Los Diez Mandamientos - Juan Luis Lorda

March 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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LOS DIEZ MANDAMIENTOS

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Juan Luis Lorda

LOS DIEZ MANDAMIENTOS EDICIONES RIALP, S.A. MADRID

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© 2015 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290. 28027 Madrid (www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4536-0

ePub producido por Anzos, S. L.

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INTRODUCCIÓN

Este pequeño libro se esfuerza en hacer comprensibles los distintos aspectos de cada mandamiento, sin entrar en todos los detalles. Intenta mostrar que los diez mandamientos verdaderamente son una guía para la vida; y que pueden compartirla muchos que no se consideran cristianos. Por eso, no es un compendio de moral ni aspira a recoger todo lo que se podría decir de cada mandamiento. Como otro libro que edité sobre las Virtudes, procede de un programa de Radio Nacional de España, que se llama «Alborada». Lo hice durante varios años. Se trataba de ofrecer en dos minutos y medio, un pensamiento a primera hora de la mañana que pudiera inspirar el día. Para no improvisar, pensé un esquema general para desarrollarlo semana tras semana. Para el año 2012 escogí los Diez Mandamientos, e intenté explicarlos de la manera más breve y cercana posible, pensando en un público que quizá conocía poco la moral cristiana o incluso no era cristiano. Al preparar el texto para la edición, lo he revisado y reescrito casi entero, aunque conserva el esquema general y el tono directo.

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EL DECÁLOGO

1. El decálogo: las diez palabras de la vida eterna En una ocasión se acercó a Jesucristo un joven y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?». Sin duda el joven le había oído predicar y sabía que hablaba de una nueva vida con la que se podía superar la muerte. Pero ¿cómo entrar en esa vida? La respuesta de Jesucristo fue muy simple: «Ya conoces los mandamientos, guárdalos». Y le recordó una parte de la lista: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Como resumen, añadió: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19). Esta famosa lista de los diez mandamientos está en la Biblia hebrea en textos muy antiguos, que fueron puestos por escrito al menos 700 años antes de Cristo, en un libro que se llama el libro del Éxodo. Allí se cuenta que Dios entregó a Moisés esa lista en el monte Sinaí, después de renovar solemnemente la alianza entre Dios y el pueblo hebreo. En esa alianza, Dios se comprometió a ser el Dios de Israel, a guiarle y protegerle. Y, por su parte, Israel se comprometió a cumplir esos mandamientos. En la tradición judía, se les llama «las diez palabras»; que, en griego, se dice «decálogo» (deca-logoi: diez palabras). Por eso llamamos también «decálogo» a los Diez Mandamientos. En la Biblia, la lista de los diez mandamientos aparece en dos libros distintos, con pequeñas variantes: en el libro del Éxodo, como hemos dicho, y en el libro del Deuteronomio, que es una especie de recuerdo de la historia de la Alianza. Un buen israelita, si quería ser fiel a la alianza de su pueblo con Dios, tenía que esforzarse en amar y cumplir esas diez «palabras» de Dios. Es la manera de amar su voluntad. Para la tradición judía, la ley contenía y contiene muchos otros mandamientos, pero estos diez son los principales. En el Occidente cristiano, hemos recibido este decálogo junto con la fe cristiana y es la base histórica de nuestra educación moral. Todavía resuenan con gran fuerza en las conciencias. Muchos repiten hoy que la moral es relativa. Sobre todo lo dicen, me parece a mí, porque han cambiado sus costumbres sexuales. Pero pocos se atreverían a decir que los 6

mandamientos «no matarás», «no robarás», «no levantarás falso testimonio contra alguien» y «honrarás a tu padre y a tu madre» son relativos y opinables. Es decir, muy pocos se atreverían a defender que da lo mismo matar que no matar, robar que no robar, decir falsedades sobre el prójimo que no decirlas, atender a los propios padres o no atenderlos. Mucha gente repite, sin saber bien lo que dice, que la moral es relativa, pero, en la práctica, nadie lo admite en cuestiones de justicia. Todavía el viejo decálogo es un faro que orienta la conducta humana. Y no hay muchos más.

2. ¿Un límite o un camino? Se supone que el hombre moderno es un hombre emancipado y adulto, que obra de acuerdo con su libertad y que está liberado de muchas trabas antiguas. Esto tiene mucho de verdad. No estamos tan sometidos a la arbitrariedad de los que mandan como lo estaban antes. Pero también es cierto que nunca han pesado más leyes y restricciones sobre las personas. Hay leyes estrictísimas sobre la fabricación de cualquier producto, sobre la preparación de alimentos, las basuras y los residuos, la circulación de vehículos, las salidas de humos, las reformas de las fachadas, los vehículos que pueden circular o sobre la educación. Hay más libertad que en ninguna otra época para elegir yogures, pero nunca ha habido menos para educar a un hijo o para pintar una fachada (no digamos para cambiarla). De todas formas, al hombre moderno le gusta pensar —porque le han educado así — que es un hombre libre, y, quizá por eso, ve con recelo la idea de que le impongan unos mandamientos. Para el judío bueno y justo, que la Biblia pone como modelo, los mandamientos de Dios no eran una imposición y una carga, sino todo lo contrario: un regalo y un alivio. No los veía como una restricción, sino como la sabiduría de la vida y el modo más seguro de agradar a Dios. No veía en ellos la barrera que impide pasar, sino las señales que indican el buen camino y la luz que permite caminar en la oscuridad. Un camino en el bosque no es un atentado contra la libertad de ir por donde uno quiera, sino la mejor manera de atravesar el bosque. Nadie se enfada porque el fabricante de un electrodoméstico se lo venda con las instrucciones sobre el mejor modo de usarlo. No es una limitación de la libertad del cliente, sino un aumento de su libertad. Puede hacer mucho más en lugar de mucho menos. En realidad es una falta de libertad tener entre las manos un aparato delicado y complejo, y no saber qué hacer con él. La vida no es un aparato, pero es compleja y se puede estropear de muchos modos, algunos terribles. Contar con unas instrucciones del Creador que nos ha hecho no es una ofensa, sino un beneficio, una solución, una luz. Hay que agradecer ese beneficio. Lo explica de una manera muy bonita Filón de Alejandría, que era un filósofo judío del siglo primero antes de Cristo. Al comentar el primer libro de la Biblia, el Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice: «Este comienzo es más 7

maravilloso de lo que se pueda decir, porque incluye el relato de la creación del mundo; y en él se da a entender que el mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo, por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza por la que se gobierna el universo entero» (De Op. Mundi, I, 1-3).

3. Las dos tablas: lo que se debe a Dios y al prójimo El libro del Éxodo, donde aparece la lista de los mandamientos, es uno de los principales de la Biblia hebrea. Es un libro épico porque cuenta la salida del pueblo de Israel de Egipto, el paso del Mar Rojo, la peregrinación por el desierto hacia la tierra prometida, y la solemne alianza entre el pueblo hebreo y Dios. Para el pueblo judío el relato del éxodo es el recuerdo de su libertad. Y para los cristianos el éxodo es una imagen que anuncia la liberación del pecado y el paso hacia la tierra prometida que es el cielo. Según cuenta este emocionante y antiquísimo libro, después de pasar el Mar Rojo, el pueblo hebreo vagó por la península del Sinaí. Y se dirigió hacia al monte Sinaí, que se alza, enorme y aislado, en aquellos parajes semidesérticos. Allí acampó. Mientras el pueblo rezaba al pie del monte, Moisés que era el guía, subió a la cima y pasó varios días envuelto en una impresionante nube, hablando con Dios. Allí se renovó solemnemente la alianza o pacto entre Dios y el pueblo de Israel. Como condición, Dios entregó a Moisés la ley que debía guardar el pueblo. En primer lugar le dio el decálogo, los diez mandamientos. Después, según cuenta el mismo libro, otros muchos preceptos sobre casi todos los aspectos de la vida; y finalmente, instrucciones muy detalladas sobre el templo, las vestiduras, las ceremonias y las fiestas. Además, entregó a Moisés unas tablas de piedra donde, según dice el libro, estaban grabadas la ley y los mandamientos (Ex 24,12). Moisés bajó con ellas desde la cima y se encontró con una sorpresa desa​gradable: aquel pueblo que se suponía acababa de pactar una alianza, ya se había cansado. Viendo que Moisés se retrasaba en el monte y no volvía, pensaron que había muerto. Recogieron el oro que llevaban, lo fundieron e hicieron un becerro para tener algo que adorar. Al mismo tiempo que se les daba en la cima el mandamiento de amar al Dios verdadero, en la base del monte estaban haciendo un becerro de oro para adorarlo. Toda una señal de qué frágiles son las voluntades humanas. Nada era más contrario al pacto que acababan de hacer, porque se habían comprometido a adorar a un único Dios. Al ver aquel espectáculo, Moisés enfurecido tiró las tablas y se partieron; hizo pulverizar el becerro, esparció el polvo de oro al viento, subió de nuevo a la cima para pedir perdón y recibió unas nuevas tablas. Aquellas tablas quedarían como el recuerdo y testimonio de la Alianza. Y el antiguo pueblo hebreo las conservaba en una especie de cofre que transportaban con andas, de

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una parte a otra, y que se llamaba el Arca de la Alianza, hasta que se perdieron por los desastres de las guerras. Algunos han imaginado que se habla de dos tablas de piedra porque en los acuerdos y contratos antiguos y modernos se hacen dos copias una para cada parte. Sin embargo la representación tradicional aprovecha las dos tablas para dividir los mandamientos en dos grupos: en la primera tabla, los mandamientos que se refieren a Dios; y en la segunda, los que se refieren al prójimo.

4. Jesucristo y los mandamientos Los diez mandamientos son considerados por el antiguo pueblo hebreo como fruto de su alianza con Dios en el Sinaí. Y sabemos que, en tiempos de Jesucristo, eran muy venerados y conocidos por todos los buenos judíos. Según los Evangelios, Jesucristo habló de esos mandamientos en tres ocasiones principales, aparte de otras referencias. En una ocasión, lo hemos contado al principio, un joven que era muy rico le buscó y le preguntó qué tenía que hacer para lograr la vida eterna. Jesús le respondió que cumpliera los mandamientos; y le recordó la segunda tabla o grupo de mandamientos que se refieren al prójimo: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Añadiendo, como resumen: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19). En otra ocasión, un experto judío en la interpretación de la Escritura, le preguntó cuál es el principal mandamiento de la Ley; Jesús le respondió: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la Ley y los profetas» (Mt 22, 36-40). De esta manera, inspirándose en textos que aparecen en la Biblia, resumió todos los mandamientos que se refieren a Dios en uno solo: amar a Dios sobre todas las cosas. Y todos los mandamientos que se refieren al prójimo también en uno solo: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Pero hay una tercera ocasión importante. En este caso, en lugar de resumir hizo un desarrollo muy cuidadoso de los mandamientos que se refieren al prójimo. Se trata del Sermón de la Montaña, una enseñanza a sus discípulos que aparece en el evangelio de san Mateo. Allí detalla cada mandamiento. Donde el quinto mandamiento dice «no matarás», Jesucristo pide evitar cualquier maltrato o insulto al prójimo. Y al recordar el octavo que es no testimoniar en falso, Jesucristo reclama tener un lenguaje sencillo y veraz. No quiso quedarse en la letra o en lo mínimo que piden los mandamientos, sino en mucho más. Jesucristo declaró a sus discípulos que él no iba a quitar ni una coma de la ley; al contrario, que la quería llevar a su plenitud. Y eso se ve en la primera escena que hemos recordado: cuando el joven rico le respondió que cumplía los mandamientos desde niño,

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Jesucristo le pidió mucho más: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres (...) y luego ven y sígueme». Aquel joven no se atrevió a dejarlo todo y seguirle, precisamente porque era muy rico y le daba pena dejar lo que tenía. Pero muchos otros en la historia, se han atrevido. La mayoría, gente normal. Algunos, como san Francisco de Asís, verdaderamente ricos.

5. Las variantes de los mandamientos Ya hemos dicho que la lista del Decálogo o los diez mandamientos aparece dos veces en la Biblia. La primera, en el libro del Éxodo, donde se cuenta la escena de la Alianza en el Sinaí. La segunda, en el libro del Deuteronomio, donde Moisés recuerda la historia de la alianza y a qué se ha comprometido el pueblo hebreo; allí repite la lista de los diez mandamientos aunque de forma más resumida. Las dos listas —del Éxodo y del Deuteronomio— aparecen en columnas paralelas en el Catecismo de la Iglesia Católica y así se pueden apreciar fácilmente las pequeñas diferencias. Todas las tradiciones judías y cristianas han conservado el número de diez mandamientos. Pero a la hora de dividir las frases donde se explican, se produjo desde muy antiguo una diferencia entre Oriente y Occidente. La lista de los mandamientos comienza declarando solemnemente: «Yo soy el Señor tu Dios», y a continuación dice: «No habrá para ti otros dioses». El texto del Deuteronomio no dice más. Pero el texto del Éxodo desarrolla la segunda frase prohibiendo hacer cualquier tipo de imágenes, para evitar ídolos que pudieran ser adorados. Por este desarrollo, los cristianos orientales junto con la tradición judía distinguen en estas primeras frases dos mandamientos: el primero, adorar a un solo Dios. El segundo, no hacer imágenes ni adorarlas. En cambio, la tradición occidental considera que las dos frases son un único mandamiento: adorar a un único Dios y no hacerse imágenes de otras cosas. Al final de la lista de los mandamientos sucede lo contrario. El último mandamiento según el texto del Éxodo, es no codiciar la casa del prójimo, ni su mujer, ni su siervo ni su sierva, ni otros bienes. En cambio, el texto del Deuteronomio pone primero no desear la mujer del prójimo y después, no desear nada que sea propiedad del prójimo. La tradición occidental, siguiendo al Deuteronomio, distingue al final dos mandamientos: no desear la mujer del prójimo (noveno mandamiento) y no desear los bienes ajenos (décimo mandamiento). En cambio, la tradición judía y la del oriente cristiano ha mantenido unidas las dos frases y lo consideran un único mandamiento. Esto hace que aunque el número total sea igual —diez mandamientos—, en la tradición judía y en la cristiana oriental, hay cuatro mandamientos referidos a Dios y seis al prójimo. En cambio, en la tradición occidental, hay tres mandamientos referidos a Dios y siete al prójimo. Como solo se trata de una diferencia en la manera de agrupar las frases, la enseñanza es la misma. Pero es una curiosidad histórica. 10

6. Los mandamientos como resumen de la moral Desde muy antiguo los cristianos han usado la lista de los mandamientos para enseñar la moral o el comportamiento cristiano. Claro es que la pura lista de los mandamientos no recoge todo lo que se puede decir sobre la manera justa de vivir o lo que Dios quiere del hombre y Cristo ha enseñado. Es un esquema general que también sirve de marco para muchas más cosas. El mismo Jesucristo al explicar los mandamientos, desarrolló su contenido. Después, con la experiencia de la vida, la tradición de la Iglesia ha recogido en la enseñanza de cada mandamiento más cosas que están relacionadas. Por ejemplo, si pensamos en el cuarto mandamiento «honrarás a tu padre y a tu madre», la tradición cristiana aprovecha este mandamiento para enseñar toda la moral de las relaciones familiares entre padres, hijos y hermanos, pero también incluye los deberes de respeto y obediencia hacia cualquier tipo de autoridad. Y en el séptimo mandamiento, que resumidamente dice «no robarás», se aprovecha para explicar toda la doctrina sobre la justicia en las relaciones económicas. De ese modo, cada uno de los mandamientos se ha convertido en algo así como un capítulo de la moral cristiana. Y con la sabiduría de los siglos, aprovechando el esquema de los mandamientos, se ha llegado a una exposición muy completa de los distintos aspectos del vivir humano. Según el sentir de la Iglesia, esta moral no es solo cristiana, sino que expresa la moral «natural», la moral que todos los hombres tienen por naturaleza, la que muchos pueden alcanzar con solo tener un poco de sensibilidad. Es verdad que, a veces, no todos tienen claros los mismos principios morales; y que se notan diferencias de detalle. Pero también se observan sorprendentes paralelismos. Por ejemplo, en todas partes se piensa que es malo robar, mentir, hacer daño sin motivo al prójimo, o maltratar a los padres. Los primeros cristianos se quedaron asombrados al comprobar hasta qué punto lo que enseñaban coincidía con muchos preceptos de la sabiduría antigua griega y romana. Sobre todo en los mandamientos sobre el prójimo. Notaban diferencias importantes de estilo y motivación; y se daban cuenta de que muchos paganos no podían tratar a Dios de la misma manera que los cristianos, porque tenían una imagen muy distinta de Dios. Pero en lo demás, notaban sorprendentes coincidencias con los sabios griegos y romanos. Por ejemplo, al tratar de la sobriedad con que conviene vivir y de las exigencias de la justicia. Lo mismo sucedió al entrar en contacto con otras culturas y encontrar verdaderas muestras de sabiduría, por ejemplo, en algunas tradiciones orientales en China y en la India. Todos estaban de acuerdo en que había que ser justos con los demás, honrar a los padres, y no dejarse llevar por los arrebatos de los deseos o por la ira. Al pensar en estas coincidencias, los cristianos se acordaban de que la ley de Dios está metida en el fondo de la realidad, porque el mundo ha sido creado por Dios. Por eso 11

la ley de Dios no es algo superpuesto y extraño a la conciencia humana, sino que es como un ideal de vida. Por esto le llamaron «ley natural», es decir la ley o estructura íntima o sentido de las cosas y de las personas.

7. La primera tabla: mandamientos del amor a Dios Con el tiempo, el decálogo o la lista de los diez mandamientos se convirtió en el esquema que resume toda la moral y la ley natural. También se formularon los mandamientos de una manera más sencilla, para usarlos fácilmente en la enseñanza y que se pudieran memorizar. La enseñanza cristiana presenta los mandamientos en dos grandes partes o, si se quiere, dos tablas, en recuerdo de las tablas de piedra que recibió Moisés. La primera, son los mandamientos que se refieren a Dios; según la tradición occidental son tres: 1. Adorar a un solo Dios 2. No tomar el Nombre de Dios en vano 3. Santificar las fiestas. Y la segunda parte se refiere al prójimo, y allí están otros siete mandamientos: 4. Honra a tu padre y a tu madre 5. No matarás 6. No cometerás actos impuros 7. No robarás 8. No dirás falso testimonio ni mentirás 9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros 10. No codiciarás los bienes ajenos. Según la enseñanza del mismo Jesucristo, los tres primeros se pueden compendiar en uno solo: «Amar a Dios sobre todas las cosas». Y los siete segundos también en uno solo: «Amar al prójimo como a uno mismo». Lo subraya san Pablo: «En efecto, no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás mandamientos se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 9-10). Es bonito pensar que toda la ley moral se puede compendiar en dos mandamientos que consisten en amar: amar a Dios y amar al prójimo. Por eso, aunque a veces se formulen negativamente «no matarás», «no codiciarás», los mandamientos no son un conjunto de prohibiciones, sino, sobre todo, una gran invitación a amar. Los preceptos negativos marcan el mínimo de la vida moral, la frontera de abajo. Pero la vida moral está dirigida hacia una plenitud que no tiene límites hacia arriba, porque no los tiene la capacidad humana de amar a Dios y al prójimo. Según la tradición cristiana, nadie puede asegurar que ama a Dios, si no ama al prójimo. Lo expresa muy bien el apóstol san Juan en su primera carta a los cristianos: 12

«Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor», y añade recordando la primera enseñanza cristiana: «Si alguno dice ‘amo a Dios’ y odia a su hermano, es un mentiroso, porque quien no ama a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve. Hemos recibido de él (de Jesucristo) este mandamiento: el que ama a Dios, que ame también a su hermano» (1Jn 4, 8.20-22).

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I. AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

1. Si Dios existe, habrá que amarle por encima de todo Está escrito en el libro del Deuteronomio: «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4). Y eso mismo repitió Jesucristo cuando le preguntaron cuál es el mandamiento principal (Mt 22, 37). Recordó estas frases que repetía todo judío piadoso como oración para comenzar y acabar el día. A esa oración se le llama el Semá, por la primera palabra hebrea («escucha»). Son el primer mandamiento cristiano. Por una parte, si existe Dios, parece lógico que haya que amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Es lógico amar más a lo que es mejor. Y Dios, por definición es lo máximo. Pero solo es lógico si ese Dios resulta justo y bueno, porque solo podemos amar lo que es bueno. En la religiosidad griega o en la romana no se exigía amar a los dioses, sino solo tratarles con el suficiente respeto y culto. Pero es que los dioses griegos y romanos, tan caprichosos, imprevisibles y envidiosos, no podían merecer un amor muy grande. Era fácil tenerles miedo, porque se mostraban llenos de amenazas, pero era difícil tenerles amor, porque, en el fondo, no se lo merecían. De hecho tampoco lo exigían; les bastaba el respeto o el miedo. Era un culto externo y puramente ritual. No llegaba al alma. En cambio, el primer mandamiento de la Biblia exige amar a Dios con toda el alma. No se queda en lo externo. Alguno puede pensar: ¿no es demasiado pedir amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? Incluso, ¿es posible para un ser humano amar así, tan rotundamente, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? Y alguno también podría preguntarse: ¿no es este amor excesivo la causa de muchos excesos? Los buenos judíos y cristianos responderían que Dios es lo más digno de ser amado, porque es infinitamente bueno y justo. Y que no se puede cometer exceso en amar a Dios, porque no se puede cometer exceso en amar la bondad y la justicia. Hay que amar a Dios con bondad y justicia. Por eso, este mandamiento va unido al de amar al prójimo como a uno mismo. Y si alguno saca del amor a Dios excusa para maltratar al prójimo va contra el espíritu de los mandamientos. Porque, como recuerda el apóstol san Juan, no se 14

puede amar a Dios a quien no vemos si no se ama al prójimo al que vemos. El prójimo es imagen de Dios. Y la otra duda planteada: ¿pero es posible para el ser humano amar así, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? ¿No es más de lo que somos capaces? En efecto, parece que el ser humano por sí solo es incapaz de mover un amor tan grande. A esto la tradición judía y la cristiana responderían que el amor que Dios merece viene provocado por Dios mismo. No se logra con las fuerzas humanas. No se puede ser bueno con las propias fuerzas. En esto se diferencia la religión de las aspiraciones filosóficas.

2. El rostro de Dios, revelado en Cristo Se ama algo en la medida en que se lo conoce y se ve que es bueno. Así amamos el dinero, en la medida en que nos parece bueno: y, de otro modo, amamos a nuestros amigos: porque nos damos cuenta de que son buenos. Si nos parecieran malos, nos apartaríamos de ellos y no podríamos quererles. Esto es una ley de la psicología humana y una ley necesaria: no podemos amar lo que no nos parece bueno. Pero al revés también es verdad, no podemos no amar lo que se nos manifiesta como bueno. Y esto pasa con las cosas y también con las personas: todo lo que se nos manifiesta como bueno lo amamos y todo lo que nos parece malo, nos causa repugnancia. Entonces, ¿el amor es libre? Es libre en aspectos secundarios, pero no es libre en los aspectos principales. Es decir, yo puedo ponerme en ocasión de amar a algo o a alguien, si lo trato con mayor o menor frecuencia, pero no puedo evitar amarle si es bueno. Y no puedo evitar no amarle si no es bueno. Es una cuestión de principios. Es verdad que caben muchas cabriolas mentales, porque las cosas pueden ser buenas en muchos sentidos. Puede que una persona, en el fondo, no sea buena, y sin embargo sea guapa. Quizá se le puede querer o desear en tanto que es guapa aunque, al final, será inevitable la decepción, porque el verdadero amor humano no consiste en querer apariencias, sino personas. Se puede encontrar un cuerpo agradable pero eso no es amar a una persona. Con Dios sucede lo mismo. Solo se le puede querer en la medida en que se descubre que es bueno. Por eso, el primer mandamiento, «amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas», lleva aparejado un camino de conocimiento. Solo se le puede amar así, si se le conoce así. Solo si llegamos a conocer la inmensa bondad de Dios podemos amarle con todo el corazón. El conocimiento de Dios tiene una doble fuente. La primera es la revelación de Dios mismo. Sabemos cómo es Dios, porque Él mismo se ha mostrado en la historia de la humanidad: en la historia del pueblo de Israel, y en el mensaje de Jesucristo. En el Antiguo Testamento (la Biblia judía), se nos ha mostrado como un Dios de misericordia y de justicia. En el Nuevo Testamento (los Evangelios y los escritos de los apóstoles), como un Dios, que es llamado Verdad y Amor, y que se manifiesta como Padre. Por eso, 15

en la medida en que se vive la fe cristiana, y se descubre que es justo y bueno y que nos quiere como Padre, es fácil amarle. Pero para amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas hace falta algo más. Aquí viene la segunda fuente: la experiencia personal de Dios, que se produce al tratarle y descubrirle personalmente. Si no hubiera tanto testimonio en la historia, podría parecer imposible. Sin embargo, son muchos los cristianos que han seguido ese camino de conocimiento personal de Dios y han llegado a tratarle como Dios y como Padre. Para nosotros estos santos se han convertido en maestros de oración.

3. Fe, esperanza y caridad El primer mandamiento dice que hay un solo Dios. Y que hay que adorarle, confiar en Él y amarle con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas. La tradición cristiana piensa que la relación del ser humano con Dios se desarrolla con tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad. Se llaman virtudes, porque son hábitos de comportamiento que ponen a Dios en el centro de la psicología humana. Tener fe consiste en creer en Dios: creer que Dios existe, pero también creer lo que Dios enseña, aceptar su mensaje y su palabra. La cuestión de si Dios existe o no es más profunda y amplia de lo que puede parecer, porque de eso depende cómo es toda la realidad. Creer que Dios existe es pensar que toda la realidad tiene un fundamento bueno y justo y razonable. Y que ese es también el marco de nuestra vida. Es decir, que uno mismo debe ser justo, bueno y razonable. Si no existe Dios, no está claro que el fundamento de la existencia tenga que ser bueno, justo y razonable, y tampoco se puede deducir tan claramente por qué los seres humanos tenemos que ser justos y razonables, si la materia que nos ha hecho no lo es. La esperanza es la confianza en Dios. Es decir, que en el fondo, para las grandes cuestiones de la vida se confía en Dios, no se confía simplemente en las propias fuerzas ni en los medios de que uno dispone, ni en la buena suerte. El que solo confía en sus fuerzas o en la suerte está perdido, porque no son capaces de darnos ni la felicidad completa ni la justicia plena, ni la vida eterna. No podemos resolver con nuestras fuerzas las aspiraciones más profundas de nuestro ser, porque son mayores que nuestras capacidades. Y sería un error trágico confiar en otra cosa que no sea Dios. Si existe un Dios bueno, justo y razonable, las cosas tienen que tener solución, por lo menos al final. La caridad es el amor propio de Dios. No cualquier amor, sino el de Dios. Lo mismo que la fe y la esperanza, la caridad es, en realidad, un don de Dios. Amor es una palabra muy gastada y al mismo tiempo una experiencia humana muy profunda. Todos aspiramos a un amor verdadero: a ser amados completamente y, aunque no seamos tan conscientes de ello, a poder amar completamente. A que ese amor no sea estropeado por desplantes y por heridas y por egoísmos. Todos los seres humanos tenemos experiencia de lo bueno que es el amor y, al mismo tiempo, de lo difícil y frágil que es.

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Ese es el amor medido con la medida humana, con una aspiración infinita, pero, en nuestra experiencia, sometido a los límites humanos. En cambio, la caridad es el amor de Dios, el amor que tiene Dios y el amor que da Dios. Porque es el amor de Dios y porque Dios lo da, es posible amarle a Él y al prójimo con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. Hay que pedirlo sin cansarse, porque es un don que no merecemos. Las tres virtudes están muy unidas. En la medida en que hay conocimiento o fe en Dios, puede haber amor. Y en la medida en que hay amor, se enciende la confianza y la ilusión, la esperanza. También es verdad que la esperanza es causa del amor, porque es fuente de agradecimiento. Todo comunica.

4. Los falsos dioses y los ídolos El primer mandamiento de la ley de Dios, que compartimos judíos y cristianos, y también musulmanes, proclama que hay que amar y adorar a un único Dios. Solo hay un Dios y no se puede adorar algo que no sea Dios. Aquello que se adora pero no es Dios, se llama ídolo. Los ídolos son las representaciones falsas de Dios, que ocupan su lugar. Por extensión, llamamos ídolos a las personas más admiradas del mundo del deporte o del cine, en la medida en que nos parecen personajes de fábula. Claro es que en esto hay siempre exageración; porque, según el viejo dicho inglés, nadie es un gran personaje para su ayuda de cámara: es decir, para aquellos que están más cerca; porque acaban conociendo las debilidades y los límites. Ninguna persona se convierte realmente en personaje. De lejos puede parecerlo; pero de cerca no se puede mantener la representación. Eso no quita para que haya grandes personas de carne y hueso. Unas destacan por su sentido moral o su amor al prójimo; otras por su capacidad para el deporte o la escena o por su atractivo. Pero son cosas que no tiene por qué ir unidas. Está claro que el atractivo físico no supone necesariamente ni gran inteligencia ni gran sentido de la justicia. En la admiración de los ídolos del cine y del deporte puede haber exageración, como sucede en algunos y algunas adolescentes, pero sería difícil llamarle a esto propiamente idolatría. Idolatría es trasladar a algo la confianza, la esperanza y el amor que solo Dios merece, que solo se puede poner en Dios. El primer mandamiento prohíbe dar a otras cosas el culto o la devoción que solo Dios merece. Se llama idolatría a dar culto a imágenes de dioses extraños, que no pueden ser más que representaciones falsas; poner esperanza en amuletos y fórmulas mágicas. Pero también es una forma de idolatría poner el fin de la vida en otras cosas en lugar de Dios: en el dinero, las riquezas, el sexo, el poder o el éxito social. Estas cosas se pueden convertir en ídolos por la gran capacidad que tienen de absorber la dirección de la vida y por reclamar, a veces, la entrega total de la persona. Y pueden competir con el amor de Dios, porque ocupan el espacio en que este puede surgir. No es posible amar a Dios cuando uno se busca tanto a sí mismo. 17

Se convierten entonces en falsos ídolos, que prometen mucho, incluso toda la felicidad posible, pero no la pueden dar. El ser humano siempre desea ser saciado, pero solo hay un Dios que puede dar la felicidad eterna. Todo lo demás no vence la muerte ni llena las aspiraciones de la vida. Podemos vivir llenos de intereses e ilusiones, pero sin confundirnos: solo hay un Dios.

5. Adorar a Dios El primer mandamiento prohíbe adorar aquello que no es Dios, pero también manda amar y adorar al verdadero Dios. ¿Qué es adorar? Supone muchas cosas: adorar es una mezcla de inmenso respeto, de veneración, de reconocimiento de lo que es superior; uniéndolo a una especie de entrega personal. Eso es la devoción. La palabra castellana «devoción» viene del latín. Y, en su significado original, quiere decir entrega y dedicación, la ofrenda que uno hace de sí mismo. Por eso, la adoración a Dios tiene estos dos aspectos: por un lado, el reconocimiento y admiración (amor) ante lo que es superior, y por otro, la entrega personal. Por otra parte, es lo propio del verdadero amor. Todo gran amor es una mezcla de admiración y entrega. También en castellano se usa la palabra adorar para los amores humanos: «Te adoro», se dice o se decía, porque quizá hoy se prefieren expresiones menos trascendentes, como «me gustas» o «me caes bien», pero está claro que no es lo mismo. Los amores humanos suscitan admiración y entrega en la medida en que son verdaderos y buenos. Y no habría auténtico amor, si no se despertaran estos sentimientos. En realidad, no compiten con el amor de Dios, sino que más bien son reflejos del amor de Dios. El amor verdadero que se tienen los esposos o el que tienen a los hijos, o el de los hijos a los padres, o el de los hermanos, o el de los amigos no contradice el amor de Dios, sino que lo refleja. Esto es llamativo y es uno de los argumentos que hacen pensar en la necesidad de Dios, como fundamento de estas dimensiones tan profundas de la persona humana. La tradición judía y cristiana creen firmemente que el ser humano ha sido hecho a imagen de Dios. Por eso, en las dimensiones más profundas del ser humano, se refleja cómo es Dios. Y en las relaciones más profundas del ser humano, también se aprende cómo hay que tratarle. Los cristianos no adoran a un Dios lejano, poderoso y terrible. No se adora el poder de destrucción o la fuerza sublime. Sino que se adora a un Dios que es bueno y justo. Por eso, los sentimientos de admiración y de devoción hacia el Dios cristiano no son destructivos sino constructivos. No llevan a la enajenación propia y a la injusticia o al maltrato de los demás, sino que llevan a la atención, a la justicia y a la caridad con los demás. En la tradición judía y, especialmente, en la cristiana, se trata a Dios como Padre. Eso da a la adoración de Dios un tono particular. Y al mismo tiempo recuerda que hay que ver en los demás, hermanos. 18

6. Cuando se quita a Dios: supersticiones y magia Es verdad que mucha gente no cree en Dios, pero Dios no es tan fácil de quitar, por muchas y poderosas razones que, a veces, no aparecen a simple vista. El ateísmo es muy difícil, salvo para la gente que no piensa. Primero, porque si no hay un Dios, la realidad no puede tener sentido en el fondo, y se queda como vacía e inhumana: no podemos esperar mucho de una materia que ha hecho el mundo sin darse cuenta. Después, porque tampoco nuestra vida puede tener un fin; y la felicidad plena a la que aspiramos no puede existir ni la podemos alcanzar. Hay un enorme vacío en el cosmos y en la propia persona. Sin Dios, la existencia humana se vuelve muy precaria; y el futuro más precario e incierto todavía: ¿qué nos pasará? Depende de muchas cosas, que, en gran medida, no controlamos. Quedamos en una especie de desamparo existencial. Por eso es tan frecuente buscar otros recursos que, por lo menos den parcelas de seguridad. Decía Chesterton que el que no cree en Dios está expuesto a creer en cualquier cosa. Y está expuesto porque en cierta medida necesita creer en algo, confiar en algo, estar seguro de algo. Por eso, una desviación frecuente de la psicología y la religiosidad humana es la superstición. Es decir, la confianza en medios extraños como la adivinación, los conjuros, la brujería y el espiritismo. Con estos medios extraños, se espera conseguir lo que solo Dios puede dar. Se espera prever el futuro: pero también curarse, asegurar los negocios o el amor; y entrar en contacto con los muertos. La magia es el intento de controlar por medios ocultos y extraordinarios la realidad, que con los medios normales no podemos controlar. Es una especie de parásito de la cultura humana, que acompaña toda la historia de la humanidad desde sus primeros pasos; y que no desaparece tampoco en las sociedades desarrolladas. Al contrario, no hay más que ver las páginas de anuncios para comprobarlo. Cuando una sociedad cree menos en Dios, mucha gente cree en los horóscopos, en los brujos, los visionarios, los curanderos y las medicinas alternativas sin ninguna base científica. A veces, estas cosas pueden parecer un juego, pero, como enseña la experiencia, también pueden convertirse en una esclavitud, por la gran necesidad que tenemos de lo que nos prometen. Así sucede con los amuletos, el leer la mano, echar cartas, la guija u otros juegos de adivinación o el horóscopo. Ordinariamente, se trata de puros y sencillos fraudes, que no tienen ningún fundamento y son contrarios a la religiosidad. Se lee en la Biblia: «Los pueblos paganos consultan a hechiceros y adivinos, pero a ti no te lo permite el Señor tu Dios» (Dt 18,14). Se suele llamar magia blanca a este tipo de cosas, cuando solo se trata de usar instrumentos. Y magia negra, cuando hay una invocación explícita a los poderes malignos o al demonio, que es «padre de la mentira» (Jn 8,44). Esto es más duro y más grave por las dependencias que puede crear: también abundan en nuestra sociedad. Ocupan el hueco que deja la ausencia de Dios en las conciencias. 19

7. Dios y el arte: presencias invisibles No es fácil quitar a Dios de en medio. El ateísmo es por lo menos tan difícil como la fe. Se puede vivir sin Dios, porque, en esta vida, se puede ir tirando, y todos vamos tirando de alguna manera. Pero es muy difícil quitar a Dios del todo. Si no hay Dios, la realidad que nos rodea no puede tener ninguna razón detrás. De hecho cuando se piensa en el origen del mundo y en el desarrollo de la vida, caben dos opciones. Una, que todo lo que las ciencias nos descubren, que realmente es como un cuento de hadas, sea una especie de explosión absurda. Otra, que, de alguna manera, manifieste la inteligencia de un Dios creador. El mundo tiene tantos aspectos maravillosos que parece apoyar la segunda idea, aunque también a veces nos sentimos desamparados por los golpes de esa misma naturaleza. Porque la naturaleza en su conjunto refleja la belleza y el poder de Dios, pero no siempre refleja la bondad y la justicia de Dios. También es difícil quitar a Dios del fundamento de la moral. La conocida frase de Ivan Karamazov, sigue haciendo pensar: «Si Dios no existe, todo está permitido». Es verdad que hay gente que no cree en Dios y es honrada, y también que se puede hacer una ética sin creer en Dios. Pero la fuerza social que todavía tienen entre nosotros las convicciones morales depende todavía, en gran parte, de la autoridad de Dios, de la autoridad de los diez mandamientos. Y no es fácil de sustituir por lo que a uno se le ocurre. Si no hay un Dios detrás, es difícil responder a la pregunta de por qué hay que ser justo y bueno. Incluso a la pregunta de qué es lo justo y lo bueno. Sabemos en qué sentido es bueno y justo el Dios cristiano. Pero si quitamos ese fundamento: ¿tiene algún sentido la justicia?, ¿la materia es justa?, ¿la física o la química son justas? La justicia nos exige tratar a los demás como a nosotros mismos. Pero si creemos que los demás son fruto de la casualidad, ¿no es mejor la ley del más fuerte? Si en el mundo animal, el que es más fuerte gana, y esta es la ley también por la que triunfa la evolución, ¿por qué entre los humanos tendría que ser distinto? Estas preguntas tienen difícil respuesta. Lo sabía Kant que, sin creer demasiado, pensaba que era necesario poner a Dios como fundamento de la moral, por lo menos desde un punto de vista práctico. También es difícil garantizar la existencia del arte humano. Lo expuso muy bien el crítico literario Georges Steiner en su famoso libro «Presencias reales». El arte necesita un más allá, necesita el espacio propio de Dios, incluso si no se cree en Dios. No solo como fundamento de la belleza, para que no resulte un simple producto de la imaginación humana. Es también por las necesidades de plenitud, de apertura, de espacio mental; de trascendencia. Si hay Dios, todo puede ser una metáfora de algo más. Pero si no hay Dios, solo puede ser una metáfora del vacío, una especie de expansión gratuita de la imaginación. No hay nada que sugerir más allá, ningún trasfondo más profundo, ninguna trascendencia. Cualquier más allá sería una mentira o por lo menos un espejismo. No podríamos escapar del realismo más cruel. 20

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II. NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

1. La importancia del nombre El segundo mandamiento es «No tomarás el Nombre de Dios en vano». Pide tratar el Nombre de Dios con el debido respeto, no usarlo mal, evitar la blasfemia y no jurar sin necesidad o en falso, poniendo a Dios por testigo de una mentira. En comparación con la mayor parte de las culturas antiguas, damos muy poca importancia a los nombres de las personas. Se ponen a los niños y a las niñas sin pensarselo demasiado: casi siempre en relación con los personajes de moda en el deporte, el cine o las series de televisión. Y así unos años abundan unos nombres y más tarde, otros. Con frecuencia, con solo oír el nombre de una persona, se puede saber en qué años nació. En otras culturas y desde la más remota antigüedad, los nombres de las personas no eran un adorno convencional y como exterior, sino que querían expresar algo de la misma persona y quizá presagiar su futuro. Generalmente se les imponía con algún tipo de ceremonia inicial o iniciática. Eran como un buen deseo y un buen augurio. Curiosamente, en el libro del Apocalipsis, que es el último libro de la Biblia cristiana, se habla de un nombre secreto que cada uno recibirá al final de los tiempos. Ese nombre final es el nombre verdadero, que expresa no lo que quería ser aquella persona, sino lo que realmente ha sido delante de Dios. Hablar del nombre es hablar de la persona. Maltratar el nombre es maltratar a la persona. Esto también sucede con el Nombre de Dios. Se comprende que hacia el Nombre de Dios sientan distinto respeto las personas que creen de las que no creen. Para el que cree, se trata del Dios verdadero, y, al nombrarlo, de alguna manera se le hace presente, con toda su dignidad y su fuerza. Por eso usa el Nombre de Dios con reverencia y los creyentes lo escriben con mayúscula. Para el que no cree, en cambio, solo es una palabra. Si la trata con respeto es, sobre todo, para no ofender innecesariamente a los que creen. Es una cuestión de educación y tolerancia, que ciertamente se agradece. En castellano, la vieja traducción del segundo mandamiento, conserva su sabor. Se habla de no tomar el Nombre de Dios «en vano». Vano es lo que resulta demasiado 22

ligero. Se pide no tratar el Nombre de Dios con ligereza, como sin darse cuenta; por broma o juego. Aunque es peor si se toma en serio de mala manera, como cuando se usa en conjuros y otras prácticas mágicas. Y otro capítulo bastante triste es cuando se lo maltrata en burlas y blasfemias; a veces, por pura inconsciencia. Una inconsciencia muy áspera y de muy mal gusto.

2. La revelación del Nombre de Dios El libro del Éxodo, que ya conocemos y forma parte de la Biblia, cuenta el Éxodo o salida de Israel, huyendo de la esclavitud a la que estaba sometido en Egipto, y atravesando el desierto del Sinaí hasta la tierra prometida que, más o menos, se corresponde con el Israel actual. Se puede calcular que el pueblo hebreo salió de Egipto y realizó esta epopeya, guiado por Moisés, en torno al siglo XV antes de Cristo. El libro comienza presentando la figura de Moisés y su historia. Es una historia curiosa, con todo el sabor de las narraciones antiguas. Y una de las escenas más emocionantes es la vocación de Moisés: su encuentro con Dios, donde le explica lo que quiere de él y le revela su Nombre. Estaba Moisés cuidando los rebaños de su suegro por el monte, cuando a lo lejos vio un arbusto o zarza ardiendo, pero no se consumía ni se apagaba el fuego. Le llamó la atención. Al acercarse lleno de curiosidad, oyó que le llamaban desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió «Aquí estoy». Entonces se le dijo: «Descálzate, porque el lugar que pisas es sagrado». Moisés se estremeció al sentir así la cercanía de Dios y se llenó de asombro. Entonces, Dios le explicó que lo había elegido como guía para sacar a su pueblo, Israel, de la esclavitud de Egipto. Y le pidió que fuera a decírselo al pueblo. Moisés, confundido, repuso: «Si yo voy a los israelitas y les digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros, y ellos me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les digo?». La pregunta parece un poco extraña, porque se trataba del antiguo Dios de Israel, que habían venerado los hebreos en tiempos antiguos. Pero en Egipto los judíos estaban acostumbrados a vivir entre muchos dioses egipcios; y sus propias y antiguas tradiciones probablemente les quedaban un poco lejos. Quizá por eso Moisés pregunta «el Nombre»: ¿De parte de quién voy a hablar? Y Dios le revela un nombre nuevo, que nunca se había usado antes. Se lo revela en tres frases seguidas. Primero le dice «Yo soy el que soy», que es una afirmación —de entrada— fuerte y misteriosa. Se podría interpretar como una manera de eludir la respuesta, algo así como decir: «¿Y a ti qué te importa?». Pero por otra parte, que Dios se llame a sí mismo «Yo soy el que soy» es un buen nombre para Dios, porque, si existe Dios, tiene que ser el que verdaderamente es por encima de cualquier otra cosa. Dios es «el que es». De hecho la segunda frase parece apoyar esta segunda interpretación, porque añade: «El que es me envía a vosotros». Es decir, utiliza como sujeto o como nombre propio 23

«el que es». Esto refuerza la idea anterior: Dios es verdaderamente «el que es». Y luego viene la tercera frase. Donde sustituye «el que es» por un misterioso «Yahveh», y dice: «Yahveh, el Dios de vuestros padres (...) me envía a vosotros». Así se revela el Nombre sagrado de Dios en estas tres frases: «Yo soy el que soy (...). El que es me envía a vosotros (...). Yahvéh (...) me envía a vosotros».

3. El Tetragrama sagrado Los judíos piadosos interpretaban e interpretan el mandamiento «no tomarás el Nombre de Dios en vano» de la manera más estricta posible. No usan nunca el nombre que Dios reveló a Moisés. Lo encontraban escrito por todas partes en la Biblia hebrea, pero nunca lo pronunciaban. Cuando se leía la Biblia y se llegaba al nombre propio de Dios, se leía otro equivalente en su lugar; generalmente, «Adonai», que se traduce por «Señor». De tal manera que incluso se perdió la noticia de cómo se pronunciaba. Esto puede parecer raro a quienes usamos idiomas donde se escriben todas las letras. Pero en el hebreo antiguo, se escribían solo las consontantes y no las vocales. Al ver las consonantes se identificaban las palabras, y se pronunciaban como uno las había oído siempre. Solo mucho más tarde se añadió a la escritura una especie de puntuación por debajo que permitía identificar las vocales. Y así es el hebreo clásico, más o menos apartir del siglo I de nuestra era. En el caso del nombre de Dios, se veían las cuatro consonantes, pero no se sabía cuáles eran las vocales. Era un secreto. Solo lo pronunciaba un día de fiesta al año el Sumo Sacerdote, entrando en la parte más sagrada del templo. Con eso se perdió la pronunciación. Si hoy sabemos que se pronunciaba antiguamente «Yahvéh» es porque, en algunos escritos heréticos judíos antiguos, se ha encontrado el nombre de Dios trasladado a letras griegas. Es decir trasladando los sonidos (consonantes y vocales) a las letras equivalentes en griego. Sabemos que se pronunciaba «Yabé». En el hebreo clásico, el nombre se presentaba con cuatro consonantes. En griego, «tetra-gramma» (cuatro letras). Por eso, se le llama también el «tetragrama» sagrado. Las cuatro letras son: una «y» («iota» en hebreo), una hache («he» en hebreo), una «v» («vau» en hebreo) y otra «he» hebrea: YHVH. Así se suele encontrar en la puerta de las sinagogas y también en algunos lugares de culto cristiano. El caso es que la palabra Yahveh con sus cuatro consonantes (YHVH) se parece muchísimo a la palabra hebrea «Él es»; es decir, a la tercera persona del singular del verbo ser, que se escribiría YHYH. Con un palo más largo debajo de la tercera letra (es lo que diferencia la iota de la vau). Esto refuerza mucho la idea de que el Nombre de Dios significa en el fondo «Él es» o «Él es el que es». Llamar a Dios «el que es» ha hecho pensar mucho a los filósofos cristianos. Porque pone a Dios en la cima y en el fundamento de la escala de seres del universo. Dios no es

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un ser más. Es el que verdaderamente es, antes que nada e independientemente de ningún otro. Lo demás existe porque Dios quiere y en la medida en que Dios quiere. Así que el Nombre revelado por Dios tiene mucha fuerza y contiene muchas sugerencias importantes para la filología hebrea y también para la filosofía cristiana.

4. Nombres de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento Los hebreos usaban otros nombres y también muchas expresiones en lugar del nombre propio de Dios, YHVH. Le llamaban el Altísimo o el Señor, también el Omnipotente o el Santo. Y usaban también circunloquios para no pronunciar el Nombre. Por ejemplo, decían que las bendiciones nos vienen «de lo alto», o «de los cielos» para expresar que es Dios quien las da. Todos los nombres expresan algo de lo que creemos sobre Dios. En los textos cristianos que se añadieron a la Biblia, hay nuevos nombres de Dios. Y esto es muy interesante. Hay tres que suponen una nueva y profunda revelación sobre Dios. En primer lugar, Jesucristo llama a Dios «Padre». Es el nombre más importante de toda la revelación cristiana, incluso ha ocultado algo el tetragrama sagrado. Para los cristianos Dios ciertamente es «el que es», pero sobre todo es Padre, en un sentido mucho más fuerte y mucho más completo que los padres de la tierra. En este nombre se encierra una imagen de Dios y una idea de cómo hay que tratarle. Tenemos que tratar a Dios con mucho respeto, porque si no, no estaríamos delante del Dios verdadero, conscientes de la infinita distancia que nos separa de él. Uno que tratara a Dios como un colega o como una cosa, no se estaría situando delante del Dios verdadero y no podría sentir una sensación muy auténtica de lo que Dios es. Un cristiano tiene que situarse con toda la veneración y respeto posibles ante el Dios verdadero, pero sabe que es Padre. En todas las oraciones en voz alta Jesucristo se dirige a Dios como Padre; primero, como su Padre, pero también nos enseña a tratarle como Padre nuestro. Y no es una manera de decir: expresa exactamente la relación de los cristianos con Dios. Por eso, la oración principal que nos enseñó el mismo Cristo es el Padrenuestro. Recuerdo el caso de una intelectual rusa, que se llama Tatiana Goritcheva. Había nacido en un mundo comunista, como era entonces Rusia, y no sabía nada de religión. Pero se interesó por el Yoga y comenzó a practicarlo con un libro. En el Yoga se repiten algunas mantras o frases sencillas durante los ejercicios físicos para concentrar la atención. Entre otras, el libro recomendaba el Padrenuestro. Lo recitó, lo saboreó y llegó a la conclusión: «Esto tiene que ser verdad». Se convirtió y tuvo que huir de la Rusia comunista y atea. En el Nuevo Testamento, hay otros nombres de Dios muy importantes. Se llama a Dios «verdad» y «amor», que son las dimensiones espirituales más importantes de la persona. «Verdad», porque Dios es lo más auténtico y el fundamento último de toda

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verdad, porque es el creador de todo ser. Y «amor», porque es lo que mejor define el ser mismo de Dios. YHVH es un nombre propio y exclusivo de Dios. Pero con los nombres de «Padre», «Verdad» y «Amor» es distinto. Dios los tiene en su plenitud, pero también nos los podemos apropiar nosotros, que estamos hechos «a imagen de Dios». También podemos ser padres, conocer la verdad y vivir el amor. Pero Él es la fuente de donde proceden y el modelo que debemos imitar.

5. El Nombre más traicionado Hay una frase muy conocida de un venerable filósofo judío, Martin Buber. Se encuentra en su libro »El eclipse de Dios». Cuenta que al conversar sobre Dios con un anciano sabio, exclamó: «¡Ah, ese Nombre, el más traicionado!» Se refería especialmente a la cantidad de cosas malas que se han hecho «en nombre de Dios». Esto sucede precisamente por no respetarle, por no percibir la distancia que nos separa, y confundirlo fácilmente con nuestros propios gustos, nuestros propios intereses o nuestras propias vísceras. Hay personas que quieren defender a Dios de una manera que cuadra muy poco con lo que Dios es. La historia humana está llena de violencias y algunas se han hecho en nombre de Dios. Es una pena. Nuestra sensibilidad moderna lo ve con más claridad que la de otras épocas. También lo puede juzgar con más comodidad, porque lo ve con distancia y no se juega nada. Desde luego, el siglo XX ha sido testigo de violencias increíbles que se han hecho en nombre de ideologías sin Dios. Y han sido más horribles que ninguna otra en la historia, porque también contaban con más medios. Quizá sea más fácil maltratar a los demás cuando no se cree en Dios. Pero tiene algo de horrible hacer daño en nombre de Dios. No se puede decir más claro. Jesucristo enseñó que hay que amar a todos los hombres, incluso a los enemigos, y aprender a perdonar como Dios nos perdona. Y no lo dijo solo con la palabra, también con el ejemplo. Desde la cruz, en la que injustamente le pusieron, en lugar de maldecir a sus enemigos y prometer su destrucción, rezó por ellos y pidió al Padre: «Perdónales porque no saben lo que hacen». Ese es el modelo que los cristianos tenemos que imitar. El que prefiere triunfar aplastando no lo ha entendido. Pero sería hipócrita juzgar el pasado, si no intentamos vivirlo en el presente. Hay muchos que confunden lo que piensan ellos con lo que piensa Dios. Unas veces es un problema de humildad. Otras, una patología. Los seres humanos tenemos gran capacidad para manipular cualquier cosa y ponerla a nuestro servicio, reducirla a nuestra medida. En lugar de cambiar nosotros, le hacemos cambiar a Dios. Tenemos gran facilidad para acostumbrarnos a todo, hasta lo más sublime, y rebajarlo a nuestra medida. Es malo acostumbrarse al amor matrimonial, porque se acaba tratando al otro sin respeto. Y lo mismo sucede con Dios. A veces, hay espacios religiosos estupendamente conseguidos. Y lo único que no cuadra es el que está allí 26

cuidándolos. La belleza exterior no consigue encontrar un eco interior. Es un problema de falta de sensibilidad, de un respeto que no ha crecido, porque ha dejado de ponerse realmente delante de Dios. Los sacerdotes tenemos que tener cuidado para no acostumbrarnos a las cosas de Dios, y tratarlas o hablar de ellas con ese respeto que viene de saber a Dios presente. Los teólogos usamos mucho el Nombre de Dios y no tendríamos que pronunciarlo ni hablar de Dios sin esa especie de sentimiento de veneración y respeto que pide el mandamiento: «No tomarás el Nombre de Dios en vano». Si no, al final habla uno de sus ideas —que es hablar de sí mismo— en lugar de hablar de Dios. Y, entonces, lo confunde todo, y podemos trasladar a Dios nuestros antojos, nuestras animosidades y nuestras manías.

6. La blasfemia Por esa ley humana de que los extremos generan sus contrarios, hay que lamentar que es frecuente en tierras cristianas y, especialmente en las católicas, el uso de la blasfemia. Es decir, proferir injurias contra Dios y los santos o las cosas de Dios. En España, tenemos una inclinación particular, es un fenómeno que no se observa con tanta intensidad en otros lugares ni de Europa ni de América. Y es bien poco elegante y bien poco respetuoso con Dios y con los demás. Es asombrosa la cantidad de tacos y blasfemias que la gente dice sin apenas darse cuenta. Antes se consideraba de baja educación. Blasfemaban los arrieros y los que trataban de conducir animales. Algunos pensaban que los mulos solo funcionaban a base de blasfemias. Y también blasfemaban los cargadores del puerto y algunos artesanos de trabajos especialmente duros. Hoy ya no quedan mulos y arrieros y muy pocos cargadores manuales en los puertos. Los españoles creemos menos y somos menos religiosos, por término medio. Sin embargo, blasfemamos más. Es como si el ambiente de los arrieros y de los mulos, en lugar de desaparecer con ellos, hubiera impregnado el espacio público. Hay mucha gente que es incapaz de decir dos palabras sin colocar en medio algún taco o alguna blasfemia. Y lo mismo sucede con chicos y chicas que apenas pueden entender lo que dicen. Es una tremenda tara de la expresión. En algunos casos, se convierte en una limitación lingüística, como el que usa inconscientemente muletillas para apoyarse, pero de una manera mucho más fea. Y se asienta en el idioma y en las formas de trato, impregnando poco a poco las novelas y los guiones de cine, en la medida en que tratan de recoger el lenguaje de la calle. No es el principal motivo, pero es oportuno recordar que la capacidad analítica de la inteligencia está directamente relacionada con las posibilidades de la expresión. La inteligencia necesita muchas y buenas palabras para analizar la realidad. Cuando manejamos menos o peores palabras, la vida intelectual se empobrece y se vuelve más torpe. 27

De todas formas, lo peor de la blasfemia es lo que tiene de falta de respeto por Dios. Es un tema realmente difícil de corregir. Primero, porque los que lo hacen, apenas se dan cuenta. Después, porque a ver quién le pone el cascabel al gato. Algunos tienen miedo a parecer simples, cursis o mojigatos si no colocan un buen taco o una buena blasfemia en todo lo que dicen. Y aceptarían mal cualquier corrección. Es una penosa falta de libertad. Cada uno puede pensar y expresarse como quiera. Pero decir tacos o blasfemias no expresa libertad, sino más bien pobreza cultural; falta de sensibilidad estética; y sobre todo, falta de respeto por Dios, o al menos por los que creen en Él. Es como seguir tratando con mulos.

7. El perjurio, poner a Dios por testigo de una mentira Se llama jurar a poner a Dios por testigo de lo que se dice. Uno promete delante de Dios que es verdad lo que dice. Lo hace para dar mayor solemnidad y mayor garantía. Y se llama perjurio a jurar en falso, es decir, a poner a Dios por testigo de una mentira. El juramento se usaba mucho en otros tiempos. A veces, demasiado, para asegurar cualquier cosa. «Te lo juro por Dios», decían los niños. Con eso querían asegurar que lo dicho era verdad. Se ponían ante el juicio de Dios, siendo conscientes de que un día serían juzgados de sus palabras y de sus obras. Claro es que daba lugar a abusos. El tener que jurar y el jurar de manera habitual, hacía que se jurase mucho en falso. Esto ya pasaba entre los antiguos judíos, de los que nos viene este mandamiento. Y también ha pasado entre los cristianos. En una sociedad secularizada, apenas tiene fuerza el juramento. Desaparece en la toma de posesión de los cargos públicos. Y también en los juicios, donde antes se pedía a los testigos jurar que responderían con verdad. Hoy por hoy, esos compromisos atan subjetivamente muy poco, y se consideran una formalidad. Muy poca gente se siente realmente obligada por un compromiso que no cree adquirir. De hecho, la gente miente en los juicios con una facilidad pasmosa. Y se da por supuesto que conviene decir cualquier mentira para defender los propios intereses. Es difícil concluir que se trata de una mejora. Nunca me ha gustado el estilo de «cualquier tiempo pasado fue mejor». En tiempos pasados, que han sido tantos y tan variados, hubo gente honrada y granujas. Y hoy pasa lo mismo y, probablemente, con una proporción parecida. Pero hay puntos donde se gana y puntos donde se pierde. En cuestiones de palabra, hemos perdido. Antes se subrayaba lo prometido diciendo «palabra de honor», para asegurar que uno comprometía no solo su palabra, sino su persona. Hoy la expresión no tiene sentido, porque ha desaparecido el sentido del honor. Quizá la gente es más sincera en el trato social, porque guarda menos las formas, es más espontanea y no sabe fingir. Es un valor. En cambio, su palabra vale muy poco. Apenas compromete a las personas, ni siquiera en declaraciones solemnes. Por supuesto, 28

no valen nada las declaraciones políticas, pero, sin llegar a ese extremo de total banalidad, tampoco valen las declaraciones en los juicios, e incluso el pacto que da lugar al matrimonio: ¿realmente uno se puede comprometer con su palabra?, ¿a qué se obliga y cuánto? Son pocos los que creen que al jurar o dar su palabra comprometen su conciencia. Pero entre esos están los mejores. Aquellos de los que puede uno fiarse. Porque es una cuestión de confianza y a dos bandas. El que promete confía en que va a cumplir, porque está dispuesto a poner en juego todo lo necesario. Y el que recibe la promesa confía en la honradez del otro. Esa es la fuerza del juramento y su motivo histórico. Entre personas honradas, jurar puede ser un acto de culto a Dios, que hay que hacer pocas veces cuando las circunstancias reclaman una especial solemnidad y fuerza vinculante. Entre personas que no son honradas o no saben si lo pueden ser, está fuera de sitio.

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III. SANTIFICARÁS LAS FIESTAS

1. El tercer mandamiento «Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso, es para el Señor tu Dios. No harás ningún trabajo» (Ex 20, 8-10). Este texto es el tercer mandamiento que aparece en el libro del Éxodo, donde se ofrece la lista de los diez mandamientos. Los cristianos solemos expresarlo de forma más simple: «Santificarás las fiestas». La Biblia judía establecía unas cuantas fiestas que procuraban y procuran observar los judíos practicantes. Están repartidas a lo largo del año, y recuerdan los principales beneficios de Dios en la historia de Israel. Además, cada semana hay que celebrar el sábado, el sabath. En la narración bíblica de la creación, se cuenta que Dios creó el mundo en seis grandes días o etapas y, el séptimo, descansó. Por eso, el sábado es el día para recordar e imitar el descanso de Dios, y darle gracias por su creación, de la que nosotros formamos parte. Hay que recordar que la religión judía era y es una práctica. El judío practicante se esfuerza por cumplir hasta los más pequeños preceptos de la ley. Por eso, los rabinos y sabios judíos han estudiado, a lo largo de los siglos, cómo cumplirlos con la mayor fidelidad posible. Por eso, el cumplimiento del sabath es uno de los mandamientos más importantes y más desarrollados en la práctica religiosa judía. Si atendemos al texto que aparece en el Génesis, el sábado tiene un doble sentido. Por un lado, es un día de descanso, donde se dejan las obligaciones diarias para recuperar fuerzas. Pero sobre todo es un día de culto, para dedicar tiempo a Dios, a la oración y a la alabanza. También es un día para gozar de las obras de Dios y darle gracias. Muy pronto, los cristianos pasaron de celebrar el séptimo día, el sabath, a celebrar el día siguiente, el octavo día o primer día de la semana, porque en ese día resucitó Jesucristo. Por eso le llamaron dies dominica, que significa: el día del Señor. De ahí procede nuestro «domingo». El domingo es el día del culto cristiano, para descansar del trabajo y alabar a Dios y darle gracias por su creación y por su salvación con Jesucristo.

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Todavía hoy, nuestra vida tiene el ritmo semanal de la creación, es decir, de la semana bíblica, que se superpuso al calendario romano y se extendió después por todo el mundo. Ha habido algunos intentos de cambiarlo. La revolución francesa, por ejemplo, quiso hacer una semana de diez días para distanciarse de la cultura cristiana, y no ha sido el único intento, pero no han prosperado. Todavía nuestra semana imita al Dios de la Biblia, que el séptimo día descansó. Pero ¿cómo convertir el descanso en una fiesta del Señor?

2. Parar y contemplar El mandamiento de santificar las fiestas significa en primer lugar: parar la actividad productiva, dejar de trabajar, dejar de producir. Necesitamos producir porque tenemos muchas necesidades que cubrir. En otros tiempos, había que trabajar mucho más para sobrevivir. Todo era más difícil y costoso. Las condiciones de vida han cambiado. No estamos tan sujetos a la necesidad de trabajar a todas horas, como han estado sujetas tantas generaciones. Estamos llenos de máquinas y de profesionales, y nos dividimos el trabajo, de manera que nuestro producir es inmensamente más eficaz que el de cualquier otra generación del pasado. Da vértigo pensar, por ejemplo, cuántas personas han estado atadas día tras día a los trabajos del campo para producir un poco más de lo que necesitaban para subsistir. O cuántas vidas se han pasado hilando y tejiendo hilo tras hilo, para hacer los tejidos con los que se ha cubierto la humanidad. Una inmensa cantidad de horas para hacer un trozo de tela que hoy una máquina hace en un instante y automáticamente. Había mucha necesidad y también había muchas necesidades. Por eso, tenía tanta importancia parar y descansar; precisamente para que la vida no se agotara en producir; para que hubiera un poco de tiempo dedicado a otras cosas importantes. Esto sigue siendo necesario. El tercer mandamiento invita de manera especial a contemplar y admirar la obra de Dios, la obra de la creación. Y la fiesta religiosa está impregnada de este sentido. No es solo dejar de trabajar. Es también agradecer los bienes que no nos hemos dado a nosotros mismos: la vida y la naturaleza. Y habría que añadir también el gozo de la amistad y la convivencia familiar y social. Y también, la cultura que nos enriquece y desarrolla como personas. La creación es un regalo, la vida es un regalo, la familia es un regalo, la amistad es un regalo. También la cultura es un regalo de la humanidad. Si no nos paráramos de cuando en cuando a apreciarlo, no lo podríamos disfrutar y tampoco podríamos agradecerlo. La mentalidad religiosa refiere todo esto a Dios espontáneamente. Pero la fiesta es importante también para quien no cree. ¿No hay algo de inhumano en concebir la vida solo como trabajo productivo? ¿No es un aprovechar el tiempo que en realidad lo destruye? ¿No convierte la vida en una especie de carrera sin sentido? Como oí una vez, sin saber de quién es la frase: «Nunca hemos corrido tan deprisa hacia ninguna parte». 31

Hay que reservar tiempo para dedicarlo no a lo más urgente, sino a lo más importante. En primer lugar a las obras de Dios, que son su creación y salvación. En segundo lugar, a las personas que nos rodean, que necesitan nuestra compañía, nuestra atención y nuestro afecto. En tercer lugar, a las mejores obras de la humanidad, que forman parte de la cultura. Y es cultura porque nos cultiva y enriquece como personas.

3. El descanso El descanso es necesario para reponer las fuerzas física o psíquicas. Trabajo y descanso se contraponen, pero también se necesitan. No se puede trabajar si no se descansa. Pero tampoco se puede disfrutar del descanso si no se trabaja. El que no trabaja no puede experimentar plenamente lo que es el descanso, solo huye del aburrimiento. Llamamos trabajo a la actividad costosa a la que estamos obligados. Hay actividades costosas que se hacen por gusto, como correr un maratón o subir una montaña. Cuesta, pero si no lo hacemos por obligación, no es trabajo. Es trabajo, especialmente, la actividad productiva con la cual nos mantenemos. También las pequeñas obligaciones de la vida diaria, como compras y recados, preparar la comida o arreglar nuestra casa y nuestros asuntos. Son actividades que suponen una carga psicológica y física, y que no haríamos si pudiéramos evitarlas. Tener que someterse a obligaciones y sacar adelante cosas que se resisten más o menos, produce fatiga física y psíquica. Por eso, hay que parar y reponerse. El tercer mandamiento es un precepto muy humano. Así puede el pobre recobrar el aliento, dice la Biblia. A lo largo de la historia, este mandamiento ha sido una gran defensa de los más pobres, y de los más obligados a servir. En la Biblia el mandamiento se extendía a todos los criados e incluso a todos los animales de un amo. Y le obligaba gravemente. También en la cultura cristiana. No podía hacerles trabajar en el día de fiesta «de guardar». Llama la atención la gran cantidad de fiestas de guardar que había en otras épocas en el calendario cristiano. A los 52 domingos del año, en algunos casos se añadían más de 50 fiestas. Actualmente, los horarios y los calendarios de trabajo vienen regulados por leyes estatales y convenios colectivos, pero en otras épocas solo existía el calendario religioso. No cabe duda de que este mandamiento, como también el de amar al prójimo, han hecho la vida más humana a muchos millones de personas. Hoy las cosas han cambiado mucho. Y la invitación a no trabajar para respetar las fiestas, necesita poner más acento en el otro aspecto de la fiesta. No tanto en liberarse de las penas del trabajo, como en acordarse de Dios. No es para descansar quedándose en lo menos importante o perdiendo el tiempo, sino dedicándose a lo más importante.

4. La doble vida 32

Es frecuente que la gente lleve un doble ritmo de vida. Una parte la dedica a sus obligaciones y otra a sus gustos. Esa doble vida tiende a marcar el ritmo semanal. Hasta el viernes por la tarde, me dedico a sobrevivir. Y el fin de semana, a vivir. Hasta el fin de semana me vendo y el fin de semana soy yo. Hasta el fin de semana aguanto y el fin de semana disfruto. Esto produce efectos negativos que estudian los psicólogos; como el síndrome del fin de semana, cuando la gente vuelve frustrada, porque no ha conseguido disfrutar tanto como había previsto. Otra vez a empezar con el trabajo ordinario, y a esperar cinco días a que llegue la verdadera vida. Este planteamiento parte en dos a las personas. Por una parte, se comprende. El trabajo cuesta y la rutina diaria aburre. Además, hay mucha gente que trabaja en cosas que no le gustan; o que encuentra insatisfacciones en el trabajo y en toda su actividad. Se entiende que quieran huir. Pero no es lo mejor. Primero hay que ver si no se podría hacer la vida menos pesada. Hay gente que tiende a acumular disgustos, como si fueran un vil tesoro o los puntos para conseguir un premio que nadie sabe cuál es. Pero otros tienen la virtud de casi no darse cuenta de los disgustos ordinarios y de olvidarlos. Tienen la sabiduría de ser felices con lo que tienen, que es una clave de la felicidad. Es sabiduría proponerse que a uno le guste lo que tiene que hacer, por lo menos en algún aspecto. La vida no puede dividirse entre venderse unas jornadas para disfrutar en otras. Esto acaba destruyendo a cualquiera. Además, vivimos en una civilización del ocio, entendido como entretenimiento. El entretenimiento consiste en ser absorbido por alguna actividad placentera. Disfrutar y, en cierto modo perderse, evadirse, escapar con algo extraordinario en sensaciones, imágenes y esfuerzos. Así que una parte de la vida se gasta vendiéndose en lo que apetece menos y otra perdiéndose en lo que apetece más. Demasiado gasto. Este ritmo alternado de trabajar a disgusto y perderse a gusto hace que el tiempo se consuma muy rápidamente y desaparezca para siempre, casi sin pensar. El trabajo que no gusta parece que dura más, pero es un tiempo que no se quiere vivir y no se quiere estar presente. En cambio, el entretenimiento que gusta se come el tiempo sin pensar y, con frecuencia, inmensas cantidades de tiempo. Tiempo que se nos va para siempre. Por eso, de cuando en cuando, hay que parar el tiempo, aunque solo sea simbólicamente, y centrarse en los aspectos más importantes de la vida. Ese es el sentido profundamente humano de la fiesta. Parar para dedicarse a lo importante: dar culto a Dios, compartir la alegría con otras personas, beneficiarse de las riquezas de la cultura humana. Fijar la atención sin prisa en lo importante es contemplar. Se contempla a Dios en la oración, a las personas que amamos cuando les dedicamos tiempo, a las obras de arte cuando dejamos que nos interpelen. Las fiestas sirven para contemplar, que es muy distinto que consumir.

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5. Celebrar, contemplar, agradecer No es lo mismo una fiesta que una vacación. Vacación, que viene del latín «vacare», solo significa dejar de trabajar. Pero fiesta significa festejar. Por un lado, tiene que ser realmente un parón en las actividades diarias; pero además, hay que celebrar. Se celebra el cumpleaños de un padre o de una madre o de un hijo o de un hermano, o de un amigo. Y ¿qué es celebrar un cumpleaños sino dedicarle más atención a una persona? Más atención de la que le dedicamos todos los días. Nos gustaría decir que es la atención que merece y que tendríamos que dedicarle siempre. Pero todos los días no somos capaces de prestársela. Por eso, un día nos detenemos y lo celebramos. Lo mismo sucede cuando nos llega un triunfo, un cambio de etapa o de forma de vida o de casa, una boda, un aniversario, una fiesta religiosa. No queremos que pase de largo, y que el tiempo se lo coma, queremos prestarle sin prisa la atención que merece. Queremos saborearlo y alegrarnos con aquello. En el fondo, toda fiesta tiene algo de cielo, quiere anticipar el cielo, cuando ya no hay tiempo ni se está sometido a las necesidades y dolores de la vida, sino que todo es alegría. La fiesta tiene que ser subrayada o exaltada con algo extraordinario, para que se salga de lo que se hace todos los días, en el vestido, en el adorno, en la comida. Y las fiestas civiles y religiosas, con discursos de homenaje, cortejos y ceremonias. Pararse, fijarse, adornar, agradecer y alegrarse: A todo esto se llama «celebrar». Tiene que haber un motivo: se celebran a las personas y a las sociedades, se celebran los acontecimientos y los aniversarios, y se celebra a Dios. Es bonito que el vocabulario religioso cristiano haya conservado esta palabra, «celebración», para la liturgia. Liturgia son las ceremonias con la que los cristianos dan culto a Dios, se ponen ante Él y, en cierto modo se meten en Él. La Iglesia celebra las grandes fiestas del año, que recuerdan la historia de Dios entre los hombres. Celebra la vida de Jesucristo: el nacimiento del Señor (Navidad) y su muerte y resurrección (Semana Santa y Pascua). Y el recuerdo de los santos, especialmente de María, Madre de Jesucristo. Celebra también los grandes momentos de cada vida cristiana: Bautismo, Confirmación, Primera Comunión, Matrimonio, Ordenación sacerdotal... y los funerales. Pero en realidad, siempre celebra un motivo principal, al que se le pueden añadir otros. El motivo central de la celebración cristiana es siempre las obras de Dios: la creación, con la que hizo el mundo, y la salvación, con la que Jesucristo nos sacó del pecado y nos convirtió en hijos de Dios. A este conjunto se le llama «Historia de la salvación», que es la historia de la misericordia de Dios entre los hombres. Y se celebra diariamente en todas las Misas, en todas partes del mundo.

6. El domingo, la fiesta cristiana

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El domingo se ha convertido en «el día del Señor», el día de la fiesta cristiana, el día en que se para la actividad ordinaria para celebrar al Señor y el tiempo y la atención que ordinariamente no le dedicamos. Desde los primeros tiempos cristianos, el centro de la celebración del domingo es la participación en la Misa o Eucaristía. El concilio de Trento quiso hacerla obligatoria en todos los domingos y fiestas importantes para todos los cristianos, a partir del uso de razón. Esto tiene un efecto positivo: subraya la importancia que tiene la Eucaristía en la vida cristiana. Y muchos cristianos obedecen ese mandato con gusto, porque aman a la Iglesia. Por eso también aman la Misa del domingo. También tiene el inconveniente de que convierte la Misa en una obligación; y algunos solo la ven bajo ese aspecto. Y puede reducir el domingo solo a ese rato; cuando, en realidad es un día de fiesta para celebrar a Dios, aunque eso no requiere emplearlo entero en rezos y ceremonias. Algunos cristianos se quejan de que la Misa «no les dice nada». Es que se acercan con el mismo espíritu pasivo con que van a un espectáculo, a la televisión o al cine. Se sientan y esperan que les entretenga o emocione. Pero a la Eucaristía no se puede asistir pasivamente como se ve una película, sino activamente, como se canta en un coro. Para vivirla, hay que sumarse a lo que se está haciendo, con el sacerdote y con toda la Iglesia y con el mismo Cristo: se pide perdón, se recuerdan con agradecimiento las misericordias de Dios, se le alaba, se reza por las necesidades de todos, se ofrece el sacrificio de Cristo, se comulga, se sale dispuesto a dar testimonio cristiano. Al que hace todo esto no le da tiempo para aburrirse y realmente celebra algo. Y cuanto mejor conoce lo que se está haciendo, más se une y más participa. Muchos cristianos no saben lo suficiente para participar. Solo están físicamente presentes. Entonces, es difícil que superen el aburrimiento, y la celebración se centra en escuchar lo que predica el sacerdote, que es la única novedad de cada Misa, aunque también, hay que decirlo, es lo menos importante. Lo más importante de la Misa es la ofrenda que Cristo hace de sí mismo: de su cuerpo, que es entregado por nosotros, y de su sangre derramada por nosotros. La Iglesia se une constantemente a su sacrificio, recordando la historia de las misericordias de Dios y agradeciendo todo. En cada Misa, celebra llena de alegría la resurrección de Cristo, que es fuente de nueva vida para todos. Para participar activamente hace falta preparación. Primero, saber qué se hace; después, cómo se hace. Conviene repasar el Catecismo y aprender en un misal la estructura de la Misa; especialmente, conocer bien las plegarias eucarísticas. Hasta que el cristiano no dice de verdad, unas veces por dentro y otras por fuera, lo que el sacerdote expresa en voz alta, apenas participa. La fiesta del domingo no es solo la Misa. Hay que encontrar la serenidad para tratar al Señor; para ese otro lugar de la vida cristiana que es la familia. Para acordarse de los demás, especialmente de parientes y amigos que necesitan de nosotros. Es un día para ejercitar el amor a Dios y el amor al prójimo. También es un día para cultivarse como persona.

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7. El culto público No se puede celebrar una fiesta solo. Para que haya fiesta hay que compartir con otros un motivo de alegría y celebrarlo. No hay fiesta si los demás no participan. Una fiesta con meros observadores no es fiesta. Esto también sucede en la celebración religiosa. Hay un aspecto de la religiosidad que es privado, es decir, que pertenece a la relación íntima de cada persona con Dios; pero hay otro que es colectivo y público; es decir, que se realiza en común. Y los dos aspectos no se excluyen sino que se refuerzan. San Agustin recuerda cuánto lloró cuando se estaba convirtiendo y asistió a una ceremonia cristiana en Milán. Cómo le emocionaron los cantos y la liturgia. Realmente ayudan y expresan una parte de nuestra religiosidad. Una fiesta alegre se subraya con procesiones, ceremonias y cantos; con espacios preparados y ornamentados. Ademas, en cada ceremonia participa siempre la Iglesia entera, aunque sean pocos los que están visiblemente presentes. La Iglesia en la tierra se une a la celebración del cielo; se pone delante de Dios y, en cada Misa, convoca a todos los ángeles y los santos para unirse a su alabanza. Entre ellos, recuerda de manera especial a María. Nunca es algo que solo hacen los que están presentes, siempre celebra la Iglesia entera, aunque no se vea, porque el celebrante principal es Cristo. El sacerdote lo representa, pero no lo sustituye. No es «su» celebración o «su» Misa, sino la de Cristo. Por eso, manifiestan tanto despiste algunos sacerdotes o algunos grupos cristianos que hacen «sus» ceremonias a su manera. Hay que hacerlas con la Iglesia y como las hace la Iglesia. La religión no es solo algo privado, sino que tiene naturales manifestaciones públicas que merecen respeto. Lo mismo que lo merecen otras expresiones colectivas, como los eventos deportivos o las marchas ciudadanas. Afecta a un derecho fundamental de las personas. El derecho a practicar la propia religión supone poderlo celebrar, no solo privadamente, sino también colectivamente. También es un aspecto importante de la libertad de expresión. Por eso entra dentro de las exigencias de la tolerancia. Es verdad que necesita alguna regulación, como todas las demás manifestaciones públicas, para respetar el orden público y que la celebración de unos no ocasione daños para otros. Pero pertenece a los derechos fundamentales el poder celebrar, el poder reunirse, poder disponer de espacios de culto; y poder organizar celebraciones colectivas.

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IV. HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE

1. La segunda tabla: amarás al prójimo como a ti mismo Los mandamientos son como las señales que en los caminos de montaña nos ayudan a progresar y no perdernos. Hemos hablado de los tres primeros mandamientos, que se refieren a Dios. Ahora comenzamos con los siete siguientes, que se refieren al prójimo. Según explica san Pablo a los romanos, estos siete segundos se resumen en «amar al prójimo como a uno mismo», porque «el que ama al prójimo ha cumplido la ley». Y explica: «En efecto, lo de ‘no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’ y todos los demás mandamientos se resumen en esto: amarás al prójimo como a ti mismo; la caridad no hace mal al prójimo; por eso la caridad es la plenitud de la ley» (Rm 13, 810). No se puede decir más claro: todos los deberes con el prójimo se compendian en: «Amarás al prójimo como a ti mismo». En muchas tradiciones morales, desde el inicio de la cultura, encontramos fórmulas parecidas: «Pórtate con los demás como te gustaría que se portaran contigo». Y a esto se le llama la «regla de oro» de la moral. Es una regla muy práctica de justicia. Todos tenemos muy claro y aprendemos en nuestra propia piel lo que no nos gusta, lo que contradice nuestras aspiraciones, lo que nos hace pasar un mal rato. Y también lo que nos agrada y nos mejora. Todos nos cuidamos muy bien a nosotros mismos; y de allí podemos sacar mucha experiencia para tratar bien al prójimo. Pero hace falta cambiar de estrategia. Dejar de comportarse como si uno fuera el único centro de su vida, y aceptar que Dios nos pide amarle sobre todas las cosas y amar al prójimo con el mismo cuidado que ponemos en amarnos a nosotros mismos. Dios y nuestros prójimos también tienen que ser centros de nuestra vida. Tenemos que darles alegrías y evitarles sufrimientos. Las personas que han sufrido y lo han llevado bien suelen ser más comprensivas y acogedoras. Saben en su propia piel lo que es sufrir; así entienden mejor lo que sienten los demás cuando pasan por apuros parecidos; les da pena y les mueve el corazón.

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En cambio, los que han vivido en un ambiente superprotegido o los que han triunfado demasiado rápido es fácil que sean poco comprensivos y demasiado exigentes con los demás. Es típico de los niños mimados. Hay una crueldad, un desprecio y una falta de humanidad que surge de la poca experiencia personal en las dificultades de la vida. Así, en nuestra propia carne, aprendemos a tratar a los demás como Dios nos pide: a procurarles lo que nosotros agradecemos; y a evitarles lo que nos causa disgusto. Casi no hace falta más para ser justos. Por eso es el resumen de todos los mandamientos que se refieren al prójimo y la regla de oro de la moral.

2. Los primeros prójimos «Amarás al prójimo como a ti mismo». A veces, se nos olvida o nunca nos hemos dado cuenta de que «prójimo» es la misma palabra castellana que «próximo». Es más «prójimo» el que está más «próximo». Y, precisamente porque está más cerca, hay que amarle más. A esto se le llama también el «orden de la caridad». Está bien amar a toda la humanidad, pero hay que empezar por amar a las personas más cercanas. Esto que parece tan lógico es difícil. Amar a la humanidad es bastante fácil. Sobre todo es fácil pensar y declarar que uno ama a la humanidad, porque es muy barato y no compromete a nada. Es fácil ser educados, incluso hacer algún pequeño favor a la gente que nos encontramos por la calle o en los medios de transporte. Todos los días podemos encontrar la oportunidad de ser amables en algún momento con alguien. Casi no cuesta nada y es bonito. Lo difícil es ser amables todos los días y a todas horas con las personas que tenemos cerca. Eso cuesta más, incluso es heroico, pero es mucho más bonito; también mucho más cristiano. Medio en broma, medio en serio, se dice que «donde hay confianza da asco». Y todos entendemos lo que se quiere decir con esto: donde hay demasiada confianza, se puede acabar abusando de esa misma confianza, y prescindir de la buena educación que se tiene con cualquier desconocido. Vivir cerca es más prueba que vivir lejos. Al rozarse más, hay más motivos de chispas y explosiones. Los defectos de los demás se hacen más visibles y molestos, la misma repetición de los defectos irrita; y es fácil acumular pequeños agravios. Por eso, es necesario aumentar el esfuerzo para ser comprensivos, tener paciencia y tratar a nuestros prójimos con la misma simpatía y buena educación con los que tratamos a la gente en la calle: para ser atentos, para no acostumbrarnos a faltarles el respeto, para no sensibilizarnos con sus defectos, para no acumular agravios. Depende mucho de nosotros la calidad de vida humana de las personas que conviven con nosotros. Si nos empeñamos, podemos convertir su vida en un infierno. Y si nos empeñamos, podemos conseguir que su vida tenga algo de cielo. Es decir, algo de

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amor, de comprensión y de alegría. Decirlo así casi parece una cursilada, pero es una enorme verdad; y un gran proyecto para todos los días. La felicidad es un tema difícil. No está del todo en nuestra mano ni la nuestra ni la de los demás. Pero algo sí que está. Con solo un poco más de amor cristiano podemos hacer más felices día tras día a los que conviven con nosotros. En decir, a nuestros prójimos. Basta amarlos como nos amamos a nosotros mismos. Hay que rezarlo.

3. El agradecimiento a los padres El cuarto mandamiento dice resumidamente: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Y en nuestra tradición moral incluye todo lo que se refiere a las relaciones familiares. A veces no es así, pero ordinariamente tenemos grandes deberes con nuestros padres. La vida es un gran don que hemos recibido sin pagar por ella. Pero también recibimos desde que nacemos una inmensa cantidad de atenciones de las que no somos muy conscientes. Muchas más de las que podemos recordar. Los seres humanos nacemos muy desvalidos y necesitamos mucha atención desde el primer momento. Nos han alimentado, limpiado, cuidado, día tras día, durante años, antes de que seamos capaces de darnos cuenta y agradecerlo. Generalmente, con un amor muy generoso, que no esperaba nada a cambio. Es muy admirable y una de las mejores cosas de la humanidad, que se repite desde la noche de los tiempos. Tanta gente normal que ha sido capaz de cumplir generosamente con ese deber. Millones y millones de personas que no piensan que hayan hecho o estén haciendo nada especial. Y, sin embargo, son testimonios de generosidad. A veces nos quejamos de tantos males que la humanidad padece y no sabemos ver estos bienes, precisamente por lo extendidos que están. Por eso, ordinariamente, hay una deuda muy grande respecto a nuestros padres o a quienes hayan hecho sus veces. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice el refrán. También se habla de pagar con la misma moneda; y de que «amor con amor se paga». La mayor dificultad para agradecer estos inmensos favores es que estamos acostumbrados y nos parecen naturales o, incluso, obligados, como si no hubieran costado nada. A veces, incluso abusamos un poco o un mucho. Y los hijos chantajean el amor de los padres, que están acostumbrados y dispuestos a darlo todo, sin recibir nada a cambio. Probablemente, en ninguna otra esfera de nuestra vida encontraremos otras personas tan dispuestas a hacer por nosotros todo lo que haga falta, sin pedir nada a cambio. Con ese ejemplo, imaginamos los cristianos el amor de Dios y entendemos lo que es la caridad: un amor que no consiste en recibir sino en dar. Ese es el amor que cada uno está llamado a repetir en los suyos: en su esposo o esposa y en sus hijos. Y también en las demás vocaciones cristianas. Es el amor que hace buenos a los seres humanos.

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Es bonito. Es lógico que una persona con sensibilidad se dé cuenta de lo que debe. Cuando se es joven es más difícil, por pura inconsciencia. Por eso el mandamiento pide a los hijos que respeten, veneren y, mientras son menores de edad, obedezcan a sus padres. Y hay que decírselo con toda la fuerza que tiene un mandato de Dios. Tienen que respetar y obedecer porque tienen que aprender; y no pueden exigir que todo sea conforme a sus gustos. Y tienen que agradecer, porque es de justicia; y, mientras no aprendan a agradecer, no les crecerá el corazón. Muchas veces toca devolver en la vejez de los padres, las atenciones que se recibieron en la infancia y juventud. El cuarto mandamiento, «honrarás a tu padre y a tu madre», es una muestra de agradecimiento y una gran manifestación de humanidad.

4. La «pietas» romana Una de las virtudes básicas del ciudadano romano era la pietas (que se acentúa en la «i», «píetas»). De ahí procede nuestra palabra castellana «piedad», pero ya no significa lo mismo. Para nosotros, piedad es la devoción religiosa o también los sentimientos de misericordia hacia el sufrimiento ajeno. En cambio, para los romanos clásicos, la pietas era una virtud ciudadana. Y estaba exaltada y como condensada en el ejemplo de Eneas. Eneas es el protagonista de la Eneida de Virgilio. La Eneida es el gran poema patriótico que cuenta los fundamentos del imperio romano, y los romanos sabían de memoria. Eneas, antes de irse a Italia, vivía en Troya. Y defendió con mucho valor la ciudad cuando fue asaltada. Los vencedores permitieron a los vencidos llevarse lo que pudieran. Mientras otros se llenaban los brazos con el oro y los objetos valiosos que tenían, Eneas se subió a la espalda a su padre inválido Antises, y cuando le permitieron llevarse algo más, se llevó los restos de sus antepasados y los dioses familiares, los lares. Conservamos multitud de estatuas y pinturas romanas con Eneas cargando con su padre y sus lares. Quedó como ejemplo permanente de la pietas romana: que es amor a los padres, al culto tradicional y a la patria. Del amor a los padres, como deber de reconocimiento, ya hemos hablado. Del amor a la patria, en nuestro contexto casi no se puede hablar. Es el desgaste del efecto pendular: cuando se pasa de un extremo al otro. De hablar a todas horas, a no poder hablar nunca. El auténtico patriotismo no puede ser una excusa o tapadera para el abuso político, tampoco es una emoción futbolística ni una especie de orgullo necio para dividir a la humanidad en enemistades irreconciliables. Es sencillamente el sentimiento de Eneas: la conciencia de que se debe mucho a los que antes que nosotros han trabajado por nosotros para sacar adelante nuestra sociedad, con su cultura y sus bienes. Como tenemos una mentalidad tan reivindicativa, hoy se nos enseña antes que nada a qué tenemos derecho. Tenemos derecho a la alimentación, a la salud, a la educación... Está bien. Pero para que ese derecho signifique algo y lo podamos ejercer, antes hace 40

falta que alguien haya trabajado, y haya medios para alimentar, sanar o educar. Hoy nacemos reivindicando que el agua llegue al grifo y los trenes a la estación. Pero no nos acordamos de agradecer el trabajo de tantos de nuestros antepasados que han hecho posibles estos servicios pensando, trabajando y pagando. La pietas romana, el verdadero patriotismo, está hecho de reconocimiento por lo que debemos a nuestros antepasados, de admiración por los bienes culturales y materiales que nos han legado. También de sentimientos del deber para contribuir nosotros a aumentar ese patrimonio y conseguir una sociedad más desarrollada y más justa. Son todo ideales nobles, propios de personas honestas. Este patriotismo no tiene nada que ver con politiqueos ni con recelos entre las naciones. Por eso, es parte de ese cuarto mandamiento que lleva a honrar a los padres, a los antepasados y a la patria.

5. Elogio y miseria del paternalismo El cuarto mandamiento acoge los deberes de los hijos para los padres. Y también los deberes de los padres con los hijos: alimentarlos, cuidarlos, educarlos. Con el debido respeto porque, aunque sean pequeños, son personas. Son tutelados por los padres, pero nunca llegan a ser propiedad de los padres. Es la diferencia entre tener un hijo y tener un perro. El perro es propiedad, pero el hijo, no; porque tiene una dignidad y una libertad que hay que respetar. Una libertad, por cierto, que se respeta educándola y no dejándola que crezca salvajemente, pero hay que dejarla que crezca. Lo mismo que se cultiva una planta. Por eso la función de padre y de madre exige mucha generosidad, mucho dar sin pensar en recibir. En cierto modo, uno paga a los hijos lo que generalmente recibió gratis de sus padres. Esa generosidad es lo bueno del paternalismo y del maternalismo, si se permite la expresión. O mejor dicho, de la paternidad y de la maternidad. Es capaz de sacar de cada uno lo mejor que tiene, la generosidad que vence la tendencia egoísta que todos llevamos dentro. Una generosidad que es lo más contrario al espíritu consumista. Y que nos lleva a «descentrarnos», a no poner el centro de la vida en nosotros mismos. El cristianismo ve la madurez humana precisamente en esto, en darse. Por eso hay siempre mucho que aprender de la maternidad y de la paternidad bien vivida. Y todos los hombres tenemos que realizar en nuestras vidas algo o mucho de la paternidad y todas las mujeres de la maternidad que se realizan en una familia que funcione bien. Todo tipo de autoridad, de enseñanza y de ayuda humana tiene algo de paternidad y maternidad. Porque, para que funcione bien, hay que dar y darse con generosidad. Sin embargo, el término «paternalista» expresa algo que no gusta. ¿Por qué no se quiere a un padre, a un profesor y, no digamos, a un jefe o a un político demasiado paternalista? A primera vista parece que hay dos motivos. El primero es la hipocresía; es decir un paternalismo fingido. Se puede admirar la generosidad de los padres, pero queda mal 41

alguien que pretende hacer de padre o de madre, imitando externamente su bondad, pero sin que pueda esperarse de él la misma generosidad o quizá ninguna generosidad. El segundo motivo para rechazar el paternalismo es cuando no imita las virtudes, sino los defectos de los padres. Sobre todo, la sobreprotección. Cuando, quizá sin darse cuenta, quieren seguir siendo imprescindibles, cuando no dejan al hijo crecer, cuando siguen tratando al joven como un niño. Los padres tienen que aprender a dosificar sus consejos y sus protecciones a medida que los hijos crecen, porque los hijos tienen que aprender a administrar su libertad por sí mismos. Nadie aprende a conducir un coche y a conducirse a sí mismo si no puede practicar. Lo tiene que hacer él y hay que dejarle, aunque al principio no lo haga del todo bien. Lo mismo sucede con jefes y todo tipo de autoridades. Es de agradecer que te ayuden a empezar, pero no se agradece que se hagan imprescindibles, que te traten como un menor de edad, que te den siempre consejos innecesarios o que no te dejen ningún espacio de crecimiento e iniciativa. A veces, este paternalismo es solo un modo de demostrar superioridad y sentirse por encima. Estos pueden ser los defectos, malos, de algo muy bueno.

6. También la fraternidad El cristianismo pone a la familia como modelo y referencia de todas las relaciones sociales. Porque en una familia que funcione bien se da un tipo de trato humano muy especial. Allí toda persona es acogida simplemente por lo que es, porque es hijo o hija o esposo o esposa o hermano o hermana. No porque sea más o menos guapo o más o menos rico, no porque sea simpático o útil. Allí realmente se le acoge y se le quiere como persona. Es un tipo de amor que puede servir como modelo ideal de cómo debe ser amada una persona: antes que nada porque es persona. Es verdad que, en familia, se llegan a sentir casi como instintivos los lazos de la carne, que llevan a la ayuda y protección mutua. Y que esos lazos, si no se saben ampliar, también pueden ser fuente de egoísmo. Como si dijéramos: «Yo trato bien a los míos porque son parte mía, pero nada más». En realidad, lo deseable es que, en los afectos familiares, aprendamos a tratar a los demás. Lo mismo que en nuestras propias preferencias y disgustos podemos aprender a desear para los demás lo que deseamos para nosotros mismos. En ese sentido, los lazos entre los hermanos han servido siempre de modelo para los lazos de fraternidad que deben unir a las personas que forman parte de una sociedad, e incluso a todos los seres humanos. La fraternidad es un gran tema cristiano, porque los cristianos pensamos que todos los hombres somos hijos de Dios y, por tanto, que tenemos que tratarnos como se tratan unos buenos hermanos, sin sentir a nadie ajeno o extraño. Ese ideal de fraternidad,

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desprendido de sus orígenes cristianos, también ha quedado como ideal de la sociedad civil desde la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. La libertad y la igualdad son reivindicaciones habituales de nuestra sociedad. Todo el mundo defiende su derecho a ser libre y también a ser tratado igual que los demás. Esto está bastante conseguido. Pero la fraternidad es la pariente pobre del trío. La menos reivindicada por los particulares, la menos tutelada por los poderes públicos, la menos enseñada en la educación. Y sin embargo, es la más necesaria para hacer humana la convivencia. Está bien incluso es necesario que cada uno defienda sus libertades, y que proteste cuando no se siente tratado igual, porque así se corrige la injusticia. Pero también es necesario el esfuerzo para que el trato social se base en la fraternidad, en la disposición a acoger y querer bien a todo el mundo. No somos moluscos que pueden convivir simplemente estando unos junto a otros sin mayor relación. Somos personas que necesitan tratarse como personas. Necesitamos libertad, necesitamos igualdad, pero también necesitamos fraternidad.

7. El respeto a la autoridad «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Esta frase de Jesucristo ha quedado como un principio cristiano. Hay que distinguir la Iglesia y el Estado. Unas cosas se deben a Dios y otras, a la sociedad. Pero lo mismo que hay deberes con Dios, hay deberes con la sociedad. Y entre esos deberes está el respeto, la obediencia y la ayuda que merecen los que rigen la sociedad. En la tradición cristiana el respeto y la obediencia a la autoridad legítima se considera parte del cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre. Y es muy antiguo. San Pablo escribe a los romanos: «Que todos se sometan a las autoridades constituidas, porque no hay autoridad que no venga de Dios (...). De modo que quien se opone a la autoridad, se opone al orden divino (...). Es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal. Por tanto, es preciso someterse, no solo por temor al castigo, sino también en conciencia. Por eso precisamente pagáis los impuestos (...). Dad a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos, a quien tributo, tributo, a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rm 13, 1-7). Y san Pablo hablaba de autoridades romanas que no conocían bien el cristianismo y que lo iban a maltratar y perseguir. La tradición cristiana considera desde el principio que la autoridad política es una función natural necesaria para el desarrollo de la justicia en una sociedad. Y la asocia con la autoridad natural de los padres. Es una cuestión seria e importante, porque el bien de una sociedad es el bien de todos y se ponen en juego cosas muy serias. En nuestra época, la lucha política, aunque se basa en principios de libertad legítimos, ha introducido un desgaste muy notable en el prestigio de la autoridad. Estamos acostumbrados a que los políticos se traten en público 43

de una manera que consideraríamos maleducada e inaceptable en la vida ordinaria. Y también los medios de comunicación nos acostumbran a hablar con ligereza, y a veces con mucha injusticia, de quienes nos dirigen. Todo esto nos envilece y rebaja la calidad humana de nuestras sociedades: nos hace daño a todos. Hay derecho a criticar o a expresar diferencias, pero no hay derecho a envilecer. Al respetar al que tiene una función de gobierno respetamos, primero, a una persona que tiene el mismo derecho que los demás a que se le trate con consideración. Y nos respetamos a nosotros mismos, porque en la autoridad, respetamos a nuestra misma sociedad. Por eso, la tradición cristiana extiende el cuarto mandamiento, «honrarás a tu padre y a tu madre», al respeto, obediencia y ayuda que merecen lo que guían una sociedad. Y cuando no lo merecen, hay que quitarlos, pero no hay que destruir su función.

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V. NO MATARÁS

1. La vida es sagrada Los Estados modernos reconocen para todos los hombres unos derechos humanos y, entre ellos, el derecho a la vida. Es una gran conquista social. Quizá estamos demasiado acostumbrados. Y lo mismo sucede al leer la historia. También estamos demasiado acostumbrados, pero a todo lo contrario. Porque la historia de cualquier país europeo es una sucesión de guerras, matanzas y violencias sin cuento. Hay muchas guerras antiguas, pero también hay muchas guerras muy modernas. Basta asomarse al siglo XX, para ver más guerra y violencia que en toda la historia humana. Es una triste tradición. Frente a ella se levanta el quinto mandamiento, que es una prohibición clara y simple: «No matarás» (Ex 20, 13). Nadie tiene derecho a matar a otro ser humano. Y en la Biblia, esto tiene un fundamento muy claro: la vida humana es sagrada, porque es de Dios; y nadie más tiene derecho a disponer de ella. Después de contar la creación del mundo y después de contar el primer pecado del hombre, el libro del Génesis, que es el primero de la Biblia, relata la historia de Caín y Abel, que está llena de simbolismo. Son los primeros hijos de los hombres y eran hermanos. Sin embargo, Caín envidia a Abel, y llega un momento en que no puede soportarlo y lo mata. Con este relato, la Biblia señala con qué facilidad nos odiamos y nos matamos los humanos. Y también lo grave que es este pecado. Porque en cuanto Caín mata a Abel, Dios le pide cuentas: «¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra» (4, 10). Y en otro lugar añade: «Yo os prometo que voy a reclamar vuestra propia sangre (...) y el que vierta sangre de hombre, su sangre será vertida por otro hombre» (Gn 9, 5). Quitar la vida a otro es un gran pecado. Un pecado que, como dice la Biblia, «clama al cielo»: como si las huellas del asesinato gritaran a Dios desde la tierra. Según la Biblia también claman al cielo los pecados de abusar de los débiles, dejar sin alimento a los niños, abandonar a las viudas y no socorrer a los más pobres. Todos estos pecados gritan desde la tierra al cielo y encienden la justa indignación de Dios, merecen los mayores

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castigos; y solo se pueden reparar con un arrepentimiento muy profundo y sincero, que repare los daños, en lo que sea posible. Explica el Catecismo de la Iglesia Católica: «La vida humana ha de ser tenida como sagrada porque, desde su inicio, es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (2258)[1].

2. Solo Dios es Señor de la vida El quinto mandamiento recuerda que la vida es un don de Dios. Nadie tiene el derecho a disponer de la vida de otro. Dios la da y Dios la quita. Ni siquiera uno mismo es dueño de su propia vida. La vida que tiene nuestro cuerpo, la hemos recibido como un regalo de Dios, y también nuestro cuerpo. Es nuestro y, al mismo tiempo, no es del todo nuestro. No podemos hacer con él lo que queramos. Por eso, primero, hay que aprender a agradecer la vida que tenemos. Es de mala educación recibir un regalo y no agradecerlo. A veces, nos pasa porque no nos damos cuenta o porque, en realidad, no apreciamos mucho el regalo. Debemos la vida a nuestros padres; también a quienes nos han sacado adelante; a veces, se la debemos a un médico que nos ha curado o a alguien que nos ha salvado de un accidente. Y antes que nada, se la debemos a Dios que es el origen de toda vida, y, especialmente de la vida humana. A Él le pertenecen nuestra vida y, en realidad, también nuestro cuerpo. Por eso, según la tradición cristiana, no tenemos derecho a hacer con él lo que nos venga en gana. Tenemos que cuidar la vida, nuestro cuerpo y nuestra salud como un tesoro. No se trata de volverse maniáticos, y de pensar solo en nuestra salud, porque no es lo más importante del mundo; quien solo piensa en su salud no puede vivir esos grandes mandamientos de amar a Dios y al prójimo. Pero no tenemos derecho a hacernos daño porque no nos hayamos cuidado o porque nos maltratemos. Esa es la razón de que sea un pecado contra el quinto mandamiento, por ejemplo, consumir drogas. Es pecado en la medida en que daña nuestra salud y también en la medida en que nos quita el uso de la razón y nos convierte casi en animales. Porque es lo que nos pasa cuando perdemos la razón. Lo mismo sucede con las borracheras. También podemos dañar nuestra salud comiendo sin sentido, no durmiendo lo necesario; o incluso, fumando demasiado tabaco; porque hoy sabemos perfectamente que causa un grave daño a la salud. También es maltratar la propia vida arriesgarse tontamente, porque se conduce de mala manera. O cuando ponemos en peligro nuestra vida por gusto, por deporte o por quedar bien.

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Los seres humanos somos bastante débiles moralmente. Por eso, hay que ser comprensivos con los demás e incluso con uno mismo. Nadie es como le gustaría ser. Pero que seamos débiles no es la única verdad. También es verdad que tenemos mucha capacidad de sobreponernos y superarnos. Todos podemos hacer las cosas mejor, con un poco de interés, con un poco de cuidado y con un poco de experiencia.

3. Matar en defensa propia El quinto mandamiento del decálogo dice: «No matarás» y en otro lugar concreta: «No quites la vida del inocente y justo» (Ex 23,7). Está claro: no se puede matar al inocente. Y al culpable, ¿se puede matar al culpable? En realidad, como la vida es sagrada, propiamente no existe nunca el derecho a matar, ni siquiera al culpable. Lo que existe es el derecho a defender la propia vida ante el agresor injusto. No solo existe el derecho sino también la obligación. Si uno tiene personas a su cargo, tiene el derecho y el deber de defender sus vidas y sus bienes fundamentales ante las agresiones injustas. Y eso mismo pasa con la autoridad de una sociedad: tiene el derecho y el deber de defender las vidas y los derechos fundamentales de los ciudadanos. En esos casos, si hay un ataque injusto y no hay otro remedio posible, puede uno matar. Pero hay que evitarlo siempre que sea posible. Como la historia de la humanidad está tan llena de guerras y violencias, la tradición cristiana ha pensado cuándo una guerra es justa. Y ha llegado a la conclusión de que muy pocas veces, y solo en defensa propia. Existe el derecho a defenderse, pero, incluso entonces hay que valorar si la violencia que se desata está proporcionada. Porque no tiene sentido intentar arreglar un daño haciendo, al final, más daño. Hay que pensarlo. El otro caso clásico que la moral cristiana se ha planteado en la historia es la pena de muerte. Las sociedades antiguas empleaban la pena de muerte con bastante frecuencia para todos los delitos que consideraban muy dañinos para la sociedad. Antes las sociedades eran débiles y los estados tenían pocos medios para reprimir el crimen. Usaban la pena de muerte como castigo y como aviso y lección para todos. Se consideraba una defensa justa. Pero ya advertíamos que la defensa para ser justa tiene que ser proporcionada. La moral cristiana consideraba y considera la pena de muerte solo como una solución extrema, cuando no se puede usar otra. Pero hoy las sociedades desarrolladas tienen muchos medios para defenderse. Por eso, hoy no parece justificada en condiciones normales. Juan Pablo II quiso que constara así en el Catecismo: «La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye (...) la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan (...) la autoridad se limitará a estos medios. (...) Hoy, en efecto como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen

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(...) los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (2267). Considera que prácticamente siempre existe hoy la posibilidad de resolver la cuestión sin aplicar la pena de muerte. Porque así se respeta mejor la dignidad de la vida humana, y además así se da al criminal la posibilidad de arrepentirse y redimirse. Eso es más cristiano.

4. Un tema sin resolver: el aborto «No matarás». Nadie tiene el derecho de quitar la vida a otro. En ninguna circunstancia. Solo existe, como decíamos, el derecho a defenderse, y, como caso extremo, se puede matar en defensa propia. En nuestras sociedades ha crecido mucho la conciencia de los derechos humanos, se tienen muy presentes, se respetan cada vez mejor y se educan con mucha insistencia. Esto puede considerarse un gran progreso moral. Sin embargo, también arrastramos un problema moral importante que no solo no se ha solucionado, sino que crece de año en año. Es el problema del aborto. Es un tema que hay que tratar con delicadeza y al mismo tiempo con el deseo de ver la verdad. La tragedia de nuestra sociedad es que se generan muchos miles de hijos que no son queridos. No es el momento de analizar las causas de esto. Pero no podemos olvidar lo que valen esas vidas. No es bueno para nadie que un tema tan delicado no se quiera ver o se convierta en trapicheo político o se trate a gritos. El hecho de que haya tantos miles de seres humanos no queridos es un asunto terrible. Y la solución, que consiste en matarlos, es la más inhumana posible. Es un signo de la presencia de una cultura de la muerte entre nosotros, que contrasta con otros enormes progresos materiales y morales. Un hijo en el seno materno no es un grano. La biología nos hace ver que se trata de un ser humano y la tradición cristiana sostiene que el no nacido es digno de toda protección; y, en ningún caso puede ser tratado como un agresor injusto, que pueda ser eliminado. No tiene culpa de nada. Matarlo en el seno de la madre es una gran traición a la maternidad y un gran pecado. Claro es que también hay que comprender a la otra parte, que son las madres que quizá se encuentran en una situación desesperada y no quieren o piensan que no pueden tener un hijo. También es un tema fuerte: no poder querer a un hijo. Pero en unas sociedades que tienen tantos medios, como las nuestras, se podrían encontrar mejores soluciones que la más trágica. Solo es cuestión de amar la vida humana y planteárselo honestamente. Los primeros cristianos ya se encontraron con que en las sociedades donde vivían practicaban el aborto. Y fue una de las cosas que les distinguieron de los paganos: que se negaban a practicarlo porque sabían que la vida es sagrada y un gran don de Dios. Es la gran verdad de la dignidad de toda vida humana.

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Esto exige muchas veces heroísmo, porque hay que aceptar un hijo que no se esperaba o hay que soportar la presión de otros que quizá quieren quitarse de encima una preocupación o un hijo enfermo. Siempre puede encontrarse una solución mejor, porque toda vida es sagrada y tiene derecho a que se le respete. Es muy doloroso que no se quiera afrontar esto de una manera racional y humana. Vivimos en una trampa. Primero declaramos que el sexo, que sirve naturalmente para tener hijos, es un juguete inocente para disfrutar, y después matamos miles de niños en el seno de sus madres. Esto crea enormes traumas, estropea muchas conciencia y envilece nuestras sociedades porque nos vuelve más inhumanos en pleno siglo XXI. Es un tema sin resolver.

5. El suicidio y la eutanasia La vida es don de Dios. Eso piensa la tradición cristiana: Él la da y Él la quita. Nadie tiene derecho a quitar la vida a los demás. Y tampoco tiene derecho a quitarse la vida a sí mismo. Por eso es pecado el suicidio. Los seres humanos somos tan débiles que, a veces, podemos estar tentados por la desesperación; porque se ha venido abajo nuestra fortuna, nuestros amores o nuestro futuro. Otras veces es una negra enfermedad la que nos hace considerar todo con desesperación, sin salida posible. Así sucede a veces con estados depresivos graves. Hay que ser comprensivos y al mismo tiempo, hay que actuar bien. La moral no sirve para juzgar a los demás, ni para pensar mal de los demás, ni para creerse mejor que los demás. Es un camino para vivir. Y entre las cosas que uno tiene que aprender sobre el don de la vida es que no tiene derecho a quitársela. Incluso cuando le parezca que su vida no merece la pena. Saber que la vida es un don de Dios, también cuando se sufre, puede servir de ayuda en un mal momento. En estas circunstancias de desesperación, ayuda mucho la compañía, el apoyo y la comprensión de los demás. También ayuda, claro, la fe en Dios y el saber que el sufrimiento tiene un valor delante de Él. Basta darse cuenta de que Cristo está en la cruz, para saber que el sufrimiento puede tener un valor redentor, y se puede vivir unido a Jesucristo. Quizá no es fácil tenerlo presente cuando se vive una grave tribulación, pero puede ser un consuelo, a medida que se madura en el dolor. La vida está en manos de Dios. También al final. Hay que dejar que acabe naturalmente como empieza naturalmente. Esa es la tradición cristiana. Se llama eutanasia a provocar la muerte a los enfermos. Puede ser por no verles sufrir; o simplemente por la prisa por quitarse un problema de encima. A veces, todo se mezcla. Pero la vida es sagrada y hay que tratarla con muchísimo respeto desde el principio hasta el fin. La medicina nació con ese compromiso —no matar y no hacer daño—. Esto forma parte del juramento hipocrático tradicional de los médicos desde la medicina griega.

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Hay que aliviar al enfermo lo que se pueda, y evitar lo que se llama el ensañamiento terapéutico, que es la aplicación de medios desproporcionados para prolongar la vida; medios que dan más sufrimiento que alivio. Pero una cosa es hacer más de lo necesario y otra hacer menos de lo necesario; o mucho peor, procurarle directamente la muerte.

6. Jesucristo amplía el mandamiento En el Sermón de la Montaña, que está en el Evangelio de San Mateo, Jesucristo comenta, uno por uno los mandamientos de la Biblia, sobre todo los que se refiere al prójimo. Y al llegar al quinto, «no matarás», dice: «Oísteis que se dijo a los antiguos (en la Ley) ‘no matarás’ y aquel que mate será juzgado ante el tribunal. Pero yo os digo, todo aquel que odie a su hermano, también va a ser juzgado ante el tribunal, y el que le llame idiota también» (Mt 5,21-22). Se puede decir que afina el quinto mandamiento. No se trata solo de no matar, sino también de no hacerle ningún daño, ni físico ni moral. La razón es que todos los hombres somos hijos de Dios y tenemos que tratarnos como hermanos. Ese es el ideal que Cristo predica. Por eso, hay que aprender a superar los odios y todo tipo de violencia. También la violencia verbal que insulta y humilla. Si queremos vivir como hermanos, cada uno tiene que hacer ese trabajo en su corazón: tiene que aprender a perdonar los agravios que recibe. Y, más todavía, a olvidarlos. Y más todavía: Jesucristo pidió que aprendiéramos a perdonar e incluso a rezar por nuestros enemigos. Esto resulta bastante contrario a lo que sentimos espontáneamente. Es un trabajo muy difícil y exige paciencia. Porque hay que retirar de la mente, una vez tras otra, esas ganas de considerar lo que nos hicieron. Olvidar es casi más difícil que perdonar; y no hay verdadero perdón hasta que no se olvida o por lo menos hasta que la ofensa no queda muy abajo en la conciencia. Se necesita mucha perseverancia y también la ayuda de Dios para limpiar el recuerdo y quitar del corazón las malquerencias. Las personas que lo consiguen viven felices. Y las que no lo consiguen viven, muchas veces, amargadas. También hay que aprender a no ofender, a no insultar. Y esto no solo a las personas que viven lejos de nosotros, sino, sobre todo, a las que viven cerca. Es una miseria de la vida que, con tanta facilidad, maltratemos a los más próximos. Sobre todo cuando, como cristianos, es parte importante de nuestra vocación hacer feliz la vida de los que están a nuestro lado: la esposa, el esposo, los padres, los hijos, los hermanos, nuestros alumnos, nuestros compañeros, los que conviven con nosotros, los que pasan a nuestro lado, y también los necesitados. A veces, generamos insolentemente un «mal carácter» y nos acostumbramos a maltratar a los que nos son más próximos, y a que se nos escapen desplantes o incluso insultos, que nadie más nos toleraría; y que de hecho, no se emplean con nadie más.

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Se suele hablar de la gota que hace rebosar el vaso. El vaso rebosa porque está lleno. Entonces cada gota que llega lo desborda. Todo ofende, todo da lugar a una mala palabra, a un mal gesto, a un enfado. La solución es evidente: si cada gota sobra es que hay que vaciar el vaso. Y esto ¿cómo se logra? Primero decidiéndose a olvidar. Después, decidiéndose a no dar tanta importancia a pequeñeces y aprender a pasarlas por alto, quizá no enterándose. En tercer lugar, lo más importante, pidiendo ayuda a Dios. Y, a veces, también a los demás. Pidiendo ayuda y pidiendo perdón.

7. El derecho a la fama Desde muy antiguo, al comentar el quinto mandamiento, que obliga al respeto por la vida, la tradición cristiana incluye aquí el respeto a la fama. Parece un poco lejano, pero tiene su sentido. Hemos visto que Jesucristo comentó y amplió el quinto mandamiento «no matarás» y pidió evitar cualquier daño injusto físico o moral al prójimo. No hay que matar, no hay que herir, no hay que insultar. Por eso tampoco hay que herir a las personas en esa especie de halo que tienen alrededor, que es su fama. No forma parte de su cuerpo, ni tampoco de su espíritu, pero forma parte de su persona tal como la ven los demás. Es un bien inmaterial, pero muy apreciado. Generalmente, a las personas les importa mucho su fama. Les da alegría que hablen bien de ellos y les da mucha pena que hablen mal. A nadie le gusta andar en boca de todos por un mal motivo. Esto causa muchos sufrimientos y frustraciones. Por eso es grave hacer un daño importante a la fama del prójimo. A los humanos nos gusta fijarnos y, a veces, también hablar de lo que hacen los demás. Es natural, es un tema fácil de conversación y nos entretiene. Pero por muy natural que sea, hay que respetar a los demás también cuando se habla de ellos. Se llama calumnia a decir de los demás algo falso, especialmente cuando se trata de algo grave. Es un atentado importante contra la justicia; y hay obligación de reparar, aunque suele ser muy difícil; porque lo malo que se dice de alguien va de boca en boca de manera incontrolable. Y se llama difamación a dar publicidad a algún defecto o miseria de los demás. Se suele hacer por ganas de cuchichear y, a veces, también por ganas de hacer daño. Pero todo el mundo tiene derecho a su intimidad, aunque no sea muy presentable. En esto hay que distinguir. Si uno se entera de un crimen grave, tiene obligación de denunciarlo. Y eso no es falta de respeto a las personas, sino una obligación con la justicia. Pero cuando se trata de las miserias de la vida humana, de líos personales que no atentan contra el bien de la sociedad, es una injusticia traficar con ellas. Y eso se nota porque a nadie le gustaría que le hicieran lo mismo. No hay que olvidar que la regla más básica de la justicia, que además es muy orientativa, consiste en «no hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Es verdad que los medios de comunicación tienen secciones enteras de chismes. Desde luego las personas públicas están expuestas a que se hable de ellas. Forma parte 51

de su situación. Quien se dedica a la política, al deporte, a la canción o al cine, sabe que hacerse famoso significa exponerse al interés, a la curiosidad y también al juicio de los demás. No se puede evitar. Pero hay que recordar que siguen siendo personas y no pierden el derecho a que se les trate como personas solo porque salgan más veces por televisión.

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1 Toma el texto de SC para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, 5

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VI. NO COMETERÁS ACTOS IMPUROS

1. El sexto mandamiento Seguramente el sexto mandamiento es el más conocido de los diez, porque se refiere al sexo. Todos los hombres, y también las mujeres, tenemos un interés espontáneo y bastante fuerte por el sexo. Un interés que es algo así como un dato de fábrica, lo traemos puesto, aunque solo empieza a manifestarse a una cierta edad. También llevamos puesto un interés natural por la comida. Pero el interés por el sexo es más complejo, más intenso, más aparatoso y, generalmente más retorcido que el interés por la comida. La expresión más elevada y central de la sexualidad humana es el amor de los esposos y el amor familiar. Y la expresión más degradada quizá sea la pornografía. Ambas expresiones son bastante abundantes. Pero el amor de los esposos y de la familia es un triunfo de la humanidad, y la pornografía es un fracaso. Sería difícil pensar otra cosa. El hecho de que la pornografía abunde en nuestra cultura es uno de los antisignos del progreso, porque juega con los instintos de las personas. No se necesita mucha moral para encauzar el deseo de comer. Basta un poco de sentido común, aunque a todo el mundo le cuesta guardar la justa medida. Pero en el sexo, las complicaciones pueden ser mucho mayores. Por eso, aunque no existe un mandamiento para el comer, existe un mandamiento sobre el sexo, que es el sexto mandamiento. Dice sencillamente: «No cometerás adulterio»: es decir, respetarás las promesas matrimoniales. En la tradición cristiana se amplía este mandamiento y se pide respetar el orden propio de la sexualidad, que tiene tres puntos fundamentales y claros: que la sexualidad sirve para reproducirse o dar la vida; que el lugar propio para reproducirse y dar la vida es el matrimonio; y que el matrimonio es un pacto entre personas que se prometen amarse, respetarse y ayudarse durante toda la vida, dando lugar a un hogar y una familia. En algunos aspectos la sexualidad se parece a la comida, porque se trata de una función biológica, con sus impulsos y deseos propios, pero se ponen en juego bienes mucho más importantes. En la alimentación, solo nos jugamos la propia salud y quizá el aspecto estético de estar más o menos gordos. En el sexo se trata de poner en el mundo a 54

otros nuevos seres humanos, y ponerlos de una manera humana. Además, tiene que ver con esa cumbre de humanidad que es el amor de los esposos (cuando sale bien). Y con esa institución tan entrañablemente humana y tan importante para las personas y la sociedad, que es la familia. Se entiende entonces que la moral preste mucha más atención al sexo que a la comida y que le dedique un mandamiento. A veces se habla del sexo como una parte de la libertad personal que tiene que ver con caprichos y satisfacciones personales. Hay algo de eso, pero es lo menos importante. Y, si el deseo o la satisfacción personal se pone por delante, es muy capaz de estropear lo más importante: la función natural y biológica del sexo, que es transmitir la vida; el amor entre los esposos y la familia con su función social.

2. El respeto al sexo natural Nuestra cultura tiende a reducir el sexo a una cuestión privada relacionada con las satisfacciones personales. Es un empobrecimiento muy grande tanto de lo que es el sexo, como de lo que es la libertad personal. La conquista de las libertades, que es uno de los grandes éxitos de la cultura moderna, sería un fracaso si solo sirviera para encerrarnos en nuestros propios gustos y hacernos más egoístas. ¿Tanto romanticismo sobre la libertad para acabar poniéndola al servicio del egoísmo? No puede ser. El sexo es una realidad muy rica y no se comprende bien cuando se aísla. El dato de partida del sexo es muy evidente. Se trata de una función natural y biológica muy clara: la reproducción. Toda visión de la sexualidad humana que no respete este dato natural y ecológico, es un grave error humano. El dato es totalmente primario y evidente: la sexualidad está orientada a la reproducción. Es su sentido natural. Lo mismo que el comer está orientado a la alimentación. Hoy somos muy sensibles con la alimentación y su función; y todo el mundo pone interés en que sea natural y en no comer más de lo debido o lo que no le conviene. También el sexo es una función natural, que tiene su sentido y no es un capricho a nuestra disposición o una especie de juguete biológico que podemos reinventar con nuestra libertad. Los animales resuelven su vida sexual por puro instinto. Los seres humanos podemos recibir estímulos y sentir deseos sexuales, pero no resolvemos la vida sexual por puro instinto, sino de una manera racional y humana. Los animales respetan la naturaleza sin darse cuenta. Pero los humanos tenemos que obrar pensando en lo que hacemos. La moral no es otra cosa que guiar la conducta por la razón, respetando lo que haya que respetar. En primer lugar, hay que respetar al prójimo. Esto es la justicia, que es una gran parte de la moral. En segundo lugar, hay que respetarse a sí mismo, la propia humanidad: esto incluye la obligación que todos tenemos de desarrollarnos como personas y también de ser sobrios, para no hacernos daño con los excesos. 55

La moral sexual ocupa un lugar intermedio porque tiene que ver con el respeto al prójimo y a sí mismo; y con el respeto al sentido de la sexualidad, del matrimonio y de la familia. Este respeto a lo que son y valen las cosas es el centro de la moral sexual. Lo demás, en distinto grado, son posiciones desencajadas. Cuando se vive la sexualidad como es, se respeta el orden biológico natural. Cuando se vive dentro de una relación de amor propia de los esposos, se respeta. Cuando los esposos se aman y respetan y son fieles a su compromiso, se respeta. Cuando se reciben los hijos y uno se compromete a educarlos, se respeta.

3. Respeto a sí mismo ¿El placer es malo? Cuestión interesante. Y está bien reflejado en el viejo chiste de aquella señora gorda que decía desconsolada: «Todo lo bueno engorda o es pecado». Hoy no hace falta convencer a nadie de que el placer no es malo, porque todo el mundo está convencido. Y tienen razón; o mejor, parte de razón. La vida lleva consigo unos placeres naturales que son buenos. Y también lo son para una mente cristiana que piensa que la naturaleza está hecha por Dios. Disfrutar de la vida es bueno, la comida es buena y el sexo es bueno. Lo ha dispuesto Dios. El problema está en cuánto, cómo y cuándo. Hoy todo el mundo sabe que hay que disminuir el placer de fumar, porque hace daño a la salud. Y que en el comer no puede uno dejarse llevar por lo que le apetece, porque la mayoría acabaríamos como un tonel. Es decir, la medida es importante. También hay cuestiones estéticas: ¿se puede comer de cualquier manera? Por poder sí, claro, pero hay maneras de comer que son propias de una persona y otras que no. Y también hay cuestiones que podríamos llamar de autoeducación. De aprender a ponerse medida. Cuando se recorren las distintas tradiciones de sabios que existen en la historia humana, se encuentra uno con la misma idea constantemente repetida: lo propio del ser humano es la razón y, por eso mismo, no puede vivir dejándose arrastrar por lo que le apetece. No hay que guiarse por los impulsos, sino por la razón, que es la que tiene que juzgar cuándo, cómo y cuánto se dedica uno a sus gustos. El que se deja llevar sin más por lo que le apetece acaba perdiendo su libertad y su razón. En lugar de ser la razón la que domina el deseo, acaba siendo el deseo el que domina la razón. Esto pasa con todo lo que apetece: con la comida, con la bebida, con la droga, con el fumar; pero también con las aficiones, con los deportes, con la televisión o con los videojuegos. O uno aprende a controlarse, o será dominado por un deseo que, al final, le llevará donde no quería: perderá su salud, su fortuna, su tiempo, sus amistades y amores: malgastará su vida y sus energías. Al principio, hacer lo que a uno le apetece es manifestación de libertad. Pero, al final, la vida queda dominada por lo que apetece y no tiene fuerzas ni ganas para otra cosa.

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Con la sexualidad pasa lo mismo. ¿Es legítimo el placer sexual? Claro, es un placer natural, pero tiene su sentido y su entorno, que hay que respetar. Su sentido es la reproducción, su entorno el amor matrimonial. Para un cristiano todo uso de la sexualidad sin respetar su sentido, que es transmitir la vida, y sin su entorno, que es el matrimonio, es inmoral. Está fuera de sitio. Y es un pecado grave por los bienes tan importantes que se ponen en juego: la vida, que es sagrada; y el matrimonio, que también es sagrado. Hay mucha gente que vive el sexo sin referencia ni a la vida (reproducción) ni al matrimonio. Es una pena. En muchos casos puede ser ignorancia; y en otros muchos, desorden pasional. Pero con estas cosas no se puede jugar. Hace años leí un libro de un profesor australiano que al tratar del sexo hacía la siguiente consideración: «Al principio puede parecer que el sexo es como un animalito con el que se puede jugar. Pero si se deja crecer al animalito, al final es él quien juega con nosotros».

4. Es cosa de dos Que la vida sexual se ordena por su propia naturaleza a transmitir la vida es un dato biológico; y es uno de los pilares de la moral sexual. Una sexualidad donde no se respeta el orden a la vida, es una sexualidad que no está en su sitio natural. La sexualidad tiene un orden biológico evidente y tiende a eso con una fuerza arrolladora. Una de las señales más evidentes y más tristes es la cantidad de niños no queridos que, al final, son destruidos. Esto sucede porque mucha gente quiere practicar la sexualidad prescindiendo de su sentido. Pero en cuanto se descuidan, ahí tienes una nueva vida. No lo querían los que jugaban con el sexo, pero sí lo quiere la sexualidad que tiende naturalmente a eso con todos sus poderosos resortes. Es que está hecha para tener hijos. Pero ese es solo uno de los pilares. El otro pilar es un gran fenómeno natural y espontáneo que se repite constantemente en la historia: el matrimonio. Este es un pacto que funda una familia, donde se quieren los esposos y se pueden acoger y educar las nuevas vidas. Hay una curiosa relación entre la vida sexual, el amor matrimonial y la familia. Algunos creen que esto se puede reinventar, pero hasta la fecha, los experimentos sociales sobre el tema han salido muy mal. Hay un tipo de relación sexual que es un puro de​sahogo y no busca nada más que una relación pasajera. Es la prostitución. Es muy antigua y muy conocida, pero en la mayoría de los casos no es expresión de libertad sexual, sino —sobre todo en el caso de los que se prostituyen— exactamente de lo contrario; de haber acabado allí porque no se ha podido hacer otra cosa. Está también todo tipo de relaciones pasajeras, que no tienen ningún interés en transmitir la vida, sino que son un pasatiempo entre dos. Son deformaciones que no ayudan mucho a comprender las cosas. Siempre me ha parecido que en este tema hay que ir al centro y no dedicarse a las ramas. La moral cristiana solo se entiende con toda su fuerza cuando se ve desde el centro. 57

El centro es que la vida humana es una maravilla, que el sexo está para transmitirla responsablemente y humanamente. Que hay una relación que puede ser maravillosa que es el matrimonio. Que hay una experiencia enorme de que existe el amor conyugal. Que allí se puede hacer verdad ese «para siempre» al que aspira todo amor. También que es un vínculo muy fuerte, que saca lo mejor que tienen las personas y les da mucha capacidad de amar. Por eso, es el mejor ambiente para criar a nuevos seres humanos. Y el más digno. Esto es el centro, lleno de fuerza y de vida. También hay mucha experiencia de que no es fácil, de que hay que invertir mucho, de que no es un juego. Que hace falta madurar y que los dos tienen que aprender mucho, quererse mucho, perdonarse mucho, ayudarse mucho. Solo considerando el centro, que es una cima, se puede orientar todo lo demás. En cambio, si nos perdemos por las ramas, nunca llegaremos al centro.

5. Pero no solo de dos: la familia La moral sexual no se puede entender, si no se entiende que el centro de toda la cuestión es la familia. Hemos dicho que la sexualidad humana tiene dos referencias que se complementan. Una es la función biológica: el sexo existe en la biología para transmitir la vida. Otra, es que la entrega sexual está relacionada con la entrega mutua propia del matrimonio. Quien no tiene la fe cristiana es difícil que entienda la moral sexual cristiana, porque la cultura ambiental es muy contraria en este punto. Sin embargo, la moral sexual cristiana es muy ecológica y muy humana, precisamente porque se basa en dos principios muy naturales y muy humanos. Por un lado, defiende algo tan natural como que la sexualidad se orienta a la vida; lo que sea alterar esa orientación es antinatural e inmoral. Por otro, algo menos obvio: que el lugar para la relación sexual humana que transmite la vida es el matrimonio. Esto no es tan evidente, pero también tiene muchas razones que la experiencia demuestra. La más importante es que un compromiso permanente de amor mutuo es el mejor ambiente para recibir y educar a los hijos. Por eso, el matrimonio nunca es, desde el punto de vista cristiano, una cosa particular de dos, siempre está abierto a las vidas que pueden venir. A veces, no se realiza, porque los padres, por ejemplo, no pueden tener hijos. Pero incluso entonces, es bueno que la relación mutua se oriente a ayudar y dar vida a otras personas. Esto es bueno para madurar el amor mutuo y que no se asfixie. Desde el punto de vista cristiano hablar de amor es hablar de generosidad y de entrega; y no hablar de egoísmo. Cuando uno piensa en el amor solo como una forma de recibir o disfrutar, no lo ha entendido bien. Amar a otro es querer su bien y estar dispuestos a entregarse por su bien. Sin esto los amores no maduran. Esto pasa con el amor a la música, que no es verdadero cuando uno se ama a sí mismo más que a la música. Y mucho más con el amor matrimonial, donde, por lo menos, uno tiene que desear amar al otro más que a sí mismo. Y con los hijos, igual. Parece muy difícil, 58

incluso imposible. Sin embargo, la experiencia humana demuestra que se realiza constantemente, con gente de todas las culturas y estratos sociales. Este amor crea el mejor ambiente para recibir nuevas vidas y atenderlas. Es lo más humano de lo que somos capaces de hacer los humanos. Es verdad que se realiza, ordinariamente, con muchos pequeños defectos; con pequeñas protestas, con pequeños enfados, con pequeños desencuentros, con tantas imperfecciones. Pero, en medio de todo se realiza con una fuerza verdaderamente arrolladora. Con esa fuerza, se llegan a querer tantas veces los esposos y con esa fuerza suelen querer a sus hijos y los sacan adelante. Y estos amores generan unas fuerzas colosales en beneficio de las personas y de la sociedad. Por más que estemos acostumbrados, es asombroso. Alguno dirá: «yo no he tenido esa suerte; mis padres no se quisieron o no me quisieron». Hay que comprenderlo. Pero conviene darle la vuelta. Ante estos casos, siempre recuerdo la primera novela conocida de un buen escritor inglés que se llama McEwan, Los perros negros. El protagonista empieza recordando la triste situación de su familia. Sus padres se separaron y le abandonaron, vive con una hermana que está malamente juntada con un tipo que le pega. Y envidia las familias de sus compañeros (especialmente, las católicas). Entonces se hace una consideración: «Yo no he tenido esta suerte, pero mis hijos la tendrán».

6. La familia también es un asunto público El sexo tiene un aspecto privado. Se suele hablar de aspectos íntimos y es verdad. Necesita intimidad, por muchos motivos. Pero no todo es intimidad. Si uno piensa la sexualidad como una relación íntima entre dos que se arreglan para divertirse juntos, entonces nunca dejará de ser una cuestión privada, incluso quizá prefieran que sea secreta. Esto apenas tiene relevancia pública. Solo merece interesarse por unos pocos aspectos de higiene pública. Pero si uno piensa en la vida sexual como es, con sus dos aspectos básicos que son la reproducción y el amor conyugal, entonces es una cuestión del máximo interés público. Por una sencilla razón. Que dos se junten les afecta solo a ellos. Pero que tengan un hijo nos afecta a todos. Aparece un ciudadano más que tiene derechos y, por eso mismo, a todos nos impone deberes. Parte de nuestros impuestos irán inmediatamente a atenderle como ciudadano que es. Pero no solo eso. Se suele decir que la familia es la célula de la sociedad. Es un símil biológico. Los seres vivos están compuestos de células vivas, y cada célula es un pequeño organismo que hace multitud de funciones. Igualmente, las sociedades están compuestas fundamentalmente de familias que cumplen muchísimas funciones, muy difíciles de sustituir. Nuestra tradición política lo oculta bastante, porque concibe la sociedad como un conjunto de individuos libres e independientes. Pero la realidad es que los individuos están, en su mayoría, fuertemente vinculados por lazos familiares, que son, 59

generalmente, los más importantes de sus vidas y los que mueven los resortes más fuertes de su personalidad. Y esos lazos familiares desempeñan un enorme papel en la vida social. De tal manera que la salud de una sociedad depende mucho de la salud de sus familias. Casi en la misma medida que la salud de las personas depende de la salud de sus células. Las familias cumplen un importantísimo papel educativo, porque educan a los chicos. No solo los alimentan y los cuidan, sino, como dicen los sociólogos, los socializan; es decir, los convierten en personas capaces de convivir en una sociedad. Es una tarea de artesanía y no una producción industrial. Millones de niños son atendidos personal y artesanalmente por millones de padres. Y esto es vital para cualquier sociedad. Además, las familias desempeñan una función enorme de asistencia social: atienden a muchos discapacitados, enfermos, ancianos y parados. Y los atienden, generalmente, con mucho esmero. Y sin que sea lo más importante: son un factor de estímulo económico de primer orden, porque el tener hijos estimula la responsabilidad económica de los padres, y la transmisión de conocimientos y de capital empresarial. Esto es un beneficio social incalculable. El problema es que estamos tan acostumbrados que no nos admira. Y por eso no sabemos lo que nos jugamos en este tema en la vida política y social. Por poner un ejemplo doloroso. Cuando los matrimonios se rompen, los hijos, muchas veces se rompen. Es muy privado, pero también tiene un efecto social. A un Estado no le puede dar lo mismo que haya muchos o pocos divorcios; que haya o no familias bien constituidas con estabilidad para cuidar a los hijos. Hay que respetar la intimidad de las personas, pero no es verdad que las cuestiones sexuales sean solo un asunto de libertades privadas. Y no es verdad que tenga el mismo interés social favorecer una cosa que otra.

7. Dos vocaciones cristianas Al pensar en la vida sexual, la tradición cristiana distingue dos vocaciones: la vocación al matrimonio y la vocación al celibato. Vocación significa llamada de Dios a vivir de una manera: el camino que Dios quiere para cada uno. Para la tradición cristiana, el camino del matrimonio es verdaderamente una llamada de Dios: a realizar una unión conyugal y una familia. Esto como hemos comentado, es muy bonito y está lleno de promesas hermosas; por otro lado, resulta bastante difícil. Se necesita mucha entrega personal y mucha ayuda de Dios para que salga bien. Y en nuestros tiempos, quizá más. Pero no es tan difícil que no lo realice muchísima gente y con un grado de calidad muy alto. Es un terreno en el que hay que apostar fuerte, si se quiere triunfar, porque es muy importante para la propia vida y para la vida de los demás. Celibato es el camino del que dedica a Dios este aspecto de su vida. Y el amor, con la entrega y dedicación que podría haber puesto en una esposa o en un esposo y en unos hijos, lo pone en Dios y en las cosas de Dios. Aunque en el diccionario pueden significar 60

cosas parecidas, en la mente cristiana es distinto ser soltero que ser célibe. Mucha gente se queda soltera porque no ha encontrado su pareja ideal o por razones de salud. Pero el celibato no es simplemente quedarse soltero, sino el compromiso de dedicar a Dios todo lo que uno hubiera dado en la vida familiar. La palabra «dedicación» es importante. Dedicación significa entrega. Lo mismo que no se vive bien el matrimonio y la familia si uno no se entrega todo lo que puede a su esposa o esposo o a los hijos, en el celibato pasa lo mismo. Si no hay entrega, aquello pierde su sentido y no puede funcionar bien. Entregarse y superar el propio egoísmo no es fácil, ni en el matrimonio ni en el celibato. Hay que vivir con responsabilidad y con humildad las dos vocaciones. Responsabilidad quiere decir que uno quiere responder dando lo mejor de sí mismo. Y humildad quiere decir que uno conoce al mismo tiempo la dificultad de la tarea y la propia debilidad; por eso se necesita la ayuda de Dios y de los demás. Hace falta rezar y pedir consejo y aliento. Ambas vocaciones son luz para el mundo. Precisamente cuando existe tanto despiste en relación con la sexualidad. Siendo iguales que los demás, el esfuerzo por vivir bien el matrimonio y el celibato recuerda a todos que la vida sexual, entre los hombres, es un don de Dios, y que está relacionado con tantas cosas hermosas. Y que no se puede entender desde el egoísmo, sino desde lo que es el amor o la entrega. En nuestro siglo XXI también son posibles. Se puede ver en la vida de muchos cristianos; y también, en personas que no son cristianas, pero tienen el sentido natural de la sexualidad y de la familia.

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VII. NO ROBARÁS

1. Lo más claro de la moral Nos toca hablar del séptimo mandamiento. Lo mismo que el quinto, se expresa con dos palabras. El quinto era «No matarás». Y el séptimo: «No robarás». Sobre estos dos mandamientos hay un acuerdo universal, por lo menos en teoría. Es decir casi todo el mundo está de acuerdo en que no se debe robar y matar. Cuando hablas del sexto mandamiento, en relación al sexo, mucha gente se incomoda y contesta que la moral es opinable. Pero cuando hablas del robo, a muy poca gente le parece opinable. Desde luego hay bastante gente que roba. Pero procuran que sea en secreto, y nadie se atrevería a defenderlo en la plaza pública. Y por supuesto nadie admitiría ese argumento como excusa. Nadie se deja robar por otro, porque declare que se lo permite su conciencia. Los Estados no permiten que los ladrones se conviertan en objetores de conciencia. Nadie puede decir a un juez: «He robado porque mi conciencia me lo permite». Ningún Estado considera que este asunto dependa de la conciencia de cada uno. No se considera opinable ni siquiera donde todo el mundo piensa que la moral es opinable. El Catecismo explica: «El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes» (2401). Es decir, que además del puro robo, que es tomar y quedarse con los bienes ajenos, se considera pecado contra el séptimo mandamiento no dar o no devolver lo debido, y dañar los bienes del prójimo. El centro de la justicia consiste, según la vieja frase del derecho romano, en «dar a cada uno lo suyo». Cuando no se le da lo suyo o se le quita lo suyo, se falta a la justicia y se roba. Está claro desde el inicio de la humanidad. Muchos pueblos en la historia no consideran robo llevarse los bienes de otro pueblo, sobre todo si los consideran enemigos. Pero ninguna sociedad tolera el robo dentro de ella, porque provoca mucho desorden social, daña el progreso económico y genera violencia. Es un tema serio de orden social. La mayoría de los mandamientos (7) tienen forma de prohibición, pero cada prohibición defiende un derecho importante. El tercer mandamiento prohíbe usar mal el 62

Nombre de Dios, porque lo protege. El quinto mandamiento prohíbe matar, porque defiende el valor de la vida. El sexto mandamiento prohíbe el mal uso de la sexualidad, porque defiende el valor del matrimonio y la familia. El octavo mandamiento prohíbe mentir, porque protege el valor de la verdad. Y el séptimo mandamiento prohíbe el robo, porque defiende el derecho de cada uno a sus bienes.

2. Hay muchas maneras de robar «No robarás», es decir no tomarás los bienes ajenos, ni retendrás lo que tienes que pagar o devolver, ni harás daño injusto a los bienes ajenos. Todo eso es robar. En general todos queremos tener más bienes, porque nos dan más comodidades, más posibilidades, más seguridad en el futuro, y podemos atender mejor a los que dependen de nosotros. Por eso no es malo querer tener más. Es una aspiración legítima. Pero no se puede conseguir de cualquier manera. Hay formas de robar que son descaradas: entrar en la casa, en el campo o en el coche del vecino y llevarse algo. Roba el que sustrae dinero del cajón de la mesa del vecino. Roba el que se lleva algo de un almacén sin pagar. Roba el que asalta un banco. Está claro. Pero hay otros modos de robar donde no hace falta entrar en las propiedades ajenas. Se roba cuando se vende algo con menos cantidad o calidad de lo prometido. Se roba cuando se hace menos trabajo del acordado o cuando se hace peor. Pero también roban los que cobran comisiones injustas y ocultas por hacer compras o ventas o gestiones en nombre de otros. Y los administradores que emplean el dinero que administran en beneficio propio. Roban los gerentes que venden sus propios bienes a su empresa con el precio inflado. Y, al revés los que compran los bienes de la empresa para la que trabajan bajando el precio. Roban los administradores que se conceden créditos a sí mismos en buenas condiciones sin informar a nadie. Y los consejos de administración que se reparten beneficios extras sin conocimiento de los demás propietarios. Y los que no pagan los impuestos que tienen que pagar. Y todos los que usan los cargos públicos para beneficiarse. Todos roban. Y son muchos. También hay mucha gente honrada, la mayoría, que sale adelante y progresa a base de trabajar mucho, o porque tiene mucho ingenio o por un golpe de suerte. El trabajo, el ingenio y la suerte son medios honrados de ganar dinero. Hay mucho dinero que se ha generado honradamente. Pero hay otro mucho que no. La mayoría de las personas desean ser justas; especialmente cuando son jóvenes y si han recibido buena educación, porque robar es bastante feo y está muy mal visto. A nadie le gusta destacarse por tramposo. Pero el gusto de tener más puede adquirir tal fuerza que pase por encima de todas las barreras. Suele ser una larga historia donde se empieza por poco. Cuando en los medios de comunicación salen noticias de fraudes y robos, se suele sentir indignación y también la satisfacción de que se castiga el mal.

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También deben dar pena esas personas que quizá un día tuvieron ideales de justicia y se han corrompido. Son historias de fracasos humanos. A los corruptos, los honrados les suelen parecer un poco tontos. No se dan cuenta de su propio fracaso. Aristóteles decía que el vicio es el pago de sí mismo y la virtud también. El que es un ladrón lo principal que ha conseguido en la vida es eso. Y el que ha sido honrado es eso lo principal que ha conseguido. Los cristianos sabemos que un día nos juzgará Dios, que nos mira con afecto, pero al que no se le escapa nada. Todos nos pondremos un poco colorados, pero algunos muy colorados.

3. La pereza como forma de robo Está claro que llevarse lo que es del prójimo y no pagarle lo debido es robar. Y que hay muchas otras formas de robar que hemos mencionado. Pero, con frecuencia, no nos damos cuenta de que la pereza también puede ser una forma de robar. Porque no cumplir con lo que debemos, no trabajar lo pactado o no atender a nuestras obligaciones es robar. La pereza suele parecer un vicio inofensivo. Y sin embargo, cuando uno piensa en la parte tan notable de la vida que se puede llevar, se da cuenta de que no es tan inofensiva. Nadie está obligado a matarse trabajando. Es verdad. Todo el mundo necesita descansar para reponerse de las fatigas del trabajo. Es verdad. Pero es pereza no hacer lo que podemos cuando tenemos que hacerlo. Y por no hacer lo que podemos cuando debemos, por pura pereza, hay tantas cosas que funcionan mal en la vida de cada uno y en la sociedad. Tantas cosas que se retrasan, tantas cosas que no se acaban, tanto descuido y desorden y tanta pérdida. Esto sucede en el ámbito de las personas y también de las sociedades. No es lo mismo tener una cultura del esfuerzo y del trabajo, que una cultura de la vagancia y la pereza. Ser demasiado indulgentes en esto nos hace daño como personas y como sociedades. Un viejo profesor amigo andaluz decía con mucha gracia, que desde que Adán pecó es difícil distinguir el cansancio de la pereza. Y tenía mucha razón. ¡Con qué facilidad nos engañamos! Y, además, es un vicio que, como casi todos, se autoalimenta: cuanto más se cede, más se entrena uno para ceder la vez siguiente. Pero ¿cómo establecer la medida justa? Lo mejor es compararse con los demás. Da mucho realismo. Pensar lo que vemos bien y mal en los demás. Y pensar en lo que nosotros exigiríamos a otros, si dependieran de nosotros. Ahí tenemos la medida con que nos tenemos que exigir. Y es la medida que permite distinguir lo que es cansancio de lo que es pereza. Toda persona tiene que aprender a exigirse lo necesario para cumplir su deber. Es la única forma de madurar como persona. Es madura la persona que es capaz de hacer lo que tiene que hacer aunque no le apetezca. Y esto, como todo, se entrena. Cuanto más se vence y cuantas más veces hace lo que tiene que hacer, aumenta su capacidad para

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trabajar y se vuelve más eficaz. Nos jugamos mucho en distinguir la pereza del cansancio.

4. La obligación de restituir y reparar Las injusticias hay que repararlas siempre que se pueda. No basta arrepentirse o lamentarse. Y lo mismo pasa con el robo. Hay que devolver lo que se ha quitado y compensar por lo que se ha dañado. Cuando nos ven y también cuando no nos ven. Si bajamos un mueble por la escalera y rompemos el espejo del portal, hay que tener la honradez de reconocerlo y pagar el espejo. Y si un día abollamos el coche del vecino al aparcar, también hay que dar la cara. Esto solo lo hace la gente muy honrada, pero es bonito pertenecer a ese grupo de gente. Nos complica la vida, pero nos hace más humanos. Así tratamos a los demás como nos gustaría ser tratados. Esto hay que hacerlo en las cosas de poca importancia y, con mayor razón, en las de mucha importancia. Los cristianos estamos seguros de que un día se nos pedirá cuenta de nuestra vida; que habrá un juicio final; y allí saldrán todas las injusticias. Compartimos esa creencia con muchas religiones antiguas. Eso nos ayuda a ser justos y a reparar a tiempo las injusticias que hemos cometido en la vida. En los murales egipcios se ve que después de la muerte, se pesa el corazón de las personas para ver lo que llevan de malo y de bueno. Y los buenos egipcios procuraban ser enterrados con un escrito enrollado donde contaban lo bien que habían procurado vivir. Esos rollitos o libros de la vida se hacían por encargo y seguro que la gente ponía interés en quedar bien. O sea que estaban un poco amañados, como suelen estarlo hoy las biografías que se hacen por encargo. Hoy muchas personas no creen en nada y no les mueve mucho pensar lo que pasará después de la muerte. Pero todos tenemos una conciencia, y es distinto tenerla limpia que sucia. Solo se vive una vez. Cada vida es como una novela que tiene un inicio y un final. No se puede repetir, pero, durante la vida, se puede corregir y rectificar. Es muy difícil en esta vida no equivocarse en nada. Por eso, forma parte de la honradez, la disposición a rectificar. Y también la de reparar las injusticias que se han cometido. No se trata de meter escrúpulos o de inquietar a la gente cuando se hace mayor y nota que se le acaba la vida. A veces, cuando uno envejece le pesan demasiado los errores que cree o recuerda haber cometido. Y en muchos casos ya no se ven las cosas como son. No tienen que inquietarse y no hay que inquietarlos salvo injusticia claras y clamorosas. Pero no se trata de esperar al último tramo de la vida para rectificar. Hay que aprender a rectificar tan pronto como uno se equivoca.

5. El derecho a la propiedad

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El derecho a disponer de bienes, a conservarlos, a prestarlos o a venderlos es uno de los derechos fundamentales de la persona. El viejo comunismo, tan excesivo en todo, quería eliminar la propiedad privada, especialmente la de los medios de producción. Pero la propiedad tiene un sólido fundamento moral y así lo ha defendido la Iglesia antes y después del comunismo. En esto coincide con la vieja mentalidad liberal que históricamente considera la propiedad como uno de los derechos más básicos que tiene que defender el Estado. Pero con diferencias importantes. La propiedad es positiva para las personas; primero, porque les da un margen de libertad. Les permite hacer más cosas en la vida, les estimula en el trabajo y les garantiza el futuro. Toda persona responsable se preocupa por tener lo necesario para atender a los suyos y afrontar con tranquilidad el futuro. Y a esto se le llama «interés legítimo». Es legítimo y bueno, aunque tenga sus límites, porque uno no puede vivir solo para sí mismo. Además, el derecho de propiedad, en principio, garantiza que las cosas estén mejor cuidadas. Lo que es de todos es más difícil de cuidar. El experimento comunista fracasó no solo porque era injusto, sino también porque resultó incapaz de garantizar los bienes necesarios a las personas. No conseguía producir lo suficiente ni innovar, por falta de estímulo. Y tampoco conseguía mantener en buenas condiciones las estructuras y los bienes comunes, por falta de responsabilidad y de interés. Es más difícil cuidar una casa o una empresa que no es propia. «El ojo del amo engorda el caballo», dice el refrán. Así que hay motivos de justicia y también prácticos que están en la base del derecho de propiedad. Sin embargo, mientras la tradición liberal considera que la propiedad es un derecho casi absoluto e intocable, la mente cristiana defiende que no es un derecho absoluto ni intocable. Porque los bienes de la tierra, en el fondo son para todos los hombres. Por eso, sobre toda propiedad hay lo que Juan Pablo II llamó una «hipoteca social». Y cada uno, delante de Dios, es solo administrador de esos bienes; y se le pedirá cuenta de los talentos recibidos. Dicho de otra manera, aunque podemos conservar y disfrutar de nuestros bienes, no podemos usarlos de cualquier manera o destruirlos a capricho. Y tampoco podemos usarlos de una manera egoísta olvidando que otros no tienen lo necesario. Debemos ayudarles, tanto más cuanto más tengamos. No podemos emplear nuestros bienes solo en nosotros mismos. Una parte de nuestros bienes, lo mismo que una parte de nuestro tiempo y de nuestras energías, hay que gastarlas en los demás. Y no solo lo que nos sobra después de haber atendido todos nuestros caprichos. Si no, no seríamos suficientemente justos, ni suficientemente humanos. También es ayudar a los demás promover la economía moviendo bien el dinero en lugar de emplearlo en el propio lujo, en el propio lucimiento o en la propia comodidad. No podríamos ponernos delante de Dios con todo este egoísmo entre las manos. Al final, solo vamos a tener lo que hayamos dado.

6. La confusión de los amores 66

Todo lo que es bueno se ama. Amamos las cosas buenas y por eso, también amamos todo lo que tenemos y vale algo. Desde muy antiguo se sabe qué poder tiene el dinero para atraer el corazón humano, y qué desórdenes puede producir, cuando ese amor desordenado, que se llama avaricia, se impone en la conducta. En una ocasión san Agustín quiso resumir todo lo que es la honradez y la madurez de una persona. Y pensó que, en el fondo, todo consiste en poner orden en los amores. Es decir que se trata de amar más lo que merece ser más amado. El orden de los amores es la clave de la moral. Para ser honrado no hace falta más que poner orden en los amores. El dinero y los bienes tienen una enorme capacidad para atraer y capturar la psicología de las personas. A cualquiera le gusta tener más dinero y más propiedades. Se entiende, pero no está por encima de todo. Por eso, hay que aprender a poner límites a ese amor. Con los años, y casi sin darse cuenta, mucha gente se convence de que lo único serio que se puede hacer en la vida es ganar dinero. Es una curiosa tendencia. Quizá no llega a formularlo o declararlo, pero su vida demuestra que es lo que realmente siente. Le parece una tontería dedicar esfuerzo y tiempo a otra cosa. Hay muchas vidas que se consumen en eso. En cuanto adquieren el gusto por el dinero, ya no saben pensar ni tienen tiempo para otra cosa. Y se producen muchos espejismos. Es una vieja cuestión. Muchas veces dan ganas de preguntar: Y ¿para qué quieres ganar más dinero, si no lo vas a poder disfrutar? ¿Te lo vas a llevar a la tumba? Allí no te va a servir. ¿No sería más sensato que ocuparas tu tiempo y tu esfuerzo también en otras cosas más importantes: en atender a tu familia, en ayudar a los demás, en aprender, en disfrutar de la música o del arte o de la naturaleza? Y en algunos casos se da una confusión llena de buena voluntad. Hay quien se mata trabajando para que sus hijos vivan mejor. Y es bueno, pero también hay que ordenar estos amores. Los hijos no solo necesitan bienes, también necesitan la compañía de sus padres. Si se trabaja tanto que no se les puede atender, algo no funciona. A veces, no hay otro remedio. Pero, casi siempre, se puede equilibrar la propia dedicación. Es cuestión de ingenio. El dinero y los bienes de que disfrutamos son buenos, pero no son el único ni el principal bien. Hay que poner orden en los amores.

7. Menos es más Cuanto más mejor. Parece obvio. Cuanto más dinero mejor, cuanto más casas, mejor; cuanto más coches, mejor; cuanto más cacharrería electrónica, mejor. Parece obvio, pero no es verdad. Un famoso arquitecto, Niels van der Rohe, decía «Menos es más». Se refería a los edificios. Si está bien diseñado, un edificio de líneas sencillas es más bonito que uno 67

recargado de adornos innecesarios. También es más barato y tiene menos problemas de mantenimiento. Menos es más. Lo mismo sirve para las personas en muchos aspectos: los excesos estropean la vida. Hoy casi todo el mundo es consciente de que si come demasiado, se pone gordo y daña su salud. Casi todo el mundo querría comer menos de lo que come. Aquí se entiende claramente que menos es más. La comida da gusto y podría parecer que cuanto más mejor, pero resulta que también puede hacer daño, por eso hay que ponerle límite. Menos es más. Es más difícil verlo en otros campos, pero el fenómeno es parecido. Alguien podría decir: «Cuanto más dinero, cuantos más coches y cuantas más casas, mejor». Sí y no. El dinero es útil para muchas cosas. Pero en esta misma frase está la clave. Es útil para muchas cosas. Si no se hace algo bueno con el dinero, con los coches y con las casas, no son una ventaja, sino un estorbo. Estar toda la vida preocupado por conseguir más y no estar preocupado por hacer algo con lo que uno tiene es un error de cálculo. Los bienes dan libertad porque podemos hacer más cosas. Pero también quitan libertad, porque crean lazos que nos sujetan. Si tienes muchas casas o muchos coches, en principio tienes más libertad, porque puede ir a muchos sitios y también puede venderlos y, con ese dinero, hacer otras cosas. Pero también son una carga y una preocupación. Dan libertad por un lado, pero se comen una parte de la vida por otro. Podríamos emplear esa libertad en otras actividades estupendas, en amar mejor a los demás, en la cultura o en el deporte pero, en muchos casos, las preocupaciones de tener más y de cuidar lo que se tiene se come la vida. Por eso, aquí también, menos es más. Además, a cualquier persona le hace mucho bien y le pone en su sitio tener alguna experiencia de lo que es la pobreza. Conocer gente que lo pasa mal; o que vive con lo justo; o sencillamente prestar atención a tantos en el mundo que pasan hambre. Nos pone los pies en el suelo, nos libera de muchas falsas necesidades y nos ayuda a emplear de manera menos egoísta los bienes que tenemos. En realidad, es una liberación. Menos es más.

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VIII. NO DIRÁS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRÁS

1. El Mandamiento sobre la verdad El octavo mandamiento trata sobre la verdad. En la Biblia prohíbe dar falso testimonio o jurar en falso y se refiere, más bien, a actos públicos o solemnes. En la tradición cristiana incluye todos los actos de la vida humana: pide vivir en la verdad, buscar la verdad, decir la verdad y defender la verdad. En las sociedades antiguas, la palabra valía mucho. Los acuerdos, los contratos, las ventas y las declaraciones se basaban en la palabra dada. La honradez de una persona se medía por el valor de su palabra, y se tenía muy en cuenta en los juicios, en los acuerdos y en los juramentos. Por eso, la formulación bíblica del mandamiento se centra en este tipo de actos solemnes. Hoy se han añadido tantas garantías en los tratos humanos y en los mismos juicios que la palabra vale muy poco en la vida social y en los tribunales. Estamos demasiado acostumbrados a que se mienta descaradamente en los escándalos políticos y económicos, y también en los juicios. Los juramentos no inspiran ninguna confianza. Por eso, puede parecer que la verdad y la mentira son un tema pequeño en la vida de las personas y de las sociedades. No es como robar, claro. Pero no es un tema pequeño. Primero, necesitamos verdad para vivir, para saber adónde vamos y qué tenemos que hacer con nuestras vidas. Después, necesitamos encontrar verdad en nuestras relaciones con los demás. El amor necesita verdad, porque necesita confianza. Es muy difícil querer a quien nos engaña. Y eso afecta a los esposos, a las familias y a los amigos. La vida económica también necesita verdad. ¿Cómo puede funcionar bien una empresa donde los socios se engañan unos a otros? ¿Cómo lograr un buen clima de convivencia en una empresa donde los patronos engañan a los obreros y los obreros a los patronos? Alguien podría decir: está bien, hace falta verdad, pero a veces, hace falta mentir. Pocos defenderían que se puede mentir para hacer daño al prójimo o por el gusto de contar algo. ¿Pero existe el derecho a mentir para quedar mejor o para obtener alguna ventaja? 69

La tradición cristiana defiende que no se puede mentir en ninguna circunstancia, y que siempre hay que decir la verdad. Uno tiene el derecho, y a veces la obligación de callarse, porque no hace falta contarle todo a todo el mundo. Hay muchas cosas de la intimidad familiar, de nuestros amigos, o de nuestra actividad profesional que no se deben contar a quien no tiene el derecho a saberlo. Hay preguntas que no se deben contestar y cosas que se pueden disimular. Pero si hablamos, tenemos que decir la verdad. La mentira corrompe la honestidad de las personas y envenena las relaciones sociales. Y al revés, la verdad hace a las personas honestas y trasparentes, y genera la confianza y la cooperación en la vida social.

2. Vivir en la verdad El Catecismo ha recogido como ideal de vida una expresión que se encuentra ya en el Evangelio de san Juan, usaba santa Teresa y le gustaba mucho al papa Juan Pablo II: «Vivir en la verdad». Hoy mucha gente dice que no cree en la verdad y que no existen verdades absolutas, que todo es opinable. Es una moda de la época, que tiene su historia pero poco fundamento. Si nos subimos a un autobús y el billete vale dos euros, no nos servirá de mucho decir que no creemos en las verdades absolutas y objetivas, porque la verdad es que el billete vale dos euros y tendremos que pagarlos digamos lo que digamos. Por la misma razón, estamos rodeados de verdades por todas partes, aunque declaremos solemnemente que no creemos en la verdad. La idea de vivir en la verdad es algo más profundo, aunque parte de reconocer las modestas verdades que nos rodean. Si nos fijamos, lo que asusta a la gente de nuestra época, a propósito de la verdad, es la dureza de esas personas que siempre creen tener razón. Y, sobre todo, la triste experiencia de las ideologías del siglo XX que se creían en posesión de la verdad total y la imponían por la fuerza. De ahí nos viene esa especie de prevención ante la verdad, al inicio del siglo XXI. Es la resaca de enormes abusos. La verdad es un gran bien para la vida humana. Necesitamos saber cómo es el mundo y cuál es nuestro lugar en él; de qué manera podemos conducirnos como personas honradas, qué vale la pena buscar y qué hay que evitar en la vida. Todas estas preguntas necesitan respuestas que tenemos que buscar humildemente. Una parte de las respuestas nos la da la sabiduría de tantos que han caminado antes que nosotros. Otra parte, para los cristianos, nos la da también la fe, que es un regalo de Dios y una luz que ilumina las grandes cuestiones humanas. También necesitamos verdad sobre nosotros mismos. Tenemos que superar esa tendencia humana a engrandecernos y a infatuarnos creyéndonos no se sabe qué. Aunque es tan ridículo, caemos en eso una vez tras otra. Y ¡no digamos si nos va bien y triunfamos!

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Necesitamos verdad en nuestras relaciones con los demás. Primero, con todas las personas que nos quieren. Destruiríamos la confianza del amor si fuéramos personas retorcidas, mentirosas, si no supiéramos mostrarnos como somos y reconocer nuestros errores, si intentáramos engañarles para quedar mejor o, peor todavía, para aprovecharnos de ellos; si no supiéramos reconocer lo mucho que debemos a los demás. Por eso el amor a la verdad no es una cosa pretenciosa u orgullosa, no es el deseo de ser más o de mirar a los demás por encima del hombro. Todo esto desenfoca y confunde nuestra búsqueda. Se trata más bien de buscar luz para caminar bien. La verdad es un don que solo se puede recibir con humildad, porque el orgullo lo deforma todo. El que es soberbio no es capaz de reconocer ni los aciertos de los demás ni sus propios errores. No puede vivir en la verdad.

3. La verdad sobre sí mismo Uno de los principios de sabiduría más antiguos es «conócete a ti mismo». Era el lema del templo de Apolo en Delfos, famoso en toda la antigüedad. Es el lema que tomó como ideal de sabiduría Sócrates, el padre de la filosofía occidental; y ha llegado hasta nosotros atravesando toda la historia. El primer paso de la sabiduría es conocerse. Esto es muy profundo. Por un lado, conocerse bien es saber mucho de cómo es el alma humana: de cuántas limitaciones tiene, de cuáles son las pasiones que nos tiran, las cosas que nos ilusionan o que nos deprimen. Cuando uno se conoce bien y honradamente, sabe mucho de la humanidad, porque todos somos muy parecidos. Por eso resulta tan sabio el principio moral que dice «No hagas a los demás lo que no quieras para ti». O en términos positivos: «Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran». Cuando nos conocemos bien, podemos entender y ayudar mucho a los demás. Conocerse significa, de manera especial, conocer los límites y debilidades, que es lo más difícil de conocer y de aceptar. Pero cuando sabemos por experiencia lo que cuestan las cosas, la facilidad con que nos engañamos, lo que es el dolor y el sufrimiento, y también lo que es la ilusión y la pereza, y el amor y el rencor, podemos comprender de verdad a los demás; podemos ayudarles y también podemos ser más justos con ellos. Es difícil conocerse bien, porque no somos muy objetivos con nosotros mismos. Unas pocas personas pecan de pesimismo y se ven peores de lo que son: piensan que no valen para nada o que no merecen nada. A veces, es una enfermedad y hay que ayudarles a que tengan confianza en sí mismos, y se den cuenta de sus talentos. Pero el defecto más común es el contrario. Es decir, que nos creemos algo por cualquier cosa que nos sale bien y disculpamos todo lo que nos sale mal. Solo apuntamos en la memoria los puntos positivos. Con solo esto, formamos una visión bastante distorsionada de nosotros mismos. Por eso, para la mayoría de las personas conocerse significa un esfuerzo de honradez para aceptar también sus fallos y sus limitaciones. Y

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precisamente, la experiencia de los propios fallos y limitaciones, es lo que nos hace más comprensivos con los demás. Cuando nos conocemos bien y honestamente, podemos abrirnos a todas las verdades, porque las aceptamos tanto si nos gustan como si no; tanto si nos favorecen como si nos complican la vida. Además, el conocimiento nos parecerá un regalo inmerecido, un don valioso que podemos ofrecer a los demás. Nunca lo convertiremos en un motivo de orgullo o de privilegio. El que ama la verdad sabe servir a la verdad, en lugar de poner la verdad a su servicio.

4. La verdad de Dios y la guía de la vida Tener fe es creer que algo es verdad por el testimonio de otro y porque se tiene confianza en él. No es nada raro, sino algo muy normal en la vida diaria. Nadie puede comprobar por sus medios todas las noticias que salen por la televisión, pero se las cree porque supone que el medio no le engaña. Tampoco nadie comprueba por su cuenta todo lo que ha aprendido en los libros de texto del bachillerato o en los manuales de la universidad. Se lo cree porque confía en los que lo han escrito y en el conjunto del sistema educativo. Piensa que quieren informarle bien, aunque también sabe que puede haber fallos y errores en los medios de información y en los libros de texto. Y sabe que lo que dicen las ciencias va cambiando a lo largo de los siglos. La fe cristiana se fundamenta en el testimonio de los que convivieron con Jesucristo, el testimonio de lo que dijo y de lo que hizo. Esto se escribió en los Evangelios, que son muy cercanos a los hechos para lo que es normal en las fuentes antiguas. Ese mensaje ha llegado hasta nosotros porque muchos han creído en él y se han preocupado de transmitirlo, a veces con mucho sacrificio. El mensaje cristiano tuvo una expansión muy fuerte en los primeros siglos, se tradujo a muchas lenguas y llegó hasta los puntos más apartados del planeta. Por eso, cerca de la cuarta parte de la humanidad se considera cristiana: gentes de todos los continentes, de todas las razas, y de todos los estratos sociales. Pero hay una diferencia entre lo que creemos en los medios de comunicación o en los libros de texto y lo que creemos en la fe cristiana. Porque mientras los medios de comunicación nos cuentan hechos y los libros de texto nos transmiten conocimientos sobre la naturaleza y la historia humana, la fe cristiana trata de Dios y está centrada en Jesucristo. Los medios de comunicación o los libros de texto nos pueden ser útiles para vivir, pero no nos pueden explicar el sentido de la vida, y el por qué del ser humano, y si tiene o no tiene un destino más allá de la muerte, y el sentido del mal y del sufrimiento. Esos libros de estudio no dan esperanza para la vida; y propiamente tampoco son capaces de fundamentar nuestra moral y de fomentar nuestra entrega al servicio a los demás. Todas esas respuestas pertenecen a la fe, que por eso es una gran luz para la vida.

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5. El heroísmo de la verdad Quien quiera vivir en la verdad tiene que estar dis​puesto a ponerse colorado. Porque tiene que estar dispuesto a no disimular ni engañar; y muchas veces disimulamos y engañamos para no quedar mal. El que quiera vivir en la verdad tiene también que estar dispuesto a jugársela. Porque muchas veces no decimos la verdad para no comprometernos. Y, a veces, los cristianos no nos atrevemos a manifestarnos como cristianos; a confesar que vamos a Misa; a decir que una conversación nos molesta; o a no divertirnos como se divierten nuestros amigos, cuando lo hacen de una manera que ofende a nuestros principios. El que quiera vivir en la verdad tiene que aprender también a taparse la boca cuando le entran ganas de comentar un rumor o de transmitir un chisme. Porque tiene que acordarse que no puede hacer a los demás lo que no le gustaría que hicieran con él. Y a nadie le gusta andar en boca de otros de mala manera. Mentir para quedar bien es de cobardes, pero mentir para dejar mal a otros es de canallas. Por eso, vivir en la verdad es heroico. Siempre supone algún sacrificio. Pero amar de verdad a la esposa o al esposo o a los hijos o a los padres también es heroico. Sacar adelante una empresa y una escuela y cualquier iniciativa social también es heroico. Y ser un gran músico, un gran profesor o un buen ebanista, es heroico. Todo lo bonito en esta vida tiene un punto de heroísmo, porque reclama sacrificio. Ese sacrificio se puede hacer por amor propio, por el impulso de la ambición o por ganar dinero. Un poco de amor propio es bueno, porque nos ayuda a superarnos. Pero, al final, no puede ser la fuerza principal de nuestra vida porque nos convertiría en egoístas insoportables. Son dos amores distintos: el verdadero amor lleva a la entrega de sí para ponerse al servicio de unos ideales; en cambio, el egoísmo somete todo a sí y lo pone todo a su servicio. San Agustín decía que estos dos amores construyen dos ciudades distintas. El amor propio hasta el desprecio de Dios construye una ciudad humana corrompida. El amor de Dios hasta el olvido de sí construye la ciudad de Dios. Así que el amor a la verdad, a la justicia y a la honradez necesitan heroísmo. No hay que asustarse, porque no se suele tratar de cosas muy extraordinarias. Es el heroísmo diario de vencer la pereza y la timidez o de complicarse la vida; y, a veces también, de ser rechazado o señalado con el dedo. Los cristianos pensamos que Dios nunca pide más de lo que podemos dar. Pero, a veces, pide lo que podemos dar. No se puede ser buen cristiano si se tiene demasiado miedo. Y tampoco se puede ser honrado, porque uno no se atreve a amar la verdad, a decir la verdad ni a vivir de acuerdo con la verdad.

6. Educar y difundir la verdad

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La verdad o el conocimiento son una gran cosa para la vida humana. Como somos seres racionales, necesitamos verdades que alimenten nuestra razón. Así podemos conducirnos como seres racionales. Sin verdad y sin conocimientos, solo podemos vivir como animales que siguen sus instintos, o como locos que siguen sus caprichos. Desde este punto de vista, la verdad compromete e incomoda, precisamente porque no nos deja vivir como animales inconscientes o como locos caprichosos. Nos invita a vivir como seres humanos, con las responsabilidades de un ser humano. También es una gran cosa transmitir la verdad y el conocimiento. En primer lugar, en la educación, que es una hermosa vocación y una gran tarea. Es la mayor de las artes, porque trabaja con el material más noble de todos. La educación se hace, primero, en familia, uno por uno, artesanalmente, con muchísima atención. Después, ordinariamente, en instituciones educativas; de forma menos personal, porque suele dirigirse a grupos. Pero nunca puede parecerse a una producción industrial en serie y automática; o a una granja donde se echa pienso a las gallinas. Siempre es un arte, porque tenemos delante personas, con su mente y su corazón, que hay que ganar para que se abran al conocimiento y a la verdad. Y hay que darles honestamente lo que se promete: conocimiento y verdad. Esto exige ser muy honestos y preocuparse por saber la materia y por saber enseñarla. La educación es tarea de los padres y de toda la sociedad, pero siempre bajo la responsabilidad de los padres, que son los principales educadores. Esto forma parte de las libertades fundamentales. Ni los hijos ni la verdad son propiedad del Estado. El Estado no es el educador de la nación. Es una vieja utopía que todavía ronda por las conciencias. Ya ha habido suficientes estados educadores en las tiranías políticas del siglo XX. El Estado no puede ser el educador: primero, porque no tiene derecho a suplantar a los padres en la educación de sus hijos. Y segundo, porque solo es una institución, y al final son los políticos de turno los que mandan. Y estos ni saben más ni tienen más derechos que los demás para educar a los hijos del vecino. El Estado puede velar por la calidad de la educación, y prestar ese servicio donde hace falta. Pero debe fomentar la libertad educativa; y prestar atención al legítimo pluralismo que existe en cualquier sociedad. Entre las libertades más elementales, está el derecho no solo a ser educados, sino a educar; y que los padres tutelen la educación de sus hijos, con el pluralismo legítimo que hay en la sociedad. Aunque también con los controles que garantiza el orden público y el mínimo de calidad. No se puede vivir a la altura de lo que es una persona humana sin una educación esmerada. Por eso, es una hermosa y sacrificada tarea la de la educación. Es una gran cosa difundir la verdad y los muchos conocimientos que forman parte de nuestra cultura. La salud de cualquier sociedad depende de esto.

7. La verdad en los medios

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Los medios de comunicación son un gran progreso y un distintivo de las sociedades modernas. Gracias a ellos tenemos un acceso a la cultura con el que no se podía soñar en tiempos antiguos. Prestan un excelente servicio que hay que valorar y agradecer, aunque también haya que tener presentes sus límites. No se puede pedir a los medios más de lo que pueden dar. No se puede pedir que acierten siempre cuando tienen que elaborar la información en tan poco tiempo. Tampoco se les puede pedir que sean excelentes, cuando el público busca en ellos otra cosa. Pero se les puede pedir que busquen la verdad y digan la verdad. Si una persona debe amar la verdad, mucho más los medios de comunicación, que tienen por oficio informar: transmitir las verdades más relevantes del momento para hacerse idea de lo que pasa en el mundo. En el siglo XX, hemos conocido la manipulación descarada de los medios de comunicación para adoctrinar a la gente en los regímenes totalitarios. Estaban al servicio de la desinformación, de la coacción intelectual, y, en definitiva, de grandes mentiras impuestas por intereses injustos. Por eso al final del siglo XX François Revel, un conocido ensayista francés, se atrevía a decir que la mentira es la principal fuerza que mueve el mundo. El gran problema cultural del mundo antiguo era la ignorancia; pero el problema cultural del mundo moderno ha sido y puede ser la propaganda. En nuestras latitudes el problema no es tan agudo como en las sociedades totalitarias. No faltan en los medios maniobras de opinión y estrategias de ataque, por intereses económicos o políticos. Pero la existencia de una competencia equilibra la situación. Por eso, es necesario impedir que la propiedad de los medios de comunicación se concentre en pocas manos. Es una protección de las libertades. La información tiene límites, porque nadie tiene el derecho de saber todo de todos, en una especie de comadreo universal. Hay obligación de informar sobre lo público, pero también hay obligación de respetar lo privado o íntimo de las personas, lo que legítimamente no les gustaría dar a conocer. En este terreno, como en todos, manda ese útil principio de justicia: «No hagas a los demás lo que no quieres para ti». Y hay que aplicarlo a todos. También las personas famosas y los políticos tienen derecho a que se respete su intimidad, y se les trate como cualquiera quiere que le traten. Los medios cumplen su papel cuando manifiestan los aspectos negativos de la vida pública, los errores y las corrupciones. Pero no cumplen su papel cuando destrozan la intimidad de las personas o alimentan el morbo. Muchos se quejan de los programas «basura», que dan carnaza a los instintos: y explotan el morbo del sexo, de la violencia, de los enfrentamientos o también de la curiosidad y el cuchicheo. De entrada hay que advertir que la culpa no es solo de los medios. Si no tuvieran suficiente audiencia, estos programas desaparecerían inmediatamente, al menos de los horarios principales. Por eso, aunque convenga reclamar profesionalidad y sentido cívico a los profesionales, la responsabilidad es también de los que los siguen. En algunos casos puede ser que los medios intenten modelar al público, pero en otros es el gusto del público el que modela la información. Cada sociedad tiene la información que se merece. 75

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IX. NO CONSENTIRÁS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS

1. Los últimos mandamientos: los deseos y el corazón Los últimos mandamientos, el noveno y el décimo, tienen que ver con los deseos. «No consentirás pensamientos ni deseos impuros» es el noveno. Y «no desearás los bienes ajenos o los bienes de tu prójimo» es el décimo. Como vimos al principio, en este punto hay una diferencia entre las dos tablas que ofrece la Biblia. El libro del Éxodo desdobla el primer mandamiento «amarás a Dios sobre todas las cosas», añadiendo la prohibición de adorar a otros dioses; y al final, une estos dos últimos mandamientos. En cambio, el libro del Deuteronomio, que junta los dos primeros, mantiene desdoblados los dos últimos: «No desearás la mujer de tu prójimo» y «no desearás los bienes de tu prójimo». La tradición cristiana, recogiendo las enseñanzas de Jesucristo, suele emplear una fórmula más general para el noveno mandamiento. Amplía el «no desearás la mujer de tu prójimo» y dice «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». Se refiere a un trabajo que cada uno debe hacer en su corazón. En la Biblia el corazón es el centro de la persona, el lugar de los grandes amores, y también la sede de la sabiduría, donde la persona se recoge para meditar y tomar sus decisiones. Allí, en el centro de la persona y en el fondo del alma, está también presente Dios, que, según repite la Biblia, ve lo que hay en el corazón y también lo inspira y lo anima para el bien. El corazón es la sede de las grandes aspiraciones humanas y de los deseos más altos, también es la sede donde juzga la razón. Allí llegan también los impulsos de los deseos más elementales, que se quieren abrir paso con más o menos violencia. Cada persona experimenta este conflicto interior entre sus aspiraciones más altas y sus deseos más elementales. Es una constante humana. Esos deseos revelan muchas veces necesidades: tenemos que comer y beber, y descansar. También notamos el impulso sexual, que juega un papel importante en la vida de las personas y es esencial para garantizar la transmisión de la vida. Tiene su razón de ser, pero también es un mundo ciego, lleno de caprichos, y quizá de manías y de desórdenes. 77

La sabiduría clásica griega, pero también la budista o la de Confucio, enseña que cada persona tiene que aprender a controlar los impulsos inferiores, para que no dominen la vida. No puede haber paz ni sabiduría, no puede haber justicia y orden cuando lo más íntimo de la persona queda arrebatado por los deseos viscerales, cuando las pasiones se imponen sobre la razón y dirigen la vida. Los deseos y pasiones juegan un papel importante en la motivación humana, pero pertenece a la sabiduría del corazón controlarlas, orientarlas y darles cauce. A veces la gente confunde la libertad con dejarse llevar, porque no le importa vivir como conducido o arrastrado. Pero la verdadera libertad consiste en el juicio del corazón.

2. La división interior Todos los hombres experimentamos una fractura interior entre la parte más alta de nuestro corazón, nuestros grandes amores y propósitos; y la parte más baja, nuestras tendencias más elementales, a las que se añaden todos los gustos y aficiones que hemos adquirido en nuestra vida. La fractura interior se manifiesta, por un lado, en los tirones de los deseos que, con frecuencia, nos alborotan; y por otro en la pereza que combate nuestras mejores decisiones y propósitos. No es un asunto teórico sino práctico. Lo nota con más claridad el que se propone algo. Todos los que quieren guardar un régimen saben lo difícil que es. Basta proponérselo para que lo que queríamos evitar comer nos tiente un poco más. También lo nota el que quiere vivir rectamente. Es difícil. Un gran filósofo de Dinamarca, Soren Kierkegaard, explicaba la diferencia. Decía que muchos hombres viven en el plano de sus gustos, dejándose llevar en cada momento por lo que más les apetece. Estos no notan ningún conflicto interior. Pero, según Kierkegaard, viven en la desesperación de no poder ser ellos mismos: no pueden realizar lo que significa ser persona. Tienen su personalidad sometida a los impulsos de los deseos y dividida según ellos. El conflicto solo lo nota la persona que se compromete a vivir de acuerdo con la justicia o con la ley moral. Entonces sí que se da cuenta de lo difícil que es ser honrado. Porque hay que dominar, por un lado los caprichos de los deseos. Y, por el otro, hay que vencer la pereza. Es fácil vencer alguna vez, pero es difícil vencer habitualmente. Todas las personas que quieren ser rectas experimentan esta contradicción y la dificultad de vencer, porque, al final, somos bastante débiles. Según Kierkegaard esto no tiene más solución que ponerse delante de Dios y confesar que uno es pecador. Según la tradición cristiana, la quiebra entre el mundo de los deseos y el de la razón es una huella del pecado original, de los primeros hombres que la Biblia llama Adán y Eva. Pero, al mismo tiempo, es algo íntimo y real de cada hombre, un reto al que se enfrenta cada persona. Al comienzo de la Biblia, en el libro del Génesis, se cuenta el primer pecado. Dios ha puesto una prohibición: no comer de un árbol que se llama «de la sabiduría del bien y 78

del mal», porque Dios se lo reserva para sí. La mujer, Eva, es tentada por el demonio y come, y luego hace comer a Adán, su marido. La escena se enmarca con un detalle curioso. Se dice que estaban desnudos. Pero solo después de pecar, de comer el fruto prohibido, notan el alboroto pasional. Algo ha cambiado después del pecado. Antes eran amigos de Dios y tenían una armonía interior. Cuando se separan de Dios, por el pecado, se rompe algo por dentro. Y también por fuera, porque pierden la buena relación que tenían con la naturaleza y empiezan a echarse la culpa entre ellos. Pues algo de este curioso hecho llega a cada uno y, en cierto modo, se repite en cada uno.

3. Los deseos sexuales Los deseos sexuales son parte de nuestra personalidad. Según Freud serían incluso la parte más importante y la que explica casi todas las alteraciones de nuestra conducta. Freud tuvo el mérito de poner de manifiesto la existencia de un inconsciente, que opera en nuestra conducta, pero ya no se pueden mantener sus interpretaciones que se basaban mas en la imaginación que en la ciencia. La sexualidad es una gran fuerza natural que está puesta biológicamente al servicio de la vida. Y que, en la experiencia humana, está unida a otros grandes bienes personales, como son el amor conyugal y la familia. No es una tontería, sino algo realmente importante. Lo hemos visto. Al mismo tiempo es una fuerza turbulenta y ciega, que puede traer de cabeza a las personas y ser fuente de mucho sufrimiento. Los impulsos sexuales tienen gran capacidad de desordenar a las personas, tanto o más que la ambición o el amor al dinero. Basta mirar un día las noticias para comprobar cuál es el repertorio de las desviaciones de la conducta humana. Por una parte, es natural sentir los impulsos sexuales, interés o curiosidad, y también deseos. Por otra parte, todo esto se modela según la experiencia y la conducta de cada persona. Mientras los animales, en lo que podemos observar, tienen una conducta sexual instintiva, el ser humano aprende la conducta sexual. Algo parecido sucede con la alimentación. Los seres humanos sentimos hambre, pero no sabemos instintivamente lo que podemos comer. Nos lo enseñan. En los impulsos sexuales de cada persona, se mezclan por eso un componente natural e instintivo, que es una poderosa fuerza biológica, y algo de su historia personal, según cómo ha aprendido a darle cauce. Se puede decir que hay una sexualidad integrada, cuando se integra en el conjunto de la personalidad; y una sexualidad desintegrada, cuando desordena a la persona. Para la fe cristiana, la sexualidad es una gran fuerza natural, querida por Dios, y tiene su sentido puesta al servicio de la transmisión de la vida, del amor matrimonial y de la familia. Esas son las claves para integrar la sexualidad. Si se pone al servicio del amor

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y de la vida está integrada; y si se pone al servicio del egoísmo, está desintegrada, y con frecuencia, desintegra a la persona. La sexualidad tiene un orden. Pero los deseos tienen un aspecto espontáneo e instintivo. Cada persona tiene que aprender a integrarlos y no es fácil. Se necesita un ejercicio de autodominio, como en las demás esferas de la vida. Hay que aprender de la propia experiencia sobre lo que ordena y desordena los deseos. La tradición cristiana enseña que también se necesita la gracia de Dios. La quiebra interior del ser humano no se puede sanar solo a base de fuerza de voluntad, aunque esta es necesaria. Hay que pedirlo humildemente a Dios y también pedir perdón humildemente por los fallos.

4. Pureza o impureza El noveno mandamiento, según la tradición cristiana, se formula así: «No consentirás pensamientos ni deseos impuros». No hace falta ser un lince para darse cuenta de que la cuestión resulta bastante lejana a la sensibilidad de nuestra época. ¿Qué puede tener de impuro un deseo o un pensamiento? Y, mucho más, ¿qué puede tener de impuro un deseo o un pensamiento sexual? Hoy la sexualidad se tiende a considerar como un juego inocente y una gran fuente de satisfacciones que hay que explotar al máximo. Incluso se enseña así a los niños, de formas que en otros tiempos se considerarían «corrupción de menores». La mentalidad ha cambiado tanto y se ha vuelto tan antinatural que no se entiende el sentido de la moral cristiana. Hay que considerar dos cosas. Primero, una fuerte contradicción cultural de la que la mayoría de la gente no se da cuenta. Nuestra cultura ha hecho una fuerte opción por conservar la naturaleza; y también por comer de la manera más natural posible. Y, sin embargo, también ha hecho todo lo posible por alterar el sentido natural de la sexualidad. Porque es evidente que la sexualidad se orienta biológicamente a la transmisión de la vida. Y sin embargo, se consumen millones de pastillas y de plásticos y hay todo tipo de artilugios para alterar el funcionamiento natural de la sexualidad. Nadie recuerda, ni siquiera al hacer las leyes, que el sentido natural de la sexualidad es tener hijos, exactamente igual que el sentido natural de la comida es la alimentación. Casi se podría decir que la religión cristiana es la única voz en Occidente que recuerda el sentido natural de la sexualidad y la vincula a esos grandes bienes naturales que son la transmisión de la vida, el amor entre los esposos y la familia. Para el cristianismo, la sexualidad es algo que tiene que ver con la santidad de la vida y del amor y de la familia. Por eso es algo muy serio, que exige bastante de las personas. La otra consideración es la capacidad que tiene una sexualidad desordenada para desbaratar la vida de las personas. Es verdad que el sexo puede tener un aspecto romántico y exaltador, y que puede proporcionar a las personas destellos de la alegría de vivir. Pero también es verdad que tiene, muchas veces, un aspecto turbio, de fuerza 80

animal ciega, de egoísmo perverso que busca el placer por encima de todo; y que puede llevar a acciones ridículas, absurdas y también inconfesables. Puede arrastrar a lo que no se querría hacer y después avergüenza. Y puede llegar a tener un aspecto enfermizo y obsesivo, cuando se apodera de los resortes espirituales de una persona. Por no hablar de los delitos sexuales, que también existen. Todo esto está a la vista en la información diaria. La sexualidad en sí misma no es impura, es una fuerza biológica. Pero en la experiencia humana, muchas veces es turbia e impura. Es la mala voluntad la que hace impura la sexualidad cuando contradice su orden natural, cuando atenta a la justicia (infidelidad matrimonial, por ejemplo) o cuando estropea la libertad de la persona. Por eso, el mandamiento dice «no consentirás pensamientos y deseos impuros». A veces no podemos evitar que surjan, pero podemos evitar consentirlos, es decir, aceptarlos y seguirlos.

5. No desearás la mujer de tu prójimo En dos libros de la Biblia, el Éxodo y el Deuteronomio, se resume el noveno mandamiento en esta frase: «No desearás la mujer de tu prójimo». Por la misma razón se podría decir: «No desearás el marido de tu vecina». En su origen, es una cuestión de justicia. No hay que desear lo que es de otro. Con la particularidad de que aquí no se trata de cosas, sino de personas. Es malo robar al prójimo; y, por eso mismo, es malo también desear los bienes del prójimo. Pero quitarle a otra el marido o a otro la mujer es mucho peor. Por eso, también es malo desearlo. Alguien podría recordar que el amor es ciego. Y no le faltaría razón. Pero el amor no es solo cosa de sentimientos, también es cosa de compromisos, de entrega de la intimidad, de pactos de fidelidad y por eso mismo, también es cuestión de justicia. El anverso del amor es la alegría de saberse querido y comprendido. El reverso es la amargura de la traición, de las promesas rotas, de los afectos despreciados, de la intimidad tirada a la basura. También, muchas veces, de los hijos desconcertados, medio abandonados y rotos al quebrarse el hogar que les acogía en el mundo, que es como si se les abriera la tierra bajo sus pies. El amor no tiene que ver solo con el romanticismo, también tiene que ver con la justicia. ¿Pero qué daño haces deseando a la mujer del vecino o al marido de la vecina, si no se entera nadie? Primero, te haces daño a ti mismo o a ti misma, porque te pones en una situación falsa y con eso desordenas los resortes de tu personalidad. Un deseo repetidamente consentido se convierte en una fijación, un clavo dentro de la conciencia que alborota los deseos, alimenta obsesiones y puede acabar desatándose en la conducta. Pero ¿si te enamoras? ¿No es algo sublime el enamoramiento? Efectivamente el enamoramiento se presenta en la experiencia humana como algo maravilloso y fascinante. Maravilla y fascina, lo que también significa que ciega un poco. Porque no es oro todo lo que reluce. La fascinación del enamoramiento, como la misma palabra indica, 81

es una especie de exageración que puede deformar mucho la realidad, porque la contempla con una luz demasiado fuerte y demasiado parcial. Hay gente que se enamora y solo ve lo bonito de esa emoción. No se da cuenta del daño que puede hacer a otras personas y a sí mismo. El romanticismo, que es importante para la vida humana, le hace olvidar la justicia, que es mucho más importante para la vida humana. Desde muy antiguo se sabe que el mejor remedio para los enamoramientos injustos es poner tierra por medio. A veces hay enamoramientos que son verdaderos, pero son injustos. Quizá han surgido sin darse cuenta, o sin querer darse cuenta. Pero lo mismo que se pueden cultivar y encender, se pueden apagar. Se cultivan con la cercanía y se apagan con la distancia. Es como el fuego, cuanto más se alimenta más difícil es de apagar. Y cuanto menos leña se echa al fuego, antes se apaga.

6. La mirada y el deseo En una ocasión, comentando los mandamientos, Jesucristo dijo: «El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en el corazón» (Mt 5,28). Y lo mismo se podría decir: «La que mira a un hombre deseándolo ya adulteró con él en su corazón». Una cosa es sentir una inclinación o que se presente un deseo y otra cosa es aceptarlo y quererlo. A veces los deseos se presentan sin querer, y no tenemos responsabilidad. Pero podemos aceptarlos y hacerlos nuestros, o rechazarlos y alejarlos; aunque no siempre es fácil quitarlos de la cabeza; o dejar de sentir lo que sentíamos. Por eso, es bueno distinguir entre sentir y consentir. Una cosa es que se presente el pensamiento o se sienta el deseo. Y otra cosa es aceptarlo o provocarlo. Cuando se acepta o se provoca un mal deseo, el corazón se inclina. Y, con eso, se ensucia o se deforma. No es lo mismo querer que obrar, pero en el querer ya hay algo malo, aunque no se realice. El corazón es el núcleo de la persona, el lugar de la sabiduría, el centro de nuestras decisiones. Allí tenemos nuestra paz y nuestra alegría y nuestros amores. También, según la tradición de la Biblia, es el lugar del encuentro con Dios. Hay que proteger el corazón y evitar que se deforme, se obsesione o se acostumbre a ser sucio. Porque es lo que nos mueve, nuestro motor moral. Cada uno se construye un poco o se destruye un poco cada día, en cada decisión moral. Y educa o deseduca sus deseos, según los sabe ordenar o no. La conducta se imprime en nuestro corazón. La Bruyère, un pensador francés al que le gustaban los proverbios y frases ingeniosas, decía que muchos emplean la primera parte de su vida en hacer más miserable la segunda. Somos dueños de nosotros mismos, pero solo hasta cierto punto. Si se dejan surgir los deseos y anidar obsesiones nos pueden arrebatar. Por eso, hay que tener especial cuidado con lo que entra en la conciencia y puede excitar los deseos. Esto es pura experiencia. Un antiguo consejo cristiano, que tiene más de mil quinientos años, dice: «No conviene mirar lo que no conviene desear». Sigue siendo igual de práctico. 82

Vivimos como nunca antes en una civilización visual. Estamos bombardeados a todas horas con reclamos. Por eso, hay que cuidar lo que entra. Y especialmente lo que alborota. No conviene mirar lo que no conviene desear. Basta enterarse lo que sucede en las páginas de Internet, para saber que hay mucho que hacer en este campo. No dejaríamos entrar a cualquiera en nuestra casa. Tampoco podemos dejar entrar cualquier cosa en nuestra conciencia. Es mucho más personal que la casa. Cada uno tiene que aprender a protegerse, no con una especie de miedo obsesivo, sino con una decisión basada en convicciones. Teniendo claro lo que cada uno quiere para sí mismo. Y con la ayuda de Dios, porque no es nada fácil.

7. Los limpios de corazón verán a Dios El Evangelio de san Mateo recoge un importante discurso de Jesucristo que tuvo lugar en una montaña. Por eso, se le llama el Sermón de la Montaña. En él Jesucristo expuso lo más principal de la vida cristiana. Y comenzó con unas curiosas bendiciones que se llaman bienaventuranzas. Son como grandes alabanzas, para dar ánimo a sus discípulos. Cada una de ellas va seguida de la promesa del cielo. La primera es: «Bienaventurados o benditos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y otra de ellas es: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Ya hemos dicho que, según la Biblia el corazón es el centro de la vida humana, el lugar de la sabiduría, y del encuentro con Dios. Claro es que se trata de una imagen. Sabemos perfectamente que el corazón es solo un admirable músculo que bombea la sangre y mantiene nuestra circulación sanguínea sin pararse nunca a descansar durante toda nuestra vida. Sin embargo, desde muy antiguo y no solo en la Biblia, el corazón ha sido elegido como representación del centro del ser humano. Entre otras cosas, porque allí se sienten las emociones, con la alteración del ritmo cardíaco. Cada uno tiene una experiencia más o menos viva de lo que es su conciencia y su interioridad. Y también tiene más o menos experiencia de lo que es meterse para dentro y pensar. Probablemente ha experimentado lo que es la serenidad y la paz interior: al contemplar despacio un paisaje, una obra de arte, o escuchar una música hermosa. Probablemente, ha sentido emociones y elevaciones interiores. También ha sentido sus amores como algo muy íntimo y central en su corazón. Hay una vida interior en el corazón que se nutre de estas cosas. Por la misma razón es fácil tener la experiencia de lo que turbia la paz interior; de lo que inquieta y desazona o causa disgusto y alborota. Turbio se siente el espíritu cuando se ve dominado por pasiones que no aprueba. Las pasiones sexuales son las más aparatosas, pero también pueden ser muy fuertes la ambición, la avaricia, el odio o la envidia. El espíritu se siente sucio cuando cede sabiendo que no debería ceder. En desórdenes sexuales, pero también en atentados contra la justicia; por ejemplo cuando miente por no quedar mal o habla mal de otro por envidia; o no cumple la palabra dada o 83

traiciona un amigo o un amor o se convierte en un tramposo y un corrupto. Todo esto envilece y uno siente que se rebaja y pierde algo valioso, el respeto de sí mismo. Limpieza de corazón significa fundamentalmente honestidad; guiarse por la verdad y la justicia. Los limpios de corazón no son afortunados solo porque verán a Dios en el cielo, también les resulta más próximo en la tierra. Están más cerca de la felicidad porque tienen la paz de espíritu que da la justicia.

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X. NO DESEARÁS LOS BIENES AJENOS

1. El décimo mandamiento El décimo mandamiento es «no desearás o no codiciarás los bienes ajenos». Y, según explica el Catecismo de la Iglesia Católica, este mandamiento «prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo de la rapiña y del fraude» (2534). Es natural desear tantas cosas como necesitamos; no puede ser de otra forma, pero fácilmente se tuercen esos deseos. Lo explica así el mismo Catecismo: «Nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona» (2535). Y aclara: «El décimo mandamiento prohíbe la avaricia (...) el deseo inmoderado de las riquezas y de su poder». La experiencia enseña que el dinero, el poder, el triunfo profesional o el prestigio social tienen una capacidad especial para dominar la psicología humana. Y, según la tradición cristiana, pueden llegar a ocupar el lugar de Dios, a convertirse en los ídolos de una vida a los que se sacrifica todo: la salud, la familia o la honradez. Con solo seguir los informativos de una semana, se pueden encontrar suficientes ejemplos de los estragos de estas pasiones en la vida de tantas personas. Y, a pequeña escala, todos estamos expuestos. El dinero, el poder o el triunfo no son malos. Lo malo es que se amen con desorden, por encima de otros bienes que lo merecen más y, especialmente, faltando a la justicia. Hay personas que aman más su dinero que a las personas que les rodean. Y otros que aman más su triunfo que a su familia. Y muchos otros, según las noticias, que están dispuestos a sacrificar su honradez por el dinero, el poder o el triunfo. Se aman mal a sí mismos, porque no quieren los mejores bienes. No es ninguna novedad. Los clásicos romanos ya hablaban del Auri sacra fames, la sagrada hambre del oro, que es capaz de consumir la vida entera de una persona, su familia, su tiempo, su salud y su honestidad. Por eso importa controlar y dominar esta «hambre», como le llamaban nuestros clásicos; o esta «sed», como le llamaba Buda. 85

Y tiene importancia por varios motivos. Primero, para que no consuma nuestra honradez. Segundo, para que no se ponga por encima de otros bienes que hay que amar más; siempre hay que amar más a las personas que a las cosas. Y, en tercer lugar, porque si estos deseos se convierten en las pasiones dominantes de la vida, no nos dejarán respiro ni tiempo para ninguna otra cosa. No podremos disfrutar de verdad del amor humano, pero tampoco del amor de tantas cosas bellas como hay en el mundo. Es una paradoja: cuanto más ama uno el poseer, más se convierte en poseído.

2. El deseo Desear es aspirar a lo que no se tiene. Y no podemos evitar desear porque somos seres necesitados: nos faltan muchísimas cosas. Algunos deseos nacen directamente de nuestra naturaleza, como los deseos de comer y beber, el deseo de sobrevivir, o el deseo sexual que, en el fondo, es también un deseo natural de sobrevivir, pero no de cada uno, sino de la especie humana: en cierto modo, es la especie humana la que desea en nosotros. Otros deseos surgen a medida que descubrimos que hay muchas otras cosas buenas o apetecibles y que no tenemos: el dinero, las propiedades, los cargos, los triunfos, los objetos bellos, los saberes... El deseo surge siempre cuando notamos algún tipo de carencia, que algo nos falta. En un diálogo que se llama El Banquete, Platón dice que el deseo es hijo de la pobreza y de las posibilidades[2]. Esa es su naturaleza mixta: por un lado, una carencia; por otro, la esperanza de satisfacerla. Resulta bastante difícil traducir a Platón, porque en castellano los términos están muy cambiados, pero él, con toda la tradición clásica, distingue en el corazón humano un área de deseos que llama «epithimia», que se suele traducir por «concupiscencia», palabra demasiado larga y hoy bastante perdida. Se refiere a esos deseos que nacen de una necesidad: el deseo de comer o de beber, pero también el deseo del dinero, de otros bienes o de la fama. En el fondo, son deseos centrados en nosotros mismos. Queremos estas cosas porque nos queremos a nosotros mismos. Pero hay otro tipo de deseos que están movidos por la admiración de lo bello. A ese tipo de deseos, Platón los llamaba «eros». No hay más que mencionar esa palabra para que todo el mundo piense en lo «erótico». Con esa palabra Platón incluia el atractivo de la belleza sexual, pero llamaba «eros» al atractivo de todo lo bello, porque creía que la belleza mueve el alma «hacia arriba», hacia lo mejor y más sublime. Pensaba que la belleza es como un destello de los bienes sublimes que elevan el alma. Nada que ver con la pornografía. Cuando alguien descubre la belleza del saber o de la música, de la justicia o de la caridad, siente un deseo de apropiárselo muy distinto de cuando tiene hambre y quiere comerse un bollo. El bollo lo consumimos y desaparecerá para servirnos. Pero con los grandes bienes sucede lo contrario. Son ellos los que nos consumen. El que tiene hambre pone la comida a su servicio, pero el que ama de verdad el saber o la música, la justicia o 86

la caridad, se pone a su servicio. Y es consumido —gasta su vida— por el saber o por la música, por la justicia o por la caridad. También sucede esto con el amor a las personas. Los escolásticos medievales descubrieron que hay dos tipos de amor personal. Un amor, que llamaron de concupiscencia (o amor-deseo), que es cuando se ama a alguien solo por el beneficio que nos reporta. Y otro amor, que llamaron de benevolencia (querer bien), que es cuando se ama a alguien por él mismo, queriendo el bien para él, dispuestos a sacrificarse por hacerle bien.

3. La triple concupiscencia, según san Juan En una hermosa y bastante larga carta que conservamos, el apóstol san Juan se dirige a los jóvenes cristianos: «Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno». Hay que recordar que esos primeros tiempos fueron de persecución y había que ser muy valiente para ser cristiano. Por eso les alaba, pero también les advierte: «No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, el amor del Padre (Dios) no está en él»[3]. Los jóvenes tenían entonces el mismo alboroto y las mismas tentaciones que hoy. Y los jóvenes cristianos también. Los jóvenes llevan dentro una especial gana de triunfar y son muy sensibles a lo que hacen los mayores y a lo que ven que se valora en la sociedad. Además, sienten unas ganas de vivir y de disfrutar enseguida de la vida. Por eso, fácilmente se dejan llevar de pasiones y encendimientos. Por eso, la advertencia tan seria del apóstol. Pero ¿por qué no se puede amar el mundo? Los cristianos amamos mucho este mundo porque creemos que ha sido creado por Dios; y por eso la naturaleza refleja, a su medida, la belleza y la inteligencia de Dios. Pero el mundo al que se refiere san Juan con tanta fuerza, no es la naturaleza, sino las creaciones humanas. Estas siempre están más o menos contaminadas por los pecados humanos. Hemos progresado mucho con la técnica, pero también la usamos para matarnos. Hemos creado estupendos canales de comunicación y de cultura, pero están bastante llenos de pornografía, de infundios y chismorreos. En los países industrializados, hemos creado un inmenso poder y riqueza, pero a veces es a costa de los más pobres y casi siempre olvidándolos. Dominamos la naturaleza, pero corremos el riesgo de estropearla. Las sociedades se han organizado con enormes estructuras, pero, a veces, están en manos de los más ambiciosos. Hay mucha corrupción, ambición y egoísmo, muchos odios y trampas en las cosas humanas. Eso es lo que san Juan llama «el mundo». Lo describe así: «Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la riqueza— no viene del Padre (Dios), sino del mundo. El mundo y sus deseos pasa, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre».

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La concupiscencia o los deseos de la carne son todos los impulsos instintivos: comer, beber, el sexo o la comodidad. La concupiscencia de los ojos es la apetencia por todo lo que envidiamos en los demás: bienes, fama, posición. El orgullo de la riqueza es esa prepotencia y amor de sí mismo que nace cuando uno triunfa. En todos estos impulsos hay algo natural, pero también hay algo viciado por esa quiebra interior del pecado original. Las pasiones de los jóvenes suelen ser más impulsivas y les resulta difícil dominarse, pero las de los viejos suelen ser más retorcidas y las tienen por no haberse dominado: por haberlas elegido (desorden de los amores) y por haber puesto el dinero, la posición y la fama (a veces, también el sexo) por encima de lo debido.

4. La envidia La envidia es un curioso y retorcido sentimiento que nace al observar que otros tienen bienes que nosotros no tenemos. Bienes interiores de inteligencia, belleza, simpatía o juventud; o bienes exteriores, como dinero, fortuna, propiedades, cargos, consideración pública. No suele surgir envidia con personas que son claramente superiores y que siempre lo han sido. Esa superioridad ya está admitida y tragada. La admiramos y, desde luego, nos gustaría tener lo que tienen, pero no nos molesta. A esto no se le suele llamar envidia; más bien despierta emulación: ganas de imitar. Lo propio de la envidia es la tristeza y desazón que surgen al ver que personas de nuestro entorno o que consideramos de nuestro nivel, manifiestan cualidades o logran triunfos superiores a los nuestros. Por contraste, se hacen más patentes y dolorosas nuestras carencias; y surge un desánimo característico: ¿por qué este sí, y yo no? Esta reacción es solo la primera parte de la envidia, la más inofensiva, cuando solo nos hacemos daño a nosotros mismos. La segunda parte es que ese disgusto va acompañado de un sentimiento de humillación y de injusticia, que provoca rencor, como si el otro tuviera la culpa de habernos ofendido, aunque no haya hecho nada. Con razón se dice que las comparaciones son odiosas. Desde que el otro triunfa, se le soporta con más dificultad; toda muestra de su superioridad resulta humillante, y, con frecuencia, surge el deseo venenoso de criticarle y rebajarle. Es difícil contener la lengua animada por la envidia. Se suele decir que la envidia es la madre de la calumnia y así es: muchas calumnias que circulan sobre personas buenas solo tienen su fundamento en la envidia. Hace falta mucho corazón, mucho amor a la justicia y mucho dominio de sí para tragarse que una persona de nuestro entorno, que parecía igual que nosotros, por alguna razón, se vuelva claramente superior; o porque gana mucho dinero, o porque sube en la posición social, o porque triunfa. Hace falta generosidad para aceptarlo, pero es muy bonito. Es muestra de verdadero compañerismo y de gran corazón alegrarse con los

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triunfos de los demás. Como se alegran los padres con los triunfos de los hijos. Eso significa que los queremos como personas y no los vemos como competidores. Esto se puede aprender y mejorar, controlando los primeros impulsos, rectificando los pensamientos; y los cristianos, pidiendo la gracia de Dios. Dominar la envidia, olvidar las humillaciones de la vida y procurar vivir honestamente delante de Dios y de los demás es la fórmula de la felicidad. También conviene pensar desde el otro punto de vista. Es decir, cuando somos nosotros los que triunfamos en algo. Hay que reprimir el estúpido deseo de presumir y la tendencia a situarse por encima de los demás: ser delicados para no humillar o herir. Es muy de agradecer que una persona que tiene algún título para sentirse superior, sepa convivir con sus amigos, con sus compañeros y con su familia, comportándose como uno más. Eso no le quita categoría a nadie; todo lo contrario. Además, hay que tener la aguda conciencia cristiana de que, en el fondo, todos somos iguales. Por un lado, poca cosa. Por otro, hijos de Dios.

5. El orden de los amores Las advertencias de san Juan para que los jóvenes no se dejen llevar por la «concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos o la soberbia de la vida», nos pone ante un reto: hay que poner orden en los deseos, hay que poner orden en los amores. En un momento de su tratado sobre la Ciudad de Dios, san Agustín se detiene y, como meditando, dice que la mejor definición de virtud puede ser el «orden de los amores». Hay que recordar lo mucho que los sabios de la cultura grecorromana expresaban con la idea de virtud: la perfección humana. Así que, según esta feliz expresión de san Agustín, la perfección humana consiste sobre todo en el «orden de los amores». Un filósofo alemán, Max Scheler, se fijó en esta expresión y escribió un breve libro con ese título en latín: Ordo Amoris, el orden del amor o el orden de los amores. Y en él decía que el perfil moral de una persona, pero también de una sociedad, de una nación o de una civilización, se manifiesta en el orden de sus amores: es decir, qué bienes aprecia y pone por encima, y cuáles por debajo. No llegaríamos muy lejos si investigáramos qué es lo que la gente a nuestro alrededor considera lo más importante. Y no solo lo que considera más importante, sino lo que realmente mueve sus vidas como si fuera lo más importante, porque, al final, la importancia se mide más por los hechos que por las declaraciones. Pero no se trata de hacer una investigación sociológica. Ni tampoco de ponerse a juzgar a los demás, que siempre es un ejercicio poco sano y nada cristiano. La sabiduría empieza por juzgarse a sí mismo. En antiguas jarras que se usaban para servir vino, a veces se veía escrito: «Hermano, bebe, que la vida es breve». Era una broma, pero también puede 89

considerarse una declaración de principios sobre el amor que se pone por delante. Hay que comprender que el alcohol, en algunas circunstancias y para algunas personas, haya podido ser un alivio equivocado. Recuerdo también una canción ecuatoriana que empezaba: «Licor bendito... » Pero con esto no vamos a arreglar la vida humana. Cada uno tiene que pensar sobre los amores que prevalecen en su vida. Y tiene que poner orden: es una tarea íntima y personal en la que nadie nos puede sustituir. El perfil moral de una persona viene dado en parte por sus circunstancias de salud y cultura; pero sobre todo, se configura por nuestras decisiones personales: qué ponemos realmente por delante una vez tras otra. En cada decisión, nos estamos haciendo o deshaciendo. Los cristianos sabemos que lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas; lo segundo amar al prójimo como a uno mismo; y lo tercero amarse a uno mismo como Dios quiere. Ese es el orden fundamental de los amores. Pero todos somos un poco o un bastante contradictorios. Por eso, necesitamos pedir la gracia de Dios. Al final, solo Dios es capaz de rectificar el fondo del corazón humano, porque solo Dios puede dar el amor generoso que nos lleva a ponerle a Él y a los demás por encima de nosotros mismos.

6. La práctica del ascetismo: poner orden Hay que poner orden en los amores y en los deseos. Y esta es una tarea que todo ser humano debe realizar en lo más íntimo de su conciencia. Se trata de aprender a moderar la fuerza con que los impulsos y deseos aparecen en la conciencia, y de impedir que dominen directamente la conducta: el deseo de comer y de beber, el deseo sexual y el deseo de triunfar o de poseer; pero también el deseo de jugar a cartas o de practicar el esquí, todas las aficiones y apetencias. Es necesario poner orden; primero, porque son muchos y variados; segundo, porque no todos son buenos; tercero, porque tiene que dominar la razón. Los deseos son una parte muy importante de la motivación humana. Sin ellos seríamos abúlicos y nos costaría mucho vencer la pereza, porque todo cuesta. La razón por sí sola es débil y generalmente cobarde, porque calcula. Suele necesitar la fuerza de los sentimientos para actuar. Pueden y deben animar a la razón, pero no pueden sustituir a la razón. Se llama ascetismo al ejercicio de poner orden en los deseos. Algunas veces se trata de hacer lo que no apetece. Y otras muchas de no hacer lo que apetece o de ponerle límites, de hacerlo cuando conviene y en la medida en que conviene. Porque la mayor parte de las veces nuestros deseos piden más de lo que merecen. En esto es unánime la tradición sabia de toda la humanidad. La sabiduría de los filósofos griegos o de los sabios chinos, de los brahmanes indios o de los budistas, está de acuerdo en eso: hay que controlarse con la razón porque nuestra dignidad consiste es ser personas racionales. Lo que hoy entiende todo el mundo a propósito de la comida, porque es importante para la salud del cuerpo, hay que hacerlo con todo lo que apetece, porque es importante para la salud del espíritu. Se dice que es bueno en la comida quedarse con algo de 90

hambre, porque generalmente nos apetece más de lo que nos conviene. Y lo mismo sucede con casi todo lo que nos tira: hay que aprender a ponerse un límite: en el beber, en el jugar, en el deporte, en el trabajo, en todas las aficiones, en la lectura, etc. No se trata de convertirse en gente maniática, sino en gente sensata. Además, como tantas veces nos pasamos en lo que nos apetece, hay que recuperar un poco de terreno de cuando en cuando. No pasa nada por hacer un día de ayuno, que siempre ha sido recomendable para el cuerpo y para el espíritu. No pasa nada por dejar un día una afición que nos consume, como jugar a cartas o a videojuegos. No pasa nada por sentarse un día en un asiento menos cómodo o por hacer un poco más de esfuerzo físico. O, al revés, por parar un día el deporte, si es lo que más nos tira. Esto no nos quita libertad, sino que nos la da. El genial arquitecto Gaudí decía que «es bueno para el alma y para el cuerpo pasar frío en invierno y calor en verano». Dejarse llevar siempre por lo más cómodo y por todo lo que gusta debilita cualquier personalidad. Es malo para los niños, para los jóvenes y para los mayores. Un poco de reto y de exigencia es necesario para el deporte y para la vida. No se disfruta más por pasarse que por medirse. Una afición o un deseo en el que uno se pasa habitualmente, acaba siendo una enfermedad. Dejarse llevar por todo convierte a cualquiera en un pelele. El ascetismo no es un fin, sino un medio. Se dice que no, para poder decir que sí. Para tener más espacio en el espíritu y poder encender deseos más nobles y amores más grandes.

7. Encender los grandes amores Poner orden en los amores no es solo moderar o reprimir los deseos. Esto es solo la mitad del ascetismo cristiano o, por así decir, la parte de abajo. Además de limitar los deseos del cuerpo, de la ambición o del orgullo, hay que encender los grandes amores: a Dios, a los demás, y a tantas realidades nobles: la justicia, la patria, la música, el arte... Grandes santos con mucha experiencia de la vida espiritual, como san Agustín, san Bernardo de Claraval o san Juan de la Cruz, advierten que no se pueden controlar los deseos más bajos, si no prevalecen los amores más altos, que son el amor a Dios y el amor a los demás. Si no se encienden los amores más altos, la vida humana se agota en cosas que quedan muy por debajo de aquello para lo que está hecha. Hay amores altos de tipo cultural, como el amor a la música, al saber, a las matemáticas o a las ciencias; o también de tipo social, como el amor a la patria o el deseo de emprender algo; o todo el interés por las distintas profesiones. Son amores dignos y capaces de encender entusiasmo y convertirse en una dedicación permanente, en una vocación. Hay amores todavía más nobles, y centrales en la vida de una persona, como el amor a la justicia y el sentido del deber. El Señor bendice a aquellos que tienen «hambre y sed de justicia». Y no se trata de una posición ideológica o puramente reivindicativa. El 91

amor a la justicia debe empezar por imponer lo que es justo en cada decisión de nuestra vida; cuando, entre las muchas elecciones que debemos hacer, prevalece ese criterio. ¿Qué elijo?, ¿qué hago?: lo más justo, por encima de lo que me apetece o por encima de lo que le conviene a mi egoísmo. Además, están los amores personales, que exigen mucho de cada uno, pero también le dan el sentido de su vida: las amistades y los amores familiares: el amor entre los esposos y a los hijos y a los padres, y entre hermanos. Estos amores sacan lo mejor de las personas y las hacen entregadas y honestas. Y, mezclado en todo y por encima de todo está el amor a Dios. Es la cumbre de la pirámide y lo que le da sentido a toda ella. Pero, como ya advertimos, es un amor que Dios da y hay que pedir. Dios, que es muy generoso, lo da de muchas maneras, incluso a los que no le conocen: en todos los que aman de verdad al prójimo hay una presencia del amor de Dios. Los sabios que no eran cristianos pensaban que el ideal más alto de la vida humana consiste en guiarse por la razón. La tradición cristiana añade que esa razón debe estar encendida por el amor de Dios y el amor a los demás. Es el amor de Jesucristo. Esto es lo que nos realiza como personas y la clave de la felicidad. Comenzamos este itinerario recordando que los mandamientos son un camino. Y lo terminamos recordando que lo más importante que nos enseñan es que los seres humanos estamos hechos para amar como personas que han sido hechas a semejanza de Dios.

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2 (203b-204c). 3 1 Jn 2, 14-179.

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«Preparad el camino del Señor» (Mt 3, 3; cfr. Is 40, 3).

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Índice Introducción El Decálogo 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

5 6

El decálogo: las diez palabras de la vida eterna ¿Un límite o un camino? Las dos tablas: lo que se debe a Dios y al prójimo Jesucristo y los mandamientos Las variantes de los mandamientos Los mandamientos como resumen de la moral La primera tabla: mandamientos del amor a Dios

I. Amarás a Dios sobre todas las cosas 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Si Dios existe, habrá que amarle por encima de todo El rostro de Dios, revelado en Cristo Fe, esperanza y caridad Los falsos dioses y los ídolos Adorar a Dios Cuando se quita a Dios: supersticiones y magia Dios y el arte: presencias invisibles

II. No tomarás el Nombre de Dios en vano 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

La importancia del nombre La revelación del Nombre de Dios El Tetragrama sagrado Nombres de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento El Nombre más traicionado La blasfemia El perjurio, poner a Dios por testigo de una mentira

III. Santificarás las fiestas 1. 2. 3. 4. 5. 6.

6 7 8 9 10 11 12

14 14 15 16 17 18 19 20

22 22 23 24 25 26 27 28

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El tercer mandamiento Parar y contemplar El descanso La doble vida Celebrar, contemplar, agradecer El domingo, la fiesta cristiana

30 31 32 32 34 34 95

7. El culto público

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IV. Honrarás a tu padre y a tu madre 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

La segunda tabla: amarás al prójimo como a ti mismo Los primeros prójimos El agradecimiento a los padres La «pietas» romana Elogio y miseria del paternalismo También la fraternidad El respeto a la autoridad

V. No matarás 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

La vida es sagrada Solo Dios es Señor de la vida Matar en defensa propia Un tema sin resolver: el aborto El suicidio y la eutanasia Jesucristo amplía el mandamiento El derecho a la fama

45 46 47 48 49 50 51

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El sexto mandamiento El respeto al sexo natural Respeto a sí mismo Es cosa de dos Pero no solo de dos: la familia La familia también es un asunto público Dos vocaciones cristianas

VII. No robarás 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

37 38 39 40 41 42 43

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VI. No cometerás actos impuros 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

37

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Lo más claro de la moral Hay muchas maneras de robar La pereza como forma de robo La obligación de restituir y reparar El derecho a la propiedad La confusión de los amores Menos es más

62 63 64 65 65 66 67

VIII. No dirás falso testimonio ni mentirás 96

69

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

El Mandamiento sobre la verdad Vivir en la verdad La verdad sobre sí mismo La verdad de Dios y la guía de la vida El heroísmo de la verdad Educar y difundir la verdad La verdad en los medios

69 70 71 72 73 73 74

IX. No consentirás pensamientos ni deseos impuros 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Los últimos mandamientos: los deseos y el corazón La división interior Los deseos sexuales Pureza o impureza No desearás la mujer de tu prójimo La mirada y el deseo Los limpios de corazón verán a Dios

X. No desearás los bienes ajenos 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

77 77 78 79 80 81 82 83

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El décimo mandamiento El deseo La triple concupiscencia, según san Juan La envidia El orden de los amores La práctica del ascetismo: poner orden Encender los grandes amores

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85 86 87 88 89 90 91

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