Lloyd-Jones, Hugh (Ed.) - Los Griegos

April 26, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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Hugh Lloyd-Jones (ed.) - Los griegos Todos los capítulos de este libro —salvo los escritos por el Profesor...

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LOS G R I E G O S

HUGH LLOYD-JONES (ed.)

S GRIEGOS

& EDITORIAL GREDOS MADRID

HUGH LLOYD-JONES (ed.)

LOS G R I E G O S

LOS

GRIEGOS

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA GREDOS I. MANUALES, 2

O

EDITORIAL GREDOS, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1984, para la versión española.

Título original: The Greeks, C. A. Watts & Co. Ltd., London, 1962. Versión española de J. C. C ayol

de

B ethencourt .

enero de 1966. 1.a Reimpresión, mayo de 1974. 2.a Reimpresión, marzo de 1984.

P rim era e d ic ió n ,

Depósito Legal: M. 7357 - 1984.

ISBN 84-249-2803-2. Impreso en España. Printed in Spain. Gráfíca5 Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1984.— 5727.

INTRODUCCIÓN

Todos los capítulos de este libro —salvo los escritos por el Profesor Andrewes y por el Sr. Huxley— proceden de una serie de charlas que, bajo el título general de Los griegos, fueron radiadas por la “Cadena III” de la B. B. C. y publi­ cadas en The Listener entre el 19 de enero y el 16 de marzo de 1961. Dentro de esa serie, la charla dedicada a El desarro­ llo de la “polis” corrió a cargo del Sr. M. I. Finley, pero no ha sido posible incluirla en nuestro volumen porque dicho señor prepara actualmente un libro sobre el tema. En vista de ello el Prof. Andrewes se ha prestado a entregamos un nuevo capítulo acerca del mismo asunto que la charla radio­ fónica del Sr. Finley, aunque de doble extensión. En cuanto al capítulo del Sr. Huxley titulado Matemáticas y astrono­ mía griegas, ha sido escrito exprofeso para nuestro libro. De los otros colaboradores, varios han revisado y ampliado sus contribuciones, entre ellos el Prof. Robertson, cuya charla ha ganado mucho en extensión y desarrollo. Cuantos colaboran en este libro son investigadores profe­ sionales que se afanan sin descanso por ensanchar nuestros conocimientos acerca de sus respectivos campos. Hasta aho­ ra, pues, apenas han tenido tiempo para exponer al gran

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público el resultado de sus investigaciones. El cúmulo de ma­ teriales que ha de dominar hoy el investigador activo es enorme, y así resulta que, entre tantas traducciones e inter* pretaciones de los clásicos como actualmente se publican, sólo una parte relativamente pequeña se debe a los especialistas. Cosa, sin duda, muy de lamentar. En Inglaterra los estudios clásicos han sufrido mucho en los tiempos modernos, pues sus intérpretes seguían aferrados a prejuicios y actitudes caducas, preguntándose por cuestio­ nes muertas cuando era hora de formularse otras nuevas. Ahora empieza a ponerse remedio a este estado de cosas, aunque todavía queden motivos indudables de escándalo. Así, creo que esa concepción de la tragedia griega que fomentan los manuales de más éxito sigue viciada por la inconsciente infiltración de ideas muy cristianas y modernas. Y ahora ha surgido una nueva escuela de traductores e intérpretes que está haciendo mucho por reavivar el interés general por la antigüedad a base de reconsiderarla desde un punto de vista actual. El riesgo que corren estos modernos intérpretes de los clásicos viene a ser el mismo que corrían los de viejo cuño: proyectar demasiado su propio mundo y tiempo en la des­ cripción del antiguo. Observemos, en primer lugar, la índole de las traducciones que se ofrecen hoy al público. La nueva escuela reacciona fuertemente contra la seudoarcaización de que adolecían sus antecesores. Vierte a los poetas griegos en una prosa ágil y animada pero un tanto ramplona, que pare­ ce calculada para atraerse a los amantes de géneros tan po­ pulares como las novelas policíacas o históricas. Hoy se pue­ de conseguir un gran éxito editorial con una traducción de Homero amañada según ese patrón, sin que el desprevenido lector sospeche que el original de la misma es un poema, una

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obra cuyo estilo y dicción nada serían de no ser poéticos. Y hasta cuando quien traduce a Homero es un distinguido poeta inglés, vuelve a damos una versión del mismo jaez, en triste contraste con las excelentes versiones poéticas que ahora se escriben en Norteamérica. Como han hecho ver el Prof. Richmond Lattimore y sus discípulos, la lengua poéti­ ca moderna ofrece inestimables posibilidades al traductor de los clásicos. En tiempos pasados la hegemonía de la rima en el verso inglés limitaba muchísimo a los traductores en verso para dar una idea de lo que realmente era la poesía cuantitaAhora, quebrada esa hegemonía, queda abierto el ca­ mino a un nuevo estilo de traducción. Este hecho lo han visto con más claridad en los Estados Unidos que en nuestro país. La mayoría de las traducciones inglesas modernas tratan de acercar la literatura clásica al lector suavizando sus aspec­ tos heroicos y poéticos, como si se buscase simplemente una mina de argumentos apasionantes o de tratados político-morales. Igualmente, muchos intérpretes modernos se com­ placen erróneamente en pintar a los griegos más parecidos a nosotros de lo que en realidad fueron. Y hasta se da el caso de que en las revistas literarias se alabe a cualquier librillo petulante y contrahecho sobre un poeta antiguo, pese a lo absurdo de su documentación y gusto, no más que por esa impresión de “estar al día” que le da invocar ciertos nom­ bres de moda, y porque el ropaje seudomodemo con que se reviste el tema agrada más a algunos lectores que el serio esfuerzo por comprenderlo. Por desgracia no puede decirse que los investigadores de verdad sean inmunes a esta clase de errores; además, suelen resultar un tanto secos y prosaicos en sus exposiciones (como se apresuran a señalar los críticos del linaje citado). Pero hay que añadir también, en su honor, que por lo general

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saben guardarse de confundir el presente con el pasado mor jor que los otros intérpretes. Dedican su vida, al menos ideal­ mente, a entender la antigüedad tal como fue, no como les gustaría que hubiera sido. Al recorrer los capítulos de este libro me he preguntado en qué se distingue de aquellos que había a mano cuando em­ pecé a interesarme por el tema. William James dividía a los filósofos en dos grupos: los de espíritu fuerte y los de espí­ ritu blando. De espíritu blando fueron casi todos los filólo­ gos clásicos del primer cuarto de este siglo, y también los filósofos. Hoy mismo lo son algunos de sus sucesores. En cambio, los colaboradores de este volumen me parecen espí­ ritus decididamente fuertes, a excepción quizá del Prof. Arms­ trong. Unos ejemplos lo aclararán. Nuestros antecesores cla­ maban al cielo, horrorizados, al enfrentarse con el Imperio ateniense, que a su juicio degeneró en brutal tiranía merece­ dora de la destrucción total. Nadie podrá acusar al Prof. Jo­ nes de simpatizar con la tiranía; sin embargo, ¡cuánto más tolerante con Atenas resulta no sólo en estas páginas, sino en su importante estudio sobre la democracia ateniense! Los escritores de la última generación —entre ellos autoridad tan eminente como el extinto Sir William Tam— pintaron a Ale­ jandro con colores y tintas románticas. No es de extrañar que las apreciaciones del Dr. Badian, más realistas, hayan movi­ do a algunos respetables y escandalizados señores a enviar cartas de protesta a The Listener. Bien está que el presente libro incluya un capítulo (el del Prof. Armstrong) donde se presentan con simpatía los caracteres menos actuales hoy de la filosofía griega, pero es más sintomática de la corriente general la dura crítica a que el Sr. Kirk somete la actitud de Platón ante la ciencia y la tecnología.

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Nuestros antecesores tendían a idealizar en exceso a los griegos; nosotros hemos seguido el camino opuesto. Acaso vayamos demasiado lejos a veces, pero nuestra tendencia es menos peligrosa. Lo que caracterizó a los griegos, sobre todo cuando estaban en la cima de su esplendor, no fue la blan­ dura, sino la fortaleza de espíritu; y por eso otros espíritus fuertes les entenderán probablemente mejor. El lector de este volumen no podrá menos de advertir que cuanto más despia­ dada y realista sea la mirada con que nos acerquemos a los griegos, más claramente comprenderemos su grandeza y lo mucho que todavía puede aprovecharnos el estudio de sus obras. H ugh L loyd -J ones

Christ Church, Oxford, 7 de agosto de 1961.

I EL MUNDO HOMÉRICO Por D enys P age

Según los estatutos de la Universidad de Oxford, la his­ toria de Grecia comienza en el año 776 a. C. Significa esto que sabemos muchísimas cosas acerca de lo ocurrido desde entonces y que, hasta fechas muy recientes, sabíamos poquí­ simo acerca de los mil o mil doscientos años anteriores. En la época de nuestros abuelos nos habrían dicho que de ese gran lapso de tiempo —pongamos del año 2000 al 800 a. C.— apenas se tienen más noticias que las que dan los poe­ mas de Homero, y eso —nos habrían advertido— no es his­ toria. En efecto, todo lo que nuestros abuelos sabían era lo que sabían o creían saber los mismos griegos, que ha llegado hasta nosotros por obra de la tradición escrita. Todo este panorama ha cambiado radicalmente con los descubrim ientos de la arqueología moderna. En la actualidad lo que nos preocupa no es encontrar algo que decir sobre la historia de la Grecia prehomérica, sino cuánto tendremos que dejar en el tintero. Un resumen escueto de lo más sobresa­ liente podría ser éste:

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Hacia el año 2000 ó 1900 a. C., Grecia fue invadida y ocu­ pada con carácter permanente por un pueblo nuevo: los pri­ meros hombres de habla griega. Tras unos siglos de convi­ vencia y, sin duda, de mezclarse con los indígenas, estos griegos invasores sufrieron el influjo fascinante de la Creta minoica y al fundirse las culturas de ambos pueblos se pro­ dujo uno de los más brillantes períodos de toda la civiliza­ ción griega: el período micénico, con su floración arquitec­ tónica y artística en general, con su expansión comercial y su organización política. En el siglo xii, y de un modo bastante súbito y misterioso, los pueblos micénicos desaparecen de la escena; a partir de entonces todo es bruma y tinieblas du­ rante cuatrocientos años más o menos, hasta el establecimien­ to de los juegos olímpicos en el 776 a. C. Por entonces los mismos griegos no conocían nada de su pasado, salvo que gran cantidad de poemas épicos habían sobrevivido, y ése era casi el único testimonio que conservaban de su historia. Volviendo la vista atrás, es fácil ir jalonando el camino que tanto nos ha enseñado en tan poco tiempo. El primer paso fue el descubrimiento de las nueve ciudades de Troya realizado por Schliemann a partir de 1870, y el descubrimien­ to posterior, debido a Biegen desde 1930, de que una de esas ciudades, la séptima, había sido sitiada y destruida hacia la época de la guerra de Troya cantada por Homero. Luego las excavaciones llegaron (también por obra de Schliemann en los años del 1870) hasta los grandes palacios de Micenas y Tirinto, en la Grecia continental. Fue nuestra primera ima­ gen de un período prehistórico griego y de aquellos hom­ bres —artistas, prósperos, emprendedores— a los que lla­ mamos micénicos, la clase rectora de Grecia desde 1600 a 1200 a. C. El jalón siguiente nos lleva aún más atrás, al mundo minoico de Creta, resucitado gracias a los esfuerzos

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de Sir Arthur Evans. Se revelaba así una esplendorosa civi­ lización, una de las más grandes culturas del mundo antiguo, que tanto en lo material como en lo espiritual actuó con primerísima fuerza en el moldeamiento del carácter de los grie­ gos micénicos. Estos grandes descubrimientos han hecho posible escribir un nuevo capítulo, y aun un libro entero, sobre la historia de Grecia. Pero durante cierto tiempo todo ello tuvo un ca­ rácter puramente arqueológico, fue cuestión de inferencia —correcta en líneas generales— sacada de la multitud de ob­ jetos de toda especie removidos por los excavadores. De la escritura no podía decirse nada: ni en Troya ni en Grecia se había encontrado ningún escrito, y lo encontrado en Creta no se podía leer. Esta laguna quedó cubierta, hasta cierto punto, por los dos acontecimientos decisivos que siguieron. A partir de 1906 se fueron hallando en las excavaciones de la capital del imperio hitita, en el corazón de Asia Menor, hasta diez mil tablillas contemporáneas del período micénico. El desciframiento de su escritura vino a llenar un gran vacío respecto al mundo civilizado de ese período. Pocos son —menos de dos docenas— los documentos que se refieren a los griegos, pero por feliz azar nos dan precisamente lo que más deseábamos: cierta luz sobre el estado de cosas exis­ tente en el Asia Menor occidental, incluyendo la vecina Tro­ ya, en la época del legendario sitio, que las excavaciones de Biegen han demostrado que existió de verdad. Finalmente, en 1939 aparecieron en el palacio de Pilos, en la Grecia con­ tinental, unas seiscientas tablillas de yeso con inscripciones del mismo tipo que lo que habíamos pensado que era una escritura minoico-cretense (la llamada “lineal B”)· En 1952 Michael Ventris logró demostrar que esas tablillas están es-

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critas en lengua griega, descubrimiento que ha hecho posible leer gran parte de lo contenido en ellas. Los hechos citados son los de más bulto. No hay que de­ cir que ha habido otros muchísimos descubrimientos impor­ tantes acerca de todo el mundo griego. Podemos afirmar que hoy sabemos bastante más de ese mundo que lo que sabían Pericles o Platón, pongamos por caso. Y en lo que toca a los poem as hom éricos, tenemos muchos más elementos de juicio para distinguir lo que hay en ellos de real y de ficti­ cio. A algunos les parecerá demasiado profesoral y pedan­ tesca esta manera de encararse con la Iliada y la Odisea: se trata de poesía, no de historia, dirán. Pero lo cierto es que para los mismos griegos la Ilíada debía gran parte de su in­ terés y autoridad al hecho de que en ella veían el reflejo con­ creto de su historia patria. Hoy mismo es imposible apreciar sus valores artísticos o entenderla bien sin dejar zanjada esta cuestión. Durante más de dos mil quinientos años la Ilíada y la Odisea han sido leídas por infinidad de generaciones y actual­ mente siguen leyéndose. Ni una sola época ha dejado de es­ timarlas entre las más altas creaciones del arte y la fantasía. Al llegar aquí, me encuentro con una gran dificultad, pues el lector estará esperando, supongo, que le explique el cómo y el porqué de ese hecho, cuáles son las cualidades que hacen a Homero tan grande entre los pocos grandes autores que han existido. Pues bien, ni puedo explicarlo, ni nadie lo ha explicado, que yo sepa. Las apreciaciones artísticas, tanto en este como en otros campos, sólo tienen validez dentro de la experiencia personal. Todo comentario resulta inútil para quien no conozca directamente los poemas, y aun después de conocidos carece de interés en buena parte. Se podría decir, sin faltar a la verdad, que el griego homérico, lo mismo que

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el inglés isabelino, ya es de suyo un idioma hermosísimo. Cabe añadir que aunque los personajes de dichos poemas estén muy lejos de nosotros en bastantes aspectos, y su ma­ nera de pensar y su fondo material sean totalmente distintos de los nuestros, Homero posee el don de hablarnos saltando las barreras del tiempo y el espacio. Ese singular don de expresión y de fantasía ha causado la misma impresión directa en todo hombre y en todo lugar. Es cosa, en gran parte, de poder descriptivo, cualidad en que pocos o ningún escritor han aventajado a Homero. Porque describa lo que describa —sucesos, cosas, emociones—, es vivido, sencillo, natural. La verdad que respira hace que le sintamos tan nuestro en el ambiente actual como lo era de Agamenón en el suyo. Dudo mucho de poder transmitir algo de esto en una tra­ ducción, pero voy a dar un ejemplo del arte descriptivo de Homero a propósito de un tema humilde, trivial si se quiere. Ulises regresa a su hogar después de veinte años y Argos, su perro predilecto, muere al ver a su amo. Tal es la situación aquí recogida. Pero antes habla Ulises con uno de sus anti­ guos servidores, Eumeo, que aún no le ha reconocido. Veámoslo todo en una traducción exactamente literal: “Mientras ellos conversaban, un perro que allí yacía en­ derezó las orejas y levantó la cabeza. Era Argos, a quien Uli­ ses mismo había criado, aunque tuvo que marcharse a Tro­ ya antes de que el animal pudiera serle de utilidad. Hubo un tiempo en que los jóvenes lo habían azuzado contra las ca­ bras montaraces y los gamos y las liebres, mas ahora estaba allí echado y nadie se cuidaba de él, por encontrarse tan le­ jos su amo. Allí yacía frente a la puerta, en un montón de estiércol, lleno de bichos. Sin embargo, conoció a Ulises en el momento de acercársele éste y movió el rabo y humilló las

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orejas y trató de aproximarse a sii amo, pero no pudo andar tanto. Y Ulises desvió la mirada y se limpió una lágrima para que Eumeo no lo notase y se apresuró a decir: “ ¿Cómo pueden dejar a un perro así echado en el estiércol, un perro tan fino como éste? Aunque ciertamente no sé si es tan ve­ loz como parece o si es uno de esos perrillos que se tienen de adorno en las casas”. Eumeo replicó: “Ay, ese perro tu­ vo un dueño en otros tiempos, pero el dueño murió en tie­ rras remotas. Me gustaría que hubieras visto cómo era y las cosas que sabía hacer cuando Ulises lo dejó y se fue a Tro­ ya. Te hubieses asombrado de ver su rapidez y su fuerza. Nunca hubo un animal montaraz que pudiera escapar a su persecución ni en el más espeso matorral: tan buen rastrea­ dor era. Pero ahora le han llegado los malos días. Su amo ha muerto lejos de casa y las mujeres no se cuidan del pobrecillo. Cuando el amo no está presente para dar órdenes, los sirvientes no se molestan en hacer el trabajo que deben” ... Dicho esto, Eumeo pasó al interior y atravesó el vestíbulo, entre los pretendientes. Pero la oscuridad de la muerte envol­ vió al perro Argos al volver a ver a Ulises tras veinte años de ausencia”. En Homero lo decisivo es la poesía. Que sus historias sean verdaderas o inventadas, en nada afecta a la vida que rebosan. Polifemo, el gigante de un solo ojo, y la ninfa Calipso son héroes o heroínas tan vivos como Aquiles y Andrómaca. Sin embargo, entre la Ilíada y la Odisea hay una notable di­ ferencia. El argumento de la Odisea, con los diez años de pe­ regrinación de Ulises desde el sitio de Troya hasta la vuelta a su hogar de Itaca, es pura ficción desde el principio al fin. Pero lo que la Ilíada se propone describir son episodios del sitio mismo y nadie puede leerlos sin comprender que se tra-

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ta de un poema fundamentalmente histórico. Los pormeno­ res quizá sean muy fantásticos, mas el fondo sustancial y los personajes, al menos los principales, son reales, auténticos. Los propios griegos lo daban por sentado. No tenían la menor duda de que hubo una guerra de Troya, ni de que existieron realmente Príamo, Héctor, Aquiles y Ayax, los cuales hicieron más o menos lo que Homero dice. Aunque la civilización material y el fondo político-social pintados en los poemas en nada se pareciesen a lo que conocían o recor­ daban de los tiempos históricos, los griegos los estimaban como retrato verídico de la Grecia micénica, hacia el 1200 a. C., cuando ocurrió el sitio de Troya. En este punto preci­ samente es donde estamos mucho mejor informados que los griegos, desde el desciframiento de los documentos hititas y de la letra “lineal B”, y las excavaciones de Troya realizadas por Biegen. Ahora sabemos con certeza que hubo un sitio y saqueo de Troya hacia el final del período micénico; sa­ bemos también que en ese mismo tiempo y en la referida área desarrollaron una gran actividad las fuerzas militares y mercantiles de Grecia. Tenemos buenas razones para creer que los nombres de los principales héroes homéricos —Pría­ mo, Héctor, Aquiles, Patroclo, Ayax— son los verdaderos nombres de quienes desempeñaron un primerísimo papel en las luchas de Asia Menor en aquellos tiempos. Al estudiar el fondo político-social de Homero, siempre ha surgido la dificultad de que ahí parece tratarse de una pin­ tura compuesta con elementos mezclados de distintas civili­ zaciones: micénico primitivo y tardío, Edades de Bronce y de Hierro, siglos oscuros, etc. Siempre se ha dado por su­ puesto que en el cuadro faltaban multitud de elementos an­ tiquísimos propios de la edad micénica: objetos, técnicas, factores político-sociales que existieron en tiempo de Aga­

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menón y luego se borraron para siempre del mundo. Ya es sorprendente que alguno de esos elementos haya podido con­ servarse, pero hasta los documentos de la “lineal B” no se ha sabido cuán poco fiel es la pintura del pasado micénico que nos transmiten los poemas de Homero. Esta lección de los documentos ha causado gran extrañeza, acaso injustificada. No es que den luz sobre la estructura política fundamental del bloque griego; en eso todavía estamos a expensas de Homero y de la arqueología. Según Homero, la Grecia mi­ cénica constituía una red de reinos más o menos extensos e independientes, centralizados todos en un gran palacio —así Pilos, Atenas, Micenas, Esparta, Tebas, etc.— y unidos por lazos de obediencia no muy claros a un solo reino: el de Agamenón en Micenas. Este cuadro tiene todas las trazas de ser veraz. Los documentos de la “lineal B” nada dicen en fa­ vor ni en contra de él. Lo que sí hacen es contarnos infinidad de cosas sobre la economía interna de uno de esos reinos, el de Pilos. Con gran lujo de detalles nos pintan su sistema de gobierno: autócrata, burocrático, servido por un ejército de funcionarios que todo lo mide y recuenta, todo lo recauda y distribuye, todo lo registra y clasifica en sus archivos. La es­ clavitud estaba allí tan difundida como bien organizada ; el trabajo, especializado; la posesión de la tierra, sujeta a com­ plicada estructuración. De toda esta pintura no hay ni ves­ tigios en Homero. Él no podía sospechar que su heroico mundo era en realidad una burocracia modelo, una sociedad dividida, subdividida, etiquetada, racionada y fiscalizada en todos sus actos por un ejército de empleados cuyos informes —hasta el cómputo mínimo de una cabra— eran registrados en su casillero correspondiente por un secretario palaciego. Claro está que los documentos de la “lineal B” son muy uni­ laterales. Nada o casi nada dicen sobre aspectos de la vida

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micénica que conocemos por otras fuentes. Los poemas ho­ méricos retratan a los grandes reyes y a sus adictos de modo muy semejante a como los poetas españoles representaban a los grandes nobles castellanos de los siglos XV y xvi: como a una clase social poco numerosa, llena de privilegios, basada en la estirpe, fortalecida por los bienes patrimoniales, dé­ bilmente vinculada a un señor supremo y poseedora de un có­ digo del honor tan enérgico como flexible cuyo primer re­ quisito era la valentía personal. Esta sencilla filosofía del “noblesse oblige” queda expre­ sada con la mayor claridad en el libro XII de la Ilíada. Un gran héroe se dirige a otro en estos términos, casi al pie de la letra: “ ¿Por qué en Licia nos conceden más privilegios que a los otros: el sitio de honor y manjares y copas rebosantes de vino, y todos nos miran como si fuésemos dioses, y tene­ mos grandes extensiones de tierra a las orillas del río, buen campo, huertas y trigales? Para que ahora nuestro debei sea estar al frente de las filas de los lie ios, de cara a las más ardientes batallas, y así pueda decir cualquiera de nues­ tros campesinos de ceñido coselete: “Verdaderamente, gran­ des y gloriosos son los hombres que gobiernan en Licia, es­ tos reyes nuestros que se alimentan con nuestras más pingües ovejas y beben la flor de nuestros vinos dulces como la miel. Cierto que hay en ellos gran fortaleza, puesto que luchan en las primeras filas” . Amigo mío, suponiendo que tú y yo, si huyésemos de esta guerra, estuviéramos destinados a ser por siempre imperecederos e inmortales, ni yo combatiría en las primeras filas, ni te acuciaría a entrar en la batalla que da gloria a los hombres. Pero ahora que los espíritus de la muerte nos rondan innumerables —no hay mortal que pueda

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escapar o hurtarse a ellos—, vayamos adelante por si po­ demos dar gloria a otros hombres o ellos dárnosla a nos­ otros”. La arqueología nos ha enseñado multitud de cosas sobre otra clase social muy diferente: los comerciantes. Desde 1400 a 1200 a. C„ los mercaderes micénicos transportaron sus productos hasta Sicilia, por el Oeste, y hasta Egipto y Palesti­ na, por el Este. Llegaron a establecerse en Creta, en Rodas, en Chipre y en las costas de Siria. Si agrupamos todas las pruebas aducidas, podemos decir, en escueta síntesis, que la Grecia micénica no sólo estaba dominada por un grupo de reinos independientes que debían cierta obediencia, o al me­ nos prestación militar, a un señor supremo radicado en Micenas, sino que vivía entre grandes comodidades, e incluso lujos, gracias a la iniciativa de una poderosa clase mercantil; además, los gobernantes ejercían estrecha vigilancia sobre sus súbditos merced a unos servicios ciudadanos que en todo me­ tían las narices. De todas estas cosas, en pormenor o en con­ junto, nada sabía Homero, si exceptuamos el aspecto pura­ mente político. Y llegamos a un punto difícil que tampoco ha encontrado respuesta satisfactoria hasta fecha reciente. Todos estamos de acuerdo —y los griegos también, más o menos— en que Ho­ mero vivió cientos de años después de los hechos que descri­ be y en que no dispuso de ningún documento escrito del pa­ sado. El problema no es por qué Homero ignoraba tantas cosas de la Grecia micénica, sino cómo es posible que su­ piera todo lo que sabía. La solución está en que la épica griega es una poesía de un tipo peculiarísimo, a un tiempo oral y tradicional. Por oral entiendo que fue compuesta in mente, sin intervención alguna de la escritura. Y por tradi­

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cional, que se conservó en la memoria de las gentes y se transmitió de boca en boca a través de las generaciones. Esa poesía no tuvo nada de estática, sino que creció y cambió constantemente. La llícida es el último estadio de un proceso de crecimiento y desarrollo que se inició en el mismo sitio de Troya o poco después. Este género de poesía (y lo que sigue vale también para la épica de otras muchas lenguas) sólo puede componerse y conservarse si el poeta tiene a ma­ no un repertorio de frases hechas tradicionales: versos ente­ ros, medios versos o grupos de ellos preparados para casi todos los propósitos imaginables. Dicho poeta compone su obra al tiempo que la recita. No puede pararse a pensar en cómo va a seguir. Antes de empezar ha de tener la totalidad de la narración en su mente, y ha de tener presentes todas —o casi todas— las frases necesarias para contar esa his­ toria. Así están compuestos de hecho los poemas homéricos, no con palabras, sino con series de frases hechas; en 28.000 versos hay 25.000 frases repetidas, cortas o largas. Tomemos, por ejemplo, los versos con que se inicia la Odisea: &νδρα μοι εννεπε Μούσα πολύτροπον, ος μάλα πολλά πλάγχθη, έπεί Τροίης ίερόν πτολίεθρον επερσε. He ahí una cadena de media docena de frases rituales que se repiten, casi todas, en muchísimos otros pasajes de Homero. El quid está en que para cualquier cosa que uno quiera decir en determinada parte del verso, hay una frase hecha, y sólo una, procedente del repertorio de fórmulas. En esos versos el poeta no tenía otra alternativa: forzosamente había de decir δνδρα μοι εννεπε Μούσα, y πολύτροπον, y δς μάλα πολλά, y Τρο(ης ίερόν πτολίεθρον.

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Aún hemos de enfrentamos con la cuestión más espino­ sa de todas y para la que no existe segura respuesta. La ¡líada está vinculada especialmente al nombre de Homero, des­ de luego, pero si, como muchos creen, no es un poema en­ teramente nuevo, como El Paraíso perdido, sino la última fase de un largo e incesante proceso evolutivo, ¿en qué si­ tuación queda Homero? ¿Cuál es la relación de su Ilíada con el estadio inmediatamente anterior a ella? No conocemos la fecha en que la Ilíada alcanzó la forma que hoy presenta, pero, dejando eso, ¿cuál era su forma cincuenta años antes? ¿Hemos de pensar en una serie de cantos relativamente bre­ ves que el genio de Homero transformaría en extensa epo­ peya unificada, casi toda o en gran parte de su propia in­ vención? ¿O no existe la mano personal de un maestro y sí sólo una especie de evolución gradual, un poema aumenta­ do y perfeccionado por muchos poetas durante un largo es­ pacio de tiempo? ¿O se halla la verdad más bien entre am­ bos extremos, es decir, que Homero extrajo la Ilíada de una poesía más temprana que ya daba hecho un cuarto, la mi­ tad o las tres cuartas partes de su trabajo? He ahí, en esen­ cia, la cuestión homérica, cuestión sin más respuesta hoy que hace doscientos años. Faltan hechos escuetos para todo apo­ yo y sólo hay opiniones personales, cuando no emociones pú­ blicas. Lo más próximo a un hecho es el nombre mismo de Homero: los griegos recordaban que en algún punto del remoto pasado había existido un nombre ilustre vinculado a sus famosos poemas. No sabían cuándo o dónde había vivi­ do ; nada más en absoluto sabían de él y no hubieran podido contestar a esas preguntas mejor que nosotros. Lo mismo que nosotros, no podían decir cómo era la poesía sobre Tro­ ya cincuenta años antes de Homero, y no sabiendo eso, es inútil querer averiguar qué diferencias había entre ella y Ho­

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mero. En suma, se trata de una cuestión para la que ni hay respuesta hoy ni la habrá nunca. La formación de la epopeya griega es un milagro y un misterio. Fue la epopeya una de las raras cosas que lograron sobrevivir a las llamadas Edades Ignotas u Oscuras de Gre­ cia. Poco después del año 1200 a. C. la civilización micénica se borró de la faz de la tierra. Los grandes palacios —Mice­ nas, Tirinto, Tebas, Pilos— fueron destruidos; los grandes reyes y sus pueblos sufrieron muerte, expulsión o esclavitud. Durante los tres o cuatro siglos siguientes Grecia quedó ais­ lada, empobrecida, confinada. El arte de escribir se perdió; los contactos con el mundo exterior disminuyeron o cesaron; las artes y los oficios de la Grecia micénica cayeron en desaso o degeneraron lamentablemente. El contraste es el más pro­ nunciado que pueda darse. En toda la historia de Grecia no hay período comparable al micénico en unidad, riqueza y po­ derío, en estabilidad política y en empresas comerciales, uni­ do todo ello a un altísimo nivel en el campo del arte y de la técnica. El mundo tendría que esperar aún cientos de años para volver a ver tanta delicadeza en la talla del marfil, ta­ les adornos de oro y piedras preciosas y una arquitectura como aquélla, que utilizaba bloques de piedra tan enormes que los griegos posteriores los reputaban obra de cíclopes (el dintel de la puerta del llamado Tesoro de Atreo, en Mice­ nas, es un bloque único que pesa unas ciento veinte tone­ ladas). Y de pronto todo eso se paraliza o se empequeñece ex­ traordinariamente. En nuestros días hay quienes tratan de quitar importancia a estos cambios. Pues bien, que nos mues­ tren un gran edificio u obra de arte, una sola muestra de escritura, o algo de especial valor en la política, el comercio o la sociedad de los dos o tres siglos siguientes a la caída de

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Micenas. Nadie ha conseguido hacerlo, y no será porque no se haya intentado. Ignoramos que fuerzas fueron las que des­ truyeron al pueblo micénico y desataron ese largo período de tinieblas y descomposición. Tradicionalmente se viene ha­ blando de las invasiones dóricas, y algo de verdad debe de haber en ello, pues lo único cierto es que, acabadas las Eda­ des Ignotas, vemos que la mayor parte de Grecia está ocu­ pada por los dorios, tribu griega no micénica. La conclusión obvia es que los dorios arrojaron de allí a los micénicos, pero probablemente no sería todo tan sencillo como parece. El colapso de Micenas hemos de mirarlo en un panorama más amplio: no fue ella la única potencia que acabó de manera súbita y violenta. Por cuanto sabemos, los micéni­ cos se desplomaron en el mismo movimiento de pueblos que produjo el derrocamiento del imperio hitita en Asia Menor y de muchas grandes ciudades de Siria y Palestina; esos pue­ blos penetraron hasta Egipto durante el reinado de Ramsés III, hacia 1170 a. C. Pero, ya invadiesen los dorios la Grecia micénica, ya se limitasen a ocupar el vacío creado por otros, el resultado es el mismo: varios centenares de años de oscuridad o tinieblas y un penoso intento de ascender otra vez, hasta el considerable nivel de civilización alcanzado a comienzos de la edad histórica. Aun así, algo había seguido desarrollándose a lo largo de este período tenebroso: la poe­ sía épica de los micénicos, acrecentada y refundida genera­ ción tras generación, sin el auxilio de la escritura. Tenemos algún motivo para creer que este proceso de crecimiento con­ tinuó algún tiempo dentro del período histórico, pues no es­ tamos seguros de que la Ilíada y la Odisea hubiesen alcanza­ do forma semejante a la actual antes del siglo vi a. C. Du­ rante el milenio siguiente dichos poemas ejercieron un in­ flujo inigualable sobre los griegos no sólo en la literatura,

Los griegos sino en la educación de la juventud y en el pensamiento polí­ tico y moral de los mayores. Homero representa, en la histo­ ria de Grecia, lo único que propiamente puede llamarse in­ ternacional: el patrimonio común de los griegos en todo tiempo y lugar, el elemento civilizador homogéneo. Si excep­ tuamos la Biblia, nada semejante a esto ha habido en la his­ toria de la cultura. Es curioso: la más antigua obra conser­ vada de la literatura europea es precisamente la mejor, a jui­ cio de muchos entendidos, y fue creada en una de las más tenebrosas edades que registra la Historia. La civilización europea ha seguido una línea de continui­ dad desde sus comienzos en Grecia hasta el presente. Su ini­ ciación es algo brusca, a lo que siempre ha parecido; su culminación se produce en todas partes hacia el mismo tiem­ po y en proporciones extrañamente amplias. Siempre hemos podido ir rastreando las huellas de esta cultura hasta que se perdían en las Edades Ignotas. La única diferencia actual es que sabemos muchísimo sobre lo ocurrido antes de dichas Edades. Debió de existir cierta continuidad desde la Grecia micénica a la clásica, pasando por las Edades Ignotas, pero yo no veo, en el legado de Grecia, algún elemento valioso y significativo con que colmar la laguna existente entre Mice­ nas y los siglos oscuros posteriores. Puede que la organización político-económica de Micenas haya sido la mejor que tuvo Grecia; ahora bien, los fundamentos de nuestra cultura mo­ derna —tanto en política, filosofía, leyes y literatura como en medicina, matemáticas, astronomía y arquitectura— se en­ cuentran en el período posterior a las Edades Ignotas, desde el siglo viii a. C. en adelante. Nada de lo que sabemos sobre la Grecia micénica, y sabemos muchas cosas, indica que la civilización clásica griega sea heredera, en algún aspecto de verdadera importancia, del pasado micénico. El historiador

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de la cultura europea debe arrancar desde el final de las Eda­ des Ignotas y los siglos siguientes, no antes; o sea, desde des­ pués de los poemas homéricos, no antes o en la época de formación de los mismos. Y he aquí la última de nuestras curiosas reflexiones sobre Homero: los poemas que más ha admirado Europa y más ha sentido como suyos estaban ya acabados antes de que se empezasen a echar los cimientos de la civilización europea.

BIBLIOGRAFÍA T. J., The Greeks and their Eastern Neighbours, Londres, Society for the Promotion of Hellenic Studies, 1957. D ow , S t e r l in g , The Greeks and the Bronze Age, “Extrait des Rap­ ports du XIe Congres International des Sciences Historiques”, Estocolmo, 1960. K ir k , G. S., The Songs o f H o m e r: aparecerá en “Cambridge Univer­ sity Press” hacia fines de 1962 o poco después. N i l s s o n , M . P., H om er and Mycenae, Londres, Methuen, 1933. P a g e , D. L., H istory and the Homeric Iliad, University of California Press, 1959. W e b s t e r , T . B. L ., From M ycenae to Homer, Londres, Methuen, 1958. D ü n b a b in ,

II

EL DESARROLLO DE LA CIUDAD-ESTADO Por A. A n d r ew es

Es verdaderamente difícil penetrar en las Edades Ignotas de la historia griega. La oscuridad que presenta la primitiva época feudal del Occidente europeo es sólo relativa: al me­ nos la Iglesia conservó la cultura; se salvaron determinadas crónicas; cartas de privilegio y otros documentos alumbran hasta los más lóbregos rincones. Pero la Grecia primitiva fue total y absolutamente iletrada, y por ello durante varios siglos careció de historia propiamente dicha. Los poemas ho­ méricos y los vestigios materiales estudiados por los arqueó­ logos contribuyen en algo a llenar el vacío; sin embargo, no resulta de ahí verdadera historia, como no es posible escri­ bir una historia de la Francia medieval primitiva sin más auxilio que la épica y la arquitectura. Lo mejor que puede hacer el historiador de las Edades Ignotas es observar con la mayor exactitud la naturaleza de la sociedad que predo­ minó en Grecia al reimplantarse la escritura, y conjeturar las condiciones que pudieron conformar esa sociedad.

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Los personajes de la Ilíada y la Odisea aparecen agrupa­ dos alrededor de un número relativamente pequeño de reyes y príncipes. Todo su mundo se componía de grandes casas principescas y de sus allegados. Telémaco, buscando noticias de su padre Ulises, tanto tiempo desaparecido, viajó desde el palacio de Néstor en Pilos hasta el de Menelao en Espar­ ta, sin que se nos diga nada de lo que pudo ocurrirle en el camino. Que la mirada del poeta sólo se fijase en los gran­ des príncipes puede en parte explicarlo, pero es que, además, se da a entender implícitamente que toda Grecia dependía, en efecto, de grandes casas semejantes a estos palacios, aun­ que muchas de ellas perteneciesen a señores de menos cate­ goría, que a su vez dependían de opulentos reyes como los que el poeta se complace en describimos. Esa pintura no re­ fleja fielmente, sin embargo, el mundo micénico (cf. capítu­ lo I). Si los poemas homéricos nos dan un cuadro coherente de alguna época, será más bien de uno de los estadios por los que atravesó Grecia una vez caídos los grandes reinos micé­ nicos: un estadio monárquico, pero de estilo más simple y atrevido, que en nada se parece a aquellas organizaciones bu­ rocráticas perfectas que nos han revelado los documentos de la lineal B recientemente descifrados. Al volver a alzarse el telón, los reyes se han disipado en gran parte y en su lugar encontramos una sociedad aristocrática que va ya camino de disolverse. Cambio de la máxima importancia desde los tiempos mi­ cénicos lo constituye el gran incremento de las unidades po­ líticas independientes. Nos encontramos no ya con unos cuantos grandes reinos, todos ellos quizá sometidos a la su­ perior autoridad del rey de Micenas, sino con una serie de ciudades surgidas en casi todos los valles apartados y cada una de las cuales pretende ejercer una soberanía autónoma,

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independiente de cualquier otro Estado exterior: es decir, la “ciudad-Estado” característica de la Grecia clásica. Era una evolución natural, dada la inseguridad de aquel período y el afán de la gente por procurarse una protección inmediata, además de que ningún poder central disponía de medios para extender su acción, con eficacia y continuidad, a estos aleja­ dos lugares. Una inseguridad semejante fue causa de la pa­ recida fragmentación de la autoridad que se produjo en los comienzos del feudalismo en la Europa occidental, cuando los condes locales u otros magnates se convirtieron práctica­ mente en soberanos independientes. La geografía griega, con sus altas y estériles montañas, que aislaban a cada valle cul­ tivable del vecino, contribuyó sin duda a dicha evolución. Pero la geografía no explica ya la división permanente, pues ni todas las montañas griegas son tan altas, ni (si a lo mili­ tar atendemos) abundan en ellas los pasos que no puedan ser envueltos con facilidad, ni desde su conquista por Roma, en el siglo II a. C., volvió Grecia nunca a fragmentarse hasta ese grado. La fragmentación política vino a ser, en cierto modo, rasgo permanente e insuperable del espíritu de los antiguos griegos, hasta el punto de que sus minúsculos Estados jamás llegaron a fundirse entre sí, como ocurriría con los muchos y reducidos reinos de la Inglaterra anglosajona. Es significati­ vo que los griegos llevasen consigo su sistema de ciudad-Es­ tado cuando emigraron a tierras de geografía menos abrupta y dividida. M onarquía

y aristocracia

La mayoría de los Estados de la Grecia clásica conservan vestigios de la monarquía primitiva. Era frecuente el caso de que un alto funcionario —y varios a veces— llevara el título

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de “rey”, aunque ahora sólo sería un magistrado elegido anualmente. Este magistrado podía tener a su cargo, como en Atenas, los sacrificios y otras obligaciones sacerdotales de remota antigüedad, y evidentemente el hecho de que fuera llamado “rey” satisfacía cierto sentimiento de continuidad que importaba mucho a los griegos. Pero aunque éstos tuvieran arraigada la idea de que las funciones religiosas debían ser hereditarias dentro de una determinada familia, pronto deja­ ron de creer, parece, que las cualidades heredadas o la tra­ dicional experiencia de tal familia la calificaran para retener en sus manos todo el peso político del Estado. Si los aristó­ cratas griegos pretendían tener derechos hereditarios al go­ bierno y a sus fuertes vinculaciones religiosas, cosa en que les apoyaba buena parte de la opinión pública, no hubo nin­ guna divinidad especial que protegiera a los reyes en sus em­ presas políticas. Nunca sabremos los pormenores de cómo se verificó la transición de la monarquía a la aristocracia, pero ciertos sintomas indican que, por lo general, el proceso no fue violento. En Atenas parece que las funciones del rey fueron pasando gradualmente y como despiezadas a los magistrados de la aristocracia. En Esparta, donde la monarquía hereditaria sobrevivió con poderes atenuados hasta fines del siglo m a. C., gozaron de gran autoridad los éforos, magistrados creados en fecha primitiva y elegidos anualmente como segundo po­ der ejecutivo al lado del rey. Probablemente la transición ocurrió de forma parecida en las demás regiones, aunque sin duda hubo reyes que fueron destronados a viva fuerza. Por su parte, las aristocracias tuvieron violento fin, las más de las veces, a manos de algunos de aquellos dictadores que los griegos llamaban “tiranos”.

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Los griegos

En esta etapa empezamos a tener suficiente documentación coetánea para hablar, aunque todavía de un modo esquemá­ tico, de verdadera historia. Muchos de estos informes proce­ den de los poetas: el beocio Hesíodo, que se vale de la for­ ma épica para dar consejos prácticos a los labradores de su país; Arquíloco de Paros, inadaptado a la sociedad de su tiempo y recio querellante; y muchos otros que nos son co­ nocidos por fragmentos más o menos coherentes, hasta el reformador ateniense Solón, de principios del siglo vi, que usó el verso como vehículo directo de sus ideas políticas. Co­ mienza entonces a haber una tradición oral más consistente y verosímil, y en especial quedan recuerdos sobre los muchos fundadores de colonias griegas que desde mediados del si­ glo viii se desparramaron por las costas del Mediterráneo. Este mismo siglo vio convertirse el santuario del oráculo de Delfos en una institución de extenso influjo; algunos de los oráculos en verso atribuidos a estos primeros años son au­ ténticos. Lo más importante de todo es que los griegos de entonces comienzan de nuevo a escribir, adaptando a su lengua un al­ fabeto fenicio y utilizando signos mucho más cómodos que los empleados en el silabario de la lineal B. Las inscripciones más antiguas que nos han llegado suelen estar en verso. Los poetas se convierten así en escritores propiamente dichos y se abandona la composición oral propia de la tradición épica. En el siglo vn comienzan a fijarse por escrito las leyes, cam­ bio de trascendental importancia. Tratemos de captar los caracteres de esa época aristocrá­ tica que se fue extinguiendo en el curso de dichas evoluciones. De su política, relativamente elemental, algo podemos ver, y mucho más deducir, por vestigios tardíos. Más difícil resulta reconstruir su sistema social y económico. Teniendo en cuenta

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las convulsiones por que atravesó Grecia» no es probable que este sistema fuese sencillo o uniforme» pero en él destacan ciertos rasgos relativamente seguros.

P olítica

aristocrática

Subrayemos de nuevo que la época aristocrática presenta ya multitud de pequeños Estados, cada uno de los cuales pro­ fesa un exaltado patriotismo cuya expresión natural era la guerra contra otros Estados semejantes, bien por la disputa de un territorio u otras reivindicaciones, bien por someter a un vecino más débil. Este proceso dio lugar aquí y allí a unidades algo mayores. Atenas llegó a reunir bajo su mando un área suficiente, en las circunstancias griegas, para formar tres o más Estados independientes, pero aun el Ática era harto pequeña, pues bastaban dos días de marcha para reco­ rrerla de punta a punta. Esparta conquistó a su vecina Mesenia y redujo a esclavitud a sus habitantes; con todo, la ne­ cesidad de conservar esta conquista absorbió muchas de las energías espartanas e influyó decisivamente en la insólita for­ ma de sus instituciones. Pero la mayoría de los Estados eran mucho más pequeños: una sola ciudad, y no grande, en el centro, a cuyo alrededor se agrupaban unos cuantos pueblos. La isla de Ceos, que sólo mide unos 24 km. de largo por unos 12 de ancho, estuvo dividida, durante gran parte de su historia, en tres Estados independientes y sobe­ ranos. Y a esta escala reducida el sentido de independencia se mostró tan agresivo y arrogante como habría de serlo tiempo después. Semejante Estado estaría dominado entonces, en todas las esferas de la vida, por un grupo de familias, más o menos LOS GRIEGOS. —

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grande, que se decían descendientes de un héroe local o de un antiquísimo rey. El mecanismo de la política solía ser de lo más simple. Los magistrados eran elegidos de entre los nobles, por cierto período de tiempo: a veces (según dice Aristóteles) se trataba de un solo magistrado con amplios po­ deres y un largo período de mandato; otras, de un consejo que no duraba más que un año. Las. deliberaciones políticas tenían lugar en una asamblea especial, descendiente de aque­ lla que había asesorado al rey en otros tiempos. Podía haber también una especie de reuniones públicas más amplias, don­ de el pueblo acudiría para dar su aprobación y aplaudir, pe­ ro sin que pudiesen hacer uso de la palabra más que los no­ bles; algo semejante a la asamblea del ejército descrita en el libro II de la Ilíada, donde Tersites, de jerarquía inferior, habla sin deber y es zurrado en castigo. Alceo, agrio y aris­ tocrático poeta de Mitilene (Lesbos), que escribía hacia el 600 a. C., se queja durante su destierro, entre otras priva­ ciones, de que ya no puede asistir al consejo de su ciu­ dad. Es que la participación directa en la política era parte esencial de la vida para los griegos que tenían el privilegio de intervenir corrientemente en ella. Pero la política signifi­ caba también banderías internas y guerras exteriores; este mismo Alceo es elocuente testigo de la extensión y virulen­ cia que alcanzaron las discordias entre los partidos aristocrá­ ticos de una misma ciudad.

T r ib u s

y consanguinidad

Las instituciones y métodos griegos suelen ser bastante comprensibles; sus problemas básicos tienen un visible pa­ recido con los de épocas posteriores, aunque muchos histo-

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riadoies discutan todavía acerca de tal o cual pormenor. Más difícil resulta, para el mundo moderno, entender la natura­ leza y funciones del sistema tribal y de sus subdivisiones, los cuales heredó de las Edades Ignotas la Grecia clásica y con­ servó lo suficiente para damos una idea de su estructura, basada en la pura consanguinidad, al menos nominalmente. Sobre esta cuestión vienen a arrojar alguna luz los antropólogos que han estudiado parecidas estructuras de consanguini­ dad entre los indios de Norteamérica, o en África, Australia y otros lugares. Sin embargo, las sociedades de que se ocu­ pan suelen ofrecer, en aspectos importantes, un nivel bastan­ te distinto de desarrollo, y el que sobrevivan en ellas estos elementos un tanto primitivos puede ser una rémora para nues­ tro estudio de la sociedad griega, que parece tan extrañamen­ te moderna en muchos otros aspectos. Pero la antropología social deja muy clara, al menos, una cosa, y es que las insti­ tuciones de dicho género, a pesar de todo su cariz primitivo, tienen una enorme capacidad de adaptación y se acomodan con rapidez a cualquier cambio de situación o de circuns­ tancias. La población de casi todos los Estados griegos estaba di" vidida en varias tribus, las cuales pasaban a integrar los re­ gimientos del ejército y cumplían también un papel impor­ tante en la administración civil. No hay aquí el menor proble­ ma. Para lograr esos fines se necesitaba alguna división in­ terna y está claro el uso que se hacía de las tribus. Pero que esa división estuviera basada en la consanguinidad, o sea en la pertenencia a una tribu teóricamente descendiente —por línea directa masculina— del héroe tribal primitivo, pudo te­ ner sus inconvenientes en la práctica. Es de notar que mu­ chos Estados, aunque en fechas muy distintas, creyeron ne­ cesario trasladar los fundamentos de la tribu desde la con-

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Los griego;

sanguinidad a la localidad, y reunir dentro de la misnu tribu a aquellas personas que vivían en una zona determi­ nada, bien fuera para mejorar la estructura del ejército, bier para simplificar la administración de tiempos de paz. Perc aim después de esa reagrupación, la pertenencia a la nueva tribu así formada podía ser hereditaria, como lo fue en Ate­ nas, .donde una persona no cambiaba de tribu al cambiar de residencia: tributo a la permanente importancia de la noción de consanguinidad. Ya es menos fácil comprender el significado de otras di­ visiones menores como las fratrías (de una voz griega que quiere decir “hermandad” y ha sido adoptada por el léxico de la moderna antropología), los clanes, etc. Todo ciudadano de la Atenas clásica pertenecía a una fratría, cuerpo menor que el de la tribu pero todavía de volumen considerable, cu­ yos miembros se reunían para el culto en común, sobre todo durante la gran festividad familiar de las Apaturias, en otoño, ocasión en que los hijos de los miembros adultos solían ser admitidos en la agrupación. La fratría se ocupaba de matri­ monios, nacimientos y adopciones; su testimonio era invo­ cado ante los tribunales para establecer el estado legal del li­ tigante, especialmente en cuestiones de propiedad. En el ejer­ cicio de estas funciones sociales es cuando más oímos hablar de las fratrías, aunque no hay duda de que también desempe­ ñaban otras. En Atenas se fueron extinguiendo gradualmente a partir del siglo iv. En cuanto a las agrupaciones que he llamado “clanes”, se distinguían de los clanes escoceses por algo importante, y es que, cuando menos en la Atenas clásica, no comprendían a todo el pueblo, sino que eran cuerpos exclusivamente aris­ tocráticos ; de ahí su prestigio social, que les permitió subsis­ tir todavía en los tiempos romanos. Cada clan se ocupaba de

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sus propias ceremonias religiosas, y hubo alguno a cuyos miembros estaba reservado el sacerdocio de importantes cul­ tos del Estado. Pero los clanes regían también los cultos lo­ cales de la comarca donde había tenido su asiento originario la familia noble en cuestión. La pertenencia al clan y a la fratría era un derecho hereditario por línea de varón, y en los tiempos clásicos sus miembros llegaron a estar desparra­ mados por toda el Ática. Nótese, sin embargo, que tanto la fratría como el clan parecen haber tenido fuertes vincula­ ciones con la localidad particular donde vivía de hecho una parte de sus componentes, y aunque el fundamento de ambos fuese la consanguinidad, poseían también un carácter loca­ lista que probablemente estaría más pronunciado en los pri­ meros tiempos. Sobre el primitivo carácter de estas instituciones se ha discutido mucho, y en especial sobre si los clanes fueron siempre cuerpos estrictamente aristocráticos, o si al principio englobaban a todos los habitantes libres del Ática. El pro­ blema no puede resolverse echando mano de cualquier teo­ ría sobre el carácter originario de las instituciones de con­ sanguinidad existentes entre los pueblos migratorios primi­ tivos, porque los griegos tuvieron tiempo de sobra, desde su primer establecimiento en el país, para modificar y desfigu­ rar cualquier sistema que hubiesen llevado consigo desde los días de sus primeras migraciones. Habría mucho que decir en favor de la opinión de que los clanes y fratrías griegos, tal como los conocemos, fueron creados, o al menos remode­ lados, como una parte más de la estructura aristocrática que tuvieron diversos Estados en las Edades Ignotas. En la Ate­ nas democrática siguiente esos grupos consanguíneos sobre­ salen como una especie de enclave en que la influencia aris­ tocrática tenía aún gran importancia. Su carácter local y

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religioso apunta en el mismo sentido. Sin embargo, parecen haber sido desconocidos para la tradición épica de que se va­ lió Homero, y las dos referencias de la Ilíada a las fratrías no armonizan muy bien con el trasfondo. Si esto es así, podemos conjeturar que la fratría de las Edades Ignotas se propuso organizar en una sola agrupación a quienes dependían o eran partidarios de un determinado clan aristocrático, mientras que estos clanes mismos sirvieron como de armazón frente a las rivalidades de los grupos de nobles en pugna. En cualquier caso, adóptese una u otra explicación, queda claro que esta forma de organización desempeñó un papel más amplio y eficaz en el período arcaico que en tiempos posteriores, cuan­ do ya no es más que una supervivencia de menguante im­ portancia. Los argumentos anteriores se basan principalmente en lo que sabemos sobre Atenas, de la que tenemos copiosa docu­ mentación moderna. Pero hay indicios suficientes de que en la mayoría de los Estados griegos existieron instituciones aná­ logas, pese a algunas diferencias de pormenor y nombre. En los tiempos históricos, aunque la magnitud de los cambios no fuese uniforme, sí fue idéntica la dirección a que apun­ taban estos cambios, incluso en la conservadora Esparta. No estará de más subrayar, antes de cerrar nuestro tema, la importancia que alcanzaron en las aldeas de Grecia cul­ tos relativamente oscuros. Las manifestaciones religiosas más espectaculares —los grandes templos de la Acrópolis ate­ niense, los santuarios de Delfos y Olimpia, las monumentales estatuas sagradas que conocemos por fuentes literarias y por copias tardías— van unidas a los cultos de las ciudades, o de Grecia entera, y sólo nos cuentan la mitad de la histo­ ria. En cambio, los innumerables santuarios locales han de­ jado testimonios más pobres y producen menos impresión,

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pero es posible que hayan tenido mayor significación para cada cíeyente: dedicados como estaban a uno de los gran­ des dioses, con la añadidura de algún título especial de la localidad, o a un héroe local de oscuro nombre (y a veces hasta sin nombre ninguno), mantuvieron vivo el amor a la patria chica y contribuyeron a robustecer el prestigio de las familias que los tenían a su cuidado.

L as

leyes

Las leyes son otra de las esferas en que los nobles podían atribuirse un magisterio heredado que les distinguía de los hombres corrientes. En un período de analfabetismo las leyes sólo pueden estar determinadas por la tradición oral y que­ dan casi exclusivamente en manos de quienes, pretendiendo ser sus reguladores e intérpretes, tienen fuerza suficiente para imponer sus decisiones en un área delimitada. Así, prime­ ro los reyes y después la nobleza fueron fuente auténtica del derecho en las Edades Ignotas y se arrogaron, claro es, la sanción divina en la expresión de sus juicios. Pero sin duda que no sería Hesíodo el primero en quejarse de que aquellos señores solían emitir sus fallos en beneficio propio. El sistema empezó a agrietarse sensiblemente cuando los códigos legislativos fueron puestos por escrito. Las primeras ordenanzas ciudadanas que nos han llegado, inscritas en pie­ dra, son de Dreros, en Creta, y pertenecen al siglo vil No sabemos dónde comenzó el nuevo método, pero podemos ase­ gurar que no sólo ordenanzas sueltas, sino códigos extensos, fueron promulgados por escrito durante ese siglo. Ejemplo famoso es el código del ateniense Dracón, legislación que tu­ vo fama de durísima y fue reemplazada en la generación si-

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guíente por la de Solón, salvo en las disposiciones relativas al homicidio. Dura o blanda (no conservamos lo bastante para poder formular un juicio), lo cierto es que fue un gran adelanto el que la ley quedara fijada y esclarecida. Sin em­ bargo, la administración de la justicia permaneció en manos de magistrados o consejos aristocráticos hasta el día en que las aristocracias fueron destronadas. La violencia fue, como no podía por menos, uno de los problemas capitales de esos Estados al surgir a la civilización. Los Estados griegos, igual que otros a parecido nivel, pusie­ ron coto gradualmente a las banderías sangrientas y vengan­ zas personales, conteniendo en lo posible los desmanes de los particulares. En esta esfera se advierte un cambio notable con respecto a Homero: las nuevas ideas de polución y purifica­ ción, aún desconocidas para la tradición épica, son de gran importancia para las generaciones siguientes. Aquí los nobles volvieron a estar muy solicitados, como duchos en cuestiones religiosas. En la época clásica, pese a su sabiduría ritual he­ redada, no tuvieron gran influjo (el Estado, cuando necesita­ ba asesoramiento religioso, recurría a los grandes oráculos na­ cionales, como el de Delfos, o a cierta clase de “adivinos” profesionales, cuya situación era muy distinta), pero sabemos de personas que se dirigían a ellos para esas cuestiones de puri­ ficación, y en tiempos antiguos los nobles gozaron sin duda de superior categoría. Los códigos griegos, por otra parte, suelen ser una serie de instrucciones dispersas acerca de las normas por que deben regirse los magistrados en aquellos casos o litigios que era necesario poner en conocimiento del público. La legislación griega resulta un tanto deshilvanada hasta en los días de mayor crecimiento y complejidad social: nunca hubo en Grecia una verdadera ciencia jurídica, ni nada com­ parable a las grandes realizaciones de los jurisconsultos roma­

¿7 desarrollo

de la ciudad-Estado

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nos, a pesar del respeto que manifestaron a la idea de Ley los pensadores griegos y a pesar de las continuas declaracio­ nes hechas por los políticos de todo tipo de que sus Estados vivían bajo el imperio de la Ley y no al capricho de los par­ ticulares o de las asambleas públicas.

C omercio

y colonización

Uno de los hechos más impresionantes de este período aristocrático es el establecimiento de numerosísimas comu­ nidades griegas por todas las orillas del Mediterráneo (desde Levante a España) y del Mar Negro. A estas nuevas ciudades las llamamos “colonias”, pero no se piense en algo así como las creadas por la repartición de África en el siglo xix. Le­ jos de eso, cada colonia era un nuevo Estado aparte que, por lo general, seguía unido a la ciudad fundadora por lazos sen­ timentales y religiosos, además de proporcionarle beneficios económicos muchas veces (más sin duda de las que podría­ mos probar directamente). Esos lazos no solían ser los de una dependencia política directa y en circunstancias desfavorables podían romperse del todo, como ocurrió en el caso de la co­ lonia corintia de Corcyra (Corfú), que pronto se enemistó con la metrópoli y mantuvo tenazmente su hostilidad. Durante mucho tiempo después de la caída de los reinos micénicos, Grecia apenas tuvo contacto con el exterior. No es fácil decir exactamente cuándo volvió a abrirse lo bastante al mundo, pero el proceso estaba ya avanzado en el último tercio del siglo vm, al sobrevenir la principal oleada coloni­ zadora, y es de notar que los establecimientos comerciales griegos situados en la desembocadura del río sirio Orontes (en el lugar llamado Al Mina, donde hizo excavaciones poco

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Los griegos

antes de la guerra Sir Leonard Woolley), se remontan, al menos, a los primeros años del siglo. Ésa era la ruta más cómoda desde Grecia a Mesopotamia, y cuando los comer­ ciantes griegos se establecieron allí, las ciudades de la metró­ poli comenzaron a recibir otra vez los productos de las más antiguas civilizaciones de Oriente. Los griegos podían comer­ ciar eii esta dirección, pero no asentarse en gran número en el territorio de Estados tan populosos y de tan antigua fun­ dación como aquéllos. Las principales direcciones de su co­ lonización fueron, pues, por el N. y el NE., hacia Tracia y el Mar Negro; por el O., hacia Italia, Sicilia y aún más allá; por el S., en menor escala, hacia las costas de África. Aquí ya era más fácil hacer sitio a las colonias apartando a un lado a los indígenas; con todo, el comercio seria casi siempre a base de cereales, materias primas y esclavos. Se ha discutido mucho el influjo que pudo tener el comer­ cio en la colonización y la participación de los nobles en él, así como hasta qué punto afectaron a la política de las ciudades griegas el comercio y las posibilidades de expansión. Cierto que, en la inmensa mayoría de los casos, el objetivo cardinal de los colonos, más que el comercio mismo, fue la adquisición de nuevas tierras laborables. Prueba evidente son los lugares que elegían los colonos para levantar sus nuevas ciudades, especialmente las fértiles y trigueras tierras llanas del NE. de Sicilia y del S. de Italia. No hay duda de que la población de la península griega, que había disminuido enor­ memente después del colapso de la civilización micénica, vol­ vió a aumentar en el siglo vm, hasta el punto de que las es­ quilmadas tierras de Grecia no bastaban para alimentarla. Pero con esto no queda zanjada la cuestión. El más anti­ guo establecimiento de los griegos al O., Cumas, en la bahía de Nápoles, presenta un emplazamiento de lo más extraño

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en una colonia puramente agrícola. Sus fundadores pasaron antes por comarcas mucho más feraces; debemos suponer, pues, que su principal finalidad era enviar de Etruria a Gre­ cia los metales que escaseaban en la metrópoli. Los estable­ cimientos de Al Mina diríase que persiguieron siempre ob­ jetivos comerciales, no agrícolas. El emplazamiento de otras colonias, particularmente las calcídicas, situadas a ambos la­ dos del estrecho de Mesina, revela que lo que deseaban sus fundadores era dominar o proteger la ruta intermedia. Además, parece casi seguro que los nobles de aquella remota edad sentían más interés por el comercio que sus su­ cesores. En la época clásica, los señores de Atenas o Esparta menospreciaban estos tratos (de los que se ocupaban con preferencia los extranjeros allí residentes, llamados “meteeos”). En cuanto al Estado, si bien se preocupaba de im­ portar trigo y otros artículos de primera necesidad, no mos­ traba el menor deseo de asegurarse mercados de exportación para dar salida a los productos ciudadanos. Sin embargo, no es posible que en aquellos lejanos siglos se conociera algo semejante al sistema meteco del siglo v, tan bien desarrolla­ do. Y hay que notar que a principios del vi el mismo Solón, de distinguida familia, tomó parte activa en el comercio, y su caso no es el único que conocemos. Por tanto, si la acti­ tud de la primitiva aristocracia respecto al comercio no fue lo desdeñosa que sería la de Platón, muy bien pudo suceder que la política del Estado, dominada por esos aristócratas, se interesase más por los asuntos mercantiles y coloniales. So­ bre todo la gran guerra entre las ciudades de Eubea, la lla­ mada “guerra de Leíante”, que escindió a Grecia en dos blo­ ques encarnizados a fines del siglo vm, envolvió sin duda a las lejanas colonias de los beligerantes, y es muy posible que

Los griegos

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estallara por diferencias surgidas dentro del área de la colo­ nización. En cualquier caso, tomasen parte o no los nobles en los tratos comerciales, esta vigorosa expansión afectó enormemen­ te a su modo de vivir. Al abrir sus puertas, el Oriente propor­ cionó a las clases griegas más elevadas nuevos dispendios, nuevos lujos y comodidades, y dejó profunda huella en las artes y manufacturas de Grecia. Un cambio así estaba llama­ do a tener efectos tan varios como decisivos. Para decirlo en dos palabras y aun a riesgo de simplificar demasiado, el hom­ bre acaudalado vio aumentar el valor de su fortuna y pudo invertirla en usos que sus antepasados desconocían. Las la­ mentaciones que nos han llegado a propósito de la codicia y rapacidad de los aristócratas revelan que su ambición había encontrado nuevos incentivos. Para Hesíodo, en el siglo vm (lo más probable; la fecha exacta no es fácil de fijar, pero él vivió en una época en que el horizonte griego empezaba a ensancharse), hombre rico era aquel cuyos hórreos están ates­ tados de grano y cuyos rebaños se multiplican sin cesar. So­ lón, no mucho después de 600 a. C., coloca la plata y el oro a la misma altura, o más arriba, que la tierra, y se queja de que los hombres nunca se harten de ellos. La

tierra

Sin embargo, la tierra nunca perdió su importancia, Y el problema de la propiedad de la tierra resulta uno de los más enmarañados que puedan darse en las Edades Ignotas. Aquí habremos de volvernos también, en primer término, a Ate­ nas, donde los poemas y leyes de Solón, aun fragmentarios, son los únicos en atestiguar una situación agraria que estaba pidiendo soluciones radicales.

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La investigación moderna, falta de documentos, ha idea­ do una explicación simplista y uniforme sobre los orígenes del problema: el campesino de tiempos de Solón se vería en apuros porque, aun siendo un pequeño propietario indepen­ diente y perteneciéndole la tierra en cierto sentido, habría te­ nido que contraer grandes deudas. (En esta concepción ha influido también la idea de que la tierra pertenecía más bien a la familia y de que quien la cultivaba podía disfrutar de ella pero no venderla. Sin embargo, Hesíodo habla inequívo­ camente de terrenos puestos en venta. Como no tenemos prue­ bas concluyentes de que en fecha posterior haya habido una propiedad colectiva del campo griego, será mejor que deje­ mos a un lado esa idea). Ahora bien, la comparación con la Edad Media nos indica que las cosas no serían tan sencillas; lo más probable es que no se tratara única ni principalmente de pequeños agricultores independientes. La tradición universal posterior sobre las reformas de So­ lón no deja la menor duda de que las deudas fueron uno de los problemas más acuciantes de su tiempo, y de que la so­ lución consistió en cancelar las existentes y en abolir desde entonces toda esclavitud motivada por deudas. Sabemos tam­ bién que ciertos campesinos estaban obligados a satisfacer una sexta parte del producto de la tierra que cultivaban, so pena de caer en inmediata esclavitud si no pagaban (la par­ te que se les pedía no era abusiva, pero el castigo resultaba aterrador). Generalmente se supone que fue a estos campesi­ nos a los que Solón liberó de sus deudas, pero algunas de nuestras fuentes hacen diferencia entre ellos y los deudores. La carga que pesaba sobre esos hombres puede entonces ha­ ber sido alguna obligación heredada de los inseguros días de las Edades Ignotas, cuando los miembros más débiles de la sociedad se decidieron, o se vieron obligados, a comprar

una protección cuyo precio iría haciéndose cada vez más ago­ biante para sus descendientes, que vivían en un mundo muy distinto. Sea como fuere, pues hoy por hoy es imposible aqui­ latar más, lo cierto es que Solón eximió a esta gente de sus cargas y pudo jactarse de que había “librado de la esclavitud a la tierra”, vaga metáfora que puede aplicarse a multitud de situaciones. Como sin duda debe aplicarse a la liberación de la carga concreta de las deudas, aunque no haya referen­ cias nítidas a ello en sus poemas; en cuanto a los deudores, es evidente que eran hombres libres en su mayoría, propie­ tarios de sus campos y, dentro de ciertos límites, sin otro dueño que ellos mismos: o sea, la clase para quien Hesíodo, en la vecina Beocia, escribió su calendario agrícola. De todos modos, está claro que muchos campesinos áti­ cos habían llegado, a fines del siglo vil, a una situación pa­ recida a la servidumbre: casi sin esperanzas de redimirse por sus propios medios, su única perspectiva era la de ser vendidos, dentro o fuera de la patria, como otros bienes mue­ bles. Si, como parece muy posible, esta situación se repetía en todo el mundo griego, no cabe duda de que el malestar de los campesinos fue causa importante en las revoluciones sin cuento que en los siglos vn y vi derrocaron a las aristo­ cracias en tantas ciudades. A la pregunta de por qué se había agudizado el problema en este tiempo concreto, no podríamos dar una sola respuesta concluyente; ahora bien, resulta más que probable que las conmociones políticas estén directamente relacionadas con los cambios económicos, que habían renovado sus ímpetus antes de iniciarse el período revolucionario. En parte, no hay duda, la monopolización del poder por los nobles se veía amena­ zada cada vez más por quienes, sin pertenecer a la nobleza, eran lo bastante ricos como para dedicar sus ocios a la po­

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lítica. En parte también (las quejas de Solón apuntan en es­ te sentido), los ricos se dedicaban ahora a esquilmar a sus inferiores con una ferocidad mucho mayor que en los más tranquilos días del pasado. La última razón parcial es que ]as transformaciones surgidas en tácticas y armadura habían ensanchado la base de los ejércitos estatales, cosa que a su vez había fomentado los cambios políticos. Y todavía hubo otros factores determinantes.

G uerra

y armamento

El modo de guerrear típico de los griegos fue el combate cuerpo a cuerpo, con densas formaciones de infantería pesada alineadas en profundidad. Estos infantes de armadura pesa­ da, llamados hoplitas, que imas veces luchaban en el ejército de su ciudad y otras como mercenarios extranjeros, constitu­ yeron una fuerza temible durante varios siglos, como lo ates­ tigua la historia del Mediterráneo y del Cercano Oriente. A primera vista asombra que las escarpadas montañas de Gre­ cia hayan podido engendrar a semejantes guerreros, que sólo resultaban eficaces en formación y en terreno relativamente llano. Pero las tierras de pan llevar eran vitales para la exis­ tencia de la ciudad y el objetivo de estos ejércitos consistía en hacerse dueños de ellas para protegerlas o para devastarlas. Según nos muestra el arte griego, este modo de guerrear fue adoptado a principios del siglo vil, y en algunos lugares a fines del viii. Antes de él había predominado un estilo bélico más abier­ to e individual, semejante al duelo singular en qué aparecen empeñados los héroes de la Ilíada (aunque aquí ya estilizado y visto románticamente). La diferencia esencial es que el ho-

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Los griegos

plita iba armado de tal modo que sólo podía luchar bien en formación, con el escudo firmemente sujeto al antebrazo iz­ quierdo para proteger el costado del mismo lado y el dere­ cho de su vecino. Todo ello exigía una preparación especial, más guerreros y menos atención a las proezas personales. El ejército hoplita incluía, pues, a todos cuantos podían equi­ parse con la coraza y las armas oportunas. Fue, valga la ex­ presión, un ejército de la clase media. En cambio, la época clásica tuvo como arma aristocrática la caballería, sólo acce­ sible a quienes eran lo bastante ricos para mantener caballos, y si esta arma alcanzó un prestigio social considerable, no tuvo gran importancia en las luchas de la metrópoli, donde nunca logró por sí sola decidir la suerte de una batalla. Gracias a esta preparación común para el ejército, la cla­ se de los hoplitas adquirió el sentido de la solidaridad, mien­ tras que los nobles, al dejar de ser los grandes defensores de las libertades ciudadanas, vieron debilitarse su vinculación al poder. Y era difícil excluir de la vida pública a aquella otra clase social que suministraba los mayores efectivos para los campos de batalla. A ristocracia

y tiranía

Los nobles habían alcanzado su poderío en tiempos de inseguridad y violencia, de máximo aislamiento y penuria, cuando más necesarias eran sus especiales virtudes. En esa prehistoria balbuceante supieron a un tiempo proteger y ex­ plotar a sus vasallos. Fuertes y orgullosos, amantes de la gue­ rra, la caza y los juegos atléticos, desenfrenados en los goces del vino, el amor, la música y la poesía, inyectaron cierta vi­ da y espíritu a una época en que la existencia era tantas ve­ ces dura y mísera. Algo de ese espíritu podemos apreciar en

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su poesía clara, abierta, de exaltado individualismo, desme­ dida en la expresión de amores y de odios. Pero cuando estos poetas comienzan a valerse de la escritura, el mundo que había necesitado de su caudillaje empezaba a desvane­ cerse. Muchos de los versos que nos han dejado lamentan una y otra vez las extralimitaciones de las clases humildes. El círculo de quienes empezaban a valerse por sí mismos se ha­ bía ampliado en aquellos días turbulentos, coincidiendo con el hecho de que los nobles oprimiesen aún más brutal y des­ piadadamente a sus vasallos, y entonces ya era más fácil que los oprimidos encontrasen su adalid. Éste es, en sustancia, el origen de la tiranía griega. La pa­ labra tyrannos, tomada por los griegos de alguna otra lengua a principios del siglo vil, parece haber significado “rey” en un principio, sin el menor matiz peyorativo. A los mismos ti­ ranos se les trataba de “reyes” ; si acabó por distinguirse en­ tre los dos términos, fue paulatina e irregularmente. El si­ glo vil vio subir al poder a autócratas que no podían alegar derechos sucesorios, ni admitían limitaciones constitucionales a su autoridad. Ante el nuevo fenómeno se creyó que la me­ jor palabra para designarlo era “tirano”, palabra también nueva. Y como al fin los tiranos resultaron ser tan despia­ dados como las aristocracias que habían derribado, el nombre de “tirano” se cargó de resonancias desagradables, mientras que el de “rey” conservaba su inocente significado y traía a la memoria el recuerdo de los antiguos monarcas de la tra­ dición heroica. Los tiranos fueron los caudillos que hacían falta a la des­ organizada oposición de entonces. Ya Tersites, en la Ilíada, se había quejado de los muchos privilegios reales, y Hesíodo no pasó en silencio las injustas y depravadas decisiones de los nobles beocios. Pero en un mundo dominado por estos

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mismos nobles, no había otra autoridad a la que el hombre pudiera recurrir, ni modo fácil de reformar o reemplazar un sistema que ya iba perdiendo efectividad. Y el cambio se pro­ dujo muchas veces, demasiadas, por procedimientos violentos. Así ocurrió con los baquiades de Corinto, grupo dominante que se decía descendiente de un antiguo rey. Habían sido en otro tiempo poderosísimos; fundaron las grandes colonias corintias de Siracusa y Corcyra; Corinto había prosperado enormemente bajo su gobierno. Pero en los últimos tiempos adquirieron mala fama con sus crueldades y desafueros; des­ pués de su caída nadie les echó de menos. El agente de su ruina, sobrevenida a mediados del siglo vn, fue un tal Cípselo, del que apenas sabemos nada, pero que, a pesar de las indu­ dables violencias con que encauzó su revolución, está en opi­ nión de haber sido un gobernante benigno y muy popular, y aun parece que contó con el venerable apoyo del oráculo de Delfos. Le sucedió su hijo Periandro, hombre enérgico aun­ que cruel y despiadado, que durante su largo reinado se in­ dispuso con quienes habían defendido la tiranía, la cual en­ tró en colapso muy poco después de morir él. Llegó entonces al gobierno una oligarquía que disfrutó de insólita estabili­ dad, hasta el punto de que Corinto no volvió a sufrir altera­ ciones internas por espacio de casi dos siglos. Cípselo tuvo muchos imitadores y en todas partes la tira­ nía corrió el mismo destino, salvo variantes de pormenor: fue un régimen de transición que solía durar unas dos generacio­ nes, rara vez tres. La

aportación de los tiranos

En su aspecto negativo la obra de estos tiranos está clara. Su cometido consistió en librar a sus ciudades de un sistema

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que ya no era adecuado a las circunstancias del momento; aquí y allá podemos entrever con cierto detalle cómo llevaron a cabo su labor. Por ejemplo, Pisístrato de Atenas, que se adueñó del poder relativamente tarde, a mediados del si­ glo vi, fomentó decididamente los cultos estatales de Atenea y Dioniso; además, dio gran aliento al patriotismo ciuda­ dano para contrarrestar el patriotismo local de los distritos campesinos; los cultos del Estado crecieron a expensas de los locales, que estaban presididos por los nobles lugareños. Por otra parte, los tiranos crearon un ambiente de paz, favorable para la prosperidad material de sus ciudades. Al­ gunos de ellos lograron el poder aprovechando el general cansancio provocado por las encarnizadas luchas entre los aristócratas, y sólo con asegurar ese período de paz interior cumplieron ya una labor importante. Casi siempre supieron también mantenerse en buenas relaciones con sus vecinos, punto en que de nuevo hemos de destacar a Pisístrato y a sus hijos en Atenas. No hubo entonces grandes guerras en­ tre bloques de aliados, como aquella de Leíante que, a fines del siglo viii, había dividido en dos a toda Grecia. En el aspecto positivo, Cípselo y Periandro fundaron mu­ chas colonias corintias al NO. de Grecia; Pisístrato, por su propia acción o indirectamente, logró para Atenas una cabe­ za de puente en las cercanías del Helesponto, ruta importante hacia el Mar Negro y el grano de la Rusia meridional. Los tiranos fueron, en general, protectores de las artes y grandes constructores; erigieron templos magníficos y se preocupa­ ron del suministro de agua a sus ciudades. Estos programas de construcción estimularon el desarrollo económico y hubo también‘otros aspectos en que los tiranos contribuyeron bas­ tante directamente a la creciente prosperidad de sus súbditos.

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Los griegos

Más difícil es fijar las características que distinguían a sus instituciones político-sociales. Nuestras fuentes griegas, preocupadas más que nada por los manifiestos vicios de la autocracia, no entran en detalles sobre cómo gobernaban es­ tos autócratas, y sólo podemos conjeturarlo a través de la evolución interna que hizo posible establecer sólidos gobier­ nos cuando los tiranos fueron derrocados. Indudablemente gobernaban apoyándose en las instituciones ya existentes y revitalizándolas con la admisión de mucha gente que hasta entonces estaba excluida de cuanto se relacionara con los asuntos públicos. Una vez más, nuestra información más pre­ cisa procede de Atenas. Pero en esto Atenas es excepcional: su primer gran reformador, Solón, no quiso aceptar la tira­ nía que se le venía encima; sus reformas no impidieron que luego Pisístrato se adueñara del poder, pero indican que la tiranía ateniense llegó en fecha extrañamente tardía y el tira­ no pudo edificar sobre los cimientos que había puesto el re­ formador. S olón

de

A tenas

Los poemas de Solón evidencian que Atenas hubo de en­ frentarse, en 594 a. C., con una situación revolucionaria del mismo tipo que había desembocado en tiranía en otros luga­ res ; él mismo dice repetidas veces que pudo haber sido tira­ no si lo hubiese querido. En este caso el malestar interior era fundamentalmente agrario, pero Solón habla también en general de cómo explotaban los ricos y poderosos a los po­ bres, y claro es que él se puso desde un principio abierta­ mente al lado de los humildes; las clases poderosas, parece, aceptaban su mediación sólo por miedo a que, de otro modo, la revolución desencadenada las barriese para siempre.

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Ya hemos dicho algo sobre las medidas inmediatas con que Solón remedió las injusticias sufridas por el campesino ático, y en otros aspectos se ha conjeturado mucho más so­ bre el impulso que dio a la economía del país. Aquí nos toca tratar de las disposiciones que tomó para el mejor go­ bierno de Atenas. La administración del mismo estaba en manos de nueve magistrados elegidos anualmente, los arcontes, junto con el famoso consejo del Areópago. No es seguro que los altos cargos estuviesen reservados formalmente a los miembros de la aristocracia (llamados eupátridas), pero resul­ ta indudable que ellos regían en la práctica toda la maquina­ ria del Estado. Solón acabó con ese monopolio. Sin atender a privilegios de linaje, estableció cuatro clases de ciudadanos determinadas por sus rentas en productos agrícolas. Estas clases constituían una calificación para la provisión de los cargos, destinándose los más elevados a las clases superiores, mientras que las clases inferiores, las más pobres, sólo tenían derecho a asistir a la asamblea general y a sentarse en el tri­ bunal de apelación que Solón instituyó para revisar las de­ cisiones judiciales de los magistrados, caso de no ser satis­ factorias. Cualquiera que fuese la situación concreta anterior a So­ lón, es indudable que éste la modificó radicalmente al esta­ blecer como criterio formal de privilegio los bienes de fortu­ na. Desde entonces, y aunque en Atenas y otros lugares se tuviese cierta difusa consideración a los merecimientos de los nacidos en alta cuna, la sociedad ática se convirtió en un elemento de extrema movilidad: todo ciudadano que lograse reunir suficientes riquezas y las invirtiese en tierras podía as­ pirar al ingreso en las clases superiores y a participar en el gobierno de la ciudad. Solón no instituyó la democracia ateniense, pese a lo que digan demócratas más modernos (ese

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proceso fue largo y no acabó hasta bien entrado el siglo v), pero sus instituciones proporcionaron el marco, ya nunca abandonado por Atenas mientras fue libre, que hizo posible la posterior evolución. Por lo pronto, las reformas de Solón provocaron tantas discordias como satisfacciones. Las clases superiores lleva­ ron a mal la pérdida de sus privilegios; las inferiores creían que hacía falta una limpieza más a fondo y hubieran prefe­ rido la sangrienta revolución que a Solón le costó tanto evi­ tar. De ahí que éste, en sus últimos poemas, prodigue los reproches al pueblo y proteste de haber cumplido perfecta­ mente el plan de reformas prometido. En particular, las disputas sobre el arcontado turbaron los quince años siguien­ tes y parece como si las luchas dentro de las varias facciones locales de las clases elevadas hubiesen sido la causa deter­ minante de la eventual tiranía establecida por Pisístrato a mediados del siglo vi. Sin embargo, se dice que Pisístrato respetó las leyes solonianas, salvo en que él y sus hijos hicie­ ron lo posible porque los oficios públicos recayeran en sus amigos. Por tanto, el marco instituido subsistió. Durante la paz interior impuesta por la tiranía, la máquina soloniana de gobierno continuó funcionando, ahora manejada por diver­ sas manos y fiscalizada por los tiranos. Cuando la tiranía fue derrocada, en 510 a. C., el pueblo ateniense estaba algo más maduro políticamente y tomó el poder en sus propias manos, negándose a volver a las discordias anárquicas que hicieron posible la elevación al poder de Pisístrato. No sabemos muy bien lo que ocurrió al derrumbarse las otras tiranías, casi siempre en fecha más temprana, pero, de cualquier modo, surgieron en su lugar formas eficaces de gobierno, pertenecientes, por lo general, a lo que luego lla­ marían oligarquía los teóricos, y la mayoría de las ciudades

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encontraron, en el curso del siglo vi, algún sistema que resul­ taba viable, al menos para aquel tiempo.

E sparta

Entre tanto, al sur del Peloponeso, Esparta había des­ arrollado su propio sistema individual, que fue reconocido (y aun admirado) como algo único y singular en el mundo grie­ go: una aristocracia militar sujeta a la más rigurosa discipli­ na, cuyo ejército iba a dominar a Grecia durante unos dos siglos. Los teorizadores griegos gustaban de acentuar y exagerar la excentricidad de las instituciones espartanas, cosa que les servía para ilustrar la tesis de que la tarea del Estado con­ siste en educar a los ciudadanos, con el máximo rigor, en la práctica de la virtud. Mirado de más cerca, el gobierno de Esparta ya no parece tan resueltamente anormal, sino más bien una oligarquía de traza arcaica y conservadora, pero su historia primitiva sufrió un cambio especial con la con­ quista del vecino Estado de Mesenia y la reducción de sus habitantes a una especie de esclavitud. La ciudad de Esparta, situada en el extremo septentrio­ nal de una fértil llanura y más lejos de la costa de lo habi­ tual en una ciudad griega, fue fundada durante el período de las migraciones por griegos dorios, invasores proceden­ tes del N. (véase pág. 25), cuya entrada en la Grecia meridio­ nal siguió, si es que no fue la causa, al colapso de los reinos micénicos allí existentes. Los distritos rurales estaban ocu­ pados por cierta clase de hombres libres, quizá dorios en su mayoría, de los que surgió la casta de los perioikoi (periecos), que vivían en sus propias comunidades bajo la fiscalización

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Los griegc

espartana, servían en el ejército y solían estar contentos co su suerte, pero que no tenían participación alguna en el ge biemo del Estado. En cuanto a los indígenas, fueron sometí dos a una especie de esclavitud y llamados “ilotas” : culti vaban las heredades de los aristócratas (los “esparciatas”), los que habían de entregar un tanto o una cantidad fija di producción, pero hasta cierto punto dependían más bien de Estado que de un señor / determinado (por ejemplo, no po dían ser vendidos particularmente). Con la conquista de Mesenia, que quedó ultimada a finei del siglo viii, los espartanos extendieron su sistema sobre ui área casi tan grande como su propio territorio primitivo repartiéndose las tierras feraces y reduciendo a los mesenioj al estado de ilotas. A partir de entonces los esparciatas cons­ tituyeron una especie de guarnición aristocrática, reducida pero magníficamente preparada, que tuvo bajo su yugo, con el auxilio de los perioikoi, a una población varias veces su­ perior en número. Mantener este sistema suponía un enor­ me esfuerzo y sólo era posible mediante la más férrea disci­ plina militar. Por otra parte, la guarnición, descargada de la penosa tarea de arrancar al suelo sus medios de vida, podía dedicarse por entero a la caza y a los ejercicios militares, cosa que en las ciudades griegas normales resultaba imposible aun para las clases elevadas. Y la Esparta arcaica podía, al menos, distenderse en las alegrías de la civilización, pero al correr de los tiempos aquella tensión constante, aquel vivir consa­ grado, hizo que se acentuara su aspecto sombrío. La educación espartana era una durísima escuela de su­ frimiento y obediencia. Los niños, reunidos por edades en grupos que llevaban curiosos nombres arcaicos, estaban bajo la vigilancia de los mayores. Gran parte de la vida de los adultos se hacía todavía en público, en una especie de ba-

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rracones. El conjunto de este sistema, cuya constitución polí­ tica expondremos en el siguiente capítulo (véase pág. 80), era considerado en la antigüedad como obra de un solo legisla­ dor, Licurgo, y de fecha única y remota, fijada comúnmente en el siglo ix. A los griegos les gustaba atribuir el nacimiento de las instituciones a la voluntad personal de un legislador, y aun discutir las intenciones éticas de éste, como si tales creaciones se hubiesen llevado a la práctica inmediatamente y con toda exactitud. La tradición que asigna el origen de las instituciones espartanas a un oscuro y antiguo legislador puede tener como base, en parte, ese modo esquemático de pensar. Nos encontramos frente a una de las típicas contro­ versias suscitadas por la primitiva historia griega: el Licur­ go del siglo ix ha tenido entusiastas defensores, pero es más probable, a mi juicio, que esas instituciones no hayan nacido todas en la misma fecha y que ciertos cambios ulteriores —especialmente las importantes reformas políticas del si­ glo vil— se atribuyeran también a Licurgo para revestirlos de mayor autoridad. El sistema espartano logró sobrevivir debido sin duda, y muy particularmente, a sus grandes éxitos. Aquel ejército, más fuerte y mejor preparado que todos los restantes de Gre­ cia, era umversalmente temido, y resultaba halagador for­ mar parte de tan formidables fuerzas. Los espartanos fomen­ taban el sentimiento de solidaridad entre sus soldados di­ ciendo que todos los miembros de la aristocracia eran igua­ les y que la austera vida de barracón a nadie trataba mejor ni peor que al vecino. Por supuesto, semejante igualdad no podía mantenerse al pie de la letra y hubo familias más acau­ daladas o poderosas, pero resultaba útil como un intento de borrar las diferencias dentro de la vida social y pública. Y es indudable que tan rígida educación dio alguno de los frutos

Los griegos

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que luego le achacaron los teorizadores griegos, pues hizo que el espíritu espartano se mantuviera centrado en la virtud mi­ litar de la disciplina y en la sujeción al sistema reinante.

L a L iga

d el

P eloponeso

Durante el siglo vi la superioridad militar de Esparta en el Peloponeso fructificó en la creación de una vasta alianza dirigida por ella misma. Por algún tiempo parece que Espar­ ta acarició la idea de subyugar parte de Arcadia al modo como había hecho con Mesenia; sin embargo, tras una dura derrota —la última en muchos años—, se decidió a organi­ zar una alianza o liga militar que, a fines del siglo, empezó a extenderse más allá del istmo de Corinto. Esta alianza estuvo basada, en gran parte, en el miedo que se tenía al ejército espartano, a lo que se unía la espe­ ranza de que Esparta y sus aliados podrían resistir ventajo­ samente cualquier intento de conquistar el Peloponeso por parte de alguna potencia extranjera. Pero Esparta pasaba también por decidida enemiga de la tiranía —pese a que no fueron muchos los tiranos que realmente expulsó de las ciu­ dades griegas— y por adalid del gobierno constitucional. En este aspecto, y para aquellos tiempos, tuvo algo de precur­ sora. El sistema de gobierno característico de tantas ciudades griegas, donde las decisiones de importancia eran tomadas por una asamblea de ciudadanos, a su vez sujeta a las restric­ ciones de un consejo que estaba encargado de preparar los asuntos, se encuentra ya en Esparta desde antiguo en forma esquemática, y es posible que realmente fuese inventado allí. Cierto que el “pueblo” espartano no era más que una exi­ gua minoría aristocrática y que su reducido consejo de an-

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cíanos con cargos vitalicios en nada se parece a los consejos de los Estados modernos; sin embargo, el sistema esparta­ no se caracteriza esencialmente porque la asamblea sólo po­ día atender a asuntos sobre los que el consejo hubiese deli­ berado anteriormente, y puede que el ateniense Solón imitase ese rasgo de la constitución espartana al establecer un conse­ jo especial e independiente para preparar las cuestiones que luego pasarían a la asamblea, mucho más numerosa. En este sentido, y tiempo antes de que la democracia de cuño ateniense hubiese llegado a ser una forma de gobierno especial y característica, Esparta podía pasar como dechado de gobierno constitucional y progresivo, antípoda de la irres­ ponsable autocracia del tirano, aun cuando las instituciones espartanas no fuesen en detalle tales como para que cualquier otro Estado griego las reprodujese exactamente. Desde luego, la propaganda espartana aireó mucho el te­ ma de su oposición a la tiranía y ello ayudaría a consolidar la proyectada alianza.

C lísten es

de

A tenas

Clara muestra de cómo procedía Esparta con los tiranos griegos la tenemos en el año 510 a. C., cuando un ejército espartano mandado por el propio rey Cleomenes ayudó a ex­ pulsar de Atenas a los hijos de Pisístrato. La consecuencia natural debería haber sido la incorporación de Atenas a la alianza espartana, por conformarse íntimamente la constitu­ ción soloniana a los ideales que Esparta decía defender. Pe­ ro la realidad es que en seguida estallaron las luchas entre los jefes atenienses rivales, un poco al estilo de las aristocrá­ ticas de antaño, y cuando el partido alentado por el rey Cleo-

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Los griegos

menes cantaba victoria, el dirigente rival, Clístenes, “se aso­ ció con el pueblo” (como dice Heródoto), hecho trascenden­ tal para Atenas, derrotando así a sus adversarios y embar­ cándose en nuevas reformas constitucionales. No es fácil interpretar todos los pormenores técnicos de estas reformas. La tendencia general, sí: disminuir todavía más el campo de influencias de la aristocracia. El mejor ejem­ plo lo da la sustitución de las cuatro antiguas tribus áticas basadas en la consanguinidad por diez tribus basadas en la comunidad de lugar, cambio motivado por razones de tipo militar y civil, mientras que las fratrías, despojadas de toda función en la organización formal del Estado, pasaban a ser corporaciones de carácter puramente particular. En efecto, el patrocinio aristocrático dejó de ser principio básico de la organización político-social, pese a la importancia que toda­ vía se asignara al secular prestigio de las casas de abolengo, y el pueblo se convirtió, por decirlo así, en dueño de sus pro­ pios destinos. Todavía faltaba mucho para que la democracia ateniense alcanzase su culminación, pero si hubiésemos de fijar sus arranques en algún año, ninguno más apropiado que el de 507 a. C., fecha de la legislación de Clístenes.

E sparta , A tenas

y

P ersia

La aparición del agresivo Imperio persa y su rápida con­ quista de los antiguos y entrañables reinos del Oriente Próxi­ mo plantearon un nuevo problema a los caudillos griegos. Apenas empezada la segunda mitad del siglo vi, Ciro el Gran­ de derrotó al rey Creso de Lidia, anexionándose su reino y las ciudades griegas de Asia Menor que Creso había regido.

El desarrollo de la ciudcid-Estado

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Muchos años pasaron en que Grecia barajó la posibilidad de que Persia prosiguiera su carrera triunfal hasta el interior de la Grecia continental, donde las terribles luchas de cada ciudad ofrecían el mejor pretexto para intervenir. En este tiempo Esparta era sin disputa el Estado más potente de Gre­ cia y estaba al mando de la alianza más vasta y coherente. No podemos documentar paso a paso la continua preocupación de sus caudillos por la amenaza persa, pero es evidente que, a lo largo del período que desemboca en las batallas decisivas de 480 y 479 a. C., todo Estado amenazado por Persia pedía la ayuda de Esparta —aunque rara vez le llegase—, y recí­ procamente, todo el que se había enemistado con Esparta buscaba la ayuda de Persia. Las reformas de Clístenes y la derrota de los amigos ate­ nienses de Esparta envuelven pronto en este dilema a la jo­ ven democracia, que ciertamente trató de conseguir el auxi­ lio de los persas, aunque con escaso éxito. La democracia resistió dos intentos espartanos de instalar en Atenas un gobierno más complaciente, y los resistió sobre todo porque los aliados de Esparta, y particularmente Corinto, no vieron ninguna razón para alterar la forma de gobierno establecido por Clístenes, que les parecía de lo más acorde con el ideal oficialmente reivindicado por la Liga; hasta el siglo siguien­ te no se vería cuán subversiva podía ser una democracia de estilo ateniense frente a los ideales pretéritos. El siglo v se inició con la rebelión de los Estados griegos de Oriente contra Persia, que duró seis años. Atenas, de acción todavía insegura, envió socorros a los rebeldes, pero acordó retirarse tras el primer año de campaña, dando así ocasión seria a los persas para su primera expedición a Gre­ cia en el 490 a. C. Los atenienses rechazaron estos ataques en Maratón, antes de que llegara la ayuda espartana. Esta

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Los griegos

victoria les dio nueva confianza en sí mismos y en 483 a. C., por consejo de Temístocles, acrecentaron su marina, con lo que echaron los cimientos de su futura grandeza. Ya no creían en un posible arreglo con Persia, y cuando el enorme ejército de Jerjes invadió Grecia en 480 a. C., se mantuvieron firmes al lado de Esparta y de la resistencia. Porque en la resisten­ cia griega Esparta era el general imprescindible, así como la Liga del Peloponeso era el bastión principal. A Esparta per­ tenece la gloria de la heroica derrota en las Termópilas y también de la victoria final en Platea, pero la batalla naval de Salamina, aunque llevada bajo mando espartano, constitu­ ye timbre particular de gloria para Atenas y como una prefi­ guración de su cercano Imperio. Así, una vez rechazado el enemigo de fuera, quedaron frente a frente estas dos poten­ cias griegas, tan distintas en carácter y tradiciones, con el exclusivo objeto de destruirse una a otra en sus luchas por la supremacía dentro de Grecia.

L a G recia

exterior y el federalism o

La Grecia cuya historia estudiamos es, principalmente, la extendida por la mitad sur de la península, el Peloponeso y las zonas inmediatas al istmo de Corinto por el N. y el E., junto con las ramificaciones ultramarinas: es decir, la Gre­ cia de la ciudad-Estado. Pero no todos los que hablaban un dialecto griego y en algún momento pasaron por pertenecer a este pueblo orga­ nizaron su vida según la pauta que nos parece característica de Grecia. Hubo también casos de lo que los teorizadores an­ tiguos clasificaban como “razas” más que como “ciudades” : áreas geográficas que, aun comprendiendo en su interior pue-

£l ¿esarrollo de la ciudad-Estado

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blos y ciudades, nunca llegaron a fundirse entre sí o a que­ dar bajo el dominio de un único centro, al modo como el Ática había sido unificada bajo el mando de Atenas. Los ar­ cadlos, arrinconados en las montañas centrales del Peloponeso a causa de la invasión dórica, tenían algunos rasgos de este tipo, pero sus ciudades fueron adquiriendo un carácter tan independiente y levantisco que fue imposible unirlas en un solo Estado arcadio, aunque no faltaron intentos. A lo lar­ go del golfo de Corinto, al N. y al NO., se extendían otras “razas”, no siempre de fisonomía puramente griega, a las que movían menos los ideales de la vida ciudadana: así los etolios o el pueblo del Epiro, que si presentan siempre cierta unidad política más o menos laxa, no tuvieron intervención destacada en la Historia hasta que la Grecia de las ciudades, debilitada por las luchas intestinas, dejó de contar en un mundo dominado por las grandes monarquías macedonias de los sucesores de Alejandro. Más al este vivían dos comunidades raciales mucho más próximas a la principal corriente de la civilización griega: Tesalia y Beocia, que bien merecen algunas líneas. Los tesalios fueron en su origen conquistadores que ha­ bían invadido la gran llanura interior de Tesalia durante las Edades Ignotas y habían reducido a los aborígenes a una esclavitud parecida a la de los ilotas espartanos. Durante el período arcaico contaban más los terratenientes, con sus gran­ des heredades, que las ciudades mismas. En cierto sentido existía una unión tesalia, ya que su curiosa constitución ad­ mitía el que un solo gobernante tuviese bajo su dirección todo el país, pero sólo a intervalos y en casos críticos, aun cuando el tal gobernante, una vez en el poder, lo probable es que no lo soltara de la mano mientras viviese. Pero en se­ guida el país volvía a caer en la anarquía, razón por la cual

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la unión tesalia, pese a sus importantes recursos, nunca se mantuvo lo suficiente para ser una potencia eficaz en Grecia. Durante el siglo v creció la importancia de las ciudades y ya en el siglo iv los tiranos de Fera alcanzaron un poderío com­ parable al de los grandes tiranos del sur en la época ante­ rior. El más destacado de ellos, Jasón, logró gobernar en toda Tesalia y parece que tuvo grandes proyectos, pero fue asesinado en 370 a. C., antes de que pudiera llevarlos a efec­ to. No mucho después Tesalia cayó en poder de Filipo de Macedonia y ya no volvió a tener libertad de movimientos. Beocia fue tierra en que destacaron mucho más las ciu­ dades, con sus particularismos y su orgullo, pero los habitan­ tes, muy conscientes de su unidad racial, se entregaron a inte­ resantes experimentos de gobierno federal, que chocaron con la ciudad mayor, Tebas, siempre ambiciosa de reunir toda la región bajo su mando. Algún indicio de Liga Beocia se advierte antes de acabar el siglo vi, pero se vino abajo des­ pués de las guerras persas, cuando se acusó a Tebas de trai­ cionar la causa nacional, y fue algún tiempo antes cuando los beocios recobraron la confianza en sí mismos. A mediados del siglo v se formó una nueva Liga, que estableció un siste­ ma uniforme de gobierno oligárquico en cada una de las ciu­ dades confederadas y dividió la totalidad del país en once distritos aproximadamente iguales, obligado cada uno de ellos a contribuir con un contingente al ejército federal, con 60 consejeros al consejo federal y con uno solo a la asamblea de los once magistrados federales llamados “beotarcas”. Se trataba de una tentativa interesante de mantener la autonomía local de las ciudades todas, grandes y pequeñas, a la vez que se ensayaba dentro del gobierno federal algo así como el moderno sistema de representación. (En las ligas acaudilladas por Esparta y Atenas el poder abrumador de

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las ciudades capitanas ponía en sus manos toda la fuerza eje­ cutiva, mientras que en el consejo cada ciudad representada, chica o grande, tenía el mismo voto, ya se imaginará con qué resultados). Dicho sistema fue socavado cada vez más por el creciente poderío de Tebas dentro de la Liga, la cual se disolvió de nuevo en 386 a. C., sólo para constituirse otra vez en forma más democrática y centralizada: podemos calcular que por aquellas fechas había terminado el experi­ mento del federalismo representativo. Cuando los beocios ven­ cieron a Esparta en Leuctra (371 a. C.) y gozaron de una corta hegemonía, su mandato resultó tan inaceptable para las ciudades griegas como lo habían sido los de Esparta y Atenas; los esfuerzos por sostenerlo dieron al traste en bre­ ve con los .recursos de Beocia. La idea de que la importancia del voto estaba en propor­ ción con la importancia de la dudad federal fue tenida en cuenta en la constitución de la Liga de Corinto que, reunien­ do a las ciudades griegas, organizó Filipo de Macedonia tras su victoria de Queronea (338 a. C.); sin embargo, esta Liga, creada como un instrumento de la dominación macedónica, nunca fue un organismo políticamente vivo. Más vitalidad tuvieron las Ligas Etolia y Aquea, cada una de las cuales rompió sus vínculos raciales originarios en los siglos m y n, respectivamente, para acoger en su seno Estados extraños y muy remotos. Los etolios ya habían dejado sentir su poten­ cia militar fuera de su montañosa patria en la Grecia central. Los aqueos, agrupación de ciudades situadas en una estrecha faja costera al N. del Peloponeso, llevaron una vida oscura hasta que Arato de Sicione (ciudad dórica sita entre Corinto y Acaya) hizo ingresar a su ciudad en la Liga, hacia 250 a. C. Estas dos Ligas, con la notable personalidad de Arato y la impresionante serie de reyes macedónicos contemporáneos, LOS GRIEGOS. — 3

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dominaron durante un siglo la escena griega, hasta que ocu­ rrió la definitiva conquista del país por Roma en 146 a. C. Ambas Ligas tuvieron consejos en donde los Estados consti­ tuyentes estaban representados con arreglo a su extensión. Los etolios, ateniéndose al viejo principio democrático, reserva­ ron las decisiones importantes para una asamblea primaria... celebrada en su propia tierra, y así dominaban siempre. El carácter de la asamblea aquea ya es más discutible, pero no cabe duda de que su política estuvo particularmente guia­ da por consideraciones locales al área donde la Liga tuvo su origen. Ni una ni otra Liga pudieron superar por entero el particularismo do las ciudades, formar con las tierras griegas un bloque tan sólido como para mantener la firmeza de un Estado independiente: ya era demasiado tarde; la única uni­ dad posible tendría que ser la que impusieran los conquista­ dores extranjeros. El principio de la autonomía ciudadana afectó, pues, de varios modos aun a aquellos griegos que vivían fuera del área en que la ciudad-Estado prendió y floreció primero, con lo cual se paralizó cualquier otra forma posible de gobierno. ♦ * *

Tales fueron, a grandes rasgos, las circunstancias en que se desenvolvió y adquirió plena madurez la ciudad-Estado de los griegos, según se nos alcanza actualmente. Las cues­ tiones primordiales siguen siendo éstas: ¿Cómo llegó Gre­ cia a adquirir este sesgo particular? ¿Por qué significaba tanto para los griegos la autonomía de la ciudad? ¿Qué be­ neficios obtuvieron de ella? ¿Cuál fue la contribución de las ciudades a la civilización europea en general?

EL MUNDO GRIEGO

GRECIA CONTINENTAL

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C onciencia

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nacional d e los griegos

Aunque nunca existió en la antigüedad una unidad po­ lítica llamada Hélade, los helenos (como los griegos se nom­ braban) usaron ese nombre libremente y tuvieron clara con­ ciencia de las diferencias que les separaban de los otros pue­ blos. No es fácil delimitar geográficamente la Hélade. En la parte N. de la península hubo siempre zonas de inclusión más que dudosa; al S. del Asia Menor existían ciudades semigriegas entre las cuales es difícil señalar límites; a veces una colonia lejana y casi aislada podía formar parte de la comunidad griega por razones más evidentes que otros pue­ blos situados a pocos días de marcha de Atenas. Tampoco podemos recurrir a una prueba étnica convincente: siempre es complicado encontrar un criterio objetivo para la pureza racial y en nuestro caso es indudable, desde un principio, que los griegos constituían una mescolanza de razas, como invasores procedentes del N. o del E. que se habían sobre­ puesto más o menos, en distintos lugares y tiempos, a una población primitiva cuya composición resulta difícil aquila­ tar. En última instancia, griegos eran aquellos hombres que se sentían griegos y a quienes otros hombres que sentían lo mismo les reconocían plenamente ese derecho. Los propios griegos consideraban como lazos comunes la lengua, la religión y lo que ellos llamaban “costumbres” y nosotros preferimos llamar “cultura”, un tanto libremente. Su lengua, contaminada de buen número de extranjeris­ mos, pertenece a la familia general indoeuropea, aunque no se acerca mucho a ninguna otra gran rama del grupo. Apa­

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rece dividida en cierto número de dialectos, algunos de ellos bastante extraños para quienes estamos acostumbrados a mi­ rar el ático como dechado del griego; sin embargo, los ha­ blantes de los diversos dialectos no tenían dificultad antigua­ mente para entenderse entre sí. Hubo ciudades de los confia nes que fueron criticadas por su mal griego, pero no hay du­ da de que la lengua resultó un medio certero, en general, para distinguir a los griegos de los extraños. En cuanto a la religión griega, no se presta a fáciles ge­ neralizaciones y habremos de detenemos en ella algo más. Sus dioses presentan infinidad de aspectos. La gran familia olím­ pica de Zeus, tal como la pinta Homero, está compuesta de seres con pasiones y apetencias muy humanas; si se distin­ guen de los humanos es sólo por su inmortalidad y su gran poder. Así los concebían también casi todos los poetas y artistas, y aim el hombre medio, pese a las protestas de pu­ ritanos como Jenófanes y Platón. Pero los dioses encamaban, además, las grandes fuerzas de la Naturaleza: Zeus, el cie­ lo; Poseidón, el mar, etc. Artemisa, “señora de las bestias”, y otras divinidades se relacionan con cultos antiquísimos an­ teriores a la llegada de los griegos. Deméter y Perséfone son figuras familiares dentro de los ritos alusivos a la fertilidad de la tierra que surgen por doquiera con las faenas agrícolas. Otras divinidades presidían las varias actividades humanas: así, Atenea y Hefestos regían las artes y oficios civilizados. Todos los citados eran dioses de alcance nacional, aunque tal o cual ciudad quisiera apropiárselos en exclusiva. Atenas, por ejemplo, podía invocar como un derecho particular el favor de Atenea, pero no por eso dejó Esparta de adorar también a “Atenea la de la casa de bronce”. Abundaban, además, las divinidades locales de fama menor, algunas asimiladas a un miembro de la familia olímpica, otras tercamente anónimas.

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XJna fuente o árbol cualquiera podía albergar su correspon­ dente divinidad menor y recibir la obligada reverencia de los viajeros de paso o de los labradores vecinos. Este politeísmo desenfrenado desafía todo análisis y des­ espera a la teología sistemática. Desde luego, la impiedad era tenida en cuenta y castigada (la irreverencia de una persona respecto a un dios poderoso podía resultar peligrosa para to­ da la comunidad, y hasta los dioses secundarios podían ven­ garse formidablemente). Lo que no existía era un conjunto de dogmas promulgados por una Iglesia unificada. La religión impregnaba todas las manifestaciones del vivir y apenas ha­ bía asociación sin su culto común y su sacerdote rector. Sin embargo, el sacerdocio no constituía una profesión especiali­ zada como tal, aunque en ciertos casos requiriese un particu­ lar conocimiento de los ritos tradicionales. La mayoría de la gente ofrecía sacrificios por su cuenta a los dioses de su devoción personal. Estos dioses podían ser importados de otro país, porque, como ocurría con la nacionalidad, para que un dios fuese griego bastaba con que un número suficiente de griegos así lo creyera. Pero entre todo este caos amorfo predominaban ciertos rasgos fijos y uniformes: un grupo de divinidades reconocidamente griegas y presididas por Zeus, un ritual semejante, una actitud común frente a lo divino. Esta comunidad de sentimientos encontró su más clara expresión en las grandes concentraciones nacionales, como la que cada cuatro años se celebraba a fines del otoño en Olim­ pia (Peloponeso occidental), donde los griegos se reunían sig­ nificativamente para rendir culto a Zeus, patrono de las fies­ tas, y celebrar competiciones atléticas y musicales, aprove­ chando aquellas treguas sagradas que periódicamente inte­ rrumpían sus guerras. Dichas fiestas, que la tradición hace nacer en 776 a. C., fueron al principio de carácter local y

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estaban reducidas al O. del Peloponeso, pero antes de termi­ nar el siglo VHi se habían extendido muchísimo para acabar siendo verdaderamente panhelénicas en el período clásico. El ser admitido a estos juegos venía a ser como una garantía de nacionalidad griega, según ocurrió cuando Alejandro I de Macedonia (antepasado de Alejandro Magno, de princi­ pios del siglo v) logró acudir a ellos basándose en su supues­ ta descendencia de los reyes dóricos de Argos. Además, los heraldos que se dispersaban para anunciar la tregua sagrada sólo iban a las ciudades consideradas como griegas. Segundos en importancia fueron los juegos píticos, celebrados en el santuario de Apolo en Delfos e instituidos con regularidad desde principios del siglo vi. Y hubo otras muchas fiestas parecidas de mayor o menor renombre. Estas grandes conmemoraciones dieron expresión mate­ rial y periódica a los sentimientos de unidad que hermanaban a los griegos, pero ellos pensaban sobre todo en los templos y altares patrios cuando hablaban de defender los santuarios de sus “dioses ancestrales”, grupo abigarrado aunque diferenciable en conjunto de los dioses extranjeros, y al que se ren­ día culto con ritos verdaderamente griegos, no exóticos. Cuando los helenos se referían a sus nómima (“costum­ bres”), incluían en ellas mucho de lo que hoy llamaríamos prácticas religiosas, así como una serie de hábitos sociales que, si bien poco distintivos en pormenor, considerados en conjunto ofrecían otro criterio para distinguir lo griego de lo extranjero. La cosa es digna de mención aunque sólo sea por la gran importancia que le daban los griegos: sus escritores se dedicaron a reunir grandes compilaciones sobre las “cos­ tumbres” particulares de varios de sus Estados, y también so­ bre las “costumbres bárbaras”, para expresar una vez más su creencia de que ellos formaban una nación enteramente apar­

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te. Más cerca de nuestra concepción de la cultura nos parece lo dicho por Isócrates, publicisfk del siglo iv, que resolvió la cuestión de quién podía tenerse por griego afirmando que griego era todo aquel que hubiese recibido la educación griega. Pero quizá esta opinión sea poco natural y signifi­ cativa. Pese a su acentuada conciencia nacional, los griegos se resistieron tenazmente a la unión política; aferrados a su in­ dependencia localista, no aceptaron que tal o cual ciudad viniese a imponerles la unidad.

El

microcosmos político

Los orígenes del particularismo griego se remontan a las caóticas Edades Ignotas y no nos queda sino registrar el hecho de que las circunstancias políticas del período de migración y las características geográficas del país hacen natural la frag­ mentación primitiva. Pero la cuestión importante es la de qué razones hubo para que el proceso no cambiara de signo. Los investigadores siguen discutiendo todavía la fecha en que surgió la polis (voz griega que significa “ciudad” y de la que procede modernamente la palabra política, cosa bien caracte­ rística del panorama general). Mejor sería preguntarse cuándo alcanzó esta forma de organización tal madurez como para que los griegos ya no pudieran vivir sin ella. Acaso la res­ puesta se halle perdida también en la prehistoria y ese fiero patriotismo ciudadano fuese ya rasgo indeleble de aquellas aristocracias con cuyo declinar se inicia la historia griega. Pero necesitamos saber por qué los griegos de tiempos más modernos se aferraban con tanto afán al mismo sistema, y aun en el caso de que las razones hubiesen cambiado algo (la

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polis no podía significar lo mismo para Alceo y Solón, a prin­ cipios del siglo vi, que para Demóstenes y Aristóteles, a me­ diados del iv), nos queda al menos tomar el fenómeno en su conjunto y esclarecer el secreto de su continuo atractivo. Los griegos tuvieron muchas ocasiones de observar cómo eran otros Estados de gran extensión territorial, y, sin em­ bargo, estaban convencidos de que sus propias instituciones les garantizaban una vida mejor. Procuraban expresarlo di­ ciendo que ellos se gobernaban por la ley, mientras que aque­ llos grandes Estados eran todos monarquías absolutas, y los bárbaros que se sometían al capricho de un autócrata, escla­ vos por naturaleza. El hecho de que múltiples Estados griegos hubieran sido sojuzgados por un tirano, lo desdeñaban por anormal: el tirano no había hecho más que arrinconar tem­ poralmente la ley. Aristóteles, por ejemplo, distinguía tres ti­ pos de constitución, todos de acuerdo con la ley, y otros tres sin ley que eran las formas degeneradas correspondientes a los primeros: la monarquía o gobierno del rey justo, cuya legalidad descansa en la justicia, se opone a la tiranía o mo­ narquía ilegal; la aristocracia o gobierno de una minoría virtuosa se opone a la oligarquía o degeneración de la aris­ tocracia, corrompida por el dinero; en fin, el gobierno de la mayoría conforme a la legalidad, degenera en democracia cuando el pueblo hace uso desenfrenado de su libertad. Esta clasificación es demasiado esquemática. El rey justo y el aristócrata virtuoso son entes teóricos que no se suelen encontrar en la auténtica vida griega, y el régimen ideal opuesto a la democracia es otra abstracción, aunque se adu­ jesen ejemplos de él y hasta se intentase hacerlo realidad. La verdadera piedra de toque era la buena voluntad para aceptar un gobierno en que hubiese libertad de discusión y para someterse a la rotación de los cargos. Y esas cosas sólo

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podían ensayarse en una breve comunidad cuyos miembros se conociesen más o menos unos a otros. En efecto, el gober­ narse por una asamblea primaria, -en vez de por represen­ tantes electos, es rasgo esencial de la vida griega que las grandes naciones de hoy no pueden imitar, un lujo sólo con­ cebible en unidades políticas del tamaño de un mediano con­ dado inglés o aún más pequeñas. El interés que inspiraba esa forma de gobierno está claro. Nadie desea pasarse la vida metido en política (los mismos atenienses, con toda su pa­ sión por el ajetreo y las discusiones políticas, no asistían a las sesiones ordinarias de su asamblea en gran número), pe­ ro es agradable pensar que uno puede, si quiere, dar su voto en todas las cuestiones públicas del día y que el destino del pueblo está de verdad en sus manos. La simple preferencia del hombre por administrar* sus propios asuntos basta para explicar la persistencia de ese ideal ciudadano, tanto si el administrador es el pueblo entero como si lo es una oligar­ quía de las clases elevadas. Y eso a pesar de los inconvenien­ tes indudables: tener, cada pocos kilómetros, otro Estado aparte, con su especial política exterior; y, además, el hecho —puesto bien en claro por la Historia con el tiempo— de que estas ciudades autónomas eran demasiado pequeñas para sobrevivir si alguna potencia importante caía sobre ellas. Los griegos lograron rechazar los asaltos de Persia, pero ya no pudieron repetir el mismo esfuerzo contra Macedonia. Sin embargo, los experimentos políticos fueron algo más que un lujo para los griegos. Muchos de los mecanismos co­ rrientes en el llamado gobierno constitucional (el número exacto no lo podemos precisar hoy) eran cosa totalmente nueva cuando ellos empezaron a usarlos. Por ejemplo, otros grupos raciales habían intentado crear un gobierno republi­ cano, pero desistieron en vista de que las decisiones habían

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de ser tomadas por unanimidad. El someterse a los votos de la mayoría supone una seria limitación para la minoría. Los mismos griegos dejaron sin efecto, muchas veces, esa limita­ ción. A pesar de ello se arriesgaron a probar suerte y el go­ bierno de la mayoría resultó tolerable para todos (aparte de algunos extremistas) en la larga vida de la democracia ate­ niense. Estas alternancias sólo pueden ensayarse a escala re­ ducida; en el enorme Imperio persa la simple recogida de votos hubiera sido prácticamente imposible, si es que alguien se lo hubiera propuesto. Los griegos se ensayaron, pues, en toda clase de experiencias políticas y muchas veces nos ha quedado constancia de sus resultados, gracias a los análisis de Aristóteles, que los ha transmitido a la posteridad y en cuya irradiación casi nada ha pesado el hecho de que sus lec­ tores medievales o modernos viviesen en Estados de muy dis­ tinta estructura. Por otra parte, no es fácil hacer observar o cumplir la ley en un área dilatada. Nuestro país mismo no ha quedado enteramente dominado (por decirlo así) hasta el pasado si­ glo, y eso gracias al enorme perfeccionamiento de las comu­ nicaciones. Cuando el transporte o un mensaje algo compli­ cado no pueden ir más aprisa que un caballo, las dificultades para establecer cualquier clase de orden sobre todo un reino se hacen invencibles, como nuestra historia medieval prueba hasta la saciedad. En Grecia hubo muchos desórdenes y vio­ lencias, desde luego, pero ello fue debido, en parte, a la mul­ titud de Estados y de guerras. En cambio, ciudades más ade­ lantadas, como Atenas, alcanzaron una estabilidad admirable para aquel tiempo. Mucho más difícil habría sido mantener el imperio de las leyes en una Grecia unida, aparte de la complicación que suponía encontrar la forma de gobierno idónea para tal Estado.

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En fin, cuesta trabajo creer que la libertad y vigor del arte y el pensamiento griegos nada tengan que ver con la libertad político-social de que disfrutaron los mejores Esta­ dos helénicos (por aventuradas que resulten estas· correlacio­ nes). Quede el asunto para los próximos capítulos. Y cerremos éste con una afirmación algo atrevida pero plausible: lo más admirable del espíritu griego no hubiera podido .cobrar vida sino en la peculiar atmósfera de aquellas ciudades a las que sus hijos tanto defendieron y amaron.

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Ill ATENAS Y ESPARTA Por A. H . M . J ones

Durante más de un siglo después de acabadas las guerras con Persia, Atenas y Esparta se disputaron la hegemonía de Grecia. Apenas pueden darse dos ciudades más dispares. Ate­ nas, situada en el cruce de los caminos griegos, era un bulli­ cioso centro mercantil e industrial; su principal producto agrícola, el aceite de oliva, estaba destinado casi totalmente a la exportación; su puerto del Pireo era uno de los más grandes del Mediterráneo. Esparta, encerrada en el remoto valle del Eurotas, constituía un Estado agrícola autónomo, sin más riqueza que el hierro en barras. Atenas estaba ates­ tada de extranjeros, gente de paso o que se había establecido allí; Esparta no acogía con buenos ojos a los extranjeros y de cuando en cuando les expulsaba de su territorio. Atenas tenía una potente marina; Esparta, un fortísimo ejército. Los atenienses hermosearon su ciudad con templos espléndidos y soberbias estatuas; Esparta daba la impresión de un pueblo que hubiera crecido desordenadamente. Atenas creó un tea­ tro grandioso (las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides;

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las comedias de Aristófanes) y fue cuna de historiadores como Tucídides y filósofos como Platón. Esparta no pro­ dujo arte ni literatura de ninguna clase, ni tomó parte en la vida intelectual de Grecia. Pero, sobre todo, Atenas se dis­ tinguió por su espíritu progresivo, rebosante de nuevas ideas, mientras que el de Esparta era fuertemente conservador. Ate­ nas inventó la democracia y Esparta se aferró a una consti­ tución arcaizante. Se comprende que Esparta, adalid y en­ camación de las ideas tradicionalistas, atrajera el interés de muchos griegos anticuados. Lo raro es que buen número de atenienses inteligentes admirasen aquel estilo de vida y com­ parasen halagadoramente a esta ciudad con la suya propia. La esterilidad cultural de Esparta fue consecuencia ine­ vitable de su estructura política y social. Sus ciudadanos eran educados rígidamente, desde la niñez, para una sola cosa, para ser buenos soldados, y estos hombres, los esparciatas; constituían una exigua y selecta minoría que se sostenía gra­ cias al trabajo de siervos que multiplicaban muchas veces su número, los ilotas. La mayoría de los ilotas, no hay duda, se conformaban con su suerte, en particular los de Laconia, el territorio espartano primitivo. Pero los de Mesenia, con­ quistada más tarde, se dolían amargamente de su sujeción, y siempre abrigaron la esperanza de recobrar su independencia, cosa que al fin consiguieron, en 369 a. C. Una cosa es indu­ dable: los esparciatas basaron su supremacía en el terror. No pasaba año sin que los éforos, los magistrados principa­ les de Esparta, declarasen la guerra a los ilotas; la finalidad de esta curiosa ceremonia era descargar de la acusación de homicidio al espartano que diese muerte a uno de ellos. Cada año también, los éforos enviaban a jóvenes esparciatas esco­ gidos a explorar el territorio y a acabar con todo ilota que se les antojase sospechoso. Estas rutinarias medidas no siem-

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pre bastaron. En 424 a. C., los espartanos, nerviosos por la creciente inquietud de los ilotas, les invitaron a alistarse en el ejército, con el señuelo de otorgarles la libertad. Se alista­ ron dos mil voluntarios, de los cuales no se volvió a saber más. ¿Qué podrían admirar los atenienses en todo esto? Hay varias explicaciones posibles. A los griegos, como a la ma­ yoría de los pueblos, les impresionaba el despliegue de po­ der, y Esparta fue durante siglos la gran potencia militar de Grecia. Su ejército superaba en adiestramiento y disciplina a los otros griegos, que solían ser producto de levas de bisoños. Además, los espartanos tenían justa fama de bravos, sufridos y amantes del deber. Nunca fueron derrotados en lucha fran­ ca hasta la batalla de Leuctra (371 a. C.). En segundo lugar, la estabilidad política de Esparta representaba algo realmente excepcional en el mundo griego. Su mayor orgullo era que, desde los tiempos del semi-mítico Licurgo, su constitución se había conservado inmutable, sin que jamás hubiese habido entre ellos tiranías o revueltas civiles. La monarquía espar­ tana era casi la única que quedaba en las ciudades griegas: de carácter hereditario, estaba gobernada por dos reyes de dos familias regias que gozaban de iguales prerrogativas. Los reyes habían perdido casi todo su poder dentro del país, pero seguían siendo los generales en jefe del ejército espartano y en el campo de batalla su autoridad era absoluta. Había en Esparta un consejo de ancianos de treinta miembros, entre ellos los dos reyes: ancianos de verdad, pues tenían que con­ tar más de 60 años de edad al ser elegidos con carácter vi­ talicio. Había también una asamblea constituida por todos los esparciatas, que emitían su voto en las cuestiones impor­ tantes, como la paz y la guerra, pero que no tenían facul­ tad para legislar o tomar parte en los debates. Finalmente

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existía la junta de los cinco éforos, elegidos cada año, que representaban el verdadero gobierno del país. Se les elegía por un procedimiento que Aristóteles califica de “sumamente pueril”, pero que permitía alcanzar la magistratura al más humilde ciudadano. La constitución, pues, dentro del bloque esparciata, era aproximadamente democrática, y como los esparciatas formaban un grupo muy homogéneo —se llama­ ban a sí mismos “los pares”— y estaban unidos por fuertes lazos y comunes intereses, no resultaba difícil conseguir la unidad. El contraste con el resto del mundo griego era de lo más acusado. En la mayor parte de las ciudades se suce­ dían las constantes luchas entre las clases sociales, las revo­ luciones y las contrarrevoluciones con triste monotonía. Den­ tro de semejante mundo la estabilidad era algo precioso, fuese al precio que fuese. Y los admiradores de Esparta pasaban por alto cómodamente las luchas de los ilotas contra los es­ parciatas, luchas más bien sordas y que rara vez llegaban a la franca rebelión. Sin embargo, el máximo atractivo de Esparta radicaba en ser una aristocracia perfecta. Sus admiradores atenienses so­ lían ser ciudadanos de las clases privilegiadas, hombres que por su linaje, riquezas y educación se dolían de tener que aceptar como iguales suyos, en Atenas, a rústicos y artesa­ nos. Uno de ellos dice: “En Atenas esclavos y forasteros gozan de las mayores li­ cencias. No está permitido pegarles, ni aunque los esclavos no le dejen sitio a uno cuando pasa. Os diré por qué. Si las leyes dispusieran que un ciudadano pudiese pegar a un es­ clavo, a un forastero o a un liberto, muchas veces golpearía­ mos a un ateniense pensando que era un esclavo, porque la gente corriente y los forasteros no van mejor vestidos que ellos”.

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Para un hombre como éste, Esparta tenía que ser un Es­ tado ideal: allí eran patrimonio exclusivo de los señores, además del poder político, todos los derechos de ciudadanía, hasta los más elementales. Había una razón más respetable para que los intelectua­ les atenienses admirasen a Esparta. Todos los griegos estaban de acuerdo en que la finalidad del Estado es crear una vida mejor para sus ciudadanos. Lo cual significaba, según algu­ nos pensadores, que el Estado debía educarles y disciplinar­ les conforme a las normas de una vida irreprochable. Y estos pensadores —Platón es su representante máximo— veían en Esparta una aproximación a su ideal, por imperfecta que fue­ ra. La concepción espartana de la vida era muy limitada: no reconocía otras virtudes que el patriotismo, el valor y la dis­ ciplina. Pero al menos intentaba modelar a sus ciudadanos conforme a estos patrones, y no sin éxito. Era un paso en el buen camino: entonces ¿por qué no podrían infundirse otras virtudes más altas en el hombre, tomándole desde niño, a base de un adoctrinamiento riguroso? Acerca de este problema había diferencias de pensamien­ to insalvables entre la escuela representada por Platón y la de los demócratas atenienses. Uno de los lemas impulsores de la democracia era la libertad de palabra y de acción, y por libertad entendían ellos lo mismo que entendemos nos­ otros: el derecho de toda persona a pensar, decir y hacer lo que mejor le parezca, siempre dentro de los límites impues­ tos por las leyes. Platón no niega que los atenienses se rijan por estos ideales en la teoría y en la práctica: “La ciudad está impregnada de libertad y de libres pala­ bras: a cada cual se le permite hacer lo que guste. Siendo así, es evidente que cada uno puede moldear su vida como mejor le plazca”.

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Pero considera deplorable semejante situación, pues trae como consecuencia que los ciudadanos se hagan completa­ mente distintos unos de otros, en vez de ajustarse al modelo ideal propugnado por un sabio gobierno. En cambio, Pericles se enorgullece de estás libertades individuales (en la oración fúnebre que pronunció en el año inicial de la guerra del Peloponeso y que es un gran panegírico de Atenas): “Nosotros vivimos como ciudadanos libres, y no sólo en nuestra vida pública, sino en la actitud de unos con otros dentro de la vida cotidiana. No nos enfadamos con el vecino porque obre como le plazca, ni le lanzamos esas torvas mira­ das que tanto hacen sufrir, aunque no causen daño cor­ poral”. Tenía motivos para estar orgulloso. Aristófanes no sólo podía escribir comedias donde ridiculizaba las instituciones básicas de la democracia, sino que encima se las premiaban. Los filósofos y teorizantes políticos como Platón, Isócrates y Aristóteles se permitían publicar sus demoledores ataques contra el ideal democrático sin que nadie les hiciese imposible la vida. Gran diferencia con Esparta, donde, según dice Demóstenes: “no se permite que nadie alabe las leyes de Atenas ni de ningún otro Estado; en cambio, hay que elogiar cuanto esté conforme con las instituciones espartanas”. Los demócratas disentían radicalmente de Platón en otra cosa. Éste sostenía que gobernar era un arte difícil que ha­ bía de reservarse para los entendidos, y proyectó una cons­ titución en la que asumiría el poder, sin responsabilidad nin­ guna, una minoría de sabios elegidos entre ellos mismos. Ahora bien, el segundo gran lema de la democracia era la

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igualdad. Todos los ciudadanos tenían no sólo los mismos derechos ante la ley, sino igual voto decisorio en los asun­ tos públicos y la misma participación en el gobierno efectivo del Estado. Esto es lo que los griegos entendían por demo­ cracia. Desconfiaban de las instituciones de carácter repre­ sentativo y el sistema parlamentario actual les habría pare­ cido algo así como una aristocracia electiva. La verdadera democracia requería, a su modo de ver, que todo ciudadano pudiese asistir personalmente al debate de los asuntos trata­ dos —y si quería, diese su opinión—, así como emitir su voto directamente; que incluso en la administración pudie­ se gobernar y ser gobernado por tumo. Todo esto era posi­ ble, enteramente posible, en una ciudad griega. Atenas era una ciudad excepcionalmente grande, pero aun así su territo­ rio, el Ática, tenía más o menos el tamaño de Bedfordshire, y sus ciudadanos no pasaban de los veinte o cuarenta mil. Lo normal, parece, era que sólo cinco o seis mil asistieran a las sesiones de la asamblea, aunque en las grandes ocasiones acudieron muchos más, y todos podían intervenir si querían. Los críticos modernos suelen reprochar a los atenienses que limitasen a la clase de los ciudadanos esos principios de libertad e igualdad. No es justo echárselo en cara. En la antigüedad se concebía la comunidad política como una gran familia; la ciudadanía dependía, por tanto, del nacimiento. Los extranjeros que se establecían en otra ciudad no por eso eran ciudadanos de ella, a no ser por una concesión especial, de igual modo que el hecho de vivir en Escocia no le con­ vierte hoy a uno en miembro de un clan. En Atenas llegó a haber una importante población de extranjeros, pues era un lugar atractivo para establecerse, con su rica y variada cultura y su floreciente vida comercial. Estos extranjeros re­ cibían inmejorable trato, de acuerdo con las normas de la

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época. Gozaban de la plena protección de las leyes; com­ partían con los ciudadanos las cargas de las contribuciones y el servicio militar. Su principal restricción era que no po­ dían poseer tierras ni casas propias, sino arrendadas. Pero no se sentían ofendidos por no tener acceso a la gran fami­ lia de los ciudadanos atenienses e incluso muchos de ellos estaban hondamente vinculados a su ciudad adoptiva, a la que prestaron su concurso en tiempos difíciles. La segunda clase excluida eran las mujeres. Pero mal po­ demos censurarlo nosotros cuando aún no hace cincuenta años que les hemos concedido el derecho a votar. La tercera y última clase excluida era la de los esclavos; tampoco aquí sería justo condenar a los atenienses por aceptar una insti­ tución que el mundo contemporáneo todo admitía como un hecho natural. Los atenienses poseían esclavos, claro es, y probablemente, como más ricos que la mayoría de los grie­ gos, poseían más que el término medio. Nos faltan datos exactos de cuántos esclavos habría por entonces en Atenas (el número variaría sin duda). Según mi opinión, en el si­ glo iv serían unos veinte mil, entre hombres y mujeres. En el v era mayor el número ciertamente, pero también el de los ciudadanos. He de admitir que son muchos los investigado­ res que dan una cifra bastante más alta. Hay quienes suponen que los ciudadanos atenienses, co­ mo poseían esclavos, formaban una minoría privilegiada que se sostenía a costa del trabajo de una mayoría carente de todos los derechos. Por muchos esclavos que pudiese haber, la acusación seguiría sin ajustarse a la verdad. No faltaban, cierto, ricos atenienses —y extranjeros residentes, los cuales también poseían esclavos— que hacían trabajar a su muche­ dumbre de siervos en las factorías y, sobre todo, en las mi­ nas de plata y vivían de los beneficios obtenidos con el

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esfuerzo de los demás. Pero la inmensa mayoría de los ate­ nienses no tenían un solo esclavo, y a lo sumo se conforma­ ban con un criado para la casa, o bien con una o dos per­ sonas que les ayudaban en su oficio o en el campo. El grueso de los atenienses eran labradores que cultivaban las pequeñas propiedades recibidas en herencia, o artesanos que trabajaban por su cuenta; los más pobres eran los jornale­ ros del campo. La asamblea ateniense estaba formada, en palabras de Sócrates, por “lavanderas, zapateros, carpinteros, herreros, labradores, comerciantes y tenderos”, y este hecho, precisamente, era el que ridiculizaban los aristócratas en sus críticas. La democracia ateniense no fue ninguna impostura. Estaba limitada a los atenienses de nacimiento, sí, pero den­ tro del cuerpo ciudadano figuraban representadas todas las clases, desde las más acaudaladas a las más humildes, y ca­ balmente los humildes, los labradores y los trabajadores ma­ nuales, constituían la mayoría. El principio de igualdad se aplicaba con notable exactitud y consecuencia. En primer lugar, todos los ciudadanos —a no ser los desposeídos de sus derechos por algún delito, como el no haber satisfecho ciertas deudas al Tesoro— estaban au­ torizados para asistir a la asamblea y votar; además, si así lo querían, podían tomar la palabra y proponer enmiendas. La asamblea celebraba sus sesiones al aire libre, en la coli­ na de Pnyx, enfrente de la Acrópolis, y como se reunía fre­ cuentemente —cuarenta veces por lo menos al año— y allí se decidían tanto las cuestiones graves de política como las me­ nudencias administrativas, el ciudadano corriente tenía mu» chas oportunidades de hacer valer su opinión y adquiría una seria responsabilidad en el tratamiento de las cuestiones pú­ blicas. Desde luego, los griegos tenían sus dudas sobre la conveniencia de confiar las decisiones vitales al voto mayo-

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ritario de la masa, pero los demócratas creían que las vir­ tudes del sistema superaban a sus defectos. Primeramente, tenían cierta fe (no del todo desmentida por los resultados) en la sabiduría colectiva de las masas. Como señala Aristó­ teles : “Una multitud de hombres que no sean buenos conside­ rados uno a uno pueden resultar mejores que unos pocos ex­ celentes si aciertan a fundirse entre sí no individualmente, sino en un verdadero todo, de igual modo que las comidas a escote pueden resultar mejores que las dadas a costa de una sola persona. Porque cada uno de los componentes tiene su pizca de virtud y de juicio, y al fundirse todos la masa se convierte, por decirlo así, en un hombre dotado de múltiples manos, pies y sentidos”. En segundo lugar argumentaban los demócratas que, en la mayoría de las cuestiones políticas, el ciudadano común y corriente es el mejor árbitro de cuanto afecta a su propio bienestar. Citemos a Aristóteles de nuevo: “Cosas hay de las que su artífice ni es el único juez, ni aun el mejor... Por ejemplo, quien puede juzgar mejor un edificio no es su constructor, sino quien ha de ocuparlo. Aná­ logamente, el piloto es mejor juez de un timón que el car­ pintero, y el huésped mejor crítico de la comida que el pro­ pio cocinero”. Finalmente, sostenían que si las cuestiones técnicas las conocen mejor los entendidos, los problemas políticos suelen depender de consideraciones morales, punto en el que todos los hombres tienen la misma capacidad de juicio, ya que Zeus ha concedido a todos el sentido del decoro y de la rec-

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titud. La asamblea oía, pues, la opinión de los expertos en lo tocante a las cuestiones técnicas, y aun alborotaba y daba muestras de desaprobación si los oradores, por muy elocuen· tes que fuesen, no estaban bien al tanto de sus asuntos. Pero cuando se trataba de problemas generales prestaba oídos a cualquiera, noble o vulgar, pobre o rico, por estimar que to­ dos estaban facultados y preparados para expresar su pare­ cer. A veces, es cierto, la asamblea ateniense se dejó llevar por la pasión colectiva y tomó decisiones brutales o injustas. Así cuando aprobó la ejecución en masa de los varones de una ciudad rebelde, Mitilene. Sin embargo, al día siguiente se avergonzó de su crueldad y anuló a tiempo la decisión. Por lo demás, acciones tan inhumanas no eran corrientes en aque­ lla asamblea. La muchedumbre de asuntos que se sometían a la asam­ blea no podían presentarse sin una previa elaboración. Para preparar el orden del día había una comisión reguladora, el Consejo de los Quinientos. Ninguna cuestión podía discutir­ se o votarse hasta no ser incluida por este consejo en el or­ den del día, con la oportuna publicidad, a fin de evitar una votación por sorpresa en la asamblea. El consejo también ahorraba tiempo a la asamblea, preparando en borrador las resoluciones sobre asuntos técnicos o no contenciosos. Con tales facultades parecería que el consejó pudo haberse con­ vertido en supremo organismo que fiscalizase la política y no dejase a la asamblea otro cometido que estampar su con­ formidad final. Pero, no: su especial estructura impedía qué eso pudiera ocurrir. Los consejeros eran elegidos anualmente por sorteo entre todos los distritos de Atenas y pueblos del Ática, en número aproximadamente proporcional a la po­ blación de los mismos, y ningún ciudadano podía ocupar el cargo más de dos veces en su vida. Entre estos ciudadanos

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congregados al azar, que al año siguiente eran sustituidos por otros, no era posible que brotase un sentido corporativo. Así, pues, el consejo representaba fielmente a todo el cuerpo ciu­ dadano. El sistema era útil también en otro aspecto, ya que como casi todos los ciudadanos cumplían su tumo en el con­ sejo, salían de él con interesantes experiencias de gobierno. Otro elemento importante de la constitución eran los tri­ bunales de justicia, pues no sólo decidían los casos particu­ lares, sino que dirigían las informaciones de trámite sobre los magistrados cuando éstos terminaban su misión, investiga­ ban las acusaciones contra generales y políticos y, en fin, eran los árbitros supremos en los problemas constitucionales. Aquí también cualquier ciudadano podía tener participación. Por último, los trescientos cincuenta y tantos magistrados que se ocupaban de la administración eran elegidos casi to­ dos por sorteo cada año, y ningún ciudadano podía ejercer el mismo cargo dos veces. La mayoría de nosotros se inclina­ ría a la opinión de Sócrates sobre este punto: “Es absurdo que los gobernantes de la ciudad sean desig­ nados por sorteo, cuando nadie estaría dispuesto a emplear a un piloto, un carpintero o un flautista elegido a suertes, y eso que sus equivocaciones son mucho menos dañosas que las del político en su vida pública”. Sin embargo, el sistema no era tan absurdo como parece. En el sorteo sólo entraban los ciudadanos cuyo nombre figu­ raba inscrito, y el pueblo ateniense esperaba y exigía mucho de sus magistrados. Todo magistrado —y, para el caso, todo miembro del consejo— estaba sujeto, transcurrido el año de su ejercicio, a un juicio de residencia, en el que cualquier ciudadano podía formular cargos contra él. En general, pues,

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sólo inscribían sus nombres para la votación aquellos ciuda­ danos que se consideraban capaces de desempeñar con éxito las obligaciones oportunas. Y estas obligaciones eran de un carácter bastante rutinario, de suerte que cualquier hombre de mediana capacidad podía cumplirlas bien, pues los ate­ nienses no eran tan utópicos como para dejar al azar la designación de los magistrados verdaderamente responsables. Así, los diez generales y otros pocos cargos militares no eran elegidos por sorteo, sino por los votos de la asamblea, y en estos puestos no había límites para la reelección. Los atenienses consideraban el sorteo como una de las piedras angulares de la democracia. La elección corriente les parecía un procedimiento más aristocrático que democrático, pues, a su modo de ver, en unas elecciones suele triunfar la persona que tiene nombre, riquezas, buena posición o pala­ bra fácil, y al hombre comente le quedan escasas posibilida­ des de victoria. Los sorteos eran, por tanto, una institución clave para mantener la igualdad. La otra institución clave era la remu­ neración económica de que disfrutaban los servicios públi­ cos. Jurados, consejeros y magistrados recibían una asignación diaria, que en el siglo iv se extendió a los ciudadanos que asistían a la asamblea. De este modo nadie, por pobre que fuese, quedaba sin participar en el gobierno. Realmente la asignación era muy modesta: aproximadamente el salario de un jornalero agrícola para magistrados y consejeros, y la mi­ tad de esa suma para los jurados. Como ningún ciudadano podía figurar en el consejo más de dos años en su vida, o en cualquier alto cargo más de una vez, y las asambleas no se reunían más de cuarenta o cincuenta días al año, no era posible que ni un solo ateniense se mantuviera con lo que le pagaba el Estado. A lo sumo podía aspirar al empleo conti­

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nuo de jurado, pero tan pobre asignación sólo atraería al que no tenía otra cosa, o a los ancianos que habían dejado su ac­ tividad normal. Para nosotros lo más extraño de la constitución ateniense es que no se parecía en nada a los sistemas modernos de go­ bierno. No hay duda de que la asamblea llevaba las riendas de la política, que los magistrados y hasta los generales eran servidores suyos y recibían órdenes tan estrictas como deta­ lladas que habían de obedecer. Pero eso no significa que no hubiese entonces dirigentes políticos; los había. Tucídides habla de que la Atenas del tiempo de Pericles era “una de­ mocracia nominalmente, pero en realidad estaba regida por un caudillo”. Esto es verdad en el sentido de que Pericles dirigió la política de Atenas durante los últimos quince años de su vida. Pero no lo hacía en virtud de unos poderes cons­ titucionales. Gobernó persuadiendo a la asamblea de que si­ guiese los pasos que él propugnaba; todo su ascendiente dependía, según Tucídides, de su autoridad moral. Los atenienses admitían que en su régimen quedaba sitio para el caudillaje político y pretendían que, en este aspecto, su sistema era una aristocracia en el sentido literal de la pa­ labra: el gobierno de los mejores. Todos los ciudadanos tie­ nen, desde luego, los mismos derechos, declara Pericles en su Oración Fúnebre: “pero cuando un hombre se distingue de los demás por algún concepto, recibe mayores honras en la vida pública, y eso no por razones de privilegio, sino en justo reconocimiento a sus méritos. Por otra parte, quien puede ser beneficioso para la ciudad no se verá excluido de ello a causa de la po­ breza ni de su oscura posición social”.

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Quizá esta última pretensión sea exagerada. El aspirante al poder político necesitaba todo su tiempo para ponerse al tanto de los asuntos exteriores, la economía y las complejas cuestiones del Estado, y eso sólo podía conseguirlo con una buena renta, no con el dinero ganado por sus propios medios. De hecho casi todos los grandes estadistas atenienses proce­ dían de antiguas y opulentas familias. Con todo, cabía la posibilidad de que una persona htímilde llegase a las altas jerarquías políticas. Conocemos varios casos que lo confir­ man, entre ellos Demóstenes y sus dos grandes rivales, Es­ quines y Demades. Cuesta trabajo creer que la máquina de semejante régi­ men haya podido funcionar bien. Sin embargo, el movimiento se demuestra andando. Atenas fue un Estado grande y prós­ pero, el más grande de Grecia en el siglo v, y aun después de su desastrosa derrota en la guerra del Peloponeso, siguió siendo una potencia importante. Su ejército, sin tener nada de extraordinario, era por el estilo del de otros muchos Es­ tados; su marina superaba incomparablemente a las demás. Atenas gobernó todo un Imperio y administró su economía con brillante éxito. En cuanto a eficiencia administrativa, es­ taba por encima de la mayoría de las ciudades. Y si el pue­ blo ateniense cometió algunos desatinos políticos o estraté­ gicos, también los cometieron y cometen los demás Estados. Por lo general la democracia ateniense supo asegurar la justicia social en el territorio patrio. Los teorizadores políti­ cos griegos se inclinaban a pensar que como democracia sig­ nifica gobierno de la mayoría y la mayoría en cualquier ciu­ dad suele estar formada por los pobres, tal democracia no quería decir sino el gobierno de los pobres a costa de los ri­ cos, y en consecuencia la explotación del rico por el pobre. Algunos acaudalados atenienses se quejaban de su ciudad en

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este sentido, y con bastante amargura, si hemos de juzgar por un discurso de Isócrates: “Siendo yo niño, la riqueza era tenida por cosa tan segu­ ra y respetable que todo el mundo, prácticamente, se afanaba en poseer más propiedades de las que tenía, con el deseo de adquirir renombre de rico. Pero actualmente uno se* ve obli­ gado a preparar su defensa para demostrar que no es tan rico como se cree, cual si se tratara de un crimen enorme, y a andar sobre aviso si quiere estar a salvo, pues el renombre de rico es muchísimo más peligroso que el delito manifiesto”. Hay en estos cargos ostensible exageración. Los gastos normales de Atenas en tiempo de paz se cubrían por medio de impuestos sobre las minas, derechos de aduanas y otras contribuciones indirectas. El impuesto directo sobre la pro­ piedad sólo se exigía ocasionalmente para gastos extraordi­ narios de guerra, y aun así en una proporción media anual que, a juzgar por los pocos datos que poseemos, resulta ridi­ culamente baja: equivaldría ahora a unos seis peniques por libra. Los ciudadanos más ricos tenían también que ejercer las llamadas “liturgias”, deberes públicos que suponían cier­ tos desembolsos. Particularmente organizaban los coros, tra­ gedias y comedias de las grandes festividades; remuneraban a los actores, danzantes y cantores; proporcionaban el vestua­ rio y los decorados; además, capitaneaban los barcos de gue­ rra de la flota y tenían a su cargo la buena conservación de los mismos. Hubo quienes llevaron a mal estas obligaciones y trataron de eludirlas o de escatimar gastos precisos. Pero la mayoría de los atenienses acaudalados tenían a gala, según parece, que su nave fuese la más gallarda, sus representado-

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nes dramáticas las más perfectas, y aun sus desembolsos más abundantes de lo que legalmente les correspondía. La democracia hizo más todavía que elevar grandemente el nivel de la eficiencia administrativa y de la justicia: pro­ porcionó a los ciudadanos una riquísima vida cultural. Fue el Estado quien levantó las grandes construcciones públicas que aún cuentan entre las obras maestras del mundo, y quien las adornó con esculturas únicas, cuyas castigadas reliquias son hoy el mayor orgullo del British Museum. El Estado se encargó también de organizar los festejos musicales y dra­ máticos a los que concurrirían Esquilo, Sófocles y Eurípides con sus tragedias, Aristófanes con sus comedias. La toleran­ cia de la democracia dejó ancho campo al brote y discusión de nuevas ideas, y Atenas no sólo dio vida a sus grandes pen­ sadores, sino que atrajo a filósofos y científicos de todo el mundo. La mejor prueba de que la democracia satisfizo a to­ das las clases sociales es que se mantuvo sin apenas cam­ bios durante dos siglos. En ese tiempo sólo hubo dos con­ trarrevoluciones, la de los Cuatrocientos (411 a. C.) y la de los Treinta (403 a. C.). Ambas fueron promovidas por cama­ rillas de oligarquías extremistas, bajo los efectos de una gue­ rra desastrosa. Al principio recibieron el apoyo de las clases elevadas, pero al.cabo, de unos meses fueron derrocadas por el levantamiento en masa de los ciudadanos, tanto ricos co­ mo pobres, y restaurada la constitución democrática. Sólo al ser aplastados por una potencia extranjera, Macedonia, los atenienses tuvieron, al fin, que abandonar su demo­ cracia.

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BIBLIOGRAFÍA A t e n a s : Jones, A. H. M., Athenian Democracy, Oxford, Basil Blackwell, 1957; reimpresión, 1960. E s p a r t a : M ic h e l l , H., Sparta, Londres, C. U. P., 1952. G e n e r a l i d a d e s : E h r e n b e r g , V ic t o r , The Greek State, Oxford» Basil Blackwell, 1960.

IV LA LITERATURA GRIEGA POSHOMÉRICA Por K. J. D over

La mayor parte de la literatura griega se ha perdido. De casi cuatro mil obras dramáticas representadas en Atenas a lo largo de dos siglos, menos de cincuenta nos han llegado intactas. Medio centenar de historiadores escribieron durante el mismo período y sólo tenemos obras de tres de ellos. De la poesía lírica no nos queda sino una mínima par­ te que se pueda leer. El resto de esa literatura pereció len­ tamente en los últimos siglos del Imperio romano cuando, rota la unidad cultural grecorromana del Mediterráneo, la sociedad cristiana solicitó con otros incentivos al hombre culto y la teología absorbió todas las energías intelectuales. Hasta el siglo ix d. C. no volvería a despertarse el interés por la antigüedad pagana. Y fue en Bizancio, concretamente. A partir de entonces los viejos libros supervivientes son objeto de afanosas búsquedas y estudiados, copiados y multiplicados sin cesar. La Bizancio medieval ya nunca dejó de interesarse por el pasado pagano. La cultura bizantina es el puente que enlaza a los griegos de la antigüedad con la era de la impren­

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ta y, en consecuencia, con nuestros días. Hoy estamos muy bien enterados de lo que se ha perdido, y ello se debe a las citas y referencias de todo género que encontramos en la li­ teratura superviviente, y también a los muchos papiros frag­ mentarios que se han descubierto durante los últimos setenta años y que para el historiador de la literatura suponen tan eficaz estímulo como para el arqueólogo el descubrimiento de la cerámica y los edificios sepultados. Justo es decir que la literatura que sobrevivió al declinar del Imperio romano y fue sacada a luz por los bizantinos a principios de la Edad Media ha logrado salvarse gracias a su calidad y representa a los autores más constantemente leídos y admirados. De ahí que la literatura griega difiera de todas las modernas en algo singular: en ser de primerísima categoría cuanto, práctica­ mente, nos ha llegado de ella. Lo demás se lo engulló el tiempo. La característica más notable de la literatura griega es que ni al leerla ni al oírla sentimos la impresión de que sus autores se afanasen, con medios algo primitivos, en una ta­ rea que nosotros hemos aprendido a realizar mejor. Su mo­ do de reaccionar ante las perdonas o las cosas era a veces más elemental, pero otras más sutil, que el nuestro. Los es­ critores griegos, y dígase lo mismo de sus escultores, no se preocupaban tanto por retratar lo que realmente es como por crear lo que debe ser. Sin embargo, su concepción de lo que debe ser estaba basada siempre en un aceptar la vida humana tal como se da en el mundo. Eran artistas ansiosos de perfec­ ción técnica, implacables con toda obra que no llegase a la altura de los supremos dechados. La idea de que la expresión de la propia personalidad puede entrañar un valor artístico les habría parecido de lo más extraña.

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Conviene considerar la literatura griega como repartida en tres grandes fases o períodos: el arcaico, que se extiende hasta el año 500 a. C., aproximadamente; el clásico, desde esa fecha hasta el 300 a. C., más o menos; y el helenístico, des­ de aquí hasta el final del mundo antiguo. Estos períodos se corresponden con otras divisiones que se transparentan en la historia política y en las artes plásticas. El período clásico es el núcleo vital de la literatura griega. Durante esos dos si­ glos que se extienden desde el 500 al 300 a. C., adquirieron su forma y llegaron a la madurez la mayoría de los géneros literarios. Y al mismo tiempo Atenas se convirtió en el cen­ tro cultural del mundo griego, y ateniense es la inmensa ma­ yoría de la literatura clásica (no la arcaica ni la helenística). En el período arcaico los mayores monumentos corres­ ponden a la lírica. Era una poesía destinada al canto o a la recitación, bien por boca de un solista, y sujeta entonces a esquemas métricos relativamente sencillos y reiterativos, bien por boca de un coro, en cuyo caso los esquemas podían ser sumamente complejos. Los griegos, al igual que todos los pueblos, siempre habían cantado. Sus poetas líricos, más que inventar una nueva poesía, transformaron en obra de arte las canciones del pueblo y fueron los primeros en Europa que legaron a la posteridad breves poemas escritos. En esta poe­ sía encontramos ya muchos rasgos que serían características permanentes de la poesía griega en general. Uno de ellos es el modo de entender y apropiarse los mitos de su edad he­ roica: Helena de Troya, las peregrinaciones de Ulises, el extraño destino de Edipo. Estos héroes constituían algo muy entrañable y verdadero para los griegos: eran objeto de cul­ to en los sitios donde se creía que habían vivido o estado de camino, y muchos pasaban por antepasados gloriosos de las familias linajudas. La segunda característica de esa poesía es

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el gusto moralizante. Cuando se combinan las dos caracterís­ ticas surge el mito usado con valor ejemplar o argumentativo. Pero por mucho que repitan los mismos mitos, los mismos objetivos morales, los griegos se salvan de la monotonía gra­ cias a su aguda mirada para cuanto sea color y movimiento, a su capacidad de concentrarse en una escena por entero, a la facilidad para inventar pormenores no exigidos por el te­ ma principal, a la fantasía tantas veces disparada hacia don­ de menos se espera. He aquí un típico poema lírico (un “solo”) de Safo, poetisa que vivía en la isla de Lesbos hacia el 600 a. C. (faltaba uno de los versos y he rellenado el hue­ co con unas palabras apropiadas al discurrir de los mismos): ¿Qué es lo más bello que hay sobre la faz oscura de la [tierra? Dicen unos: jinetes en cuadrilla. Dicen otros: soldados. Otros dicen: los barcos. Y yo digo: aquello que se ama. Fácil es el probarlo; ¿quién lo pondría en duda? La que excedió en belleza a todo lo humano, Helena, dejó a su regio esposo sin pensar para nada en los hijos o padres, al partir hacia Troya. El Amor la guiaba, ya sin más voluntad. Y el Amor trae ahora a Anaktoria a mi alma. Más deseo estar viendo sus graciosos andares y su rostro radiante que las bellas carrozas de Lidia y los guerreros que luchan bien armados. El más grande de los líricos corales —y el último en apa­ recer—, Píndaro, que procedía de Beocia, vivió en la primera parte del período clásico . La mayoría de sus poemas los compuso para ser cantados en fiestas y conmemoraciones; por ejemplo, en una procesión anual a determinado templo, o en

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alguna victoria alcanzada en los juegos olímpicos. El lengua­ je de Píndaro es un lenguaje minuciosamente pensado y tien­ de a lo indirecto y enigmático. Véase en el siguiente pasaje con qué delicadeza va aproximándose al tema del desterrado, en este caso un amigo suyo que desea volver a la patria (el poema está dirigido al gobernante de quien depende la vuelta del amigo): Desmocha las ramas de una robusta encina con hacha afiladísima y desfigura su graciosa forma; pese a su fruto inútil, si alguna vez nutriera el fuego del invierno en días lejanos, aún te preguntará si es digna. Y cuando la colocan en una hilera de columnas, sabe sufrir el peso de su servidumbre —qué tarea tan triste en paredes ajenas— dejando vacío el sitio suyo. Pero la poesía de los tiempos de Píndaro había comenza­ do ya a ser algo más que pura lírica o épica. No mucho an­ tes del 500 a. C., a alguien —no sabemos a quién exacta­ mente— se le ocurrió que un coro y un actor representaran y pusieran en acción un fragmento de la leyenda heroica, en vez de cantarlo simplemente, y así nació el teatro. En manos de Esquilo, casi exacto contemporáneo de Píndaro y drama­ turgo de profunda originalidad, de gran instinto para lo es­

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pectacular, la tragedia progresó con rapidez. Esquilo es uno· de los tres grandes nombres de la tragedia ateniense; los otros dos, Sófocles y Eurípides, murieron poco antes de 400 a. C. y unos cincuenta años después que Esquilo. Los asun­ tos que desarrollaba la tragedia eran históricos a veces —así Esquilo compuso una sobre la invasión de Grecia por Jerjes, sólo ocho años después de este suceso—, pero por lo común estaban tomados de las leyendas heroicas, y aun varios dra­ maturgos escogían la misma leyenda para tratarla cada uno a su modo. Por ejemplo, Esquilo pintó el asesinato de Clitemnestra (que había dado muerte a su marido) a manos de su hijo Orestes, y lo hizo de tal modo que implicaba en la acción terribles fuerzas sobrenaturales. Sófocles concibió esta historia como muy propia de lo que les suele ocurrir a los héroes y heroínas. Eurípides, profundamente interesado por los problemas morales y estéticos, logró que el público se apiadara tanto de Clitemnestra como de Orestes, y también que desconfiara de una tradición en la que se representaba a un dios exigiendo órdenes tan monstruosas como la comisión de un matricidio. La tragedia, pese a su realismo psicológico, solía incurrir en un gran formalismo de expresión. La presencia constante del coro fue causa de muchas convenciones dramáticas extra­ ñas a los gustos de hoy, pues no es nada fácil encontrar un sitio para él en cada leyenda. El diálogo adoptó con frecuen­ cia forma de debate, un debate rigurosamente ordenado, don­ de a un verso se responde con otro, y a una pareja con otros dos. Vamos a reproducir un pasaje de la Antígona, de Sófo­ cles. Se trata de un momento crítico. Antígona es amenazada de muerte por Creonte, tirano de Tebas, porque ha osado dar sepultura a su hermano Polinice. Éste había atacado a Tebas y luchado con el otro hermano, Etéocles, que la de­

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fendía. Ambos murieron en la lucha. Creonte dio a Etéocles digna sepultura, pero prohibió que se enterrase a Polinice. Véase cómo reza parte del diálogo entre Antígona y Creonte, donde se suceden golpes y contragolpes rápidos y eficaces: C.—Sólo tus ojos lo ven así, no el pueblo. A.—También lo ve; el miedo de ti traba su lengua. C.—¿Y no te da vergüenza no sentir como los demás? A.—No es nada vergonzoso el honrar a los míos. C.— ¿No era tu hermano el que murió defendiéndonos? A.—Sí lo era: los mismos padres tuvimos. C.—Tus piadosos honores con él fueron impíos. A.—No testimoniaría así la palabra del muerto. C.—Sí, puesto que le honras lo mismo que al impío. * A.—No era un esclavo, sino su hermano, el que murió. C.—Devastando esta tierra que Etéocles defendía. ! A.—¿Qué es eso ante la muerte? Hice lo que ella pide. C.—El bueno exige honras mayores que el malvado. A.—Quién sabe si la muerte aprueba mi conducta. C.—Nunca el odiado gana amor con su muerte. A.— Yo puedo compartir amor, mas nunca odio. C.—Pues baja a los abismos y da amor a los muertos, que nunca en mi vida me mandará mujer. Aunque las leyendas heroicas están plagadas de batallas, asesinatos y suicidios, el convencionalismo dramático no au­ torizaba llevar a la escena estas violencias. Los griegos pre­ ferían que las describiera, por ejemplo, un mensajero en su parlamento narrativo. La muestra que vamos a ofrecer pro­ cede de uno de esos parlamentos y pertenece a Las Bacantes, de Eurípides. Describe cómo Penteo, enemigo de que se in­ trodujera en Tebas el culto de Dioniso, fue despedazado por

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su propia madre y sus tías, quienes, inspiradas por Dioniso, creían estar destruyendo a una fiera (rasgo auténtico, en cier­ tos lugares y tiempos, del culto dionisíaco): (Penteo) tocó su rostro y dijo: “¡Soy tu hijo! Oh madre, soy Penteo, el mismo que engendraste en el palacio de Equión. ¡Ten piedad de mi, madre! ¡No mates, por mis pecados, a tu propio hijor La boca de ella echaba espuma; sus ojos la locura extraviaba y revolvía. Su espíritu ya no era suyo: ¡el dios la poseía! Vanas fueron las voces de Penteo. Ella le trabó del brazo izquierdo, apoyó el pie con fuerza en las costillas del infeliz y le arrancó el hombro. No fue suya la fuerza; era el dios quien daba poder a sus manos. Y, por otro lado, Ino la ayudó en la obra, desgarrando sus carnes. Autonoe y las demás bacantes participaron también. Y un gran clamoreo se oía. Cuando Penteo gemía con todas sus fuerzas, daban alaridos de triunfo. Una le tiró del brazo, otra del pie calzado. Todos sus miembros fueron rotos y despedazados. Luego las bacantes de ensangrentadas manos pelotean con las carnes de Penteo. Con la comedia penetramos en un mundo bastante distin­ to. La llamada “comedia antigua” —Aristófanes fue su más notable representante— estaba firmemente enraizada en los hechos y costumbres de la vida cotidiana. La comedia aristofanesca carece de lo que hoy entendemos por “argumento” o intriga; basándose en una idea tópica, se eleva a desmesu­ radas fantasías, y su gracia descansa en la parodia literaria y en la sátira de las personalidades de entonces. He aquí una

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escena de Los acarnienses en que se conjuga la crítica polí­ tica llena de penetración con una deliciosa caricatura de las ideas griegas acerca del “Oriente prodigioso”. Un embajador informa a la asamblea, a su regreso de una misión en la corte del rey de Persia; las exclamaciones proceden de Diceópolis, labrador de gran sentido práctico (he añadido las opor­ tunas indicaciones escénicas): E mbajador.—(Pomposamente).

Nos enviasteis con la misión [de ver al rey de Persia, (algo más aprisa) y una asignación de dos dracmas diarios, (como antes) hace doce años. D iceópolis .—(Impresionado). ¡Cuánto dinero! E.—(Afectado y lánguido). Quedamos agotados por el largo viaje sobre las llanuras del Caístro, siempre a cubierto, tendidos en carrozas..., tan mimados... ¡Fue terrible para nosotros! D.—¡Y yo he disfrutado mucho echado en el estiércol y guardando los muros de la patria! E.—Nos agasajaban, nos obligaban a beber en copas de dorado cristal un vino muy fuerte..., (pensativo) un vino estupendo. D.—(Con voz trágica). ¡Oh ciudad de nuestros padres! ¿No veis que estos hombres se ríen en vuestras barbas? E.—(A la defensiva). Es que los persas no respetan sino a quien más come y bebe. D.—Aquí sólo respetamos a los que saben... (ya me entiendes) por delante y por detrás. E. (Pomposamente). Al cuarto año llegamos al Palacio Real y nos encontramos con que el rey se había ido, con un gran al excusado. Y se descargó de lo lindo [ejército, durante ocho meses en los Montes Dorados.

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D.— ¿Y cuánto tardó en subirse los pantalones?

Todo el plenilunio, supongo. E.—A su regreso, nos agasajó sirviendo en nuestra mesa bueyes enteros asados al horno... La comedia de Aristófanes no retrocede ante las mayo­ res obscenidades de palabra y de acción (ya al traducir el pasaje anterior he tenido que suavizar ciertas expresiones). No creo que este desenfreno se deba a los ritos de exaltación de la fertilidad con que la comedia estuviera relacionada en sus principios, pues la misma libertad observamos en la poe­ sía festiva arcaica y en las escenas de la vida vulgar pintadas en los vasos. Si el teatro cómico ridiculizaba a los dioses co­ mo si se tratara de simples mortales, era por figurarse que ellos participaban en el regocijo de los festejos escénicos con un humor esencialmente humano, dispuestos a aceptar cual­ quier broma (los espectadores no hubieran vacilado en con­ denar a muerte a quien negase públicamente la existencia de los dioses). En cuanto a los hombres, aparecían incluso en vida no sólo ridiculizados, sino calumniados groseramente. Aristófanes, sobre todo, parece haber tenido la mayor liber­ tad para descargar sobre quien se le antojara las acusacio­ nes más torpes, crueles y monstruosas. Con el declinar del período clásico desaparecieron de la comedia los dardos satíricos, la fantasía, la obscenidad, las blasfemias. Hacia el 300 a. C. la típica comedia griega lle­ vaba a escena familias y seres no menos típicos a los que el azar enredaba en sus extrañas combinaciones. Es el género de comedia que luego adoptarían los romanos, y hasta el lejano antecedente de la Comedia de las. equivocaciones de Shakespeare.

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Pero la feroz vitalidad de la comedia antigua dejaría mar­ cado su sello en otro género: la oratoria . Para los griegos corrientes, la oratoria era el más importante y atractivo de los géneros en prosa. Los críticos de la época helenística ten­ dían a considerarla como el gran arquetipo por el que habían de medirse los demás. En cambio, el lector moderno mira la oratoria como la parte menos simpática (y desde luego la menos leída y estudiada) de la literatura griega. Esta dispa­ ridad de gustos se explica por la enorme distancia que sepa­ ra a la ciudad-Estado de la nación moderna. La mayoría de las comunidades griegas, tanto las de tipo democrático como las que dejaban el poder en unas pocas manos, no podían llevar a la práctica sus iniciativas sin convencer antes —di­ recta e inmediatamente— a la asamblea del pueblo. De ahí que los griegos se entregaran a la técnica de la persuasión con toda su alma y con aquel don especial que les hacía convertir en obra de arte cuanto tocaban. Uno de aquellos discursos, tanto el destinado a un tribunal de justicia como el dirigido a una asamblea política, podría compararse al alegato de un letrado actual que hubiese de informar ante un jurado más numeroso, sin intervención de un juez y sin posibilidad de repreguntas. Al orador griego lo que le interesa no es decir la verdad, sino alzarse con el triunfo: es decir, asegurarse la ruina del enemigo y hasta salvar el propio pellejo, pues siempre cabía en lo posible verse encausado por errores e imprudencias políticas y la pena capital se aplicaba con gran facilidad. Con estas miras el orador echará mano de injurias, burlas, hipérboles y cuantos recursos puedan impresionar al auditorio o distraerle de ideas hostiles hacia él. Véase un pasaje del discurso de Demóstenes contra su enemigo Midias (el orador explota hábilmente los prejuicios del jurado):

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“Tengo entendido que ciertas personas adineradas van a pediros que, en agradecimiento a sus servicios a la comuni­ dad, absolváis a Midias. No es mi deseo decir nada molesto sobre esos señores —sería absurdo—, pero sí quiero haceros ver lo que debéis tener en cuenta y sopesar cuando os pre­ senten su petición. Sólo se trata de una reflexión: si alguna vez ocurriera —rogad a los dioses que no lo permitan; yo es­ toy seguro de que no ocurrirá— pero, en fin, si hubiera de ocurrir alguna vez que estos hombres, juntamente con Midias y otros como él, fuesen los dueños de nuestra nación, y uno de vosotros, uno cualquiera del pueblo, incurriese en delito contra alguno de ellos —no el mismo género de delito de que me ha hecho objeto Midias, sino el que mejor os parez­ ca— y le llevaran ante un jurado formado por esos mismos hombres, ¿creéis que lograría despertar su simpatía? ¿Creéis que alguien le escucharía? ¿Serían verdaderamente tan buenos como para eso? ¿Prestarían oídos a las súplicas de una per­ sona común y corriente? ¿No se apresurarían a decir: “Esta escoria, esta peste de hombre comete un ultraje y todavía alienta. Afortunado será si le dejamos con vida”? Si esos hombres os tratan así, vosotros les debéis tratar de igual suerte. No tenéis que respetar sus riquezas ni su prestigio; tenéis que respetaros a vosotros mismos. Bien disfrutan ellos con la posesión de lo que nadie les discute; pues bien, que nos dejen a nosotros poseer esta seguridad que la ley nos concede a todos como patrimonio común”. La oratoria, como arte literario, fue un producto del mo­ do de vivir griego; sus raíces se encuentran en la experiencia política y judicial. Pero aquel pueblo no sólo se distinguió por su sentido práctico. Supo también interesarse por las personas y las cosas de un modo como no lo había hecho nin­

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gún otro país. Esta curiosidad universal se manifestó sobre todo en la historia y en la filosofía. Los primeros historiado­ res, a principios de la edad clásica, dedicaron su atención —cosa característica— a las genealogías y a sistematizar las leyendas heroicas. La historia según hoy la entendemos fue creación de Heródoto· Coma-tema central tomó Heródoto la gran invasión persa y su fracaso a manos de los griegos, pero trató el asunto de forma reposada y discursiva, retrocediendo sesenta años para contar los antece4entes de la invasión y haciendo largas digresiones para describirnos, entre otras co­ sas, los animales de Libia, la religión egipcia o la geografía de Ucrania. Y como su información dependía tanto de la tra­ dición oral, muchas veces parece que nos da la materia en bruto de la Historia más que el producto elaborado por el his­ toriador. En cierta ocasión dice: “Mi deber es contar lo que se dice; creerlo no forma ya parte del mismo”. Observación en que Heródoto no se hace mucha justicia, pues a veces somete a aguda crítica ciertas tradiciones, y eso que su firme creencia en la intervención divina le impide aplicar abiertamente la argumentación de causa y efecto. Traemos aquí un típico, animado pasaje en que cuenta cómo Ciro, rey de Persia, murió combatiendo contra los masagetas, tribu del Turquestán, y contra su formidable reina Tomiris: “Como Ciro no hiciese caso del mensaje, Tomiris con­ gregó todas sus fuerzas y trabó batalla con él. Esta batalla fue, en mi opinión, la más formidable de cuantas se dieron jamás entre pueblos extranjeros, y lo que ocurrió, según mis noticias, fue lo siguiente. Se dice que comenzaron disparán-

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dose flechas a cierta distancia, y luego, cuando acabaron con las saetas, combatieron de cerca con lanzas y dagas. Mucho tiempo estuvieron trabados en la lucha sin que ninguno de los dos bandos cediera, pero al final triunfaron los masagetas. La mayor parte del ejército persa pereció en el campo de batalla. Y Ciro mismo murió: había sido rey durante vein­ tinueve años en total. Tomiris llenó con sangre húmana un pellejo de vino y buscó el cuerpo de Ciro entre los persas muertos. Una vez hallado, le metió la cabeza en el sangrien­ to pellejo. Y mutiló su cuerpo, y le insultó diciendo estas palabras: “Mataste a mi hijo con engaños y acabaste con­ migo, aunque aún estoy viva y te he vencido en combate. Ahora, cumpliendo mis amenazas, voy a hartarte de sangre”. Muchas anécdotas se cuentan sobre cómo acabó Ciro su vida, pero la más creíble es esta que he dicho. Los masagetas van vestidos de modo semejante a los esci­ tas, y semejante es también la vida que llevan. Guerrean tan­ to a caballo como a pie, y en los dos casos con flechas y lanzas. Es costumbre suya llevar hachas de combate...”. El historiador Tucídides, que empezó a reunir notas para escribir la historia de la gran guerra de su tiempo por los días en que Heródoto acababa la suya, concibe su tarea de for­ ma muy distinta. No se limita a “contar lo que se dice”, sino que asimila y convierte en cosa propia sus materiales. Lo que piensa de su obra, tal como él lo expresa, resulta particular­ mente ambicioso: “Me daré por contento si mi obra parece útil a quienes desean tener una fiel pintura de cuanto ha ocurrido y de cuanto puede ocurrir en el futuro, siendo la humanidad tal como es, en forma esencialmente parecida”.

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Esta creencia en la utilidad práctica de la historia se re­ fleja en el especial talento de Tucídides para analizar y des­ cribir las motivaciones y sentimientos de ejércitos, pueblos, partidos. Véase, por ejemplo, el comentario que le inspira el puñado de hombres que se había adueñado temporalmente del poder en Atenas: “Tal fue la forma que dieron a sus argumentos respecto al agotamiento del pueblo; pero la mayoría de ellos, ambi­ ciosos del medro personal, se habían aventurado por unos derroteros de conducta que son los más propicios para dar al traste con la oligarquía que sucede a una democracia. Des­ de el primer día, cada uno de sus miembros se imagina que, lejos de tener simplemente los mismos derechos que los otros, le corresponde a él estar a la cabeza de todos. En cambio, en la democracia cada hombre acepta los resultados de las elec­ ciones con la mayor ecuanimidad, sin dolerse de ser vencido por sus iguales. Lo que pudo más en ellos fue la fortaleza de la posición de Alcibíades en Samos y el hecho de que realmente no creían que la oligarquía hubiese de perdurar. Por eso cada uno se esforzó en superar a los demás y en ser tenido por el pala­ dín del pueblo. Quienes, entre los Cuatrocientos, se oponían con mayor fuerza a esta política y eran los cabecillas de la oligarquía...”. Si Tucídides hubiese seguido al pie de la letra sus propó­ sitos declarados, quizá habría sido un historiador monóto­ no y aburrido. Por suerte, la “filosofía de la historia” de un historiador no siempre se interpone en su camino cuando le mueve intelectualmente el proceso de esclarecimiento de los hechos. Además, Tucídides poseía en alto grado ese espe­

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cial talento de los griegos para dar interés a las cosas. Había en él mucho de artista e incomparable vigor en algunas de sus narraciones. Es curioso que estando Tucídides tan próximo a los co­ mienzos de la historiografía, la civilización griega no volviese a producir en los siglos siguientes otro autor de su altura. Tal vez ello se deba a que lo que atrajo a las mentes privile­ giadas a partir del 400 a. C., aproximadamente, fue la filoso­ fía más que la historia. Resulta significativo que Polibio, el único de los historiadores helenísticos que pueda compararse a Tucídides en cuanto a técnica (ya que no como artista), muestre rastro de preocupaciones filosóficas que no existen en aquél. Los griegos comenzaron a escribir filosofía hacia el mis­ mo tiempo que se iniciaban en la historia. Los primeros filó­ sofos preferían expresarse en una especie de estilo oracular, a imitación de los poetas, y aun algunos escribieron en verso, continuando así, pero con mayor altura intelectual, las arcai­ cas tradiciones de la poesía didáctico-moral. Durante la pri­ mera mitad del período clásico lo que se le pedía al filósofo eran explicaciones más que sólidos argumentos. Poco después del 400 a. C., Platón concibió una de las ideas más notables y fecundas que registre la historia literaria: dar forma dramá­ tica a la filosofía, presentar a dos o más personajes discutien­ do entre sí, desde puntos de vista inconciliables o coinciden­ tes. Su verdadero protagonista suele ser Sócrates, quien, por cierto, no nos ha dejado ningún escrito filosófico. La forma dialogada y realista de las obras platónicas, su maestría para situar el marco de la acción y adentramos suave y natural­ mente en el problema planteado, nos produce la ilusión de que también nosotros estamos indagando la solución de una cuestión filosófica. La búsqueda de antecedentes para este

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tipo de diálogo ha dado pobrísimos frutos; parece tratarse esencialmente de una invención de Platón. He aquí un pasaje significativo de La República: “ G laucón .—Sócrates, ¿quieres hacer como que nos has convencido, o crees realmente habernos convencido de que ser honesto es mejor en todos sentidos que ser deshonesto? S ócrates .—Si estuviera en mi mano escoger, preferiría ha­ beros convencido realmente. G laucón .—Pues entonces no has conseguido lo que de­ seas. Dime: ¿crees que hay una especie de bienes que acep­ tamos no por lo deseable de sus consecuencias, sino porque disfrutamos de ellos por ellos mismos (por ejemplo, el deleite y los placeres inocentes), cosas de las que no esperamos nin­ gún resultado, sino que son placenteras en el mismo mo­ mento? Sócrates .— Sí, concedo que existe esa clase de bienes. G laucón .—Bueno, ¿y qué me dices de los bienes que nos agradan tanto por sí mismos como por sus consecuencias? Por ejemplo, el pensar, el ver, el tener buena salud. Disfruta­ mos de estas cosas por ambas razones, ¿no es cierto? S ócrates .—Desde luego. G laucón .—¿Puedes distinguir entonces una tercera cla­ se de bienes donde se incluyan los ejercicios físicos, el tra­ tamiento seguido cuando uno está enfermo, el ejercicio de la medicina y el modo de ganarse la vida en general? Natural­ mente, diríamos que estos procedimientos son aburridos pero que nos benefician; no los aceptamos por ellos mismos, sino por el dinero que nos proporcionan o por sus otras conse­ cuencias. S ócrates .—Sí, se trata en verdad de una tercera especie. Pero ¿qué se sigue de todo esto?

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G laucón .—¿En qué categoría pondrías la honestidad? Sócrates — Y o diría que en la m ejor de las tres, en la d e jas cosas con que un hom bre disfruta tanto por ellas m ism as com o por sus consecuencias, si es que ha d e vivir la clase de vida que uno desea G laucón .— Pues no es eso lo que cree la mayoría de la gente, que m ás bien la consideran perteneciente a la especie de los bienes ted iosos, que se procuran sólo con objeto de ganar un salario o por cubrir las apariencias y tener buena reputación. S ócrates .—Ya sé lo que piensa la gente y que Trasímaco ha estado atacando continuamente la honestidad, so pre­ texto de que está incluida en esa clase de bienes, y haciendo una apología de la deshonestidad, pero temo que soy un discípulo algo lento. G laucón .—Bien, escucha ahora lo que tengo que decu a ver si todavía piensas lo mismo. Me parece que Trasímaco se rindió muy pronto; le produces el efecto de un encantador de serpientes. ”.

En esta breve ojeada a la literatura griega hemos dedi cado mucho más espacio a los dos siglos de la edad clásica que a los ocho de la helenística. No porque después del 300 a. C. se agotara la fuerza creadora de los autores que escri­ bieron en griego. La razón está más bien en el período he i enístico mismo, en su autoconciencia y en sus relaciones con la literatura del pasado. La poesía helenística cubre por de* cirio así, los vacíos dejados por la clásica. En el peor caso, esto significa que continúan tratándose los temas tradicio­ nales dentro del marco de las formas heredadas, pero ahora con una elaboración afiligranada y un vocabulario poético más extenso, como correspondía a un público más erudito

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aunque también más escéptico respecto al mundo legendario, menos propicio que el lector clásico a dejarse impresionar por las grandes cuestiones sentimentales. En el mejor caso, la poesía helenística —representada por Teócrito y Calimaco a principios del período— explota estados de ánimo y aspec­ tos vitales relativamente desdeñados por los autores clásicos. En ella se conjuga un extraordinario virtuosismo técnico con un espíritu travieso y como juguetón (no hay otro modo de llamarlo). Dentro de la prosa helenística, lo más destacado y original es la biografía, la crítica literaria y, ya en las postri­ merías, la novela de corte romántico. Pero la característica esencial de esta época consiste en la consciente valoración del clasicismo y de sus autores co­ mo dechados insuperables. Cuando hoy día situamos en el centro mismo de nuestro estudio de la literatura griega —fuente de deleite— a Sófocles o a Aristófanes, a Tucídides o a Platón, no hacemos sino reconocer lo que los mismos griegos se apresuraban a proclamar. A propósito he habla­ do antes de “estudio”. Al enfrentamos con la obra de un escritor de otro tiempo o lugar, suele ocurrir que no nos en­ teremos bien de lo que habla si no nos molestamos en averi­ guarlo. Pero la literatura griega tiene tal frescor, nos habla con voz tan directa que su estudio se ve recompensado con un deleite más intenso, y al fin acaba por desvanecerse esa barrera de dos milenios que parecía interponerse en el ca­ mino. BIBLIOGRAFÍA Para conocer mejor la literatura griega, lo primero y principal es leer directamente las obras originales, y sólo en segundo lugar con­ sultar los libros de estudio. Puede empezarse con las traducciones publicadas por la colección “Penguin Classics’*. La “Loeb Classical

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library” abarca ya un gran número de autores y ofrece en páginas enfrentadas el texto inglés y el griego. Recomendamos también las siguientes ediciones: Heródoto, trad, de Powell (Oxford); Tucídides, trad, de Crawley (Londres); Platón, trad, de Jowett (Oxford; edic. revisada en 4 vols.); Píndaro, trad, de Lattimore (Chicago); poetas bucólicos griegos, trad, de Gow (Cambridge). Buena parte de los estudios más agudos, eruditos e interesantes sobre literatura griega están escritos en alemán (lengua donde abun­ dan también los extravagantes y dañinos). La Geschichte der grie­ chischen Literatur (Viena) de A. Lesky da la mejor visión general del tema. De los libros modernos en inglés destacan por su utilidad e interés: P. D., An Introduction to the Greek Theatre, Londres. H. C., Greek Literature for the Modern Reader, Cambridge. B o w r a , S ir M a u r ic e , Greek Lyric Poetry, Oxford, 2.a edición. F l ic k in g e r , R. C., The Greek Theatre and its Drama, Chicago, 8.a edición. G r u b e , G . M. A ., The Drama of Euripides, Londres, 2 .a edición. H u d s o n W il l ia m s , H . Ll., Three Systems of Education, Oxford. L u c a s , D. W ., The Greek Tragic Poets, Londres, 2 .a edición. P l a t n a u e r , M. (ed.), Fifty Years of Classical Scholarship, Oxford, caps. I-VIII. P-Os e , H. J., Handbook of Greek Literature, Londres, 4.a edición. S n e l l , B ., The Discovery of the Mind, Oxford. T a y l o r , A. E., Plato: the Man and his Work, Londres. T u r n e r , E. G ., Athenian Books in the Fifth and Fourth Centuries B. C., Londres. A rnott, B aldry,

V LA TRAGEDIA GRIEGA: “LAS TRAQUINIAS” DE SÓFOCLES Por H ugh L loyd -Jones

La tragedia griega es una forma dramática que tiene sus leyes propias y se distingue netamente de cualquier otra for­ ma, incluso de aquellas sobre cuya creación influyó. Es de creer que estas leyes se hayan visto condicionadas por las peculiares circunstancias que rodearon el origen de la trage­ dia, oscuro desgraciadamente. En los siglos vn y vi a. C. flo­ reció en el Peloponeso una poesía lírica de gran fuerza tra­ dicional, compuesta para la interpretación en coro. Al mis­ mo tiempo se desarrollaban en las costas del Asia Menor y en las islas del Egeo otras formas de versificación más próxi­ mas a los ritmos del habla usual. Fue un tal Tespis, nacido en el demos ático de Icaria, quien añadió a las interpreta­ ciones lírico-corales de tema heroico un prólogo y una se­ rie de parlamentos compuestos en estos versos de tipo más coloquial. Recitaba los versos el llamado hypokrités, palabra que para algunos significaría “el que responde”, pero que

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probablemente quiere decir “el intérprete”. Si es correcta esta última suposición, es que al hypokrités se le creía intér­ prete de las letras y bailes del coro con su acompañamiento musical. Música, letra y danzas eran obra exclusiva del poe­ ta, quien, en los primeros tiempos, oficiaba también de hypo­ krités, término que acabaría por designar normalmente al actor. Hacia 534 a. C. la representación de tragedias se ha­ bía convertido en parte indispensable de las fiestas que en ho­ nor de Dioniso se celebraban en Atenas cada año a últimos de marzo. Estas representaciones parecen haber desembocado en tea­ tro propiamente dicho gracias al gran poeta Esquilo, que vi­ vió desde 525 aproximadamente a 456 a. C. De unas ochenta obras suyas sólo siete nos han llegado completas, aunque co­ nocemos numerosos fragmentos de otras por citas de diver­ sos autores y por papiros modernamente descubiertos. Fue el primero que utilizó dos actores, cada uno de los cuales podía desempeñar más de un papel; el tercer actor vendría después, y probablemente lo introdujo Sófocles hacia 460 y tantos. Era costumbre que un funcionario del Estado eligiese anualmente a los tres poetas que habían de disputarse en las fiestas dionisíacas el premio a la mejor tragedia. Cada poeta se encargaba de preparar el coro y los actores necesa­ rios (los gastos corrían a cuenta de un rico ciudadano), así como de escribir tres tragedias y hasta un drama satírico (breve entretenimiento de acusado carácter grotesco). Las re­ presentaciones se celebraban al aire libre, en el teatro de Dio­ niso, que se alza en una ladera de la acrópolis ateniense, dentro del recinto dedicado al dios. No podemos formamos clara idea de la evolución de la tragedia hasta el segundo cuarto del siglo v. Las suplicantes, una de las obras conservadas de Esquilo, venía siendo consi­

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derada por la mayoría de la crítica como de fecha temprana (500 a. C.), pero hace pocos años un fragmento suyo descu­ bierto en un papiro la sitúa en 460 y tantos con seguridad casi absoluta. De Frínico, contemporáneo de Esquilo pero más viejo, quedan sólo unos pocos fragmentos que nos de­ jan una impresión muy borrosa. En los pasajes líricos, de tierna y voluptuosa belleza, se parece mucho a los grandes poetas de la Grecia jónica. Como los otros trágicos, Frínico suele encontrar sus temas en las leyendas del pasado heroico. Pero también escribió una tragedia sobre el saqueo de Mileto por los persas (494 a. C.), y otra sobre la fracasada expedi­ ción de éstos contra Grecia (480 a. C.). Esquilo siguió a Frí­ nico, por lo menos una vez, al elegir un asunto contemporá­ neo para su tragedia Los persas, representada en 472 a. C. y primera que nos ha llegado íntegra; también está inspirada en él la descripción de cómo fueron recibidas en la corte persa las noticias sobre la derrota de Salamina. Vista con criterio moderno, esta obra apenas puede llamarse dramática ni con argumento, pues la ocupan casi del todo los cantos líricos entonados por el coro de ancianos persas que, llenos de tristes presentimientos al principio, celebran luego las glo­ rias pasadas y acaban lamentando amargamente la desastrosa campaña de Jerjes. Las otras seis tragedias de Esquilo difieren de Los persas en dramatizar leyendas heroicas y en formar parte de trilogías que desarrollan un mismo asunto. Tres de ellas —Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides— consti­ tuyen La Orestíada, única trilogía completa superviviente. El coro intervenía en la mayoría de las tragedias con cua­ tro o cinco cantos líricos de cierta extensión, escritos en me­ tros complicados y elevado estilo, que cantaba y bailaba con el acompañamiento de la música compuesta también por el poeta. Es muy de lamentar que hayamos perdido esta música

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y estos bailes, parte importante de la representación. La Uri­ ca coral podía expresar desde la alegría más desenfrenada hasta las más amargas lamentaciones, todo ello dentro de un lenguaje influido por los himnos y plegarias del culto a los dioses. En Esquilo el coro suele estar íntimamente ligado a la acción, y ya menos en los dramaturgos posteriores, pero en general su función consiste en hacer una especie de comen­ tario a los hechos de la acción, y en un tono más exaltado que el de los actores. En cuanto al diálogo, aun siendo de métrica más sencilla, más próxima al ritmo del habla co­ rriente, y de lenguaje menos elevado que los cantos líricos, queda todavía muy lejos del diálogo naturalista del teatro moderno. A veces era sumamente artificioso, pues cada per­ sonaje decía alternativamente uno o dos versos, pero podía haber también parlamentos más largos, y hasta debates don­ de cada parlamento alcanzaba los setenta versos. Hacia el final de la tragedia, lo ocurrido fuera de la escena podía ser expuesto por un mensajero, y estos parlamentos informativos, igual que los debates y discusiones, daban ocasión a alardes retóricos que parecen haber hecho las delicias del público griego. Los poetas rara vez terminaban sus obras en pleno clímax. Preferían el suave descenso desde las cimas de la emoción, y así no es raro que las escenas trágicas vayan se­ guidas de otra de lamentación para acabar en un final sereno. Los actores llevaban máscara y atuendos complicados, con holgadas túnicas, muy distintos de los usados en la vida dia­ ria del siglo v. No hay forma de arte menos naturalista que la tragedia ateniense; el mismo Eurípides, que algunas tra­ ducciones quieren presentar como un dramaturgo de lo más realista, lo era aún menos que Sófocles. Las tragedias desarrollaban casi siempre algún episodio procedente del tesoro de leyendas y mitos heroicos tradiciona­

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les. Sus personajes eran los héroes de ascendencia divina, y a veces los dioses mismos. Así, el mundo de Esquilo y de Só­ focles resulta todo lo semejante a Homero que sus conoci­ mientos les permitían. Pero la crítica moderna, demasiado in­ fluida por el romanticismo del siglo xix, ha tendido a dismi­ nuir estas semejanzas con la épica antigua. Gusta más de exagerar el parentesco de la tragedia con el mundo contem­ poráneo griego, y aun de ver en ella ideas morales y religio­ sas que no sabemos existieran en el siglo v a. C. Ha com­ prendido bien la importancia de esas ideas en la concepción de la tragedia, pero se pasa de la raya al hacerlas más com­ plicadas, “originales” y “renovadoras” —o sea, más seme­ jantes a las nuestras actuales— de lo que autorizan los he­ chos. Pruebas del error se hallarán en difundidos manuales de lengua inglesa sobre el tema. Y a más de un prestigioso dramaturgo moderno le hemos visto profundamente subyuga­ do por una concepción de la tragedia que —por muy fructí­ feros que hayan sido sus resultados— no se ajusta en nada a la realidad. La tragedia formaba parte de unas fiestas celebradas en honor de la divinidad. Cada historia sacada de la tradición heroica tiene, pues, como fin iluminar las relaciones del hom­ bre con los dioses y el universo todo. Los héroes descienden de los dioses. Éstos pueden sentir predilección por alguno de aquéllos, aunque es incumbencia divina, y no humana, quié­ nes ocupen ese lugar privilegiado en su ánimo. Darán ayuda a los preferidos, pero también destruirán implacablemente a los que les nieguen reverencia. Sobre hombres y dioses reina Zeus, cuyos designios —por lo demás, inescrutables— exigen pleno cumplimiento. Regidor arbitrario e inflexible, merece, sin embargo, el agradecimiento de la humanidad por gober­ nar el universo con implacable justicia. El hombre que agra-

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vie a otro tiene que pagar en la misma moneda; el insensato que no entienda que ésa es la ley de Zeus, habrá de apren­ derlo por amarga experiencia, en su carne o en la de sus hijos. La sabiduría del hombre consiste en comprender cuál es su justo sitio, en acordarse de su pequeñez frente a los dioses inmortales. Vemos en escena a los grandes héroes de la epopeya, ocupados en gloriosas hazañas frente a extranje­ ros, bandidos y monstruos fabulosos. Son seres favorecidos por los dioses, pero ninguno está exento, en un movimiento de soberbia, de atraer sobre sí la cólera divina, acaso de Zeus mismo, y ser fulminado. Tres de las trilogías de Esquilo que sobreviven parcial o totalmente nos hacen ver, en la historia de una de las gran­ des familias de la leyenda, cómo obran las justicieras leyes de Zeus. Las suplicantes es la primera pieza de una trilogía donde se cuenta la huida de las cincuenta hijas de Dánao desde su hogar de Egipto al hogar de sus antepasados en Argos, para escapar del matrimonio con sus primos, los cin­ cuenta hijos de Egipto. Los argivos trataron inútilmente de protegerlas. Las Danaides tuvieron, pues, que consentir en el matrimonio, pero en la noche de bodas todas, menos una, dieron muerte a sus esposos. La Danaide que conservó la vida del suyo sobrevivió a la persecución de su padre y her­ manas, y de ella descienden los reyes de Argos. Los siete contra Tebas es la última parte de una trilogía que narraba cómo la maldición caída sobre Layo, rey de Tebas, destruyó sucesivamente al mismo Layo, a su hijo Edipo y a sus nietos Etéocles y Polinice. Al comenzar la obra los hijos de Edipo se han enemistado por la sucesión del trono y Polinice, al fren­ te de un ejército argivo, sitia su ciudad natal. Etéocles repre­ senta, por un lado, al heroico defensor de su país contra los invasores; por otro, al heredero de la maldición que pesaba

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sobre Layo y que le condena a perecer. No conocemos en sus pormenores las obras perdidas, pero no hay que creer que la maldición lanzada contra Layo se presentara como una arbitraria decisión de los dioses. Layo había sido el causante de la muerte de Crisipo, hijo del rey Pélope, y la maldición que Pélope invocó sobre él se va cumpliendo gradualmente conforme a las justicieras leyes de Zeus. Lo mismo ocurre en la única trilogía completa, La Orestíada, donde la maldición lanzada sobre Atreo, rey de Argos, por su hermano Tiestes se hace realidad gracias a los oficios de la justicia divina. Agamenón, hijo de Atreo y gran caudillo de la expedición griega contra Troya, se vio obligado a sacrificar a su propia hija por mandato de la diosa Artemisa. En venganza Clitemnestra, su mujer, decide matarle, ayudada por el único hijo su­ perviviente de Tiestes, y así lo hace en la primera pieza de la trilogía, Agamenón. En Las Coéforas, Clitemnestra y su amante son víctimas también de la maldición cuando el hijo de aquélla, Orestes, regresa a Argos para vengarse. Las Euménides toma su título —que quiere decir “las benévolas”— de un eufemismo empleado para designar a las Erinnias, fe­ roces seres demoníacos, agentes de que se vale Zeus para cas­ tigar a quienes se ceban en personas de su propia sangre. Las Erinnias persiguen a Orestes para vengar la sangre de su madre. Pero Apolo, que por medio de su oráculo de Delfos hizo saber a Orestes que el matar a su madre era volun­ tad de Zeus, le da protección. Orestes acaba refugiándose en Atenas, donde las deidades en pugna acuerdan someter el caso al juicio de Atenea, que preside el tribunal de su ciu­ dad, el Areópago. Ambas partes exponen sus alegatos. Al final corta el nudo una decisión arbitraria de Atenea. Las Erinnias amenazan con vengarse de la dudad, pero se ablan­ dan al prometérseles un culto especial en la acrópolis. Hemos

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visto, pues, cómo ha obrado la justicia recíproca de Zeus a lo largo de tres generaciones, pero sería ingenuo creer que al ñnal se ha solucionado el problema, o que en adelante la primitiva costumbre de la “vendetta” dará paso a la justicia de la polis. La otra obra de Esquilo que nos ha llegado, Prometeo encadenado, describe cómo Prometeo, dios de una generación más vieja que Zeus, benefactor e incluso creador de la hu­ manidad según una difundida leyenda, fue castigado por Zeus a causa de haber concedido él fuego a los hombres. Cla­ vado a una roca en un picacho solitario del Cáucaso, donde un buitre viene a diario para roerle el hígado, Prometeo con­ tinúa desafiando a su atormentador. Su única arma consiste en un secreto que conoce y que se niega a revelar, pese a las amenazas de Zeus: por disposición de los hados Zeus se enamorará un día de una diosa cuyo hijo llegará a ser más poderoso que el padre. La obra acaba siendo arrebatado Prometeo al Hades, donde sufrirá nuevas torturas si no deja su actitud desafiante. Sabemos que a esta tragedia seguía otra titulada Prometeo liberado, pero no si formaban la pri­ mera y segunda parte de la trilogía, o la segunda y tercera, por lo cual no es seguro que la última pieza llegara a escribirse alguna vez. Ignoramos cómo Zeus consintió en dejar libre a su enemigo. Según algunos eruditos, es que entre el enca­ denamiento y la liberación de Prometeo medió una inmensi­ dad de tiempo durante la cual se habría transformado el carácter de Zeus hasta arrepentirse de los malos tratos dados a su prisionero. Lo más verosímil, sin embargo, es que los dos dioses llegasen a un acuerdo y que Prometeo se valiese de su secreto como garantía. El estilo y el lenguaje de esta maravillosa tragedia difieren mucho de las otras de Esquilo, pero eso no basta para negar que sea obra suya, como hacen

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algunos investigadores, ni basta tampoco el supuesto contras­ te entre el Zeus justiciero de las demás piezas y el despiadado tirano de la serie prometeica. Una cosa es que Zeus salva­ guarde el reinado de la justicia entre los hombres, y otra muy distinta, inconcebible en el modo de pensar de los antiguos, que se muestre apesadumbrado y contrito con los enemigos que le amenazan en su poder. El Zeus de la primitiva religión griega no puede mirar a los humanos con los mismos ojos que, pongamos por caso, el Dios cristiano o judaico, y así lo confirma la comparación entre Zeus y Prometeo. El segundo gran trágico, Sófocles, llena con su larga vida casi todo el siglo v. De sus ciento veintitrés obras se han conservado enteras siete, amén de numerosos fragmentos. Su estilo y técnica se diferencian muchísimo de los de Esquilo; su actitud religiosa, ya no tanto. Casi todas las divergencias se explican teniendo en cuenta que las trilogías de Sófocles no desarrollan un mismo tema sino que constan de tres pie­ zas independientes, de manera que al poeta le queda menos espacio para reflexionar líricamente sobre las operaciones del universo. A Sófocles le gusta presentar una historia saca­ da de la leyenda y proyectarla sobre un fondo inmutable de creencias primitivas en tomo a los dioses y a las relaciones de éstos con los humanos. Llevado por su preocupación do­ minante, el efecto causado con cada escena, se permite des­ deñar hechos que nosotros creeríamos fuertemente vinculados al tema. Así, la célebre tragedia de Edipo rey nunca nos dice por qué razón estaba predestinado Edipo a matar a su pa­ dre y casarse con su madre. De ahí que escritores modernos hayan deducido que el poeta se propuso pintar la actuación de un hado injusto y arbitrario, mientras otros se las inge­ nian para inventar delitos por los que los dioses castigasen a Edipo y a su madre. Pero si pudiéramos preguntar a So-

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focles cuál fue la causa que provocó la ruina de Edipo, su contestación estaría conforme con la leyenda universal ya antes aprovechada por Esquilo: la causa fue la maldición lanzada por Pélope de que hemos hablado más arriba. Y a la otra pregunta: por qué no se menciona en su obra esta maldición, habría respondido que porque no formaba parte de su argumento. He ahí una diferencia significativa entre sus concepciones dramáticas y las modernas. Edipo rey ofrece lo que Aristóteles llamaba un argumen­ to trágico perfecto. Puede que no saliera airosa de aplicarle los modernos criterios de verosimilitud y coherencia, pero su principio, medio y fin están perfectamente definidos, y el único, ininterrumpido movimiento que la anima va ganando velocidad a medida que la acción transcurre para llevamos rápidamente al punto culminante. No se crea, sin embargo, que esta característica sea algo habitual en la tragedia grie­ ga. En una obra moderna nos parecerían inconcebibles ar­ gumentos tan leves como el de Los persas, de Esquilo, o el de Edipo en Colono, de Sófocles, donde vemos al anciano Edipo, después de largas peregrinaciones como mendigo cie­ go, llegar a Atenas para morir y recibir postumamente los ho­ nores y el culto tributados a los héroes. El Ayax, de Sófocles, describe en su primera mitad cómo el gran héroe Ayax, enemistado con los generales griegos del sitio de Troya por haber otorgado las armas del muerto Aquiles a Ulises y no a él, decide hacerles caer en una celada nocturna. Pero había ofendido con sus necias jactancias a Atenea y ésta le envol­ vió en tal rapto de locura que, en vez de matar a los gene­ rales y compañeros, Ayax desahogó su furia con las ovejas del rebaño; vuelto a la razón, la vergüenza le impulsó a sui­ cidarse. La segunda parte de la obra está dedicada a una lar­ ga discusión sobre si conviene celebrar honras fúnebres por

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Ayax. Al principio los generales rechazan furiosamente la idea, pero luego el mismo rival del muerto, Ulises, logra con­ vencerles. Esta tragedia ha merecido grandes reproches por estar dividida en dos mitades casi sin conexión. Los repro­ ches son improcedentes, primero, porque los griegos daban gran importancia al entierro honroso, y segundo, porque en el siglo v privaban ideas muy distintas acerca de los elemen­ tos necesarios en un argumento dramático. Otras obras de Sófocles se acercan más por su asunto a los gustos modernos. Electra escenifica —igual que Las Coéforas, de Esquilo— el regreso de Orestes y cómo dio muerte a su madre, Clitemnestra, y a Egisto, el amante de ésta. Só­ focles se concentra por completo en la trágica figura de la heroína y, a diferencia de Esquilo y Eurípides en sus respec­ tivas tragedias, no se preocupa del problema de si Orestes hace bien o mal al vengarse. Antígona, obra de hacia 445440, expone la lucha entre el rey de Tebas, que niega sepul­ tura a Polinice por enemigo del país, y la hermana del muer­ to, que insiste en cumplir el religioso deber de darle tierra. De creer a ciertos intérpretes modernos, el poeta justificaría alternativamente a las dos partes. Lo cierto es, sin embargo, que si a Antígona se la pinta imparcialmente —imprudente, precipitada como buena hija de Edipo y víctima también de la maldición—, el comportamiento del rey al prohibir el en­ tierro está presentado a todas luces como blasfemo e impío. La última tragedia, Filoctetes, cuenta, con un sentido de la verdad psicológica y una simpatía que apenas tienen par en la literatura griega, cómo el sabio Ulises y el joven e intré­ pido Neoptólemo fueron encargados, en el décimo año de la guerra de Troya, de buscar y llevar a Troya al gran arquero Filoctetes, abandonado en una isla desierta por los griegos

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al principio de su expedición, pero ahora señalado por una profecía como factor esencial de la victoria. El mundo presentado en estos dramas no es distinto, en esencia, del de Esquilo. Sófocles podía haber hecho su­ yas las palabras de Esquilo, que consideraba sus obras como “migajas de los grandes festines de Homero”. La actitud de Sófocles ante los dioses no es de sumisa aprobación, ni de rebeldía impotente: acepta el orden arcaico del mundo en toda su dureza y su implacable justicia recíproca. Su lengua y estilo caracterizan perfectamente el áureo clasicismo griego de las artes y las letras que se extiende entre los períodos arcaico y helenístico. Conservan toda la fuerza de Esquilo, sin ape­ nas nada de su rudeza, y no llegan a la tersura de Eurípides, que a veces cansa por lo neta y antitética. El diálogo de Sófocles nunca se aparta del estilo elevado, pero se acerca más a la lengua ordinaria que el diálogo de Eurípides, rígi­ do y formalista por el influjo combinado de la retórica y el gusto arcaizante. La lírica tiene en Sófocles mucha menos importancia que en Esquilo, así como un contenido menos profundo; a veces sólo sirve para subrayar un estado de áni­ mo pasajero, o bien para comentar un sentimiento general poco importante que halla expresión al final de una escena y la separa de la siguiente. Pero, a pesar de todo, la lírica sofocleana posee singular encanto y belleza, sin que la afee la tendencia reiterativa y mecánica que a veces asoma en Eurípides. Al pasar de Sófocles a Eurípides, unos veinte años más joven, nos parece al principio hallamos en un mundo com­ pletamente nuevo. Se diría que los dioses están más distan­ tes; ya no son ellos, sino las indómitas pasiones humanas, los resortes de la catástrofe trágica. Vemos a los actores dis­ cutir de problemas morales con una brillante retórica muy

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afín a la enseñada por los sofistas contemporáneos, y de cuando en cuando aludir a las ideas cosmológicas del tiem­ po con palabras que parecen, a primera vista, inconciliables con la creencia en los dioses olímpicos. Sin embargo, un examen atento revela un panorama mucho más semejante de lo que se supone al de los poetas anteriores. Como ellos, Eu­ rípides ve en el hombre un ser inerme, desvalido, a merced de fuerzas arbitrarias que exceden su poder. Ni por asomo comparte la optimista fe de algunos contemporáneos en que una sistemática aplicación de la razón puede superar esas fuerzas. Lo de menos es que les demos el nombre de las pasiones humanas, o que las atribuyamos a la omnipotencia divina. De todas formas, carece de base el considerar a Eurí­ pides como un ateo. Eurípides supera en claridad y tersura de estilo a sus dos predecesores. Y domina mejor sus recursos, aunque éstos sean menos ricos. En sus grandes momentos el diálogo ofre­ ce una brillantez dialéctica deslumbradora, y los pasajes líri­ cos una gracia delicada, casi romántica. Pero el diálogo pue­ de caer también en artificios tan frágiles como tediosos, y la lírica en vacuidades ornamentales más propias de un libreto operístico que de un poema. Para el gusto de los tiempos helenísticos y romanos, por no hablar de los modernos, Eu­ rípides resultaba el más cercano y afín de los grandes trági­ cos, lo que explica que se hayan conservado diecinueve de sus noventa obras, pero lo cierto es que no logró más que cuatro primeros premios en su vida. Suele decirse que su agudeza y originalidad sobrepasaban la comprensión de sus contemporáneos. Sin embargo, aun siendo indudable que Eurípides se cuenta entre los grandes dramaturgos univer­ sales, piensen quienes le creen comparable a los dos genios anteriores —por mucho que les disguste— que en cuestiones

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estéticas el siglo Y tenía u n juicio m ás certero que lo s que le siguen.

Las obras conservadas de Eurípides son de mérito des­ igual. Dos tragedias pertenecientes a la edad madura del poe­ ta, Medea e Hipólito, figuran entre las más grandes que ha­ yan pintado las obras y consecuencias de la pasión amorosa. Hécuba, Andrómaca y, sobre todo, Las Troyanos abundan en esos efectos patéticos que dieron tanto renombre a Eurí­ pides en la antigüedad. El arranque del Ion (así como el ex­ quisito coro que sobrevive del perdido Faetón) muestra par­ ticular jovialidad y frescura; el drama satírico Los cíclopes deja un sabor parecido al de los otros de Esquilo que los papiros nos han hecho conocer fragmentariamente; Hércules se distingue por una fuerza sombría. Pero como obra de arte sobresale Las Bacantes, escrita por Eurípides casi al fin de sus días. He aquí su argumento: Dioniso viene a Tebas, lugar donde nació de la unión de Zeus con Semele, princesa mortal. Los tebanos, dirigidos por las hermanas de Semele, se han negado a reconocer la divi­ nidad de Dioniso. Éste se propone castigarles y poner de ma­ nifiesto su poder. Pero se presenta como un simple mortal, al frente de las mujeres que le siguen; inmediatamente es perseguido y encarcelado por el gobernador de la ciudad, su primo Penteo. Finalmente Dioniso escapa de la prisión va­ liéndose de sus artes maravillosas e induce a Penteo a que le acompañe para presenciar los licenciosos juegos de las Ba­ cantes en las montañas de las afueras de Tebas. Allí Penteo es hecho pedazos por su propia madre y sus tías, que por inspiración del dios le toman por un león. Según algunos críticos, Eurípides defiende en esta obra el culto de Dioniso frente a todo ateísmo; según otros, ata­ ca el nefasto culto del mismo dios. La verdad es que EuríLOS GRIEGOS. — 5

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pides no está tan simplistamente ni “en favor” ni “en contra” de Dioniso, sino que reconoce su poder y lo peligroso de resistirse a él· Empapado de la retórica de los sofistas con­ temporáneos, rara vez desaprovecha la ocasión de hacer dis­ cutir a sus personajes sobre cuestiones morales, pero rara­ mente también fuerza al público a aceptar una solución de­ terminada; se impone la conclusión de que, de los sofistas, le convenían más los métodos que las opiniones. Y el pen­ samiento de Eurípides está todavía más lejos de los autores modernos que quisieran encontrar en él sus propias ideas liberales o humanitarias. Hemos elegido Las Traquinias, de Sófocles, para anali­ zarla de modo más particular. Es una tragedia —de fecha desconocida— que no armoniza del todo con los gustos dra­ máticos modernos. Además, el comentario que dedica el autor a la acción está sugerido tan sólo, más que expresado directamente. La obra describe los hechos que condujeron a la muerte de Hércules, el más esforzado de los héroes grie­ gos, el más grande benefactor de la humanidad. Tuvo éste por madre a Alcmena, esposa del héroe Anfitrión, pero su verdadero padre no fue Anfitrión, sino el propio Zeus. Dota­ do de fuerza extraordinaria, Hércules venció a todo género de gigantes, monstruos y fabulosos bandidos, así como a otros enemigos humanos. Los celos de Hera, consorte de Zeus, hicieron caer al héroe en manos de un rey envidioso, quien le impuso como prueba una serie de doce trabajos, trabajos colosales y de empeño imposible en apariencia, pero que Hércules logró superar con éxito. Después de su muerte, se­ gún creencia general, fue convertido en dios (mucho antes de que se representara esta obra ya se tributaba culto a Hércules en todo el mundo de habla griega).

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Al comenzar la tragedia nos encontramos en el hogar de Hércules en Traquis, al E. de la Grecia central. El coro está formado por muchachas del lugar, que dan nombre a la obra. Deyanira, esposa de Hércules, es quien recita el prólogo, don­ de en seguida se caracteriza a la hablante y resuena la nota fundamental de la acción siguiente. Según reza un dicho pro­ verbial —comienza diciendo Deyanira—, no podemos saber si alguien es feliz o desgraciado hasta que muere. Pero ella sabe, a pesar de estar viva, que le espera un destino infausto. Siendo una muchacha, ya la había asediado un espantoso pretendiente, Aqueloo, el río más grande de Grecia, del que pudo salvarse gracias a la aparición de Hércules, que le ven­ d ó en singular combate. Como esposa de Hércules ha lleva­ do después una vida llena de soledad y temores, mientras el héroe, lejos, daba cima a sus gigantescos trabajos. Y ahora hace más de un año que Hércules se fue, sin que ninguna noticia suya se haya redbido en el hogar. Deyanira, inquie­ ta hasta la desesperadón, acaba de enviar a su hijo Hylo, por indicadón de una vieja aya, en busca del ausente. En este momento aparecen las jóvenes que componen el coro: en el primer canto lírico de la obra piden al Sol, que todo lo ve, que traiga nuevas de Hércules, y luego tratan de con­ solar a la infortunada esposa. Súbitamente se presenta uno de los servidores de la casa; trae grandes notidas: Hércules ha dado muerte al rey Eurito y saqueado la dudad de Ecalia, y ya viene triunfálmente camino del hogar, cargado de despojos. Licas, su emisario, se ha adelantado para conducir los prisioneros y traer nuevas de la victoria. El coro entona una breve y jubilosa candón. Entra Licas, dando escolta a un grupo de cautivas. Deya­ nira está fuera de sí de alegría al saber sano y salvo a su marido; hasta se compadece de las cautivas y las saluda

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amablemente: sobre todo tiene palabras de simpatía para una de ellas, muchacha de gran dignidad y belleza. Pero un servidor descubre a Deyanira que esa muchacha es Yola, hi­ ja de Eurito, y que Hércules saqueó Ecalia y pasó a cuchillo a sus habitantes para arrebatársela a su mal dispuesto padre. Deyanira suplica a Licas que se lo confiese todo (versos 436-468): Por Zeus, que lanza sus rayos en las cumbres del Eta, no me ocultes la verdad, pues no la dirás a una mujer indigna o que ignore la humana costumbre de no desear siempre los mismos goces. Quien se atreva a presentar combate a Eros —como un atleta que apresta sus puños— loco es, pues el amor lleva a los dioses a su antojo, y a mí también, lo sé. ¿Cómo no, entonces, a otra mujer como yo? Si acusara a mi marido, víctima al fin de esa dolencia, loca estaría, o si acusara a una inocente de algo que ni me ultraja ni es vileza. No es posible... Pero si aprendiste de él a mentir, nada bueno aprendiste. Y si fue idea tuya, queriendo ser amable, yerras del todo. Anda, dime la verdad entera. El nombre de embustero es para el bien nacido como una maldición. No puedes irte mintiendo. Se lo has dicho a muchos y me lo contarán. Si tienes miedo, es miedo sin razón, pues lo que más me duele es no saber. ¿Por qué me ha de dar miedo el saber la verdad? ¿No ha sido Hércules el hombre más enamoradizo?

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Pero ninguna amante suya oyó de mí duras o injuriosas palabras, y ésta tampoco las oirá, aunque mi marido se derrita en su amor. Siento gran piedad de ella al ver cómo su belleza ha destruido su misma vida y, sin quererlo, ¡desdichada!, ha esclavizado y arruinado a su patria. Pero dejemos eso. Otra vez te lo pido: sé falso con las otras y verdadero conmigo. Estas palabras acaban con la resistencia de Licas, que lo confiesa todo y ruega a Deyanira que mantenga su promesa de tratar a Yola amablemente. Deyanira reafirma su prome­ sa y entra en la casa para dar a Licas regalos que llevar a Hércules, mientras el coro canta una oda que celebra el po­ der del amor:

Poderosas fuerzas vencedoras la Cipria ostenta eternamente. Pasaré por alto sus triunfos sobre los dioses, y cómo engañó al hijo de Cronos, por no hablar del lóbrego Hades, o de Poseidón, que estremece la tierra. Pero para ganar por esposa a Deyanira, ¡qué parejos poderes lucharon!, ¡qué golpes se dieron, qué polvo levantaron! El uno era un potente rio, de altos cuernos y cuatro pies, terrible imagen de toro: Aqueloo de los Eniadas. El otro vino de la báquica Tebas, con su arco flexible, flechas, lanza y clava: hiio de Zeus. Éstos fueron quienes trabaron

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combate por amor de la novia. Y sólo la encantadora Cipria como árbitro. Fue una lluvia de golpes y de flechas, mezclada con recias cornadas. Eran de ver los asaltos que se daban, los choques mortales en las frentes, el jadear de los dos; y ella, delicada belleza, en un otero apartado esperando al que ha de ser su esposo. Combatían como digo. Pero la disputada faz de la novia piadosamente espera el desenlace que súbitamente la separará de su madre, como una ternerilla abandonada. Sale Deyanira de la casa con el presente que ha preparado para Hércules. Pese a sus promesas, no soporta la idea de compartir a su hombre con una rival más joven y hermosa, pero hace un momento se ha acordado de que conserva en su poder algo que puede ayudarla a reconquistar ál ausente. Cuando, después de su boda, ella dejó el hogar en compañía de Hércules, tuvieron que atravesar un torrente; como bar­ quero usaron a Neso, uno de los míticos monstruos llamados centauros, mitad hombre y mitad caballo. Neso tomó primero a Deyanira y, cuando estaban en mitad de la comente, osó poner en la mujer sus lascivas manos, pero al instante le atravesó el pecho una de las envenenadas flechas de Hércu­ les. El moribundo Neso pidió a Deyanira que recogiese la sangre coagulada de su herida y la guardase, pues era un filtro mágico que podía valerle para que Hércules no amara nunca a otra mujer. Así lo hizo ella, y ahora ha empapado en esa sustancia la espléndida túnica que entrega a Licas como presente para su amo.

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El coro entona una oda llena de alegría para festejar el triunfal regreso de Hércules, una de esas odas que en Só­ focles suelen ser preludio de grandes catástrofes. Después asaltan a Deyanira otras ideas. Recuerda que Neso no tenía por qué ser tan amable con ella, y ya presiente lo peor. De repente su hijo Hylo irrumpe en la escena y con palabras terribles acusa a su madre de la muerte de Hércules. Cuenta cómo apenas se puso su padre la túnica, se le adhirió ésta al cuerpo, causándole los más horribles tormentos. Presa de rabia y de insufribles dolores, Hércules arrojó a Licas al mar desde lo alto de la montaña en que hacía sacrificios; lue­ go ordenó a Hylo que le condujese a casa, adonde llegará en seguida. Hylo acaba su parlamento con una acusación aún más feroz contra su madre. Sin intentar defenderse, ella aban­ dona la escena en silencio. Tras una oda de lamentación pues­ ta en boca del coro, oda que contrasta fuertemente con la anterior, el aya anuncia que Deyanira se ha dado muerte a puñaladas. Apenas acaba el coro de llorar el fin de Deyanira, entran en una litera al moribundo Hércules, atendido por Hylo y por un médico. El héroe que nunca había derramado una lágrima, llora ahora torturado por el veneno, pidiendo cruel venganza de su esposa: en una escena de insuperable horror manda a Hylo que traiga a Deyanira para matarla. Al fin logra Hylo hacerle ver que si Deyanira empapó la túnica con la sangre de Neso, fue creyendo que se trataba de un filtro amoroso. Hércules comprende que todo ha terminado para él: ya hace mucho tiempo Zeus, su padre, le había advertido que encon­ traría su fin “a manos de un muerto”. La profecía se ha cum­ plido. Hércules no tiene ni una palabra para Deyanira; aho­ ra que está seguro de que va a morir, tiene cosas más im­ portantes en que pensar. Primero hace prometer a Hylo que

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le colocará en una gran pira fúnebre que él mismo ha de prender. Hylo accede a la primera parte, al menos, de esta petición. Luego Hércules solicita un favor que supone una prueba más dura para su hijo: H ércules .— ¿Conoces

a la hija de Eurito?

H ylo .— ¿Quieres decir a Yola? H é r c .— Sí. Sólo esto te pido hijo

,

:

toma a esa muchacha por esposa a mi muerte, si es que quieres cumplir piadosamente los juramentos que. hiciste a tu padre. No me desobedezcas: que ningún otro sino tú tome a la que estuvo reclinada a mi lado. Hijo, acepta este matrimonio, consiente en él. Obedecer en cosas grandes, y no en las pequeñas, arruina todo crédito. H ylo .—Airarse con un enfermo es malo, mas ¿quién soporta verte pensar así? H érc.—Parece que no quieres cumplir mi petición. H ylo .— ¿Y cómo, si esa mujer fue la causa de la muerte de madre y de tu actual estado? ¿Quién la tomará por mujer que no le persigan las Furias? Mejor la muerte para mí, padre, que vivir con lo más odioso. H érc.—Se ve que no respetas los derechos de los moribundos. ¡La maldición del cielo te espera si desobedeces mis palabras! H ylo .—¡Ay! Pronto dirás que te vuelve el mal. H érc.—Sí, tú despiertas mis dolores dormidos. H ylo .—¡Pobre de mí! Confuso estoy. H érc.—No tienes más que obedecerme. H ylo .— ¿Me ordenas que sea impío, padre?

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HÉRC.—No hay impiedad en complacer a mi corazón. H y lo .—¿Lo que me mandas es totalmente justo? HÉRC.— Sí, los dioses me sean testigos. H y lo .—Entonces lo haré sin rechazar tu súplica.

Los dioses me defiendan. Sea tu voluntad. Nadie puede ser llamado malo por obedecer a su padre. H é rc .—Bien decides. Quisiera otra gracia: tque, antes de que vuelva el ataque o algún acceso, me pongas en la pira. ¡Aprisa! Levántame. Ahora viene el reposo de todos los dolores, el último y definitivo fin del hombre que soy. H y lo .—Nadie detenga la ejecución de tu voluntad. Tú mandas y nos obligas, padre. Hylo ordena a los portadores que alcen la litera; salen de la escena. Todo lo ocurrido, dice el coro en sus palabras finales, ha sido voluntad de Zeus. ¿Nos ha dejado Sófocles alguna intuición que esclarezca los designios de Zeus? Si ciertos críticos no han logrado en­ contrarla, es porque el .comentario del poeta a la acción nun­ ca es directo. Poro esa intuición resulta bastante nítida a la luz del cuadro general con que hemos caracterizado el mundo de Sófocles. En efecto, Zeus, al provocar el fin de Hércules, ha dado una prueba más del carácter justiciero de sus leyes. Pues Hércules, en sus relaciones con Eurito y su familia, había violado esas leyes, cosa que nadie —ni él siquiera— puede hacer sin recibir el merecido castigo. A Hylo todo esto le parece una catástrofe irreparable, pero el espectador no dejaría de acordarse del destino que le estaba reservado al gran héroe, según la leyenda familiar: ser arrebatado, a su muerte, por Zeus y reunirse con los dioses del Olimpo.

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La mayoría de la crítica moderna ha estimado “inconexa la acción de la obra; y deslucida por el incomprensible apén­ dice sobre Hércules, la trágica belleza que envuelve a Deya­ nira”. Aun dentro de los cánones modernos, que no siem­ pre son aplicables, yo encuentro en la obra más unidad de la que apuntan esas palabras. Cierto que el personaje de De­ yanira es hermoso, pero secundario. El asunto de la tragedia lo constituye la muerte del gran héroe, y esta muerte señala la cumbre de toda la acción. La dureza de Hércules con su esposa no la ignora el poeta, ni queda sin castigo, en cierto modo, por cuanto va ligada al injusto proceder del protago­ nista con la casa de Eurito, que es lo que le cuesta la vida. Entonces ¿tendremos que ver en Hércules a un bruto feroz y sin sentimientos? Pero ¿cómo habría de concebir un vie­ jo poeta, que bebe en la tradición homérica, al héroe que luchó a brazo partido con el león de Nemea, dio muerte a la Hidra de cien cabezas, apartó al Cerbero de las bocas del Hades y sostuvo el cielo sobre los hombros? No como a un caballero ecuánime y mesurado, claro está, sino como a un hombre de genio violento, de tremendos apetitos y pasiones: era la invariable tradición de la antigüedad. Ese carácter con­ cuerda muy bien con las hazañas atribuidas a Hércules, que se decía habían producido inmensos beneficios a la humani­ dad. A juicio de los antiguos, ios héroes no se miden por el mismo rasero que los demás hombres. Sin su heroísmo ex­ traordinario los otros no habrían podido sobrevivir. Lo que ya no esperaban los antiguos es que el hombre comente en­ contrase muy agradable la compañía de los héroes. BIBLIOGRAFÍA El griego antiguo es una lengua de complicada flexión y de estruc­ tura muy distinta de la de los idiomas europeos moderaos. Su métrica

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no dependía de la rima, sino de la combinación de sílabas largas y breves en ciertos lugares fijos del verso. Resulta, pues, muy difícil traducir con absoluta fidelidad la poesía griega: o la traducción no se parece en nada al original, o se queda en pésimo ejemplar de prosa o verso de otra lengua. Con versos que dependen métrica­ mente del acento no es posible reproducir los basados en la canti­ dad, y el verso rimado es el menos apropiado para conseguirlo. Hasta hace cincuenta años la poesía inglesa no solía prescindir de la rima, o al menos usaba versos de un número fijo de sílabas, y en consecuencia la mayoría de los traductores en verso seguían la misma norma en sus versiones de la poesía griega, sin intentar reproducir siquiera los efectos poéticos del original. Actualmente, la mayor li­ bertad métrica de que gozan los poetas permite esperar que las tra­ ducciones recojan mejor la impresión producida por el modelo. Estas nuevas posibilidades se han aprovechado más hasta ahora en Norte­ américa que en Inglaterra; con todo, tenemos una excelente muestra de traducción al modo moderno en la que Louis MacNeice ha reali­ zado del Agamenón, de Esquilo (Faber and Faber). Las mejores traducciones asequibles son las incluidas en The Com­ plete. Greek Tragedies, de David Grene y Richmond Lattimore (Chi­ cago University Press), buena parte de las cuales han publicado los “Phoenix Books” en edición popular. (Vol. I : Esquilo, Agamenón y Prometeo encadenado; Sófocles, Edipo rey y Antígona; Eurípides, Hipólito. Vol. II: Esquilo, Las Coéforas; Sófocles, Electra', Eurí­ pides, Ifigenia en Tauris, Electra y Las Troyanas. Vol. III: Esquilo, Las Euménides; Sófocles, Filoctetes y Edipo en Colono; Eurípides, Las Bacantes y Alcestes), Textos bilingües de los tres grandes trágicos, con original y tra­ ducción enfrentados, en la “Loeb Classical Library” (pero las traduc­ ciones de Sófocles y Eurípides dejan mucho que desear). En los últimos ochenta años han salido a la luz muchos nuevos fragmentos de tragedias descubiertos en papiros, algunos del mayor interés. El Esquilo (última edición) de la colección Loeb publica en apéndice los fragmentos recientemente aparecidos de este autor. La mayoría de los otros se encontrarán traducidos en el volumen de la misma colección Greek Literary Papyri, editado por D. L. Page. El mejor estudio crítico (en inglés) de la tragedia griega es The Poetry of Greek Tragedy, de Richmond Lattimore (Oxford, 1958).

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Contiene útiles referencias The Greek Tragic Poets, de D. W. Lucas (Cohen and West, 2.a edición, 1960). Otros libros: E. R., The Greeks and the Irrational, Univ. California Press, 1956, del que hay también edición popular. G u t h r i e , W. K. C., The Greeks and their Gods, Londres, Methuen, 1950. Rose, H. J., A Handbook of Greek Religion, Londres, Hutchinson.

D odds,

VI LA CIENCIA GRIEGA Por G. S. K ir k 1

Durante centenares de años los griegos no distinguieron claramente entre ciencia y filosofía, y en ello reside a la vez su fuerza y su debilidad científica. Lo que se propusieron fue nada menos que explicar el mundo en todos sus aspec­ tos. La mayoría de los pensadores, desde el siglo vi a. C. has­ ta Sócrates, creyeron, por lo visto, que podían explicárselo todo: cómo empezó el mundo, de qué está compuesto, qué lugar ocupa el hombre en él. Estos primeros physikoi, físicos o estudiosos de la naturaleza de las cosas, poseían los am­ biciosos propósitos y la desenfrenada fantasía que siempre han caracterizado a los grandes pensadores y artistas de la Historia. Sin embargo, y pese a haber dado su nombre a una importantísima rama de la ciencia moderna —la física o es­ tudio de la naturaleza y el comportamiento de la materia—, poco tuvieron de científicos en el sentido actual. Les faltó la metódica atención a los detalles, la continua relación entre 1 Con un apartado sobre Aristóteles, por J. E. Raven.

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la teoría y los hechos observados, que han hecho posible la espectacular progresión de la ciencia desde el Renacimiento en adelante. A lo largo de toda la historia de la ciencia griega pode­ mos observar la fuerza y la debilidad de estos hombres: pro­ fundo interés por el mundo en sus amplias perspectivas, y repugnancia a enfocar campos de visión más limitada; in­ cursiones magistrales en los supremos problemas del ser, y provisiones ridiculas de observación minuciosa, exacta, sig­ nificativa. Se suele decir que los primitivos pensadores grie­ gos no se molestaban en observar. Pura exageración. Claro que se molestaban en ello, hasta cierto punto: lo que trata­ ban de explicar era precisamente el mundo de la observación y la experiencia. Sí, estos hombres eran capaces de hacer observaciones exactas. Tales, por ejemplo, se distinguió por su talento prác­ tico e ideó un método para medir la distancia de la tierra a que se encuentra un barco; Anaximandro registró los equi­ noccios y construyó una especie de mapa celeste; Empédocles utilizó la pipeta de trasvasar vino para probar la exis­ tencia concreta del aire. Y, sin embargo, volaban en sus es­ peculaciones mucho más lejos de lo que les permitían sus casuales y asistemáticas observaciones. Había una razón; ellos intentaban explicar el mundo no tal como es, sino como el hombre querría que fuese: reducido a unidad, compren­ sible, afín a lo humano. Esta tendencia a interpretar el mun­ do en términos de las necesidades humanas, a imponer a la naturaleza unos cánones sociales, nunca puede ser extirpada totalmente de nuestra mente, pero se agudizó más entre los griegos que entre los nuevos hombres de ciencia del Rena­ cimiento o en sus sucesores modernos. Es cosa admitida que hay ciertos tipos de regularidad en nuestro mundo, y por ellos

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tiene que interesarse especialmente la ciencia. Ahora bien, los primeros pensadores presocráticos aspiraban no tanto a observar y clasificar estas regularidades como a inventarse un principio universal de la existencia con que explicarlo todo. Aun los mismos atomistas, Leucipo y Demócrito, cuya teoría de la materia parece en principio igual a la nuestra, se perdían en palabras superficiales cuando tenían que espe­ cificar las consecuencias concretas de las formas y movimien­ tos atómicos. Los seguidores de Pitágoras, por citar otro ejemplo,· emplearon el descubrimiento de su maestro (la es­ tructura matemática de la escala musical) como base para una complicada teoría semimística sobre el universo, a su jui­ cio enteramente formado de números. Pese a estos obstáculos, los logros de los físicos preso­ cráticos no dejan de sorprender. Consideraban la materia o como continua y susceptible de infinitas divisiones, o como discontinua y compuesta de una serie de átomos. Pitágoras y Heráclito centraron su atención no en la identificación de la materia, sino en la estructura y comportamiento de la mis­ ma. Heráclito, cuando menos, parece haber supuesto razo­ nablemente que la coherencia del mundo natural depende más de cómo se comporta la materia que de lo que está compues­ ta. Era una actitud que resultaba muy prometedora; sin em­ bargo, durante el último cuarto del siglo v la física, en lugar de seguir progresando, empezó a declinar. El golpe más serio lo propinó Parménides de Elea, quien pretendía, hacia 460 a. C., haber demostrado lógicamente que es imposible todo cambio esencial en la materia: “No existe un no-ser”. Por tanto, afirmaban Parménides y los eleatas, “el llegar a ser, o devenir, es imposible. El cambio supone devenir, y en con­ secuencia los fenómenos de cambio y movimiento estudiados por los físicos no pueden tener existencia real”.

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La argumentación de Parménides, de tan engafiosa senci­ llez, dejó fascinados a sus contemporáneos y sucesores. Físi­ cos como Empédocles y Anaxágoras no discutieron la lógi­ ca de aquél, sino que trataron de satisfacerla ideando siste­ mas en los que se evitase el cambio esencial. Estos sistemas se fueron haciendo cada vez más complicados, contradicto­ rios e inverosímiles, hasta que al fin desapareció gradualmen­ te el interés general por el tema. Sócrates y sus coetáneos más jóvenes se dedicaron al estudio de problemas sociales y hu­ manos, que en una época de inminente decadencia les pare­ cían los más urgentes. Platón, la gran figura de la generación siguiente, no hizo mucho por revitalizar la ciencia. La Academia que fundó en Atenas se especializó en el cultivo de las matemáticas; cuan­ do se discutían állí temas como la clasificación de las plan­ tas, más era para ejercitarse en la lógica que por puro amor al tema. Al mismo tiempo Platón dio nuevas alas al enfoque de la naturaleza al modo eleático, declarando que la realidad auténtica tiene que consistir en una serie de “formas” inmu­ tables, inmateriales e imperceptibles, y que el mundo físico no posee más que una especie de existencia a medias, en virtud de su relación con aquellas “formas” (relación que, por desgracia, era indefinible). Platón lleva a su máximo gra­ do la tendencia a afirmar la superioridad de la filosofía —por no decir el esnobismo—, y el desdén aristocrático hacia lo que parece de segunda e inferior calidad, que ya se había manifestado en el período presocrático. Hay en el Fedórt un pasaje famoso donde Sócrates discute la razón de que esté sentado en la prisión y no trate de huir: no es, dice, por­ que sus articulaciones y nervios estén dispuestos así por lo que está sentado; la verdadera razón de que permanezca allí es porque piensa que lo mejor es no escaparse. Es decir: las

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condiciones mecánicas son instrumentos de lo que se propo­ ne el espíritu. Pues bien, este tipo de motivación lo aplicó Platón al conjunto del universo. La verdad es que cuando los griegos buscaban un modelo que aplicar a la regularidad de la naturaleza, lo veían en la actividad intelectual, concebida conforme a un plan, del hombre, y en particular del artista o el artesano, que modela conscientemente su material para adaptarlo a un fin preconcebido. No encontraron ese mode­ lo, como hicieron los hombres desde el Renacimiento, en la regularidad inanimada de la máquina; ni tenían ellos mu­ chas máquinas, ni les gustaba tal idea. En la relación de cau­ sa a efecto, los elementos mecánicos, igual que los nervios de Sócrates, se consideraban como subsidiarios, sin impor­ tancia y, para Platón al menos, indignos de solicitar el exa­ men atento de un verdadero pensador. Es el resultado —en parte— de vivir en una sociedad esclavista, pues si los escla­ vos realizan la mayor parte del trabajo, poco queda para creer que los procesos exactos de la producción carecen de todo interés; incluso quienes no poseían esclavos, parecen haber mirado la tecnología como algo innecesario y trivial. Así, en tiempos de Platón, la antipatía por la mecánica, la supercomplejidad y clara inconsistencia de las teorías físi­ cas del siglo v y la tendencia a explicar la regularidad del mundo como debida a alguna causa superior de tipo espiri­ tual, todo ello contribuyó al divorcio entre ciencia y filosofía. Platón califica a su diálogo Timeo de simple “historia razo­ nable”, pero aun así asombra ver a un hombre de su inteli­ gencia sostener que la cabeza humana tiene forma más o menos esférica por ser la parte más importante del cuerpo, y la esfera la forma más perfecta. Por suerte, Aristóteles, que formó parte de la Academia de Platón durante veinte años y debía muchísimo a su maes­

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tro, reaccionó vigorosamente contra las tendencias ultramun­ danas del platonismo, contra sus raras y remotas “formas”, y volvió a situar en los objetos particulares la auténtica base de la realidad. Pero hasta Aristóteles se apartó de aquí en una especie de pomposa espiral. Observó y registró el orden reinante en el mundo natural, la relación entre individuo y especie, entre especie y género, la regularidad con que el ser humano engendra a otro ser humano y no una bellota ni un pez, y la evidente intencionalidad de la mayoría de los órga­ nos en animales y plantas. Pero tales observaciones le lleva­ ron a creer que la causa motriz y final de la naturaleza está en una especie de impulso inconsciente hacia una completa y perfecta realidad. La única razón de que esta realidad, pri­ mer motor del universo, pudiera dar causa a movimientos mecánicos sin moverse ella misma, y por tanto vulnerando su propia perfección, era el hecho de ser objeto de amor, de ser querida. Así se decidió Aristóteles en parte de sus escritos, adoptando una actitud muy teorética y platónica, una acti­ tud casi presocrática. Pero, al menos, Aristóteles el filósofo trabajó en cierta medida sobre los materiales allegados por Aristóteles el científico. Y este último fue un hombre que rechazó el común ideal griego de lo que era intelectualmente respetable para dedicar gran parte de su vida a la minuciosa observación de la Naturaleza. ♦ * *

Aristóteles2 reaccionó tan vigorosamente contra las ten­ dencias ultramundanas de Platón que volvió a situar en los objetos particulares de nuestro mundo la auténtica base de 2 Empieza aquí el apartado escrito por el Sr. Raven.

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la realidad: no hay más que dar un vistazo a su Historia de los animales para comprender el porqué. Aristóteles fue el primer griego —quizá el único— que sintió verdadera pasión de naturalista por la observación minuciosa. Su descripción de las costumbres de la sepia en la laguna isleña de Pirra; su exposición tan concisa como exacta del ciclo vital del cí­ nife; sus observaciones sobre la lengua del torcecuello o los ojos del búho: todo ello nos hace ver a Aristóteles pasando hora tras hora al aire libre, en absorta contemplación de las criaturas que le rodean. El estudio de la botánica se lo dejó a su discípulo Teofrasto, cuya Historia de las plantas es obra más laboriosa que apasionante. Como Aristóteles cita a lo largo de sus escritos de biología ciento setenta especies de pájaros, ciento sesenta y nueve peces, sesenta y seis mamífe­ ros y unos sesenta insectos (con muchas observaciones nunca repetidas hasta el siglo xix), podemos considerarle con toda justicia como el fundador de las cuatro ciencias hermanas: ornitología, ictiología, zoología y entomología, Pero no se redujo a ser un naturalista aficionado; fue también muy amante de los trabajos de laboratorio. En di­ versas partes de su obra se describen uno o varios órganos internos de más de un centenar de criaturas, y con tales por­ menores que hemos de pensar en un trabajo de disección; de estas descripciones unas cincuenta contienen tan segura información que es más que probable que fuese el mismo Aristóteles quien practicó las disecciones. Uno de los anl· males que, desde luego, no entró en la disección fue el hom­ bre, pues la más elemental habría dado al traste con los errores expresados a propósito de la anatomía humana. Pero en cuanto a los animales que van desde la vaca y el ciervo al lagarto y la rana, Aristóteles practicó la disección casi con

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toda seguridad, y particularmente en dos de ellos, el cama­ león y la tortuga, debe de haber empleado hasta la vivisec­ ción. Del camaleón dice: “Después de abierto en toda su longitud, continúa respirando durante bastante tiempo; un le­ vísimo movimiento sigue produciéndose en la región del co­ razón...’’, etc. ¿Qué hubiera pensado Platón de un discípulo metido en esas actividades? No es raro que Aristóteles, dada su extraordinaria capa­ cidad para la generalización y el pormenor, haya atinado con teorías de perdurable valor. Por ejemplo, la apreciación de que como los híbridos suelen ser estériles normalmente, será rasgo característico de la especie genuina su capacidad para engendrar una prole fecunda; o bien el enorme avance, con­ seguido en un solo paso, hacia una clasificación completa del reino animal. Sin embargo, también en Aristóteles con­ tinúa dándose el conflicto entre el filósofo y el hombre de ciencia. Su creencia filosófica de que la suprema finalidad de todo ser vivo es realizar lo más plenamente posible la forma de su especie particular, le impidió llegar a la teoría de la evolución, a la cual parece aproximarse a veces como bió­ logo. Y en ocasiones le vemos apegado, como los otros grie­ gos, a un argumento a priori. Considérese lo que dice sobre la espinosa cuestión del sexo de las abejas, zánganos y reinas (o abejas reyes, como preferían llamarlas los griegos): “No es razonable suponer que las abejas sean hembras y los zán­ ganos machos, pues la Naturaleza nunca concede armas ofen­ sivas a las hembras y, en cambio, vemos que todas las abe­ jas van provistas de un aguijón, mientras que los zánganos carecen de él. Tampoco es razonable el punto de vista opues­ to de que las abejas son machos y los zánganos hembras, pues ningún macho tiene el hábito de procurar por su fami­ lia, y las abejas sí”. Como observa Arthur Platt (de quien

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tomo estas citas), en nota al pie de página: “Es un párrafo poco afortunado: muchas hembras tienen armas ofensivas, y muchos machos procuran por su prole”. Pero aun en este punto el mismo Aristóteles no estaba muy seguro de su razo­ namiento, pues una o dos páginas después resume su discu­ sión del problema con una máxima tan admirable como re­ volucionaria: “Si alguna vez llegásemos a comprender plena­ mente los hechos relativos a las abejas, habrá que dar más crédito a la observación que a las teorías, y a las teorías tan sólo cuando lo que afirman coincida con los hechos obser­ vados”. Ninguna frase podría resumir mejor, en lo esencial, la trascendental contribución de Aristóteles a la ciencia3. * * *

Además de gran observador científico, Aristóteles fue maestro y organizador incansable. Fundó en Atenas una es­ cuela propia, el Liceo, y se entregó a algo enteramente nue­ vo, a sumar esfuerzos para crear una enciclopedia de todas las ramas del saber: no sólo física, metafísica, astronomía, matemáticas y biología, sino también teología, medicina, his­ toria, literatura, política y ética. Tal vez podría decirse en­ tonces que el espíritu científico decayó en la primera mitad del siglo iv a. C. para consolidarse sobre nuevas bases en la segunda mitad. Excepción a la regla sería la medicina, que había empleado una especie de método científico, y con bas­ tante amplitud, desde el siglo v en adelante. La escuela de medicina fundada por Hipócrates en la isla de Cos propagó su influjo a toda Grecia. Sus métodos eran científicos en cuanto a observación y recogida de datos, y su gran objetivo 3 Aquí acaba el apartado del Sr. Raven.

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el exacto pronóstico del curso de las enfermedades, de mane­ ra quQ el médico pudiera ganarse la confianza del paciente y fijar la frecuencia de sus visitas y los cuidados pertinentes. Los médicos de Cos no se hacían ilusiones respecto a poder curar enfermedades tan graves como la tuberculosis o la ma­ laria; confiaban en una dieta sensata, en cuidados solícitos y en la acción de la naturaleza. Cosas insuficientes muchas veces. Sin embargo, los testimonios clínicos son impresio­ nantes: “En Abdera se le declaró a Pericles una alta fiebre, continua y acompañada de dolores; gran sed, náuseas, ape­ nas retenía las bebidas. Presentaba cierta dilatación del hi­ pocondrio y pesadez de cabeza”. Esto en cuanto al primer día; la evolución de la enfermedad se va siguiendo día a día, con atención especial al apetito, heces y orina, hasta que el enfermo se repuso: caso raro entre los registrados. Sin em­ bargo, la escuela hipocrática tuvo también grandes limitacio­ nes. La práctica de la observación clínica minuciosa no le impidió profesar ciertas teorías forzadas sobre los procesos corporales: en particular, que la salud está regulada por la distribución de cuatro humores o líquidos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla, y que la digestión era una especie de cocción de alimentos. Aristóteles murió en 322 a. C., un año después que el que había sido su discípulo, Alejandro Magno. Eran días de sufrimiento para el mundo griego, tras la conquista macedó­ nica, días de ocaso para la ciudad-Estado independiente. La literatura, la arquitectura y las otras artes siguen los peores derroteros. La filosofía se preocupa por familiarizar al indi­ viduo con un mundo lleno de inseguridad. La ciencia, en cambio, irrumpe en una de sus épocas más grandes. Así ocu­ rrió en Atenas hasta cierto punto, pero con mucha más bri­ llantez en Alejandría. En esta nueva y hermosa ciudad helé­

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nica de las bocas del Nilo, uno de los generales de Alejan­ dro, Ptolomeo I, fundó no sólo una gran Biblioteca, sino tam­ bién un estupendo instituto de investigaciones, el Museo, los cuales fueron ampliados por su hijo Ptolomeo Filadelfo. Lo que en Alejandría interesaba especialmente era la literatura y la ciencia, no la filosofía de viejo cuño. Las campañas de Alejandro en Oriente habían difundido multitud de nuevos conocimientos sobre plantas, animales, pueblos y lugares. Sus formidables asedios militares habían hecho nacer toda una nueva técnica y mecánica del sitio. Los primitivos fundado­ res de Alejandría eran veteranos macedónicos, y para una ciu­ dad nueva, rica y ambiciosa, asentada en una tierra de gran­ des realizaciones técnicas en cuanto a edificación e irriga­ ción, la ciencia suponía a la vez prestigio y beneficios prác­ ticos. Éste fue el marco principal de donde resurgiría la cien­ cia griega. Las matemáticas, la rama de carácter más teoré­ tico, habían alcanzado ya una gran altura en la Atenas del siglo iv. En Alejandría, Euclides compuso su famoso com­ pendio geométrico hacia 300 a. C., y poco después apareció la obra de Apolonio de Perga sobre las secciones cónicas4, que es más original, y las grandes invenciones geométricas de Arquímedes de Siracusa, entre ellas el cálculo del valor de π. También la astronomía se había visto menos afectada que las otras ramas de la ciencia por la carencia de métodos expe­ rimentales y el desdén hacia toda obra que recordara lo ma­ nual. El estudio del cielo había sido fomentado por la reli­ gión y la filosofía, así como por pura curiosidad y las nece­ sidades prácticas de marinos y calendaristas. Se puede reco­ rrer un largo camino sin cámaras ni telescopios, y la misma 4 Véase más abajo, págs. 185 y ss.

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naturaleza ayudaba, estableciendo situaciones registrables —eclipses, etc.—, a intervalos regulares. Heráclides, discípu­ lo de Aristóteles, había afirmado, desde su remota patria co­ lonial del Mar Negro, que la tierra gira sobre su eje y que algunos planetas dan vueltas alrededor del sol. Aristarco, en Alejandría, hizo de esta idea una teoría verdaderamente copemicana. Sin embargo, pronto se abandonó esta acertada concepción del universo, y ello por dos razones: primero, porque chocaba con la teoría geocéntrica del universo descri­ ta con tanta fuerza por Aristóteles; y segundo, porque no todos los fenómenos observados podían explicarse con la teo­ ría de que el sol está en el centro y los planetas giran a su alrededor. “Salvar los fenómenos” —o sea, explicar los he­ chos observados— fue ideal helenístico declarado, y muy científico, sin duda, de haberse aplicado rigurosamente, pero la verdad es que los pensadores griegos, con su tendencia a la generalización y su falta de sistema para los detalles y pa­ ra las inferencias inmediatas que de éstos resultan, convirtie­ ron dicho ideal en el de salvar la mayoría de los fenómenos, o salvar los más visibles (y que el diablo se llevara los de­ más). Así Eudoxio, sucesor de Platón, y después Aristóteles, habían declarado que cabe explicar los movimientos de los cuerpos celestes por la hipótesis de un sistema de esferas con­ céntricas ; se trataba de una geometría ingeniosa, aunque real­ mente no explicara todos los movimientos planetarios. Cuan­ do la teoría de Aristarco sobre el universo vino a crear dificultades, el gran Hiparco volvió al primitivo sistema aris­ totélico y tuvo la nueva idea de los epiciclos, o sea, de que cada planeta gira en un breve círculo propio, el cual a su vez gira alrededor de la tierra. Solución ésta que, aun como puramente geométrica, era imperfecta; el mundo habría de esperar aún casi dos mil años para que Copémico reinstaura­

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ra el sistema heliocéntrico y para que Kepler concibiera que las órbitas de los cuerpos celestes son elípticas, no circulares. Ésta sí es la verdadera teoría que permite salvar los fenóme­ nos. Hiparco no podía imaginarla, y no porque desconociese la geometría de las elipses, sino porque la revolución circular de los cuerpos celestes parecía garantizada por la idea de que las estrellas son divinas y perfectas en cierto modo, y el círculo la figura perfecta. No es fácil hacer un balance de los puntos fuertes y dé­ biles de los científicos alejandrinos. En algunas cosas supe­ raron a Aristóteles. En tiempos de Herón, que vivió muy pro­ bablemente en el siglo i antes de Cristo, llegaron a consoli­ darse la experimentación y el método científico. Herón da minuciosas instrucciones para construir aparatos con los que se demuestra la posibilidad del vacío absoluto. Era algo que muy bien pudo ocurrírsele a Aristóteles de haber prestado atención al asunto, pero en vez de eso se afanó por dar una serie de razones generales para rechazar la existencia del va­ cío, y en consecuencia continuó creyendo toda su vida que los cuerpos caen con una velocidad equivalente a su peso, cosa que el más sencillo experimento habría refutado. Sin embargo, quedaba un amplio campo en la física y la astrono­ mía donde los alejandrinos se contentaron con seguir la tra­ bajada pero falsa visión que les había legado Aristóteles: el valor absoluto del peso y la ligereza; la tierra situada en su lugar “natural”, en etf centro mismo del universo. En otros campos donde Aristóteles había tenido más acierto —por ejemplo, en la dinámica, que trató de reducir a términos cuantitativos y matemáticos—, sus sucesores no quisieron se­ guirle, por lo general, pues la tradición científica alejandrina ignoraba virtualmente la ciencia de la dinámica (incluso Arquímedes, que dedicó parte de su vida al diseño de armas

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balísticas). En este punto parece que retrocedieron al lejano pasado presocrático, en el cual el movimiento se daba por supuesto: estaba allí, existía siempre, era como una vida o actividad de lo divino. La medicina progresó más entre los científicos alejandri­ nos. Practicaron grandemente la disección, no en hombres, pero sí en monos, e hicieron acopio de conocimientos so­ bre huesos, articulaciones y músculos, aunque sus conclusio­ nes sobre los órganos internos todavía estuviesen maleadas por la creencia teorizante en el calor vital y en los cuatro humores. Había una escuela empírica y otra dogmática, pero esta separación obedecía a cuestiones de tratamiento médico más que a teorías sobre la constitución humana. Aun un hombre tan docto, crítico y versado como Galeno, en el si­ glo II d. C., aceptó los antiguos dogmas; le tocó vivir en una edad de codificación del saber y fue uno de sus más destacados exponentes. Lo mismo sucedió con Ptolomeo, as­ trónomo y geógrafo que escribió una vasta compilación de los saberes tradicionales y se apuntó algunos éxitos —p. ej., sobre geografía matemática, las distancias de la luna y el sol, etc.—, reuniendo informaciones de varias fuentes. Pero estos hombres, pese a haber progresado en lo sistemático, habían perdido la imaginación de los antiguos, y el mismo Herón, a pesar de sus experimentos en mecánica y neumá­ tica, sus ingeniosos juguetes y mecanismos religiosos, parece que carecía de inducción creadora. El siglo h i d. C. fue testi­ go de una grave decadencia económica y cultural en Egipto y en todo el Imperio romano. Alejandría y muchas otras ciu­ dades periféricas del mundo grecorromano, de las que habían salido tantos grandes científicos en los tres siglos inmediata­ mente anteriores a Cristo, se hundieron en la mediocridad y desaparecieron los ímpetus y las oportunidades para nuevas

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investigaciones. Las obras de Galeno y Ptolomeo vinieron a ser la cristalización definitiva de la ciencia y dictaron el cur­ so de la medicina y la astronomía por más de un milenio. Tal vez hubiera sido mejor para el mundo no tener a mano cosas tan amojamadas. Igualmente, el gran corpus aristoté­ lico sobrevivió como dechado de ortodoxia absoluta, ahora sustentado, en su concepción de un Universo al que mueve el amor a un Ser absoluto, por el Cristianismo, fuerza nueva y totalmente acientífica. Es una desgracia que el legado inmediato de la ciencia griega fuese tan estéril, que los brillantes talentos que vivie­ ron en los dos siglos siguientes a Aristóteles estuviesen preo­ cupados con nuevos campos del saber y no tuviesen más sen­ tido crítico para la física. Es una desgracia que a Galeno y a Ptolomeo les tocase llegar en las postrimerías de una era cultural, y que las especulaciones posteriores se subordinasen por completo a las doctrinas y creencias cristianas. Aun así, la debilidad esencial de la ciencia griega fue de índole inter­ na, y en ella misma radicó gran parte de su fuerza: la con­ cepción de la física no como mecánica, sino como filosofía; el desvío de pequeños descubrimientos asequibles en aras dé los máximos e inalcanzables. Para la filosofía en sí, esta acti­ tud no fue del todo infecunda; para la ciencia, representó una terrible limitación. Con todo, los resultados obtenidos fueron decisivos. Si la filosofía impidió entonces que fueran aún más decisivos, también es cierto que hizo posible y alen­ tó la obra magna entre todas las de Aristóteles: la eficací­ sima lógica formal. Era el instrumento que permitiría a la ciencia reanudar su progreso a partir del Renacimiento y al­ canzar así su estado verdadero, no mecánica ni filosofía pura, sino “filosofía experimental”, nombre que le dieron en In­ glaterra los fundadores de la “Royal Society”.

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Jo n e s,

VII LOS GRIEGOS Y SU FILOSOFIA Por A . H. A rm strong

Los griegos inventaron la palabra “filosofía”, pero no es fácil decir breve y sencillamente qué significado le daban. De hecho esa palabra abarcaba multitud de actividades espiri­ tuales, algunas de las cuales ni por lo más remoto pensamos hoy que formen parte de la filosofía. En el capítulo VI ha­ blábamos de la ciencia helénica. Pues bien, si algún antiguo filósofo griego hubiera podido leerlo, habría dicho que de lo que trataba era de filosofía y habría creído muy raro que separásemos una cosa de otra. Los griegos distinguían la filosofía de la mitología, o sea, de la serie de historias que contaban los poetas sobre los dioses, el mundo y el origen de las cosas. También distinguían la filosofía (desde muy pron­ to, quizá desde el tiempo de Pitágoras) de otras actividades que se proponen conseguir beneficios prácticos; a su juicio, lo que caracteriza al filósofo es el desinteresado amor de la sabiduría, el deseo de saber por saber, no lo que pueda gran­ jear con ello. Ahora bien, si de verdad queremos entender el pensamiento griego, será preferible que no hagamos dema-

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siado tajantes estas distinciones. La lectura de poetas e his­ toriógrafos primitivos (un Hesíodo o un Ferécides de Siró, por ejemplo) nos permite ver ahora cómo ya hay en ellos cierta actitud reflexiva frente a los materiales de la tradición; además, no eran tan distintos de los primeros filósofos, en quienes influían de modo inconsciente ideas venidas de la especulación religiosa en sus más arcaicos estratos. Por otra parte, si bien los filósofos no pretendían sacarle provecho práctico a su actividad, lo cierto es que algo tenían de prác­ ticos, al menos desde el tiempo de Sócrates, pues se intere­ saban por la vida cotidiana del hombre y sus problemas. Platón, Aristóteles y muchos de sus sucesores pusieron gran empeño en descubrir cómo habían de ser las comunidades humanas, cuál sería su mejor organización política y social. Los filósofos tardíos, todos prácticamente, concedieron la ma­ yor atención a las peculiaridades de la vida humana indivi­ dual, al perfeccionamiento moral y religioso. Así, la filoso­ fía fue convirtiéndose de hecho, más que en una actividad del espíritu, en un modo de vivir. Y de lo más exigente, por cierto: en el círculo de Plotino, el gran pensador neoplatónico, ser filósofo entrañaba las más radicales consecuencias prácticas: renunciar a todos los bienes propios y llevar una vida de asceta. La filosofía griega, pues, abarcaba asuntos muy distintos y significaba cosas muy diversas para quienes la cultivaron a lo largo de su dilatada historia. Antes de dirigir una ojea­ da a los más notables pensadores, será interesante conocer lo que dura esa historia. Comienza a principios del siglo vi a. C. La primera fecha documentada es la de 585 a. C., año en que ocurrió el eclipse pronosticado por Tales de Mileto, el primer filósofo griego. Resulta más difícil señalar cuándo acaba. No es ningún absurdo afirmar que todavía no ha ter­

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minado. Las obras de los grandes filósofos griegos, sobre todo las de Platón y Aristóteles, siguen leyéndose en la ac­ tualidad; sus ideas siguen siendo objeto de seria discusión entre los autores modernos de las más dispares tendencias. No puede tenerse por muerta una filosofía cuyas ideas con­ tinúan viviendo en la mente de los filósofos vivos, ni por con­ clusa su historia. Pero los historiadores de la filosofía, debido a razones de comodidad práctica, tienen que dividir su tema más a rajatabla de lo que está en la realidad y marcar cortes artificiales en la continuidad del vivir y del pensar. Así que si reducimos nuestros términos de referencia y, en lugar de decir “filosofía griega”, decimos “filosofía griega pagana como estudio organizado, con sus centros y sus profesores”, podemos fijar fácilmente la fecha final. Fue el año 529 d. C., cuando el emperador Justiníano decretó el cierre de las es­ cuelas filosóficas atenienses. Esta fecha establece una vida de más de mil años para la filosofía griega. Nace casi cuando va a empezar la civilización clásica griega, en tiempo de la escultura y la arquitectura arcaicas, un siglo antes de que al­ boree el teatro ateniense. Y acaba en plena civilización bizan­ tina, cuando el Imperio romano, con su capital Constantinopla, llevaba ya dos siglos de conversión oficial al cristianismo. El Partenón estaba todavía reciente cuando Platón era un niño. Y Damascio, el último rector de su escuela de Atenas, hubiera podido ver la iglesia justinianea de Santa Sofía de Constantinopla. ¿Y qué era lo que pensaban, sobre qué hablaban y escri­ bían los filósofos griegos durante ese período de más de un milenio? Al principio, casi siempre trataban del mundo : de qué está compuesto, cómo llegó a su ser, por qué es como es. Eran las cuestiones que preocupaban a los primeros filóso­ fos, los milesios —Tales, Anaximandro y Anaximenes—, y

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también de fundamental interés para los pensadores del lla­ mado período presocrático, período que dura hasta que llega a su apogeo el influjo de Sócrates, a través del círculo de amigos y admiradores que habían conversado con él en Ate­ nas (es digno de nota que los últimos presocráticos fueron contemporáneos del mismo Sócrates). El lector ya conoce, por el capítulo dedicado a la ciencia griega, algunas de las más interesantes especulaciones primitivas acerca del mundo físico. Pero me gustaría llamar su atención sobre ciertas cues­ tiones a las que intentaron contestar los presocráticos y que nosotros consideramos más filosóficas que científicas. En primer lugar está el problema —muy próximo a la física— de si el mundo es un todo ordenado (un cosmos, como decían los griegos) y de quién es el responsable de ese orden: ¿existe una ley cósmica o un legislador de cualquier tipo? La idea de la ley y el orden cósmicos aparece en su forma más sencilla en Anaximandro, y extraña y llamativa­ mente en Heráclito, autor original hasta lo desconcertante, que parece dominado por la idea de un orden viviente, un equilibrio de tensiones opuestas que rige, inextinguible, el in­ finito cambiar de las cosas, un principio ardientemente ra­ cional que regula las impetuosas llamas de la gran hoguera del mundo: “El orden de este mundo no es obra de ningún dios ni de ningún hombre. Fue, es y será siempre: un fuego sempi­ terno que prende proporcionadamente y se extingue propor­ cionadamente. El rayo impera sobre todas las cosas”. En Jenófanes, primer crítico filosófico de las historias de los dioses contadas por los poetas, encontramos la idea de una inteligencia divina que penetra y gobierna el mundo:

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“Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo cuanto se tiene por vergonzoso y ultrajante entre los hombres: el robo, el adulterio, la mala fe de unos con otros. Un dios, el más grande de los dioses y de los hombres, en nada semejante a los mortales por el cuerpo ni por el entendimiento”. Y Anaxágoras, el amigo de Pericles, que fue el más co­ nocido, influyente e impopular de los filósofos presocráticos en la Atenas del siglo v, expuso claramente la concepción de una Mente ordenadora del mundo. Para los atomistas, en cambio, el orden era el resultado de una necesidad mecánica y ciega, no de alguna especie de regulación inteligente. Otra cuestión fue la de lo Uno y lo Múltiple. ¿Tienen las múltiples cosas de este mundo un principio único que las engendre? Y si es así, ¿cómo nacen de él? Este problema apa­ rece desde el principio mismo de la filosofía griega, con los milesios, que creían en una sola materia viva de la que pro­ ceden todas las cosas, y conserva su importancia hasta el úl­ timo momento. Parménides de Elea y sus seguidores, los eleáticos, imprimieron un giro desconcertante a su respuesta. Según ellos, la razón nos muestra que sólo existe el Uno; creer en la existencia de multitud de cosas, en el cambio y el movimiento que nos indican los sentidos, es algo fuera de toda lógica. De ahí surge tina serie de cuestiones filosóficas de enorme y pertinaz importancia: todos los problemas acer­ ca del conocimiento y de la percepción que tanto han hecho pensar a los autores siguientes. En la filosofía presocrática volvemos a encontrar esa preocupación por la naturaleza del hombre, por su destino y su ideal de vida que luego acabaría por prevalecer. Pitágoras y los pitagóricos dieron las respuestas que más habrían de inLOS GRIEGOS. — 6

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fluir en el pensamiento posterior. Para ellos era el alma un ser divino» caído y encarcelado en el cuerpo a través de una serie de reencarnaciones. Sin embargo, el alma podía volver a su estado original mediante una vida de pureza y virtud ritual, como podía concordar con el orden y armonía del uni­ verso comprendiendo que todas las cosas son números. Pues —como dice Aristóteles— estos pensadores “suponían que los elementos del número eran los ele­ mentos de todas las cosas, y que los cielos todos eran nú­ mero y escala musical”. Con Sócrates y Platón, en la Atenas de los siglos Y y iv a. C., la preocupación fundamental de los griegos se ceñirá en el hombre : qué es, cómo debe pensar y vivir tanto indi­ vidualmente como en comunidad. Cosa que, naturalmente, suponía remontarse a los dioses y al universo de un modo bastante nuevo. En tiempos de Sócrates apareció por primera vez en Grecia lo que podríamos llamar educación superior, destinada a jóvenes ricos y de buena familia. Corría a cargo de los sofistas, profesores ambulantes del arte de triunfar en la vida pública, que cobraban altos honorarios y decían ob­ tener resultados tan seguros como rápidos. La verdad es que sabemos muy poco sobre estos hombres: Gorgias, Protágoras, Pródico, Hipias y demás. Pero parece que fueron perso­ nas inteligentes y de intachable moral, nada merecedores de la mala fama de que les rodearon Platón y Aristóteles. Como no eran pensadores serios, sino maestros en el arte de triun­ far en la sociedad con que se encontraron, los sofistas no se preocupaban en absoluto por cuestiones religiosas o morales. A lo que parece, aceptaban la difundida idea de que la mo­ ral es cosa variable según las costumbres de las distintas so-

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dedades, aunque la mayoría de ellos sostenía que cada uno debe acomodarse a las convenciones de la sodedad en que le ha tocado vivir. Su actitud la resume quizá mejor que nada la famosa y discutida frase de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que existen en cuanto existen, y de las que no existen en cuanto no existen”. Ahora bien, esa especie de relativismo moral, de corte con­ formista o rebelde, desagradó profundamente a Sócrates, que al negarse a aceptarlo chocó con los sofistas y, por último, con la sociedad ateniense. No tenemos ninguna seguridad de encontrar al Sócrates verdadero, de carne y hueso, en los escritos de sus amigos y admiradores. El Sócrates que mejor conocemos, el hombre que desde el siglo iv a. C. ha llenado con su inquietante presenda el alma y la imaginadón euro­ peas, es el que aparece en los diálogos de Platón, y Platón nunca se propuso escribir una biografía o historia rigurosa, como tampoco Jenofonte, mucho más prosaico. Lo que pa­ rece más cierto sobre Sócrates es esto: Creía que lo más importante en un hombre es el conodmiento de sí mismo y de sus anhelos, el perfeccionar su espí­ ritu todo lo posible. A su entender, “la virtud es conodmiento” : o sea, si alguien sabe realmente lo que es bueno, obra­ rá en busca de ello. Para llegar a este saber usaba Sócrates el método de preguntar y argumentar radonal e incansable­ mente. Él mismo afirmaba que no sabía nada, y que sólo este consciente no saber le hacía ser más sabio que los de­ más hombres. Pero nunca dudó de lo que debía hacer, y tan seguro estaba de su vocación que no vaciló en morir por ella.

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Acaso donde más cerca estemos del Sócrates auténtico sea en la Apología, donde Platón expone cómo se defendió su maestro ante el tribunal que le condenaría a muerte en 399 a. C. Véanse unas frases: “Cuando los generales que elegisteis para mandarme, oh atenienses, me señalaron mi puesto en Potidea, o en Anfípolis, o en Delio, permanecí donde me colocaron y corrí el mismo peligro de muerte que los demás soldados. Extraña conducta sería la mía si ahora desertara de mi puesto por miedo a la muerte o a cualquier otra cosa, cuando el dios me ha ordenado, como estoy persuadido de que lo ha hecho, que dedique mi vida a la investigación de la sabiduría y a examinarme a mí y a los otros. Cierto que sería algo muy extraño, y justamente podrían llevarme ante un tribunal por no creer en los dioses, porque entonces yo habría desobedeci­ do al oráculo, y temería a la muerte, y me creería sabio sin serlo. El miedo a la muerte, amigos míos, no es otra cosa que creemos sabios sin serlo, pues es pensar que sabemos lo que no sabemos en absoluto”. Los diálogos socráticos de Platón son el monumento más grande que ningún discípulo haya erigido a su maestro, co­ mo la mayor importancia de Sócrates en la historia del pen­ samiento europeo es haber puesto en movimiento la filosofía platónica. Platón daba menos valor a los escritos filosóficos que a la enseñanza oral. De cómo era esta enseñanza en su escuela, la Academia, sabemos poquísimo; quizá la mejor prueba de la calidad de la misma la tenemos en el pensa­ miento de Aristóteles, discípulo allí formado, pero de genio independiente y crítico. En cambio, los diálogos que escribió Platón han influido en toda la filosofía posterior, no ya grie­

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ga, sino europea. Leer algunos de ellos es, todavía boy, la mejor introducción a la filosofía que puede escoger una per· sona inteligente (es fácil hacerse con buenas traducciones). Resumir o explicar lo que se encuentra en los diálogos pía· tónicos resulta poco menos que imposible. Son obras de al­ tos vuelos, enigmáticas muchas veces, inconsistentes otras. Tra­ tan de moral, derecho, política y arte, así como de cuestiones que llamaríamos lógicas, metafísicas y teológicas. Allí se ba­ rajan brillantes retratos psicológicos (no siempre justos) de intelectuales y estadistas del siglo; bellísimos mitos y narra­ ciones simbólicas; multitud de agudos análisis e ideas críti­ cas, y aun algunas argumentaciones que chocan por lo des­ caminadas. Tal vez podríamos decir que su propósito prin­ cipal, y el de toda la actividad pedagógica de Platón, era el siguiente: persuadir a la exigua minoría capaz de filosofar a encontrar la verdad sobre lo que realmente existe y a ordenar su vida conforme a esa verdad; además, en el caso improba­ ble de que tuvieran posibilidad de hacerlo, dirigir toda la vida de la comunidad en que vivieran de acuerdo con su propio saber. En la filosofía de Platón los problemas capita­ les versan sobre el hombre y sus ideales de vida ciudadana, sobre la organización política, social y religiosa de una ciudad-Estado que haga de sus miembros hombres ejemplares. Para Platón y Aristóteles, la perfección de los ciudadanos es el gran objetivo de toda la actividad político-social. Pero Pla­ tón busca la respuesta a los problemas del hombre en el co­ nocimiento de lo que tiene plena realidad, y lo que realmente existe resulta ser algo inmutable, eterno, divino, el mundo de las Formas o Ideas, que tienen por último principio el Bien. Conforme a ello, hay una justa inteligencia divina que rige y da forma al mundo; en ella puede encontrar el hombre la causa y el modelo de la bondad humana que anhela. Y la

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encuentra, sí, porque su alma es afín a la eterna realidad, y si vive recta y sabiamente en este mundo corpóreo y lleno de mudanzas, volverá al divino mundo de realidades inmateria­ les del que procede. He aquí una descripción de ese mundo tal como aparece en el Fedro, uno de los máximos diálogos de Platón (nótese el estilo figurado, imaginativo, modelado con plena conciencia): “Ninguno de nuestros poetas terrenales ha cantado toda­ vía, ni logrará cantar dignamente, este lugar ultraceleste... Allí mora el verdadero Ser, despojado de formas y colores, imposible de tocar. Sólo la razón, piloto del alma, puede con­ templarlo, y todo saber verdadero es saber de él. Pues así como la mente de un dios se nutre de razón y sabiduría, así también ocurre con toda alma que se cuide de recibir su adecuado alimento. Por tanto, cuando ve al fin a ese Ser, que­ da contenta y satisfecha, y contemplando la verdad se nutre y prospera hasta que la revolución de los cielos la devuelve al círculo completo. Y mientras es llevada de un lado a otro, discierne la justicia, ser propio suyo, y la templanza y la sa­ biduría... Y después de haber contemplado grata y deleitosa­ mente todas las otras cosas que tienen verdadero ser, vuelve a descender a los cielos y regresa a su hogar”. Aristóteles, el más grande discípulo de Platón, conserva en su pensamiento más huellas platónicas de lo que se cree. Desde luego, comparte el interés de su maestro por la ejemplaridad de la vida individual y comunitaria, así como el ideal de un saber seguro e invariable. Pero, aunque no rechazara del todo las realidades trascendentes, creía que los objetos del conocimiento filosófico hay que encontrarlos dentro de este mundo que nos muestran los sentidos, y no en otro mundo

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trascendental de realidades eternas sólo asequibles a una ra­ zón desligada del cuerpo. Aristóteles es el más sistemático y ordenado de los filósofos griegos, y mucho más riguroso que Platón. Su filosofía resulta más seca y rígida, menos uni­ versalmente atractiva que la del maestro; sus escritos super­ vivientes, mucho menos agradables, por tratarse, sin duda, de apuntes de clase. Pese a todo, los platónicos posteriores y otros abundantes filósofos le consideraron fuente indispen­ sable, leyéndole y utilizándole continuamente, aunque con sentido crítico. Su contribución más conocida y accesible qui­ zá esté en la filosofía moral. Quien desee meditar seriamente sobre este campo encontrará amenísima la Ética a Nicómaco, que es un excelente punto de partida. Después de Aristóteles, la filosofía griega siguió intere­ sándose por ordenar la vida humana sobre el fundamento de la verdad, pero atendiendo más al individuo que a la comu­ nidad. Sin embargo, no exageremos la rotundidad del cam­ bio. Los estoicos se preocuparon mucho por la comunidad y se elevaron hasta la concepción de una sociedad universal, una humanidad unida por lazos fraternos. Y si los epicú­ reos abandonaron la vida pública y política, no fue para bus­ car la soledad, sino para acogerse a sus pequeñas comuni­ dades de amigos. Además, mucho más avanzada la historia de la filosofía griega, encontramos a Plotino, el mayor de los neoplatónicos, empeñado en fundar una ciudad platóni­ ca en marco tan poco propicio como las postrimerías del Im­ perio romano. Aun así, es cierto que los pensadores posaristotélicos sentían especial interés por descubrir el mejor modo de vida para el individuo y en dar a éste seguridad y paz in­ terior. Los estoicos lo encontraron en la absoluta conformi­ dad y sumisión a la ígnea razón divina que impregna el uni­ verso, en la virtud, única cosa importante. La singular fuerza

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de su fe se advierte bien en esta plegaria de Marco Amelio, el emperador estoico, al universo divino: “Oh universo, todo lo que te satisface me satisface. En tu sazón nada es demasiado temprano o tardío para mí; todo me es fruto que produce tu madurez, oh Naturaleza. De ti vienen todas las cosas; en ti están todas; para ti son todas. El poeta dice “querida ciudad de Cecrops” ; ¿no dirías tú “querida ciudad de Dios” ? (IV, 23). El universo de los epicúreos era muy distinto del estoico. Era el universo sin sentido de los atomistas, en el cual el hombre tenía que valerse de sus propios medios para alcan­ zar la paz íntima y ajustar su vida a la verdad, sin temores ni grandes deseos, sin más ayuda que la de unos cuantos ami­ gos, de las mismas ideas. Los epicúreos tenían una especie de confesión de fe, la “medicina de los cuatro ingredientes”, que en su forma abreviada decía así: “Dios no es para temer; la muerte no es para atormen­ tarse; el bien es fácil de alcanzar; el mal, fácil de sufrir”. Empezamos ahora a ver claramente que, en los finales de la filosofía griega, lo de más importancia e interés fue la revitalización del platonismo, cuya larga carrera abarca des­ de el siglo i a. C. hasta el mismo final de la enseñanza filosó­ fica organizada, en el vi d. C. Durante esos seis siglos hubo en las escuelas platónicas un gran florecimiento del pensar crítico y constructivo acerca de las cuestiones capitales sus­ citadas por la primitiva filosofía griega. Pero el tema prin­ cipal fue en seguida el modo de conocer y unirse al Dios de quien venimos, haciendo que nuestras almas se pongan en con­ formidad con él. El más importante de estos filósofos tar-

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dios, y uno de los más grandes entre los griegos, Plotino, vi­ vió en el siglo m d. C. Las citas que siguen, tomadas del tra­ tado Sobre la belleza, darán idea del espíritu de su filosofía, aunque no de su profundidad, exactitud y talento crítico: “Aquí se ofrece a nuestras almas Ja suprema y definitiva pugna. Todos nuestros afanes e inquietudes se encaminan a esto, no a quedar sin participación en la mejor de las visio­ nes. El hombre que llega hasta aquí es bienaventurado en ver esta bendita visión, y el que no lo consigue ha fracasado por completo. No fracasa uno por no llegar a la belleza de los colores o los cuerpos, al poder, a los altos cargos, a la reale­ za incluso, sino por no llegar a esto, solamente G. M. A., Attic Red-figure Vases, New Haven, 1958. — y M il n e , M . J., Shapes and Names o f Athenian Vases, Nueva York, 1935. R o b e r t s o n , M., Greek Painting, Ginebra, Skira, 1959. S w in d l e r , M. H., Ancient Painting, New Häven, 1929. W h it e , J., Perspective in Ancient Drawing and Painting, Londres, Hellenic Society, 1956. B ea z le y ,

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X EL MUNDO HELENISTICO Por

E.

B a d ia n

La meteórica carrera de Alejandro Magno señala, como justamente se suele reconocer, una nueva era en la Historia. Al llegar al trono en 336 a. C., sólo hacía dos años que las ciudades griegas, intimidadas, se habían sometido al supe­ rior poder de Filipo II de Macedonia. Entonces se alzaron en armas para recobrar su independencia, pero de nuevo fue­ ron derrotadas y Alejandro destruyó la antigua ciudad de Te­ bas para terrible escarmiento. Sin embargo, a los griegos les parecía inconcebible que un rey macedonio pudiera dominar mucho tiempo a ciudades tan gloriosas como Atenas: no, aquello no sería sino un compás de espera, una horrible pe­ sadilla a la que seguiría el despertar. Como había dicho Demóstenes, el gran orador ateniense (Filípicas, III, 31): “Este hombre, Filipo, además de que no es griego ni tie­ ne nada que ver con nosotros, ni siquiera es un bárbaro de algún país de honroso nombre, sino un apestoso macedonio que procede de un país donde ni un esclavo decente podría comprarse”.

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La pesadilla resultó realidad; la edad clásica de la ciudadEstado independiente había pasado para no volver. No hay período en la historia de Occidente que haya presenciado cambios políticos más grandes que el siglo y medio siguiente al advenimiento de Alejandro. Los caballeros que en 1815 se divertían bailando en el congreso de Viena no se habrían que­ dado más sorprendidos de ver por un agujerito este mundo nuestro de 1960 y tantos que Aristóteles, pongamos por caso, si hubiera podido contemplar el mundo mediterráneo del 190 a. C., cuando iba a caer bajo la hegemonía de Roma. Alejandro, afortunado en vida, lo fue también en su muer­ te. Rey antes de cumplir los veinte años de edad, invadió Asia dos años después y al cabo de unos cuantos más había vencido a las huestes del Imperio persa, el Imperio más gran­ de que hayan visto Europa y el Oriente Próximo o Medio. Al morir, a la edad de treinta y dos años, los reinos conquistados por él se extendían desde el mar Jónico al Punjab y desde el Cáucaso a los confines de Etiopía. De haber vivido más tiempo, quizá Alejandro no hubiera sabido qué hacer con todo aquello (si no era conquistar nuevos reinos). En cuestio­ nes de administración había tenido que improvisar sobre la marcha, y no siempre con acierto. En cambio, sus conquistas le habían transformado de rey tribal, cabeza de los pares de Macedonia, y caudillo de una cruzada helénica contra los bárbaros, en un pomposo déspota a la usanza oriental, ado­ rado como un dios por muchos de sus súbditos. Esta circuns­ tancia no le hizo ganar popularidad entre griegos y macedonios, como tampoco el que se viese forzado a buscar apoyo en la aristocracia persa, tradicional administradora del Impe­ rio que él había conquistado. No tardó mucho Alejandro en considerar a sus viejos amigos como más peligrosos que el enemigo declarado. Sus avances en Asia están señalados por

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intrigas cortesanas, embausamientos políticos y liquidación de los elementos subversivos. Los dos últimos años de su vida implantan un reinado de terror entre los jefes militares y go­ bernadores de provincias. Tal vez su muerte hizo abortar una rebelión universal de Grecia. Al morir Alejandro sin dejar resuelta su sucesión, se die­ ron dos circunstancias felices. Una, que no había potencias extranjeras facultadas para intervenir en los asuntos del Im­ perio. Otra, que las sojuzgadas naciones del Este estaban tan acostumbradas a la monarquía que no se preocupaban de quién ocupase el trono; por lo general supieron adaptarse tan bien al gobierno de los sucesores de Alejandro como se habían adaptado al de éste o al de los persas anteriores. Las nuevas de la muerte de Alejandro dejaron estupefacto al mundo. Un orador ateniense que se resistía a creerlas, ase­ guraba que, a ser ciertas, el hedor de la putrefacción habría corrompido la tierra. Sin embargo, sólo hubo dos rebeliones (ambas entre los griegos): una, de los colonos del Afganis­ tán, que querían volver a sus hogares; otra, la “guerra la­ mia”, provocada por Atenas y otras ciudades de la Grecia continental. Las dos fueron deshechas en pocos meses. Des­ pués, los generales de Alejandro quedaron libres para com­ batirse e intrigar entre sí, sin otra distracción. El medio siglo siguiente es una época asombrosa, domi­ nada por las épicas figuras de los Sucesores y sus luchas por el poder, donde apenas cuenta el respeto a la ley o la ética: diríanse otros príncipes del Renacimiento, pero en un escena­ rio incomparablemente mayor. Durante algún tiempo se im­ puso la idea —o la ficción— de un Imperio macedonio uni­ do. Pero a poco fueron eliminados los restantes miembros de la familia de Alejandro y los caudillos rivales comenzaron a usar abiertamente el título regio. Al fin quedaron sólo tres

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competidores, como si el Imperio tendiese siempre a escin­ dirse en sus divisiones geográficas naturales. Lisímaco do­ minó las provincias europeas y parte del Asia Menor; Se­ leuco, la mayoría de las provincias asiáticas; Ptolomeo se quedó con Egipto y Libia y fue señor del mar. Cada uno es­ peraba reunir todo el Imperio en su poder, tarde o tempra­ no. Ptolomeo murió en 283 a. C. y fue sustituido por uno de sus hijos. Lisímaco se fue debilitando entre las intrigas de sus cortesanos y Seleuco no perdió tiempo en atacarle. Los dos últimos generales de Alejandro —ochentones ambos y mandando personalmente sus fuerzas— libraron una de las mayores batallas de la Historia en Corupedium (centro de Asia Menor), en 281 a. C. Derrotado y muerto Lisímaco, Se­ leuco tenía ya a su alcance el dominio del Imperio todo. Pero al pasar a Europa fue asesinado. Y en seguida sobrevi­ no el caos (el hijo de Seleuco estaba en Mesopotamia y no tenía el talento del padre). Porque entonces aparecen en esce­ na los galos. El reino de Macedonia les había mantenido apartados de Grecia durante mucho tiempo. Pero ahora ban­ das migratorias de guerreros galos aprovechan la debilidad de este reino para filtrarse en Macedonia, Grecia y Tracia. Avanzan sembrando el terror, saqueándolo todo, y hasta lle­ gan a despojar el templo de Delfos. Finalmente, cruzan los Dardanelos y bajan al Asia Menor, llevándose como botín cuantas riquezas habían escapado a las guerras de tres gene­ raciones. Sin embargo, los galos contribuyeron a que el mundo he­ lenístico lograra su estabilidad. Surgieron dos figuras capaces de entendérselas con ellos, cada cual a su manera; Antígono Gonatas (nieto de un eminente general de Alejandro) en Eu­ ropa, y Antíoco (hijo de Seleuco) en Asia. Ambos fueron aclamados como grandes salvadores por todos los seres civi-

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tizados. Y los dos, dándose cuenta de sus limitaciones» acor­ daron vivir en mutua paz y amistad. Antíoco renunció a sus pretensiones en Europa; Antígono, a las suyas en Asia. En cuanto a los Ptolomeos, estaban asentados sólidamente en Egipto y no había que pensar en suplantarles. Así, pues, ha­ cia el 270 a. C. se había abandonado toda esperanza de reunir en una sola mano los dominios imperiales: el Imperio de Alejandro estaba escindido en una serie de reinos o territo­ rios y los nuevos gobernantes se contentaban con poderes más limitados. Las generaciones inmediatamente siguientes pre­ senciaron una especie de equilibrio precario que se ajustaba, más o menos, a las divisiones naturales del antiguo Imperio. Los antigonidas conservaban Macedonia y parte de Grecia; los seléucidas, que se habían retirado de la India, tenían en su poder la mayor porción de Asia desde el Mediterráneo hasta el Hindu Kush; los Ptolomeos, asentados en Egipto y Li­ bia, dominaban también el mar, las islas y ciertas zonas cos­ teras (especialmente la Siria Coele). A pesar de todo, el equilibrio así creado no duró mucho. En las regiones fronterizas había un continuo estado de ten­ sión, debido a las intrigas y agresiones ptolomaicas y a la debilidad de los seléucidas, siempre a vueltas con alzamien­ tos y disputas sucesorias. En el Asia Menor iba surgiendo poco a poco un reino nuevo, el de los atalidas de Pérgamo, cuya prosperidad arrancaba también de una prestigiosa vic­ toria alcanzada sobre los galos. Esta capital, Pérgamo, riva­ lizó pronto en esplendor con Alejandría y fue lo bastante sa­ bia como para convertirse en la primera aliada de los romanos en Asia, no mucho antes del 200 a. C. Por lo demás, apenas pasaba año sin que en alguna parte se trabasen con­ tiendas, poco más o menos como ocurre en nuestros días. Sin embargo, como en nuestros días también, la paz y la prospe-

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ridad florecían en extensas zonas. Era un inmenso adelanto con respecto a la anarquía de años anteriores. Los reinos helenísticos así fundados diferían muchísimo en los problemas con que se enfrentaban y en el modo de solucionarlos. La única generalización válida es que todos ellos se apoyaban principalmente en el núcleo greco-macedónico de su población, lo cual significa que se mantenían dentro de la tradición cultural griega. Los antigonidas tuvieron la tarea más sencilla. Sin que nadie les perturbase por lo general en Macedonia y Tesalia (salvo cuando las invasiones bárbaras), no intentaron anexio­ narse el resto de Grecia, si se exceptúan una o dos fortalezas vitales; lo que sí disputaron, y consiguieron a su tiempo, fue el dominio del mar que ejercían los Ptolomeos. Las ciudades de Grecia hubieron de renunciar casi siempre a su indepen­ dencia de la época clásica, pues eran demasiado débiles en su mayoría para defenderse por sí solas. Esa mayoría se agrupó entonces en una serie de confederaciones, la más gran­ de de las cuales fue la Liga Etolia (al Oeste). Los etolios de­ bían también su preeminencia a una victoria sobre los ga­ los —nueva prueba de la importancia que tuvo el enemigo común en el moldeamiento del mundo helenístico— ; con­ cretamente, sobre una banda de invasores que habían sa­ queado el santuario de Delfos. Aprovechando esta propicia ocasión para un golpe de efecto, los etolios instituyeron en Delfos unos “Juegos de salvación” conmemorativos del triun­ fo y se dirigieron a todos los Estados griegos pidiéndoles que los reconocieran y autorizaran como de la misma categoría que los grandes Juegos sacros del mundo helénico. Tenemos varios documentos que prueban cuán grande fue el éxito de esta petición. He aquí, por ejemplo, un extracto de la verbosa contestación que dio Quíos:

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“Por cuanto los ctolios han sido amigos y deudos de nues­ tro pueblo desde tiempos remotos, y ahora, dando muestras de su piedad para los dioses y enviándonos a Cleón, Heracón y Soción como mensajeros sagrados, nos hacen saber que están organizando unos Juegos de Salvación para conmemo­ rar la salvación de los griegos y la victoria alcanzada sobre los bárbaros que se dirigían contra el santuario de Apolo en Delfos (que es patrimonio común de los griegos) y contra los griegos todos... [siguen más de sesenta palabras], el Pue­ blo ha decidido lo que sigue: que se reciba dicha notificación y se reconozca la legitimidad de los Juegos de Salvación... [otras sesenta y cinco palabras reiterativas], y damos el para­ bién a la comunidad de los etolios y les enviamos una guir­ nalda de oro en reconocimiento de su excelencia, de su pie­ dad para los dioses y de su valentía frente a los bárbaros... [y así sucesivamente hasta varios cientos de palabras]”. (SIG —véase la Bibliografía—, 636-637, núm. 402). Desde entonces la Liga Etolia se convirtió en la primera potencia de la Grecia continental. Pero poco después una confederación rival, la Liga Aquea, logró dominar sobre casi todo el Peloponeso. Es divertido comparar lo que dice de los etolios un conspicuo aqueo, el historiador Polibio, con las alabanzas que les prodigaban sus amigos. Habla Polibio: “Los etolios envidiaban a los aqueos con la codicia y la perversidad criminal innatas en su raza”. (Historias , Π, 45, 1). Y otra vez: “La codicia de los etolios, lejos de contenerse en los lími­ tes del Peloponeso, no se saciaría con toda Grecia”. (Ibid., 49, 3).

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Lo malo de estas federaciones es que tenían la misma incapacidad de la ciudad-Estado clásica para convivir pru­ dentemente con las otras o unirse a ellas, y se apresuraban a pedir la ayuda de Macedonia (y, más tarde, de Roma) pa­ ra solventar sus particulares querellas. Así fue como los ro­ manos lograron establecer su protectorado en Grecia hacia el 200 a. C. Los otros dos reinos principales, el de los Ptolomeos y el de los seléucidas, se enfrentaron con problemas semejantes en cierto modo, pero los resolvieron disparmente debido a la especial situación de cada rey (y también, sin duda, a dife­ rencias de carácter entre los fundadores de las dinastías). El reino de los Ptolomeos tenía su base central en Egipto, aun­ que, hasta la decadencia final, nunca se redujera sólo a este territorio. Ya Ptolomeo I, cuando fue enviado a gobernar Egipto a la muerte de Alejandro, se había dado cuenta de las magníficas condiciones naturales del país: enorme forta­ leza natural, defendida —hasta los días de la aviación— por el Nilo, los mares y los desiertos, rica en recursos vitales. Pto­ lomeo, pues, hizo de Egipto una sólida base de sus ambicio­ nes, aunque no omitió esfuerzos para extender sus dominios, y prefirió renunciar a todo antes que perderlo. Sus sucesores siguieron su ejemplo generalmente. Sin embargo, Ptolomeo III quiso aprovechar una deslumbradora oportunidad de invadir casi todo el reino seléucida (claro que con pocas esperanzas de conservarlo) y despilfarró de mala manera sus recursos. Ptolomeo IV, que le sucedió en el trono, tuvo que tomar de­ sesperadas medidas para contener el contraataque seléucida: entre otras, la admisión de algunas unidades indígenas en el ejército, cuerpo lleno de privilegios. Y la dinastía nunca vol­ vió a recuperarse del todo. Con el advenimiento de Ptolo­ meo V (205 a. C.) entra en un franco período de declive,

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sólo salvado por la llegada de los romanos, que preferían un Egipto de débiles Ptolomeos a cualquier otro gobierno. De esta forma, pues, logró sobrevivir a todos sus poderosos com­ petidores. No le llega el fin hasta el suicidio de la gran Cleopatra en el año 30 a. C. Un curioso azar ha venido a rodear del mayor interés el estudio del Egipto ptolomaico, y aun del romano. Normal­ mente el historiador de la antigüedad clásica espiga la ma­ yoría de sus datos en las reliquias de la literatura antigua, a los que complementan las inscripciones en piedra o bron­ ce, pocas relativamente. (Por suerte las ciudades griegas gus­ taban de esta forma de publicación, que se adaptaba admira­ blemente a las necesidades de una reducida comunidad an­ terior a la invención de la imprenta). Pero Egipto era la tie­ rra del papiro, planta con la que los antiguos fabricaban una especie de papel (el español “papel” y el inglés “paper” lle­ van las huellas de ese nombre). Pues bien, las secas arenas de ciertas partes de Egipto nos han conservado decenas de millares de estos papiros, casi siempre escritos en griego, que abarcan un espacio de muchos siglos. Claro que suelen estar maltratados y el descifrarlos pertenece a una rama de la ar­ queología que requiere máxima agudeza y habilidad. Pero los frutos compensan el esfuerzo. Gracias a los papiros se han salvado numerosos documentos de interés literario. Recien­ temente el descubrimiento de una comedia de Menandro, dramaturgo ateniense del siglo iv de quien no se conocía nin­ guna obra completa, ha causado un revuelo extraordinario que sobrepasa el ámbito estrictamente erudito. Pero, sobre todo, los papiros nos proporcionan un muestrario del tipo de escritos que solían acumularse en pueblos y ciudades, tanto en los archivos oficiales como en el cesto de papeles de cual­ quier hogar: proclamas, testimonios legales, facturas, rece­

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tas, cartas de familia, deberes de los niños para hacer en casa... Véase, por ejemplo, un pasaje de la ley que regulaba hasta en sus mínimos pormenores el monopolio estatal del aceite en tiempos de Ptolomeo II: “Habrá de comunicarse el total de tierra sembrada al ad­ ministrador de la contrata, al oficial de hacienda del distrito y al empleado del registro. Si, hechas las mediciones oportu­ nas, advierten que el número de acres sembrados no corres­ ponde, el gobernador del distrito, el gobernador comunal, el oficial de hacienda del distrito y el empleado del registro, cada uno de los responsables satisfarán al erario real la suma de dos talentos, e igualmente pagarán dos dracmas a los adquirentes de la contrata por cada celemín de semilla de sésamo que se les deba, y un dracma por cada celemín de semilla de algodón”. Y he aquí a un hombre (un cocinero de lentejas) que se lamenta de no poder pagar sus impuestos a causa de la com­ petencia desleal: “Yo procuro pagar cada mes mis impuestos para no dar motivos de queja. Pero ahora los de la población han em­ pezado a vender calabazas guisadas. Y nadie quiere com­ prarme ya lentejas... Todas las mañanas, apenas voy a empe­ zar mi faena, se sientan al lado de mis lentejas y se ponen a vender calabazas y no me dejan despachar lo mío”. Se ve que muchos papiros tratan de impuestos y contri­ buciones. Es que en Egipto los impuestos tenían una impor­ tancia extraordinaria. Prácticamente, Egipto venía a ser co­ mo una propiedad de la Corona y el iey la explotaba hasta el máximo en su provecho. Una refinada burocracia se en­

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cargaba de que el monarca no perdiera ni un céntimo, ocu­ rriera lo que ocurriera (catástrofes naturales, fraudes o erro­ res). Hasta a los criminales se les dejaba en libertad cuando hacían falta más manos en las tierras del rey. El deseo de éste era aumentar la productividad de las mismas para obte­ ner mayores beneficios y del modo más eficaz. Multitud de extranjeros se habían congregado en el nuevo Egipto: co­ merciantes, soldados, técnicos, profesores. Y fueron precisa­ mente estos hombres quienes convirtieron el país en algo muy superior a lo que había sido en los tiempos de los faraones. Pero hacía falta multiplicar el rendimiento de la tierra para poder sustentarles. Afortunadamente quedaba mucho mar­ gen en este sentido. Los ingenieros griegos planearon méto­ dos más científicos de irrigación e introdujeron nuevas va­ riedades de plantas alimenticias y nuevos modos de cosechar en los campos fronterizos. En cuanto a los campesinos, esta­ ban acostumbrados a trabajar como negros y a recibir ór­ denes (en este punto los proyectistas ptolomaicos tuvieron una labor más llevadera que la que les ha tocado en suerte a sus sucesores modernos en algunos países). El rey, aunque se decía propietario de todas las tierras cultivadas, trató de aprovechar las iniciativas de los particulares. A los extranje­ ros (especialmente a los soldados) se les estableció en las colonias, siguiendo una tradicional costumbre, mientras los amigos del rey recibían, como recompensa a sus servicios, amplias propiedades que disfrutaban a su gusto. Tenemos muchos datos acerca de una de ellas, perteneciente al minis­ tro de Hacienda de Ptolomeo II, la cual llegó a convertirse en uno de los grandes espectáculos del nuevo Egipto. Pero todo esto duró poco. Tras los triunfos del siglo iii , los excesos en la planificación y en los tributos produjeron, en los dos siglos siguientes, un éxodo agrario que ninguna re­

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presión pudo detener. Era un cfrculo vicioso: cuantos menos agricultores, más represión, más impuestos y, en consecuen­ cia, más agricultores que huían. Por suerte cada vez aumen­ taban más las tierras que escapaban de jacto a la fiscaliza­ ción de la Corona gracias a la debilidad de la dinastía rei­ nante, y muchos campos arrendados se convertían prácti­ camente en propiedades particulares. Vemos popularizarse entonces un nuevo tipo de arrendamiento agrícola, el arrenda­ miento pro mejora, que permitía asegurarse por largo plazo, y a costa de una módica renta, la propiedad de un terreno, siempre que se le mejorase en algo. Al final los proyectistas hubieron de refugiarse en una especie de “nueva política eco­ nómica” y dejar gran margen de acción a la iniciativa privada. Otra preocupación del rey era cómo sacar el máximo pro­ vecho de sus fuentes económicas y convertirlas rápidamente en el dinero efectivo que necesitaba. Algunos artículos —es­ pecialmente el aceite, como hemos visto— eran monopolios regios; sólo a los templos se les permitía, y siempre bajo una supervisión rigurosa, producir aquellos que les hacían falta. Pero el rey vigilaba de cerca muchos otros artículos y los gravaba con fantásticas tributaciones; sabemos que hasta el ministro de Hacienda había de satisfacer derechos de entrada. La mayor parte de los ingresos regios procedían del trigo cultivado en el país, trigo que en seguida era convertido en moneda por la nueva institución de los recaudadores de tri­ butos. Tenían éstos responsabilidad personal en la entrega de lo tributado y vinieron a descargar al rey de los proble­ mas de la recaudación y de la incierta conversión en moneda. Los recaudadores lo pasarían mal en las crisis económicas de los días aciagos para el reino, según claramente se desprende de las frecuentes referencias a ellos como fugitivos de la jus­ ticia.

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Sin embargo, no son los recaudadores, smo los funcionanos oficiales (sobre todo los subalternos), quienes aparecen en los papiros como verdaderos tiranos Egipto sólo tenía tres ciudades, y la única de auténtica importancia era Alejandría. El resto del país caía bajo la administración directa del rey, que se servía de una complicada jerarquía de funcionarios oficiales, desde el real ministro de Hacienda hasta el escriba pueblerino Con todo, los mejores Ptolomeos, comprendiendo que había que atajar el descontento, pusieron gran cuidado en la buena administración de la justicia. En una célebre circu­ lar dirigida a los empleados civiles más jóvenes les dice el ministro de Hacienda: “En vuestros viajes procurad ir de unos hombres a otros y decirles palabras de aliento para que estén más satisfechos. Y no os limitéis a las palabras, sino que si alguien tiene que­ jas contra el alcalde o el secretario del pueblo en algún asun­ to relacionado con la agricultura, debéis examinarlas y reme­ diar el abuso en cuanto sea posible”. Y a su debido tiempo se instituyeron tribunales especia­ les para juzgar a los distintos grupos nacionales según sus propias leyes. Pues, como hemos visto, los extranjeros pulu­ laban en Egipto, contribuían a su nueva prosperidad y aspi­ raban a beneficiarse con ella. En poco tiempo se habían des­ parramado y establecido por todo el país. Claro que lo que a nuestra generación le interesará más es saber cómo se re­ solvieron los problemas que planteaba una sociedad de razas tan mezcladas. A lo que parece, y durante largo tiempo al menos, ape­ nas hubo antagonismos raciales. El elemento étnico más im­ portante (y el más numeroso seguramente), entre los de

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nueva incorporación, era el griego. La mayoría de los griegos vivían en pueblos y localidades que no llegaban al rango de “ciudades”, pero conservaban el amor a sus instituciones pa­ trias, sobre todo en materia de educación, y llamaban a esos lugares con nombres terminados en -polis. Luego veremos que el peculiarismo griego era más cultural que étnico. Entre los inmigrantes, claro es, predominaban los hombres: los matrimonios mixtos abundaban y era inevitable la infiltración de las costumbres indígenas, particularmente en lo religioso, donde la educación que los niños recibían de sus madres cons­ tituía el factor principal. Y aunque se mantenían cuidadosa­ mente separados los sistemas legales de las varias naciones (no sin cruces), la nacionalidad de un hombre ante la ley no tenía mucho que ver con sus tradiciones de cultura o raza. Los indígenas solían figurar en las categorías civiles inferio­ res y podían ascender a otras, pero como la lengua oficial era el griego, pocos lo conseguían. En cambio, no se les per­ mitía servir en el ejército en iguales condiciones que los de­ más, hasta que Ptolomeo IV se vio obligado a admitirles. Desde ese instante, y más aún a medida que se cuarteaba el poder de la dinastía, cundió el descontento entre la población nativa. En el Alto Egipto estallaron varias rebeliones de in­ dígenas, dirigidas por su clero y su aristocracia. Finalmente la capital de esa región, la histórica ciudad de Tebas “la de las cien puertas”, fue destruida por las fuerzas del rey (año 85 a. C.). Todavía Cleopatra intentó formar un bloque antirromano uniendo los sentimientos greco-egipcios, pero fra­ casó, y los romanos, al apoderarse de la administración del país, fosilizaron la estructura étnico-social de éste, impidien­ do cualquier esfuerzo encaminado a la unidad. Los reyes emplearon sus riquezas en hacer de Alejandría una ciudad espléndidamente planeada alrededor de la tumba

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de Alejandro, cuyo cuerpo adquirió con engaños y supo rete­ ner Ptolomeo I. Congregaron allí una brillantísima corte cos­ mopolita; naturalmente, de tradición cultural griega. Duran­ te generaciones enteras esta capital, con su Museo —institu­ to de investigaciones pródigamente dotado— y su incompa­ rable Biblioteca, fue el centro de la civilización helenística y logró reunir a sabios y artistas de todo el mundo griego bajo el real mecenazgo. Incluso en la época de la hegemonía ro­ mana siguió conservando muchos rasgos de gran capital. Si el Egipto ptolomaico era relativamente pequeño, com­ pacto y de cuidadísima organización, el reino seléacida, que regía (en sus comienzos) la mayoría de las provincias asiáti­ cas del Imperio de Alejandro, resultaba inmenso, inabarcable, y no permitía una administración tan apretada. Pronto empe­ zaron las luchas sucesorias que, degenerando en tradición la­ mentable, incapacitarían a los reyes para atajar la paulatina pérdida de sus provincias periféricas. La historia de este rei­ no es, pues, de continua decadencia, sólo detenida temporal­ mente por obra de Antíoco ΙΠ, hacia el 200 a. C., hasta que irnos cuarenta años después deja de tener verdadera impor­ tancia. Sin embargo, durante más del siglo que siguió a la muerte de su brillante fundador, fue una de las grandes po­ tencias del tiempo, tal vez la más grande. Los seléucidas se encontraron con el peor problema que pueda tocar a las grandes dinastías: esto es, que ejerciendo su gobierno sobre el más rico de todos los reinos, con una ancha geografía y una población abigarrada, no contaban pa­ ra unificarlo con más principio que sus propias personas (pronto elevadas al rango de dioses) y los soldados macedó­ nicos. A dichos soldados los establecieron como reservistas en los pueblos y, con obstinado espíritu conservador, siguie­ ron llamando a su Imperio “Reino de los macedonios” y con·

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servando muchas costumbres de éstos. La lengua oficial del reino era el griego, pese a que continuaran hablándose local­ mente las indígenas y a que los seléucidas prodigaran las con­ cesiones a sus súbditos orientales. Ya desde el siglo iv la civilización griega se había difundido ampliamente por los países del Oriente Próximo. El influjo que durante largo tiempo había ejercido en las zonas costeras del Asia Menor se extendió aún mucho más por obra de los miles de merce­ narios puestos al servicio del rey de Persia o de sus gober­ nadores. Entonces llegó Alejandro, que abrió nuevos mundos a los griegos, aunque no tuviese una política concreta de helenización. En su reinado y en el de los seléucidas vemos cómo los soldados, administradores, mercaderes y explorado­ res de Grecia surgen por todas partes en Persia, en el Afga­ nistán e incluso en el Pakistán. No es que los hubiese en gran número; en estas remotas regiones, sobre todo, rara vez llegaban a establecerse. Pero las colonias griegas se extendie­ ron hasta allí y puede rastrearse su influjo. Hubo un reino griego con base en el Afganistán que se mantuvo durante si­ glos con varia fortuna. En el Oriente Próximo, y hasta Me­ sopotamia, abundaban los helenos y macedonios. Predomina­ ban también en la ciudad de Seleucia del Tigris, que sucedió a Babilonia como capital de Mesopotamia y llegó a tener más de medio millón de habitantes. Los reyes seléucidas fomentaron la inmigración de colo­ nos griegos y macedónicos. Durante algún tiempo esta apor­ tación fue continua y regular, especialmente por parte de los griegos. Pero llegó un momento en que Grecia y Macedonia, agotadas por las guerras, ya no pudieron proporcionar abun­ dancia de colonos. Afortunadamente los invasores venían au­ reolados por el prestigio de una cultura triunfante —como la de Europa occidental en el siglo pasado— y el nacionalismo

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griego, aunque siempre fuerte, era más cultural que étnico: los griegos recibían con los brazos abiertos a los converti­ dos. Muy pronto brotaron por todo el reino seléucida ciuda­ des de indígenas helenizados. Los más cultos, particularmen­ te los de las provincias del oeste, pusieron todo su empeño en asemejarse a la clase gobernante. Ciudades y vecinos adop­ taron nombres helenizados e invocaron fantásticos derechos a emparentar con los griegos o los troyanos. Los dioses loca­ les eran hermanados con los del Panteón. Un nombre hebreo como Joshua, por ejemplo, quedaba convertido en Jasón, y el Dios de los judíos se identificaba, para muchos, con el mismo Zeus olímpico. Antíoco IV se llevó una auténtica sorpresa al encontrarse con que la mayoría de los judíos se negaban a seguir estas prácticas. El ejemplo más conocido de helenización es la historia que se narra en los dos primeros libros de los Macabeos. Queda claro, aun por esta fuente mal pre­ dispuesta, que, antes de estallar el nacionalismo, la helenización de las clases superiores judaicas era tan amplia como espontánea. El error de Antíoco IV —debido a factores polí­ ticos y psicológicos— fue querer acelerar el proceso valiéndo­ se de la coacción. Este error llevó a la catástrofe tanto en Judea como en otros lugares. Pero la mayoría de los reyes, prudentemente, supieron alentar las cosas más que imponerlas a la fuerza. Ninguna dinastía fundó tantas ciudades como ésta: Ale· jandrías, Seleucias, Antioquías y otras que inmortalizaron a las mujeres de la casa real, aunque buen número de ellas no fueron más que una reconstrucción de las comunidades nati­ vas. Las nuevas ciudades adoptaron las clásicas formas grie­ gas de administración democrática y —sobre todo— de edu­ cación y culto. De este modo la dinastía remante procuraba dar una base nacional al menguante territorio del Imperio.

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Y con tanto éxito (al menos en lo que se refiere a las clases superiores) que los partos, cuando invadieron Mesopotamia hacia el 100 a. C., se guardaron mucho de declararse enemi­ gos de los griegos. Pero la polis griega no sólo sirvió a los seléucidas para resolver problemas culturales, y de paso para investirles del sobrehumano prestigio que se atribuía en la religión griega a los fundadores de ciudades, sino que también contribuyó a resolver sus principales problemas económicos. Como los Ptolomeos, los seléucidas necesitaban convertir sus grandes rentas agrícolas en dinero efectivo y en los indispensables productos no agrícolas. Las ciudades, con su tradición de re­ finada economía dineraria y su alto nivel —para aquellos tiempos— comercial e industrial, sirvieron de gran ayuda en este proceso. Compraban el trigo del rey (¡a fuerza de per­ suasión a veces!) y a cambio le procuraban tributos, artícu­ los importados y productos de su propia industria. En todos los aspectos, pues, las ciudades eran un regalo de los dioses para los reyes seléucidas, y de paso para los de Pérgamo. No extrañará entonces que los reyes intentasen aumentar su nú­ mero y mantenerse en buenas relaciones con ellas. Claro es que el florecimiento de las ciudades griegas sim­ plificó también grandemente los problemas administrativos del monarca. Incluso los romanos, más adelante, confiarían en las ciudades griegas casi por completo para la administra­ ción local de estas regiones. Las ciudades sabían gobernarse por sí mismas y el rey podía lograr fácilmente de ellas lo que deseaba. A pesar de que, como veremos, los reyes per­ dían sus tierras cuando las entregaban a una población, es­ taban prestos a hacerlo, porque los ingresos que obtenían de ella sola pesaban más en la balanza que aquella pérdida. Ade­ más, las ciudades estaban fortificadas y podían defenderse

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por sí mismas, al menos contra las incursiones de bandidos y bárbaros extranjeros, cosa que ahorraba buenas monedas al erario real. En efecto, el problema más agobiante de la mo­ narquía —cuando menos en lo económico— era la defensa del territorio. En teoría, todos los súbditos podían ser objeto de reclutamiento, pero a ello se oponía la naturaleza misma del reino, ya que cada provincia era un mosaico de las más distintas formas de organización local y no había modo de hacer de las levas convocadas un ejército homogéneo. Ya los persas habían tropezado con esta dificultad. Los seléucidas heredaron el problema, agravado por la disminución de la infantería pesada, que era el arma decisiva en el sistema grie­ go de guerrear. Por eso el rey prefería alquilar soldados mer­ cenarios, más caros pero mucho más eficaces. Solamente po­ día sostener un reducido ejército permanente, con pequeñas guarniciones en los lugares clave y una breve fuerza de re­ serva. Esta última no pasaba de los diez mil infantes, con la consiguiente debilidad en las otras armas, cuando Antío­ co III se vio metido en guerra con los romanos. Ya se sabe que es continua tentación de los gobiernos no belicistas gastar poco en la defensa y dejarla para el último momento. Los seléucidas ilustran espléndidamente este hecho. Antíoco III logró reunir 72.000 hombres, pero demasiado tarde: los ro­ manos estaban ocupando ya el país. Los seléucidas se vieron obligados también a mantener una costosísima Corte. Aquel derroche de lujo y esplendidez en lo público y en lo privado era una necesidad política para ganar amigos e impresionar a los súbditos. Además, el pre­ cedente de los persas y de Alejandro salía a relucir constan­ temente. La multitud de servidores, de carísimos manjares, de perfumes y utensilios de oro fue haciéndose cada vez más gravosa a medida que la dinastía iba entrando en decadencia.

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Pero el rey estaba preso en su mismo ceremonial; si alguno intentaba (como Antíoco IV) escapar de él, se veía censura­ do por las personas de autoridad. Con todo, el rey era centro absoluto del sistema monárquico, dueño y señor hasta extre­ mos que hoy nos parecen inconcebibles. El trabajo le absor­ bía desde el amanecer hasta muy entrada la noche. Ya decía Seleuco I que quien supiera la cantidad de cartas que había de escribir el rey, no aspiraría a ceñirse una corona. Además de estas tareas impuestas por la rutina, el rey era el respon­ sable de todas las decisiones capitales: tenía consejeros a los que consultaba, pero con esas indicaciones había de formarse su propia composición de lugar. Porque él, al decir de mu­ chos filósofos helenísticos, constituía “la ley viva” en que se miraba su pueblo. No obstante, frente a las ciudades griegas la situación del rey era delicada y ambigua. La condición divina que poco a poco (y espontáneamente, parece) se fue atribuyendo a los seléucidas en vida, no bastaba para conferirles derechos le­ gales sobre las ciudades. El rey estaba obligado a acatar las leyes ciudadanas. En qué sentido y por qué razón es el pro­ blema que nos parece digno de examinar, sobre todo porque algunos reyes tenían de él una conciencia casi neurótica: sa­ bemos de un seléucida que escribió a una ciudad diciendo que, si alguna vez había dado instrucciones contrarias a las leyes de la misma, los ciudadanos podían desatenderlas. Las ciudades griegas de los reinos helenísticos se encon­ traban en una situación muy particular. Hoy día no vemos en una ciudad más que una pequeña subdivisión de un Es­ tado; incluso el Consejo del Condado de Londres no tiene más autoridad que la que le ha dado el Parlamento. Pero para los griegos la ciudad era la polis, o sea, la ciudad-Estado, unidad de política internacional. La polis venía actuando

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como organismo independiente desde mucho antes de que los reyes sucesores de Alejandro aparecieran en escena. El mo­ narca, pues, tenía que someterse a ella en cierto modo, y has­ ta las ciudades fundadas por él entraban en esa antigua tra­ dición. Alejandro, con su habitual y afortunado oportunismo, había eliminado la dificultad no haciendo caso de ella. To­ davía discuten los investigadores sobre si las ciudades grie­ gas de Asia formaban parte legal o no del Imperio del con­ quistador. A lo que parece, Alejandro ni lo sabía ni se preo­ cupaba por ello. La situación legal nunca llegó a establecerse seriamente. Tanto el rey como las ciudades sabían quién era el que mandaba; con eso bastaba. Los Sucesores continuaron, por lo general, el ejemplo de Alejandro. Y la situación de las ciudades sigue siendo ambigua. No es posible, claro está, generalizar demasiado acerca del mundo helenístico entero, como tampoco de la Edad Media en bloque. Pero no cabe duda de que se distinguía cuidadosamente entre “campo” y “ciudad” (por ejemplo, Alejandría estaba situada oficialmen­ te “junto a” Egipto, no “en” Egipto). El “campo” pertene­ cía al rey; la ciudad poseía su propio territorio. Los decre­ tos del rey no tenían fuerza dentro de la ciudad, ni él podía obrar en nombre de ésta, donde normalmente no contaba ni con un gobernador: ¿cómo se iba a someter una ciudad grie­ ga a otra autoridad que la de sus mismas leyes? Porque la ciudad helenística solventaba por su cuenta no sólo sus asun­ tos internos, sino hasta cuestiones diplomáticas, igual que la Atenas clásica. Enviaba y recibía emisarios, concertaba trata­ dos sobre asuntos de trámite. Antes veíamos cómo se com­ portaba la isla de Quíos respecto a la comunicación que le habían dirigido los etolios sobre los Juegos Sagrados:

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“Por cuanto los etolios han sido amigos y deudos de nuestro pueblo desde tiempos remotos..., el Pueblo ha de­ cidido lo que sigue...”. Menudean ejemplos como éste. He aquí uno m ás; se tra­ ta del comienzo de una decisión tomada por la pequeña isla de Paros en respuesta a una embajada de Magnesia (Asia Menor), que había venido por un motivo semejante (es bue­ na muestra de la mecánica interna de la democracia griega): “Decreto del Consejo y la Asamblea. Enmienda de Caliteides, hijo de Nesis. Con respecto a la propuesta que nos han presentado los magistrados sobre el decreto llegado de Magnesia, siendo decisión de los mismos que se presentaran ante la asamblea del pueblo los sagrados emisarios de Mag­ nesia, enviados para dar cuenta de los juegos, Caliteides, hi­ jo de Nesis, propuso la resolución siguiente: Enmienda a la decisión del consejo: ‘Por cuanto los ciudadanos de Magne­ sia del Meandro, que son amigos del pueblo de Paros, nos han enviado sus cartas y mensajeros...’ ” (SGI, II, 58-59, nú­ mero 562). Etcétera. Magnesia logró lo que deseaba, pese a alguna vacilación por parte del Consejo. Ambas comunidades actúan con plena soberanía e independencia. Los reyes evitaban dar órdenes a las ciudades; se limita­ ban a sugerir, a pedir, o simplemente a notificar algo. Véase cómo el rey seléucida Antíoco III contesta a la misma peti­ ción de los de Magnesia; cortésmente informa a esta ciudad que él ha aprobado la petición de que fuesen reconocidos los Juegos, y luego sigue así :

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“Y hemos escrito a nuestros funcionarios a fin de que las ciudades sigan nuestro ejemplo y le den su aprobación”. (RCHP —véase Bibliografía—, núm. 31, págs. 141-142, lí­ neas 25-26). Nótese que dice “las ciudades”, no “nuestras ciudades”. A veces un rey se aventuraba a escribir “las ciudades de nues­ tra alianza” ; rara vez llegaba a perder su tacto. Y nótese, sobre todo, que el rey no puede encargar nada a las ciudades, sino pedirles que se encarguen de ello. Igualmente, parece que las ciudades tenían autorización para acuñar moneda, aunque sólo las más ricas harían uso de tan costoso privilegio. No hará falta decirlo: todo era una ilusión, un simulacro de cortesías por uno y otro lado. Por el lado del rey, para ganarse las simpatías de la ciudad y encubrir un tanto su propia situación, nada peculiar de los griegos. Por el lado de la ciudad, para conservar su propia estimación y afirmar su abolengo helénico. De hecho los monarcas tenían muchos otros modos de fiscalizar las ciudades, sin necesidad de ins­ trumentos formalistas. De estos instrumentos (p. ej., tratados) muy pocos nos son conocidos; está claro que procuraban evitarlos. Los reyes no precisaban de la ayuda militar de las ciudades; la económica y política sabían asegurársela cuando les hacía falta. Un buen medio era favorecer a uno de los bandos en cualquiera de las tradicionales luchas partidistas de los griegos. El favor real aseguraba la preponderancia de ese bando, que se convertía en simple gobierno de marione­ tas al coincidir sus intereses básicos con los del rey. Esta técnica, usada libremente por Filipo II y Alejandro, fue se­ guida por sus sucesores, y luego por los romanos, en sus tra­ tos con las ciudades griegas. Emparentada de cerca con el gobierno de marionetas está la guarnición real o fuerza mi­

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litar estacionada cerca de la ciudad. Para nada hace falta cuando el rey es fuerte y la ciudad es débil. La presencia de esa guarnición tendría varias interpretaciones. Para los ami­ gos del rey significaba una protección (muchas veces solici­ tada por el gobierno de la ciudad) contra los enemigos de fuera y las sediciones de dentro. Sus capitanes, al igual que otros funcionarios regios, podían ser llamados para diversos servicios y hasta recibían honores por su amistoso interés ha­ cia los asuntos urbanos. Para los enemigos del rey, esas fuer­ zas eran un ejército de ocupación, un instrumento opresor al que había que expulsar en seguida. Su retirada (conseguida por la presión de dichos enemigos) era celebrada alegremen­ te como una liberación, aunque lo que venía después solía ser el establecimiento del gobierno del partido en oposición, no rara vez consolidado merced a la guarnición real. Por ejemplo, a principios del siglo ΙΠ los atenienses felicitaron a un magistrado poique había conseguido que su ciudad si­ guiese siendo “libre, democrática y autónoma, con sus leyes intactas”, ¡precisamente cuando Demetrio mantenía una guar­ nición en el Pireo! Todavía se acordaban de aquellos tiem­ pos en que una facción antidemocrática, acaudillada por un filósofo, había llegado al gobierno con el apoyo de una guar­ nición enviada por otro rey. Cuando Demetrio libertó a Co­ rinto de la guarnición de un rival, los ciudadanos le suplica­ ron que dejase allí otra suya para protegerles, y así se adueñó Demetrio de las más importantes fortalezas griegas. Las ciudades no siempre pudieron eludir el pago de los tributos. A lo sumo se les permitía recaudarlos sin que inter­ viniesen los funcionarios reales. Cuando los romanos se ocu­ paron por primera vez de los asuntos del Asia Menor,, des­ cubrieron cierto género de ciudades que, aun llamándose “li-

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bres”, habían estado tributando a varios reyes. La lección no podía ser más útil. De hecho las cortesías del lenguaje diplomático encubren una política de supervisión y regulación tan sólo limitada por la discreción del rey. Alejandro había dado el tono: cuando le convenía, no tenía escrúpulos en intervenir por la fuerza o con amenazas tanto en las ciudades de la Grecia europea (cuya independencia había jurado sostener) como en las de Asia Menor (cuya liberación de la fuerza había proclamado). Si sus sucesores solían andarse con más tacto, es simplemente porque eran más débiles. De ahí que la mayoría se mostrasen tan sumamente considerados, aunque unos tuvieran más di* plomacia que otros: los seléucidas se llevaron la palma en esto; los ptolomaicos y atalidas obraron con mano más dura. Pero todos procuraron atraerse a la opinión pública griega con rasgos de generosidad y cortesía; así, al menos, hacían algo por las tradicionales libertades de la ciudad griega. Es evidente que en una civilización extendida desde el Atlántico al Punjab y desde el Don a las cataratas del Nilo había de reinar la mayor diversidad, con innúmeras varían· tes regionales debidas a influjos locales, los cuales pueden rastrearse (cuando no nos falta la información) en el arte, la religión y la vida cotidiana. Pocos eruditos han logrado abarcar y estudiar por entero un campo tan dilatado. Y, sin embargo, quizá la característica más notable del mundo he­ lenístico sea su uniformidad fundamental. Las ideas se pro­ pagaban entonces muy aprisa, con una rapidez que apenas lograríamos superar hoy; las diferencias entre las varias re­ giones eran mucho menores —podemos afirmarlo con seguri­ dad— que en nuestro mundo occidental. Porque la lengua y las tradiciones primordiales seguían siendo las mismas. El in­ telectual griego —lo mismo el poeta que el matemático— se

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sentía tan a gusto en Siracusa como en Alejandría. El dios greco-egipcio Serapis y su mujer Isis —como, en su momento, muchas otras divinidades orientales— conquistaron a millo­ nes de almas muy distantes de sus lugares de origen. Acto* res y atletas contaban con asociaciones de carácter interna­ cional: en muchos documentos aparecen como organizacio­ nes efectivas el Gremio de Artistas Dionisíacos y la Asocia­ ción Atlética Internacional, con sus respectivas juntas loca­ les. Los griegos de las clases superiores (por nacimiento o por educación) tenían amigos y corresponsales en todas par­ tes. Basta leer los Hechos de los Apóstoles para comprender la importancia que tuvieron todos estos factores en la difu­ sión del cristianismo y, antes aún, en la aceptación del Im­ perio Romano universal. A pésar de su inmensa extensión y de las muchas trans­ formaciones debidas a multitud de influjos, el nuevo mundo griego de la época helenística sigue siendo esencialmente griego. En cierto sentido, es el mismo mundo clásico pero proyectado en mayor escala, pues su forma de vivir y de pensar se basa inconfundiblemente en la que habían creado la Mileto del sigla vi y la Atenas del siglo v. Quizá, después de todo, Aristóteles no se hubiera sentido tan extraño dentro de ese ambiente. SELECCIÓN BIBLIOGRAFICA OGIS = Orientis Graeci Inscripliones Selectae, 2 vols., Leipzig, 19031905, reimpreso en 1960. SIG = Sylloge Inscriptionum Graecarum, 4 vols., 3.4 ed., Leipzig, 1915-1924, reimpreso en 1960. La edición de estas dos obras clásicas, que ofrecen una selección de las inscripciones griegas, se debe a W. DnTENBERGER. La primera

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sólo incluye inscripciones de los períodos helenístico y rom ano; la segunda combina éstas con otras. RCH P = C. B . W e l l e s , R oyal Correspondence in the Hellenistic Period, New Haven, 1934. A ntología, con traducciones y notas completas, de cartas escritas p o r diversos reyes helenísticos. La mejor selección de los documentos conservados en papiros, para el público en general, es Select Papyri, edic. de H u n t y E d g a r , 2 vols., “Loeb Classical Library” , 1932-1934. La Cambridge Ancient History resulta tan útil para este período como para los anteriores. Sobre Alejandro M agno véase U . W il c k e n , Alexander the Great, trad, de G. C. Richards, Londres, 1932; sigue siendo lo mejor en este punto. A. R. B u r n , Alexander the Great and the Hellenistic Empire, Londres, 1947, vale como introducción breve pero intensa y bien escrita. Sobre la edad helenística en general la mejor introducción para el gran público es la de W . W . T a r n , Hellenistic Civilization, 3.a ed., revisada por el autor y por G . T . G r i f f it h , Londres, 1952. Sobre la prim era parte de esta época véase tam bién M . C ar Y, History o f the Greek World from 323 to 146 B. C., 2.a ed., Londres, 1951, que con­ tie n e una U tilísim a y selecta bibliografía. La m onum ental Social and Economic History o f the Hellenistic World, de M . R o s t o v t z e f f , 3 vols., Oxford, 1941, es una obra mag­ na en la historiografía. Su riquísima erudición está relegada discre­ tam ente a las notas, por lo que el lector no especializado puede con­ sultarla sin miedo. Las muchas y bien elegidas ilustraciones que la acom pañan son el m ejor complemento de cualquier lectura sobre ese período.

ÍNDICE DE MATERIAS*

Academia platónica, 164, 200. Acrópolis de Atenas, 38, 117, 122, 223, 224, 231, 233, 250 ss., 257 ss., 285. Acteón, 240. Administración: en Egipto, 302 ss.; bajo los seléucidas, 310 ss. Afea, templo de, 250. Afrodita, estatuas de, 239, 274, 288, 289. Agamenón, 16, 18-19, 118, 122. Agamenón (Esquilo), 118, 122. Agatarco de Samos, 262-263, 280. Al-Biruni, 184. Al Mina, 41-42, 43, 173. Alcámenes, 253, 260-261. Alceo, 34, 74. Aldbíades, 262. Alcmena, 130. Alejandría, 150 ss., 181, 182, 281, 305, 306-307. Alejandro I de Macedonia, 72.

Alejandro Magno, 63, 72, 150, 151, 233, 262, 275, 276, 278, 279, 280, 281, 285, 308, 311, 313, 315; su Imperio, 293-295; mosaico alejandrino, 278, 279280. Almagesto, 186, 195-198. Amelung. V. Diosa de Amelung. Anaxágoras, 144, 161, 263. Anaximandro, 142, 159, 160, 173. Anaximenes, 159. Andrómaca, 17. Anfitrión, 180. Antemio de Trales, 200. Antenor, 233, 234. Antígona,. 101-102, 126. Antigonidas, 297, 298 ss. Antígono Gonatas, 296. Antíoco, 281, 296. Antioquía, 281. Apeles, 275, 278, 279, 280.

♦ Para la bibliografía en lengua castellana, véase la elaborada por la Sociedad Española de Estudios Clásicos.

LOS GRIEGOS. — 11

322 A polo, 122; estatuas, 220-221, 238-239, 249; tem plo de Bassa, 267, 269, 270, 271. A p o l o Choiseul-Gouffier, 238239. A polo de ónfalos, 238-239. A polodoro de Atenas, 263. Apología de Sócrates, 164. A polonio de Perga, 151, 185 ss., 193, 194, 196, 201. Apoxiomenos, 274-275, 282. A queloo, 131, *133-134. Aqueménides, 231. Aquiles, 17, 18, 125, 174. A rato (poeta), 190. A rato de Sidone, 65. A rcadia, 63. Arcontés, 53, 54, 177. A reópago, 53, 122. A rgos, 16-17. A ristarco, 152, 179. Aristides, 279. Aristocracia, 30-44, 48-50, 59-60, 73, 74; según Aristóteles, 74; en Esparta, 81-82. Aristófanes, 79, 83, 94, 103-105, 114. A ristogitón, 233. Aristóteles, 34, 74, 76, 81, 83, 87, 125, 141, 145-149, 150, 151, 153, 155, 158, 159, 162, 164, 165, 166-167, 171, 174, 176, 177, 179, 180; como hom bre de ciencia, 145, 147-149, 152, 153, 155, 166-167, 174; su opinión sobre la democracia, 87; sobre la política, 74; sobre la trage­ dia, 125.

Los griegos A rqufloco de P aros, 32. A rquím edes de Siracusa, 151, 153154, 181-189. A rquitas de T arento, 179. A rquitectura, 206, 214-218, 227228, 229-230, 247 ss., 250 ss., 257-261, 267-273, 284-288. A rtem isa, 70, 122, 240, 266. A ryabhata, 195. A samblea, 34, 58, 75, 80, 86; en A tenas, 86; en E sparta, 80. A stronom ía, 151 ss., 171-202. A talidas, 297, 317. A tenas, 78-95 y passim ; com pa­ rada con Esparta, 78 ss.; p ro ­ piedad de la tierra, 44-47, 52, 53; filosofía, 162; reform as de Solón, 52-55; relaciones con E sparta y Persia, 60-62; tira­ nía, 51-52; éxito de la dem o­ cracia, 9 2; Im perio, 251; de­ rrota, 257, 293-294; cerámica, 207-208; figuras negras, 240242; figuras rojas, 242-245, 263; estilo protoático, 211212; escultura, 219 ss., 231232; bronces, 233; relieves se­ pulcrales, 265-266. A tenea, 70, 122, 125, 225, 248, 249, 250, 252, 253, 258, 288; de Fidias, 251, 254-255; Lemnia, 255, 260; A lea (templo), 271. Ática, 33, 63, 252. Atomistas, 143, 161, 168. A treo, 122. Augias, 248. Augusto, 262.

Índice de materias Auriga de Delfos, 236-237, '239. Autólico de Pitaña, 180. A yax, 18, 125-126. Ayax, 125-126.

Babilonia, 172, 190, 199. Bacantes, Las, 102-103, 129-130. Bachet, 194. Bassa. V. A polo. Bellini; G iovanni, 261. Bendis, 266. Bemini, 285. Bizancio, 96-97, 159, 199-200. Biegen, 13, 14, 18. Brahm agupta, 195. Briaxis, 273, 281. Bronces, 210, 233-236.

Calimaco (poeta), 114, 181. Calim aco (escultor), 269. Calipo, 180. Calipso, 17. Canon, 256. Cariátides, 260. C aronte, 264-265. C erám ica: influjo oriental, 210, 211-212; figuras negras, 212213, 240-242; figuras rojas, 242-245, 246, 262, 263, 278; Edades Ignotas, 205-206; geo­ m étrica, 206-209, 211; protogeométrica, 207-208; ateniense, 207-208; protoática, 211-212; corintia, 212-213, 240 ss.; protocorintia, 212 ss.; fondo blan­ co, 245-246, 262; tardía, 278279; calcídica, 242.

323 Cicerón, 185. Cicládica, escultura, 221. Cim ón, 245. Cípselo, 50, 51. Ciro, 60, 108-109. Ciudad-Estado, 28-77, 294, 298, 309 ss., 312-317. Clanes, 36-38. Cleomedes, 182. Cleomenes, 59-60. C leopatra, 301, 306. Clístenes, 59-60, 61. Clitem nestra, 101, 122, 126. Coéforas, Las, 118, 122, 126. Colonización, 32, 41-44, 209; he­ lenística, 308-309. Comedia, 103-106, 107; antigua, 103-105; nueva, 105. Comercio, 41-44, 209-210, 242. Cónicas (Apolonio), 185-186. C onón de Samos, 183. Consejo, 34, 58: de los Quinien­ tos, 88; en E sparta, 80. C opém ico, 152-153, 197. Copias escultóricas rom anas, 233, 236, 254-255, 268, 271, 277, 286. C orcyra (Corfú), 41, 50. Corinto, 50, 61, 316; arquitectu­ ra, 217; cerámica, 212-213, 240 ss.; orden corintio, 267, 269-270, 271; Liga, 65. C o ro : de la tragedia, 101, 116, 117, 118-119; de Las Traquinias, 131, 133, 135. V. Lírica. Cosmos, 160. Costum bres, 72-73; helenísticas, 306. Creonte, 101-102, 126.

324 Cresilas, 276. Creso de lid ia , 60. C reta: arte minoico, 204; cultu­ ra, 13-14; tem plo primitivo, 215. C rid o , 233. V. Efebo de C rid o . Crisipo, 122. Cuatrocientos, oligarquía de los, 94. Cultos religiosos, 37, 38, 51. C um as, 42.

D amascio, 159. D ánao, 121. D arío, 279. Dedálico, estilo, 219-220. D édalo, 219-220. Dedekind, 201. Delfos, 32, 38, 40, 72, 249, 270. Délos, 219, 249. Demades, 92. Deméter, 70, 260-261. D emetrio de Alejandría, 280. Dem etrio de Alopece, 276. Dem etrio Faléreo, 266, 316. D emocracia, 53-54, 60, 74-76; ateniense, 82-94; helenística, 314 ss.; según Platón, 82-83. D em ócrito, 143, 175, 263. Demóstenes, 74, 83, 92, 106-107, 293; retrato de, 277-278, 283; opinión sobre Filipo, 293; so­ bre Esparta, 83. D erecho, 32, 39-41; en Egipto, 305, 306, 312; im perio de la ley, 74, 76; tribunales de A te­ nas, 89.

Los griegos D eyanira, 131 ss. Diadúmenos, 257. Diceópolis, 104-105. D iodes, 188. D iodoro de Alejandría, 189. D iofanto, 194-195, 200, 201. Dioniso, 102-103, 117, 129-130. D iosa de Amelung, 239. Discóbolo, 238. D oce dioses, 278-279. D órico, orden, 205, 214-218, 227228, 229, 230, 251 ss., 258, 259, 267, 269, 270, 271. D oríforo, 255-256, 257. Dorios, 25, 55. D racón, 39-40.

Edad de Bronce, arte, 203, 204206, 213, 214. Edades Oscuras (o Ignotas): de Grecia, 24, 26-27, 28, 37, 39, 44, 45; del arte, 204-206. Edipo, 98, 121, 124-125, 126. Edipo rey, 124-125. Edipo en Colono, 125. Efebo de C rid o, 231, 233, 237, 238, 245, 256. Efebo rubio, 231-232. Egina, 250. Éforos, 31, 79. Egipto (mitol.), 121. Egipto, 296, 297, 300-307, 313; arte, 204, 209, 210, 213, 214, 218, 226, 227, 272, 276; m ate­ máticas, 172-173. Egisto, 126. Eleatas, 143, 161.

índice de materias Electra, 126. Empédocles, 142, 144. Épica, poesía, 12-27, 98, 119-120, 127; su singularidad, 21-24. Epicuro, 167, 168; retrato de, 277. Epidauro. V. Esculapio. Eratóstenes, 181-189, 191. Erecteo, 253. Erecteón, 254, 259-260, 268. Erinnias, 122. Esclavos, 81, 85-86, 145. Escopas, 271-273, 283. Esculapio, 266, 268; templo en Epidauto, 254, 267-268, 269, 270, 273. Escultura, 206, 218-240, 247, 248250, 252-261, 264-269, 271-278, 281-290; arquitectónica, 226230, 234, 247-250, 267 ss., 287. Esparciatas, 56, 57, 79-81. Esparta, 33, 55-59, 60-62, 64, 65, 70, 78-95; admirada por Ate­ nas, 79, 80 ss.; comparación entre una y otra, 78-79; guerras por la supremacía, 257, 265; inscripción en Olimpia, 247; estructura social y política, 79 ss.; educación, 56-58; cerámi­ ca, 242; oposición a Persia, 6162; oposición a la tiranía, 5860; opinión de Demóstenes, 83. Espinarlo, 290. Esquilo, 78, 94, 100-101, 117-124, 125, 126, 127, 129, 139, 262. Esquines, 92. Estatuas destinadas al culto, 220, 225, 266, 281-282.

325 Estoicos, 167-168. Etéocles, 101-102, 121-122, 126· Etolia, metopas de, 216-217· Euclides, 151, 172, 177-181, 193, 194, 200. Eudoxio, 152, 177-181, 190, 201. Euménides, Las, 122-123. Eufranor, 204, 278. Eumeo, 16-17. Eupalino de Megara, 173. Eupátridas, 53. Eupompo, 279. Eurípides, 78, 94, 101, 102-103, 115, 119, 126, 127-130, 139. Eurito, 131, 132, 136, 137, 138. Europa, 239. Eutíquides, 281-282. Eutocio, 188, 189. Evans, Sir Arthur, 14. Exequias, 241, 243.

Fauno Barberini, 285. Federación: beocia, 64-65; hele­ nística, 298-300. Fenicios, 206, 209, 210. Ferécides de Siró, 158. Fermat, 194, 201. Fidias, 250, 254-255, 261-262, 288. Figuras negras. V. Cerámica. Figuras rojas. V. Cerámica. Filipo de Macedonia, 64, 65, 262, 270, 271, 275. Filipo Π, 315. Filoctetes, 126-127. Filolao, 176-177. Formas platónicas, 144, 146, 165166.

326 Fratrías, 36-38, 60. Frínico, 118. Furtwängler, 255.

Galeno, 154, 155. Galo moribundo, 284-285. Galos, 284, 296, 297, 298, 299. Gémino, 198. Geneleos, 225. Geométrico, estilo. V. Cerámica. Glaucón, 112-113. “Gnathia”, 264. Gorgias, 162. Gran altar de Zeus . V. Zeus. Guerra lamia, 295. Guerra de Leíante, 43, 51. Guerra del Peloponeso, 257, 265.

Halley, Edmund, 185. Harmodio, 233. Héctor, 18. Hectoridas, 268. Hefestos, 70. Heiberg, 183. Hélade, 69 ss. Helena de Troya, 98. Helenístico: arte, 203-204, 270, 271, 272, 275, 277, 278-290; li­ teratura, 113-114. Helenización, 303, 305-307, 308310, 317-318. Hera, 130, 211, 233, 240, 247, 267, 273; templo en Argos, 267. Heráclides, 152, 179. Heráclito, 143, 160. Hércules, 130-138, 248-249.

Los griegos Hereón de Samos, 225, 233. Hermafrodita dorm ido, 289. Hermarco, 277. Hermes con Dioniso niño, 273. Heródoto, 60, 108-109, 115, 172, 173. Herón, 153, 154, 184, 192-193, 198. Hesíodo, 32, 39, 44, 45, 46, 158, 209. Hestia de Giustiniani, 239, 255, 260. Hiparco de Nicea, 152-153, 190192, 195. Hipaso de Metaponto, 173-174. Hipatia, 200. Hipias, 162. Hipócrates de Cos, 149. Hipócrates de Quíos, 175. Hipsicles, 194. Historiadores, 108-111. Hitita: arte, 210; Imperio, 14, 25; tablillas, 14, 18. Homero, 12-27, 29, 34, 38, 40, 47, 49, 70, 120, 127, 138, 213; como poeta, 15-18; su influjo, 25-26, 120, 161; su descrip­ ción de la Grecia micénica, 1820. Hoplitas, 47-48, 311. “Hydriai” de Cere, 242. Hylo, 131 ss. Hypokrités, 116-117.

Ictino, 256. Ilíada: composición, 21-24, 25; valor histórico, 29; filosofía,

índice de materias 20-2 1 ; cómo la consideraban los griegos, 15, 18. India, 294, 297. Isidoro de Mileto, 200. Isócrates, 73, 83; opinión sobre la democracia, 93.

James, William, 10. Jasón de Fera, 64. Jenófanes, 70, 160-161. Jenofonte, 163. Jerjes, 62, 101, 118, 232, 251. Jónico, orden, 229-230, 258-260, 267, 269-270, 272-273, 287. Juegos: olímpicos, 13, 71-72, 100, 209; píticos, 72, 237. Justiniano, 159, 200.

Kairos; 281. Kepler, 153, 190. Kore, 224-225, 230 ss. Kouros, 218-221, 224, 228, 230 ss., 234.

La Boudeuse, 232. Laocoonte, 289. Lattimore, Richmond, 9. Layo, 121-122. Lemnia, 255, 260. Leócares, 273, 275. Leucipo, 143. Leuctra, 65, 80. Leyes. V. Derecho. Licas, 131 ss. Liceo, 149.

327 Licurgo, 57, 80. Liga Aquea, 65-66, 299. Liga Beocia, 64. Liga £toüa, 65-66, 298-299. Liga del Peloponeso, 58-59, 61, 62. Lineal B, 14-15, 18, 19-20; su in­ formación, 18-20, 206. Lírica, poesía, 98-100, 118-119; coral, 98-99. Lisímaco, 296. Lisipo, 204, 273-275, 277, 281, 283. Liturgias, 93.

Macedonios, 293 ss., 297, 300, 307 ss. Maestro de Olimpia, 254. Magistrados? 31, 34, 40; en Ate* ñas, 89-91. Maratón, 61, 232. Marco Aurelio, 168. Matemáticas, 151, 171-202, 256. Mausoleo, 269, 271-273, 276. Mausolo, 272. Medicina, 149-150. Melantio, 279. Ménade (Escopas), 271* Menecmo, 186. Menelao, 29. Menelao, trigonometría de, 198. Mercenarios, 308, 311. Mesenia, 33, 55, 56, 79. Metecos, 43, 84-85. Metón, 177. Metrodoro, 277.

328 Micenas: palacio, 13, 19, 24, 205; arq u ite c tu ra, 214-215, 218; otras artes, 204-205; cultura, 13, 24. Micénica, Grecia, 13 ss.; pobla­ dores, 13, 25-26; según Ho­ mero, 18 ss.; relación con Tro­ ya, 18. Micón, 245, 262. Midias, 106-107. Miguel Angel, 231. Milton, 23. Minoico. V. Creta. Mirón, 238. Mnesiclés, 258. Monarquía. V. Reyes. Mosaico alejandrino, 278, 279280. Museo de Alejandría, 151, 181, 307.

Neoplatonismo, 158, 167, 168169. Neoptólemo, 126. Nesiotes, 233. Neso, 134-135. ^ Néstor, 29. Neugebauer, Otto, 200. Newton, Isaac, 186, 201. Nicandra de Naxos, 219. Nicias, 279. Nicómaco de Gerasa, 175, 200. Nicomedes, 189. Nike, 273. Ninfas, 266. Niobe, 255. Nomima, 72-73.

Los griegos Odisea, 12-27, y especie. 17, 22, 25. Oligarquía, 50, 74, 94. Olimpia, 38, 211, 240. V. Zeus y Juegos olímpicos. Oratoria, 106-107. Orestes, 101, 122, 126. Orestiada, La, 118, 122-123. Orontes, 282.

Pachimeres, Georgio, 200. Pan, 266. Paneno, 262. Pánfilo de Anfípolis, 279. Papiros, 301 ss. Pappus, 183, 188, 189, 193-194. Parlamento del mensajero, 102, 119. Parménides, 143-144, 161. Parrasio, 263-264. Partenón, 250-257, 258, 260, 261, 288. Patroclo, 18. Pausanias, 253, 260, 261, 273. Pausias, 279. Pélope, 122, 125. Peloponeso: arquitectura y es­ cultura, 267-269; guerra del, 257, 265. Penteo, 102-103, 129. Peonio, 253, 260-261. Pérgamo, 284-288, 297, 310. Periandro, 50, 51. Pericles, 15, 83, 91, 161, 177, 253, 262, 266; retrato, 276; Ora­ ción Fúnebre, 83, 91. Periecos (perioikoi), 55-56.

329

índice de materias Persas, Los, 118. Perséfone, 70. Persia, 60-62, 285, 294, 311; sa­ queo de Atenas, 223, 233. Physikoi, 141 ss. Píndaro, 99-100, 115, 250. “P intor de las som bras” (Apolodoro), 263. Pintura, 240-245, 246-247, 261264, 275, 278-281. Pirgoteles, 275. Pirítoo, 249. Pisístrato, 51, 52, 54, 59. Pitágoras, 143, 157, 161-162. Pitagóricos, 173-174, 176-177. Planudes, 200. Platea, 62. Platón, 15, 43, 70, 79, 82 ss., 111113, 114, 115, 144-145, 146, 148, 152, 158, 159, 162, 163, 164-166, 167, 168-169, 171, 174, 176, 177, 179, 197, 266; esta­ tua, 277; opinión sobre el Es­ tado, 82, 83, 112-113, 165. Platt, A rthur, 148. Plotino, 158, 167, 169. Polibio, 111. Policleto, 204, 250, 255-257, 261262, 274, 275. Policleto el joven, 267. Polícrates, 233. Polifem o, 17. Polignoto, 245, 246-247, 248, 249, 262. Polinice, 101-102, 121, 126. Polis, 73 ss., 123, 309 ss., 312 ss. Polución y purificación, 40, 122. Polyzalus de G ela, 237.

Poseidón, 70, 237, 252, 253. Posidonio, 190-192. Praxiteles, 273-275, 279, 288; su escuela, 283. Príam o, 18. Proclo, 172, 179, 191, 200. Pródico, 162. Progne e ¡tis, 260. Prometeo encadenado, 123-124. Prometeo liberado, 123-124. Propileos, 257-258, 259. Protágoras, 162, 163. Protoático, estilo. V. Cerámica. Protocorintio, estilo. V. Cerámica. Protógenes, 280. Protogeométrico, estilo. V. C erá­ mica. Psique y Cupido besándose, 289. Ptolomeo, Claudio, 154, 155, 186, 190, 191, 192, 195-199. Ptolom eo I, 151, 179, 183, 272, 296, 300, 307. Ptolom eo II, 151, 302, 303. Ptolom eo III, 300. Ptolom eo IV, 300, 306. Ptolom eo V, 300-301. Ptolom eo Chenno, 186. Ptolomeos, en general, 297, 298, 300 ss., 317. Q ueronea, 65.

Ramsés III, 25. Reco, 233. Relieves, 205, 226-230, 243-244, 255, 257, 287; sepulcrales, 235, 264-266.

330 Religión, 70-71, 105, 120-121, 126, 127, 128, 214, 215* 281-282, 309, 318. Retrato, 275-278. Reyes, 30-33; en Atenas y en Esparta, 31, 34; en Esparta, £0; Edad de Bronce, 215; ptolomaicos, 300 ss.; seléuci­ das, 307 ss.; opinión de Aris­ tóteles, 74. Romanos, 286, 289, 290, 297, 300, 307, 311, 315, 316, 318.

Safo, 99. Samos: templo primitivo, 217; Hereón, 225, 233; escultura, 222. Schliemann, 13. Seléucidas, 297, 300, 307 ss., 317. Seleuco, 281, 296. Seleuco de Seleuda, 179. Selinus, 239-240. Semele, 129. Serapis, 281. Shakespeare, 105. Sicilia, 42; escultura, 239-240. Sidone, escuela de, 279; pintura, 242. Siete contra Tebas, Los, 121-122. Siglos Oscuros. V. Edades Oscu­ ras. Silanio, 277. Siracusa, 50. Siria, 210, 281, 284. Sócrates, 86, 89, 111-113, 141, 144, 145, 158, 159, 162, 163165, 174, 176; retrato, 277.

Los griegos Sofistas, 162-163. Sófocles, 78, 94, 101-102, 114, 116-140. Solón, 32, 40, 43, 44-47, 52-55, 59, 74; sus reformas, 44-47, 52-54. Sorteo, elección por, 89-90. Sucesores de Alejandro, 295 ss. Suplicantes, Las, 117-118, 121.

Tales de Mileto, 142, 152, 158, 171-172, 173. Tanagra, 247. Tarn, Sir William, 10. Tebas, 64, 65, 293; de Egipto, 306. Teeteto, 176, 179. Tegea, 271. Telémaco, 29. Temístodes, 62; su estatua, 276. Templos, 214-218, 227, 229-230, 247-254, 258-260, 267-269, 270, 271-273. Teócrito, 114. Teodoro, 176. Teodoto, 268. Teofrasto, 147. Teón de Alejandría, 191, 194, 197, 200. Termópilas, 62. Tersites, 34, 49. Tesalia, 63-64, 298. Teseo, 249. Tesoro de Atreo, 24. Tespis, 116. Thabit Ibn Qurra, 184. Tidano, 231, 261.

331

índice de materias Tiestes, 122. Timáridas de Paros, 175, 194. Timeo , 145, 197. Timocaris, 190. Timoteo, 268-269, 273. Tiranía, 31, 48-52; orígenes, 4950; su aportación, 50-52; se­ gún Aristóteles, 74; oposición de Esparta a ella, 58-59. Tiranicidas, 233, 234. Tomiris, 108-109. Tragedia, 100-103, 116-140. Traquinias, Las , 116-140. Trasímaco, 113. Trasimedes, 267-268. Treinta, oligarquía de los, 94. Tres Gracias, 288-289. Tribus, 34-39, 60. Trigonometría, 198-199. Trono de Ludovisi, 239. Troya, excavaciones de, 13, 14, 18. Tucídides, 79, 91, 109-111, 114, 115. Tyche , 281-282, 284.

Ulises, 16-17, 29, 98, 125-126. Ventris, Michael, 14. Venus de Cnido, 274, 288. Venus de M ilo, 288. Victoria: templete de la, 258259, 273; sus figuras, 258, 260; de Samotracia, 285. Vitruvio, 262, 280. Woolley, Sir Leonard, 42. Yola, 132 ss. Zenón de Elea, 174, 175. Zeus, 70, 71, 87, 120-121, 122, 123-124, 129, 130, 137; su templo de Olimpia, 240, 247250, 251, 252, 253-254, 255, 261, 270, 274; estatuas (de Fi­ dias, etc.), 237, 251-252, 254, 255, 274; el Gran Altar, 286288. Zeuxis, 263-264.

ÍNDICE g e n e r a l Págs.

Introducción...................................................................

7

I.—El mundo homérico, por Denys P ag e............

12

II.—El desarrollo de la ciudad-Estado, por A. An­ drewes ............................ .............................

28

Monarquía y aristocracia, 30. — Política aris­ tocrática, 33. — Tribus y consanguinidad, 34. — Las leyes, 39. — Comercio y colonización, 41. — La tierra, 44. — Guerra y armamento, 47. — Aristocracia y tiranía, 48. — La aportación de los tiranos, 50. — Solón de Atenas, 52. — Es­ parta, 55. — La Liga del Peloponeso, 58. — Clístenes de Atenas, 59. — Esparta, Atenas y Persia, 60. — La Grecia exterior y el federalis­ mo, 62. — Conciencia nacional de los grie­ gos, 69. — El microcosmos político, 73.

III.—Atenas y Esparta, por A. H. M. Jo n e s........

78

IV.—La literatura griega poshomérica, por K. J. D o v er............................................................. 96 V.—La tragedia griega: “Las Traquinias” de Só­ focles, por Hugh Lloyd-Jones ....................

116

VI.—La ciencia griega, por G. S. K ir k ...................

141

VII.—Los griegos y su filosofía, por A. H. Arms­ trong ...............................................................

157

334

Los griegos Págs.

VIH.—Matemáticas y astronomía griegas, por George H uxley...........................................................

171

Los presocráticos, 171. — Eudoxio y Eucli­ des, 177. — Eratóstenes, Arquímedes y Apolo­ nio, 181. — Hiparco y Posidonio, 190. — Ma­ temáticos griegos posteriores, 192. — Ptolomeo, 195. — Frutos y resultados, 199.

IX.—Las artes plásticas de los griegos, por Martin Robertson.................... ................................

203

Edad de Bronce y Edades Ignotas, 204. — Los comienzos, 206. — El influjo oriental, 209. Los primeros templos: el orden dórico, 214. — La escultura primitiva, 218. — Las escuelas escultóricas primitivas, 221. — La escultura en la Atenas del siglo vi, 223. — El relieve y la escultura arquitectónica arcaicos: el orden jóni­ co, 226. — La revolución clásica en la escultu­ ra, 230. — Los comienzos de la estatuaria en bronce, 233. — Primeros pasos de la escultura y la estatuaria clásicas, 236. — La pintura y la ce­ rámica arcaicas, 240. — La revolución pictórica, 245. — El templo de Zeus en Olimpia, 247. — El Partenón, 250. — La arquitectura y la escul­ tura de Atenas a fines del siglo v, 257. — La pintura y la cerámica de finales del siglo v, 261. Los relieves funerarios y votivos en la época clásica, 264. — La arquitectura y la escultura del Peloponeso a fines del siglo v, 267. — El orden corintio, 269. — Escopas y el Mausoleo, 271. — Praxiteles y Lisipo, 273. — El retrato, 275. — La pintura en el siglo iv y en la época helenística, 278. — Principios de la ! escultura helenística, 281. — Problemas del arte helenís­ tico, 283. — La escultura de Pérgamo y el ba­ rroquismo; la arquitectura helenística, 284. — Variedad de la escultura helenística; la decaden­ cia, 288.

X.—El mundo helenístico, por E. B adian..............

293

índice de m aterias.........................................................

321

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA GREDOS

MANUALES 1. Víctor José Herrero: Introducción al estudio de la filología latina. Segunda edición corregida y aumentada. 424 págs. 2. Hugh Lloyd-Jones (ed.): Los griegos. Reimpresión. 534 págs. 2 mapas. 3. J. P. V. D. Balsdon (ed.): Los romanos. Reimpresión. 382 págs. 2 mapas. 4. Veikko Väänänen: Introducción al latín vulgar. Reimpresión. 414 págs. 5. Ludwig Bieler: Historia de la literatura romana. Reimpresión. 334 págs. 6. Jean Descola: Historia literaria de España (De Séneca a Gar cía Lorca). 406 págs. 7. Martin P. Nilsson: Historia de la religiosidad griega. Según· da edición. 220 págs. 8. Régis Jolivet: Las doctrinas existencialistas (Desde Kierke­ gaard a J.-P. Sartre). Cuarta edición. Reimpresión. 410 págs. 9. Víctor José Herrero: La lengua latina en su aspecto prosódico. 270 págs. 10. Manuel Femández-Galiano: Manual práctico de morfología verbal griega. 404 págs. 11. Marina Mayoral: Análisis da textos (Poesía y prosa españolas). (Segunda edición ampliada de la obra Poesía española con­ temporánea). 294 págs. 12. Antonio Medrano Morales: Lingüística inglesa. 408 págs. 13. O. Hoffmann-A. Debrunner-A. Scherer: Historia de la lengua griega. 380 págs. 14. Irmengard Rauch y Charles T. Scott (eds.): Estudios de metodología lingüística. 252 págs. 15. Temas de COU: Latín y Griego. Coordinados por Luis Gil. 442 páginas. 16 x 24 cms. 16. Rudolf Pfeiffer: Historia de la filología clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística. 548 págs. 17. Rudolf Pfeiffer: Historia de la filología clásica. II. De 1300 a 1850. 364 págs. 18. Robert Scholes: Introducción al estructuralismo en la litera­ tura. 308 págs. 19. Dmitri Chizhevski: Historia comparada de las literaturas es­ lavas. 342 págs.

ENSAYOS 1. T. B. Bottomore: Minorías selectas y sociedad. 204 págs. 2. Geoffrey Barraclough: Introducción a la historia contempo­ ránea. Reimpresión. 352 págs. 3. Marcelino C. Peñuelas: Mito, literatura y realidad. 232 pig*. 4. Richard Dietrich (ed.): Teoría e investigación históricas en la actualidad. 208 págs. 5. Hermann J. Meyer: La tecnificación del mundo (Origen, esen­ cia y peligros). 410 págs. 6. Peter von der Osten-Sacken: A través del espacio y del tiem­ po. 392 págs. 28 láminas. > 7. Arturo Femández-Cruz: Hombre, sociedad y naturaleza (Am­ biente, civilización y patología). 340 págs. 8. R. W. Pethybridge: Historia de Rusia en la postguerra. 366 pá­ ginas. 9. Richard Konetzke: Descubridores y conquistadores de América (De Cristóbal Cotón a Hernán Cortés). 262 págs. 10. Horst B. Hiller: Espacio. Tiempo. Materia. Infinito (Contri­ bución a una historia del pensamiento científico-natural). 370 págs. 11. Emilio Sosa López: La novela y él hombre. 142 pás. 12. Manuel Lora-Tamayo: Un clima para la ciencia. 150págs. 13. Pierre Auger: El hombre microscópico. 338 págs. 14. Miguel Angel Ladero Quesada: Granada. Historia de un país islámico (1232*1571). 198 págs. 15. Javier Rubio: La enseñanza superior en España. 246 págs. 16. Pierre Bertraux: Mutación de la humanidad (Futuro y sentido de la vida). 230 págs. 17. Olof Gigon: La cultura antigua y él cristianismo. 260 págs. 18. Philip. K. Hitti: El Islam, modo de vida. 292 págs. 19. Luis Diez del Corral: La fundón del mito clásico en la lite­ ratura contemporánea. Segunda edición. 268 págs. 20. Miguel J. Flys: Tres poemas de Dámaso Alonso (Comentario estilístico). 154 págs. 21. Angel González Alvarez: Política educativa y escolaridad obli­ gatoria. 276 págs. 22. Angel González Alvarez: La universidad de nuestro tiempo. 224 págs. 23. Oronzo Giordano: Religiosidad popular en la alta Edad Media. 312 págs.

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