente observados y bastará la comprobación de algún hecho de esta naturaleza para cortar la pensión al individuo o individuos comprendidos en él, conforme a la real orden.58
Estas amenazas suponían una visión maníaca del jesuita como elemento traicionero y perturbador, que acompañó siempre a Azara. La realidad era diversa como lo indican las rarísimas excepciones del goce de la pensión, fuera de extranjeros o prófugos. Según la «Relación individual» de 1777, esto es, diez años después de la expulsión, frente a más de 4.000 ex jesuitas que gozaban del vitalicio, los suspensos de la pensión eran solo 10: 5 sacerdotes, 2 escolares y 3 coadjutores, de los que 7 eran de las provincias de España y 3 de Indias (1 sacerdote y 1 coadjutor de Perú y 1 sacerdote de Chile). Los otros privados de la pensión o Dispuesto, de orden del Consejo en el Extraordinario, por Don Juan Antonio Archimbaud y Solano, Contador de Temporalidades» (en adelante Archimbaud «Relación individual», 1777) f. 44r-v. 55 AMAE, Santa Sede, legajo 342. Moñino a Grimaldi, Roma, 17 febrero 1774. 56 AMAE, Santa Sede, legajo 342. Moñino a Grimaldi, Roma, 2 diciembre 1773. 57 AMAE, Santa Sede, legajo 347. Oficios de Embajada, año 1776. 58 AMAE, Santa Sede, legajo 342. Azara a Grimaldi, 15 diciembre 1774.
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eran prófugos (22 sacerdotes, 1 escolar y 18 coadjutores) o extranjeros excluidos por el artículo IV de la pragmática de 2 de abril 1767. Estos eran 151 sacerdotes, 1 escolar y 107 coadjutores. Para esta fecha, la carga de pensiones vitalicias había quedado aliviada por muerte de 932 ex jesuitas: 582 sacerdotes, 38 escolares y 312 coadjutores.59 No quiero decir con esto que no se produjeran posteriores suspensiones, que se dieron, sino que el número era tan exiguo que, en realidad, no constituyó un problema general y lo mismo que se suspendía se volvía a conceder. PENURIA DE LOS EX JESUITAS CASADOS Y CICATERÍA EN LOS SOCORROS FAMILIARES
Capítulo aparte merecen los ex jesuitas casados que presentan una problemática particular. De ella se ocupó el consejo de modo especial. Por una parte, que los ex jesuitas tomaran estado de matrimonio era visto por el consejo como una corroboración de la rotura del régimen interno manifestada por la desbandada de un número apreciable de fugitivos de la Orden que se había producido y el mismo consejo había tratado de favorecer. Por otra, aparecía como un argumento más en favor de su tesis de que los jesuitas estaban dominados por una férrea disciplina basada en la obediencia ciega. Algunos miembros del consejo pretenderán fomentar los matrimonios de los expulsos, ofreciéndoles acomodo en España, con sus nuevas familias. La novedad de la condición del ex jesuita casado, no prevista en la real pragmática (sí estaba la del paso a otra Orden religiosa), se trató en el Consejo en el Extraordinario el 20 de abril 1769, con motivo del coadjutor andaluz secularizado, Francisco de Borja Ximénez. Era el final de un complicado camino burocrático. El andaluz había acudido al ministro en Roma, Azpuru, con la solicitud de licencia para casarse en la persuasión de que se le continuaría la pensión que gozaba como expulso. El ministro, en 11 de agosto 1768, había consultado el caso a Grimaldi, añadiendo que otros pensaban tomar el mismo estado, fuera de los que lo habían contraído secretamente. Azpuru apoyaba la pretensión de Ximénez juzgando que, por medio del matrimonio, se conseguiría la disminución de los dependientes del general de la Compañía. Por orden del rey, Grimaldi pasó la carta de Azpuru a la secretaría de Gracia y Justicia y esta, en 31 del mismo mes, al conde de Aranda para que se viera en el Consejo en el Extraordinario y diera su parecer. En 10 de diciembre, por la vía de Estado, se pasó al conde otra carta de Azpuru como recordatorio de su consulta sobre lo que debía hacerse respecto de las pensiones de los coadjutores secularizados que quisieran casarse o estuvieran ya casados. La posición del fiscal del consejo, Rodríguez de Campomanes, fue del todo favorable: los coadjutores secularizados, por el hecho de casarse, no contravenían a la Pragmática Sanción ni a ninguna otra ley o disposición de Su Majestad, antes bien ratificaban la secularización, por lo que no había motivo de cesarles, por esta causa, en el goce de sus pensiones. Compartía el juicio de Azpuru y proponía la admisión en España de los coadjutores y estudiantes casados con sus familias, aprovechando los nuevos matrimonios para la política de repoblación emprendida por la Corona en Ibiza o en la nuevas colonias de Sierra Morena, entrando en el reparto de suertes de tierras. En el supuesto de que estos sujetos no 59 Archimbaud, «Relación individual 1777» ff. 91-104v. Para el número total de este año de 1777, faltan los datos de las provincias del Nuevo Reino y de Quito. De las cuatro provincias de España, gozaba un total de 2609 individuos de todas clases, incluyendo novicios, frente a siete suspensos. De las de Indias, 1309 (sin contar Nuevo Reino y Quito) frente a solo tres.
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podrían «dañar con predicaciones, confesiones y doctrina», vendrían con pasaporte expedido por los ministros de Su Majestad en Italia y noticia previa del paraje en donde debían fijar su residencia. El Consejo en el Extraordinario, en su consulta al rey, siguió la opinión del fiscal y estimó conveniente que [...] a todos los Coadjutores secularizados, que se casen, se les permita venir a establecerse con sus familias en esos Reinos, dándoles los primeros quatro años, el importe de su pensión a los plazos regulares, y el del último, anticipado para que puedan costear su viaje; pues que así havrá otras tantas familias, que aumenten la población de los Dominios de V. M., sin que en su regreso halle el Consejo inconveniente, como que son Miembros del todo separados del Instituto de la Compañía, y su régimen.
Tres consejeros, sin embargo, en su voto, se separaron de este dictamen y se opusieron absolutamente al regreso de los coadjutores, aunque se hubieran casado, por juzgarlo perjudicial a los dominios de Su Majestad. Entre otras consideraciones por reputarlos de ningún provecho para aquellos reinos y «sí unas Espías, que comuniquen al régimen de la Compañía quanto pase, para su gobierno». El rey se conformó con la consulta del consejo en cuanto a continuar la pensión a los jesuitas secularizados que se casaran, pero siguió el dictamen de los oponentes y no consintió en concederles el permiso para su regreso.60 Veinte años después, en 1789, el caso del limeño Juan de Sanabria dio pie al ministro de España en Génova, don Juan Cornejo, para atraer la atención del nuevo monarca, Carlos IV, sobre la precaria condición de los casados y de sus hijos. Estudiante del Colegio Máximo de Lima al tiempo de la expulsión, Sanabria se había secularizado el 20 de julio 1768 y contraído posteriormente matrimonio. En 1789, tenía 7 hijos pequeños y se encontraba en necesidad extrema. Se le había socorrido con 550 reales, pero había vuelto a hacer su instancia. Cornejo lo recomendaba por la miseria en que vivía. Le faltaba el vestido necesario para su decencia. No tenía sino dos camas para la separación de ambos sexos, tan recomendada a los padres de familia principalmente en las horas del reposo, lo cual hacía que durmiesen juntos hombres y mujeres, de los que algunos pasaban ya de los siete años (los años de la discreción). La pensión asignada a estudiantes no pasaba de 90 pesos sencillos y no podían procurarse la misa como los sacerdotes que recibían 100 pesos. A propósito de este caso, el ministro Cornejo exponía la situación general que padecían los hijos de estos españoles casados y proponía para ellos una solución que le parecía digna y conveniente. Si estos hijos fueran a España, crecerían como vasallos del rey y podrían ser útiles a su real servicio. Por el contrario, permaneciendo en Génova, aumentarían el número de los súbditos de la República. El ministro Azara, en su informe sobre el caso, consideraba a todos los ex jesuitas residentes en Génova inmerecedores de ningún socorro. Eran los más díscolos y perjudiciales entre los ex jesuitas. Los residentes en el Estado Pontificio, que pedían licencia para pasar allá, eran los peores y, cuando se marchaban, se sentía liberado. Cornejo estaba decrépito y dominado por los jesuitas y, a mayor abundamiento, su secretario, que Azara desconocía, era muy afecto a ellos. En cuanto a la concesión de socorros, Azara había seguido su propio sistema diverso del de Cornejo: a los octogenarios les daba 350 reales e iba rebajando esta cantidad, según la edad, de mayor a más joven. A ninguno había dado los 550 reales, ex-
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Archivo General de Simancas (AGS), Gracia y Justicia (G y J) legajo 669, f. 139.
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cepto a los casados, a quienes les entregaba el socorro completo, más un doblón por cada hijo. Cornejo, por el contrario, observaba Azara, había entregado a todos, sin distinción, el socorro de los 550 reales.61 Esta postura cicatera y recelosa en relación con los ex jesuitas rezumaba en no pocas ocasiones. Azara restringía, lo más posible, las concesiones regias a los ex jesuitas. Así, en el caso de Manuel García, en 1791: ex coadjutor, de 63 años, habitaba en Castelfranco, era viudo con 4 hijos pequeños, 2 mujeres y 2 varones. Aunque los varones podrían hacerse soldados, las mujeres quedarían abandonadas. La más pequeña tenía 8 años. Enfermo habitual y paralítico, se encontraba reducido a extrema miseria y más en ese tiempo en que todo había encarecido. No tenía oficio ni salud para industriarse. Enviaba un memorial para don Antonio Porlier, marqués de Bajamar, secretario de Gracia y Justicia de España e Indias desde la reestructuración de las secretarías de Estado realizada por Floridablanca en 1790. García lo había conocido, en Potosí, cuando años atrás y en situación muy distinta era compañero del padre Martínez de Escobar, procurador de Castilla en aquella ciudad. Porlier era en aquel entonces fiscal de la audiencia de Charcas. Luis Gnecco, comisario de Bolonia, recomendaba a García a la clemencia de su Majestad (Bolonia, 17 de septiembre de 1791). Por la regla vigente, le correspondían 27 escudos de socorro, a los que, según el comisario, se podían añadir otros 24 por sus 4 hijos, 51 escudos, en total, que hacían 4 escudos, 25 bayocos mensuales. Floridablanca respondía a esta solicitud (Madrid, 27 de diciembre de 1791) concediendo a García 300 reales por solo una vez, pero Azara ordenó al comisario Gnecco que no se los entregara, pues ya él, Azara, había mandado darle con anterioridad 12 escudos, equivalente a la cantidad concedida por el rey. En cuanto a los hijos de los ex jesuitas, Floridablanca comunicaba a Azara la práctica general seguida, por concesión del rey: a los hijos de ex jesuitas españoles que no sobrepasasen los 12 años de edad y quisieran establecerse en España, se les permitiría su venida y se les auxiliaría.62 Entre estos y otros muchos casos que se presentaban entre los casados, hay que reconocer que no faltaban tampoco los sufrimientos ocasionados por algunos jesuitas infieles a sus familias. En 1774, María Autti, mujer del ex coadjutor Raymundo Rodríguez, de la provincia de Castilla, que había obtenido las dimisorias en agosto de 1767, solicitaba en un memorial, por sentencia judicial, que se le pagara la pensión de su marido y los alimentos para sí y su hija pequeña. Rodríguez las había abandonado hacía muchos meses y se había ausentado de Roma, su residencia, sin comparecer a tomar las pensiones devengadas en tanto tiempo. Moñino proponía a Manuel Ventura de Figueroa, presidente del Consejo en el Extraordinario, pagar a la mujer la tercera parte de cada mesada, en caso de que Rodríguez no se presentase a percibirlas y a firmar sus recibos. Añadía que la mujer se encontraba «reducida a extrema miseria».63 Por otra parte, se daban también intentos de fraude por parte de esposas de ex jesuitas, como resultó en el caso de María Rodríguez, viuda de Salvador Rodríguez, hermano coadjutor de la provincia de México, destinado en el Colegio de Puebla al tiempo de la expulsión. Había fallecido, en Bolonia, el 27 de abril 1780. En 1789, solicitaba su viuda pasar a España con su hijo, inútil para el trabajo. Hechas las averiguaciones convenientes, se supo 61 62 63
AMAE, Santa Sede, legajo 360 (1789), Expediente 8. AMAE, Santa Sede, legajo 362 (1791), Expediente 11. AMAE, Santa Sede, legajo 347 (1776). Moñino a Ventura de Figueroa, Roma, 12 mayo 1776.
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que María había estado casada, en anteriores nupcias, con un joven italiano de quien tuvo el hijo en cuestión que, a su vez, estaba casado y residía en Pessaro. Azara no perdía ocasión de acompañar este género de noticias de la correspondiente apostilla desfavorable a los jesuitas. Advertía a Floridablanca: «Siendo de prevenir que dicha mujer haya sido seducida por algún ex jesuita para haber hecho aquella instancia».64 LOS HIJOS DE LOS EX JESUITAS, VÍCTIMAS INOCENTES DE ROMA Y MADRID
A propósito de la muerte de algunos ex jesuitas casados y del abandono y miseria en que quedaron sus hijos, Luengo lanza un severo juicio ya contra los que contrajeron matrimonio después de abandonar la Compañía o tras el breve de extinción, cerrándose el camino de tornar a ella, una vez pasada la tormenta que la había deshecho, ya, aunque veladamente, contra el rey y el Papa, como causantes últimos de esos desastres. El 8 de septiembre de 1795, había muerto en San Giovanni el coadjutor Juan Machain, de la provincia de Castilla, destinado en el Colegio de Monforte de Lemos, al tiempo de la expulsión. Perseveró en la Compañía hasta su extinción, pero luego «se separó de ella» y se casó, haciéndose incapaz de volver a ella. Su enfermedad fue bastante rápida. Instado por un jesuita español, hizo su confesión pero no hubo lugar para otros sacramentos, o por lo menos para el santo viático. Dejaba tres hijos «sin otro amparo que la madre y sin otras rentas que las manos de ésta y la providencia del Señor». Otros casados murieron también por aquellos días en Bolonia, en mucha mayor miseria que el anterior fallecido en San Giovanni. Uno de ellos era un antiguo estudiante de la provincia del Perú, de apellido Cavallero, hijo de padre muy acomodado. Hacía mucho tiempo que se hallaba en suma miseria y muerto de hambre, sin más cama que unas pajas en el suelo. Dejaba varios hijos en la miseria que se podía suponer. Tenía otro hermano, en todo semejante. Luengo le pronosticaba que también le imitaría, con verosimilitud, con igual muerte. Se trataba de los hermanos Manuel y Luis Cavallero, nacidos en Madrid en 1743 y 1744 respectivamente. Habían entrado juntos a la Compañía el 13 de agosto 1763.65 Al momento de la expulsión se encontraban ambos en el Colegio Máximo del Cuzco y ambos se secularizaron en 1768, Luis el 6 de julio y Manuel el 11 de septiembre. Luengo miraba, como desertores, a los que se habían casado, incluso a los que lo habían hecho después de la extinción de la Compañía, aunque a estos no los tachaba de «viles», como a los que la abandonaron y se casaron antes. Los primeros merecían alguna excusa, por haberles puesto, a esos «miserables», contra su voluntad, en grandísimos peligros y tentaciones. Parecía, sin embargo, que «[…] la mano del Señor que ha sido siempre pesada contra los que dejaron su Compañía les alcanza también alguna cosa a estos». Y comentaba lamentando la situación en que quedaban los hijos de los ex jesuitas: Terribles consecuencias han tenido el destierro de los jesuitas españoles y la extinción de la Compañía de Jesús, y van a cargo de los autores de estas horribles injusticias, por más que no piensen en ellas. Quántos hijos de estos españoles van quedando tirados en la calle, sin apoyo alguno humano! Espectáculo dolorosísimo y de alguna ignominia para el cuerpo de Jesuitas españoles; y no hay en él [el cuerpo de jesuitas] otro consuelo, que el que resulta necesaria [la
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AMAE, Santa Sede, legajo 360 (1789), Expediente 4. Bibl. IHSI, «Cathálogo de los Padres i Hermanos de la Compañía de Jesús Arrestados en el Perú el día 9 7bre 1767», ff.18 y 20; Archimbaud «Catálogo 1774», p. 444. 65
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ignominia], sin culpa nuestra, del modo cruel, con que hemos sido tratados por los que han mandado en Madrid y en Roma.66
Puede darnos una idea del asunto de los ex jesuitas casados y sus implicaciones para el mismo gobierno, de Madrid, la cuestión que se presentó, en octubre de 1797, al permitir Carlos IV, por consejo del Príncipe de la Paz, el regreso de los jesuitas a España con motivo de las turbulencias de Italia, de lo que me ocuparé más adelante. En julio de ese año, la Contaduría de Temporalidades señalaba la existencia de 136 coadjutores y escolares casados con un total de 429 hijos (Pradells Nadal 2001: 537). HABILITACIÓN DE LOS EX JESUITAS PARA EL GOCE DE LOS BIENES PATRIMONIALES
A partir de la extinción de la Compañía, en 1773, se multiplican los memoriales, por mano del embajador de España, solicitando los bienes propios que creen corresponderles, sea como peculio depositados en otras manos (lo cual era abuso contrario a la pobreza de la Compañía), o bienes dejados a esta, o donaciones, o herencias, etc. Así, por ejemplo, en septiembre de 1774, el limeño Manuel del Sol, del colegio de Potosí, secularizado el 3 de enero 1769 y residente en Roma, solicitaba los caudales, recibidos de sus amigos y benévolos dos años antes de la expulsión, que tenía depositados en dicha villa en manos de don José Elorza.67 En noviembre del mismo año, 1774, otro peruano, natural de Trujillo, el padre Bonifacio Pesantes, del Colegio del Callao, secularizado el 16 de agosto 1768, solicitaba al consejo el pago de 480 pesos y 3 reales que le pertenecía del Colegio de San Pablo de Lima, solicitud que se le denegó.68 Dos años más tarde, en septiembre de 1776, era el paceño Fermín de Loayza, ya mencionado, destinado en el Colegio de Chuquisaca al tiempo de la expulsión y secularizado el 27 de mayo 1769. Residía en Roma y se hallaba «una extrema miseria, sin tener otro subsistir con que mantenerse que la sola pensión que gozaba de la Real clemencia de S. M.», por lo que solicitaba al presidente del consejo, Manuel Ventura de Figueroa, la restitución de varias alhajas de plata labrada, del peso de 35 a 37 marcos, así como de un arca con 500 pesos fuertes, una caja de oro del peso de 4 onzas y media y otras cosas de menor precio propias de su uso que, al tiempo del extrañamiento, había dejado depositadas en la ciudad de La Plata (Chuquisaca), en el reino del Perú, en poder del doctor don Ramón Osorio.69 En febrero de ese mismo años 1776, Francisco Serra, coadjutor de Valencia, solicitaba 100 escudos anuos de sus bienes entregados a la Compañía de Jesús. Floridablanca lo apoyaba pues se lo merecía por su buena conducta y honradez.70 Todas estas solicitudes se archivaron, pero con el tiempo se fueron suavizando las medidas severas contra los jesuitas y, en 1783, se les habilitó para el goce de los propios bienes, aunque, atendiendo al tiempo y circunstancias en que se concede la habilitación, no hay que descartar detrás de la gracia una maniobra financiera para librar los fondos de temporalidades de la carga de las pensiones vitalicias, arbitrando otros medios de subsistencia para los jesuitas expatriados en una coyuntura de crisis económica. Esto se evidenciaba por
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AHL, Luengo, «Diario» 29/2 [1795] pp. 523-524. AMAE, Santa Sede, legajo 342, p. 196. AMAE, Santa Sede, legajo 342. AMAE, Santa Sede, legajo 347, p. 118, Azara a Ventura de Figueroa, Roma, 12 septiembre 1776. AMAE, Santa Sede, legajo 347, p. 19, Floridablanca a Grimaldi, Roma, 22 febrero 1776.
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una cláusula que establecía que, en el caso de superar las propias rentas los 200 pesos anuales, esto es, el doble de la pensión asignada a los sacerdotes, cesaba el goce de la pensión alimentaria a cuenta de las temporalidades. Esto ocurría al término de la guerra con Gran Bretaña (1779-1783) en apoyo de la independencia de las Trece Colonias de Norte América y coincidiendo con la fundación del Banco Nacional de San Carlos (real cédula del consejo, de 2 de junio 1782), último arbitrio propuesto para el reajuste de la Real Hacienda maltratada por los enormes gastos bélicos y la poca fortuna de los vales reales emitidos a partir de 1780 para subsanarlos. El banco, con un capital inicial de 15 millones de pesos fuertes en 150.000 acciones de 2.000 reales de vellón cada una (igual a 100 pesos fuertes) tenía un triple objeto: el pago de las letras de cambio, vales reales y pagarés, el suministro del Ejército y la Armada y el «pago de todas las obligaciones del Giro en los países extranjeros con la comisión del 1% con excepción del ramo del Giro de Roma».71 Esta última providencia afectaba positivamente al pago del vitalicio de los jesuitas. Para atraer suscriptores de América se les dispensaba de cargas fiscales. El rey subscribió 1.000 acciones, el príncipe 500 y el fondo de temporalidades 2.000, equivalentes a 200.000 pesos fuertes. El fondo de temporalidades, que había contribuido con gruesas sumas a la financiación de los crecidos gastos ocasionados por la guerra, volvía a hacerlo en el arranque del Banco de San Carlos creado, en buena parte, para enjugarlos (Tedde Lorca 1998). En esta tesitura, por real orden de 31 de diciembre de 1782, comunicada por el conde de Floridablanca, primer secretario de Estado y del despacho, al Consejo en el Extraordinario, se le previno que expusiera su dictamen acerca de la cuestión presentada por el infante duque de Parma sobre permitir a Santiago della Cella, ex jesuita no profeso de Placencia, dominio del infante en Italia, el percibir, por razón de legítima, u otro título cualquiera, lo que le había dejado su padre por testamento, y si, a este efecto, podría el dicho ex jesuita nombrar procurador, pues el infante quería satisfacerle con fundamento. El 23 de enero 1783, la respuesta fiscal manifestó tener expuesto su parecer acerca del particular en el expediente general que pendía, en el mismo tribunal, sobre el goce de los bienes patrimoniales y otros derechos reclamados por los ex jesuitas extrañados de los dominios de Su Majestad. Tras una serie de expedientes, informes, consultas y demoras propias del aparato burocrático, se publicó y mandó cumplir la real resolución sobre la materia en el Extraordinario de 20 de noviembre de 1783 y se expidió la real cédula sobre el particular el 5 de diciembre inmediato. El 15 de este mismo mes, el rey previno, por real orden, al Consejo de Indias, que comunicase a aquellos dominios lo mandado observar en el asunto para la Península. El 30 de julio 1784, se expedía la real cédula, «para que en los Reynos de las Indas, é Islas Filipinas tenga efecto la habilitación concedida a los Regulares de la extinguida Compañía, para el goce de los bienes que les pertenezcan». El texto declaraba que las reglas expresadas en la real cédula, debían surtir efecto retroactivo desde el 20 noviembre de 1783, en que se publicó en el Consejo en el Extraordinario, la real resolución. Para evitar posibles pleitos, que causarían notable daño, no les quedaba a los ex jesuitas derecho ni acción alguna respecto al tiempo pasado, lo cual suponía privarles de un derecho, al menos de más de diez años, es decir, desde que quedaron todos secularizados, en agosto de 1773. Se respetaban los bienes de los ex jesuitas y se defendían, en su integridad, para el beneficio de los propios ex jesuitas, pero a costa de los 71
R.C. en Novísima Recopilación, ley VI, tit. III, lib. IX.
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mismos, ya que se concedía al pariente-administrador la mitad del producto de la renta anual, en razón del trabajo de administración y conservación del patrimonio. En caso de que las rentas anuales percibidas por el ex jesuita beneficiario excediera la suma de 200 pesos, cesaba en el goce del vitalicio asignado por el rey. La cédula contemplaba, sobre todo, a los ex coadjutores, que, por el mero hecho de la extinción de la Compañía, habían quedado en estado seglar. Parecería una contradicción manifiesta que aquellos a quienes se quería beneficiar, en primer lugar, con sus bienes patrimoniales fueran precisamente los que procedían, por regla general, de familias menos dotadas de bienes de fortuna, por lo cual poco beneficio podía proporcionarles esta habilitación, como tampoco a la Real Hacienda que es lo que, en parte, si no en todo, pretendía la real cédula. Pero, lo mandado y declarado para aquellos, se aplicaba también, con igual razón, a los escolares no sacerdotes que hubieran quedado en idéntica situación de meros seglares. He aquí, en resumen, los términos principales de la habilitación: Los coadjutores de España e Indias, e Islas Filipinas que, por el breve de extinción, quedaron en situación de seglares y, en este concepto, habían tomado el estado de matrimonio, tenían capacidad para adquirir los bienes muebles, raíces, u otros efectos que, desde entonces, hubieran recaído en ellos, o recayesen en el futuro y les correspondieran por herencia de sus padres, parientes o extraños, o por mandas o legados, así como las capellanías, aunque fueran de sangre (artículo I).Pero, ante la circunstancia de que, por la ausencia de los interesados de su propio país, los bienes pudieran recaer en extranjeros, con perjuicio de sus parientes, la real cédula disponía que estos bienes fueran administrados por los parientes más cercanos del beneficiario, con obligación de imponer los bienes sobre fincas seguras, en dinero, muebles, u otros efectos, bajo la absoluta prohibición de enajenarlos. Se debía dar cuenta al consejo para que la contaduría de temporalidades tomara la razón pertinente (artículo II). Habría que ver quizás también, en la mención del dinero entre los medios de imposición seguros, una clara invitación a suscribir los vales reales que ofrecían una segura y buena rentabilidad. Del producto de los bienes y de cualesquiera otros pertenecientes a mayorazgos, o vínculos que recayeran en los ex coadjutores (para cuyo goce, también los declaraba el rey aptos), estos deberían percibir la mitad de sus rentas, y la otra mitad, el pariente dicho en razón de su administración y para contribuir a la existencia de los mismos bienes. En caso de que el ex coadjutor en cuestión estuviera casado, gozaría de las dos terceras partes de la renta, quedando para el pariente administrador el otro tercio, bien entendido que, en cualquier circunstancia, cesaba la pensión alimentaria asignada por su real persona, caso que el usufructo excediera de doscientos pesos anuales (artículo III). Por muerte de los ex coadjutores casados, debía recaer la entera propiedad y el usufructo de los bienes en sus hijos y descendientes establecidos en España. En caso de no tenerlos, recaerían en los parientes más cercanos, por el orden que el derecho disponía para la sucesión ab intestato (artículo IV). En el caso de que el ex coadjutor tuviese por conveniente renunciar en vida la sucesión de los mayorazgos, vínculos o demás bienes, en su hijo mayor, bajo la condición de asistirle, con los alimentos, en la misma forma que el pariente más cercano o de otro modo justo, podía disfrutar el hijo de los tales bienes, con tal de residir en los reinos de su Majestad Católica, en cuyo caso cesaba el pariente dicho en la administración y beneficio de la renta asignada (artículo V). Los comisarios reales debían componer el padrón de los ex coadjutores, con la partida y nómina de hijos (artículo VI). La misma norma debía aplicarse a los novicios que se hubiesen casado «obteniendo los hijos de unos, y de otros, para
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establecerse en España el real permiso, que se les concedería mediante informes de no haber reparo en su conducta personal» (artículo X). A los ex jesuitas sacerdotes, los contemplaba la real cédula con la misma capacidad para adquirir los bienes que hubieran recaído y recayeran en ellos por herencia, mandas o legados y también para la sucesión en mayorazgos y vínculos, si, por otra parte, no tuvieran prohibición particular, por su estado, en la fundación de dichos bienes (artículo VII). Los bienes y rentas que les tocaran a los sacerdotes, por la misma razón que a los ex coadjutores, serían administrados, como en los casos anteriores, por los parientes más cercanos, acudiendo estos a los ex jesuitas con la mitad del producto durante su vida y prohibición de enajenarlos, reteniendo para sí la mitad, en razón del trabajo y cuidado de la administración y conservación del patrimonio. En cuanto a la facultad de testar, por muerte, no les quedaba a los ex jesuitas sacerdotes arbitrio, por carecer de descendientes, por lo que la propiedad de los bienes libres y la sucesión de los vinculados debía recaer en el pariente o parientes más próximos a quienes correspondiera (artículo VIII). En una declaración final se advertía que no quedaba a los ex jesuitas derecho, ni acción para pretender cosa alguna respecto al tiempo pasado. Del mismo modo, todas las cesiones y renuncias de bienes libres o con cargas pías o profanas, hechas por los ex jesuitas, antes o al tiempo de su profesión, bien en favor de los colegios o casas de la Orden extinguida, o bien a beneficio de sus parientes, o extraños, quedaban en su fuerza y vigor. Pero, no obstante, se establecía una salvedad en beneficio de los propios donantes ex jesuitas. Para que les sirviera de aumento de su pensión, se les debía satisfacer, de esos mismos bienes, las cantidades que se hubieran reservado a su favor en aquel entonces, o las que se contemplaran justas, atendiendo a la cantidad y calidad de los bienes renunciados o cedidos y atendida la verdad. Esta real cédula debía servir de declaración a la pragmática del 2 de abril de 1767, debiendo observarse inviolablemente con uniformidad por todos los tribunales de España, Reinos de Indias e islas Filipinas. Se vieron las consecuencias beneficiosas de estas normas que venían a dar respuesta a las solicitudes que llegaban a la corte y pueden verse en la correspondencia del ministro de España en Roma. Por vía de ejemplo, en 1789, Luis Antonio Pimentel, de la provincia de México, del Colegio de Querétaro al tiempo de la expulsión, residente en Bolonia, cobraba 10.101 reales, 32 maravedís, por 9 años atrasados de sus capellanías, equivalentes a 552 pesos fuertes.72 LA REAL CÉDULA PERJUDICIAL PARA LOS INTERESES DE EX JESUITAS
A comienzos de 1790, con motivo de una comunicación hecha, pocos meses antes, a los jesuitas americanos sobre una real orden que prohibía disponer o testar de los bienes que tuvieran en su país, Luengo comentaba su inutilidad, pues lo mismo había establecido la real orden del año 83 sobre herencias, ya que ni se les permitía disponer de las propias haciendas y bienes en la patria ni se haría caso de los testamentos. No obstante, algunos americanos hicieron testamento de algunos bienes de su país. Quizás, pensaba Luengo, hubiera sucedido lo mismo en esta ocasión. La práctica había probado, según Luengo, que la citada real cédula, en vez de beneficiar, resultaba dañosa a los ex jesuitas. Luengo enjuiciaba desfavorablemente la norma y el
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AMAE, Santa Sede, Legajo 360 (1789), Expediente 11.
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modo de cumplirla. En razón de lo establecido, no pocos de los parientes destinados por la citada cédula del 83 a la administración de los bienes de los jesuitas desterrados, además de quedarse, por su trabajo, con la mitad del producto y tener derecho a la herencia de los dichos bienes, después de la muerte de sus poseedores, se portaban con excesiva dureza e ingratitud con sus parientes dueños de aquellas haciendas. Tampoco faltaban, en Europa, esos parientes «duros y despiadados». Por otra parte, Luengo, amigo de conjeturas, pensaba en la posibilidad de que pudiera darse el caso de que otros parientes, excluidos por la real cédula de aquellos bienes, incitasen a sus dueños a hacer testamento a su favor, esperando que podrían hacer valer el tal testamento, no obstante la dicha cédula y las otras prohibiciones. Luengo concluía: «[…] si, en cosas de jesuitas hubiera alguna equidad en los tribunales, debía de ser motivo suficiente para excluir de la herencia de un jesuita desterrado en Italia, la dureza, ingratitud y aun injusticia de un hermano, sobrino o pariente, que le niega, y propiamente le roba lo que es suyo, aunque se halla en un estado tan miserable».73 No obstante este juicio tan radical, la real cédula fue beneficiosa para los ex jesuitas, pues al menos contaban con una parte de sus bienes, en varios casos más que suficientes para llevar una vida digna y ayudar a otros. LA PENSIÓN VITALICIA ¿REAL PALABRA CUMPLIDA?
La importancia de la puntualidad en el pago de la pensión vitalicia asignada por Carlos III en su Real Pragmática con fuerza de ley, de 2 de abril de 1767, aparece clara en las continuas referencias y comentarios a su respecto que hace Luengo en su diario. De su regularidad dependía la vida del jesuita exiliado. Los envíos de numerario para el vitalicio se hacía a Roma mediante el real giro, función que, a partir de 1783, asumió el Banco Nacional de San Carlos, como acabamos de ver. Los sucesivos ministros de España en Roma, Azpuru, Moñino, Azara, se encargaron de ordenar su administración. Hay que notar que los americanos recibían su vitalicio de las temporalidades de Indias. De la administración de las temporalidades, de su distribución y aplicación al cumplimiento de sus cargas y mente de sus fundadores y a los alimentos vitalicios a los individuos de la Compañía se ocupó hasta 1783, el Consejo en el Extraordinario. Ese mismo año, como parte de la reorganización de la Real Hacienda, por real decreto de 5 de diciembre, el rey exoneraba al consejo del cuidado de las temporalidades y lo encargaba, por lo referente a Indias, a la Secretaría de Indias y, por lo referente a España e islas adyacentes, a una dirección de temporalidades. Esta no cumplió sus fines: no acabó de hacer las ventas de bienes, ni sus imposiciones ni tampoco cumplió sus cargas, en especial las espirituales. Recuérdese que el 5 de diciembre era la misma fecha de la real cédula de habilitación de los ex jesuitas para el goce de los bienes patrimoniales. Con la vuelta del conde de Aranda al gobierno (febrero-noviembre 1792), se apreció un giro favorable en el tratamiento de lo referente a los jesuitas y, entre otros aspectos, el asunto de las temporalidades que volvió a ponerlo bajo la dirección del consejo, por real cédula de 30 de marzo 1792. Por ella, el rey nombraba al gobernador del consejo, don Juan Acedo y Rico, conde de la Cañada, para que entendiese en los asuntos de temporalidades de España e islas adyacentes, y llevara a efecto lo resuelto por su padre, en especial el cumplimiento de sus cargas y mente de los fundadores y el pago de alimentos vitalicios a los indi-
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AHL, Luengo, «Diario» 24 [1790], p. 1.
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viduos de la Compañía y lo demás consiguiente a las reales resoluciones anteriores. En 1797, la pensión de europeos y americanos va a correr por una sola mano. Se reorganizaban las secretarías de España e Indias uniéndolas. En su consecuencia, por real cédula de 10 diciembre 1797, el rey mandaba guardar cumplir el real decreto de 10 de diciembre dirigido a don Gaspar Melchor de Jovellanos, secretario de Estado y del Despacho Universal de Gracia y Justicia, por el que se creaba una superintendencia general de temporalidades de España, Indias e Islas Filipinas, «ocupadas a los Regulares que fueron de la extinguida Compañía», incorporada a la Secretaría de Gracia y Justicia, así como también una dirección general de este ramo, bajo la autoridad de dicha superintendencia. Su finalidad era establecer el orden, economía y actividad en la administración, recaudación e inversión de los bienes «que requieren su presente estado y las graves y piadosas cargas a que están afectos». Las temporalidades quedaban incorporadas a la Corona y se administrarían por los departamentos correspondientes de Hacienda y Gracia y Justicia. Por parte de la Corona existe una voluntad indudable de cumplir con la paga del vitalicio a los ex jesuitas. Son circunstancias externas las que impiden su regularidad o incluso su llegada a manos del jesuita exiliado. Así durante la guerra anglo-española en apoyo de la independencia de los Estados Unidos de Norte América (1779-1783), sufre dificultades o quedan bloqueadas las comunicaciones con América. Pero a partir de 1792, los conflictos se suceden sin descanso: guerra franco-española 1792-1795, angloespañola 1796-1802 y 1805-1808 y guerras napoleónicas 1808-1813. Las circunstancias de Italia a partir de 1796 hasta 1814, y de España de 1808 a 1813, ocupadas por Napoleón, influyeron más que nunca en la llegada de la paga. Pero lo curioso fue que ambos gobiernos existentes en España, el de la Suprema Junta Central Gubernativa del Reino que, bajo la presidencia del conde de Floridablanca, asumió el gobierno de la Nación en nombre de Fernando VII, el rey depuesto y prisionero, y el gobierno del rey intruso José I Bonaparte, cada uno por su lado, se preocuparon de hacerla llegar. Incluso tomó parte en el asunto el propio emperador de los franceses, Napoleón, enviándola desde París o sacándola de los bienes ocupados en la propia Italia. Nótese que la Suprema Junta Central, por un decreto de 15 de noviembre de 1808, alzaba el confinamiento de los ex jesuitas expatriados y les concedía licencia para volver a España. Años atrás, en 1797, por los atropellos sufridos por los jesuitas y las turbulencias de Italia, en especial de Génova, el Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, expedía un real decreto permitiendo a los expatriados establecerse en España, bajo condiciones onerosas que, a poco, moderó permitiéndoles residir con sus familias, pero por corto tiempo, pues en 1801 por influjo del nuevo secretario de Estado, Pedro Cevallos, Carlos IV los mandaba reenviar a Italia, con su condición de extrañados, en represalia por la restauración de la Compañía en Rusia.74 En 1811, nos informa Luengo de la regularidad de la entrega de la pensión, no obstante las dificultades, interrumpida por la insurrección de España contra Napoleón. Anotaba que durante 41 años continuos y, con toda regularidad, se les había pagado la pensión trimestral, pero había faltado desde la revolución de España de 1808. Los que la recibían de la caja de Bolonia, que eran los de las tres legacías de Bolonia, Ferrara y Ravena, o Romaña, no habían recibido nada en tres años y tres meses, así como tampoco los socorros recibidos 74
Puede consultarse mi trabajo, próximo a salir, sobre el proyecto de restauración de la Compañía en España, por el padre general, Tadeo Brzozowski, en 1812 y la posterior petición de Fernando VII al zar Alejandro I de enviar jesuitas del imperio ruso a Hispanoamérica, para restaurarla en aquellos dominios.
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por los de las cajas de Génova y Roma. A los de la caja de Génova, que eran unos sesenta, o poco más, les había faltado la pensión de España los últimos tres años, a pesar del juramento prestado al rey José Bonaparte y las súplicas y memoriales pidiendo la pensión, sin resultado a pesar de los aparentes ofrecimientos. Pero en ese año, 1811, había venido orden de París de dar a los ex jesuitas españoles, 120 francos por trimestre, esto es, 480 por todo el año. Les habían pagado ya los tres primeros meses del año. Salía a 8 escudos por mes, a diferencia de los de Roma que solo recibían 6 escudos. Por el contrario, los de las tres legacías no habían cobrado ni un maravedí. Los de Roma habían elevado también súplicas y memoriales al rey José, al emperador de los franceses y a la emperatriz. Se les había prometido, desde Viena y Palermo, enviarles dinero de la Junta Central de España por medio del barón Capelletti, pero sin resultado.75 Como puede observarse, las noticias de Luengo confirman lo que llevamos dicho, en cuanto al régimen del vitalicio: la voluntad de que no faltara. Pero las convulsiones de la caída del Antiguo Régimen y el nacimiento de una nueva época, no podía dejar de afectar al exiliado jesuita, como a la inmensa mayoría de los ciudadanos. De aquí que el diarista Luengo no pudiera menos de constatar estos contrastes entre una y otra época, también en materia del cobro de la pensión. Así se expresaba en enero de 1813: En los primeros días de los años nuevos cobrábamos antiguamente la pensión de España para los tres primeros meses de enero, febrero y marzo, y en algunas partes al mismo tiempo cobraban el socorro extraordinario anual de cincuenta ducados. En esta cobranza tan ventajosa ya no se puede pensar, ni en ninguna otra por parte de nuestra corte de Madrid, ni aun en los socorros de nuestras familias de Europa, y de la América; y por esta falta padecemos no poco muchos europeos, y mucho más varios Americanos, que anualmente los recibían muy quantiosos, y algunos de estos que están en Roma, saben que tienen en Cádiz cantidades no pequeñas de dinero, que en el día sin dificultad, ni peligro alguno les han enviado sus familias desde la América a la dicha ciudad; y por más que hacen sus amigos en Cádiz, y ellos desde aquí no encuentran un camino seguro para hacerlo venir a Roma, y entre tanto pasan los pobres con mucha estrechez y pidiendo prestado a otros españoles y aun a los del país. Pero con edificación mía, con toda resignación y conformidad y aun con disposición de ánimo para llevar en paciencia la pérdida de esos socorros, que tienen en Cádiz como han llevado la de otros muchos en tiempo de guerra con los Ingleses. Debemos por tanto contentarnos y nos contentamos efectivamente y damos gracias al cielo y a los españoles, y franceses que nos favorecen en este punto, con recivir en este primer mes de año el socorro o pensión de los tres meses últimos del año pasado de doce [...], Se dan poco más de diez y ocho pesos duros por los tres meses pasados y se deja siempre lo necesario para el sello del liquidador y por la fe de vida y por las otras diligencias del Notario y de su oficial. Hemos pues recivido ya los quatrocientos francos que el Emperador nos concedió a los jesuitas españoles de Roma, para el año pasado de doce. Y en adelante ¿se nos dará lo mismo o alguna cosa? No lo sabemos y si para ello es absolutamente necesaria nueva gracia o concesión de su Magestad Imperial, que haviendo vuelto a París tan desairado y tan cubierto de ignominia de la guerra de la Rusia, y con necesidad de gran dinero para sus disposiciones guerreras no sé si estará de humor de darnos alguna cosa. El tesorero Jenet, no sólo ofrece sus buenos oficios a favor nuestro, como ha hecho en otras ocasiones, y lo hemos notado alguna otra vez con el debido agradecimiento, sino que nos da mui buenas esperanzas, y aun seguridad de que se conseguirá la nueva necesaria gracia
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AHL, Luengo, «Diario», 45/2 [1811] p. 576.
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del Emperador para continuar dándonos en adelante este mismo socorro o pensión y pueden notar que muriendo varios en todos los trimestres, presto se verán libres de ese gasto, o se reducirá a muy poca cosa. Los jesuitas españoles de las cajas de Génova y de Bolonia tienen según parece seguridad de que, sin nueva gracia, se les pagará este año trece lo mismo que el año pasado de doce esto es, a lo menos los seis escudos o pesos duros al mes que eran la pensión señalada por la corte de Madrid.76
Luengo continúa con sus conjeturas de costumbre, pero a nosotros basta estos párrafos para hacernos una idea de las dificultades de estos años de penuria y sus causas, pero también de la voluntad, por parte de los gobernantes de turno, de que no faltase a los ex jesuitas españoles su vitalicio. EPÍLOGO
Y para concluir, me permito presentar tres semblanzas ilustrativas de venturas y desventuras de los jesuitas en el exilio, diversas suertes, diversos tipos. 1) Cosme Antonio de la Cueba, el comerciante regatón y pleitista, en presidio. El 16 de octubre 1792, el conde de Aranda dirigía una real orden al conde de la Cañada, gobernador del consejo, ordenando sacar del presidio de Fuerte Urbano de Bolonia a con Cosme Antonio de la Cueba, sacerdote, de la provincia del Paraguay, natural de Oviedo, Asturias. Estaba en el presidio desde noviembre de 1788, por resolución del Rey Padre, a consulta del consejo en el Extraordinario y, en virtud de los oficios que, de orden de Su Majestad se pasaron al Papa. Además de ser autor de varias gacetillas y cartas que dirigía, desde Italia, a varios sujetos de los dominios del rey, comerciaba en géneros de España e Indias y vendía, en su casa, al por menor, vino, tabaco, chocolate, cacao, paños y otros géneros de España. Tenía fama de regatón y pleitista. Todo se llegó a descubrir por haberse negado a pagar al ex jesuita Borrego las misas que le debía. El ex jesuita asturiano solicitó, en mayo de 1790, su libertad, en atención a su avanzada edad de 65 años y sus enfermedades habituales. Se le denegó debido al estado de su causa y su gravedad, pero en el concepto que su detención solo tenía por objeto su custodia hasta la conclusión de la citada causa, sin perjuicio de su seguridad, se le concedieron alivios compatibles con el cuidado de evitar sus reincidencias. El 11 de enero de 1792, volvió a solicitar su salida del fuerte a causa de sus males, pues, a pesar de los alivios, corría peligro su vida. Lo recomendaba el marqués Rondinelli, comandante del fuerte. Por su parte, los párrocos y el médico que lo trataban testificaron su buena y virtuosa conducta. Azara comunicaba la orden de Aranda al cardenal secretario de Estado y este al Papa para que, a su vez, diera la orden al cardenal legado, de suerte que, de acuerdo con el comisario real, barón José Capelletti, se pusiera en libertad a Cueba. La orden de libertad se dio el 14 de noviembre y, desde el 19 de noviembre, estaba fuera de reclusión, con orden de establecerse, después de algunos días de reposo en la ciudad que gustare en las legaciones, pero fuera de Bolonia y absteniéndose de escribir sobre asuntos que no le importaban, especialmente de gobierno y que no se metiera en negocios de comercio, a los que era muy inclinado, porque estos fueron los motivos de su encierro. El no permitirle asentarse en Bolonia lo habían pedido los ex jesuitas por el peligro de que volviera a incurrir en las faltas pasadas y, por parte de Capelletti, por haber sido preso en Bo76
AHL, Luengo, «Diario» 47/1 [1813], p. 19.
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lonia y ser allí notorios los motivos de su prisión. Cueba avisó que se establecería en Cesena o en Rímini, probando cuál de las dos ciudades le sentaba mejor a su salud. 77 2) El médico Evaristo Alvites y su yerno judío, otra época, otras costumbres. En agosto de 1789, Gabriel Durán, encargado del Despacho de la Embajada en Roma, escribía al primer secretario de Estado, Francisco de Saavedra sobre el caso de un ex jesuíta casado que había dado a una hija suya en matrimonio a un hebreo. Se trataba de Evaristo Albites,78 limeño, estudiante teólogo en el Colegio Máximo de Lima al tiempo de la expulsión, casado, médico, con pensión doble. Había entregado, en matrimonio, a una hija suya a un rico hebreo llamado Coen (Cohen), habiendo recibido, para ello, una suma de dinero y la promesa de un destino como médico de la tropa, según se refería. Durán haba recibido informes confidenciales de una persona que trataba con alguna confianza a Albites. Declaraba que este había enviado un memorial a la corte solicitando auxilio para pasar, con su familia, a España. Al ministro le había parecido conveniente informar reservadamente a Saavedra de ambos puntos y le añadía que, en las circunstancias presentes, creía no solo conducente, sino muy necesario el abstenerse de hacer reprensión alguna al referido Evaristo, por su «execranda conducta de un católico cristiano» y daba como razón «porque, a el presente, es más benemérito de la Patria el que, en tales puntos, más desenfrenadamente procede». 79 3) Juan de Arguedas, el rico peruano solidario. En 8 noviembre de 1789, el ex jesuita peruano, natural de Moquegua, Juan de Arguedas, sacerdote del Colegio de Lima al tiempo de la expulsión y secularizado el 6 de agosto 1768, entregaba al dicho don Gabriel Durán, encargado, en aquel entonces, de los pagos a los ex jesuitas residentes en Roma, una nota-borrador sobre la disposición de sus bienes en previsión de su testamento. En ella, expresaba que todo lo que poseía lo había recibido de su casa y que nada debía a los italianos, por lo que no les dejaba tampoco nada. Declaraba que había vivido pobre y quería morir pobre, afirmando que había empleado su fortuna en limosnas y fundaciones, no obstante que «podría haberlo botado, jugado o divertídome». Entre los beneficiarios de su limosna anual de 200 pesos, se encontraban las iglesias y conventos de los capuchinos, Jesús María, Santi Quaranta y Araceli. Reconocía, con leal sinceridad, que, no obstante la real cédula de 1783, había seguido percibiendo su pensión vitalicia de los 100 pesos que se le entregaba a su debido tiempo, a pesar de recibir, por la vía legal, más de 200 pesos anuales de sus propios bienes, pero estaba dispuesto a devolverlos si así se lo exigían. En primer lugar, legaba a los jesuitas de la provincia de Lima (esto es, del Perú), residentes en Roma, Ferrara y Parma, 10 escudos a cada uno de los casados y 5 escudos más por cada hijo. A los sacerdotes, 25 escudos, con la condición de celebrar 100 misas por su alma y por las de sus parientes. Les quedaban libres, por vía de limosna, 15 escudos por cabeza. A los otros ex jesuitas residentes en Roma, de todas las provincias, dejaba, a los casados y a los otros seglares, 2 escudos y uno más, por cada hijo de los primeros. A los sacerdotes, 2 escudos, con la condición de celebrar 4 misas, de modo que por cada misa les quedaba un cuatrino de limosna. Dejaba 24 dotes, de a 25 escudos, cada una, para las hijas de ex jesuitas españoles, de las que daba nota y 25 camas para los hijos de ex jesuitas españoles que pasasen de dos. A más de esto, dejaba otras mandas y fundaciones de capellanías de los bienes que
77 78 79
AMAE, Santa Sede, legajo 360, expediente 38. Véase Vargas Ugarte 1969: 141-147. Solo trata de sus obras, pero desconoce su matrimonio. AMAE, Santa Sede, legajo 369, Durán a Saavedra (reservada), Roma, 10 agosto 1798.
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poseía en América, para sus hermanos y sobrinos de allá. Todos los muebles y la ropa de color y blanca la dejaba a los españoles. El caso de Arguedas puede servir de resumen a lo que pudo significar, para el jesuita «de a pie» de vida arreglada, el largo exilio de Italia. Por una parte, queda reflejado cierto resentimiento por la indiferencia de los italianos (también jesuitas) frente al drama del extrañamiento: nada les deja pues nada les debe. Por otra, su solidaridad con los más necesitados de comprensión y de bienes: los jesuitas casados. Frente a posturas más rígidas, como la de Luengo, en las disposiciones testamentarias de Arguedas los privilegiados son los casados en razón de sus hijos, puesto que estos son los verdaderamente necesitados y, por tanto, los favorecidos. Luego, aparece con evidencia la unión de provincias con la sola diferencia de la propia: todos los españoles, sean americanos o europeos, están presentes en su pensamiento, ya que todos han sufrido la misma suerte y a ellos confía los sufragios y oraciones por su alma, mediante una ayuda para subsistir. Finalmente, la generosidad unida a su austeridad de vida, no obstante las posibilidades que le otorgaban sus bienes y a su sinceridad en reconocer oficialmente que recibía un dinero que no le correspondería por norma, es un índice de su probidad y su lealtad a su primera vocación, uno más entre otros muchos ex jesuitas anónimos, cuyas vicisitudes de todo tipo esperan aún una investigación seria que, como decíamos al comienzo, saque a la luz la compleja problemática que afectó profundamente, a nivel personal, la vida cotidiana de la mayoría de los miembros de la Compañía de Jesús de la Asistencia de España, durante los 42 años de su exilio en Italia. Largo exilio, consecuencia terrible del extrañamiento y de la extinción de la Compañía de Jesús, como recordaba uno de ellos, el castellano Manuel Luengo, con punzantes expresiones. Las «horribles injusticias», el «modo cruel» con que fueron tratados por los que mandaban en Madrid y Roma, van a cargo de sus autores. En último término, fue resultado de una «Razón de Estado», que el prepósito general de la Compañía de Jesús, Lorenzo Ricci, juzgó no competirle ni lícito inmiscuirse, por no ser cuestión religiosa sino política. Nada extraño que esa misma razón le arrojara a Castel Santangelo. BIBLIOGRAFÍA ALEGRE,
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Compromiso étnico y expulsión de los jesuitas peruanos en 1767 Manuel M. Marzal, S. J.
E
l padre Vargas Ugarte recoge, en los tomos tercero y cuarto de su Historia de la Compañía de Jesús en el Perú (1963-1965) y en sus dos ediciones de Jesuitas peruanos desterrados a Italia (1934 y 1967), una rica información sobre la antigua provincia peruana, que comprendía la mayor parte de los actuales territorios de Perú y de Bolivia, y sobre la expulsión decretada por Carlos III. Sin embargo, no analiza expresamente el compromiso étnico de la provincia, entendido como la admisión de «vocaciones autóctonas» y el trabajo pastoral con los indios, ni tampoco aprovecha el Diario de un jesuita desterrado, que él mismo publicó en 1947. Mi ponencia quiere profundizar en ambos temas. Reconozco que estas dos cuestiones, aunque se haya hablado del reino guaranítico como causa importante de la expulsión, no tienen un vínculo necesario, y que podrían constituir dos ponencias diferentes.
EL COMPROMISO ÉTNICO DE LA PROVINCIA PERUANA
Deseo analizar este compromiso étnico en el momento del exilio, no tanto por cierta deformación profesional de antropólogo, cuanto para entender una dimensión esencial de la evangelización, que es crear un sacerdocio y cuadros pastorales indígenas y hacer, como se diría hoy, una opción preferencial por los indios, meta bastante difícil, cuando la evangelización fue, como la de España en América, la otra cara de la conquista. Los jesuitas, aunque no estuvieron presentes en el primer debate sobre esta por su tardía venida al Nuevo Mundo, primero al Brasil en 1549 y luego al Perú en 1568, se pusieron claramente de parte del indio. Más aún, según la hipótesis de un grupo de investigadores italianos (Cantù 2001), hipótesis que «si non è vera [como yo juzgo que no lo es] è bene trovata», fueron promotores de un movimiento neoindianista, uno de cuyos líderes fue el mestizo Blas Valera, quien, aunque, según la documentación oficial jesuita, murió en Málaga 1597, habría regresado de su exilio español al Perú de incógnito y permanecido aquí varios años. La provincia peruana nace para evangelizar a los indios, pues para eso el padre general San Francisco de Borja envía a los primeros jesuitas, y reafirma dicha meta con José de Acosta, quien, cuando cundía un desencanto generalizado sobre la evangelización indígena, fue, con sus libros (1588 y 1590) y con su praxis pastoral, un lúcido defensor de dicha evangelización y de su dimensión inculturada y liberadora. Sin embargo, la provincia peruana pareció ceder en su carisma fundante ante las exigencias y necesidades pastorales de los criollos y del resto de la población. En efecto, dicha provincia, aunque tuvo una actitud pionera y recibió como su primer novicio al mestizo Valera, pronto excluyó a los indios y se
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limitó a recibir a los criollos y, en menor número, a los mestizos. Además —aunque muy pronto fundó las doctrinas de Juli entre los aymaras de Chucuito y del Cercado en Lima como ejemplos de «doctrina diferente» y las mantuvo hasta el exilio, organizó colegios de caciques y, a fines del XVII, estableció la misión de Mojos—, no puede decirse que, en el momento del exilio, la provincia peruana tuviera una opción preferencial por los indios. Voy a presentar el compromiso étnico de la provincia, analizando por separado las vocaciones autóctonas y la pastoral con la población indígena. Vocaciones autóctonas en la antigua provincia peruana
Esta provincia se formó sobre la base de las periódicas expediciones de jesuitas procedentes, sobre todo, de España. Pero pronto comenzaron a ingresar en el Perú peninsulares, criollos y aun mestizos y, como se vio, fue el mestizo Valera el primer novicio y le siguieron otros que jugaron, como él, por su conocimiento de la lengua y de la cultura indígena, un papel importante en la naciente Iglesia. En esta se estaba debatiendo la ordenación sacerdotal de los indios; entre los que se oponían a ella se esgrimía el argumento paulino de ser los indios cristianos nuevos, y pesaban sin duda las experiencias poco exitosas del clero indígena en Nueva España. Por eso, en 1568 el segundo Concilio Limense decretó «que los indios no se ordenen en ningún orden de la Iglesia» (const. 74 de los indios). Por su parte, la congregación provincial de 1575 se mostró opuesta al ingreso de indios y mestizos; esta congregación fue presidida por Acosta, quien expone ampliamente el tema para la Iglesia peruana en el De procuranda (1588). La siguiente congregación de 1582 es más explícita aún y, como observa Armas, «[...] se planteó lo primero si sería bien cerrar la puerta a los mestizos, y a todos, nemine discrepante, pareció muy necesario que se les cierre del todo [...], porque la experiencia ha mostrado a la larga no probar bien este género de gente, y las demás religiones han [...] ordenado no se reciban mestizos» (1953: 366). Esta postura debió estar motivada por la real cédula de Felipe II al arzobispo de Lima en 1578, que mandaba que «por ahora» no se ordene «a los dichos mestizos de ninguna manera, hasta que habiéndose mirado en ello, se os avise de lo que se ha de hacer» (Trujillo 1981: 194). Esta real cédula desencadenó la protesta de un grupo de mestizos, ex alumnos del Colegio Mayor de San Martín, quienes enviaron al Papa Gregorio XIII el 13 de febrero de 1583 una bella carta en latín, presentando las ventajas de ordenar a los mestizos, refutando los argumentos en contra y preguntando con indudable lógica: «Si los españoles tienen sus sacerdotes españoles, y los franceses, sus sacerdotes franceses, y los italianos sus sacerdotes italianos, ¿por qué los indios no pueden tener sus sacerdotes mestizos?» (Marzal 1983: 322). Parece que durante la Colonia no cambió la política de no admitir en la Compañía a los indios. En cuanto a los mestizos, según Vargas Ugarte, la prevención contra ellos «se fue desvaneciendo, en los últimos años se abrió un tanto la mano en admitirlos» (1963: 205). Este autor (1967 [1934]: 197-224) ha publicado el último catálogo de la provincia con el lugar de nacimiento de los jesuitas, que resumo en el cuadro 1. El cuadro sugiere estos comentarios: (a) La mayoría absoluta de los miembros de la provincia (55%) había nacido en el Perú, porcentaje que es aún mayor en los padres (68%) y en los estudiantes (60%), pero no en los hermanos, de los que la mayoría son españoles (51%) y la primera minoría, peruanos (23%). Como observa Vargas Ugarte, «[...] desde sus orígenes [...] el incremento de la provincia fue notable y no podría atribuirse únicamente a los venidos de Europa, pues éstos fueron dis-
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minuyendo con el tiempo» y así entre 1664 y 1695 no hubo ninguna expedición europea (1963: 206), mientras que «[...] los domicilios fueron en aumento, de manera que a fines del siglo XVII éstos últimos llegaban a 24 y los sujetos al medio millar» (1963: 204). Una razón del gran número jesuitas peruanos era que el Perú, a diferencia de otras regiones, tenía muchas ciudades españolas que eran la principal fuente de vocaciones. Por eso, se pensó en un segundo noviciado en el Cuzco, que tenía además la ventaja de su cercanía al Alto Perú. Cuadro 1. Patria de los jesuitas de la provincia del Perú en 1767 Padres
Escolares
Coadjutores
172
50
28
250
9
1
3
13
España
41
18
63
122
Otros europeos
18
1
17
36
Perú Otros hispanoamericanos
Total
Sin dato
12
13
12
37
Total
252
83
123
458
(b) En cuanto al lugar de nacimiento, hay un gran predominio de limeños, pues lo eran como la mitad de los padres, estudiantes y hermanos, siguiendo en importancia decreciente Arequipa, Trujillo, Huamanga, Huancavelica y Callao y, en menor número, Cajamarca, Cuzco, Chiclayo y Piura. Llama la atención el escaso porcentaje (un 5%) de nacidos en el Alto Perú, o sea 16 padres y 5 estudiantes, oriundos sobre todo de La Paz y Cochabamba. Menor es aún (3%) el porcentaje de nacidos en otra provincia, sobre todo Chile y Panamá, porque solían ingresar y trabajar en ellas. (c) La primera minoría relativa eran los españoles (27%), porcentaje que en los coadjutores llegaba al 51% gracias a la presencia de los vascos. La razón del alto número de españoles se debía a cierto monopolio de la política hispana, a la que debían atenerse las Órdenes religiosas. De hecho, en las cuatro primeras expediciones de jesuitas al Perú, todos eran españoles; en las siguientes llegan italianos, entre ellos el pintor hermano Bernardo Bitti y el lingüista Ludovico Bertonio, y así se abre la puerta a los extranjeros, aunque sobre todo a los que eran súbditos del imperio español. En el catálogo de 1767 hay un 8% de dichos extranjeros, casi exclusivamente entre los padres y los hermanos. La mayoría son oriundos de distintos países del imperio germano y la península italiana. Una razón de aceptación de los extranjeros fue que se pensaba que los europeos eran, por su robustez, más aptos que los criollos para el trabajo en las misiones, como la de Mojos (Vargas Ugarte 1963: 205). (d) Los estudiantes ingresaban muy jóvenes al noviciado. Aunque el catálogo no trae información de los 83, sino solo de 32, los porcentajes son: 13-14 años (50%), 15-16 (25%), 17-18 (16%) y más de 20 (9%), de los que dos eran españoles y el otro de Jauja. Era frecuente que los más jóvenes, tanto entre los padres como entre los estudiantes o hermanos, entraran a menudo la víspera, el mismo día o poco después de su cumpleaños. (e) Finalmente, el cuadro incluye el lugar de muerte de la mayor parte (57%) de los jesuitas de la provincia, información que Vargas Ugarte fue recogiendo en diferentes archivos, pues, una vez disuelta la Compañía, no había un archivo oficial que consignara
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tales datos. La gran mayoría (84%) murió en Italia, sobre todo en Ferrara (39%), la ciudad reservada para los peruanos, en Roma (33%) o en otra ciudad (14%), muchos de ellos en Bolonia, reservada para los mexicanos. Hay un 7% que muere en otro lugar, entre ellos los oriundos de un país germano que pudieron regresar a su patria y los que, al abandonar la Compañía, se quedaron en España. Y hay todavía un 9% que murió durante el penoso viaje del exilio, ya en el lugar de residencia o en Lima antes de iniciar la marcha, ya en la inclemencia del mar, ya en algún puerto del itinerario americano (Cartagena y La Habana) o español (Puerto de Santa María). Pastoral indígena en la antigua provincia peruana
Señalo cinco espacios de dicha pastoral. El primero fue la defensa de los indios frente a los españoles. Aunque los jesuitas, por su tardía llegada a América no participaron en el primer debate sobre la ética de la conquista, asumen una verdadera defensa del indio. El De procuranda de Acosta es no solo un tratado de pastoral, que expone el contenido y los métodos de la evangelización, sino también un tratado de ética política, que analiza los deberes y derechos de los indios y la dominación colonial en el «reino con dos repúblicas [españoles e indios]». Debía formularse un dictamen ético sobre la relación entre ambas repúblicas y así lo hace Acosta (1588) durante la reorganización toledana y así lo siguieron haciendo no pocos jesuitas, como lo muestran los «pareceres jurídicos» publicados por Vargas Ugarte (1951) y actualizados por Aldea (1993). La otra alternativa posible era establecer sus misiones en la zona marginal de la frontera del virreinato, lejos del poder político y de los colonos españoles y así lo hicieron los jesuitas, para tener libertad de construir allí una utopía o, al menos, la utopía posible (Marzal 1992). El segundo espacio fueron las doctrinas de Juli en Chucuito y del Cercado en Lima, atendidas por los jesuitas durante casi dos siglos. A pesar del mandato fundante de Borja y de la insistencia del virrey Toledo en que los jesuitas se encargaran de «doctrinas» indias, como lo hacían las demás Órdenes, es conocida la oposición de estos a las doctrinas y su preferencia por «misiones volantes» desde sus colegios, colaborando con los doctrineros titulares. La razón de tal preferencia era doble: por una parte, los jesuitas no podían aceptar por sus normas internas beneficios eclesiásticos como las doctrinas, y por otra, estas, al ser atendidas por sacerdotes aislados en cada pueblo, podían ser un peligro para la vida comunitaria y para la buena fama de la Compañía. Sin embargo, esta acabó por encargarse a prueba de la doctrina de Juli entre los aymaras y la convirtió en una doctrina «diferente». En efecto, en ella se logró una verdadera evangelización (Meiklejohn 1988), se estableció un importante centro de reflexión cultural y lingüística, que publicó, entre otras cosas, la primera gramática y vocabulario aymara (Bertonio 1612). También se consiguió la consolidación del pueblo aymara, a pesar de ser Juli una de las provincias que debían ir a la mita a Potosí, al punto que varios funcionarios pidieron al rey que se confiara a los jesuitas una doctrina en cada provincia como el mejor medio para frenar la caída demográfica india (Marzal 1983: 388-403). El tercer espacio fueron las misiones populares volantes. Estas parecían una forma ideal de servicio pastoral de los jesuitas a los indios, pues les permitía predicar y administrar los sacramentos de la confesión y la comunión con mucho fruto, y regresar periódicamente a su residencia, donde estaba vigente la disciplina comunitaria. Las cartas anuas recogen numerosos e interesantes informes de tales misiones, que pueden leerse en Mateos (1944) y en los ocho tomos de Monumenta Peruana. Además, los templos jesuitas de las ciu-
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
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dades españolas insertas en el área andina, como Cuzco, Ayacucho y aun Arequipa, se convirtieron en otro centro importante de atención pastoral a los indios, por medio de las cofradías y de determinadas devociones. El cuarto espacio fue la misión de Mojos. Si bien la primera misión externa de la provincia peruana fue fundar otras provincias en su extenso virreinato, como Quito, Chile, Nuevo Reino de Granada y Paraguay —donde fue enviado el limeño Antonio Ruiz de Montoya, que jugará un papel decisivo en las reducciones guaraníticas—, con el tiempo los jesuitas peruanos vieron la necesidad de tener su propia misión con indios aún paganos, como la tenían otras provincias. Así nació la misión de Mojos, en 1676, con unos cuarenta mil indios de varias etnias amazónicas y una veintena de pueblos, como Trinidad, sede del actual vicariato del Beni, San Javier, San Ignacio, Loreto y otros que aún subsisten (Nieto 2001: 3107). Y el quinto espacio fueron los colegios de caciques. Como uno de los mayores éxitos de la Compañía eran los colegios, esta decidió fundarlos para los hijos de caciques, quienes tenían asegurada una función importante en el gobierno colonial y podrían influir mucho sobre los indios comunes. En el pueblo del Cercado de Lima se estableció, en 1618, el colegio de Santiago, conocido como del Príncipe por su fundador, el virrey príncipe de Esquilache, quien fundó también, en el Cuzco en 1621, el de San Francisco de Borja. Ambos tenían unos veinticinco estudiantes, que ingresaban a los diez años y recibían, en régimen de internado, una educación completa (leer, escribir, contar, catequesis, dominio del castellano, buenos modales). Las costumbres y organización de ambos colegios eran bastante similares a las de los colegios de criollos (San Martín en Lima y San Bernardo en Cuzco). El resultado fue, en general, positivo. Pero no faltaron denuncias al rey que tales colegios «son dañosos para la enseñanza y gobierno de los indios, por cuanto salen muy ladinos y no aprenden buenas costumbres y cristiandad sino todo lo contrario, con lo que vienen después los dichos caciques a ser muy perniciosos en sus pueblos» (Vargas Ugarte 1963: 332); los jesuitas responden, punto por punto, a tales acusaciones y añaden que proceden de quienes no querían que los indios se educaran para poder explotarlos más fácilmente. Dejando las conclusiones de esta parte de la ponencia para el final, paso ya a la segunda parte. LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS
Vargas Ugarte expone ampliamente esta expulsión en el tomo IV de su Historia (1965) y la de los jesuitas de Mojos en el tomo III (1964). No discuto las razones de la expulsión, que no fueron exclusivas de la provincia peruana, sino comunes a toda la Compañía de España y de su imperio. Me limito a analizar los incidentes de la promulgación del destierro, el largo viaje desde el Callao, con escala en el puerto de Santa María, hasta Ferrara, para hacer una breve referencia a lo ocurrido con los expulsos en Europa antes y después de la supresión de la Compañía por Clemente XIV en 1773. Baso mi exposición en el Diario de un jesuita desterrado, que narra desde la salida del Callao el 28 de octubre de 1767 y el confinamiento en Ferrara, hasta la muerte de Clemente XIV, el 22 de septiembre de 1774. El Diario, publicado por Vargas Ugarte (1947: 121-208), es el primer volumen de un manuscrito de 1105 folios, que habla también sobre el destierro en otras provincias y cuyo tercer volumen, titulado Miscelánea, trae informes varios de la política europea de 1790 a 1814, «que pueden servir para la historia del siglo venidero, la que yo no espero ver, porque los años se van entrando sin sentido» (1947: XII-XIII). Dicho manuscrito está en la Biblioteca
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Nacional de Florencia, donde lo consultó Vargas Ugarte en 1932, aunque no lo usó en su obra Jesuitas peruanos desterrados a Italia (1934), ni en su reedición de 1967. El anónimo autor es un jesuita español, que había venido a trabajar en la misión de Mojos o en otra obra de la provincia y que estaba estudiando en el Colegio de San Pablo; el relato manifiesta gran cariño del autor a la Compañía, del que deduce Vargas Ugarte que debió reingresar en ella tras la restauración de la Orden. Aunque narra los hechos como testigo, hace también digresiones que debió añadir en su redacción definitiva en Ferrara. Promulgación del decreto de expulsión
El 20 de agosto de 1767 llegó a Lima el real decreto de expulsión, y el virrey Amat decidió ponerla en marcha el 9 de setiembre. Para ello, el día 8 por la noche, Amat, tras asistir con normalidad a la fiesta de la Natividad de María en el templo de Monserrate, convocó en palacio a los oidores y jueces que debían tomar prisioneros a los jesuitas de las comunidades de Lima, a un pequeño ejército de soldados, y a carpinteros y otros oficiales con hachas para romper las puertas que no fueran abiertas, y les dio la orden de actuar. Llegados al Colegio Máximo de San Pablo a las 4 de la mañana, tocaron la campana de la portería y pidieron a un padre para una confesión urgente. Al salir este con su compañero, los soldados les obligaron a entrar de nuevo, se apoderaron del padre provincial y del padre rector, y ordenaron que todos los jesuitas fueran a la capilla. El anónimo redactor narra así la escena: Salí de mi cuarto, lo que los ojos registraban me embarazaba el discurso, quedando el pensamiento pasmado. Angulos, escalera, patios y el Colegio todo lleno de soldados con sable en mano y fusil con bayoneta: salía el religioso de su aposento, pedíale la llave uno de los cabos y con dos soldados lo conducían a la capilla. En ella unos a otros mirándose se referían el sentimiento; aumentábase la turbación, crecía ésta con el silencio [...]. Junta la comunidad en la capilla, fueron llamados por su Rector los sujetos que habitaban el Real Colegio de Nobles de San Martín, poco distante del Máximo. Conducidos éstos en medio de la tropa con sólo su breviario, porque ni más ropa que la precisa para cubrir el cuerpo se les permitió sacar de sus respectivos aposentos, quiso el Juez leer el decreto, pero fue tanto lo que se conmovió su corazón al ver todos los jesuitas en aquel lugar, en el cual años antes (como él dijo) había como discípulo defendido sus funciones escolásticas por donde había respetado a los jesuitas como los mejores maestros en todas las ciencias, que no se pudo resolver a sacar el decreto que llevaba en su pecho. Dejó pasar algún tiempo [...] y serenándose un poco dio al Escribano el decreto para que en voz alta le intimase […]. Tomó el Escribano [...] el Real Decreto y acordándose que él mismo, poco tiempo hacía, había sido jesuita y que estimaba a los que fueron sus hermanos prorrumpió en llanto, tanto que no pudo articular palabra y fue necesario que el mismo Juez leyera el despacho del extrañamiento. Leído el cual, el Padre Provincial dio con toda sumisión su obediencia en nombre de todos sus súbditos». (1947: 128-29)
El cronista sigue narrando los detalles del desalojo: prohibición de decir misa (orden que debió revocarse a los tres días), requisa de los libros y papeles personales de los cuartos, incautación de los objetos de valor de las oficinas y de los instrumentos matemáticos así como de los libros de la biblioteca, que estaban destinados a la Universidad de San Marcos, aunque muchos de estos desaparecieron durante la incautación. Un objetivo importante era el dinero del economato o procura. Se esperaba encontrar unos treinta millones de pesos y, aunque se abrieron todas las cajas y se cavó el piso en los cuartos del provincial, del rector y del procurador, solo se hallaron 700 pesos de un préstamo de 2500, que poco antes
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había hecho el Colegio Javier al de San Pablo para el gasto ordinario y pagos urgentes. Con el transcurso de los días, «[...] muchos de los arrestados fueron debilitándose de tal suerte que, sepultados en una profunda melancolía, cayeron enfermos», por lo que fueron enviados a los conventos de los franciscanos y dominicos. El desalojo de San Pablo se repitió en las otras casas de Lima. El cronista informa más detalladamente de la Casa Profesa de Desamparados, donde el oidor juez se apropió de todo lo valioso, incluso de objetos del culto, como marcos de plata, exvotos de oro y un cáliz también de oro, que llevaba el Niño en la mano y que al juez le pareció bueno para tomar rosolí. El cronista comenta: «No tardó mucho el impío en pagar [...] y murió repentinamente y quizás tomando un cáliz de rosolí» (1947: 136). Esta lectura religiosa del hecho va a repetirse en otras fuentes. El viajero francés Marcoy, al hablar del milagroso Cristo de Combapata (Cuzco) cuenta que «[...] cuando se expulsó a los jesuitas [...] brotaron lágrimas de sangre de sus ojos de esmalte» (2001, I: 220). Siguiendo con el desalojo, parece que en las casas del interior hubo menos inquina, aunque el sufrimiento se aumentó por el penoso viaje hasta Lima con escala intermedia en otro lugar, como Tacna para los del sur, que algunos no pudieron tolerar, como dos viejos misioneros de Chiquitos, muertos en Oruro y en Palca ante la indiferencia de sus guardias. Viaje del Callao al Puerto de Santa María
En la noche del 27 de octubre los quinientos jesuitas prisioneros fueron llevados, con gran secreto para evitar tumultos, al Callao, para embarcarse en el navío El Peruano. Allí recibieron ropa y otras cosas necesarias, que eran mucho peores de las que había anunciado en un pregón Amat para tranquilizar a los limeños. El cronista se refiere a la parca comida y a la dificultad para dormir, al punto que muchos «se subían a deshoras de la noche al alcázar del navío y allí sentados sobre un cable y expuestos a la inclemencia de los vientos dormían algunos ratos», pero añade, con su visión providencial, que Dios conservó a los jesuitas sanos y «les dejó concluir su larga navegación si no con robustez a lo menos con perfecta salud» (1947: 142-143). La primera escala fue el 30 de noviembre en Valparaíso, para recoger a doscientos jesuitas de Chile. No se permitió bajar a los viajeros, pero sí recibir visitas, y el cronista narra la de un viejo amigo, con el que había venido de España a Lima y que fue a verlo desde Santiago: «[...] llorando me dio el último abrazo y me regaló todo cuanto su cariño le sugería tanto en comestible como en ropa, como también hizo mil finezas y mandados a cuantos se lo pedían» (1947: 144). Las autoridades de Chile, conocedores de la antipatía de Amat a los jesuitas —pues se decía que él quería que estos «saliesen desnudos, prosiguiesen desabrigados y muriesen todos antes de llegar a Cádiz» (1947: 144)—, los trataron bien, dieron a cada uno «10 camisas, 10 calzones blancos, 6 pares de medias, 4 gorros de algodón, 4 pañuelos y 3 géneros de lana» (1947: 145) para el resto del viaje y la dura travesía del Cabo de Hornos. Después de revisar el barco, decidieron que era imposible embarcar los doscientos jesuitas y solo subieron 24. Entretanto, bajaron cuatro enfermos, uno de los cuales murió, y el coadjutor Juan José Barragán se escapó de noche en una barca de pescadores y desapareció en el monte sin saberse nada más de él. El 1 de enero de 1968 zarpó El Peruano hacia Cádiz. El viaje estuvo lleno de dificultades: la ropa en los baúles se pudrió y, si la sacaban, desaparecía; el trato de los guardias a los jesuitas se hizo más despectivo y violento; estalló una plaga de ratones y empeoró la comida. El cronista narra vivamente este punto:
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Con el pretexto de faltar sirvientes y no haber platos para todos, determinó el Comandante se labrasen de madera 20 [...] baldes, en que de 12 en 12 se acomodasen para recibir la comida [...]. A toque de la campana el sujeto señalado pasaba a la cocina y trayendo al alcázar el balde, se juntaban los compañeros y en el suelo sentados, rodeando el asqueroso instrumento y su más asquerosa comida, de frijoles o lentejas y, tal cual vez, algún pedazo de dura carne, nadando por el caldo excrementos de animales y no pocas los mismos animales enteros, el que podía comía y el que no, se apartaba de tan aseada y regalada mesa, para evitar la rica salsa que los señores oficiales con su jefe le ofrecían [...]. Algunas veces los oficiales [...] solían prorrumpir con estas palabras: ¡Qué bien que comen mis Padres! (1947: 148)
Navegado el Cabo de Hornos sin mayor contratiempo, el 3 de marzo estaban a la altura de Buenos Aires, cuando apareció, en medio de una lluvia torrencial, un gran navío desconocido. El comandante se asustó, porque no sabía si en Europa estaban en paz o en guerra, y organizó la resistencia subiendo los cañones y los colchones y otras cosas de los jesuitas que estaban en la bodega, muchas de las cuales desaparecieron en la operación. Estos no se enfadaron y colaboraron en organizar la resistencia con dos hermanos coadjutores, que habían sido artilleros, y con otros hermanos y estudiantes, que «cargaban los fusiles, habilitaban las pistolas y hacían todo aquello que la tripulación debía prevenir en un combate» (1947: 151). Al dejar de llover, se vio que era un navío portugués que iba a Guinea; tras un encuentro amistoso de los capitanes, cada barco siguió su rumbo, aunque aquella noche los jesuitas tuvieron que dormir en colchones mojados. Siguió la travesía y varios jesuitas sufrieron caídas, de las que se libraron providencialmente, pero el 14 de marzo murió un hermano coadjutor, Juan Mesanza, «sujeto de ánimo pacífico, humilde y retirado»; se celebró el funeral y, desde que su cuerpo fue arrojado al mar, «nunca faltó viento fresco y largo con el que, pasando el navío de un trópico al otro en la distancia de 47° no experimentó ni calmas ni calores, ni los vientos tuvieron mutación» (1947: 151-52). Así, al amanecer del 30 de abril, entraron en la bahía de Cádiz. Estando aún en el barco los exiliados, se iniciaron de parte de distintos funcionarios interminables interrogatorios muy molestos para los jesuitas, y solo se cortaron gracias a la audaz intervención de un estudiante de teología, Juan Maestre. Dice el cronista: Fue el caso que dicho hermano naturalmente burlesco, cuando se presentó al importuno interrogatorio, sin dar tiempo al oficial, ni permitir pregunta alguna dijo al Escribano: «Escriba usted. Yo me llamo Juan Maestre, nacido en Sevilla, de allí pasé al Perú y ahora vuelvo; traigo 12 baúles y uno con 40.000 pesos, otro lleno de plata labrada, en los otros hay 12 docenas de camisas finas, muchos jubones, medias infinitas y otras cosas menudas. Sólo que en la navegación he perdido el sombrero y dejo para usted todos aquellos países». Al oír el oficial toda aquella no esperada narración, «¿es posible, Padre, —le dijo— que usted quiera burlarse de los oficiales de Su Majestad?» «Yo, respondió con franqueza, me maravillo de usted que se imagina tal cosa; sí me maravillo yo y mucho, al ver que usted tan por menudo y con extraña exigencia quiera saber lo que tenemos cuando no puede ignorar que venimos prisioneros y nunca había visto registrar lo poco o nada que un preso trae; porque lo que tenían, se lo quitan, sin darle tiempo de esconderlo, los que lo aprisionan. Debía bastar a ud. el saber el estado miserable en que nos hallamos y cuán necesitados nos embarcamos, de todo lo cual le puede informar el Sr. Comandante, que está aquí presente». Con esta respuesta dicha con aire y con lo que informó el Comandante, se satisfizo el oficial, levantó su tribunal y dio fin a tantas e importunas preguntas. (1947: 154)
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Falsas promesas y disidencias en el Puerto de Santa María
El día 1 de mayo fue el desembarco de los expulsos en el puerto de Santa María, donde les recibió el marqués de la Cañada. Este ordenó que los enfermos fueran recluidos al Hospital de San Juan de Dios y que los demás fueran a distintos conventos de la ciudad, con excepción de los novicios, que irían a Jerez. El 2 de mayo, el marqués inició una guerra psicológica contra los exiliados para que abandonaran la Compañía. Para ello dijo claramente que los exiliados españoles, aunque no eran culpables del motín de Esquilache por haber estado en América, debían sufrir el destierro a Italia por solidaridad con los jesuitas peninsulares, mientras que los exiliados americanos podrían obtener la libertad y recuperar sus derechos si dejaban su sotana y pedían la exclaustración, que «[...] al cuidado de Su Majestad quedaba el conseguirles el Breve Pontificio», si bien por ahora tendrían que seguir su viaje a Italia para cumplir con la real cédula. Tal solución era la mejor para ellos, porque la Compañía ya había sido expulsada de Nápoles, Parma y Malta, y pronto lo sería de Polonia, el Imperio y Cerdeña. Pero, si continuaban como jesuitas, les esperaba Córcega «país de Marte, en que sólo corrían balas (y donde los jesuitas) vivían sin orden, religión, ni clausura, mezclados con seglares y entre muchos peligros» (1947: 155). El ofrecimiento tuvo éxito y un jesuita, cuyo nombre omite y es llamado «indigno hijo de Ignacio» y «otro Lucifer», convenció a un grupo formado por 18 profesos, 21 padres, 22 estudiantes y 12 hermanos. El anónimo «capitán de la rebelión» pidió a sus seguidores, sin darles tiempo para consultar, que firmasen un documento, alegando que «si perdían aquel momento, no podrían gozar de la clemencia de su Majestad». Así surgió el «grupo de los firmantes» o, según la expresión del cronista, «disidentes», que se propuso dos objetivos: atraer a más jesuitas a su causa y «formar juntas a solas» para asegurar el cumplimiento de las promesas del rey. En cuanto al primer objetivo, los firmantes trataron de atraer al grupo a figuras representativas, como el padre Juan Bautista Sánchez, quien era catedrático de prima en la universidad, rector y socio del provincial y, no atreviéndose a hacerlo personalmente, pidieron al marqués de la Cañada que lo convenciera. Este fue a verlo y, después de alabar su talento y su prudencia, que eran conocidas por el rey, comenzó a insinuar los cargos que podría obtener si se pasaba al bando rebelde, llegando a decir que si «dejaba la sotana, obtendría desde luego una mitra». La reacción de Sánchez fue rápida y le preguntó al marqués si él dejaría a su esposa por haberse quedado fea por la viruela, para añadir: «hágase ud. la cuenta que hoy día mi madre la Compañía tiene viruelas», y sin dejarle responder concluyó: «no ponga los pies en mi cuarto, si ha de tratar conmigo este asunto». La misma negativa obtuvo el marqués de otros jesuitas, por lo que decidió «no hablar más de este asunto» (1947: 156). En cuanto al segundo objetivo, los disidentes pidieron al marqués que «con disimulo los fuese mudando a otra casa, donde solos estarían con más gusto que el que tenían entre los firmes jesuitas». El marqués accedió, pero no lo hizo con disimulo, sino públicamente, para lo cual los llamó a todos por lista a un salón y les mandó que fueran, escoltados por la tropa, al convento franciscano, con lo que algunos disidentes «se escondían y retractaban a voz pública su error», cosa que no les sirvió de nada, pues el marqués mandó que se cumpliese la orden. El 10 de junio, los nueve navíos que iban a transportar a los expatriados estaban preparados y «cada uno dispuso de su cama y de su baúl». Los disidentes no quisieron embarcarse, pues tenían la promesa real de poder regresar a su tierra, pero el marqués fue con tropa al convento franciscano y les obligó a subir al navío, no sin asegurarles en nombre del
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rey que «luego que llegasen a Córcega hallarían la orden de pasar a Roma y que, en llegando al primer puerto les darían el suficiente dinero para vestirse de seglares y que a Roma les mandaría la corte el Decreto de regresar a sus tierras» (1947: 158). Los disidentes se embarcaron todos en el navío Jasón, y los perseverantes repartidos entre los ocho navíos. Al frente de la expedición estaba el navío Santa Isabel, donde iban todos los jesuitas extranjeros. El provincial padre José Pérez se quedó enfermo en el puerto con otros 13 jesuitas peruanos y, por eso, iba de superior el padre Pascual Ponce, superior de la casa profesa. Todavía estaba saliendo de Cádiz, cuando llegó un navío y «en él parte de los jesuitas del Perú que había hecho el viaje por la vía de Panamá [...], los que saludaron a los que partían más con los ojos y las manos que con la boca ni las palabras. Con todo dieron la noticia de haberse embarcado con ellos todos los padres viejos, de los cuales habían muerto algunos en el viaje» (1947: 158). El número de jesuitas americanos embarcados en nueve navíos de varias nacionalidades llegaba a ochocientos. Estancia en Córcega y viaje a Ferrara
Durante el viaje hubo dos borrascas. Una, de orden físico, pues el 12 de junio se desató un violento levante, que se prolongó todo el día 13, en el que «[...] apenas bastaban cuatro áncoras para que los navíos no peligrasen», y luego el 2 de julio, en que el navío sueco Jasón con los disidentes se ladeó casi por completo «de modo que las olas entraban sin poderlo remediar dentro del buque». Y otra de orden moral, cuando a la altura de Gibraltar se leyó una prohibición del Patriarca de Indias a los jesuitas extrañados de «decir misa y hacer cualquier otro ministerio eclesiástico, excepto el recibir la sagrada comunión» (1947: 159), orden que estos no acataron por ser miembros de una Orden exenta. Por otra parte, el trato de los capitanes de países considerados herejes fue muy bueno, por lo que dice el cronista: «[...] la escasez, inhumanidad y el vilipendio estaba reservado a la nación española y portuguesa; la blandura, humanidad y abundancia a los forasteros declarados en otro tiempo por enemigos de los papistas» (1947: 160). El 9 de julio, el convoy llegó a Ajaccio (Córcega), donde estaban los jesuitas de una de las cuatro provincias españolas, y el 23 zarpó para San Florencio, adonde llegó el 27. En realidad, debía ir a Bastia, «destinada para presidio de todos los jesuitas americanos», pero, como dicho puerto era muy bajo, decidió el capitán desembarcar en San Florencio, de donde los jesuitas irían a Bastia caminando cuatro leguas por tierra. Entonces apareció, providencialmente, un ejército de isleños corsos (el cronista lo atribuye a San Ignacio, por el ser 31 de julio) y las naves debieron seguir a Bastia, donde desembarcan todos, menos los «disidentes» del Jasón que iban a Roma. El cronista hace un comentario moralizante sobre cómo terminaron estos, que Vargas Ugarte, en una nota, considera exagerado: en Roma «[...] muchos de ellos por su gran miseria dieron fin a sus días en un hospital, algunos [...] por la fama de tener mucho dinero degollados, otros por no sé qué encarcelados y otros, cuya conciencia nunca les dejaba el corazón quieto» pidieron al general ser readmitidos en la Compañía, lo que fue imposible por las circunstancias, y así murieron desconsolados (1947: 162). La mayoría se instaló en Bastia, que «estaba inundada de tropas francesas, cuyos jefes estaban hospedados en el colegio de los jesuitas»; los corsos, tanto eclesiásticos como laicos, trataron muy bien a los expulsos y muchos «solicitaron a éstos para la instrucción de sus hijos, persuadidos en que los Jesuitas estarían de asiento en aquel país muchos años» (1947: 162). Los jesuitas trataron de rehacer su vida comunitaria, empezando por crear una
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casa donde los estudiantes retomaran sus estudios sacerdotales. Pero no faltaron defecciones, y el cronista señala la de dos teólogos españoles cuyos nombres aparecen en su diario: Juan Mestre, de Sevilla, que tuvo un irónico exabrupto con funcionarios del puerto de Santa María, y Juan Abad, de Huesca, que escribió poemas sobre el viaje. Sin embargo, el general francés de la isla se opuso al plan de los jesuitas desterrados y, el 31 de agosto, los hizo trasladar a Génova en las naves en que habían llegado. El cronista narra vivamente esta nueva etapa: La incomodidad en las embarcaciones fue mucha, porque eran o pocas y de poco buque para 800 pasajeros, más como ésta debía ser de poca durada, se llevaba alegremente y a 2 de septiembre dimos fondo en las riveras de Génova, en Porto Fino. Dos noches se pasaron a la toledana y con ayuno riguroso dos días, pues no se comió en ellas y mucho menos se durmió [...]. El comandante de la fragata francesa prohibió con severas penas el pisar la tierra y, sin que alguno pudiera determinar su absoluta determinación, nos detuvo a bordo ocho días con la misma abstinencia de antes y sólo se comía aquello poco que la gente de aquel infeliz pueblo con sus barquillas nos suministraba. Finalmente, el oficial francés determinó el desembarco para el 11 de septiembre con la condición de que cada uno de los 800 sujetos diera prontamente cinco pesos duros y que, de no obedecer, se apoderaría de todo cuanto tenían. La náusea de tanto mar, la estrechez del lugar, la lluvia continua y la violencia del capitán con amenazas hizo que los míseros jesuitas prontamente desembolsasen los cinco pesos [...]. Saltamos a tierra en Sestri de Levante. Diósenos el orden de caminar para los Estados del Papa, mas ¿con qué? (1947: 164-65)
El cronista refiere lo ocurrido en el viaje entre el 11 de setiembre, cuando desembarcan en Sestri, y el 29 de dicho mes, cuando llegan a Ferrara. Las escalas son Varese, Borgotauro y Parma (ducado de Parma), Reggio y Módena (ducado de Módena), y Bolonia y Ferrara (Estados Pontificios). El viaje fue por tierra y en grupos de sesenta, para hacer más fácil en cada escala el hospedaje de los expulsos, que estaban bajo el control y el apoyo de las autoridades respectivas, si bien, desde Borgotauro, por real orden los jesuitas recibieron un doblón de 16 pesos «para que de él sacasen los gastos del viaje» (1947: 168). El cronista narra lo que juzga más significativo del viaje, mezclando lo edificante, lo pintoresco y lo crítico. Presento las siete etapas del viaje, que solían durar un día: (a) Etapa Sestri-Varese. La mayoría de los desterrados estuvo varios días en Sestri para organizar el viaje a los Estados Pontificios. El cronista cuenta así la salida de dicha ciudad: Salimos pues aquella misma tarde 60 jesuitas, todos o casi todos jóvenes, a pie, sin más ropa que la que llevábamos puesta encima, porque los baúles y las camas quedaron todos en Sestri, con la falsa promesa de que al día siguiente, antes de que nosotros partiéramos al lugar donde habíamos de hacer la noche, nos alcanzarían. Engaño manifiesto, como lo diremos después. Antes de salir [...], el Intendente Genovés, por nombre Martín de no sé qué, nos hizo pagar bien caro lo que en aquellos días habíamos comido, siendo así que el Comandante francés nos cobró 5 pesos por los gastos del futuro viaje hasta Parma. Los mismos Superiores Jesuitas con su pusilanimidad contribuyeron mucho en hacernos desembolsar lo que con tanta eficacia exigía el Sr. Martín y nos quedamos los más sin el dinero para el camino. Lo que dio motivo a uno para que se le aplicase una quintilla, que en otro tiempo dedicó un poeta español al genovés Martín Granica, por ser hombre de largas uñas y creo que éste sería bisnieto de aquél [...]: «San Martín con ser francés / partió su capa con Dios, / y tú, Martín genovés, / si Cristo tuviera dos, / le quitarías las tres». A pie, con una sola túnica et sine sacculo et pera y sin dinero comenzamos nuestra peregrinación. (1947: 166)
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Desde la salida, los desterrados son objeto de la admiración de la gente, pues, según el cronista: «[...] observamos, por el profundo silencio que se guardaba, la admiración de la gente que, en pie a las puertas de sus casas o asomados a las ventanas, miraban con ojos de ternura a toda aquella juventud peregrina y se admiraban de sola la alegría que veían en nuestros rostros». Tal admiración se traduce en compasión y solidaridad; al salir de la ciudad reciben, en el bello palacio de la familia Grimaldi, la espontánea limosna de dos panes por cabeza, y al atravesar los campos, «[...] los paisanos solían salirnos al encuentro y unos ofrecían gustosos racimos de uvas y otras especies de frutas del tiempo, de las cuales fue necesario tomar muchas veces por no causarles disgusto». La misma naturaleza pareció unirse a la compasión de la gente y el cielo «nunca permitió el caer una sola gota de agua sobre nosotros, siendo así que veíamos abundantemente llover no lejos de nosotros, antes todas aquellas nos sirvieron de un acomodado girasol». Tras largas horas por un camino, que es cada vez más accidentado, llegaron a Varese; «lugar infeliz, en donde no se hallaba comodidad para tomar un poco de reposo» (1947: 166-67). (b) Etapa Varese-Borgotauro. Efectivamente, en Varese no era posible descansar para los peregrinos; por eso, unos se metieron en el templo y durmieron sobre la desnuda tarima de los altares y otros «fueron a deshora de la noche tocando puertas por el lugar pidiendo por amor de Dios los admitieran aquella noche en el rincón más infeliz de la casa». Este espectáculo desató la compasión de los vecinos, quienes albergaron en distintas casas a los exiliados, donde la mayoría de estos pudo cenar una sopa que les prepararon con los dos panes recibidos en Sestri, aunque otros tuvieron más suerte por la familia que los alojó. El cronista revela algo de la actitud de los expulsos, cuando escribe: «[...] las gentes todas deseaban saber, movidas de curiosidad, la historia de nuestra desgracia y más cuando supieron que éramos de la India, mas el cansancio del camino y los pies llenos de ampollas que afligían con su dolor no nos permitía darles tanto gusto en lo que pedían y más que no podíamos explicar por lo claro nuestro sentimiento» (el subrayado es mío). A la mañana se discute la conveniencia de esperar el equipaje, pero, por temor a que llegara un segundo grupo de desterrados y no hubiera sitio para todos, deciden ir a Borgotauro. El cronista vuelve a mostrar el interior de los desterrados: En ayunas y sólo con algún pedazo de pan nos encaminamos monte arriba poco a poco y cantando algunas coplita de devoción. En verdad que, si abriéramos las historias, pocas veces se leería lo que experimentamos esa mañana, sudor por la fatiga del camino, frío porque el sitio llamado cien cruces por su natural temperamento lo era, hambre porque era el mediodía y nada habíamos comido, y alegría, pues en verdad la teníamos y nos complacíamos en ver que cada uno daba con sus dichos ánimo al otro, cuando el mismo confortador no podía dar un paso de la debilidad que en sí sentía. (1947: 167-168)
En lo más alto de un monte había una hostería, cuyo mesonero les preparó una tortilla de treinta huevos, de modo que «[...] medio huevo, un pedazo de pan y un trago de vino, fue toda la comida que alegremente» tomaron los peregrinos hasta Borgotauro. Allí les esperaba un catalán, funcionario del ducado de Parma, cuya misión era atender en todo lo necesario a los jesuitas, si bien estos, durante su paso por el ducado, debían ser vigilados por soldados que a veces se pasaron, pues el cronista recuerda «la inhumanidad del soldado que a empujones, dicterios y blasfemias los hacía por fuerza caminar, sin dejarlos entrar en casa alguna pare pedir un vaso de agua» (1947: 169). Sin embargo, según el cronista, la buena atención de los jesuitas en Parma duró «poco tiempo, porque la Corte de Madrid tomó
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otras providencias y suspendió las provisiones del Real Duque de Parma». En efecto, como se dijo, el rey decidió entregar a cada jesuita un doblón de a 16 pesos para su viaje por un funcionario en Sestri, pero todos los que habían salido de esta ciudad antes de la orden no lo recibieron. Esta «suspensión de víveres en el Estado de Parma para los jesuitas fue sensibilísima y ocasionó mucha confusión» y, por eso, los señores de Borgotauro «salían a los caminos a recoger a los míseros abandonados peregrinos» y los llevaban a sus casas, diciéndoles que podrían quedarse el tiempo que quisieran, aunque los jesuitas, para cumplir con las órdenes del rey, ofreciendo por la hospitalidad «aquellas cosas curiosas que consigo traían de América [...], se despidieron no sin lágrimas en los ojos» (1947: 168-69). (c) Etapa Borgotauro-Parma. El cronista «no puede menos de contar» lo que pasó a cuatro de los sesenta jesuitas al llegar a las puertas de Parma: Estaban reposando bajo la sombra de un árbol 4 jesuitas sin [...] dinero con que proveer lo necesario, indecisos sobre lo que habían de hacer [...] por cuanto se les había prohibido poner el pie dentro de la ciudad, cuando he aquí que sale de ella un coche y en él una señora que luego bajó del mismo, para hacer una caminata o un poco de ejercicio a pie. Al comparecer esa señora, dijo uno de los jesuitas: «Padres míos, la necesidad es ya extrema, la regla dice que se pida limosna ostiatim cuando la obediencia o la necesidad lo pidiere; ostiatim (de puerta en puerta) no se puede porque no nos permiten el ingreso a la ciudad; ya que el Señor nos ha puesto a la vista tan bella ocasión, no la quiero perder», y sin esperar respuesta de los compañeros, se encaminó a la señora. Al estar frente a ella, se quitó el sombrero y puesto de rodillas, le dijo: «Señora, yo y aquellos tres somos todos jesuitas españoles, vamos en busca de nuestra madre la Compañía de Jesús, no tenemos qué comer ni menos con qué comprar, la ciudad está cerrada para nosotros y no podemos socorrer nuestra extrema necesidad con pedir limosna de puerta en puerta y así le suplico a Ud. me comparta por las entraña de Jesucristo una limosna con que poder mantener la vida hoy». Cuando la señora escuchó aquella no esperada petición, prontamente metió la mano en la faltriquera y le dio una bolsa de seda con todo cuanto en ella tenía y, sin darle respuesta, prorrumpió en un amarguísimo llanto, montó en su coche y se entró en la ciudad. (1947: 169-170)
El cronista infiere que debía ser «una de las primeras damas de Parma», que divulgó el suceso, que llegó al mismo duque de Parma, quien ordenó a un mesonero de los muros de la ciudad que preparara comida y cena abundante para todos los jesuitas que iban de paso por allí (1947: 170). A partir de este momento, la narración de las etapas es muy escueta. De la cuarta (Parma-Reggio) y quinta (Reggio-Módena), solo se dice que «aunque continuaba la misma escasez y necesidad, con todo el camino se nos hacía algo menos sensible porque ya gozábamos de nuestra libertad enteramente, porque los soldados parmesanos se habían ido» al llegar a la frontera de Módena. De la etapa sexta (Módena-Bolonia), el cronista dice que de Módena salieron juntos más de cien con el padre Salvador Cayetano de la Gándara, «quien siendo sujeto viejo y con canas, nunca quiso dejar la compañía de sus jóvenes y a pie con todos ellos hacía lentamente el camino y logró el que ni uno siquiera de sus jóvenes [...] dejara por flaqueza la religión», y que, al llegar a Bolonia, comenzó la dispersión a distintas ciudades de los Estados Pontificios por orden del padre general. Fuera de los de México y de la provincia española de Castilla, que se quedaron en Bolonia, los de Chile fueron a Imola, los de Paraguay a Faenza, los de Perú a Ferrara, los de Quito a Ravena, los de Santa Fe a Gubbio y los de Filipinas a Bagnacavallo y Lupo; por su parte, los jesuitas de las pro-
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vincias españolas de Andalucía a Rímini, los de Aragón a Ferrara y los de Toledo a Forli. Finalmente, de la séptima etapa de diez leguas (Bolonia-Ferrara), que los jóvenes jesuitas del Perú hicieron casi siempre por agua, el cronista relata el engaño del mesonero, que fingió un viaje que «debía hacer aquella misma noche y así estimaría que antes de partirse, le pagáramos el dormir y la cena, porque su mujer no sabía de cuentas y podría fácilmente embrollarse». Así, logró que cada jesuita le pagara peseta y media, a pesar de que en la hostería solo hallaron tres camas y «casi todos pasaron la noche sentados en una sillas», y en la cocina solo había un caldero con frijoles, que «fueron el gran pasto de aquella noche con un poco de pan y un trago de vino» (1947: 170). Por fin, los jesuitas peruanos llegaron a Ferrara el 29 de setiembre, día de San Miguel, y como era día de precepto, se fueron de frente a misa, para luego comenzar a instalarse. El cronista dice: Los primeros días los pasamos en una hostería y luego nos fuimos acomodando en varias casas lo menos mal que se pudo, pero siempre con incomodidad. Porque como estábamos en invierno y toda nuestra ropa había quedado en Sestri, dormíamos sobre un poco de paja que un piadoso nos dio de limosna, sin ropa que cubrirnos ni frezada alguna. De ese modo pasamos hasta el 14 de diciembre y entre tanto éramos el comprensivo espectáculo de toda la ciudad, pues nos veían que íbamos por las calles más públicas y a las iglesias a oir o celebrar la Misa con solo la sotana y muchos sin camisa, porque la única que tenían estaba en la colada. El frío crecía en sumo grado y los baúles con las camas nunca parecían, no obstante que en Sestri habían quedado procuradores para la custodia y conducción de todo. Finalmente llegaron, pero como a los más les faltaba lo mejor que en los baúles tenían y a algunos todo [...]. (1947: 171-72)
A pesar de todas las limitaciones obligadas y de las defecciones producidas, los jesuitas peruanos volvieron a empezar. El cronista narra cómo, aunque se instalaron en distintas casas «en forma de pequeño Colegio», la mayoría «convivía con los seglares», pues en Ferrara estaban también los jesuitas de Aragón. Los estudiantes retomaron sus clases, organizando, como lo hacían en Lima, actos públicos, «tanto de Teología como de Filosofía [...], con la asistencia de toda la ciudad, que merecieron los mayores elogios» y se ordenaron de sacerdotes y los padres tuvieron distintos ministerios (1947: 172-76). Sin embargo, el clima antijesuita siguió avanzando en Europa y terminó con la abolición de la Compañía de Jesús en 1773 por Clemente XIV, todo lo cual es narrado con bastante amplitud en la crónica (1947: 176-208). ¿Qué pasó con los expulsos?
Vargas Ugarte, en su citada obra (1967), tras analizar las causas de la expulsión, la promulgación del decreto en varias casas y las tres expediciones de peruanos camino del destierro, presenta un panorama de los expulsos en España e Italia, tanto de los que siguieron en la Compañía hasta su supresión como de los que la abandonaron, y los trabajos más notables de algunos de ellos en el campo pastoral o profesional.1 Dedica un capítulo especial a Juan Pablo Viscardo y Guzmán, autor de la difundida Carta a los españoles americanos y de
1 Los principales jesuitas de los que habla, además de los precursores de la independencia y de los misioneros extranjeros que regresaron a sus países, son los padres Baltasar Moncada, José Pérez de Vargas, Pascual Ponce de León, Juan Antonio Ribera, Miguel Negreiros, Ramón del Arco, Victoriano Cuenca, José Justo Castellanos, Juan Bautista Sánchez, Miguel León, Jacinto Martín de Velasco y el escolar Evaristo Albites.
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otros muchos escritos que contribuyeron a la independencia de las colonias españolas en América (Marzal 1999), y a otros jesuitas peruanos que lucharon por la emancipación. Sobre las defecciones y la evolución de los jesuitas peruanos a partir de 1768, Nieto trae esta información, que se refiere primero a los que llegaron al Puerto de Santa María: Fiándose en las promesas del gobierno español de permitir el regreso a sus países de origen a los que salieran de la CJ, abandonaron ésta 91 sacerdotes, 43 escolares y 28 hermanos de la provincia del Perú, casi todos criollos [...]. En el momento de la supresión de la CJ (1773) los jesuitas de la provincia del Perú eran aún 99 sacerdotes y 39 hermanos. Permitido el regreso de los antiguos jesuitas a España y a las colonias de América entre 1798 y 1799, muchos lograron regresar a España, sobre todo a Barcelona y Cádiz, desde donde enviaron en vano a Madrid sus peticiones para regresar al virreinato [...]. Restaurada la CJ en 1814, diecisiete antiguos miembros de la provincia del Perú se agregaron a ella. El más conocido de todo fue el español Antonio de Alcoriza, uno de los primeros compañeros de José Pignatelli, que fue rector del Colegio Imperial de Madrid. (2001: 3109)
Termino la ponencia con cuatro conclusiones, que pueden ayudarnos a sintetizar lo expuesto. Las dos primeras se refieren a la primera parte de la ponencia y las otras dos, a la segunda: (1) En la provincia peruana, a pesar de su compromiso étnico y de su apertura inicial, no se recibieron indios, ni muchos mestizos, sino básicamente criollos, aunque estos se sentían hijos de esta tierra —como es claro en Juan Pablo Viscardo y Guzmán— y muy comprometidos con el mundo autóctono. Tal compromiso nació con la provincia, y así la congregación provincial de 1594 estableció que ningún jesuita podía ordenarse de sacerdote si no hablaba una lengua indígena (Marzal 1994: 731), mientras que la de 1612 estableció que todos los padres, acabada su tercera probación, trabajaran tres años con los indios (Vargas Ugarte 1963: 315). (2) La provincia peruana, a pesar de su opción referencial por el indio —que fue el origen de su envío al Perú por el padre general Borja—, debió responder a las complejas exigencias de la Iglesia y de la sociedad colonial, y trabajó también con la población criolla y mestiza. Por ejemplo, en el campo educativo, estableció los colegios mayores de San Martín (Lima), San Bernardo (Cuzco) y San Juan Bautista (Chuquisaca) y las universidades de San Ignacio (Cuzco) y de San Francisco Javier (Chuquisaca). Sin embargo, mantuvo, como una tarea más de su quehacer apostólico, un importante compromiso con la pastoral indígena con su defensa de los indios, las doctrinas de Juli y El Cercado, las misiones populares volantes, la misión de Mojos y los colegios de caciques del Príncipe (Lima) y San Francisco de Borja (Cuzco). (3) La expulsión de los jesuitas en la antigua provincia peruana no se debió a causas internas, sino que fue parte del movimiento antijesuítico europeo encabezado por las cortes ilustradas de los Borbones, promovido por la Ilustración en su lucha emancipadora contra la Iglesia católica y cuyo pretexto inmediato fue el motín de Esquilache en Madrid. La provincia peruana, aunque estaba prestando un gran servicio a la Iglesia virreinal y aunque demostró su talante cristiano emprendiendo en bloque el camino del injusto exilio, parece que pasaba por un período de estancamiento religioso y apostólico y que, como el resto de la Compañía, fue menos clarividente ante los nuevos vientos de la Ilustración de lo que lo habían sido antes los del Renacimiento.
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(4) La provincia jesuita del Perú, como las demás de la América española, fue, con la expulsión, objeto de una de las mayores quiebras de los derechos humanos de la historia moderna, sobre todo por la ausencia de un proceso de condena y de defensa, y por las circunstancias duras en que se hizo la expulsión y el viaje de los expulsos hasta los Estados Pontificios, agravadas por la pronta e inesperada supresión de la Compañía de Jesús. Los jesuitas peruanos aceptaron con coraje la prueba, que esperaban que tuviera un rápido desenlace. Si fue relativamente alto y mayor que el de otras provincias el número de los disidentes, sobre todo en el desembarco en el Puerto de Santa María, se debió a las falsas promesas del pronto retorno a la patria para seguir trabajando, especialmente porque el futuro de la Compañía parecía cada vez más incierto en la Iglesia. Pero no pocos siguieron prestando un servicio apostólico y profesional en Italia, y algunos pudieron reingresar en la restaurada Compañía en 1814, aunque ninguno de los expulsos pudo retornar como jesuita al Perú, del que habían sido tan inicuamente desterrados.
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Anexo Catálogo de la provincia peruana 1767 (en orden alfabético) 1. SACERDOTES
1
Nombre
Patria
Nacimiento
Ingreso
Muerte
Adrián, Manuel
Villamanzor
16 mayo 1728
10 enero 1747
Venecia, 1774
Aguilar, Felipe
Ica
5 setiembre 1715
9 junio 1730
Ferrara, 4 marzo 1799
Aguilar, Juan Ignacio
Guamanga
14 enero 1719
20 mayo 1737
Ferrara, 29 abril 1799
Aguilar, Nicolás de
Trujillo
3 febrero 1727
3 marzo 1743
s/d
Aguirre, Joaquín
s/d
s/d
s/d
Aguirre, José Tonº
Trujillo
21 noviembre 1723 25 noviembre 1738
Roma, 8 agosto 1771
Aizpuru, Nicolás
Panamá
15 marzo 1708
19 marzo 1735
Ferrara, 9 abril 1773
Alagón, Pedro
Lima
19 octubre 1702
20 octubre 1716 En el viaje
Albarracín, Manuel
Arica
29 mayo 1703
29 mayo 1717
s/d
Alegría, Toribio
Moyobamba
26 abril 1729
24 junio 1747
Roma, 28 dic. 1770
Arzabe, Pedro
Lima
15 mayo 1708
19 mayo 1742
Ferrara, 11 abril 1772
s/d
Altuna, Domingo
Guamanga
4 agosto 1718
1 junio 1734
Ferrara, 2 abril 1780
Álvarez, Francisco 1
Lima
6 octubre 1737
7 octubre 1750
Roma, 18 setiembre 1786 s/d
Arche, Gregorio
s/d
19 marzo 1723
22 marzo 1737
Arco, Ramón del
s/d
30 agosto 1711
17 octubre 1727 Roma, 4 abril 1772
Arévalo, José Ignacio
s/d
10 marzo 1716
14 abril 1735
Roma, 3 febrero 1779
Arguedas, Juan de
Moquegua
12 octubre 1722
2 abril 1740
s/d
Arias, Tomás
Chiclayo
23 agosto 1737
4 octubre 1752
Ferrara, 14 junio 1783
Bacas, Juan Antonio
Ocaña
20 julio 1692
14 noviembre 1709
Cartagena, 1768
Balmaceda, Juan M.
Ocón
28 enero 1702
11 junio 1727
Ferrara, 19 marzo 1772
Bayer, Wolfgang
Schlesslitz
14 febrero 1722
14 julio 1742
Schlesslitz, 1773
Beingolea, Juan
Guamanga
12 noviembre 1701 7 abril 1725
Ferrara, 26 enero 1776
Belicia, Fco. Javier
Castronuevo
s/d
s/d
Bolonia, 1800
Berenguer, Francisco
Urgel
s/d
s/d
s/d
Álvarez Foronda, hijo de la condesa de Valle Hermoso.
510 S
2
MANUEL M. MARZAL
Bernales, Antonio
Ica
13 junio 1732
7 junio 1746
s/d
Beruchini, Pedro
Turín
26 setiembre 1733
2 julio 1760
s/d
Blanco, Alonso
Córdoba
28 setiembre 1722
7 marzo 1737
s/d
Bohorques, Casimiro
Lima
4 marzo 1725
4 marzo 1739
s/d
Boza, Jerónimo
Stgo. de Chile 1721
23 setiembre 1738
Castelmadama, 14 setiembre 1778
Borrego, Juan
Ecija
22 febrero 1732
5 setiembre 1748 Ferrara, 1793
Bustamante, Felipe
Lima
6 noviembre 1737
20 junio 1752
s/d
Bustos, Manuel
Sevilla
17 junio 1713
5 marzo 1728
Ferrara, 10 mayo 1787
Cabrera, Pedro
Lima
29 abril 1725
7 diciembre 1739
s/d
Calderón, Juan M.
Lima
1 noviembre 1739
3 noviembre 1753
s/d
Campomar, Pedro
Mallorca
1 noviembre 1712
29 agosto 1735
s/d
Cardona, Casimiro
Lima
4 marzo 1740
4 marzo 1754
Ferrara, 20 marzo 1776
Carreño, Hermenegildo La Paz
13 abril 1729
1 febrero 1744
s/d
Carvajal, Antonio
Lima
7 agosto 1715
28 setiembre 1730
Roma, 4 mayo 1785
Casafranca, Manuel
Cochabamba
10 abril 1730
10 abril 1744
Sanlúcar, 8 junio 1802
Casas, Fernando de las
Lima
22 mayo 1742
10 julio 1756
Roma, 17 marzo 1783
Cáseda, Alejandro
Trujillo
13 marzo 1721
14 marzo 1735
s/d
Cáseda, Julián
Trujillo
4 setiembre 1719
21 marzo 1735
Roma, 19 abril 1781 s/d
Castellanos, Joaquín
Lima
20 marzo 1730
20 febrero 1747
Castellanos, J. Justo
Lima
7 setiembre 1721
19 octubre 1735 Roma, 31 agosto 1780
Castilla, Bernardino
Piura
27 mayo 1710
14 marzo 1728
Ferrara, 19 noviembre 1777
Castillo, Juan José
Huancavelica 7 octubre 1733
26 julio 1757
s/d
Castillo, Martín del
Lima
4 noviembre 1693
12 abril 1708
Cartagena, 1768
Castro, Fernando de 2
Lima
30 mayo 1725
15 mayo 1742
Carmona, 24 junio 1777
Ceballos, Cipriano
Lima
17 setiembre 1737
10 noviembre 1753
Fano, 2 febrero 1786
Chávez, José
Chincha
30 marzo 1739
2 diciembre 1757 Roma, 4 mayo 1785
El padre Pérez de Vargas, en carta fechada «Puerto 13-X-1769», le decía a D. P. Matute que en esos días le había dado este padre a un sirviente una cuchillada, de la que murió a poco, por lo que se recluyó en el Hospicio hasta nueva orden.
S 511
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
3
Claramunt, Antonio
Rabos
9 marzo 1712
22 marzo 1730
Clemente, Miguel
Tarazona
10 noviembre 1739 9 octubre 1755
Roma, 12 abril 1816
Corro, Francisco Javier Potosí
8 marzo 1723
28 set. 1740
Ferrara, 21 mayo 1769
Corsos, José
Pbla de Sanabria
9 enero 1710
17 dic. 1727
Ferrara, 9 agosto 1783 4
Cortés, Juan José
Trujillo
16 febrero 1716
11 noviembre 1730
Ferrara, 12 enero 1775
Cuenca, Victoriano
Lima
12 febrero 1712
12 marzo 1728
Roma, 9 octubre 1777
Cuevas, José de las
Callao
27 enero 1690
17 abril 1705
Pto. Sta. M.ª, 18 octubre 1772
Cuevas, Manuel de las
Callao
27 enero 1690
17 abril 1705
Pto. Sta. M.a, 17 junio 1772
Díaz, Gabriel
Valdesoto
3 mayo 1721
7 noviembre 1737
Ferrara, 5 agosto 1775
Domínguez, Mariano
Lima
14 julio 1725
14 julio 1739
s/d
Doncel, Fernando
Becerril de Campos
22 febrero 1715
24 setiembre 1733
Génova, 13 setiembre 1792
Duares, Juan
Lima
21 julio 1734
25 octubre 1749 Roma, 1795
Dulce, Domingo
Lima
12 mayo 1738
3 junio 1752
Eder, Fco. J avier
Schemnitz
1 setiembre 1727
20 octubre 1742 Neushol, 17 abril 1773
Eizaguirre, Manuel
Guamanga
14 enero 1737
18 setiembre 1752
s/d
Eizaguirre, Miguel
Guamanga
29 setiembre 1713
22 julio 1728
s/d
Escalante, Antonio
Cal1ao
24 noviembre 1730 26 noviembre 1744
s/d
Estrada, Francisco
Lima
31 marzo 1715
1 abril 1735
Massacarrara, 15 junio 1785
Falcón, Ignacio
Popayán
19 marzo 1696
14 octubre 1711 s/d
Faltrik, Francisco
Moravia
7 julio 1718
8 marzo 1736 9 marzo 1708
Ferrara, 30 setiembre 17763
Ferrara, 16 marzo 1801
5
Ferrara, 1795
Fernández, Claudio
Cádiz
8 marzo 1693
Figueroa, Tomás de
Lima
26 noviembre 1740 24 junio 1755
s/d
Galván, Buenaventura
Callao
25 marzo 1714
2 agosto 1728
Ferrara, 1 enero 1781
Galván, Juan José
Lima
9 mayo 1720
20 abril 1738
Ferrara, 24 marzo 1780
Ferrara, 30 abril 1771
Sepultado en San Gregorio. Sepultado en Santa Fca. Romana. 5 En 1770 dejó el Puerto de Santa María y en compañía de otros pasó a Roma, según carta del padre Pérez de Vargas de otro año, a fin de secularizarse. Le acompañó su sobrino el padre Gregorio Arche. 4
512 S
MANUEL M. MARZAL
García, Antonio
Sevilla
31 marzo 1714
1 abril 1728
Ferrara, 5 abril 1775
García, Sebastián
Lima
29 setiembre 1691
29 agosto 1706
Osuna, 27 noviembre 1779
Garrido, Miguel
Huaura
s/d
s/d
Faenza, 16 agosto 1800
Gil, José
Corvalán
s/d
s/d
s/d
Goicochea, Atanasio
Cuzco
2 marzo 1718
31 enero 1734
s/d
Gómez, Francisco
Lima
3 ocubre 1701
14 ocubre 1715
Lima, 26 marzo 1768
González, José Antonio Cajamarca
11 abril 1710
5 julio 1730
Roma, 17 noviembre 1772
Gutiérrez, Feliciano
Benavente
9 junio 1706
11 agosto 1725
Ferrara, 11 setiembre 1776
Gutiérrez, José Antonio
Lima
19 febrero 1741
26 julio 1755
s/d
Gutiérrez, Marcelino
Huancavelica 26 abril 1731
18 diciembre 1745
s/d
Herrera, Jacinto de
Huancavelica 15 agosto 1698
4 junio 1713
Pto. Sta. M.a, 4 agosto 1771
Herrera, Lorenzo
Huancavelica 11 agosto 1710
2 setiembre 1725 Roma, 10 julio 1771
Hervias, Juan de Dios
Lima
8 marzo 1713
s/d
s/d
Hirshko, Carlos
Breslau
6 febrero 1721
9 octubre 1736
s/d
Hurtado, Julián
Lima
18 enero 1730
1 feb. 1740
Roma, 23 junio 1773
Hurtado, Manuel
Lima
31 diciembre 1740
10 febrero 1755
s/d
Hurtado, Miguel
Sgo. de Galicia
28 octubre 1728
21 junio 1747
Ravena, 25 junio 1773
lraizos, Juan Manuel
Cochabamba
26 diciembre 1730
1 febrero 1744
Roma, 1796
lrarrázabal, Eusebio
Piura
14 agosto 1718
14 agosto 1732
s/d
lrigoyen, Miguel de
Cochabamba
6 abril 1725
10 abril 1740
s/d
¿? Iturri
Huaura
4 setiembre 1728
7 diciembre 1742
Bolonia, 25 febrero 1781
¿?
Lima
2 diciembre 1736
5 diciembre 1750
s/d
Jáuregui, Fernando
Lima
30 mayo 1736
16 mayo 1750
Roma 1793
Jiménez, Bartolomé
Lima
26 agosto 1703
6 setiembre 1717 Pto. Sta. M.a, 11 diciembre 1770
Jiménez, Fermín
Lima
15 setiembre 1721
28 setiembre 1735
Jiménez, Pablo
Lima
20 noviembre 1736 5 diciembre 1750
Roma, 9 enero 1800
Jimeno, Ignacio
Arica
1 junio 1710
18 enero 1725
Roma, s/f
Roma, 23 junio 1785
Jurado, Diego
Hinojosa
13 marzo 1716
1 julio 1734
s/d
Larreta, Francisco
Lima
5 octubre 1692
1 noviembre 1706
Habana, 17 o 18 agosto 1768
S 513
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
6 7
Laya, Manuel de
Lima
23 junio 1707
30 julio 1722
Ferrara, 28 mayo 1778
León, Manuel de
Lima
28 mayo 1739
18 julio 1752
Roma, s/f
León, Melchor de
Lima
s/d
s/d
Roma, s/f
León, Miguel de
Lima
8 mayo 1737
6 noviembre 1752
Roma, s/f
Leoncini, Juan Andrés
Roma
17 setiembre 1732 10 enero 1756
Pto. Sta. M.a, 12 marzo 1769
Lince, Miguel
Sevilla
13 abril 1701
2 mayo 1724
s/d
Lizárraga, Pedro
Arequipa
29 junio 1704
29 julio 1720
Ferrara, 19 agosto 1772 (?) 6
Loaiza, Diego Antonio
Arequipa
25 julio 1699
14 agosto 1716
Ecija, 18 enero 1774
Loaiza, Fermín de
La Paz
7 julio 1729
12 octubre 1743 Roma, 27 setiembre 1783
López, Agustín
s/d
s/d
s/d
s/d
Lozada, Gregorio
Chancay
27 mayo 1723
25 mayo 1738
Ferrara, 1797
Lugo, Juan José de
Lima
s/d
s/d
s/d
Luque, Francisco
Ecija
21 enero 1731
29 agosto 1748
s/d
Llaguno, Nicolás
Lima
6 diciembre 1701
15 febrero 1717
Ferrara, 2 abril 1779
Maggio, Antonio
Alguer
10 abril 1710
18 febrero 1736
Ferrara, 1793
Manjón, José
Casarubios
14 enero 1717
4 setiembre 1731
Cádiz, 1813
Marín de V., Jacinto
Lima
16 agosto 1738
4 noviembre 1752
Ferrara, 12 (o el 3) enero
Márquez, Baltasar
Lima
6 enero 1709
1 febrero 1724
s/f
Marta, Francisco
Sevilla
10 octubre 1738
22 enero 1750
s/d
7
Marticorena, Juan J.
Lima
27 junio 1732
1 julio 1746
Milán, 29 mayo 1787
Massala, Ignacio
Cáller
23 julio 1716
11 enero 1733
s/d
Masías, José
Panamá
8 enero 1690
3 julio 1706
Lima, s/f
Matienzo, Manuel
Chile
s/d
s/d
Roma, 17 agosto 1771
Mayr, Domingo
Wald
10 agosto 1680
1698
1741
Meave, José Domingo
Moquegua
13 febrero 1709
13 setiembre 1728
s/d
Medrano, Rafael
Arequipa
22 octubre 1735
7 agosto 1751
Ferrara, 1795
Meneses, Juan Manuel
Portugal
s/d
s/d
s/d
Mercier, Francisco
Granada
14 diciembre 1718
4 diciembre 1747
Bolonia, 4 marzo 1775
Sepultado en la iglesia de la Compañía. Sepultado en S. Esteban.
514 S
8
MANUEL M. MARZAL
Moncada, Baltasar
Cajamarca
7 setiembre 1683
18 setiembre 1698
Bahamas, agosto 1768
Montes, Joaquín
La Paz
20 marzo 1734
14 agosto 1754
Guamanga, 1768
Moral, Felipe del
s/d
s/d
s/d
Roma, 16 setiembre 1779
Morales, Martín
Pataz (La Paz) 10 octubre 1710
12 dic. 1730
s/d
Moscoso, Bruno
Arequipa
5 octubre 1741
22 julio 1756
s/d
Muchotrigo, José
Lima
25 noviembre 1736 5 dic. 1750
s/d
Muñoz, Ildefonso
Lima
23 enero 1738
24 marzo 1753
Roma, 1795
Muñoz, Mariano
Lima
22 setiembre 1732
22 agosto 1747
s/d
Negreiros, Miguel
Panamá
7 junio 1728
14 agosto 1742
Roma, 11 agosto 1802
Negrón, Silvestre
Huancavelica s/d
s/d
Roma, 4 enero 1770
Noguer, Pablo
Riudecañas
s/d
s/d
Ferrara, 1800
Obregón, Ignacio
Lima
30 julio 1723
6 enero 1737
Roma, 8 setiembre 1780
Ochoa, Tadeo
Trujillo
28 octubre 1727
27 agosto 1746
Génova, 1792
Orueta, Juan José
Pisco
14 setiembre 1723
3 mayo 1739
Roma, 14 dic. 1772
Oruña, Rafael de
Lima
15 setiembre 1740
25 setiembre 1754
Roma, 19 marzo 1801
Osuna, Marcelo de
Córdoba
24 enero 1733
10 octubre 1748 s/d
Oteiza, Luis
Lambayeque
25 agosto 1735
25 noviembre 1753
Ojeda, Martín de
Lima
11 noviembre 1723 12 noviembre 1737
Pacheco, Fabián
s/d
s/d
s/d
s/d
Palacios, Domingo
Lima
8 abril 1723
13 abril 1737
Roma, 15 dic. 1787
Paniagua, Juan Antonio Palencia
22 julio 1726
4 agosto 1742
Ferrara, 20 enero 1798
Paredes, Buenaventura
La Paz
14 julio 1724
14 agosto 1740
s/d
Parra, Juan José
s/d
s/d
s/d
Roma, 19 febrero 1772
Pastor, Jacobo
Stgo. de Chile 25 julio 1707
12 dic. 1737
En el viaje
Pastor, Juan Antonio
Camaná
14 febrero 1722
19 octubre 1724 Ferrara, 9 abril 1773
Pastoriza, Carlos
Vigo
4 noviembre 1711
13 abril 1737
Ferrara, 17 diciembre 1780
Peña y Lillo, Luis
Lima
25 agosto 1737
13 noviembre 1751
s/d
Pérez, Jaime
Valencia
4 marzo 1704
5 octubre 1721
Ferrara, 3 abril 17718
Sepultado en la iglesia de la Compañía.
Roma, 11 abril 1780 Roma, 24 agosto 1782
S 515
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Pérez L., Miguel
Aguilar
s/d
s/d
Ferrara, 30 julio 1777
Pérez, Pedro
Lima
22 junio 1733
22 agosto 1747
s/d
Pérez de Vargas, José
Lima
20 julio 1702
25 julio 1716
Ferrara, 15 agosto 1772
Pérez de Zea, Juan
Lima
s/d
s/d
Roma, 4 abril 1781
Pesantes, Bonifacio
Trujil1o
14 mayo 1721
14 mayo 1735
Roma, 25 marzo 1780
Pintus, Antonio
Sácer
28 marzo 1723
10 febrero 1732
s/d
Piñeiro, Bernardo
Ica
20 agosto 1715
27 agosto 1732
Cartagena, 1768
Ponce de León, Andrés
La Paz
12 noviembre 1715 14 julio 1731
Ferrara, 20 setiembre 1774
Ponce, Pascual
Lima
19 mayo 1707
29 noviembre 1723
Ferrara, 22 junio 1784 9
Prieto, Domingo
s/d
s/d
s/d
Arequipa, 1767
Pro, Manuel de
Lima
13 febrero 1710
22 enero 1724
Cartagena ,1768
Quintana, Alberto
Guamanga
16 noviembre 1723 20 junio 1740
s/d
Quintana, Diego
Guamanga
14 febrero 1725
20 junio 1740
Roma, 28 julio 1787
Quintana, Joaquín
s/d
S/d
s/d
s/d
Quintana, José
Guamanga
2 mayo 1722
20 enero 1738
s/d
Quirós, Fco. Javier
Huancavelica s/d
s/d
Ferrara, 3 abril 1772
Ramírez, Francisco
Prieto
8 marzo 1711
4 octubre 1733
Ferrara, 5 octubre 1775
Ramírez, Silverio
Huaraz
20 junio 17l2
3 junio 1726
Ferrara, 5 abril 1779
Reysner, José
Dillingen
26 febrero 1693
14 agosto 1722
Cartagena, 14 mayo 1769
Ribadeneyra, Antonio
Hungría
6 enero 1696
15 mayo 1712
s/d
Río, José Ignacio del
Lima
13 junio 1733
22 mayo 1748
s/d
Ríos, José de los
Cochabamba
20 julio 1725
23 febrero 1740
Ferrara, 1798
Rioseco, José
Lima
1 octubre 1722
1 enero 1720
s/d
Rivas, Esteban
Cuzco
22 setiembre 1741
15 julio 1739
s/d
Rivera, Juan Antonio
Lima
3 marzo 1722
7 setiembre 1755 Barcelona, 1798
Rivera, Francisco 10
Lima
30 octubre 1695
3 marzo 1736
s/d
Roelas, José de las
Arequipa
9 noviembre 1709
4 agosto 1725
Ferrara, 30 junio 1787
Rojas, José
Trujillo
19 marzo 1733
18 noviembre 1750
Ferrara, 3 enero 1777
9 10
Sepultado en San Clemente. Por insano lo recluyeron en Lima en los Betlemitas. Lo sepultaron en la iglesia de la Compañía.
516 S
MANUEL M. MARZAL
Rojas, Francisco
La Paz
7 diciembre 1723
23 setiembre 1739
Ferrara, 1796
Rojo, Pedro
Desuellacabras
s/d
s/d
Ferrara, 29 enero 1769
Romero, Pedro Ignacio
Lima
30 julio 1695
15 agosto 1710
Pto. Sta. M.a, 17 setiembre 1770
Ros, Juan
Arenys
18 abril 1718
23 abril 1735
Ferrara, 13 junio 1775
Royo, Juan Estanislao
Casasimarro
4 febrero 1730
30 julio 1746
s/d
Ruiz, Lucas
Lima
8 octubre 1712
19 enero 1728
Roma, 1796
Salas, Alejo
Cuzco
25 julio 1714
7 diciembre 1729
Ferrara, 19 mayo 1772
Salazar, Antonio
Carabaya
21 junio 1740
26 octubre 1756 Ferrara, 31 mayo 1772
Salis, Francisco María
Cerdeña
8 octubre 1704
15 enero 1722
s/d
Sánchez, Francisco Javier
Arica
21 diciembre 1702
5 enero 1719
Ferrara, 6 febrero 1770
Sánchez, Juan Bautista
Arica
23 junio 1714
28 junio 1729
Ferrara, 24 enero 1775
Santiago, Juan de
Sta. María del Rosal
20 julio 1734
8 julio 1749
Ferrara, 12 junio 1771
Santos, Luis de los
Callao
8 febrero 1729
9 febrero 1746
s/d
Santos, Martín de los
Callao
12 noviembre 1731 4 junio 1746
Roma, 1795
Santos, Mateo de los
Pisco
18 febrero 1741
10 marzo 1728
Roma, 2 julio 1781
Sanvicente, Buenaventura
Marauri
4 julio 1720
3 julio 1735
Ferrara, 4 abril 178411
Sarmiento, Nicolás
Saña
19 setiembre 1729
18 diciembre 1745
Pto. Sta. M.a, 26 febrero 1770
Sarobe, Carlos
Panamá
3 noviembre 1722
6 noviembre 1736
s/d
Segurola, Blas de
Callao
15 marzo 1725
9 junio 1739
Roma, 1794
Serna, Agustín de la
Lima
4 marzo 1738
4 marzo 1752
s/d
Sestier, Antonio
Moquegua
21 setiembre 1714
26 julio 1729
Ferrara, 6 agosto 1782
Seco, Bernabé Villanueva de
Duero
11 junio 1747
2 julio 1755
Ferrara, 7 diciembre 177312
Silva, Félix de
Lima
20 noviembre 1703 1 enero 1720
Pto. Sta. M.a, 11 diciembre 1768
12 marzo 1709
Ferrara, 20 febrero 1782
Sierra, Francisco Javier Terragona
11 12
Sepultado San Pablo. Sepultado Todos los Santos.
8 noviembre 1724
S 517
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Sol, Manuel del
Lima
9 enero 1711
28 julio 1727
Roma, 7 diciembre 1778
Solar, Juan del
Ica
25 setiembre 1711
28 diciembre 1725
Ferrara, 18 marzo 1785
Sota, Manuel de la
Huanta
7 junio 1721
20 junio 1736
Ferrara, 18 abril 1775
Soto, Jerónimo
Lima
23 diciembre 1697
31 diciembre 1713
Lima, 28 abril 1768 13
Soto Miguel de
Huaura
30 setiembre 1733
19 julio 1748
Roma, 30 enero 1776
Sugasti, Felipe
Lima
28 mayo 1736
25 julio 1750
Roma, 11 abril 1782
Susich, Nicolás
Fiume
20 setiembre 1716
27 octubre 1736 s/d
Tapia, Fabián de
Arequipa
20 enero 1706
13 setiembre 1728
Ferrara, 25 noviembre 1782
Tello, Antonio
Lima
1 junio 1733
2 agosto 1747
s/d
Tenorio, Toribio
Pisco
27 abril 1736
29 diciembre 1751
Velletri, 2 enero 1783
Toda, Francisco
Riudoms
13 julio 1731
1 junio 1748
Roma, 17 dic. 1808
Toledo, Ignacio
Oruro
30 julio 1725
26 agosto 1742
Roma, 1796
Troconiz, Esteban
Cuzco
2 setiembre 1716
14 julio 1732
Ferrara, 24 marzo 1785
Ugalde, Lorenzo
Cochabamba
8 agosto 1740
21 octubre 1760 Ferrara, 22 agosto 1785
Ugalde, Pedro N.
Cochabamba
6 febrero 1739
12 marzo 1737
s/d
Uria, Alejo
Pitumarca
17 julio 1738
1 febrero 1755
Faenza, 1802
Urquidi, Miguel
Cochabamba
8 mayo 1724
28 setiembre 1740
Roma, 6 noviembre 1772
Usay, Antonio
Sácer
13 febrero 1726
18 mayo 1741
s/d
Valcárcel, Vicente
Arequipa
6 noviembre 1735
6 mayo 1754
Chiclana, 20 octubre 1800 14
Vargas, Joaquín
La Paz
20 marzo 1732
13 junio 1751
Ferrara, 1795
Vargas, Antonio de
Lima
17 enero 1711
18 enero 1725
s/d
Vargas, Francisco B.
Moquegua
6 enero 1733
7 octubre 1750
Roma, 18 julio 1801
Velasco, Nicolás
Simancas
19 julio 1736
30 mayo 1757
s/d
Velásquez, Antonio
Callao
1 junio 1711
6 julio 1727
Ferrara, 23 marzo 1777
¿?
s/d
S/d
s/d
Roma, 1813
Vergara, Cayetano
Ica
7 agosto 1737
12 feb. 1753
Roma, 1799
Vergara, Pablo
Lima
18 junio 1742
15 julio 1756
Roma, 20 junio 1777
Vicuña, Juan José
Lima
6 mayo 1729
19 mayo 1743
Ferrara, 30 setiembre 1777
13 14
Fue recluido por insano en los Betlemitas. Socorriendo a los apartados de Andalucía. Hijo de Alº Ventura Valcárcel y de María Josefa Bernedo.
518 S
MANUEL M. MARZAL
Viguri, Martín
s/d
S/d
s/d
Ferrara, 30 julio 1799
Villar, Antonio del
Panamá
26 junio 1730
26 junio 1745
s/d
Villanueva, Bernardo
Lima
21 abril 1741
3 setiembre 1755 s/d
Villanueva, Joaquín
Lima
25 agosto 1742
20 setiembre 1756
Vizcarra, Luis
Moquegua
25 agosto 1741
7 setiembre 1755 Roma, 1799
Sevilla
Wibmer, José
Graz
14 marzo 1720
11 octubre 1739 s/d
Wolf, Diego
Puerto de Sta. María
26 febrero 1724
29 agosto 1748
s/d
Yunk, Roberto
Treveris
27 febrero 1716
20 febrero 1734
s/d
Zacarías, Juan
Kiongios
13 octubre 1719
20 octubre 1739 s/d
Zambrana, Juan
Lima
s/d
s/d
Ferrara, 1799
Zamorano, José
Lima
14 setiembre 1698
2 diciembre 1714
s/d
Zorri1la, Sebastián
Huancavelica 20 enero 1741
7 setiembre 1755 s/d
Zubizarreta, Tomás
Huancavelica 30 diciembre 1727
23 abril 1745
Motrico, 6 julio 1802
Abad, Juan
Huesca
6 mayo 1745
7 enero 1752
Roma, 1799
Águila, Feliciano
Lima
s/d
s/d
s/d
Albites, Evaristo
Lima
26 octubre 1747
10 mayo 1761
Roma, 15 julio 1820
Albites, Miguel
Lima
s/d
s/d
Roma, 1810
Albites, Prudencia
Lima
s/d
s/d
s/d
Alcoriza, Antonio
Minglanilla
26 marzo 1743
8 setiembre 1757 Madrid, 19 diciembre 1832
Álvarez, Pedro
Pontevedra
s/d
s/d
s/d
Aparicio, José
La Paz
s/d
s/d
Bolonia, 1774
Astorga, Casimiro
s/d
s/d
s/d
s/d
Astorga, Juan Antonio
La Paz
10 agosto 1742
21 octubre 1760 Roma, 17 julio 1773
Baeza, Manuel
Lima
9 marzo 1747
11 enero 1761
Roma, s/f
Belón, Tomás
Lugo
21 diciembre 1749
s/d
Roma, 19 diciembre 1793
Bermúdes, Antonio
Jauja
7 enero 1725
12 junio 1753
Massacarrara, 16 enero...?
Bezora, Pablo
Tarragona
9 octubre 1740
14 enero 1761
Roma, 14 diciembre 1808
Bravo, Antonio
Cuzco
S/d
s/d
s/d
Bueno, Manuel
Conchucos
10 abril 1746
10 mayo 1760
Massacarrara, s/f
Bustamante, Andrés
Arequipa
30 noviembre 1742
7 abril 1759
s/d
Bustamante, Juan M.
Arequipa
s/d
s/d
s/d
2. ESTUDIANTES
S 519
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Bustamante, Mariano
Arequipa
s/d
s/d
s/d
Caballero, Luis
s/d
s/d
s/d
s/d
Caballero, Manuel
Cajamarca
2 mayo 1737
1 abril 1752
s/d
Calabia, Domingo
Oruro
19 junio 1744
24 diciembre 1760
s/d
Castro, Pedro
s/d
s/d
s/d
s/d
Comesaña, Santiago
Tuy
25 julio 1741
25 marzo 1760
Bolonia, 1793
Cuadra, Juan Manuel
Trujillo
25 febrero 1738
24 marzo 1754
s/d
Dávila, Domingo
Lima
4 agosto 1741
15 abril 1757
Roma, 18 junio 1774
Durán, Buenaventura
Lima
14 julio 1744
16 agosto 1757
Roma, 25 marzo 1801
Escoda, José
Falces
24 agosto 1745
23 agosto 1759
s/d
Estévez, Bartolomé
Lima
s/d
s/d
s/d
Fluxá, Miguel
Valle del Ebro
s/d
s/d
s/d
Fuster, Antonio
Urgel
s/d
s/d
s/d
Garay, José
s/d
s/d
s/d
s/d
García, Isidro
Tordesillas
s/d
s/d
Roma, 15 agosto 1775
Laredo, Patricio
Potosí
s/d
s/d
s/d
Loaiza, Francisco
Lima
4 octubre 1742
21 octubre 1760 s/d
López, Domingo
s/d
s/d
s/d
s/d
Maestre, Juan
Sevilla
14 octubre 1744
21 enero 1761
s/d
Martínez, Antonio
La Guardia
20 julio 1734
8 julio 1749
s/d
Maza, Carlos
Lima
3 noviembre 1743
3 noviembre 1756
Roma, 1797
Mendoza, Manuel
s/d
s/d
s/d
s/d
Morales, José
Lima
s/d
s/d
s/d
Moreno, Pascual
Valencia
s/d
s/d
s/d
Mosquera, José
S. J. de Furelos
28 febrero 1737
15 octubre 1760 s/d
Muñoz, Juan Crisóstomo Cochabamba
27 enero 1745
18 octubre 1760 Ferrara, 1800
Odum, Mauricio
Huaraz
s/d
s/d
s/d
Olivos, Juan
Orihuela
s/d
s/d
s/d
Ortiz, Tomás
Lima
s/d
s/d
Bolonia, 1795
Ortiz de Avilés, Luis
s/d
s/d
s/d
s/d
Pagador, Manuel
s/d
s/d
s/d
Lima, 1767
Pagador, Rafael
s/d
s/d
s/d
s/d
Pavón, Antonio
Lima
s/d
s/d
s/d
Pavón, Pedro
Lima
s/d
mayo 1749
Bolonia, 1812
520 S
MANUEL M. MARZAL
Pérez, Francisco
Gerdimarbán 24 junio 1743
7 sepiembre 1760
Barcelona, 3 julio 1798
Pérez Trigoso, Juan
Acarí
24 junio 1746
14 agosto 1760
Massacarrara, 10 febrero 1785
Ríos, José
Lima
11 dic. 1745
22 febrero 1759
Ferrara, 12 noviembre 1783
Ríos, Mariano
Lima
15 agosto 1744
20 junio 1757
Roma, 6 abril 1797
Rosas, Matías de
Lima
s/d
s/d
Ferrara, 7 febrero 1801
Sáenz, Vicente
Guayaquil
s/d
s/d
s/d
15
Salazar, Miguel
Sandia
29 setiembre 1741
9 octubre 1759
s/d
Sanabria, Juan
Lima
s/d
s/d
s/d
Sánchez, Manuel
Conchucos
s/d
s/d
s/d
Salboch, Pedro
Ustarroz
22 junio
4 noviembre 1760
s/d
Sanz, Casimiro
s/d
s/d
s/d
s/d
Sanz, Marcos
Lima
s/d
s/d
s/d
Solar, Santiago
s/d
s/d
s/d
s/d
Suárez, Diego
Lima
s/d
s/d
Roma, 17 dic. 1787
Suasti, Bernardo
Estella
26 abril 1738
4 febrero 1760
s/d
Torres, Manuel de
Castelnovo
19 noviembre 1742 28 octubre 1759 Roma, s/f 16
Velarde, Nicolás
Arequipa
1 setiembre 1742
7 abril 1759
Roma, 21 junio 1781
Velasco, Juan M.
Cajamarca
s/d
s/d
s/d
Vergara, José
Lima
s/d
s/d
s/d
Villagómez, Antonio
Lima
s/d
s/d
s/d
Villagómez, Camilo
Lima
s/d
s/d
Roma, 1794
Villagómez, Fernando
Lima
s/d
s/d
Villanueva, Mariano
Lima
s/d
s/d
Roma, 17 julio 1802
Vizcardo, Anselmo
Pampacolca
14 octubre 1746
17 enero 1761
Massacarrara, 2 octubre 1785
Vizcardo, Juan P.
Pampacolca
26 enero 1747
24 mayo 1761
Londres, febrero 1798
Vizcarra, Agustín
Moquegua
s/d
s/d
Roma, 1794
Vizcarra, Javier
Moquegua
3 diciembre 1736
7 octubre 1750
s/d
Vizcarra, José
Moquegua
s/d
s/d
s/d
Vizcarra, Pedro
Moquegua
27 junio 1740
20 noviembre 1754
s/d
15 Hijo de O. Joaquín de Salazar, natural de Arequipa y Juana Sesenarro de Sandia. Tenía en la Compañía un hermano, el padre Antonio. 16 En 1814 vivía en el Gesú.
S 521
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Zamora, José
s/d
s/d
s/d
Córdoba, 11 octubre 1786
Zurita, Pedro Antonio
s/d
s/d
s/d
s/d
Acuña, Urbano de
Lima
25 mayo 1718
21 julio 1734
Ferrara, 11 octubre 1772
Alcalá, Francisco
Cádiz
2 febrero 1724
2 noviembre 1754
Bolonia, 10 enero 1771
Alcántara, Bernardo
Sevilla
17 enero 1712
15 mayo 1738
Bolonia, 11 diciembre 1771
Alcívar, Pedro Ignacio
Azpeitia
28 enero 1717
12 mayo 1738
Roma, 8 enero 1787
Aldave, Domingo
San Sebastián 10 noviembre 1711 13 enero 1735
3. COADJUTORES
Roma, 25 febrero 1773
Alzuru, Antonio Ignacio Guetaria
29 julio 1711
10 julio 1732
Pto. Sta. M.a, 5 mayo 1779
Armendáriz, José
Elizondo
19 marzo 1712
18 noviembre 1732
Ferrara, 18 julio 1783
Aróstegui, Pedro
Ezpeleta
s/d
s/d
s/d
Aponte, Nicolás
s/d
s/d
s/d
Roma, 18 setiembre 1802
Ayoroa, Martín
Ituren
10 mayo 1725
7 julio 1753
s/d
Bardales, José G.
Moyobamba
5 enero 1732
14 setiembre 1751
Ferrara, 5 abril 1797
Barra, Bartolomé
Chile
s/d
s/d
s/d
Barragán, José 17
Lima
s/d
s/d
s/d
Barreda, Luis
s/d
s/d
s/d
s/d
Barreda, Antonio
Chancay
4 marzo 1703
14 noviembre 1726
s/d
Barrios, Francisco
Becerril
s/d
s/d
s/d
Baitia, Miguel
Lima
28 setiembre 1705
19 setiembre 1746
s/d
Bravo, Gabriel
Sanlucar
15 marzo 1715
25 agosto 1750
Tacna, 1767
Brizuela, Francisco
Segovia
29 octubre 1703
17 agosto 1735
s/d
Caballero, Matías
Cabezón
4 abril 1698
6 febrero 1723
Bolonia, 15 noviembre 1770
Cáceres, Isidro
Sevilla
18 febrero 1731
23 setiembre 1748
Ferrara, 18 marzo 1772
Carbonel, Agustín
Lima
s/d
s/d
s/d
Cárcamo, Juan A.
s/d
s/d
s/d
s/d
Cochula, Ambrosio
s/d
14 abril 1716
5 marzo 1736
Génova, 20 julio 1785
Corro, Valeriano
Huaura
5 enero 1732
18 abril 1751
s/d
17
Huyó al llegar El Peruano a Valparaíso.
522 S
MANUEL M. MARZAL
Chaparro, Manuel
Córdoba
23 julio 1688
20 febrero 1718
En el viaje, 25 mayo 1768
Checa, Juan de
Caravaca
s/d
s/d
s/d
Díaz, Benito
Gijón
2 feb. 1716
28 agosto 1744
s/d
Díaz, Juan
Cascaraque
1 sept. 1682
17 julio 1702
s/d
Díaz, Pedro
Galicia
29 junio 1727
6 diciembre 1749
Ferrara, 13 octubre 1778
Duarte, Manuel
Portugal
s/d
s/d
s/d
Duden, Juan
Champagne
s/d
s/d
s/d
Dueñas, Miguel
s/d
s/d
s/d
s/d
Detker, Enrique
Munster
28 setiembre 1720
4 feb. 1749
s/d
Echepare, Juan
Navarra
s/d
s/d
s/d
Espinal, Antonio
s/d
s/d
s/d
s/d
Font, Esteban
Olot
14 abril 1721
4 junio 1746
Ferrara 25 mayo 1787
Frutos, Pedro
Segovia
18 enero 1717
12 mayo 1738
Ferrara, 21 abril 1780
Fuente, Hilario de la
Yungay
10 octubre 1721
2 junio 1753
Roma, 21 marzo 1774
Fuentes, Vicente
S. J. del Puerto
s/d
s/d
Cesena, 24 abril 1797
García, Manuel
s/d
s/d
s/d
s/d
García, Simón
Venecia
s/d
s/d
s/d
Gómez, Pablo
Conchucos
s/d
s/d
Ferrara, 14 febrero 1782
Gumperberger, Wilibaldo
Ingostadl
7 julio 1716
4 julio 1744
s/d
Huarte, Manuel
Pamplona
s/d
s/d
s/d
Imaz, José Joaquín
Guipúscoa
s/d
1743
Savignano, 11 abril 1786
Iribar, Juan Antonio
Guarnero
24 setiembre 1729
2 octubre 1751
Bolonia, 20 noviembre 1773
Izaguirre, Joaquín
Fuenterrabia s/d
s/d
s/d
Jakob, Juan
Bamberg
15 octubre 1726
1 agosto 1749
s/d
Justiniano, Juan
Lima
8 enero 1696
9 junio 1714
En el viaje
Laño, Domingo
Urarte
10 agosto 1711
17 agosto 1725
Ferrara, 27 enero 1775
Larrea, Joaquín
Trujillo
20 marzo 1737
17 junio 1755
s/d
Lasala, Luis
Bayona
s/d
s/d
s/d
Lavi, Antonio
San Sebastián 4 enero 1733
27 setiembre 1755
Ferrara, 20 abril 1801
López, Martín
Granada
s/d
30 julio 1755
s/d
Llerande, Manuel
Lima
s/d
s/d
s/d
Martínez, Eugenio
Castilla
s/d
s/d
Pto. de Sta. M.a, s/f
S 523
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Martínez, Juan Francisco Orihuela
s/d
s/d
s/d
Martínez, Juan Francisco Córdoba
8 noviembre 1709
22 abril 1738
s/d
Manzanilla, José
Medinasidonia
18 marzo 1688
13 abril 1730
Pto. Sta. M.a, 23 diciembre 1769
Mesanza, Juan de
Urarte
7 mayo 1702
12 noviembre Milán, 1797 1733
Michi, Natal
Nápoles
s/d
s/d
s/d
Miguez. Bartolomé
Tarragona
s/d
s/d
s/d
Miguez, Francisco
Galicia
s/d
s/d
La Coruña, 1799
Mittermaier, Fernando
Frisinga
s/d
s/d
Ferrara, 13 diciembre 1779
Molero, José
Sevilla
18 abril 1715
13 noviembre 1751
s/d
Monteceríii, Juan
Oviedo
17 dic. 1714
27 octubre 1734 s/d
Morales, Juan
Lima
s/d
5 febrero 1757
s/d
Munckenast, Mateo
Múnich
21 setiembre 1692
2 julio 1722
s/d
Ohlgartner, Pedro
Trento
28 julio 1711
30 setiembre 1745
s/d
Ojeda, Patricio
Valladolid
17 marzo 1723
24 julio 1750
s/d
O’Phelan, Mauricio
Vratisfort
16 enero 1693
22 setiembre 1724
Pto. Sta. M.a, 20 diciembre 1772
Ordano, Domingo
Andorra
11 octubre 1718
14 agosto 1750
s/d
Ororbia, José
Arica
17 octubre 1711
16 julio 1739
Génova, 28 julio 1796
Pajares, José Ignacio
Burgos
9 julio 1714
21 mayo 1735
Pto. Sta. M.a, 27 mayo 1769
Pardiñas, Antonio
s/d
s/d
s/d
s/d
Pascual, Francisco
Lima
4 octubre 1697
14 mayo 1716
En el viaje
Parera, Pablo
Cataluña
s/d
7 febrero 1757
Velletri, 16 agosto 1778
Pérez, Domingo
Tojo
s/d
s/d
Ferrara, 30 diciembre 1802
Pérez de Vargas, Fco. Javier
Saña
s/d
s/d
s/d
Pérez de Vargas, Mauricio
Lima
s/d
s/d
Massacarrara, 4 diciembre 1786
Portillo, Felipe del
Morentín
7 mayo 1712
27 julio 1732
Ferrara, 9 febrero 1786
Quintana, Jaime
Cataluña
16 marzo 1732
31 diciembre 1750
s/d
Quintana, José
Muríta
30 octubre 1722
3 mayo 1751
s/d
Quirós, Manuel de
Granada
1 octubre 1713
21 mayo 1735
Ferrara, 6 noviembre 1776
524 S
MANUEL M. MARZAL
Quevedo, Pedro
Cajamarca
24 julio 1727
27 agosto 1746
s/d
Rambaud, José
Cádiz
s/d
s/d
Ferrara, 1797
Respa, Nicolás
s/d
s/d
s/d
s/d
Ratz, Esteban
Wurzburg
24 feb. 1728
3 feb. 1749
12 diciembre, 1768
Ríos, Juan J. de los
s/d
s/d
s/d
En el mar, 1768
Rodríguez, Andrés
S. Andrés de Fejido
s/d
29 abril 1756
Cesana, 1797
Rojas, Diego de
Cañete
9 julio 1709
19 agosto 1751
Ferrara, 27 abril 1775
Rojo, José
Plasencia
s/d
s/d
Ferrara, 20 mayo 1801
Rubiano, José
Aldecuevas
11 junio 1714
20 junio 1742
Pto. Sta. M.a, 19 enero 1770
Rubio, Cristóbal
Villanueva de s/d Sitges
s/d
s/d
Salinas, Miguel
Stgo. de Chile s/d
s/d
Ferrara, 1794
Sánchez, Custodio
s/d
s/d
s/d
s/d
Sánchez, Matías
Moyobamba
s/d
s/d
s/d
Sanvicente, Manuel
Maruri
25 junio 1709
11 enero 1733
Ferrara, 27 marzo 1783
Sanz, Juan Pedro
Lacunza
s/d
s/d
Bolonia, 26 julio 1785
Schmidlechner, Carlos
Múnich
4 noviembre 1697
23 julio 1722
s/d
Sellent, Andrés
Barcelona
2 marzo 1710
26 febrero 1738
Ferrara, 10 abril 1781
Sibla, Ignacio
Cataluña
6 febrero 1723
7 abril 1748
s/d
Soto, Fulgencio de
Albiztur
s/d
s/d
Bolonia, 24 junio 1801
Sporer, Jorge
Maguncia
25 abril 1718
11 febrero 1749
1791
Suárez, Esteban
Lima
4 agosto 1686
19 enero 1714
Pto. Sta. M.a,, 12 diciembre 1768
Suárez, Francisco
Asturias
s/d
s/d
Ferrara, 7 julio 1778
Tenorio, Ignacio
Pisco
s/d
s/d
Ferrara, 10 octubre 1769
Tíbar, José
Chile
s/d
s/d
Roma, 4 enero 1773
Toriano, José
Génova
19 marzo 1727
22 julio 1747
Pto. Sta. M.a, 19 enero 1761
Torre, Antonio
s/d
s/d
s/d
s/d
Torre, Jaime de la
Daroca
s/d
s/d
Ferrara, 12 julio 1779
Trillo, Mateo
Castrovirreina 21 setiembre 1721
21 agosto 1744
Roma, 24 agosto 1771
S 525
COMPROMISO ÉTNICO Y EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS PERUANOS EN 1767
Trivil, Gabriel
Cádiz
24 marzo 1730
24 marzo 1745
Bolonia, 20 mayo 1774
Unzueta, Juan José
Ica
9 abril 1731
24 agosto 1753
Bolonia, 1799
Urbaneja, Manuel
Melgar
28 marzo 1707
2 febrero 1729
Ferrara, 6 marzo 1776
Uri, Francisco
Lorena
3 junio 1698
s/d
s/d
Vásquez, Pedro
Mala
24 agosto 1736
24 agosto 1754
Roma, 17 octubre 1771
Vega, Antonio
Cádiz
s/d
1764
Ferrara, 26 setiembre 1771
Velasco, Manuel
Madrid
s/d
s/d
s/d
Viera, Pedro
Canarias
22 febrero 1712
s/d
s/d
Villegas, Fernando
Camaná
11 abril 1700
20 noviembre 1746
Ferrara, 9 diciembre 1775
Zabala, José
Arequipa
16 mayo 1699
9 noviembre 1720
s/d
526 S
MANUEL M. MARZAL
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1984-1987 [1588] De procuranda indorum salute. 2 vols. Madrid: CSIC. 1940 [1590] Historia natural y moral de las Indias. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. ALDEA, Quintín
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Sobre los autores
Luis BACIGALUPO es doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín (1990). Es profesor principal en la Pontificia Universidad Católica del Perú y Director de Responsabilidad Social de la misma universidad. Ha publicado «Pedro Abelardo. Un esbozo biográfico», en F. Bertelloni y G. Burlando (eds.), La filosofía medieval, vol. 24 de la Enciclopedia Ibero-Americana de Filosofía (2002); «Sobre los modos del derecho natural en Ockham», en Hombre y naturaleza en el pensamiento medieval (2000); y «Talking about Religion y Philosophy», en How Should we talk about Religion. Perspectives, Contexts, Particularities, editado por James Boyd White, Universidad de Notre Dame, 2006. Se especializa en filosofía medieval, filosofía política, escepticismo, ética y filosofía de la religión. Josep Ignasi SARANYANA es doctor en Filosofía y Letras por la Pontificia Universidad de Salamanca y doctor en Teología por la Universidad de Navarra, donde es profesor de Historia de la Teología. Ha coeditado los volúmenes I y III de la Teología en América Latina (1999, 2002), que reflejan su interés por la historia de la teología en América Latina así como por la filosofía medieval y renacentista. Pertenece al Pontificio Comité de Ciencias Históricas y es académico correspondiente de la Academia Mexicana de la Historia y Academia Colombiana de la Historia. Antonella ROMANO es doctora en Historia por la Universidad París I (Panthéon-La Sorbona). Se desempeña en el área de investigaciones del CNRS (Centre A. Koyré, París), y en 1999 publicó La Contre-Réforme mathématique. Constitution et diffusion d’une culture mathématique jésuite à la Renaissance (1560-1640), y coordinó Mission et diffusion des sciences européennes en Amérique et en Asie: le cas jésuite (XVIe-XVIIIe siècle). Symposium du XXIe congrés international d’histoire des sciences (2001). Su área de especialización es la historia de las ciencias en el mundo moderno, con particular atención a los jesuitas. Beatriz Helena DOMINGUES tiene un posdoctorado en la Universidad de Maryland (Estados Unidos) y es profesora a tiempo completo en la Universidade Federal de Juiz de Fora (Minas Gerais, Brasil). Ha escrito «Política Missionária e Secular em Escritos Jesuíticos sobre a Baixa Califórnia no século xviii», en Revista Brasileira de História, n.o 45 (2003); y «A Disputa entre cientistas jesuítas e cientistas iluministas no mundo ibero-americano», en Numen, n.o 9 (2002). Es especialista en pensamiento jesuita ilustrado en Hispanoamérica y filosofía moderna y ciencia en los jesuitas españoles. Ha recibido una beca de investigación en el Woodstock Theological Center (Washington, D. C.). Francisco MORENO REJÓN desempeña el cargo de párroco de la Parroquia San Alfonso María de Ligorio y es Vicario de la Vicaría II de la Diócesis de Chosica. Ha escrito numerosos artículos referidos al ámbito teológico en Páginas y sus trabajos han sido recogidos en Historia de la teología moral en América Latina: ensayos y materiales (1994). José del REY FAJARDO es doctor en Letras por la Universidad Nacional de Los Andes (Venezuela) y doctor en Historia por la Universidad de Bogotá. Actualmente es profesor titular de la Universidad Andrés Bello de Caracas. Su abundante obra —orientada hacia el estudio de las mentalidades en el reino de Nueva Granada, las formas culturales de las misiones jesuíticas en la Orinoquia y la pedagogía jesuítica— le ha merecido recibir el grado de Honoris Causa por diversas universidades venezolanas. Es autor de Entre el deseo y la esperanza: los jesuitas en la Caracas colonial (2004).
528 S
SOBRE LOS AUTORES
David BRADING es doctor por la Universidad de Londres (1965) y profesor emérito de dicha institución. Es además miembro de la British Academy desde 1995 y doctor en Literatura por la Universidad de Cambridge (1991). Autor de innumerables estudios sobre la América española, sus obras más conocidas incluyen: Orbe Indiano, desde la monarquía católica a la república criolla (1991), donde aborda el estudio de las crónicas jesuitas; y La Virgen de Guadalupe: imagen y tradición (2002). María Cristina TORALES PACHECO recibió su doctorado por la Universidad de Leiden (Holanda). Se desempeña como académica numerario de tiempo completo en el departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana. Es autora de Ilustrados en la Nueva España: los socios de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (2001) y especialista en elites novohispanas y sus vínculos con la Compañía de Jesús. En la institución en la que ha colaborado desde 1976 fue distinguida con el diploma y la Medalla al Mérito y designada Profesora Emérita (2001). Sus trabajos le han merecido el Premio Manuel Ignacio Pérez Alonso (1994) y ser socia de número de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (1993). Rafael CHAMBOULEYRON es profesor del Departamento de Historia de la Universidad Federal do Pará (Brasil). Ha obtenido la Licenciatura y la maestría con mención en historia social en Brasil y cursa su doctorado en Historia por la Universidad de Cambridge. Su publicación más reciente es: «Misiones entre fieles: jesuitas y colonos portugueses en la Amazonía colonial (siglo XVII)». En Dalla Corte, Gabriela y otros (coords.), Conflicto y violencia en América (2002). Su campo de interés está vinculado a la historia de la Amazonía portuguesa en el periodo colonial. Valeria CORONEL es candidata al doctorado por la Universidad de Nueva York y es investigadora asociada a FLACSO (Quito). Entre sus publicaciones se cuentan: «Secularización católica e integración social en un modernismo periférico. Miguel Antonio Caro y la delimitación del dominio de la filosofía social en Colombia», en La reestructuración de las Ciencias Sociales en América Latina (2000); y «Familiares ocultos del discurso posmoderno sobre la cultura: Utopía colonial y nostalgia fascista», en Memorias del primer encuentro internacional de Estudios Culturales en América latina: Retos desde y sobre la región andina (2003). Investiga el barroco hispanoamericano, la economía y la salvación en la doctrina jesuítica, así como en la influencia del pensamiento jesuita en la sociología colombiana y ecuatoriana de principios del siglo XX. Carmen SALAZAR-SOLER es doctora en Antropología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París). Actualmente se desempeña como investigadora del CNRS de Francia. En 2002 publicó Anthropologie des mineurs des Andes. Dans les entrailles de la terre, y es especialista en antropología e historia de los mineros andinos así como en historia de las ciencias de la tierra en el virreinato del Perú. Su trabajo mereció la Medalla de Bronce del CNRS en 1995. Gauvin Alexander BAILEY obtuvo su doctorado por el Department of Fine Arts (Harvard University, 1996) y se desempeña como profesor del Department of Visual and Performing Arts en Clark University. Ha publicado: Between Renaissance and Baroque: Jesuit Art in Rome, 1565-1610 (2003) y Art on the Jesuit Missions in Asia and Latin America, 1542-1773 (1999). Su obra gira alrededor del arte y la arquitectura jesuítica entre 1540 y 1773, así como el intercambio cultural entre Asia y Latinoamérica durante la época colonial. Su trabajo mereció el 2000-2001 Fellow de Villa I Tatti (Harvard University Center for Italian Renaissance Studies) en Florencia. Monique ALAPERRINE-BOUYER es doctora en Letras por la Universidad de Burdeos III. Actualmente se desempeña como Maître de Conférence Honoraire de la Universidad de París
SOBRE LOS AUTORES
S 529
III. Sus últimas publicaciones incluyen: «Saber y poder: la cuestión de la educación de las élites indigenas». En Incas e indios cristianos en los Andes coloniales (2002); y «Enseignements et enjeux d’un héritage cacical: le long plaidoyer de Geronimo Limaylla, Jauja, 1557-1578» (2003). En los últimos años se encuentra abocada a estudiar la educación de las elites indígenas en el Perú colonial. Pilar GONZALBO AIZPURU obtuvo su doctorado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en la actualidad trabaja como profesora-investigadora en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Entre sus principales obras, podemos mencionar Educación y colonización en el México colonial (2001) y La educación popular de los jesuitas (1989). Esta producción bibliográfica le mereció en 1999 la Mención honorífica del premio Francisco Xavier Clavijero. Scarlett O’PHELAN GODOY obtuvo su doctorado en el Birkbeck College (Universidad de Londres, 1982). Se desempeña como profesora de la Maestría de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha compilado El Perú en el siglo XVIII. La era borbónica (1999); y La Independencia del Perú. De los Borbones a Bolívar (2001). Un artículo suyo («L’Utopie Andine. Discours paralleles a la fin de l’epoque coloniale») apareció en Annales (1994). Es miembro de número de la Academia Nacional de la Historia del Perú. Jeffrey KLAIBER, S. J. es profesor de Historia en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Obtuvo su doctorado en historia por la Universidad Católica de América (Washington, D.C.); y es especialista en historia de la Iglesia y religión y política en América Latina. Entre sus últimos libros cabe mencionar La Iglesia en el Perú (1988) e Iglesia, dictaduras y democracia en América Latina (1997). Bernard LAVALLÉ es doctor por la Universidad de Burdeos (1978). Se desempeña como catedrático de Civilización hispanoamericana colonial en la Universidad de la Sorbona Nueva (París III). Es autor de Al filo de la navaja, luchas y derivas caciquiles en Latacunga, 1730-1790 (2002), y una compilación sus artículos ha aparecido bajo el título de Amor y opresión en los Andes coloniales (1999). Sus investigaciones abarcan la historia de la Iglesia colonial, la historia social y la familia en la América andina. Pedro GUIBOVICH PÉREZ es doctor en historia por la Universidad de Columbia, Nueva York y profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha ejercido la docencia en la Universidad del Pacífico y en la Academia Diplomática del Perú. Además ha sido profesor invitado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París). Es autor de Censura, libros e Inquisición en el Perú colonial, 1570-1754 (2004). Fue también becario de la John Carter Brown Library, del Instituto de Cooperación Iberoamericana y de la Universidad de Columbia, así como Visiting Research Fellow del Center for Study of Books and Media, en la Universidad de Princeton. Fernando ROSAS MOSCOSO es historiador formado en la Pontificia Universidad Católica, donde obtuvo el título de Doctor. Realizó estudios de posgrado en Historia Medieval y Moderna en la Universitá degli Studi di Firenze, Italia. Es profesor de la Universidad de Lima y ha sido profesor visitante en universidades de Estados Unidos y Europa. Se desempeña también en el campo de la gestión cultural y la museología. Entre sus publicaciones están: El hombre y el dominio de los espacios: mecanismos oníricos y temores en la expansión Europea (1988), «Crisis e historia: algunas consideraciones sobre la economía europea occidental en los siglos XIV y XVII» (1997) y «El futuro como objeto de estudio de la Historia» (1996). Martín María MORALES, S. J. pertenece al Instituto Histórico de la Compañía de Jesús y es profesor en la Facultad de Historia de Pontificia Universidad Gregoriana. Obtuvo la licenciatura en Historia Medieval y Licenciatura en Teología y posteriormente el doctorado. Su
530 S
SOBRE LOS AUTORES
especialidad es la historia de la Compañía de Jesús, tema sobre el cual ha publicado: Los Comienzos de las Reducciones de la Provincia de Paraguay en relación con el Derecho Indiano y el Instituto de la Compañía de Jesús (1996); La Librería grande: el fondo antiguo de la Compañía de Jesús en Argentina (2002). Guillermo BRAVO ACEVEDO es doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid (1980). Sobre la Compañía de Jesús ha publicado «Historiografía de la empresa económica jesuita en Hispanoamérica colonial», en Universum, n.o 6 (1996); y «La administración económica de la hacienda jesuita San Francisco de Borja de Guanquehua», en Estudios coloniales, n.o 1. (2000). Se ha especializado en la historia de la Compañía de Jesús en Chile y América (periodo colonial), y en historia económica y social de Chile (periodo colonial y republicano). Su tesis doctoral mereció el premio otorgado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid en 1980. Francisco de BORJA MEDINA, S. J. es doctor en Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla y profesor emérito de Historia de la Iglesia en Iberoamérica en la Facultad de Historia Eclesiástica de la Pontificia Universidad Gregoriana, Roma. También es miembro emérito del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, Roma. Ha publicado «Enseñanza y métodos misionales en América española y Filipinas», en Actas do Colóquio «A Companhia de Jesus e a Missionaçao no Oriente. Ensino e métodos missionários» (2000). Manuel M. MARZAL, S. J. fue doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Quito y magíster en Antropología por la Universidad Iberoamericana de México, D.F. Se desempeñó como presidente de la Comisión Organizadora de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya de Lima, y entre sus numerosas publicaciones destacan Tierra encantada. Tratado de antropología religiosa de América Latina (2002) y la coedición de Un reino en la frontera. Las misiones jesuitas en la América colonial (1999); además de una obra colectiva en coedición con Sandra Negro, Esclavitud, economía y evangelización. Su labor docente fue reconocida con la designación de Profesor Emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Carmen-José ALEJOS GRAU es doctora en Filosofía y Letras (Ciencias de la Educación, 1993) y doctora en Teología, ambos grados defendidos en la Universidad de Navarra (1990), donde tiene el cargo de investigadora del Instituto de Historia de la Iglesia. Ha coordinado el tercer volumen de la Teología en América Latina (2002). Sobre los jesuitas ha estudiado específicamente la teología impartida en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de México; la obra teológica e histórica de los jesuitas expulsos (Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre y Juan de Velasco); y la oratoria sagrada en México relacionada con la devoción de la Virgen de Guadalupe. Ha sido distinguida como Miembro Corresponsal de la Academia Mexicana de la Historia. Javier BAPTISTA MORALES, S. J. es licenciado en filosofía por la Facultad de la Compañía de Jesús Vals-près-Le Puy (Haute-Loire, Francia), así como licenciado en Teología por la Facultad de la Compañía de Jesús (México, D. F.). Se ha desempeñado como profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos, Cochabamba (1990-2002). También ha colaborado en el Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, publicado en 2001 en Madrid y Roma con cerca de doscientos artículos. Fue miembro del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús (1984-1986; 1988-1990). Actualmente se encuentra abocado al estudio de la historia de la Compañía en Bolivia. Jaime Humberto BORJA GÓMEZ es doctor en Historia por la Universidad Iberoamericana de México, D. F. y profesor del Departamento de Historia de la Universidad Javeriana de Bogotá. Últimamente ha publicado dos libros: Indios Medievales. Construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI (2002); y Rostros y rastros del demonio en el Nuevo
SOBRE LOS AUTORES
S 531
Reino de Granada. Indios, negros, judíos, mujeres y otras huestes de Satanás (1998). Se especializa en historia medieval e historia colonial, particularmente en el análisis de discursos visuales y narrativos. Recibió la mención honorífica del Premio en Ciencias Sociales y Humanidades de la Fundación Alejandro Ángel Escobar (2001). Además, ha sido profesor visitante en la Universidad de Salamanca. Ignacio del RÍO es doctor en Historia e investigador titular del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también se desempeña como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. Su área de especialización comprende la historia de México colonial, la historia regional y la historia de la frontera norte de México. Son obras de su autoría: Crónicas jesuíticas de la Antigua California (2000); Vertientes regionales de México. Estudios históricos sobre Sonora y Sinaloa (2001); y El Régimen jesuítico de la Antigua California (2003). Miguel LEÓN-PORTILLA, es doctor en filosofía por la UNAM (1956), donde se desempeña como investigador y profesor emérito activo. Además de su ya conocida obra sobre los aztecas después de la conquista española, ha publicado Los antiguos libros del Nuevo Mundo. En los últimos años se ha abocado a la edición de crónicas jesuitas antes inéditas. Su obra le ha valido el Doctorado Honoris Causa por la Pontifica Universidad Católica del Perú (2003) y el Premio Menéndez Pelayo (Santander, España). Gabriela SIRACUSANO es doctora en Filosofía y Letras con orientación en Historia del Arte por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es investigadora adjunta de CONICET (Instituto de Teoría e Historia del Arte «Julio E. Payró» de la Universidad de Buenos Aires) y se especializa en arte y ciencia de América, así como en el estudio del color en la pintura colonial andina. Recientemente el FCE ha publicado de su autoría El poder de los colores. De lo material a lo simbólico en las prácticas culturales andinas (siglos XVI-XVII-XVIII) (2004). Su trabajo ha sido reconocido con una Posdoctoral Getty Fellow 2003-2004. Eddy STOLS es doctor en historia por la Universidad de Lovaina (K.U. Leuven) y catedrático de Historia Económica y Social y de América Latina en dicha universidad. Ha coeditado Flandre et Amérique latine, 500 ans de confrontation et de métissage (1993); y Brasil, Cultures et économies de quatre continents (2001). Es especialista en relaciones de los Países Bajos (Flandes y Bélgica) con América Latina así como en historia de los intercambios alimentarios. En 1993 recibió el Premio Duque de Arenberg. Bernard VINCENT es doctor en historia por la Universidad París I (Panthéon-La Sorbona). Actualmente se desempeña como Director del Centre de Recherches Historiques de l’École de Hautes Études en Sciences Sociales. Ha escrito, en colaboración con Bartolomé Bennassar, Le temps de l’Espagne (XVIe-XVIIe siècles) (1999), cuya traducción al español apareció ese mismo año. También ha coeditado Les chemins de Rome: les visites ad limina à l’époque moderne dans l’Europe méridionale et le monde hispano-américain (XVIe-XIXe siècles) (2002). Se especializa en las misiones en el mundo ibérico, las relaciones entre Cristianidad e Islam y la esclavitud en el mundo ibérico. Fue distinguido con el grado de Director Honoris Causa de la Universidad de Alicante (España). Johannes MEIER es catedrático de la Universidad Johannes Gutenburg (Maguncia, Alemania). Doctor en teología y especialista en historia de la Iglesia en América Latina, historia del cristianismo no europeo, historia de las Órdenes religiosas, e historia regional de Westfalia. Entre sus publicaciones se cuentan: «La historia de las diócesis de Santo Domingo, Concepción de la Vega, San Juan de Puerto Rico y Santiago de Cuba...». En Historia general de la Iglesia en América Latina (CEHILA), vol. IV; y «…Usque and Ultimum Terrae»: Die Jesuiten und die transkontinentale Ausbreitung des Cristentums, 1540-1773 (2000).
532 S
SOBRE LOS AUTORES
Mercedes AVELLANEDA es licenciada en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires, donde es también colaboradora del Instituto de Ciencias Antropológicas de dicha universidad. Ha publicado un artículo referido a los orígenes de la alianza jesuita-guaraní en Memoria Americana (1999), además de otro titulado «El conflicto social: una nueva aproximación a la historia de las reducciones del Paraguay», en la misma revista (2000). Maria Cristina BOHN MARTINS es historiadora con grado de doctor por la Pontificia Universidade Católica do Rio Grande do Sul (Brasil). En la actualidad es profesora titular del Posgrado en Historia de la Universidade do Vale do Rio dos Sinos, donde también es coordinadora adjunta. Su campo de especialización lo constituyen las misiones religiosas en América Latina y en el Paraguay colonial. Es autora de «Controle social e disciplinamento: as congregações nas reduções jesuítico-guaranis do Paraguai», en Martin N. Dreher. 500 Anos de Brasil e de Igreja na América Meridional (2002); y «Tempo, festa e espaço na redução dos Guarani», en Manuel Marzal y Sandra Negro (coords.). Un reino en la frontera. Las misiones jesuíticas en la América Colonial (1999). Kendall W. BROWN es historiador doctorado por Duke University en 1979 y profesor de Brigham Young University desde 1991. Además de su obra más conocida (Bourbons and Brandy: Imperial Reform in Eighteenth-Century Arequipa, 1986) ha escrito un artículo sobre la Compañía de Jesús: «Jesuit Wealth and Economic Activity within the Peruvian Economy: The Case of Southern Peru», publicado en The Americas en 1987. En la actualidad continúa investigando temas relacionados con la economía colonial peruana. Barbara GANSON recibió su doctorado en historia de la Universidad de Texas en Austin (1994). Es Associate Professor de Historia en Florida Atlantic University en Estados Unidos. Es autora del libro The Guaraní Under Spanish Rule in the Rio de la Plata (2003). Es especialista en historia colonial latinoamericana y ha sido designada presidente del Southwestern Historical Association por el periodo 2002-2003. Norberto LEVINTON es arquitecto formado en Universidad Nacional de Buenos Aires, con grado de magister en Historia y Crítica de la Arquitectura y el Urbanismo y doctorando de esa misma universidad y la Universidad del Salvador. Es también profesor del Posgrado de Historia de la Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires. Es coautor de San Cosme y San Damián: Historia, Arquitectura y Economía de la misión de la Compañía de Jesús (2003). Su tema de investigación son los espacios rurales dentro de los espacios misionales. Ha sido becado por el Ministerio de Cultura de España como hispanista extranjero para trabajar en los archivos de Simancas, Sevilla y el Histórico Nacional de Madrid. Sandra NEGRO TUA es arquitecta y antropóloga. Ha centrado sus investigaciones en la presencia jesuita en el Perú colonial y en la historia del arte peruano. Es catedrática de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad Ricardo Palma y ha sido coeditora de Un reino en la frontera. Las misiones jesuitas en la América colonial (1999). Armando NIETO VÉLEZ, S. J. es historiador y catedrático en la Pontificia Universidad Católica del Perú y miembro de la Academia Nacional de Historia. De su abundante producción se puede destacar el interés hacia la historia de la Compañía en el Perú, y especialmente hacia la figura del Padre Francisco del Castillo S. J., cuya biografía publicó en 1992. Lía QUARLERI es doctora en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires y doctora por dicha universidad, donde además se desempeña como docente del Departamento de Ciencias Antropológicas Facultad de Filosofía y Letras. Es autora de trabajos como: «Elite local, burocracia y reformas borbónicas. La administración de Temporalidades de La Rioja». Población y sociedad, n.o 8/9 (2002-2003); y «Poder y resistencia, imaginario y representaciones. Los jesuitas en interacción con los franciscanos y los mercedarios (Córdoba, siglo
SOBRE LOS AUTORES
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XVII)», en Pablo Valiente y Gardenia Vidal (comp.). Por la Señal de la Cruz. Estudios sobre
Iglesia católica y sociedad en Córdoba, siglos XVII-XX (2002). Myriam MARÍN CORTÉS es bibliotecóloga y archivista. Actualmente tiene bajo su dirección el Archivo Javeriano y el Archivo Histórico Juan Manuel Pacheco, S. J. en la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, Colombia. Claudia ROSAS LAURO es historiadora formada en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde también ha cursado estudios de Maestría y se desempeña como profesora. Es especialista en el tema de la Revolución Francesa en el Perú, con el que obtuvo la Mención Honrosa del Premio María Rostworowski. Actualmente cursa el Doctorado en la Universidad de Florencia, Italia. Entre sus publicaciones destacan: «Educando al bello sexo. La mujer en el discurso ilustrado», en El Siglo XVIII en el Perú. La Era Borbónica (1999); y «La Imagen de los Incas en la Ilustración peruana del siglo XVIII» (2002). José F. RAGAS es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde obtuvo su licenciatura. Participó como redactor e investigador de la reedición de la Enciclopedia Ilustrada del Perú de Alberto Tauro del Pino (2001). Colabora regularmente con la Revista Complutense de Historia de América (Madrid). Obtuvo el Segundo Premio del Concurso Nacional de Ensayo «Jorge Basadre G.» organizado por el ICPNA y la Universidad Católica (2004) y la Primera Mención Honrosa por la Asamblea Nacional de Rectores del Perú (2004).