Logoterapia Lukas

May 3, 2017 | Author: trinoaparicio | Category: N/A
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Elisabeth Lukas

Logoterapia y problemas de adicción

Sumario

Logoterapia y prevención de adicciones .... ¿De qué depende la dependencia? .................. La búsqueda de identidad como proceso creativo ...................................................... ¿Qué papel (no) desempeña la educación? . . Relajación y fortalecimiento de la voluntad . . Reflexiones sobre la asistencia a alcohólicos . /Cómo sobreviven los familiares?..................

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Logoterapia y prevención de adicciones

Prácticamente para todas las enfermedades existen factores de riesgo que favorecen su declaración y factores protectores que la impiden. Cuando se realiza un examen retrospectivo de la evolución de una enfermedad, lo habitual es descubrir los factores de riesgo que (presuntamente) han llevado a la irrupción de la dolencia, pero no los factores protectores que, posiblemente, también han existido, si bien desaprovechados o en medida insuficiente. Si, por ejemplo, analizamos las biografías de personas que los destacan por su conducta asocial, en la mayoría de casos encontraremos daños ambientales en la infancia y nos parecerá lógico pensar que existe una relación entre ambas cosas. Sin embargo, sería precipitado atribuir de buenas a primeras una relevancia causal al factor de riesgo «daños ambientales». En cambio, si el examen de la evolución patológica es prospectivo, se descubrirán además los factores protectores que, pese a los riesgos de enfermar, pueden contribuir al restablecimiento y conser-

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vación de la salud. Si, por ejemplo, observamos durante un periodo de tiempo prolongado a niños que viven en un entorno dañino, llegaremos a la sorprendente conclusión de que cerca de un 50 % de ellos se convierten en adultos normales de conducta poco llamativa, se hayan sometido o no a tratamiento psicoterapéutico. En los trastornos psicorreac-tivos infantiles, el índice de remisión espontánea es incluso mayor, hasta un 60 % o un 80 % (según el profesor Remschmidt, de Marburgo). Por consiguiente, los factores protectores son capaces de hacer disminuir la probabilidad (aumentada por factores de riesgo) de declaración de una enfermedad. Finalmente, no es tan importante la existencia de factores de riesgo o la falta de factores protectores como la distinta proporción de ambos grupos de factores. Si predominan los primeros existirá un peligro patológico elevado, mientras que si prevalecen los segundos podrá imponerse una estructura de vida sana. Por consiguiente, si queremos investigar factores de riesgo deberemos determinarlos en personas enfermas (y en los estresores de sus vidas). En cambio, para formular los factores protectores deberemos centrarnos en personas sanas (y en su «techo protector» psíquico). En lo referente a la problemática de las adicciones, actualmente conocemos numerosos factores de riesgo. Los principales precedentes son la deprivación infantil, la escasa autoconfianza, la baja tolerancia ante la frustración, la seducción y los mode-

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los erróneos. Un entorno demasiado exigente o demasiado permisivo, las decepciones, el mal de amores, la actitud chulesca y la labilidad en general dibujan una carrera adictiva típica. A todo ello cabe añadir las voces de expertos que apuntan a la herencia genética, así como los diagnósticos médicos que no excluyen determinadas variables orgánicas. No cabe duda de que el organismo del adicto reacciona de manera distinta a la sustancia adictiva que el del no adicto; el único punto controvertido es si esta diferencia es anterior o posterior al consumo abusivo. Pero todo ello resulta estéril a la hora de prevenir adicciones. Una prevención eficaz no debe concentrarse únicamente en hacer todo lo posible para evitar estos factores de riesgo, sino que, simultáneamente, está obligada a poner coto a la lenta pérdida de factores protectores en la población. La prevención de adicciones, aparte de denunciar públicamente los peligros, debe poner el acento en la protección y situarla por encima de la amenaza. Su obligación es dar un giro positivo en la proporción de lo enfermizo y lo saludable de manera que las catástrofes humanas y sociales se sofoquen de raíz en vez de lamentarnos cuando éstas ya se han desbordado. Prevención significa, ante todo, ocuparse de los aspectos del éxito que hay que anteponer al fracaso. Siendo esto así, ¿qué elementos espirituales y mentales del ser humano impedirán que la gente enferme (de adicción)? El neurólogo y psiquiatra vienes Viktor E. Frankl (1905-1997), fundador de la

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logoterapia, esbozó y comprobó en la práctica unas tesis brillantes en el marco de esta disciplina psicoterapéutica. Según Frankl, el ser humano sano y mentalmente estable no aspira por naturaleza a la felicidad sino al sentido. La existencia propia se llena de significado y la vida merece la pena vivirla cuando hay una dedicación a algo fascinante, a un objetivo autoimpuesto, a una obra o a las personas queridas. La felicidad aparece entonces en forma de efecto secundario y los posibles periodos de infelicidad vividos se podrán soportar valientemente desde el conocimiento de que en el obrar propio existe, a pesar de todo, un sentido. Quien sabe de algo que necesita su fuerza y que vale la pena aplicarla, también obtiene esta fuerza. Es decir: el ser humano es feliz —y también capaz de sufrir— cuando descubre significados que enriquecen y llenan su vida. En la misma medida, el ser humano posee factores protectores de la alegría y la energía que lo «levantan» en momentos de crisis y lo mantienen en pie para vivir el día a día. Un lector de mis libros expresó claramente esta idea en una carta que me escribió: Soy alcohólico, pero llevo más de un año sin beber. La ocasión decisiva de hacer algo contra la adicción no llegó de las distintas terapias a las que me sometí, sino de la vida. A mi mujer —que me había dejado, entre otros motivos, por mi consumo excesivo de alcohol — no le iban bien las cosas y yo quería conservar mi

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puesto de trabajo para poder mantenerla, a ella y a nuestra hija. Así que me volví abstemio. Los terapeutas me habían hecho creer que era un poco «egoísta», pero con eso no iba a ninguna parte. ¿Para qué iba a renunciar al alcohol? ¿Para seguir siendo esclavo de mi egoísmo? Me despreciaba a mí mismo por mi maldita debilidad. Pero cuando pasó lo de mi mujer, vi de repente un sentido en el hecho de estar sano. Esto es lo que me ha dado fuerzas hasta hoy. Ahora puedo librarme de la culpa con la que cargué tanto tiempo. Soy una persona distinta. Como vemos, la estimulación terapéutica para conseguir (egoístamente) la satisfacción personal de una necesidad no ha aportado nada en este caso. Podemos admitir que, durante su época de consumo creciente de alcohol, el remitente de esta carta se orientó demasiado hacia sus propias necesidades y demasiado poco hacia el sentido de la situación. De no ser así, se habría dado cuenta del sentido de echar el «freno de emergencia» ya antes de la división de su matrimonio y habría intentado dejar la bebida para salvar, no en último lugar, a la familia. Pero el hombre no fue consciente de ese sentido y no obtuvo de él (como factor protector) la fuerza necesaria para la abstinencia hasta que la mujer y la hija estuvieron en peligro. Por tanto, las posibilidades de la logoterapia de Viktor E. FrankI para prevenir adicciones se pueden agrupar en tres «paquetes de ayuda» distintos:

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1. Ayuda para encontrar un sentido en la vida. 2. Ayuda para tomar decisiones llenas de sentido. 3. Ayuda para mantener las decisiones llenas de sentido. La superación exitosa de la adicción del autor de la carta anterior muestra lo extraordinariamente importantes que son estas tres ayudas: 1. El hombre encontró un sentido en la vida: ayudar a su mujer. 2. Tomó una decisión llena de sentido: dejar la bebida para conservar su puesto de trabajo. 3. Mantuvo su decisión llena de sentido sin probar el alcohol durante un año. Naturalmente, cuanto más se prolonga una enfermedad adictiva, más difícil es para el adicto sacar partido de los «paquetes de ayuda» logoterapéutica. La capacidad de tomar decisiones en firme y, sobre todo, percibir el sentido se ve reducida en un cerebro enturbiado por el alcohol o las drogas. Sin embargo, cuando se trata de prevenir, los tres «paquetes de ayuda» tienen un efecto inmunizador frente a casi todas las tentaciones neuróticas. La persona que ha desarrollado por principio una disposición para buscar lo que en cada momento tiene más sentido, ajustar las decisiones vitales a su propia vida y mantenerlas con una aceptación interior, esa persona no descarrilará tan rápido, ni siquiera seducida

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por una adicción. Le quedará un asidero al que cogerse incluso sobre el empinado suelo de una gran desgracia. A continuación examinaremos por separado los tres «paquetes de ayuda» logoterapéuticos.

I. Encontrar un sentido en la vida

El sentido no se puede (ni debe) dar. En cierto modo siempre está presente, brillando en cada posibilidad concreta que tiene el ser humano de realizarse y hacer que su mundo personal y social sea un poco mejor, más claro y filantrópico. Para ello, la cantidad de posibilidades de sentido existentes no depende de la calidad de los «rincones del mundo» en los que uno se halla. Los impulsos de sentido dormitan en lo positivo y lo negativo. Pongamos un ejemplo de condiciones de vida positivas. Imaginemos una persona que es rica por haber heredado mucho dinero de sus padres. Esta persona no tiene que trabajar cada día para comer, pero le fastidia el aburrimiento y se entrega a diversiones dudosas. Con el tiempo, el trajín de las fiestas y las aventuras sospechosas le acaban repugnando y se ve tentada a ahogar el tedio y el descontento en el whisky o el LSD. En este caso, la intervención logoterapéutica consistiría en reflexionar con el afectado acerca de las posibilidades de sentido que alberga el hecho de ser rico. ¿No hay alguna tarea a

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la espera de que alguien con los medios necesarios la ponga en marcha, alguna tarea que merezca la pena acometer, alguna tarea que esta persona suscriba desde su más honda convicción, alguna tarea que requiera exclusivamente el compromiso de esta persona? Recuerdo a una joven condesa que acudió una vez a mi consulta porque su vida ya no tenía significado. A pesar de ser propietaria de varios castillos en las regiones más maravillosas de Alemania, todo le parecía fútil y vacío. Durante nuestra conversación, aquella joven dijo casualmente que pensaba pasar una semana en Etiopía para presenciar in situ, y no sólo por televisión, la miseria de la hambruna que impera en ese país. Esperaba vivir una experiencia estremecedora que, tras su vuelta y en contraste con la «película» vista en Etiopía, le hiciera recuperar el atractivo de una existencia llena de lujos. Yo intervine al escuchar esta idea y aseguré a la paciente que no se fiara de sus cálculos porque nunca conseguiría el efecto deseado. Pero yo sabía de una variante de su proyecto que, probablemente, le proporcionaría una tensión mucho más sana e, incluso, felicidad. Le propuse que aprovechara el viaje a Etiopía para elegir a una familia del país a la que ayudar realmente proporcionándole alimentos, ropa y medicamentos. Si lo hacía, le dije, se alejaría de ella cualquier sufrimiento por la supuesta falta de sentido de su vida y el aumento de su humanidad la curaría. A resultas de nuestra charla, una misión reci-

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bió los medios necesarios para librar de la muerte por inanición a todo un poblado durante unos meses. Pero además se registró otro resultado. La condesa se libró de una adicción que llevaba años padeciendo: la adicción a las sensaciones. Contrapongamos lo dicho hasta ahora con un ejemplo de condiciones de vida negativas y preguntándonos si el enfrentamiento espiritual con ellas puede convertirse también en un proceso de búsqueda de sentido. En un congreso de médicos al que asistí hace tiempo se discutía sobre el triste fenómeno del suicidio. Los ponentes no dejaban de repetir que los potenciales de agresión inconscientes, no exteriorizados ni desahogados por los afectados, constituían el motor de sus actos desesperados. Eché de menos una reflexión sobre la falta en los suicidas de un motivo para amar la vida con todas sus dificultades. Entre otros casos, en el congreso se habló de un joven que cayó en un estado depresivo porque su novia lo había dejado. Temiéndose lo peor, sus padres lo llevaron a una clínica psiquiátrica. Allí el médico hizo ver al enfermo que lo que tenía era una rabia tremenda contra su amiga infiel y le recomendó que reflexionara sobre su ira reprimida. Media hora después, el joven se lanzó al vacío desde una ventana de la clínica. El lacónico comentario del ponente fue que «el enfermo no toleró su rabia». Espontáneamente, tomé la palabra: «Desde el punto de vista logoterapéutico, se debería haber aconseja-

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do al joven que reflexionara sobre el amor y no sobre una rabia hipotéticamente oculta». Es decir, si el chico hubiera descubierto la esencia del amor quizá se habría dado cuenta de que sólo el amor nos puede poner en disposición de dejar marchar voluntaria y amistosamente a una persona amada si las circunstancias así lo requieren. Sentimientos tristes como la rabia, el odio o la decepción son reacciones psíquicas a circunstancias opresivas. Una terapia que tiene como objetivo extraer estas sensaciones dolorosas a través del llanto o el grito, o mediante pastillas o tácticas tranquilizadoras, no modifica ni un ápice la situación. En cambio, si la ayuda se centra en aportar una perspectiva de sentido a la circunstancia opresiva, el afectado será capaz de aceptarla e integrarla en su vida. Así, por ejemplo, una injusticia puede reforzar el sentimiento indulgente del perdón; un hecho traumático puede llevar a emprender cambios fecundos en la vida; el duelo puede hacer que una persona fallecida perviva en el recuerdo y no sea olvidada; la desesperación puede convertirse en un acicate para un cambio interior... Esta manera de aceptar y reinterpretar el sufrimiento es la única vía para desterrar el peligro de dejarse llevar por el alcohol o las drogas como maniobra evasiva de la realidad. En resumen: la persona que encuentra un sentido en la vida —sea ésta agradable o desagradable— no se interesa por los efectos aparentes de un entusiasmo artificial creado por el alcohol o las drogas o de

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un apaciguamiento postizo salido de una caja de pastillas. Lo que le interesa a esta persona no es otra cosa que lo real, los valores reales, las pérdidas reales, el mundo transpsíquico y no las frustraciones intrapsíquicas que, dicen, hay que quitarse de encima lo antes posible.

II. Tomar decisiones llenas de sentido Para tomar una decisión consciente e íntegra a favor o en contra de algo se necesita vitalidad y fuerza de voluntad. Ambas cosas se ven perjudicadas por las enfermedades psíquicas, aunque no se sabe exactamente en qué medida. El no puedo y el no quiero no se distinguen. Al inicio de un trastorno psicológico domina en mayor medida el no quiero y, al final del mismo trastorno, el no puedo (más). En consecuencia, cuando los familiares discuten y la madre, por ejemplo, opina que su hijo no puede actuar por culpa de la enfermedad, mientras que el padre lo critica diciendo que no quiere comportarse «como es debido», ambos tienen razón en cierta medida, lo que convierte la discusión en infructuosa. En las patologías adictivas ocurre lo mismo. La inclinación predispuesta y adquirida hacia la adicción se puede regular a voluntad, pero si se cede continuamente a ella, la capacidad voluntaria de regulación desaparece de forma paulatina. Y viceversa: esta capacidad se regenera tras una desintoxicación

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clínica de manera directamente proporcional al tiempo pasado sin probar la sustancia adictiva. Naturalmente, también hay un potente factor adicional que siempre influye: la existencia de un sentido en lo que se quiere. Decir que las personas son decididas o indecisas desde su nacimiento es pura especulación. Todos queremos intensamente en la medida que lo que queremos es intensamente importante para nosotros. Entonces, cuanto más objetivamente lleno de sentido es lo que una persona quiere y hacia lo cual se orienta, tanto más libre e inalterablemente podrá tomarlo en serio y decidirse de forma subjetiva por ello; y viceversa. Un ejemplo conmovedor nos ayudará a ilustrarlo. Una mujer publicó en una revista unos apuntes en forma de diario donde explicaba cómo cayó en un aislamiento absoluto por culpa de su indecisión. La mujer vivió en casa de su madre viuda hasta una edad madura y siempre mantuvo con ella una relación muy profunda. Pero al cumplir los 30 años conoció a un buen hombre que quería casarse con ella. La madre desconfiaba de él y le culpaba de todo lo malo que pasaba. No cabe duda de que esta actitud escondía el deseo de no perder a su hija. La mujer vivía en el conflicto de escoger entre dejar a su madre u olvidarse de los planes de boda. Pero, según contaba ella misma, tenía tan poca fuerza de voluntad que no pudo decidirse ni por lo uno ni por lo otro, así que siguió viviendo con su madre y viendo a su novio. Esta situación de incertidumbre acabó

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en una trágica escena de despedida en la que el hombre le hizo saber con la mayor vehemencia que no quería esperar eternamente, y desapareció. La mujer descargó toda su amargura en la anciana madre, quien se defendió argumentando que siempre había dicho que aquel hombre no valía nada. El suceso hizo empeorar la relación entre las dos y, en un arrebato de ira, la madre hizo las maletas y se fue a vivir a casa de una amiga. Allí padeció un ataque de corazón que más tarde, en un hospital, le causó la muerte. El relato autobiográfico de la mujer concluía diciendo, a modo de resumen, que ella misma arruinó su vida por no tener fuerza de voluntad y que ahora pasa como puede las noches solitarias con la ayuda de vino tinto y somníferos en la casa que su madre le dejó en herencia. La lectura de esta historia provoca compasión por la protagonista, pero no porque el destino la haya tratado cruelmente, lo cual no deja de ser cierto, sino porque su conducta se basaba en un error. El destino le ofrecía lo que ofrece a casi todo el mundo: circunstancias positivas y negativas. Lo que ocurre es que la mujer no estaba dispuesta a aprovechar las oportunidades positivas si ello implicaba acarrear con consecuencias negativas. Este, y no otro, era su verdadero problema. La codicia, y no la falta de voluntad, era lo que le impedía tomar una decisión. Lo quería todo: seguir siendo la hija querida por su madre y, al mismo tiempo, la esposa de su hombre. Lo quería todo, y lo perdió todo.

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La dificultad de decidir es uno de los rasgos típicos de las personas psíquicamente lábiles, dado que toda elección implica la renuncia de lo descartado. Por tanto, no es cierto que estas personas sean incapaces de elegir, sino que, simplemente, no quieren renunciar. No se pueden reconciliar con el hecho de que no pueden tenerlo todo. Pero volvamos a nuestro ejemplo. Atónitos, asistimos a cómo la mujer no ha aprendido absolutamente nada de los sucesos vividos. Tras la despedida del novio y la muerte de la madre, nuestra protagonista se ve enfrentada a la decisión de cómo organizar su futuro y, una vez más, no decide nada, o como mínimo nada con sentido, porque quiere varias cosas a la vez: el papel de «pobre chica» que le permite compadecerse de sí misma y hundirse poco a poco, y, además, una oferta de ayuda del exterior, como demuestra la publicación de sus escritos. Lo que debería haber aprendido —y que la logoterapia habría intentado motivar con urgencia— es a decir un «sí» bien alto y sincero a aquellos valores y consecuencias que realmente le importen. Si el mayor de los valores conscientes hubiera sido la madre, no habría seguido viendo al novio, sino que habría marcado claramente los límites de esa amistad. Si hubiera sido el novio, habría intentado desprenderse de la madre. Y si se hubiera dado cuenta de que ambas personas merecían la pena, habría hallado algún acuerdo que vinculase el matrimonio con el cuidado de la madre anciana. Lo mismo se podría

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aplicar a su situación actual: si fuera consciente del valor de su propia vida, no la desperdiciaría autodestruyéndose insensatamente. A veces desafío a mis pacientes instándoles paradójicamente a querer hacer lo que hacen. Por ejemplo, cuando alguien bebe sin moderación, le digo que lo haga pensando lo siguiente: «Bebo porque quiero volverme alcohólico». A una persona que siempre está cargando con el trabajo de los demás, le digo que lo haga pero pensando: «Haré el trabajo porque quiero que se aprovechen de mí». Si el paciente choca contra estas formulaciones absurdas, se dará cuenta de la distancia que existe entre lo que hace y lo que quiere, y deberá preguntarse por qué hace algo que no quiere. Normalmente, el paciente alude a debilidades psíquicas o miedos de cualquier índole que, según él, son más fuertes que su voluntad, pero se le puede asegurar de manera convincente que su voluntad sería lo suficientemente fuerte si lo que él quiere tiene un valor y un sentido suficientes para él. A partir de ese momento se abre una puerta a la búsqueda de cuestiones verdaderamente importantes que, si se cruza, permitirá al paciente acercar cada vez más sus actos a sus voluntades, cosa que no ocurría en su conducta adictiva. Éste es el carácter preventivo para adicciones del segundo «paquete de ayuda» de la logoterapia.

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III. Mantener las decisiones llenas de sentido Cuando se toman decisiones con sentido pero no se mantienen, vuelven a perder su cualidad protectora y se transforman precisamente en factores de riesgo. Una persona que se echa constantemente atrás de sus propias decisiones corre incluso más peligro que otra que a duras penas consigue tomar alguna, porque mientras ésta lucha por estar convencida de lo que hace, aquélla actúa en contra de su propia convicción. Por este motivo, la logoterapia considera importante respaldar a las personas en el mantenimiento de decisiones llenas de sentido. En la práctica esto significa animar al paciente a que vea los inconvenientes relacionados con su decisión como un «precio» que hay que «pagar» por los valores para los que sirve dicha decisión. De lo que se trata es de poder estar satisfecho de lo que se consigue o se puede conseguir y de encarar con serenidad los altibajos de la vida. Supongamos que un señor no muy adinerado tiene que elegir entre comprarse un traje elegante, pero caro, o una prenda barata de confección. Si se decanta por lo primero, el precio que tendrá que pagar por el valor de llevar una pieza de vestir noble es el de ahorrar durante un tiempo y no poder permitirse muchos gastos más. Si elige el barato, el precio que tendrá que pagar por el valor del ahorro es el de no poder lucir su traje nuevo en ocasiones solemnes y destacar negativamente entre sus colegas.

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Pues bien, habrá hombres que se comprarán el traje caro y después se lamentarán porque ya no les queda dinero, y habrá otros que elegirán la prenda sencilla y después se quejarán porque encoge o no les queda bien. Da igual la manera de decidirse o el sentido que la decisión pueda tener en su situación personal: siempre tendrán algo por lo que refunfuñar o que criticar porque únicamente se fijan en el precio que hay que pagar. Esto hace inevitable la infelicidad, porque el sentido profundo de cualquiera de las decisiones desaparece de repente, tan pronto como la ejecución de la decisión exige alguna renuncia. La situación cambia cuando se trata de un hombre que, por la satisfacción de ir elegante, elige el traje caro y está dispuesto a posponer de buena gana durante meses otros placeres. En su caso, la satisfacción perdurará. De forma parecida disfrutará de una compra barata el hombre que se decanta por el traje de confección —porque necesita el dinero para cosas más importantes— siempre que no le importe ofrecer una imagen modesta. La metáfora del traje caro o barato es aplicable, en general, a personas con tendencias adictivas. Cuando por fin consiguen tomar la decisión sensata de ofrecer resistencia a su adicción, estas personas no deben concentrarse exclusivamente en el precio que hay que pagar por ello (en forma de continuo autocontrol y férrea psicohigiene). También deberían acordarse del valor que conquistan con su decisión: una vida sana desde la autodeterminación y la dignidad. ¡Merece la pena

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pagar el precio de este valor! Cuántos adictos se ofuscan porque, precisamente después de innumerables intentos de curación, han visto cómo se recrudecía su adicción. A menudo, lo que desencadena la siguiente recaída es la mera imprudencia, la «última» copa de vino o el «último» cigarrillo que inicia la funesta caída. Pero a esta imprudencia sólo se llega cuando se pierde de vista el valor por el cual se ha pagado un alto precio y hay que seguir pagando si se quiere conservar. Con su temática del sentido, la logoterapia mantiene los valores espiritualmente presentes y pone de relieve el sacrificio, necesario en cada momento, que merece la pena hacer «en nombre de la realización de los valores». Aquí reside el carácter preventivo para adicciones del tercer «paquete de ayuda» logoterapéutica.

EN RESUMEN

Para encontrar un sentido en la vida hay que indagar las posibilidades con creatividad y bajo cualquier circunstancia. Para tomar decisiones con sentido hay que renunciar heroicamente a las alternativas con menos sentido. Para mantener decisiones llenas de sentido hay que pagar «de buen grado» el precio que cuestan. Seguramente no es fácil dominar este carro de tres caballos, pero su efecto es altamente protector porque compensa los riesgos de nuestra frágil existencia.

¿De qué depende la dependencia?

Hay muchos tipos de dependencia, pero no todos desembocan en una enfermedad mental. A pesar de ello, todas las dependencias conducen a una vida limitada en tanto que la forma de ser del hombre —llamada «existencia»— no llega a su completo florecimiento. Hay vidas que, al brotar, se marchitan. A continuación presentaremos cinco tipos de dependencia que abarcan en conjunto la práctica totalidad de esta problemática. Todo ser humano que tiene la oportunidad de hacerse adulto está obligado a superarlos paulatinamente a medida que va creciendo.

I. La dependencia de efectos externos (o de la aprobación de los demás)

El primer tipo consiste en la dependencia de los efectos externos: la dependencia de la recompensa o el castigo que esperamos cosechar en el prójimo co-

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mo consecuencia de nuestros actos. En este contexto, lo que está «bien» es lo que despierta el cariño de los demás e impide el rechazo. Esta visión oportunista se suele subestimar en la estructura de dependencias, pero contiene extraordinarios elementos de crítica para valorar la salud y la estabilidad mentales. Un ejemplo de ello son las personas que se comprometen con su trabajo pero se orientan hacia el éxito y que, cuando surge un fracaso inesperado o una falta de amor repentina, se «apagan» y pierden aquella energía inicial. En general, diremos que en la dependencia de los efectos externos siempre existe el peligro de ser manipulado: no se actúa en libertad, sino siempre guiado por la probabilidad de ser recompensado o castigado.

II. La dependencia de efectos externos especiales (o de la aprobación de personas determinadas)

En este segundo tipo, la dependencia de efectos externos se reduce a la dependencia de las opiniones y actos de unas cuantas personas con las que existe una relación particularmente estrecha. En este caso, lo que estará «bien» es lo que guste y valoren positivamente estas pocas personas. Aunque esta reducción de la dependencia de efectos externos supone, en principio, un avance, puede suponer un

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agravante patológico, por ejemplo, en personas que no se desprenden de los padres o de la opinión paterna, o se someten a la influencia del jefe de una secta. En general, diremos que en la dependencia de efectos externos especiales siempre existe el peligro de estar sometido: no se actúa con libertad, sino bajo el dictado de las ilusiones de otra u otras personas.

III. La dependencia de efectos externos interiorizados (o de la aprobación de una sociedad basada en valores transmitidos)

En este tercer tipo de dependencia, los efectos externos se han interiorizado. Sigmund Freud hablaba a este respecto del «superyó», una instancia psíquica del ser humano que le instaría a seguir las órdenes y normas de la sociedad a la que pertenecemos. Por consiguiente, lo que estará «bien» en este caso será todo lo que coincida con la moral social. A pesar de que esta interiorización de los principios básicos de la convivencia humana constituye un enorme avance si la comparamos con el culto a la persona que se produce en los otros dos tipos, tampoco está exenta de peligro para la vida mental. Un ejemplo de ello lo tenemos cuando una persona no hace caso de la voz de su propia conciencia y abandona el camino que le conviene por culpa de una moda socialmente permitida.

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En general, diremos que en la dependencia de efectos externos interiorizados existe el peligro de estar determinado por fuerzas ajenas: se actúa con aparente libertad, pero en realidad se sigue la experiencia y la voluntad de un colectivo.

IV. La dependencia de efectos internos (o de la aprobación del estado anímico propio)

Las sensaciones del afectado siempre han estado incluidas en los tipos de dependencia citados hasta ahora. Nos sentimos bien cuando recibimos atención y recompensa, cuando las personas cercanas son un modelo a seguir y cuando sabemos que estamos en armonía con el entorno social. Sin embargo, todavía no hemos dicho que estar «bien» significa sentirse bien. Decantarse por la buena sensación como patrón de conducta interno es un paso decisivo en favor de la independencia de efectos y normas externas. Sin embargo, este paso puede llevar directamente al cuarto tipo de dependencia: la dependencia de los efectos internos, es decir, de cómo nos sentimos después de un acto determinado. En este caso, el peligro es obvio. El alcohólico, por ejemplo, se siente mal antes de tomar una copa y bien después de hacerlo. El ludópata también se siente mal cuando no tiene una mesa de juego delante y bien cuando la tiene...

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En general, diremos que en la dependencia de los efectos internos el peligro de volverse adicto es inmenso: no se actúa voluntariamente, sino bajo el yugo del propio estado anímico.

V. La independencia de efectos de cualquier tipo y la dependencia de requisitos de tipo especial (aprobarse uno mismo) Sólo la persona totalmente independiente de efectos externos e internos está capacitada para elegir libremente sus actos, incluso cuando al elegir recibe a cambio castigo, rechazo y condena de los demás o pena y dolor en su alma. Sólo este ser humano libre estará en situación de cuestionarse el «bien en sí mismo» y buscar las cosas buenas, independientemente de si le aportan ventajas o inconvenientes y de si el mundo las reconoce o no como buenas. Sin embargo, en este nivel superior de desarrollo acecha un último peligro (tipo de dependencia número 5): el peligro de que el «bien en sí mismo» sólo se haga si se cumple un requisito determinado, a saber, que otras personas también estén dispuestas a hacer el «bien en sí mismo». Por ejemplo, muchos saben que la paz es «buena en sí misma», pero sólo la firman si el enemigo acaba la guerra. Y si no lo hace, será culpable de que el «bien en sí mismo» no se haya hecho realidad.

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En general, diremos que la dependencia de requisitos especiales a pesar de la independencia de efectos de cualquier tipo alberga el peligro de la vanidad. En este caso, se actúa con libertad pero siguiendo un lema: «Si el otro no, yo tampoco».

Conclusión

De los cinco puntos anteriores se deduce que el fenómeno de la «dependencia» depende principalmente de la importancia que se otorgue al antes y al después de un acto autónomo. Si la importancia es alta, también lo será la dependencia; si disminuye la importancia, se podrá ponderar el sentido inherente a la acción y orientarla hacia él. Entonces, y sólo entonces, relucirá la verdadera libertad humana que nos permite hacer que lo bueno ocurra a través de nosotros si lo elegimos. De estos puntos también podemos inferir algo más. No cabe duda de que la dependencia es una representación fundamental de estadios tempranos del desarrollo de la persona y un estado más o menos natural que se extiende a lo largo de tramos prolongados de la vida. Esto coincide con los resultados de investigaciones sobre la formación de la personalidad y los procesos de desarrollo moral y religioso desde la infancia. Los estadios considerados «superiores» en cada momento son siempre los de mayor independencia en comparación con los inferiores.

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Sin embargo, habría que ver si de ello podemos extraer la conclusión de que cada persona está obligada a atravesar un estadio tras otro y que, por consiguiente, la evolución personal sigue el principio del «pasito a pasito». Permítanme que, desde mi larga experiencia en la práctica psicoterapéutica, contradiga esta idea. El ser humano está llamado a hacer realidad sus más elevadas posibilidades. Desde su engendramiento, la persona está concebida para la libertad espiritual y la realización de un sentido en sus actos. La capacidad para la independencia y el conocimiento de lo que es «bueno en sí mismo» están instalados en el ser humano desde el principio. Los cinco puntos detallados anteriormente y las distintas fases evolutivas que notorios expertos en la psique humana formularon mucho antes que yo dormitan en nosotros como potencialidades antes de actualizarse, pero no todos tienen la misma potencialidad. Los «niveles elevados» siempre son los que nos esperan, nos atraen y nos llegan, mientras que los «niveles inferiores» siempre son los que se cierran cada vez más a nosotros y nos repelen. Cuanto más dignos de la persona son los estadios de desarrollo que hay que alcanzar, tanta más potencia de actualización albergarán para seres humanos como nosotros, y tanto más «espontáneos» seremos nosotros para «descubrirlos». De ahí que haya personas adultas que han vivido durante años instaladas en un nivel de dependencia infantil y que, repentinamente, son ca-

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paces de madurar porque han oído la llamada de la libertad y la dignidad humana. Por consiguiente, los expertos y profanos que trabajan con personas afectadas por la problemática de la dependencia tienen el deber de intensificar esa llamada que desde el principio existe y que proviene nada menos que del «bien en sí mismo». El ascenso a la independencia interior puede producirse sin rodeos ni reservas allí donde se reciba esta llamada.

La búsqueda de identidad como proceso creativo

Cuando se habla de la diferencia cualitativa entre la facultad de pensar animal y humana o, más actualmente, entre un superordenador y el cerebro humano, casi siempre se alude a la capacidad creativa de la que carecen por igual máquinas y animales. Las ideas artísticas o musicales, los intereses científicos, las creaciones tecnológicas, la religión, la filosofía, por nombrar sólo algunos ámbitos, son «dominios humanos» por excelencia. Al ámbito creativo se añade el cognitivo, es decir, el reconocimiento y la formación de una identidad. Ningún animal es capaz de valorarse a sí mismo como un «ser animal» ni ningún aparato sumamente perfeccionado está en situación de clasificarse como «aparato» entre la abundancia de cosas del mundo. Si observamos el crecimiento de un niño desde que empieza a actuar por reflejos e impulsado por instintos hasta que se convierte en un joven mentalmente adulto, vemos que el salto cualitativo a los «dominios humanos» es continuo y no siempre en

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el marco de un proceso lento e imperceptible, sino, en ocasiones, de manera repentina. Todo empieza cuando, un día, el niño introduce una acción autónoma en la pura copia e imitación de actos, es decir, crea una combinación que da como resultado una forma que no tenía interiorizada. Esto sucede, por ejemplo, al apilar las piezas de un juego de construcción o en el uso del lenguaje, cuando el niño inventa de repente frases propias, o también al pasear, cuando se toman caminos por los que nunca se ha pasado. La habilidad del educador se encargará de fomentar y guiar estos saltos del niño a las acciones creativas. Fomentar, porque la autonomía, la abundancia de ideas y la creatividad son indicadores satisfactorios de un desarrollo sano y positivo; y guiar, porque un crecimiento «silvestre» de la identidad podría dañar la relación del niño con la sociedad, por ejemplo, si se inventa las palabras o si no respeta las normas de convivencia. El difícil proceso de fricción entre la adaptación a los demás y la personalidad propia, entre la asunción de la tradición y la creación de cambios, empieza con el primer paso infantil hacia lo creativo y ya no termina jamás. Si seguimos el desarrollo del joven, el siguiente salto cualitativo que encontraremos será el afloramiento de la búsqueda de un ideario propio, aproximadamente en la época de la pubertad. Con la capacidad de pensamiento crítico llegan por primera vez las preguntas sobre la religión y la sociedad a los la-

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bios del joven que, hasta ahora, se ha limitado a ir repitiendo lo que le decían. Todo lo que antes de la pubertad se creía sin refutar, ahora se cuestiona, se prueba, se agita, se le da la vuelta. Otra vez, el educador necesitará un tacto especial para, sin recurrir a argumentos prefabricados, ayudar al adolescente escéptico y obstinado a encontrar respuestas orientadas hacia unos valores. La creencia en «lo que mantiene unido al mundo en lo esencial» siempre es el producto de un acto creativo arduo y espiritual que se inicia en la pubertad y que —en el mejor de los casos— se hace bajo la atenta y paciente mirada de las personas de referencia. Cuando al final ya sólo quede dar el paso a la vida adulta, nada pondrá trabas al último gran salto hacia la realización creativa de la persona: el descubrimiento de la identidad propia, es decir, la percepción de objetivos personales y del sentido de la vida de cada uno. Partiendo de la capacidad, practicada en la infancia, de actuar con fantasía y de una línea ideológica fraguada en el impulso y la precipitación adolescentes, a partir de ahora sólo habrá lugar para la realización de la existencia humana en tanto individuo único, excepcional, irrepetible e insustituible. Por desgracia, algunas personas no experimentan en su desarrollo los saltos aquí descritos, lo cual tampoco se puede achacar únicamente a los responsables de su educación. A veces, las predisposiciones de carácter ansioso, la seducción de los medios de comunicación, las ideologías enfermizas, las influen-

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cias dominantes de los coetáneos y la inercia personal se combinan con los distintos obstáculos que se interponen fatídicamente en nuestras vidas. ¿Qué ocurre entonces? Que el radio de acción creativo no se expande lo suficiente. No hay innovación, el ideario no resiste y la persona no consigue llegar a su identidad. Es una situación «existencialmente» grave, pero siempre quedan dos posibilidades para estas personas: o bien se esfuerzan por su propia cuenta en recuperar enérgicamente lo perdido, o bien rehusan reconocer honestamente sus debilidades refugiándose en el mundo irreal de la huida y la adicción. Repetimos: es duro recuperar lo perdido, pero también es posible. ¿Por qué es duro? Porque el arte de crear requiere olvidarse de sí mismo con naturalidad y abnegación, mientras que el desertor y el adicto solamente conoce el autoolvido embriagador. Pasar de lo segundo a lo primero implica transformar completamente la actitud ante la vida, y eso no resulta nada fácil. A continuación expondremos algunas reflexiones a modo de ayuda:

El autoolvido natural y abnegado

Para empezar, nos adentraremos en la capacidad natural y abnegada de olvidarse de uno mismo. Viktor E. Frankl nos enseñó que el ser humano encuentra su identidad trascendiéndose a sí mismo. Según él,

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[,..] el ser humano apunta más allá de sí mismo. Nos remitimos a algo que no somos nosotros. A algo o a alguien. A un sentido que hay que satisfacer o a otro ser humano con el que nos encontramos. A una cosa a la que servimos o a una persona a la que amamos.1 Para Frankl, los proyectos creativos nunca se conciben teniendo en cuenta exclusivamente los deseos y necesidades propios, sino que también incluyen al mismo nivel, cuando no prioritariamente, a las personas y cosas que nos rodean. Diferentes estudios psicológicos avalan los puntos de vista de Frankl. Un panadero satisfecho con su profesión no se pasa el día pensando si le va bien despertarse de madrugada o si le gusta o no amasar. Un panadero satisfecho es aquel que está metido de lleno en su oficio, que moldea la masa con habilidad, inhala con fruición el aroma del pan recién hecho y se concentra en vender un género excelente y mantener una clientela fiel. De la misma manera, un médico satisfecho no es aquel que está pendiente de la caja registradora y lo único que hace es pensar en cómo deshacerse de los pacientes molestos, sino aquel que ha declarado la guerra a la enfermedad y la muerte e invierte una parte de su ser en esta lucha. Nadie puede identificarse primero con una profesión y después disfrutar trabajando en ella, porque en realidad sucede lo contrario: al principio se estaI. Viktor E. Frankl. Árztliche Seelsorge, Viena, Deuticke, 10a edición, 1982. pág. 160.

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blece un compromiso con el trabajo en el que el Yo, frente a las exigencias de la situación, se coloca voluntariamente en un segundo plano. La atención del que trabaja está «cautivada» en todo momento por el sentido que debe ser satisfecho en cada acción y, al mismo tiempo, de manera inadvertida y espontánea, se produce el milagro de la obtención de identidad: la persona se aproxima a aquello que le gustaría ser, es decir, a sí misma. La elección de pareja discurre por cauces parecidos. Aquí también se produce un proceso de formación de la identidad que sólo se culmina cuando la elección se orienta hacia un Tú del que el Yo se ha enamorado. La esencia de la personalidad propia se fortalece en la existencia feliz para el otro. Lo mismo se puede decir de la elección de domicilio o de cualquier otra decisión que abra nuevas perspectivas en la vida de una persona. Por supuesto, las necesidades y las pulsiones vitales de cada individuo siempre están presentes, pero únicamente se limitan a hacer el «trabajo sucio» de un proceso creativo en el que un «deber mundial autotrascendente» (por ínfimo que sea) permite al ser humano aspirar a objetivos que solamente se abren a seres espirituales.

El autoolvido embriagador A diferencia del anterior, el autoolvido embriagador hace que el individuo se olvide precisamente

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de este «deber mundial autotrascendente» y se entregue a una agitación interior que no se puede eliminar si no es con una dosis de anestesia que permita pasar unas cuantas horas vegetando sin el menor síntoma de intranquilidad. En este periodo exento de compromiso, la alegría muere. La atención, que ya no tiene ningún sentido que la «cautive», rodea al ego con sus brazos y lo arrastra al remolino de la autocompasión. «¡Oh! ¿Qué me está pasando?» «¿Qué tengo?» «¿Cómo me siento?» Mirarse al espejo es estremecedor. Se va esbozando una mueca cada vez más sombría. Ángel Silesio sabía de lo que hablaba cuando escribió los versos siguientes: En el corazón de cada ser humano hay una imagen de aquello a lo que aspira ser y si no lo consigue su paz nunca será completa. De una cosa podemos estar seguros: el que se emborracha o se droga lo hace porque no ha encontrado la paz interior, y la adicción tampoco proporciona esa paz. Simplemente, ofusca al individuo y, al final, puede matarlo. Y nadie sabe si realmente descansará en paz...

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El «salto» necesario Por tanto, todo desarrollo sano de la identidad requiere un «salto» del autoolvido embriagador al autoolvido natural y abnegado. Pero ¿qué aporta este salto? La respuesta, como suele suceder en la vida, es relativamente sencilla: aporta el conocimiento de que la realidad es más importante que su aceptación por parte de nuestros sentimientos; que esta realidad sigue existiendo incluso cuando huimos de ella para refugiarnos en otro sitio; que se trata de la realidad que nos rodea porque ella es el material del impulso creativo que nos mueve desde tiempos inmemoriales; y que no podemos escabullimos de intervenir constructivamente en la realidad, por bueno o malo que sea nuestro estado de ánimo en cada momento. Quizá sea un discurso duro, pero esconde una sabiduría que Viktor E. Frankl reflejó, por ejemplo, en estos dos breves fragmentos: No cabe duda de que, al fin y al cabo, siempre es mejor experimentar un malestar y que los médicos nos aseguren que no hay nada fisiológico detrás. Siempre será mejor que el caso contrario, es decir, no notar nada y, sin embargo, arrastrar una lenta enfermedad latente [...].2

2. Viktor E. Frankl, Psychotherapie für den Alltag, Friburgo, Herder, nueva edición, 1992. pág. 82 (trad. cast.: La psicoterapia al alcance de todos. Barcelona. Herder. 1995).

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PACIENTE: Todo me parece vacío, sin sentido. FRANKL: ¿Qué es lo que cuenta para usted, la manera como le parecen las cosas, o sea, vacías o llenas? ¿O lo único que cuenta para usted es que todo sea importante?3 La argumentación de Frankl es obvia. Por supuesto, siempre es mejor no estar enfermo aunque uno se sienta enfermo (como les sucede a los hipocondríacos) que estar enfermo y no notarlo (de momento). Siguiendo la misma lógica irrefutable, también es mejor acometer algo con sentido y sentirse (de momento) miserable (como en el «salto al auto-olvido natural y abnegado») que hacer algo carente de sentido y sentirse de maravilla (por ejemplo, al consumir drogas). Por tanto, el mensaje que una ayuda eficiente para adictos deberá transmitir es el siguiente: el ser tiene preferencia sobre cualquier ilusión emocional. Y, simultáneamente, de manera inadvertida y espontánea, se producirá el milagro de la obtención de identidad...

3. Viktor E. Frankl. Logotherapie uncí Existenzcinaly.se, Weinheim, PVU, 3a edición, 1998, pág. 152 (trad. cast.: Logoterapia y análisis existencia!, Barcelona, Herdcr, 1994).

¿Qué papel (no) desempeña la educación?

En repetidas ocasiones se ha negado terminantemente que la causa principal de la adicción resida en la familia. De manera objetiva, la influencia del factor educativo en la vida adulta asciende a una tercera parte, siendo ésta una apreciación a la alta, porque el medio educativo no constituye todo el entorno de un individuo. La escuela, los amigos, los medios de comunicación y las corrientes sociales comparten con padres y familiares, en calidad de agentes educadores, esta tercera parte de influencia. Los otros dos tercios de influencia en el desarrollo de un individuo los forman la herencia biológica y la aportación espiritual propia. Tras casi un siglo de exagerada veneración del determinismo ambiental por parte de muchos científicos, la era de la investigación genética moderna redescubrió la extraordinaria importancia de la herencia. Actualmente nadie cuestiona la considerable dote genética de las cualidades y capacida-

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des físicas y psíquicas que el individuo recibe en el momento de su concepción como «capital inicial». Cada célula del cuerpo humano tiene grabado un completo programa de futuro que abarca desde los gustos individuales a la esperanza media de vida. En cambio, el siglo xxi todavía no ha encontrado ninguna explicación a la enorme importancia de la aportación espiritual propia. Tal como demuestra una interminable casuística, las personas con un mismo origen o los gemelos con una misma herencia se desenvuelven de una manera completamente distinta en este mismo marco educativo y genético y, por consiguiente, se convierten en personalidades únicas e inconfundibles. La variopinta diversidad de desarrollos que, por ejemplo, experimentan hermanos procedentes de estratos supuestamente muy marcados nos reafirma en la esperanza de que el ser humano, en lo que respecta a su sustancia espiritual, es mucho más que el origen que la casualidad y el destino le han concedido. Uno de los pocos científicos que siempre ha tenido en cuenta esta aportación misteriosa del individuo en su propio devenir es Viktor E. Frankl. Su temprano texto Der unbedingte Mensch, publicado en 1949, ya estuvo dedicado a la cristalización de esta unión entre el espíritu y los factores sociobiológicos, tal como podemos leer en la primera página:

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Extracto de la introducción Este libro intentará mostrar hasta qué punto el hombre puede existir como un ser incondicionado (a pesar de todos los condicionamientos). En estas páginas demostraremos hasta qué punto el ser humano siempre está por encima de su condicionamiento táctico o, por lo menos, puede estarlo. Para hacerlo, nos centraremos precisamente en aquellos hechos que parecen limitar sorprendentemente el campo de acción del espíritu humano, pero que también son capaces de mostrar, de manera no menos asombrosa, cómo el ser humano, a pesar de todo, todavía tiene la facultad de levantar el vuelo en virtud de su libertad: nos referimos a esos hechos biológicos y psicológicos que se resisten a la intervención del médico y, no en menor medida, a la del neurólogo y el psiquiatra. El condicionamiento fáctico y el incondicionamiento facultativo del ser humano van de la mano. El neuropsiquiatra es, por definición, un conocedor del condicionamiento psicofísico de la persona espiritual, pero también es, precisamente por ello, testigo de su libertad: el conocedor de la impotencia es llamado aquí en calidad de testimonio de lo que nosotros denominamos el poder de obstinación del espíritu.^ Estas excelentes palabras se pueden aplicar en la práctica a todos los psicoterapeutas y, especialmen1. Viktor E. Frankl, Der leidetule Mettsch, Berna. Huber, 2a edición, 1984, pág. 67 (trad. cast.: El hombre doliente. Barcelona. Her-der, 1994).

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LIBERTAD E IDENTIDAD no les ofrecen Jóvenes

les ofrecen drogas

las toman

sin ofrecérselas también las habrían tomado

ofreciéndoselas tampoco las habrían tomado

drogas ¡influencia del entorno!

¡influencia del entorno!

te, a todos los trabajadores de una clínica de desintoxicación. Todos ellos son, por un lado, «conocedores de la impotencia humana» y, por otro, «testigos del poder de obstinación del espíritu», porque cada día se enfrentan con el «soy así porque...» de sus pacientes y, simultáneamente, con el «puedo cambiar, aunque...» de esos mismos pacientes. Los diagramas de la parte superior de estas páginas ilustran gráficamente, tanto en la esfera individual como en la colectiva, esa tercera parte de influencia del entorno de la que hablábamos. Se trata de un esquema sobre el consumo de drogas (que representaría los desarrollos negativos) y otro sobre la práctica musical (un desarrollo positivo) en la juventud. Ambos diagramas indican que, debido a la influencia del medio, dos de cada seis grupos de per-

¿QUÉ PAPEL (NO) DESEMPEÑA |...|? no tocarían el piano

Jóvenes

espontáneamente

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tocarían el piano

espontáneamente

Herencia

Entorno

les fomentan la música

dicen «sí» al piano

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¡influencia del entorno!

sonas (una tercera parte) son desviados de sus predisposiciones. Pero, al mismo tiempo, también muestran que la última palabra, la última decisión al respecto siempre la toma la propia persona. Jean-Paul Sartre dijo, acertadamente, que «la libertad consiste en cómo respondemos a lo que nos sucede». Por tanto, el mito del todopoderoso factor educativo pierde toda validez, así como la excusa que esgrimen los adictos cuando echan la culpa de sus líos a los padres, los camellos o al Estado. Nadie es víctima exclusivamente de sus circunstancias (exceptuando a los niños y a los que padecen enfermedades cerebrales orgánicas). Todos configuramos activamente nuestras circunstancias, aunque, naturalmente, también podemos hacerlo para caer víctimas de ellas.

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El factor «educación»

Examinemos a continuación el «factor educativo». ¿Qué frutos puede dar la educación frente al peso de la herencia y las aportaciones propias? La resignación estaría aquí fuera de todo lugar. Toda educación abre puertas, a la humanidad o a la falta de humanidad, en función de cómo sea. La educación no garantiza que los adolescentes atraviesen esas puertas en un futuro, aunque todo el mundo sabe que es mucho más difícil atravesar una puerta cerrada. Por consiguiente, si padres y profesores consiguen abrir de par en par las puertas de la humanidad, obsequiarán a sus sucesores con el maravilloso regalo de poder andar sin trabas hacia una vida agraciada. De ellos dependerá entonces tomar esa dirección, si así lo desean. Una de las puertas más atractivas hacia la humanidad es la educación en el amor. Ya lo dice la buena literatura especializada: los niños necesitan amor. Pero no sólo eso, sino también capacidad para amar, porque sólo gracias a la fuerza del amor propio pasarán algún día de necesitar a ser necesitados, y este paso de un nivel a otro será lo que cortará definitivamente el cordón umbilical que los mantiene en la infancia. El carácter crucial de este cambio de niveles se ilustra en un proyecto modélico que se puso en marcha en la década de 1980 del siglo pasado y que, para sorpresa general, fracasó. Los pedagogos lo idearon para impedir el fa-

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natismo y las agresiones en los campos de fútbol y otros actos deportivos y proteger así a los espectadores de las peligrosas intrusiones de grupos de gamberros. El proyecto consistía en proporcionar a los agresores alternativas para satisfacer sus necesidades, como, por ejemplo, peñas deportivas, centros de reunión para jóvenes, talleres artísticos y sótanos acondicionados donde poder desahogar las energías de manera «inofensiva» en colchonetas y sacos de boxeo. Por desgracia, el resultado obtenido fue contrario a lo esperado. Las agresiones no se recondujeron, sino que se recrudecieron. Lo que se creía inofensivo degeneró en un dopaje de brutalidad y las peñas se convirtieron en infiernos de la droga. ¿Cuál fue el error de este planteamiento? Que no se fue más allá del nivel de la necesidad. ¿Qué necesitan los jóvenes para su desarrollo? Esto y aquello. Pues lo tendrán. ¿Y si no se desarrollan positivamente? Entonces, por lo visto, es que deben de necesitar otras cosas y en mayor cantidad. Pues también las tendrán... Todo quedó en un mero suministro de lo que los jóvenes necesitaban y una ausencia de educación para ser necesitados. No se tuvo en cuenta la mayor y más humana necesidad de los jóvenes: el anhelo de ser ellos mismos útiles y valiosos para algo en algún momento y lugar. Cuando, en su día, el famoso pedagogo Eduard Spranger habló de la diferencia conceptual básica que existe «entre dejarse llevar y sentirse responsa-

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ble»,2 dijo sin dudar que no basta con transmitir a los adolescentes cuándo y dónde pueden dejarse llevar sin verse relativamente perjudicados, sino que también tienen que aprender a asumir responsabilidades y, en caso necesario, controlar desde su autonomía la presión acuciante de la frustración y los instintos. Responsabilidad es ante todo conceder al competidor la victoria merecida y esmerarse en no hacer que los inocentes paguen por todo aquello que nos fastidia. Pero para eso es necesario el amor en su sentido más amplio y bello: amor por el juego limpio, amor contradictorio por el adversario, amor fundamental por el inocente e, incluso, amor por uno mismo, por un Yo no mancillado por las «infamias». Se necesita amor, pero no el que se recibe, sino el que se reparte. Una educación que se excede en la satisfacción de necesidades está implantando una actitud de exigencia en las mentes jóvenes que durará toda su vida. Exigir alegría al ganar o ausencia de frustración al perder es algo que no se ajusta a la realidad. En el marco de tales exigencias, cualquier pena se convierte rápidamente en un lloriqueo que aumenta aún más el pesar. En cambio, una educación que hace que el joven se sienta necesitado contribuirá al fortalecimiento ante los disgustos y a sacar lo mejor de cualquier preocupación. 2. Eduard Spranger en Hans Walter Bahr (comp.). Wege zur Daseinsgestaltung, 1952.

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¿Se ha eliminado de los planteamientos actuales el error del ejemplo anterior? Un caso extremo nos muestra que no. En agosto del año 2000 naufragó el submarino atómico ruso Kursk. Durante días, los equipos de rescate intentaron en vano salvar a la tripulación de morir asfixiada. Las fotografías que entonces se publicaron en la prensa mostraban la desesperación de unos familiares que se agarraban a cualquier atisbo de esperanza. En el Frankfurter Allgemeine Zeitung, como en otros periódicos, se pudo leer lo siguiente: «Mientras una mujer se desmaya, la doctora sigue inyectando tranquilizantes a los otros cuatrocientos familiares. El jefe de psiquiatría del hospital de Murmansk justifica el ataque con jeringuillas arguyendo que el uso de tranquilizantes es una práctica corriente en situaciones como ésta». ¿Qué necesitan los familiares desesperados? ¿Indiferencia artificial? Pues la tendrán... ¿Se acaba aquí la desesperación? Quien lo crea se está engañando. Mucho más digno habría sido reunir a los familiares para sentirse necesitados y, en este nivel, confiarles la tarea solidaria de apoyarse y consolarse mutuamente. Y aún más útil habría sido reclutar entre ellos a un «ejército de rebeldes» para levantarse contra la guerra, las armas, los soldados y la violencia. Pero lo más humano habría sido llorar con ellos por la muerte de sus cónyuges, padres e hijos para que, en el duelo común de todo un pueblo, pervivieran en el recuerdo.

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Estos ejemplos demuestran lo pernicioso que puede llegar a ser el potencial adictivo que estos errores de planteamiento albergan. El proyecto modélico del siglo pasado hizo aumentar el consumo de drogas en los clubes juveniles, mientras que el ataque con jeringuillas de Murmansk convirtió en yonquis a personas con un trauma psíquico. En ambos casos, la «droga» se proporcionó siguiendo el lema: «¿Qué necesito para aguantar esta vida?». En cambio, la buena educación apunta desde un principio a una divisa totalmente opuesta: «¡Lo resistes todo porque la vida te necesita!». Quien es consciente de ello es capaz de atravesar la puerta abierta de la humanidad sin necesidad de drogas, libremente y con paso decidido. Pase lo que pase.

Relajación y fortalecimiento de la voluntad

Como hemos dicho, el ser humano no es producto ni resultado de los factores que influyen en él. Provistos de este leitmotiv, adentrémonos ahora en la temática de la adicción. Siempre que se habla de ella, las cifras que se barajan acostumbran a ser dramáticas. Sólo en Alemania viven miles de heroinómanos, uno de cada ocho niños de entre 12 y 14 años ya ha tenido alguna experiencia con las drogas y las cifras oficiosas de casos de alcoholismo multiplican por seis los datos recabados por las estadísticas. Hace años, el célebre psicoanalista alemán Horst Eberhard Richter sostenía en su libro Die Gruppe que esta situación era «el resultado de un sinnúmero de problemas encadenados, empezando por condiciones de vida inhumanas y represión de la fantasía infantil, y terminando por matrimonios deshechos y estrés en las escuelas», pero nosotros no compartimos esta opinión. La cultura de la vivienda en Alemania es de las más lujosas del mundo. La fantasía aflora, precisamente, cuando hay limitaciones,

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tal como demuestran numerosos informes de agrupaciones de sectores discriminados. La cifra de hijos de padres separados que se introducen en el mundo de las drogas es insignificantemente mayor que la de los hijos de familias intactas. Y, finalmente, la presión educativa en las escuelas alemanas no ha aumentado, sino todo lo contrario. Denunciar en público las cargas externas como causas de las adic-ciones entraña un serio peligro, porque de esta manera se fomenta la idea de que estamos predestinados caer en ellas cada vez que el azar nos hace víctimas de una de esas cargas. Además, no son tanto las «cargas» lo que debilita a las personas, como las «descargas», y no es ninguna idea absurda. Es cierto que la pobreza extrema puede acarrear consecuencias físicas críticas (por la falta de alimentos o los malos cuidados médicos), pero el polo opuesto, es decir, la opulencia, es tanto más crítica desde el punto de vista psicológico. La pobreza, como mínimo, moviliza las fuerzas necesarias para salir de ella (siempre que no se alie con el fenómeno de la apatía), cosa que no hace la opulencia, que se instala en un estado más bien carente de objetivos, sin estímulos ni tensiones. Debido a ello, las sociedades opulentas inventan las formas de entretenimiento más desquiciadas a modo de compensación, como, por ejemplo, navegar por Internet noches enteras, hacer puenting desde los pasos elevados de autopistas o divertirse en las discotecas a base de éxtasis y sonido ensordecedor.

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Por ello no cabe duda de que en las sociedades opulentas también se producen fatalidades y desgracias que pueden hacer perder el equilibrio. Viktor E. Frankl escribió unas palabras clarificadoras respecto a los fenómenos agravantes que conducen a las adicciones: La persona que intenta embriagarse no soluciona ningún problema ni elimina ninguna desgracia. Lo que elimina es el mero resultado de la desgracia: la pura sensación de disgusto [...]. El acto de ver no crea el objeto ni el acto de apartar la vista lo destruye.1 ¡Qué palabras tan ciertas! Una madre que toma somníferos porque su hijo ha muerto no lo está resucitando. Está huyendo de la realidad durante la noche, pero no por ello la realidad se modifica lo más mínimo. Lo que cambia, o, mejor dicho, disminuye, es la fuerza de la madre para enfrentarse a la realidad. Cuanto más dependa de los somníferos, menos perspectivas con significado penetrarán en su nublada conciencia y menos capacidad tendrá para aceptar y seguir viviendo su vida a pesar de la terrible pérdida sufrida. Otra vez estamos ante la actitud fallida de preferir una «apariencia» a un «existencia», que en el caso citado se traduce en anteponer la apariencia del

1. Viktor E. Frankl, Árzlliche Seelsorge. Viena, Deuticke, 10a edición. 1982. pág. 117.

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olvido agradable a la existencia del luto despierto. Frankl comparó a estas víctimas deplorables de ilusiones efímeras con las ratas de laboratorio a las que, con fines científicos, se implantan electrodos en el centro del hambre del cerebro para que ellas mismas, pulsando un botón, puedan enviarse impulsos eléctricos que les transmitan una sensación de saciedad. Las ratas se convierten inmediatamente en adictas a los impulsos eléctricos y a la consiguiente satisfacción simulada del hambre y llegan a «satisfacerse» hasta cien veces al día utilizando el botón. Al mismo tiempo, ignoran el alimento real que reciben porque han quedado saciadas, aunque sólo en «apariencia». Cabe suponer que este tipo de engaño es el mismo que sufren las personas que se entregan con regularidad a mundos aparentes artificialmente creados: se contentan con sensaciones erróneas y dejan pasar de largo los verdaderos valores y tareas con sentido de sus vidas. Por consiguiente, podríamos resumir los motivos existencialmente más significativos de la adicción de la siguiente manera: o bien se busca anestesia para repeler un enorme dolor, o bien se busca el «subidón» para llenar un vacío. Es decir: o bien la situación apurada se ha vuelto insalvable, o bien el aburrimiento se ha vuelto insoportable. Ambos extremos, tanto la necesidad y la pena, como la opulencia y el aburrimiento, incitan a huir de la realidad. A continuación, partiendo de esta base, reflexionaremos sobre el trabajo psicoterapéutico con adictos.

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Terapia clínica

En los casos de consumo elevado de sustancias adictivas, una psicoterapia de la palabra no tiene nada que hacer, ni tampoco la logoterapia. El enfermo se encuentra espiritualmente «amurallado» y ningún argumento ni ninguna palabra podrían llegar hasta él. La dimensión existencial que lo caracteriza como ser humano se encuentra bloqueada y su fuerza de voluntad está completamente anulada. Por ello, el enfoque terapéutico inicial deberá intervenir en los niveles corporal y psíquico del paciente. En el primero, mediante una desintoxicación clínicamente controlada, y, en el segundo, siguiendo un largo programa de deshabituación completa. Si la dependencia es de las drogas o el alcohol, es imprescindible ingresar al paciente. El infierno de la abstinencia es poderosísimo e inimaginable para quien no lo conoce, y aguantar a solas en este frente es casi imposible. Algunos enfermos lo consiguen —y por ello se merecen un monumento—, pero la gran mayoría es incapaz de hacerlo sin una sólida red social a su alrededor, sin las estrictas indicaciones del personal médico y sin una supervisión constante. En este momento, lo que realmente importa es que el enfermo, que se halla en la cúspide de su carrera adictiva, allí donde la vida flirtea con la muerte, comprenda que la droga o el alcohol significan el final, no inmediato ni biológico, pero sí cercano y, sobre todo, de cualquiera de las manifestaciones de

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su dignidad. Lo que está en juego es algo más que la salud del adicto. Es su lado más maravilloso, el cual, al ocultarse, le hace comportarse como un simio... Si el adicto logra entender esto en relación con su deshabituación y su renacimiento espiritual, gozará de unas posibilidades asombrosamente buenas. El camino de la salvación será pedregoso y estará flanqueado a ambos lados por los escarpados abismos de la tentación, pero la vida se irá acercando cada vez más en toda su plenitud. En cambio, si el enfermo no lo entiende... Permítanme establecer un segundo paralelismo con los resultados de las investigaciones etológicas en las ratas. Las ratas son unos animales sorprendentemente listos. Sin embargo, no gozan de muy buena fama entre nosotros. A todos nos gustaría exterminarlas de nuestras calles y casas, pero la inteligencia de estos roedores no lo pone fácil. Si, por ejemplo, les ponemos un cebo con un veneno irreconocible para su olfato, unas cuantas ratas devorarán la trampa y caerán muertas. Pero los congéneres que han observado el proceso extraen las conclusiones correctas y se cuidarán en un futuro de comer de ese cebo. Con suma rapidez, toda la población de ratas aprende a localizar el peligro inminente y evitarlo. ¡Todo un logro cognitivo para un cerebro tan pequeño! Pero como el ser humano es un poco más inteligente que las ratas, todavía consigue engañarlas e inventa un cebo cuyo veneno actúa con un retraso de cinco días, por ejemplo. Las ratas se lo comen y se van de allí

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tan campantes. Con el estómago lleno, corretean por los pasillos de sus moradas sin sufrir ningún tipo de molestia y, cinco días después, aparecen muertas en algún rincón alejado del lugar donde encontraron y devoraron el cebo. En este caso, sus semejantes ya no establecen ninguna relación entre comer y morir porque el cerebro de las ratas no lo permite. Estos cebos, y no los primeros, son los que diezman de verdad la población de roedores molestos. Por tanto, que nadie diga que los adictos que se permiten reincidir no se parecen a estas ratas. La adicción mata. Pero no inmediatamente ni en cinco días, sino con un efecto retardado de semanas, meses o años. Así, ¿quién es lo suficientemente estúpido como para «morder el anzuelo»?

Terapia ambulante en dos fases Supongamos que un paciente se ha «permitido» finalmente pasar con éxito el complejo terapéutico formado por la desintoxicación corporal, la deshabituación psíquica y la comprensión del peligro mortal que entraña la adicción. En tal caso, será dado de alta de la terapia clínica con unos valores sanguíneos normales y una inculcada aversión a la sustancia adictiva. De esta manera se podrá adentrar en el pedregoso camino de la salvación. ¿Cómo le irá? En la mayoría de los casos, el enfermo ya no dispone de los recursos de su pasado «preadictivo» y sien-

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te un miedo atroz al futuro. Ahora se manifiesta, con toda su fuerza, una urgencia existencial que apenas se percibía en la época de la adicción. Ahora aflora la pregunta de por qué merecía la pena hacer el esfuerzo para curarse y qué valor puede tener en la abstinencia permanente una vida dañada. A un lado del camino, un abismo abre seductoramente sus fauces y susurra al oído del convaleciente: «¡Pero si ya nada tiene sentido y, de todas maneras, tu vida está echada a perder!». Al otro lado, otro abismo cuchichea: «Además, eres demasiado débil para aguantar. ¡Abandona! ¡Disfruta lo que te queda y que pase lo que tenga que pasar!». Para levantar una «reja protectora» ante ambos abismos es necesaria una terapia ambulante de dos fases. La primera tiene como objetivo acabar con la creencia de que el enfermo es «demasiado débil». Para ello son idóneos los ejercicios de relajación como el entrenamiento autógeno, el yoga o los sistemas de meditación que el paciente efectúa con la ayuda de casetes. Una vez adquirido el dominio de una técnica de relajación corporal, se intercalan fórmulas de entrenamiento sugestivo de la voluntad destinadas a allanar el camino a la segunda fase, a la conversación de búsqueda de sentido específicamente logoterapéutica destinada a anular el argumento de la ausencia de sentido. Los métodos sugestivos siempre operan en el nivel psíquico, pero también pueden preparar la acti-

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vación de fuerzas espirituales. Están especialmente indicados cuando el paciente tiene poca capacidad de resistencia y, por tanto, no puede confiar plenamente en sí mismo. Al mismo tiempo, no es oportuno sugerir directamente al paciente el objetivo de la terapia, es decir, que tras la cura de desintoxicación se propongan cosas como: «Adiós al tabaco», «Ya no necesito la droga», «Nunca más volveré a tocar una jeringuilla», etc. Estas intenciones acostumbran a transgredirse con la misma rapidez con que se asumen y su credibilidad cae en picado. El entrenamiento sugestivo de la voluntad no se basa en la renuncia al alcohol o las drogas sino en la creciente libertad y fuerza de voluntad del paciente. Entre los textos de relajación más habituales podemos encontrar las siguientes formulaciones: «No soy esclavo de mis impulsos ni de mis sentimientos. Mi voluntad es libre y la consolidaré para rehacer mi vida. Cada vez noto más esta voluntad interior; se va despertando en mí de acuerdo con mis verdaderas ideas y objetivos. Lo noto claramente: con su ayuda controlaré mi vida. Y cuanto más difícil lo tenga, más fuerte seré [...]». Da muy buen resultado proporcionar a los pacientes ejercicios grabados en casetes para que se los lleven a casa, porque cuando están solos, sumidos en un estado de ánimo inestable, todavía muy enturbiado, y sometidos a las exigencias que entraña el hecho de rehacer sus vidas, vuelven a aflorar la inquietud y el desasosiego, y todas sus mejores

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intenciones amenazan con irse a pique. En momentos así, exigir a estos pacientes que se tumben cómodamente y realicen de memoria un ejercicio de relajación sería pedir demasiado. Pero si sólo tienen que poner un cásete y escuchar, se entregarán «sin pensar» al efecto sugestivo de las fórmulas de reposo y, al mismo tiempo, se impregnarán de los conceptos de libertad y fuerza de voluntad. En su época de adicción, los toxicómanos solían recurrir a un medio para transformar su estado interior. En la fase de desintoxicación se les ha quitado o incluso prohibido este medio (destructivo), y en su lugar se les ha proporcionado otro medio (constructivo): una cinta de cásete. Es posible que se vuelvan a enganchar a él, pero en cualquier caso es mucho mejor que el alcohol o las drogas. Además, al final el cásete deja de ser interesante, porque el paciente se acaba sabiendo el texto de memoria y sólo bastan unos minutos en posición de relax para que todo fluya sin el menor esfuerzo.

UN EJEMPLO ILUSTRATIVO

Entre mis pacientes asistí una vez a una joven con cinco hijos que, tras el ingreso de su marido en prisión, había caído en un consumo abusivo de somníferos. Un día, los vecinos oyeron gritar y llorar a los niños y llamaron a la policía, que forzó la puerta y encontró a la mujer medio inconsciente.

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Los hijos fueron puestos provisionalmente bajo la tutela de familias de acogida durante la estancia de la madre en un hospital. Tras el alta, la mujer vivía bajo la amenaza de perder a los niños en caso de reincidir, pero prometió que si se los llevaban a una residencia, se suicidaría. Los médicos le recomendaron recibir atención psicológica y fue derivada a mi consulta. En nuestras conversaciones quedó claro que la joven recurría a las pastillas cada vez que se sentía angustiada por el futuro de su familia (un miedo totalmente comprensible cuando el marido se halla en la cárcel) o cuando los hijos le hacían perder los nervios (algo igualmente comprensible cuando se tienen cinco niños pequeños que requieren, todos a la vez, la atención de la madre). Sometida al estrés de estas situaciones, la joven perdía los estribos y anhelaba el efecto aliviante de caer en un sueño profundo. Este cuadro era el ideal para aplicar los métodos de relajación de Jacobson, que la mujer aprendió con empeño. Cuando los dominó, fui introduciendo fórmulas de entrenamiento sugestivo de la voluntad del tipo: «Está tranquila, muy tranquila, nada puede alterarla, sus miedos se han desvanecido, sus nervios se han calmado, todas las preocupaciones están a un lado [...]. Ahora concéntrese sólo en su firme voluntad. La siente cada vez que respira. Su voluntad penetra en todo lo que usted hace y está a su entera disposición [...]. Lo nota intensamente: sí, usted

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quiere curarse, quiere estar sana, por usted, por sus hijos, por el futuro [...]. Está tranquila y relajada, nada puede alterarla [...]». La paciente se habituó rápidamente a los casetes y pronto llegó a la conclusión de que eran mucho más eficaces que el valium que le habían recetado (¡arriesgadamente!) en el hospital. Yo misma le grabé una cinta adicional para conciliar el sueño, con efecto despertador posthipnótico, con la cual sólo tenía que extender el brazo y apagar el aparato desde la cama por las noches para pasar suavemente de la relajación al sueño. De esta manera, la mujer consiguió cuidar perfectamente de sus hijos, cosa que notaron también los vecinos. Poco a poco le fui proponiendo que escuchase las cintas a un volumen cada vez más bajo, hasta el punto de que sólo se oyera un susurro. Al llegar a ese estadio, le expliqué que ya estaba lista para llamar a la paz interior cada vez que la necesitase, recordar su voluntad recuperada y llevarla consigo en la actividad diaria tras la pausa de relajación. La joven también tenía que aportar pequeñas pruebas del afianzamiento de su voluntad. Discutíamos sobre cómo tratar y superar las escenas y conflictos que solían ponerla en apuros. Por ejemplo, si uno de sus hijos pequeños se negaba a comer la papilla con la cuchara y llenaba toda la cocina de comida, llegábamos a la conclusión de que eso no debía ser motivo de agitación. La mujer debía reaccionar con calma y, simplemente, guardar la papilla, limpiar al

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niño, llevarlo a su habitación y no darle nada de comer hasta que le volviera a tocar. La paciente aprendió a ser más paciente y consecuente y a no dramatizar pequeños sucesos, lo cual redujo rápidamente la probabilidad de reincidir en su problema. Al cabo de varias semanas me dijo que ya no necesitaba los casetes. Cuando llegaban las tensiones, era capaz de tenderse, tranquilizarse y, tal como ella misma decía, «percibir su firme voluntad». Ante todo se había vuelto una persona equilibrada, con la estabilidad necesaria para empezar las conversaciones logoterapéuticas de búsqueda de sentido. Juntas reflexionamos sobre todo aquello que, para ella y su familia, pudiera contribuir de manera positiva y satisfactoria a cumplir con las tareas que ella misma se propusiera. En primer lugar, estaba la obligación de hacer de sus hijos unas personas buenas y alegres, pero también tenía la tarea de ayudar a su marido a reintegrarse en la sociedad tras su vuelta de la cárcel. Una decisión razonable fue la de inscribir a los tres hijos más pequeños en una guardería de pedagogía terapéutica. De esta manera, mientras los otros dos hijos mayores estaban en el colegio, ella podría ir a limpiar para mejorar el presupuesto familiar y permitirse algún capricho de vez en cuando. La casualidad quiso que empezara en una empresa constructora donde había puestos libres para trabajadores no cualificados. Tras integrarse en uno de estos puestos y ver reconocida su aptitud, le pi-

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dio a su jefe que también diera una oportunidad a su marido y lo admitiera a prueba tras su estancia en prisión. Un año después me encontré con la joven por la calle. Iba con dos de sus hijos y una cesta de la compra repleta. Radiante de alegría, se acercó a mí y me contó que ella y su marido estaban trabajando en la constructora y que ninguno de los dos —y, al decirlo, sus ojos brillaban de felicidad— había vuelto a reincidir: ni él con el hurto, ni ella con los somníferos. «Los niños también notan que estamos bien en casa —dijo—. Imagínese, hasta estamos ahorrando para un coche de segunda mano. Será formidable, podremos ir todos juntos los domingos a comer al campo. Todavía conservo sus casetes para alguna emergencia, pero creo que ahora ya tengo una voluntad completamente firme. ¡Ya nada echará mis planes por tierra!» Le di la enhorabuena y le deseé toda la suerte en el futuro.

El ingrediente logoterapéutico

Como en el caso de esta paciente, en muchas ocasiones he conseguido, por la vía del entrenamiento sugestivo de la voluntad, que personas emocionalmente lábiles refuercen su voluntad porque llegan al convencimiento de que disponen de más capacidad de concentración y resistencia y, por con-

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siguiente, son capaces de disciplinarse más decididamente. A este respecto me viene a la memoria una frase de Bertrand Russell: Todo el bienestar que obtiene la humanidad viene del intento de afianzar el bien y no de la lucha contra el mal. La ayuda a los adictos debería hacerse suyas estas palabras. Para concluir, algunas reflexiones sobre la última fase terapéutica, las conversaciones de búsqueda de sentido. Los terapeutas no pueden ofrecer ningún sentido, sino que son los pacientes quienes deben encontrarlo. Lo que sí puede hacer el terapeuta es señalar las oportunidades de sentido. ¿Dónde, exactamente? Dentro de los límites de cada uno. En cierto modo, los problemas individuales marcan los límites de cada persona, los cuales se expresarían en frases como: «No tengo ganas de esto», «No veo el menor atisbo de esperanza», «Me siento débil y desanimado», «Estoy solo y abandonado», etc. La libertad o la libre elección se alojan en el interior de estos límites y no fuera de ellos. La libertad consiste en emprender algo, con o sin ganas, esperanza, ánimo o ayuda de los demás. Libertad significa decir sí a algo, por o a pesar de la calidad de ese algo. Lo que cuenta es elegir en libertad, porque todo lo que no se elige se queda en el arriesgado territorio de lo efímero. Lo que cuenta es que entre las cosas realizables se elija

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lo que merece ser realizado, sea fácil o difícil. Es necesario insistir constantemente en ello con los pacientes, porque ellos mismos se encierran de buen grado en sus límites y, al hacerlo, pasan por alto lo que, a pesar de todo, pueden realizar y tienen encomendado hacer «en nombre de la vida». Un factor de estrechamiento de límites muy extendido es la autocompasion crónica. Actúa como un remolino que absorbe al enfermo hacia un abismo sombrío. A ella se añaden la disputa con el destino, la estéril pregunta «¿Por qué yo?», los reproches a la familia y la sociedad (el clásico pretexto para justificar los propios defectos) y la constante queja por las deficiencias de uno mismo («Soy así»). Pero incluso dentro de estos límites tan estrechos todavía se pueden descubrir oportunidades de sentido. Es precisamente en las experiencias adversas y los destinos dramáticos donde se esconde la oportunidad de obtener un beneficio humano extraordinario a través de la superación mental y espiritual de las influencias negativas. Frankl denominó este proceso «la transformación de una tragedia en un triunfo» y le atribuyó el supremo valor de la capacidad específicamente humana de obrar, con la que no se puede medir ninguna otra representación del esplendor del genio o del intelecto. Los argumentos de Frankl son el antídoto perfecto contra la autocompasion crónica y limitadora. Al paciente se le explica que obtener éxito y satisfac-

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ción en la vida es la cosa más fácil si uno encuentra desde un principio las condiciones óptimas, si tiene la comprensión y el apoyo de los demás y, quizá también, si tiene un carácter estable. Pero cuanto más dificultosa ha sido la situación inicial en la vida de una persona, tanto más notable y digno de reconocimiento será el más pequeño de los progresos realizado por iniciativa propia. El paciente debe entender que, por su pasado, puede sentirse enormemente orgulloso del más mínimo empeño por salir del remolino y tomar caminos más sanos. El trayecto que hemos dejado atrás no siempre muestra la ruta hacia el futuro. A veces se necesita un desvío en el presente o, incluso, un cambio de rumbo radical para conquistar realmente el futuro. Si el paciente trabaja en esta dirección, escapará de su terrible pasado y habrá realizado un acto heroico que nadie con un pasado sin preocupaciones podrá nunca igualar. Como vemos, la dependencia que los adictos tienen que superar suele ser doble: la de la sustancia adictiva y la de las circunstancias biográficas. El enfermo que sostiene «Como mis padres se han ocupado poco de mí, he caído en el alcohol», estará en caída permanente. Pero si da media vuelta y dice: «Aunque mis padres se hayan ocupado poco de mí, voy a organizar mi vida con sensatez», habrá dejado de caer. Resumamos las distintas fases de una terapia eficaz contra la adicción (hasta ahora hemos comentado las cuatro primeras):

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I. Desintoxicación corporal (en hospital). II. Deshabituación psíquica (en hospital). III. Ejercicios de relajación y entrenamiento sugestivo de la voluntad (ambulante). IV. Conversaciones de búsqueda de sentido (ambulante). V. Asistencia (a intervalos más prolongados). La logoterapia, que, según su fundador, es una «psicoterapia desde lo espiritual y hacia lo espiritual», puede intervenir con todo su instrumental en la fase III, donde se habla de libertad y fuerza de voluntad, y en la IV. Finalmente, en la fase V, la logoterapia se enfrenta al enorme reto de la prevención de recaídas, a la que está dedicado el capítulo siguiente, centrado en el caso del alcoholismo.

Reflexiones sobre la asistencia a alcohólicos

En primer lugar, los objetivos de una asistencia psicológica sólida van más allá de la prevención de recaídas. La asistencia no debe limitarse a advertir de la presencia de obstáculos e impedir que los convalecientes tropiecen. También hay que considerar el camino por sí mismo: el sendero que espera ser recorrido por una persona determinada, la vereda que merece la pena tomar, la ruta que puede llevar a la persona a la cima de su existencia como ser humano. Quien va por su camino no tropieza con facilidad, pero quien se limita a intentar no tropezar puede equivocarse fácilmente de camino. La asistencia se caracteriza por la búsqueda de lo esencial, la dedicación a lo verdadero y, unida a un proceso de curación, refuerza la conciencia de lo importante y necesario que es recuperar la salud y de las posibilidades que ello entraña. El sentido de la vida no es estar sano y prevenir las enfermedades, sino todo lo contrario. Estar sano y prevenir enfermedades sólo es útil cuando la vida

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tiene un sentido. Referido a la problemática del alcoholismo, podríamos decir que no beber no es ningún sentido en la vida, sino el requisito indispensable para satisfacer un sentido en la vida. Debido a ello, al final sólo consiguen no beber aquellos que se esfuerzan por realizar un sentido y no los que luchan por no beber. Al hablar de un sentido en la vida no nos referimos a un proyecto que se concibe y se aborda simplemente para estar ocupado. Naturalmente, siempre es bueno tener algo que acometer, sobre todo porque significa tener un objetivo. Sin embargo, hasta el mejor de los proyectos puede fracasar o salir al revés. En ese caso, la recaída será más rápida si el equilibrio interior de la persona depende B

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de la realización de un proyecto determinado. Esta es una situación peligrosa porque todos nuestros proyectos terrenales son susceptibles de ir mal. Los buenos resultados nunca están garantizados y la frustración, de un modo u otro, siempre está presente. Pero lo fundamental no es tener éxito en nuestros proyectos ni poder mantenernos en el lado de los ganadores. Los objetivos individuales se pueden perder, pero la llamada de sentido que se produce en cada situación de la vida es perpetua y está siempre al alcance. Incluso en el fracaso o la frustración de los proyectos humanos es posible satisfacer un sentido en función de cómo se ha abandonado un objetivo o con qué actitud se ha pospuesto un plan irrealizable.

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Volvamos al párrafo esencial de la carta del alcohólico «rescatado» que reproducíamos al principio de este libro. Decía así: A mi mujer, que me había dejado, entre otros motivos, por mi consumo excesivo de alcohol, no le iban bien las cosas y yo quería conservar mi puesto de trabajo para poder mantenerla, a ella y a nuestra hija. Así que me volví abstemio. No cabe duda de que, para el autor de esta carta, la precariedad de los familiares más cercanos ha sido un motivo de peso para la abstinencia. En logoterapia lo denominaríamos un motivo autotrascendente, es decir, un motivo que va más allá de la satisfacción de las necesidades propias y se orienta al mundo exterior, al bien de una cosa o de una persona. Este alcohólico se ha dejado llevar por un motivo autotrascendente que parece extraordinariamente esperanzador porque, como ya sabemos, el ser humano sólo puede llegar a su verdadero destino olvidándose abnegadamente de sí mismo. Pero supongamos que la esposa, que vivía separada de él, hubiese conocido a un hombre rico y galante que se hubiese hecho cargo de ella. ¿Qué habría pasado? ¿El autor de la carta también habría dejado de beber? Lo habría hecho si entretanto hubiera avanzado en el crecimiento interior, es decir, si hubiera desarrollado la capacidad de estirar sus

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antenas espirituales y captar qué le depara la nueva situación. Probablemente, le hubiese esperado un sentido transformado. No ya el hecho de conservar el puesto de trabajo para mantener a la mujer y a la hija, sino, por ejemplo, para aparecer ante su hija como un padre modélico, o para cultivar amistades y contactos valiosos, o para plantearse nuevos retos laborales, o, simple y llanamente, para no convertirse en un peso para la sociedad. ¿Y por qué el autor de esta carta debería haber avanzado en su crecimiento interior? Porque antes de decidir ser abstemio no poseía o, como mínimo, no había dado muestras de poseer la capacidad de captar con sus antenas espirituales la oferta de sentido específica de cada nueva situación de la vida. Sus palabras así lo revelan: «Mi mujer, que me había dejado, entre otros motivos, por mi consumo excesivo de alcohol [...]». Si los posteriores apuros económicos de la mujer proporcionaron un motivo para dejar de beber por ella, el apuro psíquico de la mujer durante el matrimonio y su declive no habrían proporcionado un motivo menor para renunciar al alcohol por la familia. Pero, por lo visto, en esa época las antenas del hombre todavía no estaban orientadas hacia la llamada de sentido que debió resonar en su crisis matrimonial. Fue necesaria una grave conmoción para que la llamada le llegara. En lo sucesivo, todo dependerá de que sus antenas sigan desplegadas y sean suficientemente flexibles

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para captar, durante toda la vida, las llamadas que resuenan en cada momento y la finalidad de éstas. El objetivo principal de la asistencia a adictos nunca deberá consistir en recordarles hasta la saciedad la amenaza constante que ejercen el alcohol o las drogas sobre sus vidas, porque el enfermo ya debe saber que la amenaza siempre existe, incluso tras largos años de abstinencia (este conocimiento era uno de los deberes teóricos y prácticos de la terapia). Sin embargo, la tendencia a la adicción no conforma toda la personalidad del adicto ni explica la historia completa de su vida. Por ello, la presión para reconocer humildemente una debilidad predispuesta nunca deberá ponerse como colofón a una serie de medidas de rehabilitación. La asistencia debe ir más allá, es decir: a) estimular al ex paciente para que ponga en práctica sus propias aptitudes, y b) potenciar su capacidad para percibir que merece la pena hacerlo. Sólo un proceso de búsqueda permanente de sentido puede garantizar una protección óptima contra la (seductoramente camuflada) autodestrucción. ¿Por qué? Porque sólo de este proceso —de manera delicada, tierna y constante— puede surgir la autoestima.

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La importancia de la autoestima El autor de la carta dejó constancia escrita de que, «de todas maneras, me despreciaba a mí mismo por mi maldita debilidad». Una declaración dramática, sin duda. Podemos perderlo todo y salir ilesos, los bienes, el amor, la amistad, el trabajo o la salud, pero no la autoestima, porque ella encierra la capacidad de existir ante uno mismo y ante Dios. La autoestima es el reflejo subjetivo de la dignidad objetiva e inalienable del ser humano y no puede verse perjudicada por ninguna enfermedad, calvario o ataque, ni siquiera por la muerte. En cualquier caso, nunca es el reflejo de lo que el prójimo piensa de nosotros, sino que coincide exactamente con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Uno puede aceptar honestamente su propia existencia porque, por algún motivo razonable, piensa que está bien existir; o también puede tener la sensación de que, en general, no le importa existir porque, bien mirado, no se considera necesario. La autoestima es nuestro sí a la existencia, la cual se halla íntimamente unida a la voluntad de realizar los actos y mantener las actitudes que en cada momento tienen más sentido y se ajustan a nuestras circunstancias; la existencia descansa en la decisión por un sentido. Un ejemplo nos servirá para explicar esta complicada reflexión:

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Un camarero de un barco tenía la obligación de servir la comida a la tripulación. Un día, mientras el camarero desempeñaba una vez más su tarea, el primer oficial se enfadó por un trozo de carne poco hecha que encontró en su plato a pesar de que ya había informado repetidas veces a la cocina cómo quería sus bistecs. El primer oficial se irritó tanto que montó en cólera y lanzó el plato junto con su contenido sobre la espalda del camarero, que estaba saliendo del comedor. Éste no tuvo más remedio que barrer a regañadientes los trozos de plato y comida y limpiar las salpicaduras de salsa que quedaron en su chaqueta. Cuando acabó, se dirigió enfadado a su camarote y se emborrachó. Por desgracia, lo encontraron ebrio y tuvo que someterse más tarde a un proceso disciplinario que estuvo a punto de costarle el empleo. ¿Cuál es la idea central de este relato? Es la historia de dos personas que acaban mal. Una es un primer oficial que no puede evitar descargar sobre un inocente un enfado causado por un suceso enervante. Rompe un plato, echa a perder la comida y ofende a otra persona. Por muchas excusas que tenga, a su conciencia no le pasa por alto que estos actos no han tenido ningún sentido, como tampoco el hecho de que habría podido manejar con mayor sensatez su indignación por una carne medio hecha. La habría podido mandar de vuelta a la cocina o, incluso, habría podido hablar directamente con el cocinero; también habría podido ordenar medio en broma que a partir de ese momento se colgara un cartel

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luminoso junto a la cocina con las sugerencias gastronómicas de los oficiales, etc. Pero, claro, como a él, el oficial de mayor rango, nadie le ha recriminado nada, sale bien parado en el nivel interpersonal. Pero, inevitablemente, le invadirá una sensación de malestar, una leve sensación de vergüenza y culpabilidad. En un futuro, esta «elección contra todo sentido» le corroerá la autoestima. El primer oficial no puede sentirse nada orgulloso de su colérica actuación estelar. La segunda persona implicada es el camarero de a bordo. Él también se enfrenta a un suceso enervante y, al emborracharse, también descarga su ira sobre un inocente: él mismo. Hasta el momento en que recoge del suelo el plato roto, el camarero todavía es capaz de mirarse con respeto, en paz y armonía. Es cierto que lo han ofendido, pero la responsabilidad de la ofensa la detentan otros, no él. De él no ha salido ningún contrasentido. A él sólo se le plantea una pregunta: ¿cómo reaccionará de manera sensata al contrasentido sufrido? ¿Cuál puede ser su mejor respuesta a este suceso doloroso? Una vez en el camarote habría tenido tiempo para pensarlo. Si se lo hubiese tomado, probablemente le habría parecido sensato buscar un momento tranquilo para hablar con el primer oficial y comunicarle amablemente que la escena del plato no había estado bien. Al fin y al cabo, el camarero no había asado la carne. Esta actitud habría dado al primer oficial la oportunidad de disculparse ante el ca-

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marero y zanjar el asunto concediéndole un breve permiso. Así, el superior habría recuperado su autoestima y el camarero nunca la habría perdido. Más aún, si el oficial le hubiese dado calabazas, el camarero seguiría teniendo motivos para sentirse orgulloso de sí mismo por el valor demostrado. Pero el camarero elige el otro camino: el de huir hacia el alcohol para ahogar las penas, es decir, la continuación de un contrasentido ajeno en forma de contrasentido propio. Después ya no podrá mirarse con respeto, sino que se pone a la altura de su adversario. Es cierto que le han hecho daño sin motivo, pero él también está aumentando el daño en el mundo con el que se causa a sí mismo y con el que habría causado a otros inocentes, como su familia, si hubiese perdido el puesto de trabajo. De esta historia podemos aprender que, desde una perspectiva ética, lo que la vida nos ofrece es irrelevante: alegría o dolor, afecto o rechazo, elogio o crítica. Lo relevante siempre es nuestra forma de reaccionar a todo esto y lo que sale de nosotros. Lo esencial es la respuesta que damos a un suceso, ya sea éste edificante o decepcionante; una respuesta que nosotros mismos debemos determinar y de la que debemos responsabilizamos.* Nadie se «hunde» sólo por una frustración, pero mucha gente con reacI. Viktor E. Frankl, Der unbewufite Gott, Munich, Kósel, 5;l edición, 1979, pág. 13 (trad. cast.: El Dios inconsciente, Buenos Aires, Escuela, 1955-1966).

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ciones negativas a las frustraciones cae en desgracia porque, como se muestra en el ejemplo anterior, da continuidad a un contrasentido en vez de afrontarlo con sensatez. Por ello, toda rehabilitación eficaz debe tener el objetivo ineludible de hacer ver a los enfermos que su autoestima nunca se verá alterada por el daño que el destino les pueda deparar; que, a la inversa, su autoestima se fortalecerá en la medida en que afronten y soporten ese daño con valentía, siempre que no puedan cambiarlo; y que, por el contrario, el daño que ellos hagan, es decir, no el padecido, sino el infligido, lo llevarán en su interior y mermará su autoestima. En cambio, el conocido sentimiento de vergüenza del alcohólico no es otra cosa que la voz de su yo sano advirtiéndole insistentemente que la bebida no es una respuesta con la que un ser humano pueda afrontar los problemas de la vida, o al menos no es una respuesta aceptable. Mientras esta vocecilla hable, habrá esperanza, y todos sabemos que no dejará de hablar mientras la chispa del espíritu siga brotando en el ser humano. Volvamos brevemente a la anécdota del barco. ¿En qué basamos nuestro optimismo al pensar que, a pesar de tener un mal comienzo, la historia todavía podría acabar bien? ¿Qué podría reconducir las cosas hacia un «final feliz»? Únicamente el arrepentimiento (despertado y activado por el sentimiento de vergüenza) del primer oficial, que le permitiría tender la mano a su subordinado y reconocer que siente

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lo sucedido; pero también el arrepentimiento (despertado y activado por el sentimiento de vergüenza) del camarero, que le permitiría adoptar el firme propósito de no beber nunca más en horas de servicio, pase lo que pase; o también el arrepentimiento de ambos, que sería lo ideal. De ser así, nuestra historia sería el relato de la transformación de dos personas que se sienten culpables pero que, al liberarse voluntariamente de este sentimiento de culpa, van mas allá de sí mismas y se convierten en seres humanos adultos. Los «finales felices» no sólo se dan en los cuentos, sino también en la vida real y siempre que alguien se decide por lo que tiene sentido. Al tomar esta decisión, la vergüenza sana se transforma en satisfacción edificante, la debilidad interior en fortaleza interior y el conformismo con la propia personalidad en posibilidad de cambio. Así lo confirma el autor de la carta citada anteriormente: «Ahora puedo librarme de la culpa con la que cargué tanto tiempo. Soy una persona distinta». Todavía falta aclarar un último punto: el referido a hacer realidad la posibilidad de sentido cueste lo que cueste. Parece una demanda demasiado exigente, pero lo cierto es que el adicto tiene un destino difícil porque ante todo prefiere lo fácil. ¿Que se aburre? Se echa unas cuantas copas al coleto y a divertirse. Eso es lo fácil. Lo difícil sería desarrollar la creatividad para organizarse el tiempo libre de manera provechosa. ¿Que es tímido e inseguro y se ve incapaz de tener éxito? Un buen porcentaje de alcohol en la

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sangre y será capaz de superar ampliamente sus propias barreras. Más difícil sería iniciar algo desde la autosuperación a pesar de la timidez y la inseguridad. Podemos poner muchos más ejemplos parecidos, pero la esencia siempre es la misma: una sensación desagradable que se elimina a corto plazo y otra agradable que se crea a corto plazo, a cambio de daños a largo plazo y una existencia desoladora. ¿Alguien puede entender qué hay de apetecible en una sensación de placer efímera y qué hay de espantoso en una sensación de disgusto pasajera? La persona realmente libre es la que no se deja llevar por los miedos o las ansias, ni la que no desea ni teme nada del ámbito emocional, sino la que se entrega con naturalidad a una consonancia intuitiva con la vida tal como es. Una vez, durante una sesión de orientación, un joven me planteó una pregunta provocadora: «Pero ¿qué tiene usted en contra del consumo de drogas?». Ésta fue mi réplica: «Se lo voy a decir con mucho gusto. Estoy en contra de cualquier tipo de esclavitud. La droga le obsequia con una sensación transitoria muy agradable. Pero también le roba la libertad de no codiciar esa sensación, de no anhelarla constantemente, de no tener que estar continuamente pensando en ella. ¿Es que no sabe lo maravilloso que es ser emocionalmente libre y no dejarse irritar por cualquier sensación molesta cuya eliminación le obliga a hipotecar su paz interior?». Mis palabras hicieron reflexionar a este joven.

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Hay que admitir que nuestra época es poco amiga de prevenir las adicciones. Las tendencias de la sociedad occidental del ocio apuntan al ensalzamiento del placer. «Disfruta del sabor», reza una publicidad de cigarrillos. «Disfrute ahora, pague después», anuncia una sociedad de crédito. Es la esclavitud de la era moderna. Para contrarrestar esta obligación de disfrutar es necesario vivir con humildad y conservar la paz interior. Si hacemos que las personas a las que cuidamos vean esto, quizás algún día descubran la riqueza de poder renunciar. A continuación reproducimos un cuento del lejano Oriente que pone de relieve como ningún otro los valores de la libertad y la paz interior, y donde el lector imaginativo podrá reconocer al rey Alcohol disfrazado de diamante extraordinario. La piedra2 El sannyasi llegó a las afueras de la aldea y acampó bajo un árbol para pasar la noche. De pronto, un aldeano llegó corriendo hasta allí y gritó: — ¡La piedra! ¡La piedra! ¡Dame la piedra preciosa! —¿Qué piedra? —preguntó el sannyasi. — La otra noche se me apareció en sueños el dios Shiva —explicó el aldeano—, y me dijo que al caer la noche encontraría a un sannyasi en las afueras que 2. Tomado de Anthony de Mello, Warum der Vogel singt. Geschichten fiir das richtige Leben, Friburgo, Herder, 4a edición, 1985, pág. 103.

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me daría una piedra preciosa que me haría rico para siempre. El sannyasi rebuscó en su fardel y sacó una piedra. —Quizá se refería a ésta —dijo, y se la entregó al aldeano—. La encontré hace unos días en un sendero del bosque. Por supuesto, te la puedes quedar. El hombre observó la piedra con asombro. Era un diamante. Probablemente, el diamante más grande del mundo, porque era como la cabeza de un bebé. El aldeano lo cogió y se fue a su casa. Pasó la noche dando vueltas en la cama, sin poder dormir. A la mañana siguiente, al despuntar el día, fue a despertar al sannyasi y le dijo: — ¡Dame toda la riqueza que te permite desprenderte tan fácilmente de este diamante!

¿Cómo sobreviven los familiares?

Viktor E. Frankl no sólo fue un médico y un filósofo genial. También fue un montañero apasionado que dominó las escarpadas paredes de los Alpes austríacos. Frankl sabía exactamente lo que había que hacer para salvar las dificultades del camino, cuesta arriba y cuesta abajo. Los familiares de adictos caminan durante años por terrenos particularmente difíciles, oscilando por altibajos, de las cimas de la esperanza a los abismos de la desesperación, y siempre «extenuados» a causa del enorme esfuerzo que implica avanzar un paso sin caer junto con su familiar adicto. A ellos van dirigidos los conocimientos médico-filosóficos de Frankl que a continuación presentamos en forma de «consejos de alpinista». ¿Qué recomendaciones para salir ilesos habría dado a los familiares de adictos este experimentado guía de montaña y consejero personal que a tantas almas doblegadas ayudó a atravesar los pedregosos caminos de sus vidas?

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I. Comprobar el contenido de la mochila

Lo primero, igual que en la montaña, que cada uno lleve su mochila. Lo importante no es que sea ligera, sino que contenga lo necesario. ¿De qué sirve la mochila más liviana si después, cuando estamos en la cima, nos falta urgentemente lo que necesitamos? Por tanto, la primera lección será hacer la mochila. ¿Con qué cargamos? ¿Con cosas necesarias o inútiles? ¿Qué abandonamos? Revolvamos un poco por nuestra mochila: ¿qué encontramos? ¡Preocupaciones, claro! ¿Son absolutamente necesarias o podemos sacarlas antes de iniciar la siguiente ascensión? Les revelaré un truco sencillo que sirve de ayuda: primero, cuenten las preocupaciones y, a continuación, el amor que hay en la mochila. Si la cantidad es la misma, déjenlo todo como está. El amor implica irremisiblemente una preocupación por lo amado. Por un lado, es necesario preocuparse por la persona o la cosa que se ama. Si no nos preocupásemos de verdad, la persona o la cosa nos daría igual y dejaría de ser el objeto de nuestro amor. Por otro lado, una mochila sin amor se consideraría —a ojos del Señor— «demasiado ligera» para emprender un viaje a las cumbres de la existencia humana. Pero si al contar las preocupaciones encontramos que éstas superan la cantidad de amor que hay en nuestra mochila, será conveniente hacer un nuevo recuento, porque significa que cargaremos con dema-

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siadas preocupaciones inútiles que nos frenarán innecesariamente el paso. Se trata de las preocupaciones creadas no por el amor, sino por el miedo a algo. La angustia es un lastre que pesa sobre nuestras espaldas y nos hace perder rápidamente el aliento. Así como la preocupación por una persona amada nos hace creativos, tolerantes y fuertes, el miedo es una fuerza contraproducente que cohibe y paraliza. Es cierto que los problemas de adicción generan perspectivas de vida aterradoras. Los adictos se ven amenazados por enfermedades crónicas y cambios catastróficos de personalidad, mientras que las personas de su entorno viven bajo la amenaza de la humillación, la violencia y la ruina económica. Sin embargo, el miedo a una desgracia inminente no impide que ésta se produzca. Lo único que hace es cubrir de sombras el periodo de tiempo anterior a la desgracia, con independencia de que ésta llegue o no. Conocí a una mujer que se pasó veinte años temiendo enfermar de cáncer y al final murió de una simple neumonía. Las dos décadas que precedieron al fatal desenlace de su afección pulmonar las vivió de manera no menos fatal a causa del atormentador miedo al cáncer. Una verdadera lástima. La práctica psicoterapéutica nos enseña que el miedo anticipatorio a una desgracia es capaz de atraerla de una manera u otra. El temor continuo induce a los factores desencadenantes de crisis mentales y corporales a tener reacciones erróneas justamente cuando lo importante es reaccionar de forma serena y juiciosa.

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¿Cómo hay que poner coto al miedo? O: ¿cómo se echa este lastre de la mochila? Para hacerlo, nuestro «guía de montaña» particular, Viktor E. Frankl, formuló una singular receta paradójica: debemos hacernos inatacables por nuestro miedo. ¿Que el miedo nos amenaza con algo terrible? ¡Vale! ¡Que se haga realidad la amenaza! ¿Qué puede pasar? Al fin y al cabo, la vida humana es finita. No tenemos nada eterno que perder, ni nuestros familiares tampoco. Quizás hasta tengamos algo que ganar en lo relativo a cómo diseñamos nuestra propia finitud. La mujer del miedo al cáncer citada antes perdió la vida de una manera u otra; no fue de cáncer, pero sí de una pulmonía. Sin embargo, perdió algo más, y por ello es una lástima: perdió oportunidades en la vida que se podrían haber llenado con algo más alegre y variopinto que la visión de un futuro amenazador. Y todo lo que se pierde, se pierde para siempre, de la misma manera que todo lo que se llena con alegría también es para siempre. Por ello, arrebatemos a nuestro miedo su capacidad amenazadora declarándonos (hipotéticamente) conformes con lo peor que pueda suceder y así avanzaremos y haremos lo mejor de cualquier cosa que suceda. Concretamente: pongamos a nuestro familiar adicto en manos de su destino, entreguémoslo al más o menos empinado tobogán de la muerte por el que se desliza. Ningún esfuerzo de sus allegados conseguirá impedir la caída. Sólo su propia firmeza lo rescatará. Por tanto, enfrentémonos sin

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temor a su posible hundimiento y aprovechemos las oportunidades del presente común que compartimos con él.

II. Poner provisiones en la mochila Ya hemos revisado el contenido de la mochila e igualado los niveles de preocupación y amor, lo que significa que hemos puesto en ella todos los buenos deseos, esperanzas y bendiciones, toda nuestra disposición y alegría para trabajar por las personas que más nos importan. También hemos desempaquetado cualquier posible miedo a eventuales sucesos terribles del futuro. Llegados a este punto, sólo falta conseguir «víveres» para reponer fuerzas durante el viaje. En nuestro caso, las provisiones consistirán en unas generosas dosis de humor que (según Frankl y siguiendo el ejemplo de Heidegger o Binswanger) merecería el calificativo de existencial, al igual que la preocupación y el amor. Ya en la vida «normal», el humor debe entenderse como un exquisito viático destinado a prevenir decaimientos que requieran un cuidado intensivo. Su definición más inteligente es la que proporciona la cultura popular, según la cual humor es reír a pesar de todo. En nuestra mochila no puede faltar este rasgo obstinado del humor para paliar las emergencias que puedan producirse durante la ascensión. Cuando la rocalla afilada nos hace perder el equili-

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brio, las paredes empinadas nos parecen insalvables y la pendiente que bordea el camino es vertiginosamente profunda, entonces recurrimos a la obstinación no encarnizada, sino sonriente que, con alegría, nos permite ver que hasta los obstáculos tienen asideros y las pendientes hondonadas, y que, por encima de todo, el sol luce y hace brillar las rocas afiladas para que la ascensión no parezca tan fatigosa. Humor es apartarse del minúsculo excursionista que somos en relación con la gigantesca montaña, separarnos de nosotros y de nuestros problemas y, desde la distancia, volver la vista atrás, riendo y llorando a la vez, para contemplar la pequeña figura que se esfuerza, unas veces en la dirección equivocada y otras sin conseguir apenas avanzar, pero, al fin y al cabo, escalando el camino que le corresponde. Tuve a una paciente cuyo marido, por obligaciones profesionales, sólo podía estar en casa con su familia unos pocos días al mes. Una vez que expresé ante la mujer mi sorpresa por haber mantenido el matrimonio a pesar de esas circunstancias, porque conozco muchas parejas en las que uno de los cónyuges se viene abajo por un mero fin de semana de guardia o un turno de noche, la mujer respondió espontáneamente que, por suerte, ella y su marido no tenían tiempo para discutir. Los pocos días que pasaban juntos eran como una luna de miel y cuando todo empezaba a volverse rutinario, su marido ya tenía que partir de nuevo. Tratándose de una mujer que ha tenido que criar a tres hijos prácticamente

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sola, esta manera de ver las cosas es digna de consideración. Tras su sonrisa se escondía algo mucho más serio: la voluntad de mantener la familia unida.

III. Practicar el compañerismo de montaña La palabra «unión» es un concepto clave para nuestra excursión. Ahora que ya tenemos las mochilas hechas —con mucho amor e igual cantidad de preocupación, sin miedo y con la conveniente pizca de humor—, debemos emprender la marcha sin pensarlo dos veces y tomar el trayecto especialmente indicado para hacer sudar al excursionista que recorre el mundo. Considerémoslo un «trayecto imaginario de prueba» en el que se comprobará si el peso que llevamos a nuestra espalda nos hará flaquear o, por el contrario, nos hará más fuertes. Básicamente, se trata de que la unión entre las personas aumente conforme aumenta el grado de peligro. Por eso los escaladores nunca pueden dejar a un compañero en la estacada. Los familiares de personas con alguna patología psíquica tienen una obligación parecida. Tan pronto como se anuncia el drama, lo más urgente es permanecer unidos y no empeorar la situación con discusiones. Es comprensible, pero, desgraciadamente, existe una trampa llamada echar la culpa en la que cae hasta la mente más sensata. En este sentido, los escaladores lo tienen más fácil, porque nunca se reprocharán

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mutuamente un cambio de tiempo brusco o una tormenta de nieve repentina. Por el contrario, en la vida normal es más complicado. Las épocas de crisis hacen que los afectados se pregunten con vehemencia cómo se ha podido producir la crisis y, normalmente, nunca encuentran ninguna explicación adecuada. Han intervenido miles de casualidades, las historias pasadas arrojan sombras muy largas, el radio de influencia social es difícil de determinar y las decisiones libremente tomadas por una de las partes no se pueden atribuir obligatoria o lógicamente a ninguna causa, porque entonces ya no serían decisiones libres. Por ejemplo, si un miembro de la familia se suicida, lo cual es de las peores cosas que le puede pasar a una familia, es científica y humanamente imposible determinar a posteriori por qué ha sucedido. Naturalmente, se podrán hacer conjeturas y reconstruir todo tipo de «motivos» para explicar el hecho, pero hay que admitir honestamente que todos y cada uno de nosotros tendríamos continuamente «motivos» para quitarnos la vida. Todos tendríamos suficientes preocupaciones en la mochila como para decidir que no queremos seguir la excursión. Sin embargo, seguimos el camino porque en nuestro equipaje también llevamos suficiente amor: a la vida y a sus obligaciones. Entonces, ¿por qué una persona ha perdido todo el amor de su mochila? No lo sabemos, pero sí podemos asegurar que no ha sido solamente porque sus preocupaciones fueran muchas...

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En el suicidio pueden intervenir a la vez distintos factores: la propensión depresiva o una predisposición enfermiza, una situación externa triste, una decepción amarga, la falta de confianza y muchas cosas más. Sin embargo, no hay que indagar en la decisión final del afectado. Es una decisión procedente del fondo de su persona que no se puede clarificar, sino simplemente respetar. Por consiguiente, cuando una familia se ve afectada por una tragedia de esta índole, lo peor que pueden hacer sus miembros es reprocharse mutuamente que éste o aquél ha conducido al muerto al suicidio, que esto o aquello tiene la culpa de su acto desesperado, etc. Es cierto que la culpa forma parte de la vida humana, nadie dice lo contrario, pero nunca nadie es culpable de la decisión de otro, sino únicamente de las decisiones erróneas propias y es con éstas con las que cada uno tiene que tratar, ya que no necesita que nadie se las eche en cara. No se puede convencer ni disuadir a nadie de la auténtica culpa. Por mi experiencia, la auténtica culpa se refleja en el fondo de la conciencia de la persona y, en lo que concierne a los actos del prójimo, no tenemos la más mínima libertad, ni siquiera como padres, con respecto a los actos de nuestros hijos. Por ello, lo más importante —que también sucede— es acercarse y permanecer unidos, porque juntos las cosas se llevan mejor. Y otra cosa que no hay que olvidar: ¡cada uno lo lleva a su manera! Quien aparenta que las cosas no le afectan, en realidad no

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es así. El dolor tiene mil caras. Una vez, una madre que había perdido a su hijo un año antes me explicó con amargura que su marido siempre lo había rechazado y que una muestra de ello, entre otras cosas, era que nunca visitaba su tumba. La mujer decía que ella iba al cementerio cada día. Dos semanas después hablé con el marido. Cuando abordé el tema «hijo», el hombre me reveló entre sollozos que era incapaz de estar junto a la tumba de su descendiente fallecido. Sólo el hecho de pensarlo le provocaba un nudo en la garganta... Como decíamos, el dolor tiene mil caras, y para mitigarlo no hay que verter sobre él ningún reproche cuya justificación sea, además, extremadamente dudosa. Al contrario: siempre hay que poner el consuelo y el compañerismo por delante. De la misma manera que en la niebla o la tormenta los escaladores deben tenderse la mano mutuamente, los familiares de adictos deben hacer lo mismo: avanzar con paso firme a través del dolor sin hablar de quién tiene la culpa.

IV. Trazar un plan de ruta

La psicoterapia general nos enseña que, en la medida de lo posible, no debemos dejar que los conflictos nos corroan por dentro. Por otro lado, resolver emocionalmente una disputa no siempre sirve para allanar diferencias, porque a veces no se puede

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evitar la caída de un rayo, tanto en la montaña como en los corazones de las partes en conflicto. Por ello, la logoterapia propone una solución intermedia: elaborar un acuerdo que resuelva (provisional o definitivamente) la situación conflictiva. Dependiendo de las circunstancias, el acuerdo puede ser común o unilateral. Si, por ejemplo, el conflicto consiste en que a una persona le molesta el elevado volumen con que el vecino escucha la música por la radio, un acuerdo mutuo podría ser tolerar la música durante el día hasta las cinco de la tarde y, a partir de esa hora, usar auriculares. Si el vecino no se aviene a pactar, se podría llegar al acuerdo unilateral de aislar acústicamente la pared que da a la casa de donde viene la música. Naturalmente, ninguno de los dos acuerdos es el ideal. Tolerar la música alta durante el día o gastar en aislamiento acústico requiere un sacrificio. Sin embargo, si el acuerdo se adopta realmente desde dentro de cada uno, siempre será mucho mejor que una lucha vecinal constante, porque entonces el sacrificio no se vivirá como algo «provocado por un mal vecino», sino como una «reacción razonable» a una situación desagradable. Un acuerdo interior también puede apaciguar un conflicto haciendo que dos exigencias no se simultaneen, sino que se sucedan, lo cual suele ser necesario para la vida. Una vez, un tornero paciente mío estaba junto a su máquina, concentrado en su manejo. Mirando por el rabillo del ojo se dio cuenta de que uno de los trabajadores se mostraba aquella ma-

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ñaña visiblemente deprimido. Mi paciente quiso indagar en lo que le sucedía a su compañero, pero sin desatender el funcionamiento del torno. La conversación le distrajo y el tornero acabó con la yema de uno de sus dedos enganchada. El resultado final fue que el compañero deprimido tuvo que ofrecer su ayuda en lugar de recibirla. Durante la siguiente sesión terapéutica analizamos la escena relatada por mi paciente. Él reconoció que habría podido resolver de forma óptima el conflicto si hubiese llegado a un acuerdo interior. Por ejemplo: acabar primero el trabajo tranquilamente y después, durante el descanso, hablar con el compañero sobre el problema. De haberlo hecho así, habría apartado provisionalmente la preocupación por el otro, lo cual le habría permitido concentrarse completamente en el trabajo para, posteriormente, concentrarse completamente en su compañero. Trabajo

Trabajo

Acuerdo: •plan de rula-

Conflicto

Compañero En caso de conflicto no estamos por lo que hacemos, pensamos en ambas cosas a la vez y actuamos sin decisión.

Compañero Gracias al acuerdo nos decidimos primero por una cosa, después por la otra y las dos se hacen como es debido.

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Por supuesto, en este caso tampoco evitamos el sacrificio. Reducir un conflicto a una sucesión temporal implica «paralizar» durante horas, días o incluso meses una cuestión acuciante hasta que llegue el momento adecuado para ocuparse intensamente de ella. El acuerdo consistente en resolver una cosa tras otra se asemeja a un «plan de ruta» para ir de un tema a otro y así evitar el zigzagueo agotador. La persona que es capaz de trazar planes de ruta se puede considerar afortunada, porque no sólo le favorecerán en sus excursiones por montañas escarpadas donde lo principal es la constancia y la paciencia, sino también en las situaciones estresantes de la vida donde las empresas difíciles sólo se consiguen, precisamente, «paso a paso». En el caso particular del sufrimiento de familiares de alcohólicos, drogodependientes, desempleados o delincuentes, esto se traduce en: a) permanecer unidos^tal como hemos comentado), y b) acordar (a ser posible, en grupo) qué problemas para el adicto deben ser tomados en consideración y cuales no; cuándo está preparado para recibir apoyo, cariño y dedicación y cuándo no; hasta dónde se soportan entre lamentos sus excesos y a partir de dónde hay que mostrarse impasibles con él. Para ello no hay reglas universales, pero los acuerdos interiores tomados en firme facilitan la comunicación con el adicto y, en cualquier caso, proporcionan una línea de actuación clara para todos.

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V. Permanecer en la cima El hombre es un ser cultural y lo sigue siendo en los «circuitos de prueba» en los que la vida lo explota hasta la extenuación. El olfato para lo valioso, bello, misterioso o numinoso nunca le abandona por completo, tal como demuestra Viktor E. Frankl en sus estudios de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Por ello es importante y beneficioso mantener un nivel cultural mínimo precisamente en las malas épocas. La cultura nos estimula, nos inspira, nos saca del tedio de la cotidianidad e impide que nos instalemos en la apatía y la rigidez mental. Quien lee un libro interesante, escucha su música preferida, aprende por placer un poema de memoria, se hace un bonito vestido o visita una exposición, está alimentando su mente y abriéndose a las pequeñas cosas que iluminan la vida. Pero cuando parece que este resplandor se extingue, las evitamos categóricamente. La mejor lectura y el concierto más imponente no parecen alegrarnos. La moda más elegante y la exposición más concurrida no nos llaman la atención. A pesar de ello, es recomendable no dejar que nuestro nivel cultural descienda. La cultura no es un objeto de placer, sino la expresión de nuestra condición humana y, por consiguiente, un bien inalienable que debemos arrastrar hasta en las épocas de mayor penuria. No nos dejemos llevar por la mentalidad del «todo o nada». Que un miembro de la familia se haya

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vuelto «loco» no es motivo para desatender la casa, descuidar nuestro peinado, no poner plantas en el balcón o no tararear una cancioncilla. Debemos pensar que al enfermo no le beneficia en nada la ruina de nuestra vida cultural, más bien le carga con un mayor descontento. Tampoco tenemos que avergonzarnos de una miseria que, como suele suceder en la problemática de las adicciones, nadie es capaz de atenuar para el enfermo. La existencia propia se asegura en el seno de una atmósfera de cuidados, manteniendo una serenidad digna y siendo consciente de que, a pesar de las dificultades, todavía hay posibilidades de las que podemos disponer. Cuando nos vemos obligados a presenciar incontables contrariedades sin poder hacer lo más mínimo al respecto, no sólo nos limitamos a ser testigos de ellas, sino que también vemos lo que hay de satisfactorio y edificante más allá de ellas. Puede estar escondido o ser inalcanzable con la mirada, igual que la cima de una montaña entre las nubes que sólo se manifiesta cuando nos aproximamos a ella. Una vez me explicaron la historia de un hombre con los pulmones totalmente destrozados por el cáncer. Antes de morir, se pasó catorce meses en el hospital, totalmente consciente, conectado a un pulmón artificial. La esposa no se separó de su cama ni un solo día. Durante ese tiempo, ambos conversaban con el mismo fervor y cariño con que lo hacían antes. Diferenciemos en este impresionante ejemplo lo que significa «tener que ser testigo» y «poder ver

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más allá». Nadie podía ayudar a este enfermo de pulmón, ni siquiera las técnicas médicas más modernas. Lo único que se podía hacer era «ser testigos» de cómo su hora le iba llegando poco a poco. Ésta es una cara de la verdad. Pero si «miramos más allá», descubriremos una segunda cara: un enfermo terminal y una persona querida que está a su lado, que no lo abandona, que se entrega a él día tras día. ¿Acaso este enfermo no era afortunado si lo comparamos con tantas personas en el mundo que respiran sin dificultad pero no tienen a nadie a su lado? Cada vez que miremos un poco más allá, nos sorprenderemos de todo lo que veremos, de la piedad que hay hasta en el más despiadado de los destinos. Permítanme acabar con un magnífico consejo: practiquemos el arte de poder participar del júbilo de los demás. No es fácil, porque la envidia acecha en cada rincón de nuestro cerebro, pero quien domina este arte siempre encuentra un motivo para alegrarse. Con demasiada frecuencia escucho de mis pacientes relatos de este tipo: una mujer que cursa estudios universitarios se entera de que su sobrina ya ha terminado la carrera y rompe a llorar desconsoladamente. ¿Por qué? Porque a diferencia de la sobrina ella todavía no ha conseguido el título. Otra mujer se va a tomar las aguas y en el hotel del balneario se encuentra con señoras muy bien arregladas y elegantemente vestidas. Su reacción es verter por todas partes comentarios sarcásticos acerca de

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semejante «desfile de disfraces ridículos». ¿Por qué? Porque ella no tiene ninguna prenda de calidad que ponerse. No es mi intención sobrevalorar un título universitario, ni mucho menos la posesión de joyas o ropa de calidad. Como es sabido, todo esto es muy relativo. Pero precisamente por eso deberíamos hacer un esfuerzo para no envidiar estas cosas a quien las disfruta y ser copartícipes de su alegría. Tampoco los padres de jóvenes drogadictos deberían alegrarse del fracaso de los hijos de los demás, sino reunir la fuerza interior necesaria para congratularse de que haya infinidad de jóvenes que realmente tienen motivos para ser felices, porque de ahí, finalmente, se puede extraer la confianza en el «núcleo intacto» instalado en cada ser humano, incluidos los jóvenes drogadictos. De la misma manera, las mujeres de alcohólicos deben alegrarse por los maridos sanos y estables de sus amigas, con la sabia convicción de que en el mundo nada se da por supuesto, y mucho menos la felicidad. La grandeza interior se demuestra en la generosidad, y guardar la alegría para lo que proporciona precisamente alegría, ya sea a uno mismo o a los demás, es también una pequeña muestra de cultura. Cuando el alpinista llega a la cima no se pregunta a quién pertenece la montaña. Se limita a inspirar profundamente y alzar el rostro al cielo...

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Conclusión

Los familiares de personas con patologías adictivas pueden mantener intacta su salud mental. Para ello es necesario: 1. Ponerse en marcha con todo el amor y sin miedo. 2. No perder el sentido del humor. 3. Mantenerse unidos. 4. Resolver los conflictos de mutuo acuerdo. 5. Mantener cada uno su nivel cultural. Estos cinco puntos son también el distintivo de una búsqueda lograda de la identidad, puesto que indican, nada más y nada menos, que una persona puede estar conforme con lo que es y no tener que dudar nunca de sí misma, incluso en las situaciones más estresantes. El amor y el humor nos hacen ser irrefrenablemente vitalistas. La cooperación y la capacidad de decisión nos fortalecen cuando estamos limitados. El nivel cultural relata nuestra biografía... Las personas que, por motivos familiares o profesionales, mantienen una relación estrecha con adictos deben afianzar estos puntos en sus vidas, porque lo contrario de la dependencia no es, precisamente, la independencia (a la que nunca accedemos por completo a causa de nuestra predisposición enfermiza), sino más bien la identidad, es decir, la fidelidad a todo lo mejor de nosotros mismos.

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