LONZI, Carla - Escupamos Sobre Hegel (Y Otros Escritos)

November 16, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Escupamos sobre Hegel y otros escritos

Carla Lonzi

Índice

Prólogo, por Verónica Gago y Raquel Gutiérrez Aguilar

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Premisa 11 Manifiesto

Lonzi, Carla Escupamos sobre Hegel / Carla Lonzi. - 1a. ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tinta Limón, 2017. 160 p. ; 17x11 cm. ISBN 978-987-3687-31-0 1. Feminismo. 2. Política. 3. Filosofía I. Título CDD 305.42

Edición original: Sputiamo su Hegel e altri scriti, Rivolta Femminile, Milán, 1972. Diseño de cubierta: Diego Maxi Posadas © 2017, Tinta Limón y Pez en el árbol www.tintalimon.com.ar Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723









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Escupamos sobre Hegel

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Sexualidad femenina y aborto

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La mujer clitórica y la mujer vaginal

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Significado de la autoconciencia en los grupos feministas

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Ausencia de la mujer en los momentos exaltadores de las manifestaciones creadoras masculinas 155

Prólogo #EstamosParaNosotras “La civilización nos ha definido como inferiores, la Iglesia nos ha llamado sexo, el psicoanálisis nos ha traicionado, el marxismo nos ha vendido a una revolución hipotética. Exigimos referencias de los milenios de pensamiento filosófico durante los cuales se ha teorizado sobre la inferioridad de la mujer. Consideramos responsables de las grandes humillaciones que nos ha impuesto el mundo patriarcal a los pensadores: ellos son quienes han mantenido el principio de la mujer como ser adicional para la reproducción de la humanidad, vínculo con la divinidad o umbral del mundo animal; esfera privada y pietas. Ellos han justificado en la metafísica lo que en la vida de la mujer había de injusto y atroz. La dialéctica amo-esclavo es un arreglo de cuentas entre colectividades de hombres: no preveía la liberación de la mujer, la gran oprimida de la civilización patriarcal. Escupamos sobre Hegel.” Carla Lonzi (1931-1982)

Por Verónica Gago y Raquel Gutiérrez Aguilar

“Queremos estar a la altura de un universo sin respuestas”. Por eso la feminista italiana Carla Lonzi (1931-1982), co-fundadora del colectivo Rivolta Femminile, nos vuelve a interpelar, a convocar, a invitar, desde su texto-manifiesto Escupamos sobre Hegel. Por eso decidimos reeditarlo, casi cuarenta años después de su primera edición y traducción al castellano (realizada en 1978 por La Pléyade en Buenos Aires). Creemos que el movimiento de mujeres que está justamente poniendo en movimiento a nuestro continente puede nutrirse también con la pregunta por el gesto de rebelión que Lonzi hizo escupiendo sobre aquel filósofo, el que nos ubicó en el umbral del mundo animal, el que nos confinó al espacio privado y al ejercicio de la piedad. Para Hegel, hay dos principios: el humano viril que preside la familia y el divino femenino que preside la comunidad. La comunidad deviene así el principio de destrucción de la familia y, con ella, de lo universal como regla de dominación patriarcal. Lo femenino-comunitario es construido literalmente como “enemigo interno”. 5

Así, lo femenino es también caracterizado como la “eterna ironía de la comunidad” como dice Hegel. Y Lonzi invierte el juicio del filósofo y encuentra ahí “la presencia del ejemplo feminista de todos los tiempos”. Porque la ironía de la comunidad es la que impide que la comunidad se cierre y que sea antesala servil del impulso varonil. Esta cuestión nos resulta clave. Como lo expusieron también en los años 70 Selma James y Mariarosa Dalla Costa en su libro El poder de la mujer y la subversión de la comunidad y como más recientemente nos tejimos con esas discusiones gracias al libro de Silvia Federici Calibán y la bruja. Cuerpo, mujeres y acumulación originaria (editado conjuntamente en castellano por Tinta Limón, Traficantes de Sueños y Pez en el Árbol), sabemos que es fundamental cómo se entrelaza el horizonte comunitario y el feminista en nuestras luchas. No tenemos dudas de que hoy son vitales las discusiones sobre la cuestión comunitaria desde el punto de vista feminista porque problematizan y subvierten la comunidad esencializada abriéndola a la creatividad, a la (auto)regeneración jamás exenta de tensión. De hecho, el feminismo autónomo, heterogéneo y “desde abajo”, popular-comunitario (en sus múltiples conjugaciones), como entre muchas lo hemos venido nombrando, practicando y fantaseando, es justamente una vía de apertura y una línea de fuga contra todas las modalidades de congelamiento de lo comunitario como “originario”. Nos

referimos a todos los discursos y dispositivos institucionales que hacen de la comunidad una esencia, una identidad emblemática folklorizante –como argumenta Silvia Rivera Cusicanqui–. En fin: una credencial de autenticidad para ser reconocida por el estado. Hoy vemos esa disputa en acto, en las luchas de las mujeres que resisten contra el despojo del parque nacional y territorio indígena Isiboro Sécure, TIPNIS, y que, para eso, ponen también en tensión los liderazgos masculinos de las comunidades cuando éstos son convocados por las multinacionales y el estado para la “negociación”. Hemos escuchado recientemente, en un encuentro en Cochabamba (Bolivia), a las mujeres de las diversas luchas territoriales contra el extractivismo en la Amazonía, en el Altiplano y en los llanos guaraníes explicarnos cómo las mujeres y lxs niñxs son las más afectadas por la sequía que generan los mega proyectos mineros e hidroeléctricos y cómo la comunidad se reconfigura en la defensa del cuerpo-territorio. No es casual que las figuras que Lonzi describe como aquellas que desmienten de forma contundente el espíritu de la Historia –con mayúsculas– que describe Hegel son dos: la mujer que rechaza la familia (como lugar de trabajo reproductivo gratuito, desvalorizado y obligatorio) y el joven que rechaza la guerra (como modelo de virilidad patriarcal). Son esos rechazos los que producen desplazamientos, otras formas de

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subjetivación a inventar. Dice Lonzi: es un moverse en otro plano. La rebelión femenina (y de los cuerpos feminizados) implica así un doble movimiento: cuando simultáneamente una se hace cargo del lugar de sujeto en el que ha sido colocada, socializada y fijada y despliega el esfuerzo sistemático por subvertir ese lugar sin desplazarse al lugar del dominador; es decir, desplazarnos sin aceptar la mediación patriarcal. Nos interesa pensar cómo la perseverancia y la fidelidad a la práctica de la rebelión produce mediación femenina con el mundo. Se trata de un movimiento estratégico que elude, disuelve, erosiona y confronta la ubicua y polimorfa mediación patriarcal que sostiene el edificio de la dominación. Y que nos hace otro tiempo y espacio: son “operaciones subjetivas”, dice Lonzi, las que producen espacio a nuestro alrededor. Y sobre el tiempo, es también una operación sobre el presente: “No existe la meta, existe el presente. Nosotras somos el pasado oscuro del mundo, nosotras realizamos el presente”. Agreguemos aquí (en relación a la proyección de nuestro movimiento) una segunda idea de Lonzi: la cultura patriarcal es la cultura de la toma del poder. Salirse de la dialéctica del amo y el esclavo implica desarmar la racionalidad del poder como dominio, y la astucia de la razón que lo sostiene. Nuestra racionalidad es otra: justamente la que desplaza y hace estallar esa dialéctica.

Pero esta racionalidad, como hemos leído en los escritos de Diótima, consiste en que “pensamos en grande desde el realismo extremo”. De la fidelidad a nosotras, a una forma de estar para nosotras, es que desprendemos una guía para orientar nuestras acciones. Una guía, un pensamiento que vamos construyendo aceleradamente en múltiples conversaciones que damos entre nosotras. Desde ahí, desde ese movimiento del que somos parte, sacamos fuerza, coraje, palabras, insumisiones nuevas. Imágenes que son a la vez de refugio y respaldo: refugio donde aprendemos a cultivar la mediación femenina a partir de la palabra recuperada, refugio que es respaldo amoroso y palanca para nuestro (auto)construirnos como mujeres libres, es decir, en lucha. Porque sólo podemos tener voz propia en medio de una trama colaborativa, cooperativa, de sostén recíproco. Nuestra autonomía es interdependiente. Y se hace cargo de ello: “estamos para nosotras” y nos tejemos valorando y aprendiendo de las palabras que otras mujeres nos han heredado.

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Premisa Carla Lonzi

Estos escritos, tanto los que llevan mi firma como los firmados colectivamente,1 señalan la primera etapa de mi toma de conciencia, que va de la primavera de 1970 al invierno de 1972, estimulada por el descubrimiento de la existencia del feminismo en el mundo y por los encuentros con las mujeres de “Rivolta Femminile”. El riesgo de estos artículos es que se tomen como puntos teóricos estables cuando, en realidad, reflejan solo el modo inicial que tuve de salir al descubierto, en momentos en que predominaba el desdén porque había comprendido que la cultura masculina en todos sus aspectos había teorizado la inferioridad de la mujer. Por tal razón, su inferiorización parece completamente natural. Las mujeres mismas aceptan considerarse “segundas”, si quien las convence parece merecer el 1 Algunos puntos de conciencia fueron elaborados en los grupos Rivolta Femminile y, por lo tanto, los escritos donde se enunciaban fueron firmados colectivamente. Queda a mi nombre la elaboración de los temas en los escritos más extensos. Al presente, esa fase está terminada: la verdadera autoconciencia ha llevado a la expresión estrictamente personal.

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aprecio del género humano: Marx, Lenin, Freud y todos los otros. Me sentí movida a impugnar algunos de los principios del patriarcado, no solo del pasado o presente, sino también los que plantean las ideologías revolucionarias. El “Manifiesto” contiene las frases más significativas que la idea general del feminismo nos trajo a la conciencia durante las primeras aproximaciones entre nosotras. La clave feminista obraba como una revelación. El deseo de expresarnos ha sido para nosotras sinónimo de liberación. “Escupamos sobre Hegel” lo he escrito porque me perturbaba constatar que casi la totalidad de las feministas italianas daba más crédito a la lucha de clases y a la cultura marxista que a su propia opresión. Hoy ya no es así, pero es necesario recordar que me refiero a cuatro años atrás. Cuando ya ni política, ni filosofía ni religión gozaban de nuestra fe incondicional, afrontamos el punto central de nuestra interiorización: lo sexual. Durante una campaña para la abolición del delito de aborto me pregunté: ¿Qué es más de esclavas, someterse al aborto clandestino o el hecho de quedar embarazada si no se ha probado el placer, esto es, sólo para satisfacer al varón? ¿Quién nos ha obligado a satisfacerlo a costa nuestra? Nadie. Somos víctimas inconscientes pero voluntarias (“Sexualidad femenina y aborto”). ¿Por qué la mujer no tiene asegurada, como el varón, la resolución en el orgasmo? ¿Cuál

es su funcionamiento fisiosexual? ¿Y el psicosexual? ¿Cuál es, en fin, su sexo? Existen mujeres clitóricas y mujeres vaginales: ¿quiénes son?, ¿qué somos? (“La mujer clitórica y la mujer vaginal”). Al tomar conciencia de los condicionamientos culturales que desconocemos, no dudamos siquiera de que habíamos descubierto algo esencial, algo que cambiaba todo: el sentido que tenemos de nosotras, de las relaciones, de la vida. A medida que se llegaba al fondo de la opresión, el sentido de la liberación se convertía en algo más interior, más personal. Por tal razón el camino de la toma de conciencia –de cualquier modo que se lleve a cabo– es el único camino para la liberación, de lo contrario se corre el riesgo de luchar –siguiendo un camino ilusorio– por una liberación que luego se revela exterior, aparente (“Significado de la autoconciencia en los grupos feministas”). Por ejemplo, luchar por el mañana, un mañana sin condicionamientos para la mujer, un mañana tan lejano en el que ya ni siquiera existiremos. El varón aplazó siempre las soluciones para un futuro ideal de la humanidad, que no existe; debemos entonces revelar a la humanidad presente, esto es, a nosotras mismas. Nadie está a priori condicionado al punto de no poder liberarse; nadie estará a priori tan poco condicionado como para ser libre. Las mujeres no estamos condicionadas de modo irremediable: solo que no existe en ningún siglo una

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experiencia de expresa liberación de nosotras como ha ocurrido, en cambio, en el mundo masculino. Descubrir en qué consiste la liberación es liberarse. Estos escritos son para mí un primer paso hacia esa experiencia: una premisa y una profecía. Noviembre de 1973

Manifiesto

Rivolta Femminile

“¿Las mujeres siempre estarán divididas entre ellas? ¿Lograrán alguna vez formar un único cuerpo?” Olympe de Gouges, 1791 La mujer no se halla definida por su relación con el varón. La conciencia de este hecho es fundamental tanto para nuestra lucha como para nuestra libertad. El varón no es el modelo al que la mujer debe adecuar el proceso de descubrirse a sí misma. Respecto al varón la mujer es el otro. Respecto a la mujer el otro es el varón. La igualdad es un intento ideológico para someter a la mujer en niveles más elevados. Identificar a la mujer con el varón significa anular la última posibilidad de liberación. Para la mujer, liberarse no quiere decir aceptar idéntica vida a la del varón, que es invivible, sino expresar su sentido de la existencia. La mujer en cuanto sujeto no rechaza al varón como sujeto, sino que lo rechaza como rol absoluto. En la vida social, lo rechaza en tanto que rol autoritario. 15

Hasta ahora, el mito de la complementariedad ha venido siendo utilizado por el varón para justificar su poder. Desde la infancia las mujeres son persuadidas para que no tomen decisiones y para que dependan de una persona “capaz” y “responsable”: el padre, el marido, el hermano… La imagen femenina con la que el varón ha interpretado a la mujer ha sido invención suya. La virginidad, la castidad, la fidelidad, no son virtudes, sino vínculos construidos para mantener la familia. El honor es la codificación represiva resultante. La mujer, en el matrimonio, privada de su apellido, pierde su identidad, con lo cual se da a entender que ha cambiado de propietario, pasando del padre al marido. La persona que genera al hijo no le puede dar su propio apellido: el derecho de la mujer ha sido codiciado por otros, y se ha convertido en privilegio de ellos. Nos obligan a reivindicar la evidencia de un hecho natural. Reconozcamos que el matrimonio es la institución que ha subordinado a la mujer al destino varonil. Manifestémonos en contra del matrimonio. El divorcio es un injerto en el matrimonio, con el cual se refuerza dicha institución. La transmisión de la vida, el respeto a la vida, el sentido de la vida son intensas experiencias de la mujer, valores que la mujer reivindica.

El primer elemento del rencor de la mujer hacia la sociedad es verse obligada a afrontar la maternidad como disyuntiva excluyente. Denunciamos la desnaturalización de una maternidad pagada al precio de la exclusión. La negación del libre aborto debe ser considerada como parte del veto global que se ejerce sobre la autonomía de la mujer. No queremos continuar pensando toda la vida en la maternidad y continuar siendo instrumentos inconscientes del poder patriarcal. La mujer está harta de criar a un hijo que se convertirá en pésimo amante. En una libertad que es difícil de afrontar, la mujer libera incluso al hijo, y el hijo es la humanidad. En toda forma de convivencia, alimentar, limpiar y atender todos los momentos de la vida cotidiana, deben ser gestos recíprocos. Por su educación y por mímesis, el varón y la mujer se adaptan a sus roles desde la más tierna infancia. Reconozcamos el carácter mistificador de todas las ideologías, porque mediante las formas razonadas del poder (teológico, moral, filosófico, político), la humanidad se ha visto empujada a una condición inauténtica, oprimida y consentidora. Detrás de toda ideología adivinamos la jerarquía de los sexos. De ahora en adelante no queremos que entre nosotras y el mundo exista ninguna barrera.

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El feminismo ha sido el primer momento político de crítica histórica a la familia y a la sociedad. Unifiquemos las situaciones y episodios de la experiencia histórica feminista: en ellos la mujer se ha manifestado interrumpiendo por primera vez el monólogo de la civilización patriarcal. Nosotras identificamos en el trabajo doméstico no retribuido la prestación que permite subsistir al capitalismo privado y estatal. ¿Volveremos a permitir lo que se ha repetido continuamente al término de toda revolución popular, cuando la mujer, que ha combatido junto a todos los demás, se ve postergada con todos sus problemas? Detestamos los mecanismos de la competitividad y el chantaje ejercitado en el mundo por la hegemonía de la eficiencia. Queremos poner nuestra capacidad de trabajo al servicio de una sociedad inmune a estos males. La guerra siempre ha sido la actividad específica del macho, y su modelo de comportamiento viril. La paridad retributiva es uno de nuestros derechos, pero nuestra opresión es otra cosa. ¿Nos basta la paridad salarial cuando ya cargamos sobre las espaldas con las horas del trabajo doméstico? Reexaminemos las aportaciones creadoras de la mujer a la comunidad, deshaciendo el mito de su laboriosidad subsidiaria. Dar gran valor a los momentos “improductivos” es una extensión de la vida propuesta por la mujer.

Los que detentan el poder afirman: “Amar a un ser inferior es parte del erotismo”. Mantener el status quo, por lo tanto, es un acto de amor. Aceptamos la libre sexualidad en todas sus formas, porque hemos cesado de considerar que la frigidez es una alternativa honrosa. Continuar reglamentando la vida entre los sexos es una necesidad del poder, la única elección satisfactoria es una relación libre. La curiosidad y los juegos sexuales son un derecho de los niños y de los adolescentes. Hemos esperado 4000 años: ¡por fin abrimos los ojos! A nuestras espaldas se halla la apoteosis de la milenaria supremacía machista. Su pedestal más firme han sido las religiones institucionalizadas. Y el concepto de “genio” ha constituido su escalón inalcanzable. La mujer ha tenido la experiencia de ver destruido día a día todo cuanto hacía. Consideramos incompleta una historia que se ha construido sobre huellas no perecederas. Sobre la presencia de la mujer no se nos ha dicho nada, o lo que se ha dicho se ha dicho mal: nosotras debemos redescubrir dicha presencia para saber la verdad. La civilización nos ha definido como inferiores, la Iglesia nos ha llamado sexo, el psicoanálisis nos ha traicionado, el marxismo nos ha vendido a una revolución hipotética. Exigimos referencias de los milenios de

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pensamiento filosófico durante los cuales se ha teorizado sobre la inferioridad de la mujer. Consideramos responsables de las grandes humillaciones que nos ha impuesto el mundo patriarcal a los pensadores: ellos son quienes han mantenido el principio de la mujer como ser adicional para la reproducción de la humanidad, vínculo con la divinidad o umbral del mundo animal; esfera privada y pietas. Ellos han justificado en la metafísica lo que en la vida de la mujer había de injusto y atroz. Escupamos sobre Hegel. La dialéctica amo-esclavo es un arreglo de cuentas entre colectividades de hombres: no preveía la liberación de la mujer, la gran oprimida de la civilización patriarcal. La lucha de clases, como teoría revolucionaria desarrollada a partir de la dialéctica amo-esclavo, excluye igualmente a la mujer. Nosotras volvemos a poner en tela de juicio el socialismo y la dictadura del proletariado. Al no reconocerse en la cultura masculina, la mujer le quita su ilusión de universalidad. El varón siempre ha hablado en nombre del género humano, pero ahora la mitad de la población terrestre le acusa de haber sublimado una mutilación. La fuerza del hombre reside en su identificación con la cultura, la nuestra en su refutación. Tras este acto de conciencia el varón será diferente de la mujer y deberá escuchar de ella todo lo que le concierna.

El mundo no se acabará aunque el varón pierda el equilibrio psicológico que se halla basado en nuestra sumisión. En la realidad ardiente de un universo que nunca ha revelado sus secretos, nosotras quitamos mucho del crédito dado a los empeños de la cultura. Queremos estar a la altura de un universo sin respuestas. Nosotras buscamos la autenticidad del gesto de rebelión y no la sacrificaremos ni a la organización ni al proselitismo.

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Roma, julio de 1970

Escupamos sobre Hegel Carla Lonzi

El problema femenino significa una relación entre cada mujer –carente de poder, de historia, de cultura, de rol– y cada hombre –con su poder, su historia, su cultura y su rol absoluto–. El problema femenino cuestiona todo lo hecho y pensado por el hombre absoluto, por el hombre que no tenía conciencia de que la mujer fuese un ser humano de su misma dimensión. En el siglo XVIII pedimos la igualdad y Olympe de Gouges fue condenada a muerte por su Declaración sobre los derechos de la Mujer y la Ciudadana.1 La demanda de igualdad entre mujeres y hombres en el plano jurídico coincide, históricamente, con la afirmación de la igualdad de los hombres entre ellos. Hoy tenemos conciencia de ser nosotras las que planteamos una nueva situación. La opresión de la mujer no se inicia en el tiempo, sino que se esconde en la oscuridad de sus orígenes. La opresión de la mujer no se resuelve en la muerte del hombre. No se resuelve 1. Escrita y publicada en 1791 como respuesta a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, texto fundamental de la Revolución Francesa aprobado ese mismo año. El 3 de noviembre de 1793, la autora fue guillotinada. [N. de las E.]

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en la igualdad, sino que se prosigue dentro de la igualdad. No se resuelve en la revolución, sino que se perpetúa dentro de la revolución. El plano de las alternativas es una fortaleza de la preeminencia masculina: en él no existe un lugar para la mujer. La igualdad de la que hoy disponemos no es filosófica, sino política: ¿queremos, después de milenios, insertarnos con este título en el mundo que han proyectado otros? ¿Nos parece gratificante participar en la gran derrota del hombre? Por igualdad de la mujer se entiende su derecho a participar de la gestión del poder en la sociedad, mediante el reconocimiento de que aquella posee la misma capacidad que el hombre. Pero la experiencia femenina más auténtica de estos años nos ha enseñado el proceso de devaluación global en que se encuentra el mundo masculino. Hemos comprendido que, en el plano de la gestión del poder, no concurren capacidades, sino una forma particular de alineación que es muy eficaz. La actuación de la mujer no implica una participación en el poder masculino, sino cuestionar el concepto de poder. Si hoy se nos reconoce nuestra imbricación a título de igualdad es, precisamente, para alejar aquel peligro. La igualdad es un principio jurídico: el denominador común presente en todo ser humano al que se le haga justicia. La diferencia es un principio existencial que se refiere a los modos del ser humano, a la peculiaridad de sus experiencias,

de sus finalidades y aperturas, de su sentido de la existencia en una situación dada y en la situación que quiere darse. La diferencia entre mujer y hombre es la básica de la humanidad. El hombre negro es igual al hombre blanco, la mujer negra igual a la mujer blanca. La diferencia de la mujer consiste en haber estado ausente de la historia durante miles de años. Aprovechémonos de esta diferencia: una vez lograda la inserción de la mujer, ¿quién puede decirnos cuántos milenios transcurrirán para sacudir este nuevo yugo? No podemos ceder a otros la tarea de derrocar el orden de la estructura patriarcal. La igualdad es todo lo que se les ofrece a los colonizados en el terreno de las leyes y los derechos. Es lo que se les impone en el terreno cultural. Es el principio sobre cuya base el colono continúa condicionando al colonizado. El mundo de la igualdad es el mundo de la mentira legalizada, de lo unidimensional; el mundo de la diferencia es el mundo en el que el terrorismo depone las armas y la farsa cede al respeto de la variedad y multiplicidad de la vida. La igualdad entre los sexos es el ropaje con el que se disfraza hoy la inferioridad de la mujer. Esta es la posición de alguien diferente que quiere operar un cambio global en la civilización que le ha recluido. Hemos descubierto no solo los motivos de nuestra opresión, sino la alienación que se ha originado en el mundo por habernos tenido

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prisioneras. La mujer ya no tiene pretexto alguno para adherirse a los objetivos del hombre. En este nuevo estadío de conocimiento, la mujer rechaza, como dilema impuesto por el poder masculino, tanto el plano de la igualdad como el de la diferencia, afirmando que ningún ser humano ni ningún grupo debe ser definido por referencia a otro ser humano o a otro grupo. La opresión femenina es el resultado de largos milenios: el capitalismo más que producirla la ha heredado. La aparición de la propiedad privada ha expresado un desequilibrio entre los sexos como necesidad del poder de cada hombre sobre cada mujer, mientras se definían las relaciones de poder entre los hombres. Interpretar sobre bases económicas el destino que nos ha acompañado hasta hoy significa apelar a un mecanismo, cuyo impulso motor se desconoce. Nosotras sabemos que, característicamente, el ser humano orienta sus instintos hacia su satisfacción, al menos en sus contactos con el sexo opuesto. El materialismo histórico olvida la llave emotiva que ha determinado el tránsito a la propiedad privada. Esto es lo que queremos recalcar para que el arquetipo de la propiedad sea reconocido, para que se vea cuál es el primer objeto que el hombre concibe: el objeto sexual. La mujer, al retirar del inconsciente masculino su presa primera, desata los nudos originarios de la patología posesiva. Las mujeres tienen conciencia del nexo político que existe entre la ideología marxista-leninista

y los sufrimientos, necesidades y aspiraciones de las mujeres. Pero no creen que sea posible esperar que la revolución los solucione. No consideran válido que su propia causa esté subordinada al problema de clase. No pueden aceptar una impostación de su lucha y una perspectiva que pasen por encima de sus cabezas. El marxismo-leninismo necesita equiparar a ambos sexos, pero el ajuste de cuentas entre las colectividades masculinas no puede sino traducirse en una dádiva paternalista de los valores masculinos a la mujer. Además, se le pide ayuda más de lo que se está dispuesto a ayudarla. La relación hegeliana amo-esclavo es una relación interna del mundo humano masculino, y es a ella a la que se refiere la dialéctica, en términos deducidos exactamente de las premisas de la toma del poder. Pero la discordia mujer-hombre no es un dilema: para ella no se ha previsto ninguna solución, puesto que la cultura patriarcal no la ha considerado un problema humano, sino un dato natural. Es algo que viene de la jerarquía entre los sexos, a los que se les atribuye como esencia lo que es resultado de su oposición: la definición de superior e inferior esconde el origen de un vencedor y un vencido. La visión masculina del mundo ha encontrado la justificación inherente a los límites de su propia experiencia unilateral. Pero para la mujer, el origen de la oposición entre los sexos continúa quedando inexplicado, de modo que busca en los motivos

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de su derrota primitiva la confirmación de la crisis del espíritu masculino. Incluir el problema femenino dentro de una concepción de la lucha amo-esclavo, como lucha clasista, es un error histórico por cuanto la mujer proviene de una cultura que excluía el punto de discriminación esencial de la humanidad, el privilegio absoluto del hombre sobre la mujer, y ofrecía a la humanidad perspectivas en términos de la problemática masculina (esto es: ofrecían perspectivas solo a la colectividad masculina). Para la mujer, subordinarse al planteo clasista significa reconocer términos semejantes en un tipo de esclavitud distinto al suyo, términos que son el testimonio más conveniente de su desconocimiento. La mujer, como tal, se halla oprimida en todos los niveles sociales: no solo a nivel de clase, sino a nivel de sexo. Esta laguna del marxismo no es casual, ni podría ser subsanada ampliando el concepto de clase de modo que englobase a la masa femenina, a la nueva clase. ¿Por qué no se ha visto la relación de la mujer con la producción mediante su actividad de reconstitución de las fuerzas de trabajo en la familia? ¿Por qué no se ha visto que su explotación dentro de la familia es una función esencial para el sistema de acumulación del capital? Confiando el futuro revolucionario a la clase obrera, el marxismo ha ignorado a la mujer como oprimida y como portadora de futuro; ha expresado una teoría revolucionaria cuya matriz se halla en la cultura patriarcal.

Examinemos la relación mujer-hombre en Hegel, el filósofo que ha visto en el esclavo el momento liberador de la historia. Él, con mayor insidia que cualquier otro, ha racionalizado el poder patriarcal en la dialéctica entre un principio divino femenino y un principio humano masculino. El primero preside la familia, el segundo la comunidad. “Mientras que la comunidad se da su subsistir solo destruyendo la beatitud familiar y disolviendo la autoconsciencia en la autoconsciencia universal, aquella produce lo que la oprime, y que, al mismo tiempo le es esencial, es decir, en la feminidad en general su enemigo interno”. La mujer no ultrapasa el estadío de la subjetividad: reconociéndose en sus parientes y allegados se hace inmediatamente universal, le faltan premisas para escindirse del ethos de la familia y unirse a la fuerza autoconsciente de la universalidad, gracias a la cual el hombre se convierte en ciudadano. Esta condición femenina, fruto de la opresión, es considerada por Hegel como motor de la opresión: la diferencia entre los sexos viene a constituir la base natural metafísica tanto de su oposición como de su reunificación. En el principio femenino, Hegel coloca el a priori de una pasividad en la cual se anulan las pruebas del dominio masculino. La autoridad patriarcal ha tenido sometida a la mujer, y el único valor que se le reconoce es el de haberse adecuado a ella como a su propia naturaleza.

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En coherencia con la tradición del pensamiento occidental Hegel retiene a la mujer ligada a un estadío por su propia naturaleza, y atribuye a este estadío toda la resonancia posible, aunque su condición sea tal que el hombre preferiría no nacer si tuviese que considerarlo como algo para él. De todos modos lo femenino, “eterna ironía de la comunidad”, hace reír al pensador que, de avanzada edad, e indiferente al placer, piensa y se preocupa exclusivamente por lo universal; y se vuelve a los jóvenes para encontrar un cómplice a su desprecio. La mujer, más allá de la ley divina que encarna, más allá del deber hacia los lares, más allá de los bellos gestos de tragedia griega con los que sale del averno hacia la luz de la existencia, la mujer, pues, revela una actitud que solo su debilidad ha hecho que fuese considerada más extraña que amenazadora: su reacción al enfrentarse al hombre maduro y su inclinación hacia los jóvenes. Pero la identificación de Hegel con los valores de la civilización patriarcal hace que, en este pasaje, encuentre un significado puramente instrumental. De hecho interpreta esta elevación jerárquica de la juventud (es decir de la virilidad) efectuada por la mujer, como el estímulo que dispara en la comunidad el elemento con el que hay que contar para la actividad hacia el extranjero, la guerra. En realidad nosotras, a través de este gesto de la mujer, vemos con claridad el poder del patriarca sobre ella y sobre los jóvenes. Actualmente su

intención se vuelve contra la familia y contra la sociedad, en la figura del representante del poder que domina sobre ambas. Mediante el escarnio se resalta la figura histórica del opresor de quien hay que librarse. Pero es precisamente él quien, como cabeza, puede jugar y orientar hacia sus fines todo movimiento de la mujer o del joven: este último, encariñado por las atenciones de ella, será verdaderamente un valeroso guerrero para la conservación de la comunidad. En la manifestación de la mujer en tanto que “eterna ironía de la comunidad” nosotras reconocemos la presencia del ejemplo feminista de todos los tiempos. En Hegel coexisten estas dos posiciones: una que ve el destino de la mujer ligado al principio de feminidad, y otra que descubre en el siervo no ya un principio inmutable, una esencia, sino la condición humana que realiza en la historia la máxima evangélica “los últimos serán los primeros”. Si Hegel hubiese reconocido el origen humano de la mujer, como reconoció la opresión del siervo, se hubiera visto obligado a aplicar al caso femenino la misma dialéctica amo-esclavo. Y para ello habría encontrado un serio obstáculo: de hecho, si el método revolucionario puede acoger los pasajes de la dinámica social, no hay duda alguna de que la liberación de la mujer no puede encajar dentro de los mismos esquemas: en el plano mujer-hombre no existe una solución que elimine al otro, de ahí que la meta de la toma del poder sea totalmente vana.

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Este tornarse vano de la toma del poder como meta es el elemento que distingue la lucha contra el sistema patriarcal como fase sucesiva y concomitante de la dialéctica amo-esclavo. El axioma de que todo lo que es racional es real refleja la convicción de que la astucia de la razón no dejará de concordar con el poder. Y la dialéctica es el mecanismo que deja continuamente abierto el camino a esta operación. En un modo de vida que no esté dominado por el carácter patriarcal, la construcción triádica pierde su aferramiento a la psique humana. La Fenomenología del espíritu es una fenomenología del espíritu patriarcal, encarnación de la divinidad monoteísta en el tiempo. La mujer aparece como imagen cuyo nivel significante es el de ser hipótesis de otros. La historia es el resultado de las acciones patriarcales. Cristo representa la irreversibilidad del sentimiento de culpa sobre el que se funda la potencia del Padre. Al recorrerla hasta el fin él adquiere la certeza de que, inmolándose, ejecuta su voluntad y redime a la comunidad para mayor gloria del Padre. Las dos impugnaciones más colosales a la interpretación hegeliana están dentro de nosotras: la mujer que rechaza la familia, el joven que rechaza la guerra. El joven intuye que el antiguo derecho de vida y de muerte que detentaba el padre sobre sus hijos,

más que legalizar una praxis, explicitaba un deseo. Por eso la guerra le parece un expediente inconsciente para asesinarle, una conjura contra él. No olvidemos este eslogan fascista: familia y seguridad. En la angustia de su inserción social el joven esconde un conflicto con el modelo patriarcal. Este conflicto se revela en los ejemplos anárquicos en los que se expresa un no global, sin alternativa: la virilidad se niega a ser paternalista, chantajista. Pero sin la presencia de su aliado histórico, la mujer, la experiencia anárquica del joven resulta veleidosa, y acaba cediendo ante el reclamo de la lucha de masa organizada. La ideología marxista-leninista le ofrece la posibilidad de hacer constructiva su rebelión poniéndose del lado de la lucha proletaria, a la que delega, incluso, su liberación. Pero al obrar de este modo el joven vuelve a ser absorbido por una dialéctica prevista por la cultura patriarcal, que es la cultura de la toma del poder; mientras cree haber individualizado, junto con el proletariado al enemigo común: el capitalismo, en realidad está abandonando su propio terreno de lucha para pasarse al del sistema patriarcal. Pone toda su confianza en el proletariado en tanto que portador de la posibilidad revolucionaria: quiere despertarlo cuando le parece adormecido por los éxitos sindicales y las tácticas de los partidos, pero jamás duda de que pueda no ser la nueva figura histórica. Luchando

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por cuenta de otro el joven se subordina una vez más, que es exactamente lo que siempre se ha pretendido de él. La mujer, cuya experiencia feminista es dos siglos más antigua que la del joven, y que, primero dentro de la revolución francesa, y luego de la rusa, ha intentado unir su problemática a la del hombre en el plano político, obteniendo tan solo el papel de agregado, afirma que el proletariado es revolucionario en su enfrentamiento al capitalismo, pero reformista en su enfrentamiento al sistema patriarcal. Según unas notas de Gramsci, “los jóvenes de la clase dirigente (en el sentido más amplio) se rebelan y pasan a la clase progresista que históricamente se ha convertido en capaz de tomar el poder: pero, en este caso, se trata de jóvenes que pasan, de ser dirigidos por los ancianos de una clase, a serlo por los ancianos de otra: sea como sea la subordinación real de los jóvenes a los ancianos, como generación se perpetúa” (Los intelectuales y la organización de la cultura). Desde La República de Platón, a la Utopía de Tomás Moro y a los socialistas utópicos del 800, el ideal de la comunidad de bienes siempre ha sido acompañado por el corolario lógico de la disolución de la familia como núcleo de los intereses particulares. Marx y Engels prosiguen esta corriente de pensamiento; pero de todos modos todavía insisten no sobre el hecho de que la supresión del elemento económico deba llevar “a cada hombre a disponer de todas las mujeres y

a cada mujer a disponer de todos los hombres” (Fourier), sino sobre una relación carente de implicaciones utilitaristas. La primera formulación hecha por Engels en los Principios del comunismo, en 1847, es la siguiente: “La ordenación comunista de la sociedad hará que la relación entre ambos sexos sea simplemente una relación privada que afectará tan solo a las personas involucradas, y en la que la sociedad no tendrá por qué injerirse. Podrá ser así porque la propiedad privada se habrá eliminado, y se educará en común a los niños, destruyendo así los dos fundamentos del matrimonio tal como ha existido hasta ahora: dependencia de la mujer respecto al hombre y de los hijos respecto a los padres, debida a la propiedad privada”. Al año siguiente encontramos en el Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels: “¡Abolición de la familia! Incluso los más radicales se aterrorizan ante proyectos tan vergonzosos de los comunistas. ¿Cuál es el fundamento de la familia actual, de la familia burguesa? El capital, la ganancia privada... Pero vosotros, comunistas, intentáis adoptar la comunidad de mujeres, nos grita a coro toda la burguesía. El burgués no ve en su mujer más que un instrumento de producción. Oye que los instrumentos de producción deben ser disfrutados en común y naturalmente se siente autorizado a creer que las mujeres también correrán idéntica suerte. Ni siquiera piensa que el problema reside en esto: abolir la posición de la mujer como

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simple instrumento de producción”. Casi cuarenta años después, en Los orígenes de la familia, Engels precisa las relaciones entre la estructura económica y la familia según el materialismo histórico, y hace explícita su convicción de que el matrimonio encontrará, en el ámbito de la caída del capitalismo, su realización más humana: “Una vez disminuidas las consideraciones económicas..., se habrá llegado así a la igualdad de la mujer, y según todas las experiencias que hasta ahora conocemos, actuará, en medida muchísimo mayor que la hasta ahora conocida, para que los hombres se conviertan efectivamente en monógamos, antes que hacer que las mujeres sean poliándricas. Pero lo que seguramente desaparecerá de la monogamia son todos los caracteres que lleva impresos por haber nacido de las relaciones de propiedad: es decir, en primer lugar, el predominio del hombre; en segundo, la indisolubilidad... lo que hoy podemos presumir acerca de la ordenación de las relaciones sexuales, en cuanto el modo de producción capitalista haya sido liquidado, lo cual no puede tardar mucho en suceder, es principalmente de carácter negativo, y se limita en su mayor parte a aquellos que será suprimido. Pero, ¿qué se logrará? Esto se decidirá en cuanto haya madurado una nueva generación... La plena libertad para contraer matrimonio solo puede ser conseguida en general cuando la eliminación de la producción capitalista y de las relaciones de propiedad que

ella crea haya alejado todas las consideraciones económicas secundarias, que todavía hoy ejercen una influencia tan potente sobre la elección del cónyuge. Entonces, en verdad, no existirá otro motivo de elección que la simpatía recíproca”. Lenin actúa con ventaja al catequizar a las mujeres y los jóvenes que veían una relación directa entre la eliminación de la propiedad privada y el amor libre: “Bonito marxismo aquel para el que todos los fenómenos y todas las modificaciones que intervienen en la superestructura ideológica de la sociedad se deducen inmediatamente..., únicamente de la base económica. Un cierto Friedrich Engels, ya hace mucho tiempo, subrayó en qué consiste verdaderamente el materialismo histórico... En su Origen de la familia señala la importancia propia del desarrollo y del refinamiento del impulso sexual en relación con el individuo” (De un coloquio con Lenin relatado por Clara Zetkin, en el Kremlin en 1920). En los países del área comunista la socialización de los medios de producción apenas si ha cambiado la estructura familiar tradicional, más bien la ha reforzado, en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado personalidad y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como un verdadero estado autoritario y burocrático. La concepción

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clasista, y por ello la exclusión de la mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de esta teoría revolucionaria una teoría inevitablemente patricéntrica. Sexofobia, moralismo, conformismo, terrorismo, han cerrado sus redes sobre los roles sociales impidiendo aquella disolución que durante siglos había sido anhelada como resultado obvio de la eliminación de la propiedad privada. La familia es piedra angular del sistema patriarcal: está fundada, no solo en los intereses económicos, sino también en los mecanismos psíquicos del hombre que en todas las épocas ha tenido a la mujer como objeto de dominio y como pedestal para sus empresas más elevadas. El mismo Marx se comportó en vida como un marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, cargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la doncella. La abolición de la familia no significa, de hecho, ni comunidad de mujeres, como Marx y Engels ya habían aclarado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer un instrumento ejecutivo del “progreso”, sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá hecho oír su voz y se habrá enfrentado por primera vez en la historia, no solo con la sociedad burguesa, sino con cualquier tipo de sociedad proyectada que tenga al hombre como protagonista, situándose así mucho más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el marxismo. La continuación de la liberación de la mujer no se produce hoy en los

países socialistas, en los que la estructura social ha alcanzado el rigor del alto medioevo, a causa de la imposición autoritaria de los mitos patriarcales rehabilitados por la revolución, sino dentro de los estados burgueses en los cuales el derrumbe de los valores solo puede lograrse con la intervención femenina. Esto, de hecho, se produce como derrumbe de la concepción y la realidad patriarcales, cuyo éxito manifiesta la corrosión no solo de la burguesía, sino de todo un tipo de civilización masculina. El marxismo se ha movido dentro de una dialéctica amo-esclavo, como contraste fundamental individualizado de la cultura de la naciente burguesía, a la que ha dado su concreción de clase. Pero la dictadura del proletariado ha demostrado con creces no ser portadora de la disolución de los roles sociales: ha mantenido y consolidado la familia como centro en el que se repite la estructura humana incompatible con cualquier mutación sustancial de los valores. La revolución comunista se ha logrado sobre unas bases político-culturales masculinas, con la represión y la instrumentalización del feminismo, y ahora tiene que enfrentarse a aquella rebelión contra los valores masculinos que la mujer desea llevar hasta el fondo, más allá de la dialéctica de clases interna al sistema patriarcal. El feminismo, incluso en el momento culminante de la lucha por la dictadura del proletariado, se ha enfrentado de modo directo con la situación de la mujer, utilizando intuiciones y

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métodos de una gran apertura. Pero en aquellas circunstancias los “verdaderos” problemas y su impostación no desviacionista les eran exigidos a las mujeres, exigidos por la autoridad creando en ellas aquella frustración que las abocaba, sobre todo, a su propio holocausto. Vuelve a ser Lenin quien habla con Clara Zetkin: “La lista de sus pecados, Clara, todavía no se ha terminado. He oído que las reuniones nocturnas dedicadas a la lectura y a las discusiones con las obreras, se ocupa sobre todo de problemas sexuales y matrimoniales. Este argumento se hallaría en el centro de sus preocupaciones, de su enseñanza política y de su acción educadora. No podía dar crédito a lo que oía... Me han dicho que lo problemas sexuales también son el argumento favorito de sus organizaciones juveniles. Nunca falta quien quiera extenderse sobre este particular. Esto resulta especialmente escandaloso y pernicioso para el movimiento juvenil. Estas discusiones pueden contribuir fácilmente a estimular y excitar la vida sexual de ciertos individuos, a destruir la fuerza y la salud de la juventud. También debe luchar contra esta tendencia. El movimiento de las mujeres y de los jóvenes tiene muchos puntos de contacto. Por eso las mujeres comunistas y los jóvenes deben emprender un trabajo sistemático. Un trabajo que tenga por objetivo elevarles, transportarles del mundo de la maternidad individual al de la maternidad social... Las formas

matrimoniales y las relaciones entre ambos sexos en el sentido burgués ya no son satisfactorias. En este campo se aproxima una revolución que corresponde a la revolución proletaria. Se comprende que toda esta madeja de problemas, tan extraordinariamente intrincados, preocupe profundamente tanto a las mujeres como a los jóvenes... Muchos jóvenes denominan su posición como ‘revolucionaria’ y ‘comunista’. Y creen sinceramente que lo son. Pero nosotros, que somos viejos, no nos podemos engañar. Aunque yo no sea exactamente un asceta melancólico, esta nueva vida sexual de la juventud e incluso de los adultos, me parece muy a menudo algo perfectamente burgués, uno de los múltiples aspectos de un lupanar burgués... Sin duda conoce usted la famosa teoría, según la cual en la sociedad comunista la satisfacción de los propios instintos sexuales y el mismo impulso amoroso son tan simples y tan insignificantes como beber un vaso de agua... Pero un hombre normal, en condiciones igualmente normales, ¿se echará por los suelos en la carretera para beber de un charco de agua sucia o beberá en un vaso cuyos bordes llevan las marcas de decenas de labios ajenos?... Esta teoría del ‘vaso de agua’ ha enloquecido a nuestra juventud, la ha enloquecido de verdad”. En la carta de Lenin a Inés Armand de enero de 1915 leemos: “Dear Friend: recomiendo encarecidamente que el esquema del opúsculo sea escrito con mayor extensión... Hasta ahora debo

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hacer una sola observación: la ‘reivindicación (femenina) de la libertad amorosa’, aconsejo que sea totalmente suprimida. En efecto, esta se basa no en una reivindicación proletaria, sino burguesa”. La contraposición propuesta por Lenin al “vulgar y cochino matrimonio campesino, intelectual y pequeño burgués, carente de amor” era “el matrimonio civil proletario con amor”. A consecuencia de este intercambio epistolar con Lenin, Inés Armand renunció a la publicación de su opúsculo para las trabajadoras. ¿En qué difiere la “reivindicación de la libertad amorosa” del “matrimonio civil proletario con amor”? La diferencia estriba en que el primero era formulado por las mujeres y acogido por los jóvenes como un tema de conducta revolucionaria, el segundo cristaliza los valores represivos y edificantes del hombre nuevo ligado al partido y a la ortodoxia religiosa. El amor libre era la versión feminista de la crítica a la familia; el matrimonio proletario la consecuencia viril llena de orden, salida de las premisas del comunismo, según Engels. Cuando una mujer comunista de Viena publica un opúsculo sobre los problemas sexuales, Lenin se indigna: “Este opúsculo, qué necedad. Las pocas nociones exactas que contiene, las obreras ya las conocen por Bebel, y sin un esquema árido y pesado. Las hipótesis freudianas mencionadas en el opúsculo en cuestión le confieren un carácter pretendidamente ‘científico’, pero en el fondo se trata de un embrollo

superficial. La misma teoría de Freud hoy solo es un capricho de la moda” (Clara Zetkin, op. cit.). Para Lenin, la mujer podía desarrollarse para alcanzar la igualdad efectiva con el hombre cuando, en la sociedad comunista, se hubiese librado del trabajo doméstico improductivo para enfrentarse al trabajo productivo. Nosotras reconocemos en la competitividad productivista el plano del poder al que se halla vinculada la sociedad capitalista, sea de capitalismo privado o estatal. En ambas, las gestiones de los medios de producción operan bajo la cobertura de una gama de valores económicos e ideológicos que sirven para que se pueda contar con el rendimiento máximo. Hoy en día la humanidad aparece definitivamente bloqueada por el automatismo masculino como función de una disposición de la sociedad, cuya diferenciación interna consiste en procurar no admitir la crudeza de una condición de hecho: la instrumentalización. Ninguna ideología revolucionaria podrá convencernos de que las mujeres y los jóvenes tienen deberes y soluciones en la lucha, el trabajo, la sublimación y el deporte. Los hombres adultos perpetúan el privilegio de su control sobre aquellos. Nosotras vemos en el apoliticismo de la mujer tradicional la respuesta espontánea a un universo de ideologías y reivindicaciones en las que sus problemas no aparecen más que a duras penas, mientras que, desde la cumbre del paternalismo, se la interpela como masa de maniobra.

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Mientras los jóvenes trabajan por una revolución político-social que les evite malograr sus vidas administrando una sociedad en la cual no se reconocen, hay alguien que cuenta con el entusiasmo neófito de las mujeres para solventar la crisis de la sociedad masculina: se les concede que ocupen aquellos cargos y se hace aparecer a esta maniobra como la compensación debida a su exclusión desde siempre, como una victoria del movimiento de mujeres. La industria ha necesitado una reserva de mano de obra que se encontraba en las mujeres, la sociedad de consumo tiene el proyecto de cargarnos con sus prestaciones en el sector terciario. En la relación conclusiva de la Children’s employement comission de 1866, citada por Marx en el capítulo XIII del volumen I de El Capital, se afirma a propósito del trabajo del menor: “Niños y adolescentes tienen derecho a ser protegidos por la legislación contra el abuso de la autoridad paterna que quebranta prematuramente su salud física y los degrada en la escala de los seres morales e intelectuales”. Marx prosigue comentando: “De todos modos no ha sido el abuso de la autoridad paterna el que ha creado la explotación directa e indirecta de la fuerza de trabajo inmadura por parte del capital; todo lo contrario, ha sido el mundo capitalista de la explotación el que ha convertido en abuso la autoridad de los progenitores, eliminando el fundamento económico que le correspondía. Por eso, por más terrible y

repelente que parezca la disolución de la familia de viejo estilo dentro del sistema capitalista, la gran industria crea el nuevo fundamento económico para una forma superior de la familia y de la relación entre ambos sexos, con la parte decisiva que otorga a las mujeres, a los adolescentes y a los niños, tanto varones como hembras, en los procesos productivos socialmente organizados más allá de la esfera doméstica”. Desde los ritos de iniciación de los pueblos primitivos, a la guerra, la patria potestad, el aprendizaje y el trabajo, la autoridad paterna siempre se ha manifestado como aquello que caracteriza a toda autoridad: un abuso, diferente según cada circunstancia, pero cuyo objeto, mujeres y jóvenes siempre han guardado una relación entre ellos. En su utilización por parte del capitalismo Marx ve las premisas de una forma superior de familia, una vez derrocada la propiedad de los medios de producción. La previsión de la cultura revolucionaria ha quedado, a todas luces, contradicha: despreciaba las exigencias de aquella categoría de oprimida cuya liberación era pospuesta por todo desarrollo de la sociedad masculina, incluido el marxista, a base de proyectar una autoridad patriarcal que tuviese todo el aspecto de ser una igualdad. La rebelión femenina lleva en sí misma la condición para desatascar al mundo de las alternativas en las que se halla paralizado: la gran industria ha creado el fundamento económico no para una familia de tipo superior, sino para la ruptura del

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contrato y del modelo familiar. Ruptura que solo la mujer puede alcanzar, puesto que ha sido condenada a perpetuidad en las instituciones que constituyen la base del dominio masculino. La maternidad se ha desnaturalizado por el desprecio entre ambos sexos, por el mito impersonal de la continuación de la especie, y por la rendición forzada de la vida de la mujer, pero a pesar de todo, ha sido nuestra fuente de pensamientos y sensaciones la circunstancia de una iniciación particular. No somos responsables de haber engendrado a la humanidad desde nuestra esclavitud: quien nos ha hecho esclavas no ha sido el hijo, sino el padre. Antes de ver en la relación madre-hijo un compás de detención de la humanidad, recordemos la cadena que siempre nos ha oprimido con un único lazo: la autoridad paterna. Contra ella se ha creado la alianza de la mujer y el joven. Que no nos pregunten qué pensamos del matrimonio y de su paliativo histórico, el divorcio. Las instituciones creadas para asegurar el privilegio del hombre reflejan una impostación no más tolerable que las relaciones entre los sexos. Nosotras hacemos saltar todos, absolutamente todos los instrumentos de tortura de la mujer. “Nosotros odiamos, sí, odiamos todo cuanto tortura y oprime a la mujer trabajadora, a la ama de casa, a la aldeana, a la mujer del pequeño comerciante y, en muchos casos, a la mujer de las clases pudientes. Reivindicamos de la sociedad

burguesa una legislación social a favor de la mujer porque nosotros comprendemos su situación y sus intereses, y a ellos dedicaremos nuestra atención durante la dictadura del proletariado” (Lenin, en el coloquio referido por C. Zetkin). La familia es la institución en la cual se han expresado los tabúes con los que el hombre adulto siempre ha rodeado las relaciones libres entre la mujer adulta y el joven. El psicoanálisis ha vuelto a plantear esta situación en términos de la tragedia que le había decretado la antigüedad. La tragedia es una proyección masculina porque en el momento en que el hombre es empujado de sus ciclos vitales hacia nuevos objetos sexuales, no soporta que la mujer manifieste sus deseos y que cualquier repercusión se verifique en el ámbito de sus posesiones. El mito del amor materno se desata en el instante en que la mujer, en la época más plena de su vida, encuentra auténticamente, en el intercambio natural con la juventud, el sentido de alegría, placer y diversión que los tabúes de la organización patriarcal le permiten transferir solo a sus hijos. Tras el complejo de Edipo no se halla el tabú del incesto, sino el goce por parte del padre de este tabú con el fin de salvaguardarse. Se destruye una imagen significativa del pasado: una escalera que por un lado es ascendida orgullosamente por el hombre, mientras que por el otro la mujer la va descendiendo

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fatigosamente. Aquella pizca de orgullo que se le concede en una fase de su vida no es suficiente para sostenerla hasta su conclusión. Cuando la causa de la mujer se plantea, ya está vencida. De la cultura a la ideología, a los códigos, a las instituciones, a los ritos y a las costumbres, existe una circularidad de supersticiones varoniles sobre la mujer: toda situación privada está contaminada por este territorio interior del que el hombre va extrayendo presunción y arrogancia. El joven está oprimido por el sistema patriarcal, pero al mismo tiempo ofrece su candidatura como opresor; el estallido de intolerancia de los jóvenes tiene este carácter de ambigüedad interna. La cultura patriarcal mantiene la acción falsificadora de sus esquemas incluso dentro de los modos en los que se articula la rebelión juvenil: interpretando el movimiento “hippie” como un movimiento religioso, los estudiantes comprometidos se sirven de una etiqueta políticamente desacreditada para obrar con paternalismo. Desde la cumbre de sus certidumbres ideológicas afirman: he aquí un episodio significativo, un momento no dialéctico de la sociedad. Pero nosotras incluso reconocemos el mérito de esto, de esta huida disgustada del sistema patriarcal: tal actitud representa el abandono de la cultura de la toma del poder y de los modelos políticos de los grupos de participación masculina. Los “hippies” no escinden la existencia entre momentos priva-

dos y públicos, y su vida es un amasijo de masculino y femenino. La muchacha que se aleja frustrada de los grupos políticos estudiantiles o acepta, frustrada, su adecuación al comportamiento cultural revolucionario de sus compañeros, se encuentran en una alternativa cuyas premisas se refieren a la colectividad varonil: ellos escudriñan como un sector separado lo que desde siempre ha sido su campo de acción. La globalidad de los problemas es una ficción mientras los hombres mantengan el monopolio, no solo de la cultura burguesa, sino también de la cultura revolucionaria y socialista. Lo irrisorio de esta jerarquía se ha puesto de manifiesto con los “hippies”, muchachos y muchachas, que han formado una comunidad de tipo no viril sobre los despojos desprestigiados de los comportamientos agresivos y violentos, historia de la belicosidad de los padres, a quienes la ideología siempre había dado los instrumentos racionales necesarios para justificar su conducta en vista a los fines de una modificación del mundo. La ausencia forzada de la mujer de todo el arco vital de la comunidad ha agigantado los comportamientos aberrantes del hombre en la lucha por un modo de vivir y pensar. La reaparición de la mujer ha dado empuje a una marginación voluntaria de la juventud que manifiesta, de todos los modos posibles, destructivos, pero pacíficos, la convicción de que se debe partir de cero. Que los “hippies” puedan ser reabsorbidos por la sociedad establecida, como muchos

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profetizan y esperan, no disminuye la turbación que su aparición improvisada e inesperada ha provocado en la escena mundial. Ya ha sucedido antes que los muchachos y muchachas que por primera vez combatían por ellos mismos en las montañas, durante la guerra de guerrillas, han visto desaparecer “su” horizontes de autogestión y de sociedad inmune de paternalismo, con la organización posbélica sobre las consabidas plataformas del poder político, económico y cultural, que temporalmente ha cancelado la sensación de haberse liberado del nazifascismo. En lugar de prever el tipo de fragilidad sobre la que se mantienen los “hippies”, nosotras observamos que el poder patriarcal les persigue y asila, no solo en tanto que imperialismo, sino incluso dentro de la aristocracia cultural de los jóvenes progresistas. Toda la estructura de la civilización, como una cacería, empuja la presa hacia los puntos en los que será capturada: el matrimonio es el momento conclusivo en el que se produce su cautiverio. Mientras los estados aprueban el divorcio y la iglesia católica se debate por negarlo, la mujer revela su madurez denunciando la absurda reglamentación de las relaciones entre los sexos. La crisis del hombre se demuestra en su aferramiento a las fórmulas: porque en ellas se encuentra la consagración que le hace superior. La mujer se halla sometida, toda la vida, a la dependencia económica, primero de la familia,

del padre, luego del marido. Pero su liberación no consiste en lograr la independencia económica, sino en demoler aquella institución que la ha hecho más esclava y durante más tiempo que los esclavos. Todo pensador que ha dirigido una amplia mirada a la situación humana ha remachado con su propio punto de vista la inferioridad de la mujer. Incluso Freud encontró la tesis de la maldición femenina en el presunto deseo de una completitud que es identificada con el pene. Mostramos nuestra incredulidad ante el dogma psicoanalítico que atribuye a la mujer, en su más tierna edad, el sentido de comenzar en desventaja por la angustia metafísica de su diferencia. En todas las familias, el pene del niño es una especie de hijo del hijo, al que se alude con complacencia y sin inhibiciones. El sexo de la niña, sin embargo, es ignorado: no tiene nombre, ni afecto, ni carácter, ni literatura. Se aprovecha su ocultamiento fisiológico para callar su existencia: la relación entre macho y hembra no es, pues, una relación entre dos sexos, sino entre un sexo y su carencia. En el epistolario de Freud con su novia leemos: “Querido tesoro, mientras tú te regocijas con los cuidados domésticos, yo me siento atraído por el placer de resolver el enigma de la estructura del cerebro”. Indaguemos en la vida privada de los grandes hombres: la vecindad de un ser humano

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considerado en los momentos más desapasionados inferior, ha colmado los gestos más comunes de una aberración a la que nadie se ha sustraído. Nuestra observación directa es que no vemos genios ni individuos que hayan realizado globalmente, sobre todos los frentes, la posición justa. Nadie ha desmentido las trampas de la naturaleza humana. Nosotras vivimos en este momento, y este es un momento excepcional. Queremos que el futuro sea imprevisto, no excepcional. Nos importa muchísimo que sea salvaguardado aquel impulso extraordinario de la osadía emotiva de la mujer que pertenece al período vital de la juventud, y con el cual los individuos sientan las bases de la creatividad que dará impronta a su vida. El engaño que puede extraviar a la muchacha es pensar que es recuperable en el tiempo una experiencia psíquica de la que ha sido privada en su juventud. La mujer emancipada es un modelo estéril porque propone el ajuste de una personalidad que no ha tenido sus escapes en el momento oportuno. Si miramos hacia atrás podemos reconocernos en las ocasiones de creatividad que han aparecido casualmente en el mundo femenino, pero, sobre todo, en la dispersión de inteligencias que se produjo en todas las épocas con la coerción y la domesticidad cotidianas. Sobre esta hecatombe, el idealismo ha continuado haciendo proliferar los mitos de la femineidad.

Nosotras no queremos que se haga una distinción entre mujeres mejores o peores, porque lo que nos interesa es el punto más interno que cada una tiene en común con las otras y que para todas es tan vivo y doloroso. El movimiento feminista no es internacional, sino planetario. La escisión entre infraestructura y superestructura ha sancionado una ley según la cual las mutaciones de la humanidad, desde siempre y para siempre, han sido y serán mutaciones de estructura: la superestructura ha reflejado y reflejará estas mutaciones. Este es el punto de vista patriarcal. Según nosotras, la creencia en los reflejos ha caducado. Nuestra acción es la desculturación por la que optamos. No se trata de una revolución cultural que sigue e integra la revolución estructural, no se basa en la verificación a todos los niveles de una ideología, sino en la carencia de necesidad ideológica. La mujer no ha contrapuesto a las construcciones del hombre más que su dimensión existencial: no han salido de entre ellas jefes, pensadores, científicos, pero ha poseído energía, pensamiento, coraje, decisión, atención, sentido, locura. Las huellas de todo esto se han borrado porque no estaban destinadas a perdurar, pero nuestra fuerza estriba en no poseer ninguna mistificación de los hechos: actuar no es una especialización de casta, aunque se convierte en ello mediante el poder por el que está orientada la acción. La humanidad masculina se ha adueñado de este mecanismo

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cuya justificación ha sido la cultura. Desmentir la cultura significa desmentir la valoración de los hechos que constituyen la base del poder. La maternidad es el momento en el que la mujer, recorriendo las etapas iniciales de la vida en simbiosis con el hijo, se desculturiza. Ve el mundo como un producto extraño a las exigencias primarias de la existencia que está reviviendo. La maternidad es su “vuelo”. La conciencia de la mujer se vuelca espontáneamente hacia adentro, hacia los orígenes de la vida, y se interroga. El pensamiento masculino ha ratificado el mecanismo que hace parecer necesarios la guerra, el caudillaje, el heroísmo, el abismo generacional. El inconsciente masculino es un receptáculo de sangre y de temor. Porque reconocemos que el mundo se halla habitado por estos fantasmas de muerte y vemos en la piedad el papel impuesto a la mujer, nosotras abandonamos al hombre para que toque el fondo de su soledad. “...La guerra preserva la salud ética de los pueblos en su indiferencia hacia el hábito y la inmovilidad; del mismo modo como el movimiento de los vientos preserva el agua de los lagos de la putrefacción que se produciría si existiese una prolongada bonanza, así una paz prolongada, o aun peor perpetua, llevaría a los pueblos a la putrefacción puesto que le hombre es negativo-o-negador por su propia naturaleza, y debe continuar siendo negativo-o-negador, y no convertirse en algo fijo-yestable” (Hegel, Del derecho natural, 1802).

Incluso los más recientes análisis psicológicos y psicoanalíticos sobre los orígenes y motivos de la institución de la guerra aceptan como ley natural de la raza humana la sumisión de la mujer al hombre. Se estudia el comportamiento de los individuos y de los grupos primitivos y actuales dentro del absoluto patriarcal, sin reconocer, en el dominio del hombre sobre la mujer, la circunstancia del engaño en la que ya se manifiesta un curso psíquico alterado. El padre y la madre de los que continuamente se habla como sujeto y objeto de los procesos de proyección que invisten y deforman la que podría ser una elaboración normal de los datos de la realidad, no son dos entidades primarias, sino el producto de una prevaricación entre los sexos que ha encontrado su asentamiento en la familia. Sin estas premisas, se elude la supresión de las causas psíquicas de la guerra como amenaza atómica, bien postulando un retorno a los valores privados como la negación de la soberanía del estado, bien promoviendo una institución que prohíba la guerra como delito individual. Pero de este modo se olvida, por un lado, que los valores privados son los valores de la familia y que la familia ha firmado la rendición incondicional de la mujer al poder masculino, consolidando aquel mecanismo de angustias patológicas y de defensas relativas a partir de las cuales se desarrolla la vida de la comunidad como vicariante, y, por otro, que la enfermedad mental de la humanidad

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no puede elegir por sí misma su salvación en una forma autoritaria y someternos a ella. En L’Unitá del 4 de junio de 1944 se lee: “Italia es nuestra Patria y nuestra madre común: y es nuestro deber, deber de todos los ciudadanos italianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, combatir por su honor y su libertad” (Togliatti). Con motivo de la muerte de Nasser (acontecida en septiembre de 1970) un periódico libanés ha escrito: “Cien millones de árabes se han sentido inesperadamente huérfanos”. El fantasma obsesivo que utiliza la propaganda racista es el estuprador, el del superdotado sexual que roba y viola a las mujeres. En la concepción hegeliana, trabajo y lucha son las acciones de las que parte el mundo humano como historia masculina. Sin embargo, el estudio de los pueblos primitivos sirve para constatar que el trabajo es atributo femenino, y la guerra oficio específico del macho. Hasta tal punto que cuando se halla privado de la guerra, o vencido y reducido al trabajo, el hombre afirma haber dejado de serlo, y sentirse transformado en mujer. En los orígenes, por tanto, la guerra aparece estrechamente conectada a la posibilidad de identificarse y de ser identificado como sexo, superando así, mediante una prueba externa, la ansiedad interior por el fallo de la virilidad propia. Nosotras nos preguntamos en qué consiste esta angustia del hombre que recorre luctuosamente toda la historia del género humano, devolviendo siem-

pre a un punto de insolubilidad todo esfuerzo por salir de la disyuntiva de la violencia. La especie masculina se ha expresado matando, la femenina trabajando y protegiendo la vida: el psicoanálisis interpreta las razones por las que el hombre ha considerado la guerra como tarea vil, pero no nos dice nada sobre la concomitancia con la opresión de la mujer. Y las razones que han llevado al hombre a institucionalizar la guerra, como válvula de escape de sus conflictos interiores, nos hacen creer que tales conflictos son fatales para él, que son un primum de la condición humana. Pero la condición humana de la mujer no manifiesta la misma necesidad; al contrario, ella llora por la suerte de los hijos que han sido enviados al matadero e, incluso en la misma pasividad de su pietas, escinde su papel de aquel del hombre. Hoy nosotras intuimos una solución para la guerra mucho más realista que las ofrecidas por los estudiosos: ruptura del sistema patriarcal mediante la disolución de la institución familiar por obra de la mujer. Así se podrá verificar aquel proceso de renovación de la humanidad a partir de la base, proceso que ha sido invocado muchas veces sin que se supiese a santo de qué milagro debía producirse una normalización de la humanidad. El trabajo como lucha señala el paso de la supremacía de la cultura masculina. La mujer sabe lo que es la atmósfera de tensión de la familia: de ahí parte la tensión de la

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vida colectiva. Devolvámonos a nosotras mismas la grandiosidad de la ruina histórica de una institución que, en cuanto condena simulada de la mujer, ha terminado por revelarse como condena auténtica del género humano. Que no nos consideren ya más las continuadoras de la especie. No demos hijos a nadie, ni al hombre ni al estado: démoslos a sí mismos, restituyámonos nosotras a nosotras mismas. En el moralismo y en la razón de Estado reconocemos las armas legalizadas para subordinar a la mujer; en la sexofobia la hostilidad y el desprecio para desacreditarla. El veto contra la mujer es la primera regla de la que los hombres de Dios extraen la conciencia de ser ejército del Padre. El celibato de la iglesia católica es el nudo angustioso en el que la postura negativa de hombre hacia la mujer deviene institución. Durante siglos se ha ensañado sobre ella casi inexplicablemente a través de los concilios, disputas, censuras, leyes y violencias. La mujer es la otra cara de la tierra. La repetición de las previsiones filosóficas lleva a un universo homologado por la sabiduría: así es proyectada la amarga felicidad del genio cuando es viejo. Pero el hombre y la mujer no podrán ser homologados, la sabiduría es el paraíso masculino de la filosofía. La cultura ha definido el sentido religioso y el sentido estético, dos actitudes de la humanidad

discordantes con el poder, y ha hecho encajar el comportamiento relativo a ellas en dos grandes categorías del poder: la institución religiosa y la institución artística. Nosotras observamos en la transferencia religiosa un modo de vivir las leyes patriarcales en una zona metafísica que desprecia los sucesos del mundo histórico y se opone a ellos; y en la actuación artística observamos un operar confuso de los valores autoritarios que son sometidos al capricho de la propia y libre insubordinación. Mientras el religioso y el artista dan la máxima importancia al hecho de actuar en el sentido con el que congenian, la sociedad continúa aplicando, incluso a ellos, el canon del éxito para utilizar su prestigio. Nosotras elegimos libremente nuestros amigos, no entre aquellos que alardean de nuestra causa, sino entre los que no se han manchado con las culpas excesivas secundando el curso de la represión. La afinidad caracterológica que encontramos con los artistas está en la coincidencia inmediata entre el hacer y el sentido del hacer, sin la angustia que todos los otros tienen de recurrir a una garantía de la cultura. Leamos la respuesta de Freud a Karl Abraham, que le había enviado un dibujo expresionista, en diciembre de 1922: “Querido amigo, he recibido el dibujo que seguramente quería representar su cabeza. Es horroroso. Sé que es una excelente persona y me siento herido más profundamente por el hecho de que

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una pequeña laguna en su personalidad, como su tolerancia o simpatía por el ‘arte’ moderno, haya de ser castigada tan cruelmente... A personas como estos artistas no se les debería permitir el acceso a los círculos analíticos porque ilustran del modo más desagradable la teoría de Adler según la cual son precisamente los individuos nacidos con graves defectos de la vista los que se convierten en pintores o dibujantes. Permítame olvidarme del retrato al mandarle mis mejores deseos para el año 1923”. La mujer no se halla en una relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que viene clarificando no implican una antítesis, sino un moverse en otro plano. Este es el punto en el que más costará que seamos comprendidas, pero es esencial no dejar de insistir en él. Incluso en las revoluciones socialistas, vemos cómo se prolonga aquel mecanismo de disfunción de la psiquis humana, que políticamente es considerado herencia de las condiciones burguesas, y al que continúa oponiéndoseles, como antídoto, la meditación sobre los datos de sabiduría y de realismo elaborados por el Padre. En este sentido la ideología política ha sustituido a la teología en la confrontación con las masas. La corrupción de la democracia tanto sobre bases capitalistas como comunistas estriba en que ambas se ejercitan en aquel paternalismo que se produce en el poder, como si debiese ser cada uno de ellos quien lo regentase.

El movimiento feminista está lleno de intrusos políticos y filantrópicos. Protejámonos, que los observadores masculinos no nos vayan a convertir en tema de estudio. El consenso y la polémica nos son indiferentes. Lo que creemos más digno para ellos es no entrometerse. No debemos tragar la píldora dorada de aquellos que nos azuzan contra los representantes de su propio sexo. Cada una de nosotras posee en su experiencia privada la dosis de desdén, de comprensión y de intransigencia suficiente para encontrar soluciones más imaginativas. Nuestra insistencia tiene un carácter de apropiación de nosotras mismas y su legitimidad viene justificada por el hecho de que en cada laguna nuestra siempre se ha introducido alguien que ha sido más veloz para apropiarse de nosotras. Para la muchacha de la universidad, no es ese el lugar en el que se produce su liberación gracia a la cultura, sino el lugar en el que se perfecciona su represión, ya tan excelentemente cultivada en el ámbito familiar. Su educación consiste en inyectarle lentamente un veneno que la inmoviliza en el umbral de los gestos más responsables, de las experiencias que dilatan el sentido de uno mismo. Nuestro trabajo específico consiste en buscar por doquier, en cualquier problema o suceso del pasado o del presente, la relación con la opresión de la mujer. Sabotearemos todo aspecto de la cultura que continúe ignorándolo tranquilamente.

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Nosotras vemos como si, después de las atrocidades colectivas del nazismo, del fascismo, del estalinismo y las que todavía llevan a cabo los imperialistas, el varón todavía creyese posible poder rescatar estos terribles acontecimientos verificados sobre el escenario histórico. Su probabilidad siempre está presente, aun cuando tengamos en cuenta todo el trabajo realizado para circunscribir el fenómeno. En realidad el drama del hombre consiste en que, habituado desde siempre a encontrar en el mundo exterior los motivos de su angustia como datos de una estructura hostil contra la que luchar, ha llegado al umbral de la conciencia de que el nudo insoluble de la humanidad está dentro de él, en la rigidez de una estructura psíquica que ya no consigue contener por más tiempo su carga destructiva. Así, se ha establecido en el mundo la sensación de estar viviendo una crisis irreversible para la que siempre resulta una alternativa la vieja bandera socialista. La autocrítica emanada de la cultura parece haberse encarrilado por un camino de presunción e inconsciencia. El hombre debe abandonarla para romper la continuidad histórica del protagonista. Esta es la transformación que queremos que acontezca. Desde las primeras feministas hasta hoy han pasado ante los ojos de las mujeres las gestas de los últimos patriarcas. Ya no veremos nacer a otros. Esta es la nueva realidad en la que nos movemos todos. De ella parte la reconsideración de

los fermentos, agitaciones y temas de la humanidad femenina que había sido mantenida aparte. La mujer, tal como es, es un individuo completo: la transformación no debe producirse en ella sino en cómo ella se ve dentro del universo y en cómo la ven los otros. Hemos perdido conciencia del significado de las contraposiciones del pensamiento: cuando efectuamos nuestras observaciones no pretendemos ponerlas en el ámbito de los contrarios, sino progresivamente, una después de la otra, para reconstruir el conjunto de todos los datos que hemos encontrado y hacer nuestro inventario. Consideramos nocivo el consumo, incluso el de las ideas que nos gustan, por la inmediata colocación dialéctica que las hace comestibles. Hacemos todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor. Con esto no queremos aludir a la identificación: esta tiene un carácter obligatorio masculino que destroza el florecimiento de una existencia y la tiene bajo el imperativo de una racionalidad con la que se controla dramáticamente, día a día, el sentido del fracaso o del éxito. El hombre se halla vuelto sobre sí mismo, sobre su pasado, sobre su finalidad, sobre su cultura. La realidad le parece agotada, buena prueba de ello son los viajes espaciales. Pero la mujer afirma que la vida, para ella, sobre este planeta, aun está por iniciarse. Ella es capaz de ver allí donde el hombre ya no ve nada.

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El espíritu masculino ha entrado definitivamente en crisis al desencadenar un mecanismo que ha tocado el límite de seguridad de la supervivencia humana. La mujer abandona su tutela reconociendo como centro propulsor de la peligrosidad la estructura característica del patriarca y su cultura. “Cada uno debe conocer necesariamente si el otro es una conciencia absoluta; debe ponerse necesariamente en sus enfrentamientos con el otro en una relación tal que eso salga a la luz; debe ofenderlo. Y cada cual puede saber si el otro es totalidad solo obligándole a asomarse hacia la muerte; y, del mismo modo, cada uno se muestra a sí mismo como totalidad solo asomándose a la muerte. Si se detiene en sí mismo, más acá de la muerte... entonces es para el otro, de manera inmediata, una no totalidad... se convierte en esclavo del otro... Este reconocimiento de los particulares es pues, en sí mismo, contradicción absoluta: el reconocimiento no es otra cosa que el ser-dado por la Conciencia como totalidad, en otra conciencia, pero en cuanto la primera conciencia se hace objetivamente real, suprime dialécticamente a la otra Conciencia: de este modo el reconocimiento se suprime dialécticamente por sí mismo. No se realiza sino que, por el contrario, cesa de ser en cuanto es. Y, no obstante, la Conciencia solo es al mismo tiempo en cuanto acto-de-ser-reconocida por otro, y al mismo tiempo solo es Conciencia en cuanto

unidad numérica absoluta, y debe ser reconocida como tal; pero esto significa que debe tener necesariamente como fin la muerte del otro y la muerte propia, y que esta solo es en la realidad objetiva de la muerte” (Hegel). La especie masculina ha desafiado continuamente la vida y ahora desafía la supervivencia; la mujer ha permanecido en la esclavitud por no haber aceptado; ha continuado siendo inferior, incapaz, impotente. La mujer reivindica la supervivencia como valor. El hombre ha buscado el sentido de la vida más allá de la vida y en contra de la propia vida; para la mujer, vida y sentido de la vida se superponen continuamente. Hemos tenido que esperar miles de años para que la angustia del hombre ante nuestra postura dejase de ser considerada como prueba de nuestra inferioridad. La mujer es inmanencia, el hombre trascendencia: en esta contraposición la filosofía ha espiritualizado la jerarquía de los destinos. Como era el trascendente quien hablaba no podían existir dudas sobre la excelencia de su gesto; y, si la femineidad es inmanencia, el hombre ha tenido que negarla para dar inicio al curso de la historia. Por eso el hombre ha prevaricado, pero sobre un dato de oposición necesario. La mujer solo tiene que poner su trascendencia. En verdad los filósofos han hablado en exceso: ¿en qué se han basado para reconocer el acto de trascendencia masculino, en qué para negárselo a la mujer? Frente a la eficacia

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de los hechos se recurre a una trascendencia y se la considera como acto originario, mientras que se la niega allí donde no existe la confirmación de un poder constituido. Pero considerar la trascendencia a partir de la confirmación de los hechos es típico de la civilización patriarcal: como civilización absoluta del hombre se admiten dentro de ella todas las alternativas, y la mujer ha tenido que sufrir su condicionamiento al ser reconocida como principio de inmanencia, de quietud, y no como otro modo de trascendencia que ha permanecido reprimido, a instigación de la supremacía del hombre. Hoy la mujer enjuicia. Abiertamente esa cultura y esa historia que tienen como supuesto la trascendencia masculina, y enjuicia esa trascendencia. A través de todo tipo de traumas conscientes e inconscientes, también el hombre ha empezado a considerar en crisis su papel de protagonista. Pero la autocrítica del hombre no pierde de vista el axioma de que todo lo que es real es racional, y continúa presentando su candidatura, justificándola como necesidad de superación. La mujer ya está harta de los modos en que el hombre se ha superado en oprimirla, y, hoy en día, al deplorar su inmanencia. La autocrítica debe dejar paso a la imaginación. Al hombre, al genio, al visionario racional nosotras le decimos que el destino del mundo no es andar siempre adelante, como se lo prefigura su apetencia de superación. El destino imprevisto

del mundo está en recomenzar el camino para recorrerlo con la mujer como sujeto. Reconocemos en nosotras mismas la capacidad para convertir este instante en una modificación total de la vida. Quien no pertenece a la dialéctica amo-esclavo toma conciencia e introduce en el mundo el Sujeto imprevisto. Nosotras negamos, por considerarlo absurdo, el mito del hombre nuevo. El concepto de poder es el elemento de continuidad del pensamiento masculino y, por eso, de las soluciones finales. El concepto de la subordinación de la mujer lo sigue como una sombra. Toda profecía que se monte sobre estos postulados es falsa. El problema femenino es, por sí mismo, medio y fin de las mutaciones sustanciales de la humanidad. No necesita un futuro. No hace distingos entre proletariado, burguesía, tribu, clan, raza, edad, cultura. No viene ni de arriba ni de abajo, ni de la élite ni de la base. No está dirigido ni organizado, no es difundido ni tiene propaganda. Es una palabra nueva que un sujeto nuevo pronuncia, y confía al instante mismo su difusión. Actuar se convierte en algo simple y elemental. No existe la meta, existe el presente. Nosotras somos el pasado oscuro del mundo, nosotras realizamos el presente.

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Verano de 1970

Sexualidad femenina y aborto Rivolta Femminile

Nosotras, pertenecientes a Rivolta Femminile, sostenemos que el número de abortos clandestinos que se calculan en Italia, entre uno y tres millones anuales, constituye un número suficientemente alto para considerar derogada de hecho la ley antiaborto. La comunidad femenina ha arriesgado la vida, y el ostracismo civil y religioso de un estado patriarcal, afrontando clandestinamente las prácticas abortivas, que continúan siendo consideradas el último recurso para liberarse de un proceso de gestación no deseado. Hoy nos rehusamos a aceptar la afrenta de que unos pocos miles de firmas, masculinas y femeninas, sirvan de pretexto para solicitar de los legisladores, de los varones en el poder; lo que en realidad ha sido el contenido expresado por millares de vidas femeninas que pasaron por la carnicería del aborto clandestino. Nosotras alcanzaremos la libertad de abortar –pero no una nueva legislación sobre el particular–, al lado de esos millares de mujeres que constituyen la historia de la rebelión femenina. Solo así convertiremos este capítulo fundamental de nuestra opresión en el primer paso de nuestra toma de conciencia, toma de conciencia con la cual minar la estructura del dominio masculino. 69

La procreación coercionada y repetitiva ha puesto a la especie femenina en manos del varón, convirtiéndose en la primera base de su poder. Pero hoy, incluso una procreación “libremente decidida”, ¿qué contenido liberador puede tener en un mundo en el que la cultura encarna, exclusivamente, el punto de vista masculino sobre la existencia, condicionando por lo tanto, a priori, cualquier “decisión libre” de la mujer? La sexualidad libre y la maternidad libre, es decir, las premisas de la mujer en tanto persona, después de milenios, ¿continúan residiendo en la afirmación de la libertad de aborto? La maternidad libre y la sexualidad libre deben hallar su significado dentro de nuestra toma de conciencia: solo así podremos estar seguras de que la libertad de la que se habla es nuestra y no del macho que se realiza a través de nosotras, mediante una opresión aún más sutil de la mujer. Las mujeres abortan porque quedan embarazadas, pero ¿por qué quedan embarazadas? ¿Responde acaso a una necesidad sexual específicamente suya que sus relaciones con el “partenaire” se efectúen de tal modo que acaben embarazadas? La cultura patriarcal no se plantea estas cuestiones porque no admite dudas sobre las leyes “naturales”. Así, simplemente, evita preguntarse si, en este terreno, aquello que es “natural” para el varón, lo es también para la mujer: es algo que da por descontado, defendiendo por todos los medios la sexualidad del

varón patriarcal como sexualidad “natural” para ambos, del varón y de la mujer. Pero nosotras sabemos que cuando una mujer queda preñada y no lo quería, no se debe a que haya logrado expresarse sexualmente, sino a que se ha adaptado al acto y al modelo sexual preferido, seguramente, por el macho patriarcal, incluso a pesar de que esto pudiese significar que quedase embarazada, y tener que recurrir luego a una interrupción de su gravidez. En el mundo patriarcal, o sea en el mundo en el que la mujer queda inmovilizada en una condición subalterna, servir por medio de una mitificación del varón y de la devaluación de sí misma, que sistemáticamente le exige cada instante de la vida privada y social, el varón ha impuesto su placer. El placer que el varón impone a la mujer conduce a la procreación, porque la cultura machista ha establecido en base a la procreación los límites entre sexualidad natural y antinatural, prohibida o accesoria y preliminar. ¿Pero qué sucede cuando el fin procreador es oficialmente negado por toda la sociedad? En un mundo constreñido a la antiprocreación y a la anticoncepción nosotras debemos intervenir resueltamente a sabiendas de que la naturaleza nos ha dotado de un órgano sexual diferente del de la reproducción, y de que en él se encuentra nuestra autonomía frente al varón, en cuanto señor y dispensador de favores a la especie inferior. Tenemos que desarrollar una sexualidad que parta de nuestro centro fisiológico de placer, el clítoris.

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El varón ha dejado a la mujer sola frente a una ley que le impide abortar: sola, denigrada, indigna de la colectividad. Mañana acabará dejándola sola frente a una ley que no le impedirá el aborto: sola, gratificada, digna de la colectividad. Pero la mujer se pregunta: “He quedado embarazada ¿procurando el placer de quién? Estoy abortando ¿a cambio del placer de quién?”. Este interrogante contiene los gérmenes de nuestra liberación: al formularlo las mujeres abandonan la identificación con el varón y encuentran fuerza suficiente para romper con una fatalidad que es coronamiento de su colonización. Ahora, la mujer pasa a reflexionar así: si se ha visto inducida a la gestación debido al modelo sexual impuesto por el otro, por el varón, entonces resulta ser el varón quien ha provocado en el cuerpo de ella la gestación. La gestación, por lo tanto, es fruto de la violencia de la cultura sexual masculina sobre la mujer, que luego es achacada a ella, responsabilizándola por una situación que, precisamente, le ha sido impuesta. Negándole la libertad de abortar, el varón transforma su abuso en culpabilidad de la mujer. Dándole esta libertad la libera de su condena llevándola hacia una nueva solidaridad con la que aplaza indefinidamente el momento en que ella se puede preguntar si aquella situación –el quedar encinta–, se debe a la cultura, es decir al dominio del varón o a la anatomía, o sea, al destino natural.

El varón ha creado las condiciones culturales por las cuales la mujer recurre al aborto como una solución ligada a la propia naturaleza reproductiva. En realidad la mujer, aunque tenga esta posibilidad inherente a los mecanismos biológicos de su especie, goza también de una sexualidad externa a la vagina que puede ser afirmada sin ningún riesgo de embarazo. El varón sabe que su orgasmo en la vagina es acogido por la mujer con mayores o menores implicaciones emotivas y fisiológicas; sabe que aquel es su orgasmo y no el de la mujer, sabe que a consecuencia de ello la mujer puede quedar embarazada contra su voluntad, viéndose así obligada a abortar. Igualmente encontramos que el varón hace el amor como rito de la virilidad, mientras que la mujer queda embarazada, precisamente, en el momento en que se le niega su goce sexual específico, en el momento en que se cumple el acto que la hace sexualmente colonizada. Una vez encinta la mujer descubre la otra cara del poder masculino: la que hace de la gestación un problema de quien tiene útero y no de quien detenta la cultura del pene. Bajo esta luz la legalización del aborto que se le pide al macho tiene un aspecto siniestro, puesto que la legalización del aborto, e incluso el aborto libre, servirán para codificar como expresión del sexo femenino la voluptuosidad de la pasividad, reafirmando lo que el varón intentaba: el mito del acto genital que concluye con el orgasmo del varón en la vagina. La mujer sella

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la cultura sexual falocrática mediante el ejercicio dramatizado de su utilización. Intentar resguardar nuestras vidas pidiendo la legalización del aborto nos lleva, mediante consideraciones pretendidamente filantrópicas y humanitarias, al suicidio: de modo indirecto se vuelve a confirmar la preponderancia de un sexo sobre el otro, aunque este otro parezca hallarse en el camino hacia su liberación. Como portavoces de la multitud de mujeres que han abortado y abortan clandestinamente, consideramos que la ley antiabortiva está perimida de hecho, pero sobre todo consideramos que ha declinado en decadencia aquella cultura del pene, dentro de la cual se presenta como victoria del feminismo la concesión que se les hace a las mujeres de afrontar la maternidad como una decisión libre, cuando en realidad el patriarcado está consolidando y modernizando su acción en el mundo. Así se reafirma el prestigio de una cultura sexual que deja embarazada a las mujeres, negándoles todo derecho a expresarse sexualmente, y poniendo, por el contrario, el énfasis en su capacidad para adaptarse y favorecer el placer del otro, del varón patriarcal. Gracias a la difusión de las prácticas abortivas y anticonceptivas los varones se aseguran de que su placer no será turbado por el posible y alocado aumento de población en el planeta. La liberación del aborto se ha convertido, a lo largo de milenios, en

la condición mediante la cual el patriarcado intenta curar sus contradicciones, manteniendo inalterables los términos de su dominio. ¿Qué significado puede tener a nuestros ojos el orgasmo masculino dentro de una vagina cubierta de espermicidas y gomas anticonceptivas? La verdad es que nuestra colonización nos ciega ante los engaños de una cultura sexual que se halla justificada por su estructura reproductora, y que, incluso cuando niega el fin reproductor, continúa manteniendo sus firmes prohibiciones respecto al clítoris. ¿En qué presupuestos científicos se basa la cultura masculina para permitirse considerar el orgasmo clitoriano como algo inmaduro, empujando a la mujer al logro improbable y fatigoso del placer vaginal? Si jamás existió un proceso de culturalización en las relaciones de sometimiento entre grupos, este es el más evidente, aunque se halle disfrazado como espontánea desinhibición y normalización de la femineidad. ¿Acaso es una aspiración de la muchacha convertirse en mujer adulta opaca y sometida, en apéndice físico y psíquico del varón; de quien es compañera en el mundo patriarcal; acaso tiene que sentirse orgullosa, tan solo, rescatando su pasividad por medio de acuerdos míticos y voluptuosos? Precisamente esta es la meta que la muchacha ha estado rechazando con todo su ser. ¿No es cierto que cuando llega a aquella situación ya ha actuado en ella la fase conclusiva de un condicionamiento y no el

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desarrollo de su propia autonomía? Tiene que saber que la relación psicofísica con el varón, hacia la cual la cultura masculina la arrastra, aunque ella siempre se muestre reacia y turbada, es idéntica a aquella otra en la que encontraron sus más intensos placeres la esclava turca y la favorita del harén hindú. Una zona que solo es moderadamente erógena, la vagina, se ha convertido, en virtud del prestigio masculino, en el sexo de la mujer. Ahora leemos con horror sobre las tribus africanas que practicaban a las jóvenes la ablación del clítoris, ¿pero qué otra cosa han estado practicando Freud y Reich? ¿Y de qué han estado gozando los varones en la mujer, sino de una sexualidad sustitutiva que esta ha ido desarrollando a partir de la mutilación cultural de su propia sexualidad? Nosotras rechazamos una historia que ha durado siglos y que, por un lado, ha oprimido a toda una parte de la humanidad femenina que ponía en duda la unión con el varón, en un estado de real esclavitud, mortificándose en la frigidez, y no consiguiendo identificarse con aquella unión esclavizante. Y, por otro lado, cuando se ha verificado un acuerdo con el macho durante la explicación de su virilidad, ¿qué otra cosa ha expresado la voluptuosidad profunda de la mujer, como no sea a un individuo postrado en adoración completa y pasiva del otro? Se trataba, a todas luces, de un placer ligado a una situación histórica, que hoy ya no existe, porque aquel tipo de erotismo

femenino se sostenía sabiéndose gratificado por un ser superior a ella, cosa que ya no resulta verificable en una condición que excluye aquella mitificación del varón. Cuando la sociedad admite el aborto quiere prolongar y dar artificialmente nueva fuerza a un erotismo femenino que ha paralizado y destruido a la mujer durante 400 años. Nosotras reivindicamos la parte de nuestro cuerpo que nos procura placer sin condenarnos a la procreación, liberándonos de la condición emotiva de quien se considera inferior frente a un ser superior. Es por esto que el placer vaginal ha sido enfatizado por toda la cultura masculina oriental y occidental, y ha encontrado en las teorías freudianas y reichianas el sostén que le permitió mantener su gloria durante otro milenio. Nosotras, feministas, interrumpimos esta conjura del poder machista, salvándonos de la ruina total. Intentemos pensar en una civilización en la que la sexualidad libre no se configure como apoteosis del aborto libre y de los anticonceptivos adoptados por la mujer: veremos que ella se manifestará como desarrollo de una sexualidad no específicamente reproductora, sino polimorfa, y por lo tanto desligada de finalizaciones vaginales. Ya no se tratará de preparar el encuentro entre el sexo de un sujeto hegemónico y su instrumento, sino del encuentro entre dos sujetos humanos, mujer y varón, y su sexo respectivo (con todas las fluctuaciones previsibles

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e imprevisibles de la disposición heterosexual de la humanidad). En vez de sede de la violencia y de la voluptuosidad la vagina se convierte, a discreción, en uno de los lugares para los juegos sexuales. En una civilización tal parece claro que los anticonceptivos serán para quien intente usufructuar una sexualidad de tipo reproductor, y que el aborto no será una solución para la mujer libre, aunque lo sea para la mujer colonizada por el sistema patriarcal. Julio de 1971

La mujer clitórica y la mujer vaginal Carla Lonzi

El sexo femenino es el clítoris, el sexo masculino es el pene. La vagina es la cavidad del cuerpo femenino que recibe el esperma del varón y lo canaliza hacia el útero para que se produzca la fecundación del óvulo. A través de esa cavidad el cuerpo del hijo sale del cuerpo de la madre. El instante en que el pene del varón expulsa el esperma es el momento de su orgasmo. La vagina es, por lo tanto, aquella cavidad del cuerpo femenino en la que, simultáneamente con el orgasmo del varón, se inicia el proceso de fecundación. En el varón, el mecanismo del placer se halla estrechamente ligado al mecanismo reproductor; en la mujer, sin embargo, los mecanismos de placer y de reproducción están comunicados, pero no coinciden. Haber impuesto a la mujer una coincidencia que no pertenece a su fisiología, ha sido un acto de violencia cultural que no hallamos en ningún otro tipo de colonización. “Antes fuimos camaradas, pero ahora les doy órdenes porque soy un varón ven y en mi mano está el cuchillo y las opero.

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La colonización ha llegado al colmo cuando a la mujer –despojada de la posibilidad de expresar su propia y autónoma sexualidad– se le ha prohibido recurrir a soluciones abortivas. Un proceso de gestación no deseado ya es de por sí consecuencia de un acto de opresión –que responde a la satisfacción sexual y psicológica del varón patriarcal–. Negarle a la mujer el derecho a interrumpir este proceso es un acto más del proceso opresivo, que pone de manifiesto la crisis de los valores de la relación amorosa, con los

que la cultura masculina ha encubierto su imposición de un modelo sexual. La mujer, despojada de los medios para descubrir y manifestar su propia sexualidad, adopta el modelo sexual impuesto por el varón, aceptando, como características de su ser femenino, la renuncia y la sumisión. Al experimentar un placer que es mera respuesta al placer del varón, la mujer se pierde a sí misma como ser autónomo, exaltando la complementariedad del macho, y encontrando en él la motivación de su existencia. La cultura sexual patriarcal, por ser rigurosamente reproductora, ha creado para la mujer el modelo del placer vaginal. Anticonceptivos, aborto, esterilización, revelan una incongruencia en el mundo patriarcal: ponen de manifiesto que no podemos identificar procreación y placer. Sin embargo, en lugar de poner en tela de juicio el modelo sexual procreador como modelo “natural”, lo que hacen es ratificarlo movilizando una serie de medidas que transforman el acto de la reproducción en no-reproductor. La sexualidad de tipo reproductor se manifiesta sin ambages: es una cultura cuyos valores y tabúes reflejan un concepto de “naturaleza” elaborado según los fines de la propia civilización que la origina. Con el control de la natalidad, las mujeres, que antes han visto devaluada su sexualidad, ven

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Su clítoris, tan celosamente guardado, se lo arrancaré y tiraré por tierra, porque hoy soy un varón. Mi corazón es de piedra: ¿cómo podría, si no, operarlas? Luego les curarán la herida. y yo sabré muchas cosas: sabré quiénes se cuidan, y quiénes se descuidan”. (Canto de iniciación de las viejas que practican la escisión del clítoris en África). “No hablen de tal modo, hermanas, que mi corazón tiembla. Mi terror es grande. ¡Ojalá me convirtiese en pájaro! ¡Cuán presto huiría volando!” (Canto ritual de las jóvenes Manja durante la ablación del clítoris).

devaluada también la maternidad, puesto que el mundo ve su cataclismo más próximo en la superpoblación. Es así como los roles de esposa y madre, en los que la mujer debería realizarse en el mundo patriarcal, corren el peligro de convertirse en una estructura alienada: la libertad sexual en el matrimonio y la maternidad libremente decidida tienden a restituir dignidad social a estos roles, pero no son sino meras reformas. Mientras que el mundo patriarcal y su cultura no se arriesgan a concebir ningún cambio en la cultura sexual que sirva para encontrar remedio al problema demográfico y liberar el plano del placer de la condena reproductora, la mujer descubre en la relación erótica la circunstancia que la habilita a dar el salto de civilización que correspondería a su ingreso como sujeto. Así, un órgano de placer independiente de su reproducción, el clítoris, pierde el rol secundario y transitorio que detentaba dentro de la sexualidad femenina que le había sido decretado por el patriarca y deviene en el órgano sobre cuya base la “naturaleza” autoriza y solicita un tipo de sexualidad no reproductora. La función del placer ligado a la reproducción se distingue de la función del placer desligado de ella: la primera es garantizar la perpetuación de la especie; la segunda, expresar una necesidad biológica fundamental en el individuo. La complementariedad es un concepto que

atañe a la mujer y al varón en el momento reproductor, pero no en el erótico­sexual. La mujer se pregunta: ¿Sobre qué base se ha postulado que el placer clitórico expresa una personalidad femenina infantil e inmadura? ¿Acaso porque no responde al modelo sexual reproductor? Ahora bien, ¿no es el modelo reproductor aquel en el que ha cristalizado la relación heterosexual –incluso cuando el fin procreador es evitado cuidadosamente– según la neta preferencia del pene hegemónico? El placer clitórico debe su descrédito, por lo tanto, a que no es funcional para el modelo de genitalidad masculina. El comportamiento erótico del varón hacia la mujer consiste, por un lado, en excitarla, y por otro, en hacerla sometida y dependiente. Esta correlación le abre a la mujer la posibilidad de un coito psíquicamente aceptable. No es necesario que la mujer se valore a través de la atención que el varón le prodiga en los ritos de galanteo. Si, de hecho, no estuviera tan inferiorizada y cosificada, la adulación masculina ya no serviría como compensación y rescate. Para gozar plenamente del orgasmo clitórico la mujer debe alcanzar una autonomía psíquica respecto del varón. Esta autonomía psíquica es tan inconcebible para la cultura masculina que es interpretada como rechazo del varón, como presupuesto de una inclinación hacia las mujeres. Por eso el mundo patriarcal le reserva, además, el ostracismo con el que se condena todo

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1 Aun reconociendo que el fenómeno orgásmico es único para cada mujer y según los estímulos con los que se verifique, nosotras llamamos aquí mujer vaginal a la que obtiene el orgasmo durante el coito y mujer clitórica a la que lo obtiene durante las caricias sobre el clítoris. Y llamamos orgasmo vaginal al obtenido durante el coito y orgasmo clitórico al obtenido durante las caricias sobre el clítoris.

condición y a la cultura sexual masculina, se encuentran todas aquellas mujeres cuya situación sexual refleja escasas posibilidades de identificarse con el fenómeno, dentro de una infinidad de circunstancias subjetivas y objetivas que llegan, incluso, a la negación absoluta de cualquier forma de sexualidad. La mujer advierte inconscientemente el acto de sumisión que le es requerido para hacerla acceder al placer heterosexual. El ideal monogámico que le es impuesto encuentra un punto de unión con su autenticidad: en efecto, le permite ennoblecer en una relación “única” su dedicación al otro, dedicación que de ser extendida a más varones perdería su valor ético de elección “particular” y “particularmente” motivada, para revelarse como un condicionamiento generalizado de las mujeres en favor del varón. La mujer monógama de la que habla Engels como portadora del valor de pareja es la mujer colonizada por el sistema patriarcal. Los celos masculinos se aplacan difícilmente, aun cuando la mujer afirme haber tenido una mera relación sexual, sin otras implicancias. Porque el varón sabe que, para la mujer, dentro de la cultura sexual vigente, no existe una relación desprovista de implicancias: el varón toma, la mujer se entrega. Todos los reclamos para activar la emancipación de la conducta femenina (como por ejemplo: “tomar la iniciativa”) encuentran una

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aquello que se sospecha como apertura a la homosexualidad. No nos pronunciamos sobre la heterosexualidad: no estamos tan ciegas como para no ver que es un pilar del patriarcado, ni somos tan ideológicas como para rechazarla a priori. Cada una de nosotras puede estudiar y ver cuánto le agrada o desagrada el patriarca y cuánto le agrada o desagrada el varón. Desde el punto de vista patriarcal se considera mujer vaginal1 a aquella que manifiesta una sexualidad correcta, mientras que la clitórica representa a la inmadura y masculinizada y, para el psicoanálisis freudiano, además, la frígida. Por el contrario, el feminismo afirma que la verdadera valoración de estas respuestas a la relación con el sexo opresor es la siguiente: la mujer vaginal es aquella que, en cautiverio, ha sido llevada a una actitud consentidora para goce del patriarca; mientras que la mujer clitórica es la que no ha condescendido a las sugestiones emotivas de integración con el otro, que son las que han hecho presa en la mujer pasiva y se ha expresado en una sexualidad no coincidente con el coito. Entre estas dos respuestas a la

comprensible resistencia en la mujer. En efecto, ¿qué puede significar para una mujer solicitar de un varón una relación sexual, si luego lo que se produzca entre ambos va a ser la relación sexual dominada por el varón? La mujer clitórica representa todo lo auténtico e inauténtico del mundo femenino que ha logrado separarse del visceralismo con el varón. Auténticamente, por cuanto esta se ha reivindicado a sí misma; enajenándose la otra porque ha simulado en el terreno del placer, ha codiciado el nivel del varón en el terreno cultural y social. Exigir del varón la libertad de aborto para resolver el problema de la gestación no deseada es algo tan absurdo como exigirle un pene robusto, capaz de mantenerse erecto y en distintas posiciones, hasta conseguir llevar a la mujer al orgasmo. El orgasmo vaginal, como problema científico, equivale ya a la disputa en torno al sexo de los ángeles. Existen mujeres para las cuales el condicionamiento cultural para gozar durante el coito es eficaz, y para otras –la mayoría– no lo es. En este último caso, la mujer, o bien encuentra en sí misma una condición autónoma, independiente del varón, y reivindica su propio orgasmo en el clítoris o bien titubea en reconocerse en el propio sexo, deteniéndose en estadios intermedios, dolorosos, caóticos. Para nosotras es importante afirmar el propio sexo y no tan solo satisfacerlo. ¿Qué significado

liberador puede tener la solución ofrecida por la mujer emancipada? En presunta paridad con el varón que pone en práctica diversas técnicas para variar el placer sexual, la mujer logra la satisfacción de su orgasmo clitórico, pero sin embargo, le falta conciencia de estar expresando una sexualidad propia. Por esta razón permanecerá igualmente sometida al varón y al modelo sexual masculino: redoblará sus esfuerzos para hacer que el pene olvide su traición y el varón la no idoneidad por la que ella se siente humillada. La mujer clitórica que se convierte en aspirante a vaginal neutraliza su creatividad y replantea, en el plano cultural, la dependencia del mundo masculino que su autonomía sexual había puesto en duda en el plano erótico. La mujer vaginal –la que ha reaccionado voluptuosamente en la opresión– es la mujer doblemente engañada; ha puesto a disposición del varón, y de su misión particular, toda la creatividad de la que es portador un ser humano, sin encontrar jamás la fuerza de querer para sí la gama entera de la experiencia creadora, que es, ante todo, concentración sobre uno mismo. De hecho la mujer vaginal experimenta angustia y culpabilidad ante cualquier tipo de placer autónomo, asociándose al varón en desprecio por el orgasmo clitórico, ya que teme descubrirse como ser humano, independiente del destino de la pareja, es decir, de la unión gratificante con el ser superior.

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La mujer que en la pareja se declara carente de recursos y de confianza en sí misma, mientras lleva una vida de perros para potenciar los recursos y la confianza en sí mismo del marido, debe comprender que ha sido acostumbrada a realizar la transferencia que todo varón exige de la mujer. Que intente eliminar la transferencia y verá como de nuevo todas las energías confluyen sobre ella. Para nosotras la afirmación del propio sexo no significa el empobrecimiento del encuentro entre varón y mujer, porque no perdemos de vista la problemática de la relación humana con todos sus imprevistos, y deseamos, incluso, revalorizarla. En esta época en que el mundo de los sentimientos se va arrastrando hasta desembocar en uniones míticas, en relaciones monógamas de chantaje y oportunismo, la así llamada relación humana está muy publicitada, pero solo en tanto aparece escindida del erotismo y se ha convertido en un proceso que se extingue en la formalidad, sin ninguna toma vivificante. La mujer vaginal se muestra reacia a indagar sobre el sexo porque, como lo ha imbuido de sentimiento, tiene miedo de privarlo de la trascendencia con la que lo ha rodeado. El varón, naturalmente, se mantiene alerta y se asegura de que su objeto, la mujer, no pierda el valor de una ignorancia que lo hace preciado e inofensivo. El varón confía en el sentimiento de la mujer para que goce y no en el conocimiento que ella tenga de su sexualidad.

Sugerimos meditar: cuán tedioso resulta un coito prolongado. La multiplicidad de variaciones amatorias no resultan ser sino fanatismos masculinos y groserías, sobre todo cuando no garantizan un orgasmo en la mujer. ¿Cómo puede ser que la mujer vaginal dude en tomar conciencia de una problemática tan vasta como la de la mujer en la sexualidad? ¿Cómo justifica que la humanidad femenina sea en su mayoría desperdigada y sufriente en su sexualidad? Es dolorosísimo identificarse con la condición de millones de mujeres a las que les falta un punto fijo de referencia en el placer; pero no se lo puede liquidar más con razones patriarcales, acusándolas de estar equivocadas, o que apenas han iniciado la lenta transición de la represión a la normalidad. Millones de mujeres que desde hace tanto tiempo expresan un malestar profundo y universal por el sexo son una constante en la historia de la humanidad femenina que denuncia y reafirma la necesidad de una transformación del mundo. La categoría de la represión, adoptada por la cultura masculina para explicar las disfunciones que surgen en la relación entre ambos sexos, es una nueva pantalla para ocultar el drama de la opresión de la mujer. El estudio de la sexualidad infantil ha mostrado que era una ilusión patriarcal pensar que fuera posible racionalizar la opresión de la mujer como consecuencia de una infancia no reprimida. El

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hecho de que una infancia reprimida dé resultados “anormales” en el plano sexual, omite considerar los resultados todavía más “anormales” de la infancia no reprimida; para los fines de una civilización en la cual la mujer debe estar sometida. En efecto, si la niña mantenida aislada del varón, en la prohibición del autoerotismo y de los juegos sexuales, en la mortificación de su personalidad creativa, podía crecer suficientemente mitómana como para someterse al macho y obtener sensaciones gratificadoras con él, así también la niña que empieza a ser educada fuera de tales tabúes no puede por menos que atravesar una serie de conflictos y de respuestas negativas cuando la cultura pretende que el resultado de su liberación infantil sea una adhesión espontánea al sometimiento y al rol impuesto. “Lleguen o no al orgasmo, muchas mujeres encuentran satisfacción al constatar que el marido o compañero sexual ha gozado en el contacto, y que han hecho posible el placer del macho. Tenemos biografías de personas que llevan muchos años de matrimonio sin que las mujeres hayan logrado jamás un orgasmo; y sin embargo los matrimonios han continuado en pie, en consideración al alto nivel de armonía familiar”. (Alfred C. Kinsey). Para la mujer, el feminismo ocupa el lugar que el psicoanálisis para el varón. En este último, el varón halla los motivos que hacen científica e inatacable su supremacía, como un orden que res-

ponde definitivamente a la libertad de todos; en el feminismo, la mujer halla la conciencia colectiva femenina que elabora los temas de su liberación. La categoría de represión en el psicoanálisis es equivalente a la de amo-esclavo en el marxismo: ambas tienen como mira una utopía patriarcal en la que la mujer, de hecho, se halla programada como el último ser humano reprimido y sometido, para sostener el esfuerzo grandioso del mundo masculino, que rompe por sí mismo las cadenas de la represión y de la esclavitud. Sin la abolición del esquema sexual masculino y sin una toma de conciencia de la mujer vaginal, el feminismo no existe. Y el patriarcado, como época histórica, todavía está muy lejos de terminar. Lo cual significa que el matrimonio persistirá como modelo de relación puesto que es cuestionado solo en cuanto institución, pero no en tanto relaciones sexuales y estructura de la pareja. El pene erecto es una señal de poder, de rango y de amenaza dentro del mundo animal, que expresa el comportamiento agresivo del macho; a la hembra le quedan las alternativas de la sumisión o la fuga. “El órgano copulativo masculino es una estructura subsidiaria que se ha desarrollado en un tiempo sucesivo y solo en aquellos animales cuyo comportamiento durante el acto sexual era tal que se adaptaba a su presencia. Las relaciones de jerarquía y de fuerza existentes entre los sexos han tenido un papel de primerísima importancia en la determinación de

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la posición asumida por macho y hembra durante el acoplamiento. El perseguidor más fuerte y autoritario afirmaba su propia supremacía montando sobre la espalda de su compañero. En lo tocante a los mamíferos, incluido el hombre, no es verdad que la cópula se produzca así porque poseen un pene; todo lo contrario: tienen pene porque el comportamiento sexual de sus antepasados –que carecían de él– preparó el camino para su desarrollo”. (W. Wickler) El padre es malo, el pene es malo: esta es una realidad del mundo patriarcal. ¿Por qué la niña debe ser tan ciega para considerarlos buenos y mantener con ellos una relación de confianza? ¿Acaso no será traicionada justamente por esa misma confianza, cuando quiera abrir los ojos, sea siempre demasiado tarde? Afortunadamente para nosotras muchas mujeres han visto de niñas desmoronarse su confianza en el patriarca, trocándola por un desdén apocalíptico o un atónito estupor. Son ellas quienes hoy sacan a luz, paso a paso, los contenidos inconscientes de una operación cuyo grado de riesgo está aún en pleno florecimiento. Cuando proponemos colocar nuestra fuerza en la mujer clitórica, no queremos hacer una discriminación de valor entre las mujeres, sino indicar la reacción característica que conllevan las premisas de la autoconciencia. De hecho, la mujer que en todo el entramado de situaciones casuales y voluntarias de su vida ha saboreado

los momentos embriagadores de su constitución como individuo, encuentra en el feminismo su salida natural. El feminismo cobra realidad gracias a su experiencia precedente; existe como afirmación de una verdad que sale a la luz, y no tan solo como lamento. Por más fatigosas que puedan ser las pruebas por las que está constreñida a pasar la mujer no identificada con su rol, la toma de conciencia feminista no la sorprende desprovista de energías. Dándose cuenta del porqué de cada auténtico gesto suyo, advierte también por qué no es comprendida, y por qué no se siente completamente frustrada y mantiene su coraje. En cambio la mujer vaginal puede vivir el feminismo como un hecho traumático, en parte por no hallarse acostumbrada a un pensar independiente, y en parte porque, gracias a este pensar independiente, toma conciencia de los engaños en los que la ha sumido su disposición habitual de confianza y unión con el varón. Para esta mujer, el feminismo es una encrucijada en su vida, no una continuación, y por eso la autonomía frente al varón puede revestir el doloroso aspecto del más completo desengaño; pero la rabia ante la servidumbre en la que ha vivido es una forma de recuperación, tan indispensable para el feminismo como la rebelión de las mujeres que siempre la han combatido. Para la anatomía y la fisiología no es ningún misterio que la parte del cuerpo femenino más rica en terminaciones nerviosas sea el clítoris, mientras

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que la vagina solo reacciona en el vestíbulo o tercio externo, y el resto es una verdadera “imposibilidad anatómica’’(Kinsey), como sede del orgasmo. Por otro lado, desde el principio de los tiempos, todas las culturas eróticas han fantaseado sobre la necesidad de técnicas particulares, de sabiduría amatoria por parte del varón para provocar el goce en la mujer durante el coito y para hacerla llegar a los estadios liberadores de la tensión sexual. Durante el coito, efectivamente, se produce un masaje rítmico indirecto sobre el clítoris –causado por el estiramiento de las membranas genitales y a menudo también debido al contacto con el cuerpo del varón– el cual, unido y multiplicado por la excitación psíquica transmitida al clítoris y transformada por este, determina la reacción orgásmica; a partir del clítoris se irradia a todo el aparato sexual de la mujer. La nefasta analogía fálica con la que Freud ha interpretado el clítoris, ha impedido identificar el órgano de placer de la mujer con el órgano de placer que la niña había encontrado espontáneamente en el autoerotismo. Sin embargo, esta solo es la circunstancia de un error fatal para generaciones de “mujeres y el pretexto que necesitaba el mundo patriarcal para mantener a la mujer en el viejo estado de dependencia, justamente en los albores de su liberación. El hecho de que el varón haya querido, contra toda evidencia fisiológica, que seamos vaginales, debiera hacernos dudar: porque el varón ha querido siempre a la mujer no en la libertad sino en

la esclavitud. La mujer no se ha podido expresar en ningún sector de la vida, y mucho menos en la reflexión sobre su sexualidad: no ha escrito su Kamasutra, ni ha indagado sobre su sexo como no fuese a remolque de presupuestos ya establecidos por otros. ¿Es posible que no le haya resultado sospechoso el ensañamiento con que el varón se ha preocupado por mostrarle cuál era la verdadera vía de la femineidad? Las afirmaciones de que el estímulo de la fantasía erótica en la mujer está casi ausente, deben tener en cuenta el hecho de que esta, al no expresar su propia sexualidad, resulta erotizada por los contenidos psíquicos del estado de receptividad. Espera las sugerencias y estímulos del varón, y se adapta a ellos. Esto no es represión: es el trámite del placer en la mujer obligada a la sustitución sexual. El momento de la unión, cuando el complementario saborea el fin de su incompletitud haciéndose penetrar profundamente por el macho que goza, se ha convertido en el motor psíquico que ha movilizado la voluptuosidad de la mujer. Hay que preguntarse: ¿pero por qué es pasiva la vagina? ¿No se la puede considerar como algo que toma, que actúa, en vez de algo que acoge, se somete y amolda? Pero esta es una interpretación varonil, para sugerir a la mujer emociones activas o más bien para variar su propio placer de posesión por el de imaginarse absorbido y poseído por la mujer.

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En la cultura sexual patriarcal no es el varón quien busca a la mujer, sino el pene a la vagina. Lo que la mujer vive como valor de la unión el varón lo vive como episodio del sexo, para después pasar a otra cosa. “Cada vez que disfrute del Purushayita, la mujer deberá recordar que de faltar un esfuerzo especial de su parte, el placer del marido no será perfecto, y que por esa razón deberá esforzarse para lograr cerrar y apretar el yoni (vagina), para hacer que se moldee estrechamente sobre el lingam (pene), dilatándolo y comprimiéndolo a voluntad, de modo similar, en una palabra, a la mano de la lechera Gopala cuando ordeña la vaca. Esto puede aprenderse solamente con una larga práctica y, especialmente, dirigiendo la voluntad hacia el órgano mismo como hacen los hombres que se ejercitan para aguzar el sentido del oído o del tacto. Haciéndolo así... la confortará saber que este arte, una vez aprendido, no se olvida jamás. Entonces el marido la apreciará por encima de cualquier otra mujer y no la cambiará por la más bella rani (reina) del mundo” (Del Kamasutra, “Arte Indio de Amar”, de K. Malla). ¡Tan preciado es para el hombre el yoni que lo encierra! A pesar de la literatura galante y amorosa que acompaña a la relación heterosexual en la cultura, el varón no se vuelve impotente ni siquiera sabiendo que la mujer no goza. El pene se manifiesta así en toda su verdad de órgano autoritario que

valoriza el lugar donde logra su placer por cuanto le sirve y no por la reciprocidad. La mujer, durante el coito, tiene la fantasía de ser violada: esto se interpreta como fruto de la represión operada por la cultura y que la ha obligado a aceptar el placer masoquista y contrario a su voluntad. En cambio, nosotras opinamos que hay algo de verdad en aquello que asoma en el inconsciente de la mujer, y que si se complace en ello es porque no encuentra otra salida que la del sometimiento que conduce al placer vaginal. El varón fantasea estar abusando de una mujer durante el coito: esto es interpretado como fruto de la represión operada por la cultura y que le ha obligado a erotizarse en un rapto irresponsable de violencia. También en este fenómeno vemos una verdad distinta, latente en el inconsciente masculino: la mujer es verdaderamente utilizada en el acto sexual, y el hecho de que se rehúse, pero finalmente sea “presa”, sirve para devolver al varón una imagen agigantada de su virilidad, por lo tanto de su poder. ¿Cómo es posible que el varón, que se enorgullece tanto de su disponibilidad sexual; encuentre su mejor condición de equilibrio al reflejarse en una mujer a la que le falta esa disponibilidad y que cada vez se hace cómplice de él? ¿Y cómo es que necesita mostrarse fastidiado ante el apego de la mujer y, sin embargo, se siente perdido apenas sospecha hallarse frente a una partenaire que ha abierto los ojos sobre su

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condición y se niega a colmar este objeto de exquisiteces emotivas –temblor, abnegación, admiración– que completan el placer consumado por el otro? El varón se siente reasegurado en este sentido porque el sexo que desempeña con tanta desenvoltura no se vuelve contra él transformándolo a su vez en objeto. La mujer que en la pareja monógama pasa, a través de un esfuerzo consciente y voluntario, del estadio clitórico al vaginal, observa que para ella se ha tratado de liberarse psicológicamente en su enfrentamiento con el varón, para gustar de placeres más absolutos y de un acuerdo total. Es evidente que aceptar el rol de esposa y madre, en los cuales se realiza prodigándose a los otros, y, al mismo tiempo, reclamar una sexualidad propia para sus relaciones, constituye una situación esquizofrénica insostenible. La mujer se siente profundamente culpable al comportarse como copia basta de la mujer vaginal, es decir como una mujer vaginal infeliz, esclava y continuamente disociada de sus impulsos en pro de su autonomía y de la desmitificación del varón. Una forma de no sentirse culpable es la de afianzar también en el sexo su adecuación a la dependencia, renunciando a su verdadero y propio orgasmo clitórico, que es prometedor y comprometido como cualquier vía hacia la autonomía. Y, efectivamente, el orgasmo clitórico ha decaído en su experiencia porque ya no queda ninguna porción de su cerebro dispuesta a apoyarlo. La otra solución es la

que proviene de la toma de conciencia feminista, y refuerza el derecho a existir con independencia de los modelos, de modo que la unidad psíquica pueda reconstruirse sobre la base de la autoafirmación y no sobre la voluptuosidad de perderse. Este camino no ofrece la garantía de ninguna norma establecida y no puede lograr la gratificación derivada de la aprobación del varón patriarcal: desemboca en lo imprevisto a partir de aquellas dotes de imaginación que la mujer asume confiadamente sobre sí. La sociedad patriarcal reproduce los privilegios que las comunidades de mamíferos han decretado a la agresividad del macho: es verdad que el harem es una necesidad del caballo y de muchos otros animales, pero la necesidad de la yegua no es la de ser dominada en masa por el semental. Hasta tal punto es verdad que para reunirlas y poseerlas este último emplea la violencia ante su desesperada rebelión, que solo cuando están sangrando por las mordeduras, después de largos combates aceptan su papel. Por masturbación, la cultura sexual masculina entiende no solo el autoerotismo, sino toda forma de estimulación de los órganos sexuales que no sea el coito. Esta es una interpretación que expresa únicamente la supremacía de la actividad viril de penetración y de las sensaciones de la parte activa con sede privilegiada en la vagina; aunque se use el término “coito” para la penetración en otros sitios, como el coito bucal o anal. Es por

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esto que para dicha cultura la sexualidad femenina solo puede lograrse mediante actos de masturbación aunque sean realizados por el partenaire. Es evidente el carácter convencional de estas distinciones puesto que el orgasmo siempre se logra, invariablemente, mediante el frotamiento rítmico de los órganos sexuales. Sin embargo es interesante señalar que el coito del homosexual en la vagina femenina, al no estar coordinado a priori con la relación, es considerado una masturbación per vaginam. Parece evidente que, unido a la idea de masturbación, existe un sentido de placer experimentado en soledad y por separado: ¿cómo es posible utilizar el mismo término para designar los placeres procurados recíprocamente en las estimulaciones de la sesión amorosa? Para nosotras, la diferencia entre masturbación y no masturbación está en reconocer la presencia del otro y en el intercambio erótico, y no en la ejecución de un modelo de coito hasta habituarse el uno al otro o ignorarse recíprocamente, o percibirse en el reflejo condicionado. Esta es una imposición del acto privilegiado del patriarca que custodia la virilidad y los valores ideológicos de la penetración reproductora heterosexual. La preparación de los seres humanos de ambos sexos es muy disímil tanto en la infancia como en la pubertad: mientras en unos se estimula el ejercicio del acto en sí en las otras se alimenta un intenso recogimiento para superar el acto en sí a través de una catarsis del sentimien-

to, anulando aquel en este. Nos encontramos ante dos condicionamientos sobre una misma cosa; esta antes se hallaba dirigida al fin del matrimonio o de la pareja monógama, con la mujer en situación oprimida, pero hoy en día, cuando los jóvenes buscan un encuentro, estas dos grandes diversidades hacen fracasar aquella finalidad, sin darle ninguna salida de escape, y tiñéndola de vicisitudes dramáticas que ningún arreglo posterior puede remediar. El psicoanálisis se equivoca al afirmar que la madurez del ser humano femenino estriba en la disposición a darse, abandonándose al otro. Muy al contrario, esta disposición es la que, contrapuesta al camino descubierto por la niña en su autoerotismo, la aleja del verdadero erotismo y la relega a la dimensión del sentimiento. Empujada a este engaño por el varón se dedica a sofocar sus puras sensaciones carnales, autónomas y autosuficientes, para alcanzar altísimos puntos de placer. Desconfiamos del optimismo de algunas mujeres emancipadas que proponen, como ejemplo a seguir, su acuerdo deportivo y sin dramas con el varón. No solo negamos que en la actualidad pueda existir alguna mujer que tenga relaciones satisfactorias en algún campo del mundo masculino, sino que observamos que, comportándose según el “noblesse oblige” de mujer al corriente de todos los privilegios y desenvolturas masculinas, esta ofrece al varón “comprensión” a cambio de

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una servidumbre de otro tipo, pero similar a la de la esposa tradicional. Siempre ha sido así durante los períodos históricos más afortunados y para las categorías sociales de éxito y representatividad. La mujer así emancipada da al varón la comodidad de regular su emotividad de acuerdo a la de él, subordinando su exigencia a la de él, acomodando su versión de los hechos a la versión de él, y matando así su autenticidad con la ilusión de no hallarse vencida. Autonomía para la mujer no significa aislamiento respecto del varón, como temen las mujeres vaginales acostumbradas a encontrar la plenitud en la pareja. Autonomía significa disponer para sí de aquella potencia que durante milenios ha cedido a su amo. La mujer que ha pasado, más o menos penosamente, de la experiencia clitórica a la vaginal, es la mujer que rechaza, generalmente, su autonomía respecto al varón. Parece que tiene a su alcance la solución del problema porque en el plano del placer posee un término de parangón con el varón, entre una máxima y mínima complicidad psíquica, y por lo tanto física. La complicidad mínima es vivida como separación y concuerda, en sustancia, con las interpretaciones freudianas que consideran madura a la mujer capaz de abandonarse al otro sin reservas. Esta máxima o mínima complicidad con el varón es sinónimo de una mayor o menor realización de ella misma con el varón, y por lo tanto

de mayor o menor placer. El peso de estas mujeres, que constituyen la verdadera defensa de la cultura sexual patriarcal y la pieza de apoyo para que sea impuesta a la gran mayoría de mujeres bajo el pretendido amparo de una superioridad de sensaciones objetivas y experimentales es, aunque ellas no lo sepan, muy grande. La ingenuidad de ofrecer como testimonio la voluptuosidad de brindar un orgasmo simultáneo al del varón, y en el momento por él elegido, se debe a que han estado predispuestas a pensar que el erotismo máximo es el logro de esta condición. La mujer vaginal tiende a quedar alejada del erotismo verdadero, que no es fusión con el otro, o pérdida de conciencia ligada a emociones psíquicas que a su vez se hallan supeditadas al sueño adolescente del enamoramiento, sino juego y exaltación en los que las posibilidades de autoexaltación dimanan directamente de las respuestas mutuas del cuerpo de ella y de él. El erotismo puro, al provenir de un estado de conciencia, libera en el ser humano la capacidad de convertirse en individuo, mientras que para la mujer abandonada a las sensaciones y al éxtasis de la simultaneidad, desaparece el polo carnal que, junto al ético, le hubiera dado el sentido de totalidad que lleva al resorte creador. Para la mujer el placer vaginal no es más profundo, más completo es, simplemente el placer oficial de la cultura sexual patriarcal. Cuando la mujer lo alcanza se siente realizada en el único

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modelo gratificante a su alcance: aquel que satisface las expectativas del varón. “Como es comprensible, la máxima intensidad fisiológica de la respuesta orgásmica de la mujer, sentida subjetiva u objetivamente, fue registrada por el muestrario experimental mediante técnicas de automanipulación o bien con medios mecánicos regulados por el mismo sujeto. Inmediatamente después figuran los niveles de intensidad erótica logrados por la manipulación efectuada por el partenaire. El nivel mínimo de intensidad en la respuesta de los órganos interesados se registraba durante el coito’’ (William H. Masters y Virginia E. Johnson). El varón no sabe ya más quién es la mujer en cuanto esta sale de su colonización y de los roles con los que se le preparaba una experiencia ya hecha y repetida durante milenios: la madre, la virgen, la esposa, la amante, la hija, la hermana, la cuñada, la amiga, la prostituta. La mujer era un producto confeccionado de manera tal que él no tuviese nada que descubrir en ese ser humano. Cada rol le ofrecía al varón sus garantías; salirse de esas garantías era caer fuera de la consideración del varón, era el fin. Hoy toda mujer “diferente’’ sabe que, en el fondo, todos los varones están decretando su eliminación puesto que, al no conseguir catalogarla, se sienten irritados e impotentes ante el hecho de que la comprensión entre ambos sexos ya no sea tan clara como antes. El varón, ayudado por el psicoanálisis, que

refleja la hostilidad masculina para admitir la mujer como problema, rotula a toda mujer que no puede encasillar en sus esquemas poniendo en duda su salud psicosexual. “Entre los centenares de pacientes observados por mí y tratados en el transcurso de algunos años –afirma Wilhelm Reich refiriéndose a experiencias en tomo al período 1920-1925– no había una sola mujer que no sufriera completa ausencia de orgasmo vaginal. Entre los varones el 60 ó 70 % presentaba graves perturbaciones genitales”. Los otros, ese 30 ó 40 % que no presentaba evidentes molestias como impotencia o eyaculación precoz, al describir sus sensaciones y su comportamiento durante el acto sexual, convencieron a Reich de que ellos también sufrían graves perturbaciones en la genitalidad. Reich insiste aún más en la convicción de que es imposible encontrar pacientes de sexo femenino genitalmente sanas. “La mujer era considerada genitalmente sana cuando lograba obtener un orgasmo clitórico. El distingo entre excitación clitórica y vaginal era desconocido. En fin, nadie tenía la menor idea de la función natural del orgasmo”. Al dar por supuesto un coito normal con abandono, ternura y deseos recíprocos como meta confluente de dos personalidades neuróticas: la del varón –sustancialmente violador, sádico, exhibicionista aun cuando esté capacitado para llevar a término regularmente el acto sexual– y de la mujer –incapaz de orgasmo vaginal y cuyas

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actitudes hacia el compañero reflejan angustia, frigidez, masculinidad–, Reich refuerza la ideología freudiana del orgasmo vaginal. Ahora bien, nosotras no vemos cómo puede sostenerse que la mujer capaz de lograr el orgasmo clitórico y no el vaginal es una mujer incapaz de potencia orgásmica y en qué modo es comparable, por ejemplo, al varón que se declara privado de sensaciones placenteras durante la eyaculación. Quizá serían similares si la mujer no obtuviera de su orgasmo clitórico ninguna cumbre sensorial o descarga de la tensión sexual. Pero esto se verifica solamente cuando a la mujer se la pone al corriente de la valoración negativa y transitoria que la cultura sexual masculina atribuye al orgasmo clitórico, a través de la reacción del partenaire y de la prueba que atestigua su femineidad en el pasaje a un orgasmo vaginal considerado superior y definitivo. Esa experiencia óptima del orgasmo simultáneo en el coito, la única sana, en la cual ambos participantes se entregan recíprocamente sin reservas, una vez vencidas las corazas sexofóbicas derivadas de la represión, es una hipótesis absoluta que prolonga el modelo sexual responsable de la angustia femenina. La unión en una realidad en donde los sexos son enemigos, no por un trágico malentendido creado por la represión, sino por una gestión milenaria del mundo a través del poder masculino, es el acto errado al que, desde siempre, ha sido empujada la mujer. Hoy en

día la mujer quiere el orgasmo no por razones de pareja, sino por su salud fisiológica y mental, porque encuentra espantoso que durante milenios su partenaire la haya embarcado en la excitación: dejando al azar, o a una disposición suya hacia él, la posibilidad de retorno. Pero aún es más espantosa la alternativa de rehusarse a la excitación, ya que no está en poder de la mujer garantizarse la salida. Lo que permite a la mujer reaccionar en el sexo y participar activamente en la excitación es, en cambio, la seguridad del orgasmo, del conocimiento y de la conducta exacta para obtenerlo. La pasividad de la mujer es el remedio de quien no colabora en un proceso cuyo desenlace no controla; y este es el estado de frustración que la convierte en instrumento del otro. A la mujer le queda el ámbito del placer experimentado al filo de la angustia. También la de Reich es una cosmovisión típicamente masculina; a partir de datos relativos a la crueldad y al sufrimiento en el sexo, ciertamente aterradores, viene a dar en el espejismo de soluciones totales en las que el patriarcado quede a salvo. De hecho, datos empíricos de este tipo debieran convencer a la humanidad masculina de abandonar la dictadura del género humano, todos los salvadores del mundo son patriarcas, pero el mundo no se salva por ese camino. Al menos está claro que dentro del patriarcado no se salva.

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El patriarcado confiere cierto brillo de prestigio cultural a todos aquellos que pertenecen al sexo masculino y que, aun desde una situación de mediocridad individual, usufructúan un excedente que fascina a la mujer en cualquier relación con el varón, ya sea de amor, ya de trabajo. Esta impostura ha puesto la mujer a merced del varón, estabilizando una condición de desequilibrio que ninguna puede superar por sí misma en el curso de su vida. El feminismo la disuade de tomar en serio la manía del varón que se siente obligado a dejar una marca imborrable de sí mismo, aun cuando esta marca no justifique ni el esfuerzo –lo que es más grave– el mito que la mujer tiene de la acción cultural del otro, cuya absoluta superfluidad no consigue entrever. En Reich falta la conciencia de la crisis real entre sexo colonizador y sexo colonizado: si se ocupa de la mujer lo hace solo porque no puede descuidar a la complementaria del varón. Pero en verdad es este último, el trágico protagonista de los años del fascismo, del nazismo, del stalinismo, del macartismo, quien obsesiona a Reich con un sentido de total perversión de los instintos. Su profecía de un baño regenerador en la energía originaria del cosmos está dirigida a él. Pero la humanidad femenina debe exorcizar el poder que

el macho ha ejercido en el curso de toda la evolución de la especie, para rescatarla de la condena a la que un desequilibrio de fuerzas y de funciones la ha destinado. La mujer se pregunta si es cierto que las hembras de los animales inferiores y superiores, incluso en los primates de los que presuntamente descendemos, están privadas de la descarga vital del orgasmo, y mira con escepticismo a la naturaleza que los varones presentan como testimonio. ¿Testimonio de qué? Llegar al orgasmo durante el coito ha sido, sin duda, para la mujer, producto de la inteligencia, la inteligencia del ser sojuzgado que establece con el ser superior esa ligazón psíquica que escapa al animal hembra. Pero la inteligencia que ha permitido a la mujer ajustarse emotivamente al placer del sexo hegemónico es la que desde el principio de los tiempos la ha tenido sometida a la voluntad del otro. La única inteligencia de la mujer que el feminismo reconoce es la que la saca del cautiverio del macho, manifiesta en el rechazo de las teorías que señalan la excitación y el orgasmo obtenidos durante el coito como expresión de la sexualidad femenina. Sabedora consciente de un orgasmo logrado por sugestión en la unión física de los cuerpos de los cuales uno, el que pertenece a la raza superior, está en condiciones de gozar automáticamente, la mujer reclama una sexualidad propia cuya resolución orgásmica no esté ligada a ninguna condición mental de esclavitud.

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“La mujer es una copa de plata en la que el hombre deposita su fruto de oro”. Goethe

La mujer comienza a pensar en primera persona, y no escucha otros reclamos que no sean los de su liberación respecto del otro sexo, desconfía de todo, tanto de la naturaleza como del cosmos. No quiere enfatizar lo que se relacione con el sexo, la unión, el placer. Finalmente, en posesión de su sexualidad nadie debe convencerla de que su esfuerzo será bien compensado y que el placer de un instante redimirá una vida de esclava. Más allá de las teorías sobre superposiciones cósmicas y sobre la compenetración de dos sistemas orgonóticos, la mujer, no estando sometida al modelo sexual y al mito del varón, puede corroborar fácilmente que su orgasmo clitórico y el orgasmo masculino obtenidos en la reciprocidad erótica, son el mismo fenómeno. Y ello porque, por más que se insista sobre los valores biológico-emocionales de la relación de pareja y sobre el abandonarse al otro, hemos comprendido que es fundamental abandonarse tan solo al fenómeno. Para llegar al orgasmo durante el coito, la mujer debe tener una idea del varón que trascienda la idea que ella tiene de sí misma, y convencerse de estar con alguien a la altura de la elevada idea que tiene del varón. Hay un momento en la vida de la muchacha que pasa como un meteorito. Es cuando se desprende de la casa paterna y, sola, percibe confusamente todas las potencialidades de su ser. Se nos puede preguntar cómo es posible que ese pe-

ríodo de autonomía sea tan breve; a qué se debe que el acercamiento del muchacho sea una capitulación tan inmediata. La espera del encuentro con el varón, base de su preparación para la vida, ha creado en ella una disposición que se desencadena antes que pueda tomar conciencia de lo que le está sucediendo: nada de lo que era suyo, ni siquiera el placer sentido en el autoerotismo, se conserva en pie ante el trastorno que le provoca el contacto con el mundo masculino. La ignorancia, la indiferencia, la tolerancia o la hostilidad del varón para con el goce sexual específico de la mujer y para con las maneras de realizarlo, determinan la reacción de esta en las confrontaciones del placer. En el ímpetu de la juventud, cuando el muchacho está absorbido por el ejercicio exuberante su sexualidad, la muchacha sufre, sea como fuere, un brusco cambio de rumbo que la desorienta y la desilusiona. Pierde esa fe en sí misma que había irrumpido por un momento en su psiquis al aflojarse las presiones externas, y advierte ahora una especie de caída de personalidad que la confirma en el apego al varón. Es en este trance cuando se estabiliza un estado de ansiedad por su fragilidad, y es sobre este estado de ansiedad que el varón opera. Como dice un antiguo escritor hindú: “Todas las muchachitas escuchan lo que Ios varones les dicen, pero algunas veces no responden ni siquiera una palabra”. No olvidemos que el momento en el que, en la cultura masculina, la mujer toca el fondo del

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sufrimiento vital es aquel en que se habitúa inconscientemente a la falta de placer, imponiéndose un compañero para satisfacer necesidades ligadas a la mitificación del varón, a la presencia de él en su propia vida, pero no ligadas al erotismo. Tradicionalmente la mujer ha buscado una autoafirmación en la cultura y, aún con más ambición, en la creatividad masculina. A medida que, en la adolescencia y en la juventud, la muchacha pierde terreno, exaltándose o replegándose dentro de sí misma, encuentra a veces espontáneamente una salida en la expresividad y trata de encauzarse en un destino creador. Hoy el feminismo pone en guardia a las mujeres sobre este punto y las invita a reflexionar sobre lo siguiente: la primera condición de despegue en la existencia femenina es reconocer en la colonización sexual la condición básica del debilitamiento y del sometimiento de la mujer. Es de ahí de donde toda mujer debe partir para liberarse. Si pretende expresarse en el mundo masculino debe saber que, en definitiva, está desarrollando una energía de creatividad para medirse con los varones aisladamente, para ser admitida por ellos. El feminismo encuentra que esta actividad, anterior a la autoconciencia de las mujeres, es respetable solamente si la mujer consigue con ella liberarse del homenaje cultural al varón. La mujer vaginal es la mujer que sustenta el mito del gran pene prepotente y que custodia la ideología de la virilidad patriarcal. Es una pro-

yección del orgullo del macho y se convierte en el íncubo de su declinación biológica. Pero si es verdad, como ha sido demostrado por Masters y Johnson, que la fenomenología orgásmica acontece en la mujer gracias al clítoris y es idéntica, con participación de todos los orgasmos genitales, mediante cualquier estimulación del clítoris, ya sea directa o indirecta, somática o psíquica; y si es verdad que en la estimulación directa, personal o del partenaire, la fenomenología orgásmica es la más intensa, veloz y segura de alcanzar, ¿cómo entonces estos mismos investigadores, después de descubrir estos datos, continúan hablando de la vagina como del “órgano primario de la expresión sexual femenina”, con respecto al clítoris que es “el punto focal de la reacción sexual femenina”? ¿Cuáles son las razones para mantener este dualismo? ¿Y cómo es posible que se deje pasar en silencio un dato como el hecho de que en la reacción sexual femenina “se encuentra invariablemente un componente psíquico seguido del estímulo del clítoris”? ¿Y por qué se asombran de que el problema del orgasmo haya sido un problema de la mujer mientras que en el varón el orgasmo se da por descontado y aparece en su lugar el problema de la erección? Obviamente no puede existir respuesta dentro de un planteamiento en el que se afirma, a pesar de todo, que “la función del pene es proveer un medio orgánico a los fenómenos fisiológicos y psicológicos del aumento de tensiones sexuales

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masculinas y femeninas, y de sus sucesivas resoluciones”. Es pues en este pasaje dogmático donde se oculta el meollo de la falsificación que ha llevado y sometido al sexo femenino a la hipoteticidad del orgasmo y al sexo masculino a la voluntariedad de la erección. El varón ha sometido a la mujer haciéndola instrumento voluptuoso de su sexualidad, pero de este modo siente que poco a poco va perdiendo poder a medida que pierde virilidad: y aquí se desencadena el mecanismo que le enfrenta antagónicamente a los varones más jóvenes y que le hace segregar y dominar a las mujeres. La cultura fálica patriarcal es un reflejo de la obsesión masculina que ha llevado a cabo la identificación pene-poder. La mujer clitórica, al afirmar una sexualidad propia cuyo funcionamiento no coincide con la estimulación del pene, abandona el pene a sí mismo. Todo lo que concierne al pene ya no coincide con la expresión de dominio, de la que el varón extrae sus estímulos exhibicionistas y su actitud sádica sino con la pura y simple manifestación del placer. La mujer no necesita ni erección, ni potencia, ni fuerza, ni nada. El pene es el sexo propio del varón y es para él. Ahora debe redescubrirse en esta nueva dimensión de la conciencia: el delirio de poder que lo hacía verse reflejado en el éxtasis femenino y le creaba su obligatoriedad es un engaño de su misma dominación. La mujer tiene un punto privilegiado y precioso, perfecto e infalible, del que parten todos los éxtasis que un ser humano

puede sentir, y no está relacionado directamente con el pene. Si el varón recoge de esta toma de conciencia feminista malos presentimientos y se siente amenazado, ello significa que no ve un lugar para él en el mundo, como no sea imponiendo los mitos de la masculinidad y del sometimiento de la mujer. Entre los babuinos, la hembra o los machos inferiores, al realizar el acto de apaciguamiento, se vuelven de espaldas ante el macho más fuerte. Este sanciona la nueva relación de dependencia con el rito de una cópula fingida. Aunque el varón por ideología pueda ser pacifista, igualita­rio, antimilitarista, antiautoritario y profeminista, la mujer que lo conoce en el momento sexual, sabe que se siente investido de su virilidad como de una fuerza de la naturaleza, y que su protesta cultural se diluye frente al papel agresivo, chauvinista, violento, autoritario y antifeminista de su pene patriarcal. En el encuentro amoroso, la mujer no debe esperar del varón torpes iniciativas sobre el clítoris; sino que debe mostrar ella misma cuál es la caricia rítmica preferida que, ininterrumpida, la lleva al punto del goce. La relación con una mujer que quiere el placer clitórico como sexualidad propia no presupone una técnica y gestos eróticos inusitados, sino una relación diferente entre sujetos que redescubren sus fuentes de placer y los gestos convenientes a ellas. El varón debe saber que la vagina es para la mujer una zona

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moderadamente erógena, y apta para los juegos sexuales; mientras que el clítoris es el órgano central de su excitación y de su orgasmo. El sexo es una función biológica esencial del ser humano y tiene dos momentos: uno personal, privado, que es el autoerotismo, y otro de relación, que es el intercambio erótico con un partenaire. La prohibición del autoerotismo ha golpeado duramente a la mujer porque no solo la ha perturbado o le ha impedido realizarse a sí misma en este asunto, sino que además la ha arrojado, inexperta o autoculpabilizada, al mito del orgasmo vaginal, que para ella se ha convertido en el “sexo”. “¡Despierta, levántate, mi halcón blanco! He atravesado a pie toda la tierra para llegar a ti; he gastado tres pares de zapatos de hierro, he quebrado tres bastones de acero, he comido tres libras de pan duro. ¡Despierta y álzate, mi halcón blanco: ten piedad de mí!” (Fábula popular rusa). La mujer clitórica no es la mujer liberada, ni la mujer que no ha sufrido el mito masculino – porque tales mujeres no existen en la civilización en la que vivimos– sino aquella que ha afrontado, momento tras momento, la invasión de este mito, y no ha quedado atrapada en él. Su acción no ha sido ideológica, sino vivida durante buena parte de su vida a través de todo tipo de desviaciones respecto de la norma, desviaciones que en la cultura masculina eran interpretadas como manifestación obvia de las veleidades del ser

inferior. Pero ha sido justamente a través de ellas que la mujer ha podido comenzar a experimentar su iniciativa propia resistiendo las presiones de la colonización que le reclamaban insistentemente el cumplimiento de su papel, la promesa de resultar gratificada y aceptada por el varón. La mujer clitórica, con rabia, impotencia y deliberación total de salvarse por lo menos a sí misma, ha registrado el momento en que las propias compañeras eran devoradas por el mundo masculino y desaparecían sin dejar rastro alguno, y no ha podido explicarse todas aquellas vidas perdidas, el fatalismo con que terminaban por aceptar que otro inspirase sus pensamientos y gestos, y ha intuido una maquinación histórica contra su sexo. La mujer clitórica es una mujer que se ha resistido, haciendo pie sobre su autoconciencia, reprimiendo en sí misma toda una parte de femineidad, hasta que ha descubierto que era la parte de la femineidad que el varón le había impuesto y había alimentado; pero ella no lo ha hecho porque pensase que la liberación se hallaba garantizada, sino basándose solo en la autenticidad que no asegura de antemano sus resultados. Entre los textos clásicos sobre el coito patriarcal se hallan los de las técnicas amorosas hindúes, a partir del Kamasutra. En el mundo actual dichos textos han sido retomados por varones ávidos de “records” de virilidad y prodigalidad amorosa, y por mujeres que creen lo que los varones dicen sobre el sexo y, aún más, aspiran

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a adecuarse a los modelos más excepcionales propuestos por ellos. Pero llegada a este punto, la mujer toma conciencia de lo siguiente: que el goce vaginal se obtiene en la simultaneidad, y la simultaneidad se determina con la adaptación de la mujer. De hecho, en el coito, el varón se encuentra implicado en una cadena de reacciones fisiológicas que la mujer debe habituarse a sentir como estimulantes, hasta llegar a su propio orgasmo. Es evidente que la mujer cuanto más se haya expresado en el autoerotismo y en el heavy petting (“magreo’’) tanto más difícil encontrará psíquicamente aceptar esta necesidad. Y también es evidente que no se trata de una pura y simple adaptación sexual que puede entrar en funciones, sino de toda una actitud de la mujer que da al varón la prioridad en la vida y en el mundo. De esta manera no se puede pasar por alto que el sojuzgamiento completo de la mujer ha constituido la condición que ha permitido llegar a la Edad de oro del erotismo de la pareja en el mundo patriarcal. Y esta es la femineidad cuya continuidad Freud y Reich querrían asegurar en el presente. Que el varón es Logos, y la mujer Eros, significa que el varón es pene y la mujer vagina. El varón se satisface en el encuentro con un objeto, la mujer se satisface exaltándose en un sujeto. El hecho de que, en la cultura patriarcal, la mujer esté considerada como objeto, verifica lo diferente que es el destino del varón del de la mujer adulta. El uno ejerce una atracción de

personalidad que le confiere una aureola de significado erótico aun en su decadencia física; la otra se percata brutalmente de que al marchitarse su frescura física suscita, en el mejor de los casos, una tolerancia que evita o retarda su exclusión erótica. El varón usufructúa el mito, la mujer no tiene recursos personales que basten para crearlo. Las que lo han intentado solas han sufrido un estrés que ha abreviado sus vidas. Reich no solo ha insistido de manera absolutamente definitiva sobre el modelo sexual del coito, sino que, dándose cuenta de que este modelo se realizaba en estado de enemistad entre los sexos, postuló en ese orgasmo –considerado como el verdadero– la prueba de una nueva alianza. Pero el orgasmo, contrariamente a lo que creía Reich, no es, en la cultura patriarcal un problema idéntico para el varón y para la mujer: durante el coito uno lo obtiene automáticamente, la otra lo obtiene mediatamente. Si la mediación psíquica no funciona la mujer no puede lograrlo. Pero lo obtendrá, en cambio, automáticamente, mediante la estimulación directa del clítoris. La impotencia y la eyaculación precoz no están ligadas a la dificultad de la resolución orgásmica, sino a la dificultad de la erección. Por lo tanto, todas estas condiciones no tienen nada que ver con el orgasmo sino con el modelo sexual del coito, que es un modelo cultural de virilidad y femineidad. Reich, pues, ha sostenido un varón viril y patriarcal y ha imaginado que podrá exorcizar su componente sádico, desde

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ahora en adelante, inseparable y derivado de la tradición de dominio, mientras que al afirmar que el orgasmo vaginal es la función completa de la mujer, ha repetido y agravado el prejuicio freudiano sobre el clítoris, y ha dado una respuesta patriarcal a la angustia de la mujer durante el coito. Al varón le ha quedado el orgasmo que tenía, la mujer se ha quedado con la alternativa de tener que elegir entre un orgasmo que la ratifica como complementaria del varón, un orgasmo superficial, infantil y masculino, o bien la privación del orgasmo. La ideología de la represión ha creado, a través de un falso diagnóstico, una falsa expectativa para la humanidad. Se ha pensado que existía un pasado de espontaneidad que había que recuperar –esta vuelta hacia atrás es típica del modo de avanzar de la cultura patriarcal– porque resultaba inconcebible que pudiera suceder algo “novedoso”. Pero la mujer, que proviene de la opresión históricamente ejercida, desplegada a través de milenios, no tiene ningún paraíso perdido a sus espaldas, y observando todos los escalones del paso de la animalidad a la humanidad, los ve dominados por el macho, vale decir, por el coito. Está oprimida por el modelo sexual, no está reprimida parque no responde al modelo sexual. Entonces, es un modo suyo de inteligencia, ligado al modo subjetivo de entender y querer el placer, el que la lleva, justamente a ella, la reprimida, a salirse del estadío animal –reproductor– para pasar al estadío de placer por sí mismo.

La confusión provocada por las teorías de Reich surge del hecho de que en él existen, por un lado, una conciencia nueva de la función, del placer y del orgasmo –hasta el punto de que llega a teorizar que el primum de la sustancia plasmática es concentración y expansión, carga y descarga, y que la reproducción solo representa una accidentalidad subsiguiente– y, por otro lado, una visión regida absolutamente por una sexualidad reproductora con el rechazo patriarcal del clítoris. En la cosmogonía reichiana no hay cabida para el único órgano cuya función es pura y exclusivamente procurar el placer. La mujer clitórica no tiene nada esencial que ofrecer al varón, y no espera nada esencial de él. No sufre por la dualidad y no quiere transformarse en uno. No aspira al matriarcado que es una época mítica de las mujeres vaginales glorificadas. La mujer no es la Gran-Madre, la vagina del mundo, sino el pequeño clítoris que la lleva a su liberación. Pide caricias, no heroísmos, quiere dar caricias, no absolución y adoración. La mujer es un ser humano sexuado. Fuera del vínculo insustituible, comienza la vida entre los sexos. Ya no se trata de heterosexualidad a cualquier precio, sino de heterosexualidad con tal que no tenga precio. Todos los ingredientes están mezclados y la mujer los asume en lo que concierne a la constitución de su persona y no porque le sean destinados por el patriarca como pertenecientes al sexo femenino.

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En la escuela, a los jóvenes se les enseña el funcionamiento de la reproducción, no el placer sexual. Esto siempre se ha sabido, pero hoy nos damos cuenta de que a las niñas se les enseña el modelo del sometimiento, y a los niños el conocimiento de su sexo y la ignorancia del sexo femenino. ¿Qué significa para la niña que ha descubierto el clítoris y, más aún, para la que no lo ha descubierto, el que se le enseñe que su sexo es la vagina? Es necesario respetar las etapas del conocimiento subjetivo del placer de las niñas, de las adolescentes, partiendo de la experiencia autoerótica: esta es la educación sexual que en este momento tiene un nexo con sensaciones y emociones que le son propias. El resto es imposición de la sexofobia reformada, paternalista y desalentadora para la expansión de la niña. Un momento que hay que salvaguardar en la emotividad de la adolescente es el de la ternura hacia las pertenecientes al propio sexo. Esta fase de turbación en la sexualidad femenina es importantísima, ya sea porque deja una sensibilidad más aguda y solidaria hacia las mujeres, ya porque deposita en el fondo de la conciencia una hipótesis de posibilidad no realizada, pero no irrealizable. Nosotras queremos afirmar el amor clitórico como modelo de sexualidad femenina en la relación heterosexual, pues no nos basta tener el clítoris como punto de referencia consciente durante el coito, ni queremos que la oficialidad del clítoris pertenezca a la relación lesbiana. Pero

estamos convencidas de que, en tanto la heterosexualidad sea un dogma, la mujer seguirá siendo, de algún modo, el complemento del varón; en cambio ella puede traer desde la adolescencia, en su bagaje de intuiciones, un impulso hacia las mujeres sobre cuya base le sea posible volver a medir, cada vez que sea necesario, el desarrollo de las relaciones heterosexuales. La mujer es monógama, el varón polígamo; la mujer es receptiva, el varón agresivo; la mujer es pasiva, el varón activo; la mujer es para la familia, el varón para la sociedad; la mujer es ejecutiva, el varón creativo; la mujer es presa, el varón cazador; la mujer es irresponsable, el varón responsable; la mujer es inmanencia, el varón trascendencia. La mujer es vagina, el varón pene. En las miradas amorosas, el varón quiere guiar en profundidad a la mujer para que ella se pierda a sí misma. Quiere debilitar su resistencia, su iniciativa, su autonomía. Quiere indagar hasta qué punto él precipita la entrega de ella, y quiere asegurarse de que es capaz de profundizar en ella hasta el olvido de sí misma. El varón sabe que esto le corresponde por derecho y lo exige; se siente inseguro cuando ello no sucede efectivamente, no porque le sea necesaria la reciprocidad, sino para su autoestima como varón. Puede ocurrir que llegue a rechazar conscientemente la entrega de la mujer y requerir un tipo de mujer emancipada, solo para estar a nivel sexual. Sin embargo, no abandona la mirada de

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alerta sobre los roles recíprocos porque, a pesar de todo, necesita de una mujer cuyo erotismo se desarrolle como reflejo condicionado de la gratificación vaginal. Así, la libertad sexual del varón exige todavía un conflicto ulterior en la mujer que está obligada a responder al modelo sexual tradicional y a avergonzarse de la emotividad ligada al funcionamiento del modelo mismo, según la explícita pretensión del sexo dominante, cuya prepotencia aumenta con el acrecentamiento de sus libertades. Nosotras retomamos el feminismo allí donde Lenin lo dejó, marcándolo y reprimiéndolo hasta transformarlo en una organización de mujeres comunistas, privadas de autoconciencia. Sabemos que las feministas burguesas habían encontrado en las mujeres proletarias una correspondencia inmediata y entusiasta sobre los problemas del sexo, y que, justamente ahí, fueron interrumpidas con el anatema y la extorsión. No eran esos los problemas del orden del día, y no lo serían nunca más: Lenin prometía libertad, pero no quería admitir el proceso de liberación que para las feministas partía del sexo. La libertad prometida era por lo tanto una nueva prevaricación. La revolución sobre bases ideológicas refuerza el poder patriarcal, puesto que, al rechazar el valor del proceso de liberación de las mujeres a través de su autoconciencia, hace que la colectividad femenina quede separada, radiada de la expresión creativa, y la incita paternalmente a

la vicariedad y a la obediencia, como primer paso en el que se mide su sentido de responsabilidad. El feminismo se ha orientado espontáneamente sobre la base de la toma de conciencia, y no la confunde con la adhesión pasiva a un adoctrinamiento: no está, por cierto, prometiendo la libertad de las mujeres, sino que son las mujeres quienes prosiguen día a día un proceso de liberación, mientras el varón continúa propagando su virilidad de patriarca en la ideología, en la autocrítica, en el experimentalismo, que conduce la humanidad a toda suerte de laceraciones y alienaciones de sí misma. Una puede preguntarse: ¿Qué falta en la elaboración de la teoría socialista que hubiera podido ser aportado por el feminismo? Respondemos, por ejemplo, esto: que la subordinación de la mujer está sancionada en el coito, de donde el varón extrae la convicción natural de su supremacía. Esta es la premisa de la familia patriarcal autoritaria, opresiva y antisocial, por consiguiente acumuladora de bienes y de prestigios; es la base de la humanidad la que debe transformarse mediante la autoconciencia, para encontrar creativamente modos nuevos de asociación correspondientes a su liberación. Este es el pasaje histórico fundamental que el feminismo trata de encarar en el trabajo de los grupos, mientras que la mujer habla auténticamente de sí misma, de sus experiencias desacreditadas, que nunca han encontrado audiencia en ningún rincón de la cultura

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masculina, descubriendo cada día más el abismo milenario en el que se hunde y se pierde la opresión de la mujer, y descubriendo, poco a poco, la estructura opresiva del patriarcado en toda la complejidad de su trama, que no puede desenmarañarse sino con el concurso de cada mujer. En los simios del mundo antiguo, la relación inferior-superior se modela claramente sobre la de hembra-macho en el gesto de saludo entre los componentes del grupo: independientemente los sexos. Consiste en el ofrecimiento de la cópula como señal dirigida a calmar la agresividad. Al presentar el trasero con la cola en alto o de costado, la hembra o el macho subordinado ofrecen al superior más una satisfacción social que una ocasión de cópula; este gesto distensivo, de sumisión a las relaciones de fuerza y de rango, les garantiza la supervivencia en la vida gregaria. En algunos mamíferos como el chimpancé, cuando un macho se encoleriza monta a uno de sus semejantes, macho o hembra, que tiene más próximo, y se aplaca ejecutando una cópula real o fingida. Mimetizarse como hembra se convierte en tales ocasiones en el medio más seguro que la naturaleza concede a los monos jóvenes de algunas especies para neutralizar la amenaza de los jefes adultos, al menos mientras no estén en condiciones de disputarles el puesto: sus genitales cobran Ia misma coloración y tumefacción que los genitales de la hembra durante el período del celo, y en tales condiciones repiten los gestos de

ofrecimiento. En este sentido podemos interpretar las relaciones jóvenes-adultos y siervo-señor como una institucionalización en el mundo de la relación inferior-superior que tiene su condición “natural” y permanente en la relación mujer­ varón. Al rebelarse, tanto el joven como el siervo, reivindican su virilidad, por consiguiente su pene patriarcal y plantean el problema de la toma de poder. Al rebelarse la mujer, pone al descubierto el arquetipo del atropello que es el coito como primer acto de violencia y disparidad jerárquica entre los seres. La mujer vaginal que toma conciencia a través del feminismo rompe la integración con el varón y pone de manifiesto la crisis de quien ha quedado presa en el impasse patriarcal: por un lado se somete al mito masculino hasta aceptar todos sus arbitrios, por el otro, eso es lo que la erotiza y no ninguna otra relación con el varón. La situación de pareja, en la que el sexo femenino se halla sometido, situación que la mujer clitórica rehúye y que suscita toda su indignación, se hace comprensible en el momento en que la mujer se rebela y abandona la unión con el opresor. Aquí es donde podemos acercar dos tipos de mujeres alejadas las unas de las otras por su actitud hacia sí mismas y hacia el partenaire, puesto que ambas se reconocen dentro del sistema patriarcal: la una con una vida deteriorada por el sometimiento a las ataduras tradicionales, la otra con una vida, antes del feminismo, relegada a un estadío

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de resistencia interior. La mujer clitórica se da cuenta de por qué los psicoanalistas la han definido como infantil y masculinizada, y han encontrado detestable su obstinación por mantenerse en su propio sexo. Al no estar dispuesta a erotizarse con los temas de la posesión y la fusión con el otro, carece de aquella experiencia trágica de la “entrega” total, que lleva a la mujer vaginal a una calidad humana en la que el varón siempre ha reconocido a su compañera como aquella que, con sus sufrimientos, contrasta implícitamente la historia de su supremacía, y, puesto que no la impide, termina por convalidarla y enriquecerla de pathos. Al manifestar una tendencia a darse a sí misma la precedencia, y no al varón, la mujer clitórica parece repetir algo que era propio de la masculinidad, siendo que lo que hace es, sencillamente, abandonar la condición afectiva de quien es capaz de aceptar, con gratificación, un estadío de insignificancia. El infantilismo de la mujer clitórica es su intuición de la posibilidad de una vida femenina diferente, con una lozanía que no se marchite, como la de Natacha, al contacto con el varón patriarcal que la domina y apaga en la resignación apática de la edad madura, sin que se pierda lentamente en el fluir de una vida no necesariamente malograda. Al entrar en el mecanismo de lo vaginal, la mujer toca de pronto el fondo de su colonización porque se vuelve incapaz de reaccionar de otra manera que como ser poseído; es así como de-

batiéndose por reencontrarse de cualquier modo, participa de la dialéctica represiva y se hace custodia involuntaria de los valores chantajistas masculinos. Es con esta certidumbre que el patriarca le confía la custodia y la educación de los hijos, pues ha comprendido que para ella no hay otra posibilidad. La mujer vaginal que sale de su papel puede hacerlo con la sensación de que derrumba toda relación posible; sin embargo la mujer clitórica que no se ha sentido culpable ante el varón reivindicando continuamente sus propias exigencias como individuo, se da cuenta de que su choque traumático con el patriarcado ha acaecido en un momento precedente del cual surgieron los primeros indicios de su toma de conciencia, bien como reacción, bien como desarrollo de potencialidades imprevistas. En un mundo donde el placer clitórico es mal visto por los varones y por la mayoría de mujeres vaginales, la mujer que lo ha hecho centro de su erotismo se siente un ser de incógnito, diferente en el plano humano y en el cultural. La suya es una conquista de sí misma y de su propia femineidad que no se concentra en el ámbito complementario al ámbito del varón, sino que se expande fuera de la heterosexualidad patriarcal. Aquello que se dice humano, en esta cultura, refleja el grado de participación positiva de la persona en las vicisitudes patriarcales. La mujer clitórica, que se ha distanciado justamente de

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esta participación, tiene que enfrentarse continuamente a un vacío de humanidad, puesto que el entrelazamiento de relaciones psicosociales entre los sexos, en el que ella vive, le es extraño, y no existe otra dimensión cultural o social en la que le sea posible reconocerse. Permanecer mucho tiempo en estas condiciones de no realización, esto es, de pérdida de la personalidad patriarcal, sin recurrir a soluciones alternativas de identificación, ha sido un proceso existencial cuyo éxito imprevisto lo constituyó el logro de su autonomía. De hecho, ella no se ha definido en los gestos que divergen de las normas, sino que se ha consolidado en los gestos auténticos de concentración sobre sí misma. Esta claridad le ha permitido observar que su conducta no ha surgido solo de su rebelión o participación negativa, sino de alguna otra cosa que no era posible individualizar antes del feminismo. Es más, el feminismo, en ciertos aspectos, se ha desencadenado en la autoconciencia de la mujer que lucha contra el patriarcado dentro del terreno de este. El vacío de humanidad que se puede percibir en ella desde el punto de vista patriarcal, se transforma, por otro lado, en necesidad de humanidad como presencia de sí misma. En las tendencias pragmáticas más recientes, los investigadores, intentando resolver las dificultades sexuales de las parejas, se han dado cuenta de que los mejores resultados se obtienen desarrollando entre los partenaires, sobre una base

científica de correcto comportamiento sexual, los condicionamientos emocionales que llevan a un coito satisfactorio. Así, en la mujer se estimulan, a veces después de años de matrimonio sexualmente bloqueado, los reflejos sensitivos a la penetración y se le sugieren las emociones concomitantes que llevan a la excitación y al orgasmo. El engaño específico de la mujer vaginal reside en que llega al clímax en el coito mediante la instalación de un reflejo condicionado de sensaciones tales como “su pene forma parte de mi ser, mi vagina es parte del suyo”, o sea a través de las percepciones de “aquella” relación, mientras que el varón tiene el orgasmo automáticamente en aquella o en otra relación y con cualquier clase de sensaciones o fantasías eróticas, que puede insertar a su gusto. Ese orgasmo vaginal que para Freud era fruto de un madurar psicosexual de la mujer, para el feminismo es el producto de su adaptación psicosocial. “El diagnóstico de disfunción orgásmica primaria se admite cuando la mujer no ha tenido ni siquiera un orgasmo en toda su vida. No hay disfunción sexual masculina comparable a esto… La mujer afectada de insuficiencia orgásmica masturbatoria no obtiene desahogo orgásmico ni por automanipulación, ni por manipulación del compañero, ni en experiencias homosexuales ni en experiencias heterosexuales. Puede alcanzar y alcanza la expresión orgásmica durante el coito. La insuficiencia orgásmica en el coito es la

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disfunción que padecen tantas mujeres que nunca han logrado obtener el orgasmo durante el coito. En esta categoría entran las mujeres capaces de masturbarse y ser masturbadas hasta el orgasmo”. Junto a estas afirmaciones de Masters y Johnson que, a diferencia del psicoanálisis, por lo menos equiparan la condición de las insuficiencias orgásmicas durante la estimulación directa o indirecta del clítoris, leemos: “Las influencias que pesan sobre la balanza de la respuesta sexual femenina son múltiples. Afortunadamente los dos sistemas de influencia más importantes –el biofísico y el psicosocial– concilian tales variables mediante una interacción de carácter involuntario. Si no existiera la probabilidad de tal mezcolanza, las ocasiones de experiencia orgásmica femenina serían relativamente pocas”. Y al mismo tiempo: “La facilidad de la respuesta fisiológica de la mujer a las tensiones sexuales y su capacidad de desahogo orgásmico nunca han sido apreciadas en su justo valor”. Parecería estar muy cerca de esta reflexión: que la actividad del coito, en un altísimo porcentaje, carece de descarga orgásmica, puesto que el modelo sexual del coito requiere una disposición psicosocial hacia el otro sexo a la que la mujer está cada vez menos inclinada a ceder. Tanto es así que Masters y Johnson afirman que la mujer, en el coito coronado por el orgasmo, responde sexualmente más al sistema psicosocial, que a la acción del sistema biofísico. Lo demuestra el hecho de que “en una situación de

avanzada invalidez física, la fuerza de identificación con un partenaire amado puede dar ímpetu orgásmico a una mujer físicamente destinada a la no-reacción sexual”. Naturalmente esta reflexión no ha sido integrada; efectivamente, los investigadores en cuestión mantienen firme el modelo sexual del coito, como una obligación desgraciada de la especie femenina, quién sabe por qué. Es evidente que existe una cadena de dificultades determinadas por un partenaire sobre el otro, y el funcionamiento adecuado termina por ser, para la mujer, una especie de aprendizaje voluntario de una mistificación, a la cual precisamente querría poner término con una respuesta total de sí misma. Hablando de la disfunción sexual femenina, concluyen Masters y Johnson que “por una causa desconocida, se revela una tal instalación básica en el proceso de adaptación socio-sexual que el deseo de la mujer choca contra el miedo o la convicción de que su rol de entidad sexual carezca del elemento­ insustituible representado por ella misma como individuo”. Esta sensación de la mujer que advierte la sexualidad disociada de su persona es también el motivo del que surge la envidia del pene. Efectivamente, ¿qué otra cosa puede ser esta envidia sino deseo de una sexualidad no complementaria, por consiguiente no abocada a un destino de dependencia, que contrasta con la autonomía de quien se siente individuo? Al envidiar el pene y rechazar su rol, ¿qué otra cosa expresa

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la mujer sino una necesidad de verdad sobre su sexo que es, realmente, un órgano equivalente al pene: un órgano propio y no una cavidad que representa solamente incompletitud, receptividad y espera? ¿Qué sentido tiene hablar del clítoris como de un “órgano único en el conjunto de la anatomía humana”? Es sencillamente un sexo, y tiene una relación equivalente al pene en cuanto centro de placer, pero equivalencia no significa igualdad a escala reducida. No se alza, no penetra, no emite esperma ni orina, por lo tanto no puede proporcionar a la mujer ninguna participación en esas experiencias típicas de la virilidad a las que está ligado el mito fálico patriarcal. Tiene, en cambio, una particularidad única: permite orgasmos múltiples e ininterrumpidos si se lo somete a una estimulación adecuada. Por lo tanto ha sucedido esto: el sexo que se presenta como un órgano específico del placer y, por tanto, del orgasmo, ha sido el que en la cultura patriarcal se ha mantenido oculto e inutilizado para ventaja del sexo del varón. Este, en desventaja por su función procreadora, ha hecho recaer sobre la mujer todas las contradicciones provocadas por él mismo. Esto constituye un nudo de opresión tal en la cultura masculina que no nos podemos cansar de repetirlo: nos lleva a un absurdo que a duras penas logramos considerar histórico. “Además de servir para la copulación, el pene sirve a los mamíferos para orinar y la orina sirve,

a su vez, con bastante frecuencia, para delimitar un territorio. Por lo general, la tarea de trazar los límites corresponde al animal de más alta jerarquía, al jefe, cuando se trata de animales que llevan una vida social... La erección del pene indica el origen común de las dos formas de comportamiento: la del animal que, como contraseña, delimita mediante la orina y la del animal que copula... Entre los simios, aun los más evolucionados del viejo mundo, el pene se muestra ostentosamente. Como estos animales ya no viven en territorios establecidos, delimitados por las huellas olfativas, la exhibición de los genitales sirve para demostrar cuál es la línea momentánea de demarcación establecida por el grupo. Los machos hacen de centinelas con el pene muy protuberante, lo que da de por sí un carácter netamente mostrativo” (W. Wickler). La carencia de pene en la mujer es la garantía de su carencia de agresividad biológica. Ella pertenece a una especie diferente de la del varón, con otra historia: es por esta razón que nosotras no creemos que los valores femeninos en contraposición a los masculinos sean –idealmente– una ventaja a disposición de todos, sino que creemos en las mujeres y en los valores que pertenecen a la experiencia de quienes, aun queriendo, terminarían muriendo de fatiga y alienación afrontando la vida con este estímulo originario de agresividad que obra en el varón y que él justifica en su cultura. El varón y solo el varón

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ha tenido la capacidad de llegar a ser peligroso para la existencia misma del planeta: la mitad del género humano no puede continuar siendo espectadora impotente de estos preparativos para la catástrofe. La desilusión que el feminismo ha tenido aun con los movimientos hippies, deriva del hecho de que el joven que no hace la guerra, sino el amor, termina por restablecer, a pesar suyo, aquel funcionamiento que lo confirma como defensor del núcleo primario del patriarcado. En efecto, mientras trata de encontrar una salida a los males que aquejan a la sociedad actual mediante la realización de ideales comunitarios, antirrepresivos y antiautoritarios, reivindicados por toda cultura y religión, se le escapa un elemento esencial que es justamente el que no quiere aceptar de la autoconciencia feminista. La invitación al amor es una fórmula peligrosamente fascinante porque atribuye un nuevo valor, candor y halo taumatúrgico al modelo sexual masculino, reforzándose así el mito de la bondad arcaica de la pareja y de los roles relativos. La mujer feminista no cree en el amor patriarcal como un antídoto para la guerra, porque en ambos ve momentos que no se excluyen recíprocamente, sino que se integran en el seno de una civilización donde rige la imagen viril y pone al descubierto ese modelo de virilidad que es la verdadera expresión de la superioridad del macho y por consiguiente base de toda belicosidad.

En las psicólogas y las psicoanalistas que se han ocupado de la sexualidad femenina, la certeza del sufrimiento de la mujer ante el hecho de estar destinada a una sexualidad vaginal, alcanza testimonios de credibilidad y participación insuperables. Tanto más absurda es la ortodoxia de estas profesionales fieles a la línea cultural masculina: con crueldad masoquista rechazan toda evidencia, para poder desarrollar y recalcar las motivaciones que colocan la normalidad de la mujer en la superación de la fase clitórica, a fin de que se acepte la vaginalidad, aunque no desemboque en el orgasmo. Mientras en el mundo masculino la mujer vaginal ha sido la predilecta, la mujer clitórica, poniendo al desnudo el mecanismo de la virilidad, ha atraído sobre sí misma la hostilidad del varón. El varón necesita un pacto de alianza con la mujer: dentro del marco de este pacto, cualquier disidencia es admisible, pero aventurarse fuera de este implica una violencia física inconcebible. El psicoanálisis ha perseguido a la mujer clitórica creando una especie de gueto dentro de la misma discriminación entre los sexos. Al proponer como objetivo la curación de la humanidad, proyectaba en realidad una restauración del patriarcado: y he aquí que la mujer clitórica parecía querer desbaratar el proyecto. Un sector de la humanidad femenina no hacía del varón el centro de las propias emociones, manifestaba gustos de sujeto autónomo, poseía pensamiento, orgullo, coraje, dignidad;

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era por lo tanto un sector enfermo, traumatizado, neurótico, frígido. Los sexólogos alemanes e ingleses de fines del siglo pasado estaban en lo cierto cuando reconocían la normalidad de la mujer en el orgasmo clitórico, así como en el vaginal, pero se les escapaba lo que Freud había descubierto, esto es, que solo la mujer vaginal es pasiva y por lo tanto femenina, porque se adapta al papel necesario para el mantenimiento de la pareja. Será significativo releer los textos que han aludido –con razón y oportunamente– a la mujer clitórica: pueden decir mucho sobre las disposiciones patriarcales respecto al otro sexo; a la luz de esta renovada caza de brujas, queda iluminada la personalidad del varón, sus terrores y sus abusos. La mujer vaginal, al romper la simbiosis con el varón, reencuentra con la mujer clitórica una totalidad de experiencias de las que el varón la sustrae, instigándola a una actitud de defensa y de incomprensión que, en realidad, refleja la actitud varonil idéntica. La pasividad no es la esencia de la femineidad, sino el efecto de una opresión que la hace inoperante en el mundo. La mujer clitórica representa la transmisión de una femineidad que no se reconoce en la esencia pasiva. El proceso de sustitución vaginal corresponde, para la mujer, a un proceso de identificación con el partenaire. Sabemos, por ejemplo, que una mujer no orgásmica puede lograr finalmente el orgasmo con un varón, sin que esto impli-

que la repetibilidad del fenómeno con otros. La monogamia femenina es siempre el elemento que encontramos sobre una base de culturalización. La mujer clitórica, en cambio, es la mujer cuyo funcionamiento sexual no se presta al juego de identificarse con el otro: se alarma cuando se ve inducida a actuar al unísono con el macho. Hay algo que la alerta, aunque no sea a nivel consciente: sabe que en el momento en que el inferior es totalmente pasivo, se dispara una trampa de antigua data y de probada eficacia. Puede que hasta desee sobreponerse a este obstáculo para lograr realizarse dentro de los valores de la pareja patriarcal, imponiéndose desde el exterior un comportamiento adecuado, pero de este modo responde simplemente a un conformismo que en la vaginal está ausente puesto que esta última actúa bajo la acción de un plagio que la engloba totalmente en la adhesión al varón. Para la cultura masculina, la mujer clitórica fracasa si no llega a identificarse efectivamente con su rol; para el feminismo, que parte de la inaceptabilidad de tal rol, la clitórica tiene un punto de integridad histórica recuperable más allá de toda disociación y que posibilita reencontrar la propia identidad, intuida en la mujer vaginal, por cuanto semejante aceptación de la esclavitud la turba profundamente. Hoy en día, el modo actualizado de concebir la vaginalidad es el de atraer a la joven clitórica al coito con la promesa de alcanzar “algo

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más”. Este mecanismo parece carente de malicia patriarcal, pero no es así: efectivamente, si la mujer transformada en vaginal sale del estado encomiable en el que el varón la ha colocado para hacer de ella su vocero, este puede revelar a las mujeres que, en lo que atañe a lo sexual, la división está entre tener o no tener orgasmo, y no en las diferentes calidades del orgasmo. ¿Por qué el varón más bien no le procura esos múltiples orgasmos que puede provocar el clítoris? Este es un punto casi ignorado por la cultura sexual masculina que sin embargo constituye la extensión y variación reales del placer femenino. A quien sostiene, por el bien de la mujer, que su plenitud está en el orgasmo vaginal, el feminismo responde que aquel “algo más” estará quizá en la renovación del erotismo mediante la relación con un partenaire diferente y no en el procurar una perfección mitológica de la pareja, cosa que el varón siempre ha practicado, como una experiencia de privilegio masculino, en consecuencia alienada por la instrumentación y la ceguera respecto de la mujer, sin permitírselo saber a su compañera vaginal a la cual ha dejado convencida de que su abrazo es insuperable. La mujer clitórica puede ser muy cortejada por el varón mientras él la asimila a una mujer extravagante, poética, que prorroga y estimula el sabor de la caza difícil y de la presa preciosa, pero apenas descubre, tras las apariencias de una femineidad no sospechada, la estructura

de individuo, no soporta la reciprocidad de la conciencia y del juicio; deja, se retira, se instala en el ostracismo, se reconforta con otra unión reposada maternal. El tránsito de la cópula en posición posterior a la cópula en posición ventral, fundamental en la raza humana, es atribuida por los zoólogos (D. Morris) a la hembra “que logra desplazar el interés del macho hacia su zona frontal”, reproduciendo en la hinchazón de los senos y de los labios las señales sexuales (nalgas y labios vaginales) que le procuraban la excitación en el estadío precedente. Este paso crea una relación entre satisfacción e identidad con el compañero y desarrolla las sensaciones táctiles provenientes de la parte anterior del cuerpo, pero sobre todo, permite a la hembra estimular el clítoris y la zona púbica, mediante la tracción rítmica y el contacto con el cuerpo del macho, iniciando así su escalada filogenética hacia el placer y el orgasmo. Como el clítoris es el equivalente del pene y a él se debe el orgasmo durante el coito de la hembra humana, Morris adelanta la hipótesis de que tal reacción, al ser única entre las hembras de todos los primates “tal vez, en sentido evolutivo”, es una reacción pseudomasculina. Según él, en el coito ventral se ha hecho posible una forma de “masturbación” del clítoris que ha llevado a la hembra humana a desarrollar la particular reactividad de este órgano. Sin embargo este órgano ya existía, entonces, ¿cómo es

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posible que no haya progresado paralelamente al del macho como órgano de placer? ¿Quizá porque en el macho se hallan unidas ambas funciones, la reproductora y la orgásmica, mientras que las particulares exigencias del mecanismo reproductor de la hembra han provocado una dualidad de funciones que le ha sido fatal, precisamente porque siendo el sexo masculino el dominante, y careciendo de esa dualidad, le ha impuesto su modelo de placer-reproducción todo en uno, es decir, el placer vaginal? En tal caso, ¿qué sentido tendría hablar de “pseudomasculino”? Sea como fuere, los que querrían mantener una distinción de estructura sexual entre hembra-macho en la relación vagina-pene, colocando la existencia del clítoris en otra vertiente, deben retomar el curso de la historia natural en la hembra de los primates con su período limitado de disponibilidad sexual, durante el cual, no conociendo el orgasmo, no conoce saciedad ni resolución del impulso sexual. Apenas la hembra humana logra orientar la necesidad de la reproducción hacia sus tensiones, placer y orgasmo, ya ha cumplido un paso hacia la meta lograda por el macho, ya ha tomado en préstamo una manifestación propia del otro. Es exclusivamente en este sentido lato y remoto que se puede hablar de masculinización de la hembra humana. Ahora ya es demasiado tarde para retroceder frente a su ulterior fase evolutiva: hace miles de años las antecesoras de nuestra especie decidie-

ron de otro modo, optando por el coito frontal y la estimulación del clítoris, o sea, por el logro del orgasmo. Lo cual fue posible –es todavía el zoólogo quien habla– en el momento de la formación de una organización humana por parejas, a través de la “satisfacción inmensa que la hembra humana lleva al acto de la colaboración sexual con el compañero”. Reencontramos aquí confirmada la hipótesis de la ligazón psíquica de dependencia y de gratificación de la hembra con el surgimiento de su goce, en la condición que será la de la servidumbre patriarcal. El impropiamente llamado masculinizarse de la hembra, no es por lo tanto un acontecimiento actual, sino una dirección evolutiva que pertenece a la prehistoria: no tiene nada que ver con el significado contingente usado por la psicología y el psicoanálisis para definir a la mujer clitórica. Más aún, sirve para desprestigiar un prejuicio patriarcal sobre el clítoris y para despejar el campo de las resistencias de quienes, identificando la femineidad como polo contrapuesto a la virilidad, la miden según la mayor o menor capacidad de la mujer de responder positivamente al coito. El coito humano ha sido una primera etapa en la experiencia del placer, una etapa de sometimiento a las leyes del poder y del prestigio masculino: la afirmación del clítoris como sexo propio es la fase actual de liberación de la mujer que descubre su identidad en el curso de la especie, de la historia y en el presente.

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A nosotras, las mujeres, leer a Reich nos da vértigo: “la genitalidad clitórica es un sucedáneo neurótico de una excitación genital bloqueada”. ¿Por qué? Porque “el orgasmo total en sentido orgonótico comprende, además del clímax, las sucesivas contracciones involuntarias”. Naturalmente. Pero ¿qué es lo que ha hecho creer a Reich que esa fenomenología sea prerrogativa del orgasmo vaginal? No solo las investigaciones científicas en la materia, sino, sobre todo, la autoconciencia de las mujeres respecto al sexo, han confirmado que el orgasmo clitórico –en quien, como individuo, ha sabido afirmarlo, ligándolo a sí misma sin disociaciones– tiene todas las prerrogativas de “contracción total involuntaria” del orgasmo y culmina en la “completa distensión”. Reich, que reconoce en la expresión fálica del varón un comportamiento fascista, y lo explica como efecto de la represión sexual, ha involucrado al clítoris, en su carácter de homólogo femenino del pene, en su rechazo de la genitalidad “fálico­pornográfico-clitórica que existe desde hace seis o diez mil años”. Pero no es que él rechace el pene; al contrario, lo reinstala en la vagina femenina, con mucho mas esmero del que se le ha dispensado desde hace seis o diez mil años y, una vez más, destituye al clítoris. ¡Y a esto él lo llama “moverse hacia un funcionamiento vaginal orgonótico universal como paso sucesivo en la filogénesis”! Hoy el feminismo debe aclarar los puntos de las teorías de Reich

que le conciernen, porque, convertido en astro naciente del “underground” del psicoanálisis y del autoholocausto por las ideas en que creía –gloria reservada a los varones–, Reich, como todos los renovadores patriarcales, se ha convertido en una autoridad en cuyo nombre la muchacha o la mujer son sopesadas y envilecidas con nuevos argumentos bajo parámetros tan viejos como el mundo. La pareja patriarcal es la pareja pene-vagina, marido y mujer, padre y madre de la cultura animal reproductora: su relación no ha sido determinada sobre la base del funcionamiento sexual, sino sobre la base del funcionamiento de la reproducción a la que ha sido subordinado el sexo femenino. La mujer vaginal es producto de esta cultura: es mujer del patriarca y sede de todo mito materno; es la mujer esclava que transmite la cadena de los sometimientos gracias a la cual el dominio masculino ha perdurado a pesar de cualquier cambio histórico. Lo imprevisto en el mundo no es la revolución sexual masculina, el desinhibirse que lleva a un renovado prestigio del coito en pareja, grupo, comunidad u orgía universal, sino la ruptura del modelo sexual pene-vagina. En este imprevisto está la posible disolución de los nudos insolubles creados por la cultura patriarcal que ha sojuzgado a la mujer mediante la sacralidad de la relación emotiva superior-inferior.

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Significados de la Autoconciencia de los grupos feministas Rivolta Femminile

Verano de 1971 146

La mujer pertenece a la especie vencida: vencida por el mito del varón. La mujer sufre el privilegio que el varón tiene sobre ella, pero lo tolera por el respeto que le inspira quien se ha impuesto a sí mismo como sujeto. Los miembros de la especie victoriosa le dicen a la mujer: “Hazte digna de mí. Absorbe, a través del conocer del sujeto, el pensamiento de quien es completamente humano y universal. Bajo mi guía alcanzarás la dimensión de sujeto”. De este modo, el varón no solo justifica el control que ejerce sobre la personalidad de la mujer –que redunda en el bien total de ella, cualquier traspié podría resultar fatal–, sino que, además, se convierte en árbitro de su conciencia y, a fin de cuentas, en depositario de su inferioridad: al prometerle rescate por su obediencia, le miente. La verdad es que quien obedece no merece ser reconocido, porque obediencia y autonomía son irreconciliables y la autonomía es la que crea en el otro el estímulo para el conocimiento. Por eso el varón no conoce a la mujer, se conoce a sí mismo, y conoce a la mujer en la medida en que ella le sirve: solo mediante un acto imprevisto, es decir, libre, puede la mujer zafarse de su rol de objeto. Pero que ese acto 147

sea libre ya significa que no admite hipotecas de salvaciones en manos de otros. Habiendo introducido en la especie vencida la necesidad de su aprobación, el varón ha convertido a la mujer en una sombra que, desesperanzada de llegar jamás a encarnarse, se proyecta sobre él. El camino que el varón le señala no tiene, aunque la mujer lo ignore, ninguna salida: para que la mujer tenga que recurrir continuamente a él para valorarse a sí misma el varón está dispuesto a poner a su disposición todas las facetas de su cultura, la totalidad de su yo. El honor es grande y la ocasión única. La mujer no adivina el engaño puesto que, en tanto que criatura definida a partir de su destino vaginal, de su funcionalidad para el varón, vislumbra en aquel destino de compenetración, el símbolo de un pasaje de· virtud (la virtud del sujeto) sobre ella, la desembocadura de su falta de plenitud. Las virtudes adquiridas pertenecen, sin embargo, a los vencidos que las han convertido en tesoro inútil. Adentrándose en la temática propuesta por el varón, la mujer se enmaraña cada vez más en el obsequio hacia el otro, reforzando continuamente la superioridad del otro sobre ella. Aunque confía en superar su condición de dependencia gracias al fiel aprendizaje de la cultura masculina, cada paso que da la mantiene a la misma distancia de aquella meta colocada en el infinito: dentro de la estrategia de su subordinación la promesa de su subjetividad, no es una

posibilidad real, sino una simple gratificación. La mujer ha sido acostumbrada a pensar que, más allá de la lucha entre los sexos, el varón es su salvador ya que la naturaleza lo ha predestinado a llevar en el corazón la salvación de ella. El sabor del engaño puede ser testimoniado por todas aquellas de nosotras que, gozando antes del feminismo en la cultura masculina de cierta resonancia a un nivel que sentíamos como propio, en el feminismo han vuelto a encontrar bruscamente la conciencia de su condición subalterna. De hecho cuando hemos comenzado a exponer en aquel ámbito un punto de vista feminista, nos hemos dado cuenta de que, en la mejor de las hipótesis, el varón pretendía asumir el control incluso sobre esta operación: modo indirecto de negar la legitimidad de la operación en sí, vaciándola de sentido. Esto significa que, en el patriarcado, la mujer puede llegar, como máximo, al grado de “sujeto bajo vigilancia” de la masculinidad, es decir a amamantarse con una resonancia que emana de ella, pero que no le pertenece, puesto que aunque emane de ella es de otros. Ya no es objeto, sino instrumento. A los ojos del varón patriarcal la mujer, sobre un terreno propio, no puede más que agigantar los gérmenes de inferioridad de su especie que ellos intentan fatigosamente neutralizar con una constante presunción de rectificación intelectual y emocional sobre ella, para mantenerla alineada

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con la cultura, los modelos y los valores masculinos. Sobre un terreno propio la mujer es una planta de crecimiento monstruoso que ocasiona en el varón las peores pesadillas sobre la decadencia de la humanidad. Así el varón, todo varón, ofrece a la mujer el engaño como instrumento de un dominio cultural que él no ha querido, pero que ahora no puede dejar de querer: los varones se disculpan encarnizadamente de toda sospecha de culpabilidad porque se saben inmunes a toda decisión, aunque defiendan su derecho a prolongar un antiguo statu quo del que no son responsables. De hecho el varón, en tanto que sujeto patriarcal, tiene necesidad no solo de ser identificado a su vez como sujeto, y por lo tanto por los varones que detenten la subjetividad –este nivel no puede ser alcanzado por la mujer–, sino que además, necesita ser mitificado por quien no ha llegado a ser sujeto, por la mujer. Esta mitificación es un bálsamo para sus heridas de varón entre los varones, cuyos prestigios son jerárquicos. Por eso, para el varón, retirarse del terreno de la mujer es una pérdida incalculable en su dimensión patriarcal, y en consecuencia en su virilidad: su rango de sujeto ha dependido siempre del grado de sujeción y de veneración que ha logrado imponer sobre la mujer. Dependía de la medida en que fuera obedecido y mitificado por cada mujer, que además se hubiera convencido de estar haciéndolo por su propio bien, y estuviera agra-

decida hacia él. Es fácil entender que el varón no se quiera retirar ante nuestras instancias de subjetividad que demandan aprobación: es evidente que nuestra pretensión no es propiamente la de sujetos. Mientras le dejemos la facultad de juzgar sobre nuestro derecho a un espacio propio el varón no podrá hacer otra cosa que ocuparlo, porque no estamos hablando de un espacio físico –aunque es cierto que estamos incluso privadas del espacio físico– sino de un espacio histórico, psicológico y mental. Nosotras, pertenecientes a “Rivolta Femminile”, lo ocupamos poco a poco con la autoconciencia de los grupos de mujeres. El espejismo de demostrar al varón que tenemos derecho a la subjetividad es un contrasentido al que él se aferra y del que se aprovecha. Reconocemos que esto es un problema suyo y no nuestro. Pero nosotras, al intentar ganarnos su colaboración para una autonomía que él no puede desear, respondemos a los condicionamientos de la vaginalidad como cultura sexual que nos ha deslumbrado con la promesa de un destino recíproco que era, tan solo, esclavitud unilateral. Confiando en el rol asignado a quien ha sido definida como vagina, complemento y deficiencia, el varón recurre a la amenaza patriarcal: ¡Exclusión!, de su cultura, de su creatividad, de su revolución, de su utopía, de sus días y de sus noches. Está esperando los efectos de nuestro pánico. Pero ya no puede hacer nada que nos impida tomar conciencia: y este es el primer espacio que

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nos falta. La investidura, sugerida por el varón para rescatamos es una farsa del poder masculino, una farsa trágica, tanto y más que la de cualquier otra colonización. Aquí es donde los grupos feministas de autoconciencia adquieren su verdadera fisonomía de núcleos que transforman la espiritualidad de la época patriarcal: estos operan el salto a sujeto de las mujeres que se reconocen unas a otras como seres humanos completos, que no necesitan más de la aprobación por parte del varón. La autoconciencia feminista difiere de todo otro tipo de autoconciencia, en particular de la que propone el psicoanálisis, porque lleva el problema de la dependencia personal al interior de la especie femenina, como especie que también es, a su vez, dependiente. Darse cuenta de que todo ligamen con el mundo masculino es un verdadero obstáculo para la propia liberación, sirve para hacer brotar la conciencia de sí entre las mujeres, y la sorpresa de esta situación revela horizontes insospechados a su expansión. Es en este pasaje en el que aparece la posibilidad de una acción creadora feminista: en la afirmación de sí misma, sin garantizarse la comprensión del varón, la mujer alcanza aquel estadio de libertad que pone de manifiesto la decadencia del mito de la pareja con todo cuanto tenía de tensiones hacia el ser de quien dependía su destino. Si el varón y su cultura ilusionan a la mujer, guiándola hacia una libertad que solo agrada a él,

es a fin de condicionarla a una toma de conciencia de su dominio, reafirmado desde lo interno. A ello la habitúa y refuerza su costumbre (ancestral, vaginal) de tomar la patente de ser humano de manos del varón, a quien dedica la porción más absoluta de su intercambio con los otros. En este sentido la revolución sexual masculina ha sido el último acto con el cual el patriarcado ha intentado hacer revolucionaria una opresión: “¡El sexo es bello! ¡El coito es bello!” engaña a la mujer una vez más sobre lo que es bueno para ella. El mecanismo siempre es el mismo: gratificarla para confundirla y hacerse eco de una nueva conquista, de una nueva empresa patriarcal. Llamándola nuevamente al coito el varón la llama nuevamente a su ligazón con él, la complementariedad como su única esencia verdadera, y al placer como su única meta, haciéndola una vez más testimonio pasivo del verbo ideológico del varón que hace y deshace sus interpretaciones del mundo. Él continuará dividiendo sus intereses entre varones y mujeres, sujetos y objetos, sublimación y placer, paridad y supremacía. Pero fingirá envidiarle una sexualidad maravillosa, inventada por él, y mientras se culpará de hallarse tan alienado que no puede reservarle a la mujer y al sexo más que una parte de su dramática vida de individuo civilizado e infeliz. El feminismo comienza cuando la mujer busca la resonancia de sí en la autenticidad de otra mujer, porque comprende que el único modo de afirmarse a sí misma reside en su propia especie.

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Y no por querer excluir al varón, sino porque se da cuenta de que la exclusión con que el varón le retruca expresa un problema del varón, una frustración, una incapacidad suya, una costumbre masculina de concebir a la mujer en vista a su equilibrio patriarcal. El feminismo es la concepción y el nacer, en tanto que sujetos, de las componentes singulares de una especie, sojuzgada por el mito de realizarse a sí mismas en la unión amorosa con la especie en el poder. Milán, enero de 1972

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Ausencia de la mujer en los momentos exaltadores de las manifestaciones masculinas Rivolta Femminile

Nosotras, pertenecientes a “Rivolta Femminile”, rehusamos participar en los momentos exaltadores de la creatividad masculina porque hemos tomado conciencia de que, en el mundo patriarcal, es decir en el mundo hecho por los varones y para los varones incluso la creatividad, que es una práctica liberadora, es ejecutada por los varones y para los varones. A la mujer, en tanto ser humano subsidiario, le es negada toda intervención que implique el reconocimiento de sujeto: para ella no ha sido previsto ningún tipo de liberación. La creatividad masculina tiene como interlocutora otra creatividad masculina, y mantiene a la mujer como cliente y espectadora de esta operación, porque su estado femenino la excluye de toda competitividad. La mujer es condicionada a una categoría que garantiza, a priori, al protagonista de la creatividad, que sus valores serán apreciados. Mientras se reconoce la función liberadora de la creatividad, se institucionaliza el arte y con él un correlato neutral, espectador de los gestos de los otros. La actividad del varón, incluso en el arte, se articula sobre la base de la competencia con un “partenaire”, que también será un varón y de la contemplación que exige de la mujer. 155

Tal es el carácter de la creatividad patriarcal, estimulada por la agresividad hacia el rival y por el beneplácito desarmado de la mujer. El varón, el mismo artista, se siente abandonado por la mujer en el momento en que esta abandona su papel y su arquetipo de espectadora: la solidaridad entre ellos se apoyaba en la convicción de que, en tanto que espectadora gratificada de la creatividad, la mujer había llegado a la culminación de las reencarnaciones posibles para su especie. Sin embargo, la mujer descubre que el mundo patriarcal tiene absoluta necesidad de ella como elemento sobre el que descansa, incluso, el esfuerzo liberador del varón, y que la liberación femenina puede realizarse solo con independencia de las previsiones patriarcales y la dinámica liberadora masculina. El artista espera que la mujer mitifique su gesto y ella, hasta que no inicia su proceso de liberación, responde exactamente a esta necesidad de la civilización masculina. La obra de arte no quiere perder la seguridad de un mito que se fundamenta en nuestro papel exclusivamente receptivo. Al tomar conciencia de su condición en relación a la creatividad masculina, la mujer descubre en sí misma dos posibilidades: una es la que ha utilizado hasta ahora, la de lograr la paridad en el plano creador históricamente definido por el varón, posibilidad que para ella es alienante y que el varón le reconoce con indulgencia; otra es la que está siendo buscada por el movimiento

feminista: la liberación autónoma de la mujer que recupera su creatividad alimentada por la represión que le han impuesto los modelos del sexo dominante. Participar en las exaltaciones de la creatividad masculina significa doblegarse ante la lisonja histórica de nuestra colonización, en su episodio culminante según la estrategia del mundo patriarcal. El culto de la supremacía varonil se convierte, cuando le falta la mujer, en colisión entre facciones de varones. Ausentándonos de los momentos exaltadores de las manifestaciones creativas masculinas nosotras no formulamos un juicio ideológico sobre la creatividad, ni la refutamos, pero al negarnos a acogerla, ponemos en crisis el concepto de que el beneficio del arte sea una gracia que se pueda suministrar. No creemos que una liberación de reflejo pueda servir para sacar a la creatividad de su entramado patriarcal. Con su ausencia la mujer logra un gesto de toma de conciencia, liberador y por lo tanto creador.

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Milán, marzo de 1971

Otros títulos de Tinta Limón Ediciones ¡A dordenar! Por una historia abierta de la lucha social Raquel Gutiérrez Aguilar, octubre 2016 Desandar el laberinto. Introspección a la feminidad contemporánea Raquel Gutiérrez Aguilar, octubre 2015 La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez Rita Laura Segato, noviembre 2013 Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores Silvia Rivera Cusicanqui, julio 2010 Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina Silvia Rivera Cusicanqui, julio 2015 Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria Silvia Federici, 2a ed. abril 2015 La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular Verónica Gago, diciembre 2014 Micropolítica. Cartografías del deseo Suely Rolnik y Félix Guattari, 2a ed., agosto 2013 Materialismo ensoñado. Ensayos León Rozitchner, diciembre 2011

Fight The Power. Rap, raza y realidad Chuck D, julio 2017 Nuevo activismo negro. Lecturas y estrategias contra el racismo en Estados Unidos Autores Varios. Compilación e intro Ezequiel Gatto, diciembre 2016 Una historia oral de la infamia. Los ataques a los normalistas de Ayotzinapa John Gibler, septiembre 2016

¿Quién lleva la gorra? Violencia / Nuevos barrios / Pibes silvestres Colectivo Juguetes Perdidos, 2da. ed. septiembre 2016

Esta tirada de 1000 ejemplares de Escupamos sobre Hegel se terminó de imprimir en septiembre de 2017 en Nuevo Offset, Ciudad de Buenos Aires.

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