Los Dogmas de Maria
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Descripción: Demonstração dos dogmas de Maria...
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Qué es un Dogma? Desde siempre las verdades de la Fe reveladas por nuestro Divino Salvador Jesucristo, fueron enseñadas y transmitidas por Su Iglesia. De los primeros tiempos del cristianismo nos queda el testimonio de los “símbolos”. Símbolo es lo que hoy llamamos Credo, conjunto de las principales verdades que se enseñab an alos fieles, que según los tiempos se completaron o explicaron mejor para dar más luz sobre ellas. El Credo que hoy rezamos nos llega desde el tiempo de los Apóstoles. Con el correr del tiempo aparecieron necesidades, desviaciones, errores; y por lo mismo la Iglesia debió exponer, rectificar, aclarar. Y para ello debió expresar con palabras muy exacta s que no fueran susceptibles de cambios ni de diversas interpretaciones, porque son reveladas, vie nen directamente de Dios. La Iglesia, que es Madre, las custodia, cuidando que sean bien entendidas, para que con la gracia de Dios sean creídas y vividas por sus hijos.
Origen y significado de la palabra dogma La palabra griega dogma, desde antes de Cristo y hasta el siglo IV significaba ley, decreto, prescripción, tanto en lo autores profanos y filosóficos como también en la versión de los Setenta del Antiguo Testamento, en los escritores del Nuevo y en la primitiva literatura grieg a. Al llegar el siglo IV algunos autores como San Cirilo de Jerusalén y San Gregorio de Nicea dan el nombre de dogma solamente para las verdades reveladas. En el siglo V este sen tido específico fue adoptado por casi todos los autores cristianos y es el que ha tenido desde ento nces y tiene ahora. Así incorporado a la literatura cristiana tanto en latín como en las leng uas vernáculas, dogma es una verdad revelada por Dios y enseñada por el Magisterio infalible de la Iglesia.
Verdad contenida en el depósito de la Fe “Una verdad revelada por Dios”. El dogma es una verdad que pertenece a la revelación cristiana, que ha de encontrarse por consiguiente en la Sagrada Tradición o en la Sag rada Escritura, las que tomadas en conjunto constituyen el depositum fidei –depósito de la fe- que contiene todas las verdades comprendidas en la revelación cristiana. Los dogmas son verdades recibidas de Dios - no doctrinas humanas - que se exponen en
palabras adecuadas y precisas –se definen- en el momento oportuno de la historia, según los designios de Dios que guía y gobierna a la Iglesia. Leemos en la “Constitución Dogmática I sobre la Iglesia de Cristo”, documento del Concilio Vaticano I: “Los Romanos Pontífices, según lo persuadía la condición de los tiempos y de las circunstancias, ora por la convocación de los Concilios universales, o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando los medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”.
Magisterio de la Iglesia – Infalibilidad “Enseñada por el magisterio infalible de la Iglesia”. Jesucristo vino al mundo como Maestro, Sacerdote y Rey. De allí que haya dado a la Iglesia el triple mandato de enseñar,santificar y gobernar. Al magisterio corresponde el derecho y el deber que tiene la Iglesia de enseñar. Cuando se trata de verdades religiosas contenidas en la Revelación y aquellas implícitamente conexas, el magisterio goza de la infalibilidad, prerrogativa concedida por Nuestro Señor Jesucristo para continuar su misión custodiando y defendiendo esas verdades de toda falsificación y disminución. El magisterio pues, enseña exponiendo la doctrina verdadera y condenando las que se le oponen. Por medio del “sentido sobrenatural de la fe” el pueblo de Dios “se une indefectiblemente a la fe” bajo el magisterio vivo de la Iglesia, con el carisma de la infalibilidad en materia de fe y costumbres, dice el Catecismo de la Iglesia Católica citando la Constitución “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II.
Magisterio ordinario El magisterio es ordinario cuando el Sumo Pontífice y los obispos enseñan una doctrina reconocida por toda la Iglesia como revelada. Así ocurre, por ejemplo, con la defensa de la v ida y la condenación del aborto y de la eutanasia, o con la indisolubilidad y santidad del matrimonio y la condenación del divorcio.
Magisterio extraordinario El magisterio es extraordinario cuando el Sumo Pontífice, personalmente, en calidad de Supremo Maestro de la Cristiandad define “ex cathedra” una verdad que concierne a la fe y a las costumbres y que obliga a todos los fieles, según lo definió el Concilio Vaticano I: “Que el Romano Pontífice cuando habla “ex cathedra” esto es, cuando
cumpliendo con su cargo de pastor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica, que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia Universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor Divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres y por lo tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia. Y si alguno tiene la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, sea anatema”. (Concilio Vaticano I – Constitución Dogmática I sobre la Iglesia de Cristo, 18 de julio de 1870).
Todas las definiciones dogmáticas terminan con una expresión como ésta para significar que lo dicho es verdad revelada – “verdad de fe”- y que quien no la acepte queda separado de la Iglesia, depositaria de la verdadera Fe Católica. Ejemplos de definiciones “ex cathedra”: La Inmaculada Concepción de María (Pío IX, 1854); su Asunción en Cuerpo y Alma a los Cielos (Pío XII, 1950). Al proclamar Pío IX el dogma de la Inmaculada, aún no se había definido la infalibilidad, pero dice nuestro Santo Padre Juan Pablo II: “Mi venerado predecesor era conciente de que estaba ejerciendo su poder de enseñanza infalible como Pastor universal de la Iglesia, que algunos años después sería solemnemente definido durante el Concilio Vaticano I. Así realizaba su magisterio infalible como servicio a la fe del pueblo de Dios; y es significativo que ello haya sucedido al definir un privilegio de María”. (Juan Pablo II, 19 de junio de 1996, catequesis de la audiencia general).
Juan Pablo II hace notar aquí dos cosas muy importantes; que el magisterio infalible es un “servicio de fe”, y que cuando lo ejerció Pío IX, antes de ser definido, lo hizo por un “privile gio de María”, y subraya este hecho como “significativo”. La infalibilidad papal es una realidad inmersa en otra más grande y consoladora aún: “El Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, le fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo, plena potestad para apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se contiene hasta en las actas de los Concilios ecuménicos y en los sagrados cánones”. (Definición del Concilio Florencia, Bula “Laetentur Coeli”, 6 de julio de 1439).
El magisterio extraordinario también lo ejerce el Papa con un Concilio Ecuménico como precisamente ocurrió en las dos definiciones que se han trascripto, Pío IX con el Vaticano I y Eugenio IV con el de Florencia.
Un concilio sin el Papa, porque esté separado de él, o porque hubiese muerto, no sería tal, ni aún podría sesionar, sería un conciliábulo. Juan XXIII convocó y guió el Vaticano II, al morir él en plena tarea conciliar, quedó automáticamente disuelto. El nuevo Papa, Pablo VI, lo volvió a convocar. Precisamente este Concilio, que tuvo la misión de profundizar la doctrina sobre la Iglesia, desarrolló todo lo concerniente a la colegialidad de los obispos, pero enfatizando siempre en la autoridad del Papa. En la constitución Lumen Gentium leemos: “El Colegio o cuerpo episcopal (...) por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia...” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 22).
y también: “No puede haber concilio ecuménico que no sea aprobado o al menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 22).
Y es que la Iglesia tiene tres realidades que son a la vez fundamentales y maravillosas: La Sagrada Eucaristía, la Santísima Virgen y el Papa. Si se reúne un concilio lo hará en torno al altar de la misa, junto a María, intercesora ante el Espíritu Santo como en el Cenáculo de Jerusalén, y en plena comunión y sumisión al Papa. El Vaticano II lo había proclamado desde su comienzo: “...todos nosotros, sucesores de los Apóstoles, que formamos un solo cuerpo apostólico cuya cabeza es el sucesor de Pedro, nos hemos reunido aquí en oración unánime con María, Madre de Jesús, por mandato del Padre Santo Juan XXIII”. (21 de Octubre de 1962, “Mensaje de los Padres del Concilio Vaticano II a todos los hombres).
Los Concilios Ecuménicos pueden o no definir cuestiones dogmáticas, siempre unidos al Papa que promulga sus decisiones. Así por ejemplo el Vaticano I con Pío IX definió el dogma de la infalibilidad papal. El Vaticano II con Juan XXIII y Paulo VI no hizo ninguna definición dogmática.
Verdad y fórmula con que el dogma es expuesto a la Iglesia En el dogma distinguimos dos partes: la verdad y la fórmula con que esta verdad es
propuesta. La fórmula es evidentemente susceptible de evolución, pero no la verdad en ella contenida; por lo tanto erraron los modernistas cuando afirmaron que también la verdad expresada en la fórmula era susceptible de evolución. También erraron los pragmáticos al afirmar que los dogmas no son más que una serie de recetas prácticas para dar normas al creyente hacia la salvación. La Iglesia nos enseña que el dogma puede variar en cuanto a la forma, teniendo ella una perfección relativa, pero no en cuanto a la sustancia, porque la misma es, siendo verdad, absoluta e inmutable. Únicamente en este sentido debe entenderse la frase “evolución del dogma”. El dogma de la Inmaculada se proclamó en el siglo pasado, pero ya estaba contenido en las Sagradas Escrituras y en la Tradición. La Iglesia no hizo otra cosa que sacarlo de allí para definirlo en forma simple.
El proceso que lleva a la definición de un dogma A veces los dogmas son definidos y proclamados en razón de existir doctrinas que niegan la verdad de Fe o parte de ella. En otros casos el influjo del Espíritu Santo obra por las investigaciones teológicas, la devoción del pueblo, la atención de los obispos, y así la Iglesia es movida a profundizar de una manera especial una verdad de fe hasta que se llega a una definición dogmática. Pero en todos los casos hay que saber ver el obrar de la Providencia divina y su infinita Misericordia, respondiendo a la oración de la Iglesia, pues cada dogma es una gracia concedida por Dios en un momento determinado de la historia. Y esto hay que resaltarlo y repetirlo: el dogma es una gracia, por lo tanto para que Dios la conceda es necesaria y decisiva la oración del pueblo fiel. Los teólogos suelen distinguir tres etapas en la maduración de una definición dogmática. La primera, desde los primeros siglos del cristianismo una verdad fue creída y vivida por el pueblo de Dios con total paz sin discusiones ni disensiones, y tal verdad aún podía ser objeto de culto litúrgico como por ejemplo, las antiquísimas fiestas de la Asunción de María y de su Inmaculada Concepción. De esta etapa de mayor o menor duración nos queda el Magisterio de los Papas y Obispos, y la Tradición testimoniada por los Santos y Padres de la Iglesia. Una segunda fase es la profundización teológica de los fundamentos de esa verdad, sea por interés de su estudio o por la urgencia ante posibles objeciones o errores. En esta etapa aparecen casi siempre las controversias o dificultades de la época, o bien abiertas herejías, y así se llega a la etapa de decidir una definición y proclamarlo, a veces con mucha urgencia como en el Concilio de Éfeso, y así lo hace, con la gracia especial del Espíritu Santo, el Sumo Pontífic e solo o con un Concilio Ecuménico. Siempre la exposición de una verdad trae paz y regocijo al pueblo fiel y a cada alma
dispuesta a escuchar a su Dios a través de quien lo represente.
La singular magnitud de una proclamación dogmática Es necesario tener en cuenta que la definición y proclamación de un dogma tiene una profunda significación para la Iglesia y para el mundo. Por eso en estas notas se intenta desta car que un dogma no sólo tiene un desarrollo de maduración teológica, sino que conlleva un pro ceso vital de la Iglesia toda. Y es que la verdad que se está estudiando concierne a la Fe, y por lo t anto a toda la vida cristiana, como afirma el P. Demetrio Licciardo SDB: “todos los dogmas católi cos trascienden el marco de la especulación pura, y tienen profundas y extensas consecuencias e n la vida práctica y social: si así no fuera, sería tan sólo doctrina y no vida el cristianismo”. Para ayudarnos a comprender esta realidad, agregamos las vehementes palabras de San Antonio María Claret en Concilio Vaticano I, en apoyo de la infalibilidad papal. El apóstol del Corazón de María hace ver cuánto se pone en juego cuando una verdad revela da se define como dogma, y cuántas gracias trae consigo de manifestación pública y solemne.
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Los dogmas de María
La infalibilidad del Papa Discurso pronunciado por San Antonio María Claret en el Concilio Vaticano I, el 31 de mayo de 1870: Eminentísimos presidentes, Eminentísimos y reverendísimos padres: Habiendo oído un día de éstos ciertas palabras que me disgustaron en extremo, resolví en mi corazón que en conciencia debía hablar, temiendo aquel vae del profeta Isaías que dice: ¡Ay de mí que he callado!. Y así hablaré del Sumo Romano Pontífice y su infalibilidad según el esquema que tenemos entre manos. Y digo que, leídas las Sagradas Escrituras explicadas por los expositores católicos, considerando la tradición jamás interrumpida, después de la más profunda meditación de las palabras de los Santos Padres de la Iglesia, de los sagrados concilios y de las razones de los teólogos, que en obsequio de la brevedad no referiré, digo: Que estoy sumamente convencido, y, llevado por este convencimiento, aseguro que el Sumo Romano Pontífice es infalible en aquel sentido y modo que es tenido en Iglesia Católica, Apostólica, Romana. Esta es mi creencia, y con toda ansia deseo que ésta mi fe sea la fe de todos. No temamos a aquellos hombres que no tienen otro apoyo que la prudencia de este mundo; prudencia que, a la verdad, es enemiga de Dios; ésta es aquella prudencia con la que satanás se transfigura en ángel de luz; esta prudencia es perjudicial a la autoridad de la Santa Romana Iglesia. Finalmente, digo que esa prudencia es la auxiliadora de la soberbia de aquellos hombres que aborrecen a Dios, soberbia, que como dice el profeta David, cada día crece y continuamente sube arriba. No lo dudo, Eminentísimos y Reverendísimos Padres, que ésta Declaración dogmática de la infalibilidad del Sumo Romano Pontífice será el bieldo o ventilabro7 con que Nuestro Señor Jesucristo limpiará su era8, y reunirá el trigo en el troje o granero y quemará con fuego inextinguible la paja. Esta declaración separará la luz de las tinieblas. ¡Ojalá pudiese yo en la confesión de esta verdad derramar toda mi sangre y sufrir la misma muerte! ¡Ojalá pudiese yo consumar el sacrificio que se empezó en el año 1836 bajando del púlpito después de haber predicado de la fe y de las buenas costumbres el día 1 de febrero, vigilia de la Purificación de María Santísima! Y traigo las estigmas o las cicatrices9 de Nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo, como lo veis en la cara y en el brazo. ¡Ojalá pudiese yo consumar mi carrera confesando y diciendo de la abundancia de
mi corazón esta grande verdad: Creo que el Sumo Pontífice Romano es infalible! Bieldo: Instrumento..., que se usa para “beldar”, es decir aventar con él las mieses, legumbres, etc. Trilladas, para separar el grano de la paja. (Diccionario Esposa Calpe). Ventilabro está usado como sinónimo. 8 Era: Espacio de tierra limpia y firme, algunas veces empedrado, donde se trillan las mieses// Cuadro pequeñ o de tierra destinado al cultivo y hortalizas. (Diccionario Esposa Calpe). 9 Cicatrices de las gravísimas heridas sufridas el día que menciona, cuando fue atacado brutalmente en Holguí n donde se encontraba en visita pastoral como obispo de Cuba. 7
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Sumamente
deseo, Eminentísimos y Reverendísimos Padres,
conozcamos y confesemos esta verdad. En la Vida de Santa Teresa se lee que Nuestro Señor Jesucristo se le apareció y le dijo: “Hija mía, todos los males de este mundo provienen de que los hombres no entienden las Sagradas Escrituras”. A la verdad, si los hombres entendieran las Sagradas Escrituras claramente vieran esta verdad, que el Sumo Pontífice Romano es infalible, pues que esta verdad claramente está contenida en las Sagradas Escrituras. Pero ¿cuál es la causa de que no entiendan las Sagradas Escrituras? Tres son las causas: 1º Porque los hombres no tienen amor a Dios, como dijo el mismo Jesús a Santa Teresa. 2º Porque no tienen humildad, como dice el Evangelio: “Te confieso Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas verdades a los sabios y prudentes según el mundo, y las ha revelado a los humildes”. 3º Finalmente, porque hay algunos que no quieren entenderlas, porque no quieren obrar el bien. Oigamos pues, como dice David: “Dios se digne compadecerse de nosotros y bendecirnos, haga resplandecer su rostro santísimo sobre nosotros y se compadezca de nosotros.” He dicho en el día treinta y uno de mayo de 1870.
que
todos
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Los dogmas de María El depósito de la Fe Tradicionalmente los Papas denominan sus documentos con las primeras palabras del texto latino, elegidas de modo tal que expresen el punto de partida del pensamiento contenid o en él. Juan Pablo II inició la Constitución Apostólica para la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica con las palabras Fidei depositum – El depósito de la fe- , para que con ese título se la reconociera: (“Fideis depositum custodiendum Dominus Ecclesiae suae dedit, quod qui dem munus Ipsa idesinenter explet”...-“Conservar el depósito de la fe es la misión que el Señor encomendó a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo...”). Como dijimos, el depósito de la fe contiene todas las verdades de la revelación cristiana contenidas en las Sagradas Escrituras y la Tradición. El cristianismo consiste en creer y vivir estas verdades. Ellas constituyen una sola y armoniosa unidad. Cuando se ataca a una, se ata ca al conjunto de la doctrina católica, y todo el cristianismo es iluminado cuando la Iglesia expone alguna de estas verdades; toda nuestra vida de cristianos recibe luz, una luz que se irradia a t odo el mundo.
Multitud de gracias que atraen los dogmas marianos Si entendemos esto, comprenderemos que una multitud de gracias para la Iglesia y para el mundo fueron atraídas por la proclamación de los dogmas marianos, esas verda des fundamentales que conciernen a la Madre de Dios y nuestra, y las que atraerá la proclamació n del dogma que ahora suplicamos. Por cierto que esa compresión es imposible sin la ayuda de Dios, que como nunca hoy necesitamos, en estos tiempos de materialismo y de pecado que nos envuelven en una confus ión y que originaron la desgraciada “cultura de la muerte”. Pero al mismo tiempo, por la infinita Misericordia de Dios, en medio de esos males del siglo que dejamos atrás, llega a su plenitud la Era Mariana: “Una gran señal apareció en el cielo: Una mujer vestida del sol y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de
doce estrellas” (Ap. 12,1). Esa Mujer es María, la que por designio misericordioso de Dios, p one luz en las tinieblas en que vivimos. Y han hecho eclosión, por así decirlo, las gracias de su Corazón Inmaculado; nos encaminamos ya hacia su Triunfo, prometido en el Mensaje de Fát ima. Hoy más que nunca se hace necesario conocer, aunque no esté a nuestro alcance medirlas, las grandezas con que el Señor ha privilegiado a María Santísima de modo tan sublime y exc elso, para así amarlas, reverenciarlas y cantarlas. Muchas de ellas se rezan en las Letanías Lauretanas: “Sede de la Sabiduría, Causa de nuestra alegría...”, “Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligid os, Auxilio de los cristianos...”. Como ya vimos, Pío XII, la proclamó su Realeza: Reina de los Ángeles, de los Patriarcas, de los Profetas, de los Apóstoles... y Paulo VI la proclamó Madre de la Iglesia. Títulos que se unen a tantísimos otros. El último, el que le diera recientemente Juan Pablo II: Reina de la Familia. Y entre esos títulos, que hablan de sus grandezas, prerrogativas y glorias, están los cuatro dogmas ya definidos: el primero y central, su Maternidad Divina del cual devienen todas aqu éllas y también los otros dogmas: su Virginidad Perpetua, su Inmaculada Concepción y su Glorios a Página 26 de 207
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Asunción en Cuerpo y Alma a los Cielos. Este pequeño trabajo es para hablar de ellos pero s in la pretensión de exponer detalladamente la doctrina de los mismos. Se trata aquí de mencionarl os, con un tímido resumen doctrinal e histórico, agregando algunas referencias y textos q ue la Providencia puso a nuestro alcance, para tratar de descubrir un poco las circunstancias de esa s proclamaciones marianas y la participación en ellas del pueblo fiel, como también dar una id ea de la gloria que dieron a Dios y a María, y el gozo que llevaron a las almas, cómo influyen en la vida de los cristianos, qué mensaje llevan al mundo entero... Y en cuanto al dogma que se pide: María Corredentora, Medianera de todas las gracias y Abogada del Pueblo de Dios, nos extendemos más, sobre todo transcribiendo la doctrina de San Alfonso María de Ligorio y San Luis María Grignion de Montfort, los dos grandes Doctores marianos de la Iglesia.
Debemos profundizar todo el gran Dogma Mariano Y también se trata de despertar la inquietud por el estudio de la doctrina mariana, y hacerlo sin separar los dogmas, antes bien profundizar todo el gran Dogma Mariano, toda la verdad de las maravillas que el Señor hizo en María (Lc. 1,46) incluyendo otros privilegios y glorias, expresadas en títulos y advocaciones que aquí no podemos abarcar. Y para ello debe mos acercarnos con profunda humildad, en la oración, para ver – con la Iglesia- lo que Dios quiso e hizo en la Virgen, su Santísima Madre, las muy sublimes gracias con que la colmó, el lugar q ue le dio en la Creación y en la Redención, en la adquisición y distribución de sus tesoros. La invitación sugiere también estudiar la presencia de María en la historia de la Salvación desde el Antiguo Testamento que anuncia y prepara la venida del Mesías y de su Madre, y lu ego recorre los 2000 años de cristianismo, tratando de advertir su intervención maternal en cada época, y la correspondencia que tuvo para con Ella el pueblo de Dios – su pueblo- por las gracias del Espíritu Santo. Y en ese contexto descubrir la relación de cada proclamación con las circunstancias
históricas del momento en que se realizaron, con la repercusión e influencia que tuvieron en la vida de la Iglesia y del mundo. Y así llegar a entender por qué Dios pide, eso creemos firmemente, el Dogma de la Corredención, Mediación e Intercesión de María.
El misterio de María compromete a todo cristiano Nuestro Santo Padre Juan Pablo II nos dice: “... han sido necesarios muchos siglos para llegar a la definición explícita de verdades reveladas referentes a María. Casos típicos de este camino de fe para descubrir de forma cada vez más profunda el papel de María en la historia de la salvación, son los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, proclamados, como es bien sabido, por dos venerados predecesores míos, respectivamente por el siervo de Dios Pío IX en 1854, y por el siervo de Dios Pío XII 10 durante el jubileo del año 1950. La mariología es un campo de investigación teológica particular: en ella el amor del pueblo cristiano a María ha intuido a menudo con anticipación algunos 10
Beatificado por el propio Juan Pablo II el 2 de septiembre del Año Jubilar 2000.
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aspectos del misterio de la Virgen, atrayendo hacia ellos la atención de los teólogos y de los pastores. El Espíritu Santo guía el esfuerzo de la Iglesia, comprometiéndola a tomar las mismas actitudes de María. En el relato del nacimiento de Jesús, Lucas afirma que su Madre conservaba todas las cosas “meditándolas en su corazón” (Lc. 2,19), es decir, esforzándose por ponderar con una mirada más profunda todos los acontecimientos de los que había sido testigo privilegiada. De forma análoga, también el pueblo de Dios es impulsado por el mismo Espíritu a comprender en profundidad todo lo que se ha dicho de María, para progresar en la inteligencia de su misión, íntimamente vinculada al misterio de Cristo. En el desarrollo de la mariología, el pueblo cristiano desempeña un papel particular: con la afirmación y el testimonio de su fe, contribuye al progreso de la doctrina mariana, que normalmente no es sólo obra de los teólogos, aunque su tarea sigue siendo indispensable para la profundización y la exposición clara del dato de fe y de la misma experiencia cristiana. La fe de los sencillos es admirada y alabada por Jesús, que reconoce en ella una manifestación maravillosa de la benevolencia del Padre (Mt. 1; Lc. 10,21). Esa fe sigue proclamando en el decurso de los siglos, las maravillas de la historia de la Salvación, ocultas a los sabios. Esa fe en armonía con la fe de la Virgen, ha hecho progresar el reconocimiento de su santidad personal y del valor trascendente de su maternidad. El misterio de María compromete a todo cristiano, en comunión con la Iglesia, a meditar en su corazón lo que la revelación evangélica afirma de la Madre de Cristo”. (Juan Pablo II, 8 de noviembre de 1995, Catequesis en la audiencia general).
Conocerla, honrarla y rogar por su quinto dogma En estos tiempos son incontables los corazones que han sido tocados por la Virgen y que se han decidido por el camino de la conversión a Dios: son los tiempos de María. Muchos se muestran activos en el apostolado. A todos, especialmente a estos últimos va dirigida esta invitación de profundizar las verdades marianas para conocer a la Toda Santa a la luz de las enseñanzas de la Iglesia, en fuentes de sana doctrina. Así harán que se la ame y honre más, como el mismo Dios lo hizo, según le cantamos: Queremos hoy honrarte como el mismo Dios te honró
y queremos amarte como Jesús te amó Sobre todo, a quienes pueda llegar este libro, queremos invitarlos a rogar para que María Santísima sea proclamada Corredentora, Medianera de todas las gracias y Abogada nu estra; porque al dogma sólo se llegará por el camino de la oración humilde, confiada y perseverante .
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Madre de Dios
Nada más grato a Jesucristo “De este dogma de la Divina Maternidad, como fuente de un oculto manantial, proceden la gracia singularísima de María y su dignidad suprema después de Dios. Más aún, como admirablemente escribe Santo Tomás de Aquino, la Bienaventurada Virgen María, en cuanto es Madre de Dios, posee cierta dignidad infinita, por ser Dios un bien infinito. Lo cual explica y desarrolla más extensamente Cornelio a Lápide con estas palabras: La Santísima Virgen es Madre de Dios, luego posee una excelencia superior a la de todos los ángeles, más aún de los serafines y querubines. Es Madre de Dios, luego es purísima y santísima, y tanto que después de Dios, no puede imaginarse mayor pureza y santidad. Es Madre de Dios: luego cualquier privilegio concedido a cualquier santo en el orden de la gracia santificante lo posee Ella mejor que nadie. ¿Por qué pues, los novadores y no pocos católicos censuran tan acérrimamente nuestra devoción a la Virgen Madre de Dios, como si le tributásemos un culto que sólo a Dios es debido? ¿No saben éstos y no consideran que nada puede ser más grato a Jesucristo, cuyo amor a su Madre es sin duda tan encendido y tan grande, que el que la veneremos conforme a sus méritos y ejemplo y procuremos conciliarnos a su poderoso auxilio?”. Pío XI, Encíclica “Lux veritatis”, 25 de diciembre de 1931.
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María Madre de Dios “La Maternidad Divina, no parece posible un oficio más alto que éste” (Pío XII) “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios Salvador mío” (Lc. 1,46). Con esta antífona empezó Nuestra Santísima Madre un himno eter no de alabanza a la majestad de Dios por el maravilloso misterio de la Divina Maternidad que D ios había obrado en Ella. Cada generación sucesiva ha añadido su voz al coro, cumpliend o la profecía de María de glorificar la divina bondad, “cuya misericordia se derrama de generaci ón en generación” (Lc. 1,50). Al hacer a María su Madre, Dios ha derramado en Ella todos los tesoros que su omnipotencia amorosa podía conferir a una persona que no fuera Dios mismo . Porque María es la Madre de Dios, está colocada detrás de su divino Hijo en la cima de la creación, por encima de los Ángeles y Santos, encerrando en sí una plenitud real de gracia di vina, de pureza y santidad. Como escribió Pío XII en su “Fulgens Corona”: “un oficio más alto que éste (la Maternidad Divina) no parece posible, puesto que requiere la más alta dignidad y santidad después de Cristo, exige la mayor perfección de la gracia divina y un alma libre de todo pecado. En verdad que todos los privilegios y gracias con que su alma y su vida fueron enriquecidas de tan extraordinaria manera y en tan extraordinaria medida parecen fluir de su sublime vocación de Madre de Dios como de una fuente pura y oculta”. La Maternidad Divina no es ya sólo el mayor privilegio de María, sino que es la clave para entender todos sus demás privilegios. No sólo ocupa esta verdad el primer lugar en la mariología, sino que está tan íntimamente conectada con toda la economía de la Salvación d e Cristo, que durante mil quinientos años ha sido la piedra de toque de la ortodoxia cristian a. Porque si María no es verdadera Madre de Dios, entonces su Hijo, Cristo, Nuestro Redentor, no es verdadero Dios y verdadero hombre; además la obra salvífica de la redención de la human
idad no sería más que una imaginación sin consistencia de una restauración que nunca hubiera ten ido lugar” (La Divina Maternidad de María –Gerald va Ackeren SJ). Coincidentemente con el último párrafo citado, el P. Narciso García Garcés CMF nos dice que el título de Madre de Dios ha sido llamado libro de la fe porque los misterios fundament ales, Trinidad, Encarnación del Verbo, Redención del hombre, han de presuponerse cu ando profesamos y entendemos el alcance de este nombre: Deipara, Madre de Dios. Y todo s los herejes que erraron sobre la naturaleza, las operaciones y culto a Nuestro Salvador, se vieron constreñidos antes a despojar las sienes de María de la diadema augusta de la divina materni dad. (N. García, “Títulos y grandezas de María”).
María, verdadera Madre de Dios El dogma de la Divina Maternidad comprende dos verdades: 1- María es verdadera madre, es decir, ha contribuido a la formación de la naturaleza humana de Cristo con todo lo que aportan las otras madres a la formación del fruto d e sus entrañas.
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2- María es verdadera Madre de Dios, es decir, concibió y dio a luz a la segunda persona de la Santísima Trinidad, aunque no en cuanto a su naturaleza divina, sino en cuanto a la naturaleza humana que había asumido.
En las Escrituras La Sagrada Escritura por un lado da testimonio de la verdadera divinidad de Cristo, y por otro testifica también que María es verdaderamente su Madre. Juan la llama “Madre de Jesús” (2,1); Mateo “Madre de Él” –de Jesús- (1,18; 2,11,13 y 20 12,46; 13,55); Lucas “Madre del Señor” (1,43). El Arcángel San Gabriel anuncia a María: “Sabe que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien le pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1,31). San Lucas dice también en la Anunciación: “Por cuya causa lo santo que de Ti nacerá, será llamado Hijo de Dios” (1,32). San Pablo en la carta a los Gálatas (4,4): “envió Dios a su hijo formado de una mujer”. La mujer que engendró al Hijo de Dios, es la Madre de Dios.
En el Magisterio, antes de Éfeso La Iglesia enseñó desde el principio la verdadera Maternidad Divina por medio de los credos primitivos. En ellos se confesaba a María como verdadera Madre de Dios: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, y en Cristo Jesús su Único Hijo, Nuestro Señor, que nació por obra del Espíritu Santo, de la Virgen María...” Palabras del Credo Romano, que se repiten en los otros hasta llegar a nuestro Credo o Símbolo de los Apóstoles. El primer Concilio de Constantinopla (a.381) deja ya firme la doctrina de que el Hijo de Dios. “se hizo carne en la Virgen María por obra del Espíritu Santo”.
En la Tradición En la Tradición, los Santos Padres más antiguos, al igual que la Sagrada Escritura, enseñan la realidad de la verdadera Maternidad de María, con diversas expresiones: San Ignacio de Antioquía dice: “Porque Nuestro Señor Jesucristo fue llevado por María en su seno, conforme al decreto de Dios de que naciera de la descendencia de David,
mas por obra del Espíritu Santo” (Eph. 18,2). San Ireneo dice: “Este Cristo, como ojos del Padre, estaba con el Padre... fue dado a luz por una virgen”. Los Santos Padres al fundamentar la Maternidad Divina se han apoyado en el texto de Isaías: “una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y su nombre será Emmanuel” y así lo canta la Sagrada Liturgia. Desde el siglo III se hace corriente el uso del título Theotocos, Madre de Dios, de ello dan testimonio Orígenes y muchos otros autores.
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San Gregorio Naciaceno hacia el año 382 afirma: “Si alguno no reconociese a María como Madre de Dios, se halla separado de Dios”.
La herejía de Nestorio Es a comienzos del siglo V cuando se produce el gran ataque a Nuestra Señora, y lo realiza nada menos que el Patriarca de Constantinopla, Nestorio. Éste usaba en sus predicaci ones, indistintamente, la palabra Theotocos (Madre de Dios) y Christotocos (Madre de Cristo ). La herejía se manifiesta abiertamente cuando uno de sus seguidores niega el título de Theotocos a la Virgen, y luego lo hace el propio Patriarca. “María es una mujer nada más y Dios no puede nacer de una mujer”, vociferaba Anastasio, el predicador de Nestorio, y luego lo hace él mismo: “No es lícito darle a María el título de Madre de Dios, Dios no puede tener Madre...” esto y mucho más blasfema el Patriar ca desde su sede, capital del Imperio. Se negaba a María Santísima su más grande privilegio, ser la verdadera y excelsa Madre de Dios. Una herejía que ya había surgido en forma limitada, y que ahora la encabezaba un p astor de la Iglesia, y de una sede de particularísima importancia. La misma se basaba en la teoría de que en Jesucristo existían dos personas distintas, una el Verbo de Dios, otra Jesús, con una unión “moral”. Y María Santísima era – decían- tan sólo madre de Jesús, y no de Dios. La herejía, que ya había sido condenada por el Papa San Dámaso y el Concilio Romano IV (a. 380), destruía también la misma Redención, ya que una pasión puramente humana de Cristo, no podía satisfacer al Padre por los pecados de los hombres. Como siempre, atacando a la Virgen se ataca a su Divino Hijo Jesucristo y a todos sus hijos, a la Iglesia toda.
ÉFESO – El triunfo de María Fue San Cirilo, Patriarca de Alejandría, quien encabezó la defensa de la verdadera fe, y por lo tanto de la dignidad de María como Madre de Dios. Amonestó a Nestorio y dio cuenta al Papa San Celestino, quien convocó a un Concilio Ecuménico en Éfeso11 y dio mandat
o de presidirlo a San Cirilo. El mismo se reunió en el año 431. El Concilio definió que en Cristo hay dos naturalezas –la divina y la humana- unidas hipostáticamente en una sola persona, y por lo tanto que María Santísima es verdadera Madr e de Dios: “La Santa Virgen es Madre de Dios puesto que según la carne ella dio a luz al Verbo de Dios hecho carne”. (definición del Concilio de Éfeso con el Papa San Celestino).
El Concilio de Éfeso tiene la gloria de ser el gran Concilio Mariano, pues su dogma destruyó la más grande herejía contra la Virgen y puso la piedra angular de toda la mariología . La Iglesia con el correr del tiempo iría descubriendo los grandes tesoros encerrados en la Maternidad Divina de María. 11
La convocatoria formal la hacía el Emperador.
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Es sencillamente apasionante leer la historia y crónicas de este Concilio. Al hacerlo, lo primero que vemos es la indignación del pueblo fiel que repudiaba la afrenta a la Madre de Dios y abandonaba la Catedral desde donde se pretendía imponer la infamia. Vemos tambi én los desvelos de San Cirilo encabezando por orden del Papa, la defensa de María y de toda la Fe Católica. Vemos la energía del Santo Pontífice, la actitud del Emperador que le pide la reuni ón del Concilio, las vicisitudes de los viajes de los obispos, la pobreza y enfermedades de no po cos de ellos. La apertura se postergó un tanto, mientras el pueblo rogaba fervorosamente. Por fin el Concilio se reúne, San Cirilo, encendido de fervor lo inaugura con un saludo a los Padres y a Éfeso, al apóstol San Juan que tuvo su casa allí, y a María, Madre de Dios, con un canto de dulces alabanzas: “Honra muy señalada es para mí llevar la voz ante tan ilustre asamblea de venerables Padres. Mi ánimo, hondamente apenado por la impía blasfemia de Nestorio, suspiraba por la celebración de este concilio angélico, celestial. En él veo congregados a los maestros de la piedad, a los que son columna y antorchas de nuestra fe... ¡Cuánto gozo viéndolos sentados en el hermoso y divino trono del sumo sacerdote, derramando dulzura y suavidad, pregonero espiritual del saber divino!... Confortados con vuestra santas oraciones, demos a esta ciudad el parabién por tanta dicha”... ¡Salve, ciudad de Éfeso, más hermosa que los mares, porque hoy se dieron cita en ti quienes son los puertos del cielos... ¡Salve, honor de esta región asiática, sembrada por doquiera de templos, a la manera de preciosas joyas!... ¡Salve, bienaventurado Juan, apóstol y evangelista, gloria de la virginidad, maestro de la honestidad, exterminador de todo fraude diabólico!... ¡Salve, vaso purísimo lleno de templanza! A ti, virgen, te confío, desde la cruz, Nuestro Señor Jesucristo a la Madre de Dios, siempre virgen... Salve, ¡oh María!, Madre de Dios, lucero y vaso de elección. Salve, Virgen María, madre y sierva: Virgen en verdad por Aquél que nació en ti virgen; madre, por virtud de Aquél que nutriste y llevaste en pañales; sierva, por Aquél que en ti tomó de siervo la forma. Como Rey, quiso entrar en tu ciudad, en tu seno, y salió cuando le plugo, cerrando por siempre su puerta, porque concebiste sin obra de varón y fue divino tu alumbramiento. Salve, María templo donde mora Dios, templo santo, como la llama el profeta David cuando dice:
Santo es tu tem
(S. 64,5). Salve, María, criatura la más preciosa de la creación; salve, María, purísima paloma; salve, María, antorcha inextinguible; salve, porque de ti nació el Sol de justicia. Salve, María, morada de la inmensidad, que encerraste en tu seno al Dios inmenso, al Verbo unigénito, produciendo sin arado y sin semilla la espiga inmarcesible. Salve, María, Madre de Dios, aclamada por los profetas, bendecida por los pastores cuando con los ángeles cantaron el sublime himno de Belén: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Salve, Maria, Madre de Dios, alegría de los ángeles, júbilo de los arcángeles, que te glorifican en el cielo. Salve, María, Madre de Dios, por ti adoran a Cristo los Magos guiados por la estrella de Oriente. Salve, María, Madre de Dios, honor y prez de los apóstoles. Salve, María, Madre de Dios, por quien Página 35 de 207
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Juan el Bautista desde el seno de su madre saltó de gozo, adorando como lucero a la luz perenne... Salve, María, Madre de Dios, por quien se poblaron de iglesias nuestras ciudades ortodoxas. Salve, María, Madre de Dios, por quien vino al mundo el vencedor de la muerte y el destructor del infierno. Salve, María, Madre de Dios, por quien vino al mundo el autor de la creación y el restaurador de las criaturas, el Rey de los Cielos. Salve, María, Madre de Dios, por quien brilló y resplandeció la gloria de la resurrección...” Sus palabras también expresaron la santa indignación de todo el Concilio y la recia defensa que se hizo de la Fe: “La concurrencia de los Santos Padres ha inundado de paz este país, perturbado por las revueltas de la herejía. La paz de Nuestro señor Jesucristo, pregonero de la paz, según afirma en su Evangelio: Mi paz os doy (Jn. 14,27). La paz que rechazó el blasfemo Nestorio, negando que el Verbo, Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, nació de María Virgen... ¿Quién jamás oyó cosas tan horrendas y terribles?... ¡Cristo, Dios Verbo, anunciado por los profetas y predicado por los apóstoles, transformado aquí en puro hombre...!; ¡y llamar a la Madre de Dios tan sólo del hombre! Tu caída, ¡oh Nestorio!, ha sido más grande que tu soberbia, has sido precipitado en el abismo más profundo de la blasfemia, despreciando al Apóstol, vaso de elección, voz de la Iglesia..., el que con sus hermosas cartas confirmó al mundo en la fe de la Trinidad consustancial, de un solo Señor, de un solo bautismo; un solo Padre, un solo Hijo, un solo Espíritu Santo; sustancia inseparable y simplicísima; divinidad incompresible; Señor Dios de Dios, luz de luz, esplendor de la gloria, que nació de María Virgen, conforme el anuncio del arcángel: Ave, llena eres de gracia, el Señor es contigo... el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por ella el Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios (Lc. 1,28-35). No sólo lo sabemos por el arcángel Gabriel... ya el sapientísimo Isaías, hijo del profeta Amós, profeta nacido de profeta, lo predijo: He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel que significará Dios con nosotros (Lc. 7,14). Si no queréis creer a los profetas, a los apóstoles, al arcángel Gabriel, imita al menos a tus compañeros de protervia, los demonios, que gritaron horrorizados: Qué tenemos que ver contigo, Hijo de Dios, ¿viniste aquí antes de tiempo para atormentarnos? (Mt. 8,29). Si entonces el propio demonio dijo antes de tiempo, al presente, por fin, llegó en ti. Convenía que viniese el anticristo..., y en
el lugar de éste te presentaste tú, sin creer siquiera al mismo diablo que te ha engañado, al que dijo: Si Tú eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes (Mt. 4,3). ¡Cosa tremenda que llena de asombro! Los demonios, con su padre el diablo, llaman Hijo de Dios a aquél que nació de María Virgen. Nestorio reduce a un mero hombre al Hijo de Dios... Nadie, empero, al oírnos decir estas cosas, juzgue que nos alegramos de tu desgracia, ¡miserable! Muy al contrario; cuando caíste en lo hondo de tu Página 36 de 207
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blasfemia, te tendimos la mano por nuestras epístolas, y si incurriste en contumacia, fue porque despreciaste nuestras advertencias. Testigo de la verdad de estos hechos es Celestino, Arzobispo santísimo de todo el orbe, Padre y Patriarca de la gran ciudad de Roma, el cual directamente te escribió exhortándote a que desistieses de tu inconcebible blasfemia. Desobediente con él, te gloriaste y envaneciste de tu propia insensatez. Convertido en innovador del mundo, turbaste la paz en las cuatro partes de la tierra; y por tu causa ha sido necesario que todos los santos se congreguen aquí a costa de mil fatigas. Dios te destituirá, por fin, de tu sacerdocio y te privará de la sabiduría de los Padres, y serás proscrito, primero de la ciudad imperial, y también de tu sede y pontificado...” Nestorio fue condenado por el Concilio en su primera sesión: “Todos los Padres del Concilio exclamaron contra la temeridad e impiedad del novador y fulminaron anatema: Conociendo que Nestorio sostiene y predica impíos errores y constreñidos nosotros por los sagrados cánones y por la carta de nuestro Santísimo Padre Celestino, obispo de la Iglesia romana, resolvemos, no sin muchas lágrimas, que necesariamente debemos dar esta triste sentencia contra aquél. Aquí pues, Nuestro Señor Jesucristo, ofendido por las blasfemias de Nestorio, y hablando por medio de este santísimo Concilio priva al mismo Nestorio de la dignidad episcopal y lo separa y expulsa de todo consorcio y reunión sacerdotal”. Los siglos han pasado y en la Iglesia se mantiene vivo el recuerdo del júbilo incontenible de todo el pueblo por el triunfo de María en Éfeso. Todos los que han escrito sobre este dog ma dan cuenta de la apoteosis mariana de aquella jornada. El propio San Cirilo hace esta descrip ción en la carta que dirigió a su clero y a sus fieles de Alejandría: “Vuestra piedad reclamaría un relato más detallado de los acontecimientos, pero apremiado por los correos, abrevio mi carta. Sabed que el vigésimo octavo día del mes de Paynil12 el Santo Concilio ha tenido lugar en Éfeso, en la gran iglesia que lleva el nombre de María, Madre de Dios13. Después de un día entero, terminamos por condenar a Nestorio sin que haya osado presentarse al Santo Concilio, y pronunciamos contra él la sentencia de excomunión y de deposición. Estábamos reunidos cerca de doscientos obispos. Toda la población de la ciudad permaneció, desde las primeras horas del
día hasta el anochecer, esperando la decisión del Santo Concilio. Cuando se supo la deposición del miserable, todos, a una sola voz, se pusieron a aclamar al Santo Concilio y a glorificar a Dios por haber abatido al enemigo de la fe. Luego, a nuestra salida de la Iglesia nos condujeron hasta nuestra casa, llevando antorchas porque era de noche. Y hubo grandes festejos e iluminaciones por toda la ciudad; algunas mujeres llegaron hasta a precedernos con incensarios. Así es como el Salvador ha manifestado su omnipotencia a los que querían difamar su gloria”. 12 13
22 de junio. Nótese que la iglesia estaba dedicada a la Madre de Dios antes de que se celebrase el Concilio.
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El Padre Rambla hace notar que estas demostraciones del gran fervor por la Virgen en Éfeso, han quedado como clásicas para celebrar sus festividades: acompañar la Imagen de M aría en procesiones, con antorchas, incienso, flores, oraciones, cánticos y júbilo. En aquella jornada, única en la historia, el pueblo cantaba con sus Pastores: ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén! El Espíritu Santo inspiraba la segunda parte del Ave María que desde entonces rezan y cantan todas las generaciones y todos los pueblos, en todas las lenguas. El Concilio siguió sesionando, llegaron los representantes del Papa, que aprobaron todo lo actuado. Éfeso es ejemplo también de unión y fidelidad al Supremo Pastor de la Igles ia. El Concilio siguió sus expresas directivas y dejó de manifiesto la importancia de su primado. Las intrigas palaciegas impidieron al Emperador conocer la decisión conciliar. Los Padres tuvieron que enviarle un emisario disfrazado de mendigo con la comunicación en un rollo escondido en un hueco de su bastón. Muchos monjes salieron de sus claustros para llegar procesionalmente a Constantinopla y manifestar así su júbilo. En tanto por otro lado un conciliábulo pretendió sin resultado apoya r al heresiarca. El sucesor de San Celestino, Sixto III, incluyó el dogma en la fórmula de la consagración de la Basílica de Santa María la Mayor el 31 de julio del año 432, y en el epígrafe d e los magníficos mosaicos – que lamentablemente ya no existen- para que la Basílica perpetúe la acción de gracias por la proclamación del dogma. En Éfeso se defendió, definió y proclamó a la faz de la tierra la Divina Maternidad de María que “es la luz esplendorosa que directamente o por reflejo ilumina todas las perfeccio nes de María. Ella es la clave que descifra los nombres honoríficos, los incontables títulos y arca nas grandezas de la Señora. La Divina Maternidad es el fin primario de su predestinación, raíz y fundamento de sus glorias”. (P. García Garcés).
La Iglesia no deja de aclamar a María como Madre de Dios La Divina Maternidad es afirmada después de Éfeso por el Magisterio de la Iglesia en forma permanente. Anotamos aquí el Concilio de Calcedonia (segundo ecuménico) qu e hace suya la palabra Theotocos y la define, y el segundo Concilio de Constantinopla que da valor dogmático a las cartas de San Cirilo a Nestorio con sus anatemas. Y también la carta dogmát ica del Papa León Magno. La voz de la Iglesia que canta y defiende a la Madre de Dios, no se extinguió ni se debilitó con el paso de los siglos, al contrario ha seguido resonando cada vez más firme en la voz de s us Papas y concilios. Desde Éfeso hasta nuestros días, no hubo Pontífice que no reafirm ara y ensalzara la Divina Maternidad. Pío XI celebró solemnemente los 1500 años del dogma, fue entonces cuando nos dejó el gran monumento de la “Lux Veritatis” en la cual desarrolla con singular elocuencia l os acontecimientos que llevaron a la convocación del magno Concilio de Éfeso y su doctrina, la Página 38 de 207
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herejía de Nestorio, su condenación, la Autoridad de la Sede Apostólica, la doctrina de la uni ón hipostática – Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre-, culminando con la proclamación de la más resplandeciente gloria de María: Su Maternidad Divina. Todo católico debería estudiar esta Encíclica, para conocer mejor, a “la luz de la Verdad”, la Persona de su Santísimo Redentor junto a la gloriosa dignidad de Su Muy Bendita Madre: “Proclamamos la Divina Maternidad de la Virgen María, que consiste, como dice San Cirilo, no en que la naturaleza del Verbo y Su Divinidad hayan recibido el principio de su nacimiento de la Virgen, sino que en Ésta naciese aquel sagrado cuerpo, dotado de alma racional, al cual se unió hipostáticamente el Verbo de Dios; y, por eso, se dice que nació según la carne. En verdad, si el Hijo de María es Dios, evidentemente Ella, que lo engendró, debe ser llamado con toda justicia Madre de Dios. Si la persona de Jesucristo es una sola y divina, es indudable que debemos llamar a María no solamente Madre de Cristo hombre, sino Deipara, o Theotokos, esto es: Madre de Dios. Esta Verdad, transmitida hasta nosotros desde los primeros tiempos de la Iglesia, nadie puede rechazarla. Porque como dice nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, así quiso Dios darnos a María, cuando por lo mismo la eligió para ser Madre de Su Unigénito, le infundió sentimientos de madre, que sólo respiran amor y perdón; así nos lo mostró Jesucristo con sus obras cuando quiso de buen grado estar sujeto y obedecer a María como un hijo a su madre; así nos lo señaló desde la cruz cuando, en la persona de su discípulo Juan, le encomendó el cuidado y patrocinio de todo el género humano; así, finalmente, se nos dio Ella misma cuando, recogiendo con magnánimo corazón aquella herencia de tan inmenso trabajo que su Hijo moribundo le dejaba, comenzó al punto a ejercer con todos el oficio de madre (Encíclica Octobri mense, 22 de septiembre de 1891). De aquí es de donde nace que nos sintamos atraídos por Ella por cierto incoercible impulso, y a Ella confiemos todas nuestras cosas; nuestro gozo, si estamos alegres; nuestras penas, si padecemos; nuestras esperanzas, si al fin nos esforzamos por elevarnos a cosas mejores. De aquí que, si sobrevienen días difíciles a la Iglesia, si la Fe se apaga por haberse enfriado la caridad, si se relajan las costumbres públicas y privadas, si algún peligro amenaza al catolicismo o a la sociedad civil, acudamos suplicantes a Ella, demandando su celestial auxilio. De aquí, en fin, que en el peligro supremo de la muerte, cuando en ninguna otra parte hallamos esperanza y ayuda, levantemos a Ella nuestras manos tenebrosas y
nuestros ojos llenos de lágrimas, pidiendo por medio de Ella el perdón de su Hijo y la eterna felicidad en el cielo. Acudan pues, todos a Ella con el más encendido amor en las necesidades que actualmente padecemos, y pídanle con apremiantes súplicas “que interceda con su Hijo para que las naciones extraviadas tornen a la observancia de las leyes y preceptos cristianos, en los cuales se asienta el fundamento del bienestar público y de los cuales mana la abundancia de la deseada paz y de la verdadera felicidad... (Encíclica citada)”. (Pío XI, Encíclica “Lux Veritatis”, 25 de diciembre de 1931)
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María, Madre de la unidad de los cristianos Pío XI, quiere, sobre todo, que se ruegue a la Madre de Dios y nuestra por el importantísimo bien de la unión: “Pero sobre todo esto, deseamos que todos imploren de la Reina del Cielo un beneficio especialísimo, y, ciertamente, de la mayor importancia. Y es que, pues tanto y con tanta encendida piedad aman y veneran los disidentes orientales a la Santa Virgen, no permita esta Señora... que sigan apartados de la unidad...” Llamado que culmina con las palabras de San Cirilo en Éfeso exhortando “...a conservar la paz en la Iglesia y a mantener indisoluble el vínculo de amor y concordia”... “Y ojalá luzca cuanto antes aquel día felicísimo en que la Virgen Madre de Dios... vea volver a todos los hijos separados... para venerarla juntamente con una sola alma y una sola Fe, lo cual será ciertamente para Nos el más grato suceso que podamos imaginar.”
Llamado a las familias. Admonición a las madres Hacia el final de la Encíclica el Papa alude a otra suya, la “Casti connubi” sobre la santidad del matrimonio y la educación de los hijos, “que tienen maravilloso ejemplo en los oficios de la Divina Maternidad y en la Sagrada Familia de Nazaret” y nuevamente cita a XIII: “Dice muy bien nuestro predecesor, León XIII, de feliz memoria: “Los padres de la familia tienen verdaderamente en San José un modelo preclaro de paternal y vigilante providencia; las madres tienen en la Santísima Virgen, Madre de Dios, un ejemplar excelentísimo de amor, de modestia, de sincera sumisión, y de perfecta fidelidad y, en fin, de Jesús “que vivió sometido a ellos” tienen los hijos de familia un ejemplo divino de obediencia, digno de que lo admiren, reverencien e imiten”. y hace entonces una severa admonición a las madres, exhortándolas a contemplar el ejemplo de la Santísima Madre de Dios:
“Pero es prácticamente oportuno que, sobre todo, aquellas madres de nuestro tiempo que, aburridas de la prole y del vínculo conyugal, han envilecido y violado los deberes que se habían impuesto, levanten sus ojos a María y seriamente mediten la excelsa dignidad a que la Virgen elevó el gravísimo deber de las madres. Sólo así podrá esperarse que, ayudadas por la Reina del Cielo, se avergüencen de la ignominia en que han hecho caer el santo sacramento del matrimonio y se animen saludablemente a conseguir con todo esfuerzo los admirables méritos de sus virtudes”. (Encíclica “Neminem fugit”, 14 de enero de 1892).
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La Basílica de Santa María la Mayor y la fiesta de la Divina Maternidad En el texto de ésta su memorable carta encíclica, Pío XI había hecho mención al artístico mosaico de la Basílica (Santa María Maggiore) en el cual Sixto III mandó representar a la Vi rgen Madre de Dios y que él, en ese gran aniversario de su dogma, hizo “restaurar y devolver a su primitivo esplendor”. Finalmente anuncia que para gozo de todos ordena que toda la Iglesia Universal celebre “la fiesta de la Divina Maternidad” que ayude a enfervorizar de nuevo en el clero y el pueblo la más grande devoción a la Madre de Dios”. La fiesta, establecida para el día en que el Concilio de Éfeso proclamó el dogma de la Divina Maternidad (11 de octubre) fue trasladada en la última reforma litúrgica al 1º de ener o, octava de la Navidad, para prolongar, como es tradición en la Iglesia, una semana entera las grandes fiestas, culminando en su “Octava” (ocho días después) con otra fiesta unida a la primera. En este caso la gran fiesta del Nacimiento del Señor culmina con la celebración de s u santísima Madre. Cuántas bendiciones y cuánto gozo atraeríamos sobre este mundo los cristianos si santificásemos verdaderamente ese día, el primero del año, tan profanado en nuestros tiempo s con escándalos de todo tipo que ofenden al Señor y a su divina Madre, la Purísima.
Nuestra devoción a la Madre de Dios Luego el Pontífice rechaza enérgicamente las críticas de los innovadores a “nuestra devoción a la Virgen Madre de Dios” ya que nada puede ser más grato a Jesucristo que esa veneración y el procurar su poderoso patrocinio. Y señala un hecho consolador. “No queremos pasar en silencio un hecho que nos produce no corto consuelo. Y es que en nuestro tiempo hay algunos de esos mismos innovadores que empiezan a conocer mejor la dignidad de la Virgen María y a sentirse movidos a honrarla y reverenciarla. Lo cual, si procede sinceramente de lo íntimo de la conciencia... nos permite esperar fundamentalmente que, esforzándose todos los buenos con sus oraciones y con sus obras y por la intercesión de la Virgen María, que tan maternalmente ama a sus hijos extraviados, éstos retornen por fin, un día, al seno de la única grey de Jesucristo”...
La maternidad espiritual Madre benignísima de todos nosotros. Exhortación a acudir a Ella “Pero en el oficio de la maternidad de María hay también otra cosa que juzgamos se debe recordar y que encierra, ciertamente, mayor dulzura y suavidad. Y es que, habiendo María dado a luz al Redentor del género humano, es también Madre benignísima de todos nosotros, a quienes Cristo, Nuestro Señor quiso tener por hermanos” (Rom. 8,29). Las expresiones del Magisterio sobre la Theotokos son literalmente incontables. Tomemos solemnemente algunos enfoques de los últimos Papas. Pío XII nos hace ver que este dogma es la clave de las riquezas del Corazón de María: Página 41 de 207
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“¡Madre de Dios! ¡Qué título más inefable! La gracia de la Divina Maternidad es la llave que abre a la débil investigación humana como un desafío, que exige para Ella la más sumisa reverencia de todas las criaturas. Sólo Ella, por su dignidad, trasciende los cielos y la tierra. Ninguna entre las criaturas visibles o invisibles puede compararse con Ella en excelencias. Ella es, al mismo tiempo, la esclava y la Madre de Dios; la Virgen y la Madre”. E inmediatamente nos señala su maternidad espiritual: “Pero cuando la Virgencita de Nazareth balbuceó su fiat al mensaje del Ángel y el Verbo se hizo carne en su seno, Ella fue no sólo Madre de Dios en el orden físico de la naturaleza, sino también en el sobrenatural de la gracia, se proclamó Madre de todos los que, por medio del Espíritu Santo, constituirían un solo cuerpo con su Divino Hijo por cabeza. La Madre de la Cabeza será también la Madre de los miembros (San Agustín). La Madre de la vid lo será también de los sarmientos”. (Pío XII, 19 de junio de 1947, radiomensaje al Congreso Mariano Nacional de Canadá).
Juan XXIII hace meditar el dogma en el Rosario con el saludo inspirado de Santa Isabel y la profunda acción de gracias que brota del Inmaculado Corazón de María: “¡Qué suavidad y qué gracia en aquella visita de tres meses de María a su querida prima! La una y la otra depositarias de una maternidad inminente; para la Virgen Madre la más sagrada maternidad que pueda imaginarse sobre la tierra. ¡Qué dulzura de armonía en aquellos dos cantos que se entrelazan!: “Bendita tú eres entre todas las mujeres” (Lc. 1,42) de una parte, y de la otra: “El Señor ha mirado la humildad de su esclava; todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc. 1,48). En los tiempos en que le tocó guiar la nave de Pedro a Paulo VI era muy necesaria la reafirmación de este dogma; por eso no cesaba de repetir: “No debemos olvidar nunca quién es María en la historia de la salvación; la Madre de Cristo, y por ello la Madre de Dios” (8 de febrero de 1964)
“Jesucristo es Dios, luego la Santísima Virgen es Madre de Dios” (15 de agosto de 1967)
Dice el Padre Ángel Luis CSsR que “Pablo VI se complace en amontonar títulos, expresiones, imágenes, que realcen de mil maneras diferentes esta gran verdad de nuestra Fe . Así es que llama a María “canal por el que Jesús ha venido al mundo”, “puerta por la que el Crea dor entró en nuestro mundo y en nuestra historia”, “vehículo de Cristo” (metáfora que recoge de labios de San Efrén), “la cristífera, la portadora de Cristo al mundo”, “la brillantísima aurora de la que surgió el sol de la justicia”, “lámpara portadora de la luz divina”, “lámpara precursora de
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Cristo”. Pero aparte de estas bellas aclamaciones deslumbrantes de poesía – continúa- abunda en términos que plasman el dogma de la Divina Maternidad en fórmulas de un p erfil inconfundiblemente teológico. Así, por ejemplo, se expresa sobre el misterio de la Navidad: “el gran acontecimiento, el gran misterio de la Encarnación, del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, dos veces engendrado, como rezaba una inscripción de la antigua Basílica de San Pedro; sin madre en el Cielo, sin padre en la tierra, es decir, Hijo eterno de Dios e Hijo temporal de María...Madre de Cristo, y por eso Madre de Dios”. (Pablo VI, 21 de diciembre de 1966)
La Divina Maternidad al encumbrar a María sobre todas las criaturas, exalta y enaltece a toda la naturaleza humana: “La doctrina de la Iglesia (relativa a este misterio) se presenta como una exaltación de la humanidad, y ya sabéis donde se encuentra su vértice, en la criatura que posee en sí, por un privilegio del Señor, la plenitud de la humana perfección y que fue elegida para dar al Verbo de Dios... nuestra carne, nuestra naturaleza, para ser así la Madre de Cristo, Dios-Hombre según la carne”. (Pablo VI, 18 de noviembre de 1964)
El Padre Luis hace una importante reflexión: “Sabido es el empeño de cierta pseudoteología actual, por negar a la doncella de Nazareth el conocimiento del gran misterio del qu e, cabalmente, Ella era la protagonista humana. La Virgen no solo concibió físicamente al Verb o Encarnado sino que – como repite la tradición cristiana- lo concibió con la mente y el corazón, y el espíritu, creyendo plenamente en el misterio de la Encarnación”. Y cita palabras del mism o Pontífice: “María no sólo engendró a Nuestro Señor Jesucristo, sino que creyó en Él, guardó la palabra de Dios y añadió al privilegio de su elección el mérito de la correspondiente obediencia”. (Pablo VI, 11 de septiembre de 1965)
El mencionado Padre Luis nos muestra cómo Pablo VI ilumina el principio de la
Maternidad Divina, el cual no fue otro que el Espíritu Santo: “Honrad el Espíritu Santo, del cual fue llena la Virgen y del cual procede su Maternidad” (Pablo VI, 14 de agosto de 1967)
“La caridad del Espíritu Santo... fue en Ella vivificante y amoroso principio de su Divina Maternidad” El Concilio Vaticano II ya había mostrado el Misterio de la Divina Maternidad en el seno de la Trinidad Santísima:
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“La Virgen María ...está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo”. (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 2)
Juan Pablo II siente la necesidad de manifestar a la Madre de Cristo al llegar al dos mil: “...al término del segundo milenio, nosotros los cristianos... sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos últimos años anteriores al dos mil: Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II presentando en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia” (...) “Sólo en el misterio de Cristo se esclarece su misterio. Así por lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la Maternidad Divina de María fue confirmada como verdad de fe de la Iglesia” (...) “Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la Maternidad Divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla”. (Juan Pablo II,“Redemptoris Mater”, 25 de mayo de 1987)
Nuestro Santo Padre quiere que veamos cómo la Maternidad Divina de María debe derramarse sobre la Iglesia: “Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la cruz significan que la Maternidad de su Madre encuentra una “nueva” continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como “llena de gracia” ha sido introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como “la mujer” indicada por el libro del Génesis (3,15) al comienzo, y por el Apocalipsis (12,1) al final de la historia de la Salvación. Según el eterno designio de la providencia, la Maternidad Divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la “Maternidad” de María respecto de la Iglesia es el reflejo y la
prolongación de la Maternidad respecto del Hijo de Dios”. (Referencia a San León Magno). (Juan Pablo II ,“Redemptoris Mater”)
Como Pío XI, Juan Pablo II subraya la profunda unión con los ortodoxos y orientales en el amor y alabanzas a la Theotokos.
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“Deseo subrayar cuán profundamente unidas se sienten la Iglesia Católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y alabanzas a la Theotokos. No sólo “los dogmas fundamentales de la Fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos en Concilios ecuménicos celebrados en Oriente”, sino también en su culto litúrgico, “los orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen y Madre Santísima de Dios” (Vaticano II) (...) Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen “verdadera Madre de Dios”, ya que “Nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre ante de los siglos según la divinidad de los últimos tiempos por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne” (Concilio Ecuménico de Calcedonia). Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando a la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico. (...) “En la liturgia bizantina, en todas las horas del oficio divino, la alabanza a la madre esta unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo”. Antes de reflexionar sobre la grandeza y belleza de los Iconos de la Madre de Dios, el Papa destaca la alabanza que en la plegaria eucarística de San Juan Crisóstomo le ca nta la comunidad reunida: “Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada, toda pura y Madre de Nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que sin perder tu virginidad has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios”. El Papa se refiere también a las tradiciones coptas y etiópicas “introducidas en esta contemplación del misterio de María por San Cirilo de Alejandría” y al “genio poético de Sa n Efrén el Sirio, llamado la cítara del Espíritu Santo”, “que han cantado a María”, como tambi én al panegírico sobre la Theotokos, de San Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes d
e Armenia; quien con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del miste rio de la encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la dignida d extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado”. Juan Pablo II quiere que tanta riqueza de alabanzas a la Madre de Dios ayude a la Iglesia a volver a respirar con sus “dos pulmones”, oriente y occidente, y nos urge: “Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario que nunca”. “Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar y vivir de manera más perfecta su Magnificat”. (Juan Pablo II, Encíclica “Redemptoris Mater”)
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Por otra parte Juan Pablo II hace elevar los ojos a la Virgen para que se comprenda el verdadero significado de la maternidad: “La figura de María recuerda a las mujeres de hoy el valor de la maternidad. En el mundo contemporáneo no siempre se da a este valor una justa y equilibrada importancia. En algunos casos, la necesidades del trabajo femenino para proveer a las exigencias cada vez mayores de la familia, y un concepto equivocado de libertad, que ve en el cuidado de los hijos un obstáculo a la autonomía y a las posibilidades de afirmación de la mujer, han ofuscado el significado de la maternidad para el desarrollo de la personalidad femenina. En otros, por el contrario, el aspecto de la generación biológica resulta tan importante, que impide apreciar las otras posibilidades significativas que tiene la mujer de manifestar su vocación innata a la maternidad. En María podemos comprender el verdadero significado de la maternidad, que alcanza su dimensión más alta en el plan divino de salvación. Gracias a ella, el hecho de ser madre no sólo permite a la personalidad femenina, orientada fundamentalmente hacia el don de la vida, su pleno desarrollo, sino que también constituye una respuesta de la fe a la vocación propia de la mujer a la luz de la alabanza con Dios.” (Juan Pablo II, audiencia general del 6 de diciembre de 1995).
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Virgen de las vírgenes
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Icono griego de la Glicofilusa (la que lo besa dulcemente). Los íconos
bizantinos de la Virgen Santísima llevan tradicionalmente tres estrellas en su manto: una sobre el hombro derecho, otra sobre la frente, y la tercera sobre el hombro izquierdo, simbolizando la virginidad perpetua de la Santísima Virgen: antes del parto, durante el parto y después del parto.
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Conservó perpetuamente pura la flor de su virginidad “El Dios de inmensa bondad, Creador de todas las cosas, por cuya admirable providencia todo es regido, habiendo amado al mundo hasta decretar darle a su Hijo infinito para su redención, escogió de antemano de entre todas las criaturas, a María, virgen purísima y santísima, de real estirpe, para realizar tan grande e inefable misterio. De ahí que con la intervención de la virtud del Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra, como la lluvia que desciende como rocío de cielo en el vellón, la hizo Madre de su Unigénito, y juntamente con la riquísima conservó perpetuamente pura la flor de su virginidad, cuya virtud y hermosura admiran el sol, la luna, la naturaleza mira con pasmo y el infierno mismo se estremece ante ella. Pues Ella, anunciada antes con tantas figuras, con tantas visiones y vaticinios de los profetas y esperada por tanto tiempo de los Santos Padres, por fin, adornada del brillo de las virtudes y de toda suerte de gracias, nos libró del cautiverio con su saludable fecundidad y triturada la cabeza de la serpiente, vestida de sol, teniendo la luna por escabel de sus pies, victoriosa y triunfadora, mereció ser coronada con doce estrellas y ensalzada sobre los coros de los Ángeles, ser llamada Reina del Cielo y de la tierra”.
fecundidad,
Paulo V, Bula “Inmensae Bonitatis”, 27 de octubre de 1615.
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María, Virgen Perpetua “El más augusto de los signos que había prometido Dios” “Confesamos que María es verdadera y propiamente Madre de Dios según la naturaleza humana, “pero reconocemos al mismo tiempo su Virginidad, pues admitimos la Maternidad Divina con toda aquella suavidad y sublimidad con que Dios quiso realizarla”. Así nos dice San Bernardo, y Bourdalone apoyado en él agrega “El más augusto de los signos que había prometido Dios al mundo para señalar el cumplimiento del gran misterio de nuestra Redención es, según el vaticinio de Isaías, que una virgen, permaneciendo vir gen, concebiría un hijo, y que este hijo sería Dios; no un Dios separado de nosotros, ni elevado co mo Dios por encima de nosotros, sino un Dios abajado hasta nosotros, porque esto, como añade el evangelista, es lo que significa el nombre augusto Emmanuel. Este prodigio excedía todas las leyes de la naturaleza, pero en definitiva no dejaba de ser, en cierto sentido, perfectamente natural. Porque como discurre San Bernardo, si Dios hacién dose hombre, habría de tener madre, pedía su divinidad – y por eso mismo era una especie de necesidad- que tal madre fuera virgen. Convenía que el Verbo de Dios por un exceso de su amor y de su caridad, saliese del seno de Dios y si es lícito decir así, saliere de sí mismo para ponerse en condición de ser concebid o según la carne, pero supuesta esta salida, que es lo que llamamos propiamente Encarnación, el Verbo de Dios no podía ser concebido según la carne, sino por el milagroso camino de la virginidad. ¿Por qué? Porque cualquiera otra manera de concepción hubiera oscurecido el esplendor y la gloria de su divinidad. Es sublime este pensamiento de San Bernardo, y por poca amplitud que se le dé, llenará nuestras almas de las ideas más altas de la religión”.
Concepto de virginidad Se llama virginidad a la integridad corporal unida a la castidad, que es virtud del alma, y que informa y da valor a la integridad de la carne. Esta integridad de por sí no es virtud, sino condición natural de todo ser humano que con ella nace. Pero conservar esa integridad como homenaje del alma a Dios, se llama propiamente virginidad.
En las Escrituras Testimonia el Evangelio: “El Ángel Gabriel fue enviado por Dios... a una virgen... y el nombre de la virgen era María” (Lc. 1,26). El milagro de la concepción virginal fue anunciado en el Antiguo Testamento por el profeta Isaías: “Por tanto el mismo Señor os dará una señal: He aquí que la virgen concebir á y dará a luz un hijo; cuyo nombre será Emanuel, que quiere decir Dios con nosotros”. El cumplimiento de la profecía de Isaías está también testimoniado en el Evangelio Lc. 1,26 y Mt. 1,18: “El nacimiento de Cristo fue de esta manera: Estando desposada María su Página 50 de 207
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Madre, con José, antes que conviviesen, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo”. En San Lucas leemos también: “María dijo al ángel: ¿Cómo ha de ser eso?, pues yo no conozco varón. El ángel en respuesta le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre Ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 34-35).
Un poco de historia sobre la defensa de esta gloria de María. Testimonios de los Padres y Santos La perpetua virginidad de María Santísima era considerada dogma de Fe desde los primeros siglos del cristianismo. Así fue enseñada por el Magisterio ordinario por los Padres y los Santos, y creída por el sentir sobrenatural de los fieles. Así fue defendida desde entonces, pues ya era atacada en tiempos de los Apóstoles. San Ignacio Mártir, uno de los Padres Apostólicos14 dejó esta sentencia: “Al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María, su parto y la muerte del Señor, tres clamorosos misterios que se cumplieron en silencio”. Los primeros en errar sobre la perfecta y perpetua Virginidad de María fueron los judíos de su tiempo, que creyeron a Cristo hijo de San José. Y esto no debe extrañarnos porque no pudiendo revelarse todos y de una vez los Misterios de la Encarnación, como dice el Beato S coto, “prefirió el Señor que se dudase de su origen divino a que se echase mancha sobre la fama de su Madre”. El que Jesús naciera de una madre virgen, más que un error debe llamarse ignorancia de los judíos, pero esto, luego de la Ascensión, se convirtió en ocasión de infamar a María. Incl uso los judíos que confesaron a Cristo como el Mesías, rehusaron ver cumplida la profecía de Isa ías, interpretando a su modo y restando fuerza a la palabra virgen del oráculo: “He aquí que una virgen concebirá...” Así lo atestigua San Justino en el siglo II en sus “Diálogos con el judío Trifón”. De los judíos la calumnia pasó a los que tenían afinidad ideológica o de sangre con ellos, dice el P. Pascual Rambla OFM, como los ebonitas, comunidad cristiana procedente d e los hebreos, y que fueron furiosos negadores de la integridad de María Santísima. Más ta
rde encontramos otros ataques, y en el siglo IV los proferidos por los apolinaristas y arrianos, a l os que San Epifanio apodó anticordimarianistas, es decir los que atacaban al Corazón de María, y los refutaba diciendo: “Quién jamás, nombrando a María y preguntando, no dice enseguida: La Virgen María... En efecto Ella siempre incorrupta”. Pero quien ganó la miserable palma de ser el más audaz y ofuscado negador del privilegio virginal de María fue Helvidio, contra el que se levantó San Agustín y sobre todo San Jeróni mo que escribió contra él el famoso tratado (“De Perpetua Virginitate B. Maríae adversus Helvidium”) del cual tomamos este párrafo: 14
Aquellos Padres de la Iglesia que recibieron la Fe directamente de los Apóstoles
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“por ventura no puedo alinear contra ti a toda la multitud de escritores antiguos como Ignacio mártir, Policarpo, Ireneo, Justino y muchos más, varones apostólicos, elocuentes, que siguiendo la misma doctrina de la Virginidad de María, escribieron libros llenos de sabiduría?!” San Jerónimo fue un gran luchador de la Fe, que hizo enmudecer por larguísimo tiempo a los blasfemos enemigos de la Virginidad de la Madre de Dios. En dicho tratado leemos: “Díganme como entró Cristo, cerradas las puestas, a donde estaban los Apóstoles para cerciorarles de la verdad de su carne resucitada, y les responderé como María, siendo virgen, engendró a Cristo, y después del parto quedó tal”. Es imposible transcribir todos los testimonios de los Santos Padres defendiendo fervorosamente esta gloria de la Madre de Dios. Hanter da esta síntesis: “Jerónimo escribió un opúsculo íntegro defendiéndola contra Helvidio. Para Genadio, la doctrina que niega la Virginidad Perpetua de María es una locura y una blasfemia; para Oríge nes, una locura; para Ambrosio, un sacrificio; para Filostorgio, una impiedad y doctrina convenie nte a los ateos; para Beda, una perfidia... Según Siricio los defensores de la doctrina que niega la Virginidad Perpetua no defienden otra cosa más que la perfidia de los judíos; según Agustín son herejes, según Hilario irreligiosos y vacíos de doctrina espiritual; según Epifanio esta doctri na es temeridad que supera toda improbidad e impiedad”.
Defensa que hace el Magisterio Los Papas San Siricio y San León Magno proclaman y defienden solemnemente esta gloria de María Santísima. El primero escribía en el año, 392 a Anisio, obispo de Tesalónica que “siente horror” al oír las negaciones a la Virginidad de María y que “con justicia ha sido reprendido el obispo Bonoso por su doctrina blasfema. San Ambrosio no sólo profesa la Virginidad de María sino que la reclama. Bajo su presidencia se reunieron los obispos de Asi a Menor en Iliria, quienes lo condenaron, apoyados en la carta del Papa y con los elocu entes
modelo y prototipo de la virginidad. San Ambrosio, también por orden del Papa San Siricio, condena a Joviano que seguía al tristemente nombrado Helvidio. Medio siglo más tarde, otro hereje, Eutiques, apoyado por el Emperador Teodosio, provocó no pocos malestares en la Iglesia con similares blasfemias. El Papa León I ante la herejía de los monofisistas, vuelve a afirmar las dos naturalezas de Cristo y presenta la doctrina de la Perpetua Virginidad de María. El Concilio de Calcedonia, reunido en el año 451, aceptó incondicionalmente y aclamó su doctrina contenida en el llamado “tomo del Papa León”. La Virginidad de María Santísima es plena y totalmente perfecta, porque comprende la virginidad del cuerpo, es decir la integridad de la carne, y junto con ella la virginidad del sent ido, que consiste en la inmunidad a los movimientos de la concupiscencia, y la virginidad de la m ente, consistente en evitar todo lo que pueda repugnar a la virginidad. La inmunidad a los movimientos de la concupiscencia es un regalo que Dios hizo al hombre en el Paraíso Terrenal, llamado don de integridad. La Sagrada Escritura nos enseña, en
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efecto, que Adán y Eva, antes del pecado no experimentaban la lucha desordenada de la carn e contra el espíritu, y que ésta comenzó con el pecado original. María Inmaculada –libre de la culpa original –poseyó plenamente el don de integridad. La Virginidad de María Santísima es perpetua; resumida en la siguientes afirmaciones: María fue Virgen antes del parto, es decir que María concibió al Verbo de Dios sin ninguna intervención del varón, por obra y gracia del Espíritu Santo. María fue Virgen en el parto, puesto que dio a luz a su Hijo Divino permaneciendo intacta en el sello de la Virginidad que no fue alterado ni mínimamente al paso del Cuerpo verdader oy real de su Hijo a través de su seno inviolado. “Beata Dei genitrix, María, cuyus víscera intacta permanens”. “Bienaventurada María, Madre de Dios, cuyas entrañas permanecen intactas”. “Como pasan los rayos del astro, así la Virgen dio a luz a su Hijo”. El nacimiento del Hijo de Dios no quebrantó antes bien consagró su virginidad, así lo enseña siempre la Iglesia, y así lo afirma el Concilio Vaticano II, siguiendo la actitud del Concilio Lateranense del año 649: “... su Hijo primogénito, lejos de disminuir, consagró su integridad virginal” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 57)
María fue virgen después del parto, es decir que mantuvo su virginidad perfecta junto a su castísimo esposo San José y en todo el transcurso de su vida terrena, y así intacto su bió gloriosamente su Cuerpo a la Gloria de los Cielos. Es creencia universal y permanente de la Iglesia y enseñanza de sus Doctores, que la Santísima Virgen María realizó un voto de conservar perpetuamente su Virginidad con el cua l esta gloria es llevada al máximo grado y si bien no se incluye el voto en la definición del dog ma, está unido de manera indisoluble a su verdad.
La definición y sus reafirmaciones El dogma de la Perpetua Virginidad de María quedó definido por el tercer Concilio de
Letrán celebrado por el Papa San Martín I en el año 649: “Propia y verdaderamente la Madre de Dios, la Santa y siempre Virgen María... concibió sin semen viril, del Espíritu Santo, al mismo Verbo de Dios, y de manera incorruptible dio a luz” Explica Juan Pablo II: “El Concilio de Calcedonia en su profesión de fe, redactada esmeradamente y con contenido definido de modo infalible, afirma que Cristo... fue “engendrado de María Virgen, Madre de Dios”.
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En la misma catequesis –del 10 de julio de 1996– nombra similares afirmaciones los Concilios de II y III Constantinopla, IV Lateranense y II Lugdunense, doctrina que reafirma el Vaticano II, aunque dice, fue el de Letrán con el Papa Martín I el que preciso el apel ativo “Virgen”. En el año 1555 el Papa Paulo IV condena los errores de los socianos y los protestantes en general, promulgando la Constitución “Cum Quorundam”. Los socianos negaban la Trinidad – por eso eran llamados unitarios – y en consecuencia la Encarnación, la Redención, la Maternidad Divina, la Virginidad de María. En ella el Papa reafirma y sintetiza el dogma amonestando con su autoridad apostólica a todos y cada uno de cuantos niegan: “María permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber antes del parto, en el parto, y perpetuamente después del parto, por obra de Dios omnipotente”. Aún repitiendo, parece conveniente agregar el párrafo introductorio de lo que hoy dice la Sociedad Mariológica Española en su “Compendio de Doctrina Mariana”: “Este dogma incluye la virginidad de María ante la concepción del Hijo de Dios, en su Concepción, en su nacimiento, y después de éste. Se llama a esta prerrogativa virginidad perpetua o perfecta. Son innumerables los documentos de los Concilios y de los Papas, tanto antiguos como modernos, que hablan de esta virginidad inviolada, integérrima, inefable y perpetua de María, por recoger solamente algunos calificativos. Y, en general ven anunciada esta virginidad en el Antiguo Testamento, y claramente afirmada en el Nuevo”... (sigue el desarrollo de la doctrina). El Magisterio Pontificio no cesó jamás de afirmar este dogma sublime a coro con los Padres y los Santos, y con todo el pueblo de Dios.
Oriente y Occidente aclaman a la Virgen de las Vírgenes – La fiesta del 21 de noviembre En Oriente, la extraordinaria belleza de los iconos expresan con gran riqueza espiritual las verdades de la Fe. Y este dogma lo encontramos simbolizado en tres estrellas sobre el manto de María: una sobre el hombro derecho, otra sobre la frente, la tercera sobre el hombro izquierd o.
María, Madre de Dios, Virgen antes del parto, en el parto y después del parto. En Oriente y Occidente María, la Virgen de las Vírgenes, es invocada en los templos, aclamada en sus santuarios y alabada en las diversas liturgias, a diario y más solemnemente e n sus fiestas. Una de ellas está dedicada a honrar, meditar y glorificar la total entrega a Dios de la Virgen Perpetua, es la fiesta llamada de la Presentación de María en el Templo, que se celebr a el 21 de noviembre, tanto en Oriente, donde tuvo su antiguo origen como en Occidente, donde habiendo decaído un tanto su celebración, el Papa Sixto V decidió restaurarla en 1585, y lo h izo con estas fervorosas palabras:
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“Veneramos humildemente la saludable fecundidad de la intacta Madre de Dios, María, de cuyas purísimas entrañas, quedando incólume la integridad de su virginidad por la virtud del Espíritu Santo, se dignó nacer el Autor de la vida, y procuramos defender y aumentar con nuestras débiles fuerzas todo lo establecido por la lejana gloria oriental y en otros tiempos por los Santos Padres en su honor, y si algo hubiese sido relegado al olvido, renovarlo con la ayuda de la que está sentada sobre los coros angélicos, para que el devoto pueblo se alegre con nos por medio del frecuente recuerdo de los gozos espirituales, y no se pase por alto el piadoso recuerdo de la que hay que venerar, alabar e invocar en la tierra, por medio de sagradas festividades, como admiran su gloria en el cielo los coros angélicos. Nos, pues, queremos contar entre las demás festividades consagradas por la iglesia católica a la Virgen Perpetua –que preparada desde toda la eternidad y anunciada de antemano por los testimonios proféticos, todavía, sin embargo, no había sido hecha Madre de Dios con la anunciación del Ángel- y también a la que debía ser templo de Dios y sagrario del Espíritu Santo, la Presentación en el Templo guardada con veneración en todo el mundo, desde los tiempos más remotos, y si en alguna parte se ha interrumpido su celebración, restituirla y velar por ella continuamente.” (Sixto V; Bula “Intemeratae Matris”, 1 de septiembre de 1585).
Las blasfemias duelen más cuando provienen de dentro de la Iglesia Bien sabemos que los ataques a los tres aspectos de la Virginidad Perpetua de María Santísima llegan a nuestros días y por ello conviene saber cómo la Iglesia con sus Padres y su s Papas ha defendido este sublime misterio, gloria de Nuestra Señora, de los impíos ataques de las sectas y demás enemigos de la Iglesia. Las blasfemias duelen mucho más cuando provienen de dentro de la Iglesia, como son la mayoría de los casos que hemos citado, y como son las que recientemente escuchamos, nega ndo el parto virginal de la Madre de Dios. A quienes así osen hablar, podemos decir con San Agustín: “¿por qué Aquél que siendo adulto, pudo entrar por las puertas cerradas, no pudo, siendo niño, salir de los miemb ros incorruptos?” (el mismo pensamiento de San Jerónimo). Desgraciadamente, aunque los argumentos sobren, y sean contundentes, continúan las
blasfemias; pero los siglos no han cambiado nuestros sentimientos hacia Nuestra Santí sima Madre, la Reina de las Vírgenes, ni ha cambiado nuestro lenguaje: como el Papa San Siricio, sentimos horror al saber de ellas. A veces el veneno del maligno es más sutil, y se vale de personas que no quieren negar la virginidad de María pero al querer supuestamente “llegar más” a las gentes, presentan a la Vi rgen despojada de su excelsa dignidad; son los mismos que ignoran la Divinidad del Señor y hasta su perfección humana. Y con este torpe argumento (proselitista?) se expresan con un lenguaje b urdo y equívoco, que si bien no niega formalmente el dogma, lo roza, y crea la posibilidad de la d uda, la herejía y la blasfemia. Esto está ocurriendo en nuestro días. Pero el pueblo verdaderamente fiel ama este dogma de su María, a la que sencillamente llama la Virgen, como en tiempos de San Ambrosio. El pueblo usa la clara y concisa fórmula del Página 55 de 207
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Papa Paulo IV para proclamarlo a diario en todas partes. Y así se conserva y acrecien ta la devoción de las tres Ave Marías rezadas al final del Rosario en honor de María, Virgen Purísi ma y Santísima antes del parto, en el parto, y perpetuamente después del parto.
Trascendencia del dogma La Virginidad Perpetua de María es otra de sus prerrogativas, admirable y hermosísima, caracterizada por las consecuencias e influjos positivamente bienhechores, que ejerció y ejer ce en el pueblo y en la civilización cristiana. La doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, en éste como en muchos otros asuntos, cambió radicalmente los criterios y los sentimientos dominantes en el mundo en tiempo de su venida . Nadie ignora los medios empleados en la antigua Roma para conseguir y conservar a sus poquísimos vestales; hoy en cambio, tenemos a la vista la multitud de vírgenes , que apoyad os en las enseñanzas de Cristo, por amor a Él, practican este consejo evangélico. Este espectáculo es hoy la continuación de lo que la Iglesia ha realizado en todos los siglos, desde el comienzo de su existencia. Los mismos romanos y griegos, contempla ron admirados esta floración magnífica, esta perla brillante, que desde el principio adornó la cor ona de la Iglesia y no pudieron menos que llamar, en su lenguaje, “verdaderos filósofos” a esos cristianos, a pesar de no penetrar los motivos por los cuales así se comportaban. El médico g entil Galeno antes del año 200 escribía: “Que los cristianos desprecian la muerte, lo tenemos a la vista, como igualmente, que guiados por el pudor, se abstienen de placeres venéreos. Hay muchos entre ellos, mujeres y varones, que por toda la vida han observado perfecta continencia”. Este verdadero milagro de orden moral, lo ha realizado y lo realiza únicamente el amor de Cristo, el atractivo y la confianza que despierta su figura sin mancilla; la sublimidad de su doctrina, y la fuerza invencible que presta su Gracia, sembrada en medio de la carne corrom pida. Pues bien, junto a la divina persona de Cristo, se halla la humana persona de María, la Virgen
Purísima. Un modelo más accesible para la debilidad humana; un ejemplar más vecino a nosotros, porque María es toda completamente humana. Ella ha sido, para todas las generaciones cristi anas, la Madre y la Reina de la castidad, la flor de la pureza, la Virgen de la Vírgenes. La elevación causada en la vida cristiana por el deseo de imitar su pureza y su virginidad en el propio y correspondiente estado, ha sido en todas las épocas real y verdaderame nte extraordinaria. Por eso muy bien se ha podido afirmar que la Virginidad de María, es un bien público de la Iglesia. Si no hubiese ningún otro argumento ni motivo para afirmar esta elevac ión, serían para ello argumentos más que suficientes, el recordar, así la vida de los Santos como l a cantidad de órdenes y congregaciones religiosas que nacieron al amparo del manto de María, pretendiendo con ese peculiar género de vida cuya esencia se haya en última síntesis, en la práctica de los consejos evangélicos, imitar la vida, las virtudes, la Virginidad de María. Todos los dogmas católicos trascienden el marco de la especulación pura, y tienen profundas y extensas consecuencias en la vida práctica y social; si así no fuera, sería tan solo doctrina y no vida el cristianismo. Sin embargo hay verdades que ejercen ese influjo en profundidad y radio mucho mayor que otras. Entre estas, ha de concertarse el dogma de la Virginidad Perpetua de María . (P. Demetrio Licciardo SDB) Pío XII alaba a la Virgen Madre que elevó a la mujer y la llamó a ser fuerza de la civilización:
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“La Virgen Madre! ¡Que bienaventurada visión de virginal pureza y dulce maternidad revela este título! No es admirar que la belleza, el encanto, la santidad de esta Madre Virgen sin par haya dejado tras de sí en la Iglesia militante la más dulce memoria como mirra escogida (Ecl.24.20) y una poderosa influencia que no sólo alzó a la mujer de su particular degradación sino que la llamó para ser la fuerza latente que diese a la civilización renovada y pulida vitalidad”. (Pío XII, 4 de marzo de 1942, Radiomensaje al Primer Congreso Mariano de África del Sur)
¡Oh riquezas de la Virginidad de María! exclama Pío XII repitiendo los consejos de los Santos a los consagrados: “Un medio excelente para conservar intacta y sostener la castidad perfecta, medio comprobado continuamente por la experiencia de los siglos, es el de la sólida y ardiente devoción a la Virgen Madre de Dios. En cierta manera, esta devoción contiene en sí todos los medios, pues quien sincera y profundamente la vive, se siente impulsado a velar, a orar, a acercarse al tribunal de la penitencia y al banquete eucarístico. Por tanto, exhortamos con efecto paterno a todos los sacerdotes, religiosos y vírgenes consagradas, a que se pongan bajo la especial protección de la Santa Madre de Dios, que es Virgen de Vírgenes y “Maestra de la virginidad” como lo afirma San Ambrosio, y que es especialmente Madre poderosísima de todos aquéllos que se han dedicado al divino servicio. Por Ella dice San Atanasio, comenzó a existir la virginidad; y lo enseña claramente San Agustín con estas palabras: “La dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios”. Siguiendo las huellas del mismo San Atanasio, San Ambrosio propone la vida de la Virgen María como modelo para las vírgenes: “Imitadla hijas ...”. Sirvaos la vida de María de modelo de virginidad cual imagen que se hubiese trasladado a un lienzo; en ella, como en un espejo, brilla la hermosura de la castidad y la belleza de toda virtud.... He aquí, la imagen de la verdadera virginidad. Esta fue María, cuya vida pasó a ser norma de todas las vírgenes “Sea pues la Santísima Virgen María maestra de nuestro modo de proceder. Tan grande fue su gracia, que no sólo conservó en sí misma la virginidad sino que concedió este don insigne a los que visitaba”. Cuán verdadero es pues, el dicho del mismo San Ambrosio: ¡Oh riquezas de la virginidad de María! (Pío XII, Encíclica Sacra Virginitas, 25 de marzo de 1954)
La sublimísima Virginidad de María, ante los ataques a la vida virginal consagrada al Señor
La virginidad consagrada y el celibato sacerdotal en la Iglesia latina, sufrieron en épocas no lejanas, el ataque más terrible de la historia. Al Papa Pablo VI le tocó enfrentarlo, aquí tenemos un testimonio de cómo defendió esos grandes tesoros de la Iglesia exponiendo ante ella la sublime Virginidad de María. Se trata de una homilía en el día de la Presentación del Seño r en el Templo:
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“Ella, la purísima, la Inmaculada, se sometió, humildemente al rito de la purificación prescrito por la ley mosaica; custodia silenciosa de su secreto prodigio: la Divina Maternidad había dejado intacta su Virginidad, dando a ésta el privilegio de ser de aquélla el evangélico santuario. Aquí el hecho se hace misterioso, y el misterio poesía, y la poesía amor, inefable amor. No ya un resultado estéril y vacío, no suerte inhumana, sino sobrenatural, cuando la carne se ha sacrificado al espíritu, y el espíritu se ha embriagado del amor más vivo, más fuerte, más absorbente de Dios “contento ne´pensier comtemplativi” (Dante) y en el encuentro de hoy con María, la Virgen Madre de Cristo, se ilumina en nuestra conciencia la elección libre y soberana de nuestro celibato, de nuestra virginidad y también de ella, en su inspiración original, más carisma que virtud; podemos decir con Cristo: “No todos comprenden esta palabra, sólo aquellos a quienes es concedido” (Mt 19,11). “Hay en el hombre –enseña Santo Tomás- actitudes superiores, para las cuales él es movido por un influjo divino”, son los “dones”, el carisma, que lo guían mediante un instinto interior de inspiración divina. ¡Es la vocación! La vocación a la virginidad consagrada, esa vocación una vez comprendida y acogida, alimenta de tal forma al espíritu, que éste se vuelve tan sobreabundante por ser con sacrificio –pero un sacrificio fácil y feliz- liberado del amor natural, de la pasión sensible“. Por hacer de su virginidad una inagotable contemplación” (Santo Tomás), una religiosa saciedad, siempre con sublime tensión y preocupada, y capaz como ningún otro amor, de brindarse en la donación, en el servicio, en el sacrificio de sí mismo por hermanos, desconocidos y necesitados precisamente de un misterio de caridad que imitar, y por cuanto sea posible, igualar aquél de Cristo por los hombres. Esto es más para vivir que para explicar. Vosotros hermanos y hermanas inmolados a Cristo, bien lo sabéis” (Pablo VI, 2 de febrero de 1975).
Juan Pablo II exalta la Virginidad Perpetua y Perfecta de María con el mismo amor de todos sus antecesores, y como Pablo VI la pone como ejemplo luminoso ante los ojos de la Iglesia: “La Virginidad de María inaugura en la comunidad cristiana la difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella. Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo, constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable”.
(Juan Pablo II, 13 de septiembre de 1995, catequesis en la audiencia general).
“María no eligió la virginidad en la perspectiva, imprevisible, de llegar a ser Madre de Dios, sino que maduró su elección en su conciencia antes del momento de la Anunciación. Podemos suponer que esa orientación siempre estuvo presente en su corazón: la gracia que la preparaba para la maternidad virginal influyó ciertamente en todo el desarrollo de su personalidad, mientras que el
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Espíritu Santo no dejó de inspirarle, ya desde sus primeros años, el deseo de la unión más completa con Dios. ...También en nuestro mundo, aunque esté tan distraído por la fascinación de una cultura a menudo superficial y consumista, muchos adolescentes aceptan la invitación que proviene del ejemplo de María y consagran su juventud al Señor y al servicio de sus hermanos. (...) La vida virginal de María suscita a todo el pueblo cristiano la estima por el don de la virginidad y el deseo de que se multiplique en la Iglesia como signo del primado de Dios sobre toda la realidad y como anticipación profética a la vida futura. Demos gracias junto al Señor por quienes aún hoy consagran generosamente su vida mediante la virginidad, al servicio del reino de Dios”. (Juan Pablo II, 7 de agosto de 1996, catequesis en la audiencia general).
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Inmaculada
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La Inmaculada de Guercino. En este sublime misterio la Santísima Virgen fue representada tradicionalmente con un manto azul, y con las notas al Apocalipsis: vestida de sol, la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.
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“Yo soy la Inmaculada Concepción”, así se llamó a sí misma “¡Ave María!” Con estas palabras saludamos siempre y en todas partes a la que las oyó por primera vez en Nazareth. Al recibir este saludo, fue llamada por su nombre; así la llamaba su familia y los vecinos que la conocían; con este nombre fue elegida por Dios. El Eterno la llamó por este nombre ¡María! ¡Miriam! Sin embargo cuando Bernardita le preguntó su nombre, no contestó “María”, sino “Yo soy la Inmaculada Concepción”. De este modo se denominó a sí misma en Lourdes con el nombre que le había dado Dios desde la eternidad; sí, desde toda la eternidad la eligió con este nombre y la destinó a ser la Madre de su Hijo, el Verbo Eterno. Y, en fin, este nombre de Inmaculada Concepción es mucho más profundo y más importante que el usado por sus padres y la gente conocida, el nombre que Ella oyó en el momento de la Anunciación: “Ave María”. Juan Pablo II, 10 de febrero de 1979, Homilía en la Capilla Sixtina.
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La Inmaculada Concepción de María María, plena de gracia santificante desde el primer instante de su concepción “La Iglesia Católica enseña que María es Inmaculada. Con este título se expresa aquel privilegio singular por el cual la Madre de Dios, al ser concebida, no contrajo la mancha del pecado original. Creemos como verdad de fe, que el alma de María desde el primer instante de su existencia, estuvo adornada con la gracia santificante. Creemos que no hubo momento algun o en el cual María se hallase en enemistad con Dios; creemos que en ninguna circunstancia de su vida, ni siquiera en el instante de su concepción, estuvo sometida a la esclavitud del demo nio, proveniente del pecado. La mancha del pecado original, alcanza y contagia indefectiblemente a todos aquéllos que reciben de Adán la naturaleza humana. La generación paterna al dar una naturaleza h umana despojada de la gracia santificante, es el vehículo de la transmisión de aquel pecado. Esta ley universal tiene, sin embargo, una excepción gloriosa, pues Dios, en vista de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, por gracia y privilegio singular, ha suspendido en María la aplicación de esta ley. Según esto, María, al ser concebida, no recibió como los demás hombres una naturaleza manchada por el pecado, sino una naturaleza adornada con la gracia de Dios, libre de pecado original, o sea, una naturaleza “inmaculada”. En esta inmunidad de la mancha del pecado original y posesión de la gracia santificante, desde el primer instante de su existencia, consiste pues la Inmaculada Concepción de María. Este privilegio muy glorioso, verdadero milagro espiritual, fue que la omnipotencia de Dios la preservó en su concepción del pecado original, lo cual fue concedido en vista de los merecimientos de Nuestro Señor Jesucristo, que en tanto para todos obran restaurando y reparando en ellos lo que el pecado destruye, para María obraron en manera mucho más ele vada y profunda, a saber, preservándola de la caída del pecado. De la misma manera que al pasar el Arca de la Alianza, la mano omnipotente de Dios detuvo ante los israelitas las aguas del Jordán, que no se atrevieron a tocarla (Josué 3,15-16), cuando llegó María a la existencia, el poder misericordioso de Dios detuvo junto a Ella las a guas
que traían la infección universal del pecado, no permitiendo que tocaran ni mancharan a aqu ella criatura escogida entre todas para ser la Madre del Verbo Encarnado. Tal es la enseñanza católica acerca de la Inmaculada Concepción”. (P. Demetrio Liccciardo SDB)
La Inmaculada Concepción en las Escrituras La Inmaculada Concepción se halla indicada en las Sagradas Escrituras, ya desde sus primeras páginas: “Dijo el Señor Dios a la serpiente: por cuanto hiciste esto, maldita eres entre todos los animales de la tierra, andarás arrastrándote sobre tu pecho y tierra comerás todos los días de tu vida. Yo pondré enemistad entre tí y la mujer, y entre tu raza y la descendencia suya: Ella quebrantará tu cabeza, y tú andarás acechando a su calcañar” (Gn . 3,15).
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Este pasaje del Génesis suele llamarse “Protoevangelio”, precisamente por la naturaleza de la profecía encerrada en sus palabras. La serpiente indica al demonio. La Mujer que será su Enemiga y le aplastará la cabeza es María, con su Hijo Divino Jesús, su descendencia. Los Padres y toda la tradición de la Iglesia enseñan que: “Con este oráculo divino fue preanunciado clara y abiertamente el misericordioso Redentor del género humano, o sea el Hijo Unigénito de Dios, Cristo Jesús, y designada su bienaventurada Madre, la Virgen María, y simultáneamente expresada de insigne manera, las mismísimas enemistades de ambos contra el demonio”. (Pío IX, Bula “Ineffabilis Deus”).
Dice Bousset, que de la Virgen María, en general, ha de afirmarse que en el orden de la reparación, ocupa aquel lugar que ocupó Eva en el orden de la perdición, pues según enseñan esas insignes palabras del Génesis, todo lo que el demonio escogió para la ruina del g énero humano, fue dispuesto divinamente por Dios para nuestra salud. Y al nuevo Adán, o sea Cris to, debe unirse con nexo indisoluble, para destruir las obras del demonio, la nueva Eva, o sea M aría. Esta realidad hizo exclamar a San Juan Crisóstomo en una homilía de Pascua: “Regocijémonos todos y estremezcámonos de alegría. Común debe ser nuestro gozo porque la victoria de hoy es el triunfo del Salvador. ¿Acaso no lo ha hecho todo Cristo por nuestra salvación? Con las mismas armas que empleó el diablo para derribarnos, ha sido vencido. ¿Cómo?, me diréis. Escuchad: Una virgen, un árbol y la muerte representan una derrota. Ved ahora cómo esas tres cosas se han convertido en victoria para nosotros. Por Eva tenemos a María; por el árbol de la ciencia del bien y del mal tenemos al árbol de la cruz; por la muerte de Cristo. ¿No veis al demonio derrotado con las mismas armas que se sirvió para el triunfo?”. Pues bien, si Jesús es el nuevo Adán y María la nueva Eva, María había de ser “Inmaculada” completamente libre de todo pecado, aún libre del pecado original. En las palabras que usa el Arcángel San Gabriel para anunciar a María el misterio de la Encarnación también encontramos claramente implícito el privilegio de la Inmacu lada Concepción: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres...” (Lc. 1,28).
Esta plenitud de gracia, tan ilimitada, y tan completa, otorgada y ordenada, según lo indican las palabras del Ángel, a hacer a María digna de la altísima misión a que había sido llamada, no podía decirse de quien alguna vez siquiera hubiese estado manchado con el peca do. Igualmente al decir que el Señor está con Ella, con María, plenamente, sin limitación alguna de tiempo. La expresión griega Kejaritomeni, Llena de Gracia, hace las veces de nombre propio en la alocución del Ángel: “Salve, Llena de gracia”, tiene que expresar una nota característica en María, la dotación de todas las gracias en plenitud singular por su elección para Madre de Di os, y esto desde el primer instante de su existencia. Santa Isabel, henchida del Espíritu Santo, dice a María: “Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc. 1,42). La bendición de Dios que descansa Página 64 de 207
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sobre María, es considerada paralelamente a la bendición de Dios que descansa sobre Cristo en cuanto a su humanidad. Tal paralelismo sugiere que María, igual que Cristo, estuvo libre de t odo pecado desde el comienzo de su existencia.
Breve historia del dogma – Testimonios de la Tradición y el Magisterio – Antigüedad de la fiesta – Controversias y votos – La doctrina de Duns Scoto En la historia del gran dogma de la Inmaculada se suelen distinguir tres períodos: El primero se extiende desde los comienzos de la Iglesia hasta el siglo XI. En los primeros siglos del cristianismo, la fe en la Inmaculada aún sin ser formal y explícita, estaba comprendida en la fe sobre la excepcional santidad de María con su singularísima pureza. En el llamado Protoevangelio de Santiago, escrito en el siglo II queda clarísimo que toda fealdad sea excluída de María para que sea digna Madre del Señor, y con más razón esto vale para el alma. El mártir San Hipólito –hacia el año 235- que comparaba a Nuestro Señor con el Arca de la Alianza, hecha de leño incorruptible dice: “El Señor estaba exento del pecado, habiendo sido formado de un leño no sujeto a la corrupción humana, es decir de la Virgen y del Espíritu Santo”. Y semejantes a éstas se hallan numerosas expresiones y explicaciones en los escritos de los Padres que confirman la fe primitiva en la pureza total y plena de María. Dice San Efrén a Jesucristo y con él toda la Tradición; “Tú y tu Madre sois los únicos que en todo aspecto sois perfectamente hermosos pues en Ti Señor no hay mancilla, ni mancha en tu Madre”. San Ambrosio, comentando el salmo 118 se dirige al Señor diciéndole: “Ven, oh Señor, en busca de tu fatigada oveja... no por medio de mercenarios sino Tú mismo... por medio de María, Virgen inmune, por la gracia, de todo pecado”. Los Padres griegos fueron especificando este dogma antes que en Occidente. Ya en el siglo V en Oriente se formula esta doctrina con claridad extraordinaria. Anfiloquio de Sida –que estuvo presente en el Concilio de Éfeso- dice:
“Dios creó a la Virgen sin mancha y sin pecado”. Y escribe el adalid de Éfeso, San Cirilo de Alejandría: “¿Quién oyó jamás decir que un arquitecto, después de haberse construido una casa, la ha dejado ocupar y poseer primeramente por su enemigo?”
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Así, a lo largo de los siglos se transmite con total claridad, confianza y seguridad, el dogma de la Inmaculada Concepción. En el segundo período encontramos el dogma de la Inmaculada en la liturgia. Es importante destacar la trascendencia de esto porque la liturgia es el culto oficial de la Iglesia. La Iglesia ora en su liturgia conforme a la única y verdadera fe. De allí el dicho secular: “lex ora ndi, lex credendi”, la ley de la oración es la ley de lo que se cree (es decir, de la fe). La fiesta de la Concepción de María, se remonta al siglo V en Oriente. En el siglo VI ya estaba en el Misal de San Isidoro de Sevilla. Sabemos que fue introducida en Nápoles y Sicil ia en el siglo IX, extendiéndose luego por Irlanda, Islas Británicas y Normandía y de una forma m ucho mayor en el siglo XI. En sus comienzos la fiesta también se llamó de la Maternidad de Santa Ana. Si pensamos que la Iglesia sólo rinde culto a los Santos, vemos que en la celebración ya se profesa ba la Concepción Inmaculada de María. Por otra parte la fiesta fue celebrada por muchas iglesias separadas por siglos de la Iglesia Romana, instituida seguramente antes de esa separación; no parece probable que hayan tom ado una fiesta de la Iglesia de la cual se separaron. Un tercer período se extiende entre los siglos XII y XVIII. Es el período de las controversias. La celebración se extendía pero no se aclaraba suficientemente su doctri na. Impresiona la gran lucha teológica durante los siglos XII y XIII alrededor de este gran privil egio de María Santísima. Muchas fueron sus causas, que escapan a los límites de este pequeño tra bajo. Entre ellas encontramos una oposición a la fiesta por parte de San Bernardo –uno de los más grandes devotos de María- y siguiendo a él, otros escolásticos ilustres y aún santos, com o San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, que no llegaron a ver con claridad esta gloria d e la Virgen, pero que sin embargo con su gran amor a Ella, dejaron en sus escritos los principios que fundamentan el dogma. San Anselmo, padre de la teología escolástica, por ejemplo, dice:
“Era conveniente que con aquella pureza de la cual no hay mayor debajo de Dios, resplandeciera la Virgen, a la que Dios Padre disponía dar a su Unigénito Hijo, a la cual el mismo Hijo elegía para hacerla sustancialmente su Madre, y de la cual el Espíritu Santo quería y habría de obrar de manera que fuese concebido y naciera Aquél del cual El mismo procedía”. Afirma también que “de Cristo ha venido la limpieza de María”. Y sin embargo no concluyó San Anselmo la Inmaculada Concepción que en estas palabras está virtualmente contenida. Este hecho, verificado en grandes teólogos y santos, muestra un designio de Dios, que ha querido sólo para su Iglesia la infalibilidad y no para sus doctores particulares, los cuales son guías de la ciencia pero no regla en la fe. Siempre, sin embargo, hubo ardientes defensores de la Inmaculada Concepción. A principios del siglo XII, Eadmero, discípulo de San Anselmo, se queja de que en algunos lugares se quita la fiesta y escribe el primer tratado defendiendo la Inmacula da Concepción. Y el Beato Raimundo Lullio escribe: “quien concibe una mancha en la Concepción de María es como si concibiera tinieblas en el sol”. El movimiento más fuerte se produjo a fines del siglo XIII, dirigido por el franciscano Beato Duns Scoto quien fue esclareciendo los fundamentos en los que se apoya el dogma, y Página 66 de 207
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dividió en dos campos netos a los teólogos de los siglos XIV y XV, hasta que todo se superó con la definición de Pío XI. Pero para ello debieron pasar cuatro siglos. La doctrina de Scoto se resume así: “Potuit, decuit, ergo fecit” – “Pudo, quiso, por lo tanto lo hizo” ¿Pudo Dios preservarla del pecado original? ¿Quiso hacerlo? ¿Convenía? Luego lo hizo. “La intuición del beato Duns Scoto, llamado a continuación el “doctor de la Inmaculada”, obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo los franciscanos”. (Juan Pablo II, 5 de junio de 1996, catequesis en la audiencia general).
Scoto en sus comentarios distingue entre redención liberativa del pecado original ya contraído, y redención preservativa, merced a la cual en previsión de los méritos redentores de Jesucristo, fue la Santísima Virgen preservada de contraer dicho pecado. Y demuestra que la Concepción Inmaculada de María no se opone a la universalidad del pecado original, ni a la universidad de la redención de Cristo; más aún, que la dignidad de Cristo Redentor se agrand a sobremanera si se admite que la redimió de un modo más perfecto, y preservándola de caer e n el pecado original. (síntesis de J. Azpizu). Y así enseña nuestro Santo Padre Juan Pablo II: “La absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige, por tanto, en María, la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia total del pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo la victoria definitiva sobre satanás e hizo beneficiaria anticipadamente a su Madre, preservándola del pecado. Como consecuencia, el Hijo le dio el poder de resistir al demonio, realizando así en el misterio de la Inmaculada Concepción el más notable efecto de su obra redentora”. (Juan Pablo II, 29 de mayo de 1996, catequesis en la audiencia general).
En el año 1325 se discutió por varios días el problema ante el Papa Juan XXII y éste se inclinó por la doctrina de la Inmaculada e hizo celebrar con gran pompa la fiesta de la misma en su capilla y en la ciudad de Avignón.
En 1387 la Universidad de París condenó al joven Juan de Monzón que negaba esta verdad. El Papa confirmó la sentencia. En 1401 hubo un discurso que resultó célebre por la defensa de la Inmaculada del Canciller de la Universidad de París, Gerson, en la Iglesia San Germán de esa ciudad. Las Órdenes Militares se obligaron bajo voto a defender la Concepción Inmaculada de María. El concilio de Basilea definió, el 17 de septiembre de 1439 la Inmaculada Concepción; en el momento de esta definición el Concilio ya no era legítimo, pero su decreto tuvo un gran va lor de testimonio. La influencia ejercida en Francia es inmensa. La Universidad de París en 146 9 obligó a sus doctores al juramento por la Inmaculada. En 1476, Sixto IV en la Constitución “Cum praeexcelsa” recomienda la celebración de “la maravillosa concepción de esta Virgen Inmaculada”, aprobó el oficio y al año siguiente la fiesta se comienza a celebrar en Roma. En 1483 el mismo Pontífice prohibió que se tilde de
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herética la doctrina de la Inmaculada Concepción. La célebre Capilla de Roma donde se elig ieran tantos sucesores de Pedro, decorada con los famosos frescos de Miguel Ángel y visitada por infinidad de peregrinos y turistas, es conocida en todo el mundo como “Sixtina”, precisamen te por haber sido obra de Sixto IV, pero lamentablemente no se recuerda que este Papa la consa gró y dedicó a la Inmaculada Concepción, y así la denominó. Al finalizar aquel siglo se produce el descubrimiento de América. Cristóbal Colón ofrece las dos primeras islas a Jesús y María. A la primera le da el nombre del Salvador y a la segun da Santa María de la Concepción, y escribe Bartolomé de las Casas, contemporáneo suyo: “por que después de Dios, a María se debe tanto como a la Madre de Dios, y él tenía devoción con su fiesta de la Concepción”. Para el acto solemne del rito de los 7000 estudiantes de la universidad de Salamanca, Lope de Vega compuso “La limpieza no manchada”. En el caso de la de Granada el voto se llamó “de sangre” ya que añadía a la fórmula de defender la Inmaculada Concepción “hasta derramar la sangre”. El 17 de junio de 1546, el Concilio de Trento declaró que: “no entendía comprender a la Santísima Virgen María entre los alcanzados por su decreto sobre el pecado original”. La suma importancia de esta declaración produjo efectos tales que no se puede hablar de disputa a partir de ella. En 1547, San Pío V condenó la doctrina de Bajo, que atacaba a la Inmaculada. El 12 de septiembre de 1617, Paulo V prohibe enseñar la sentencia contraria a la Inmaculada Concepción de María. La noticia se recibió en todo el mundo católico con gran júbilo. En Sevilla, ciudad que tiene por Patrona a la Inmaculada, celebró con un repiq ue de campanas que duró desde las 12 de la noche hasta la seis de la mañana. El Arzobispo hizo lib erar a todos los presos por deudas, obligándose él a pagarlas. La multitud corrió por las calles par a difundir y celebrar la noticia gritando “¡Sin pecado concebida, que lo manda el Papa!”. De esos tiempos data el voto que hizo San Juan Berchmans, jesuita, escrito por su mano en estos términos:
“Yo, Juan Berchmans, hijo indignísimo de la Compañía prometo a Vos y vuestro Hijo, a quien creo presente en este augusto sacramento de la Eucaristía, ser siempre defensor y propagador de vuestra Inmaculada Concepción (si la Iglesia no determina otra cosa) En fe de la cual afirmo con mi sangre y con el nombre de Jesús”. Sello de la Compañía de Jesús Año 1620 Juan Berchmans I.H.S
En 1661, Alejandro VII inicia una etapa trascendental en el camino hacia el dogma. La creencia de que María es Inmaculada es retenida en general, pero hay quienes la atacan desd e púlpitos y escritos, como también el culto y la devoción a ese misterio. Entonces el Papa da s u Bula “Solicitudo omniun Eclesiarum”, para reafirmar las decisiones de sus antecesores a fav or de la sentencia y prohibiendo que “directa o indirectamente” se pueda poner en duda, y para reafirmar su fiesta y su culto, en la cual manifiesta:
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“Antigua es la piedad de los fieles cristianos para con la santísima Madre, la Santísima Virgen María, que sienten que su alma, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la mancha original, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de Su Hijo Jesucristo, Redentor del género humano, y que en este sentido veneran y celebran con solemne ceremonia la fiesta de su concepción... Nos, considerando que la santa romana Iglesia celebra solemnemente la festividad de la Concepción de la Inmaculada siempre virgen María..., y queriendo, a ejemplo de nuestros predecesores los romanos pontífices, favorecer a esta laudable piedad y devoción y fiesta, y al culto en consonancia con ella, jamás cambiado en la Iglesia romana después de la institución del mismo, y queriendo salvaguardar esta piedad y devoción de venerar y celebrar a la Santísima Virgen María preservada del pecado original, claro está, por la gracia proveniente del Espíritu Santo..., en atención a la instancia a Nos presentada y a las preces de los obispos con sus iglesias, y del rey Felipe y de sus reinos; renovamos las constituciones y decretos promulgados por los romanos pontífices, principalmente Sixto IV, Paulo V y Gregorio XV, a favor de la sentencia que afirma que el alma de Santa María Virgen en su creación e infusión en el cuerpo fue obsequiada con la gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado original, y a favor también de la fiesta y culto de la Concepción de la misma Virgen Madre de Dios, prestado conforme a esta piadosa sentencia, y mandamos que se observe bajo las censuras y penas contenidas en las mismas constituciones” (Alejandro VII, Bula “Solicitudo omnium Eclesiarum”, 8 de diciembre de 1661).
Siguen las severísimas sanciones a quienes de manera “directa o indirecta” se opongan a esto u “osaren promover alguna disputa respecto de esta sentencia, fiesta y culto”, y d etalla minuciosamente las formas en que se podrían oponer, y ratifica las sanciones de los Papas anteriores, agregándole otras, que suponían “la inhabilitación perpetua para predicar, le er públicamente, enseñar o interpretar , y que no podrían ser absueltos sino por él mismo o sus sucesores”. Prohibe también los libros, escritos de sermones, o frases, o tratados, o disputas en los que se pone en duda dicha sentencia, fiesta y culto”. Esta Bula precede directamente a la del Beato Pío IX con la definición y proclamación del dogma. Medio Siglo después, en 1708, Clemente XI mandó que la fiesta sea obligatoria en toda la
Iglesia. Muchas naciones y pueblos lucharon por la Inmaculada. Pidieron el dogma los reyes de Asturias, Portugal, Polonia, Baviera y España, que se distinguió singularmente por esos pedi dos de sus monarcas y por lo que oró y bregó su pueblo. A España siguieron las naciones por ella cristianizadas en América.
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La Orden Franciscana y el dogma Duns Scoto es como el símbolo de la devoción franciscana a la Inmaculada Concepción. Los hijos del Padre Seráfico desde siempre la amaron, honraron y defendieron hasta llegar al triunfo de la proclamación. Por eso en muchas de las Iglesias y claustros franciscanos se pue de leer debajo de la imagen de la Purísima: “Per Christum praeservata, per Franciscum defensa” María Santísima es Patrona de la Orden como Inmaculada, y si recorremos detenidamente la Historia de la Iglesia, encontraremos muchos hechos que ponen de manifiesto la unión de la gran familia franciscana con la causa del dogma, reflejada en la copla popular: A la religión sagrada de San Francisco debemos, que en alta voz te cantemos el blasón de Inmaculada. La actividad desplegada por sus teólogos a favor del dogma fue intensa y perseverante, no menos que la tierna devoción practicada y vivida. Debido esta singular devoción por la Inmaculada Concepción, los Papas, a través de los tiempos, hicieron especiales conces iones litúrgicas a la Orden, a fin de que el culto sea más rico en alabanzas a este misterio. El Capítulo de la orden celebrado en Pisa 1263 mandó a todos los conventos que celebraran la fiesta de la Concepción. Y fue un Papa franciscano, Alejandro V, quien en 141 1 la extendió a toda la Iglesia. Nicolás III (1277-80), que siendo un joven fraile había recibido del mismo San Francisco la profecía de que sería Papa, mandó que la Iglesia Universal adoptara el oficio de la Inmacu lada que rezaban ya los franciscanos. La venerable Margarita Serafina, fundadora de las Capuchinas sintió gran celo apostólico desde que tuvo una visión maravillosa de la Inmaculada. Fray Luis de Carvajal, del convento de San Francisco de Sevilla, tuvo gran actuación en el tratamiento del tema de la Inmaculada en el Concilio de Trento.
Y fue: Fray Francisco de Santiago quien prendió la “chispa” del movimiento concepcionista en Sevilla. Había estado en la corte de Felipe III donde gozaba de bas tante influencia. Cuentan sus biógrafos que orando en cierta ocasión ante la Virgen de Guadalupe, tuvo la siguiente revelación: “Trata del misterio de mi Purísima Concepción, que ya ha llegado el tiempo” Providencialmente fue trasladado a Sevilla y en contacto con los fervorosos concepcionistas, resolvieron pedir versos a los poetas para propagar la causa. En el s orteo salieron los de Miguel del Cid, que quedarían para siempre grabados en la conciencia católic a de Sevilla y de toda España:
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Todo el mundo en general a voces, Reina escogida, diga que sois concebida sin pecado original.
España y el dogma de la Inmaculada Como estamos viendo, España fue parte activa y decisiva en la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. El movimiento concepcionista se distingue por su tono apologético, por las vivísimas reacciones de sus defensores frente a los “maculistas”, -los que no veían este privilegio de la Virgen-. Otra característica del movimiento es la participación con igual fervor de los monar cas, la nobleza, las clases intelectuales y el pueblo sencillo. O como dijo Hortelano: “Poetas, pint ores, estudiosos, políticos, pueblos; todos se han conjurado para sacar adelante el Dogma d e la Inmaculada”. Antes de la controversia, se tenía la fiesta como se dijo, en el rito de San Isidoro en el siglo VI. La devoción fue creciendo, y en el siglo XV eran muchas las Iglesias, capillas y er mitas dedicadas a la Virgen Inmaculada. La disputa y verdadera agitación, comenzó en el siglo XIV. En esos años surge Raimundo Lulio, su gran defensor, con su “Libro de la Inmaculada Concepción de María Virgen ”, contemporáneamente en 1333 el infante Don Pedro de Aragón erige la Real Cofradía de la Inmaculada, y luego en el trono como Pedro IV, invita a toda la nobleza a ingresar en ella. Juan I ordena la celebración de la fiesta en Valencia, Aragón, Cataluña, Rosellón, Córcega y Cerdeña, y dice “¿Por qué maravillarse de que una Virgen tan singular haya sido concebida sin pecado original?” y sanciona a los “maculistas”. Sus sucesores siguen su ejem plo. En Castilla, San Fernando levanta una Capilla en honor de la Inmaculada Concepción, a la q ue cantará más tarde en forma ingenua y candorosa su hijo Alfonso el Sabio: “rosa das rosas, fl or das flores...” (Cantigas a Santa María) Isabel la Católica, profesó gran amor a este misterio. El propio Papa Inocencio VIII en su bula “Inter. Munera” de 1489 la menciona como “la hija Isabel, reina de Castilla y León e ilu
stre por su devoción a la Concepción de la Virgen María”. Ella es quien cede a la beata Beatriz de Silva los palacios en los que se funda la famosa Orden de la Inmaculada Concepción. Y es e n esos tiempos cuando circuló por el mundo el color azul como propio de la Inmaculada. La devoción era compartida por su esposo Don Fernando. El rey llevaba siempre al cuello la imagen de la Inmaculada. Ambos fundan el monasterio de los Jerónimos en su honra. El emperador Carlos V llevaba siempre, en sus armas y sobre su persona la imagen de la Inmaculada, según Fray Francisco de Torres, uno de sus biógrafos. Felipe II ordena que en ultramar se le erijan templos. Felipe envía continuos legados a Roma para solicitar la definición. Su hijo Felipe IV hereda la misma devoción y manda doce embajadores. Sus ruegos alcanzan del Papa Alejandro VII la bendición para poner baj o el patronazgo de la Inmaculada a todos los reinos españoles. Insisten en los pedidos del dogma Carlos II y Felipe V. Carlos III crea la Orden que honra el misterio de la Inmaculada. Aún se conserva un manto por él ofrecido a la Purísima , y se puede admirar una pintura de Casto de Plasencia d onde el Monarca aparece a los pies de María Santísima, instituyendo su Orden. Los miembros de l a misma llevaban su medalla pendiente de una cinta con dos bandas celestes a los lados y una
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blanca al medio, la que usaba el General Manuel Belgrano, que integraba la Orden, más tard e creador de la Bandera Nacional Argentina con esos colores. Los pedidos de los reyes se unían al clamor del pueblo y a los votos de las Universidades. Los templos y monasterios, las órdenes y cofradías, y todas las ramas de las artes cantaron a l a Purísima. En 1621, la Corte de España “se juramentó de tener y defender que la Virgen Nuestra Señora había sido concebida sin pecado”. El fervor mariano inspiró a Lope de Vega, Gomez Manrique, Calderón de la Barca, y las pintorescas pero muy sentidas coplas y decires populares a la Virgen. Las de la Inmaculada n o tienen cuenta; algunos de ellos mostraban el fervor que los hizo brotar. El “potuit, decuit, ergo fecit” de Duns Scoto fue popularizado así: ¿Quiso y no pudo? ¡No es Dios! ¿Pudo y no quiso? ¡No es Hijo! Digan pues, que pudo y quiso. En el campo andaluz aún se escucha el tradicional saludo, sobre todo como llamado a las casas: -¡Ave María Purísima! La respuesta es también cordial invitación a entrar: -¡Sin pecado concebida! Ese saludo llegaría luego a nosotros para ser también un saludo argentino. ...En el firmamento de España será divisa decirlo ella primero: AVE MARÍA PURÍSIMA en el mundo, y en el cielo hacerlo saludo eterno. como dice Ignacio García Llorente en su España Sacramental. En cancelas y azulejos también se lo glosaba
¡Jesús! Y qué mal haría el que en esta casa entrara y por olvido dejara de decir ¡Ave María! Como también quien, oída palabra tan celestial no respondiera puntual: ¡Sin pecado concebida!
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Otras inscripciones eran más terminantes: No traspase este portal quien no jure por su vida ser María concebida sin pecado original. Anotamos un último ejemplo, la encantadora estrofa que aún cantan los niños danzarines en la majestuosa Catedral de Sevilla: Virgen pura, Inmaculada más que el ampo de la nieve que tritura con pie leve la cabeza del dragón; desde siglos Tú lo sabes, fue la gloria de Sevilla, aclamarte sin mancilla en tu pura Concepción. Estos niños son llamados seises, porque son elegidos en la edad de seis años, y bailan al son del órgano, cánticos y castañuelas, vestidos de pajes; para el Corpus Christi , de r ojo y amarillo, y para la Inmaculada de celeste y blanco. Así danzaron ante Juan Pablo II cuando v isitó Sevilla.
“La gran exageración de Dios” El gran orador José María Pemán15 esbozó así a la España “Concepcionista”, en la apertura del Congreso Mariano de Zaragoza de 1954: “Es natural que sean estas tierras de la vieja Corona de Aragón hasta el Mediterráneo, así como mis luminosas tierras de Andalucía, las veteranas del Concepcionismo popular. En Salamanca y Alcalá se analizó, discutió y probó la Concepción; aquí y en Andalucía se intuy óy se adivinó. El Tajo fue un contorneo de silogismo y el Ebro y el Guadalquivir de cantares. Es tos son los pueblos que razonan con la lógica de la congruencia. La concepción Inmaculada de María es la “la gran exageración” del pensamiento religioso. Dios quiso dar a su Madre tod o lo
que pudo, y así como a la novia de la tierra se le da cuanto se tiene y se puede, así a la “novi a” del Cielo Dios la hizo corredentora y pura y sin mancha y assumpta. Todo ello es lógico, y as í aparecía a la lógica mediterránea, no con la frialdad de la mente, sino con las cálid as congruencias del corazón. Vengo a estas tierras en las que Prudencio hace siglos habló de la inútil mordedura del reptil en el pie de mármol; en que Lulio y Juan I, el “amador de toda gentileza”, rindieron homenaje a la Inmaculada; vengo de esa otra tierra en que la Giralda es como un rosario de piedra y el Guadalquivir una letanía de cristal, en que los lienzos de Murillo cantaro n la Inmaculada con las sutilezas del color...; y al venir aquí siento mis pies bien hincados pues h e tenido antes que pisar toda la geografía concepcionista de España”. 15
Gran escritor español, conferencista y dramaturgo; fue presidente de la Real Academia de la Lengua.
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La Inmaculada en América La gran devoción de España por la Inmaculada Concepción de María se transmitió a toda la Hispanidad. Y podemos decir desde el primer día, pues cuando llegó Cristóbal Colón puso por nombre San Salvador a la primera isla descubierta, y a la segunda Santa María de la Concepción: “ ...a la cual le puse nombre de Isla de Santa María de la Concepción” (diario de Colón)
y dice Fernando de Colón: “a la segunda, por devoción que tenía a la Concepción de María Santísima, y por el principal favor que en Ella tienen los cristianos, llamó Santa María de la Concepción”. (Historia del Almirante de las Indias, Don Cristóbal Colón).
Y Bartolomé de las Casas, en su Historia de las Indias, afirmando lo mismo, comenta: “...él tenía devoción con su fiesta de la Concepción”. La primera fiesta que se celebró en el nuevo mundo fue precisamente la de la Concepción Purísima de María, el 8 de diciembre de 1492: “por honra de la fiesta de la Concepción, mandó el Almirante aderezar los navíos, sacando las armas y banderas, y disparar la artillería” (Antonio de Herrera, cronista de los viajes de Colón, 1730).
El gran Almirante que trajo la Cruz y el Evangelio a América, trajo también el amor a la Madre de Dios. Él era un gran devoto de Nuestra Señora, un gran mariano, como diríamos h oy, que dejó numerosos nombres de la Virgen en las islas a las que llegaba, con muchos testimon ios de su profundo amor a Ella, y su especial devoción era el misterio de la Inmaculada Concepc ión, como lo prueba también ésta su voluntad póstuma: ”Mando a mi heredero...que haga hacer una iglesia con su capilla en que se digan Misas por mi alma, y de mi padre y antecesores y sucesores, la cual iglesia o monasterio que fuere, se intitule Santa María de la Concepción”.
(primer testamento, 25 de agosto de 1498).
A mediados del siglo XVI ya había cofradías en honor de la Purísima en nuestro continente. Una de ellas, la que crearon los Reyes Católicos en España con el nombre de San ta Concepción de la Virgen María Nuestra Señora Madre de Dios, pasó a América con el nomb re de Nuestra Señora de la Concepción de Zacatecas, erigida en esa ciudad de México el l2 de enero de 1551. La misma se establece luego en Cuzco, Guatemala, Huamanga, Lima y otras ciudades. En Lima, Quito y Bogotá también mantenían encendida la devoción a la Inmacula da las religiosas de la Orden de la Concepción establecidas en la segunda mitad de ese siglo.
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Cuzco veneraba a la Virgen como Inmaculada en una imagen que era llamada La Linda, y por su parte Lima, en su catedral, la honraba en otra, llamada La Sola, porque durante mucho tiempo fue la única imagen en el templo mayor. Al igual que las universidades, los Cabildos de nuestras ciudades juraron con voto defender la verdad de que María es Inmaculada en su Concepción. Así lo hicieron en nombr e de la población de aquéllas: Arequipa (1632), Lima (1654), Ríobamba (1616), Zacatecas (1657 ), San Felipe de Lerma, Salta (1658), y otras. Conmovedor es el voto del Cabildo de Santa Fe, que consta en el acta del 29 de diciembre de l655: ...prometemos y juramos a Dios Nuestro Señor...cada uno de nosotros y en común, el Cabildo por todos los vecinos y moradores, estantes y habitantes de esta Ciudad ,y sus términos a quienes representan, sentir y defender que en el primer instante de Vuestro ser, Virgen Santísima, fuisteis preservada de la culpa original, pura y limpia, con abundantísima gracia de Dios, como escogida para Madre suya y Reina y Señora Nuestra y de todo lo creado..., y si fuera necesario daremos por esta verdad la sangre y vida... En esa ciudad que enarbola en su nombre nuestra Fe Cristiana - Santa Fe de la Veracruz -, se venera desde esos tiempos la Inmaculada llamada de Garay, y la de la Compañía de Jesús, que realizara el 9 de mayo de 1636 el célebre milagro de la sudación. Por esos tiempos asentaron su culto y extendieron su devoción nuestras imágenes de Itatí, del Valle, del Milagro, que desde entonces atraen multitudes, como por cierto la que quiso quedarse en 1630 en nuestras pampas: la Pura y Limpia Concepción del Río Luján, que con el correr del tiempo, el 8 de mayo de l887 fuera coronada solemnemente y en nombre del Santo Padre, Madre, Reina y Señora de los argentinos, y en el tercer centenario del Milagro de la Carreta, a pedido de todo su pueblo, fue proclamada, también por el Papa, Patrona d e la Argentina, y jurada solemnemente como tal el 5 de octubre de 1930. El Beato Pío IX, el Papa de la Inmaculada, cuando aún era Giovanni Maria Mastai Ferretti, pasó por la Argentina camino hacia Chile, en misión diplomática, en l824; e n esa oportunidad visitó nuestra Inmaculada en Luján, y también escuchó el saludo criollo, hereda do
de España: - ¡Ave María Purísima! -¡Sin pecado concebida!, que lo emocionó. No dudamos que esos recuerdos quedaron en su corazón. Corazón desde donde el Espíritu Santo , años más ta rde, hizo brotar el dogma. El 8 de noviembre de 1760, durante el reinado de Carlos III, el Papa Clemente XIII concedió oficialmente el Patronazgo de María en su Inmaculada Concepción sobre Esp aña y nuestras tierras americanas. Dice la bula: “comprendiendo perfectamente cuán grande gloria sea para los reinos la insigne piedad hacia Dios y la veneración de la Santísima Virgen María, de los cuales descienden todas las bendiciones celestiales...” y proclama a la Inmaculada Concepción Patrona de España y de sus dominios. (Clemente XIII, bula “Quantum ornamenti”)
Cuando el 2 de abril de 1762 la “muy noble Ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de los Buenos Aires” acusa oficialmente recibo del testimonio recibido de Madr id, respecto de tan sublime Patronazgo, determinó “el Muy Ilustre Cabildo, Justicia y Página 75 de 207
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Regimiento...se reconozca por esta ciudad a la Beatísima Virgen Madre de Dios en su Purísi ma Concepción, por universal Patrona de todos los Reinos y Señoríos de su Mag. Católic a, y especialmente la reconocen por Patrona y Abogada de esta Ciudad, y si es posible la eligen y nombran por tal en la forma qe. Consta en dho breve, y en señal de devoción mandaron que el día siete de Diciembre por la noche se ilumine la Ciudad conforme a la posibilidad de cada uno, y para que llegue a noticia de todos se publica por bando, esta determinación, dándose cuen ta al Señor Gdor. para que se sirva ponerlo en execución y que este Cabildo asista en la Víspera y día de la fiesta, que se celebra en la Iglesia Catedral” (Acuerdos del Extinguido Cabildo de Bue nos Aires) El Patronazgo fue pedido al Papa “por los representantes de España e Indias, reunidos en Cortes”, quienes hicieron una declaración de suma importancia al Sumo Pontífice: “a esta devoción (la de la Inmaculada Concepción) se atribuye la felicidad de estos reinos, en la conservación de la pureza de la fe y religión católica, apostólica, romana, sin mezcla alguna de los errores y sectas de que están inficionadas otras monarquías” Siete años después, el mismo Pontífice accedía a otra súplica: “que en los reinos del rey Carlos, en los cuales se venera con peculiar devoción a la Beatísima Virgen María en el misterio de la Inmaculada Concepción, se le concede la gracia de añadir a las Letanías Lauretanas la invocación Mater Inmaculata”. (Clemente XIII, marzo de l617).
La bula del Papa Alejandro VII que prohibía enseñar lo contrario o poner en duda la Inmaculada Concepción que mencionamos más arriba, del 8 de diciembre de 1661, lle nó de júbilo al mundo entero. En nuestras ciudades americanas, como Corrientes, por ejempl o, los Cabildos decretaron fiestas, que duraban muchos días: Misas solemnes y procesiones con la Purísima, agregando la iluminación de las casas y festejos populares: danzas, saraos y juegos
. Participaban también los indios, “mostrando todos el gusto y la alegría nueva para l a cristiandad”. En aquellos tiempos se inició la costumbre que aún perdura en Colombia, de encender velas de colores en las ventanas para esperar y celebrar el 8 de diciembre. En Lima aún se ca nta una tierna copla que llega desde 1623: Fue concebida María remedio de nuestro mal, más pura que el sol del día, sin pecado original.. Otro testimonio del Perú, su famoso historiador el Inca Garcilaso de la Vega, dedica a María Santísima su Historia General del Perú. En su primera hoja, al pie de su imagen dice: “dirigida a la limpísima Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra”, con dos inscripcio nes en uno y otro margen: “Mariam non tetigit primum pecatum”, y al concluir la obra escribe: A vuestra purísima y limpísima Concepción sin pecado original, canten la gala los hombres y l os ángeles en la gloria”. Página 76 de 207
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La Inmaculada es la Patrona de Nicaragua; En El Viejo está su imagen antiquísima, honrada en un santuario considerado nacional. La tradición que llega hasta hoy, es la de prep arar altares en las casas que se abren a los visitantes para hacer la novena, con rezos y cánticos, y que culmina con la noche de la Purísima, al caer el sol de la víspera del 8 de diciembre. Ese día l a Misa es solemnísima, y luego se pasean las imágenes por las calles y plazas, mientras repican las campanas, y el pueblo canta: ¿Quién causa nuestra alegría? ¡La Concepción de María! En todos los países de nuestra América tenemos testimonios de amor a la Inmaculada. Uruguay la tiene como Patrona, como Nuestra Señora de los Treinta y Tres. Su imagen de El Pintado, es una muy antigua reproducción de la Purísima de Luján. Ante ella oraron los trein ta y tres patriotas al proclamar la independencia, por eso en los últimos versos de su him no, compuesto por el gran poeta Juan Zorrilla de San Martín, se exclama: ¡Viva la Patria que nació cristiana! ¡Viva la estrella de nuestra mañana! Virgen soberana de los Treinta y Tres. La Inmaculada de Suyapa es la Patrona de Honduras, y Capitana de sus Fuerzas Armadas. La pequeña y devota imagen fue hallada por un nativo en el bosque, en el siglo XVIII. Paraguay también tiene por Patrona a la Inmaculada, como Nuestra Señora de Caacu pé1, y Brasil, en la advocación de Nuestra Señora de la Aparecida, donde siempre es aclamada: “Viva a Mae de Deus e nossa, sem pecado concebida !” “Viva a Virgem Inmaculada, a Senhora Aparecida!” Y en Buenos Aires queda un singular y hermoso testimonio de esta creencia de nuestra América: la Inmaculada, en una bellísima imagen sevillana, que se encuentra en al altar may or de la Catedral primada, desde 1786, y que alterna ese sitial con la Imagen de Nuestra Señora de los
Buenos Aires, en un nicho giratorio. Desde nuestras tierras se profesaba la creencia que luego sería proclamada dogma de fe. Y se juraba defender esa verdad. Seguirían los nombres, las devociones, los testimonios; son literalmente incontables. La Inmaculada quiso tener bajo su manto a América; así lo mostró Ella misma al aparecerse en el Tepeyac con el manto azul y los símbolos del Apocalipsis, como s e acostumbraba a representar a la Inmaculada: el sol, la luna a sus pies, las estrellas, aunque és tas están en su manto; y así Nuestra Señora de Guadalupe será la Madre, la Patrona y la Emperat riz de las Américas.
La Medalla Milagrosa y el Beato Pío IX Con unas rápidas referencias hemos pasado siglos de maduración y controversias. Fue muy larga e intensa la lucha espiritual que defendió la verdad de que María Santísim a es Inmaculada. Llegamos así al siglo XIX. La oposición estaba vencida pero el dogma no se definía. Entonces llega la intervención directa del cielo. El 18 de julio de 1830 la Madre de Dios se Página 77 de 207
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aparece a Santa Catalina Labouré, una piadosa novicia vicentina en la hoy famosa Capilla de la Rue du Bac de París. La Virgen le anuncia que tiene una misión para ella. El 27 de noviembr e del mismo año le encarga acuñar y difundir una medalla que muy pronto se llamó Milagrosa. Se inicia entonces la Era Mariana que hoy vivimos, y que llega ya a su mayor esplendor. De la Medalla Milagrosa se escribió mucho. Los que la llevan conocen sus prodigios. Es retrato de María, escudo, prenda y joya para sus hijos, remedio de males, instrumento de conversión. Medalla bíblica o libro de la Fe se la suele llamar porque en ella están representa dos los grandes misterios de nuestra religión. Rodea la Imagen de María su jaculatoria: “Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos” La Medalla se difundió provocando un torrente celestial de gracias y milagros. La Santísima Virgen quiso intervenir con su Medalla para preparar el dogma de su Inmac ulada Concepción, porque el mismo atraería gracias sin fin sobre la Iglesia y sobre el mundo. Com o hizo notar posteriormente el Papa Pío XI: “Esta Medalla que representa la imagen de María Inmaculada juntamente con una piadosa invocación, preparó oportunamente, entre otras cosas, los ánimos del pueblo cristiano para la inminente definición dogmática de la Inmaculada Concepción, y derramó innumerables gracias de todo género, y aún más, milagros abundantísimos” (Pío XI, decreto para la beatificación de Santa Catalina Labouré)
El Beato Pío IX Dieciséis años después de la aparición, Giovanni María Mastai Ferretti es coronado Sumo Pontífice con el nombre de Pío IX, quien desde el comienzo de su Pontificado tiene intenció n de ofrecer un especial homenaje a María Santísima. Su corazón es profundamente mariano. A l os pies de María, en su Santa Casa de Loreto, Pío IX había hecho voto de abrazar el sacerdocio. A
Loreto peregrinaba devotamente desde niño, todos los años. “En Loreto –escribe ya siendo Papa- se venera aquella casa de Nazareth tan querida por Dios por tantos títulos, construida en Galilea y luego sacada de sus cimientos y transportada por virtud divina lejos, del otro lado de los mares, a Dalmacia, y luego a Italia. Bendita casa donde la Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad y perfectamente exenta de la culpa original, fue concebida, nació, creció y donde el celestial mensajero la saludó llena de gracia y bendita entre las mujeres...” (Pío IX, Bula del 26 de agosto de 1852)
El Papa que proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, recibió y aceptó su vocación en el lugar donde el Altísimo quiso realizar ese excelso milagro en el seno santísim o de su gloriosa madre Santa Ana. El Beato Pío IX había nacido el 13 de mayo de 1792. El día 13 de mayo de 1917, eligió la Virgen para aparecerse en Fátima y comenzar a dar su trascendental mensaje a la Iglesia y al Página 78 de 207
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mundo por medio de los pastorcitos. Ese mismo día era consagrado obispo en Roma Monseñ or Eugenio Pacelli, quien más tarde se convertiría en el Papa Pío XII y como tal habría de procl amar el dogma de su Asunción en Cuerpo y Alma a los Cielos. Y un 13 de mayo, en 1981, salvó d e la muerte a nuestro Santo Padre Juan Pablo II, gloriosamente reinante. La coincidencia de 1917 ya la citaba Monseñor Fulton Sheen, agregando que ese día los bolcheviques arrasaban la primera iglesia en Moscú. En nuestros días otro obispo, Monseñor Paolo María Hnilica SJ, hace meditar esos hechos junto con la milagrosa intervención de la Virgen para salvar a nuestro Papa.
Elogio que hace San Antonio María Claret del “Papa de la Inmaculada”, hoy Beato Pío IX:16 “Es común doctrina de los doctores y santos Padres que Dios escoge a los sujetos y les da sus gracias según el objetivo y fin a que les destina. Dios, en la serie de edades, señaló con su cetro divino el medio del siglo XIX; éste fue el tiempo preordinado para publicar esta verdad. El objeto es grandioso, la materia es delicada y ha ocupado a todos los sabios eclesiásticos hasta el presente; es el alma de la devoción de los fieles. Dios dará a su Iglesia un Papa de espíritu grande, será sabio, será pío. Ya tenemos ese Papa: es Pío IX, un Papa de espíritu grande, sabio y pío. Cuando Dios dispuso que se fabricase el arca del testamento, escogió a Beseleel, la llenó de su espíritu, de saber, de inteligencia, de ciencia y de toda maestría para trabajar toda especie de labores de oro, plata... Sabemos que aquella arca del testamento era figura de María Santísima, arca viva de la nueva alianza con Dios; pues si para fundir el oro y la plata y cortar la incorrupta madera de Setim y formar aquella arca dio tanto saber a Beseleel, ¿qué saber habrá dado y con qué virtudes habrá adornado al Beseleet de la ley de gracia para que al oro y la plata de la pureza de gracia de María les dé una nueva forma, sin variar la esencia; que presente al pueblo cristiano como un dogma de fe lo que antes era una piadosa creencia, mirando al mérito intrínseco de María, Madre de Dios? Nuestro Pío IX, valiéndose de las palabras del Apóstol, puede muy bien decir: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí”, pues apenas se sienta en la silla de Pedro empieza esta gran misión a la que Dios y Su Madre le envían. Se vale de todos los medios que le dictan la prudencia, el celo y la piedad. Se humilla, ayuna y mortifica para alcanzar los auxilios del cielo;
reúne las oraciones de los hijos que le son fieles, pide el parecer de todos sus hermanos los obispos... y finalmente pasa a definir (siguen los párrafos más importantes de la Bula). ¡Oh, que gloria tan grande le espera allá en el Cielo a nuestro Santo Padre Pío IX! ...¿qué recompensa dará Dios a nuestro Sumo Pontífice Pío IX que ha servido de instrumento no meramente pasivo e indiferente, sino activo y con todo el afecto de su corazón y con toda la piedad de su alma, del que se ha servido Dios Pío IX fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de setiembre del año 2000, Jubileo de Nuestro Señor, junto con J uan XXIII, otro Papa glorioso, que le tenía especial devoción. 16
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para declarar exenta de todo pecado a esta mujer fuerte, a la mujer Virgen y Madre del mismo Dios?, sólo Dios sabe el merecimiento de Pío IX. Saludémosle y digámosle de parte de Dios: Tú eres ¡oh Beatísimo Padre! el más feliz entre todos los sumos pontífices que ha habido desde San Pedro; tu pecho es el depósito de todos nuestros corazones; tú eres nuestro pastor y nosotros te seguimos en el pasto de la celestial doctrina, y tú nos conducirás a los convites de la gloria. La serpiente fue maldita, ella y toda su raza; pero la mujer privilegiada fue bendecida, ella y su descendencia. A Pío IX el cielo le ha llenado de bendiciones; a él y a todos sus sucesores, de un modo particular por haber declarado verdad de fe a la Inmaculada Concepción de María. Felicitémosle todos, juntémonos siempre a él y a sus sucesores con el entendimiento y con la voluntad, y nunca jamás nos apartemos de su lado... porque la serpiente y su raza, que son el diablo y los hombres malos, tendrán siempre enemistad con el Sumo Pontífice, así cuando oigáis a alguno que dice mal del Papa, pensad que es el mismo demonio o serpiente, o alguno de su raza maldita” (San Antonio María Claret, Pastoral de la Inmaculada Santiago de Cuba, 16 de julio de 1855).
El santo, al hacernos ver la grandeza de Pío IX, también nos ayuda a comprender la magnitud del dogma de la Inmaculada. El Beato Pío IX debió sufrir mucho, también el exilio. Refugiado en Gaeta, el 2 de febrero de 1849, escribe a todos los obispos para concretar su anhelada definición y proclama ción solemne de la Inmaculada Concepción de María. Era el momento oportuno, según las disposiciones celestiales, para que una definición concluyente del Vicario de Cristo terminase con toda polémica. Para ello la Madre de la Igles ia da una simple medalla y una breve oración que preparará el dogma, y un santo Pontífice le of rece ese honor. Y llegó la hora de Dios: el 8 de diciembre de 1854; “día azul en el cielo y en la tierra”, dice el P. Fáber. Se abrieron las nubes sobre Roma para que el sol inundase con sing ular luminosidad la Basílica de San Pedro. Y Roma tuvo una jornada como pocas. Llegaron ofren das y homenajes de todo el mundo que hoy se exponen a la admiración de los peregrinos en la Sa la de la Inmaculada del Museo Vaticano; asistieron 200 obispos y una multitud de fieles de tod o el orbe.
La Proclamación El Diario de Monseñor José Dixon, Arzobispo de Armagh (Irlanda): Todos esperaban con gozo intenso el amanecer de aquel 8 de diciembre. Iba a ser, en verdad, un día de fiesta para el pueblo de Roma, tan devoto de la Virgen. El Papa había orde nado que el día 7, víspera de la definición, se observara un riguroso ayuno, permitiendo en cambio , que el 8 de diciembre, a pesar de ser viernes, se pudiera comer carne. Todo estaba dispuesto para inaugurar la gran iluminación de la cúpula de S. Pedro, y cada una de las calles de Roma preparaba su iluminación propia. No obstante, las gentes estaban muy preocupadas por el estado del tiempo: hacía varios días que llovía intensamente, y el 7 de diciembre cayeron verdaderos aguaceros durante toda la jorna da.
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Sin embargo, yo estaba persuadido de que la lluvia cesaría al acercarse el momento en que se tributaría tanta gloria a Dios, tantos honores a María, tanta alegría y regocijo a los ángeles ya los hombres. No podía creer que aquel mismo día, en que Roma – Madre y Maestra de la verdadrealizaba un acto capaz de excitar la envidia de los mismos Ángeles del cielo, no brillase sob re ella el sol, dando a sus calles y a sus habitantes, resplandores de fiesta y alegría, en lugar del t riste aspecto que la lluvia le confiriera durante las últimas jornadas. Por ello, antes de acostarme, aquella noche del 7 de diciembre, no me preocupé por el asunto, dominado como estaba por el ardiente deseo de ver amanecer un día radiante. Me lev anté repetidas veces durante la noche, para observar el cielo y cuando, a eso de las cuatro de la madrugada, vi que mis esperanzas no serían defraudadas, recité con inmenso gozo y gratitud el Ave Maris Stella. Los obispos y cardenales ofrecieron muy temprano el Santo Sacrificio para esperar con tiempo, en el interior de la Capilla Sixtina, la formación de la procesión que, a eso de las nue ve, se encaminaría hacia San Pedro recorriendo la gran columnata. Poco después de las nueve se inició la marcha del cortejo, cardenales y obispos entonaban las Letanías de los Santos. Cuando penetramos en San Pedro, esa maravilla del mundo, vimo s en sus naves una asamblea igualmente extraordinaria. El Papa, conducido en su silla gestatoria, estaba tocado con su tiara; lo precedían en larga procesión los cardenales y obispos en número de doscientos, ostentando sus mitras y marcha ndo de dos en dos, y los penitenciarios de San Pedro, revestidos de sus casullas; las interminables filas de soldados a uno y otro lado, la Guardia Pontificia Suiza con sus pintorescos y arcaicos uniformes; la Guardia Noble de Su Santidad en traje de gran gala; los miembros de las difere ntes Ordenes Religiosas, con sus hábitos policromos; forasteros de todas partes del mundo y, en fi n, una gran parte de la población de Roma. Es posible que nunca haya visto la Basílica de San Pedro muchedumbre tan inmensa dentro de sus muros, en tan magnífica asamblea. Una vez sentado el Santo Padre, recibió el homenaje de los cardenales, obispos y penitenciarios de San Pedro, ceremonia que se prolongó debido al gran número de dignatario s
presentes. Cantada tercia se inició la Misa solemne y, cuando el Papa, después de leer el Introito, recitar los Kyries y entonar el Gloria in excelsis, tomó asiento en el trono preparado para él, vimos con alegría los rayos de un sol resplandeciente que penetrando a través de los gigantes cos ventanales, inundaba de luz el sagrado recinto. En efecto, merece recordarse que –aunque la lluvia cayó torrencialmente durante los días anteriores al 8 de diciembre y durante varios días después de pasada esa fecha- no obstante, l a jornada del 8 fue esplendorosa y, desde la madrugada hasta la medianoche, no cayó sobre Ro ma ni una sola gota de lluvia. Después de entonarse el Evangelio en griego y latín, Su Santidad se puso en pie ante el Solio para llevar a cabo uno de los actos más solemnes y trascendentales que puede efectuar un Sumo Pontífice. En medio del silencio impresionante y la profunda atención de toda la vasta asamblea comenzó a leer en voz clara, el Decreto de la Inmaculada Concepción. Terminada la introducción, cuando hubo llegado al Decreto mismo17, el Papa, que siempre se caracterizó p or su tierna devoción hacia la Santísima Virgen, pareció sentirse dominado por una honda emoció n ante el privilegio que Dios le concedía, al elegirle como instrumento para tributar tan insigne honor a su bendita Madre, y no pudo ya contener las lágrimas. 17
Se refiere a las palabras de la definición
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Continúo leyendo, con voz temblorosa y conmovida, hasta llegar a la palabra “Declaramus”. Allí se detuvo y, por espacio de algunos minutos, no pudo proseguir. Más fácil es imaginar el efecto que todo esto produjo en la asamblea, que intentar describirlo. Bien puede afirmarse que ninguno de los presentes logró evitar un hondo sacudimiento emocional, y muchos lloraban como niños. Cuando el Papa se recuperó de su emoción, terminó la lectura del documento; inmediatamente, el tronar del cañón del Fuerte de Sant Angelo repercutió en las gigan tescas bóvedas de la Basílica y todas las campanas de Roma iniciaron un alborozado repique.” Hasta aquí el relato de Monseñor Dixon, Arzobispo de Amagh-Irlanda. Las palabras solemnísimas de la Bula Ineffabilis Deus habían resonado en el cielo y en la tierra: “Después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia nuestras privadas oraciones y las súplicas de la Iglesia, para que se designase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorado el auxilio de toda la corte celestial e invocado con gemidos el Espíritu Paráclito, e inspirándonoslo El mismo: Para honor de la Santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra propia: Declaramos, afirmamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por gracia y privilegio singular de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles. Por lo cual si algunos –lo que Dios no permita- presumieren sentir en su corazón de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepan y tengan por cierto que están condenados por su propio juicio, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia.” La bula fue traducida en 400 idiomas y dialectos. Al final de su lectura agradece Pío IX a Dios con gozosa humildad: “Nuestra boca está llena de gozo, y nuestra lengua de júbilo y damos humildísimas gracias a Nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por habernos concedido el singular beneficio de ofrecer este honor, esta gloria y esta
alabanza a Su Santísima Madre”.
¡Toda la Iglesia de fiesta! Un reguero de júbilo recorrió el mundo; aquél 8 de diciembre había sido preparado largamente y fue prolongado en el tiempo. Las grandes basílicas, las pequeñas capillas...Tod os los templos colmaron de flores los altares de María, y también en los hogares...No alcanzaba n las flores del mundo para homenajearla! Subían al Cielo los cánticos con el incienso, mientras l as campanas echadas a vuelo decían a la humanidad el júbilo católico! En el centro de todas las Página 82 de 207
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celebraciones la Hostia y el Cáliz elevados en el Santo Sacrificio... Se iluminaron las ciudad es, los artistas ofrecieron sus obras, hubo medallas conmemorativas, artesanías, fiestas populare s. En ocasión del dogma se construyeron templos y se levantaron monumentos... El gozo se prolongó, los frutos fueron grandes: No pocas congregaciones y comunidades religiosas se establecieron con el torrente de gracias que produjo la proclamación.
Un obispo santo escribe a sus fieles Los devotos de María exultaron, tanto más cuanto más santos eran. Así escribía a sus hijos San Antonio María Claret, Arzobispo de Cuba y Primado de la Indias: “Ya llegó el día feliz, amadísimos hermanos e hijos muy queridos en Jesucristo. Ya sonó la hora dichosa en que nuestro Santísimo Padre Pío IX, órgano de la voz del mismo Dios ha pronunciado y declarado dogma de fe el misterio de la Inmaculada Concepción de María Santísima. No lo dudéis, acaba de llegar a nuestras manos la bula de la declaración. Alegrémonos todos en el Señor y bendigamos al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Alabémosle y ensalcémosle por los siglos de los siglos. Con el más profundo y tierno amor felicitemos a nuestra cariñosa Madre, María, y démosle todos el parabién, y digámosle con la más fervorosa devoción: Dios te salve Inmaculada María, Hija de Dios Padre. Dios te salve Inmaculada María, Madre de Dios Hijo. Dios te salve Inmaculada María, Esposa de Dios Espíritu Santo. Dios te salve Inmaculada María, Madre y Abogada de los pobrecitos pecadores. Bendita eres entre todas las mujeres. Tú eres la gloria de Jerusalén, la alegría de Israel y el honor de nuestro pueblo. Tú eres el amparo de los desvalidos, el consuelo de los afligidos, y el norte de los navegantes. Tú eres la salud de los enfermos, el aliento de los moribundos y la puerta del Cielo! Tú eres, después de Jesús, fruto bendito de tu vientre, toda esperanza, ¡oh clemente, oh pía, oh dulce Virgen e Inmaculada María! Dios, amados hermanos, ha ensalzado a María, y le ha dado un nombre que, después del de Jesús, es sobre todo nombre, a fin de que a nombre de María Inmaculada se postre toda rodilla en el Cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que María fue concebida sin mancha de pecado original, que María es Virgen y Madre de Dios, y que María en cuerpo y alma está en la gloria del Cielo, coronada por la Santísima Trinidad como Reina de Cielos y tierra y Abogada de los pecadores.
...en nuestras manos ya tenemos la bula de la declaración del dogma de fe. El misterio de la Inmaculada Concepción de María Santísima, nuestra querida Madre, es una verdad católica. Ya no nos duele morir...Aún más, deseamos soltar la cadena de este cuerpo, que nos sujeta aquí, en la Tierra, para poder subir al Cielo y estar con la Madre de Jesucristo, y Madre nuestra personalmente..!”
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también,
y
poderla
fe
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Jubileo en 1904 San Pío X quiso celebrar con un Jubileo extraordinario el cincuentenario de la proclamación de la Inmaculada: “El transcurso del tiempo nos llevará en pocos meses a aquél día de incomparable regocijo en que, rodeado de una magnífica corona de cardenales y obispos - hace de esto cincuenta años -, nuestro predecesor Pío IX, pontífice de santa memoria, proclamó y declaró de revelación divina, por autoridad del Magisterio Apostólico, que María fue, desde el primer instante de su concepción, limpia de todo pecado. Proclamación que nadie ignora, fue acogida por todos los fieles del universo con tales transportes públicos de alegría, que no ha habido jamás en memoria de hombre, manifestación ya con relación a la augusta Madre de Dios, ya hacia el Vicario de Jesucristo, ni tan grandiosa, ni tan unánime...” San Pío X, “Encíclica Ad diem illum” 2 de febrero de 1904
Otra generación prolonga y renueva las celebraciones. En Caracas se ofrece a la Virgen un voto popular de alabanza a la Inmaculada Concepción. En Quito se ofrece el Templo Voti vo Nacional al Inmaculado Corazón de María. El Líbano erigió la majestuosa imagen de su Protectora junto al mar, como recibiendo a los que lleguen de Occidente. Chile la ubicó sobr e el cerro San Cristóbal, en el centro de su Capital, desde donde la protege maternalmente. Las d os imágenes son blancas e imponentes. Un mismo amor en todos los lugares del mundo para ho nrar a Aquélla que es “bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército ordenado en batalla”.
El homenaje de Roma Cada 8 de diciembre el mundo católico honra la Inmaculada Concepción de María. En Roma hay muchos lugares donde ese día sus hijos se concentran para honrarla, pero uno es singular y tradicional: el de Piazza di Spagna – Plaza de España; en ése ámbito que lleva el nombre de la Nación que bregó tanto por el dogma, fue voluntad del Beato Pío IX que se erig iese el monumento a la Inmaculada que perpetúa el recuerdo de la proclamación, y que él, desde l
os balcones de la Embajada española, bendijo en el atardecer de esa jornada de gloria singular. Desde entonces es el lugar de cita obligada en ese día para los romanos. Los primeros en llegar son los bomberos, que con sus escaleras llegan hasta la imagen y dejan en el brazo de l a Virgen una corona de flores y laureles. Sigue un desfile multitudinario de devotos de María e n grupos de asociaciones, instituciones de la ciudad, y también individualmente, que entre can tos y oraciones ofrecen sus flores a María. Por fin llega el Papa, como todos los años, según una tradición iniciada por Pío XII, que se postra humildemente ante la Reina del Cielo, y él también le deja las flores de su devoción ; devoción que transmite a sus hijos allí reunidos y a todos los que puede llegar por los medios de difusión. Y bendice. Desde allí se dirige a la Basílica Santa María Maggiore, donde c elebra solemnemente la Misa. Cada año el Papa renueva el fervor por la Inmaculada. Recordamos c on emoción el 8 de diciembre de 1981, cuando Juan Pablo II renovó con vivo fervor la consagra ción del mundo al Inmaculado Corazón de María. Página 84 de 207
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Trascendencia del gran dogma de la Inmaculada. Las gracias de la Era Mariana San Pío X espera “para un porvenir no lejano, la realización de altas esperanzas” - ¿serán las gracias de la Era Mariana que se inició en París con la Medalla y en Roma con la definici ón del dogma? – y suponiendo muchas que aún no se ven, prosigue con gozo: “¿quién podría contar, quién podría adivinar, los tesoros secretos de gracias que durante este tiempo ha derramado Dios sobre su Iglesia por la intercesión de la Virgen?Y hasta dejando esto, ¿qué decir de aquel concilio del Vaticano de tan admirable oportunidad, y de la definición de la infalibilidad pontificia, formulada tan a tiempo para oponerse a los errores que iban a seguir tan pronto? ¿Y de aquel impulso de piedad, cosa nueva y verdaderamente inaudita, que hace afluir, desde hace ya largo tiempo, a los pies del vicario de Jesucristo, para venerarle, los fieles de todas las lenguas y de todos los países? ¿Y no es un admirable efecto de la divina Providencia que nuestros predecesores Pío IX y León XIII hayan podido, en tiempos tan revueltos gobernar santamente la Iglesia, en condiciones de duración que no habían sido concedidas por ningún otro pontificado?. A lo cual hay que añadir que apenas Pío IX había declarado dogma de Fe católica la Concepción de María, cuando en Lourdes se inauguraban maravillosas manifestaciones de la Virgen, lo cual fue, según se sabe, el origen de aquellos templos elevados en honra de la Inmaculada Madre de Dios, obras de gran magnificencia y de inmenso trabajo, donde diarios prodigios, debidos a su intervención, proporcionan espléndidos documentos incredulidad moderna. Tantos y tan insignes beneficios concedidos por Dios, por las solicitaciones de María durante los cincuenta años que van a cumplirse...”. (San Pío X, Encíclica “Ad diem illum”)
Así se expresaba el Papa de la Eucaristía y de María. San Pío X recuerda y celebra con un Jubileo, la proclamación dogmática luego de cincuenta años, dando testimonio de las indecibles bendiciones que atrajo al mundo, entre el las las apariciones de Lourdes, donde un maravilloso santuario perpetúa la proclamación del do gma, y será meta de millones y millones de peregrinos que allí recibirán toda clase de gracias para sus almas y sus cuerpos. Pasado otro medio siglo, el Santo Pontífice Pío XII quiso celebrar el centenario de la
para
confundi
Inmaculada decretando un Año Mariano Universal, el primero de la historia, y para ello se di rige a la Iglesia con su memorable Encíclica “Fulgens Corona”. Sus enseñanzas y sus sentimiento s son los mismos de sus antecesores , el Beato Pío IX y San Pío X: “La refulgente corona de gloria con que el Señor ciñó la frente purísima de la Virgen Madre de Dios parécenos verla resplandecer con más brillo, al recordar el día en que hace cien años, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío IX, rodeado de imponente número de cardenales y obispos, con autoridad infalible declaró, proclamó y definió solemnemente que “...y repite la definición dogmática... La Iglesia católica entera recibió con alborozo la sentencia del pontífice, que hacía tiempo esperaba con ansia, y reavivada con esto la devoción de los fieles hacia la Santísima Virgen, que hace florecer en más alto grado las virtudes Página 85 de 207
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cristianas, adquirió nuevo vigor, y asimismo cobraron nuevo impulso los estudios con los que la dignidad y santidad de la Madre de Dios brillaron con más grande esplendor”. A continuación relaciona él también el dogma con las apariciones de Lourdes: “Y parece como si la Virgen Santísima hubiera querido confirmar de una manera prodigiosa el dictamen que el Vicario de su divino Hijo en la tierra, con el aplauso de toda la Iglesia, había pronunciado. Pues no habían pasado aún cuatro años cuando, cerca de los Pirineos, la Santísima Virgen vestida de blanco, cubierta con cándido manto y ceñida su cintura de faja azul, se apareció con aspecto juvenil y afable en la cueva de Massabielle a una niña morenita y sencilla, a la que, como insistiera en saber el nombre de quién se le había dignado aparecer, Ella, con suave sonrisa, y alzando los ojos al cielo, respondió: “Yo soy la Inmaculada Concepción” Bien entendieron esto, como era natural, los fieles, que en muchedumbres casi innumerables, acudiendo de todas las partes en piadosas peregrinaciones a la gruta de Lourdes, reavivaron su fe, estimularon su piedad, y se esforzaron por ajustar su vida a los preceptos de Cristo, y allí también no raras veces, obtuvieron milagros que suscitaron la admiración de todos y confirmaron la religión católica como la única verdadera por Dios. Y de modo particular lo comprendieron así también los romanos pontífices, que enriquecieron con gracias espirituales y favorecieron con su benevolencia aquel templo admirable que en pocos años había levantado la piedad del clero y de los fieles”. (Pío XII, “Fulgens Corona”, 8 de septiembre de 1953).
El golpe que asestó el Beato Pío IX En la historia del Pontificado de Manuel Aragonés Virgili, cuando se hace la crónica de Pío IX, se afirma: “Esta proclamación (la Inmaculada Concepción de María) fue sin duda el golpe más fuerte que Pío IX asestó jamás al infierno, al espíritu moderno y al orgullo del siglo”. Para comprender esto debemos recordar que antes de la revolución religiosa del siglo XVI, llamada Reforma, la contemplación de los dolores de Cristo crucificado por nuestros pecado s y el pensamiento del infierno, bastaban para alejar de la senda del mal al común de los hombres. El
protestantismo logró anular la influencia de esas dos verdades de la Fe que muestran el horro r que siente Dios por el pecado. Durante los tres siglos siguientes la humanidad se corrompió más profundamente; surgieron el materialismo, el naturalismo y el ateísmo. Se perdió todo temor al pecado, toda repulsión al pecado, hasta la misma noción de pecado. Sólo existía un “pecado” para el hom bre de aquella época: el negarse alguna satisfacción. Es muy importante saber que la Revolución Francesa en 1789 estableció como “dogma” la impecabilidad del género humano, entronizando a la diosa razón y decretando la muerte d e Dios y de la Iglesia. Estas ideas fueron elaboradas por los filósofos de la llamada “iluminaci ón” y expandidas por el mundo. Según estas ideas el hombre no depende para nada de Dios, no tie ne Página 86 de 207
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ningún pecado del cual deba ser redimido, y por lo tanto, inexorablemente todas sus potencia s lo llevan al logro de la verdad y la felicidad, la negación del pecado original lleva al hombre al abismo por el propio peso de la soberbia. De ese abismo sólo puede sacarlo la misericordia divina. La definición de la Inmaculada Concepción de María había de obligar al hombre a apartar los ojos del espectáculo de este sórdido mundo para contemplar en cambio, la hermosura del alma purísima de la Santísima Virgen.
La única Inmaculada: María Monseñor Fulton Sheen, avanza y detalla más aún estas realidades históricas: “La definición de la Inmaculada Concepción fue hecha cuando nació el mundo moderno. Dentro de los cinco años de esa fecha, y de los seis meses de la aparición de Lourdes, en la q ue María manifestó: “Yo soy la Inmaculada Concepción”, Charles Darwin escribió su obra “Orig en de las Especies”, Karl Marx contempló su “Introducción de la Crítica de la filosofía de Hege l” (“La Religión es el opio del pueblo”) y John Stuart Mill publicó su “Ensayo sobre la libertad ”. En ese momento el mundo estaba elaborando una filosofía que daría por resultado dos g uerras mundiales en veintiún años y la amenaza de una tercera. Entonces la Iglesia proclamó la fals edad de esa nueva filosofía. Marx afirmó que el hombre odia a Dios porque el mismo hombre es dios. Mill redujo la libertad del hombre nuevo a la licencia de hacer todo lo que le agradara, preparando así un ca os de egotismos en conflicto mutuo que el mundo pretendería solucionar mediante el totalitaris mo. Si estos filósofos estaban en lo cierto, y si el hombre es naturalmente bueno y capaz de deificarse mediante sus propios esfuerzos, entonces se sigue que todos y cada uno son conce bidos sin mancha. La Iglesia se irguió, protestó, y afirmó que solamente una persona humana en todo el mundo ha sido concebida inmaculadamente: MARIA, y que la libertad es mejor prese rvada cuando, a ejemplo de María, la criatura responde con un Fiat de obediencia y asentimiento a
la Voluntad Divina.” (Monseñor Fulson J. Sheen “El primer amor del mundo”).
El dogma trajo un gran gozo al mundo. Mirando a la Inmaculada se reconoce el pecado y la Redención de Jesucristo con su Evangelio y su Iglesia. El dogma de la Inmaculada trajo un gozo tan grande al mundo católico, que obligó a reconocer que nada hay tan bello ni tan grande como un alma exenta de pecado. Además, Dios quiso que esa revelación se mantenga perpetuamente ante los ojos de la humanidad, estableciendo un gran santuario dedicado a la Inmaculada Concepción de su Ma dre. ¿Puede imaginarse acaso, cosa más útil y necesaria para nuestro bien?. Así se plantea y preg unta el P. Carr, vicentino, de quien tomamos las ideas de estos últimos párrafos. Pero mejor aún meditar lo que dice el Vicario de Cristo, San Pío X, en la misma encíclica: “¿De dónde parten, en realidad, los enemigos de la religión para sembrar tantos y tan graves errores, por los cuales se encuentra quebrantada la Fe en tan gran número?. Empiezan por negar la caída primitiva del hombre y su caducidad. Negando esto, son puras fábulas el pecado original y todos los males que han sido su consecuencia; la corrupción de los orígenes de la humanidad, a su vez,
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de toda la raza humana, por consecuencia, la introducción del mal entre los hombres, la cual lleva consigo la necesidad de un redentor. Rechazado todo esto, es fácil comprender que no queda ya lugar para Cristo, ni para la Iglesia, ni para la gracia, ni para nada que salga de la naturaleza. El edificio de la fe queda completamente derribado. Pero que los pueblos crean y profesen que la Virgen María fue desde el primer instante de su concepción preservada de toda mancha, y entonces es necesario que admitan el pecado original y la rehabilitación de la humanidad por Jesucristo y el Evangelio y la Iglesia y en fin, la ley del padecimiento; en virtud de lo cual todo lo que hay de racionalismo y de materialismo en el mundo, queda arrancado de raíz y destruido, quedando a la sabiduría cristiana la gloria de haber conservado y defendido la verdad. Además, es una perversidad común a los enemigos de la Fe, sobre todo en nuestra época, el proclamar que se debe repudiar todo respeto y toda obediencia a la autoridad de la Iglesia, y aún a cualquier otro poder humano, pensando que les será con esto más fácil acabar con la Fe. Este es el origen del anarquismo, la doctrina más perjudicial y más perniciosa contra toda especie de orden natural y sobrenatural. Semejante peste, igualmente fatal a la sociedad y al hombre cristiano, encuentra su ruina en el dogma de la Inmaculada Concepción de María, por la obligación que impone de reconocer a la Iglesia un poder ante el cual no sólo tiene que doblegarse la voluntad, sino también la inteligencia. Porque, por efecto de una sumisión de todo género, el pueblo cristiano dirige esta alabanza a la Virgen: “Toda hermosa eres, María,y no hay en Ti mancha original.” (Misa de la Inmaculada Concepción) Y con esto se encuentra justificado una vez más lo que la Iglesia afirma de ella: “Que ella sola ha exterminado todas las herejías del mundo entero.” (San Pío X, Encíclica “Ad diem illum”, 2 de febrero de 1904).
La Inmaculada nos invita a tener pura el alma En nuestro país, durante largo tiempo era costumbre general que el 8 de diciembre se reciba la Primera Comunión. Los niños ofrecían a Jesús la blancura por medio de M aría Inmaculada. Hoy se eligen otras fiestas con fundamentos no menos válidos, pero cuán ta
necesidad tienen nuestros niños y jóvenes de que se les indique el amor de la pureza total de corazón y a estar siempre en gracia. Los niños la necesitan, y la “generación Juan Pablo II”, esos jóvenes que son la esperanza del Papa y de toda la Iglesia, la está esperando. Nuestra generación debe mostrarle esos valores, a pesar de todo, contra todo. Si el intento se hace con María, resultará. El dogma de la Concepción Inmaculada nos dice Pío XII, es un a amorosa invitación a conservar pura el alma: “El dogma de la Inmaculada Concepción, al mostrar a María exenta de culpa original jamás víctima del pecado, es una amorosa invitación a seguir, en la manera posible, el elevado ejemplo de conservar siempre pura el alma. Una vez Página 88 de 207
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regenerada por las aguas del bautismo, ésta queda revestida de cándida blancura, pero con las malas acciones se separa del camino recto y se hace acreedora del castigo eterno, ¿y hay mayor desgracia que ésta? Lo capital para el cristiano es no ofender a Dios, no pecar, hacer que el alma viva siempre en gracia. Los verdaderos hijos de María quieren ser semejantes a tal Madre, y por eso deben combatir, entre las tentaciones, contra los atractivos del mundo, contra todo lo que pueda inducir a la culpa”. (Pío XII, 13 de agosto de 1954, al Congreso Mariano Boliviano)
La Toda Santa María es la Toda Santa, como la llaman los griegos: La Panaghía. María es la Toda Santa, la siempre Santa, la perfectamente Santa. La santidad perfecta de María es también una verdad revelada, o como dijeron muchos teólogos, “un dogma tácitamente proclamado”. Al ser definida la Inmaculada Concepción se fundamenta esta verdad, nos dice el Papa Juan Pablo II: “La inmunidad “de toda mancha de la culpa original” implica como consecuencia positiva la completa inmunidad de todo pecado, y la proclamación de la santidad perfecta de María, doctrina a la que la proclamación dogmática da una contribución fundamental. En efecto, la formulación negativa del privilegio mariano, condicionada por las anteriores controversias que se desarrollaron en Occidente sobre la culpa original, se debe completar siempre con la enunciación positiva de la santidad de María subrayada de forma más explícita en la tradición oriental. La definición de Pío IX se refiere sólo a la inmunidad del pecado original y no conlleva explícitamente la inmunidad a la concupiscencia. Con todo, la completa preservación de María de toda mancha de pecado tiene como consecuencia en Ella también la inmunidad de la concupiscencia, tendencia desordenada que, según el Concilio de Trento, procede del pecado e inclina al pecado”. (Juan Pablo II, 12 de junio de 1996, Catequesis en la audiencia general)
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción se refiere en modo directo únicamente al primer instante de la existencia de María, a partir del cual fue “preservada inmune de toda mancha de culpa original”. El Magisterio pontificio quiso definir así sólo la verdad que había sido objeto de controversias a
lo largo de siglos: la preservación del pecado original, sin preocuparse de definir la santidad permanente de la Virgen Madre del Señor. Esa verdad pertenece al sentir común del pueblo cristiano, que sostiene que María, libre de pecado original, fue preservada de todo pecado actual y la santidad inicial le fue concedida para que colmara su existencia entera. La Iglesia ha reconocido constantemente que María fue santa e inmune de todo pecado e imperfección moral. El Concilio de Trento expresa esa convicción
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afirmando que nadie “puede en su vida entera evitar todos los pecados, aún los veniales, si no es ello por privilegio especial de Dios, como lo enseña la Iglesia de la bienaventurada Virgen” (...) El Concilio tridentino no quiso definir este privilegio, pero declaró que la Iglesia lo afirma con vigor: tenet, es decir, lo mantiene con firmeza. Se trata de una opción que, lejos de incluir esa verdad entre las creencias piadosas o las opiniones de devoción, confirma con su carácter de doctrina sólida, bien presente en el pueblo de Dios. Por lo demás, esa convicción se funda en la gracia que el Ángel atribuye a María en el momento de la Anunciación. Al llamarla Llena de gracia, “Kejaritomeni”, el Ángel reconoce en ella a la mujer dotada de una perfección permanente y de una plenitud de santidad, sin sombra de culpa ni de imperfección moral o espiritual. (Juan Pablo II, 19 de junio de 1996, Catequesis en la audiencia general).
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Asunta
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“4to Misterio Glorioso. La Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos”.
De la serie de estampas populares que representan los 15 misterios del Santo Rosario.
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La definición solemne de la Asunción será de gran provecho para la humanidad entera “Nos, que hemos puesto nuestro pontificado bajo el especial patrocinio de la Santísima Virgen, a la que nos hemos dirigido en tantas tristísimas contingencias. Nos, que con rito público hemos consagrado a todo el género humano a su Inmaculado Corazón, y hemos experimentado repetidamente su validísima protección, tenemos firme esperanza de que esta proclamación y definición solemne de la Asunción será de gran provecho para la humanidad entera, porque dará gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de Dios está ligada por vínculos singulares... La coincidencia providencial de este solemne acontecimiento con el Año Santo que se está desarrollando, nos es particularmente grata; porque esto nos permite adornar la frente de la Virgen Madre de Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se celebra el máximo jubileo, y un monumento perenne de nuestra ardiente piedad hacia la Madre de Dios”. Pío XII, 1 de noviembre del Año Santo 1950, Constitución Apostólica “Manuficentissimus Deus”.
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La Asunción de María en Alma y Cuerpo a los Cielos María glorificada en el cuerpo y en el alma La liturgia del día de la Asunción de María es todo un poema lírico rebosante de unción: en el alma del que la sigue, deja la impresión de algo bullicioso por la desbordante alegría qu e respiran todos los textos. La belleza más que celestial de María, el solio estrellado del Hijo q ue la llama, las milicias celestiales que le salen al encuentro, los diferentes órdenes d e bienaventurados, la Trinidad que la invita, el pasmo de los Ángeles que la contempla n levantándose como la aurora, las bendiciones y llanto de los hombres ante su partida, el rego cijo de María que repite su cántico, profetizando que será llamada bienaventurada por toda s las generaciones. Como un río henchido por las muchas aguas, va inundando el corazón del cristiano que en su meditación acompaña a María en su triunfo” (P. Pascual Rambla OFM). “Al término de su vida terrena, María Santísima, por singular privilegio, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria – gloria singularísima- del cielo. Mientras a todos los otros santos los glorifica Dios al término de su vida terrena en cuanto al alma (mediante la visión beatífica), y deben, por consiguiente, esperar al fin del mundo para ser glorificados también en cua nto al cuerpo, María Santísima – y solamente Ella- fue glorificada cuanto al cuerpo y cuanto al alma. De esta forma, el ocaso correspondería a la aurora. En la aurora, Inmaculada, o sea inmunidad de la culpa. En el ocaso, la Asunción, o sea inmunidad de la pena debida a la culp a, inmunidad de la tiranía de la muerte del cuerpo, consecuencia de la muerte del alma”(P. Gab riel María Roschini “La Madre de Dios según la Fe y la Teología”).
La Asunción, prefigurada en el Protoevangelio
La verdad de la Asunción no está explícitamente dicha en las Escrituras, pero sí figurada en el Protoevangelio, como lo desarrollan en el Concilio Vaticano I los 200 Padres q ue solicitaron el dogma. El dogma se apoya en la revelación indirecta de las Sagradas Escrituras , ya que todos los otros dogmas de María que exigen la Asunción tienen su apoyo en ellas. La Maternidad Divina exige la Asunción porque la carne de Cristo es carne de María, dice un refrán teológico. No cabe pensar que el Hijo de Dios, Hijo de María, permitiera que su M adre sufra la corrupción. El prodigio de que su Cuerpo lo haya concebido y dado a luz en perfecta virginidad, supone – exige- la Asunción, y la exige la Inmaculada Concepción, porque un cuerpo que jamás tuvo pecado no puede corromperse, porque la corrupción y la muerte son consecuencias del pecado. El principio de la maternidad llena de misterio y de una virginidad admirable, lo enunciaron en el siglo II San Ignacio Mártir, San Justino, San Ireneo y en el siglo III Tertulia no, Orígenes, San Hipólito y San Gregorio Taumaturgo. Según este principio, dice el P. Roschini , el cuerpo de María, consagrado por altísimos misterios, no podía ser presa de la muerte. La preservación de la corrupción en el parto reclamaba la preservación de la corrupción de la tu mba.
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Historia del dogma La Tradición, la fiesta, templos e imágenes Los privilegios y prerrogativas de la Santísima Virgen comenzaron a estudiarse a partir del siglo IV. Cuando el emperador Constantino dio la libertad al Cristianismo en el Im perio Romano – con el Edicto de Milán-, cesó la persecución y la Iglesia se dedicó a su organización interior y a su expansión exterior. En ese ámbito surgió la herejía de Nestorio, que negaba la Divina Maternidad. Condenado el Patriarca y sus blasfemias, María Santísima resplandece e n la Iglesia y en el mundo con una nueva luz celestial, admirando los hombres su más pr eciosa prerrogativa y el mayor de sus títulos: Madre de Dios. El enemigo quiso atacarla y no sólo fue vencido por Cristo y su Iglesia, sino que la Iglesia por voluntad de Cristo, y con su gracia comenzó a profundizar “las maravillas que Dios hizo en Ella” y entre ellas su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos. El llamado pseudo Atanasio, dice en el año 373: “Está la Reina, junto a su Hijo Rey, vestida con vestido dorado, es decir de incorrupción y de inmortalidad...” San Epifanio fue considerado el primer teólogo de la Asunción, no por haberla expuesto propiamente sino porque tuvo la intuición del misterio. Velada la tradición primitiva sobre el tránsito de la Virgen, por los inescrutables secretos de Dios, por el razonamiento teológico, y la consideración de la incomparable dignidad de la Madre de Dios, se llega al siglo VII con testimonios explícitos de la tradición sobre la Asunc ión, tal como hoy lo creemos. Así por ejemplo San Modesto, patriarca de Jerusalén, dice que: “la gloriosísima Madre de Cristo, Nuestro Salvador... es vivificada en eterna incorruptibilidad en su cuerpo por el que la elevó junto a sí de manera por El sólo conocida”. San Germán de Constantinopla enseña la misma doctrina sobre la fiesta de la Dormición – que había comenzado a celebrarse en Oriente en el siglo V- y la deduce de la Maternidad Div ina, de su santidad y aún de la salud por Ella ejercida respecto de los hombres: “Tú, según está escrito, apareces en esplendor y tu cuerpo virginal es todo
santo, todo casto, del todo morada de Dios, de manera que por lo mismo se halla exento de la necesidad de disolverse en el polvo; transformando su humanidad en una sublime vida de incorruptibilidad viviente, y muy glorioso, intacto y participante de la vida perpetua”. Sublimes son las expresiones de San Andrés de Creta: “Se vio un espectáculo verdaderamente nuevo y superior a nuestros humanos pensamientos. Una mujer, superior a los cielos en pureza, franqueando el umbral del santuario celestial, una virgen que supera a los Serafines por la maravilla de su Maternidad Divina y avanzando hasta su primer Ser, hasta Dios creador de todas las cosas; una Madre que ha dado a luz a la misma vida y coronada su vida terrestre con un fin en armonía con su alumbramiento y el
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prodigio es a su vez digno de Dios, digno de fe. En efecto, si el seno de la madre ignoró toda lesión, la carne de muerte escapó a la destrucción”. En esos años se destacan los sermones de San Juan Damasceno, en los que expone la tradición del Tránsito de la Virgen: la despedida de los Apóstoles, y cómo se maravillaron co n su Asunción. Y luego dice que los Ángeles y los Arcángeles la condujeron mientras los demoni os huían. El aire y los cielos quedaron benditos. Las jerarquías salieron a recibirla, repiti endo: ¿Quién es ésta que sube, vestida de blanco, naciente como la aurora, hermosa como la luna y elegida como el sol ? (Cant 6,9) No subió como Elías ni arrebatada como Pablo. “Tú llegas hasta el trono del Rey, mirándole con alegría, llena de confianza, porque Tú eres la alegría de las Virtudes, el gozo de los patriarcas, el júbilo de los justos, el deleite de los profetas, la bendición del mundo, la santificación de todas las cosas, el descanso de los atribulados..., la ayuda de cuantos te invoquen...” Y también se extiende en la explicación teológica: “Convenía que fuera reservado incólume el cuerpo que en el parto conservó su virginidad, y que habitara en los eternos tabernáculos la que había llevado en su seno al Creador, bajo el aspecto de infante. Convenía que habitase en las mansiones celestes la esposa prometida por el Padre. Convenía que la que había visto a su Hijo en la cruz y cuyo pecho había sido traspasado con la espada de dolor, le viera ahora sentado con su Padre. Convenía finalmente, que la Madre de Dios poseyera lo que era propiedad de su Hijo y fuera alabada por todas las criaturas”. Pocos adversarios se oponen a estas enseñanzas. Surgen a partir del siglo VIII y durante el IX a causa de un tal pseudo – Jerónimo. Ni él ni sus seguidores combaten la Asunción directamente, sólo piden que quede como piadosa doctrina y no sea propuesta como verdad de fe. La fiesta de la Dormición (Dormitio) tuvo otros nombres como Migratio y Natale de María (Nacimiento de María en el Cielo). Se fue celebrando en diversas fechas, junto con la Anunciación el 25 de marzo y la Natividad de María el 8 de septiembre.
El Emperador Mauricio (582-602), fue quien la ubicó el 15 de agosto. Entre los años 620 y 630 era celebrada en todo Oriente, de donde pasó a Occidente, comenzando por Roma, lue go Inglaterra, los países francos y luego al resto del mundo cristiano. En tiempos del Papa Sergio I (687-701) se le daba en Roma el nombre de Dormición; este Papa estableció una procesión para la fiesta de la que él mismo participaba. Bajo el pontifica do de Adriano I (772-795) se le cambia el nombre por el de Asunción. En este cambio de nombr e, sostenido por Roma a pesar de cierta oposición de los medios galicanos, puede verse una especificación del objeto principal de la fiesta: la glorificación del Cuerpo Santísimo de Mar ía. Tanto en Oriente como en Occidente éste es el sentido de la fiesta: celebrar la entrada triunfal de María en cuerpo y alma en la gloria. Así se comprueba en sus diferentes liturgias, así lo hacían celebrar los santos:
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“Celebramos como muy principal, insigne y gloriosa, la fiesta que nos recuerda cómo la bienaventurada Virgen fue gloriosamente transportada.. Le hacen corte millares de Ángeles y le asisten diez centenares de millares, entre cuyas alabanzas es levantada de la tierra... Ésta es la solemnidad prescripta antes de la constitución del mundo y cumplida hoy con júbilo. Nosotros la celebramos una vez al año, pero los Ángeles y moradores del Cielo la celebran continuamente...” “La bienaventurada Virgen se sienta con justicia en su propio trono, por su gracia y por su privilegio de Madre de Dios”. Doce son los tronos de los apóstoles, pero superior a todos ellos es el de María, preparado desde la creación del mundo para la que era a su vez, “Trono y tálamo divino, en cuyo seno la Sabiduría del Padre se hizo hombre”. (San Ildelfonso) “¿Cuál sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando merecieron oir su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? ... Hoy, al entrar en la santa ciudad, es recibida por a quel Señor a quien Ella recibió primero, cuando entró en el castillo de este mundo,...pero ¡con cuánto honor, con cuánta gloria! En la tierra no hubo lugar más digno que el templo de su seno virginal, en el que María recibió al Hijo de Dios, ni hay en los cielos lugar más digno que el solio real al que hoy sublimó a María, el Hijo de María”.(San Bernardo) La Asunción es la fiesta más grande de la Virgen Santísima en el Oriente bizantino, y en Occidente se la llamó en un tiempo Festum summun, como se lee en un antiguo breviario de Utrech; en nuestros tiempos se le iguala en grandeza la fiesta de la Asunción. Los testimonios de la Tradición son innumerables; hacia el siglo XIII se hizo sentencia común. Se destacaron en ensalzar la Asunción San Antonio de Padua, San Buenaventura, Sa n Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Bernardino de Siena, San Vicente Ferrer, San Antonio de Florencia. La Asunción de la Santísima Virgen en Cuerpo y Alma a los Cielos está afirmada por los innumerables templos dedicados a este misterio, entre ellas muchas catedrales; más de quinc e en América , entre las cuales nos es más cercana la de la capital del Paraguay, Ciudad de la Asunción, que fue fundada en su día de 1537. De allá nos llegan estos fervorosos versos: Te canto por Madre
te exalto por Virgen con fe en el misterio de la Encarnación celebro devoto honrarte en el dogma que reza tu excelsa gloriosa Asunción. Nuestra Señora de la Antigua es la Patrona de Costa Rica, como tal fue venerada una Asunción de Murillo por un tiempo, a partir de 1681. En la Catedral Ortodoxa de Atenas se venera el principal Icono de la Dormición. La Catedral de Moscú también está dedicada a este misterio, recordado por Pío XII cuando cons agró
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Rusia al Inmaculado Corazón de María: “sabemos que en la misma fortaleza de la ci udad moscovita fue erigido un templo dedicado a la Asunción de la Santísima Virgen...” A Nuestra Señora de la Asunción fue dedicada la Catedral de Hiroshima, la más grande iglesia del lejano Oriente, y luego un majestuoso templo moderno en Finlandia. La India fue consagrada solemnemente a Nuestra Señora de la Asunción en el Año Santo 1950. En su fiesta, tres años antes, se había declarado la independencia nacional. Son innumerables las imágenes del singular triunfo, las ciudades y regiones puestas bajo su patrocinio, la música y la poesía. El Santo Rosario le dedica uno de sus misterios, y esto significa que millones y millones de católicos a diario o al menos tres veces por semana, cua ndo según la costumbre se rezan los misterios gloriosos, hicieron desde siglos, y siguen haciendo profesión de la fe en la Asunción de María Santísima en Cuerpo y Alma a los Cielos. María es Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad, y la Trinidad la glorificó en consecuencia. Así lo entendieron siempre las generaciones cristianas, como lo expresa la gra ciosa pluma de Juan López Ubeda: Justamente os paga Dios Virgen y Reina del Cielo, Vos le bajasteis al suelo y Él os sube al cielo a Vos. Como el soberano Padre para su Hijo os bendijo quien bajó a ser vuestro Hijo os sube a honrar como Madre. El Santo Espíritu, Dios, como a esposa os abre el cielo, porque bajasteis al suelo a quien os sube al cielo a Vos.
El Postulado en el Vaticano I en el Concilio Vaticano I Casi 200 Padres Conciliares firman un memorable postulado pidiendo la definición del dogma de la Asunción: “Se pide ardentísimamente, para mayor gloria del Hijo de Dios y de la Madre Divina, para inefable consuelo de todos los fieles cristianos, que se declare y se defina explícita y solemnemente por el sacrosanto Concilio
Vaticano que la Bienaventurada Virgen María está en el Cielo a la derecha de Dios Hijo, como Medianera nuestra, con alma inmaculada y cuerpo virginal”. (23 de febrero de 1870).
Los Padres firmantes –entre quienes estaba San Antonio María Claret- se apoyaban en el texto del Protoevangelio para el histórico pedido. María, decían en resumen, triunfó con Cris to del demonio con triple victoria, según enseña la promesa del Génesis: triunfó del pecado por su Concepción Inmaculada, de la concupiscencia, secuela del pecado, en su parto virginal, y de la muerte, en la Asunción a los Cielos. Esta triple victoria de la Mujer y su Hijo, corresponde a la triple derrota que sufrió la primera mujer con el primer hombre: con el pecado, que les arreb ató la gracia, el demonio injertó en el hombre la concupiscencia y la muerte, Jesús y su Ma dre Página 98 de 207
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Santísima que en el Génesis Dios contrapone al demonio y a los suyos, triunfaron en un mis mo orden: con la gracia de la santidad, la exención de la concupiscencia, y el vencimiento de la muerte mediante la Resurrección y Ascensión gloriosa a los Cielos. Por su parte, el obispo de Jaén, España ya había solicitado la declaración dogmática, y que se hiciera por aclamación. No todos los Padres estaban en esa posición y eso dio motivo desde el principio, a que se agitaran un poco los ánimos. El Postulado no se trató, según la versión oficial, a caus a del ambiente interno y de las circunstancias externas que se vivían. Finalmente el Papa debió suspender el Concilio por la guerra franco- prusiana y la amenaza de una invasión revolucionaria que se concretó al año siguiente. Pero si bien el Con cilio no proclamó el dogma, impulsó decididamente el movimiento asuncionista sobre todo con d icho Postulado de incalculable valor dentro del magisterio ordinario.
Peticiones y Votos En los años siguientes, se consolida el Movimiento Asuncionista. De todas partes llegan peticiones a Roma. Ya en 1863 lo había solicitado la Reina Isabel de España, a instancias de San Antonio María Claret. Lo piden Francia, Colombia... Argentina en el año 1903, y en 1934 en ocasión del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires. El 1º de mayo de 1945 el Papa Pío XII se dirige a todos los obispos del mundo pidiendo su parecer, la carta termina con este pedido: “esperamos vuestras respuestas, que cuanto má s rápidas, más gratas nos serán”. España, que había jurado defender la Inmaculada Concepción, hace un Voto Mariano Nacional para propugnar y defender los dogmas de la Asunción de María Santísima en Cuer po y Alma a los Cielos y de Mediadora de todas las Gracias, por su Maternidad divina, su Mater nidad sobrenatural de todos los hombres y en su carácter de Corredentora, íntimamente asociada a la redención de Su Divino Hijo”. Y por fin llegó el día glorioso de la definición y proclamación del dogma.
La Proclamación
Relato del RP Antonio Royo Marín OP: “El inmortal pontífice Pío XII, el día 1º de noviembre de 1950, en el atrio exterior de la Basílica Vaticana, rodeado de 36 cardenales, 555 patriarcas, arzobispos y obispos, de gran número de dignatarios eclesiásticos y de una muchedumbre enardecida de entusiasmo que n o bajaba del millón de personas, definió solemnemente, con su suprema autoridad apostólica, el dogma de la Asunción de María en Cuerpo y Alma al Cielo. He aquí las palabras mismas de la augusta definición: “Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra,
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Pronunciamos, Declaramos y Definimos ser Dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Un rugido de entusiasmo se levantó de la enorme muchedumbre al oír las palabras del Papa, temblorosas de infalibilidad. Las campanas de toda la cristiandad fueron lanzadas al vuelo en señal de júbilo. Y los miles y millones de espectadores que presenciaron en las cinc o partes del mundo la emocionante proclamación dogmática a través de la televisión o la oyer on a través de todas las emisoras de radio del mundo católico, unieron su emoción y su alegría al delirante entusiasmo que invadió el alma de los que tuvieron la suerte de presenciar aquella inolvidable escena en la plaza de San Pedro en la prolongada Via della Conciliazione, que a ella desemboca desde el Tíber y el castillo del Santángelo. Las religiosas se ofrecieron a copiar la bula pontificia con letra artística y a encuadernar el texto con magníficos adornos para que el Papa leyese la fórmula dogmática. Técni cos romanos habían construido un micrófono precioso para que a través de él la voz infalible del Vicario de Cristo anunciase al mundo el dogma. Fue, en fin, una jornada de indescriptible emoción y de gozo intensísimo para todo el mundo católico”. En las palabras que anuncian la definición, similares a las que había usado el Beato Pío IX, encontramos todo el significado de estas proclamaciones marianas: la gloria de Dios, la gloria de María, el gozo de todos sus hijos.
Alocución y oración encendida de Pío XII Parece más que oportuno transcribir la alocución “Conmossi” que dirigiera el Papa en la misma Plaza de San Pedro, inmediatamente después de la definición: “Venerables hermanos y amados hijos e hijas reunidos en nuestra presencia y todos los que nos escucháis en esta Roma santa y en todas las regiones del mundo católico. Conmovidos por la proclamación, como dogma de fe, de la Asunción de la beatísima Virgen en alma y cuerpo al cielo; gozosos con la alegría que inunda el corazón de todos los creyentes, satisfechos en sus férvidos deseos; sentimos la irresistible necesidad de elevar, en unión con vosotros, un himno de agradecimiento a la amable providencia de Dios, que ha querido reservaros a
vosotros la alegría de esta jornada, y a Nos el consuelo de ceñir la frente de la Madre de Jesús y Madre nuestra, María, con fúlgida diadema que corona cada una de sus prerrogativas. Por inescrutable designio divino, sobre los hombres de la presente generación, tan trabajada y dolorida, angustiada y desilusionada, pero también saludablemente inquieta en la búsqueda de un gran bien perdido, se abre un limbo luminoso de cielo, brillante de candor, de esperanza, de vida feliz, donde se sienta como Reina y Madre, junto al sol de la justicia, María. Invocado desde hace largo tiempo, este día, es finalmente nuestro, es finalmente vuestro. Voz de siglos (casi diríamos voz de la eternidad) es la nuestra, que, con la asistencia del Espíritu Santo, ha definido solemnemente el insigne privilegio de la Madre celestial. Y grito de los siglos es el vuestro, que hoy prorrumpe en la amplitud de este lugar venerable, desde antiguo consagrado a las Página 100 de 207
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glorias cristianas, puerto espiritual de todas las gentes, y hoy convertido en templo y altar de vuestra piedad exultante. Como sacudidas por la palpitación de vuestros corazones y la conmoción de vuestros labios, vibran las piedras mismas de estas basílica patriarcal, y juntamente con ellas parecen que se alegran con secreto gemido los innumerables y vetustos templos levantados en todo lugar en honor de la Asunción, monumentos de una única fe y pedestales terrestres del trono celestial de gloria de la Reina del universo. En este día de gozo, desde este trozo de cielo, en unión con la onda de la alegría de los Ángeles, que viene a unirse a toda la Iglesia militante, no puede menos que descender sobre las almas un torrente de gracias y de enseñanzas suscitadoras, fecundas, de renovada santidad. Por eso elevamos a tan excelsa criatura nuestros ojos confiadamente desde esta tierra, en este tiempo nuestro, en ésta nuestra generación, y gritamos a todos: ¡Arriba los corazones! A tantas almas inquietas y angustiadas, triste herencia de una época agitada y turbulenta, almas oprimidas, pero no resignadas, que no creen ya en la bondad de la vida y sólo aceptan como forzadas lo que cada día les trae, la humilde e ignorada niña de Nazareth, ahora gloriosa en los cielos, les abrirá visiones más altas y les animará a contemplar a qué destino y a qué obra fue sublimada Aquélla que, elegida por Dios para ser Madre del Verbo encarnado, acogió dócil la palabra del Señor. Y vosotros, más particularmente cercanos a nuestro corazón, ansia atormentada de nuestros días y de nuestras noches, solicitud angustiosa de cada una de nuestras horas; vosotros, pobres, enfermos, prófugos, prisioneros, perseguidos, brazos sin trabajo y miembros sin techo, que sufrís, de cualquier familia y de cualquier país que seáis; vosotros, a quienes la vida terrena parece dar sólo lágrimas y privaciones, por muchos esfuerzos que se hagan y se deban hacer para venir en ayuda vuestra, elevad vuestra mirada hacia Aquélla que, antes que vosotros, recorrió los caminos de la pobreza, del desprecio, del destierro, del dolor, cuya alma misma fue atravesada por una espada al pie de la cruz, y que ahora fija sin titubeos sus ojos en la luz eterna. A este mundo sin paz, martirizado por las desconfianzas mutuas, las divisiones, los contrastes, los odios, porque en él se ha debilitado la fe y se ha casi extinguido el sentido del amor y de la fraternidad en Cristo, a la vez que suplicamos con todo ardor que la Virgen asunta le marque el retorno al calor de afecto, y de vida en los corazones humanos, no descansamos de recordarle que nada debe jamás prevalecer sobre el hecho y sobre la conciencia de que todos somos hijos de una misma Madre, María, que vive en los Cielos, vínculo de unión del cuerpo místico de Cristo, como nueva Eva y nueva Madre de los vivientes, que
quiere conducir a todos los hombres a la verdad y a la gracia de su Hijo divino. Y ahora, postrados, oremos devotamente”. Entonces Pío XII se arrodilla, y acompañado por la multitud de hijos que lo rodea, recita la dulce oración que compuso para este gran día:
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“¡Oh Virgen Inmaculada, Madre de Dios y Madre de los hombres! Nosotros creemos, con todo el fervor de nuestra fe, en vuestra asunción triunfal en alma y cuerpo al cielo, donde sois aclamada Reina por todos los coros de los Ángeles y por toda la legión de los Santos; y nosotros nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que os ha exaltado sobre todas las demás criaturas, y para ofreceros el aliento de nuestra devoción y de nuestro amor. Sabemos que vuestra mirada, que maternalmente acariciaba la humanidad humilde y doliente de Jesús en la tierra, se sacia en el cielo a la vista de la humanidad gloriosa de la Sabiduría increada y que la alegría de vuestra alma, al contemplar cara a cara a la adorable Trinidad, hace exultar vuestro Corazón de inefable ternura; y nosotros, pobres pecadores, a quienes el cuerpo hace pesado el vuelo del alma, os suplicamos que purifiquéis nuestros sentidos, a fin de que aprendamos desde la tierra a gozar de Dios, sólo de Dios, en el encanto de las criaturas. Confiamos que vuestros ojos misericordiosos se inclinen sobre nuestras angustias, sobre nuestras luchas y sobre nuestras flaquezas; que vuestros labios sonrían a nuestras alegrías y a nuestras victorias; que sintáis la voz de Jesús, que os dice de cada uno de nosotros, como de su discípulo amado: Aquí está tu hijo; y nosotros, que os llamamos Madre nuestra, os escogemos, como Juan, para guía, fuerza y consuelo de nuestra vida mortal. Tenemos la vivificante certeza de que vuestros ojos, que han llorado sobre la tierra regada con la Sangre de Jesús, se volverán hacia este mundo, atormentado por la guerra, por las persecuciones y por la opresión de los justos y de los débiles, y entre las tinieblas de este valle de lágrimas esperamos de vuestra celestial luz y de vuestra dulce piedad, alivio para las penas de nuestros corazones y para las pruebas de la Iglesia y de la patria. Creemos, finalmente, que en la gloria, donde reináis vestida de sol y coronada de estrellas; Vos sois, después de Jesús, el gozo y la alegría de todos los Ángeles, de todos los Santos; y nosotros, desde esta tierra donde somos peregrinos, confortados por la fe en la futura resurrección, volvemos los ojos hacia Vos, vida, dulzura y esperanza nuestra. Atraednos con la suavidad de vuestra voz para mostrarnos un día, después de nuestro destierro, a Jesús, fruto bendito de vuestro seno, ¡oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” Tenemos un relato emocionado de este momento de la ceremonia en una carta que un querido amigo español, don Manuel García Verde, dirigió a su familia: “... para mí fue el momento más conmovedor, porque el Papa ya no me parecía el Padre, sino el hijo de María que se postraba humildemente de rodillas, para rezarle la bellí
sima plegaria que él mismo había compuesto y que revela su gran devoción, su cariño y s u delicadísimo amor a la Santísima Virgen, que parece como que quiere transmitirlo a todos s us hijos. Yo tenía la oración en la mano, y fui leyéndola en italiano, a la par que el Papa. ¡Cóm o la leyó! Qué hermoso me pareció, en esta ocasión, la lengua del Dante para hablar con María: O Vergine Inmacolata, Madre di Dio e Madre degli uomini ¡ Noi crediamo con tutto el fervore della nostra fede, nella vostra assunzione trionfale in anima e in corpo al cielo...” y pronunció aquéllo: “Ecco il tuo figlio.” Página 102 de 207
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La oración fluía de sus labios como una música, era como un poema. Las pausas que hacía en cada párrafo le daban todavía más solemnidad y ¡cómo subrayaba los adjet ivos elogiosos en honor de la Virgen ...vestita di sole e coronata di stelle, ovi siete, dopo Gesú, la gioia e la Leticia di tutti gli Angeli e di tutti i Santi. Y para terminar, como en un éxtasis, sacándole a la Salve lo más hermoso: ...guardiamo verso di voi, nostra vita, nostra dolcezza, nostra speranza...o clemente, o pia, o dolce Vergine María. Estaba yo de rodillas, y me notaba inundado como de un fervor, de una gracia, que el Espíritu Santo derramaba sobre nosotros, pobres pecadores...”
Respuesta de María al Papa La Virgen siempre responde y corresponde a todos, ¿no lo haría con el Papa? Y así como las Apariciones de Lourdes, además de tanto bien que hicieron, confortaron el corazón de Pí o IX, un hecho extraordinario mostraría el agrado de la Reina del Cielo a Pío XII por la solem ne proclamación. Fue la renovación ante los ojos del Papa, del milagro del sol realizado por Ell a en Fátima el 13 de octubre de 1917 mientras él daba su acostumbrado paseo por los jardines del Vaticano, los días que precedieron a la declaración del dogma: 30 y 31 de octubre, el mismo día 1º de noviembre, y ocho días después. Así lo manifestó el Cardenal Tedeschini, Lega do Pontificio en Fátima, a la muchedumbre reunida allí para la clausura del Año Santo. Su autenticidad queda fuera de duda al confirmarla unos días después “L’Osservatore Romano” el domingo 18 de noviembre, publicando en la primera página dos fotografías del suceso de Fá tima, las palabras del Cardenal Tedeschini y un comentario. Todo esto no se pudo publicar, naturalmente, sin el conocimiento de Pío XII (Información que consta en Año Mariano de lo s
padres Dann y Figares SJ)
Trascendencia de la proclamación dogmática de la Asunción “La importancia de tan fausto acontecimiento, dice Manuel García Castro, desde el punto de vista religioso y moral, es indiscutible. La definición del inefable misterio vendrá a ser – lo fue y sigue siendo- como un faro de luz en medio de las tinieblas, y nos da la clave para resolver los grandes y pavorosos problemas que agitan al mundo actual. Es, en primer lugar, la más rigurosa protesta contra el racionalismo y el positivismo materialista que rebajan la dignidad del hombre y circunscriben sus destinos a los estr echos límites de la vida presente. A éstos se reducen todos los errores que oscurecen lastimosament e la cultura contemporánea; todos tienen su primordial origen en la independencia de la razón, en el falso principio de la autonomía de la razón, cuyas pestíferas consecuencias han envenenado l a vida social, las costumbres, y hasta las corrientes de la ciencia. El racionalismo, que proclama la independencia absoluta de la razón, la soberanía de la razón, la divinización de la razón humana, y el materialismo como secuela necesaria en el or den
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práctico y moral. A pesar de que cambian los tópicos, sigue en pie el principio racion alista: Después de haber adorado a muchos dioses en el paganismo, después de haber adorado a un solo Dios en el cristianismo, es tiempo de que la humanidad se adore a sí misma. De que adore al individuo o que adore al Estado; de que se adore a una prostituta como en la Revolu ción Francesa, o de que se adore al concepto de raza como en el paneslavismo o en la revolución nazi; ¿qué más da? En todo caso, no más Cristo, no más Iglesia, no más dogma, no más cielo, no más Dios. ¡He aquí el programa impío que ha llenado de perturbación a nuestro siglo, cínicament e llamado “el siglo de las luces”! Pues bien, contra la soberbia racionalista, contra el satanismo de nuestra época, contra la impiedad, contra todas las idolatrías, la proclamación del dogma de la Asunción vendrá a tra zar más honda y más clara la línea divisoria de lo sobrenatural, entre el Reino de Dios y el reino de satán. Será decir a los que quieran oír en medio de la horrible confusión de ideas y de sistem as políticos y sociales, que han engendrado las más trascendentales revoluciones, desencadena ndo torrentes de sangre, en contraste con idílicas promesas, ¡basta ya! Por encima de todo, la luz de la vida eterna ha de abrirse camino, aunque sea a través de los más negros nubarrones. El dogma de la Asunción Corporal de la Santísima Virgen abrirá a todos los mortales esta magnífica perspectiva y pondrá en sus corazones la nostalgia del cielo. Será la afirmación del orden sobrenatural cristiano con todas sus consecuencias. Dará a entender con el leng uaje expresivo de la fe, qué hay “más allá” del sepulcro y que la muerte para los que mueran en el Señor, no es el término fatal y absoluto de la existencia, sino el comienzo de una nueva vida feliz y bienaventurada que jamás tendrá fin. Debemos mirar al cielo y seguir el trazo de luz que la Santísima Virgen nos ha dejado en su gloriosa asunción. Así hacían los Apóstoles... así también los Mártires... así tambié n los Santos. Eran hombres como los demás y habían de luchar con los mismos obstáculos; tenían las
mismas tentaciones y los mismos recursos, pero en algo diferían por modo extraordinario: q ue meditaban de continuo en la vida eterna. Y de este pensamiento sacaban fuerzas para cumpli r heroicamente con su deber... como el hombre vive de sus ideas, y según ellas ordinariamente determina sus operaciones, también nosotros debemos poner arriba nuestro anhelo suspirar p or la Patria verdadera. La esperanza nos hará olvidar las lágrimas y nos acercará a una acc ión valerosa”. Así termina Manuel García Castro su libro “El dogma de la Asunción”, con la significación que tendría el dogma. Escrito en vísperas de su proclamación lo transcri bimos cambiando tan solo el tiempo de algunos verbos, sus conceptos son rigurosamente vigentes. Años después, el Concilio Vaticano II, va a señalar cómo el dogma es esperanza de la Iglesia que peregrina: “La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro”. (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 68)
Reflexión de Pablo VI: “La solemnidad del l5 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al Cielo: fiesta de su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad, la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha Página 104 de 207
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glorificación plena es el destino de aquéllos que Cristo ha hecho hermanos teniendo en común con ellos la carne y la sangre (Heb 2, 14;Gal 4, 4) (Pablo VI, “Marialis Cultus”, 2 de febrero de 1974).
Y así llegamos al enfoque actual que hace nuestro Santo Padre Juan Pablo II: “La Asunción de María manifiesta la nobleza y la dignidad del cuerpo humano. Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete frecuentemente, en particular, al cuerpo femenino, el misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y a participar de su gloria. María entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su Corazón. Contemplándola el cristianismo aprende a descubrir el valor del cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección. (Juan Pablo II, 9 de julio de 1997, catequesis en la audiencia general)
La Asunción y la Realeza No es un hecho fortuito que Pío XII, poco después de definir el dogma de la Asunción, proclamase la Realeza de María. Quien contempla la Asunción de María Santísima en Cuerpo y Alma a los Cielos, inmediatamente es movido a contemplar también su coronación como Reina y Señora de tod o lo creado. Así lo mostraron los Santos y los Papas. Con esos dos Misterios Gloriosos culminamos el rezo del Santo Rosario. Ese es el sentir de la Iglesia, que así canta al Señor desde Occidente: A Tu derecha está la Reina vestida de oro y engalanada y a la Virgen desde Oriente: ¡Oh Señora! Nuestra lengua es incapaz de alabarte pues Tú, que engendraste a Cristo Rey, has sido elevada sobre los Serafines...
Dios te salve ¡oh Reina del mundo! ¡oh María! ¡Reina de todos nosotros! La unión de los Misterios fue resaltada en la última reforma del calendario latino que trasladó la celebración de la Realeza de María a la Octava de la Asunción, por lo que ahora algunos gustan llamar a esa prolongación de la fiesta “la semana de la glorificación de María ” (15 de agosto, la Asunción –22 de agosto, María Reina).
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“La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquélla que sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” (Pablo VI, “Marialis Cultus”, 2 de febrero de 1974).
Así lo había remarcado el Vaticano II: “Finalmente, la Virgen Inmaculada... terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial, y exaltada por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Apoc 19, 16), vencedor del pecado y de la muerte”. (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 59)
La figura soberana de María en el Rosario de Juan XXIII El Papa Juan XXIII, a comienzos de la década del 60, con “una viva preocupación en torno por la paz” quiere “una plegaria universal al Señor por esa intención”, “que interesa a individuos, familias y pueblos”, y para ello llama al rezo del Santo Ros ario, siguiendo León XIII y a sus sucesores... que hicieron honor a esa tradición conmovedores”, y queriend o él seguir “a esos grandes pastores”, hace una exhortación y la acompaña de meditaciones hecha s por él mismo, que envía a todos sus hijos, con esa actitud magnánima, característica en él, que hi zo se lo llamara “el Párroco del mundo”. Con esas meditaciones quiere “un más encendido ferv or en la oración por la salvación y paz de todas las gentes”. En ellas, al llegar a la Asunción, invita a contemplar el tradicional icono de la Dormición de María, del Oriente bizantino, y luego da una mirada sobre Occidente: “La figura soberana de María se ilumina y transfigura en la suprema exaltación a que puede llegar una criatura. ¡Qué cuadro de gracia, de dulzura, de solemnidad en la dormición de María, cual la contemplan los cristianos de Oriente.(describe el icono).... Los cristianos de Occidente prefieren, con los ojos y
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el corazón elevados, seguir a María que sube al Cielo en alma y cuerpo. Así la han visto y representado los artistas más célebres en su incomparable belleza. ¡Oh, sigámosla también así nosotros! Dejémonos arrastrar por el coro de Ángeles”. (Beato Juan XXIII, “Il religioso convengo” Exhortación sobre el rezo del Santo Rosario, contemplación del 4º Misterio Glorioso).
Tres hechos marianos signan la mitad del Siglo XX En 1950 el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción. Cuatro años después celebró el Centenario de la Inmaculada con el Primer Año Mariano de la historia, y en él hizo la sole mne proclamación de la Realeza de María. De los momentos en que se vivían esos hechos –1954, Congreso mariano Español de Zaragoza- volvemos a traer las palabras de José María Pemán:
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“Hace cien años fue proclamado el Dogma de la Inmaculada, fue en el epílogo de un siglo de desintegración de las ideas y en el proemio de otros en que se había de desintegrar hasta el átomo; y en el momento terminal de esta centuria es cuando se celebra el presente Año Mariano que quizás a algunos mueva a escándalo, a la manera de quienes se escandalizaron por el derroche de perfume de la pecadora a los pies de Jesús, al ver cómo se consumen los trescientos sesenta y cinco nardos de este año en honor de la Virgen. Nosotros sabemos que es en los momentos difíciles cuando se acude a la jaculatoria “Ave María”, cuando se tropieza, cuando se cae, cuando se está en peligro, un poco a la desesperada. Pues este Año Mariano es como el “Ave María” de un mundo que se siente en peligro de resbalar y de caer. Se proclamó el Dogma en un momento de división del mundo, cuando algunos apremiantes pedían a Pío IX fórmulas que pusieran sosiego internacional. Entonces contestaba el Papa que se proclamaba el Dogma porque era tan desesperado todo lo contingente que había que mirar a lo absoluto. Ahora los peligros son más taimados que hace un siglo: la guerra intelectual se ha hecho “fría”. En este momento de peligros difusos y de confucionismo es cuando Pío XII, a quien no se puede tachar de falto de espíritu moderno, propone a la Humanidad el “escándalo” metafísico del Dogma de la Asunción y del Año Mariano, y en él otro “escándalo” metafísico: la próxima proclamación de la Realeza de María”.
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