lochet L._ La Salvación Llega a los Infiernos

January 18, 2018 | Author: Salvador | Category: Hell, Jesus, Salvation, Saint Peter, Christ (Title)
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LOUIS LOCHET o

I Ü.

LA SALVACIÓN LLEGA A LOS INFIERNOS

Hoy día resulta difícil dar con un lenguaje adecuado para hablar del cielo y el infierno. No sabemos qué decir... y callamos. Y a fuerza de no hablar, dejamos también de pensar en ello. Ciertos abusos y desenfoques del pasado nos han puesto en esta situación. Pero los "fines últimos", el infierno entre ellos, siguen siendo una palabra repetida en la Buena Noticia de Jesús. Palabra que no se puede tachar, ni dejar de traducir y transmitir. He aquí una exposición luminosa de cómo se inserta la noticia del infierno en la Buena Noticia de Jesús-Salvador, el cual se ha hecho solidario de todos los hombres, desde lo más alto del cielo a lo más profundo de los infiernos; solidario de todas las miserias humanas y de todos los pecadores, cuya condena compartió para poder llevarlos a todos a la Salvación. La ternura, la misericordia y la salvación de Dios no tienen límite, pues El es Señor de lo imposible. ¿Quién podrá salvarse? Jesús es vencedor del infierno porque, bajando al infierno, abrió camino donde no lo había. Creo en el infierno. Creo en la salvación universal.

EDITORIAL

v—iSANTANDER

Colección ALCANCE

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LOUIS LOCHET

LA SALVACIÓN LLEGA A LOS INFIERNOS

EDITORIAL

«SAL

T E R R A E »

Guevara, 20 - S A N T A N D E R

Ex Bibliotheca Lordavas

Título del original francés Jésus descendu. aux enfers Les Editions Du Cerf Traducción de Juan J. García Valenceja Portada de Jesús G.

a

Abril

© Editorial S A L T E R R A E - Santander Con las debidas licencias Printed in Spain

I S B N : 84-293-0577-7 LA EDITORIAL V I Z C A Í N A , S . A.-BILBAO

Depósito Legal BI-2.659-1980 -

Carretera Bilbao a Galdácano, 20

Í N D I C E

Introducción 1. MISIÓN IMPOSIBLE ¡Anunciar el cielo y el infierno, hoy día, es algo imposible! Un cambio histórico Una transformación de la sensibilidad colectiva Una nueva concepción del hombre COMO LOS INFIERNOS PASARON A SER EL INFIERNO Del sheol al infierno Cristo habla del infierno

7 15 18 21 23 24

2.

29 30 34

3. ,;QUIEN, PUES, SE PODRA SALVAR? ... Jesús, Salvador de todos Todo lo que ha sido creado está llamado a quedar reunido en Cristo El universalismo del pecado apela al universalismo de la salvación en Jesucristo

41 42

4. SEÑOR DE LO IMPOSIBLE Las contradicciones luminosas El Éxodo o el Paso imposible La esterilidad fecunda La risa de Sara La oración de Ana El cántico de María: la Virgen Madre Resucitar a los muertos Victoria sobre la segunda muerte

51 52 54 56 56 57 58 59 62

5. ¿Y COMO PODRA SUCEDER ESTO? El universalismo de la salvación mediante la Cruz

67 71

46 48

Título del original francés Jésus descendu aux enfers Les Editions Du Cerf Traducción de Juan J. García Valenceja Portada de Jesús G .

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Abril

© Editorial S A L T E R R A E - Santander Con las debidas licencias Printed in Spain

I S B N : 84-293-0577-7 LA EDITORIAL V I Z C A Í N A , S . A.-BILBAO

Depósito Legal BI-2.659-1980 -

Carretera Bilbao a Oaldácano, 20

Í N D I C E

Introducción 1. MISIÓN IMPOSIBLE ¡Anunciar el cielo y el infierno, hoy día, es algo imposible! Un cambio histórico Una transformación de la sensibilidad colectiva Una nueva concepción del hombre COMO LOS INFIERNOS PASARON A SER EL INFIERNO Del sheol al infierno Cristo habla del infierno

7 15 18 21 23 24

2.

29 30 34

3. ¿QUIEN, PUES, SE PODRA SALVAR? ... Jesús, Salvador de todos Todo lo que ha sido creado está llamado a quedar reunido en Cristo El universalismo del pecado apela al universalismo de la salvación en Jesucristo

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4. SEÑOR DE LO IMPOSIBLE ... Las contradicciones luminosas El Éxodo o el Paso imposible La esterilidad fecunda La risa de Sara La oración de Ana El cántico de María: la Virgen Madre Resucitar a los muertos Victoria sobre la segunda muerte

51 52 54 56 56 57 58 59 62

5. ¿Y COMO PODRA SUCEDER ESTO? El universalismo de la salvación mediante la Cruz

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6.

EL JUSTO, SOLIDARIO DE LOS PECADORES La línea de la sustitución El lenguaje del culto: Cristo derramó su sangre como sacrificio por nosotros El lenguaje del derecho: Cristo da su vida como rescate por la multitud El lenguaje del amor: el justo se hace solidario de los pecadores La Cruz: solidaridad de Cristo con los pecadores El Cordero que lleva el pecado del mundo 7. LA SOLIDARIDAD QUE NOS SALVA ... Solidaridad, acto de amor humano Jesucristo, hombre solidario Esta solidaridad nos salva La solidaridad en Cristo nos adentra en la intimidad del Padre, mediante el Hijo, en el Espíritu

79 80 80 82 88 88 93 100 101 102 104 106

8.

DESDE LO MAS ALTO DE LOS CIELOS A LO MAS PROFUNDO DE LOS INFIERNOS * ... Cristo, glorificado como Salvador en los infiernos El misterio del Sábado Santo

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9. A LA BÚSQUEDA DE ADÁN Las grandes imágenes Los dos Adanes ... La solidaridad universal El Universo entero es humano

114 116 120 124 125

10. LOS SANTOS VAN AL INFIERNO La solidaridad misionera La solidaridad mística La intercesión de los santos El misterio de la historia: tiempo de salvación

129 131 134 144 145

11. LO QUE YO CREO ¿Cree usted en el infierno? ¿Qué hace usted de la libertad humana? ¿Qué hace usted de la justicia de Dios? ¿Se salvarán todos? Yo creo en Jesucristo..., que descendió a los infiernos

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Introducción

Hablar hoy día del cielo y del infierno es una necesidad. Sí, un desafío, un reto. Tal vez hasta una urgencia. Henri Fresquet escribía recientemente en el diario Le Monde un artículo titulado: «Decantar el cristianismo». Hace allí la reseña del libro de Hans Küng Ser cristiano y con esa ocasión dice: «Cada época tiene su espacio de credibilidad que es preciso respetar. Si el cristianismo tiene pretensiones de universalidad ha de ser aceptable para los hombres de todas las épocas.» Es evidente que el «espacio de credibilidad» de nuestra época no tolera ya el anuncio de lo que todavía ayer se llamaba «los fines últimos». Ya no hay en la predicación un lenguaje para hablar del cielo y del infierno. Más aún, en un mundo marca-

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do por la crítica marxista de la religión, todo anuncio del más-allá se hace de antemano sospechoso de desviar a los hombres de la urgencia de las tareas presentes. Al no saber qué decir, uno se calla. Y a fuerza de no hablar, tampoco se piensa en ello. Cuando se dice «infierno», la imaginación colectiva de los pueblos de cultura cristiana no se representa sino imágenes propias de la Edad Media: grandes calderas donde se cuecen los condenados, diablos cornudos manejando la horca, suplicios variados según el tipo de pecado de que se trate. Todas esas ilustraciones circunscriben la palabra bíblica al área de lo fantástico imaginario y de terrores superados. Es algo que parece sin relación con la seriedad de la vida. ¡Las imágenes del infierno ya no estremecen y las del cielo no seducen! La preocupación de los mejores discurre al nivel de la historia presente. La fe convoca hoy a los cristianos militantes al compromiso activo en medio de las estructuras colectivas de lo profesional y de lo político. Su centro de interés es el combate por la justicia social, la lucha por la defensa de los oprimidos, por las reformas y las revoluciones que aseguren, en el plano mundial, una justa distribución de los bienes, el respeto a la libertad y a la dignidad de todos. ¡Ya tienen suficiente peso los combates del mundo presente! No es el miedo al infierno, ni la atracción del cielo, lo que les mueve, sino el sentido del hombre. Lo elevado de una perspectiva de este tipo, con todo lo que de cristiano encierra; la necesaria

Introducción

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reacción contra una predicación de «los fines últimos», que ha impulsado a los cristianos a evadirse del presente y a acomodarse a las injusticias de este mundo, todo ello nos incita a adoptar una especie de silencio táctico o repliegue estratégico en lo tocante al anuncio del más-allá: ¡No hablemos más de ello, ya que no dice nada a nadie y corre el riesgo de devaluar nuestro Evangelio! Comprendo estas reacciones. Las he vivido. Sin embargo, a la larga, esta actitud me plantea ciertos interrogantes. Como pastor, estoy encargado del anuncio de la Palabra. No soy yo quien inventa el mensaje. Soy un enviado para transmitirlo. Tengo el deber de traducirlo para los hombres de mi tiempo, pero no tengo derecho a suprimir de él lo que a ellos no les agrade o a mí no me convenga. Pasar en silencio, sistemáticamente, una parte importante del mensaje, sería una traición. Hay un todo consistente en la Palabra de Dios. Suprimir una parte del Evangelio es deformarlo por entero. Ser incapaz de expresar una parte de nuestra fe es menoscabar la credibilidad del todo; Reducir el mensaje al «mínimo creíble» de nuestro tiempo equivaldría gradualmente a reconducirlo a aquello que todo el mundo sabe y piensa ya — p o r más que no lo ponga en práctica—: a la fraternidad universal y al interés por la justicia para todos. El propio Jesús apenas será ya más que el garante de un proyecto social o político, conservador o revolucionario. Y así, en fin, el Evangelio no contendrá nada original. Se conservan los térmi-

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Introducción

nos de misión, de evangelización, pero en realidad no hay nada que decir. Y hay otra cosa todavía. Creo que este eclipse total del lenguaje acerca de «los últimos fines» no perjudica únicamente al mensaje que hay que transmitir, sino al hombre mismo a quien va dirigido. El Evangelio es una Buena Noticia para el hombre. Suprimir una parte de él a nuestro capricho, conforme a nuestros gustos del momento, ¿no acabaría por perjudicar al hombre mismo a quien se dirige? ¿Tenemos derecho a modificar la composición o la dosis de un remedio por el hecho de que es demasiado amargo, aunque con eso perjudiquemos la salud del enfermo? Esta pienso que es la situación. En nombre del sentido de la persona humana y de la urgencia del servicio a la Humanidad en el mundo actual, se ha atenuado muchas veces el anuncio de un más-allá. H o y , precisamente en nombre del sentido de la persona humana y de la urgencia de los compromisos en los momentos actuales, es preciso volver a tal anuncio. ¿Por qué? Tenemos la prueba ante nuestros ojos. ¿ D e dónde procede, en muchos países de Europa y de América del Norte, el extremado hastío de los jóvenes, su falta de compromiso político, su desgana por la acción y por la vida misma? Es el mal del siglo; el mal de un mundo sin fe, que ha tomado conciencia de su total insignificancia. Hace tiempo que lo diagnosticó Paul Ricoeur: la más grave crisis del mundo presente es la falta de sentido. Si la historia del mundo no sabe ya nada sobre el cumplimiento final que ella misma prepara y espera en

Introducción

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Jesucristo, se repliega sobre sí misma. Se convierte en su propio « f i n » . Más exactamente, deja de tener un fin. No conduce a nada. No construye nada. Corre hacia la nada. El descubrimiento de su caducidad se convierte en conciencia de su propia insignificancia. La carencia de significado de la totalidad de la historia coloca a todo el mundo en el absurdo de una vida sin finalidad, vaciando la acción humana de toda orientación constructiva. ¿Por qué entusiasmarse? ¿Para qué comprometerse? Para una persona que sea lúcida no queda sino la desesperación: el suicidio para acabar o la evasión para olvidar. ¿Olvidar qué? «Olvidar lo estúpida que es la vida.» ¿Dónde está el remedio, sino en el anuncio de «los últimos fines», en el anuncio de quien es el término único, el único sentido de la historia: Jesucristo, luz del mundo? Hay en el campo de las ciencias un determinado número de físicos y matemáticos que se dedican a la «investigación fundamental». Una investigación sobre un punto de partida «gratuito», sin miras inmediatas de aplicaciones técnicas. Y con frecuencia ocurre que la fecundidad de tales invenciones abre sectores enteros de realizaciones nuevas. La investigación que proponemos, en el plano de la fe, es un poco análoga. No se trata, en primer término, de descubrir tal o cual orientación práctica. Se trata de redescubrir la gran luz que proporciona su significado y su orientación a toda la historia humana revelándole su finalidad. A partir de esa Luz, que da su sentido a la totalidad

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nos de misión, de evangelización, pero en realidad no hay nada que decir. Y hay otra cosa todavía. Creo que este eclipse total del lenguaje acerca de «los últimos fines» no perjudica únicamente al mensaje que hay que transmitir, sino al hombre mismo a quien va dirigido. El Evangelio es una Buena Noticia para el hombre. Suprimir una parte de él a nuestro capricho, conforme a nuestros gustos del momento, ¿no acabaría por perjudicar al hombre mismo a quien se dirige? ¿Tenemos derecho a modificar la composición o la dosis de un remedio por el hecho de que es demasiado amargo, aunque con eso perjudiquemos la salud del enfermo? Esta pienso que es la situación. En nombre del sentido de la persona humana y de la urgencia del servicio a la Humanidad en el mundo actual, se ha atenuado muchas veces el anuncio de un más-allá. H o y , precisamente en nombre del sentido de la persona humana y de la urgencia de los compromisos en los momentos actuales, es preciso volver a tal anuncio. ¿Por qué? Tenemos la prueba ante nuestros ojos. ¿De dónde procede, en muchos países de Europa y de América del Norte, el extremado hastío de los jóvenes, su falta de compromiso político, su desgana por la acción y por la vida misma? Es el mal del siglo; el mal de un mundo sin fe, que ha tomado conciencia de su total insignificancia. Hace tiempo que lo diagnosticó Paul Ricoeur: la más grave crisis del mundo presente es la falta de sentido. Si la historia del mundo no sabe ya nada sobre el cumplimiento final que ella misma prepara y espera en

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Jesucristo, se repliega sobre sí misma. Se convierte en su p r o p i o « f i n » . Más exactamente, deja de tener un fin. No conduce a nada. No construye nada. Corre hacia la nada. El descubrimiento de su caducidad se convierte en conciencia de su propia insignificancia. La carencia de significado de la totalidad de la historia coloca a todo el mundo en el absurdo de una vida sin finalidad, vaciando la acción humana de toda orientación constructiva. ¿Por qué entusiasmarse? ¿Para qué comprometerse? Para una persona que sea lúcida no queda sino la desesperación: el suicidio para acabar o la evasión para olvidar. ¿Olvidar qué? «Olvidar lo estúpida que es la vida.» ¿Dónde está el remedio, sino en el anuncio de «los últimos fines», en el anuncio de quien es el término único, el único sentido de la historia: Jesucristo, luz del mundo? Hay en el campo de las ciencias un determinado número de físicos y matemáticos que se dedican a la «investigación fundamental». Una investigación sobre un punto de partida «gratuito», sin miras inmediatas de aplicaciones técnicas. Y con frecuencia ocurre que la fecundidad de tales invenciones abre sectores enteros de realizaciones nuevas. La investigación que proponemos, en el plano de la fe, es un poco análoga. No se trata, en primer término, de descubrir tal o cual orientación práctica. Se trata de redescubrir la gran luz que proporciona su significado y su orientación a toda la historia humana revelándole su finalidad. A partir de esa Luz, que da su sentido a la totalidad

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del mundo, es como podremos redescubrir el sentido mismo de nuestra existencia personal y volver a encontrar el gusto por la vida y la necesidad del compromiso. Esta perspectiva, lejos de ser alienante y desmovilizadora, es la única que permite hoy día, a quienes reflexionan, motivar sus compromisos, a los que se entregan por entero, toda vez que sabe uno el porqué y que merece la pena. También aquí es verdadero el dicho: «Buscad el Reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura.» Estas son las convicciones que la vida y el ministerio pastoral han hecho crecer en mí. La primera: que ya no sabemos cómo anunciar a este mundo los «fines últimos», el cielo y el infierno, el fin del mundo y la última venida de Cristo. La segunda: que hoy día es urgente para la vida y para el futuro del mundo en su misma dimensión temporal, volver a dar con un lenguaje para hacerlo. La tercera: que hay que buscar, y buscar juntos. De ahí proceden las reflexiones reunidas en este libro y en el que un día quisiera escribir acerca de la alegría del cielo: «Entra en el gozo de tu Señor.» Añadiría que para mí se trata de una cuestión vital. De ella depende mi felicidad. Desde mi más tierna infancia sé que no puedo ser feliz sin que todos los demás lo sean. ¿Es posible la felicidad a ese precio? Es la pregunta que me viene una y otra vez desde siempre, la que llevo en mí, la que, iba a decir, es yo. ¿Es posible plantearla? Y aun cuando sea imposible encontrar ahora una respuesta satisfactoria, ¿es posible interrogar a la Palabra de

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Dios hasta que ella indique un camino que lleve un día a la respuesta? Es lo que he intentado hacer. Afortunadamente, sé que los grandes teólogos del momento han reencontrado la dimensión escatológica del mensaje cristiano. Hombres como Jürgen Moltmann, Walter Kasper, Urs von Balthasar, Olivier Clément y tantos otros, nos han permitido reencontrar esa gran tensión de toda la historia hacia la última venida de Cristo Salvador. Nos han hecho posible superar una problemática moralizante de simple «retribución», de recompensa y castigo, para dar de nuevo con la gran perspectiva bíblica de la historia de la salvación. Nos han abierto los ojos para redescubrir, a la luz de la Palabras, que, según el proyecto de Dios, es el futuro lo que ilumina el presente, lo que le imanta y orienta. Nos han enseñado a ver de nuevo a esta luz el acontecimiento de hoy como llegada de Aquel que viene. Su mensaje me ha abierto, a partir de la Biblia, un camino de luz hacia horizontes que no conocía. Pero a veces su mensaje es difícil. Por eso creo que esta renovación del pensamiento teológico y su orientación escatológica no ha llegado todavía al conjunto del Pueblo de Dios y no le ha proporcionado aún colectivamente esa gran esperanza capaz de reavivar su alegría y animarle para grandes empresas. Es preciso que despertemos en medio de la luz del Día de Cristo que viene, para trabajar en este tiempo que El nos concede. Yo no soy ni un especialista en exégesis ni un teólogo profesional. ¡Podrá verse en seguida! Soy

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simplemente un cristiano que quiere profundizar su fe y un pastor que intenta expresarla a los hombres de su tiempo. Esta búsqueda se verifica en la Iglesia y para ella. Me sentiré siempre muy feliz de aprovechar las luces de quienes poseen mayor competencia, experiencia o autoridad. Mi propósito es, pues, modesto. Se trata de transmitir el mensaje que yo he recibido, intentando traducirlo sin traicionarlo, para hacerlo accesible a un mayor número de personas. Estas lo transmitirán, a su vez, «hasta que toda la masa quede fermentada». ¿Y qué otra cosa hacemos todos nosotros, los cristianos, sino recibir la Palabra de Dios para transmitirla en un lenguaje que toque el corazón y el espíritu de nuestros hermanos? Confieso que, durante mucho tiempo, numerosos pasajes del Evangelio que se refieren al cielo y al infierno han permanecido para mí impenetrables e intransmisibles. Había renunciado a la predicación ingenua o aterradora que había conocido cuando niño y no había dado con otra. Los teólogos de la esperanza me abrieron un camino. Redescubrí el misterio de la redención a la luz de Cristo, «que bajó a los infiernos». Descubrí el infierno como un lugar de la manifestación de Cristo Salvador y una dimensión del misterio de la salvación. Esas páginas del Evangelio que yo había dejado de gustar y de transmitir se han convertido para mí en una advertencia y una llamada a la conversión. Sin quitar nada de su realismo, se han convertido en una Buena Noticia: una fuente inagotable de alegría en la irradiación de Cristo Salvador. Quisiera anunciar aquí esta Buena Noticia a todos.

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Misión imposible

«Descendió a los infiernos.» Esta expresión tiene el riesgo de inducir a error. Parece introducir una reflexión acerca de este artículo del Símbolo de los Apóstoles que desde el siglo tercero han repetido tan frecuentemente los cristianos para afirmar su fe. Podría, asimismo, esperarse un estudio bíblico acerca de los textos de la primera carta de San Pedro, que son la base más firme de nuestra fe en la bajada de Jesús a los infiernos: «Fue también a predicar a los espíritus encarcelados» ( 1 Pe 3,19) y «hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Noticia» ( 1 Pe 4 , 6 ) .

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La salvación llega a los infiernos

Nuestro enfoque es aquí más amplio. Nos parece, en efecto, que la bajada a los infiernos, afirmada por la Iglesia en su Credo y revelada por la Escritura, no es sólo una especie de episodio extraño y un tanto mítico de la misión de Jesús: pasaje sin consecuencias para nuestra vida presente y para nuestra esperanza cristiana. Certeza que ni siquiera hay intención de poner en cuestión: tan carente nos parece de importancia concreta. Fe cantada pero no vivida, cuyo contenido parece haber quedado oprimido para siempre entre la celebración de la muerte gloriosa de Jesús el Viernes Santo y la de su resurrección el día de Pascua. La admirable revalorización del misterio pascual en la investigación bíblica, en el pensamiento teológico y en la celebración litúrgica, parece haber dejado de lado en la conciencia cristiana esta dimensión del misterio que, en Occidente, no encuentra ni siquiera el lugar que podría parecerle destinado en la liturgia del Sábado Santo. ¿Por qué ese silencio de Occidente sobre la bajada a los infiernos? ¿Quizá precisamente porque no se ha visto en ello generalmente más que una especie de episodio, dentro del misterio de Cristo, inspirado en los mitos antiguos, una expresión de la fe cristiana según registros de imaginería judía o pagana, registros que una honesta desmi tologización debe hacer caer en desuso? Desde luego que la cuestión no es hacer un reportaje sobre el viaje de Cristo a los infiernos, a la manera de los mitos de Caronte o de Eneas, sino que más bien, siguiendo a los Padres y resituándolo en la totalidad de las Escrituras, se trata

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de descubrir una dimensión del misterio de Cristo necesaria en nuestros tiempos. Cuando proclamamos nuestra fe en estos términos: «Creo en Jesucristo nuestro Señor, que fue concebido del Espíritu Santo y nació de Santa María V i r g e n . . . » , esta fe se refiere a acontecimientos que pueden situarse en el tiempo, aunque afirma una dimensión del misterio de Cristo que sobrepasa el tiempo y sin la que ningún otro aspecto de su misterio puede ser correctamente expresado y vivido. Cuando proclamamos: «Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto..., al tercer día resucitó de entre los muertos», nuestra fe se enraiza en hechos que, aun hoy día, están presentes y radiantes en el misterio de la salvación. Quitar del Credo la fe en la muerte y la resurrección de Cristo no es suprimir un pasaje de su historia, sino desconocer lo esencial del misterio. Cuando proclamamos con toda la Iglesia: «Bajó a los infiernos», habrá que reconocer algún día que eso es también una dimensión de la misión de Cristo y un aspecto siempre actual del misterio de la salvación. De suerte que desconocer prácticamente el contenido de esta fe proclamada no carece de inconvenientes para la totalidad de nuestra fe, de nuestra vida y de nuestro anuncio del Evangelio. Es lo que quisiéramos revalorizar en la Iglesia y para la Iglesia, en unión con la revelación bíblica y la tradición patrísica, en medio de las actuales aspiraciones del mundo. Porque, paradójicamente, lo que nos ha llevado a profundizar en este artículo del Credo es el

ta

La salvación llega a los infiernos

término «infiernos» y, concretamente, la impotencia en que a menudo nos encontramos para decir sobre el infierno algo que se parezca a un Evangelio, es decir, a una Buena Noticia. Pretender que la primera carta de Pedro nos proporciona una revelación sobre el «infierno» en el sentido que los Concilios, a partir del siglo V, dieron a este término, sería sólo un desafortunado juego de palabras. Cuando Jesús dice a Pedro: « T ú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella» ( M t 1 6 , 1 8 ) ; o cuando Pedro mismo escribe de Cristo que «fue a predicar a los espíritus encarcelados» ( 1 Pe 3 , 1 9 ) , se trata del sheol judío o del hades pagano —esos oscuros lugares donde vegetan los muertos—, no exactamente del infierno en el sentido que nosotros damos hoy a ese término. Sin embargo, precisamente yendo hasta el fin de lo que esa «bajada de Cristo a los infiernos» nos revela sobre el misterio de la salvación, es como podemos reencontrar un nuevo impulso para volver a proclamar a los hombres de hoy la totalidad del Evangelio. Iluminando los extremos escomo se mide mejor la grandeza del todo, s ¡Anunciar el cielo y el infierno, hoy día, es algo imposible! Ha sobrevenido un gran hundimiento. La enseñanza sobre el infierno, que era uno de los pilares de la predicación cristiana, ha desaparecido casi totalmente en unos años.

1. ¡Misión imposible

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Durante siglos, muy especialmente entre el X I V y el X I X , la predicación sobre el infierno fue uno de los temas fundamentales de la catequesis, de las misiones y retiros. Y después, bruscamente, en unos años que se pueden situar en la primera mitad del siglo X X , entre 1930 y 1950, este tema desapareció casi por completo; hoy ya no se dice una palabra sobre el infierno. Muchos cristianos que cuentan alrededor de 30 años podrían afirmar que jamás han oído, ni en la parroquia ni en los «movimientos», predicación alguna acerca del infierno. ¿Qué ha sucedido para que se provocara un desplome tan rápido y tan total de uno de los pilares del edificio? Constituiría un largo y apasionante trabajo estudiar la historia de la predicación cristiana sobre los fines últimos. Un punto de referencia importante en esa larga historia sería ciertamente el influjo de los Ejercicios de San Ignacio. Elaborados durante su estancia en Mantesa en 1522, fueron redactados en los años que siguieron y han sido repetidas veces recomendados por los Papas. El quinto ejercicio de la primera semana es la meditación sobre el infierno. Se invita al ejercitante a «pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en pecado» ( 1 ) .

(1) IGNACIO DE IX) YOL A, Ejercicios Espirituales, núm. 65.

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La salvación llega a los infiernos

término «infiernos» y, concretamente, la impotencia en que a menudo nos encontramos para decir sobre el infierno algo que se parezca a un Evangelio, es decir, a una Buena Noticia. Pretender que la primera carta de Pedro nos proporciona una revelación sobre el «infierno» en el sentido que los Concilios, a partir del siglo V, dieron a este término, sería sólo un desafortunado juego de palabras. Cuando Jesús dice a Pedro: « T ú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella» ( M t 1 6 , 1 8 ) ; o cuando Pedro mismo escribe de Cristo que «fue a predicar a los espíritus encarcelados» ( 1 Pe 3 , 1 9 ) , se trata del sheol judío o del hades pagano —esos oscuros lugares donde vegetan los muertos—, no exactamente del infierno en el sentido que nosotros damos hoy a ese término. Sin embargo, precisamente yendo hasta el fin de lo que esa «bajada de Cristo a los infiernos» nos revela sobre el misterio de la salvación, es como podemos reencontrar un nuevo impulso para volver a proclamar a los hombres de hoy la totalidad del Evangelio. Iluminando los extremos es; como se mide mejor la grandeza del todo. •\ ¡Anunciar el cielo y el infierno, hoy día, es algo imposible! Ha sobrevenido un gran hundimiento. La enseñanza sobre el infierno, que era uno de los pilares de la predicación cristiana, ha desaparecido casi totalmente en unos años.

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Durante siglos, muy especialmente entre el X I V y el X I X , la predicación sobre el infierno fue uno de los temas fundamentales de la catequesis, de las misiones y retiros. Y después, bruscamente, en unos años que se pueden situar en la primera mitad del siglo X X , entre 1930 y 1950, este tema desapareció casi por completo; hoy ya no se dice una palabra sobre el infierno. Muchos cristianos que cuentan alrededor de 30 años podrían afirmai que jamás han oído, ni en la parroquia ni en los «movimientos», predicación alguna acerca del infierno. ¿Qué ha sucedido para que se provocara un desplome tan rápido y tan total de uno de los pilares del edificio? Constituiría un largo y apasionante trabajo estudiar la historia de la predicación cristiana sobre los fines últimos. Un punto de referencia importante en esa larga historia sería ciertamente el influjo de los Ejercicios de San Ignacio. Elaborados durante su estancia en Mantesa en 1522, fueron redactados en los años que siguieron y han sido repetidas veces recomendados por los Papas. El quinto ejercicio de la primera semana es la -meditación sobre el infierno. Se invita al ejercitante a «pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venit e n pecado» ( 1 ) .

(1) IGNACIO núm. 65.

DE

LOYOLA, ,

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Espirituales,

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La salvación llega a los infiernos

término «infiernos» y, concretamente, la impotencia en que a menudo nos encontramos para decir sobre el infierno algo que se parezca a un Evangelio, es decir, a una Buena Noticia. Pretender que la primera carta de Pedro nos proporciona una revelación sobre el «infierno» en el sentido que los Concilios, a partir del siglo V, dieron a este término, sería sólo un desafortunado juego de palabras. Cuando Jesús dice a Pedro: « T ú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella» ( M t 1 6 , 1 8 ) ; o cuando Pedro mismo escribe de Cristo que «fue a predicar a los espíritus encarcelados» ( 1 Pe 3 , 1 9 ) , se trata del sheol judío o del hades pagano —esos oscuros lugares donde vegetan los muertos—, no exactamente del infierno en el sentido que nosotros damos hoy a ese término. Sin embargo, precisamente yendo hasta el fin de lo que esa «bajada de Cristo a los infiernos» nos revela sobre el misterio de la salvación, es como podemos reencontrar un nuevo impulso para volver a proclamar a los hombres de hoy la totalidad del Evangelio. Iluminando los extremos es como se mide mejor la grandeza del todo. ¡Anunciar el cielo y el infierno, hoy día, es algo imposible! Ha sobrevenido un gran hundimiento. La enseñanza sobre el infierno, que era uno de los pilares de la predicación cristiana, ha desaparecido casi totalmente en unos años.

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Durante siglos, muy especialmente entre el X I V y el X I X , la predicación sobre el infierno fue uno de los temas fundamentales de la catequesis, de las misiones y retiros. Y después, bruscamente, en unos años que se pueden situar en la primera mitad del siglo X X , entre 1930 y 1950, este tema desapareció casi por completo; hoy ya no se dice una palabra sobre el infierno. Muchos cristianos que cuentan alrededor de 30 años podrían afirmar que jamás han oído, ni en la parroquia ni en los «movimientos», predicación alguna acerca del infierno. ¿Qué ha sucedido para que se provocara un desplome tan rápido y tan total de uno de los pilares del edificio? Constituiría un largo y apasionante trabajo estudiar la historia de la predicación cristiana sobre los fines últimos. Un punto de referencia importante en esa larga historia sería ciertamente el influjo de los Ejercicios de San Ignacio. Elaborados durante su estancia en Manresa en 1522, fueron redactados en los años que siguieron y han sido repetidas veces recomendados por los Papas. El quinto ejercicio de la primera semana es la meditación sobre el infierno. Se invita al ejercitante a «pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir e n pecado» ( 1 ) .

(1) IGNACIO DE LO YOL A, Ejercicios Espirituales, núm. 65.

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Ese es el fin de esta meditación. El medio será la aplicación de los sentidos al misterio del infierno: «El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos y las ánimas como en cuerpos ígneos. El segundo, oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra Cristo Nuestro Señor y contra todos sus Santos. El tercero, oler con el olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas. El cuarto, gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia. El quinto, tocar con el tacto, es a saber, cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas.» ( 2 ) Viene después el coloquio con Cristo Salvador. El influjo de los Ejercicios Espirituales tuvo una irradiación inmensa, tanto en los retiros como en la predicación de las misiones parroquiales y en el anuncio del misterio cristiano de las catequesis. San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San Vicente de Paúl, el Cura de Ars, San Alfonso María de Ligorio, los practicaron y enseñaron. De modo que durante siglos esta predicación fue uno de los temas fundamentales de meditación cristiana sobre los que se apoyó constantemente la llamada a la conversión. Y luego bruscamente, en pocos años, lo que parecía un dato fundamental de la predicación cristiana desaparecía casi por completo. ¿Por qué?

(2) Ibid., nn. 66-70.

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Un cambio histórico No resultará inútil discernir las razones de este cambio profundo, para poder abrir los caminos de un nuevo lenguaje de la fe. Un historiador, Jean Delumeau, relaciona este anuncio del infierno, como tema capital de la predicación, con la época de cristiandad. Esta forma de predicación se desarrolló en tiempos de la reforma católica y protestante, que intentó, por todos los medios, convertir las costumbres y superar el paganismo que permanecía vivo, a pesar de los santos, bajo las monumentales instituciones cristianas de la Edad Media. «¿Cómo hacer que centenares de millones de personas se inclinaran por una espiritualidad y una moral austeras que en la práctica no se habían exigido a sus antepasados? ¿Cómo se quiso obtener en el ámbito católico la conversión deseada? Mediante la culpabilización de las conciencias, mediante una obsesiva insistencia en el pecado original y en las faltas cotidianas..., mediante la amenaza incesantemente esgrimida del infierno, mediante una pastoral del temor» (3).

Es seguro que este constante recuerdo de los fines últimos pudo motivar, por razones que no son extrañas a la Revelación, la práctica religiosa y la conducta moral de un gran número de cristianos. La misa del domingo, la comunión pascual, la

(3) JEAN DELUMEAU. Le Cristianisme, va-t-il mourir'i Hachette, París, 1977, pp. 196-197.

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confesión misma, se exigían «bajo pena de pecadc mortal», es decir, bajo la amenaza del infierno. El temor de Dios era entonces el principio de la Sabiduría, pero este temor de Dios, entendido en el sentido de miedo, estaba ligado a un mundo socio-cultural hoy día superado. Eso suponía un sistema de autoridad en el que la Iglesia de los obispos y de los sacerdotes imponía sus leyes a toda la vida de un pueblo, constituyéndose el poder civil, a menudo, en garante de la ley religiosa. Eso suponía que los clérigos tenían una especie de monopolio del conocimiento, una autoridad incontestada para decir e imponer lo que había que creer y obrar. «La difusión del conocimiento fuera del control y de la dependencia de la Iglesia entre los «laicos», la separación de la Iglesia y del Estado, trajeron consigo, en el siglo X X , una «contestación» global del poder clerical de enseñar y de obligar, de forzar y amenazar: en nuestros días, la teología del temor ya no tiene audiencia y el público está tanto o más instruido que quienes «ofrecen» la religión» (4).

El temor del infierno no es ya suficiente para hacer que se viva como cristianos. Pertenecería, pues, a un mundo superado y ya no tendría sitio en la predicación cristiana de hoy día. Este silencio tiene, según creo, razones todavía más profundas. Admitamos que una transformación social y política del mundo haya podido conducir a no servirse ya de la predicación del (4) Ibid, p. 120.

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infierno como motivación de temor para arrastrar a la práctica religiosa. ¿Por qué esta revelación, que tan amplio lugar tiene en el Evangelio, ha pasado en silencio, precisamente en este siglo, en el que la profundización de los estudios bíblicos ha hecho redescubrir de forma tan notable la actualidad del Evangelio y de la Palabra de Dios? Una transformación de la sensibilidad colectiva No es sólo el mundo que nos rodea lo que ha cambiado, sino nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento, nuestras relaciones con el mundo y con los demás, y en definitiva, nuestra concepción misma del hombre. Ha cambiado el hombre y no podemos mantener el mismo lenguaje. El progresivo descubrimiento de la totalidad del mundo, las comunicaciones sociales que nos permiten conocer la voz y el rostro de los hombres de todos los países, han engendrado, poco a poco, un profundo sentido de la solidaridad humana. A nivel de sensibilidad y de corazón, el anuncio del infierno provoca en nosotros reacciones y preguntas que los antiguos no se planteaban o no se atrevían a plantearse, toda vez que expresarlas hubiera sido ya pecar. Esta censura está superada. Las preguntas planteadas por la vida son auténticas preguntas que no se pueden resolver con el recurso a una prohibición de su planteamiento. He aquí las que yo veo a propósito del infierno: — ¿Cómo podrá una madre ser eternamente feliz en el cielo mientras su hijo sufre atrozmente para siempre en el infierno?

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¿Cómo podrá una esposa olvidar eternamente a su esposo hasta el punto de ser perfectamente dichosa, sabiéndole a él eterna y espantosamente desgraciado para siempre?



¿Cómo podrán los hijos tener un gozo perfecto para siempre mientras están sus padres condenados?



¿Cómo podrá un sacerdote ser eternamente feliz mientras los hombres que tenía a su cargo se verán eternamente condenados, quizá en parte por su culpa?



¿Cómo podrá la Iglesia, Pueblo de Dios, celebrar para siempre su alegría si un gran número de personas se ven condenadas, quizá incluso porque esa misma Iglesia no ha sido suficientemente fiel al Evangelio?



¿Cómo ser feliz sin los otros, sin todos los otros?

Las preguntas que hace la gente son también nuestras preguntas. Los bienaventurados, ¿estarán en el cielo ignorantes para siempre de lo que pasa en el infierno, como en esos Estados totalitarios, en los que se disimulan ante la opinión las cárceles y los lugares de tortura? Y si conocemos su sufrimiento, ¿cómo podrá nuestra alegría ser perfecta? Una nueva concepción del hombre Pero las mayores dificultades nacen hoy día en el plano de la reflexión. ¿Cómo pensar en el infierno? ¿Qué palabra acerca del hombre puede

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entregársenos en el corazón de esa fe? ¿Qué palabra acerca de Dios? La intuición de Claudel nos alcanza a todos, hoy día, cuando escribe: «Si me son necesarios todos vuestros astros, cuánto más todos mis hermanos.» ( 5 ) El poeta no expresa ahí únicamente un sentimiento, sino un pensamiento. Y un pensamiento que está en el corazón de la mentalidad contemporánea. Ese pensamiento va ligado a una mutación muy profunda de la concepción del hombre que se ha producido en la mitad del siglo XX y que, sin decirlo, ha sido prácticamente homologada en el Concilio Vaticano I I . Este cambio de antropología es el que no permite ya hoy día hacer los mismos razonamientos que ayer. El pensamiento de la Iglesia occidental ha estado largo tiempo impregnado de una concepción del hombre tomada del platonismo. A través de las grandes obras de Marius Victorinus, de San Agustín, de Dionisio Areopagita, ese platonismo ha marcado el pensamiento, la ética y la sensibilidad misma de la Iglesia. El hombre quedó definido por su alma. El punto de mira de la Iglesia es la salvación de las almas. Los habitantes de un pueblo se cuentan en «almas». En semejante perspectiva antropológica, la realidad fundamental del hombre es su vinculación con Dios, quien le inspira directamente su alma y la hace a su imagen. Los demás no están en (5) PAUL CLAUDEL, «Cantique de Palingre», La maison fermée, p. 304.

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relación con él más que a través de su propia unión con Dios. Por eso, si Dios los rechaza en un juicio justo, ya no son nada para mí; más aún, yo me incorporo en Dios al juicio de Dios y los condeno con El. Hoy día ha nacido una nueva antropología que rápidamente se ha convertido, en sus líneas esenciales, en bien común de la Humanidad contemporánea. El cuerpo ya no es sólo el lugar de exilio de un alma esencialmente espiritual o la parte unida de un compuesto de dos partes, de las que una sería materia y la otra espíritu, aun cuando al final se admita que esas dos partes no forman más que un todo. El cuerpo es el hombre mismo. Sí, el hombre modelado por Dios, no fuera del mundo, sino en el corazón del mundo, al término de la admirable evolución de la materia hacia la vida y hacia el pensamiento. «El hombre no sólo tiene un cuerpo; es ese cuerpo.» ( 6 ) Por el cuerpo nos encontramos en el mundo, surgidos de su historia, solidarios de su aventura. «El cuerpo es un fragmento del mundo que nos pertenece de tal manera que somos ese fragmento.» ( 7 ) «Nuestro ser es esencialmente un ser-con.» ( 8 ) Esta realidad ontológica constituye el fundamento radical de toda solidaridad humana: el (6) Jesús, (7) (8)

W. KASPER, Jesús le Christ, p. 301 (trad. cast: el Cristo, Sigúeme, Salamanca, 1978). Ibid,, p. 302. Ibid., p. 303.

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cuerpo viene a ser así «presencia del mundo en el hombre y del hombre en el mundo» ( 9 ) . Pero eso que es verdad del mundo es más verdad aún de los demás. Hemos salido, en el sentido más fuerte de la palabra, de la misma cepa, pertenecemos a la misma historia desde hace millones de años y estamos enrolados en el mismo destino: si el mundo está en mí y yo en él a nivel de comunes orígenes, es preciso decir también que los otros están en mí y yo en ellos. Estas consideraciones no son sólo especulativas; se han convertido en prácticas. Esta ontología se ha visto expresada en una psicología. El sentido de la solidaridad humana universal es una de las adquisiciones más positivas de la mentalidad moderna. Esta solidaridad ha entrado en la conciencia, es lo mejor de la vida. La técnica de los medios de comunicación social ha sido un elemento decisivo en esta toma de conciencia. La misión del hombre se ha hecho planetaria, y su conciencia vive cada vez más como ideal esa solidaridad universal. La Humanidad ya no es únicamente una palabra, sino una multitud de rostros, y el hombre de estos tiempos se siente llamado a ser «hermano universal». Por más que este ideal esté lejos de verse realizado, queda la utopía motriz de la construcción de un mundo más humano: ¡llegar a ser todos solidarios! Indudablemente, hay en esto un inmenso progreso. Pero, ¿cómo anunciar en este contexto so(9) Ibid, p. 227.

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cio-cultural, en el corazón de esta Humanidad, que adquiere conciencia de su unidad y vive cada vez más la solidaridad, cómo anunciar el misterio cristiano de los fines últimos que serán un último desgarrón del tejido humano y del universo mismo, en el que la felicidad de una parte de los hombres podrá coexistir con la conciencia de la desdicha irreparable de todos los demás? ¿Qué palabra sobre el hombre, qué Buena N o ticia para el hombre, podemos anunciar hoy en este terreno? Y para terminar, hemos de añadir: ¿Qué palabra sobre Dios? Porque el rostro de Dios se nos revela a nosotros en la historia de los hombres. Jesús nos revela en el Evangelio el Rostro de Dios que salva; ¿habrá que añadir que nos revelará también, al fin de los tiempos, el Rostro espantoso del Dios que condena? No nos corresponde a nosotros rehacer la Revelación, sino escucharla. Nuestra palabra acerca del hombre, lo mismo que nuestra palabra sobre Dios, no puede ser otra para el hombre de hoy que la del Evangelio. ¿Cuál es, pues, esa Palabra de Dios?

Cómo los infiernos pasaron a ser el infierno

No nos toca inventar el mensaje, sino transmit i ó . Antes de hablar tenemos que escuchar. Anes de traducir hemos de comprender. Aun cuando la palabra que nos anuncia el misterio del juicio, la tólvación de los justos y la condenación de los vprobos sea dura, tenemos que oírla porque viene Je Dios. La palabra de Dios nos ha sido comunicáis en Jesucristo como Palabra de salvación. Toda ».iIubra de Cristo ha de ser recibida como alimen(i de vida. Sólo entonces podemos anunciarla como Buena Noticia.

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En cuanto a nosotros, no se trata de eludir ni una sola palabra, ni una sola letra del mensaje evangélico, sino de dejar que penetren nuestro corazón hasta que en ellas descubramos la revelación del Dios de amor. No rechazar las palabras duras del Evangelio por el hecho de que no nos convengan. Más bien, acogerlas en la fe hasta que todas ellas se conviertan en fuentes de luz y de alegría. ¡Qué camino para recorrer! Del sheol al infierno No podemos entender el significado del mensaje evangélico si no es reencontrando sus raíces en el Antiguo Testamento. Para anunciar el misterio del juicio, el de la salvación de los elegidos y el de la condenación de los reprobos, Jesús se sirvió constantemente de los temas e imágenes de la Biblia. Si nos atenemos a las palabras, todo cuanto El afirma parece estar ya dicho. Y, sin embargo, en El todo es nuevo. Descubriendo a la vez esta continuidad y esta novedad es, sin duda, como más profundamente se penetra en el mensaje del Nuevo Testamento. Pero el Antiguo Testamento transmite ya una historia, una evolución, unos progresos. La historia de un pueblo que, bajo la acción del Espíritu, se convierte en revelación del designio de Dios sobre el hombre, manifestación del misterio de Dios entre los hombres: epifanía de su Amor. Al principio, el sheol judío es simplemente la morada de los muertos. Parece ser que podría encontrarse su equivalente en más de un pueblo pa-

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gano, en el griego o egipcio, por ejemplo: la Biblia usa sus términos: el hades o el tártaro. Es un mundo subterráneo, «el mundo de abajo» (Sal 1,12). Los muertos moran allí todos juntos en una especie de vida disminuida, sin fuerza y sin actividad; son sombras, los «refaim», cuya morada es «polvo y tinieblas». El aspecto más desgarrador de su condición es no solamente la separación de los suyos, sino la separación incluso de Dios. Dios parece haberlos olvidado para siempre: «Soy como un hombre acabado: relegado entre los muertos..., aquellos de los que no te acuerdas más...» (Sal 8 8 , 6 ) Por eso, en este lugar de desgracia las voces se apagan y ni siquiera se escuchan ya las alabanzas a Dios: «La morada de los muertos no puede alabarte, ni la muerte celebrarte...» ( I s 3 8 , 1 8 ) . «Porque, en la muerte, nadie de ti se acuerda; en el sheol, ¿quién te puede alabar?» (Sal 6,6; cfr. Sal 30,10; Bar 2 , 1 7 ) . De este modo, el sheol queda para siempre encerrado en una desolación y una soledad eternas. Sin embargo, en medio de esta noche un grito resuena. Al principio es la voz suplicante de la que se hace eco el salmo 88: Me has echado en lo profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos... cerrado estoy y sin salida, mi ojo se consume por la pena. Yo te llamo, ¡oh, Yahvé!, todo el día, tiendo mis manos hacia Ti. ¿Acaso para los muertos haces maravillas, o las sombras se alzan a alabarte?

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íSe habla en la tumba de tu amor, de tu lealtad en el lugar de perdición? ¿Se conocen en las tinieblas tus maravillas, o tu justicia en la tierra del olvido? Mas yo grito hacia ti, Yahvé... ¿por qué, Yahvé, mi alma rechazas, lejos de mí tu rostro ocultas? (Sal 88,7-15).

«¿Acaso para los muertos haces maravillas?» Pues bien, sí. El Señor ha oído su grito. Jonás queda para siempre como el modelo y arquetipo de cuantos han llamado al Señor desde el fondo del abismo y han sido salvados: «Entonces, Jonás oró a Yahvé, su Dios, desde el vientre del pez. Dijo: Desde mi angustia clamé a Yahvé...; desde el seno del sheol grité y tú oíste mi voz... Echó la tierra sus cerrojos tras de mí para siempre, mas de la fosa tú sacaste mi vida, Yahvé, Dios mío» (Jon 2,2-7). |

Esta Luz de Dios en medio de las tinieblas de la muerte lleva consigo un esclarecimiento nuevo. Su venida opera un discernimiento definitivo; es un juicio que separa para siempre a buenos y malos. Los profetas escenifican ese gran juicio de Dios sobre todos los pueblos: «¡Despiértense y suban las naciones al valle de el-Señor-juzga (Josaf a t ) ! Que allí me sentaré yo para juzgar a todas las naciones... Porque está cerca el Día de Yahvé en el valle de la Decisión.» (Joel 4,12-14.) Y así, también, las grandes imágenes apocalípticas del profeta Daniel, en quien el juicio se reserva al Hijo del Hombre (Dn 7 , 1 3 ) .

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Dentro de una línea paralela de búsqueda y de fe, se establece en el interior del sheol una especie de corte entre justos e injustos. He aquí la última morada en las tinieblas de los grandes héroes paganos que hicieron temblar la tierra: «Hijo de hombre, haz una lamentación sobre la multitud de Egipto, hazlos bajar, a él y a las hijas de las naciones, majestuosas, a las moradas subterráneas, con aquellos que bajan a la fosa... Bajaron al sheol con sus armas de guerra..., se les ha puesto la espada bajo su cabeza y los escudos sobre sus huesos...» (Ez 32,17-28).

Tal será para siempre la suerte de los impíos, olvidados de los hombres, rechazados por Dios. Para ellos, los infiernos se convierten en el infierno. El juicio de Dios ha hecho de su muerte una condena. Pero para los justos ocurre algo completamente distinto: el sheol se ilumina con un rayo de esperanza. El juicio de Dios será su salvación. Su reclusión se convierte en espera del Salvador. En Job el misterio del justo sufriente hace que estalle esta esperanza: «Job tomó la palabra y dijo: Bien sé yo que mi Defensor está vivo y que El, el último, se levantará sobre la tierra. Y una vez destruida esta piel que es mía, con mi carne veré a Dios...» (Job 19,1.25-26).

De esta forma, poco a poco, sobre la mansión de los muertos se levanta la esperanza de una resurrección. Pero esta misma resurrección será la

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ejecución del juicio de Dios: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno.» ( D n 12,2.) Así, desde el Antiguo Testamento está ya presente en el horizonte de la historia, el último juicio que preside el Hijo del Hombre en la magnificencia de su gloria. Desde entonces los infiernos vienen a ser para siempre el «lugar» de la condenación donde los impíos se ven privados de la vida eterna, mientras que los justos, con los patriarcas, los mártires, los santos, entran en la gloria de Dios para siempre e inauguran el cielo. Cristo habla del infierno A primera vista parece claro que Cristo recoge los temas y los términos mismos del Antiguo Testamento. Todas, o casi todas las imágenes que emplea, habían sido ya empleadas en la Biblia y formaban parte dei mundo cultural de su tiemp o : el fuego y los gusanos, el llanto y el rechinar de dientes, y especialmente el gran tema del Juicio que recorre todo el Evangelio. En la parábola del rico malo, vuelve el Evangelio sobre el sheol. La morada de los justos, a la que es conducido Lázaro en el seno de Abraham, está separada por «un gran abismo» del lugar de perdición de los condenados donde se sumerge el mal rico: uno y otro están «en la morada de los muertos» (Le 16,222 6 ) . Hace aparición un nuevo término para designar el lugar de perdición: «la gehenna». Este lugar maldito donde antaño se habían sacrificado

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niños a Moloch (2 Cor 2 8 , 3 ) y donde, al parecer, se quemaban incesantemente los deshechos, se había convertido, en la literatura apocalíptica, en símbolo de maldición, incluso de maldición eterna. En Mateo se emplea diez veces para significar el lugar de la condenación eterna: el infierno. Pero no está ahí la originalidad del Evangelio. En primer lugar, hay que reconocer abiertamente lo siguiente: Cristo habla frecuente e insistentemente de un juicio que conduce a la salvación de unos y a la condenación de otros. Para decirlo en nuestro lenguaje actual, Cristo habla del cielo y del infierno. Antes de nada, se impone una advertencia: Cristo tomó sus distancias con respecto a cierto número de temas del Antiguo Testamento, más exactamente en relación a toda una concepción del mesianismo. Rechaza claramente un mesianismo temporal. Rehusa ser rey en el sentido político. Rechaza usar de su poder mesiánico para aplastar a sus enemigos o para colmar a sus amigos de alimentos terrestres o de honores mundanos. Mientras sus discípulos le incitan a usar su poder contra quienes no les habían recibido: «Manda que baje fuego del cielo sobre ellos». El se vuelve y les responde: « N o sabéis de qué espíritu sois.» (Le 9,55; cfr. Trad. Ecuménica de la Biblia, nota p). N o , El no había venido para aplastar a los hombres, sino para salvarlos, curarlos, perdonarles, darles la vida. Ese es su mesianismo: el del Siervo sufriente de Isaías. Y, sin embargo, este mismo Jesús que lleva el nombre de Salvador, que elige un mesianismo de

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servicio, de sufrimiento y de perdón, anuncia repetidas veces el juicio de Dios en términos terribles. La mayoría de las parábolas en los Sinópticos acaban con la grave amenaza de la condenación de los pecadores: «Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla» ( M t 1 3 , 3 0 ) . Juan no ignora este juicio y habla de él a su manera. Pueden interpretarse estas imágenes, recordar el fondo mítico, pagano o judío, del que son deudoras, pero no es posible, sin deformar el Evangelio, eliminar la realidad que anuncian. «Hay que tomar en serio a Jesús cuando utiliza las más violentas y más despiadadas imágenes escriturísticas del infierno: 'el llanto y crujir de dientes en el horno ardiente' ( M t . 1 3 , 4 2 ) , 'la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga' ( M e 9, 43-48; cf. Mt 5 , 2 2 ) , donde Dios puede 'perder el alma y el cuerpo' ( M t 19, 28)»i( 1). «Cada vez que los Evangelios hablan de este infierno, lo hacen con un realismo pretendido... Alcanza al hombre entero (Me 9,43-48). Es eterno (Me 3,29)... Sin embargo, buscaríamos en vano en los Evangelios la descripción de las diversas penas del infierno tal como las describen la apocalíptica judía de aquella época y la de los primeros tiempos cristianos (por ejemplo, el apocalipsis de Pedro). Lo que cuenta únicamente para Jesús es expresar la temible gravedad del juicio de Dios, cuya sentencia es inapelable. En sus labios, el término «gehenna» de-

(1) X. LEON-DUPOUR, Vocabulario de Teología Bíblica. Herder, Barcelona, 1966, p. 376.

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signa dos ideas: a) la «gehenna» es tiniebla (Mt 8,12; 22,13; 25,30) y significa la exclusión de la luz de Dios; b) en la gehenna habrá «llanto y rechinar de dientes». Este «llanto y rechinar de dientes», frente a la comunidad de mesa de los paganos con los patriarcas, son la expresión de la desesperación que se experimenta a causa de la salvación perdida por propia culpa. Tal es el infierno (2).

Podrá alguien decir: ¿y qué hay de nuevo en todo esto?; ¿no se había dicho ya? ¿ N o se contenta Cristo con asumir por su cuenta la revelación y los términos mismos del Antiguo Testamento? No obstante, la verdad es que todo es nuevo. Cristo no aporta un elemento nuevo a esta revelación, sino que los renueva todos radicalmente. Allí donde nos hemos encontrado con mitos paganos, progresivamente iluminados por la religión y la cultura judías, penetramos en el universo cristiano. El infierno, en adelante, forma parte del universo asumido por Cristo; entra en el misterio de la salvación. Lo que cambia todo, lo que da gravedad a esas afirmaciones, es que Cristo lo asume todo por su propia cuenta. El Juicio de Dios en el último día, al fin de los tiempo, será El mismo en persona quien lo ejerza. Si toma con tanta frecuencia la expresión de Daniel «el Hijo del H o m b r e » para designarse a sí mismo, es para llegar a esta última afirmación en

(2) J. JEREMÍAS, Théologie du Nouveau Testament, Cerf, París, 1973, t. I, p. 166 (trad. cast: Teología del N.T., Sigúeme, Salamanca, 1977).

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la que se sitúa como el Juez soberano del Juicio último: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de El todas las naciones...» ( M t 2 5 , 3 1 - 3 2 ) . Afirmación exorbitante, puesto que Jesús toma para sí lo que pertenece a Dios solo: el Juicio último. «Esto acrecienta singularmente la gravedad de sus palabras: Jesús no habla sólo del infierno como de una realidad amenazadora; anuncia que «El mismo enviará a sus ángeles para arrojar en el horno ardiente a los agentes de iniquidad» (Mt 13,41) y pronunciará la maldición: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41). Es El quien declarará: «Nos os conozco» (Mt 25,12), «Echadle a las tinieblas de fuera» (Mt 25,30)» (3).

Más aún. Si es el propio Jesús quien pronuncia el juicio, es también en relación a la actitud con respecto a El por lo que, en definitiva, serán todos juzgados. Los enemigos de Dios son sus enemigos. La repulsa de Jesús es repulsa del propio Dios. Los que no escuchan su voz, los que se niegan a oírle, los que no creen en El, ésos serán condenados: «Los ninivitas se levantarán en el Juicio contra esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí hay uno que es más que Jonás.» ( M t 1 2 , 4 1 ) . Y en Juan: «El que no cree ya está juzgado, porque ha rechazado la luz.» (Jn 3 , 1 8 ) . (3) Ibid.

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Igualmente, Jesús asume con autoridad las sanciones establecidas por la ley mosaica contra todas las palabras y actitudes que puedan perjudicar al prójimo ( M t 5 , 2 1 - 2 2 ) , pero las agrava considerablemente, o más bien cambia radicalmente su alcance. Para mejor o para peor, todo lo que de bien o de mal hayamos hecho a los otros, es a El a quien se lo hemos dado o rehusado: « E n verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.» ( M t 2 5 , 4 0 ) «Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo. E irán a un castigo eterno y los justos a una vida eterna.» ( M t 2 5 , 4 5 - 4 6 ) Tal es la asombrosa gravedad y grandeza de la vida humana a la Luz de Cristo. Todas las relaciones con los demás, en la familia o en la ciudad, nos colocan en presencia de Jesús mismo y, por medio de El, en presencia de Dios. Esto es verdad para todos. Para todos, el amor o el rechazo del amor llevará consigo la felicidad o la desgracia eternas, el cielo o el infierno. Y el que los juzgará al fin de los tiempos será el mismo a quien habrán acogido o rechazado en el otro, aun sin conocerle: Cristo. Semejante revelación pertenece al corazón del Evangelio. Es central. Ilumina el misterio de Cristo, el misterio del hombre. Penetra y transforma toda la ética pagana o judía para convertirla en ótica cristiana. Y esa perspectiva que abre sobre el más-allá arroja una luz decisiva sobre toda la historia humana en la irradiación de Cristo, el Señor.

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Queda un enigma: ¿Cómo ese Jesús que nos dice: « N o he venido para juzgar a los hombres, sino para salvarlos», puede ser, al mismo tiempo, el Juez que dirá a los reprobados: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles» ( M t 2 5 , 4 1 ) ? ¿Cómo es posible que el que ha venido a buscar la oveja perdida y a llevarla sobre sus hombros para que la Humanidad entera se reúna en un único redil, sea al mismo tiempo el que divide definitivamente a los hombres, enviando a unos al cielo y a otros al fuego eterno? ¿Cómo es posible que el que vino a salvar a todos y derramó su sangre en la Cruz por la multitud, es decir, por todos, sea al mismo tiempo el que condena a una parte de la Humanidad, perdida para siempre? ¿Será Salvador en la historia y Juez en el más-allá? La revelación de su gloria al final de la historia, ¿no será la del Salvador de todos? No podremos responder perfectamente a estas preguntas si no es en la luz de la eternidad. Pero tenemos derecho a plantearlas en la fe. La inteligencia del misterio no puede consistir en eliminar uno de los dos términos, como tantas veces se ve uno tentado a hacer, sea el realismo del infierno, sea la certeza de la salvación universal. Por el contrario, manteniendo firmemente ambos polos de nuestra fe, descubriremos en su profundidad el esplendor del misterio de la salvación.

¿Quién, pues, se podrá salvar?

He aquí la cuestión que más nos interesa. ¿Podemos esperar encontrarnos un día iodos juntos en el gozo de Cristo? ¿Se salvarán todos o sólo algunos? Por dos veces y de dos maneras diferentes llegan los discípulos a plantear la pregunta a Jesús: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Le 1 3 , 2 3 ) . Tras la marcha del joven rico que rehusa seguirle y la declaración de Jesús sobre la incapacidad de los ricos para entrar en el Reino: «Pues, ¿quién se podrá salvar?» (Le 1 8 , 2 6 ) .

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Jesús no responde directamente a estas preguntas. O más bien, El mismo es la Respuesta. También hemos de escucharla. Después de lo que sabemos del juicio, podríamos responder sin reflexionar más: «Desde luego que no, todos no pueden salvarse, puesto que hay condenados.» Pero ahora debemos releer estos textos en la totalidad de la Escritura para descubrir su verdadero sentido, que quizá no sea el que nosotros habíamos pensado. Poner juntos, como lo hemos hecho, todos los textos que anuncian la condenación de los reprobados tiene algo de artificial. Construir una predicación del Evangelio a partir de esos únicos textos sería falsear radicalmente el sentido del Evangelio. La totalidad de esta enseñanza, que no puede pasarse en silencio, debe ser resituada en el conjunto de la Buena Noticia para que podamos descubrir su significado definitivo. Jesús, Salvador de todos Jesús no se presenta a sí mismo como el que condena, sino como el que salva. Esta es la gran perspectiva que domina lodo lo demás y que permite iluminarlo. Porque lo que se nos ha revelado es no sólo que Jesús es Salvador, sino que es Salvador de todos. La fe postpascual de los apóstoles y de los discípulos descubre progresivamente en el Jesús de Nazaret a quien ellos conocieron y amaron, que murió y resucitó, al Señor, al Hijo de Dios, al

3. ¿Quién, pues, se podrá salvar?

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Creador de todas las cosas. Pero su gloria consiste en ser el Señor que salva: el Salvador. Es preciso que reencontremos esta fe en el Salvador en algunos textos principales de las cartas de Pablo. En primer lugar, en el gran texto de la carta a los Colosenses ( 1 , 1 2 - 2 0 ) . Este texto, así como el de la carta a los Filipenses ( 2 , 5 - 1 1 ) , es muy probablemente la transcripción de un himno de la liturgia cristiana primitiva. Es decir, que expresa verdaderamente la fe de la primera generación cristiana: «...dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. El es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda creación, porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades. Todo fue creado por El y para El; El existe con anterioridad a todo y todo tiene en El su consistencia. El es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia. El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea El el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar por El y para El todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su Cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,12-20). El eje de esta magna revelación quizá ha sido, en primer lugar, señalar la trascendencia de Cristo

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en relación a todos esos poderes invisibles, benéficos o maléficos, que preocupaban a los espíritus cercanos al paganismo o seducidos por la gnosis: Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades (cfr. Ef 1,21). Pero la luz de este gran texto supera con mucho esa coyuntura, hoy día sobrepasada. La palabra todo aparece ocho veces en el corto pasaje. Porque eso es lo esencial del mensaje que todavía hoy nos concierne: Que Jesús Creador de todo es también el Salvador de todo. La estructura del himno es de una importancia capital para la comprensión del misterio cristiano. Tras una llamada a la acción de gracias al Padre que nos ha permitido tener parte en la herencia de los santos en la luz, dos estrofas a la gloria de\ Hijo. La primera canta al Hijo Creador, «Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda creación..., todo fue creado por El y para El». La segunda, al Cristo Salvador. Es «una nueva creación» por su Resurrección: « E l que es el Principio, el Primogénito de entre los muertos..., pues Dios tuvo a bien... reconciliar por El y para El todas las cosas». Es decir, que la creación nueva, por encima del pecado, renueva en Cristo, por su resurrección, a la totalidad de la creación: todo ha sido creado por El y para El, todo ha sido reconciliado por El y para El. El universalismo de la salvación en Jesucristo alcanza a la totalidad de la creación en el Hijo. Ese es el eje fundamental de toda la revelación. El P. Feuillet termina su estudio sobre este

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pasaje de la carta a los Colosenses con estas palabras: «El hombre Dios, cuya existencia se desarrolló en un oscuro rincón de nuestro planeta, no ha de establecer su realeza solamente sobre todos los hombres, sino además sobre el entero universo, de dimensión que dan vértigo» ( 1 ) . Esta fulgurante certeza, que ilumina toda la historia del mundo, estalla en todas las páginas del Nuevo Testamento. Así, en el himno de acción de gracias que encabeza la carta a los Efesios: «Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: reunir el universo entero bajo una sola, Cabeza, Cristo: lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,9-10). Este universalismo de salvación viene a menudo señalado en la Escritura mediante esas antítesis que en lenguaje semítico tienden a expresar la totalidad: el cielo y la tierra, el principio y el fin, el primero y el último. Así, en el gran himno de la carta a los Filipenses, Cristo, obediente hasta la muerte de cruz, es constituido por Dios Señor y Salvador de todos y de todo: « P o r lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fl 2,9-11). (1) A. FEUILLET, Christologie paulinitnne et tradition biblique, Declée de Brouwer, París, p. 65.

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Así, pues, se trata no sólo de una certeza, sino de la certeza fundamental del Nuevo Testamento. Todas las palabras de Jesús, todos sus actos, su muerte y su resurrección, convergen hacia esta suprema revelación: El es el Salvador, el Salvador de todos y de todo. Ese es el rostro de Dios para nosotros. Esa es la Buena Noticia, el Evangelio. Es muy notable que en todo el Nuevo Testamento esta revelación decisiva no aparece nunca puesta en relación con esa otra certeza que hemos encontrado tan claramente afirmada, la del infierno, la de un Juicio que acaba en la salvación de unos y en la condenación de otros. Esta certeza de la condenación de los pecadores jamás desemboca en una restricción sobre el universalismo de la salvación.: Ambas certezas, la salvación de todos y la condenación de muchos, aparecen fuertemente afirmadas sin que su aparente contradicción quede nunca resuelta. La certeza de que Jesús es el Salvador de todos jamás aparece puesta en relación con la revelación del infierno, en orden a poner en la primera algunas restricciones, pero sí está constantemente puesta en relación con dos dimensiones fundamentales del universo cristiano que dan, por así decir, orientaciones para medir mejor el universalismo de la salvación: la creación y el pecado. Todo lo que ha sido creado está llamado a quedar reunido en Cristo El universalismo de la salvación se empareja con el universalismo de la creación: tiene la misma

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amplitud; el Creador es Salvador: su fidelidad llena de amor hacia su creación es la raíz de su designio de salvación y eí principio radical de toda la historia del mundo. « E l Señor es bueno con todos, lleno de ternura hacia todas sus criaturas.» (Sal 144,9) «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo único.» ( J n 3 , 1 6 ) «La unidad de la Creación y de la Redención —escribe Walter Kasper— es el principio hermenéutico fundamental para la interpretación de la Escritura.» ( 2 ) El Cristo creador de todos y de todo es el que viene a ser el Cristo Salvador de todos y de todo. El potente paralelismo entre el prólogo de San Juan y el capítulo primero del Génesis es portador de esta revelación. En Jesús aparece la aurora de una nueva creación, de una nueva etapa de la historia del mundo: « E n el principio existía la Palabra... T o d o se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe... Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros... De su plenitud hemos recibido todos, gracia por gracia...» (Jn 1,1-6) «Porque de El, por El y para El son todas las cosas.» ( R m 11,35) Principio de todo, El es término de todo. El P. A . Feuillet subraya aquí el nexo entre la enseñanza de Pablo y el Antiguo Testamento: «Los sabios del Antiguo Testamento hacen de la organización del Cosmos por la Sabiduría divina, el fundamento y la garantía de su acción moral entre los hombres. De la misma manera, San Pablo hace (2) W. KASPER, op. cit, p. 300.

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de la función cósmica de Cristo el presupuesto de su acción salvífica.» ( 3 ) Tanto para Juan como para Pablo, estas perspectivas están en la entraña del mensaje revelado. Sólo ellas iluminan la totalidad de la historia de la Humanidad y la historia del mundo. El universalismo del pecado apela al universalismo de la salvación en Jesucristo El universalismo de la salvación en Jesucristo queda definido, en la Escritura, en efecto, por otro punto de referencia: el universalismo del pecado. Según es sabido, es el tema central de la carta a los Romanos: el evangelio de Pablo. Pablo denuncia el pecado de los paganos ( R m 1,18-32), desvela el pecado de los judíos (Rm 2 , 1 - 2 8 ) , para manifestar la universalidad de la desobediencia ( R m 3,1-20); pero es para revelar, finalmente, la dialéctica de la salvación que arrastra a todos los hombres hacia su justificación mediante la fe en Jesucristo. «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» ( R m 1 1 , 3 2 ) . Todos pecaron y están privados de ia gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús.» ( R m 3,23-24) Tal es, pues, en la perspectiva de Pablo, el sentido último de la historia humana: una reveláis) A. FEUILLET, op. cit, p. 56.

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ción de la salvación de todos en Jesucristo, más allá del pecado de todos. La solidaridad de todos en el pecado prepara, en los designios de amor de Dios sobre el hombre, la salvación de todos en Jesucristo. Pablo, a su manera, vuelve a contemplar toda la historia santa a través de la doble solidaridad de los hombres en Adán, figura bíblica del primer hombre que pecó, y en Jesús, realización cumplida de la salvación para una Humanidad nueva que El reúne toda entera en sí mismo: «En pocas palabras, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura a todos los hombres la justificación que da la v i d a . . . » ( R m 5 , 1 8 ) , «Porque si por un solo hombre, por la falta de uno solo, reinó la muerte, ¡con cuánta más razón por uno solo, Jesucristo, reinarán en la vida los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia!» (Rm 5,17). La antítesis es constante y luminosa; anuncia el universalismo de la salvación en Jesucristo por encima de la pertenencia político-religiosa al pueblo judío: así como todos pecaron en Adán, todos son salvados en Jesucristo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo.» ( 1 Co 15,2122) No obstante, se impone una advertencia. Aunque Cristo es el anti-tipo de Adán, la misión de Cristo no se reduce a reparar lo que prometió Adán: Adán pecó y Cristo repara el

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pecado; Adán introdujo con su desobediencia la muerte y Cristo introduce con su obediencia la vida, restauración de la que habíamos perdido en Adán. ¡No! El orden de gracia instaurado por Cristo no es sólo la vuelta al orden inaugurado antes del pecado, sino que le es infinitamente superior. La vida resucitada que Jesús nos otorga no es la vuelta a la vida perdida en Adán, sino un orden nuevo, una creación nueva que comienza con El. Más allá del pecado, El restaura y acaba todo en una incomparable superación. «Donde proliferó el pecado ha sobreabundado la gracia.» (Rm;5,20) Esta es la maravillosa generosidad de Dios. No sólo permanece su amor a pesar del pecado, sino que se sirve del pecado mismo y de sus inevitables consecuencias para instaurar en Jesucristo un mundo nuevo infinitamente mejor que el primero. « ¡ O h , abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33):

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Nos hallamos, así, ante dos grandes polos de la Revelación del Nuevo Testamento. Por una parte, Jesús muerto y resucitado aparece en su gloria como el Salvador de todos los hombres y de todo el universo. Por otra, este mismo Jesús aparece como un signo de contradicción, «puesto para caída o elevación de muchos en Israel» (Le 2 , 3 4 ) ; el juez soberano que «en su mano tiene el bieldo» (Le 3 , 1 7 ) ; el que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; el que llamará a unos para que reciban la herencia del Reino preparada para ellos desde el comienzo del mundo ( M t 2 5 , 3 4 ) y envia-

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rá a los otros lejos de sí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 2 5 , 4 5 ) . ¿Cómo conciliar estas dos imágenes de Cristo, estas dos revelaciones del rostro de Dios en la historia de los hombres: el que lo juzga todo para una última discriminación de condenados y elegidos y el que lo reúne todo, hasta la última oveja perdida, para la alegría de la salvación universal, a gloria del Dios Creador y Salvador? Las contradicciones luminosas La revelación del misterio pasa más de una vez en la Biblia a través de expresiones aparentemente contradictorias. Así como necesitamos dos ojos para que una misma mirada pueda captar la profundidad, así estas oposiciones que parecen irreductibles nos conducen a una superación y orientan la fe hacia la oscuridad luminosa del misterio de Dios. Jesús asume lo mismo las profecías de Daniel, que anuncian el triunfo del Hijo del Hombre, que las de Isaías, que anuncian las humillaciones del Siervo de Yahvé. Y las da cumplimiento. Ahí está su misterio: su propia humillación por debajo de todos será su glorificación por encima de todos mediante el triunfo de la Cruz. Jesús promete a sus discípulos que su Evangelio será anunciado hasta los confines del mundo: « I d por todo el mundo, proclamad el Evangelio a todas las criaturas» (Me 1 6 , 1 5 ) . «Haced discípulos a todas las gentes» ( M t 2 8 , 1 9 ) . «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y

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hasta los confines de la tierra» (Hech 18). Pero a la vez anuncia una Iglesia perseguida, expuesta a todas las contradicciones, que seguirá pequeña como la levadura en la masa o la sal en los alimentos, y se pregunta: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?» (Le 1 8 , 8 ) . Podrían multiplicarse los ejemplos. La pedagogía de Dios se sirve a menudo de la contradicción para introducirnos en la profundidad del misterio. Estas disonancias dificultan a la razón, tentada siempre de plantear un proceso de reducción de contrarios a base de atenuar los extremos: Jesús, Hijo de Dios, ultrajado por los sirvientes, sí, pero no es sino una apariencia. Jesús, Hijo del Hombre, elevado a la gloria de Dios, sí, pero no es más que en adopción. La primera reducción sería la del silencio. El juicio, la condenación, el infierno, son algo inadmisible ya para nuestro tiempo, no se hable más de ello. Una segunda etapa consistirá en justificar ese silencio: la desmitologización, que empieza por una crítica de las imágenes, acaba a veces por vaciar, junto con el lenguaje que lo expresa, el contenido mismo de la Revelación. En el otro extremo, ¡cuántos teólogos se han afanado por regular el universalismo de la salvación en Jesucristo para hacer sitio al infierno...! Inventaron una «gracia eficaz» que salva efectivamente y una «gracia suficiente» que podría salvar, pero no salva. Es preciso respetar intactas la afirmación firme y la oposición absoluta de estos dos polos de la

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Revelación. Su misma tensión nos lleva al corazón del misterio: el misterio del hombre y el misterio de Dios, reconciliados en Jesucristo. La salvación de todos es imposible, puesto que hay condenados. Es evidente. Al menos, es una primera certeza para quien razona. Pero hay una segunda certeza, no menos poderosa, para el que cree: Dios es el Señor de lo imposible.

El Éxodo o el Paso imposible «Dios es el Señor de lo imposible»: no es ésta una afirmación ocasional que pudiera encontrarse en uno u otro texto del Antiguo o del Nuevo Testamento. Es toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la que revela esta certeza. Ese es, a través de mil situaciones paradójicas, el mensaje central: un gran eje hacia el que convergen todos los caminos. «Señor de lo imposible», ese es el Rostro de Dios, el Nombre de Dios, el Misterio de Dios tal como se revela progresivamente a través de la historia de los hombres. De forma que lo imposible se convierte en el lugar privilegiado de la revelación histórica de Dios. Hacer el inventario de todas esas «situaciones imposibles», de todos los parámetros de lo imposible, de todas esas impotencias humanas en las que Dios se ha dado a sí mismo «el momento favorable» para revelarse, sería verdaderamente releer la Biblia entera.

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El Éxodo, el Deuteronomio, el libro de Josué, son los lugares privilegiados de esta primera revelación de Dios como Señor de lo imposible en la historia de su pueblo. Salir de Egipto es imposible: el faraón es el más fuerte y el pueblo de Dios está sin armas. El Señor acumula prodigios y, al final, es el faraón mismo quien les pide que se vayan. «Llamó Faraón a Moisés y a Aarón, de noche, y les dijo: «Levantaos y salid de en medio de mi pueblo... Id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacadas, como dijisteis. Marchaos y bendecidme también a mí» (Ex 12,31-32). Pero el Faraón va tras ellos en su persecución. Delante está el mar Rojo, detrás los egipcios, que vienen con fuerza. ¡Imposible salvarse! Pero Dios está allí: «Hendió la mar y los pasó a través» (Sal 78,13),' Ahora queda delante el desierto. ¡El desierto es la encrucijada de los imposibles! No hay agua, ni alimentos, ni caminos. ¿Qué hacer? Dios será su guía: « D e día los guiaba con la nube y cada noche con resplandor de fuego» (Sal 78, 1 4 ) . ¿Puede Dios alimentarlos?, « ¿ e s capaz de aderezar la mesa en el desierto?» Pues sí: «En el desierto hendió las rocas, los abrevó a raudales sin medida» (Sal 7 8 , 1 5 ) . ¿Quién les dará la Tierra prometida? ¡Conquista imposible! «Para plantarlos a ellos, expulsaste naciones... No estaba en mi arco mi confianza, ni mi espada me hizo vencedor; que Tú nos salvabas de nuestros adversarios» (Sal 44,2.7-8).

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No merece la pena buscar tras las palabras las realidades evocadas. La lección del Éxodo quedó inscrita para siempre en la memoria del pueblo de Dios. Lo imposible del hombre es lo posible de Dios: Dios es el Señor de lo imposible. La esterilidad fecunda Hay que vivir en Oriente o en África para poder medir lo que para una mujer, para una pareja, representa la esterilidad. Para una mujer, la fecundidad es su feminidad realizada; ser madre es su dignidad y su alegría; ser estéril es ser inútil, despreciada, no existir socialmente. Para un hogar, la esterilidad es la peor de las calamidades, una gran tristeza, un fracaso total. Quedar sin hijos es morir dos veces. No hay situación humana en la que el hombre sienta más su «impotencia». El término mismo ha acabado orientando el significado en ese sentido. Pues bien, a través de toda la Biblia es, precisamente en este lugar privilegiado de la impotencia del hombre y de la mujer, donde Dios revela su poder. La risa de Sara Esta señal de la omnipotencia misericordiosa de Dios se concede ya desde la aurora misma de la Alianza en la esterilidad fecunda de Sara, esposa de Abraham. Es conocido el relato que se han ido transmitiendo las generaciones.

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Abraham tiene 99 años y Sara 90, y no tienen hijos, cuando el ángel del Señor se le aparece y le dice: « Y o soy el Dios Todopoderoso, anda en mi presencia y sé perfecto. Quiero hacerte el don de mi alianza entre nosotros dos y te multiplicaré sobremanera» ( G n 17,1-2). Verdaderamente, las promesas de Dios son admirables y graciosas: ¡no se da cuenta! «Abraham cayó rostro en tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: ¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo, y Sara, a sus noventa años, va a dar a luz?» ( G n 1 7 , 1 7 ) . Y, sin embargo, eso que era imposible sucedió. «Yahvé visitó a Sara como lo había dicho e hizo Yahvé por Sara lo que había prometido. Concibió Sara y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el plazo predicho por D i o s » ( G n 2 1 , 1 - 2 ) . «Abraham era de cien años cuando le nació su hijo Isaac» ( G n 2 1 , 5 ) . Isaac lleva bien su nombre: «Dios sonríe = ¡hijo de la risa!». «Y dijo Sara: Dios me ha dado de qué reír; todo el que lo oiga se reirá conmigo.» ( G n 2 1 , 6 ) . La oración de Ana Diez siglos más tarde, he aquí a otra mujer, ésta envuelta en llanto porque «su rival la zahería y vejaba de continuo, porque Yahvé la había hecho estéril» (1 Sam 1,6). Es Ana, madre de Samuel. Llena de amargura, llora entre sollozos: « ¡ O h , Yahvé Todopoderoso! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahvé por todos los días de su vida y la

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navaja no tocará su cabeza» ( 1 Sam 1,11). Y se realizó el milagro: «Elcaná se unió a su mujer Ana y Yahvé se acordó de ella. Concibió Ana y dio a luz un niño a quien llamó Samuel, porque — d i j o — se lo he pedido a Yahvé» ( 1 Sam 1,19-20). Entonces estalla de alegría: « M i corazón está radiante de alegría gracias a Yahvé... La estéril da a luz siete veces, la de muchos hijos se marchita. Yahvé da muerte y vida, hace bajar al sheol y retornar..., pues de Yahvé son los pilares de la tierra y sobre ellos ha sentado el universo... Yahvé juzgará a la tierra entera, dará pujanza a su Rey, exaltará la frente de su Mesías» ( 1 Sam 2,110): El cántico de María: la Virgen Madre Este cántico evoca otro, el de María, Madre de Jesús. En la irradiación de la esterilidad fecunda se establece el lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el umbral del Evangelio aparecen dos mujeres, Isabel y María, dos testigos de la omnipotencia de Dios, que da la vida allí mismo donde no cabe esperanza de vida. El lazo de unión entre estos dos signos lo establece el ángel, que se dirige a María: concepción de la estéril y fecundidad de la virgen: una y otra, testigos de Dios que lo puede todo. «María preguntó al ángel: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te revestirá con su sombra; por eso el

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que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y éste es ya el sexto mes de aquella que llaman estéril» (Le 1,34-36). A Sara, que duda y que se ríe, el ángel de Yahvé le había dicho en el encinar de Mambré: «Ninguna cosa es imposible para Dios» (Gn 1 8 , 1 4 ) . A María, que cree y que ora, el ángel le dice: «Ninguna cosa es imposible para D i o s » (Le 1,37). Y María recoge la inspiración del cántico de Ana: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se llena de alegría a causa de Dios, mi Salvador..., porque el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre» (Le 1, 4649))

Resucitar a los muertos Todos los milagros de Jesús le revelan como el Señor de lo imposible. Los judíos lo conocen perfectamente: es el nombre de Dios en la historia de los hombres: «Yahvé, nada es imposible para ti» (Jer. 3 2 , 1 7 ) . Pues, ¿quién es El? Jesús no confiesa su divinidad: la vive. Ahí está la tempestad desencadenada sobre el lago, «tan grande que las olas llegaban a cubrir la barca». Los apóstoles se asustan: «¡Señor, que perecemos...!» Entonces, de pie, increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran bonanza... Y ellos decían: « ¿ Q u i é n es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» ( M t . 8,23-27).

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Pero el lugar supremo de lo imposible es la muerte. El refrán popular lo dice bien: «Mientras hay vida, hay esperanza». Mientras hay un soplo de vida, hay esperanza, todo es posible. Puede uno salir de la enfermedad, curarse, volver a partir, revivir. Cuando haya muerto, se acabó. Con la muerte se llega a un «punto de no-retorno». Es irreversible; uno no vuelve; ya no hay nada que hacer. Un buen médico puede curar enfermos, pero de la muerte nadie puede curar. Es imposible. El que venza a la muerte es más que un hombre. Es el Señor de lo imposible. Jesús se revela Hijo de Dios ante la muerte. Jesús afronta la muerte humana. Coincide con ella, sale a su encuentro para revelarse en esa decisiva confrontación: «Entonces Jesús les dijo abiertamente: Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis» (Jn 11,14-15), Se trata de la muerte humana con toda su ignominia: « L e responde Marta: Señor, ya huele, es el cuarto día» (Jn 1 1 , 3 9 ) . Se trata de la muerte de un amigo, con su tristeza: «Señor, ven y lo verás. Jesús se echó a llorar. Los judíos, entonces, decían: Mirad cómo le quería» (Jn 11,34-36). Ni se les pasaba por la cabeza que pudiera resucitarle; no tenían palabras, ni pensamientos, ni imágenes para figurarse tal cosa: es imposible. Jesús llora como hombre la muerte de un amigo. Y actúa como Dios en cuanto Señor de la vida. «Gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera! Y salió el que había estado muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario»

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(Jn 11,43-44). «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en El» (Jn 1 1 , 4 5 ) . Y, sin embargo, todavía no es éste el triunfo de Jesús sobre la muerte, sino sólo un signo que la anuncia, la aurora de la gran victoria, la victoria de la Cruz. Empleamos el mismo término para hablar de la «resurrección» de Jesús y de la «resurrección» de Lázaro y del hijo de la viuda de Naím. Pero no es la misma realidad. No existen términos en nuestro lenguaje, ni imágenes en nuestro mundo terrestre, para imaginar y expresar la resurrección de Jesús. Pertenece a un orden distinto de todo lo que conocemos. La resurrección de Lázaro es la vuelta a una vida mortal, a una vida semejante a la que tenía antes, a una vida semejante a la de todos los demás hombres de su tiempo y de todos los tiempos: una vida para la muerte. La resurrección de Jesús es la entrada en una vida nueva, una vida sin muerte en el horizonte. Una vida para siempre: la Vida. La misma, y completamente distinta, una vida nueva. No ya sólo la vida enraizada en la tierra y el agua, la carne y la sangre y sujeta al ciclo biológico de la muerte humana. Sino una vida transformada por la vitalidad de Dios, animada por el Espíritu de Dios, una vida glorificada en Dios, la Vida eterna. La resurrección de Lázaro es la victoria de Jesús sobre una muerte. La resurrección de Jesús es la victoria de Cristo sobre la muerte.

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Lázaro resucita para sí solo y no arrastra a nadie consigo en su vida prolongada. Jesús abre un mundo nuevo, más allá de la muerte, para la Humanidad entera. Más que un milagro, una creación nueva. Sólo El podía hacer esto, librarnos de la muerte: ¡El, el Señor de lo imposible! Victoria sobre la segunda muerte No obstante, al decir esto, no hemos considerado aún más que un aspecto del misterio de la Cruz y no el principal; su superficie más que su profundidad; porque la victoria de Cristo sobre la muerte física del hombre es el signo que hace patente y realiza una victoria de muy distinta manera importante y decisiva para la Humanidad entera: su victoria definitiva y completa sobre la muerte espiritual que es el pecado. A través de toda la revelación bíblica, la muerte y el pecado van ligados. T o d o el misterio de redención se desarrolla en esos vínculos que son complejos y que resulta imposible detallar. Podemos retener lo siguiente: La muerte física es el signo de la muerte espiritual, que viene del pecado y que es radicalmente el rechazo de Dios en medio de la suficiencia del hombre. El carácter irreversible de la muerte biológica señala bien la irreversibilidad más pesada aún de la condenación. Las congojas de la muerte, la soledad en que nos sume, la implacable violencia que ejerce, la descomposición que lleva consigo, el vacío en que sumerge, los sufrimientos que la ro-

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deán, son otras tantas realidades humanas, cotidianas y dramáticas, que al creyente han de hacerle abrir los ojos del corazón a esa miseria, a ese sufrimiento, a esa soledad; realidades más espantosas que la muerte física, como son las del pecado y la condenación que lleva consigo, en medio del rechazo de Dios y de la separación de los demás. Y hay más aún: una especie de misteriosa casualidad. La muerte es el signo del pecado y, por lo mismo, el pecado es causa de la muerte. No es que haga falta imaginarse un mundo anterior en el que la vida no sería mortal, mundo perturbado por el pecado que habría introducido la mortalidad. Esa presentación mítica revela una realidad profunda. Para la mirada del creyente, el mundo entero, el cielo y la tierra, las plantas y los animales están orientados a la aparición del hombre (cfr.Gn. I y 2 ) . La consideración del sabio no está lejos de coincidir, hoy día, con esta perspectiva de fe. Pero lo que la Palabra de Dios nos revela es que, si todo el universo está ordenado al hombre y está orientado desde dentro a que sea la cuna de la Humanidad y el lugar de su desarrollo, ese universo no sólo tiene la vocación de ampararle y alimentarle, sino además, bajo el soplo del Espíritu, la de instruirle: El hombre descubre lo que él mismo es, mirando al mundo. Por esto el mundo engendra y expresa en todas sus etapas la condición humana; todo el universo es solidario del hombre y de la Humanidad entera en la totalidad de su historia. En los planes

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de Dios todo tiene su consistencia. Por eso el pecado del hombre repercute en el mundo. Su suficiencia le separa de Dios y le reduce a nada; y la muerte le revela el vacío existencial en el que se hunde si se separa de su Creador. Por eso San Pablo puede escribir en la carta a los Romanos que «por un solo hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte» ( R m 5 , 1 2 ) , o también en la carta a los Corintios: «El aguijón de la muerte es el pecado» ( 1 Co 15,56), Con gran profundidad, el Apocalipsis denomina a la condenación «segunda muerte»: «Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre — q u e es la segunda muerte» ( A p o c 2 1 , 8 ) . La traducción ecuménica de la Biblia comenta: «Se trata de la muerte última y definitiva, llamada segunda por contraste, sin duda, con la muerte corporal»: la condenación (1). Así, lo más grave, lo peor, lo hondo de la muerte física, es la muerte espiritual. La enfermedad más mortal es el pecado. La verdadera es la muerte eterna; la más espantosa descomposición es la condenación. El sepulcro más inevitable, el infierno.; Por eso, no ver en la Resurrección más que la victoria de Cristo sobre la muerte en sentido físico (1) Traduction Oecuménique de la Bible, Nouveau Testament, 1973, p. 780, not?. i.

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es desconocer su profundidad. La victoria de Cristo sobre la muerte física es el signo eficaz de su victoria sobre la muerte espiritual. Eso es lo esencial. Librándonos de la muerte, Cristo nos libra del pecado. Resucitado y victorioso de la muerte, derriba la piedra sellada del sepulcro y, en virtud del mismo impulso, el Señor de lo imposible rompe los cerrojos del infierno. Ambas perspectivas están tan íntimamente ligadas en el Nuevo Testamento, en el plano del significado y de la realización, que se confunden en el lenguaje. Así, en la carta a los Romanos: « L o mismo que el pecado reinó en la muerte, así también, en virtud de la justicia, reina la gracia para la vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor» ( R m 5 , 2 1 ) . ¿Qué muerte? La muerte ligada al pecado es, desde luego, la muerte física, pero al mismo tiempo, y más todavía, es la muerte espiritual: la condenación (cfr. Rm 6 , 2 5 ) . Muerte y vida, pecado y gracia, mantienen toda la amplitud y las afinidades de sus significados. Pero lo esencial del misterio se juega en el plano espiritual del pecado y de la gracia, de la condenación y de la salvación. Así, en San Juan, cuando Jesús dice: «Si alguno guarda mi palabra, no experimentará la muerte jamás» (Jn 8 , 5 2 ) , o después de la resurrección de Lázaro: «Jesús le respondió: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que crea en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás...» (Jn 11,25-26). La victoria sobre la segunda muerte, la del pecado, se vuelve tan esen-

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cial que desde el momento en que queda asegurada, triunfa la vida y la muerte física queda ya superada. La verdadera muerte es la muerte eterna; quien la haya vencido, no morirá jamás. Esa es la liberación que Jesús nos trae. Su victoria sobre la muerte es victoria sobre el infierno. «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias: el vencedor no sufrirá daño de la muerte segunda» ( A p o c 2 , 1 1 ) . «Dichosos y santos los que participan en la primera resurrección: la segunda muerte no tiene poder sobre éstos» ( A p c . 2 0 , 6 ) . La victoria de Jesús sobre la muerte corrobora toda su obra terrestre con la firma del Señor de lo imposible. Esa victoria es la cima, la corona de todas las victorias de Dios sobre las impotencias del hombre. Sin embargo, el significado último de la Resurrección en sí misma no es sólo el Cristo vencedor de la muerte física, sino mucho más el Cristo victorioso de la muerte segunda, vencedor del pecado con todas sus atroces consecuencias, vencedor del infierno. Ahí es donde se manifiesta de la manera más decisiva y más paradójica como Señor de lo imposible: Dios Salvador.

¿Y cómo podrá suceder esto?

Cuando Dios nos revela los designios admirables de su amor, no tenemos que hacerle preguntas. Habitualmente nos revela lo que quiere hacer sin decirnos cómo quiere hacerlo. Hay preguntas que proceden de la duda, de las objeciones de las dificultades que el hombre opone al plan de Dois. Pero hay preguntas que proceden de la fe. Estas son, entonces, la expresión misma de la fe que busca la inteligencia de aquello que Dios va ciertamente a realizar. Para

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que el objeto de nuestra fe pueda ser formulado, afirmado ante nosotros mismos y comunicado a los demás, es preciso que nos sea inteligible. Cualquier pregunta cristiana sobre la salvación universal de la Humanidad y de la creación entera no puede proceder de una duda ni formular una objeción, como si eso fuera imposible a Dios, ya que se nos ha revelado repetidas veces que «a Dios todo le es posible». Nuestra pregunta, como la de María, es una pregunta inspirada por la fe. No consiste en reírnos interiormente y decir incrédulamente: «Pero, Señor, eso no se puede, eso sobrepuja tus propias posibilidades, toda vez que existe el pecado», sino en decir interiormente y proclamar con alegría: «Sí, Señor, se hará como tú dices..., hágase en nosotros según tu Palabra. Pero ilumina aún nuestra fe: puesto que tú mismo, en tu misericordia infinita, nos has revelado el infierno y los horrores de la condenación, y hoy nos hablas claramente de la salvación de todos, nos atrevemos a preguntarte como María: ¿Cómo puede ser esto?» Y descubrimos ya en Jesucristo la admirable respuesta que nos das. A la pregunta sobre el misterio de la salvación universal tú nos respondes con una sola palabra, que es tu Palabra viva en medio de nosotros: «En Jesucristo Hijo de Dios Salvador.» Eso basta. Ese misterio de Cristo es de una inagotable riqueza. Profundizar en él cada día es descubrir sin fin el admirable designio de tu Amor, que es precisamente el misterio de la salvación. Responder a esta pregunta es contemplar la totalidad del

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hombre y de su historia y, si se puede decir así, la totalidad de Dios y de su manifestación al mundo en la realización de la salvación: descubrirlo para vivirlo y para así descubrirlo aún más. Es aquí donde acude en nuestra ayuda la gran fórmula del Símbolo de la fe, tomada de la primera carta de Pedro y proclamada en todas las asambleas cristianas por la Iglesia entera, animada por el Espíritu: «Bajó a los infiernos». Para nosotros no se trata de descubrir en este artículo de fe un acontecimiento particular de la vida de Cristo, local y cronológicamente situado entre el Viernes Santo a las tres del mediodía y la mañana de Pascua, sino que más bien se trata de una dimensión de la totalidad del misterio de Cristo que nos es revelada en esos términos y que ilumina de forma singular toda la historia de la salvación. Para captar el significado profundo de esta expresión de la fe, lo mejor es, una vez más, volver a sus fuentes bíblicas. Es preciso volver al gran texto de la primera carta de Pedro: «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca, en la que unos pocos, es decir, ocho personas, fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Re-

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surrección de Jesucristo, que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios y le están sometidos los Angeles, las Dominaciones y las Potestades» (1 Pe 3,18-22).

Se trata de una honda reflexión postpascual sobre el significado y valor salvífico de la muerte y de la resurrección de Jesús. Como ha subrayado J. Jeremías (1), Pedro expresa su revelación soteriológica a través de tres registros de comparación. En primer lugar, la referencia fundamental del misterio pascual cristiano a la Pascua judía: «Cristo es el verdadero cordero sin tacha y sin mancilla, muerto para expiar, de una vez por todas, nuestros pecados» (cfr 1 Pe 1,19; 3 , 1 8 ) . En segundo lugar, refiriéndose al capítulo 53 de Isaías, es el Siervo de Yahvé: «El mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, liberados de nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados» ( 1 Pe 2 , 2 4 ) . Por fin, en tercer lugar, siempre para explicitar este sentido de la muerte de Jesús, la carta recoge de forma expresiva el tema teológico de la bajada y predicación en los infiernos ( 1 Pe 3,19-20; 4 , 6 ) . Situado en su contexto, este pasaje tiene, por lo tanto, el alcance de una revelación acerca del misterio de la salvación realizado a favor nuestro en la persona de Jesucristo. Su «bajada a los infiernos» y su «predicación a los muertos» proyectan una luz nueva sobre su muerte y su resurrección (1) J. JEREMÍAS, Le Message central du Nouveau Testament, Cerf, Paría, p. 34 (trad. cast.: El mensaje central del N. T„ Sigúeme, Salamanca, 1972).

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como fuente de salvación para nosotros y para todos. ¿Qué luz? Esta palabra de Dios puede ser recibida, parece, como a dos niveles de profundidad: el primero concierne a la difusión de la salvación en Jesucristo; el segundo, a su ejecución. La luz que se nos proyecta concierne, por tanto, al universalismo de la salvación mediante la Cruz y, por otra parte, a su modo de realización. El universalismo de la salvación mediante la Cruz En este punto nos encontramos en el corazón de la reflexión postpascual de Pedro. Jesús, el que murió, resucitó; el que fue humillado al rango de los malhechores, está exaltado a la derecha del Padre; el que fue humillado como un condenado ha sido glorificado como Hijo de Dios. Más aún, a través de todo eso, el que podía ser considerado cómo rechazado por Dios, profeta desautorizado por su fracaso, ha sido manifestado, por su resurrección misma, como Cristo y Señor. Es el Señor, el Kyrios: el Creador del universo y Dueño de la historia. Desde ese momento, a la luz de su resurrección, su propia muerte en la cruz, adquiere un significado nuevo, o más bien deja ver a nuestros ojos maravillados su significado fundamental y su irradiación universal: murió por nosotros, por nuestros pecados: es una muerte que salva. Así es cómo en el atardecer de la Pascua, camino de Emaús, y bajo la acción del Espíritu, acude de nuevo a la memoria todo el Antiguo Testa-

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mentó: «Empezando por Moisés y por todos los profetas» ( L e 2 4 , 2 7 ) . El era el Cordero de Dios, el verdadero cordero prefigurado en el Éxodo cuya sangre derramada salva a todo el pueblo; el Cordero designado por Juan Bautista como el que lleva y quita el pecado del mundo. El es el Siervo sufriente de Isaías (Is 5 3 ) : con sus heridas fuimos curados, triturado a causa de nuestras perversidades. « P o r sus desdichas justificará mi Siervo a muchos... Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos» (Is 5 3 , 11-12). Desde entonces, la historia del mundo ha cambiado de rumbo: llena de pecados, abrumada de males, se orienta ahora hacia la salvación del mundo. Después de la muerte y la resurrección de Jesús, la historia santa de la Humanidad nueva se convierte en cumplimiento de la salvación que nos ha sido adquirida hasta los límites del mundo y el fin de los tiempos: la manifestación gloriosa de Jesús Señor del universo y Salvador del mundo. En ese punto Pedro descubre el signo de su bajada a los infiernos como una etapa decisiva de ese cumplimiento o realización de la salvación en Jesús muerto y resucitado. Se trata de los infiernos tal como los concebía la mentalidad judía, no del infierno en el sentido dogmático del término. Se trataba para los judíos de la morada de los muertos. Pero allí consideraban ellos como diversas estancias escalonadas en profundidad, hundiéndose cada vez más en las tinieblas. Eran distintas la de los patriarcas, la de

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los justos, la de los profetas mártires, y lo eran en cuanto nivel y en cuanto condición espiritual. La de los patriarcas, la de los justos, la de los profetas mártires era, en cuanto nivel y en cuanto condición espiritual, muy distinta de las de los impíos, de los paganos, de los falsos profetas. Lo que primero aparece en el texto de Pedro es que Jesús descendió al más profundo de los infiernos, hasta el que denomina «infierno de los en otro tiempo incrédulos», el que nosotros denominaríamos hoy el infierno de los condenados y de los demonios, el infierno, en una palabra. Lo que allá lleva con su muerte es indudablemente la Buena Noticia de la salvación: «predicar», según o b serva la traducción ecuménica de la Biblia, es «un término técnico que se refiere a la predicación cristiana», sinónimo de evangelizar o anunciar la Buena Noticia (2). La primera significación de este texto es la de anunciar el universalismo de la salvación a través de una imagen mítica de una extraordinaria riqueza de significado. Si nos situamos en aquel tiempo, eso significa que «la salvación aparecida en Jesús es capaz de alcanzar a todos los hombres, incluso a los que murieron antes de su venida, por caminos que, a decir verdad, se ocultan a nuestros o j o s » ( 3 ) . De este modo, lo imposible se realiza, lo irre-

(2) Traduction Oecuménique de la Bible, Nouveau Testament, p. 722, nota w. (3) W. PANNENBERG, La joi des apotres, Cerf, París, p. 106 (trad. cast.: La fe de los apóstoles, Sigúeme, Salamanca. 1975).

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versible queda superado. Y con todo, nada hay más aseverado que lo que está muerto, muerto y bien muerto está; que lo condenado está condenado para siempre; que lo que pasó, pasó y ya no puede cambiar; que lo hecho, hecho está. Pues bien, no. A partir de la Cruz de Jesús, Creador y Salvador del universo, la entera historia del mundo adquiere un sentido nuevo: los muertos resucitan; el pasado queda reparado; el pecado, superad o ; las puertas del infierno ceden bajo la presión del Salvador hasta en los últimos escondrijos de la rebelión, y la Buena Noticia se anuncia a todos. Si Jesús baja a los infiernos para «visitar» a los muertos es para significar que El lleva absolutamente a todos, aun a aquellos cuya situación se presenta como definitivamente irremediable, la salvación que adquirió mediante la Cruz. Si nos situamos ahora en el registro de lo espacial, tendremos «la bajada» de Jesús a la mansión subterránea de los muertos, a lo más profundo de los infiernos. La imagen cambia, el significado continúa y se renueva. No se trata aquí de hacer una especie de mística de los círculos infernales, como en la Divina Comedia de Dante. Aun las indicaciones de arriba-abajo son muy relativas. Un mismo acontecimiento puede ser expresado en la perspectiva de «bajada» o en la de «subida», lo cual demuestra a las claras que estas nociones espaciales no pueden ser materializadas y que no pueden bastar por sí mismas para expresar la totalidad del Misterio. San Pablo ve la Cruz de Jesús como el término último de una «bajada»: Se humilló a sí mismo,

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obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2 , 8 ) . En cambio, San Juan ve a Jesús «subir» a la cruz, desde donde su salvación irradiará al mundo: « C o m o Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por El vida eterna» (Jn ),14). Y lo mismo ocurre después de la muerte de Jesús: la carta a los Hebreos habla de la subida de Jesús a los cielos «por el Espíritu Eterno» ( H e b 9,14) para presentar El mismo su sangre en el santuario eterno. La primera carta de Pedro habla de bajada a las profundidades de los infiernos para anunciar la Buena Noticia a los espíritus encarcelados. Lo que aquí importa no es, en resumidas cuentas, lo alto o lo bajo. Lo que es, por el contrario, esencial al mensaje es que en el registro espacial Cristo Salvador alcanza todas las partes del mundo y todas las partes de la Humanidad. Es lo que la misma diversidad de formas de expresión transmite de manera conmovedora. Subió más arriba que el más alto de los cielos y bajó más abajo que el más profundo de los infiernos. El es Señor del universo y ese Señor que reina mediante la Cruz ha venido a ser Salvador de todo y de todos. Ya suba al más alto de los cielos o baje al más profundo de los infiernos, es para anunciar en todas partes la Buena Noticia de la salvación. Como dice San Gregorio el Grande, « ¿ n o engloba Dios, con su propia e incomprensible profundidad, todas las profundidades del mundo infernal, El, que es más alto que todos los cielos y más profundo también que el infierno,

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porque en su trascendencia lo reúne t o d o ? » ( 4 ) . O como dice también San Atanasio: « E l Señor llegó a todas las partes de la creación..., a fin de que todos encuentren por todas partes al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo de los demonios» ( 5 ) . Pero si queremos captar dónde encontró Pedro esta escenificación de la bajada a los infiernos y qué sentido le da, hay que situar este pasaje en el contexto cultural de su época. J. Jeremías nos da la clave de la comprensión de esa bajada a los infiernos que aparece en la primera carta de Pedro:' «Para entender este pasaje es extremadamente importante saber que se encuentra una prefiguración de él, aunque en un sentido opuesto, en la versión etiópica del libro de Henoc, apócrifo, que recibió su forma actual tras la invasión a los Partos, en 37 a.JC. Los capítulos 12 al 16 de este libro exponen cómo Henoc es encargado de ir hasta donde los ángeles caídos (cfr. Gn 6) para hacerles saber «que no encontrarán ni paz ni perdón» y que Dios rechazará toda súplica de paz y de misericordia. Presas de temor y temblor, piden a Henoc componer una súplica en la que imploran indulgencia y perdón. Henoc es entonces arrebatado hasta el trono en que se sienta Dios en medio de un fuego resplandeciente y allí recibe lo que ha de comunicar a los ángeles caídos como respuesta a su súplica. La decisión se expresa en una breve y

D. 18.

(4) GREGORIO MAGNO, Moralia, 1. 10, c. 9 C PL 928 (5) ATANASIO, De incarnatione, 45 PG 25, 177, SC n.°

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terrible frase: «No tendréis la paz». Apenas puede dudarse de que el tema de la bajada a los infiernos no tenga su prefiguración en este mito de Henoc: Una vez más se presenta un enviado de Dios con un mensaje divino ante los espíritus desobedientes que habitan las tinieblas profundas de la prisión subterránea. Pero mientras Henoc en su mensaje debía declararles la imposibilidad del perdón, el anuncio que hace Cristo es totalmente diferente: es la Buena Noticia. Aun para los que se hallaban perdidos sin esperanza, la muerte expiadora del Justo adquiere el perdón» (6).

De este modo, a nuestra humilde pregunta acerca del universalismo de la salvación, a pesar de la terrible realidad del infierno, la Palabra de Dios responde simplemente con una nueva afirmación del misterio. El lenguaje de Dios es un llamamiento a la fe. A la Virgen que pregunta: « ¿ C ó m o podrá ser esto?», el ángel le responde simplemente: «El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra...» (Le 1,35). A los judíos que discuten sobre la afirmación de Jesús: « Y o soy el pan vivo que desciende del cielo»; y se preguntan: « ¿ C ó m o puede éste darnos a comer su carne?», Jesús responde simplemente: «En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 5 2 - 5 3 ) . A nuestras preguntas Dios responde suficientemente con su afirmación. No obstante, la afirmación renovada no es simple repetición, sino que

(6) J. JEREMÍAS, Op cit. en nota 1, pp. 34-35.

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asume nuestra pregunta. « ¿ E s posible una salvación universal a pesar de los abismos del infierno y de lo irreparable de la condenación?» La Palabra de Dios responde: En Jesucristo muerto y resucitado, Creador de todo y de todos, la Buena Noticia de la salvación mediante la Cruz ha sido anunciada desde el más alto de los cielos hasta el más profundo de los infiernos. Esto basta para iluminar nuestra fe y renovar nuestra alegría.

El justo, solidario de los pecadores

El pensamiento cristiano no cesa de escrutar este misterio que está en el centro de su fe. ¿Cómo se cumple esta salvación mediante la Cruz? ¿Qué significa: «murió por nosotros, derramó su sangre por nuestros pecados?». ¿Cómo la muerte de uno solo puede ser salvación para todos? Siguiendo a Pablo, a la carta a los Hebreos, al A p o calipsis, reflexionando sobre los datos evangélicos, la teología se orientará en dos vías divergentes y complementarias para obtener una comprensión

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más profunda de esta muerte y resurrección de Cristo por nosotros. El primer camino es el de la «sustitución»: murió «por nosotros», es decir, «en lugar nuestro»; el segundo es el de su «solidaridad»: murió «por nosotros» porque, por amor, El no forma más que uno con nosotros. Explorar estos dos caminos es descubrir una luz nueva acerca de lo que será la entraña del proyecto de Dios y el centro de la historia de los hombres: la realización de la salvación de todos mediante la Cruz de Cristo. La línea de la sustitución Esta línea de búsqueda teológica nos viene sugerida por las palabras mismas que Jesús emplea en los evangelios para anunciar y esclarecer su muerte en la Cruz: «Dar su vida como rescate por la multitud» ( M e 1 0 , 4 5 ) . «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que va a ser derramada por la multitud» ( M e 1 4 , 2 4 ) . Todo permite pensar que estas palabras son «palabras mismas» del Señor. Tales palabras orientan ya la reflexión cristiana hacia dos modos de expresión: el lenguaje cultual y el del derecho penal. Uno y otro se hallan profundamente enraizados en el Antiguo Testamento. El lenguaje del culto: Cristo derramó su sangre como sacrificio por nosotros La sangre de Cristo derramada por la multitud es la sangre del Cordero sin mancha, en razón de

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la cual Dios preserva en Egipto las casas de los israelitas. Jesús toma una de las tres copas de bendición que circulaban durante la comida pascual que conmemoraba la salida de Egipto por parte de los judíos y su comentario explicativo hace de ella la copa de su sangre derramada por todos. Junto con Juan y la primera carta de Pedro, antes del Apocalipsis, Pablo recogerá este tema de la sangre del Cordero ofrecido en sacrificio de expiación por la salvación de todo el pueblo. Jesús murió « c o m o sacrificio por el pecado» ( R m 8,3) porque «Dios le destinó a que sirviera de expiación por su propia sangre» ( R m 3 , 2 5 ) . En efecto, «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo a Dios por nosotros como ofrenda y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). Pero he aquí que nos vuelven a la memoria las palabras con las que Jesús mismo anunció e interpretó su muerte: murió por nosotros. «Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud» ( M e 1 0 , 4 5 ) . Y en la hora misma de su pasión, al instituir la Eucaristía, que la realiza entre nosotros hasta el fin de los tiempos, dice: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» ( 1 Co 1 1 , 2 4 ) , y también: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por la multitud» (Me 1 4 , 2 4 ) . Cuando dice «por vosotros», «por la multitud», significa por todos. San Pablo resume esta certeza de fe escribiendo a los Corintios: «Cristo murió por nuestros pecados» ( 1 Co 1 5 , 3 ) . «El término por nosotros (en griego: hyper) tiene en estos textos un triple significado:

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1 ) a causa de nosotros; 2 ) por nosotros, en favor nuestro; 3 ) en lugar nuestro. Los tres significados están presentes y son pretendidos porque se trata de afirmar que la solidaridad de Jesús es verdaderamente el centro de su humanidad» ( 1 ) . Jesús murió por todos y nos salvó mediante su Cruz porque su sangre derramada como sacrificio a Dios fue aceptada por El como expiación por los pecados del mundo (cfr. Rm 5,9; Col 1,20; Ef i,7>; Este tema fundamental tiene la ventaja inmensa de ligar el misterio de salvación en Jesucristo a toda la liturgia sacrificial del Antiguo Testamento, a la Pascua judía, y de introducir maravillosamente la realización y la superación de todos estos sacrificios en la Eucaristía, como demostrará la carta a los Hebreos. El lenguaje del derecho: Cristo da su vida como rescate por la multitud Por rico que sea el tema que hemos considerado de la ofrenda expiatoria de la sangre de Jesús por la salvación de todos, no dice todo y no agota la riqueza del misterio. Hay otro lenguaje, tomado esta vez del derecho penal, que acabará por ser preponderante y por dar su nombre al conjunto del misterio, que vendrá a denominarse en el lenguaje teológico «la redención». Una frase del propio Jesús abre la investigación en este sentido, cuando dice que El ha venido (1) W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, p. 326.

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para dar «su vida como rescate por la multitud» (Me 10,45). También esta expresión trae a la memoria o Antiguo Testamento. Y en primer lugar, los grandes textos de Isaías: «No temas, gusano de Jacob, oruga de Israel..., tu redentor es el Santo de Israel (Is 4 1 , 1 4 ) . «Habiendo pagado con su persona, mi Siervo... llevó los pecados de las multitudes y por los pecadores vino a interponerse» (Is 5 3 , 1 1 - 1 2 ) . Estos textos evocan en sí mismos h primera «redención», la de Egipto, cuando Dios se interpone para liberar a su pueblo (Ex 6,6; Sa 7 4 , 2 ) . San Pablo recoge este tema en la carta a lo; Romanos: «Todos los que creen en E l . . . son gra tuitamente justificados por su gracia en virtud d< la redención (apolytrosis) realizada en Cristo Je sus» ( R m 3 , 2 4 ) . Aquí el término evoca a la ve: «la redención de la esclavitud egipcia otorgad por Dios a su pueblo..., pero también el precie pagado por la redención de un prisionero o el res cate de un cautivo» (2). Los términos «remisión», o rescate, o «reden ción», son, pues, de una gran riqueza de sentido poder de evocación. En el plano colectivo es 1 liberación de un pueblo de la esclavitud; en e plano personal es la liberación de un eselave «Frente a un viviente caído en la miseria o en 1 esclavitud, el redentor paga sus deudas o le rescí ta él mismo» (cfr. Lev. 2 7 ) ( 3 ) . (2) Traduction Oecuménique de la Bible, N.T., p. 45 nota x. (3) Ibid., p. 834, nota a. Lo dicho en los últimos párr ios corresponde a lo que se lee en el texto griego o en •

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Todavía hay más: cuando Pablo escribía, la esclavitud causaba todavía estragos y ocurría, como se vería en tiempos de las Cruzadas, que un cristiano se entregaba a sí mismo como esclavo para libertar a un hermano caído en esclavitud. Se entregaba, pues, en el sentido más fuerte de la palabra, como «rescate», a fin de liberarle. ¿Cómo imaginar una expresión más fuerte del amor que ese entregar la propia libertad en favor de la liberación de otro hermano? T o d o ese conjunto tan rico de realidades espirituales es el que evoca para siempre el término redención. Caídos bajo la esclavitud del pecado y de la muerte, nosotros éramos incapaces para texto latino de la Biblia. El texto hebreo es mucho más rico. En repetidas ocasiones emplea un término (Goel) que abre perspectivas completamente diferentes. En efecto, la palabra Goel evoca una costumbre hebrea que no tiene equivalente ni en las civilizaciones europeas ni en las semitas (distintas de la bíblica); de ahí la imposibilidad de traducir este término. El Goel es un pariente que interviene en favor de un miembro de su familia para liberarle de la esclavitud, o para pagar sus deudas, o para suscitarle posteriodad, o para ser el «vengador de sangre». Es un protector providencial que realiza esta función por ser de la misma familia. Pues bien, los autores bíblicos nos dicen que Dios mismo asume la función de Goel. «Tu Goel es el Santo de Israel» (Is 41,14); Dios es el Goel de su pueblo; es el pariente rico, poderoso, amante, que libera a los suyos de la esclavitud y de la deportación; reivindica el derecho de los oprimidos y vela por su herencia. El término Goel y su verbo correspondiente son particularmente frecuentes (23 veces) para hablar de Dios en Isaías 40-66. Desgraciadamente, esta expresión, una de las más bellas y sabrosas, una de las que mejor hablan del amor de Dios, era intraducibie (El Protector, la Providencia, serían traducciones insuficientes, puesto que no evocan la connotación de parentesco). Las traducciones griega, latina y otras europeas han suprimido el espíritu familiar y afectuoso, casi visceral, que posee el término en hebreo. Con ello, la teología del Goel tomó únicamente el sentido de «rescate».

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siempre de liberarnos a nosotros mismos, como esclavos que no poseen nada propio para pagar el rescate de su liberación. Llegó Jesús, el único Justo que no tenía ninguna deuda que pagar por sí mismo, tomó sobre sí todas nuestras deudas y pagó nuestro rescate, no a precio de oro ni de plata, sino al precio de su sangre, es decir, dándose a sí mismo en lugar nuestro, para reconciliarnos con Dios. De este modo, renueva en su sangre la Alianza y nos da la señal del amor más perfecto: «Porque no hay mayor amor que el dar la propia vida por los que uno ama» (Jn 15,13). Sin embargo, estas expresiones del misterio de la salvación conforme al registro del derecho penal, con sus términos de redención o de rescate, tienen sus límites y hasta sus inconvenientes. Partiendo de esos datos escriturísticos, la tradición teológica se preguntó indefinidamente a quién había podido Jesús crucificado entregar el precio de nuestra redención. Llegaron algunos a imaginar un tipo de retención por parte del demonio sobre la Humanidad a partir del pecado original, un derecho que habría adquirido sobre el hombre por el pecado de éste. En ese caso, Cristo entregaría su sangre en la Cruz y daría su vida al diablo como rescate por la liberación de los hombres. Esta teoría de los «derechos del demonio», cuya fuente se ha querido ver en San Ireneo, está desprovista de fundamento escriturístico; las refutaciones de San Gregorio Nacianceno y de San Juan Damasceno la desacreditaron definitivamente.

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La teología de la «satisfacción», elaborada por San Anselmo, tendrá mayor vigencia y continúa inscrita en muchas conciencias cristianas. El hombre pecador ha menoscabado el honor de Dios, cuya dignidad es infinita. El es incapaz de reparar el mal que fue capaz de hacer. Dios, entonces, en su misericordia, y para respetar los derechos de su justicia, envía a su Hijo, quien se encarna entre los hombres, para pagar en nombre de éstos el precio de su redención mediante su sangre derramada en la Cruz. El peso de su sufrimiento inocente compensará y superará el peso del pecado. He ahí por qué «Dios se hizo hombre», «Cur Deus h o m o » , y cómo su sangre fue entregada por la multitud ( 4 ) . Una teología de este género tiene la ventaja de una perfecta racionalidad. ¡Parece tan perfectamente clara que se llega con ella a una especie de explicación del misterio! No obstante, se escapa en ella lo esencial. El espeso velo del juridicismo oculta para siempre, a la mirada del creyente, el verdadero rostro de Dios, Para reparar la injuria sufrida por el Padre, el Hijo sufre y muere. ¿Qué Padre es éste, encolerizado contra sus propios hijos, que no se aplaca si no es recibiendo, en la debida forma, la sangre del Hijo único derramada en la Cruz? Tal intercambio en forma de contrato reduce la Alianza a una (4) Acerca Anselmo y el Edad Media, cap. 1, pp, 331

del nexo existente entre esta teología de San marco feudal germánico de principios de la cfr. W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del ss.

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cuenta de «debe» y «haber» entre el hombre y Dios. ¡Con la muerte de Cristo, Dios obtiene su cuenta y queda «satisfecho»! En tal perspectiva es sólo la pasión la que salva, la sangre derramada que paga por el pecado. Semejante manera de concebir las cosas dejará por mucho tiempo en la sombra el valor salvífico de la resurrección de Cristo y el significado fundamental del misterio pascual como paso por la muerte para entrar en la Vida. Estamos apenas saliendo de la gran tiniebla que tales teorías proyectaron sobre la esencia misma del misterio de la salvación, Tales deformaciones no han dejado de tener consecuencias prácticas extremadamente graves. De ahí proviene esa búsqueda del sufrimiento físico y de los derramamientos de sangre en taños monasterios de otros tiempos. De ahí también esa tranquila y casi satisfecha indiferencia de tantos superiores ante el sufrimiento de sus hermanos o de sus hermanas. De ahí esa resignación fácil ante el sufrimiento de los pueblos y esa apatía colectiva para luchar contra el mal del hombre y el sufrimiento de los pobres. Teresa del Niño Jesús encontrará todavía en el Carmelo de su tiempo, expresadas y vividas, las secuelas de tales mentalidades doloristas. Ella traerá al Carmelo y a toda la Iglesia una verdadera liberación espiritual al revelarnos, en la luz de Jesús, que «sólo el Amor salva». Efectivamente, un grave daño causado a la Iglesia por tales teorías es el haber ocultado casi por completo, durante siglos, el verdadero lengua^ je en que ha de expresarse el misterio de la salva-

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ción mediante la Cruz, que es el de la solidaridad por amor £1 lenguaje del amor: el justo se hace solidario de los pecadores Escribe Walter Kasper: «El futuro de la fe dependerá en gran parte de la forma en que se logre conciliar la idea bíblica de representación y la idea moderna de solidaridad» ( 5 ) . Desde esta perspectiva, es toda la vida de Jesús, todo su misterio desde su encarnación en el seno de la Virgen María hasta su exaltación para siempre a la derecha del Padre, pasando por su muerte y su resurrección, los que son para nosotros y para todos fuentes de salvación. En todo su ser, en todo su obrar, en toda su misión, El es el Salvador Sin embargo, sigue siendo verdad que si se quiere captar en un momento preciso de su historia y en un acto determinado de su vida la realización del misterio de la salvación, es al pie de la Cruz donde hemos de detenernos. La Cruz: solidaridad de Cristo con los pecadores Nos resulta difícil actualmente darnos cuenta de lo que la Cruz, el suplicio de la Cruz, representaba para los contemporáneos de Jesús. Parece ser que Jesús tomó conciencia bastante rápidamente (5) W. KASPER, Ibid., p. 335.

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durante su ministerio público, sobre todo despuí de la muerte sangrienta de Juan Bautista y de ] amenaza de muerte que pesaba sobre El. Nac permite afirmar que todos los anuncios de la p: sión que se encuentran en los evangelios se haya añadido posteriormente. Desde el momento de ' profesión de fe de Pedro de Cesárea, Jesús hah de ello a sus discípulos: «Desde entonces comen? Jesús a manifestar a sus discípulos que El debía ! a Jemsalén y sufrir mucho de parte de los anci¡ nos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser coi denado a muerte y resucitar al tercer día» (IV 16,21; cfr. Me 8,32; Le 9 , 2 2 ) . Pero se puede pensar que El prevé para sí muerte de los profetas, la lapidación. Se situaba sí mismo en la descendencia de los profetas. A si compatriotas de Nazaret que rehusan creer en E Jesús les dice: «Un profeta sólo en su tierra y e su casa carece de prestigio» ( M t 1 3 , 5 7 ) . Anunc persecuciones a sus discípulos porque es la suer de los profetas: « D e la misma manera persigui ron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, L cfr. Mt 2 3 , 3 0 - 3 1 ) . El profeta acaba su misión siendo mártir: i sangre derramada apela a la justicia de D i o «Desde la sangre del justo Abel hasta la sangre c Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis e tre el Santuario y el altar» ( M t 2 3 , 3 5 ) . La muer del profeta, bajo los golpes de quienes le abate: es una muerte violenta, pero se convierte en segu da en una muerte gloriosa. Dios justifica a aqu líos a quienes los hombres condenaron; los hiji de sus verdugos les levantan mausoleos. Es ui

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especie de ley de la historia. Los fariseos la conocen bien: «Hipócritas, que edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos» ( M t 2 3 , 2 9 ) . La lapidación es casi el término normal de la misión de un profeta y también el cumplimiento y casi la consagración de esa misión. Su martirio completa, cierra su mensaje, y Dios mismo ratifica la misión que el mártir ha sellado con su sangre. No ocurre lo mismo con la Cruz. Jesús no tendrá la muerte de los profetas, sino la de los bandidos. Será entregado a los romanos para sufrir el suplicio más infamante, el que un judío no puede imponer a otro judío, ni un romano hacer padecer a otro ciudadano romano, el reservado a los malhechores y a los esclavos. Aparecerá desnudo a los ojos de todos, clavado en el patíbulo de la infamia, a las puertas de la ciudad, con el motivo de su condena inscrito encima de su cabeza. Y algo peor aún. El clavado en el madero de la cruz no sólo es despreciado de todos, sino que es maldito de Dios. T o d o el mundo conoce el texto del Deuteronomio: «Maldito el que pende del madero» ( D t 2 1 , 2 3 ) . La crucifixión de Jesús es, al parecer de todos, la desaprobación de Dios: es maldito. Este hombre que anunciaba una religión nueva, una superación de la ley, este hombre que se oponía a las más altas autoridades religiosas, a las instituciones más venerables, al sábado, al templo, pudo, por un instante, ser tenido como un enviado de Dios, debido a los signos que hacía. Se pudo pensar que era un nuevo profeta, el profeta. Era tal su prestigio, que hasta el último momento

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cupo esperar que se levantara un testigo de descargo o se produjera una intervención de Dios en su favor, como antaño en favor de Daniel. Pero no se levantó nadie y Dios no intervino. Le han cogido y El no se ha soltado; le han condenado y nadie le ha justificado; le clavaron en la cruz entre dos malhechores y no hubo señal alguna de que Dios le protegiera. Por lo tanto, se acabó. Se acabó todo. Sus enemigos triunfan; es Dios mismo quien les da la razón: «Los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban de El diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse...; que baje de la cruz y creeremos en El. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» ( M t 2 7 , 4 3 ) . Pero nada, ninguna respuesta a este desafío. A excepción de unos pocos fieles, entre los que se encuentra María, su madre, sus discípulos están desconcertados. Está en cruz, ha muerto en cruz, despreciado de los hombres, rechazado por Dios: ¡nos hemos equivocado! Es a la luz de la resurrección como la Iglesia naciente descubrirá el significado de la Cruz. No hace falta endulzar el escándalo: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado: escándalo para los judíos, locura para los paganos, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1 , 2 3 ) . De este Jesús crucificado, de este Salvador mediante una cruz, hace Pablo el centro y como el todo de su predicación. Escribe a los Corintios: « H e decidido no saber nada entre vosotros más que a Jesu-

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cristo crucificado» ( 1 C o 2 , 2 ) . Y a los Gáíatas: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme más que de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6,14). A su vez, nosotros necesitamos entrar hoy en esa «sabiduría de Dios» que es la realización de la salvación de todos mediante Jesucristo crucificado «expuesto a nuestros ojos» ( G a 3 , 1 ) . No es preciso retroceder ante la paradoja de esta «maldición» del Salvador. Hay que asumirla por completo y hacer que brote de ella una luz maravillosa. No es casualidad que los discursos de Pedro en los Hechos de los Apóstoles evoquen la muerte de Jesús bajo este aspecto, el más desconcertante del «maldito sobre el madero»: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habíais ejecutado colgándole del madero» (Hech 5 , 3 0 ) . Y en casa de Cornelio habla también de Jesús en estos términos: «A El, a quien los judíos suprimieron colgándole del madero, Dios le resucitó al tercer día» (Hech 10,39; cfr. 1 Pe 2,24). 1

Con mayor fuerza aún, dice Pablo a los Gáíatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero» ( G a 3 , 1 3 ) . Y de forma más paradójica aún, a los Corintios: «A quien no había conocido pecado, por nosotros le identificó con el pecado, a fin de que, por su medio, viniéramos a ser justicia de Dios ( 2 Co 5 , 2 1 ) . Jesús maldito por nosotros, identificado con el pecado por nosotros. Ese es, para terminar, el misterio de

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la salvación mediante la Cruz. Todas las etapas de su suplicio cobran valor a esta luz que nos revela el desconcertante designio de Dios sobre El: «fue entregado en manos de los pecadores», «fue colocado en la categoría de los malhechores», murió entre dos bandidos, al nivel mismo que ellos, el de la cruz. Se cumplió así en El lo que Isaías anunciaba del Siervo sufriente: No tenía apariencia ni presencia; ni aspecto que pudiésemos apreciar. Despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias... Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Pero El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas... v con sus cardenales hemos sido curados (Is 53,2-5).

El Cordero que lleva el pecado del mundo Nos quedaríamos en la superficie de las cosas si hiciéramos un viacrucis que nos llevara a contemplar solamente los sufrimientos físicos de Jesús y aun simplemente su humillación humana en el plano social. El misterio es interior. Así como la resurrección no es sólo una victoria sobre la muerte física en orden a una renovación de vida biológica, sino una victoria sobre el pecado en orden a una vida nueva en la justicia con Dios, así en su pasión Jesús no paga única-

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mente el tributo del sufrimiento físico en sus miembros y en su cuerpo, en participación con todo el sufrimiento humano de la tortura y de la abyección de los hombres, sino que, más todavía, se hace solidario del sufrimiento más oculto, el más atroz, el más insuperable, el sufrimiento mismo del pecado. Tal es la paradoja de la salvación: el que es inocente llevó en su carne y en su corazón, en su alma y en su espíritu, el indecible sufrimiento de los pecadores. Y esto, no en virtud de una imputación jurídica que haría cargar al inocente con la pena de los culpables, sino por una solidaridad de amor que hace que el que ama se identifique por amor con aquel a quien ama, aunque sea miserable por ser pecador. Tal es la lógica del amor, la revelación del misterio de Dios. Hay dos grandes momentos de la pasión que nos hacen presentir este misterio de la solidaridad de amor de Jesús con los pecadores: su agonía y su oración en la Cruz. Algunos exegetas, tanto protestantes como católicos, han querido hacer de Cristo crucificado «un condenado» en el sentido más fuerte de la palabra: Cristo rechazado de Dios, el Hijo maldecido por el Padre. Semejante pensamiento es absolutamente aberrante. Jamás estuvo Jesús tan unido a su Padre en el Espíritu de amor filial como en el Huerto de Getsemaní, cuando ora: « A b b a , Padre, no mi voluntad, sino la tuya», o cuando en la cruz dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Afirmar lo contrario es tan insensato como pretender que Teresa del Niño Jesús perdió

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la fe al final de su vida. Jamás la fe de Jesús fue tan ardiente y tan viva como en aquella noche. Tiene razón el P. Feuillet al escribir: «Hay que rechazar absolutamente la idea de que Cristo fuera realmente abandonado por Dios y mirado por El como el mayor de los pecadores. Es imposible que aquel que hasta en la escena de la agonía atestigua su conciencia de ser el Hijo de Dios en un sentido único, cuando exclama: «¡Abba, Padre!», haya podido estar ni un solo instante separado de Dios» (6).

Pero es muy cierto afirmar que el Señor Jesús en su agonía no sólo sufrió por el pecado, sino que sufrió muy profundamente el pecado. No sólo tomó sobre sí de manera jurídica la pena del pecado, que habría expiado mediante sus sufrimientos físicos y su sangre derramada en la Cruz; experimentó en sí mismo todos los sufrimientos de los pecadores, aun aquellos mismos — l o s más crueles— que nacen de su alejamiento de Dios. El no fue pecador, pero antes que Teresa, y más que ella, se hizo solidario del sufrimiento de los pecadores. El no fue condenado, pero aun permaneciendo perfectamente unido al Padre, padeció el sufrimiento de los reprobos. En el Huerto de los Olivos «Jesús estaba más unido al Padre que nunca, pero en la angustia y el sudor de sangre, en la experiencia del desamparo...» ( 7 ) . Les dice a sus discípulos: « M i alma está triste hasta morir de esa tristeza»

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(6) A. FEUILLET, Vagante de Gethsémani, Gabalda, p.

(7) JACQUES MARITAIN, De la grace et de Vhumanité du Christ, París, Brujas, 1967, p. 64.

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(Mt 26,38). Como escribe también el P. A. FeuiUet: «Parece que en el curso de su Pasión, primero en Getsemaní y quizá más todavía en el Calvario, Jesús, para expiar los pecados de la Humanidad, quiso voluntariamente experimentar en su humanidad la angustia y la soledad de los hombres separados de Dios por sus pecados» ( 8 ) , es decir, el sufrimiento mismo de los reprobos. Como escribe el P. Urs von Balthasar: «La angustia del monte de los Olivos es una solidaridad en el sufrimiento con los pecadores» ( 9 ) . Es este, sin duda, el aspecto más profundo, el más atroz, pero también, en definitiva, el más salvífico de la Pasión de Jesús. Fue por nosotros, pecadores, por lo que El sufrió la congoja del pecado en lo que de más cruel tiene esa angustia: la soledad de parte de los hombres y la soledad misma de parte de Dios. Agonía: misterio de la soledad de Jesús, misterio de Jesús abandonado. ¿No es eso también lo que Jesús quiere hacernos entender con el gran grito que lanza desde lo alto de la cruz?» «A partir del mediodía hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta las tres. Hacia las tres, exclamó Jesús con fuerte voz: Eli, Eli, lama sabactaní», es decir: « ¡ D i o s mío, Dios mío!, ¿poiqué me has abandonado?» (Mt 27,46). El evangelio de Mateo nos transmite la versión aramea de las palabras de Jesús, como si aquel grito del Cru(8) Cfr. A. PETJILLET, op. cit, p. 198. (9) URS VON BALTHASAR, «Le mystére pascal», en Mysterium Salutis, vol III, t. II, p. 207. Cristiandad, Madrid, 1971.

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cificado se hubiera grabado para siempre en el corazón de los discípulos o como para garantizar su absoluta autenticidad. Se ha dicho primer verso de Jesús ora desde verso del Salmo gracias y con el Es cierto.

que, en el mundo judío, citar el un salmo es evocarlo completo. lo alto de la cruz con el primer 2 2 , que acaba con la acción de gozoso anuncio del triunfo final.

Pero es seguro que Jesús hizo suya la llamada angustiosa del salmo: vivió ese abandono. Además, el mismo salmo prosigue con la expresión de ese inmenso sufrimiento físico, moral y espiritual que Jesús sintió en la Cruz: ¡Lejos de mi salvación las voces de mi rugido! Dios mío, de día clamó, y no respondes, también de noche y no hay reposo para mí... Y yo, gusano, que no hombre, vergüenza de lo humano, asco del pueblo... (Sal 22,2-7).

Sí, realmente Jesús descendió al fondo del abismo, abismo de todos los sufrimientos humanos, los del cuerpo y los del alma, desamparado de sus amigos, rechazado por su Pueblo y como abandonado del mismo Dios. Todos los sufrimientos que vinieron por el pecado, hasta los más extremos, los tomó sobre sí, los vivió en sí mismo, por solidaridad de amor con todos los pecadores para salvarlos a todos. Ante este abismo de sufrimiento hemos de permanecer en silencio, con María y

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Juan, al pie de la Cruz. Esta solidaridad de amor de Jesús con los pecadores supera cuanto podamos imaginar, concebir o experimentar: en El todos los sufrimientos de todos los pecadores. Más aún, es mucho más y algo totalmente distinto. El corazón del pecador, debido al peso mismo de su pecado, permanece ofuscado aun acerca de la malicia de su pecado y la inmensidad de su desdicha. No ama a Dios lo bastante, no le conoce suficientemente como para descubrir plenamente el atroz error y miseria del pecado que le separa de El. Sólo Jesús, Hijo de Dios, Hijo muy amado del Padre, sufre todo el mal del hombre, toda la malicia de todo el pecado del mundo, en la luz de Dios y en la plenitud del amor. Es el Inocente que gusta voluntariamente toda la amargura y la aversión, la tristeza y el horror de los pecadores; el Justo abatido por la iniquidad de los impíos, el Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo. Como dice Pascal: «Un suplicio de una mano nohumana, sino omnipotente, que hay que ser omnipotente para sostener» ( 1 0 ) . Sólo la omnipotencia del amor le permite aceptar y ofrecer el abismo de la prueba. Esta dimensión espiritual de la Pasión nos revela su significado último. Debemos releerla entera centrados en esta luz: toda ella por entero es la expresión de esa solidaridad de amor de Jesús con los pecadores. El fue «contado entre los malhechores», visiblemente, socialmente condenado con los condenados de derecho público, ejecutado en(10) PASCAL, El misterio de Jesús, Cf. A. FETJILLET, op. cit., p. 266.

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tre dos ladrones, preferido para la cruz al criminal liberado Barrabás. T o d o ello es algo más que una historia que se desarrolla un día en Jerusalén, entre el palacio de Herodes y el de Pilatos. En lo más íntimo de su entraña, es el misterio de Jesús, que bebió hasta las heces «la copa de la ignominia, el cáliz» de los sufrimientos de todos los pecadores, porque quiso ser como uno de ellos. El gustó la muerte y no sólo el amargo sabor de nuestra muerte física, el anonadamiento de la sepultura y de la bajada al sheol, sino más todavía el indescriptible sufrimiento de la muerte espiritual, la de los reprobados. Todo cuanto asume en su cuerpo en solidaridad con el sufrimiento y la soledad de los muertos, nos revela todo lo que sufrió en su corazón en solidaridad con el sufrimiento y la soledad de los pecadores. Una solidaridad que nos salva...

La solidaridad que nos salva

He aquí un inicio de respuesta a la pregunta que planteábamos al principio: ¿qué lenguaje emplear pare revelar al hombre de hoy el misterio de los fines últimos? Con el lenguaje de la solidaridad es como mejor podremos anunciar hoy el misterio de la salvación. Murió y resucitó por nosotros, esa es la realidad inagotable que jamás habremos acabado de expresar. Las expresiones de este misterio en términos de «sacrificio expiatorio» o en términos de

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«rescate» en favor de los pecadores y de «redención», son ricos de significado, pero se refieren a un ambiente histórico y a un mundo cultural superados. Los creyentes están acostumbrados a ellas — ¡ t a l vez demasiado!—, pero no llegan sino con dificultad al espíritu y al corazón de las masas, por falta de referencias humanas. Se puede hablar de la Eucaristía en términos de comida o de fiesta, porque es una realidad rica en valor y sabor humanos para todas las gentes del mundo. Se puede hablar de la penitencia en términos de reconciliación, porque es una realidad humana grande y magnífica para todos los hombres. Hablar del misterio de la salvación en términos de «solidaridad» es también tocar una realidad humana siempre actual, es un vocablo de todos los días, una realidad de todos los países. ¿Quién no vive de solidaridades? ¿Quién no ha oído hablar de solidaridad? Solidaridad, acto de amor humano Es tal vez una de las realidades más bellas que conocemos: solidaridad familiar, solidaridad obrera, solidaridad étnica, solidaridad africana. El mundo entero aspira a una solidaridad universal que sería la prenda de la paz mundial. La solidaridad humana es a la vez un dato y una elección. Yo he nacido en una familia, en un medio social, en una patria, y por ese mismo hecho soy solidario de ellos. Pero vivir estas solidaridades es una gran opción. Así, en los momentos difíciles, en las horas dolorosas, acepto ser solidario

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con mi familia: cuando uno de sus miembros se ve amenazado, me expongo por él, doy mis bienes y hasta mi vida por él, me hago solidario. No soy sino una unidad con él por la sangre y no quiero sino ser uno con él por el amor. Así, la solidaridad étnica en África: si uno de los miembros de la gran familia es amenazado, todos se hacen solidarios para defenderle. Así, la solidaridad obrera: si un trabajador se ve golpeado por la desgracia, todos se vuelven solidarios para acudir en ayuda de su familia: si es víctima de una injusticia, se solidarizan todos para defenderle. ¡Cuántos hechos vienen a nuestra memoria! Eso es verdaderamente solidarizarse, hasta el punto de que no formemos más que uno con los otros por amor. Lo que les afecta me afecta; lo que les hiere me hiere; lo que les alegra constituye mi alegría. Estoy pronto a exponerme por defenderlos y a dar mi vida para que ellos vivan. « N o hay mayor amor que dar la propia vida por aquellos a los que uno ama» (Jn 1 5 , 1 3 ) . La solidaridad es el amor vivido. Esto todo el mundo lo sabe y todo el mundo lo siente: ser solidario por amor es lo que hay de más humano en el hombre. Jesucristo, hombre solidario Jesús es el hombre solidario. Como proclama el Credo, vino al mundo «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». El da su vida, derrama su sangre «por nosotros y por la multitud».

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«Es el hombre para los demás: el solidario» ( 1 ) . Esta línea de solidaridad es la clave de interpretación de toda su existencia humana y de su valor para nosotros. Se hizo hombre por ser uno de los nuestros, miembros de la familia humana, solidario de la Humanidad entera. San Mateo y San Lucas recuerdan largamente la rama de sus antepasados, uno hasta llegar a Abraham y el otro hasta Adán, para situarle claramente en el tejido humano. San Pablo dice simplemente: «Nacido de una mujer, sometido a la ley» ( G a 4 , 4 ) . Es solidario de un pueblo, el pueblo judío, por su sumisión a la ley; y solidario de la Humanidad entera en cuanto nacido de una mujer, plenamente «humano». No trampeará con la condición humana. No huye al desierto. Vivirá como todo el mundo, con los demás, en medio de ellos. Crecerá como todos los niños. Trabajará para ganarse la vida como todos los hombres de todos los tiempos; treinta años es la duración media de una vida humana en su época. Tendrá penas y alegrías como todo el mundo. Tendrá amigos y enemigos. Irá por los caminos y se sentirá cansado. Se gozará con la belleza de las flores, con la gracia de los niños, con la generosidad de los pobres. Sufrirá la incomprensión de los jefes religiosos, la dureza de los corazones, la traición de un amigo. Es humano.

(1) W. KASPER, op. ext. en la nota 6 del cap. 1, p. 327.

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Este hombre vive la solidaridad humana. Se hace solidario. Ha optado por ser solidario con iodos. Solidario de los pobres y de los oprimidos contra las injusticias de los poderosos; solidario de los extranjeros, de los samaritanos, de los leprosos; los trata, come con ellos. Se manifiesta solidario del pecador, de la mujer adúltera, de la prostituta, de los publícanos. Vive la solidaridad con todos aquellos a quienes se rechaza, se menosprecia, se excluye. Es el hombre para todos. Por eso, en definitiva, esa solidaridad con los rechazados le lleva a ser rechazado El mismo. Es detenido, juzgado y condenado. Experimenta el sufrimiento del cuerpo y del corazón. Muere la muerte de un hombre, solidario con todos los condenados a muerte, es decir, con todos los hombres: « H e ahí el Hombre». Esta solidaridad nos salva •

Esta realidad de la solidaridad de Jesús con todos los hombres es profundamente humana. Fue vivida en el curso de una vida de hombre, situada en la historia, cuyo desarrollo y peripecias conocemos por los evangelios. Pero al mismo tiempo es un misterio que descubrimos en la fe. Esa solidaridad humana es, al mismo tiempo, una solidaridad divina. La solidaridad de este hombre Jesús con todos los hombres es en El la solidaridad del Hijo de Dios con la Humanidad entera. Se llama Emmanuel, Dioscon-nosotros. He ahí a Dios mismo que ha entrado en la trama de las generaciones humanas,

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en el tejido humano. La sangre de Dios corre por las venas del hombre. Esto cambia todo. Esa solidaridad es la que nos salva. Solidaridad de amor. La solidaridad de Cristo con la Humanidad no puede reducirse a las que brotan de la familia, de la raza, de la nación, «de la carne y de la sangre». Viene de Dios. Es el amor lo que le hace solidario de todos. Por Amor se desposa con la humanidad entera y no forma más que uno con ella. Es el Espíritu quien lo encarna en María. A partir de entonces todo es nuevo. Comienza una Humanidad nueva, una creación nueva. Hay un lazo indisoluble, una Alianza de amor sellada entre Dios y el hombre en Cristo Jesús. Con El, por El, en El, la Humanidad entera, de la que El es solidario, entra en comunión con Dios. Unión de amor, intercambio de amor entre Dios y la Humanidad: en Jesucristo no forman más que uno. La Humanidad le da todo lo que ella es, todo lo que tiene: la condición humana, el cuerpo y el alma, la familia, la paz y la ciencia, la muerte y el peso enorme del pecado del mundo. Dios da todo: su Amor, su Presencia, su Vida, su Espíritu. Ese es el misterio de la salvación, misterio de solidaridad y de unión por amor entre Dios y el hombre. Con su venida a nosotros hasta asumir en sí mismo nuestra condición humana, nuestra miseria, nuestro pecado y la muerte que éste acarrea consigo, Cristo nos lleva en sí y no forma más que uno con nosotros, hasta arrastrarnos en su resurrección, su glorificación, su vida en Dios para

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siempre. Hecho solidario de la humilde condición humana y de la miseria misma del pecado, nos hace solidarios para siempre de su entrada en la gloria. Nos arrastra en su Pascua. La solidaridad en Cristo nos adentra en la intimidad del Padre, mediante el Hijo, en el Espíritu Sería desconocer la más profunda fuente del misterio de la salvación, no manifestar su nexo con la vida trinitaria. El principio y el término de todo es la vida de Dios en Dios, la intimidad de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu. T o d o viene de la iniciativa del Padre. El creó todo por amor. Y a pesar de su miseria, de sus pecados, sus caídas —¿habrá que decir que precisamente a causa de e l l o ? — , ama con un amor demasiado grande a los hijos de los hombres: «Tanto amó Dios al m u n d o . . . » . Como un esposo incansablemente amante, viene El en busca de la esposa que le ha engañado, para unirse a ella de nuevo y renovar su Alianza. Se une a ella mediante la encarnación de su Hijo. Este se llamará Jesús, que quiere decir «Yahvé salva». En El, la Humanidad entera vuelve al Padre en el impulso mismo del amor del Hijo hacia su Padre. En El la Humanidad entera queda renovada como hija de Dios mediante el don del Espíritu. El lugar, la manifestación, el cumplimiento de este intercambio de amor que nos salva, es Ja Cruz.

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En la Cruz, en el instante mismo de su muerte, Jesús da todo a su Padre y recibe todo de El en un intercambio de Amor. Jesús da su sangre, sus sufrimientos, su vida: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 2 3 , 4 6 ) . Y el Padre, en ese mismo instante, le da una vida nueva. Victorioso de la muerte, ésa es su victoria sobre la primera muerte; más aún, le da la salvación del mundo y del universo desde lo más profundo de los infiernos hasta lo más alto de los cielos: victoria sobre la segunda muerte. La primera victoria no es sino el signo y el anuncio de la segunda: su infiernos hasta lo más alto de los cielos: victoria sobre el pecado y la liberación del sepulcro donde se deposita a los muertos concluye en la liberación de los infiernos donde están encerrados los pecadores. Cae la piedra del sepulcro y son quebrantadas las puertas del infierno: es la hora de la salvación. Dar la vida, recibir la vida, comunicar la vida; Viernes Santo, Pascua, Pentecostés: un solo misterio. El intercambio de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu pasa hoy al corazón de este hombre, Jesús. En El, en la Cruz, la Humanidad entera se da al Padre en el Espíritu del Hijo; en El el Padre nos introduce para siempre, junto con todo el universo, en su gloria eterna. Puesto que ese instante es la irrupción en el tiempo de la vida misma de Dios en Dios, ha venido a ser el centro de toda la historia humana que recapitula todo su pasado y transforma todo su futuro para hacer de ella la historia de la salvación.

Desde lo más alto de los cielos, a lo más profundo de los infiernos

La proclamación de fe: «Descendió a los infiernos», vista a esta luz, reviste un significado nuevo. «Descender a los infiernos» quiere decir, al término de nuestra meditación sobre la Pasión, que Jesús, por amor, se hizo solidario de todos los sufrimientos humanos que proceden del pecado, de todos los sufrimientos de los pecadores, no sólo

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los sufrimientos de la tierra, sino los que penetran en las tinieblas de los infiernos; no sólo los de los vivos, sino también los de los muertos: no sólo los de su tiempo, sino los de todos los tiempos; no sólo los de los justos, sino los de los reprobos. En su solidaridad con el hombre ha ido hasta el final, hasta la solidaridad con los pecadores, en su solidaridad con los pecadores ha sido hasta el final, llegando al fondo del abismo; en su solidaridad con su creación ha ido hasta el final, solidarizándose con todos y con todo, desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de los infiernos. ¡Qué misterio! No lo olvidemos, este misterio es un misterio de salvación: el misterio de la salvación. Cristo, glorificado como Salvador en los infiernos Tal vez hayáis advertido cómo en el himno de la carta a los Filipenses, para expresar el triunfo perfecto de Jesús, se dice que «al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2 , 1 0 ) . Quizá no sea más que una forma de enumeración por contraste, que significa sólo la total irradiación de la gloria de Jesús. O puede referirse ya al comienzo de su glorificación «en los abismos», es decir, bajo tierra, es decir, «en los infiernos». Porque la bajada a los infiernos, al igual que la propia Cruz, puede considerarse como un aspecto de su abajamiento y como una manifestación de su glorificación. En la entraña del proyecto salvífi-

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co de Dios existe esta solidaridad de amor con el hombre pecador; y he aquí que en Cristo se realiza en la tierra e incluso en los infiernos. El gran principio cristológico establecido por los Padres de la Iglesia a partir de San Ireneo, para manifestar la integridad corporal y espiritual de la humanidad de Jesús, es que Cristo salva solamente aquello que asume, pero todo lo que asume: « L o no asumido no queda sanado; lo unido a Dios queda salvado» ( 1 ) ; o también: « N o habría sido salvado el hombre entero si El no hubiese asumido al hombre entero». Con ayuda de estos principios lucharon entonces firmemente contra toda forma de docetismo que negase a Cristo la plenitud de vida humana. Nuestro cuerpo no habría sido salvado si Cristo no hubiese tomado un verdadero cuerpo humano de la misma naturaleza que el nuestro. Nuestra alma no estaría salvada si Cristo no hubiera asumido un alma plenamente humana, si la Persona del Verbo hubiera reemplazado al alma en la naturaleza humana de Cristo. T o d o lo que asume lo salva, porque todo lo que no forma más que uno con el Hijo Amado, el Padre lo recibe para siempre en su vida dichosa y no puede rechazar nada de cuanto llega a El en su Hijo. Este principio fundamental de soteriología encuentra aquí una aplicación nueva y decisiva. La humanidad de la que Jesús se hace solidario por amor es la humanidad pecadora. El asume nuestra (1) Cfr. J. JEREMÍAS, op. cit. en la nota 1 del cap. 5, p. 45.'

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condición de pecador, no sólo un cuerpo y un alma semejantes a los nuestros, sino todas las consecuencias del pecado, todas las esclavitudes y sufrimientos de la humanidad pecadora: su muerte dolorosa, sus padecimientos, sus divisiones, sus incomprensiones, sus torturas y hasta las congojas de la agonía, la atroz soledad que proviene de la ausencia de Dios, las tinieblas que invaden el espíritu y el hastío que inunda el corazón y, en fin, el desconsuelo del infierno. T o d o lo tomó sobre sí: «Cordero de Dios, que llevas el pecado del mundo.» Y porque lo ha tomado, lo ha salvado todo: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo.»? Porque todos esos sufrimientos y miserias, que eran las señales y consecuencias del pecado, y la misma muerte ignominiosa del pecador condenado, y la soledad y los suplicios del infierno, lo ha convertido para siempre dentro de su corazón en una ofrenda de amor para la gloria del Padre. Asumió todas las consecuencias que para el hombre suponía su autosuficiencia orgullosa e hizo de ellas el lugar mismo de la expresión de su obediencia filial llena de amor. En su corazón, ardiente con el fuego del amor, es donde todo cambió de signo y de valor y donde el mundo del pecado basculó por entero hacia el horizonte de la salvación. Y la razón es que El pudo remontar la escala más alta de los tiempos hasta los orígenes del pecado, y pudo descender al más profundo de los abismos, hasta el más bajo fondo de los infiernos, y asumió en sí mismo todo

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lo que al hombre y a su pecado corresponde, y lo transformó todo en El en una ofrenda de amor. Por eso en El empieza una historia nueva para la Humanidad entera y, con toda verdad, una creación nueva. El misterio del Sábado Santo Tal es el misterio de la Cruz celebrado el Viernes Santo, el Sábado Santo y el día de Pascua. El Sábado Santo contemplamos la realización del misterio de la salvación en las profundidades: profundidades de la historia, profundidad de los abismos, donde yacen los muertos, profundidades del pecado. Debido a un admirable designio de Dios, en lo más profundo de los infiernos, ante la solidaridad de Cristo con el extremo desamparo de los reprobados, brota súbitamente la luz, estalla la Buena Noticia y se cumple el misterio de la salvación, cuya aurora despertará a la tierra entera en la mañana de Pascua. Es el triunfo en los abismos, al final de la bajada de Jesús a los infiernos, que contemplan maravillados los Padres de la Iglesia. Para Santo Tomás de Aquino es «una toma de posesión»: el infierno pertenece en adelante a Cristo. Llega allá como Salvador, «a fin de que, habiendo tomado sobre sí toda la pena del pecado, puede de este modo expiar todo pecado» ( 2 ) . Entra como Rey (2) TOMAS DE AQUINO, In. 3 Sent. d. 22, q. 2, a. 1; cfr. U. v. BALTHASAR, op. cit. en la nota 9 del cap. 6, p. 250.

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libertador en los abismos más profundos abiertos por el pecado. « H o y ha llegado a la prisión como Rey, hoy ha roto las puertas de bronce y el cerrojo de hierro; El, que como un muerto corriente fue engullido, ha aniquilado el infierno en Dios» ( 3 ) . Habiendo bajado a los infiernos, transformó en camino lo que era prisión. Victorioso de la segunda muerte, ha abierto en lo más profundo del abismo, por el poderío de su amor, una salida hacía la luz. Explorador divino que tiene en su mano el universo, ha abierto en lo más profundo de los infiernos un camino hacia el cielo. Su exploración de las últimas profundidades transformó lo que era una prisión en un camino. Y así, Gregorio el Grande declara: «Cristo bajó a las últimas profundidades de la tierra cuando fue al más profundo infierno para llevar las almas de los elegidos... ( A s í ) Dios hizo de este abismo un camino» ( 4 ) . Y esto no ha ocurrido sólo ante nosotros, sinc por nosotros y en nosotros. No ayer; hoy y todos los días asume Jesús a la Humanidad entera con su enorme peso de miserias y de pecados, para hacerla entrar, mediante su muerte y su resurrec ción, en la vida misma de Dios. H o y es cuandc baja a los infiernos, a los abismos que abre er nosotros el pecado de los hombres, para abrir allí un camino hacia el cielo. El mismo es ese Camine abierto que une para siempre el abismo de los muertos y el Reino de Dios. (3) PROCLO DE CONSTANTINOPLA, Sermo VI, n. 1 (PG 65, 721). (Citado por TJ. v. Balthasar en op. cit, p. 259) (4) GREGORIO MAGNO, Moralia 29 (PL 76, 480). (Cita do por U. v. Balthasar, en op. cit., p. 259).

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Para sostener nuestra marcha hacia las realidades más espirituales necesitamos de imágenes. La Biblia está llena de símbolos. Jesús nos habla a través de hechos que son signos. El universalismo de la salvación se representa, en la revelación, a través de dos grandes series de imágenes: en el espacio y en el tiempo. En la clave del espacio, según acabamos de ver, la salvación de Jesucristo se plasma desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de los abismos. Es el registro de imágenes seguido en el gran himno de la carta a los Filipenses. El misterio

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de la salvación se nos presenta, por parte de Pablo, como una gran bajada seguida de una subida triunfal: desde lo más alto hasta lo más bajo; de lo más profundo a lo más sublime: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre...» (Flp 2,6-10). Más allá de ese movimiento que nos adquiere la salvación, Jesús aparece como aquel que llena todo con su presencia. Ahí está, Salvador desde lo más alto de los cielos a lo más profundo de los infiernos, y así es como es glorificado, manifestado para siempre como Hijo de Dios. En orden a revelar el mismo misterio, el A p o calipsis empleará preferentemente el registro del tiempo. Jesús Salvador nos es revelado como el principio y el fin de todo. « Y o soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» ( A p o c 1,8). El es principio de todo: «El principio de la creación de Dios» ( Apoc 3,14). El está al final de todo: «El Primero y el Ultimo, el principio y el fin» ( A p o c 2 2 , 1 3 ) . El llena todo el espacio intermedio, es decir, toda la historia del mundo, porque «todo ha sido creado por El y para El, porque plugo a Dios que habitase en El toda la plenitud» (Col 1,1819): En la confluencia de estos dos grandes ríos de imágenes obtenemos el encuentro de Cristo y de

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Adán, tema bíblico inscrito en toda la tradición cristiana y cuya luz sigue siendo maravillosamente actual. Adán, el primer hombre, es, a la vez, el sepultado en lo más profundo del abismo de los muertos y el más lejanamente situado en los orígenes de la Humanidad. Allí va a buscarle Jesús en su bajada a los infiernos, para que la salvación que El trae remonte el curso de los tiempos hasta su más primitivo origen y atraviese el universo entero hasta en sus últimas profundidades y salve a la Humanidad del pecado hasta en sus últimas raíces. Las grandes imágenes Nos vemos obligados a partir de representaciones. En toda la tradición oriental los grandes iconos de la Resurrección nos muestran a Cristo bajando a los infiernos. Se cuartean las rocas para abrir el camino de los abismos, el soplo del Espíritu alza sus vestidos, le rodea un nimbo de gloria, las puertas bien aseguradas se vienen abajo, el diablo huye. Y tendidas hacia El las manos, aparece la muchedumbre innumerable de los muertos, de los santos y de los pecadores, de los profetas y los patriarcas, descubriendo todos en El al Salvador. Su luz atraviesa las tinieblas y transfigura ya sus rostros. Y al final del abismo, Adán, el primer hombre, el primer padre, el primer pecador, que tiende los brazos hacia su Salvador. El P. Urs von Balthasar escribe: «Para el Oriente, la imagen de la Redención es la bajada de

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Jesúa a los infiernos: la apertura violenta de la puerta eternamente cerrada, la mano del Redentor tendida al primer Adán» ( 1 ) . No sólo para Oriente es esto verdad. A su manera, Occidente conoce una tradición iconográfica no menos elocuente. Todos hemos visto esos Cristos de marfil del siglo X V I I ó X V I I I . Al pie del Crucificado aparecían habitualmente un cráneo y dos tibias entrecruzadas. Durante mucho tiempo, tal vez, no les prestamos atención o no entendimos la riqueza de ese símbolo que hunde sus raíces en el arte de la Edad Media. Según una tradición, Jesús habría muerto en el mismo sitio en que Adán había sido enterrado. Los restos de esqueleto al pie de la cruz significan aquel mutuo encuentro. «La idea de que Jesús es el nuevo Adán —escribe Emilio Male era tan familiar a los hombres de la Edad Media que la presentaron bajo todas las formas posibles... Se seguía creyendo, a pesar de ciertos doctores escrupulosos, que Jesucristo había muerto en el preciso lugar en que Adán había sido enterrado, de forma que su sangre había corrido sobre los huesos de nuestro primer padre» ( 2 ) . La representación de la bajada de Jesús a los infiernos ilustrará este encuentro de Jesús con Adán de forma sorprendente. Tanto más cuanto que la Edad Media alimenta su visión de los infiernos con el relato de un maravilloso apócrifo (1) H. URS VON BALTHASAR, Dieu et l'homme d'aujourd'hui, Cerf, París, p. 258. (2) E. MALE, L'art religieux du XUIe siécle en Trance, t. 2, Livre de poche A. Colín, p. 107.

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atribuidos a dos muertos resucitados el Viernes Santo, Carino y Leucio. He aquí lo que éstos cuentan:; «Estando nosotros con todos nuestros padres en el fondo de las tinieblas de la muerte, nos vimos de pronto envueltos en una luz dorada como la del sol y un fulgor regio nos iluminó... Y al punto, Adán, el padre de todo el género humano, se estremeció de alegría, así como los patriarcas y los profetas, y dijeron: «Esta luz es el Autor de la luz eterna, que nos prometió transmitirnos una luz que no tendrá ocaso ni término...» Pero el infierno se inquietaba, el príncipe del Tártaro temblaba al ver llegar a aquel que había desafiado ya su poder resucitando a Lázaro... Y el príncipe del infierno dijo a sus impíos ministros: «Cerrad las puertas de bronce, empujad los cerrojos de hierro y resistid con valentía.» Entonces se oyó una voz como la de los truenos que decía: «Alzad, príncipes, vuestras puertas y elevaos, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria...» Y apareció el Señor de majestad en forma de un hombre e iluminó las tinieblas eternas y rompió las ligaduras; y su poder invencible nos visitó, a nosotros, que estábamos sentados en las profundidades de las faltas y en la sombra de muerte de los pecados... Entonces el Rey de la gloria, aplastando en medio de su majestad a la Majestad bajo sus pies, y agarrando a Satanás, privó al infierno de todo su poder y condujo a Adán a la claridad de su luz» (3). (3) Ibid. pp. 165-165.

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Este es uno de los elementos de la tradición que inspira el arte, el pensamiento y la piedad del pueblo cristiano en Occidente. La tradición oriental sigue de cerca, y casi en los mismos términos, este gran tema teológico: Cristo a la busca de Adán. Esta convergencia es significativa. EL P. Urs von Balthasar cita un texi o del Pseudo-Epifanio: homilía para el Sábado Santo: «¿Qué es esto? Un gran silencio reina hoy sobre la tierra... Dios se ha dormido por un breve espacio de tiempo y ha despertado del sueño a los que moraban en los infiernos. El va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja perdida... Quiere ir a visitar a todos los que se sientan en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Va a liberar de sus dolores a Adán en sus ataduras y a Eva, cautiva con él, Aquel que es a la vez su Dios y su hijo... ¡Descendamos con El! Allí se encuentra Adán, el primer padre y, como primer creado, enterrado más profundamente que todos los condenados... Así como en su advenimiento el Señor quería penetrar en los lugares más inferiores, Adán, como primer mortal retenido cautivo más profundamente que todos los otros, oyó el primero el ruido de los pasos del Señor. Reconoció la voz del que avanzaba en la prisión y dirigiéndose a los que estaban con él encadenados desde el principio del mundo, dijo: «Oigo los pasos de alguien que viene hacia nosotros.» Y estando él hablando, entró el Señor... Y habiéndole tomado de la mano, le dijo Cristo: «Levántate, tú que dormías, surge de entre los muertos y Cristo te iluminará. Levántate porque no te he creado para que habites

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aquí en el infierno. Levántate, tú, obra de mis manos, tú, efigie mía hecha a mi imagen. Levántate y vayámonos de aquí porque tú estás en mí y yo en ti...

Mira mis manos que estuvieron fuertemente clavadas al árbol por causa tuya, que en otro tiempo extendiste torcidamente las tuyas a otro árbol... El sueño de muerte te hace salir ahora del sueño del infierno. Levántate y partamos de aquí; de la muerte a la vida, de la corrupción a la inmortalidad, de las tinieblas a la luz eterna. Levantaos, partamos de aquí, del dolor a la alegría, de la prisión a la Jerusalén celestial, de las cadenas a la libertad, de la cautividad a las delicias del paraíso, de la tierra al cielo... El reino de los cielos que existía antes de todos los siglos os espera» (4).

Los dos Adanes Gustosamente nos detendríamos en el esplendor de estas imágenes y de estos textos para dejarnos simplemente seducir por su belleza. Otros ral vez se sientan irritados por la candidez de semejantes leyendas. ¿A qué viene dejarnos acunar con mitos de una edad pre-crítica? No tienen ya nada que enseñar al hombre de nuestro tiempo. Pero ahora sabemos mejor que los mitos pueden ser en sí mismos portadores de verdades profundas sobre el hombre y sobre Dios. Desmitologizar no es arrancar páginas enteras de la Biblia o de la Tradición como vacías de sentido y sin valor, sino que es descubrir su sentido, según el consejo (4) PSEUDO-EPIFANIO, Homilía para el Sábado Santo, PG 43, 440-464.

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del Concilio: «Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente a las formas nativas de pensar, hablar y narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, y las que se solían emplear en el trato mutuo de los hombres en aquella época» (DeiVerbum, 12). Las raíces de esa vinculación misteriosa entre Adán y Cristo las encontraríamos ya en la Escritura, en San Pablo. Para él, el paralelismo a la vez de semejanza y de oposición entre el que él denomina «primer Adán» y Cristo, «último Adán», proyecta una luz decisiva sobre el misterio de la salvación. Se puede decir que toda la historia del mundo está dominada por esas relaciones entre estos dos polos del misterio humano, los dos Adanes. El primer Adán es el hombre que Dios moldeó con el polvo tomado de la tierra ( G n 2 , 7 ) . Lo que hay de común entre él y Cristo es que uno y otro son «primero» de toda la generación humana. Ambos son comienzo o principio de la Humanidad. Y ello en una doble forma: en primer lugar, porque uno y otro son fuente de vida e incluso de toda vida. Pero también porque, por el hecho mismo de ser principio de vida, son como el arquetipo inicial, el prototipo conforme al cual es formada la Humanidad que ellos lanzan al mundo. Dependencia y semejanza ligan a toda la Humanidad, tanto con uno como con otro. Eso basta para que ambos puedan ser denominados « A d á n » . Ahí acaban las semejanzas y empiezan las diferencias e incluso, en San Pablo, los contrastes.

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Como escribe el P. Lyonnet: «El apóstol establece una comparación que continúa sistemáticamente hasta el final del capítulo, oponiendo la obra de Cristo a lo que podría denominarse «la causalidad adámica»; por un lado, las fuerzas del mal desencadenadas en el mundo por el pecado del primer hombre y que actúan sobre todos los hombres sin excepción; por otro, el poder de la gracia que tiene su fuente únicamente en la muerte voluntaria de Cristo: de un lado, el reino de la muerte; del otro, el reino de la vida» (5).

« C o m o por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...» ( R m 5 , 1 2 ) . Cabría esperar el otro miembro de la comparación: «Así por un solo hombre, Cristo...». Pero no, la frase queda en suspenso... El contraste que los pone, por así decir, en igualdad: uno fuente de pecado y de muerte y el otro principio de gracia y de vida, no basta. Es preciso decir más, mucho más. Porque la gracia que nos ha llegado en Jesucristo no es solamente reparación del pecado y la vida que se nos ha otorgado en Cristo no es sólo la que habíamos perdido en Adán. ¡Se trata de algo muy distinto y muy superior! «Porque si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios otorgada por un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos» ( R m 5 , 1 5 ) . «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» ( R m (5) S. LYONNET, Le message de l'épitre aux Romains, Cerf, París, 1969, p. 91.

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5 , 2 0 ) . Donde perdimos una vida mortal, se nos da en Cristo una vida eterna. De este m o d o , el contraste es perfecto entre los dos Adanes: «El primer hombre Adán fue un ser animal dotado de vida; el último Adán, un ser espiritual que da la V i d a . . . y así como hemos revestido la imagen del hombre terreno, revestiremos también la imagen del celeste» ( 1 Co 15,45-47). Por eso, podemos cantar con la liturgia pascual: « ¡ O h , feliz culpa!» Sí, dichoso pecado que nos ha valido tan gran Redentor y tan magnífica redención. He ahí cómo esta Luz ilumina desde arriba todo el designio de Dios sobre la historia de los hombres. Sí, desde los orígenes de la Humanidad se trata de un designio de salvación que se realiza en Cristo. Tenemos que releer el capítulo 3 del Génesis a la luz del capítulo 5 de la carta a los Romanos. «La Escritura no habla nunca del pecado sin evocar al mismo tiempo el remedio previsto por Dios, ya que Dios no permitió el pecado sin prever al mismo tiempo el remedio al pecado, y un remedio que no se contenta con reparar los daños: mirabilius reformasti, porque el pecado no fue permitido sino con vistas al remedio» (6).

Es lo que San Pablo afirma al decir que Adán, el primer hombre pecador, preparaba a Jesús por-

(6) Ibid., p. 92.

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que: «Adán es figura del que había de venir» (Rm5,14). Desde los orígenes, desde el Génesis, el designio creador de Dios estaba orientado hacia su realización en Cristo Jesús. El primer Adán prepara el último; el nuevo Adán va a la búsqueda del primero para revelarle, en su luz de resucitado, el sentido último de su vida, de su pecado y de su muerte. La historia de la Llumanidad se convierte en la historia de su salvación en Cristo. La creación nos revela la bondad infinita de Dios en el don que hace de la vida a aquel que ha hecho a su imagen; pero la historia de la salvación nos revela la bondad infinita de Dios en su perdón a todos aquellos a quienes ha hecho sus hijos en Cristo. La solidaridad universal Pero es preciso llegar más lejos aún. En el designio de Dios no sólo es la aventura de la Humanidad, sino también la historia del universo, lo que constituye la historia de su salvación en Cristo; En el designio de Dios todo tiene su consistencia: el mundo y el hombre, todo hombre y todos los hombres, el mundo y todos los hombres en Cristo. Si queremos revelar a nuestros contemporáneos el misterio de lo que la tradición llama «el pecado original», habrá que expresarlo a la luz de lo que Cristo nos ha revelado de la solidaridad universal. La solidaridad de los hombres y del universo en el mal no es, en el designio de Dios, más que el anverso y la preparación de su solidaridad

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en la salvación en Jesucristo. El pecado original es una dimensión del misterio de la salvación, una preparación de la reunión universal en Cristo. Es preciso que lo iluminemos hasta que se convierta en un misterio cristiano. No será una Buena Noticia si sólo se le considera a la negra luz del primer Adán; entra en la Buena Noticia porque nos conduce según Dios hacia Cristo. El universo entero es humano Aun a nivel científico es cada vez más observable que en el mundo todo tiene su consistencia. De un extremo al otro del mundo, desde lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, se descubren los mismos elementos y las mismas leyes. Esa unidad posibilita la ciencia. El universo entero es coherente y esta racionalidad del mundo le liga, mediante una secreta armonía, a la inteligencia humana. A nivel filosófico, la reflexión sobre los datos de la ciencia nos descubre un mundo orientado hacia el hombre. El estudio paleontológico de las formas animales no permite ya dudar que éstas constituyan la aparición, en la historia de la vida, de un «ascenso» largo y a tientas hacia el hombre. La tierra es la cuna del hombre, pero, como decía con gracia el P. Teilhard: « N o es el hombre el que desciende del mono, sino más bien el mono el que asciende del hombre». En el dinamismo de la antropogénesis es la orientación hacia el hombre lo que dirige la evolución de las formas del mundo animal y de los mamíferos hasta nuestros antepa-

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sados. Esta actitud de espíritu que sitúa la finalidad en el corazón de la Naturaleza es ya una luz, aunque no todos la admiten. El nivel de la revelación es coherente con estos datos de la ciencia o con esa reflexión de la filosofía, pero no se confunde con ellos; descubre lo que está oculto, el designio de Dios. Sí, en el designio de Dios todo está orientado hacia el hombre. El relato del Génesis da testimonio de ello. La totalidad de la creación está orientada hacia el hombre; y de una forma doble. Los cinco primeros días preparan el sexto: el hombre. Adán es sacado del limo de la tierra. Eso quiere decir que todo el universo material prepara la vida y que toda la subida de la vida prepara la venida del hombre. La tierra no es sólo la cuna del hom* bre; es su madre: su trascendencia le viene del soplo de Dios. Así, el universo es humano porque precede y prepara al hombre. Pero aún hay más: lo anuncia ya. El universo entero, en el proyecto de Dios, es solidario del hombre: si le aporta los elementos de su vida, le revela, por ese mismo hecho, que él es el sentido de su existencia. Es solidario de su destino. El pecado del hombre repercute en el mundo. El primer pecado del primer hombre pecador hace de él un mundo pecador. No hay que intentar racionalizar este misterio en un plano jurídico por imputación del pecado de uno solo a todos los demás; ni en un plano biológico mediante no sé qué herencia desdichada que transmitiera en los cromosomas los gérmenes del pecado. Lo que hay que hacer es descubrir el significado del misterio en el plano de la solidaridad

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del universo entero con el hombre. Cuando el hombre se separa de Dios debido al orgullo de su suficiencia y la desobediencia del pecado, todo el universo lleva su señal y anuncia sus funestas consecuencias. Por eso puede escribir San Pablo que «por el pecado entró la muerte» ( R m 5 , 1 2 ) . Esto ilumina la extrema ambigüedad de la «naturaleza»; criatura de Dios, refleja su magnificencia y su belleza: «Los cielos proclaman su gloria»; orientada hacia el hombre, es solidaria de su destino y lleva la señal de su miseria, de sus pasiones, de su caducidad y de la espera de su gloria. El starets Silvano decía: «El Señor ha entregado a los animales irracionales y a todo el resto de la creación a la ley de la corrupción, porque no debía ésta quedar libre de dicha ley mientras el hombre, para el cual había sido ella creada, se había hecho esclavo de la corrupción a causa de su pecado. Por eso, toda criatura sufre y se halla en conflicto, al igual que el hombre, en la espera de la revelación de los hijos de Dios» (7).

Ahí es donde hay que llegar. Porque, como hemos visto en San Pablo, la solidaridad del mundo con la miseria del hombre a causa de su pecado está llamada a ser solidaria con la Humanidad salvada en Cristo. Por eso, dice San Pablo, la creación entera aguarda con una especie de impaciencia esa salvación de todos que será, con la irradiación de Cristo, la salvación de todo. Porque si es cierto que el universo entero está (7) ARCHIMANDRITA SOFRONIO, El «starets» nio, p. 122.

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orientado al hombre para lo mejor o para lo peor, es más cierto todavía que está orientado hacia Cristo por su salvación. Si es cierto que el mundo entero es humano porque está hecho para el hombre, es más cierto aún que es cristiano, porque todo ha sido hecho por El y para El. El proyecto de Dios ha sido, y es todavía, crear el mundo como solidario del primer Adán pecador para hacerle solidario del segundo Adán Salvador. Cuando Jesús baja a los infiernos en busca de Adán, la naturaleza entera se estremece porque una nueva creación empieza en El.

Los santos van al infierno

Si Cristo ha llegado como Salvador desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de los infiernos, entonces es que en El se ha cumplido todo. ¿Qué queda aún por hacer? En un sentido es cierto: por su muerte y su resurrección, Cristo, solidario de la Humanidad entera, ha realizado la salvación de todos. T o d o concluye en su Pascua, la historia toca a su fin. Y no obstante, todo comienza. En la Cruz, Jesús entrega su Espíritu al Padre y da el Espíritu a la Iglesia, presente en María, Juan, las santas mujeres y el centurión que se convierte. Em-

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pieza el tiempo de la Iglesia. No es un tiempo vacío. Como dice misteriosamente Pablo, «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). No les falta nada, sino que se verifiquen en nosotros. No estamos llamados únicamente a recibir la salvación de Cristo, sino a participar en ella con El. Esta Buena Noticia de la salvación en Jesucristo que nosotros hemos recibido hemos de transmitirla, anunciarla hasta los confines del mundo. Que todos los pueblos y todos los tiempos conozcan a su Salvador, que le reconozcan por la fe, le celebren en la liturgia y formen en torno a El el pueblo de los rescatados, el sacramento de salvación universal: la Iglesia. Más aún, no sólo estamos llamados a anunciar el misterio de la salvación, sino a realizarlo. Lo que hemos contemplado en Cristo se hace vida en nosotros. ¡Más de lo que se piensa! Una teología de la salvación centrada en el sacrificio termina poniendo en primer plano dentro de la Iglesia el culto, la liturgia y a veces también el sacrificio expiatorio. ¡Cuántos santos han llegado al don total y a la perfección del amor por este camino, que siempre será actual...! Pero, siguiendo a Jesús mismo, el mundo actual descubre una nueva dimensión del misterio de la salvación: la solidaridad por amor: llegar a ser, bajo el impulso del Espíritu, hombre entre los hombres, pobre entre los pobres, trabajador entre los trabajadores, emigrante con los emigrantes.

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Que la vida de ellos se convierta en nosotros en ofrenda de amor por la salvación de todos. La solidaridad misionera La Iglesia se hace solidaria. Este proceso penetra la ciudad y el campo, la fábrica y el desierto. En el origen de esta gran corriente de renovación evangélica encontramos al Padre de Foucauld. El hecho de seguir a Cristo le lleva a la solidaridad de vida por amor con los más pobres, estén donde estén en el mundo. Es el camino de sus discípulos: «Pequeños hermanos» y «Pequeñas hermanas de Jesús». Lo que persiguen es la comunidad de vida con todos los hombres, tanto en los suburbios superpoblados de las grandes ciudades como con los nómadas del desierto: lo esencial es reproducir la solidaridad de amor de Jesús con todos para salvarlos a todos. La convergencia de movimientos provenientes de distintos horizontes, en el sentido de esa solidaridad, es una invitación a que reconozcamos ahí la acción del Espíritu en la Iglesia. Se trata de una corriente que atraviesa ahora todas las formas de vida, que remonta desde la periferia hacia el centro. Una gran etapa de la misión, una renovación del dinamismo del Evangelio. Es de este estilo hoy día, por ejemplo, el movimiento de la Madre Teresa de Calcuta, las Hermanas y los Hermanos misioneros de la Caridad. Foucauld en África y la Madre Teresa en la India: la inspiración es la misma. La Iglesia se renueva bajo la acción del Espíritu sumergiéndose entre

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los más pobres. Procedente de una gran Institución de enseñanza secundaria para las jóvenes de los medios más acomodados de la ciudad, la Madre Teresa se siente impulsada por el Espíritu a vivir con los más pobres de entre los pobres, aquellos a quienes todos abandonan, los que agonizan en las aceras o los leprosos que andan errantes por los campos. Viviendo con ellos les trae la presencia de Jesucristo; una amistad que les confiere su dignidad humana; una solidaridad que los salva. Es el mismo movimiento que mueve en América del Sur a sacerdotes y laicos a solidarizarse con los más pobres en su aspiración a la justicia y en su combate por la liberación. Si no se trata sólo de una solidaridad de clase, sino de una solidaridad de amor abierta a todos en Jesucristo, resulta el lugar en que se realiza el misterio de la salvación. Tal es en sus orígenes la corriente que difundió a través del mundo la Acción Católica ya hace cincuenta años, para hacer a los cristianos solidarios por amor de toda la vida, de todos los sufrimientos, de todas las aspiraciones y los compromisos de sus hermanos, para transformar las solidaridades de los medios en solidaridad en Cristo para la salvación de todos. Y tal es también el sentido del movimiento de miles de sacerdotes en el trabajo que han querido vivir, en el mundo entero, la condición obrera. Su apostolado es en primer término «vivir c o n » ; el Espíritu que les anima es el mismo que hace a Cristo solidario de todos los hombres para salvarlos. Son ante todo testigos de Aquel que quiso

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compartir la vida de los hombres y su trabajo para revelarles el Amor de Dios, a Dios que es Amor. Quisiera elegir aquí un solo testimonio por ser el de un amigo y porque me parece significativo de todo lo que esta inmensa corriente de solidaridad representa. Es el de un sacerdote que, desde hace diez años, ha compartido todas las condiciones de vida de los trabajadores inmigrados en Francia, ese cuarto mundo al que se encargan entre nosotros los trabajos más duros, las condiciones de vida más inhumanas y que sufre las opresiones más injustas. Cuenta que «cierta tarde, un amigo de mi hermano mayor se acercó a las barracas y preguntó a los allí instalados: ¿Conocéis a un tal Bernardo? Respondió entonces uno: ¡Ah!, sí, es el albañil que trabaja al lado mío en las regueras de la fundición; estará para vaciar el hormigón. Y volviéndose hacia sus camaradas, añadió: Es el que nos ama» ( 1 ) . Se necesitaron diez años de compartir la vida para que corriera ese mensaje. Pero, ¿no es lo más esencial: revelar «a aquel que nos ama»? Hechos como éste son hoy demasiado numerosos en todos los países y en todos los medios para que se los pueda enumerar y demasiado diversos para que los podamos analizar. Basta señalar algunos para revelar esa inmensa corriente que atraviesa toda la Iglesia. Más allá de las formas eclesiales, de acción, afianzadas en el prestigio, el dinero y a veces la violencia, que no eran sino deri(1) BERNARD HANROT, Les sans-voix au pays de la liberté, Ed. Ouvriéres, p. 38.

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vados de las formas seculares de actuar, he aquí, siempre nuevo, el Misterio de la salvación mediante la solidaridad en el amor. Esta purificación de la misión es de una inmensa trascendencia para el anuncio del Evangelio a todos; lleva en sí una extraordinaria esperanza. Sólo los medios evangélicos podrán asegurar para siempre la irradiación del Evangelio. Sin embargo, dentro de estos hechos bien conocidos y más allá de ellos, los hay más ocultos en las profundidades de la vida de la Iglesia que no son menos importantes para su futuro. Más allá y dentro de la solidaridad de los misioneros con los más pobres, descubrimos ahora la solidaridad de los santos con los pecadores. Ahí, en lo más íntimo de los corazones, es donde se juega, en última instancia, el misterio de la salvación. Es el camino abierto a todos, porque es el camino de Cristo, el de su bajada a los infiernos. La solidaridad mística Todo el mundo entiende el lenguaje de la solidaridad humana. Llega a todos los pueblos, a todas las clases sociales. Es el lenguaje del amor: lenguaje humano, lenguaje cristiano. Es portador del Evangelio, presencia de Jesucristo incluso en este mundo actual desacralizado y a menudo deshumanizado. Un lenguaje de hoy para los hombres de estos tiempos. Por eso podemos denominarlo lenguaje misionero. Pero existe otra manera de vivir la misma misión, enraizada también en el misterio de Cristo.

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Es otra manera que le alcanza no sólo en su vida oculta de trabajador en Nazaret, en su anuncio profético por los caminos de Galilea, en lucha contra todas las injusticias de su tiempo, sino que se une a El en su agonía, en su pasión. Una solidaridad por dentro que alcanza a la Humanidad entera bajo la acción del Espíritu, no sólo en la fatiga de sus trabajos, en los sufrimientos de sus condiciones de vida, en la aspereza y los riesgos de sus combates, sino en el corazón de la soledad, del abandono y de la miseria de su pecado. Ahí es donde de verdad, sin romanticismos, los santos van al infierno. Ya no se trata de descripciones míticas, sino de experiencias espirituales. Podríamos imaginar a priori dos posibles actitudes de los santos con respecto al infierno. Indiferencia: el infierno es un mundo distinto del de la santidad, un mundo que vuelve la espalda a Cristo y a sus santos. Un mundo por el que ya no hay nada que hacer y al que no hay ya nada que decir: «Entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo» (Le 1 6 , 2 6 ) . Así que, puesto que Dios lo quiere, olvidemos para siempre el infierno y sus condenados, para ser, unidos, los dichosos elegidos del Gozo de D i o s . . . Triunfo: No es posible el olvido. No es posible vivir eternamente en el olvido total de una parte de la Humanidad, de buen número de personas a quienes ha conocido uno. Así que, si no es posible olvidar eternamente el infierno en el cielo, si tampoco puede uno entristecerse por ello, sólo queda regocijarse. Razones no faltan. ¿No será el triunfo eterno de los mártires sobre sus verdugos,

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el triunfo de los elegidos sobre los que les persiguieron, el triunfo de Dios sobre todos sus enemigos? Pero no son éstas las actitudes de los santos. Por el contrario, cuanto más se adentran en la unión con Cristo, más disponibles se hallan al Espíritu de Dios e, invadidos por su amor, más se distancian de la indiferencia y del triunfo con respecto al infierno y a los condenados, y más entran en una especie de participación en su sufrimiento. El pensamiento de los condenados y de su inmenso sufrir no puede ser ni por un momento motivo de alegría para ellos. ¿Qué hay, pues, en su corazón? Compasión: sufrir con; un inmenso sufrimiento. Se puede incluso decir que cuanto más cerca de Dios están, más misteriosamente descubren la angustia inmensa, la soledad absoluta, el atroz sufrimiento de quienes se ven separados de Dios. Sólo los santos saben lo que es ir al infierno. Cuanto más cerca están de Dios mayor es su odio hacia el pecado y su compasión hacia los pecadores. Ahí está, bien cerca de nosotros, Teresa de Lisieux. ¿Quién no sabe que su amor por Jesús se convirtió en un amor ardiente a los pecadores? Es conocida su apremiante plegaria por Pranzzini, el asesino condenado a muerte. Jesús le da la señal que ella había pedido: Pranzzini besará el crucifijo antes de subir al cadalso. Toda su vida sentirá una especial ternura por el Padre Loyson, el célebre dominico que, después de haber predicado en Notre-Dame, abandonó el ministerio y se casó con gran escándalo de todos. Por él ofrecería su última

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comunión antes de morir, ofreciendo su vida con Jesús por todos los pecadores. Más aún, al final de Historia de un alma, cuando una primera hemoptisis le anuncia su muerte próxima, el día de Viernes Santo de 1897, escribe: «Fue como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo» ( 2 ) . Desde el 9 de junio de 1895 se entregó por entero a Dios en su Acto de ofrenda al Amor misericordioso. Sabe que va a entrar en la última etapa de su vida mortal, que será la decisiva configuración con Jesús Crucificado. Va a sufrir ampliamente en su cuerpo. Pero no es su prueba más rigurosa. Escribe: « ¿ H a y un alma menos probada que la mía, a juzgar por las apariencias? ¡Ah!, si la prueba que sufro desde hace un año apareciese a las miradas, ¡qué sorpresa! ( 3 ) . Nos hace entonces esta confidencia: «En los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo sentir que hay en realidad almas que no tienen fe, que por abuso de las gracias pierden este precioso tesoro, fuente de las únicas alegrías puras y verdaderas. Permitió que mi alma se viera invadida por las tinieblas más espesas y que el pensamiento del cielo, tal dulce para mí, no fuera ya sino motivo de lucha y de tormento. Esta prueba no había de durar unos días, unas semanas, no había de colmarse más que a la hora señalada por el Buen Dios... y e.;a hora no ha llegado aún.

(2) TERESA DEL NIÑO JESÚS, Histoire d'une ame. Manuscrits autobiographiqv.es, Cerf. París ms C, f.° 51, 240 arad, cast: Historia de un alma, Ed. Espiritualidad, 1963). (3) Ibid., ms C, f° 41, p. 239.

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Quisiera poder decir lo que siento, pero ¡ay!, creo que es imposible. Hay que haber viajado por este sombrío túnel para comprender su oscuridad... Señor, vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz, y os pide perdón por sus hermanos; acepta comer por el tiempo que vos queráis el pan del dolor, y no quiere levantarse de esta mesa colmada de amargura en la que comen los pobres pecadores antes del día que Vos habéis señalado. Por eso, puede decir en su nombre y en el de sus hermanos: «Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores». Que cuantos no se ven iluminados por la ardiente llama de la fe, la vean por fin lucir. ¡Oh, Jesús!, si hace falta que la mesa manchada por ellos sea purificada por un alma que os ama, quiero en ella comer yo sola el pan de la prueba, hasta que os plazca introducirme en vuestro luminoso Reino» (4). Su amor por los pecadores que hay que salvar la sitúa en comunión con ellos en el sufrimiento mismo de su pecado y esta solidaridad de amor se hace, en Cristo, misterio de salvación. Su amor por Dios, su Bien-amado, la arrojaría incluso al infierno, si eso fuera preciso, para glorificarle: «Una tarde, no sabiendo cómo decir a Jesús que yo le amaba y cuánto deseaba yo que fuera amado y glorificado en todas partes, pensaba con dolor que El no podría recibir jamás del infierno un solo acto de amor; dije entonces al Buen Dios que, por darle contento, yo aceptaría de mil amores verme metida allí para que fuera

(4) Ibid., ms C, f> 61, p. 241.

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eternamente amado en aquel lugar de blasfemia» (5).

El amor la ofusca... o quizá la ilumina: ella quisiera transformar el infierno del odio en infierno del amor. Esa es la reacción de un santo ante el infierno: ir allá para llevar un rayo del amor de Dios y gracias a su amor, hacer que el infierno entre en el misterio de la salvación. Aquí podemos encuadrar, dentro de la línea de la tradición oriental, el mensaje de un monje ruso que vivió en el monte Atos en momentos en que su pueblo se encontraba sometido a la persecución más atroz: el starets Simeón Silvano. Este hombre vive en el ambiente de oración y ascesis de los monjes. Se ve inundado de gracias de oración, pero también asaltado por las peores tentaciones, las de orgullo. «Silvano no sabía cómo librarse de todas aquellas sugestiones interiores que no le dejaban ningún reposo. Se quejó de ello una noche a su dulce Señor y recibió al fin la respuesta de Dios que le dejó tranquilo: «Permanece conscientemente en el infierno y no te desesperes» ( 6 ) . Esta llamada misteriosa no hace sino revelar progresivamente a Silvano su profundidad. Es, ante todo, una llamada a una humildad absolutamente radical. Pecador en el pasado — p o r haber

(5) Ibid., ms A, f° 52, p. 130. (6) LOUIS-ALBERT LASSUS, Süouane, oriéntale», n. 5, Abbaye de Bellefontaine, p. 14.

«Spiritualité

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cometido antaño un crimen—, sigue siéndolo siempre y es digno del infierno. Pero en esta bajada espiritual a lo más profundo de su miseria, al vacío de su propio pecado, se descubre a sí mismo solidario de todo hombre pecador: «Bajando al fondo, al abismo de su nada, en el vivo sentimiento de su indignidad radical para 'permanecer conscientemente en el infierno', se descubre Silvano solidario de todos los hombres» ( 7 ) . Esta compasión es comunión y esta comunión se hace intercesión: «Llevaba el peso de todo el dolor del mundo, especialmente de todos los que se constituían en enemigos de Cristo. Intercedía por todos los hombres. Sus sufrimientos, sus pecados, le estaban siempre presentes, habitaban su corazón, se sentía herido por ellos. Por eso gemía dulcemente ante Dios e intercedía por todos. Se hacía solidario de toda la creación, de la Humanidad entera. No era ya Silvano, se había convertido en el hombre que ha perdido a Dios y le busca sin descanso» (8).

Solidario de todos, « n o forma más que uno con los enemigos mismos de la Iglesia y de Cristo, se hace el pecado de ellos, implora en su favor con la sangre de su corazón» ( 9 ) . El propio infierno no puede escapar al universalismo de su amor y de su ofrenda «por la salvación de todos»: «Tanto el paraíso como el infier(7) ibid., p. 19. (8) Ibid., p. 15 (9) Ibid., p. 20.

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no — d i c e — nos son visibles, los hemos descubierto en el Espíritu Santo» ( 1 0 ) . ¡Qué mirada, qué compasión la de estos monjes! Silvano nos cuenta: «Había un podvishnik que contemplaba incesantemente la Pasión de Nuestro Señor; derramaba raudales de lágrimas día tras día y un día le pregunté por qué. Me respondió: ¡Oh!, si fuese posible arrancaría a todos los hombres del infierno; sólo entonces mi alma se sentiría tranquila y gozosa» ( 1 1 ) . Podrán otros desear la muerte y el castigo eterno a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia, pero él no: «Ellos no conocen el Amor de Dios al pensar así. El que tiene el Amor y la humildad de Cristo llora y ora por todo el mundo» ( 1 2 ) . «Traemos a la memoria la conversación que tuvo con un eremita. Le decía este último con aire de evidente satisfacción: 'Dios castigará a todos los ateos y arderán en el fuego eterno'. Visiblemente apenado le replicó el starets Silvano: 'Pues bien, te ruego me digas: si te pusieran en el Paraíso y desde allí pudieses ver a alguien que arde en el fuego del infierno, ¿podrías sentirte en paz?' '¿Y qué le vamos a hacer?, es por su propia culpa', respondió el otro. Entonces, con expresión afligida, le contestó el starets: 'El amor no puede soportar eso; hay que orar por todos los hombres'. Y verderamente él oraba por todos los hombres» (13).

(10) Ibid., p. 52. (11) Ibid.,)?. 77. (12) Ibid., p. 29. (13) Archimandrita Présence, p. 48.

SOFRONIO,

Starets

Silouane, Ed.

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Todos los pecados no forman sino un único pecado; todos los hombres no forman más que un hombre en cada uno de nosotros. Profundizando cuanto sea posible en cada uno de nosotros, en medio de una solidaridad de amor con todos los hombres y en una comunión de sufrimiento con todos los pecados, tocamos por fin el mal en su raíz para aniquilarlo en su totalidad: «El campo de batalla contra el mal, el mal cósmico, se halla en nuestro propio corazón» ( 1 4 ) . Así es cómo Silvano descubre toda la profundidad de la palabra que le fue dirigida: «El Señor me instruyó en mantener mi espíritu en el infierno y en no desesperar jamás: ¡Está El tan cerca de allí!» (15). Este entrar en el abismo lleva hasta él la salvación. Esa pérdida se vuelve ganancia. El espíritu de los santos experimenta los sufrimientos del infierno, pero su amor se alimenta de eso. « A m a a los hombres hasta el punto de que asumas sobre ti el peso de su pecado, le dijo Jesús» ( 1 6 ) . Pero no es el infierno, cuyo sufrimiento le penetra, lo que transforma el alma del santo en infierno, sino el alma del santo, bajando hasta el abismo, es la que lo esclarece y lo transforma con su presencia: «Los santos ven y viven en el infierno, pero el infierno no hace presa en ellos» ( 1 7 ) . «Bajo la acción del Espíritu, el infierno del pecado se transforma en infierno del amor de Cristo» ( 1 8 ) .

(14) (15) (16) (17) (18)

Lassus, op. cit, p. 45. Ibid., p. 65. Ibid., p. 69. Ibid., p. 70. SOFRONIO, op. cit, p. 205.

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U

Entonces fue cuando se realizó la plenitud de su vocación. La llamada divina para todo cristiano consiste en «seguir a Cristo». Nada se puede añadir fuera o más allá de este camino. Pero para él se trata de seguir a Cristo hasta allí; al Cristo que baja a los infiernos: «¡Está El tan cerca de allí!» Esa es su convocatoria al corazón del misterio pascual, al centro del misterio de la salvación; y tal vez esta luz ilumina una dimensión oculta de toda vocación monástica e incluso de toda vocación cristiana ( 1 9 ) . «Sabemos que, en sus líneas generales, es necesario que nuestra vida reproduzca lo que el Hijo del Hombre llevó a cabo durante su vida terrestre. Si el Señor fue tentado, ¡inevitablemente nosotros debemos pasar a través del fuego de las tentaciones. Si el Señor fue perseguido inevitablemente seremos nosotros perseguidos... Si el Señor fue crucificado, también nosotros lo seremos, aunque sea en cruces invisibles... Si el Señor fue glorificado, nosotros también seremos elevados al cielo por el poder del Espíritu Santo» (20). «Si el Señor bajó a los infiernos hasta hacerse solidario de todo el pecado del mundo, también nosotros, impulsados por el mismo Espíritu de amor, estamos llamados a bajar a los infiernos, a solidarizarnos con todos los pecadores y a llevar el peso de todo el pecado para que el mundo sea salvado. Fuera de esta experiencia de la bajada a los infiernos, que forma parte del misterio de Cristo, es imposible conocer verdaderamente la inmensidad de su amor y en-

(19) LASSUS, op. ext., p. 57. (20) SOFRONIO, op. ext., p. 206.

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trar totalmente en el universalismo de la salvación (21).

La intercesión de los santos Por mucho que nos adentremos en el corazón de los santos, a la hora misma de su muerte, cuando más cerca están de Dios, no encontramos ni indiferencia ni menosprecio para con los reprobados y menos aún alegría por su sufrimiento; en ellos encontramos siempre y por todas parte, en Oriente lo mismo que en Occidente, compasión. Esa compasión viene de Dios, es comunión con Cristo. No es desesperanza; acaba en intercesión. Aquel que, como Cristo, sufre con los pecadores, sufre como El por los pecadores. El Hermano Carlos de Jesús no se cansaba de repetir: «Dios mío, haz que todos los hombres se salven.» El Santo Cura de Ars decía con una extraña ternura de «Buen Pastor»: «¡Si se dijera a esos pobres condenados que llevan en el infierno tanto tiempo: 'Vamos a poner un sacerdote a la puerta del infierno'...!» ( 2 2 ) . A él le hubiera gustado ser ese sacerdote por toda la eternidad a la puerta del infierno para proseguir su ministerio de perdón hasta llegar al último de los condenados. Se puede discrepar de la teología de semejante propuesta, no de su inspiración. «Esos pobres condenados...». Tal es el corazón de los santos,

(21) Ibid., p. 206. (22) D. NODET, Jean-Marie Viannet, Curé d'Ars, Ed. Mappus, p. 137.

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su ternura es tal, que ni siquiera el infierno puede detenerla. Hoy, Silvano ya ha muerto. Y Teresa del Niño Jesús, y el Santo Cura de Ars. Pero no lo dudemos, hay otros que llevan en su cuerpo y en su espíritu el llamamiento de Cristo a bajar con El, en solidaridad con todos los pecadores, hasta el fondo de los infiernos, y a ofrecer con El «la sangre del corazón». Esta intercesión durará hasta el fin del mundo. En esta oración, en esta ofrenda por la salvación de todos los hombres, los santos no están muertos, sino vivos. ¿Cómo podríamos imaginar que quienes toda su vida alimentaron por la gracia del Espíritu, en lo más profundo de su ser, "\ deseo de la salvación de todos y la ofrenda por la salvación de todos, vayan a dejar de vivir aquello que constituyó lo mejor de sí mismos y vayan a dejarlo a partir del momento en que entran en la plenitud de vida del cielo? El sufrimiento pasa, pero la intercesión sigue. La carta a los Hebreos nos muestra en el cielo «a Cristo siempre vivo para interceder por nosotros; de ahí que esté en condiciones de salvar de forma definitiva» (cfr. Heb 7 , 2 5 ) . Y todos los santos con El. El misterio de la historia: tiempo de salvación Esta perspectiva nos abre una dimensión nueva del misterio de la historia. La historia santa del pueblo de Dios no termina con la historia de la Iglesia en la tierra, acaba en el cielo. Más allá de

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la muerte es donde cada uno dará la plena medida de la irradiación de su amor, ya sin medida, puesto que bebe en las fuentes de Dios. Teresa del Niño Jesús decía al morir: « V a a empezar mi misión». La salvación está conseguida para todos y para siempre en Jesús muerto y resucitado por nosotros. Pero el anuncio, la irradiación, el cumplimiento de esta salvación hasta los confines del mundo, es obra de larga duración. Se necesitará mucho tiempo hasta que la última oveja perdida sea devuelta al aprisco. ¿Cuánto tiempo? Es el secreto de Dios. Ese tiempo, ese día de la plenitud de la salvación, será el Día del advenimiento de Cristo salvador del mundo. Dijo Jesús: «Nadie sabe el día ni la hora, ni siquiera el Hijo, sino únicamente el Padre» ( M t 2 4 , 3 6 ) . Ese instante está más allá del tiempo. No se sitúa en la sucesión de los días y de las horas, de los años y de los siglos de nuestros calendarios. Ya sabemos que antes de la aparición de la tierra y del sistema solar, en la evolución cósmica, no había años, ni días, ni horas. Pero nosotros teñe mos dificultad en imaginarnos una duración misteriosa cuya medida era la maduración del mundo con la aparición del sol, de la tierra y del hombre. Eso duró «el tiempo necesario» para que el mundo se hallara dispuesto para la aparición de la tierra y del hombre. Tal es el sentido de la historia cósmica en los dos primeros capítulos del Génesis.

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Lo mismo al otro cabo de la historia: el tiempo de la intercesión en el cielo, de Cristo, de María y de los santos no se mide en días y años. Durará «el tiempo necesario» para el pleno cumplimiento del misterio de salvación y la plena glorificación de Cristo creador y salvador del universo. Hasta que en la tierra todos los pueblos hayan escuchado la Buena Noticia y en el cielo todos los hombres hayan sido reunidos en Cristo. La medida de esta duración espiritual de la historia de la salvación es la paciencia de Dios: « N o se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión* ( 2 Pe 3 , 9 ) . El misterio de la historia es ser a la medida de la misericordia de Dios: nadie conoce sus límites, ¡si es que existen! Tiempo de gracia, tiempo de perdón, tiempo de misericordia, era de la salvación hasta que todos sean reunidos en Cristo: «Porque plugo a Dios reconciliarlo todo por El y para El, sobre la tierra y en los cielos, habiendo establecido la paz mediante la sangre de su Cruz» (Col 1,20). Ese será «el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos» ( 1 Tes 3 , 1 3 ) . Sí, allí se encontrarán todos, a la vez como testigos de la gloria del Creador y del Salvador y como participantes con El para siempre de la salvación de todos los hombres, que constituirá su felicidad. Toda la historia se halla en camino, en tensión hacia ese término dichoso. Lo espera y lo prepara.

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Será una última manifestación del amor gratuito de Dios más allá de cuanto hayamos podido hacer y aun esperar. Al mismo tiempo, será el fruto de todo el esfuerzo, de toda la ofrenda, de toda la oración de la Virgen y de todos los santos. Entonces descubriremos que toda la historia es la progresiva manifestación de su misericordia infinita, la epifanía de Dios que es Amor, la irradiación de su gloria hasta los confines del mundo, y no sabremos sino cantar nuestro agradecimiento. Toda la historia del mundo aparecerá iluminada por su Rostro, embellecida por su gracia, y toda criatura proclamará a Jesús, Hijo del H o m bre, Creador y Salvador del mundo: «Cuando hayan sido sometidas a El todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a El todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» ( 1 Co 1 5 , 2 8 ) .

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Si hay un pequeño grupo de lectores que me haya seguido hasta aquí, creo oír entre ellos cierto murmullo: «En definitiva, ¿adonde quiere usted llegar? Semejante enseñanza, ¿no es una forma encubierta de suprimir el infierno y la libertad? Si esa es su intención, es preferible que lo diga claramente, será mucho más honesto». Seamos, pues, honestos y a la gran luz de la Palabra de Dios que nos revela su designio de salvación, proclamemos nuestra fe.

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¿Cree usted en el infierno? Vayamos directamente al corazón del problema. «Sí, creo en el infierno». Creo en el infierno porque esta dimensión del misterio del hombre y del misterio de Dios aparece clara y fuertemente afirmada por la Palabra de Dios, aunque no se haga con ese mismo término. No es que haya un versículo extraviado y dudoso del Evangelio en el que se anuncie el misterio de la reprobación, sino que son cincuenta pasajes terminantes y claros. Nada nos permite decir que no haya en ellos una enseñanza del mismo Cristo. Todo nos hace pensar, por el contrario, que es un misterio claramente cristiano. El Antiguo Testamento conoce el sheol, la existencia disminuida v confusa de los que se ven sepultados en las tinieblas de la muerte. Jesús revela la alegría del cielo para los que creen, las tinieblas y el fuego eterno para quienes se niegan a creer y a amar. Paradójicamente, se trata de un misterio cristiano. Este misterio, como el del cielo, no sólo forma parte de la fe, sino también de una cierta experiencia cristiana. Iba a decir, con el estilo de Andró Frossard: «El infierno existe, yo lo he encontrado». Para nosotros se da como un acercamiento del infierno en el encuentro de los extremos. Es cierto: en algunos, tenemos la sensación de una realidad dura e implacable. Hay personas que ya en esta vida parecen hundirse en el rechazo, en la amargura del mal. El odio, la crueldad, la violencia, el endurecimiento de la conciencia, la negación de Dios, el desprecio de los santos, el gusto

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por envilecer, pervertir y hacer sufrir, la postración en la noche de la desesperación, son realidades espantosas que experimentamos muchas veces en el mundo que nos rodea y ante las que a veces nos vemos como sobrecogidos de vértigo. El corazón del hombre es tan vasto que el universo entero inscribe en él su misterio y llevamos en nosotros mismos, al hilo de los días y de las horas y de nuestras propias opciones, la nostalgia del cielo o el presentimiento del infierno. Estas dimensiones, que son las del hombre, revelan toda su profundidad en el corazón de los santos. Estos se establecen fijamente en Dios y su amor inaugura en ellos la alegría del cielo. No obstante, por una extraña paradoja, por hallarse cerca de Dios, por amar apasionadamente a sus hermanos, sólo ellos miden lo que es el infierno y pueden sufrir la condenación sabiendo un poco lo que es; sólo ellos conocen la atroz miseria del pecado, ellos que saben ya qué amor rechaza ese pecado y de qué bienes nos priva. Son los únicos que conocen y, por decirlo así, experimentan la inmensa angustia de los condenados: ellos que se han acercado realmente a Dios. Por eso el infierno es un misterio cristiano. Es ante Cristo, en quien Dios se muestra y se da, donde se afirma el rechazo de Dios. Para terminar, únicamente Cristo conoce el atroz desamparo del pecador, porque El solo en verdad conoce a Dios. Sólo Cristo puede revelar al hombre lo que es el infierno. Esta revelación de la condenación, como misterio cristiano, no deja de tener un contenido ac-

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tual para la fe. T o d o el Evangelio nos es necesario. En consecuencia, este aspecto del misterio cristiano debe hoy día ser anunciado y meditado. Las palabras de Jesús son una luz para nuestra vida. A través de estas palabras y de estas imágenes, a través de El mismo que nos habla, se nos revelan para siempre el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro del hombre. ¿Podremos hablar de indiferencia de Dios ante el mal, la injusticia, el odio, las torturas que causan estragos en el mundo? Las palabras de Jesús sobre el juicio, la reprobación de los malos ricos, la condenación de los que se han negado a amar, nos revelan la violencia de Dios ante el mal del mundo, la potencia de su reacción y de su reprobación ante la injusticia y el odio. N o , Dios no es indiferente. No nos confundamos con su paciencia; su reacción será terrible, inevitable. ¿Quién podrá huir de la cólera de Dios? Esta catástrofe final está inscrita en la naturaleza misma de las cosas y del hombre: quien rechaza el amor rechaza la felicidad; quien se aparta de Dios se hunde en las tinieblas. El mundo vive en la ilusión, hay que rasgar el velo. El rechazo de Dios, el desprecio de los demás, el triunfo del egoísmo, la explotación de los pobres, jamás son «un buen negocio». A pesar de todas las apariencias, la peor catástrofe que puede sucederle al hombre es el pecado; la enfermedad más grave que puede afectarle es la falta de amor; el sufrimiento más atroz que puede torturarle es la aversión de Dios. El hombre lo ignora, pero hay que advertírselo. Estas realidades, que per te-

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necen al ámbito cristiano, son de tal modo desconocidas en un mundo en que Dios es olvidado y el hombre reducido a las dimensiones de producción y consumo, que necesitan más que nunca ser proclamadas. Son revelación de una dimensión teológica de la historia que está ya en marcha en el corazón de los hombres de este tiempo: ya están ahí los síntomas, hay que denunciar el mal; el fuego arde ya y es urgente gritar antes de que lo devore todo. Ese fuego es por sí mismo un fuego eterno, porque el hombre, dejado a sí mismo, es incapaz de extinguirlo; y cuando ha caído en él, es incapaz de salir. Como escribe el P. Urs von Balthasar: «Pertenece a la esencia de este castigo el que sea eterno "de derecho": es lo que expresan ya los himnos y los salmos cuando subrayan que el infierno es un iugar sin esperanza» ( 1 ) . Es como el reverso del misterio de la salvación. Porque no se puede entender la obra de Cristo, la salvación que El nos trae más que si algún día descubrimos hasta qué punto estábamos perdidos sin El. Hoy corremos el riesgo de desconocerlo y de ignorar, en consecuencia, a nuestro Salvador. A todos los que esperan la salvación de parte del hombre hay que revelarles que no existe salvación más que en Dios. Hay que ponderar bien lo perdidos que estábamos sin El, para comprender que verdaderamente estamos salvados por El.

(1) H. URS VON BALTHASAR, op. cit. en la nota 1 del cap. 9, p. 262.

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donde-no-hay-camino». En una palabra: Es Jesús mismo, El es ese Camino donde no hay camino. El infierno es el lugar donde no hay camino. Y ahí se revela Dios Señor de lo imposible. Por su Cruz, Jesús desciende a los infiernos para ser el Camino allí donde no hay camino. Con la revelación del infierno nos muestra el horror absoluto de Dios por el pecado y con su Cruz nos revela su infinita misericordia para con los pecadores. Bajando a los infiernos, Jesús quebrantó para siempre los poderes del mal mediante la fuerza de su Cruz. En el infierno no hay esperanza, pero el propio infierno está dentro de la esperanza. Dejad aquí toda esperanza, escribe Dante en el umbral del infierno, porque el condenado es incapaz de salir de él y ya no hay esperanza y amor para volverse a Dios y salir de allí. Esta desesperanza es la amargura más absoluta de la pena de los condenados. «¡Para siempre!». Pero el infierno está en la esperanza porque todo el universo, y el infierno mismo, están en la mano de Dios. En Jesucristo, el Creador se revela Salvador, y nosotros confiamos plenamente en El, en el sentido de que todo lo que ha sido creado por el don de su amor, será salvado por el perdón de su misericordia. Nada queda fuera de nuestra esperanza porque ésta es a la medida de Dios, que es sin medida. «Así —escribe el P. Urs von Balthasar—, este acto de esperanza queda abierto a toda verdad, no fijando de antemano, ni de un lado ni de otro,

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el juicio del Señor; no estableciendo en ninguna parte a priori una imposibilidad de principio, como por ejemplo que ningún hombre pueda perderse o que hay quienes ciertamente se pierden» ( 4 ) . Todo concluye para nosotros en un acto de total abandono que pone en las manos de Dios nuestra entera existencia y la de nuestros hermanos en medio de una total confianza, simplemente porque El es bueno. Esta misma confianza es uno de los resortes de la salvación universal que será la revelación última de la omnipotencia de Dios en medio de su demasiado grande amor hacia nosotros.

¿Qué hace usted de la libertad humana? Hay quienes han pensado que el infierno era la garantía de la libertad del hombre. «La libertad de amar u odiar a Dios es el último don de Dios que nadie puede quitarle al hombre» ( 5 ) . « D o n de estoy yo está mi voluntad libre y donde está mi voluntad libre está en potencia el infierno absoluto y eterno» ( 6 ) . «El infierno no es más que la horrible garantía de la libertad humana. Los hombres no son verdaderamente libres frente al Creador más que si Dios les ha dado el poder de negarle eternamente su amor» ( 7 ) .

(4) Von BALTHASAR, op. cit., p. 278. (5) Cheik AMIDOU KANE, L'aventure ambigüe, Julliard, p. 137. (6) MARCEL JOUHANDEAU, Algebre des valeurs morales, p. 229. (7) MICHEL CARROUGES, L'enfer, Cerf, París, p. 70.

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¿Qué clase de libertad es, pues, ésta que necesita para existir «la horrible garantía del infiern o » ? ¿Es cierto que no somos libres frente al Creador más que en la medida en que nos fuera «dado» decirle « n o » y negarle nuestro amor para siempre? Como si el hombre fuese tanto más libre cuanto fuera más capaz de escapar a la gracia y volver la espalda a D i o s . . . Eso es definir la luz por la sombra que proyecta sobre el suelo. Nosotros no podremos dilucidar la plena conciliación entre la libertad y la acción de Dios más que cuando tengamos una clara visión de Dios mismo y de su acción en nosotros. Mientras no nos encontremos en visión, continúa siendo para nosotros un misterio. Ello no quiere decir absurdo o insignificancia. Dios, por el contrario, centro de luz y fuente de significado, nos concede entrar en este misterio por la fe y vivirlo en el amor. Nuestra primera certeza es la absoluta soberanía y libertad de Dios. El es quien realiza todo en todos. Nada escapa a la acción creadora de Dios. Esta acción nos sobrepasa, va más allá de cuanto podemos concebir o desear. Dicha certeza es alegría y esperanza, fuente de acción de gracias: «A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos» (Ef 3 , 2 0 ) . El es quien «opera en nosotros el querer y el hacer», «según el previo designio del que realiza

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todo conforme a la decisión de su voluntad» (Ef 1,11). Y también: «Usa de misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere» ( R m 9 , 1 8 ) , cosa que, en referencia al Éxodo, significa sencillamente el poder absoluto de Dios sobre el hombre y sobre la creación entera. La ilusión está en pensar que esta omnipotencia de Dios se oponga a la libertad del hombre, siendo así que es su fuente. El nos hace libres. Nuestra libertad no queda aplastada bajo la poderosa acción de Dios que nos crea, o de Jesús que nos salva, sino que se afirma y se despliega en la irradiación de la gracia. Aun si nos apartamos de El, El tiene el poder de volver a llamarnos a sí, no sustituyendo nuestro querer por su poder, sino renovando nuestra libertad con la acción de su gracia. Es el poder de su amor el que nos llama y nos hace libres. La acción creadora de Dios en el hombre y la acción salvífica de la gracia en su corazón, lejos de anular su libertad cuando se le concede el don de convertirse al bien, la crean y la llevan a cumplimiento en El. La oposición gracia-libertad es un fantasma nocturno que desaparece en cuanto sale el sol del día de Dios. N o , el novio no obliga a su novia a amarle, pero, ¿quién puede impedir a su amor despertar en ella la libertad de amar? Dios está presente en el infierno porque los condenados mismos siguen siendo criaturas de Dios y Dios está presente en todas partes donde crea. Está presente para siempre para mantener en la existencia a quien se opone a El, y sufre por ello. Pero el Nombre de Dios Creador nos es revé-

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lado en Cristo: se llama Jesús, Dios-salva. La libertad del condenado es incapaz de volverse por sí misma hacia Dios, porque el infierno está en él mismo, sin salida. Pero la libertad de Dios que está presente en el infierno, ¿es capaz de actuar allí como Salvador? Dios que crea el ser, ¿puede en el interior del ser, por ese lazo que le religa a su criatura, recrear en el interior de ella una libertad nueva? Nadie puede responder en su lugar: «Sus juicios son insondables y sus caminos impenetrables. En efecto, ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor? ¿Quién ha sido su consejero?» (Rm 12,34). «Dios hace misericordia a quien quiere» ( R m 9 , 1 8 ) . ¿Hasta dónde se extenderá esta misericordia? ¿Existe un límite que no pueda o no qiuera franquear? ¿Una barrera que le detenga? ¿Existe algún corazón humano tan duro, tan impenetrable como para negar siempre y sin fin todas las iniciativas de Dios y las intercesiones de los santos? Es el secreto de Dios. El secreto de su Amor. Lo que sé es que si Dios un día perdona, renueva, transforma «hasta el corazón de sus enemigos», no será forzando su libertad, sino restaurándola y realizándola en ellos para siempre. ¿Qué hace usted de la justicia de Dios? El juicio de Dios es una obra de justicia. Da a cada uno según sus obras. La justicia, tantas veces zaherida en las sociedades humanas, será por fin restablecida en el Reino de Dios. A los justos, que han hecho el bien, la felicidad eterna; a los impíos,

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que han hecho el mal, la desgracia eterna: «E irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna» ( M t 2 5 , 4 6 ) . La condenación de los pecadores es obra de la justicia divina. Es el pecador quien lo ha querido, no se le puede sacar de allí sin menoscabar la justicia de Dios. ¿Qué justicia? Podemos preguntarnos si una concepción así de la justicia, como «retribución equitativa», a cada uno según sus obras, no es la proyección en Dios de nuestras categorías humanas. No esa ésa la justicia de Dios, tal como nos ha sido revelada en la Escritura. ¿Qué es, entonces, la justicia de Dios? El profeta Isaías nos habla más de veinte veces de esa Justicia de Dios. Pero en El no es lo que nosotros pensamos. «Más que el reparto equitativo que asegura la justicia distributiva, esta justicia aparece como la misericordiosa fidelidad conforme a la cual Dios mantiene sus promesas de salvación; tanto es así, que justicia y salvación prácticamente se identifican» ( 8 ) . « Q u e se abra la tierra, que brote la salvación y que germine al mismo tiempo la justicia» (Is 4 5 , 8 ) . « N o hay otro Dios fuera de mí. Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí» ( I s 4 5 , 2 1 ) . « M i justicia se acerca y mi salvación no tardará» (Is 4 6 , 1 3 ) . Sí, nuestro Dios es un Dios justo y fuerte: «Reinará sobre el trono de David, al que establecerá y afirmará sobre el derecho y la justicia» (Is (8) Traduction Oecuménique de la Bible, Anclen Testament, «Introduction a Issa'ie», p. 739.

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9 , 6 ) . Pero su justicia es misericordia: «Su justicia consiste en conceder gracia» ( 9 ) . «Se levantará Yahvé para manifestarnos su misericordia, porque el Señor es un Dios justo; ¡dichosos todos los que esperan en E l ! » (Is 3 0 , 1 8 ) . Esta justicia de Dios desconcierta al hombre. No está en proporción al trabajo y a las obras del hombre, sino que es la manifestación de la gratuidad de Dios y de su amor. Extraña justicia, que llena de indignación a los que han estado trabajando toda la jornada y ven a los obreros de la hora undécima cobrar el mismo salario que ellos. Protestan, pero el dueño de la viña les replica: « ¿ E s que no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿ O va a ser tu ojo malo porque yo soy b u e n o ? » (Mt 20,15). En la historia de los hombres, la justicia de Dios es la manifestación de su bondad, de su gratuidad, de su misericordia infinita. En ella se revela Dios como es: El es caridad, ágape, amor gratuito. Su Nombre es Jesús: el que salva. El propio Cristo es la revelación última de esta justicia de Dios que es salvación del hombre y don de sí. Sin embargo, es cierto que esta bondad misericordiosa no suprime el juicio, sino que lo transforma. Dios es equitativo. El pecado es un mal, un mal que lleva en sí la semilla de las desgracias más terribles, de la muerte y de un sufrimiento sin fin. Esa es la luz que Dios nos da sobre le pecado, mediante la revelación del infierno. Pero la justicia de Dios, que no forma sino una única cosa (9) Ibid., «Issa'ie», 30, 18; nota s.

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con su amor, abarca con una misma mirada el mal del pecado y la miseria del pecador. He aquí el trono en que se sienta el Rey. El tribunal en que Dios juzga al mundo es la Cruz de Cristo. Los teólogos acusan a los pecadores: Su falta no tiene medida porque el ofendido es de una majestad infinita. La pena ha de ser proporcionada a la falta y, por lo tanto, sin medida, eterna. Jesús dice: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Le 2 3 , 3 4 ) . Las palabras de Jesús en la Cruz tienen un alcance universal. Desde luego que se trata de verdugos, pero esos verdugos son todos los pecadores cuyos crímenes son la causa de su muerte. ¡Qué buen abogado para ellos! Sí, la falta humana es inmensa, puesto que clava en la Cruz al Hijo de Dios. Pero no son culpables más que de lo que han querido; y no han querido lo que no han conocido. No saben. Es en parte su falta y en parte su excusa. Jesús atiende a la excusa. En su bondad, realiza El mismo, hasta el fin, lo que nos dijo que hagamos: «Perdonad a vuestros enemigos y seréis perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.» Si Dios perdona, ¿quién condenará? Si Jesús, víctima inocente, aboga por sus verdugos ante Dios, ¿quién volverá a entablar proceso contra ellos? ¡Eso es justicia! Justicia de Dios: su bondad que perdona; y, al mismo tiempo, equidad de Dios, porque sabe lo que hay en el hombre y que su pecado es el fruto amargo de su miseria y de su ignorancia. La supre-

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ma expresión de la justicia de Dios es su misericordia con los pecadores. San Pablo resume este misterio de justicia y de amor con estas palabras sorprendentes: «Si le negamos, también El nos negará; si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,12-13). La misericordia de Dios es su fidelidad: El no puede negarse a sí mismo. Permanece fiel a su criatura infiel: el Creador se vuelve Salvador. El paralelismo de estiquios queda roto: la lógica de la justicia se rompe ante el amor del Salvador.

¿Se salvarán todos? Oigo a alguien decir: « E n último término, lo que usted nos propone como línea de reflexión y de interpretación de las Escrituras, ¿no es una vuelta encubierta a la teoría de Orígenes conocida con el nombre de apocatástasis? El anunciaba la restauración final en la unidad de todas las criaturas, aun las condenadas y los demonios purificados por el fuego, dentro de la amistad de Dios. El origenismo fue condenado ya en 543 por el Sínodo de Constantinopla; es inútil volver a él. Responda, pues, claramente a esta pregunta: ¿Cree usted que todos serán salvados?» Pregunta fundamental, en efecto. Afortunadamente, se le plantearon ya al mismo Señor Jesús de diversas formas. No poseemos otra certeza más que la que nos viene dada en su enseñanza, ni otra esperanza que la luz que El nos da.

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La pregunta se plantea primero de esta forma: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Le 1 3 , 2 3 ) . Es la cuestión que nos ocupa, la del número de los elegidos: ¿ T o d o s ? , ¿un pequeño número?, ¿muchos? La pregunta viene referida en el marco de un capítulo que empieza por una llamada a la conversión y que prosigue con el anuncio del crecimiento del Reino, comparable a un grano de mostaza o a un puñado de levadura, «que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Le 1 3 , 2 1 ) . ¿Es el anuncio de la salvación universal? ¿Se salvarán, por fin, todos o sólo unos pocos? Jesús responde: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estáis fuera a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os responderá: No sé de dónde sois» (Le 13,23-25). Esta advertencia empalma con la de Mateo: « ¡ Q u é estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran» ( M t 7 , 1 4 ) . La pregunta de la apertura de la salvación a todos se plantea de nuevo un poco más adelante, en el momento en que el joven rico rehusa abandonarlo todo para seguir a Jesús, porque tenía muchos bienes. «Jesús dijo: ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios. Los que lo oyeron, dijeron: Pues, ¿quién se

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podrá salvar? Respondió: Lo imposible para los hombres es posible para D i o s » (Le 1 8 , 2 4 - 2 6 ) . Respetemos la enseñanza del Señor. El es quien ha dicho: « ¡ Q u é estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la V i d a ! . . . » ( M t 7 , 1 4 ) , y el que dice t a m b i é n : « Y o soy la puerta...» (Jn 1 0 , 7 ) . El es quien ha dicho: « ¡ Q u é angosto es el camino y qué pocos los que lo encuentran!», y el que dice también: «Cuando vo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia M í » (Jn 1 2 , 3 2 ) . El es quien ha dicho: «Entonces, el dueño os dirá: Apartaos de mí todos los que hacéis el mal» (Le 1 3 , 2 7 ) , y el que dice también: «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El» (Jn 3 , 1 7 ) . Es aquel de quien Pablo escribe a Timoteo: «...Nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a la verdad... El que se entregó a sí mismo como rescate por todos» ( 1 Tim 2 , 4 - 6 ) . El lenguaje de Jesús es el de los profetas. La aparente contradicción es de todos los profetas. No hay profetas de la amenaza que anuncien castigos y profetas de la promesa que anuncien la salvación. Todos, impulsados por un mismo movimiento que es el del Espíritu, anuncian terribles castigos que van a abatirse sobre el Pueblo de Dios si no se convierte, y todos renuevan la promesa de un Salvador, el anuncio de un restablecimiento maravilloso y de una extraordinaria extensión del Reino de Dios. Hay que entender el lenguaje de Jesús como perteneciente al de los profetas. Amenazas y pro-

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mesas son la expresión del mismo amor. Amor apasionado de Dios por su Pueblo, que le pone en guardia contra todas las calamidades que le abrumarán si se aleja de su D i o s ; amor fiel que no le abandonará y que, finalmente, le recogerá si vuelve a El. Amor que llama a la conversión y promete su perdón: Dios que llama a sí y anuncia su salvación. El mensaje de Jesús es pedagogía de salvación. El no vino a revelarnos datos históricos del pasado o del futuro para satisfacer nuestra curiosidad. Vino para recordarnos la urgencia de la salvación. «A la pregunta de si habrá pocos que se salven, Jesús no responde directamente; responde a su manera, con una llamada a la conversión: «Esforzaos por entrar por la vía estrecha.» Respetemos esta pedagogía, aceptemos esta incertidumbre. Nos viene bien. Nos moviliza para el esfuerzo de la conversión y del apostolado. Si nos preguntan: «¿Se salvarán todos?», responderemos conforme al Evangelio: «No lo sé». «No lo sé» quiere decir, en primer lugar: «No tengo ninguna certeza de que todos acaben salvándose». El amor de Cristo aspira a atraer a todos los hombres hacia sí; por eso sube a la Cruz y baja hasta el fondo del infierno. Pero aun a este amor perfecto y a este sacrificio perfecto alguien puede —quién o cuántos, se ignora— responder con un rechazo aun en el plano eterno y decir: «Yo no quiero». Esta temible posibilidad de la libertad, que la Iglesia conoce bien, es la que ha llevado a rechazar la doctrina de los origenistas» (10).

(10) SOPRONIO, op. cit, p. 105.

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La diferencia radical de nuestra proposición con la de los origenistas es que Orígenes anunciaba la salvación al término de un ciclo de purificaciones e iluminaciones inspirados por una filosofía neo-platónica; nosotros, en cambio, esperamos la salvación de todos de la misericordia infinita de Dios, manifestada en Jesucristo. ¿Se salvarán todos? Podemos responder con San Agustín: «Entendamos bien que Cristo libera y salva a todos los que El quiere» ( 1 1 ) . ¿Se salvarán todos? « N o lo sé». Esto quiere también decir que yo no tengo ninguna certeza de que no se salven todos. Toda la Escritura está llena del anuncio de una salvación que alcanza a todos los hombres, de un Salvador que reúne y reconcilia a todo el universo. Esto basta para que esperar la salvación de todos no esté en contradicción con la Palabra de Dios. Esa es la verdad del Evangelio. Nos queda suficiente incertidumbre sobre la salvación de todos para temer; tenemos suficiente luz para esperar. Este temor saludable ante la posibilidad de la condenación nos inspira la vigilancia, nos llama a la conversión y al compromiso apostólico. Pero al mismo tiempo, esta luz que nos permite esperar la salvación de todos, nos llena de una indecible alegría. Esta esperanza no es desmovilizadora. Al contrario, si la salvación de todos estuviera asegurada desde ahora, podríamos vernos tentados de abanan SAN AGUSTÍN, Ep. 164, 14; PL 33, 715. A propósito de la bajada a los infiernos: «Recte intelligitur salvisse et liberasse qui voluit».

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dono. Si la condenación de muchos estuviera ya anunciada, podríamos vernos tentados de desaliento. Esta incertidumbre y esta esperanza respetan la densidad dramática de nuestra existencia histórica. La pedagogía de la Iglesia se apoya en esta esperanza: «La Iglesia —escribe Olivier Clément—- ha condenado la certeza origenista de una salvación universal, que sería, en definitiva, automática y necesaria. Pero ha preservado la esperanza de una salvación universal y, en su más alta espiritualidad, la ha convertido en compasión universal y en plegaria para que todos ios hombres se salven» (12). Así, la esperanza de la salvación de todos es una dimensión de la vida de la Iglesia, una orientación viva en su tradición: «En Oriente —escribe el P. Urs von Balthasar—, Clemente, Orígenes, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, mantienen una certeza de fe, oculta, de que la gracia tendrá piedad de todos. Esta esperanza griega vive en Rusia bajo una forma más profundamente enraizada aún: se funda en la conciencia de la solidaridad entre tnrW

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